Un Destello en El Cielo - Kay Kenyon

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 509

Un desastroso vuelo interestelar lanza al piloto Titus Quinn, a su esposa y a

su hija Sydney a un universo paralelo llamado Omniverso. Titus consigue


regresar a su dimensión sin memoria, con su familia dada por muerta y su
reputación arruinada. La corporación para la que trabaja lo envía de vuelta
por la distorsión espaciotemporal en busca de nuevos métodos de viaje
espacial. Allí recordará gradualmente a los gobernantes de ese mundo, los
crueles alienígenas Tarig, así como a la población humanoide subyugada por
ellos, los Chalin, y averiguará que su hija ha sido apresada. La odisea de
Titus para recuperar a Sydney descubrirá un plan de los Tarig cuyas
ramificaciones afectarán a algo más que a su propia familia.
Kay Kenyon

Un destello en el cielo
El Omniverso y la Rosa - 1

ePub r1.0
Watcher 13.04.2019
Título original: Bright of the Sky
Kay Kenyon, 2007
Traducción: Álvaro Sánchez-Elvira Carrillo
Ilustración de cubierta: Stephan Martiniere

Editor digital: Watcher


ePub base r2.0
Para Mike Resnick
Muro de tempestad, el Destello verás,
Muro de tempestad, como la noche en la Rosa,
Muro de tempestad, nadie ha de cruzar,
Muro de tempestad, eterno serás.

—Canción infantil
Capítulo 1

M arcus Sund despertó de inmediato.


—Luces —dijo.
La cabina permaneció a oscuras.
—Luces —repitió, alzando la voz. Obtuvo el mismo resultado. Se sentó
en la cama. Los sistemas de soporte vital de la estación zumbaban mientras
los motores ProFabber cumplían sus colosales labores, pero en aquella
profunda vibración parecía faltar algo.
Se vistió apresuradamente y activó la cubierta de mando mientras se
ponía la camisa.
—Informe.
—Señor, tenemos unas pequeñas anomalías en funciones no cruciales.
Estamos trabajando en ello.
Marcus abandonó el camarote y corrió pasillo abajo. Las luces se
atenuaban y relucían de nuevo inmediatamente. Como encargado de la
estación conocía su trabajo, y conocía la ubicación de cada tornillo y de cada
estructura de datos. Por este motivo podía notar en las suelas de sus zapatos
que el zumbido no era el adecuado, que la vibración de las placas de la
cubierta de poliacero era ligeramente arrítmica. Eso le preocupó bastante más
que las oscilantes luces.
Los motores ProFabber de categoría militar de la estación producían
gravedad artificial y supervisaban simultáneamente el túnel Kardashev,
tratando de mantenerlo tranquilo para que fuera capaz de cumplir con su
cometido en el negocio de los viajes interestelares. En el caso de funciones
tan importantes, los motores quedaban bajo el mando del cerebro artificial.
Por tanto, si el rendimiento del motor disminuía siquiera un ápice y el sistema
no había avisado a Marcus Sund a esas alturas, eso quería decir que el mCeb
(el único cerebro artificial de la estación) no estaba prestando atención. Y que
el cerebro artificial no estuviese prestando atención era impensable.
Estaban lejos de casa. La plataforma espacial Appian II orbitaba un
agujero negro de masa estelar y lo estabilizaba. Desde su posición, en las
profundidades del brazo de Sagitario de la Vía Láctea, cerca de la Nebulosa
del Águila, el sol de la Tierra aparecía como un punto en la constelación de
Tauro. Aun con el transporte por el túnel Kardashev, la plataforma Appian II
dependía por completo de la estación y de la inteligencia artificial del siglo
xxiii que la gobernaba. La plataforma contenía habitáculos para los
tripulantes, un laboratorio de investigación avanzada y también toda la
carrera profesional de Marcus Sund.

Mientras Marcus se aproximaba a los sistemas operativos de la estación,


Helice Maki se unió a él en el pasillo. Helice, de veinte años, había sido hacía
seis la licenciada más joven en la historia del programa de ingeniería de
inteligencia artificial de Stanford, detalle que ella misma se encargaba de
mencionar con molesta frecuencia. Marcus no la apreciaba en exceso, pero
ahora la necesitaba. A juzgar por la expresión de su rostro, también ella había
notado que algo iba mal.
—Voy a entrar —dijo, y asintió en dirección a la Sala Abisal, el lugar en
el que se interactuaba con el cerebro cuántico.
—Adelante —dijo Marcus. Esperaba que el cerebro no tuviese
problemas, pero si así era, Helice Maki podría ocuparse de ello.
Las sirenas se activaron con un intenso estruendo. Mientras Helice se
internaba en la Sala Abisal, Marcus se apresuró en dirección a la sala de
mando, a unas puertas de distancia, donde los operarios se afanaban
solemnemente en sus puestos. El delegado informó que en los últimos dos
minutos los motores ProFabber habían reducido su rendimiento hasta el nivel
de mantenimiento y abandonado el túnel k. Las noticias difícilmente podrían
ser peores, no porque el túnel tuviera que funcionar, sino porque el mCeb
debía hacerlo a la fuerza. Sin él, estaban perdidos.
—Aísla el mCeb de los sistemas expertos —ordenó Marcus. Tuvo que
asentir de nuevo en dirección al delegado para hacer que cumpliera su orden.
Se estaban aislando a sí mismos de su recurso central de computación, un
dispositivo lógico de capacidades prácticamente ilimitadas. Ahora tenían que
confiar en los cerebros sencillos, semejantes a mulas de carga, ordenadores
trónicos endemoniadamente rápidos pero de escasa inteligencia. Por el
momento, el túnel k como ruta de transporte quedaba fuera de su alcance,
pero podrían solucionar eso más adelante. Saldrían de esta, pensó Marcus, al
tiempo que la palabra «descontrolado» se repetía, impertinente, en sus oídos.
Desde la Sala Abisal resonó la voz de Helice a través del comunicador,
rota por la emoción.
—Ven aquí, Marcus.
Los sistemas operativos escupían informes de todas las estaciones y todas
las cubiertas: «Error en los sistemas trónicos; funciones del túnel k no
disponibles; paneles de comunicación extravehicular no disponibles; sistemas
de soporte vital transferidos a la energía auxiliar. Finalizados experimentos
del servidor de abordo; cachés de memoria descartando datos, esclavizando a
mCeb para datos entrantes».
El delegado se giró hacia Marcus.
—El mCeb está recopilando capacidad de almacenamiento de todas las
estructuras de datos integradas del sistema, y añadiéndolas como esclavas a
su mando, asumiendo el control de toda la energía de la estación y
bloqueando todas las anulaciones humanas o informáticas.
Descontrolado. Marcus trató de no pensar en ello.
Pero las personas presentes en la sala habían oído las palabras del
delegado, e intercambiaron miradas de incredulidad. Ni uno solo de ellos,
incluido Marcus, había visto jamás a un cerebro artificial rebelarse. Se
contaba que si alguna vez un mCeb lograba escapar del control de las
personas que lo manejaban, sería capaz en poco tiempo de formar planes por
sí mismo, en un estado caótico conocido como «obsesión». Por el bien de
todos, más valdría que el mCeb no hubiera entrado en ese estado.
Marcus dejó al delegado al cargo y corrió pasillo abajo hacia el lugar en
el que estaba ubicado el cerebro, tomó asiento en la sala inmediatamente
exterior y golpeó una pantalla hasta que apareció en imagen Helice Maki, que
se afanaba en el interior de la Sala Abisal.
Helice habló mientras trabajaba en el cerebro:
—Asegura este canal.
Marcus obedeció.
Rodeada por una simulación cuántica de los resultados, Helice hablaba en
el idioma en código del cerebro. Señaló con el dedo índice secciones del
campo cerebral de la máquina. A Marcus le pareció que estaba bailando, o
dirigiendo una orquesta.
Helice le hablaba en voz baja entre locuciones en código:
—Es una incursión. Tenemos un gusano suelto ahí dentro.
—No es posible —replicó Marcus secamente. Nunca había empleado un
tono semejante con Helice Maki antes, especialmente teniendo en cuenta los
rumores que la colocaban en la órbita de un puesto como socio de la empresa.
Helice le ignoró.
—Faltan respuestas —dijo—, hay cadenas renegadas. Inicio la resolución
de errores.
—No lo hagas. Lo perderemos todo. —Habían tardado tres años en
entrenar al mCeb para que supervisara una plataforma espacial. Tener que
rehacer ese trabajo supondría una desagradable mancha en la reputación de
Marcus.
—Ya lo hemos perdido todo. Está lanzado, y no lo puedo controlar. Y tú
tampoco. Aísla a este renegado de los cerebros.
—Ya lo he hecho.
—Vale, vale —dijo Helice, preocupada. Señaló con la mano el lugar en el
que deseaba reiniciar la formación, mientras hablaba en la jerga de la
ingeniería artificial. Parecía casi estática, como un creyente recibiendo su
dosis de Cristo.
Mientras aguardaba, Marcus golpeó el comunicador.
—Informe —dijo.
—Marcus, tenemos una anomalía inminente en el soporte vital en la
cubierta cuatro. Si evacuamos, perderemos la conexión con el generador de
nutrientes principal.
La comida era la última de sus preocupaciones en ese momento.
—Evacuad. Recoged todos los trajes de supervivencia autónomos de la
cubierta. —Sabía cómo había sonado eso. Como si los fueran a necesitar.
Los empleados que se ocupaban de mantener el cerebro entraron en la
pequeña antesala como con cuentagotas y permanecieron con la espalda
contra la pared, esperando para ayudar o para arrojarse a la hoguera. Anjelika
Denhov llegó en primer lugar, con tres posdoctorandos a su espalda que
parecían algo indispuestos. Sus investigaciones habían versado sobre el
mCeb. Más les valía no haber desencadenado este desastre.
Marcus vio cómo su carrera saltaba por los aires. Creía que sobrevivirían;
de hecho, diablos, esta era una de las principales estaciones del túnel k de la
empresa Minerva, claro que sobrevivirían. Pero su carrera había terminado.
En su turno, estaban abandonando una cubierta, deshaciéndose de trabajos de
laboratorio cruciales, desechando todos los datos, y, lo que era aún peor,
reentrenando un mCeb. Su estómago se precipitó en caída libre, al igual que
su carrera, hacia un puesto permanente en las filas de los condenados. La
mayoría de los que estaban allí eran desempleados, vivían del subsidio y se
nutrían del Nivel de Vida Estándar y el ocio virtual, asistidos por las
opulentas empresas, los colosales bloques económicos que hacían funcionar
el mundo. Sus padres cobraban el subsidio, al igual que todos sus hermanos y
todos sus primos. Él era el único que había realizado las suficientes pruebas
para operar los cerebros y, más adelante, para entrenar a nuevos operarios.
Había llegado alto. Al mirar abajo, comprendió cuánto.
En la pantalla, Helice había detenido su baile.
—Oh, Dios mío —dijo.
Marcus dejó pasar un latido antes de replicar:
—¿Qué, qué ocurre?
Helice se acercó al nudo que aparecía en pantalla, una red de ondas
cuánticas virtuales. Murmuró algo en código. Después, dijo:
—Es un simple evolutivo. —Se giró hacia el sistema óptico y continuó—:
Alguien ha soltado un maldito programa evolutivo. Y está en la generación
309.
Marcus se inclinó hacia el receptor de audio.
—Podría ser EoCeb, aún podría serlo —dijo, deseando poder culpar al
archirrival de Minerva, y no a uno de sus propios tripulantes.
—No. Es un vector básico que cualquiera que trabaje con el cerebro
podría haberle introducido. Alguien se sentó en tu silla ahí fuera, Marcus, y
programó una maldita secuencia de entrenamiento evolutivo.
—Si es tan simple, elimínalo —imploró Marcus.
Helice miró al sistema óptico.
—Ahora ya no es tan simple. —Se giró hacia el foco de luz que la
rodeaba, hipnotizada por las visiones que le proporcionaba el Campo Abisal.
Descontrolado, pensó Marcus de nuevo. Si el mCeb había escapado de
todo control, amenazaba con apropiarse de todos los recursos, hasta el último
qubit necesario para llevar a cabo sus planes, cualesquiera que fueran. Ese
tipo de cosas ya habían sucedido antes. El caso de Yakarta, por ejemplo, en el
que un mCeb con programa evolutivo había estado a punto de adueñarse de la
flota de satélites orbitales de comunicación en su totalidad. Corea había
respondido con ataques nucleares, y había convertido la isla de Java en un
montón de escombros radiactivos.
—¿Quién ha tenido acceso aquí? —Marcus miró a Anjelika Denhov, a
quien más le valdría conocer en qué andaban metidos sus posdoctorandos.
Las personas que se encontraban en la sala eran las únicas que podían haber
interactuado con el mCeb.
Anjelika se giró hacia los estudiantes larguiruchos que tenía a su cargo.
—¿Y bien? —preguntó, y les miró a los ojos uno por uno.
No hubo ningún movimiento. El equipo estaba iluminado por un fulgor
ligeramente verdoso proveniente de la sala del Campo Abisal.
—¿Alguna teoría sobre lo que ha ocurrido?
Luc Diers, que se había incorporado al programa en último lugar, cedió
ante la mirada de la mujer y tragó saliva.
—Fui yo —dijo.
Marcus se giró hacia el muchacho.
—Habla. Habla rápido —dijo.
—Solo intentaba salvar mi programa. —Luc miró a Anjelika, su directora
de tesis—. No quería suspender. —El muchacho continuó atropelladamente
cuando comprendió que la atención de la sala seguía centrada en él—: No
dejaba de obtener lecturas absurdas, y no era capaz de solucionarlo. No pensé
que el mCeb se interesaría en ello. Que se haría con el control de todo.
Marcus no sabía si alegrarse o sentirse enfermo ante el hecho de que el
culpable fuera un miembro de su propia tripulación.
Luc habló de su programa evolutivo, un sencillo programa que debía en
teoría reconfigurar su experimento en partículas extragalácticas
fundamentales, de modo que pudiera recuperar el rumbo y dejar de obtener
datos referentes a partículas imposibles. Partículas que nadie había visto
antes. Luc volvía a casa la próxima semana. No tendría tiempo para reiniciar
el programa. Solo era un pequeño programa ejecutándose en el mCeb. Pensó
que nadie se daría cuenta.
Mientras escuchaba, Helice estalló.
—¿Pensaste que nadie se daría cuenta? ¿Te olvidaste del objetivo de tu
programa y lo asignaste a mi cerebro?
Luc miró al suelo, y Helice se apartó, disgustada, y concentró su atención
de nuevo en el Campo Abisal.
Todos observaron maravillados a la mujer mientras trataba de domar el
monstruo cuántico. La luz espectral oscilaba en su rostro como si fuera una
mente atormentada que buscara consuelo en la única persona de la estación
capaz de comprenderla.
—Está analizando una estructura anómala —murmuró Helice—. Un
objetivo profundo que queda fuera de su alcance. Y lo está perdiendo.
—Que Dios nos ayude —dijo Marcus. Se inclinó hacia el comunicador
—: Envíen llamada de socorro.
—Enviando —replicó la señal de audio. La ayuda más cercana estaba a
semanas del sistema.
Helice salió de la Sala Abisal y se despojó de sus anillos de datos.
—¿Cuál de ellos? —preguntó, mirando a Anjelika.
Anjelika asintió en dirección del desafortunado posdoctorando, que
pareció encogerse ante la agresiva mirada de Helice.
—¿Nombre?
—Luc Diers.
—Bien, Luc —dijo Helice en voz excesivamente baja—, describe las
lecturas anómalas que querías que mi cerebro solucionara.
Luc parpadeó al oír esa descripción de su crimen.
—Neutrinos —dijo.
El grupo lo contempló, esperando. Luc se apresuró a continuar:
—Obtenía neutrinos imposibles. Momento angular equivocado, giro
incorrecto. Invertido, en realidad.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Marcus secamente.
Anjelika intervino:
—Piense en ello como la dirección de un sacacorchos. Los neutrinos
giran a la izquierda.
—Y los que obtenía continuamente —añadió Luc— giraban a la derecha,
por decirlo así. Y las lecturas venían de todas direcciones al mismo tiempo.
Así que eran inservibles. A menos que fueran pruebas de la existencia de otra
dimensión, eran inservibles.
Helice alzó una mano para evitar que la interrumpieran.
—¿Qué quieres decir con «otra dimensión»? —preguntó.
—La materia del espaciotiempo. El universo. —Al percibir las miradas de
incomprensión que lo contemplaban, continuó—: La naturaleza crea simetría
por todas partes, salvo a escala subatómica. De modo que hay quien piensa
que la simetría que falta está en otros universos. Por ejemplo, los neutrinos
que giran a la derecha están en la quinta dimensión, y la energía ausente de
los ortopositrones está allí. Todo eso está en otras dimensiones.
Marcus se puso en pie y posó una mirada inexpresiva y desesperada en
Luc Diers.
—Despídete de tu carrera, muchacho —dijo.
—Sí, señor —asintió Luc.
—Salid todos de aquí —dijo Helice—, todos salvo Marcus y Luc. Echad
una mano por ahí. —Cuando se hubieron marchado, dijo—: El mCeb quiere
esta estación, Marcus. Y está adueñándose de ella.
Marcus asintió, con insólita calma. Ahora sabía cuán difícil era su
situación. Descontrolado. Miró hacia la Sala Abisal.
—Acaba con él —dijo.
—¿Y también con la estación?
Luc dejó escapar un pequeño quejido al comprender la realidad del
desastre que había provocado.
—Quizás aún podamos salvar los sistemas de soporte vital —dijo
Marcus.
—No puedes. Ha disuelto tus redes. No te quedan redes.
—Tenemos los sistemas expertos.
—Que no pueden comunicarse entre sí.
Marcus miró en torno a sí de nuevo.
—Acaba con él, Helice —dijo. Si podían. Estaba el caso del mCeb
descontrolado de Yakarta. Había conseguido copiarse a sí mismo en mil
ordenadores domésticos momentos antes de perder cohesión.
—Primero voy a descargar los resultados de mCeb. —Helice se inclinó
sobre el teclado y desvió los datos a un cubo óptico de gran capacidad. Iba a
llevarlo consigo fuera de allí—. Prepara la lanzadera y consíguenos un piloto.
Puedes asignar a quien te parezca en los asientos restantes. —Inclinó la
cabeza en dirección a Luc—. Él viene conmigo. —Su rostro pareció
suavizarse—. Tú también vienes, Marcus.
Marcus la oyó como si se encontrara en un sueño.
—Acaba con el cerebro, Helice.
La mujer lo miró durante un largo instante.
—Terminación del mCeb —dijo. Se inclinó sobre el tablero de control y
escribió el comando de la función de onda de colapso. Para evitar su
naturaleza cuántica, la que le hacía estar en varios lugares al mismo tiempo,
necesitaban aniquilar el aislamiento cuántico. Bastaría para ello con encender
las luces dentro del dominio.
Y así fue. En un instante, el semidiós de mil trescientos millones de
dólares se deshizo en jirones.
De la Sala Abisal llegó un suave quejido, agudo y espeluznante. Más allá
del terror, Marcus sintió alivio. Al menos aún podían acabar con él.
Mientras abrían la puerta que daba al pasillo, el ensordecedor estruendo
de las sirenas resonó aún con mayor fuerza.
—Reúnete conmigo en la bahía de lanzamiento —dijo Helice, ya al otro
lado de la puerta.
Marcus entró en modo de resolución automática de problemas y comenzó
a establecer las prioridades para los asientos restantes de la lanzadera. Habría
que enviar a casa al personal no esencial. Los investigadores, los técnicos de
apoyo… Por un momento sintió nauseas. Decidió cuáles serían las seis
personas que ocuparían los asientos restantes en la lanzadera. Él no era uno
de ellos.
Su labor. Su turno.
Helice se apresuraba pasillo abajo llevando a Luc del brazo, en dirección
a la bahía de lanzamiento. Trataba de no correr, pero no perdía tiempo. Asió
el cubo de datos. Las plataformas cuánticas no podían viajar, claro. Eran
demasiado permeables, demasiado vulnerables.
—Lo siento —susurró Luc.
—Sí, lo sientes —asintió Helice. Sentirlo era solo el comienzo de sus
problemas. Pero aún tenían que salir de allí. Con el mCeb caído y los
cerebros aislados los unos de los otros, ahora la estación estaba en manos del
pensamiento humano que, como demostraba el caso de Luc Diers, a menudo
era imperfecto. Mientras se apresuraban pasillo abajo, interrogó a Luc y
obtuvo de él los detalles más relevantes de su errada investigación.
A continuación, guiándole en dirección de los alojamientos de los
mandos, hizo una parada rápida para recoger a Guinevere, su guacamayo.
—Lleva esto —le dijo a Luc mientras le entregaba la jaula cubierta.
Guinevere graznó ásperamente a modo de protesta cuando se adentraron en la
bahía de lanzamiento.
Un piloto, despeinado y pálido, se reunió con ellos en ese punto. Cuatro
personas más entraron con los ojos fuera de las órbitas por el pánico.
Mientras se acomodaban en sus asientos, Helice se adelantó para hablar
con el piloto.
—Antes de nada —dijo—, aísla los sistemas de abordo de todo contacto
con la estación. —Ante la confusa expresión del piloto, continuó—: El
cerebro ha caído en una obsesión. Se comerá tus sistemas trónicos para
desayunar. —Si habían tenido suerte, el mCeb ya estaría aniquilado. Pero
hasta entonces no habían tenido demasiada. El piloto asintió con expresión
sombría.
—Vámonos, ahora.
—Aún aguardamos a dos pasajeros más, señora Maki.
—Ya no. Sal de aquí si quieres salvar a los pasajeros que tienes ahora.
De nuevo en la cabina de pasajeros, Helice aseguró la jaula de Guinevere
a uno de los asientos, y después se abrochó el cinturón de seguridad, al
tiempo que los motores arrancaron con un zumbido. Luc hizo lo mismo. La
expresión en su rostro era de asombro. Helice entrelazó las manos para evitar
que temblaran. No creía que la estación tuviera la menor oportunidad de salir
de esta.
—Vamos, vamos —instó al piloto.
Despegaron con suavidad y se alejaron de la bahía de lanzamiento
impulsados por los propulsores nonios.
Helice miró el cubo que sostenía en la mano. Había decidido en un
impulso que el descubrimiento de Luc era real. Porque el mCeb había tomado
en serio la idea de los neutrinos que se descorchaban hacia la derecha. Porque
había asumido el mando de todos los recursos de la estación para almacenar
los resultados que obtenía mientras trataba de solucionar un problema tan
profundo y complicado que quizá fuese la cuestión más compleja en la
historia de los cerebros cuánticos. Helice había sido consciente de todo esto
mientras permanecía de pie en el Campo Abisal e investigaba la obsesión.
Sugería no tan solo un cerebro enloquecido, sino un cerebro que trataba de
responder a la pregunta más sorprendente: ¿De dónde provenían los neutrinos
que giraban a la derecha? ¿Y cómo podía la masa de la fuente ser superior a
la masa de todo el universo?
La lanzadera estaba ya en camino; Helice miró por la escotilla y vio las
luces apagándose en la cubierta superior de la estación. Y después, otras
luces. La estación perdía energía cubierta a cubierta. Morirían congelados
antes de que se agotara el aire. Trató de no pensar en los que morirían, pero
los asientos vacíos junto a ella reavivaban ese pensamiento. Acarició la jaula
de Guinevere distraídamente, en busca de consuelo.
Volvían a casa a toda velocidad. Asió el cubo de datos que tenía en el
bolsillo, todo lo que quedaba del mCeb y del viaje de este a través del
umbral, hacia un mundo infinito.
Capítulo 2

E n un acantilado que dominaba el Océano Pacífico, Lamar Gelde, sentado


en su deportivo, trataba de contemplar las vistas panorámicas de los
rompientes y el lejano horizonte. Los faros del coche horadaban la niebla con
una luz ciega en el desapacible paisaje de diciembre, saturado de nubes bajas
y adornado por el batiente oleaje. Hacía décadas que Lamar no veía el
océano, y tampoco lo iba a ver hoy. En lugar de eso, iba a visitar a uno de los
hombres más enigmáticos del hemisferio occidental: Titus Quinn.
Traía buenas noticias, pero quizá Titus no lo viera de ese modo. No había
manera de predecir cómo reaccionaría, sobre todo teniendo en cuenta la
reclusión a la que se había sometido en el último par de años. Lamar quería a
Titus Quinn como a un hijo, y no soportaba ver cómo echaba su vida a perder
en esta costa dejada de la mano de Dios en la que caían ciento quince
centímetros de agua al año y en la que el vecino más cercano se encontraba a
veinticuatro kilómetros de distancia.
Pero era precisamente ese aislamiento el que había motivado a Titus
Quinn a retirarse a la costa de Oregón, para escapar de la compañía de sus
congéneres y mantenerse a un universo de distancia del transporte interestelar
a través de agujeros negros y los destinos que este implicaba. Lamar
retrocedió cuidadosamente para salir del blanco polar de la carretera y aceleró
camino de la reunión, que sin duda cogería a Titus por sorpresa. Era culpa
suya. Después de todo, nunca cogía el teléfono.
En la calidez del automóvil, Lamar se quitó los guantes y asió el volante
de su ZXI 600 serie especial, cargado de opciones posventa, y trazó las
curvas de horquilla dosificando la potencia del motor de precisión, que
costaba lo que cobra en un año un miembro de la junta directiva de Minerva.
Retirado o no, podía permitírselo, incluso sin la pensión que Minerva le
pagaba a modo de anticipo sobre los honorarios. Ahora, Minerva tenía un
pequeño trabajo para él, uno que Lamar se proponía llevar a cabo, tanto por
Minerva como por el bien del alma inmortal de Titus Quinn. Titus, de treinta
y cuatro años, era demasiado joven para vivir en el pasado. Hoy, Lamar
esperaba devolverle a la vida. Así era como Lamar lo veía, aunque estaba
bastante seguro de que Titus lo vería de manera muy distinta. Pisó a fondo al
tomar la autopista, y se secó el sudor de las manos para aferrar con fuerza el
volante. No había visto a Titus en más de un año. Esperaba que su carácter se
hubiera suavizado un poco.

«Prohibida la entrada. No puedes ni imaginar lo privado que es esto». El


cartel en la cerca de madera de leños retorcidos había sido rescrito hacía
poco. Lamar tomó el camino repleto de surcos y entrecerró los ojos para leer
los avisos clavados en los árboles. «No me interesa, largo de aquí». Unos
metros más adelante: «Al contrario de lo que puedas pensar, tú no eres una
excepción». El camino descendía hacia un bosquecillo de árboles de color
verde oscuro empapados en lluvia y moho. «Ultima oportunidad para dar la
vuelta. Hay minas». Lamar suspiró. Sabía que Titus había puesto trampas en
su propiedad, pero esperaba que no hubiera recurrido aún a las minas.
Lamar aparcó bajo un enorme cedro de largas ramas verdes y salió con
dificultad del coche de baja capota, al tiempo que maldecía las indignidades
que suponían los huesos viejos y los músculos frágiles. Alzó las solapas de su
abrigo y agachó la cabeza para resguardarse de la lluvia que había comenzado
ahora a golpear las ramas de los árboles. Frío, empapado, dejado dé la mano
de Dios, eran las palabras que le venían a la mente mientras recorría con
dificultad el camino que llevaba a la casa de Titus.
Un agudo silbido le agujeró el oído, seguido inmediatamente de un
crujido y la caída de una gigantesca rama en su camino. Aún tambaleándose a
causa del golpe contra el suelo, un letrero de madera anunciaba: «Mis perros
están hambrientos». Lamar caminó por encima de la tosca barrera y gritó:
—¿Titus? Soy Lamar. Esto es ridículo.
La niebla caracoleaba por encima de las copas de los árboles, que
parecían masas de lana congelada. A través de las copas podía ver el color
amarillo licuado del sol, débil y enojado. Era mediodía, y faltaban diez días
para Navidad. Era una época terrible para estar en la costa. A lo lejos vio la
casa de la playa, que con sus dos pisos y sus tejas marrones, parecía un
agujero en el bosque, no una residencia propiamente dicha. La lluvia caía por
el cuello de Lamar mientras se apresuraba camino abajo, rodeado por los
sonidos de pequeñas explosiones y de las pestilentes emisiones que las
seguían. No, el carácter de Titus Quinn no se había suavizado. La propiedad
estaba, en todo caso, peor que nunca. Debería visitarle más a menudo,
mantenerle anclado a la realidad.
—¿Titus? —gritó.
A lo lejos, Lamar oyó la respuesta:
—¿Quién diablos es?
Una persiana se abrió con un golpe en el segundo piso de la casa, y
asomó una cabeza. Titus.
—Soy Lamar, por Dios.
—Márchate. —Titus desapareció de nuevo.
Lamar agitó la cabeza. Debería haber supuesto que no iba a ser tan fácil.
El porche, que por lo general dominaba el océano los cuatro días al año
en los que se podía ver, estaba resbaladizo, como si estuviese cubierto de
mucosidad, lo que provocó que Lamar se asiera a la barandilla y se clavase
una gigantesca astilla en la mano. Santo Dios, pensó mientras llamaba a la
puerta con los nudillos, las cosas que tiene uno que hacer por Minerva.
Llamó de nuevo, esta vez por medio de la aldaba en forma de rostro, de
aspecto extrañamente anacrónico. Por fin, Titus respondió. Pareció resignado
cuando vio a su viejo amigo. Pero no fue un saludo amistoso. En realidad, no
fue un saludo en absoluto.
—¿Cómo atravesaste mis defensas? —preguntó Titus. Le dio la espalda y
caminó de vuelta a la sala de estar, dejando que su invitado cerrara la puerta.
Lamar entró y dejó los guantes en la mesilla de la entrada.
—No puedes mantener el mundo alejado para siempre, ¿sabes? —dijo.
—De momento no me va mal.
No era la frase que Lamar usaría para describir su situación, exactamente.
Y sin embargo, a pesar de su estilo de vida recluido, Titus parecía en
forma. Medía algo más de un metro ochenta y era de complexión atlética. No
parecía haber perdido la forma. Aún era atractivo, a pesar de las precoces
canas que le habían salido. Tenía el pelo muy corto, y podría haber sido rubio
perfectamente. De hecho, a excepción de la amplia camisa de cuadros, aún
podría confundírsele con el principal piloto interestelar de Minerva, el
hombre que había conquistado el corazón de Johanna Arlis, una mujer difícil
de agradar.
Un sonido silbante procedente del comedor hizo que Lamar se
sobresaltara.
—No te preocupes, no es un misil. Es mi nueva locomotora St. Paul
Olympian.
Titus encendió una luz que descubrió algo en lo que Lamar no había
reparado antes: la sala de estar y el comedor estaban repletos de vías de tren
en miniatura, tanto a nivel del suelo como elevadas. Una de ellas serpenteaba
junto a los pies de Lamar y giraba al llegar a la lámpara, dejando atrás un
diminuto semáforo y un poste de telégrafo.
—El Cometa Azul —dijo Titus, como si Lamar debiera quedar
impresionado. La fila de vagones se adentraba en el pasillo trasero.
Titus tocó otro botón, y una locomotora de reluciente color verde y oro se
acercó traqueteando alrededor del sofá.
—Una nueva adquisición. Lionel 381, completamente de acero, con
adornos de bronce, además del embalaje original. Pagué once mil pavos por
ella. —Titus frunció el ceño al mirar a Lamar—. ¿Te parece que pagué
demasiado?
Lamar sabía bien que Titus podía permitirse derrochar bastante más que
eso. Minerva se aseguraba de que a Titus no le faltara el dinero. Que nunca
tuviera que recurrir a vender su historia a los noticieros o a los insaciables
fans, que habían creído que Titus Quinn había viajado a otro universo. Hacía
dos años. Toda una vida.
Lamar extendió la mano para tocar la locomotora, ahora detenida en un
cruce.
—Mejor no —avisó Titus—. Aplico capas de grasa en las piezas móviles.
—Lamar encogió el brazo y optó por desabrocharse el abrigo. Se lo quitó y
buscó un lugar para dejarlo entre los muebles cubiertos de ropa desordenada,
platos sucios y cajas de embalaje para maquetas de trenes. Lamar dejó el
abrigo sobre una lámpara.
—Titus… —comenzó.
Una mano se alzó, deteniéndole.
—Ahora me llaman Quinn. —Titus Quinn jugueteó con el Olympian,
ajustó el interruptor en las vías e ignoró a Lamar, el hombre que era su último
vínculo con Minerva, el hombre que había cuidado de Titus desde que el
propio Titus pareció perder interés en cuidar de sí mismo.
—No te habría molestado si no fuera importante.
Titus llevó la locomotora a la mesa del comedor, cubierta de herramientas
para maquetas y cajas de piezas de recambio.
—Algunas veces hay que ajustar la alineación de las ruedas. Tiene
trescientos años, así que le viene bien una pequeña puesta a punto de vez en
cuando.
Lamar miró a su alrededor. El lugar nunca había estado limpio, ni
siquiera cuando Johanna vivía allí. Johanna solía tener lienzos guardados por
todas partes y tubos de pintura… pero ahora era claramente el hogar de un
soltero.
—La han encontrado —dijo Lamar en voz baja.
Más jugueteo. Titus utilizaba el pequeño destornillador con una precisión
sorprendente en alguien de manos grandes y que trabajaba en penumbra.
Lamar continuó:
—Una manera de cruzar, Quinn. Al otro lado.
Titus no movió un músculo ni alzó la vista; permaneció inmóvil con el
destornillador en la mano.
Lamar dejó que asimilara sus palabras. Miró a su alrededor y vio
fotografías de familia cubiertas de polvo junto a la chimenea. Al menos Titus
no había convertido el lugar en un altar. Por muy lamentable que fuera su
situación, había tratado de pasar página. Lamar decidió ser paciente.
Titus giró la maqueta en su mano, como si la estuviera mirando por
primera vez.
—Aún tiene el kit de montaje con el destornillador original. En caso
contrario, solo hubiera pagado la mitad.
Lamar buscó un lugar para sentarse, y desistió de inmediato.
—Fue por pura casualidad, la verdad —dijo—. A un empollón estudiante
de física se le fue de las manos un programa descontrolado, y se encontraron
bombardeados por partículas subatómicas imposibles. Minerva cree que el
origen de esas partículas es bastante… grande.
Los gélidos ojos azules de Titus lo miraron. Entonces Lamar dijo:
—El origen es grande. Infinitamente grande. Creemos que puede ser el
lugar al que fuiste.
Una sonrisa torcida adornó el rostro de Titus.
—El lugar al que fui —dijo.
—Sí.
Titus levantó una ceja.
—¿Quieres decir que Minerva cree que fui a algún sitio? Estás diciendo
que, en vez de abandonar mi nave y enviarla a la deriva en el espacio, ¿fui a
algún sitio de verdad?
Lamar tosió.
—Minerva te debe una disculpa. Siempre lo he creído.
Titus, sin embargo, continuó hablando:
—¿Quieres decir que creéis que habéis encontrado un universo al otro
lado, y que yo no estaba loco después de todo? ¿Que creéis que habéis
encontrado a Johanna? —Titus lanzó la locomotora con fuerza contra la
mesa.
Lamar parpadeó. Once mil dólares…
—Y a Sydney —susurró Titus.
Sydney tenía nueve años cuando sucedió el desastre en la nave. Era su
única hija.
Titus permaneció cerca de su silla, con el cuerpo tenso, pero sin nada que
golpear. Excepto quizá a Lamar, y Lamar era prácticamente su único amigo.
—Te estoy diciendo que han encontrado algo que puede ser ese lugar.
Nadie sabe lo que es, mucho menos quién puede encontrarse allí. —Odiaba
tener que sacar el nombre de Stefan Polich a relucir, pero no podía seguir
dando rodeos eternamente y había sido, después de todo, el presidente de
Minerva el que había enviado a Lamar allí—. Stefan cree que sabemos cómo
llegar hasta allí.
Desde otra sala llegó el tenue rumor de un tren eléctrico que atravesaba la
residencia. Lamar se preguntó hasta dónde había llegado este hobby.
Por fin, Titus parpadeó.
—¿Te apetece un sándwich de queso? —preguntó.
Lamar cerró la boca y asintió a continuación.
—Me gustaría, gracias.
Siguió a Titus a la cocina, agachándose bajo un puente a nivel de dos vías
apoyado en pilares construidos con molduras de puertas.
Titus se inclinó ante el frigorífico y sacó unos envases de plástico con
extraños colores en su interior hasta que dio con un pedazo de queso que le
satisfizo.
Lamar agitó la cabeza. Ante él tenía al hombre que una vez había dirigido
naves coloniales a través de los túneles Kardashev estabilizados, capaz de
resolver ecuaciones de navegación en su cabeza y reparar complejos
intercambiadores de calor de litio al mismo tiempo. Aquí estaba,
alimentándose a base de comida mohosa y jugando con maquetas de trenes.
En el pasado había sido un hombre muy familiar. Nadie había pensado
que Titus Quinn llegaría a sentar la cabeza, pero cuando conoció a Johanna
Arlis, ella había conseguido domarle antes de que la nave colonial en la que
la había conocido llegara a su destino. En realidad, ninguno de los dos era
exactamente dócil. Johanna era morena, extravagante, apasionada e
irreverente. Solo ella había sido capaz de estar a la altura del vigoroso
carácter de Titus, y él no había mirado a otra mujer durante los nueve años
que habían estado casados. Seguía sin hacerlo, aunque Johanna había muerto
de manera trágica, al igual que su hija, en la nave de Titus, la Vesta, junto con
el resto de los pasajeros. Todos habían muerto salvo Titus. Por ese motivo
Minerva le había despedido, y por ese motivo Titus nunca se había perdonado
a sí mismo.
El sándwich permanecía frente a Lamar, francamente atrayente. Titus
rendía buena cuanta de su propio sándwich con gusto, a pesar de que le
acababan de revelar que la raza humana había descubierto un universo
paralelo. Uno cuya existencia, hacía un par de años, Titus había proclamado,
consiguiendo que el mundo civilizado en su totalidad se mofara de él.
Titus tragó un nuevo bocado de su sándwich.
—¿Por qué debería creer lo que dices? —preguntó.
—Porque uno de los cerebros artificiales predilectos de Minerva lo ha
creído, por eso. Aniquiló una plataforma espacial en órbita para demostrarlo.
—Ya veo. Un mCeb lunático pensó que había encontrado un nuevo
universo. —Titus se encogió de hombros—. Máquinas estúpidas con espuma
cuántica en lugar de cerebro. He tenido perros más inteligentes.
—Son todo lo inteligentes que deben ser para no adueñarse del mundo.
Después del incidente de Yakarta, la Alianza Mundial había desarrollado
sistemas de defensa capaces de anticipar la inteligencia artificial
descontrolada. Para evitar un mundo poshumano. Esos sistemas, por lo visto,
debían reconsiderarse.
—Así que Minerva se ha adueñado del mundo en su lugar —murmuró
Titus—. Tú y el resto de los genios de medio pelo. Vaya, me pregunto por
qué no estoy lleno de orgullo y felicidad.
Lamar miró en otra dirección. Él mismo era uno de esos genios, un
cerebro, hablando en plata. Capaz de pensar más rápido que un cerebro
informático. Eso le confería un estatus y unos privilegios que superaban los
sueños de los sencillamente «inteligentes» y que el resto de las personas
apenas podían imaginar. Titus había demostrado el mismo potencial, por
supuesto, pero había dejado pasar su oportunidad para ser piloto.
—Creí que te interesaría más —dijo Lamar, y dio un mordisco a su
sándwich.
Titus lo miró desde el otro lado de la mesa de la cocina con ojos azules y
severos.
—Stefan Polich pensó que me interesaría —dijo.
Por supuesto, Stefan Polich estaba detrás de todo esto. El presidente de la
empresa Minerva debía estarlo a la fuerza. Lamar habló mientras masticaba
su sándwich:
—Dijo que había cometido un error. Para un hombre como Stefan, es un
gran paso.
Titus se lamió los dedos y los secó en sus pantalones de seda.
—Bien. Estamos de acuerdo, entonces. —Se puso en pie y llevó el plato
al fregadero—. Stefan Polich…
Lamar le interrumpió.
—Sé lo que estás…
—Stefan Polich —repitió Titus, esta vez en voz alta, agitado, con brillo
en los ojos— ha decidido pedir mi perdón, ¿eh? «Cuánto lo siento, Titus,
muchacho. Siento que perdieras el único maldito trabajo que se te ha dado
bien. Siento haber dicho que asesinaste a tu esposa, haber hecho correr la voz
de que te volviste loco e inventaste historias absurdas sobre un mundo
fantástico». —Titus aún sostenía el plato como quisiera rompérselo a alguien
en la cabeza—. «Siento que haya chalados colándose en tu propiedad,
merodeando, esperando echar un vistazo al hombre que asegura haber sido el
privilegiado visitante de otro cosmos o de su deseo más secreto… ¡un
universo repleto de sus videojuegos favoritos!».
Teniendo en cuenta el rumbo que tomaba la discusión, Lamar consideró
las posibilidades de huida por la puerta de la cocina, donde dos trenes, tan
largos como una habitación, cruzaban el puente elevado.
—Y ahora —continuó Titus—, si no me importa, le gustaría que yo me
interesase por su nuevo interés en el pequeño universo vecino. —Miró el
plato, se giró hacia el fregadero, enjuagó el plato y lo dejó en la pila con
movimientos tensos y precisos.
Ahora, Lamar tendría que contarle el resto, antes de que Titus se alterase
más.
—Una cosa más —dijo—. Quiere que vuelvas.
Titus lo miró con ojos gélidos.
—Márchate, Lamar.
Lamar miró a Titus y pensó en lo mucho que se parecía a su padre,
Donnel, coetáneo del propio Lamar, que solía hacer negocios con él, y que le
había pedido a Lamar que cuidara de sus chicos cuando murió, demasiado
joven, sin nadie que se ocupara de ellos. Lamar lo había hecho lo mejor que
había podido. Y ahora Titus lo estaba echando de su casa. Probablemente se
lo merecía. Todos se lo merecían, y Stefan Polich más que ninguno, por no
haberle apoyado cuando Titus los necesitó.
Después de que la nave se desgarrara en el túnel Kardashev, Titus llevó a
su esposa y su hija a una cápsula de escape, y metió a los otros cuarenta
supervivientes en varias vainas pequeñas, y los hizo despegar. Entonces, en el
último minuto, cuando había hecho todo lo posible por salvar la nave,
descubrió que Johanna había mantenido su propia cápsula junto a la nave.
Titus subió a bordo y despegaron justo a tiempo para ver cómo la Vesta
saltaba por los aires. Lo siguiente que supo Minerva, seis meses después,
cuando se había abandonado toda esperanza de encontrar supervivientes, fue
que Titus apareció en el planeta Lyra, desorientado y amnésico. Con los
cabellos blancos. Contaba historias de un mundo que apenas recordaba.
Aseguraba que su mujer y su hija seguían allí, y que él mismo había
permanecido allí durante años, aunque solo había estado desaparecido seis
meses. No resultaba extraño que Minerva se hubiera distanciado. Pero, por
algún motivo, Lamar había creído a Titus. Ese era el único motivo por el que
no seguía formando parte de la junta directiva.
Desde luego, no esperaba gratitud alguna por su fe.
—Largo —repitió Titus.
Lamar miró en torno suyo. Estaba en un lugar en el que habitaban la
antigua vida de Titus y su nuevo pasatiempo.
—¿Qué tienes que perder? —preguntó—. ¿Una costosa afición que ha
invadido tu sala de estar? ¿De qué tienes miedo, en cualquier caso? —Pero
retrocedía mientras hablaba, puesto que Titus le guiaba alrededor del sofá y
hacia la puerta principal.
Titus sonrió, lo que no resultaba necesariamente un gesto amable en ese
momento.
—No tengo miedo, Lamar. Solo estoy harto de los ataques de nervios de
Minerva.
—¿Ataques de nervios?
—Eso es. Os pone nerviosos, ¿no es cierto? La atención que recibo, todos
los chalados que vienen por aquí buscando trucos para viajar a dimensiones
invisibles. Os aterra la idea de que por fin dé una entrevista al noticiero
global, que saque tajada, que cuente que la nave era un puto desastre, la
misma nave que les asegurabais a todos los colonos que murieron que era
totalmente segura. ¿No es cierto? —Titus cogió el abrigo de Lamar y se lo
lanzó—. Sería mucho más sencillo si Titus saliera de la escotilla de la nave y
se lanzara al vacío. Un desgraciado accidente espacial. Ex piloto muere
trágicamente en el mismo túnel k en el que pereció su familia. Eso cerraría
limpiamente un relato bastante lamentable, ¿verdad?
—Santo cielo, Titus, ¿crees que intentamos matarte? ¿Crees…?
—No me llames Titus. Esa persona murió. —Los guantes chocaron
contra su rostro, y la puerta se abrió frente a él.
La rabia había desaparecido del rostro de Titus; en su lugar había una
mirada que parecía capaz de atravesar el mundo. Lamar esperó hasta que
Titus habló:
—¿De veras piensas que voy a tragarme que habéis encontrado ese lugar
después de tanto tiempo? ¿Después de que os rogara que prestaseis atención,
que siguierais buscando? ¿Y que ahora, de repente, Stefan ha dado el gran
paso y admite que se equivocó? —Agitó la cabeza y sonrió—. Lo siento,
Lamar, pero eso es ridículo.
Era el momento de dejar caer la última noticia.
—Tu hermano —dijo Lamar. Diablos, era muy desagradable. Lamar
llegó a odiar a Stefan Polich—. Rob tiene cuarenta años. El único motivo por
el que sigue en la empresa es porque es tu hermano. Haré todo lo que pueda
por él, Titus, lo juro. Pero se desharán de él, sabes que lo harán. —Se sentía
como un miserable.
—Si tocáis a mi hermano o le despedís, tiraré todos mis trenes y os
perseguiré. A todos. —Titus habló en voz baja y amenazadora.
Un golpe seco, quizá una rama seca o una bomba de humo, se oyó
proveniente del patio. Los ojos de Titus brillaron cuando el sol se abrió paso
a través de una nube rasgada.
—Bien. Desactivaré el sistema durante tres minutos. Será mejor que te
hayas marchado para entonces. —La puerta se cerró con un portazo.
Lamar se encontró en el porche, mirando la aldaba esculpida en forma de
un extraño y delgado rostro, tan hermoso como perturbador.
Lamar alzó la voz para que Titus pudiera oírle a través de la puerta.
—Titus… —No, ya no era Titus. Ahora quería que lo llamaran Quinn—.
Quinn, hazlo por Johanna. Pensé que por ella…
En el interior se oía el tintineo metálico de la locomotora St. Paul
Olympian mientras atravesaba la sala de estar.
Lamar sintió un escalofrío provocado por algo más que la humedad y el
frío. Quinn estaba muy equivocado si pensaba que todo iba a acabar así. Por
lo que respectaba a Minerva, era tan solo el principio.
Capítulo 3

A lgo golpeó la proa del kayak de Quinn. Una niebla delgada e irregular se
rasgaba de cuando en cuando para descubrir un cielo del color cerúleo.
Navegaba hacia el norte, arrullado por la cadencia del remo al golpear el
agua. El lejano horizonte llamaba su atención en ocasiones y le hacía alzar la
vista. Algunos días pensaba en tratar de alcanzar ese horizonte, de remar sin
detenerse jamás. Ultimamente pensaba más y más en ello. Incluso había
fantaseado con encontrar, más allá del horizonte, el lugar que le eludía, donde
estaban Johanna y Sydney. El lugar que Lamar Gelde aseguraba que
acababan de encontrar.
Mantuvo un ritmo brutal para saltar por encima de las ramas. No era
casual que Lamar Gelde hubiera aparecido justo cuando los noticieros
planeaban hacer un extenso reportaje sobre Titus Quinn, uno que atraería una
atención no deseada hacia las pérdidas sufridas por Minerva en materia de
transporte espacial. Quinn no tenía ninguna intención de dar una entrevista,
pues deseaba proteger su preciada intimidad, pero Stefan Polich no podía
saberlo; Polich haría cualquier cosa por silenciarlo, incluso fingir que podrían
tener pistas acerca del paradero de Johanna y Sydney.
Sumergía el remo una y otra vez entre las olas, tratando de alcanzar el
agotamiento, la paz. Pero alcanzar la paz no era tarea fácil.
El océano siempre conjuraba ese otro lugar, pero cuando trataba de
rememorar los detalles, solo conseguía atrapar niebla, y un inmenso vacío. En
ese vacío se encontraban sus recuerdos perdidos. Se desplazaba lentamente,
parecía lava más que agua, más plateado que azul… Y las cosas que
navegaban por el río… La imagen se alejó; no sabía más que antes. Entre las
tinieblas, en algún lugar, descansaban sus recuerdos del otro mundo. Diez
años de recuerdos, aproximadamente. Y sin embargo, las pruebas habían
demostrado que tenía la misma edad que cuando dejó la Tierra, que seguía
teniendo treinta y cuatro años.
Por supuesto, esas contradicciones solo existían si se seguían
estrictamente las leyes de la lógica, y Quinn nunca había depositado excesiva
confianza en esas leyes.
A lo lejos, en la playa, podía ver a alguien en su propiedad. Remó con
mayor rapidez y se acercó lo suficiente para ver que se trataba de su hermano
Rob. Caitlin y los niños estaban con él. Aún no le habían visto. Todavía podía
evitarlos, como había hecho durante los últimos dos años, por motivos que no
acertaba a comprender. Rob y su familia, tan normales. Esos niños… Se
estaba convirtiendo en un tío horrible: excéntrico, impredecible, inaccesible.
Remó pesadamente hasta la orilla. Lo haría por Caitlin, porque ella confiaba
en él, y odiaría defraudarla.
Mientras llevaba el kayak a la playa, su hermano y Caitlin se acercaron
para ayudarle. Quinn asintió a modo de saludo.
—Pensé que no vendríais hasta el veintitrés —dijo.
Rob sonrió burlonamente.
—Feliz Navidad a ti también —dijo.
Caitlin abrazó con ganas a Quinn, que devolvió el abrazo con creces. El
rostro de Caitlin siempre se iluminaba cuando lo veía; quizá era el último ser
humano que se alegraba de verlo. Llevaba el pelo castaño claro hacia atrás en
un peinado informal que dejaba ver su rostro redondo, al contrario que el de
Johanna, oval, y tenía ojos verdes que contrastaban con los ojos de color
castaño oscuro de Johanna. No podía entender qué había visto una mujer tan
hermosa en su hermano, aunque también él, a su manera, quería a Rob.
—Tío Titus —gritó Mateo—, ¡he encontrado un pájaro muerto! —Cerca
de la orilla, Mateo sostenía un montón de plumas sucias.
—¡Bien! —gritó Quinn—. ¡Dáselo a tu hermana pequeña!
Mateo comenzó a perseguir a Emily con el pájaro mientras Caitlin corría
hacia ellos para evitar una riña fraterna.
Quinn miró a su hermano y se vio a sí mismo como en un espejo: huesos
grandes y profundos ojos azules, aunque el trabajo de oficina que tanto le
gustaba le había reblandecido.
—Pensé que habíais dicho que vendríais el viernes.
—Hoy es viernes. —Rob gesticuló en dirección al porche con los brazos,
cargados de regalos—. Vamos adentro. —Miró a su hermano—. ¿Nos invitas
a pasar? Hemos conducido tres horas desde Portland, Titus.
—No tengo comida ni nada para los niños. —Bueno, había algunos
caramelos que sobraron en Navidad.
—Caitlin ha traído comida, claro está. No pensarías que te íbamos a dejar
cocinar el pavo, ¿verdad?
Quinn ayudó a llevar los regalos, y se sintió de nuevo como un estúpido
por haber prácticamente olvidado que se acercaba la Navidad. Miró a Rob de
soslayo. Rob, el buen hermano, estaba junto a él para celebrar la Navidad.
Rob, firme y prudente.
Rob, cuyo futuro en la empresa pendía de un hilo.
Quinn comenzó los preparativos para quitar el cerrojo a la puerta, y
jugueteó con los mecanismos que él mismo había diseñado. También había
diseñado la aldaba. La había esculpido él mismo en bronce, y le había dado la
forma de un rostro imposiblemente largo, con delicados labios y cejas. Rob
miró a su alrededor.
—Es agradable, esto.
—Sí. No hay un alma en kilómetros.
—No me refería a eso.
Para evitar un sermón sobre su vida de ermitaño, Quinn fingió amontonar
los paquetes en el interior y buscar un lugar para colocarlos. Dejó los
paquetes en el sofá, encima de los materiales para el kayak que había estado
limpiando esa mañana. Mientras, Rob llevó las bolsas de comida a la cocina.
Unas atronadoras sacudidas provenientes del porche anunciaron la llegada de
Mateo y Emily, que voceaban y esparcían arena a su paso.
Caitlin consiguió sostener a Mateo por el cuello.
—Fuera los zapatos —ordenó.
Quinn les saludó con la mano.
—No te preocupes. —Miró el caos reinante en la casa—. Un poco de
arena no estropeará esto.
Emily se encaminó a la mesa del comedor, donde descansaba la
locomotora Ives New York Central antes de su nueva instalación de faros, que
Quinn había planeado para esa tarde, antes de que su hermano se presentara
con un día de antelación.
—Cuidado —dijo Quinn—. Sin tocar, ¿recuerdas? —Su corazón se
encogió al mirar a su sobrina. Siempre que Emily estaba cerca, recordaba a
Sydney cuando tenía su misma edad.
Emily asintió astutamente.
—Cado —dijo.
—Es un pasatiempo muy cado —sonrió Quinn.
La voz de su hermano se oyó desde la cocina:
—Dios mío.
—¿Lo de la cocina? —dijo Quinn—. Es una medusa. —Eso atrajo la
atención de Mateo—. ¿Has visto una alguna vez? Puedes ver sus entrañas a
través de la piel.
Mateo corrió hacia la cocina para verificar ese prodigio.
Quinn miró la sala de estar; se le ocurrió que quizá debería haber hecho
limpieza. Comenzó a recoger cosas tiradas en sillas y se giró para buscar un
lugar en el que dejarlas.
—No pasa nada, Titus —dijo Caitlin—. De verdad. No necesitamos
sentarnos. —Tomó el montón de manos de Quinn y lo dejó junto a la base de
una lámpara de pie. Después, tras asegurarse de que Emily no les veía, miró a
Quinn a los ojos—. ¿Cómo estás? Dime la verdad.
Quinn inclinó la cabeza y sonrió sinceramente.
—Bien. Estoy bien.
—No es cierto.
—Sí lo es.
—Hace meses que no te vemos. —Había reproche en sus palabras, pero
el tono utilizado permitía pasar ese detalle por alto.
—Supongo que he estado demasiado absorbido por mi hobby. Dijiste que
debería interesarme por algo.
—Me refería a personas, Titus.
—Ah. Bueno, con las personas es más complicado. —Se percató de que
el Isla Lionel Coral se dirigía a la curva junto al sofá a demasiada velocidad,
y gesticuló con la mano derecha, activando los comandos digitales que
controlaban sus maquetas ferroviarias. Podría haber utilizado un sistema
activado por voz, pero le gustaban los controles manuales. Siempre había
sido bueno usando las manos; por medio de los tres diminutos anillos de su
mano derecha, podía controlar sin dificultad la sincronización y el
rendimiento de ocho trenes en cinco vías.
Mateo estaba de vuelta.
—¿Puedo coger el nuevo motor? ¿El que costó once mil dólares?
Quinn señaló el St. Paul Olympian que en ese preciso instante emergía
procedente del dormitorio del fondo y dijo:
—Se mira pero no se toca, campeón.
Mateo miró el elegante tren de capa metálica y delicadas piezas fundidas
mientras seguía su recorrido bajo el arco del comedor.
—Ojalá tuviera un juguete como ese —dijo el niño.
—No es un juguete —dijo Quinn, mientras buscaba en el armario de la
entrada los regalos que había pedido por correo para los niños.
—Si no es un juguete, ¿qué es? —preguntó Mateo.
—Es una evasión —dijo Rob, ya de vuelta.
—Es un hobby —pronunció Emily.
Quinn sacó las cajas de cartón del armario y replicó:
—Es algo para evitar pensar. —Al notar la preocupación en el rostro de
su cuñada, sonrió alegremente—. Feliz Navidad a mis sobrinos favoritos.
Mateo torció el rostro; era un truco muy viejo.
—Somos tus únicos sobrinos —dijo.
—Bueno, pues ahí lo tienes. —Quinn entregó los regalos a los niños, que
no los abrieron hasta que Rob les indicó que lo hicieran con un asentimiento.
Abrieron las cajas, repletas de artilugios trónicos de una tecnología cinco
años por delante de cualquier cosa que pudieran imaginar.
—No tenía papel para envolver —dijo Quinn.
—No importa —comenzó Caitlin, pero Rob la interrumpió:
—Dios santo, Titus. —Pareció como si fuera a decir algo más, pero
después miró a los niños.
La mano de Caitlin aferró la mano de su marido de nuevo. Como un
entrenador de perros, pensó Quinn. ¿Por qué no dejaba que Rob dijera lo que
tenía que decir? Sabía lo que su hermano pensaba de él, de su pasatiempo y
de su pequeña y cutre cabaña.
En lugar del reproche que esperaba, Rob dijo:
—Celebra la Navidad con nosotros, Titus.
El pobre hombre no tenía ni idea de lo que le aguardaba en su cómodo
trabajo.
Los niños golpeaban botones y hacían parpadear luces de sus respectivos
regalos.
Quinn trató de sonreír.
—Lo intentaré —dijo.
Mateo, que aún jugueteaba con su regalo, dijo:
—Sí, claro.
—Los niños siempre dicen la verdad —dijo Rob, y miró a Quinn—. No
vas a venir. ¿Por qué no lo dices de una vez y nos ahorras a todos el estarte
esperando?
—Si es lo que quieres —Quinn se encogió de hombros.
—Me parece bien —dijo Rob secamente. Se arrodilló junto a los niños y
guardó los regalos en sus envoltorios, que metió después en las cajas,
mientras los niños lo miraban consternados.
—Creía que nos íbamos a quedar —dijo Emily.
—Y yo —murmuró su padre.
Caitlin dejó que esta pequeña escena familiar siguiera su curso; prefería
no intervenir hasta que se hubieran desahogado. Si no se quisieran, no
importaría si Titus les visitaba en Navidad o no, pero Titus era capaz de
enfurecer a su hermano en cuestión de segundos sin apenas proponérselo.
—Niños —dijo—, jugad un rato fuera antes de que volvamos. —No
discutió el decreto de su marido; Rob pareció sorprendido.
—Evitaré que se ahoguen —dijo Rob, que sabía cuándo alejarse de una
discusión acalorada.
Hazlo, cariño, pensó Caitlin. El Océano Pacífico podía ser una fuente de
aventuras o un riesgo potencial. Rob, en todo caso, buscaría ramas entre las
olas.
Titus sonreía. Malditos ojos azules.
—No me gusta la Navidad —dijo Titus, entre cautivador y sardónico.
Pero eso no iba a funcionar con Caitlin.
—Te estás alejando de nosotros, Titus. —Cuando Quinn comenzó a negar
con la cabeza, añadió—: Y de ti mismo.
Quinn echó un largo vistazo a su sala de estar, como si tratara de decidir
si eso era cierto o no. Pero era cierto. Por mucho que jugara con los niños,
por muchas aficiones que tuviera, era evidente que el que fue la segunda
persona favorita de Caitlin se estaba convirtiendo en una de las menos
favoritas.
El rostro de Titus se relajó; ahora parecía serio.
—Creo que no me importa demasiado, Caitlin.
Caitlin negó con la cabeza.
—Eso quizá sea cierto otro año. No es cierto ahora.
—¿No lo es? —Titus parecía esperanzado de que así fuera.
Quinn, al pronunciar esas palabras, le había otorgado a Caitlin un poder
sobre sí mismo, y era un regalo muy atrayente.
—No —dijo Caitlin—. No lo es. Por eso vas a venir en Navidad.
Quinn no respondió, pero Caitlin esperaba que fuera. Sería un pequeño
gesto, por Rob y por los niños. Caitlin esperaba que su petición no fuera
únicamente en su propio interés. Siempre le preocupaba ser la única que
sentía electricidad en cualquier habitación en la que estuviera Titus Quinn.
Las voces alegres procedentes de la playa llamaron la atención de Titus y
Caitlin, que miraron hacia la puerta abierta, donde podían ver a Rob, que les
miraba a su vez desde la orilla. A Rob no le gustaría que Caitlin le rogase a
Quinn que celebrase la Navidad con ellos. De modo que no lo había hecho,
sino que se lo había ordenado. Y Titus al menos la estaba escuchando, con tal
intensidad que, al mirar sus ojos azules, Caitlin se quedó paralizada. Se
permitió a sí misma imaginar que a Quinn le gustaba un tipo de mujer con
una voluntad al menos tan poderosa como la suya. Caitlin nunca se
compararía con Johanna, una mujer a la que había amado tanto como
envidiado profundamente. Habían sido amigas: la gran belleza y la muchacha
normalita, una extravagante y la otra responsable. Por una vez, a Caitlin le
hubiera gustado poder cambiarse por ella.
Cogió una de las cajas de juguetes, y aprovechó para ocultar el color que
había adquirido su rostro. De pie, puso su mano sobre el brazo de Titus.
—Di que vendrás.
Quinn no respondió, pero la miró, ya sin defensas.
—Las echo de menos, Caitlin.
—Lo sé. —Déjalas ir, quiso decir, pero no fue capaz de hacerlo.
Quinn se acercó a ella, y por un momento Caitlin perdió el aliento, pero él
se limitó a coger la caja de regalo de sus manos.
—Los pondré en una bolsa —dijo, y el momento se esfumó.
—Titus, al menos despídete de nosotros. Rob lo tomará como una
disculpa.
—Y no lo será.
Caitlin sonrió.
—No, claro que no.
Por fin, recogieron sus cosas y se marcharon. Quinn observó el camión de
Rob mientras ascendía el inclinado camino. Los niños saludaban a través de
ventanas cubiertas de vaho, y Rob hizo sonar el claxon. Todo se había
solucionado, hasta el momento en que se estropeara de nuevo. A Quinn se le
ocurrió que Caitlin era lo mejor que le había ocurrido a su hermano. Esperaba
que Rob fuera consciente de ello, o tendría que darle una buena paliza.
Cuando el camión desapareció a lo lejos, volvió a activar las defensas de
la propiedad. Siempre le gustaba ver a Caitlin, pero se alegraba de que se
hubiera marchado. Por un momento, se había parecido muchísimo a Johanna.

Bajo la fuerte lluvia, el helicóptero recorrió en descenso la ruta de


aproximación a la división de Portland de Minerva, sobrevolando un
gigantesco y uniforme racimo de edificios de la empresa, una extensión que
parecía devorar el paisaje y que, junto con las otras sociedades de la empresa,
EoCeb y Esfera Sísmica, alcanzaba desde Portland hasta Eugene. Helice
Maki miró por el ventanuco empapado los achaparrados edificios de oficinas
unidos entre sí por aparcamientos y carreteras asfaltadas.
El helicóptero se inclinó, y ofreció una vista del río Columbia, que
atravesaba serpenteante la ciudad y, a lo lejos, el cono blanco del monte
Hood. Era lo único que no había cambiado en Portland, una ciudad
totalmente cubierta de edificios de la empresa, que llenaban el paisaje hasta el
horizonte. Quizá era práctico convertir el terreno en densos desfiladeros de
edificios empresariales, pero las masas preferían disponer de amplios
aparcamientos para sus enormes camiones. Helice negó con la cabeza.
Mientras el mundo ultramoderno se encaminaba hacia su destino y la
tecnología ganaba inteligencia, seguía habiendo cosas que seguían siendo
inmunes a la eficaz planificación y a la alta tecnología.
Refrescaba en la cabina; su traje de negocios envió una descarga de
calidez para mantenerla cómoda, pero sus manos estaban húmedas a causa de
los nervios. Era su primera reunión directiva en Minerva, la cuarta empresa
más rica del planeta. Aunque se acercaba a la quinta posición, como había
admitido Stefan Polich mientras tomaban una copa. Helice creía que los
sucesos ocurridos en la Appian II cambiarían eso, pero solo si se gestionaban
hábilmente, tarea que quizá el presidente del consejo directivo Stefan Polich
no fuera capaz de desempeñar.
El helicóptero aceleró en su aproximación para tomar tierra en el tejado
de un cavernoso edificio que albergaba al menos ocho mil trabajadores.
Mientras la aeronave se estabilizaba en el tejado, los empleados de seguridad
corrieron hacia el helicóptero para abrir la escotilla, y después retrocedieron
cuando Helice salió de un salto, evitando las manos que querían ayudarla. A
poca distancia, Stefan Polich, de pie, parecía tan delgado como si estuviera a
punto de desaparecer si se ponía de perfil.
Polich corrió a su encuentro, saludando al piloto, al que llamó por su
nombre. Helice se estremeció. Era el nombre equivocado. Stefan estaba
empezando a perder su toque.
—Helice, ¿qué tal el viaje en el ascensor? —Polich sostenía un paraguas,
con el que la escoltó hacia el edificio. Después le entregó el paraguas
empapado a un empleado.
—Ha sido divertido. —Ciertamente, el ascensor espacial había sido
divertido, y le había permitido tener tiempo de prepararse para celebrar una
reunión con la empresa bajo nuevas condiciones, en términos de igualdad, en
calidad de socio más reciente de Minerva. Planeaba así comenzar a dejar su
sello, empezando con una adecuada gestión del asunto Titus Quinn.
Stefan mandó retirarse a los empleados y guió a Helice. Vestía un traje
azul de deporte y zapatillas; Helice pensó que se había arreglado demasiado.
En el tejido negro de su traje relucían de cuando en cuando pequeñas tareas
de computación. Envió los datos de su traje al flujo de datos de la empresa,
ese caudal omnipresente de datos almacenados en estructuras integradas en
los muros y que transportaban haces de luz a través del entorno laboral.
Stefan la miró entre largas zancadas.
—Dijo que no.
—Lo sé —dijo Helice—. Titus cambiará de opinión. —Era esencial.
Necesitaban su experiencia en la región contigua, como se la conocía. La
gran esperanza de Minerva era que la región contigua, si es que existía más
allá del nivel cuántico, y siempre que pudieran llegar hasta ella (sin duda,
eran interrogantes enormes), fuera una ruta que atravesara el universo a modo
de arco, capaz de dar acceso a las estrellas. Un acceso que no aniquilara un
transporte estelar como un tornado arrasaría un establo.
—Ahora prefiere que lo llamen Quinn —dijo Stefan.
—Eso he oído —¿Por qué se empeñaban todos en decirle cosas que ya
sabía?
Stefan caminaba con rapidez; había adquirido la costumbre de utilizar los
largos pasillos de la empresa para mantenerse en forma.
—Echó a Lamar de su propiedad —dijo.
—Lo sé —dijo Helice—. Y también sé lo de la amenaza respecto a su
hermano… ¿cómo se llamaba?
—Bob.
—Ni siquiera eso sirvió de nada. Pero dejaremos el guiso al fuego unos
días más. Ya entrará en razón. —Cuando lo hiciera, cuando aceptara ir,
Helice iría con él. Alguien tenía que velar por los intereses de la empresa.
Stefan ya había dejado claro que Minerva no dejaría que fuese solo.
La validez del hallazgo resultaba más convincente cada día que pasaba.
Los mCeb situados en la Tierra, bajo un férreo control, confirmaban los datos
del cubo óptico que Helice había recuperado. En puntos irregulares del
tiempo y el espacio, los sensores de Minerva detectaban partículas cuánticas
que reflejaban la orientación cuántica adecuada. Dado que evitaban la materia
ordinaria, eran condenadamente difíciles de detectar. Pero los mCeb
razonaban, con la displicencia propia de la inteligencia artificial, que más allá
del horizonte de nuestro universo residía otro. Era increíble. Y quería verlo
por sí misma, lo ansiaba con un hambre feroz que la había conquistado
lentamente durante los tres días de descenso en el ascensor espacial. No sabía
a quién tenía en mente Stefan para el viaje, pero debía jugar su baza ahora
que estaba a solas con él.
Caminaron por las cintas eléctricas que atravesaban el almacén, en el que
técnicos de cerebros artificiales se encargaban de las máquinas y sistemas
que, a su vez, cuidaban del flujo de datos de Minerva. Todos los novatos
aspiraban a administrar los mCeb, pero ese privilegio recaía únicamente en
los más brillantes, los que podían, por ejemplo, resolver ecuaciones
complejas en una servilleta, o incluso sin ayuda de un bolígrafo. Gente como
Helice.
Aquí, en el almacén, los futuros científicos tenían tan solo unos meses
para demostrar su valía. Si no tenían éxito en la empresa, quizá encontraran
un empleo como subalternos, pero la mayoría preferirían el subsidio
garantizado, el nivel básico de vida en el paro. Espero que alguien me pegue
un tiro, pensó Helice, si me veo algún día plantada frente a una pantalla de
Visión Abisal.
Tras atravesar el almacén se encontraban las oficinas centrales, donde los
cubos de trabajo formaban un gigantesco tapiz. Stefan echó a correr, y Helice
le siguió. Los ocupantes de los cubos apenas les prestaron atención,
concentrados en alcanzar sus cuotas de entrada de datos. En este punto
comenzaba el ciclo de datos, y las cadenas de información se entrelazaban en
las madejas de los sistemas trónicos no cuánticos que formaban la amplia
base de la pirámide de computación que hacía posible el saber colectivo de
Minerva. Esta escena se repetía en centros empresariales similares en
Generics, EoCeb, ChinaKor y EsferaSísmica.
Y ahora Helice Maki se encontraba en la cúspide de esa pirámide. Se
tomó un momento para saborear el instante, pero el instante no duró
demasiado. La zona a la que daba acceso la siguiente puerta se erguía
imponente en su imaginación, y proyectaba una larga sombra sobre los
acontecimientos del día.
Miró a Stefan.
—¿Aún seguís recibiendo las emisiones? ¿Tres ubicaciones, verdad? —
preguntó Helice.
Tras la destrucción de la Appian II, todas las instalaciones de Minerva en
espacio comercial se habían unido a la búsqueda de partículas anómalas. Las
habían encontrado en otras tres ubicaciones, a lo largo de varios pársecs de
espacio, ahora que Minerva sabía qué buscar, y cómo hacerlo, mediante un
programa de nueva generación evolucionado de aquel que Luc Diers había
puesto en marcha sin pretenderlo.
—Una ubicación —respondió Stefan—. Dos de ellas se agotaron.
Helice estaba al tanto de las cambiantes coordenadas.
—Eso solo sirve para reforzar mi tesis. No es tan solo una realidad
cuántica. Si lo fuera, las lecturas serían constantes. Por tanto, es un universo
mayor que la longitud de Planck.
—Vale, es mayor que eso, pero más pequeño que nuestro universo. Y no
está siempre en el mismo lugar. —Stefan giró una esquina y corrió escaleras
arriba; su rostro comenzaba a enrojecerse.
En el primer rellano, Stefan se agachó con las manos apoyadas en las
rodillas. Agitó la cabeza.
—Maldita sea, me gustaría creer en todo esto, Helice —dijo.
—Sé que te gustaría. —Había parecido afligido desde el momento en que
lo había conocido. A Helice le habían contado que Stefan había sido en otro
tiempo un líder, pero últimamente parecía siempre temeroso de los riesgos, y
buscaba pruebas antes de tomar decisiones. No era el hombre adecuado para
liderar Minerva, ni para gestionar la propiedad al otro lado del universo.
Stefan tosió, tratando de recuperar el aliento.
—¿Por qué estás tan segura de ti misma?
—No hay garantías —dijo Helice—, pero trata de verlo de este modo.
¿Cómo es que vivimos en un universo perfecto? ¿Te has planteado alguna
vez cómo es que vivimos en un espaciotiempo en el que todo es estable y la
vida es posible? Da la casualidad de que la fuerza gravitatoria es
precisamente la adecuada, igual que la fuerza nuclear fuerte, de modo que las
cosas se mantienen unidas en lugar de desgajarse. Resulta un ajuste muy
preciso, y todo para que nosotros podamos existir. La religión dice que Dios
creó el mundo de este modo. Es una bonita respuesta, pero evita seguir
debatiendo el asunto.
Stefan se irguió y se apoyó en la barandilla. Se había ganado su atención.
—Así que podrías decir, bueno, claro que el universo parece creado
especialmente para nosotros. Si no fuera así, no estaríamos aquí para
preguntarnos por qué es así. Pero eso conduce a la idea de que deben existir
otros espaciotiempos en los que las condiciones no son las idóneas para la
vida. En los que las partículas fundamentales tienen distintos valores, y
algunos universos, quizá la mayoría, serán fríos y oscuros. Y algunos, como
el nuestro, no lo serán.
—Bueno. El multiverso tiene una cierta lógica científica, pero no existen
pruebas científicas.
—No hay pruebas. Hasta ahora.
Stefan sonrió. Parecía más una hendidura en su delgado rostro que una
sonrisa.
—Espera a ver lo que hemos preparado para la reunión —dijo.
Helice frunció el ceño; comprendió que Stefan le ocultaba algo.
—Dimelo ya, Stefan. —Odiaba los secretos. Durante toda su vida le
habían desagradado las personas que susurraban, que sabían cosas que ella no
sabía, que hablaban a sus espaldas. La inteligencia podía llegar a ser una
maldición en un mundo en el que el talento dictaba tu valía. Lo peor había
sido ser más inteligente que sus padres, el hecho de que no fueran capaces de
comprenderla, el hecho de que se alejara de ellos incluso antes de dejar de ser
una niña.
Stefan echó a correr de nuevo escaleras arriba, ahora algo más
lentamente.
Helice no se movió del rellano.
—Stefan.
Se detuvo, esperándola. Era la última oportunidad de Helice para
convencerle.
—Soy tu mejor cerebro. Tu mejor estratega. Soy joven y estoy en buena
forma. No tengo familia a la que echar de menos. Soy sangre nueva, y estoy
dispuesta a arriesgarme para demostrar lo que valgo. —No rogaría. Pero
podía ser convincente.
Stefan asimiló sus palabras.
—¿Y qué si es así? —replicó.
A Helice no le gustó el tono hostil, pero siguió adelante.
—Quiero ir. Con Titus. Para controlarlo. —Helice caminó escaleras
arriba hasta llegar al mismo escalón en el que se encontraba Stefan, que a
pesar de todo seguía siendo más alto que ella. Si aceptaba la propuesta de
Helice, ella sería la primera, junto con Titus, que conociera lo que contenía el
universo. ¿Cómo era posible que el conocimiento significara tanto? Y sin
embargo, así era.
—Será peligroso, Helice. Quizá Titus no regrese.
—Ya he dicho que estoy dispuesta a arriesgarme.
—Quizá te necesite aquí.
Para evitar una perorata, Helice proclamó:
—No estaré satisfecha si me quedo atrás.
Stefan la observó con ojos entrecerrados, como si la evaluara.
—Lo pensaré. —Se giró y corrió de nuevo escaleras arriba, recuperado el
aliento, y la dejó atrás. Le había dado esperanzas, aunque no muchas.
Ambos llegaron a la sala de juntas, donde todos los rostros, reales o
virtuales, se giraron hacia ellos.
El resto de socios estaban sentados alrededor de una mesa inteligente:
Dane Wellinger, Suzene Gninenko, Peter DeFanti, Sherman Pitts, Lizza
Molina y el director de proyectos especiales, Booth Waller. Doce personas
más estaban presentes virtualmente, y sus imágenes plateadas oscilaban,
sentadas en sillas. Al mirar a Booth Waller, Helice se detuvo y tocó el brazo
de Stefan.
—Pensaba que esta reunión era únicamente para socios —dijo.
—Booth ha sido propuesto como socio. Ya lo sabes.
No lo sabía. Resultaba muy sencillo subestimar a Booth, un error que no
cometería de nuevo.
Los miembros de la junta asintieron a modo de bienvenida a Helice.
Quizá, se le ocurrió, uno o dos de ellos eran sinceros. Ella había traído
prestigio a Minerva en un momento en el que resultaba necesario. Y había
sido ella quien les había traído la Appian II. Esa había sido la contribución
que verdaderamente había posibilitado su nombramiento. Después de todo,
ese era su dominio. Había sido ella quien se había asegurado de que el
descubrimiento no cayera en manos de un mCeb obsesionado.
—Mientras viajabas hacia aquí, hemos hecho algunos progresos —dijo
Stefan, y asintió, un gesto que hizo que su rostro pareciera un hacha más que
de costumbre. Activó por voz el sistema de visualización de la mesa, y frente
a cada miembro apareció una proyección V-sim de un pequeño círculo.
—A primera vista no parece gran cosa —dijo Stefan—. Booth, haz los
honores.
Booth se frotó las manos en los muslos y comenzó a ponerse en pie.
Entonces, como si se lo hubiera pensado mejor, permaneció sentado.
—No está siempre en el mismo lugar, por lo que nos costó bastante
ubicarlo. Por fin conseguimos este resultado en la plataforma de Ceres —
dijo, refiriéndose a otra base del túnel k—. El equipo de físicos cree que nos
estamos dando de bruces contra la membrana de otro universo. Piensen en
ello como una burbuja dentro de una burbuja; la realidad está en la superficie,
o la brana. En ocasiones las branas se tocan.
Helice resopló. Pensar que estaba escuchando una lección de física dada
por este tipo…
Booth notó la impaciencia de Helice y continuó:
—En cualquier caso, en una de esas interfaces de branas nos adentramos
unos novecientos nanometros. Hemos conseguido avanzar hasta ese punto de
manera consistente, a un nanometro cada vez, y grabando lo que veíamos.
Creemos que podemos transferir masa adentro, pero aún no hemos llegado a
ese punto. Estamos utilizando implosiones cuánticas de energía ultra alta,
seguidas por una inflación a tamaño macroscópico. —Se encogió de hombros
—. Si desean los detalles grotescos, haremos venir a los físicos. Pero, por el
momento, piensen en ello como en una simulación del Big Bang. Solo que,
en lugar de crear un universo, vamos a abrirnos paso al interior de uno que ya
existe. O que parece existir.
—Ya sabemos todo esto, Booth —Helice trató de hablar con voz
calmada.
—Bien —dijo Booth—, lo que pueden ver es la imagen del punto en el
que estamos en este momento.
—¿Imagen de qué?
—El otro lugar. —Booth obtuvo la reacción que buscaba—. Pensé que
esto les sorprendería. —Mientras los miembros de la junta se inclinaban para
mirar con ojos entrecerrados la pantalla, añadió—: Hemos estado ocupados,
como dije.
Booth aumentó la simulación hasta que el centro del círculo apareció en
un color gris atenuado, como un huevo frito visto en el negativo de una
fotografía. En el centro gris aparecían franjas verticales. A Helice le
recordaban a cromosomas en un núcleo. Booth aumentó la visualización de
nuevo. Algunas de las franjas verticales estaban ladeadas o dobladas. Booth
apuntó con una varilla a la pantalla para cambiar los ángulos de la imagen,
desde el vector del puntero. La escena comenzaba a resultar familiar, pero no
del todo…
—No sabemos a ciencia cierta si el espectro de color está distorsionado, o
el modo en que la transmisión se degrada a través de nuestra interfaz.
Helice contempló la V-sim.
—¿Quieres decir que eso es una imagen visual y no tan solo una
representación gráfica?
Booth tosió.
—Sí —dijo—. Es la región contigua. Lo que hemos visto hasta ahora.
Helice contempló la imagen fijamente. Habían estado hablando de un
universo especular, un lugar, y, hasta ahora, a pesar de lo intrigantes que
resultaban esas palabras, no habían ido más lejos. Pero ante ella tenía una
imagen visual. Estaba perpleja. Los miembros de la junta, tanto los reales
como los plateados, permanecieron en silencio durante largo tiempo.
En ese momento, Suzene Gninenko preguntó desde la mesa:
—Entonces, ¿qué estamos mirando?
Stefan gesticuló describiendo un arco con el brazo en dirección a Booth.
—¿Y la respuesta es…? —dijo.
La voz de Booth vaciló al replicar:
—Bueno, lo más probable es… que sea hierba.
Si Booth hubiera asegurado que veía ángeles bailando en la cabeza de un
alfiler, no hubiera resultado más sorprendente que eso.
Los miembros de la junta se miraron los unos a los otros. Suzene
Gninenko miró la V-sim como si nunca hubiera visto hierba antes.
—Hierba —dijo Helice. Ahora que les habían sugerido la idea, la imagen
parecía de hecho mostrar hojas de hierba.
Stefan miró a Helice con el rostro resplandeciente.
—Por lo visto, el universo al otro lado no es siniestro, desértico o caótico.
Tiene atmósfera. Y vida.
—Las hojas no son verdes —murmuró Helice, aún perpleja por la visión
de las hojas de hierba.
—No sabemos qué luz las ilumina, o cómo es la fotosíntesis análoga. La
clorofila no es la única opción.
—¿Qué posibilidades hay de que la hierba sea tan parecida… allí?
A Helice le costaba controlar su excitación. Había creído en ello antes
que nadie. No debería suponer una sorpresa. Pero las implicaciones de la
hierba, de la vida, eran casi inconcebibles, y pocas cosas lo eran para Helice
Maki.
Stefan sonrió; estaba disfrutando de la reacción de Helice.
—Quizá Dios actúa en más de un dominio —dijo.
Helice miró las hojas inclinadas de hierba, al igual que el resto de
miembros de la junta.
—Sí, pero, ¿qué dios? —preguntó.
Se proponía averiguarlo.
Capítulo 4

A esas cosas las llamaban experiencias extracorpóreas. Quinn había


investigado y sabía que eran ilusiones. Una experiencia extracorpórea era
la impresión de estar separado del propio cuerpo y contemplarlo desde arriba.
Había quedado demostrado, al menos para los de talante científico, que era el
resultado del procesamiento relacionado con el cuerpo en el lóbulo temporal
medio del cerebro.
Ahora, su cuerpo le estaba provocando una de esas ilusiones.
Yacía en el sofá; se había quedado dormido pasada la medianoche, y
había despertado a esta experiencia extracorpórea. Un hombre estaba de pie
debajo de él. Estaba al borde de una plataforma y miraba hacia abajo. Si se
esforzaba, Quinn podía mirar por encima de su hombro. Su estómago dio un
vuelco al verla caída de nueve mil metros hasta el planeta que había debajo.
Más allá de los hombros y el cabello ondulante del hombre, Quinn podía ver
un enorme océano, un abismo al que aquel hombre parecía dispuesto a
dejarse caer en cualquier momento. Estaba pensando en saltar; el océano lo
atraía con plateada indiferencia.
La experiencia siempre era la misma. Quinn sabía que lo siguiente que
haría sería mirar hacia arriba. Luchó para evitarlo.
El hombre que estaba debajo de él era él mismo. Ninguno de los dos
hablaba, por consentimiento mutuo o siguiendo las reglas y votos de ese lugar
ilusorio
Entonces miró hacia arriba. Allí se extendía un río de fuego tan ancho
como el mundo. Era una visión dantesca. No puede estar allí. No debe ser
silencioso y estable. Pero lo era. Se había comido el Sol. Era el Sol.
Quinn giró sobre sí mismo y miró hacia abajo. Era casi peor. Descendió
y se unió al hombre que estaba de pie sobre la plataforma. Se convirtieron en
uno solo. Ya no era una mente superior, distinta; ahora se había convertido
de verdad en Titus Quinn, indivisible. Y deseaba no serlo con todas sus
fuerzas.
La escena se esfumó, como solía hacerlo, dejando a Quinn mareado y
confuso. ¿Había sido el fenómeno conocido como experiencia extracorpórea,
o había estado soñando? O, lo que era aun más interesante, ¿era eso un
recuerdo? Hacía dos años conocía la respuesta. Había estado en algún lugar,
un lugar en el que había permanecido largo tiempo. Tenía recuerdos que
formaban poco más que retazos de imágenes de paisajes de ensueño. No
sabía qué les había ocurrido a su esposa y a su hija. Durante un par de meses
tras recuperar el conocimiento en Lyra, un planeta colonizado al borde del
espacio conocido, había creído firmemente que había estado en un mundo
alternativo. Gradualmente había comenzado a dudar de sus recuerdos rotos,
aunque no había modo de explicar cómo había llegado a Lyra. Minerva no
prestó atención a sus peticiones y lo trató como al superviviente desorientado
de un terrible suceso, la explosión de la nave y la muerte de sus pasajeros y
tripulación.
Por este motivo resultaba de importancia primordial decidir si la visión
del hombre en la plataforma entre un océano brillante y un cielo en llamas era
un recuerdo o no. Porque si era un recuerdo, entonces aquel debía de ser el
otro lugar.
Escuchó sonidos fuera. En un instante comprendió que había sido eso lo
que lo había despertado. Se escuchaban sonidos en el patio.
Se sentó, ya completamente despierto, y apartó la colcha. Desde la
habitación contigua, a través de la ventana de la cocina, observó los
progresos de una de sus luces estroboscópicas defensivas. Otra luz atrajo su
atención a través de la ventana cercana al comedor. Sus pies encontraron sus
zapatos en la oscuridad, una habilidad adquirida en los tiempos en que, a
menudo, le llamaban a la cubierta de vuelo en mitad de un turno de descanso.
De inmediato estaba despierto, como entonces, con todos sus sentidos alerta.
Cuando pasó junto al arma láser apoyada al borde de la estantería, la cogió y
se dirigió a la puerta trasera, completamente vestido, tal y como se había
dormido.
Fuera, la niebla cargó de humedad su cálido cuerpo, equilibrando de este
modo el índice calorífico entre él y el aire de la costa noroeste del Pacífico.
Se agachó junto a la puerta y escuchó. Era Nochebuena. Una húmeda y
peligrosa Nochebuena.
Los cedros goteaban de rama a rama, y dejaban caer una capa de lluvia
tan delgada que podía haberse tratado de la radiación de fondo del universo.
Una nube de humo se deslizó a través del bosque, con aroma a lavanda, como
si fueran los restos incinerados de visitantes no deseados. Quinn esperó a que
revelaran sus posiciones.
Resultaba más sencillo allanar una propiedad a través de un bosque
húmedo que de uno seco, ya que las ramas caídas estaban en su mayoría
podridas, y parecían más dispuestas a doblarse que a quebrarse. Pero
precisamente por eso los intrusos tenderían a moverse con mayor rapidez, y,
antes o después, Quinn les oiría. Un sonido a la izquierda, una respiración
ahogada o el suave crujido de las ramas de cedro contra una capa de lana…
Quinn se puso en pie y bajó las escaleras que llevaban al bosque evitando el
escalón central, que chirriaba.
Su propiedad, situada en terreno inclinado hasta llegar al mar, albergaba
pocas cosas que mereciera la pena robar. Quinn estaría dispuesto a ceder
gustoso la mayoría de sus posesiones a un ladrón que verdaderamente tuviera
necesidad de ellas, pero moriría para proteger sus trenes. Había tardado dos
años en reunir la colección de maquetas ferroviarias de ancho normal más
elaborada en la historia de los coleccionistas anacoretas. El hecho de que la
colección tuviese un valor de unos cuatrocientos mil dólares no era en sí
importante; se trataba del cariño con el que había seleccionado las piezas, una
por una, con el que había cuidado el preciado sistema con el sudor de su
frente, y el hecho de que, sin sus trenes, la casa estaría terriblemente vacía. La
idea de que alguien pudiese entrar y tirar la Lionel 381 Olympian sin
miramientos en un saco de lona le llenaba de un resentimiento inagotable. Él
les enseñaría. Asió el arma, que disponía de modos de espray de pintura y haz
de láser calorífico, y escuchó atentamente, inclinando la cabeza.
Introdujo la clave en el arma que le permitiera ver el entorno de
comunicaciones integradas que protegían los cinco acres de la propiedad. El
sistema había triangulado la posición del intruso mediante pautas de sonido.
A juzgar por el gráfico que mostraba la pantalla del arma, se encontraba a
unos trece metros al sudeste de la posición de Quinn, y se desplazaba hacia la
carretera. Introdujo el alcance en el arma y miró el sistema de infrarrojos. Sí,
era una figura en movimiento.
Avanzó. Le rociaría con una capa de pintura naranja que le marcaría
durante seis días como mínimo, según aseguraba la garantía del fabricante.
Un río de humo dorado se abrió paso entre la niebla, llenando su nariz y
dejando un regusto amargo en su garganta. No pudo evitarlo; tosió.
Entonces el bosque cayó en un silencio antinatural. Cesó incluso el goteo
incesante de los árboles.
Un bloque de sombra emergió de la noche; se movía con rapidez, a unos
nueve metros de distancia. Puesto que ya había descubierto su posición,
Quinn gritó:
—Detente donde estás, o eres hombre muerto.
Alguien rió.
A continuación se encontró persiguiendo la sombra. Quinn corría hacia la
carretera, mientras saltaba sobre leños caídos, impulsado por la adrenalina.
Cuando la luna dominó de repente un punto del cielo, pudo ver una figura
que trataba de ascender el inclinado terraplén junto a la carretera.
—¡Detente! —gritó de nuevo, y alzó la boquilla del arma, decidido a
cubrir de pintura al intruso antes de que alcanzara su coche. Apretó el gatillo,
y, por el sonido, supo que había disparado un haz letal de láser en lugar de
pintura. El intruso había caído, abatido por un disparo láser erróneo, y yacía
herido, quizá muerto. El corazón de Quinn se aceleró, y le invadió un sudor
frío y caliente al mismo tiempo que le hizo estremecerse. Vio ante sí el final
de su vida: un tribunal virtual, una celda real.
Se acercó temblando a la figura, que yacía inmóvil entre las hojas secas.
Se agachó y le dio la vuelta al cuerpo para ver su rostro.
Activó por voz las luces, que se encendieron con un fogonazo desde la
red oculta de iluminación.
Ante él tenía a una mujer con ropa de ciudad rasgada y sucia. Miraba
consternada el arma de Quinn. Había fallado.
—Dios —fue todo lo que pudo decir Quinn. Era joven. Unos quince años.
Santo cielo, casi había matado a una chiquilla. Dejó caer el arma al lecho del
bosque.
—Lo siento —dijo la chica, al borde del llanto.
—Santo cielo —repitió Quinn. Se había quedado paralizado, incapaz de
moverse, pero no porque la chica pareciera asustada, sino porque le resultaba
familiar. Sus ojos eran oscuros, y sus cejas delgadas marcaban una larga y
recta nariz y una amplia boca que parecía ser capaz de sonreír por el mundo
entero. Se parecía a Sydney, si Sydney siguiera con vida. El nudo en la
garganta de Quinn se apretó tanto que parecía a punto de estrangularlo.
Quinn miró el arma caída entre las hojas secas. Se sintió débil al pensar
en ello.
La muchacha se puso en pie, y lo miró recelosa. Ahora que podía ver su
expresión y sus ojos azules, no le recordaba a Sydney, salvo en la medida en
que todos los jóvenes recuerdan a otros jóvenes, especialmente para sus seres
queridos.
Quinn alzó la vista al notar un movimiento en la carretera.
—Tu novio es un cobarde —dijo—. ¿Por qué no ha venido a ayudarte?
La chica se encogió de hombros.
—Lo siento si le hemos molestado. Solo queríamos ver… —Hizo una
pausa, y por fin llegaron las lágrimas—. Ver si era real.
—Vale —dijo Quinn, sorprendiéndose a sí mismo—. Aquí estoy. —
Observó cómo le miraba la muchacha, y trató de imaginar lo que ella vería.
Un tipo con ropas arrugadas, no un héroe del espacio.
Quizá sí se parecía a Sydney. Ese cabello oscuro… Pero la terrible verdad
era que a Quinn le costaba recordar cómo era Sydney, salvo por las
fotografías.
—Así que queríais ver si era real —dijo Quinn.
La chica yacía inerte sobre el suelo con los ojos muy abiertos.
—Pues verás, en realidad no soy real. En cierto sentido, no estoy aquí en
absoluto. —La muchacha lo miraba con mayor intensidad, ahora que le había
quedado claro que Quinn no iba a dispararle—. No he estado aquí desde que
llegué aquí. Desde que volví del otro lugar. Y no, no sé dónde estaba. No
guardo secretos. No hay ningún secreto, ninguna conspiración. No recuerdo
nada. Lamento decepcionarte. Sé que querías creer en ello. —Quinn alzó una
mano—. No importa qué quieras creer, es asunto tuyo. Pero no me culpes a
mí. En realidad, no estoy aquí. Ya no.
La chica no se había movido de la colina, ni lo hizo ahora.
Pero estaba escuchando.
—¿Entiendes? —le preguntó Quinn, aunque sabía que la muchacha no
podía tener ni la menor idea de lo que estaba hablando. Necesitaba, sin
embargo, con intensidad, que lo entendiera.
Entonces ella le dio el regalo.
—Sí —dijo—. Sí, entiendo. Lo siento muchísimo, señor Quinn.
Quinn asintió a la chica, incapaz de hablar. Pero las palabras de la chica le
habían hecho comprender. «Sí, entiendo». La muchacha lo miraba con esa
mezcla de sabiduría y curiosidad de los niños. Sabía que estaba hablando con
un fantasma, con un hombre que se había alejado de sí mismo. Que casi había
matado a una chiquilla.
La chica se puso en pie y ascendió el desfiladero, repleta de nuevo de su
joven energía.
Cuando el coche se alejó carretera abajo, Quinn gritó:
—¡Y deshazte de ese miserable novio que tienes! ¿Dónde estaba cuando
le necesitaste?
Recogió el arma y caminó pesadamente de vuelta. Extinguió las luces de
los árboles a medida que avanzaba, aún aturdido por lo que había estado a
punto de hacer.
Caitlin, pensó. ¿Qué me está ocurriendo?
En su dormitorio, buscó a tientas en la cama la bolsa de lona y la cogió.
Aún preparada desde el último viaje que había hecho.
En este momento no quería estar en el ruidoso hogar de Rob.
Pero sin duda lo necesitaba.

Pasada la una de la madrugada, el coche de Quinn avanzaba por la carretera


de tierra repleta de surcos, enturbiada por la niebla costera. Piedras y rocas
saltaban, mellando la pintura. Para cuando alcanzara la primera Malla, sin
embargo, los arañazos desaparecerían y se convertirían de nuevo en una capa
de pintura uniforme. Conducía a mucha velocidad, impaciente por alejarse
del bosque y de una oscuridad que apenas podía identificar. Tomó una curva
y aceleró al salir de ella; esperaba llegar antes de cambiar de idea. Imaginó la
expresión en los rostros de Emily y Mateo cuando apareciera para celebrar la
Navidad después de todo. Quizá incluso Rob sonreiría, el mismo que creía
que Quinn había tirado su futuro por la borda. Incluso antes del desastre
espacial.
Quinn y Rob se habían examinado al mismo tiempo, aunque, con ocho
años, Quinn lo hacía antes de tiempo. Entraron en la sala de exámenes como
dos muchachos brillantes y activos. Quinn salió de allí como uno de los
aventajados. Un cerebro, como solía decirse. Su hermano salió de allí como
un chico del montón. Un mediocre. En su favor, había que decir que Rob
nunca se resintió con la puntuación casi genial de su hermano. Pero había
esperado que Quinn la empleara de algún modo, lo que resultó
tremendamente fastidioso para él. Quinn podía haber amasado una fortuna,
pero lo único que quería era pilotar las naves k. Era el mejor trabajo del
universo. Johanna lo había comprendido así, y nunca había tratado de
cambiar a Quinn. Incluso viajaba con él.
Viajaba con él. Trató de ahuyentar esos pensamientos. Al llegar a la
uniforme superficie pavimentada, pisó el acelerador, acción que el cerebro
artificial del coche anuló para a continuación establecer una fastidiosa
velocidad baja por motivos de seguridad.
Las luces del coche creaban un túnel blanco en la oscuridad, al final del
cual Quinn ya podía ver la plataforma Malla, donde comenzaba a formarse un
pelotón de coches. A estas horas de la noche se trataba de una pequeña flota
que se engranaría durante el tiempo que sus respectivos pasajeros
compartieran destino. Uniendo la parte trasera de un vehículo a la delantera
de otro pelotón en una versión moderna (y en opinión de Quinn, francamente
inferior) del tren, se deslizarían por las autopistas a velocidades de vértigo; el
control mCeb se encargaría de conservar intacto el espacio de la autopista y
de proteger a los coches contra choques. Quinn sintió un salto en su coche
cuando se engranó con el coche que le precedía.
El transporte engranado personal, o tep, puesto que era gestionado por
inteligencia artificial, era eficaz y privado. La mayoría de la gente prefería el
transporte privado a los autobuses comunitarios, y también al ferrocarril. Era
una auténtica vergüenza. ¿Cómo sería viajar por la Estelar de la costa del
Pacífico sur hacia Los Ángeles con porteadores, coches restaurante y servicio
de bar en todo el tren?
Quinn notó, al entrar en la pequeña fila en la estación, que la plataforma
estaba desierta salvo por la niebla y las lagunas de luz artificial.
A través de una de estas lagunas emergió una mujer que vestía una túnica
negra con el pelo recogido en un tocado festivo. Se agachó para ocupar su
puesto en un tep de alquiler enfrente de Quinn, y lo miró mientras lo hacía.
Su rostro era encantador y sombrío. La fiesta había terminado. De vuelta a
casa.
El pelotón inició la marcha, y ganó la velocidad máxima en el
interconector que unía Portland y los destinos al oeste. Ahora que el vehículo
estaba engranado y no tenía que seguir prestando atención a la conducción, el
noticiero apareció en el salpicadero, ofreciendo un resumen de las últimas
protestas en Sudamérica, donde una junta antitecnología había abolido todas
las sociedades empresariales tanto domésticas como extranjeras, y
proclamado el derecho de las personas a trabajos tradicionales y no a vivir del
subsidio. Una religiosa católica en Argentina, la madre Felice Hernández,
había ido más allá y amenazado con la secesión de la población indígena de
sus gobiernos nacionales, y propuesto una prohibición a las importaciones de
tecnología, incluso a los flujos mundiales de noticias e información.
Pobres diablos. Únicamente un uno por ciento de los sudamericanos
completaba la educación básica. La inmensa mayoría se había atascado en el
siglo xx, y mantenía una fatalista resistencia al mundo que se alimentaba de
la información. Quizá consideraban sus antiguas vidas preferibles a las
delicias digitales y los empleos precarios en los acumuladores de datos de los
gigantes trónicos sudamericanos.
Al pensar en su hermano, que se salvaba de una vida similar por los
pelos, a Quinn se le ocurrió que a los Estados Unidos le vendría bien su
propia madre Hernández.
Reposó la cabeza en el asiento acolchado. Podía dormir durante una hora;
el problema era que estaba anormalmente despierto. Las ventanas que se
curvaban hacia delante y hacia atrás en los coches le permitían ver cada
vehículo del pelotón.
A través de su ventana delantera, vio que la pasajera de delante de él se
había girado y lo estaba mirando. Su pelo castaño rojizo caía sobre sus
hombros y enmarcaba su rostro, lo que le otorgaba una belleza semejante a la
de una sirena.
La mujer retiró su túnica y mostró sus pechos desnudos. Quinn trató de
opacar la ventana, pero se detuvo, y en lugar de eso tocó los redondos senos a
través de la capa de polipantalla. Los ojos de la mujer se cerraron, y se acercó
aun más a la ventana. Quinn sintió una descarga de energía erótica recorrer su
cuerpo. Le sorprendía la rapidez con la que la mujer lo había atraído. Colocó
las manos en su lado de la ventana e insistió en que ella le mirara. Por fin lo
hizo, y con ello aumentó la temperatura en el coche. En el ojo izquierdo de la
mujer vio el brillo de la ingeniería biónica; quizá estuviera grabando todo el
episodio para disfrutarlo en otro momento. Era una de esas mujeres modernas
que no tenían miedo a las adaptaciones corporales, que deseaba obtener
acceso directo al flujo de datos a pesar de los conocidos fallos que sufría la
interfaz máquina cuerpo.
A pesar de todo, la deseaba. Incluso a través de una ventana. Era lo más
cerca que había estado de una mujer en dos años, y era un hombre con gran
apetito, o al menos solía serlo. La mirada de la mujer perdió intensidad, y
Quinn pensó que quizá se sentía sola, encerrada en su compartimento como él
mismo en el suyo.
Había una apertura de emergencia en la ventana. Ella vio cómo Quinn la
miraba, y asintió. Tenían tiempo de sobra. No había ninguna prisa. Quinn
vaciló. ¿Por qué no? ¿Por qué no consolarse mutuamente?
Fuera, se deslizaban rápidamente grupos de parcelas habitadas; en ellas,
vivían personas que hacían el amor… pero el momento había pasado. Quinn
se alejó de la ventana y vio en los ojos de la mujer que se sentía herida. Con
los labios pronunció las palabras «lo siento». Opacó la ventana y se recostó
en su asiento. Al menos aún sentía algo. Aunque fuera por una desconocida.
Quizá era un paso adelante si, como decía Caitlin, Quinn se había estado
alejando de todo.
Pero no podía haber nadie más, ni siquiera de este modo, ni siquiera como
algo meramente físico. Se lo debía a Johanna, y no iba a defraudarla.

Caitlin preparó el sofá para que durmiera en él. En bata y con el pelo
aplastado de dormir, estaba encantadora. Y parecía aliviada de verlo.
—Tengo que hablar contigo —dijo Quinn.
Pero entonces Rob entró en la habitación atraído por el alboroto, y Quinn
pensó que podía esperar hasta la mañana siguiente, porque quería hablar con
Caitlin a solas.
Se acostó por fin, fatigado.
Caitlin se giró en el umbral, como si quisiera decir algo. Pero solo susurró
«buenas noches» y le dejó a solas para que diera vueltas en el duro sofá hasta
conciliar el sueño.
Por la mañana, Quinn y Mateo trasteaban con una figura de acción rota en
la habitación de los niños. La figura trónica, tosca y de inteligencia artificial
básica, no activaba las piezas del campo de batalla de las hordas invasoras
que Mateo necesitaba como telón de fondo para su reina luchadora, la
encantadora y formidable Jasmine Star.
El chico tenía una gran imaginación. Con cinco años había anunciado que
iba a ser diseñador de entornos virtuales. Quinn no sabía si tenía el talento
necesario, pero Caitlin aseguraba que así era. Lo que era más importante,
¿consideraría una empresa que poseía ese talento? Pero solo tenía once años.
No tendría que preocuparse por el test normativo hasta dentro de un par de
años.
Emily estaba echada en la cama sobre el estómago y les contemplaba.
—No puedo pisar el campo de batalla o mis pies quedarán aplasados.
Quinn dobló la sonda trónica en el interior de los circuitos del autómata.
—¿Aplasados? —preguntó.
—Ya ha sido avisada. —Mateo se encogió de hombros.
Rob apareció en el umbral y dijo:
—Quizá Papá Noel tenga una solución envuelta en papel de regalo bajo el
árbol.
Quinn estaba a punto de conseguir el ángulo adecuado.
—Si trata de sobrevolar esta zona táctica, Papá Noel quedará aplasado.
—Síiii —dijo Mateo—, zona táctica.
Rob continuó observando durante un par de minutos y después se dirigió
a la cocina para ayudar a Caitlin a preparar el desayuno.
Rodeado por el aroma de la cocina casera y los reposados juegos de los
niños, Quinn sintió una punzada de envidia por la escena doméstica que le
rodeaba. Y también un inconfundible desasosiego al pensar que podría
esfumarse dentro de poco. Rob tenía cuarenta años; no podía permitirse
empezar de nuevo, ni tampoco Caitlin. El subsidio les mantendría calientes y
entretenidos, pero se trataría de un confort terrible que Quinn despreciaría, y
Rob también.

Desde el balcón del apartamento de su hermano, a veinte pisos de altura,


Quinn apenas podía oír los ruidos de la calle. A esta distancia, la iluminación
estaba encendida con luces rojas y blancas que creaban un ambiente
navideño. En la calle, las sirenas rompían el silencio de la noche y los
cuerpos de seguridad convergían en la escena de un suceso violento. El nivel
del suelo no era lugar para pasear, y cuanto más alto fuera el piso más caro
resultaba. Rob y Caitlin habían ascendido a medida que crecían sus ingresos,
pero su piso seguía siendo una minúscula madriguera de cuatro habitaciones
que hacía que Quinn se sintiera nervioso y quisiera irse, aunque su mente
siguiera inquieta.
«Quieren que vuelvas, Titus», había dicho Lamar. «Lo han encontrado. El
otro lugar». ¿Y qué si lo habían hecho?
Quinn dio un sorbo a su café y contempló el extenso océano de
habitáculos residenciales prefabricados que cubría el paisaje de Portland.
Quizá los habitáculos fueran uniformes, pero entre sus muros se deslizaba el
flujo global, en el que residían escuelas virtuales, mercados, información,
contactos sociales, y opciones de ocio. La ley Blix-Poole establecía que todos
los ciudadanos tenían garantizado un nivel básico de vida que incluía
alojamiento, alimentos y privilegios de dominio electrónico o pde. Las
empresas pagaban los impuestos que aseguraban que el mundo entero tuviera
un hogar y estuviese alimentado. Si era necesario, incluso pagaban la
educación. Sus enormes fortunas les permitían hacerlo. De hecho, lo que no
podían permitirse era no correr con esos gastos, no después de que las
Tribulaciones hubieran dejado a la civilización al borde de la destrucción,
cuando los hambrientos habían informado a los acomodados de que esas
dificultades pasarían. Por tanto, en cierto modo, los necios (aquellos con un
coeficiente intelectual de cien puntos o menos) habían cambiado el mundo.
Caitlin y Rob vivían francamente mejor de lo que permitía el subsidio
resultante de la ley Blix-Poole. Rob administraba cerebros artificiales en
Minerva. Por ahora. Quinn miró al sur, hacia los bloques de apartamentos
amontonados cuyos ocupantes actualizaban los servicios pde básicos con
todos los equipos que podían conseguir. Estas distracciones, que
seleccionaban los ocupantes y de cuya administración se encargaban los
agentes de datos, creaban un bucle de retroalimentación que producía
extrañas realidades individuales. Los psiconeurólogos aseguraban que la
gente no estaba al tanto de sus opciones, sino que su subconsciente creaba
esas opciones utilizando su lógica oculta. Según esta teoría, las personas eran
máquinas biológicas controladas por procesos subconscientes que se
encontraban en todo momento medio segundo por delante de lo que
«elegían» pensar conscientemente. De modo que podrían entrar en la
habitación de un niño, o en la de una pareja, y, al contemplar esos entornos
virtuales, sería capaz de adentrarse en la jungla de esas mentes. La propiedad
de Quinn, sin embargo, no contaba con muros vivos, puesto que su realidad
había quedado en espera.
Caitlin abrió la puerta deslizante y salió a la terraza con él. Le entregó un
vaso con un milímetro de líquido ámbar en el fondo.
—Por la buena vida —dijo Caitlin, y alzó su vaso.
Brindaron. Detrás de ella, en el salón, Rob se acomodaba para ver el
noticiero nocturno.
Caitlin gesticuló hacia la ciudad.
—No es una vista tan bonita como la tuya, pero no está mal para un tipo
con un master y una esposa muy casera. —Tras un momento, dijo—:
¿Quieres hablar de ello?
—¿De qué?
—De lo que sea que te trajo aquí anoche.
—Quizá he venido a propagar el espíritu navideño.
—Inténtalo de nuevo.
—¿Para fastidiar a mi hermano trasteando con sus juguetes?
—Bingo —dijo Caitlin, derramando su vaso. Había traído la botella, sin
embargo.
Se acomodaron en dos sillas rígidas que apenas cabían en la terraza.
—Bien, habla. Quiero saber qué está ocurriendo, y esta vez no quiero
ninguna mentira, Titus Quinn. No sé a quién crees que engañas, pero no a mí.
—El cincuenta por ciento de los placeres de esta vida me lo proporciona
engañarte, cuñada.
—El cincuenta por ciento de nada sigue siendo nada, Titus.
Quinn colocó el vaso para que Caitlin se lo llenara.
—Por Dios, aún no me he tirado al mar. —La miró, pero Caitlin no estaba
dispuesta a ceder. No ahora que él había acudido a ella.
—Se trata de Minerva —dijo Quinn—. Están entrometiéndose de nuevo.
Dijeron que se librarían de Rob si no hago lo que dicen.
Caitlin se inclinó hacia él, preocupada.
—¿Qué más pueden querer de ti? Ya les has dado todo.
—No todo. —Quinn le habló de lo que Minerva aseguraba haber
encontrado, y lo que querían que hiciera. No sabía qué pensar. Pero en su
interior, una aguja de esperanza había perforado sus entrañas y comenzaba a
extraer hacerle sangrar. ¿Y si tenían razón?
Caitlin gesticuló con furia, moviendo su vaso.
—Hijos de puta. ¿Es cosa de Lamar? —Quinn asintió—. No les crees,
¿verdad?
Quinn no respondió. Quizá lo creía; quizá necesitaba creerlo. Pero a
Caitlin le costaría aceptar que así fuera. Quinn nunca le había preguntado si
ella creía que había estado donde afirmaba. Suponía que no, y no podía
culparla. Pero no quería oírlo en voz alta.
Caitlin se puso en pie y apoyó las manos en la barandilla.
—Diablos, esto me pone furiosa. Mírate. Veo esa mirada en tu rostro,
Titus, y me cabrea de verdad. Te han hecho lo peor que podían haberte
hecho. Te han dado esperanza de nuevo.
Caitlin se aferró a su suéter para protegerse del aire helado de diciembre.
Justo cuando empezaba a pensar que podría haber un futuro para Titus, el
pasado amenazaba con devorarlo una vez más. No pensaba permitirlo.
Se acercó a él, se sentó de modo que sus rodillas se tocaban y tomó su
mano entre las suyas. ¿Qué podía decirle a un hombre que solo oía lo que
quería oír, un hombre cuya tozudez era tan legendaria como su visita a otra
dimensión?
Caitlin respiró profundamente y dijo:
—Ojalá pudiera hacer que las cosas fueran distintas para ti, Titus. Pero se
han ido, Titus. Sé que duele, pero se han ido para siempre. Si con ello
cambiaran las cosas, saltaría de esta terraza por ti. Pero nada hará que
vuelvan. Nada.
Caitlin buscó en el rostro de Quinn una reacción, pero estaba hablando
con un hombre que había pilotado naves espaciales. Las advertencias no
surtirían efecto sobre él. ¿Acaso este pequeño apartamento con su pequeña
esposa representaba sus sueños? No, ni mucho menos. Era lo que le atraía de
él y lo que, en ocasiones, la incitaba a soñar con una vida mejor, una que la
asustaba.
Caitlin notó cómo Quinn miraba hacia Rob, que estaba en el salón. Se
sirvió otro trago y dijo:
—Rob y yo nos apañaremos. Aún tengo un título en ingeniería al que
puedo sacar provecho. Saldremos adelante, no te preocupes por nosotros. —
Pero en los ojos de Titus relucía un extraño y tenue fuego, y las palabras de
Caitlin no lo alcanzaron—. Maldito seas, Titus, si vas y haces que te maten.
—Gracias —dijo Titus, con los ojos muy abiertos en una mueca burlona.
—No te hagas el gracioso conmigo, Titus. Hablo en serio.
—Sí, señora.
Se oía el soniquete metálico de un villancico, procedente quizá del
apartamento inmediatamente inferior.
Quinn sabía que Caitlin hablaba en serio. Pero cuanto más en serio
hablaba ella, más se resistía él, y más se repetía a sí mismo: ¿Y si hubieran
encontrado el otro lugar? ¿Y por qué tener esperanza éralo peor que podía
ocurrirle? Incluso aunque fuera un espejismo, ¿acaso no era mejor que lo que
tenía ahora?
Caitlin negó con la cabeza.
—Eres como un libro abierto para mí. No me estás escuchando.
Quinn puso su mano sobre el brazo de Caitlin.
—Te estoy escuchando, cuñada. Pero quizá no esté prestando atención.
Caitlin vaciló, y sonrió.
—No, nunca prestas atención. Lamar me lo dijo. Nunca prestas atención.
—Parecía más pensativa de lo que nunca la había visto. No le gustaba
defraudar a su aliada más incondicional en su guerra contra, posiblemente, el
mundo entero.
Caitlin prometió no desvelar las noticias de Minerva a Rob, al menos
hasta que Quinn hubiera vuelto a casa. Quinn no quería discutir con su
hermano, aunque, antes o después, tendría que hacerlo. Cuando los dos
entraron en el salón, encontraron a Rob dormido frente a la pared plateada.
Después, de puntillas, Quinn entró en la habitación de los niños para
asegurarse de que sus sobrinos favoritos dormían.
Se oyó la voz del juguete autómata, Jasmine Star, procedente de un
rincón oscuro de la habitación. Su programa se activaba por sensores de
movimiento, y su voz mecánica exclamó:
—¿Buscas pelea, basura pagana?
Emily dormía con los brazos por encima de la cabeza, como si se
estuviera zambullendo en las aguas de un lago. Mateo se agitaba mientras
soñaba.
Quizá era cierto que Caitlin y Rob podían cuidar de sí mismos, como
había dicho su cuñada. No necesitaban un hermano benevolente que
sostuviera el mundo sobre puños ensangrentados. Pero, ¿y si ese mismo
hermano hubiera atraído a escena actores que de otro modo nunca habrían
reparado en Rob Quinn, uno de entre miles de administradores? ¿Y si Rob
estaba a punto de sufrir por tener el hermano equivocado?
El rostro de Emily estaba cubierto por una delgada capa de sudor, como si
le costara trabajo soñar. La habitación pareció dilatarse a su alrededor,
mientras grandes conceptos como justicia, inocencia o rabia bullían en su
mente. Iba a ir. Claro que iba a ir. Cuando tomó la decisión, se sintió como si
la niebla se levantara, dejando ver el océano. No iba a quedarse quieto
mientras su familia sufría. Cuando entró en la habitación, ya estaba decidido,
pero no se había dado cuenta. Ahora estaba claro.
Cuando dejó escapar por fin el aliento que estaba reteniendo, el alivio le
hizo sentirse debilitado. Había deseado ir desde el momento en que Lamar se
lo propuso, pero odiaba la idea de ir a petición de Minerva. En realidad, iría
de todos modos, no importaban las condiciones.
Mateo se movió, y se rodeó con las mantas como si fueran una armadura.
Decidido, entonces. Voy a ir.
Cuando abandonaba la habitación, echó un vistazo a Jasmine Star, que
reposaba en su caja de cartón.
—Sí —le respondió Quinn al fin—. Una buena pelea es lo que busco.
En la oscuridad, le pareció oír un lejano estruendo, como si oyera el
sonido de mil voces que lanzaban un grito de guerra a través de llanuras
infinitas.
Capítulo 5

S tefan Polich sostenía un cuchillo plateado ancho y afilado.


