Un Destello en El Cielo - Kay Kenyon
Un Destello en El Cielo - Kay Kenyon
Un Destello en El Cielo - Kay Kenyon
Un destello en el cielo
El Omniverso y la Rosa - 1
ePub r1.0
Watcher 13.04.2019
Título original: Bright of the Sky
Kay Kenyon, 2007
Traducción: Álvaro Sánchez-Elvira Carrillo
Ilustración de cubierta: Stephan Martiniere
—Canción infantil
Capítulo 1
A lgo golpeó la proa del kayak de Quinn. Una niebla delgada e irregular se
rasgaba de cuando en cuando para descubrir un cielo del color cerúleo.
Navegaba hacia el norte, arrullado por la cadencia del remo al golpear el
agua. El lejano horizonte llamaba su atención en ocasiones y le hacía alzar la
vista. Algunos días pensaba en tratar de alcanzar ese horizonte, de remar sin
detenerse jamás. Ultimamente pensaba más y más en ello. Incluso había
fantaseado con encontrar, más allá del horizonte, el lugar que le eludía, donde
estaban Johanna y Sydney. El lugar que Lamar Gelde aseguraba que
acababan de encontrar.
Mantuvo un ritmo brutal para saltar por encima de las ramas. No era
casual que Lamar Gelde hubiera aparecido justo cuando los noticieros
planeaban hacer un extenso reportaje sobre Titus Quinn, uno que atraería una
atención no deseada hacia las pérdidas sufridas por Minerva en materia de
transporte espacial. Quinn no tenía ninguna intención de dar una entrevista,
pues deseaba proteger su preciada intimidad, pero Stefan Polich no podía
saberlo; Polich haría cualquier cosa por silenciarlo, incluso fingir que podrían
tener pistas acerca del paradero de Johanna y Sydney.
Sumergía el remo una y otra vez entre las olas, tratando de alcanzar el
agotamiento, la paz. Pero alcanzar la paz no era tarea fácil.
El océano siempre conjuraba ese otro lugar, pero cuando trataba de
rememorar los detalles, solo conseguía atrapar niebla, y un inmenso vacío. En
ese vacío se encontraban sus recuerdos perdidos. Se desplazaba lentamente,
parecía lava más que agua, más plateado que azul… Y las cosas que
navegaban por el río… La imagen se alejó; no sabía más que antes. Entre las
tinieblas, en algún lugar, descansaban sus recuerdos del otro mundo. Diez
años de recuerdos, aproximadamente. Y sin embargo, las pruebas habían
demostrado que tenía la misma edad que cuando dejó la Tierra, que seguía
teniendo treinta y cuatro años.
Por supuesto, esas contradicciones solo existían si se seguían
estrictamente las leyes de la lógica, y Quinn nunca había depositado excesiva
confianza en esas leyes.
A lo lejos, en la playa, podía ver a alguien en su propiedad. Remó con
mayor rapidez y se acercó lo suficiente para ver que se trataba de su hermano
Rob. Caitlin y los niños estaban con él. Aún no le habían visto. Todavía podía
evitarlos, como había hecho durante los últimos dos años, por motivos que no
acertaba a comprender. Rob y su familia, tan normales. Esos niños… Se
estaba convirtiendo en un tío horrible: excéntrico, impredecible, inaccesible.
Remó pesadamente hasta la orilla. Lo haría por Caitlin, porque ella confiaba
en él, y odiaría defraudarla.
Mientras llevaba el kayak a la playa, su hermano y Caitlin se acercaron
para ayudarle. Quinn asintió a modo de saludo.
—Pensé que no vendríais hasta el veintitrés —dijo.
Rob sonrió burlonamente.
—Feliz Navidad a ti también —dijo.
Caitlin abrazó con ganas a Quinn, que devolvió el abrazo con creces. El
rostro de Caitlin siempre se iluminaba cuando lo veía; quizá era el último ser
humano que se alegraba de verlo. Llevaba el pelo castaño claro hacia atrás en
un peinado informal que dejaba ver su rostro redondo, al contrario que el de
Johanna, oval, y tenía ojos verdes que contrastaban con los ojos de color
castaño oscuro de Johanna. No podía entender qué había visto una mujer tan
hermosa en su hermano, aunque también él, a su manera, quería a Rob.
—Tío Titus —gritó Mateo—, ¡he encontrado un pájaro muerto! —Cerca
de la orilla, Mateo sostenía un montón de plumas sucias.
—¡Bien! —gritó Quinn—. ¡Dáselo a tu hermana pequeña!
Mateo comenzó a perseguir a Emily con el pájaro mientras Caitlin corría
hacia ellos para evitar una riña fraterna.
Quinn miró a su hermano y se vio a sí mismo como en un espejo: huesos
grandes y profundos ojos azules, aunque el trabajo de oficina que tanto le
gustaba le había reblandecido.
—Pensé que habíais dicho que vendríais el viernes.
—Hoy es viernes. —Rob gesticuló en dirección al porche con los brazos,
cargados de regalos—. Vamos adentro. —Miró a su hermano—. ¿Nos invitas
a pasar? Hemos conducido tres horas desde Portland, Titus.
—No tengo comida ni nada para los niños. —Bueno, había algunos
caramelos que sobraron en Navidad.
—Caitlin ha traído comida, claro está. No pensarías que te íbamos a dejar
cocinar el pavo, ¿verdad?
Quinn ayudó a llevar los regalos, y se sintió de nuevo como un estúpido
por haber prácticamente olvidado que se acercaba la Navidad. Miró a Rob de
soslayo. Rob, el buen hermano, estaba junto a él para celebrar la Navidad.
Rob, firme y prudente.
Rob, cuyo futuro en la empresa pendía de un hilo.
Quinn comenzó los preparativos para quitar el cerrojo a la puerta, y
jugueteó con los mecanismos que él mismo había diseñado. También había
diseñado la aldaba. La había esculpido él mismo en bronce, y le había dado la
forma de un rostro imposiblemente largo, con delicados labios y cejas. Rob
miró a su alrededor.
—Es agradable, esto.
—Sí. No hay un alma en kilómetros.
—No me refería a eso.
Para evitar un sermón sobre su vida de ermitaño, Quinn fingió amontonar
los paquetes en el interior y buscar un lugar para colocarlos. Dejó los
paquetes en el sofá, encima de los materiales para el kayak que había estado
limpiando esa mañana. Mientras, Rob llevó las bolsas de comida a la cocina.
Unas atronadoras sacudidas provenientes del porche anunciaron la llegada de
Mateo y Emily, que voceaban y esparcían arena a su paso.
Caitlin consiguió sostener a Mateo por el cuello.
—Fuera los zapatos —ordenó.
Quinn les saludó con la mano.
—No te preocupes. —Miró el caos reinante en la casa—. Un poco de
arena no estropeará esto.
Emily se encaminó a la mesa del comedor, donde descansaba la
locomotora Ives New York Central antes de su nueva instalación de faros, que
Quinn había planeado para esa tarde, antes de que su hermano se presentara
con un día de antelación.
—Cuidado —dijo Quinn—. Sin tocar, ¿recuerdas? —Su corazón se
encogió al mirar a su sobrina. Siempre que Emily estaba cerca, recordaba a
Sydney cuando tenía su misma edad.
Emily asintió astutamente.
—Cado —dijo.
—Es un pasatiempo muy cado —sonrió Quinn.
La voz de su hermano se oyó desde la cocina:
—Dios mío.
—¿Lo de la cocina? —dijo Quinn—. Es una medusa. —Eso atrajo la
atención de Mateo—. ¿Has visto una alguna vez? Puedes ver sus entrañas a
través de la piel.
Mateo corrió hacia la cocina para verificar ese prodigio.
Quinn miró la sala de estar; se le ocurrió que quizá debería haber hecho
limpieza. Comenzó a recoger cosas tiradas en sillas y se giró para buscar un
lugar en el que dejarlas.
—No pasa nada, Titus —dijo Caitlin—. De verdad. No necesitamos
sentarnos. —Tomó el montón de manos de Quinn y lo dejó junto a la base de
una lámpara de pie. Después, tras asegurarse de que Emily no les veía, miró a
Quinn a los ojos—. ¿Cómo estás? Dime la verdad.
Quinn inclinó la cabeza y sonrió sinceramente.
—Bien. Estoy bien.
—No es cierto.
—Sí lo es.
—Hace meses que no te vemos. —Había reproche en sus palabras, pero
el tono utilizado permitía pasar ese detalle por alto.
—Supongo que he estado demasiado absorbido por mi hobby. Dijiste que
debería interesarme por algo.
—Me refería a personas, Titus.
—Ah. Bueno, con las personas es más complicado. —Se percató de que
el Isla Lionel Coral se dirigía a la curva junto al sofá a demasiada velocidad,
y gesticuló con la mano derecha, activando los comandos digitales que
controlaban sus maquetas ferroviarias. Podría haber utilizado un sistema
activado por voz, pero le gustaban los controles manuales. Siempre había
sido bueno usando las manos; por medio de los tres diminutos anillos de su
mano derecha, podía controlar sin dificultad la sincronización y el
rendimiento de ocho trenes en cinco vías.
Mateo estaba de vuelta.
—¿Puedo coger el nuevo motor? ¿El que costó once mil dólares?
Quinn señaló el St. Paul Olympian que en ese preciso instante emergía
procedente del dormitorio del fondo y dijo:
—Se mira pero no se toca, campeón.
Mateo miró el elegante tren de capa metálica y delicadas piezas fundidas
mientras seguía su recorrido bajo el arco del comedor.
—Ojalá tuviera un juguete como ese —dijo el niño.
—No es un juguete —dijo Quinn, mientras buscaba en el armario de la
entrada los regalos que había pedido por correo para los niños.
—Si no es un juguete, ¿qué es? —preguntó Mateo.
—Es una evasión —dijo Rob, ya de vuelta.
—Es un hobby —pronunció Emily.
Quinn sacó las cajas de cartón del armario y replicó:
—Es algo para evitar pensar. —Al notar la preocupación en el rostro de
su cuñada, sonrió alegremente—. Feliz Navidad a mis sobrinos favoritos.
Mateo torció el rostro; era un truco muy viejo.
—Somos tus únicos sobrinos —dijo.
—Bueno, pues ahí lo tienes. —Quinn entregó los regalos a los niños, que
no los abrieron hasta que Rob les indicó que lo hicieran con un asentimiento.
Abrieron las cajas, repletas de artilugios trónicos de una tecnología cinco
años por delante de cualquier cosa que pudieran imaginar.
—No tenía papel para envolver —dijo Quinn.
—No importa —comenzó Caitlin, pero Rob la interrumpió:
—Dios santo, Titus. —Pareció como si fuera a decir algo más, pero
después miró a los niños.
La mano de Caitlin aferró la mano de su marido de nuevo. Como un
entrenador de perros, pensó Quinn. ¿Por qué no dejaba que Rob dijera lo que
tenía que decir? Sabía lo que su hermano pensaba de él, de su pasatiempo y
de su pequeña y cutre cabaña.
En lugar del reproche que esperaba, Rob dijo:
—Celebra la Navidad con nosotros, Titus.
El pobre hombre no tenía ni idea de lo que le aguardaba en su cómodo
trabajo.
Los niños golpeaban botones y hacían parpadear luces de sus respectivos
regalos.
Quinn trató de sonreír.
—Lo intentaré —dijo.
Mateo, que aún jugueteaba con su regalo, dijo:
—Sí, claro.
—Los niños siempre dicen la verdad —dijo Rob, y miró a Quinn—. No
vas a venir. ¿Por qué no lo dices de una vez y nos ahorras a todos el estarte
esperando?
—Si es lo que quieres —Quinn se encogió de hombros.
—Me parece bien —dijo Rob secamente. Se arrodilló junto a los niños y
guardó los regalos en sus envoltorios, que metió después en las cajas,
mientras los niños lo miraban consternados.
—Creía que nos íbamos a quedar —dijo Emily.
—Y yo —murmuró su padre.
Caitlin dejó que esta pequeña escena familiar siguiera su curso; prefería
no intervenir hasta que se hubieran desahogado. Si no se quisieran, no
importaría si Titus les visitaba en Navidad o no, pero Titus era capaz de
enfurecer a su hermano en cuestión de segundos sin apenas proponérselo.
—Niños —dijo—, jugad un rato fuera antes de que volvamos. —No
discutió el decreto de su marido; Rob pareció sorprendido.
—Evitaré que se ahoguen —dijo Rob, que sabía cuándo alejarse de una
discusión acalorada.
Hazlo, cariño, pensó Caitlin. El Océano Pacífico podía ser una fuente de
aventuras o un riesgo potencial. Rob, en todo caso, buscaría ramas entre las
olas.
Titus sonreía. Malditos ojos azules.
—No me gusta la Navidad —dijo Titus, entre cautivador y sardónico.
Pero eso no iba a funcionar con Caitlin.
—Te estás alejando de nosotros, Titus. —Cuando Quinn comenzó a negar
con la cabeza, añadió—: Y de ti mismo.
Quinn echó un largo vistazo a su sala de estar, como si tratara de decidir
si eso era cierto o no. Pero era cierto. Por mucho que jugara con los niños,
por muchas aficiones que tuviera, era evidente que el que fue la segunda
persona favorita de Caitlin se estaba convirtiendo en una de las menos
favoritas.
El rostro de Titus se relajó; ahora parecía serio.
—Creo que no me importa demasiado, Caitlin.
Caitlin negó con la cabeza.
—Eso quizá sea cierto otro año. No es cierto ahora.
—¿No lo es? —Titus parecía esperanzado de que así fuera.
Quinn, al pronunciar esas palabras, le había otorgado a Caitlin un poder
sobre sí mismo, y era un regalo muy atrayente.
—No —dijo Caitlin—. No lo es. Por eso vas a venir en Navidad.
Quinn no respondió, pero Caitlin esperaba que fuera. Sería un pequeño
gesto, por Rob y por los niños. Caitlin esperaba que su petición no fuera
únicamente en su propio interés. Siempre le preocupaba ser la única que
sentía electricidad en cualquier habitación en la que estuviera Titus Quinn.
Las voces alegres procedentes de la playa llamaron la atención de Titus y
Caitlin, que miraron hacia la puerta abierta, donde podían ver a Rob, que les
miraba a su vez desde la orilla. A Rob no le gustaría que Caitlin le rogase a
Quinn que celebrase la Navidad con ellos. De modo que no lo había hecho,
sino que se lo había ordenado. Y Titus al menos la estaba escuchando, con tal
intensidad que, al mirar sus ojos azules, Caitlin se quedó paralizada. Se
permitió a sí misma imaginar que a Quinn le gustaba un tipo de mujer con
una voluntad al menos tan poderosa como la suya. Caitlin nunca se
compararía con Johanna, una mujer a la que había amado tanto como
envidiado profundamente. Habían sido amigas: la gran belleza y la muchacha
normalita, una extravagante y la otra responsable. Por una vez, a Caitlin le
hubiera gustado poder cambiarse por ella.
Cogió una de las cajas de juguetes, y aprovechó para ocultar el color que
había adquirido su rostro. De pie, puso su mano sobre el brazo de Titus.
—Di que vendrás.
Quinn no respondió, pero la miró, ya sin defensas.
—Las echo de menos, Caitlin.
—Lo sé. —Déjalas ir, quiso decir, pero no fue capaz de hacerlo.
Quinn se acercó a ella, y por un momento Caitlin perdió el aliento, pero él
se limitó a coger la caja de regalo de sus manos.
—Los pondré en una bolsa —dijo, y el momento se esfumó.
—Titus, al menos despídete de nosotros. Rob lo tomará como una
disculpa.
—Y no lo será.
Caitlin sonrió.
—No, claro que no.
Por fin, recogieron sus cosas y se marcharon. Quinn observó el camión de
Rob mientras ascendía el inclinado camino. Los niños saludaban a través de
ventanas cubiertas de vaho, y Rob hizo sonar el claxon. Todo se había
solucionado, hasta el momento en que se estropeara de nuevo. A Quinn se le
ocurrió que Caitlin era lo mejor que le había ocurrido a su hermano. Esperaba
que Rob fuera consciente de ello, o tendría que darle una buena paliza.
Cuando el camión desapareció a lo lejos, volvió a activar las defensas de
la propiedad. Siempre le gustaba ver a Caitlin, pero se alegraba de que se
hubiera marchado. Por un momento, se había parecido muchísimo a Johanna.
Caitlin preparó el sofá para que durmiera en él. En bata y con el pelo
aplastado de dormir, estaba encantadora. Y parecía aliviada de verlo.
—Tengo que hablar contigo —dijo Quinn.
Pero entonces Rob entró en la habitación atraído por el alboroto, y Quinn
pensó que podía esperar hasta la mañana siguiente, porque quería hablar con
Caitlin a solas.
Se acostó por fin, fatigado.
Caitlin se giró en el umbral, como si quisiera decir algo. Pero solo susurró
«buenas noches» y le dejó a solas para que diera vueltas en el duro sofá hasta
conciliar el sueño.
Por la mañana, Quinn y Mateo trasteaban con una figura de acción rota en
la habitación de los niños. La figura trónica, tosca y de inteligencia artificial
básica, no activaba las piezas del campo de batalla de las hordas invasoras
que Mateo necesitaba como telón de fondo para su reina luchadora, la
encantadora y formidable Jasmine Star.
El chico tenía una gran imaginación. Con cinco años había anunciado que
iba a ser diseñador de entornos virtuales. Quinn no sabía si tenía el talento
necesario, pero Caitlin aseguraba que así era. Lo que era más importante,
¿consideraría una empresa que poseía ese talento? Pero solo tenía once años.
No tendría que preocuparse por el test normativo hasta dentro de un par de
años.
Emily estaba echada en la cama sobre el estómago y les contemplaba.
—No puedo pisar el campo de batalla o mis pies quedarán aplasados.
Quinn dobló la sonda trónica en el interior de los circuitos del autómata.
—¿Aplasados? —preguntó.
—Ya ha sido avisada. —Mateo se encogió de hombros.
Rob apareció en el umbral y dijo:
—Quizá Papá Noel tenga una solución envuelta en papel de regalo bajo el
árbol.
Quinn estaba a punto de conseguir el ángulo adecuado.
—Si trata de sobrevolar esta zona táctica, Papá Noel quedará aplasado.
—Síiii —dijo Mateo—, zona táctica.
Rob continuó observando durante un par de minutos y después se dirigió
a la cocina para ayudar a Caitlin a preparar el desayuno.
Rodeado por el aroma de la cocina casera y los reposados juegos de los
niños, Quinn sintió una punzada de envidia por la escena doméstica que le
rodeaba. Y también un inconfundible desasosiego al pensar que podría
esfumarse dentro de poco. Rob tenía cuarenta años; no podía permitirse
empezar de nuevo, ni tampoco Caitlin. El subsidio les mantendría calientes y
entretenidos, pero se trataría de un confort terrible que Quinn despreciaría, y
Rob también.
A hora que Yulin había decidido ahogar a Titus Quinn, se sentía en paz
consigo mismo.
La muerte de un ser racional nunca debía tomarse a la ligera, y como señor
del dominio no exigía esas muertes a menudo. Solo los lores tarig tomaban
vidas, y solo en raras ocasiones. Era justo y adecuado.
Por supuesto, a veces debía tomarse la justicia por su mano.
—Tío —dijo la chica al arrodillarse frente al estrado.
Casi se había olvidado de Anzi, que temblaba frente a él con el rostro
dirigido hacia las baldosas de piedra, sin atreverse a mirarle.
Yulin la ignoró y reflexionó acerca de su decisión, satisfecho.
Titus Quinn había llegado hasta él en una vasija; había sido el terrible
regalo de Wen An, la académica, que buscaba deshacerse de su mala suerte
entregándosela a Yulin. Espero que arda en el Destello, pensó. Y así, sin
haberlo planeado, el hombre de la Rosa estaba ahora viviendo en su recinto
para animales, y cuanto antes estuviera en el fondo del lago, tanto mejor.
Sería lo más seguro. Yulin cogió una empanadilla de la bandeja y la masticó
con delectación. Sí, resultaba gratificante haber tomado la decisión. El
hombre le había confundido cuando dijo que su gente vendría igualmente.
Yulin celebró la astuta agudeza que le había hecho comprender que ese
preocupante anuncio no tenía nada que ver con su situación como anfitrión
del fugitivo. Los que le siguieran no podrían saber cuál había sido el destino
del hombre, ni identificar a su verdugo. Que vinieran. Y tanto mejor si
llegaban a otro dominio y atormentaban a otro maestro distinto.
Yulin aflojó su túnica a la altura de la cintura. Todos debían morir. El
hombre de la Rosa, sus captores del pueblo, los jardineros y Wen An.
Había considerado entregar al hombre a lord Hadenth, a quien Titus
Quinn había ofendido gravemente. Pero las sospechas seguirían cayendo
sobre Yulin, incluso si informara de inmediato a la Estirpe. Querrían saber
por qué Wen An había enviado al hombre allí. Y la respuesta a esa pregunta
se arrastraba frente a él: Ji Anzi, su inútil sobrina.
Anzi habló de nuevo, como si adivinara sus pensamientos.
—Mi tío y mi salvador, ¿puedo hablar?
—No.
Yulin bajó la vista hacia los retratos que tenía en el regazo. La esposa. La
hija. Sus destinos eran desafortunados, irrevocables. Por su esposa y su hija,
el hombre causaría infinitos problemas, aunque los lores no llegaran a
encontrarle. Yulin había oído hablar de los vínculos humanos, y del caos que
provocaban las emociones descontroladas. Como había demostrado
perfectamente Titus Quinn en su primera estancia allí. No. Al hombre le
esperaba el fondo del lago. Quizá Sen Tai agradecería tener compañía.
Yulin se hurgó las encías con un mondadientes de marfil y pensó que su
esposa favorita, Suzong, celebraría su decisión. Yulin suspiró y miró por la
ventana que daba al jardín. Pronto podría pasear a solas por su santuario,
cuyo suelo en esos momentos ensuciaban los pies del despreciable extranjero.
Entonces podría disfrutar de nuevo de su colección de animales exóticos,
lejos de las quejas de sus esposas y de las peticiones de sus súbditos.
Ji Anzi tosió tímidamente y obligó a Yulin a concentrarse de nuevo en el
presente, y tratar de decidir si soportaría sus protestas. Había mandado
llamarla pensando que quizá le ayudaría en sus deliberaciones, pero de hecho
no la había necesitado.
—Levántate, sobrina. Retírate.
La chica se puso en pie y se alisó la chaqueta con actitud respetuosa, a
pesar de que sus mejillas habían enrojecido por la emoción. Más valdría
acabar con sus planes antes de que pudiera ponerlos en práctica.
—No es bienvenido, sobrina. —Yulin la miró de tal modo que la chica
fuera capaz de adivinar sus intenciones—. No lo consentiré.
Yulin asintió y sintió un acceso momentáneo de piedad.
—Retírate, y busca en qué ocupar tus energías. Lejos de aquí.
La chica no le disgustaba, pero traía mala suerte, como había admitido
incluso su difunta esposa Caiji.
—¿Y los otros que le han visto llegar aquí?
—Tampoco serán bienvenidos.
El rostro de la chica reflejó su conflicto interno.
—Pero Wen An es la prima de tu esposa —dijo, precipitadamente.
—No importa.
—Es una lástima matar a la prima de Suzong sin motivo. —La chica
continuó hablando sin detenerse—: Wen An es leal. Pasa todo el día en un
minoral del que nadie ha oído hablar, y viaja únicamente en beku. Morirá con
la boca cerrada, tío.
Quizá tenía razón, quizá podía perdonarle la vida a Wen An…
La voz de la muchacha fue como una aguja en su costado:
—Y Suzong la quiere mucho.
Yulin alzó la voz.
—¿Acaso te corresponde decidir cuáles de mis órdenes han de cumplirse
y cuáles no?
La chica se arrodilló y habló al suelo de nuevo.
—No, mi tío y mi salvador. —Yulin se mesó el bigote y pensó en la
intranquilidad y la incertidumbre que la chica había traído a un día que había
comenzado tan bien. La voz de la chica era apenas un susurro—. Pero sería
una lástima matar a Titus Quinn.
—¿Eh? —¿Acaso estaba intercediendo también por el que había roto los
juramentos? Yulin ya había dictado sentencia: debían morir todos. Excepto
quizá Wen An. Era de la familia. Matarla solo le traería problemas.
La voz de la chica sonó como un enjambre de insectos:
—¿Y Titus Quinn?
Yulin contempló la sala de audiencias. Era lo suficientemente privada,
pero no era a prueba de espías.
—Su nombre, hasta que muera ahogado, será Dai Shen. No vuelvas a
pronunciar su nombre de la Rosa nunca más.
—Como ordenes, Aquel que Brilla.
Todo este asunto era culpa de la muchacha, si uno se preocupaba de
buscar las causas originales. Pero la había perdonado hacía tiempo. Al menos
hasta que este hombre de la Rosa regresó para atormentarles.
Aun así, Yulin se apiadó de la afligida muchacha.
—Ponte en pie, Anzi. No tienes mi favor, pero puedes ponerte en pie si te
comportas.
Mientras se levantaba, Anzi miró a Yulin a los ojos, y Yulin comprendió
que en los muchos días que habían pasado desde la última vez que la había
visto, se había convertido en una mujer fuerte. Ya no era una muchacha alta y
desgarbada. Bueno, quizá era algo más alta de lo que desearía un hombre
bajo, pero era bastante agraciada. Quizá Suzong debería empezar a pensar en
un primer marido adecuado para ella…
—Ese hombre, Dai Shen —comenzó Anzi—, quizá deberíamos tratar de
utilizarlo en nuestro favor, aprender de él. Averiguar qué pretende la Rosa,
ahora que sabemos que vendrán.
Sí, un marido para la chica, y después un hijo. Eso o enviarla a la Larga
Guerra, donde aprendería el verdadero valor de la vida, en lugar de seguir
siendo una muchacha malcriada y exigente, como él mismo la había educado.
Después de que sus padres murieran, Anzi había sido una más de los niños
que correteaban por el palacio, pero era una de sus preferidos; era culpa suya
que fuera así ahora.
Anzi seguía hablando.
—Todo cambiará, tío. Ahora la gente de la Rosa sabe que existimos.
Vendrán aquí, como dijo él. Vivirás para verles. Dado que muchas cosas
cambiarán, ¿podrías aprovecharte de ello? Más vale pensar en eso, que no
nos coja desprevenidos. —Anzi hizo una reverencia rápidamente cuando
Yulin la miró.
—Bueno, puedo matarle y después pensar en qué haré cuando lleguen los
demás —murmuró Yulin. ¿Por qué se molestaba en discutir con ella? Era una
sobrina lejana, y no le correspondía asesorarle. Este era un asunto de la
mayor importancia, que amenazaba a su reino, a su familia y a su dominio.
¿Por qué discutir con una chica tan desafortunada y de tan poca importancia?
La voz de la muchacha se apaciguó.
—Sí, con el tiempo podrías desear matarle. Pero no hasta que te haya
contado todo lo que sabe. Tío, piensa en todo lo que sabe. Podrás calibrar
cómo actuará la Rosa, y planear con la mayor delicadeza el mejor modo de
prosperar.
Yulin agitó la cabeza y gesticuló como si ahuyentara las palabras de la
muchacha. Demasiado peligroso.
El rostro de Anzi reflejó su desdicha.
—Te lo ruego, tío.
Yulin se puso en pie en un movimiento que hizo caer la bandeja de
empanadillas al suelo, produciendo un estruendo metálico.
—¿Osas rogarme?
Anzi cayó de bruces al suelo y escondió el rostro.
Yulin avanzó hacia ella.
—¿Te atreves a presionarme de este modo? ¿A creer que cuentas con mi
favor, después de que te he perdonado y protegido? —Yulin bajó la vista y
miró a la forma abyecta que tenía a sus pies con furia en los ojos. No podía
creer que se rebajara a rogarle.
Por tu culpa, pensó, casi morimos a manos de los lores del Destello, hace
mucho tiempo. Y a pesar de todo te oculté, te protegí, y mil días después
volvió la paz, y los tarig no supieron nada. Y entonces el hombre de la Rosa
intentó matar a uno de los lores, y la pesadilla comenzó de nuevo. Las vidas
de mi familia pendían de un hilo, como una gota de agua a punto de caer. Y
entonces todo terminó, y recuperamos nuestras vidas. Hasta ahora. Que Dios
maldiga a Wen An.
Miró a Anzi. Las empanadillas en su estómago se convirtieron en piedra.
Respiró profundamente para calmarse. Muchas cosas, pensó, son culpa de mi
sobrina. Pero no el regreso de Titus Quinn. En justicia, eso no es culpa suya.
Y da buenos consejos sobre cómo aprovechar los sucesos futuros. ¿A quién
sirve el hombre de la Rosa, y qué pretenden los que le envían? Me gustaría
conocer las respuestas. Siempre puedo matar al hombre más adelante.
—Lo siento, lo siento mucho, tío. Perdóname. —La muchacha estaba
encogida sobre sí misma, temerosa de la rabia de su tío.
—Si —comenzó—, si le perdono la vida durante un par de días, y nos
proporciona información, su futuro en el dominio seguirá siendo una
incógnita.
Incluso estando en sus aposentos, prefería evitar palabras como «matar»,
«asesinato» o «ahogar».
—Sí, tío. Tan solo unos días, y luego toma una determinación. Una sabia
decisión.
Yulin gruñó. Cobardes halagos.
Anzi giró la cabeza y miró a su tío, aún arrodillada.
—Levántate —dijo Yulin, más preocupado ahora de lo que estaba antes.
Cuando se puso en pie frente a él y alzó el rostro para mirarle, Yulin vio
la felicidad en su rostro, y comprendió con cierto asombro que ese estado no
duraría mucho. En una larga vida, no obstante, el dolor no era más que una
onda en el agua que arrastraba la brisa, pensó con vocación filosófica.
—Anzi —dijo—, hablas los idiomas oscuros. Voy a encargarte que
recuperes los recuerdos que guarda Dai Shen sobre cómo hablar el idioma
lucente como es debido. No sabemos por qué lo ha olvidado. Pero le
enseñarás el idioma de nuevo.
—Sí, mi tío y mi salvador. —Yulin vio la adoración en los ojos de la
chica. Un día se convertiría en tristeza, cuando llegara el día en que Dai Shen
se uniera a Sen Tai en el fondo del lago. Era el problema de Ji Anzi. Era
demasiado impresionable, demasiado dada a la amabilidad.
Cuanto antes aprendiera a ser cruel, más feliz sería.
Quinn había cambiado la prisión de la vasija por la prisión del jardín. Podía
trepar con ciertos problemas los uniformes muros del complejo, pero una
invisible e impenetrable barrera situada en la cúspide frustraba cualquier
intento de huida.
Se paseó por el complejo y deseó encontrarse lejos de allí en vez de
aguardar a que aquel al que llamaban Yulin decidiera cuál iba a ser su
destino. La imagen de Sen Tai en el fondo del lago le atormentaba con su
innecesaria crueldad. Para Quinn sería mejor estar muerto que haber
regresado, había dicho el rechoncho maestro. No era bienvenido, y estaba en
peligro. Al menos eso lo había comprendido tras el episodio de la anciana y
el animal de carga. En este lugar habían ocurrido cosas, y nada buenas, pero
no sabía si esas cosas le habían salvado la vida hasta ahora o si la habían
puesto en peligro.
Llevaba nueve días en ese mundo. Quizá el intervalo no equivalía a nueve
días en la Tierra, quizá no llegara a un día terrestre. Pero, ¿qué diferencias
había entre el tiempo de este lugar y el tiempo de la Tierra? Einstein había
demostrado que el tiempo era moldeable. ¿Transcurría el tiempo a una
velocidad distinta en este lugar? ¿Era esa velocidad relativa constante?
Suponía que en la Tierra habían transcurrido unas horas menos en su
ausencia. Pero, ¿no era más razonable asumir que el avance del tiempo era
impredecible, al igual que la ubicación del Omniverso, que oscilaba en los
sensores de Minerva? Fuera la que fuera la relación entre este lugar y la
Tierra, esperaba que Helice Maki no hubiera tenido tiempo aún de apuntar
con su objetivo al pequeño Mateo.
El cielo oscilaba y se mecía, desorientándole. El día y la noche no
existían como tal en este lugar. Lo más parecido a la noche era el tenue color
gris azulado que adquiría el cielo durante el crepúsculo, que duraba varias
horas. Después, el cielo se iluminaba en blanco de nuevo. Esos eran sus días
y sus noches. Mientras Quinn dormía, alguien dejaba comida en cestas
apiladas en el exterior de su choza. No veía a nadie salvo a los jardineros, que
le evitaban.
Durante el día vagabundeaba por el jardín e inspeccionaba las distintas
plantas y la colección de animales de Yulin. Los aromas conformaban un
espeso y variado revoltijo, al que contribuía el incisivo olor del estiércol. Los
animales se paseaban en sus corrales, agitaban tupidos flancos o sacudían
cabezas coronadas por elaboradas cornamentas. A pesar de su aspecto
alienígena, junto a ellos había animales terrestres: osos pandas y un par de
tigres. Quinn formulaba continuas teorías para tratar de explicar lo que veía.
Los chinos, pensó, habrían llegado aquí hacía mucho tiempo, así como seres
de otros mundos. El mundo era una colección, quizá, al igual que este jardín
zoológico.
El sexto día de su estancia en el jardín de Yulin, caminó inquieto por un
extremo alejado del jardín, donde se topó inesperadamente con un jardinero
que daba de comer a un bípedo de largo cuello a través de los barrotes de su
jaula. El jardinero, joven y con una deformación en la cadera, miró a Quinn
alarmado y huyó hacia un grupo de densos árboles, soltando el cubo de agua
sucia.
—Perdón —dijo Quinn—. Vuelve —dijo después, esta vez en voz más
alta, dirigiéndose hacia el hombre. Habló en inglés, así que fue inútil. Se
había cansado de estar aislado, y se preguntaba si el hombre querría hablar
con él; quizá conociera idiomas de la Tierra, como otros de los habitantes de
este lugar. Pero los jardineros tenían miedo de él, así que era inútil tratar de
entablar conversación con ellos. Reanudó con desgana el paseo por el jardín
amurallado.
Los chillidos de los animales en las jaulas cercanas provocaron un furor
en el corazón del jardín. La hora de la comida siempre creaba tensión en las
jaulas, y ahora los animales parecían haber comprendido que sus alimentos
llegarían con retraso.
Pero el encargado de alimentarles no parecía preocupado por esos
detalles; se apresuró a poner tierra de por medio entre él y el paciente.
Las amplias zancadas de Chizu compensaban su corta pierna derecha, y le
hacían avanzar rápidamente, aunque no con demasiada elegancia. Chizu solo
podía pensar en esconderse del paciente. Había cometido la torpeza de
permitir que el hombre se acercara a él e hiciera peligrar de ese modo su
posición como encargado de animales de segundo nivel. Su sueldo no bastaba
para un hombre santo, y mucho menos para contentar a una exigente esposa y
un bebé hambriento, pero su salario extra como los ojos y oídos del precónsul
Zai Gan, hermano y enemigo de Yulin, era suficiente para convertirle en un
respetuoso seguidor de las reglas de Yulin. Concretamente, las siguientes: no
molestar al paciente, no hablar con el paciente, no mostrarse ante el paciente
salvo de lejos.
Chizu estaba tan angustiado por el encuentro que había estado a punto de
producirse que vació su vejiga junto a un árbol sangwan, uno de los favoritos
de Yulin. Dirigió el chorro hacia la parte superior de la encrespada corteza
por si acaso, e imaginó que se trataba del pecho velludo de Yulin. Forzó un
último salpicón de propina para el viejo bastardo.
Ya más calmado, Chizu trató de asimilar un sorprendente descubrimiento:
que el paciente hablaba un extraño idioma. Si el hombre fuera un académico,
los idiomas oscuros no supondrían un problema para él; pero el hombre (Dai
Shen era su nombre), era un soldado de Ahnenhoon, hijo de Yulin y de una
señora de otro dominio. Bien, Dai Shen había recibido una herida en la
cabeza durante la Larga Guerra que le había arrebatado la capacidad de
hablar y de recordar quién era, y Yulin, en su infinita benevolencia, lo había
traído aquí para acelerar su recuperación, para lo cual requería paz y
tranquilidad, y no ser molestado por nadie ni por el ruido de platos de
comida. Pero si el hombre era un académico, y uno que hablaba los idiomas
oscuros además, ¿por qué fingir que era un soldado? Fuera lo que fuera lo
que el rechoncho maestro deseaba ocultar, después de todo, sin duda a su
hermano le interesaría saberlo.
Era bien cierto que, si el paciente había sufrido daños mentales, podía
balbucear palabras sueltas sin sentido. Pero la verdad es que no actuaba de
manera anormal, más allá de quedarse contemplando cosas habituales, como
si le sorprendiera que las plantas crecieran y los animales gruñesen. Chizu y
los demás habían estado dispuestos a creer que estaba mal de la cabeza, dado
que el paciente vagabundeaba por los terrenos como un niño, como si acabara
de recibir una coz de un beku y siguiera conmocionado. Pero no desvariaba.
Se frotó la cadera distraídamente; la retorcida articulación sangró.
¿Pagaría Zai Gan por esa fruslería?
Zai Gan era el hermano pequeño de Yulin, y llegaría a reinar en el
dominio si Yulin perdiera su posición privilegiada o cayera en desgracia.
