Un Espia Llamado Sara - Bernardo Atxaga

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 94

Martín Saldías «Sara» es un agente carlista que debe descubrir la

identidad de un infiltrado liberal en las filas del general


Zumalacárregui. Los liberales saben de la existencia de "Sara", pero
no conocen su identidad, y han ordenado a su espía que le descubra
y acabe con él.
La acción se sitúa en Navarra durante la primera guerra carlista,
concretamente en 1834 y en el contexto de la Acción de las Peñas de
San Fausto, cerca de Estella, en la que Zumalacárregui venció al
general Carandolet, y donde fue hecho prisionero el Conde de Via.
Posteriormente la trama se traslada al acoso a los liberales en Etxarri
Aranatz.
Sara nunca pisa sobre seguro: ataca y es atacado, vigila y es vigilado,
persigue y es perseguido, y así será hasta que acabe su misión y
vuelva a casa. Pero nunca vuelve a ser el mismo aquel que ha vivido
una guerra de cerca. Martín Saldías volverá transformado, más
escéptico, agudo y sensible.
Como detalle literario, a la acción de cada capítulo le sucede su
versión desde la óptica de un personaje distinto.
Bernardo Atxaga

Un espía llamado Sara


ePub r1.0
Titivillus 27.01.15
Título original: Sara izeneko gizona
Bernardo Atxaga, 1996
Traducción: Bernardo Atxaga

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
NOTA PRELIMINAR

A veces resulta agradable escribir un relato pensando en un público joven


y siguiendo las reglas de un género. Se tiene la impresión de que ambas
condiciones aligeran el trabajo, quitándole gravedad y convirtiéndolo en un
juego en el que, por encima de cualquier otro aspecto, lo que prima es el
placer. Ensayando una definición, podría decirse que un texto de estas
características cumple su cometido cuando el lector disfruta con su lectura
tanto como el autor mientras lo escribía.
Mi primera experiencia, en este sentido, se llamó Memorias de una vaca,
un relato ambientado en los años que siguieron a la guerra civil española de
1936 y que, además del maquis y de otras cuestiones de la posguerra, trataba
de lo difícil que resulta llegar a la madurez. Ahora, seis años más tarde,
vuelvo a intentarlo con las aventuras de un espía que se hacía llamar Sara y
que vivió en los desordenados días de la primera guerra carlista. Espero que
los lectores jóvenes se diviertan con ellas, o más todavía, espero que les
gusten lo suficiente como para aconsejar su lectura a otros lectores no tan
jóvenes.

B. A.
Capítulo I
En marzo de 1833, el rey de España Fernando VII envió una carta a su
hermano Carlos exponiéndole sus planes con respecto a la sucesión. La carta
terminaba con una pregunta:
—¿Aceptas que mi hija Isabel me suceda, hermano?
Aquella petición suponía un desprecio. Según la ley, el trono
correspondía a Carlos, no a Isabel. Además, esta era todavía una niña, y la
renuncia solo habría beneficiado a la esposa del rey, María Cristina, y al
general Espartero.
La respuesta de don Carlos llegó desde Portugal. Aunque envuelta en
palabras respetuosas y amables, su negativa fue categórica. Decía así:
«Señor: Yo, Carlos María Isidro de Borbón y Borbón, Infante de España,
hallándome bien convencido de los derechos que me asisten a la Corona de
España, siempre que, sobreviviendo a Vuestra Majestad, no deje un hijo
varón, digo: que mi conciencia y mi honor no me permiten jurar ni reconocer
otros derechos, y así lo declaro, Señor, a los Reales pies de V.M. Su amante
hermano y fiel vasallo, el Infante don Carlos».
Fernando VII murió cinco meses más tarde, el 29 de septiembre de 1833.
La pequeña Isabel fue nombrada reina, y su madre María Cristina se hizo
cargo del poder. Inmediatamente, los seguidores de don Carlos se sublevaron,
primero en Bilbao, luego en todo el País Vasco, más tarde en Castilla y en
Cataluña. Así fue como comenzó la primera guerra carlista. Por un lado, los
rebeldes, los partidarios de don Carlos o carlistas; por otro, los partidarios del
Gobierno de Isabel, los llamados liberales.
Muchos fueron los que, durante aquella época turbulenta, alcanzaron a
tener su pequeña historia. Uno de ellos se llamó Martín Saldías. Fue un
hombre que luchó como espía al servicio del general Zumalacárregui; un
voluntario carlista al que sus compañeros llamaban Sara. Su historia, o
mejor, la parte más peligrosa de su historia, comenzó con un viaje…