—Se supone que debo hacer los honores —dijo a sus invitados, que se
sentaban tras sus platos de una porcelana demasiado ligera, y sus copas de
vino, abundantes en exceso. Polich miró a sus catorce invitados a la cena,
entre los cuales se encontraban Lamar Gelde, Helice Maki, su senil madre, un
latoso tío lejano y otros conocidos. Ninguno de ellos podía considerarse un
amigo.
Su esposa, Dea, se sentaba lejos de él, presente virtualmente; fingía
comer el primer plato, que en su caso eran raíces de taro, sentada bajo un
toldo en Papua Nueva Guinea, adonde había viajado para buscar flores poco
comunes en la isla de Sori.
Su cocinero entró entre aplausos con el segundo plato: un reluciente
jamón adornado con dientes de ajo.
Stefan trinchó la carne rojiza y sirvió el primer plato a su madre, que con
suerte recordaría qué cubierto debía utilizar. A su lado se sentaba Lamar
Gelde, que se encargaría de ayudarla si la mujer olvidaba sus buenos
modales.
Mientras cortaba, Stefan trató de conjurar el espíritu navideño. El ático de
lujo había sido engalanado y perfumado, las mujeres lucían sus mejores
joyas, y los hombres vestían de etiqueta; todo parecía capturar el espíritu de
la fiesta con elegancia. Detrás de él, contra las luces brillantes del corazón de
la ciudad, el apartamento igualaba en altura a las más altas torres de Portland.
Echaba de menos la presencia real de Dea. No era posible abrazar a una
mujer holográfica. Dea buscaba el regalo de Navidad definitivo: dar su
nombre a una orquídea natural exótica. Ya le había dado todo, así que Stefan
suponía que ahora ella tenía que buscar un regalo digno de sí mismo.
Helice le sonrió cuando llenó su plato. El azul le sentaba fatal. Su cuello y
escote estaban teñidos de una palidez amarillenta. Sin maquillaje, daba la
impresión de haber salido de la ducha hacía un instante, lista para ir a correr
un rato. Sin embargo, era muy afortunado de poder contar con ella. Podía
haber entrado en Generics el año anterior, pues le habían ofrecido un extra si
firmaba con ellos. Minerva tuvo que ofrecerle ser socia. En cualquier caso,
habían salido ganando. Su inteligencia y talento eran más que
extraordinarios, y Polich contaba con su genio estratégico para salvaguardar
la fortuna de Minerva.
Porque las naves se caían a pedazos. Los costes derivados de su
sustitución serían formidables. Sustituir una de ellas equivaldría a admitir que
había que sustituirlas a todas, puesto que habían sido construidas al mismo
tiempo, en los tiempos de su bisabuelo, cuando Minerva había sido capaz de
crear una flota interestelar y controlar los túneles K. Minerva había acaparado
la tecnología de estabilización de agujeros negros y conservado de ese modo
el monopolio de las rutas estelares. Ahora, los túneles k parecían manantiales
sin fondo que consumían recursos y partían en dos las naves en pleno vuelo,
dejando pasajeros varados en el espacio. El público comenzaba a percibir que
los agujeros negros no eran tan controlables como Minerva aseguraba. Se
creía que a causa de ellos morían personas.
A Stefan Polich le parecía que caminaba por el borde del precipicio.
Cuando se levantara de su asiento en la reunión de la junta y hablara en favor
de Titus Quinn y sus diatribas demenciales, estaría en la calle antes incluso
que Lamar Gelde.
Y ahora tenía su última oportunidad para recuperarse: una ruta alternativa
a las estrellas.
Nadie, al estudiar los datos del cerebro descontrolado de la Appian II,
hubiera pensado que escondían una ruta hacia las estrellas, al menos no a
primera vista. Pero si se juntaban las interpretaciones que los físicos habían
obtenido de la radiación con la dimensión oculta en la que Quinn aseguraba
haber pasado diez años, de repente uno se encontraba con una hipótesis que
merecía la pena comprobar.
La parte que le resultaba más intrigante a Stefan era la de los diez años.
Incluso a pesar de no mostrar signos de envejecimiento, Quinn continuaba
afirmando tozudamente que había estado allí varios años. De modo que, si
ese lugar existía, el tiempo podría estar distorsionado. Y dado que tiempo y
espacio no eran sino los dos extremos de un continuo, era posible que
también el espacio tridimensional estuviera distorsionado. Una distorsión que
resultaría muy beneficiosa para la humanidad. Ese lugar podría ser un atajo
hacia las estrellas. Y si lo era, quizá permitiera a Minerva abandonar los
agujeros negros de Kardashev que muchos veían como destinos suicidas.
Muy pocas personas que no fueran físicos habían llegado a creer que fueran
túneles en realidad. El término original fue «agujero negro», y el nombre
había permanecido. Ahora se les ofrecía una remota posibilidad de obtener un
nuevo arrendamiento en otro mundo. Si el nuevo universo podía ser
arrendado, los abogados de Minerva se asegurarían de que así fuera.
Bajó la mirada hacia su plato, lleno de lustroso jamón, y se sintió
indispuesto.
—Una nueva especie de spathulata —decía Dea, una imagen trémula en
su silla, mientras comía sobre media cáscara de coco—. Imaginad mi
decepción cuando me enteré de que Jordy ya la había descubierto, y que le
había puesto el nombre de su pomerania.
—Encontrará su orquídea —dijo Helice—. El ser humano aún no ha
puesto pie en algunas de esas junglas. Casi me dan ganas de ir a echar un
vistazo.
Stefan gruñó para sus adentros. Lo último que necesitaba Dea eran
veinteañeras que le hicieran la competencia. Decidió intervenir:
—¿Más jamón? —preguntó.
—No seas malo —dijo Dea, mientras se acariciaba la barriga.
Entretanto, la madre de Stefan abofeteaba a Lamar.
—Deja de ayudarme —decía—. ¿Desde cuándo eres tan fino, Lamar?
Su madre estaba teniendo un episodio de lucidez, y miraba a Lamar, que,
con casi setenta y cinco años, estaba hecho un desastre. Su otrora robusta
figura se encogía ahora sobre sí misma como un globo desinflado a medias.
Se escuchó un golpe proveniente del vestíbulo. Uno de los sirvientes
captó la mirada de Stefan y salió a averiguar de qué se trataba.
Enseguida los ruidos se intensificaron; se oían pisadas, y alguien alzó una
voz ronca. Stefan dejó la servilleta sobre la mesa y se puso en pie justo a
tiempo para ver entrar a Titus Quinn, que había aparecido en el umbral junto
con el portero, que trataba de sujetarlo del brazo.
—Suéltale —dijo Stefan. El portero aflojó su presa de mala gana y se
retiró tras un asentimiento de Stefan.
Quinn llevaba un suéter blanco de pescador cosido a mano y pantalones
de lana gris que le quedaban algo pequeños. Permaneció de pie,
contemplando las brillantes luces de la sala, a los invitados, la mesa y al
propio Stefan.
Stefan y Helice se miraron el uno al otro. ¿Cómo diablos había
conseguido atravesar las medidas de seguridad del edificio?
—Titus —dijo Stefan—. Feliz Navidad. Me alegro de verte.
—Lo mismo digo.
—Prepararemos otro lugar. Acompáñame. —Stefan gesticuló en
dirección a los sirvientes, para que pusieran otro servicio, pero Quinn alzó
una mano.
—No, no puedo quedarme. Tengo cosas que hacer. —Ahora miraba el
candelabro como hipnotizado.
—Stefan, ¿quién es el individuo al que le sienta tan mal el suéter? —
preguntó Dea desde su toldo.
—Quizá vosotros dos preferiríais compartir un vaso de jerez en el porche,
Stefan —dijo Helice, oportuna—. Yo seguiré sirviendo. Nos las arreglaremos
sin ti, no te preocupes.
Quinn se aproximó a la mesa.
—Lamar —dijo, mirándole—. Siento lo del otro día. No era culpa tuya.
Es solo que soy muy susceptible cuando se habla de mi familia. —Sonrió—.
No me gusta que se les amenace ruinmente. —Se giró hacia Stefan—. De eso
se trataba, ¿no? De ser ruin.
Stefan estaba junto a él, y cogía su brazo.
—Tomemos algo. El alcohol sirve para ocultar muchos pecados. Incluso
los míos.
Quinn dejó que le guiaran hacia las puertas correderas y murmuró:
—Quizá no deberíamos hablar de pecados, Stefan. Tendría que matarte.
Stefan rió y asintió al mayordomo.
—Dos copas de jerez —dijo, y cruzaron el marco de la ventana en
dirección a la terraza.
Encontraron un verano perpetuo al salir, cortesía de modificadores
climáticos que controlaban el viento y la temperatura.
Quinn acompañó a Stefan a través de un jardín situado en la azotea y
repleto de plantas exóticas, que estaban ahora sumidas en la oscuridad, de
modo que no eclipsaran las vistas de la ciudad desde la mesa del comedor. En
el aire aromatizado por la fragancia de las flores, zigzaguearon alrededor de
frondosas palmeras y abetos ornamentales con formas de criaturas de
leyenda.
Pasó junto a una rosaleda cuyas flores parecían grises en la oscuridad.
—Creía que las rosas no crecían en el exterior en invierno —dijo Quinn,
mientras Stefan le guiaba hacia la barandilla.
—Se les puede obligar a hacerlo. —Llevó a Quinn hasta la barandilla,
desde la que podía alardear de vistas.
—Esa esposa tuya es fantástica.
Stefan pareció sorprendido.
—Bueno, ahora tiene jardineros. Antes solía hacerlo ella sola, pero
ahora… —Hizo una pausa—. Nunca sé cómo hablarte, Quinn. Todo parece
equivocado. ¿Por qué ocurre eso?
Un sirviente apareció con sus copas de jerez. Quinn se bebió la suya de
un trago y la dejó de nuevo en la bandeja, vacía.
—Quizá deberías probar a no asesinar gente, Stefan. Suele causar muy
mala impresión.
Stefan se quedó con su copa de jerez, y le dio un sorbo mientras miraba a
Quinn. El sirviente se alejó.
Quinn se acercó al borde del patio y miró hacia abajo, no para admirar las
vistas de la ciudad, sino para contemplar la caída de sesenta y tres pisos de
alto. Era una caída formidable, pero que parecía minúscula comparada con la
caída de Kilómetros hacia el océano plateado de su sueño.
Cuando alzó la vista de nuevo para mirar a su anfitrión, Stefan parecía
preocupado.
—¿Creías que iba a saltar? —Quinn ladeó la cabeza—. ¿Decepcionado?
Stefan suspiró.
—Ah, sí, esa teoría que asegura que tratamos de asesinarte. —Una
sonrisa torcida comenzó a dibujarse en su rostro, para desaparecer de
inmediato.
—Os costará… —dijo Quinn. Cuando Stefan asintió, continuó—:
Cuarenta millones. Depositados antes de mi partida a nombre de Rob y
Caitlin Quinn.
—Cuarenta millones. Santo cielo.
—Vale, veinte millones.
El rostro de Stefan se iluminó con una sonrisa, sincera esta vez.
—Siempre fuiste un penoso negociador.
—No estoy negociando. Solo trato de volver a casa. —¿Qué estaba
diciendo? ¿Por qué había llamado «casa» al otro lugar? Quizá porque su
familia estaba allí.
—¿Lo harás, entonces? ¿Irás? —Stefan parpadeó como si acabara de
despertar.
—Eres más listo de lo que pareces, Stefan. —Quinn se apoyó en la
barandilla y miró abajo una vez más. Vio a Caitlin cayendo, con su largo
cabello ondulando alrededor de su cabeza, gritando a pesar de su
determinación de sacrificarse por Quinn. Vio a la pequeña Emily cayendo,
con sus manos en posición de rezar mientras lo hacía.
—Cuenta conmigo.
—¿Para todo el lote? —Una mujer estaba de pie entre las palmeras.
Quinn se giró hacia ella y trató de recordar quién era.
—¿Se supone que debería recordarte?
—Sí. Deberías recordar a Helice Maki. —Avanzó. Era una mujer joven,
pero su vestido la hacía parecer mayor. Lucía un corte de pelo deportivo.
Recordaba el nombre de esa mujer. Era la jovencita que tenía tantos
títulos. La que estaba loca por los animales y que era capaz de dejar morir a
cientos de personas en una plataforma espacial.
—Sí —dijo Quinn—, todo el lote. ¿El precio os parece bien?
Stefan vaciló.
—Veinte millones… —comenzó.
—Tú tienes el talonario —dijo Helice.
Stefan asintió. Su barbilla tembló apenas perceptiblemente.
Quinn no podía soportar mirarle a la cara.
—De acuerdo, entonces. —Se giró para marcharse.
—Espera —dijo Stefan—. Ni siquiera has recibido aún tus órdenes
iniciales. Por veinte millones, creo que tenemos derecho a exigir una cierta
rentabilidad.
Quinn giró sobre sí mismo. Sin duda esperaban que, si sobrevivía, les
resultase rentable. La misión que haría que el asunto mereciera la pena para
ellos. Algún encargo del que debía fingir ocuparse.
—Enviad a Lamar para que me informe. Ya he cubierto mi cupo de
tiempo con Stefan Polich. —Trato de no mostrar desdén, y no lo consiguió—.
Intento seguir una dieta libre de Stefan Polich.
Helice ladeó la cabeza y le miró.
—A mí me parece que ya tienes muy buen tipo —dijo.
Santo cielo, ¿estaba la muchacha flirteando con él? Quinn miró más allá
de ella, hacia la jungla en la azotea, y se preguntó si sería capaz de encontrar
una manera de salir de allí y tomar el aire. Necesitaba un soplo de aire fresco;
estaba empezando a asimilarlo. Iba a ir. Todo cambiaría; quizá su vida entera,
si tenía suerte. Pero prefería no pensar en la suerte, o la esperanza, o en
recuperar lo que se había perdido. Y sin embargo, esos pensamientos le
invadieron como una llama lenta y trémula.
Vale, tendré esperanza, pensó. Maldita sea, Caitlin, la tendré. Los veinte
millones son para montar el numerito. Iría gratis. Quizá Stefan Polich lo
sabe, así que le fastidia tener que pagarme.
—Formarás parte de un equipo, por supuesto —dijo Stefan.
—¿Un equipo?
Helice se acercó a Quinn.
—¿No te dijo Lamar que querríamos tener un representante propio?
—No.
Stefan se irguió hasta parecer casi inhumano de tan alto que era.
—Booth Waller irá contigo —dijo.
—Booth… —dijo Quinn—. ¿Tu esbirro el bizco?
Helice no podía creer lo que había oído. ¿Booth Waller? No, eso era
absurdo. Y sin embargo Stefan se había decidido por Booth sin decirle nada,
sin darle una oportunidad para hacerse escuchar. Miró a Stefan, que tuvo el
detalle de parecer compungido. Pero se trataba de Booth Waller. En su
dominio. Apenas pudo controlarse. Stefan no había tenido siquiera la
decencia de informarla antes. Le detestaba.
—¿Booth? —preguntó Helice, tomando al toro por los cuernos y
encarándose con Stefan.
—La decisión ya se ha tomado. Está preparado. —Stefan se resistió a
mirarla a los ojos.
Helice se debatía entre la vergüenza y la decepción. Después, las
reemplazó por la esperanza de vengarse. Se aseguraría de que Stefan perdiese
su privilegiada posición, y de que supiera que ella había sido la responsable.
Un sirviente apareció en el patio portando una bandeja de bebidas, pero
Stefan lo mandó retirarse con un gesto. Los tres permanecieron en silencio
durante unos instantes.
Entonces, Quinn dijo:
—No. Iré solo. O no iré en absoluto.
—Por veinte millo… —comenzó Stefan.
Quinn dio un paso adelante y aferró las solapas de la chaqueta de Stefan.
—No quiero oírte decir una palabra más. Si continuas hablando, no hay
trato. —Alzó un dedo a modo de advertencia—. Una palabra. Sabes lo loco
que estoy. Así que créeme, una sola palabra.
A Helice le traía sin cuidado que le arrancase el corazón a Stefan, pero
quería hablar con Titus Quinn a solas. Lo cogió por el brazo y tiró de él.
—Daremos un paseo los dos, ¿de acuerdo?
Quinn soltó a Stefan, que se estiró el esmoquin.
Helice le guió a través de las fragantes plantas en sus macetas, hacia una
puerta lateral, donde se detuvo.
—Lamar debería haberte avisado. No es un buen comienzo, y lo lamento.
No conocía la decisión sobre Booth Waller. —Quinn no respondió, pero la
escuchaba con una intensidad casi fortuita que la puso sobre aviso y la intrigó
al mismo tiempo—. Podría ir yo en su lugar. Si insistieras. Soy joven. Estaría
a la altura.
—Voy a ir solo —dijo Quinn.
—Estás convencido.
Quinn esbozó una sonrisa franca y arrebatadora.
—Sí, estoy seguro. No tengo nada personal contra ti, pero no durarías ni
una hora en el lugar al que me dirijo.
—Oh, lo haría —dijo Helice, sosteniendo su mirada.
Quinn la miró de arriba abajo.
—Lo dudo.
Esa observación le caló profundamente, y la hirió con un dolor agudo.
Quinn había ahuyentado sus esperanzas como si nada. Helice asió el codo de
Quinn y lo llevó al vestíbulo.
Frunció el ceño en dirección al portero, que se marchó, y abrió la puerta
ella misma.
—Titus —dijo—, solo quiero que sepas que, si no regresas, si decides que
ese otro mundo te gusta más que este, con tu esposa, tu hija y todo eso, en ese
caso deberías saber que nos hemos fijado en tu sobrino Mateo. En un par de
meses se enfrentará al test normativo, según creo. A veces los burócratas se
equivocan al transcribir las notas. Odiaría ver tanto potencial desperdiciado,
¿tú no?
La sonrisa de Quinn se desvaneció, y miró a la mujer de nuevo. Helice no
retrocedió, aunque quizá hubiera sido lo más inteligente.
—Supongo que hay otra cosa que nadie te dijo de mí —dijo—. Soy un
experto montando explosivos. Tengo mucha experiencia, y estoy bastante
chiflado, así que nunca se sabe de lo que soy capaz. Más te vale vigilar tu
espalda, Helice. Y aprender modales.
Helice lo miró mientras se alejaba y sintió una mezcla de resentimiento y
envidia. Iba a ir solo al mundo que ella había descubierto. No tenía la menor
duda de que Quinn les traicionaría a todos.
Capítulo 6

L amar Gelde colocó la mano en el portal y eclipsó el mar de estrellas que


había al otro lado. La plataforma de Ceres era un entorno industrial,
provisto únicamente de lo básico y carente de ventanas. Quizá era lo mejor.
La sensación de contemplar el espacio oscuro con tan solo una endeble
protección metálica entre él y el vacío le resultaba ominosa. No tenía
temperamento de explorador. Lo cierto era que, a su edad, ni siquiera debería
estar allí.
Pero Quinn había insistido en que le acompañase, y Minerva había
consentido, deseosa de mantener a Quinn contento mientras esperaba y
permanecía oculto en la plataforma hasta que estuviesen preparados para
hacerle marchar. En la Tierra, agentes de otras empresas habían estado
husmeando por Minerva presintiendo una presa. Minerva no quería que
hubiera contraofertas o que Quinn tratara personalmente con nadie. De modo
que Quinn había consentido en esperar en el relativo aislamiento de la
plataforma espacial. Prometieron que no sería por mucho tiempo; casi
estaban listos.
El problema era que Quinn no estaba en su mejor momento, y la
plataforma solo empeoraba las cosas.
Quinn había dejado de confesarle a Lamar que estaba recibiendo visitas
del pasado. Cuanto más le ocultaba, sin embargo, más obvio le resultaba a
Lamar que Quinn estaba pasando por el trance de recuperar sus recuerdos. La
opinión del personal de la plataforma era que Quinn era muy raro, con esa
manía suya de dejar de hablar de repente y mirar más allá del hombro de su
interlocutor. No pasaría mucho tiempo antes de que la junta considerara que
era demasiado raro, y se buscasen otro conejillo de indias. Lamar no quería
que eso ocurriera, por el bien de Quinn. Debía ponerse en marcha. Pero
Minerva no estaba preparada. Se lanzaron sondas, y nunca más se supo de
ellas.
Helice salió del módulo laboratorio en el que se preparaban las sondas.
—Maldita sea, la hemos perdido —dijo.
—Tengo que hablar contigo —dijo enseguida Lamar.
Helice se deshizo de su forro exterior desechable; ahora lucía uno de esos
monos que solo sientan bien a los jóvenes.
Helice salió del laboratorio; Lamar la seguía. Ganaron el pasillo principal,
que estaba sembrado de cables y tuberías codificados por colores como si se
tratara de una invasión de seres extraterrestres. El lugar se había diseñado
para ser feo, para recordar a la tripulación que se encontraban en el espacio y
lograr así que mantuvieran la precaución y se concentrasen en sus tareas.
Podía haber problemas. No hubiera costado mucho convencer a Lamar de
eso.
Entraron en el alojamiento de Helice: un cubículo de apenas tres por tres
metros que bullía de estructuras de datos; era como vivir en una máquina.
—Está listo para ponerse en marcha, Helice. Deberíamos enviarle allí.
Ahora.
Helice se sirvió un vaso de agua purificada y bebió.
—No podemos. Perdimos la última.
—Creo que Quinn está dispuesto a correr el riesgo. —Lamar le habló de
las experiencias extracorpóreas y el efecto que habían tenido sobre Quinn.
Estaba obsesionado. Cualquiera lo estaría.
Helice negó con la cabeza.
—No se trata tan solo de que hayamos perdido la sonda. Hemos perdido
el lugar. —Asintió mirando a Lamar—. Hemos perdido el nexo desde aquí.
¿Entiendes?
—Entonces, santo cielo, encontremos otro.
—Buena idea, Lamar. Nunca se me hubiera ocurrido.
A Lamar no le gustaría sentarse al lado de Quinn en el vuelo de vuelta a
casa, con todo cancelado porque los psicólogos habían considerado que
Quinn era demasiado inestable. Los condenados doctores tenían un concepto
muy extraño de la cordura. Buscaban paciencia, tranquilidad, normalidad. Por
Dios, si eso era lo que querían, ¿por qué habían elegido a Titus Quinn?
—Está recuperando la memoria —dijo Lamar—. Supone un estrés
enorme para él. No logra dormir. Es el momento de enviarle allí.
Helice dio un sorbo al vaso de agua y activó por voz un sistema de
visualización en el muro que mostró el lanzamiento más reciente de una
sonda.
En la pantalla apareció un pequeño brazo metálico del que colgaban
cables metálicos que sostenían un pequeño tubo por debajo. Lamar sabía que
dentro del tubo había nematodos vivos. Era mejor probar con gusanos en
primer lugar.
—¿Para qué sirven los cables? —preguntó Lamar.
—Resulta mejor si el espécimen no toca nada.
El tubo pareció fundirse. Se deslizó a un lado, o quizá hacia atrás.
Serpenteaba, iba de un lado a otro. Desapareció. Los cables ni siquiera se
movieron.
Helice hizo una mueca.
—Lo perdimos inmediatamente —dijo.
—No soy ingeniero, Helice, pero quizá no haya ninguna interacción entre
ese lugar y este. Quizá las lecturas no sean posibles.
—De acuerdo. Pero en ocasiones obtenemos una respuesta procedente de
allí que dura unos cuatro picosegundos. Un picosegundo es verdaderamente
corto, pero hemos tomado ese intervalo como indicativo. Hoy, la sonda se ha
esfumado al instante. Teníamos ese lugar anclado y estábamos obteniendo un
flujo de partículas, y cuando el cerebro inició el lanzamiento, de pronto el
lugar se había esfumado.
—¿Adonde fue la sonda, entonces?
Helice se encogió de hombros.
—Al vacío del espacio. ¿Quieres que le ocurra eso a Quinn?
Lamar suspiró. La verdad es que sería más humano que mantenerle
esperando de este modo. Dijo, en voz baja:
—Si le pregunto, sé qué me contestará.
Se puso en pie y paseó de arriba abajo por el pequeño cubículo. No podía
exigir nada. Ya no estaba en la junta.
—Estoy de acuerdo en que tenemos que ir allí pronto. Antes de que otros
prueben suerte.
Si otros lo hacían, le sacarían ventaja a Minerva. Tendrían una
oportunidad para acabar con el monopolio de Minerva en los viajes
interestelares: el atajo que implicaba la de otro modo inexplicable aparición
de Quinn hace dos años en un planeta al que no podía haber llegado sin una
nave espacial.
—¿Crees que las empresas se nos adelantarán? —preguntó Lamar.
—Les llevamos ventaja, pero, ¿quién sabe cuánta? Después de todo,
contaron con Luc Diers por un tiempo.
El muchacho que se había topado con los neutrinos.
—Solo es un estudiante de posdoctorando.
—Era. Murió en un accidente de tráfico la semana pasada.
Siguieron unos momentos de silencio. Lamar no quería más detalles.
Helice tuvo el detalle de mirar a otro lado.
—La empresa que le contrató es buena —murmuró—. Lo sé. Casi
consiguieron contratarme a mí. —Pareció reflexionar acerca de la gran
pérdida que había sufrido la competencia—. Unas pruebas más y lo haremos
—dijo por fin—. Llegaremos primero.
—Santo cielo, Helice, no prolonguéis las pruebas hasta el infinito.
Recuerda que ya estuvo allí, y que volvió. Dejad que lo intente de nuevo. —
A juzgar por la expresión del rostro de Helice, a Lamar le pareció que no la
estaba convenciendo—. Siempre creí en él. Prácticamente le crié, sabes.
—Yo también le creo —dijo Helice en voz baja—. Y no por un absurdo
sentimentalismo.
Lamar nunca habría acusado a Helice de sentimental.
—Es por esto. —Helice activó un control por voz:
—Grabación, Quinn.
Se oyó el sonido de un hombre balbuceando procedente de los muros
plateados. El idioma no le resultaba familiar a Lamar. Era musical y gutural.
El hombre parecía preocupado, y hablaba rápidamente. Y entonces se oyó
una palabra familiar: Sydney.
Lamar se quedó paralizado.
—Cielo santo, ¿es Quinn el que habla? —El hombre continuó hablando
atropelladamente, con voz desesperada y en ocasiones angustiada.
Helice bajó el volumen.
—Sí, la empresa grabó sus delirios cuando lo encontraron por primera
vez.
—Y nunca se molestó en contárselo a nadie.
—Stefan lo sabía. Por lo que sé, tú estabas a punto de marcharte. —Se
encogió de hombros—. La gente lo sabía. Pero no importaba. Nadie podía
decir si se trataba de un idioma real o de los delirios de un hombre que
acababa de ver morir a su hija.
Lamar se mordió el labio. Lo habían sabido. Tenían pruebas… y a pesar
de todo habían tratado a Quinn como a un necio con menos neuronas que un
perro.
Helice contempló su vaso de agua.
—Nuestros mejores lingüistas trabajaron en la grabación. También los
cerebros artificiales. Nada. Eran sinsentidos.
—Y una mierda, Helice. Minerva no se esforzó lo suficiente, eso es todo.
Sus miradas se encontraron, pero Helice no vaciló.
—Bueno, ahora estamos prestando más atención. Hemos descifrado la
gramática.
Lamar cerró los ojos y se los frotó con las manos. Los pecados de Stefan
eran muchos, y francamente imperdonables.
—Continúa —dijo.
—Está diciendo: «No. Oh, Dios, no. Te mataré, acércate más, te mataré».
Cosas así. No pertenece a ninguna familia de idiomas conocida. De hecho, no
puede ser un idioma surgido en la Tierra. —Helice saboreó el agua en sus
labios como si fuera un vino gran reserva—. Por eso le creo.
—¿Qué más dice? —La voz de Lamar fue un susurro.
—Se lamenta y pronuncia el nombre de Sydney, y creemos que maldice a
alguien. Está furioso.
A Lamar, sin embargo, le parecía que estaba triste.
Helice subió el volumen, y entonces se percibió claramente que era la voz
de Quinn, con consonantes sibilantes y vocales profundas. «Sydney», se
quejó.
—Dios mío —dijo Lamar mientras escuchaba la angustia en la voz. La
grabación pasaba a ser poco más que un gemido sostenido, uno tan intenso
que Lamar agachó la cabeza, profundamente emocionado. Por fin alzó la
vista hacia Helice, que parecía también afectada.
—¿Es muy horrible ese lugar? —preguntó Lamar.
—No tiene por qué ser agradable. Solo tiene que ser útil.
Lamar frunció el ceño.
—Pero él tiene que volver allí.
—Lo hará. He hablado con él, y está decidido.
—¿Entonces le enviaremos? ¿No habrá más retrasos?
Helice sonrió.
—Dile que haga el equipaje. En cuanto consigamos una nueva lectura, le
colgaremos de los cables.
Lamar tragó saliva. La grabación continuaba representando las pesadillas
de Tifus Quinn sin cesar. Las pesadillas a las que Quinn tanto deseaba
regresar. Cuidado con lo que deseas, pensó Lamar.

—Respira profundamente —dijo el cirujano—. ¿Qué hueles?


Estaba sentado en el borde de la camilla y llevaba una bata de polipapel.
Estaba recibiendo las últimas instrucciones mientras se dirigía al módulo
laboratorio y al arnés que lo aguardaba.
—¿Qué hueles?
Le dolía cada vez que abría la boca. Y aspiraba numerosos olores.
—Antiséptico, del vial abierto sobre la mesa —replicó Quinn—. Algo
acre en la moqueta. —Se encogió de hombros al mirar al doctor—. Puedo
oler tu piel.
—¿Qué más?
Quinn abrió un poco más la boca y dejó que las corrientes de aire
fluyeran por encima del recientemente implantado órgano de Jacobson
situado en su paladar.
—Algo apesta por aquí —dijo, girándose hacia el mostrador.
—Sé más específico.
Quinn cerró los ojos y olisqueó.
—Está podrido. Moho.
El doctor sonrió y levantó una toalla que tapaba un pequeño plato con
moho.
—Muy bien. Pero no cierres los ojos. Debes aprender a acceder a tu
aumentado sentido del olfato sin bloquear otros sentidos. Está ahí, solo tienes
que confiar en él.
No le había sorprendido que los médicos hubieran querido modificarle de
modo que pudiera sobrevivir en el otro lugar, implantarle un respirador sin
destrozarle el esófago, y darle el olfato de un chimpancé.
—Vale —dijo, tratando de llevarse bien con las personas que aún podían
mantenerle en tierra. Los médicos tenían que darle el visto bueno para eso, a
pesar de que había vivido años al otro lado sin ayudas respiratorias, o para
elegir mía comida que no le provocase un choque anafiláctico. Los médicos
querían jugar, Minerva quería contar con la mayor ventaja posible, y Quinn
quería ponerse en marcha, tan solo eso. Había esperado dos años, pero los
últimos minutos se le estaban haciendo eternos.
La puerta se abrió. Helice Maki entró en la sala de análisis y asintió a
Quinn a modo de saludo. A Quinn le irritaba tener un enemigo tan descarado.
Metro sesenta y aspecto deportivo, a excepción de sus colmillos. La jovencita
que había elevado el castigo por morir al otro lado… trasladando las
amenazas de Rob a su hijo. Quinn se aseguraría de volver, y quizá Helice
Maki viviera lo suficiente para desear que no lo hubiera hecho. El doctor
saludó a Helice con un gesto y continuó:
—No es cien por cien seguro, pero deja que tu sentido del olfato te guíe
hacia contenidos nutrientes más elevados y te aleje de las toxinas. Si no
puedes oler la comida, ponla en tu boca y chúpala durante uno o dos
segundos. Si es necesario, pínchala. Eso debería despertar al Jacobson, si
nada más lo hace. Cuando el olor o el sabor te parezcan repugnantes, no lo
tragues. —El doctor gesticuló para que Quinn abriera la boca y miró dentro
con ayuda de un pequeño puntero luminoso—. En cierto modo —dijo,
hablando tan relajado como un dentista que tiene una larga conversación con
alguien cuya boca está llena de gasas—, en cierto sentido, retrocederemos
para avanzar. Adoptaremos la habilidad de nuestros primos los chimpancés
para rebuscar entre el campo de minas químico del mundo vegetal. Minerva
no quiere ningún equipo tecnológico en esta misión, así que tendrás que
apañártelas con lo puesto.
—Sadvo das adualidadiones —gorgoteó Quinn.
—Sí, actualizaciones que parecen ordinarias —dijo Helice—. No
queremos que llames la atención, en caso de que tengas que ocultarte. Debes
ser tu propio nutricionista y tu propio farmacéutico. No sabemos cómo te las
arreglabas antes, quizá no necesites nada de esto. Pero teniendo en cuenta
todas las cosas que podrían matarte, no podemos permitir que pases hambre o
ingieras venenos.
El doctor retiró la sonda de la boca de Quinn.
—Incluso en la Tierra hay muchos compuestos que pueden matarte.
Asumo que el lugar al que irás tendrá una carga química similar. Habrá
alcaloides, fenólicos, taninos, glucósidos cianogénicos y terpenos, o sus
equivalentes en el otro lado. Contamos con la sabiduría química mejorada de
tu cuerpo para dirigirte hacia los elementos comestibles.
«Equivalentes en el otro lado». Quinn sabía que habría muchos de esos, y
no solo compuestos vegetales.
La expectación lo había mantenido en vela las dos últimas noches,
aunque quizá había dormido y soñado que no podía dormir. Ahora le parecía
que todo se confundía: las experiencias extracorpóreas, el sueño, los
recuerdos, las proyecciones, las fantasías. Ahora había llegado el momento, y
obtendría algo real. Estaba extrañamente calmado, como una estatua, ya fuera
por agotamiento o por una especie de estado de gracia al enfrentarse a la
muerte, al enfrentarse al otro lugar, que, después de todo, quizá fuese el reino
de Dios. Si Quinn hubiese sido una persona religiosa, como lo había sido
Johanna, ahora sería un buen momento para rezar. Pero la religión no le
servía de nada. ¿Para qué iba a quererla, si solo deseaba vivir? Una vez le
había preguntado a Johanna por qué iba a misa. Todo era tan ilógico… Ella
había respondido: «Para dejarme atrapar». Se había pensado bastante la
respuesta, y no le dio ninguna otra. Todo lo que decía era tan característico de
ella… A él le había atrapado ella. Así que quizá sí sabía por qué Johanna iba
a misa.
—Bien —dijo el doctor—. Estás listo. ¿Alguna pregunta?
—Armas.
Helice negó con la cabeza.
—No. Si las necesitas, querrá decir que tu misión ha terminado.
Quinn miró el rostro vivaz de la mujer. Era muy sencillo ser pacifista con
veinte años.
Pasó al siguiente punto de su lista.
—Mis fotografías. —Ya le habían dicho que no podía llevar objetos
personales—. Quiero mis fotografías. —Estaba empezando a olvidar el
aspecto de Johanna y Sydney. Las fotografías eran muy importantes.
Helice se mordió el labio y miró al doctor. ¿Cree que está en
condiciones?
El doctor palmeó el hombro de Quinn.
—Creo que podrás recordar su aspecto —dijo.
Quinn miró la mano, que fue retirada de inmediato. Bajó de la camilla de
un salto.
Le guiaron a través de una puerta lateral hacia la cabina de esterilización,
donde habría perdido unos cuantos nanometros de piel para cuando la ducha
sónica hubiera finalizado. Podía oler a Helice Maki cerca de él, su
desodorante floreado y un resto pequeño del desayuno que permanecía en su
lengua. Y otros olores propios de mujeres. No quería saber qué estaba
oliendo. No quería pensar en Helice en ese momento.
—¿Dónde está Lamar? —preguntó.
—Aquí mismo —dijo una voz desde una silla situada a un lado. Lamar se
puso en pie y se acercó para despedirse.
—Es un momento privado —dijo Quinn, mirando a Helice y al doctor. Se
hicieron a un lado.
Ahora Quinn estaba frente a Lamar. Era un rostro que conocía bien, un
hombre que parecía más envejecido de lo que Quinn recordaba, y que parecía
envejecer aun más cada semana. Y así era, claro.
Lamar extendió la mano, y Quinn se la estrechó. Lamar asintió,
abrumado.
—Tu promesa —dijo Quinn.
—Por mi honor.
Los niños no sufrirían daño. ¿Podía Lamar protegerles? ¿Acaso podía
enfrentarse a una veinteañera decidida a dominar el mundo? Sintió un
escalofrío en la fría sala.
—Por tu honor, pues. —Quinn desgarró la bata de papel. Miró la puerta
de la cabina de esterilización.
—Siento como si fueran a dispararme por un cañón —dijo.
A juzgar por la aflicción en el rostro de Lamar, él pensaba lo mismo.
Lamar se esforzó por esbozar una sonrisa viril y fingir valor; iban a enviar
a ese hombre a la espuma cuántica sin una pista de dónde y cuándo estaría.
Se oyó la voz de Helice:
—Quinn. —Cuando este la miró, la mujer dijo—: Buena suerte. —
Parecía verdaderamente preocupada por él. Diablos, todos lo parecían.
Quinn entró en la cabina desnudo, salvo por las fotografías pegadas con
cinta a las plantas de los pies.
El olor era acre y terroso, y el ambiente estaba cargado de ozono y
antisépticos. El brebaje químico le repugnó, tal como había dicho el doctor,
lo que quería decir que debería evitar este lugar.
Bueno, eso ya lo sabía. No podía esperar a abandonar este extremo de la
realidad.
Apareció dolorido y fatigado en el tubo principal que llevaba al módulo
de transición. El módulo de transición se había construido como una
modificación en la plataforma con este propósito. Lo llamaban interactuar,
pero también había oído a los técnicos llamarlo «abrirse paso a golpes». En el
tubo de acceso lo recibieron dos figuras con trajes de papel que lo escoltaron
hacia el módulo, como si pensasen que iba a huir en el último minuto. Una
pesada puerta se abrió frente a ellos, y llegaron al módulo, repleto de
bastidores electrónicos y cables que rodeaban una pequeña plataforma donde
colgaba, suspendido, un arnés vacío.
En este punto todo resultaba francamente irreal. Sus sentidos mantenían
una alerta antinatural, y su mente estaba embotada. Podía ser por la falta de
sueño, o algún miedo profundamente arraigado. Se descubrió a sí mismo
preguntándose si las fotografías habrían sobrevivido a la limpieza sónica.
Trató de tener uno o dos pensamientos profundos, pero se sintió vacío y
aletargado.
Le ayudaron a ponerse unas sencillas vestimentas de lana común,
formadas por unos pantalones amplios y una camisa ajustada. Se puso los
calcetines y los zapatos con cuidado de que las fotografías no hicieran ruido
al doblarse. Después subió a la plataforma, donde un empleado le ayudó a
meter los brazos a través de los cilindros del arnés, situado en alto, para el
corto tiempo que permaneciera suspendido. Los empleados abandonaron el
módulo. Ahora esperarían a atrapar ese lugar, el lugar que se escabullía
continuamente. El mero hecho de encontrarlo implicaba ahuyentarlo. De
modo que cuando el cerebro se adentrara en él trescientos nanometros, lo
atraparían enseguida, activarían la energía y harían entrar a Quinn en un
estado conocido por el terrorífico término «desintegración».
Esperó. Hacía frío. Le alzarían dos segundos antes del lanzamiento. Sus
brazos ya estaban tensos, levantados en un incómodo ángulo. Hacía mucho
frío ahí dentro. Por suerte no estaban hablándole por el audio.
Silencio. Esperó. Se humedeció los labios. Tenía la boca seca.
Permaneció con los brazos extendidos como un cordero ofrecido en
sacrificio, como un sacrificio humano.
Empezó a preocuparle que ya hubieran pulsado el botón y que
permaneciera perdido para siempre en ese arnés, esperando el resto de la
eternidad.
Entonces ocurrió.
El arnés se alzó. El cañón fue disparado.
Pero todo ocurrió en silencio. No había ningún sonido, solo olores. Estaba
en un mundo de desatinos olfativos. Cosas para las que no existía nombre. El
olor del mundo disolviéndose, el olor del universo repleto de quarks. Vio su
propio brazo colgando. Vio el flujo sanguíneo a través de una arteria. Siguió
el movimiento de la sangre, que ascendió por el brazo al ritmo pausado de un
glaciar. A esa velocidad, la sangre nunca tendría tiempo de regresar para la
reoxigenización…
No recordaba para qué servía la sangre.
Sus brazos habían desaparecido. Oh oh. Flotan por delante del resto de
su cuerpo. Esperó que eso no significara que algo había fallado. Miró a través
del arnés, y vio su torso flotando, suspendido y sin brazos, a través de los
pasillos de la plataforma de Ceres. Ganó velocidad, llegó al final del pasillo,
un pasillo increíblemente largo, donde el muro estaba a punto de interactuar
de manera bastante personal con su rostro.
Atravesó el muro y la espuma aislante, las estructuras de datos, el casco
de nanocarbono. Y esperó explotar en el vacío del espacio. Miró atrás, hacia
el agujero en la plataforma espacial, y vio personas paralizadas entre un paso
y el siguiente. Sería mejor cerrar el agujero, pensó. Vio a personas que se
movían. No estaban paralizados, pero se movían muy lentamente. Se sintió
enfermo al contemplar lo despacio que se movían, cuando su propia vida
aceleraba cada vez más. Se giró para mirar adonde se dirigía.
Frente a él vio el espacio negro e infinito que le capturaba. Se entregó a
él.
El universo lo recompensó dejándolo inconsciente.
Capítulo 7

W en An había vivido mucho, y creía haber dejado atrás la edad en la que


uno espera ver milagros, o incluso cosas inesperadas. Una vida de
cincuenta mil días garantizaba que uno había visto casi todo al menos un par
de veces. Pero, al mirar a los ojos del extranjero, supo que se le había
concedido el regalo de la sorpresa a una anciana. Claro que podía ser una
sorpresa fatal.
Ahora, mientras guiaba al beku hacia el valle, el extranjero yacía en el
palanquín, aún delirando. La herida de su cabeza sanaría, pero no duraría
mucho una vez llegasen al pueblo. Por tanto, debía decidir si lo liberaba a su
suerte o lo protegía. Dios no me mira con buenos ojos, pensó enojada. No he
pedido ser sorprendida; nunca he esperado tomar grandes decisiones y
nunca he buscado que me estrangulara un barón del Destello.
Parecía probable que esas cosas ocurrieran a causa de la aparición en la
puerta de su casa de un hombre que pertenecía a otro lugar.
Le había encontrado durante su paseo, poco después del amanecer. El
extranjero estaba tendido al pie de un saliente rocoso, como si hubiera caído
de él, aunque resultaba incomprensible que un hombre trepara una roca
situada en el extremo más alejado de un polvoriento minoral. Lo había
llevado en beku a su casa, limpiado la herida de su cabeza y tratado de buscar
rastros de infección, pero el manantial pétreo no obtuvo nada a partir de la
muestra de sangre. Cuando los ojos del hombre se abrieron durante unos
segundos, comprendió por qué.
Ojos azules. Tras sentarse un momento para asimilar este descubrimiento,
se inclinó hacia delante y levantó el párpado izquierdo del hombre para
confirmar lo imposible. Sí, azul.
No era una prueba definitiva de que viniera de la Rosa. Pero si a eso se
añadían sus extrañas ropas, resultaba más que evidente que así era. Tras
tantos años tratando de echar un vistazo a la Rosa a través del velo,
averiguando detalles con cuentagotas, y ahora tenía un espécimen de la Rosa
echado sobre su cama. Las posibilidades que ofrecía para la investigación
eran enormes. Sin embargo,según la ley de vínculos, su vida no valdría nada
a menos que le entregase. Para eso servía la investigación.
—El cielo nos da pocas sorpresas —murmuró mientras tiraba de la cuerda
atada al beku. ¿Cómo había cruzado el hombre? ¿Y por qué? Habia venido
sin ejército para la invasión, sin una sola nave del Destello para penetrar el
gran muro. El hombre gruñía de cuando en cuando, y las orejas del beku
temblaban, como si la bestia no estuviera acostumbrada a oír gemidos en ese
idioma extraño. Pensaba que hablaba inglés, pero no podía estar segura, pues
sus estudios sobre la Rosa se habían centrado en el mandarín, el cantonés y el
latín.
En la bolsa que llevaba atada al cinto estaban las lentes que había
confeccionado para los ojos del extranjero. Había trabajado en ellas mientras
cruzaba la marea, por si decidía salvarle la vida. Ahora debía decidir si
entregarle a los lores o aprovecharse de sus conocimientos. Sería mucho
mejor que seguir mirando con ojos entrecerrados la Rosa a través del velo.
Podría preguntarle directamente al hombre: «¿Qué es tu mundo? ¿Cómo
funciona? ¿Cómo vivís?». Muchos académicos deseaban saber esas cosas, y
se les permitía estudiarlas, siempre que nadie de la Rosa sospechara que
estaba siendo observado. Era el juramento inmutable del reino: ocultarse,
siempre ocultarse, de la Rosa. Algunos no estaban de acuerdo. Algunos
querían conversar con la Rosa, entre ellos muchos chalines como ella. Wen
An había opinado durante mucho tiempo que los mundos debían entrar en
contacto y aprender el uno del otro. Hasta ahora, había asumido que
descansaría en la tumba antes de que eso llegara a ocurrir. Más valía
mantenerse alejado de la política, y de la traición.
Si la capturaban, las lentes para los ojos que había construido la
condenarían a morir bajo los pies de los lores del Destello. No era demasiado
tarde para deshacerse de ellas, y ser inocente de violar los votos. Sí, quizá
debería hacerlo. Era demasiado vieja para embarcarse en una nueva
investigación, para convertirse en un personaje importante. Era una
investigadora menor, claro; en caso contrario, no estaría atrapada en este
pequeño y polvoriento rincón, trabajando sola y sin ayuda decente. Se había
acostumbrado a su rutina, a recabar datos de la Rosa que ascendían a una
piedra roja cada día, o cada arco, por lo menos. ¿Por qué iba a esforzarse a su
edad? Por otro lado, quizá viviera hasta alcanzar los cien mil días, y eso
significaba que solo había llegado a la mitad de su vida. ¿Acaso no había
muerto Caiji, la esposa del maestro Yulin, exactamente con cien mil días? Sí,
aún le quedaba tiempo para realizar trabajos importantes. Miró de nuevo al
hombre inconsciente.
Pero el idiota hablaba inglés, así que, en definitiva, esta oportunidad no
era la suya. Tomar esta decisión fue un alivio. Más valía dejar que los que
buscaban la atención de Dios fuesen los que se esforzaran por hacer grandes
cosas. Entregaría al extranjero y se olvidaría del asunto.
¿A quién se lo entregaría, sin embargo? ¿A los lores o al maestro Yulin?
Sí, a Yulin podría no gustarle que tratara directamente con los lores del
Destello. Tenía lazos familiares con la saga Yulin; eso también contaba.
Suzong, la esposa de mayor edad de Yulin, era prima lejana de Wen An.
Conocía lo suficiente a esa señora tan exaltada como para sospechar que
Suzong no apreciaba a los tarig, así que sería mejor dejar que ella se
enfrentara al problema. Las personas importantes tenían grandes
responsabilidades, y las que no eran importantes no las tenían. Le gustaba la
justicia que había en eso. Está decidido, entonces: entregaría al hombre a los
tarig por medio de Yulin, y se olvidaría.
Le dolían los pies tras la caminata por el suelo de rocas minerales.
Suspiró, y se sintió como una cobarde, y también enojada, por tener que
caminar seis horas con el aliento de un beku en la nuca.
Se giró para mirar al hombre, que se movía en la plataforma de
transporte. Era una lástima haber salvado su vida solo para ver cómo los tarig
se la arrebataban de nuevo. O quizá, como ocurrió con ese otro visitante de la
Rosa, los lores del Destello lo encerrarían en una jaula como divertimento; o
al menos eso se contaba, que un hombre de la Rosa había salvado la vida
porque lady Chiron lo había encontrado divertido. Aunque, por supuesto, los
tarig no se rieron.
Mientras el calor del Corazón del día caía sobre el camino, Wen An
continuó adelante y buscó un lugar apropiado para descansar, ahora que el
hombre comenzaba a moverse.
Quinn, cegado y con un profundo dolor de cabeza, trató de sondear lo que
le rodeaba con el sentido del olfato mientras permanecía tumbado. Una brisa
compleja y llena de polen, picante y fragante; el almizcle orgánico de un
animal. Por debajo del resto de olores permanecía el aroma cargado de
recuerdos de los dientes de ajo.
Estaba al borde de la conciencia, y se aferraba a una dura plataforma que
oscilaba bajo el lento avance de algún tipo de animal de carga. Los olores del
animal le sorprendieron. Cientos, quizá miles de compuestos que se agitaban
bajo un cielo imposible.
Estaba montado en una tienda que tenía los lados abiertos. Estaba
recostado sobre un respaldo duro, y contemplaba un paño tejido que relucía
aquí y allá con imperfecciones, a través de las cuales el día aguijoneaba sus
ojos. Se habían detenido.
Una mujer anciana vestida con extrañas ropas le miraba. Le habló,
emitiendo un revoltijo de sonidos, y le entregó una taza con algo que olía a
agua. Se inclinó de costado para colmar su sed, y de este modo se acercó al
borde del toldo que tenía por encima de su cabeza. Miró al cielo y soltó la
taza, lo que provocó que la mujer le lanzara una mirada de reproche. Se
marchó, y el campo de visión de Quinn se amplió.
El cielo estaba en llamas. Nubes altas y estratificadas hervían en un fuego
blanco azulado. Parecía como si debiera cegarle, pero tras la conmoción
inicial, comprendió que el fuego era brillante y delicado a la vez. ¿Por qué no
miraba la mujer al cielo, a las nubes en llamas? Pero incluso mientras se
hacía esa pregunta, conocía la respuesta.
Porque siempre era así: el cielo, en llamas.
Fue entonces, mientras el animal de carga se agachaba en el suelo, y
mientras la mujer le traía otra taza de agua, cuando comprendió que había
vuelto.
—He vuelto —graznó, usando su voz por primera vez. Le lloraban los
ojos, quizá por contemplar el cielo durante demasiado tiempo, y sintió un
anhelo que crecía en su interior. Ver a Sydney de nuevo. Llevarlas a ella y a
su madre de vuelta a casa. Si estaban allí: esa esperanza minúscula que había
crecido de tamaño a base de continuas repeticiones.
La mujer entrecerró los ojos mientras le miraba beber.
Quinn se durmió. Cuando despertó, habían emprendido la marcha de
nuevo. La mujer guiaba a un animal de cabeza y hombros enormes a través
de un paisaje coloreado de amarillos y dorados. Cuando se rascó una herida
en la sien, trozos de sangre seca cayeron en su mano. No había resultado fácil
pasar al otro lado. O eso o había tenido un mal aterrizaje.
Su guía lo vio moverse, pero apenas lo miró de soslayo y continuó al
frente de la comitiva, guiando al animal. El abrigo de la mujer, en el que
relucía el fuego del cielo, oscilaba en la cálida brisa. A ambos lados se
elevaban colinas bajas y desérticas que limitaban su ruta a un estrecho
camino.
Estaba en un lugar nuevo. Había vuelto. Ya habría tiempo para
comprender el feroz cielo, y para decidir si delante de él caminaba una amiga
o una enemiga. Resultaba curioso que la mujer fuera humana. ¿Cómo podía
haber humanos en ese lugar de extraña hierba y animales alienígenas? En el
pasado había conocido la respuesta a esa pregunta, tras la que había
comenzado la eterna lucha que le ocuparía el resto de sus días: luchaba con
sus recuerdos, con su alma, para recuperar lo que había sabido y lo que había
sido antes.
Al rato, el animal se detuvo e inició un farragoso proceso de colapso para
arrodillarse. Quinn descendió con cierta dificultad y miró a la criatura.
El animal pastaba en la hierba, y alcanzaba las matas desde su enorme
altura gracias a un largo pero vigoroso cuello. En la parte superior de la
enorme cabeza con mandíbula en forma de cucharón había un cráneo
pequeño y delicadas orejas. Las cuatro largas y gruesas patas terminaban en
amplias pezuñas. Su piel estaba cubierta de un áspero vello que lo protegía de
los pequeños insectos que buscaban un viaje o una comida gratis.
La mujer hurgó en una de los fardos con los que cargaba el animal.
Enseguida sacó unos pequeños trozos de comida enrollados en un paño, pero
su olor era poco aconsejable. Más interesante resultaba la mujer misma; sus
cejas blancas y ojos dorados le daban una apariencia albina. Llevaba unos
pantalones de estilo asiático y una recia chaqueta corta de seda. Al cuello
lucía una cadena de irregulares piedras rojas. En la cabeza llevaba un paño de
seda que caía ligeramente por encima de sus ojos, y que la protegía del sol.
Del destello del cielo. Lo llamó así, a falta de una palabra mejor.
La mujer sacó de sus propios fardos un nuevo ofrecimiento. Se trataba de
un tipo de cereal que mezcló en una taza de agua. Quinn tomó la taza que se
le ofrecía; olía bien. Lo bebió y extendió la taza, pidiendo más. La mujer
rellenó la taza con una sonrisa. Quinn sabía la palabra que requería la
situación.
—Nahil —se encontró a sí mismo diciendo. «Gracias».
La mujer se quedó paralizada al escucharle. Sus labios se separaron como
si fuera a decir algo, y después los cerró y miró a Quinn.
Había revelado que hablaba al menos un poco de su idioma.
Por fin la mujer habló, una frase corta de palabras amontonadas y sonidos
glóticos.
Quinn no comprendió. El idioma permanecía enterrado en su interior. Y
sin embargo, había dicho «nahil».
Esa palabra había dejado perpleja a la mujer, que se alejó, miró valle
abajo y permaneció inmóvil durante largo tiempo.
¿Había cometido Quinn un grave error? Había sido un estúpido al revelar
algo tan importante. Pero, ¿acaso no podía ser un extranjero de otra nación
que conociera tan solo algunas palabras en el idioma de la mujer? Esperó a
que la anciana hiciera el próximo movimiento.
La mujer regresó, miró a los ojos a Quinn y dijo algo en su idioma.
Quinn negó con la cabeza. No entiendo.
La mujer entrecerró los ojos y lo miró con incredulidad, como si no
aceptara que Quinn supiera una palabra en su idioma, pero no otras. ¿Por qué
resultaba aquello tan inquietante?
Entonces lo comprendió. Si no hubiera estado tan desconcertado, lo
habría sabido de inmediato. Desde el principio, la mujer había sabido que
Quinn no pertenecía a su mundo, y cuando dijo gracias, ella supo que Quinn
había estado aquí antes. Evidentemente, no eran buenas noticias.
La mujer le dio la espalda y se sentó en una roca. Miraba el suelo, y de
cuando en cuando alzaba la vista para lanzar una mirada enojada a Quinn y
murmurar algo.
Esta mujer le había salvado la vida. ¿Dónde habría encontrado él agua en
ese paraje árido? Pero, ¿adonde lo estaba llevando? No estaba listo para
enfrentarse a otras personas en su estado: estaba débil, desorientado y
confuso. Y ahora parecía ser un invitado no muy bienvenido. Si tan siquiera
pudiera recordar… fuera lo que fuera lo que había ocurrido la última vez que
estuvo aquí, seguía siendo territorio desconocido. Permanecía enterrado en su
interior, más allá de su alcance.
Por fin, la mujer se puso en pie y se acercó mientras escudriñaba el rostro
de Quinn. Asintió y tensó los labios como si acabara de tragar algo
desagradable. Se dirigió a los fardos que llevaba el animal y sacó un trapo. A
juzgar por sus gestos, pretendía vendar la cabeza de Quinn, que se arrodilló.
La mujer rodeó su cabeza con el paño y lo ató.
Cuando terminó, sacó una pequeña caja y la abrió; en su interior brillaban
unas curiosas lentes doradas. La mujer indicó a Quinn con gestos cómo debía
ponérselas.
Quinn se resistió.
En el rostro de la mujer se esbozó un gesto de impaciencia. Se llevó las
manos al cuello e hizo un ruido parecido al que haría alguien al ahogarse.
Resultaba obvio que tener los ojos azules era peligroso. Quinn no tenía más
remedio que confiar en ella. Se arrodilló para coger las lentes y ponérselas.
Su visión se nubló, lo que resultaba molesto, pero no se sentía incómodo.
La mujer asintió, satisfecha.
—Nahil —dijo.
Quinn decidió confiar en ella por el momento. Le había indicado que
corría peligro, y que le ayudaría. Incluso esos escasos datos resultaban muy
útiles.
Se pusieron en marcha de nuevo. La mujer insistió en que Quinn subiera
al lomo del animal. Quinn se sintió renovado, casi exultante. Estaba
recuperando las fuerzas. Había sobrevivido. Hasta ahora, había sobrevivido.
Por fin, el animal de carga y los dos compañeros de viaje salieron del
estrecho valle que habían estado atravesando durante horas. Frente a ellos se
extendía un paisaje que tranquilizó e hizo estremecerse al mismo tiempo a
Quinn: una vasta llanura sin relieves a la vista. Por encima de la llanura, el
cielo infinito relucía en una nube llameante, cuyos extremos se coloreaban
con un tenue matiz de lavanda.
Mientras descendían hacia las llanuras, Quinn vio, en el límite de la
planicie, un muro negro azulado que se levantaba a lo lejos y se extendía
hasta donde alcanzaba la vista. El valle que acababan de atravesar, de unos
ocho kilómetros de longitud, perforaba ese muro como un afluente que nace
de un río. El valle que habían dejado atrás era uno pequeño. Ahora se
adentraban en el corazón de ese mundo.
El muro trazaba un acantilado oscuro que parecía conformar los límites
del mismo mundo. Se elevaba sobre ellos a una altura extraordinaria, e
infundía un sentimiento de anarquía contenida. Se apresuraba hacia ellos por
encima del barro seco de la llanura… Pero incluso mientras sus ojos le daban
esa información, Quinn sabía que el muro no se movía.
Más adelante. Lo entendería más adelante.

En el camino se encontraron con muchas personas que viajaban con animales


de carga. El camino que seguían era poco más que un sendero polvoriento. A
Quinn le pareció extraño que no utilizaran transportes mecanizados y sin
embargo fueran capaces de crear lentes para la vista.
Un hombre se giró para mirar a Quinn por segunda vez, pero por lo
demás no atraía demasiada atención. Su piel era algo más oscura que la del
resto de las personas, pero había variaciones en los tonos de piel, y Quinn
pensó que no tendría problemas mientras no tuviera que hablar.
En el cielo, las nubes parecían querer dar paso al atardecer. Daba la
impresión de que el día ya había durado demasiadas horas, pero así y todo, el
cielo seguía luciendo brillante. Se aproximaban a un lugar habitado.
Llegaron a un corral lleno de animales de carga como el que llevaba a
Quinn. Más allá había un asentamiento polvoriento pero limpio, compuesto
de poco más que unas tres docenas de chozas construidas de un material
fundido de apariencia irregular y un color entre negro y dorado.
Los habitantes de este lugar parecían ágiles y fuertes; sus movimientos
eran precisos, y apenas gesticulaban. Quinn hubiera apostado a que eran
guerreros, aunque no veía armas. Por su comportamiento, parecían
comerciantes, gente con ojo para hacer negocios provechosos. A primera
vista le costó distinguir a los hombres de las mujeres, puesto que sus
respectivas ropas no presentaban claras diferencias.
Su acompañante entró descalza en una de las chozas. Cuando salió, le
entregó a Quinn una chaqueta abombada para que se la pusiera sobre la
camisa. Quinn vio productos expuestos a través de la puerta de la choza:
industria textil.
La mujer miró hacia delante, y su rostro se llenó de preocupación. Frente
a ellos se había formado una pequeña multitud. La mujer pareció confundida
ante este hecho, y miró a ambos lados en busca de otra manera de seguir su
camino. La hilera de chozas, sin embargo, les llevaba hacia la multitud, y
llamarían la atención si se detuviesen. Mientras se acercaban, oyeron voces
agitadas.
Se acercaron. En medio de la pequeña multitud se encontraba un hombre
que estaba siendo estrangulado. Un dispositivo de varillas y alambres rodeaba
su cuello, y el hombre trataba de respirar a través de sus labios hinchados. Le
sangraban las manos, con las que trataba de tirar de los alambres, sin éxito.
A horcajadas sobre él se encontraba una criatura extraordinaria que
mediría algo más de dos metros.
Era un ser que parecía haber sido alargado de manera antinatural, y
llevaba una falda larga y estrecha, una túnica sin mangas y un elaborado
chaleco plateado. Sus músculos vigorosos proclamaban su género, aunque
por lo demás podría habérsele tomado por una hembra. Tenía un rostro
profundamente esculpido y labios delgados y sensuales.
Quinn miró su rostro. Era el mismo rostro que lucía la aldaba de su casa.
Se sintió profundamente conmocionado. Frente a él, sin asomo de duda, tenía
aquello de lo que debía ocultarse.
Todos los aspectos de esa criatura, su estatura, su porte y sus
movimientos, resultaban de una extraña belleza. Detrás de él, los habitantes
del pueblo parecían mundanos y sórdidos. La piel de la criatura, de un intenso
color bronce, era mucho más oscura que la de cualquiera de los que
observaban a la víctima. El ejecutor se irguió y miró con ojos intensos a la
multitud. Se detuvo un instante al mirar a Quinn.
La criatura lo miraba con ojos siniestros. Quinn trató de no alejar la vista,
de mantener el control, hasta que la mirada se alejó de él. Para un ser como
ese, Quinn no resultaba interesante.
Entonces, la criatura se alejó con un movimiento imposiblemente grácil
para alguien tan alto. La multitud le abrió paso con rapidez, pero nadie se
atrevía a mirar a la criatura a los ojos. Mientras la multitud se desperdigaba,
Quinn trató de seguir con la vista a la criatura, pero había desaparecido.
Un tirón en su brazo hizo que Quinn se pusiera en marcha de nuevo, a
pesar de que tenía la sensación de que se le acababa de ofrecer una pista que
resolvería un misterioso enigma.
Pasaron junto a la víctima estrangulada, que yacía tumbado con una
rodilla levantada y las manos en la garganta, mientras contemplaba el
brillante cielo. Los que le observaban perdieron interés, y lo abandonaron en
su agonía.
Esta imagen se le quedó grabada a Quinn. Después, la mujer lo guió por
un lateral que llevaba a un pasaje con surcos de pesadas ruedas en el suelo
dorado. Quinn la siguió; se sentía abrumado por las irreconciliables imágenes
que había presenciado a lo largo del día. Sostuvo las riendas del animal
mientras su acompañante visitaba otra choza. En esta ocasión, sin embargo,
volvió a salir y le hizo señas para que entrara.
Quinn miró a los cuatro hombres que estaban en el interior y comprendió
que lo estaban esperando. Encajó el primer golpe y se lo devolvió a su
atacante, noqueándolo. La choza era pequeña, y estaba atrapado entre los tres
restantes y la mujer. Todos ellos saltaron a por él. Una salvaje voluntad lo
impulsaba a escapar, y giró sobre sí mismo, golpeando una y otra vez. Dio un
codazo a su espalda y golpeó carne, pero cuando se giró para completar el
asalto, un puño mayor que el suyo lo golpeó en el estómago. El hombre
pareció sorprendido cuando Quinn consiguió darle un rodillazo en la ingle.
Pero después Quinn cayó sobre una rodilla, y sostuvieron sus brazos por
detrás de su espalda.
Mientras ataban sus muñecas con cuerdas, Quinn alzó la vista y miró a
los ojos a la mujer que le había salvado en el desierto. La mujer desenrolló
lentamente la bufanda que rodeaba su cabeza y se pasó los dedos por el pelo,
con un gesto típico de alguien que acaba de volver de un difícil viaje. Su
cabello era de un color blanco reluciente.

Llevaban varios días viajando. Quinn, atado y amordazado, estaba


aprisionado en una alta vasija con agujeros para respirar en su parte superior.
Sus patadas no eran capaces de romperla. Al no poder ver el mundo exterior,
no tenía modo de calibrar el paso de los días, y dormía cuando no estaba
ocupando gritando que lo liberasen. No le hicieron caso.
La vasija no era agradable, pero estaba decidido a esperar su momento.
Aún no le habían matado, ni le habían entregado a la criatura bronceada. Le
habían arrebatado las botas y las fotografías. Cada cierto tiempo le soltaban
para comer, caminar y hacer sus necesidades, bajo vigilancia. Así que aún no
estaba muerto.
En ocasiones pensaba que por fin se había vuelto loco. Que este mundo
imposible era su último refugio de la cordura. Había visto criaturas de otro
mundo, y un cielo de otro mundo. El muro oscuro que se elevaba como un
tsunami. Y sin embargo, era una locura coherente, y, en sus mejores
momentos sabía exactamente dónde estaba.
En los breves momentos que pasaba fuera de la vasija, solo encontró un
desierto infinito, un terreno duro y amarillento sin accidentes geográficos ni
señales de civilización. No crecían árboles en esas llanuras, lo que acentuaba
la sensación de yerma monotonía. En una ocasión vio unas cuantas formas
redondeadas que flotaban en el cielo. Puesto que no tenía modo de juzgar las
distancias, no pudo decir si eran grandes o pequeñas. Dirigibles, supuso.
Escuchó cada palabra que pronunciaban sus captores. Los sonidos de algunas
palabras le resultaban familiares, y de cuando en cuando una migaja de
significado tomaba forma bajo su vigilancia.
Cuando trataron de encerrarlo de nuevo en la vasija, trató de evitarlo, a
pesar de que estaba débil a causa de la inactividad. Dado que evitaban
golpearle, supuso que querían mantenerlo con buena salud. Se aferró a esta
esperanza, que le permitieran vivir, por todos los motivos que tenía para
vivir: Sydney, aquí, y Mateo, allí. Ambos estaban en peligro por culpa de
Titus Quinn.
En ciertos momentos se convenció de que viajaba en tren, o al menos en
algún tipo de transporte rodante. Trató de conocer a sus captores y lo que le
rodeaba por medio del olfato. Se había acostumbrado a estar semiagachado,
con los dedos en los agujeros de la parte superior de la vasija. El aire era más
fresco allí, y estaba cargado de olores distintos al suyo. Dejó que el aire
fluyera por encima de su lengua y bajo su paladar. Mientras se concentraba
en los olores, comenzó a suceder algo extraño. A los olores les acompañaban
pequeños jirones de recuerdos. Rostros de gente, estructuras. Emociones, no
todas negativas.
Le dejaron salir para comer. El tren se había ido, y no había vías que
confirmasen el medio de transporte. El viaje continuó en un carro tirado por
dos animales semejantes a los que ya había visto.
Ni una sola vez en todo el tiempo que pasó fuera de la vasija contempló la
noche. El cielo, recordó, nunca cesaba, y nunca se atenuaba salvo por un
suave crepúsculo.
Una palabra penetró en su conciencia sin esfuerzo: Destello. El río del
cielo se llamaba el Destello.

La vasija comenzó a romperse. Un haz de luz cegó los ojos de Quinn


mientras la vasija se abría en dos lentamente, dejando en el proceso restos de
un material viscoso. Las dos mitades cayeron, y vio que se encontraba en un
bosque tenuemente iluminado, pero de una celestial brillantez en contraste
con la oscuridad de la vasija. De todos lados se escuchaban chillidos y
gorjeos proferidos por animales, y le asaltó el aroma de almizcle de la
naturaleza.
Un hombre estaba de pie frente a él. Tenía el pelo blanco recogido en un
moño alto, lo que, sumado a su vestuario abombado, le hacía parecer un
noble chino de la antigüedad.
Guió a Quinn hasta la orilla de un pequeño lago que se encontraba a
menos de trescientos metros de distancia. Gráciles árboles y matojos que se
extendían a lo lejos bordeaban su orilla a modo de collar. Al otro lado del
lago, Quinn podía divisar la parte superior de un gran edificio cuya
mampostería brillaba bajo el reluciente horno que era el Destello.
El hombre con ropas de aspecto chino tocó el borde de la ropa de Quinn y
arrugó la nariz.
Quinn se bañó en el lago. Y se sintió tan aliviado que rió. Cuando salió
del agua, el hombre le entregó unos pantalones abombados, una chaqueta
corta y calzado con suela. Quinn se vistió y, cuando puso los pies en las
sandalias, estas aumentaron de tamaño y se amoldaron a sus pies. La
tecnología de ese lugar, entre atrasada y desarrollada, le confundía.
El frondoso follaje que le rodeaba invadió sus sentidos; olía el suelo
húmedo, los componentes orgánicos complejos y las esporas enmohecidas.
Las capas de follaje se amontonaban las unas sobre las otras; el nivel superior
estaba cubierto de ramas doradas y enjutas; debajo de ellas había una capa de
matojos oscuros de gruesas hojas. Otros sonidos y movimientos anunciaban
la existencia de diversos animales. Quinn no prestó atención a todo esto por
el momento, y se concentró en su visitante: joven, en forma y opulento.
El joven guió a Quinn hacia una cabaña y, ya dentro, le hizo señas para
que se sentara en un banco y le ofreció una taza de agua.
Quinn bebió, agradecido, pero su atención se dirigió hacia un cilindro en
el suelo de la choza del que provenían aromas de comestibles.
El joven se dio cuenta y cogió el cilindro, que contenía tres cajas
redondas. En cada una de ellas había tipos distintos de algo semejante a
empanadillas. El hombre observó con atención cómo Quinn se acercaba cada
uno de ellos a la nariz e inhalaba. Aunque los numerosos aromas acres de la
jungla le despistaron, llegó a algunas conclusiones sobre la comida. Se comió
todos los contenidos de las dos primeras cajas y dejó la última sin tocar.
Entonces el joven habló. En chino, supuso Quinn. Chino. Quinn estaba
seguro de que en este lugar había una influencia china, aunque no había
pliegues epicánticos alrededor de los ojos, y las pieles eran demasiado
pálidas.
Quinn negó con la cabeza. No entiendo.
—Ahora probaremos con este idioma —dijo su captor en inglés, con un
fuerte acento.
Quinn, asombrado, asintió para indicar que había comprendido. Las
palabras del hombre habían sido incluso más descabelladas que su versión en
chino. ¿Por qué hablaban estas personas idiomas como esos?
—¿Dónde estoy? —preguntó Quinn—. ¿Qué es este lugar?
—El jardín palaciego del maestro Yulin —fue la respuesta.
—¿Quién es el maestro Yulin? ¿Y quién eres tú?
—Quién soy yo no tiene importancia. Pero mi nombre es Sen Tai. —Miró
a Quinn de cerca y frunció el ceño—. Ocultas tus ojos. ¿Por qué?
Se refería a las lentes.
—No lo sé —reconoció Quinn—. Una mujer me las dio, y después me
obligó a acompañar a los bandidos que me encerraron en una vasija.
El rostro de Sen Tai esbozó una sonrisa.
—No eran bandidos. Quítatelas.
Quinn se inclinó y se quitó las lentes, aliviado por poder deshacerse de
ellas. Se secó las lágrimas que derramó mientras sus ojos trataban de
adaptarse. Cuando alzó la vista, Sen Tai le estaba mirando.
—¿Quién es el maestro Yulin? —repitió Quinn.
—Es el señor de este dominio, de este jardín y de tu vida.
—Tengo un mensaje para el maestro Yulin. Solo se lo entregaré a él.
Sen Tai estaba muy quieto. Un animal chilló desde algún lugar oculto,
como si se riera de las pretensiones de Quinn.
—Vengo de muy lejos para entregar este mensaje —dijo Quinn.
—Caíste cerca de Wen An, y eso no está tan lejos.
—Vengo de más lejos que eso.
Sen Tai asintió lentamente. Se acercó al muro de la choza, donde
reposaba enrollada una cuerda reluciente. Habló en dirección al extremo de la
cuerda, y utilizó el idioma que Quinn debería conocer, pero que no conocía.
Entonces se giró y anunció:
—Mi señor irá al lago, donde nos reuniremos con él. —Gesticuló hacia la
puerta.
El maestro Yulin vendría. Quinn esperó que el señor del dominio no fuera
una de las criaturas bronceadas que había visto.
Sin embargo, estaba fuera de la vasija. Su posición había mejorado, en
cierto modo. Pero, ¿seguiría disfrutando de ese prestigio cuando descubrieran
la verdad? Eso esperaba. Su plan se basaba en la verdad.
Atada a la orilla había una pequeña embarcación, compuesta únicamente
por mástil, grilletes y un gran bloque.
—Debo atarte aquí para garantizar la seguridad de mi maestro —dijo en
tono de disculpa Sen Tai. Pero los grilletes estaban atados a un pesado
bloque. Sen Tai vio la mirada de Quinn y dijo—: Es muy prudente.
—Mi señor no estará muy satisfecho cuando sepa que se me ha tratado así
—dijo Quinn.
—Tu señor no gobierna este lugar, según creo.
Quinn cedió. Recordó la vasija y pensó que su situación podría ser mucho
peor.
Mientras el joven alejaba el bote de la orilla ayudándose de una pértiga,
Quinn comprobó que el lago era poco profundo, quizá de unos cuatro metros.
Mientras navegaban hacia el centro del lago, pudo ver claramente el jardín.
Vio jaulas aquí y allá, desde las que le miraban animales de extraño aspecto.
Una de las jaulas era amplia, y en su interior había insectos voladores que se
unían entre sí y se dispersaban de nuevo, como si deletrearan respuestas para
él en letras que había olvidado.
Una barcaza había zarpado al otro extremo del lago.
Mientras se acercaba, Quinn vio a un hombre de físico rotundo que la
dirigía con una pértiga. Vestía con ropas lujosas y manejaba la pértiga con
una atlética elegancia. De su labio superior caía un largo bigote blanco.
Cuando llegó al centro del lago, el maestro alzó su pértiga y la sumergió en el
fondo del lago con un vigoroso movimiento del brazo. Sostuvo la pértiga y
mantuvo la barcaza en el sitio. El joven que manejaba el bote de Quinn hizo
lo mismo.
El hombre conocido como maestro Yulin miró a Quinn con ojos
entrecerrados.
Se encontraban frente a frente y Yulin era bastante más bajo. Miró al
joven y le habló en su idioma.
—Mi maestro desea que respondas a tres preguntas —dijo Sen Tai—.
Cada una vale tu vida.
Quinn escuchaba. Comprendió vagamente que la conversación se
realizaría con la ayuda de un intérprete. Pero sus ojos no se apartaban del
maestro.
—Pregunta, entonces.
El maestro lo hizo, y el intérprete dijo:
—Mira estas imágenes y dime quiénes son.
En la otra embarcación, el hombre sostuvo entre sus gruesos dedos las
fotografías de Johanna y Sydney. Los pequeños rectángulos estaban doblados
y arrugados pero, así y todo, su visión en este lugar llenó a Quinn de un
esperanzado coraje.
—Son mi esposa y mi hija.
Mientras el intérprete traducía, el maestro permaneció completamente
inmóvil; en su rostro fulguraba el brillo dorado del agua, en el que se
reflejaba el llameante cielo. Una gran carpa nadaba por el agua dorada cerca
del bote de Quinn. El bosque pareció aguantar la respiración.
Entonces llegó la segunda pregunta:
—¿Cuál es tu nombre?
—Titus Quinn.
Tras una pausa le llegó el turno a la tercera pregunta:
—¿Por qué no puedes hablar el idioma lucente, si eres Titus Quinn?
Así que conocía su idioma. Había pasado aquí el suficiente tiempo para
hablar el exótico idioma.
—Creo que puedo hablarlo. Solo que lo he olvidado.
Cuando cambió de postura, la cubierta osciló bajo sus pies. Las cadenas
irritaban sus tobillos.
El intérprete habló en voz baja y después tradujo las siguientes palabras
del maestro:
—Si eres él en realidad, entonces sería mejor para ti que estuvieras en el
fondo del lago.
El maestro, aún inmóvil, miró a Quinn con ojos funestos.
Quinn aprovechó la pausa para pronunciar el discurso que había
compuesto durante los largos días que había estado aprisionado en la vasija.
Se giró hacia el intérprete.
—Dile esto a tu señor: podéis ahogarme, pero mi gente vendrá. Vendrán
y pedirán permiso para viajar hasta aquí, e irán a lugares lejanos de nuestro
mundo, y utilizarán vuestro mundo para acortar el viaje. Podéis mantener la
esperanza de controlarlos, y os pagarán bien. Pero no podéis detenerles.
El maestro permaneció en pie con la pértiga entre las manos, como si le
anclara al reino que estaba a punto de perder.
—¿Qué quieres? —fue la siguiente pregunta.
—Mis fotografías, para empezar.
El rostro de Yulin se tensó. Entonces miró a Sen Tai por primera vez.
La traducción le llegó desde detrás:
—Mátalo.
Por un momento, Quinn pensó que Sen Tai estaba recibiendo la orden de
matarle. Pero, a juzgar por la congoja que mostraba el rostro de Sen Tai
cuando Quinn se giró para mirarle, no era el caso. Tras un nuevo intercambio
en su idioma, Sen Tai susurró:
—Mi maestro te ordena que me mates.
Quinn miró a Yulin y dijo:
—Mátalo tú mismo.
Tras una nueva orden de Yulin, Sen Tai se arrodilló para abrir los
grilletes de Quinn.
Entonces los ató a sus propios tobillos. Sen Tai empujó el bloque al otro
extremo de la barca, y Quinn fue al otro lado para evitar que la embarcación
volcara. El joven miró al cielo durante unos instantes. Entonces se agachó y
empujó el bloque tan cerca del borde que casi cayó al lago. Por fin, tropezó, y
cayó al fondo.
Quinn miró con furia a Yulin.
—Déjame liberarle.
El maestro negó con la cabeza, fuera lo que fuera lo que Quinn le pedía.
En el fondo del poco profundo lago, Quinn podía ver el moño de pelo
blanco del joven mientras las burbujas ascendían a la superficie.
Quinn sintió un arrebato de cólera, pesado y violento. Yulin era un
bárbaro, y un bárbaro cruel.
Tras comprobar con agrado que las burbujas habían cesado, Yulin tiró de
la pértiga con fuerza. Miró con altivez a su prisionero y señaló la choza,
ordenando a Quinn que permaneciera allí. Entonces se alejó en su
embarcación hacia la orilla opuesta.
Quinn se obligó a mirar hacia el agua. No podía soltar la cadena, y en
cualquier caso, ya era demasiado tarde. ¿Por qué matar a Sen Tai? Pensó que
era porque el intérprete sabía quién era Quinn, y esa información era valiosa,
peligrosa, o ambas cosas.
Asqueado, Quinn sumergió la pértiga en el agua y remó de vuelta a la
orilla de la que había zarpado. Este era un mundo violento. ¿Podrían haber
sobrevivido hasta ahora Johanna y Sydney en un lugar así? Un fiero instinto
protector lo invadió, sobre todo por su hija. Solo tenía nueve años, por el
amor de Dios. Tuviera la edad que tuviera ahora, había sido una niña entre
esos bárbaros.
Navegó hacia la orilla con ayuda de la pértiga y se sintió observado por
los animales que se escondían entre los matorrales del bosque, algunos
enjaulados, otros libres. Sabía en qué categoría incluirse a sí mismo, pero al
menos no estaba en la vasija.
Tendrían que matarle para encerrarle en otra vasija.
Capítulo 8

A hora que Yulin había decidido ahogar a Titus Quinn, se sentía en paz
consigo mismo.
La muerte de un ser racional nunca debía tomarse a la ligera, y como señor
del dominio no exigía esas muertes a menudo. Solo los lores tarig tomaban
vidas, y solo en raras ocasiones. Era justo y adecuado.
Por supuesto, a veces debía tomarse la justicia por su mano.
—Tío —dijo la chica al arrodillarse frente al estrado.
Casi se había olvidado de Anzi, que temblaba frente a él con el rostro
dirigido hacia las baldosas de piedra, sin atreverse a mirarle.
Yulin la ignoró y reflexionó acerca de su decisión, satisfecho.
Titus Quinn había llegado hasta él en una vasija; había sido el terrible
regalo de Wen An, la académica, que buscaba deshacerse de su mala suerte
entregándosela a Yulin. Espero que arda en el Destello, pensó. Y así, sin
haberlo planeado, el hombre de la Rosa estaba ahora viviendo en su recinto
para animales, y cuanto antes estuviera en el fondo del lago, tanto mejor.
Sería lo más seguro. Yulin cogió una empanadilla de la bandeja y la masticó
con delectación. Sí, resultaba gratificante haber tomado la decisión. El
hombre le había confundido cuando dijo que su gente vendría igualmente.
Yulin celebró la astuta agudeza que le había hecho comprender que ese
preocupante anuncio no tenía nada que ver con su situación como anfitrión
del fugitivo. Los que le siguieran no podrían saber cuál había sido el destino
del hombre, ni identificar a su verdugo. Que vinieran. Y tanto mejor si
llegaban a otro dominio y atormentaban a otro maestro distinto.
Yulin aflojó su túnica a la altura de la cintura. Todos debían morir. El
hombre de la Rosa, sus captores del pueblo, los jardineros y Wen An.
Había considerado entregar al hombre a lord Hadenth, a quien Titus
Quinn había ofendido gravemente. Pero las sospechas seguirían cayendo
sobre Yulin, incluso si informara de inmediato a la Estirpe. Querrían saber
por qué Wen An había enviado al hombre allí. Y la respuesta a esa pregunta
se arrastraba frente a él: Ji Anzi, su inútil sobrina.
Anzi habló de nuevo, como si adivinara sus pensamientos.
—Mi tío y mi salvador, ¿puedo hablar?
—No.
Yulin bajó la vista hacia los retratos que tenía en el regazo. La esposa. La
hija. Sus destinos eran desafortunados, irrevocables. Por su esposa y su hija,
el hombre causaría infinitos problemas, aunque los lores no llegaran a
encontrarle. Yulin había oído hablar de los vínculos humanos, y del caos que
provocaban las emociones descontroladas. Como había demostrado
perfectamente Titus Quinn en su primera estancia allí. No. Al hombre le
esperaba el fondo del lago. Quizá Sen Tai agradecería tener compañía.
Yulin se hurgó las encías con un mondadientes de marfil y pensó que su
esposa favorita, Suzong, celebraría su decisión. Yulin suspiró y miró por la
ventana que daba al jardín. Pronto podría pasear a solas por su santuario,
cuyo suelo en esos momentos ensuciaban los pies del despreciable extranjero.
Entonces podría disfrutar de nuevo de su colección de animales exóticos,
lejos de las quejas de sus esposas y de las peticiones de sus súbditos.
Ji Anzi tosió tímidamente y obligó a Yulin a concentrarse de nuevo en el
presente, y tratar de decidir si soportaría sus protestas. Había mandado
llamarla pensando que quizá le ayudaría en sus deliberaciones, pero de hecho
no la había necesitado.
—Levántate, sobrina. Retírate.
La chica se puso en pie y se alisó la chaqueta con actitud respetuosa, a
pesar de que sus mejillas habían enrojecido por la emoción. Más valdría
acabar con sus planes antes de que pudiera ponerlos en práctica.
—No es bienvenido, sobrina. —Yulin la miró de tal modo que la chica
fuera capaz de adivinar sus intenciones—. No lo consentiré.
Yulin asintió y sintió un acceso momentáneo de piedad.
—Retírate, y busca en qué ocupar tus energías. Lejos de aquí.
La chica no le disgustaba, pero traía mala suerte, como había admitido
incluso su difunta esposa Caiji.
—¿Y los otros que le han visto llegar aquí?
—Tampoco serán bienvenidos.
El rostro de la chica reflejó su conflicto interno.
—Pero Wen An es la prima de tu esposa —dijo, precipitadamente.
—No importa.
—Es una lástima matar a la prima de Suzong sin motivo. —La chica
continuó hablando sin detenerse—: Wen An es leal. Pasa todo el día en un
minoral del que nadie ha oído hablar, y viaja únicamente en beku. Morirá con
la boca cerrada, tío.
Quizá tenía razón, quizá podía perdonarle la vida a Wen An…
La voz de la muchacha fue como una aguja en su costado:
—Y Suzong la quiere mucho.
Yulin alzó la voz.
—¿Acaso te corresponde decidir cuáles de mis órdenes han de cumplirse
y cuáles no?
La chica se arrodilló y habló al suelo de nuevo.
—No, mi tío y mi salvador. —Yulin se mesó el bigote y pensó en la
intranquilidad y la incertidumbre que la chica había traído a un día que había
comenzado tan bien. La voz de la chica era apenas un susurro—. Pero sería
una lástima matar a Titus Quinn.
—¿Eh? —¿Acaso estaba intercediendo también por el que había roto los
juramentos? Yulin ya había dictado sentencia: debían morir todos. Excepto
quizá Wen An. Era de la familia. Matarla solo le traería problemas.
La voz de la chica sonó como un enjambre de insectos:
—¿Y Titus Quinn?
Yulin contempló la sala de audiencias. Era lo suficientemente privada,
pero no era a prueba de espías.
—Su nombre, hasta que muera ahogado, será Dai Shen. No vuelvas a
pronunciar su nombre de la Rosa nunca más.
—Como ordenes, Aquel que Brilla.
Todo este asunto era culpa de la muchacha, si uno se preocupaba de
buscar las causas originales. Pero la había perdonado hacía tiempo. Al menos
hasta que este hombre de la Rosa regresó para atormentarles.
Aun así, Yulin se apiadó de la afligida muchacha.
—Ponte en pie, Anzi. No tienes mi favor, pero puedes ponerte en pie si te
comportas.
Mientras se levantaba, Anzi miró a Yulin a los ojos, y Yulin comprendió
que en los muchos días que habían pasado desde la última vez que la había
visto, se había convertido en una mujer fuerte. Ya no era una muchacha alta y
desgarbada. Bueno, quizá era algo más alta de lo que desearía un hombre
bajo, pero era bastante agraciada. Quizá Suzong debería empezar a pensar en
un primer marido adecuado para ella…
—Ese hombre, Dai Shen —comenzó Anzi—, quizá deberíamos tratar de
utilizarlo en nuestro favor, aprender de él. Averiguar qué pretende la Rosa,
ahora que sabemos que vendrán.
Sí, un marido para la chica, y después un hijo. Eso o enviarla a la Larga
Guerra, donde aprendería el verdadero valor de la vida, en lugar de seguir
siendo una muchacha malcriada y exigente, como él mismo la había educado.
Después de que sus padres murieran, Anzi había sido una más de los niños
que correteaban por el palacio, pero era una de sus preferidos; era culpa suya
que fuera así ahora.
Anzi seguía hablando.
—Todo cambiará, tío. Ahora la gente de la Rosa sabe que existimos.
Vendrán aquí, como dijo él. Vivirás para verles. Dado que muchas cosas
cambiarán, ¿podrías aprovecharte de ello? Más vale pensar en eso, que no
nos coja desprevenidos. —Anzi hizo una reverencia rápidamente cuando
Yulin la miró.
—Bueno, puedo matarle y después pensar en qué haré cuando lleguen los
demás —murmuró Yulin. ¿Por qué se molestaba en discutir con ella? Era una
sobrina lejana, y no le correspondía asesorarle. Este era un asunto de la
mayor importancia, que amenazaba a su reino, a su familia y a su dominio.
¿Por qué discutir con una chica tan desafortunada y de tan poca importancia?
La voz de la muchacha se apaciguó.
—Sí, con el tiempo podrías desear matarle. Pero no hasta que te haya
contado todo lo que sabe. Tío, piensa en todo lo que sabe. Podrás calibrar
cómo actuará la Rosa, y planear con la mayor delicadeza el mejor modo de
prosperar.
Yulin agitó la cabeza y gesticuló como si ahuyentara las palabras de la
muchacha. Demasiado peligroso.
El rostro de Anzi reflejó su desdicha.
—Te lo ruego, tío.
Yulin se puso en pie en un movimiento que hizo caer la bandeja de
empanadillas al suelo, produciendo un estruendo metálico.
—¿Osas rogarme?
Anzi cayó de bruces al suelo y escondió el rostro.
Yulin avanzó hacia ella.
—¿Te atreves a presionarme de este modo? ¿A creer que cuentas con mi
favor, después de que te he perdonado y protegido? —Yulin bajó la vista y
miró a la forma abyecta que tenía a sus pies con furia en los ojos. No podía
creer que se rebajara a rogarle.
Por tu culpa, pensó, casi morimos a manos de los lores del Destello, hace
mucho tiempo. Y a pesar de todo te oculté, te protegí, y mil días después
volvió la paz, y los tarig no supieron nada. Y entonces el hombre de la Rosa
intentó matar a uno de los lores, y la pesadilla comenzó de nuevo. Las vidas
de mi familia pendían de un hilo, como una gota de agua a punto de caer. Y
entonces todo terminó, y recuperamos nuestras vidas. Hasta ahora. Que Dios
maldiga a Wen An.
Miró a Anzi. Las empanadillas en su estómago se convirtieron en piedra.
Respiró profundamente para calmarse. Muchas cosas, pensó, son culpa de mi
sobrina. Pero no el regreso de Titus Quinn. En justicia, eso no es culpa suya.
Y da buenos consejos sobre cómo aprovechar los sucesos futuros. ¿A quién
sirve el hombre de la Rosa, y qué pretenden los que le envían? Me gustaría
conocer las respuestas. Siempre puedo matar al hombre más adelante.
—Lo siento, lo siento mucho, tío. Perdóname. —La muchacha estaba
encogida sobre sí misma, temerosa de la rabia de su tío.
—Si —comenzó—, si le perdono la vida durante un par de días, y nos
proporciona información, su futuro en el dominio seguirá siendo una
incógnita.
Incluso estando en sus aposentos, prefería evitar palabras como «matar»,
«asesinato» o «ahogar».
—Sí, tío. Tan solo unos días, y luego toma una determinación. Una sabia
decisión.
Yulin gruñó. Cobardes halagos.
Anzi giró la cabeza y miró a su tío, aún arrodillada.
—Levántate —dijo Yulin, más preocupado ahora de lo que estaba antes.
Cuando se puso en pie frente a él y alzó el rostro para mirarle, Yulin vio
la felicidad en su rostro, y comprendió con cierto asombro que ese estado no
duraría mucho. En una larga vida, no obstante, el dolor no era más que una
onda en el agua que arrastraba la brisa, pensó con vocación filosófica.
—Anzi —dijo—, hablas los idiomas oscuros. Voy a encargarte que
recuperes los recuerdos que guarda Dai Shen sobre cómo hablar el idioma
lucente como es debido. No sabemos por qué lo ha olvidado. Pero le
enseñarás el idioma de nuevo.
—Sí, mi tío y mi salvador. —Yulin vio la adoración en los ojos de la
chica. Un día se convertiría en tristeza, cuando llegara el día en que Dai Shen
se uniera a Sen Tai en el fondo del lago. Era el problema de Ji Anzi. Era
demasiado impresionable, demasiado dada a la amabilidad.
Cuanto antes aprendiera a ser cruel, más feliz sería.

Quinn había cambiado la prisión de la vasija por la prisión del jardín. Podía
trepar con ciertos problemas los uniformes muros del complejo, pero una
invisible e impenetrable barrera situada en la cúspide frustraba cualquier
intento de huida.
Se paseó por el complejo y deseó encontrarse lejos de allí en vez de
aguardar a que aquel al que llamaban Yulin decidiera cuál iba a ser su
destino. La imagen de Sen Tai en el fondo del lago le atormentaba con su
innecesaria crueldad. Para Quinn sería mejor estar muerto que haber
regresado, había dicho el rechoncho maestro. No era bienvenido, y estaba en
peligro. Al menos eso lo había comprendido tras el episodio de la anciana y
el animal de carga. En este lugar habían ocurrido cosas, y nada buenas, pero
no sabía si esas cosas le habían salvado la vida hasta ahora o si la habían
puesto en peligro.
Llevaba nueve días en ese mundo. Quizá el intervalo no equivalía a nueve
días en la Tierra, quizá no llegara a un día terrestre. Pero, ¿qué diferencias
había entre el tiempo de este lugar y el tiempo de la Tierra? Einstein había
demostrado que el tiempo era moldeable. ¿Transcurría el tiempo a una
velocidad distinta en este lugar? ¿Era esa velocidad relativa constante?
Suponía que en la Tierra habían transcurrido unas horas menos en su
ausencia. Pero, ¿no era más razonable asumir que el avance del tiempo era
impredecible, al igual que la ubicación del Omniverso, que oscilaba en los
sensores de Minerva? Fuera la que fuera la relación entre este lugar y la
Tierra, esperaba que Helice Maki no hubiera tenido tiempo aún de apuntar
con su objetivo al pequeño Mateo.
El cielo oscilaba y se mecía, desorientándole. El día y la noche no
existían como tal en este lugar. Lo más parecido a la noche era el tenue color
gris azulado que adquiría el cielo durante el crepúsculo, que duraba varias
horas. Después, el cielo se iluminaba en blanco de nuevo. Esos eran sus días
y sus noches. Mientras Quinn dormía, alguien dejaba comida en cestas
apiladas en el exterior de su choza. No veía a nadie salvo a los jardineros, que
le evitaban.
Durante el día vagabundeaba por el jardín e inspeccionaba las distintas
plantas y la colección de animales de Yulin. Los aromas conformaban un
espeso y variado revoltijo, al que contribuía el incisivo olor del estiércol. Los
animales se paseaban en sus corrales, agitaban tupidos flancos o sacudían
cabezas coronadas por elaboradas cornamentas. A pesar de su aspecto
alienígena, junto a ellos había animales terrestres: osos pandas y un par de
tigres. Quinn formulaba continuas teorías para tratar de explicar lo que veía.
Los chinos, pensó, habrían llegado aquí hacía mucho tiempo, así como seres
de otros mundos. El mundo era una colección, quizá, al igual que este jardín
zoológico.
El sexto día de su estancia en el jardín de Yulin, caminó inquieto por un
extremo alejado del jardín, donde se topó inesperadamente con un jardinero
que daba de comer a un bípedo de largo cuello a través de los barrotes de su
jaula. El jardinero, joven y con una deformación en la cadera, miró a Quinn
alarmado y huyó hacia un grupo de densos árboles, soltando el cubo de agua
sucia.
—Perdón —dijo Quinn—. Vuelve —dijo después, esta vez en voz más
alta, dirigiéndose hacia el hombre. Habló en inglés, así que fue inútil. Se
había cansado de estar aislado, y se preguntaba si el hombre querría hablar
con él; quizá conociera idiomas de la Tierra, como otros de los habitantes de
este lugar. Pero los jardineros tenían miedo de él, así que era inútil tratar de
entablar conversación con ellos. Reanudó con desgana el paseo por el jardín
amurallado.
Los chillidos de los animales en las jaulas cercanas provocaron un furor
en el corazón del jardín. La hora de la comida siempre creaba tensión en las
jaulas, y ahora los animales parecían haber comprendido que sus alimentos
llegarían con retraso.
Pero el encargado de alimentarles no parecía preocupado por esos
detalles; se apresuró a poner tierra de por medio entre él y el paciente.
Las amplias zancadas de Chizu compensaban su corta pierna derecha, y le
hacían avanzar rápidamente, aunque no con demasiada elegancia. Chizu solo
podía pensar en esconderse del paciente. Había cometido la torpeza de
permitir que el hombre se acercara a él e hiciera peligrar de ese modo su
posición como encargado de animales de segundo nivel. Su sueldo no bastaba
para un hombre santo, y mucho menos para contentar a una exigente esposa y
un bebé hambriento, pero su salario extra como los ojos y oídos del precónsul
Zai Gan, hermano y enemigo de Yulin, era suficiente para convertirle en un
respetuoso seguidor de las reglas de Yulin. Concretamente, las siguientes: no
molestar al paciente, no hablar con el paciente, no mostrarse ante el paciente
salvo de lejos.
Chizu estaba tan angustiado por el encuentro que había estado a punto de
producirse que vació su vejiga junto a un árbol sangwan, uno de los favoritos
de Yulin. Dirigió el chorro hacia la parte superior de la encrespada corteza
por si acaso, e imaginó que se trataba del pecho velludo de Yulin. Forzó un
último salpicón de propina para el viejo bastardo.
Ya más calmado, Chizu trató de asimilar un sorprendente descubrimiento:
que el paciente hablaba un extraño idioma. Si el hombre fuera un académico,
los idiomas oscuros no supondrían un problema para él; pero el hombre (Dai
Shen era su nombre), era un soldado de Ahnenhoon, hijo de Yulin y de una
señora de otro dominio. Bien, Dai Shen había recibido una herida en la
cabeza durante la Larga Guerra que le había arrebatado la capacidad de
hablar y de recordar quién era, y Yulin, en su infinita benevolencia, lo había
traído aquí para acelerar su recuperación, para lo cual requería paz y
tranquilidad, y no ser molestado por nadie ni por el ruido de platos de
comida. Pero si el hombre era un académico, y uno que hablaba los idiomas
oscuros además, ¿por qué fingir que era un soldado? Fuera lo que fuera lo
que el rechoncho maestro deseaba ocultar, después de todo, sin duda a su
hermano le interesaría saberlo.
Era bien cierto que, si el paciente había sufrido daños mentales, podía
balbucear palabras sueltas sin sentido. Pero la verdad es que no actuaba de
manera anormal, más allá de quedarse contemplando cosas habituales, como
si le sorprendiera que las plantas crecieran y los animales gruñesen. Chizu y
los demás habían estado dispuestos a creer que estaba mal de la cabeza, dado
que el paciente vagabundeaba por los terrenos como un niño, como si acabara
de recibir una coz de un beku y siguiera conmocionado. Pero no desvariaba.
Se frotó la cadera distraídamente; la retorcida articulación sangró.
¿Pagaría Zai Gan por esa fruslería?
Zai Gan era el hermano pequeño de Yulin, y llegaría a reinar en el
dominio si Yulin perdiera su posición privilegiada o cayera en desgracia.
Como encumbrado precónsul del Magisterio en la Estirpe, Zai Gan estaba en
buena posición para liderar, pero Yulin era un obstáculo. Por supuesto, había
que contar también con los muchos hijos e hijas de Yulin, que estaban tan
dispuestos como Zai Gan a reemplazarle, o más, y que eran el resultado de
las mil relaciones sexuales que había tenido Yulin, una fuente inagotable de
vigor. Esta larga línea de descendientes provocaba que Yulin nunca
abandonara su propiedad salvo en casos de extrema necesidad, como la
ocasión en que adoptó a Dai Shen, dado que el nombre de la madre no era
conocido allí, y, además, nadie había oído hablar de ese hijo bastardo. Así
que Zai Gan tenía a sus espías y esperaba acontecimientos favorables, a los
que quizá contribuyera este paciente.
¿Qué había dicho el hombre? ¿Bu elve? Chizu memorizó esas palabras.
«Bu elve», y algo más que no podía recordar porque solo era un despreciable
encargado de los animales, y no un maldito precónsul o un gordo maestro del
dominio. De modo que quizá aún no se había ganado una recompensa de
manos de Zai Gan. No tenía sentido arriesgarse a comunicarse con el
precónsul si la conjetura de que el paciente no era un paciente carecía de
importancia, y mucho menos si era falsa.
Chizu se frotó la cadera y frunció el ceño mientras reflexionaba. Podía
imaginar la cara que pondría Zai Gan cuando el precónsul explicara con
facilidad cómo el paciente había llegado a decir algo tan extraño, y cómo
Chizu había roto su silencio sin un buen motivo. Y cuando lo dijera sería
unos ojos ciegos y unos oídos sordos, indigno de la confianza de Zai Gan.
Sí, más valía esperar y continuar al acecho, observando a este Dai Shen y
su confusa cabeza desde la distancia.
Caminó hasta la puerta baja del jardín, la que incluso Yulin, que era muy
bajo, tenía que agacharse para cruzar. El gozne chirrió cuando la Puerta de
los Ocho Sosiegos se cerró con llave tras él.

Cuando cayó el crepúsculo lavanda que hacía las veces de noche, Quinn
comprobó que podía mirar el cielo y contemplar sus fuegos sin forzar la vista.
En el estrecho sector de firmamento situado por encima del techo arbolado, el
brillante cielo era un río que cambiaba constantemente y sin embargo siempre
permanecía. Le tranquilizaba contemplarlo. A pesar del duro comienzo, y de
la muerte del intérprete, sintió un alborozo que apenas pudo reprimir. El
mundo más allá del horizonte del océano, el mundo en el que nadie más que
él creía, existía. Estaba en él. Había vuelto. Su hermano estaría estupefacto.
¿Lo ves, Rob? El universo es más grande y más extraño de lo que creías. Y tu
hermano no es tan extraño como pensabas.
Durmió y soñó con el ser alienígena del pueblo, que le miraba y se
acercaba para estrangularle. Quinn avanzó y se encaró con la criatura, veinte
centímetros más alta que él y con un brazo de un metro de largo. Lo mataré,
pensó. La criatura le miraba con ojos oscuros, imperturbable. Cuando
despertó en medio de la noche que no era noche, trató de recordar qué le
había ocurrido en este lugar. Pero los recuerdos se disolvían cuando trataba
de capturarlos.
Por la mañana, se despertó de repente. Se sentía observado.
Al borde del claro había una mujer. Incluso a esa distancia, su cabello
relucía con la luz de la mañana. Le llegaba hasta la barbilla. La mujer vestía
con la misma chaqueta abombada y de ángulos rectos y el mismo tipo de
pantalones que llevaba Sen Tai. Quinn se puso en pie cuando se acercó, y vio
que era alta para ser una mujer. Ella le miró durante largo tiempo sin hablar.
Quinn dejó que le contemplara, dado que él mismo la miraba sin disimular.
La fuerza de su rostro le añadía años, pero no tenía arrugas; a Quinn le
pareció joven. Su piel era muy pálida, y hubiera parecido calcárea de no ser
por una sutil tonalidad. No pudo decidir si era hermosa, pero sin duda era
llamativa.
La mujer metió la mano en un bolsillo profundo de su chaqueta y sacó
algo, que ofreció a Quinn.
Sus fotografías.
Las cogió. Aunque estaban dobladas y descoloridas, la imagen de
Johanna mantenía su expresión entre juguetona e irónica. Su gesto mostraba
fortaleza, algo que quizá le hubiera hecho falta en este lugar, la fortaleza que
había hecho que Quinn la amara.
—Nahil —dijo. «Gracias». Metió las fotografías en el bolsillo de su
chaqueta. Era una pequeña victoria: había exigido sus fotografías, y las había
conseguido.
La mujer hizo una pequeña reverencia desde la cintura. Entonces dijo en
inglés, con un fuerte acento:
—Me llamo Anzi. Te enseñaré a hablar. Cuando hables palabras lucentes,
abandonarás la jaula. —Señaló el jardín amurallado.
El hombre que podía matarle había decidido instruirle en lugar de eso.
Quizá Yulin había comprendido el mensaje de que los humanos pronto
llegarían. Y que uno de ellos ya había llegado.
—He olvidado vuestras palabras —dijo Quinn.
Anzi asintió.
—Has olvidado. Pronto recordarás. —La mujer le hizo una seña para que
la siguiera y echó a andar.
El toldo arbolado se cerró sobre ellos y oscureció el cielo, lo que les
sumió en un falso crepúsculo. De cuando en cuando la mujer se detenía y
señalaba algo, y pronunciaba la palabra que lo designaba en su idioma.
Pareció complacida cuando Quinn comenzó a repetir los sonidos tras ella.
Quinn señaló el cielo y describió su amplitud con un movimiento de la
mano.
—El Destello —dijo la mujer.
—¿Qué es el Destello?
La mujer frunció el ceño.
—El Destello es… —Dudó un instante, y continuó—: Está por encima de
nosotros.
La solución semántica hizo sonreír a Quinn.
La mujer le imitó, y sonrió con ganas. Entonces la sonrisa se desvaneció,
como si la empresa que les ocupaba fuera demasiado seria. La mujer
comenzó a nombrar cosas más cerca del suelo. Algunas le parecían
familiares.
En una ocasión, cuando la mujer señaló algo, Quinn pronunció su nombre
en la lengua lucente, como la llamaban, sin ayuda. Anzi aplaudió. Quinn
pensó que era extraño que el idioma que estas personas tan parecidas a los
chinos hablaban no fuera chino, o eso le parecía, sino un idioma cuyos
orígenes ni siquiera podía imaginar.
Quinn se detuvo en medio del camino, incapaz de ocultar por más tiempo
la pregunta que tenía en mente. Anzi se giró, esperándole.
—¿Dónde está mi hija?
Anzi no respondió. Para que quedara claro, Quinn sacó la fotografía de
Sydney.
—¿Dónde?
Anzi señaló hacia el muro, un gesto que dio esperanzas a Quinn.
—Hace mucho —dijo Anzi.
—Pero está aquí. Johanna está aquí. —Quinn señaló más allá del muro
del jardín.
—¿Lejos?
—Espera para preguntar, sí, por favor. —Anzi continuó andando, y
Quinn la siguió, tratando de evitar formular nuevas preguntas.
Cerca había una amplia extensión de mantillo. Una serpiente negra de un
metro de largo reptaba alejándose de ellos. Anzi pronunció el nombre del
animal, y añadió, en inglés:
—Como la Tierra, ¿recuerdas?
Le asombró oír esas palabras, aunque sabía que no se encontraba en la
Tierra. Entonces, ¿en qué lugar del cosmos se encontraba?
Quinn hizo otra pregunta.
—¿Dónde estoy?
Anzi le respondió en lucente, y después en inglés.
—El jardín de animales del maestro Yulin.
—No. —Quinn trazó un amplio arco con las manos—. ¿Dónde estoy,
dónde está el maestro Yulin, dónde está el cielo?
Anzi miró al cielo y comprendió. Dijo una frase en su idioma. Después
dijo, en inglés:
—Recordarás. Esto es todo. Esto es todo el universo, el Omniverso, si
prefieres.
El Omniverso. Sí. Eso parecía correcto. Parecía un recuerdo.
—¿Pero cómo puedes tener el mismo aspecto que yo? ¿Cómo puedes ser
humana?
—Os copiamos. Fuisteis copiados. Pudimos elegir qué aspecto tener.
Elegimos… una cultura muy antigua.
—La china.
—Sí. China. Fue un dominio muy importante en otro tiempo, cuando los
lores crearon el Todo. Elegimos esa forma.
De manera imperfecta, pensó Quinn. Han eliminado algunas diferencias,
el contorno de los ojos, el color del pelo…
Anzi continuó:
—También elegimos su cultura, pero la hemos mejorado, como todo es
mejorado en el Omniverso.
—Todo creado por los lores… —repitió Quinn, mirando en torno suyo, a
los árboles, al cielo, a Anzi.
—Sí, claro.
—¿Son ellos las criaturas altas con rostros esculpidos?
La expresión de Anzi pareció adquirir un matiz de alarma.
—¿Recuerdas?
—Vi a un señor, en un pueblo.
—Sí, tarig —dijo Anzi.
Tarig. La palabra parecía adecuada, parecía temible.
—¿Tienen tecnología avanzada, más avanzada que la de mi gente, que la
de la Rosa?
Anzi negó con la cabeza. No comprendía. «Tecnología».
—Ciencia, la manipulación de las fuerzas de la naturaleza.
Anzi asintió; había comprendido.
—Sí. Sus habilidades científicas están más allá de vuestra capacidad.
Ninguno de nosotros comprende su tecnología. Nos enseñan cosas de vez en
cuando. Migajas de su gran banquete. —Anzi levantó un brazo y señaló un
punto entre los árboles—. Está muy lejos. No tengas miedo.
No tenía miedo. Pero recordó, tarig. El rostro, largo y hermoso. Se
agachó y le miró. Sus tendones parecían esculpidos de algún metal semejante
al bronce. Tenía una mano alzada, mostraba cuatro dedos que se
convirtieron en un filo metálico que cortaba el aire frente a él… Dio un paso
adelante y murmuró: «Vas a morir. Todo ha terminado». Entonces se giró y
trazó una patada hacia atrás que golpeó duramente el torso del tarig y le
hizo caer de rodillas al suelo. Frente a él vio cómo sus puños golpeaban a su
enemigo, y se oyó un gran grito semejante al que haría un ave de rapiña…
Anzi estaba frente a él. Parecía preocupada.
—Fui prisionero de los tarig.
Anzi asintió solemnemente, como si eso la entristeciera. Como si fuese
algo horrible.
—Hadenth —continuó Quinn—. Murió. —El nombre de la criatura era
Hadenth. Era un príncipe de los tarig, que cayó a manos de Quinn tras un
suceso terrible.
—No —dijo Anzi—. No murió. Herido. Te recuerda.
El príncipe estaba herido, pero aún sonreía. El recuerdo se desvaneció.
—¿Qué me hizo Hadenth para que quisiera matarle?
Anzi negó con la cabeza.
—Pregunta después, por favor.
—No, dímelo ahora.
El rostro de Anzi se tensó.
—Después. El maestro Yulin dice después.
Quinn la cogió del brazo.
—He dicho ahora.
Anzi se liberó con un rápido movimiento que retorció el brazo de Quinn.
La mujer lo miró con gesto serio.
—Nunca toques a alguien entrenado como guerrero. Te enseñaré a no
hacerlo. —Anzi se colocó en posición de combate. Derribó a Quinn con una
patada rápida como un rayo.
Quinn se puso en pie y se sacudió el polvo. En cualquier otro caso todo
hubiera quedado ahí. Ella era una mujer, y él era mucho más fuerte, lo que le
daba ventaja. Pero no era una situación normal. Le hervía la sangre, y saltó
hacia ella. Anzi pivotó sobre sí misma para esquivarle, sostuvo el brazo de
Quinn y usó la inercia de su ataque para hacerle tambalearse. La fuerza de la
mujer le cogió completamente por sorpresa. Después, Anzi lanzó una patada
que golpeó con fuerza el hombro de Quinn.
Cuando se recompuso de nuevo, Anzi tenía los puños frente a sí,
dispuesta a golpear. Habló con voz imperturbable.
—Aún no peleas. Aún no hablas. No eres libre. Aún.
A pesar de lo insultantes que resultaban esas palabras, tenía razón. Quinn
había perdido ese combate. Eso le exasperaba, pero no podía permitirse
perder el favor de Anzi, pues la necesitaba como fuente de información.
—Dímelo —dijo Quinn—. Dime qué ocurrió. —Anzi le miró con ojos
serios—. Dímelo, y después practicaré tu idioma. No antes. —Quinn
necesitaba aprender el idioma, así que se estaba tirando un farol para
negociar, pero asumió que habían encargado a la mujer que le enseñara, y
podía sacar provecho de eso.
Anzi frunció el ceño como respuesta a su petición.
—Debes aprender camino de obediencia. Todos, incluso el maestro
Yulin, seguimos el Camino Radiante. Aprende obediencia, sí, por favor.
—Creo que mi camino es otro.
Permanecieron encarados durante largo tiempo. El rostro de Anzi seguía
pareciendo de porcelana.
—Tú tienes camino —dijo—. Yo tengo camino. Pero ahora debes
aprenderlo.
Quinn no estaba tan seguro de eso. Quizá estuviera en el Omniverso, pero
venía de la Tierra y seguía su propio camino. Todo eso podía esperar, pero no
conocer su pasado.
—Anzi —dijo Quinn—. Dímelo.
La mujer miró valle abajo, como si el maestro Yulin pudiera oírla. Pero
terminó por ceder.
—Los tarig enviaron a hija de Titus Quinn a una tierra lejana, donde
habitan aquellos cuya felicidad quieren los tarig. Son los inyx, criaturas rudas
que viven en manadas. Se puede montar en un inyx. Y los inyx desean que
seres racionales les monten. Tu hija fue un bonito regalo para los inyx. Los
inyx aceptaron este regalo. Hace mucho. Pero pidieron una cosa para estar
contentos… —Anzi sacudió la cabeza, vacilante.
—Continúa.
—Que debe ser un regalo sin vista. Los tarig lo hicieron. Le quitaron la
vista.
Quinn escuchó las palabras y trató de asimilarlas.
—¿Su vista? —preguntó.
—Es ciega.
Quinn permaneció en silencio.
—¿La cegaron? —dijo, y miró a Anzi, esperando que corrigiera sus
palabras, pero no lo hizo—. ¿La cegaron? —repitió, y susurró—: ¿Cómo?
—No sabemos cómo. Los tarig son cirujanos. Hacen esas cosas. Pero
sabemos que hay jinetes de los inyx que tienen aún sus ojos, pero no vista.
Quinn sintió un rugido nacer en su garganta. Dio una violenta patada a un
pequeño árbol, que se partió en dos con un crujido que retumbó en el bosque
como un disparo. Anzi contempló la escena sin perturbarse.
Esperó mientras Quinn destrozaba más plantas del maestro.
Por fin, dejó reposar la frente sobre el tronco de un árbol que resistió sus
violentas acometidas.
Su dulce hija, su pequeña. Quinn miró al bosque y murmuró:
—Así que ataqué al príncipe tarig.
Oyó a Anzi responder, a lo lejos:
—Eso oímos. Estamos muy lejos de allí.
—¿Y ahora? ¿Sigue Sydney en este lugar? ¿Con los inaks?
—Se llaman inyx. Quizá está allí.
Ahora conseguiría todas las respuestas que necesitaba.
—¿Y Johanna?
Siguió un largo silencio. Quinn siguió contemplando el espeso bosque,
los árboles, las hojas y las jaulas que se ocultaban allí para los animales más
peligrosos. Como él mismo. Aún no sabían cuánto daño era capaz de causar.
—¿Y mi esposa? —repitió.
De nuevo silencio.
Prefirió saberlo cuanto antes.
—¿Muerta, entonces?
—Muerta.
Quinn oyó a Anzi pronunciar esa palabra, quizá en inglés, quizá en su
propio idioma. El temor que había permanecido oculto entre las sombras
salió entonces a la luz. Quinn se apoyó en el árbol y miró a la extraña joven,
tan blanca, tan impasible, que le decía cosas que Quinn no deseaba pero debía
escuchar.
—¿Cómo murió?
Anzi no fue capaz de mirarle a los ojos.
—De tristeza, dicen.
—¿Cómo lo sabes? —susurró.
—Todos lo saben, que murió de tristeza.
Estaba muerta. Lo había estado durante muchos años. Quinn cerró los
ojos. Si eso era cierto, ¿por qué le dolía tanto ahora? Eran viejas noticias,
pero dolía como si hubiera ocurrido ayer.
Quinn miró el bosque en penumbra. Metió la mano en el bolsillo y
toqueteó el papel que guardaba allí. Se llevó la mano al pecho e inclinó la
cabeza.
Sydney ciega, esclavizada. ¿Qué clase de infierno era aquel, en el que
separaban a una niña de su madre y la cegaban? ¿En el que se dejaba a una
mujer morir de pena? Fuera lo que fuera este lugar, había retenido a Sydney
durante demasiado tiempo. Encontraría ese dominio de los inyx. Y llevaría a
su hija de vuelta a casa.
—Lo prometo —susurró—. Sydney, lo prometo.
Vagabundeó por el jardín durante largo tiempo, evitando a Anzi, que le
siguió el resto del día. Cuando llegó el crepúsculo, Quinn durmió en el
interior de su choza, donde la oscuridad era casi total. Se sentía enormemente
desdichado, y durmió intranquilo, con sueños desapacibles.
Anzi lo despertó cuando la luz inundó la choza a través de la ventana.
Quinn abrió los ojos y se preguntó qué había sido eso tan terrible que le había
atormentado mientras dormía. Cuando recordó a Johanna y a Sydney, gruñó y
cerró los ojos para bloquear el dolor.
Su guardiana no lo permitió. Le había traído comida caliente, y retiró la
tapa superior para incitarle a comer. Para contentarla, Quinn cogió un par de
comestibles que parecían seguros.
—Practicamos hablar —dijo Anzi.
Quinn salió de la choza y fue hacia el lago. Mientras se lavaba, oyó un
nuevo sonido, una música discordante. Quizá provenía de la residencia del
maestro, aunque la música parecía muy lejana. En algún sitio, alguien reía y
se oía música. En algún lugar, quizás era Sydney la que reía y oía música.
Vivía, al menos. Se aferró a eso.
Cuando Quinn volvió a la choza, Anzi se puso en pie e hizo una
reverencia. Fue una reverencia extraña. Buena comida, reverencias. Todo
para satisfacer a un prisionero. Quinn recogió las fotografías, que habían
reposado a su lado durante el crepúsculo, y las metió en su bolsillo.
Anzi le observó mientras lo hacía con ojos entrecerrados.
—Ahora hablamos —dijo.
—Hoy no.
—Sí, hoy. —Anzi lo desafió con ojos fieros. ¿Pelearía con él para
convertirle en un buen alumno?
Anzi le hizo señas para que la acompañara.
—Te muestro algo nuevo —dijo.
Quinn dio su intimidad por perdida, y la siguió mientras tomaban una
nueva dirección hacia el jardín. Se oyeron chillidos alienígenas provenientes
del bosque cuando los animales despertaron y exigieron ser alimentados. De
una jaula cercana, oculta por el follaje, les llegó un quejido siniestro y
aullante que no podría haber producido ninguna criatura terrestre.
Anzi caminaba delante de Quinn. Pronunció el nombre de una planta.
Cuando Quinn no repitió la palabra, se detuvo y le miró con severidad.
—Aprendes más rápido, Dai Shen.
—Bien. Me alegra que estés satisfecha.
—No estoy satisfecha. Tú no estás satisfecho. No cuando el maestro
Yulin te tira al lago. —Anzi hizo una pausa mientras le miraba—. Muy
profundo.
—Quizá aprendo lentamente.
—El maestro Yulin aún no ha decidido si te matará. —Alzó un dedo,
como una profesora—. Pero puede que te mata. Si no aprendes.
—Tenía un traductor. Hablaba mi idioma. Yulin le ahogó.
—Desafortunado. —Anzi agachó la cabeza.
Quinn perdió la paciencia al oír ese comentario despreocupado.
—Ahora tu maestro tendrá que esperar a que aprenda lentamente. —Se
sentía abatido por la muerte presente en este lugar. Llevaba aquí muy poco
tiempo, pero ya había tres muertos, y uno de ellos era Johanna.
—¿No amas tu vida, Dai Shen?
Quinn reflexionó. Eso dependía. Hoy no estaba muy seguro.
—¿Por qué me llamas así? —preguntó.
Anzi continuó adentrándose en el bosque. Habló mientras Quinn la seguía
sin demasiadas ganas.
—Puedes tener Un nuevo nombre. Te ocultamos de los lores del Destello.
Dai Shen es tu nombre. Lo ha dicho el maestro Yulin.
Quinn pensó que había dado con un punto débil en la armadura de Yulin.
Si estaba ocultando a Quinn de los tarig, sin duda Yulin se estaba apartando
del camino Radiante. Quizá pudiera explotar ese punto débil.
Llegaron a una jaula alta dentro de la cual pájaros, algunos emplumados y
otros pelados, volaban a perchas situadas en las copas de los árboles.
—Subimos —dijo Anzi, y saltó al primer asidero donde pudo apoyar el
pie. Sin esperarle, comenzó a trepar por la jaula usando las secciones
transversales en las que se encaramaban los pájaros. Quinn la siguió.
—Mantén los dedos alejados —dijo Anzi.
Demasiado tarde. Un pájaro de plumaje ocre trató de picotear su mano, y
falló por poco. Después de eso, Quinn prestó más atención. Por fin, llegaron a
la parte superior de la pajarera, por encima de las copas de los árboles.
Desde allí pudieron contemplar una infinita llanura que Quinn no había
visto antes. Hacia delante y hacia todos lados se extendía una ciudad
grandiosa y densa, en la que quizá vivieran un millón de personas. Por
encima de ella, el Destello extendía su fulgor por todo el cielo. El aroma de la
hierba lavanda le llegó en una ráfaga especiada. La llanura estaba desprovista
de cualquier accidente geográfico, de árboles o de asentamientos a excepción
de la enorme ciudad. Fueran lo que fueran los gigantescos muros grises que
había visto antes, eran invisibles desde allí. La asombrosa vacuidad de esa
tierra inspiraba más una sensación de poder que de aislamiento. Había
muchas tierras para desperdiciar.
Anzi hizo un gesto.
—La gran ciudad del dominio chalin —dijo—. La ciudad Xi de Yulin. —
Se agachó en el centro de la estructura, donde un mástil formaba una cúspide.
Quinn se arrastró hacia ella, posando los pies con cuidado en los puntales.
Había una caída de treinta metros—. Chalin es la gente de este lugar. Fuera
—dijo Anzi, gesticulando en dirección de la llanura— hay muchos dominios,
no todos chalin.
Anzi señaló un edificio de aspecto palaciego incrustado en una colina.
—La casa del maestro Yulin.
Se trataba de un amplio palacio tallado del mismo material entre dorado y
oscuro con que se había construido la choza de Quinn. Su arquitectura se
basaba en formas redondeadas, con tejados en forma de cúpula y pórticos de
medio arco. La hermosa piedra negra del hogar del maestro se convertía en
piedra de relucientes colores marrones y dorados en el resto de la ciudad.
—¿Yulin reina aquí? —preguntó Quinn.
—El maestro reina porque es el deseo de los tarig.
Los ruidos de la ciudad llegaban sin problemas hasta donde se
encontraban, y Quinn oyó la música que había llamado su atención antes.
Anzi señaló una plaza, donde una fila de personas avanzaba en una
engalanada procesión. El Destello hacía relucir platillos alzados e
instrumentos de viento encerados.
—Es día de tristeza, por Caiji, está muerta. Esto es… —buscó la palabra
adecuada— su desfile fúnebre.
Observaron la procesión mientras se adentraba en un espacio abierto que
ocupaban cientos, quizá miles, de personas.
—¿Quién es Caiji?
—Caiji es una de muchas esposas del maestro. Casi la más vieja de las
esposas.
—¿Eres tú también la esposa del maestro?
Anzi pareció sorprendida por la pregunta.
—No, puedes decir sobrina del maestro. Una de muchas sobrinas. La más
joven.
Quinn no tenía tiempo para preguntarse quién era Anzi. Ahora creía saber
por qué Yulin le había enviado a alguien que no hablaba bien el inglés.
Porque confiaba en ella, ya que eran familiares. Yulin no confiaba en su
intérprete. No con las noticias que traía Quinn.
Anzi se puso en cuclillas con facilidad, anclada a la pajarera. La manga
de su chaqueta resbaló cuando se agarró a la peana principal, y dejó ver un
musculoso antebrazo. De perfil, Anzi parecía tener unos veinte años. Pero su
aplomo era el propio de alguien mayor.
—Los tarig vienen a Xi, a veces. Están aquí algún tiempo. Buscan.
—¿Me buscan a mí?
Anzi abrió mucho los ojos.
—No. El señor de los cielos lo evita en su benevolencia.
—¿Qué buscan?
—Los tarig hacen lo que hacen.
—Cuando me tuvieron prisionero, ¿por qué enviaron a mi esposa y a mi
hija lejos?
El rostro de Anzi se tornó apenado, como lo había hecho cuando Quinn
había hablado de su encierro.
—Para controlarte mejor, hemos oído. —Pensó durante un momento, y
continuó:
—Además, mujer e hija son grandes regalos para aquellos a los que
quieren agradar. Y mujer e hija, porque no son académicos, no dicen cosas
interesantes a los lores.
Así que los lores querían académicos e investigadores. A pesar de que
daban la impresión de ser muy poderosos, a Quinn le pareció que a los tarig
les faltaban muchas cosas.
—¿Conocen los tarig la Tierra?
Muy por debajo de su percha en la pajarera, Quinn vio cómo las personas
de la procesión fúnebre lanzaban cosas a la multitud. Algunos niños se
apresuraron o coger esos ofrecimientos.
Quinn continuó:
—Conoces la existencia de la Tierra, Anzi. ¿La conoce también el
maestro Yulin? ¿Y los tarig?
Anzi habló mientras contemplaba la procesión.
—Todos conocen la Rosa. Pero hemos prometido que la Rosa no nos
conocerá. Por eso los tarig quieren matarte. —Anzi miró fijamente a Quinn
—. A menos que el maestro Yulin te oculta bien, y que aprendes a hablar.
—¿La Rosa? ¿La llamáis la Rosa?
—Sí, desde hace mucho tiempo llamamos así. ¿En la Tierra hay una
planta llamada rosa? —Cuando Quinn asintió, Anzi continuó—: No tenemos
plantas de esa forma aquí. Nada parecido a la rosa.
La brisa agitó el cabello de Quinn y trajo hasta su olfato un aroma de
polvo y alimentos cocinados y una mezcla de elementos químicos que podía
ser natural o artificial. La propia Anzi olía como una mujer humana. ¿Era una
mujer, si había sido copiada? Se pasó la mano por el pelo, que había crecido
más allá de su corte habitual. Era, ya lo sabía, del mismo color que el de
Anzi: de un blanco rojizo. El sol no podía teñir todo su pelo de ese color.
Alguien le había modificado para que pareciera uno de los chalin. Quizá
había tenido que ocultarse incluso en su primera visita a este lugar.
—Cuéntame mi historia, Anzi.
Anzi se giró para mirarle. Su rostro estaba apenado.
—Mejor si yo hablo mejor. Cuando se cuenta esa historia.
—Cuéntame esa historia ahora, Anzi. Estoy preparado.
Anzi se agachó en silencio y miró más allá de la ciudad, hacia la llanura.
Quinn odiaba estar pendiente de los caprichos de la mujer, y odiaba el
constante esfuerzo que suponía tratar de recordar. Su pasado estaba enterrado
muy hondo. Se preguntó quién lo había ocultado.
Tras un largo silencio Anzi comenzó a hablar.
—Viniste aquí —dijo. Su voz estaba teñida por un matiz de
remordimiento—.Viniste de la Rosa, al otro lado del velo. Hace mucho
tiempo que conocemos la Rosa, el lugar de la joven muerte, y muchas
guerras. En las… fronteras… nuestros académicos estudian la Rosa. Hace
mucho tiempo. Pero nunca tocamos la Rosa, ni la Rosa nos tocó a nosotros.
Seguían escuchando la música de la procesión desde esa altura, pero
comenzaba a atenuarse a medida que los participantes en el desfile se perdían
de vista. Quinn ya tenía preguntas qué hacerle, pero temía interrumpirla.
Anzi continuó:
—Entonces viniste. En nave. Fue tiempo muy confuso. Los tarig te
querían, y te atraparon. «¿Conoce la Rosa el Omniverso?». Eso preguntaron
los tarig. «¿Qué poder tiene la Rosa?». Es difícil saber qué conoce la Rosa.
Nuestra visión de vosotros es pequeña, como en un cristal roto. Los tarig
esperaban que no nos conocéis, pero, ¿cómo estar seguro? Desean conocer al
enemigo, así que te encierran y te preguntan. Envían mujer e hija lejos para
que hagas lo que dicen. Si piensas que mujer e hija volverán contigo, harás lo
que quieren. —Negó con la cabeza una y otra vez—. Nunca vuelven contigo.
Quinn escuchaba y memorizaba las palabras.
—Los tarig están contentos. Saben que la Rosa es ignorante. No tienen
miedo a la Rosa, porque la Rosa no comprende que existe el Omniverso. El
todo con todas las cosas. Haces lo que quieren. Sigues encerrado.
—¿Cuánto tiempo? —no pudo evitar preguntar.
Anzi tensó los labios y consideró la respuesta.
—Cuatro mil días, es posible.
Cuatro mil días, eso eran casi once años, una cifra muy parecida a la que
siempre había manejado Quinn.
Anzi continuó:
—Entonces una vez golpeas a Hadenth, el alto señor. Nosotros lo oímos,
pero es difícil creer que se puede pegar a un tarig. Así que los tarig te
persiguen. ¿Pero tú vuelves? ¿Vuelves?
Quinn negó con la cabeza.
—No sé lo que hice —dijo—. Creo que volví entonces. No me acuerdo.
—Quinn la miró—. ¿Cómo pude volver?
—También nos preguntamos. ¿Cómo puede desaparecer Titus Quinn de
entre nosotros? Si ha vuelto, ¿cómo ha vuelto y no ha muerto en el espacio
negro? Así que pensé, todos pensamos, que estabas muerto. —Parecía triste
mientras hablaba, y Quinn pensó que quizá no había hecho únicamente
enemigos en este lugar. Anzi continuó—: Oímos que para no rendirte a los
altos lores, terminaste tus días. —Esbozó una sonrisa—. Veo que no es
cierto.
Parecía verdaderamente contenta, lo que emocionó a Quinn, que no lo
esperaba. Quizá se había conocido la historia de su captura, y había quienes
le apoyaban. Lo preguntaría más adelante.
—Así que estuve aquí cuatro mil días. Y después desaparecí… ¿Cuánto
tiempo he estado fuera?
Anzi frunció el ceño, pensando.
—Cien días. No mucho tiempo. Pero suficiente para que nos preguntamos
dónde está Titus Quinn.
Eso probaba que no había una relación constante entre el tiempo de este
lugar y aquel, entre la tierra de Anzi y la suya propia. En la Tierra había
languidecido durante dos años sin su familia. Aquí solo habían pasado unos
pocos meses. Una proporción de siete a uno. Muy distinto de la ocasión en
que la Tierra registró su ausencia en el túnel K como medio año, tiempo que
él había experimentado en el Omniverso como diez años. Una proporción de
uno a veinte.
Realizó el cálculo más importante: su hija tendría ahora diecinueve o
veinte años. Había dejado atrás la infancia. Quinn había sido prisionero de los
tarig mientras su hija se convertía en una mujer.
—¿Por qué no puedo recordar, Anzi?
—También nos preguntamos. —Sonrió de nuevo. Era un gesto
francamente agradable en un rostro que solía permanecer serio—. Pero
recordarás. Nadie puede tener tu pasado, nadie puede robar tu pasado. Lo
recuperarás, sí. —La sonrisa se desvaneció—. Cuando eso ocurre, debes
aprender a perdonar.
—Primero, justicia.
—Debes aprender justicia del Omniverso. Ahora estás aquí, así que debes
aprender nuestra justicia. Comienza con juramento de ser invisibles para
nuestros enemigos, y tú, lo siento, eres uno de ellos. Así lo ven los tarig.
Algunos de nosotros no estamos convencidos de que eres un enemigo. Debes
saber que yo soy una de ellos.
No iba a discutir sobre eso ahora. Había mucha información que asimilar.
Diez años…
—Dai Shen —dijo Anzi, girándose hacia él para recuperar su atención,
que empezaba a dirigirse hacia Johanna y el pasado—. Una cosa debes
aprender. Es importante, creo. Caiji, que ahora está muerta, se mató el día
cien mil de su vida. ¿Entiendes cuánto tiempo es cien mil días?
Tras un cálculo rápido, Quinn dijo:
—Unos trescientos años en la Tierra. —Y añadió—: El tiempo que tarda
la Tierra en viajar alrededor de su sol.
—Sí. Soles. —Anzi hizo una pausa, como si reflexionara acerca de esa
extraña palabra—. No tenemos años, pero sí días, y así contamos. Caiji vivió
tanto como yo puedo vivir, pero tú no verás cien mil años, Dai Shen. Esto
debes saber. Tu vida no es tan larga. Y sin embargo todas las personas de la
Rosa quieren vivir mucho, ¿sí? Así que si vienen aquí están contentos,
porque pueden vivir cien mil días o más. Por eso los tarig os temen. Temen
que robáis nuestro Todo. Que vivís más tiempo.
—¿Realmente vuestras vidas son tan largas, Anzi? Puede que el tiempo
simplemente fluya aquí de manera diferente, y que solo parezca que así es.
Anzi permaneció imperturbable.
—No. Los lores dicen que tu mundo tiene solo vidas cortas: treinta mil
días, no muchos más, de salud y fortaleza. Pero los lores alargan nuestra vida
como privilegio. Algunos dicen que la noche os mata, pero es difícil creer
esto. Es más probable que, como dicen los lores, el Destello nos sustenta.
El Destello. Si era algún tipo de función del Destello, entonces ese era el
motivo por el cual, si los humanos venían, podían llegar a ser depositarios de
la larga vida que Anzi aseguraba que podía encontrarse aquí.
Anzi comenzó a descender en ese momento, y Quinn la siguió. Al pie de
la pajarera, la mujer se giró hacia él.
—Por esa larga vida, entiendes por qué no debes estar aquí. El Primer
Juramento es que debemos ocultar el Omniverso de la Rosa. Romperlo es
morir.
—Creo que ya es demasiado tarde.
Anzi cerró los ojos.
—Eso temo.
—Supongo que el maestro Yulin no quiere a humanos aquí.
—¿Para qué venís con vuestras muchedumbres? ¿Vuestras guerras? No.
—¿Para cruzar? ¿Para acortar los viajes de la Rosa?
Anzi frunció el ceño.
—Creemos que ese tipo de viaje no es posible. Lo siento.
—Yo he viajado hasta aquí. La primera vez por accidente, la segunda vez
deliberadamente. Y regresé. Así que es posible.
—No, es un juego de azar, especialmente al viajar al espacio oscuro,
vuestro universo. Cruzas hacia la Rosa, pero muy probable que acabas en el
espacio oscuro. La mayoría de la Rosa es vacío… ¿Se dice «vacío»? Nadie
sabe cómo elegir lugar de llegada. Ni siquiera el maestro Yulin, ni los
académicos chalin saben esto.
Resultaba muy sencillo asegurar que los viajes seguros no eran posibles,
pero era un asunto que quería discutir con Yulin, no con su sobrina.
Anzi continuó guiándole a través del jardín, mientras nombraba cosas y le
hacía practicar el idioma lucente.
—Aprendes más palabras —dijo—. El maestro Yulin estará contento.
Era incansable. Pero Quinn le estaba agradecido. Necesitaba aprender el
idioma lucente, y rápido. Por el bien de Sydney. Lo necesitaría para llevarla
de vuelta a casa.
Capítulo 9

Así fue como comenzó Todo.


