Un Espia Llamado Sara - Bernardo Atxaga
Un Espia Llamado Sara - Bernardo Atxaga
Un Espia Llamado Sara - Bernardo Atxaga
B. A.
Capítulo I
En marzo de 1833, el rey de España Fernando VII envió una carta a su
hermano Carlos exponiéndole sus planes con respecto a la sucesión. La carta
terminaba con una pregunta:
—¿Aceptas que mi hija Isabel me suceda, hermano?
Aquella petición suponía un desprecio. Según la ley, el trono
correspondía a Carlos, no a Isabel. Además, esta era todavía una niña, y la
renuncia solo habría beneficiado a la esposa del rey, María Cristina, y al
general Espartero.
La respuesta de don Carlos llegó desde Portugal. Aunque envuelta en
palabras respetuosas y amables, su negativa fue categórica. Decía así:
«Señor: Yo, Carlos María Isidro de Borbón y Borbón, Infante de España,
hallándome bien convencido de los derechos que me asisten a la Corona de
España, siempre que, sobreviviendo a Vuestra Majestad, no deje un hijo
varón, digo: que mi conciencia y mi honor no me permiten jurar ni reconocer
otros derechos, y así lo declaro, Señor, a los Reales pies de V.M. Su amante
hermano y fiel vasallo, el Infante don Carlos».
Fernando VII murió cinco meses más tarde, el 29 de septiembre de 1833.
La pequeña Isabel fue nombrada reina, y su madre María Cristina se hizo
cargo del poder. Inmediatamente, los seguidores de don Carlos se sublevaron,
primero en Bilbao, luego en todo el País Vasco, más tarde en Castilla y en
Cataluña. Así fue como comenzó la primera guerra carlista. Por un lado, los
rebeldes, los partidarios de don Carlos o carlistas; por otro, los partidarios del
Gobierno de Isabel, los llamados liberales.
Muchos fueron los que, durante aquella época turbulenta, alcanzaron a
tener su pequeña historia. Uno de ellos se llamó Martín Saldías. Fue un
hombre que luchó como espía al servicio del general Zumalacárregui; un
voluntario carlista al que sus compañeros llamaban Sara. Su historia, o
mejor, la parte más peligrosa de su historia, comenzó con un viaje…
Martín Saldías guardó la carta entre las páginas del libro que le había
dejado Barrez y salió a la calle Platería. Profundamente afectado por la
inesperada frialdad de su antiguo compañero de estudios y por el desprecio
que aquella frialdad daba a entender, caminó sin rumbo hacia las afueras de
Irurzun hasta que, al llegar a un alto, se encontró de frente con un muro
blanco.
«He venido a dar al cementerio», pensó al reparar en la puerta situada
hacia la mitad del muro, coronada por una cruz.
No había allí muchas tumbas nuevas, debido a que —como recordó
Saldías nada más entrar en el recinto— la mayoría de los voluntarios muertos
en batalla iba a parar a las fosas comunes; pero una de ellas parecía muy
reciente y estaba cubierta de flores silvestres.
Saldías se acercó a la tumba caminando con lentitud. Era la del joven
Bordelais. Sobre ella no solo había flores; también reposaba allí uno de los
floretes de Lacost, el mismo que, posiblemente, había dado muerte al conde
de Gran Vía.
Al otro extremo del cementerio, un hombre con aspecto de campesino se
quitó la camisa y comenzó a cavar. ¿Sería aquella la tumba de Aramburu?
Saldías arrancó la idea de su cabeza y se apresuró a salir de allí. Algo
después, caminando colina abajo, repasó los lugares a los que podía acudir
hasta la hora de la cena. Pero no dio con ninguno que le gustara. No quería
volver a la casa de la calle Platería. Tampoco al comedor de oficiales.
Tampoco a la plazoleta. No, no quería estar en ningún sitio de Irurzun. En
realidad, lo único que quería era marcharse.
Cuando acabó de bajar la colina, Saldías se dirigió al cuartel general.
—¿Qué desea, paisano? —le dijo el teniente Merino al verle entrar por la
cancela del jardín. Como el primer día, el palacio parecía vacío.
—Deseo volver a Bilbao. Con Aramburu en el calabozo, ya no hago
ninguna falta.
El teniente Merino asintió sonriendo. Parecía muy contento. La flor de lis
blanca volvía a lucir en su boina.