Martín Saldías salió de Bilbao el 14 de julio de 1834, burlando los


controles de las tropas liberales y llevando consigo —en un rincón de su
memoria, donde nadie lo pudiera ver— un informe de gran importancia para
el general Zumalacárregui. Había podido salir de la ciudad gracias a una
documentación falsa que lo acreditaba como tratante de vinos; oficio que,
además, justificaba su viaje a Navarra. Dos días más tarde, montado en el
caballo que le había dejado un campesino de ideas carlistas, llegó a la altura
de Etxarri Aranatz, un pueblo fortificado que era sede de una guarnición
enemiga. Atardecía, y la luz iba desapareciendo de entre los árboles del
bosque que en esos momentos estaba atravesando.
El camino comenzó a subir la ladera de una colina, y el caballo resopló
quejoso y meneó la cabeza.
—Ya queda poco —le dijo Martín Saldías, pasándole la mano por el
cuello. Sabía que Zumalacárregui acampaba al fondo de aquel valle, en
Irurzun.
La parte alta de la colina era una zona sin árboles y de buena visibilidad,
y los ojos de Martín Saldías se movieron con inquietud. Etxarri Aranatz, el
pueblo ocupado por sus enemigos los liberales, estaba allí mismo, más cerca
de lo que había imaginado. Daba la impresión de ser un lugar apacible y
tranquilo, con el humo de los fogones saliendo lentamente por las chimeneas
y las calles desiertas, pero nunca se sabía. No todos los soldados de la
guarnición estarían cenando.
—A ver si consigo llegar a casa —pensó. Era un espía, y cualquier sitio
que no estuviera infestado de enemigos se convertía inmediatamente en su
hogar. Espoleó al caballo y se dirigió colina abajo, hacia la zona donde el
bosque volvía a adueñarse del terreno.
Cuatro o cinco pájaros salieron volando de un árbol para enseguida
alejarse hacia los tejados de Etxarri Aranatz. Martín Saldías suspiró.
Desgraciadamente, él no era un pájaro, sino un hombre alto y grueso, un
grandón cuyo peso hacía sufrir a los caballos. A él no le quedaba otro
remedio que avanzar al paso.
Otro pájaro imitó a los anteriores. Salió del bosque y se escapó volando
hacia el pueblo. Él le siguió con la vista, pero sin mucho interés. No
reconocía los pájaros de tierra. Se había pasado media vida en el mar, en un
paquebote llamado Montevideo, y los petreles le resultaban más familiares
que las golondrinas.
De pronto, una pregunta cruzó su mente: ¿Por qué aquella intranquilidad?
¿Por qué echaban a volar unos pájaros que debían estar dormidos? Martín
Saldías contuvo la respiración y siguió avanzando hacia la orilla del bosque.
No veía nada raro entre el verde oscuro de los arbustos y los árboles. Y
tampoco oía nada que fuera extraño, solo el sonido de los cascos de su
caballo al golpear contra la tierra. Sin embargo, estaba seguro, allí había
alguien. Y ese alguien le estaba esperando.
—¡Patrulla! ¡Alto! —chilló entonces una voz.
—¡No tiréis! ¡Soy amigo! ¡Viva María Cristina! ¡Viva el ejército liberal!
—gritó Martín Saldías con todas sus fuerzas.
Desde la oscuridad del bosque —como desde el fondo de una cueva—
surgieron risitas. Varios hombres avanzaban hacia él.
—¡Amigo! ¡Soy amigo! —exclamó Martín Saldías aparentando alegría
pero bastante asustado. Las risitas no le habían gustado nada. Cuando los
soldados reían a lo tonto, mal asunto. Señal de que habían bebido y de que
tenían ganas de pelea. A la mínima provocación, aquellos soldados
dispararían contra él.
—¿Qué hace usted en este camino? ¡Documentación! —dijo una voz que,
para alivio de Martín Saldías, parecía venir de un hombre completamente
sobrio. Un instante después, aquel hombre salió del bosque y se plantó frente
a su caballo. Era bastante joven y vestía el uniforme negro de los soldados
liberales. Lucía galones de teniente. Tenía los ojos enrojecidos y estaba muy
pálido, como si llevara varios días sin dormir.
Martín Saldías no era un espía profesional, sino un marinero que, por las
circunstancias, y también por la admiración que sentía hacia el general
Zumalacárregui, había aceptado aquel servicio. Debido quizás a esa falta de
preparación, su modo de disimular era bastante rudimentario. Se hacía el
simplón, el botarate, el charlatán, y con eso se las arreglaba. Al menos, así se
las había arreglado hasta entonces.
—Perdone que le corrija, mi capitán, perdone mi atrevimiento —dijo
Martín Saldías sonriendo abiertamente, pero sin atreverse a bajar los brazos.
Hablaba a toda prisa, atropellándose—. Dice usted, capitán, que adónde voy
por este camino, pero resulta que esto no es exactamente un camino, sino un
atajo muy bueno. Y por eso mismo voy por aquí, para llegar cuanto antes a
Pamplona. Tengo que estar allí antes de mañana por la mañana para cerrar un
negocio. Porque ahora las cosas están muy mal, después de que la guerra…
—¡Para de una vez! —gritó uno de los soldados de la patrulla
acercándose por detrás, y el viejo caballo resopló nervioso.
—¡Los charlatanes no suelen ser de fiar! ¡Suelen ser espías carlistas! —
gritó otro soldado que también se había colocado tras él soltando una risita.
—¡Y los espías suelen morir fusilados! —añadió su compañero. Martín
Saldías se movió inquieto en la silla de montar. Se sentía tan nervioso como
su caballo. Allí estaba el peligro, en los soldados borrachos. Por un momento,
sus ojos se fijaron en la orilla del bosque que tenía enfrente. Allí y acá, en
medio de las primeras sombras de la noche, los soldados liberales hacían
guardia con el fusil levantado. ¿Cuántos eran? Sin contar a los que estaban
con él, unos doce. ¿Por qué una patrulla de lo menos quince hombres, en
lugar de una común de cuatro o cinco? No lo sabía, pero aquello no le
gustaba.
—¿Qué te pasa ahora? ¿Te has quedado sin lengua? —gritó uno de los
soldados. Su risita saltó al aire como un insecto pernicioso.
—¡Callaos de una vez! —gritó el teniente de tez pálida, alargando la
mano hacia la documentación que le tendía Martín Saldías. La risita del
soldado cesó inmediatamente dejando que los otros sonidos, los del atardecer,
tomaran su sitio. Sí, allí estaba la antigua voz del viento; allí estaba,
igualmente, la voz del bosque, el estremecimiento de los árboles y los
susurros de las hojas verdes; allí estaba, también, la voz de los pájaros
chillando contra una noche que, otra vez más, caía sobre ellos y sobre el
mundo.
«El mar es más silencioso», pensó Martín Saldías, acordándose de los
atardeceres que había conocido a bordo del Montevideo. En el mar, los
pájaros solo chillaban al amanecer.
Así que es usted tratante de vinos —dijo el teniente, hablando con la
misma gravedad de antes y sacándole de su ensoñación—. ¡Callaos! ¿Qué
queréis? ¿Ir al calabozo? —añadió enseguida, dirigiéndose a los dos soldados
que, ahora, tras la alusión al vino, reían abiertamente.
—Efectivamente, mi capitán. Está mal que yo lo diga, pero represento a
una de las mejores casas de Bilbao y…
—Si me vuelve a llamar capitán, le muelo a palos. ¡Soy teniente!
¡Teniente Valdivielso!
—Perdone, mi teniente. Nunca he sido militar, y todavía no he aprendido
a distinguir las graduaciones. Recuerdo que una vez…
—¡Calle! —gritó el teniente levantando el brazo y haciendo que el
caballo, asustado, reculara hasta donde estaban los dos soldados de las risitas.
—¡Baja al suelo! —le gritó uno de ellos agarrándole de la manga y
tirando de él hacia abajo. Martín Saldías aguantó el tirón y luego se libró de
él. Si se veía acorralado, la única posibilidad de huida estaba en el caballo.
El teniente no conseguía ver bien la documentación de Martín Saldías, y
la leía manteniéndola muy cerca de los ojos. Durante un rato no dijo nada.
Luego dobló los papeles y, sin levantar la vista, preguntó:
—Usted es Sara, ¿no?
—¿Una mujer, yo? —exclamó Martín Saldías abriendo completamente
los ojos. Las palabras le salieron de la boca antes de que tuviera tiempo de
pensar la respuesta. La precipitación quebró su voz—. ¡Cómo quiere que yo
sea Sara! ¿Qué quiere usted decir con eso? ¿Que no soy hombre? ¿Lo dice
acaso porque no llevo armas? ¡Usted me ofende, teniente!
Martín Saldías gritaba al jefe de la patrulla gesticulando e incorporándose
por encima de la cabezota del caballo. Sentía que el pánico estaba a punto de
atenazarle los músculos, y se revolvía contra esa posibilidad exagerando su
protesta. Si dejaba de gritar y permitía que la voz volviera a su registro
habitual, el temblor de su garganta le delataría. «¿Por qué se ha puesto a
temblar nada más oír el nombre de Sara?», le diría el teniente. «Un inocente
se hubiera echado a reír o hubiera protestado. En cambio usted, al ser el espía
que buscamos, al ser el verdadero Sara, se ha cagado en los pantalones. Y no
me extraña, porque lo que le espera es el pelotón de fusilamiento.»
Para su suerte, no fueron aquellas las palabras que salieron de boca del
teniente.
—Por eso se libra usted, porque es hombre. Nosotros buscamos a una
mujer.
—Así que era una broma —dijo Martín Saldías, disimulando el alivio que
sentía—. Los liberales tenían información, sí, pero les faltaban los detalles.
Sabían que había un espía que intentaba llegar hasta Zumalacárregui, y sabían
asimismo que ese espía se llamaba Sara, pero ignoraban que dicho nombre
—el de la madre de Martín Saldías, en realidad— correspondía a un hombre.
—Algo más que una broma —le respondió el teniente de tez pálida
entregándole la documentación. Parecía un joven inteligente. Probablemente
llevaba días patrullando por el bosque sin ver una sola mujer sospechosa, y
ya empezaba a barruntar la verdad. «No tardará mucho en darse cuenta del
engaño. Pero para entonces yo estaré fuera de su alcance», pensó Martín
Saldías.
—Ahora entiendo por qué estáis vosotros dos aquí —dijo Martín Saldías
recuperando su papel de hombre simplón y volviéndose hacia los dos
soldados de las risitas—. ¡Seguro que os habéis prestado voluntarios! ¡Lo que
hace un hombre por una mujer!
Martín Saldías rio, y lo mismo hicieron los dos soldados. Incluso el
teniente se rio. Sí, estaba salvado.
—Mejor será que siga usted su camino. Y cuando llegue al final del valle,
tenga cuidado. Según parece, las tropas de Zumalacárregui están allí.
Martín Saldías guardó su documentación en uno de los bolsillos de su
zamarra. Luego miró hacia la zona que acababa de señalar el teniente. La
oscuridad subía desde la tierra hacia el cielo, y las primeras estrellas habían
hecho ya su aparición.
—No se preocupe, teniente Valdivielso. No me acercaré donde esa
gentuza. No se lo he dicho hasta ahora, pero mi hermano murió fusilado por
ese Zumalacárregui.
Era una de sus mentiras preferidas, y siempre causaba efecto. También
aquella vez.
—Lo siento muchísimo. Que tenga buen viaje —dijo el teniente
tendiéndole la mano a modo de despedida.
Martín Saldías se alejó de ellos saludándolos con la mano y con la sonrisa
en los labios. Sin embargo, su expresión cambió pronto, en cuanto se hubo
internado en el bosque. Ocurría algo raro.
«¿Qué es lo que no está bien?», se preguntó echando la cabeza hacia atrás
y mirando al cielo. Pero las tres o cuatro estrellas que alcanzaba a ver por
entre las hojas de los árboles no parecían saber la respuesta. «Vamos a ver,
Martín», volvió a decirse. «¿Qué es lo que ocurre?» Era evidente que alguien
había avisado de su llegada a los liberales, pero ¿quién podía ser?
Naturalmente, tenía que ser alguien de Bilbao, uno de los que le habían
ayudado a preparar el viaje, pero ¿quién?, ¿quién? A la pregunta le siguió el
monótono sonido de los cascos de su caballo. Avanzaba a paso seguro hacia
el fondo del valle, hacia el campamento de sus amigos, hacia su casa.
Martín Saldías comenzó a seguir los pasos del caballo, y tuvo la
sensación de que su mente, al igual que su cuerpo, viajaba a aquel ritmo, cada
vez más adentro, cada vez más cerca de la idea que estaba buscando en su
interior. El resto de las cosas —la voz del viento, la voz de los pájaros, las
estrellas— fue desapareciendo. Incluso el bosque desapareció. Solo estaban
él y el caballo, y los dos iban tras algo que parecía importante.
De pronto, el caballo se detuvo en seco, y Martín Saldías tuvo que
abrazarse a su cuello para no caer. «¿Dónde estoy?», se preguntó alarmado.
Pero no había motivo para tal alarma. Se encontraba a la orilla de un
riachuelo que atravesaba el bosque. «¡Me he dormido!», pensó, al tiempo que
desmontaba. Luego se puso a beber unos metros más arriba de donde lo
estaba haciendo el caballo.
—¡Ahora lo comprendo! —exclamó Martín Saldías levantándose. La idea
le había sobrevenido con el primer sorbo.
No, el aviso acerca de su viaje a Navarra no provenía de Bilbao. No había
ningún traidor entre los correligionarios que le habían encargado la misión.
De ser ese el caso, la información de los liberales que le habían echado el alto
habría sido mucho más precisa. Habrían sabido toda la verdad: que el espía
que trataba de contactar con Zumalacárregui y que respondía al nombre de
Sara era en realidad un hombre, un hombre grandón de casi 40 años, más
rubio que moreno, de cara redonda.
La luz de la luna atravesaba a duras penas el follaje del bosque y llegaba
hasta el riachuelo muy debilitada. El agua parecía formar hilos grises.
«El aviso tuvo que salir del campamento de Zumalacárregui», concluyó
Martín Saldías, apartando la vista del agua. Luego respiró profundamente y
se restregó la cara con las manos. No muy lejos de allí cantó un pájaro, el
único pájaro que seguía despierto en aquel bosque.
«Siempre es lo mismo», suspiró, apoyándose en un árbol. El ejército
carlista estaba formado casi exclusivamente por voluntarios, por jóvenes que
antes de la guerra habían sido campesinos, herreros o albañiles: gente
valiente, desde luego, más que dispuesta a morir y a matar por su ideal, pero
gente indisciplinada, charlatana, ingenua. No le extrañaba que la noticia de su
viaje hubiera llegado a oídos liberales. Alguno de los lugartenientes de
Zumalacárregui se lo habría contado a un amigo de su pueblo o de su valle, y
este a algún pariente, y este pariente a su vez a algún otro amigo, y así
sucesivamente hasta que el traidor, el espía que los liberales tenían en el
campamento, había acabado por enterarse de la noticia.
Mientras se alejaba del riachuelo en dirección a Irurzun, Martín Saldías
solo pensó en el hombre que escondía sus ideas liberales bajo los colores rojo
y azul de los carlistas. ¿Cómo sería? ¿Un hombre como él? Sí, sería como él.
Un hombre corriente al que las circunstancias y la lealtad habían obligado a
tomar un camino peligroso. Durante un buen rato trató de imaginar el rostro
de su igual del otro bando, de aquel enemigo suyo que podía acarrearle la
ruina y la muerte; pero una inquietud difusa, algo que ni siquiera era una
sospecha, sino una sensación de incomodidad parecida a la de quien trata de
recordar un nombre y no lo logra, le impedía concentrarse en aquel juego.
Le pareció, de pronto, que la noche se hacía más clara, y se encontró
fuera del bosque. Su caballo, ya muy cansado, bajaba lentamente hacia el
camino que discurría por el fondo del valle y que, a aquellas horas, a la luz de
la luna, parecía un río blanco. No muy lejos de allí, unas rocas todavía más
blancas cerraban el paso del río, del camino. Pero no eran rocas. Eran casas,
las casas de Irurzun. Suspiró: por fin iba a conocer a Zumalacárregui, el Tío
Tomás, el mejor hombre de los carlistas.
Trató de recordar el rostro del militar que tanto admiraba y que solo
conocía por un retrato que había circulado por Bilbao, pero aquella inquietud
que le había acompañado en el último tramo de su viaje acabó por tomar
forma y lo sacó de sus pensamientos.
«Si el traidor que hay en el campamento piensa que soy una mujer, lo
mismo pensarán los demás», razonó, tirando de las riendas de su caballo y
obligándole a detenerse. «Y si lo que esperan es una mujer y ven un hombre,
quizás se pongan nerviosos.»
También él estaba cansado, tan cansado o más que el propio caballo, pero
no podía quedarse allí hasta el amanecer maldurmiendo sobre el suelo. Tenía
que pasar su información aquella misma noche. Sacó un pañuelo grande de su
bolsillo y se lo puso en la cabeza al modo femenino. Luego se quitó el
cinturón y dio un poco de vuelo a su capa de viaje. ¿Serviría aquel
rudimentario disfraz para tranquilizar a la guardia carlista? Al menos le
dejarían acercarse. No le dispararían enseguida.
—¡Vamos a entrar en Irurzun! —animó a su caballo.
Pasaron por delante de las primeras casas del pueblo sin que nadie les
diera el alto. Y lo mismo ocurrió cuando enfilaron la calle Mayor. Nada. Ni
una voz. Ni una luz. Solo la luna, las sombras y el silencio. ¿Estaría
abandonado el campamento?
—¡Alto! ¡Quién va! —se oyó de pronto. La orden salió del pórtico de una
de las casas de la calle.
—¡Don Carlos! —respondió.
—¡Nombre!
—¡Soy Sara!
Primero hubo un silencio. Luego, un cuchicheo de voces. A continuación,
otro momento de silencio y un chasquido. Alguien, una sombra que corría
hacia él, había pisado una rama y la había roto.
Vio que la sombra que acababa de pisar la rama se abalanzaba hacia él
con un puñal en la mano.
—¡Soy amigo! —volvió a gritar. Fue sobre todo una exclamación de
sorpresa. No era normal que unos centinelas actuaran con aquella
irregularidad, sin tan siquiera preguntarle por el santo y seña, sin darle la
menor oportunidad de hablar y exponer su caso.
—¡Qué pasa aquí! —insistió. Como toda respuesta, el centinela que había
corrido hacia él le lanzó una puñalada. Saldías la esquivó y se tiró al suelo.
Lo que pensó el teniente Valdivielso
El mando de la guarnición nos reunió a los oficiales para informarnos de
que una espía de nombre Sara estaba a punto de pasar por nuestra zona,
camino de Irurzun. Nos dijeron que la información provenía del campamento
mismo de Zumalacárregui, y que parecía muy fiable. Inmediatamente, me
ofrecí voluntario. No podía dejar que una hermana de la causa fracasara en su
misión.
Mi ofrecimiento fue aceptado, y comencé a vigilar los alrededores del
pueblo con una patrulla de quince hombres. Para facilitar mi labor, dejé que
el vino corriera entre ellos con total libertad, e incluso los animé a beber. En
cambio, yo no probé ni medio vaso. Tenía que andar muy listo si quería librar
a aquella mujer del peligro que corría.
Resultó que la mujer no era tal, sino un hombre. Al principio no me di
cuenta, pero en cuanto le dimos el alto y se puso a hablar no me cupo la
menor duda. Se empeñó en tratarme de capitán, como si fuera un rústico de
los que no saben nada, ni distinguir los galones de la gente militar, y luego se
declaró tratante de vinos. Disimulaba tan mal, que hasta temí que los
soldados se dieran cuenta. Por fortuna, estaban todos un poco atontados por
la bebida.
Para avisarle de que le habían delatado, le pregunté directamente por
Sara. Se llevó un susto de muerte, pero se recuperó enseguida. Parecía un
hombre inteligente, y lo más probable es que ya haya sacado sus
conclusiones. Con todo, no estoy tranquilo. El delator le estará esperando en
Irurzun, y querrá acabar con él enseguida, antes de que pase su informe. Que
sea lo que Dios quiera.
Me he mirado en el espejo. Estoy pálido y tengo los ojos enrojecidos a
causa del poco dormir. Me alegro de que mamá no me vea en este estado.
Aunque, bien pensado, lo que a ella le dolería de verdad sería verme con este
uniforme que llevo, pues es el de los enemigos de la religión y de don Carlos.
Capítulo II
Era una noche de verano, estrellada y con luna, ideal para un paseo por el
campo o para una conversación al aire libre; sin embargo, en una de las calles
de aquel pueblo convertido en campamento militar, Irurzun, dos hombres
luchaban a muerte. Si se hubiesen parado a pensar en lo que estaban
haciendo, si hubiesen tenido un momento de lucidez para comprender que
nada debían a don Carlos o a María Cristina, que nada debían tampoco a su
general o a sus capitanes, que solo a ellos mismos y a su propia vida se
debían, ambos hubiesen dejado al momento de luchar y, riéndose juntos,
habrían tomado el camino de la frontera, hacia otro país, otra gente, otra
forma de entender la vida. Pero, desgraciadamente, ni Martín Saldías ni el
guardia carlista que le había atacado tenían posibilidad alguna de alcanzar
una visión veraz de su situación; estaban demasiado metidos en sí mismos,
demasiado atados a su circunstancia, demasiado empeñados en defenderse y
atacar.
Ya llevaban un buen rato lanzándose golpes y rodando por tierra, cuando
el centinela carlista acorraló a Martín Saldías contra una pared y se dispuso a
darle el golpe mortal.
—¡Dominus! —exclamó el agresor levantando el puñal.
—¡Aramburu! —gritó a su vez Martín Saldías.
En el mundo antiguo, cuando vivía menos gente y esa gente se movía
poco, cuando la vida de los pueblos e incluso la de las ciudades era
muchísimo menos anónima que la de ahora, una persona solía tener dos
nombres: el suyo propio, el de la pila bautismal, y el que, con mayor o menor
malicia, le otorgaban los demás, el apodo, el mote. Así ocurría con el soldado
carlista que había atacado a Martín Saldías: que por una parte era Aramburu,
pero por otra, por su afición al latinajo —herencia de su estancia en el
seminario— era Dominus o Dominus vobiscum. Martín Saldías, que también
había pasado algunos años en el seminario, había reconocido a su antiguo
compañero de estudios nada más oír la exclamación. La feliz coincidencia y
su memoria le salvaron la vida.
—¡Deja que me levante! —le gritó Martín Saldías a su antiguo
compañero. Este seguía con el puñal levantado, sin saber qué hacer, como si
la sorpresa le hubiese atontado.
—¡Martín Saldías! —dijo al fin, guardando el puñal y apartándose—.
¿Qué haces tú aquí? ¿Y por qué venías vestido de mujer?
—Ya te explicaré, Aramburu. Ahora estoy agotado y hambriento —le
respondió Martín Saldías levantándose. Aquello no era cierto, porque en
realidad el altercado había tenido el efecto contrario, el de irritarle y el de
hacerle olvidar el cansancio que traía del viaje, pero prefería concentrarse en
su trabajo que ponerse a charlar con un antiguo compañero de seminario.
Se les acercaron otros cuatro hombres, el resto de la patrulla de guardia.
—No le llames Aramburu. Llámale Dominus. Así le llamamos aquí —le
dijo el sargento que estaba al mando, riéndose al hablar. Parecía de buen
humor, como si el incidente le hubiese divertido. Era un hombre sin porte de
militar, bajo y rechoncho.
—Ya lo sé —le respondió Saldías con sequedad, buscando con la vista a
su caballo. Tenía prisa por culminar la misión que le había llevado hasta allí.
—Y a ti, ¿cómo te llamamos? ¿Por tu nombre de espía o por el de
verdad?
—Ahora que usted lo dice y ya no es un secreto, pueden llamarme Sara.
La pregunta del sargento no había hecho sino confirmar sus temores. Sí,
la noticia de su viaje a Navarra había salido de Irurzun, de entre los carlistas
que estaban acuartelados allí, y no de Bilbao.
—No se moleste conmigo. Aquí no hay mucha tropa, y todo se acaba
sabiendo —dijo el sargento con hosquedad. Su buen humor había
desaparecido.
Nada se movía en la calle, y el silencio que siguió a aquellas palabras, o
quizás el viento que les abordó de pronto y dio un soplido a los faldones de
las casacas, trajo un runrún de amenaza. En tiempo de guerra, todo el mundo
se volvía irritable. No todos los soldados morían en el campo de batalla. A
veces los mandos se volvían contra la tropa y fusilaban a alguien, al más
ingenuo, o al que peor suerte tenía, o al que acababa de llegar.
—Tampoco se enfade usted —respondió Martín Saldías al sargento
yendo hacia su caballo. Él no pertenecía a la tropa, sino a los servicios de
información, y no dependía de un simple sargento, ni siquiera de un capitán.
Él trataba directamente con los jefes carlistas de Bilbao o con el Estado
Mayor—. Aquí el único que tiene motivos para enfadarse soy yo —continuó,
levantando ligeramente la voz para que todos le oyeran con claridad—.
Primero intentan apuñalarme y luego usted me trata de espía. Si soy espía o
no soy espía es algo que no le concierne a usted.
Desde lo alto, las estrellas y la luna seguían invitando a un paseo por el
campo o a una conversación tranquila.
—Si me da usted permiso, le llevaré al comedor y le daré de cenar, mi
sargento —intervino Aramburu, Dominus. Extremaba su corrección al hablar.