Hace mucho tiempo los tarig vivían en un reino exterior. Fue el primer reino creado,
el Corazón. Solo los lores podían vivir allí, y disfrutaban de su grandiosidad en soledad.
Tras muchos arcones, vieron que se estaba formando un reino en un nuevo lugar.
Observaron mientras el reino crecía y originaba un extenso territorio. Así fue como
nació el Omniverso, una tierra aún estéril y desprovista de las maravillas de la vida.
Los tarig enviaron simulacros, autómatas que no requerían comida o aire, para
explorarla. Los simulacros informaron de todo lo que habían visto. El Omniverso era
una tierra yerma, dijeron. Pero fuera del Omniverso existía otro lugar, en el que había
muchos mundos redondos en aire negro calentado por bolas de fuego. Era la Rosa. Allí
vivían muchos seres racionales y extraordinarios animales, y todos ellos vivían vidas
cortas y llenas de tristeza.
Los tarig decretaron en su benevolencia que el nuevo reino sería sembrado de vida
y seres racionales, pero superiores en todos los aspectos a los seres que vivían en la
Rosa. El Omniverso sería, aseguraban, un reino en el que reinarían la luz y la paz, y
cuyos habitantes vivirían largas vidas. Concedieron los mil obsequios, crearon el cielo y
la tierra y muchos seres racionales basados en formas que habían visto en la Rosa,
tantos como desearon.
Los simulacros pidieron ser creados a imagen de los seres de un dominio de un
mundo menor a los que admiraban. Los lores les concedieron esta petición para
premiar sus servicios, y crearon a los chalin. Después, acompañados de su séquito, los
lores descendieron del Corazón hacia la Rosa, y comenzaron el reinado del Destello.

—Extracto de El Libro de los mil obsequios

Q uinn había descubierto algo sorprendente. Sabía leer.


Anzi le había estado hablando del Omniverso. Le había dicho que era un
hábitat de dimensiones cósmicas, y que el río Próximo, el gran sistema de
transporte, comunicaba esas inmensas distancias. Anzi no supo responder a la
pregunta de cómo funcionaba. Los lores lo sabían. Lo sabían todo. Anzi le
preguntaba continuamente a Quinn si recordaba alguna de esas cosas. Quinn
no recordaba nada.
Mientras consideraba estos imponderables, Quinn pidió libros. Cuando,
en su lugar, recibió pergaminos, abrió uno de ellos. Las letras formaban
palabras, palabras que conocía.
Podía leer el idioma lucente. El efecto fue asombroso: Quinn casi
enmudeció cuando comprobó que las palabras de los pergaminos adquirían
significado.
Cuando Anzi y él hubieron comprendido esto, Quinn comenzó a leer
textos sencillos y libros de niños. Devoraba las palabras y el conocimiento
que encerraban, y se enfrascaba en la lectura de elocuentes pergaminos con
narraciones impresas.
Tras día y medio de lectura, cayeron las barreras, y el idioma hablado
llegó a el, al principio renqueante, y después de golpe. Podía entender a Anzi
cuando esta hablaba el idioma lucente. No entendía todas las palabras, pero la
mayoría de ellas estaban a su alcance. Anzi hablaba tan rápido como podía,
con los ojos muy abiertos, y Quinn no dejaba de repetir: sett, sett. Sí.
Quinn apenas podía conciliar el sueño, y paseaba por el jardín de Yulin
inquieto, mientras trataba sin éxito de trabar conversación incluso con los
vigilantes del zoo. Todos ellos le evitaban, e incluso evitaban mirarle. Quinn
volvió a centrar su atención en los pergaminos y leyó todo lo que pudo
encontrar relativo a las fronteras, en las que, al parecer, la barrera entre el
Omniverso y la Rosa era delgada, y donde, como había dicho Anzi, podían
realizarse observaciones. Los pergaminos apenas apuntaban la posibilidad de
que alguien llegara a atravesar esa barrera, pero parecía el lugar más lógico
para pasar de un lado a otro. Podía imaginarlo. Casi podía recordarlo. El
secreto de las fronteras era lo que Stefan Polich ansiaba, pues podría
proporcionar un camino hacia las estrellas. Quizá fuera así pero, por encima
de todo, proporcionaría un camino de vuelta a casa para Sydney.
Hablar le resultaba más difícil que leer. Debía confiar en sus posibilidades
para hacerlo. Conquistó esa confianza gracias al rostro de Anzi, a la emoción
que la embargaba cuando le oía usar el idioma lucente.
Quinn deseaba saber cómo percibían los chalin el universo y conocer las
leyes físicas que lo gobernaban, y para ello pidió libros de ciencia y
matemáticas. Su vocabulario no era suficiente para asimilar los complicados
textos. En cualquier caso, no parecía que la ciencia de los chalin tratara de
explicar las cuestiones fundamentales: qué era el Omniverso, qué eran sus
muros y su cielo y qué hacía que funcionaran. Cómo podían existir.
Pero la vasija se había roto. Practicó el idioma y, mientras lo hacía,
recuperó retazos de memoria.
Un anciano de nariz aguileña, inclinado y escribiendo con una pluma.
Un océano plateado por debajo de él mientras miraba hacia abajo desde
una plataforma.
Un enorme pájaro sobre el que cabalgaba mientras el animal volaba y
rogaba por su libertad.
Sus manos colocadas sobre un muro reluciente, pidiendo ser liberado.
Los recuerdos daban lugar a nuevas preguntas.
—Conocí a un anciano —le dijo a Anzi—. Un académico chalin. —El
rostro había adquirido enfoque gradualmente en su memoria. Era alguien a
quien conocía bien.
Anzi asintió, tras corregir la gramática de Quinn.
—¿Quién es el anciano, el académico?
—Quizá el académico Bei —respondió Anzi—. Dado que conocía tu
idioma, los tarig le usaron para interrogarte. En el pasado había ostentado un
puesto importante, pero cuando huiste, oímos que cayó en desgracia. Se retiró
a una frontera lejana.
Quinn trató de recordar algo más. Bei estaba allí. Una y otra vez.
—No dejo de ver su rostro y de oír sus palabras.
—Esa fue tu vida durante un tiempo: interrogatorios. Los lores se
preguntaban por qué habías aparecido. Y qué sabías.
—Bei era mi enemigo, entonces.
—Es difícil decir quién es enemigo y quién amigo.
No para Quinn. Por lo general, no tenía ninguna duda al respecto.
—¿Por qué es difícil? —preguntó.
Anzi habló en un susurro, y miró a otro lado.
—A veces ocurrió que algunos que tenían buenas intenciones no actuaron
bien. Lo siento.
Anzi no tenía mucha información a ese respecto. No había estado en la
Estirpe.
Quinn era el único que podía acceder a su propio pasado en su totalidad.
Quizá ese pasado acabaría surgiendo, como lo había hecho el idioma. Pero el
asunto de Bei encerraba aún algunos secretos, de eso estaba seguro.
—¿Sabes qué ocurrió entre Bei y yo? ¿Fue algo peor que los
interrogatorios?
—En verdad, Dai Shen, no lo sé.
Sin embargo, Quinn progresaba tan rápidamente que, durante la comida
al mediodía, Anzi dijo:
—Pronto podrás dejar el jardín de animales del maestro, Dai Shen.
—Ya estoy listo para marcharme.
—Eso debes de pensar, Dai Shen —dijo Anzi, y sonrió—. Pero debes ser
más perfecto si no quieres llamar la atención. —Quinn había aprendido
algunos protocolos que utilizar cuando se encontrase cerca del maestro Yulin,
así como sus títulos y los nombres de sus esposas. Anzi había tratado de
peinarle el pelo de manera que formara una coleta o moño, para que pudiera
entrar en palacio sin llamar la atención, pero su pelo era demasiado corto aún.
—¿Soy un chalin tan extraño?
—No diría «extraño», Dai Shen —dijo Anzi enfáticamente—. Pero
necesitas ser más perfecto.
—Quizá no pueda ser más perfecto ya.
Anzi le miró de soslayo.
—No será suficiente para los que te vean cometer un error. Tendrían que
ser destruidos.
—Pero incluso los jardineros saben que estoy aquí. No podéis matar a
todo el mundo.
Anzi negó con la cabeza y dijo:
—Oh, pero los que vigilan estas tierras deben morir.
Quinn miró hacia el bosque, donde cuatro o cinco sirvientes le habían
alimentado a él mismo y a los animales en silencio durante los últimos días.
—¿Vais a matar a esos hombres?
Anzi debió de notar que la expresión del rostro de Quinn había cambiado,
y también ella mudó el gesto.
—El maestro Yulin debe ocultar tu identidad de los altos lores. Recuerda
que atacaste a lord Hadenth. Si llegara a descubrir que te ocultas aquí… Es
necesario que los sirvientes guarden silencio.
Quinn negó con la cabeza. Se estaba cansando de las sentencias de muerte
de Yulin. Aún recordaba las burbujas de aire que emergían a la superficie del
lago mientras Sen Tai exhalaba su último aliento, encadenado al fondo
embarrado del lago.
—¿Por qué no alejasteis a los vigilantes del jardín, si verme significaba la
muerte para ellos?
—¿Quién alimentaría a los animales entonces?
—¡Podría alimentarles yo mismo, por el amor de Dios!
—Tenías cosas más importantes que hacer.
Quinn se puso en pie y se alejó a grandes zancadas de Anzi, tratando sin
éxito de mantener la paciencia. Se giró hacia ella.
—Llévame con Yulin. Estoy harto de esperar. Dile que no me agrada el
asunto de los jardineros.
Anzi también se puso en pie. Las comisuras de los labios le temblaban a
causa de la rabia.
—A nadie le agrada tener que matarles. ¿Crees que nos resulta fácil
matar? I s todo por ti.
Quinn la miró mientras trataba de asimilar las diferencias culturales que
le parecían tan atroces y que Anzi encontraba perfectamente normales.
—Dile que si los jardineros mueren, no hablaré una palabra más en
lucente.
—¿Así que ahora amenazas al maestro?
Quizá demostrar rebeldía serviría para atraer la atención de Yulin.
—Dile que ya estoy harto de muertes. —Era cierto.
Anzi se incorporó lentamente e hizo una reverencia.
—Le haré llegar tu petición.
—Será mejor que le hagas llegar algo más que eso.
Anzi frunció el ceño y se marchó. Quinn no estaba seguro de hasta qué
punto podía presionar a Yulin, que estaba acostumbrado a la obediencia
ciega. Pero aún no lo había matado. Debía de haber un motivo, aunque fuera
uno minúsculo. Quinn contempló el jardín y buscó con la mirada a los
jardineros. Ahora comprendía sus reservas.
Cuando Anzi regresó algo después, Quinn supo por la expresión de su
rostro que Yulin no había cedido.
Quinn consideró la posición en la que se encontraba para negociar. Era
terriblemente endeble. Aun así, se encontró a sí mismo caminando hacia la
orilla del lago. Cuando llegó, subió al bote y navegó con ayuda de la pértiga
hasta el centro del lago, llevando un pergamino consigo. Pretendía
permanecer allí el tiempo necesario. Anzi estaba en la orilla, y trataba de
persuadirle o recriminarle a intervalos regulares.
—¡Dai Shen, no tienes comida!
—Dai Shen, el maestro no está contento contigo. Deberías desear
agradarle.
—Dai Shen, estás echando a perder todo lo que estoy haciendo por ti.
Eres muy ingrato.
El Destello languidecía y se iluminaba, arrancando imágenes exóticas de
la superficie del lago. Quinn permaneció en el bote sin responder a Anzi. A
veces sentía frío, y deseaba haber recordado traer una manta de la choza. De
vez en cuando una carpa naranja husmeaba la superficie junto al bote, y a
Quinn se le ocurrió atraparla para comer, pero no le gustaba su olor.
Regularmente veía a un jardinero junto a la maleza, en la orilla del lago. Era
el que cojeaba, pero en cuanto Quinn lo miraba, el hombre desaparecía. Era
demasiado tarde, claro: el maestro del dominio ya había ordenado que el
hombre muriera.
Para matar el tiempo, Quinn leía el pergamino que había elegido, uno que
describía un lugar llamando Ahnenhoon, donde había estado prisionera
Johanna. Había sido el escenario de una guerra con una raza de seres
racionales llamados paion, guerra que aún continuaba tras seis arcones. Supo
instintivamente que seis arcones equivalían a unos mil años en tiempo de la
Rosa. Esa interminable guerra se había cobrado muchas vidas, muchas de
chalines, y también de numerosos inyx, las criaturas que vivían en manada y
cuyos jinetes debían ser ciegos.
—Jinetes ciegos —dijo en la lengua lucente. Al hablar en voz alta le
resultaba más sencillo progresar con el idioma. Practicó lo que le diría a
Yulin. Cómo solicitaría la libertad de los jardineros, y la suya propia. Era el
momento de obtener ambas cosas. Tener el idioma a su disposición, y poder
hablarlo con fluidez, le provocaba un extraño regocijo. Obligaría a Yulin a
escucharle, y le convertiría en un aliado en lugar de un guardián. Podía
hacerse, y Quinn creía que conocía el modo.
Cuando el tercer día se iluminaba, Anzi se acercó a la orilla con un
montón de tejidos de seda sobre el brazo.
La ropa que usaría Quinn para entrevistarse con Yulin.
Mientras remaba de vuelta a la orilla, trató de no sonreír. Anzi, en
cambio, sonreía. Quinn pensó que la muchacha sabía aceptar la derrota con
elegancia. Y pensó que estaba empezando a comprenderle.
Ya en la orilla, ató el bote y comprobó con agrado que también le
esperaba una canasta llena de comida y una humeante cazuela de oba. Las
ropas que Anzi le había traído eran similares a las que había llevado
anteriormente: una chaqueta angulada y pantalones de cintura alta. Sin
embargo, eran de color verde musgo con costuras de hilo rojo, colores que
Anzi lucía en ocasiones.
Metió las fotografías en uno de los bolsillos de seda. Estaba preparado.
Anzi le miró de soslayo; sonreía, aunque no le agradaba lo que Quinn
había hecho.
—Eres testarudo —dijo mientras le entregaba un pequeño sombrero
cuadrado para que ocultara su pelo, demasiado corto.
—Sí. —Se lo habían dicho muchas veces, pero él prefería llamarlo
firmeza. Una vez que se marcaba un objetivo, no se le disuadía con facilidad.
Pero Anzi, al igual que la cuñada de Quinn antes que ella, deseaba que Quinn
fuera más flexible, que atendiera más a razones, o al menos a sus razones. De
todas las mujeres que había conocido, Johanna era la única que le amaba tal
como era.
Caminaron hacia una puerta extrañamente pequeña, que Anzi abrió
tocándola con la mano. Quinn se agachó y la atravesó.
Chizu les observó mientras se aproximaban a la Puerta de los Ocho
Sosiegos. Miró con especial interés a Ji Anzi, la adorable sobrina del gordo
maestro. Caminaba con una atlética elegancia, y su cabello oscilaba justo por
debajo de su barbilla. Chizu deseó ser ese cabello para acariciar su rostro.
Cuando Dai Shen hubo atravesado la puerta, Chizu salió de los arbustos
para llamar la atención de Anzi. Hizo una profunda reverencia.
Anzi frunció el ceño y asintió sin prestarle atención, rompiendo en
pedazos la ilusión de Chizu, que había llegado a pensar que, dada su belleza,
estaría dispuesta a derramar un momento de esplendor sobre él, a pesar de lo
insignificante que era, si hacía una reverencia lo suficientemente profunda.
La puerta se cerró con un chasquido tras ella. Chizu sintió una
desagradable sensación en el estómago cuando desapareció.
¿Así que eres demasiado importante? Demasiado buena para un sirviente
de segundo rango, que ni siquiera merece una reverencia decente. El lisiado
sirviente de segundo rango, que solo vale para mear en los árboles y llevar
cubos de sobras. Sí, Ji Anzi, eres demasiado buena, ahora que te has
convertido en la tutora del soldado herido que no es soldado.
Chizu tomó una determinación. En el consuelo de la venganza encontró
un refugio para el desaire sufrido. Haré más difícil tu vida, joven dama,
pensó. Sí, informaré al hermano de Yulin de algunas de las cosas que he
visto. Entonces os tocará a ti y a tu obeso maestro hacer reverencias.

Quinn estaba frente al maestro Yulin en el Pabellón de las Esposas, una


amplia estancia de muros tallados con diminutas pautas que representaban a
un animal parecido a un oso, el icono de Yulin. Al lado del maestro se
sentaba Suzong, su esposa favorita, y una de las más antiguas. Llevaba una
túnica de seda roja que hacía que su piel pareciera pálida como el vientre de
un pez. El fulgor del día se derramaba por el suelo a través de un porche
abierto, y dibujaba un halo de luz a la espalda de los asientos de Yulin y
Suzong.
—Has aprendido a hablar —dijo Yulin a modo de saludo. Su voz era un
gruñido vibrante, y parecía capaz de derribar a un beku en combate. A pesar
de su briscada túnica, Yulin le recordaba a Quinn al robusto y pesado animal
de carga en el que había cabalgado el primer día de su regreso.
—La lengua lucente es una de mis lenguas ahora —respondió Quinn. Se
había inclinado ante Yulin, pero no pensaba arrastrarse. Había evitado decir
«Aquel que Brilla» o algún otro de los títulos honoríficos de Yulin.
—El solicitante lee pergaminos para niños —dijo Suzong para ponerle en
su lugar.
—Sí. A pesar de que soy tan estúpido como un beku.
Suzong mostró sus dientes de conejo durante un instante cuando sonrió
abruptamente.
—He sabido —dijo Yulin— que has pedido que se perdone la vida de los
jardineros. Pensaba que tus superiores humanos tendrían cosas más
importantes de las que preocuparse.
—Y así es. Es una petición personal, maestro Yulin. —Era uno de los
motivos por los que había insistido en regresar a este mundo solo, sin un
acompañante enviado por Minerva.
—¿Te satisfaría sufrir la muerte lenta a manos de lord Hadenth?
—Nadie quiere morir. Yo no quiero, y vuestros sirvientes tampoco. No
me agrada ser la causa de la muerte de los jardineros. —Quinn miró a los
ojos a Yulin—. Quizá la muerte significa más en mi tierra que en la vuestra.
—Tomar una vida larga es más que tomar una vida corta —murmuró
Yulin.
—Entonces, dejad que vivan, maestro Yulin. No me conocen. Para ellos,
solo soy Dai Shen, que sufrió una herida en la cabeza.
—Que permaneció en el jardín de palacio por algún extraño motivo.
Quinn extendió las manos.
—¿Quién puede saber lo que decidirá, en su sabiduría, Aquel que Brilla?
Yulin soltó una sonora carcajada cuyo eco retumbó en la sala. Suzong
acariciaba su collar, que resultó ser un pequeño animal encogido alrededor de
su cuello. Dos ojos vivos parpadeaban en el peludo rostro.
Yulin se puso en pie y abandonó las dos piedras talladas sobre las que sus
pies habían estado reposando.
—Astuto, Dai Shen, pero no convincente —dijo.
Caminó hacia Anzi con movimientos gráciles para alguien tan pesado.
—¿Cuál es tu opinión, sobrina?
Anzi no vaciló.
—Un acuerdo, tío. —Cuando Yulin asintió, Anzi continuó:
—Deja que los jardineros vivan para siempre en el jardín y no tengan
contacto con otras personas. —Miró a Quinn—. Nada de muertes.
Yulin se enderezó y miró Anzi con toda la intensidad de que fue capaz.
—Así será —dijo.
Quinn frunció el ceño.
—¿Una vida en prisión?
Yulin alzó un dedo a modo de advertencia.
—Es mi última palabra acerca de los jardineros —dijo.
Suzong murmuró algo y extendió el brazo para coger una taza. Sorbió
sonoramente mientras su collar volvía a dormirse.
Anzi miraba a Quinn enfáticamente, pero este consiguió decir:
—Gracias, maestro Yulin. —No era suficiente, pero era una mejora—.
Ahora podemos discutir asuntos más importantes.
—Asuntos —repitió Yulin—. ¿Y cuáles son esos asuntos? —Se giró
acusadoramente hacia Anzi—. ¿Acaso no tengo mis propios asuntos
pendientes, para que me importune con los suyos este hombre?
Anzi se apresuró a tirar de la manga de Quinn, tratando de evitar que
continuara.
—Antes no dijiste nada de ningún asunto —murmuró.
—Mi hija es un asunto. —Quinn se giró hacia Yulin—. Ayudadme a
encontrarla.
¿Acaso esperaban Anzi y Yulin que hubiera olvidado por qué había
venido aquí?
El rostro de Yulin permaneció impasible, y su delgado bigote encuadró
una desdeñosa mueca. La hija de este hombre no podía tener importancia
para el maestro de este dominio. Ni la piedad ni las amenazas podrían
convencerle. ¿Con qué podría amenazarle un prisionero?
Pero Quinn no era tan solo un prisionero. También era un emisario: un
emisario de la Rosa, si osaba adueñarse de ese título. Y osaría. ¿Quién más
podría hablar en nombre de su mundo? Stefan Polich no, y tampoco Helice
Maki. Habían quedado atrás. Únicamente Titus Quinn había llegado hasta
este lugar, solo, como había deseado. Y había llegado con un enérgico
mensaje: «los humanos vendrán». Desde su primer enfrentamiento con Yulin
en el lago, Quinn había comprendido que ese mensaje era su única arma en
este lugar.
Ahora utilizaría ese poder para doblegar a Yulin.
—Maestro Yulin, dama Suzong —comenzó—, me habéis acogido en
vuestro palacio y me habéis enseñado vuestro idioma. Por esa razón, estoy
agradecido. Ha sido un buen comienzo. —Había sido un comienzo
desagradable, y esperaba ser capaz de compensar al obeso maestro por el
tiempo que había pasado en la vasija y por la muerte de Sen Tai, el traductor.
Pero aún no.
—Mi gente me ha enviado aquí —continuó Quinn— para llevar a la niña
de vuelta a casa. Este es el asunto que debemos tratar. Es la primera
condición para que haya paz entre nosotros. Los tarig no ofrecieron camino
alguno hacia la paz, así que acudo a vos. Sé que no será fácil, y tampoco
seguro. Requiere romper la ley tarig que prohíbe el contacto.
»Esa ley ha dejado de ser útil. He venido aquí dos veces, y otros vendrán
después de mí. Los humanos vendrán. Aunque no queráis escucharme más,
escuchad esto al menos. Quizá llegue el día en que os consideréis afortunado
por haber sabido esto antes que vuestros enemigos. —No sabía quiénes eran
los enemigos de Yulin, pero estaba seguro de que tenía algunos.
»Para devolver a la niña sana y salva a su hogar, debo aprender el camino
de vuelta, y solo vos en todo el Omniverso podéis conocerlo. Si la llevo de
vuelta sana y salva, eso demostrará que mi gente puede viajar a y desde
vuestra tierra, y también que podemos atravesar grandes distancias en el
universo de la Rosa. Así que la niña y las rutas de transporte están
entrelazados. Si me ayudáis, demostrareis vuestra amistad.
—¿Amigo de la Rosa? —Yulin negó con la cabeza—. Debemos caminar
hacia el río Próximo con los bolsillos llenos de piedras.
—Si no obtengo ayuda aquí, tendremos que buscarla en otro dominio.
Yulin y Suzong se miraron por un instante.
—¿Cómo puede el Omniverso proporcionar transporte a la Rosa? —
murmuró por fin Yulin.
—Cuando volví a casa la primera vez —respondió Quinn—, llegué a un
mundo muy alejado de la Tierra.
—Ah, sí. Mundos. Bolas de tierra en el aire, desperdigadas a lo largo de
grandes distancias. He oído hablar de ellos. Deseas llegar a uno de esos
lugares con la pequeña hija cuando te marches.
—Mis superiores desean conocer esas rutas. Es su condición para
establecer una alianza.
Suzong se inclinó hacia delante. Su collar tenía los ojos verdes muy
abiertos.
—¿Qué tipo de aliados serían los humanos? —preguntó—. ¿Qué podrían
ofrecer unos seres tan fugaces a un inmortal?
Quinn se giró hacia ella y vio a una irritable y vieja consorte que estaba
prestando más atención de lo que parecía. Quinn agradeció su intervención, a
pesar del evidente desdén con que fue realizada, puesto que le dio una
oportunidad para exponer sus razones.
—Riqueza —respondió—. Comercio. Poder. Sois la señora de un
dominio que interesará a los humanos. La gente chalin es parecida a los
humanos en cuanto a temperamento y naturaleza. Su llegada supondrá
oportunidades de comercio, y solo será el principio.
Se giró hacia Yulin y siguió hablando:
—Mi gente ya conoce el camino de ida. Ese conocimiento no puede
encerrarse en una vasija.
Yulin se atusó el bigote con una mano enjoyada.
—¿Crees que los lores no son capaces de encerrar a tu gente en una vasija
si lo desean?
Suzong observaba al hombre de la Rosa, atenta a cada uno de sus gestos y
sus palabras. Era el primero que había llegado al Omniverso. El primero en
golpear a un señor tarig y sobrevivir. Había regresado a pesar de las escasas
posibilidades de hacerlo, y ahora estaba frente a ellos. Habría que tenerle en
cuenta. Su gente nunca sería disuadida. Entrarían en el reino, lentamente o
todos a la vez, y este hombre era su sirviente. Los humanos llegarían, sin
duda. ¿Cómo lo harían? Claro, por las fronteras. Y una vez allí, seguirían
llegando, y entonces serían los chalin los que hicieran peticiones a los toscos
seres de la Rosa. Sería mejor hacerse amigo de los invasores, obtener un
beneficio estando tan cerca del desastre. Su esposo pensaba que, cuando las
cosas cambiaban, era el momento de retirarse. Yulin se había pasado la vida
retirándose hasta ser un prisionero en su propia casa, temeroso de la ciudad,
temeroso incluso de sus familiares. Si no hubiera sido por Suzong, habría
compuesto hacía tiempo el epitafio que ondearía en su bandera fúnebre, y ese
inútil de Zai Gan ocuparía su puesto.
Más allá de la terraza al aire libre, la ciudad se extendía, la ciudad
ancestral de los chalin. Hoy, esa visión se le antojó a Suzong minúscula. Los
lores brillantes habían concedido a Yulin el gobierno del dominio, y a cambio
Yulin era leal. Pero si se rascaba la devoción de la superficie, se podía
encontrar ausencia de coraje. No era de extrañar que pareciera un hombre
aquejado de estreñimiento. Debía decidir si iba o no a ser un traidor.
La puerta de ida y vuelta a la Rosa estaba abierta; este hombre, Titus
Quinn, la había dejado entreabierta, por así decirlo. Ahora, Suzong debía
contemplar como Yulin trataba de mantener esa puerta cerrada en vano con
su peso. Cuando hubiera terminado de empujar, quizá Suzong tendría una o
dos sugerencias que hacerle.
Una lánguida brisa proveniente de la terraza abierta trajo consigo un
aroma de polvo caliente y dientes de ajo mezclado con la esencia de un
millón de personas.
Quinn sabía que esta ciudad, y su misma existencia en un universo
imposible, era un emblema de poder. Los tarig habían creado este universo.
Pero, a pesar de todo su poder, los tarig tenían miedo. Tenían miedo de que la
Rosa llegara a saber de ellos. Nos temen, pensó con creciente confianza. Los
tarig eran, de algún modo, vulnerables.
La pregunta que había hecho Yulin seguía sin ser respondida. «¿Crees
que los lores no son capaces de encerrar a tu gente en una vasija si lo
desean?».
—No —respondió Quinn por fin—. Los lores no pueden contenernos. Lo
saben, y por eso nos temen. Por ese motivo han evitado que supiéramos los
unos de los otros durante tanto tiempo. Porque tienen miedo.
Quinn hizo una pausa y comprobó que se había ganado la atención de
Yulin. Y también la de Suzong. Era obvio que la idea de que los tarig
pudiesen temer a alguien era totalmente nueva para ellos, y también muy
atrayente. Podría haber asegurado que Yulin estaba considerando en silencio
si debía arriesgarse.
Cuando llegó, la respuesta de Yulin fue un retumbante murmullo:
—¿Qué quieres de mí?
—Dejadme en libertad. Sed mi aliado.
Yulin negó con la cabeza.
—¿Libre? ¿Libre para buscar a tu hija? Los lores te encontrarán, como
hicieron la primera vez. Caerás a sus pies, y yo caeré contigo.
—No. No fracasaremos. Os asegurareis de ello.
Aquel que Brilla clavó una siniestra mirada en Quinn, y después dijo:
—Puedes rescatar a tu hija de los inyx, aunque es imposible imaginar
cómo, pero no podrás volver. No existen escapatorias rápidas a través de los
velos. Mientras esperas, los tarig te perseguirán con todo su poder.
—Como hicieron la última vez. Y fracasaron.
Yulin bufó.
—Ningún hombre puede ganar a este juego dos veces —dijo—. Esto es lo
que creo: intentarás rescatar a tu hija del dominio de los inyx. Darás un
traspiés; uno pequeño quizá, pues no todos los desastres son originados por
grandes errores. Entonces te descubrirás, y descubrirás que te escondí en mi
jardín. —Yulin se giró hacia Anzi—. Se quedó entre nosotros por ti. Ahora,
sobrina, ya ves los problemas que eso ha traído.
Anzi apartó la mirada ante la regañina.
Quinn la miró.
—¿Por ella? —preguntó—. ¿Qué queréis decir?
Yulin se mesó la barbilla y dijo:
—Algunos tienen en muy alta estima a los humanos. Anzi es una de ellos.
Quinn miró a Anzi y se preguntó cuánto se había arriesgado por él.
—Le pareces sorprendente —murmuró Yulin—, como a un inútil
investigador que mira a través del velo, esperando echar un vistazo a la
antigua raza. —Miró a Quinn—. Sí, tu raza es antigua, pero los tarig son aun
más antiguos, como sabe cualquier niño.
—Lo sé, maestro Yulin. Por eso necesito vuestra ayuda. Cuando me
marche de aquí, tendré que hacerme pasar por un chalin, y podéis enseñarme
cómo hacerlo. Si sois mi aliado, ayudadme. Y si sabéis cómo cruzar hacia la
Rosa, decídmelo.
Yulin agitó la mano, desdeñoso.
—Cruza y muere. No puede conocerse el punto de llegada de antemano, y
bien puede ser la oscuridad eterna. —Alzó una mano para interrumpir la
protesta de Quinn. Entonces, se puso en pie e hizo una seña a Suzong para
que se uniera a él, y ambos caminaron hacia la terraza. Quinn y Anzi les
siguieron.
Allí el Destello brillaba esplendorosamente, y parecía una reluciente tapa
que cubría el mundo.
—Contempla mi mundo —dijo Yulin, mientras extendía los brazos
mostrando la ciudad de Xi—. Vivimos en paz, unos junto a otros, a
excepción de una guerra que ocurre muy lejos. Disfrutamos de todas las
comodidades que podemos imaginar. Ahora, me pides que lo eche todo a
perder por la promesa de una alianza con gente a la que nunca he visto.
Sí, ese era el dilema de Yulin. Era obvio para Quinn que no era un
hombre al que gustase correr riesgos, y buscaba desesperadamente una
solución.
—Pero vendrán igualmente —murmuró Suzong junto a su esposo. Su
collar se había movido y rodeaba más estrechamente su cuello, como una
soga de terciopelo.
Yulin se giró y miró a Quinn con ojos atribulados.
—¿Solo por viajar? ¿Es esa su gran esperanza?
—Para poder viajar libremente, sí.
Yulin contempló la ciudad y pareció verla invadida por fugaces humanos.
—Viajar demasiado puede terminar siendo fatal —dijo.
—La vida termina siendo fatal, antes o después.
Yulin sacudió la cabeza.
—No sé nada de cómo cruzar al otro lado. He respetado los juramentos.
Quizá otros… investigadores, traidores. —Miró a Quinn—. Pero sin duda
seguirás buscando. No hay modo de detenerte. —El maestro suspiró; parecía
dar por imposible razonar con su invitado—. El futuro está cambiando.
Suzong se acercó a él.
—Siempre ha sido así —dijo—. Los muros del jardín, esposo mío, solo
fueron un refugio temporal.
Yulin estaba encaramado a ese muro y necesitaba que le dieran un
empujón. Quinn decidió poner todas sus cartas sobre la mesa. Había estado
estudiando durante una semana. ¿Qué sabía de los chalin? ¿Y del
Omniverso? Pero tenía más conocimientos de los que podía utilizar en un
razonamiento lógico.
Se permitió hablar con el corazón en la mano:
—Puede que obtengáis un nuevo futuro para vuestra gente. Los tarig
crearon este mundo. También os convirtieron en sus subordinados. Os exigen
que combatáis en la Larga Guerra contra los paion en Ahnenhoon. ¿Por qué
no detienen los tarig, con todo su poder, la Larga Guerra? Porque tienen poco
que perder. No combaten, pero exigen que los dominios envíen miles,
decenas de miles de soldados.
—Que mueren —dijo Yulin.
—Sí —dijo Suzong—. Mueren muchos, y jóvenes. Nuestros jóvenes
guerreros, el orgullo de nuestra tierra. —Los brillantes ojos ámbar de Suzong
parecían joyas iluminadas por el reluciente fulgor del sol.
Siguió un tenso silencio. Anzi parecía temerosa de moverse, como si no
quisiera llevar la conversación a un terreno equivocado. Quinn había atraído
la atención y la imaginación de Yulin y de Suzong. Había encendido la
mecha. Había seguido una arriesgada línea de razonamiento. Era cuanto
podía hacer, dada su ignorancia. Quizá fuera cierto que los tarig eran
invulnerables. Pero aunque lo fueran, Quinn les utilizaría, utilizaría a Yulin,
para recuperar lo que era suyo.
—¿Hasta dónde llegarían los chalin si se les permitiera decidir, si se les
diera la oportunidad de dirigir su vida? —Quinn estaba lanzado—. Tenéis
comodidades, maestro Yulin, pero no sois libres. —Desesperado, se giró
hacia Suzong. No todos se acobardaban ante los lores brillantes. Yulin era
leal, pero Suzong les odiaba, sin duda. Quinn le dijo a la mujer—: ¿Queréis
servir a los tarig el resto de vuestros días?
Yulin aguardó la respuesta de su esposa al desafío de Quinn, y Anzi la
contempló con los ojos muy abiertos.
La boca de Suzong tembló.
—¿Servirles? —susurró—. ¿Quién querría apartar excrementos de beku
con una pala? —Y añadió, con una animada sonrisa—: ¿Por qué, si uno
puede domarlos y cabalgar en su lomo?
Yulin había permanecido inmutable como una roca, y había contemplado
a su esposa favorita con ojos entrecerrados. Quizá estaba pensando en las
riquezas y el comercio, en lugar de en la derrota de los tarig. Pero aunque así
fuera, quizá eso bastara para contar con su ayuda.
Por fin, Yulin asintió:
—Que así sea, pues.
Quinn asintió. Sí. El jardín ya no puede protegerte más. Por muchas
mentiras que haya dicho, eso es cierto. Eufórico, miró furtivamente a Anzi,
que le devolvió una mirada con un perturbador matiz de adoración.
Yulin parecía excitado ante la determinación que había tomado.
—Encontraremos a la niña. Y la enviaremos de vuelta a casa —dijo en
voz baja, como si tratara de que los lores no le oyeran.
Una sonrisa casi imperceptible jugueteó en las comisuras de los labios de
Suzong, y Quinn pudo por fin respirar.

Fue entonces cuando comenzó su entrenamiento, esa misma tarde. Anzi le


guió hasta un pequeño patio de suelo de arena compacta y rastrillada. Allí
comenzó a enseñarle todo lo que debía saber para construir la falsa identidad
que habían elegido para él, la de un soldado de Ahnenhoon. Se esperaría de él
que fuera capaz de demostrar habilidades de combate propias de los chalin,
con bastones y dagas, y de utilizar sus manos, pies y cuerpo como arma.
Tanto él mismo como Anzi sabían que era muy probable que tuviera que
luchar, incluso en este pacífico dominio en el que reinaba el orden. Por lo
tanto, cuando combatiera, debía parecer un guerrero chalin.
Debía convertirse en todos los aspectos en un hombre chalin más que
perfecto, dado que tendría que pasearse frente a las narices de sus enemigos.
Yulin decía que Quinn debería viajar a la Estirpe en primer lugar antes de
tratar de alcanzar el dominio de los inyx.
Nadie visitaba ese remoto dominio si no era para tratar un asunto oficial,
como la entrega de prisioneros. La sociedad de los inyx era hermética y
gregaria, y desconfiaba de los visitantes, a los que no daba la bienvenida, y
apenas toleraba. En esas circunstancias, Quinn necesitaría una misión
aprobada.
Yulin dijo que solo había un propósito que pudiese servirle: uno
relacionado con los protocolos de liderazgo en los campos de la muerte de
Ahnenhoon. Yulin ostentaba el título de comandante de las fuerzas de los
chalin en la Larga Guerra. Por tanto, haría público un nuevo decreto que
permitiría a los inyx asumir cargos de liderazgo en combate por primera vez.
Ese tipo de decreto, denominado «claridad», sería entregado a los inyx
personalmente por medio de Dai Shen. Fue una genialidad por parte de
Yulin, puesto que la nueva claridad permitía a Yulin ganarse el favor de los
inyx, lo que resultaba un asunto de la mayor importancia para los tarig,
aunque los delegados de los chalin considerasen a los inyx bárbaros.
Primero, sin embargo, el asunto debía ser aprobado por los organismos de
gobierno de los delegados, y el centro de esa amplia administración lo
constituía el Magisterio, ubicado en el corazón de la Estirpe. Eso significaba
que Dai Shen debería entrevistarse con Cixi, la alto prefecto, lo que era sin
duda desafortunado, puesto que la mujer había conocido a Titus Quinn en la
Estirpe. Su disfraz, por tanto, debía ser más que adecuado. Debía ser perfecto.
El resto de su falsa identidad era la que ya había estado utilizando, la de
Dai Shen, el hijo de Yulin y una concubina menor. Dai Shen había
conseguido, gracias a su holgazanería, que le enviasen a la Larga Guerra,
donde se había ganado un cierto respeto, y ahora había vuelto con su padre,
esperando resultarle útil. Como muestra del nuevo afecto de su padre, le
había encargado a Dai Shen la misión de viajar a la tierra de los inyx.
De este modo, el maestro Yulin se ganaría el favor de los humanos que
vendrían. Quinn sabía que eso no era rigurosamente cierto, y que Minerva
consideraría, de hecho, que suponía una traición de su propia misión. Pero
debían prestar atención a un príncipe de tanta influencia como Yulin, que
estaba bien relacionado. Así que no todo era mentira, y quizá fuera lo mejor
que hubiera podido hacer Yulin por sus planes de futuro.
Quinn se sentía tan animado como inquieto ante la idea de regresar a la
Estirpe, el lugar que había sido su prisión. Tenía asuntos inconclusos allí, sin
duda. Ese lugar encerraba todos sus recuerdos del pasado. También encerraba
a sus enemigos. La perspectiva de engañarles e inflingirles una derrota
resultaba muy apetecible, por muchos peligros que implicase.
En las jornadas de entrenamiento en combate, Quinn comprobó que no
estaba en tan buena forma como había supuesto. Anzi, más rápida y
habilidosa, solía vencer todos los combates, y Quinn trabajaba duro para
mejorar y tratar de recuperar de ese modo su dignidad.
Algunos días su maestro era Ci Dehai, el general en batalla de Yulin. Ci
Dehai y Yulin habían sido amigos desde los días que pasaron juntos en
Ahnenhoon, y Yulin confiaba completamente en él, incluso para encargarle
este acto de traición, el entrenamiento de un hombre de la Rosa. El general,
de mediana edad, tenía los músculos y la mirada endurecidos, y su rostro era
capaz de intimidar al enemigo. Un lado de su cara había sido horriblemente
desfigurado, y le faltaba un ojo, cuyo hueco se ocultaba tras pliegues de piel
caída. El otro lado parecía temible.
Anzi le había dicho que ser entrenado por un gran soldado era un enorme
privilegio, pero Quinn pensó que Yulin no había tenido elección. El miedo a
la traición del maestro se extendía incluso a su propia familia, lo que hacía
que su círculo de confianza se redujese a tres buenas esposas, su sobrina y Ci
Dehai, ninguno de los cuales, por supuesto, hubiera podido ocupar su puesto.
Todos ellos compartirían la derrota con Yulin, de producirse.
Ci Dehai le llevó a la sala de armas y le preguntó cuáles sabía utilizar.
Quinn miró con admiración una daga de empuñadura tallada. Ci Dehai
pareció satisfecho de que Quinn se hubiera fijado en el arma, la cogió y dejó
que Quinn la sostuviera en la mano. El arma era una de las favoritas de Ci
Dehai, que la había llamado Cruzada. Quinn nunca había luchado con dagas
ni con ninguna otra arma. Cuando era joven, le habían bastado los puños para
defenderse en las peleas. Manejar un cuchillo, sin embargo, requeriría
habilidad.
Las mañanas las dedicaba al entrenamiento físico, y por la tarde
practicaba el idioma. En ambas tareas Anzi se esforzaba sin pausa, así que
Quinn no tuvo demasiado tiempo para saborear su victoria sobre Yulin o para
preocuparse sobre el futuro próximo. Viajarían en tren. Eso implicaría que
Quinn sería cuidadosamente inspeccionado por multitud de seres, así que Dai
Shen no debía levantar sospechas. Le agradaba pensar que Anzi le
acompañaría. Era una promesa, en cierto modo. Yulin no le traicionaría si
Anzi viajaba con él, y, además, a Quinn estaba empezando a gustarle la
muchacha.
Cerca del ocaso, las lecciones de combate solían infundirle un placentero
cansancio, y dormía profundamente durante las fases nocturnas del
Omniverso. Por este motivo, le sobresaltó una noche el contacto de algo en su
brazo. Lo primero que pensó fue que era Anzi quien estaba junto a él, pero
Anzi dormía en el palacio de Yulin, y esta persona era más joven, y tenía un
largo cabello que le llegaba a la cintura y que llevaba peinado hacia atrás. La
muchacha le hizo señas para que no hiciera ruido y le guió a través del jardín,
bordeando las jaulas de los animales para evitar que los quejidos de sus
ocupantes alertaran a los encargados de cuidarles. Quinn la siguió, preparado
para lo peor, y se acordó de la emboscada en el pueblo, cuando llegó. Aunque
Anzi le había dicho que la mujer que le había traído hasta el pueblo, Wen An,
le había hecho un favor, a Quinn le resultaba difícil estarle agradecido por el
tiempo pasado en la vasija.
La chica le guió hasta una choza sin paredes similar a un mirador cerca de
una pequeña puerta conocida como la Puerta de los Ocho Sosiegos, que
servía a Yulin de entrada al jardín. Suzong le estaba esperando. La muchacha
que le había traído se mantuvo a cierta distancia, donde no podía oírles.
Suzong había cambiado sus colores rojos habituales por un tejido gris que
la permitía confundirse entre las tenues sombras del jardín. Llevaba el pelo
oscuro fijado a la coronilla con una pasta amarga que revolvió el órgano de
Jacobson de Quinn a tan corta distancia.
—No estoy aquí —comenzó la esposa de Yulin—. Es tu imaginación.
Quinn hizo una reverencia, a la que Suzong respondió con un
asentimiento.
—Tengo una imaginación muy intensa, mi señora.
—Sí, así es. —Suzong le hizo señas para que se sentara, y ella hizo lo
mismo, arrodillándose en el suelo de madera desnuda—. Y eso me gusta.
Los sonidos de los insectos rodeaban la conversación, pero, así y todo,
hablaban en susurros. Quinn se preguntaba por qué habría ido Suzong hasta
allí, y supuso que había sido para evitar que se enterara Yulin. De modo que
si Quinn hablaba con ella, se estarían confabulando. Pero merecía la pena
averiguar qué iba a ofrecerle la mujer. Para alguien que tenía tan poco,
cualquier oferta resultaba interesante.
—En primer lugar —comenzó Suzong—, sin imaginar nada, dime por
qué tus lores buscan una ruta que atraviese nuestra tierra. ¿Es eso cierto, o un
embuste? —En la semioscuridad del mirador, el rostro de Suzong parecía
décadas más joven, pero su voz estaba rota por la edad.
—Es cierto, dama Suzong. Mi gente tiene un gran interés por viajar y
explorar.
—¿Y conquistar? —preguntó Suzong dulcemente.
—Si, a veces. No siempre. No si el comercio es una opción mejor.
—¿Crees que existen rutas a través de nuestra tierra porque, cuando
regresaste a casa la primera vez, llegaste a un lugar muy alejado en tu
universo?
—Sí, y porque cuando regresé, no había envejecido apenas desde que me
marché. Pero yo estaba convencido de haber estado aquí… mil días —dijo
Quinn, utilizando la expresión local que significaba «un periodo de tiempo
moderadamente largo»—. Si el tiempo transcurre de modo distinto aquí,
pensamos que quizá también el espacio estuviera distorsionado. Eso
esperábamos. Eso esperaban mis lores. Teníamos poco que perder, y me
enviaron para averiguarlo.
Suzong sonrió burlonamente.
—Solo tu vida. ¿Es que no te tienen estima, para deshacerse de ti de este
modo?
—No. Venir aquí era un privilegio. Otros combatieron conmigo para
venir en mi lugar.
Suzong cambió de tema.
—Y pronto vendrán, según dices —dijo, y suspiró—. El Omniverso está
cubierto de agujeros. Os observamos por los agujeros.
Quinn ya lo sabía. Las fronteras eran los lugares en los que la barrera
entre los universos era delgada, y desde allí podía verse la Rosa.
Suzong prosiguió:
—Vosotros y nosotros vivimos unos junto a otros, ¿verdad? Solo teníais
que extenderos un poco en nuestra dirección para encontrarnos. Nos
sorprendía que permanecieseis en la oscuridad.
A pesar del crepúsculo del ocaso, Quinn pudo ver la sonrisa de Suzong,
que no resultaba demasiado agradable, dado que la mujer pretendía poner a
Quinn en el lugar que le correspondía.
—Para nosotros —dijo Suzong— vosotros sois la oscuridad. Espacio
oscuro, noche oscura, pensamientos oscuros. Sois gente sombría, vivís en un
mundo infestado de muerte. Os compadecemos.
—No hay motivo para ello, señora.
Suzong se encogió de hombros.
—Para el topo ciego la oscuridad no existe. —Alzó un dedo—. No nos
pondremos de acuerdo sobre esto. Pero ya tendremos tiempo para hablar de
filosofía cuando tu gente llegue en gran número, ¿verdad?
—Estoy impaciente por que eso ocurra, Dama Roja —dijo Quinn,
arriesgándose a utilizar uno de sus títulos más íntimos.
El nombre pareció agradar a Suzong, puesto que sonrió, esta vez más
sinceramente.
—¿Así que declaras que vuestro deseo es cruzar?
—Antes, mi deseo es llevar a mi hija de vuelta a casa.
Suzong se pasó la lengua por los dientes mientras miraba a Quinn.
—Sí —dijo—. La hija pequeña, que ya no es tan pequeña, claro.
—Sí. —Debía recordar eso.
—Pero cuando hayas llevado a la hija a la Rosa, aún querrás… ir y
volver. Cruzar. —Suzong asintió—. Quizá yo pueda demostrarte que somos
algo más que un aliado temporal.
Se había ganado su atención. Por completo.
—Llevarás de vuelta a tu hogar, si puedes, un premio que nadie puede
imaginar —murmuró Suzong. Miró a Quinn de soslayo, y su boca se curvó
en una risa silenciosa—. No la hija. Los pasajes. Tu poder será enorme,
mayor que el de tus antiguos lores. Podrás exigir tu propio dominio, y
muchas consortes. Se inclinarán ante ti si encuentras los pasajes necesarios.
—Suzong hablaba casi consigo misma. Examinó la palma de su mano—. Si
pudiera ser joven de nuevo y tener ese poder… —Cerró los dedos.
Quinn miraba a Suzong con una especie de perpleja intensidad. Pensó en
el «premio que nadie puede imaginar». El premio que Stefan Polich deseaba
más que nada en el mundo. Debido al desprecio que Quinn sentía por Polich,
nunca le habían preocupado en exceso las rutas a las estrellas, salvo en tanto
en cuanto afectaran a la huida de Sydney. Pero entonces comprendió:
«Podrás exigir tu propio dominio… Se inclinarán ante ti».
No podía imaginar a Stefan o a Helice inclinándose ante él pero, ¿acaso
no harían precisamente eso? ¿Acaso no le darían cualquier cosa que desease,
a causa de su poder? No podrían volver a amenazar a su familia nunca más.
Rob estaría a salvo, si lo que quería era su empleo de oficinista, y Mateo…
nadie se atrevería a tocar al sobrino del hombre que conocía los pasajes,
como los llamaba Suzong. Minerva no controlaría su destino. Sería libre.
Quinn alzó la vista y miró a la vieja consorte, fascinado por su
perspicacia.
En ese momento, Suzong giró la cabeza para escuchar algo. En la parte
posterior de su cabello lacado sobresalían varas dispuestas en un erizado
racimo, algunas de ellas decoradas con borlas. Se giró de nuevo hacia Quinn
y continuó apresuradamente:
—Pronto sabrás, si no lo sabes ya, que los Tres Juramentos dan forma a
nuestro mundo. El Primer Juramento dice que debemos ocultar el Omniverso
de otros ojos.
Quinn pensó que el Omniverso había dejado de ser un secreto a otros
ojos, pero no dijo nada. Suzong lo observaba detenidamente, y habló en voz
tan baja que Quinn tuvo que inclinarse para oírla.
—Así que ahora te doy este poder sobre mí. Rompo el juramento: en lo
que se refiere a rutas para cruzar, hay uno que puede saber el camino.
La muchacha que había permanecido a cierta distancia se acercó hasta el
pie de las escaleras. Suzong la hizo marchar con un gesto. Quinn pensó por
un instante que Suzong tendría que posponer su secreto, el que había venido a
contarle, y estuvo a punto de colocar la mano en su brazo para detenerla.
—Bei —susurró Suzong, inclinándose hacia Quinn—. Su Bei.
¿Recuerdas a tu viejo traductor? —Cuando Quinn asintió, Suzong continuó
—: Encuentra un propósito para ir a verle. Has demostrado, por tu presencia
aquí, que es posible forjar un pasaje. Incluso una esposa chalin se daría
cuenta. Pero, ¿cuándo se puede cruzar? Esa es la cuestión. Has tenido suerte
en dos ocasiones. Dos veces has llegado al Omniverso, y has sobrevivido. El
verdadero problema, claro, es cómo viajar en la otra dirección. Porque la
Rosa es un lugar inhóspito. Oscuro y lleno de muerte. Debemos
preguntarnos, ¿cuándo se comunica una frontera con el lugar al que deseas ir?
Quizá tengas que esperar hasta que tu pelo sea blanco y aun así no llegues a
encontrar un pasaje seguro. Pero Su Bei me dijo en una ocasión que quizá
haya alguien que sepa cuándo aparecerán esas rutas.
—¿Bei lo sabe? —susurró Quinn.
—Sabe cómo averiguarlo. Lo sabe alguien que reside en la ciudad
brillante.
—La Estirpe.
Suzong asintió.
—Eso se dice. Me alegra no saber más. —Alzó un dedo—. Pero pronto
estarás en esa gran ciudad. Puedes ir allí con un doble propósito, ¿no crees?
Quinn vio un movimiento en el jardín, y la sirviente de Suzong apareció
de nuevo al pie de las escaleras; parecía preocupada. Quinn se apresuró en
susurrar:
—¿Cómo puedo encontrar a Bei para saber más?
—Anzi puede encontrarle. —Suzong se puso en pie con sorprendente
agilidad, y se alisó la chaqueta.
Quinn la imitó. Su buena suerte hizo que sospechara por un momento.
—¿Por qué, mi señora? ¿Por qué me contáis esto?
—Cuando vengan los humanos —dijo, y alzó la vista hacia el Destello
como si pudiera ver las naves en las que viajarían los invasores—, aplastarán
los huesos de los tarig con sus botas. —Sonrió—. Sí, he visto vuestras
guerras. Se os da muy bien.
Suzong se giró y caminó hacia la escalera. Antes de descender, dijo:
—Nunca he estado aquí.
—Nunca os he visto —dijo Quinn con una reverencia. Cuando se irguió
de nuevo, Suzong había desaparecido.
Quinn abandonó el mirador. Estaba aturdido. Los pasajes. No se trataba
tan solo de las rutas de Stefan, o de salvar a su flota estelar del desastre. Se
trataba de alimentar a la bestia, de satisfacer a Stefan al fin con el premio que
nadie podía imaginar. Haría que Quinn estuviera a la par con Minerva. Y le
conseguiría su propio dominio, como había dicho Suzong.
Quinn miró la palma de su mano, plateada a la luz reluciente que emitían
las ascuas del firmamento.
Oh, sí, Sydney, pensó. Volvemos a casa. Y cuando lo hagamos,
dispondremos de un refugio seguro, y nadie nos esclavizará nunca más.
Capítulo 10

Para mantener la armonía del Omniverso, los generosos lores instauraron el


Camino Radiante. Si seguían el Camino Radiante, todos los seres alcanzarían la
felicidad.
El camino se compone de los juramentos, los vínculos y las claridades. Todos los
niños deben aprender los Tres Juramentos y los Mil Vínculos. Los delegados deben
mantener el gran tratado de las leyes en la ciudad brillante, en el Magisterio.
Este es el Camino Radiante. Cuando todos caminamos juntos, ningún ser está
desprovisto de esperanza. Todos pueden convertirse en maestros, magistrados,
prefectos, soldados en la Larga Guerra, delegados, cónsules, factores y mayordomos,
según sus habilidades. Ningún maestro puede negar al menor de los seres el derecho
y la esperanza de hacer lo que desee, siguiendo el camino. Ningún ser que cruce de un
dominio a otro se convertirá en sirviente por ser extranjero. No existen los extranjeros
en el Camino Radiante, ni siquiera los inyx, que no pueden hablar.
Todos pueden ser delegados e investigadores, según sus capacidades. Así lo
decretan los generosos lores, que ningún dominio lleve la violencia a otro dominio. Así
se garantiza la paz del Omniverso.

—Extracto de El Libro de los mil obsequios

S e pusieron en marcha entre nubes de humo y golpes de pezuñas, exultantes


por el ruido y la velocidad, y cabalgaron por la llanura.
Sydney montaba sobre el retumbante animal, y golpeaba sus costados con la
fusta, porque al animal le gustaban los golpes de la fusta y le gustaba que a su
jinete también le gustaran. Sydney pagaría por el dolor infligido cuando
volvieran al campamento. Formaba parte de la tortuosa relación que les unía,
pero era precisamente esa relación, o algo parecido a ella, lo único a lo que
podía aspirar un prisionero de los inyx. No querían a sus iguales. Los inyx
querían correr y ser cabalgados. Sydney era su igual en virtud de un detalle
crucial: amaba cabalgar.
Las pezuñas de Glovid hacían saltar piedras mientras galopaba. Sus orejas
se pegaban a sus sienes por el viento, y sus ojos eran poco más que pequeñas
hendiduras ante el centelleo del cielo. Llevaban corriendo un buen rato, y a
pesar de todo, las compactas dunas seguían tan lejos como al principio, según
lo que informaron los ojos de Glovid a su jinete.
Ciega desde la infancia, Sydney veía a través de los ojos del animal una
trémula versión del mundo, fragmentaria pero rica en detalles. Asimilar esas
volátiles proyecciones era una habilidad que todos los jinetes debían aprender
por su propio bien. De este modo, Sydney vio la lejana estepa, las tierras de
los inyx. Nadie venía a este dominio a menos que estuviera vinculado a un
inyx, y lodos llegaban ciegos, puesto que las apestosas criaturas querían que
sus jinetes dependieran de ellas.
Sydney se aferró con fuerza al cuerno trasero ubicado en la columna de
Glovid. Había sido tallado; de lo contrario, las manos de Sydney no serían
más que pulpa sangrienta. Su fila de cuernos curvados hacia delante le sería
de gran ayuda a Glovid cuando combatiera por una hembra. La próxima vez,
quizá una hembra inyx lo alejara definitivamente de la manada con sus
cuernos, incluso más largos que los suyos.
Las rodillas de Sydney se ocultaron junto a los costados del animal
cuando entraron en un terreno repleto de hoyos, donde, si Sydney caía, podía
llegar a abrirse la cabeza contra las rocas. Una silla de montar habría
contribuido a mejorar la estabilidad, pero a Glovid no le gustaba la sensación
de llevar una.
—¡Agggh! —gritó Sydney, golpeando el flanco del animal, que galopó
poderosamente, excitado por la excitación de la muchacha, satisfecho de su
hambre de velocidad.
Sydney sentía la euforia del animal. Le habría denegado el placer de saber
cómo se sentía, pero no podía ocultarle sus pensamientos a Glovid, o a
cualquier otro inyx que mostrara interés. La verdad, sin embargo, era que los
inyx no prestaban demasiada atención a los pensamientos de sus jinetes, no
más de la que, una vez, Sydney había prestado a los pensamientos de su
hámster… en esa otra vida, vivida muy lejos.
Glovid se tambaleó. Al segundo siguiente Sydney volaba por encima de
la cabeza de Glovid, chocando contra el suelo. Aterrizó con un duro golpe,
pero giró sobre sí misma. Estaba aturdida. El viento alisaba su pelo y llenaba
sus ojos de polvo.
Su montura bramó de dolor. Tras este sonido, Sydney encontró al animal
caído, con una pata destrozada a la altura del espolón. El hueso sobresalía, y
así se lo comunicaba a Sydney la terrible visión de Glovid. Nunca podría
volver a unirse a la manada. Sería enterrado aquí mismo.
Sydney se arrodilló junto a él e imaginó su rostro caballuno, los ojos de
color verde líquido, el largo cuello con sus cuernos curvados: un ser que
había sido poderoso, ahora encogido de dolor. Se le ocurrieron una docena de
burlas, pero las desechó cuando el dolor de Glovid se tornó insoportable.
Sydney sentía parte del dolor como si fuera suyo, y comprendió entonces,
repentinamente, que la solidaridad de la manada provenía tanto de compartir
el dolor como de compartir los pensamientos.
Mátame, dijo Glovid.
Sydney sabía que le pediría eso, pero vaciló. Quizá pudieran curarle.
Tendrían que enviar un médico tarig desde el dominio, dado que la fractura
estaba más allá de la capacidad de los cirujanos de esas tierras. El sanador del
campamento, Adikar, nunca trataría de reducir una fractura compleja sufrida
por un inyx.
Cuando recibió el pensamiento sobre el médico tarig, Glovid transmitió:
he dicho que me mates.
Nadie la hubiera culpado. Sabían que Glovid lo había ordenado. Sydney
dio un paso hacia delante y desenvainó el cuchillo que llevaba en el cinto.
—Apoya la cabeza en el suelo.
Tendría que hacer fuerza con ambas manos para cercenar los gruesos
tendones del cuello.
Glovid obedeció. Te deseo muchos días más, pequeña rosa, pensó,
dirigiéndose a Sydney.
Sabía que ella odiaba ese apelativo. Pequeña rosa. El retorcido animal
pensaba que Sydney se enorgullecía de su dominio. Se equivocaba. Pero
ahora tenía que concentrarse en la tarea que debía cumplir.
—Adiós, Glovid —dijo—. Ese último paseo estuvo bien.
En primer lugar colocó las manos en el cuello del animal para ubicar la
palpitación de la gran arteria. Después, alzó lentamente el cuchillo y atravesó
la piel del animal. Giró el filo y cercenó la garganta hasta que el metal llegó a
la arteria.
Sangraba profusamente; perdía el conocimiento con rapidez. En unos
momentos había dejado sus días atrás.
Sydney limpió el cuchillo y sus manos sucias en la piel de Glovid. Se
arrodilló y reflexionó durante unos instantes. Pronto otra montura la
reclamaría. Podría ser mejor o peor que Glovid, pero, ¿qué importaba? A
excepción de los lores de este mundo, nada era verdaderamente malo. Les
había odiado desde la primera vez que vio sus largos cuerpos, su piel
semejante a bronce pulido, y sus rostros, tan crueles como sus manos. Sus
manos. Una mano era capaz de sostener a un niño pequeño y mantenerlo
inmóvil, y la otra mano quedaba libre para ser cruel… con gran precisión,
capaz de quitarle su visión y acunarlo en la articulación del codo como si
fuera una bisagra.
No, los inyx no eran nada comparados con los tarig, con su apariencia de
mantis.
El día después de ser cegada, había deseado morir. Pensaba que sus
padres habían muerto y la habían dejado sola en un mundo que odiaba. No
había vuelto a verlos desde que los tarig los capturaron en el lugar bajo tierra
en el que habían estado ocultándose y donde habían perforado el Omniverso.
Un buen modo de morir sería saltar desde la cubierta exterior de la Estirpe.
Habían llamado a la anciana el día que Sydney estaba de pie al borde del
balcón. Ya había cruzado la barrera, y se aferraba con fuerza mientras los
vientos sacudían su cuerpo. La mujer hablaba un inglés inseguro, y le
prometió que ningún tarig se acercaría a ella. Dijo que si Sydney se alejaba
del borde, podría tener una mascota; y después, si aún deseaba saltar, podría
hacerlo el día siguiente. Así que Sydney la acompañó y supo que la mujer,
que era apenas algo más alta que ella misma, se llamaba Cixi, y que era una
persona importante. Fue Cixi quien le habló de la traición de su padre, y la de
su madre, y quien le dijo que no merecía la pena morir por ellos. También le
enseñó que no debía insultar a los lores brillantes, aunque, cuando enviaron a
Sydney con los inyx, Cixi no pudo controlarse y les llamó «demonios».
Ahora, sentada junto al cuerpo de Glovid, Sydney levantó la cabeza hacia
el cielo y trató de decidir qué hora era por el calor que despedía el Destello.
Era el Corazón del día, supuso. El tiempo se basaba en octavos. Ocho fases
del Destello, cada una con un nombre distinto: Temprano, Florecimiento,
Corazón y Ultimo. Y después, las fases del ocaso: Crepúsculo, Sombra,
Profundo e Intermedio. Cada una de esas fases duraba cuatro horas. Todos
los seres sabían instintivamente qué fase del día y del ocaso era; su
organismo se lo hacía saber. Todos salvo Sydney.
Ahora, perdida en las profundidades de la estepa, estaba sin montura y en
peligro. Levantó la cantimplora para sopesar cuánta agua le quedaba. No era
suficiente. Podía esperar hasta el Crepúsculo para regresar a pie, y perder la
menor cantidad de agua posible. Pero, ¿en qué dirección? Percibía retazos de
los pensamientos de la manada, pero no podía decir de qué dirección
provenían. Le enviaban sus pensamientos, y también entraban en su mente.
Ella permanecía pasiva durante estas interacciones. Sabía que cuanto más
intensas fueran sus emociones, más probable sería que escucharan sus
pensamientos. Podía atraer su atención, pero no comunicarse con ellos
literalmente.
Una cosa estaba clara. Sabían que Glovid había caído.
Comenzó a andar, quizá incluso en la dirección adecuada, guiándose por
el viento y por la fuerza de las emisiones de la manada. Dudaba que la
manada fuera a buscarla.
Hubo un tiempo en que las monturas consideraban que Sydney merecía el
esfuerzo. Pero eso había sido hacía mucho tiempo, antes de que se cansaran
de ella. Priov, el jefe de los inyx, la toleraba aún para no ofender a los tarig.
Pero había muy pocos que la quisieran allí. Glovid había sido el último en
hacer el esfuerzo. Teniendo en cuenta como había terminado, quizá fuera
verdaderamente el último.
El viento estaba cambiando; comenzaba a soplar desde el centro del
Omniverso, que era un universo radial. La topografía del mundo estaba
grabada en su cabeza. Algún día necesitaría un buen mapa, y lo estaba
construyendo en su mente, pedazo a pedazo.
La geometría del Omniverso era muy sencilla. Las formas principales
eran los cinco principados. Este principado se llamaba Larga Mirada de
Fuego, y era enorme, más de lo imaginable, más allá de cualquier viaje y más
allá de cualquier esperanza. Aquí estaba tan lejos de la ciudad de los tarig
como la Tierra lo estaba de la estrella polar. Los principados irradiaban a
partir de un núcleo central. Sydney pensaba que una tierra así debía a la
fuerza existir dentro del universo de la Rosa, la una junto al otro, o que
describía un túnel a través de aquel. Pero algunos de sus compañeros jinetes
afirmaban que el Omniverso no podía extenderse a través de algo, dado que
era todo lo que existía. Desdeñaban la idea de que existiera otro universo, a
pesar de que convivían con alguien que había nacido en ese lugar. Sin duda,
sus compañeros de establo eran tan estúpidos como los necios lo eran en la
Rosa.
Los principados se dividían en pequeños minórales. Eran estrechos y
desérticos, y estaban ocupados solo esporádicamente, y únicamente en sus
bordes, las fronteras, donde trabajaban los académicos.
Más pequeños aún que los minórales eran los orígenes, que surgían de los
minórales como cabellos de una cabeza. Eran altamente inestables, y podían
cerrarse rápidamente o permanecer crepitando con energía durante miles de
días. Era un buen lugar para suicidarse. Pero en el Omniverso había métodos
más sencillos de encontrar la muerte.
Cada principado tenía un gran río que corría a lo largo de un muro. En
todos los principados se conocía como río Próximo, el misterioso flujo que,
junto con el Destello, había sido una invención de los tarig para permitir una
vida normal y el transporte en esta tierra tan gigantesca como un universo.
Esas cosas le habían parecido cuentos cuando tenía nueve años y acababa de
llegar al reino inmortal. Ahora constituían el mapa de su mundo, el único
mundo que merecía la pena conocer. De modo que, a juzgar por su mapa
interno, se estaba alejando del río Próximo, y se dirigía hacia el sur del
principado. Según estos cálculos aproximados, podía caminar durante un
millar de días sin ver a otro ser viviente.
Pero «un millar de días» solo era una expresión. En realidad, sería
imposible caminar la distancia que cubría un principado. Un principado no
cubría una distancia absoluta. En los campamentos, durante el ocaso, los
jinetes, alrededor de una hoguera, hablaban de zonas de espaciotiempo
distorsionado, las Tierras Vacuas, en las que la geografía se distorsionaba en
pautas eternamente cambiantes. Podrías tardar diez o diez mil días en cruzar
la misma planicie. Pero nunca llegarías al otro extremo, así que bien pudiera
ser una eternidad. Solo el Próximo podría llevarte a los límites del
Omniverso. Pero incluso las tierras por las que se podía caminar eran infinitas
y vacías en su mayor parte, aunque miles de millones de seres llamaban al
Omniverso su hogar.
Empezaban a dolerle los pies. No estaba acostumbrada a caminar. Sí, me
duelen los pies, estúpidas y apestosas criaturas. No podía enviarles sus
pensamientos, pero había adquirido la costumbre de intentarlo.
El calor producía ondas en la planicie. Sintió una ligera palpitación en las
suelas de los pies, que gradualmente se tornó más insistente. Así que venían a
buscarla, después de todo. Eso le ahorraría un paseo muy largo. Se alegró,
muy a pesar suyo, y a pesar de las múltiples ofensas de los inyx, que había
ido registrando cuidadosamente en un libro.
Al poco rato pudo oír el tamborileo de sus pezuñas en el duro suelo. Por
fin, sintió el aroma del polvo levantándose, y más tarde pudo oler el sudor
que cubría sus cuerpos, rodeándola.
Era un pequeño grupo, de unas cuarenta criaturas. Algunas de ellas eran
montadas por jinetes, la escoria de los dominios, una inmunda mezcla de
especies. Cientos de emociones, pensamientos e imágenes la asaltaron. Los
inyx la acribillaban a pensamientos, y transmitían los pensamientos de sus
jinetes. Todo eso llegó a la mente de Sydney como un confuso ruido con
apenas unos pocos matices de claridad.
Las criaturas con jinetes pasaron de largo, en dirección al cuerpo de
Glovid, pero unos cuantos inyx sin jinete permanecieron junto a ella. Les oyó
resoplar para recuperar el aliento. Uno de ellos envió: ahora estás
desvinculada.
—Sí. —No rogaría. Algunos de los jinetes que habían perdido a sus
monturas se contentaban con quedarse en los establos y vivir una existencia
gris. Pero Sydney quería cabalgar. Algunas de las criaturas lo sabían.
Una pezuña golpeó el suelo. Un inyx había decidido pujar por ella.
Sydney sintió una profunda emoción. El nombre de la criatura era Riod. No
era una perspectiva muy halagüeña. Era un renegado que a menudo se
enfrentaba a Priov, y que solía husmear entre el grupo de yeguas de Priov.
No, Riod estaba loco. Era joven, impetuoso, y Priov y otros le odiaban, pues
consideraban que no sabía mantenerse en su lugar.
De nuevo, la pezuña golpeó el suelo.
Sydney aguardó. Otros inyx estaban junto a Riod. Cuatro más, supuso.
¿Por qué habían venido, a menos que quisieran competir por ella? Pero no
había empujones, ni simulacros de combates. Solo Riod había declarado su
intención.
Las piernas de Sydney estaban tensas y cansadas. Estaba frente a los inyx,
y podía oler sus aromas, así como el viento. Debía responder a la oferta de
Riod. Si uno de ellos te quería, y no estabas ya vinculado, resultaba más
conveniente cabalgar esa montura. Con el tiempo llegarías a apreciarla. La
mayoría de jinetes preferían las monturas macho, que ofrecían mayor
protección, puesto que eran más fuertes y no tenían que dar a luz a potros,
aunque eso ocurría con muy poca frecuencia.
Riod pisoteó de nuevo. Pero Sydney estaba esperando a que la cortejase.
Durante su largo paseo, Sydney había decidido no volver a aceptar a una
montura como Glovid, que era desagradable y antipático. Dejaría que la
montura que la quisiera expusiese sus razones.
De modo que permaneció inmóvil. Y aguardó.
A su espalda se oían los sonidos de las monturas que regresaban del lugar
en el que había caído Glovid. La rodearon y crearon un muro de sudorosos
inyx que respiraban pesadamente. Era imposible no ser consciente de su
poder. Sus cabezas se alzaban muy por encima de la suya, a un brazo de
distancia. Ella misma era, por lo que parecía, diminuta. Había heredado la
figura de su madre y la agilidad de su padre. Era todo lo que había recibido
de ellos, e incluso eso se lo habría devuelto si hubiera podido. Ya que sabía
que su madre siempre había llevado su oscuro pelo muy largo, Sydney se lo
había cortado. No se parecía en nada a Quinn, ni a ningún otro ser de la Rosa.
Para empezar, no se arrodillaba ante esclavistas.
—¿Por qué me quieres? —le preguntó a Riod.
Los jinetes, sentados a lomos de sus monturas, guardaban silencio, y no
mostraban emoción alguna. Si sentían algo, sabían que debían reprimirlo en
un momento como ese.
Por fin, Riod respondió: te elijo a ti.
—¿Pero por qué?
Eres buen jinete.
Glovid nunca había dicho algo así. Y a pesar de todo, no estaba
satisfecha.
Los inyx, impacientes, comenzaron a resoplar y a sacudir sus cabezas.
Pero Sydney, desafiante, permaneció inmóvil.
Riod pisoteó el suelo una vez más. Escúchame, mujer humana. Elijo al
mejor jinete del dominio.
Sydney se movió en la dirección de la que provenían los sonidos de las
pezuñas contra el suelo. Colocó la mano en el lateral del poderoso rostro de
Riod, que guardó silencio y permitió que Sydney tocase su piel, caliente y
sudorosa. A Sydney le había gustado su respuesta.
La criatura habló distintamente: Cuando el mejor jinete del dominio suba
a mi lomo, nadie será más rápido en las llanuras que nosotros.
La imagen asaltó la mente de Sydney, un galope furioso sobre la tundra,
las pezuñas de Riod que levantaban arena y rocas detrás de ellos, el viento
que cortaba su rostro, y el Omniverso, que salía a su encuentro. Se vio a sí
misma encogida, aferrada suavemente, su cuerpo sincronizado con el veloz
movimiento del animal, el placer de cabalgar que los invadía a ambos.
El placer de la velocidad.
Riod agachó la cabeza, impaciente. Quería que Sydney subiera a su lomo
cuanto antes. Desde el círculo de inyx, uno de ellos envió la imagen de un
casco aplastando el cráneo de Sydney.
Se rió en voz alta. Esa montura no sabía cómo convencerla. Se giró hacia
Riod. Sin duda, él sí sabía cómo hacerlo.
—Sí —dijo—. Yo también te elijo.
La tensión reinante en el círculo desapareció, y los inyx comenzaron a
caminar alrededor de ella mientras Sydney trataba de alcanzar el cuerno
posterior de Riod. La criatura se arrodilló de patas delanteras de modo que
Sydney pudiera subir a su lomo, lo que hizo de un salto.
Riod giró sobre sí mismo describiendo un círculo, como si se enfrentara
al resto de inyx. Una sensación de triunfo lo invadió, y llegó a Sydney con
una descarga intensa y dulce, lo que la sorprendió. Combatió esta debilidad y
escondió las rodillas en los costados de Riod, que se puso en marcha,
alejándose de los otros con un estruendo de cascos contra el suelo, como si
quisiera demostrar de qué era capaz.
Sydney tiró lejos su fusta. Con él, no la necesitaría.
Capítulo 11

Lo único que puede decirse de Dios es que más vale evitarle.

—Extracto de Las doce sabidurías

Q uinn cayó sobre su hombro, golpeando con fuerza el suelo, tras recibir una
agresiva patada de su profesor de técnicas de combate. Giró sobre sí
mismo y se incorporó, enfrentándose con el hombre.
Ci Dehai le indicó que se acercase con un chasquido de dedos. Pero
Quinn no necesitaba ese gesto para aproximarse a su oponente. Ci Dehai
había atacado con la derecha, y quizá no esperara un ataque desde la
izquierda. Quinn comenzó a cargar, pero apenas había avanzado cuando se
encontró con la boca llena de polvo.
Así habían transcurrido los últimos días, en los que Ci Dehai había
apaleado y reñido a Quinn para convertirle en su propia versión de un
guerrero chalin. Uno que pudiera haber estado en la Larga Guerra, lo que
explicaría la repentina aparición de Dai Shen en el dominio. Pronto le
transformarían de otra manera: planeaban alterar su rostro. Las operaciones
no le inspiraban a Quinn demasiada confianza, al contrario que a ellos, pero
resultaban necesarias, dado que, en la Estirpe, y quizá también en el dominio
de los inyx, estaría rodeado de seres que reconocerían su antiguo rostro.
Su maestro chalin dijo:
—Eres demasiado apasionado. Encuentra el río, Dai Shen, y él te guiará.
—Alzó las palmas de las manos y los dedos, llamando a Quinn.
Quinn caminó en círculo, jadeante, e imaginó un río. Se imaginó a sí
mismo noqueando a Ci Dehai de un buen puñetazo. Ci Dehai era tan grande
como Quinn, pero más rápido.
Anzi permanecía en el borde del círculo con los brazos cruzados sobre el
pecho. Evidentemente, creía que su alumno podía hacerlo mucho mejor.
El pesado rocío de la mañana había dejado una capa de humedad en el
exterior de los edificios y empapado a los combatientes. Quinn se secó las
manos en los pantalones de la túnica y avanzó hacia Ci Dehai, obligando a su
profesor a retroceder un paso, lo que abrió un hueco que le permitiría
golpearle con el lateral de la mano. El golpe encontró solo aire, y volvió a
caer. Perdió el aliento. Ci Dehai debería ser vulnerable en el lado del ojo
ciego, pero, hasta ahora, no lo estaba siendo.
Ci Dehai lo miró tendido en el suelo. No estaba impresionado.
—Olvídate de vencer. Usa tu mente reflexiva. Tu cuerpo sabe qué hacer.
Quinn se puso en pie y se sacudió el polvo. Miró con los ojos
entrecerrados a su oponente, un hombre que había sufrido golpes terribles,
probablemente infligidos por los propios paion, dado que no existían otras
guerras en el Omniverso. Obviamente, los paion no se habían olvidado de
vencer.
Ci Dehai, de pie sobre el polvoriento patio, frunció el ceño.
—El maestro Yulin contará que luchaste en Ahnenhoon. Hasta el
momento, resulta difícil de creer. —Miró por encima de su hombro en
dirección al alto muro que conformaba el patio de entrenamiento personal de
Yulin. Al otro lado estaban las barracas en las que, sin duda, Ci Dehai
preferiría estar, presidiendo el entrenamiento en combate de diez mil hombres
y mujeres. Anzi había dicho que su número ascendía a diez mil, pero Quinn
ya sabía que esa era sencillamente su manera de decir que eran muchos. O la
manera que tenían de no revelar las verdaderas cifras.
El general atrajo a Quinn hacia sí con un gesto.
Acercándose, Quinn le lanzó un puñetazo corto a la mandíbula, con
cuidado de no exponerse demasiado.
Ci Dehai le rechazó con facilidad, y le propinó un rápido codazo
aprovechándose de la inercia de Quinn.
—Torpe y obvio —dictaminó—. Dado que estás en inferioridad, debes
conservar energías y esperar que deje huecos.
—¿Tienes alguno?
—¿Así que eres ciego además de torpe?
Quinn cargó, y recibió un doloroso golpe con el canto de la mano en el
cuello.
Ci Dehai prosiguió con la lección:
—Infunde miedo golpeando en los tres puntos: ojos, cuello e ingle.
Quinn bloqueó un puñetazo y continuó con un golpe casi fallido a los ojos
de su oponente.
—Bien —dijo su maestro—. Pero estás muerto. A tu espalda está el poste
al que te lanzaré, y contra el que romperé tu cabeza. —Describió un golpe
barrido con el pie y derribó a Quinn a unos centímetros del poste central del
patio de entrenamiento.
Miró a Quinn, en el suelo, y dijo:
—Te preocupas demasiado. —Se encogió de hombros—. Un error
humano.
Aún sentado sobre el polvo, Quinn recuperó el aliento.
—¿Cómo puedo dejar de preocuparme? —preguntó.
—Aceptando. Liberando. Olvidando.
—No puedo olvidar. —No pretendía hablar de sentimientos personales
con un general chalin, pero el general le había calado de un vistazo, y le
echaba en cara lo que veía.
En tono despreocupado, Ci Dehai murmuró:
—Un inmortal debe olvidar, o cargará con un gran peso. —Miró a Quinn,
consciente de que su alumno no era del Omniverso. Para el entrenamiento, le
habían hecho quitarse las lentes, dado que sus imperfecciones obstaculizaban
los ejercicios. Pero Ci Dehai lo trataba como si fuera del Omniverso, al
menos en combate.
Quinn se incorporó y se sacudió el polvo de los pantalones.
—Quizá olvidar es un error chalin. —Si olvidabas quién eras, ¿cómo
podías encontrar la fuerza para seguir adelante?
Un único ojo relució con la luz del Destello.
—Hay un río en ti, Dai Shen. Pero debe fluir hacia delante, no hacia atrás.
—Caminó hacia una galería cubierta que rodeaba el campo de entrenamiento,
y cogió una bebida.
Anzi se acercó con una toalla húmeda para Quinn.
—¿Qué tal lo estoy haciendo? —preguntó este. Anzi captó su sonrisa
irónica y se permitió sonreír a su vez mientras Quinn aceptaba la toalla y se
limpiaba el sudor de los brazos y el pecho, descubiertos.
—Ci Dehai te está enseñando lo poco que sabes. Así que bien.
Un movimiento en el tejado captó la atención de Quinn. Dos personas
estaban de pie en el tejado del palacio y contemplaban el patio. Una era recia
y baja, y la otra, delgada, vestía con ropas rojas. Por encima de ellas, el
Destello proyectaba una luz borrosa, oscurecida desde la mañana por una
neblina de humedad.
Quinn hizo una reverencia en esa dirección. Yulin asintió hacia Quinn.
El rocío, que había sido denso cuando comenzó la lección, se convertía ya
en una fina gasa, y los ropajes rojos de Suzong reflejaban haces de luz. Quinn
esperaba haberla comprendido acertadamente: ansiaba independizarse de los
tarig. Y ese era el motivo por el que había acudido a él en secreto aquella
noche para romper el Primer Juramento sin la complicidad de Yulin, en caso
de que la traición fuera descubierta. Quinn sintió una renovada gratitud por la
voluntad de la mujer de cometer esa traición.
Hizo una nueva reverencia en dirección a Suzong, que la devolvió.
Ci Dehai dio un largo sorbo a su vaso de agua, que colocó a continuación
junto a su camisa abandonada y la maraña que formaban sus collares. Quinn
había visto ese tipo de adornos antes: los llevaba Wen An, la académica.
Ci Dehai hizo señas a Anzi para que se acercara al patio y dijo:
—Ahora observa, Dai Shen.
Ambos se enfrentaron. Anzi caminaba describiendo un círculo alrededor
del general, se acercaba para golpear sus antebrazos, retrocedía, avanzaba y
golpeaba. Quinn se dio cuenta de que las incursiones le permitían mantener el
equilibrio mientras golpeaba los brazos de su oponente. Ci Dehai comenzó
por bloquear sus golpes, hasta que agarró la mano de Anzi y, con un rápido
movimiento, la hizo caer al suelo de rodillas.
—Ahora le parto el brazo —dijo Ci Dehai. La mantuvo inmóvil, y
después la liberó.
—Otra vez.
Anzi comenzó a golpear con las manos mientras avanzaba, como antes, y
esta vez acompañó los ataques de una patada lateral que obligó a Ci Dehai a
hacerse a un lado para esquivarla. Antes de que pudiera enfrentarse a ella de
nuevo, Anzi propinó un golpe cortante al codo de Ci Dehai.
—Bien. Cuando luchas con alguien mejor, debes malograr sus manos y
brazos. —Quinn comprendió que esa era la táctica de Anzi. La única parte de
Ci Dehai a la que podía acercarse eran sus brazos. Cuando tuvo la
oportunidad, atacó un codo, aun más vulnerable.
—Cuando estés en inferioridad, conténtate con causar poco daño. Muchos
golpes pequeños hacen mucho daño.
Anzi atacó de nuevo, y de repente se encontró en el aire, y cayó
bruscamente al suelo. Había sido demasiado rápido para comprender qué
había ocurrido. Anzi giró sobre sí misma y usó su propia inercia para ponerse
en pie.
—No estés mucho tiempo en el suelo —dijo Ci Dehai con apenas un
matiz de sarcasmo en su voz.
Cuando terminó la sesión, Quinn se unió al maestro en la galería, aceptó
la taza de agua que se le ofreció y miró más atentamente el rostro destrozado.
Había sanado bien, a juzgar por la profundidad de las heridas.
Anzi se acercó, ajustándose su túnica de combate, imperturbable a pesar
de la caída. Sonrió a Quinn.
—Ci Dehai ha combatido con los paion en Ahnenhoon y sufrido su
terrible herida a manos suyas. No me avergüenza perder un combate contra
él.
Había un cierto tono propagandístico en sus palabras, pero Quinn
necesitaba saber más sobre los paion, y no solo porque fueran enemigos de
los tarig.
—¿Quiénes son los paion, Anzi?
Ci Dehai respondió mientras daba un largo trago al agua.
—Nadie lo ha sabido nunca. —Miró a otro lado, más allá del palacio que
contenía el rectángulo polvoriento en el que se encontraban—. Y ningún ser
viviente ha visto nunca a uno. Cabalgan a lomos de simulacros mecánicos,
protegidos por caparazones de combate, y si partimos uno en dos, se
disuelven, y frustran nuestro deseo de ver sus formas y rostros. Son
extranjeros bajo el Destello; no son del Omniverso, y tampoco de la Rosa.
Eso creen nuestros académicos. —Hizo una pausa—. Quizá sea bueno que un
militar tenga enemigos dignos, puesto que no hay enemigos en el reino
brillante.
—¿Por qué luchan? —Los libros no eran claros a ese respecto.
Ci Dehai retorció la parte movible de su rostro.
—Nadie lo ha sabido nunca.
Ci Dehai se pasó una toalla húmeda por la cara, recogió sus collares del
banco y se los colocó alrededor del cuello. Las piedras rojas descansaron
sobre su amplio torso como un collar enjoyado en un jabalí.
—Mañana entonces —dijo Ci Dehai, y se giró para marcharse, pero
Quinn le detuvo.
—General. —Cuando Ci Dehai se giró, Quinn dijo—: Es un privilegio
tener un maestro como tú. Tienes mayores preocupaciones que yo, ¿verdad?
Ci Dehai asintió.
—Así es. Pero quizá un general cabalga demasiado a menudo, cuando
debería caminar. —Se golpeó el amplio vientre, y sonrió la media sonrisa de
que era capaz su rostro, amplia a pesar de todo.
Quinn hizo una reverencia.
—Nahil, Ci Dehai.
Anzi también hizo una reverencia, y se quedaron solos en el patio. Yulin
y Suzong abandonaron el tejado. Anzi saludó con énfasis a su tío. En ese
momento, Quinn la cogió desprevenida. Miró su rostro, relajado y libre de
preocupaciones. Y pensó que la conocía de otro tiempo y otro lugar. Y se le
ocurrió la inoportuna idea de que no había ningún motivo concreto por el que
debiera confiar en Anzi.

El crepúsculo había atenuado el Destello, y Quinn se encontraba de nuevo en


los jardines, compartiendo una comida con Anzi junto al lago. Le gustaba
contemplar la lustrosa superficie del agua, que en ocasiones le devolvía
recuerdos. Pero, al igual que las experiencias extracorpóreas que había tenido
en el pasado, era difícil perseguir esas visiones, y también creer en ellas. Era
como si otra persona viviese dentro de su piel. En ocasiones sentía
resentimiento por esa persona, por ese Quinn que recordaba.
En la uniforme superficie del lago vio a Johanna, su pelo negro
enmarañado, sus ojos distantes. Sin la muchacha. Perseguida por un mundo
que nunca había tenido noche.
La llevaré de vuelta a casa, Johanna, pensó. Había venido aquí para
llevar a Johanna de vuelta a casa, también, pero no sería posible.
El Crepúsculo se convirtió en la Sombra, y los rostros desaparecieron del
lago.
Anzi se puso en pie.
—Te he traído algo. En la choza. —Le guió al interior de la residencia de
una sola habitación de Quinn, y se arrodilló junto a una caja que había dejado
en medio del suelo—. ¿Recuerdas esto, Dai Shen?
Era un recipiente del color del adobe y de lados planos, tan largo como un
antebrazo.
—Un manantial pétreo —dijo Quinn, rescatando el término del depósito
que guardaba en su interior. Y sin embargo, hasta que no vio la caja, había
olvidado que los dominios contaran con dispositivos de computación.
Aunque fueran unos muy extraños.
—Sí. Un manantial para guardar y liberar. —Anzi metió la mano en el
bolsillo de su túnica y sacó una correa de la que colgaba una piedra roja
pequeña e irregular. Desató el nudo del extremo, sacó la piedra de la correa y
tocó con el dedo un nódulo situado en su parte superior.
Se abrió un orificio. Anzi dejó caer la piedra en el orificio, que se cerró.
Anzi sostuvo la caja entre los brazos para que Quinn pudiera mirarla más
de cerca. Aguardaron. Estas cosas llevaban su tiempo. La roca de datos debía
disolverse, y el material molecular debía acoplarse en los puntos de bloqueo,
reconociendo otras moléculas por su forma. El resultado sería un trabajo de
computación. Era un reconocimiento de pautas basado en el ajuste de formas.
Una interpretación del procesamiento informático exclusiva de los tarig.
Se formó una imagen en el lateral delantero de la caja. Era una extensa
llanura en la que se reunía un ejército. Había miles de soldados que llevaban
armaduras de colores que quizá indicaran la división a la que servían.
Grandes bestias de transporte pisoteaban atronadoras el suelo, animales
parecidos a caballos con cuernos curvados a lo largo de sus cuellos. Sobre
ellos cabalgaban criaturas aun más extrañas que las monturas.
—Los inyx —dijo Anzi, señalando a las criaturas parecidas a caballos.
Quinn se acercó más. Había oído descripciones de esos animales. Así que
esos eran los seres nativos que gobernaban el dominio de los inyx. Resultaba
increíble pensar que Sydney vivía entre aquellas criaturas. Criaturas
racionales, tuvo que recordarse a sí mismo.
En la pantalla del manantial pétreo, percibió una masa negra hirviente que
se derramaba por los flancos de colinas lejanas y bajas.
—¿Los paion? —preguntó, y Anzi asintió.
Quinn vio a Ci Dehai de pie sobre una plataforma con sus lugartenientes,
señalando y dando indicaciones. Tras él se veía una enorme y tenebrosa torre.
—La barrera de Ahnenhoon —susurró Anzi.
El manantial pétreo dejó escapar un olor salado, que trajo consigo un
aluvión de recuerdos, de manantiales mayores, y un laberinto de salas, en las
que los delegados se inclinaban sobre sus tareas. El Magisterio, comprendió
Quinn.
—¿Cómo conseguiste la piedra roja, Anzi?
La muchacha observaba cómo un contingente de altos inyx se agrupaba
junto al puesto de guardia. No respondió.
—¿Es de Ci Dehai? ¿Te dio él la piedra roja?
Anzi negó con la cabeza sin dejar de observar la escena, y señalando de
cuando en cuando cosas que Quinn debería reconocer, como por ejemplo un
tarig que permanecía en la retaguardia, observando, embutido en un largo
abrigo.
—¿Anzi?
Anzi lo miró a los ojos con su acostumbrada calma.
—Es para ti, Dai Shen —dijo—. La cogí prestada para ti.
Quinn pensó que Ci Dehai no se lo había entregado de buena gana.
—Te meterás en líos.
—Solo si nota que le falta —dijo—. Tiene muchas piedras.
Observaron la escena, que cambió a medida que la luz del Destello se
atenuaba sobre el campo de batalla, y el combate continuó a lo lejos, donde
se oyeron colisiones de armas. Pero Quinn no podía dejar de mirar la
fortaleza.
—Ahnenhoon —dijo.
—Sí. La fortaleza de la Larga Guerra. Los paion han venido durante
muchos arcones, y han golpeado sus puertas. Hasta ahora, nuestros ejércitos
han conseguido mantenerles a raya.
—¿Quién vive en Ahnenhoon? —Además, pensó, de mi mujer, en cierta
ocasión.
—Es la residencia de lord Inweer. —Anzi miró a la figura en la pantalla
del manantial.
Recordaba ese nombre. Lord Inweer. El carcelero de su esposa. Lord
Inweer, que se parecía tanto a lord Hadenth. Quinn había tardado años en
distinguirles. Lo más sencillo era diferenciarles por sus temperamentos. Para
empezar, Hadenth estaba medio loco.
La escena se difuminó, y la piedra escapó por el fondo de la caja para caer
en una pequeña taza. Aún estaba húmeda, pero tenía exactamente el mismo
aspecto que hacía un segundo, a pesar de haber sido disuelta. Anzi comenzó a
enhebrarla de nuevo en la correa.
—La robaste —dijo Quinn.
—Sí. —Anzi sonrió mientras enhebraba la piedra en la cuerda—. Pero
quería que vieras el campo de batalla. Así casi habrás estado allí, que es la
mentira que queremos que todos crean.
Eso es. Así resultaría plausible que Yulin tuviera un hijo a quien nadie de
palacio había visto antes.
Anzi estaba inmóvil; su cabeza se giró lentamente hacia la puerta abierta.
Se incorporó y avanzó hacia la apertura.
—Escucha —dijo.
No oyó nada. Entonces se dio cuenta de que los animales estaban en
silencio. Las copas de los árboles se mecían en la brisa, pero no se oía el
sonido de ningún ave en la pajarera. Ni quejidos ni aullidos de ningún animal.
Incluso el lago estaba anormalmente apacible. Los dos se miraron a los ojos,
y Quinn se puso en pie. Se unió a ella junto a la puerta. Anzi tiró de su brazo
y le guió apresuradamente a través del claro, sin dejar de mirar hacia atrás.
Entonces, ya al abrigo de los arbustos, se agacharon y observaron. Al otro
lado del claro, Quinn detectó un movimiento. Allí, un jardinero se movía
entre los arbustos sigilosamente, con paso tambaleante. Quinn reconoció la
manera de caminar. Era el jardinero. ¿Venía a avisarles de algo?
Como si respondiera a esa pregunta, Anzi miró a Quinn y negó con la
cabeza mientras fruncía el ceño. Tiró de la manga de este y le indicó que la
siguiera.
—Silencio —susurró.
Salieron lentamente del lugar en el que se ocultaban y se internaron más
entre los arbustos. Apenas habían hablado durante esos breves instantes de
huida pero, a juzgar por la preocupación de Anzi, debían de estar en peligro.
Anzi le guió hasta una jaula en la que había una puerta entreabierta. Dentro
solo había largas enredaderas.
Quinn miró a su espalda. Desde su posición podía ver la cima de la gran
pajarera. Allí, en la cumbre de la jaula, dibujada contra el atenuado Destello,
una figura vigilaba. Su piel brillaba con reflejos de bronce.
Anzi le silbó. Quinn la siguió y la ayudó a levantar una pesada plancha
del suelo. Entre los dos consiguieron alzarla, aunque estaba cubierta de tierra
y plantas. Anzi le indicó por señas que se agachara y entrara, y le siguió de
cerca. Cuando ambos entraron, bajó la puerta de la trampilla.
Se encontraban en un túnel sumido en la oscuridad.
—Se hizo para que el maestro Yulin escapara —explicó Anzi—. ¡Rápido!
Quinn la siguió. El corazón le latía con fuerza. Anzi había dicho que los
tarig iban y venían, que observaban… pero, ¿por qué ahora? ¿Le habían
traicionado los jardineros después de todo? ¿O había sido el propio Yulin?
—Son los tarig, Anzi. He visto a uno.
—Sí —respondió—. Nos han traicionado.
La negrura del túnel subterráneo era absoluta. Tras tantos días en un
mundo en el que nunca anochecía, la oscuridad le sobresaltó, unida a la
rápida huida a través del túnel. Y sin embargo, en ese perfecto vacío recuperó
un recuerdo intenso:
La cápsula de huida, agitada por grandes sacudidas. Johanna estaba a
los mandos, la nave se estaba averiando, Sydney estaba en cuclillas bajo un
panel de control mientras Quinn se inclinaba hacia delante y trataba de
controlar el sistema de navegación, que no respondía. Los controles se
habían perdido, las pantallas se apagaban, la cápsula caía. Trató de
alcanzar a Johanna; pensó que iban a morir. Extendió un brazo, y Johanna
tomó su mano, usándola como apoyo para acercarse a él. Cuando Quinn
miró a su rostro, este se dilató y se retorció. Vio como el rostro de Johanna
se separaba en dos partes. Sydney, gritó, pero no hubo respuesta, hasta que,
mientras perdía el conocimiento, oyó la voz de su hija, muy lejos, que decía:
padre, padre, con voz cada vez más tenue. Tras horas o días o instantes,
despertó a una luz cegadora. Vio a una mujer con el pelo increíblemente
blanco. Había sido Anzi, comprendió en ese momento. Anzi retrocedió hasta
tocar con la espalda el muro de una extraña alcoba. Tenía el aspecto de
alguien que acababa de contemplar el rostro de Dios.
Quinn se detuvo de repente en el túnel.
—Te conozco.
Una diminuta voz le respondió tras una pausa:
—Sí.
—¿Quién eres?
—No hay tiempo, Dai Shen. Los tarig…
—Al diablo los tarig. ¿Quién eres?
—Por favor, Dai Shen. Te lo contaré todo. Ahora, debes correr.
Pero, ¿debería ponerse en sus manos? ¿A dónde le llevaba? ¿A otra
trampa, como había hecho la anciana chalin? Se oyó un sonido cercano. Anzi
se había acercado a él. Quinn se lanzó contra ella, e hizo chocar su espalda
contra la sucia pared.
—No hasta que me digas quién eres.
La voz de Anzi era vacilante.
—Dai Shen, perdóname. —Quinn aguardó a escuchar por qué debía
perdonarla.
Anzi continuó:
—Te traje aquí, al Todo. Fue culpa mía, todo culpa mía. Lo siento. —Su
cuerpo quedó flácido entre los brazos de Quinn, y cayó al suelo.
Quinn se arrodilló junto a ella.
—¿Me trajiste aquí?
—Sí, en la frontera. Todo lo que te ocurrió fue culpa mía, porque te vi en
peligro, y te traje a un peligro aún mayor.
—¿Cómo? ¿Cómo me trajiste aquí? —Quinn sostuvo el brazo de Anzi.
—La frontera. El velo. Hice algo prohibido, algo horrible.
Quinn la soltó.
—Así que a eso se refería Yulin cuando dijo que me ocultó por tu causa.
Porque me debías un favor.
—Sí, perdóname. Nunca pude volver a ser feliz, pues conocía tu tristeza.
Encima de sus cabezas se oían pisadas. Quinn la apartó con la mano.
—¿Por qué debería confiar en ti ahora?
La respuesta llegó tras una pausa:
—No lo sé —susurró Anzi.
Quinn se apoyó en el túnel y trató de dominar su rabia.
—Yo tampoco. —Oyeron voces amortiguadas y guturales—. Sácanos de
aquí.
Corrieron a lo largo del túnel y llegaron por fin a una parte más iluminada
en la que el aire era más fresco. Miraron a través de una maraña de musgo
colgante y vieron edificios oscuros y relucientes.
Anzi sacó algo de su túnica. Un cuchillo.
—Cógelo —dijo.
Era la daga de la armería. Cruzada.
Quinn tomó el arma y escaló la abertura tras Anzi, y se preguntó qué más
había robado, además de la piedra roja, la daga y a su familia.

Yulin estaba sudando, pero, a fin de cuentas, era un día caluroso. La olla de
oba descansaba en una bandeja, humeante, lo que contribuía a la sensación de
sofoco que había producido la visita de lord Echnon, un tarig al que nunca
habían visto, pero que Yulin sabía que se paseaba por la ciudad, observando y
vagabundeando, como hacían cada vez más a menudo.
—¿Puedo ofreceros un refrigerio, mi brillante señor? —preguntó Suzong
dulcemente.
El señor tarig se sentaba enfrente de ellos. Vestía un chaleco y un faldón
largo abierto de un delicado tejido metálico; una ostentación de riqueza y
habilidades costureras de muy mal gusto. El cabello, peinado hacia atrás,
enmarcaba un rostro alargado que parecía demasiado delgado para contener
una mente en condiciones, o una de disposición amable.
Cuando los sirvientes aparecieron parloteando acerca de un único tarig
que se había presentado en el palacio, Suzong le había dicho secamente a
Yulin:
—Menciona a Zai Gan, y di que no te ama. Debemos desacreditarle como
un heredero celoso.
Suzong solía maldecir a Zai Gan con expresiones poco delicadas, y
siempre parecía dispuesta a culpar al hermanastro de Yulin por cualquier
cosa. Después, cuando el señor tarig se aproximó, Suzong había lucido una
sonrisa radiante y había hecho una profunda reverencia. Yulin se sobresaltó
para sus adentros al verla tan asustada, y eso hizo que Yulin estuviera más
tenso de lo que ya lo estaba.
—¿Oba? —ofreció de nuevo Suzong al tarig—. Lo lamento; si lo
prefiere, puedo mandar a un sirviente a por algo más de vuestro gusto, dado
que no esperábamos tener el honor de vuestra visita.
Lord Echnon miró más allá de la terraza en la que se encontraban, hacia
las copas de los árboles del jardín.
—Un jardín muy bonito. Y también las criaturas salvajes en sus jaulas.
¿Están bien alimentadas? —Yulin se estremeció para sus adentros al recordar
cómo, hacía unos minutos, el señor tarig había trepado a lo alto de la pajarera
para tener mejor vista, con sus largos brazos aferrados a los barrotes. Los
pájaros se habían acercado para picotearle, lo que había provocado que Yulin
casi sufriera un síncope. Pero pronto los pájaros habían perdido el interés por
la carne tarig, y el señor había continuado trepando rápidamente, como una
ágil araña.
«¿Están bien alimentadas?», había preguntado.
Yulin había esperado nerviosamente a que la conversación se iniciara, y,
ahora que lo había conseguido, no podía hablar. Cuando Suzong lo miró
largamente, respondió por fin:
—Oh, por supuesto. Los jardineros cuidan con esmero la colección.
Gracias por preocuparos, brillante señor.
Esperaba fervientemente que Anzi y Quinn estuvieran ya bien lejos de
allí, en la ciudad o incluso más allá. Pero, ¿por qué había venido lord
Echnon? Yulin sabía que estaba en la ciudad, pero merodeando, como era su
costumbre, no haciendo visitas sociales, y desquiciando a todo el que se le
acercase.
Suzong seguía con la olla de oba en las manos, puesto que no había
recibido permiso para servir ni para dejar de hacerlo.
Mientras esperaban a que el tarig dirigiera la conversación, Yulin se
aflojó el cinto del fajín; estaba acalorado. Santo Destello, ¿lo estaba haciendo
todo mal?
Lord Echnon continuó:
—Hemos oído hablar del jardín con jaulas del maestro chalin. Es incluso
mayor que nuestros propios terrenos. —Se apiadó de Suzong y asintió para
que le sirviera.
Suzong lo hizo con notable precisión, sin derramar una sola gota.
Entonces sirvió a Yulin, que sorbió agradecido y se refrescó el gaznate.
—Señor, es mi refugio —dijo Yulin—. Tengo muchos enemigos que
esperan que me pasee entre ellos, así que resulta más prudente que pasee en
mi propia casa.
Echnon tomó su taza de oba, que sostuvo con sorprendente delicadeza
para alguien con solo cuatro dedos, y todos ellos demasiado largos. Bebió
con educada satisfacción, aunque era bien sabido que los tarig no eran muy
aficionados al oba.
El tarig miró con sus ojos negros como el alquitrán a Yulin. Lo peor de la
visita de un tarig era que nunca parpadeaba, por lo que la sensación de estar
siendo mirado fijamente resultaba muy molesta, incluso aunque uno no
tuviera nada de qué avergonzarse.
—No es agradable tener a tus enemigos tan cerca de tu hogar, ¿verdad?
—dijo el tarig.
Yulin trató de parecer apesadumbrado.
—Y es aún peor cuando son tus propios… familiares, señor. A menudo
ocurre así, por muchas propuestas que haga. —Hecho. Había culpado a su
hermano de manera indirecta. No se atrevía a hacer más, por temor a resultar
demasiado obvio.
La pregunta fundamental era: ¿Sabía el tarig que un hombre llamado Dai
Shen estaba aquí? Si era así, sería mejor mencionar a Dai Shen antes que él,
para parecer sincero. Pero si no lo sabía, entonces no había razón para
mencionar a un hijo bastardo de una concubina menor. Así que Yulin titubeó
y deseó con todas sus fuerzas que él y Suzong hubieran estado sobre aviso
para preparar una estrategia. Ahora estaba solo.
—Un oba excelente, esposa chalin —dijo el tarig a Suzong.
Esposa chalin no era su apelativo preferido, pero la sonrisa de Suzong se
tornó incluso más encantadora que antes.
—No, sin duda no lo es, brillante señor, no está a vuestra altura, ni es lo
que merecéis, pero gracias. —Sirvió de nuevo, y dijo—: Si Zai Gan estuviera
aquí, podríamos disfrutar del oba todos juntos. —Suspiró—. Ahora, sabrá
que tuvimos un distinguido invitado, pero él no estuvo. Por favor, si le veis,
decidle que estamos desolados por no haber tenido tiempo de llamarle.
Yulin estaba impresionado de que su esposa hubiera conseguido llevar la
conversación de la bebida a su hermano, y que hubiera logrado sugerir que
este era irritable y celoso, además de dar la impresión de que su ausencia les
entristecía. Suzong era muy habilidosa, y Yulin pudo respirar tranquilo.
Cuando su taza volvió a estar llena, bebió para ocultar el hecho de que no
sabía cómo continuar la conversación.
—Se lo diremos —dijo el tarig, insinuando que vería a Zai Gan, el
miserable y obeso intrigante. Quizá Suzong estaba en lo cierto, y Zai Gan
tenía algo que ver con esta visita. Lo que significaría que este tenía un espía
en casa de Yulin. Y también que era probable que el tarig supiera que había
un hombre en el jardín. ¿O no lo sabía?
—Pide que traigan pasteles, Suzong —dijo Yulin—. Señor, ¿puedo
ofreceros algo de comida? —Esperaba que este ofrecimiento obligara a
Echnon a ir al grano.
El tarig alzó una mano.
—No pidas que traigan nada. Estar aquí sentados hablando es suficiente,
¿verdad?
—Sin duda, lord Echnon —dijo Suzong—. ¿Qué noticias traéis de la
Estirpe, si os complace hablar de ello? Estamos tan alejados de los grandes
asuntos… —Suzong se inclinó hacia el tarig, como una vieja cotilla que no
piensa en nada más que el glamur de los tarig y la burocracia de la ciudad
brillante. Yulin la admiró más que nunca.
Echnon miró a Suzong.
—Hmm. Noticias de la ciudad brillante. ¿Qué os gustaría saber?
—Oh, cualquier cosa. —Suzong piaba como si no se diera cuenta de que
estaba haciendo perder el tiempo del brillante señor tarig—. ¿Aún sigue allí
lady Chiron? ¿Y qué tal le va a Cixi? Ahora es mayor, incluso mayor que esta
esposa chalin.
El tarig dejó su taza de oba y separó sus largos dedos.
—El alto prefecto de los chalin no nos importuna con sus deberes, de los
que se ocupa de manera que no nos afecten. Pero vive, aún. En cuanto a lady
Chiron, en ocasiones está por allí. No podéis saber dónde estamos.
—Señor, mi vida está a vuestra disposición. No pretendía faltaros al
respeto. Soy una mujer vieja, y he vivido demasiado tiempo alejada de las
buenas costumbres.
Suzong miró la olla humeante de oba y maldijo su estupidez. Había ido
demasiado lejos, pero el condenado tarig no iba al grano, y estaba impaciente
por que se marchara, o por que la acusara de una vez. Si podían hacer que
siguiera hablando, quizá Dai Shen podría escapar con ayuda de Anzi.
Lord Echnon sorbió su taza de oba, y la conversación quedó en suspenso.
Suzong miró el apuesto rostro del tarig, sin una sola imperfección, aunque
demasiado largo. Todo lo relativo a los tarig era largo y estrecho, pero
Suzong sabía que eran terriblemente fuertes. Le costaría muy poco esfuerzo
romperle el cuello a Suzong, que quizá era lo que estaba considerando hacer
en este momento. Que acabe primero conmigo, pensó orgullosamente, para
que yo no vea a mi marido caer a sus pies.
El tarig dijo:
—Ji Anzi ha regresado a esta casa, ¿verdad? ¿Nos han informado mal?
Suzong se sorprendió, pero Yulin supo controlarse, y dijo:
—Sí, la más joven de mis sobrinas ha estado de visita. Gracias por
vuestro interés en una muchacha tan joven.
Suzong sintió cómo se le helaba la sangre. De modo que Zai Gan tenía un
espía en palacio, y había informado al tarig. El espía también debía de haber
informado sobre el otro invitado. Un paciente sospechoso en el jardín era una
cosa, pero si se hubiera sabido que tenía los ojos azules, era muy distinto.
Pero nadie, salvo ella misma, Yulin, Anzi y Ci Dehai, sabía que tenía los ojos
azules.
Ya recuperada, Suzong dijo bruscamente:
—Anzi se ha ocupado de cuidar al hijo bastardo, Dai Shen, así que su
llegada ha sido muy oportuna. Nos ha ayudado mucho.
Yulin la miraba como si hubiera perdido el juicio por mencionar a Dai
Shen, pero, en este caso, se equivocaba. Era mejor decírselo al señor tarig
enseguida, antes de ser interrogados o acusados.
—Hmmm. Dai Shen. ¿Tu hijo, dices?
—Un despreciable descendiente, señor —dijo Yulin—. No merece
vuestro interés.
—Vamos, esposo mío —dijo Suzong—. Dai Shen fue un buen soldado,
según se cuenta hizo un buen papel en Ahnenhoon.
—No, me temo que fue un papel bastante mediocre —dijo Yulin
enfáticamente—. Nada de lo que enorgullecerse.
Suzong negó con la cabeza.
—¡Cómo puedes hablar así de tu hijo! Es cierto que tiene menos seso que
un ratón, pero es leal, y un soldado. Avergüénzate, esposo.
Yulin comenzó a comprender, y dijo:
—Ci Dehai ha estado cientos de veces en el campo de batalla, y solo ha
sido herido una vez. Dai Shen combate una vez y vuelve a casa con un golpe
en la cabeza que le hace perder el poco sentido común que tenía. No puede
recordar su propio nombre, y ahora se quedará revoloteando por palacio, y
me veré obligado a soportar su presencia. —Se giró hacia Echnon—. Os pido
perdón, brillante señor, pero mi hijo no sirve para nada, es una vergüenza
tenerle aquí en mi jardín, perturbando la paz de este lugar. El único lugar en
el que tenía algo de privacidad. Aun así, un padre debe ocuparse de un hijo
descarriado, aunque sea uno entre cientos, ¿no es cierto?
Echnon escuchó la perorata de Yulin con creciente disgusto. Por fin, dijo:
—Veremos a Anzi, para saludarla. —Se irguió en toda su altura y se puso
en pie.
Suzong por poco cayó desmayada. Entonces, recuperándose, se puso en
pie junto a Yulin y dijo:
—Oh, brillante señor, por supuesto. Ahora se está dando un baño, pero la
haremos llamar. Le llevará unos momentos prepararse para veros. No será
ninguna molestia. En ese caso, tendremos tiempo de sobra para comer.
Ordenaré que preparen la comida de inmediato.
El tarig la miró en silencio, como si considerara su oferta. Si la aceptaba,
sería la ruina de Yulin. Una gota de sudor cayó por el cuello de Suzong hasta
llegar al cuello de seda de su chaqueta.
Entonces, con un gesto desdeñoso de la mano, el tarig dijo:
—No interrumpáis el baño de la muchacha chalin. Tenemos otras cosas
de las que ocuparnos, ¿verdad?
Yulin hizo una reverencia; casi se había quedado sin habla.
—Por supuesto, señor. Deberes. Entiendo.
Echnon caminó hacia la puerta de la sala de audiencias y se detuvo en el
umbral.
—Deberías solucionar tus problemas con Zai Gan, maestro chalin.
—Sí, señor —dijo Yulin—. Inmediatamente.
Aún mirándoles desde la puerta, el tarig dijo:
—No estaba en el jardín, ese Dai Shen. ¿También se está bañando?
Suzong sonrió afectadamente.
—Oh, se pasea de aquí para allá; aún está confuso por la herida. Camina
de un lado a otro, señor.
—Ah. —Echnon asintió y se giró a continuación, alejándose de ellos, y
permitiéndoles respirar de nuevo.
Suzong y Yulin aguardaron inquietos hasta que dejaron de oír sus
pisadas. No se acompañaba a un tarig a la puerta, dado que les molestaba que
les indicaran el camino, y les gustaba ir a dónde les apetecía.
La frente de Yulin estaba cubierta por una capa de sudor. Suzong la
limpió con la manga de su chaqueta.
—Mi maestro del dominio —susurró afectuosamente, contenta de no
tener que contemplar el estrangulamiento de su esposo, y de que Zai Gan
hubiera hecho perder el tiempo al tarig. Pero ahora, por supuesto, Anzi y su
paciente no podrían ya regresar a palacio, y Dai Shen no estaba ni de lejos
preparado para caminar libremente entre los chalin. Pero, por ahora, le
bastaba con que el brillante señor se hubiera marchado.
Yulin se mesó la barba. Seguía mirando la puerta por la que se había
marchado el tarig. Cuando habló, su voz fue un retumbante murmullo:
—Ahora, matemos a los jardineros.
Suzong asintió. Deberían haber sido ahogados hacía días.
Se marchó para ordenar que así fuera, caminando tambaleante, ahora que
la crisis había pasado. Buscó a su eunuco favorito y le dijo al oído:
—Dale a mi carpa un almuerzo especial al ocaso, uno del jardín.
El sirviente entrecerró los ojos y se detuvo para asegurarse de que había
entendido bien.
Lo había hecho.

A lo largo de la colina en la que se erguía la mansión de Yulin se disponían,


en terrazas, viviendas blancas y doradas. La ciudad rodeaba a Quinn, y de
ella brotaban laberintos a cada paso. Ya fuera del complejo de Yulin,
dependía por completo de Anzi para orientarse, y la muchacha lo guiaba
rápidamente a través de la maraña de callejuelas. Quinn reprimió el impulso
de seguir mirando a su espalda en busca del alto señor de piel de bronce, que
quizá seguía contemplándoles desde la pajarera en el jardín, o que acaso se
había internado en la ciudad para seguirles de cerca.
Anzi le consiguió enseguida ropas de sirviente. Para cumplir su nuevo
papel, Quinn la seguía a unos pasos por detrás, tratando de comportarse como
el sirviente de una dama importante.
Los oscuros edificios de adobe les rodeaban, abigarrados, curvados,
antinaturales. Le asaltaron olores complejos, desde olores de comida
cocinada y cuerpos, hasta los olores producidos por los jardines que había en
los tejados de la mayoría de las viviendas. Quinn se sentía desorientado en
ese ambiente, y la veloz huida no ayudaba; apenas era consciente de lo que le
rodeaba. Debía evitar dar nada por supuesto en este extraño lugar. Anzi, por
ejemplo. No era tan solo una sobrina de Yulin. ¿A dónde lo llevaba?
Pasaron por un vecindario en el que en cada casa se vendía algo, sobre
todo comida, cocinada en braseros bajo pequeños porches cubiertos. En uno
de esos porches Anzi intercambió una bagatela robada por dos tragos de
agua.
Quinn dijo, en voz baja, y lo suficientemente lejos como para que el
dueño no pudiera oírle:
—¿A dónde vamos?
—No hables, Dai Shen —le apremió Anzi—. Conozco un lugar.
Mientras bebían el agua, Quinn se fijó en un niño en el interior de la
vivienda, que estudiaba junto a la ventana. Era el primer niño al que veía
claramente en esta tierra. De hecho, solo había visto a un par de niños hasta
ahora en la ciudad. Dado que sus vidas eran muy largas, tenía sentido
reproducirse poco a menudo. El niño le miró y Quinn se giró, y pensó que
quizá sus lentes de contacto no eran tan convincentes como hubiera deseado.
Anzi devolvió los vasos tras beber e hizo una reverencia a modo de
agradecimiento, y guió a Quinn colina abajo. El cielo era aquí más visible,
lejos de los altos árboles de los terrenos de Yulin, y su amplitud plateada
relucía en el Corazón del día. Se extendía hasta el infinito hacia las llanuras, y
por momentos casi parecía el sol de la Tierra, con sus interminables cirros
altos que hervían.
Anzi se detuvo momentáneamente para robar otra baratija. Quinn pensó
que robaba más de lo que era necesario, y que disfrutaba haciéndolo;
toqueteaba una bagatela con una mano y cogía otra con la otra mano.
Resultaba difícil confiar en ella. Pero si ella y Yulin querían traicionarle, ya
podrían haberlo hecho, y fácilmente. Anzi miró de soslayo en dirección al
palacio de Yulin. Parecía silencioso y tranquilo. A veces Anzi miraba al
cielo, donde, como bien sabía Quinn, los tarig volaban con sus aeronaves.
Guardaba un tenue recuerdo de esas extrañas naves. Naves radiantes. Así se
llamaban. Solo los tarig las pilotaban. Curiosamente, cuando Quinn pensaba
en esas naves, el recuerdo conjuraba un grito lejano y amortiguado.
La imagen de la criatura de piel bronceada en lo alto de la pajarera le
perseguía. Debía huir de esos seres pero también debía acercarse a ellos.
Tenía asuntos pendientes con ellos, pensó. Especialmente con lord Hadenth,
cuyo recuerdo se le escapaba. No había vuelto para vengarse, sin embargo, a
pesar de su hambre de justicia. Había demasiado en juego para dejar que una
enemistad personal nublara su juicio.
—¿A dónde vamos, Anzi? —preguntó de nuevo.
Anzi murmuró mientras caminaba.
—A escondernos. Y mientras lo hacemos, también debemos continuar
con los cambios en tu apariencia. Conozco un lugar seguro, no te preocupes.
—¿Debo confiar en ti, entonces? ¿En que todo irá bien?
Anzi aumentó el ritmo. Su rostro parecía sombrío.
—Sí. Pero date prisa, por favor.
Quinn se detuvo, y cuando Anzi se dio cuenta de que ya no la seguía, le
llevó a un callejón lateral, alejado del tráfico de transeúntes. Antes de que
pudiera quejarse, Quinn dijo:
—¿Cuál es el plan, Anzi? Me alegra que tengas uno, pero me gustaría
saber si coincide con el mío.
Anzi miró a su alrededor con inquietud y terminó por ceder.
—Un amigo, Jia Wa, nos ayudará. Debe alterar tu rostro. Pero antes
debemos viajar a su ciudad.
Quinn asintió. Estaba preparado para sufrir alteraciones en su rostro.
—Pero, ¿dónde está ese Jia Wa? —Y añadió, con cautela—: ¿Y dónde
está el académico, Su Bei?
Anzi le dijo que los dos vivían muy lejos, y que para llegar hasta ellos
debían realizar largos viajes por tren en direcciones opuestas. Anzi empezaba
a comprender que Quinn no la seguiría pasivamente, y pareció agitada.
—Debemos encontrar otro modo de alterar quirúrgicamente tu rostro,
dado que el médico de Yulin ya no está a nuestra disposición.
—No tengo tiempo para ir a ver a Jia Wa, Anzi. Prefiero visitar a Su Bei.
—Pero, ¿por qué?
Suzong había dicho que él mismo debía encontrar un motivo para ir a
verle, y Quinn había preparado uno:
—Necesito lo que él tiene. Mi historia, lo que hice cuando estuve aquí la
primera vez. Necesitaré esos recuerdos si me topo con personas a las que
solía conocer. —Pero, sobre todo necesitaba que Bei le revelara quién en la
Estirpe conocía los viajes entre universos.
—Primero a Jia Wa, después a Bei. —Anzi lo miró esperanzada.
No si estaban en direcciones opuestas. Podría suponer semanas de retraso.
—No —dijo Quinn.
Permanecieron en silencio, de pie, durante unos momentos. El rostro de
Anzi era inescrutable, pero sus labios se mantenían firmes, y Quinn sabía que
estaba enfadada. Se negaba a mirarle a la cara.
Por fin, Anzi echó a caminar calle abajo, abandonándole. Cuando Quinn
la alcanzó, dijo:
—¿Y bien?
Anzi señaló una torreta que se elevaba por encima de los bajos edificios.
—Debo detenerme aquí —dijo, y añadió fríamente—: Puedes venir
conmigo, o no.
Así que ella también sabía jugar. Quinn la necesitaba tanto como ella le
necesitaba a él.
Sin echar una mirada atrás, Anzi caminó en dirección a la torreta. Al cabo
de un rato llegaron a la espiral que se alzaba en medio de la calle, desierta y
cubierta de raíces. La espiral se elevaba unos cinco pisos. A su pie había un
hombre que vestía con andrajosas sedas blancas.
—Espérame aquí —dijo Anzi—. Debo ir a la aguja.
—Iré contigo.
—No. Se trata de la aguja de Dios, no es un buen lugar.
—¿Para qué necesitas ir allí?
—Los trenes, Dai Shen. Necesitamos uno —dijo, y añadió—: Llamaría la
atención que dos personas desearan aproximarse a Dios. —Anzi inclinó la
cabeza en dirección al hombre vestido de blanco, que ahora les estaba
mirando—. Ese es un hombre santo. Adora a Dios, para que no tengamos que
hacerlo nosotros. Quédate aquí.
Caminó hacia la aguja y, a pesar de su aviso, Quinn la siguió.
Frente a la puerta, el hombre santo inspeccionó las bagatelas que Anzi le
ofreció, arrugando su prominente nariz. Miró dubitativamente a Quinn.
—Mi sirviente ascenderá por mí —dijo Anzi—. Y me aseguraré de que lo
haga.
El hombre santo no parecía muy satisfecho ante esta propuesta, pero
cedió al recibir la mejor bagatela del surtido. Se hizo a un lado y Anzi se
agachó hacia el interior del pilar, desde donde ascendía una escalera de
caracol hacia la oscuridad. Quinn subió las escaleras, que necesitaban
urgentemente ser barridas, rodeado de moho y suciedad.
—Dai Shen —le llegó la voz de Anzi en la oscuridad—, el pilar es el altar
de Dios. No es buena idea venir aquí, y preferiría que no hubieras atraído la
atención hacia nosotros. Sé que no confías en mí. Te he dado un buen motivo
para no hacerlo. Pero no dudes del maestro Yulin, porque si tú caes, él
también caerá.
—¿Qué hay aquí, Anzi?
—Nada. Cuando lleguemos arriba miraremos si se acerca algún tren.
Debemos subir a ese tren, Dai Shen, y marcharnos enseguida. Y sí, a ver a Su
Bei, si es lo que quieres. —Anzi se había detenido en las escaleras y esperaba
a que Quinn la alcanzara. En la oscuridad, Quinn no podía ver nada más que
su blanquísimo cabello.
Quinn quería confiar en ella, pero resultaba difícil, después de que
hubiera intentado engañarle.
—Anzi, me has estado mintiendo. Ahora, deja de mentir.
Anzi suspiró largamente.
—Sí, mentí… por todo lo que callé. Perdóname, Dai Shen.
Quinn no parecía dispuesto a perdonar. Seguía esperando a que dijera la
verdad.
Anzi suspiró y se apoyó en los laterales curvados de la aguja.
—En una ocasión estudié para ser investigadora. Era solo una aprendiz de
mi maestro Vingde, que era el Ojo del conocimiento. Vingde rompió el
juramento de no mantener contacto con la Rosa. Encontró un modo de
capturar objetos de la Rosa, algo que nunca se había hecho antes.
Vingde había descubierto un método para transportar objetos de la Rosa
al Omniverso. Para robar. No resultaba extraño que robar le pareciera
atractivo a Anzi.
—Los tarig lo castigaron con la muerte lenta por acercarse a cosas
prohibidas. Es la muerte favorita de los tarig: el estrangulamiento. Volví tras
la muerte de Vingde. Quería ver una criatura de la Rosa. Lo deseaba con toda
mi alma, pero no sé bien por qué. Cuando el túnel de la Rosa flaqueó, atraje
tu medio de transporte.
Quinn alzó una mano para interrumpirla.
—¿Cómo me encontraste? ¿Cómo llegaste a capturar mi cápsula para
traerla hasta aquí? —¿Acaso tenía Anzi el secreto para viajar entre universos?
—Fue una cuestión de suerte. Sabía solo lo justo, lo que había aprendido
con Vingde. Podría haber transportado a cualquiera, y podrían haber llegado
a cualquier sitio. Tras una larga espera, de unos cincuenta días, vi tu nave.
Después, traté de ocultarte, pero los tarig te encontraron, y nunca dieron
conmigo. Y tú tampoco podías hablarles de mí, dado que no sabías nada. —
Entornó los ojos—. Hice algo terrible, te traje aquí.
Lo más probable era que Quinn hubiera sido capaz de sacar la cápsula sin
problemas del túnel K. Sin duda, Anzi se repetía a sí misma que intentaba
salvarle la vida a Quinn. En lugar de eso, casi se la había arruinado. Quinn
tuvo que darle la espalda. Cuando la miró de nuevo, sintió el pecho oprimido
por la columna de espeso aire del pilar.
—Y aquí estás de nuevo, y otra vez pretendes ayudarme… —dijo.
—No pretendo…
—¿Quieres ayudarme de veras, Anzi? —Quinn se alejó de ella, tratando
de reprimir su ira—. ¿O solo sientes curiosidad, otra vez?
—No, no es curiosidad. Dai Shen, por favor, no digas eso.
—No es agradable oírlo, ¿verdad, Anzi?
Habían alzado la voz, especialmente Quinn.
La figura de ropas blancas apareció al pie de las escaleras.
—¿Señora?
—Déjanos. Mi sirviente tiene miedo de subir. Lo hará, sin embargo.
El hombre santo se alejó escaleras abajo.
La voz de Anzi continuó la historia donde la había interrumpido.
—El maestro Yulin estaba muy enfadado. Lamentaba haberme facilitado
todas las comodidades, por lo que nunca aprendí a ser comedida. Me humillé
ante Caiji de los cien mil días, y ella convenció a mi tío para que me ayudara,
aunque no lo merecía. Entonces oímos historias sobre ti, e historias sobre tu
mujer y tu hija. No eran buenas noticias. Así que, dado que tú sufrías,
también yo sufría, pero en mi mente, pues imaginaba tu sufrimiento, y
recordaba lo que yo misma había hecho.
—¿Acaso debo sentir lástima por ti, Anzi? No puedo. —Quería hacerlo.
Pero, por Sydney, no podía olvidar lo que había pasado. Por Sydney y por
Johanna.
Anzi se arrodilló frente a él.
—Dai Shen, tienes la daga. Ahora puedes usarla para liberarte.
—¿Liberarme?
—Del odio que tienes dentro de ti, y de la tristeza. Después, como dijo Ci
Dehai, podrás buscar el río que te guíe en tu camino. Hacia una nueva vida.
—Hizo una pausa—. Dios te odia, pero no sirve de nada odiarle a él. Eso lo
sé.
Anzi extendió la mano para coger la daga de la túnica de Quinn, que
golpeó la mano de la muchacha para alejarla.
—Detente. Sé que tengo la daga. ¿Crees que voy a matarte en una iglesia?
—Sería un buen lugar, Dai Shen, aunque no puedas saberlo.
—Ponte en pie, Anzi. —La muchacha permaneció arrodillada. Quinn
tomó su brazo y la puso en pie tirando de él—. Simplemente, deja de
mentirme. —Quinn estaba cansado de oír la voz de Anzi—. Encuéntranos un
tren. —La empujó para que siguiera caminando.
Cuando llegaron a la cima, salieron a una pequeña plataforma plagada de
fruta podrida y ofrendas, como monedas y joyas. Desde esa posición, Quinn
inspeccionó los alrededores y buscó el brillo de una piel bronceada o
cualquier señal de actividad apresurada, pero la ciudad parecía reposar en
calma.
Anzi se inclinó ante las ofrendas y colocó un puñado de bagatelas entre
ellas. Entonó:
—No me mires, no me veas, no percibas mi pequeña vida. No mires al
hombre que está junto a mí, que es pobre y despreciable. Después de esta
ofrenda, somos mucho más pobres que otros que merecen tu atención más
que nosotros.
Hablaba con un dios temible, uno tan malvado que ni siquiera era
aconsejable rezarle. Eso explicaba la presencia del hombre santo, que rezaba
por todos.
—¿Esperas que Él oiga tu oración, o que no la oiga?
—Esa es una pregunta de académico, Dai Shen. —Pero Anzi no
respondió. Quizá no pensaba en ese tipo de cosas. Todo el mundo se
engañaba a sí mismo, de un modo u otro, incluso Titus Quinn, pensó, aunque
no estaba muy seguro de cómo.
Terminada la ofrenda, Anzi se giró e inspeccionó las llanuras más allá de
la ciudad. Quinn hizo lo mismo, pero no vio nada. El Destello atraía su
atención más que cualquier otro detalle. ¿Cómo podía existir ese río en el
cielo? Era un formidable flujo de energía que no tenía una explicación
natural. Tenía, sin embargo, una explicación tarig, como el Omniverso en su
conjunto; un lugar que no podía existir, y que existía a pesar de todo. Un
lugar que, si no habían creado los tarig, sí explotaban, y que habían mejorado
para que en él pudieran vivir seres. A pesar de su poder, solo habían copiado
lo que habían visto en la Rosa, de modo que su mayor defecto era la falta de
creatividad. Quizá tuvieran otros defectos además de ese.
—¿Se quemará alguna vez el cielo? —murmuró Quinn.
Anzi alzó la vista hacia el Destello como si pensara en ello por primera
vez.
—Claro que no, Dai Shen. ¿Cómo podríamos vivir?
Bueno, para eso nunca hay garantías, pensó Quinn.
En ese preciso instante Anzi señaló algo, y Quinn vio una arruga en las
amarillas llanuras que, aseguraba Anzi, era un tren que se acercaba en la
distancia.
—Por fortuna —dijo Anzi, asintiendo con satisfacción.
—¿Es el tren correcto? —preguntó Quinn.
—¿Quién sabe? Pero es el que lleva al académico Bei. —Anzi le hizo
señas para que se diera prisa y desapareció escaleras abajo.
Quinn se apresuró tras ella. Había imaginado que ella saquearía las
ofrendas, entre las que había algunos pequeños tesoros desperdigados entre la
basura, pero por lo visto Anzi no le robaba a Dios. Incluso ella seguía unas
reglas.