Como encumbrado precónsul del Magisterio en la Estirpe, Zai Gan estaba en
buena posición para liderar, pero Yulin era un obstáculo. Por supuesto, había
que contar también con los muchos hijos e hijas de Yulin, que estaban tan
dispuestos como Zai Gan a reemplazarle, o más, y que eran el resultado de
las mil relaciones sexuales que había tenido Yulin, una fuente inagotable de
vigor. Esta larga línea de descendientes provocaba que Yulin nunca
abandonara su propiedad salvo en casos de extrema necesidad, como la
ocasión en que adoptó a Dai Shen, dado que el nombre de la madre no era
conocido allí, y, además, nadie había oído hablar de ese hijo bastardo. Así
que Zai Gan tenía a sus espías y esperaba acontecimientos favorables, a los
que quizá contribuyera este paciente.
¿Qué había dicho el hombre? ¿Bu elve? Chizu memorizó esas palabras.
«Bu elve», y algo más que no podía recordar porque solo era un despreciable
encargado de los animales, y no un maldito precónsul o un gordo maestro del
dominio. De modo que quizá aún no se había ganado una recompensa de
manos de Zai Gan. No tenía sentido arriesgarse a comunicarse con el
precónsul si la conjetura de que el paciente no era un paciente carecía de
importancia, y mucho menos si era falsa.
Chizu se frotó la cadera y frunció el ceño mientras reflexionaba. Podía
imaginar la cara que pondría Zai Gan cuando el precónsul explicara con
facilidad cómo el paciente había llegado a decir algo tan extraño, y cómo
Chizu había roto su silencio sin un buen motivo. Y cuando lo dijera sería
unos ojos ciegos y unos oídos sordos, indigno de la confianza de Zai Gan.
Sí, más valía esperar y continuar al acecho, observando a este Dai Shen y
su confusa cabeza desde la distancia.
Caminó hasta la puerta baja del jardín, la que incluso Yulin, que era muy
bajo, tenía que agacharse para cruzar. El gozne chirrió cuando la Puerta de
los Ocho Sosiegos se cerró con llave tras él.
Cuando cayó el crepúsculo lavanda que hacía las veces de noche, Quinn
comprobó que podía mirar el cielo y contemplar sus fuegos sin forzar la vista.
En el estrecho sector de firmamento situado por encima del techo arbolado, el
brillante cielo era un río que cambiaba constantemente y sin embargo siempre
permanecía. Le tranquilizaba contemplarlo. A pesar del duro comienzo, y de
la muerte del intérprete, sintió un alborozo que apenas pudo reprimir. El
mundo más allá del horizonte del océano, el mundo en el que nadie más que
él creía, existía. Estaba en él. Había vuelto. Su hermano estaría estupefacto.
¿Lo ves, Rob? El universo es más grande y más extraño de lo que creías. Y tu
hermano no es tan extraño como pensabas.
Durmió y soñó con el ser alienígena del pueblo, que le miraba y se
acercaba para estrangularle. Quinn avanzó y se encaró con la criatura, veinte
centímetros más alta que él y con un brazo de un metro de largo. Lo mataré,
pensó. La criatura le miraba con ojos oscuros, imperturbable. Cuando
despertó en medio de la noche que no era noche, trató de recordar qué le
había ocurrido en este lugar. Pero los recuerdos se disolvían cuando trataba
de capturarlos.
Por la mañana, se despertó de repente. Se sentía observado.
Al borde del claro había una mujer. Incluso a esa distancia, su cabello
relucía con la luz de la mañana. Le llegaba hasta la barbilla. La mujer vestía
con la misma chaqueta abombada y de ángulos rectos y el mismo tipo de
pantalones que llevaba Sen Tai. Quinn se puso en pie cuando se acercó, y vio
que era alta para ser una mujer. Ella le miró durante largo tiempo sin hablar.
Quinn dejó que le contemplara, dado que él mismo la miraba sin disimular.
La fuerza de su rostro le añadía años, pero no tenía arrugas; a Quinn le
pareció joven. Su piel era muy pálida, y hubiera parecido calcárea de no ser
por una sutil tonalidad. No pudo decidir si era hermosa, pero sin duda era
llamativa.
La mujer metió la mano en un bolsillo profundo de su chaqueta y sacó
algo, que ofreció a Quinn.
Sus fotografías.
Las cogió. Aunque estaban dobladas y descoloridas, la imagen de
Johanna mantenía su expresión entre juguetona e irónica. Su gesto mostraba
fortaleza, algo que quizá le hubiera hecho falta en este lugar, la fortaleza que
había hecho que Quinn la amara.
—Nahil —dijo. «Gracias». Metió las fotografías en el bolsillo de su
chaqueta. Era una pequeña victoria: había exigido sus fotografías, y las había
conseguido.
La mujer hizo una pequeña reverencia desde la cintura. Entonces dijo en
inglés, con un fuerte acento:
—Me llamo Anzi. Te enseñaré a hablar. Cuando hables palabras lucentes,
abandonarás la jaula. —Señaló el jardín amurallado.
El hombre que podía matarle había decidido instruirle en lugar de eso.
Quizá Yulin había comprendido el mensaje de que los humanos pronto
llegarían. Y que uno de ellos ya había llegado.
—He olvidado vuestras palabras —dijo Quinn.
Anzi asintió.
—Has olvidado. Pronto recordarás. —La mujer le hizo una seña para que
la siguiera y echó a andar.
El toldo arbolado se cerró sobre ellos y oscureció el cielo, lo que les
sumió en un falso crepúsculo. De cuando en cuando la mujer se detenía y
señalaba algo, y pronunciaba la palabra que lo designaba en su idioma.
Pareció complacida cuando Quinn comenzó a repetir los sonidos tras ella.
Quinn señaló el cielo y describió su amplitud con un movimiento de la
mano.
—El Destello —dijo la mujer.
—¿Qué es el Destello?
La mujer frunció el ceño.
—El Destello es… —Dudó un instante, y continuó—: Está por encima de
nosotros.
La solución semántica hizo sonreír a Quinn.
La mujer le imitó, y sonrió con ganas. Entonces la sonrisa se desvaneció,
como si la empresa que les ocupaba fuera demasiado seria. La mujer
comenzó a nombrar cosas más cerca del suelo. Algunas le parecían
familiares.
En una ocasión, cuando la mujer señaló algo, Quinn pronunció su nombre
en la lengua lucente, como la llamaban, sin ayuda. Anzi aplaudió. Quinn
pensó que era extraño que el idioma que estas personas tan parecidas a los
chinos hablaban no fuera chino, o eso le parecía, sino un idioma cuyos
orígenes ni siquiera podía imaginar.
Quinn se detuvo en medio del camino, incapaz de ocultar por más tiempo
la pregunta que tenía en mente. Anzi se giró, esperándole.
—¿Dónde está mi hija?
Anzi no respondió. Para que quedara claro, Quinn sacó la fotografía de
Sydney.
—¿Dónde?
Anzi señaló hacia el muro, un gesto que dio esperanzas a Quinn.
—Hace mucho —dijo Anzi.
—Pero está aquí. Johanna está aquí. —Quinn señaló más allá del muro
del jardín.
—¿Lejos?
—Espera para preguntar, sí, por favor. —Anzi continuó andando, y
Quinn la siguió, tratando de evitar formular nuevas preguntas.
Cerca había una amplia extensión de mantillo. Una serpiente negra de un
metro de largo reptaba alejándose de ellos. Anzi pronunció el nombre del
animal, y añadió, en inglés:
—Como la Tierra, ¿recuerdas?
Le asombró oír esas palabras, aunque sabía que no se encontraba en la
Tierra. Entonces, ¿en qué lugar del cosmos se encontraba?
Quinn hizo otra pregunta.
—¿Dónde estoy?
Anzi le respondió en lucente, y después en inglés.
—El jardín de animales del maestro Yulin.
—No. —Quinn trazó un amplio arco con las manos—. ¿Dónde estoy,
dónde está el maestro Yulin, dónde está el cielo?
Anzi miró al cielo y comprendió. Dijo una frase en su idioma. Después
dijo, en inglés:
—Recordarás. Esto es todo. Esto es todo el universo, el Omniverso, si
prefieres.
El Omniverso. Sí. Eso parecía correcto. Parecía un recuerdo.
—¿Pero cómo puedes tener el mismo aspecto que yo? ¿Cómo puedes ser
humana?
—Os copiamos. Fuisteis copiados. Pudimos elegir qué aspecto tener.
Elegimos… una cultura muy antigua.
—La china.
—Sí. China. Fue un dominio muy importante en otro tiempo, cuando los
lores crearon el Todo. Elegimos esa forma.
De manera imperfecta, pensó Quinn. Han eliminado algunas diferencias,
el contorno de los ojos, el color del pelo…
Anzi continuó:
—También elegimos su cultura, pero la hemos mejorado, como todo es
mejorado en el Omniverso.
—Todo creado por los lores… —repitió Quinn, mirando en torno suyo, a
los árboles, al cielo, a Anzi.
—Sí, claro.
—¿Son ellos las criaturas altas con rostros esculpidos?
La expresión de Anzi pareció adquirir un matiz de alarma.
—¿Recuerdas?
—Vi a un señor, en un pueblo.
—Sí, tarig —dijo Anzi.
Tarig. La palabra parecía adecuada, parecía temible.
—¿Tienen tecnología avanzada, más avanzada que la de mi gente, que la
de la Rosa?
Anzi negó con la cabeza. No comprendía. «Tecnología».
—Ciencia, la manipulación de las fuerzas de la naturaleza.
Anzi asintió; había comprendido.
—Sí. Sus habilidades científicas están más allá de vuestra capacidad.
Ninguno de nosotros comprende su tecnología. Nos enseñan cosas de vez en
cuando. Migajas de su gran banquete. —Anzi levantó un brazo y señaló un
punto entre los árboles—. Está muy lejos. No tengas miedo.
No tenía miedo. Pero recordó, tarig. El rostro, largo y hermoso. Se
agachó y le miró. Sus tendones parecían esculpidos de algún metal semejante
al bronce. Tenía una mano alzada, mostraba cuatro dedos que se
convirtieron en un filo metálico que cortaba el aire frente a él… Dio un paso
adelante y murmuró: «Vas a morir. Todo ha terminado». Entonces se giró y
trazó una patada hacia atrás que golpeó duramente el torso del tarig y le
hizo caer de rodillas al suelo. Frente a él vio cómo sus puños golpeaban a su
enemigo, y se oyó un gran grito semejante al que haría un ave de rapiña…
Anzi estaba frente a él. Parecía preocupada.
—Fui prisionero de los tarig.
Anzi asintió solemnemente, como si eso la entristeciera. Como si fuese
algo horrible.
—Hadenth —continuó Quinn—. Murió. —El nombre de la criatura era
Hadenth. Era un príncipe de los tarig, que cayó a manos de Quinn tras un
suceso terrible.
—No —dijo Anzi—. No murió. Herido. Te recuerda.
El príncipe estaba herido, pero aún sonreía. El recuerdo se desvaneció.
—¿Qué me hizo Hadenth para que quisiera matarle?
Anzi negó con la cabeza.
—Pregunta después, por favor.
—No, dímelo ahora.
El rostro de Anzi se tensó.
—Después. El maestro Yulin dice después.
Quinn la cogió del brazo.
—He dicho ahora.
Anzi se liberó con un rápido movimiento que retorció el brazo de Quinn.
La mujer lo miró con gesto serio.
—Nunca toques a alguien entrenado como guerrero. Te enseñaré a no
hacerlo. —Anzi se colocó en posición de combate. Derribó a Quinn con una
patada rápida como un rayo.
Quinn se puso en pie y se sacudió el polvo. En cualquier otro caso todo
hubiera quedado ahí. Ella era una mujer, y él era mucho más fuerte, lo que le
daba ventaja. Pero no era una situación normal. Le hervía la sangre, y saltó
hacia ella. Anzi pivotó sobre sí misma para esquivarle, sostuvo el brazo de
Quinn y usó la inercia de su ataque para hacerle tambalearse. La fuerza de la
mujer le cogió completamente por sorpresa. Después, Anzi lanzó una patada
que golpeó con fuerza el hombro de Quinn.
Cuando se recompuso de nuevo, Anzi tenía los puños frente a sí,
dispuesta a golpear. Habló con voz imperturbable.
—Aún no peleas. Aún no hablas. No eres libre. Aún.
A pesar de lo insultantes que resultaban esas palabras, tenía razón. Quinn
había perdido ese combate. Eso le exasperaba, pero no podía permitirse
perder el favor de Anzi, pues la necesitaba como fuente de información.
—Dímelo —dijo Quinn—. Dime qué ocurrió. —Anzi le miró con ojos
serios—. Dímelo, y después practicaré tu idioma. No antes. —Quinn
necesitaba aprender el idioma, así que se estaba tirando un farol para
negociar, pero asumió que habían encargado a la mujer que le enseñara, y
podía sacar provecho de eso.
Anzi frunció el ceño como respuesta a su petición.
—Debes aprender camino de obediencia. Todos, incluso el maestro
Yulin, seguimos el Camino Radiante. Aprende obediencia, sí, por favor.
—Creo que mi camino es otro.
Permanecieron encarados durante largo tiempo. El rostro de Anzi seguía
pareciendo de porcelana.
—Tú tienes camino —dijo—. Yo tengo camino. Pero ahora debes
aprenderlo.
Quinn no estaba tan seguro de eso. Quizá estuviera en el Omniverso, pero
venía de la Tierra y seguía su propio camino. Todo eso podía esperar, pero no
conocer su pasado.
—Anzi —dijo Quinn—. Dímelo.
La mujer miró valle abajo, como si el maestro Yulin pudiera oírla. Pero
terminó por ceder.
—Los tarig enviaron a hija de Titus Quinn a una tierra lejana, donde
habitan aquellos cuya felicidad quieren los tarig. Son los inyx, criaturas rudas
que viven en manadas. Se puede montar en un inyx. Y los inyx desean que
seres racionales les monten. Tu hija fue un bonito regalo para los inyx. Los
inyx aceptaron este regalo. Hace mucho. Pero pidieron una cosa para estar
contentos… —Anzi sacudió la cabeza, vacilante.
—Continúa.
—Que debe ser un regalo sin vista. Los tarig lo hicieron. Le quitaron la
vista.
Quinn escuchó las palabras y trató de asimilarlas.
—¿Su vista? —preguntó.
—Es ciega.
Quinn permaneció en silencio.
—¿La cegaron? —dijo, y miró a Anzi, esperando que corrigiera sus
palabras, pero no lo hizo—. ¿La cegaron? —repitió, y susurró—: ¿Cómo?
—No sabemos cómo. Los tarig son cirujanos. Hacen esas cosas. Pero
sabemos que hay jinetes de los inyx que tienen aún sus ojos, pero no vista.
Quinn sintió un rugido nacer en su garganta. Dio una violenta patada a un
pequeño árbol, que se partió en dos con un crujido que retumbó en el bosque
como un disparo. Anzi contempló la escena sin perturbarse.
Esperó mientras Quinn destrozaba más plantas del maestro.
Por fin, dejó reposar la frente sobre el tronco de un árbol que resistió sus
violentas acometidas.
Su dulce hija, su pequeña. Quinn miró al bosque y murmuró:
—Así que ataqué al príncipe tarig.
Oyó a Anzi responder, a lo lejos:
—Eso oímos. Estamos muy lejos de allí.
—¿Y ahora? ¿Sigue Sydney en este lugar? ¿Con los inaks?
—Se llaman inyx. Quizá está allí.
Ahora conseguiría todas las respuestas que necesitaba.
—¿Y Johanna?
Siguió un largo silencio. Quinn siguió contemplando el espeso bosque,
los árboles, las hojas y las jaulas que se ocultaban allí para los animales más
peligrosos. Como él mismo. Aún no sabían cuánto daño era capaz de causar.
—¿Y mi esposa? —repitió.
De nuevo silencio.
Prefirió saberlo cuanto antes.
—¿Muerta, entonces?
—Muerta.
Quinn oyó a Anzi pronunciar esa palabra, quizá en inglés, quizá en su
propio idioma. El temor que había permanecido oculto entre las sombras
salió entonces a la luz. Quinn se apoyó en el árbol y miró a la extraña joven,
tan blanca, tan impasible, que le decía cosas que Quinn no deseaba pero debía
escuchar.
—¿Cómo murió?
Anzi no fue capaz de mirarle a los ojos.
—De tristeza, dicen.
—¿Cómo lo sabes? —susurró.
—Todos lo saben, que murió de tristeza.
Estaba muerta. Lo había estado durante muchos años. Quinn cerró los
ojos. Si eso era cierto, ¿por qué le dolía tanto ahora? Eran viejas noticias,
pero dolía como si hubiera ocurrido ayer.
Quinn miró el bosque en penumbra. Metió la mano en el bolsillo y
toqueteó el papel que guardaba allí. Se llevó la mano al pecho e inclinó la
cabeza.
Sydney ciega, esclavizada. ¿Qué clase de infierno era aquel, en el que
separaban a una niña de su madre y la cegaban? ¿En el que se dejaba a una
mujer morir de pena? Fuera lo que fuera este lugar, había retenido a Sydney
durante demasiado tiempo. Encontraría ese dominio de los inyx. Y llevaría a
su hija de vuelta a casa.
—Lo prometo —susurró—. Sydney, lo prometo.
Vagabundeó por el jardín durante largo tiempo, evitando a Anzi, que le
siguió el resto del día. Cuando llegó el crepúsculo, Quinn durmió en el
interior de su choza, donde la oscuridad era casi total. Se sentía enormemente
desdichado, y durmió intranquilo, con sueños desapacibles.
Anzi lo despertó cuando la luz inundó la choza a través de la ventana.
Quinn abrió los ojos y se preguntó qué había sido eso tan terrible que le había
atormentado mientras dormía. Cuando recordó a Johanna y a Sydney, gruñó y
cerró los ojos para bloquear el dolor.
Su guardiana no lo permitió. Le había traído comida caliente, y retiró la
tapa superior para incitarle a comer. Para contentarla, Quinn cogió un par de
comestibles que parecían seguros.
—Practicamos hablar —dijo Anzi.
Quinn salió de la choza y fue hacia el lago. Mientras se lavaba, oyó un
nuevo sonido, una música discordante. Quizá provenía de la residencia del
maestro, aunque la música parecía muy lejana. En algún sitio, alguien reía y
se oía música. En algún lugar, quizás era Sydney la que reía y oía música.
Vivía, al menos. Se aferró a eso.
Cuando Quinn volvió a la choza, Anzi se puso en pie e hizo una
reverencia. Fue una reverencia extraña. Buena comida, reverencias. Todo
para satisfacer a un prisionero. Quinn recogió las fotografías, que habían
reposado a su lado durante el crepúsculo, y las metió en su bolsillo.
Anzi le observó mientras lo hacía con ojos entrecerrados.
—Ahora hablamos —dijo.
—Hoy no.
—Sí, hoy. —Anzi lo desafió con ojos fieros. ¿Pelearía con él para
convertirle en un buen alumno?
Anzi le hizo señas para que la acompañara.
—Te muestro algo nuevo —dijo.
Quinn dio su intimidad por perdida, y la siguió mientras tomaban una
nueva dirección hacia el jardín. Se oyeron chillidos alienígenas provenientes
del bosque cuando los animales despertaron y exigieron ser alimentados. De
una jaula cercana, oculta por el follaje, les llegó un quejido siniestro y
aullante que no podría haber producido ninguna criatura terrestre.
Anzi caminaba delante de Quinn. Pronunció el nombre de una planta.
Cuando Quinn no repitió la palabra, se detuvo y le miró con severidad.
—Aprendes más rápido, Dai Shen.
—Bien. Me alegra que estés satisfecha.
—No estoy satisfecha. Tú no estás satisfecho. No cuando el maestro
Yulin te tira al lago. —Anzi hizo una pausa mientras le miraba—. Muy
profundo.
—Quizá aprendo lentamente.
—El maestro Yulin aún no ha decidido si te matará. —Alzó un dedo,
como una profesora—. Pero puede que te mata. Si no aprendes.
—Tenía un traductor. Hablaba mi idioma. Yulin le ahogó.
—Desafortunado. —Anzi agachó la cabeza.
Quinn perdió la paciencia al oír ese comentario despreocupado.
—Ahora tu maestro tendrá que esperar a que aprenda lentamente. —Se
sentía abatido por la muerte presente en este lugar. Llevaba aquí muy poco
tiempo, pero ya había tres muertos, y uno de ellos era Johanna.
—¿No amas tu vida, Dai Shen?
Quinn reflexionó. Eso dependía. Hoy no estaba muy seguro.
—¿Por qué me llamas así? —preguntó.
Anzi continuó adentrándose en el bosque. Habló mientras Quinn la seguía
sin demasiadas ganas.
—Puedes tener Un nuevo nombre. Te ocultamos de los lores del Destello.
Dai Shen es tu nombre. Lo ha dicho el maestro Yulin.
Quinn pensó que había dado con un punto débil en la armadura de Yulin.
Si estaba ocultando a Quinn de los tarig, sin duda Yulin se estaba apartando
del camino Radiante. Quizá pudiera explotar ese punto débil.
Llegaron a una jaula alta dentro de la cual pájaros, algunos emplumados y
otros pelados, volaban a perchas situadas en las copas de los árboles.
—Subimos —dijo Anzi, y saltó al primer asidero donde pudo apoyar el
pie. Sin esperarle, comenzó a trepar por la jaula usando las secciones
transversales en las que se encaramaban los pájaros. Quinn la siguió.
—Mantén los dedos alejados —dijo Anzi.
Demasiado tarde. Un pájaro de plumaje ocre trató de picotear su mano, y
falló por poco. Después de eso, Quinn prestó más atención. Por fin, llegaron a
la parte superior de la pajarera, por encima de las copas de los árboles.
Desde allí pudieron contemplar una infinita llanura que Quinn no había
visto antes. Hacia delante y hacia todos lados se extendía una ciudad
grandiosa y densa, en la que quizá vivieran un millón de personas. Por
encima de ella, el Destello extendía su fulgor por todo el cielo. El aroma de la
hierba lavanda le llegó en una ráfaga especiada. La llanura estaba desprovista
de cualquier accidente geográfico, de árboles o de asentamientos a excepción
de la enorme ciudad. Fueran lo que fueran los gigantescos muros grises que
había visto antes, eran invisibles desde allí. La asombrosa vacuidad de esa
tierra inspiraba más una sensación de poder que de aislamiento. Había
muchas tierras para desperdiciar.
Anzi hizo un gesto.
—La gran ciudad del dominio chalin —dijo—. La ciudad Xi de Yulin. —
Se agachó en el centro de la estructura, donde un mástil formaba una cúspide.
Quinn se arrastró hacia ella, posando los pies con cuidado en los puntales.
Había una caída de treinta metros—. Chalin es la gente de este lugar. Fuera
—dijo Anzi, gesticulando en dirección de la llanura— hay muchos dominios,
no todos chalin.
Anzi señaló un edificio de aspecto palaciego incrustado en una colina.
—La casa del maestro Yulin.
Se trataba de un amplio palacio tallado del mismo material entre dorado y
oscuro con que se había construido la choza de Quinn. Su arquitectura se
basaba en formas redondeadas, con tejados en forma de cúpula y pórticos de
medio arco. La hermosa piedra negra del hogar del maestro se convertía en
piedra de relucientes colores marrones y dorados en el resto de la ciudad.
—¿Yulin reina aquí? —preguntó Quinn.
—El maestro reina porque es el deseo de los tarig.
Los ruidos de la ciudad llegaban sin problemas hasta donde se
encontraban, y Quinn oyó la música que había llamado su atención antes.
Anzi señaló una plaza, donde una fila de personas avanzaba en una
engalanada procesión. El Destello hacía relucir platillos alzados e
instrumentos de viento encerados.
—Es día de tristeza, por Caiji, está muerta. Esto es… —buscó la palabra
adecuada— su desfile fúnebre.
Observaron la procesión mientras se adentraba en un espacio abierto que
ocupaban cientos, quizá miles, de personas.
—¿Quién es Caiji?
—Caiji es una de muchas esposas del maestro. Casi la más vieja de las
esposas.
—¿Eres tú también la esposa del maestro?
Anzi pareció sorprendida por la pregunta.
—No, puedes decir sobrina del maestro. Una de muchas sobrinas. La más
joven.
Quinn no tenía tiempo para preguntarse quién era Anzi. Ahora creía saber
por qué Yulin le había enviado a alguien que no hablaba bien el inglés.
Porque confiaba en ella, ya que eran familiares. Yulin no confiaba en su
intérprete. No con las noticias que traía Quinn.
Anzi se puso en cuclillas con facilidad, anclada a la pajarera. La manga
de su chaqueta resbaló cuando se agarró a la peana principal, y dejó ver un
musculoso antebrazo. De perfil, Anzi parecía tener unos veinte años. Pero su
aplomo era el propio de alguien mayor.
—Los tarig vienen a Xi, a veces. Están aquí algún tiempo. Buscan.
—¿Me buscan a mí?
Anzi abrió mucho los ojos.
—No. El señor de los cielos lo evita en su benevolencia.
—¿Qué buscan?
—Los tarig hacen lo que hacen.
—Cuando me tuvieron prisionero, ¿por qué enviaron a mi esposa y a mi
hija lejos?
El rostro de Anzi se tornó apenado, como lo había hecho cuando Quinn
había hablado de su encierro.
—Para controlarte mejor, hemos oído. —Pensó durante un momento, y
continuó:
—Además, mujer e hija son grandes regalos para aquellos a los que
quieren agradar. Y mujer e hija, porque no son académicos, no dicen cosas
interesantes a los lores.
Así que los lores querían académicos e investigadores. A pesar de que
daban la impresión de ser muy poderosos, a Quinn le pareció que a los tarig
les faltaban muchas cosas.
—¿Conocen los tarig la Tierra?
Muy por debajo de su percha en la pajarera, Quinn vio cómo las personas
de la procesión fúnebre lanzaban cosas a la multitud. Algunos niños se
apresuraron o coger esos ofrecimientos.
Quinn continuó:
—Conoces la existencia de la Tierra, Anzi. ¿La conoce también el
maestro Yulin? ¿Y los tarig?
Anzi habló mientras contemplaba la procesión.
—Todos conocen la Rosa. Pero hemos prometido que la Rosa no nos
conocerá. Por eso los tarig quieren matarte. —Anzi miró fijamente a Quinn
—. A menos que el maestro Yulin te oculta bien, y que aprendes a hablar.
—¿La Rosa? ¿La llamáis la Rosa?
—Sí, desde hace mucho tiempo llamamos así. ¿En la Tierra hay una
planta llamada rosa? —Cuando Quinn asintió, Anzi continuó—: No tenemos
plantas de esa forma aquí. Nada parecido a la rosa.
La brisa agitó el cabello de Quinn y trajo hasta su olfato un aroma de
polvo y alimentos cocinados y una mezcla de elementos químicos que podía
ser natural o artificial. La propia Anzi olía como una mujer humana. ¿Era una
mujer, si había sido copiada? Se pasó la mano por el pelo, que había crecido
más allá de su corte habitual. Era, ya lo sabía, del mismo color que el de
Anzi: de un blanco rojizo. El sol no podía teñir todo su pelo de ese color.
Alguien le había modificado para que pareciera uno de los chalin. Quizá
había tenido que ocultarse incluso en su primera visita a este lugar.
—Cuéntame mi historia, Anzi.
Anzi se giró para mirarle. Su rostro estaba apenado.
—Mejor si yo hablo mejor. Cuando se cuenta esa historia.
—Cuéntame esa historia ahora, Anzi. Estoy preparado.
Anzi se agachó en silencio y miró más allá de la ciudad, hacia la llanura.
Quinn odiaba estar pendiente de los caprichos de la mujer, y odiaba el
constante esfuerzo que suponía tratar de recordar. Su pasado estaba enterrado
muy hondo. Se preguntó quién lo había ocultado.
Tras un largo silencio Anzi comenzó a hablar.
—Viniste aquí —dijo. Su voz estaba teñida por un matiz de
remordimiento—.Viniste de la Rosa, al otro lado del velo. Hace mucho
tiempo que conocemos la Rosa, el lugar de la joven muerte, y muchas
guerras. En las… fronteras… nuestros académicos estudian la Rosa. Hace
mucho tiempo. Pero nunca tocamos la Rosa, ni la Rosa nos tocó a nosotros.
Seguían escuchando la música de la procesión desde esa altura, pero
comenzaba a atenuarse a medida que los participantes en el desfile se perdían
de vista. Quinn ya tenía preguntas qué hacerle, pero temía interrumpirla.
Anzi continuó:
—Entonces viniste. En nave. Fue tiempo muy confuso. Los tarig te
querían, y te atraparon. «¿Conoce la Rosa el Omniverso?». Eso preguntaron
los tarig. «¿Qué poder tiene la Rosa?». Es difícil saber qué conoce la Rosa.
Nuestra visión de vosotros es pequeña, como en un cristal roto. Los tarig
esperaban que no nos conocéis, pero, ¿cómo estar seguro? Desean conocer al
enemigo, así que te encierran y te preguntan. Envían mujer e hija lejos para
que hagas lo que dicen. Si piensas que mujer e hija volverán contigo, harás lo
que quieren. —Negó con la cabeza una y otra vez—. Nunca vuelven contigo.
Quinn escuchaba y memorizaba las palabras.
—Los tarig están contentos. Saben que la Rosa es ignorante. No tienen
miedo a la Rosa, porque la Rosa no comprende que existe el Omniverso. El
todo con todas las cosas. Haces lo que quieren. Sigues encerrado.
—¿Cuánto tiempo? —no pudo evitar preguntar.
Anzi tensó los labios y consideró la respuesta.
—Cuatro mil días, es posible.
Cuatro mil días, eso eran casi once años, una cifra muy parecida a la que
siempre había manejado Quinn.
Anzi continuó:
—Entonces una vez golpeas a Hadenth, el alto señor. Nosotros lo oímos,
pero es difícil creer que se puede pegar a un tarig. Así que los tarig te
persiguen. ¿Pero tú vuelves? ¿Vuelves?
Quinn negó con la cabeza.
—No sé lo que hice —dijo—. Creo que volví entonces. No me acuerdo.
—Quinn la miró—. ¿Cómo pude volver?
—También nos preguntamos. ¿Cómo puede desaparecer Titus Quinn de
entre nosotros? Si ha vuelto, ¿cómo ha vuelto y no ha muerto en el espacio
negro? Así que pensé, todos pensamos, que estabas muerto. —Parecía triste
mientras hablaba, y Quinn pensó que quizá no había hecho únicamente
enemigos en este lugar. Anzi continuó—: Oímos que para no rendirte a los
altos lores, terminaste tus días. —Esbozó una sonrisa—. Veo que no es
cierto.
Parecía verdaderamente contenta, lo que emocionó a Quinn, que no lo
esperaba. Quizá se había conocido la historia de su captura, y había quienes
le apoyaban. Lo preguntaría más adelante.
—Así que estuve aquí cuatro mil días. Y después desaparecí… ¿Cuánto
tiempo he estado fuera?
Anzi frunció el ceño, pensando.
—Cien días. No mucho tiempo. Pero suficiente para que nos preguntamos
dónde está Titus Quinn.
Eso probaba que no había una relación constante entre el tiempo de este
lugar y aquel, entre la tierra de Anzi y la suya propia. En la Tierra había
languidecido durante dos años sin su familia. Aquí solo habían pasado unos
pocos meses. Una proporción de siete a uno. Muy distinto de la ocasión en
que la Tierra registró su ausencia en el túnel K como medio año, tiempo que
él había experimentado en el Omniverso como diez años. Una proporción de
uno a veinte.
Realizó el cálculo más importante: su hija tendría ahora diecinueve o
veinte años. Había dejado atrás la infancia. Quinn había sido prisionero de los
tarig mientras su hija se convertía en una mujer.
—¿Por qué no puedo recordar, Anzi?
—También nos preguntamos. —Sonrió de nuevo. Era un gesto
francamente agradable en un rostro que solía permanecer serio—. Pero
recordarás. Nadie puede tener tu pasado, nadie puede robar tu pasado. Lo
recuperarás, sí. —La sonrisa se desvaneció—. Cuando eso ocurre, debes
aprender a perdonar.
—Primero, justicia.
—Debes aprender justicia del Omniverso. Ahora estás aquí, así que debes
aprender nuestra justicia. Comienza con juramento de ser invisibles para
nuestros enemigos, y tú, lo siento, eres uno de ellos. Así lo ven los tarig.
Algunos de nosotros no estamos convencidos de que eres un enemigo. Debes
saber que yo soy una de ellos.
No iba a discutir sobre eso ahora. Había mucha información que asimilar.
Diez años…
—Dai Shen —dijo Anzi, girándose hacia él para recuperar su atención,
que empezaba a dirigirse hacia Johanna y el pasado—. Una cosa debes
aprender. Es importante, creo. Caiji, que ahora está muerta, se mató el día
cien mil de su vida. ¿Entiendes cuánto tiempo es cien mil días?
Tras un cálculo rápido, Quinn dijo:
—Unos trescientos años en la Tierra. —Y añadió—: El tiempo que tarda
la Tierra en viajar alrededor de su sol.
—Sí. Soles. —Anzi hizo una pausa, como si reflexionara acerca de esa
extraña palabra—. No tenemos años, pero sí días, y así contamos. Caiji vivió
tanto como yo puedo vivir, pero tú no verás cien mil años, Dai Shen. Esto
debes saber. Tu vida no es tan larga. Y sin embargo todas las personas de la
Rosa quieren vivir mucho, ¿sí? Así que si vienen aquí están contentos,
porque pueden vivir cien mil días o más. Por eso los tarig os temen. Temen
que robáis nuestro Todo. Que vivís más tiempo.
—¿Realmente vuestras vidas son tan largas, Anzi? Puede que el tiempo
simplemente fluya aquí de manera diferente, y que solo parezca que así es.
Anzi permaneció imperturbable.
—No. Los lores dicen que tu mundo tiene solo vidas cortas: treinta mil
días, no muchos más, de salud y fortaleza. Pero los lores alargan nuestra vida
como privilegio. Algunos dicen que la noche os mata, pero es difícil creer
esto. Es más probable que, como dicen los lores, el Destello nos sustenta.
El Destello. Si era algún tipo de función del Destello, entonces ese era el
motivo por el cual, si los humanos venían, podían llegar a ser depositarios de
la larga vida que Anzi aseguraba que podía encontrarse aquí.
Anzi comenzó a descender en ese momento, y Quinn la siguió. Al pie de
la pajarera, la mujer se giró hacia él.
—Por esa larga vida, entiendes por qué no debes estar aquí. El Primer
Juramento es que debemos ocultar el Omniverso de la Rosa. Romperlo es
morir.
—Creo que ya es demasiado tarde.
Anzi cerró los ojos.
—Eso temo.
—Supongo que el maestro Yulin no quiere a humanos aquí.
—¿Para qué venís con vuestras muchedumbres? ¿Vuestras guerras? No.
—¿Para cruzar? ¿Para acortar los viajes de la Rosa?
Anzi frunció el ceño.
—Creemos que ese tipo de viaje no es posible. Lo siento.
—Yo he viajado hasta aquí. La primera vez por accidente, la segunda vez
deliberadamente. Y regresé. Así que es posible.
—No, es un juego de azar, especialmente al viajar al espacio oscuro,
vuestro universo. Cruzas hacia la Rosa, pero muy probable que acabas en el
espacio oscuro. La mayoría de la Rosa es vacío… ¿Se dice «vacío»? Nadie
sabe cómo elegir lugar de llegada. Ni siquiera el maestro Yulin, ni los
académicos chalin saben esto.
Resultaba muy sencillo asegurar que los viajes seguros no eran posibles,
pero era un asunto que quería discutir con Yulin, no con su sobrina.
Anzi continuó guiándole a través del jardín, mientras nombraba cosas y le
hacía practicar el idioma lucente.
—Aprendes más palabras —dijo—. El maestro Yulin estará contento.
Era incansable. Pero Quinn le estaba agradecido. Necesitaba aprender el
idioma lucente, y rápido. Por el bien de Sydney. Lo necesitaría para llevarla
de vuelta a casa.
Capítulo 9
Q uinn cayó sobre su hombro, golpeando con fuerza el suelo, tras recibir una
agresiva patada de su profesor de técnicas de combate. Giró sobre sí
mismo y se incorporó, enfrentándose con el hombre.
Ci Dehai le indicó que se acercase con un chasquido de dedos. Pero
Quinn no necesitaba ese gesto para aproximarse a su oponente. Ci Dehai
había atacado con la derecha, y quizá no esperara un ataque desde la
izquierda. Quinn comenzó a cargar, pero apenas había avanzado cuando se
encontró con la boca llena de polvo.
Así habían transcurrido los últimos días, en los que Ci Dehai había
apaleado y reñido a Quinn para convertirle en su propia versión de un
guerrero chalin. Uno que pudiera haber estado en la Larga Guerra, lo que
explicaría la repentina aparición de Dai Shen en el dominio. Pronto le
transformarían de otra manera: planeaban alterar su rostro. Las operaciones
no le inspiraban a Quinn demasiada confianza, al contrario que a ellos, pero
resultaban necesarias, dado que, en la Estirpe, y quizá también en el dominio
de los inyx, estaría rodeado de seres que reconocerían su antiguo rostro.