—De acuerdo. Llévatelo. Espero que para mañana se le bajen los humos
—dijo el sargento, señalando con el dedo a Martín pero sin dirigirle la
mirada. Estaba irritado por la impertinencia de Saldías, por cómo le había
hablado delante de sus subordinados, pero no se atrevió a exteriorizar su
irritación. Al Tío Tomás no le gustaba que se molestara a sus espías.
Martín Saldías y Aramburu se separaron de la patrulla y comenzaron a
caminar hacia el edificio de la iglesia, en una de cuyas dependencias estaba el
mejor comedor, el de los oficiales. Durante un rato, mientras avanzaban por
los callejones, los dos hablaron de su pasado, de los tiempos en que se habían
enfrentado con los argumentos y las sutilezas de la teología; aunque en
realidad —los encuentros casuales suelen tener esa consecuencia— lo que
hicieron no fue hablar, sino saltar de un tema a otro y comprometerse a hablar
más largamente en un futuro cercano.
—A pesar de no ser oficial, yo suelo comer ahí. Entre otras cosas, gracias
a mi francés —comentó Aramburu cuando ya se estaban acercando a la
iglesia.
—¿A tu francés?
—Después de salir del seminario estuve en Francia, y aprendí la lengua.
—¿Y qué tiene que ver eso con el privilegio de comer con los mandos?
—Tenemos aquí a unos voluntarios franceses que necesitan de traductor.
Alguno de ellos pertenece a la nobleza. Ya los conocerás —dijo Aramburu
dando un tonillo alegre a sus palabras.
—¿Por qué lo dices de ese modo? ¿Qué les pasa a esos franceses?
—No les pasa nada. Pero están un poco locos.
—Has tenido suerte. Gracias a ellos tú vives mejor.
—Es cierto. Además, duermo bajo techo. Me alojo en una de las casas del
pueblo, y no en una tienda de lona como la mayoría de los voluntarios.
Ya estaban junto a una de las puertas laterales de la iglesia. Olía a aceite y
a habas.
—Las habas de la cena estaban muy buenas —comentó Aramburu
haciendo ademán de entrar. Saldías le sujetó del brazo.
—Tengo mucha hambre, pero no voy a entrar. Ahora no, al menos.
Primero tengo que hablar con el general Zumalacárregui.
—¿Con el Tío Tomás? ¿A estas horas?
—Es necesario. ¿Dónde lo puedo encontrar?
Aramburu le señaló el palacio que tenían enfrente, al otro lado de la
plazoleta donde también se asentaba la iglesia. Era una casa de piedra, con
tejado a cuatro aguas. Tenía un jardín que la rodeaba casi completamente, y
un muro de piedra que protegía todo el conjunto de los extraños.
—Su guardia siempre está despierta —dijo Aramburu señalándole el farol
que iluminaba el portón de entrada—. Aunque debe de estar dentro. No se ve
movimiento en el jardín.
—Tú también estabas despierto. Casi me matas con ese maldito puñal.
Sin ni siquiera pedirme el santo y seña —le reprochó Saldías. El incidente de
su llegada seguía pesándole. De solo recordarlo se ponía de mal humor.
—Orden del sargento —le respondió Aramburu con tranquilidad—. Se ha
dado cuenta de que venías disfrazado y ha pensado lo peor. Es un hombre
muy desconfiado.
—¿Cómo se llama?
—Los voluntarios le llaman Napoleón. Pero su verdadero apellido es
Carrasco. En su ciudad tenía fama de liberal, pero acabó alistándose a las
órdenes del Tío Tomás. Parece que le admira mucho.
Por la mente de Saldías cruzó una idea. Su encuentro con aquella guardia
carlista a la entrada del pueblo, tan irregular, tan feroz, ¿habría sido obra de la
fortuna? ¿O lo habría preparado aquel sargento, sabedor de su llegada,
sabedor quizás de que Sara era en realidad un hombre, para acabar con su
vida con la excusa del disfraz? La experiencia le había demostrado una y mil
veces que la casualidad no existía, o que existía muy remotamente, en las
escasísimas ocasiones en que Dios así lo decidía. Quizás ya estuviera sobre la
pista del traidor. Aunque —Saldías suspiró al pensarlo— también aquello, el
que se tropezara con el traidor nada más llegar a Irurzun, parecía cosa de la
casualidad, de aquella casualidad que casi no existía…
—Me estoy entreteniendo demasiado —dijo de pronto Saldías,
abandonando sus reflexiones—. Voy a llevar mi mensaje.
—¿Vas a tardar mucho? —le preguntó Aramburu.
—No creo.
—Entonces te esperaré. Voy a ver si quedan habas. A ver qué te cuenta el
Tío Tomás.
—Soy yo el que le tiene que contar a él.
Se despidieron y Saldías se dirigió hacia el palacio.
Saldías cruzó la plazoleta que separaba la iglesia de Irurzun del palacio
donde se alojaba el general Zumalacárregui, y se detuvo frente a la cancela
que daba paso al jardín. Pocas eran las cosas que el farol de la entrada
arrancaba a la oscuridad de la noche, a pesar de que, gracias a la luna, la
oscuridad no pasaba de penumbra: aparte del zaguán y del portón, sus ojos
solo pudieron distinguir los arbustos que adornaban el jardín, y la figura de
un caballo atado a un árbol, inmóvil como una estatua. La pregunta era:
¿dónde estaba la guardia del general?
Extrañado por aquella aparente despreocupación, por la tranquilidad que
reinaba en lo que sin duda era el cuartel general de los carlistas, Saldías dio
unos pasos y entró en el jardín. Lo hizo con mucho sigilo, puesto que el
silencio, y el mensaje que le llegaba envuelto en él —que pronto iba a estar
frente al general Zumalacárregui—, le cohibían. ¿Se debería aquella
tranquilidad a su visita? Por un momento, Saldías creyó que Zumalacárregui,
sabiendo de su llegada y adivinando la información que le traía acerca de la
posibilidad de una nueva victoria, había decidido ordenar el toque de silencio
a fin de que sus soldados estuviesen preparados para la acción. Sin embargo,
desechó esa explicación nada más pensarla. Zumalacárregui recibiría muchos
informes a lo largo de una semana, y no perdería el tiempo en conjeturas. Y
tampoco él debía hacerlo. Debía llamar a la puerta del palacio y comunicar
cuanto antes lo que sabía.
Dio unos pasos más, cruzó el zaguán —que era bastante amplio, capaz de
acoger una carroza— y se detuvo ante el portón. Iba a coger la aldaba para
llamar cuando alguien, un hombre de voz muy segura, le habló desde detrás.
—¿Adónde vas, paisano?
Eran exactamente tres hombres los que le apuntaban con sus armas —no
carabinas, sino pistolas—, y el que le había hablado lucía galones de teniente.
Bastaba ver su arrogancia, el deje que había dado a sus palabras, para darse
cuenta de que tanto él como los otros dos centinelas pertenecían a la
Compañía de Guías, la flor y nata del ejército carlista, los únicos que tenían el
privilegio de estar junto a Zumalacárregui.
—Tengo que ver al general. Creo que me espera. Soy Sara —dijo Saldías
algo turbado. No solo no había visto a los centinelas; tampoco les había
sentido caminar. Y eso no le gustaba. No le gustaba que le sorprendieran. En
realidad, no le ocurría nunca. O casi nunca. Solo cuando, al igual que aquella
noche, se encontraba muy cansado. De pronto, tuvo deseos de poner punto
final a su misión e irse a dormir.
—¿Traes papeles? —le dijo el teniente.
—Nosotros no solemos llevar papeles que merezcan la pena —respondió
Saldías, ya rehecho. Estaba enfadado consigo mismo y con los centinelas. Lo
de esperar hasta el último momento antes de darle el alto le parecía una
arrogancia, una burla.
—Acércate.
Uno de los centinelas que acompañaba al teniente lo registró de arriba
abajo. No, no llevaba armas.
—¿Es importante tu mensaje?
—Mucho.
—Como no lo sea y el general se enfade, quedarás arrestado, ¿entendido?
El teniente llevaba una flor de lis blanca en uno de los lados de su boina
roja.
—¿Qué día es hoy? —preguntó Saldías. Prefería asegurarse.
—Dieciséis de julio —dijo el teniente.
—Entonces repito lo que ya le he dicho. El mensaje es importante. Al
general no le importará que le despertemos.
Tanto el teniente como los otros dos centinelas le dirigieron una sonrisa
burlona.
—El general duerme muy poco. Está en el jardín —dijo el teniente,
indicándole que pasara por delante de ellos.
Saldías no era una persona impresionable. Antes bien, su defecto
principal —según solía repetirle la dueña del Café Arenal de Bilbao—
provenía de lo contrario, de su rudeza, de su impasibilidad, de su frialdad
incluso; sin embargo, y a pesar suyo, el ambiente que se respiraba alrededor
del palacio le intimidaba. El aire del jardín parecía diferente del que había
respirado en el viaje o durante su conversación con Dominus.
En el jardín, junto al caballo atado al árbol, había un hombre que, a
primera vista, parecía estar con las manos en los bolsillos y la mirada puesta
en una luna que, como por magia, había descendido del cielo hasta muy cerca
de las montañas que rodeaban Irurzun. Sin embargo, aquella apariencia de
hombre que ha salido a tomar un poco el aire antes de irse a dormir se
difuminó en cuanto Saldías se acercó a él. Zumalacárregui no estaba mirando
a la luna. Estaba pensando, haciendo cálculos; tan ensimismado, que tardó en
darse cuenta de la presencia del teniente cuando este se cuadró ante él.
Saldías vio que, por fin, Zumalacárregui asentía. El teniente le indicó que
se acercara.
—¿Qué ha ocurrido en Bilbao? —le preguntó Zumalacárregui antes de
que él tuviese tiempo de saludar.
Bastó aquella pregunta para advertir a Saldías de que se encontraba ante
un militar que tenía trato, y trato privilegiado, con la Señora Muerte; un
hombre que un día había sido niño inocente e irresponsable, pero que ahora,
de un solo grito —«¡No hay cuartel!»—, podía romper la vida de cientos de
personas; romperlas, además, tan fácilmente como un borracho rompe los
vasos de cristal que lanza contra el suelo. La voz, que a veces delata una
enfermedad y otras una alegría repentina o una tristeza insuperable, tenía en
su caso una ausencia de brillo que la hacía sufriente, opaca, incapaz de
entonar una canción.
—Han fusilado a Armencha —dijo Saldías.
Armencha, un hombre rico, natural de Lekeitio, había sido apresado en la
batalla de Bermeo. Con su desaparición, los carlistas perdían a uno de sus
principales en Vizcaya.
—Se comportó con mucha dignidad. Incluso con alegría. Algunos dijeron
que, más que a su fusilamiento, parecía ir a su boda.
Zumalacárregui no dijo nada. Se limitó a acariciar al caballo que, ajeno a
la conversación, parecía estar durmiendo. A lo lejos, hacia la montaña, se oyó
el croar de una rana.
—Cuando lo llevaban hacia la plaza para fusilarle, una mujer se acercó
hasta él y comenzó a insultarle. Armencha se encaró con ella y mirándola con
desprecio…
—Está bien, está bien —le interrumpió Zumalacárregui en un susurro.
Tenía la nariz recta, los labios finos, el mentón pronunciado de las personas
con gran fuerza de voluntad—. Armencha era un buen soldado y nada me
extraña su dignidad ante la muerte. Pero es hora de que me comunique la
información que, según la carta, trae para mí.
Los liberales abrían todas las cartas sospechosas, y los mensajes que,
después de muchas vueltas, llegaban a manos del cuartel general de los
carlistas solían ir mezclados con noticias baladíes y ser muy breves. En
general, se limitaban a anunciar la visita de un pariente; es decir —para quien
tenía la clave—, la de un espía.
La información que traía Sara, Martín Saldías, hacía referencia al general
de los liberales Carandolet. Se sabía que estaba en el pueblo navarro de Viana
y que el día 17, es decir, al día siguiente, tenía la intención de trasladarse con
toda su tropa a Pamplona. En buena compañía, además, porque con él iban a
marchar varios nobles, entre ellos un grande de España, el conde de Gran
Vía.
Saldías acabó de dar su información y se quedó callado. Zumalacárregui
volvió a acariciar al caballo.
—¿Por dónde irán? ¿Por Abárzuza? ¿O darán un rodeo? —dijo después.
—No tienen ningún motivo para dar un rodeo. Por lo visto, se sienten
muy seguros.
—Bien. Muy bien —dijo Zumalacárregui como para sí mismo. Luego se
sumió en un profundo silencio. Antes de tomar una decisión tenía que
mantener un diálogo con la Muerte, su compañera durante la guerra.
Desde arriba, la luna y las estrellas contemplaban otros lugares, otras
vidas; lugares que vivían en paz, vidas que únicamente pensaban en el trabajo
del día siguiente o en la escuela de los niños. Pero esas vidas y esos lugares
quedaban lejos de aquel jardín de Irurzun.
—Teniente —dijo al fin Zumalacárregui dirigiéndose al jefe de la guardia
—. Informe a los capitanes que saldremos al amanecer para una marcha de
cinco horas. Que todo esté dispuesto.
El teniente saludó militarmente y salió del jardín a paso rápido.
Zumalacárregui miró a Saldías.
—¿Algo más?
Saldías dudó acerca de la oportunidad del momento, pero al final se
decidió a hablar.
—Sí, mi general. Sospecho que hay un traidor en el campamento.
Alguien que pasa información a los liberales.
—Un judas —dijo Zumalacárregui.
Los ojos de Saldías ya se habían acostumbrado a la oscuridad, y podía
distinguir los rasgos del general con bastante nitidez. Estaba más delgado que
en el retrato que él había visto en Bilbao.
—Los liberales acuartelados en Etxarri Aranatz estaban enterados de mi
llegada.
—Después de la expedición de mañana, póngase al habla con el teniente
Merino.
Saldías supuso que se trataba del teniente que acababa de marcharse. Pero
no tuvo oportunidad de confirmarlo. Zumalacárregui ya había desaparecido
de su vista. Y los centinelas también. Aparte del caballo y de él mismo, el
jardín estaba vacío.
A lo lejos seguía croando una rana. Saldías suspiró y se dirigió hacia el
comedor de oficiales que, según su compañero Aramburu, habían habilitado
en una parte de la iglesia.
Lo que pensó Aramburu
Ha habido muy mala suerte, y ya nadie puede impedir que este Saldías
hable con Zumalacárregui y pase su informe. Realmente no es cosa de creer,
y cuanto más lo pienso más me enfurezco. Que la mujer que esperábamos, la
tal Sara, fuera en realidad un hombre cabía dentro de lo posible; pero que
fuera precisamente él, mi antiguo compañero de seminario, eso resultaba
inimaginable. Al ver que me reconocía, me he quedado desconcertado, y
luego ya era tarde. No se apuñala a una persona que te acaba de llamar por tu
nombre. ¿Cómo lo habría justificado? El sargento Carrasco no es muy
inteligente, pero difícilmente pasaría por alto una actuación así.
La cuestión es que ahora me encuentro en una situación delicada. Si no
recuerdo mal, Saldías era un estudiante taciturno, amigo de rumiar las
lecciones, de modo que, si sigue en las mismas, no parará hasta dar una
explicación a mi irregular intento de matarle. ¿Cuánto tardará en llegar a la
conclusión correcta? Si el capitán Galarreta o el teniente Merino le informan
de la existencia de lo que ellos llaman «la conspiración contra
Zumalacárregui», muy poco. Pero incluso en el caso de que no le cuenten
nada, acabará por sospechar de mí. Hace poco, mientras charlaba con él, he
dejado caer lo del pasado liberal del sargento Carrasco, así como lo de su
supuesta responsabilidad en la agresión, pero me temo que eso no le
desorientará mucho. Así pues, tengo que actuar con rapidez y con mayor
contundencia. Mientras tanto, procuraré estar cerca de él. Le llevaré a dormir
a la casa de la calle Platería. De todas formas, a ver qué me dice mi
compañero. Quizás él encuentre una solución.
Capítulo III
Martín Saldías salió del jardín a la plazoleta caminando con mucha
lentitud. Después de la conversación con Zumalacárregui, se sentía
mortalmente cansado. Pensó incluso en faltar a su cita con Aramburu y
echarse a dormir en alguno de los soportales de la calle principal, pues ni
siquiera sentía deseos de comer el plato de habas que su antiguo compañero
le había prometido; sin embargo, a pesar de la desgana, sus pies siguieron
caminando hacia la iglesia.
El comedor de oficiales era en realidad una sacristía en la que se habían
colocado mesas y bancos corridos, estando la cocina, un enorme fuego bajo,
al fondo del recinto, en una pieza definida por dos arcos y presidida por una
imagen de san Isidro.
Aramburu estaba sentado junto al santo. Se levantó y salió al encuentro
de Saldías.
—No tropieces con las mesas —le dijo acercándose. Al estar los candiles
apagados, la única luz de la sacristía provenía del fuego bajo. A veces,
cuando la corriente de aire agitaba las llamas, las paredes se llenaban de
sombras.
—Huele bien —comentó Saldías.
—Me alegro de que te guste el olor de estas habas. Te diré cómo las he
preparado.
A pesar de su cansancio, Saldías percibió el detalle y no pudo evitar un
gesto de sorpresa.
—¿Tú eres el que cocina para los oficiales? ¿No lo hacen las mujeres de
Irurzun? Además, ¿no habías dicho antes que una de las ventajas de saber
francés y hacer de intérprete era precisamente el acceso a este comedor?
Aramburu se rio, indicándole que se sentara en una silla de cáñamo.
Luego agarró una mesa pequeña y se la colocó delante.
—No te lo iba a contar todo nada más encontrarnos —le dijo a
continuación—. ¿Cuchara de plata o de madera? En el comedor de oficiales
disponemos de todo.
—De madera.
Saldías apoyó los codos en la mesa y miró alrededor. Aquí y allá, de pie
en los rincones de la sacristía, había muchas imágenes religiosas: además del
san Isidro que tenía al lado, había un san Cristóbal con el Niño, una santa
Ana, una Virgen sentada en su trono, un san Antonio, un san José, un Jesús
en postura de bendecir y dos cruces. En una de ellas agonizaba el propio
Jesús; en la otra, con la cabeza hacia abajo, san Pedro.
—No me has respondido —insistió Saldías—. ¿De verdad eres cocinero?
—Así es, soy cocinero. Ese es mi oficio, querido Martín. Si, cuando
acabe la guerra, vas a Madrid, no dejes de visitar la fonda donde trabajo.
Fonda San Isidro se llama, y está en la calle Mayor. Tiene una imagen como
esta en la entrada.
Aramburu puso un gran plato de habas sobre la mesa. Tenían muy buen
aspecto. Saldías hizo la señal de la cruz y empezó a comer.
—Las vueltas que da la vida. Tú, cocinero —dijo Saldías—. No lo
hubiera adivinado nunca. Recuerdo que eras buen estudiante.
—Aunque te parezca mentira, también para ser buen cocinero hay que
estudiar. Vete a París y lo comprobarás.
—Así que te hiciste cocinero en Francia.
—¿Y tú? ¿Qué hacías antes de la guerra?
—Anduve en el mar.
—Están buenas, ¿verdad? —comentó Aramburu viendo la rapidez con
que Saldías engullía las habas.
—Buenísimas.
—Te diré cómo las he cocinado.
Antes de que Saldías dijese nada, su antiguo compañero ya estaba
diciéndole la receta.
—Se despellejan las habas y, después de tenerlas en agua fría, se ponen
bien escurridas en una cazuela con manteca, un manojo de perejil, ajedrea, sal
y pimienta; se les echa caldo y agua, se sazonan y, cuando están a punto, se
les añade un batido de yemas de huevo y azúcar. ¿Qué te parece?
—Me parece bien. Pero, dime, ¿por qué estás tan hablador y tan
contento?
—Para animarte un poco. Te veo muy abatido.
—¿Abatido? Pues no lo estoy. Me encuentro cansado, eso es todo.
Le avergonzaba hablar de sí mismo, y cuando alguien, alguien como la
dueña del Café Arenal, pretendía empujarle a ello, él miraba a otra parte y se
quedaba callado. Lo mismo hizo aquella vez. Desvió la vista hacia las llamas
del fuego bajo y, olvidándose de Aramburu, dejó que sus pensamientos
discurrieran libremente.
Tenía que reconocerlo: su primer encuentro con el ejército carlista, con
los verdaderos soldados, los voluntarios que luchaban por la causa con la
carabina y la bayoneta, había resultado decepcionante. Primero lo habían
atacado sin siquiera pedirle el santo y seña; luego había tenido una discusión
con el sargento de la guardia; más tarde, el teniente de la Compañía de Guías
lo había tratado con frialdad, casi con desprecio.
Saldías apartó la vista de las llamas. No quería que sus pensamientos
siguieran avanzando por aquel camino. No quería pensar en su conversación
con Zumalacárregui y la forma en que este lo había tratado.
—A los soldados que luchan en el campo de batalla no les gustan los
espías —le dijo Aramburu adivinando sus pensamientos—. Esa es la verdad.
Por eso se ha irritado Napoleón contigo. Me refiero al sargento que mandaba
la patrulla.
Saldías había terminado de comer las habas. Echó atrás la silla y se
levantó.
—¿Por qué haces tantas cosas? —preguntó a Aramburu cambiando de
tono. Ya no era Saldías, era Sara—. Primero eres cocinero, luego intérprete,
además haces guardias nocturnas…
—Te lo explico por el camino. Ahora tenemos que irnos a dormir —dijo
Aramburu, echando ceniza sobre el fuego y tapándolo para el día siguiente.
Afuera, las estrellas parecían ocupar los mismos lugares que antes. No así
la luna, que ya no estaba sobre las montañas de Irurzun, sino más arriba,
hacia el centro del cielo. El silencio que flotaba sobre las casas del pueblo
solo lo manchaban las ranas, que seguían despiertas y croando.
Los dos antiguos compañeros se pusieron a caminar por una calle llamada
Platería.
—La casa está al final de la calle, donde comienza el campamento de los
soldados —dijo Aramburu. Luego, tras un breve instante de reflexión,
comenzó a responder a la pregunta que Saldías le había hecho en el comedor.
—La verdad es que estoy aquí como cocinero —dijo—. Me convenció
Merino, el teniente de la Compañía de Guías que habrás visto en el palacio.
Dicho sea de paso, también convenció al sargento Carrasco, a Napoleón
quiero decir…
—O sea, que los tres vinisteis de Madrid.
—Déjame seguir —le dijo Aramburu con autoridad. Cuando dejaba el
humor a un lado, se convertía en una persona enérgica—. Así que soy
cocinero. Luego, y debido a mi francés, me alojaron junto a Lacost, Barrez y
Bordelais, que así se llaman los franceses.
Pero, en realidad, apenas tengo trabajo con ellos. Barrez conoce el
español. Y el que más habla de todos, Lacost, también se defiende. Lacost es
un tipo de cuidado, un espadachín de lengua muy atrevida. Yo creo que vino
a la guerra por diversión…
—Por lo que yo sé, no es el único —dijo Saldías recordando a alguno de
sus contertulios del Café Arenal.
—Barrez y Bordelais tampoco son muy normales. Ninguno de los dos se
relaciona mucho con el resto de la tropa.
—¿Por qué dices que no son muy normales?
—Barrez siempre anda a vueltas con las estrellas. Tiene libros que hablan
de las estrellas y el destino. Aparte de eso, solo le interesan las mujeres.
Incluso escribe versos.
—¿Versos de amor? —exclamó Saldías asombrado.
—Creo que sí. Pero a mí no me los enseña. Solo a su amigo Bordelais,
quien, por su parte, se pasa la vida suspirando por la mujer que dejó en Paris.
Porque, a pesar de su apellido, es parisino.
—En otras palabras, que son unos memos. La verdad, no entiendo cómo
les permiten formar parte del ejército carlista —dijo Saldías.
—Son ricos, y han aportado mucho dinero a la causa. De todos modos, no
te equivoques. No son memos, y Lacost menos que nadie. Ya te he dicho que
es un espadachín, un tipo peligroso. Mejor que le dejes en paz.
Aramburu se detuvo. Estaban frente a la casa.
—Te agradezco el consejo. Pero hay algo que todavía no me has dicho.
¿Por qué haces guardias? Tendrías que estar exento —le preguntó Saldías
cuando ya entraban al portal.
—Es por Carrasco, por Napoleón. Como te he dicho antes, lo conozco de
Madrid. ¿Cómo lo diría? Él es muy orgulloso, y si no le acompaño de vez en
cuando cree que le hacemos de menos. Cuando tiene día libre, Merino actúa
igual. A Carrasco le resulta muy duro quedarse fuera del comedor de oficiales
cuando nosotros entramos dentro. Él piensa que debería ser ascendido a
oficial. Así son las cosas. Y, después de todas estas explicaciones, yo me voy
a dormir. Ahora te indico dónde está tu habitación.
Mientras subían las escaleras, Saldías pensaba en el ataque de que había
sido objeto al llegar a Irurzun. Ninguna de las cosas que había dicho
Aramburu explicaba aquello. Una idea cruzó por su mente: su antiguo
compañero había estado en Francia, vivía en Madrid… ¿Sería liberal? ¿Sería
el espía infiltrado en el campamento?
Se acostó en la cama pensando en ello.
—¡Despierta! —le dijo Aramburu desde la puerta de su cuarto.
—¿Qué pasa?
—El Tío Tomás quiere que hagamos ejercicio. Nos vamos. Si quieres
venir con nosotros, coge tu caballo y corre. Búscanos en la cola de la
Compañía de Guías.
Saldías miró hacia la ventana. Estaba amaneciendo. Varias horas de
sueño le habían parecido un instante.
—¿Dónde está mi caballo? —balbuceó.
—Lo tienes atado en la puerta —le respondió Aramburu antes de
desaparecer.

