Recursos Sobre La Unidad

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Recursos

sobre la

unidad
en la Iglesia y en la Obra
ÍNDICE
PARA REZAR

Papa Francisco, Audiencia General, 20/01/2021

Mons. Fernando Ocáriz, Homilía en la entrada


solemne en la iglesia prelaticia, 27 de enero de 2017.

San Josemaría Escrivá, Lealtad a la Iglesia publicado


en el libro “Amar a la Iglesia”

Textos de san Josemaría sobre el amor a la Iglesia

Textos de san Josemaría sobre el amor al Papa

Mons. Fernando Ocáriz, Mensaje del 14 de febrero de


2019

Mons. Fernando Ocáriz, Mensaje del 20 de julio de


2022

PARA LECTURA ESPIRITUAL

Pedro al timón, Dios en la barca: unión con el


Papa

Querer ser hijos, abrirnos a un hogar: filiación y


paternidad en el Opus Dei

Hermanos que miran al Padre


Para

rezar
Esto vale ante todo para los cristianos: la unidad puede llegar solo como fruto de
la oración. Los esfuerzos diplomáticos y los diálogos académicos no bastan. Jesús
lo sabía y nos ha abierto el camino, rezando. Nuestra oración por la unidad es así
una humilde pero confiada participación en la oración del Señor, quien prometió
que toda oración hecha en su nombre será escuchada por el Padre (cf. Jn 15,7).
En este punto podemos preguntarnos: “¿Yo rezo por la unidad?”.

Es la voluntad de Jesús pero, si revisamos las intenciones por las que rezamos,
probablemente nos demos cuenta de que hemos rezado poco, quizá nunca, por
la unidad de los cristianos. Sin embargo de esta depende la fe en el mundo; el
Señor pidió la unidad entre nosotros «para que el mundo crea» (Jn 17,21). El
mundo no creerá porque lo convenzamos con buenos argumentos, sino si
testimoniamos el amor que nos une y nos hace cercanos a todos.

Rezar significa luchar por la unidad. Sí, luchar, porque nuestro enemigo, el diablo,
como dice la palabra misma, es el divisor. Jesús pide la unidad en el Espíritu
Santo, hacer unidad. El diablo siempre divide, porque es conveniente para él
dividir. Él insinúa la división, en todas partes y de todas las maneras, mientras
que el Espíritu Santo hace converger en unidad siempre. El diablo, en general, no
nos tienta con la alta teología, sino con las debilidades de nuestros hermanos. Es
astuto: engrandece los errores y los defectos de los otros, siembra discordia,
provoca la crítica y crea facciones.

El camino de Dios es otro: nos toma como somos, nos ama mucho, pero nos ama
como somos y nos toma como somos; nos toma diferentes, nos toma pecadores,
y siempre nos impulsa a la unidad. Podemos hacer una verificación sobre
nosotros mismos y preguntarnos si, en los lugares en los que vivimos,
alimentamos la conflictividad o luchamos por hacer crecer la unidad con los
instrumentos que Dios nos ha dado: la oración y el amor.

Sin embargo, alimentar la conflictividad se hace con el chismorreo, siempre,


hablando mal de los otros. El chismorreo es el arma que el diablo tiene más a
mano para dividir la comunidad cristiana, para dividir la familia, para dividir los
amigos, para dividir siempre. El Espíritu Santo nos inspira siempre la unidad.

El tema de esta Semana de oración se refiere precisamente al amor: “Permaneced


en mi amor y daréis fruto en abundancia” (cf. Jn 15,5-9). La raíz de la comunión es
el amor de Cristo, que nos hace superar los prejuicios para ver en el otro a un
hermano y a una hermana al que amar siempre.

Papa Francisco, Audiencia General, 20/01/2021


Ese es el fundamento de nuestro espíritu: sabernos, sabernos verdaderamente
hijas e hijos de Dios, que es fuente de paz para nuestras almas y para poder ser,
en todas las circunstancias, sembradores de paz y de alegría.

Es lógico que hoy meditemos en quién es el Padre en la Obra. Entre las


condiciones que San Josemaría señaló para el Padre tanto en Statuta como aquí,
grabadas en la sede de esta iglesia, está la prudencia: prudencia que yo os ruego
que la pidáis al Señor para mí. Prudencia, que es la virtud propia del gobierno.
Una prudencia también para todas y para todos, porque lo que es para el Padre
conviene a todos. Prudencia para ser, en todo momento, muy fiel al espíritu de la
Obra, ante las circunstancias cambiantes de tiempo y de lugares. Que siempre el
Padre tenga la prudencia de ser fiel, fidelísimo, al espíritu de nuestro Padre, que
es el espíritu que Dios ha querido para nosotros.

Otra característica, que tiene que tener el Padre, es la piedad, ser muy piadoso.
Recordaréis que San Josemaría aseguraba que la piedad es “el remedio de los
remedios”; pues pedid que el Padre sea piadoso, que todas seáis piadosas, y que
con vuestra piedad sostengáis la piedad del Padre, para que todos formemos con
el Señor una unidad de cabeza, de corazón, de intenciones.

Otra característica es el amor a la Iglesia y al Papa. Cuántas veces el Padre, don


Javier, nos ha insistido, como hacía el beato Álvaro y como hizo San Josemaría,
que recemos mucho, mucho, por la Iglesia y por el Papa. Pues pedid al Señor que
el Padre, ahora y siempre, haga realidad ese lema de nuestro fundador: Omnes
cum Petro ad Iesum per Mariam! Que, de verdad, vayamos todos muy unidos al
Papa, ahora a Francisco, a Jesús, por María.

Tenemos que considerar estas características un poco deprisa, porque cada una
daría para varias homilías... Otra que señalaba San Josemaría es el amor del
Padre al Opus Dei y a todas sus hijas e hijos. Por esto, os pido que recéis por mí,
también para que se haga realidad en mi vida aquello de la Escritura: Dilatatum
est cor meum (2 Cor 6, 11); que se agrande mi corazón. Y eso vale para todas y
para todos. Tantas veces el Padre, don Javier, nos decía: “¡Que os queráis, que os
queráis!”. Es con la verdadera fraternidad, como vamos todos unidos; una
fraternidad que surge del corazón de Cristo.