—Qué mala suerte ha tenido el traidor, ¿verdad? —dijo luego, dando un
tonillo irónico a sus palabras—. Resulta que no podíamos conseguir pruebas
contra él, y ahora, mira por dónde, llega un numerito y nos hace el trabajo.
De verdad, nunca se me olvidará ese numerito. ¿Y usted? ¿Se acuerda de cuál
ha sido?
—El dieciséis —respondió Saldías lacónico. Acababa de comprender el
origen de la mala suerte de Aramburu. El hombre que tenía delante había
gritado «¡el dieciséis!» sin hacer caso del número que el niño había sacado
del cesto.
—Así es, el dieciséis. Y no el diecinueve, por ejemplo.
—Nos ha contado usted muy bien, mi teniente —dijo Saldías mirando
hacia el fondo del jardín—. ¿Dónde está el caballo del general? —preguntó a
continuación. Quería cambiar de tema.
—No se meta en lo que no le importa, paisano —le respondió el teniente
Merino volviendo a su tono chulesco. Saldías pensó que, aquella vez, la
impresión de vacío que daba la casa tenía base. Los mandos carlistas no
debían de estar en el pueblo, sino en algún otro campamento, preparando una
nueva acción. Para ellos, Irurzun era una página ya vista, una historia del
pasado.
—Bien, mi teniente. Déme su permiso para volver a Bilbao.
—¿Cuándo quiere marcharse?
—Ahora mismo.
—¿Cómo? ¿No piensa presenciar la ejecución? ¿Con todo lo que nos ha
hecho pasar ese judas?
El teniente Merino le miraba con desconfianza, como si también él fuera
un sospechoso.
—Debo llegar a Bilbao cuanto antes. Mi ausencia no habrá pasado
inadvertida, y no quiero arriesgarme en vano.
—¡No me diga que no puede esperar hasta el amanecer, paisano! —chilló
el teniente—. No se hable más. Quiero verle en la ejecución. Luego haga
usted lo que le plazca.
—Como usted mande —dijo Saldías.
El teniente Merino se alejó hacia el zaguán del palacio. Pero, antes de
abrir el portón, se volvió y dijo sonriente:
—¿Sabía que el sargento Carrasco ha desertado?
—No, no lo sabía.
—¡Menudo soldado se llevan los peseteros! —suspiró burlón el teniente
Merino. Luego entró en la casa.
Tras la conversación, caminando hacia la casa de la calle Platería, Saldías
identificó por fin el sentimiento que le embargaba desde el momento en que
había sido testigo de la detención de Aramburu. Era un sentimiento de ahogo,
similar al del prisionero que, encerrado en una celda estrecha, no ve una
salida ni siquiera en el horizonte, tantas veces consolador, del tiempo. Sin
embargo, sabía que aquel sentimiento no era completamente suyo; que, en
realidad, se correspondía mejor con la situación de su antiguo compañero de
estudios…
—¡Novato! Venez avec moi!
La llamada de Lacost interrumpió su reflexión. Sucio, con una botella de
vino en la mano, le hacía gestos para que se acercara.
—¡Bebe, novato!
Saldías se sentó junto a él y aceptó la botella que le tendía. Fue el
comienzo de una conversación en la que Lacost, hablando las más de las
veces en francés, trató de explicar lo ocurrido con su amigo Bordelais. La
falta había sido suya, por empeñarse en el traslado del conde de Gran Vía a la
casa de la calle Platería, aunque en realidad la verdadera culpa la tenían los
demonios que llevaba dentro, que no le dejaban en paz y le empujaban a la
acción, cualquiera que fuere.
—No sufra, Lacost. ¡Son cosas de la vida! —le decía una y otra vez
Saldías, tratando de consolarle.
—Pas du tout, mon ami. Son cosas de la muerte. Solo de la muerte.
Estuvieron conversando y bebiendo hasta que llegó la noche. Entonces,
comieron pan con queso y se retiraron a dormir; más tranquilos que antes,
más ligeros.
—¡Duerme bien, novato! —le dijo Lacost a Saldías deteniéndose en el
pasillo y dándole unas palmadas en el brazo. Los dos estaban un poco
mareados por el vino—. ¡Hoy no voy a hacer disparo como en San Fausto!
—Olvídese de eso, Lacost. La herida no fue nada.