La columna de Zumalacárregui ya había salido de Irurzun en busca de las


tropas liberales que, al mando del general Carandolet, marchaban de Viana a
Pamplona. Estaba formada por unos cien hombres, agrupados en tres
compañías: la Compañía de Guías, la Primera de Vizcaya y la Tercera de
Guipúzcoa. Martín Saldías, que había sido el último en salir y que, vestido
como iba de paisano, quería reunirse cuanto antes con los otros irregulares de
la columna —los franceses y el propio Dominus—, procuraba aprovechar
cualquier ensanchamiento del camino para ganar posiciones. Los soldados lo
miraban con curiosidad. ¿Quién sería aquel grandullón que disponía de un
caballo? ¿Un oteador? ¿El campesino encargado de mostrarles el camino?
Martín Saldías también los miraba a ellos, pero no con curiosidad, sino
con orgullo. Le gustaban aquellos jóvenes, los voluntarios carlistas: unos iban
serios, con el ceño fruncido y los labios apretados; otros reían la broma de
algún compañero próximo; otros más, tenían la mirada perdida, marchaban
abstraídos. Y todos, todos sin excepción, parecían resueltos a morir y a matar
por el ideal. ¿No era aquello una hermosura? Desde lo alto del caballo,
Martín Saldías miraba la línea ondulante y roja que los voluntarios formaban
con sus boinas al marchar por el camino, y sentía que su orgullo y su alegría
crecían. Sí, las boinas eran rojas; las casacas, azules; la hierba que flanqueaba
el camino, verde; la nubes que se veían en el cielo de verano, blancas; sí,
aquello era hermoso.
«¡Qué bruto eres, Martín! ¡Qué poco sabes de la vida!», oyó entonces.
Era el mismo reproche que, unos dos meses antes, había salido de los labios
de la dueña del Café Arenal cuando, estando los dos de paseo, él le había
hablado de los sentimientos que le inspiraba la guerra. El reproche se repetía
ahora por mor de un capricho de la memoria.
«¿De dónde sacas lo de que son voluntarios, Martín?», continuó su amiga
desde la memoria. «¿No te das cuenta de que los únicos que van a la guerra
son los que fueron descubiertos en el escondite de su casa o los que se
alistaron cuando estaban borrachos?»
De la dueña del Arenal solían decir —lo decían los parroquianos sobre
todo— que era la viuda más fea de Bilbao, pero también la más inteligente.
Eran, ambos juicios, exageraciones de tertulia, pero, después de algunas
discusiones, Saldías se mostraba muy cauto con ella. Al menor descuido se
veía sin argumentos, condenado a darle la razón.
«Conozco a muchos que se han alistado por entusiasmo», le había dicho
aquella vez.
«Con el entusiasmo de los tontos, será», había respondido la viuda, y ahí
había terminado la discusión.
Si Saldías hubiera sido más libre, si no hubiera estado tan atado a su
momento, a su circunstancia, habría comprendido que aquella era la verdad
que se escondía bajo las boinas rojas y las casacas azules, y que esa verdad
valía también para los que vestían el uniforme negro de los liberales o
cualquier otro: no había verdaderos voluntarios en la guerra, todos iban
forzados o engañados. Engañados por clérigos y capitostes que nunca habían
pisado un campo de batalla; forzados por aquellos que, metidos ya en la
guerra y desesperados por ello, deseaban tener compañía en la desgracia.
«Ven con nosotros», decían los reclutadores con las carabinas y las pistolas
en la mano, y el campesino que había sido sorprendido con la laya o la
guadaña sabía que marchar con ellos era ganar tiempo, diferir la muerte. O
incluso, con un poco de suerte, burlarla.
Martín Saldías espoleó al caballo para escapar de los recuerdos que le
habían asaltado, y alcanzó al Batallón de Guías, a cuya cola marchaban su
antiguo compañero Aramburu y los voluntarios franceses.
—¡Ya es aquí el mentiroso! ¡Ya es venido, por fin! —dijo un jinete que
cabalgaba junto a Aramburu. Era un hombre de unos 30 años, delgado y con
los ojos saltones. Mezclaba su acento francés con un tonillo impertinente.
—Te presento a Lacost —le dijo Aramburu acercándose con su caballo
—. No te molestes con sus impertinencias. Es así —añadió en voz baja.
Saldías le saludó con un leve movimiento de cabeza.
—Ya veo que es un mentiroso mudo —rio Lacost.
Un jinete que iba delante de Lacost giró la cabeza y le saludó con la
mano. Iba vestido con una chaquetilla de terciopelo azul y llevaba una camisa
inmaculadamente blanca. Era muy bien parecido, de pelo lacio y rubio, con
los ojos azules.
—Barrez —dijo Aramburu en el mismo tono bajo que antes.
—El que se pasa la vida mirando a las estrellas y escribe versos de amor
—dijo Saldías con cierto desdén. En su fuero interno, ya había comparado a
aquellos elegantes franceses con los jóvenes voluntarios que venían atrás.
—Además de todo eso, es muy rico y ha ayudado mucho a nuestra causa
—le respondió Aramburu con una pizca de displicencia.
«Tengo muchas dudas acerca de tu causa», pensó Saldías. Las horas de
sueño no habían suavizado el recelo que sentía ante su antiguo compañero.
—¿Y el tercero?
—¿Bordelais? Es el que va junto a Barrez. Como te dije, no es muy
hablador —le informó Aramburu.
—¿Cuántas de batallas ha jugado el mentiroso? ¿Una? ¿Dos? ¿Ninguna?
—les interrumpió Lacost sujetando su caballo y retrasándose en la columna.
Su risa era ahora más burlona.
—Soy un novato —le respondió Saldías. Había participado en bastantes
misiones, pero nunca en una batalla o en un incidente armado. En general, la
gente como él no moría en el campo, sino ante el pelotón de fusilamiento—.
De todas formas —añadió—, no me gusta que me llamen mentiroso. Le diré
más. Considero que ha incurrido en una falta de disciplina.
—¿Dice eso por qué? —dijo Lacost. Ya no se reía.
—Usted lo sabe tan bien como yo.
Entre los militares de carrera, los espías tenían ese mote, mentirosos. De
ahí la insistencia de Lacost.
—¡El novato tiene mucho de orgullo! —dijo Lacost con un gesto
exagerado de aprobación. Luego volvió a adelantarse hasta la altura de Barrez
y se puso a bromear con él en francés.
Saldías trató de pensar con frialdad. Después de todo, había sido una
suerte que Aramburu, Dominus, le hubiera atacado a la entrada de Irurzun,
porque el incidente le había conducido en línea recta al grupo sospechoso.
Ahora era Lacost, que le trataba de mentiroso aludiendo a su condición de
espía; antes había sido el sargento Carrasco, Napoleón; luego estaba —en el
centro del grupo— su antiguo compañero Aramburu, que trataba con todos
ellos; estaba además el teniente de la Compañía de Guías, Merino, que
también trataba con todos y que era el hombre que había traído a Dominus y a
Napoleón de Madrid…
—Te veo muy mohíno —le interrumpió Aramburu dándole una palmada
en la espalda—. No deberías molestarte con Lacost. Siempre se comporta así.
Es un noble aburrido en busca de diversión. De todas formas —continuó
Aramburu, bajando la voz y mirando hacia los franceses que cabalgaban
delante—, no seas tan insolente como él. Es muy buen espadachín, y si le
irritas es capaz de desafiarte a duelo.
—No te preocupes. No me gustan los duelos —le respondió Saldías. La
alegría que la visión de los voluntarios carlistas había traído a su espíritu,
producto de una armonía, de la correspondencia que él había encontrado
entre lo que veía y su ideal, casi había desaparecido del todo. Primero, por las
dudas que el recuerdo de la dueña del Café Arenal había introducido en aquel
sentimiento; segundo, por el encuentro con los franceses; tercero, por la
proximidad de Aramburu, a quien, en su fuero interno, ya había juzgado y
condenado: era traidor. Quizás no el único, pero sí uno de ellos.
Su memoria, excitada quizás por los acontecimientos de los últimos días,
le trajo de pronto el recuerdo de algo que le había ocurrido con un anciano
unos treinta años antes. El anciano había conseguido aislar unas cuantas
truchas en una pequeña poza a la orilla de un río, y pretendía atraparlas
achicando agua con un balde. Impaciente, metiéndose en la poza, él había
cogido una de las truchas con las manos, pero con tan mala fortuna que el pez
había acabado por escurrirse y volver al agua, no de la poza, sino del río.
«Hay que tener paciencia. La paciencia es muy importante. Más de lo que
parece», le había dicho el anciano. Treinta años más tarde, él estaba de
acuerdo.
—Afortunadamente, no hay muchos como él —le dijo Aramburu. En
aquel momento, la columna subía una cuesta entre dos montañas, y la figura
de Zumalacárregui quedaba visible para todos.
—¿A quién te refieres, al Tío Tomás? —le dijo Saldías disimulando su
mal humor y sus pensamientos.
—Ya sé que el Tío Tomás es un hombre extraordinario. Pero yo me
refería a Lacost. En otro sentido, en un sentido peor, también es
extraordinario —respondió Aramburu a la defensiva.
—Estoy de acuerdo. Sobre todo en lo de peor —dijo Saldías con sorna.
Por encima de ellos, de toda la columna, por encima también de las
montañas y los bosques que estaban atravesando, volaba un águila. Si
Aramburu o el mismo Saldías hubieran tenido la virtud de volar tras ella
hasta las cercanías de Viana para luego, una vez allí, poder ver con sus
magníficos ojos lo que ocurría en la columna guiada por el general
Carandolet, habrían decidido quizás que Lacost no era un sujeto tan
extraordinario, puesto que también entre las filas enemigas iba un
espadachín, un noble aburrido de carácter impertinente: el conde de Gran
Vía. A falta de esa virtud, la escena que se desarrollaba en el otro campo no
tenía más testigos que el general Carandolet y algún que otro oficial. El
general, ajeno a todo peligro, había ordenado detener la marcha para que los
soldados se tomaran un refrigerio. Al conde de Gran Vía el tiempo se le hacía
largo.
—¿Ninguno de ustedes quiere hacer un poco de esgrima conmigo? —
preguntaba a los oficiales. Sabedores de la habilidad del aristócrata, nadie
hacía ademán de sacar el sable.
El general Carandolet reía entre dientes y bromeaba con él.
—Le veo un poco alterado, Alfonso. ¿Tanto miedo le tiene al
matrimonio?
El conde de Gran Vía, Alfonso, tenía fama de burlador, y la noticia de su
compromiso con una aristócrata de Pamplona había sido recibida con
incredulidad. En las fiestas de la corte, cuando el vino y los licores caldeaban
el ambiente, se cruzaban apuestas sobre los meses que tardaría en desdecirse
y, como había dicho un viejo verde, «huir de la quema». Sin embargo, no se
dio tal renuncia: el conde mantuvo su palabra y la fecha de la boda quedó
fijada en el calendario. Se casaría con Margarita —o Margarette, como la
llamaban los íntimos por su ascendencia alemana— el 25 de julio de aquel
año, día de Santiago, patrón de España. Ese era, precisamente, el motivo de
su presencia en la columna del ejército liberal. El general Carandolet le había
propuesto hacer el viaje juntos, y él había aceptado enseguida. Más que por
seguridad, por no viajar solo.
—Al matrimonio voy encantado, mi general —le respondió el conde—.
Pero si no hago nada, me aburro.
—Entonces, pongámonos en marcha. Todavía nos queda camino hasta
Pamplona —dijo el brigadier general Aranaz, segundo hombre en el mando.
No compartía la tranquilidad de Carandolet respecto de los carlistas. Estaban
en Navarra, una tierra que él conocía bien y que sabía peligrosa.
La columna liberal estaba formada por ochocientos hombres. Aquel
elevado número y la presencia de la artillería —contaban con más de diez
cañones— demoraban la marcha y la hacían cansina.
—Esto es un aburrimiento —comentó el conde de Gran Vía limpiándose
el sudor de la frente con un pañuelo bordado. Se acercaba el mediodía, y
hacía calor.
—Más vale así —le respondió el brigadier general Aranaz. Estaban a
punto de entrar en una zona de baja montaña, con cañadas y barrancos, y
seguía sin tenerlas todas consigo.
—No sea cenizo, Aranaz —le ordenó Carandolet—. ¡Miren! ¡Un águila!
—exclamó luego señalando hacia el cielo.
Todos levantaron la cabeza y siguieron a la rapaz con la vista. No volaba
formando círculos, sino en dirección a unas rocas que, según la cartografía
militar, recibían el nombre de Peñas de San Fausto.
Para su desgracia, tampoco los liberales tenían la virtud de volar tras ella
y no podían ver lo que en aquel mismo instante estaban haciendo los soldados
carlistas, aquellas tres columnas que, al mando de Zumalacárregui, habían
acudido a su encuentro: escondidos entre las rocas, esperaban pacientemente
a que ellos, los negros, entraran en el desfiladero que un riachuelo de
apariencia inocente había abierto disolviendo la roca.
Saldías se encontraba en el flanco derecho del desfiladero, junto con
Aramburu, el sargento Carrasco y todos los voluntarios de la Tercera de
Guipúzcoa. La Primera de Vizcaya y la Compañía de Guías, con
Zumalacárregui a la cabeza, habían tomado posiciones frente a ellos, al otro
lado del desfiladero.
—¿Ha disparado usted alguna vez?
Saldías sonrió al sargento Carrasco y cogió la carabina que le tendía.
—No se preocupe por mí —le respondió.
Luego fue a colocarse entre unas matas. Desde allí dominaba una primera
parte del desfiladero y su misión, al igual que la de todos los que estaban con
él, era doble: primero tenía que disparar contra los soldados liberales que
subían, esto es, que caminaban en el sentido de la marcha, y luego —cuando
aquellos, presumiblemente, reculasen hacia campo abierto— debía atacar a
los que bajaban, a los que huían tras ser tiroteados en un punto más avanzado
del desfiladero.
La columna de Carandolet tardaba en llegar, y los carlistas se agazaparon
entre las rocas en completo silencio. Solo se movían, empujadas por la brisa,
las ramillas de los arbustos; más arriba, en el cielo azul y blanco de julio, el
águila rondaba el desfiladero en busca de una serpiente o de un ratón.
—No te duermas —le dijo Aramburu a Saldías desde detrás de una roca
cercana.
—Es verdad. No he descansado lo suficiente, y con este calor y aquí
parado, me duermo —le respondió Saldías, incorporándose un poco. Justo en
ese instante, vio la larga fila de hombres que se acercaba al desfiladero. Allí
estaba Carandolet con su tropa. La información que había traído de Bilbao
había resultado cierta. Sonrió para sí mismo. Su misión había merecido la
pena.
Media hora más tarde, casi toda la columna negra estaba dentro del
desfiladero. Como luego escribiría un cronista algo vulgar, los liberales
estaban en el puchero y a punto de ser cocinados.
Todos aguardaban a que Zumalacárregui hiciera su aparición sobre una
roca alta, en el punto más visible. Aquello era lo que más les gustaba a los
voluntarios: que el Tío Tomás se dejara ver, que se pusiera al descubierto, que
les diera confianza.
—Apunten bien —dijo el sargento Carrasco.
Contra lo que se esperaba, no fue el Tío Tomás quien apareció en la roca.
El capitán Galarreta, un lugarteniente suyo, fue el encargado de dar la señal.
Sin pararse a pensar en lo extraño del cambio, las tres compañías se pusieron
a disparar. Tras un instante de vacilación, el águila que sobrevolaba el
desfiladero ascendió espantada en el aire y desapareció.
Saldías solo había disparado una vez, cuando una mata que tenía delante
voló por los aires levantando la tierra y creando una nubecilla de polvo. Una
bala la había arrancado de cuajo.
—¿Qué ha sido eso? —le gritó Aramburu.
Iba a responder, cuando sintió una quemazón en el empeine. Al ir a
frotarse, su mano se topó con algo mojado. Era sangre.
—¡Me han herido! —exclamó con sorpresa.
—¡No se ponga al descubierto! —le chilló el sargento Carrasco al ver
que, por la ofuscación del momento, iba a ponerse de pie—. ¡Túmbese y
átese algo encima del tobillo!
Asustado, Saldías se lanzó al suelo y buscó su pañuelo en el bolsillo.
Los cronistas describieron la batalla de San Fausto como una carnicería.
Atrapados por sorpresa entre dos fuegos, los soldados liberales apenas
pudieron oponer resistencia. Murieron muchos, alrededor de 300 hombres, y
uno de los muertos fue —dando la razón a sus malos presentimientos— el
brigadier general Aranaz. Otros muchos resultaron heridos. Algunos, como el
propio general Carandolet, pudieron escapar gracias a la calidad de sus
caballerías. Con menos suerte, el conde de Gran Vía fue hecho prisionero.
Las tres compañías carlistas volvieron a Irurzun llevando consigo una
veintena de prisioneros de cierto rango —los que, como el conde de Gran
Vía, podían servir para futuros canjes— y un botín consistente en varias
decenas de fusiles y dos cañones, todos con su correspondiente munición.
Además, hicieron el viaje de vuelta con la rapidez y la ligereza que siempre
les exigía Zumalacárregui, mucho antes de que los liberales hubiesen tenido
tiempo de reagruparse.
Saldías tenía el pie hinchado y dolorido. Aramburu y el sargento Carrasco
lo instalaron en su cama y dejaron que Barrez examinara la herida.
—Solo es una rozadura —dijo.
—No sabía que fuera médico —le dijo Saldías. Tenía fiebre.
—No lo soy. Pero fui estudiante —le respondió Barrez. Se expresaba
correctamente, con mucha más facilidad que Lacost.
—Ça va bien? —le preguntó el tercer francés, Bordelais. Era bastante
más joven que Lacost y Barrez, y sonreía como un niño.
—Te pregunta si estás bien —tradujo Aramburu.
—¿Qué edad tiene este muchacho? —preguntó Saldías frunciendo el
ceño.
—Pronto cumplirá diecisiete años —contestó Barrez al tiempo que cogía
un trapo limpio y lo mojaba con un líquido rojizo—. Yo le repetí mucho que
no viniera, pero él se puso obstinado. En realidad, está aquí por un desengaño
amoroso. La mujer que él quiere se casó con el duque de Tours.
Bordelais perdió la sonrisa al oír el nombre de su contrincante amoroso,
pero no dijo nada.
Se escuchó un portazo y luego una serie de zapatazos, los de alguien que
subía por la escalera de madera deprisa y con energía. Al poco rato, se abrió
la puerta de la habitación y apareció Lacost.
—¡Mi pobre novato! —tronó abriendo aún más sus ojos saltones—. ¿Es
que tú estás herido? ¡No lo puedo creer!
Miraba hacia el pie que Barrez estaba limpiando con el líquido rojo.
Parecía verdaderamente asombrado.
Barrez se dirigió a él en francés, y Lacost asintió.
—Le ha dicho que tienes fiebre y que necesitas descanso. Que lo mejor es
que te dejemos en paz —tradujo Aramburu.
—Tiene que estar bien para el día de la fiesta —dijo Barrez.
—Es verdad. Tiene que estar bien para la fiesta —repitió Lacost.
—¿Qué fiesta? —preguntó Saldías. Sentía mucho calor. Tenía la frente
ardiendo.
—El Tío Tomás está feliz con los dos cañones que les hemos quitado a
los negros, y ha dado permiso para que el próximo domingo haya fiesta. Yo
voy a salir mañana a buscar cosas por los pueblos. Tengo que preparar un
buen banquete —le informó Aramburu.
—También vendrán mujeres bonitas —añadió Barrez.
—¿Cuánto falta para el domingo? —preguntó Saldías. Le costaba pensar.
—Hoy es martes. Cuatro días —dijo Aramburu.
Con un gesto, Barrez pidió a todos que salieran de la habitación. El herido
debía dormir.
—Tienes que curar rápidamente, novato —le dijo Lacost. Antes de salir,
sacó un pañuelo de seda del bolsillo y le quitó el sudor de la frente—. Au
revoir! —le dijo luego, antes de cerrar la puerta.
Nada más quedarse solo, Saldías volvió a la idea que le preocupaba. El
traidor había intentado matarle. Le había disparado dos veces.
Lo que pensó el águila
Estaba volando en busca de los ratones y las serpientes que suelen andar
por los barrancos, cuando vi un grupo bastante nutrido de soldados de boina
roja que avanzaba hacia las rocas que llaman de San Fausto. No hicieron
ademán de dispararme, como alguna otra vez, hace tiempo; pero preferí no
arriesgarme y me alejé de ellos hacia el sur. Muy pronto divisé más soldados:
llevaban boina negra y formaban un grupo aún más nutrido que el que había
visto antes. Tenían además muchos caballos.
A pesar de que sentía hambre, decidí dejar la caza para más tarde.
Experiencias anteriores me habían enseñado que cuando se juntan dos
formaciones de soldados con boinas de diferente color, la lucha comienza
rápidamente, y con los mejores resultados. Remonté, pues, el vuelo y decidí
esperar.
La batalla, que no fue una batalla, sino un asalto de los de la boina roja a
los de la negra, comenzó cuando el sol estaba en lo alto. La primera descarga
fue tan impresionante que, aun estando sobre aviso, no pude evitar una
reacción de espanto. Sin embargo, no me marché muy lejos. Tenía hambre y
quería comer.
Volví en cuanto las armas dejaron de hacer ruido. Lo que observé
entonces me pareció extraordinario: había cientos de muchachos
ensangrentados y con los ojos completamente abiertos. Me acerqué con
precaución a uno de ellos: no se movió. Le lancé un picotazo: siguió sin
moverse. Me coloqué sobre su pecho y seguí comiendo con toda tranquilidad.
A continuación pasé de aquel muchacho a otro, y de este a un tercero. El
resultado de la batalla había sido excelente.
Permanecí en el barranco de San Fausto hasta que el sol comenzó a
declinar. Luego, como pude, emprendí el vuelo hacia el hueco de la roca
donde me escondo por las noches. Me marché porque estaba harta de comer y
porque no me gusta mezclarme con los buitres, no porque la comida se
hubiera acabado.
Capítulo IV
Martín Saldías no dejaba de analizar lo que había sucedido durante el
ataque contra las tropas del general Carandolet. Por segunda vez en menos de
dos días, había estado a punto de perder la vida. El infiltrado, su igual del
bando contrario, tenía prisa por quitarle de en medio, y estaba seguro de que,
después del intento fallido, odiándole más de lo que antes le había odiado,
aquel hombre seguía tramando su muerte. Por instantes —herido como
estaba, con fiebre, lejos de Bilbao y de su círculo de amigos del Café Arenal
— se sentía inseguro, a merced de cualquiera que quisiera clavarle un puñal.
Sin embargo, afortunadamente, su propia postración le salvaba de caer en un
miedo irracional. No tenía fuerzas para sostener el hilo de su reflexión
durante mucho tiempo; ni siquiera para mantenerse despierto. Al cabo de las
horas, lo único que sentía era sed, una sed enorme que borraba cualquier otra
sensación.
—Tranquilo. Beba despacio.
Cada vez que pedía agua y se ponía a beber furiosamente del cazo,
aquellas palabras llegaban a su oído con ligero acento francés. Barrez le
estaba cuidando.
El miércoles se sintió mejor. Notaba la frente fría, y una claridad mental
que solo podía deberse al descenso de la fiebre. Sin embargo, seguía
sintiéndose débil. Además, la rozadura de la bala le dolía.
—No se preocupe. Es perfectamente normal. El cuerpo reacciona, y el pie
duele —le dijo Barrez al mediodía, después de traerle un plato de garbanzos
para que comiera algo.
—No tengo hambre. Solo tengo sueño.
Saldías mentía. La claridad mental, recién recuperada, le aconsejaba no
probar aquellos garbanzos, probablemente cocinados por Aramburu. Podían
estar envenenados. Aunque, ¿era Aramburu, Dominus, tan sospechoso como
él había creído antes de la expedición a San Fausto? La respuesta era que no.
Su antiguo compañero de seminario había permanecido junto a él durante
todo el ataque. No había sido él quien había intentado matarle.
Hacia el atardecer del miércoles, Saldías recibió una visita. Un capitán de
la Compañía de Guías, el capitán Galarreta, se presentó en la casa de la calle
Platería acompañado del teniente Merino.
—En primer lugar —le dijo el capitán después de haberle saludado—,
quiero hacerle saber que el general Zumalacárregui nos ha encargado que le
felicitemos por su excelente servicio. Los liberales tardarán en olvidar la
derrota de San Fausto.
Saldías asintió con la cabeza y se incorporó en la cama. El teniente
Merino acercó dos sillas.
—Ahora quiero hacerle una confidencia. Estamos solos, ¿verdad? —dijo
el capitán, sentándose en una de las sillas.
—El francés que me cuida está en la habitación contigua, pero no creo
que nos pueda oír.
—¿Quién es? ¿El poeta? —preguntó con sorna el teniente Merino. Se
había quedado de pie, agarrando el respaldo de la silla con las dos manos. La
flor de lis blanca seguía luciendo en su boina.
—Se está portando muy bien —comentó Saldías por toda respuesta.
—Observaría usted ayer que, contra su costumbre, no fue el general
Zumalacárregui quien se puso al descubierto y dio la orden de iniciar el
ataque —dijo el capitán. Saldías reconoció en él al hombre que había
sustituido a su superior—. Ello fue debido a que, entre nosotros los mandos,
se teme por su vida. Estamos convencidos de que existe entre nuestras filas
gente infiltrada cuyo fin primero es el de descabezar al ejército carlista.
El capitán se expresaba como un militar acostumbrado a los informes.
Saldías se tragó la sorpresa que le habían producido aquellas palabras y
permaneció a la espera de la pregunta. Esta llegó enseguida.
—Bien, ¿qué sabe usted? —dijo el capitán.
—Según nos ha comentado el general, usted está al tanto de la situación.
Conocía la existencia de infiltrados —añadió el teniente Merino.
—Yo estaba pensando en un único espía. Un espía que habría pasado
información sobre mi viaje desde Bilbao. De conspiraciones no sabía nada.
Quería expresarse con vehemencia. Pero su debilidad general afectaba
también a su voz, y la volvía dubitativa.
—En concreto, ¿qué sabe usted? —dijo el capitán. La habitación
comenzaba a llenarse de sombras.
—Desde luego, aquí en el campamento hay un espía. Por lo menos, uno
—comenzó Saldías—. Lo sé porque la información…
—Me basta con sus conclusiones —le interrumpió el capitán, consciente
del cansancio de su interlocutor.
—Mi primer sospechoso es Aramburu, el cocinero del comedor de
oficiales. Un hombre al que llaman Dominus, para más señas.
—¡Eso es imposible! ¡A ese hombre le traje yo desde Madrid! —exclamó
el teniente Merino, soltando el respaldo de la silla y dando un respingo—.
¡Siempre fue un buen carlista! ¡Pondría la mano en el fuego por él, capitán!
—Déjele que siga, teniente —dijo el capitán Galarreta, sacando una pipa