En el año 1933, lo habréis ya leído en una biografía o en algún lugar, nuestro


Padre le dirigió al Señor una oración, que hacemos ahora también nuestra:
“¡Señor! Hazme tan tuyo, que no entren en mi corazón ni los afectos más santos
sino a través de tu corazón llagado”. Y es así: para querer de verdad a todas las
personas, y antes que nada a quienes formamos esta familia estupenda que Dios
nos ha dado, tenemos que pasar por el corazón de Jesucristo.

Mons. Fernando Ocáriz, Homilía en la entrada


solemne en la iglesia prelaticia, 27 de enero de 2017.
“Que sean una sola cosa, así como nosotros lo somos (Ioh XVII, 11), clama Cristo a
su Padre; que todos sean una misma cosa y que, como tú, ¡oh Padre!, estás en mí
y yo en ti, así sean ellos una misma cosa en nosotros (Ioh XVII, 21). Brota
constante de los labios de Jesucristo esta exhortación a la unidad, porque todo
reino dividido en facciones contrarias será desolado; y cualquier ciudad o casa,
dividida en bandos, no subsistirá (Mt XII, 25). Una predicación que se convierte en
deseo vehemente: tengo también otras ovejas, que no son de este aprisco, a las
que debo recoger; y oirán mi voz y se hará un solo rebaño y un solo pastor (Ioh X,
16).

¡Con qué acentos maravillosos ha hablado Nuestro Señor de esta doctrina!


Multiplica las palabras y las imágenes, para que lo entendamos, para que quede
grabada en nuestra alma esa pasión por la unidad. Yo soy la verdadera vid y mi
Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no lleva fruto, lo cortará; y a todo
aquel que diere fruto, lo podará para que dé más fruto... Permaneced en mí, que
yo permaneceré en vosotros. Al modo que el sarmiento no puede de suyo
producir fruto si no está unido con la vid, así tampoco vosotros, si no estáis
unidos conmigo. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; quien está unido conmigo
y yo con él, ése da mucho fruto, porque sin mí nada podéis hacer (Ioh XV, 1-5).

¿Cómo se concreta ese deseo de unidad?

Defender la unidad de la Iglesia se traduce en vivir muy unidos a Jesucristo, que


es nuestra vid. ¿Cómo? Aumentando nuestra fidelidad al Magisterio perenne de la
Iglesia: pues no fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para
que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su
asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación
transmitida por los Apóstoles o depósito de la fe (Concilio Vaticano I, Constitución
dogmática sobre la Iglesia Denzinger-Schön. 3070 (1836)). Así conservaremos la
unidad: venerando a esta Madre Nuestra sin mancha; amando al Romano
Pontífice.

Yo pido al Señor cada día que agrande mi corazón, para que siga convirtiendo en
sobrenatural este amor que ha puesto en mi alma hacia todos los hombres, sin
distinción de raza, de pueblo, de condiciones culturales o de fortuna.

San Josemaría Escrivá, Lealtad a la Iglesia


publicado en el libro “Amar a la Iglesia”
Textos de san Josemaría sobre el amor a la Iglesia

Nuestra Santa Madre la Iglesia, en magnífica extensión de amor, va esparciendo


la semilla del Evangelio por todo el mundo. Desde Roma a la periferia. Al
colaborar tú en esa expansión, por el orbe entero, lleva la periferia al Papa, para
que la tierra toda sea un solo rebaño y un solo Pastor: ¡un solo apostolado!

Forja, 638

Ofrece la oración, la expiación y la acción por esta finalidad: «ut sint unum!» –para
que todos los cristianos tengamos una misma voluntad, un mismo corazón, un
mismo espíritu: para que «omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!» –que todos,
bien unidos al Papa, vayamos a Jesús, por María.

Forja, 647

María edifica continuamente la Iglesia, la aúna, la mantiene compacta. Es difícil


tener una auténtica devoción a la Virgen, y no sentirse más vinculados a los
demás miembros del Cuerpo Místico, más unidos también a su cabeza visible, el
Papa. Por eso me gusta repetir: omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!, ¡todos,
con Pedro, a Jesús por María! Y, al reconocernos parte de la Iglesia e invitados a
sentirnos hermanos en la fe, descubrimos con mayor hondura la fraternidad que
nos une a la humanidad entera: porque la Iglesia ha sido enviada por Cristo a
todas las gentes y a todos los pueblos.

Es Cristo que Pasa, 139

Esta Iglesia Católica es romana. Yo saboreo esta palabra: ¡romana! Me siento


romano, porque romano quiere decir universal, católico; porque me lleva a
querer tiernamente al Papa, il dolce Cristo in terra como gustaba repetir Santa
Catalina de Siena, a quien tengo por amiga amadísima.

Contribuimos a hacer más evidente esa apostolicidad, a los ojos de todos,


manifestando con exquisita fidelidad la unión con el Papa, que es unión con
Pedro. El amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros un hermosa pasión,
porque en él vemos a Cristo. Si tratamos al Señor en la oración, caminaremos con
la mirada despejada que nos permita distinguir, también en los acontecimientos
que a veces no entendemos o que nos producen llanto o dolor, la acción del
Espíritu Santo.

Amar a la Iglesia, 28
Textos de san Josemaría sobre el amor al Papa

El amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque


en él vemos a Cristo.

Amar a la Iglesia, 30

Tu más grande amor, tu mayor estima, tu más honda veneración, tu obediencia


más rendida, tu mayor afecto ha de ser también para el Vice–Cristo en la tierra,
para el Papa. -Hemos de pensar los católicos que, después de Dios y de nuestra
Madre la Virgen Santísima, en la jerarquía del amor y de la autoridad, viene el
Santo Padre.

Forja, 135

Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón.

Camino, 573

Católico, Apostólico, ¡Romano! -Me gusta que seas muy romano. Y que tengas
deseos de hacer tu “romería”, videre Petrum, para ver a Pedro.

Camino, 520

Cada día has de crecer en lealtad a la Iglesia, al Papa, a la Santa Sede... Con un
amor siempre más ¡teológico!

Surco, 353

Acoge la palabra del Papa, con una adhesión religiosa, humilde, interna y eficaz:
¡hazle eco!

Forja, 133

Que la consideración diaria del duro peso que grava sobre el Papa y sobre los
obispos, te urja a venerarles, a quererles con verdadero afecto, a ayudarles con tu
oración.

