Recursos Sobre La Unidad
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Recursos Sobre La Unidad
sobre la
unidad
en la Iglesia y en la Obra
ÍNDICE
PARA REZAR
rezar
Esto vale ante todo para los cristianos: la unidad puede llegar solo como fruto de
la oración. Los esfuerzos diplomáticos y los diálogos académicos no bastan. Jesús
lo sabía y nos ha abierto el camino, rezando. Nuestra oración por la unidad es así
una humilde pero confiada participación en la oración del Señor, quien prometió
que toda oración hecha en su nombre será escuchada por el Padre (cf. Jn 15,7).
En este punto podemos preguntarnos: “¿Yo rezo por la unidad?”.
Es la voluntad de Jesús pero, si revisamos las intenciones por las que rezamos,
probablemente nos demos cuenta de que hemos rezado poco, quizá nunca, por
la unidad de los cristianos. Sin embargo de esta depende la fe en el mundo; el
Señor pidió la unidad entre nosotros «para que el mundo crea» (Jn 17,21). El
mundo no creerá porque lo convenzamos con buenos argumentos, sino si
testimoniamos el amor que nos une y nos hace cercanos a todos.
Rezar significa luchar por la unidad. Sí, luchar, porque nuestro enemigo, el diablo,
como dice la palabra misma, es el divisor. Jesús pide la unidad en el Espíritu
Santo, hacer unidad. El diablo siempre divide, porque es conveniente para él
dividir. Él insinúa la división, en todas partes y de todas las maneras, mientras
que el Espíritu Santo hace converger en unidad siempre. El diablo, en general, no
nos tienta con la alta teología, sino con las debilidades de nuestros hermanos. Es
astuto: engrandece los errores y los defectos de los otros, siembra discordia,
provoca la crítica y crea facciones.
El camino de Dios es otro: nos toma como somos, nos ama mucho, pero nos ama
como somos y nos toma como somos; nos toma diferentes, nos toma pecadores,
y siempre nos impulsa a la unidad. Podemos hacer una verificación sobre
nosotros mismos y preguntarnos si, en los lugares en los que vivimos,
alimentamos la conflictividad o luchamos por hacer crecer la unidad con los
instrumentos que Dios nos ha dado: la oración y el amor.
Otra característica, que tiene que tener el Padre, es la piedad, ser muy piadoso.
Recordaréis que San Josemaría aseguraba que la piedad es “el remedio de los
remedios”; pues pedid que el Padre sea piadoso, que todas seáis piadosas, y que
con vuestra piedad sostengáis la piedad del Padre, para que todos formemos con
el Señor una unidad de cabeza, de corazón, de intenciones.
Tenemos que considerar estas características un poco deprisa, porque cada una
daría para varias homilías... Otra que señalaba San Josemaría es el amor del
Padre al Opus Dei y a todas sus hijas e hijos. Por esto, os pido que recéis por mí,
también para que se haga realidad en mi vida aquello de la Escritura: Dilatatum
est cor meum (2 Cor 6, 11); que se agrande mi corazón. Y eso vale para todas y
para todos. Tantas veces el Padre, don Javier, nos decía: “¡Que os queráis, que os
queráis!”. Es con la verdadera fraternidad, como vamos todos unidos; una
fraternidad que surge del corazón de Cristo.
Yo pido al Señor cada día que agrande mi corazón, para que siga convirtiendo en
sobrenatural este amor que ha puesto en mi alma hacia todos los hombres, sin
distinción de raza, de pueblo, de condiciones culturales o de fortuna.
Forja, 638
Ofrece la oración, la expiación y la acción por esta finalidad: «ut sint unum!» –para
que todos los cristianos tengamos una misma voluntad, un mismo corazón, un
mismo espíritu: para que «omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!» –que todos,
bien unidos al Papa, vayamos a Jesús, por María.
Forja, 647
Amar a la Iglesia, 28
Textos de san Josemaría sobre el amor al Papa
Amar a la Iglesia, 30
Forja, 135
Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón.
Camino, 573
Católico, Apostólico, ¡Romano! -Me gusta que seas muy romano. Y que tengas
deseos de hacer tu “romería”, videre Petrum, para ver a Pedro.
Camino, 520
Cada día has de crecer en lealtad a la Iglesia, al Papa, a la Santa Sede... Con un
amor siempre más ¡teológico!
Surco, 353
Acoge la palabra del Papa, con una adhesión religiosa, humilde, interna y eficaz:
¡hazle eco!