—¡Pero yo no comprendo! —gritó de pronto Lacost—. ¡Yo disparo
bienísimamente! ¡Es muy raro si yo apunto la hierba luego herir en pie!
—Y así ocurrió. La primera vez la bala se fue al suelo. Fue la segunda
bala la que me hirió.
Lacost se le quedó mirando fijamente. Tenía los ojos enrojecidos; de
haber bebido y de haber llorado.
—Mais, non! ¡Yo únicamente un disparo! ¡Únicamente uno!
Algo después, tumbado ya en la cama y con la habitación iluminada por
un candil, Saldías cogió el libro de poesías y sacó la carta que había guardado
allí.
«A veces», decía Aramburu, «moviendo los hilos desde la oscuridad y
aprovechando las ventajas de mi puesto de cocinero, me he valido de otros:
del ingenuo sargento Carrasco la noche que usted llegó a Irurzun y algunas
otras veces; del pendenciero Lacost el día de San Fausto, convenciéndole de
que le asustara con un par de disparos…».
Saldías dudaba. Por una parte, la confesión de Lacost le había devuelto su
personalidad anterior, la de Sara, obligándole a seguir pensando y a tirar de
aquel hilo; pero, por otra, tras su roce con la realidad, tras haber visto de
cerca a los hombres que había admirado mientras vivía en Bilbao, lo que más
deseaba era escapar de allí y librarse del ahogo, olvidar lo que había pasado y
reunirse con su círculo del Café Arenal. Esa zozobra le llevaba de la carta a
los poemas del libro, y de los poemas a la carta.
El tiempo va y viene y vuelve
a través de días, meses, años
y yo ¡desgraciado! no sé qué decir,
pues siempre tengo el mismo deseo.
Siempre es el mismo y no cambia,
pues a una quiero y he querido
de la que nunca tuve gozo.
Mientras ella no pierde la sonrisa,
a mí me llegan penas y daños…
—¿Le ha gustado el libro? —dijo una voz desde la puerta de la
habitación. Saldías se despertó y miró al hombre que en esos momentos
estaba cambiando el candil de la habitación. Era Barrez.
—Me he quedado dormido —dijo Saldías incorporándose. Al hacerlo, la
carta y el libro se cayeron al suelo.
—Pues, alégrese. Yo no he podido descansar.
Barrez recogió el libro y la carta y los dejó sobre la cama.
—Respondiendo a la pregunta que me ha hecho al entrar, lo que me ha
gustado es la carta —dijo Saldías—. Me parece admirable que un hombre que
está a las puertas de la muerte tenga ánimo para seguir luchando.
—Siga, por favor. Esta es una noche muy triste y me conviene hablar con
alguien —dijo Barrez sentándose en el borde de la cama, igual que cuando
había estado cuidándole. Su acento francés había desaparecido.
—Esta carta es una mentira —siguió Saldías, bajando la voz hasta
acompasarla con el silencio de la noche—. Está escrita para salvarle a usted.
Barrez cogió la carta y la leyó despacio, línea por línea. Serio,
concentrado, parecía un maestro en el trance de corregir un examen.
—¿Cómo lo ha sabido? ¿Porque no me nombra? Ahora que la repaso, me
parece que tenía que haberlo hecho. Hablar de la fatalidad y de la mala suerte
sin citar a Barrez y sus misteriosas estrellas parece raro.
—Usted no es francés, ¿verdad?
—No, no lo soy. Y, por si le sirve de algo, tampoco creo en el mensaje de
las estrellas y todas esas paparruchas. Ambas cosas forman parte de mi
disfraz. Pero, respóndame, por favor, ¿cómo lo ha sabido?
Saldías fijó la mirada en la llama del candil.
—Estaba seguro de que detrás de todo lo que ha ocurrido estos días había
más de un hombre —dijo luego—. Aramburu puede ser muy inteligente, pero
tampoco puede hacer ocho cosas a la vez. De todos modos, no he pensado en
usted hasta que Lacost me ha contado lo de su disparo. Lo de su único
disparo, quiero decir.
—Tiene razón. Yo fui el autor del segundo. Lo preparamos muy bien,
pero usted es una persona con suerte. Lo contrario de lo que le ocurre al
pobre Aramburu.
Ambos hablaban como si las cosas que estaban tratando nada tuvieran
que ver con ellos.