Mientras esperaban el tren, compartieron alimentos hurtados en un


cementerio cercano a la estación. El cementerio estaba desierto, pero aun así
no podían relajarse. Sin duda los tarig vigilarían los trenes. Pequeñas
banderolas ondeaban en estacas clavadas en las tumbas, y en cada una de
ellas estaba inscrito el nombre de su propietario en elevados términos:
Tejedor de Mil Sedas, El Hijo que Vio un Lejano Principado, Tía de Brillante
Rostro, Soldado de Ahnenhoon (de estos había muchos), Soldado de un
Brazo, Hijo Muerto en Próximo. Quinn y Anzi comían junto a la tumba de
Uno que Solía Reír.
Desde el lugar en el que estaban, podían ver las multitudes que se
amontonaban en el andén.
—¿Está muy lejos Bei? —preguntó Quinn.
—Al menos a un arco —dijo Anzi. Un arco eran diez días. Era mucho
tiempo para viajar de incógnito, fingiendo ser un chalin. Anzi admitía que
Bei o los que estaban a sus órdenes podían realizar las alteraciones, aunque
no pudo evitar decir que sería mucho más conveniente ir a ver a Jia Wa y de
ese modo no contravenir las órdenes del maestro Yulin.
Quinn recordaba el rostro de Bei. Con el ceño fruncido, sembrado de
arrugas, y el cabello con matices oscuros. Una nariz aguileña y ojos también
de águila, que parpadeaban sin descanso, mientras repetía sin cesar: «Dime,
Titus. Dime…». Y entonces el anciano escribía, inclinado sobre sus
pergaminos, y Titus escuchaba el crujido de su pluma contra el papel.
—¿Crees que Bei nos ayudará, Anzi?
—Si es necesario elegir un destino que no ha ordenado el maestro Yulin,
Su Bei no es mala opción. Es leal a Yulin.
—Pero no a mí.
—Ahora, es lo mismo.
Quinn se permitió esperar que así fuera. Había mantenido la esperanza
desde el primer día de su regreso. Sin ella no le quedaba mucho más. Tenía
un joven sobrino cuyo futuro dependía, sin él saberlo, de que su tío volviera
del Omniverso. Helice Maki lo había dejado bien claro: Quinn debía regresar.
Preferiblemente, con buenas noticias, pero debía regresar. Quizá regresase
con algo más de lo que Helice podía imaginar.
La conmoción en el lejano andén indicó que el tren se aproximaba. Se
pusieron en pie apresuradamente, impacientes por ponerse en marcha. Estar
tan cerca de los ciudadanos de este nuevo mundo era un riesgo, pero no
tenían elección. Anzi había enumerado todas las reglas a tener en cuenta al
viajar en tren. A cada momento se le ocurría algo más que Quinn debería
recordar hacer o evitar hacer. Echaron a andar entre las tumbas.
Anzi captó su atención con la mirada. Alguien les estaba siguiendo.
Ella murmuró:
—Fingiré tener que aliviarme, Dai Shen. Cuando se acerque, saltaré sobre
él, y también tú.
Quinn le dio la espalda mientras Anzi se alejaba y se agachaba. Y
entonces su perseguidor llegó hasta ellos, derribó a Anzi fácilmente y
bloqueó el puñetazo de Quinn antes de que llegara a producirse.
Anzi se desembarazó de él y se puso en pie para inclinarse ante el
maestro de combate.
Quinn había caído con dureza, pero se levantó con toda la dignidad de
que fue capaz.
Ci Dehai le entregó a Anzi una pequeña bolsa y dijo:
—Cuatrocientos primales. Gasta tan pocos como puedas. —Clavó en
Anzi una mirada fría—. Pero gasta en lugar de robar.
Anzi hizo una reverencia.
—Gracias, noble guerrero de Ahnenhoon. —La bolsa de dinero
desapareció en el bolsillo de su túnica. Después, mientras Ci Dehai la miraba
enfáticamente, sacó del bolsillo la piedra roja y se la entregó.
El general la tomó, pero siguió esperando.
Quinn sacó la daga de su cinto.
Ci Dehai no hizo amago de cogerla.
—Pensaba que mis lecciones merecerían otro tipo de agradecimiento.
Quinn asintió. Lo que decía era justo, pero necesitaba un arma, a pesar de
la teoría de Helice Maki según la cual en el Omniverso la violencia reinaría
por su ausencia.
—Los tarig… —comenzó Anzi.
Ci Dehai la interrumpió:
—Querían visitar los afamados jardines del maestro Yulin. Solo era un
señor fisgoneando, y no ha encontrado nada. —Ci Dehai relató la
conversación entre el tarig y Yulin—. Será mejor que os marchéis ahora.
—Dai Shen insiste en que veamos a Su Bei —dijo Anzi—. No he podido
disuadirle.
El viejo soldado giró la cabeza de modo que su único ojo se quedó
clavado en Quinn.
—¿Su Bei? —dijo—. No. Es mejor acudir a alguien menos notorio. Jia
Wa, por ejemplo.
—Necesito lo que Bei pueda decirme de mi historia —replicó Quinn.
—No es aconsejable.
—Aun así.
Ci Dehai miró al hombre de la Rosa con renovada preocupación. Este Dai
Shen había conseguido que Yulin aceptara una alianza ridícula: el maestro
del dominio y el fugitivo de la Rosa. El chantaje era explícito: Ayudadme, o
seréis enemigos de mi pueblo. La mismísima Suzong, la de las mil
ambiciones, había instado a su esposo a aceptar. Pero, ¿qué obtendrían a
cambio? ¿Y qué si Yulin era enemigo de la Rosa? Dado que la Rosa no podía
enfrentarse a los brillantes lores, ¿por qué iba alguien a temer a Dai Shen o a
sus superiores?
Miró a Dai Shen. Aún esperaba hacer que cambiara de idea.
—Bei ha caído en desgracia, y tiene poco que ofrecer. —Pero Dai Shen
parecía haber dado por finalizada la conversación.
Quizá, pensó Ci Dehai, debería ahorrarle a su señor los riesgos de este
temerario plan y acabar con Dai Shen ahí mismo, en ese momento. Sería un
juego de niños cortarle el cuello. ¿Cómo sabrían los patrones del hombre que
Yulin no había cooperado, si su emisario jamás regresaba? La Rosa enviaría
otros exploradores que encontrarían a otros a quienes explotar, y Ci Dehai le
habría hecho a Yulin un gran favor. Sintió el impulso de desenvainar el
cuchillo que llevaba atado a la cintura y meter a este hombre en una de esas
oportunas tumbas.
Su mano vaciló junto a la empuñadura. Ci Dehai supo que Anzi sabía lo
que planeaba, puesto que la chica se interpuso entre Ci Dehai y Dai Shen.
Dai Shen se impacientaba, y Ci Dehai dejó pasar el momento en el que
podría haber conseguido una muerte limpia. Había perdido la ventaja de la
sorpresa, y todo por culpa de la sobrina de Yulin. Así y todo, aún podría
hacerse fácilmente.
Por el rabillo del ojo vio el tren que se aproximaba a la estación.
—No creo que a mi tío le importe si nos refugiamos con Bei o Wa —dijo
Anzi—. Ambos son leales. Estoy segura de que mi tío lo permitiría, soldado
de Ahnenhoon.
Ci Dehai relajó la mano que se acercaba al cuchillo. No quería dañar a
Anzi, ni enfrentarse a la furia de Yulin si resultaba herida. Y ahora, también
Anzi le daba motivos para no matar a Dai Shen. Y de ese modo el momento
en que pudo haber matado al hombre se esfumó. Parte de él se sintió aliviada,
la parte que se había enfrentado a Titus Quinn en sesiones de entrenamiento y
le tenía en más alta estima que a la mayoría de hombres.
Ci Dehai se giró hacia Quinn.
—Veo que has tomado una determinación —dijo.
—Así es —dijo Quinn—. Dile al maestro Yulin que considero que
nuestra misión será más sencilla si Su Bei puede contarme mi historia.
A lo lejos, en el andén de la estación, la multitud sonó agitada.
Ci Dehai gruñó y cedió por fin. Se sintió como si su edad hubiera sido
doblada. Hubo un tiempo en el que no hubiera vacilado en salvar a su
maestro de un individuo problemático.
Miró el cuchillo que Dai Shen había robado.
—Quédate con la daga. Usala con los enemigos del maestro Yulin. —O
contra ti mismo, si las cosas se tuercen.
Ci Dehai desató un pequeño paquete que llevaba a la espalda.
—Aquí tienes algunos pergaminos infantiles, para que puedas continuar
tu aprendizaje. También hay una correa de la que cuelgan cuatro piedras
rojas. Cada una de ellas es una copia del mensaje de Yulin al prefecto. —Le
entregó el paquete a Quinn, que le dio las gracias.
Después, se giró hacia Anzi y dijo:
—Una vez más tienes permiso para crear anarquía. Tu tío te ha dado otra
oportunidad. No la malgastes, Ji Anzi.
Ci Dehai alzó la vista para indicar que el tren se aproximaba y le dijo a
Quinn:
—Si consigues llegar a la Estirpe, el maestro Yulin te advierte de que
debes, por encima de todo, ganarte a la prefecto Cixi. Pero debes saber esto:
ella desprecia a Aquel que Brilla. Solo Cixi está por encima del maestro
Yulin. ¿Entiendes lo que eso quiere decir, Dai Shen?
Quinn asintió.
—No le entusiasmará la posibilidad de que Yulin tenga éxito —dijo.
—Entonces, ¿serás capaz de seducir a un dragón?
—¿Algún consejo?
—No —dijo Ci Dehai—. Soy soldado, no diplomático. —Mientras Quinn
y Anzi repetían palabras de agradecimiento y se ponían en camino, Ci Dehai
añadió—: Y ten cuidado con sus delegados. Son aún peores que ella.
Quinn y Anzi se apresuraron en dirección al andén, entre las tumbas.
—¿Siente afecto por alguien? —le preguntó Quinn a Anzi, que sonrió.
—Es demasiado listo para tener amigos.
Con el paquete de pergaminos y piedras de datos entre los brazos, Quinn
asumió su posición detrás de su señora. Anzi caminó con andares regios,
aferrada a la bolsa que Ci Dehai le había dado.
Se aproximaron al andén, donde esperaba lo que llamaban tren. Era muy
largo, y desde el puente de carga, Quinn no podía ver la parte delantera de la
máquina, ni tampoco la trasera. La superficie de los compartimentos era
suave pero abigarrada, y parecía lava fundida en lugar de metal trabajado. No
había ni ruedas ni vías. Quinn casi podría haber asegurado que no había
ningún tren, no tal como él entendía esa palabra. Pero había vagones,
conectados entre sí por tubos.
Justo antes de subir a bordo, Quinn tuvo un momento para desear que
cuando copiaron esto de la Rosa, hubieran tenido la decencia de copiar
también un vagón restaurante.
Capítulo 12

Estos son los Tres Juramentos:


Oculta el Omniverso de otros mundos.
Mantén la paz en el Omniverso.
Amplía las fronteras del Omniverso.

—Extracto de El Camino Radiante

T odos los niños aprendían los juramentos. Eran sus primeros versos, su
primera canción infantil.
Una canción infantil algo sobria, pensó Quinn mientras memorizaba los Tres
Juramentos y los austeros verbos: oculta, mantén, amplía. Si Suzong estaba
en lo cierto, entre los funcionarios de la Estirpe había alguien que se negaba a
ocultar, que quería que ambos mundos entraran en contacto. Su Bei conocía a
esa persona, pero, ¿revelaría su nombre? Sí, porque Quinn no se marcharía de
la frontera de Bei sin ese nombre.
Anzi había reservado para el viaje asientos en la parte superior de un
vagón de pasajeros. Sus laterales ocupaban la mitad de la altura del vagón, y
disponía de una pequeña sección con techo para dormir. En el vagón que
quedaba justo por delante, una hirrin acaudalada acampaba en lo alto de su
propio compartimento, y de cuando en cuando se sentaba y miraba en torno
suyo. Los hirrin eran criaturas de cuatro piernas con un largo cuello y un
rostro desprovisto de vello. Estaba sentada en el techo con las piernas traseras
extendidas hacia delante, y su largo cuello giraba trescientos sesenta grados
mientras contemplaba el paisaje.
Anzi le dijo que no había ningún tarig en el tren, y que podían bajar la
guardia al menos por el momento. Anzi alzaba la vista de vez en cuando, y
Quinn imaginaba la forma de medialuna de una nave radiante, tal como debía
de aparecer si se miraba desde el suelo. Nunca había visto una desde el suelo,
solo desde muy cerca, cuando había viajado en una de ellas. Los recuerdos
del tiempo en que fue prisionero en la Estirpe iban y venían. Era una ciudad
en el cielo, eso ya podía recordarlo, pero cada imagen recuperada de ese
tiempo le costaba un tremendo esfuerzo, y abandonaba el dominio del olvido
solo momentáneamente, y por puro azar. Quinn se sentía como una rata que
fuera alimentada con bocaditos pero a la que mantuvieran enjaulada y alejada
de su propia mente. Paciencia, pensó. Los recuperaré. Ahora que estoy aquí,
lo recuperaré todo.
Quinn estaba sentado en un banco que Anzi había extraído del suelo. En
los laterales del vagón, unas protuberancias respondían cuando Anzi las
tocaba. Era un proceso lento, pero seguro.
Anzi estaba inquieta a causa de la hirrin.
—Nos está observando. —Pero, si cambiaban de alojamiento, resultaría
sospechoso, suponía Anzi.
—Deja que observe. —Para Quinn, la hirrin solo sentía curiosidad, y no
era suficiente motivo para sofocar la euforia que sentía por estar ya en
camino.
—No es una tontería, si duda que seamos quienes pretendemos ser —dijo
Anzi—. Desde que te marchaste, se ha dado aviso a todos los seres racionales
para que busquen a Titus Quinn. Nadie sabe adonde fuiste, ni que volviste a
la Rosa. No es ninguna tontería.
—Quizá no. Pero, ¿qué podemos hacer? Cuanto menos inquietos
estemos, más convincente será nuestra actuación. Y si nos descubre, será
nuestro turno para actuar.
Anzi consideró lo que acababa de oír.
—Una contradicción. Interesante.
—¿Qué es una contradicción?
—En la Rosa tenéis muy pocos días. Y no os preocupa morir, ¿no es así?
Quinn nunca había creído que no le preocupara morir, pero era cierto que
no había pensado demasiado en ello. La gente de la Rosa no solía pensar en
la muerte. Quizá era un pensamiento demasiado abrumador. Se lo dijo a
Anzi.
La chica pareció maravillada.
—Tan grande, y sin embargo oculto… O quizá se trata de coraje. Sí, creo
que tenéis mucho coraje.
—También tú lo tienes, Anzi. Estar a mi lado es una prueba condenatoria
en sí misma.
—Es cierto. Pero estar a tu lado es mi deber.
—Y el mío es estar aquí.
Anzi lo miró de soslayo.
—Pensaba que lo hacías por amor.
Nunca había dicho eso. Pero Quinn pensó que era apropiado. Nadie, ni
siquiera Caitlin, había dicho sin rodeos que lo hacía por amor. Las palabras
que más había oído eran «terco», «resentido» o «inflexible». Sonrió a Anzi,
que esbozó una tímida sonrisa como respuesta.
El viento de las llanuras traía consigo un aroma especiado mientras
ambos contemplaban la planicie pasar a toda velocidad junto a ellos y las
regiones daban paso a otras regiones del enorme dominio chalin. Se movían
sin vías, sin ruedas; el tren emitía un leve zumbido. Podría haber estado
construido con metal, pero su textura era extraña. No era probable que
hubiera depósitos naturales de metales en este mundo, y tampoco petróleo.
Probablemente, los materiales eran el resultado de la ingeniería molecular, en
un universo sin estrellas, sin pasado geológico.
La tecnología del tren permanecía oculta; Anzi no se paraba a pensar en
ese misterio. La fuente de energía era el Destello. ¿Qué generaba el Destello?
¿O los mismos muros? Esas preguntas, aparentemente, no inquietaban a
Anzi. La fuente debía de ser colosal, fuera lo que fuera. Quizá era infinita.
Anzi fue capaz de explicarle que las necesidades energéticas de la
industria, de los manantiales pétreos informáticos o de las residencias no
requerían ningún combustible, ni siquiera hidrógeno. Las células de plasma,
modeladas en los centros de reacciones fotosintéticas, generaban fotones.
Cuanto más largo fuera el tren, más espacio habría en su superficie para las
agrupaciones moleculares, que actuaban como antenas para la energía del
Destello. No se trataba tan solo de una llovizna de fotones, sino de una
verdadera lluvia. Los tarig habían recreado la fotosíntesis de forma
inorgánica. En este universo, los genios no eran gente como Helice y Stefan.
Eran los tarig.
Al cabo de un rato, Quinn se impacientó y dijo:
—Voy a bajar a los vagones de pasajeros, Anzi. Queda mucho hasta
llegar a la frontera. No podemos quedarnos aquí sentados. —Entre los
pasajeros había una gran variedad de tonos de piel, la suficiente como para
que pasara desapercibido si mantenía la boca cerrada.
—No, por favor, Dai Shen —dijo Anzi. Otros pasajeros podían iniciar
conversaciones para las que no estaría preparado. Los hirrin, sobre todo, eran
unos entrometidos, como demostraba su vecina, que no tenía otro motivo
para sentarse en lo alto de su vagón que no fuera tener una mejor vista de los
otros vagones.
La precaución de Anzi solo sirvió para enfatizar lo que Quinn ya sabía,
que Anzi pensaba que este plan implicaba un gran riesgo. Nadie le había
preguntado qué opinaba ella y, si lo hubieran hecho, hubiera sido incapaz de
sugerir que Quinn abandonara a su hija. En lo que se refería a la familia, Anzi
sabía ser discreta.
Aun así, Quinn discutió con ella.
—Será más sospechoso que nunca abandonemos el tejado de este vagón.
La gente se preguntará por qué lo hacemos.
—Dai Shen, tienes acento. Te señala como uno de la Estirpe.
Quinn se sobresaltó.
—¿Desde cuándo?
—Se ha introducido gradualmente en tu forma de hablar. La gente te
preguntará si vienes de la ciudad brillante, y no podrás responderles.
Trabajaron para tratar de eliminar su acento. Hablaron de política,
costumbres sociales, religión y leyes. Y siempre del pasado. Del pasado de
Quinn.
Anzi le contó cómo le había traído al Omniverso. Su maestro, Vingde,
había estado investigando un fenómeno gravitacional en la Rosa. A juzgar
por la genérica descripción que le hizo Anzi, Quinn pensó que se trataba de
agujeros negros. En su frontera, al borde de un minoral, Vingde había estado
experimentando con vínculos prohibidos con la Rosa, y había concluido que
los pasajes resultaban más sencillos entre el Omniverso y los agujeros negros.
Vingde planeaba comprobarlo en un experimento, pero los tarig descubrieron
sus tejemanejes y cayeron sobre él. Después, Anzi trabajo durante cien días
antes de detectar un túnel Kardashev. Un día, observó una intensa
perturbación. Se trataba de la explosión y destrucción de la nave de Quinn.
Anzi vio la cápsula y las personas que la ocupaban. Un hombre, una mujer y
una niña. Solo tuvo un momento para tomar una decisión.
Quinn preguntó si, llegado el momento, la frontera de Vingde podría ser
una salida para volver a casa. Anzi dijo que no. Los tarig habían destruido la
frontera de Vingde, para empezar. Y tanto daba una frontera que otra. Solo
porque uno entrara por una determinada frontera no había motivo para creer
que ese lugar aún estuviera conectado con el lugar al que querías ir.
Mientras hablaban, las exuberantes llamas plateadas del Destello se
atenuaron hasta un matiz casi lavanda, y brillaron con diminutos fulgores
entre los rescoldos. No podía llamarse noche a algo así. Se podría leer un
libro mientras durara el ocaso sin necesitar una vela.
Quinn estaba mirando sus fotografías. Las cubría con la mano para evitar
reflejos del cielo. Johanna llevaba mucho tiempo muerta. En cierto modo
siempre lo había sabido, pero ahora no había duda. Sydney estaba ciega. Sin
embargo estaba viva. Le tranquilizó saber cuál era su desgracia, en lugar de
tener que preguntarse constantemente de qué se trataría.
Junto a él, Anzi murmuró:
—Háblame de tu hija.
Tras una pausa, Quinn dijo:
—Le gustaba trepar a los árboles.
Johanna estaba junto al serbal de cazadores y miraba a lo alto del árbol,
donde se encontraba Sydney, en las ramas más altas. «Si te rompes el cuello,
castigada sin salir una semana».
El rostro de Sydney apareció entre las hojas. «Trato hecho».
Quinn comenzó a mejorar la colocación de su lengua para los sonidos
glóticos.
—¿Qué más le gustaba?
—Correr. El color naranja. Montar a caballo. —Los recuerdos, aunque ya
no eran afilados cuchillos, seguían provocando pequeñas heridas—. Tenía
una maqueta de un tren.
—¿Se parecía a ti?
—No. —Tras una pausa dijo en voz baja—: Se parecía a su madre.
Quinn trató de imaginar el aspecto que tendría Sydney ahora, ya una
joven mujer. Bien, lo averiguaría pronto, después de la frontera de Bei, y
después de la Estirpe, cuando por fin llegara al dominio de los inyx, en el otro
extremo del Omniverso.
—A un millón de vidas de distancia —había dicho Anzi—, pero cerca,
una vez hayamos cruzado el río Próximo.
Estamos cerca, Sydney, pensó Quinn. Espérame.

Al día siguiente, sentado en su banco durante el Florecimiento, Quinn pudo


contemplar el paisaje hasta una distancia de cientos de kilómetros, y en toda
esa distancia no había nada más que cielo, el infinito páramo y, a lo lejos, un
pilar que descendía desde el Destello. Ese esbelto hilo, llamado «eje del
Destello», indicaba un centro de comercio y de comunicaciones, le había
dicho Anzi. Si deseabas transmitir mensajes dentro del Omniverso, resultaba
tan sencillo llevarlo en persona como confiar en los ejes. Y llevarlo en
persona implicaba «un millar de días», que era la respuesta de los chalin para
prácticamente cualquier pregunta relativa a la distancia a la que se encontraba
algo. Esto se debía a que la respuesta, en términos de viaje, era «depende». El
río Próximo hacía que las distancias resultaran irrelevantes.
El río no era un río natural, era un flujo de transporte. Había sido
diseñado por los tarig, y hacía posible el transporte en el Omniverso a escala
galáctica, o eso aseguraba Anzi. El río Próximo unía entre sí las tierras del
reino, y conectaba a los seres y a los dominios. Si tu voluntad era firme,
podías viajar a cualquier lugar.
—¿Dónde está el Próximo? —preguntó Quinn.
Anzi señaló en dirección a la zona de carga del tren, a lo lejos.
—En el muro de tempestad —dijo—. El río sigue el muro de tempestad.
Pero solo por un lado, y lejos de aquí.
—¿Hasta dónde llega el río?
Anzi le miró sorprendida.
—Resulta difícil saberlo. Hasta el infinito. Continúa hasta el infinito. Y
después, llega al mar del Remonte, que es el mar sobre el que flota la Estirpe.
Y después, debajo de cada principado, fluye un río similar. Siempre se llama
el Próximo. Algún día, el Próximo nos llevará a sus espaldas, si Dios no posa
su mirada sobre nosotros.
Los pergaminos de Quinn afirmaban que la llave al Próximo residía en
los amarres, los nexos. Pero, cuando le preguntó a Anzi acerca de los
amarres, la muchacha dijo:
—Solo los navitares los comprenden. Los pilotos.
Anzi habló de los navitares con rostro serio. Eran criaturas tan
distorsionadas que no tenían ya vidas normales, ni debían obediencia a
ningún dominio. Los tarig realizaban las alteraciones físicas necesarias a
petición de los navitares, y les otorgaban a los pilotos la capacidad en
exclusiva de navegar por el flujo de transporte dimensional. Quinn dedujo, a
partir de los comentarios de Anzi, que la chica consideraba a los navitares tan
desagradables como sublimes.
Como un modo de descansar del constante estudio, Anzi continuó con la
formación en combate de Quinn. El balanceo del tren era suficiente para
hacer que ambos estuvieran constantemente a punto de perder el equilibrio.
La hirrin les observaba desde su tejado, y después desapareció.
Pronto supieron porqué. Un empleado del tren llamó a su camarote y les
preguntó acerca de los combates, y dijo que ciertos pasajeros habían
informado preocupados de que se estaban causando problemas. Anzi dijo que
su sirviente, que había servido en Ahnenhoon, le daba lecciones. El
empleado, al saber que Quinn había sido soldado, le hizo numerosas
reverencias, y se marchó pidiéndoles disculpas.
Anzi ocultó su sonrisa. Sin duda, la hirrin no era más que una cotilla, no
una espía de los tarig. Pasaron varios días antes de que la hirrin volviera a
sentarse en su tejado. Cuando lo hizo, inclinó su largo cuello en dirección a
Quinn y Anzi, una reverencia bastante conseguida para tratarse de un
cuadrúpedo. Anzi le devolvió la reverencia, y se restableció la paz entre
vecinos.
El quinto día lejos de la ciudad de Xi de Yulin, Quinn cedió al impulso de
explorar el tren. Dado que sabía que Anzi se opondría, esperó a que la
muchacha se marchase a comprar los alimentos para la comida del mediodía.
Entonces, descendió a los vagones de pasajeros. En la confusión de cuerpos y
agitación, apenas un rostro se giró para mirarle.
Entre los pasajeros chalin vio a otras criaturas racionales, entre ellas unos
hirrin más modestos que su acaudalada vecina. A Quinn le parecía normal
que esos cuadrúpedos fueran racionales, dado que, obviamente, no era la
primera vez que los veía, y en cierto modo los reconocía. Vio seres más
pequeños, que supuso serían mascotas, pero evitó mirarles durante demasiado
tiempo, y aprendió a observar con visión periférica.
Para atravesar los vagones caminó por tubos flexibles, cruzándose con
chalines vestidos con pantalones amplios y chaquetas de coloridas sedas.
Muchos de los chalin parecían soldados y lucían cicatrices de combate.
Había juegos en mesas elevadas, en los que, al introducir los dedos en
orificios, se creaban pautas de colores. Quinn continuó recorriendo los
vagones y los tubos, rodeado a ambos lados por la eterna llanura que se veía a
través de las ventanas. Era un paisaje extrañamente tranquilizador. Estaba
satisfecho de haberse puesto en marcha. No lo llamaría felicidad, pero era lo
más cercano que había conocido en bastante tiempo.
Llegó a un vagón que se dividía en una mitad abarrotada y otra en la que
solo había un hombre vestido de blanco, rodeado de asientos vacíos.
—No te aconsejo que cruces por ahí —le dijo el hombre a Quinn mientras
se encaminaba al tubo.
Quinn se giró para mirar al joven. Era rechoncho, y sus ropas indicaban
que era un hombre santo.
Se esforzaba por enhebrar un pedazo de hilo en su regazo.
—El vagón de la carne —dijo.
—Entiendo. —Aunque no lo hacía.
—Siéntate en el lugar de mi tía, si quieres reposar. —El hombre indicó
con la cabeza un asiento vacío que parecía moldeado para un enorme trasero.
Tras una pausa, Quinn se sentó. El hombre santo sacó más hilo de una cesta
que tenía junto a los pies.
—Esos son los peores asientos, sin duda. —Miró el tubo que llevaba al
siguiente vagón—. ¿Puedes olerlos?
—No es para tanto —dijo Quinn. Aunque no olía nada extraño.
El joven miró a Quinn como si temiera haber dicho algo inapropiado.
—No digo que sea malo —dijo—. Existen muchos modos de seguir el
camino, por supuesto. Quizá yo vista de blanco, pero no soy tan malo como
parezco. ¿Crees que sería un hombre santo si pudiera evitarlo?
Quinn, que no estaba seguro de cuál sería la respuesta más educada,
contempló al joven con una mirada evasiva. Los hombres santos eran o los
deshechos de la sociedad, no aptos para otras tareas, o bien unos inadaptados
de tal calibre que preferían ser vilipendiados a vivir dentro de la norma social.
A veces eran mujeres, y se les llamaba mujeres santas, aunque eran tratadas
con el mismo desprecio. Para los chalin, y quizá para la mayoría del
Omniverso, el dios al que adoraban los hombres santos era un demiurgo
cruel, inflexible y celoso, además de propenso al asesinato. Dios era una
buena explicación para tu mala suerte, si necesitabas una. Existía un
concepto, ligeramente parecido al de cielo, aunque no asociado con la vida
tras la muerte, que la gente solía utilizar en sus maldiciones o anhelos.
Parecía significar «lo mejor de todos nosotros», y para algunos, el mismo
destello del cielo.
Sin embargo, para la mayoría de seres racionales, lo más aconsejable era
que Dios no reparara en ti. En cuanto a un ser superior de amor y compasión,
el Omniverso carecía de ese concepto, quizá porque los propios tarig eran lo
suficientemente poderosos para asumir ese papel. Algunas personas
demostraban tal deferencia hacia los lores brillantes que no se distinguía
apenas de la adoración divina, aunque Anzi le había dicho que las personas
que se humillaban de ese modo no eran muy inteligentes. Aun así, el papel de
los tarig era ciertamente semejante al de un dios: habían creado el mundo y
las criaturas que lo habitaban, y habían organizado la sociedad de modo que
fuera justa y próspera, para lo cual habían decretado leyes y facilitado
tecnologías cuando había sido necesario. Si los tarig deseaban reducir el
papel de la religión, habían tenido el acierto de dar a Dios un papel
envilecido.El hombre santo miró con resentimiento la otra mitad del vagón,
cuyos pasajeros lo ignoraban.
—Yo alejo la atención de Dios de ellos, así que es natural que esté
maldito. Pero cargo con la atención de Dios, y sigo vivo. —Miró a Quinn—.
¿No te asusta sentarte a mi lado?
—Quería descansar. Tú tenías un asiento.
El hombre santo asintió.
—Exacto. No hay por qué esperar a que quede libre un asiento. Aunque el
olor no sea muy agradable. —Enrolló el hilo, satisfecho de poder conversar.
Una mujer chalin se acercó a ellos, tiró una moneda a la cesta, y se apresuró a
alejarse. Quinn pensó que quizá estuviera llamando la atención al sentarse
con un hombre santo. Mientras se incorporaba, el hombre santo pareció
decepcionado—. ¿Te marchas? ¿Para ver a las gondi? Quiera el cielo que no
veamos gondis. Quédate un rato.
El hilo del hombre santo se atascó, y abrió la tapa de la cesta,
descubriendo una criatura semejante a un insecto con una tobera de hilatura
en la boca, y extrajo de ella un filamento. Acarició al hilandero, que maulló, y
después cerró la tapa, cortando el filamento.
—Han roto los juramentos —dijo, mirando hacia la abertura del tubo—.
Se han vuelto locas. Se dirigen a su muerte, pobres criaturas. A través del
velo. Y por tanto, rompen el Primer Juramento.
Quinn ocultó su sorpresa al oír esto.
—Se arriesgan mucho —dijo—. Si les descubren los tarig…
El hombre santo gruñó.
—Se arriesgan a morir en una explosión. Por el destello, que es una
manera horrible de morir, que tu cuerpo explote. —Tembló como si sintiera
un escalofrío.
—Si se equivocan al cruzar.
El joven se apartó de Quinn.
—No puede hacerse bien. No se trata de equivocarse o no, sino de la ley.
Quinn se apresuró a darle la razón.
—Sí, sin duda.
—¿Eres de la Estirpe? Suenas como si lo fueras.
Quinn se encogió de hombros.
—He ido alguna vez. Hace mucho tiempo.
—¿Eres un delegado?
—Un soldado. —Quinn se puso en pie y dijo—: Deberías buscar asientos
mejores. Ese olor…
La tapa de la cesta se elevó un poco, y el hombre santo la cerró de nuevo
con el pie.
—Hay quien dice que no están locas en absoluto. Que cruzan al otro lado
y sus días continúan. —Se estremeció—. Después, viven vidas cortas, pero
sus estómagos están llenos. —Miró a Quinn con los ojos entrecerrados—.
¿Has oído hablar de esas cosas en la ciudad brillante?
—Los delegados no le cuentan gran cosa a un soldado. —Logró esbozar
una sonrisa y comenzó a retroceder. Se marchó por fin, en la misma dirección
por la que había llegado.
En ese extremo del vagón había un reservado que hacía las veces de
letrina. Lo utilizó. Cuando salió, el hombre santo acababa de alejarse, junto
con una oronda mujer chalin, cruzando un tubo hacia un vagón más adelante.
Al siguiente instante Quinn estaba dirigiéndose en la dirección opuesta, a
través del tubo, hacia ese terrible olor. Hablaría con esas «gondis».
Se encontró en un vagón vacío en el que ese desagradable olor era más
intenso. Al cruzar el siguiente tubo de conexión, encontró un vagón con un
estrecho pasillo entre dos largas cajas abiertas. Este, sin duda, era el origen
del olor, de ese aroma acre parecido al amoníaco, y sin duda tóxico. Algo se
movía en las cajas. Miró por encima de los laterales y vio que estaban llenas
de tierra. Pequeños montículos redondeados señalaban la ruta dejada por los
excavadores. Uno de los montículos emergió, descubriendo un rechoncho
pedazo de carne. Sobresalía de la tierra, y era tan largo como un antebrazo,
uno cuyo extremo más prominente tenía ojos y una delgada boca.
Quinn se giró y vio que, en la otra caja, los excavadores se habían
dispuesto a lo largo del borde para mirarle. Cuando se acercó, se esfumaron
con sonidos amortiguados.
Uno de ellos permaneció donde estaba. Sus ojos estaban cubiertos por
una membrana, pero tenían iris. El rostro se las arreglaba para parecer infantil
y sabio al mismo tiempo. El pequeño rostro se giró para mirar a su lado. Sus
ojos se abrieron y se sumergió, desapareciendo.
Cuando Quinn se giró en esa dirección, vio en el tubo que conectaba los
vagones un animal de terrible aspecto.
La criatura ocupaba la abertura por completo. No era probable, pero quizá
fuera el mismo diablo.
Quinn retrocedió un paso, y la criatura inclinó la cabeza, como si le
interesaran los intentos de huida.
Su cabeza era tan grande como la de un buey. Era triangular, con dos
cuernos y encías rojas y esmaltadas. Alas carnosas se agitaban como un cinto
de cuero alrededor de su cuerpo, semejante al de una serpiente. Quinn pensó
que no tenía pezuñas, porque no pudo pensar en ninguna otra cosa.
La cabeza de la criatura se giró bruscamente hacia un lado, y contempló
de soslayo al intruso. Entonces habló, con un silbido profundo y perturbador.
—Tienes hambre de momo.
—No —pudo decir Quinn. Fuera lo que fuera momo.
—Quizá has comido momo y no has pagado por ello.
—No.
—Acércate.
Quinn no se movió.
—Te arrancaré la espina dorsal y se la daré de almuerzo a mi momo. Esa
es la verdad.
Los cuernos y la afilada barbilla se asemejaban de manera inverosímil a
las antiguas representaciones más tradicionales del diablo, una asociación que
a Quinn le estaba costando trabajo apartar de su mente.
—Acércate. Respira en mi rostro. Si no has comido momo, entonces
somos amigos. Tenemos pocos amigos.
El reconocimiento de su impopularidad pareció suavizar el aspecto de la
criatura. Quinn avanzó. Respiró sobre el rostro triangular, y su aliento hizo
oscilar una barba puntiaguda que sobresalía de la barbilla.
—Un carnívoro —decretó la profunda voz—. No comes momo. Podemos
hacer tratos. —La criatura retrocedió, encogiendo las alas mientras se
agachaba para cruzar el pasaje—. Ven. Mis hermanas y yo hablaremos sobre
el precio. Pero, como has visto, los momo están bien gordos, y las gondis no
son estúpidas.
La gondi se alejó hacia el siguiente vagón. Quinn vaciló en el umbral.
La cabeza triangular se asomó y lo miró con irritación.
Quinn la siguió, aunque pensaba que se arrepentiría. Pensó en como, en
muchas ocasiones, había permanecido dudando si debía hacer algo que no
parecía muy aconsejable, pero sí muy interesante. Y pensó que siempre
tomaba la misma decisión.
Al principio le resultó difícil ver qué contenía el vagón. Mientras sus ojos
se acostumbraban a la oscuridad, Quinn vio varias ramas de árboles enormes
sobre las que descansaban otras dos gondis. Ahora podía ver sus cuerpos en
detalle. Eran criaturas enormes con piel semejante a la de un tritón. La
primera gondi alzó su musculoso torso, y pareció incorporarse.
La gondi y sus hermanas le observaron. Quinn deseó que no parecieran a
punto de saltar sobre él. Se apoyó en la puerta y cruzó los brazos.
—¿Y bien? —dijo, tratando de imitar el ademán intimidatorio de las
gondis. Una de las criaturas se rascó con la punta de un ala.
—¿Adonde te diriges? —preguntó la primera gondi, y se las arregló para
que una pregunta tan sencilla pareciera de capital importancia.
—Eso no importa —respondió Quinn.
La gondi miró a sus hermanas y dijo, en tono conciliador:
—Por supuesto. Podemos proporcionártelos. Ningún problema.
Cuando Quinn no respondió, la criatura continuó:
—En buen estado, rechonchos. Vivos, tal como los viste. Estarán frescos
cuando llegues. La tierra es muy importante. Proviene de los campos más
ricos de la empuñadura de Ord. Les da un sabor muy popular en la gran
ciudad de Xi, de la que provienes, dado que antes no estabas en el tren. —La
gondi inclinó la cabeza—. Observamos. Por las ventanas.
Contempló a Quinn.
—Al principio —continuó—, pensé que eras el delegado del tren, y que
habías venido a regatear por momos para servirlos a los pasajeros. Eso no ha
ocurrido. Nos colocaron, a nosotros y a nuestro cargamento, en los últimos
vagones, y además nos cobraron el vagón vacío justo delante del nuestro. —
Los ojos de la gondi parecieron separarse, y su rostro se frunció replegándose
sobre sí mismo—. Hasta ese punto llega su odio a las gondi.
Quinn, a quien no le gustaba el tono de la conversación, dijo:
—Hay muchos modos de recorrer el Camino Radiante.
—Es cierto —dijo la criatura—. Pero se dice que algunos de esos modos
son tenebrosos.
De una de las ramas llegó un sonido deslizante cuando una de las
criaturas descendió de un salto al suelo del vagón, dejando al hacerlo algún
tipo de rastro en la madera. La misma criatura miró a Quinn tan intensamente
como antes, pero ahora su barbilla reposaba en el suelo.
—Ningún ser racional está desprovisto de esperanza —citó Quinn del
Libro de los mil obsequios.
La tercera criatura habló por primera vez, encaramada a su rama, y con la
misma profunda voz.
—No tiene dinero.
Sin mirarla, la primera gondi dijo:
—No prestes atención a sus palabras. Pagarás.
Siguió un silencio. Fuera, el día se atenuaba, y otorgaba una cierta belleza
incluso a este nido de demonios. Las alas relucieron con parpadeos púrpuras.
Quinn comenzó a hablar para romper el silencio.
—He oído una historia —dijo.
Las tres criaturas le observaron.
—La historia cuenta que algunas gondi caen en la locura, y el triste final
es que mueren en las fronteras.
La primera criatura mostró por primera vez sus dientes, largos y sucios.
—Esa no es la historia que has oído. Has oído que cruzamos al otro lado,
y que nos damos un buen atracón de carne poco común. Carne pensante.
«Carne pensante». Comían criaturas racionales. Quizá era un
comportamiento tolerado, siempre que fueran criaturas racionales de la Rosa.
La gondi continuó:
—Los dominios piensan que debemos de estar locas para ir a la Rosa, y
perder nuestros días, y no regresar nunca. Esa locura es lo que nos salva de la
justicia de los tarig. Se compadecen de nosotras.
Cuanto más miraba a la criatura, más razonable se le antojaba suponer
que las gondi habían llegado a la Rosa, al menos a la Tierra, y habían
generado historias de un monstruo, el demonio, que había asumido su extraña
apariencia.
—¿Crees que estamos locas por saltar a la Rosa? —La gondi se alzó aun
más sobre su propio cuerpo, hasta que su cabeza casi tocó el techo.
—¿Dónde está la Rosa? —preguntó Quinn, tentativamente.
La voz de la gondi retumbó:
—¿Dónde está la Rosa? ¿Dónde está la carne de la Rosa? Pero ningún ser
racional conoce las correlaciones. Por eso deseamos tanto ir.
—Quizá sois valientes por ir allí.
La criatura descendió un tanto, acercándose a Quinn.
—El precio por la carne de momo no es menor que el precio a pagar por
decir cosas así.
«Las correlaciones». Era un nuevo término para lo que buscaba Quinn, el
secreto que permitiría llegar a la Rosa.
Se arriesgó a decir:
—¿Creéis en las correlaciones, verdad? ¿Creéis que son algo más que un
cuento para niños? —Trató de hablar con voz sosegada, como si la respuesta
le trajese sin cuidado.
El aliento de la criatura olía a podrido. Quinn trató como pudo de no
retroceder.
—Los juramentos lo prohíben —dijo la criatura, en voz tan baja que
apenas fue audible.
—Claro. —Quinn decidió cambiar de estrategia, y dijo—: Pero los niños
hablan mucho.
Las correlaciones eran las cartas de navegación para cruzar, como las
antiguas cartas de navegación de la época medieval, que guiaban a los barcos
por aguas seguras y los alejaban de encalladeros peligrosos y rutas falsas.
Una especie de mapa, o quizá ecuaciones que predijeran el momento y el
lugar para abandonar el Omniverso.
Pero, si había correlaciones, las gondi no las tenían.
—Los juramentos lo prohíben —repitió la criatura.
Quizá lo más prudente sería marcharse ahora, pero no se le ocurrieron
palabras de despedida. Por fin dio con unas:
—¿Cuánto cuestan esos momos que vendéis?
—Ah, por fin directo al grano. —La gondi sonrió, lo que resultó
perturbador—. Aún siendo comerciante, me parecía que divagabas
demasiado. Doce menores un puñado. Si están vivos, quince menores. Es lo
justo.
—Bien. Consideraré vuestra oferta. —Quinn se giró para marcharse,
impaciente por reflexionar sobre lo que acababa de oír.
Un talón rodeó su hombro. La gondi hizo oscilar su cuerpo y se acercó a
él.
—Hablas de manera extraña.
—Hay muchos modos de caminar el Camino Radiante —dijo Quinn, que
consiguió mirar fijamente a los ojos de la gondi.
—Solo dices lo que otros han dicho antes. No eres bueno negociando. No
eres un comerciante.
—Bueno —dijo Quinn, liberándose de su presa—, ya lo veremos.
¿Verdad?
—¿Comprarás momo?
—Mis compañeros lo decidirán.
El aliento de la criatura resopló ardiente sobre el rostro de Quinn.
—Te estaré esperando —dijo.

El tren recorría el páramo; Quinn, frente a Anzi, planeaba cuál sería su


próximo movimiento en el combate que libraban. Se tambaleó ligeramente,
ajustándose al oscilante piso.
Habían recorrido la mitad de la distancia que les separaba de la frontera
de Bei. Quinn reflexionó sobre lo mucho que dependía de Anzi, aislado como
estaba incluso de aliados como Yulin y Suzong. Les quedaba mucho camino
por recorrer hasta llegar a la Estirpe y después al lejano dominio de los inyx.
Quinn quería confiar en ella, pero le estaba costando mucho trabajo.
Quinn avanzó, buscando un hueco en la defensa de Anzi, y golpeó su
túnica. Anzi parpadeó, atónita, y se movió hacia el lado más débil de Quinn,
la izquierda.
Quinn deseaba vencer. Quería que Anzi cediera. Que dejara de ocultarle
cosas.
Cargó, y recibió una patada en el muslo. Sostuvo el pie de Anzi y la tiró
al suelo. Mientras caía, Anzi le golpeó con las piernas, haciéndole caer
también a él. Ambos permanecieron en el suelo, sin respiración.
—Las gondis cruzan a la Rosa —dijo Quinn, jadeante—. ¿Lo sabías?
Anzi se puso en pie de un salto.
—No, y tampoco tú. Es solo una leyenda.
—Las gondi me dijeron que van allí. Existe algo llamado correlaciones.
Estoy seguro de que van allí. —Quinn pensó que quizá las gondi no eran los
únicos monstruos que aparecían en la Rosa provenientes del Omniverso.
Cualquier criatura que no fuera un homínido que cruzara parecería un
monstruo en la Tierra.
Anzi describió un círculo alrededor de Quinn y buscó un hueco para
atacar.
—Van allí, pero solo se lanzan a través del velo. Eso no quiere decir que
vayan y vuelvan. Es un suicidio. —Anzi sacó un cuchillo de su túnica—.
¿Qué hay que hacer, Dai Shen, cuando el otro tiene un arma y tú no? —Anzi
fingió atacarle.
Quinn caminó en círculo alrededor de Anzi.
—Esperar a que falle, y después atacar el flanco desprotegido. —Anzi
estaba tan concentrada en enseñarle que no era capaz de aprender de él, que
no era capaz de comprender que debía dejar de ocultarle información.
Anzi lanzó un ataque.
—No te concentres en el arma; mira el torso para averiguar cuál será el
próximo movimiento. Busca estructuras que puedas usar como arma.
Arrincóname contra un muro.
Cuando Anzi atacó de nuevo, Quinn golpeó su antebrazo, y el cuchillo
cayó.
Quinn le dio una patada para alejarlo.
—Necesito toda la información que pueda conseguir, y tú olvidaste de
manera muy conveniente el hecho de que las gondi suelen cruzar al otro lado.
Todo el mundo lo sabe. Incluso el hombre santo.
Anzi se detuvo y dejó caer los brazos junto a su cuerpo.
—¿Así que te he mentido?
—No has mentido, pero has ocultado la verdad.
El rostro de Anzi parecía resentido.
—¿Es lo que suelo hacer, verdad? ¿Ocultar la verdad?
A una corta distancia, la hirrin observaba desde su puesto en el tejado,
interesada en el largo combate.
—Dímelo tú.
—Sí, te lo diré, Dai Shen. Te diré lo estúpido que fue que bajaras a los
vagones de pasajeros y hablaras con el hombre santo, e incluso con las gondi.
Los pasajeros de seis vagones saben que fuiste allí, y que te sentaste junto a
un hombre santo. Así que eres extremadamente imprudente, y solo para
hacerme ver que no te cuento todo lo que debería, aunque solo llevamos
veinte días estudiando juntos.
Quinn suspiró para calmarse.
—Necesito obtener información donde sea posible. Y lo haré.
—¿Alguna vez has pensado que al tomar esa actitud tan extrema, y sin
motivo, pones en peligro a tu joven hija?
Se mantuvieron en silencio mientras Quinn trataba de controlar su
temperamento.
Anzi continuó:
—Si morir te trae sin cuidado, piensa en ella.
Fue demasiado para Quinn, que saltó hacia Anzi, tomándola por sorpresa.
Retorció su brazo y lanzó un puñetazo dirigido a su hombro. Retrocedió en el
último momento, fallando el golpe, pero hundió el puño en el medio muro del
vagón. Dejó una marca con la forma de su puño, y pensó que quizá se hubiera
partido un par de dedos, pero por fortuna el material había cedido lo
suficiente. Dio la espalda a Anzi mientras se tocaba el puño con la otra mano.
Dobló los dedos; la adrenalina comenzaba a disminuir.
—Lamento haber estado a punto de herirte.
Anzi se puso en pie.
—No me has herido.
—Aun así.
—Merezco ser herida.
La espectadora hirrin les dio la espalda, como si la avergonzara el desliz
de Quinn.
—No —dijo Quinn—. No creo que lo merezcas. —La marca del puño en
el muro estaba comenzando a perder definición, y la superficie comenzaba a
alisarse.
Quinn le ofreció a Anzi una taza de agua, y ambos bebieron.
—Dai Shen —dijo Anzi—, creo que aún no me conoces, pero yo creo
conocerte.
Quinn se sentó en el banco y se limpió el sudor con una toalla. La miró
durante largo tiempo, inmóvil. El rostro de Anzi estaba cubierto de sudor, y
colorado por el esfuerzo y la tensión. El efecto era parecido al de un mármol
de un leve color rosa que se enfriaba de nuevo y recuperaba su color blanco.
—Podría decirte —dijo Anzi— que te defenderé con mi vida. Pero resulta
fácil decir eso, ¿verdad? Mi tío me ha pedido que te defienda, pero lo haría de
todos modos. Aquí, dependes por completo de mí. Si te fallo, no querré vivir.
—Alzó una mano para detener las protestas de Quinn—. Pero aún no confías
en mí.
A lo lejos, un borrón oscuro en el horizonte señaló la posición del gran
muro de tempestad, como se llamaba a los límites del Omniverso. Quinn
sabía que llegaría a dominar el páramo en los próximos días.
Anzi se sentó junto a él y contempló el páramo mientras se atenuaba. El
cielo había perdido su más intenso fulgor y se encaminaba a la fase de
Ultimo. Una sombra lavanda coloreaba el rostro de Anzi, el techo del tren y
el páramo mismo. A lo lejos, el muro de tempestad se encogía; parecía sólido
y oscuro. A un lado, un hilo de cielo, el eje, caía hacia el páramo como un
diablo hecho de polvo. El tren seguía avanzando, tambaleante y silbante.
Llevaban ocho días viajando, y durante todo ese tiempo no habían pasado por
otra zona habitada. Anzi había dicho que el Omniverso estaba vacío en su
mayor parte. Esa vacuidad, combinada con las enormes distancias, parecía
conjurar una especie de calma sobre todas las actividades, como si hubiera
tiempo suficiente para todo.
—Háblame de ti, Anzi —dijo Quinn—. Quiero conocerte.
Anzi habló entonces de sus padres, ambos soldados que habían muerto en
Ahnenhoon cuando ella era muy joven. Era una de entre numerosos sobrinos,
hijos y cortesanos en el palacio de Yulin, donde la benevolencia general del
maestro no resultaba suficiente para llenar el vacío. Yulin había satisfecho el
deseo de Anzi de ser académica. La asignó como aprendiz a Vingde, que
consideraba que Anzi no era una alumna muy aplicada. Miraba a la Rosa,
pero únicamente buscaba historias personales. Vingde pensaba que los
intereses de Anzi eran demasiado limitados, pero no trató de hacerla cambiar
de idea. Después de todo, era la sobrina de Yulin.
—¿Aún deseas investigar la Tierra? —preguntó Quinn.
—Solía pensar que sí. Pero los investigadores solo persiguen datos. Yo
deseaba conocer. Saber cómo vivís en la Tierra.
—¿Por qué?
—Soy una de esas personas —dijo Anzi tras una pausa— que creen que
la Rosa es un lugar perdido. Un lugar que los chalin tuvieron en una ocasión,
y que perdieron, en el sentido de que los humanos son el molde para la gente
chalin. Y al ser un lugar perdido, o un lugar que se nos negaba, me atraía.
»La mayoría de seres racionales dicen que los tarig mejoraron los
modelos de la Rosa, y que el Omniverso es superior en todos los aspectos.
Pero para muchos, entre ellos yo, sois nuestros reverenciados ancestros,
creados a partir de materia en evolución. Nosotros solo somos unas lejanas
copias.
Quinn la miró bajo la tenue iluminación.
—Las cosas no son mucho mejores en la Rosa, sabes.
—Yo creo que sí. —Anzi se giró hacia él—. ¿No piensas a veces que el
Omniverso es un lugar mejor? ¿Solo porque se te ha negado?
Esa observación dejó atónito a Quinn. Sí, lo pensaba a veces.
—Quiero saberlo todo de la Rosa, Dai Shen. Siempre he querido. Todo lo
que he visto a través del velo, cuando era aprendiz de Vingde, solo sirvió
para aumentar ese deseo.
El tren silbaba quedamente bajo ellos, y permanecieron en silencio.
—Háblame —dijo Anzi por fin—. Háblame de la Rosa.
Quinn había olvidado casi por completo su mundo. Estaba muy lejos, en
todos los aspectos.
Anzi le apremió:
—Hay algo sobre lo que nos preguntamos. La noche. ¿Qué es la noche,
Dai Shen? En tu mundo, ¿qué aspecto tiene?
Era algo tan obvio… Pero para ella, claro, era algo muy extraño.
Quinn trató de imaginar la noche desde la perspectiva de Anzi.
—Todo cambia —dijo—. El mundo parece dormir, y los colores se
apagan. El cielo es negro, salvo los pequeños puntos que son las estrellas.
—Pero, ¿está el mundo oscuro la mitad del tiempo?
Quinn asintió. Y se le ocurrió pensar que los tarig tenían miedo de la
oscuridad. Por eso habían creado un mundo sin ella.
Anzi prosiguió:
—¿Contempláis el sol mientras se mueve? Cuando desaparece, ¿os
sorprende?
—No. Parece natural. Y el sol es demasiado brillante para mirarlo.
—Al hacerlo, ¿hay muchos que quedan ciegos?
—Nadie queda ciego. Nadie lo mira. —Quinn pensó que era extraño,
pero cierto, después de todo. Alzó la vista al Destello y comprendió que esa
era la mayor diferencia entre sus mundos, ese río de soles. Johanna no
encontraría descanso bajo su implacable luz.
—Yo miraría —dijo Anzi—. Para ver una estrella, merecería la pena. Y
montañas —continuó—, tenéis filas de montañas.
—Sí, cordilleras.
—Lo vi una vez, a través del velo. Nunca olvidaré esa visión.
En el siguiente vagón, la princesa hirrin descendió de su puesto en el
tejado, les hizo una reverencia, cortesía que Anzi prefirió ignorar esta vez,
pues juzgaba que comenzaba a actuar demasiado amigablemente, e incluso
los amigos podían suponer un peligro involuntario.
El tren frenó al aproximarse a una población que parecía incluir más de
una docena de chozas circulares. A Quinn le hubiera gustado desembarcar e
investigar un poco, que quizá era lo que la princesa hirrin planeaba hacer.
Pero desembarcaría igualmente, en apenas unas horas. Mañana llegarían
al minoral, donde abandonarían el tren y continuarían el viaje en animales de
carga hasta llegar a la frontera de Bei, en el extremo más alejado del minoral.
Los minórales eran geográficamente pequeños, comparados con los
formidables principados. Surgían, como ramas menores, únicamente de uno
de los lados del principado, dado que al otro lado se encontraba el río
Próximo. En los extremos de los minórales se encontraban los bordes, o las
fronteras, donde los investigadores estudiaban la Rosa. De los minórales
surgían ramas aun más pequeñas: los orígenes, con muros de tempestad tan
cerca los unos de los otros que eran inestables y podían cerrarse sin previo
aviso. A pesar de lo extraño e improbable que eso parecía, Quinn
prácticamente lo recordaba, y le parecía normal.
El día cayó en la Sombra, cuando el cielo, en lugar de hervir, parecía
cocerse lentamente, y los pliegues del cielo se iluminaban y se atenuaban
adquiriendo un color semejante al del estaño. Aunque era hora de dormir,
Quinn y Anzi permanecieron sentados, pues ninguno de los dos quería dar
por finalizado el día.
Anzi alzó la vista y preguntó:
—Dime qué es el amor en tu mundo, Dai Shen.
—Es lo mismo que aquí, Anzi.
—No, estoy segura de que no es lo mismo. Es más fuerte, ¿verdad?
—¿No tiene Yulin una esposa favorita, a la que ama profundamente?
Anzi sonrió.
—No está loco de amor por Suzong —dijo—. Ese fuerte afecto es algo
que recuerdo de mis días de estudio. En tu mundo, vi a personas desbordadas
por la pasión, capaces de sacrificarlo todo por amor. —Por debajo de ellos,
alguien rió sonoramente, produciendo un sonido molesto.
—¿Nadie te ha cortejado, Anzi? ¿Nadie ha querido amarte? —A Quinn le
resultaba extraña la idea, a pesar de los fallos de la muchacha.
El ligero silbido del tren llenó el silencio.
—No.
—Aún eres joven —dijo Quinn.
Anzi se encogió de hombros.
—Nueve mil días —dijo.
Quinn hizo un cálculo y obtuvo veinticinco años terrestres.
Anzi miró a Quinn.
—Sé que pagáis un precio por vivir así, tan intensamente. Creo que en el
Todo no podemos vivir de esa manera. Pasamos demasiado tiempo en el
Camino Radiante y, al final, hemos amado tanto como vosotros, pero menos
intensamente, pues hemos vivido más días.
Quinn reflexionó acerca de esa extraña teoría, y por un instante envidió
esa larga vida. Tanto lo bueno como lo malo se atenuaban. Quizá si, como
Caiji de los cien mil días, vivía lo suficiente, el recuerdo de Sydney y el de
Johanna se atenuarían también. Ci Dehai le había instado a mirar hacia
delante. Igual que Caitlin. «Es el momento». Las palabras de Caitlin sonaron
en su mente. «El momento de encontrar a alguien más». Había habido
momentos en los que prácticamente había estado preparado, veces en las que
había deseado a la misma Caitlin, la esposa de su hermano, cuando había
confundido la amabilidad de su cuñada por otra cosa muy distinta. Era un
buen motivo para mantenerse alejado de la familia de Rob.
Anzi estaba mirando al andén de la estación, donde el tren se había
detenido.
Quinn se giró para mirar y vio a cuatro hombres que cargaban con una
hamaca en la que reposaba una gondi que acababa de bajar del tren. El
rechoncho hombre santo al que había conocido Quinn se inclinaba sobre la
criatura y hablaba con ella.
Anzi apartó a Quinn para que no lo vieran, pero el hombre santo ya le
había visto, y alzó una mano a modo de saludo, o indicándole a la gondi que
mirara.
—¿Qué están haciendo juntos? —susurró Quinn.
—Compartir información —susurró Anzi, con el rostro paralizado en un
gesto indefinido—. ¿No te dije que todos los hombres santos son unos
granujas que venden todo lo que saben?
Descargar la carne viva de las gondi llevó una hora, durante la cual Quinn
y Anzi permanecieron sentados, temiendo que el delegado del tren llamara a
su puerta. No ocurrió. Quizá el hombre santo y la gondi, se limitaban a
compartir chismes, y nada más. Pero, cuando el tren por fin inició de nuevo la
marcha, ni Quinn ni Anzi tenían sueño.
Capítulo 13

Ensilla a un inyx y él será tu jinete.

—Dicho popular

H abía dos cosas que Sydney guardaba con extremo cuidado. Una era su
diario, en el que registraba su vida; la segunda era la ventana del establo
junto a la cual se encontraba su cama.
En el diario registraba las ofensas sufridas, para el futuro. La ventana le
proporcionaba el placer de sentir la luz en su piel. Todos querían una ventana.
Pero solo unos pocos, como Sydney, estaban dispuestos a luchar por ellas.
Estaba sentada, encogida, junto a la ventana, presionando los pequeños
agujeros en el papel, escribiendo sobre la muerte de Glovid y de su nueva
montura. Riod era un buen corredor, pero, al aceptarle, el estatus de Sydney
había bajado. Riod tenía mala reputación. Durante mucho tiempo se había
negado a servir en combate, junto con unas cuantas monturas renegadas, a las
que guiaba en incursiones en las que acosaban a otras manadas de inyx, lo
que creaba un ambiente viciado y provocaba las iras de Priov. Para empeorar
las cosas, Riod solía husmear alrededor de las yeguas de Priov, lo que
suponía un insulto para el viejo jefe de la manada. Este desafortunado
emparejamiento con Riod podía suponerle problemas a Sydney. En el
establo, a menudo los problemas se volvían sangrientos.
Sydney llamaba establo a su alojamiento, pues le parecía irónico que los
jinetes viviesen aquí. Las monturas, por supuesto, no necesitaban cobijo
alguno, y siempre permanecían en campo abierto. Por eso, sus jinetes
dormían y vivían en grandes barracones, de endeble diseño y con demasiado
viento, creados con el sudor de sus propias frentes. A menudo tenían goteras
cuando el rocío se acumulaba.
—Clic, clic, Sydney. Te oigo hacer clic, clic con el bastoncillo en el papel
—sonó la voz sin aliento de Akay-Wat desde la cama contigua.
Sydney aferró la clavija y presionó los agujeros.
—Akay-Wat oye los clics, sí. ¿Por qué no le hablas a tu libro de Akay-
Wat? —Rió con una carcajada silbante que dio la impresión de cerrar su
tráquea.
—Tú estás aquí —dijo Sydney.
Akay-Wat jadeó.
—¿Ah, sí? —Golpeó las manos y piernas unas contra otras sonoramente
—. Me alegro.
No era, ni de lejos, la peor compañera del barracón, aunque hablaba
demasiado. Akay-Wat era una hirrin, y una de las mejores jinetes, a pesar de
dar la impresión de que ella misma podía servir de montura. Tenía una
robusta espalda y largas piernas con pezuñas capaces de abarcar los flancos
de un inyx firmemente. A las monturas les gustaban los hirrin, porque no
necesitaban sillas de montar. Su rostro era pequeño comparado con su
cuerpo, apenas una protuberancia en el extremo de un largo cuello.
Akay-Wat siempre estaba intentando ganarse el favor de Sydney, a pesar
de lo desagradable que tenía que ser Sydney tan solo para conseguir que la
hirrin se callara para ser capaz de dormir durante el ocaso. Cuando Sydney no
estaba presente, Akay-Wat protegía sus cosas: su libro, su cama, su manta.
Era leal, desde luego. Y tenía el cerebro lleno de serrín.
—Clic, clic —canturreó Akay-Wat.
Era mejor no responderle, o nunca cerraría la boca. Sydney continuó
haciendo agujeros y formando ideogramas que nadie más podía leer, dado
que los había inventado. Los inyx, en particular, no eran capaces de leerlos,
puesto que no eran capaces de notar marcas tan sutiles. El diario era invisible
para ellos, tan invisible como su mundo lo era para Sydney. Era justo.
Recorrió con las manos las páginas en las que había registrado los días
que había pasado junto a las apestosas criaturas. Codificado en orificios, en
las páginas había registrado el relato de esos terribles días pasados en la
Estirpe, cuando su mundo se había derrumbado. La pérdida de la vista, la
pérdida de Titus y Johanna. Hubo un tiempo en que los llamaba padre y
madre. Después de que la abandonaran, cuando le quedó claro que nunca
volverían a por ella, se convirtieron tan solo en Titus y Johanna. Apenas
pensaba en ellos ya.
Ahora, registró en los orificios el relato del regreso tras la caída de
Glovid, los músculos vibrantes bajo el abrigo de Riod, y la explosión de
energía de ese cuerpo joven, su nueva montura. El Destello por encima de su
cabeza, la estepa por debajo, y, entre ellos, tan solo la carrera.
Su mano derecha se quejó por el esfuerzo del registro, pero continuó
escribiendo.
Akay-Wat se había acostumbrado al aguijoneante sonido. Se producía en
cualquier momento del día o del ocaso. Ahora que Sydney disponía de una
cama cálida junto a una ventana, Akay-Wat se había convertido en su vecina,
y su estatus había disminuido, sin duda, en gran medida. La cama de Akay-
Wat se encontraba en un espacio entre ventanas. Cuando la cama de al lado
se quedó vacía al marcharse el jout que la ocupaba a la guerra, sin,
lamentablemente, regresar, Sydney la reclamó y ganó a base de pura furia.
Había sido este suceso, más que ninguno otro, el que le había enseñado a
Akay-Wat el verdadero valor de la violencia. Para ella, claro, la violencia
física resultaba imposible. Porque Akay-Wat, desafortunadamente, era una
cobarde.
Akay-Wat era una de los pocos seres racionales que habían nacido en los
barracones de Priov. Al llegar a la mayoría de edad, pudo decidir si se
quedaba o se marchaba, pero, si decidía permanecer allí, debía quedar ciega.
Su madre, antes de ir a la Larga Guerra, le había rogado a su hija que se
marchase en busca de una vida mejor, pero Akay-Wat tenía miedo de
abandonar la vida que conocía. Poco después de que Akay-Wat perdiera la
vista, llegó Sydney: sucia, beligerante, silenciosa, e incapaz de hablar la
lengua lucente. Akay-Wat la ayudó a aprender el idioma, pero sabía que no
era lo suficientemente lista o valiente para ser elegida como amiga. En una
ocasión se había atrevido a unirse a una de las peleas de Sydney. Un
gigantesco jout por poco le había arrancado la cabeza de cuajo. Desde
entonces, Akay-Wat se había resignado a la humildad que le resultaba tan
natural. Sin embargo, el desprecio de Sydney era una pesada carga, y las
pequeñas tareas que Akay-Wat realizaba en su beneficio no mejoraban las
cosas. Alguien debía realizarlas, sin duda, puesto que Sydney era un
personaje importante, a pesar de su terrible temperamento y de no contar con
el favor de las monturas. Era una antigua ciudadana de la gran oscuridad, una
criatura de la Tierra: una humana. Aunque resultaba sorprendente, aún había
más: había vivido durante un tiempo en la Estirpe, y había sido prisionera
especial de los Lores Hadenth, Inweer, Nehoov, Chiron y Ghinamid. Su
padre era el infame bárbaro Titus Quinn, un criminal y un fugitivo.
La historia pasada de Sydney no le importaba a los inyx, ni le servía para
obtener un trato preferente. Los inyx vivían apartados, en un dominio lejos
del corazón del Omniverso, y de un modo que resultaba extraño a las demás
culturas. Las criaturas lucente-parlantes los temían y vilipendiaban, desde
luego. Los inyx no establecían vínculos salvo entre sí mismos y con sus
jinetes. Algunos incluso decían que los inyx se creían mejores que los lores
brillantes. Los inyx despreciaban a todos los que no podían hablar de corazón
a corazón, es decir, a todos los demás. Los tarig, por su parte, consideraban a
los inyx poco más que bestias incapaces de comprender la grandeza de los
tarig, pero les toleraban, lo que solo servía para aumentar la grandeza de los
lores.
Akay-Wat oyó un resuello junto a la cama de Sydney. Alguien había
madrugado y estaba fisgando. Mala cosa. A Sydney no le gustaba que la
interrumpieran cuando escribía. Akay-Wat esperó para averiguar qué haría la
humana ante esta provocación.
Sydney también oyó el resuello. Alguien fisgoneaba junto a su cama. Era
Puss, precedido por un leve hálito a orina que indicaba su presencia.
La criatura, parecida a un gato, tenía largos miembros para colgarse de los
árboles, aunque no había ninguno en este dominio. Por este motivo, los
brazos de Puss siempre estaban ocupados, ya fuera gesticulando o
rascándose, y buscando problemas. Su largo rabo resultaba muy útil para los
injuriados, cuando querían ajustar cuentas con él.
—He oído que tienes un libro. Bonito libro —dijo con voz áspera, como
si llevara puesto un collar demasiado apretado.
Puss era un espía de los inyx, un zalamero laroo, y pertenecía a una
especie que parecía ser vil por naturaleza.
—Date un baño, Puss.
No entendería el término, pero sí adivinaría que no era un halago
precisamente.
—Qué naricilla tan sensible. Me pregunto cómo puedes soportar cabalgar.
El olor de los inyx es tan intenso…
No iba a engañarla para que criticara a los inyx, pensó Sydney. En una
ocasión, Priov la había golpeado por realizar un comentario insultante
respecto al estado de las yeguas del jefe. «Viejas, fofas y estériles», había
dicho Sydney. Algunas de las yeguas se sintieron molestas, y Sydney había
pagado por ello.
Puss dijo con su áspera voz:
—Dime qué escribes en ese libro, pequeña rosa.
—Que apestas porque te orinas encima.
—Quizá solo finges escribir, pero no haces más que pinchazos. Es lo que
piensa todo el mundo. La pequeña rosa cree que es mejor que nosotros, ¿no
es así?
Sydney estaba esforzándose por no prestar atención a la mención a la
Rosa. Sin embargo, a partir de un determinado momento, su reputación
quedaría en entredicho. Si demostrabas debilidad en los establos, lo perdías
todo. Su cuchillo colgaba, en su funda, junto a la cama. Ya había derramado
sangre antes.
—Intento no orinarme encima. No causa muy buena impresión.
Puss saltó sobre la cama de Sydney, y murmuró con un fétido aliento:
—No me gustas, y tampoco le gustabas a Glovid, amiguita. —Sydney
oyó un chorro de orina caer sobre su colchón.
Sydney saltó de la cama, agarrando la peluda pierna de Puss, al que lanzó
por los aires. Puss gritó de dolor al golpear el suelo. Sydney corrió para coger
su cuchillo, lo desenvainó y se aproximó a la criatura.
—Límpialo, asqueroso. —Gesticuló en dirección a la mancha de orina.
Los jinetes comenzaban a amontonarse alrededor de la escena, siempre
listos para una buena pelea, y con gritos de aliento para ambos contendientes.
Akay-Wat se paseaba nerviosamente y decía:
—Oh cielos, oh cielos, pelear está mal.
Puss saltó hacia Sydney y aterrizó con brazos y piernas sobre su torso.
Inmediatamente saltó de nuevo, alejándose, y dejando un arañazo en el cuello
de Sydney, que se detuvo y escuchó. Un tenue sonido raspante precedió al
siguiente salto de Puss, y Sydney atacó, hiriendo con el cuchillo el estómago
de su oponente. Según la ley tarig, no debía matarle, pero un buen corte sería
una bonita manera de vengarse. Sydney sintió cómo su cuchillo rasgaba piel
y oyó un maullido cuando Puss huyó hacia la puerta de los barracones.
Sydney lo persiguió, abriéndose paso entre los jinetes reunidos, que la
siguieron fuera de los barracones, bajo el fulgor del Destello. Entre la
multitud se encontraban otros espías como Puss, a juzgar por su olor. Se
turnaron para atacar, mientras Sydney giraba sobre sí misma y describía arcos
con el cuchillo en el aire para mantenerlos a raya. De pronto, uno de ellos
saltó sobre la espalda de Sydney y le mordió el hombro. Sydney lo apartó de
un golpe. Apenas sintió la herida, pero ahora estaba dispuesta a matarlos a
todos.
El grupo de laroos quedó en silencio. Por el sonido de una pezuña contra
el suelo, Sydney supo que una montura había venido para poner fin al
alboroto.
Desafortunadamente, era Priov.
La brisa refrescó el cuerpo sudoroso de Sydney. Permaneció de pie, con
el cuchillo en la mano, mientras Puss se quejaba lastimeramente para hacer
más convincente su actuación.
¿Quién está utilizando cuchillos ilegales?, envió Priov a todo el grupo.
Un centenar de voces respondió: los laroos acusaban a Sydney, los yslis
acusaban a los hirrin, y, por encima de todos, Akay-Wat decía:
—Se meó en la cama para que oliera mal, fue laroo.
Ahora que había llegado una montura, una imagen se abrió paso en la
mente de Sydney. Vio a los andrajosos y sucios jinetes, una mezcla de rostros
deformes o poco agraciados: los yslis, parecidos a monos, de rostros
taciturnos; los estúpidos hirrin, una mezcla entre avestruces y asnos; y los
laroos, con su pelaje rojizo reluciente a la luz del Destello, inclinados sobre sí
mismos como simios, con los brazos colgando junto a su cuerpo. Y en medio
de ellos, una pequeña humana con el pelo negro mate, tan fea como todos los
demás.
Traedme el lazo, reclamó Priov. Un laroo fue a por el largo látigo que se
colocaba alrededor del espolón de los inyx. Sydney, al poste, dijo.
Sydney trató de no exteriorizar su rabia, ni siquiera sentirla. No deseaba
mostrar sus emociones ante los inyx, pero no pudo evitar recordar la última
vez que la azotaron, cuando la adrenalina hizo que apenas se diera cuenta de
que se estaba mordiendo el labio. Pensó en su libro, y en el momento en que
registraría en los orificios esta, la afrenta número cuatrocientos, aunque
podría ser la número quinientos. Todo era tolerable, en tanto en cuanto
hubiera una lista.
Las yeguas de Priov, que permanecían cerca de él, entraron en escena,
reuniendo nerviosamente a sus jinetes e inclinando las cabezas, demostrando
así que no les agradaba la agitación reinante. Los laroos subieron sobre sus
monturas, y otros, entre ellos Akay-Wat, entonaron: «No es justo, no es
justo».
Sydney se dirigió hacia el poste con paso firme y la cabeza alta.
Akay-Wat miró a Sydney con una profunda admiración. Nuevas palabras
le vinieron a la mente: un apasionado discurso en defensa de su amiga. Pero
Priov era de humor irritable, y Akay-Wat temía que también la azotase a ella.
Que me azote. Comenzó a avanzar. Cuando oyó el golpe de la pezuña de
Priov sobre el suelo, el impulso se desvaneció. Ser azotado dolía mucho,
sobre todo si Priov usaba el lazo estriado. Sintió una profunda vergüenza por
su cobardía mientras veía, a través de los ojos de muchas monturas, a
Sydney, que permanecía de pie, serena, en el centro del patio.
La montura de Akay-Wat, Skofke, se puso a su lado y se inclinó de modo
que Akay-Wat pudiera subir a su lomo. Skofke sintió los pensamientos de su
jinete y los reflejó en respuesta, repitiendo: cobarde, cobarde, cobarde.
Akay-Wat se aferró al lomo de su montura sintiéndose una miserable,
mientras contemplaba a su amiga girándose para rodear con los brazos el
poste.
Priov se aproximó con el lazo.
Las monturas seguían llegando, reuniendo a sus jinetes y moviéndose
nerviosamente, detectando una cacofonía de emociones. Entonces surgió una
emoción nueva: anticipación, y excitación. Una montura galopaba por la
hondonada junto a los barracones, con su reluciente pelaje negro.
Era Riod, y sus pensamientos eran tan claros que parecía gritar: Es mía.
Reinó el silencio entre la multitud mientras Riod se colocaba junto a
Sydney. Arriba, dijo. No, exigió Priov. Primero, el lazo.
Sydney extendió la mano hacia el poderoso rostro de Riod, para
asegurarse de dónde estaba. Estaba exultante, pero también preocupada. Riod
corría un gran riesgo, especialmente por encontrarse entre las yeguas de
Priov, que estarían presentes y sabrían si Priov era capaz o no de controlar a
un inyx amotinado. Pero él se había atrevido a ponerse del lado de Sydney y
enfrentarse a otro inyx.
—Usé un cuchillo con el laroo —le dijo Sydney a Riod, tratando de ser
honesta.
¿Qué laroo?
—El que orina en las camas.
Riod envió una descarga de desprecio, y Sydney sintió cómo sus
poderosas patas se inclinaban para que pudiera subir a su lomo. Lo hizo, de
un salto, y Riod salió al trote del círculo, con Sydney aferrada firmemente a
su cuerpo.
Galoparon hondonada abajo, junto al campamento, y en dirección a la
estepa.
Priov no te azotará, envió Riod.
A Sydney le gustó oírlo. Aunque fuera importante para Riod no tener un
jinete herido, Sydney captó su emoción de lealtad. Era una emoción llena de
orgullo, una que consiguió conmoverla.
A menudo, los que deberían ser leales no lo eran. Nadie había estado a su
lado en los cuatro mil días que llevaba aquí: ni Johanna, ni Titus, ni tampoco
los representantes de la Rosa que habían venido en busca de la familia
desaparecida. Solo una persona en cuatro mil días: una anciana chalin, la
prefecto del Magisterio, y ni siquiera ella había podido salvar a Sydney de las
crueles garras de los tarig o los crueles corazones de los inyx. A pesar de
todo, Sydney sentía un profundo afecto por Cixi. Sus mensajes eran muy
infrecuentes, transmitidos de boca en boca por mensajeros, delegados chalin
que traían nuevos esclavos. Mensajes como: «Persevera, niña, eres fuerte.
Recuerda los juramentos». Ella y Cixi se habían jurado mutua lealtad. «Algún
día volveremos a estar juntas».
Sydney cabalgaba, dejando los malos pensamientos atrás, en el
campamento. Era un buen día para cabalgar, no para recibir una paliza. Un
buen día para recordar que la chalin más poderosa del Todo era su madre
adoptiva, no, su verdadera madre, y que un día vendría a por ella.
El Crepúsculo se convirtió lentamente en la Sombra, y aflojaron el ritmo.
Era probable que pasaran el ocaso en el páramo.
Riod encontró una cañada cubierta de hierba, y se inclinó para que
Sydney pudiera desmontar. Se alejó, golpeando la arena con sus pezuñas para
detectar la posible presencia de agua. Por fin, se formó un charco. Sydney lo
vio con los ojos de Riod y se acercó para limpiarse.
Riod se aproximó y la olisqueó.
—Estoy bien —dijo Sydney, que sintió la curiosidad de Riod por sus
heridas. A través de los ojos de la criatura se vio a sí misma: harapienta, con
el pelo corto, y, en el sucio rostro, ojos azules pero vacíos.
Le resultaba muy fácil olvidar que estaba ciega. No era tan sencillo
olvidar el abrazo del tarig, mientras la sostenía y la garra se acercaba. Se
sentía recluida, y unos brazos de acero la rodeaban mientras el brillante señor
con aspecto de mantis le susurraba al oído…
Riod respiró su cálido aliento en el rostro de Sydney, y lamió el profundo
arañazo de su cuello. Cuando se aflojó el cuello de la camisa, Riod lamió
también el mordisco de su hombro para limpiar la herida. La cálida lengua de
Riod estaba probablemente repleta de gérmenes, pero era agradable. No
quería sentir aprecio por su montura. Quería explotarle igual que él la
explotaba a ella. Era indignante que, para sentirse importantes, sus jinetes
tuvieran que ser ciegos. Los inyx afirmaban que la ceguera mejoraba la
capacidad de los no inyx de percibir la comunicación silenciosa de los inyx.
Aunque fuera cierto, Sydney se rebelaba contra el dominio que ejercían. Y
también contra el creciente afecto que sentía por Riod.
No soy tu mascota, pensó enojada, y le apartó con el brazo.
¿Qué eres?, preguntó Riod, entrometiéndose en sus pensamientos.
—¡No entres en mi cabeza! —dijo en voz alta Sydney. Pateó la hierba,
impotente, golpeando hierbajos secos mientras Riod la contemplaba,
sintiéndose herido en su orgullo, y mezclando sus sentimientos con los de
Sydney.
Mañana tendría que enfrentarse a Priov de nuevo; ese pensamiento la
atormentaba. Pero ahora estaba agotada, y necesitaba dormir. Encontró un
hueco en el suelo y se echó, confiando en que Riod la vigilaría, dado que
estaba demasiado agotada para pensar que eso la hacía aun más dependiente
de él.
Riod, vigilante, miró hacia la estepa. A través de sus ojos Sydney vio el
páramo que se extendía, diáfano, con un tenue matiz lavanda a lo lejos. Antes
de caer dormida sintió la mente de Riod, que entraba en la suya, buscando
algo. Riod esperaba, al bajar la guardia la muchacha, encontrar en su mente
un cierto consuelo para su orgullo herido.
Sydney dormía; su único momento de privacidad.

Mientras Quinn y Anzi bajaban del tren en Na Jing, Anzi alejó a Quinn de la
gondi, que no había aceptado de buena gana la negativa a adquirir sus
productos. La gondi apremió a los porteadores de su eslinga para que
corrieran tras Dai Shen, pero su plan fracasó cuando la princesa hirrin
interceptó a Anzi y Quinn e inició una conversación que Anzi esta vez
agradeció, y en la que les ofreció transporte hasta la frontera de Bei. De este
modo, Quinn se encontró en el único medio de transporte por aire
mecanizado que estaba disponible de ordinario para los viajeros: un dirigible.
Él lo llamó dirigible, y la princesa, de nombre Dolwa-Pan, lo llamó
bombilla celeste. Dolwa-Pan se dirigía a la frontera de Bei para realizar
estudios, y no parecía importarle demasiado el gasto que suponía una
bombilla celeste para ella sola.
Ahora, la princesa hirrin estaba junto a Quinn, mirando por la ventana del
dirigible. Su pequeña y redonda cabeza colgaba como una flor del largo tallo
que era su cuello. Se había disculpado una docena de veces por haber avisado
al magistrado del tren para quejarse de ellos, y no había terminado de hacerlo.
—No debería haber pensado que suponíais un peligro. Qué tonta, Dolwa-
Pan. —Sus perfumes florales penetraron en las fosas nasales de Quinn, casi
dolorosamente.
—Uno no se enteró —dijo Quinn, usando una frase hecha.
Un viaje de diez días en beku quedó reducido a un día en la pequeña
aeronave, que sobrevolaba el valle del minoral a una altura de sesenta metros.
Quinn no había visto nada que igualara esa altura antes, ni aquí ni en ningún
otro lugar del Omniverso, salvo las naves radiantes. Ni pájaros ni aviones. El
Destello dominaba el espacio vertical, y aproximarse a él era peligroso para
la salud.
Retazos de memoria sugirieron que Quinn había llegado a volar hasta allí,
y por un momento sintió una oleada de placer provocado por ese vuelo.
Estaba impaciente por interrogar a Su Bei. Bei sabría la verdad, y quizá
sería capaz de desvelar de una vez por todas los recuerdos que intrigaban y
atormentaban al mismo tiempo a Quinn. Mucho dependía de este académico
al que había conocido en otro tiempo. ¿Le ayudaría Su Bei? Según Anzi,
Quinn necesitaba urgentemente alteraciones faciales, lo que no era una tarea
difícil, ni, afortunadamente, exigía corte alguno. Si Bei estaba dispuesto a
hablarle a Quinn de su pasado y a alterar su identidad, sin duda daría el
siguiente paso y le diría dónde podía encontrar las correlaciones, dado que,
en opinión de Quinn, una traición conduciría a la siguiente.
Se decía que Su Bei había caído en desgracia, pues había cargado con
parte de culpa por la huida, hacía tanto tiempo, de Quinn. Eso podía ser una
buena o una mala cosa para Quinn. Sería mala si Bei le culpaba. Y buena si
culpaba a los tarig.
¿Ya quién culpaba Titus Quinn? Siempre a los tarig. Pero tenían
intermediarios, y uno de ellos había sido Su Bei, que había sido el encargado
de interrogarle.
No podía contar con que Bei le diera la bienvenida, ni siquiera con que le
tolerara. Y, si este plan fracasaba, solo podría culparse a sí mismo, por insistir
en visitar a Su Bei en lugar de seguir la sugerencia de Anzi y buscar un
cirujano. Además, era posible que Bei viera en la visita una oportunidad para
redimirse, y que entregara a Quinn a los tarig.
Quinn acarició el bulto bajo su chaqueta, la daga Cruzada. No era un
asesino. Pero si Bei trataba de informar a lord Hadenth, mataría a Bei sin
dudarlo.
Dolwa-Pan notó el gesto ausente de Quinn mientras este miraba por la
ventana.
—¿Qué buscas, Dai Shen?
—Paz —murmuró Quinn. Stefan y Helice nunca hubieran creído que el
objetivo de Quinn fuera tan simple. Pero en definitiva, después de Sydney,
después de su propio dominio, eso era justo lo que buscaba.
—Sin duda, todas las criaturas pueden tener paz en el Camino Radiante
—le dijo Dolwa-Pan. Su labio prensil ajustó la posición de su collar, un
medallón en una cuerda azul.
Anzi se dirigió hacia ellos para poner fin a la conversación, que Quinn no
estaba llevando con excesiva discreción. Les interrumpió, y ella y Dolwa-Pan
intercambiaron reverencias.
—Un vuelo muy agradable, princesa. Permitid que os reembolse el coste
por vuestras molestias.
Dolwa-Pan acható las orejas a modo de negativa, y ambas discutieron
amablemente acerca del coste de la bombilla celeste; finalmente, Dolwa-Pan
convenció a Anzi de que no era necesario que le pagaran nada. Así, Anzi
consiguió desviar la conversación hacia temas menos delicados. Quinn
comprendió lo que Anzi trataba de hacer, irritado. Anzi ya le había asegurado
que los hirrin no podían ser espías. Habían sido malditos, o bendecidos, con
una absoluta incapacidad para mentir. Si decían algo que sabían que no era
cierto, sencillamente se desmayaban. Después de saber esto, Quinn comenzó
a ver en ellos una especie de encantadora inocencia. Aún estaba en guardia,
sin embargo, y Anzi debería haberse dado cuenta.
A través de la ventana, Quinn observó el muro de tempestad, que oscilaba
tenebroso, casi al alcance de su mano. En su límite superior, donde se unía al
Destello, se alzaban ondulaciones. Esa imagen era difícil de olvidar, dado
que, a cada hora, el muro crecía de tamaño. El minoral se estrechó en su
extremo, donde los muros terminarían por converger.
Dolwa-Pan lamió su medallón y lo acercó a una de sus orejas; Quinn la
había visto hacerlo en varias ocasiones. Esta vez se encontraba lo
suficientemente cerca para oír un leve repique.
La hirrin, al ver cómo la miraba Quinn, dijo:
—Tonales de regresión. Solo es un juguete, una baratija. —Dolwa-Pan
miró por la ventana y pareció melancólica—. Yo elegí viajar por este
dominio para obtener conocimientos. Pero, incluso en este alejado minoral, sé
dónde habitan los graciosos lores tarig: en el corazón del mundo. Los tonales
cantan muy bajo. Estamos muy lejos.
—Y sin embargo los juramentos nos mantienen cerca —murmuró Anzi.
El religioso comentario sirvió para recordarle a Quinn que hablaban con
una criatura entregada a los tarig. Anteriormente, Anzi había oído el repique
de la hirrin, y le había pedido precaución a Quinn. Para algunos habitantes
del Omniverso, los tarig eran poco menos que dioses, y no solo debido a sus
poderes. El Camino Radiante era el fundamento de la justicia y el bienestar.
El bienestar de algunos, pensó Quinn. No el de un hombre de la Rosa, ni
el de una niña humana.
Fuera, algo llamó la atención de Dolwa-Pan. Una luz cegadora había
rasgado el lejano muro de tempestad, como una puerta en llamas a través del
muro.
—Un origen —dijo Dolwa Pan—. Surge de la nada y desaparece de
nuevo. Como todos nosotros, ¿verdad? —La hirrin resopló sonoramente, el
equivalente a un suspiro entre su gente.
Quinn sonrió.
—Eres una filósofa.
Sus orejas se achataron.
—No necesito la filosofía, puesto que el Destello me guía. —Tras este
comentario tan profundo los dejó para ocuparse de su pequeño, una réplica en
miniatura de su madre, que dormía en la popa, arrullado por el tamborileo de
la cubierta.

El viento agitaba la bombilla celeste, la zarandeaba y sacudía las cuerdas de


amarre, que varias personas trataban de agarrar.
El piloto se afanaba en su panel de instrumentos mientras, en el exterior,
el mundo fruncía su gris ceño entre relámpagos. Era una tormenta, la
perpetua tormenta reinante en los límites del Omniverso.
El pequeño hirrin gritó aterrorizado:
—¡Vamos a caer, vamos a caer!
Dolwa-Pan aferró a su retoño, cubriéndolo con su cuerpo, y dijo:
—No, pequeño, no caeremos.
Entonces, con un golpe sordo se desplomó sobre la cubierta con las
piernas extendidas. Anzi corrió hacia ella, y Quinn la ayudó a apartar a la
princesa del aterrorizado niño.
—Se ha desmayado —dijo Anzi.
La bombilla celeste era sacudida por las ráfagas. Del exterior llegaron los
gritos de aquellos que trataban de estabilizar la bombilla celestial. El piloto
maldecía y gritaba órdenes, aunque ninguno de los que estaban fuera podía
oírle. Quinn sintió una punzada de desprecio por un piloto que echaba a
perder un aterrizaje. Por fin, con una gran sacudida, la aeronave tomó tierra.
—Ahora estamos a salvo —le dijo Anzi al pequeño hirrin, acariciando
sus piernas delanteras.
El piloto, desde la abertura que llevaba a la sala de control, miró con el
ceño fruncido a la princesa hirrin, que yacía sobre su cubierta.
—Mintió, ¿no es así?
Anzi asintió.
—Creía que mentía cuando habló de caer. Pero, gracias a tu habilidad,
estamos a salvo.
El piloto gruñó y se dirigió hacia la puerta de salida, que abrió de par en
par, dejando entrar un agrio viento.
Varios académicos estaban cerca, esperando para ayudar. El piloto pidió
una litera para transportar a la hirrin, y apremió a Quinn y Anzi para que
desembarcaran, impaciente por marcharse de ese lugar.
Quinn desembarcó tras recoger su bolsa, y Anzi le siguió. El viento
agitaba sus cabellos. A su alrededor, los muros del mundo se elevaban por
tres lados, negro azulados y ondulantes. Los muros de tempestad parecían
zurcidos con profundos pliegues, uniendo espacio y tiempo en una pauta de
tejidos entrecruzados. Resultaba imposible determinar lo cerca que estaban
los muros. En ocasiones daban la impresión de sobresalir hacia delante, y en
otras parecían retroceder. Otras veces, parecían hacer ambas cosas. Quinn
estiró el cuello; el Destello era tan solo una estrecha cuña que sostenía
valerosamente una franja de cielo. El Destello no tenía importancia aquí,
donde los muros se alzaban tan cerca los unos de los otros, ondulantes y
chispeantes con filamentos de luz. El ozono manchaba el aire, junto con un
olor indefinible que hizo sentir náuseas a Quinn.
Resultaba sencillo pensar en este cielo gris y repleto de relámpagos como
una tormenta, como un frente parecido a los que había en casa. Pero no había
ni lluvia ni truenos, así que la ilusión terminó por desvanecerse. Quinn sabía
muy bien que se trataba de una ilusión. La realidad era que lo que le rodeaba
aquí en el minoral eran las fronteras del Omniverso, la piel ya sin energía del
mundo más allá del cual se encontraba el suyo propio, el nexo de, quizá, las
branas de dos universos en contacto entre sí.
No muy lejos, a apenas novecientos metros de distancia, los muros de
tempestad convergían en una negra cicatriz vertical, una fisura que podía
desgarrarse en cualquier momento.
La frontera. El lugar al que acudían los académicos para ver la Rosa, y
uno de los lugares en los que se producían intercambios entre los mundos.
Una apuesta arriesgada, con todas las probabilidades en contra. A menos que
supieras hacia dónde apuntar.
Un grupo de académicos chalin los guiaron a él y a Anzi lejos del
dirigible. La arena golpeó el rostro de Quinn. Se dejó guiar hasta que pudo
distinguir una estructura de baja altura, acentuada por la impresionante franja
amarilla de un relámpago que adornaba el cielo.
Una vez en el edificio, se agacharon para atravesar un arco y unas puertas
rechinantes. A salvo del viento y el caos, se detuvieron frente a sus
anfitriones. Se trataba de cinco ancianos chalin, de pelo negro y encogidos.
Al oír la petición de Anzi de hablar con Bei, hicieron una reverencia, y
dijeron que debían decidir si el maestro Bei podía ser molestado.
Desaparecieron tras una puerta en el muro más alejado.
Ya solos, Quinn y Anzi miraron en torno suyo. Se encontraban en un
vestíbulo sin muebles cuyo suelo estaba cubierto por la arena que se filtraba
por las grietas. El tumulto cercano hacía que el aire dentro de la estancia
pareciera oscilar. Entonces, las puertas se abrieron de par en par, y metieron
la litera en la que transportaban a Dolwa-Pan. El joven hirrin se agazapaba
junto a su madre. Juntos, litera e hijo desaparecieron tras las puertas
interiores.
El viento golpeaba el edificio. Quinn vio que no estaba muy bien cuidado:
había grietas en los cimientos y un montón de piedras en una esquina.
Anzi señaló la puerta alta esculpida tras la que habían desaparecido los
asistentes.
—Esa es la Puerta de ida y vuelta a través del velo. Hay una puerta igual
en todas las fronteras en las que trabajan académicos. Nos llevará abajo.
Bajo tierra. Quinn se había estado preguntando cómo se aproximarían los
académicos a los límites de su mundo. Se acercó y vio que la puerta estaba
cubierta de profusos diseños punteados. Recorrió con los dedos las marcas
gastadas. Era caligrafía lucente, casi borrada por el paso del tiempo. Descifró
una parte: «oculta el Omniverso… las fronteras del Omniverso».
Anzi se acercó a él.
—Los Tres Juramentos —dijo. Y así era: se trataba de los Tres
Juramentos, repetidos una y otra vez.
—Anzi, ¿hay una frontera como esta en todos los minórales? —Si así era,
había miles de puntos de acceso posibles al Omniverso.
Anzi hizo una pausa.
—¿Como esta? No. Todos los minórales tienen un borde, pero no todos
son valiosos, ni están ocupados.
—¿Por qué no?
—No todos son útiles. Algunos no proporcionan nada más que oscuridad.
Pero en los que son productivos los lores tarig han instaurado los velos.
—Pero incluso esos son poco fiables a veces.
Anzi frunció el ceño.
—¿Poco fiables? Todos son poco fiables. —Se encogió de hombros y
añadió—: Algunos más que otros. —Anzi observó a Quinn con detenimiento,
quizá preocupada por que la acusara de nuevo de ocultarle información—.
Los académicos tienen mucha paciencia para esperar en lugares como este.
—Estoy seguro de que los tarig no esperan. —Cuando Anzi le miró
interrogativamente, se explicó:
—Sabrían dónde buscar, y cuándo. Tienen las correlaciones.
Anzi negó con la cabeza.
—Pero los tarig raramente vienen a las fronteras.
—Quizá quieran ocultar el hecho de que existen las correlaciones.
Anzi reflexionó.
—Sí, lo niegan. Pero si tienen esas correlaciones, eso supone una burla
para los investigadores y sus años de espera.
—No es muy elegante de su parte.
Anzi miró a Quinn y vio su sonrisa.
—No —admitió—, no lo es.
Se oyó un sonido al otro lado de la puerta interior.
—Ahora veremos si Su Bei es amigo o enemigo —murmuró Anzi.
La puerta se abrió, y apareció un asistente en el umbral. Solo le quedaban
unos pocos mechones de pelo, pero los llevaba cuidadosamente dispuestos en
un moño. Le siguieron por la Puerta de ida y vuelta a través del velo.
Atravesaron una pequeña antesala que llevaba a una caja que comenzó a
descender entre crujidos y ruidos rechinantes. Y descendió aun más.
¿Cuán profundo era este mundo? ¿Y cómo podía ser contenido? Mientras
el ambiente cargado de ozono llenaba su boca y su mente, Quinn recuperó un
recuerdo: en una ocasión esa pregunta le había obsesionado, y la respuesta
había parecido inalcanzable. Las leyendas chalin aseguraban que el
Omniverso era un lugar natural en el que los tarig habían sembrado la vida.
Al descender a este lugar subterráneo, sintió un escalofrío: el tamaño de este
mundo le aterrorizaba y maravillaba a partes iguales. Se decía que era más
pequeño que la Rosa, pero aun así de una inimaginable extensión, y sus
tierras estaban separadas por distancias que por lo general solo podían darse
en el espacio. El Omniverso tampoco era una cinta de tierra extendida: su
profundidad se contaba en kilómetros, quizá fuera infinitamente profundo.
Recordó, otra vez, que los bronceados lores dominaban algo más que a las
gentes del Omniverso: dominaban la naturaleza.
La puerta del ascensor se abrió con una pequeña sacudida. El asistente les
guió hacia un vestíbulo cavernoso, cuyo techo describía un arco sobre un
montón de instrumentos en el centro de la estancia. Había un formidable
bastidor repleto de dispositivos computacionales de manantiales pétreos, de
los cuales solo uno estaba activo, iluminando el rostro de una solitaria
académica, una anciana inclinada sobre la pantalla. Giró la cabeza para saber
quién la interrumpía, y reanudó su tarea de inmediato.
Siguieron al guía a un pasillo cuyo final se perdía entre las tinieblas.
Sin girarse, el anciano dijo:
—Si hubiéramos sabido de vuestra visita, habríamos vivificado un vagón.
Ahora debemos caminar.
Les guió a lo largo de un tubo de superficie lisa, curvado a los lados y por
encima, pero agrietado aquí y allá por invasiones de tierra y roca. Nódulos de
luz zumbaban en los muros, apagándose y brillando al ritmo del vibrante
suelo. Quinn oyó la palpitación y la sintió en las botas y también en la piel.
Tras unos minutos, detectó un armónico bajo la vibración general. Era una
sencilla y molesta secuencia de cuatro notas que se repetían. Mientras
caminaban, un zumbido grave se elevaba y desaparecía, como una cuerda de
contrabajo. Fuera cual fuera el material del que estaban compuestos roca y
suelo, respondía a las vibraciones de los muros de tempestad.
Llegaron al final del túnel y entraron en una pequeña estancia, redonda y
de techo arqueado, igual que la primera. Los muros estaban repletos de
instrumentos que compartían el espacio con largos surcos cimbreantes que
parecían cables enterrados.
Un hombre los estaba esperando. De pie en la estancia, un hombre cuyo
rostro estaba tan arrugado como un mapa viejo. Una pesada cadena de
piedras rojas colgaba de su cuello. Su pelo blanco, con mechas negras, estaba
recogido en un moño en su nuca. Medía casi tanto como Quinn; parecía haber
sido robusto en su juventud. Quinn lo reconoció de inmediato. Su Bei. Buscó
retazos de memoria. No encontró ninguno.
Anzi hizo una reverencia, pero Bei miraba a Quinn.
—Creo que me conoces —dijo Quinn.
Bei se dio media vuelta, agitando la cabeza.
—Un buen día que se estropea. Visitantes, dijeron. Por el Destello… —
Dijo algo más, y se giró de nuevo hacia ellos—. Con lo que me costó que te
fueras, y todo para qué… —Asintió en dirección al asistente, indicándole que
se alejara por el largo túnel.
Bei frunció el ceño mientras miraba a Quinn.
—Has envejecido.
—Los riesgos de la Rosa.
El anciano gruñó.
—Pero son tus riesgos, no los míos. ¿Por qué me importunas con tus
problemas?
—¿Qué te hace pensar que tengo un problema?
—Si estás aquí —dijo el anciano—, tienes un problema. —Miró a Anzi
—. ¿Dónde lo encontraron? ¿Quién sabe de su presencia?
Anzi dio un paso adelante.
—Soy Anzi, maestro.
—Sé quién eres.
Anzi ignoró el comentario.
—Wen An lo trajo desde la frontera de Ti Jing, herido y conmocionado.
Le envió a mi tío, y todos los que le han visto guardan ahora silencio, excepto
Wen An, en quien debemos confiar.
Bei se colocó junto a Quinn y lo estudió desde ese ángulo.
Ahora podían ver una parte reluciente del muro, una membrana brillante
y translúcida que cubría una hendidura en la sala. Aquí, los muros de la
estancia convergían en un ángulo agudo; la membrana cubría un hueco de
algo más de un metro de ancho y casi tres de alto. Era imposible que el
delgado velo encerrara la transición entre mundos, ¿o no? Los muros
retrocedían tras la membrana, formando una abertura alargada y afilada que
parecía cubierta con un líquido viscoso que palpitaba de cuando en cuando, lo
que provocaba que el velo temblara. En su superficie parpadeaban estrellas.
Bei vio cómo miraba Quinn la hendidura.
—¿Los recuerdas? —Miró fijamente a Quinn—. ¿Me recuerdas a mí?
Inmediatamente, él mismo respondió a su pregunta:
—No, no me recuerdas. Bien.
—¿Qué te asusta tanto que recuerde?
—Todo. —Miró a Quinn durante largo tiempo, y después dijo—: ¿Por
qué has venido, Tifus?
—A pedir tu ayuda.
Bei torció el gesto.
—Sin duda. Pero, ¿por qué has vuelto al Omniverso?
—Para buscar a mi mujer y a mi hija. —Reflexionó, y corrigió—: A por
Sydney.
Bei cerró los ojos por un instante, y después sacudió la cabeza.
—La peor razón posible. —Se acercó, examinando el rostro de Quinn—.
¿Estás seguro de que eres tú? Ojos amarillos. No recuerdo ojos amarillos.
—Lentes, maestro —dijo Anzi.
—Así que —dijo Bei—, Yulin le ayuda. Le ha conseguido un
guardaespaldas y le ha llenado la cabeza de ideas fantásticas sobre su hija. —
Se giró hacia Anzi—. ¿Yulin le envía a verme?
Anzi negó con la cabeza.
—Pero mi tío sabe que ha venido aquí, maestro.
—¿Así que el viejo oso consiguió evitar implicarse? No me sorprende.
La membrana se oscureció repentinamente, quedando en tinieblas. Bei
vio la mirada de Quinn.
—Si de mí dependiera, te enviaría por aquí ahora mismo. Pero, como ves,
en este momento al otro lado solo hay muerte. Quizá algún día el velo resulte
útil. —Hizo una mueca—. Para entonces mi bandera fúnebre ya ondeará.
Entretanto, los ancianos y los enfermos son bienvenidos. Y los hirrin de la
realeza con grandes ambiciones.
Quinn le miró a los ojos.
—No quiero cruzar. Cuando lo haga, será con mi hija.
—Hija —murmuró Bei. Girándose hacia Anzi, dijo—: ¿Ha estado así de
confuso desde que llegó?
Anzi se encaró con el anciano.
—Cree que puede salvar a su hija. ¿Podría hacerlo, maestro?
Bei la miró como si se hubiera contagiado con la locura de Quinn.
—¿Podría hacerlo? ¡Claro que no! —Se giró hacia Quinn—. Tu hija está
muy lejos. En otro principado. Nadie va allí; ¿por qué iban a hacerlo? Los
inyx no sirven para nada más que correr y morir en la Larga Guerra. ¿Crees
que te entregarían a tu hija tan fácilmente? Se dispararían las alarmas, y antes
de que llevaras un día de viaje, los tarig caerían sobre ti. Entre todo lo que
has olvidado, ¿has olvidado también que viajan por el Destello? ¿Has
olvidado cuánto te odian? —Como si tratara de responder a la pregunta, un
estruendo sonó bajo sus pies, una nota grave de bajo, algo así como un dios
tectónico que suspirara largamente.
Bei agitó una mano despreciativamente.
—No, no lo recuerdas, claro que no. Puedes darme las gracias por eso.
Cuando te envié a casa, te envié con el pelo blanco y tus recuerdos perdidos.
Los recuerdos perdidos eran para que nunca volvieras. —En voz más baja
dijo—: El pelo blanco era porque pensaba que quizá lo hicieras.
Extendió el brazo para alzar el sombrero de seda de Quinn.
—¿Aún blanco? Bien. Eso significa que funcionó. No soy mago, sabes.
No tengo el poder de encontrar a tu hija o ayudarte a suicidarte. Sí, antes
servía a los tarig. Vivía entre ellos, y podía hacer lo que cualquier chalin
deseara. Entonces, Titus Quinn perdió la cabeza y todo se derrumbó.
Golpeaste a lord Hadenth.
Miró a Quinn, esperando una reacción.
—Sí, le golpeaste, un golpe afortunado, o quizá desafortunado, que casi le
mató. Entonces huiste de la justicia de los tarig, el primero en hacer algo así.
Todo esto ocurrió bajo mi tutelaje, bajo mi responsabilidad. —Le dio la
espalda y contempló la gruta de luz, que oscilaba ahora con un tenue fulgor
—. Me dejaron vivir, pues me consideraban un pobre necio. Pero mi
investigación había terminado. Todos mis estudios… me los arrebataron.
Todos mis pergaminos… —Su voz vaciló—. Vine aquí. No quedan más que
migajas. Ahora las unimos. Así que no tengo nada que ofrecerte.
Parecía cansado y derrotado.
—Vete a casa, Titus. Ya ha habido bastante sufrimiento.
Quinn aguardó unos instantes para decir:
—Los recuerdos que me quitaste. Los necesito.
Solo era parte de lo que necesitaba de Bei, pero el anciano no parecía
estar del mejor humor para pedirle favores.
—¿De qué te servirían los recuerdos? —exclamó Bei—. Todos son de la
Estirpe. Es todo lo que conocías entonces. —El anciano comprendió de
inmediato—. ¿Vas a ir allí? —Miró estupefacto a Anzi, y de nuevo a Quinn
—. Te postrarás ante ellos. Y también la muchacha que te ayudó, la
muchacha que inició este desastre. Te acompañará. —Miró a Anzi—. ¿Yulin
aprueba esto?
—Mi tío dice que no existe modo de detener a las gentes de la Rosa,
ahora que Titus Quinn está aquí.
Bei se giró hacia Quinn.
—¿Es eso cierto? ¿No puede detenerse a las hordas de humanos?
—No puede evitarse que usemos el Omniverso para viajar, tomando un
atajo por los velos.
Bei miró a ambos alternativamente y se pasó las manos por el cabello.
—¿Y la hija? ¿Ahora tiene importancia?
Quinn empezaba a hartarse del tono hostil del anciano, pero reprimió su
impaciencia. Necesitaba la ayuda de Bei.
—Solo es importante para mí.
Bei suspiró.
—Resultará sencillo. Rescatar a tu hija del dominio de los inyx. Abrir los
velos para que los humanos viajen por ellos, y confiar en que no tengan
interés en quedarse para siempre. —El anciano se paseó por la estancia, y sus
piedras rojas se agitaron en la cuerda que colgaba de su cuello—. Atraigo a
Titus Quinn igual que los paion son atraídos hacia Ahnenhoon. —Sacudió la
cabeza—. Dios ha reparado en mí.
—No tienes hijos, Su Bei. —Quinn conjeturaba, pero creía estar en lo
cierto. Si tuviera hijos, sabría por qué Quinn no podía rendirse.
—No, no tengo hijos. Pero si los tuviera, no me dejaría matar por ellos.
—Creo que sí lo harías.
Bei negó con la cabeza.
—No has cambiado. Nunca aprendiste a ceder. La has perdido. Será
mejor que lo aceptes.
—No puedo hacer eso.
Bei le miró con desprecio.
—Humano, eres humano. Siempre lo olvido. Aunque te enviara a casa,
volverías, buscando la vida y las cosas que has perdido. ¿Por qué pensé que
no ocurriría así? —Miró a Anzi—. Yulin ha puesto estos acontecimientos en
marcha. Es culpa suya. Y de la bruja roja, que debería habérselo pensado dos
veces. —Levantó una ceja, mirando a Anzi—. ¿Así que cayeron bajo el
influjo de Titus Quinn? —Anzi no respondió, y Bei se giró de nuevo hacia
Quinn—. Atraes peligrosas alianzas. Siempre ha sido así, Titus. De algunas
de ellas has tenido motivos para arrepentirte. —Agitó la cabeza lentamente
—. No recuerdas esa parte, ¿verdad?
Se produjo una larga pausa, durante la cual únicamente se oía la lenta
vibración de la roca y el bucle eterno de armónicos. Quinn pensó que, si
permanecía aquí mucho tiempo, tendría que taparse los oídos para no oír ese
sonido.
Siguió un prolongado silencio; Bei, pensativo, torcía la boca. Por fin dijo:
—Te daré lo que te pertenece. Tu historia. Pero no me darás las gracias
por ello.
—Lo haré —dijo Quinn.
Bei gruñó.
—Ya veremos.
Caminó hasta una puerta lateral y la abrió, indicándoles que cruzaran el
umbral. Entretanto, la membrana del velo brilló con mayor intensidad, y
mostró una franja de reluciente gas interestelar. Una franja blanca formó un
dedo de intensa luz, como señalando un camino hacia el abismo.
Capítulo 14

El estudiante pregunta: Maestro, ¿qué es el otro mundo que percibimos a través del
velo?
El maestro responde: Es el cosmos del frío y el fuego y la turbación; es un lugar de
falsas ilusiones, que cree ser primigenio; es el antiguo dominio de todos los modelos,
los diseños de todos los seres racionales, que han sido perfeccionados en el Reino
Brillante; sus mundos son esferas de guerra y miseria; entre sus mundos hay tesoros
desperdigados, entre ellos un colorido brote llamado la Rosa; es un dominio de lucha y
de esperanzas perdidas ante la corrupción de los días; es un lugar en el que el glorioso
día solo conquista el cielo la mitad del tiempo; es el reino de lo evanescente.
Eso es lo que ves a través del velo.

—Extracto de El velo de un millar de mundos

L os tres tomaron un almuerzo en los alojamientos de Bei, junto a la sala en


la que estaba el velo entre mundos. Un asistente trajo una bandeja con
empanadas y oba entre tambaleos, y comieron en silencio, masticando la
comida y considerando cuáles serían sus próximos movimientos.
Los muros estaban cubiertos de estanterías repletas de pergaminos y
papeles sueltos. En las mesas había varias cajas con los familiares
manantiales pétreos, algunos de ellos desensamblados. La cama de Bei estaba
en un rincón.
Anzi le habló a Bei del plan del maestro Yulin para que Dai Shen fingiera
viajar a la brillante ciudad y lograr que la alto prefecto Cixi bendijera su viaje
al dominio de los inyx. Bei no paraba de negar con la cabeza.
—Se acordará de ti —dijo—. Lo recuerda todo. —Eso les daba la
oportunidad de admitir que buscaban las habilidades de un cirujano. Bei
gruñó y miró el rostro de Quinn como si estuviera más allá de toda ayuda.
Un tapiz con un diseño de la Europa medieval colgaba por encima del
recodo de la cama de Bei. Al notar la mirada de Quinn, Bei dijo:
—Una pequeña afición. Ese está basado en el arte holandés del siglo xiv.
—Sus ojos aguileños se entrecerraron—. Supongo que no recuerdas nuestras
conversaciones acerca de la época medieval
Quinn no las recordaba.
El académico se puso en pie y se dirigió al tapiz, que mostraba un
unicornio blanco al que rodeaba una valla. El unicornio lucía un elaborado
collar y se agachaba como si quisiera escapar de su prisión de un salto. Las
nudosas manos de Bei tocaron el tejido.
—Te encantaba este tapiz. Te veías a ti mismo como el unicornio, sin
duda.
Quinn recordó el tapiz, y, por algún motivo, le produjo un intenso
malestar.
Bei había cogido un pergamino de un gancho y lo había extendido sobre
la mesa. Tocó con un dedo la protuberancia de la parte superior, lo que hizo
que la superficie cobrara color; era un tratado escrito en lucente. Al
examinarlo de cerca, Quinn vio referencias a ríos y lugares de la Tierra.
Bei mantenía su nudosa mano ligeramente por encima del texto.
—La gran disciplina de la Geografía. Cada mundo tiene sus montañas y
sus valles. Su rostro. Antes de que llegaras, nuestro conocimiento de la
geografía de la Tierra era parcial y equívoco. —Suspiró, replegó el
pergamino y lo colocó entre las repletas estanterías—. Con tu ayuda,
conseguimos reunir las piezas que nos faltaban de vuestra Matemática,
Historia, Economía, Política, Química… No eras un académico, pero sabías
cosas.
Quinn comenzó a recordar esas discusiones: largas conversaciones que se
alargaban hasta bien avanzado el ocaso; Bei lo apuntaba todo en un
pergamino.
—¿Los tarig querían información sobre la Rosa?
Bei frunció el ceño.
—Lo que querían los tarig era saber por qué habías venido aquí. —Se
giró hacia Anzi, que se mantenía a un lado, escuchando atentamente—.
¿Alguna vez te has preguntado por qué no pudieron perseguirte? —Cuando
Anzi asintió, respondió:
—Porque estaban convencidos de que la Rosa envió a Titus Quinn.
Nunca imaginaron que alguien lo había atraído hasta aquí. Siempre temieron
ser descubiertos por la Rosa. Los tarig creían que la intención de los
dirigentes militares de la Rosa había sido enviar una avanzadilla. Mi trabajo
era descubrir los detalles de la conspiración.
Una profunda vibración, como un gong enterrado en lana, resonó en la
estancia.
—Incluso tras miles de días, aún deseaban que siguiera esa línea de
interrogatorio, y así lo hice. Sabías a qué jugábamos, y contestaste lo mejor
que pudiste, nos diste detalles acerca de la política y las estructuras de poder
de la Tierra. Gracias a ti conocemos las jerarquías de tu mundo: los
poderosos barones que controlan el comercio, y los lacayos que les sirven.
Minerva era uno de esos poderes, ¿verdad? En cualquier caso, la Rosa no
parecía una amenaza, así que los lores tarig comenzaron a convencerse de
que no había tal conspiración. Después, mis preguntas fueron las de un
académico, nada más.
»Fue entonces cuando comencé mi gran obra. Mi libro de cosmografía,
que sentaría las bases del universo de la Rosa de acuerdo a la contemplación
de millones de galaxias y núcleos. No hay modo de registrar un mapa de la
Rosa. Debe modelarse matemáticamente en función de correlaciones
universales y su relación con la dimensionalidad. —Se encogió de hombros
—. Solo es la fantasía de un viejo. Cuando yo no esté, nadie continuará mi
trabajo.
—¿Existen correlaciones universales? —preguntó Quinn.
Bei le miró fijamente.
—Algunos creen que sí. Otros…
—Los tarig dicen que no.
—Y quizá estén en lo cierto. El principio es la mutabilidad. La
mutabilidad de las correlaciones. Nadie sabe cómo predecir sus cambios. En
ocasiones se puede ver claramente un mundo habitado. Las fuentes de
energía atraen a los velos, y, gracias a eso, a veces podemos estudiar un
lugar, y a sus habitantes, durante cien días, lo que nos proporciona un punto
de datos. Entonces la membrana parpadea, y vemos un lugar nuevo sin
ninguna relación con el anterior, otro punto de datos. —Gesticuló en
dirección al velo entre mundos—. Cada punto puede representarse
matemáticamente, incluso si no alberga más que el negro espacio. Si generas
un mapa con esos puntos, tendrás la geografía de la Rosa, una cosmografía
universal.
»Esa es mi teoría. Tiene un único seguidor, aunque muy ferviente.
—Así que —dijo Quinn—, tu cosmografía no consiste en correlacionar el
Omniverso y la Rosa.
—Va contra los juramentos —murmuró Bei.
—Pero ese conocimiento debe de existir. Las gondi. Las hemos visto
antes, incluso en la Tierra.
Bei se acercó a Quinn y bajó la voz.
—Sí, las gondi. Mentalmente inestables. Hay que serlo para querer vivir
allí en lugar de aquí. Algunas han ido allí para morir. Caminan a través del
velo hacia el vacío del espacio, y hacia el corazón de las estrellas, y los
asteroides congelados. Algunas llegan a mundos de la Rosa habitados por
seres inteligentes. Vuestros monstruos mitológicos. La mayoría de ellos
provienen del Todo. Eran monstruosos porque llegaron a vuestro mundo
sumidos en la locura y la desesperanza, y crearon el caos. Los matasteis con
vuestro impresionante arsenal de armas para asesinar y mutilar. Pero hubieran
muerto igualmente. Cruzar a la Rosa implica ser efímero, del mismo modo
que cruzar al Omniverso implica una larga vida. Por eso tu gente no debe
venir aquí, Titus. Nos abrumarían. —Señaló con un nudoso dedo a Quinn—.
Y la guerra no es la respuesta, ni para vosotros ni para nosotros. El
Omniverso es frágil. Algunas de vuestras armas colapsarían los muros de
tempestad. Nuestro mundo no se creó para la guerra, no para las guerras que
libráis en vuestro mundo.
—Lo único que quiere mi gente es utilizar las correlaciones para viajar en
nuestro propio universo, a través del vuestro.
Bei torció la boca en una sonrisa burlona.
—Si crees eso, eres un estúpido.
Quinn no quiso discutir. Acababa de llegar, y Bei estaba a la defensiva,
por no decir decididamente hostil; no era el momento de presionarle.
El anciano asistente regresó para llevarse la bandeja con las copas y las
sobras, tambaleándose bajo su peso.
Bei le observó mientras se retiraba y continuó:
—Para los que estamos en este velo, la investigación sin duda es un
asunto mundano. La mayoría de la gente, después de todo, tiene una visión
muy limitada. Cuando me requirieron en la Estirpe, tenía grandes y necios
sueños. Tendría un ser inteligente de la Rosa para interrogarle. Iba a escribir
un libro sobre cosmografía, mis ambiciones eran enormes. Ahora, mis sueños
son pequeños de nuevo.
Bei siguió hablando en voz más baja.
—No me enorgullezco de lo que hice, Titus. Pero, si no hubiera sido yo el
encargado de interrogarte, lo habría hecho otro. Te enseñé a manejarte en el
ambiente político de la Estirpe, y a desenvolverte en los niveles altos y en los
bajos, y eso quizá salvó tu vida. Todos querían un pedazo de ti, en especial
los delegados chalin, pero también los tarig. Todos tenían interés en ti. Nadie
había visto antes a un ser de la Rosa. Sabías cosas, y podías contextualizarlas.
Por primera vez, los datos que habíamos acumulado tenían sentido, gracias a
lo que tú nos enseñaste. No era mucho, es cierto, pero aun así era un
fantástico hallazgo. —Hizo una pausa, jugueteando con los dedos entre sus
piedras rojas—. Tenías poder. Y yo te enseñé a usarlo.
Quinn estaba confuso.
—¿Poder?
—Bueno, no el suficiente para recuperar a Johanna. Ella estaba perdida.
Era un trofeo para lord Inweer, una recompensa por su desafortunado
nombramiento en Ahnenhoon. La interrogaron. De hacerlo se encargó la
académica Kang, pero ella me dijo que tu esposa apenas sabía nada de
política o ciencia. —Alejó la vista para no mirar a Quinn—. En cuanto a tu
hija, sabía muy poco. La enviaron con los bárbaros.
—¿Por qué?
—Buscan maneras de ganarse a los inyx. La chica era un regalo.
—Y el hecho de que estuviera tan lejos les facilitaba la labor de
interrogarme —murmuró Quinn.
—Sí, así es. —Bei hizo una pausa—. Pero terminaste por escapar. Tenías
pocos enemigos y muchos amigos.
Eso no era cierto. Había sido un prisionero. Muchas de las cosas que
decía Bei no concordaban con lo que había sucedido. Con lo que debía haber
sucedido.
—No era libre.
Bei se tocó la barbilla con los dedos.
—Fue hace mucho tiempo. Hiciste lo que pudiste.
A Quinn le costaba respirar.
El viejo académico miró a Anzi, como si ella debiera ayudarle, como si le
correspondiera a ella hablar en siguiente lugar. Pero la mirada de Anzi
parecía tan angustiada como la de Quinn.
Bei se puso en pie y se paseó por la pequeña habitación. Se giró y frunció
el ceño.
—Por eso te arrebaté tus recuerdos. Para mantenerte lejos de todo esto.
De esta necesidad de demostrar algo.
—¿Qué tengo necesidad de demostrar? —Quinn sentía un convulso
pálpito.
—Nada —respondió secamente Bei—. No tienes nada que demostrar. No
eres mejor que los demás hombres, Titus Quinn.
Quizá era peor que ellos. Había tenido amigos. Había tenido poder. Quinn
se sentó, aturdido.
—Dame mis recuerdos —susurró.
Bei negó con la cabeza.
—No sé cómo hacerlo. Los suprimí tan bien como pude. Pero no sabía
todo lo necesario para hacerlo correctamente. Ahora que has vuelto, creo que
volverán a ti, gradualmente. —Su rostro adquirió un matiz tenebroso—.
Crees que soy tu enemigo, Titus. Quizá lo fui. Me repetía a mí mismo que no
empeoré tu situación en exceso, pero eso no es una excusa. Los tarig no
paraban de repetir que, si cooperabas y nos facilitabas la información,
recuperarías a tu familia. Cada día preguntabas. Y cada día los tarig decían
«aún no». Pasaron los días. No habías vuelto a ver a tu esposa y a tu hija
desde el día en que fuiste capturado. Hiciste lo que pudiste, Titus; que eso te
sirva de consuelo. Nunca las olvidaste. Hablabas y hablabas. —Gesticuló
hacia los pergaminos—. Todo lo que sabías se registraba por escrito, porque
nunca perdiste la esperanza. Pero los tarig nunca te las hubieran entregado.
¿Por qué iban a hacerlo, cuando su ausencia resultaba tan productiva? —Hizo
una pausa y apartó la vista—. Y entonces Johanna murió. Tu hija creció. El
pasado se había esfumado.
—No del todo —susurró Quinn.
Bei agitó la cabeza.
—No. Ya lo veo —murmuró.
Lo peor era que aún había más. Quinn casi podía recordar, pero los
recuerdos seguían alejándose cuando trataba de capturarlos.
—Cuéntame qué más hice.
Bei se sentó de nuevo, jugueteando con sus piedras rojas, pensativo.
—Formaste parte de la vida en la corte. Pasabas mucho tiempo con lady
Chiron. —En este punto, Bei hizo una pausa—. ¿Recuerdas a lady Chiron?
Quinn negó con la cabeza.
—Quizá sea lo mejor —murmuró Bei. Al notar la enfática mirada de
Quinn, dijo:
—La gran dama tarig. Teníais muy buena relación. Era una amistad
peligrosa, pero no atendíais a razones.
—¿Una buena relación?
Bei tensó los labios.
—Eso se decía.
El anciano era incapaz de mirarle a los ojos. Quinn conjeturó:
—¿Tenía una amante?
—Eso se decía. —Tras una pausa, Bei añadió—: Ni siquiera la dama tarig
pudo salvarte cuando atacaste a lord Hadenth, el día que supiste que tu hija
estaba ciega y que sería una esclava. —Bajó la voz—. Tenía la esperanza de
que se hiciera una excepción con la muchacha y, por lo que sé, quizá se hizo.
Pero la vieja Cixi sabía la verdad y, por algún motivo, miles de días después,
te la contó. Apareciste en el umbral del gran salón, medio loco. Preguntaste
dónde estaba lord Hadenth. Yo no lo sabía. Pero terminaste por encontrarle.
Anzi, sentada en una esquina, temblaba. Quinn miró sus puños, lo
suficientemente grandes como para romper el cráneo de una persona normal.
Pero tratándose de un tarig, apenas bastarían para aturdirle.
—¿Recuerdas a Cixi? Colecciona enemigos igual que yo colecciono
piedras rojas. —Suspiró—. Tu error fue suponer que un alto señor se
contendría. Tu hija no significaba nada para ellos. Eso es algo que debes
aprender de una vez por todas, Titus. No son como nosotros. En ningún
sentido.
Bei prosiguió:
—Te llevé a un minoral, una frontera abandonada en la que el velo había
sido destruido. Hacía mucho tiempo, una gondi fuera de sí cruzó hacia la
Rosa por ese lugar. Los tarig lo cerraron, pero no advirtieron que había dos
puntos de acceso en esta frontera. Esperamos allí durante muchos días,
hambrientos, mientras yo trataba de correlacionar el velo con un mundo
capaz de albergar vida. Utilicé el tiempo para cambiar tu cuerpo. Me
permitiste hacerlo, pues pensabas regresar. Me tomé la libertad de
asegurarme de que no lo hicieras, de que lo olvidaras todo. Entonces, el velo
se abrió y nos dio la oportunidad que esperábamos. La aprovechamos.
—¿Por qué? —preguntó Quinn—. ¿Por qué te arriesgaste a ayudarme?
Bei tensó los labios.
—Me lo he preguntado a menudo. Eres impulsivo, testarudo e
imprudente. —Se encogió de hombros—. ¿Quién sabe? Eso pertenece al
pasado.
—El pasado importa.
—Eso solo es cierto si tu futuro es corto.
Tenían un punto de vista diferente del mundo. Obviamente, eran
irreconciliables.
Bei cedió, resignado.
—Escúchame, Titus Quinn, Dai Shen, prisionero y amigo de los tarig. Sé
que irás a la ciudad brillante. Si tienes suerte, los tarig no te prestarán
atención y Dios no reparará en ti. Allí encontrarás a Cixi, la alto prefecto de
los delegados chalin. Si consigues engañarla con tus trucos, te enviará a un
alejado principado del que quizá nunca regreses. Pero eso no tiene
importancia. Rescatarás a tu hija o morirás intentándolo. Es lo único con lo
que te darás por satisfecho.
»Entre los chalin de la Estirpe quizá oigas historias acerca de un hombre
de la Rosa que en una ocasión vivió entre ellos. Comenzó siendo un esclavo y
poco a poco ganó influencia, pues deseaba conocer a los tarig del mismo
modo que ellos querían conocerle a él. Pasaron, como se diría en tu mundo,
muchos años, durante los cuales te acostumbraste a tu prisión, que poco a
poco se convirtió en tu palacio. Encontraste la felicidad, porque no tenías
elección. Nosotros, que comenzamos siendo tus captores, nos convertimos en
tus amigos. ¿Cuánto tiempo puede un hombre vivir lleno de odio? Lo
intentaste. Vi como lo intentabas. Pero los años pasaron y el odio se convirtió
en desesperanza, después en entumecimiento, y después se convirtió en una
nueva vida. —Suspiró—. No es nada de lo que avergonzarse. El tiempo pasa
para todos.
»Ahora tienes las respuestas que buscabas. Que ya conocías, claro está.
Bei se dejó caer sobre la silla.
—No debería habértelo contado —murmuró—. Pero tenías razón, los
recuerdos te pertenecen.
Quinn estaba de pie junto a la mesa, mirando el tapiz y las numerosas
representaciones de unicornios. En el Omniverso, él mismo había sido una
rareza, pero una rareza muy apreciada. Una rareza consentida. Aquí, los
cazadores avanzaban hacia el unicornio aprisionado. Parecía pacífico y bien
alimentado, y se alzaba sobre sus patas traseras. Su collar enjoyado relucía.
No era frecuente poder contemplar tu alma desde fuera.
—Un palacio —susurró Quinn—. Una nueva vida.
Bei habló con voz amable.
—Olvida todo aquello, Titus.
—No puedo. —Para él, el pasado era ayer. Hacía seis meses. El tiempo
era ya irreconocible. Si traicionabas a tu esposa, no lo superabas en un día. Si
traicionabas a tu hija, quizá nunca pudieras hacerlo.
Quinn se dio media vuelta y abandonó la estancia. Atravesó la sala del
velo entre mundos, caminando hacia el túnel como un hombre ciego.
Bei gruñó.
—Tanta pasión malgastada.
—Me pregunto si es así —dijo Anzi, que siguió los pasos de Quinn.
Bei les observó mientras se alejaban por el largo túnel. Confiaba en que el
viejo Zhou les vigilara desde la siguiente habitación, y les acompañara a sus
alojamientos. Entretanto, Bei debía decidir si ayudaría a Titus o no.
Viejo estúpido, pensó. Sabías que volvería. Pero no imaginaste que sería
tan de improviso, que la imagen de Titus Quinn frente a ti en este apartado
lugar te aturdiría de este modo.
Sin duda, había estado viviendo en un mundo de fantasía, encerrado en
sus estudios, pensando que Titus Quinn nunca volvería. Ahora estaba aquí y
tenía poderosos aliados. Yulin y Suzong. Era obvio que Suzong estaba detrás
de todo esto. Sin duda había estado susurrando al peludo oído de Yulin:
«Poder, esposo mío».
O, para ser más precisa, podría haber susurrado: «perdición».
Los superiores de Titus conocían el modo de llegar. La perdición, en
efecto, esperaba tras una puerta que ya no estaba cerrada, a la que ni siquiera
habían echado el seguro. Los humanos la atravesarían y no sería para viajar
ni para comerciar. Llegarían con sus hordas y sus tenebrosas armas, y la
cultura del mundo de Bei se convertiría en la cultura de los humanos, puesto
que vendrían en gran número. Quizá hubiera una guerra. Una guerra que
incluso los tarig deberían temer. Los muros de tempestad. El Destello. Eran
demasiado vulnerables. ¿Quién sabía de qué serían capaces para vencer a la
Rosa?
Y ahora Bei había desperdiciado esta oportunidad para desanimar a Titus.
Podría haberle enviado a casa con una astuta y piadosa mentira, le podría
haber dicho que Sydney había muerto. Así habría terminado todo. Pero lo que
había hecho era contarle todo y, de ese modo, había liberado la ira de Titus,
que no descansaría hasta que el mismo Destello se hubiera apagado.
Bei maldijo en voz baja. Ese es mi problema, que nunca he sabido
mentir.
Lo sabía, pensó. Sabía que el humano odiaría lo que había sido.
Descubrirlo de repente no era lo mismo que ir experimentándolo día a día: el
implacable peso de los días, los días en los que la mujer y la hija habían
desaparecido, y no tenía ni la menor pista de su paradero. Titus habría
perdido el juicio, a menos que hubiera estado dispuesto a comenzar una
nueva vida. Pero Titus se empeñaba en no escuchar. Y ahora sería un estorbo,
tratando de demostrar su devoción. Cuando tu vida era corta, cosas como la
devoción por una esposa o una hija parecían terriblemente importantes. Sin
embargo, al cabo de setenta, ochenta o noventa mil días, comprendías que
siempre había más hijos, más esposas, más días. ¿Qué importancia tenía?
Aun así, el humano tenía derecho a conocer su propia historia.
Bei le había contado prácticamente todo, incluidas las partes más
delicadas, o las cosas que un hombre de la Rosa consideraría las peores,
como su relación íntima con lady Chiron.
Sintió un escalofrío. Bei no era un puritano pero, ¿cómo era posible tener
relaciones íntimas con una hembra tarig? Bueno, existían muchos modos de
darse placer mutuo, y no todos requerían anatomías compatibles. Además, los
lores habían exigido que Titus se quedase entre ellos. Había tenido poco
contacto con los chalin y ningún contacto con humanos. De modo que,
cuando la dama le acogió, quizá le pareciera algo normal. Sacudió la cabeza.
No era culpa del muchacho y era posible que la dama le hubiera apremiado
de alguna manera.
Bei había omitido algunos detalles, pero Titus pronto los recordaría sin
ayuda. Quedaba por ver si sería capaz de rehacerse.
Se sentó, harto de pasearse y agotado a causa de la tensión de las últimas
horas. Cuando Titus desapareció a través del velo, Bei había esperado poder
olvidarse de él y de todo lo que su presencia había provocado. Pero el
recuerdo de Titus le había atormentado. Por supuesto, nunca podría librarse
del papel que él mismo había jugado en el cautiverio de Titus. Pero también
habían sido amigos, y su relación había pasado de la tolerancia a la
admiración de manera tan gradual que Bei ni siquiera hubiera podido
asegurar en qué momento había decidido ayudar a Titus a escapar. La
aflicción que Bei había sentido al ver a Titus de nuevo se originaba en el
conocimiento de que el terrible anhelo y la privación que Titus había sufrido
en su primer viaje volverían a acompañarle. Y Bei tendría que observar,
como antes, sin ser capaz de ayudar.
Cooperar con él solo serviría para empeorar, o retrasar, el destino de
Quinn. ¿Qué podías hacer, si un amigo te rogaba que hicieras algo que
supondría su destrucción?
Contenerse, eso era lo que había que hacer.
Bei se puso en pie; le parecía haber envejecido desde que se había
sentado. Titus solicitaba un cirujano. Para ocultarse entre sus enemigos,
quería alterar su rostro.
Sería mejor alterar su corazón.
Bei se paseó por la sala del velo entre mundos, tratando de tomar la
determinación de dar una negativa a Titus. Mientras caminaba, el velo se
iluminó con una nueva imagen: una estrella rodeada por una enorme nube de
gas que relucía por la radiación ultravioleta, y formaba una circunferencia
que parecía una prisión que rodease a un solitario prisionero. Bei contempló
la imagen.
Por el Destello, sabía lo que debía hacer.
En el pasado había consentido el confinamiento de Titus Quinn, y había
sido cómplice. Eso no volvería a ocurrir nunca más. Cuanto más envejecía,
más evidente le resultaba que un comportamiento reprobable siempre
permanecía con uno, independientemente de quién se lo hubiese ordenado.
—Dios no ha reparado en mí —murmuró.
Su destino estaba vinculado al de Titus Quinn. Lo había sabido desde el
mismo día en que los tarig aparecieron por primera vez en el umbral de su
casa, exigiéndole su colaboración y preguntándole si seguía teniendo un
dominio perfecto del idioma inglés.
Lo tenía, aunque debería haberles mentido, sin duda.
Aprender a mentir. Ese sería el consejo que daría a sus hijos, si tenía
alguno.