Forja, 133
Que la consideración diaria del duro peso que grava sobre el Papa y sobre los
obispos, te urja a venerarles, a quererles con verdadero afecto, a ayudarles con tu
oración.
Forja, 136
Forja, 633
Queridísimos, ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
El Señor, durante la Última Cena, rezó por la unidad de quienes serían sus
discípulos: «Ut omnes unum sint» (Jn 17,21); que todos seamos uno. No se trata
solo de la unidad de una organización humanamente bien estructurada, sino de
la unidad que da el Amor: «como Tú, Padre, en mí y yo en Ti» (Ibíd.). En este
sentido, los primeros cristianos son un claro ejemplo: «La multitud de los
creyentes tenía un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32).
Precisamente por ser consecuencia del amor, esta unidad no es uniformidad, sino
comunión. Se trata de unidad en la diversidad, manifestada en la alegría de
convivir con las diferencias, aprender a enriquecernos con los demás, fomentar a
nuestro alrededor un ambiente de afecto. Jesús señaló que esta unidad es
condición de eficacia en la transmisión del Evangelio: «Para que el mundo crea»
(Jn 17,21). Unidad, por tanto, que no nos encierra en un grupo, sino que – como
parte de la Iglesia – nos abre a ofrecer nuestra amistad a todas las personas en
esta magnífica misión evangelizadora.
Ya habéis tenido ocasión de conocer muchos detalles del viaje que he realizado
durante las pasadas semanas. Con estas líneas, quiero mencionar brevemente
uno de los muchos motivos de mi alegría en esos días.
Todo esto es don de Dios y también responsabilidad de cada una y de cada uno.
Y, al experimentar tantas veces nuestras limitaciones, sin desaliento pidamos a la
santísima Virgen, Madre del Amor Hermoso, que todos podamos decir al Señor:
«Has dilatado mi corazón» (Sal 119, 32).
Os pido también que me acompañéis con la oración los días que, a mediados de
agosto, iré a estar con vuestras hermanas y vuestros hermanos de Tierra Santa y
tendré la alegría de rezar en esos lugares santos.
Termina una jornada agotadora para Jesús. Tanta gente ha venido a escucharlo,
que tuvo que hablar desde la barca de uno de sus discípulos. Les relató varias
parábolas: el sembrador, la lámpara encendida, el grano de mostaza… Una vez
despedida la multitud, parten hacia la orilla oriental del lago de Tiberíades, quizá
a bordo de la misma embarcación. Sopla una brisa suave. No es el mejor
momento para descansar, pero Jesús encuentra un cabezal en la popa y se deja
vencer por el sueño. Tiene plena confianza en las manos expertas de sus
apóstoles para atravesar las aguas.
A bordo, no en la orilla
Muchos padres de la Iglesia han visto en la barca sacudida por las olas y el viento
una imagen de la Iglesia. «El mar simboliza la vida presente y la inestabilidad del
mundo visible; la tempestad indica toda clase de tribulaciones y dificultades que
oprimen al hombre. La barca, en cambio, representa a la Iglesia edificada sobre
Cristo y guiada por los apóstoles»[1]. En su última audiencia general, a la vuelta
de casi ocho años como sucesor de Pedro, Benedicto XVI confesaba haber
pasado, junto a los días de sol y de brisa suave, también otros momentos con
vientos tempestuosos. «Pero siempre supe –continuaba– que en esa barca
estaba el Señor y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es
nuestra, sino que es suya. Y el Señor no deja que se hunda; es él quien la
conduce, ciertamente también a través de los hombres que ha elegido, pues así
lo ha querido»[2].
Esta certeza, que forma parte del claroscuro de la fe, nos impulsa a no mirar la
tempestad desde la orilla, como si fuera algo ajeno a nosotros. No se trata de un
crucero en el que una parte de la tripulación solo se dedica a mirar: somos
pescadores, compañeros de faena de Pedro y de los apóstoles. Somos
responsables de ayudar a quienes vienen a bordo, cada uno desde nuestro lugar,
también sosteniendo al Papa que nos guía.