Forja, 136

La fidelidad al Romano Pontífice implica una obligación clara y determinada: la de


conocer el pensamiento del Papa, manifestado en Encíclicas o en otros
documentos, haciendo cuanto esté de nuestra parte para que todos los católicos
atiendan al magisterio del Padre Santo, y acomoden a esas enseñanzas su
actuación en la vida.

Forja, 633
Queridísimos, ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

En mi reciente viaje en varios países de Centroamérica, he podido experimentar,


otra vez, la bendita unidad de la Obra. No dejemos de sorprendernos por esta
misericordia que tiene Dios con nosotros. Nuestro Padre, refiriéndose al 14 de
febrero de 1930 y al 14 de febrero de 1943, comentó en una ocasión: «No en vano
ha querido el Señor que coincidan estas dos manifestaciones de su bondad en
una misma fecha. (...) Pedid al Señor que os enseñe a amar la unidad de la Obra
como Él la quiso desde el primer momento» (14-II-1958).

El Señor, durante la Última Cena, rezó por la unidad de quienes serían sus
discípulos: «Ut omnes unum sint» (Jn 17,21); que todos seamos uno. No se trata
solo de la unidad de una organización humanamente bien estructurada, sino de
la unidad que da el Amor: «como Tú, Padre, en mí y yo en Ti» (Ibíd.). En este
sentido, los primeros cristianos son un claro ejemplo: «La multitud de los
creyentes tenía un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32).

Precisamente por ser consecuencia del amor, esta unidad no es uniformidad, sino
comunión. Se trata de unidad en la diversidad, manifestada en la alegría de
convivir con las diferencias, aprender a enriquecernos con los demás, fomentar a
nuestro alrededor un ambiente de afecto. Jesús señaló que esta unidad es
condición de eficacia en la transmisión del Evangelio: «Para que el mundo crea»
(Jn 17,21). Unidad, por tanto, que no nos encierra en un grupo, sino que – como
parte de la Iglesia – nos abre a ofrecer nuestra amistad a todas las personas en
esta magnífica misión evangelizadora.

Esforcémonos con un renovado empeño por vivir la unidad: empezando con


quienes tenemos más cerca. Entonces, con la gracia de Dios, fuente de esa
unidad, podremos superar los obstáculos que se nos presenten en el camino.

Mons. Fernando Ocáriz, Mensaje del 14 de febrero de 2019


Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

Ya habéis tenido ocasión de conocer muchos detalles del viaje que he realizado
durante las pasadas semanas. Con estas líneas, quiero mencionar brevemente
uno de los muchos motivos de mi alegría en esos días.

En países distintos, con diversas lenguas y costumbres, ha sido estupendo


experimentar, una vez más, la unidad en la diversidad.

La unidad de la Obra, como participación de la unidad de toda la Iglesia, se


fundamenta radicalmente en la Eucaristía y se expresa –debe expresarse–
especialmente en la fraternidad. Con cuánta fuerza san Josemaría nos exhortaba:
«¡Que os queráis!». Un querer que es comprender, interés sincero por cada
persona, oración, espíritu de servicio. Unidad necesariamente abierta, que se
expande en afán apostólico.

Todo esto es don de Dios y también responsabilidad de cada una y de cada uno.
Y, al experimentar tantas veces nuestras limitaciones, sin desaliento pidamos a la
santísima Virgen, Madre del Amor Hermoso, que todos podamos decir al Señor:
«Has dilatado mi corazón» (Sal 119, 32).

Os pido también que me acompañéis con la oración los días que, a mediados de
agosto, iré a estar con vuestras hermanas y vuestros hermanos de Tierra Santa y
tendré la alegría de rezar en esos lugares santos.

Mons. Fernando Ocáriz, Mensaje del 20 de julio de 2022


Para la
lectura
Pedro al timón, Dios en la barca: unión
con el Papa

Termina una jornada agotadora para Jesús. Tanta gente ha venido a escucharlo,
que tuvo que hablar desde la barca de uno de sus discípulos. Les relató varias
parábolas: el sembrador, la lámpara encendida, el grano de mostaza… Una vez
despedida la multitud, parten hacia la orilla oriental del lago de Tiberíades, quizá
a bordo de la misma embarcación. Sopla una brisa suave. No es el mejor
momento para descansar, pero Jesús encuentra un cabezal en la popa y se deja
vencer por el sueño. Tiene plena confianza en las manos expertas de sus
apóstoles para atravesar las aguas.

Al poco tiempo, el mar se desata: la brisa se transforma poco a poco en viento


fuerte y asistimos al relato de una nueva parábola, hecha esta vez no con
palabras, sino en vivo y en directo. Los evangelios nos hablan de una gran
tempestad que amenaza con hundir la barca (cfr. Mc 4,37). Por la situación
geográfica de esa zona, no es algo infrecuente: el lago está bordeado por
montañas en el norte y se encuentra en una depresión de doscientos metros bajo
el nivel del mar. Suele ocurrir cuando cae la tarde y el viento golpea enfurecido
desde el oeste, agitando las aguas.

A bordo, no en la orilla

Muchos padres de la Iglesia han visto en la barca sacudida por las olas y el viento
una imagen de la Iglesia. «El mar simboliza la vida presente y la inestabilidad del
mundo visible; la tempestad indica toda clase de tribulaciones y dificultades que
oprimen al hombre. La barca, en cambio, representa a la Iglesia edificada sobre
Cristo y guiada por los apóstoles»[1]. En su última audiencia general, a la vuelta
de casi ocho años como sucesor de Pedro, Benedicto XVI confesaba haber
pasado, junto a los días de sol y de brisa suave, también otros momentos con
vientos tempestuosos. «Pero siempre supe –continuaba– que en esa barca
estaba el Señor y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es
nuestra, sino que es suya. Y el Señor no deja que se hunda; es él quien la
conduce, ciertamente también a través de los hombres que ha elegido, pues así
lo ha querido»[2].

Esta certeza, que forma parte del claroscuro de la fe, nos impulsa a no mirar la
tempestad desde la orilla, como si fuera algo ajeno a nosotros. No se trata de un
crucero en el que una parte de la tripulación solo se dedica a mirar: somos
pescadores, compañeros de faena de Pedro y de los apóstoles. Somos
responsables de ayudar a quienes vienen a bordo, cada uno desde nuestro lugar,
también sosteniendo al Papa que nos guía.