—En lo de la suerte se equivoca, Barrez —le corrigió Saldías—.
Aramburu tiene la misma suerte que yo y que todos. Pero el teniente Merino
le odia, y ha cantado su número, no el verdadero. Así es como han ocurrido
las cosas.
Por un momento, Barrez pareció quedarse sin respiración. Tampoco él se
había dado cuenta de lo ocurrido aquella mañana en la plazoleta.
—¡El teniente Merino es una rata podrida! —exclamó Barrez con
repentina violencia—. No se trata de que odie a Aramburu. Se trata de que
Aramburu le manejaba como a un pelele, sacándole información a cambio de
platos bien guisados y mejor regados. Lo que quiere es eliminar a un testigo
de su incompetencia.
—Merino dice que Aramburu alargaba la oreja cada vez que él hablaba
con Zumalacárregui —dijo Saldías.
—Desgraciadamente, no hemos podido matar al general —confesó
Barrez, hablándole a Saldías como a un verdadero compañero. Luego volvió
a referirse al teniente Merino—. Esa rata es muy fácil de comprar. El día que
Lacost mató al conde de Gran Vía, hice el paripé de hombre protector de las
damas y le ofrecí diez duros de plata a cambio de su silencio. Aceptó sin
rechistar. ¿Sabe? Él está aquí para medrar. Cuando acabe la guerra aireará sus
galones para conseguir algún trato de favor o para casarse con la heredera de
alguna rica familia carlista.
Durante un rato, los dos permanecieron mudos. A lo lejos, las ranas
comenzaron a croar. La ventana de la habitación viraba hacia el gris.
—Bien, ¿qué hacemos? Ya está amaneciendo —dijo Saldías. La pregunta
era realmente tal. No sabía qué podían hacer.
—Le expondré mi punto de vista —dijo Barrez levantándose de la cama y
paseando por la habitación—. He intentado matarle y soy además uno de los
responsables de la desgraciada muerte de Bordelais. Pero, por otra parte, no
me he portado del todo mal con usted. ¿Recuerda cuando estuvo herido?
¿Recuerda lo mal que se encontró los primeros días? Pues se encontraba mal
porque yo le estaba envenenando. Pero no fui capaz de llevar adelante mi
propósito. Matar poco a poco a un hombre que no puede defenderse me
resulta repugnante.
—Le creo. También podía haberme matado esta noche mientras estaba
dormido, y no lo ha hecho —razonó Saldías. Estaba admirado de lo
diferentes que eran el Barrez real y el Barrez que había conocido hasta
entonces. Aquel hombre era noble y limpio. Además, tenía temple.
—En cuanto a su caso —siguió Barrez pasando por alto el comentario—,
yo le hago responsable de lo ocurrido con Aramburu. De no haber sido por
usted, él estaría aquí conmigo. Así que, a mi modo de ver, solo podemos
hacer dos cosas: o luchar en esta misma habitación hasta que uno acabe con
el otro, o sellar un pacto y marcharnos de Irurzun.
—Por diferentes caminos, supongo.
—Desde luego.
De la calle Platería comenzaron a llegar las voces de los soldados que ya
se habían levantado. De allí a poco, la plazoleta estaría llena de gente y un
pelotón dispararía contra Aramburu. «Espero que te comportes con
inteligencia y sentido, sin dejarte arrastrar por fidelidades que solo lucen bien
en la solapa de los tontos», escuchó entonces. La dueña del Café Arenal le
hablaba desde su conciencia. «¿Qué tienes que ver tú con el general
Zumalacárregui? ¿Qué tienes que ver con sujetos como el teniente Merino?
¿Y con los fanáticos? Por favor, Saldías, vuelve a tu casa y procura ser un
hombre de bien.»
—De acuerdo, Barrez. Nos marcharemos de Irurzun.
—Quédese con el libro. Y buena suerte —le dijo Barrez, tendiéndole la
mano. Sin más ceremonias, salió de la habitación y se dirigió a la calle.
El rumor de voces que llegaba de la calle iba aumentando. Saldías se
levantó de la cama y comenzó a vestirse. Sí, tendría que pasar aquella última
prueba, tendría que ver morir a Aramburu. Luego volvería a Bilbao y
comenzaría una nueva vida.