Bei realizó las transformaciones en el rostro de Quinn por medio de agujas


que simulaban alteraciones en las células. Quinn sentía dolor en los huesos de
su rostro cada vez que el suelo vibraba, pero rechazó tomar calmantes, que
contenían numerosos compuestos secundarios con terribles efectos. Quizá
fueran ideales para un chalin, pero no superaban la prueba del órgano de
Jacobson de Quinn. Olían fatal.
Anzi solía sentarse junto a él cada día y le leía los pergaminos de Bei.
Tenía miles entre los que elegir. Quinn aprendió cosas que ya había sabido en
el pasado, y cosas que nunca había sabido. Trataba de prestar atención, de
aprender, pero le resultaba difícil concentrarse a causa del intenso dolor de
sus huesos faciales, que se estaban reconstruyendo. En ocasiones sacaba las
fotografías de Johanna y Sydney para buscar consuelo en ellas. Pero estaban
arrugadas y descoloridas, y sus imágenes deterioradas le acusaban en
silencio. «Príncipe de la Estirpe», parecían decir.
Vio partes de la ciudad brillante, sus vestíbulos tallados y sus amplias
escaleras de caracol, y el laberinto que serpenteaba por debajo de la ciudad,
donde trabajaban los delegados, cónsules, funcionarios y asistentes. Se vio a
sí mismo adentrándose en la ciudad, caminando por sus fabulosas avenidas,
contemplando maravillas. Vio a lady Chiron, casi humana… Lady Chiron
yacía junto a él en una plataforma de cálida luz. Su cuerpo desnudo
resultaba inquietante. Algunos actos sexuales eran imposibles, pero podían
ser creativos. La dama no era una mojigata. Quinn se obligó a sí mismo a
prestar atención al recuerdo: Hadenth apareció en el umbral. Celoso. Lady
Chiron le pidió que se fuera.
No necesitaba más detalles para saber que lo que había dicho Bei era
cierto. Trato de imaginar qué tipo de hombre había sido. Entonces tuvo que
preguntarse qué tipo de hombre era ahora. Se pasó las manos por el rostro,
tratando sin éxito de encontrar sus antiguos rasgos.
Al verlo tocándose el rostro, Anzi le dio un espejo.
A pesar del rostro hinchado y de las cicatrices, Quinn pudo ver que la
cara del espejo era delgada y extraña. El color azul de sus ojos se había
convertido en un dorado pulido. Quinn no se reconoció a sí mismo. Era
reconfortante.
Debió sonreír, porque Anzi dijo:
—¿Satisfecho?
—Sí. —Quinn se incorporó hasta quedar sentado. Le dolía terriblemente
la cabeza.
—Dado que te encuentras mejor —lo miró irónicamente, pues sabía que
aún no estaba del todo recuperado—, hay algo de lo que debemos hablar. No
te gustará oírlo, sin embargo.
Quinn estaba enfermo, desanimado y confuso. ¿Y había más? Sería mejor
acabar con esto cuanto antes. Se irguió por completo, aún sentado, y le prestó
atención. Anzi le ofreció agua, y Quinn la bebió, mientras Anzi parecía
reflexionar.
—Al maestro Yulin le preocupa que seas capturado si no eres prudente en
el dominio de los inyx. —Anzi bajó la mirada—. A mí también me preocupa.
Quinn empezó a respirar con mayor dificultad. ¿Así que ahora Yulin se
echaba atrás? Sin la ayuda de Yulin, no iría muy lejos. Quizá no sería capaz
de dar un paso más. Esperó a que Anzi continuara.
—Sin embargo, sabe que tu deseo de llevar a tu hija de vuelta a casa es
grande. Por eso te hace una propuesta que te pide que consideres con
detenimiento…
—¿Y has esperado tanto tiempo para hacerme esta propuesta?
—Sí, perdóname. Pensaba que te enojaría, dado que ya estabas
descontento conmigo.
Quinn respiró profundamente. ¿Cuándo comprendería que era mejor
contarle todo?
—Mi tío dice que vayas a la tierra de los inyx si lo deseas, pero solo para
confirmar que ella está allí, y que está viva. Si es posible, habla con ella y
dile que sea paciente. Después, cuando los humanos vengan a negociar con
los tarig acerca de las rutas a través de nuestro mundo, exige la liberación de
Sydney. De este modo conservarás tu disfraz, y las probabilidades de que
ambos sobreviváis serán mayores.
—Y también disminuirán en gran medida las posibilidades de que Yulin
sea descubierto.
Anzi apartó la mirada.
—Eso también.
Quinn sabía que debía liberar a Sydney sin que nadie supiera que había
sido Titus Quinn quien lo había hecho. O que lo había hecho Dai Shen, hijo
de Yulin. Yulin confiaba en mantener su anonimato, quizá en exceso. Yulin
quería jugar sobre seguro, y para ello había fingido dar su aprobación, aunque
planeaba persuadir a Quinn para que persiguiera objetivos más asequibles. La
repentina llegada del señor tarig al jardín había interrumpido las maniobras
de Yulin.
Quinn se giró hacia Anzi.
—¿Y qué hay de ti, Anzi? —dijo en voz tirante—. ¿Qué opinas tú? —
Quinn quería que le hablara con franqueza de una vez por todas, antes de que
volviera a ocultarse bajo una agradable fachada.
Anzi le miró. En sus brillantes ojos naranjas no había intención de
disculpa.
—Creo que si no lo haces, es muy probable que mueras, Dai Shen.
De modo que ella y su tío estaban de acuerdo.
—¿Siguen siendo válidos mis documentos? ¿O ha anulado Yulin las
piedras rojas que me dio?
—Aún son válidos. No puede cambiar lo que ya es tuyo. Aún tienes que
ir a la ciudad brillante, y para ello necesitas su respaldo.
—Tan solo un pequeño cambio. Quiere que vea a Sydney, y que la deje
allí.
Anzi detectó el tono amargo de sus palabras, y habló en voz baja:
—Sí. Lo siento. —Aun así, no perdía la serenidad. Quinn quería que se
alterara. ¿No hay nada que te importe, Anzi?
Quinn se devanaba los sesos tratando de encontrar posibles respuestas.
¿Necesitaba realmente el apoyo incondicional de Yulin? Se puso en pie,
tambaleante. Necesitaba caminar, pero trastabilló, y Anzi se apresuró a
sostenerle. Quinn la apartó. Yulin era un maquinador, listo para deshacerse
de él al menor signo de problemas. No, listo para deshacerse de él ahora,
incluso antes de que comenzaran los problemas. Quinn, enrabietado, se alejó
de Anzi, y comprobó el estado de sus débiles piernas.
—¿Y si me niego? —Ese fue su primer instinto, decirle a Yulin que se
fuera al infierno.
—Entonces, sigues como antes, Dai Shen —replicó Anzi.
—¿Qué?
Anzi asintió.
—Sospechábamos que te negarías. Ahora, sigues como antes.
Quinn no estaba convencido.
—¿Sin trucos? —Al ver el gesto confuso de Anzi, Quinn añadió—: ¿Solo
era una sugerencia de Yulin?
—Sí. Una sugerencia. Una muy acertada.
Quinn esperó a que Anzi siguiera hablando, pero parecía que, por el
momento, contaba con el apoyo de Yulin, aunque fuera forzado. Yulin no le
estaba abandonando, solo comprobaba hasta dónde llegaba su determinación.
No conocía demasiado a Quinn.
—¿Acaso espera que cambie de idea más adelante?
—No sé qué es lo que espera mi tío. Quizá espera que cuando
comprendas lo difícil que es, recuerdes que existe otra manera de hacerlo. En
cuanto a mí, no creo que cambies de opinión. —Hizo una reverencia—.
Tengo la respuesta que buscaba. Gracias.
—¿Cuál es mi respuesta? —Quinn no estaba seguro de haber dicho algo
en realidad.
—Has dicho que no, Dai Shen.
Hubo un momento de silencio mientras Quinn trataba de asimilar la
conclusión a la que había llegado Anzi. Le estaba permitiendo que fuera él
quien decidiera.
—Mi hija ya ha esperado lo suficiente —murmuró Quinn.
—Sí, lo sé. —Anzi le miró como lo miraría una amiga que acabara de
enterarse de que le quedaba poco de vida, y aplaudiera en silencio su coraje.
Ahí estaba Anzi; sabía que Quinn había traicionado a su esposa, sabía que
se había rendido a los tarig. Y le decía: «sí, debes ir, aunque mueras
intentándolo». Quinn preferiría que Anzi diera por hecho que tendría éxito,
en lugar de estar convencida de que fracasaría, pero le estaba dando algo que
era tan importante como su apoyo: respeto por su decisión. Quinn respiró
profunda y largamente. No era tan solo vergüenza lo que sentía Anzi.
Anzi le sirvió más agua, y Quinn bebió un baso, y después otro. Anzi
permanecía inmóvil. La conversación había terminado; Anzi había aceptado
la decisión de Quinn. Le estaba diciendo «si debes morir intentándolo, te
ayudaré. Si te capturan, caeré contigo». Anzi creía en la causa de Quinn, no
porque quisiera lo mismo, sino porque Quinn lo quería así. Quinn sintió una
profunda gratitud.
Miró la pequeña estancia.
—¿Un cambio de ropa, Anzi?
Anzi encontró un montón de ropa fresca y doblada que había dejado
Zhou, el sirviente. Anzi le dio la ropa a Quinn, y lo ayudó a cambiarse.
—Tengo que hablar con Bei —dijo Quinn.
—Cuando recuperes las fuerzas, Dai Shen —dijo Anzi mientras sostenía
una nueva chaqueta para él.
—No, tengo que hablar con él ahora. —Quinn se abrochó los botones.
Había pasado demasiado tiempo en cama, más aturdido emocionalmente que
físicamente. De pronto, estaba impaciente por ponerse en camino de nuevo
—. ¿Le dirás, por favor, que tengo que hablar con él ahora mismo?
—Sí. —Anzi se giró para marcharse.
—Y, Anzi… —Quinn llevaba tiempo queriendo preguntarle algo—.
¿Puedes llamarme por mi nombre de pila cuando estamos a solas?
De pie en el umbral, Anzi respondió:
—Titus no. Es demasiado peligroso.
—Estoy de acuerdo. Pero, ¿no puedes llamarme Shen, al menos en
privado, ya que yo te llamo Anzi, y no Ji Anzi?
Anzi sonrió.
—De acuerdo, si es lo que quieres.
—Es lo que quiero.
Quinn hizo una reverencia mientras Anzi se marchaba. Después, se
dirigió a la palangana y se lavó con agua la cara hinchada. Ya no le dolía la
cabeza.

Bei se arrodilló en el suelo, bajo las luces subterráneas, con las manos llenas
de barro y la túnica empapada de sudor a causa del esfuerzo de podar plantas.
Cogió una roca del suelo y la lanzó con una precisión fruto de la práctica al
montón de piedras cercano. El trabajo físico le servía para olvidar sus
preocupaciones y calmaba los recuerdos que había despertado el regreso de
Titus.
Por la mañana había pedido a Zhou y los demás que se marcharan del
campo de vegetales para poder trabajar en silencio, arrancando tubérculos en
soledad y buscando insectos en las hojas. Sin embargo, su serenidad se había
visto interrumpida cuando Anzi llegó para pedirle que se entrevistara con
Titus, que aparentemente estaba lo suficientemente recuperado para no seguir
guardando cama.
Así que Titus había venido, en apariencia sano, a excepción de la
hinchazón; debía sentir como si una gondi le mordisqueara las mejillas.
—Estoy en deuda contigo, Su Bei —comenzó.
Bei se puso en pie y se sacudió la tierra de las rodillas.
—Bueno, aún no has visto el resultado. —Y el resultado quizá implicara
ser estrangulado por lord Hadenth. Pero Bei apartó este pensamiento de su
mente. Le alegraba ver a Titus. Era raro pero, tras todo por lo que habían
pasado juntos, Titus aún le consideraba un extraño. No tenía recuerdos. Eso
hacía que su trato fuera torpe, ya que Bei guardaba las distancias y Titus aún
no había decidido si sentía culpa, resentimiento o gratitud.
—Los ojos no deberían dolerte demasiado —dijo Bei—. Lo peor son los
huesos faciales.
—Están mejorando.
Titus aguantaba bien el dolor, eso estaba claro. También parecía haber
sufrido una mejora psíquica. Y parecía estar dándole vueltas a algo.
Bei se arrodilló para continuar con su tarea, arrancando raíces y podando.
—¿Te importaría echarme una mano? Es un campo muy grande. —Un
poco de ejercicio no le haría daño, y tampoco a Anzi.
Titus no se movió, pero dijo:
—Me marcharé pronto.
Bei lo sabía. Unos días más y Titus se marcharía en la bombilla celestial,
dado que Dolwa-Pan le había pedido al piloto que esperara hasta que Dai
Shen decidiera marcharse. Bei tiró otra piedra al montón. Bien. Dos piedras,
más de lo habitual.
—¿Para qué es el montón de piedras? —preguntó Titus.
—Sin rocas, es más sencillo trabajar el suelo. Hemos arado esta tierra
durante tanto tiempo que apenas quedan piedras. —Bei se sentó sobre los
talones y se secó el sudor de los ojos—. Has venido a preguntarme algo.
Hazlo. —Apartó la mirada—. Si estás seguro de que quieres saberlo.
Titus se arrodilló cerca de Bei, frente a él. Sus ojos amarillos ya habían
supuesto una gran mejora en su rostro, aunque Bei se había acostumbrado al
color azul, a esos ojos que parecían ver más lejos que los ojos de los chalin.
Titus no se contentaba con asimilar las cosas gradualmente, sino que siempre
quería comprenderlas de inmediato. Como ahora.
—El camino para cruzar no es aleatorio, ¿verdad?
Bei suspiró.
—Si supiera cómo está organizado, no sería un académico de poca monta.
—Creo que conoces a alguien que sí lo sabe.
Bei alzó la vista para mirar a Anzi.
—¿Has estado metiéndole esas ideas en la cabeza?
Anzi les miraba con los ojos muy abiertos.
—No, Su Bei. No lo sabía.
¿Cómo había logrado averiguarlo Titus? Se le ocurrió que había sido
Suzong. Bei avanzó a cuatro patas por la fila de plantas, concentrado.
Esperaba que Titus le preguntara cómo volvería a casa una vez hubiera
rescatado a su hija de sus captores. Pero quería saber más que eso, mucho
más. Bien, había cosas que ni siquiera Titus Quinn podía tener. Lanzó otra
roca al montón y avanzó en cuclillas.
La mano de Titus reposó sobre el brazo de Bei.
—Bei.
Se miraron a los ojos.
—¿Por qué iba a saber esas cosas? —Bei apartó la mano de Quinn.
—Porque viviste en la Estirpe. Los delegados recopilan información; lo
llevan haciendo cien mil días. Alguien allí lo sabe.
Bei estaba seguro de que había sido Suzong quien se lo había dicho. Para
ella la Rosa era una gran potencia con la que sería conveniente tratar. Odiaba
a los lores, pero no por ningún motivo noble, sino porque quería vengarse
personalmente de ellos, pues había visto a su madre morir asfixiada a pies de
un tarig. Hacía tanto tiempo que ya debería haberlo olvidado… Maldita
entrometida. El objetivo de Titus ya era lo suficientemente peligroso, pero
esto solo empeoraba las cosas.
Bei negó con la cabeza.
—Titus, cuando vuelvas aquí, intentaré encontrar un modo de ayudarte a
salir. Quizá no puedas atravesar el velo… nunca. Pero si vuelves aquí, lo
intentaremos. Eso es todo. He hecho todo lo que he podido por ti.
Titus se encontraba ahora al otro lado de la fila de plantas. Se abría paso a
cuatro patas, apartando al hacerlo pequeñas piedras. Cogió una roca de un
tamaño considerable y la tiró al montón.
—Es un campo muy grande —dijo Titus.
«Y voy a quedarme aquí hasta que cedas», pareció querer decir.
Titus no solo quería ayuda; también quería los secretos del reino. Lo
quería todo, como siempre. Quería las correlaciones, por supuesto, para poder
liderar la nueva ola de inmigración. La ruta a las estrellas, por supuesto. No
había tal cosa. Los humanos querían un imperio, no una ruta.
Por las barbas de un beku, ¿por qué debería traicionar a su propia gente?
A Bei no le importaban un rábano los brillantes lores y su paranoia. Pero,
¿acaso no era cierto que los universos habían estado separados desde el
principio? Era más seguro seguir separados que arriesgarse al contacto.
Después de todo, ¿quién querría vivir en las tinieblas cuando podía vivir bajo
el Destello?
Anzi se había puesto a cuatro patas y recogía piedras de la siguiente fila.
Los dos se iban a pegar a él como se pegaban los mosquitos al trasero de un
beku. Bei se puso en pie y se sacudió la suciedad de las manos. Le dolía la
espalda y la muñeca izquierda, en la que había estado apoyándose. Caminó
por detrás de Titus mientras este buscaba con decisión rocas en el suelo.
—Titus —dijo Bei, tratando de que su voz sonara razonable—, no puedes
usar las correlaciones, aunque haya alguien que las tenga en su poder, sin el
permiso de los tarig. Entiendes eso, ¿verdad? —No podía pensar de veras que
los tarig se limitasen a hacerse a un lado.
—Me da igual que se usen o no. Solo tengo que llevarlas a casa.
—Entiendo. ¿Acaso te espera un premio por llevarlos contigo?
Otra roca golpeó el montón.
—Me espera mi sobrino. Tiene once años.
Bei frunció el ceño; eso era irrelevante. Caminó tras Titus, que seguía la
fila de plantas.
—Supongo que te refieres a Mateo, ¿verdad? ¿El hijo de tu hermano? —
Bei pensaba que el chico ya sería un adulto, pero existían las diferencias de
tiempo, claro, siempre había que contar con eso…
—Tengo que regresar. Si no lo hago, meterán a Mateo en un frasco y
nunca le dejarán salir. Y necesito volver con algo. Sé que, antes o después, la
Rosa encontrará las correlaciones. Quizá lleve cientos de años, pero las
encontrarán. —Alzó la vista; sus nuevos ojos amarillos eran tan intensos
como antes—. Deja que sea yo el que las encuentre.
Bei tuvo que apartar la vista para no dejarse atrapar por su pasión.
—¿Quién meterá a Mateo en un frasco?
—Mis superiores. Minerva. —Hubiera sido difícil malinterpretar la ira
evidente de sus palabras.
Así que tenían atrapado a Titus Quinn. Lo estaban obligando.
Titus prosiguió:
—Arruinarán el futuro del muchacho. Por eso quiero las correlaciones. A
menos que tenga algún poder sobre ellos, acabarán conmigo. Seré su
marioneta, y también mi familia.
Bei contempló a su alterado amigo. Físicamente, parecía chalin. Pero era
irremediablemente humano. Aún estaba encerrado en una jaula. Ahora, Bei
comprendía la pasión que impulsaba a Titus. No era solo por amor. En parte,
también era por odio. Le obligaban y le amenazaban. Era inadmisible. Y
aunque Bei le ocultase lo que sabía, Titus seguiría adelante. Nada le
detendría.
Por los juramentos, voy a decírselo, comprendió Bei, al tiempo que se le
encogía el corazón.
—Levántate, Titus. —Tanto él como Anzi lo hicieron; ambos parecían
expectantes, confiados.
No confíes en mí, muchacho. Si me preguntas de qué lado estoy, siempre
será del Omniverso. ¿Y por qué no? Es mi mundo. Imperfecto, dominado por
los lores, regido por los juramentos y las leyes y la arrogancia que
acompaña a la inmortalidad. Pero es mi mundo.
Suspiró.
—Titus, te ayudaré. Pero con condiciones.
Titus pareció receloso, y con razón.
—Debes prometerme que harás todo lo que esté en tu mano por evitar que
los humanos nos conquisten. Perdóname si no confío en ese montón de
granujas, asesinos y saqueadores. Quizá no puedas hacer mucho, pero
prométeme que harás todo lo que esté en tu mano.
Titus tuvo la decencia de considerar lo que estaba a punto de prometer.
Miró las largas filas de vegetales y tomó una determinación.
—Lo prometo, Su Bei.
—Que tu gente no vendrá en grandes cantidades para quedarse.
Promételo.
—Haré todo lo que pueda para evitarlo. Lo juro.
Bei alzó una mano.
—No digas que lo juras por Dios.
—No iba a hacerlo.
Bei sonrió. Titus no era creyente. Le conocía bien, y consideraba que su
palabra de honor era más que suficiente.
—Saber lo que voy a contarte es un grave crimen. —Señaló a Anzi con la
cabeza—. ¿Quieres que ella lo sepa?
Titus miró a Anzi y levantó una ceja.
—Ya sé lo suficiente para morir cien veces —dijo Anzi.
Era cierto. Para todos ellos.
Bei era consciente de lo que iba a hacer. Las palabras que iba a
pronunciar podrían ser un veneno o una medicina, pero cambiarían el
Omniverso para siempre.
—Bien. —Miró fijamente a Titus—. Debes recordar este nombre:
Oventroe. Debo decir que no sé si aceptará contar lo que sabe de las
correlaciones. —Titus le observó cuidadosamente—. No todos están
satisfechos. Algunos quieren hablar con la Rosa, por supuesto. Algunos
incluso están en contra de Hadenth, Inweer y el resto. Como lord Oventroe.
Aunque hinchado y desfigurado, el rostro de Titus adquirió una expresión
de sorpresa.
—¿Lord Oventroe? —preguntó, enfatizando la primera palabra.
Señor, danos paciencia. Titus creía que el traidor era un chalin. O una
hirrin. O una gondi. ¿Acaso no sabía que traidores así no conseguirían nada?
Era evidente que debía tratarse de un tarig.
—Sí, un tarig. lord Oventroe. Espera seguir ganando influencia y
convertirse en uno de los cinco lores principales. Quizá te vea como un aliado
potencial. O quizá no. No tiene motivos para adelantar sus planes, sean los
que sean, pero querías un nombre. El siguiente paso está en tu mano. —Bei
miró a Titus y a Anzi alternativamente; ambos lo miraban incrédulos—. Esto
es más serio de lo que habías pensado, ¿verdad? —Cerró los ojos. Que Dios
no repare en mí, pues ahora yo también estoy implicado.
Bei pensó en su investigación y en todo lo que se podría aprender de la
Rosa si pudiera interactuar libremente con ambos mundos. Eso podría llegar
a ocurrir, pero quizá solo en un futuro lejano y tras superar incontables
obstáculos. Aun así, la idea le resultaba atractiva. ¿Por qué no interactuar?
Era una pregunta que muchos seres racionales se habían formulado a lo largo
de muchos millares de días.
—Cuando vayas a la Estirpe —continuó Bei—, llegará a tus oídos que
Oventroe es un fanático enemigo de la Rosa. En realidad es pura pose.
Siempre ha pensado que el contacto es inevitable. Siente curiosidad por la
Rosa, una curiosidad que no comparte con la mayoría de los tarig. Estaría,
como poco, interesado en ti. Pero eso significaría que tendrías que decirle
quién eres. —Al ver a Quinn fruncir el ceño, Bei añadió—: Es un gran riesgo,
sin duda.
—¿Tú le crees, crees que quiere establecer contacto con la Rosa? —
preguntó Quinn.
—Sí, lo creo. A menos que esté mintiendo. En definitiva, tendrás que
formarte tu propia opinión.
»Hay algo que puedo hacer por ti. Tengo algo que perteneció a Oventroe.
Me permitía verle de cuando en cuando, cuando vivía allí. Solo cuando él lo
deseaba. Y nunca hablábamos de sus planes. ¿Por qué íbamos a hacerlo? Yo
era un investigador, no un adepto. Por aquel entonces sabía más de la Rosa
que cualquiera, gracias a ti.
—¿Me conocía él?
—No. Se mantenía apartado de ti para no descubrirse. Cixi le vigilaba,
siempre. Pero vigila a todos, y también te vigilará a ti. El Magisterio está
lleno de espías; debes recordar eso y tratar de pasar desapercibido.
Lo había hecho. Había pronunciado el nombre prohibido, en presencia de
la Rosa. Puede que lord Oventroe se lo agradeciera, o puede que lo matara,
pero las palabras ya habían sido pronunciadas, y eso no podía cambiarse. Bei
no se arrepentía. Se sentía como si hubiera llenado un vacío, aunque no sabría
decir qué era ese vacío, pero sí sabía que había convivido con él durante
mucho tiempo.
—Oventroe podría matarte en un segundo —dijo Bei, tratando de ocultar
la emoción que le embargaba—, y nadie trataría de impedírselo.
Titus seguía pareciendo lo suficientemente determinado, o inconsciente,
para asumir el riesgo.
—Pero si uso lo que le perteneció, Bei, sabrá que tú me enviaste.
—Es probable. Pero no soy la única persona que tiene algo parecido. Los
espías de Oventroe están desperdigados por la Estirpe y los dominios. No
debes confiar en nadie.
—¿Por qué confiaste tú en él?
Las palabras de Titus hicieron reír a Bei, que comprendió lo ingenuo que
era aún Titus, pues sus recuerdos de los tarig seguían siendo incompletos.
—No lo hice, muchacho. Pero cuando un señor tarig se interesa por ti, no
existe resistencia posible. —Bei se acarició la barbilla—. Ya sea señor o
señora.
Titus apartó la mirada, pues no deseaba hablar de eso.
Caminaron juntos y se marcharon del campo de vegetales. Titus y Anzi
ayudaron a llevar cestas llenas de los tubérculos recolectados.
Bei se detuvo un instante y miró atrás, hacia los surcos. Recolectar los
vegetales y trabajar la tierra había sido un pasatiempo relajado. Pensó que
esos tranquilos días habían llegado a su fin. Lo que había confundido con
serenidad solo había sido una paz opresiva, impuesta por el juramento de
ocultar todo el conocimiento del Omniverso. La otra cara de la moneda había
sido renunciar a todo conocimiento de la Rosa.
Bien, pensó con resignación, la Rosa y el Omniverso están a punto de
entrar en íntimo contacto.

—Despierta, Ji Anzi.
Bei sacudió su brazo de nuevo, y Anzi despertó, alarmada, con el rostro
preocupado a la luz de la linterna que Bei sostenía.
—¿Qué ocurre? ¿Algo va mal?
Anzi se cubrió con la manta, a pesar de que había dormido
completamente vestida. El frío subterráneo solía afectar de ese modo a los
recién llegados.
—No pasa nada. —Bei había pasado las últimas horas pensando en lugar
de durmiendo. Se había centrado durante tantos miles de días en la
cosmografía que había terminado por perder la intuición política que una vez
tuvo.
Esta noche, lo había sabido: el equilibrio del Camino Radiante estaba a
punto de tambalearse. Bei siempre había considerado la hegemonía de los
tarig una presencia monumental, tan estable e inamovible como una de esas
pirámides de piedras erigidas por los faraones de la Tierra. Lo que le había
mantenido en vela durante el último ocaso había sido la idea de que la
pirámide no sería estable si se le diera la vuelta. De ser así, debido a su
colosal tamaño y peso, un simple golpecito podría derrumbarla. Un golpecito
de Titus Quinn.
—Ji Anzi —dijo, hablando en voz baja para no despertar a Quinn, que
dormía en la habitación de al lado—, te he estado observando. Creo que eres
leal.
Anzi le observó; era una mujer de pocas palabras. Bei miró a la
muchacha, y pensó que era más bonita de lo que le había parecido en un
principio. Se conducía con dignidad. Era lo que un hombre joven llamaría
atractiva, aunque Bei no pensaba en esas cosas desde que su última esposa le
había dejado, hacía mil días. Era una buena mujer, y merecía una vida mejor
que la que él podía darle en la frontera de un minoral.
Ahora, Bei miró a Anzi y se preguntó si la muchacha comprendía que
jugaba un papel de importancia capital: el de consejera y confidente de Titus
Quinn. Bei debía saber qué relación les unía. Todo dependía de ello.
No podía ordenarle a Anzi que hiciera lo que tenía en mente. Debía
comprender por sí misma que era lo más adecuado.
—Ji Anzi —dijo—, la pregunta que debes responder, y también el resto
de nosotros, es, ¿a quién somos leales? —Anzi no contestó, y Bei dijo—: ¿A
quién sirves tú, muchacha?
—A mi tío Yulin.
—Ya veo. —Bueno, era una buena señal; había dicho lo que debía decir
—. Bien, pero, ¿más allá de las obligaciones familiares? —Anzi seguía
mirándole—. Déjame, entonces, preguntarte esto: ¿Qué opinas de Dai Shen?
¿Merece los esfuerzos que te tomas por él?
—Sí.
Las reservas de la muchacha no parecían ya una virtud.
—¿Le eres leal?
—Sí.
—A eso precisamente me refiero. ¿Hasta dónde llegarás por él? Sin duda,
has pensado ya en esto. En cierto momento tendrás que elegir entre los
intereses de la Rosa y —en este punto extendió las manos, abarcando todo el
mundo— todo esto.
—No si lo que quiere es a su hija.
Bei hizo una pausa.
—¿Y el secreto para cruzar al otro lado? —Bei la miró con ojos
compasivos. La muchacha era totalmente leal a Titus, pero no tenía ni idea de
adonde podía conducirla eso.
—Como dijo Dai Shen, la Rosa terminará por descubrirlo.
Era tan ingenua… Deseaba que pudiera seguir siéndolo. Pero no sería
posible.
—Anzi, escúchame. Ahora solo ves a un hombre que busca una
determinada información y recuperar algo que le pertenece. ¡Y con razón!
Pero la libertad para cruzar al otro lado y regresar… esa es una palanca que
podría desviar nuestro mundo de su curso. Las correlaciones son la base. —
Suspiró. La muchacha no le entendía, y no pensaba en el futuro.
—No sé qué le deparará el futuro al Omniverso, Anzi, pero sé que esa
puerta ya está abierta, y que se producirán cambios. Titus quiere las
correlaciones para negociar con sus superiores y garantizar la seguridad de su
familia. Pero las posibilidades van mucho más allá. Podrían ser
inimaginables. —Miró el muro que separaba la habitación de Anzi de la de
Titus, y bajó aun más la voz—. Si conseguimos que se una a nosotros.
Anzi frunció el ceño, y Bei prefirió dejar sus preguntas para más adelante.
—Escúchame. Titus no ama la Rosa. La Rosa le ha utilizado. Podríamos
convencerle para que se uniera a nosotros, Anzi. Al Omniverso.
—¿Convencerle? —Anzi le contempló con ojos sobrios, con la reserva
que le era habitual—. ¿Qué más quieres de él?
Bei hizo una pausa, jugueteando con sus piedras.
—Aún no estoy seguro. Pero para empezar, necesito su lealtad. —Bei
notó la confusión en el rostro de Anzi, y prosiguió—: Anzi, presta atención.
Lo que te estoy diciendo es que necesitamos saber a quién es leal. Aunque
aún no sepamos por qué es así, siempre es importante saber qué piensa un
gran hombre como él. —La miró con intensidad—. Atráelo a nuestro bando.
Al Omniverso. Siempre le atrajo; solía hablar de la paz del Omniverso. En el
pasado, esa idea le cautivó. La amaba, Anzi. Si llegara a amarla de nuevo,
tendríamos una oportunidad para convertir nuestra tierra en algo que no ha
sido nunca antes.
—¿Acaso no te agrada nuestra tierra ahora?
Bei la miró y se preguntó si la muchacha tenía inquietudes políticas.
—Quizá podríamos ser más de lo que somos. ¿Quién puede saberlo,
ahora que contactaremos con la Rosa?
—Pero… —Anzi vaciló.
No dijo nada más, y Bei prosiguió:
—Ni siquiera sabes a quién eres leal tú, cómo ibas a saber a quién lo es
él… —Hizo una pausa—. Porque tú le idolatras. ¿También le amas?
Anzi levantó la barbilla.
—No.
—Aun así. Debes lealtad a tu tierra, a tu gente, a tu cultura. Algún día te
darás cuenta. Las cosas no son mejores en la Rosa.
Anzi miró a Bei fijamente.
—Eso es lo que dijo Dai Shen.
—Ya. No me sorprende.
Estaban sentados, uno al lado del otro. Guardaron silencio por unos
instantes. Bei deseaba no haber llegado al punto de tener que manipular a
Titus. Pero era Titus el que lo quería todo, el que quería poder. Todo por una
buena causa, sin duda, o así lo veía él. Quizá llegara a ser, al fin y al cabo,
una bendición para el Omniverso. Titus era un representante de la Rosa, pero
no actuaba en su nombre, y por eso Bei debía proteger a su mundo y a su
gente.
No le gustaba lo que venía a continuación, pero debía estar seguro de que
Titus y Anzi podían servir de ayuda.
—Hay una cosa que podría garantizar su lealtad, Anzi. La intimidad
física. Es un hombre robusto. Podrías establecer un vínculo con él.
Anzi le miró con desprecio en los ojos. No era el momento indicado para
hacer esa sugerencia, pero, ¿cuándo tendría otra oportunidad?
Por fin, Anzi murmuró:
—¿Qué otra cosa podría ser el Omniverso, Su Bei, sino el Todo?
Bei dejó que su voz se tiñera con el matiz de ironía que cubría la de Anzi.
—Bueno, podría ser el Todo de los chalin, en lugar del Todo de los tarig,
por ejemplo. —Bei comprendía que esas consideraciones le importaban poco
a la muchacha. Estaba enamorada, y por tanto cegada—. No me respondas
ahora —dijo Bei—. Piensa en lo que te he dicho.
Anzi negó con la cabeza.
—¿Cómo puedes pedirme que le traicione dos veces?
Bei hizo una pausa; le mortificaba ser reprendido por alguien tan joven.
Se encontró a sí mismo diciendo, en su defensa:
—Solo es traición si no le amas.
Anzi permaneció sentada, pensativa.
Bei se incorporó y le deseó un alegre ocaso. Probablemente la había
desvelado, pero por lo que a él respectaba, ahora podría dormir.

La frontera se oscureció, y bajó la temperatura; se levantaban luminosos


remolinos de polvo que parecían llevar en su interior diminutos relámpagos.
Bei observaba a cinco de sus estudiantes más dotados físicamente mientras
soltaban los cabos de la bombilla celestial, que se elevaría llevándose consigo
a Dai Shen y Anzi.
Estaba tan aliviado como apenado por verles marchar. Aliviado porque,
desde que alteró el rostro de Titus, Bei había tratado de evitar que Dolwa-Pan
le viera de nuevo. La hirrin había solicitado ver a Titus, a quien había cogido
cariño. Le habría sorprendido el nuevo aspecto de Titus. Pero Bei también
estaba apenado, porque temía que fuera la última vez que viera a Titus. Sentía
un profundo afecto por él, siempre lo había sentido, incluso por esta nueva
versión, de férrea voluntad, atormentado y de ojos dorados.
Ahora, Bei lo enviaba a peligros mayores de los que Titus había previsto
en un principio. Ahora había que contar con lord Oventroe, y con la
posibilidad de que el subterfugio se hiciera pedazos en unos segundos.
Suspiró mientras el dirigible se alejaba del minoral, moviéndose de lado a
lado y brillando con el reflejo de las auroras.
Que Dios no repare en ti, muchacho, pensó Bei.
Y tampoco lady Chiron.
Titus creía que su relación había sido tan solo sexual. Y así era. Pero, al
menos en lo que respectaba a lady Chiron, había sido algo más. La dama del
Omniverso había amado a Titus Quinn.
Bei había sido testigo de todo ello. Nunca había creído que los tarig
pudieran amar como lo hacían hombres y mujeres. Pero lady Chiron era muy
posesiva, y Bei creía que así había ocurrido.
Era mejor que Titus no lo supiera. Ya era lo bastante duro consigo
mismo, sin preguntarse si la había amado. En cualquier caso, eso pertenecía
al pasado, y más valdría olvidarlo.
Se subió las solapas de la chaqueta para combatir el frío. Por todos los
cielos, Titus Quinn se dirigía al lugar que debería evitar a toda costa. Pero
había sido su elección. Titus había elegido su camino.
Ahora era libre, al menos tanto como podría llegar a serlo cualquier
hombre. Bei reunió a sus alumnos, y se alejaron de la tormenta,
resguardándose en su refugio subterráneo.

El dirigible era una pequeña burbuja que se alejaba rápidamente hacia el


horizonte. Anzi y Quinn se habían despedido del piloto en la estación de tren,
a unos kilómetros de distancia de la brecha que se abría al minoral. El
cobertizo del andén cumplía una doble función, pues servía como oficina
ferroviaria y como residencia para el encargado de la estación, un joven
llamado Jang con el rostro repleto de marcas de viruela que la escasa barba
que lucía no era capaz de cubrir. A pesar de su posición de responsabilidad a
cargo de la estación, Jang no supo decirles a qué hora pasaría el tren, pero
creía que aún faltaba bastante.
Sin embargo, nada podría haber arruinado el buen ánimo de Quinn. Había
conseguido todo lo que quería en la frontera. Había tenido que pagar un
precio por ello, como había dicho Bei: descubrir los errores que había
cometido y la paz que había urdido con sus captores. Esos errores hacían que
fuese incluso más urgente llegar hasta Sydney. Si su hija descubría que Quinn
había escalado en la jerarquía de la Estirpe, podía llegar a pensar que se había
olvidado de ella, lo que era impensable. Por tanto, trató de concentrarse en el
viaje que le llevaría hasta ella.
Lo que había conseguido hasta ahora le hacía ser optimista, pero también
le impacientaba. ¿Por qué ir a la Estirpe a buscar una coartada que explicara
su viaje a la tierra de los inyx? El plan que Yulin había ideado, el de ofrecer
privilegios a los inyx, ¿acaso no atraería atención hacia él, en lugar de servir
para ocultarle? ¿Creería Cixi, la alto prefecto, esa excusa para viajar al
dominio de los inyx? ¿Por qué adentrarse en un nido de víboras? Solo tenían
que viajar por tierra hasta llegar al río Próximo, y desde allí al mar del
Remonte, en el centro de este mundo, y desde ese punto central podrían
tomar el curso del río Próximo de nuevo hasta llegar al principado que
habitaban los inyx. Sería mejor comenzar ese largo viaje cuanto antes, antes
de que comenzaran a extenderse los rumores, que podían comenzar
jardineros, hombres santos o gondis.
Sin embargo, sabía que, a pesar de los peligros, no podía dejar de visitar
la Estirpe.
Por lo que Suzong le había contado de las correlaciones, y por lo que Bei
le había contado de lord Oventroe. Esos poderosos imanes le atraían
irremisiblemente, aunque estaba convencido de que el poder que obtuviera
allí no sería para él. Sería un medio para conseguir un fin, paz, seguridad,
pero nunca podría volver a hacer uso de él. Sí, iría a la ciudad brillante.
Desafortunadamente, el tren llevaba retraso.
Jang, el encargado, dijo que era posible que llegara a la tercera hora del
Corazón del día, a menos que se retrasara, aunque quizá llegara a la cuarta
hora del Último, o incluso más tarde.
En este lugar, los días se dividían en ocho fases con nombres como
Temprano o la Sombra del ocaso; a cuatro de ellas se les consideraba el día y
las otras cuatro el ocaso. Esos octavos se dividían a su vez en cuatro horas, lo
que daba un total de treinta y dos horas. Cada hora se componía de treinta y
dos intervalos más cortos, parecidos a minutos.
Pero no había relojes en el Omniverso, puesto que todos los seres
inteligentes poseían un reconocimiento instintivo del tiempo absoluto. Era
una de las pequeñas maravillas que servían para recordarle a Quinn que los
chalin, a pesar de parecer humanos, habían sido diseñados por los tarig. Eso
no les hacía inhumanos, razonó. Pero se preguntaba qué otras modificaciones
habían realizado los tarig en el modelo del homo sapiens. Cuando le
preguntó, Anzi había parecido insultada. Para ella las diferencias no eran
importantes, sino la humanidad. Quinn no quiso discutir.
Ahora, en el Florecimiento del día, quizá tuvieran una larga espera por
delante. El cielo ganaría brillo al adentrarse en el Corazón del día, y después
comenzaría su procesión hacia el Ocaso. El cielo ardía de manera
extravagante, devorando su combustible, fuera cual fuera. Los lores tenían a
su disposición una formidable fuente de energía. Sí, eran muy poderosos.
Pero no tenían poder sobre lord Oventroe, uno de los suyos. Quinn se
propuso hacer una lista que enumerara los puntos débiles de los tarig, pero
por ahora era una lista bastante corta.
Para evitar conversaciones no deseadas, Anzi decidió que esperarían
fuera, en lugar de en la opresiva oficina. Anzi se sentó en un banco del andén.
Quinn no podía hacer otra cosa que pasearse de aquí para allá y esperar a que
llegara un tren. Era desquiciante no saber cuánto tiempo estaría
transcurriendo en la Rosa. Esperaba que Helice Maki no lo juzgara un retraso
excesivo, y que no hubiera descargado su frustración sobre Mateo. Esperaba
disponer aún de cierto margen.
Los ciudadanos del Omniverso vivían sin prisas. Si no era posible realizar
algo hoy, siempre había un mañana. Se podía viajar en beku. O esperar un
tren. Pero, ¿dónde estaban las carreteras y los vehículos que la tecnología
chalin podía suministrar fácilmente? Se lo preguntó a Anzi.
—Pero, Dai Shen —respondió ella—, el Omniverso es demasiado grande
para utilizar esos medios de transporte.
—Pero viajáis continuamente. ¿Por qué no usar carreteras? —Quinn sabía
que no era posible viajar por aire a la mayoría de las altitudes. El Destello
interfería con los mecanismos, y también inhibía las señales de radio.
—¿Carreteras? Pero, ¿dónde llevarían, Dai Shen? Hay muchas zonas
vacías. Las ciudades se amontonan cerca de las rutas de tren. —Se encogió de
hombros—. Además, no tenemos tanta prisa.
Quinn, sin embargo, pensó que para los tarig resultaba conveniente
limitar los viajes si lo consideraban adecuado. Se lo dijo a Anzi, que replicó:
—Podemos ir a cualquier lugar del Omniverso. Acabaremos por llegar
allí, y el camino es seguro.
—El río Próximo —dijo Quinn. El otro fundamento del viaje en este
lugar, junto con los velos. Hasta ahora Quinn no había escuchado una
explicación satisfactoria del río que no era un río. «Materia exótica», había
dicho Anzi. Al igual que el Destello, Anzi no comprendía esa tecnología.
El encargado sacó algo de comida para ellos al pequeño porche de la
estación. Mientras comían, el encargado se quedó para charlar. Les preguntó
si habían oído algo acerca de los asesinatos.
Anzi continuó comiendo, pero preguntó a qué asesinatos se refería, y
pareció escandalizada de que llegaran a ocurrir esas cosas.
El joven les contó que se habían encontrado cuatro cadáveres en fosas de
poca profundidad en la zona de la empuñadura de Shulen. Quinn, alarmado,
prestó más atención. Era la zona en la que Wen An le había recogido cuando
llegó al Omniverso.
Anzi se interesó por el incidente sin mostrar emoción alguna en su voz. El
encargado les contó que habían visto a los cuatro muertos en compañía de
una académica y un extranjero. Quinn estaba seguro de que los muertos
debían de ser sus captores, los que le habían metido en un frasco y llevado
hasta Yulin. Yulin, sin duda, opinó que convendría silenciarles.
El encargado evaluó con cierta torpeza a Quinn y después a Anzi. Tenía
ante sí una pareja que viajaba junta y que quizá fuera sospechosa.
Guardaron silencio y comieron mientras el hombre les contemplaba. Un
roedor del páramo se acercó para buscar comida, y el encargado lo asustó con
un grito. El animal escapó a saltitos, haciendo ondear una cuña en forma de
abanico que servía para liberarse del exceso de calor.
Jang se giró y miró intensamente al hombre que almorzaba en el andén de
la estación. Desde luego, tenía un aspecto bastante extraño. Para empezar, su
pelo no tenía la longitud habitual entre los chalin. Lo llevaba peinado hacia
atrás, pero en el punto en que debería haber una coleta o un moño lo llevaba
corto, y nada sobresalía por debajo de su sombrero. Jang no sabía de qué
dominio provenía, pero hablaba de manera extraña. Desde luego, se le podría
describir como un extranjero.
De repente se le ocurrió una idea, y el corazón se le aceleró: ¿Y si tenía la
increíble suerte de que los asesinos se encontrasen en ese preciso instante
frente a él? Él, Jang, tendría el honor de capturar a aquellos que habían roto
los juramentos. Sería un formidable logro, y una buena lección para su
madre, que siempre había dicho que era un vago y que nunca llegaría a nada.
Y habían matado, no una vez, ¡sino cuatro veces! Eran responsables de una
masacre prácticamente inédita en un dominio en el que muy raramente se
producían episodios violentos contra personas. Sí, no solo su inflexible
madre, sino también el magistrado del pueblo e incluso el delegado de la
ciudad de Po tomarían buena nota de Jang, el encargado de la estación.
Trato de no mirarles descaradamente. La muchacha era muy hermosa,
esbelta y de labios carnosos, con los que sin duda daba placer al hombre con
el que viajaba. Sí, a pesar de que el hombre era su sirviente, podía notar que
entre ellos había atracción. A este respecto, la intuición de Jang era muy
aguda, pues pasaba cientos de días solo, días durante los cuales apenas veía
viajeros, mucho menos mujeres tan bellas como esta. Quizá, para ganarse su
silencio, la muchacha entraría en su cuarto y le haría las cosas que había
imaginado tantas veces en sus largos periodos de soledad.
No podía creer su buena suerte y, para evitar que la emoción lo
desbordase, fingió mirar a la lejanía para tratar de avistar el tren.
Se imaginó a sí mismo frente a un señor tarig, contándole lo que sabía.
Esa escena resultaba mucho menos estimulante que la que acababa de
imaginar. Si hablara en persona con un tarig, tendría una buena historia para
contar en el pueblo. Pero podía imaginarse encogido ante la siniestra mirada
que se cerniría sobre él. ¿Y si estaba equivocado? ¿Cuál era el castigo por
levantar falso testimonio? Había presenciado la ejecución de un hombre que
había violado los juramentos en una ocasión y, aunque la escena le había
parecido estimulante, la verdad era que la ejecución por estrangulamiento le
aterraba.
La mujer le estaba hablando. Se giró para mirarla.
—¿Qué aspecto tenía la mujer, la que viajaba con el extranjero? ¿Qué
dicen tus fuentes de eso? —preguntó Anzi con voz amable.
Le gustó que dijera «fuentes», como si, en ese cruce de caminos en el
páramo, alguien como él se enterara de muchas cosas por boca de los
viajeros. El encargado se irguió, orgulloso.
—Sí, hubo descripciones. —Miró al sirviente. Se decía que su rostro era
redondeado, no estrecho como el de este hombre. Cuando Jang miró de
nuevo a la chica, comprendió que no concordaba en absoluto con la
descripción de la asesina. ¿Acaso no decían que la mujer que acompañaba al
extranjero era anciana, y que llevaba las piedras rojas características de los
académicos?
—Quizá —dijo la muchacha—, podrías describírmela, para que estemos
alerta cuando prosigamos nuestro viaje.
—Bueno —dijo Jang, cuya fantasía acababa de derrumbarse—, era vieja
y fea. —Y añadió, mirando el pecho de la chica, y las curvas que se
dibujaban bajo la seda de sus ropas—: No como tú.
Anzi sonrió, encantadora.
—Bien, en ese caso, estaremos alerta por si vemos a una mujer fea y vieja
y a un hombre de aspecto extraño. Nos has sido de gran ayuda. Le diré a mi
tío, que es un hombre influyente, que esta estación está en buenas manos.
El encargado comprendió que le estaba pidiendo que se marchara, pero
muy educadamente. Quizá estaba sugiriendo que le estaba tan agradecida
como él esperaba. Pero no era así. Jang, eres un estúpido. ¿Por qué querría
una gran dama como esta acostarse con alguien como tú? Miró al
acompañante de la mujer y esperó que tampoco él disfrutase de esos favores.
Le hizo una profunda reverencia a la mujer, y otra no tan profunda al
hombre, y se marchó para ocuparse de sus tareas en el cobertizo de la
estación, ansioso ahora por demostrar que estaba demasiado ocupado para
seguir charlando.
Quinn se giró y miró a Anzi. Ella negó con la cabeza, tratando de hacerle
callar, pero Quinn se inclinó, acercándose a ella.
—¿El maestro Yulin ordenó que murieran?
Anzi suspiró profundamente, como si la irritara decirle algo que ya
debería saber.
—Te vieron. ¿Quién sabe qué podrían contar a otros acerca de ti? —Anzi
le miró fijamente—. Dai Shen, sé que no estás satisfecho por esto. Pero ahora
tenemos otros problemas, más allá de algunas muertes desafortunadas.
Quinn asintió; ya había pensado en ello.
—La justicia tarig. Llegará al dominio. —Los tarig dispensaban la pena
por asesinato, y de ese modo eliminaban la posibilidad de perpetuar ciclos de
odio y venganza entre los seres inteligentes que se las arreglaban para vivir
juntos. Matar no era únicamente un problema de la comunidad, sino del
Omniverso en su totalidad. Quinn comprendió que el hecho de que Yulin
recurriera a esa solución tan a menudo demostraba la ansiedad que sentía por
haberle alojado en su casa.
Anzi notó su agitación.
—¿Acaso crees —murmuró— que, antes de que todo esto acabe, no
tendrás que matar?
La daga que Quinn llevaba oculta en la chaqueta demostraba que estaba
dispuesto a matar. Anzi tenía razón, en esto como en tantas otras cosas.
Anzi miró a lo lejos, al lugar por el que debería llegar el tren. El dorado
páramo, desierto hasta donde alcanzaba la vista, dibujaba un horizonte
infinito en tres direcciones. En una dirección, el muro de tempestad se
elevaba como una lejana cordillera, gris y ominoso.
Se acercaba el ocaso; Anzi y Quinn decidieron que dormirían en el andén.
Se sentaron el uno junto al otro unos instantes, esperando a que cayera la
Sombra del ocaso, cuando el tono lavanda del cielo se asemejara lo suficiente
a la noche para dormir.
Quinn sacó la fotografía de Johanna y alisó sus arrugas. Anzi le observó.
—Shen, tu mujer era muy hermosa.
Sí, lo había sido, especialmente a los ojos de Quinn. Resultaba difícil
creer que hubiera muerto.
—La viste una vez, Anzi…
Anzi se mordió el labio.
—Tenía el pelo muy oscuro. Al principio pensé que era muy vieja, pero
entonces vi que era tu compañera, y muy hermosa.
Quinn miró el severo rostro de Anzi, y su cabello, y pensó que ella y
Johanna eran totalmente opuestas. La miró a los ojos por un instante. Esta
mujer del Omniverso, contra todo pronóstico, se había convertido en su mejor
aliado. Ahora la conocía bien, y le tenía afecto. Algo pasó entre ellos,
cogiendo a Quinn desprevenido. Podría haberla tocado, y casi lo hizo.
Entonces Anzi se apartó, tras recuperar su recato habitual. Se acomodaron en
sus lechos, en puntos separados del andén.
Cuando estaban a punto de conciliar el sueño, Anzi susurró:
—No es muy inteligente llevar las fotografías contigo, Shen.
Era bueno que Anzi fuera tan cauta, pensó Quinn.
Más avanzado el ocaso, Anzi le despertó y se llevó un dedo a los labios.
Le condujo al otro extremo de la estación y señaló.
A lo lejos se veía una mancha en el cielo. Una medialuna se dirigía hacia
ellos, una guadaña oscura dibujada contra el Destello. Por debajo de ella, una
sombra curvada seguía su rastro por el páramo.
—Tarig —susurró Anzi.
Quinn reprimió el impulso de esconderse. No había lugar dónde
esconderse, puesto que el encargado de la estación les había visto.
—Contaremos nuestra historia —dijo Anzi con voz ronca, aunque trataba
de mantener la calma.
Quinn podía enfrentarse a ellos. Estaba preparado para hacerlo desde
hacía semanas, aunque se tratara de Hadenth, el enemigo al que apenas podía
recordar. Pero la nave radiante le infundía un cierto desánimo. Bajaba sobre
ellos como un ave rapaz hambriento. Había algo siniestro en esas naves, que
no eran brillantes en absoluto, sino terriblemente oscuras, y Quinn se
estremeció involuntariamente.
—Los asesinatos —dijo Anzi, paralizada, mientras contemplaba cómo la
nave se acercaba; estaba a un kilómetro de distancia y perdía altitud.
De modo que la justicia tarig se acercaba.
Pero, quizá, no hoy. La nave tomó repentinamente un nuevo rumbo, hacia
el minoral y la frontera de Bei. Vista desde atrás, la nave radiante era solo
una mancha en el cielo, un punto oscuro que descubría el espacio vacío y
negro que rodeaba el Omniverso más allá de sus límites.
—¿Por qué van hacia la frontera de Bei? —preguntó Quinn.
—Quizá solo quieren hacer algunas preguntas…
Si así era, Bei tendría que admitir haber tenido huéspedes: Ji Anzi y Dai
Shen. Diría que Anzi buscaba proseguir sus investigaciones, pero se había
marchado, decepcionada por la falta de resultados. Bei diría que la
acompañaba un guerrero chalin de Ahnenhoon, y que, al marcharse, se
dirigieron hacia la Estirpe cumpliendo un encargo de Yulin. Quinn esperaba
que Bei mintiera bien.
Contemplaron la nave radiante hasta que desapareció.
Cuando pudieron respirar de nuevo, Anzi se rodeó con los brazos,
reprimiendo un escalofrío.
Quinn, que la notó inquieta, murmuró:
—Como un ave rapaz. —Entonces, un retazo de memoria escapó de la
trampa de su mente, y pensó que parecían aves. Aves rapaces.
No pudieron dormir durante el resto del ocaso. Cuando el Destello se
iluminó hasta llegar a la fase de Temprano, el tren por fin apareció a lo lejos,
entre las llanuras doradas.
Capítulo 15

E n la sala de control, Lamar y Helice miraban la pantalla mural. Titus Quinn


acababa de evaporarse en el laboratorio. El arnés suspendido del travesaño
estaba vacío y no se movía, de modo que nadie hubiera adivinado, al mirarlo,
que había sostenido a un hombre de ochenta y cinco kilos de peso. Justo antes
de desaparecer, parecía haberse vuelto bidimensional. Después, todo su
cuerpo había rotado treinta grados y retrocedido como un pedazo de papel
aspirado por una fotocopiadora.
—¿Lo consiguió? —murmuró Lamar.
Helice frunció los labios y dijo:
—Debemos ser optimistas.
Esa parecía una idea fantástica, ser optimista. Pero Lamar se sentía más
bien un tanto atemorizado. Sus instrumentos no eran capaces de llegar a la
otra dimensión salvo por pura casualidad. No había modo alguno de saber si
habían tenido éxito.
—¿Cuánto debemos esperar? —preguntó Lamar. Aparte de ver a Titus
Quinn reaparecer frente a ellos, ¿qué otra cosa podía considerarse un éxito?
¿Y cuándo?
Helice se giró para mirarle.
—¿Quieres decir cuánto tiempo debemos esperar antes de desquitarnos
con su hermano?
Los comentarios de Helice a menudo le sorprendían. Parecía tan elegante.
Su amargura parecía exagerada dada su juventud. ¿Acaso había sido tan dura
su vida?
Los rumores que corrían por la empresa aseguraban que los padres de
Helice eran necios, los dos. O, para expresarlo de manera más elegante, sus
padres habían elegido no continuar su educación, y habían preferido el
subsidio de desempleo. «Necio» era una palabra que Lamar nunca había
usado en público, y que hacía referencia a las personas con un bajo
coeficiente intelectual, de alrededor de cien puntos más o menos. Esas
personas eran los proletarios del mundo, los que preferían utilizar los
músculos en lugar del cerebro.
Helice, a pesar de ello, había sido una niña inteligente, pero los niños de
su escuela la habían llamado necia muchas veces a causa de sus padres, sin
duda, especialmente cuando empezó a superarles intelectualmente. Cuando
había celos de por medio, los niños podían ser muy crueles, y a menudo
dirigían sus abusos hacia aquellos que no tenían la decencia de ser mediocres.
Resultaba irónico que Helice sintiera ahora celos de Quinn, y que estuviera
castigándole por sus cualidades. Helice era seca y solitaria, y parecía sentir
cariño solo por sus perros y por el maldito loro que la acompañaba a todas
partes, las criaturas que la amaban a pesar de todo.
Lamar decidió contradecirla.
—Si le hemos enviado al vacío del espacio, no hay razón para pagarlo
con Rob.
Helice frunció el ceño.
—Pero ese era el trato. Una promesa es una promesa. —Continuó—:
Además, está Mateo.
—¿Mateo?
—Se presentará pronto al test normativo. Me he enterado de que quizá se
presente antes de lo esperado.
No se había enterado de ello, sino que había estado investigando al
muchacho.
—Mateo no tiene nada que ver con esto, Helice.
La mujer se encaró con Lamar.
—Él es nuestra garantía de que Quinn regresará. —Abrió la botella de
agua y bebió de ella.
—Si puede, lo hará. ¿Por qué no iba a volver, por el amor de Dios?
Con artificiosa paciencia, Helice replicó:
—La última vez se quedó diez años. Así que he subido la apuesta.
Aunque el chico demuestre ser inteligente, como su tío y su abuelo, sus
resultados seguirán siendo malos. Quinn lo sabe. Así le mantenemos bien
atado para poder traerle a casa.
Lamar murmuró:
—Ni siquiera tú puedes cambiar los resultados del test normativo.
—Solo son números, Lamar, y los números se me dan muy bien.
De modo que este era el motivo por el que Quinn le había hecho prometer
a Lamar que protegería a su familia; Helice había amenazado al muchacho.
Helice notó la expresión en el rostro de Lamar.
—Escandalízate si quieres, Lamar. Debe de ser estupendo ser tan
honrado. Tan solo recuerda que la gente muere en esos túneles Kardashev,
cientos de muertes al año. Y es el único transporte con que contamos. ¿Acaso
crees que Rob y Mateo, o sus futuros profesionales, son más importantes que
eso?
—No salvaremos ninguna vida arruinando el futuro de Mateo, Helice.
Atacar al chico es sencillamente cruel. Y es prácticamente familiar mío. Su
abuelo…
Helice le interrumpió:
—Donnel, el padre de Quinn. Ya. Bien, lleva veinte años muerto. Todos
tus compañeros de generación han muerto, Lamar. Odio tener que recordarte
que estás retirado, tal como solicitó la junta, que ya no consideraba que tus
aportaciones fueran útiles. Estás fuera de juego. Ahora que Quinn está en el
otro lado, no necesitamos tus consejos. No te entrometas.
—Le odias, ¿no es así?
Helice contempló la botella de agua que sostenía.
—¿Porque él consiguió el encargo, y no tú?
Helice se giró y miró a Lamar.
—Le odio porque va a echar a perder la misión. No ha ido allí por
nosotros, ya lo sabes. No está a nuestro servicio. Va por libre.
—¿Cómo puedes vivir contigo misma, Helice? ¿Cómo te soportan tus
perros?
El rostro de la mujer se tensó.
—¿Cómo puedes tú vivir contigo mismo, Lamar? Mírate, estás
desmejorado y arrugado, y tienes papada. Y eso es solo el principio. Pronto
llegarán la incontinencia, la impotencia y todos los trasplantes que puedas
tolerar. Nunca seré como tú. Nunca.
Lamar estaba perplejo. ¿A qué venía todo eso?
—Todos envejecemos, querida —dijo, con evidente satisfacción.
—Quizá. —Helice hizo una pausa y se recompuso—. Lamento el
arrebato. He perdido los nervios.
Lamar asintió. No quería discutir con ella.
—Escucha —dijo Helice—. Deseo tanto como tú que Quinn regrese. Si
no lo hace, tendremos que enviar a otro, y punto.
Un soniquete en el panel de control atrajo la atención de Helice, que
activó el interruptor correspondiente.
—¿Qué?
—Pensé que querrías ver esto —informó la voz del técnico. En pantalla
apareció una imagen tomada desde abajo, grabada por una de las cámaras, en
la que se apreciaba que Quinn, antes de someterse al proceso de limpieza
previo al salto, no había estado descalzo del todo.
Helice miró la pantalla con ojos entrecerrados. La imagen aumentada
mostraba lo que parecían pedazos de papel pegados a las plantas de sus pies.
Helice maldijo en voz baja.
Lamar reprimió una sonrisa, pero no pudo evitar decir:
—Es muy propio de él. —Lamar supuso que eran fotografías familiares
pegadas con cinta a las plantas de sus pies, las mismas fotografías que Quinn
quería llevar consigo desde el principio.
Helice salió a toda prisa para hablar con los técnicos, dejando a Lamar,
que todavía se preguntaba a qué había venido el comentario de Helice:
«nunca seré como tú».
¿Acaso le despreciaba tan intensamente? ¿O quizá esperaba más de la
vida que la mayoría de la gente? Miró la puerta por la que acababa de salir
Helice. Esa mujer nunca había aprendido a vivir con límites.
Se vio a sí mismo reflejado en el monitor apagado de un ordenador y se
giró; no le gustaban los espejos, ni su elocuencia.
Capítulo 16

El origen conduce al minoral, que a su vez


Conduce al principado, que a su vez
Conduce al corazón del mundo, que a su vez
Conduce al mar del Remonte, que a su vez
Conduce a la Estirpe, que finalmente
Te lleva a los cielos.

—Canción infantil

S ydney despertó al salpicarle agua en el rostro. En el establo resonaba el


repiqueteo del agua que caía del techo.
La niebla debía de ser espesa, por lo que Sydney se puso su chaqueta
acolchada y cerró el broche a la altura de la cintura. Guardó su daga en el
cinto y esperó tener la fortuna de encontrar algo para desayunar.
Akay-Wat despertó en la cama de al lado.
—Las trampas, ¿verdad? —dijo.
—Duérmete, Akay-Wat. —Sydney no quería gorrones a su lado.
—Tu montura podría traerte el desayuno, pero se ha metido en
problemas, ¿no es así?
Todos en el establo sabían lo de Riod y su manada de inyx renegados.
Ayer, de nuevo, habían salido a poner a prueba su coraje en las llanuras,
eligiendo como objetivos unos desafortunados campamentos cercanos.
Sydney ignoró a Akay-Wat y cruzó el establo hasta llegar a la puerta.
Esperaba que el laroo que dormía en una esquina no reparase en ella.
Fuera, la niebla tejió una fresca seda alrededor de su rostro. Era pronto, el
Intermedio del día. La niebla quizá permanecería hasta llegar a Temprano;
para entonces, habría rellenado el depósito de agua, que había disminuido a
niveles subterráneos en los últimos días. Sydney se protegió del frío con la
chaqueta yse dirigió hacia sus trampas. Esperaba haber capturado un roedor
de la estepa, o un par. A sus potenciales presas les gustaban las trampas de
Sydney cuando el rocío caía espeso, pues les ofrecían amparo; otros jinetes le
habían copiado la idea. En este dominio, la tecnología era apenas un sueño
que se esfumaba. Las monturas no podían utilizarla, y disfrutaban de su
independencia de los asuntos de la Estirpe, de las recolecciones
automatizadas de alimentos, el adobe programable o las computadoras
moleculares.
A Sydney le agradaba que los inyx evitaran a las mantis tarig. Referirse a
los dignos señores como insectos en su antiguo idioma le producía una
intensa satisfacción. En una ocasión, uno de ellos la había asaltado, pero eso
no volvería a ocurrir, no en este alejado dominio.
La afilada garra retrocedió. La voz áspera dijo: esta, pequeña, será la
última vez que eches la vista atrás. Pero se había prometido a sí misma no
volver a pensar en ello. Estaba escrito en su diario.
Las cosas que nunca podría escribir, en las que apenas podía pensar, eran
aquellas relacionadas con su amiga, que estaba tan lejos de ella, pero a quien
siempre llevaba cerca del corazón: Cixi. Cuando, en sus mensajes, Cixi le
pedía que recordara los juramentos, no se refería a los juramentos de las
mantis tarig. Cixi le había enseñado juramentos nuevos: «enfréntate a los
lores. Reniega de la Rosa. Sirve al reino». Los dos primeros eran sencillos, y
los hubiera cumplido aunque Cixi no se lo hubiera pedido. «Sirve al reino»
no le quedaba tan claro, pero Cixi le había enseñado que el reino que vendría
era algo por lo que valdría la pena luchar y, por el amor de su madre
adoptiva, Sydney lo había jurado.
Se arrodilló frente a la trampa y palpó en su interior. Encontró varios
gusanos amontonados junto al cebo. Los sujetó a la cadena que llevaba en el
cinto para llevarlos de vuelta.
Un ruido se abrió paso entre la niebla: el grito de un inyx a lo lejos.
Sydney escuchó con atención. Riod había vuelto a casa. Sydney se
preocupaba cuando se marchaba; le preocupaba que cayera como Glovid, o
que Priov le castigara, o que una de las manadas a las que solía atacar le diese
una lección.
Las pezuñas de inyx golpeaban el suelo, corriendo en dirección a Sydney.
A juzgar por las emisiones de la montura, no era Riod, sino Skofke, la
montura de Akay-Wat, un inyx curtido en mil batallas.
Akay-Wat anunció, cuando estuvo cerca de Sydney:
—¡Vienen y traen a un extranjero muy grande! —Su montura tenía prisa
por marcharse, y golpeó las pezuñas contra el suelo, impaciente. Sydney
captó la excitación que sentía Skofke por el hecho de que la banda de Riod
hubiera capturado un monstruo.
—Llevadme con vosotros.
Akay-Wat extendió la pierna para ayudar a Sydney a subir tras ella a
lomos de
Skofke, y echaron a galopar llanura abajo.
—¿Qué monstruo, Akay-Wat? —preguntó Sydney.
—¡Tan grande como una montura, e idiota de remate!
Sin duda debía de ser bastante idiota, si Akay-Wat pensaba que lo era. Se
acercaron al pasto junto con otros inyx y sus jinetes. Gracias a los puntos de
vista de varios inyx, Sydney fue consciente de las enormes monturas, anchas
y poderosas, y de sus desaliñados jinetes alienígenas. Aunque, claro, aquí no
eran alienígenas; solo ella lo era. Sus olores saturaban el ambiente, un hedor
familiar que hacía mucho tiempo que había dejado de molestarla.
A través de los ojos de Skofke vio a Riod; su piel oscura era más oscura y
más lustrosa que la de los demás. Además, entre las monturas distinguió un
trol, que deambulaba siniestramente.
Más inyx llegaron del otro extremo del campamento, y se sumaron a los
ya presentes, formando una numerosa manada. No presagiaba nada bueno.
Hubiera sido mejor que Riod regresase sin llamar la atención, dado que Priov
no veía con buenos ojos sus correrías. Riod sacudió la cabeza y gruñó en
dirección a Sydney, pero permaneció por el momento al lado de su
compañero renegado, Distanir, una enorme bestia parda que había perdido
uno de los cuernos del cuello.
Riod le habló a Sydney: Riod ha vuelto, mi jinete.
Priov se abrió paso hacia el centro de la multitud formada junto con su
jinete, la despreciable Feng. Era una chalin robusta y cruel, y aún cabalgaba a
pesar de tener una pierna destrozada, que había sido aplastada por Priov al
caer sobre ella. Sentía un intenso odio por Sydney, sin otro motivo que el de
que Sydney la odiara de igual manera, y también porque, en una ocasión,
Sydney la había vencido en una carrera de inyx, cuando otros hubieran
dejado a Feng ganar.
Feng escupió a los pies del extranjero.
—Sí, tan feo como un excremento.
El hombre chalin, pues sin duda lo era, a pesar de su gran tamaño, la
miraba con ojos vacíos. Era un buen truco, uno que a Sydney le gustaría
aprender.
Procedente de cien pares de ojos, Sydney vio una imagen quebrada del
hombre. Su coronilla estaba casi a la altura de las orejas de Distanir, si se
contaba su gran moño de pelo blanco, de estilo militar. Sus brazos eran tan
gruesos como los muslos de Sydney, y tenía un torso poderoso, tan grande
como un barril. Incluso a pesar de su tamaño, su rostro parecía demasiado
grande, desde la frente arrugada a la amplia barbilla. Ese rostro pétreo no
mostraba emoción alguna salvo en los ojos, pequeños y crueles.
Las yeguas de Priov rodearon al recién llegado, olfateando a su alrededor.
Ninguna de ellas, sin embargo, parecía lo suficientemente grande para ser su
montura. Además, Distanir estaba enviando un claro mensaje de que ya había
elegido al gigante. Inquietos, relataron la historia de cómo habían llegado a
un lejano campamento ocupado por la manada que dirigía Ulrud el Cojo, y de
cómo el monstruo, este chalin gigante, había agarrado el cuerno delantero de
Distanir y casi le había derribado con la fuerza de sus brazos. Aunque no
esperaban robar nada más que el honor de la manada, se llevaron consigo su
premio, y la manada de Ulrud les persiguió hasta que descendió la niebla y
los perdieron.
Riod se acercó a Sydney y le pidió que cambiara de montura. Sydney
saltó al lomo de Riod, y ambos se sintieron de inmediato eufóricos por
reunirse de nuevo.
—Sí, Riod, has vuelto —dijo Sydney mientras acariciaba su formidable
cuello, y comprendía que, sin haberlo planeado, y casi sin haberlo deseado,
Riod se había ganado su afecto.
Mi jinete, envió Riod, exhausto y orgulloso al mismo tiempo.
La pezuña de Priov golpeó el suelo, y la felicidad del reencuentro se
esfumó. El disgusto del viejo jefe se diseminó entre los jinetes presentes y sus
monturas. El saqueo de los parajes de Ulrud no había sido una buena idea.
Habían traído consigo un feo regalo, que no justificaba en modo alguno la
incursión. Las yeguas gritaron, saltaron, y defecaron para demostrar que
estaban de acuerdo.
Animadas por estas demostraciones, muchas monturas se aproximaron al
gigante y tiraron de sus ropas. El chalin se giró ante este acoso, pero sus
carnosas manos se mantuvieron, pasivas, junto a su cuerpo. Sus atacantes se
alejaron y, al ver que no respondía, otros ocuparon su lugar.
Lo más extraño era que, a pesar de los golpes, el hombre no emitió ni un
solo pensamiento. Desde luego, no parecía atemorizado. Pero parecía
impasible, como si no llegara a la categoría de ser inteligente.
Entonces, Priov se aproximó al gigante, y Feng extendió una mano y
pellizcó su bulbosa nariz. En ese momento, los laroos decidieron que era una
presa fácil, y dejaron a sus monturas atrás para centrarse en las piernas del
gigante. Puss se quedó cerca de las botas e hizo lo que solía hacer: orinarse.
Distanir ahuyentó a los laroos para reclamar su derecho como propietario.
El hombre chalin se quedó mirando sus pies, empapados de orina. Al ser
ciego, le resultaría sencillo oler lo que no podía ver.
Sydney le pidió a Riod que se acercara al gigante. Miró al hombre.
—Puedes contraatacar, ¿sabes? Está permitido. —Esperó una reacción
que no llegó. Quizá no podía hablar, ya que era estúpido—. ¿Puedes hablar?
El hombre miró a la niebla con ojos tan vacíos como su mente.
—Será mejor que hables. Y aún mejor que luches. —El hombre se estaba
convirtiendo en un perfecto objetivo para todo tipo de abusos, pero se lo
estaba buscando él mismo—. La mayoría de la gente tiene nombre. ¿Tienes
uno?
Entonces el gigante habló, pero su voz la sobresaltó, y también a los
otros. Era una voz suave, casi afeminada.
—Mo Ti —dijo.
Los jinetes se rieron. «Mo Ti», dijeron, imitando el susurrante tono del
hombre.
—¡Tiene canicas en vez de pelotas! —gritó Feng—. ¡Bajadle los
pantalones y veámoslo!
Un laroo saltó de lomos de su yegua y se acercó a Mo Ti, aunque
receloso.
Al notar el desagrado de Sydney, Riod se aproximó y ahuyentó al laroo,
que se alejó de un salto.
Riod caminó en círculo, buscando nuevos contrincantes, y Sydney
comprendió, demasiado tarde, que el altercado no tenía nada que ver con Mo
Ti.
Puss, que se había apartado un tanto de la multitud, regresó y se acercó a
Priov. Le dio algo a Feng. Sydney comprobó, consternada, que se trataba de
su diario.
Feng alzó el libro para que todos pudieran verlo, y Akay-Wat comenzó a
canturrear lastimeramente:
—No es justo, no es justo.
Priov envió: Hace trece días, la jinete de Riod escapó de su castigo.
Ahora perderá su libro.
Mientras el canto de Akay-Wat aumentaba en intensidad, Feng dijo:
—Mantén la boca cerrada, o te retorceré el cuello como si fuera un trapo.
Al oírlo, Akay-Wat guardó silencio de inmediato, y se encogió ante la
amenaza de Feng.
Feng, satisfecha por haberse ganado la atención del campamento, y
erguida sobre el lomo de Priov, abrió el libro y fingió leer:
—Soy una pequeña princesa de la Rosa. Akay-Wat es estúpida, y debería
idolatrarme.
Sydney dio una leve patada a Riod para indicarle que avanzara, pero la
montura no se movió. Entretanto, Akay-Wat dejó que su aflicción llegara a
las mentes de todos, como si debiera importarle.
Sydney se giró hacia Akay-Wat y desfogó su disgusto:
—Maldita hirrin cobarde. ¡Tu madre fue soldado! Preferiría parecerme a
este monstruo antes que a ti.
Después, impulsada por la frustración, saltó del lomo de Riod y avanzó
hacia Feng, que seguía fingiendo leer:
—Una princesa como yo debería tener una montura decente, y no una
sucia y sin yeguas…
Sydney trató de arrebatarle el libro, pero estaba fuera de su alcance, y
Priov bailó en círculo, manteniendo a Sydney a raya.
Sydney, dominada por la rabia, ignoró los avisos de Riod y golpeó tan
fuerte como pudo la pierna mala de Feng, que cayó de espaldas al suelo. Aún
en el suelo, consiguió lanzarle el libro a Puss, que echó a correr. Sydney cayó
sobre la mujer chalin y le dio un puñetazo en el ojo. O al menos en algún sitio
doloroso, puesto que Sydney solo fue consciente de ello indirectamente, y la
imagen se perdió entre las distintas perspectivas. Solo quedó el odio de Feng,
que reflejaron cien inyx.
Riod se interpuso entre ellas, como una enorme barrera desaprobatoria.
Sydney retrocedió, avergonzada ahora, pues Feng, lisiada, tenía
dificultades para ponerse en pie. Cuando se lo ordenó, Sydney montó a lomos
de Riod, sintiéndose ahora aun más miserable a causa de su reprochable
comportamiento.
Akay-Wat canturreaba un absurdo lamento que solo podría producir
alguien con un cuello tan largo.
Sydney la mandó callar:
—¿Quieres callarte?
Los gritos de los jinetes remitieron cuando algunos de los compinches de
Feng la ayudaron a montar de nuevo. Sydney aprovechó la relativa calma
para buscar señales de Puss, pero el ladrón había huido, llevándose el libro
consigo.
La única imagen que le llegaba con claridad era la de Akay-Wat, que
desmontó de lomos de Skofke y se alejó cojeando, con las orejas y la cabeza
gachas.
Con la huida de Puss, Sydney había perdido los recuerdos registrados en
el libro. Había perdido el registro de los primeros días en el establo, cuando
el viejo lord Flodistog venció su resistencia y le ordenó que le arrancara las
garrapatas y le limpiara las pezuñas; cuando aprendió a compartir dormitorio
con criminales que robaban sus ropas de seda, sus pergaminos y cualquiera
de sus pertenencias adquiridas en el dominio de las mantis; cuando
comprendió por primera vez que no volvería nunca a casa, que su madre no
quería que volviera, y que su padre ni siquiera se acordaba de ella. Cuando
supo por primera vez lo que significaba ser ciega. Y después, cuando
comenzó a ver el mundo a través de un cristal roto.
Las lágrimas manaron, y, aunque la ocultaba la niebla, todas las monturas
conocieron su tristeza, y se la transmitieron a sus jinetes. Su humillación era
absoluta.
—Quiere a su mamá —exclamó Feng—. Sí, a todos nos gustaría disponer
de su mamá.
Sydney apremió a Riod para que se marcharan del campamento. Riod,
consternado, se abrió paso entre la multitud y se alejó en busca de la
privacidad del páramo. Mientras corría, el tumulto del campamento y sus
caóticas emisiones disminuyeron gradualmente.
En un barranco cercano, Sydney desmontó y apoyó su cuerpo contra el
poderoso cuello de Riod. Sentía ganas de llorar de nuevo, pero recordó el
consejo que le había dado a Mo Ti: «será mejor que pelees».
No estaba dispuesta a seguir viviendo de esta manera. Podía soportar las
peleas, el odio reinante en el campamento, incluso los castigos físicos. Pero
debía conservar su honor, aunque solo proviniera de Riod. El fuego del cielo
se avivó, y la niebla se levantó, despejando sus ideas.
—Sabes lo que quiero —le dijo a Riod.
¿Matar a Feng? ¿Cabalgar sobre Priov? La mejor jinete desea muchas
cosas.
Era cierto. Excepto en lo concerniente a Priov, que era viejo y lento.
—Quiero… —Le costaba trabajo dar con las palabras adecuadas—.
Quiero que pienses en mí como un jinete libre.
A la mente de Riod llegó la imagen de la estepa, y una rápida carrera. Eso
era lo que la libertad significaba para un inyx. Sydney tendría que enseñarle
qué significaba para un ser humano.
—Un vínculo libre —dijo Sydney.
Aceptaste a Riod.
—No libremente.
¿Qué es un vínculo libre?
—Que yo sea tu igual.
Eres pequeña. No eres inyx.
—Eso no importa.
Distenir apareció sobre el risco y, sobre su lomo, el gigante Mo Ti, casi
del mismo tamaño que su montura. Sydney no quería que estuvieran cerca de
ella. El gigante no tenía en realidad pensamientos propios: era un animal.
Mientras les observaban, Distanir y Mo Ti se unieron a ellos. A través de
Riod, Sydney vio el brillo reflejado en los pequeños ojos del gigante y supo
que, algún día, el gigante perdería el control, y cualquiera que estuviese cerca
de él moriría. Quizá podría provocarle, y poner fin a su vida. Riod notó este
pensamiento, y su aflicción inundó a Sydney.
Sydney le susurró:
—Prefiero morir a vivir en este dominio. —Alzó el rostro para sentir el
cálido día, y sintió además la energía del Destello en su cuerpo—. Pero si me
liberas, te haré mi igual, Riod.
Entonces, Riod se inclinó, indicándole que subiera a su lomo. Mientras lo
hacía, Riod envió: Sí. Igual. Vínculo libre. Riod le estaba ofreciendo todo lo
que Sydney le había pedido.
Sydney se apoyó en los cuernos curvados de Riod y acarició el cuello de
la montura con su rostro.
—Sí —replicó Sydney—. Amado Riod. —No la quería como prisionera,
sino por sí misma. Y confiaba en que, en su corazón, Sydney siguiera
vinculada a él. Sí, Riod, siempre.
Distanir y su nuevo gigante contemplaban la escena de cerca. A Sydney
no le gustaba tener que compartir sus pensamientos más íntimos con ellos, y
mucho menos oír al gigante decir con su suave voz:
—Y a Mo Ti, libre vínculo también.
Una emoción procedente del gigante le llegó a Sydney con inesperada
fuerza. El hombre había abierto una ventana, por la que había salido un
arrebato de deseo.
Distanir se encrespó bajo el peso del hombre. Envió: Debes demostrar
que eres uno de los nuestros antes de recibir un regalo como ese.
Era un comentario razonable, pero Sydney empezaba a ver a Mo Ti de
otra manera. El gigante quería un vínculo libre. Esta bestia chalin había oído
a Sydney solicitarlo y eso había despertado su propio deseo. ¿No lo desearían
todos los jinetes?
—Distanir —dijo Sydney—, deja que Mo Ti sea libre. Se cabalga mejor
así, ¿no es cierto?
Distanir pareció reflexionar, agitando las patas sobre el suelo. Pero los
ojos de Mo Ti se habían iluminado, y contemplaban a Sydney como si una
nueva inteligencia se hubiera despertado en ellos, considerándola en silencio,
si es que Sydney podía confiar en su visión nublada.
Más allá de los numerosos resentimientos, de las ofensas y los insultos
recibidos, Sydney sintió que un pensamiento atraía su atención: ¿acaso no
desearían todos los jinetes ser libres? Ahuyentó el pensamiento para
considerarlo más adelante en privado.
Aún tenía asuntos pendientes con Riod. Había una cosa más que debía
tener, si quería conservar su dignidad. Dijo, dirigiéndose a Riod:
—Mis pensamientos, amado. Esos solo me pertenecen a mí. Enséñame a
ocultarlos.
Riod pareció agitado ante esta petición. Riod no puede hacerlo. ¿Por qué
ocultar lo que todos conocen, por qué no hablar de corazón a corazón?
—No todos conocen tus pensamientos. Debes enviarlos. Pero los míos
pueden ser robados. Hay algunos pensamientos que no quiero compartir. —
Pensamientos de Cixi, por ejemplo, en quién debía evitar pensar para no
descubrirla—. Enséñame a conservar mis pensamientos, amado.
Riod no puede. Pero Riod puede crear tormentas alrededor de tus
pensamientos. Otros solo oirán confusión.
Sus palabras hicieron estremecerse a Sydney. Si eso era cierto, ni Puss ni
Feng podrían leer los pensamientos que trataba de contener tan
desesperadamente.
—¿Qué pasaría si estuviéramos lejos el uno del otro, Riod, cuando estás
solo con tus compañeros de manada? ¿Pueden robar mis pensamientos
entonces?
Riod crea una tormenta incluso desde la distancia. A otros no les
gustará.
—Pero a mí me gustaría, Riod. Me gustaría mucho.
La respuesta de Sydney llenó a Riod de gratitud. Sydney tocó con su
mejilla los cuernos de Riod y pensó que el vínculo libre ya era mucho mejor
que el anterior. Cuando se irguió, Sydney sintió que Mo Ti había acercado a
Distanir hacia ellos, hasta que sus rodillas casi se tocaban.
Entonces, Mo Ti sacó algo de su chaqueta. En su gran mano Mo Ti
sostenía el libro de Sydney, ligeramente chamuscado, pero intacto. Se lo dio a
Sydney.
La tapa de cuero del libro estaba quemada. Sydney sintió que pedazos de
ella se deshacían. Pero el resto había sobrevivido.
Distanir envió: Mo Ti metió la mano en el fuego. Nadie se atrevió a
acercarse a él. Feng está enfadada. El comentario estaba teñido de un matiz
de buen humor.
Sydney sonrió ampliamente. Le gustaba este monstruo chalin, por muy
feo que fuera. Al contrario que Akay-Wat, era un buen compañero. Se metió
el libro en su chaqueta. Nunca se volvería a separar de él.
—Quizá, Distanir —dijo—, ¿Mo Ti ya ha demostrado su valía? —
Sydney dejó que Distanir considerara lo que acababa de oír y sostuvo el
cuerno trasero de Riod—. ¿Una carrera? —propuso.
Antes de haber discutido las reglas, Riod y Distanir echaron a correr por
el barranco, hacia la tundra. Sydney se inclinó hacia delante, sosteniendo los
cuernos y aullando de alegría.
Fue una carrera magnífica, y una que Sydney recordaría durante mucho
tiempo, aunque ella y Riod perdieron. Porque, contra toda probabilidad, Mo
Ti fue el mejor jinete.

—No les mires —reprendió Anzi mientras viajaban en el carro de techo


abierto.
Quinn trató de no mirarles fijamente. Pero, entre las multitudes de la
bulliciosa ciudad de Po, se veían muchos tarig, fácilmente distinguibles por
su gran altura.
—Ignórales, Dai Shen. El asesinato les ha atraído a la empuñadura,
especialmente a este punto central, donde podría ocultarse el criminal. Si nos
detienen, yo les responderé. —No parecía que esa perspectiva le hiciera
mucha gracia. No sabían cómo había transcurrido el interrogatorio a Su Bei;
si había ido mal, quizá el disfraz de Quinn no sirviera para ocultarlo ya.
Anzi hablaba en voz baja para que no la oyera el conductor, que
pedaleaba para llevarles a su destino, donde embarcarían en otro tipo de
dirigible que les llevaría al Próximo.
Atravesaban calles peatonales repletas de puestos de comida, comercios y
hostales, la mayoría de los cuales, según Anzi, atendían las necesidades de
seres que necesitaban enviar mensajes. Quinn vio docenas de tarig, que a
menudo sencillamente observaban lo que les rodeaba, o hablaban con
personas a las que sacaban muchas cabezas de altura. Sus miradas eran
neutrales, pero inquietantes. Quinn no podía distinguir a los machos de las
hembras, pero sabía que ambos géneros solían viajar, y ambos eran igual de
peligrosos. Sus rostros esculpidos atraían la atención de Quinn. Le inquietaba
haber elegido su imagen para la aldaba de su casa. Era una llamada de
atención de su subconsciente que convendría tener en cuenta. Cuando llegara
a casa, se desharía de la aldaba.
Anzi mantenía su mano sobre el antebrazo de Quinn, como si quisiera
recordarle que debía pasar desapercibido. No le tocaba muy a menudo, y
Quinn se preguntó si Anzi pensaba que era tan impredecible como para hacer
algo que atrajera la atención sobre ellos. Las preocupaciones de Anzi se
centraban ahora en la próxima entrevista de Quinn con lord Oventroe en la
Estirpe. Quinn pretendía averiguar algo más sobre las correlaciones, aunque,
para convencer a Oventroe de que tratara con él, quizá tendría que revelar
quién era. Anzi se oponía a ello, pero, tras constatar la determinación de
Quinn estos últimos días, había terminado por ceder.
El conductor pedaleaba furiosamente; se giró para mirarles. Era un jout
anciano, de enormes hombros y prácticamente sin cuello, por lo que no le
resultó sencillo girarse.
—¿Por qué carretera, señora? —El conductor señaló un cruce en el que
convergían miles de vehículos de pedales similares al suyo, además de
peatones.
—Por el camino más rápido, asistente —dijo Anzi.
—No soy un asistente, por el Destello. —La piel del jout, compuesta por
varios pelajes de similar dureza, se endureció aun más por la irritabilidad del
conductor. Era obvio que el halago no le había gustado.
—En ese caso, mozo, llévanos por el camino más rápido, y tendrás una
propina. —Tenían prisa por salir de este lugar tan concurrido; aunque Quinn,
después de cinco días en el tren, agradecería un cambio.
Una hora antes habían llegado a esta ciudad, un cruce de caminos situado
en uno de los grandes pilares del cielo. A las afueras de la ciudad habían
pasado por interminables campos de las plantas de mechas típicas de la
región, que habían sido diseñadas para producir comestibles, vegetales que
colgaban de las mechas de la planta en coloridas variedades. De todas las
novedades visuales, sin embargo, la más atractiva era sin duda el eje que
oscilaba por encima de la ciudad. Era una cuerda enorme y reluciente que
conectaba el suelo con el cielo y que caía de una altura de unos nueve
kilómetros. Al contrario que el Destello, el eje no se plegaba sobre sí mismo,
irregular como un guisado hirviendo, sino que describía una perfecta columna
similar a un rayo láser y caía a una estructura en forma de cúpula que acogía
el haz en su seno. El pilar era el flujo de comunicación. ¿Estaba limitado el
Destello a velocidades por debajo de la de la luz? Quinn no podía recordarlo.
Pero no existía otro modo de enviar mensajes, ya que la radio era inviable.
Ahora, cuando se aproximaban al final de su largo viaje a través de la
ciudad, el carro llegó a una región de colinas bajas cubiertas por una pelusa
azulada. Allí, flotando sobre la tierra, se encontraba su medio de transporte,
un adda, un ser volador lleno de un gas ligero. Hacía muchos días, cuando
Quinn había estado prisionero en una vasija, había mirado hacia arriba, más
allá de las llanuras, y había visto a esos seres poblando el cielo. La criatura
era un verdadero simbionte que había desarrollado una relación con viajeros a
cambio de comida. Los adda que aceptaban pasajeros eran siempre hembras,
dado que la gran cavidad en su estómago se utilizaba para transportar a las
crías, y los adda machos eran demasiado pequeños para resultar de utilidad.
—¿Es el adda un ser inteligente? —preguntó Quinn. Anzi había dicho
que así era, pero la criatura no parecía un dechado de inteligencia.
—En cierto modo. Aquí hay más variedades de seres inteligentes que en
la Tierra. Es sensible al electromagnetismo y a la radiación lumínica.
Este simbionte sería su medio de transporte, si conseguían pasajes. Sin
embargo, el solitario adda que flotaba por encima de sus cabezas estaba muy
solicitado. Cientos de chalin y otros seres inteligentes esperaban viajar en
dirección al río Próximo, lo que en el habla popular chalin se denominaba
«hacia el Próximo», mientras que alejarse del río se denominaba «contra el
Próximo».
—¿Cuántas personas puede transportar? —preguntó Quinn.
—Muchas, Dai Shen. Veinte o veinticinco, si son pequeñas.
—En ese caso, tenemos una larga espera por delante. —Estaban al final
de la fila que esperaba conseguir un pasaje.
Anzi le indicó que la siguiera, y ascendieron la falda de la colina, donde
se reunía la gente. En la cima, Quinn vio que, bajo ellos, había un profundo
cráter.
Sobre esta depresión flotaba una congregación de varios adda. Para
estabilizarse, aferraban entre sus bocas cables de sujeción.
—Los adda se reúnen aquí para resguardarse del viento —explicó Anzi
—. Este valle se produjo al colapsarse un acuífero hace mucho tiempo, por
excesivo uso. —Era posible que se generara una especie de geografía, pero la
mayoría de elevaciones, como las colinas, surgían en las cercanías de los
muros de tempestad, donde las oscuras fronteras provocaban que la tierra
sufriera ondulaciones. Aun así, para tratarse del Omniverso, este era un valle
considerable.
Anzi descendió por la ladera de la colina y se abrió paso entre la multitud,
que subía las escalas llevando consigo bolsas en las que guardaban sus
pasajes: las semillas que los adda exigían como alimento para transportar
pasajeros.
—Ese —dijo Anzi, y señaló una de las criaturas de menor tamaño, que
había hecho descender una escala membranosa, pero que aún no había atraído
a ningún pasajero—. Nadie quiere viajar en él, así que quizá podamos viajar
solos.
Compraron cuatro bolsas de semillas en un puesto cercano; Quinn se echó
a la espalda tres, y Anzi cogió la cuarta. Quinn siguió a Anzi, que se
aproximó al simbionte.
—Pasaje, grano por pasaje —gritó Anzi en dirección al adda.
Los ojos laterales de la enorme criatura se desplazaron para examinar las
bolsas de semillas. Los gruesos párpados descendieron en un masivo
parpadeo. Entonces el adda descendió, indicándoles que tenían permiso para
subir.
Anzi ascendió la escala, y después recogió una por una las bolsas, que le
pasó Quinn. Cuando la última bolsa estuvo a bordo, un alboroto cercano
llamó la atención de Quinn.
Hacia ellos se acercaba un personaje, a quien transportaban sobre un
carro decorado tres grandes jout. Aunque el cuerpo del individuo estaba
oculto por los laterales del carro, su visible cabeza lo identificaba de
inmediato. Era una gondi.
Los jout se acercaron a Quinn arrastrando el carro, y la gondi alzó la vista
y gritó:
—¡Pasaje para la mujer santa, hacia el Próximo!
La gran cabeza adornada con cuernos de la gondi miró al adda, dejando
ver un cuello envejecido del que colgaban pieles viejas. Llevaba un chaleco
blanco y un fajín, prendas que la señalaban como una seguidora del Dios
miserable.
El carro llegó hasta Quinn, y la gondi, aun sentada en su interior, estaba a
su misma altura. Las rojas encías de su boca dejaban a la vista las raíces de su
dentadura carnívora. En la parte trasera del carro se encontraban los sacos de
grano que servirían de pasaje a la mujer santa.
Quinn alzó una mano.
—No hay sitio para nadie más.
La mujer santa sonrió, sin dar importancia al comentario.
—Sí lo hay. Hay mucho sitio.
—La mujer chalin viaja sola.
—La mujer chalin viaja contigo, amigo mío.
—No le gustan los hombres santos.
—A mí tampoco. —La gondi gesticuló para indicar a sus criados jout que
subieran los sacos de grano a bordo. Uno de los jout alzó uno de los sacos y
se encaminó hacia la escala, pero Quinn se interpuso en su camino.
—Buscaos otro medio de transporte. No sois bienvenidos aquí.
El jout era más bajo que Quinn, pero también más corpulento, y había
otros dos como él. Sin expresión alguna, el jout dijo:
—Abre paso.
El rostro de Anzi apareció en el orificio situado en el estómago del
simbionte, pero Quinn ya estaba ocupándose del jout, y lo había apartado de
un empujón.
Cuando el jout quitó a Quinn de su camino y puso un pie en la escala,
Quinn sacó su cuchillo y lo clavó en uno de los sacos, que comenzó a
derramar granos pardos, levantando una nube de polvo. La gondi exclamó
con su profunda voz:
—¡Idiota! ¡El grano estaba pagado!
Varias monedas cayeron a los pies de la mujer santa desde arriba,
lanzadas por Anzi como pago. El jout se detuvo y miró el cuchillo de Quinn,
aún desenfundado. Después descendió amargamente.
—Idiota —repitió el jout, pero sin convicción. Dejó los sacos en el suelo
e hizo señas a sus compañeros para que abandonaran el carro. No lucharían
por una mujer santa.
Siguió un momento de calma, que Quinn aprovechó para subir a toda
prisa la escala. Cuando comenzó a replegarla, Anzi dijo:
—No, la escala se queda extendida.
Quinn se apartó de la abertura y oyó a la criatura gruñir:
—Que Dios bendiga vuestro viaje.
Al oírlo, Anzi metió la mano en su bolsa y lanzó muchas monedas.
—Quédate con tu bendición —gritó, mientras el adda soltaba las cuerdas
que lo anclaban al suelo.
La mujer santa rió sonoramente, y exclamó:
—¡Y que Dios no os pierda de vista el resto de vuestros días!
Mientras Anzi buscaba más monedas, Quinn la detuvo.
—Solo son palabras —dijo.
Anzi no parecía convencida. Se agachó hacia la abertura, pero no lanzó
más monedas.
La gondi estaba sentada en su carro, solitaria. Sus alas relucían, las alas
que nunca serían capaces de levantarla del suelo. Al mirarla, uno pensaba en
un ángel caído, pues la criatura conjuraba al mismo tiempo imágenes del
cielo y del infierno.
—No sabía que las gondi pudieran ser clérigos —murmuró Quinn.
—Ningún ser racional está desprovisto de esperanza —recitó Anzi, y
miró a Quinn—. Pero tú, Dai Shen, no deberías haber desenvainado tu arma.
Quinn sabía que no debería haberlo hecho, pero compartir viaje con una
mujer santa podría haber sido desastroso. Anzi se mordió el labio, pero no
dijo nada.
El adda se había elevado en el cielo hasta alcanzar una altura de unos
treinta metros. Cerca de ellos, otras de las criaturas similares a dirigibles se
deshacían de sus cables de anclaje y comenzaban a alejarse lentamente.
Observaron mientras la congregación reunida en el valle se dispersaba.
Quinn miró en torno suyo; la bolsa de transporte del adda ocupaba unos
dos tercios del tamaño de la criatura, y la rodeaban muros rosados y carnosos
que despedían un aroma a levadura. El globo en el que viajaban se meció
suavemente mientras los vientos lo empujaban hacia la gran ruta de
migración que llevaba al río Próximo. Mientras quedase comida, el adda no
sentiría la tentación de descender y buscar alimento.
En lo alto de la carnosa cavidad se oyó un sonido sibilante.
—Es el viento que atraviesa las cavidades del adda —dijo Anzi. Abrió
una bolsa y la dejó junto al lateral de la criatura.
Unos instantes después, descendieron unos tubos de alimentación
procedentes de la parte superior de la cavidad. Se introdujeron en la primera
bolsa, produciendo un resuello que indicaba, sin duda, que la criatura se
estaba dando un atracón.
Quinn miró el orificio que servía como puerta para la cavidad de
pasajeros. Una vez más, había atraído la atención sobre sí mismo,
intencionadamente o no. Pero era impensable viajar con una mujer santa,
mucho menos con una gondi. Los hombres y las mujeres santos eran
solitarios, y siempre estaban deseosos de establecer conversación y de
escuchar chismes. Algunos quizá siguieran ordenes de los tarig. Desenvainó
la daga Cruzada y comenzó a limpiarla.
Anzi se sentó junto a él.
—Actuaste bien, Shen, al evitar que la gondi subiera a bordo. No tenías
elección.
—Ya no tiene remedio.
—No —dijo Anzi, mientras miraba por el orificio, como si quisiera
averiguar si alguien les seguía.
Los adda se encaminaron al Próximo; sería la etapa más larga de su viaje.
Aunque los principados eran estrechos, de unos seis mil kilómetros de
ancho, el viaje desde los centros de población al otro lado del principado
hasta el Próximo era lento. Una vez el viajero alcanzara las riberas, sin
embargo, el viaje habría llegado prácticamente a su final. De modo que, en
cierto sentido, el corazón de este mundo estaba cerca, al igual que lo estaba el
destino de Quinn: la Estirpe, en el mismo centro de ese corazón. De ese
núcleo emanaban todos los principados, cada uno con un gran río propio.
Tendría que viajar por otro de esos ríos para llegar al principado en el que
vivía Sydney.
¿Le recordaría ella? ¿Y cómo le recordaría?
Sabía desde su encuentro con Bei que esa no era una pregunta de fácil
respuesta.

En el valle de los adda, BeSheb, la mujer santa, miró en torno suyo y


comprobó que sus jouts habían huido, y que nadie se acercaría para ofrecerle
ayuda.
Se sacudió la chaqueta para apartar los restos de grano que manchaban el
blanco sagrado de sus ropajes. Mal asunto, el grano perdido y además las
monedas tiradas por el suelo, donde cualquier bribón podía cogerlas.
Contempló al adda, que iniciaba su viaje, un viaje que rezó por que estuviera
plagado de arañas del río.
BeSheb se agitó nerviosamente sobre su asiento, y rezó para calmarse:
—¡Oh, Dios miserable, mírame! ¡Tú que cuentas los pecados, contemplas
la tristeza, creas maldad, tú, creador de los despreciables chalin! Mírame. No
tengo miedo, no me envilece estar a tu servicio, te doy libremente mi
obediencia…
Un hirrin que pasaba cerca miró alarmado a BeSheb y se alejó
apresuradamente, con las orejas gachas para no oír una palabra de la oración.
El círculo vacío que rodeaba a la gondi se hizo mayor, pero nadie se atrevía a
tocar las monedas que relucían a la luz del Destello como los ojos dorados de
un dios enterrado.
BeSheb echó la cabeza para atrás y puso voz a sus oraciones; mientras lo
hacía, su inquietud disminuyó, y por fin guardó silencio y comenzó a contar
las monedas. Doce, dos de ellas primales. Bien, eso era diez veces más de lo
que le había costado el grano, lo que compensaría la humillación sufrida.
Tendría para comprar un saco más, y quizá para pagar los servicios de algún
musculoso desventurado, y aún le quedaría suficiente para…
Una sombra se cernió sobre uno de los primales.
Un tarig se agachó y recogió la moneda del suelo. Se giró hacia BeSheb.
—¿Es tuya esta moneda?
La gondi se rodeó con las alas para componerse a sí misma y prepararse
para tratar con el tarig. Los tarig no eran creyentes, y Dios les odiaba más de
lo que odiaba a la mayoría de seres. Así lo proclamaba el visionario Hoptat,
que había registrado por escrito las enseñanzas del Dios miserable hace
arcones, antes de los días de esplendor.
—Sí, mi radiante señor, mi vida está a vuestro servicio —susurró
BeSheb, sabedora de que su voz sonaba más servil cuando la bajaba.
El tarig se acercó a ella, sosteniendo el primal entre sus largos dedos.
—Hay alguien que paga un buen precio por tus oraciones.
BeSheb alzó la cabeza para ver mejor al inmundo tarig.
—En cuanto a eso, perdonadme, no es así. Los bribones pagaron por los
daños a mi saco de grano, que realizaron por medio de una espada que
blandieron sin motivo, amenazando a mis ayudantes jout.
—No vemos a ningún ayudante jout.
La gondi se humedeció los labios, irritada.
—Claro que no. Huyeron. —Aún estaba esperando a que el maldito tarig
le diese la moneda.
El tarig clavó en ella una mirada de lo más desagradable, y el círculo de
vacuidad que la rodeaba se hizo aún mayor, tanto que incluso los adda
parecieron volar lejos de ella.
La gondi añadió:
—Una lamenta contradecir a un gran señor, pero la verdad no es siempre
agradable. —Si el tarig elegía sentirse insultado, lo haría. Pero los muy
granujas la habían insultado a ella, a BeSheb de Ord, y preferiría poner fin a
su vida antes que guardar silencio al respecto.
La voz del tarig sonó melodiosa y tranquila:
—¿Quién tiene una espada y además la usa?
La gondi señaló hacia el cielo.
—Allí. El hombre chalin viaja solo, porque no quiso que el Dios
miserable le acompañase.
—Hmmm. Quería estar solo. —El tarig pareció sonreír—. Muchos
desean evitar al Dios de la miseria. Damos permiso para evitar a Dios, ¿no es
así? —Jugó con el primal de oro entre los dedos, pasándolo de un dedo a otro
como un prestidigitador.
BeSheb frunció el ceño.
—¿Y también permiso para blandir armas?
—Eres osada, BeSheb, por hablar así.
Sabía su nombre. No pasaba por allí casualmente, entonces. Quizá
BeSheb había demostrado su irritación indebidamente.
El tarig continuó:
—Nos gustas. Hablas sin rodeos y sin temor. No ocurre muy a menudo,
BeSheb. Es una diversión bienvenida.
BeSheb sonrió burlonamente.
—Son todos unos abyectos aduladores. Las gondi decimos lo que
pensamos.
La moneda cayó, y BeSheb la recogió. El tarig le dio la espalda e hizo
una seña a un niño chalin que les contemplaba a unos pasos de distancia.
—Recoge las monedas para ella, joven chalin —ordenó el tarig—.
Después, haz lo que te ordene hasta el ocaso, sin pedir dinero a cambio.
¿Entendido?
El muchacho asintió.
Mientras el tarig se alejaba, BeSheb se acomodó en su asiento y sonrió,
satisfecha. El Dios de la miseria a veces era generoso. Aceptó las monedas,
que su nuevo ayudante le entregó. Era un muchacho chalin apuesto, aunque
mugriento. BeSheb se concentró en disponer tareas para el muchacho que le
mantuvieran ocupado hasta el ocaso.
El adda continuaba su viaje; Anzi y Quinn estaban sentados con las piernas
cruzadas sobre el carnoso suelo, lo suficientemente cerca del orificio para
poder contemplar el paisaje.
Estaban sentados el uno junto al otro; Anzi sacó algo del bolsillo. De un
largo cordel azul colgaba un medallón circular. Parecía familiar. Lo acercó al
oído de Quinn, que pudo oír un soniquete diáfano y tranquilizador.
—El medallón de Dolwa-Pan —dijo Quinn.
—Nos servirá para saber cuándo nos acercamos al corazón del mundo —
dijo Anzi, entregándole el colgante.
Quinn no podía regañarla. Nunca se quedaba nada para ella. Se preguntó
si la princesa hirrin llegaría a ser una buena investigadora, como Bei, o una
fracasada, como Anzi.
—A la princesa le gustaba saber en todo momento lo cerca o lejos que
estaba de la Estirpe —dijo Quinn.
—Sí —dijo Anzi, pensativa—. Se sobrepondrá a la pérdida.
Quinn sostuvo el medallón y se preguntó cómo medía la distancia y la
transfería a sonidos.
—Tú no les adoras —le dijo a Anzi, y se le ocurrió que, además de
Suzong, Bei y lord Oventroe, debía de haber muchos en el Omniverso que no
servían a los lores tarig.
—Ellos tienen todas las respuestas, saben todo lo que yo deseo saber. —
Anzi sonrió—. Pero no, Shen. ¿Estaría aquí si les sirviera?
Quinn tuvo que recordarse a sí mismo el riesgo que asumía Anzi por estar
junto a él. Pero no le parecía que Anzi se considerase a sí misma una
disidente. O que cualquier otro chalin lo hiciera.
—Los chalin nunca se han rebelado. Nadie lo ha hecho, ¿verdad?
Anzi parpadeó.
—¿Rebelado? ¿Quieres decir como en la guerra? —Era obvio que la idea
la superaba—. ¿Por qué preguntas algo así?
Sin duda, la pregunta la había turbado. Quizá veía a los habitantes de la
Rosa como seres propensos a la guerra, y temía una confrontación. Quinn le
había prometido a Su Bei que protegería el Omniverso si las correlaciones
llegaban a ser conocidas. Le había prometido que haría lo que pudiera. Pero
quizá eso no fuera suficiente, se dijo Quinn, mientras pensaba de qué sería
capaz Minerva.
—Podría ocurrir que se produjera una guerra entre nuestros pueblos —
dijo Quinn, tratando de ser lo más honesto posible.
Anzi pareció reflexionar. Después, murmuró:
—¿De qué lado estarías, Dai Shen?
Quinn iba a decir la Rosa. De allí era de donde venía. Pero algo le
impidió decirlo. Permaneció en silencio.
Continuaron callados durante largo tiempo, y Anzi prefirió no proseguir
la conversación.
Las colinas comenzaban a aproximarse, dejando paso a una llanura
accidentada que hubiera supuesto un desafío para cualquier línea ferroviaria.
Se aproximaba el Ultimo del día. Sobrevolaron un bosque de achaparrados
árboles dorados. Entre ellos Quinn descubrió una nube de insectos alados,
unidos en un macroorganismo, que volaban de aquí para allá. El bosque dio
paso a nuevos valles, muy accidentados. Quinn sintió una paz descender
sobre él, algo familiar, algo que provenía del Omniverso, o del Destello, o de
la enorme amplitud del paisaje y su inescrutable horizonte.
Horas después, se cansaron de las vistas y agruparon los sacos de grano
en algo parecido a camas para descansar.
Quinn despertó a la luz creciente del Destello; el ambiente estaba cargado
del amargo aroma del grano y las entrañas del adda. Habían dejado el bosque
atrás, y sobrevolaban a muy baja altura un lago.
—Es muy poco profundo —dijo Anzi, que había despertado, y se acercó
al borde de la abertura para sentarse junto a Quinn—. El agua no suele
acumularse en la superficie. El Destello la consume. —Hizo una pausa.
Entonces, le golpeó con la mano en el pecho—. Atrás —susurró.
Más allá de la orilla del lago, una figura les hacía señas. Estaba junto a
una nave radiante que reposaba sobre la planicie. El adda había reducido la
velocidad.
—Tarig… —susurró Anzi—. Viene hacia nosotros.
—Quizá el adda no se detenga.
—La ley de vínculo obliga al adda a detenerse. Por eso la escala siempre
está extendida.
Anzi le guió hacia el muro y señaló hacia arriba.
—Arriba, arriba.
—¿Por qué? Tenemos una historia que contar.
—Pero desenvainaste un cuchillo. Quizá te interroguen demasiado en
profundidad. ¡Vamos! —Le empujó hacia el muro—. Usa los salientes como
peldaños; ve hacia las cavidades. ¡Date prisa!
—¿Qué hay de ti? —Quinn se revolvió; Anzi seguía empujándole, y el
adda seguía descendiendo.
—No se fijarán en mí. ¡Pero sí en ti! —Anzi comenzó a abofetearle.
Quinn inició la ascensión, y miró a Anzi—. ¡Vamos! —repitió Anzi, agitando
los brazos.
Quinn trepó hasta el punto que le había indicado Anzi; allí, la piel
describía salientes que permitían trepar sin problemas. Cerca de la parte
superior del muro, la temperatura aumentaba, y el olor a levadura se
intensificó. Vio una curva. Llevaba a un pequeño túnel que le obligó a
avanzar a cuatro patas. El olor a levadura era casi insoportable.
Sintió como el cuerpo de la criatura se agitaba; obviamente, el tarig había
agarrado la escala, y se disponía a subir a bordo.
Quinn llegó a una estructura ósea festoneada que describía agudas
espirales, repleta de depresiones y salientes, y conductos que a menudo no
tenían salida. Debían de ser las cavidades a las que se refería Anzi. Se levantó
una brisa, y Quinn esperó que el tarig no tuviera un gran sentido del olfato.
Se acurrucó para evitar caer en este lugar tan resbaladizo. Sin embargo,
ocultarse no le serviría de mucho si el tarig decidía buscarle. ¿Habría alertado
la mujer santa a los tarig?
Quinn se encogió sobre sí mismo y escuchó.
—Ah, la chica chalin —entonó una voz melodiosa.
—Señor, mi vida está a vuestro servicio —dijo Anzi en voz baja.
—No te conocemos. —La voz del tarig era poderosa y sonora, pero el
adda la amplificaba a niveles extraordinarios, lo que hacía que pareciese la
voz del mismo diablo.
—Soy Lo May, de la empuñadura de Chingdu, brillante señor —dijo
Anzi.
Estaba mintiendo. Quinn cerró los ojos y escuchó con atención.
—¿A dónde te diriges? —preguntó el tarig.
—Viajo por el Próximo para visitar las tumbas de mis padres, señor. Los
dos cayeron en Ahnenhoon valientemente.
—La muchacha chalin es muy respetuosa, si viaja por el Próximo solo
para visitar tumbas.
—Lo May también espera contemplar el grandioso Próximo.
—Eso es menos respetuoso.
—Perdonad a esta joven muchacha, brillante señor.
Siguió un largo silencio. Quinn, sudoroso e inquieto, aguardaba
impaciente. ¿Qué estaba haciendo el tarig?
—¿Ves, Lo May, cuatro sacos de grano?
—Sí, mi señor.
—¿El pasaje para una sola chica chalin?
Una pausa. Después:
—No, mi señor, otro viajaba conmigo.
—¿Y dónde está ese otro?
—Señor, deseaba yacer conmigo, y era muy insistente. Por mis derechos
de vínculo, usé la fuerza para obligarle a descender.
—Ya veo. ¿Un hombre chalin? Y ahora puede que muera, porque le has
dejado solo en mitad de la llanura. Eso puede ser un asesinato, según las
leyes de vínculo.
—Que el cielo me ampare, señor, no pretendía causar daño.
Una larga pausa. Quinn tenía la boca seca. ¿Asesinato? ¿Cómo podía
tomar ese rumbo la conversación de manera tan brusca? Quinn pensó que lo
mejor sería descender y matar a ese individuo antes de que él matara a Anzi.
Se irguió.
—Una muchacha chalin muy bonita —dijo el tarig.
A Quinn no le gustó el tono que había empleado el tarig. De nuevo
silencio. Quinn imaginaba todo tipo de cosas. Anzi, pensó, dame una señal
que indique qué está ocurriendo.
—Y sin embargo, no vimos a ningún rezagado —continuó el tarig.
—Quizá, mi señor, ya ha sido rescatado. Muchos adda partieron del eje
ayer.
—Hmmm. Una bonita muchacha chalin. ¿Debemos creer que eres tan
fuerte como para obligar a un hombre adulto a descender?
—Sí, mi señor. Lo May es fuerte.
—Y también cumple los juramentos —dijo el tarig.
—El Destello me guía, y Dios no repara en alguien tan despreciable como
yo.
—Tomamos nota —dijo el tarig, con voz aun más ominosa.
—Sí, señor —susurró Anzi.
—¿Conoces, muchacha chalin, a Wen An?
Una pausa.
—No. ¿Es alguien a quien debería conocer?
Quinn reptó para escuchar mejor. Wen An, la académica que le había
enviado a Yulin. No era una buena noticia que hablaran de ella. Quinn dejó
reposar la mano sobre Cruzada y se preguntó cuántos tarig había en esa nave
radiante, y si en ese preciso instante sostenían cables de sujeción mientras su
compañero tarig hacía algunas averiguaciones.
—La académica chalin Wen An. La buscamos para tomar su vida. Si la
conoces, ¿nos lo dirás?
—Por los juramentos, no conozco a Wen An.
—¿Tiemblas?
Siguió un silencio, durante el cual Quinn trató de distinguir las palabras
pronunciadas en voz baja. ¿Temblaba Anzi de miedo? ¿Qué estaba haciendo
el tarig? Quinn se preguntó si llevaban sus aparatos de estrangulamiento
consigo.
—Te hemos asustado —dijo la plateada voz del tarig.
De nuevo, Quinn no oyó la respuesta de Anzi. La ansiedad era
intolerable, de modo que Quinn reptó hasta el mismo borde de la cavidad,
desde donde pudo ver el brazo de Anzi, que retrocedía de su inquisidor.
—No hay nada que temer, Lo May. ¿Cuánto tiempo llevas viajando, y
desde dónde?
—Mi señor, una secuencia o más desde la empuñadura, desde Chingdu.
Había dicho cinco días, una secuencia.
—Durante ese viaje, Lo May, has contemplado los paisajes del reino
brillante, ¿verdad?
Quinn pudo ver cómo Anzi se apoyaba contra el muro. Anzi asintió.
—El reino brillante vive en paz, la paz del Omniverso. Wen An ha roto
esa paz y ha habido asesinatos. Dime, ¿temes nuestra justicia?
—No, brillante señor. Es el Camino Radiante el que sigo.
—Bien, Lo May. Buena chica. —Una mano de bronce se aproximó y
acarició un mechón de cabello, apartándolo del rostro de Anzi.
Si la tocaba de nuevo, Quinn usaría su daga.
—Nos gustas, muchacha chalin —dijo el tarig.
Quinn no podía ver al tarig, solo a Anzi, que parecía un animal
inmovilizado ante la presencia de un depredador.
—Ahora, te dejamos marchar en paz.
Anzi no se movió, sino que observó al tarig, que parecía alejarse hacia el
orificio.
Mientras descendía por la escala, le dijo a los que le aguardaban abajo:
—Solo una muchacha chalin, sin importancia.
—¿Espadas? —preguntó una voz lejana.
—No hay espadas —replicó el tarig; su voz empezaba a perderse a lo
lejos.
Una larga pausa. Quinn se limpió el sudor de las manos en la túnica;
esperó y escuchó. El adda se sacudió cuando el tarig saltó de la escala, y de
nuevo cuando se soltaron las cuerdas o la cuerda que anclaba al adda a ese
lugar. Sintió cómo el simbionte se elevaba, y pudo volver a respirar. A juzgar
por el movimiento, el adda se había puesto en camino de nuevo.
Se oyó un susurro desde abajo:
—Dai Shen. Ya puedes bajar.
Quinn descendió por el muro; Anzi estaba paralizada.
—Se ha ido —dijo Anzi, pero su voz se rompió.
—Anzi. —Quinn se acercó a ella, consciente de que parecía más pálida
que de costumbre.
Anzi le asintió y sonrió.
—Se ha ido.
—¿Estás bien?
—Claro que sí. —Anzi miró en torno suyo—. Cuatro bolsas.
Sí, eso había estado a punto de descubrirles. Cada persona llevaba dos
bolsas. Quinn debería haberse llevado dos bolsas consigo cuando se ocultó.
Eso había estado a punto de suponer la muerte de ambos. Anzi le había
mentido al tarig. La habría matado. Y después, a Quinn.
—Todo ha terminado —dijo Quinn.
—Sí —dijo Anzi, que temblaba.
Quinn gesticuló para que se acercara a él.
—Ven aquí.
Anzi lo hizo, y hundió su rostro en la túnica de Quinn. Sus brazos la
rodearon, reconfortándola, y reconfortándose a sí mismo. Quinn sintió una
enorme ternura recorrer su cuerpo. Después, dijo:
—Lo May piensa rápido.
Anzi rió, entre sus brazos.
—A la fuerza. La otra chica había perdido la cabeza.
Capítulo 17

El navitar guía las naves que surcan el eterno río Próximo. ¿Pensabas que el
dominio brillante era plano? En realidad, es curvo. En el río se ocultan los amarres, los
nexos. Solo el navitar puede guiar la nave hasta los amarres, y a través del
serpenteante dominio. Los navitares no aceptan pago alguno. Son ellos quienes pagan
el precio: sus vidas. Viajan por el temible camino de la más profunda percepción, y se
consideran felices. Conocen las extrañas leyes que se esconden más allá del Camino
Radiante, pero, si les preguntas, no dirán una palabra.