Su maestro chalin dijo:
—Eres demasiado apasionado. Encuentra el río, Dai Shen, y él te guiará.
—Alzó las palmas de las manos y los dedos, llamando a Quinn.
Quinn caminó en círculo, jadeante, e imaginó un río. Se imaginó a sí
mismo noqueando a Ci Dehai de un buen puñetazo. Ci Dehai era tan grande
como Quinn, pero más rápido.
Anzi permanecía en el borde del círculo con los brazos cruzados sobre el
pecho. Evidentemente, creía que su alumno podía hacerlo mucho mejor.
El pesado rocío de la mañana había dejado una capa de humedad en el
exterior de los edificios y empapado a los combatientes. Quinn se secó las
manos en los pantalones de la túnica y avanzó hacia Ci Dehai, obligando a su
profesor a retroceder un paso, lo que abrió un hueco que le permitiría
golpearle con el lateral de la mano. El golpe encontró solo aire, y volvió a
caer. Perdió el aliento. Ci Dehai debería ser vulnerable en el lado del ojo
ciego, pero, hasta ahora, no lo estaba siendo.
Ci Dehai lo miró tendido en el suelo. No estaba impresionado.
—Olvídate de vencer. Usa tu mente reflexiva. Tu cuerpo sabe qué hacer.
Quinn se puso en pie y se sacudió el polvo. Miró con los ojos
entrecerrados a su oponente, un hombre que había sufrido golpes terribles,
probablemente infligidos por los propios paion, dado que no existían otras
guerras en el Omniverso. Obviamente, los paion no se habían olvidado de
vencer.
Ci Dehai, de pie sobre el polvoriento patio, frunció el ceño.
—El maestro Yulin contará que luchaste en Ahnenhoon. Hasta el
momento, resulta difícil de creer. —Miró por encima de su hombro en
dirección al alto muro que conformaba el patio de entrenamiento personal de
Yulin. Al otro lado estaban las barracas en las que, sin duda, Ci Dehai
preferiría estar, presidiendo el entrenamiento en combate de diez mil hombres
y mujeres. Anzi había dicho que su número ascendía a diez mil, pero Quinn
ya sabía que esa era sencillamente su manera de decir que eran muchos. O la
manera que tenían de no revelar las verdaderas cifras.
El general atrajo a Quinn hacia sí con un gesto.
Acercándose, Quinn le lanzó un puñetazo corto a la mandíbula, con
cuidado de no exponerse demasiado.
Ci Dehai le rechazó con facilidad, y le propinó un rápido codazo
aprovechándose de la inercia de Quinn.
—Torpe y obvio —dictaminó—. Dado que estás en inferioridad, debes
conservar energías y esperar que deje huecos.
—¿Tienes alguno?
—¿Así que eres ciego además de torpe?
Quinn cargó, y recibió un doloroso golpe con el canto de la mano en el
cuello.
Ci Dehai prosiguió con la lección:
—Infunde miedo golpeando en los tres puntos: ojos, cuello e ingle.
Quinn bloqueó un puñetazo y continuó con un golpe casi fallido a los ojos
de su oponente.
—Bien —dijo su maestro—. Pero estás muerto. A tu espalda está el poste
al que te lanzaré, y contra el que romperé tu cabeza. —Describió un golpe
barrido con el pie y derribó a Quinn a unos centímetros del poste central del
patio de entrenamiento.
Miró a Quinn, en el suelo, y dijo:
—Te preocupas demasiado. —Se encogió de hombros—. Un error
humano.
Aún sentado sobre el polvo, Quinn recuperó el aliento.
—¿Cómo puedo dejar de preocuparme? —preguntó.
—Aceptando. Liberando. Olvidando.
—No puedo olvidar. —No pretendía hablar de sentimientos personales
con un general chalin, pero el general le había calado de un vistazo, y le
echaba en cara lo que veía.
En tono despreocupado, Ci Dehai murmuró:
—Un inmortal debe olvidar, o cargará con un gran peso. —Miró a Quinn,
consciente de que su alumno no era del Omniverso. Para el entrenamiento, le
habían hecho quitarse las lentes, dado que sus imperfecciones obstaculizaban
los ejercicios. Pero Ci Dehai lo trataba como si fuera del Omniverso, al
menos en combate.
Quinn se incorporó y se sacudió el polvo de los pantalones.
—Quizá olvidar es un error chalin. —Si olvidabas quién eras, ¿cómo
podías encontrar la fuerza para seguir adelante?
Un único ojo relució con la luz del Destello.
—Hay un río en ti, Dai Shen. Pero debe fluir hacia delante, no hacia atrás.
—Caminó hacia una galería cubierta que rodeaba el campo de entrenamiento,
y cogió una bebida.
Anzi se acercó con una toalla húmeda para Quinn.
—¿Qué tal lo estoy haciendo? —preguntó este. Anzi captó su sonrisa
irónica y se permitió sonreír a su vez mientras Quinn aceptaba la toalla y se
limpiaba el sudor de los brazos y el pecho, descubiertos.
—Ci Dehai te está enseñando lo poco que sabes. Así que bien.
Un movimiento en el tejado captó la atención de Quinn. Dos personas
estaban de pie en el tejado del palacio y contemplaban el patio. Una era recia
y baja, y la otra, delgada, vestía con ropas rojas. Por encima de ellas, el
Destello proyectaba una luz borrosa, oscurecida desde la mañana por una
neblina de humedad.
Quinn hizo una reverencia en esa dirección. Yulin asintió hacia Quinn.
El rocío, que había sido denso cuando comenzó la lección, se convertía ya
en una fina gasa, y los ropajes rojos de Suzong reflejaban haces de luz. Quinn
esperaba haberla comprendido acertadamente: ansiaba independizarse de los
tarig. Y ese era el motivo por el que había acudido a él en secreto aquella
noche para romper el Primer Juramento sin la complicidad de Yulin, en caso
de que la traición fuera descubierta. Quinn sintió una renovada gratitud por la
voluntad de la mujer de cometer esa traición.
Hizo una nueva reverencia en dirección a Suzong, que la devolvió.
Ci Dehai dio un largo sorbo a su vaso de agua, que colocó a continuación
junto a su camisa abandonada y la maraña que formaban sus collares. Quinn
había visto ese tipo de adornos antes: los llevaba Wen An, la académica.
Ci Dehai hizo señas a Anzi para que se acercara al patio y dijo:
—Ahora observa, Dai Shen.
Ambos se enfrentaron. Anzi caminaba describiendo un círculo alrededor
del general, se acercaba para golpear sus antebrazos, retrocedía, avanzaba y
golpeaba. Quinn se dio cuenta de que las incursiones le permitían mantener el
equilibrio mientras golpeaba los brazos de su oponente. Ci Dehai comenzó
por bloquear sus golpes, hasta que agarró la mano de Anzi y, con un rápido
movimiento, la hizo caer al suelo de rodillas.
—Ahora le parto el brazo —dijo Ci Dehai. La mantuvo inmóvil, y
después la liberó.
—Otra vez.
Anzi comenzó a golpear con las manos mientras avanzaba, como antes, y
esta vez acompañó los ataques de una patada lateral que obligó a Ci Dehai a
hacerse a un lado para esquivarla. Antes de que pudiera enfrentarse a ella de
nuevo, Anzi propinó un golpe cortante al codo de Ci Dehai.
—Bien. Cuando luchas con alguien mejor, debes malograr sus manos y
brazos. —Quinn comprendió que esa era la táctica de Anzi. La única parte de
Ci Dehai a la que podía acercarse eran sus brazos. Cuando tuvo la
oportunidad, atacó un codo, aun más vulnerable.
—Cuando estés en inferioridad, conténtate con causar poco daño. Muchos
golpes pequeños hacen mucho daño.
Anzi atacó de nuevo, y de repente se encontró en el aire, y cayó
bruscamente al suelo. Había sido demasiado rápido para comprender qué
había ocurrido. Anzi giró sobre sí misma y usó su propia inercia para ponerse
en pie.
—No estés mucho tiempo en el suelo —dijo Ci Dehai con apenas un
matiz de sarcasmo en su voz.
Cuando terminó la sesión, Quinn se unió al maestro en la galería, aceptó
la taza de agua que se le ofreció y miró más atentamente el rostro destrozado.
Había sanado bien, a juzgar por la profundidad de las heridas.
Anzi se acercó, ajustándose su túnica de combate, imperturbable a pesar
de la caída. Sonrió a Quinn.
—Ci Dehai ha combatido con los paion en Ahnenhoon y sufrido su
terrible herida a manos suyas. No me avergüenza perder un combate contra
él.
Había un cierto tono propagandístico en sus palabras, pero Quinn
necesitaba saber más sobre los paion, y no solo porque fueran enemigos de
los tarig.
—¿Quiénes son los paion, Anzi?
Ci Dehai respondió mientras daba un largo trago al agua.
—Nadie lo ha sabido nunca. —Miró a otro lado, más allá del palacio que
contenía el rectángulo polvoriento en el que se encontraban—. Y ningún ser
viviente ha visto nunca a uno. Cabalgan a lomos de simulacros mecánicos,
protegidos por caparazones de combate, y si partimos uno en dos, se
disuelven, y frustran nuestro deseo de ver sus formas y rostros. Son
extranjeros bajo el Destello; no son del Omniverso, y tampoco de la Rosa.
Eso creen nuestros académicos. —Hizo una pausa—. Quizá sea bueno que un
militar tenga enemigos dignos, puesto que no hay enemigos en el reino
brillante.
—¿Por qué luchan? —Los libros no eran claros a ese respecto.
Ci Dehai retorció la parte movible de su rostro.
—Nadie lo ha sabido nunca.
Ci Dehai se pasó una toalla húmeda por la cara, recogió sus collares del
banco y se los colocó alrededor del cuello. Las piedras rojas descansaron
sobre su amplio torso como un collar enjoyado en un jabalí.
—Mañana entonces —dijo Ci Dehai, y se giró para marcharse, pero
Quinn le detuvo.
—General. —Cuando Ci Dehai se giró, Quinn dijo—: Es un privilegio
tener un maestro como tú. Tienes mayores preocupaciones que yo, ¿verdad?
Ci Dehai asintió.
—Así es. Pero quizá un general cabalga demasiado a menudo, cuando
debería caminar. —Se golpeó el amplio vientre, y sonrió la media sonrisa de
que era capaz su rostro, amplia a pesar de todo.
Quinn hizo una reverencia.
—Nahil, Ci Dehai.
Anzi también hizo una reverencia, y se quedaron solos en el patio. Yulin
y Suzong abandonaron el tejado. Anzi saludó con énfasis a su tío. En ese
momento, Quinn la cogió desprevenida. Miró su rostro, relajado y libre de
preocupaciones. Y pensó que la conocía de otro tiempo y otro lugar. Y se le
ocurrió la inoportuna idea de que no había ningún motivo concreto por el que
debiera confiar en Anzi.
Yulin estaba sudando, pero, a fin de cuentas, era un día caluroso. La olla de
oba descansaba en una bandeja, humeante, lo que contribuía a la sensación de
sofoco que había producido la visita de lord Echnon, un tarig al que nunca
habían visto, pero que Yulin sabía que se paseaba por la ciudad, observando y
vagabundeando, como hacían cada vez más a menudo.
—¿Puedo ofreceros un refrigerio, mi brillante señor? —preguntó Suzong
dulcemente.
El señor tarig se sentaba enfrente de ellos. Vestía un chaleco y un faldón
largo abierto de un delicado tejido metálico; una ostentación de riqueza y
habilidades costureras de muy mal gusto. El cabello, peinado hacia atrás,
enmarcaba un rostro alargado que parecía demasiado delgado para contener
una mente en condiciones, o una de disposición amable.
Cuando los sirvientes aparecieron parloteando acerca de un único tarig
que se había presentado en el palacio, Suzong le había dicho secamente a
Yulin:
—Menciona a Zai Gan, y di que no te ama. Debemos desacreditarle como
un heredero celoso.
Suzong solía maldecir a Zai Gan con expresiones poco delicadas, y
siempre parecía dispuesta a culpar al hermanastro de Yulin por cualquier
cosa. Después, cuando el señor tarig se aproximó, Suzong había lucido una
sonrisa radiante y había hecho una profunda reverencia. Yulin se sobresaltó
para sus adentros al verla tan asustada, y eso hizo que Yulin estuviera más
tenso de lo que ya lo estaba.
—¿Oba? —ofreció de nuevo Suzong al tarig—. Lo lamento; si lo
prefiere, puedo mandar a un sirviente a por algo más de vuestro gusto, dado
que no esperábamos tener el honor de vuestra visita.
Lord Echnon miró más allá de la terraza en la que se encontraban, hacia
las copas de los árboles del jardín.
—Un jardín muy bonito. Y también las criaturas salvajes en sus jaulas.
¿Están bien alimentadas? —Yulin se estremeció para sus adentros al recordar
cómo, hacía unos minutos, el señor tarig había trepado a lo alto de la pajarera
para tener mejor vista, con sus largos brazos aferrados a los barrotes. Los
pájaros se habían acercado para picotearle, lo que había provocado que Yulin
casi sufriera un síncope. Pero pronto los pájaros habían perdido el interés por
la carne tarig, y el señor había continuado trepando rápidamente, como una
ágil araña.
«¿Están bien alimentadas?», había preguntado.
Yulin había esperado nerviosamente a que la conversación se iniciara, y,
ahora que lo había conseguido, no podía hablar. Cuando Suzong lo miró
largamente, respondió por fin:
—Oh, por supuesto. Los jardineros cuidan con esmero la colección.
Gracias por preocuparos, brillante señor.
Esperaba fervientemente que Anzi y Quinn estuvieran ya bien lejos de
allí, en la ciudad o incluso más allá. Pero, ¿por qué había venido lord
Echnon? Yulin sabía que estaba en la ciudad, pero merodeando, como era su
costumbre, no haciendo visitas sociales, y desquiciando a todo el que se le
acercase.
Suzong seguía con la olla de oba en las manos, puesto que no había
recibido permiso para servir ni para dejar de hacerlo.
Mientras esperaban a que el tarig dirigiera la conversación, Yulin se
aflojó el cinto del fajín; estaba acalorado. Santo Destello, ¿lo estaba haciendo
todo mal?
Lord Echnon continuó:
—Hemos oído hablar del jardín con jaulas del maestro chalin. Es incluso
mayor que nuestros propios terrenos. —Se apiadó de Suzong y asintió para
que le sirviera.
Suzong lo hizo con notable precisión, sin derramar una sola gota.
Entonces sirvió a Yulin, que sorbió agradecido y se refrescó el gaznate.
—Señor, es mi refugio —dijo Yulin—. Tengo muchos enemigos que
esperan que me pasee entre ellos, así que resulta más prudente que pasee en
mi propia casa.
Echnon tomó su taza de oba, que sostuvo con sorprendente delicadeza
para alguien con solo cuatro dedos, y todos ellos demasiado largos. Bebió
con educada satisfacción, aunque era bien sabido que los tarig no eran muy
aficionados al oba.
El tarig miró con sus ojos negros como el alquitrán a Yulin. Lo peor de la
visita de un tarig era que nunca parpadeaba, por lo que la sensación de estar
siendo mirado fijamente resultaba muy molesta, incluso aunque uno no
tuviera nada de qué avergonzarse.
—No es agradable tener a tus enemigos tan cerca de tu hogar, ¿verdad?
—dijo el tarig.
Yulin trató de parecer apesadumbrado.
—Y es aún peor cuando son tus propios… familiares, señor. A menudo
ocurre así, por muchas propuestas que haga. —Hecho. Había culpado a su
hermano de manera indirecta. No se atrevía a hacer más, por temor a resultar
demasiado obvio.
La pregunta fundamental era: ¿Sabía el tarig que un hombre llamado Dai
Shen estaba aquí? Si era así, sería mejor mencionar a Dai Shen antes que él,
para parecer sincero. Pero si no lo sabía, entonces no había razón para
mencionar a un hijo bastardo de una concubina menor. Así que Yulin titubeó
y deseó con todas sus fuerzas que él y Suzong hubieran estado sobre aviso
para preparar una estrategia. Ahora estaba solo.
—Un oba excelente, esposa chalin —dijo el tarig a Suzong.
Esposa chalin no era su apelativo preferido, pero la sonrisa de Suzong se
tornó incluso más encantadora que antes.
—No, sin duda no lo es, brillante señor, no está a vuestra altura, ni es lo
que merecéis, pero gracias. —Sirvió de nuevo, y dijo—: Si Zai Gan estuviera
aquí, podríamos disfrutar del oba todos juntos. —Suspiró—. Ahora, sabrá
que tuvimos un distinguido invitado, pero él no estuvo. Por favor, si le veis,
decidle que estamos desolados por no haber tenido tiempo de llamarle.
Yulin estaba impresionado de que su esposa hubiera conseguido llevar la
conversación de la bebida a su hermano, y que hubiera logrado sugerir que
este era irritable y celoso, además de dar la impresión de que su ausencia les
entristecía. Suzong era muy habilidosa, y Yulin pudo respirar tranquilo.
Cuando su taza volvió a estar llena, bebió para ocultar el hecho de que no
sabía cómo continuar la conversación.
—Se lo diremos —dijo el tarig, insinuando que vería a Zai Gan, el
miserable y obeso intrigante. Quizá Suzong estaba en lo cierto, y Zai Gan
tenía algo que ver con esta visita. Lo que significaría que este tenía un espía
en casa de Yulin. Y también que era probable que el tarig supiera que había
un hombre en el jardín. ¿O no lo sabía?
—Pide que traigan pasteles, Suzong —dijo Yulin—. Señor, ¿puedo
ofreceros algo de comida? —Esperaba que este ofrecimiento obligara a
Echnon a ir al grano.
El tarig alzó una mano.
—No pidas que traigan nada. Estar aquí sentados hablando es suficiente,
¿verdad?
—Sin duda, lord Echnon —dijo Suzong—. ¿Qué noticias traéis de la
Estirpe, si os complace hablar de ello? Estamos tan alejados de los grandes
asuntos… —Suzong se inclinó hacia el tarig, como una vieja cotilla que no
piensa en nada más que el glamur de los tarig y la burocracia de la ciudad
brillante. Yulin la admiró más que nunca.
Echnon miró a Suzong.
—Hmm. Noticias de la ciudad brillante. ¿Qué os gustaría saber?
—Oh, cualquier cosa. —Suzong piaba como si no se diera cuenta de que
estaba haciendo perder el tiempo del brillante señor tarig—. ¿Aún sigue allí
lady Chiron? ¿Y qué tal le va a Cixi? Ahora es mayor, incluso mayor que esta
esposa chalin.
El tarig dejó su taza de oba y separó sus largos dedos.
—El alto prefecto de los chalin no nos importuna con sus deberes, de los
que se ocupa de manera que no nos afecten. Pero vive, aún. En cuanto a lady
Chiron, en ocasiones está por allí. No podéis saber dónde estamos.
—Señor, mi vida está a vuestra disposición. No pretendía faltaros al
respeto. Soy una mujer vieja, y he vivido demasiado tiempo alejada de las
buenas costumbres.
Suzong miró la olla humeante de oba y maldijo su estupidez. Había ido
demasiado lejos, pero el condenado tarig no iba al grano, y estaba impaciente
por que se marchara, o por que la acusara de una vez. Si podían hacer que
siguiera hablando, quizá Dai Shen podría escapar con ayuda de Anzi.
Lord Echnon sorbió su taza de oba, y la conversación quedó en suspenso.
Suzong miró el apuesto rostro del tarig, sin una sola imperfección, aunque
demasiado largo. Todo lo relativo a los tarig era largo y estrecho, pero
Suzong sabía que eran terriblemente fuertes. Le costaría muy poco esfuerzo
romperle el cuello a Suzong, que quizá era lo que estaba considerando hacer
en este momento. Que acabe primero conmigo, pensó orgullosamente, para
que yo no vea a mi marido caer a sus pies.
El tarig dijo:
—Ji Anzi ha regresado a esta casa, ¿verdad? ¿Nos han informado mal?
Suzong se sorprendió, pero Yulin supo controlarse, y dijo:
—Sí, la más joven de mis sobrinas ha estado de visita. Gracias por
vuestro interés en una muchacha tan joven.
Suzong sintió cómo se le helaba la sangre. De modo que Zai Gan tenía un
espía en palacio, y había informado al tarig. El espía también debía de haber
informado sobre el otro invitado. Un paciente sospechoso en el jardín era una
cosa, pero si se hubiera sabido que tenía los ojos azules, era muy distinto.
Pero nadie, salvo ella misma, Yulin, Anzi y Ci Dehai, sabía que tenía los ojos
azules.
Ya recuperada, Suzong dijo bruscamente:
—Anzi se ha ocupado de cuidar al hijo bastardo, Dai Shen, así que su
llegada ha sido muy oportuna. Nos ha ayudado mucho.
Yulin la miraba como si hubiera perdido el juicio por mencionar a Dai
Shen, pero, en este caso, se equivocaba. Era mejor decírselo al señor tarig
enseguida, antes de ser interrogados o acusados.
—Hmmm. Dai Shen. ¿Tu hijo, dices?
—Un despreciable descendiente, señor —dijo Yulin—. No merece
vuestro interés.
—Vamos, esposo mío —dijo Suzong—. Dai Shen fue un buen soldado,
según se cuenta hizo un buen papel en Ahnenhoon.
—No, me temo que fue un papel bastante mediocre —dijo Yulin
enfáticamente—. Nada de lo que enorgullecerse.
Suzong negó con la cabeza.
—¡Cómo puedes hablar así de tu hijo! Es cierto que tiene menos seso que
un ratón, pero es leal, y un soldado. Avergüénzate, esposo.
Yulin comenzó a comprender, y dijo:
—Ci Dehai ha estado cientos de veces en el campo de batalla, y solo ha
sido herido una vez. Dai Shen combate una vez y vuelve a casa con un golpe
en la cabeza que le hace perder el poco sentido común que tenía. No puede
recordar su propio nombre, y ahora se quedará revoloteando por palacio, y
me veré obligado a soportar su presencia. —Se giró hacia Echnon—. Os pido
perdón, brillante señor, pero mi hijo no sirve para nada, es una vergüenza
tenerle aquí en mi jardín, perturbando la paz de este lugar. El único lugar en
el que tenía algo de privacidad. Aun así, un padre debe ocuparse de un hijo
descarriado, aunque sea uno entre cientos, ¿no es cierto?
Echnon escuchó la perorata de Yulin con creciente disgusto. Por fin, dijo:
—Veremos a Anzi, para saludarla. —Se irguió en toda su altura y se puso
en pie.
Suzong por poco cayó desmayada. Entonces, recuperándose, se puso en
pie junto a Yulin y dijo:
—Oh, brillante señor, por supuesto. Ahora se está dando un baño, pero la
haremos llamar. Le llevará unos momentos prepararse para veros. No será
ninguna molestia. En ese caso, tendremos tiempo de sobra para comer.
Ordenaré que preparen la comida de inmediato.
El tarig la miró en silencio, como si considerara su oferta. Si la aceptaba,
sería la ruina de Yulin. Una gota de sudor cayó por el cuello de Suzong hasta
llegar al cuello de seda de su chaqueta.
Entonces, con un gesto desdeñoso de la mano, el tarig dijo:
—No interrumpáis el baño de la muchacha chalin. Tenemos otras cosas
de las que ocuparnos, ¿verdad?
Yulin hizo una reverencia; casi se había quedado sin habla.
—Por supuesto, señor. Deberes. Entiendo.
Echnon caminó hacia la puerta de la sala de audiencias y se detuvo en el
umbral.
—Deberías solucionar tus problemas con Zai Gan, maestro chalin.
—Sí, señor —dijo Yulin—. Inmediatamente.
Aún mirándoles desde la puerta, el tarig dijo:
—No estaba en el jardín, ese Dai Shen. ¿También se está bañando?
Suzong sonrió afectadamente.
—Oh, se pasea de aquí para allá; aún está confuso por la herida. Camina
de un lado a otro, señor.
—Ah. —Echnon asintió y se giró a continuación, alejándose de ellos, y
permitiéndoles respirar de nuevo.
Suzong y Yulin aguardaron inquietos hasta que dejaron de oír sus
pisadas. No se acompañaba a un tarig a la puerta, dado que les molestaba que
les indicaran el camino, y les gustaba ir a dónde les apetecía.
La frente de Yulin estaba cubierta por una capa de sudor. Suzong la
limpió con la manga de su chaqueta.
—Mi maestro del dominio —susurró afectuosamente, contenta de no
tener que contemplar el estrangulamiento de su esposo, y de que Zai Gan
hubiera hecho perder el tiempo al tarig. Pero ahora, por supuesto, Anzi y su
paciente no podrían ya regresar a palacio, y Dai Shen no estaba ni de lejos
preparado para caminar libremente entre los chalin. Pero, por ahora, le
bastaba con que el brillante señor se hubiera marchado.
Yulin se mesó la barba. Seguía mirando la puerta por la que se había
marchado el tarig. Cuando habló, su voz fue un retumbante murmullo:
—Ahora, matemos a los jardineros.
Suzong asintió. Deberían haber sido ahogados hacía días.
Se marchó para ordenar que así fuera, caminando tambaleante, ahora que
la crisis había pasado. Buscó a su eunuco favorito y le dijo al oído:
—Dale a mi carpa un almuerzo especial al ocaso, uno del jardín.
El sirviente entrecerró los ojos y se detuvo para asegurarse de que había
entendido bien.
Lo había hecho.
T odos los niños aprendían los juramentos. Eran sus primeros versos, su
primera canción infantil.
Una canción infantil algo sobria, pensó Quinn mientras memorizaba los Tres
Juramentos y los austeros verbos: oculta, mantén, amplía. Si Suzong estaba
en lo cierto, entre los funcionarios de la Estirpe había alguien que se negaba a
ocultar, que quería que ambos mundos entraran en contacto. Su Bei conocía a
esa persona, pero, ¿revelaría su nombre? Sí, porque Quinn no se marcharía de
la frontera de Bei sin ese nombre.
Anzi había reservado para el viaje asientos en la parte superior de un
vagón de pasajeros. Sus laterales ocupaban la mitad de la altura del vagón, y
disponía de una pequeña sección con techo para dormir. En el vagón que
quedaba justo por delante, una hirrin acaudalada acampaba en lo alto de su
propio compartimento, y de cuando en cuando se sentaba y miraba en torno
suyo. Los hirrin eran criaturas de cuatro piernas con un largo cuello y un
rostro desprovisto de vello. Estaba sentada en el techo con las piernas traseras
extendidas hacia delante, y su largo cuello giraba trescientos sesenta grados
mientras contemplaba el paisaje.
Anzi le dijo que no había ningún tarig en el tren, y que podían bajar la
guardia al menos por el momento. Anzi alzaba la vista de vez en cuando, y
Quinn imaginaba la forma de medialuna de una nave radiante, tal como debía
de aparecer si se miraba desde el suelo. Nunca había visto una desde el suelo,
solo desde muy cerca, cuando había viajado en una de ellas. Los recuerdos
del tiempo en que fue prisionero en la Estirpe iban y venían. Era una ciudad
en el cielo, eso ya podía recordarlo, pero cada imagen recuperada de ese
tiempo le costaba un tremendo esfuerzo, y abandonaba el dominio del olvido
solo momentáneamente, y por puro azar. Quinn se sentía como una rata que
fuera alimentada con bocaditos pero a la que mantuvieran enjaulada y alejada
de su propia mente. Paciencia, pensó. Los recuperaré. Ahora que estoy aquí,
lo recuperaré todo.
Quinn estaba sentado en un banco que Anzi había extraído del suelo. En
los laterales del vagón, unas protuberancias respondían cuando Anzi las
tocaba. Era un proceso lento, pero seguro.
Anzi estaba inquieta a causa de la hirrin.
—Nos está observando. —Pero, si cambiaban de alojamiento, resultaría
sospechoso, suponía Anzi.
—Deja que observe. —Para Quinn, la hirrin solo sentía curiosidad, y no
era suficiente motivo para sofocar la euforia que sentía por estar ya en
camino.
—No es una tontería, si duda que seamos quienes pretendemos ser —dijo
Anzi—. Desde que te marchaste, se ha dado aviso a todos los seres racionales
para que busquen a Titus Quinn. Nadie sabe adonde fuiste, ni que volviste a
la Rosa. No es ninguna tontería.
—Quizá no. Pero, ¿qué podemos hacer? Cuanto menos inquietos
estemos, más convincente será nuestra actuación. Y si nos descubre, será
nuestro turno para actuar.
Anzi consideró lo que acababa de oír.
—Una contradicción. Interesante.
—¿Qué es una contradicción?
—En la Rosa tenéis muy pocos días. Y no os preocupa morir, ¿no es así?
Quinn nunca había creído que no le preocupara morir, pero era cierto que
no había pensado demasiado en ello. La gente de la Rosa no solía pensar en
la muerte. Quizá era un pensamiento demasiado abrumador. Se lo dijo a
Anzi.
La chica pareció maravillada.
—Tan grande, y sin embargo oculto… O quizá se trata de coraje. Sí, creo
que tenéis mucho coraje.
—También tú lo tienes, Anzi. Estar a mi lado es una prueba condenatoria
en sí misma.
—Es cierto. Pero estar a tu lado es mi deber.
—Y el mío es estar aquí.
Anzi lo miró de soslayo.
—Pensaba que lo hacías por amor.
Nunca había dicho eso. Pero Quinn pensó que era apropiado. Nadie, ni
siquiera Caitlin, había dicho sin rodeos que lo hacía por amor. Las palabras
que más había oído eran «terco», «resentido» o «inflexible». Sonrió a Anzi,
que esbozó una tímida sonrisa como respuesta.
El viento de las llanuras traía consigo un aroma especiado mientras
ambos contemplaban la planicie pasar a toda velocidad junto a ellos y las
regiones daban paso a otras regiones del enorme dominio chalin. Se movían
sin vías, sin ruedas; el tren emitía un leve zumbido. Podría haber estado
construido con metal, pero su textura era extraña. No era probable que
hubiera depósitos naturales de metales en este mundo, y tampoco petróleo.
Probablemente, los materiales eran el resultado de la ingeniería molecular, en
un universo sin estrellas, sin pasado geológico.
La tecnología del tren permanecía oculta; Anzi no se paraba a pensar en
ese misterio. La fuente de energía era el Destello. ¿Qué generaba el Destello?
¿O los mismos muros? Esas preguntas, aparentemente, no inquietaban a
Anzi. La fuente debía de ser colosal, fuera lo que fuera. Quizá era infinita.
Anzi fue capaz de explicarle que las necesidades energéticas de la
industria, de los manantiales pétreos informáticos o de las residencias no
requerían ningún combustible, ni siquiera hidrógeno. Las células de plasma,
modeladas en los centros de reacciones fotosintéticas, generaban fotones.
Cuanto más largo fuera el tren, más espacio habría en su superficie para las
agrupaciones moleculares, que actuaban como antenas para la energía del
Destello. No se trataba tan solo de una llovizna de fotones, sino de una
verdadera lluvia. Los tarig habían recreado la fotosíntesis de forma
inorgánica. En este universo, los genios no eran gente como Helice y Stefan.
Eran los tarig.
Al cabo de un rato, Quinn se impacientó y dijo:
—Voy a bajar a los vagones de pasajeros, Anzi. Queda mucho hasta
llegar a la frontera. No podemos quedarnos aquí sentados. —Entre los
pasajeros había una gran variedad de tonos de piel, la suficiente como para
que pasara desapercibido si mantenía la boca cerrada.
—No, por favor, Dai Shen —dijo Anzi. Otros pasajeros podían iniciar
conversaciones para las que no estaría preparado. Los hirrin, sobre todo, eran
unos entrometidos, como demostraba su vecina, que no tenía otro motivo
para sentarse en lo alto de su vagón que no fuera tener una mejor vista de los
otros vagones.
La precaución de Anzi solo sirvió para enfatizar lo que Quinn ya sabía,
que Anzi pensaba que este plan implicaba un gran riesgo. Nadie le había
preguntado qué opinaba ella y, si lo hubieran hecho, hubiera sido incapaz de
sugerir que Quinn abandonara a su hija. En lo que se refería a la familia, Anzi
sabía ser discreta.
Aun así, Quinn discutió con ella.
—Será más sospechoso que nunca abandonemos el tejado de este vagón.
La gente se preguntará por qué lo hacemos.
—Dai Shen, tienes acento. Te señala como uno de la Estirpe.
Quinn se sobresaltó.
—¿Desde cuándo?
—Se ha introducido gradualmente en tu forma de hablar. La gente te
preguntará si vienes de la ciudad brillante, y no podrás responderles.
Trabajaron para tratar de eliminar su acento. Hablaron de política,
costumbres sociales, religión y leyes. Y siempre del pasado. Del pasado de
Quinn.
Anzi le contó cómo le había traído al Omniverso. Su maestro, Vingde,
había estado investigando un fenómeno gravitacional en la Rosa. A juzgar
por la genérica descripción que le hizo Anzi, Quinn pensó que se trataba de
agujeros negros. En su frontera, al borde de un minoral, Vingde había estado
experimentando con vínculos prohibidos con la Rosa, y había concluido que
los pasajes resultaban más sencillos entre el Omniverso y los agujeros negros.
Vingde planeaba comprobarlo en un experimento, pero los tarig descubrieron
sus tejemanejes y cayeron sobre él. Después, Anzi trabajo durante cien días
antes de detectar un túnel Kardashev. Un día, observó una intensa
perturbación. Se trataba de la explosión y destrucción de la nave de Quinn.
Anzi vio la cápsula y las personas que la ocupaban. Un hombre, una mujer y
una niña. Solo tuvo un momento para tomar una decisión.
Quinn preguntó si, llegado el momento, la frontera de Vingde podría ser
una salida para volver a casa. Anzi dijo que no. Los tarig habían destruido la
frontera de Vingde, para empezar. Y tanto daba una frontera que otra. Solo
porque uno entrara por una determinada frontera no había motivo para creer
que ese lugar aún estuviera conectado con el lugar al que querías ir.
Mientras hablaban, las exuberantes llamas plateadas del Destello se
atenuaron hasta un matiz casi lavanda, y brillaron con diminutos fulgores
entre los rescoldos. No podía llamarse noche a algo así. Se podría leer un
libro mientras durara el ocaso sin necesitar una vela.
Quinn estaba mirando sus fotografías. Las cubría con la mano para evitar
reflejos del cielo. Johanna llevaba mucho tiempo muerta. En cierto modo
siempre lo había sabido, pero ahora no había duda. Sydney estaba ciega. Sin
embargo estaba viva. Le tranquilizó saber cuál era su desgracia, en lugar de
tener que preguntarse constantemente de qué se trataría.
Junto a él, Anzi murmuró:
—Háblame de tu hija.
Tras una pausa, Quinn dijo:
—Le gustaba trepar a los árboles.
Johanna estaba junto al serbal de cazadores y miraba a lo alto del árbol,
donde se encontraba Sydney, en las ramas más altas. «Si te rompes el cuello,
castigada sin salir una semana».
El rostro de Sydney apareció entre las hojas. «Trato hecho».
Quinn comenzó a mejorar la colocación de su lengua para los sonidos
glóticos.
—¿Qué más le gustaba?
—Correr. El color naranja. Montar a caballo. —Los recuerdos, aunque ya
no eran afilados cuchillos, seguían provocando pequeñas heridas—. Tenía
una maqueta de un tren.
—¿Se parecía a ti?
—No. —Tras una pausa dijo en voz baja—: Se parecía a su madre.
Quinn trató de imaginar el aspecto que tendría Sydney ahora, ya una
joven mujer. Bien, lo averiguaría pronto, después de la frontera de Bei, y
después de la Estirpe, cuando por fin llegara al dominio de los inyx, en el otro
extremo del Omniverso.
—A un millón de vidas de distancia —había dicho Anzi—, pero cerca,
una vez hayamos cruzado el río Próximo.
Estamos cerca, Sydney, pensó Quinn. Espérame.
—Dicho popular
H abía dos cosas que Sydney guardaba con extremo cuidado. Una era su
diario, en el que registraba su vida; la segunda era la ventana del establo
junto a la cual se encontraba su cama.
En el diario registraba las ofensas sufridas, para el futuro. La ventana le
proporcionaba el placer de sentir la luz en su piel. Todos querían una ventana.
Pero solo unos pocos, como Sydney, estaban dispuestos a luchar por ellas.
Estaba sentada, encogida, junto a la ventana, presionando los pequeños
agujeros en el papel, escribiendo sobre la muerte de Glovid y de su nueva
montura. Riod era un buen corredor, pero, al aceptarle, el estatus de Sydney
había bajado. Riod tenía mala reputación. Durante mucho tiempo se había
negado a servir en combate, junto con unas cuantas monturas renegadas, a las
que guiaba en incursiones en las que acosaban a otras manadas de inyx, lo
que creaba un ambiente viciado y provocaba las iras de Priov. Para empeorar
las cosas, Riod solía husmear alrededor de las yeguas de Priov, lo que
suponía un insulto para el viejo jefe de la manada. Este desafortunado
emparejamiento con Riod podía suponerle problemas a Sydney. En el
establo, a menudo los problemas se volvían sangrientos.
Sydney llamaba establo a su alojamiento, pues le parecía irónico que los
jinetes viviesen aquí. Las monturas, por supuesto, no necesitaban cobijo
alguno, y siempre permanecían en campo abierto. Por eso, sus jinetes
dormían y vivían en grandes barracones, de endeble diseño y con demasiado
viento, creados con el sudor de sus propias frentes. A menudo tenían goteras
cuando el rocío se acumulaba.