Apenas dos semanas después de aquella última audiencia de su predecesor, al


terminar sus primeras palabras el día que fue elegido, el Papa Francisco nos
recordó que necesita de nosotros, cosa que desde entonces suele hacer con
frecuencia: «Ahora quisiera darles la bendición, pero primero, les pido un favor:
antes de que el obispo bendiga al pueblo, les pido que recen al Señor para que
me bendiga. Les pido la oración del pueblo que pide la bendición para su obispo.
Hagamos en silencio esta oración de ustedes por mí»[3]. Así nos enseñó también
a hacer san Josemaría; desde muy pronto, tenía la ilusión de que todas las
personas del Opus Dei y quienes, de un modo u otro, se acercan al calor de esta
familia, pudieran rezar diariamente por el Papa, pidiendo concretamente a Dios:
que lo cuide, lo anime, lo haga feliz y que le dé fuerza en las tempestades[4].

El amor al Papa, un don que se recibe

Al atardecer del 23 de junio de 1946, san Josemaría había llegado a Roma


después de varias peripecias, entre las que se contaba otra tempestad marina,
esta vez en el Mediterráneo. El piso que sus hijos habían alquilado contaba con
una pequeña terraza que se asomaba a Piazza Città Leonina. Desde allí se podían
divisar las ventanas de las habitaciones del Papa Pío XII. El fundador del Opus Dei
pasó la noche en vela, rezando por la Iglesia y por el Romano Pontífice. Años más
tarde, contaba que algún eclesiástico se burló de ese gesto filial, tal vez por
considerarlo ingenuo o inútil: «Se rieron de mí. En un primer momento, esa
murmuración me hizo sufrir; después ha hecho surgir en mi corazón un amor al
Romano Pontífice menos español –que es un amor, que brota del entusiasmo–,
pero mucho más firme, porque nace de la reflexión: más teológico y, por tanto,
más profundo»[5].

El amor al Santo Padre, «fundamento perpetuo y visible de unidad, así de los


Obispos como de la multitud de los fieles»[6], va madurando poco a poco, a lo
largo de los años. Al inicio seguramente se alimenta de un entusiasmo humano
que, con el tiempo, se va tornando «más teológico», más consciente de sus
razones, de su importancia y de su carácter sobrenatural, difícil de explicar solo
con parámetros humanos.

San Josemaría vivió bajo la guía de diversos Papas. Cuando era pequeño, san Pío
X gobernaba la Iglesia y a él debe la gracia de haber recibido tan temprano su
primera comunión. Después, decidió hacerse sacerdote cuando el Papa era
Benedicto XV. El Opus Dei nació bajo el pontificado de Pío XI y recibió la
aprobación definitiva de manos del venerable Pío XII, que fue el primer Papa con
quien san Josemaría se encontró personalmente. San Juan XXIII lo recibió varias
veces, mostrándole un cariño paternal, y de san Pablo VI fueron «las primeras
palabras de cariño y afecto»[7] que encontró al llegar a Roma. El fundador del
Opus Dei recogió en Camino algo que Dios le había regalado desde su juventud y
que sería un hilo conductor durante todos estos pontificados: «Gracias, Dios mío,
por el amor al Papa que has puesto en mi corazón»[8].

Aquellas palabras nos sugieren que el amor al Romano Pontífice es algo que no
controlamos necesariamente con nuestra fuerza de voluntad, con una convicción
puramente teórica o con una natural simpatía. Con esta breve oración san
Josemaría agradece este amor como un don de Dios, como algo recibido
gratuitamente. Así se explica mejor lo que aprendió de su primera noche romana:
a querer al Papa con un amor recibido de Dios, que no está a merced de las
tempestades, que no depende de una mayor o menor afinidad. La misma
mañana del día de su fallecimiento, el fundador del Opus Dei pidió que una
persona cercana a Pablo VI le trasmitiera el siguiente mensaje: «Desde hace años,
ofrezco la santa Misa por la Iglesia y por el Papa. Podéis asegurarle –porque me
lo habéis oído decir muchas veces– que he ofrecido al Señor mi vida por el Papa,
ualquieraque sea» [9].

San Josemaría, santa Catalina, san Jerónimo…

En la sede central del Opus Dei, en Roma, una pequeña arca de plata guarda una
reliquia de santa Catalina de Siena. Sobre un esmalte de la urna, puede leerse, en
latín: «Amó con obras y de verdad a la Iglesia de Dios y al Romano Pontífice». La
santa del siglo XIV había escrito en una de sus cartas, refiriéndose al Papa: «Lo
que le hacemos a él, se lo hacemos al Cristo del cielo, sea reverencia, sea
vituperio»[10]. También pedía en otra: «Humildemente quiero que pongamos la
cabeza en el regazo de Cristo en el cielo con afecto y amor, y de Cristo en la
tierra, que hace sus veces, por reverencia a la sangre de Cristo, de la que él tiene
las llaves»[11].

Esta convicción sobre la figura del Romano Pontífice –rodeado, en aquel siglo, de
complicadas tormentas– permitía a santa Catalina hacerse cargo de la inmensa
responsabilidad que pesa sobre los hombros de los Papas, y la llevaba a cultivar
una intensa oración de intercesión por ellos. San Josemaría, lector de los escritos
de la santa de Siena, decía también: «Mil veces me cortaría la lengua con los
dientes y la escupiría lejos, antes de pronunciar la menor murmuración de quien
más amo en la tierra, después del Señor y de Santa María: il dolce Cristo in terra,
como suelo decir, repitiendo las palabras de santa Catalina»[12]. Esta actitud es
todo lo contrario a hablar negativamente en público sobre el Papa o menoscabar
la confianza en él, tampoco en casos en los que no se comparta algún criterio
personal concreto. Si esto último llegase a suceder, es debido al menos un
«asentimiento religioso del entendimiento y de la voluntad»[13] a sus
enseñanzas.

Los testimonios de esta unión con el Papa en las vidas de los santos son tan
numerosos como los mismos santos. Por mencionar tan solo uno más, podemos
pensar en lo que casi mil años antes san Jerónimo escribía al Papa san Dámaso,
con su estilo lapidario y ardiente: «No sigo más primado que el de Cristo; por eso
me pongo en comunión con tu beatitud, es decir, con la cátedra de Pedro. Sé que
sobre esta piedra está edificada la Iglesia. Quien se alimente del Cordero fuera de
esa casa es un impío. Quien no está en el arca de Noé, perecerá el día del
diluvio»[14].