—Extracto de El libro de los mil obsequios

E l adda sobrevolaba sin prisa pero sin pausa la interminable topografía. Su


imprevisto desvío les había alejado hacía tiempo de los otros adda que
habían partido al mismo tiempo, aunque de cuando en cuando veían a uno
que volaba a lo lejos, con su escala colgando como el cordel de una cometa.
Tras las inmensas praderas, atravesaron regiones rocosas y simas
insondables producidas al partirse cordilleras. Aunque no había fuerzas
tectónicas que dieran forma a este mundo, Anzi afirmaba que en las cercanías
de los muros de tempestad, sus efectos deformaban y conformaban la tierra.
A Anzi le resultaba incómodo hablar de los muros, los baluartes que
rodeaban este mundo en un violento pero necesario abrazo.
Los sacos de grano fueron consumidos gradualmente por los tubos de
alimentación del adda. En ocasiones, Quinn bajaba a la escala, y respiraba el
aroma especiado del aire. Echaba de menos poder ver el horizonte y el cielo,
donde el aspecto tranquilizador del Omniverso era más acentuado.
Acurrucado en la bolsa de crianza del adda, sus pensamientos se centraban en
su traición a Johanna. Se preguntó, no por primera vez, si la paz del
Omniverso le había trastornado tanto la última vez como para perder el
juicio, y si esa paz le robaría su voluntad una vez más. Esta vez, sin embargo,
pensaba llegar hasta el final del asunto.
El adda atravesaba una espesa niebla. En el Omniverso, la niebla era una
forma de precipitación habitual, en ocasiones tan espesa que la condensación
caía en forma de lluvia desde la escala. El adda absorbía la humedad, y sus
tejidos se hinchaban temporalmente a lo largo de toda la cavidad. Entre las
muchas cosas que Quinn aprendió sobre los adda se incluían los trucos de sus
viajeros para aliviarse: la escala se replegaba parcialmente y se convertía en
una especie de asiento, que cubría el orificio de entrada. Cuando era
necesario sentarse, se convertía en el aseo.
Quinn había terminado de leer todos los pergaminos, y, para pasar el rato,
Anzi le contaba relatos e historias: de las cinco edades del Omniverso,
incluida la Primera edad, durante la cual los lores vivían en su dominio
original, el Corazón, y las edades que siguieron, durante las cuales crearon
tierras y seres que las habitaran. Había historias que relataban la aparición de
vida animal creada a partir de distintos modelos de la Rosa, relatos verídicos
sobre cómo y cuándo sucedieron esas cosas. Anzi también le contó relatos
mitológicos de criaturas similares a dragones (un relato de la Tierra, admitió),
y relatos de otros mundos, como el mito de los que caminaban el río,
colgando del revés de la superficie del Próximo.
También le contó historias de la Larga Guerra, y las tradiciones militares
de los chalin. Anzi era una experta en combate precisamente porque
esperaba, algún día, ser soldado, cuando Yulin decidiera que debía reforzar
las filas de reclutas de su dominio. Las tradiciones militares del Omniverso
eran tan antiguas como la famosa incursión de los paion, producida en un
periodo en el que Quinn pensaba como hace seis mil años, pero que Anzi
expresaba como hace seis arcones, donde cada arcón se componía de treinta
mil días. Mil años después, comenzó la Larga Guerra.
A excepción de la Incursión, que se produjo en la Larga Mirada de Fuego,
el principado en el que residían los inyx, los paion atacaron solo un
principado, el mismo en el que estaban en ese momento, y solo en un lugar,
en Ahnenhoon. Si, como creía Anzi, no venían del Omniverso, el hecho de
haber regresado a Ahnenhoon, al mismo punto exacto, era digno de tener en
consideración. Se trataba de seres que quizá supieran algo de las
correlaciones, aunque Anzi no lo creía.
—No vienen de la Rosa, sino de otro lugar.
—¿Qué otros lugares hay? —Era una pregunta inquietante, sin duda. ¿De
qué otro lugar podían venir?
—De entremedias —dijo Anzi—. Entre los dominios.
—¿Qué hay entre los dominios?
Anzi replicó con la respuesta habitual:
—Nadie lo ha sabido nunca.
Quinn pensó en regiones situadas más allá de su cosmos, y del de Anzi.
No tenía por qué haber solo dos…
En dirección al próximo crecía una marea negra. Se acercaban al otro
lado del Omniverso, y a su muro de tempestad. Aquí no había ni minórales ni
orígenes, ahuyentados todos ellos por el gran río que no era tal río, como lo
expresaba Anzi. El medallón repicó junto al pecho de Quinn. Lo sacó y se lo
acercó al oído. Escuchó con atención el tono cambiante que señalaba la
proximidad de la ciudad brillante. Esperaba no tener que estar allí demasiado
tiempo, tan solo el necesario para superar el escrutinio de Cixi y obtener su
aprobación para la misión que llevaría a Quinn a la tierra de los inyx. Cuando
contara con ella, su disfraz sería perfecto, y caería únicamente con la huida de
Sydney y las alarmas que se dispararían como resultado. Quinn ya había
planeado cómo se camuflarían después de eso: se harían pasar por hombres
santos. ¿Quién prestaría atención a dos marginados del Dios miserable?
De ese modo, Quinn volvería a casa con dos premios de un valor
inestimable: las correlaciones, si era afortunado, y Sydney.
Espérame, pensó, como si los pensamientos pudieran llegar hasta ella
intactos.

Los sacos de grano terminaron por agotarse; habían llegado a las orillas del
Próximo. El adda descendió a tierra, y Anzi y Quinn desembarcaron. La
criatura partió de nuevo rápidamente, incapaz de encontrar en ese lugar un
viajero en posesión de grano, e incómoda por la cercanía de la tormenta
perpetua del muro.
La altura del muro de tempestad era inconcebible. Parecía imposible que
se tuviese en pie, de hecho parecía como si ya estuviera derrumbándose. La
idea de que el Omniverso estuviera contenido y protegido por esa anarquía
parecía absurda. A lo lejos, al pie del muro, el río Próximo fluía con fuerza.
Entre Quinn y la orilla del río se encontraba una marisma transitoria repleta
de charcas de materia reflectante.
El olor a ozono era intenso. Estaban muy cerca de las ondulaciones
negroazuladas del muro, y las turbulencias del aire hacían ondear las ropas y
las tiendas. Una pequeña muchedumbre se había reunido al borde de la
marisma, esperando para subir a una embarcación. Eran viajeros, y entre ellos
había seres que Quinn no había visto antes. Evitaban mirar el muro. Estaban
dispuestos alrededor de hogueras de llamas de lenguas resbaladizas que no
parecían naturales. Entre charca y charca había zarcillos repartidos como
dendritas.
Anzi le avisó del peligro de pisar las charcas:
—Suzong me dijo que una niña de la corte que viajó aquí con sus padres
cayó al río. No murió, pero nunca volvió a hablar.
Dado que Anzi nunca había viajado por el Próximo, lo único que pudo
decirle a Quinn del río era lo que le habían contado. No era científica, y no
sabía nada de turbulencias temporales o espaciales. Pero tampoco lo era él.
Había una cosa, sin embargo, que Bei le había dicho a Quinn: el viaje por el
Próximo no superaba la velocidad de la luz, así que no habría efectos de
dilatación del tiempo. Al crear el Próximo, los tarig utilizaron una tecnología
muy superior a cualquier cosa conocida por los humanos.
El río hacía posible atravesar el principado de su frontera más exterior
hasta el corazón del mundo. Repartidas a lo largo del principado se
encontraban tierras vacías que Quinn suponía correspondían al espacio
interestelar. Esas áreas eran tierra firme solo en un sentido conceptual, pero
no si se seguía estrictamente la lógica. En ocasiones la lógica no era
aplicable, como ocurría con las explicaciones de Einstein al respecto de la
gravedad y la relatividad. Hacía mucho tiempo un matemático había dicho,
«En matemáticas uno no entiende las cosas, solo se acostumbra a ellas».
Quinn, el nuevo Quinn, se estaba acostumbrando al Omniverso.
Acababan de encender un fuego para cocinar la cena cuando la multitud
se agitó inquieta. Los viajeros señalaban hacia el Próximo.
Se acercaba un barco. No era más que una diminuta mancha que se abría
paso entre las marismas, hasta que se detuvo a unos noventa metros. Parecía
flotar, ligeramente elevado sobre el suelo. Era muy parecido a un pequeño
barco, a excepción de un conducto en la parte delantera, que, según Anzi,
servía para recoger materia del río que sirviera como combustible. En el
centro de la cubierta había una cabina de pasajeros coronada por una cubierta
superior más pequeña. Mientras Quinn y Anzi se aproximaban, vieron a una
persona que permanecía de pie sobre la proa, esperando.
—¿El navitar? —preguntó Quinn a Anzi mientras se apresuraban.
—No, Dai Shen, es un ysli, el sirviente del navitar.
Quinn no había visto antes a uno de esos seres, y lo observó con interés
mientras el barco se acercaba.
El ysli era de corta altura, y algo simiesco, tenía el hocico desnudo y ojos
rodeados de una mata de pelo. Resultaba difícil pensar en él como un ser
inteligente, ya que no llevaba ropa, pero el hecho era que en sus ojos había un
brillo de inteligencia, con el que inspeccionaba a la multitud que comenzaba
a amontonarse junto al barco. Los navitares dependían por completo de sus
sirvientes, puesto que eran incapaces de realizar tareas mundanas. Los seres
que dedicaban su vida a navegar el Próximo habían renunciado a cualquier
actividad ajena a ese propósito, la condición necesaria para recibir la mejora
ofrecida por los tarig: ser sensibles a las fuerzas fundamentales que sostenían
el Omniverso. «Los navitares no saben lo que nosotros sabemos», había
dicho Anzi. «Saben otras cosas».
De repente Anzi estaba tirándole de la manga.
—No mires —le advirtió—. Tarig.
—¿Dónde? —Quinn se giró y detectó una alta figura en su visión
periférica. Y había más: podía oler al tarig. Había estado muy cerca de un
tarig en el adda, pero el olor a levadura de las cavidades había eclipsado otros
aromas. Ahora el olor llegaba intensamente, como azúcar quemado, un olor
que en sí mismo no era desagradable, pero que estaba impregnado de
antiguas emociones.
El tarig se acercaba al barco. La multitud se partió en dos entre
reverencias y apelativos respetuosos murmurados. Anzi se tensó y empujó a
Quinn, que caminaba delante de ella. Anzi estaba nerviosa, pues había
mentido al otro tarig, y temía que estuvieran buscando a Wen An, que
conocieran el nombre de la primera persona que había ayudado a Quinn.
Ahora, el tarig estaba delante de ellos, y miraba al ysli, que hizo una
reverencia, pero no pareció impresionado, demasiado ocupado tratando de
decidir quién subiría a bordo y quién no. Quinn era muy consciente de la
presencia del tarig, pero evitó mirarle a los ojos. Era una hembra. Podía
olerlo. También podía oler el sudor y el miedo de Anzi.
La tarig se giró hacia Quinn.
—No te conocemos.
Quinn se giró hacia ella y la miró a sus ojos negros.
—Dai Shen. Vengo de casa del maestro Yulin, brillante señora —dijo
Quinn en su mejor lucente, sin acento.
—Ah. Asuntos de inyx —murmuró la voz prodigiosa de la tarig.
Quinn no podía creer que la tarig lo supiera, aunque era la historia que
estaba preparado para relatar. Le preocupaba que la tarig hubiera hecho
referencia a los inyx, el verdadero destino de su viaje.
—Sí, mi dama.
En ese momento el ysli gritó a la multitud:
—¿A dónde os dirigís?
Entre los gritos que respondieron a la pregunta, Anzi replicó:
—¡La Estirpe!
La tarig miró por encima de la cabeza de Quinn e inspeccionó la multitud,
alerta. Resultaba inquietante que la criatura pudiera simplemente mirar por
encima de la cabeza de Quinn.
—A la Estirpe, ¿eh? —dijo la tarig—. Bien. —Miró fijamente a un
hombre chalin—. Y tú, ¿adonde vas?
La tarig apartó a Quinn de su camino, y se alejó dejando tras de sí su
aroma a azúcar quemado. Anzi tiraba de la manga de Quinn para arrastrarle
hacia el barco.
El ysli dijo, al ver a Anzi:
—¿Cuántos viajeros?
—Dos.
El ysli asintió y desplegó una escala móvil que se situó por encima de una
charca.
Anzi y Quinn se abrieron paso entre la multitud restante y subieron a
bordo.
—La tarig nos ha soltado porque los culpables no viajan a la Estirpe —
murmuró Anzi. Quinn no pudo evitar mirar a su espalda, hacia la tarig, que le
estaba observando. Quinn se maldijo a sí mismo por haber mirado. Después,
miró la cubierta superior y vio un borrón azul; algo se movía al otro lado de
ventanas ahumadas.
Por detrás de Anzi y Quinn caminaba un chalin, encorvado por el peso de
varias cajas atadas a su espalda. El ysli le guió junto con su equipaje a la
cabina, donde, entre sudores y jadeos, aceptó la oferta de Quinn, que le ayudó
a dejar las cajas en el suelo.
—Con cuidado —dijo el hombre—. Es para el delegado, zoquete. —
Gesticuló en dirección a su equipaje—. Son escritos para el delegado Min Fe
y el cónsul Shi Zu. —Miró a sus compañeros de viaje para enfatizar la
importancia de esos nombres.
A través de la ventana, Anzi observó a la tarig mientras el hombre chalin
seguía hablando:
—Min Fe debe recibirlos enseguida para poder amontonarlos en un
rincón y no leerlos jamás. —Sacudió la cabeza y miró la cabina central que
iban a compartir—. No sé dónde pretendéis dormir, pero no encima de mis
paquetes, muchas gracias.
El ysli frunció el ceño.
—Habla demasiado —dijo. Después, fue a popa, abriéndose paso entre la
concurrencia hacia la escalera de cámara que llevaba a la cubierta superior.
Desapareció en la pequeña cabina de popa, y pronto el barco se puso en
camino, ganando velocidad gradualmente mientras avanzaba sobre la
marisma.
A pesar de su inquietud al respecto de su equipaje, el hombre chalin se
sentó en una de las cajas y se limpió el sudor de la frente con un pañuelo de
seda. Era de constitución pequeña, y parecía de esa indefinible mediana edad
habitual en los chalin, que daban la impresión de rondar los treinta años
durante la mayor parte de sus vidas.
—Soy Cho, asistente de las altas claridades. —La reciente presencia de la
tarig, una criatura a la que debía de haberse acostumbrado durante el
cumplimiento de su deber, parecía no haberle perturbado.
—¿Quiénes sois vosotros?
Quinn y Anzi se presentaron.
Cuando Cho escuchó las palabras «Dai Shen de la Larga Guerra y de la
casa del maestro Yulin», dio un respingo, alarmado.
—¿De la casa del maestro Yulin? ¿De la Larga Guerra? —Hizo una
reverencia—. Perdón. Debéis perdonarme. Nací en un minoral. Mi ignorancia
es imperdonable. —Hizo una nueva reverencia—. Sois personas muy
importantes. Yo solo soy un asistente. Podéis dormir sobre mis cajas. Elegid
las que prefiráis. —E hizo una reverencia más.
—No soy nadie importante en la corte de Yulin. Solo un soldado de
Ahnenhoon. No tiene importancia.
Cho negó con la cabeza.
—Aun así, es un honor. Permitidme que os sirva. —Parecía incapaz de
decidir si debía sentarse de nuevo.
Anzi intervino:
—Preferiríamos que nos considerases tan solo compañeros de viaje, hasta
que lleguemos a la Estirpe. Allí debemos lucir nuestras distinciones, pero no
aquí.
Cho asintió con gratitud.
—Que así sea. En la ciudad brillante hablareis directamente con los
delegados, ¿quizá incluso con la alto prefecto? —Les miró de soslayo—.
Pero sí, compañeros de viaje. Será un honor, por supuesto. —Sacudió la
cabeza, y murmuró:
—Un asistente en compañía de personas tan importantes.
Una voz gorjeante exclamó, desde la cubierta superior:
—Bien, las rutas a la Estirpe están abiertas. Los viajeros, vincúlalos a mí.
Dispersa las líneas, dispersa…
Cho miró al techo.
—La navitar. Esa verborrea, no prestéis atención. —Sin embargo, él
mismo contempló nerviosamente las escaleras que llevaban a la cubierta
superior—. Su nombre es Ghoris. He viajado con ella antes. Muy buena
piloto, os lo aseguro.
Desde la cabina de popa les llegó un agradable olor a comida cocinada. A
pesar de haber tenido a una tarig a un brazo de distancia, Quinn empezaba a
sentirse lo suficientemente cómodo para tener hambre. Enseguida, sin
embargo, el ysli ascendió la escala de cámara llevando bandejas repletas de
sopas, albóndigas y cestas llenas de misteriosos manjares. Poco después el
ysli ya estaba limpiando la cocina. Parecía que, para los otros, la cena no
formaba parte del trato.
Cho se recostó en su improvisado asiento, resignado.
—Debemos alimentar a Ghoris, o no conseguirá llevarnos a través de los
vínculos.
Estaban en el río. A través de las ventanas de un lateral solo se veía la
más absoluta oscuridad, donde el muro de tempestad y el río se unían. Al otro
lado del barco, el río fluía liso y espeso como mercurio, y formaba remolinos
aquí y allá, pero por lo demás parecía en calma, y ningún otro bote lo
atravesaba. Quinn sintió un peso en el estómago y se le embotó la mente.
Por fin, el ysli bajó las bandejas con los restos de comida y las dejó junto
a las cajas de Cho, que comenzó a comer con ganas las sobras. Quinn había
perdido el apetito, y también Anzi.
Cuando terminó de comer, Cho miró a sus acompañantes.
—Solo queda dormir. He estado en el Próximo una docena de veces, y
cada vez me mareo más que la anterior. —Improvisó un lecho entre las cajas
y se acostó.
Mientras navegaban hacia el muro de tempestad, una luz azulada invadió
el barco, y Quinn sintió de nuevo las nauseas que había sentido por primera
vez en el minoral. Anzi se recostó en la mampara y cerró los ojos.
—Descansa, Dai Shen —dijo. Su piel estaba coloreada de un aura azul—.
Cuando la navitar atraviese los nudos será mejor estar dormido.
Quinn ya había tomado la determinación de no dormir durante esta
experiencia.
El barco se tambaleó. Los cacharros chocaron entre sí en la cocina del
ysli. Quinn miró sus manos y pensó que no ocupaban un fragmento de
espacio, sino varios. Las observó, intrigado. Una especie de resaca trató de
ahuyentar esos pensamientos y arrastrarle a su seno. Quinn la combatió.
A su lado, Anzi y Cho dormían.
Miró afuera. La superficie del río cubría el barco hasta la mitad de las
ventanas de la cabina. Estaban descendiendo a los vínculos, una imagen
alarmante. En el exterior, junto al barco, podía ver una criatura de extraño
aspecto. Caminaba por el río, pero boca abajo, con las patas sobre la
superficie. Era un animal de muchas patas, casi como una araña. Un
caminante del río, pensó. Pero no podía estar viéndolo en realidad, puesto que
era una bestia mitológica del Omniverso. Si seguías a un caminante del río, te
llevaría al olvido en los vínculos. Apartó la vista, con la mente embotada.
Las luces de la cabina parpadearon.
Quinn se dirigió, tambaleante, hacia la cabina, y echó un vistazo. Iba a
preguntarle al ysli si podía arreglar las luces. En una esquina había una
hamaca en la que descansaba encogida la criatura. Por la ventana de la cocina
Quinn vio que ahora se encontraban sumergidos varias brazas en el Próximo.
Lo que les rodeaba no era agua, sino un medio más vital, que emitía una luz
apagada y era atravesado por carámbanos relampagueantes. Quinn se giró al
otro lado de la cocina y vio una imagen similar. La embarcación se sacudió
de nuevo, agitando los cazos y cazuelas.
Quinn vio una luz fuera de la cocina. Vio que la escalera de cámara
estaba iluminada con luz proveniente del piso superior. Se sentía mareado.
La puerta se estrechó y después sobresalió. Quinn recuperó el equilibrio
apoyándose en la encimera de la cocina; tenía el estómago revuelto. Caminó
en dirección a la luz que emitía la escalera de cámara. Cuando llegó al primer
escalón, este se apartó, pero, cuando dio un paso hacia arriba, se encontró a
mitad de la escalera.
Cuando llegó arriba, encontró una estancia rectangular con un dosel en un
extremo. El techo estaba compuesto de un material membranoso, como el del
velo entre mundos. En el dosel estaba sentada Ghoris la navitar. Su cabeza
estaba muy próxima al techo.
Vestía una larga túnica roja, y su cuerpo era de tamaño y forma
indeterminados. Su cabello blanco estaba suelto, y se agitaba alrededor de su
pecho. Señaló a Quinn con un dedo, que se acercó a él más de lo que hubiera
pensado posible. Entonces vio que la criatura estaba moviendo los dedos
frente a sí, sin prestarle atención. Estaba pilotando. Abrió y cerró la boca, una
y otra vez.
—¿Lo ves? El giro, allí —dijo con voz desgarrada. Su muñeca giró, y
sonrió beatíficamente—. ¿Lo ves, viajero?
—Se ha ido la luz —se encontró a sí mismo diciendo Quinn, y
preguntándose si sus palabras tenían sentido.
Las manos de la navitar eran rechonchas, como si sus músculos se
hubieran convertido en piel y tendones. Las miró. Su rostro era redondeado.
—No es luz, es el fundamento. Sssí. —Sus ojos se cerraron, pero seguía
moviendo las manos frente a sí—. Hay treinta y seis, y algunos emparejados.
Luego, ocho campos y todas las generaciones. Ahora llegan. A mis manos.
—Recogió uno del aire y lo apartó a un lado.
Continuó con una gárgara:
—Para convertirlos en una familia. Combinándolos, creando una
estructura, gracias a la que podemos saber lo que sabemos. Sssí, la simetría.
Ya no hay anomalías. En mis manos, el conjunto completo de simetrías, sí.
—Abrió los ojos y miró a Quinn sin verle en realidad—. No puedes verlos.
Solo ves luz. No es luz. Esa es la superficie de una cosa. Es error tuyo, pues
eres lo que eres. Todos os habéis puesto de acuerdo sobre el mundo, para
evitar volveros locos.
«Locura» era un término que Quinn hubiera usado para referirse a ella,
más bien. O eso o era un genio.
—Viajero, ¿qué lo mantiene todo unido? —preguntó la criatura, como si
diese lecciones a un alumno.
—¿Mantiene qué unido, navitar?
Ghoris gesticuló en torno suyo.
—Todo. ¿Qué evita que se colapse? Piensa en… el cosmos. ¿Qué impide
que sucumba bajo su propia masa? Porque todo se aleja de todo, ¿no lo
percibes? Pero el Omniverso no se mueve, en tu plano de vida. Piensa en ello
con detenimiento. Respondes, en tu ignorancia, que los muros de tempestad
evitan el colapso. Pero, ¿qué impulsa la gran tormenta? ¿De dónde obtiene su
energía? Es algo que incluso tú puedes saber.
Quinn respondió tratando de ser lógico:
—Los tarig le dan poder.
Ghoris suspiró.
—Pobre criatura insensible. —Su atención se centró en un punto justo por
encima de su cabeza—. Las líneas —susurró. Abrió la boca y miró al vacío,
como si quisiera oler las líneas. Quinn abrió la boca también, dejando que el
aire entrase en su órgano de Jacobson. Creía que también él podía olerías.
—Qué… —comenzó Quinn.
—¡Nada de palabras! Se deshilacha, se deshilacha.
Estaba mirando justo por encima de la cabeza de Quinn.
—Viajero, tú eres el nudo. Las cosas convergen en ti. Eso hará que tu
viaje sea muy difícil.
Comenzó a mover las manos con mayor rapidez, como si destejiera una
trama invisible.
—Todas las líneas convergen. Estás buscando, sí. Encontrando cosas que
nunca buscaste, perdiendo todo lo que buscabas. Ya veo. También la veo a
ella. Está a tu lado. Líneas entrecruzadas, también. Ah, sssí.
—¿Quién? —susurró Quinn—. ¿A quién ves? —La creía. Creía que
podía ver cosas en las líneas.
El pesado rostro de la navitar pareció vaciarse por un instante. Negó con
la cabeza.
—Su nudo está en el centro de todas las cosas. Tú estás allí, pero sus
líneas son fuertes. Sí.
Quinn rebuscó en su bolsillo las fotografías. Sacó la de Sydney y se la
mostró a la navitar.
—¿Es a ella a quien ves? Dímelo.
Ghoris miró a la fotografía, y a continuación se puso en pie
repentinamente. Aflojó un cinto junto a su cuello y se incorporó. Su túnica
cayó al ponerse en pie, cubriendo sus piernas. Era muy alta. Tocó la
membrana, la distorsionó, y después la perforó con su cabeza, y permaneció
de pie, en apariencia decapitada. Alzó las manos y atravesó con ellas la
membrana.
Quinn contempló su carnoso cuerpo. Sus pechos colgaban como globos
deshinchados de su torso.
Pobre criatura. Fuego, oh, fuego. Escuchó la voz de la navitar dentro de
su cabeza. Perdida. Se han roto los lazos. En todos los mundos. Tras unos
momentos, Ghoris se sentó de nuevo, y la membrana se cerró por encima de
su cabeza. Sus cabellos caían en rizos húmedos. Cerró los ojos y susurró:
—Cayó al fuego.
Sus palabras afligieron a Quinn.
—Mi Sydney —murmuró.
La navitar parpadeó y abrió los ojos.
—Ese no es su nombre —gruñó.
La navitar comenzó a dirigir las líneas de nuevo. Extendió las manos en
dirección a Quinn, aferró el aire, dobló los dedos y atrajo las líneas hacia su
pecho, atrayendo a Quinn a la fuerza hacia ella. Quinn se tambaleó hasta
llegar al pie del dosel, donde se arrodilló.
La navitar alzó un dedo y dijo:
—¡Mira arriba!
Quinn obedeció. El cielo estaba sembrado de agujas, que caían y
ascendían, como una aurora boreal compuesta de cuchillos.
—Tienes muchas vidas —gimió Ghoris—. Yo tengo muchas vidas; todas
están ahí arriba. —Sacudió la cabeza, meneando sus pesadas mejillas—. Pero
tú no puedes verlo.
—No —admitió Quinn, desolado. Sentía una gran emoción, pero también
estaba agotado, y trataba de no caer rendido.
Ghoris se puso en pie de nuevo y atravesó la membrana. Se tambaleó,
como si la agitaran vientos extraños. Quinn oyó una voz en su cabeza: Veo
tus vidas, tus vidas unidas entre sí. Se retuerce, sí. Pero, ¿qué mundo es?
Quinn podía ver la imagen emborronada de la navitar por encima de su
cabeza; Ghoris agitaba las manos sobre su cabeza; allí, cuchillas de luz
cortaban sus manos y se reunían junto a ellas. Parecía una diosa del
relámpago. Veo el mundo colapsándose, el fuego descendiendo. Veo una rosa
en llamas. Tan hermosa, tan muerta. No combinan; no tienen simetría. Son
mutuamente exclusivos. Ambos no pueden ser verdad. La rosa arde, y el
Todo se dispersa. Elige, Titus, elige.
—¿Qué debo elegir? —susurró Quinn.
La navitar se agachó de repente y se inclinó sobre él con el rostro
manchado de mercurio. Sus pensamientos llegaron a Quinn: Tu corazón.
Guardó silencio durante largo tiempo, con la cabeza gacha por el
agotamiento. Después, Quinn eligió ocho o nueve hilos de luz, que esta vez
pudo ver, filamentos espirales que surgían del aire y se aferraban a sus dedos.
Tiró de ellos e impulsó la parte superior de su cuerpo y sus manos hacia el
cielo. Mientras lo hacía, la proa de la embarcación cayó en un profundo
manantial, y Quinn cayó hacia delante, sobre la suave y acolchada cubierta de
madera.
El sueño lo reclamó.

Quinn abrió los ojos apenas un milímetro, lo suficiente para ver el rostro
surcado de marcas del ysli mirándole.
Alguien decía:
—Estamos aquí, después de todo. Y Dai Shen es el único que se ha
mareado, aunque pensaba que sería yo.
La voz de Cho.
Quinn volvió completamente en sí y se encontró en una sala iluminada
con una luz que dañaba los ojos.
Anzi, preocupada, se acercó.
—¿Por qué subiste, Dai Shen?
—Deberíais haber estado durmiendo. Todos —dijo el ysli.
Quinn se incorporó y dijo:
—Las luces se apagaron. Fui a buscar luz.
El ysli frunció el ceño amargamente.
—No hay luz en los vínculos. —Le entregó a Quinn una fotografía
arrugada. Sin decir una palabra más, les dejó y se metió en la cocina.
—¿Estás bien? —preguntó Anzi.
Quinn asintió. Tenía el estómago revuelto y le dolía la cabeza, pero
seguía de una pieza. Alisó la arrugada fotografía. La imagen estaba tan
gastada que apenas podía distinguirla. Pero, sin duda, no era Sydney.
No era su hija. Era su esposa. La fotografía que le había mostrado por
error a la navitar era de Johanna. Ghoris había estado hablando de Johanna.
Pobre criatura. Sus lazos se han roto en todos los mundos. Cuando estuvo en
la cubierta superior, había comprendido lo que eso significaba, pero ahora no
lo tenía tan claro. Debía entrevistarse una vez más con la piloto.
Cho se abrió paso entre sus cajas y salió de la cabina.
—La navitar —le susurró Quinn a Anzi—. Dijo que…
—¿Qué dijo?
—Las cosas arderán. Se desperdigarán.
—Los que son como ella están medio locos —dijo Anzi. Pero parecía
alarmada.
—Dijo que las líneas, las líneas que ella ve como sucesos, convergen en
mí. En Johanna. —Se puso en pie de un salto y se encaró con el ysli—.
Quiero despedirme de la piloto.
—Largo —graznó el ysli, de pie delante de la escalera de cámara.
Un ruido atrajo la atención de Quinn. Alzó la vista y vio que la puerta
cerrada situada en el piso superior se agitaba en su marco.
—Déjame hablar con ella —dijo Quinn. Se oyó un gimoteo procedente
del piso superior.
El rostro del ysli se contrajo.
—La navitar no se encuentra bien.
Un desagradable olor a excremento procedente del otro lado de la puerta
llegó a los órganos sensoriales de Quinn, como si tratara de demostrar la
veracidad de las palabras del ysli. Quinn sintió cómo se le revolvía el
estómago.
La navitar estaba pagando el precio por ver cosas. No era de extrañar que
estuviera loca; si el río jugaba con el espaciotiempo, quizá llegara a observar
los efectos antes que las causas. Quinn se preguntó qué podría compensar la
locura y el sufrimiento. Claro que él no sabía qué había visto la navitar, y se
le ocurrió que, muy posiblemente, se trataba de absolutamente todo.
Miró por última vez escaleras arriba y asintió al ysli. Ahora nunca le
dejaría subir, y era muy posible que Ghoris estuviera indefensa en ese
momento. Quinn recogió su bolsa y siguió a Anzi hasta la cubierta.
Cuando salió y miró en torno suyo, el mundo se derrumbó.
Concentrado en la navitar, Quinn no había caído en la cuenta de que
estaban aquí.
En la Estirpe.
Era una imagen formidable. La embarcación estaba amarrada a un muelle
flotante en medio de un mar mercurial que se extendía en todas direcciones,
infinito. Pilares de materia exótica se elevaban del mar hasta una lejana
estructura por encima de sus cabezas, diminuta a esta distancia, de unos
nueve mil metros. Quinn sabía, sin embargo, que se trataba de un hábitat
gigantesco, que contenía las inexpugnables mansiones de los tarig.
Por supuesto, los pilares no sostenían la ciudad. En realidad, servían de
soporte al Omniverso, al rellenar la materia exótica del mar y los grandes ríos
de los principados. A ambos lados, y a lo lejos, Quinn vio los muros de
tempestad del principado, que convergían en el gran mar. Más cerca, se
encontraba la gran Ciudad de la Orilla, que bordeaba la costa y formaba una
metrópolis extensa y estrecha conectada por el transporte instantáneo de los
navitares.
Quinn y Anzi acompañaron a una pequeña multitud hacia el centro del
muelle, donde un portero dirigía el flujo de viajeros. Tal como habían
planeado, darían sus nombres, que ya había enviado con antelación Yulin
desde un nódulo de comunicación axial. El dominio chalin no estaba a una
distancia impracticable del corazón del mundo, y por ese motivo la
comunicación entre él y la Estirpe era posible, aunque limitada a la velocidad
de la luz.
Quinn levantó el extremo de uno de los bultos de Cho de la espalda del
hombre, para ayudarle.
—¡Muchas gracias, excelencia! —exclamó Cho—. Podría haber traído
todo esto en piedras rojas, pero Min Fe lo quiere en papel. —Descendió la
carga al muelle con ayuda de Quinn, mientras esperaban a que un delegado
chalin les dejara pasar.
Anzi miraba por encima de su cabeza.
—¿Nacida en un minoral? —preguntó Quinn, sonriendo.
Anzi enrojeció.
—Yo… solo estaba… —dijo, y dejó a un lado su orgullo—: Nunca había
visto nada igual.
Tampoco Quinn. La última vez que había venido aquí, lo había hecho por
el Destello. Pero sabía que solo había una visión capaz de igualar a esta en
todos los mundos. Y se encontraba en la cima.
Era el momento de dejar sus fotografías atrás. Sabía que eran demasiado
peligrosas para llevarlas a la ciudad brillante, pero ahora que había llegado el
momento de deshacerse de ellas, vaciló. Habían sido sus compañeras de
viaje, tanto como la propia Anzi. Y aunque las fotografías habían perdido
calidad hasta parecer retratos de fantasmas, Quinn había rellenado los huecos.
Por fin, se arrodilló en el muelle y las dejó caer. Cuando cayeron en la
superficie del agua, parecieron iluminarse de nuevo. Mientras flotaban,
Quinn vio a Sydney con diáfana claridad, y por un momento le pareció que
era una joven mujer con los ojos mutilados…
Anzi estaba junto a él; lo apartó gentilmente del muelle. Se colocaron en
la fila. Quinn deseó haber tirado las fotografías al mar de una en una, para
poder haber visto a Johanna, para saber qué le habría mostrado en ella la lente
de la superficie, o la lente de su imaginación.
La fila avanzó. Anzi estaba dando su nombre al delegado. Más adelante,
un ascensor reluciente esperaba en el flujo del pilar, con la puerta abierta.
Quinn trató de ahuyentar la inquietud que le provocaba estar tan cerca de una
sustancia tan peligrosa como el agua del río. A nadie más parecía molestarle
este detalle; el ascensor conformaba una zona segura.
Algo iba mal.
—Debe de ser un error —decía Anzi— sin duda. Me envía el maestro del
gran dominio.
El delegado chalin negaba con la cabeza. Miró a Quinn con el ceño
fruncido.
—¿Eres tú Dai Shen, que viene a ver a la alto prefecto?
Quinn asintió.
—Entonces puedes pasar —dijo el delegado—, pero nadie más del
dominio de Yulin pasará.
El delegado trató sin éxito de hacer pasar a Quinn. Anzi continuó:
—Tenemos una claridad de gran importancia, y yo ayudaré a presentarla
ante la alto prefecto, por el bien del dominio.
El delegado la miró con ojos imperturbables.
—No, no lo harás. El llamado Dai Shen tiene permiso para ascender. —
Se giró hacia Anzi—. Puedes esperarle aquí si lo deseas, y si no te importa
dormir en el muelle.
Cho era testigo de la conversación. Parecía consternado. Ya había pasado
el punto de acceso, y estaba listo para entrar en el ascensor, pero volvió atrás.
—Yo respondo por la mujer —dijo—. Es una persona muy importante.
Encantadora, muy influyente en la casa de Yulin, se lo garantizo.
El delegado le miró desdeñosamente.
—¿Acaso necesito ayuda de un asistente?
Cho retrocedió, murmurando:
—No, no, disculpe.
—No subiré sin ella —dijo Quinn, acercándose al delegado.
—Ese no es mi problema —replicó el hombre—. ¿Quién es el siguiente
con el permiso en orden?
La gente que seguía en la fila se amontonó detrás de ellos. Quinn se salió
de la fila y se dirigió donde estaba Anzi.
—No, Shen —dijo Anzi—. Sabes todo lo que necesitas saber. Eres todo
lo que tienes que ser. Sin mí.
—Te necesito a mi lado, Anzi.
En silencio, los labios de Anzi formaron la palabra «no». Quinn tuvo la
desoladora sensación de que iba a abandonarle.
Anzi lo llevó al borde del muelle, donde el mercurial mar se mecía contra
pilares inmortales.
—Shen, lo conseguirás sin mí. Tienes las piedras rojas, y tienes tu
historia.
—Hemos estado juntos hasta ahora, Anzi. No sé si podré hacerlo sin ti.
El rostro de Anzi parecía ahora inflexible.
—Sí puedes. A pesar de lo que piensa mi tío, creo que conseguirás lo que
te propones en el dominio de los inyx. Podrás recuperar a tu hija.
Quinn no dijo nada; por algún motivo, la mención a su hija le había
dejado sin palabras.
Anzi asintió.
—Estarás con tu hija de nuevo, y la querrás.
Permanecieron uno frente al otro, mirándose. El muelle parecía sin duda
un lugar desapacible, y el paisaje que lo rodeaba parecía ahora aun más
desalentador.
—Sabes lo que fui —dijo Quinn en voz baja—. Lo que hice y lo que no
hice… en el pasado.
—Sí. Pero, ¿recuerdas los consejos de Ci Dehai? El río fluye hacia
delante. Somos lo que debemos ser. Debo creer en ello para seguir adelante.
—Anzi, ven conmigo. Haremos que el delegado entre en razón. —Quizá
el delegado estaba equivocado, quizá podrían hacérselo ver. Quizá era
demasiado vehemente en sus funciones y se había excedido con ellos.
—No. —Anzi puso la mano sobre el brazo de Quinn y la apretó con
fuerza—. Eres igual que él, Shen. Estás en el lugar en el que nuestros mundos
se encuentran, el lugar en el que nuestros mundos entran en contacto. Y
tendrás que elegir cómo ocurrirá eso, quién resultará vencedor y quién
sufrirá.
—No tengo esa clase de poder. Si supieras lo poco que…
Anzi gesticuló con la mano para ahuyentar sus palabras.
—Titus —susurró—, la navitar tiene razón.
Lo había llamado por su verdadero nombre. Quinn sintió un escalofrío.
—Las cosas convergen en ti. Por lo que eres, por Johanna, no lo sé. Pero
eres un gran hombre. Bei me lo dijo. La navitar lo ha dicho. Lo creo. Siempre
lo he creído.
Quinn le dio la espalda y miró el mar, cuyos reflejos eran cegadores. Lo
que Anzi había dicho era cierto. Quizá no controlaría la puerta. Pero en
último término todo dependería de a quién iba a entregar su lealtad: a esta
tierra, en la que vivía su hija, o a aquella en la que solía vivir. No estaría entre
ambos mundos; tendría que elegir uno de ellos. Y no sabía cuál sería. Aunque
no sabía cuándo ni porqué, tendría que elegir. Sabía que si no lo hacía, nunca
estaría seguro de nada.
La fila de viajeros avanzaba. De cuando en cuando el delegado fruncía el
ceño en dirección a Quinn y Anzi. Cho le hizo señas a Quinn desde el
ascensor, apremiándole.
No había tiempo para hablar.
Anzi parecía tener algo más que decir. Como si quisiera confesar que
sentía algo por él. Quinn deseaba que lo hiciera, pero no tenía derecho a oírlo.
Apresuradamente, dijo:
—Anzi, ¿por qué estás tan distante? Dices que admiras la pasión de la
Rosa, pero incluso ahora, mantienes la compostura.
Anzi no le miró.
—Bei me pidió que me vinculara a ti, íntimamente. Para ganar tu lealtad
para nuestro mundo. De modo que no hacerlo se convirtió en una cuestión de
honor.
Quinn la miró. Su rostro marfileño, que le era ya tan familiar. Antes tan
frío…
—Anzi, yo…
Anzi le tapó la boca con la mano.
—No digas nada. Vete.
—No puedes esperar aquí —dijo Quinn.
—Me alojaré en la Ciudad de la Orilla. En el primer lugar que vea.
Cuando hayas terminado allí arriba podrás encontrarme. No sigas causando
problemas aquí. Debes pasar con toda normalidad.
Anzi le empujó suavemente, con un empujón tenso y urgente.
Quinn recogió su bolsa; aún consideraba cómo convencer al delegado.
Pero, por fin, comprendió que Anzi tenía razón. Montar una escena atraería el
tipo de atenciones que debían evitar a toda costa.
Quinn caminó hacia el ascensor. Su estómago se tensó; seguía buscando
una solución, pero no encontraba ninguna. Se giró justo cuando las puertas
comenzaban a cerrarse. Vio a Anzi, de pie, con el mar plateado a su espalda.
Sonreía, y Quinn comprendió que no podría regresar. La saludó con la mano.
La puerta se cerró.
Junto a él, Cho exclamó:
—Vaya, qué mala suerte. No me sorprendería que Min Fe estuviera detrás
de todo esto. Que Dios repare en él. —Suspiró—. Asuntos de política.
Los viajeros se acomodaron en bancos.
—Haz sitio —dijo Cho a uno de los viajeros, bruscamente—. Una
persona muy importante tiene que sentarse aquí.
Quinn estaba tan aturdido por lo que había ocurrido que apenas lo notó
cuando el ascensor se puso en marcha. Se sentó junto a burócratas chalin que
sin duda habían realizado este viaje muchas veces.
No podían ver el exterior. Alguien sacó un huso y comenzó a tirar de un
hilo oculto en una cesta.
Sería un largo viaje.
Capítulo 18

E l predicador proclamaba desde una esquina que el fin estaba próximo. Se


mantenía en su puesto a pesar de la insistente llovizna, repartiendo
octavillas entre las personas que disfrutaban de su pausa de la comida.
Stefan estaba sorprendido. Hacía mucho tiempo que no paseaba a pie al
nivel del suelo. Había supuesto que la ciudad sería más presentable, que la
gente, al ver sus necesidades básicas cubiertas, abandonaría la religión y las
drogas. Pero había olvidado que cierta gente nunca veía cubiertas sus
necesidades. Gente que creía haber hablado con Jesús, por ejemplo, o gente
que creía ser Jesús.
—Jesús también puede acogerte a ti —dijo el predicador. Un vagabundo
dando limosna a un millonario.
La octavilla formaba una bola manoseada en el puño de Stefan. Se
apresuró, alejándose de los pensamientos del reino que estaba por llegar.
Estaba intentando aclarar sus pensamientos, no complicarlos.
Sin embargo, no podía dejar de pensar en Titus Quinn. Al igual que este
predicador callejero y los perdedores que se congregaban bajo el toldo
resguardándose de la lluvia, Quinn huía de la cordura.
Esa había sido la opinión de Stefan desde que habían encontrado a Quinn
en un campo de minería en Lyra, donde no había llegado ningún transporte
proveniente de otro sistema en años. Además de estar en un planeta en el que
no podía estar, Quinn no se había esforzado en exceso por convencer a nadie
de la veracidad de su extraño relato. Incluso tras la hospitalización y la
rehabilitación, seguía siendo un solitario, un marginado y un renegado.
Ahora, Stefan dependía de ese hombre para que le salvara. Necesitaba a
Titus Quinn bastante más de lo que necesitaba a Jesús.
Especialmente teniendo en cuenta que un túnel Kardashev había devorado
otra nave llena de colonos.
Entró al vestíbulo de la torre residencial en la que vivían Caitlin y Rob
Quinn, sacudiendo su paraguas para secarlo un poco. Pasó de largo los
ascensores y se dirigió a las escaleras para trabajar un poco los cuadriceps.
Llega un momento, reflexionó Stefan, en el que un hombre tenía que
decidir en qué cree, qué significa la muerte y qué significa la vida. Stefan
Polich pensó que había llegado el momento de hacerlo, ahora que tenía
cuarenta y tres años. En cuanto los noticieros se enteraran de la evaporación
de la nave Appolonia, es decir, hace unos veinte minutos, sería perseguido en
busca de una entrevista, y tendría que explicarse, justificarse y pedir
disculpas. Lo había hecho antes, pero en la junta directiva de Minerva
algunos le desafiarían tras dos fracasos en dos años. Suzene Gninenko, por
ejemplo, siempre estaba al acecho. Si Stefan empezaba a reemplazar las
naves, sería como admitir que no estaban listas para volar. Nadie compraría
un billete para viajar en las naves más viejas. A novecientos millones por
explosión, reemplazar las flotas sería como tirar el dinero a un pozo sin
fondo.
De ahí su crisis de fe.
Segundo piso. Se quitó el abrigo de lana y lo colocó sobre su brazo.
Continuó el ascenso. Cuando llegara al piso sexto, habría resuelto el misterio
del sentido de la existencia. Era uno de los llamados cerebros, y siempre se le
había dado bien considerar las cosas con perspectiva. Pero, ¿cuál era la
perspectiva definitiva? Stefan sacudió la cabeza y siguió ascendiendo las
escaleras.
Piso décimo. Sus piernas parecían lingotes derretidos. Se olvidó de los
cuadriceps y cruzó la puerta que llevaba al vestíbulo del ascensor. No se
sentía más cerca de su prometida epifanía.
Minerva controlaba diecinueve túneles Kardashev, los domaba y creaba
un sistema de transporte que unía los treinta planetas extrasolares
colonizados. Era un imperio dependiente de fuerzas cataclísmicas. Un
imperio basado en sucesos pasados terriblemente violentos: la explosión de
estrellas de una masa cinco veces superior a la del sol.
De modo que, cuando uno de esos útiles túneles que cruzaban el
espaciotiempo destrozaba una o dos naves, nadie debería sorprenderse. Todos
los pasajeros firmaban documentos en los que se les informaba abiertamente
y con todo lujo de detalles de los peligros.
En su bolsillo, toqueteó el húmedo panfleto religioso. Se preguntó si los
pasajeros de la desventurada Appolonia habían ido directos al cielo, o si
habían hecho una parada en el otro mundo de Titus Quinn, como el propio
Quinn había hecho, cuando todo este asunto acababa de comenzar.
Estaba frente a la puerta del apartamento de los Quinn. Pasó una mano
plateada por la superficie inteligente y esperó. Caitlin Quinn no se alegraría
de verle. Sabía que Minerva había amenazado con despedir a Rob para
obligar a su cuñado a realizar el viaje. Lo que no sabía Caitlin era que Helice
había ido más allá, y había puesto en peligro el futuro de Mateo, además.
Stefan agradeció que Lamar le hubiera informado. Helice era una fanática
amoral que pretendía suceder en el cargo a sus superiores… Pensaba que
acompañaría a Quinn, y había amenazado a Titus sin consultarlo con Stefan.
La mujer caminaba al borde del abismo, y a la primera oportunidad Stefan le
daría un empujoncito. Por tanto, Caitlin Quinn le debía una pequeña
satisfacción, y había venido a reclamarla.
Fue ella quien abrió la puerta. Tardó un momento en reconocerle. Debía
conocer su rostro de los noticieros de la empresa.
Su rostro se ensombreció.
—Titus… —comenzó.
—No, no se trata de Titus. Aún no sabemos nada. —Stefan miró más allá
de Caitlin, al apartamento, pero sabía que Rob estaba trabajando—. ¿Puedo
pasar un momento?
Caitlin tensó los labios.
—No estoy segura. No sé si quiero oír determinadas cosas.
—Te lo aseguro, no es nada de eso.
Tras un momento de duda, Caitlin se hizo a un lado, y Stefan entró en el
apartamento.
Evitó mirar en torno suyo. Era un apartamento feo y pequeño. En las
paredes había agujeros, allí donde se habían reemplazado las nuevas
estructuras de datos. Stefan vio estos detalles en su visión periférica, pues
trataba de no importunar a Caitlin. Este cubo residencial tenía ciertas mejoras
visuales, y, cuando estuvieran activas, sin duda las paredes tendrían mejor
aspecto. Su marido podía permitírselo. Minerva pagaba un buen precio
incluso por talentos como el suyo.
Caitlin cerró la puerta.
—Así que, ¿Rob aún no ha perdido su puesto?
Stefan asintió. Con cuarenta años, a Rob deberían retirarlo y enviarlo al
subsidio, pero no se haría, puesto que su hermano le protegía. Sin duda,
Caitlin Quinn consideraba que Rob se lo había ganado. Todos, incluso los
menos dotados, sabían que debían jugar la carta de reclamar lo que les
correspondía por derecho, lo merecieran o no.
—En ese caso —dijo Caitlin—, puede sentarse.
Se situaron uno frente al otro. Caitlin era robusta y de aspecto saludable.
Era atractiva para sus años, quizá en el pasado incluso fue hermosa.
Probablemente no tenía mejoras estéticas, al contrario que la esposa de
Stefan, que, para ser sincero, hacía que Caitlin pareciera un perro viejo.
Ahora que estaba frente a ella, a Stefan le resultaba difícil comenzar. Hizo
un intento:
—Sé que me desprecias.
Caitlin pareció considerar la afirmación.
Stefan continuó:
—Quinn y yo tuvimos nuestras diferencias cuando perdió su nave. —Tras
una pausa, prosiguió—: Cometí errores.
Caitlin no era de mucha ayuda. Tan solo permanecía sentada, mirándole
sin rastro alguno de miedo o servilismo. A Stefan no le gustó demasiado la
mirada crítica de Caitlin. Prosiguió:
—No creí su historia. No podía confiarle otra nave a alguien como él. No
hubiéramos conseguido llenar ninguna nave a sus órdenes. Si se echó a
perder, fue responsabilidad suya. Sé que tú no lo crees.
—No. No lo creo.
—Yo tengo algo de culpa. Estaba equivocado sobre lo que ocurrió. Pero,
si le hubiera apoyado, la junta se hubiera deshecho de mí en un instante, y la
situación de Titus no hubiera mejorado un ápice.
—De acuerdo. Pero hizo algo más que despedirle. Dijo cosas para
asegurarse de que nunca volviera a trabajar.
Stefan miró el suelo.
—Errores. —A Stefan nunca le había gustado Titus Quinn. Y cuando
regresó, completamente desquiciado, las cosas no habían mejorado.
—¿Espera que le perdone, señor Polich? ¿Por eso ha venido?
—No. —Stefan la miró a los ojos. Tenía algo que era habitual entre los
pobres, algo que podría llamarse integridad. Stefan quería tenerla también,
aunque solo fuera por un instante, para poder soportarse a sí mismo—. Eso
está en manos de Titus, ¿verdad?
—Así es.
La cálida estancia comenzó a secar el cuello del abrigo y los zapatos de
Stefan, y sintió alfileres en su cuello y sus tobillos. No debería haber venido.
Habían sucedido demasiadas cosas. Cosas desagradables. Pero ahora estaba
aquí, así que dijo:
—Te sientes muy cerca de Titus. Incluso más de lo está su propio
hermano.
Un movimiento distrajo a Stefan. Alzó la vista y vio al hijo de Caitlin, de
pie en la puerta del dormitorio.
Caitlin se giró hacia él.
—Cariño, las clases aún no han terminado.
—Oí voces.
—Mateo, este es Stefan Polich.
El chico le miró sin disimulo. La fría mirada del muchacho hizo temer a
Stefan que su nombre hubiera sido ya mencionado un par de veces en esta
casa.
*
—¿Eres un cerebro? —preguntó Mateo—. Lo pareces.
La pregunta sobresaltó a Stefan.
—Sí… lo soy.
Mateo sonrió.
—Yo también. Estoy estudiando.
Stefan esbozó una sonrisa poco sincera. Estudiar era lo de menos, lo
importante era superar el test. Y, en ocasiones, aún realizando un buen test,
las puntuaciones podían ser modificadas. Estando frente al muchacho de ojos
castaños, Stefan se decidió a proteger al chico. Quizá Stefan fuera un
pecador, pero no era un desalmado.
Caitlin llevó a Mateo de vuelta a su cuarto, y cerró la puerta, mirando a
Stefan.
—¿No es una monada? Cree sinceramente que puede mejorar su
situación.
En la habitación comenzaba a hacer mucho calor. No debería haber
venido. No iba a arreglar el mundo. No podía cambiar el hecho de que la raza
humana se dividiese naturalmente en dos clases según sus capacidades. El
mundo era ahora tan complejo y especializado que sobrepasaba a los Robs y
Caitlins.
Estaba deseando marcharse, pero permaneció en su asiento, deseando lo
que Caitlin podía proporcionarle: esperanza.
—Te llevas muy bien con Quinn —dijo Stefan—. Por eso he venido. Para
preguntarte algo.
—Pregunte entonces, señor Polich. Soy una mujer ocupada.
Stefan hizo una pausa.
—¿Le crees?
Una leve sonrisa iluminó el rostro de Caitlin. Sabía exactamente a qué se
refería Stefan. Pero le dio la espalda, y miró la puerta de cristal deslizante que
daba al balcón. Contempló la ciudad.
—¿Que fue a algún lugar? ¿Me está preguntando si creo que fue al otro
lugar y sobrevivió?
—Sí —susurró Stefan. Él quería creer. Quería saber si ella creía, y por
qué. Sabía que Caitlin no era estúpida. Era de inteligencia media, una
licenciada en ingeniería del montón. Pero, en cierto modo, era más sabia de lo
que parecía. Era capaz, por ejemplo, de sentarse junto al director general de la
cuarta empresa de mayor tamaño del planeta y decirle sin perder la elegancia:
«soy un mujer ocupada».
—¿Qué importa lo que yo piense?
Porque eres la fan número uno de Titus Quinn, maldita sea, pensó Stefan.
Porque sientes verdadero afecto por él, y porque tienes motivos para pensar
que no ha perdido el juicio. Porque mantienes la esperanza de que regrese a
casa tras sus aventuras.
—Porque estoy perdiendo naves, Caitlin —dijo—. Si Quinn no nos
ayuda, no tendremos más opciones.
—Quiere decir que usted no las tendrá —dijo Caitlin, con cierto retintín
—. A algunos no nos importan lo más mínimo los viajes interestelares, señor
Polich. Algunos tenemos bastante con enfrentarnos al mundo en que vivimos.
Eso le dolió. Ella cobraba el subsidio que él le daba. Y dejaba caer que no
era suficiente.
—Aun así, te estoy pidiendo tu opinión. Tu sincera opinión. —Caitlin
conocía a Quinn de un modo en que nadie más lo hacía. Si ella podía creer,
quizá también él pudiera hacerlo. Quizá podría conciliar el sueño por las
noches.
Caitlin se puso en pie y se dirigió a la ventana. Su voz sonó pequeña y
perdida.
—No lo sé.
Las palabras, pocas y pronunciadas en voz baja, le parecieron a Stefan
terriblemente pesadas.
Caitlin le miró desde el otro lado de la sala de estar.
—Quiero creer en él. He elegido creer en él.
—¿Elegido?
—Sí.
Stefan entendió lo que Caitlin quería decir: que la fe era algo sobre lo que
no se podía tomar una determinación consciente. Pero las palabras de Caitlin
no habían disipado la preocupación de Stefan. No le había dado la respuesta
que necesitaba. Stefan había esperado que Caitlin Quinn tuviera esa tendencia
a la sencilla fe habitual en las clases medias. Y que algo de esa fe se le
contagiara a él.
—Usted no puede elegir, sin embargo —añadió Caitlin. Su voz sonaba
tensa ahora, y su mirada era más fría.
—¿No puedo? —¿Él no podía elegir?
—Le creo por el amor que todos sentimos por él.
Amor. Bien, si ese era el prerrequisito…
—No es una postura muy objetiva —dijo Stefan, amargamente.
Caitlin negó con la cabeza, y le miró como si sintiera verdadera lástima
por él. Aquí estaba ella, en su pequeño apartamento, tan orgullosa como la
estatua de la libertad, mirándole por encima del hombro. Como muchos otros,
ella creía que el amor podía solucionarlo todo: bastaba con untar un poco de
amor sobre el problema, y todo quedaba olvidado. Y además, tenían la
arrogancia de compadecerse de ti si veías las cosas de una manera más
racional. Stefan deseó no haber venido, no haberse puesto en evidencia de
esta manera frente a ella. Stefan estaba en lo alto de la cadena alimenticia, y
ella en la base; y sin embargo, allí estaba ella, elevándose por encima de él en
virtud de una especie de autoridad moral… Stefan sintió el impulso de
ponerla en su lugar.
—Caitlin —dijo, poniéndose en pie para marcharse—, si Quinn regresa,
hay algo que puedes hacer por mí. Nos hará un informe completo, nos
aseguraremos de eso. Pero si nos oculta algo, cualquier tipo de acuerdo
unilateral al que haya llegado estando allí, por ejemplo, queremos saberlo. —
Deberían haber enviado a Booth Waller en lugar de a Quinn. Quién sabe qué
estaría tramando.
Caitlin le miró con incredulidad.
—¿Por qué iba a contárselo?
—Falta poco para el test normativo, ¿no es así? —Stefan miró la puerta
cerrada del dormitorio.
Caitlin siguió su mirada.
—¿Y qué?
Stefan empezaba a adentrarse en el terreno de Helice. La miembro más
joven de la junta había comenzado todo este asunto, y ahora Stefan iba a
ponerle fin. Dejó que Caitlin adivinara en su voz todo lo que no sabía.
—¿Acaso pensabas que el test normativo es realmente normativo?
Caitlin no movió ni un músculo, tensa. No podía ni moverse ni hablar.
—Tan solo piensa en nosotros —dijo Stefan—. En caso de que te enteres
de algo. De cosas que solo te contaría a ti. Te ganarás mi gratitud, te lo
aseguro.
—Largo de aquí.
Stefan no se movió, y por un instante Caitlin se preguntó si aún había más
sorpresas. Si Stefan ocultaba más secretos desagradables. Si iba a tirar ácido a
la cara de Caitlin, embargarle los muebles, enviar a los noticieros imágenes
de Caitlin en ropa interior… Estaba furiosa, y asustada. Pero, además, había
sacado algo en claro de esta conversación: que Stefan Polich nunca les dejaría
en paz. Nunca estaría satisfecho con lo que la familia de Caitlin pudiera
ofrecerle. Era como un yonqui, y, cuando controlara a la familia Quinn, no
los dejaría marchar ni siquiera en la tumba. Fue una epifanía terrible, pero
también liberadora: estaba condenada, hiciera lo que hiciera. Por tanto, más
valdría poner fin a todo esto aquí y ahora.
—Piénsalo, Caitlin. No hace falta que tomes una decisión ahora. —Stefan
le entregó su tarjeta—. Llámame. A cualquier hora.
—No —dijo Caitlin, sin coger la tarjeta—. No voy a llamarle.
—Cometes un error.
Caitlin asintió.
—Lo sé. —Claro que era un error. Stefan tendría que demostrar que iba
en serio; un hombre como él no iba a quedarse de brazos cruzados cuando se
le llevaba la contraria. Pero hiciera lo que hiciera Caitlin, sería un error. Así
que, maldita sea, que venga a por mí. Deberíamos haber ido todos contigo,
Titus, pensó. Allí está lo que más quieres, después de todo. Quizá nosotros
también habríamos encontrado algo valioso allí. Quizá Rob y yo pudiéramos
comenzar de nuevo. Quizá Mateo…
Caitlin trató de reprimir las lágrimas, y lo consiguió. No iba a llorar
delante de él.
Caitlin le guió hasta la puerta y la abrió, haciéndose a un lado para dejarle
pasar.
En el umbral, Stefan se giró para despedirse, y pareció suavizar su gesto
un tanto.
—Si no regresa, hay veinte millones para ti. Para la familia.
—Regresará —dijo Caitlin.
La puerta se cerró. Le había echado de su casa.
Stefan tomó el ascensor para bajar. El frío aire del vestíbulo fue un
cambio agradable, pero no era nada comparado con el frío que sentía en su
interior. Caitlin le había echado sin darle ni un pequeño signo de esperanza.
Abrió el paraguas y se adentró en la ciudad, bajo la lluvia. A ojos de
Caitlin, Stefan no merecía creer. Pero, aunque le despreciara, se equivocaba
si pensaba que solo estaban en juego algo de dinero y un imperio. Estaba
muriendo gente. La Appolonia había naufragado con todos sus ocupantes
dentro.
Jesús podría haberles salvado. Si hubiera elegido hacerlo.
Stefan supuso que tampoco podía creer en eso.
Encontró el panfleto arrugado en el bolsillo, y lo tiró.
Capítulo 19

Como un solo ser; yo y mi montura fuimos a combatir.


Volví a casa como medio ser.
Alzo la vista. ¿Sigue brillando el Destello?

—Lamento de un jinete de inyx

P ara sorpresa del campamento, e ira de sus enemigos, Sydney se había


hecho con un guardaespaldas: el gigante Mo Ti. Aunque no hablaba
mucho, y no amenazaba a nadie, los compañeros jinetes de Sydney temían al
gigante. Se había labrado una reputación como combatiente en Ahnenhoon, y
hacía unos días había lanzado sin esfuerzo aparente a un laroo al otro lado de
los barracones por molestar a Sydney. Incluso el único jout del campamento,
y el único de un tamaño parecido al de Mo Ti, guardaba una prudente
distancia.
Sydney no sabía por qué el hombre había decidido vincularse a ella, pero
Mo Ti tenía ahora un vínculo libre con su montura, así que su amistad con
Sydney le había servido de algo. Hasta el momento, el concepto de vínculo
libre tenía dos leales defensores.
Feng consideraba que el vínculo libre era una herejía, y mantenía una
campaña continua contra las tesis de Sydney. Sin embargo, al contar con Mo
Ti, Sydney podía promover su idea abiertamente, para lo cual debía
desmontar la teoría, sostenida por los demás jinetes, de que el vínculo libre
(expresión que Sydney había inventado) debilitaría la manada. Por el
contrario, Sydney y Riod habían desarrollado una extraña y furiosa devoción
mutua, que les unía a ambos y se basaba en el afecto y la lealtad, de modo
que su relación era limpia y pura, y fluía con tanta energía que a menudo
sobrepasaba sus lindes y se extendía al resto de la manada.
La mayoría de las veces, sin embargo, Sydney y Mo Ti cabalgaban solos,
lejos de los otros. A Sydney le agradaba la presencia silenciosa del gigante, y
aprendió de él la lección de que la fuerza podía ser amable. Mo Ti nunca
fanfarroneaba, ni buscaba pelea, y era un compañero completamente opuesto
a la servicial Akay-Wat. Al contrario que ella, Mo Ti respetaba a Sydney sin
alardes. Sydney comenzó a modificar su comportamiento en respuesta a este
respeto, y se conducía con más dignidad, un cambio que parecía agradar a
Mo Ti. Aun así, en los casi dos arcos de días que habían pasado juntos,
Sydney nunca había sentido una emoción reflejada por el gigante.
Así pasaron los días, y Sydney llegó a experimentar una cierta felicidad
que la sorprendió. Riod, además, no realizaba incursiones tan a menudo ya, y
cada día se convencía más y más de las virtudes del vínculo libre.
En segundo plano, y cada vez más atemorizada, tanto que apenas hablaba,
estaba Akay-Wat, que observaba con sus ojos castaños cristalinos cómo
Sydney transfería sus afectos a Mo Ti, y cómo permitía al gigante servirla y
realizar las tareas que Akay-Wat había desempeñado en el pasado, como por
ejemplo evitar que Puss manchara la cama de Sydney o vigilar su libro,
aunque esa tarea era ahora innecesaria, puesto que Sydney llevaba el libro
consigo allá donde fuera.
Sydney se había acostumbrado a indicarle a Riod con un golpe en el
cuello que deseaba que transmitiera sus pensamientos a los demás. Como, por
ejemplo, cuando pasaba cerca de Akay-Wat y pensaba: miserable cobarde. O
cuando pasaba cerca de Feng y pensaba: Esclava. Asustada del vínculo libre.
De este modo, Sydney y Riod conseguían mantener la apariencia de que los
pensamientos de Sydney no eran solo suyos, una precaución necesaria, pues
no querían derrumbar demasiados tabúes de una vez.
Sin embargo, esos sosegados días estaban llegando a su fin, como pronto
iban a averiguar.
Los cuatro regresaban al campamento tras una larga cabalgada. Riod
emitía pensamientos inquietos, y después alarmados. Instintivamente, Sydney
y Mo Ti se encogieron sobre sus monturas para hacer una carrera, y por fin
llegaron al patio, en el que reinaba una extraña calma.
Varios jinetes, en cuclillas, les observaron en silencio.
Riod estaba recibiendo la noticia de que alguien en el campamento había
muerto.
—¿Quién? —preguntó Sydney.
En las barracas, envió Riod. Akay-Wat.
Desmontaron, y el grupo abrió paso a Sydney y Mo Ti, que se dirigieron
a las barracas. Riod rompió la costumbre y acompañó a Sydney al
alojamiento de los jinetes. Había dos seres en la estancia, uno de ellos
inconsciente.
Adikar, el curandero ysli, se dio la vuelta cuando se aproximaron.
—Akay-Wat —dijo—. Su montura la ha matado.
A través de los ojos de Riod, Sydney vio a la hirrin cubierta de vendas
manchadas de sangre. Akay-Wat tenía los ojos cerrados, y respiraba apenas
perceptiblemente.
—Se muere —dijo el ysli—. Su pata delantera. Está destrozada.
Sydney vio a través de los ojos de Riod la terrible herida de Akay-Wat, su
pata aplastada.
—¿Skofke lo hizo? —preguntó Sydney, sorprendida por el hecho de que
una montura pudiera herir a su propio jinete.
—Ella quería el vínculo libre —dijo Adikar—. Esta fue la respuesta.
Fuertes pisadas anunciaron la llegada a las barracas de Feng. Habló con
voz amarga.
—Tenemos que cortarle la pata, y lo haríamos, si tuviéramos ojos para
hacerlo. —Hizo una pausa—. ¿Alguna vez habéis visto a alguien morir con
una herida infectada de pus, delirando? Yo digo que la matemos.
—Algo así va contra los juramentos —murmuró el curandero ysli.
No se lo diremos a los lores, envió Riod.
—Podríamos hacer venir a un cirujano tarig —dijo Feng.
—No sobrevivirá hasta entonces —murmuró el ysli.
Matad a la hirrin, fue la orden de Riod.
Sydney se giró hacia él y puso una mano sobre su amplio rostro.
—Es mi amiga, no la tuya.
A Sydney le avergonzaba llamar amiga a Akay-Wat, que yacía
moribunda, cuando apenas había pensado en ella los últimos días. Akay-Wat
había mendigado restos de amistad, amistad que Sydney le había negado,
molesta por su insistencia y, lo que era peor, porque la encontraba una
compañía molesta. Sus impulsivos insultos habían provocado que la hirrin
tratara de demostrar su valentía imprudentemente, y ahora iba a morir por
ello.
Sydney trataba de encontrar una solución.
—Quizá podríamos amputarle la pata guiándonos con la vista de Riod.
Feng gruñó.
—Sí, y un beku puede pilotar una nave por el Próximo. —Golpeó con su
bastón en el suelo—. Llevad a la criatura a mi barraca. Nadie querrá oírla
gritar.
Mo Ti se arrodilló y alzó en brazos a la hirrin. La transportó sin esfuerzo,
como si estuviera llena de plumas.
En el patio, Priov avanzó. Sus emociones eran frías.
Enfureció a su montura, envió. Pero él no la mató.
—Vete al infierno —dijo Sydney, en inglés.

El Destello se atenuaba, y cesaron los tenues lamentos de Akay-Wat. La


herida, aun lavada, se estaba pudriendo. Sydney se arrodilló junto a la cama,
sostuvo la otra pata delantera de la inconsciente Akay-Wat y la masajeó,
mientras Mo Ti la observaba. La vigilia no duraría mucho.
El curandero ysli trajo velas a la estancia y las encendió para atraer la
buena suerte. Pero Akay-Wat necesitaba algo más que buena suerte.
Necesitaba una amputación.
El olor que despedía la herida se atenuó un tanto gracias al aroma de las
velas. Nada podía atenuar, sin embargo, la aflicción que sentía Sydney, que
se consideraba responsable en parte. Y lo que era aún peor, Sydney sabía que
si deseaba que Akay-Wat sobreviviera era, en parte, para sofocar las
recriminaciones a las que se sometería a sí misma tras la muerte de la hirrin.
Desear que viviera era hipócrita. Pero no era completamente egoísta. La
hirrin había sido su amiga, o al menos había intentado serlo.
Cuando Adikar se marchó, Mo Ti tomó una jarra de agua y le dio un
largo sorbo. Sydney oyó cómo el gigante se secaba la boca en su manga.
Después, se arrodilló junto a Sydney.
—Luché en la Larga Guerra —dijo.
Sydney sabía que había sido soldado, pero desde que llegó al
campamento no había contado nada más de sí mismo. A Sydney le
sorprendió que lo hiciera ahora, en estas circunstancias.
—¿Cómo acabaste aquí? Debiste hacer enemigos.
—Mo Ti mató a un hombre en una pelea. Un compañero.
Sydney esperó que su silencio animara al gigante a proseguir su relato, y
así fue.
—Me dejaron vivir, por mi buen servicio. Dijeron que vendría aquí.
Cinco soldados me apartaron para dejarme ciego. Todos ellos habían luchado
conmigo. Me encadenaron y me enviaron al largo viaje. Había un gran
bosque, el páramo, el muro de tempestad, y el río Próximo. Entonces llegué a
un nuevo principado. No tenía amigos. La mayoría de seres me tenían miedo,
pero tú no.
Akay-Wat se agitó en su lecho, pero permaneció en silencio.
—En mi viaje —dijo Mo Ti con su amable voz—, vi toda clase de
maravillas. —Tras una pausa, continuó—: No soy ciego.
Sydney consideró esta sorprendente afirmación.
—Pero tienes que serlo. Todos lo sabrían.
La voz del gigante se convirtió en un susurro.
—Mo Ti oculta sus pensamientos.
—Toca mi mano. —Sydney extendió el brazo a un lado. Sintió cómo las
grandes manos de Mo Ti tocaban la suya. Entonces le creyó, en parte por la
demostración, y en parte por la convicción de que no le mentiría.
—Tus compañeros no te cegaron.
—No lo hicieron. Así que aprendí a fingir.
—¿Cómo? —preguntó Sydney. Pero Mo Ti no respondió. Quizá debido a
su gran tamaño era capaz de ocultar su verdadero ser. Era obvio que Mo Ti
era más inteligente de lo que aparentaba, quizá más inteligente que todos
ellos.
Mientras Sydney trataba de asimilar la noticia, la voz cantarina de Mo Ti
sonó de nuevo:
—Puedo amputar la pata de la hirrin —dijo—. Hice operaciones
parecidas en la Larga Guerra.
Ese pensamiento resultó aun más alarmante.
—Si la curas, sabrán que puedes ver. —Entonces, le cegarían, ya que el
gigante no había sufrido el castigo cuando debió hacerlo.
—Mo Ti debe amputarle la pata, o morirá, con mucho sufrimiento.
El gigante le estaba pidiendo consejo a Sydney, y quizá su permiso.
Sydney no sabía qué responderle. Era la vida de Akay-Wat. Pero la vista de
Mo Ti estaba en juego, y ella sería cómplice de sus mentiras.
—Podríamos decir que Riod estaba presente, y que lo hicimos a través de
su vista —dijo Mo Ti.
—¿Nos creerían? —preguntó Sydney.
—Los amigos creerán. Los enemigos no.
Sydney no había hecho muchos amigos y, si Akay-Wat moría, tendría
uno menos.
—¿Qué debemos hacer, Mo Ti?
Tras una larga pausa, el gigante respondió:
—¿Cuánto te ama Riod?
Acababa de decirle que asumiría el riesgo, si Riod estaba de acuerdo. Su
coraje sorprendió a Sydney. Necesitaba un momento para pensar, y salió
afuera. Respiró el aire fresco y reflexionó acerca de la revelación de Mo Ti.
Mo Ti la observó marchar. Junto a él, Akay-Wat giraba la cabeza de lado
a lado como si luchara contra la infección. El olor a putrefacción llenaba la
sala.
Bien, joven dama, pensó Mo Ti. Ahora veremos de qué pasta estás hecha.
Se puso en pie para estirar las piernas, pues sabía que tenía por delante un
buen rato de estar arrodillado e inclinado si iba a salvar la pata por encima de
la rodilla. Si lo conseguía, quizá la hirrin volviera a caminar algún día. En
caso contrario, sería mejor utilizar el cuchillo en su cuello, y no en su pata.
Akay-Wat, pensó, estúpida beku. El viejo dragón no aprobaría que tomara
riesgos por una estúpida hirrin. Y sin embargo, Akay-Wat había demostrado
valor al enfrentarse a su montura, y ningún acto de coraje merecía una muerte
tan terrible como esa.
Cixi, ahora tienes que confiar en mí. ¿Con quién más puedes contar para
que cumpla tus mandatos aquí, en la Larga Mirada de Fuego? ¿Cuántas
veces trataste de infiltrar a uno de los tuyos entre los inyx? ¿Cuántas veces
fracasaron tus espías en el intento de ser exiliados al dominio de los inyx,
cuántas veces fracasaron al intentar llegar a este campamento? Solo Mo Ti
había encontrado el modo de llegar hasta la manada de Priov. Mo Ti, que
había esperado mil días en el campamento de Ulrud, y, al ver una
oportunidad en el ataque de los renegados de Riod, la había aprovechado. Sí,
y ahora que Mo Ti está aquí, Mo Ti debe decidir si conservar la vista o no.
Contempló a la hirrin, que se convulsionaba en su delirio, y consideró
cómo podía convertirse el problema de la cirugía en una ventaja. Sería
peligroso, y debía contar con el apoyo de Riod. Mucho dependía de Riod, que
algún día lideraría el campamento. La joven dama también era fundamental.
¿Estaba preparada para realizar actos de coraje? Si aún no lo estaba, quizá no
lo estaría ya nunca. Cada día morían soldados de su misma edad en
Ahnenhoon. Tenía edad suficiente para demostrar su valía.
Él mismo le había demostrado su valía a Cixi a una edad muy temprana,
cuando los delegados lo llevaron ante ella en la Estirpe, acusado de
pronunciar palabras que equivalían a una traición. No había sido más que un
secretario, feo, despreciado e ignorado, amargado toda su vida con el Todo, y
que había odiado a los tarig desde su nacimiento. Cuando lo llevaron frente al
trono de Cixi, esperaba la pena de muerte. Cixi había ordenado retirarse a sus
asistentes.
—Desnuda tu corazón —había dicho Cixi. Era tan pequeña que llegaba a
la cintura de Mo Ti. Sin embargo, Mo Ti la temía—. Si me cuentas toda la
verdad, vivirás —había dicho—. Lo juro por el Destello.
Ese juramento lo convenció para hablar con sinceridad, para descubrir sus
secretos más oscuros. Para contarle que rechazaba la devoción que su padre
sentía por los lores; que había crecido su desilusión al comprobar que su
padre no lograba ascender a pesar de sus muchos miles de días de servicio;
que había llorado cuando su madre, al comprobar que Mo Ti se convertía en
un muchacho cada vez más feo, había saltado a su muerte desde el borde la
ciudad. Después, sus enemigos le habían llamado el hijo de la piedra caída, y
aprendió a odiar a los delegados y a los diablos a los que servían.
Cixi le dio una nueva oportunidad. Mo Ti eventualmente supo que él y el
viejo dragón compartían el odio por los lores, y que la muchacha que
languidecía entre los inyx compartía con ellos el deseo de traición.
—Pero el odio —le había dicho Cixi— no es suficiente. Debe impulsarte
un deseo honorable. Ese, Mo Ti, es el reino que debe alzarse.
El reino que la muchacha alzaría, si llegaba a comprender que era eso lo
que debía hacer.
Y ahora Mo Ti había venido para ayudarla. Quizá alzar el reino debería
hacerse antes de lo que pensaba, a causa de Akay-Wat.
La operación de la hirrin provocaría un escándalo. Sacudiría el
campamento hasta sus cimientos, y obligaría a todos a elegir de qué lado
estaban. Entonces podrían distinguir a los amigos de los enemigos, y a los
débiles de los fuertes.
Priov era una bestia vieja, y debía dejar paso a Riod pronto, antes de la
temporada de apareamiento. Entonces, cuando la joven dama cabalgara al
frente de la manada, las cosas mejorarían. Mo Ti había considerado
incapacitar él mismo al viejo jefe, pero sería mejor que Riod lo venciera, si
podía convencer a Riod para desafiar a Priov antes de la temporada de
apareamiento, cuando los combates estarían justificados. Aún quedaban
seiscientos días para que comenzara la temporada. Demasiado tiempo para
los propósitos de Cixi.
Sacó su piedra afiladera de la chaqueta y comenzó a afilar su pequeña
daga. El borde tendría que estar muy afilado para los trabajos menores. Para
el mayor, la dama tendría que encontrarle una sierra.
Fuera, el patio estaba desierto, a excepción de Riod. Los profundos
pliegues de estaño de la tarde adornaban el cielo. Riod cabalgó hacia Sydney,
que necesitaba consuelo ahora que la muerte de Akay-Wat se aproximaba.
Sydney abrazó su cuello y dejó que sus pensamientos se derramaran sobre él.
Cuando Riod conoció el secreto de Mo Ti, su preocupación pasó de él a
Sydney completando un bucle de emociones compartidas.
—Amado —susurró Sydney—. ¿Por qué debe Mo Ti ser ciego? Al ser
ciegos, os necesitamos. Así que no es un vínculo libre, después de todo.
Eres libre, afirmó Riod. Elige otra montura. Así sabrás que eres libre.
Riod no podía evitarlo. Quería ver el mundo por ella, para reforzar los
lazos emocionales que les unían. ¿Era así también, se preguntó, para la
especie de la que fueron copiados los inyx? En ese otro mundo, ¿quién
cabalgaba a los inyx? Quería pensar que no eran ciegos.
En este momento no quería desafiar las ideas de Riod, pero la decisión
sobre Akay-Wat no podía esperar.
—Ayudaré a Mo Ti a salvar la pierna de Akay-Wat —le dijo Sydney a
Riod—, y después lucharé para proteger a Mo Ti.
Riod se paseó, agitado. Sydney dejó que la montura considerara lo que
acababa de oír. Riod debía decidir quién era, y por qué estaba dispuesto a
morir. Sydney nunca había pensado que el vínculo libre llegaría a implicar
violencia y el posicionamiento de todos, pero, dado que así era, necesitaba
contar con Riod junto a ella.
Cuando por fin Riod trotó de vuelta hacia ella, Sydney se apoyó en su
flanco, y sintió su calidez y el latido de su poderoso corazón. Riod susurró en
la mente de Sydney: Lucharé por Sydney, que lucha por Mo Ti.
Estaba decidido, entonces. Quizá había sido así desde el día en que
acordaron establecer el vínculo libre entre ellos. ¿Acaso no había dicho
Sydney: «prefiero morir antes que vivir de esta manera»?
—Llama a Distanir —le dijo a Riod—. Pregúntale si luchará con
nosotros, o si necesitaremos una nueva montura para Mo Ti. —Riod vaciló,
nervioso. Por fin, asintió, y se alejó para buscar a Distanir.
Ya bien entrado el ocaso, y con Sydney como ayudante, Mo Ti amputó la
pierna de Akay-Wat. Adikar había dejado algunos medicamentos, pero se
negó a verse implicado de cualquier otro modo en el asunto.
Ahora, Akay-Wat dormía, fuertemente sedada tras la operación. A su lado
se sentaban Sydney y Mo Ti. La puerta estaba abierta de par en par, y la
corriente limpiaba la estancia de los olores y el calor acumulados. La hirrin
viviría, predijo Mo Ti. Pero Sydney no sabía bien cómo podría caminar o
cabalgar una hirrin con una pata postiza.
Se mantuvieron en silencio durante unos instantes. Sydney no podía dejar
de pensar que Mo Ti podía verla, y se pasó las manos por el pelo, tratando de
adecentarlo.
Mo Ti se rió tras este gesto, pero fue una carcajada cálida, no burlona.
Estaba relajado, y su tranquilidad se le contagió a Sydney.
—¿No estás preocupado, Mo Ti?
—No, dama. Solo tomar decisiones es difícil. Ahora descubriremos qué
nos aguarda.
Akay-Wat respiraba suavemente, y sus ojos se abrían, pero no estaba
consciente. Mo Ti continuó:
—Sienta bien defender algo, eso es lo que piensa Mo Ti.
Tenía razón. Sentaba bien.
—Nunca seremos libres si somos ciegos —dijo Sydney.
Pero las siguientes palabras de Mo Ti la perturbaron. Con su
engañosamente delicada voz, dijo:
—Piensas a pequeña escala.
Sydney se irguió en su asiento, dolida por la crítica.
—¿Crees que desafiar las costumbres de los inyx es pensar a pequeña
escala?
Mo Ti se giró hacia el cubo de agua, lo recogió y dio un largo sorbo.
—Sí, diminuta.
—En ese caso —dijo Sydney, irritada—, ¿por qué hacemos esto?
Sydney oyó cómo el gigante se movía y se inclinaba sobre la figura
inconsciente de Akay-Wat.
—¿Quién es tu enemigo, dama?
—Priov —replicó Sydney, y después añadió—: Feng. Los laroos. —Al
obtener solo silencio como respuesta, murmuró—: Los lores mantis.
—Sí, los lores —dijo Mo Ti con una voz que no hacía justicia ni a su
cuerpo ni a su mente—. Por sus manos crueles.
Sydney hizo una pausa. Nunca le había contado a nadie que el propio
Hadenth la había cegado.
—¿Qué sabes tú de sus crueles manos?
—Es una historia que se cuenta muy a menudo. Todo el mundo la ha
oído.
Sydney se sintió dolida al pensar que su humillación era una historia
contada muy a menudo. Si era así en realidad.
—¿Te envió alguien aquí, Mo Ti?
Por un momento Sydney tuvo la esperanza de que el gigante fuera un
mensajero de Cixi… pero Mo Ti aplastó esa esperanza de inmediato:
—Mo Ti está solo —dijo—, pero te ayudaré a vencer a tu enemigo.
¿Vencer? Esa palabra no tenía sentido, cuando se hacía referencia a los
lores mantis. Pero ahí, en esa pequeña estancia, Sydney se inclinó hacia
delante para oír más. Mo Ti la atraía con su corazón resuelto y su firmeza.
Era como si Sydney se apoyase en los anchos hombros del gigante, y desde
allí pudiera ver hasta una gran distancia, más allá del horizonte.
—Dime cómo, Mo Ti.
—Ah, mi dama. Comienza con los inyx, y depende de los inyx.
—Dime cómo —susurró Sydney, con los nervios a flor de piel.
Durante el ocaso cuidaron de Akay-Wat y conversaron. Mo Ti siguió
hablando con su voz, delicada y fascinante a partes iguales.
Capítulo 20

Los iconos de servicio son privilegio exclusivo de los funcionarios del gran
Magisterio. Solo estos distinguidos sirvientes pueden adornar sus ropajes y sus cargos
con los emblemáticos artefactos. Esta iconografía es en sí misma digna de estudio, y
sus significados se remontan a millones de días atrás. Al igual que un secretario luce el
icono del beku, el subprefecto lleva el caminante del río, y los más despiertos sabrán
por qué. Al igual que la sirviente luce la carpa dorada, el delegado debe llevar a la gran
hilandera; el motivo no es ningún misterio, ni para el iconógrafo ni para el buen
observador.

—Extracto de El libro de los deleites de la Estirpe.

M in Fe ojeó el pergamino y murmuró:


—Inyx, inyx. —Sacudió su calva cabeza y pasó las páginas—. Apenas se
menciona el dominio en el códice. —Dio un sorbo a su taza de oba. No le
había ofrecido refrigerio semejante a su invitado.
Tras cinco días de espera para conseguir entrevistarse con Cixi, Quinn
solo había conseguido llegar al nivel del subdelegado Min Fe. Quizá debería
considerarse afortunado; la solicitante que ocupaba la celda que quedaba
junto a la de Quinn llevaba quinientos días esperando para que un delegado
oyera su petición.
Quinn respiró profundamente y se mantuvo impasible. Le rodeaba un
intrincado laberinto burocrático. Aunque era más complejo que la red
empresarial de Minerva, tenía que amoldarse. Por extraño que pareciera, se
encontraba en el umbral de su antigua prisión. Había llegado hasta aquí tras
atravesar el velo, como había dicho Bei. Ahora, cualquier paso en falso podía
desencadenar el desastre: si alguien le reconocía, o si el tarig llamado
Oventroe se topaba con él.
Incluso Min Fe, tan solo un delegado menor, podía frustrar sus planes.
Cho le había dicho cuando llegaron que, si a Dai Shen le asignaban a Min Fe,
como todo parecía indicar, su misión podía fracasar.
—Es de esperar que uno desee hablar directamente con Shi Zu —había
dicho Cho—. Pero es imposible no tratar con Min Fe antes. Aquí no se puede
saltar ningún paso. —Asintió en señal de amarga sabiduría—. Así se
mantiene el orden.
Quinn no había vuelto a ver a Cho desde el primer día, cuando le había
ayudado a llevar sus paquetes a su oficina, en la zona asignada a los
asistentes. Al parecer, Cho no alcanzaba el rango de asistente, sino que estaba
un escalón por debajo, en un puesto que había ocupado durante la mayor
parte de su vida.
Ahora, Quinn estaba frente a Min Fe, y su fastidio debió de resultar
aparente, puesto que el delegado dijo:
—Eres impaciente, por lo que veo. —Se quitó los anteojos, los primeros
que Quinn había visto en este mundo, y se frotó los ojos—. Eres un guerrero
de la Larga Guerra, la Batalla de Ahnenhoon, y todo eso. Estás acostumbrado
a decisiones impetuosas. Eres un hijo de poca importancia del gran Yulin, un
hombre con muchos hijos. ¿Algunos, sin duda, consentidos? —Cortó con un
gesto la respuesta que Quinn estaba a punto de darle—. Sea como sea, has
estado esperando, como dices, durante cinco días, y ahora deseas ver a la alto
prefecto.
—Sí.
—Sin duda. Pero, ¿sabes cuánta gente desea ver a la alto prefecto? —
Alzó una ceja o, más bien, la arruga donde hubiera estado una de sus cejas, si
las tuviera—. ¿Sabes cuántos solicitantes aguardan en el Magisterio con el
mismo objetivo que te ha traído hasta aquí? ¿Sabes cuántos, como tú, tienen
claridades que proponer con el objeto de perfeccionar el Camino Radiante?
La respuesta a esta interesante pregunta es dos mil ciento treinta y uno. Eso,
la última vez que fueron contados. Por tanto, puedes imaginar lo necesario
que es preparar resúmenes y comentarios para no hacer perder su valioso
tiempo a la prefecto. —Señaló un punto en el pergamino—. Bien, aquí
tenemos un contexto para la cadena de mando. Sin embargo, no es para el
combate armado, sino para la inspección de productos vegetales
transportados entre dominios. Por lo que no nos sirve.
Quinn hizo el comentario más razonable que se le ocurrió:
—Confío en que el subdelegado sea capaz de superar los obstáculos
técnicos.
—Obstáculos técnicos —repitió Min Fe, con el rostro tenso.
—Sí.
—¿Sin disminuir la importancia de estos?
—Confío en que no deje que le superen. —Quinn sintió cómo la estancia
se cernía sobre él, las líneas de poder caían sobre él desde todas direcciones,
como una tela de araña. Las palabras de la navitar Ghoris lo atormentaban.
Min Fe le miró con ojos entrecerrados, como si tratara de decidir si Quinn
era un impertinente o no.
—Aun así —comenzó Min Fe—, se requieren aprobaciones en cada
etapa, entre ellas la del cónsul Shi Zu, de gran importancia, que no estará lista
hasta que yo haya considerado en profundidad tu petición y, en caso de
encontrarla satisfactoria, la haya transferido al gran delegado, en la forma que
yo estime oportuna. —Los canales del poder eran precisos: por encima de la
posición de subdelegado de Min Fe estaban los delegados de pleno derecho,
los precónsules, cónsules y subprefectos, antes de llegar al alto prefecto. Min
Fe se humedeció los labios, aún inclinado sobre el códice relativo a los
vegetales.
A través de los múltiples juramentos, vínculos y claridades, los delegados
controlaban todos los asuntos legales y civiles. Los que elegían la vida en el
Magisterio se hacían indispensables para los tarig. De ese modo participaban
del poder de los tarig, de una copia desdibujada de ese poder, pensó Quinn, al
recordar el comentario de Anzi al respecto de su gente. Quinn la echaba de
menos, y era más cauteloso ahora que no la tenía cubriéndole las espaldas.
Pero ella había dicho que Quinn estaba preparado. Él también lo creía. Debía
estarlo.
Mientras Min Fe inspeccionaba el documento, Quinn miró la celda. A
pesar del papel menor de Min Fe, tenía una ventana en su despacho. El
corredor que llevaba al borde exterior del Magisterio tenía unos cuatro mil
quinientos metros de largo pero, si uno se colocaba frente a él, se le ofrecía
una imagen de postal de la ciudad, la escena perpetua de una cascada de
tejados manchados.
La ciudad era el espacioso reino de los tarig, y por debajo de ella bullían
las madrigueras de la burocracia: el Magisterio. El Magisterio tenía forma de
cuenco, un cuenco repleto de niveles laberínticos y pasillos. El centro del
cuenco había sido cortado, de modo que las vistas del Magisterio permitieran
ver retazos de la gran ciudad. Era evidente que a los tarig les gustaba que sus
obras fueran admiradas. Pero otras vistas del Magisterio eran igualmente
formidables, y mostraban el corazón circular, el mar del Remonte y, a lo
lejos, los muros de tempestad a cada lado.
La voz de Min Fe interrumpió sus pensamientos.
—Es todo por hoy. —Min Fe se puso en pie, invitando a Quinn a salir.
—¿Todo? ¿Y qué hemos conseguido, subdelegado?
Min Fe respondió con parca precisión:
—Conseguiremos algo cuando decidamos qué lugar ocupará la propuesta
en el códex. Si nos limitamos a anexarla como una golosina en una bandeja,
el corpus de la ley no estará en orden. Conseguiremos algo cuando
traduzcamos tu claridad al idioma de la ley, que es una retórica sin
ambigüedades, que fluye con los ritmos del idioma referencial sistemático. —
Había alzado la voz mientras pronunciaba estas palabras y sus ojos parecían
grandes y enojados tras las lentes acuosas de sus anteojos—. No espero que
puedas comprenderlo, puesto que eres un hombre de armas.
—Debe saber que tengo que rendir cuentas al maestro Yulin, y pronto —
dijo Quinn.
Min Fe bajó la voz hasta hacerla sonar casi espectral:
—¿Pronto? ¿Afirmas que te hago perder el tiempo?
Quinn sabía que debía ceder, pero nadó contracorriente:
—No. Pero tampoco está acelerando mi propuesta.
El subdelegado alzó una de las comisuras de su boca, esbozando una
sonrisa.
—Será necesario tomar en la debida consideración tu propuesta. En
cuanto a la aceleración.
Min Fe cerró el pergamino computacional y lo sostuvo como una varita
hasta que se apareció la piedra roja, que colocó en una bandeja detrás de él,
en un orificio de entre un millar de orificios semejantes. Cuando se giró para
hacerlo, Quinn vio, entretejida en la espalda del chaleco del subdelegado, la
imagen de una hilandera, la araña sin patas criada por los chalin para producir
las excelentes telas. De la achaparrada boca de la criatura salía un arcoíris de
hilos metálicos.
Min Fe se giró de nuevo para mirarle, y le dijo:
—Puedes marcharte, Dai Shen, hijo del maestro Yulin.
Quinn hizo una reverencia y se marchó, cerrando la puerta del delegado
tras de sí, arrugando sus documentos en la mano. Acababa de entrevistarse
con un hombre cuyo oficio consistía en asegurarse de que no ocurriera
prácticamente nada nunca, y sin ninguna prisa.
Frente a él, en el pasillo, estaba el ser que se alojaba junto a él. Brahariar
era una jout, y una grande, con un robusto cuerpo y piernas rechonchas. Las
capas de su pelaje se agitaron de placer cuando vio a Quinn. Al reparar en los
documentos arrugados, la jout dijo:
—¿De qué humor estaba el delegado?
—No muy bueno.
La jout suspiró.
—No tengo documentos, pero esperaba…
—¿Abordarle?
Brahariar pareció contrariada.
—¿Es inútil?
—Hoy, quizá. Creo que le he puesto de mal humor.
—Ah.
Quinn necesitaba caminar para liberar su tensión. La jout caminó junto a
él mientras se alejaba por el corredor. Tomaron un pasillo más amplio, y sus
botas retumbaron sobre un suelo que parecía de cobre aplastado. El techo
emitía una luz perpetua sobre el Magisterio, un tenue fuego de bronce. En
ocasiones los suelos se emborronaban, cuando un proceso desconocido
limpiaba las partículas de suciedad. Aunque el edificio tenía miles de años,
parecía de reciente construcción.
—Este nivel terciario es más agradable que el nivel en el que nos
alojamos —dijo la jout, refiriéndose al tercer nivel, que recorrían en ese
momento—. Los delegados disfrutan de muchos lujos. —Cada nivel era más
amplio y más lujoso que el inmediatamente anterior. Quinn estaba ansioso
por ver los niveles superiores, por encontrarse con Cixi y lord Oventroe.
Oventroe aún no le había respondido. Por tanto, tendría que seguir esperando.
Caminando en silencio, Quinn y Brahariar llegaron por fin a un amplio
vestíbulo. Aquí, altas ventanas cortaban la luz del Destello en rectángulos que
caían sobre el suelo como lingotes fundidos. Una escalera llevaba a un
entresuelo en el que delegados y funcionarios menores dialogaban en grupos
o contemplaban la ciudad. Quinn y Brahariar se apoyaron en el profundo
hueco de una ventana y miraron la brillante ciudad, que relucía en plata y
bronce bajo el Destello. Las luces y las sombras esculpían la ciudad de los
tarig, y bajo la luz eterna surgían espirales de profundas sombras en sus
bases.
Estaban contemplando la ciudad desde su base, por decirlo así. La
mayoría de los miradores del Magisterio daban al exterior desde el fondo de
la construcción en forma de cuenco. En algunos lugares, sin embargo, el
Magisterio descubría una vista mejor, en la que los cauces y los balcones de
la metrópolis se cernían sobre el centro, abriendo surcos al interior de la
ciudad.
Quinn encontró esta vista familiar; la superestructura, la gran colina que
contenía los cinco palacios de los altos lores. Las residencias de los tarig de
menor importancia se incrustaban en la colina como joyas, por debajo. Podía
verse a este tipo de tarig en las amplias terrazas, con sus relucientes pieles de
bronce. Entre ellos, los tarig eran solitarios, y no solían reunirse socialmente,
aunque deseaban el contacto con otros seres. Seres como Quinn, por ejemplo.
¿Había deseado ese contacto él también?
Quinn extendió la mano y la colocó contra la barrera invisible que era la
ventana. Quería caminar por esa ciudad, pero sabía que no podía. Había
escuchado las precauciones de Anzi durante tanto tiempo que le parecía que
ella seguía a su lado. «No te cruces en su camino». A excepción de un tarig al
que vería en secreto… Tenía esa esperanza, por lejana que fuera. Había sido
esa esperanza la que le había hecho aguantar sentado varios días seguidos
junto a un pequeño lago en el jardín del Magisterio. En ese lago había
colocado la piedra roja de Bei, mientras fingía alimentar a la carpa que
nadaba por los canales interconectados. Pasados unos días, una carpa
plateada con el lomo naranja tomó la piedra roja entre sus fauces. Quinn la
observó mientras se alejaba. Había conseguido hacer llegar la señal adecuada.
No todas las carpas son carpas, había dicho Bei.
Brahariar miró con sus luminosos ojos verdes a Quinn.
—Debes de tener una misión de gran importancia, para ver a Min Fe tan
rápidamente.
Quinn no pudo asegurar si la jout estaba resentida, pero su tono pareció
más que nada melancólico.
—Es una misión que mi maestro considera importante. Asuntos de
política que apenas puedo entender. ¿Y tú, Brahariar?
Los ojos de la jout se nublaron.
—Es un asunto de aflicción, no de política. —Le dio la espalda a Quinn,
dejando la conversación en un punto y aparte mientras contemplaba las vistas
de la ciudad. Una cierta agitación anunció la llegada de un personaje
importante. Los asistentes y delegados comenzaron a hacer reverencias, y
cuatro enormes secretarios chalin aparecieron, transportando una eslinga en la
que se recostaba una gondi que llevaba una reluciente chaqueta. Sus cuernos
estaban pintados de plata.
Brahariar hizo una profunda reverencia y murmuró a Quinn:
—La precónsul GolMard.
Al incorporarse tras haber realizado su reverencia, Quinn dijo:
—No sabía que las gondi podían llegar tan alto. —Tenía la impresión de
que la mayoría de los chalin odiaban a las gondis.
Brahariar pareció alarmada.
—Ningún ser está desprovisto de esperanza.
Ah sí, pensó Quinn, el Camino Radiante de la formidable meritocracia.
Quinn esperó que su petición no requiriera aprobación alguna por parte de
una gondi. Había tenido suficientes problemas ya con los Min Fe del
Magisterio.
—¿Cómo se llega al segundo nivel? —preguntó Quinn.
La jout lo miró de soslayo.
—¿La manera rápida o la manera lenta?
—La rápida.
—Llevo aquí tanto tiempo que conozco los atajos. Pero no son muy
agradables.
Desde luego, no lo eran. Las glorias del Magisterio se habían visto
reducidas cuando los chalin remodelaron los muros sirviendo sus propios
propósitos. Entre los muros serpenteaba un pasillo lo suficientemente amplio
para que un jout caminara por él.
—Es para el espionaje —dijo la jout, como si le decepcionara que
siguieran ocurriendo ese tipo de cosas.
—¿El espionaje de los tarig o de los delegados? —preguntó Quinn,
mientras la seguía.
La jout habló en un susurro mientras le guiaba.
—¿Para qué iban a necesitar los tarig espiar a nadie? No, son los
delegados, que compiten entre sí para medrar en sus carreras.
Subieron una escalera y llegaron a una sala llena de ruidosas máquinas
que no servían a ningún propósito aparente.
—¿Conocen los tarig la existencia de estas rutas de espionaje?
El pelaje de Brahariar se estremeció. Quinn recordó que ese gesto era el
equivalente a una sonrisa.
—Claro que sí. Si los delegados desean jugar a ese juego, los tarig se lo
permiten con agrado. Los chalin son sus consentidos, después de todo. —Y
los jout no, pareció implicar con su silencio Brahariar—. Debo volver. Quizá
mis documentos estén ya esperándome. —Regresó por el mismo camino. Era
un ser que necesitaba los atajos, pero que estaba condenado a seguir las
reglas.
El segundo nivel estaba mucho más ornamentado que los anteriores.
Quinn caminó por galerías combadas y alas estrechas coronadas de luces a
ambos lados. Tras mucho preguntar, llegó al dominio del cónsul Shi Zu. La
gran puerta no estaba cerrada.
Se adentró en la estancia vacía y se aproximó al escritorio tallado del
cónsul. Encontró un pergamino vacío, lo activó y escribió: «este es un asunto
que Min Fe no quería que viera», junto al pergamino, colocó una piedra roja,
una de las muchas copias de la claridad relativa a los inyx.
Cuando se giraba para marcharse, vio un pergamino activado, abierto en
una mesa lateral fuertemente decorada. Un rostro le miraba y por un
momento pensó que se trataba de Shi Zu. Sin embargo, el rostro era el suyo,
como comprobó cuando miró de nuevo el pergamino. Se acercó al pergamino
y, mientras lo hacía, este comenzó a trazar un segmento que les mostraba a él
y a Anzi en el muelle. Se vio a sí mismo arrodillarse para dejar algo en el
agua. Después, Anzi tiraba de él hacia la fila de viajeros, donde discutió con
el portero. Luego, la escena se repitió de nuevo.
Por desgracia, ya había atraído su atención.
Capítulo 21

Entre los distinguidos lores del Reino Brillante se cuentan los altos lores, señores
del cielo:
El sublime lord Nehoov.
El noble lord Hadenth.
La suprema lady Chiron.
El orgulloso lord Inweer.
El magistral señor (el Durmiente) lord Ghinamid.

—Extracto de El libro de los deleites de la Estirpe

C ixi permitió que el delegado Zai Gan la llevara a un lugar de gran interés.
Contemplar las continuas intrigas de los delegados era una fuente
inagotable de entretenimiento. La alto prefecto dejó hacer a Zai Gan porque
deseaba darle la impresión de que le favorecía, lo que no era cierto.
Zai Gan había interrumpido los preparativos de Cixi para salir a la ciudad
y la había convencido para acompañarla por un pequeño atajo. Cixi trató de
no mostrar su ansiedad, de que Zai Gan no se diera cuenta de que Cixi
preferiría ir de una vez a la ciudad, donde, quizá, se decidiera su destino.
Zai Gan era mucho más alto que ella. De hecho, la mayoría de los chalin
lo eran, a pesar de que Cixi acostumbraba a usar zapatos de tacón alto.
Además, el delegado era orondo, pero, al contrario que su hermano Yulin,
que era todo músculo, Zai Gan era sencillamente obeso. Cixi, sin embargo,
no cometió el error de pensar que Zai Gan era igualmente laxo en cuanto a
sus propósitos. Siempre había pretendido ocupar el puesto del maestro Yulin,
y Cixi había estado aplazando esa ambición durante tanto tiempo que ya la
aburría.
Salieron del segundo nivel del Magisterio a una pequeña plataforma
desde la que podían contemplar el mar, que se extendía hasta donde
alcanzaba la vista. Cixi hizo una pequeña reverencia en reconocimiento del
vasto imperio de los lores. Que ardan en el Destello, pensó.
Ella y Zai Gan estaban en un balcón, uno de los cientos de miradores,
rampas y terrazas que rodeaban la parte inferior de la ciudad. Dado que la
parte exterior de la ciudad tenía forma de cuenco, la mayoría de seres
pensaban que, cuando salieran al exterior por los niveles inferiores, no
podrían ser vistos desde los superiores, pero no era así. El suelo se realineó a
sí mismo a una orden de Zai Gan, y Cixi pudo ver a través de él el nivel que
quedaba justo por debajo.
Debajo, un hombre chalin robusto permanecía al borde de la ciudad. ¿Iba
a saltar? Cixi esperó que Zai Gan no la hubiera traído hasta aquí para
contemplar un suicidio prohibido.
—Es Dai Shen, eminencia. Viene aquí cada día.
—¿Y? —Zai Gan debería ir al grano. Sería mejor que tuviera algo
importante que decir.
—No es normal quedarse contemplando el mar. ¿Qué está buscando?
—Eso, delegado, es algo que es trabajo tuyo descubrir. —Dai Shen, Dai
Shen… A Cixi empezaba a cansarle la obsesión de Zai Gan con ese
mensajero. Sí, había aparecido repentinamente como el hijo perdido de Yulin.
Sí, le habían enviado repentinamente en una misión de gran importancia a la
ciudad. Muchas cosas ocurrían repentinamente. Lo único que significaba la
palabra «repentinamente» era que la inteligencia se veía superada por los
acontecimientos.
—Mira el mar. Es sospechoso —dijo Zai Gan.
—¿Cómo si hubiera sufrido una herida en la cabeza?
Zai Gan se mordió el labio inferior.
—Entonces, ¿por qué no estaba en el jardín cuando lord Echnon fue a
buscarlo? ¿Y por qué ha desaparecido mi jardinero?
Cixi gruñó. Yulin había hecho matar al espía, por supuesto. Cixi podía
acusar al rechoncho maestro del dominio, pero sería mejor que no lo hiciese
sin pruebas. Ella misma, además, no podía culpar a Yulin por hacer ejecutar a
alguien que trabajaba en su casa y que iba por ahí contando cosas. Aun así,
Cixi hubiera dado importancia al asesinato si las historias que contaba el
jardinero tuvieran algo de sentido. Desafortunadamente, no era así.
Cixi, que estaba impaciente por seguir su camino, clavó en Zai Gan una
mirada que decía: «este apestoso beku ha hecho perder mi valioso tiempo».
Cixi había convertido el lenguaje gestual en un arte, y sus acólitos habían
escrito tratados acerca del tema.
Pero Zai Gan no se dejó amedrentar.
—La petición de Dai Shen, eminencia. Denegadla. Si consigue su
objetivo con este asunto de los inyx, reforzará a Yulin y retrasará mi
herencia. —Zai Gan necesitaba desesperadamente que la misión de Dai Shen
fracasara. Hacía unos días había evitado que la acompañante de Dai Shen,
Anzi, subiera con él al Magisterio.
Era un presuntuoso. Pero Cixi se obligó a sí misma a seguir
escuchándole, por el bien de sus planes, que iban más allá de lo que Zai Gan
podría concebir.
—Sin embargo —dijo Cixi—, si la propuesta de Yulin se lleva a cabo y
fracasa, podrás establecer tu trono en su dominio. De hecho, es probable que
la idea de Yulin fracase de manera espectacular. ¡Bestias inyx como oficiales
en combate, ridículo!
El delegado la miró como la miraría un animal enjaulado.
—Ese fracaso podría tardar mil días en manifestarse.
—Mmmm —murmuró Cixi. Le gustaba ese sonido, ya que su interlocutor
podía interpretarlo como favorable o todo lo contrario, y en otras ocasiones,
como ahora, le gustaba parecer ambigua.
Cixi miró abajo, al hombre que permanecía al borde de la ciudad. Sin
duda, parecía presa de una extraña fijación. Y había algo más extraño en él:
su estatura, su porte, le recordaban a alguien.
Entretanto, mientras permanecía debajo de sus observadores, Quinn
contaba los días que llevaba aquí. En total, ocho. Hacía tres días de su
insatisfactorio encuentro con Min Fe, y uno desde que había conseguido
entrevistarse con el cónsul Shi Zu. El hecho de que se hubiera producido ese
encuentro y no hubiera saltado sobre él ningún tarig le hacía pensar que la
vigilancia era rutinaria, pero que todavía no se habían fijado en él. Aun así,
no había logrado pasar inadvertido, como Bei le había aconsejado que
hiciera.
Y sin embargo, la estrategia de pasar por encima de Min Fe e ir
directamente a su superior había funcionado. Para Quinn resultaba una gran
suerte que Shi Zu despreciase a Min Fe. Con una sola excepción, el encuentro
había ido bien, y Quinn tenía que reflexionar acerca de esa excepción. Por el
momento, sin embargo, se dejó distraer por la imagen del mar, a sus pies.
Nueve mil metros más abajo, el mar del Remonte parecía una delgada y
reluciente capa de aluminio. Aunque no podía ver el océano en su totalidad,
Quinn sabía que era circular, y que su circunferencia abarcaba millones de
kilómetros.
Había venido aquí los últimos días; la imagen del mar parecía haberse
quedado grabada en su memoria.
Una barrera de campo detenía los vientos, y hacía innecesario el uso de
balaustradas. Sin obstáculo alguno, la vista que se extendía a sus pies atraía
su mirada hacia el mar cubierto por bucles de nubes exóticas. Apenas un
metro le separaba del borde. Era posible caer, pero alguien tendría que
empujarle. La caída duraría cinco minutos. Con una vista de trescientos
sesenta grados, sería la caída libre definitiva. Sin embargo, lejos de
amedrentarle la altura, Quinn era agudamente consciente, como siempre lo
había sido, de la sensación de centralidad. De estar en el centro de un
universo radial: el centro del Destello, el corazón de la tierra, y el poder.
Mientras se dejaba atrapar por estos recuerdos, pensó cómo, en algunos
dominios, incluso pensar era peligroso. Se preguntó si, para Sydney, la
habilidad de los inyx para descifrar los pensamientos era una tortura. Lo sería
para él, y Quinn pensaba que su hija se parecía bastante a él.
A lo lejos, los achaparrados muros de tempestad rodeaban el mar como
un huracán rodea el centro de la tormenta. Por encima de su cabeza, el
Destello parecía un plato aplastado de luz que reposaba sobre distantes
piernas azules. Desde su posición, dos pequeños huecos rompían los muros
de tempestad, allí donde los principados visibles emergían. Aunque sabía que
no debería ser capaz de ver hasta los muros de tempestad, una prodigiosa
mezcla de luces parecía acercar los muros.
Recordaba esto. Quinn había vivido allí, como le habían contado, como
ahora recordaba. Recordaba a Bei sirviendo humeante oba de una olla y
hablando de la historia medieval de la Tierra. Los aposentos de Quinn daban
a un patio. Un formidable tapiz adornaba uno de los muros de su habitación.
No había cerrojos en las puertas.
Recordó la amabilidad de lady Chiron cuando la tristeza de Quinn abarcó
una circunferencia de millones de kilómetros. Cuando Hadenth le provocó,
Chiron permaneció cerca de él, y contuvo al brillante señor. Y esa protección,
puesto que solo un tarig podía servir de protección frente a otro, provocó la
gratitud de Quinn y, más adelante, el contacto físico entre ambos, un acto que
ahora le resultaba repulsivo.
Yacían en un reluciente lecho, iluminado desde arriba. Iluminado por la
luz que entraba por una ventana, que dejaba caer el Destello sobre sus
cuerpos desnudos. Él se movía, y ella hacía lo propio, ángulo a ángulo,
curva a curva, sus cuerpos se tocaban, se unían en uno, aunque ella era más
alta que él. Era flexible, curiosa, incansable. Quinn había jurado mantenerse
alejado de ella, y lo había conseguido durante un tiempo. Pero, por fin, fue a
sus aposentos. Ella corrió a su encuentro. No pudo tenerle dentro de sí del
todo, puesto que no había espacio suficiente entre sus piernas. Pero, con el
tiempo, eso dejó de tener importancia.
Quinn comprendió por qué había ocurrido. Se sentía solo, llevaba años
separado de Johanna. Aun así, daría cualquier cosa por que no hubiera
ocurrido mientras Johanna languidecía en Ahnenhoon.
Pensar en ello le atormentaba; había sucumbido por completo a la tarig.
¿Era el poder lo que le había conquistado? No era capaz de verse a sí mismo
de ese modo. Al recordar las profecías de la navitar, se preguntó si su traición
había puesto en marcha un mecanismo oculto de retribución.
Trató de ahuyentar esos pensamientos. Mañana regresaría y se enfrentaría
de nuevo a ellos. Hasta que Shi Zu le enviara a ver a Cixi.
Shi Zu era agradable, pero peligroso. Lucía un atuendo elaborado,
pantalones bordados y chaqueta dorada. El símbolo tejido en la espalda de su
ropa mostraba una cadena en el cielo e insectos brillantes enlazados que
flotaban en él, un diseño que Quinn había visto antes. Al emperifollado
cónsul parecía divertirle que Quinn no hubiera tenido que pasar la criba de
Min Fe. Acto seguido, se le ocurrió al cónsul que, dada la importancia del
asunto, que alteraba el protocolo militar, quizá una persona de elevado
prestigio debiera presentar la claridad de Yulin al dominio de los inyx.
Posiblemente, ese funcionario debería ser el propio Shi Zu. Quinn esperaba
que sus razones sirvieran para disuadirle de tomar esta determinación.
Quinn miró alrededor y pensó que quizá estuvieran observándole en ese
preciso instante. Si era así, no le perjudicaría mostrar el medallón, la baratija
de los devotos que informaba al que lo llevaba de la distancia que le separaba
de la amada Estirpe. Sacó el medallón y se lo llevó al oído. Escuchó el agudo
tono que era la señal de la Estirpe. Se preguntó dónde estaría Anzi, y si
estaría a salvo.
Bajó la rampa de vuelta al interior del Magisterio, perdido en sus
pensamientos, y se dirigió al tercer nivel. Una voz familiar le cogió por
sorpresa.
—Su excelencia —dijo Cho, haciéndole una reverencia. Estaba frente a
él, en un punto en el que se unían un pasillo ancho y uno estrecho.
—Asistente Cho —replicó Quinn, que hizo a su vez una reverencia.
Este gesto provocó una mirada consternada y una reverencia aun más
profunda.
—Por favor, excelencia, soy un asistente menor. —Se irguió, y dijo—:
¿Disfrutando de la vista? Todos lo hacen en su primera visita. —Miró, más
allá de Quinn, hacia una puerta que llevaba a otra zona exterior—. Existen
vistas mejores. Zonas para sentarse, y ese tipo de cosas.
—Estoy seguro de que las conoces todas, amigo mío. ¿Entregaste tus
paquetes al delegado Min Fe?
El rostro de Cho adquirió un leve matiz de seriedad.
—La acumulación de tareas propia de su puesto le ha impedido leer los
documentos, por el momento. —Se acercó a Quinn y añadió, en voz baja—:
Nos hemos enterado de que Min Fe ha sido reprendido por el cónsul Shi Zu.
Quinn reprimió una sonrisa.
—¿Ah, sí? Quizá se lo merecía desde hace tiempo.
Cho pareció confundido.
—Es un pensamiento alarmante, excelencia.
—Por favor, Cho, llámame Dai Shen.
Cho asintió, y comenzaron a caminar el uno junto al otro. Cho pareció
preocupado al saber que Shi Zu pretendía usurpar la misión de Dai Shen y
viajar él mismo al dominio de los inyx. Después, cuando Quinn le dijo que
había tratado de disuadir a Shi Zu, dijo:
—Perdonadme, excelencia, Dai Shen, pero creo que habéis dado un
traspié en términos de protocolo.
—Más bien un buen tropezón. —Quinn no podía recordar el equivalente
chalin para la expresión «como un elefante en una cacharrería», pero estaba
seguro de que existía.
—No, en absoluto, ningún tropezón, pero, si pudiera sugerir… —Esperó
a que Su excelencia asintiera. Cuando lo hizo, prosiguió—: Debéis dejarle
ganar, por supuesto.
Llegaron a un gran atrio. En un extremo se alzaba una estrecha pero
elegante escalera que se retorcía de cuando en cuando y desaparecía en el
segundo nivel. Cho ascendió por la escalera y continuó:
—Si se me permite una pequeña sugerencia, dejad que consiga la misión
sin protestar.
Ni hablar de eso, pensó Quinn.
—Mi padre creería que soy un fracasado si cedo mi misión a otro —dijo
Quinn.
Un ruido más arriba les indicó que alguien estaba bajando las escaleras.
Quinn miró arriba. Justo en ese momento llegaba al descansillo una mujer
chalin vestida de manera muy elegante, a la que acompañaban damas que
lucían ropajes de seda de complejos diseños. Quinn y Cho hicieron una
profunda reverencia al cruzarse con el grupo, y Cho murmuró:
—La subprefecto Me Ing, y los gloriosos cónsules. —Cambió el tono
rápidamente de zalamero a pragmático, y retomó el hilo de sus anteriores
palabras—: Si le dejáis salirse con la suya, ganaréis, Dai Shen, ¿entendéis?
Quinn se giró para mirar a las damas descender, y en particular a la que
llevaba a un caminante del río tejido en su túnica. Quizá si la alto prefecto no
accedía a verle, un simple prefecto lo haría.
Cho prosiguió:
—Permitidme; no sería conveniente llevarle la contraria al cónsul en
cuanto a quién debería llevar a cabo la tarea en cuestión. Pero, una vez cedáis
ante su sabio juicio, abandonará su plan. Nunca dejaría la Estirpe, Dai Shen.
Perdería su puesto en la jerarquía.
Quinn miró al asistente, y pensó que el desventurado Cho quizá resultara
ser un maestro en el arte de sortear obstáculos burocráticos.
—No me he sobrepasado en mis suposiciones, ¿verdad? —preguntó Cho,
mirando de soslayo a Quinn.
—No, es un consejo muy valioso. No soy un hombre sutil. —Se encogió
de hombros—. Un soldado.
Cho tartamudeó:
—¿Y pensáis que yo soy sutil?
—Sí, el asistente menor Cho debería aconsejar a todos los recién llegados
a este lugar. Podría ser una segunda fuente de ingresos. Conozco una jout a la
que le vendría bien algo de ayuda.
Cho no estaba muy seguro de cómo debía responder a este comentario
medio jocoso, pero sus pasos ganaron vitalidad, y le hizo un pequeño
recorrido turístico a Quinn, que no había visto la mayoría de las cosas que le
mostraba.
Habían llegado al nivel más alto del Magisterio por medio de la escalera
asimétrica, y accedieron ahora a un pasillo estrecho de techo abovedado.
Mientras lo recorrían, Quinn pensó que creía saber a dónde le llevaba Cho: a
los aposentos de lord Ghinamid.
—La mayoría de los recién llegados desean ver al Señor Durmiente —
dijo Cho.
Atravesaron galerías altas iluminadas por ventanas y llenas de delegados
de aspecto próspero, entre ellos varios hirrin. Después, salieron del
Magisterio y accedieron a un jardín hundido a cielo abierto, ascendieron
escaleras curvadas y llegaron a la ciudad que quedaba por encima. Estaban en
la ciudad, donde Quinn no debía ser visto. No lo había planeado… pero quizá
fuera una buena oportunidad.
Escaleras arriba, y al otro lado de un pasillo exterior, llegaron por fin
hasta las puertas abiertas de los aposentos del Señor Durmiente.
La cavernosa estancia estaba iluminada por la luz naranja de los muros
pulidos, que parecían acolchados con enormes cuadrados de metal grabado al
aguafuerte. La estancia estaba vacía, con dos excepciones: en tres de los lados
de la habitación se elevaba una galería sobre columnas; por debajo, en el
centro de la estancia, había una plataforma elevada. Desde la galería, varios
seres contemplaban el lugar de reposo del Señor Durmiente.
Lord Ghinamid descansaba, como lo había hecho durante dos millones de
días, en la plataforma elevada, en un lecho negro de una materia exótica, y no
envejecía. Quinn no esperaba que el tarig pareciera distinto de la última vez
que lo vio, y así era.
Se acercaron a la plataforma e hicieron una reverencia. Después,
contemplaron a lord Ghinamid. Su rostro, largo y estrecho como el de todos
los tarig, parecía tallado pero vivo, y más recio que la mayoría. Tenía esa
calidad metálica y flexible a partes iguales de la piel tarig. El cuerpo de
Ghinamid estaba oculto bajo una túnica negra de aspecto quitinoso. Sus ojos
estaban cubiertos por dos piedras negras apaisadas que parecían a punto de
caer en cuanto el tarig entrara en la fase rem del sueño.
—Duerme —dijo Cho—. ¿Con qué soñará?
—Con su hogar —dijo Quinn, recordando que en una ocasión él mismo
había caído dormido por la nostalgia de su hogar.
Hablaban en voz baja, como si no quisieran molestar al durmiente.
—¿Así que conocéis las historias? —preguntó Cho.
—Algunas. —Recordaba bien el relato de lord Ghinamid, incapaz de
tolerar la separación de su hogar original en el Corazón. Había sido uno de
los primeros gobernantes del Omniverso y por tanto era increíblemente
longevo.
—Por supuesto, os pido disculpas. Sois hijo de Yulin, y habéis recibido
una buena educación.
Quinn contempló la estancia. Ahora estaba vacía. Tanto el entresuelo
como el vestíbulo estaban desiertos, a excepción de ellos dos.
Y un tarig, en el perímetro.
Un tarig les observaba desde el umbral. Cho estaba tan quieto como lo
estaría un ratón al que hubiera atrapado entre sus fauces un búho.
Quinn se dio la vuelta, preparándose para irse, y Cho le siguió. A sus
espaldas, oyeron las pisadas del tarig, que se acercaba a ellos.
Una voz, profunda, malograda y familiar, dijo:
—¿Sueña, dices?
Sería un error fingir que creían que no hablaba con ellos. Incluso antes de
girarse para encararse con el tarig, Quinn recordó cuál era el principal modo
de distinguir a un tarig de otro. Por la voz.
Se giró y miró a lord Hadenth, y en ese momento le pareció como si el
tiempo retrocediese, y nunca hubiera abandonado este lugar.
Había olvidado lo que el tarig había dicho.
—¿Sueña? —repitió lord Hadenth.
Quinn se rehizo y replicó:
—Nos preguntábamos si sueña. Somos ignorantes, brillante señor.
Cho estaba tan inclinado que Quinn temió que cayera de bruces.
En un terrible momento, Quinn decidió no hacer una reverencia. Sabía
qué era lo que debía hacer, pero era incapaz de hacerlo.
Lord Hadenth había llegado al dosel, y allí permaneció, dejando reposar
un musculoso y desnudo brazo sobre lo que Quinn consideraba el féretro.
Hadenth llevaba una larga túnica sin mangas por encima de un faldón de
corte recto hasta las rodillas para facilitar el movimiento. Por encima de la
túnica lucía un chaleco de platino entretejido. Al cuello llevaba un collar de
metal trenzado. A Quinn siempre le había recordado a un collar de perro.
Había aprendido a odiar gracias a esta criatura. Quinn temió que esas
emociones se mostraran en su rostro, y respiró profundamente para calmarse.
Hadenth miró a Cho.
—No te conocemos.
Cho hizo una reverencia.
—Brillante señor, soy el asistente Cho, del cuarto nivel, de la
empuñadura de Hanwin, de la casa de Lu. Brillante señor.
—Ah, el subasistente —Hadenth miró a Quinn—. A ti te conocemos.
Esas palabras estremecieron a Quinn hasta el punto de que le costó
respirar. No sería capturado; había tomado la determinación, muchos
kilómetros atrás, de que no lo capturarían.
—¿Brillante señor?
El tarig no se había movido, y, dijo, como si no tuviera importancia:
—Observando, observando. —Extendió un brazo y tocó los pies de lord
Ghinamid—. Durante ocho días, observando, en el borde. ¿Y para qué? ¿Qué
observas?
De modo que los delegados no eran los únicos que espiaban. Que
Hadenth le hubiera visto, sin embargo, le hizo estremecerse.
—Las vistas, mi señor. Una vista hermosa, y pavorosa.
Hadenth contemplaba con atención los pies de lord Ghinamid, que
estaban a la altura de sus ojos. Los acarició; parecía meditar. Un olor dulzón
en extremo llegó a la sensible boca de Quinn.
A espaldas de Quinn, Cho hizo un sonido parecido a un silbido ahogado.
Pero solo estaba intentando tragar saliva. Sin duda, Cho estaba acostumbrado
a los tarig, pero quizá nunca antes hubiese estado en presencia de uno de los
cinco grandes señores.
La voz de Hadenth, aunque era profunda como la de todos los tarig,
parecía desgarrada, como si hubiera estado gritando demasiado tiempo.
—¿Quién observa desde el borde?
—Su magnanimidad, es Dai Shen quien observa, soldado de Ahnenhoon,
hijo del maestro Yulin del gran dominio.
Quinn escrutó el rostro de Hadenth en busca de cicatrices. El golpe que le
había propinado había sido devastador, y casi lo había matado. Pero, ¿por qué
iba a tener cicatrices un tarig? Quinn sintió una profunda decepción.
—De Ahnenhoon al corazón de la tierra —dijo Hadenth—. Un largo
camino. Y no te has perdido, por lo que veo. Sin compañero durante el viaje,
¿tan solo con el medallón como compañía? —El tarig se aproximó con
rapidez, pero Quinn no se movió, y se encontró a un brazo de distancia de
Hadenth, el mismo que había cegado a Sydney y que después había
informado de este extremo con todo detalle al padre de la muchacha.
Hadenth extrajo una garra de siete centímetros de largo, extendió el brazo
hacia Quinn y alzó la cadena que rodeaba su cuello y el medallón, que tomó
en su mano. El medallón produjo un sonido inédito, similar a un lejano grito,
cuando el tarig lo sostuvo.
Quinn y Hadenth se miraron a los ojos. Ahora, a esta distancia, la cirugía
de Bei demostraría su validez. Parecía imposible que esta criatura no le
recordara, que no le viera como era en realidad. Pero los tarig no se fijaban en
los rostros.
Soltó el medallón y señaló a Cho.
—¿Acaso no es este un acompañante y un viajero?
Cho dio un respingo, y abrió la boca para responder. Pero se lo pensó
mejor, y la cerró de inmediato.
El tarig le gritó:
—¡Habla, subasistente!
Cho balbuceó algunas palabras. Después, comenzó de nuevo:
—He viajado, sí, brillante señor. En el río Próximo, con vuestro permiso
y la aprobación del delegado Min Fe, por asuntos de ninguna importancia,
por supuesto. Soy tan solo un asistente menor.
Hadenth dijo, en voz más baja:
—Ya has hablado suficiente. —Se giró y caminó lentamente de vuelta al
féretro. De repente, dio media vuelta y, con un gesto de la mano, les indicó
que debían seguirle.
Quinn lo hizo y puso la mano sobre la espalda de Cho, para reconfortarle.
Junto al féretro, Hadenth retomó su rítmico masajeo de los pies de
Ghinamid, y miró de nuevo a Quinn con ojos fríos.
—Soldado en Ahnenhoon, un bonito título. ¿Heridas? ¿Alguna?
—Algunas pequeñas heridas, mi señor. —Pero duraderas, pensó Quinn.
Acto seguido, recordó las palabras de Anzi: «no lo hagas, no te
arriesgues…».
Anzi quería que Quinn olvidara el pasado, que pasara página. Pero Quinn
seguía manteniendo la esperanza de que padre, madre e hija se reunieran de
nuevo. Estar en esta ciudad hacía que pareciera posible. Ver a Hadenth, sin
embargo, acabó con esa esperanza.
—Heridas —susurró Hadenth. Quizá se acordaba de sus propias heridas.
Las que había recibido, y las que había infligido.
El tarig cambiaba de tema con rapidez. Quizá se paseaba por estas salas
como un anciano que sufriera demencia, respetado pero ignorado. Sin
posibilidad de retiro o abdicación, los tarig no sabían cómo despojar a un alto
señor de su poder cuando demostraba no estar en condiciones para ocupar su
cargo.
—Hijo del gran dominio —murmuró Hadenth, mirando a Quinn—. ¿Sabe
Yulin dónde están sus puntos débiles? ¿Hmmm? ¿Por dónde llegan al
dominio los invasores?
Invasores. ¿Había notado que algo no era lo que parecía ser? Quinn
respondió:
—Yulin tiene poca confianza en alguien como yo, brillante señor.
—Pero eres hijo de Yulin, ¿verdad? ¿O te hemos oído mal?
—No, mi señor. Eso dije.
—Ah, el hijo de Yulin sabe lo que Yulin sabe. Así que, una vez más,
¿sabe Yulin cómo entran los agresores en el Todo?
Agresores. Quinn comprendió, aliviado, que Hadenth se refería a los
paion.
—No, mi señor. No lo sabe. Y yo tampoco —replicó.
La mirada de Hadenth era antinaturalmente firme. Los tarig no
necesitaban parpadear, un detalle que siempre había molestado enormemente
a Quinn.
—Hablas valerosamente. Demasiado, para alguien que contempla las
vistas. No cuentas con nuestro favor —dijo Hadenth.
No, y nunca había contado con él.
—Brillante señor, mi vida está a vuestro servicio.
Hadenth gesticuló, quitando importancia a las palabras de Quinn.
—Sí, sí. —Jugueteó con el calzado de Ghinamid, y murmuró para sí
mismo. Después, se giró hacia Quinn—. ¿Crees que eres valeroso, por
enfrentarte a los paion?
—No más que cualquier soldado, mi señor.
—Pero te crees muy valeroso por enfrentarte a lord Hadenth, ¿verdad?
Quinn guardó silencio, pues no le gustaban los derroteros que estaba
tomando la conversación.
Cho contuvo el aliento. El tarig subió de un salto a la plataforma de
Ghinamid y se puso en cuclillas como una gárgola al pie de la durmiente
figura.
—¿Hmmm? —Su voz sonaba ahora más alta. Cho estaba temblando. La
voz de Hadenth retumbó por toda la sala—. ¿Crees que no puedo matar a los
invasores si lo deseo? ¿Crees que este tarig es un cobarde?
Quinn comprendió que sería imposible razonar con Hadenth. Miró al
durmiente tarig, casi esperando que despertara a causa del jaleo, pero siguió
durmiendo.
—¿Y bien? ¿Y bien? —dijo Hadenth.
Cho rogó, en un susurro:
—Respondedle, Dai Shen.
—Un simple soldado no osaría juzgar a un alto señor.
Hadenth le hizo una seña a Quinn, que se aproximó al féretro.
Aún en cuclillas, Hadenth se acercó a él. Quinn respiró el fuerte aroma
del tarig.
—No tiemblas como el asistente. —Hadenth echó una mirada a Cho—.
Tu compostura no es propia de un hijo sin importancia de Yulin.
Una arruga, más parecida a una grieta en porcelana que a un ceño
fruncido, surgió en la mejilla de Hadenth.
—Y puesto que no eres importante, miras con asombro nuestras vistas.
Hmm. ¿Te asustan las alturas? Sí, admítelo: el soldado de Ahnenhoon teme
caer de tan alto.
Quinn apenas fue capaz de hablar a Hadenth. Su estómago se quejaba por
el esfuerzo de intentarlo.
—Sería una larga caída. Algo terrible.
Quinn pensó en empujarle. Ver el miedo en el rostro de Hadenth.
Cho carraspeó suavemente y rogó con la mirada a Quinn.
Hadenth descendió de un salto, ágilmente. Seguía en buena forma física,
fueran las que fueran sus heridas mentales.
—Quizá hagas equilibrio en el borde para divertirnos.
Detrás de Quinn, Cho susurró:
—Supremo señor, el deber nos llama en los niveles inferiores, si os place.
Hadenth se giró para encararse con el asistente.
—No, te equivocas. El deber nos llama a nosotros. No a vosotros. —Miró
con ojos entrecerrados a Cho.
—Sí, perdonadme, brillante señor —consiguió decir Cho.
Acto seguido, lord Hadenth dio media vuelta y se alejó. Sus botas
golpeaban el suelo mientras daba largas zancadas, como si fuera un insecto
erguido.
Atravesó la pequeña puerta por la que había entrado. Tras dar unos pasos,
se detuvo y se giró.
El tarig regresó al umbral, extendió el brazo y cerró la puerta a su espalda.
Quinn observó la puerta durante unos instantes; no sabía si Hadenth se
había ido definitivamente, pero la puerta permaneció cerrada.
—Se ha ido —susurró Cho.
—Sí. —Quinn no hubiera sabido decir si estaba satisfecho o
decepcionado. Hadenth estaba desmejorado respecto a la última vez que le
había visto. Su crueldad parecía ahora restringida a una cierta paranoia y a
asustar asistentes, pero Quinn sabía que era capaz de mucho más que eso.
Salieron de la estancia y llegaron en silencio a las escaleras del exterior,
que llevaban a la plaza en la que, en una dirección, se extendía la ciudad, y en
la otra, las entrañas del Magisterio. Quinn, aún decidido a controlar sus
emociones, descendió y cruzó un pequeño patio en dirección a la fuente que
había visto antes.
Los peldaños se sumergían en el agua. Se sentó al borde y sacó un
pequeño ladrillo de comida, una barra comprimida que contenía los alimentos
asignados a él para ese día, y la compartió con la carpa. Los pedazos de
comida flotaron atrayendo varios peces, pero no el de la espalda naranja.
Cho permaneció en los peldaños superiores, secándose el sudor de la
frente. En su chaqueta lucía el emblema de la carpa blanca común que
distinguía a los asistentes menores. Dio un paso adelante, alarmado.
—Dai Shen —dijo—, tenéis que ver esto.
Quinn se dirigió hacia donde se encontraba Cho.
—Este es un día de prodigios. Ahí está la mismísima alto prefecto.
Quinn se reunió con Cho escaleras arriba y miró en la dirección que
señalaba su compañero. Ahí estaba, la mujer a la que había venido a ver. Su
cabello parecía imposiblemente alto para alguien de tan corta estatura, y
relucía, como si estuviera lacado. Sostenía una sombrilla y vestía en tonos
verdes brillantes adornados de naranja. Junto a ella se encontraba un enorme
hombre chalin, vestido con elegancia.
—El precónsul Zai Gan —dijo Cho—. ¿Conocisteis al hermano del
maestro Yulin en el gran dominio?
—No. Fui exiliado de la corte.
Cho miró a Quinn de soslayo.
—¿De veras? Resulta sorprendente, excelencia. —Frunció el ceño,
reflexionando—. Ese debe de ser el motivo por el que sabe tan poco de vos, y
se ve obligado a hacer preguntas a un asistente como yo.
Quinn ocultó su preocupación.
—¿Qué clase de preguntas?
—Relativas a los asuntos que os traen aquí. —Cho pareció ofendido—.
No le dije nada, os lo aseguro. ¡Como si conociera los asuntos de la gente!
Bei tenía razón cuando había dicho que el Magisterio estaba lleno de
espías. Quinn no solo no estaba pasando desapercibido, sino que cada uno de
sus movimientos parecía despertar interés. Sin duda, lo mejor sería marcharse
cuanto antes. Pero, por el momento, no podía irse.