—Clic, clic, Sydney. Te oigo hacer clic, clic con el bastoncillo en el papel
—sonó la voz sin aliento de Akay-Wat desde la cama contigua.
Sydney aferró la clavija y presionó los agujeros.
—Akay-Wat oye los clics, sí. ¿Por qué no le hablas a tu libro de Akay-
Wat? —Rió con una carcajada silbante que dio la impresión de cerrar su
tráquea.
—Tú estás aquí —dijo Sydney.
Akay-Wat jadeó.
—¿Ah, sí? —Golpeó las manos y piernas unas contra otras sonoramente
—. Me alegro.
No era, ni de lejos, la peor compañera del barracón, aunque hablaba
demasiado. Akay-Wat era una hirrin, y una de las mejores jinetes, a pesar de
dar la impresión de que ella misma podía servir de montura. Tenía una
robusta espalda y largas piernas con pezuñas capaces de abarcar los flancos
de un inyx firmemente. A las monturas les gustaban los hirrin, porque no
necesitaban sillas de montar. Su rostro era pequeño comparado con su
cuerpo, apenas una protuberancia en el extremo de un largo cuello.
Akay-Wat siempre estaba intentando ganarse el favor de Sydney, a pesar
de lo desagradable que tenía que ser Sydney tan solo para conseguir que la
hirrin se callara para ser capaz de dormir durante el ocaso. Cuando Sydney no
estaba presente, Akay-Wat protegía sus cosas: su libro, su cama, su manta.
Era leal, desde luego. Y tenía el cerebro lleno de serrín.
—Clic, clic —canturreó Akay-Wat.
Era mejor no responderle, o nunca cerraría la boca. Sydney continuó
haciendo agujeros y formando ideogramas que nadie más podía leer, dado
que los había inventado. Los inyx, en particular, no eran capaces de leerlos,
puesto que no eran capaces de notar marcas tan sutiles. El diario era invisible
para ellos, tan invisible como su mundo lo era para Sydney. Era justo.
Recorrió con las manos las páginas en las que había registrado los días
que había pasado junto a las apestosas criaturas. Codificado en orificios, en
las páginas había registrado el relato de esos terribles días pasados en la
Estirpe, cuando su mundo se había derrumbado. La pérdida de la vista, la
pérdida de Titus y Johanna. Hubo un tiempo en que los llamaba padre y
madre. Después de que la abandonaran, cuando le quedó claro que nunca
volverían a por ella, se convirtieron tan solo en Titus y Johanna. Apenas
pensaba en ellos ya.
Ahora, registró en los orificios el relato del regreso tras la caída de
Glovid, los músculos vibrantes bajo el abrigo de Riod, y la explosión de
energía de ese cuerpo joven, su nueva montura. El Destello por encima de su
cabeza, la estepa por debajo, y, entre ellos, tan solo la carrera.
Su mano derecha se quejó por el esfuerzo del registro, pero continuó
escribiendo.
Akay-Wat se había acostumbrado al aguijoneante sonido. Se producía en
cualquier momento del día o del ocaso. Ahora que Sydney disponía de una
cama cálida junto a una ventana, Akay-Wat se había convertido en su vecina,
y su estatus había disminuido, sin duda, en gran medida. La cama de Akay-
Wat se encontraba en un espacio entre ventanas. Cuando la cama de al lado
se quedó vacía al marcharse el jout que la ocupaba a la guerra, sin,
lamentablemente, regresar, Sydney la reclamó y ganó a base de pura furia.
Había sido este suceso, más que ninguno otro, el que le había enseñado a
Akay-Wat el verdadero valor de la violencia. Para ella, claro, la violencia
física resultaba imposible. Porque Akay-Wat, desafortunadamente, era una
cobarde.
Akay-Wat era una de los pocos seres racionales que habían nacido en los
barracones de Priov. Al llegar a la mayoría de edad, pudo decidir si se
quedaba o se marchaba, pero, si decidía permanecer allí, debía quedar ciega.
Su madre, antes de ir a la Larga Guerra, le había rogado a su hija que se
marchase en busca de una vida mejor, pero Akay-Wat tenía miedo de
abandonar la vida que conocía. Poco después de que Akay-Wat perdiera la
vista, llegó Sydney: sucia, beligerante, silenciosa, e incapaz de hablar la
lengua lucente. Akay-Wat la ayudó a aprender el idioma, pero sabía que no
era lo suficientemente lista o valiente para ser elegida como amiga. En una
ocasión se había atrevido a unirse a una de las peleas de Sydney. Un
gigantesco jout por poco le había arrancado la cabeza de cuajo. Desde
entonces, Akay-Wat se había resignado a la humildad que le resultaba tan
natural. Sin embargo, el desprecio de Sydney era una pesada carga, y las
pequeñas tareas que Akay-Wat realizaba en su beneficio no mejoraban las
cosas. Alguien debía realizarlas, sin duda, puesto que Sydney era un
personaje importante, a pesar de su terrible temperamento y de no contar con
el favor de las monturas. Era una antigua ciudadana de la gran oscuridad, una
criatura de la Tierra: una humana. Aunque resultaba sorprendente, aún había
más: había vivido durante un tiempo en la Estirpe, y había sido prisionera
especial de los Lores Hadenth, Inweer, Nehoov, Chiron y Ghinamid. Su
padre era el infame bárbaro Titus Quinn, un criminal y un fugitivo.
La historia pasada de Sydney no le importaba a los inyx, ni le servía para
obtener un trato preferente. Los inyx vivían apartados, en un dominio lejos
del corazón del Omniverso, y de un modo que resultaba extraño a las demás
culturas. Las criaturas lucente-parlantes los temían y vilipendiaban, desde
luego. Los inyx no establecían vínculos salvo entre sí mismos y con sus
jinetes. Algunos incluso decían que los inyx se creían mejores que los lores
brillantes. Los inyx despreciaban a todos los que no podían hablar de corazón
a corazón, es decir, a todos los demás. Los tarig, por su parte, consideraban a
los inyx poco más que bestias incapaces de comprender la grandeza de los
tarig, pero les toleraban, lo que solo servía para aumentar la grandeza de los
lores.
Akay-Wat oyó un resuello junto a la cama de Sydney. Alguien había
madrugado y estaba fisgando. Mala cosa. A Sydney no le gustaba que la
interrumpieran cuando escribía. Akay-Wat esperó para averiguar qué haría la
humana ante esta provocación.
Sydney también oyó el resuello. Alguien fisgoneaba junto a su cama. Era
Puss, precedido por un leve hálito a orina que indicaba su presencia.
La criatura, parecida a un gato, tenía largos miembros para colgarse de los
árboles, aunque no había ninguno en este dominio. Por este motivo, los
brazos de Puss siempre estaban ocupados, ya fuera gesticulando o
rascándose, y buscando problemas. Su largo rabo resultaba muy útil para los
injuriados, cuando querían ajustar cuentas con él.
—He oído que tienes un libro. Bonito libro —dijo con voz áspera, como
si llevara puesto un collar demasiado apretado.
Puss era un espía de los inyx, un zalamero laroo, y pertenecía a una
especie que parecía ser vil por naturaleza.
—Date un baño, Puss.
No entendería el término, pero sí adivinaría que no era un halago
precisamente.
—Qué naricilla tan sensible. Me pregunto cómo puedes soportar cabalgar.
El olor de los inyx es tan intenso…
No iba a engañarla para que criticara a los inyx, pensó Sydney. En una
ocasión, Priov la había golpeado por realizar un comentario insultante
respecto al estado de las yeguas del jefe. «Viejas, fofas y estériles», había
dicho Sydney. Algunas de las yeguas se sintieron molestas, y Sydney había
pagado por ello.
Puss dijo con su áspera voz:
—Dime qué escribes en ese libro, pequeña rosa.
—Que apestas porque te orinas encima.
—Quizá solo finges escribir, pero no haces más que pinchazos. Es lo que
piensa todo el mundo. La pequeña rosa cree que es mejor que nosotros, ¿no
es así?
Sydney estaba esforzándose por no prestar atención a la mención a la
Rosa. Sin embargo, a partir de un determinado momento, su reputación
quedaría en entredicho. Si demostrabas debilidad en los establos, lo perdías
todo. Su cuchillo colgaba, en su funda, junto a la cama. Ya había derramado
sangre antes.
—Intento no orinarme encima. No causa muy buena impresión.
Puss saltó sobre la cama de Sydney, y murmuró con un fétido aliento:
—No me gustas, y tampoco le gustabas a Glovid, amiguita. —Sydney
oyó un chorro de orina caer sobre su colchón.
Sydney saltó de la cama, agarrando la peluda pierna de Puss, al que lanzó
por los aires. Puss gritó de dolor al golpear el suelo. Sydney corrió para coger
su cuchillo, lo desenvainó y se aproximó a la criatura.
—Límpialo, asqueroso. —Gesticuló en dirección a la mancha de orina.
Los jinetes comenzaban a amontonarse alrededor de la escena, siempre
listos para una buena pelea, y con gritos de aliento para ambos contendientes.
Akay-Wat se paseaba nerviosamente y decía:
—Oh cielos, oh cielos, pelear está mal.
Puss saltó hacia Sydney y aterrizó con brazos y piernas sobre su torso.
Inmediatamente saltó de nuevo, alejándose, y dejando un arañazo en el cuello
de Sydney, que se detuvo y escuchó. Un tenue sonido raspante precedió al
siguiente salto de Puss, y Sydney atacó, hiriendo con el cuchillo el estómago
de su oponente. Según la ley tarig, no debía matarle, pero un buen corte sería
una bonita manera de vengarse. Sydney sintió cómo su cuchillo rasgaba piel
y oyó un maullido cuando Puss huyó hacia la puerta de los barracones.
Sydney lo persiguió, abriéndose paso entre los jinetes reunidos, que la
siguieron fuera de los barracones, bajo el fulgor del Destello. Entre la
multitud se encontraban otros espías como Puss, a juzgar por su olor. Se
turnaron para atacar, mientras Sydney giraba sobre sí misma y describía arcos
con el cuchillo en el aire para mantenerlos a raya. De pronto, uno de ellos
saltó sobre la espalda de Sydney y le mordió el hombro. Sydney lo apartó de
un golpe. Apenas sintió la herida, pero ahora estaba dispuesta a matarlos a
todos.
El grupo de laroos quedó en silencio. Por el sonido de una pezuña contra
el suelo, Sydney supo que una montura había venido para poner fin al
alboroto.
Desafortunadamente, era Priov.
La brisa refrescó el cuerpo sudoroso de Sydney. Permaneció de pie, con
el cuchillo en la mano, mientras Puss se quejaba lastimeramente para hacer
más convincente su actuación.
¿Quién está utilizando cuchillos ilegales?, envió Priov a todo el grupo.
Un centenar de voces respondió: los laroos acusaban a Sydney, los yslis
acusaban a los hirrin, y, por encima de todos, Akay-Wat decía:
—Se meó en la cama para que oliera mal, fue laroo.
Ahora que había llegado una montura, una imagen se abrió paso en la
mente de Sydney. Vio a los andrajosos y sucios jinetes, una mezcla de rostros
deformes o poco agraciados: los yslis, parecidos a monos, de rostros
taciturnos; los estúpidos hirrin, una mezcla entre avestruces y asnos; y los
laroos, con su pelaje rojizo reluciente a la luz del Destello, inclinados sobre sí
mismos como simios, con los brazos colgando junto a su cuerpo. Y en medio
de ellos, una pequeña humana con el pelo negro mate, tan fea como todos los
demás.
Traedme el lazo, reclamó Priov. Un laroo fue a por el largo látigo que se
colocaba alrededor del espolón de los inyx. Sydney, al poste, dijo.
Sydney trató de no exteriorizar su rabia, ni siquiera sentirla. No deseaba
mostrar sus emociones ante los inyx, pero no pudo evitar recordar la última
vez que la azotaron, cuando la adrenalina hizo que apenas se diera cuenta de
que se estaba mordiendo el labio. Pensó en su libro, y en el momento en que
registraría en los orificios esta, la afrenta número cuatrocientos, aunque
podría ser la número quinientos. Todo era tolerable, en tanto en cuanto
hubiera una lista.
Las yeguas de Priov, que permanecían cerca de él, entraron en escena,
reuniendo nerviosamente a sus jinetes e inclinando las cabezas, demostrando
así que no les agradaba la agitación reinante. Los laroos subieron sobre sus
monturas, y otros, entre ellos Akay-Wat, entonaron: «No es justo, no es
justo».
Sydney se dirigió hacia el poste con paso firme y la cabeza alta.
Akay-Wat miró a Sydney con una profunda admiración. Nuevas palabras
le vinieron a la mente: un apasionado discurso en defensa de su amiga. Pero
Priov era de humor irritable, y Akay-Wat temía que también la azotase a ella.
Que me azote. Comenzó a avanzar. Cuando oyó el golpe de la pezuña de
Priov sobre el suelo, el impulso se desvaneció. Ser azotado dolía mucho,
sobre todo si Priov usaba el lazo estriado. Sintió una profunda vergüenza por
su cobardía mientras veía, a través de los ojos de muchas monturas, a
Sydney, que permanecía de pie, serena, en el centro del patio.
La montura de Akay-Wat, Skofke, se puso a su lado y se inclinó de modo
que Akay-Wat pudiera subir a su lomo. Skofke sintió los pensamientos de su
jinete y los reflejó en respuesta, repitiendo: cobarde, cobarde, cobarde.
Akay-Wat se aferró al lomo de su montura sintiéndose una miserable,
mientras contemplaba a su amiga girándose para rodear con los brazos el
poste.
Priov se aproximó con el lazo.
Las monturas seguían llegando, reuniendo a sus jinetes y moviéndose
nerviosamente, detectando una cacofonía de emociones. Entonces surgió una
emoción nueva: anticipación, y excitación. Una montura galopaba por la
hondonada junto a los barracones, con su reluciente pelaje negro.
Era Riod, y sus pensamientos eran tan claros que parecía gritar: Es mía.
Reinó el silencio entre la multitud mientras Riod se colocaba junto a
Sydney. Arriba, dijo. No, exigió Priov. Primero, el lazo.
Sydney extendió la mano hacia el poderoso rostro de Riod, para
asegurarse de dónde estaba. Estaba exultante, pero también preocupada. Riod
corría un gran riesgo, especialmente por encontrarse entre las yeguas de
Priov, que estarían presentes y sabrían si Priov era capaz o no de controlar a
un inyx amotinado. Pero él se había atrevido a ponerse del lado de Sydney y
enfrentarse a otro inyx.
—Usé un cuchillo con el laroo —le dijo Sydney a Riod, tratando de ser
honesta.
¿Qué laroo?
—El que orina en las camas.
Riod envió una descarga de desprecio, y Sydney sintió cómo sus
poderosas patas se inclinaban para que pudiera subir a su lomo. Lo hizo, de
un salto, y Riod salió al trote del círculo, con Sydney aferrada firmemente a
su cuerpo.
Galoparon hondonada abajo, junto al campamento, y en dirección a la
estepa.
Priov no te azotará, envió Riod.
A Sydney le gustó oírlo. Aunque fuera importante para Riod no tener un
jinete herido, Sydney captó su emoción de lealtad. Era una emoción llena de
orgullo, una que consiguió conmoverla.
A menudo, los que deberían ser leales no lo eran. Nadie había estado a su
lado en los cuatro mil días que llevaba aquí: ni Johanna, ni Titus, ni tampoco
los representantes de la Rosa que habían venido en busca de la familia
desaparecida. Solo una persona en cuatro mil días: una anciana chalin, la
prefecto del Magisterio, y ni siquiera ella había podido salvar a Sydney de las
crueles garras de los tarig o los crueles corazones de los inyx. A pesar de
todo, Sydney sentía un profundo afecto por Cixi. Sus mensajes eran muy
infrecuentes, transmitidos de boca en boca por mensajeros, delegados chalin
que traían nuevos esclavos. Mensajes como: «Persevera, niña, eres fuerte.
Recuerda los juramentos». Ella y Cixi se habían jurado mutua lealtad. «Algún
día volveremos a estar juntas».
Sydney cabalgaba, dejando los malos pensamientos atrás, en el
campamento. Era un buen día para cabalgar, no para recibir una paliza. Un
buen día para recordar que la chalin más poderosa del Todo era su madre
adoptiva, no, su verdadera madre, y que un día vendría a por ella.
El Crepúsculo se convirtió lentamente en la Sombra, y aflojaron el ritmo.
Era probable que pasaran el ocaso en el páramo.
Riod encontró una cañada cubierta de hierba, y se inclinó para que
Sydney pudiera desmontar. Se alejó, golpeando la arena con sus pezuñas para
detectar la posible presencia de agua. Por fin, se formó un charco. Sydney lo
vio con los ojos de Riod y se acercó para limpiarse.
Riod se aproximó y la olisqueó.
—Estoy bien —dijo Sydney, que sintió la curiosidad de Riod por sus
heridas. A través de los ojos de la criatura se vio a sí misma: harapienta, con
el pelo corto, y, en el sucio rostro, ojos azules pero vacíos.
Le resultaba muy fácil olvidar que estaba ciega. No era tan sencillo
olvidar el abrazo del tarig, mientras la sostenía y la garra se acercaba. Se
sentía recluida, y unos brazos de acero la rodeaban mientras el brillante señor
con aspecto de mantis le susurraba al oído…
Riod respiró su cálido aliento en el rostro de Sydney, y lamió el profundo
arañazo de su cuello. Cuando se aflojó el cuello de la camisa, Riod lamió
también el mordisco de su hombro para limpiar la herida. La cálida lengua de
Riod estaba probablemente repleta de gérmenes, pero era agradable. No
quería sentir aprecio por su montura. Quería explotarle igual que él la
explotaba a ella. Era indignante que, para sentirse importantes, sus jinetes
tuvieran que ser ciegos. Los inyx afirmaban que la ceguera mejoraba la
capacidad de los no inyx de percibir la comunicación silenciosa de los inyx.
Aunque fuera cierto, Sydney se rebelaba contra el dominio que ejercían. Y
también contra el creciente afecto que sentía por Riod.
No soy tu mascota, pensó enojada, y le apartó con el brazo.
¿Qué eres?, preguntó Riod, entrometiéndose en sus pensamientos.
—¡No entres en mi cabeza! —dijo en voz alta Sydney. Pateó la hierba,
impotente, golpeando hierbajos secos mientras Riod la contemplaba,
sintiéndose herido en su orgullo, y mezclando sus sentimientos con los de
Sydney.
Mañana tendría que enfrentarse a Priov de nuevo; ese pensamiento la
atormentaba. Pero ahora estaba agotada, y necesitaba dormir. Encontró un
hueco en el suelo y se echó, confiando en que Riod la vigilaría, dado que
estaba demasiado agotada para pensar que eso la hacía aun más dependiente
de él.
Riod, vigilante, miró hacia la estepa. A través de sus ojos Sydney vio el
páramo que se extendía, diáfano, con un tenue matiz lavanda a lo lejos. Antes
de caer dormida sintió la mente de Riod, que entraba en la suya, buscando
algo. Riod esperaba, al bajar la guardia la muchacha, encontrar en su mente
un cierto consuelo para su orgullo herido.
Sydney dormía; su único momento de privacidad.
Mientras Quinn y Anzi bajaban del tren en Na Jing, Anzi alejó a Quinn de la
gondi, que no había aceptado de buena gana la negativa a adquirir sus
productos. La gondi apremió a los porteadores de su eslinga para que
corrieran tras Dai Shen, pero su plan fracasó cuando la princesa hirrin
interceptó a Anzi y Quinn e inició una conversación que Anzi esta vez
agradeció, y en la que les ofreció transporte hasta la frontera de Bei. De este
modo, Quinn se encontró en el único medio de transporte por aire
mecanizado que estaba disponible de ordinario para los viajeros: un dirigible.
Él lo llamó dirigible, y la princesa, de nombre Dolwa-Pan, lo llamó
bombilla celeste. Dolwa-Pan se dirigía a la frontera de Bei para realizar
estudios, y no parecía importarle demasiado el gasto que suponía una
bombilla celeste para ella sola.
Ahora, la princesa hirrin estaba junto a Quinn, mirando por la ventana del
dirigible. Su pequeña y redonda cabeza colgaba como una flor del largo tallo
que era su cuello. Se había disculpado una docena de veces por haber avisado
al magistrado del tren para quejarse de ellos, y no había terminado de hacerlo.
—No debería haber pensado que suponíais un peligro. Qué tonta, Dolwa-
Pan. —Sus perfumes florales penetraron en las fosas nasales de Quinn, casi
dolorosamente.
—Uno no se enteró —dijo Quinn, usando una frase hecha.
Un viaje de diez días en beku quedó reducido a un día en la pequeña
aeronave, que sobrevolaba el valle del minoral a una altura de sesenta metros.
Quinn no había visto nada que igualara esa altura antes, ni aquí ni en ningún
otro lugar del Omniverso, salvo las naves radiantes. Ni pájaros ni aviones. El
Destello dominaba el espacio vertical, y aproximarse a él era peligroso para
la salud.
Retazos de memoria sugirieron que Quinn había llegado a volar hasta allí,
y por un momento sintió una oleada de placer provocado por ese vuelo.
Estaba impaciente por interrogar a Su Bei. Bei sabría la verdad, y quizá
sería capaz de desvelar de una vez por todas los recuerdos que intrigaban y
atormentaban al mismo tiempo a Quinn. Mucho dependía de este académico
al que había conocido en otro tiempo. ¿Le ayudaría Su Bei? Según Anzi,
Quinn necesitaba urgentemente alteraciones faciales, lo que no era una tarea
difícil, ni, afortunadamente, exigía corte alguno. Si Bei estaba dispuesto a
hablarle a Quinn de su pasado y a alterar su identidad, sin duda daría el
siguiente paso y le diría dónde podía encontrar las correlaciones, dado que,
en opinión de Quinn, una traición conduciría a la siguiente.
Se decía que Su Bei había caído en desgracia, pues había cargado con
parte de culpa por la huida, hacía tanto tiempo, de Quinn. Eso podía ser una
buena o una mala cosa para Quinn. Sería mala si Bei le culpaba. Y buena si
culpaba a los tarig.
¿Ya quién culpaba Titus Quinn? Siempre a los tarig. Pero tenían
intermediarios, y uno de ellos había sido Su Bei, que había sido el encargado
de interrogarle.
No podía contar con que Bei le diera la bienvenida, ni siquiera con que le
tolerara. Y, si este plan fracasaba, solo podría culparse a sí mismo, por insistir
en visitar a Su Bei en lugar de seguir la sugerencia de Anzi y buscar un
cirujano. Además, era posible que Bei viera en la visita una oportunidad para
redimirse, y que entregara a Quinn a los tarig.
Quinn acarició el bulto bajo su chaqueta, la daga Cruzada. No era un
asesino. Pero si Bei trataba de informar a lord Hadenth, mataría a Bei sin
dudarlo.
Dolwa-Pan notó el gesto ausente de Quinn mientras este miraba por la
ventana.
—¿Qué buscas, Dai Shen?
—Paz —murmuró Quinn. Stefan y Helice nunca hubieran creído que el
objetivo de Quinn fuera tan simple. Pero en definitiva, después de Sydney,
después de su propio dominio, eso era justo lo que buscaba.
—Sin duda, todas las criaturas pueden tener paz en el Camino Radiante
—le dijo Dolwa-Pan. Su labio prensil ajustó la posición de su collar, un
medallón en una cuerda azul.
Anzi se dirigió hacia ellos para poner fin a la conversación, que Quinn no
estaba llevando con excesiva discreción. Les interrumpió, y ella y Dolwa-Pan
intercambiaron reverencias.
—Un vuelo muy agradable, princesa. Permitid que os reembolse el coste
por vuestras molestias.
Dolwa-Pan acható las orejas a modo de negativa, y ambas discutieron
amablemente acerca del coste de la bombilla celeste; finalmente, Dolwa-Pan
convenció a Anzi de que no era necesario que le pagaran nada. Así, Anzi
consiguió desviar la conversación hacia temas menos delicados. Quinn
comprendió lo que Anzi trataba de hacer, irritado. Anzi ya le había asegurado
que los hirrin no podían ser espías. Habían sido malditos, o bendecidos, con
una absoluta incapacidad para mentir. Si decían algo que sabían que no era
cierto, sencillamente se desmayaban. Después de saber esto, Quinn comenzó
a ver en ellos una especie de encantadora inocencia. Aún estaba en guardia,
sin embargo, y Anzi debería haberse dado cuenta.
A través de la ventana, Quinn observó el muro de tempestad, que oscilaba
tenebroso, casi al alcance de su mano. En su límite superior, donde se unía al
Destello, se alzaban ondulaciones. Esa imagen era difícil de olvidar, dado
que, a cada hora, el muro crecía de tamaño. El minoral se estrechó en su
extremo, donde los muros terminarían por converger.
Dolwa-Pan lamió su medallón y lo acercó a una de sus orejas; Quinn la
había visto hacerlo en varias ocasiones. Esta vez se encontraba lo
suficientemente cerca para oír un leve repique.
La hirrin, al ver cómo la miraba Quinn, dijo:
—Tonales de regresión. Solo es un juguete, una baratija. —Dolwa-Pan
miró por la ventana y pareció melancólica—. Yo elegí viajar por este
dominio para obtener conocimientos. Pero, incluso en este alejado minoral, sé
dónde habitan los graciosos lores tarig: en el corazón del mundo. Los tonales
cantan muy bajo. Estamos muy lejos.
—Y sin embargo los juramentos nos mantienen cerca —murmuró Anzi.
El religioso comentario sirvió para recordarle a Quinn que hablaban con
una criatura entregada a los tarig. Anteriormente, Anzi había oído el repique
de la hirrin, y le había pedido precaución a Quinn. Para algunos habitantes
del Omniverso, los tarig eran poco menos que dioses, y no solo debido a sus
poderes. El Camino Radiante era el fundamento de la justicia y el bienestar.
El bienestar de algunos, pensó Quinn. No el de un hombre de la Rosa, ni
el de una niña humana.
Fuera, algo llamó la atención de Dolwa-Pan. Una luz cegadora había
rasgado el lejano muro de tempestad, como una puerta en llamas a través del
muro.
—Un origen —dijo Dolwa Pan—. Surge de la nada y desaparece de
nuevo. Como todos nosotros, ¿verdad? —La hirrin resopló sonoramente, el
equivalente a un suspiro entre su gente.
Quinn sonrió.
—Eres una filósofa.
Sus orejas se achataron.
—No necesito la filosofía, puesto que el Destello me guía. —Tras este
comentario tan profundo los dejó para ocuparse de su pequeño, una réplica en
miniatura de su madre, que dormía en la popa, arrullado por el tamborileo de
la cubierta.
El estudiante pregunta: Maestro, ¿qué es el otro mundo que percibimos a través del
velo?
El maestro responde: Es el cosmos del frío y el fuego y la turbación; es un lugar de
falsas ilusiones, que cree ser primigenio; es el antiguo dominio de todos los modelos,
los diseños de todos los seres racionales, que han sido perfeccionados en el Reino
Brillante; sus mundos son esferas de guerra y miseria; entre sus mundos hay tesoros
desperdigados, entre ellos un colorido brote llamado la Rosa; es un dominio de lucha y
de esperanzas perdidas ante la corrupción de los días; es un lugar en el que el glorioso
día solo conquista el cielo la mitad del tiempo; es el reino de lo evanescente.
Eso es lo que ves a través del velo.
Bei se arrodilló en el suelo, bajo las luces subterráneas, con las manos llenas
de barro y la túnica empapada de sudor a causa del esfuerzo de podar plantas.
Cogió una roca del suelo y la lanzó con una precisión fruto de la práctica al
montón de piedras cercano. El trabajo físico le servía para olvidar sus
preocupaciones y calmaba los recuerdos que había despertado el regreso de
Titus.
Por la mañana había pedido a Zhou y los demás que se marcharan del
campo de vegetales para poder trabajar en silencio, arrancando tubérculos en
soledad y buscando insectos en las hojas. Sin embargo, su serenidad se había
visto interrumpida cuando Anzi llegó para pedirle que se entrevistara con
Titus, que aparentemente estaba lo suficientemente recuperado para no seguir
guardando cama.
Así que Titus había venido, en apariencia sano, a excepción de la
hinchazón; debía sentir como si una gondi le mordisqueara las mejillas.
—Estoy en deuda contigo, Su Bei —comenzó.
Bei se puso en pie y se sacudió la tierra de las rodillas.
—Bueno, aún no has visto el resultado. —Y el resultado quizá implicara
ser estrangulado por lord Hadenth. Pero Bei apartó este pensamiento de su
mente. Le alegraba ver a Titus. Era raro pero, tras todo por lo que habían
pasado juntos, Titus aún le consideraba un extraño. No tenía recuerdos. Eso
hacía que su trato fuera torpe, ya que Bei guardaba las distancias y Titus aún
no había decidido si sentía culpa, resentimiento o gratitud.
—Los ojos no deberían dolerte demasiado —dijo Bei—. Lo peor son los
huesos faciales.
—Están mejorando.
Titus aguantaba bien el dolor, eso estaba claro. También parecía haber
sufrido una mejora psíquica. Y parecía estar dándole vueltas a algo.
Bei se arrodilló para continuar con su tarea, arrancando raíces y podando.
—¿Te importaría echarme una mano? Es un campo muy grande. —Un
poco de ejercicio no le haría daño, y tampoco a Anzi.
Titus no se movió, pero dijo:
—Me marcharé pronto.
Bei lo sabía. Unos días más y Titus se marcharía en la bombilla celestial,
dado que Dolwa-Pan le había pedido al piloto que esperara hasta que Dai
Shen decidiera marcharse. Bei tiró otra piedra al montón. Bien. Dos piedras,
más de lo habitual.
—¿Para qué es el montón de piedras? —preguntó Titus.
—Sin rocas, es más sencillo trabajar el suelo. Hemos arado esta tierra
durante tanto tiempo que apenas quedan piedras. —Bei se sentó sobre los
talones y se secó el sudor de los ojos—. Has venido a preguntarme algo.
Hazlo. —Apartó la mirada—. Si estás seguro de que quieres saberlo.
Titus se arrodilló cerca de Bei, frente a él. Sus ojos amarillos ya habían
supuesto una gran mejora en su rostro, aunque Bei se había acostumbrado al
color azul, a esos ojos que parecían ver más lejos que los ojos de los chalin.
Titus no se contentaba con asimilar las cosas gradualmente, sino que siempre
quería comprenderlas de inmediato. Como ahora.
—El camino para cruzar no es aleatorio, ¿verdad?
Bei suspiró.
—Si supiera cómo está organizado, no sería un académico de poca monta.
—Creo que conoces a alguien que sí lo sabe.
Bei alzó la vista para mirar a Anzi.
—¿Has estado metiéndole esas ideas en la cabeza?
Anzi les miraba con los ojos muy abiertos.
—No, Su Bei. No lo sabía.
¿Cómo había logrado averiguarlo Titus? Se le ocurrió que había sido
Suzong. Bei avanzó a cuatro patas por la fila de plantas, concentrado.
Esperaba que Titus le preguntara cómo volvería a casa una vez hubiera
rescatado a su hija de sus captores. Pero quería saber más que eso, mucho
más. Bien, había cosas que ni siquiera Titus Quinn podía tener. Lanzó otra
roca al montón y avanzó en cuclillas.
La mano de Titus reposó sobre el brazo de Bei.
—Bei.
Se miraron a los ojos.
—¿Por qué iba a saber esas cosas? —Bei apartó la mano de Quinn.
—Porque viviste en la Estirpe. Los delegados recopilan información; lo
llevan haciendo cien mil días. Alguien allí lo sabe.
Bei estaba seguro de que había sido Suzong quien se lo había dicho. Para
ella la Rosa era una gran potencia con la que sería conveniente tratar. Odiaba
a los lores, pero no por ningún motivo noble, sino porque quería vengarse
personalmente de ellos, pues había visto a su madre morir asfixiada a pies de
un tarig. Hacía tanto tiempo que ya debería haberlo olvidado… Maldita
entrometida. El objetivo de Titus ya era lo suficientemente peligroso, pero
esto solo empeoraba las cosas.
Bei negó con la cabeza.
—Titus, cuando vuelvas aquí, intentaré encontrar un modo de ayudarte a
salir. Quizá no puedas atravesar el velo… nunca. Pero si vuelves aquí, lo
intentaremos. Eso es todo. He hecho todo lo que he podido por ti.
Titus se encontraba ahora al otro lado de la fila de plantas. Se abría paso a
cuatro patas, apartando al hacerlo pequeñas piedras. Cogió una roca de un
tamaño considerable y la tiró al montón.
—Es un campo muy grande —dijo Titus.
«Y voy a quedarme aquí hasta que cedas», pareció querer decir.
Titus no solo quería ayuda; también quería los secretos del reino. Lo
quería todo, como siempre. Quería las correlaciones, por supuesto, para poder
liderar la nueva ola de inmigración. La ruta a las estrellas, por supuesto. No
había tal cosa. Los humanos querían un imperio, no una ruta.
Por las barbas de un beku, ¿por qué debería traicionar a su propia gente?
A Bei no le importaban un rábano los brillantes lores y su paranoia. Pero,
¿acaso no era cierto que los universos habían estado separados desde el
principio? Era más seguro seguir separados que arriesgarse al contacto.
Después de todo, ¿quién querría vivir en las tinieblas cuando podía vivir bajo
el Destello?
Anzi se había puesto a cuatro patas y recogía piedras de la siguiente fila.
Los dos se iban a pegar a él como se pegaban los mosquitos al trasero de un
beku. Bei se puso en pie y se sacudió la suciedad de las manos. Le dolía la
espalda y la muñeca izquierda, en la que había estado apoyándose. Caminó
por detrás de Titus mientras este buscaba con decisión rocas en el suelo.
—Titus —dijo Bei, tratando de que su voz sonara razonable—, no puedes
usar las correlaciones, aunque haya alguien que las tenga en su poder, sin el
permiso de los tarig. Entiendes eso, ¿verdad? —No podía pensar de veras que
los tarig se limitasen a hacerse a un lado.
—Me da igual que se usen o no. Solo tengo que llevarlas a casa.
—Entiendo. ¿Acaso te espera un premio por llevarlos contigo?
Otra roca golpeó el montón.
—Me espera mi sobrino. Tiene once años.
Bei frunció el ceño; eso era irrelevante. Caminó tras Titus, que seguía la
fila de plantas.
—Supongo que te refieres a Mateo, ¿verdad? ¿El hijo de tu hermano? —
Bei pensaba que el chico ya sería un adulto, pero existían las diferencias de
tiempo, claro, siempre había que contar con eso…
—Tengo que regresar. Si no lo hago, meterán a Mateo en un frasco y
nunca le dejarán salir. Y necesito volver con algo. Sé que, antes o después, la
Rosa encontrará las correlaciones. Quizá lleve cientos de años, pero las
encontrarán. —Alzó la vista; sus nuevos ojos amarillos eran tan intensos
como antes—. Deja que sea yo el que las encuentre.
Bei tuvo que apartar la vista para no dejarse atrapar por su pasión.
—¿Quién meterá a Mateo en un frasco?
—Mis superiores. Minerva. —Hubiera sido difícil malinterpretar la ira
evidente de sus palabras.
Así que tenían atrapado a Titus Quinn. Lo estaban obligando.
Titus prosiguió:
—Arruinarán el futuro del muchacho. Por eso quiero las correlaciones. A
menos que tenga algún poder sobre ellos, acabarán conmigo. Seré su
marioneta, y también mi familia.
Bei contempló a su alterado amigo. Físicamente, parecía chalin. Pero era
irremediablemente humano. Aún estaba encerrado en una jaula. Ahora, Bei
comprendía la pasión que impulsaba a Titus. No era solo por amor. En parte,
también era por odio. Le obligaban y le amenazaban. Era inadmisible. Y
aunque Bei le ocultase lo que sabía, Titus seguiría adelante. Nada le
detendría.
Por los juramentos, voy a decírselo, comprendió Bei, al tiempo que se le
encogía el corazón.
—Levántate, Titus. —Tanto él como Anzi lo hicieron; ambos parecían
expectantes, confiados.
No confíes en mí, muchacho. Si me preguntas de qué lado estoy, siempre
será del Omniverso. ¿Y por qué no? Es mi mundo. Imperfecto, dominado por
los lores, regido por los juramentos y las leyes y la arrogancia que
acompaña a la inmortalidad. Pero es mi mundo.
Suspiró.
—Titus, te ayudaré. Pero con condiciones.
Titus pareció receloso, y con razón.
—Debes prometerme que harás todo lo que esté en tu mano por evitar que
los humanos nos conquisten. Perdóname si no confío en ese montón de
granujas, asesinos y saqueadores. Quizá no puedas hacer mucho, pero
prométeme que harás todo lo que esté en tu mano.
Titus tuvo la decencia de considerar lo que estaba a punto de prometer.
Miró las largas filas de vegetales y tomó una determinación.
—Lo prometo, Su Bei.
—Que tu gente no vendrá en grandes cantidades para quedarse.
Promételo.
—Haré todo lo que pueda para evitarlo. Lo juro.
Bei alzó una mano.
—No digas que lo juras por Dios.
—No iba a hacerlo.
Bei sonrió. Titus no era creyente. Le conocía bien, y consideraba que su
palabra de honor era más que suficiente.