del bolsillo y poniéndosela en los labios.
—El segundo sospechoso es el sargento Carrasco —dijo Saldías.
El teniente Merino hizo un gesto de incredulidad. Al instante, exageró el
gesto y se echó a reír. Era una risa seca, rencorosa.
—Mi capitán, este hombre no sabe nada. El sargento Carrasco es un
simple. Como…
—¡Teniente! —le interrumpió Galarreta levantando la voz—. Este
hombre está muy débil. Basta ver su rostro para darse cuenta de que se puede
morir en cualquier momento. Le ruego que no lo interrumpa.
Al igual que su superior, el general Zumalacárregui, el capitán también
trataba mucho con la Muerte. De él no podía esperarse delicadeza alguna.
—No sabía que estuviera tan mal —susurró Saldías asustado.
—Siga, por favor —le ordenó Galarreta, cargando la pipa de tabaco y
encendiéndola. Consolar a los heridos o enfermos no formaba parte de sus
obligaciones militares.
—De todas formas, ahora mismo no estoy tan seguro —continuó Saldías
con su voz dubitativa—. Durante el ataque de San Fausto, alguien me
disparó. Alguien de nuestras propias líneas, quiero decir. Pero no pudo ser
Aramburu ni pudo ser Carrasco, porque los dos estaban conmigo. El que
disparó estaba apostado al otro lado del desfiladero.
El teniente Merino quiso decir algo, pero optó por callarse. Quien habló
fue el capitán.
—¿Está seguro de que el disparo que le hirió salió de nuestras propias
líneas?
—Completamente seguro. El hombre debía de estar impaciente, y me
disparó enseguida, bastante antes de que los liberales empezaran a repeler el
ataque.
—El que disparó podría ser uno más de los infiltrados —dijo el capitán
pensativo.
—Mi capitán, yo insisto en mi opinión. No me imagino a Carrasco como
traidor. Y a Aramburu tampoco —intervino el teniente Merino.
—Voy a explicarles lo que me ocurrió nada más llegar a Irurzun —dijo
Saldías. Le dolía toda la zona de la herida y quería terminar cuanto antes,
pero odiaba actuar a la ligera. Un espía no calumniaba: informaba.
—Evidentemente, la actuación de la patrulla de guardia fue irregular —
dijo el capitán después de que Saldías hubiese terminado con la explicación.
Parecía absorto en la contemplación del humo de la pipa.
—Eso es verdad —admitió el teniente Merino. Su arrogancia había
desaparecido.
—¡Gato encerrado! —exclamó el capitán.
—¿Qué piensa hacer? —le preguntó Saldías, apartando con la mano el
humo que ya empezaba a flotar sobre su cama.
—Por ahora no vamos a hacer nada —dijo Galarreta después de un
silencio—. Es posible que el sargento Carrasco y ese cocinero formen parte
de la conspiración, pero no creo que sean los cabecillas. El cabecilla tiene que
ser otro. Quizás el que disparó contra este hombre.
—Yo y mi gente los vigilaremos de cerca —dijo el teniente Merino.
—Si es verdad que usted los trajo de Madrid, sin duda es el más indicado
—le respondió el capitán con frialdad.
—Sí, señor —dijo el teniente bajando la cabeza. Era arrogante con los
subordinados, pero servil con los superiores.
Cuando Saldías volvió a quedarse solo, sus pensamientos derivaron hacia
los aristócratas franceses que dormían bajo aquel mismo techo de la calle
Platería. Los tres trataban diariamente con Aramburu, el hombre que había
intentado matarle la primera vez, y esa proximidad los convertía en
sospechosos. Según su punto de vista, cualquiera de ellos podía ser el
cabecilla al que había aludido el capitán Galarreta. Sin embargo, había otro
sujeto en la misma posición que Lacost, Barrez y Bordelais: el propio
teniente Merino. Esta circunstancia le había obligado a morderse la lengua y
a no ser completamente franco con el capitán Galarreta.
—¿Necesita algo? —dijo una voz desde la puerta. Era Barrez, su
cuidador.
—Tengo sed —respondió Saldías.
Era ya de noche, y la luna entraba por la ventana formando un charco de
luz en la madera del suelo. Barrez se acercó a su cama con una jarra.
—Bebe, amigo. Es agua azucarada.
Saldías bebió despacio, como si el agua estuviera espesa y no pudiera
pasarla por la garganta.
—No sé si podré dormir —dijo después. Seguía débil, y la herida le dolía
cada vez más.
—Si necesita algo, llámeme —le dijo Barrez antes de salir de la
habitación y cerrar la puerta.
Saldías concentró sus pensamientos en su cuidador. Era amable y
servicial, pero la probabilidad de que fuera el cabecilla de los infiltrados era
bastante grande. Lacost le había llamado mentiroso, es decir, espía, y esa no
parecía la actitud de un hombre cuya vida depende del secreto. En cuanto a
Bordelais, era demasiado joven y tierno. Solo quedaba Barrez. De él habría
partido el disparo. Claro que también estaba el teniente Merino… Pero,
siguiendo con lo de Barrez, si él era el cabecilla de los infiltrados estaba
perdido. ¡Perdido, sí! Barrez no se dedicaría a curarle, sino a envenenarle…
Los pensamientos fueron perdiendo fuerza en su mente hasta hacerse
inaudibles, y la angustia desapareció. Muy pronto, las imágenes del sueño
tomaron su lugar.
Saldías durmió durante más de un día. De vez en cuando sentía la mano
de Barrez, que le levantaba la cabeza y le daba de beber un líquido que, entre
sueños, a él le parecía leche.
Hacia la madrugada del viernes, sintiéndose mejor, abrió los ojos y se
sentó en la cama. Enseguida se dio cuenta del alboroto que reinaba en la casa.
Parecía llena de gente que conversaba a gritos. Sobre su cabeza, en lo que era
el desván de la casa, el ruido de pasos era continuo.
—Gran Vía —dijo una voz desde un ángulo de la habitación. Era el joven
Bordelais. Le sonreía abiertamente al tiempo que, con el dedo índice,
señalaba hacia arriba, hacia el desván.
—¿Por qué estás ahí? ¿Me has estado velando? —le dijo Saldías
sorprendido de verle. Su voz había recuperado fuerza.
Bordelais hizo gesto de no entender nada. Volvió a señalar hacia el techo
y repitió lo que había dicho antes:
—Gran Vía.
—Ya entiendo —respondió Saldías.
Sin embargo, sus primeros pensamientos no se dirigieron hacia lo que
estaba fuera de él —hacia la guerra, la conspiración contra Zumalacárregui o
la presencia del prisionero de San Fausto en aquella casa de la calle Platería
—, sino que por una vez pensó en sí mismo y en la vida que parecía volver a
su cuerpo. Su mente trabajaba ahora fácilmente; sus ojos, torpes desde el
momento en que la fiebre había comenzado a acosarle, se movían ligeros por
toda la habitación; sus oídos separaban con nitidez los ruidos de la casa de los
chillidos de las golondrinas que, a diferencia de las que había conocido en el
mar, habían salido a volar con la primera raya del alba. En cuanto al pie,
apenas le dolía. Lo peor ya había pasado. Barrez había conseguido curarle.
Nada más acordarse de su cuidador, los pensamientos que flotaban por su
mente cambiaron de rumbo y se volvieron hacia lo que le rodeaba. Recordaba
haberle considerado como la persona con más probabilidades de ser el
cabecilla de los infiltrados, pero, entonces, si deseaba matarle, si había sido él
quien le había disparado en San Fausto, ¿por qué no había terminado su obra
aprovechando su postración? ¿Por qué no le había asfixiado con la almohada?
¿Por qué no le había envenenado? Era evidente que algo no encajaba.
Barrez apareció en la habitación a media mañana. Iba vestido con su
chaquetilla de terciopelo azul, igual que cuando lo había visto por primera
vez, pero la camisa esta vez era amarilla, no blanca. En la mano llevaba lo
que parecía un libro.
—Veo que se encuentra mucho mejor —dijo nada más entrar
dirigiéndose a Saldías. A continuación, después de indicar a Bordelais que
podía marcharse, se sentó al borde de la cama con un gesto de fastidio—. ¿Se
ha dado cuenta del ruido que ha habido en esta casa desde la madrugada?
Primero no me han dejado dormir, y luego no me han dejado leer.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué han traído aquí al conde de Gran Vía? —le
preguntó Saldías, levantando el brazo y despidiendo a Bordelais, que ya se
marchaba.
—Parece que el general Zumalacárregui lo quiere cambiar.
—Canjear —precisó Saldías.
—Canjear —repitió Barrez—. Según me han contado, el conde
impresionó favorablemente al general. No pidió clemencia ni mendigó su
perdón. Cuando le preguntaron si era verdad que iba a Pamplona para
casarse, él exigió que no se mezclaran las cosas de la guerra con los asuntos
personales, y que estaba muy lejos de su pensamiento recurrir a aquella
circunstancia para ablandar el corazón de sus enemigos. Así habló.
—¿Y qué dijo el general?
—Que si le prometía retirarse de la vida militar, propondría el cambio, o
el canje, o lo que sea, al general Rodil. Que si el general Rodil dejaba libres a
cinco capitanes carlistas, él también quedaría libre. Entonces, el conde dijo
que nunca renunciaría a sus ideas, pero que dejaría la milicia. Ahora todo
depende del general Rodil.
—Es decir, que el conde todavía puede casarse.
—Usted también. Parece que va a salir con vida. La hinchazón del pie va
remitiendo.
—Para haber vivido siempre en Francia, habla usted muy bien el español
—le dijo de pronto Saldías. Volvía a actuar como Sara.
—Mi verdadera madre fue española —le respondió Barrez. Su expresión
se ensombreció—. Era mi niñera. Pasé con ella los primeros años de mi vida.
Pero prefiero no hablar de mi familia. No fui feliz en ella.
De pronto, la habitación se llenó de ruidos. Sobre sus cabezas, en el
desván, alguien parecía estar saltando. De vez en cuando, el salto venía
acompañado de un grito desgarrador. Preocupado, Saldías levantó la mirada
hacia el techo.
Barrez recobró su aspecto risueño y le ofreció la explicación de lo que
ocurría: el conde de Gran Vía y su amigo Lacost disputaban un combate de
esgrima. Nada más conocer la fama de espadachín del conde, Lacost se había
mostrado muy interesado en aquel traslado. El desván de la casa de la calle
Platería no ofrecía las posibilidades de una verdadera sala de esgrima, pero
era mejor que el calabozo donde habían encerrado al conde a la vuelta de San
Fausto.
—Pero el calabozo sería más seguro, ¿no?
—No creo que un Grande de España vaya a comportarse como un vulgar
ladrón. No creo que quiera escapar —argumentó Barrez, cambiando
ligeramente de acento y haciéndolo más francés, más aristocrático—. De
todos modos, está vigilado. Hay una patrulla cubriendo el portal y las
escaleras.
—Como quiera que sea, no es asunto nuestro —dijo Saldías. Quería
terminar con aquella conversación y quedarse solo.
—Es verdad. Y ahora, dígame, ¿no tiene hambre?
Saldías asintió con la cabeza y dijo que un poco.
—Diré a la gente de la cocina que le traigan algo. En mi opinión, le
convendría comer algo sustancioso pero no muy fuerte para el estómago. ¿Le
gusta el conejo? Creo que estaban preparando conejo.
—Deje que Aramburu elija el plato.
—Creo que se ha ido a uno de los pueblos de alrededor. Los preparativos
del banquete de la fiesta le llevan mucho tiempo.
—¡Es verdad! ¡La fiesta del domingo! ¡Se me había olvidado!
—Mal hecho. Para el domingo usted estará curado, y vendrá a celebrar la
victoria con nosotros.
—Es decir, que tengo permiso para ir al comedor de oficiales —bromeó
Saldías, recordando la sacristía de la iglesia de Irurzun con su san Isidro y
todos los demás santos.
El conde de Gran Vía y Lacost parecían incansables, y los combates del
desván se sucedían. Una vez solo, Saldías se entretuvo en analizar los ruidos
y las voces que oía, procurando adivinar cuáles pertenecían a uno y cuáles a
otro. Para cuando le trajeron la comida —conejo, tal como había dicho Barrez
—, ya había llegado a una conclusión: Lacost parecía ligeramente mejor
espadachín que el conde de Gran Vía. El francés había ganado siete de los
diez asaltos.
Al poco de acabar de comer, la casa volvió al silencio. Saldías estaba
pensando en dormirse cuando el teniente Merino hizo su aparición.
—No le voy a robar mucho tiempo —le dijo a modo de saludo. Se le veía
más cansado que otras veces. La flor de lis de su boina roja no parecía tan
blanca—. Quiero decirle algo sobre la conversación que el capitán Galarreta,
usted y yo tuvimos el otro día.
Saldías apartó la bandeja de la comida y se dispuso a escuchar.
—Es posible que me equivocara con Aramburu y con Carrasco. Quizás
no debí pedirles que me acompañaran para alistarse —dijo atropelladamente
—. En realidad, en Madrid los trataba poco. Me hice amigo de ellos aquí,
después de ponernos a las órdenes de Zumalacárregui. Ahora bien: me cuesta
creer que sean infiltrados. Tal como le dije el otro día, el sargento Carrasco es
un simple. Un buen hombre, pero un simple.
—No es el caso de Aramburu. Hace años fue compañero mío de
seminario, y era muy inteligente.
El teniente Merino le miró con sorpresa.
—Así que usted le conocía.
—Sí, le conocía. Y eso me salvó.
—Le salvó y le puso sobre la pista, según parece —suspiró el teniente
Merino, caminando alrededor de la cama. Se le veía nervioso.
—Usted ha venido a decirme algo y todavía no me lo ha dicho —dijo
Saldías.
—Tiene razón —le respondió el teniente Merino, deteniéndose en seco en
medio de la habitación—. Lo que le quiero decir es que está sobre la pista
buena, y que yo fui el culpable de que estuvieran a punto de matarle.
Comenté lo de su llegada, la llegada de Sara quiero decir, en el comedor de
oficiales, y recuerdo que el cocinero, Aramburu, o Dominus, o como quiera
usted llamarlo, estaba cerca. Fue un descuido imperdonable.
—No se agite, mi teniente. Su indiscreción nos ha favorecido. Por eso
estamos sobre la pista buena. Y no se preocupe, seré discreto.
—Se lo agradeceré mucho. No me gustaría perder mi prestigio.
—Se lo prometo, mi teniente. Pero, dígame una última cosa, ¿a quién le
hizo la confidencia? ¿A alguno de los franceses?
—No. Al propio Zumalacárregui. Pero no me di cuenta de que el cocinero
nos podía oír.
Saldías recordó el ensimismamiento del general la noche en que lo había
visto por primera vez. Sí, alguien tenía que ver y oír por él.
—Le reitero mi agradecimiento por su discreción —le dijo el teniente
Merino desde la puerta de la habitación—. Cuando usted se reponga del todo,
le llamaré para una reunión con Galarreta y los demás.
El teniente bajó las escaleras y desapareció. Antes de dormirse, Saldías
pensó un momento en el hombre que acababa de marcharse. Era ambicioso y
arrogante, pero no trabajaba para el enemigo. En todo caso, trabajaba para sí
mismo y para su carrera.
Lo que pensó el teniente Merino
A ver si ahora va a tener razón mi padre, que siempre que vuelvo a la
miserable casa donde vive me recrimina mi ambición y me augura un mal
final. Resulta que todos los indicios que tenemos sobre el traidor nos
conducen hacia Aramburu, el cocinero del Mesón San Isidro, y además con
muchísima razón, según me estoy dando cuenta. Claro, ahora me explico los
agasajos, las invitaciones, el empeño en que compartiera con sus amigos los
franceses la vida muelle que ellos llevan aquí gracias a su posición y a los
muchos dineros que les llegan de Francia. Lo que él quería era sonsacarme,
estar al día de lo que se hablaba en nuestro departamento, en teoría el más
secreto del ejército carlista. Lo malo es que ese mal bicho se ha salido casi
siempre con la suya, y que yo me he dejado engañar como un bobo. Bien se
ha dado cuenta de ello Saldías, el informante que vino de Bilbao.
La consecuencia de todo esto es muy fácil. Si Aramburu habla con el
capitán Galarreta o con cualquier otro mando, y le explica lo que sabe, es
decir, las cosas que le he contado o, lo que es peor, el dinero que me he
dejado prestar a fondo perdido con esta o aquella disculpa, puedo acabar en el
paredón. Pero incluso en el caso de que no acabe en el paredón, las cosas no
me irán muy bien, porque se descubrirá que no soy militar de verdad, y que
por eso estoy precisamente en este ejército, porque aquí no son muy rigurosos
con los papeles y es más fácil hacer carrera. De ello se deduce, esta es la
consecuencia de la consecuencia, que debo hacer lo posible para anular a
Aramburu. Si Dios me ayuda, me las pagará todas juntas.
En cuanto a su otro amigo, el sargento Carrasco, no sé qué pensar. No
creo que sea capaz de formar parte de una conspiración, pero, de todos
modos, mandaré que lo vigilen. Bobo o no, puede ser un problema, porque
también sabe muchas cosas sobre mí. Sabe que mi familia es pobre, por
ejemplo, porque conoce a mi padre de toda la vida.
El otro problema es Saldías. Sospechaba que la información sobre su
llegada había partido de mí, y no me ha quedado otro remedio que darle una
explicación. Ahora, después de lo que le he dicho, se quedará más tranquilo.
De todos modos, no me conviene que se mezcle en nuestros asuntos.
Procuraré alejarle del capitán Galarreta y, en cuanto sea posible, le mandaré
de vuelta a Bilbao.
Capítulo V
Al despertar, Saldías se encontró con que su desayuno ya estaba en la
habitación. Además de una sopa de leche, la bandeja que alguien había
dejado sobre la silla ofrecía pan, manteca, higos secos, avellanas y miel.
Tomó la sopa inmediatamente, con fruición, y luego, con más calma,
disfrutando de los diferentes sabores, fue dando cuenta de todos los demás
alimentos. Iba saliendo de la crisis, y su cuerpo reaccionaba con un exceso de
apetito.
La hinchazón de su pie había desaparecido, y solo sentía dolor al poner la
mano directamente sobre la rozadura que le había hecho la bala. Se levantó y,
cojeando, dio unos pasos hasta alcanzar la ventana. Se asombró de ver lo
concurrida que estaba la calle Platería: además de los voluntarios carlistas,
muchos de los cuales no llevaban la habitual boina roja, sino otras de color
blanco, amarillo o verde, las muchachas de Irurzun o de los pueblos cercanos
paseaban riéndose y jugando con las criaturas que estaban a su cuidado.
Quedaba menos de un día para la fiesta, para la celebración de la victoria que
Zumalacárregui había obtenido en San Fausto. Faltaban los buñuelos de los
vendedores ambulantes, las chirimías de los músicos aficionados, las barricas
de vino que se colocarían en la plaza y en los cantones de las calles; pero
todo lo demás, lo más necesario —las ganas de divertirse y de olvidar las
penalidades de la guerra—, ya estaba allí. De pronto, las campanas de la
iglesia de Irurzun comenzaron a sonar: sí, era víspera de fiesta. A pesar de su
poca afición a la bulla y los bailes, Saldías no pudo evitar un ligero
estremecimiento de alegría. Sí, era víspera de fiesta, y él se encontraba bien,
con salud, tan vivo como cualquiera de los que andaban por la calle.
Le cansaba estar en la misma posición, y fue a sentarse en la cama. Al
hacerlo, aplastó con su muslo un objeto de bastante consistencia, ni muy duro
ni muy blando. Era el libro que había estado en las manos de Barrez. Al
parecer, se había olvidado de llevárselo.
Saldías lo abrió al azar. Era un libro de poemas. Curiosamente, no estaba
en francés, sino en español.
—¿Quiere que se lo lea? —dijo una voz desde la puerta. Era el propio
Barrez.
—Muchas gracias por el desayuno —le respondió Saldías.
—Déselas a Aramburu. Yo me he limitado a traer la bandeja que él ha
preparado —le dijo Barrez, moviéndose con nerviosismo—. ¿Qué? ¿Se
queda con el libro? Quédeselo, así se aburrirá menos en la cama. Por mi
parte, solo he venido para ver qué tal estaba. Ahora voy donde el conde de
Gran Vía. Siento gran pena por él.
—¿Por el conde de Gran Vía?
Saldías cerró el libro y le miró con sorpresa. ¿Qué era aquel hombre? ¿Un
memo, como había pensado la primera vez? ¿O era un espía muy bien
entrenado?
—Comprenda usted. Todo el pueblo está de fiesta, y todavía lo estará
más. El conde de Gran Vía oirá las risas de las muchachas y las notas de la
música de baile, y no podrá evitar las comparaciones. No sé si se lo dije, pero
el conde viajaba con el general Carandolet para su boda. Iba a casarse en
Pamplona con Margarette de Mendoza, pero las estrellas estuvieron en su
contra. No sé si sabe usted que las estrellas…
—¡No! ¡No lo sé! —le interrumpió Saldías con brusquedad. Aquellas
tonterías sentimentales le exasperaban.
—¡La compasión no está reñida con la valentía, señor! ¡Es usted un bruto
y me arrepiento de haberle cuidado! —dijo Barrez levantando la voz. La
brusquedad con que había sido tratado le había irritado. Tenía la vena del
cuello hinchada. Parecía a punto de retarle a duelo.
En su fuero interno, Saldías se repitió la pregunta: ¿Era un memo o un
espía muy bien entrenado? ¿O acaso estaba mal de los nervios?
—No sea tan susceptible, Barrez, y no pierda la calma. Se lo pido por
favor. Si quiere subir donde el conde de Gran Vía, suba. Y sepa que yo le
estoy muy agradecido por sus cuidados.
—No se debe despreciar lo que se ignora. Si algún día quiere que le hable
del destino y de las estrellas, me lo hace saber —dijo Barrez con mucha
dignidad, ya más calmado. Luego giró sobre sus talones y salió de la
habitación.
Saldías se echó sobre la cama y abrió el libro de poesías.
Cuando veo la alondra que mueve
de alegría sus alas contra el rayo de sol
y que se olvida y se deja caer
por la dulzura que le entra en el corazón,
¡ay!, entonces siento tal envidia
por cualquiera que vea alegre,
que me admira cómo al instante
el corazón no se me funde de deseo.
¡Ay, desdichado! ¡Creía saber tanto
de amor, y sé tan poco!…
Se oyeron pasos en la escalera. Al poco rato, Lacost y Bordelais abrieron
la puerta de la habitación y se plantaron frente a él. Lacost llevaba un par de
floretes bajo el brazo.
—¿Qué tal, novato? ¿Es que estás bien? —gritó con un extremado acento
francés. Estaba un poco borracho.
Como siempre que podía ahorrarse una respuesta, Saldías asintió.
—¡Sí! ¡Es la verdad! ¡Estás bienísimamente!
A su lado, Bordelais reía con la boca abierta. Con aquel muchacho cada
vez tenía menos dudas. Era un verdadero memo.
—Si no armaran tanto ruido en el desván, me encontraría mejor —le dijo
Saldías.
—¡Pero a mí me gusta mucho el ruido! ¡Sí! ¡Me gusta mucho! ¡Y la fiesta
también! —rio Lacost. Luego alcanzó la puerta en un par de zancadas—.
¡Adiós, novato! —gritó desde allí.
—¡Au revoir! —se despidió Bordelais, echando a correr tras Lacost.
Saldías volvió a coger el libro.
¡Ay, desdichado! ¡Creía saber tanto
de amor, y sé tan poco!,
pues no puedo abstenerme de amar
a aquella de la que no tendré beneficios.
Me ha quitado mi corazón y a mí
y a sí misma y a todo el mundo;
cuando se me fue, no me dejó nada,
sino deseo y corazón anhelante.
Aquellas poesías le parecían falsas. A él, por ejemplo, le ocurría lo
contrario de lo que afirmaba el poeta. Lo que le costaba a él era amar a la
dueña del Café Arenal, es decir, a aquella de la que podía obtener muchos
beneficios.
Volvieron a oírse las zancadas de Lacost al otro lado de la puerta. Un
instante después, ya estaba otra vez frente a su cama.
—Novato, quiero pedirte pardon —dijo frunciendo el ceño. Procuraba
estar muy erguido y con los talones juntos, pero no lo lograba del todo.
Saldías cerró el libro y quedó a la espera.
—Yo no quería herir —dijo Lacost.
—No entiendo —dijo Saldías. Pero no era cierto. Adivinaba lo que
Lacost le iba a decir a continuación.
—Como eres novato, yo quería hacerte susto. Pero no quería herir. Fue un
accidente. Un accidente por completo.
Saldías se había quedado sin palabras. No sabía cómo encajar lo que
estaba oyendo en la teoría que se había hecho. Lacost soltó una carcajada.
—Pero ahora estás bienísimo, y yo soy feliz —añadió a continuación,
dándole una palmada en la espalda. Luego, antes de que Saldías lograra
reaccionar, giró sobre sus talones y volvió a salir de la habitación.
Lacost y el conde de Gran Vía comenzaron una nueva sesión de esgrima.
Saldías necesitaba silencio para poder pensar, y decidió buscar un lugar más
solitario. Conseguiría un bastón o una vara y se iría hacia las afueras del
pueblo. Se vistió como pudo y salió de la casa.
Las patrullas de guardia aprovechaban las laderas de las montañas y
rodeaban el pueblo formando una corona protectora. Saldías pidió permiso a
una de aquellas patrullas para sentarse a la sombra de una encina próxima al
puesto de guardia.
—Pero no se aleje de nuestra vista —le dijo uno de los miembros de la
patrulla.
—Cómo quiere que me aleje con esta cojera —le respondió él.
—¿Y quién dice que usted es un cojo de verdad?
Saldías se alegró de la severidad y la diligencia de aquellos voluntarios, y
volvió a sentirse orgulloso de los jóvenes de su ejército. Pero, al igual que le
había ocurrido camino de San Fausto, una voz interior le impidió entregarse a
aquel sentimiento. «¿Cómo no van a ser severos?», le decía la dueña del Café
Arenal hablándole desde la memoria. «Si tienen un descuido, los fusilan.
Todos seríamos severos y diligentes si en ello nos fuera la vida.»
Junto a la encina había unas cuantas matas de orégano. Saldías pellizcó
una de ellas y se llevó algunas florecillas a la nariz. Le gustaba mucho aquel
olor. Le recordaba los veranos que había pasado junto al anciano que pescaba
truchas aislándolas en una poza.
—¿Cómo sigue la poza? —se dijo hablando en voz alta. Después de la
interrupción que había supuesto el recuerdo de la dueña del Café Arenal, sus
pensamientos se centraban de nuevo en la confesión que le acababa de hacer
Lacost. Todo cuadraba. Era un pendenciero, un espadachín, un aficionado a
las bromas pesadas. Le había disparado para hacerle pagar la novatada, no
porque se tratara de un infiltrado y quisiera matarle. Ese hecho, tan banal, tan
estúpido, cambiaba mucho las cosas, o mejor dicho, las devolvía al punto de
partida. Solo podía contar con dos sospechosos: Aramburu y Carrasco. El
cómplice o los cómplices que él había supuesto al otro lado del desfiladero de
San Fausto no existían. Había sido injusto al sospechar de aquellos
extravagantes franceses.
«En la poza solo tengo dos truchas», pensó. Se tumbó en el suelo y cerró
los ojos. Aquella constatación había agudizado la fatiga que sentía.