Cixi odiaba estar bajo el Destello. En el pasado había sido conocida por no
abandonar el Magisterio jamás, pero gradualmente había ido cambiando sus
hábitos con el objeto de salir al exterior eventualmente, como estaba haciendo
ahora. Cada pocos días daba un paseo y, a menudo solo era eso, un paseo.
Zai Gan no estaba acostumbrado a caminar, y ya resoplaba, junto a ella.
Pero no habría rechazado la oportunidad de ser visto junto a la alto prefecto.
Muchos ojos los observaban, Cixi estaba segura de ello, aunque nadie se
atrevía a acercarse a ellos sin los permisos adecuados. La presencia de Cixi
empezaba a notarse en el paseo que bordeaba el canal, y los funcionarios
hacían reverencias, incluso los que estaban muy lejos. Dado que este era un
hecho inescapable, resultaba esencial realizar sus tradiciones de la manera
más pública posible.
Zai Gan no solía acompañarla en estos pequeños paseos. Cixi confería el
honor de caminar a su lado a un funcionario distinto cada vez. En una
ocasión, para sorpresa de sus acólitos, había caminado junto a un secretario.
Pero lo había hecho con un objetivo: esperaba, en alguno de sus paseos,
escuchar por fin el sonido que más deseaba escuchar, en la torre de
Ghinamid, en la alcoba en la que podría perder la vida.
Las manos de Cixi estaban sudorosas, pero no se atrevía a limpiárselas en
la chaqueta, ante los ojos de cien testigos. Por las barbas de un beku, odiaba
salir al exterior.
Zai Gan sacó un abanico de su cinto.
—¿Tenéis calor, excelencia? —Le puso el abanico en la cara.
Cixi le miró. Una palabra más de tu sucia boca y haré que te la llenen de
despojos.
Zai Gan cerró el abanico, y continuaron caminando.
—Qué hermosas criaturas acuáticas —dijo Cixi con voz encantadora.
Durante miles de días había cultivado la impresión de que le fascinaban los
peces, aunque no toleraba a ningún ser no racional. Por supuesto, no todas las
carpas eran lo que parecían.
Zai Gan gruñó.
—No es natural respirar agua.
—Si los lores lo han decretado, es natural —replicó Cixi.
Zai Gan la miró furtivamente; siempre estaba atento para comprobar
dónde residía la lealtad de Cixi. Sabía que la mujer espiaba constantemente, y
quizá se preguntaba qué se proponía. No. Zai Gan no se lo preguntaba. Sus
ambiciones no iban más allá de gobernar el dominio. Sin duda, creía que las
maquinaciones de Cixi se centraban en las promociones en el Magisterio, en
los méritos de cada cual en los distintos dominios. Alguien como Zai Gan no
podía imaginar que la visión de Cixi llegara mucho más lejos que la suya
propia.
Cixi se dirigió hacia la gran torre, de manera que pareciera que era una
elección casual en su paseo. A veces iba a la torre, y a veces no. Todo con el
objetivo de que la verdadera visita pareciera inconsecuente.

Cixi entró en la torre; Zai Gan se quedó en la entrada. Frente a ella tenía los
trescientos peldaños. Solo tenía unos instantes para hacer lo que debía hacer.
Cuando hubiera terminado, debía subir a la parte superior y fingir contemplar
la vista. Seres repartidos por toda la ciudad, los que se habían dado cuenta de
que estaba visitando la torre, esperarían verla allí.
Cixi se quitó sus zapatos con plataforma, los dejó en el primer recodo de
la escalera, y se apresuró escaleras arriba.
Eran peldaños hechos para gigantes, y empezaban a dolerle los músculos.
Los tarig podían ascenderlos con facilidad; la longitud de sus zancadas era
perturbadora. Podían cruzar una habitación en un instante tan solo dando una
gran zancada. Cixi se estremeció.
Llegó a la alcoba, colocó las manos en el interior y presionó el saliente
que le dio acceso al Destello. O lo que podría darle acceso. Aquí, en la
estructura más alta de la palaciega colina, se encontraba ciertamente muy
cerca del río de llamas. Los odiados tarig escudaban a la ciudad de su fiereza,
de algún modo. Y también se las arreglaban para transmitir mensajes a través
del Destello, y no a las velocidades que permitían a sus súbditos, sino a la
velocidad del Destello. Los espías de Cixi lo habían descubierto hace tiempo.
A Cixi no le había sorprendido. Claro que los brillantes señores se
comunicaban a grandes distancias. ¿Cómo, si no, podrían haber creado el
Omniverso?
¿Y desde qué lugares enviaban y recibían mensajes? Las investigaciones
de Cixi habían revelado tres lugares adicionales: las naves radiantes,
cualquier ciudad axial y el Río Próximo. Los tarig eran los únicos que
gobernaban las naves, y solo los tarig sabían cómo enviar mensajes a la
velocidad del Destello en las ciudades axiales. Pero todos los navitares sabían
cómo enviar mensajes desde los nexos. La cuestión de si los navitares eran o
no leales era mucho más compleja. Para empezar, estaban trastornados.
Tras mil días de subterfugios, Cixi había dado con un navitar que quizá
enviara un mensaje. El navitar era el encargado de navegar el río en la Larga
Mirada de Fuego. Cixi lo había planeado con todo detalle.
Una vez lo tuvo todo dispuesto, Cixi comenzó a buscar el mensaje. Hasta
el momento, sin embargo, sus emisarios no habían logrado llegar hasta la
chica a la que tanto quería. No había recibido noticias en cuatro mil días, pero
Cixi mantenía la esperanza, y regresaba una y otra vez a la torre.
Querida niña, pensó Cixi. Su devoción por la muchacha era una lumbre
que nunca se apagaba, y la chica guardaba un fuego similar en su interior. Así
se lo habían asegurado sus mensajeros. «Aún os ama, mi señora». Cixi les
creía, puesto que su propio corazón se mantenía firme, y también porque les
había dicho a sus mensajeros que, si mentían, les arrancaría los intestinos por
el ombligo… despacio.
Ahora, arrodillada en la alcoba, Cixi dejó la piedra roja en la taza, y la
piedra desapareció. Nada. Pero estas cosas requerían tiempo.
Había días en los que Cixi pensaba que Mo Ti era su última esperanza.
Mo Ti era el sirviente más inteligente, capaz y valeroso que había tenido
nunca. Si él no lo lograba, quizá Cixi no volvería a tener una oportunidad
para comunicarse con la muchacha en esta vida. ¿Habría conseguido Mo Ti
eludir el castigo de la ceguera? Y aunque no lo hubiera hecho, ¿habría
logrado infiltrarse en el campamento de Priov? Y si así era, ¿confiaría la
muchacha en él?
Y entonces, casi milagrosamente, se formaron palabras en el muro, y
parte de la superficie de piedra se convirtió en una pantalla. La respuesta.
Cixi contempló las letras que se formaban: «Para siempre».
Para siempre. Cixi sintió una profunda turbación. Mo Ti había
conseguido llegar.
No había ningún otro mensaje, y tampoco era necesario. Si hubiera
fracasado, Mo Ti habría enviado: «Como la noche en la Rosa». Y si aún no
hubiera conseguido superar los obstáculos, habría enviado: «El Destello
verás».
Cixi se apresuró escaleras arriba, sin haber asimilado por completo las
buenas noticias. Corrió, con esfuerzo, otros cien peldaños. Le dolían las
piernas por la tensión, pero siguió adelante, llevando su viejo cuerpo hacia
arriba. Que Dios reparase en los malditos tarig. Más arriba…
Cuando llegó a la cima, se recostó contra las piedras del baluarte. El
pecho parecía a punto de estallarle, y le temblaban las piernas. Abajo, Zai
Gan vigilaba la entrada, preparado para crear una distracción si alguien
trataba de entrar mientras Cixi seguía arriba.
Cixi supo, por el comportamiento de Zai Gan, que la había visto. Sin
duda el muy estúpido debía de preguntarse qué estaría haciendo Cixi en ese
momento. La verdad le sorprendería, sin duda.
Se giró para marcharse y se topó con un tarig frente a ella.
—Mi señor —dijo Cixi.
Pero no era uno de ellos. Era solo la imagen de uno, capturada en los
muros de piedra de la torre. A través de la pantalla imperfecta del áspero
muro, su rostro parecía picado y arrugado.
—Ah, Cixi —dijo.
A juzgar por su voz, era… Pero debía hablar de nuevo.
—¿Sois vos, brillante señor? ¿Vuestra imagen en la piedra? —Cixi deseó
no estar descalza. Quizá el tarig no lo notase.
—Sí, es nuestra imagen, no somos nosotros mismos. A menos que en un
solo día hayamos empeorado tanto.
Lord Oventroe. Cixi prácticamente se derrumbó de alivio. Si Oventroe
averiguaba lo que Cixi había hecho, sería un desastre. Pero, para tratarse de
un tarig, era el mejor posible.
—Mi señor —repitió Cixi, omitiendo el resto de la bendición, pues era su
privilegio como alto prefecto.
El tarig la contempló con ojos fríos y el rostro impasible.
—¿Alguna vez has pensado cómo preferirías morir si un brillante señor
demostrara su repugnancia por ti?
Cixi sintió que le faltaba el aliento. Iba a matarla.
—Sí.
—Trataremos de adivinarlo. Preferirías ser envenenada que morir bajo la
lenta mano. —Alzó una mano de largos dedos—. No, no es cierto. No
creemos que eligieras este modo. Ah, ya lo tenemos. —Señaló el baluarte,
hacia un punto lo suficientemente bajo para formar una especie de mirador—.
Colócate ahí, prefecto.
—¿Debo trepar?
—No seas dramática. ¿No te gustaría agradarnos, y bajar de nuevo las
largas escaleras? Entonces habría un escándalo, porque la prefecto
permaneció al borde de la torre, como abatida. —Miró detrás de él, dando de
la impresión de que estaba allí de veras—. Todos te están mirando, ¿no es
así?
—Sin duda lo hacen. Pero no pueden veros, mi señor.
—No. Debemos actuar en secreto. —Dio media vuelta y caminó por la
cumbre circular. Caminó por los muros.
Lord Oventroe era el único tarig que Cixi conocía que paseaba, y en
ocasiones Oventroe había asegurado que era la única cosa útil que los
humanos le habían enseñado. Resultaba francamente extraño que, de todo lo
que sabían de la Rosa, hubiera elegido para imitar un acto tan intrascendente.
Este pensamiento se abrió paso a la fuerza en la mente de Cixi mientras
consideraba tirarse de la torre. Pensó en la muchacha a la que tanto quería, y
le costó trabajo respirar.
—Secretos —decía lord Oventroe—. Los dos tenemos secretos, prefecto.
Cixi se preguntó a qué secreto se refería, aparte del hecho de que utilizara
el Destello como lo hacían los tarig.
Oventroe prosiguió:
—Mi secreto está a buen recaudo contigo, Cixi de la empuñadura de
Chendu.
El uso del nombre de la infancia de Cixi era casi un gesto de afecto. Cixi
contuvo la respiración.
El rostro de lord Oventroe se posó en una piedra lisa; sus rasgos se veían
ahora con mayor claridad. Su rostro era más chato que el de la mayoría de los
tarig, lo que suavizaba un tanto sus rasgos. Las damas de la ciudad (las damas
tarig, claro está), le encontraban apuesto.
—Sí —continuó Oventroe—, sabes que disponemos de una alcoba
personal. Otros lores no lo saben. Este es el secreto que has guardado,
prefecto.
Era cierto. Lo había mantenido en secreto. Los secretos, como las
monedas, eran más valiosos si se atesoraban, y sin duda ella había atesorado
este.
Un cambio en el rostro de lord Oventroe indicó placer.
—Te lo agradeceríamos, pero no es nuestro estilo, ¿verdad?
—Sería impensable, señor.
—Deberías haber sido una tarig, Cixi de Chendu. —Sin duda, para él era
un halago extraordinario.
—A veces me parece serlo. —Cixi miró de refilón escaleras abajo, y
pensó en la alcoba.
—¿Sabe algún delegado lo que tú sabes?
—No.
—Esperamos que sea cierto, Cixi. También esperamos que tus mensajes
traten asuntos menores y no vayan en contra de los intereses de lord
Oventroe.
¿Cuáles eran sus intereses? A Cixi le encantaría saberlo. Lord Oventroe
alentaba un odio fanático por la Rosa, como todos sabían. Además, y eso era
algo que menos gente sabía, esperaba sustituir a Hadenth como alto señor,
dado que Hadenth había cometido errores en materia de seguridad en el
pasado. Pero un alto señor jamás renunciaba a su puesto, por lo que este no
era un objetivo razonable. Era de esperar que no lo fuera.
—Los dragones se contentan con sus cuevas y sus tesoros, mi señor.
El rostro del tarig se contorsionó, divertido. Cixi pensó que pasear no era
lo único que Oventroe había copiado de la Rosa. El fanatismo con que odiaba
al enemigo había hecho que se terminara pareciendo, sin ser consciente de
ello, a los habitantes de la Rosa.
—El día que te des por satisfecha, prefecto, abriremos las puertas a la
Rosa.
Cixi hizo una profunda reverencia, indicando que reconocía que eso era
cierto. Nunca estaba satisfecha. Pero era preferible que Oventroe pensara que
albergaba tan solo ambiciones sencillas. Nadie debía saber nunca, y mucho
menos los lores, que su objetivo era alzar el reino. El reino de los chalin.
Cuando se irguió tras la reverencia, Oventroe había desaparecido.
Una ligera brisa secó el sudor de su rostro.
—Por la bandera de mi tumba —susurró Cixi, temblando.
Por ahora estaba a salvo. Pero Oventroe sabía que Cixi realizaba actos
prohibidos. ¿Cómo la había descubierto, y quién más lo sabría? Desde ahora
Cixi estaría bajo el atento escrutinio del tarig. ¿En qué otros lugares se
escondía, y bajo qué disfraz? ¿Le había visto hoy en realidad, o había sido
solo un espejismo? Pensar que los lores espiaban con tanta facilidad la ponía
enferma…
Comenzó a descender los trescientos peldaños. ¿Por qué le había
perdonado la vida? Solo había un motivo: Cixi le podría haber contado a
alguien más lo que sabía. Y ahora, Oventroe la necesitaba para silenciar a ese
alguien que podría divulgar su secreto. Ese era el poder de los secretos,
suficiente para derrumbar una torre, e incluso un imperio.
A medio camino se calzó de nuevo.
Zai Gan la esperaba abajo. Notó la turbación de Cixi.
—¿Un ascenso difícil, excelencia?
—No, precónsul —consiguió decir Cixi en un tono neutral—. Pero a
veces descender es más difícil que ascender. —Cuando Zai Gan la miró con
ojos inquisitivos, Cixi le echó una mirada que decía: «calla y déjame pensar».
Después, Cixi se concentró en tratar de llegar a sus aposentos sin
desmayarse.

Esa noche, en su cubículo, Quinn miraba el techo luminiscente, atenuado


durante el ocaso. En la suave luz vio el rostro de Hadenth y oyó su voz
desgarrada.
La criatura había estado observándole. Ocho días en el borde…
El rumor difundido entre los chalin, que aseguraba que los golpes de
Quinn habían dañado el cerebro de Hadenth, no era cierto. El tarig seguía
siendo el mismo. Un depredador impredecible. ¿Por qué había estado
Hadenth observándole? ¿Acaso lo observaba todo?
Quinn se sentía aprisionado e inquieto. Tras nueve días en el Magisterio,
no había logrado contactar con el tarig traidor. Si es que era un traidor. Y
ninguna noticia de la alto prefecto… Se levantó, dando por imposible dormir
ya esa noche, y recogió sus ropas, colgadas en la pared. Los dispositivos
limpiadores habían cumplido su cometido, y Quinn se vistió con prendas de
seda inmaculadas.
En el pasillo, vio que la puerta de la jout estaba abierta. Brahariar también
había renunciado al sueño, y lloraba en la cama. Quinn sabía que la petición
de la jout, fuera la que fuera, no avanzaba. Quinn sentía lástima por ella, y
por ese motivo le había pedido a Cho que la ayudara, si podía.
Quinn caminó. ¿Le estaría observando Hadenth incluso en ese momento?
Si pensaban que su ciudad era tan vulnerable que debían vigilar
constantemente, ¿por qué estaba el Magisterio precisamente aquí? ¿No sería
la base de los pilares un emplazamiento mejor?
Durante el ocaso, los pasillos estaban tan activos como durante el día. La
enorme burocracia necesitaba cada hora de los largos días del Omniverso
para gobernar el mundo, el único mundo que merecía la pena gobernar. A
veces lo llamaban el Todo; era su manera de verbalizar su superioridad.
Quinn descendió la rampa hasta el cuarto nivel, que albergaba el archivo.
Allí, investigadores y funcionarios se dedicaban a sus estudios arcanos, y
todos los conocimientos acumulados por los estudiosos encontraban un
hogar.
Había varios asuntos que Quinn deseaba estudiar allí. Pero llamaría la
atención si buscaba los registros de Johanna de la época en que fue
interrogada aquí. El hijo de Yulin no debería buscar información sobre
Johanna Quinn y su interrogador, Kang. Aunque el registro de Kang sería
únicamente parte de la historia de Johanna, los fragmentos podían ser
importantes, si, como había dicho la navitar, Johanna se encontraba en el
centro de todo.
Este nivel estaba repleto de secretarios. Llevaban amplios sombreros
inclinados hacia atrás, en los que guardaban sus tableros computacionales, un
tipo de manantial pétreo. La parte trasera de los sombreros de los secretarios
estaba cubierta de cifras y datos, que surgían a medida que las piedras se
desplazaban de arriba abajo y escupían resultados en largos calcetines que
colgaban, como colas de cometas, por la espalda de los secretarios. Quinn
recorrió retorcidos pasillos, pasó junto a los aposentos de asistentes y
funcionarios, y llegó por fin al archivo, al que quería entrar, y al que no
debería entrar. Permaneció en el umbral del gran vestíbulo. Aquí, colosales
pilares sostenían los manantiales computacionales, y escaleras de caracol
rodeaban las columnas, dando acceso a los manantiales.
A Quinn le hubiera gustado comprobar qué tipo de información albergaba
la biblioteca al respecto del dominio de los inyx; esa información le resultaría
útil en su intento de liberar a Sydney, el mismo intento que Yulin estaba
seguro de que fracasaría. Sin duda, si los inyx podían sondear su mente,
Quinn perdería su principal arma: el sigilo. Además, esperaba profundizar en
el asunto de las correlaciones si, por descuido, los lores habían dejado alguna
pista.
Pero ninguna de estas líneas de investigación estaba a su disposición. No
sabía cómo utilizar la biblioteca. No sabía cómo se almacenaban los datos,
cómo acceder a ellos, cómo realizar búsquedas. Peor aún, su torpeza quizá
llamara la atención.
Permaneció en el umbral, indeciso. En el pasado había sabido cómo
desenvolverse en el archivo. Había venido aquí buscando las correlaciones
entre mundos. Pero no era el mismo hombre. Esta versión de Titus Quinn era
un analfabeto en lo relativo a los manantiales pétreos.
Dio media vuelta, alejándose de la entrada al archivo. Min Fe estaba en el
pasillo.
El delegado parpadeó con ojos magnificados por sus lentes.
—¿Un soldado que estudia? Qué prodigio.
—Sentía curiosidad por la gran biblioteca. Es impresionante. —Quinn
trató de seguir adelante, pero Min Fe le bloqueó el camino.
—El hombre de armas nos ofende.
—¿Os he ofendido? Si es así, os pido perdón.
—¿Perdón, dices? —escupió Min Fe—. No perdonaré tus insultos. —Dos
secretarios salieron del archivo, e hicieron una profunda reverencia al pasar
junto a ellos. Min Fe los observó mientras se alejaban por el pasillo.
—La promoción de Cho es un atropello. No ha hecho méritos, no cumple
los requisitos. Es un pedante, un subalterno sin porvenir que en cinco mil días
no ha contribuido con un solo pergamino al códex. —Min Fe notó la mirada
sorprendida de Quinn—. Sin duda sabes ya que Shi Zu le ha ascendido a
asistente de pleno derecho, a él, un asistente menor sin importancia, solo para
vengarse de mí por ofensas imaginarias.
De modo que el cónsul había ascendido por fin a Cho.
Min Fe prosiguió:
—Shi Zu ha premiado a Cho por la ayuda que te ha brindado en tus
asaltos al protocolo. No lo consideres una victoria, Dai Shen de la casa de
Yulin. Aquí te has ganado un enemigo. Uno que más vale tener en cuenta, te
lo aseguro.
Quinn miró al subdelegado a los ojos.
—Tengo algo de prisa. Me juego una paliza si no complazco al maestro
Yulin. —Trató de dejar a Min Fe ganar, pero no sirvió para nada. Le odiaba.
—Espero que una paliza sea la menor de tus recompensas —dijo Min Fe.
—Os deseo muchos días, subdelegado. —Quinn se alejó, de vuelta a sus
aposentos. Min Fe no le siguió.
Quinn sabía qué le habría aconsejado Anzi: que aplacara a Min Fe, que se
lo ganara. Bien, ahora era demasiado tarde para eso, y Quinn no lo
lamentaba. No cedería ante Min Fe, como antes había cedido ante los tarig…
durante diez años. No era el mismo hombre.
Antes de marcharse, esperaba poder demostrarlo.
Capítulo 22

H elice Maki, vestida de valquiria, se ajustó el casco y la coraza, y alzó la


vista al cielo nocturno. De un tiempo a esta parte, las estrellas la
inquietaban. Hacía solo una semana había pensado que dejar pasar la
oportunidad de entrar en la región al otro lado era una contrariedad terrible.
Ahora, parecía que las amenazas eran mucho mayores. Pero estaba en una
fiesta de disfraces y le habían encargado determinadas tareas, así que las
estrellas tendrían que esperar.
Minerva había elegido el zoo como escenario de la fiesta anual del
equinoccio. Los rugidos de los animales se mezclaban con las risas de los
invitados, y antorchas iluminaban la oscuridad entre las jaulas. Los zoos eran
unos lugares terribles, llenos de sufrimiento y animales dementes. Helice
había mostrado su oposición ante la junta, sin éxito. Como la miembro más
reciente de la empresa, no podía esperar ganar siempre. Pero le gustaría ganar
alguna vez.
Helice se paseó en busca de miembros de la junta con los que charlar, y
miembros del personal a los que conquistar. Allí estaba Lamar Gelde, con
sombrero vaquero de enorme copa, conversando animadamente con María
Antonieta. Helice hablaría con él más adelante, cuando ya hubiera bebido
suficiente champán; quizá eso serviría para suavizarle un tanto. Hasta ahora,
Helice no había sabido manejar a Lamar. Encantadora. Así debía ser con él.
Helice había nacido con escaso encanto, y lo sabía, y aún no había aprendido
a compensar ese déficit.
Un sirviente vestido de esclavo de galeras pasó junto a ella. Helice cogió
una copa de champán de la bandeja y caminó entre los invitados. Se detuvo
junto a una fuente, vació el contenido de la copa y la llenó de agua.
Neuronas. Pronto las necesitaría todas.
Cerca del lago de las focas se sentaba un oso con un collar tachonado;
contemplaba, absorto, las longanizas que flotaban en el agua. El oso estaba
completamente aturdido a causa de las drogas, una crueldad que Helice
habría evitado, si la hubieran consultado.
Tomó asiento un momento en un banco y miró de nuevo al cielo. Las
estrellas. Debido a los asombrosos e inexplicables sucesos de la última
semana, nunca volverían a parecerle iguales.
Las estrellas se estaban muriendo. Prematura, erróneamente. Cerca del
horizonte, y elevándose en el cielo, estaba Orión, con su cinturón de estrellas.
Helice casi esperaba verlas parpadear y desaparecer, una a una, como le
ocurrió a algunas estrellas del Trapecio de Orión el martes. Los astrónomos
afirmaban que cuatro de ellas, jóvenes y calientes, se habían esfumado, sin
una última boqueada, sin gases fluorescentes, sin expulsiones de materia
estelar, sin el menor rastro. Desaparecidas.
Trató de ver la situación del mismo modo que Stefan Polich. Las estrellas
podían estar oscurecidas tras glóbulos de Bok, nubes de gas frío y polvo.
Había numerosas teorías que explicaban cómo estrellas como estas podían
desaparecer, no solo aquí, sino en conjuntos supervisados en cada una de las
plataformas espaciales. La estrella Beta Pictoris había encontrado un destino
similar, separada del grupo del Trapecio. Desaparecida. El problema de la
teoría del capullo de polvo era que los sucesos habían sido casi instantáneos
y, en esencia, desafiaban todas las leyes físicas conocidas.
Helice miró a su alrededor, a los invitados disfrazados. A pesar de las
menciones pasajeras a los sucesos cósmicos en los noticieros, nadie aquí
miraba al cielo o parecía preocupado por lo que sucedía sobre sus cabezas.
Stefan creía que era una coincidencia que estuviera sucediendo ahora,
justo cuando sondeaban la región al otro lado. «Pero es un nuevo fenómeno»,
había dicho Helice. La respuesta de Stefan había sido: «no, es nuevo para
nosotros. Solo porque no lo hayamos visto antes no significa que sea
completamente nuevo».
Quizá, pensó Helice. Pero la coincidencia la inquietaba. Minerva se
estaba tomando muy en serio el espaciotiempo de dimensiones superiores.
Enviaban sondas y personas a través de una membrana, una barrera que quizá
existiera por un motivo. Así que, por muy improbable que fuera, ¿y si el
hecho de sondear la región al otro lado y la muerte de las estrellas estaban
relacionados?
Helice esperó que las catástrofes estelares no se debieran a una especie de
venganza por parte de los habitantes del otro lado, que quizá fueran capaces
de llevarla a cabo. No, sin duda eso era pedir demasiado a la fantasía.
Sin embargo, no era absurdo suponer que el cosmos contenía seres más
avanzados que los humanos. Los cosmólogos pensaban desde hacía mucho
tiempo que la edad del universo sugería que civilizaciones altamente
avanzadas debían de existir en algún lugar. Si el universo al otro lado era tan
viejo como este, quizá una civilización avanzada estaba haciéndose notar.
Se le ocurría una idea aun más extraña: si tenían el poder de oscurecer
estrellas, ¿podrían también ver este universo? ¿Conocerían los planes de
Minerva? ¿Podrían, por ejemplo, ver a la propia Helice en este preciso
instante?
Quizá era demasiado fantasioso. Pero las grandes ideas a menudo nacían
de conjeturas imposibles.
Y estas ideas eran precisamente las que Stefan Polich era incapaz de
considerar. En lugar de ello, cuando Helice había sugerido estas
posibilidades, Stefan las había desechado como demasiado improbables, y la
había tratado como a un necio, o un niño precoz.
Era exasperante, y le dolía.
Stefan nunca reconocería los méritos de Helice, nunca la aceptaría como
sucesora, ni le daría la oportunidad de entrar en la región que tanto ansiaba
ver. Por eso Helice necesitaba aliados, por eso debía acudir a fiestas. Sus
búsquedas, no obstante, debían ser tentativas y no despertar sospechas.
Como, por ejemplo, su conversación con Booth Waller hace unos días,
cuando Helice le había desnudado, por una vez, su corazón.
—¿Querías ir tú? —le había preguntado Helice. Para cogerle
desprevenido, lo había preguntado sin preámbulo ninguno.
Booth había hecho una pausa, y después había comprendido que Helice
se refería a la misión de Quinn. Decidió, evidentemente, ser franco:
—No.
—Yo quería ir. —Helice había dejado que Booth asimilara sus palabras.
Booth esperó a que Helice hiciera algún comentario amargo, o formulara una
amenaza. Pero Helice no podía amenazarle. Booth era el predilecto de Stefan,
y un miembro de la junta respetado y antiguo. Sería un buen aliado. Helice se
preguntó si Booth Waller se veía en el futuro a la vera de Stefan Polich, de
cuarenta y tres años, o a la de Helice Maki, de veinte años.
Una voz sonó a su espalda.
—¿Contando las estrellas?
Stefan Polich se acercó a ella, disfrazado de un Capitán Garfio un tanto
desgarbado. Detrás de él estaba Booth Waller, vestido de policía montado del
Canadá.
—Sí. Faltan ocho. —Si él no iba a contar, ella sí.
Helice saludó a Booth, que tenía un aspecto algo miserable, como si se
sintiera culpable. Él era el favorito, y ella no, y Booth tuvo el detalle de
sentirse mal por ello.
—Ocho estrellas —repitió Stefan como si las estrellas estuvieran lejos de
sus preocupaciones diarias. Dio un sorbo a su copa de champán.
—¿Nunca te sueltas el pelo?
Helice le miró cuidadosamente; Stefan parecía extrañamente vulnerable,
y un poco borracho.
—Las valquirias no hacen eso —dijo Helice.
Stefan pareció desilusionado.
—Supongo que no —dijo.
Helice, crecida, trató de parecer juguetona.
—Tienen demasiado trabajo en el campo de batalla, eligiendo a los
guerreros que morirán.
Los tres se acercaron a un pequeño puente arqueado que cruzaba sobre un
riachuelo.
—¿Qué hay de mí? —preguntó Stefan—. ¿Me aguarda el Valhalla?
Stefan la miró desde la altura que le otorgaban sus grandes botas de
pirata.
—No —dijo Helice, arriesgadamente, y después sonrió, para
descolocarle.
—¿Y a mí? —preguntó Booth, y se ajustó el cinto del que llevaba
colgada una pistola de madera.
Cuando uno tendía a ser rechoncho, no era conveniente vestir un
magnífico uniforme rojo como el que llevaba Booth. Solo enfatizaba sus
defectos.
—Aún no lo he decidido —respondió Helice, mirándole dulce pero
fijamente.
Stefan se fijó el bigote, que estaba algo suelto, por encima de su labio
superior. Mientras contemplaban a las carpas, que nadaban más abajo, Helice
murmuró:
—Las estrellas… sigo pensando que quizá haya alguna relación.
El capitán Garfio gruñó:
—¿Crees que nuestro hombre está trasteando con las estrellas?
Helice se sintió molesta.
—Al menos deberíamos pensar en esas cosas.
—Helice, Helice. Solo lleva una semana allí. No creo que le haya dado
tiempo a desgarrar la materia del cosmos.
Helice replicó de inmediato:
—Pero, en realidad, no tenemos ni idea de cuánto tiempo ha transcurrido
allí. Si nos guiamos por la última visita, quizá lleve meses allí.
Los tres observaron a una carpa moteada de manchas blancas y doradas
que nadaba en círculos en el lento cauce del riachuelo.
Stefan habló sin alzar la voz:
—Por otro lado, quizá no esté allí en absoluto. Quizá esté flotando en el
espacio, y sea él el que se ha calcinado, no las estrellas.
Últimamente Stefan parecía cada vez más preocupado. La empresa
necesitaba a Titus Quinn. Aunque la región adyacente no fuera una
superautopista hacia el universo, podría, al menos, ser una finca de primera.
No, Stefan aún mantenía la esperanza de que su hombre hubiera llegado al
otro lado.
A ese respecto, sin embargo, Helice parecía confiada.
—Oh, está allí, sin duda. Llámalo intuición femenina.
Stefan alzó las manos y fingió vehemencia.
—No lo llamaría intuición femenina aunque estuviera en juego mi alma
inmortal.
—Eso es porque no tienes alma, Stefan. —Helice sonrió. Encantadora, se
recordó a sí misma.
A orillas del riachuelo, cuatro de los invitados se tambaleaban,
chapoteando. Uno, vestido como Robin Hood, apuntó con su arco y dio de
lleno a la carpa dorada. El pez siguió nadando unos momentos, un tanto
oblicuamente.
—Sea quien sea, despídele —gruñó Helice.
Stefan rechazó la idea con un gesto.
—Solo es un pez, Helice. —Stefan se alejó trastabillando de la barandilla
e interceptó a un esclavo de galeras que portaba una bandeja con copas.
Mientras Stefan se alejaba, Booth se acercó a Helice. Inclinó la cabeza en
dirección a los borrachos que chapoteaban a orillas del riachuelo, y dijo en
voz baja:
—Tengo entendido que esos cuatro son eventuales. No creo que los veas
el lunes.
Helice dejó que las palabras flotaran en el ambiente mientras las
saboreaba. Hasta ahora no había notado que estaba de un humor francamente
sombrío. Su rostro se iluminó. Booth seguía mirándola.
—Brindemos por eso —dijo Helice, sinceramente.
Booth señaló al esclavo de galeras, y recogió dos copas.
Los tres unieron sus copas, pero solo Helice y Booth estaban cerrando un
trato.
Stefan había sobrepasado su umbral etílico hace un buen rato.
—Tenemos que mantenernos unidos, Helice —dijo.
Helice sonrió consoladoramente.
—Por supuesto que sí.
—Son tiempos difíciles —murmuró Stefan, y dio un sorbo a su champán
—. Los barcos se hunden.
—Mmmm —dijo Helice, mientras observaba a los asesinos de peces
desaparecer en las tinieblas.
Capítulo 23

Los pájaros vuelan, en la Rosa,


Las flores nacen, en la Rosa,
El cielo es oscuro, en la Rosa,
Los reyes mueren jóvenes, en la Rosa.

—Canción infantil

Q uinn sostenía los documentos en la mano. Estaba frente a su celda, y era


una mañana radiante.
Por fin, Cixi había mandado llamarle.
Los documentos estaban enrollados en un elegante pergamino, y escritos
con una elaborada caligrafía lucente. La entrevista con la alto prefecto,
dispuesta por Shi Zu y comunicada por un asistente, se celebraría mañana a la
primera hora de la sombra del ocaso. Quinn estaba impaciente e inquieto a
partes iguales. Iba a ver a una persona que lo había conocido en el pasado;
sería la prueba definitiva para su reconstrucción facial. Retazos de memoria
le avisaban de que él y esa mujer no habían sido amigos.
Se giró hacia la ventana y contempló desde allí la ciudad. Jugueteó con el
pergamino entre los dedos. Gracias a Cho, empezaban a caer barreras. El
asistente tenía razón acerca de Shi Zu. El delegado había abandonado
enseguida la idea de encabezar la misión al dominio de los inyx en cuanto
Quinn había fingido indiferencia.
Ahora, le quedaba un día de espera.
La ciudad le llamaba. Y también le alejaba de sí. No debía cruzarse con
los lores tarig, y mucho menos hablar con ellos. A pesar de su rostro alterado,
podrían reconocerle. Sin embargo, la ciudad era grande, y era probable que
pasara desapercibido si evitaba los caminos más transitados. Después de
todo, Hadenth no le había reconocido. Quinn enumeró las razones a favor de
ir, porque iba a ir…
Desde el momento en que había llegado al Omniverso, le había
perseguido aquel que había sido en el pasado en este lugar. Sus recuerdos aún
eran incompletos, pero eran lo suficientemente vividos para atormentarle.
De modo que Quinn se encontró a sí mismo caminando hacia la puerta
que daba acceso a la ciudad; quizá si paseaba por ella llegara a averiguar si
era distinto ahora de quien fue entonces.
Ascendió la escalera de caracol que llevaba al segundo nivel del
Magisterio. Recorrió el pasillo de techo abovedado, y la galería cuyas
columnas dividían las vistas de la ciudad con sus pilares verticales. Las voces
de los dos Quinn le acompañaban. Decían: «Ve», y «No vayas». Secretarios,
asistentes, funcionarios y delegados se inclinaron a su paso, como dictaba el
protocolo. Pasó junto a ellos como en un sueño, dejó atrás las estancias del
Señor Durmiente y descendió los anchos peldaños que llevaban a la ciudad.
No lejos de él, las carpas nadaban en el lago. Quinn se detuvo el tiempo
suficiente para comprobar que el pez de la espalda naranja, al que le había
dado la piedra roja de Bei como almuerzo, no estaba entre ellas.
Era un alivio estar al aire libre. El Destello se derramaba sobre las torres y
las plazas de la ciudad como las alas plateadas de un dios invisible. Quinn
caminaba, sin conocer su destino con certeza, descubriendo nuevas vistas de
la ciudad en cada esquina y cada recodo de su camino. El agua fluía por los
canales. Todo tipo de seres inteligentes, excepto tarig, caminaban por las
calles, bazares y plazas, alimentando a los peces o recorriendo el paseo. De
cuando en cuando, Quinn veía a un tarig que caminaba por un canal próximo,
pero nunca lo suficientemente cerca como para preocuparle.
Titus Quinn paseó por la ciudad, maravillado de encontrarse allí, de haber
regresado, de caminar libremente entre sus enemigos. Maravillado porque,
justo antes de abandonar la Estirpe, había llegado a su mismo corazón.
El Destello parecía oscilar muy cerca de su cabeza. Sus pliegues parecían
ahora más que nunca un guiso hirviendo. Era una imagen que ya daba por
sentada. A lo largo de la línea del horizonte, vio las cúpulas familiares que no
cumplían ninguna función que los tarig admitiesen, más allá de la puramente
estética. Eran parecidas a los templos de los hombres santos, las agujas de
Dios, pero mucho más altas que aquellos, y parecían dispuestas a caer como
lanzas sobre los que trataran de atacar el Destello. En el corazón de la
palaciega colina se encontraba la cúpula más alta, la torre de Ghinamid, que
se aseguraba era la residencia deshabitada de lord Ghinamid, y que aguardaba
el momento en que el tarig despertara de su sueño. Los puentes saltaban
sobre los canales y se convertían en callejuelas serpenteantes que se abrían a
plazas y se perdían en callejones oscuros repletos de enredaderas negras y
púrpuras.
En una ocasión Quinn le había preguntado a Chiron por qué en el
Omniverso no había flores. Ella había señalado las enredaderas oscuras y
relucientes, hermosas a sus ojos alienígenas. Pero no para ojos humanos.
«No son como nosotros, en ningún sentido», había dicho Bei. Quinn
recordó las palabras del anciano académico. «Los tarig no paraban de repetir
que, si cooperabas y nos facilitabas la información, recuperarías a tu familia.
Un día dio paso al siguiente, y la información nunca era suficiente. Cada día
preguntabas. Y cada día los tarig decían que aún no. Seguiste intentándolo,
Titus. Nunca les olvidaste».
Quinn alzó la vista hacia la palaciega colina. Sabía qué mansión era la de
Hadenth, y cuál la de Chiron. Caminó en dirección al hogar abandonado de
lord Inweer, que llevaba mucho tiempo ausente, el mismo que durante mucho
tiempo había sido el guardián de Ahnenhoon, y de Johanna. Aquí, no era
probable que se topara con un tarig que debiera preocuparle.
A medida que se aproximaba a la palaciega colina, las mansiones
menores ocupaban una mayor porción del paisaje. Los muros de metal
reflectante cansaban los ojos de Quinn, así que prefirió mirar a través de las
profundas ventanas, hacia los interiores en los que los tarig vivían la parte
privada de sus vidas. Dado que la tecnología saciaba sus necesidades, no
tenían sirvientes trabajando en sus hogares. Entre los tarig tampoco había
pueblo llano. Su suprema arrogancia exigía que todos ellos formaran parte de
la nobleza del Omniverso.
Quinn dio con unas estrechas escaleras, y ascendió por los recodos
coloreados de sombras púrpuras.
Siguió subiendo, y el camino se estrechó hasta que se encontró
caminando por un sendero que daba a un jardín hundido. Una enredadera,
cargada de bayas, serpenteaba alrededor del arco de la entrada. Se adentró en
su interior. Arboles y arbustos, bien cuidados y recortados, adornaban el
paisaje aquí y allá. Sin duda, era un jardín tarig. En el centro había un
pequeño lago.
Se sentó en un muro bajo junto a la orilla del lago. Las corrientes
alteraban la superficie del agua, y distorsionaban los reflejos de los
circundantes muros del palacio. Esta era la residencia del tarig que había
custodiado a Johanna, y que aún hoy dirigía los ejércitos de Ahnenhoon. Era
el único con el que Quinn nunca se había topado. Pero la residencia no
parecía abandonada.
Sus pensamientos regresaron a Johanna, y Quinn apenas fue consciente
de que se aproximaba un pequeño barco. Osciló al pasar junto a un remolino,
y se acercó al borde del lago. Estaba ahora junto a Quinn. El barco imitaba
con exactitud la embarcación de un navitar. En la cubierta superior, en el
puesto del navitar, había un muñeco.
—Empuja el barco —dijo una voz.
Quinn alzó la vista. Al otro lado del lago, donde enredaderas oscuras
caían en cascadas del linde al agua, una rama tembló. Empujó el barco en esa
dirección, pero no juzgó correctamente la fuerza de la corriente, y la
embarcación describió una circunferencia en el centro, sin destino inmediato.
—Hmmm —dijo la voz, aguda y ligera.
¿Podría tratarse de un niño tarig? Quinn no había conocido a muchos
niños tarig en su anterior vida, dado que siempre les vigilaba de cerca un
adulto. Los niños tarig eran tan poco comunes, quizá incluso más, como los
niños de cualquier otra raza del Omniverso.
La rama se agitó de nuevo.
—Empújalo hacia nosotros —ordenó la voz.
—Es difícil saber hacia dónde empujarlo si no puedo verte.
—Estamos escondidos.
—Sé que lo estás. Es un buen lugar para esconderse.
El barco escapó de la corriente que la aprisionaba y, empujado por la
fuerza centrífuga, navegó a través del lago y golpeó el borde del otro lado.
La voz oculta entre los arbustos dijo:
—La nave ha chocado contra el muro de tempestad. Todos han muerto.
—Acto seguido, una joven tarig salió de su escondite y trató de recuperar el
barco. A ojos de Quinn, a ojos humanos, parecía tener unos seis años, salvo
por el hecho de que su rostro era una miniatura exacta del rostro de un adulto.
Los brazaletes indicaban que era una niña. Llevaba un mono negro y un
abrigo largo y sin mangas. Se inclinó sobre el borde y pescó el juguete del
lago. Llevaba el cabello oscuro corto, y húmedo. Cuando recogió el barco, se
salpicó de agua el abrigo lavanda, que quedó teñido con manchas oscuras.
Miró a Quinn y dijo:
—El hombre chalin.
—Dai Shen, soldado de Ahnenhoon, joven dama.
La niña sacó el muñeco del barco y lo miró con atención antes de volver a
colocarlo en su puesto.
—Llámanos Niña Pequeña.
Miró a Quinn largamente sin prestar atención a su juguete. Era la mirada
de un niño: sincera y accesible.
—Niña Pequeña tiene un barco del Próximo —dijo la niña por fin, con la
impostada seriedad de los niños.
—Sí, así es. Enséñame cómo navega.
Justo cuando la niña iba a saciar la curiosidad de Quinn, se puso en
cuclillas y le miró.
—No puedes decirnos lo que debemos hacer —dijo.
—No. Haz navegar el bote solo si deseas hacerlo.
—Deseamos hacerlo. —Se inclinó y dejó reposar el barco en la corriente
—. Pero este barco fue al muro de tempestad, encalló y todo el mundo murió.
—Contempló el barco mientras navegaba bajo las ramas.
—Quizá puedas arreglarlo —sugirió Quinn.
—Hmm. Pero, ¿qué es arreglar?
—Reparar. —Quinn probó con otro sinónimo, pero la niña seguía
pareciendo confusa—. Cuando prestas atención a algo que está roto.
La niña se sentó en el muro bajo junto a él, meciendo las piernas. Quinn
se fijó en sus zapatos, más elaborados que el resto de su ropa: eran de vivos
colores, y las puntas eran afiladas y curvadas. Mala elección para vestir a una
niña. Permanecieron uno junto al otro en silencio por unos momentos. Quinn
recordaba haber compartido momentos así con Sydney. Se le ocurrió que esta
niña tarig nunca había correteado jugando, que nunca había trepado a un
árbol. Sus ropas eran demasiado elaboradas. No era modo de criar a una niña,
ni siquiera una que crecería para convertirse en un ser alto y cruel.
La niña le miró con grandes ojos negros.
—Dile a Niña Pequeña qué es arreglar.
Quinn debería irse. Los padres de la niña no aprobarían que hablara con
un extraño. Que se sentara junto a uno en un jardín privado.
—Arreglar —comenzó Quinn—. Si mis ropas están sucias, las limpio. Si
mi cuchillo no corta, lo afilo. Así puedo usar esas cosas de nuevo.
—¿Hay cosas que no pueden arreglarse? —La niña columpió las piernas,
y los zapatos adornados con cuentas relucieron bajo el feroz cielo.
—A veces no se puede, si algo está muy roto.
La niña retorció el cuello y miró hacia las altas ventanas de los muros del
patio. Sus guardianes no la dejarían sola mucho tiempo. Quinn se puso en
pie.
La niña lo miró.
—El hombre chalin debe sentarse.
—Tengo cosas que hacer, Niña Pequeña.
—Ah. Cosas. Pero no ahora.
Quinn la miró. Estaba sentada, remilgadamente, meciendo las piernas. No
se parecía nada a Sydney, pero el corazón de Quinn se estremeció ante la
imagen de un niño del Omniverso.
—Arreglar —dijo de nuevo la niña—. Cuando algo está muy roto, ¿debe
abandonarse?
—Sí —replicó Quinn—. A veces hay que comprar algo nuevo para
reemplazar a lo antiguo.
—¿Pero a veces lo viejo era mejor?
Quinn la miró con detenimiento y se preguntó cuánto entendía en realidad
de cosas que estaban rotas y del apego por lo antiguo.
—Sí —fue lo único que pudo decir.
—Si los zapatos de Niña Pequeña se ensucian, los tiramos. —La niña
parecía apesadumbrada, y contemplaba sus relucientes zapatos.
Algo impulsó a Quinn a contravenir el razonamiento de la niña.
—O podrías pedirle a tu madre que los arreglara —dijo.
La niña la miró con ojos oscuros que parecían decir: «no me digas lo que
debo hacer…». Después, se puso en pie, colocando sus pies con cuidado en la
recortada hierba lavanda. Regresó a los arbustos hacia los que había
navegado el barco, y se arrodilló con cuidado junto al agua para evitar
mancharse el abrigo.
Era un buen momento para marcharse, antes de que la niña le ordenara
quedarse. Hizo una reverencia, y dijo:
—Niña Pequeña.
La niña extendió el brazo hacia el lugar en el que su barco se había
enredado entre las ramas. Recogió el juguete del agua, y sacó algo del
bolsillo de su chaqueta, que colocó en el barco. Después, empujó el barco en
dirección a Quinn.
Mientras navegaba hacia él, una lengua de luz cayó de los cielos e
iluminó con una llama la cubierta superior, y el fuego se extendió
rápidamente.
El cabello del muñeco, situado en la cubierta superior, estaba en llamas, y
la cubierta inferior proporcionaba más combustible para el pequeño incendio.
Por fin, el barco osciló y se hundió. Una nube de humo ocre se elevó. El olor
golpeó a Quinn con fuerza, un desagradable olor a pelo quemado y
compuestos tóxicos.
Mientras el barco se hundía, Niña Pequeña contemplaba con seriedad el
lago.
—Todos han muerto. —Miró a Quinn—. ¿Lo arreglarás mañana?
Había echado a perder su juguete con la esperanza de que un hombre
chalin pudiera arreglarlo. Era patético, y extraño. Quinn debía marcharse
antes de que los cuidadores de la niña olieran el fuego y encontraran a un
extraño entre ellos.
—Niña Pequeña —dijo Quinn—. No puedo volver mañana.
—¿No puedes volver? —La voz de la niña tembló, y miró el punto del
lago en que se había hundido el barco.
—No, no puedo —dijo Quinn. No debería haber venido. Y no debía
regresar.
La niña pareció acongojada. Los tarig no lloraban, pero sus rostros eran
de una exquisita expresividad, una vez que se aprendía a interpretarlos. Quinn
se alejó.
Tras dar unos pasos, se giró y vio a la niña junto a la entrada del jardín,
mirándole. Durante toda su vida viviría restringida por las reglas de los tarig;
nunca sabría lo que sabía el resto de los seres del mundo, nunca se quitaría
sus zapatos enjoyados.
Quinn descendió los peldaños de la palaciega colina; no vio a nadie en los
senderos. Por encima de él, algunos tarig se paseaban en sus balcones.
Caminó, alejándose de la niña del jardín. Niña Pequeña, como se llamaba
a sí misma, vivía en una prisión. Como un unicornio en un corral, la exhibían,
y habían cortado todos los vínculos con la verdadera infancia que podría
haber llegado a tener. Ocurría lo mismo con las naves radiantes. Eran una
terrible jaula, llena de dolor. Quinn recordaba esto de su vida anterior, aunque
no sabía bien porqué. Los tarig solo conocían el confinamiento, a pesar de
todo su poder y toda su sabiduría. Era algo que se le había escapado la
primera vez, pero ahora lo había comprendido.
La ciudad le ponía enfermo. Sus palacios estériles y sus tétricos
jardines… Nunca podría amar un lugar así. El olor a cabello quemado
permanecía en sus fosas nasales.
Corrió escaleras abajo, impaciente por marcharse de la ciudad brillante,
por reunirse con su hija. Sintió una profunda turbación. Mi pequeña niña,
pensó. Ya no era una niña. Había crecido. Trato de imaginar su rostro
maduro, pero solo veía el de Johanna.
Se apresuró por el paseo, y casi chocó con Cho.
El asistente hizo una profunda reverencia.
—¿Disfrutando de las vistas, después de todo?
—Sí, Cho, disfrutando de las vistas —consiguió decir Quinn.
El asistente asintió; parecía preocupado. Caminó junto a Quinn, y codo
con codo se dirigieron al Magisterio. Cho se mantenía en un silencio poco
común en él.
Un ysli pasó junto a ellos, con aspecto contrariado y preocupado, y tras él
varios secretarios chalin en animada conversación. La vida de la ciudad
transcurría con normalidad. Pero no para Cho.
Cho apenas sabía cómo comenzar esta charla con Dai Shen, hijo de
Yulin.
Desde el momento en que había conocido a este interesante personaje, le
había gustado. Dai Shen era un hombre importante, y sin embargo su
comportamiento no era arrogante a pesar de las ofensas de Cho en su primer
encuentro, que aún le costaba recordar. «No durmáis sobre mis paquetes, si
no os importa…». Pero ahora tenía algunas preguntas ciertamente turbadoras
sobre este personaje.
A decir verdad, cada vez que había visto a Dai Shen, sus dudas habían
aumentado. Le inquietaban los pequeños detalles: un leve matiz en su acento,
los dichos utilizados erróneamente, el tono de piel, que indicaba que provenía
de un lugar lejano, aunque él aseguraba ser originario de la gran ciudad de
Xi. En sí mismas, estas cosas eran triviales, pero alguien capaz de prestar
atención a los detalles albergaría dudas. Y Cho era ese tipo de hombre, un
funcionario que se enorgullecía de su capacidad analítica.
Y ahora, estaba el asunto de Johanna Quinn, y Cho estaba inquieto.
Se obligó por fin a decir, caminando junto a Dai Shen:
—Me pedisteis que hiciera algunas averiguaciones.
—Sí, sobre la mujer de la Rosa —dijo Dai Shen—. La mujer llamada
Johanna.
El modo en que pronunció ese extraño nombre, Johanna. Con casi
perfecta pronunciación. Pero no del todo. Las dudas turbaban a Cho. Miró
firmemente adelante mientras caminaban, y murmuró en voz baja:
—Por supuesto, he encontrado los registros del académico Kang.
Dai Shen no respondió, y obligó a Cho a añadir:
—Cualquiera los hubiera encontrado. Vos podríais haberlos encontrado.
—Gracias, Cho —dijo el soldado de Ahnenhoon—. Me has prestado un
gran servicio, gracias. —Dai Shen continuó caminando, pero aflojó el paso
cuando se aproximaron a las orillas de un canal.
—Os debo más que algo tan sencillo, Dai Shen —dijo Cho—. Cualquier
secretario podría haberlo conseguido.
—No me debes ningún favor. Te ganaste la promoción, probablemente
hace mucho tiempo.
Cho podía olvidarse del asunto, abandonar sus sospechas en este preciso
instante y darle al hombre la información que le había pedido. Pero no iba a
hacerlo. Había sido un funcionario en la Estirpe durante siete mil días. Había
servido en el Magisterio, el Gran Adentro, desde su infancia, y lo amaba
como si fuera su hogar. No había sido siempre amable con él, pero la idea de
vivir en el Gran Exterior le aterrorizaba. ¿Podía perderlo todo? ¿Qué le debía
él a este extraño?
Su determinación se fortaleció.
—No queríais investigar a la mujer de la Rosa vos mismo.
La respuesta llegó tras una pausa.
—No.
Cho se detuvo y miró a los ojos a Dai Shen.
—¿Seguís lealmente el Camino Radiante, Dai Shen? —Mientras
formulaba la pregunta, los ojos del hombre vagaron, y se quedó muy quieto,
y Cho supo que detrás de este hombre se ocultaba una terrible verdad, y se le
encogió el corazón.
Dai Shen dijo en voz baja:
—Tengo una misión que va más allá de la que te confesé. Es una misión
que otros chalin comparten conmigo. Puede que haya algunos que estén en
mi contra.
—Algunos.
Dai Shen miró la colina palaciega.
—Sí.
Cho sintió que le faltaba el aliento, y se le encogieron las tripas. Después,
preguntó, con un atrevimiento que a él mismo le costó creer.
—¿Sois el hijo de Yulin?
—Enviado por Yulin, te lo prometo.
Cho miró las aguas que fluían por el canal. Podía marcharse ahora,
informar a Min Fe, y evitar que se le implicase como cómplice. Pero algo le
impulsaba a ayudar a Dai Shen, a darle una oportunidad para defenderse.
Pensó que sabía por qué hacía esto. Era por Brahariar.
Dai Shen le estaba mirando ahora, con mirada firme y sin embargo
vulnerable. Tenía ante él a un hombre que no se haría a un lado fácilmente.
Cho comenzó en voz baja, lo suficientemente baja como para que nadie le
oyera en el sendero repleto de viandantes:
—Me atormentan las dudas, Dai Shen. Os debía este favor, y mucho más.
Me gustasteis desde el momento que os conocí, a vos y a vuestra
acompañante, en el Próximo. No alardeabais de vuestro estatus. Y después le
dijisteis al cónsul Shi Zu que os ayudé con los protocolos del Magisterio,
para evitar obstáculos innecesarios. Eso fue muy amable de vuestra parte.
Aun así, podríais haberlo hecho para que estuviera en deuda con vos, para
poder pedirme este favor, y, perdonadme si así lo expreso, para que pudierais
pedirme que buscara los registros de la mujer de la Rosa.
Dai Shen seguía mirándole con rostro impasible. No discutía, ni parecía
temeroso.
Cho tomó la decisión. Era la acción más impulsiva de toda su vida. Su
piel tembló por la tensión cuando comprendió las implicaciones de lo que
estaba a punto de hacer.
Se giró hacia Dai Shen y buscó su rostro.
—He llegado a una conclusión —dijo—. En mi opinión tenéis buenas
intenciones. ¿Y el motivo? Porque me pedisteis que ayudara a la jout,
Brahariar, un ser cuyas peticiones, fueran las que fueran, han sido ahora
escuchadas. Un hombre de menor valía no se hubiera preocupado por sus
problemas.
Cho detectó el alivio de Dai Shen, que murmuró:
—Gracias.
Continuaron su paseo en dirección a la gran plaza situada frente a los
aposentos del Señor Durmiente.
—¿Es mi razonamiento acertado? —preguntó Cho.
¿Qué podía decir Dai Shen, o quien quiera que fuera, salvo sí? Pero Cho
necesitaba un cierto consuelo, ahora que se veía implicado en una traición,
una de un tipo que ni siquiera imaginaba.
—Creo que mi causa merece la pena —dijo Dai Shen—. Pero no puedo
revelarte cuál es. —Y añadió—: No creo que quieras saberlo.
Cho alzó la vista hacia los aposentos del Señor Durmiente.
—No. No quiero.
Acto seguido, Cho extendió su mano, en la que llevaba una pequeña
piedra roja. Con ese gesto selló su participación en el asalto al protocolo. Cho
prefería pensar que eso era lo que estaba ocurriendo.
—No hay ninguna imagen del personaje aquí, ni registro auditivo alguno,
ni nada parecido. Pero es el relato que Kang hizo del interrogatorio a la
mujer, Johanna.
—Te doy las gracias, Cho —dijo Dai Shen, aceptando la piedra. Sonrió a
Cho, y Cho se las arregló para sonreír a su vez en respuesta. Después, Dai
Shen hizo una reverencia y se despidió de él.
Cho estaba alterado, pero no tanto como quizá había previsto. ¿De qué
servía pasar tus días entre pergaminos y claridades, siempre temeroso de
cometer errores? ¿Acaso su vida había adquirido un matiz de grandeza al
conocer a un personaje como Dai Shen? Quizá estaba equivocado. Si así era,
le costaría caro. Que el cielo no nos dé sorpresas, pensó fervientemente.

Quinn tomó un atajo pasado el lago, buscando su carpa, pero no estaba entre
las que se congregaban en la superficie. Rápidamente, se dirigió al interior
del Magisterio, alejándose lo más posible de Cho.
El asistente le había descubierto; sabía que Quinn era un impostor. Cho
había sido amigable, pero no dejaba de ser un sirviente del Magisterio, que
durante toda su vida había seguido las reglas y se había preocupado por que
otros las siguieran. Quinn se detuvo un instante para calmar sus nervios. Se
apoyó en la piedra de adobe de un arco. Cho había dejado entrever que no
diría nada, pero, ¿por cuánto tiempo?
Se apresuró a descender al tercer nivel, con la piedra bien sujeta en la
mano. Johanna estaba allí, o al menos un pedazo de ella. Había sido
arriesgado, incluso estúpido, pedirle a Cho este favor. Más allá de las
mentiras y las estratagemas, empezaba a vislumbrar un propósito oculto que
convergía con todos los demás en su corazón. El nexo. Las líneas que veía la
navitar. Estaba atrapado en su red. En lugar de avanzar hacia su objetivo,
había hecho un alto fatal. Determinados impulsos pugnaban por ser
atendidos.
Aun así, había algo en Cho que podría llamarse integridad. ¿Qué ganaría
alertando sobre Dai Shen? Cho quizá atrajera sospechas hacia sí mismo,
puesto que había sido buen amigo del impostor. Ahora, Quinn tenía que
confiar en Cho.
Cuando llegó a su celda, le esperaba un olor familiar pero inesperado.
Había alguien allí. Se arrodilló y miro debajo de la cama. Entre las sombras,
unos brillantes ojos dorados le miraron.
—Anzi —susurró.
Capítulo 24

Fui al corazón de la tierra, y allí vi


Las cinco tierras, que se extendían ante mí.
El Arco Radiante me dijo, ven y mira;
Fui a mirar, y anoté sus maravillas.
Contemplé el formidable principado del Brillante Río,
Pero estaba lejos de casa, y tuve frío.
El Brazo del Cielo se extendía, infinito,
Mi medallón repicó, sonó su dulce canto.
El Camino del Amparo llegaba hasta el final del Todo;
Caminé hasta su límite, atraído por su tono.
Pero a la Larga Mirada de Fuego pertenezco:
Allí está mi corazón, allí reposo.

—Canción de los cinco principados

S ydney estaba al pie de la colina, y oía las pisadas de Mo Ti por encima


suyo mientras ascendía.
—¿Qué ves? —gritó.
—Nada aún. —Algunas piedras pequeñas caían mientras el gigante
trepaba, sin temor ya de ser visto.
Riod se paseaba inquieto cerca de allí; de cuando en cuando ahuyentaba a
un ratón de campo o un insecto, practicando las cargas para la batalla que se
avecinaba. Los pensamientos de su montura llegaron a Sydney en ráfagas de
emociones: el deseo de cornear a Priov, y la intranquilidad que le producía la
idea de luchar con él fuera de temporada.
Sydney rezó en silencio: cuidado, amado. No dejes que Priov escoja el
campo de batalla.
Podían esperar. En quinientos veinte días, la temporada de apareamiento
recorrería la sangre de la manada. Riod estaría entonces en plenas facultades.
Y antes de que llegara la temporada, habría tiempo para ganar apoyo para
las herejías: el libre vínculo, la vista de Mo Ti y, algún día, pronto, la vista de
la misma Sydney.
En esos momentos reinaba el caos en el campamento. Akay-Wat cojeaba
sobre su pata falsa, aprendiendo a caminar de nuevo, esperando conseguir
una nueva montura. El escándalo había provocado tumultos entre los jinetes y
entre los inyx. Pero nadie osaba acercar un cuchillo a los ojos de Mo Ti.
Mo Ti había hecho un espléndido trabajo con la pata de la hirrin. Había
retirado con cuidado los complejos músculos de la articulación de la rodilla,
cortando la hemorragia mientras cosía el muñón. Sydney le había ayudado,
guiada por la vista de Riod, que había sido testigo de toda la operación,
aceptando su complicidad en el crimen y sus consecuencias.
Después, Sydney y Riod habían escuchado con asombro mientras Mo Ti
expresaba en voz alta un sueño prohibido: la caída de los lores mantis.
Sydney había escuchado, conmovida pero no convencida. Empezaba a
encontrar su lugar en esta prisión, desde que había conocido a Riod y a Mo
Ti. Mo Ti se estaba convirtiendo en un paladín y en un amigo. En cuanto a
Riod, Sydney había llegado a amar a su montura con una compleja devoción,
con una lealtad fervorosa equivalente a la del inyx, y le había confiado su
vida, e incluso le había confiado su corazón. Tenían conceptos muy
diferentes de la libertad, pero Riod le había dado la libertad tal como la
entendía Sydney: la libertad de quedarse con él o marcharse, de compartir sus
decisiones, de, algún día, recuperar la vista.
Ahora, Mo Ti le había dicho a Sydney que pensaba a escala demasiado
pequeña.
—Los lores —le había dicho, entre susurros, ese ocaso, cuando ambos
estaban junto al lecho de Akay-Wat—: ¿Son como una daga en tu corazón?
Mientras Mo Ti hablaba, Sydney sintió de nuevo esa vieja herida que se
reabría con cada aliento.
Riod, junto a ella, había enviado: Tenemos nuestras vidas. Lejos de ellos.
Y después, mucho más avanzado el ocaso: Es un sueño.
—¿Un sueño? —Mo Ti se había alejado del lecho de la hirrin y se había
aproximado a Riod, mirándole a los ojos—. ¿Un sueño?
Un sueño sin esperanza. El rostro retorcido de Mo Ti, visto por los ojos
de Riod, llegó a Sydney. Los ojos de Mo Ti brillaban, y miraba a Riod, que
decía: Miles de miles de días de sueños. No volver a temer a los lores, no
caer ante ellos. Como han caído los chalin. Como todos han caído, por
doquier, excepto los inyx. Pero es un sueño, demasiado viejo, demasiado
endeble.
En imágenes más que en palabras, Sydney vio a las generaciones de
monturas, naciendo, cabalgando, vagando y muriendo, temiendo a los lores
que querían subyugarlos. Los lores que subyugaban con persuasión, a través
del Camino Radiante, y que exigían la gratitud y el temor reverencial que
creían merecer, cosas que los inyx nunca les otorgarían. Sydney vio a los
cientos, miles de inyx embarcados en la Larga Guerra. Sintió la masacre y la
angustia de la guerra en las mentes de los compañeros de la manada, que
compartían el dolor y el horror.
Un sueño demasiado viejo y endeble, dijo Riod de nuevo.
—No —dijo Mo Ti—. El sueño está vivo. —Añadió—: Pero hay que
ponerlo en pie.
Y después, a lo largo del ocaso, había trazado un plan, audaz y
sobrecogedor, el plan para un gran cambio que habría de llegar, un plan que
comenzaría en secreto e iría ganando inercia, sin importar cuánto tiempo
tardara. Para alzar el reino, un reino sin lores.
Entonces, ¿quién será el jefe?, envió Riod.
Mo Ti miró de soslayo en torno suyo, como si tratara de aprehender un
concepto que aún no había verbalizado.
—Ya veremos. Pero sin lores. —Entonces miró a Sydney—. Quizá haya
alguien a quien todos serviríamos de buena gana.
Sydney negó con la cabeza.
—Nos aplastarían. Tienen el Destello. Sus naves. Sus manos. Tienen…
—Lo tienen todo, sí —dijo Mo Ti, terminando la frase por ella.
Guardaron silencio. Fuera, se oyó el distante bufido de un inyx
procedente de los pastos en los que la manada dormía, de pie, enviando sus
sueños a los jinetes.
Mo Ti comenzó de nuevo.
—El punto débil —dijo—. Todo el mundo tiene un punto débil. Incluso
ellos.
Sydney pensó en los tarig y trató de imaginar un punto débil.
La voz de Mo Ti sonó de nuevo, clara, suave y tranquila.
—Los inyx deben encontrar el punto débil.
Sydney dejó escapar un suspiro. Los inyx son la clave, pensó.
Riod envió una negativa. Les odiamos. Elegimos no tocar nunca sus
mentes.
—Eso debe cambiar —murmuró Mo Ti.
Después, habían vigilado los progresos de Akay-Wat en silencio, cada
uno perdido en sus pensamientos.
Ahora, al pie de la colina, Sydney alzó la vista en dirección a Mo Ti, en lo
alto.
—¿Qué ves?
—Viene Priov —respondió Mo Ti.
—¿Está cerca?
—Muy cerca, joven dama. Y le acompañan muchas monturas.
Para combatir, sin duda. Era muy bonito soñar con enfrentarse a los tarig,
pero tenían frente a sí un enemigo más inmediato.
Con movimientos firmes y enérgicos, Mo Ti descendió de su puesto en el
rocoso muro, y montó sobre Distanir.
Riod se acercó a Sydney e inclinó las patas delanteras para que subiera.
—¿Quién viene con Priov? —preguntó Sydney.
Las yeguas, envió Riod.
—No luches —dijo Sydney. Estaban en desventaja numérica, y Priov
tenía pensamientos sangrientos. Acabaría con Riod y con el vínculo libre de
una vez. Pero Riod no respondió. Frente a sí tenían un cañón sin salida. Riod
echó a galopar hacia él.
—Da la vuelta —rogó Sydney. La única respuesta de Riod fue su oscura
determinación.
Mo Ti instó a su montura a que se acercara a ellos, y dijo:
—Deja que demuestre su valía, dama. Todo comienza aquí.
Cabalgaron hacia el cañón. Era extraño, pero a Sydney se le ocultaban los
pensamientos de Riod mientras se acercaban al chato extremo del cañón.
Alrededor suyo se elevaban columnas de roca que proyectaban una luz
amarilla reflejada. Riod se giró para encararse con el grupo que se acercaba.
Mo Ti dejó reposar la mano sobre el brazo de Sydney para calmarla.
—Ven conmigo.
Sydney se acomodó detrás de él en el lomo de Distanir, aferrándose con
fuerza mientras la montura cabalgaba hacia el muro del cañón. Allí,
desmontaron. Se oyó el eco de los sonidos de los cascos en el desfiladero; la
manada de Priov se acercaba tras un recodo entre las colinas.
A través de los ojos de Distanir, Sydney vio a Riod, solo, con su
reluciente abrigo negro.
La percepción de Distanir estaba teñida de ansiedad y anticipación: Priov
hizo su entrada en el escenario que formaban los muros de piedra. Feng
descendió de lomos de Priov y las yeguas la rodearon, bufando y trotando.
Priov se separó de ellas y se pavoneó en su honor. En el cañón sonó el eco de
los chillidos de las yeguas, que alzaban los rabos y desperdigaban
excrementos.
Esto no debería estar ocurriendo. Debería esperar hasta la temporada de
apareamiento, cuando las yeguas estuvieran en juego. Hoy, sin embargo, las
yeguas no tenían nada que ver, como todos sabían.
Riod permaneció inmóvil, conservando las energías bajo el Destello
abrasador.
Amado, murmuró Sydney.
—No debilites su concentración, dama —la reprendió Mo Ti.
Bien, pensó Sydney. Que comenzara. Se tranquilizó para recibir en
mejores condiciones las imágenes enviadas por la montura de Mo Ti. Las
yeguas se apaciguaron, y se colocaron tras Priov.
Entonces, una vez terminados los preámbulos, Priov cargó.
Mientras cabalgaba, Riod inclinó la cabeza, adelantando los cuernos.
Priov fintó y se alejó de Riod. Describió un círculo y cargó de nuevo, esta vez
con la cabeza gacha, ladeándose para golpear a Riod, que lo evitó y asumió
una postura defensiva.
Feng permanecía impasible en el campo de hierba, como una reina, con la
mano en la empuñadura de su daga envainada. Sydney acarició su propia
daga. Junto a ella, Mo Ti permanecía inmóvil con su montura.
Priov cargó de nuevo, y esta vez sus cuernos y los de Riod chocaron. Se
desgarró piel, y se derramó sangre. Era la sangre de Riod. Su flanco. Mo Ti
puso la mano sobre el brazo de Sydney, transfiriéndole su fuerza.
Riod no estaba combatiendo bien fuera de temporada. Priov, por el
contrario, había estado preparando su ataque durante el camino por la estepa.
Priov cargó de nuevo, y los cuernos chocaron violentamente y quedaron
entrelazados. Usando sus patas delanteras como apoyo, golpeó con fuerza a
Riod, cuyas patas delanteras se doblaron por las rodillas, cayendo al suelo.
Priov deshizo el contacto y se pavoneó ante las hembras. Por su
arrogancia, recibió una coz ladeada en las costillas; Riod había girado sobre
sí mismo, elevando las patas en el aire.
Rabioso, Priov se encaró de nuevo con su oponente, y cargó, golpeando la
pata delantera de Riod.
La sangre se derramó, y Riod trató de erguirse. Ambos respiraron
trabajosamente, próximos al agotamiento.
Entonces, una de las yeguas avanzó. Ganó velocidad de repente y corrió
hacia Riod, golpeando su flanco con su propio cuerpo y alejándose acto
seguido. Después, otra yegua atacó.
Junto a Sydney, Mo Ti se agitó, inquieto.
Subió a lomos de Distanir. Él y su montura, como una sola mente, se
dirigieron hacia la refriega.
Las yeguas avanzaban y se alejaban en un confuso tumulto de puntos de
vista y emociones. Pero Sydney fue capaz de discernir la estrategia de Mo Ti:
no golpeaba a las yeguas, sino que las pastoreaba. Con destreza, dirigió a
Distanir en pautas que separaron a las yeguas, dando tiempo a Riod para
recuperarse.
Priov comprendió que Riod recuperaría las fuerzas y cargó una vez más.
La vieja montura atacó a Riod con los cuernos dirigidos hacia abajo. Los
cráneos de ambos chocaron, y, cuando se separaron, Riod ladeó la cabeza y
desgarró la boca de Priov, que aulló de dolor.
Sydney oyó algo detrás de ella. Se giró y desenvainó su daga al mismo
tiempo. Había alguien allí.
—Pequeña rosa —gruñó la voz de Feng.
Sydney tenía ahora su propia pelea. Blandió la daga, girándose de un lado
a otro, escuchando a Feng.
Se oyó un sonido cortante: la trayectoria de una daga.
El arma de Feng cortó el aire de nuevo. Ahora que conocía la posición de
Feng, Sydney atacó las piernas de la enorme mujer, y la hizo caer
pesadamente al suelo. Se enzarzaron, pero Feng era más grande, y le dio un
puñetazo a Sydney que casi la noqueó. Por unos instantes se encontró a
merced de una luchadora más grande y fuerte.
Pero, entonces, Feng se detuvo al oír, igual que Sydney, un chillido de las
yeguas.
—Priov —sollozó Feng. A continuación, se alejó a toda prisa, dejando
que Sydney se recuperara. La rodeaba el silencio.
En ese terrible silencio, Sydney trastabilló en dirección al sangriento
combate. Mientras se abría paso entre las yeguas, ahora silenciosas, comenzó
a percibir imágenes: dos monturas, ambas sangrando. Una en pie, la otra en el
suelo.
Sydney avanzó, tratando de ver con mayor claridad, y por fin vio, a través
de docenas de puntos de vista, a Priov, en el suelo, horriblemente
contorsionado. Su labio colgaba, desgarrado. Trató de ponerse en pie, pero
Feng le instó a quedarse inmóvil. Junto a Priov estaba Riod, con las heridas
en su flanco y pata delantera sangrando profusamente. Pero aún podía
moverse, y se acercó ahora a Priov. Feng estaba tendida a cuatro patas junto a
su montura. Miró a Riod con desprecio mientras protegía la cabeza de Priov
con su cuerpo.
Riod había vencido.
Las yeguas permanecieron en silencio, tratando de asimilar lo que eso
significaba. Riod agachó la cabeza en dirección a dos yeguas que, en lugar de
actuar esquivas, se acercaron para olerle, rompiendo la tensión. Riod cabalgó
al centro del grupo de yeguas, y consiguió realizar una cabriola decente.
Acarició con el hocico a algunas de ellas, que se dejaron hacer. Sydney
habría corrido hacia él, pero no era el momento de interferir, lo sabía bien.
Riod debía tomar a las yeguas, tomar su lealtad.
Entonces, con un bramido, Riod hizo una señal a las yeguas. Lentamente,
todas se acercaron a él, algunas con entusiasmo, otras con reservas, pero
todas fueron a él. Riod las reunió y galopó cañón abajo, dejando atrás al
antiguo líder. Moribundo.
Mo Ti tomó la mano de Sydney y tiró de ella para que montara tras él.
Ahora, Feng tenía ante sí una tarea que debía cumplir, una tarea que Sydney
había realizado ya para Glovid, pero con menos tristeza.
Mo Ti alejó a Distanir, dejando a Feng sola con su deber.
—Ganó —le susurró Sydney a Mo Ti, apoyándose exhausta sobre su
espalda.
—Sí, mi señora.
Se apoyó en la espalda de Mo Ti, y trotaron valle abajo; el Destello
brillaba con fuerza sobre la cabeza de Sydney, y cada zancada le dolía.
—¿Por qué me has llamado señora? —dijo Sydney en dirección a la recia
espalda de Mo Ti.
—Porque eso es lo que eres ahora. Si Riod es nuestro señor.
—No tenemos ni señores ni señoras —dijo Sydney.
—Eso cambiará.
Mo Ti tenía grandes ambiciones. Demasiado grandes, pensó Sydney,
aunque le fascinaba que así fuera. Le fascinaba que cualquiera pensara en
esos términos. ¿De dónde había sacado Mo Ti esas ideas tan ambiciosas? Mo
Ti solo le había contado que había mucha gente que pensaba así. Por otro
lado, tomar el mando de la manada era suficiente para un día.
Ya en la llanura, la presencia dominante de Riod llegó a Sydney. No la
había olvidado, pero estaba reuniendo a las yeguas.
Sydney le acució, orgullosa.

Más tarde, ese mismo día, en el campamento, Sydney fue a buscar a Akay-
Wat.
Los aposentos especiales de Feng eran ahora de Sydney, junto con nuevas
deferencias de los jinetes. Incluso Puss, cuyo verdadero nombre era Takko,
asintió en su dirección, y casi hizo una reverencia.
Sin decir una palabra, Sydney atravesó el patio, desacostumbrada al
respeto, incluso a la cortesía. Pero, evidentemente, nadie iba a echar de
menos a Priov y Feng.
Encontró a Akay-Wat descansando detrás de los barracones. Su pata
delantera derecha, con su prótesis, estaba extendida delante de ella. Sydney se
sentó junto a ella en la dura arcilla.
La hirrin habló abruptamente:
—Ahora conseguiremos el libre vínculo, ¿verdad? ¿Lo tendremos por fin,
señora?
Sydney dejó reposar los brazos en las rodillas, preocupada. En voz baja,
preguntó:
—¿Cuándo tendrás fuerzas para cabalgar?
Akay-Wat acható las orejas, inquieta por la respuesta.
—Akay-Wat no puede cabalgar, aún no.
—Cuando puedas quiero que te marches.
Akay-Wat contuvo el aliento.
Sydney no tenía ni tiempo ni ganas de discutir con la hirrin. O Akay-Wat
estaba dispuesta a asumir la tarea, o no. Sydney se estaba endureciendo bajo
la tutela de Mo Ti y empezaba a demostrarlo.
—Te encontraremos una montura que quiera el libre vínculo, Akay-Wat.
Cuando lo hagamos, irás a la manada de Ulrud.
Akay-Wat guardó silencio.
—Vive allí, y háblales del libre vínculo —dijo Sydney.
Akay-Wat hizo un sonido lastimero con su larga garganta.
—Mi señora… —Y después dijo por fin—: No me hagáis marchar. Os
serviré, seré valiente, haré todo lo que digáis, Akay-Wat lo hará. Por favor,
señora.
Sydney no podía aguantar esos ruegos. Sí, era duro. Sí, Akay-Wat estaba
asustada y herida. Debes endurecerte, mi hirrin, pensó Sydney.
—Akay-Wat, escúchame. Necesito junto a mí a personas en quien pueda
confiar.
—¡Podéis confiar en mí, podéis!
Sydney la interrumpió:
—Demuéstralo.
Entonces, lentamente, Akay-Wat se puso en pie, tambaleante. Su voz
sonó como un aullido quejumbroso.
Sydney también se puso en pie. Recordó la recia mano de Mo Ti, y
colocó su propia mano en la espalda de Akay-Wat, firmemente.
Permanecieron la una junto a la otra por unos momentos y Sydney sintió la
cálida piel de la hirrin temblar bajo su mano. Después se alejó, dejando a
Akay-Wat llorar en privado.
Y tomó una decisión.
Capítulo 25

Que esté bien alimentado el dragón con el que te topes.

—Bendición

A nzi caminó junto a Quinn hacia su encuentro con la alto prefecto. Quinn le
había confesado que había salido a pasear por la ciudad, y ahora Anzi se
negaba a permanecer en la celda de Quinn. Ahora estaba a su lado y estaba
decidida a evitar errores de juicio similares. Por suerte Quinn no le había
dicho nada acerca de Niña Pequeña.
Aunque vestía con el atuendo robado a un secretario, con sombrero
curvado, Anzi parecía una burócrata un tanto extraña. Era alta, y no tenía ni
la espalda encorvada ni los ojos bizcos. Las ropas habían cumplido una doble
función hasta el momento, dado que habían usado el sombrero para leer la
piedra roja de Cho. El uniforme no era lo único que había tomado prestado.
Para ascender por uno de los otros pilares de la Estirpe, había asumido la
identidad de otro visitante. Su atrevimiento agradaba a Quinn, a quien le
sorprendió descubrir lo contento que estaba de verla, por muy peligrosa que
fuera su presencia.
Quinn había bromeado con ella:
—Así que, después de todo, no estaba listo para hacer esto por mí mismo.
Anzi había tensado los labios, pero no pudo evitar sonreír.
—Soy egoísta, Dai Shen. Mi tío me hubiera azotado por abandonarte. —
Anzi le había permitido salvar su dignidad, pero Quinn sabía que le convenía
tenerla cerca de él.
Y se había alegrado de tenerla junto a él anoche, cuando examinaron el
documento que Cho le había proporcionado: el relato de Kang de los
interrogatorios a Johanna. Era un resumen árido, pero era fácil imaginarse a
Johanna debido a las mentiras que había contado. Había mentido acerca de la
política en la Tierra y acerca de la política empresarial. Había mentido sobre
Minerva, sobre asuntos de tecnología y sobre pequeños asuntos personales.
¿Cuántos hijos tenía? Ocho. ¿Cuántos años había vivido? Cincuenta. Era
como si se hubiera propuesto ponerles las cosas difíciles, aunque no sirviera
de nada. Les había combatido con toda su capacidad, y lo había disfrutado.
Aquí, cerca del salón de la alto prefecto, los delegados llenaban las salas,
con pergaminos en la mano, deteniéndose para charlar, mientras los
secretarios bajaban la vista para evitar las continuas reverencias. Columnas
acanaladas enmarcaban las vistas del corazón de la tierra, ahora iluminadas
por una polvorienta luz lavanda. Dado que Cixi prefería celebrar las
reuniones en el ocaso, en este nivel del Magisterio se había adquirido la
costumbre de trabajar durante el ocaso y dormir todo el día.
Unas amplias escaleras marcaban la frontera de las puertas que llevaban
al salón de la prefecto. Los delegados permanecían en grupos frente a los
peldaños, y miraban de cuando en cuando las puertas doradas, esperando ver
a Cixi.
Quinn se dirigió a la entrevista con una euforia apenas reprimida. Se
acercó y atrajo miradas de los delegados, que debían estar preguntándose
cómo esperaba alguien vestido con ropas sin adorno encontrar un puesto en la
fila. Hizo una reverencia al grupo más cercano. Estaba listo para enfrentarse a
su mayor desafío: asegurarse el apoyo de la anciana para su viaje a la tierra
de los inyx.
Anzi se detuvo frente a los peldaños y susurró:
—Te esperaré aquí, Dai Shen.
—No, Anzi. Demasiado evidente.
—Creo que esperaré.
Los delegados que le aguardaban en los peldaños le estaban observando;
era momento de seguir adelante. Miró a Anzi. La leal Anzi, en peligro por su
culpa. La enviaría a una misión que no comportara peligro.
—Encuéntrame un barco de juguete —dijo.
Anzi vaciló.
Quinn bajó la voz.
—Uno de este tamaño más o menos —dijo, gesticulando—. Un barco que
pueda navegar.
Alzó la vista hacia el delegado que guardaba las puertas del salón. Los
entrenamientos con Min Fe y Shi Zu habían terminado.
—Al dragón —dijo.
—Recuerda no pisar el dragón —susurró Anzi.
Quinn comenzó a ascender, abriéndose paso entre delegados y
precónsules, los pavos reales de Cixi, ya fueran chalin, ysli o hirrin. Se
giraron para mirarle mientras se dirigía a la puerta con los documentos en la
mano. Se los presentó al guardián chalin, que inspeccionó el pergamino y,
cuando dio el visto bueno, comenzó a abrir las puertas. En ese momento
Quinn vio a un lado a un delegado que le resultaba familiar. Min Fe hizo una
reverencia en dirección a Quinn, un chacal rodeado de leones.
Quinn se adentró en los dominios de Cixi y llegó a un vestíbulo. Sintió
una punzada de preocupación; ¿y si la mujer le recordaba? Al contrario que
los tarig, los chalin se fijaban en los rostros.
Un sirviente hirrin guardaba una segunda puerta. En el suelo, a sus pies,
un diseño incrustado, semejante a una serpiente, se retorcía reptando por
debajo de la puerta.
Cuando Quinn se acercó, el sirviente abrió la puerta y le guió a una
amplia sala decorada con columnas que ofrecía una fabulosa vista de la
ciudad. Entre una docena de asistentes hirrin, Cixi se sentaba en una silla alta.
La anciana, diminuta en comparación con la silla, tenía los pies apoyados en
un taburete. Una hirrin se arrodillaba junto a ella y lacaba las uñas de la
prefecto. Los aromas de la laca golpearon el órgano de Jacobson de Quinn,
junto con los olores de los perfumes de los hirrin.
La recia túnica de la prefecto, junto con su pelo, creaba una fachada
imponente, pero la mujer, como Quinn había notado con anterioridad, era
pequeña como un niño. Su cabello negrísimo estaba esculpido en un alto
moño que enmarcaba un arrugado rostro. Sus uñas tenían siete centímetros de
largo, y sus extremos se curvaban. No había cambiado un ápice.
Junto al dosel, pero en segundo plano, había un hombre enorme vestido
con chaqueta y pantalones bordados. Quinn supuso, en base al vistazo que le
había echado hace unos días, que era Zai Gan. El ceño del hombre estaba
fruncido. Se parecía a su rotundo hermano, pero en una versión más cruel.
Quinn hizo una reverencia, y notó que bajo sus pies estaba el resto de la
serpiente que había visto en el recibidor. Sin embargo, ahora comprobó que
no era una serpiente, sino un dragón, con escamas y bigotes. Su boca,
sonriente, mostraba dientes enjoyados.
Cuando se irguió tras la reverencia, Cixi le estaba mirando airadamente.
La hirrin junto a ella había detenido su tarea, y también le miraba.
Cixi miró a Zai Gan. Su profunda voz no había perdido autoridad:
—Pisa el Aliento de fuego, precónsul, ¿os habéis dado cuenta?
—Escandaloso, Alto Prefecto —dijo Zai Gan.
Quinn la había escandalizado antes incluso de abrir la boca. Había dicho
«pisa»… Quinn bajó la vista y vio que estaba sobre el dragón. Se apartó aun
lado. Los asistentes hirrin de los flancos movieron sus cabezas al unísono
cuando lo hizo.
Cixi le sonrió burlonamente.
—¿Nacido en un minoral?
—Mi noble padre me dio por imposible, excelencia.
Cixi le miró por un instante.
—¿Te conocemos, solicitante? —Sus ojos entrecerrados indicaban que
recelaba.
—Nunca he tenido ese honor, alto prefecto.
—Y sin embargo, me resultas familiar.
Siguió una pausa que no hizo ningún bien a los nervios de Quinn.
La asistente hirrin sopló con demasiada fuerza en las uñas de Cixi, que
retiró la mano de un tirón, frunció el ceño y reajustó la caída de su túnica.
—Hijo sin importancia de Yulin. No, supongo que no. ¿Aún finge tu
padre prestar servicios a diez esposas?
—Estos días nueve, excelencia. —Había visto la procesión fúnebre de
Caiji.
La prefecto dejó escapar un sonido que pretendía ser una risa.
—Aun así. —Los espectadores hirrin aletearon los labios, divertidos. Al
instante siguiente, la sospecha había desaparecido del rostro de Cixi.
—¿Qué esposa te reclamará? —preguntó.
—No soy tan importante, alto prefecto. Ninguna esposa me reclama. —
Quinn esperaba evitar hablar de cosas que el hermano de Yulin, Zai Gan,
pudiera conocer, puesto que estaba presente. Pero era Cixi quien controlaba
la conversación, por supuesto.
Cixi inspeccionó sus relucientes uñas púrpuras.
—En ese caso, hijo bastardo de Aquel que Brilla, ¿es un insulto enviar a
un mensajero como tú a la alto prefecto?
—Es cierto que el subdelegado Min Fe me encontró indigno. Habría
preferido enviarme de vuelta a casa antes de permitir que escandalizara a la
gran Cixi. —Miró al dragón en el suelo.
—Quizá hubiera sido lo mejor. —Los asistentes parecían una fila de
peones en un tablero de ajedrez, esperando el próximo movimiento de la
reina.
Era un recinto de poder. Quinn pensó en Ghoris, la navitar, recogiendo y
reuniendo las líneas de las elecciones, del destino. Líneas invisibles se
entretejían en esta estancia, las sombras llameantes de las cosas que
ocurrirían, o que debían ocurrir. Todo lo que Quinn tenía que hacer era
apoderarse de ellas y acercarlas hacia sí.
La voz de Cixi le llegó como una vibración casi más allá del sonido.
—Quizá hace falta algo más que eso para escandalizar a la alto prefecto.
—Me alegra oír eso. No era la imagen que tenía de vos.
—¿Y qué imagen tenías de mí, mensajero bastardo?
Quinn probó suerte con un halago:
—Una mujer que luce el dragón, la única que se atreve a hacerlo.
—Ja. —Cixi le señaló con una uña azul—. Es o muy inteligente o muy
estúpido. —Se giró un tanto para preguntar a Zai Gan—: ¿Cuál de los dos,
precónsul?
—Parece que estúpido —murmuró Zai Gan.
Cixi cerró los ojos por un momento, mostrando sus párpados incrustados
en plata.
—Estoy rodeada de estupidez. ¿Por qué prefiero asistentes hirrin,
mensajero?
—Porque los hirrin no pueden mentir —dijo Quinn.
Cixi miró con virulencia al precónsul.
—Pero los chalin sí pueden, ¿no es cierto?
Zai Gan se aproximó al dosel.
—Sí, su excelencia.
—Deja de llamarme por ese ridículo nombre.
Quinn hizo una nota mental para dejar de hacerlo también, y Zai Gan se
encogió bajo la mirada de Cixi, que se giró de nuevo hacia Quinn y gesticuló
en su dirección con un largo dedo.
—Acércate, mensajero.
Mientras Quinn obedecía, la hirrin abandonó el taburete en el que había
estado sentada, y le indicó que ocupara su lugar. Quinn se sentó y miró a
Cixi. Consiguió parecer relajado, o eso pensó. La cera del pelo de Cixi tenía
un olor rancio, apenas oculto bajo el polvo perfumado de su cuerpo. Parecía
una reina de duendes que presidiera una grotesca corte. Pero no sospechaba
que el que se encontraba frente a ella era el más peculiar de todos.
Ahora en tono más íntimo, Cixi preguntó:
—¿Por qué deberían los inyx ser líderes en combate, si no pueden dar
órdenes en voz alta?
—Madam, pueden hablar en silencio entre ellos para coordinarse.
Cixi alzó una uña lacada para enfatizar sus palabras.
—Pero en silencio. No confiamos en los que susurran.
Quinn asintió.
—Eso es prudente, si los que susurran tienen elección. Pero los inyx no
tienen elección. Toda su comunicación es silenciosa.
Zai Gan gruñó a modo de respuesta, y Cixi le miró de soslayo ante esa
impertinencia. Prosiguió:
—Entonces, hijo de Yulin, ¿sabemos si son leales, ya que nunca han
dicho serlo, cuando no vemos evidencia alguna de respeto por los lores?
Estas criaturas no tienen escritura, ni música, nada con lo que celebrar a sus
creadores tarig. ¿Es esto natural, es esto leal?
—Es leal combatir por los altos señores. Eso vale más que hacer
reverencias y escribir.
Cixi se permitió esbozar una desagradable sonrisa que dejó a la vista una
fila uniforme de dientes amarillos que parecían granos de maíz.
—¿Combatir vale más que las reverencias, dices? ¿Acaso estás insultando
a mis delegados?
—He nacido en un minoral —murmuró Quinn, a modo de disculpa, pero
también un tanto sardónicamente.
El rostro de Cixi pareció tratar de decidir si mostrarse molesto o
divertido. A juzgar por el tono de su voz, eligió lo primero.
—Y sin embargo, has sido enviado a asuntos de gran importancia a la
corte del dragón. Extraño.
—Mi padre me da la oportunidad de compensar mis indiscreciones
pasadas, madam. Si tengo éxito, seré redimido.
El rostro de Cixi se crispó, como si la molestara un mosquito.
—No es asunto mío —dijo.
—No, alto prefecto, os pido perdón. —Pero Quinn ya le había dicho lo
que se jugaba a nivel personal. Si Cixi tenía algo de corazón, quizá lograra
influir en ella de esa manera. Incluso una mujer como esta debe amar algo,
pensó Quinn.
Cixi hizo un gesto con la cabeza a Zai Gan, que avanzó, acercando su
enorme cuerpo hacia Quinn.
—¿Cómo pueden liderar los inyx una batalla, si son silenciosos? —
preguntó.
—Su excelencia, envían sus pensamientos a las mentes de otros, y se
comunican perfectamente. Pero no para liderar un combate, sencillamente
para liderar a sus propios contingentes. La estrategia de combate sigue
estando en manos de los generales chalin.
Cixi inspeccionó su dedo índice, que brillaba más que el resto de sus
uñas. Había una diminuta pauta de caligrafía en esa uña, y Cixi la examinó.
Prosiguió:
—¿Por qué le importa a Yulin lo que hagan los inyx? El subdelegado Min
Fe opina que Yulin no tiene ningún motivo leal para interceder por los inyx.
Las palabras seguían desplazándose por la uña de Cixi, y Quinn se
preguntó si Min Fe estaba siendo informado de la conversación.
—Min Fe ha pasado demasiado tiempo entre documentos. No sabe nada
de Yulin ahora, si es que alguna vez lo supo.
Cixi permaneció muy inmóvil.
—¿Y qué hay de la alto prefecto? ¿Es su sabiduría, también, cosa del
papeleo?
—Os pido perdón, madam. Min Fe y yo hemos olvidado el lugar que nos
corresponde.
El texto se desplazaba por la uña, en protesta. Cixi devoraba cada palabra
con ojos hambrientos de chismes y disputas.
Quinn continuó:
—Los motivos del maestro Yulin son sencillos, madam.
Zai Gan no pudo reprimirse por más tiempo.
—¿De modo que el hijo bastardo y exiliado de Yulin lo conoce mejor que
su propio hermano?
Quinn se arriesgó con la esperanza de que Zai Gan no contara con tantos
favores como él mismo pensaba:
—El precónsul lleva varios días ausente del dominio, y no ha cuidado sus
lazos familiares. Por tanto, es muy posible que un hijo bastardo sin
importancia sepa más que él de las cosas que ocurren en Xi.
Cixi alzó la vista de su uña, y observó a los dos hombres, entretenida.
Los ojos de Zai Gan desprendían un intenso desprecio.
—Supones demasiado —murmuró. Y después dijo, en voz alta:
—En ese caso, experto en los asuntos de Xi, dinos cuál es el motivo
secreto de Yulin para embarcarse en esta empresa.
Quinn tenía una respuesta preparada para esta pregunta.
—Nunca fue secreto, excelencia. Los inyx son buenos combatientes, pero
sus cifras de alistamientos están disminuyendo. Esta claridad animará a más
inyx a alistarse.
—Esos ánimos podrían haber llegado hace diez mil días —murmuró Cixi.
—Quizá el maestro Yulin debería tomar lecciones en darse prisa de Min
Fe —dijo Quinn, e inmediatamente se arrepintió.
El rostro de Cixi se oscureció.
—¿Me estás dando lecciones de eficacia, mensajero? ¿Osas hablar como
mi igual?
Cixi comenzó a ponerse en pie, y la hirrin retiró el taburete en el que
descansaban sus pies. Levantando su pesada túnica, bajó del dosel, y Quinn
se puso en pie también, apartándose de su camino. Cuando Cixi pasó junto a
Zai Gan en dirección a la ventana, Quinn vio el icono tejido en su espalda: un
formidable dragón minuciosamente detallado, cosido en hilo plateado con
adornos rojos, verdes y azules para las escamas, aletas y dientes.
Zai Gan la siguió, inclinándose para susurrar en su oído.
Cixi se giró hacia Quinn y permaneció en una postura de gran
dramatismo sobre sus zapatos elevados, aunque apenas llegaba al metro y
medio.
—¿Por qué, preguntamos de nuevo, llega ahora esta claridad, y no antes?
¿Qué ha cambiado? ¿Por qué ha cambiado Yulin? ¿Qué ha ocurrido con ese
hombre obeso al que le preocupaba más atender a sus esposas que la guerra?
—No lo sé. —Quinn observó a Cixi junto al enorme precónsul, diminuta
a su lado. Pero resultaba obvio dónde estaba el poder. Emanaba en oleadas de
la magistrado del dragón.
Cixi se acercó a Quinn.
—Ahora, de repente, ¿eres estúpido? ¿Acaso decides cuándo ser
inteligente, y cuándo no saber nada?
—No soy un delegado, y no sé nada de los juegos de la corte, madam.
—Juegos de la corte —escupió Cixi, mirándole—. ¿Es eso lo que son mis
preguntas?
Quinn había ido demasiado lejos. Cixi despreciaba la burocracia, pero al
mismo tiempo la disfrutaba. Quinn no sabía qué actitud adoptar. Hizo una
reverencia, tratando de parecer intimidado.
Cixi bajó la voz al tiempo que miraba a los asistentes hirrin que se
esforzaban por oír la conversación.
—Nunca me gustó Yulin y él siempre me despreció. Nuestra mutua
antipatía es tan antigua que los dos le hemos cogido cariño. —Miró a Quinn
con ojos que parecían de ámbar endurecido—. Quizá eso sea lo único que
juegue a tu favor. —Se giró hacia Zai Gan—. Déjanos, precónsul.
—Tengo más preguntas, su excelencia —protestó Zai Gan.
—Bien, su excelencia no las tiene. Doy esta entrevista por terminada.
Quinn contuvo el aliento. ¿Terminada?
Lentamente, Zai Gan hizo una reverencia y salió de la sala con
sorprendente elegancia. Pero Cixi no había mandado retirarse a Quinn.
Se aproximó a él. Entonces, dijo, en tono formal:
—Tras la debida consideración, y en contra de los consejos de mis
funcionarios, he decidido poner en práctica la idea de Yulin. Este asunto de
los oficiales inyx en batalla. Quizá a los inyx les agrade la deferencia.
Quinn la miró, sorprendido.
—En otras palabras, promulgaré tu claridad y te pondrás en camino. —
Sonrió burlonamente—. ¿No hay agradecimientos, ni reverencias?
—Madam, os doy las gracias, por supuesto. —Quinn hizo una profunda
reverencia, de corazón. Había interpretado el carácter de Cixi con éxito: era
orgullosa, y le agradaban los hombres que no la adulaban.
—Por supuesto —murmuró Cixi—, si esta modificación de la costumbre
fracasa, tu señor podrá culparte a ti en lugar de a sí mismo. Sería muy propio
de él.
Quinn dijo, tratando de reprimir su euforia:
—Quizá mi padre reconocerá que lo intenté.
Cixi se lamió los dientes, gesto que acentuó las arrugas de su rostro.
—Entonces, sería blando además de gordo. —Cixi le indicó que se
retirase.
Mientras se giraba para marcharse, Cixi dijo:
—No te habías preparado bien para este encuentro. Ningún solicitante
había pisado antes el dragón.
Quinn se giró hacia ella.
—El cónsul Shi Zu me dio instrucciones. Pero eran muy exhaustivas, y
me dormí antes de terminarlas.
Cixi sonrió burlonamente.
—Shi Zu es un adda con demasiada ropa. —Miró a Quinn y dijo, en tono
agradable—: ¿Eres un maquinador, Dai Shen?
—Soy lo que soy, alto prefecto.
—Oh, lo dudo mucho. Nadie es lo que es. Excepto los hirrin. —Se inclinó
hacia delante—. No confío en ti, mensajero. Eres demasiado listo para ser un
hijo menor de Yulin. Seas lo que seas, hoy has perdido algo que quizá
valores.
—¿Qué he perdido, madam? —Las líneas de la habitación parecieron
cernirse sobre ellos. Quinn esperó que fuera Cixi la que quedara atrapada en
ellas, y no él.
—Tu anonimato —replicó Cixi—. Considérate bajo mi vigilancia desde
ahora.
—Tomé muchos riesgos para estar bajo vuestra vigilancia, madam. —Era
la única verdad que le había dicho hasta ahora.
Cixi le miró, y murmuró:
—Utilizas bien las palabras. Quizá tengas un futuro como delegado,
después de todo.
—Espero que Dios no repare en mí —dijo Quinn, e hizo una reverencia.
—Mmmm —la oyó murmurar, un sonido parecido al de un dragón
ronroneando.
Capítulo 26

Hay tres cosas despreciables: el hombre santo,


el beku, y el secretario. Pero solo uno de ellos
está enterrado en el cielo.

—Dicho del Magisterio

L os funcionarios observaron a Quinn mientras descendía las escaleras. Min


Fe no estaba entre ellos, y tampoco Anzi. Quinn sintió las miradas en su
nuca cuando pasó junto a ellos, pero el alivio que sentía le inmunizaba contra
ellas. A pesar de las dudas de Cixi, había tenido éxito. Cixi no confiaba en él,
pero a decir verdad no confiaba en nadie. Cixi sabía que Yulin era perezoso,
y creía que algo olía a podrido en esta nueva empresa suya. Tenía buen
olfato.
Mientras se dirigía hacia su celda, vio a Brahariar, que recorría el pasillo
en su dirección, haciendo reverencias a todos los que encontraba en su
camino. Miró a los ojos a la jout, pero ella le ignoró. Cuando pasó junto a su
codo, murmuró:
—Cho en las catacumbas. Ahora. —Continuó caminando.
Las catacumbas. Ese sería un buen lugar para hablar en susurros, si lo que
necesitaba Cho era privacidad. Quinn descendió las escaleras y rampas que
daban al nivel en el que se encontraba su celda y después se dirigió al
perímetro del Magisterio, para despistar a quien quiera que le siguiera. Que
pareciera que se dirigía a su balcón favorito. Allí, se sentó en el lugar
acostumbrado, que no había visitado desde su encuentro con Hadenth hace
tres días. Contempló el reluciente mar, adornado de nubes mercuriales, y se
preguntó cuál de los lejanos principados era la Larga Mirada de Fuego, el
nombre de aquel en el que estaba Sydney.
Momentos después se incorporó y, en lugar de tomar la ruta habitual de
regreso, ascendió una corta rampa para entrar al Magisterio por otro nivel.
Esperaba que el secretismo de Cho no implicara noticias adversas. Se
agachó y se internó en la zona intermural que Brahariar le había mostrado.
No llegaba hasta abajo del todo, pero cuando llegó al quinto nivel, y
moviéndose con la mayor rapidez posible sin despertar sospechas, pensó que
había despistado a cualquier posible perseguidor.
El nivel clerical era el nivel más pequeño y abarrotado del ombligo de la
ciudad. Los secretarios, vestidos con sedas blancas, parecían ángeles
transmutados. Sin embargo, el familiar icono que mostraban sus espaldas, el
beku, hacía esfumarse esta impresión. Cientos de columnas de manantiales
pétreos formaban un denso bosque de pilares. Evitó la entrada ceremonial a
las catacumbas y siguió su camino entre las columnas que llevaban a un
punto de acceso marginal. Conocía el camino. Su conocimiento del ombligo
de la ciudad estaba emergiendo como si el viento apartara la arena de un
cuadro. Le parecía que si permanecía en este lugar durante más tiempo
terminaría recuperando todos sus recuerdos. Pero no iba a quedarse. Se
marcharía en cuanto la aprobación de Cixi quedara registrada en el códex, y
sus documentos estuvieran en orden. La esperanza de obtener el gran secreto
del Omniverso, las correlaciones, debería esperar. Volvería a por ellas, sin
embargo. Incluso ahora estaba buscando un modo de hacer volver a Sydney a
casa, aunque él se quedase a este lado del velo.
Frente a la puerta que daba a las catacumbas, Quinn vio que la superficie
de la puerta estaba adornada con caracteres escritos. Los Tres Juramentos:
Oculta el Omniverso de otros mundos, mantén la paz en el Omniverso,
amplía las fronteras del Omniverso. Entró y descendió los estrechos
peldaños. Por fin había llegado a los cimientos de la ciudad flotante.
Un muro de aire frío le dio la bienvenida. Cruzó la barrera de control
climático y se encontró en un oscuro vestíbulo. Allí, lo sabía, estaban las
banderas de los incinerados. Recordó que plantar la bandera fúnebre de uno
en las catacumbas de la ciudad brillante suponía un aliciente supremo de la
vida en la Estirpe. Hubo un momento en que él mismo había asumido que sus
huesos descansarían aquí. Mientras caminaba, el suelo se iluminó, y después
se atenuó a su espalda, rodeándole con un halo. A ambos lados de él, las
banderas sobresalían por encima de ovoides fúnebres dispuestos como las
celdas de un panal. Por el momento, le rodeaba la más profunda oscuridad y
estaba solo.
Incluso en la muerte, la jerarquía permanecía. Aquí estaba el sector de los
secretarios, con banderas que mostraban mensajes fervorosos: Secretario de
humildes tareas, gloriosos maestros. Sirviente de confianza del cónsul Jin Se.
Treinta mil días de dicha. Entre las banderas relucían de cuando en cuando
autómatas de limpieza que eliminaban el polvo.
Un sonido le detuvo. Delante de él, una figura vestida de blanco emergió
de un pasillo lateral. Cuando se acercó, Quinn reconoció a Anzi.
Anzi golpeó con su tacón en el suelo, y se vieron sumidos en la
oscuridad.
—Anzi —susurró Quinn—. He venido a encontrarme con Cho. ¿Sabes
por qué Cho me ha hecho venir hasta aquí?
—No sabía que lo había hecho. Te seguí —dijo Anzi—. Temía ponerme
en contacto contigo. Hay un delegado vigilándome.
—Min Fe. —Esperó un momento y dijo—: Aprobó la misión, Anzi.
—¿De veras, Shen? ¿La aprobó? —Quinn no podía ver su rostro en la
oscuridad absoluta, pero la voz de Anzi demostraba su alegría.
—Te lo contaré más tarde, pero sí, la aprobó.
Escucharon con atención en la oscuridad por unos instantes, buscaron
luces con la mirada, pero solo los muertos les hacían compañía.
Anzi tomó la mano de Quinn y colocó un objeto en ella. Había tenido
éxito en su misión. Era un barco de juguete.
Por el tacto, era rugoso, y no era un sustituto válido para el espléndido
barco de Niña Pequeña, pero quizá sirviera.
—Esto no es para tu hija —dijo Anzi.
—No. —No había tenido tiempo para explicarle todo. Ahora lo hizo, y le
alegró no poder ver la expresión del rostro de Anzi en la oscuridad.
Por fin, Anzi preguntó:
—Porque amas a tu hija, ¿amas ahora también a los jóvenes tarig?
—No lo sé. —Y no lo sabía.
—Sin duda, Dai Shen, es hora de marcharse de este lugar.
—Pronto.
Anzi tocó con la mano el juguete, tratando de cogerlo, pero Quinn no lo
soltó.
—Anzi. Hay más. —Anzi aguardó—. Es sobre Cho. Hice algo más que
pedirle que buscara los informes de Kang.
De nuevo, Anzi esperó.
—La navitar dijo que Johanna estaba en el centro de las cosas, de las
cosas que tenían que ver conmigo. —Murmuró—: Siempre lo estuvo.
—Lo sé. —La voz de Anzi sonó sombría.
Permanecieron en silencio largo tiempo, y a su alrededor las banderas
estaban inmóviles como el alabastro.
—Pedí a Cho que buscara un término: Arlis —susurró Quinn.
—¿Arlis?
—El apellido de soltera de Johanna. Quizá haya otros nombres bajo los
que podría ocultarse. Se los di todos a Cho.
La voz de Anzi apenas era audible.
—Que Dios perdone nuestra curiosidad. Ahora Cho sabrá que es algo
más que curiosidad. Es una obsesión. Una obsesión por parte de un hombre
que tú no puedes ser.
—Quizá —dijo Quinn. Les estaba poniendo a todos en riesgo. Pero
planeaba sacarles de él de nuevo. Siempre había un modo de evitar el peligro.
Pero, ahora mismo, estaba buscando el modo de atraerlo. Aquí había
secretos, en este Magisterio. Secretos que Johanna tenía. Esto era lo que
había interpretado de las palabras de la navitar, aunque no había dicho eso
exactamente. En realidad, no había sido demasiado necesario para impulsarle
a buscar a Johanna, o lo que quedaba de ella.
Un crujido se oyó en un lateral. Había alguien en el pasillo opuesto al que
ocupaban ellos. El ruido continuó hasta que se oyó un potente chasquido.
Anzi golpeó con los pies el suelo, que se iluminó debajo de ella. Bajo esa
tenue luz vieron que uno de los compartimentos estaba vacío, y que algo
reptaba a través de él desde el otro extremo. Era una mano.
La mano se abrió. En su centro había una piedra roja. Quinn la tomó, y la
mano desapareció. Entonces, un óvalo fúnebre se colocó de nuevo en su
lugar. Prestaron atención por si oían pisadas, pero la persona se había
esfumado.
Quinn sostuvo la piedra en su mano.
—Léela más tarde —le pidió Anzi, mirando en torno suyo, alarmada.
Quinn miró a Anzi.
—Necesitamos un rincón en el que puedas cubrirme las espaldas.
Quinn la guió hacia el muro curvado exterior de la catacumba, donde
tomó prestado el sombrero de secretario de Anzi, que permaneció, vigilante, a
cierta distancia.
En la oscuridad y el silencio, Quinn hizo una pausa. Le sudaban las
manos. Entonces, introdujo la piedra en el manantial computacional del
sombrero. Esperó mientras la piedra se disolvía y emitía pautas de datos.
Y entonces, Johanna estuvo a su lado. Solo era su voz, pero fue como si
estuviera sentada j unto a él. Quinn trató de no perder el control, y escuchó
con atención las palabras de Johanna, al mismo tiempo que sentía su ausencia
como un dominio desierto en su interior. Johanna le estaba hablando,
contándole que su interrogador, el académico Kang, le había cogido cariño y,
tras muchos años, había colocado su piedra roja en los archivos y le contaría
a Titus dónde podía encontrarla. Johanna le había rogado a Kang que le
hiciera este favor, y había rezado porque Kang entregara la piedra roja a
Titus.
Kang no lo hizo. O quizá para entonces Titus ya había huido del
Omniverso.
Quinn se sentó, con la espalda apoyada en el muro, y acunó el sombrero
entre sus brazos.
Johanna dijo que si la descubrían, lord Inweer la mataría. Que, después de
oír la grabación, Titus debía destruirla. Que, por encima de todo, no debía
guardar una copia en piedra roja, porque Johanna moriría si la descubrían.
Después, Johanna dijo que seguía queriendo conservar su vida y que
Titus debería querer conservar la suya.
—No —susurró Quinn.
Como si le hubiera oído, Johanna rió.
—Sí —dijo—. Es todo lo que nos queda. Nuestras vidas, por separado.
Recupera la tuya, Titus. Porque yo voy a recuperar la mía. No desespero, y
tampoco deberías hacerlo tú. Incluso después de que nos hayan separado de
Sydney, sigo creyendo que logrará vivir su vida. Si no lo creyera, no querría
vivir.
Quizá Johanna había averiguado que no había sido así y por eso había
muerto. De tristeza… Pero no había tiempo para especulaciones. Johanna
continuó:
—Han enviado a Sydney al dominio de los inyx. Estoy segura de que ya
lo sabes. Dicen que allí todos son esclavos, pero doy gracias a Dios porque
no está al alcance de Hadenth. La hemos perdido, Titus. Rezo por ella. Sé que
tú no rezas. Pero tienes que vivir. Tienes que encontrar el camino de vuelta a
casa. Tienes que decirles cómo es este lugar, este horrible mundo. Un lugar
tan terrible que odian a Dios. Sé que tú no piensas que esa sea una acusación
demasiado grave.
»Dios no importa. —Johanna suspiró—. Se trata de nosotros, Titus. ¿Qué
puedo decir? Espero que hayas encontrado a otra persona. Está bien, de
verdad. He construido una vida para mí, hasta donde he sido capaz. Tú debes
hacer lo mismo, lord Inweer me tiene aquí; si llegaras a ver este lugar, nunca
volverías a tener esperanza por mí. No estoy triste, Titus. La vida es un
regalo, incluso aquí, e incluso para ti, por mucho que sufras.
»Bien, esto es lo que tengo que decirte. Ni siquiera Kang lo sabe. Nadie
lo sabe, salvo los lores… Y yo. —Hizo una pausa—. Habrás oído que este
lugar tiene un gran motor que protege Ahnenhoon de la invasión. Es mentira.
La fortaleza no se ha construido para contener a los paion. Para eso se bastan
los ejércitos.
»El motor es peor, mucho peor que eso. Es el secreto de los muros de
tempestad y del Destello. Nunca había pensado en la energía que se oculta
tras este mundo, los muros de tempestad y el cielo. ¿Y tú? Deberíamos
haberlo hecho. La energía necesaria es inimaginable. Sea la que sea la fuente
de energía que los lores tenían en el Corazón, de donde provienen, se está
agotando. Ahora van a alimentarse de la Rosa. No sé cómo pero los lores
pueden hacerlo. Ya has visto su poder.
»Creo que ya han comenzado. El Omniverso se está alimentando ahora
lentamente, pero pronto los lores colapsarán la Rosa de la forma que más les
convenga, en un horno, como una estrella gigante, así me lo imagino. Es el
mejor combustible para este lugar. A la Rosa le quedan quizá unos cien años
y después se producirá un repentino colapso. Son cosas inconcebibles. Tan
solo debes recordar lo que sabes de los tarig y no dudarás que es posible.
Titus, sé que debes preguntarte cómo sé todo esto. Bien, te lo diré. He dicho
que estoy en paz aquí, y así es. A veces me acerco lo suficiente a las
criaturas, y me cuentan cosas. Podrían haber mentido pero, ¿por qué iban a
hacerlo? Quizá tendrás que tener fe en mis palabras. Te resultará difícil, lo sé.
Johanna hizo un pequeño sonido con la garganta.
—No hay tiempo, no hay tiempo. Titus, hay tanto que quiero decirte.
Pero nada tiene importancia ya. Escúchame pues: neutraliza Ahnenhoon,
destrúyelo si puedes. Estoy dispuesta a morir con ese lugar. Ve a casa, a la
Rosa, y avísales. —Hizo una nueva pausa—. Viene hacia aquí. Uno pensaría
que aprenderían a llevar zapatos de suela blanda para que sus pisadas no
hicieran tanto eco. Me alegra que cometan errores. Adiós, Titus. Que Dios te
guíe.
Y añadió:
—Ya sabes a qué Dios me refiero.