—Saber lo que voy a contarte es un grave crimen. —Señaló a Anzi con la
cabeza—. ¿Quieres que ella lo sepa?
Titus miró a Anzi y levantó una ceja.
—Ya sé lo suficiente para morir cien veces —dijo Anzi.
Era cierto. Para todos ellos.
Bei era consciente de lo que iba a hacer. Las palabras que iba a
pronunciar podrían ser un veneno o una medicina, pero cambiarían el
Omniverso para siempre.
—Bien. —Miró fijamente a Titus—. Debes recordar este nombre:
Oventroe. Debo decir que no sé si aceptará contar lo que sabe de las
correlaciones. —Titus le observó cuidadosamente—. No todos están
satisfechos. Algunos quieren hablar con la Rosa, por supuesto. Algunos
incluso están en contra de Hadenth, Inweer y el resto. Como lord Oventroe.
Aunque hinchado y desfigurado, el rostro de Titus adquirió una expresión
de sorpresa.
—¿Lord Oventroe? —preguntó, enfatizando la primera palabra.
Señor, danos paciencia. Titus creía que el traidor era un chalin. O una
hirrin. O una gondi. ¿Acaso no sabía que traidores así no conseguirían nada?
Era evidente que debía tratarse de un tarig.
—Sí, un tarig. lord Oventroe. Espera seguir ganando influencia y
convertirse en uno de los cinco lores principales. Quizá te vea como un aliado
potencial. O quizá no. No tiene motivos para adelantar sus planes, sean los
que sean, pero querías un nombre. El siguiente paso está en tu mano. —Bei
miró a Titus y a Anzi alternativamente; ambos lo miraban incrédulos—. Esto
es más serio de lo que habías pensado, ¿verdad? —Cerró los ojos. Que Dios
no repare en mí, pues ahora yo también estoy implicado.
Bei pensó en su investigación y en todo lo que se podría aprender de la
Rosa si pudiera interactuar libremente con ambos mundos. Eso podría llegar
a ocurrir, pero quizá solo en un futuro lejano y tras superar incontables
obstáculos. Aun así, la idea le resultaba atractiva. ¿Por qué no interactuar?
Era una pregunta que muchos seres racionales se habían formulado a lo largo
de muchos millares de días.
—Cuando vayas a la Estirpe —continuó Bei—, llegará a tus oídos que
Oventroe es un fanático enemigo de la Rosa. En realidad es pura pose.
Siempre ha pensado que el contacto es inevitable. Siente curiosidad por la
Rosa, una curiosidad que no comparte con la mayoría de los tarig. Estaría,
como poco, interesado en ti. Pero eso significaría que tendrías que decirle
quién eres. —Al ver a Quinn fruncir el ceño, Bei añadió—: Es un gran riesgo,
sin duda.
—¿Tú le crees, crees que quiere establecer contacto con la Rosa? —
preguntó Quinn.
—Sí, lo creo. A menos que esté mintiendo. En definitiva, tendrás que
formarte tu propia opinión.
»Hay algo que puedo hacer por ti. Tengo algo que perteneció a Oventroe.
Me permitía verle de cuando en cuando, cuando vivía allí. Solo cuando él lo
deseaba. Y nunca hablábamos de sus planes. ¿Por qué íbamos a hacerlo? Yo
era un investigador, no un adepto. Por aquel entonces sabía más de la Rosa
que cualquiera, gracias a ti.
—¿Me conocía él?
—No. Se mantenía apartado de ti para no descubrirse. Cixi le vigilaba,
siempre. Pero vigila a todos, y también te vigilará a ti. El Magisterio está
lleno de espías; debes recordar eso y tratar de pasar desapercibido.
Lo había hecho. Había pronunciado el nombre prohibido, en presencia de
la Rosa. Puede que lord Oventroe se lo agradeciera, o puede que lo matara,
pero las palabras ya habían sido pronunciadas, y eso no podía cambiarse. Bei
no se arrepentía. Se sentía como si hubiera llenado un vacío, aunque no sabría
decir qué era ese vacío, pero sí sabía que había convivido con él durante
mucho tiempo.
—Oventroe podría matarte en un segundo —dijo Bei, tratando de ocultar
la emoción que le embargaba—, y nadie trataría de impedírselo.
Titus seguía pareciendo lo suficientemente determinado, o inconsciente,
para asumir el riesgo.
—Pero si uso lo que le perteneció, Bei, sabrá que tú me enviaste.
—Es probable. Pero no soy la única persona que tiene algo parecido. Los
espías de Oventroe están desperdigados por la Estirpe y los dominios. No
debes confiar en nadie.
—¿Por qué confiaste tú en él?
Las palabras de Titus hicieron reír a Bei, que comprendió lo ingenuo que
era aún Titus, pues sus recuerdos de los tarig seguían siendo incompletos.
—No lo hice, muchacho. Pero cuando un señor tarig se interesa por ti, no
existe resistencia posible. —Bei se acarició la barbilla—. Ya sea señor o
señora.
Titus apartó la mirada, pues no deseaba hablar de eso.
Caminaron juntos y se marcharon del campo de vegetales. Titus y Anzi
ayudaron a llevar cestas llenas de los tubérculos recolectados.
Bei se detuvo un instante y miró atrás, hacia los surcos. Recolectar los
vegetales y trabajar la tierra había sido un pasatiempo relajado. Pensó que
esos tranquilos días habían llegado a su fin. Lo que había confundido con
serenidad solo había sido una paz opresiva, impuesta por el juramento de
ocultar todo el conocimiento del Omniverso. La otra cara de la moneda había
sido renunciar a todo conocimiento de la Rosa.
Bien, pensó con resignación, la Rosa y el Omniverso están a punto de
entrar en íntimo contacto.
—Despierta, Ji Anzi.
Bei sacudió su brazo de nuevo, y Anzi despertó, alarmada, con el rostro
preocupado a la luz de la linterna que Bei sostenía.
—¿Qué ocurre? ¿Algo va mal?
Anzi se cubrió con la manta, a pesar de que había dormido
completamente vestida. El frío subterráneo solía afectar de ese modo a los
recién llegados.
—No pasa nada. —Bei había pasado las últimas horas pensando en lugar
de durmiendo. Se había centrado durante tantos miles de días en la
cosmografía que había terminado por perder la intuición política que una vez
tuvo.
Esta noche, lo había sabido: el equilibrio del Camino Radiante estaba a
punto de tambalearse. Bei siempre había considerado la hegemonía de los
tarig una presencia monumental, tan estable e inamovible como una de esas
pirámides de piedras erigidas por los faraones de la Tierra. Lo que le había
mantenido en vela durante el último ocaso había sido la idea de que la
pirámide no sería estable si se le diera la vuelta. De ser así, debido a su
colosal tamaño y peso, un simple golpecito podría derrumbarla. Un golpecito
de Titus Quinn.
—Ji Anzi —dijo, hablando en voz baja para no despertar a Quinn, que
dormía en la habitación de al lado—, te he estado observando. Creo que eres
leal.
Anzi le observó; era una mujer de pocas palabras. Bei miró a la
muchacha, y pensó que era más bonita de lo que le había parecido en un
principio. Se conducía con dignidad. Era lo que un hombre joven llamaría
atractiva, aunque Bei no pensaba en esas cosas desde que su última esposa le
había dejado, hacía mil días. Era una buena mujer, y merecía una vida mejor
que la que él podía darle en la frontera de un minoral.
Ahora, Bei miró a Anzi y se preguntó si la muchacha comprendía que
jugaba un papel de importancia capital: el de consejera y confidente de Titus
Quinn. Bei debía saber qué relación les unía. Todo dependía de ello.
No podía ordenarle a Anzi que hiciera lo que tenía en mente. Debía
comprender por sí misma que era lo más adecuado.
—Ji Anzi —dijo—, la pregunta que debes responder, y también el resto
de nosotros, es, ¿a quién somos leales? —Anzi no contestó, y Bei dijo—: ¿A
quién sirves tú, muchacha?
—A mi tío Yulin.
—Ya veo. —Bueno, era una buena señal; había dicho lo que debía decir
—. Bien, pero, ¿más allá de las obligaciones familiares? —Anzi seguía
mirándole—. Déjame, entonces, preguntarte esto: ¿Qué opinas de Dai Shen?
¿Merece los esfuerzos que te tomas por él?
—Sí.
Las reservas de la muchacha no parecían ya una virtud.
—¿Le eres leal?
—Sí.
—A eso precisamente me refiero. ¿Hasta dónde llegarás por él? Sin duda,
has pensado ya en esto. En cierto momento tendrás que elegir entre los
intereses de la Rosa y —en este punto extendió las manos, abarcando todo el
mundo— todo esto.
—No si lo que quiere es a su hija.
Bei hizo una pausa.
—¿Y el secreto para cruzar al otro lado? —Bei la miró con ojos
compasivos. La muchacha era totalmente leal a Titus, pero no tenía ni idea de
adonde podía conducirla eso.
—Como dijo Dai Shen, la Rosa terminará por descubrirlo.
Era tan ingenua… Deseaba que pudiera seguir siéndolo. Pero no sería
posible.
—Anzi, escúchame. Ahora solo ves a un hombre que busca una
determinada información y recuperar algo que le pertenece. ¡Y con razón!
Pero la libertad para cruzar al otro lado y regresar… esa es una palanca que
podría desviar nuestro mundo de su curso. Las correlaciones son la base. —
Suspiró. La muchacha no le entendía, y no pensaba en el futuro.
—No sé qué le deparará el futuro al Omniverso, Anzi, pero sé que esa
puerta ya está abierta, y que se producirán cambios. Titus quiere las
correlaciones para negociar con sus superiores y garantizar la seguridad de su
familia. Pero las posibilidades van mucho más allá. Podrían ser
inimaginables. —Miró el muro que separaba la habitación de Anzi de la de
Titus, y bajó aun más la voz—. Si conseguimos que se una a nosotros.
Anzi frunció el ceño, y Bei prefirió dejar sus preguntas para más adelante.
—Escúchame. Titus no ama la Rosa. La Rosa le ha utilizado. Podríamos
convencerle para que se uniera a nosotros, Anzi. Al Omniverso.
—¿Convencerle? —Anzi le contempló con ojos sobrios, con la reserva
que le era habitual—. ¿Qué más quieres de él?
Bei hizo una pausa, jugueteando con sus piedras.
—Aún no estoy seguro. Pero para empezar, necesito su lealtad. —Bei
notó la confusión en el rostro de Anzi, y prosiguió—: Anzi, presta atención.
Lo que te estoy diciendo es que necesitamos saber a quién es leal. Aunque
aún no sepamos por qué es así, siempre es importante saber qué piensa un
gran hombre como él. —La miró con intensidad—. Atráelo a nuestro bando.
Al Omniverso. Siempre le atrajo; solía hablar de la paz del Omniverso. En el
pasado, esa idea le cautivó. La amaba, Anzi. Si llegara a amarla de nuevo,
tendríamos una oportunidad para convertir nuestra tierra en algo que no ha
sido nunca antes.
—¿Acaso no te agrada nuestra tierra ahora?
Bei la miró y se preguntó si la muchacha tenía inquietudes políticas.
—Quizá podríamos ser más de lo que somos. ¿Quién puede saberlo,
ahora que contactaremos con la Rosa?
—Pero… —Anzi vaciló.
No dijo nada más, y Bei prosiguió:
—Ni siquiera sabes a quién eres leal tú, cómo ibas a saber a quién lo es
él… —Hizo una pausa—. Porque tú le idolatras. ¿También le amas?
Anzi levantó la barbilla.
—No.
—Aun así. Debes lealtad a tu tierra, a tu gente, a tu cultura. Algún día te
darás cuenta. Las cosas no son mejores en la Rosa.
Anzi miró a Bei fijamente.
—Eso es lo que dijo Dai Shen.
—Ya. No me sorprende.
Estaban sentados, uno al lado del otro. Guardaron silencio por unos
instantes. Bei deseaba no haber llegado al punto de tener que manipular a
Titus. Pero era Titus el que lo quería todo, el que quería poder. Todo por una
buena causa, sin duda, o así lo veía él. Quizá llegara a ser, al fin y al cabo,
una bendición para el Omniverso. Titus era un representante de la Rosa, pero
no actuaba en su nombre, y por eso Bei debía proteger a su mundo y a su
gente.
No le gustaba lo que venía a continuación, pero debía estar seguro de que
Titus y Anzi podían servir de ayuda.
—Hay una cosa que podría garantizar su lealtad, Anzi. La intimidad
física. Es un hombre robusto. Podrías establecer un vínculo con él.
Anzi le miró con desprecio en los ojos. No era el momento indicado para
hacer esa sugerencia, pero, ¿cuándo tendría otra oportunidad?
Por fin, Anzi murmuró:
—¿Qué otra cosa podría ser el Omniverso, Su Bei, sino el Todo?
Bei dejó que su voz se tiñera con el matiz de ironía que cubría la de Anzi.
—Bueno, podría ser el Todo de los chalin, en lugar del Todo de los tarig,
por ejemplo. —Bei comprendía que esas consideraciones le importaban poco
a la muchacha. Estaba enamorada, y por tanto cegada—. No me respondas
ahora —dijo Bei—. Piensa en lo que te he dicho.
Anzi negó con la cabeza.
—¿Cómo puedes pedirme que le traicione dos veces?
Bei hizo una pausa; le mortificaba ser reprendido por alguien tan joven.
Se encontró a sí mismo diciendo, en su defensa:
—Solo es traición si no le amas.
Anzi permaneció sentada, pensativa.
Bei se incorporó y le deseó un alegre ocaso. Probablemente la había
desvelado, pero por lo que a él respectaba, ahora podría dormir.
—Canción infantil
El navitar guía las naves que surcan el eterno río Próximo. ¿Pensabas que el
dominio brillante era plano? En realidad, es curvo. En el río se ocultan los amarres, los
nexos. Solo el navitar puede guiar la nave hasta los amarres, y a través del
serpenteante dominio. Los navitares no aceptan pago alguno. Son ellos quienes pagan
el precio: sus vidas. Viajan por el temible camino de la más profunda percepción, y se
consideran felices. Conocen las extrañas leyes que se esconden más allá del Camino
Radiante, pero, si les preguntas, no dirán una palabra.
Los sacos de grano terminaron por agotarse; habían llegado a las orillas del
Próximo. El adda descendió a tierra, y Anzi y Quinn desembarcaron. La
criatura partió de nuevo rápidamente, incapaz de encontrar en ese lugar un
viajero en posesión de grano, e incómoda por la cercanía de la tormenta
perpetua del muro.
La altura del muro de tempestad era inconcebible. Parecía imposible que
se tuviese en pie, de hecho parecía como si ya estuviera derrumbándose. La
idea de que el Omniverso estuviera contenido y protegido por esa anarquía
parecía absurda. A lo lejos, al pie del muro, el río Próximo fluía con fuerza.
Entre Quinn y la orilla del río se encontraba una marisma transitoria repleta
de charcas de materia reflectante.
El olor a ozono era intenso. Estaban muy cerca de las ondulaciones
negroazuladas del muro, y las turbulencias del aire hacían ondear las ropas y
las tiendas. Una pequeña muchedumbre se había reunido al borde de la
marisma, esperando para subir a una embarcación. Eran viajeros, y entre ellos
había seres que Quinn no había visto antes. Evitaban mirar el muro. Estaban
dispuestos alrededor de hogueras de llamas de lenguas resbaladizas que no
parecían naturales. Entre charca y charca había zarcillos repartidos como
dendritas.
Anzi le avisó del peligro de pisar las charcas:
—Suzong me dijo que una niña de la corte que viajó aquí con sus padres
cayó al río. No murió, pero nunca volvió a hablar.
Dado que Anzi nunca había viajado por el Próximo, lo único que pudo
decirle a Quinn del río era lo que le habían contado. No era científica, y no
sabía nada de turbulencias temporales o espaciales. Pero tampoco lo era él.
Había una cosa, sin embargo, que Bei le había dicho a Quinn: el viaje por el
Próximo no superaba la velocidad de la luz, así que no habría efectos de
dilatación del tiempo. Al crear el Próximo, los tarig utilizaron una tecnología
muy superior a cualquier cosa conocida por los humanos.
El río hacía posible atravesar el principado de su frontera más exterior
hasta el corazón del mundo. Repartidas a lo largo del principado se
encontraban tierras vacías que Quinn suponía correspondían al espacio
interestelar. Esas áreas eran tierra firme solo en un sentido conceptual, pero
no si se seguía estrictamente la lógica. En ocasiones la lógica no era
aplicable, como ocurría con las explicaciones de Einstein al respecto de la
gravedad y la relatividad. Hacía mucho tiempo un matemático había dicho,
«En matemáticas uno no entiende las cosas, solo se acostumbra a ellas».
Quinn, el nuevo Quinn, se estaba acostumbrando al Omniverso.
Acababan de encender un fuego para cocinar la cena cuando la multitud
se agitó inquieta. Los viajeros señalaban hacia el Próximo.
Se acercaba un barco. No era más que una diminuta mancha que se abría
paso entre las marismas, hasta que se detuvo a unos noventa metros. Parecía
flotar, ligeramente elevado sobre el suelo. Era muy parecido a un pequeño
barco, a excepción de un conducto en la parte delantera, que, según Anzi,
servía para recoger materia del río que sirviera como combustible. En el
centro de la cubierta había una cabina de pasajeros coronada por una cubierta
superior más pequeña. Mientras Quinn y Anzi se aproximaban, vieron a una
persona que permanecía de pie sobre la proa, esperando.
—¿El navitar? —preguntó Quinn a Anzi mientras se apresuraban.
—No, Dai Shen, es un ysli, el sirviente del navitar.
Quinn no había visto antes a uno de esos seres, y lo observó con interés
mientras el barco se acercaba.
El ysli era de corta altura, y algo simiesco, tenía el hocico desnudo y ojos
rodeados de una mata de pelo. Resultaba difícil pensar en él como un ser
inteligente, ya que no llevaba ropa, pero el hecho era que en sus ojos había un
brillo de inteligencia, con el que inspeccionaba a la multitud que comenzaba
a amontonarse junto al barco. Los navitares dependían por completo de sus
sirvientes, puesto que eran incapaces de realizar tareas mundanas. Los seres
que dedicaban su vida a navegar el Próximo habían renunciado a cualquier
actividad ajena a ese propósito, la condición necesaria para recibir la mejora
ofrecida por los tarig: ser sensibles a las fuerzas fundamentales que sostenían
el Omniverso. «Los navitares no saben lo que nosotros sabemos», había
dicho Anzi. «Saben otras cosas».
De repente Anzi estaba tirándole de la manga.
—No mires —le advirtió—. Tarig.
—¿Dónde? —Quinn se giró y detectó una alta figura en su visión
periférica. Y había más: podía oler al tarig. Había estado muy cerca de un
tarig en el adda, pero el olor a levadura de las cavidades había eclipsado otros
aromas. Ahora el olor llegaba intensamente, como azúcar quemado, un olor
que en sí mismo no era desagradable, pero que estaba impregnado de
antiguas emociones.
El tarig se acercaba al barco. La multitud se partió en dos entre
reverencias y apelativos respetuosos murmurados. Anzi se tensó y empujó a
Quinn, que caminaba delante de ella. Anzi estaba nerviosa, pues había
mentido al otro tarig, y temía que estuvieran buscando a Wen An, que
conocieran el nombre de la primera persona que había ayudado a Quinn.
Ahora, el tarig estaba delante de ellos, y miraba al ysli, que hizo una
reverencia, pero no pareció impresionado, demasiado ocupado tratando de
decidir quién subiría a bordo y quién no. Quinn era muy consciente de la
presencia del tarig, pero evitó mirarle a los ojos. Era una hembra. Podía
olerlo. También podía oler el sudor y el miedo de Anzi.
La tarig se giró hacia Quinn.
—No te conocemos.
Quinn se giró hacia ella y la miró a sus ojos negros.
—Dai Shen. Vengo de casa del maestro Yulin, brillante señora —dijo
Quinn en su mejor lucente, sin acento.
—Ah. Asuntos de inyx —murmuró la voz prodigiosa de la tarig.
Quinn no podía creer que la tarig lo supiera, aunque era la historia que
estaba preparado para relatar. Le preocupaba que la tarig hubiera hecho
referencia a los inyx, el verdadero destino de su viaje.
—Sí, mi dama.
En ese momento el ysli gritó a la multitud:
—¿A dónde os dirigís?
Entre los gritos que respondieron a la pregunta, Anzi replicó:
—¡La Estirpe!
La tarig miró por encima de la cabeza de Quinn e inspeccionó la multitud,
alerta. Resultaba inquietante que la criatura pudiera simplemente mirar por
encima de la cabeza de Quinn.
—A la Estirpe, ¿eh? —dijo la tarig—. Bien. —Miró fijamente a un
hombre chalin—. Y tú, ¿adonde vas?
La tarig apartó a Quinn de su camino, y se alejó dejando tras de sí su
aroma a azúcar quemado. Anzi tiraba de la manga de Quinn para arrastrarle
hacia el barco.
El ysli dijo, al ver a Anzi:
—¿Cuántos viajeros?
—Dos.
El ysli asintió y desplegó una escala móvil que se situó por encima de una
charca.
Anzi y Quinn se abrieron paso entre la multitud restante y subieron a
bordo.
—La tarig nos ha soltado porque los culpables no viajan a la Estirpe —
murmuró Anzi. Quinn no pudo evitar mirar a su espalda, hacia la tarig, que le
estaba observando. Quinn se maldijo a sí mismo por haber mirado. Después,
miró la cubierta superior y vio un borrón azul; algo se movía al otro lado de
ventanas ahumadas.
Por detrás de Anzi y Quinn caminaba un chalin, encorvado por el peso de
varias cajas atadas a su espalda. El ysli le guió junto con su equipaje a la
cabina, donde, entre sudores y jadeos, aceptó la oferta de Quinn, que le ayudó
a dejar las cajas en el suelo.
—Con cuidado —dijo el hombre—. Es para el delegado, zoquete. —
Gesticuló en dirección a su equipaje—. Son escritos para el delegado Min Fe
y el cónsul Shi Zu. —Miró a sus compañeros de viaje para enfatizar la
importancia de esos nombres.
A través de la ventana, Anzi observó a la tarig mientras el hombre chalin
seguía hablando:
—Min Fe debe recibirlos enseguida para poder amontonarlos en un
rincón y no leerlos jamás. —Sacudió la cabeza y miró la cabina central que
iban a compartir—. No sé dónde pretendéis dormir, pero no encima de mis
paquetes, muchas gracias.
El ysli frunció el ceño.
—Habla demasiado —dijo. Después, fue a popa, abriéndose paso entre la
concurrencia hacia la escalera de cámara que llevaba a la cubierta superior.
Desapareció en la pequeña cabina de popa, y pronto el barco se puso en
camino, ganando velocidad gradualmente mientras avanzaba sobre la
marisma.
A pesar de su inquietud al respecto de su equipaje, el hombre chalin se
sentó en una de las cajas y se limpió el sudor de la frente con un pañuelo de
seda. Era de constitución pequeña, y parecía de esa indefinible mediana edad
habitual en los chalin, que daban la impresión de rondar los treinta años
durante la mayor parte de sus vidas.
—Soy Cho, asistente de las altas claridades. —La reciente presencia de la
tarig, una criatura a la que debía de haberse acostumbrado durante el
cumplimiento de su deber, parecía no haberle perturbado.
—¿Quiénes sois vosotros?
Quinn y Anzi se presentaron.
Cuando Cho escuchó las palabras «Dai Shen de la Larga Guerra y de la
casa del maestro Yulin», dio un respingo, alarmado.
—¿De la casa del maestro Yulin? ¿De la Larga Guerra? —Hizo una
reverencia—. Perdón. Debéis perdonarme. Nací en un minoral. Mi ignorancia
es imperdonable. —Hizo una nueva reverencia—. Sois personas muy
importantes. Yo solo soy un asistente. Podéis dormir sobre mis cajas. Elegid
las que prefiráis. —E hizo una reverencia más.
—No soy nadie importante en la corte de Yulin. Solo un soldado de
Ahnenhoon. No tiene importancia.
Cho negó con la cabeza.
—Aun así, es un honor. Permitidme que os sirva. —Parecía incapaz de
decidir si debía sentarse de nuevo.
Anzi intervino:
—Preferiríamos que nos considerases tan solo compañeros de viaje, hasta
que lleguemos a la Estirpe. Allí debemos lucir nuestras distinciones, pero no
aquí.
Cho asintió con gratitud.
—Que así sea. En la ciudad brillante hablareis directamente con los
delegados, ¿quizá incluso con la alto prefecto? —Les miró de soslayo—.
Pero sí, compañeros de viaje. Será un honor, por supuesto. —Sacudió la
cabeza, y murmuró:
—Un asistente en compañía de personas tan importantes.
Una voz gorjeante exclamó, desde la cubierta superior:
—Bien, las rutas a la Estirpe están abiertas. Los viajeros, vincúlalos a mí.
Dispersa las líneas, dispersa…
Cho miró al techo.
—La navitar. Esa verborrea, no prestéis atención. —Sin embargo, él
mismo contempló nerviosamente las escaleras que llevaban a la cubierta
superior—. Su nombre es Ghoris. He viajado con ella antes. Muy buena
piloto, os lo aseguro.
Desde la cabina de popa les llegó un agradable olor a comida cocinada. A
pesar de haber tenido a una tarig a un brazo de distancia, Quinn empezaba a
sentirse lo suficientemente cómodo para tener hambre. Enseguida, sin
embargo, el ysli ascendió la escala de cámara llevando bandejas repletas de
sopas, albóndigas y cestas llenas de misteriosos manjares. Poco después el
ysli ya estaba limpiando la cocina. Parecía que, para los otros, la cena no
formaba parte del trato.
Cho se recostó en su improvisado asiento, resignado.
—Debemos alimentar a Ghoris, o no conseguirá llevarnos a través de los
vínculos.
Estaban en el río. A través de las ventanas de un lateral solo se veía la
más absoluta oscuridad, donde el muro de tempestad y el río se unían. Al otro
lado del barco, el río fluía liso y espeso como mercurio, y formaba remolinos
aquí y allá, pero por lo demás parecía en calma, y ningún otro bote lo
atravesaba. Quinn sintió un peso en el estómago y se le embotó la mente.
Por fin, el ysli bajó las bandejas con los restos de comida y las dejó junto
a las cajas de Cho, que comenzó a comer con ganas las sobras. Quinn había
perdido el apetito, y también Anzi.
Cuando terminó de comer, Cho miró a sus acompañantes.
—Solo queda dormir. He estado en el Próximo una docena de veces, y
cada vez me mareo más que la anterior. —Improvisó un lecho entre las cajas
y se acostó.
Mientras navegaban hacia el muro de tempestad, una luz azulada invadió
el barco, y Quinn sintió de nuevo las nauseas que había sentido por primera
vez en el minoral. Anzi se recostó en la mampara y cerró los ojos.
—Descansa, Dai Shen —dijo. Su piel estaba coloreada de un aura azul—.
Cuando la navitar atraviese los nudos será mejor estar dormido.
Quinn ya había tomado la determinación de no dormir durante esta
experiencia.
El barco se tambaleó. Los cacharros chocaron entre sí en la cocina del
ysli. Quinn miró sus manos y pensó que no ocupaban un fragmento de
espacio, sino varios. Las observó, intrigado. Una especie de resaca trató de
ahuyentar esos pensamientos y arrastrarle a su seno. Quinn la combatió.
A su lado, Anzi y Cho dormían.
Miró afuera. La superficie del río cubría el barco hasta la mitad de las
ventanas de la cabina. Estaban descendiendo a los vínculos, una imagen
alarmante. En el exterior, junto al barco, podía ver una criatura de extraño
aspecto. Caminaba por el río, pero boca abajo, con las patas sobre la
superficie. Era un animal de muchas patas, casi como una araña. Un
caminante del río, pensó. Pero no podía estar viéndolo en realidad, puesto que
era una bestia mitológica del Omniverso. Si seguías a un caminante del río, te
llevaría al olvido en los vínculos. Apartó la vista, con la mente embotada.
Las luces de la cabina parpadearon.
Quinn se dirigió, tambaleante, hacia la cabina, y echó un vistazo. Iba a
preguntarle al ysli si podía arreglar las luces. En una esquina había una
hamaca en la que descansaba encogida la criatura. Por la ventana de la cocina
Quinn vio que ahora se encontraban sumergidos varias brazas en el Próximo.
Lo que les rodeaba no era agua, sino un medio más vital, que emitía una luz
apagada y era atravesado por carámbanos relampagueantes. Quinn se giró al
otro lado de la cocina y vio una imagen similar. La embarcación se sacudió
de nuevo, agitando los cazos y cazuelas.
Quinn vio una luz fuera de la cocina. Vio que la escalera de cámara
estaba iluminada con luz proveniente del piso superior. Se sentía mareado.
La puerta se estrechó y después sobresalió. Quinn recuperó el equilibrio
apoyándose en la encimera de la cocina; tenía el estómago revuelto. Caminó
en dirección a la luz que emitía la escalera de cámara. Cuando llegó al primer
escalón, este se apartó, pero, cuando dio un paso hacia arriba, se encontró a
mitad de la escalera.
Cuando llegó arriba, encontró una estancia rectangular con un dosel en un
extremo. El techo estaba compuesto de un material membranoso, como el del
velo entre mundos. En el dosel estaba sentada Ghoris la navitar. Su cabeza
estaba muy próxima al techo.
Vestía una larga túnica roja, y su cuerpo era de tamaño y forma
indeterminados. Su cabello blanco estaba suelto, y se agitaba alrededor de su
pecho. Señaló a Quinn con un dedo, que se acercó a él más de lo que hubiera
pensado posible. Entonces vio que la criatura estaba moviendo los dedos
frente a sí, sin prestarle atención. Estaba pilotando. Abrió y cerró la boca, una
y otra vez.
—¿Lo ves? El giro, allí —dijo con voz desgarrada. Su muñeca giró, y
sonrió beatíficamente—. ¿Lo ves, viajero?
—Se ha ido la luz —se encontró a sí mismo diciendo Quinn, y
preguntándose si sus palabras tenían sentido.
Las manos de la navitar eran rechonchas, como si sus músculos se
hubieran convertido en piel y tendones. Las miró. Su rostro era redondeado.
—No es luz, es el fundamento. Sssí. —Sus ojos se cerraron, pero seguía
moviendo las manos frente a sí—. Hay treinta y seis, y algunos emparejados.
Luego, ocho campos y todas las generaciones. Ahora llegan. A mis manos.
—Recogió uno del aire y lo apartó a un lado.
Continuó con una gárgara:
—Para convertirlos en una familia. Combinándolos, creando una
estructura, gracias a la que podemos saber lo que sabemos. Sssí, la simetría.
Ya no hay anomalías. En mis manos, el conjunto completo de simetrías, sí.
—Abrió los ojos y miró a Quinn sin verle en realidad—. No puedes verlos.
Solo ves luz. No es luz. Esa es la superficie de una cosa. Es error tuyo, pues
eres lo que eres. Todos os habéis puesto de acuerdo sobre el mundo, para
evitar volveros locos.
«Locura» era un término que Quinn hubiera usado para referirse a ella,
más bien. O eso o era un genio.
—Viajero, ¿qué lo mantiene todo unido? —preguntó la criatura, como si
diese lecciones a un alumno.
—¿Mantiene qué unido, navitar?
Ghoris gesticuló en torno suyo.
—Todo. ¿Qué evita que se colapse? Piensa en… el cosmos. ¿Qué impide
que sucumba bajo su propia masa? Porque todo se aleja de todo, ¿no lo
percibes? Pero el Omniverso no se mueve, en tu plano de vida. Piensa en ello
con detenimiento. Respondes, en tu ignorancia, que los muros de tempestad
evitan el colapso. Pero, ¿qué impulsa la gran tormenta? ¿De dónde obtiene su
energía? Es algo que incluso tú puedes saber.
Quinn respondió tratando de ser lógico:
—Los tarig le dan poder.
Ghoris suspiró.
—Pobre criatura insensible. —Su atención se centró en un punto justo por
encima de su cabeza—. Las líneas —susurró. Abrió la boca y miró al vacío,
como si quisiera oler las líneas. Quinn abrió la boca también, dejando que el
aire entrase en su órgano de Jacobson. Creía que también él podía olerías.
—Qué… —comenzó Quinn.
—¡Nada de palabras! Se deshilacha, se deshilacha.
Estaba mirando justo por encima de la cabeza de Quinn.
—Viajero, tú eres el nudo. Las cosas convergen en ti. Eso hará que tu
viaje sea muy difícil.
Comenzó a mover las manos con mayor rapidez, como si destejiera una
trama invisible.
—Todas las líneas convergen. Estás buscando, sí. Encontrando cosas que
nunca buscaste, perdiendo todo lo que buscabas. Ya veo. También la veo a
ella. Está a tu lado. Líneas entrecruzadas, también. Ah, sssí.
—¿Quién? —susurró Quinn—. ¿A quién ves? —La creía. Creía que
podía ver cosas en las líneas.
El pesado rostro de la navitar pareció vaciarse por un instante. Negó con
la cabeza.
—Su nudo está en el centro de todas las cosas. Tú estás allí, pero sus
líneas son fuertes. Sí.
Quinn rebuscó en su bolsillo las fotografías. Sacó la de Sydney y se la
mostró a la navitar.
—¿Es a ella a quien ves? Dímelo.
Ghoris miró a la fotografía, y a continuación se puso en pie
repentinamente. Aflojó un cinto junto a su cuello y se incorporó. Su túnica
cayó al ponerse en pie, cubriendo sus piernas. Era muy alta. Tocó la
membrana, la distorsionó, y después la perforó con su cabeza, y permaneció
de pie, en apariencia decapitada. Alzó las manos y atravesó con ellas la
membrana.
Quinn contempló su carnoso cuerpo. Sus pechos colgaban como globos
deshinchados de su torso.
Pobre criatura. Fuego, oh, fuego. Escuchó la voz de la navitar dentro de
su cabeza. Perdida. Se han roto los lazos. En todos los mundos. Tras unos
momentos, Ghoris se sentó de nuevo, y la membrana se cerró por encima de
su cabeza. Sus cabellos caían en rizos húmedos. Cerró los ojos y susurró:
—Cayó al fuego.
Sus palabras afligieron a Quinn.
—Mi Sydney —murmuró.
La navitar parpadeó y abrió los ojos.
—Ese no es su nombre —gruñó.
La navitar comenzó a dirigir las líneas de nuevo. Extendió las manos en
dirección a Quinn, aferró el aire, dobló los dedos y atrajo las líneas hacia su
pecho, atrayendo a Quinn a la fuerza hacia ella. Quinn se tambaleó hasta
llegar al pie del dosel, donde se arrodilló.
La navitar alzó un dedo y dijo:
—¡Mira arriba!
Quinn obedeció. El cielo estaba sembrado de agujas, que caían y
ascendían, como una aurora boreal compuesta de cuchillos.
—Tienes muchas vidas —gimió Ghoris—. Yo tengo muchas vidas; todas
están ahí arriba. —Sacudió la cabeza, meneando sus pesadas mejillas—. Pero
tú no puedes verlo.
—No —admitió Quinn, desolado. Sentía una gran emoción, pero también
estaba agotado, y trataba de no caer rendido.
Ghoris se puso en pie de nuevo y atravesó la membrana. Se tambaleó,
como si la agitaran vientos extraños. Quinn oyó una voz en su cabeza: Veo
tus vidas, tus vidas unidas entre sí. Se retuerce, sí. Pero, ¿qué mundo es?
Quinn podía ver la imagen emborronada de la navitar por encima de su
cabeza; Ghoris agitaba las manos sobre su cabeza; allí, cuchillas de luz
cortaban sus manos y se reunían junto a ellas. Parecía una diosa del
relámpago. Veo el mundo colapsándose, el fuego descendiendo. Veo una rosa
en llamas. Tan hermosa, tan muerta. No combinan; no tienen simetría. Son
mutuamente exclusivos. Ambos no pueden ser verdad. La rosa arde, y el
Todo se dispersa. Elige, Titus, elige.
—¿Qué debo elegir? —susurró Quinn.
La navitar se agachó de repente y se inclinó sobre él con el rostro
manchado de mercurio. Sus pensamientos llegaron a Quinn: Tu corazón.
Guardó silencio durante largo tiempo, con la cabeza gacha por el
agotamiento. Después, Quinn eligió ocho o nueve hilos de luz, que esta vez
pudo ver, filamentos espirales que surgían del aire y se aferraban a sus dedos.
Tiró de ellos e impulsó la parte superior de su cuerpo y sus manos hacia el
cielo. Mientras lo hacía, la proa de la embarcación cayó en un profundo
manantial, y Quinn cayó hacia delante, sobre la suave y acolchada cubierta de
madera.
El sueño lo reclamó.
Quinn abrió los ojos apenas un milímetro, lo suficiente para ver el rostro
surcado de marcas del ysli mirándole.
Alguien decía:
—Estamos aquí, después de todo. Y Dai Shen es el único que se ha
mareado, aunque pensaba que sería yo.
La voz de Cho.
Quinn volvió completamente en sí y se encontró en una sala iluminada
con una luz que dañaba los ojos.
Anzi, preocupada, se acercó.
—¿Por qué subiste, Dai Shen?
—Deberíais haber estado durmiendo. Todos —dijo el ysli.