Martín Saldías volvió al centro de Irurzun por un camino que, dejando a


un lado las tiendas donde dormía la tropa, bajaba directamente hacia la
iglesia. Llevaba consigo un manojo de hierbas de orégano, un presente para
aquel Aramburu que había sido su compañero de seminario y que ahora era
su igual del otro bando, el enemigo que se valía de su condición de cocinero
para enterarse de los secretos que los oficiales descuidados comentaban en
voz alta. Necesitaba mantenerse en contacto con él. Tenía que guardar hasta
donde pudiera la apariencia de que seguían siendo amigos.
—¡Dominus! ¡Mira quién está ahí! —exclamó Aramburu nada más verle
en la sacristía que hacía las veces de comedor. A su lado, sentado junto a la
imagen de san Isidro, estaba el sargento Carrasco.
Cojeando, Saldías avanzó hacia ellos abriéndose paso entre las mesas
ocupadas por unos quince voluntarios que bebían vino blanco y comían un
cocido de cangrejos.
—He traído orégano, por si lo necesitas —dijo Saldías, tendiéndole el
manojo a Aramburu. A continuación, saludó con una sonrisa al sargento.
—Me alegro de verle con salud —le dijo este levantándose y dándole la
mano—. Decían que su herida se había infectado y que estaba usted muy mal.
—La verdad sea dicha, te dábamos por muerto —dijo Aramburu
cogiendo el orégano y colocándolo en una repisa.
La sacristía había cambiado de aspecto. Salvo el san Isidro, todas las
imágenes estaban envueltas en telas negras o blancas, y las mujeres de
Irurzun —algunas de las cuales trajinaban en la cocina— habían adornado las
mesas con manteles blancos y jarrones llenos de flores.
—Yo creía que el banquete era mañana —dijo Saldías, señalando el
asador donde se doraba una pierna de vaca.
—Hoy es el día de los valientes —dijo Aramburu. Se refería a los jóvenes
que ocupaban el comedor—. Con la comida de hoy, los oficiales les quieren
rendir un homenaje.
Uno de los jóvenes levantó el brazo y les envió un saludo. Era Bordelais.
—¿También el francés es de los valientes? —preguntó Saldías
correspondiendo al saludo.
—Es muy valiente. Se presta voluntario para las acciones más difíciles —
dijo el sargento con admiración.
—Según él, prefiere morir que volver a París y encontrarse a su dama del
brazo de otro hombre. Ya se sabe, los franceses son así.
Saldías guardó silencio y se puso a husmear entre las cacerolas de
comida. Volvía a tener hambre.
—Si esperas un poco, te serviré un buen trozo de pierna de vaca —le dijo
Aramburu acercándose al asador—. ¿Quieres saber cómo la he preparado? —
añadió. Y sin esperar respuesta—: Pues, después de limpiarla un poco, la tuve
en adobo durante veinticuatro horas con aceite, sal molida, cebollas cortadas
en rebanadas y perejil. Luego, esta mañana, la he atado y envuelto en un
papel untado de manteca, y la he colocado en el asador. Y un poco antes de
que tú llegaras, pues ya ves, le he quitado el papel para que vaya cogiendo
color. Ahora solo me falta rociarla con una salsa picante. ¿Qué? ¿Te apetece?
—A mí mucho. Tengo esta parte del cuerpo completamente vacía —dijo
el sargento Carrasco dándose unas palmadas en la tripa.
—Usted se lo merece, sargento —le dijo Aramburu guiñando el ojo a
Saldías.
—No sé si me lo merezco o no, aunque la verdad es que siempre me he
comportado con valor. Pero los mandos no me lo tienen en cuenta.
El sargento no parecía estar disimulando. Era un simple, un simple de
verdad, el tipo de militar sencillo y fatuo que tanto abunda en las escalas
inferiores de todo ejército. Aramburu, en cambio, parecía más listo que
nunca, y completamente seguro de sí mismo. ¿Se sabría vigilado? ¿Tendría
miedo de quedar al descubierto? Quizás fuera así, pero no daba esa
impresión.
Durante la comida, la conversación entre los tres hombres derivó hacia
las peripecias de la guerra. Al final, tras haber dado buena cuenta de la pierna
de vaca, el sargento Carrasco recordó el incidente de la primera noche,
cuando Aramburu había estado a punto de matar a Saldías. Después de una
prolija explicación sobre lo ocurrido, resumió su punto de vista con estas
palabras:
—A veces, los militares ponemos demasiado celo en nuestro quehacer.
Pero, compréndalo, la seguridad es lo primero. Es lo que siempre me repite el
teniente Merino. Está buenísimo —añadió a continuación, después de dar un
sorbo a la ratafía de membrillos que les había servido una de las mujeres que
atendía el comedor.
—Por cierto, ¿dónde anda nuestro amigo el teniente? Hace ya varios días
que no aparece por el comedor —preguntó Aramburu.
—Estará cumpliendo con su deber, eso seguro —respondió el sargento.
Tenía razón. Cuando, después de acabada la comida, Saldías se encaminó
a su casa de la calle Platería, el teniente Merino le salió al encuentro
acompañado de cuatro voluntarios. Era evidente, tanto por su expresión como
por su forma de moverse, que no participaba de la alegría que, por la fiesta
del día siguiente, reinaba en el pueblo.
—Todo está tranquilo por ahora —dijo muy serio, a modo de saludo.
Saldías se dio cuenta de que la flor de lis blanca había desaparecido de su
boina, y que en su lugar llevaba la señal de la muerte, la calavera con las dos
tibias cruzadas que los componentes de la Compañía de Guías se cosían a la
ropa cuando no estaban dispuestos a dar cuartel—. El capitán Galarreta ha
convocado una reunión y cree que usted debe estar presente. Vaya a nuestro
despacho para las siete de la tarde.
—Me alegro de tener unas horas para descansar. Con esta cojera me
canso el doble.
—¿Ha visto a ese vil traidor? —preguntó el teniente Merino bajando la
voz. El rencor le cortaba la respiración.
—Si se refiere a Aramburu, acabo de estar con él.
—¿Ha adelantado algo?
—No. Creo que no.
—Hablaremos en la reunión.
El teniente hizo un gesto a los cuatro voluntarios que le acompañaban y
todos desaparecieron en la esquina de una calle próxima. Cojeando, Saldías
siguió calle abajo hasta llegar a su casa. En el portal se encontró con otros
cuatro voluntarios de la Compañía de Guías.
—Que no se escape el conde —les dijo, dirigiéndose a las escaleras.
—Solo puede escaparse volando —le respondió uno de los centinelas.
Nada más entrar en la habitación, vio a un hombre tumbado sobre una
manta extendida en el suelo. Era bastante mayor, de unos setenta años, con el
pelo blanco y la piel muy pálida, como la de alguien que nunca ha estado
mucho tiempo bajo el sol. Iba vestido muy sencillamente, con una camisa
blanca y un pantalón gris.
—Entre. No se preocupe por mí. Usted a lo suyo —dijo el hombre al ver
la poca determinación de Saldías.
—¿Quién es usted?
—Alguien tiene que dar la misa de mañana, hijo. Pero no me hagas
hablar. Estoy cansado y me gustaría descansar un poco.
Hablaba con autoridad, sin darle confianza.
Saldías no insistió. También él estaba cansado. Entornó los cuarterones
de la ventana, se tumbó en la cama y se quedó dormido. Durante el sueño,
confusamente, vio los rostros de la gente que le preocupaba: el de Aramburu,
el del sargento Carrasco, el del teniente Merino, el de los franceses…
A todos aquellos rostros se le unió, de pronto, el del hombre de pelo
blanco que se había encontrado en la habitación.
—Levanta, hijo —le dijo aquel rostro. No estaba dentro de su sueño, sino
fuera—. Personas más importantes que tú y que yo nos están esperando.
—Me lavaré la cara antes de salir —le dijo Saldías, yendo hacia el
barreño de agua que Barrez había hecho traer a su habitación.
Poco después, cuando todavía no eran las siete de la tarde, los dos
cruzaban el portón del palacio donde Zumalacárregui había instalado el
cuartel general. Antes de pasar dentro y ponerse a disposición del teniente
Merino, Saldías reconoció en el jardín el caballo que había visto la noche de
su llegada. Era de color gris, y ya no parecía una estatua. Comía hierba y
espantaba las moscas moviendo la cola de un flanco a otro del cuerpo.
Unos diez oficiales asistían a la reunión. El capitán Galarreta, que la
presidía, presentó al hombre de pelo blanco como «Don Ignacio, un amigo de
la causa». Para Saldías era ya evidente que se trataba de otro mentiroso como
él.
—¿Por dónde empezamos? —preguntó el capitán Galarreta encendiendo
su pipa—. ¿Por qué no empieza usted mismo, don Ignacio? A estos señores
les gustará escuchar sus noticias.
—Vengo de Etxarri Aranatz —dijo el interpelado, poniéndose de pie y
ahorrándose las formalidades—. A mi modo de ver, es una golosina. Hay allí
cinco mil fusiles y seis cañones, además de mil litros de aceite y otros
muchos alimentos.
—¿Seguro que hay seis cañones? —preguntó un hombre que acababa de
entrar en la sala de reuniones por una puerta lateral. Era Zumalacárregui.
Saldías, que estaba sentado a dos pasos de él, quiso levantar la mirada y verle
los ojos. Pero no fue capaz.
—Segurísimo, mi general —dijo el hombre de pelo blanco bajando la
voz. Como al resto de los reunidos, la inesperada presencia de su máximo
superior le intimidaba—. Esos cañones pueden ser nuestros, mi general. Y sin
correr grandes riesgos.
—Explíquese —dijo Zumalacárregui quedándose junto a la puerta y
rechazando con un gesto la butaca que le ofrecía el capitán Galarreta.
Antes de que el hombre de pelo blanco entrara en detalles, Saldías ya
barruntaba que la respuesta del general Zumalacárregui iba a ser positiva. Las
tropas carlistas apenas tenían cañones, y esa falta de armamento pesado, que
había sido una ventaja para su táctica de marchas y contramarchas, se estaba
convirtiendo en un verdadero problema después de que el general Rodil
ordenara fortificar todas las plazas. Los carlistas lograban, sí, acercarse a este
o a aquel pueblo, pero sus balas tropezaban con las empalizadas y los sacos
de arena, y el intento fracasaba. Así las cosas, la única esperanza estaba en
los cañones. Sin ellos, la guerra estaba perdida.
—Un oficial de Etxarri Aranatz está dispuesto a abrirnos, la puerta de la
guarnición. Lleva el uniforme de los peseteros, pero es un carlista acérrimo.
Despectivamente, muchos carlistas llamaban peseteros a los liberales.
Zumalacárregui hizo sendos gestos de que se acercaran al hombre de pelo
blanco y a uno de los oficiales de la reunión, un coronel.
—Bien, ya se les comunicará —dijo a continuación, cuando ambos se
acercaron a él. Luego les indicó que pasaran a su despacho y cerró la puerta.
—Creo que pronto tendremos movimiento, señores —dijo el capitán
Galarreta.
Ante la sorpresa de Saldías, los oficiales que habían acudido a la reunión
se levantaron como un solo hombre y se dirigieron hacia la puerta que llevaba
al pasillo y al jardín. La reunión había terminado.
—No se sienta decepcionado —le dijo el capitán Galarreta cuando en la
sala solo quedaron ellos dos y el teniente Merino—. Las reuniones breves son
una bendición.
—Los que nos solemos mover en la retaguardia imaginamos las cosas de
otra manera —dijo Saldías intentando poner humor en sus palabras. Pero era
verdad que se sentía decepcionado.
—Más vale que sean como son —dijo el capitán, aspirando el humo de su
pipa—. De no haber intervenido el general, usted estaría pronto camino de
Etxarri Aranatz. Esa era al menos mi idea. Iba a encargarle la misión de
comprobar la veracidad del informe de don Ignacio, y por eso quise que
viniera a nuestra reunión. Pero el general ha confiado en el viejo, y eso es
suficiente garantía para todos. Ya no hace falta que vaya usted.
—El general no se equivoca nunca —dijo el teniente Merino. Era el tipo
de comentario que Saldías siempre había escuchado a los marineros que
querían llegar a tener un buen puesto. Se trataba de apoyar siempre y en toda
circunstancia al que mandaba en el barco.
—¿Qué me dice de los conspiradores? Según me ha contado el teniente
Merino, los avances han sido bastante escasos —le dijo el capitán Galarreta.
Saldías se sentía aliviado tras saber que se había librado de una misión
que, después de lo de San Fausto, habría resultado bastante peligrosa; sin
embargo, le costaba acostumbrarse a los modos militares y se sentía algo
desconcertado. No se le escapaba que los dos oficiales que tenía delante
habían dispuesto de él como de un peón de ajedrez, actitud que, entre otras
cosas, indicaba el poco valor que daban a sus pesquisas sobre la conspiración.
—¿Recuerda lo de los disparos que me hicieron en San Fausto? —
comenzó Saldías, tapando los pensamientos que en aquel momento asomaban
en su mente—. Yo pensé que me habían disparado con la intención de
matarme, y que eso demostraba la existencia de varios infiltrados. Yo
pensaba: Aramburu se ha dado cuenta que atacarme de una forma tan
irregular nada más llegar yo a Irurzun fue un tremendo fallo, y de ahí que él y
los de su grupo quieran matarme. Al fin y al cabo, ellos saben que del hilo se
saca el ovillo.
—Y ahora resulta que no hay ovillo —dijo el capitán Galarreta volviendo
a encender su pipa, que se le había apagado.
—No hay ovillo por algo que esta mañana me ha confesado Lacost —dijo
Saldías hablando con energía. Le irritaba la actitud de los dos oficiales. Le
parecía que le miraban de forma displicente, como a un aprendiz incapaz de
llevar a cabo una investigación—. Fue Lacost el que me disparó en San
Fausto. Pero lo hizo porque quería gastarme una broma.
—Para ser exactos, le quería hacer pagar la novatada —precisó el capitán
Galarreta. No parecía que la noticia le hubiera extrañado mucho.
—Lacost es incorregible —apuntó el teniente Merino. Tampoco él estaba
extrañado.
—Así que estamos como al principio. Estoy convencido de que
Aramburu es culpable, pero no sé si actúa solo o con apoyos.
—¿Usted de quién sospechaba? Antes de saber lo de Lacost, quiero decir
—le preguntó el capitán Galarreta.
—De los franceses —respondió Saldías con rotundidad.
—¿Por qué?
—Porque, aparte del sargento Carrasco, que efectivamente parece un
hombre bastante simple, ellos eran los únicos que sabían a qué había venido
yo a Irurzun. Sabían que yo era un espía.
—Ya me doy cuenta, sí —dijo Galarreta mirando al humo de la pipa—.
Pero, al fin y al cabo, ellos viven con Aramburu, y tienen mucha relación con
él. Estoy seguro, además, de que hay muchos otros que también estaban al
tanto. Si usted fuera Aramburu y se enterara del asunto, ¿qué haría? Pues
difundirlo, convertirlo en rumor. De esa manera usted sería uno más, y el hilo
se enredaría.
—Yo creo que aquí no hay más traidor que Aramburu —dijo de pronto el
teniente Merino con la voz crispada—. Tengo la sospecha de que él espió la
conversación que yo tuve con el general, y que ahí se enteró de lo de este
hombre. Pero, al cabo, el atrevimiento de Aramburu nos ha resultado
beneficioso. Ahora ya sabemos que se trata de él.
Saldías estaba asombrado. El teniente Merino se apropiaba de las palabras
y de los razonamientos que él le había transmitido no muchas horas antes.
—Bueno, ¿qué hacemos? —dijo el capitán Galarreta.
—Déjeme detenerle, mi capitán. Ya le sacaré yo la verdad.
El teniente Merino dijo aquellas palabras con la voz seca. Le costaba
controlarse.
—Ya sé que fue usted quién reclutó a ese cocinero y lo trajo aquí —le
respondió el capitán—. Comprendo que sienta deseos de pegarle una paliza.
Pero el método no es muy seguro. Enseguida se correría la voz de su arresto,
y sus posibles cómplices huirían. Hasta es posible que el tal Aramburu
aguantara la paliza y nos viéramos obligados a dejarle libre por falta de
pruebas. No, es mejor esperar. Si lo tenemos bajo vigilancia, antes o después
caerá.
—Como usted mande, mi capitán. Pero le aseguro que no aguantaría la
paliza. Se lo aseguro de veras —dijo el teniente Merino.
La rabia que sentía le ahogaba, y tenía que hacer esfuerzos para inspirar
aire. Saldías se fijo en su boina. Allí seguía la calavera, el signo de la muerte.