Podríamos decir, en fin, que la barca de la Iglesia tiene un sistema de orientación


con tres fuentes: primero Cristo que, aunque a veces duerma, está presente en
cada parte y en cada tripulante; después, María, como estrella que permanece
iluminándonos, aunque las olas sean grandes; y, después, Pedro, al mando del
timón por mandato del mismo Jesús. «Cristo. María. El Papa. ¿No acabamos de
indicar, en tres palabras, los amores que compendian toda la fe católica?»[15]

Orar en medio de olas y vientos

Al meditar sobre esta tempestad en el lago de Tiberíades, san Agustín exhortaba


a la confianza en quien de verdad gobierna no solo la barca, sino el mundo
entero: «Imita al mar y a los vientos, y obedece al Creador. El mar atiende al
mandato de Cristo, ¿y tú estás sordo? El viento amaina, ¿y tú soplas? ¿Qué es lo
que pasa? Yo digo, yo hago, yo pienso que... Todo esto, ¿qué es sino soplar y no
querer amainar ante la voz de Cristo? Que las olas no os arrastren ante las
confusiones de vuestro corazón»[16].

Nada escapa de los planes providentes de Dios: tampoco los vientos ni las olas.
«“¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?”. El comienzo de la fe es saber que
necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos.
Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a
Jesús a la barca de nuestra vida. Al igual que los discípulos, experimentaremos
que, con él a bordo, no se naufraga»[17]. Pero para que esa convicción eche
raíces en nosotros es necesario entrar en su lógica a través de una vida
contemplativa, de una vida de oración que se abra a las acciones de Dios, muchas
veces sorprendentes para nosotros. Tendremos que desprendernos de la
tentación de querer tomar el timón en nuestras manos. «El amor al Romano
Pontífice ha de ser en nosotros –decía san Josemaría– una hermosa pasión,
porque en él vemos a Cristo. Si tratamos al Señor en la oración, caminaremos
con la mirada despejada que nos permita distinguir, también en los
acontecimientos que a veces no entendemos o que nos producen llanto o dolor,
la acción del Espíritu Santo»[18].

Hasta el sueño de Jesús en la barca es redentor. Esa aparente inactividad es su


modo habitual de actuar: él apela a nuestra libertad; nos implica en la misión
maravillosa de llevar a los hombres el amor infinito de su Padre. Su corazón está
siempre atento, «no dormita, no se duerme el guardián de Israel» (Sal 121,4).
Aunque a veces no comprendamos sus tiempos o sus modos –su paciencia–,
podremos siempre acabar diciendo de él que, «a la vez que calmó la tempestad
de las aguas, calmó también la tempestad de las almas»[19].

[1] Benedicto XVI, Ángelus, 7-VIII-2011.

[2] Benedicto XVI, Audiencia, 27-II-2013.

[3] Francisco, bendición apostólica Urbi et orbi, 13-III-2013.

[4] Cfr. Preces del Opus Dei. Allí se recoge la tradicional oración Oremus pro Pontifice.

[5] San Josemaría, Carta 17, n. 19.

[6] Concilio Vaticano II, Const. dog. Lumen Gentium, n. 23,

[7] San Josemaría, Conversaciones, n. 46.

[8] San Josemaría, Camino, n. 573.

[9] Beato Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el fundador del Opus Dei, Rialp,Madrid 2001, p. 232.

[10] Santa Catalina de Siena, Carta 207, I, 436.

[11] Santa Catalina de Siena, Carta 28, I, 549

[12] San Josemaría, Carta 17, n. 53.

[13] Código de Derecho Canónico, n. 752. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n.892.

[14] San Jerónimo, Carta al Papa Dámaso, 2.

[15] San Josemaría, Instrucción acerca del espíritu sobrenatural de la Obra, n. 31.

[16] San Agustín, Sermón 63, n. 3.

[17]Francisco, Momento extraordinario de oración en tiempos de epidemia, 27-III-2020.

[18] San Josemaría, Amar a la Iglesia, n. 30.

[19] San Cirilo, en Catena Aurea, Lc 8,22-25.


Querer ser hijos, abrirnos a un hogar:
filiación y paternidad en el Opus Dei

Cada vez que es elegido un nuevo sucesor de san Josemaría y, posteriormente,


nombrado por el Papa, esa persona pasa de ser hijo a ser Padre de esta familia
sobrenatural. El Espíritu Santo obra una transformación en su corazón. Ocurrió
en 1975, año en que falleció el fundador, así como en 1994, en 2017, y seguirá
sucediendo mientras la Obra continúe su camino. Cuando acontece esta
sucesión, también cada fiel de la Obra aprende a ser hijo de una manera nueva.
En realidad, se trata de una oportunidad que se nos presenta, diariamente, toda
la vida.

Aunque uno sea hijo por generación natural o por vínculos espirituales, aquella
relación puede permanecer simplemente como un «hecho», como algo que está
allí, tal vez olvidado, y que no es elegido en presente con una fuerza personal
Porque, por encima de ese «hecho», podemos además escoger «vivir como
hijos», de la misma manera que un padre de familia supera el simple «saberse
padre» para, efectivamente, escoger «vivir como padre», para asumir la belleza
de esa relación. Aquella elección supone no contentarnos con «ser hijos», que ya
es bastante, sino también «querer ser hijos», abrirnos al calor de un hogar.

El Espíritu Santo: escuela para ser hijos y para ser Padre

Sin irnos muy lejos, san Josemaría tuvo que aprender a ser padre. «Hasta el año
1933 me daba una especie de vergüenza el llamarme “Padre” de toda esta gente
mía», comentaba, refiriéndose a los primeros años que siguieron a la fundación
del Opus Dei. «Por eso yo les llamaba casi siempre “hermanos” en vez de
“hijos”»[1]. Se puso, sin embargo, a la escucha del Espíritu Santo, y pronto pudo
entreverse en sus expresiones ese sentimiento de sano orgullo por los suyos:
«No puedo dejar de levantar el alma agradecida al Señor, de quien procede toda
familia en los cielos y en la tierra, por haberme dado esta paternidad espiritual
que, con su gracia, he asumido con la plena conciencia de estar sobre la tierra
solo para realizarla. Por eso, os quiero con corazón de padre y de madre»[2].