Quinn se incorporó y dijo:
—Las luces se apagaron. Fui a buscar luz.
El ysli frunció el ceño amargamente.
—No hay luz en los vínculos. —Le entregó a Quinn una fotografía
arrugada. Sin decir una palabra más, les dejó y se metió en la cocina.
—¿Estás bien? —preguntó Anzi.
Quinn asintió. Tenía el estómago revuelto y le dolía la cabeza, pero
seguía de una pieza. Alisó la arrugada fotografía. La imagen estaba tan
gastada que apenas podía distinguirla. Pero, sin duda, no era Sydney.
No era su hija. Era su esposa. La fotografía que le había mostrado por
error a la navitar era de Johanna. Ghoris había estado hablando de Johanna.
Pobre criatura. Sus lazos se han roto en todos los mundos. Cuando estuvo en
la cubierta superior, había comprendido lo que eso significaba, pero ahora no
lo tenía tan claro. Debía entrevistarse una vez más con la piloto.
Cho se abrió paso entre sus cajas y salió de la cabina.
—La navitar —le susurró Quinn a Anzi—. Dijo que…
—¿Qué dijo?
—Las cosas arderán. Se desperdigarán.
—Los que son como ella están medio locos —dijo Anzi. Pero parecía
alarmada.
—Dijo que las líneas, las líneas que ella ve como sucesos, convergen en
mí. En Johanna. —Se puso en pie de un salto y se encaró con el ysli—.
Quiero despedirme de la piloto.
—Largo —graznó el ysli, de pie delante de la escalera de cámara.
Un ruido atrajo la atención de Quinn. Alzó la vista y vio que la puerta
cerrada situada en el piso superior se agitaba en su marco.
—Déjame hablar con ella —dijo Quinn. Se oyó un gimoteo procedente
del piso superior.
El rostro del ysli se contrajo.
—La navitar no se encuentra bien.
Un desagradable olor a excremento procedente del otro lado de la puerta
llegó a los órganos sensoriales de Quinn, como si tratara de demostrar la
veracidad de las palabras del ysli. Quinn sintió cómo se le revolvía el
estómago.
La navitar estaba pagando el precio por ver cosas. No era de extrañar que
estuviera loca; si el río jugaba con el espaciotiempo, quizá llegara a observar
los efectos antes que las causas. Quinn se preguntó qué podría compensar la
locura y el sufrimiento. Claro que él no sabía qué había visto la navitar, y se
le ocurrió que, muy posiblemente, se trataba de absolutamente todo.
Miró por última vez escaleras arriba y asintió al ysli. Ahora nunca le
dejaría subir, y era muy posible que Ghoris estuviera indefensa en ese
momento. Quinn recogió su bolsa y siguió a Anzi hasta la cubierta.
Cuando salió y miró en torno suyo, el mundo se derrumbó.
Concentrado en la navitar, Quinn no había caído en la cuenta de que
estaban aquí.
En la Estirpe.
Era una imagen formidable. La embarcación estaba amarrada a un muelle
flotante en medio de un mar mercurial que se extendía en todas direcciones,
infinito. Pilares de materia exótica se elevaban del mar hasta una lejana
estructura por encima de sus cabezas, diminuta a esta distancia, de unos
nueve mil metros. Quinn sabía, sin embargo, que se trataba de un hábitat
gigantesco, que contenía las inexpugnables mansiones de los tarig.
Por supuesto, los pilares no sostenían la ciudad. En realidad, servían de
soporte al Omniverso, al rellenar la materia exótica del mar y los grandes ríos
de los principados. A ambos lados, y a lo lejos, Quinn vio los muros de
tempestad del principado, que convergían en el gran mar. Más cerca, se
encontraba la gran Ciudad de la Orilla, que bordeaba la costa y formaba una
metrópolis extensa y estrecha conectada por el transporte instantáneo de los
navitares.
Quinn y Anzi acompañaron a una pequeña multitud hacia el centro del
muelle, donde un portero dirigía el flujo de viajeros. Tal como habían
planeado, darían sus nombres, que ya había enviado con antelación Yulin
desde un nódulo de comunicación axial. El dominio chalin no estaba a una
distancia impracticable del corazón del mundo, y por ese motivo la
comunicación entre él y la Estirpe era posible, aunque limitada a la velocidad
de la luz.
Quinn levantó el extremo de uno de los bultos de Cho de la espalda del
hombre, para ayudarle.
—¡Muchas gracias, excelencia! —exclamó Cho—. Podría haber traído
todo esto en piedras rojas, pero Min Fe lo quiere en papel. —Descendió la
carga al muelle con ayuda de Quinn, mientras esperaban a que un delegado
chalin les dejara pasar.
Anzi miraba por encima de su cabeza.
—¿Nacida en un minoral? —preguntó Quinn, sonriendo.
Anzi enrojeció.
—Yo… solo estaba… —dijo, y dejó a un lado su orgullo—: Nunca había
visto nada igual.
Tampoco Quinn. La última vez que había venido aquí, lo había hecho por
el Destello. Pero sabía que solo había una visión capaz de igualar a esta en
todos los mundos. Y se encontraba en la cima.
Era el momento de dejar sus fotografías atrás. Sabía que eran demasiado
peligrosas para llevarlas a la ciudad brillante, pero ahora que había llegado el
momento de deshacerse de ellas, vaciló. Habían sido sus compañeras de
viaje, tanto como la propia Anzi. Y aunque las fotografías habían perdido
calidad hasta parecer retratos de fantasmas, Quinn había rellenado los huecos.
Por fin, se arrodilló en el muelle y las dejó caer. Cuando cayeron en la
superficie del agua, parecieron iluminarse de nuevo. Mientras flotaban,
Quinn vio a Sydney con diáfana claridad, y por un momento le pareció que
era una joven mujer con los ojos mutilados…
Anzi estaba junto a él; lo apartó gentilmente del muelle. Se colocaron en
la fila. Quinn deseó haber tirado las fotografías al mar de una en una, para
poder haber visto a Johanna, para saber qué le habría mostrado en ella la lente
de la superficie, o la lente de su imaginación.
La fila avanzó. Anzi estaba dando su nombre al delegado. Más adelante,
un ascensor reluciente esperaba en el flujo del pilar, con la puerta abierta.
Quinn trató de ahuyentar la inquietud que le provocaba estar tan cerca de una
sustancia tan peligrosa como el agua del río. A nadie más parecía molestarle
este detalle; el ascensor conformaba una zona segura.
Algo iba mal.
—Debe de ser un error —decía Anzi— sin duda. Me envía el maestro del
gran dominio.
El delegado chalin negaba con la cabeza. Miró a Quinn con el ceño
fruncido.
—¿Eres tú Dai Shen, que viene a ver a la alto prefecto?
Quinn asintió.
—Entonces puedes pasar —dijo el delegado—, pero nadie más del
dominio de Yulin pasará.
El delegado trató sin éxito de hacer pasar a Quinn. Anzi continuó:
—Tenemos una claridad de gran importancia, y yo ayudaré a presentarla
ante la alto prefecto, por el bien del dominio.
El delegado la miró con ojos imperturbables.
—No, no lo harás. El llamado Dai Shen tiene permiso para ascender. —
Se giró hacia Anzi—. Puedes esperarle aquí si lo deseas, y si no te importa
dormir en el muelle.
Cho era testigo de la conversación. Parecía consternado. Ya había pasado
el punto de acceso, y estaba listo para entrar en el ascensor, pero volvió atrás.
—Yo respondo por la mujer —dijo—. Es una persona muy importante.
Encantadora, muy influyente en la casa de Yulin, se lo garantizo.
El delegado le miró desdeñosamente.
—¿Acaso necesito ayuda de un asistente?
Cho retrocedió, murmurando:
—No, no, disculpe.
—No subiré sin ella —dijo Quinn, acercándose al delegado.
—Ese no es mi problema —replicó el hombre—. ¿Quién es el siguiente
con el permiso en orden?
La gente que seguía en la fila se amontonó detrás de ellos. Quinn se salió
de la fila y se dirigió donde estaba Anzi.
—No, Shen —dijo Anzi—. Sabes todo lo que necesitas saber. Eres todo
lo que tienes que ser. Sin mí.
—Te necesito a mi lado, Anzi.
En silencio, los labios de Anzi formaron la palabra «no». Quinn tuvo la
desoladora sensación de que iba a abandonarle.
Anzi lo llevó al borde del muelle, donde el mercurial mar se mecía contra
pilares inmortales.
—Shen, lo conseguirás sin mí. Tienes las piedras rojas, y tienes tu
historia.
—Hemos estado juntos hasta ahora, Anzi. No sé si podré hacerlo sin ti.
El rostro de Anzi parecía ahora inflexible.
—Sí puedes. A pesar de lo que piensa mi tío, creo que conseguirás lo que
te propones en el dominio de los inyx. Podrás recuperar a tu hija.
Quinn no dijo nada; por algún motivo, la mención a su hija le había
dejado sin palabras.
Anzi asintió.
—Estarás con tu hija de nuevo, y la querrás.
Permanecieron uno frente al otro, mirándose. El muelle parecía sin duda
un lugar desapacible, y el paisaje que lo rodeaba parecía ahora aun más
desalentador.
—Sabes lo que fui —dijo Quinn en voz baja—. Lo que hice y lo que no
hice… en el pasado.
—Sí. Pero, ¿recuerdas los consejos de Ci Dehai? El río fluye hacia
delante. Somos lo que debemos ser. Debo creer en ello para seguir adelante.
—Anzi, ven conmigo. Haremos que el delegado entre en razón. —Quizá
el delegado estaba equivocado, quizá podrían hacérselo ver. Quizá era
demasiado vehemente en sus funciones y se había excedido con ellos.
—No. —Anzi puso la mano sobre el brazo de Quinn y la apretó con
fuerza—. Eres igual que él, Shen. Estás en el lugar en el que nuestros mundos
se encuentran, el lugar en el que nuestros mundos entran en contacto. Y
tendrás que elegir cómo ocurrirá eso, quién resultará vencedor y quién
sufrirá.
—No tengo esa clase de poder. Si supieras lo poco que…
Anzi gesticuló con la mano para ahuyentar sus palabras.
—Titus —susurró—, la navitar tiene razón.
Lo había llamado por su verdadero nombre. Quinn sintió un escalofrío.
—Las cosas convergen en ti. Por lo que eres, por Johanna, no lo sé. Pero
eres un gran hombre. Bei me lo dijo. La navitar lo ha dicho. Lo creo. Siempre
lo he creído.
Quinn le dio la espalda y miró el mar, cuyos reflejos eran cegadores. Lo
que Anzi había dicho era cierto. Quizá no controlaría la puerta. Pero en
último término todo dependería de a quién iba a entregar su lealtad: a esta
tierra, en la que vivía su hija, o a aquella en la que solía vivir. No estaría entre
ambos mundos; tendría que elegir uno de ellos. Y no sabía cuál sería. Aunque
no sabía cuándo ni porqué, tendría que elegir. Sabía que si no lo hacía, nunca
estaría seguro de nada.
La fila de viajeros avanzaba. De cuando en cuando el delegado fruncía el
ceño en dirección a Quinn y Anzi. Cho le hizo señas a Quinn desde el
ascensor, apremiándole.
No había tiempo para hablar.
Anzi parecía tener algo más que decir. Como si quisiera confesar que
sentía algo por él. Quinn deseaba que lo hiciera, pero no tenía derecho a oírlo.
Apresuradamente, dijo:
—Anzi, ¿por qué estás tan distante? Dices que admiras la pasión de la
Rosa, pero incluso ahora, mantienes la compostura.
Anzi no le miró.
—Bei me pidió que me vinculara a ti, íntimamente. Para ganar tu lealtad
para nuestro mundo. De modo que no hacerlo se convirtió en una cuestión de
honor.
Quinn la miró. Su rostro marfileño, que le era ya tan familiar. Antes tan
frío…
—Anzi, yo…
Anzi le tapó la boca con la mano.
—No digas nada. Vete.
—No puedes esperar aquí —dijo Quinn.
—Me alojaré en la Ciudad de la Orilla. En el primer lugar que vea.
Cuando hayas terminado allí arriba podrás encontrarme. No sigas causando
problemas aquí. Debes pasar con toda normalidad.
Anzi le empujó suavemente, con un empujón tenso y urgente.
Quinn recogió su bolsa; aún consideraba cómo convencer al delegado.
Pero, por fin, comprendió que Anzi tenía razón. Montar una escena atraería el
tipo de atenciones que debían evitar a toda costa.
Quinn caminó hacia el ascensor. Su estómago se tensó; seguía buscando
una solución, pero no encontraba ninguna. Se giró justo cuando las puertas
comenzaban a cerrarse. Vio a Anzi, de pie, con el mar plateado a su espalda.
Sonreía, y Quinn comprendió que no podría regresar. La saludó con la mano.
La puerta se cerró.
Junto a él, Cho exclamó:
—Vaya, qué mala suerte. No me sorprendería que Min Fe estuviera detrás
de todo esto. Que Dios repare en él. —Suspiró—. Asuntos de política.
Los viajeros se acomodaron en bancos.
—Haz sitio —dijo Cho a uno de los viajeros, bruscamente—. Una
persona muy importante tiene que sentarse aquí.
Quinn estaba tan aturdido por lo que había ocurrido que apenas lo notó
cuando el ascensor se puso en marcha. Se sentó junto a burócratas chalin que
sin duda habían realizado este viaje muchas veces.
No podían ver el exterior. Alguien sacó un huso y comenzó a tirar de un
hilo oculto en una cesta.
Sería un largo viaje.
Capítulo 18
Los iconos de servicio son privilegio exclusivo de los funcionarios del gran
Magisterio. Solo estos distinguidos sirvientes pueden adornar sus ropajes y sus cargos
con los emblemáticos artefactos. Esta iconografía es en sí misma digna de estudio, y
sus significados se remontan a millones de días atrás. Al igual que un secretario luce el
icono del beku, el subprefecto lleva el caminante del río, y los más despiertos sabrán
por qué. Al igual que la sirviente luce la carpa dorada, el delegado debe llevar a la gran
hilandera; el motivo no es ningún misterio, ni para el iconógrafo ni para el buen
observador.
Entre los distinguidos lores del Reino Brillante se cuentan los altos lores, señores
del cielo:
El sublime lord Nehoov.
El noble lord Hadenth.
La suprema lady Chiron.
El orgulloso lord Inweer.
El magistral señor (el Durmiente) lord Ghinamid.
C ixi permitió que el delegado Zai Gan la llevara a un lugar de gran interés.
Contemplar las continuas intrigas de los delegados era una fuente
inagotable de entretenimiento. La alto prefecto dejó hacer a Zai Gan porque
deseaba darle la impresión de que le favorecía, lo que no era cierto.
Zai Gan había interrumpido los preparativos de Cixi para salir a la ciudad
y la había convencido para acompañarla por un pequeño atajo. Cixi trató de
no mostrar su ansiedad, de que Zai Gan no se diera cuenta de que Cixi
preferiría ir de una vez a la ciudad, donde, quizá, se decidiera su destino.
Zai Gan era mucho más alto que ella. De hecho, la mayoría de los chalin
lo eran, a pesar de que Cixi acostumbraba a usar zapatos de tacón alto.
Además, el delegado era orondo, pero, al contrario que su hermano Yulin,
que era todo músculo, Zai Gan era sencillamente obeso. Cixi, sin embargo,
no cometió el error de pensar que Zai Gan era igualmente laxo en cuanto a
sus propósitos. Siempre había pretendido ocupar el puesto del maestro Yulin,
y Cixi había estado aplazando esa ambición durante tanto tiempo que ya la
aburría.
Salieron del segundo nivel del Magisterio a una pequeña plataforma
desde la que podían contemplar el mar, que se extendía hasta donde
alcanzaba la vista. Cixi hizo una pequeña reverencia en reconocimiento del
vasto imperio de los lores. Que ardan en el Destello, pensó.
Ella y Zai Gan estaban en un balcón, uno de los cientos de miradores,
rampas y terrazas que rodeaban la parte inferior de la ciudad. Dado que la
parte exterior de la ciudad tenía forma de cuenco, la mayoría de seres
pensaban que, cuando salieran al exterior por los niveles inferiores, no
podrían ser vistos desde los superiores, pero no era así. El suelo se realineó a
sí mismo a una orden de Zai Gan, y Cixi pudo ver a través de él el nivel que
quedaba justo por debajo.
Debajo, un hombre chalin robusto permanecía al borde de la ciudad. ¿Iba
a saltar? Cixi esperó que Zai Gan no la hubiera traído hasta aquí para
contemplar un suicidio prohibido.
—Es Dai Shen, eminencia. Viene aquí cada día.
—¿Y? —Zai Gan debería ir al grano. Sería mejor que tuviera algo
importante que decir.
—No es normal quedarse contemplando el mar. ¿Qué está buscando?
—Eso, delegado, es algo que es trabajo tuyo descubrir. —Dai Shen, Dai
Shen… A Cixi empezaba a cansarle la obsesión de Zai Gan con ese
mensajero. Sí, había aparecido repentinamente como el hijo perdido de Yulin.
Sí, le habían enviado repentinamente en una misión de gran importancia a la
ciudad. Muchas cosas ocurrían repentinamente. Lo único que significaba la
palabra «repentinamente» era que la inteligencia se veía superada por los
acontecimientos.
—Mira el mar. Es sospechoso —dijo Zai Gan.
—¿Cómo si hubiera sufrido una herida en la cabeza?
Zai Gan se mordió el labio inferior.
—Entonces, ¿por qué no estaba en el jardín cuando lord Echnon fue a
buscarlo? ¿Y por qué ha desaparecido mi jardinero?
Cixi gruñó. Yulin había hecho matar al espía, por supuesto. Cixi podía
acusar al rechoncho maestro del dominio, pero sería mejor que no lo hiciese
sin pruebas. Ella misma, además, no podía culpar a Yulin por hacer ejecutar a
alguien que trabajaba en su casa y que iba por ahí contando cosas. Aun así,
Cixi hubiera dado importancia al asesinato si las historias que contaba el
jardinero tuvieran algo de sentido. Desafortunadamente, no era así.
Cixi, que estaba impaciente por seguir su camino, clavó en Zai Gan una
mirada que decía: «este apestoso beku ha hecho perder mi valioso tiempo».
Cixi había convertido el lenguaje gestual en un arte, y sus acólitos habían
escrito tratados acerca del tema.
Pero Zai Gan no se dejó amedrentar.
—La petición de Dai Shen, eminencia. Denegadla. Si consigue su
objetivo con este asunto de los inyx, reforzará a Yulin y retrasará mi
herencia. —Zai Gan necesitaba desesperadamente que la misión de Dai Shen
fracasara. Hacía unos días había evitado que la acompañante de Dai Shen,
Anzi, subiera con él al Magisterio.
Era un presuntuoso. Pero Cixi se obligó a sí misma a seguir
escuchándole, por el bien de sus planes, que iban más allá de lo que Zai Gan
podría concebir.
—Sin embargo —dijo Cixi—, si la propuesta de Yulin se lleva a cabo y
fracasa, podrás establecer tu trono en su dominio. De hecho, es probable que
la idea de Yulin fracase de manera espectacular. ¡Bestias inyx como oficiales
en combate, ridículo!
El delegado la miró como la miraría un animal enjaulado.
—Ese fracaso podría tardar mil días en manifestarse.
—Mmmm —murmuró Cixi. Le gustaba ese sonido, ya que su interlocutor
podía interpretarlo como favorable o todo lo contrario, y en otras ocasiones,
como ahora, le gustaba parecer ambigua.
Cixi miró abajo, al hombre que permanecía al borde de la ciudad. Sin
duda, parecía presa de una extraña fijación. Y había algo más extraño en él:
su estatura, su porte, le recordaban a alguien.
Entretanto, mientras permanecía debajo de sus observadores, Quinn
contaba los días que llevaba aquí. En total, ocho. Hacía tres días de su
insatisfactorio encuentro con Min Fe, y uno desde que había conseguido
entrevistarse con el cónsul Shi Zu. El hecho de que se hubiera producido ese
encuentro y no hubiera saltado sobre él ningún tarig le hacía pensar que la
vigilancia era rutinaria, pero que todavía no se habían fijado en él. Aun así,
no había logrado pasar inadvertido, como Bei le había aconsejado que
hiciera.
Y sin embargo, la estrategia de pasar por encima de Min Fe e ir
directamente a su superior había funcionado. Para Quinn resultaba una gran
suerte que Shi Zu despreciase a Min Fe. Con una sola excepción, el encuentro
había ido bien, y Quinn tenía que reflexionar acerca de esa excepción. Por el
momento, sin embargo, se dejó distraer por la imagen del mar, a sus pies.
Nueve mil metros más abajo, el mar del Remonte parecía una delgada y
reluciente capa de aluminio. Aunque no podía ver el océano en su totalidad,
Quinn sabía que era circular, y que su circunferencia abarcaba millones de
kilómetros.
Había venido aquí los últimos días; la imagen del mar parecía haberse
quedado grabada en su memoria.
Una barrera de campo detenía los vientos, y hacía innecesario el uso de
balaustradas. Sin obstáculo alguno, la vista que se extendía a sus pies atraía
su mirada hacia el mar cubierto por bucles de nubes exóticas. Apenas un
metro le separaba del borde. Era posible caer, pero alguien tendría que
empujarle. La caída duraría cinco minutos. Con una vista de trescientos
sesenta grados, sería la caída libre definitiva. Sin embargo, lejos de
amedrentarle la altura, Quinn era agudamente consciente, como siempre lo
había sido, de la sensación de centralidad. De estar en el centro de un
universo radial: el centro del Destello, el corazón de la tierra, y el poder.
Mientras se dejaba atrapar por estos recuerdos, pensó cómo, en algunos
dominios, incluso pensar era peligroso. Se preguntó si, para Sydney, la
habilidad de los inyx para descifrar los pensamientos era una tortura. Lo sería
para él, y Quinn pensaba que su hija se parecía bastante a él.
A lo lejos, los achaparrados muros de tempestad rodeaban el mar como
un huracán rodea el centro de la tormenta. Por encima de su cabeza, el
Destello parecía un plato aplastado de luz que reposaba sobre distantes
piernas azules. Desde su posición, dos pequeños huecos rompían los muros
de tempestad, allí donde los principados visibles emergían. Aunque sabía que
no debería ser capaz de ver hasta los muros de tempestad, una prodigiosa
mezcla de luces parecía acercar los muros.
Recordaba esto. Quinn había vivido allí, como le habían contado, como
ahora recordaba. Recordaba a Bei sirviendo humeante oba de una olla y
hablando de la historia medieval de la Tierra. Los aposentos de Quinn daban
a un patio. Un formidable tapiz adornaba uno de los muros de su habitación.
No había cerrojos en las puertas.
Recordó la amabilidad de lady Chiron cuando la tristeza de Quinn abarcó
una circunferencia de millones de kilómetros. Cuando Hadenth le provocó,
Chiron permaneció cerca de él, y contuvo al brillante señor. Y esa protección,
puesto que solo un tarig podía servir de protección frente a otro, provocó la
gratitud de Quinn y, más adelante, el contacto físico entre ambos, un acto que
ahora le resultaba repulsivo.
Yacían en un reluciente lecho, iluminado desde arriba. Iluminado por la
luz que entraba por una ventana, que dejaba caer el Destello sobre sus
cuerpos desnudos. Él se movía, y ella hacía lo propio, ángulo a ángulo,
curva a curva, sus cuerpos se tocaban, se unían en uno, aunque ella era más
alta que él. Era flexible, curiosa, incansable. Quinn había jurado mantenerse
alejado de ella, y lo había conseguido durante un tiempo. Pero, por fin, fue a
sus aposentos. Ella corrió a su encuentro. No pudo tenerle dentro de sí del
todo, puesto que no había espacio suficiente entre sus piernas. Pero, con el
tiempo, eso dejó de tener importancia.
Quinn comprendió por qué había ocurrido. Se sentía solo, llevaba años
separado de Johanna. Aun así, daría cualquier cosa por que no hubiera
ocurrido mientras Johanna languidecía en Ahnenhoon.
Pensar en ello le atormentaba; había sucumbido por completo a la tarig.
¿Era el poder lo que le había conquistado? No era capaz de verse a sí mismo
de ese modo. Al recordar las profecías de la navitar, se preguntó si su traición
había puesto en marcha un mecanismo oculto de retribución.
Trató de ahuyentar esos pensamientos. Mañana regresaría y se enfrentaría
de nuevo a ellos. Hasta que Shi Zu le enviara a ver a Cixi.
Shi Zu era agradable, pero peligroso. Lucía un atuendo elaborado,
pantalones bordados y chaqueta dorada. El símbolo tejido en la espalda de su
ropa mostraba una cadena en el cielo e insectos brillantes enlazados que
flotaban en él, un diseño que Quinn había visto antes. Al emperifollado
cónsul parecía divertirle que Quinn no hubiera tenido que pasar la criba de
Min Fe. Acto seguido, se le ocurrió al cónsul que, dada la importancia del
asunto, que alteraba el protocolo militar, quizá una persona de elevado
prestigio debiera presentar la claridad de Yulin al dominio de los inyx.
Posiblemente, ese funcionario debería ser el propio Shi Zu. Quinn esperaba
que sus razones sirvieran para disuadirle de tomar esta determinación.
Quinn miró alrededor y pensó que quizá estuvieran observándole en ese
preciso instante. Si era así, no le perjudicaría mostrar el medallón, la baratija
de los devotos que informaba al que lo llevaba de la distancia que le separaba
de la amada Estirpe. Sacó el medallón y se lo llevó al oído. Escuchó el agudo
tono que era la señal de la Estirpe. Se preguntó dónde estaría Anzi, y si
estaría a salvo.
Bajó la rampa de vuelta al interior del Magisterio, perdido en sus
pensamientos, y se dirigió al tercer nivel. Una voz familiar le cogió por
sorpresa.
—Su excelencia —dijo Cho, haciéndole una reverencia. Estaba frente a
él, en un punto en el que se unían un pasillo ancho y uno estrecho.
—Asistente Cho —replicó Quinn, que hizo a su vez una reverencia.
Este gesto provocó una mirada consternada y una reverencia aun más
profunda.
—Por favor, excelencia, soy un asistente menor. —Se irguió, y dijo—:
¿Disfrutando de la vista? Todos lo hacen en su primera visita. —Miró, más
allá de Quinn, hacia una puerta que llevaba a otra zona exterior—. Existen
vistas mejores. Zonas para sentarse, y ese tipo de cosas.
—Estoy seguro de que las conoces todas, amigo mío. ¿Entregaste tus
paquetes al delegado Min Fe?
El rostro de Cho adquirió un leve matiz de seriedad.
—La acumulación de tareas propia de su puesto le ha impedido leer los
documentos, por el momento. —Se acercó a Quinn y añadió, en voz baja—:
Nos hemos enterado de que Min Fe ha sido reprendido por el cónsul Shi Zu.
Quinn reprimió una sonrisa.
—¿Ah, sí? Quizá se lo merecía desde hace tiempo.
Cho pareció confundido.
—Es un pensamiento alarmante, excelencia.
—Por favor, Cho, llámame Dai Shen.
Cho asintió, y comenzaron a caminar el uno junto al otro. Cho pareció
preocupado al saber que Shi Zu pretendía usurpar la misión de Dai Shen y
viajar él mismo al dominio de los inyx. Después, cuando Quinn le dijo que
había tratado de disuadir a Shi Zu, dijo:
—Perdonadme, excelencia, Dai Shen, pero creo que habéis dado un
traspié en términos de protocolo.
—Más bien un buen tropezón. —Quinn no podía recordar el equivalente
chalin para la expresión «como un elefante en una cacharrería», pero estaba
seguro de que existía.
—No, en absoluto, ningún tropezón, pero, si pudiera sugerir… —Esperó
a que Su excelencia asintiera. Cuando lo hizo, prosiguió—: Debéis dejarle
ganar, por supuesto.
Llegaron a un gran atrio. En un extremo se alzaba una estrecha pero
elegante escalera que se retorcía de cuando en cuando y desaparecía en el
segundo nivel. Cho ascendió por la escalera y continuó:
—Si se me permite una pequeña sugerencia, dejad que consiga la misión
sin protestar.
Ni hablar de eso, pensó Quinn.
—Mi padre creería que soy un fracasado si cedo mi misión a otro —dijo
Quinn.
Un ruido más arriba les indicó que alguien estaba bajando las escaleras.
Quinn miró arriba. Justo en ese momento llegaba al descansillo una mujer
chalin vestida de manera muy elegante, a la que acompañaban damas que
lucían ropajes de seda de complejos diseños. Quinn y Cho hicieron una
profunda reverencia al cruzarse con el grupo, y Cho murmuró:
—La subprefecto Me Ing, y los gloriosos cónsules. —Cambió el tono
rápidamente de zalamero a pragmático, y retomó el hilo de sus anteriores
palabras—: Si le dejáis salirse con la suya, ganaréis, Dai Shen, ¿entendéis?
Quinn se giró para mirar a las damas descender, y en particular a la que
llevaba a un caminante del río tejido en su túnica. Quizá si la alto prefecto no
accedía a verle, un simple prefecto lo haría.
Cho prosiguió:
—Permitidme; no sería conveniente llevarle la contraria al cónsul en
cuanto a quién debería llevar a cabo la tarea en cuestión. Pero, una vez cedáis
ante su sabio juicio, abandonará su plan. Nunca dejaría la Estirpe, Dai Shen.
Perdería su puesto en la jerarquía.
Quinn miró al asistente, y pensó que el desventurado Cho quizá resultara
ser un maestro en el arte de sortear obstáculos burocráticos.
—No me he sobrepasado en mis suposiciones, ¿verdad? —preguntó Cho,
mirando de soslayo a Quinn.
—No, es un consejo muy valioso. No soy un hombre sutil. —Se encogió
de hombros—. Un soldado.
Cho tartamudeó:
—¿Y pensáis que yo soy sutil?
—Sí, el asistente menor Cho debería aconsejar a todos los recién llegados
a este lugar. Podría ser una segunda fuente de ingresos. Conozco una jout a la
que le vendría bien algo de ayuda.
Cho no estaba muy seguro de cómo debía responder a este comentario
medio jocoso, pero sus pasos ganaron vitalidad, y le hizo un pequeño
recorrido turístico a Quinn, que no había visto la mayoría de las cosas que le
mostraba.
Habían llegado al nivel más alto del Magisterio por medio de la escalera
asimétrica, y accedieron ahora a un pasillo estrecho de techo abovedado.
Mientras lo recorrían, Quinn pensó que creía saber a dónde le llevaba Cho: a
los aposentos de lord Ghinamid.
—La mayoría de los recién llegados desean ver al Señor Durmiente —
dijo Cho.
Atravesaron galerías altas iluminadas por ventanas y llenas de delegados
de aspecto próspero, entre ellos varios hirrin. Después, salieron del
Magisterio y accedieron a un jardín hundido a cielo abierto, ascendieron
escaleras curvadas y llegaron a la ciudad que quedaba por encima. Estaban en
la ciudad, donde Quinn no debía ser visto. No lo había planeado… pero quizá
fuera una buena oportunidad.
Escaleras arriba, y al otro lado de un pasillo exterior, llegaron por fin
hasta las puertas abiertas de los aposentos del Señor Durmiente.
La cavernosa estancia estaba iluminada por la luz naranja de los muros
pulidos, que parecían acolchados con enormes cuadrados de metal grabado al
aguafuerte. La estancia estaba vacía, con dos excepciones: en tres de los lados
de la habitación se elevaba una galería sobre columnas; por debajo, en el
centro de la estancia, había una plataforma elevada. Desde la galería, varios
seres contemplaban el lugar de reposo del Señor Durmiente.
Lord Ghinamid descansaba, como lo había hecho durante dos millones de
días, en la plataforma elevada, en un lecho negro de una materia exótica, y no
envejecía. Quinn no esperaba que el tarig pareciera distinto de la última vez
que lo vio, y así era.
Se acercaron a la plataforma e hicieron una reverencia. Después,
contemplaron a lord Ghinamid. Su rostro, largo y estrecho como el de todos
los tarig, parecía tallado pero vivo, y más recio que la mayoría. Tenía esa
calidad metálica y flexible a partes iguales de la piel tarig. El cuerpo de
Ghinamid estaba oculto bajo una túnica negra de aspecto quitinoso. Sus ojos
estaban cubiertos por dos piedras negras apaisadas que parecían a punto de
caer en cuanto el tarig entrara en la fase rem del sueño.
—Duerme —dijo Cho—. ¿Con qué soñará?
—Con su hogar —dijo Quinn, recordando que en una ocasión él mismo
había caído dormido por la nostalgia de su hogar.
Hablaban en voz baja, como si no quisieran molestar al durmiente.
—¿Así que conocéis las historias? —preguntó Cho.
—Algunas. —Recordaba bien el relato de lord Ghinamid, incapaz de
tolerar la separación de su hogar original en el Corazón. Había sido uno de
los primeros gobernantes del Omniverso y por tanto era increíblemente
longevo.
—Por supuesto, os pido disculpas. Sois hijo de Yulin, y habéis recibido
una buena educación.
Quinn contempló la estancia. Ahora estaba vacía. Tanto el entresuelo
como el vestíbulo estaban desiertos, a excepción de ellos dos.
Y un tarig, en el perímetro.
Un tarig les observaba desde el umbral. Cho estaba tan quieto como lo
estaría un ratón al que hubiera atrapado entre sus fauces un búho.
Quinn se dio la vuelta, preparándose para irse, y Cho le siguió. A sus
espaldas, oyeron las pisadas del tarig, que se acercaba a ellos.
Una voz, profunda, malograda y familiar, dijo:
—¿Sueña, dices?
Sería un error fingir que creían que no hablaba con ellos. Incluso antes de
girarse para encararse con el tarig, Quinn recordó cuál era el principal modo
de distinguir a un tarig de otro. Por la voz.
Se giró y miró a lord Hadenth, y en ese momento le pareció como si el
tiempo retrocediese, y nunca hubiera abandonado este lugar.
Había olvidado lo que el tarig había dicho.
—¿Sueña? —repitió lord Hadenth.
Quinn se rehizo y replicó:
—Nos preguntábamos si sueña. Somos ignorantes, brillante señor.
Cho estaba tan inclinado que Quinn temió que cayera de bruces.
En un terrible momento, Quinn decidió no hacer una reverencia. Sabía
qué era lo que debía hacer, pero era incapaz de hacerlo.
Lord Hadenth había llegado al dosel, y allí permaneció, dejando reposar
un musculoso y desnudo brazo sobre lo que Quinn consideraba el féretro.
Hadenth llevaba una larga túnica sin mangas por encima de un faldón de
corte recto hasta las rodillas para facilitar el movimiento. Por encima de la
túnica lucía un chaleco de platino entretejido. Al cuello llevaba un collar de
metal trenzado. A Quinn siempre le había recordado a un collar de perro.
Había aprendido a odiar gracias a esta criatura. Quinn temió que esas
emociones se mostraran en su rostro, y respiró profundamente para calmarse.
Hadenth miró a Cho.
—No te conocemos.
Cho hizo una reverencia.
—Brillante señor, soy el asistente Cho, del cuarto nivel, de la
empuñadura de Hanwin, de la casa de Lu. Brillante señor.
—Ah, el subasistente —Hadenth miró a Quinn—. A ti te conocemos.
Esas palabras estremecieron a Quinn hasta el punto de que le costó
respirar. No sería capturado; había tomado la determinación, muchos
kilómetros atrás, de que no lo capturarían.
—¿Brillante señor?
El tarig no se había movido, y, dijo, como si no tuviera importancia:
—Observando, observando. —Extendió un brazo y tocó los pies de lord
Ghinamid—. Durante ocho días, observando, en el borde. ¿Y para qué? ¿Qué
observas?
De modo que los delegados no eran los únicos que espiaban. Que
Hadenth le hubiera visto, sin embargo, le hizo estremecerse.
—Las vistas, mi señor. Una vista hermosa, y pavorosa.
Hadenth contemplaba con atención los pies de lord Ghinamid, que
estaban a la altura de sus ojos. Los acarició; parecía meditar. Un olor dulzón
en extremo llegó a la sensible boca de Quinn.
A espaldas de Quinn, Cho hizo un sonido parecido a un silbido ahogado.
Pero solo estaba intentando tragar saliva. Sin duda, Cho estaba acostumbrado
a los tarig, pero quizá nunca antes hubiese estado en presencia de uno de los
cinco grandes señores.
La voz de Hadenth, aunque era profunda como la de todos los tarig,
parecía desgarrada, como si hubiera estado gritando demasiado tiempo.
—¿Quién observa desde el borde?
—Su magnanimidad, es Dai Shen quien observa, soldado de Ahnenhoon,
hijo del maestro Yulin del gran dominio.
Quinn escrutó el rostro de Hadenth en busca de cicatrices. El golpe que le
había propinado había sido devastador, y casi lo había matado. Pero, ¿por qué
iba a tener cicatrices un tarig? Quinn sintió una profunda decepción.
—De Ahnenhoon al corazón de la tierra —dijo Hadenth—. Un largo
camino. Y no te has perdido, por lo que veo. Sin compañero durante el viaje,
¿tan solo con el medallón como compañía? —El tarig se aproximó con
rapidez, pero Quinn no se movió, y se encontró a un brazo de distancia de
Hadenth, el mismo que había cegado a Sydney y que después había
informado de este extremo con todo detalle al padre de la muchacha.