De vuelta a la calle Platería, la voz de la conciencia comenzó a molestar a


Martín Saldías. La visita al cuartel general del ejército carlista le había
supuesto un desengaño, lo mismo que la primera vez. Empezaba a sospechar
que su ideal, forjado primero en el seno de su familia, y luego entre los
amigos que él había creído mejores que el resto de la gente, actuaba como
una luz que, en lugar de ayudarle a ver mejor, le cegaba. Aquel hombre
adusto y ensimismado, ¿era el verdadero general Zumalacárregui? Entonces,
¿con qué ojos le habían mirado los periodistas que proclamaban su estrecha
relación con la tropa y su campechanía? «Te equivocas, Martín. No eran
periodistas, sino propagandistas», le dijo la voz de la conciencia
asemejándose mucho a la voz de la dueña del Café Arenal.
Compró un cucurucho de buñuelos en uno de los puestos instalados para
la fiesta, y siguió caminando hacia su casa. «Cuando ha aparecido
Zumalacárregui en la sala de reuniones, tú ni siquiera te has atrevido a
levantar la vista hacia él. ¿Qué eres tú, Martín, un marinero curtido en el mar
o un monaguillo de tres al cuarto?», siguió diciendo la voz. «Además, ¿qué
sentido tiene participar en una matanza como esta? ¿Para qué luchas? ¿Para
que gente ambiciosa y sin escrúpulos como el teniente Merino medre en el
Ejército y en la sociedad?»
Cuando llegó a la casa donde se alojaba, repartió algunos buñuelos entre
los voluntarios que vigilaban al conde de Gran Vía y subió a su habitación.
Se alegró de no encontrar allí a don Ignacio, el hombre de pelo blanco.
Prefería no hablar con nadie. También el desván parecía tranquilo. ¿Qué
estaría haciendo el prisionero? Quizás estuviera hablando con sus iguales los
franceses, los únicos aristócratas del campamento.
Comió los buñuelos que le habían quedado en el cucurucho y se metió en
la cama. «Galarreta y Merino te han tratado como a un extraño», le dijo la
voz de la conciencia. «En eso tiene razón Aramburu. A los militares no les
gusta mezclarse con los mentirosos como tú o como el viejo.»
Saldías vio al lado de la cama el libro de poesías que le había dejado
Barrez. Como no quería seguir oyendo a su conciencia, lo cogió y lo abrió
por una página cualquiera.
Cuando el río de la fuente,
se hace más claro, como suele,
y aparece la flor del espino
y el ruiseñor en la rama…
Saldías siguió leyendo hasta que la luz del verano huyó de la ventana y
dejó la habitación en penumbra. Luego se durmió, y sus sueños, libres del
contrapeso de la lectura, volvieron a mostrarle los rostros que le preocupaban,
el de Aramburu y el de todos los demás.
Lo que pensó el sargento Carrasco
No entiendo lo que está pasando en este campamento, pero me da muy
mala espina. La cuestión es que, últimamente, todo el mundo está un poco
nervioso, y el que más de todos Aramburu, que me pide una y otra vez que le
cuente a Saldías que lo de aquel día fue por mi culpa, que fui yo quien dio la
orden de atacarle sin tan siquiera pedirle el santo y seña. Dice que, de lo
contrario, Saldías nunca volverá a ser su amigo, por creer que le atacó por
una cuestión personal, por una rencilla de la época en que los dos estudiaban
en el seminario. Yo me lo creo, porque no hay razón para no creerle, pero me
da cierto disgusto cargar con culpas que no son mías. Además, Aramburu
promete mucho pero luego no da tanto: hace ya meses que, según él, los
franceses propusieron mi ascenso, pero aquí sigo yo con mis galones de
sargento.
Otro que está nervioso es el teniente Merino. Siempre ha sido un poco
estirado, y se ve a la legua que para él un teniente es un teniente, pero ahora
tengo la impresión de que me mira mal. Realmente, no parece hijo de su
padre, un hombre humilde y bondadoso, un verdadero san José que nunca ha
tenido el menor gesto contra nadie.
Por otra parte, también yo estoy un poco más nervioso de lo normal,
porque creo que me vigilan. Dondequiera que vaya, allí está un par de
voluntarios de la Compañía de Guías. Yo creo que antes no los veía tanto.
Aunque, bien pensado, ¿por qué me iban a vigilar a mí? La verdad, no sé qué
pasa.
Capítulo VI
Como escribió un cronista de la época, para contar lo ocurrido en la fiesta
que los carlistas habían preparado para celebrar la victoria de San Fausto
serían necesarias dos hojas, una dorada y otra negra. En la dorada habrían de
ir consignados los juegos y bailes de aquel día, así como los banquetes y las
borracheras; en la negra, los penosos sucesos que tuvieron lugar con motivo
de la huida del conde de Gran Vía.
Durante la primera parte de aquel domingo, la parte dorada, Martín
Saldías anduvo por las calles de Irurzun acompañado por el hombre de pelo
blanco que se hacía llamar don Ignacio. Contra lo que le había dado a
entender la víspera, no tenía nada de sacerdote, y disfrutaba de todo lo que le
entraba por los sentidos como un verdadero pagano: aquí, comía y bebía; allí,
miraba a las mujeres con la fruición de un viejo verde; más allá, bailaba al
son de las chirimías. Saldías le seguía de cerca, pero sin participar en el
jolgorio. Le gustaba mirar cómo se divertían los demás, pero se sentía
incapaz de imitarlos.
—¿Se da cuenta del gentío que hay? —le dijo don Ignacio en un
momento dado—. ¡Aquí se ve la fuerza del carlismo!
—Aquí se ven muchas cosas —le respondió Saldías con cierta sorna. En
cierto modo, ya había empezado a analizar el mundo con los ojos de la dueña
del Café Arenal, y lo que comprobaba, más que la adhesión al carlismo, era la
necesidad de comer y beber bien que tenía la gente. Después de un año largo
de guerra, nadie rechazaba una invitación de aquella índole.
Al mediodía —dentro todavía de la parte dorada de aquel domingo—,
don Ignacio y Saldías se acercaron al comedor de oficiales. Nada más entrar,
saludaron al capitán Galarreta y al teniente Merino y fueron a sentarse en el
rincón donde, tapado con una sábana, san Pedro yacía cabeza abajo en la
cruz. Enseguida Barrez vino a buscarlos con un vaso de vino en la mano.
Parecía muy contento.
—¡Queridos amigos! ¡No se queden aquí! ¡Vengan a sentarse con
nosotros! ¡Nuestra mesa es mucho mejor! —les dijo a voz en grito. Parecía
algo bebido y sin rastro del malhumor del que había hecho gala el día
anterior, cuando se había marchado de la habitación con ganas de dar un
portazo.
En la mesa estaban, además del propio Barrez, sus dos amigos franceses,
Lacost y Bordelais, y el sargento Carrasco. Enfrente de ellos había tres
mujeres jóvenes bastante mal vestidas, aunque de cierta belleza.
—¡Hola, novatos! —les saludó Lacost, y todos se rieron.
—¡Hola, gabachos! —les respondió don Ignacio. Pero ninguno de los
hombres le hizo caso. Todos estaban atentos a lo que decía una de las
mujeres, que parecía muy dicharachera. Saldías se fijó en sus ojos. Eran
azules y brillantes, muy bonitos. Lamentablemente, tal como ocurría a veces
con las campesinas, el maquillaje estropeaba buena parte de lo que la
naturaleza había puesto en aquellos rostros.
Aramburu los saludó desde la cocina, y luego les envió un asado de
cordero por medio de una de las sirvientas. Don Ignacio comenzó a ponderar
la calidad de la cocina carlista.
—Aquí hay mucho ruido y no le puedo oír, abuelo. Mejor será que
comamos en silencio —le interrumpió Saldías. Estaba harto de que todo el
mundo le hablara a gritos.
—Como quieras, hijo —le respondió don Ignacio con una resignación
que, por primera vez aquel día, sí parecía digna de un buen sacerdote.
Salvo ellos dos, todos los que estaban sentados en la mesa se mostraban
felices y contentos. Reían por cualquier tontería y se empeñaban en que
Bordelais aprendiera canciones españolas; empeño que daba ocasión a más
risas y a más bulla.
—Tiene que aprender la canción del barquero —le decía la muchacha de
los ojos azules a Bordelais.
Al pasar la barca
me dijo el barquero,
las niñas bonitas
no pagan dinero.
—Non! Mais non! La chanson est très difficile pour moi! —se quejó
Bordelais llevándose las manos a la cabeza.
—¡Vamos! ¡Ánimo! ¡Cante conmigo! —insistió la muchacha de los ojos
azules poniendo su mano sobre la de él.
—Es atrevida esta niña —comentó don Ignacio al ver el gesto.
Riendo, Barrez dijo algo en francés. Bordelais asintió con la cabeza.
—Me dice mi amigo si aceptaría usted un baile con él —dijo Barrez.
—Yo no he visto ningún baile —comentó don Ignacio con sequedad sin
apartar la vista de su plato de cordero. Definitivamente, había vuelto a su
papel de cura.
—Encantada —dijo la muchacha de los ojos azules levantándose de la
mesa. Lo mismo hicieron a continuación sus amigas y Bordelais, y los cuatro
se encaminaron hacia la plazoleta.
—¿Es que nosotros quedamos solos? —dijo Lacost exagerando sus gestos
y su acento francés. Las muchachas le respondieron agitando la mano en
señal de adiós y cogiendo a Bordelais de los dos brazos.
Media hora más tarde, cuando Saldías y don Ignacio todavía estaban con
el postre, dos voluntarios del Batallón de Guías llegaron corriendo al
comedor de oficiales e informaron al capitán Galarreta de lo que acababa de
ocurrir. El conde de Gran Vía había huido de la casa de la calle Platería
matando a varios centinelas. En palabras del cronista, empezaba la página
negra de aquel día, se cerraba la dorada.
Hubo un revuelo en el comedor, y todos los oficiales se apresuraron en
busca de su tropa. Lacost, que había tardado en enterarse de la noticia,
permaneció un rato con la mirada fija en la mesa. Poco a poco, sus ojos,
saltones de por sí, parecieron a punto de salirse de las órbitas.
—¡Maldito! ¡Maldito!
Fue un grito desgarrador, más de fiera que de hombre.
—¡Lacost y Barrez, vengan conmigo! ¡Sus caballos están ahí fuera!
¡Tenemos que vengar a Bordelais! —dijo el teniente Merino, volviendo a
entrar en la sacristía y plantándose delante de ellos. La calavera de su boina
parecía reír.
—¿Qué quiere decir usted? —preguntó Barrez alarmado.
Supieron entonces que Bordelais figuraba entre los muertos por el conde
de Gran Vía.
Con la cabeza baja y los ojos fuertemente cerrados, Lacost parecía un
hombre a punto de llorar. Pero no lloró. Fuera de sí, profiriendo una especie
de mugido, saltó por encima de la mesa y corrió hacia la calle. Barrez salió
tras él.
—Usted quédese en Irurzun y vigile al traidor —le dijo el teniente
Merino a Saldías antes de seguir los pasos de los dos franceses.
—¿Quién es el traidor? —preguntó don Ignacio.
Saldías no contestó. Como las sirvientas, como las cocineras que habían
ayudado a Aramburu, se sentía incapaz de hacer un solo movimiento, más
cerca del san Isidro que tenía enfrente que de una persona normal. Cuando,
después de que don Ignacio le dejara solo, volvió en sí, se fue hasta la mesita
en que se había sentado el día de su llegada al pueblo y se puso a mirar al
fuego. Una mano caritativa le sirvió un tazón de café.
Las llamas del fuego le parecían a Saldías azules. Pero el azul estaba en
su mente, no en los leños que ardían en el asador. Era el mismo color que, un
poco antes, había visto en el rostro de una mujer. Sí, por fin lo veía claro: la
muchacha de los ojos azules que él había tomado por una rústica mal vestida
y peor maquillada, no era otra que Margarita de Mendoza, la futura esposa
del conde de Gran Vía. Aquella mentirosa de circunstancias le había
engañado completamente, bastándole para ello con un maquillaje torpe que
disimulara su finura y su educación, y unas ropas de pobre que, naturalmente,
jamás había utilizado hasta aquel domingo.
—¡Cómo no me he dado cuenta! —exclamó Saldías para sí. Pero no fue
más que un suspiro. Se sentía humillado. Su igual del otro bando, fuera aquel
maldito Aramburu o fuera otro, había sabido aprovechar a la perfección las
ventajas de la fiesta. Además, la muchacha había demostrado valor.
El fuego volvió a ser rojo, y comenzó a mostrarle los rostros de la gente
que conocía: el de un marinero amigo suyo en los tiempos del Montevideo, el
del anciano que le había hablado de las truchas y de la paciencia; el de la
dueña del Café Arenal; el de Aramburu; el del sargento Carrasco; el de
Lacost; el de Barrez; el de Bordelais…
—¡Pobre Bordelais! —exclamó. Confiando en la caballerosidad y
nobleza del conde de Gran Vía, ni siquiera habría tenido tiempo de
desenvainar la espada.
El color del fuego cambió otra vez, del rojo al azul.
—¡Qué poca piedad! —pensó. Entre risas y bromas, Margarita de
Mendoza y sus amigas habían llevado a aquel adolescente a la muerte.
—¿Así es como vigila a Aramburu? ¿Quedándose aquí? —oyó entonces.
El teniente Merino se encontraba frente a él.
El fuego estaba casi apagado, y la estancia prácticamente a oscuras y sin
nadie. La espalda le dolía de haber estado demasiado tiempo en la misma
postura.
—No creo que Aramburu se haya escapado a ninguna parte —respondió
al fin con desgana. Volver a la realidad se le hacía penoso—. ¿Qué ha
ocurrido con el conde?
—No se preocupe. Bordelais está vengado.
—¿Lacost?
—Los hemos alcanzado muy pronto —dijo el teniente con satisfacción—.
Lacost le ha retado en duelo y le ha matado allí mismo de una estocada en el
corazón.
Saldías se quedó mirando la imagen de san Isidro. Ajeno a lo que sucedía
a su alrededor, el santo sonreía con los ojos levantados hacia el cielo.
—Mañana por la noche intentaremos entrar en Etxarri Aranatz —le dijo
el teniente cambiando de tono y mostrando el verdadero motivo de su visita
—. El general Zumalacárregui cree que don Ignacio tiene razón, y que es
posible conseguir los cañones que hay allí. Así las cosas, hay algo que
debemos hacer…
—Vigilar a Aramburu y al sargento Carrasco —le interrumpió Saldías.
—Así es. Durante el ataque no se separe de ellos. Si ve que en su
comportamiento hay algo raro, métales un cuchillo en la barriga. Tiene mi
permiso y el del capitán Galarreta.
—¿No los podemos dejar aquí?
—El general ha decidido que las compañías para Etxarri Aranatz sean las
mismas que las que intervinieron en San Fausto. No podemos llevar a todos
los voluntarios y dejarlos a ellos aquí. Se darían cuenta de que pasa algo.
Sin más palabras, el teniente Merino se encaminó hacia la puerta.
—¿Dónde están las muchachas? Me gustaría charlar un rato con
Margarita de Mendoza —le dijo Saldías levantando la voz. A pesar de todo,
tenía que seguir siendo Sara.
El teniente Merino titubeó un poco antes de responder.
—No las hemos detenido. A los franceses no les parecía digno tomar
parte en la detención de tres damas. Yo he insistido, pero ni Barrez ni Lacost
me han querido escuchar.
Saldías permaneció mudo.
—Ellos son ricos, y muy importantes para el apoyo de nuestra causa en
Francia —siguió el teniente—. Además, Lacost estaba como loco. Se hubiera
batido con cualquiera que le hubiese llevado la contraria.
Saldías se levantó y comenzó a caminar hacia la puerta. Se sentía muy
cansado.
—Usted me dirá cómo encontramos ahora a los cómplices de esas damas.
Me refiero a los infiltrados que tenemos aquí en Irurzun —le dijo al teniente
cuando llegó a su altura.
—Yo no necesito encontrar al cómplice. Lo que necesito es que el
cómplice dé un paso en falso para fusilarle.
—Como usted quiera, mi teniente —le respondió Saldías. Luego se
dirigió a la calle Platería, a dormir un poco.

Las tres compañías carlistas salieron hacia Etxarri Aranatz en plena


noche, sin caballos y sin demasiados pertrechos. De acuerdo con la
información de don Ignacio, no iba a haber necesidad de escalar el
amurallamiento que los soldados liberales, siguiendo la orden del general
Rodil, habían construido alrededor del pueblo. A una señal dada, el oficial
amigo de la causa abriría la puerta principal de la guarnición y les dejaría el
paso libre.
A la cola de la Compañía de Guías, Lacost y Barrez cuchicheaban en
francés. Ambos parecían apesadumbrados.
—¿Qué está diciendo Barrez? —le preguntó Saldías a Aramburu. Ellos
dos y el sargento Carrasco iban inmediatamente detrás de los franceses.
—Tiene malos presentimientos —le respondió Aramburu. También él
parecía menos animado que otras veces.
—Es decir, que las estrellas no nos acompañan —bromeó Saldías
mirando hacia el cielo. Pero no vio ni escuchó nada. Allí arriba, todo era
silencio y oscuridad. El mundo parecía envuelto en un paño negro que no
dejaba pasar la luz.
—Al menos no hay luna —comentó Aramburu.
—¿Qué ocurre? ¿No te fías de la información de don Ignacio?
—Sí, Saldías, ya me fío. Pero me hubiera gustado que el Tío Tomás
estuviera al frente de esto —dijo Aramburu en tono malhumorado.
—El coronel Martínez tampoco es caca de vaca —le respondió Saldías
refiriéndose al hombre que iba al frente de la expedición.
—Es muy valiente —dijo el sargento Carrasco desde atrás.
Aramburu no contestó y el resto de la marcha la hicieron en silencio,
atentos solo a seguir en la fila y a no tropezar con las raíces y las rocas que a
veces interceptaban el sendero.
Horas más tarde, los acontecimientos de Etxarri Aranatz dieron la razón a
las aprensiones de Barrez. El ataque fue un desastre. Según explicó luego el
coronel Martínez al propio general Zumalacárregui, todo ocurrió por la falta
de temple de los voluntarios carlistas.
—Las cosas iban saliendo según lo previsto, mi general. Llegamos a la
altura de la puerta principal de la guarnición y don Ignacio comenzó a imitar
el croar de las ranas, pues esa era la señal convenida. Pero ocurrió que
nuestro contacto entre los peseteros tuvo alguna dificultad para contestar con
rapidez a don Ignacio y ejecutar la acción, y eso nos obligó a estar un buen
rato aguardando. Pues, como le digo, a nuestros voluntarios les faltó temple.
La tardanza les puso nerviosos, y cuando uno de ellos tuvo la mala fortuna de
caer a la zanja que rodea el amurallamiento y dio un grito de dolor, todos
empezaron a batirse en retirada.
—¿Y el disparo? Según me ha comunicado el teniente Merino, el judas
que tenemos en nuestras filas disparó al aire para dar aviso.
—Desde luego, hubo un disparo —dijo el coronel Martínez frunciendo el
ceño—. Por mi parte, vi que la puerta se abría y logré entrar en el pueblo.
Incluso maté al oficial que estaba de guardia. Pero, salvo don Ignacio y unos
diez voluntarios de la Compañía de Guías, nadie me siguió. Tuve que escapar
y esforzarme en organizar la retirada.
—¿Cuántos hombres hemos perdido?
—Unos veinte. Les entró tanto miedo que no dudaron en huir a la
montaña.
—¿Y el resto? ¿Dónde están ahora?
—Están formados en la plazoleta a la espera de sus órdenes, mi general.
Zumalacárregui se acarició el mentón. Estaba sorda y profundamente
irritado con lo ocurrido, y necesitaba hablar con la Señora Muerte.
—Dice usted, coronel, que don Ignacio y diez voluntarios de la Compañía
de Guías se han portado caballerosamente. Pues separe a esos del resto. Que
se vayan a descansar.
—¿Qué hago con los demás, mi general?
—Fusile a uno de esos cobardes. Al que Dios elija.
Lo que después de morir pensó el teniente
Valdivielso
Cuando conseguí salvar al espía que venía de Bilbao y se hacía llamar
Sara, me entró una alegría tal que, a pesar del sueño que arrastraba, no pude
dormir en toda la noche. Pensé, en aquel momento, que una alegría mayor no
era posible. Sin embargo, al cabo de unos días, cuando me enteré de la
derrota que Carandolet había sufrido en las Peñas de San Fausto, aquella
alegría mía llegó hasta la locura, porque asocié la victoria al viaje de Sara, y
por tanto a mi actuación. Me sentí invencible, capaz de acabar yo solo con los
enemigos de Dios y de la religión.
Fue en esas circunstancias cuando me vino la idea de contactar con un
amigo de la causa llamado don Ignacio para proponerle una misión. Le pedí
que se llegara hasta el campamento de Zumalacárregui para informarle de
que, si Etxarri Aranatz entraba dentro de sus planes, yo estaba dispuesto a
abrir la puerta de la guarnición. Convinimos el modo y las horas en que, de
aceptarse el plan, se realizaría el asalto, y le deseé buena suerte. Don Ignacio
partió y yo recé para que todo saliera bien.
Cuando llegó el momento, mi ánimo flaqueó. Lo que me había parecido
sencillo se me antojaba de pronto imposible. ¿Cómo abrir las puertas en plena
noche y con diez o quince soldados a mi alrededor? ¿Cómo convencerlos de
que aquella operación era necesaria? ¿Con qué mentiras? Seguía con esas
dudas cuando escuché el croar de ranas. Era la señal. Debía hacer algo, y
deprisa.
Los soldados recelaron al oír la orden, pero los amenacé con meterlos en
el calabozo y acudieron en grupo a abrir la puerta. Entonces pasó algo. Al
otro lado del amurallamiento se oyeron unas voces, a las que siguió luego un
disparo. No me di cuenta de más. Unos minutos más tarde me encontré de
frente con un coronel carlista. Quise decirle que yo era de su misma causa, y
que no me disparara, pero fue inútil. Antes de que lograra despegar los labios,
ya estaba muerto.
Ahora no sé dónde estoy, si en el cielo, en el limbo o en algún lugar de
tránsito. Desde aquí lo veo todo. Veo que mamá me está escribiendo una
carta animándome a luchar contra los enemigos de la religión, sin ni siquiera
sospechar que acabo de morir a manos de un hombre de nuestra propia causa;
veo también que los soldados carlistas que acaban de atacar Etxarri Aranatz
están formados en la plazoleta de Irurzun, y que alguno de ellos va a ser
fusilado. De todos modos, me siento cada vez más lejos del mundo, y todo lo
que veo lo veo sin acritud, serenamente.
Capítulo VII
Los voluntarios que estaban formados en la plazoleta conocieron la
decisión de Zumalacárregui por boca del capitán Galarreta. Poco después del
amanecer se colocó delante de ellos y, señalando hacia un niño que acababan
de arrancar de la cama y que el teniente Merino tenía cogido de la mano,
explicó brevemente lo que iban a hacer a continuación: dejarían que el niño
sacara una de las ochenta papeletas —una por voluntario— que habían
metido en un cesto de mimbre. El voluntario cuyo número saliera en esa
elección —elección de un niño, elección por tanto bendecida por Dios—
sería fusilado veinticuatro horas más tarde, a la madrugada siguiente.
Saldías se encontraba en la segunda de las ocho filas, ocupando el noveno
lugar a partir de la izquierda. Era, pues, el número diecinueve. A su lado,
Aramburu, Lacost y Barrez eran el dieciséis, el diecisiete y el dieciocho. En
cuanto al sargento Carrasco, era el siguiente, el número veinte.
De vez en cuando, Barrez cruzaba una frase con Lacost o con Aramburu.
El resto de la formación guardaba un silencio total.
—¡Voluntarios! ¡Firmes! —gritó el capitán Galarreta. Sin entusiasmo, en
diferentes tiempos, los voluntarios se pusieron erguidos y mirando al frente.
—¡Dios mío! —susurró el sargento Carrasco.
El niño vestía pantalones cortos y una camisa que le caía grande. Al
sonreír ponía cara de conejillo. Detrás de él, a unos diez pasos, Saldías
reconoció a una de las sirvientas del comedor de oficiales. Estaba
descompuesta y el pañuelo que tenía en la mano indicaba que había estado
llorando.
Saldías quería pensar en algo, pero tenía la mente vacía. Solo se acordaba
de su número en aquella siniestra lotería. Era el diecinueve.
—Teniente Merino, ¡proceda!
El capitán Galarreta se esforzaba en hablar claro y alto, como si la
limpieza de la elección dependiera de ello. El teniente Merino tendió el cesto
de mimbre al niño y este sacó una papeleta.
—¡Voluntarios! ¡Atención!
A la voz del capitán Galarreta le siguió el silencio. Por una vez, pensó
Saldías, el amanecer era como los del mar.
Sin dejar de sonreír, el niño entregó la papeleta al teniente Merino.
Luego, comprendiendo quizás el macabro juego en el que la Señora Muerte y
sus seguidores le habían metido, corrió a refugiarse en los brazos de la mujer
del pañuelo.
—¡El dieciséis! ¡Que dé un paso al frente!
Hubo un estremecimiento general, y enseguida, antes de que el teniente
Merino hubiese acabado de dar la orden, un voluntario situado a la derecha
de Saldías dejó la formación y corrió hacia una calle que subía hacia el
monte. Era el dieciséis, Aramburu, Dominus.
Barrez, Lacost, el sargento Carrasco, todos los que estaban al lado de
Saldías, comenzaron a maldecir en voz alta. La víspera había sido Bordelais,
un amigo; veinticuatro horas más tarde, al alba del día siguiente, sería
Aramburu, otro amigo.
—¡Quizás logre escapar! —exclamó el sargento Carrasco.
—¡Imposible! —le respondió Barrez.
De allí a unos instantes, varios voluntarios de la Compañía de Guías
entraron en la plazoleta encañonando al elegido por la Señora Muerte.
—¡Voluntarios! ¡Rompan filas!
La orden del capitán Galarreta fue seguida de inmediato. Nerviosos,
temerosos de que la pesadilla volviera a empezar, todos los hombres de la
formación corrieron a sus tiendas o a sus camas. De pronto, tras una noche
dominada por el miedo y el sufrimiento, la vida volvía a sus cuerpos y la
fatiga se convertía en su mayor preocupación.
Los únicos que se quedaron con Aramburu fueron los franceses.
Martín Saldías regresó a la casa de la calle Platería y trató de conciliar el
sueño. No era un hombre acostumbrado a moverse en los dudosos territorios
donde el bien y el mal tienden a mezclarse como el agua y el vino; antes al
contrario, le gustaba que las ideas y las acciones tuvieran solidez, forma,
claridad; que algunas de ellas fueran como trozos de pan, y otras como
piedras, o como árboles. Por eso estaba alterado, porque no sabía qué pensar,
ni qué sentir. Había vuelto de Etxarri Aranatz odiando a Aramburu y a sus
posibles cómplices, porque, al igual que el teniente Merino, atribuía el
fracaso del ataque a la habilidad de aquel mentiroso del otro bando; sin
embargo, después de lo sucedido en la plazoleta, sabiendo que su antiguo
compañero tenía las horas contadas, aquel odio primero se iba deshaciendo
en su interior y convirtiéndose en otra cosa, en un sentimiento que él no
recordaba haber tenido nunca. No era desasosiego; no era compasión; no era
tampoco la tristeza que, a veces, después de alguna borrachera, había sentido
en su época de marinero. En realidad, no sabía lo que era. Solo que se trataba
de un sentimiento desagradable.
«Trata de dormir un poco, Martín. Si te duermes, el tiempo pasará con
más rapidez», le dijo la dueña del Café Arenal desde el interior de su cabeza.
Le agradó el tono dulce de aquellas palabras, y sintió de pronto, como una
llamarada, el deseo de abandonar Irurzun y volver a Bilbao.
«Descansaré un rato y luego me pondré de camino», pensó. Un instante
después, ya estaba dormido.
Bastantes horas después, a primera hora de la tarde, alguien entró en su
habitación haciendo ruido y despertándole. Al abrir los ojos, vio a Barrez con
una bandeja en la mano.
—¿Le gusta la trucha? —le dijo muy serio. Saldías asintió con la cabeza
—. No sé cómo estará. Como sabe, la cocina del campamento ha quedado
bastante desorganizada —añadió a continuación, dejando la bandeja sobre la
silla. Se movía con brusquedad y, contra su costumbre, iba bastante
desaliñado.
—Le agradezco la molestia —le respondió Saldías. Vio queden la
bandeja había una carta.
—Es de Aramburu. Me ha pedido que se la entregue —dijo Barrez.
Inmediatamente, se dirigió a la puerta y desapareció de la vista.
A Saldías le daba miedo leer lo que su antiguo compañero le había
escrito. En realidad, le daba miedo todo: todo lo que tuviera que ver con
aquel hombre cuya mano, la misma mano que había movido la plumilla sobre
el papel blanco de la bandeja, estaba a punto de caer inerme y manchada de
sangre. Comprendió, por aquel miedo, lo que había debajo de su deseo de
escapar de Irurzun. No quería oír la descarga fatal, no quería ser testigo del
fusilamiento.
Terminó de comer y se lavó las manos en el barreño. Luego cogió la carta
y fue a leerla junto a la ventana.
«Señor: Escribo estas letras a pocas horas de mi muerte y a modo de
aclaración», leyó. La frialdad del tono le produjo un estremecimiento.
«Quiero hacerle saber que, como usted bien sospecha, yo soy el
progresista liberal infiltrado en sus filas. A veces, moviendo los hilos desde la
oscuridad y aprovechando las ventajas de mi puesto de cocinero, me he
valido de otros: del ingenuo sargento Carrasco la noche que usted llegó a
Irurzun y algunas otras veces; del pendenciero Lacost el día de San Fausto,
convenciéndole de que le asustara con un par de disparos; del desgraciado
Bordelais el día que, con la excusa del banquete, introduje a Margarita de
Mendoza en el campamento. En cuanto a lo sucedido ayer mismo en Etxarri
Aranatz, fui yo el autor del disparo. No me importó su cercanía. La oscuridad
me ayudaba, y eso bastó.
Así pues, no tengo cómplices en el campamento, y se equivoca el teniente
Merino con su vigilancia sobre el sargento Carrasco o sobre otros.
Desearía haber tenido la suerte que usted siempre parece tener. Sigue vivo
gracias a que el azar quiso que nos encontráramos y usted me reconociera. A
mí, en cambio, el mismo maldito azar me ha dado el número dieciséis, el de
la muerte.»