Muchas veces el fundador del Opus Dei confesaba que, inexplicablemente, sentía
su corazón ensancharse cada vez más, conforme eran más numerosas las
personas que se acercaban al calor de esta familia. Al mismo tiempo, era
consciente de que él, personalmente, no era imprescindible. Sabía que
estaríamos bien cuidados cuando ya no se encontrara físicamente en la tierra
para ejercer su paternidad: «Hijos míos, os quiero –no me importa decirlo,
porque no exagero– más que vuestros padres. Y estoy seguro de que en el
corazón de los que me sucedan, encontraréis este mismo cariño –iba a añadir
que más, aunque me parece imposible–, porque tendrán muy metido dentro del
alma este espíritu tan de familia que informa la Obra entera. Llamadles Padre,
como lo hacéis conmigo»[3].
La familia es mayor que la parte

La decisión de asumir una paternidad o asumir una filiación –querer vivir


verdaderamente como padres o como hijos– supone superar la lógica del
aislamiento y entrar en la lógica de la familia. Decía san Juan Pablo II que «Dios,
en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva
en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor»[4]. Por
eso, siempre hace germinar su palabra en el terreno fértil de esos vínculos
humanos: una familia, una agrupación, un pueblo… hasta llegar a la comunidad
universal que es la Iglesia. De Dios Padre, señala san Pablo, «toma nombre toda
familia en los cielos y en la tierra» (Ef 3,15).

Dice el refrán africano: «Si quieres ir rápido ve solo, si quieres llegar lejos, ve
acompañado». Una familia nos regala una mirada más amplia: nos enriquecemos
con muchas otras sensibilidades y perspectivas. En el caso de la Obra, nos
enriquecemos de los fieles de todas las latitudes, guiados por el Padre. El Papa
Francisco ha hablado muchas veces sobre la bonita tarea de conjugar nuestro
afán santo por mejorar lo que tenemos a mano, con la pertenencia a una familia
que se extiende más allá de lo que alcanzamos a tocar: «El todo es más que las
partes y también es más que la mera suma de ellas. Entonces, no hay que
obsesionarse demasiado por cuestiones limitadas y particulares. Siempre hay
que ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará a
todos. Pero hay que hacerlo sin evadirse, sin desarraigos. Es necesario hundir las
raíces en la tierra fértil y en la historia del propio lugar»[5].

A medida que van creciendo, los hijos se entusiasman cuando su padre les confía
algo importante. Sentirse valorados forma parte del proceso que les lleva a ser
adultos. Y esos actos de confianza suelen ser cada vez de mayor envergadura. No
siempre hace falta que la petición sea expresa. Cuando el hijo ha aprendido a
adelantarse a las necesidades de su familia, le basta una insinuación. Trata de
comprender la voluntad de su padre, quiere asumirla como propia, se ofrece
para realizarla. En el caso de la familia de la Obra, esas señales del Padre las
podemos recibir a través de sus frecuentes comunicaciones en mensajes y
cartas; teniendo la atención despierta para detectar sus preocupaciones cuando
participa en encuentros o entrevistas; procurando reconocer su guía en las
orientaciones y sugerencias que nos hace llegar para toda la Obra que, de algún
modo, tienen prioridad sobre lo particular. Los hijos buscan sorprender al padre
demostrándole que no solamente comprenden bien sus palabras, sino que
incluso van más allá: las recuerdan en cada momento, se impulsan en ellas y las
hacen fecundas.

Dificultades de moverse al ritmo divino

Mirando la vida de Cristo comprendemos bien que filiación y cruz no son


incompatibles, sino todo lo contrario: ambas están marcadas por la promesa de
la resurrección. Toda filiación natural y espiritual tienen también, de alguna
manera, esta doble dimensión. Su fundamento es el amor y, por eso, el dolor
puede hacerse presente: no para estropearlo todo, sino para mostrar hasta qué
punto esa relación es firme, segura, resistente a la fuerza de cualquier vaivén.
Ser hijo implica estar unido a la voluntad amorosa de un padre. Y no debe
sorprendernos que esto requiera, en ocasiones, sufrir.
Esta actitud no anula las dificultades que podamos encontrar, ni siquiera nos
asegura que se optará por la mejor solución desde el punto de vista humano,
pues todos nos podemos equivocar. Lo que sí sabemos es que el Espíritu Santo
es quien nos guía, y que para él no hay obstáculo insalvable, ni descamino que
no tenga retorno. Este dinamismo es parte de sabernos insertados en una lógica
sobrenatural, de Dios, con muchas más dimensiones que solamente ese largo y
ancho que se asoma ante nuestros ojos. Tantos santos se han movido con estas
coordenadas, a veces sin mucho acuerdo humano, pero de acuerdo con el
Espíritu Santo que suena una melodía que a veces no comprendemos del todo.
«Para ser buen bailarín contigo –decía una escritora del siglo XX, refiriéndose a la
docilidad hacia aquella música divina– no es preciso saber adónde lleva el baile.
Hay que seguir, ser alegre, ser ligero (…). No hay por qué querer avanzar a toda
costa sino aceptar el dar la vuelta, ir de lado, saber detenerse y deslizarse»[6].

Esa cruz que puede venir junto a cualquier filiación no será de ordinario grande y
pesada. No pretendemos sostener todo el peso, sino solamente lo que un hijo
puede llevar. Es nuestro deseo más grande aportar, con nuestros ahorros, un
granito de arena al negocio familiar.

Un mensaje velado

Entre las costumbres que san Josemaría, por inspiración de Dios, quería que
vivieran las personas del Opus Dei, se encuentran la oración y la mortificación
diarias por el Prelado. A ojos humanos puede parecer muy poco, pero, unidas y
avivadas con la caridad de Dios que las impulsa, se convierten en un potente flujo
de gracia.