San Josemaría vivió bajo la guía de diversos Papas. Cuando era pequeño, san Pío
X gobernaba la Iglesia y a él debe la gracia de haber recibido tan temprano su
primera comunión. Después, decidió hacerse sacerdote cuando el Papa era
Benedicto XV. El Opus Dei nació bajo el pontificado de Pío XI y recibió la
aprobación definitiva de manos del venerable Pío XII, que fue el primer Papa con
quien san Josemaría se encontró personalmente. San Juan XXIII lo recibió varias
veces, mostrándole un cariño paternal, y de san Pablo VI fueron «las primeras
palabras de cariño y afecto»[7] que encontró al llegar a Roma. El fundador del
Opus Dei recogió en Camino algo que Dios le había regalado desde su juventud y
que sería un hilo conductor durante todos estos pontificados: «Gracias, Dios mío,
por el amor al Papa que has puesto en mi corazón»[8].
Aquellas palabras nos sugieren que el amor al Romano Pontífice es algo que no
controlamos necesariamente con nuestra fuerza de voluntad, con una convicción
puramente teórica o con una natural simpatía. Con esta breve oración san
Josemaría agradece este amor como un don de Dios, como algo recibido
gratuitamente. Así se explica mejor lo que aprendió de su primera noche romana:
a querer al Papa con un amor recibido de Dios, que no está a merced de las
tempestades, que no depende de una mayor o menor afinidad. La misma
mañana del día de su fallecimiento, el fundador del Opus Dei pidió que una
persona cercana a Pablo VI le trasmitiera el siguiente mensaje: «Desde hace años,
ofrezco la santa Misa por la Iglesia y por el Papa. Podéis asegurarle –porque me
lo habéis oído decir muchas veces– que he ofrecido al Señor mi vida por el Papa,
ualquieraque sea» [9].
En la sede central del Opus Dei, en Roma, una pequeña arca de plata guarda una
reliquia de santa Catalina de Siena. Sobre un esmalte de la urna, puede leerse, en
latín: «Amó con obras y de verdad a la Iglesia de Dios y al Romano Pontífice». La
santa del siglo XIV había escrito en una de sus cartas, refiriéndose al Papa: «Lo
que le hacemos a él, se lo hacemos al Cristo del cielo, sea reverencia, sea
vituperio»[10]. También pedía en otra: «Humildemente quiero que pongamos la
cabeza en el regazo de Cristo en el cielo con afecto y amor, y de Cristo en la
tierra, que hace sus veces, por reverencia a la sangre de Cristo, de la que él tiene
las llaves»[11].
Esta convicción sobre la figura del Romano Pontífice –rodeado, en aquel siglo, de
complicadas tormentas– permitía a santa Catalina hacerse cargo de la inmensa
responsabilidad que pesa sobre los hombros de los Papas, y la llevaba a cultivar
una intensa oración de intercesión por ellos. San Josemaría, lector de los escritos
de la santa de Siena, decía también: «Mil veces me cortaría la lengua con los
dientes y la escupiría lejos, antes de pronunciar la menor murmuración de quien
más amo en la tierra, después del Señor y de Santa María: il dolce Cristo in terra,
como suelo decir, repitiendo las palabras de santa Catalina»[12]. Esta actitud es
todo lo contrario a hablar negativamente en público sobre el Papa o menoscabar
la confianza en él, tampoco en casos en los que no se comparta algún criterio
personal concreto. Si esto último llegase a suceder, es debido al menos un
«asentimiento religioso del entendimiento y de la voluntad»[13] a sus
enseñanzas.
Los testimonios de esta unión con el Papa en las vidas de los santos son tan
numerosos como los mismos santos. Por mencionar tan solo uno más, podemos
pensar en lo que casi mil años antes san Jerónimo escribía al Papa san Dámaso,
con su estilo lapidario y ardiente: «No sigo más primado que el de Cristo; por eso
me pongo en comunión con tu beatitud, es decir, con la cátedra de Pedro. Sé que
sobre esta piedra está edificada la Iglesia. Quien se alimente del Cordero fuera de
esa casa es un impío. Quien no está en el arca de Noé, perecerá el día del
diluvio»[14].
Nada escapa de los planes providentes de Dios: tampoco los vientos ni las olas.
«“¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”. El comienzo de la fe es saber que
necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos.
Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a
Jesús a la barca de nuestra vida. Al igual que los discípulos, experimentaremos
que, con él a bordo, no se naufraga»[17]. Pero para que esa convicción eche
raíces en nosotros es necesario entrar en su lógica a través de una vida
contemplativa, de una vida de oración que se abra a las acciones de Dios, muchas
veces sorprendentes para nosotros. Tendremos que desprendernos de la
tentación de querer tomar el timón en nuestras manos. «El amor al Romano
Pontífice ha de ser en nosotros –decía san Josemaría– una hermosa pasión,
porque en él vemos a Cristo. Si tratamos al Señor en la oración, caminaremos
con la mirada despejada que nos permita distinguir, también en los
acontecimientos que a veces no entendemos o que nos producen llanto o dolor,
la acción del Espíritu Santo»[18].