Hadenth extrajo una garra de siete centímetros de largo, extendió el brazo
hacia Quinn y alzó la cadena que rodeaba su cuello y el medallón, que tomó
en su mano. El medallón produjo un sonido inédito, similar a un lejano grito,
cuando el tarig lo sostuvo.
Quinn y Hadenth se miraron a los ojos. Ahora, a esta distancia, la cirugía
de Bei demostraría su validez. Parecía imposible que esta criatura no le
recordara, que no le viera como era en realidad. Pero los tarig no se fijaban en
los rostros.
Soltó el medallón y señaló a Cho.
—¿Acaso no es este un acompañante y un viajero?
Cho dio un respingo, y abrió la boca para responder. Pero se lo pensó
mejor, y la cerró de inmediato.
El tarig le gritó:
—¡Habla, subasistente!
Cho balbuceó algunas palabras. Después, comenzó de nuevo:
—He viajado, sí, brillante señor. En el río Próximo, con vuestro permiso
y la aprobación del delegado Min Fe, por asuntos de ninguna importancia,
por supuesto. Soy tan solo un asistente menor.
Hadenth dijo, en voz más baja:
—Ya has hablado suficiente. —Se giró y caminó lentamente de vuelta al
féretro. De repente, dio media vuelta y, con un gesto de la mano, les indicó
que debían seguirle.
Quinn lo hizo y puso la mano sobre la espalda de Cho, para reconfortarle.
Junto al féretro, Hadenth retomó su rítmico masajeo de los pies de
Ghinamid, y miró de nuevo a Quinn con ojos fríos.
—Soldado en Ahnenhoon, un bonito título. ¿Heridas? ¿Alguna?
—Algunas pequeñas heridas, mi señor. —Pero duraderas, pensó Quinn.
Acto seguido, recordó las palabras de Anzi: «no lo hagas, no te
arriesgues…».
Anzi quería que Quinn olvidara el pasado, que pasara página. Pero Quinn
seguía manteniendo la esperanza de que padre, madre e hija se reunieran de
nuevo. Estar en esta ciudad hacía que pareciera posible. Ver a Hadenth, sin
embargo, acabó con esa esperanza.
—Heridas —susurró Hadenth. Quizá se acordaba de sus propias heridas.
Las que había recibido, y las que había infligido.
El tarig cambiaba de tema con rapidez. Quizá se paseaba por estas salas
como un anciano que sufriera demencia, respetado pero ignorado. Sin
posibilidad de retiro o abdicación, los tarig no sabían cómo despojar a un alto
señor de su poder cuando demostraba no estar en condiciones para ocupar su
cargo.
—Hijo del gran dominio —murmuró Hadenth, mirando a Quinn—. ¿Sabe
Yulin dónde están sus puntos débiles? ¿Hmmm? ¿Por dónde llegan al
dominio los invasores?
Invasores. ¿Había notado que algo no era lo que parecía ser? Quinn
respondió:
—Yulin tiene poca confianza en alguien como yo, brillante señor.
—Pero eres hijo de Yulin, ¿verdad? ¿O te hemos oído mal?
—No, mi señor. Eso dije.
—Ah, el hijo de Yulin sabe lo que Yulin sabe. Así que, una vez más,
¿sabe Yulin cómo entran los agresores en el Todo?
Agresores. Quinn comprendió, aliviado, que Hadenth se refería a los
paion.
—No, mi señor. No lo sabe. Y yo tampoco —replicó.
La mirada de Hadenth era antinaturalmente firme. Los tarig no
necesitaban parpadear, un detalle que siempre había molestado enormemente
a Quinn.
—Hablas valerosamente. Demasiado, para alguien que contempla las
vistas. No cuentas con nuestro favor —dijo Hadenth.
No, y nunca había contado con él.
—Brillante señor, mi vida está a vuestro servicio.
Hadenth gesticuló, quitando importancia a las palabras de Quinn.
—Sí, sí. —Jugueteó con el calzado de Ghinamid, y murmuró para sí
mismo. Después, se giró hacia Quinn—. ¿Crees que eres valeroso, por
enfrentarte a los paion?
—No más que cualquier soldado, mi señor.
—Pero te crees muy valeroso por enfrentarte a lord Hadenth, ¿verdad?
Quinn guardó silencio, pues no le gustaban los derroteros que estaba
tomando la conversación.
Cho contuvo el aliento. El tarig subió de un salto a la plataforma de
Ghinamid y se puso en cuclillas como una gárgola al pie de la durmiente
figura.
—¿Hmmm? —Su voz sonaba ahora más alta. Cho estaba temblando. La
voz de Hadenth retumbó por toda la sala—. ¿Crees que no puedo matar a los
invasores si lo deseo? ¿Crees que este tarig es un cobarde?
Quinn comprendió que sería imposible razonar con Hadenth. Miró al
durmiente tarig, casi esperando que despertara a causa del jaleo, pero siguió
durmiendo.
—¿Y bien? ¿Y bien? —dijo Hadenth.
Cho rogó, en un susurro:
—Respondedle, Dai Shen.
—Un simple soldado no osaría juzgar a un alto señor.
Hadenth le hizo una seña a Quinn, que se aproximó al féretro.
Aún en cuclillas, Hadenth se acercó a él. Quinn respiró el fuerte aroma
del tarig.
—No tiemblas como el asistente. —Hadenth echó una mirada a Cho—.
Tu compostura no es propia de un hijo sin importancia de Yulin.
Una arruga, más parecida a una grieta en porcelana que a un ceño
fruncido, surgió en la mejilla de Hadenth.
—Y puesto que no eres importante, miras con asombro nuestras vistas.
Hmm. ¿Te asustan las alturas? Sí, admítelo: el soldado de Ahnenhoon teme
caer de tan alto.
Quinn apenas fue capaz de hablar a Hadenth. Su estómago se quejaba por
el esfuerzo de intentarlo.
—Sería una larga caída. Algo terrible.
Quinn pensó en empujarle. Ver el miedo en el rostro de Hadenth.
Cho carraspeó suavemente y rogó con la mirada a Quinn.
Hadenth descendió de un salto, ágilmente. Seguía en buena forma física,
fueran las que fueran sus heridas mentales.
—Quizá hagas equilibrio en el borde para divertirnos.
Detrás de Quinn, Cho susurró:
—Supremo señor, el deber nos llama en los niveles inferiores, si os place.
Hadenth se giró para encararse con el asistente.
—No, te equivocas. El deber nos llama a nosotros. No a vosotros. —Miró
con ojos entrecerrados a Cho.
—Sí, perdonadme, brillante señor —consiguió decir Cho.
Acto seguido, lord Hadenth dio media vuelta y se alejó. Sus botas
golpeaban el suelo mientras daba largas zancadas, como si fuera un insecto
erguido.
Atravesó la pequeña puerta por la que había entrado. Tras dar unos pasos,
se detuvo y se giró.
El tarig regresó al umbral, extendió el brazo y cerró la puerta a su espalda.
Quinn observó la puerta durante unos instantes; no sabía si Hadenth se
había ido definitivamente, pero la puerta permaneció cerrada.
—Se ha ido —susurró Cho.
—Sí. —Quinn no hubiera sabido decir si estaba satisfecho o
decepcionado. Hadenth estaba desmejorado respecto a la última vez que le
había visto. Su crueldad parecía ahora restringida a una cierta paranoia y a
asustar asistentes, pero Quinn sabía que era capaz de mucho más que eso.
Salieron de la estancia y llegaron en silencio a las escaleras del exterior,
que llevaban a la plaza en la que, en una dirección, se extendía la ciudad, y en
la otra, las entrañas del Magisterio. Quinn, aún decidido a controlar sus
emociones, descendió y cruzó un pequeño patio en dirección a la fuente que
había visto antes.
Los peldaños se sumergían en el agua. Se sentó al borde y sacó un
pequeño ladrillo de comida, una barra comprimida que contenía los alimentos
asignados a él para ese día, y la compartió con la carpa. Los pedazos de
comida flotaron atrayendo varios peces, pero no el de la espalda naranja.
Cho permaneció en los peldaños superiores, secándose el sudor de la
frente. En su chaqueta lucía el emblema de la carpa blanca común que
distinguía a los asistentes menores. Dio un paso adelante, alarmado.
—Dai Shen —dijo—, tenéis que ver esto.
Quinn se dirigió hacia donde se encontraba Cho.
—Este es un día de prodigios. Ahí está la mismísima alto prefecto.
Quinn se reunió con Cho escaleras arriba y miró en la dirección que
señalaba su compañero. Ahí estaba, la mujer a la que había venido a ver. Su
cabello parecía imposiblemente alto para alguien de tan corta estatura, y
relucía, como si estuviera lacado. Sostenía una sombrilla y vestía en tonos
verdes brillantes adornados de naranja. Junto a ella se encontraba un enorme
hombre chalin, vestido con elegancia.
—El precónsul Zai Gan —dijo Cho—. ¿Conocisteis al hermano del
maestro Yulin en el gran dominio?
—No. Fui exiliado de la corte.
Cho miró a Quinn de soslayo.
—¿De veras? Resulta sorprendente, excelencia. —Frunció el ceño,
reflexionando—. Ese debe de ser el motivo por el que sabe tan poco de vos, y
se ve obligado a hacer preguntas a un asistente como yo.
Quinn ocultó su preocupación.
—¿Qué clase de preguntas?
—Relativas a los asuntos que os traen aquí. —Cho pareció ofendido—.
No le dije nada, os lo aseguro. ¡Como si conociera los asuntos de la gente!
Bei tenía razón cuando había dicho que el Magisterio estaba lleno de
espías. Quinn no solo no estaba pasando desapercibido, sino que cada uno de
sus movimientos parecía despertar interés. Sin duda, lo mejor sería marcharse
cuanto antes. Pero, por el momento, no podía irse.
Cixi odiaba estar bajo el Destello. En el pasado había sido conocida por no
abandonar el Magisterio jamás, pero gradualmente había ido cambiando sus
hábitos con el objeto de salir al exterior eventualmente, como estaba haciendo
ahora. Cada pocos días daba un paseo y, a menudo solo era eso, un paseo.
Zai Gan no estaba acostumbrado a caminar, y ya resoplaba, junto a ella.
Pero no habría rechazado la oportunidad de ser visto junto a la alto prefecto.
Muchos ojos los observaban, Cixi estaba segura de ello, aunque nadie se
atrevía a acercarse a ellos sin los permisos adecuados. La presencia de Cixi
empezaba a notarse en el paseo que bordeaba el canal, y los funcionarios
hacían reverencias, incluso los que estaban muy lejos. Dado que este era un
hecho inescapable, resultaba esencial realizar sus tradiciones de la manera
más pública posible.
Zai Gan no solía acompañarla en estos pequeños paseos. Cixi confería el
honor de caminar a su lado a un funcionario distinto cada vez. En una
ocasión, para sorpresa de sus acólitos, había caminado junto a un secretario.
Pero lo había hecho con un objetivo: esperaba, en alguno de sus paseos,
escuchar por fin el sonido que más deseaba escuchar, en la torre de
Ghinamid, en la alcoba en la que podría perder la vida.
Las manos de Cixi estaban sudorosas, pero no se atrevía a limpiárselas en
la chaqueta, ante los ojos de cien testigos. Por las barbas de un beku, odiaba
salir al exterior.
Zai Gan sacó un abanico de su cinto.
—¿Tenéis calor, excelencia? —Le puso el abanico en la cara.
Cixi le miró. Una palabra más de tu sucia boca y haré que te la llenen de
despojos.
Zai Gan cerró el abanico, y continuaron caminando.
—Qué hermosas criaturas acuáticas —dijo Cixi con voz encantadora.
Durante miles de días había cultivado la impresión de que le fascinaban los
peces, aunque no toleraba a ningún ser no racional. Por supuesto, no todas las
carpas eran lo que parecían.
Zai Gan gruñó.
—No es natural respirar agua.
—Si los lores lo han decretado, es natural —replicó Cixi.
Zai Gan la miró furtivamente; siempre estaba atento para comprobar
dónde residía la lealtad de Cixi. Sabía que la mujer espiaba constantemente, y
quizá se preguntaba qué se proponía. No. Zai Gan no se lo preguntaba. Sus
ambiciones no iban más allá de gobernar el dominio. Sin duda, creía que las
maquinaciones de Cixi se centraban en las promociones en el Magisterio, en
los méritos de cada cual en los distintos dominios. Alguien como Zai Gan no
podía imaginar que la visión de Cixi llegara mucho más lejos que la suya
propia.
Cixi se dirigió hacia la gran torre, de manera que pareciera que era una
elección casual en su paseo. A veces iba a la torre, y a veces no. Todo con el
objetivo de que la verdadera visita pareciera inconsecuente.
Cixi entró en la torre; Zai Gan se quedó en la entrada. Frente a ella tenía los
trescientos peldaños. Solo tenía unos instantes para hacer lo que debía hacer.
Cuando hubiera terminado, debía subir a la parte superior y fingir contemplar
la vista. Seres repartidos por toda la ciudad, los que se habían dado cuenta de
que estaba visitando la torre, esperarían verla allí.
Cixi se quitó sus zapatos con plataforma, los dejó en el primer recodo de
la escalera, y se apresuró escaleras arriba.
Eran peldaños hechos para gigantes, y empezaban a dolerle los músculos.
Los tarig podían ascenderlos con facilidad; la longitud de sus zancadas era
perturbadora. Podían cruzar una habitación en un instante tan solo dando una
gran zancada. Cixi se estremeció.
Llegó a la alcoba, colocó las manos en el interior y presionó el saliente
que le dio acceso al Destello. O lo que podría darle acceso. Aquí, en la
estructura más alta de la palaciega colina, se encontraba ciertamente muy
cerca del río de llamas. Los odiados tarig escudaban a la ciudad de su fiereza,
de algún modo. Y también se las arreglaban para transmitir mensajes a través
del Destello, y no a las velocidades que permitían a sus súbditos, sino a la
velocidad del Destello. Los espías de Cixi lo habían descubierto hace tiempo.
A Cixi no le había sorprendido. Claro que los brillantes señores se
comunicaban a grandes distancias. ¿Cómo, si no, podrían haber creado el
Omniverso?
¿Y desde qué lugares enviaban y recibían mensajes? Las investigaciones
de Cixi habían revelado tres lugares adicionales: las naves radiantes,
cualquier ciudad axial y el Río Próximo. Los tarig eran los únicos que
gobernaban las naves, y solo los tarig sabían cómo enviar mensajes a la
velocidad del Destello en las ciudades axiales. Pero todos los navitares sabían
cómo enviar mensajes desde los nexos. La cuestión de si los navitares eran o
no leales era mucho más compleja. Para empezar, estaban trastornados.
Tras mil días de subterfugios, Cixi había dado con un navitar que quizá
enviara un mensaje. El navitar era el encargado de navegar el río en la Larga
Mirada de Fuego. Cixi lo había planeado con todo detalle.
Una vez lo tuvo todo dispuesto, Cixi comenzó a buscar el mensaje. Hasta
el momento, sin embargo, sus emisarios no habían logrado llegar hasta la
chica a la que tanto quería. No había recibido noticias en cuatro mil días, pero
Cixi mantenía la esperanza, y regresaba una y otra vez a la torre.
Querida niña, pensó Cixi. Su devoción por la muchacha era una lumbre
que nunca se apagaba, y la chica guardaba un fuego similar en su interior. Así
se lo habían asegurado sus mensajeros. «Aún os ama, mi señora». Cixi les
creía, puesto que su propio corazón se mantenía firme, y también porque les
había dicho a sus mensajeros que, si mentían, les arrancaría los intestinos por
el ombligo… despacio.
Ahora, arrodillada en la alcoba, Cixi dejó la piedra roja en la taza, y la
piedra desapareció. Nada. Pero estas cosas requerían tiempo.
Había días en los que Cixi pensaba que Mo Ti era su última esperanza.
Mo Ti era el sirviente más inteligente, capaz y valeroso que había tenido
nunca. Si él no lo lograba, quizá Cixi no volvería a tener una oportunidad
para comunicarse con la muchacha en esta vida. ¿Habría conseguido Mo Ti
eludir el castigo de la ceguera? Y aunque no lo hubiera hecho, ¿habría
logrado infiltrarse en el campamento de Priov? Y si así era, ¿confiaría la
muchacha en él?
Y entonces, casi milagrosamente, se formaron palabras en el muro, y
parte de la superficie de piedra se convirtió en una pantalla. La respuesta.
Cixi contempló las letras que se formaban: «Para siempre».
Para siempre. Cixi sintió una profunda turbación. Mo Ti había
conseguido llegar.
No había ningún otro mensaje, y tampoco era necesario. Si hubiera
fracasado, Mo Ti habría enviado: «Como la noche en la Rosa». Y si aún no
hubiera conseguido superar los obstáculos, habría enviado: «El Destello
verás».
Cixi se apresuró escaleras arriba, sin haber asimilado por completo las
buenas noticias. Corrió, con esfuerzo, otros cien peldaños. Le dolían las
piernas por la tensión, pero siguió adelante, llevando su viejo cuerpo hacia
arriba. Que Dios reparase en los malditos tarig. Más arriba…
Cuando llegó a la cima, se recostó contra las piedras del baluarte. El
pecho parecía a punto de estallarle, y le temblaban las piernas. Abajo, Zai
Gan vigilaba la entrada, preparado para crear una distracción si alguien
trataba de entrar mientras Cixi seguía arriba.
Cixi supo, por el comportamiento de Zai Gan, que la había visto. Sin
duda el muy estúpido debía de preguntarse qué estaría haciendo Cixi en ese
momento. La verdad le sorprendería, sin duda.
Se giró para marcharse y se topó con un tarig frente a ella.
—Mi señor —dijo Cixi.
Pero no era uno de ellos. Era solo la imagen de uno, capturada en los
muros de piedra de la torre. A través de la pantalla imperfecta del áspero
muro, su rostro parecía picado y arrugado.
—Ah, Cixi —dijo.
A juzgar por su voz, era… Pero debía hablar de nuevo.
—¿Sois vos, brillante señor? ¿Vuestra imagen en la piedra? —Cixi deseó
no estar descalza. Quizá el tarig no lo notase.
—Sí, es nuestra imagen, no somos nosotros mismos. A menos que en un
solo día hayamos empeorado tanto.
Lord Oventroe. Cixi prácticamente se derrumbó de alivio. Si Oventroe
averiguaba lo que Cixi había hecho, sería un desastre. Pero, para tratarse de
un tarig, era el mejor posible.
—Mi señor —repitió Cixi, omitiendo el resto de la bendición, pues era su
privilegio como alto prefecto.
El tarig la contempló con ojos fríos y el rostro impasible.
—¿Alguna vez has pensado cómo preferirías morir si un brillante señor
demostrara su repugnancia por ti?
Cixi sintió que le faltaba el aliento. Iba a matarla.
—Sí.
—Trataremos de adivinarlo. Preferirías ser envenenada que morir bajo la
lenta mano. —Alzó una mano de largos dedos—. No, no es cierto. No
creemos que eligieras este modo. Ah, ya lo tenemos. —Señaló el baluarte,
hacia un punto lo suficientemente bajo para formar una especie de mirador—.
Colócate ahí, prefecto.
—¿Debo trepar?
—No seas dramática. ¿No te gustaría agradarnos, y bajar de nuevo las
largas escaleras? Entonces habría un escándalo, porque la prefecto
permaneció al borde de la torre, como abatida. —Miró detrás de él, dando de
la impresión de que estaba allí de veras—. Todos te están mirando, ¿no es
así?
—Sin duda lo hacen. Pero no pueden veros, mi señor.
—No. Debemos actuar en secreto. —Dio media vuelta y caminó por la
cumbre circular. Caminó por los muros.
Lord Oventroe era el único tarig que Cixi conocía que paseaba, y en
ocasiones Oventroe había asegurado que era la única cosa útil que los
humanos le habían enseñado. Resultaba francamente extraño que, de todo lo
que sabían de la Rosa, hubiera elegido para imitar un acto tan intrascendente.
Este pensamiento se abrió paso a la fuerza en la mente de Cixi mientras
consideraba tirarse de la torre. Pensó en la muchacha a la que tanto quería, y
le costó trabajo respirar.
—Secretos —decía lord Oventroe—. Los dos tenemos secretos, prefecto.
Cixi se preguntó a qué secreto se refería, aparte del hecho de que utilizara
el Destello como lo hacían los tarig.
Oventroe prosiguió:
—Mi secreto está a buen recaudo contigo, Cixi de la empuñadura de
Chendu.
El uso del nombre de la infancia de Cixi era casi un gesto de afecto. Cixi
contuvo la respiración.
El rostro de lord Oventroe se posó en una piedra lisa; sus rasgos se veían
ahora con mayor claridad. Su rostro era más chato que el de la mayoría de los
tarig, lo que suavizaba un tanto sus rasgos. Las damas de la ciudad (las damas
tarig, claro está), le encontraban apuesto.
—Sí —continuó Oventroe—, sabes que disponemos de una alcoba
personal. Otros lores no lo saben. Este es el secreto que has guardado,
prefecto.
Era cierto. Lo había mantenido en secreto. Los secretos, como las
monedas, eran más valiosos si se atesoraban, y sin duda ella había atesorado
este.
Un cambio en el rostro de lord Oventroe indicó placer.
—Te lo agradeceríamos, pero no es nuestro estilo, ¿verdad?
—Sería impensable, señor.
—Deberías haber sido una tarig, Cixi de Chendu. —Sin duda, para él era
un halago extraordinario.
—A veces me parece serlo. —Cixi miró de refilón escaleras abajo, y
pensó en la alcoba.
—¿Sabe algún delegado lo que tú sabes?
—No.
—Esperamos que sea cierto, Cixi. También esperamos que tus mensajes
traten asuntos menores y no vayan en contra de los intereses de lord
Oventroe.
¿Cuáles eran sus intereses? A Cixi le encantaría saberlo. Lord Oventroe
alentaba un odio fanático por la Rosa, como todos sabían. Además, y eso era
algo que menos gente sabía, esperaba sustituir a Hadenth como alto señor,
dado que Hadenth había cometido errores en materia de seguridad en el
pasado. Pero un alto señor jamás renunciaba a su puesto, por lo que este no
era un objetivo razonable. Era de esperar que no lo fuera.
—Los dragones se contentan con sus cuevas y sus tesoros, mi señor.
El rostro del tarig se contorsionó, divertido. Cixi pensó que pasear no era
lo único que Oventroe había copiado de la Rosa. El fanatismo con que odiaba
al enemigo había hecho que se terminara pareciendo, sin ser consciente de
ello, a los habitantes de la Rosa.
—El día que te des por satisfecha, prefecto, abriremos las puertas a la
Rosa.
Cixi hizo una profunda reverencia, indicando que reconocía que eso era
cierto. Nunca estaba satisfecha. Pero era preferible que Oventroe pensara que
albergaba tan solo ambiciones sencillas. Nadie debía saber nunca, y mucho
menos los lores, que su objetivo era alzar el reino. El reino de los chalin.
Cuando se irguió tras la reverencia, Oventroe había desaparecido.
Una ligera brisa secó el sudor de su rostro.
—Por la bandera de mi tumba —susurró Cixi, temblando.
Por ahora estaba a salvo. Pero Oventroe sabía que Cixi realizaba actos
prohibidos. ¿Cómo la había descubierto, y quién más lo sabría? Desde ahora
Cixi estaría bajo el atento escrutinio del tarig. ¿En qué otros lugares se
escondía, y bajo qué disfraz? ¿Le había visto hoy en realidad, o había sido
solo un espejismo? Pensar que los lores espiaban con tanta facilidad la ponía
enferma…
Comenzó a descender los trescientos peldaños. ¿Por qué le había
perdonado la vida? Solo había un motivo: Cixi le podría haber contado a
alguien más lo que sabía. Y ahora, Oventroe la necesitaba para silenciar a ese
alguien que podría divulgar su secreto. Ese era el poder de los secretos,
suficiente para derrumbar una torre, e incluso un imperio.
A medio camino se calzó de nuevo.
Zai Gan la esperaba abajo. Notó la turbación de Cixi.
—¿Un ascenso difícil, excelencia?
—No, precónsul —consiguió decir Cixi en un tono neutral—. Pero a
veces descender es más difícil que ascender. —Cuando Zai Gan la miró con
ojos inquisitivos, Cixi le echó una mirada que decía: «calla y déjame pensar».
Después, Cixi se concentró en tratar de llegar a sus aposentos sin
desmayarse.
—Canción infantil
Quinn tomó un atajo pasado el lago, buscando su carpa, pero no estaba entre
las que se congregaban en la superficie. Rápidamente, se dirigió al interior
del Magisterio, alejándose lo más posible de Cho.
El asistente le había descubierto; sabía que Quinn era un impostor. Cho
había sido amigable, pero no dejaba de ser un sirviente del Magisterio, que
durante toda su vida había seguido las reglas y se había preocupado por que
otros las siguieran. Quinn se detuvo un instante para calmar sus nervios. Se
apoyó en la piedra de adobe de un arco. Cho había dejado entrever que no
diría nada, pero, ¿por cuánto tiempo?
Se apresuró a descender al tercer nivel, con la piedra bien sujeta en la
mano. Johanna estaba allí, o al menos un pedazo de ella. Había sido
arriesgado, incluso estúpido, pedirle a Cho este favor. Más allá de las
mentiras y las estratagemas, empezaba a vislumbrar un propósito oculto que
convergía con todos los demás en su corazón. El nexo. Las líneas que veía la
navitar. Estaba atrapado en su red. En lugar de avanzar hacia su objetivo,
había hecho un alto fatal. Determinados impulsos pugnaban por ser
atendidos.
Aun así, había algo en Cho que podría llamarse integridad. ¿Qué ganaría
alertando sobre Dai Shen? Cho quizá atrajera sospechas hacia sí mismo,
puesto que había sido buen amigo del impostor. Ahora, Quinn tenía que
confiar en Cho.
Cuando llegó a su celda, le esperaba un olor familiar pero inesperado.
Había alguien allí. Se arrodilló y miro debajo de la cama. Entre las sombras,
unos brillantes ojos dorados le miraron.
—Anzi —susurró.
Capítulo 24
Más tarde, ese mismo día, en el campamento, Sydney fue a buscar a Akay-
Wat.
Los aposentos especiales de Feng eran ahora de Sydney, junto con nuevas
deferencias de los jinetes. Incluso Puss, cuyo verdadero nombre era Takko,
asintió en su dirección, y casi hizo una reverencia.
Sin decir una palabra, Sydney atravesó el patio, desacostumbrada al
respeto, incluso a la cortesía. Pero, evidentemente, nadie iba a echar de
menos a Priov y Feng.
Encontró a Akay-Wat descansando detrás de los barracones. Su pata
delantera derecha, con su prótesis, estaba extendida delante de ella. Sydney se
sentó junto a ella en la dura arcilla.
La hirrin habló abruptamente:
—Ahora conseguiremos el libre vínculo, ¿verdad? ¿Lo tendremos por fin,
señora?
Sydney dejó reposar los brazos en las rodillas, preocupada. En voz baja,
preguntó:
—¿Cuándo tendrás fuerzas para cabalgar?
Akay-Wat acható las orejas, inquieta por la respuesta.
—Akay-Wat no puede cabalgar, aún no.
—Cuando puedas quiero que te marches.
Akay-Wat contuvo el aliento.
Sydney no tenía ni tiempo ni ganas de discutir con la hirrin. O Akay-Wat
estaba dispuesta a asumir la tarea, o no. Sydney se estaba endureciendo bajo
la tutela de Mo Ti y empezaba a demostrarlo.
—Te encontraremos una montura que quiera el libre vínculo, Akay-Wat.
Cuando lo hagamos, irás a la manada de Ulrud.
Akay-Wat guardó silencio.
—Vive allí, y háblales del libre vínculo —dijo Sydney.
Akay-Wat hizo un sonido lastimero con su larga garganta.
—Mi señora… —Y después dijo por fin—: No me hagáis marchar. Os
serviré, seré valiente, haré todo lo que digáis, Akay-Wat lo hará. Por favor,
señora.
Sydney no podía aguantar esos ruegos. Sí, era duro. Sí, Akay-Wat estaba
asustada y herida. Debes endurecerte, mi hirrin, pensó Sydney.
—Akay-Wat, escúchame. Necesito junto a mí a personas en quien pueda
confiar.
—¡Podéis confiar en mí, podéis!
Sydney la interrumpió:
—Demuéstralo.
Entonces, lentamente, Akay-Wat se puso en pie, tambaleante. Su voz
sonó como un aullido quejumbroso.
Sydney también se puso en pie. Recordó la recia mano de Mo Ti, y
colocó su propia mano en la espalda de Akay-Wat, firmemente.
Permanecieron la una junto a la otra por unos momentos y Sydney sintió la
cálida piel de la hirrin temblar bajo su mano. Después se alejó, dejando a
Akay-Wat llorar en privado.
Y tomó una decisión.
Capítulo 25
—Bendición
A nzi caminó junto a Quinn hacia su encuentro con la alto prefecto. Quinn le
había confesado que había salido a pasear por la ciudad, y ahora Anzi se
negaba a permanecer en la celda de Quinn. Ahora estaba a su lado y estaba
decidida a evitar errores de juicio similares. Por suerte Quinn no le había
dicho nada acerca de Niña Pequeña.
Aunque vestía con el atuendo robado a un secretario, con sombrero
curvado, Anzi parecía una burócrata un tanto extraña. Era alta, y no tenía ni
la espalda encorvada ni los ojos bizcos. Las ropas habían cumplido una doble
función hasta el momento, dado que habían usado el sombrero para leer la
piedra roja de Cho. El uniforme no era lo único que había tomado prestado.
Para ascender por uno de los otros pilares de la Estirpe, había asumido la
identidad de otro visitante. Su atrevimiento agradaba a Quinn, a quien le
sorprendió descubrir lo contento que estaba de verla, por muy peligrosa que
fuera su presencia.
Quinn había bromeado con ella:
—Así que, después de todo, no estaba listo para hacer esto por mí mismo.
Anzi había tensado los labios, pero no pudo evitar sonreír.
—Soy egoísta, Dai Shen. Mi tío me hubiera azotado por abandonarte. —
Anzi le había permitido salvar su dignidad, pero Quinn sabía que le convenía
tenerla cerca de él.
Y se había alegrado de tenerla junto a él anoche, cuando examinaron el
documento que Cho le había proporcionado: el relato de Kang de los
interrogatorios a Johanna. Era un resumen árido, pero era fácil imaginarse a
Johanna debido a las mentiras que había contado. Había mentido acerca de la
política en la Tierra y acerca de la política empresarial. Había mentido sobre
Minerva, sobre asuntos de tecnología y sobre pequeños asuntos personales.
¿Cuántos hijos tenía? Ocho. ¿Cuántos años había vivido? Cincuenta. Era
como si se hubiera propuesto ponerles las cosas difíciles, aunque no sirviera
de nada. Les había combatido con toda su capacidad, y lo había disfrutado.
Aquí, cerca del salón de la alto prefecto, los delegados llenaban las salas,
con pergaminos en la mano, deteniéndose para charlar, mientras los
secretarios bajaban la vista para evitar las continuas reverencias. Columnas
acanaladas enmarcaban las vistas del corazón de la tierra, ahora iluminadas
por una polvorienta luz lavanda. Dado que Cixi prefería celebrar las
reuniones en el ocaso, en este nivel del Magisterio se había adquirido la
costumbre de trabajar durante el ocaso y dormir todo el día.
Unas amplias escaleras marcaban la frontera de las puertas que llevaban
al salón de la prefecto. Los delegados permanecían en grupos frente a los
peldaños, y miraban de cuando en cuando las puertas doradas, esperando ver
a Cixi.
Quinn se dirigió a la entrevista con una euforia apenas reprimida. Se
acercó y atrajo miradas de los delegados, que debían estar preguntándose
cómo esperaba alguien vestido con ropas sin adorno encontrar un puesto en la
fila. Hizo una reverencia al grupo más cercano. Estaba listo para enfrentarse a
su mayor desafío: asegurarse el apoyo de la anciana para su viaje a la tierra
de los inyx.
Anzi se detuvo frente a los peldaños y susurró:
—Te esperaré aquí, Dai Shen.
—No, Anzi. Demasiado evidente.
—Creo que esperaré.
Los delegados que le aguardaban en los peldaños le estaban observando;
era momento de seguir adelante. Miró a Anzi. La leal Anzi, en peligro por su
culpa. La enviaría a una misión que no comportara peligro.
—Encuéntrame un barco de juguete —dijo.
Anzi vaciló.
Quinn bajó la voz.
—Uno de este tamaño más o menos —dijo, gesticulando—. Un barco que
pueda navegar.
Alzó la vista hacia el delegado que guardaba las puertas del salón. Los
entrenamientos con Min Fe y Shi Zu habían terminado.
—Al dragón —dijo.
—Recuerda no pisar el dragón —susurró Anzi.
Quinn comenzó a ascender, abriéndose paso entre delegados y
precónsules, los pavos reales de Cixi, ya fueran chalin, ysli o hirrin. Se
giraron para mirarle mientras se dirigía a la puerta con los documentos en la
mano. Se los presentó al guardián chalin, que inspeccionó el pergamino y,
cuando dio el visto bueno, comenzó a abrir las puertas. En ese momento
Quinn vio a un lado a un delegado que le resultaba familiar. Min Fe hizo una
reverencia en dirección a Quinn, un chacal rodeado de leones.
Quinn se adentró en los dominios de Cixi y llegó a un vestíbulo. Sintió
una punzada de preocupación; ¿y si la mujer le recordaba? Al contrario que
los tarig, los chalin se fijaban en los rostros.
Un sirviente hirrin guardaba una segunda puerta. En el suelo, a sus pies,
un diseño incrustado, semejante a una serpiente, se retorcía reptando por
debajo de la puerta.
Cuando Quinn se acercó, el sirviente abrió la puerta y le guió a una
amplia sala decorada con columnas que ofrecía una fabulosa vista de la
ciudad. Entre una docena de asistentes hirrin, Cixi se sentaba en una silla alta.
La anciana, diminuta en comparación con la silla, tenía los pies apoyados en
un taburete. Una hirrin se arrodillaba junto a ella y lacaba las uñas de la
prefecto. Los aromas de la laca golpearon el órgano de Jacobson de Quinn,
junto con los olores de los perfumes de los hirrin.
La recia túnica de la prefecto, junto con su pelo, creaba una fachada
imponente, pero la mujer, como Quinn había notado con anterioridad, era
pequeña como un niño. Su cabello negrísimo estaba esculpido en un alto
moño que enmarcaba un arrugado rostro. Sus uñas tenían siete centímetros de
largo, y sus extremos se curvaban. No había cambiado un ápice.
Junto al dosel, pero en segundo plano, había un hombre enorme vestido
con chaqueta y pantalones bordados. Quinn supuso, en base al vistazo que le
había echado hace unos días, que era Zai Gan. El ceño del hombre estaba
fruncido. Se parecía a su rotundo hermano, pero en una versión más cruel.
Quinn hizo una reverencia, y notó que bajo sus pies estaba el resto de la
serpiente que había visto en el recibidor. Sin embargo, ahora comprobó que
no era una serpiente, sino un dragón, con escamas y bigotes. Su boca,
sonriente, mostraba dientes enjoyados.
Cuando se irguió tras la reverencia, Cixi le estaba mirando airadamente.
La hirrin junto a ella había detenido su tarea, y también le miraba.
Cixi miró a Zai Gan. Su profunda voz no había perdido autoridad:
—Pisa el Aliento de fuego, precónsul, ¿os habéis dado cuenta?
—Escandaloso, Alto Prefecto —dijo Zai Gan.
Quinn la había escandalizado antes incluso de abrir la boca. Había dicho
«pisa»… Quinn bajó la vista y vio que estaba sobre el dragón. Se apartó aun
lado. Los asistentes hirrin de los flancos movieron sus cabezas al unísono
cuando lo hizo.
Cixi le sonrió burlonamente.
—¿Nacido en un minoral?
—Mi noble padre me dio por imposible, excelencia.
Cixi le miró por un instante.
—¿Te conocemos, solicitante? —Sus ojos entrecerrados indicaban que
recelaba.
—Nunca he tenido ese honor, alto prefecto.
—Y sin embargo, me resultas familiar.
Siguió una pausa que no hizo ningún bien a los nervios de Quinn.
La asistente hirrin sopló con demasiada fuerza en las uñas de Cixi, que
retiró la mano de un tirón, frunció el ceño y reajustó la caída de su túnica.
—Hijo sin importancia de Yulin. No, supongo que no. ¿Aún finge tu
padre prestar servicios a diez esposas?
—Estos días nueve, excelencia. —Había visto la procesión fúnebre de
Caiji.
La prefecto dejó escapar un sonido que pretendía ser una risa.
—Aun así. —Los espectadores hirrin aletearon los labios, divertidos. Al
instante siguiente, la sospecha había desaparecido del rostro de Cixi.
—¿Qué esposa te reclamará? —preguntó.
—No soy tan importante, alto prefecto. Ninguna esposa me reclama. —
Quinn esperaba evitar hablar de cosas que el hermano de Yulin, Zai Gan,
pudiera conocer, puesto que estaba presente. Pero era Cixi quien controlaba
la conversación, por supuesto.
Cixi inspeccionó sus relucientes uñas púrpuras.
—En ese caso, hijo bastardo de Aquel que Brilla, ¿es un insulto enviar a
un mensajero como tú a la alto prefecto?