Lo que pensó la dueña del Café Arenal
Cuando Martín Saldías me comunicó que iba a marcharse hacia
Pamplona, yo me enfurecí con él, porque de aquella conversación, bastante
íntima, yo esperaba otra cosa. Lo traté de botarate y de carlistón, y razoné
todo lo que pude en contra de los que en nombre de Dios o de lo que sea se
ponen a pegar tiros, perdiendo la vida y haciéndosela perder a otros.
Naturalmente, él no me hizo caso, y desapareció de la ciudad dejándome muy
preocupada.
Sin embargo, lo que son las cosas, el viaje le ha sentado bien. Ha vuelto
más sensato, más amable, más abierto, sin esa brusquedad de hombre de mar
que antes tenía. Por lo poco que me ha contado, la vida militar no le ha
gustado nada.
Esta mañana, como seguía sin abrir la boca, me he ido donde él y le he
dicho que no le veo de militar, como tampoco le veo ya, a su edad, de
marinero, y que debería casarse y asentar la cabeza. Él me ha dicho entonces:
«Pero ¿quién va a querer casarse conmigo?». Yo le he respondido: «¿Que
quién? Pues yo misma, ¿qué te parece?». Él ha dicho: «Me parece bien».
Luego ha añadido algo que no he entendido del todo, algo acerca de no sé
qué poemas sentimentales y falsos que él no piensa leerme nunca. Yo le he
dicho entonces que me basta con que sea un buen marido, trabajador y alegre,
y así ha quedado la cosa.
Mi agradecimiento a Carlos Alvar, que hizo la selección y traducción
de los poemas que aparecen en Un espía llamado Sara, y que fueron
publicados en Poesía de Trovadores, Trouvères, Minnesinger, en
antología de Carlos Alvar, por Alianza Tres.
BERNARDO ATXAGA. Asteasu, Gipuzkoa, 1951; es pseudónimo de Joseba
Irazu Garmendia. Licenciado en Ciencias Económicas por la Universidad de
Bilbao, desempeñó oficios variopintos (maestro de euskera, guionista de
radio, librero, economista…) hasta que, definitivamente, a comienzos de la
década de los ochenta, consagró su que hacer exclusivamente a la literatura.
Desde sus comienzos se reveló como constante y meticuloso trabajador (en
1972 publicó sus primeros poemas en euskera en una pequeña antología; en
1976 vio la luz su primera novela De la cuidad; en 1978 contempló la edición
de su poemario Etiopía…). Su manejo exquisito mundo interior, convirtieron
a Bernardo Atxaga en excelente e insoslayable referencia de la expresividad y
la solidez del euskera como lengua culta.
Pero, más aún, en afinada opinión de Valeria Clompi, Atxaga construye
siempre su literatura en paralelo exacto al idioma que la expresa en cada
ocasión. Y, en efecto, la brillantez de su tarea ha sido justamente reconocida
desde 1989: la edición de Obabakoak (ya presentado en 1988) cosechó el
fervor entusiasta de todo el mundo hispánico. La concesión del Premio
Euskadi, del Premio de la Crítica, del Prix Millepages y su traducción a más
de veinte idiomas han reportado al autor un merecido respeto, revalidado
hasta la fecha sin excepción en cada una de sus entregas. La celebrada
recopilación poética Poemas & Híbridos (1993), Dos Hermanos (1995) o
Esos Cielos (1996) son inmejorables ejemplos.
«El mundo está en todas partes», sentencia en una de sus escritos. Su obra,
que pulveriza el tópico mostrenco del escritor obligado por un compromiso,
supone una defensa a ultranza de la autonomía de la literatura y de su valor
específico como vehículo de humanidad por encima de cualquier otra
consideración, sea cual sea. La pluma de Atxaga articula realmente un
metalenguaje universal sobre coordenadas de una sugestiva sutilísima
urdimbre. Las dualidades formales que ocultan un edéntico destino resultan
emblemáticas, con reiterada serenidad se nos enfrenta a la tenaz
incertidumbre por un presente —no digamos ya por un futuro— inocente en
su esencia, abocado a ser destruido, a un exterior incomprensible en relación
a la irrebatible hermosura de la vida. En fin, la soberbia transparencia de su
estilo, la emocionante sencillez de sus argumentos y la elocuente
consideración de sus imágenes configuran a Bernardo Atxaga como uno de
los creadores de mayor hondura y originalidad en el panorama literario
hispánico de este final de milenio.