Martín Saldías guardó la carta entre las páginas del libro que le había
dejado Barrez y salió a la calle Platería. Profundamente afectado por la
inesperada frialdad de su antiguo compañero de estudios y por el desprecio
que aquella frialdad daba a entender, caminó sin rumbo hacia las afueras de
Irurzun hasta que, al llegar a un alto, se encontró de frente con un muro
blanco.
«He venido a dar al cementerio», pensó al reparar en la puerta situada
hacia la mitad del muro, coronada por una cruz.
No había allí muchas tumbas nuevas, debido a que —como recordó
Saldías nada más entrar en el recinto— la mayoría de los voluntarios muertos
en batalla iba a parar a las fosas comunes; pero una de ellas parecía muy
reciente y estaba cubierta de flores silvestres.
Saldías se acercó a la tumba caminando con lentitud. Era la del joven
Bordelais. Sobre ella no solo había flores; también reposaba allí uno de los
floretes de Lacost, el mismo que, posiblemente, había dado muerte al conde
de Gran Vía.
Al otro extremo del cementerio, un hombre con aspecto de campesino se
quitó la camisa y comenzó a cavar. ¿Sería aquella la tumba de Aramburu?
Saldías arrancó la idea de su cabeza y se apresuró a salir de allí. Algo
después, caminando colina abajo, repasó los lugares a los que podía acudir
hasta la hora de la cena. Pero no dio con ninguno que le gustara. No quería
volver a la casa de la calle Platería. Tampoco al comedor de oficiales.
Tampoco a la plazoleta. No, no quería estar en ningún sitio de Irurzun. En
realidad, lo único que quería era marcharse.
Cuando acabó de bajar la colina, Saldías se dirigió al cuartel general.
—¿Qué desea, paisano? —le dijo el teniente Merino al verle entrar por la
cancela del jardín. Como el primer día, el palacio parecía vacío.
—Deseo volver a Bilbao. Con Aramburu en el calabozo, ya no hago
ninguna falta.
El teniente Merino asintió sonriendo. Parecía muy contento. La flor de lis
blanca volvía a lucir en su boina.
—Qué mala suerte ha tenido el traidor, ¿verdad? —dijo luego, dando un
tonillo irónico a sus palabras—. Resulta que no podíamos conseguir pruebas
contra él, y ahora, mira por dónde, llega un numerito y nos hace el trabajo.
De verdad, nunca se me olvidará ese numerito. ¿Y usted? ¿Se acuerda de cuál
ha sido?
—El dieciséis —respondió Saldías lacónico. Acababa de comprender el
origen de la mala suerte de Aramburu. El hombre que tenía delante había
gritado «¡el dieciséis!» sin hacer caso del número que el niño había sacado
del cesto.
—Así es, el dieciséis. Y no el diecinueve, por ejemplo.
—Nos ha contado usted muy bien, mi teniente —dijo Saldías mirando
hacia el fondo del jardín—. ¿Dónde está el caballo del general? —preguntó a
continuación. Quería cambiar de tema.
—No se meta en lo que no le importa, paisano —le respondió el teniente
Merino volviendo a su tono chulesco. Saldías pensó que, aquella vez, la
impresión de vacío que daba la casa tenía base. Los mandos carlistas no
debían de estar en el pueblo, sino en algún otro campamento, preparando una
nueva acción. Para ellos, Irurzun era una página ya vista, una historia del
pasado.
—Bien, mi teniente. Déme su permiso para volver a Bilbao.
—¿Cuándo quiere marcharse?
—Ahora mismo.
—¿Cómo? ¿No piensa presenciar la ejecución? ¿Con todo lo que nos ha
hecho pasar ese judas?
El teniente Merino le miraba con desconfianza, como si también él fuera
un sospechoso.
—Debo llegar a Bilbao cuanto antes. Mi ausencia no habrá pasado
inadvertida, y no quiero arriesgarme en vano.
—¡No me diga que no puede esperar hasta el amanecer, paisano! —chilló
el teniente—. No se hable más. Quiero verle en la ejecución. Luego haga
usted lo que le plazca.
—Como usted mande —dijo Saldías.
El teniente Merino se alejó hacia el zaguán del palacio. Pero, antes de
abrir el portón, se volvió y dijo sonriente:
—¿Sabía que el sargento Carrasco ha desertado?
—No, no lo sabía.
—¡Menudo soldado se llevan los peseteros! —suspiró burlón el teniente
Merino. Luego entró en la casa.
Tras la conversación, caminando hacia la casa de la calle Platería, Saldías
identificó por fin el sentimiento que le embargaba desde el momento en que
había sido testigo de la detención de Aramburu. Era un sentimiento de ahogo,
similar al del prisionero que, encerrado en una celda estrecha, no ve una
salida ni siquiera en el horizonte, tantas veces consolador, del tiempo. Sin
embargo, sabía que aquel sentimiento no era completamente suyo; que, en
realidad, se correspondía mejor con la situación de su antiguo compañero de
estudios…
—¡Novato! Venez avec moi!
La llamada de Lacost interrumpió su reflexión. Sucio, con una botella de
vino en la mano, le hacía gestos para que se acercara.
—¡Bebe, novato!
Saldías se sentó junto a él y aceptó la botella que le tendía. Fue el
comienzo de una conversación en la que Lacost, hablando las más de las
veces en francés, trató de explicar lo ocurrido con su amigo Bordelais. La
falta había sido suya, por empeñarse en el traslado del conde de Gran Vía a la
casa de la calle Platería, aunque en realidad la verdadera culpa la tenían los
demonios que llevaba dentro, que no le dejaban en paz y le empujaban a la
acción, cualquiera que fuere.
—No sufra, Lacost. ¡Son cosas de la vida! —le decía una y otra vez
Saldías, tratando de consolarle.
—Pas du tout, mon ami. Son cosas de la muerte. Solo de la muerte.
Estuvieron conversando y bebiendo hasta que llegó la noche. Entonces,
comieron pan con queso y se retiraron a dormir; más tranquilos que antes,
más ligeros.
—¡Duerme bien, novato! —le dijo Lacost a Saldías deteniéndose en el
pasillo y dándole unas palmadas en el brazo. Los dos estaban un poco
mareados por el vino—. ¡Hoy no voy a hacer disparo como en San Fausto!
—Olvídese de eso, Lacost. La herida no fue nada.
—¡Pero yo no comprendo! —gritó de pronto Lacost—. ¡Yo disparo
bienísimamente! ¡Es muy raro si yo apunto la hierba luego herir en pie!
—Y así ocurrió. La primera vez la bala se fue al suelo. Fue la segunda
bala la que me hirió.
Lacost se le quedó mirando fijamente. Tenía los ojos enrojecidos; de
haber bebido y de haber llorado.
—Mais, non! ¡Yo únicamente un disparo! ¡Únicamente uno!
Algo después, tumbado ya en la cama y con la habitación iluminada por
un candil, Saldías cogió el libro de poesías y sacó la carta que había guardado
allí.
«A veces», decía Aramburu, «moviendo los hilos desde la oscuridad y
aprovechando las ventajas de mi puesto de cocinero, me he valido de otros:
del ingenuo sargento Carrasco la noche que usted llegó a Irurzun y algunas
otras veces; del pendenciero Lacost el día de San Fausto, convenciéndole de
que le asustara con un par de disparos…».
Saldías dudaba. Por una parte, la confesión de Lacost le había devuelto su
personalidad anterior, la de Sara, obligándole a seguir pensando y a tirar de
aquel hilo; pero, por otra, tras su roce con la realidad, tras haber visto de
cerca a los hombres que había admirado mientras vivía en Bilbao, lo que más
deseaba era escapar de allí y librarse del ahogo, olvidar lo que había pasado y
reunirse con su círculo del Café Arenal. Esa zozobra le llevaba de la carta a
los poemas del libro, y de los poemas a la carta.
El tiempo va y viene y vuelve
a través de días, meses, años
y yo ¡desgraciado! no sé qué decir,
pues siempre tengo el mismo deseo.
Siempre es el mismo y no cambia,
pues a una quiero y he querido
de la que nunca tuve gozo.
Mientras ella no pierde la sonrisa,
a mí me llegan penas y daños…
—¿Le ha gustado el libro? —dijo una voz desde la puerta de la
habitación. Saldías se despertó y miró al hombre que en esos momentos
estaba cambiando el candil de la habitación. Era Barrez.
—Me he quedado dormido —dijo Saldías incorporándose. Al hacerlo, la
carta y el libro se cayeron al suelo.
—Pues, alégrese. Yo no he podido descansar.
Barrez recogió el libro y la carta y los dejó sobre la cama.
—Respondiendo a la pregunta que me ha hecho al entrar, lo que me ha
gustado es la carta —dijo Saldías—. Me parece admirable que un hombre que
está a las puertas de la muerte tenga ánimo para seguir luchando.
—Siga, por favor. Esta es una noche muy triste y me conviene hablar con
alguien —dijo Barrez sentándose en el borde de la cama, igual que cuando
había estado cuidándole. Su acento francés había desaparecido.
—Esta carta es una mentira —siguió Saldías, bajando la voz hasta
acompasarla con el silencio de la noche—. Está escrita para salvarle a usted.
Barrez cogió la carta y la leyó despacio, línea por línea. Serio,
concentrado, parecía un maestro en el trance de corregir un examen.
—¿Cómo lo ha sabido? ¿Porque no me nombra? Ahora que la repaso, me
parece que tenía que haberlo hecho. Hablar de la fatalidad y de la mala suerte
sin citar a Barrez y sus misteriosas estrellas parece raro.
—Usted no es francés, ¿verdad?
—No, no lo soy. Y, por si le sirve de algo, tampoco creo en el mensaje de
las estrellas y todas esas paparruchas. Ambas cosas forman parte de mi
disfraz. Pero, respóndame, por favor, ¿cómo lo ha sabido?
Saldías fijó la mirada en la llama del candil.
—Estaba seguro de que detrás de todo lo que ha ocurrido estos días había
más de un hombre —dijo luego—. Aramburu puede ser muy inteligente, pero
tampoco puede hacer ocho cosas a la vez. De todos modos, no he pensado en
usted hasta que Lacost me ha contado lo de su disparo. Lo de su único
disparo, quiero decir.
—Tiene razón. Yo fui el autor del segundo. Lo preparamos muy bien,
pero usted es una persona con suerte. Lo contrario de lo que le ocurre al
pobre Aramburu.
Ambos hablaban como si las cosas que estaban tratando nada tuvieran
que ver con ellos.
—En lo de la suerte se equivoca, Barrez —le corrigió Saldías—.
Aramburu tiene la misma suerte que yo y que todos. Pero el teniente Merino
le odia, y ha cantado su número, no el verdadero. Así es como han ocurrido
las cosas.
Por un momento, Barrez pareció quedarse sin respiración. Tampoco él se
había dado cuenta de lo ocurrido aquella mañana en la plazoleta.
—¡El teniente Merino es una rata podrida! —exclamó Barrez con
repentina violencia—. No se trata de que odie a Aramburu. Se trata de que
Aramburu le manejaba como a un pelele, sacándole información a cambio de
platos bien guisados y mejor regados. Lo que quiere es eliminar a un testigo
de su incompetencia.
—Merino dice que Aramburu alargaba la oreja cada vez que él hablaba
con Zumalacárregui —dijo Saldías.
—Desgraciadamente, no hemos podido matar al general —confesó
Barrez, hablándole a Saldías como a un verdadero compañero. Luego volvió
a referirse al teniente Merino—. Esa rata es muy fácil de comprar. El día que
Lacost mató al conde de Gran Vía, hice el paripé de hombre protector de las
damas y le ofrecí diez duros de plata a cambio de su silencio. Aceptó sin
rechistar. ¿Sabe? Él está aquí para medrar. Cuando acabe la guerra aireará sus
galones para conseguir algún trato de favor o para casarse con la heredera de
alguna rica familia carlista.
Durante un rato, los dos permanecieron mudos. A lo lejos, las ranas
comenzaron a croar. La ventana de la habitación viraba hacia el gris.
—Bien, ¿qué hacemos? Ya está amaneciendo —dijo Saldías. La pregunta
era realmente tal. No sabía qué podían hacer.
—Le expondré mi punto de vista —dijo Barrez levantándose de la cama y
paseando por la habitación—. He intentado matarle y soy además uno de los
responsables de la desgraciada muerte de Bordelais. Pero, por otra parte, no
me he portado del todo mal con usted. ¿Recuerda cuando estuvo herido?
¿Recuerda lo mal que se encontró los primeros días? Pues se encontraba mal
porque yo le estaba envenenando. Pero no fui capaz de llevar adelante mi
propósito. Matar poco a poco a un hombre que no puede defenderse me
resulta repugnante.
—Le creo. También podía haberme matado esta noche mientras estaba
dormido, y no lo ha hecho —razonó Saldías. Estaba admirado de lo
diferentes que eran el Barrez real y el Barrez que había conocido hasta
entonces. Aquel hombre era noble y limpio. Además, tenía temple.
—En cuanto a su caso —siguió Barrez pasando por alto el comentario—,
yo le hago responsable de lo ocurrido con Aramburu. De no haber sido por
usted, él estaría aquí conmigo. Así que, a mi modo de ver, solo podemos
hacer dos cosas: o luchar en esta misma habitación hasta que uno acabe con
el otro, o sellar un pacto y marcharnos de Irurzun.
—Por diferentes caminos, supongo.
—Desde luego.
De la calle Platería comenzaron a llegar las voces de los soldados que ya
se habían levantado. De allí a poco, la plazoleta estaría llena de gente y un
pelotón dispararía contra Aramburu. «Espero que te comportes con
inteligencia y sentido, sin dejarte arrastrar por fidelidades que solo lucen bien
en la solapa de los tontos», escuchó entonces. La dueña del Café Arenal le
hablaba desde su conciencia. «¿Qué tienes que ver tú con el general
Zumalacárregui? ¿Qué tienes que ver con sujetos como el teniente Merino?
¿Y con los fanáticos? Por favor, Saldías, vuelve a tu casa y procura ser un
hombre de bien.»
—De acuerdo, Barrez. Nos marcharemos de Irurzun.
—Quédese con el libro. Y buena suerte —le dijo Barrez, tendiéndole la
mano. Sin más ceremonias, salió de la habitación y se dirigió a la calle.
El rumor de voces que llegaba de la calle iba aumentando. Saldías se
levantó de la cama y comenzó a vestirse. Sí, tendría que pasar aquella última
prueba, tendría que ver morir a Aramburu. Luego volvería a Bilbao y
comenzaría una nueva vida.
Lo que pensó la dueña del Café Arenal
Cuando Martín Saldías me comunicó que iba a marcharse hacia
Pamplona, yo me enfurecí con él, porque de aquella conversación, bastante
íntima, yo esperaba otra cosa. Lo traté de botarate y de carlistón, y razoné
todo lo que pude en contra de los que en nombre de Dios o de lo que sea se
ponen a pegar tiros, perdiendo la vida y haciéndosela perder a otros.
Naturalmente, él no me hizo caso, y desapareció de la ciudad dejándome muy
preocupada.
Sin embargo, lo que son las cosas, el viaje le ha sentado bien. Ha vuelto
más sensato, más amable, más abierto, sin esa brusquedad de hombre de mar
que antes tenía. Por lo poco que me ha contado, la vida militar no le ha
gustado nada.
Esta mañana, como seguía sin abrir la boca, me he ido donde él y le he
dicho que no le veo de militar, como tampoco le veo ya, a su edad, de
marinero, y que debería casarse y asentar la cabeza. Él me ha dicho entonces:
«Pero ¿quién va a querer casarse conmigo?». Yo le he respondido: «¿Que
quién? Pues yo misma, ¿qué te parece?». Él ha dicho: «Me parece bien».
Luego ha añadido algo que no he entendido del todo, algo acerca de no sé
qué poemas sentimentales y falsos que él no piensa leerme nunca. Yo le he
dicho entonces que me basta con que sea un buen marido, trabajador y alegre,
y así ha quedado la cosa.
Mi agradecimiento a Carlos Alvar, que hizo la selección y traducción
de los poemas que aparecen en Un espía llamado Sara, y que fueron
publicados en Poesía de Trovadores, Trouvères, Minnesinger, en
antología de Carlos Alvar, por Alianza Tres.
BERNARDO ATXAGA. Asteasu, Gipuzkoa, 1951; es pseudónimo de Joseba
Irazu Garmendia. Licenciado en Ciencias Económicas por la Universidad de
Bilbao, desempeñó oficios variopintos (maestro de euskera, guionista de
radio, librero, economista…) hasta que, definitivamente, a comienzos de la
década de los ochenta, consagró su que hacer exclusivamente a la literatura.
Desde sus comienzos se reveló como constante y meticuloso trabajador (en
1972 publicó sus primeros poemas en euskera en una pequeña antología; en
1976 vio la luz su primera novela De la cuidad; en 1978 contempló la edición
de su poemario Etiopía…). Su manejo exquisito mundo interior, convirtieron
a Bernardo Atxaga en excelente e insoslayable referencia de la expresividad y
la solidez del euskera como lengua culta.
Pero, más aún, en afinada opinión de Valeria Clompi, Atxaga construye
siempre su literatura en paralelo exacto al idioma que la expresa en cada
ocasión. Y, en efecto, la brillantez de su tarea ha sido justamente reconocida
desde 1989: la edición de Obabakoak (ya presentado en 1988) cosechó el
fervor entusiasta de todo el mundo hispánico. La concesión del Premio
Euskadi, del Premio de la Crítica, del Prix Millepages y su traducción a más
de veinte idiomas han reportado al autor un merecido respeto, revalidado
hasta la fecha sin excepción en cada una de sus entregas. La celebrada
recopilación poética Poemas & Híbridos (1993), Dos Hermanos (1995) o
Esos Cielos (1996) son inmejorables ejemplos.
«El mundo está en todas partes», sentencia en una de sus escritos. Su obra,
que pulveriza el tópico mostrenco del escritor obligado por un compromiso,
supone una defensa a ultranza de la autonomía de la literatura y de su valor
específico como vehículo de humanidad por encima de cualquier otra
consideración, sea cual sea. La pluma de Atxaga articula realmente un
metalenguaje universal sobre coordenadas de una sugestiva sutilísima
urdimbre. Las dualidades formales que ocultan un edéntico destino resultan
emblemáticas, con reiterada serenidad se nos enfrenta a la tenaz
incertidumbre por un presente —no digamos ya por un futuro— inocente en
su esencia, abocado a ser destruido, a un exterior incomprensible en relación
a la irrebatible hermosura de la vida. En fin, la soberbia transparencia de su
estilo, la emocionante sencillez de sus argumentos y la elocuente
consideración de sus imágenes configuran a Bernardo Atxaga como uno de
los creadores de mayor hondura y originalidad en el panorama literario
hispánico de este final de milenio.

También podría gustarte