[4] Cfr. Preces del Opus Dei. Allí se recoge la tradicional oración Oremus pro Pontifice.
[9] Beato Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el fundador del Opus Dei, Rialp,Madrid 2001, p. 232.
[13] Código de Derecho Canónico, n. 752. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n.892.
[15] San Josemaría, Instrucción acerca del espíritu sobrenatural de la Obra, n. 31.
Aunque uno sea hijo por generación natural o por vínculos espirituales, aquella
relación puede permanecer simplemente como un «hecho», como algo que está
allí, tal vez olvidado, y que no es elegido en presente con una fuerza personal
Porque, por encima de ese «hecho», podemos además escoger «vivir como
hijos», de la misma manera que un padre de familia supera el simple «saberse
padre» para, efectivamente, escoger «vivir como padre», para asumir la belleza
de esa relación. Aquella elección supone no contentarnos con «ser hijos», que ya
es bastante, sino también «querer ser hijos», abrirnos al calor de un hogar.
Sin irnos muy lejos, san Josemaría tuvo que aprender a ser padre. «Hasta el año
1933 me daba una especie de vergüenza el llamarme “Padre” de toda esta gente
mía», comentaba, refiriéndose a los primeros años que siguieron a la fundación
del Opus Dei. «Por eso yo les llamaba casi siempre “hermanos” en vez de
“hijos”»[1]. Se puso, sin embargo, a la escucha del Espíritu Santo, y pronto pudo
entreverse en sus expresiones ese sentimiento de sano orgullo por los suyos:
«No puedo dejar de levantar el alma agradecida al Señor, de quien procede toda
familia en los cielos y en la tierra, por haberme dado esta paternidad espiritual
que, con su gracia, he asumido con la plena conciencia de estar sobre la tierra
solo para realizarla. Por eso, os quiero con corazón de padre y de madre»[2].
Muchas veces el fundador del Opus Dei confesaba que, inexplicablemente, sentía
su corazón ensancharse cada vez más, conforme eran más numerosas las
personas que se acercaban al calor de esta familia. Al mismo tiempo, era
consciente de que él, personalmente, no era imprescindible. Sabía que
estaríamos bien cuidados cuando ya no se encontrara físicamente en la tierra
para ejercer su paternidad: «Hijos míos, os quiero –no me importa decirlo,
porque no exagero– más que vuestros padres. Y estoy seguro de que en el
corazón de los que me sucedan, encontraréis este mismo cariño –iba a añadir
que más, aunque me parece imposible–, porque tendrán muy metido dentro del
alma este espíritu tan de familia que informa la Obra entera. Llamadles Padre,
como lo hacéis conmigo»[3].
La familia es mayor que la parte
Dice el refrán africano: «Si quieres ir rápido ve solo, si quieres llegar lejos, ve
acompañado». Una familia nos regala una mirada más amplia: nos enriquecemos
con muchas otras sensibilidades y perspectivas. En el caso de la Obra, nos
enriquecemos de los fieles de todas las latitudes, guiados por el Padre. El Papa
Francisco ha hablado muchas veces sobre la bonita tarea de conjugar nuestro
afán santo por mejorar lo que tenemos a mano, con la pertenencia a una familia
que se extiende más allá de lo que alcanzamos a tocar: «El todo es más que las
partes y también es más que la mera suma de ellas. Entonces, no hay que
obsesionarse demasiado por cuestiones limitadas y particulares. Siempre hay
que ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará a
todos. Pero hay que hacerlo sin evadirse, sin desarraigos. Es necesario hundir las
raíces en la tierra fértil y en la historia del propio lugar»[5].
A medida que van creciendo, los hijos se entusiasman cuando su padre les confía
algo importante. Sentirse valorados forma parte del proceso que les lleva a ser
adultos. Y esos actos de confianza suelen ser cada vez de mayor envergadura. No
siempre hace falta que la petición sea expresa. Cuando el hijo ha aprendido a
adelantarse a las necesidades de su familia, le basta una insinuación. Trata de
comprender la voluntad de su padre, quiere asumirla como propia, se ofrece
para realizarla. En el caso de la familia de la Obra, esas señales del Padre las
podemos recibir a través de sus frecuentes comunicaciones en mensajes y
cartas; teniendo la atención despierta para detectar sus preocupaciones cuando
participa en encuentros o entrevistas; procurando reconocer su guía en las
orientaciones y sugerencias que nos hace llegar para toda la Obra que, de algún
modo, tienen prioridad sobre lo particular. Los hijos buscan sorprender al padre
demostrándole que no solamente comprenden bien sus palabras, sino que
incluso van más allá: las recuerdan en cada momento, se impulsan en ellas y las
hacen fecundas.