—Es cierto que el subdelegado Min Fe me encontró indigno. Habría
preferido enviarme de vuelta a casa antes de permitir que escandalizara a la
gran Cixi. —Miró al dragón en el suelo.
—Quizá hubiera sido lo mejor. —Los asistentes parecían una fila de
peones en un tablero de ajedrez, esperando el próximo movimiento de la
reina.
Era un recinto de poder. Quinn pensó en Ghoris, la navitar, recogiendo y
reuniendo las líneas de las elecciones, del destino. Líneas invisibles se
entretejían en esta estancia, las sombras llameantes de las cosas que
ocurrirían, o que debían ocurrir. Todo lo que Quinn tenía que hacer era
apoderarse de ellas y acercarlas hacia sí.
La voz de Cixi le llegó como una vibración casi más allá del sonido.
—Quizá hace falta algo más que eso para escandalizar a la alto prefecto.
—Me alegra oír eso. No era la imagen que tenía de vos.
—¿Y qué imagen tenías de mí, mensajero bastardo?
Quinn probó suerte con un halago:
—Una mujer que luce el dragón, la única que se atreve a hacerlo.
—Ja. —Cixi le señaló con una uña azul—. Es o muy inteligente o muy
estúpido. —Se giró un tanto para preguntar a Zai Gan—: ¿Cuál de los dos,
precónsul?
—Parece que estúpido —murmuró Zai Gan.
Cixi cerró los ojos por un momento, mostrando sus párpados incrustados
en plata.
—Estoy rodeada de estupidez. ¿Por qué prefiero asistentes hirrin,
mensajero?
—Porque los hirrin no pueden mentir —dijo Quinn.
Cixi miró con virulencia al precónsul.
—Pero los chalin sí pueden, ¿no es cierto?
Zai Gan se aproximó al dosel.
—Sí, su excelencia.
—Deja de llamarme por ese ridículo nombre.
Quinn hizo una nota mental para dejar de hacerlo también, y Zai Gan se
encogió bajo la mirada de Cixi, que se giró de nuevo hacia Quinn y gesticuló
en su dirección con un largo dedo.
—Acércate, mensajero.
Mientras Quinn obedecía, la hirrin abandonó el taburete en el que había
estado sentada, y le indicó que ocupara su lugar. Quinn se sentó y miró a
Cixi. Consiguió parecer relajado, o eso pensó. La cera del pelo de Cixi tenía
un olor rancio, apenas oculto bajo el polvo perfumado de su cuerpo. Parecía
una reina de duendes que presidiera una grotesca corte. Pero no sospechaba
que el que se encontraba frente a ella era el más peculiar de todos.
Ahora en tono más íntimo, Cixi preguntó:
—¿Por qué deberían los inyx ser líderes en combate, si no pueden dar
órdenes en voz alta?
—Madam, pueden hablar en silencio entre ellos para coordinarse.
Cixi alzó una uña lacada para enfatizar sus palabras.
—Pero en silencio. No confiamos en los que susurran.
Quinn asintió.
—Eso es prudente, si los que susurran tienen elección. Pero los inyx no
tienen elección. Toda su comunicación es silenciosa.
Zai Gan gruñó a modo de respuesta, y Cixi le miró de soslayo ante esa
impertinencia. Prosiguió:
—Entonces, hijo de Yulin, ¿sabemos si son leales, ya que nunca han
dicho serlo, cuando no vemos evidencia alguna de respeto por los lores?
Estas criaturas no tienen escritura, ni música, nada con lo que celebrar a sus
creadores tarig. ¿Es esto natural, es esto leal?
—Es leal combatir por los altos señores. Eso vale más que hacer
reverencias y escribir.
Cixi se permitió esbozar una desagradable sonrisa que dejó a la vista una
fila uniforme de dientes amarillos que parecían granos de maíz.
—¿Combatir vale más que las reverencias, dices? ¿Acaso estás insultando
a mis delegados?
—He nacido en un minoral —murmuró Quinn, a modo de disculpa, pero
también un tanto sardónicamente.
El rostro de Cixi pareció tratar de decidir si mostrarse molesto o
divertido. A juzgar por el tono de su voz, eligió lo primero.
—Y sin embargo, has sido enviado a asuntos de gran importancia a la
corte del dragón. Extraño.
—Mi padre me da la oportunidad de compensar mis indiscreciones
pasadas, madam. Si tengo éxito, seré redimido.
El rostro de Cixi se crispó, como si la molestara un mosquito.
—No es asunto mío —dijo.
—No, alto prefecto, os pido perdón. —Pero Quinn ya le había dicho lo
que se jugaba a nivel personal. Si Cixi tenía algo de corazón, quizá lograra
influir en ella de esa manera. Incluso una mujer como esta debe amar algo,
pensó Quinn.
Cixi hizo un gesto con la cabeza a Zai Gan, que avanzó, acercando su
enorme cuerpo hacia Quinn.
—¿Cómo pueden liderar los inyx una batalla, si son silenciosos? —
preguntó.
—Su excelencia, envían sus pensamientos a las mentes de otros, y se
comunican perfectamente. Pero no para liderar un combate, sencillamente
para liderar a sus propios contingentes. La estrategia de combate sigue
estando en manos de los generales chalin.
Cixi inspeccionó su dedo índice, que brillaba más que el resto de sus
uñas. Había una diminuta pauta de caligrafía en esa uña, y Cixi la examinó.
Prosiguió:
—¿Por qué le importa a Yulin lo que hagan los inyx? El subdelegado Min
Fe opina que Yulin no tiene ningún motivo leal para interceder por los inyx.
Las palabras seguían desplazándose por la uña de Cixi, y Quinn se
preguntó si Min Fe estaba siendo informado de la conversación.
—Min Fe ha pasado demasiado tiempo entre documentos. No sabe nada
de Yulin ahora, si es que alguna vez lo supo.
Cixi permaneció muy inmóvil.
—¿Y qué hay de la alto prefecto? ¿Es su sabiduría, también, cosa del
papeleo?
—Os pido perdón, madam. Min Fe y yo hemos olvidado el lugar que nos
corresponde.
El texto se desplazaba por la uña, en protesta. Cixi devoraba cada palabra
con ojos hambrientos de chismes y disputas.
Quinn continuó:
—Los motivos del maestro Yulin son sencillos, madam.
Zai Gan no pudo reprimirse por más tiempo.
—¿De modo que el hijo bastardo y exiliado de Yulin lo conoce mejor que
su propio hermano?
Quinn se arriesgó con la esperanza de que Zai Gan no contara con tantos
favores como él mismo pensaba:
—El precónsul lleva varios días ausente del dominio, y no ha cuidado sus
lazos familiares. Por tanto, es muy posible que un hijo bastardo sin
importancia sepa más que él de las cosas que ocurren en Xi.
Cixi alzó la vista de su uña, y observó a los dos hombres, entretenida.
Los ojos de Zai Gan desprendían un intenso desprecio.
—Supones demasiado —murmuró. Y después dijo, en voz alta:
—En ese caso, experto en los asuntos de Xi, dinos cuál es el motivo
secreto de Yulin para embarcarse en esta empresa.
Quinn tenía una respuesta preparada para esta pregunta.
—Nunca fue secreto, excelencia. Los inyx son buenos combatientes, pero
sus cifras de alistamientos están disminuyendo. Esta claridad animará a más
inyx a alistarse.
—Esos ánimos podrían haber llegado hace diez mil días —murmuró Cixi.
—Quizá el maestro Yulin debería tomar lecciones en darse prisa de Min
Fe —dijo Quinn, e inmediatamente se arrepintió.
El rostro de Cixi se oscureció.
—¿Me estás dando lecciones de eficacia, mensajero? ¿Osas hablar como
mi igual?
Cixi comenzó a ponerse en pie, y la hirrin retiró el taburete en el que
descansaban sus pies. Levantando su pesada túnica, bajó del dosel, y Quinn
se puso en pie también, apartándose de su camino. Cuando Cixi pasó junto a
Zai Gan en dirección a la ventana, Quinn vio el icono tejido en su espalda: un
formidable dragón minuciosamente detallado, cosido en hilo plateado con
adornos rojos, verdes y azules para las escamas, aletas y dientes.
Zai Gan la siguió, inclinándose para susurrar en su oído.
Cixi se giró hacia Quinn y permaneció en una postura de gran
dramatismo sobre sus zapatos elevados, aunque apenas llegaba al metro y
medio.
—¿Por qué, preguntamos de nuevo, llega ahora esta claridad, y no antes?
¿Qué ha cambiado? ¿Por qué ha cambiado Yulin? ¿Qué ha ocurrido con ese
hombre obeso al que le preocupaba más atender a sus esposas que la guerra?
—No lo sé. —Quinn observó a Cixi junto al enorme precónsul, diminuta
a su lado. Pero resultaba obvio dónde estaba el poder. Emanaba en oleadas de
la magistrado del dragón.
Cixi se acercó a Quinn.
—Ahora, de repente, ¿eres estúpido? ¿Acaso decides cuándo ser
inteligente, y cuándo no saber nada?
—No soy un delegado, y no sé nada de los juegos de la corte, madam.
—Juegos de la corte —escupió Cixi, mirándole—. ¿Es eso lo que son mis
preguntas?
Quinn había ido demasiado lejos. Cixi despreciaba la burocracia, pero al
mismo tiempo la disfrutaba. Quinn no sabía qué actitud adoptar. Hizo una
reverencia, tratando de parecer intimidado.
Cixi bajó la voz al tiempo que miraba a los asistentes hirrin que se
esforzaban por oír la conversación.
—Nunca me gustó Yulin y él siempre me despreció. Nuestra mutua
antipatía es tan antigua que los dos le hemos cogido cariño. —Miró a Quinn
con ojos que parecían de ámbar endurecido—. Quizá eso sea lo único que
juegue a tu favor. —Se giró hacia Zai Gan—. Déjanos, precónsul.
—Tengo más preguntas, su excelencia —protestó Zai Gan.
—Bien, su excelencia no las tiene. Doy esta entrevista por terminada.
Quinn contuvo el aliento. ¿Terminada?
Lentamente, Zai Gan hizo una reverencia y salió de la sala con
sorprendente elegancia. Pero Cixi no había mandado retirarse a Quinn.
Se aproximó a él. Entonces, dijo, en tono formal:
—Tras la debida consideración, y en contra de los consejos de mis
funcionarios, he decidido poner en práctica la idea de Yulin. Este asunto de
los oficiales inyx en batalla. Quizá a los inyx les agrade la deferencia.
Quinn la miró, sorprendido.
—En otras palabras, promulgaré tu claridad y te pondrás en camino. —
Sonrió burlonamente—. ¿No hay agradecimientos, ni reverencias?
—Madam, os doy las gracias, por supuesto. —Quinn hizo una profunda
reverencia, de corazón. Había interpretado el carácter de Cixi con éxito: era
orgullosa, y le agradaban los hombres que no la adulaban.
—Por supuesto —murmuró Cixi—, si esta modificación de la costumbre
fracasa, tu señor podrá culparte a ti en lugar de a sí mismo. Sería muy propio
de él.
Quinn dijo, tratando de reprimir su euforia:
—Quizá mi padre reconocerá que lo intenté.
Cixi se lamió los dientes, gesto que acentuó las arrugas de su rostro.
—Entonces, sería blando además de gordo. —Cixi le indicó que se
retirase.
Mientras se giraba para marcharse, Cixi dijo:
—No te habías preparado bien para este encuentro. Ningún solicitante
había pisado antes el dragón.
Quinn se giró hacia ella.
—El cónsul Shi Zu me dio instrucciones. Pero eran muy exhaustivas, y
me dormí antes de terminarlas.
Cixi sonrió burlonamente.
—Shi Zu es un adda con demasiada ropa. —Miró a Quinn y dijo, en tono
agradable—: ¿Eres un maquinador, Dai Shen?
—Soy lo que soy, alto prefecto.
—Oh, lo dudo mucho. Nadie es lo que es. Excepto los hirrin. —Se inclinó
hacia delante—. No confío en ti, mensajero. Eres demasiado listo para ser un
hijo menor de Yulin. Seas lo que seas, hoy has perdido algo que quizá
valores.
—¿Qué he perdido, madam? —Las líneas de la habitación parecieron
cernirse sobre ellos. Quinn esperó que fuera Cixi la que quedara atrapada en
ellas, y no él.
—Tu anonimato —replicó Cixi—. Considérate bajo mi vigilancia desde
ahora.
—Tomé muchos riesgos para estar bajo vuestra vigilancia, madam. —Era
la única verdad que le había dicho hasta ahora.
Cixi le miró, y murmuró:
—Utilizas bien las palabras. Quizá tengas un futuro como delegado,
después de todo.
—Espero que Dios no repare en mí —dijo Quinn, e hizo una reverencia.
—Mmmm —la oyó murmurar, un sonido parecido al de un dragón
ronroneando.
Capítulo 26
Caminó a lo largo de las filas del mausoleo, tanteando con su mano los
ovoides para poder andar en la oscuridad. Anzi estaba escuchando la
grabación ahora y después destruirían la piedra roja, de modo que nadie
pudiera encontrarla.
Mientras caminaba junto a los oscuros pasillos, las banderas golpeaban su
mano.
Johanna había dicho: «Recupera tu vida, Titus. Porque yo voy a recuperar
la mía». Esas palabras eran como una guadaña que caía sobre él.
Había dicho: «Van a alimentarse de la Rosa».
Oyó a Anzi acercándose.
—La he convertido en polvo, Dai Shen —susurró.
Anzi le abrazó, y Quinn devolvió el abrazo en la oscuridad. Anzi susurró,
apoyada en su hombro:
—Si no hubiera vivido para oír cosas así… —No terminó la frase. Quinn
tampoco lograba poner orden en sus ideas acerca de la Rosa. Pronto moriría.
Para dar energía al Omniverso. Para los tarig, la Rosa solo era combustible.
Y éntre las grandes sorpresas, la pequeña: «Es todo lo que nos queda.
Nuestras vidas, por separado». Johanna le había liberado. Quinn sintió una
cierta inestabilidad, como si caminara por una playa en la que la marea le
arrebatase la arena de debajo de sus pies. Una vida por separado. ¿Acaso
tenía él una?
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Anzi.
La oscura estancia se llenó con este pensamiento. Parecía haber líneas que
caían del techo, filamentos de las fauces de una araña. Quinn se sintió
paralizado por una red más compleja de lo que podía imaginar.
—Encontraré a Sydney. Después, volveré a casa con ella, y contaré lo que
ha ocurrido aquí.
La voz de Anzi sonó tan baja y tan delicada que Quinn pensó que podrían
ser las palabras de un espíritu:
—Si mueres o te capturan, Shen, ¿quién advertirá a la Rosa?
La oscuridad era tan densa que Quinn pensó que iba a ahogarse.
—Tengo tiempo para hacer ambas cosas —susurró, porque deseaba con
toda su alma que eso fuera cierto.
El silencio de Anzi era terrible. Si Quinn no rescataba a Sydney, si huía
de vuelta a la Rosa, ¿estaría traicionando a esta mujer chalin que pensaba que
Quinn estaba destinado a grandes cosas? ¿Estaría traicionando a Bei? Porque
lo que venía a continuación podría sellar el destino del Omniverso.
—Cuando vuelva, cuando mi gente sepa esto, estaremos en guerra.
—Sí.
Confundido, Quinn exclamó:
—¿De qué lado estás, entonces?
—Esa no es la pregunta adecuada.
—Sí lo es. ¿Por qué no aplazarlo tanto como sea posible? Has visto cómo
es la guerra en mi universo. Se nos da muy bien. Puede que los lores ganen,
pero eso no importará cuando hayamos acabado con el Omniverso.
—No es la pregunta adecuada —repitió Anzi.
—¿Cuál es la pregunta adecuada? —Quinn estaba confuso y derrotado,
pero ella no. A Quinn le alegraba la firmeza de Anzi, pero también quería
recuperar su lealtad. La mujer que iba a acompañarle al dominio de los inyx,
la mujer que había dicho que Quinn podría comenzar de nuevo.
Anzi habló en voz baja.
—La pregunta es, ¿de qué lado estás tú?
Quinn pertenecía a la Rosa; ¿de qué otro modo podía ser? Pero eso no
significaba que quisiera la guerra.
—Dime que no haga esto, Anzi. Que no traiga la guerra al Omniverso.
¿Puedes decírmelo?
—No, no puedo. —La voz de Anzi sonó diminuta, pero firme—. Creo
que sabes por qué.
Quinn lo sabía. Anzi estaba del lado de la Rosa.
—Necesito tiempo para pensar. —Quinn comenzó a retirarse—. Ahora no
puedo pensar.
—Puedes pensar. Sencillamente, no te gusta la conclusión a la que has
llegado.
Quinn contraatacó.
—¿Qué se siente al tener esa certidumbre, Anzi?
—Siento como si me quemara por dentro.
Quinn trató de decir algo, pero no pudo. Se giró y avivó la luz bajo sus
pies, que le guió hasta la puerta.
Recorrió el Magisterio medio ciego, sin saber en qué nivel o en qué pasillo
estaba. No devolvía las reverencias y recibió miradas de soslayo. No era
bueno atraer la atención sobre sí mismo. Se giró para ver si Anzi le estaba
siguiendo, pero no, estaba solo.
Por fin, se encontró sentado en el exterior, junto al lago, cerca del
monumento al Señor Durmiente, donde estaba algo oculto pero aún podía
echar vistazos furtivos a la ciudad. Algunos tarig recorrían el paseo, y
también varios especímenes de la diversa mezcolanza de seres pensantes.
Caminaban, paseaban, se apresuraban. Entre todos ellos, solo él era humano.
Por primera vez, se sentía solo. Contempló sin interés el lago. La voz de
Johanna llegó hasta él: «Colapsarán la Rosa de la forma que más les
convenga». Para dar energía a los muros de tempestad del Omniverso. De
modo que este era el final entre llamas que la navitar Ghoris había
pronosticado. Por eso Johanna estaba en el centro de todo. Porque ella iba a
decírselo.
Y aquí, también, residía el verdadero significado del Tercer Juramento:
«Amplía las fronteras del Omniverso». Ahora resultaba obvio. El Omniverso
debía expandirse para sobrevivir; debía devorar a la Rosa. A pesar de las
largas vidas de sus habitantes, el propio Omniverso tenía una corta vida. Era
obvio, y ya se le había ocurrido antes, que sus requisitos energéticos no
podían mantenerse sin medidas extraordinarias. Extraordinarias, sin duda.
Debió de permanecer sentado una hora, o más. Por encima de su cabeza,
el Destello lucía en el florecimiento del día. Los pensamientos se
amontonaban en su cabeza, y el Destello le turbó profundamente. El
Omniverso había conseguido por fin abrumarle.
La carpa había estado nadando en el sitio durante largo tiempo. La carpa
del lomo naranja. Quinn la estaba mirando fijamente, sin verla. Hasta que la
vio.
Sus escamas se encrespaban de una manera extraña. Entonces, las marcas
moteadas se asemejaron a símbolos lucentes. Se formó una palabra:
«Sígueme».
Después, la carpa se alejó nadando hacia el canal.
Quinn la siguió.
Trató de contener su agitación; se le ocurrió que debía de tener el aspecto
de alguien que acababa de ver un accidente aéreo. Se sentía aturdido y
horrorizado, enfermo y galvanizado. No sabía lo que sentía, pero estaba
seguro de que debía de tener un aspecto muy extraño. Se arrodilló junto al
canal y recogió algo de agua entre sus manos. Se lavó la cara. Fue lo único
que se le ocurrió para recomponerse, y funcionó. Lord Oventroe había
mandado llamarle. Y lo había hecho ahora, en el peor momento, cuando le
costaba pensar y sentía su cuerpo indescriptiblemente cansado.
Más adelante, la carpa le estaba esperando, nadando en un pequeño
remolino. Cuando vio a Quinn, nadó lentamente contracorriente. Quinn
caminó tratando de no mirar a la carpa. El pez era fácil de ver; le esperaba, y
a continuación seguía nadando. Quinn se obligó a sí mismo a apartar la vista
del canal, como haría cualquier persona, contemplar las cúpulas de la ciudad,
echar un vistazo de cuando a cuando hacia la colina palaciega. Un par de
veces se detuvo para sentarse en los muros del canal, dando la impresión de
que no tenía adonde ir. Y sin embargo, tenía que ir a los lugares más
importantes del mundo. A todos a la vez.
Siguió a la carpa en estado de semiaturdimiento, y recordó el plan que
había formulado para cuando llegara a hablar con el tarig. Ahora, ese plan
parecía francamente imprudente. Sería un riesgo, en cualquier caso, ir a verle.
Pero los grandes riesgos comportaban grandes recompensas. Esa lógica había
funcionado hasta que Johanna lo cambió todo. Ahora debía regresar a casa
fuera como fuera; lo había dicho Anzi, y quizá tuviera razón. Si era necesario,
tendría que volver a casa sin las correlaciones. Sin Sydney. Ahuyentó ese
pensamiento. No, no sin Sydney.
Una sombra cayó sobre él. Estaba mirando el agua y, sorprendentemente,
un tarig se había colocado a su lado. Quinn no había oído ruido de pisadas,
ningún sonido en absoluto.
Quinn se giró e hizo una reverencia, para recomponerse. ¿Le habrían
descubierto, precisamente ahora?
—No te conocemos —dijo el tarig.
Este tarig era solo unos quince centímetros más alto que Quinn. Su voz
era profunda y Quinn no le reconoció.
—Dai Shen de la casa de Yulin, señor —respondió Quinn—. Mi vida está
a vuestro servicio.
—Ah, Yulin. Conocemos a ese chalin. Un personaje célebre, sin duda. —
El tarig miró a Quinn con una serena confianza que estaba en las antípodas
del estado del propio Quinn—. Su Bei no es tan célebre, aunque algunos le
recuerdan bien. En una ocasión le dimos un regalo.
Quinn contuvo el aliento. Era Oventroe. La piedra roja con la que había
alimentado a la carpa era de Su Bei. Y ahora, después de trece años, aquí
estaba Oventroe, que había venido a verle a la vista de todos, sin esconderse.
Quinn sintió un escalofrío. ¿Habría más tarig acercándose a ellos en este
mismo instante? ¿Había terminado todo? Pero no había nadie cerca. Ningún
tarig. Otros seres paseaban por los alrededores, hacían profundas reverencias,
y parecían aliviados de que el tarig no los hubiera elegido para conversar.
—Conozco a Su Bei —dijo Quinn con cautela.
El tarig no le miró, sino que contempló el canal, como si mirara a las
carpas para distraerse.
—Bei, mediante su piedra roja, nos rogó que habláramos contigo,
guerrero chalin de Ahnenhoon. Tienes diez palabras. Usalas.
Solo tenía diez palabras para exponer su caso. Estaba decidido, entonces.
No iba a preguntar «¿cómo sé que puedo confiar en ti?», ningún preámbulo.
El tarig lo quería todo, inmediatamente.
—Soy Titus Quinn.
Una ligera brisa secó el sudor del rostro y el cuello de Quinn. Se sintió
enfermo tras pronunciar esas palabras al aire libre, junto a las mansiones de
los tarig. De decírselas a un tarig.
—Demuéstralo.
—¿Hablas los idiomas oscuros? —preguntó Quinn. Estaba listo para este
momento—. ¿Como el idioma que Titus Quinn hablaba cuando llegó aquí
por primera vez?
El tarig se giró y miró a Quinn. Su rostro era algo redondeado, y llevaba
el pelo oscuro atado en filas y recogido en el cuello con un reluciente broche
metálico. Los ojos eran negros, despiadados.
—Concebida en libertad y dedicada al postulado… —dijo Oventroe.
Estaba hablando en inglés.
—De que todos los hombres son creados iguales —susurró Quinn,
terminando la frase a continuación.
Quinn estaba temblando. Estaba hablando en inglés. Ya no podría
ocultarse. Se obligó a sí mismo a recuperar la compostura.
—Nos gusta el discurso de Lincoln —dijo lord Oventroe—. Lo elegimos
como uno de los que memorizamos. —Su rostro pareció suavizarse por un
instante, a menos que fuera cosa de la imaginación de Quinn. Había que tener
cuidado al asignar emociones humanas allí donde no existían. Pero los tarig
tenían emociones, y a veces parecían lógicas, como había aprendido Quinn,
desafortunadamente. El tarig prosiguió:
—No eres bienvenido aquí.
Era un eufemismo sorprendente. ¿Acaso una broma?
—Y sin embargo has vuelto —continuó Oventroe.
—Para poner en contacto al Omniverso con la Rosa, brillante señor.
Ayudadme.
—¿Crees que lo haríamos?
—Sí. Pero puedo guardar vuestros secretos. —Ahora Quinn había
revelado que sabía que Oventroe era un traidor. No tenía ya apenas cartas que
jugar.
—Contacto, ¿eh? —El tarig había estado mirándole fijamente, y ahora
miró de nuevo a la carpa, que pareció incómoda al atraer su atención, y se
alejó rápidamente—. Es una propuesta interesante. Pero rompe el Primer
Juramento, y eso supone la muerte. —Volvían a hablar en lucente, quizá con
el objeto de no poner a prueba los conocimientos del tarig del inglés, y
también para evitar que alguien les oyera hablando un idioma oscuro.
Quinn era consciente de que esta entrevista podía ser interrumpida en
cualquier momento, de modo que prosiguió:
—Las correlaciones, brillante señor. Debemos abrir esta puerta, por todo
lo sagrado. Permítenos negociar el paso a través del Todo hacia puntos
distantes de la Rosa. Cuando los humanos lleguen, habrá un intercambio
entre nuestras razas, entre nuestros mundos. Si es lo que deseáis, ayudadme.
—¿Una puerta abierta? —El rostro de Oventroe se ensombreció un tanto.
Era un ser muy pasional, y su intensidad era palpable. Quinn la sintió
claramente.
—Todos los seres saben que odiamos a la Rosa —dijo Oventroe.
Quinn asintió.
—Pero no es cierto, ¿verdad?
—No se le lleva la contraria a uno de los señores del Destello.
Quinn pensaba que habían acordado tácitamente obviar los habituales
juegos de deferencias. Pero, incluso compartiendo lecho con Chiron, la había
tratado con la deferencia exigida. Eso nunca cambiaba.
Ahora que había dicho todo lo que tenía que decir, Quinn se sintió
purgado. Podían capturarle, o matarle. No había nada peor que pudieran
hacerle. Contempló la carpa y la ciudad con ojos fatigados. Solo era un lugar.
Solo era una vida. A fin de cuentas, tenía que hacer lo que tenía que hacer.
Miró a Oventroe, esperando una respuesta.
Cuando esta llegó, fue un duro golpe.
—No —dijo Oventroe—. ¿Por qué íbamos a darte ese poder?
—Porque soy un mensajero de la Rosa.
Oventroe le miró con ojos anhelantes.
—Sí. Lo eres. Su mensajero. —Oventroe avanzó un paso, obligando a
Quinn a mirarle desde un ángulo más pronunciado. Los ojos del tarig
examinaron el rostro de Quinn, como si estuvieran devorándole.
Quinn tenía tiempo para decidir si debía hablarle del motor de
Ahnenhoon pero, si revelaba ese sorprendente secreto, si contaba lo que
sabía, ¿acaso no moriría a los pies de Oventroe? ¿Conocía el tarig el secreto?
Sí, debía de conocerlo. ¿Temía que Quinn reuniera un ejército que venciera a
los tarig? Incluso un disidente de las filas de los tarig temería esa posibilidad.
—Mensajero de la Rosa —musitó Oventroe—. Pero no puedes ofrecerle
nada a alguien como yo. —Hizo una pausa—. La Rosa es dulce, pero no tiene
poder. El poder lo ostentan los cinco.
Los cinco altos señores, grupo del que Oventroe necesitaba formar parte.
—Por eso —continuó el tarig—, en cuanto a la puerta, no, es algo que no
podemos dar sin recibir nada a cambio.
El tarig se dio media vuelta de nuevo, y Quinn se apresuró a exponer su
petición.
—Pero, ¿cómo llegará la Rosa a contactar con el Omniverso? Ayudadme,
lord Oventroe.
La voz del tarig, seca y firme, estableció barreras y demolió sus
esperanzas:
—No lo hará. La Rosa nunca contactará con nosotros.
—Ayudadme a cambiar eso. —Quinn esperó la respuesta de la que todo
dependía.
Entonces, Oventroe dijo:
—Quizá, con el tiempo. Con el tiempo puede que accedamos a ayudaros.
Pero voy a marcharme, quiso gritar Quinn.
—No hay tiempo —dijo—. Decidíos ahora. —Oventroe quería retenerle,
pero Quinn no podía quedarse.
—Siempre hay tiempo, Titus Quinn. Ya deberías saberlo.
—¿Cómo os encontraré? Estaré en un lejano principado, quizá aun más
lejos. —En el Próximo, busca al navitar Jesid. Pídele que nos encuentre.
—¿Qué río? —Cada principado tenía su propio río, como ya sabía Quinn.
—Todos son uno —dijo Oventroe, y a continuación se marchó.
Capítulo 27
En el cuarto nivel del Magisterio reinaba el caos. Por doquier, Cho oía:
—Titus Quinn, Quinn, Quinn. Niña Pequeña, muerta en el lago.
Los funcionarios dejaban sus puestos, a toda prisa, como si les aguardaran
deberes de naturaleza marcial. No era así, y tampoco para Cho, que
permanecía sentado frente a su manantial pétreo, desconcertado y sudoroso.
El hombre chalin enviado por el maestro Yulin. Por el eterno Destello,
era Titus Quinn. Nunca lo hubiera imaginado. Todos conocían el famoso
rostro, pero debía de haberse sometido a cirugía plástica.
Se inclinó sobre su manantial computacional, sintiéndose enfermo. Su
nariz golpeó una protuberancia en el manantial pétreo y la pantalla emergió
frente a él. Cho se enderezó, aún sentado, y trató de recomponerse.
Dai Shen nunca había afirmado seguir el Camino Radiante. Había dicho
que su meta era honorable. ¿Era esa meta conectar ambos mundos, llevar los
conocimientos del Omniverso a la Rosa? Sin duda, si Titus Quinn había
vuelto a casa la primera vez, ya debía de haber llevado consigo esos
conocimientos. Pero, si no lo había hecho, ahora estaba escapando para
hacerlo.
Cho se preguntó si la prohibición que evitaba el contacto entre los
mundos se basaba en motivos de peso. Cho nunca había cuestionado los Tres
Juramentos. «Puesto que romperlos es morir…».
Bien, pensó, ya he roto el primero al ayudar a Dai Shen.
Inquieto, se puso en pie, tambaleante, y salió del ala de los asistentes.
Ascendió en dirección a la ciudad, abriéndose paso entre multitudes de
frenéticos secretarios, asistentes y delegados. Sabía que ayudaría a Dai Shen
una vez más, si podía. Pero, ¿cómo?
¿Y por qué? Si lo hacía, su vida no valdría nada, eso estaba claro. Pero,
cuando pensó en su vida, supo que apenas había vivido hasta ahora. No si se
le comparaba con Dai Shen, ni siquiera si se le comparaba con Ji Anzi, o con
cualquiera de los seres que vivían en el Gran Exterior. Posiblemente, cada
uno de ellos había vivido más intensamente que cualquier asistente del Gran
Adentro.
Hoy eso iba a cambiar.
Se apresuró en dirección al pilar más próximo, el tercero. Allí, una
cápsula había comenzado hacía poco su viaje hacia el mar. Tocó la pantalla
para averiguar quién iba a bordo, y añadió a Dai Shen a la lista.
Retrocedió y comprobó el resultado de su trabajo, sobresaltado y un tanto
apenado. Había alterado un registro, había introducido una imprecisión. El
gran códex del Magisterio había sido mancillado. Bien.
Retrocedió, dio media vuelta y contempló la colina palaciega. Pensó en
Niña Pequeña, y se preguntó por qué un personaje como él habría matado a
una niña.
Sin duda, no lo había hecho. Había tan pocos niños tarig que debían de
lamentar la muerte de cada uno de ellos.
Se alejó del pilar. Quizá había creado la suficiente confusión para permitir
que Dai Shen tuviera una oportunidad de abandonar la ciudad.
No tenía muchas posibilidades; aproximadamente, las mismas que tenía
un asistente de diez mil días de lucir de repente el icono de la carpa dorada;
las mismas que tenía alguien que había sido un asistente durante toda su vida
de cambiar las cosas.
Pensó en su nuevo icono, la carpa dorada. Espero ser digno de tan
glorioso símbolo, rezó. Y que Dios no repare en mí.
Cixi se aferró a la barandilla del porche abierto y contempló el paisaje que le
ofrecía la ciudad.
A su espalda, Zai Gan respiraba con dificultad, tras correr hasta allí.
Tifus Quinn, pensó Cixi. Por el Destello, estaba delante de mis narices.
El pérfido padre y traidor.
Cixi se giró hacia Zai Gan.
—Corre hasta el cuarto pilar, el más cercano a la mansión de Inweer.
Encuéntralo. Detenlo.
Zai Gan hizo una reverencia y se dirigió a la salida.
—Precónsul —ladró Cixi antes de que desapareciera. Cuando se detuvo
para escucharla, Cixi dijo—: Si no consigues capturarle, llevarás el emblema
del beku.
—Sí, mi señora. —Zai Gan salió apresuradamente de la estancia. Titus no
debía escapar y fanfarronearse de haberles engañado a todos. No debía
escapar y llevar de vuelta a la Rosa el premio que les había arrebatado, fuera
el que fuera. Si Titus pensaba que ese premio sería Sydney, estaba muy
equivocado.
Algo no había funcionado según los planes de Titus. Cixi se propuso
echarlos a perder definitivamente.
—Canción infantil
Algo después, Quinn recordaba bien poco del momento en que atravesaron el
muro. De repente, lo que quedaba de la nave estaba acelerando a través del
minoral, buscando el pliegue en el que los dos muros se unían, la frontera de
Bei. Quinn supo que eso era lo que estaba ocurriendo, pero no lo vio.
Minutos antes del despegue, le había comunicado al fragmentario toda la
información de que fue capaz relativa al sistema solar, incluso a la galaxia.
Después, tras casi haber abandonado la esperanza de utilizar las palabras
adecuadas, aconsejó:
—Busca fuentes de transmisión de radio.
¿Qué es radio?
Antes de que Quinn pudiera responder, la nave se elevó. Estaban en
camino.
Quinn recordó haber deseado que no hubiera viajeros en el minoral que
hubieran podido verles. Recordó haber pensado que Anzi haría una pausa en
su viaje y observaría a la nave radiante ganar velocidad en dirección al
minoral. Se preguntó qué aspecto tendría para ella, ahora que se había
preparado para viajar entre mundos.
Se descubrió a sí mismo confiando en esta criatura. El fragmentario le
había esperado mientras Quinn combatía con Hadenth, cuando le hubiera
resultado muy sencillo alejarse a través del muro lateral del origen. Desde su
llegada al Omniverso, Quinn se había convertido en un optimista. El
Omniverso tenía ese efecto, te daba esperanza. Quizá la vida aquí no era
necesariamente mejor, pero, dadas las largas horas, uno tenía la impresión de
que tendría tiempo para hacer todo lo que se propusiera.
Ganaron velocidad en dirección al nexo en el muro.
Y después, perdió la conciencia.
Soñó que la nave decía: «No puedo mantener la forma».
Soñó que él mismo respondía: «Y me lo dices ahora».
Inmóvil y desvalido, se encontró girando sin cesar, con el cuerpo
extendido; sus pies giraban hacia la izquierda y su cabeza les seguía, como
una batuta sin una mano que la dirigiera.
Recordó a Niña Pequeña, la vio en su mente. Y miró su rostro, sumergido
bajo medio metro de agua. Inmóvil. Desvalida.
Muerta.
Recordó a la muchacha que entró en su patio y le miró mientras Quinn la
apuntaba con un arma. «Lo siento si te hemos molestado. Solo queríamos ver
si eras real».
Bien, aquí estoy.
Listo o no.
Vuelvo a casa.
Capítulo 29
Más tarde, cuando Sydney abandonó por fin su cama, encontró el cadáver de
un ratón despellejado a sus pies. Un regalo de Takko. Le había olido
rondando cerca de allí, cuando dejó este pequeño regalo. Sydney estaba
dispuesta a utilizar el verdadero nombre de Puss, siempre y cuando se
comportara.
Llevó el cadáver a la hoguera y lo asó hasta dorarlo.
Alrededor de la hoguera, sus compañeros de dormitorio preparaban la
comida y hablaban de las carreras del día anterior y del libre vínculo. Algunas
monturas estaban cerca de sus jinetes y compartían pensamientos propios de
la mañana. Sus cuerpos y rostros le resultaban familiares a Sydney: Mo Ti el
chalin, Adikar el ysli, Takko el laroo, y muchos otros, incluidas las monturas.
Cada uno de ellos era un espécimen único física y culturalmente, todos
apestaban, dado que no se lavaban, y todos desconfiaban de los líderes. Pero,
mientras conversaban y compartían pedazos de comida, a Sydney le pareció
que algo les unía de una manera inédita en una vida compartida. Sus
monturas les unían entre sí.
Feng había caído de ese círculo y habitaba en otra manada distinta. Y
ahora, Akay-Wat se había ido como emisaria a la manada de Ulrud, para
relatar el modo en que perdió su pata como sacrificio a los antiguos vínculos,
y como ahora cabalgaba mejor y más libre.