Es lógico que los sucesores de san Josemaría hayan sentido el peso de esa
bendita carga que Dios ha puesto en sus hombros. Al mismo tiempo, es el
Espíritu Santo quien de verdad realiza la misión sobrenatural que se les ha
encomendado como pastores. El Padre confesaba, al final de su carta del 14 de
febrero de 2017, pocos días después de ser nombrado Prelado del Opus Dei por
el Papa: «Hijas e hijos míos, si en este mundo, tan bello y a la vez tan
atormentado, alguno se siente alguna vez solo, que sepa que el Padre reza por él
y le acompaña de verdad, en la comunión de los santos, y que lo lleva en su
corazón. Me gusta recordar en ese sentido cómo la liturgia canta la presentación
del Niño en el Templo (…): parecía, dice, que Simeón sostuviera a Jesús en sus
brazos; en realidad, era al revés, (…) era el Niño quien sostenía al anciano y lo
dirigía.

Así nos sostiene Dios, aunque a veces podamos percibir solamente lo que nos
pesan las almas»[7]. Detrás de estas palabras, quizá podemos intuir un mensaje
velado y discreto para cada uno. Es como si el Padre nos dijera que le
sostenemos nosotros. Siente el peso de ser el Padre, de haberse convertido en
guía y pastor de este rebaño, pero le alivia descubrir que somos nosotros los que
le sostenemos con nuestra oración, con nuestro sacrificio y con nuestro impulso
en la aventura que nos propone. Dios se sirve de nosotros para sostenerle.
[1] San Josemaría, Apuntes íntimos, 28-X-1935. Citado en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, tomo I, Rialp, Madrid
1997, p. 555.

[2] San Josemaría, Cartas 11, n. 23.

[3] San Josemaría, Comunicación leída por don Álvaro del Portillo al inicio del Congreso Electivo del primer sucesor del Opus Dei,
15-IX-1975.

[4] San Juan Pablo II, Homilía, 28-I-1979.

[5] Francisco, Ex. ap. Evangelii Gaudium, n. 235.

[6] Sierva de Dios Madeleine Delbrêl, “El baile de la obediencia”.

[7] Mons. Fernando Ocáriz, Carta Pastoral 14-II-2017, n. 33.


Hermanos que miran al padre

Aquellos últimos días, Jesús había pasado mucho tiempo entre quienes, a ojos
de la sociedad, parecían estar más lejos de Dios. San Lucas nos cuenta que
«todos los publicanos y pecadores» (Lc 15,1) se acercaban a escuchar sus
enseñanzas. Ante este movimiento de gente, quienes presumían de custodiar la
ley mosaica empezaban a murmurar entre sí. El maestro decidió entonces
narrar tres parábolas para purificar la imagen de Dios que ellos tenían,
distorsionada muchas veces por una mentalidad legalista que pierde de vista el
amor divino. El tercero de estos relatos es la historia de un padre y sus dos hijos
(cfr. Lc 15,11−32): el menor, que pide la herencia para malgastarla lejos de su
casa, y el mayor, que permanece en el hogar, pero sin sintonizar
verdaderamente con el corazón de su padre.

El olvido de ambos hijos

La primera parte de la historia de estos dos hermanos es la de una larga


distracción: uno y otro vivían sin ser conscientes de la gratuidad con la que su
padre los amaba. El pequeño soñaba con lugares en donde suponía que iba a ser
más feliz. A este la dispersión le llegó por la cabeza —tal vez menos amueblada
— y por la imaginación —quizá más viva—, hasta convencerse de que podía
comprar el amor: «Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde» (Lc
15,12). El mayor, por su parte, había adormecido su corazón porque
aparentemente cumplía bien sus responsabilidades. Estaba satisfecho; no daba
disgustos a su padre. Sin embargo, por alguna rendija se había colado el frío en
su alma. Quizá se había ido enredando en planes que, aunque parecían no
alejarlo, de hecho mantenían al margen a quien tanto le quería. Al final, aunque
fuera de modo casi inconsciente, ni él ni su hermano concebían que fuera
posible alcanzar una auténtica felicidad estando en familia. Mientras el pequeño
la buscaba lejos, el mayor la añoraba en fiestas con sus amigos. Ninguno de los
dos imaginaba que podía alcanzar una vida plena junto a su padre.

San Juan Pablo II decía que todos tenemos dentro de nosotros, a la vez, algo de
ambos hermanos [1]. Al mismo tiempo, quizá no sea casualidad que Jesús haya
querido explicitar la edad de ambos. Puede que el Señor eligiera al mayor para
ilustrar actitudes más frecuentes entre personas que llevan mucho tiempo
buscando y tratando a Dios. Este hermano, ciertamente, había logrado cumplir
con perfección sus tareas. Su padre, creía él, no podía reprocharle casi nada, así
que estaba tranquilo: no debía nada a nadie. Sin embargo, no era realmente
feliz. El joven, por su parte, idealista y apasionado, puede representar actitudes
más comunes en etapas iniciales de la vida. Tal vez era más vulnerable al
atractivo de una libertad dirigida hacia bienes que finalmente no sacian. Huir,
escapar y divertirse, puede ser atractivo. Pero no se puede rechazar
indefinidamente la propia identidad: tarde o temprano aparecen carencias que
solo Dios es capaz de colmar. Él tampoco era feliz.
Ambos hermanos estaban incómodos en la vida. Era difícil que creciera en ellos
el amor, que la ternura echara raíces, que alcanzaran a ver lo mucho que su
padre contaba con ellos. Sus sueños estaban desenfocados. Quizá no les cegaba
el egoísmo, pero es posible que hubieran cedido a una tentación sutil:
preocuparse solo de lo que tenían entre manos, olvidando el amor de quien les
había dado todo. Tal vez sin darse cuenta, habían puesto un dique a ese cariño.
Mientras el joven imaginaba lo que podría hacer lejos de su hogar, el mayor
contabilizaba lo que ya había atesorado. Ambos pensaban que tenían un botín,
pero en realidad lo estaban guardando en sacos rotos. El mayor aguantaba, a la
espera de premios que creía merecer, mientras el pequeño no había querido ni
siquiera esperar. Al final los dos exigían, de un modo u otro, lo mismo: su
recompensa.