Esa cruz que puede venir junto a cualquier filiación no será de ordinario grande y
pesada. No pretendemos sostener todo el peso, sino solamente lo que un hijo
puede llevar. Es nuestro deseo más grande aportar, con nuestros ahorros, un
granito de arena al negocio familiar.
Un mensaje velado
Entre las costumbres que san Josemaría, por inspiración de Dios, quería que
vivieran las personas del Opus Dei, se encuentran la oración y la mortificación
diarias por el Prelado. A ojos humanos puede parecer muy poco, pero, unidas y
avivadas con la caridad de Dios que las impulsa, se convierten en un potente flujo
de gracia.
Es lógico que los sucesores de san Josemaría hayan sentido el peso de esa
bendita carga que Dios ha puesto en sus hombros. Al mismo tiempo, es el
Espíritu Santo quien de verdad realiza la misión sobrenatural que se les ha
encomendado como pastores. El Padre confesaba, al final de su carta del 14 de
febrero de 2017, pocos días después de ser nombrado Prelado del Opus Dei por
el Papa: «Hijas e hijos míos, si en este mundo, tan bello y a la vez tan
atormentado, alguno se siente alguna vez solo, que sepa que el Padre reza por él
y le acompaña de verdad, en la comunión de los santos, y que lo lleva en su
corazón. Me gusta recordar en ese sentido cómo la liturgia canta la presentación
del Niño en el Templo (…): parecía, dice, que Simeón sostuviera a Jesús en sus
brazos; en realidad, era al revés, (…) era el Niño quien sostenía al anciano y lo
dirigía.
Así nos sostiene Dios, aunque a veces podamos percibir solamente lo que nos
pesan las almas»[7]. Detrás de estas palabras, quizá podemos intuir un mensaje
velado y discreto para cada uno. Es como si el Padre nos dijera que le
sostenemos nosotros. Siente el peso de ser el Padre, de haberse convertido en
guía y pastor de este rebaño, pero le alivia descubrir que somos nosotros los que
le sostenemos con nuestra oración, con nuestro sacrificio y con nuestro impulso
en la aventura que nos propone. Dios se sirve de nosotros para sostenerle.
[1] San Josemaría, Apuntes íntimos, 28-X-1935. Citado en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, tomo I, Rialp, Madrid
1997, p. 555.
[3] San Josemaría, Comunicación leída por don Álvaro del Portillo al inicio del Congreso Electivo del primer sucesor del Opus Dei,
15-IX-1975.
Aquellos últimos días, Jesús había pasado mucho tiempo entre quienes, a ojos
de la sociedad, parecían estar más lejos de Dios. San Lucas nos cuenta que
«todos los publicanos y pecadores» (Lc 15,1) se acercaban a escuchar sus
enseñanzas. Ante este movimiento de gente, quienes presumían de custodiar la
ley mosaica empezaban a murmurar entre sí. El maestro decidió entonces
narrar tres parábolas para purificar la imagen de Dios que ellos tenían,
distorsionada muchas veces por una mentalidad legalista que pierde de vista el
amor divino. El tercero de estos relatos es la historia de un padre y sus dos hijos
(cfr. Lc 15,11−32): el menor, que pide la herencia para malgastarla lejos de su
casa, y el mayor, que permanece en el hogar, pero sin sintonizar
verdaderamente con el corazón de su padre.
San Juan Pablo II decía que todos tenemos dentro de nosotros, a la vez, algo de
ambos hermanos [1]. Al mismo tiempo, quizá no sea casualidad que Jesús haya
querido explicitar la edad de ambos. Puede que el Señor eligiera al mayor para
ilustrar actitudes más frecuentes entre personas que llevan mucho tiempo
buscando y tratando a Dios. Este hermano, ciertamente, había logrado cumplir
con perfección sus tareas. Su padre, creía él, no podía reprocharle casi nada, así
que estaba tranquilo: no debía nada a nadie. Sin embargo, no era realmente
feliz. El joven, por su parte, idealista y apasionado, puede representar actitudes
más comunes en etapas iniciales de la vida. Tal vez era más vulnerable al
atractivo de una libertad dirigida hacia bienes que finalmente no sacian. Huir,
escapar y divertirse, puede ser atractivo. Pero no se puede rechazar
indefinidamente la propia identidad: tarde o temprano aparecen carencias que
solo Dios es capaz de colmar. Él tampoco era feliz.