La alegría paterna de tenerlos cerca

Atrapados en sus seguridades, estos dos hermanos eran incapaces de atisbar


siquiera lo que ocurría a muy poca distancia, en el corazón de su padre. Cada
uno a su modo, habían convertido el trato diario con él en una cosa más a hacer.
Así nos puede suceder a nosotros: tenemos tantas actividades cada día, la
mayoría buenas, que podemos agotar nuestra energía en ellas. Incluso los
momentos en los que querríamos dialogar con Dios pueden convertirse
simplemente en una tarea más. Como el hermano pequeño, al que posiblemente
le costaba mucho esa rutina; él necesitaba algo más intenso y sensible. O como
el mayor, que convivía serenamente con su padre, pero no disfrutaba de su
compañía. La crisis, latente, se desencadenará con el regreso del pequeño. Ese es
el momento en que uno y otro muestran sus cartas. En efecto, mientras que el
pequeño no se atreve a pedir nada más que volver como jornalero, aunque fuera
el último, descubrimos que el mayor no se sentía bien pagado. El padre se queda
desarmado: es verdad que el pequeño no ha reunido méritos para una fiesta así.
Pero él creía tener más cerca al mayor: creía que lo tenía de su parte, y que
también iba a alegrarse por el regreso de su hermano.

Volver a la casa paterna, desde lejos o desde cerca, es romper nuestra burbuja y
mirar cómo se conmueve el Señor. Descubrimos entonces que, más que una
tarea, la relación con nuestro Padre Dios es un don. «Corriendo a su encuentro,
se le echó al cuello y le cubrió de besos» (Lc 15,20); «Hijo, tú siempre estás
conmigo, y todo lo mío es tuyo» (Lc 15,31). El padre se siente orgulloso de sus
hijos, aunque no le hayan dado motivos para estarlo. En las palabras de cada uno
que nos trae la parábola vemos solamente lo que ellos hacen, sienten o piensan.
En las palabras del padre, al contrario, se plasma la alegría de tenerlos cerca.

Una alianza anhelada

«No es emancipándonos de la casa del Padre como somos libres, sino abrazando
nuestra condición de hijos» [2] y, por lo tanto, de hermanos. Puede que el
pequeño saliera a buscar a su hermano. Quizá el mayor cedió, entró y terminó
abrazando al pequeño, a quien seguramente no había dejado de querer. La
felicidad no sería completa si la reconciliación con el padre no implicara también
el perdón por los agravios, reales o imaginarios, entre hermanos. Por ahí va uno
de los anhelos del Papa: «Últimamente llevo en el corazón un pensamiento.
Siento que esto es lo que el Señor quiere que yo diga: que se haga una alianza
entre jóvenes y mayores» [3].
Al menor le costaría comprender el valor de la perseverancia de su hermano:
años y años cumpliendo con su obligación. Al mayor se le hacía incomprensible
la insensatez del pequeño. Les pasaba exactamente lo contrario que a su padre,
que no entendía la vida sin sus hijos. Le hacían falta ambos, cada uno con su
forma de ser y de querer. Si hubieran alcanzado a mirarse entre ellos con los
ojos paternos, se habrían sentido contemplados de otra forma, porque en esa
mirada no caben los juicios ni los reproches. Quizá, con el tiempo, las algarrobas
de los cerdos llegarían a ser motivo de bromas familiares. Tal vez el padre
organizaría poco después un banquete sorpresa para su hijo mayor y sus
amigos, sin más motivo que demostrarle su cariño, e incluso el pequeño ayudaría
a prepararlo.

En todo caso, ninguno de los dos acertaría a ser feliz hasta encontrarse
verdaderamente con su padre y comprender a su hermano. El joven se había
centrado en acaparar amor; el mayor, en cumplir con su parte del trabajo.
Ninguna de las dos actitudes es valiosa por sí sola. Cumplir sin amor cansa y
desgasta, hasta que al final se rompe la cuerda. Y querer ser amado sin
corresponder es imposible: también así acaba rompiéndose la cuerda. Por eso, el
padre les enseña a integrar fidelidad y amor. ¡Pueden aprender tanto el uno del
otro! Junto a su padre pueden aprender a hacer las cosas por amor, libremente,
porque les da la gana. Como Cristo, verdadero hermano mayor de todos: «No ha
habido en la historia de la humanidad un acto tan profundamente libre como la
entrega del Señor en la Cruz» [4].

Los dos hermanos se necesitan. Separados naufragan en la amargura, y su padre


sufre. Juntos lo hacen muy feliz. El joven tiene toda la fuerza y el ímpetu de sus
deseos de recibir cariño; estrena el amor. «Recuerdo —decía san Josemaría—
que me llevé una alegría cuando me enteré de que en portugués llaman a los
jóvenes os novos. Y eso son» [5]. El mayor, por su parte, ha luchado muchas
batallas. Su hermano le agradece quizá que le haya cubierto las espaldas y que
no haya dejado nunca solo el hogar. Y si al principio no es capaz de alegrarse de
su regreso, su corazón… ¿rechazará la petición de su padre?

La fuerza para sobrepasar la mezquindad de nuestro corazón podemos


obtenerla del banquete en el que aprendemos de verdad a ser hijos: «Quizá, a
veces, nos hemos preguntado cómo podemos corresponder a tanto amor de
Dios; quizá hemos deseado ver expuesto claramente un programa de vida
cristiana. La solución es fácil, y está al alcance de todos los fieles: participar
amorosamente en la Santa Misa, aprender en la Misa a tratar a Dios, porque en
este Sacrificio se encierra todo lo que el Señor quiere de nosotros» [6]. En Cristo,
Hijo único del Padre, uno y otro son capaces de portarse como hijos y, por tanto,
como hermanos. Participando juntos en el banquete del ternero cebado, se
calzan las sandalias nuevas para recorrer el mundo entero, se visten la túnica
limpia que huele a casa y se ponen el anillo de la fidelidad de su padre. Entonces
empieza la fiesta en la que no dejarán de cantar ya nunca alabanzas a un padre
que los cuida y los comprende.

Es verdad: la madre no aparece en este relato de familia. Y sin embargo, qué


duda cabe: en los recodos del camino a casa que es nuestra vida tenemos
siempre a María. Ella fija nuestra mirada en el amor del Padre y nos susurra al
oído: «Mira cómo te quiere Dios».
[1] Cfr. san Juan Pablo II, Ex. ap. Reconciliatio et Paenitentia, nn. 5-6.

[2] Mons. F. Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, n. 4

[3] Francisco, prólogo del libro La saggezza del tempo, Marsilio Editori, Venecia, 2018

[4] Mons. F. Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, n. 3

[5] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 31.

[6] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 88

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