Ambos hermanos estaban incómodos en la vida. Era difícil que creciera en ellos
el amor, que la ternura echara raíces, que alcanzaran a ver lo mucho que su
padre contaba con ellos. Sus sueños estaban desenfocados. Quizá no les cegaba
el egoísmo, pero es posible que hubieran cedido a una tentación sutil:
preocuparse solo de lo que tenían entre manos, olvidando el amor de quien les
había dado todo. Tal vez sin darse cuenta, habían puesto un dique a ese cariño.
Mientras el joven imaginaba lo que podría hacer lejos de su hogar, el mayor
contabilizaba lo que ya había atesorado. Ambos pensaban que tenían un botín,
pero en realidad lo estaban guardando en sacos rotos. El mayor aguantaba, a la
espera de premios que creía merecer, mientras el pequeño no había querido ni
siquiera esperar. Al final los dos exigían, de un modo u otro, lo mismo: su
recompensa.
Volver a la casa paterna, desde lejos o desde cerca, es romper nuestra burbuja y
mirar cómo se conmueve el Señor. Descubrimos entonces que, más que una
tarea, la relación con nuestro Padre Dios es un don. «Corriendo a su encuentro,
se le echó al cuello y le cubrió de besos» (Lc 15,20); «Hijo, tú siempre estás
conmigo, y todo lo mío es tuyo» (Lc 15,31). El padre se siente orgulloso de sus
hijos, aunque no le hayan dado motivos para estarlo. En las palabras de cada uno
que nos trae la parábola vemos solamente lo que ellos hacen, sienten o piensan.
En las palabras del padre, al contrario, se plasma la alegría de tenerlos cerca.
«No es emancipándonos de la casa del Padre como somos libres, sino abrazando
nuestra condición de hijos» [2] y, por lo tanto, de hermanos. Puede que el
pequeño saliera a buscar a su hermano. Quizá el mayor cedió, entró y terminó
abrazando al pequeño, a quien seguramente no había dejado de querer. La
felicidad no sería completa si la reconciliación con el padre no implicara también
el perdón por los agravios, reales o imaginarios, entre hermanos. Por ahí va uno
de los anhelos del Papa: «Últimamente llevo en el corazón un pensamiento.
Siento que esto es lo que el Señor quiere que yo diga: que se haga una alianza
entre jóvenes y mayores» [3].
Al menor le costaría comprender el valor de la perseverancia de su hermano:
años y años cumpliendo con su obligación. Al mayor se le hacía incomprensible
la insensatez del pequeño. Les pasaba exactamente lo contrario que a su padre,
que no entendía la vida sin sus hijos. Le hacían falta ambos, cada uno con su
forma de ser y de querer. Si hubieran alcanzado a mirarse entre ellos con los
ojos paternos, se habrían sentido contemplados de otra forma, porque en esa
mirada no caben los juicios ni los reproches. Quizá, con el tiempo, las algarrobas
de los cerdos llegarían a ser motivo de bromas familiares. Tal vez el padre
organizaría poco después un banquete sorpresa para su hijo mayor y sus
amigos, sin más motivo que demostrarle su cariño, e incluso el pequeño ayudaría
a prepararlo.
En todo caso, ninguno de los dos acertaría a ser feliz hasta encontrarse
verdaderamente con su padre y comprender a su hermano. El joven se había
centrado en acaparar amor; el mayor, en cumplir con su parte del trabajo.
Ninguna de las dos actitudes es valiosa por sí sola. Cumplir sin amor cansa y
desgasta, hasta que al final se rompe la cuerda. Y querer ser amado sin
corresponder es imposible: también así acaba rompiéndose la cuerda. Por eso, el
padre les enseña a integrar fidelidad y amor. ¡Pueden aprender tanto el uno del
otro! Junto a su padre pueden aprender a hacer las cosas por amor, libremente,
porque les da la gana. Como Cristo, verdadero hermano mayor de todos: «No ha
habido en la historia de la humanidad un acto tan profundamente libre como la
entrega del Señor en la Cruz» [4].
[3] Francisco, prólogo del libro La saggezza del tempo, Marsilio Editori, Venecia, 2018