Caminó a lo largo de las filas del mausoleo, tanteando con su mano los
ovoides para poder andar en la oscuridad. Anzi estaba escuchando la
grabación ahora y después destruirían la piedra roja, de modo que nadie
pudiera encontrarla.
Mientras caminaba junto a los oscuros pasillos, las banderas golpeaban su
mano.
Johanna había dicho: «Recupera tu vida, Titus. Porque yo voy a recuperar
la mía». Esas palabras eran como una guadaña que caía sobre él.
Había dicho: «Van a alimentarse de la Rosa».
Oyó a Anzi acercándose.
—La he convertido en polvo, Dai Shen —susurró.
Anzi le abrazó, y Quinn devolvió el abrazo en la oscuridad. Anzi susurró,
apoyada en su hombro:
—Si no hubiera vivido para oír cosas así… —No terminó la frase. Quinn
tampoco lograba poner orden en sus ideas acerca de la Rosa. Pronto moriría.
Para dar energía al Omniverso. Para los tarig, la Rosa solo era combustible.
Y éntre las grandes sorpresas, la pequeña: «Es todo lo que nos queda.
Nuestras vidas, por separado». Johanna le había liberado. Quinn sintió una
cierta inestabilidad, como si caminara por una playa en la que la marea le
arrebatase la arena de debajo de sus pies. Una vida por separado. ¿Acaso
tenía él una?
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Anzi.
La oscura estancia se llenó con este pensamiento. Parecía haber líneas que
caían del techo, filamentos de las fauces de una araña. Quinn se sintió
paralizado por una red más compleja de lo que podía imaginar.
—Encontraré a Sydney. Después, volveré a casa con ella, y contaré lo que
ha ocurrido aquí.
La voz de Anzi sonó tan baja y tan delicada que Quinn pensó que podrían
ser las palabras de un espíritu:
—Si mueres o te capturan, Shen, ¿quién advertirá a la Rosa?
La oscuridad era tan densa que Quinn pensó que iba a ahogarse.
—Tengo tiempo para hacer ambas cosas —susurró, porque deseaba con
toda su alma que eso fuera cierto.
El silencio de Anzi era terrible. Si Quinn no rescataba a Sydney, si huía
de vuelta a la Rosa, ¿estaría traicionando a esta mujer chalin que pensaba que
Quinn estaba destinado a grandes cosas? ¿Estaría traicionando a Bei? Porque
lo que venía a continuación podría sellar el destino del Omniverso.
—Cuando vuelva, cuando mi gente sepa esto, estaremos en guerra.
—Sí.
Confundido, Quinn exclamó:
—¿De qué lado estás, entonces?
—Esa no es la pregunta adecuada.
—Sí lo es. ¿Por qué no aplazarlo tanto como sea posible? Has visto cómo
es la guerra en mi universo. Se nos da muy bien. Puede que los lores ganen,
pero eso no importará cuando hayamos acabado con el Omniverso.
—No es la pregunta adecuada —repitió Anzi.
—¿Cuál es la pregunta adecuada? —Quinn estaba confuso y derrotado,
pero ella no. A Quinn le alegraba la firmeza de Anzi, pero también quería
recuperar su lealtad. La mujer que iba a acompañarle al dominio de los inyx,
la mujer que había dicho que Quinn podría comenzar de nuevo.
Anzi habló en voz baja.
—La pregunta es, ¿de qué lado estás tú?
Quinn pertenecía a la Rosa; ¿de qué otro modo podía ser? Pero eso no
significaba que quisiera la guerra.
—Dime que no haga esto, Anzi. Que no traiga la guerra al Omniverso.
¿Puedes decírmelo?
—No, no puedo. —La voz de Anzi sonó diminuta, pero firme—. Creo
que sabes por qué.
Quinn lo sabía. Anzi estaba del lado de la Rosa.
—Necesito tiempo para pensar. —Quinn comenzó a retirarse—. Ahora no
puedo pensar.
—Puedes pensar. Sencillamente, no te gusta la conclusión a la que has
llegado.
Quinn contraatacó.
—¿Qué se siente al tener esa certidumbre, Anzi?
—Siento como si me quemara por dentro.
Quinn trató de decir algo, pero no pudo. Se giró y avivó la luz bajo sus
pies, que le guió hasta la puerta.

Recorrió el Magisterio medio ciego, sin saber en qué nivel o en qué pasillo
estaba. No devolvía las reverencias y recibió miradas de soslayo. No era
bueno atraer la atención sobre sí mismo. Se giró para ver si Anzi le estaba
siguiendo, pero no, estaba solo.
Por fin, se encontró sentado en el exterior, junto al lago, cerca del
monumento al Señor Durmiente, donde estaba algo oculto pero aún podía
echar vistazos furtivos a la ciudad. Algunos tarig recorrían el paseo, y
también varios especímenes de la diversa mezcolanza de seres pensantes.
Caminaban, paseaban, se apresuraban. Entre todos ellos, solo él era humano.
Por primera vez, se sentía solo. Contempló sin interés el lago. La voz de
Johanna llegó hasta él: «Colapsarán la Rosa de la forma que más les
convenga». Para dar energía a los muros de tempestad del Omniverso. De
modo que este era el final entre llamas que la navitar Ghoris había
pronosticado. Por eso Johanna estaba en el centro de todo. Porque ella iba a
decírselo.
Y aquí, también, residía el verdadero significado del Tercer Juramento:
«Amplía las fronteras del Omniverso». Ahora resultaba obvio. El Omniverso
debía expandirse para sobrevivir; debía devorar a la Rosa. A pesar de las
largas vidas de sus habitantes, el propio Omniverso tenía una corta vida. Era
obvio, y ya se le había ocurrido antes, que sus requisitos energéticos no
podían mantenerse sin medidas extraordinarias. Extraordinarias, sin duda.
Debió de permanecer sentado una hora, o más. Por encima de su cabeza,
el Destello lucía en el florecimiento del día. Los pensamientos se
amontonaban en su cabeza, y el Destello le turbó profundamente. El
Omniverso había conseguido por fin abrumarle.
La carpa había estado nadando en el sitio durante largo tiempo. La carpa
del lomo naranja. Quinn la estaba mirando fijamente, sin verla. Hasta que la
vio.
Sus escamas se encrespaban de una manera extraña. Entonces, las marcas
moteadas se asemejaron a símbolos lucentes. Se formó una palabra:
«Sígueme».
Después, la carpa se alejó nadando hacia el canal.
Quinn la siguió.
Trató de contener su agitación; se le ocurrió que debía de tener el aspecto
de alguien que acababa de ver un accidente aéreo. Se sentía aturdido y
horrorizado, enfermo y galvanizado. No sabía lo que sentía, pero estaba
seguro de que debía de tener un aspecto muy extraño. Se arrodilló junto al
canal y recogió algo de agua entre sus manos. Se lavó la cara. Fue lo único
que se le ocurrió para recomponerse, y funcionó. Lord Oventroe había
mandado llamarle. Y lo había hecho ahora, en el peor momento, cuando le
costaba pensar y sentía su cuerpo indescriptiblemente cansado.
Más adelante, la carpa le estaba esperando, nadando en un pequeño
remolino. Cuando vio a Quinn, nadó lentamente contracorriente. Quinn
caminó tratando de no mirar a la carpa. El pez era fácil de ver; le esperaba, y
a continuación seguía nadando. Quinn se obligó a sí mismo a apartar la vista
del canal, como haría cualquier persona, contemplar las cúpulas de la ciudad,
echar un vistazo de cuando a cuando hacia la colina palaciega. Un par de
veces se detuvo para sentarse en los muros del canal, dando la impresión de
que no tenía adonde ir. Y sin embargo, tenía que ir a los lugares más
importantes del mundo. A todos a la vez.
Siguió a la carpa en estado de semiaturdimiento, y recordó el plan que
había formulado para cuando llegara a hablar con el tarig. Ahora, ese plan
parecía francamente imprudente. Sería un riesgo, en cualquier caso, ir a verle.
Pero los grandes riesgos comportaban grandes recompensas. Esa lógica había
funcionado hasta que Johanna lo cambió todo. Ahora debía regresar a casa
fuera como fuera; lo había dicho Anzi, y quizá tuviera razón. Si era necesario,
tendría que volver a casa sin las correlaciones. Sin Sydney. Ahuyentó ese
pensamiento. No, no sin Sydney.
Una sombra cayó sobre él. Estaba mirando el agua y, sorprendentemente,
un tarig se había colocado a su lado. Quinn no había oído ruido de pisadas,
ningún sonido en absoluto.
Quinn se giró e hizo una reverencia, para recomponerse. ¿Le habrían
descubierto, precisamente ahora?
—No te conocemos —dijo el tarig.
Este tarig era solo unos quince centímetros más alto que Quinn. Su voz
era profunda y Quinn no le reconoció.
—Dai Shen de la casa de Yulin, señor —respondió Quinn—. Mi vida está
a vuestro servicio.
—Ah, Yulin. Conocemos a ese chalin. Un personaje célebre, sin duda. —
El tarig miró a Quinn con una serena confianza que estaba en las antípodas
del estado del propio Quinn—. Su Bei no es tan célebre, aunque algunos le
recuerdan bien. En una ocasión le dimos un regalo.
Quinn contuvo el aliento. Era Oventroe. La piedra roja con la que había
alimentado a la carpa era de Su Bei. Y ahora, después de trece años, aquí
estaba Oventroe, que había venido a verle a la vista de todos, sin esconderse.
Quinn sintió un escalofrío. ¿Habría más tarig acercándose a ellos en este
mismo instante? ¿Había terminado todo? Pero no había nadie cerca. Ningún
tarig. Otros seres paseaban por los alrededores, hacían profundas reverencias,
y parecían aliviados de que el tarig no los hubiera elegido para conversar.
—Conozco a Su Bei —dijo Quinn con cautela.
El tarig no le miró, sino que contempló el canal, como si mirara a las
carpas para distraerse.
—Bei, mediante su piedra roja, nos rogó que habláramos contigo,
guerrero chalin de Ahnenhoon. Tienes diez palabras. Usalas.
Solo tenía diez palabras para exponer su caso. Estaba decidido, entonces.
No iba a preguntar «¿cómo sé que puedo confiar en ti?», ningún preámbulo.
El tarig lo quería todo, inmediatamente.
—Soy Titus Quinn.
Una ligera brisa secó el sudor del rostro y el cuello de Quinn. Se sintió
enfermo tras pronunciar esas palabras al aire libre, junto a las mansiones de
los tarig. De decírselas a un tarig.
—Demuéstralo.
—¿Hablas los idiomas oscuros? —preguntó Quinn. Estaba listo para este
momento—. ¿Como el idioma que Titus Quinn hablaba cuando llegó aquí
por primera vez?
El tarig se giró y miró a Quinn. Su rostro era algo redondeado, y llevaba
el pelo oscuro atado en filas y recogido en el cuello con un reluciente broche
metálico. Los ojos eran negros, despiadados.
—Concebida en libertad y dedicada al postulado… —dijo Oventroe.
Estaba hablando en inglés.
—De que todos los hombres son creados iguales —susurró Quinn,
terminando la frase a continuación.
Quinn estaba temblando. Estaba hablando en inglés. Ya no podría
ocultarse. Se obligó a sí mismo a recuperar la compostura.
—Nos gusta el discurso de Lincoln —dijo lord Oventroe—. Lo elegimos
como uno de los que memorizamos. —Su rostro pareció suavizarse por un
instante, a menos que fuera cosa de la imaginación de Quinn. Había que tener
cuidado al asignar emociones humanas allí donde no existían. Pero los tarig
tenían emociones, y a veces parecían lógicas, como había aprendido Quinn,
desafortunadamente. El tarig prosiguió:
—No eres bienvenido aquí.
Era un eufemismo sorprendente. ¿Acaso una broma?
—Y sin embargo has vuelto —continuó Oventroe.
—Para poner en contacto al Omniverso con la Rosa, brillante señor.
Ayudadme.
—¿Crees que lo haríamos?
—Sí. Pero puedo guardar vuestros secretos. —Ahora Quinn había
revelado que sabía que Oventroe era un traidor. No tenía ya apenas cartas que
jugar.
—Contacto, ¿eh? —El tarig había estado mirándole fijamente, y ahora
miró de nuevo a la carpa, que pareció incómoda al atraer su atención, y se
alejó rápidamente—. Es una propuesta interesante. Pero rompe el Primer
Juramento, y eso supone la muerte. —Volvían a hablar en lucente, quizá con
el objeto de no poner a prueba los conocimientos del tarig del inglés, y
también para evitar que alguien les oyera hablando un idioma oscuro.
Quinn era consciente de que esta entrevista podía ser interrumpida en
cualquier momento, de modo que prosiguió:
—Las correlaciones, brillante señor. Debemos abrir esta puerta, por todo
lo sagrado. Permítenos negociar el paso a través del Todo hacia puntos
distantes de la Rosa. Cuando los humanos lleguen, habrá un intercambio
entre nuestras razas, entre nuestros mundos. Si es lo que deseáis, ayudadme.
—¿Una puerta abierta? —El rostro de Oventroe se ensombreció un tanto.
Era un ser muy pasional, y su intensidad era palpable. Quinn la sintió
claramente.
—Todos los seres saben que odiamos a la Rosa —dijo Oventroe.
Quinn asintió.
—Pero no es cierto, ¿verdad?
—No se le lleva la contraria a uno de los señores del Destello.
Quinn pensaba que habían acordado tácitamente obviar los habituales
juegos de deferencias. Pero, incluso compartiendo lecho con Chiron, la había
tratado con la deferencia exigida. Eso nunca cambiaba.
Ahora que había dicho todo lo que tenía que decir, Quinn se sintió
purgado. Podían capturarle, o matarle. No había nada peor que pudieran
hacerle. Contempló la carpa y la ciudad con ojos fatigados. Solo era un lugar.
Solo era una vida. A fin de cuentas, tenía que hacer lo que tenía que hacer.
Miró a Oventroe, esperando una respuesta.
Cuando esta llegó, fue un duro golpe.
—No —dijo Oventroe—. ¿Por qué íbamos a darte ese poder?
—Porque soy un mensajero de la Rosa.
Oventroe le miró con ojos anhelantes.
—Sí. Lo eres. Su mensajero. —Oventroe avanzó un paso, obligando a
Quinn a mirarle desde un ángulo más pronunciado. Los ojos del tarig
examinaron el rostro de Quinn, como si estuvieran devorándole.
Quinn tenía tiempo para decidir si debía hablarle del motor de
Ahnenhoon pero, si revelaba ese sorprendente secreto, si contaba lo que
sabía, ¿acaso no moriría a los pies de Oventroe? ¿Conocía el tarig el secreto?
Sí, debía de conocerlo. ¿Temía que Quinn reuniera un ejército que venciera a
los tarig? Incluso un disidente de las filas de los tarig temería esa posibilidad.
—Mensajero de la Rosa —musitó Oventroe—. Pero no puedes ofrecerle
nada a alguien como yo. —Hizo una pausa—. La Rosa es dulce, pero no tiene
poder. El poder lo ostentan los cinco.
Los cinco altos señores, grupo del que Oventroe necesitaba formar parte.
—Por eso —continuó el tarig—, en cuanto a la puerta, no, es algo que no
podemos dar sin recibir nada a cambio.
El tarig se dio media vuelta de nuevo, y Quinn se apresuró a exponer su
petición.
—Pero, ¿cómo llegará la Rosa a contactar con el Omniverso? Ayudadme,
lord Oventroe.
La voz del tarig, seca y firme, estableció barreras y demolió sus
esperanzas:
—No lo hará. La Rosa nunca contactará con nosotros.
—Ayudadme a cambiar eso. —Quinn esperó la respuesta de la que todo
dependía.
Entonces, Oventroe dijo:
—Quizá, con el tiempo. Con el tiempo puede que accedamos a ayudaros.
Pero voy a marcharme, quiso gritar Quinn.
—No hay tiempo —dijo—. Decidíos ahora. —Oventroe quería retenerle,
pero Quinn no podía quedarse.
—Siempre hay tiempo, Titus Quinn. Ya deberías saberlo.
—¿Cómo os encontraré? Estaré en un lejano principado, quizá aun más
lejos. —En el Próximo, busca al navitar Jesid. Pídele que nos encuentre.
—¿Qué río? —Cada principado tenía su propio río, como ya sabía Quinn.
—Todos son uno —dijo Oventroe, y a continuación se marchó.
Capítulo 27

El cielo me ha dado tres maridos


y veinte bekus, pero únicamente un nombre.

—Extracto de Las doce sabidurías

B ien avanzado el ocaso, Quinn aún no había conseguido dormir. Deseaba


que Anzi estuviera junto a él. Para ella, de momento, la mejor manera de
permanecer oculta era perderse entre los secretarios, pero a Quinn le
agradaría verla, solucionar los problemas que habían surgido entre ellos,
fueran los que fueran, y hablarle de su encuentro con lord Oventroe. Había
esperanza, quería decírselo… esperanza de abrir una puerta entre sus
mundos. Quizá esa puerta pudiera evitar la aniquilación de algún modo, si las
dos culturas podían conversar entre sí. Pero no, el Omniverso debía consumir
a la Rosa.
«Van a alimentarse de la Rosa», había dicho Johanna. «La energía
necesaria es inimaginable». Pero, ¿y si Johanna se equivocaba? No se
equivocaba; la navitar había pronosticado un final entre llamas. Ghoris había
dicho que Johanna estaba en el centro de todo. Solo un mundo podría vivir.
Ahora, Quinn tenía que asegurarse de que fuese la Rosa. Johanna le había
pedido: «Tienes que decirles cómo es este lugar, este terrible mundo».
¿Acaso era tan terrible? Este era el mundo de Anzi, Bei, Ci Dehai y Cho,
personas que le habían ayudado y que se preocupaban por Quinn.
Recordó la promesa que le había hecho a Bei: que los humanos no
vendrían para quedarse. No, primero vendrían con armas, pensó Quinn
amargamente. Pero, ¿acaso no tenían derecho a defenderse de las agresiones
de los tarig?
Era impensable aplazar la advertencia que debía llevar de vuelta a casa, y
sin embargo estaba pensando en hacer precisamente eso. Ya había
abandonado a Sydney una vez; ¿cómo podría hacerlo de nuevo? Quinn se
encontró a sí mismo ideando planes y abandonándolos.
Un golpe en la puerta le sobresaltó. Al abrirla, vio a Brahariar frente a él.
La jout hizo una reverencia.
—Perdonad que os moleste durante el ocaso, excelencia.
Brahariar echó un vistazo a una bolsa que descansaba junto a sus pies y
dijo:
—Me marcho. Mi misión ha terminado, gracias al asistente Cho.
—Un buen hombre. Espero que tu petición tuviera éxito.
—Lo tuvo. —La piel de Brahariar se encrespó, y sus pétalos se abrieron y
cerraron en muestra de placer—. El cónsul Shi Zu falló en mi favor.
—Bien hecho, Brahariar. Se acabó tu espera.
—Excelencia —dijo la jout—, os tomasteis muchas molestias en mi
favor. Espero que eso no retrasara vuestra misión, pero me temo que así fue.
—Brahariar miró a ambos lados del pasillo y, al encontrarlo vacío, dijo—: El
gran delegado Min Fe vino por aquí cuando no estabais.
—No le gusté al gran delegado desde el momento en que nos conocimos.
No es culpa tuya.
—Me alivia saberlo —dijo Brahariar. Recogió su bolsa—. Deseo daros
las gracias, pero no tengo nada que daros.
—No tienes que darme nada. Te deseo muchos días, Brahariar.
Dado que la jout no hizo movimiento alguno para marcharse, Quinn dijo,
y después deseó no haberlo hecho:
—¿Cuál era tu misión, si te complace decírmelo?
La boca de Brahariar esbozó una amplia sonrisa.
—Por supuesto, me complace, excelencia. Pedía la muerte por
estrangulamiento de alguien que pudo haber salvado a mi padre de caer de
una de las Agujas de Dios.
Quinn aguardó, confundido.
—Fue la última persona que vio a mi padre con vida. Debería haberlo
evitado.
—¿Empujó a tu padre?
—No. Aun así, alguien debe responsabilizarse. Fue una buena cosa que
Shi Zu estuviera de acuerdo conmigo. Contemplaré la estrangulación con
satisfacción. Entonces podré encontrar la paz. —Hizo una nueva reverencia,
y se marchó.
Quinn observó a la corpulenta figura alejándose por el pasillo. Recordó lo
que había sabido en el pasado de los jout: que guardaban rencor durante más
tiempo del que un beku podía pasar sin agua. La conversación le hizo sentirse
turbado y culpable.
Se sentó en la cama, mirando el muro; su mente saltaba de un
pensamiento a otro. La voz de Anzi resonó en su cabeza: «Si mueres o eres
capturado… ¿quién advertirá a la Rosa?».
No se trataba de que ir al dominio de los inyx resultara peligroso; Quinn
tenía los documentos en regla. Lo complicado sería escapar con Sydney. Se
dispararían las alarmas y su identidad sería revelada repentinamente porque,
¿quién sino Titus Quinn iría a buscar a Sydney Quinn?
Descansó la cabeza sobre los brazos y sintió que le invadía una
desesperanza que no había experimentado en toda su vida. Sentado en su
cama, mientras miraba la pared, prefirió no pensar y dejarse atrapar por
pensamientos siniestros. Algo más tarde concilio el sueño.
Y soñó.
La navitar Ghoris estaba en el dosel, y su cabeza y su torso emergían a
través de la membrana situada encima de su puesto. Luchaba contra los
relámpagos de los nexos, los recogía y los lanzaba hacia el muro de
tempestad, intentando perforar los oscuros pliegues. Sin embargo el muro de
tempestad absorbía los relámpagos, y cobraba fuerza y oscuridad. Quinn
estaba en el techo de la cabina de la navitar y contemplaba sus forcejeos. Pero
ahora no estaba luchando con los relámpagos, sino con Johanna.
«Fuego, oh, fuego», tronó Ghoris, y golpeó a Johanna con tanta violencia
que le arrancó la mitad del rostro. Su rostro está destrozado, pensó Quinn con
gran remordimiento, y mientras las dos mujeres forcejeaban, pensó que
Johanna se parecía a Ci Dehai, y que luchaba como él. Por fin, Ghoris dio un
fuerte empujón a Johanna, y gritó: «¡Elige, elige!». Johanna recuperó el
equilibrio, se quedó inmóvil y dijo en tono de reproche: «Ya lo he hecho».
Entonces, Johanna se giró y miró a Quinn. Pensaba que era invisible para
ellas, pero Johanna lo vio. Y siguió mirándolo. Los faldones de su túnica
bailaban en la tormenta de los muros. Se oyó un ruido de golpes proveniente
de abajo. Alguien trataba de decirle que bajara del techo.
Quinn despertó repentinamente. Alguien llamaba a su puerta. Se tambaleó
hacia ella, y encontró a Shi Zu flanqueado por delegados.
—Ah, aquí estás —dijo el cónsul. Shi Zu parecía un elegante pavo real
macho, rodeado de un grupo de hembras. Sacó un pergamino de su túnica.
Quinn supo, por el huso dorado, que era de Cixi.
—Tus aprobaciones, y la claridad oficial para presentar a los inyx —dijo
—. Por el Destello, es un gran logro, Dai Shen de Xi.
Quinn aceptó el huso, y lo sostuvo en silencio.
—Hubiera supuesto una empresa digna de mí y mi séquito, pero grandes
tareas imposibilitan semejante indulgencia —dijo Shi Zu—. Por tanto, sé
digno de ella, soldado de Ahnenhoon. —Asintió al recibir el agradecimiento
murmurado de Quinn y se marchó, acompañado de sus secretarios.
Quinn leyó la caligrafía y confirmó su esencia. Una piedra roja
traqueteaba en el interior de la tapa, una piedra de datos que los inyx no
sabían utilizar. Quinn contempló el pergamino. Ahora no le servía para nada.
Debía volver a casa. Sin ella. No era la vida de Sydney lo que estaba en
juego, ya no; era la vida de todo el mundo. «Todo lo que amamos», había
dicho Johanna, «todo será consumido».
Hubiera preferido morir a elegir. Pero eligió. Sintió su corazón frío,
adoptando una encarnación más firme y básica que antes: un motor mecánico
y lógico. Podía seguir adelante. Debía hacerlo, y los motivos eran tan
evidentes como insensibles.
Una imagen de Sydney apareció en su mente, su hija, ya una mujer.
¿Cuánto tiempo pasaría, se preguntó, antes de que ella asumiera que nunca
iba a ir a buscarla? Probablemente, hacía mucho tiempo. Y ahora tenía razón.
No iba a ir a por ella. Tenía que dar la espalda al rostro de Sydney.
Ahora, él y Anzi abandonarían este lugar. Quedaban algunos cabos por
atar, y después se marcharían.
Metió el pergamino en la bolsa que reposaba junto a la cama. Después,
sacó el barco de juguete y salió del Magisterio en dirección a la ciudad.

Había pocos transeúntes y la ciudad de los tarig estaba misteriosamente


silenciosa; comenzaba la fase de Temprano y el Destello iniciaba un nuevo
ciclo. Quinn miró al cielo y pensó en cuán disoluto y promiscuo era ese
fuego. No sabía qué tipo de fuego era, solo que era uno que devoraba. La
belleza que había visto en sus fases parecía ahora más sombría. No podía
evitar lamentar esa pérdida, y la pérdida de la atracción que ejercía sobre él.
¿Qué era el Omniverso, si no una flor invertida que consumía el mundo real?
Quinn no podía tolerar ese pensamiento más, así que prefirió creer que todo
aún podía salir bien. Estaba cansado; eso lo sabía. Pronto dormiría y después
se marcharía.
Una bandada de pájaros se paseaba a saltitos por las plazas, recogiendo
pedazos de comida. Quinn no recordaba si eran animales reales o
sencillamente partes del vacío. Cruzó un canal y atravesó una plaza casi
desierta, en dirección a la colina palaciega. La ciudad se extendía en todas
direcciones, una ciudad circular en el centro de un océano circular en el
centro de los grandes brazos que eran los principados, y todo ello dispuesto
en forma de estrella de mar. Y él estaba en su centro. Los cables que
mantenían la cohesión del mundo se zambullían hacia su destino en este
lugar.
Quizá, para evitar tomar una decisión tan terrible, debería haberle hablado
a Oventroe del motor de Ahnenhoon. Quizá se hubiera convertido en un
aliado, si amaba a la Rosa, o si se sentía fascinado por ella. Pero si Oventroe
ya estaba al tanto, entonces era tan malo como todos los demás, y no era
amigo de la Rosa. Y tampoco amigo de Titus Quinn, puesto que no le
entregaría las correlaciones. Aunque, por otro lado, ¿quién le entregaría aun
enemigo una llave que abría esa puerta? Ahora, la Rosa y el Omniverso eran
enemigos.
Por tanto, conseguir las correlaciones era otro motivo para regresar.
Regresaría, por supuesto. Ese pensamiento le ayudaba a seguir adelante.
Permaneció frente al jardín amurallado, con su arco a modo de entrada,
que le daba una bienvenida fría. Tenía el mismo aspecto que antes, pero no
había niñas ni juguetes.
Entró al jardín, y pasó junto a la frondosa enredadera. No había nadie a la
vista. Mejor así. En el lago, dejó el barco en el agua. El barco se meció en las
suaves olas. No era un barco tan espléndido como el que la niña había
quemado, pero sería su regalo de despedida.
Se giró, dispuesto a irse, y vio a Niña Pequeña de pie en la entrada del
jardín.
La muchacha no pareció sorprendida de verle allí.
—El hombre chalin —dijo.
Quinn hizo una reverencia. La niña había madrugado, y vestía con ropas
formales, como la última vez.
—Arreglar —dijo la niña, mirando al lago. Corrió hacia el borde del agua
y extendió la mano para recoger el barco, pero se había alejado demasiado.
Quinn tomó el barco y se lo dio a la niña, que sonrió. Quinn se sintió más
animado.
Aún le estaban permitidos pequeños placeres. Estaba agradecido por
ellos.
El Destello calentaba su cabeza y sus manos. Se sentó junto a Niña
Pequeña, y se sintió exhausto. Casi podría haberse apoyado junto al muro y
echado a dormir. La niña inspeccionó el barco, girándolo una y otra vez. Por
fin, dijo:
—Gracias.
Quinn asintió.
—Sí. Claro. No es nada.
—Está arreglado.
—Sí, Sydney, arreglado.
La niña siguió mirando el barco.
Pero el corazón de Quinn se había detenido. ¿Qué había dicho? Miró en
torno suyo como si estuviera soñando. Había pronunciado el nombre de su
hija. Lentamente, se incorporó. Era hora de marcharse.
—Que el hombre chalin se siente.
Quinn la contempló sin mover un músculo. Ella no recordaría la palabra,
el nombre, y no se lo repetiría a sus padres.
Pero los ojos de la niña le ordenaron sentarse, y Quinn no se atrevió a
desobedecer. Se sentó junto a ella, tratando de mantener la calma.
—¿Qué nombre has dicho? —La niña seguía mirando el barco.
Quinn se sentía enfermo; su corazón latía vertiginosamente.
—Nada —dijo.
El Destello comenzaba a hervir, desolador.
—Algo —dijo la niña—. Es algo.
¿Qué podía saber la niña? Se preocupaba por nada. Haría que la niña
pensara en otra cosa.
—Pero, ¿a Niña Pequeña le gusta el barco?
—Sí.
—Bien.
—Pero a Sydney no.
La niña no iba a olvidarse de esto. Quinn la miró, y ella le miró a su vez,
y dejó el juguete a un lado, en una cornisa.
—No eres el hombre chalin.
Quinn tragó saliva. Ella lo sabía.
—Lo soy —dijo Quinn.
—No debes negar lo que decimos.
—¿Y qué decís, Niña Pequeña?
La niña le miró con sus ojos negros.
—Tu niña pequeña es Sydney. Sabemos quién eres. —La niña se puso en
pie, de modo que sus ojos quedaron a la misma altura que los de Quinn, que
estaba sentado, y le miró con ojos de depredador.
La niña lo sabía. Todo estaba derrumbándose. Los falsos nombres, los
grandiosos planes.
Quinn negó con la cabeza. Miró a la niña tarig. Tenía que volver a casa.
Porque la Rosa iba a ser pasto de las llamas.
Niña Pequeña se llevó la mano a la barbilla y miró a Quinn.
—Así que eres Titus —dijo.
—No —susurró Quinn.
—¿Has vuelto, verdad?
—No —dijo Quinn de nuevo.
La responsabilidad sería de Quinn, si los terribles planes de los tarig
tenían éxito. Si Niña Pequeña le traicionaba, todos morirían. Todos los
mundos. Toda la Tierra.
La noquearía; debía hacerlo.
Niña Pequeña percibió la intención de Quinn en sus ojos, y se giró,
tratando de huir. Quinn la cogió de la túnica y la arrastró hacia sí. La niña le
golpeó, arañando su mejilla pero no sus ojos. Niña Pequeña chilló.
Entonces, Quinn la golpeó, tratando de aturdiría, de poner fin a la disputa.
Pero la niña no se rendía, y chilló. Su grito resonó en el jardín. Quinn le tapó
la boca, para evitar que alertara a sus progenitores tarig, y, sosteniéndola con
fuerza, la inmovilizó. Cuando la niña comenzó a revolverse violentamente,
Quinn aflojó su presa.
Apretó con mayor fuerza y trató de decidir qué hacer. Debía haber algo
que pudiera hacer. Podía llevarla a una habitación vacía, después de todo las
mansiones estaban llenas de salas vacías, y dejarla atada mientras él
escapaba.
Un brazo se liberó de su presa y golpeó la sien de Quinn, que se apartó
por un instante. La niña escapó de la presa, chillando:
—Titus Quinn, Titus Quinn.
Quinn la golpeó, haciéndola caer al suelo. Colocó la mano en la nuca de
la niña y empujó su rostro contra el suelo para acallar sus chillidos.
Los tarig vendrían en cualquier momento.
La Rosa. Debía regresar y advertirles de que la Tierra iba a morir. La
arrasarían, y todas las demás Tierras… Y Quinn supo entonces, en una
terrible epifanía, que Niña Pequeña debía morir, antes de que disparara las
alarmas y evitara su huida.
Empujó a Niña Pequeña hacia el lago; con la mano tapaba la boca de la
niña. Oh, Dios, rezó. Johanna, ¿cómo puede haber un dios? ¿Cómo podía
existir un dios bueno y justo? No, era un dios miserable.
Niña Pequeña se retorcía entre los brazos de Quinn como un alambre
metálico, pero Quinn consiguió empujarla al agua, que cubría hasta la cintura.
Quinn sintió lástima por esta pequeña criatura, incluso mientras sumergía su
cabeza. La niña asomó su cabeza por unos instantes, y gritó:
—¡Titus!
Pero Quinn sumergió su cabeza de nuevo, y la mantuvo sumergida. Quinn
se vio a sí mismo desde fuera, como si contemplara a un monstruo ahogando
a una niña.
Entonces, Quinn creyó oír gritos provenientes del interior del palacio.
Horrorizado, pensó que podía oír a alguien gritando su nombre.
Niña Pequeña ya no se resistía. Quinn se alejó de su pequeño cuerpo. La
niña flotó, boca abajo, y su túnica se tornó púrpura a medida que se hundía.
Quinn salió del lago, dio media vuelta y huyó del jardín.
Al otro lado de la puerta, casi chocó con Anzi. Le pareció alguien venido
de otra vida. De la vida en la que él no había matado a una niña.
—Anzi —dijo Quinn—, corre.
Anzi miró hacia el lago, donde flotaba la niña.
Quinn también miró hacia allí, y esperó que se tratara de un terrible
espejismo, no de un suceso irrevocable. Pero la niña tarig estaba allí, flotando
en el agua.
—Yo la maté —susurró Quinn.
Anzi arrastró a Quinn por el estrecho sendero. ¿Cómo había llegado hasta
aquí, y dónde podían ir? Quinn la guió hacia un callejón lateral, desierto por
ahora. Se detuvieron, y miraron en torno suyo frenéticamente para comprobar
si alguien les seguía.
—Traté de evitar que vinieras aquí —dijo Anzi—. Demasiado tarde.
—La maté —dijo Quinn. Miró a Anzi, sin verla apenas—. Me conocía.
—La voz de la niña sonó de nuevo en la cabeza de Quinn: «Así que eres
Titus»—. La maté.
—Sí —dijo Anzi—. Lo hiciste. Y ahora vamos a marcharnos.
—¿Marcharnos? —Quinn oyó las palabras, pero no las entendió.
—Los pilares —dijo Anzi—. Deprisa. —Anzi trató de arrastrar a Quinn
de vuelta al sendero.
En lugar de eso, Quinn consiguió que ambos se adentraran más en el
callejón.
—Por aquí, Anzi.
Anzi parecía frenética.
—¿Adonde?
Los pilares eran demasiado obvios. Quinn corrió hacia una mansión que
conocía bien: la de lady Chiron. Conocía el camino, aunque su mente seguía
en estado de shock. Había asesinado a Niña Pequeña. Parte de él seguía
repitiendo que no podía haber ocurrido. No era posible…
Ascendieron una larga y curvada escalinata de la colina palaciega.
A lo lejos, Quinn oyó voces. Miró atrás y vio, en una alta terraza, a varios
tarig. Corrieron, y desaparecieron.
—Corren —dijo Quinn en voz baja. Anzi siguió su mirada, y ambos se
detuvieron. Los tarig no corrían. Sus largas piernas les capacitaban
sobradamente para esa actividad, pero Quinn nunca había visto a un tarig
correr.

En el cuarto nivel del Magisterio reinaba el caos. Por doquier, Cho oía:
—Titus Quinn, Quinn, Quinn. Niña Pequeña, muerta en el lago.
Los funcionarios dejaban sus puestos, a toda prisa, como si les aguardaran
deberes de naturaleza marcial. No era así, y tampoco para Cho, que
permanecía sentado frente a su manantial pétreo, desconcertado y sudoroso.
El hombre chalin enviado por el maestro Yulin. Por el eterno Destello,
era Titus Quinn. Nunca lo hubiera imaginado. Todos conocían el famoso
rostro, pero debía de haberse sometido a cirugía plástica.
Se inclinó sobre su manantial computacional, sintiéndose enfermo. Su
nariz golpeó una protuberancia en el manantial pétreo y la pantalla emergió
frente a él. Cho se enderezó, aún sentado, y trató de recomponerse.
Dai Shen nunca había afirmado seguir el Camino Radiante. Había dicho
que su meta era honorable. ¿Era esa meta conectar ambos mundos, llevar los
conocimientos del Omniverso a la Rosa? Sin duda, si Titus Quinn había
vuelto a casa la primera vez, ya debía de haber llevado consigo esos
conocimientos. Pero, si no lo había hecho, ahora estaba escapando para
hacerlo.
Cho se preguntó si la prohibición que evitaba el contacto entre los
mundos se basaba en motivos de peso. Cho nunca había cuestionado los Tres
Juramentos. «Puesto que romperlos es morir…».
Bien, pensó, ya he roto el primero al ayudar a Dai Shen.
Inquieto, se puso en pie, tambaleante, y salió del ala de los asistentes.
Ascendió en dirección a la ciudad, abriéndose paso entre multitudes de
frenéticos secretarios, asistentes y delegados. Sabía que ayudaría a Dai Shen
una vez más, si podía. Pero, ¿cómo?
¿Y por qué? Si lo hacía, su vida no valdría nada, eso estaba claro. Pero,
cuando pensó en su vida, supo que apenas había vivido hasta ahora. No si se
le comparaba con Dai Shen, ni siquiera si se le comparaba con Ji Anzi, o con
cualquiera de los seres que vivían en el Gran Exterior. Posiblemente, cada
uno de ellos había vivido más intensamente que cualquier asistente del Gran
Adentro.
Hoy eso iba a cambiar.
Se apresuró en dirección al pilar más próximo, el tercero. Allí, una
cápsula había comenzado hacía poco su viaje hacia el mar. Tocó la pantalla
para averiguar quién iba a bordo, y añadió a Dai Shen a la lista.
Retrocedió y comprobó el resultado de su trabajo, sobresaltado y un tanto
apenado. Había alterado un registro, había introducido una imprecisión. El
gran códex del Magisterio había sido mancillado. Bien.
Retrocedió, dio media vuelta y contempló la colina palaciega. Pensó en
Niña Pequeña, y se preguntó por qué un personaje como él habría matado a
una niña.
Sin duda, no lo había hecho. Había tan pocos niños tarig que debían de
lamentar la muerte de cada uno de ellos.
Se alejó del pilar. Quizá había creado la suficiente confusión para permitir
que Dai Shen tuviera una oportunidad de abandonar la ciudad.
No tenía muchas posibilidades; aproximadamente, las mismas que tenía
un asistente de diez mil días de lucir de repente el icono de la carpa dorada;
las mismas que tenía alguien que había sido un asistente durante toda su vida
de cambiar las cosas.
Pensó en su nuevo icono, la carpa dorada. Espero ser digno de tan
glorioso símbolo, rezó. Y que Dios no repare en mí.
Cixi se aferró a la barandilla del porche abierto y contempló el paisaje que le
ofrecía la ciudad.
A su espalda, Zai Gan respiraba con dificultad, tras correr hasta allí.
Tifus Quinn, pensó Cixi. Por el Destello, estaba delante de mis narices.
El pérfido padre y traidor.
Cixi se giró hacia Zai Gan.
—Corre hasta el cuarto pilar, el más cercano a la mansión de Inweer.
Encuéntralo. Detenlo.
Zai Gan hizo una reverencia y se dirigió a la salida.
—Precónsul —ladró Cixi antes de que desapareciera. Cuando se detuvo
para escucharla, Cixi dijo—: Si no consigues capturarle, llevarás el emblema
del beku.
—Sí, mi señora. —Zai Gan salió apresuradamente de la estancia. Titus no
debía escapar y fanfarronearse de haberles engañado a todos. No debía
escapar y llevar de vuelta a la Rosa el premio que les había arrebatado, fuera
el que fuera. Si Titus pensaba que ese premio sería Sydney, estaba muy
equivocado.
Algo no había funcionado según los planes de Titus. Cixi se propuso
echarlos a perder definitivamente.

Quinn continuó guiando a Anzi escaleras arriba, hacia el corazón de la colina


palaciega. Anzi protestó, y le rogó que marcharan hacia los pilares. Quinn
ignoró sus protestas y continuó el ascenso.
—Allí nos estarán buscando —dijo Quinn, jadeante—. Nadie esperará
que vayamos a las mansiones.
—¡Porque no tiene mérito!
Llegaron a un ensanchamiento de la escalinata, un mirador que dominaba
la ciudad. Más abajo, las plazas y las calles seguían desiertas. Pero había algo
extraño. El suelo se estaba moviendo.
Una oleada cruzó una de las plazas.
—Pájaros —dijo Quinn. Giró sobre sí mismo y reanudó el ascenso
escaleras arriba.
Anzi se dejó guiar.
—Cuanto más tiempo aplacemos la huida, menos oportunidades
tendremos —protestó.
—No tenemos ninguna oportunidad ya. Los pájaros, Anzi. No son
pájaros. Son autómatas, utilizados para la limpieza.
Este conocimiento había llegado a él como si sus recuerdos fueran una
baraja de cartas que, hasta ahora, se había barajado al azar, pero que, en esta
situación de necesidad, le hubiera dado una buena mano. La que iba a
necesitar para sobrevivir.
El aleteo de los pájaros se oía a lo lejos.
—Los tarig los han liberado a todos a la vez. Hay millones.
Anzi, alarmada, comenzó a murmurar una oración:
—No me mires, no me veas, no tengas en cuenta mi pequeña vida. No me
mires, no me veas…
Habían llegado a un palacio en el que todas las puertas laterales y accesos
le eran bien conocidos.
—Por aquí —dijo Quinn. Se agacharon bajo una puerta tallada incrustada
debajo de una entrada arqueada.
Se encontraron en un pasaje estrecho, sumido en una casi total oscuridad.
A ambos lados había paneles de cristal que emergían formando curvas. El
suelo era traslúcido, pero no estaba iluminado. Era buena señal que el pasaje
estuviera sumido en la penumbra; dado que los tarig odiaban la oscuridad,
eso significaba que en estos momentos el lugar estaba desierto.
Junto a él, Anzi susurró:
—¿Qué es este lugar?
—Los aposentos de lady Chiron.
—Chiron no te ayudará, si eso implica traicionar a los suyos.
Quinn echó a andar por el pasillo, pero Anzi lo agarró del brazo para que
la escuchara.
—No te rindas, Dai Shen. Siempre hay esperanza. Incluso cuando pensé
en suicidarme porque todo parecía perdido, creía que era posible que
sobrevivieras al cautiverio de los tarig. Y así fue. Nunca debes rendirte.
—No me he rendido. Hay una manera, Anzi. Una salida. Las naves
radiantes. Robaremos una.
Quinn sintió una punzada de alborozo. Se enfrentaría a ellos de una
manera que no podían imaginar.
—Será el hurto de tu vida, Anzi.
—Una nave radiante… —repitió Anzi.
Al final del túnel de cristal, llegaron a un umbral circular abierto, que
daba entrada a un vestíbulo repleto de estatuas, grandes vasijas y sillas de
intrincado diseño. El Destello se derramaba a través de un techo sembrado de
claraboyas.
Quinn eligió una ruta que serpenteaba alrededor de la colección de
objetos copiados de otros mundos de Chiron. La residencia en su totalidad, al
igual que todas las demás, era un museo de escaso gusto, repleto de
elementos culturales y domésticos de otros mundos. Lady Chiron poseía
riquezas inimaginables, pero no tenía buen gusto. Los tarig, a pesar de todos
sus conocimientos, no creaban artesanía y arte propios. Quizá por ese motivo
nunca supieron qué hacer con Johanna.
A su espalda, oyeron cómo se abría la puerta exterior y después cómo se
cerraba. Resonaron pisadas en el suelo de cristal del pasaje. Quinn tomó el
brazo de Anzi y echó a correr hacia una puerta, una entre muchas. Se
agacharon y la atravesaron; llegaron a una pequeña estancia de muros
traslúcidos. Un momento de vacilación le hizo dar un traspié. Hacía mucho
tiempo que no tomaba este atajo, que les llevaría directamente al segundo
piso de la mansión.
Atravesaron la puerta de la sala del elevador, y echaron a correr por un
sinuoso y desierto pasillo. Quinn trató de orientarse. A Chiron le gustaba
reprogramar la disposición de su casa, y Quinn se sentía perdido; el pasillo se
convirtió en una rampa que se inclinaba en un agudo ángulo hacia arriba. A
ambos lados del pasillo había salas que parecían demasiado grandes, como si
fueran estancias solo en potencia, y no todas cupieran en los retorcidos
espacios que esbozaba el pasillo.
—¿Qué es este lugar? —susurró Anzi.
—Viven de esta manera —replicó Quinn. «Experimentalmente», quiso
decir, pero no había tiempo para discutir. La guió rápidamente hacia delante,
aunque parecían haber despistado a su perseguidor, por el momento.
Todo lo que necesitaba Quinn era un par de detalles que no hubieran
cambiado y conseguiría llegar hasta la nave radiante por un atajo en el que él
mismo había realizado algunos cambios.
En una rampa lateral vislumbró una puerta que le resultaba familiar, una
puerta elegante tras cuyo cerrojo Quinn y lady Chiron solían encontrarse.
Entraron y se encontraron en una amplia estancia de techo tan alto que
hizo que les pareciera encontrarse en el fondo de un pozo. En el centro de la
sala había una plataforma adornada con un haz de luz que caía del techo.
Quinn subió a la plataforma, hacia la cama de Chiron. Tocó con la mano el
haz de luz, y no sintió el sumo placer que la luz parecía provocar en aquellos
que la abrazaban en este lugar. Sintió lástima por el hombre que había
buscado ese placer. Incluso el placer era una prisión, si había demasiado.
Anzi tiró de su brazo.
—Deprisa.
Quinn tomó su mano y se apresuraron hacia la terraza que dominaba la
ciudad brillante.
Justo antes de que Quinn pudiera salir, Anzi le detuvo.
Por la balaustrada se paseaba un pájaro. Su cabeza giraba de un lado a
otro, como si buscara algo. Entonces, saltó de su puesto y se alejó. No estaba
programado para volar, pero era capaz de remontarse desde una determinada
altura.
—Ahora —dijo Quinn. Ambos salieron a la terraza, y Quinn señaló una
repisa. Subió a ella y le mostró el camino a Anzi, apoyando la espalda contra
el muro. Anzi le siguió, y cometió el error de mirar hacia abajo. Estaban a
diez pisos de altura.
—Queda muy poco ya, Anzi. Tranquila.
Anzi se deslizó a lo largo de la repisa, y por fin saltó a un tejado, donde la
esperaba Quinn.
Quinn miró hacia abajo y vio otro tejado lleno de miles de pájaros, que
correteaban inquietos. Estaban informando. Anzi y Quinn les dieron la
espalda y cruzaron la ventana que quedaba detrás de ellos. Un movimiento
atrajo su atención.
Alguien esperaba junto al dormitorio de lady Chiron. Era Min Fe.
El delegado hizo una corta reverencia.
—Titus Quinn —dijo.
De modo que todos conocían su nombre.
El subdelegado estiró el cuello, tratando de ver a Anzi.
—¿Quién te acompaña?
Anzi se ocultó entre las sombras.
—Nadie —dijo Quinn.
—Es un secretario, pero no lo es. Quizá el recientemente ascendido
delegado Cho sabe su nombre. —Min Fe observaba la repisa, como si tratara
de decidir si iba a utilizarla o no.
—Cho no sabe nada.
—Ya veremos. Como he descubierto recientemente, Cho ha hecho
algunas averiguaciones respecto a tu esposa, así que sabe algo. A Cixi le
interesará saberlo.
Min Fe se acercó a la repisa.
—Por supuesto, si consigo capturar a Titus Quinn, no daré ninguna
importancia a Cho. Le ocultaría. Si te entregas.
—Una propuesta muy atractiva, subdelegado. —Quinn observó a Min Fe,
que subió a la repisa. Tendría que venir a buscarle—. Pero, ¿quién más sabe
lo de Cho? Sin duda, no solo tú.
El rostro del subdelegado se cubrió de sudor, lo que provocó que sus
lentes se deslizaran por su nariz.
—Oh, sí, solo yo. En este asunto, soy los ojos de Cixi.
—¿Y son tus ojos capaces de mirar hacia abajo?
Min Fe frunció el ceño. Entonces, miró hacia abajo, y contempló la gran e
inesperada caída que le esperaba si tropezaba. Se tambaleó, y después se
quedó muy pegado al muro, apartando la vista.
Tenía miedo. Quinn podría hacerle caer fácilmente.
Por detrás de Quinn, Anzi susurró:
—Pájaros. —Una bandada de pájaros se había girado en la dirección de
Min Fe. Anzi le susurró desde su escondite:
—Los pájaros nos han visto.
Quinn se dio cuenta de ello y se adentró por la ventana, dejando a Min Fe
donde estaba, paralizado de miedo.
Se encontraban en un pasillo muy extenso. Uno de los muros estaba
cubierto de detalles tallados en la piedra. Una escultura mostraba a un ser
parecido a un tarig, retratado con rasgos que recordaban marcadamente a los
de un insecto. La figura sostenía con cuatro dedos un bastón dorado parecido
a una lanza.
En un lado del pasillo, las ventanas dejaban entrar la luz. A través de ellas
vieron franjas negras que caían. Pájaros en pleno vuelo. Quinn y Anzi se
apresuraron hacia el extremo del pasillo, donde llegaron aun porche abierto.
Dos escalinatas se retorcían en direcciones diferentes.
Oyeron un sonido a su espalda. Quinn se giró y vio a Min Fe, corriendo
por el pasillo que ellos acababan de cruzar. Y detrás de él, apareció un tarig.
Anzi desenvainó su daga, pero Quinn la guió por la escalinata más
cercana. Huyeron y llegaron a un parque de árboles amarillos y senderos
cubiertos de enredaderas.
Poco después alcanzaron un lugar que Quinn conocía bien: su antiguo
jardín. Guió a Anzi hacia un callejón sin salida que lo atravesaba. El jardín
estaba conectado directamente con su antigua habitación, por medio de arcos
acanalados.
Quinn y Anzi entraron al lugar en el que él había vivido una vez.
La estancia estaba tal como la había dejado. Las suaves sábanas
reposaban sobre la cama, coronadas por almohadas brocadas. Los pergaminos
estaban desperdigados tal como los había dejado. Quinn corrió hacia el tapiz
flamenco que adornaba el muro, y lo arrancó. El muro era uniforme, pero
albergaba su gran obra.
Había pasado años experimentando, aprendiendo a programar el adobe.
Había robado las agujas que, al introducirse en la superficie de la piedra
orgánica, eran capaces de dar forma, de crear burbujas o conductos. Llegado
el momento, había creado un túnel, después de miles de días.
Esta habitación había sido su brillante jaula. Entonces comprendió,
repentinamente, que siempre la había odiado.
Se arrodilló junto al tapiz y encontró el lugar en el que, hacía miles de
días, había escondido sus agujas de trabajo, entre las hebras del tapiz. Sacó
un grupo de agujas y se dirigió al muro. Insertó las agujas en el ángulo
adecuado, formando un círculo. Inmediatamente apareció un diminuto
orificio, que se ensanchó como las ondas extrínsecas que produce una piedra
lanzada a un lago.
Anzi estaba frenética.
—¡En el jardín!
Del jardín llegó un violento sonido.
Un tarig hizo su aparición. Se detuvo en medio de la hierba, como si
buscara algo.
Se quedaban sin tiempo. Quinn esperaba que fuera lady Chiron quien se
acercara, alguien en cuyos ojos quizá encontrara algo parecido a la piedad.
Pero, cuando Quinn se giró, vio a lord Hadenth.
Hadenth lo vio. Estaban apenas a unos metros de distancia. Se miraron el
uno al otro.
Quinn desenvainó su daga.
—Anzi —susurró—, cruza el agujero.
—No.
—Cuéntale a Bei lo que sabes. Cuéntaselo a alguien. Ahora vete.
—El agujero es demasiado pequeño —susurró Anzi.
—Se ensanchará. No toques la parte izquierda del muro, ¿me oyes?
Desde el jardín, Hadenth dijo con su voz rasgada, como si sonara a través
de una nube de estática:
—Ven aquí.
Anzi solo necesitaba un momento antes de que la puerta del túnel fuera lo
suficientemente grande para ella.
—Vete —susurró Quinn, y después avanzó hacia el tarig.
Lo que ocurrió a continuación sucedió tan rápido que Quinn apenas pudo
recordar la secuencia de eventos cuando trató de hacerlo, algo después. De un
lateral del jardín llegó un grito. Alguien corría hacia él. Una reluciente lanza
apuntaba al pecho de Quinn.
Hadenth giró sobre sí mismo, y atacó. Con una garra destripó a Min Fe,
que apuntaba la lanza dorada hacia la cintura de Quinn.
Min Fe cayó pesadamente sobre el tarig, y el bastón dorado resbaló junto
a los tobillos de Hadenth; eso evitó que el tarig saltara, como pretendía, tras
tambalearse.
Quinn se recompuso, huyó en dirección a la sala, y saltó hacia la abertura
en el muro. Se arrastró al interior del túnel, el que había tardado diez años en
crear. Estaba justo detrás de Anzi. Quinn esperó que Hadenth no cupiera en el
túnel.

Zai Gan no cejó en su empeño de dirigir la cápsula del elevador a la cima.


Nunca se había hecho nada parecido, pero él conocía la ciudad y sus
mecanismos.
Por debajo de él, la cápsula se detuvo en mitad de su rápido descenso.
Después, lentamente, comenzó a ascender.
El muy estúpido había puesto su nombre en la lista de pasajeros. Claro
que no le quedaba más remedio. Todas las salidas y llegadas tenían que
quedar registradas. Todo quedaba registrado.
Zai Gan se sintió exultante. Capturaría al fugitivo en nombre de Cixi. Y
no se trataba de cualquier fugitivo, sino del mismísimo Titus Quinn. Zai Gan
pidió refuerzos, y un grupo de recios jouts se aproximó pesadamente por la
plaza.
Cho, desde el otro extremo, contemplaba la escena, y a Zai Gan.
Se sentía a salvo en su anonimato, oculto entre la multitud de asistentes,
secretarios y delegados que se amontonaban en el exterior esperando poder
ver lo que iba a ocurrir a continuación, fuera lo que fuera.
Pronto, un contingente de tarig se encaminó hacia esa dirección. En el
cielo, bandadas de pájaros se arremolinaban, y se dispersaban, en busca del
fugitivo.
Un pequeño tumulto en el extremo de la plaza indicó que la cápsula había
regresado a su puesto. La puerta se abrió y Zai Gan la atravesó bajo la atenta
mirada de Cho.
Hubo unos instantes de tranquilidad mientras los jouts y los tarig se
aglomeraban alrededor de la cápsula.
Entonces, Zai Gan salió, con las manos junto al cuerpo. A pesar de que
Cho apenas podía discernir sus rasgos desde la distancia a la que se
encontraba, hubiera asegurado que Zai Gan estaba aterrorizado y furioso a
partes iguales.
Entonces, el precónsul gritó algo, y la multitud se desplazó al siguiente
pilar.
Cho había salvado a Dai Shen… a Titus… pero solo le había dado algo
de tiempo.
Era tan poco tiempo que apenas le serviría de nada. Pero, mientras Cho
contemplaba a los funcionarios de miras estrechas que se amontonaban en la
plaza, se sintió rebosante de un extraño orgullo.

Quinn y Anzi se arrastraban a cuatro patas por el conducto de superficie


uniforme. Quinn podía oír la respiración del tarig. Calculó que se encontraba
en la entrada del túnel, sin entrar aún, quizá intimidado por la oscuridad.
Se apresuraron hacia el único lugar, y la única cosa a la que podía
llevarles el túnel. La plataforma de la nave radiante.
—No toques el lado izquierdo —susurró Quinn mientras reptaban como
serpientes por el túnel de piedra.
Quizá muriera aquí, en este túnel, pero Quinn sentía un extraño júbilo.
Aquí estaba su túnel, la prueba de que había tratado de escapar. Había sido un
lento y agónico proceso, manipular los muros, viejos y pesados, sin disponer
de los conocimientos adecuados, y sin ser capaz de preguntar a nadie.
Sí, Johanna, pensó. Yo también les combatí
El túnel no estaba completamente a oscuras, puesto que entraba algo de
luz por la abertura. Debió de ser esta tenue luz la que animó a Hadenth a
arrastrarse al interior del túnel. Quinn oyó el sonido de pasos cortos, y sintió
el olor del tarig en sus fosas nasales.
Hadenth cabía por el túnel.
Mientras Anzi avanzaba, Quinn la seguía, con el hombro pegado al muro
del lado derecho. A medida que se alejaban de la entrada, la iluminación
disminuía.
Desde la entrada del túnel, el tarig susurró:
—Somos misericordiosos por naturaleza, Titus Quinn. No habrá
represalias. Vuelve aquí.
Quinn estaba ahora sumido en una oscuridad total, y el tarig se resistía a
adentrarse más; quizá también odiaba la estrechez del túnel. Pero Quinn no
albergaba dudas al respecto: Hadenth le perseguiría a través de las tinieblas.
Cuando lo hiciera, la primera represalia se la tomaría por haberle obligado a
adentrarse en la oscuridad.
Quinn aún sostenía una de las agujas. El estilete de programación era
pequeño, diseñado para trabajos delicados, no para horadar túneles. En el
pasado, sin embargo, había dispuesto de todo el tiempo que necesitaba. No
había dispuesto de otra cosa que de tiempo. Ahora, encogido en el túnel,
insertó la aguja en la piedra y la giró para encontrar el vector adecuado en la
oscuridad.
Hadenth comenzó a respirar con mayor dificultad. Quizá le costara más
respirar, o sencillamente se estaba acercando. Quinn trabajó rápido, y su
respiración también se aceleró en la sofocante calidez del estrecho conducto.
Más adelante, Anzi había encontrado la salida, y le llamó. Trabajando
furiosamente, Quinn completó por fin sus manipulaciones. Entonces, resonó
un tenue zumbido a lo largo del muro izquierdo, de donde surgió un chorro
de plasma de alta temperatura, un arma que Quinn había ideado hacía mucho
tiempo, en caso de ser perseguido.
A su espalda, Hadenth, cuyo cuerpo debía de haber tocado el lado
izquierdo del muro, dejó escapar un rugido que resonó en el túnel. El intenso
olor a carne quemada estuvo a punto de hacerle perder el sentido. Quinn
quedó aturdido por un instante, y permaneció pegado al muro derecho.
—Titus… —La voz de Hadenth, distorsionada por el dolor, llegó hasta él
—. Titus. Sosteníamos a la chica en nuestros brazos cuando la cegamos. Le
dijimos qué era lo que iba a ocurrir, para que pudiera verlo.
Quinn se había detenido. Escuchaba.
—La niña se resistió, pero eso solo sirvió para que la abrazáramos con
más fuerza. Cuanto más luchaba, más fuertemente la abrazábamos. Fue tan
fácil, era una niña tan pequeña…
Hadenth no debería haber abierto la boca. Quinn planeaba dejarle vivir,
pero ahora desearía estar muerto. Quinn inició la complicada maniobra de
girar sobre sí mismo en el túnel sin tocar el lado izquierdo.
La voz rasgada de Hadenth siguió hablando:
—La niña chilló cuando nuestra garra entró en su ojo. Si no se hubiera
resistido tanto, lo habríamos hecho sin mutilarla. Fue exquisito contemplar su
sufrimiento, sentir su aliento en nuestro rostro. Pero Titus Quinn ya conoce la
gloria que proporciona ese momento, puesto que ha matado a Niña Pequeña,
¿verdad?
Quinn trató de calmar su respiración y se obligó a sí mismo a hablarle al
tarig.
—Hadenth. Es hora de apagar las luces. —Para el tarig, la oscuridad era
un entorno intolerable, un horror psicológico—. Ahora voy a cerrar el
extremo del túnel. Te rodeará una oscuridad absoluta.
—No lo hagas —susurró Hadenth.
Quinn insertó una aguja en la piel del túnel. En primer lugar, atenuó el
flujo de plasma, extinguiendo la luz. Un débil fulgor aún relucía en el orificio
de salida, más adelante. Después, se concentró en cerrar la abertura de su
habitación, para evitar que Hadenth escapara en esa dirección. Tardo unos
momentos en hacerlo, puesto que se encontraba lejos de allí.
Hadenth tenía tiempo para suplicar. Sus palabras sonaron como graves
golpes en un gong:
—No la matamos. Aún está viva, gracias a nosotros.
—Que Dios conozca todos tus pecados, Hadenth. Incluso en la oscuridad.
—Era una maldición que Quinn pensó que hubiera agradado a Johanna.
—Te perdonaremos —dijo Hadenth—. Perdonaremos todo.
El tarig no parecía tener muy claro quién necesitaba ser perdonado.
La luz se atenuó cuando uno de los extremos del túnel se cerró. Quinn
oyó los pesados y laboriosos jadeos de Hadenth, como los de un león herido.
Quinn salió del túnel y cerró el muro con las agujas. Mientras lo hacía,
oyó por un instante un agudo grito. Y después, otro.
Anzi estaba arrodillada junto al muro, tapándose los oídos.
El rugido sonó una y otra vez, y cada vez que lo hacía sonaba más tenue,
mientras Quinn cerraba el túnel poco a poco.

Por fin, llegaron al hangar. La enorme plataforma de despegue, en forma de


cuña, estaba situada entre las mansiones de Chiron y Nehoov, y su borde
sobresalía de un extremo de la ciudad circular. Un ondulante campo de luz
les protegía del viento, en lo alto. Cinco puestos de lanzamiento, con forma
de cuña, se extendían por el perímetro.
En cada uno de ellos reposaba una nave radiante, cuyas formas arqueadas
y relucientes descansaban sobre numerosos puntales negros, lo que les daba
la apariencia de crustáceos a punto de echar a andar.
Y debían ponerse en marcha; todas las naves zarparían al mismo tiempo.
De modo que nadie pudiera seguirles.
Se apresuraron hacia la nave más cercana, y sintieron el calor del cielo,
que se filtraba a través del escudo.
—Nadie puede volar cerca del Destello —dijo Anzi—. Enfermaremos.
Solo los tarig pueden pilotar las grandes naves.
Quinn la tomó del brazo.
—Si creyera esas cosas, me habría arrodillado ante Hadenth en el jardín.
—Quinn tenía un plan, al menos esbozado. Un plan imprudente, pero era
mejor que nada—. Nos las llevaremos todas —dijo.
Debajo de la nave, Quinn buscó la puerta de acceso. Estaba demasiado
alta para que un humano llegase hasta ella. En sus excursiones, lady Chiron
solía extender su largo brazo para ayudar a subir a Quinn.
Nunca se había sentido enfermo; y ahora recordaba porqué: para proteger
el poder que les otorgaba el transporte, los tarig habían perpetuado la idea de
que el Destello hacía enfermar a los viajeros. Obligar a la población del
Omniverso a viajar de manera lenta y complicada les otorgaba control sobre
ellos, entre otras muchas cosas. Además, los tarig protegían su monopolio
sobre las naves.
Las naves eran criaturas que siempre estaban tratando de escapar.
Chiron le había contado que las naves eran seres capaces de sentir, al
menos en algunas de las formas que adoptaban. Pero, en la forma que los
tarig les imponían, no lo eran.
Quinn extendió el brazo hacia el vientre de la nave y tocó una
protuberancia en el casco. En la suave superficie, un círculo de materia se
dilató y se convirtió en una membrana. Anzi le empujó, y Quinn saltó.
Después, ayudó a Anzi a subir. Cruzaron una membrana tan delgada como
una capa de jabón.
Cuando entraron en la nave, el olfato de Quinn detectó una compleja
mezcla de aromas: olores metálicos, y el intenso olor a combustible; y por
debajo de ellos, una amalgama de elementos químicos orgánicos, tan sutiles
que solo su órgano de Jacobson hubiera podido detectarlos. Se apresuró al
compartimento delantero que hacía las veces de cabina. Aunque no había
puestos de observación propiamente dichos, una mampara transparente se
curvaba alrededor del morro de la nave. Quinn comprobó si había alguien en
el hangar. No detectó movimiento alguno. Recordó cómo Chiron solía activar
las naves; colocó la mano en la mampara. Debajo de su mano, una rejilla de
visualización se iluminó. Las órdenes de vuelo podían darse táctilmente,
desde cualquier lugar.
Anzi estaba junto a él, con la daga en la mano, observando a través de la
parte transparente de la mampara situada en la parte delantera de la nave. De
vez en cuando miraba como Quinn manipulaba el panel de instrumentos.
—¿A dónde vamos? —preguntó Anzi.
—A la frontera de Bei.
Se miraron por un instante. Quinn no iba a ir al dominio de los inyx, sino
de vuelta a casa.
Trabajando tan rápidamente como podía, Quinn se inclinó sobre el panel
de instrumentos que relucía debajo de su mano, y trató de recordar cómo
pilotaba Chiron. Muchas veces había estado a su lado mientras ella pilotaba,
y siempre la observaba con atención. Chiron, sin embargo, sabía ocultar sus
movimientos. En realidad, jugaban al ratón y al gato. Si Quinn hubiera
cogido una nave, ella le hubiera cogido a él. Los brazos de lady Chiron
podían ser tiernos, pero también poderosos.
Quinn se concentró; tenía las manos sudorosas. Hadenth había evitado
que Min Fe le matara. Hadenth le quería con vida. Era un buen motivo para
darse prisa.
Pero, incluso mientras se esforzaba, sabía hasta dónde llegaban sus
conocimientos. A decir verdad, sabía muy poco acerca de cómo pilotar estas
naves. Los sistemas le resultaban extraños; estaban a medio camino de los
controles que preferían los tarig y los más adecuados para los seres
alienígenas conocidos como «fragmentarios». Quinn sabía cómo poner en
marcha las naves, o eso esperaba, pero después de eso… «Después de eso»
tendría que esperar, porque ahora no tenía tiempo de pensar en otra cosa que
no fuera la secuencia de lanzamiento.
Podía oír la respiración de Anzi. Era la única señal de que estaba
asustada. Quinn se alegraba de que Anzi no supiera que le estaba confiando
su vida a un piloto que no sabía pilotar.
Cuando terminaron, corrieron por el hangar hacia la siguiente nave. Por
encima de sus cabezas, al otro lado del escudo, nubes de pájaros iban y
venían como una plaga de langostas. Como si dios se vengara de ellos
enviándoles pruebas que superar. Como si dios hubiera reparado en ellos.
Quinn y Anzi subieron a la siguiente nave radiante.
Las manos le sudaban; Quinn se aproximó al mamparo y activó la
pantalla. Dejó la nave preparada para el despegue. Las rejillas de colores de
la pantalla iluminaban las puntas de sus dedos con luces fosforescentes
mientras introducía los comandos. Lo único que podía hacer era colocar las
naves apuntando hacia el exterior. Terminarían por caer en los muros de
tempestad. La gran esperanza de Quinn era que, una vez hubieran despegado,
los tarig no tuvieran mecanismos para hacerlas volver. O que, incluso si
podían hacer que volvieran, que las mismas naves no desearan volver.
Lentamente, comenzó a asimilar lo que estaba haciendo. Se giró hacia
Anzi para dejarle claro cuáles eran sus opciones.
—No podré pilotar estas naves muy lejos —le dijo—. No sé pilotarlas. Y
tampoco sé aterrizar, salvo aquí, en el hangar. —Dejó que Anzi asimilara sus
palabras. Después, dijo—: Aún puedes esconderte en la ciudad. Intenta
escapar. No saben quién eres.
Anzi pareció pensativa. Quinn casi podía verla pensar, analizar lo que
acababa de oír. Por fin, dijo:
—Iremos juntos. Continúa.
La respuesta de Anzi no le sorprendió; solo le sorprendió lo aliviado que
se sintió.
En la última nave, introdujo la ruta, y le indicó a Anzi que se abrochara
las sujeciones. En la maniobra más compleja que había hecho hasta ahora,
Quinn activó remotamente las otras naves. Después, golpeó con el dedo la
rejilla y desactivó los campos que conformaban el límite del hangar.
Fuera, un movimiento en el morro de la nave hizo que Quinn se
sobresaltara. Una mano de color bronce se agitó frente a él. En el exterior, un
largo brazo describió un arco descendente desde la parte superior de la nave,
y en el puesto de observación apareció una mano. A continuación, un tarig se
deslizó por la superficie externa y miró al interior, aferrado de algún modo al
casco de la nave.
Era Hadenth, que se había agarrado a la parte delantera de la nave. Miró a
Quinn. Una mucosidad se espesaba en su labio, y sus enormes ojos
contemplaban a Quinn fijamente, como si hubiera estado mirando algo
durante demasiado tiempo. Enloquecido por la oscuridad del túnel, aulló con
rugidos cortos y jadeantes, más propios de un animal que de un ser racional.
Quinn soltó las correas de sujeción de las otras naves, que comenzaron un
lento movimiento conjunto en dirección al extremo de la plataforma.
Anzi alzó un pie y de una patada golpeó el mamparo con el tacón de su
bota. Pero Hadenth no se inmutó, y no aflojó su presa. De hecho, había
comenzado a clavar una garra en el puesto de observación. Entretanto, la
nave se arrastró hacia el perímetro.
A veinte metros del punto de lanzamiento, la garra atravesó el casco y
comenzó a desgarrarlo. Anzi golpeó la garra con su daga, pero el filo rebotó
una y otra vez. Por fin, Anzi se desabrochó el cinto con rapidez y rodeó la
garra con la tela, lo que amortiguó, al menos temporalmente, los cortes
descendentes. El tarig frunció el ceño en respuesta, y miró con ojos furiosos
el resultado de la maniobra de Anzi. Miró tras de sí y vio que estaba muy
cerca del borde. Entonces, demasiado tarde, trató de liberar su garra.
La nave radiante despegó de la plataforma; la sacudida golpeó con
violencia a Hadenth, que cayó de la proa de la nave. De inmediato la ciudad
retrocedió debajo de ellos. Ascendían hacia el Destello, y tras ellos el destino
de Hadenth era caer como caía una sombra del mundo.
Se elevaron sobre el corazón de la tierra. El morro de la nave apuntaba al
cielo, y el claro muro de la cabina despedía un calor deslumbrante. Anzi
seguía mirando la ventana, como si aún combatiera con su oponente. Algo
después, se recostó contra el mamparo, cerró los ojos y recobró el equilibrio.
El resto de naves ganaban velocidad siguiendo sus respectivas
trayectorias. Habían despegado. Una de ellas se dirigía hacia el dominio de
los inyx. Quizá no llegara muy lejos, pero Quinn sintió su atracción.
Quinn miró en torno suyo con una cierta incredulidad. Habían robado una
nave radiante de las garras del mismísimo lord Hadenth. Incluso aunque
llegara a suceder lo peor y no sobrevivieran, sería un digno final, llevarte a tu
enemigo por delante.
Quinn se sentó y miró afuera. Trató de proteger sus ojos de los cegadores
destellos de luz. Cuando apartó la vista, ya confiado en que al menos no iban
a estrellarse, vio a Anzi mirando por la ventana con una extraña expresión en
su rostro. Bueno, Anzi nunca había volado antes.
—¿Qué te parece la vista? —preguntó Quinn.
—Es difícil de decir.
Anzi contemplaba la grieta en la ventana. Quinn se acercó y vio que
alojada allí había una garra de diez centímetros de largo, arrancada de raíz.
La sustancia que conformaba la ventana fluctuaba a su alrededor y la
encapsulaba.
Hadenth. En su mente, Quinn vio al tarig cayendo a una plaza de la
ciudad brillante o, mejor aún, cayendo desde una altura de nueve mil metros
al mar, con tiempo de sobra para anticipar el momento del amerizaje.
Capítulo 28

Muro de tempestad, el Destello verás,


Muro de tempestad, como la noche en la Rosa,
Muro de tempestad, nadie ha de cruzar,
Muro de tempestad, eterno serás.

—Canción infantil

S obrevolaban las cercanías de las arrolladoras energías del Destello. A poco


menos de un kilómetro de distancia, el cielo parecía hervir, como un río de
lava fundida expulsado por un volcán de plateada garganta. La nave mantenía
la distancia con respecto a ese río. Pero estaban sobrevolando el mar del
Remonte, sin destino definido.
A espaldas de Quinn se dibujaba el caótico sendero de sus errores: la
promesa rota a Sydney, y a Johanna, de llevar a casa el cuerpo de su esposa.
Más el crimen que nunca pudo haber imaginado: el asesinato de una niña.
Trato de ahuyentar esos pensamientos por el momento.
El Destello se extendía en todas direcciones.
Anzi estaba a su lado y miraba a través de los puestos de observación.
—No podemos aterrizar en la frontera de Bei —dijo Anzi—. Esta nave
llamaría demasiado la atención entre los investigadores. Podría implicar a
Bei.
Quinn apenas la oyó. Su mente se esforzaba por encontrar recuerdos, por
dar con alguna pista sobre cómo pilotar la nave. No consiguió escarbar nada
nuevo. Chiron había sabido ocultar sus movimientos, especialmente al entrar
en el Destello.
Anzi frunció el ceño.
—Podríamos aterrizar en un origen, sin embargo. Nadie nos vería allí.
Después, podrás caminar hasta la frontera.
—Sí. —Gracias a Dios, Anzi seguía siendo bien capaz de pensar con
claridad. Sin embargo, los orígenes eran lugares peligrosos. De camino a la
frontera de Bei, cuando ambos viajaron en la bombilla del cielo, habían
pasado cerca de un origen. Era un lugar transitorio y en el que nada echaba
raíces, puesto que su misma existencia se encendía y apagaba como una
llama. Si podían llegar a ese origen, y si aún existía, Quinn podría ascender
hacia el minoral, y el velo. Entonces, Anzi, primero a pie y después en tren,
tendría tiempo de llegar hasta Yulin para informarle de todo lo que había
ocurrido. Le debían una advertencia a Yulin, aunque era posible que los tarig
ya le hubiesen capturado, si Wen An, la anciana investigadora, no había
conseguido eludir a los tarig y les había contado todo lo que sabía.
A pesar de todas estas dificultades, contaban con una gran ventaja. Ellos
tenían una nave radiante, y los tarig no. Aunque podían crear otras, les
llevaría algún tiempo. Los tarig solo tenían otra manera de cruzar las
distancias a escala galáctica del Omniverso: podían viajar en el Próximo.
Pero, aun así, tendrían que cruzar el principado, una distancia que tendrían
que cubrir utilizando los mismos métodos lentos que imponían a todos los
demás.
Anzi interrumpió sus pensamientos.
—Cuando vuelvas, estaré en Ahnenhoon —murmuró—. Es un buen lugar
para pasar desapercibida.
Tras una larga pausa, Anzi dijo:
—O podría ir contigo.
Quinn no supo qué decir. Había una docena de razones en contra; la
principal, que si Quinn moría al tratar de cruzar, ¿quién quedaría, salvo Anzi,
que conociera el secreto de Johanna?
Quinn no quería decirle que no. Esperó a que ella hablara, la observó,
contempló su austero cabello blanco y su piel de alabastro, elegante e
inhumana a partes iguales. A pesar de lo extraño que le resultaba su rostro,
Quinn se había acostumbrado a él. Había llegado a conocerla mejor de lo que
conocía incluso a las personas más cercanas a él, como su propio hermano o
Lamar Gelde.
—Podría ir contigo —dijo Anzi de nuevo—. Pero entonces, ¿quién
avisará a mi tío?
Ambos guardaron silencio. Por fin, Anzi dio media vuelta y caminó hacia
uno de los brazos curvados en forma de arco de la nave. Quinn pensó que
Anzi ya había tomado una decisión, y que esa decisión la apesadumbraba,
como le sucedía a él mismo.
Sin el ruido de los motores, en la nave reinaba un lúgubre silencio, como
si estuvieran navegando en lugar de volando. Quinn no recordaba cómo la
nave se propulsaba a sí misma. Quizá nunca lo había sabido. Los mamparos
de superficie uniforme relucían como nácar, puesto que los instrumentos
permanecían ocultos hasta que el contacto táctil los hacía visibles. Quinn se
obligó a sí mismo a concentrarse, tocó el mamparo y activó los instrumentos.
No significaban demasiado para él, más allá de la posibilidad de iniciar el
vuelo hacia y desde el hangar.
Entonces, un pensamiento se abrió paso en su mente, como una oleada de
luz que iluminara un museo sumido en tinieblas: su única oportunidad era
conseguir que la misma nave le ayudara.
Recordó retazos de conversaciones mantenidas con lady Chiron. Las
naves eran seres vivos capaces de sentir. No vivían, no en este universo, pero
sí en otro. Los tarig se referían a las naves como fragmentarios. Quinn
recordó haber rebuscado en el archivo en numerosas ocasiones información
sobre ellos, sin éxito.
Chiron le había contado que los fragmentarios vivían en dimensiones más
altas, y que viajaban por el Destello del mismo modo que los navitares
guiaban naves por el río Próximo. Los tarig les esclavizaban en el universo de
cuatro dimensiones, y les confinaban en una forma que les resultaba útil. Lo
conseguían por medio de un proceso denominado tramado, gracias al cual
moldeaban a las hiperformas de las naves y las convertían en formas
geométricas de dimensiones menores.
Esta nave era una manifestación incompleta de su verdadera esencia,
aprisionada y moldeada por el poder de los tarig. Eran como los navitares,
dado que también ellas habían sido modificadas de una manera horrible. Los
navitares, sin embargo, habían elegido ser modificados. Quinn no sabía cómo
pilotar estas naves seres, pero sin duda ellas sabrían pilotarse a sí mismas.
Solo tenía un argumento para tratar de convencer a esta nave de que lo
hiciera: él podía liberarla, a ella y a las otras cuatro. ¿Podría convencerlas?
¿Sería capaz de comunicarse con ellas? ¿Entenderían el idioma lucente? Para
averiguarlo, podría tratar de destramar la nave. Pero eso significaba poner en
peligro la estabilidad de su forma. Cuantas más tramas eliminara, más libre
sería la nave, pero su forma también se deterioraría con mayor rapidez.
De modo que Quinn se sentó en el asiento del piloto, diseñado para un
tarig, y trató de decidir si debía intentar establecer comunicación. Si uno
dejaba a un tigre en libertad, puede que la bestia estuviera agradecida, o
puede que no. Permaneció sentado unos instantes y miró el mundo al otro
lado de la nave, el mar del Remonte por debajo, el Destello por encima. Les
rodeaba materia exótica por doquier, como si fueran peregrinos que cruzaran
una efímera burbuja de aire, incapaces de tocar el mundo.
Quinn le habló a la nave:
—Ayúdame —murmuró.
Sabía, sin embargo, que una nave tramada no podía hablar. Los tarig no
querían oír sus gritos de dolor.
Tocó la suave superficie del muro. Una sencilla pantalla de navegación
cobró vida.
¿Acaso tenía elección? Podía aterrizar la nave, pero, ¿después qué? No,
para volver a casa, para llevar consigo todo lo que había aprendido, tendría
que utilizar la nave para escapar rápidamente de la lejana frontera. A través
del Destello.
Tocó la rejilla de la pantalla y conjuró las pautas de tramado. Chiron
había dicho: «Son necesarias muchas tramas para contenerlas».
Canceló una pauta de líneas, la trama más exterior.
Al mostrarse en su verdadera forma, los seres aparecerían en las tres
dimensiones del Omniverso como fragmentos, de igual modo que un humano
en un espacio bidimensional tendría el aspecto de dos círculos vistos desde la
altura de los tobillos. Chiron le había contado esas cosas, y sus negros ojos se
habían iluminado con un oscuro fuego, mientras anticipaba el salto al
Destello, donde podría experimentar la nueva dimensión gracias a la
sensibilidad de la nave. Porque los tarig, a pesar de todo su poder, no eran
capaces de percibir de manera directa una dimensión más alta, aunque sentían
curiosidad por experimentarla.
Mientras esperaba, a Quinn le pareció que el aire se había espesado a su
alrededor. Lo observó mientras se tornaba nebuloso y después tangible.
—Ayúdame —repitió. El aliento que generó esa palabra creó burbujas de
vacío en el espeso aire.
Habló de nuevo. Su voz sonó más profunda esta vez, irreconocible.
—Las naves radiantes pueden volver a casa.
Aguardó. Sudaba, y su rostro relucía en la atmósfera gelatinosa.
Anzi estaba ahora junto a él.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Tengo que pedir ayuda a la nave, Anzi. No puedo hacer esto solo. Ya te
lo dije.
Anzi parecía tan confusa como si estuviera sumergida bajo el agua, como
el intérprete que encontró la muerte en el lago de Yulin.
—Te pido perdón —le dijo Quinn—. Por todo.
—No, yo te pido perdón. —Anzi se arrodilló junto a él. Sus brazos
rodearon las piernas de Quinn, como si necesitara aferrarse a algo, o en caso
contrario flotaría a la deriva.
Quinn extendió la mano y borró la siguiente trama.
De inmediato, la pantalla de navegación se desplazó en el aire frente a
Quinn, boca arriba, liberada del mamparo. Relucieron brillantes colores que
representaban las tramas. Parpadearon y se apagaron, buscando la atención de
Quinn.
La nave le estaba diciendo qué tramas debía eliminar.
—Llévame al minoral en la frontera de Su Bei —dijo. A través del aire
coagulado, surgieron burbujas de su nariz—. Entonces, retiraré las tramas. Y
las tramas del resto de naves.
La pantalla de navegación dejó de parpadear. Entonces, una trama
apareció en forma de una línea roja y caliente.
Una trama más, parecía querer decir.
Quinn reflexionó. Si se tratara de una partida de poker, no hubiera tenido
ni idea de qué cartas tenía la nave. Ni siquiera de si la nave estaba jugando.
Tocó la pantalla y retiró la siguiente trama.
En el interior de su cráneo, una sonda de luz, delgada como un alfiler, se
abrió camino. Quinn oyó un sonido, distorsionado e ininteligible, de palabras
condensadas.
Una nueva pauta comenzó a parpadear en la pantalla. La nave le estaba
tratando como a un niño: elige las líneas de bonitos colores, era lo que le
estaba diciendo. Vaciló, mientras su mente se llenaba de estática, los gritos de
una nave amordazada.
Su mano se movió sobre las líneas. Después, eliminó la siguiente trama.
Los muros de la nave se emborronaron y aparecieron pústulas que se
hincharon, convexas, y después retrocedieron, como si siguieran el ritmo de
la sangre o de la respiración. La silla se fundió con el suelo y Quinn se
recostó junto a Anzi. Debajo de ellos, la cubierta se ondulaba, pero no fueron
capaces de decidir si había ocurrido de veras o si solo había sido una ilusión
visual. El rostro de Anzi se torció en contorsiones imposibles.
Permanecieron, el uno junto al otro, en medio de la cabina.
Quinn oyó una voz. Daishenquinntitus, dijo.
Quinn miró a Anzi, que asintió. Sí, ella también podía oírlo.
El pulso de Quinn latió en el espeso ambiente; su sudor se mezcló con el
gel, y creó riachuelos.
—Nos ayudamos el uno al otro —dijo en voz alta.
Sin límites, Daishenquinntitus. Libéranos.
Se le encogió el corazón. Estos seres llevaban años aprisionados. Quería
liberarles, pero aún no.
—Sin las tramas, nos matarás.
Las tramas nos matan. Sin lores. El dolor de la forma. Morimos por el
dolor de esta forma.
El ser le envió una demostración. Una punzada de dolor golpeó su
cabeza, y Quinn se revolvió violentamente.
—¡Quinn! —susurró Anzi.
El dolor se había desvanecido, pero la nave radiante lo había dejado claro.
Si podía enviarle dolor de esa manera, la nave no tardaría mucho en obtener
todo lo que deseaba.
Ahora, la pantalla mostraba una abrasadora pauta azul. Antes de que la
nave pudiera apremiarle, Quinn dijo:
—Quiero volver a casa, como tú. Yo también sufro dolor aquí.
Daishenquinntitus siente dolor.
—Sí. Ayúdame. Llévame al origen. —Quinn proyectó una imagen mental
de dónde se encontraba, aunque solo tenía una idea imprecisa. Se giró hacia
Anzi—. Piensa en la localización geográfica, Anzi. Piensa en dónde está la
frontera de Bei.
Entretanto, la nave seguía pidiendo su libertad. La pauta azul parpadeaba
sin cesar.
—El origen —insistió Quinn.
Daishenquinntitus libre en el origen.
—Sí —dijo Quinn. ¿Estaban diciendo que sí?
Quinn pensó que así era. Una pantalla distinta apareció, una pauta de una
mareante complejidad. Pero Quinn la percibía claramente; la nave le estaba
hablando. Era un esquema de las otras naves, las cuatro. Un quinto esquema
permanecía a un lado, y representaba a la nave en la que él y Anzi se
encontraban.
—Anzi —dijo Quinn—. Espera. —No se le ocurría qué decir a
continuación. Se lo estaban jugando todo.
Quinn tocó la pauta, y recorrió los senderos con los dedos. Canceló una
por una las tramas.
Pronto, los iconos de la nave comenzaron a derretirse. Ya no había
tramas, y por tanto no había coacción.
A Quinn le pareció sentir un suspiro recorrer la nave. Las otras naves eran
libres. Ahora elegirían su destino por sí mismas, y sin duda volverían a casa.
Que Dios no repare en vosotras, pensó Quinn, deseándoles suerte,
deseándoles las bendiciones de la oscuridad.
El suelo osciló. La nave había comenzado a ascender.
—Nadie puede vivir en el Destello —murmuró Anzi.
—Mintieron —dijo Quinn, y deseó que eso no fuera lo último que le
decía.
Una espuma blanca cayó sobre ellos y les engulló mientras la nave se
zambullía en el Destello.

Quinn despertó; le rodeaba un silencio absoluto. La nave había caído. Quinn


había perdido la conciencia, pero, ¿cuánto tiempo había permanecido allí,
desmayado en la nave? Anzi había desaparecido. Un fuerte olor a elementos
biológicos casi abrumó sus sentidos.
Una tenue luz emanaba de las profundidades de la nave. Incluso en esa
semioscuridad, comprobó que la que había sido su nave estaba cambiando de
forma. Ya no se encontraba en una nave radiante, sino en la deformación del
fragmentario. Medio incrustados en los muros había conductos que latían con
un flujo de un material brillante que emitía un zumbido similar al que
produce un diapasón al ser golpeado.
Fue en busca de Anzi y se encaminó hacia la que había sido la cabina,
ahora un túnel parecido a una caja torácica que se sacudía de un lado a otro, y
con cada sacudida provocaba una especie de tañido amortiguado.
Delante vio a Anzi, que caminaba hacia él; estaba dentro y fuera de los
muros del túnel al mismo tiempo.
Quinn corrió hacia ella, tomó su mano extendida y tiró de ella hacia sí.
Anzi entró en el túnel en el que Quinn se encontraba, desaliñada pero ilesa.
Su túnica blanca de secretario tenía manchas entre marrones y amarillentas, e
inclinaba la cabeza.
—La nave… —comenzó Anzi.
—Se está transformando —dijo Quinn.
La zona trasera de la cavidad era lo suficientemente delgada para poder
ver a través de ella, como si esa parte de la nave hubiera sido ya abandonada.
A través de los delgados muros podían ver una furiosa tormenta negra y azul.
Estaban muy cerca del muro de tempestad. A lo lejos, los relámpagos caían
lateralmente, casi unían entre sí los dos muros de tempestad, donde
convergían, en el extremo del origen.
Quinn habló en voz alta a la nave.
—¿Es este el lugar correcto?
No hubo respuesta. Quinn tocó el lateral del muro, tratando de activar la
pantalla de navegación, pero el muro del túnel se contrajo, alejándose del
contacto.
—Nave radiante —dijo Quinn—. ¿Dónde estamos? —Al no recibir
respuesta alguna, Quinn se preguntó si la nave, al deformarse, había perdido
ahora la capacidad de comunicarse.
Un diminuto orificio apareció en el suelo, cerca de ellos, acompañado de
un sonido de succión.
El orificio creció. Por debajo de él, a una corta caída de ahí, había un
suelo sólido, oscurecido hasta adquirir un color grisáceo por los muros de
tempestad.
Si este no era el origen correcto, cerca del minoral correcto, no tendrían
otra oportunidad. Era el momento de irse.
Quinn puso la mano sobre el brazo de Anzi.
—¿Estás lista? —Y, lo que era más importante—: ¿Estás segura, Anzi?
Sus ojos ámbar miraron firmemente a los de Quinn.
—Sí.
Quinn respiró profundamente y le dijo algo que a Anzi no le gustaría oír:
—Voy a quedarme a bordo. Así es como voy a volver a casa. En la nave.
La expresión en el rostro de Anzi mostraba incredulidad mientras
inspeccionaba el caótico paisaje que la rodeaba.
Había sido la nave la que había hecho que a Quinn se le ocurriera la idea.
Mientras Quinn yacía, inconsciente, sobre la cubierta, la criatura había dicho:
Cruzarás hacia el lugar hogar por este medio, este ente no tramado.
Era un gran riesgo. Quinn no sabía cuánto tiempo permanecería la
criatura cohesionada en forma de vehículo. Además, no sabía si la criatura
sobreviviría al viaje, si podría vivir en la Rosa, en el espacio. Pero esta idea
resultaba más atrayente que esperar en la frontera de Bei hasta que llegara el
momento seguro para cruzar. Era muy posible que los tarig llegaran antes de
que eso ocurriera.
Los ojos de Anzi se convirtieron en piedras de ámbar.
—La nave se desmembrará. Podría matarte.
—Al menos, será rápido. —Quinn bromeaba en parte, pero Anzi no
sonrió.
La muchacha le miró obstinadamente. La nave osciló, y un quejido
resonó proveniente de una garganta invisible.
El orificio en el suelo tenía ahora un metro de ancho, y sus bordes se
ondulaban. Expulsó una oleada de aire cargado de ozono que refrescó el
hedor del interior.
Empezaba a resultar demasiado difícil decir adiós. Habían despertado de
repente y ahora Anzi debía saltar y marcharse, sencillamente.
De nuevo se oyó un quejido lejano.
Quinn oyó en su mente una voz que decía claramente: Mata al tarig.
Resultaba un extraño consejo en esos momentos, pero Quinn pensó que,
si él fuera la nave, era muy posible que su primer pensamiento libre fuera
vengarse de los lores. Y resultó un alivio comprobar que la criatura aún podía
comunicarse. Tendrían que hacerlo, cuando se encontraran en la Rosa.
—Anzi —dijo Quinn.
La expresión en el rostro de Anzi pareció suavizarse; renunció a seguir
discutiendo.
—Búscame en Ahnenhoon —dijo Anzi, en voz tan baja que apenas
resultó audible.
Después, se arrodilló junto al orificio. Y saltó.
La nave, apuntalada sobre sus articulaciones, permitió a Anzi salir por su
ombligo. Había algo que Quinn quería decir, o hacer, cuando llegase el
momento. Había olvidado de qué se trataba. Todo estaba sucediendo
demasiado rápido, y el tránsito al Destello le había aturdido.
Cuando Anzi saltó, Quinn vio un borroso movimiento en el exterior. Era
una larga pierna de color bronce.
—¡Anzi! —gritó. Anzi estaba mirándole a él, en lugar de protegerse.
Quinn saltó por el orificio de salida y cuando llegó al suelo desenvainó su
daga.
Estaban en una llanura bifurcada entre los brillantes muros de tempestad,
que emitían haces de luz de un lado a otro. A unos quince metros de
distancia, había una figura alta y bronceada. Las ropas y parte de la piel
habían sido desgarradas. La sangre del tarig era roja. No parecía adecuado.
Debía de ser Hadenth. Pero, ¿cómo?
Aunque ya no tenía labios, Hadenth abrió la boca, de la que salió el
sonido de un cuerpo que había perdido la cabeza. Un rugido grave que surgía
de lo que quedaba de su garganta.
Anzi había desenvainado su daga y se desplazaba lateralmente, para
ampliar su zona de ataque.
Quinn se alejó de la nave para evitar quedar atrapado. Mientras lo hacía,
Hadenth alzó un brazo, y extrajo una garra que dispuso en posición de ataque.
Los muros de tempestad se aproximaban el uno al otro, y oprimían el
cielo hasta convertirlo en una grieta repleta de relámpagos. El aire,
comprimido, estaba en calma.
Quinn trató de evaluar la fuerza de Hadenth. Un humano y una chalin
contra un tarig; no tenían nada que hacer. Pero este era un tarig que había
atravesado el Destello aferrado al casco de una nave. Si estaba moribundo,
tenían una oportunidad.
Hadenth observó a Quinn impasible, con un solo ojo, y con el otro
controló a Anzi. Pero aún no se había movido. Quizá no podía moverse.
Fue en ese instante, en apariencia detenido en el tiempo, cuando Quinn
notó una extraña formación en la parte superior de la nave. Se parecía a lord
Ghinamid, durmiendo en su féretro. Pero eso no tenía sentido.
Quinn describió un círculo alrededor de Hadenth, incitándole a moverse.
Mientras lo hacía, miró de nuevo a la nave. Del casco surgía un molde con la
forma de un tarig. El lateral por el que Hadenth había emergido estaba
agrietado. La nave había encapsulado al tarig. Mata al tarig, había dicho la
nave. Sin embargo, podía ser que la nave misma no hubiera sido capaz de
hacerlo.
De nuevo, el terrible sonido surgió de los labios de Hadenth. La criatura
dio un paso adelante. Sus largas piernas le acercaron hacia Quinn, con la
mano aún extendida. Su radio de acción era amplio.
—Ven a nosotros —dijo Hadenth, y con cada sílaba la sangre brotaba de
sus labios—. No te mataremos. Vivirás.
En prueba de sus intenciones, la garra se ocultó de nuevo, pero su mano
siguió extendida.
—Sí, viviré. Tú, sin embargo, morirás. —Quinn saltó hacia él, con la
daga Cruzada en su mano. Hadenth se interpuso en su camino, sin tratar de
evitarle. Extendió el brazo, que golpeó el hombro de Quinn. El golpe hizo
caer de rodillas a Quinn.
Había quedado claro que a Hadenth no le faltaban fuerzas.
Anzi comenzó su carga antes incluso de que Quinn cayera, y clavó su
daga en la espalda de Hadenth, donde quedó encajada, dirigida hacia el
órgano que ocupaba el lugar del corazón en el cuerpo del tarig. Al recibir el
impacto, Hadenth saltó y se giró para golpear a Anzi en el pecho con el pie.
Anzi cayó; su cuello sangraba. Se quedó sobre la arena. El rojo se mezcló
con el blanco de su túnica. Quinn luchó con sus emociones y trató de
concentrarse en Hadenth.
El tarig se arrodilló junto a Anzi. El bronce pulido de su piel estaba
oscurecido por las heridas sufridas, especialmente en los brazos, que
probablemente había utilizado para cubrirse el rostro cuando el Destello le
abrasó. Enormes costras en su cuerpo, sin embargo, indicaban los puntos de
su piel que ya habían comenzado a regenerarse. Hadenth recuperaba fuerzas a
cada segundo. Por el momento, se limitó a permanecer arrodillado, jadeante.
Quinn aprovechó la oportunidad y cargó contra él, aullando, olvidando
cualquier estrategia, cualquier advertencia. Hadenth comenzaba a erguirse
para enfrentarse a él, pero demasiado lentamente, y Quinn describió un arco
con su daga frente a los ojos de Hadenth. No fue un corte firme, pero hirió la
nariz y la mejilla del tarig, y dibujó un círculo de sangre al hacerlo. Hadenth
interpuso un pie en el camino de Quinn y le hizo caer de bruces.
Aun con la boca llena de polvo, Quinn consiguió mantener la daga en su
mano. Sintió entonces que Hadenth se aproximaba, sintió sus pisadas en la
arena, junto a su propio oído.
Quinn giró sobre sí mismo, se llevó las rodillas al pecho y, cuando vio un
hueco en las defensas de la criatura, golpeó con fuerza la ingle de Hadenth
con los pies, allí donde su pene se había curvado en una ceñida espiral. El
golpe hizo que Hadenth se encogiera sobre sí mismo y se inclinara hacia
delante, de modo que perdió el equilibrio y cayó pesadamente.
Fue entonces cuando Quinn comprendió que Hadenth no sabía luchar.
¿Por qué iba a hacerlo? ¿Cuándo había asaltado a un tarig alguien que no
fuera Titus Quinn?
Trató de pensar con claridad. «Cuando estés en inferioridad», había dicho
Ci Dehai, «conténtate con causar poco daño. Muchos golpes pequeños hacen
mucho daño».
Comenzó a describir círculos alrededor de Hadenth, obligándole a
moverse de un lado a otro. La criatura había perdido el equilibrio, y pivotaba
sobre un solo pie. Quinn cargó, buscando las manos. Rápido como un
gorrión, extendió el brazo, y lo contrajo de nuevo, y antes de que Hadenth
comprendiera que había sido herido, su mano izquierda sufrió un profundo
corte. Quinn giró sobre sí mismo al tiempo que hacía un barrido y atacó con
su daga la espalda de Hadenth.
Quinn no se arriesgaría a realizar un ataque demasiado ambicioso, que
quizá le dejara a merced de un golpe mortal del tarig. Esquivaría y atacaría,
causando pequeñas heridas.
Describió un nuevo círculo. El tarig no había aprendido nada y giró para
observar a Quinn, esperando que su oponente eligiera el momento.
Hadenth se encaró con él, con ambos brazos preparados para atacar. Una
postura ingenua. De nuevo, Quinn cargó y golpeó las manos ofrecidas,
hiriéndole.
Entonces, Hadenth vio que Quinn describía un movimiento espiral para
atacar de nuevo, y el tarig retrocedió.
Tenía miedo. El tarig caminaba de espaldas, con los brazos alzados,
preparado para realizar el gran ataque que nunca llegó. Quinn avanzó, fingió
cargar, y le siguió.
Quinn golpeó la mano de Hadenth, y cortó tres de los cuatro dedos de su
mano derecha. Las garras colgaban ahora, inútiles.
Hadenth siguió retrocediendo. Quinn le siguió. Paso a paso, igualaba el
avance del tarig.
Hadenth ya no podía combatir. Sus manos, muñecas y antebrazos eran
jirones de carne. Pero se mantenía en pie, aún retrocediendo, caminando
hacia el muro de tempestad que quedaba a su espalda, hacia esa fuente de
oscura luz. Era imposible asegurar a qué distancia se encontraban del muro.
Zarcillos plateados bailaron alrededor de Hadenth y golpearon a Quinn,
sacudiendo su cuerpo. Caminar hacia delante en ese momento era como
avanzar hacia una fila de lanzas.
Quinn no podía seguir avanzando, y Hadenth seguía retrocediendo.
—No nos mates —dijo Hadenth.
Quinn quedó inmóvil, y observó al tarig, que se aproximaba al muro.
—Debes morir —dijo Quinn.
—No puedes matarnos tú —dijo Hadenth.
Mátate tú mismo entonces, se impacientó Quinn.
Y así lo hizo Hadenth. Dio media vuelta y caminó por su propia voluntad
hacia el muro, hacia ese lugar intermedio que a veces era muro y a veces no.
Su silueta se difuminó, fluctuó, y después ardió. Una lágrima abrasadora
apareció en el mismo lugar en el que el cuerpo de Hadenth se había perdido
en el tejido ondulante.
Desapareció, y dejó tras de sí un olor a carne quemada.
Alrededor de Quinn el origen crepitaba como una hoguera alimentada de
sebo. Quinn se tambaleó por la arena de vuelta a la nave. El fragmentario se
contraía y convulsionaba ahora, como si estuviera impaciente por marcharse.
—Un momento —le dijo Quinn.
Encontró a Anzi apoyada en una de las patas, o pilares, o lo que fuera de
la nave. Había llegado hasta allí, y había contemplado el combate. Quinn se
arrodilló junto a ella.
Los ojos de Anzi estaban abiertos.
—Estás sangrando —dijo.
—Es la sangre de Hadenth.
Quinn sacó su daga y cortó la túnica de Anzi a la altura del cuello. Con
cuidado, rasgó el tejido de la túnica hasta la cintura. Cuando llegó a la piel, le
alivió lo que vio. La herida no era profunda, aunque seguía sangrando. Era un
corte que comenzaba en la mitad del esternón y terminaba en la garganta; no
era una herida mortal por unos pocos centímetros. Quinn usó su propia
camisa para hacer un vendaje.
—Luchas bien —dijo Anzi—. Ci Dehai estaría orgulloso. —A juzgar por
la expresión de su rostro, también ella lo estaba.
—Se quitó la vida —dijo Quinn en tono reflexivo.
—Fue una llama en el muro de tempestad —murmuró Anzi, y después
cerró los ojos, ya fuera por agotamiento o sencillamente porque estaba
saboreando el recuerdo.
La nave les proporcionó agua, y Anzi bebió. Media hora después, anunció
que estaba en condiciones de hacer el viaje de varios días que la llevaría a la
estación de tren.
Era absurdo. Discutieron. Quinn la ayudaría hasta que llegara al tren, y
después volvería.
Anzi se negó a ir a ningún sitio en esas condiciones.
A la postre, Quinn terminó por comprender que no podía ganar. Anzi iba
a ir sola, y quizá hacía lo correcto al intentarlo.
Detrás de ellos, la nave oscilaba de manera preocupante entre
dimensiones mayores y menores. Quinn debía darse prisa.
Ayudó a Anzi a ponerse en pie.
—Ahora Yulin puede liberar a los jardineros —dijo Quinn. Nunca había
sido capaz de olvidar el terrible castigo que les impusieron, permanecer entre
los muros del jardín de Yulin porque conocían la existencia de un extranjero
que no debía estar allí.
Anzi negó con la cabeza y se sacudió la arena de las polainas.
—Sigues pensando en los jardineros —dijo. Pero sonrió.
Permanecieron unos instantes en silencio.
—Los muros —dijo Anzi, mientras contemplaba el oscuro y arrollado
lateral del origen—. Nos mantienen con vida. Pero consumen a la Rosa para
hacerlo. —La expresión del rostro de Anzi era lúgubre, ensombrecida por la
tormenta azul. Era una pugna irreconciliable. Un mundo vivía a expensas del
otro.
Anzi se giró hacia él.
—Vuelve a casa, Quinn.
Quinn asintió, y susurró:
—Tú también.
Entonces, Quinn recordó lo que había querido hacer cuando llegara el
momento de la separación. Sacó del interior de su chaqueta el medallón, y lo
colocó alrededor del cuello de Anzi.
—Mantente lejos de la Estirpe —dijo, sonriente—. Si esta cosa grita,
significa que estás demasiado cerca.
Anzi aceptó el regalo.
—Una vez ha sido más que suficiente —dijo.
Después, Anzi dio media vuelta y echó a andar en dirección al origen. En
el Omniverso no se acostumbraba a decir adiós. Con vidas tan largas, no
podía saberse cuándo volverías a encontrarte con alguien.
El minoral estaba cerca. A lo lejos, Quinn podía ver un lugar que parecía
abrirse, en el que el mundo parecía permanente. Anzi no se giró para mirarle,
lo que agradó a Quinn.
Cuando Anzi solo era una pequeña mancha blanca, que oscilaba en el
cargado aire, Quinn dio media vuelta y entró en la nave.

Algo después, Quinn recordaba bien poco del momento en que atravesaron el
muro. De repente, lo que quedaba de la nave estaba acelerando a través del
minoral, buscando el pliegue en el que los dos muros se unían, la frontera de
Bei. Quinn supo que eso era lo que estaba ocurriendo, pero no lo vio.
Minutos antes del despegue, le había comunicado al fragmentario toda la
información de que fue capaz relativa al sistema solar, incluso a la galaxia.
Después, tras casi haber abandonado la esperanza de utilizar las palabras
adecuadas, aconsejó:
—Busca fuentes de transmisión de radio.
¿Qué es radio?
Antes de que Quinn pudiera responder, la nave se elevó. Estaban en
camino.
Quinn recordó haber deseado que no hubiera viajeros en el minoral que
hubieran podido verles. Recordó haber pensado que Anzi haría una pausa en
su viaje y observaría a la nave radiante ganar velocidad en dirección al
minoral. Se preguntó qué aspecto tendría para ella, ahora que se había
preparado para viajar entre mundos.
Se descubrió a sí mismo confiando en esta criatura. El fragmentario le
había esperado mientras Quinn combatía con Hadenth, cuando le hubiera
resultado muy sencillo alejarse a través del muro lateral del origen. Desde su
llegada al Omniverso, Quinn se había convertido en un optimista. El
Omniverso tenía ese efecto, te daba esperanza. Quizá la vida aquí no era
necesariamente mejor, pero, dadas las largas horas, uno tenía la impresión de
que tendría tiempo para hacer todo lo que se propusiera.
Ganaron velocidad en dirección al nexo en el muro.
Y después, perdió la conciencia.
Soñó que la nave decía: «No puedo mantener la forma».
Soñó que él mismo respondía: «Y me lo dices ahora».
Inmóvil y desvalido, se encontró girando sin cesar, con el cuerpo
extendido; sus pies giraban hacia la izquierda y su cabeza les seguía, como
una batuta sin una mano que la dirigiera.
Recordó a Niña Pequeña, la vio en su mente. Y miró su rostro, sumergido
bajo medio metro de agua. Inmóvil. Desvalida.
Muerta.
Recordó a la muchacha que entró en su patio y le miró mientras Quinn la
apuntaba con un arma. «Lo siento si te hemos molestado. Solo queríamos ver
si eras real».
Bien, aquí estoy.
Listo o no.
Vuelvo a casa.
Capítulo 29

Si el día nos reserva tristezas,


se tornará en ocaso.
Si el ocaso nos reserva alegrías,
terminará por consumirse.

—Extracto de Las doce sabidurías

S ydney se acurrucó en el tejado de las barracas e imaginó el páramo que la


rodeaba. Llano y seco. Llanura y sequedad eternas. Había subido al tejado
para calmar su corazón, pero la alegría de estos vastos parajes se había
consumido en los últimos días.
Riod había asumido el mando de la manada hacía cuarenta días. Priov
había muerto, pero las yeguas no habían aceptado por completo a su sucesor.
Si hubieran estado en la temporada de apareamiento, quizá Riod hubiera
podido ganarse la lealtad de las yeguas en mayor grado, pero Priov había
elegido con habilidad el momento del desafío, y las yeguas restantes eran
frívolas y exigentes.
Dos yeguas habían desertado y se habían unido a la manada de Ulrud el
Cojo, junto con la antigua montura de Akay-Wat, Skofke. Mejor así, había
gruñido Mo Ti, si no eran capaces de digerir el libre vínculo y el mando de
Riod.
Pero, poco después, los jinetes de esas yeguas habían regresado cojeando
al campamento, tras caminar la enorme distancia que les separaba de la
manada de Ulrud. Formaban parte del cada vez mayor número de jinetes que
se habían acostumbrado al estado de libre vínculo, y que esperaban
conservarlo. Al notar que se acercaban, Akay-Wat había gritado de alegría y
cabalgado a su encuentro con su nueva montura, Gevka, para darles la
bienvenida. Su pata postiza le permitía aferrarse al lomo de Gevka
firmemente, lo que la convirtió en un estupendo jinete.
Había llegado el momento de que Akay-Wat aceptara la misión que la
llevaría a la manada de Ulrud. Pero la hirrin lo aplazaba, evitaba a Sydney y
evitaba hacerse notar.
Sydney era consciente de ello, aunque con un cierto desapego. Una vez
las noticias relativas a Titus Quinn llegaron al campamento, las yeguas y el
liderazgo de la manada comenzaron a importarle muy poco.
La estepa la llamaba. Descendió del tejado por el lado en que las barracas
daban la espalda al campamento y caminó. No iba a ningún sitio en concreto,
solo deseaba tranquilizarse, y, en particular, tranquilizar su mente. La estepa
siempre la revivía, con su horizonte erosionado y sus limpios aromas. Había
contemplado ese paisaje muchas veces a través de la vista de Riod, y la
imagen había quedado grabada en su mente. Quizá hoy serviría para
animarla, si caminaba con cuidado y no tropezaba con la madriguera de un
ratón.
A pesar de sus esperanzas de obtener la paz, el sosiego de esta tierra hacía
que sus pensamientos se acumulasen, impacientes, en su mente. Hacía tres
días, las noticias habían comenzado a llegar a través de las llanuras, saltando
de mente en mente, de campamento a campamento. Titus Quinn ha vuelto.
Por lo general, los inyx sabían muy poco del mundo exterior. A Sydney
siempre le había parecido normal que las monturas se preocupasen de los
asuntos locales, al igual que le ocurría a ella. Pero algunos inyx combatían en
la guerra, y a pesar de lo lejos que se encontraban sus hermanos, sus mentes
podían ser leídas. Así fue como llegó el sorprendente relato.
El humano Titus Quinn había vuelto. Se había ocultado en la Estirpe por
un tiempo, aunque no se sabía con certeza cuánto tiempo, había iniciado una
masacre y había destruido las naves radiantes, todas y cada una de ellas.
Después de hacer todo esto, había escapado de sus perseguidores, y no había
sido capturado aún. Era una historia difícil de creer.
Se había reservado una de las naves, que utilizó para escapar. ¿A dónde
había ido con ella? Nadie lo sabía, pero muchos pensaban que había
regresado a la Rosa.
Cixi, pensó Sydney. Cixi, él me ha abandonado. Nadie que no fuera Cixi
podría entenderla. Cixi, que la había ocultado y protegido de los lores. Cixi,
que la había visto derramar las últimas lágrimas que derramaría en su vida.
Mientras caminaba, el Destello se atenuó y se convirtió en el ocaso, lo
que hizo que su paseo fuera un tanto más llevadero, pero empezaban a dolerle
los pies. Daría cualquier cosa por tener unas buenas botas, para poder
caminar para siempre.
No había habido tiempo para que Cixi le enviara un informe relativo a
estos sucesos. Pero, por lo que apuntaban los retazos acumulados por los
inyx, parecía que Titus había asesinado a un niño tarig y a un adulto. Sydney
no sabía por qué su padre mataría a un niño, ni cómo había sido capaz de
matar a un tarig adulto. Quizá había estado ocultándose en el Magisterio
durante los miles de días que habían transcurrido, y solo ahora había
encontrado una manera de escapar. Quizá por fin se había cansado de lady
Chiron. O quizá había sabido que Johanna estaba muerta, y había decidido
que el Omniverso ya no le interesaba demasiado. Podría haber decidido huir
por cualquiera de esos motivos, y después, al ser descubierto, haber asesinado
a aquellos que podrían haber evitado su huida.
Por supuesto, Johanna no estaba muerta. El rumor que a los tarig les
agradaba propagar era que, al perder a su hija, Johanna había muerto de
tristeza. Ese relato sensiblero había ganado popularidad, hasta que todos
llegaron a escucharlo. Y aunque era mentira, como Cixi le había asegurado,
Sydney ya no pensaba en Johanna. Ni en Titus. Hasta ahora.
El peso que llevaba a la espalda parecía ahora más voluminoso, y Sydney
consideró dejarlo atrás. Pero no lo hizo. En la bolsa, como siempre, llevaba
su diario, en el que registraba los días que había pasado en el Omniverso.
Quizá esos días habían llegado a su fin. En esos momentos su vida le parecía
agotadora.
Se sentó junto a un tortuoso árbol y se apoyó en él para descansar un
momento. Después, cansada de pensar, se durmió.
Cuando despertó, oyó la voz de Mo Ti:
—Mi señora.
—Mo Ti. —Sydney se puso en pie, aún cansada. No recibió ninguna
imagen compartida proveniente de su montura. Mo Ti había venido a pie.
El gigante guardó silencio y le entregó a Sydney una cantimplora llena de
agua. Sydney bebió mientras Mo Ti se sentaba junto a ella.
Al cabo de un rato, Sydney susurró:
—Mo Ti.
—¿Mi señora?
—Mira el cielo. —Tras una pausa, añadió—: ¿Ves una nave radiante?
—No, mi señora, no hay ninguna nave radiante.
—Pero, ¿has mirado en todas direcciones, hacia la Larga Mirada de
Fuego, y hacia el corazón de la tierra?
—Mo Ti lo ha hecho.
—No hay ninguna por ahí, entonces. —Sydney parecía serena, pero
curiosa. ¿Dónde estaba Titus ahora? Era imposible saberlo. Se puso en pie y
echó a andar de nuevo. El gigante caminó junto a ella.
—Mo Ti también espera la llegada de la caravana en la que llegue el
cirujano que te devuelva la vista —dijo.
Su cirujano se aproximaba. La caravana de bekus en la que viajaba su
cirujano chalin se encontraba a diez días de distancia. Los tarig habían
accedido a la petición de Riod, deseosos de obtener el favor de los inyx. Los
lores mantis tendrían que buscarse otro campo de concentración para sus
renegados, sin embargo. Una vez los jinetes recuperaran la vista, muchos
vendrían aquí para cabalgar en libertad con los inyx. Aunque esa perspectiva
ya no le parecía tan atrayente a Sydney.
—¿Adonde vas? —preguntó Mo Ti.
—A caminar.
—¿Caminar a dónde?
Sydney guardó silencio. No sabía adonde iba.
Mo Ti dejó reposar su mano sobre el brazo de Sydney para detenerla.
Sydney se sintió insustancial, como un ratón de la estepa. Mo Ti podía
detenerla, o llevarla de vuelta a casa, porque ella no era nada comparada con
él.
—Mi señora. Esta persona no merece tu tristeza.
—Pero no estoy triste, Mo Ti. No siento nada, de veras. —Sydney notó la
ternura en la voz de Mo Ti, y le dolió que sufriera por su culpa. ¿Cómo era
posible que un hombre tan grande percibiera la tristeza de una muchacha?
Nunca antes Mo Ti le había parecido capaz de sentir empatía por los demás.
Sydney comenzó a caminar de nuevo, pero Mo Ti seguía sosteniendo su
brazo.
—Déjame ir, Mo Ti.
—No.
Sydney reflexionó. ¿Le había dicho no alguna vez antes? Decidió poner a
prueba la determinación de Mo Ti, y retorció el brazo que el gigante aferraba.
Firme e inflexible.
—Te prohíbo que me lleves de vuelta al campamento —dijo Sydney; su
calma empezaba a hacerse trizas.
—Muy bien. Entonces, nos quedaremos aquí juntos.
—Tendremos sed.
—Sí.
Sydney permaneció inmóvil, con su brazo apresado en la gentil presa del
gigante. Pero, cuando trató de moverse, los dedos de Mo Ti se endurecieron.
Permanecieron así unos momentos, unidos. Sydney alzó su rostro al Destello,
para comprobar qué momento del día era. Se acercaba el crepúsculo del
ocaso. Pero solo era una suposición. De todos los habitantes del Omniverso,
solo ella y Johanna no tenían interiorizado el tiempo del Destello.
Con el transcurso de millares de días, Sydney había llegado a
considerarse chalin. Cixi era su madre. Ya nada quedaba en la Rosa por lo
que sintiera afecto. Apenas recordaba la Rosa. Pertenecía al Omniverso. Pero
hoy, en este páramo, supo que no pertenecía a ninguno de los dos lugares.
Debía de ser por ese motivo por lo que se sentía tan desvinculada del mundo,
y de sí misma.
Mo Ti le entregó la cantimplora. Sydney no la aceptó. Empezaba a
acostumbrarse a no necesitar agua.
Trató de liberar su brazo de nuevo.
—Suéltame, Mo Ti.
Sorprendentemente, Mo Ti obedeció. Pero le entregó otra cosa. Un
cuchillo.
—Morir de sed es muy duro —dijo Mo Ti—. Es mejor el cuchillo. Con
un buen y profundo corte, todo habrá terminado rápidamente. Es muy eficaz.
A menos que temas el cuchillo.
Eran palabras desagradables, y provenían de alguien a quien consideraba
su amigo. Sydney sintió una punzada de resentimiento.
—¿Acaso he temido el cuchillo alguna vez?
—No. Pero eso era durante combates, cuando la sangre se calienta y se
abandona toda precaución. No es verdadero coraje.
¿Cómo podía hablarle así? Era una amarga traición, llamarla cobarde,
entregarle un arma y apremiarla para que la usara sobre sí misma. ¿Acaso Mo
Ti había estado esperando un momento de debilidad para apoderarse de la
manada? ¿Había sido su amistad una estratagema?
Sydney desenvainó el cuchillo y se irguió, apuntando el cuchillo hacia
Mo Ti.
—¿Pretendes matarme, Mo Ti?
—A Mo Ti no le importa.
Sydney asió con firmeza el cuchillo, temblando por la rabia que sentía.
—¿No te importa? ¿Qué hay de tus grandiosos planes para mí? ¿Qué hay
del reino que debe ser alzado? —Sydney avanzó hacia él; su rabia la
dominaba.
—A Mo Ti no le importa nada una muchacha que se rinde.
—¡No me estoy rindiendo! —Solo estaba caminando por la estepa; no era
un crimen caminar. ¿Por qué se volvía Mo Ti contra ella?
La dulce voz de Mo Ti sonó pagada de sí misma hasta casi desquiciar a
Sydney:
—Aquí sola, bajo el Destello, sin comida ni agua. Sí, te estás rindiendo.
—Y añadió—; Como Akay-Wat, como una hirrin sin agallas.
Sydney cargó contra él, atacándole con el cuchillo, segura de que erraría
el golpe, pero con la esperanza de hacerle callar.
Erró, y giró sobre sí misma. Cargó de nuevo.
Esta vez Mo Ti la atrapó por la muñeca, y la hizo soltar el cuchillo.
Enfurecida, Sydney le golpeó en el pecho. Los poderosos brazos de Mo Ti
rodearon a Sydney en un abrazo que dejó poco espacio para sus propios
brazos, ya débiles, pero así y todo trató de golpear su torso. Se revolvió para
liberarse mientras le golpeaba una y otra vez. Al cabo de un rato, terminó por
cansarse.
Cuando se calmó de nuevo, Mo Ti se arrodilló, aún con Sydney entre sus
brazos, que se arrodilló a su vez y comenzó a llorar.
Mo Ti rodeó la cabeza de Sydney con la mano y la acunó contra su
pecho. Sydney lloró tan intensamente que pensó que se le hincharían las
mejillas. El llanto la debilitó. Mo Ti no se movió, salvo para acariciar la nuca
de Sydney.
Durante largo tiempo, Sydney permaneció en silencio, aturdida. A juzgar
por la intensidad del Destello en su piel, supuso que el ocaso había entrado ya
en la fase del Profundo.
Su mente se oscureció, y quizá durmió.
Más tarde, fue consciente de encontrarse rodeada por los brazos de Mo ti,
echada en el suelo. Mo Ti le aplicaba su pañuelo, empapado en lo que
quedaba de agua, en el rostro.
Sydney se incorporó y se quedó sentada. Mo Ti estaba allí; siempre lo
estaría. Más leal que su antigua familia. Más importante.
—Volveré a unirme a la manada, Mo Ti. Pero, antes, tómame, ámame.
Mo Ti secó el rostro de Sydney con su pañuelo.
—Mo Ti te ama —dijo—. Pero no es así como te sirve.
—Después de esto, será mejor para nosotros compartir un vínculo, Mo Ti.
—Mi señora. Mo Ti es un eunuco.
Sydney tocó el rostro del gigante. Los prominentes pómulos, el pesado
ceño. Sin duda, la vida podía ser cruel y al mismo tiempo maravillosa.
Abrazó a Mo Ti de nuevo.
Por fin, Sydney dijo:
—Ahora volveremos.
—Sí, señora.
Y caminaron de vuelta al campamento, sin darse prisa, porque, por
supuesto, Sydney no entraría en las barracas en brazos de nadie.

Al día siguiente, Akay-Wat abandonó el campamento cabalgando a lomos de


Gevka, justo cuando el Destello comenzaba a atenuarse. Antes de marcharse,
la hirrin se había arrodillado junto al lecho de Sydney, la había despertado y
había susurrado:
—Algún día volveré a casa, sí. —Para Akay-Wat empezaba a resultar
imposible imaginar una vida sin esta mujer de la Rosa. Esperaba que el
encargo de predicar el libre vínculo terminara pronto.
Sydney se incorporó.
—Sí. Cuando eso ocurra, serás mi lugarteniente.
—¿Lugarteniente? —preguntó Akay-Wat, estupefacta.
—¿Quién ha demostrado más valor?
Akay-Wat nunca había pensado que llegaría a oír esa palabra aplicada a
ella, mucho menos en boca de Sydney. Sintió una profunda emoción.
—Esta hirrin aún tiene miedo, señora.
—Yo también, Akay-Wat. Pero no se lo digas a nadie.
Akay-Wat pensó en sus padres, muertos hacía mucho tiempo en la guerra
de Ahnenhoon, y pensó que por fin se había ganado el derecho a considerarse
de su sangre. Deseó que vivieran para ver este día.
Ahora tenía que hacer algo que también exigía coraje: marcharse. Echaría
de menos a Sydney, que se había convertido en la reina del dominio. Quizá
«reina» no era la palabra adecuada, pero Sydney era un gran personaje y,
algún día, pensó Akay-Wat, dominaría el resto de los páramos. La clave, por
supuesto, era el libre vínculo.
La hirrin besó con sus labios móviles la mano de Sydney. Después, salió
de las barracas. Su nueva pata golpeaba el suelo y daba un ritmo especial a
sus andares.

Más tarde, cuando Sydney abandonó por fin su cama, encontró el cadáver de
un ratón despellejado a sus pies. Un regalo de Takko. Le había olido
rondando cerca de allí, cuando dejó este pequeño regalo. Sydney estaba
dispuesta a utilizar el verdadero nombre de Puss, siempre y cuando se
comportara.
Llevó el cadáver a la hoguera y lo asó hasta dorarlo.
Alrededor de la hoguera, sus compañeros de dormitorio preparaban la
comida y hablaban de las carreras del día anterior y del libre vínculo. Algunas
monturas estaban cerca de sus jinetes y compartían pensamientos propios de
la mañana. Sus cuerpos y rostros le resultaban familiares a Sydney: Mo Ti el
chalin, Adikar el ysli, Takko el laroo, y muchos otros, incluidas las monturas.
Cada uno de ellos era un espécimen único física y culturalmente, todos
apestaban, dado que no se lavaban, y todos desconfiaban de los líderes. Pero,
mientras conversaban y compartían pedazos de comida, a Sydney le pareció
que algo les unía de una manera inédita en una vida compartida. Sus
monturas les unían entre sí.
Feng había caído de ese círculo y habitaba en otra manada distinta. Y
ahora, Akay-Wat se había ido como emisaria a la manada de Ulrud, para
relatar el modo en que perdió su pata como sacrificio a los antiguos vínculos,
y como ahora cabalgaba mejor y más libre.

Ya avanzado el ocaso, Mo Ti despertó a Sydney.


—Una nave —dijo.
Sydney se levantó y se calzó las botas. Los pensamientos de Riod le
llegaron desde el patio; parecía alarmado. Sydney acompañó a Mo Ti afuera
y trató de respirar con normalidad, pero su pecho parecía demasiado pequeño
para inhalar aire. Sobre su cabeza, el Destello se extendía a lo largo de los
páramos, y un rastro indicaba el trayecto que había seguido una nave en su
viaje por el cielo. El rastro provenía del corazón de la tierra.
—He hablado con este visitante, mi señora —dijo Mo Ti—. Es tu
cirujano.
—¿Cirujano? —Su cirujano debía llegar en caravana, no en una nave
radiante.
Riod la apremió a subir a su lomo. Sus pensamientos eran caóticos, pero
el instinto le decía que era mejor que Sydney cabalgara sobre él.
Mo Ti les habló a ambos:
—Los tarig han enviado a uno de los suyos para realizar la operación.
La brisa sopló sobre el rostro de Sydney y ahuyentó viejas esperanzas.
Dejó que la brisa la refrescara.
Después, murmuró:
—Fue un tarig el que me cegó. —Subió a lomos de Riod—. Que vuelva
por donde ha venido. —Mo Ti sujetó el tobillo de Sydney, que agitó el pie,
tratando de liberarse—. No dejaré que me toquen.
—Pero debes hacerlo.
Riod concentró su desagrado en Mo Ti; fue un combate de voluntades.
—Deja que piensen que tienen tu gratitud —dijo Mo Ti—. Acepta su
regalo. Lo necesitas para ganarte a las manadas, para fortalecer a Riod. Para
alzar el reino.
La mano de Mo Ti reposaba, inmóvil, sobre el pie de Sydney, que seguía
sentada a lomos de Riod. La montura aguardaba a que Sydney dijera qué iba
a hacer, no solo hoy, en este terrible momento, sino siempre.
—¿Qué quiero, Mo Ti? —dijo Sydney, prácticamente gritando.
—Vista. Poder. Venganza.
Sydney escuchó el resumen, y Riod se agitó inquieto debajo de ella; su
flanco temblaba por el nerviosismo.
—Me conoces bien, Mo Ti.
—Sí, mi señora.
Sydney respiró profundamente.
—De acuerdo, si tengo que hacerlo, aceptaré su ayuda —dijo.
Riod movió la cabeza de un lado a otro, agitado, retorciendo los cuernos
de su cuello adelante y atrás. Por fin, dio un paso adelante y llevó a Sydney a
través del campamento, junto a la nerviosa manada, y hacia la estepa en la
que esperaba la nave radiante. A Sydney le pareció que era un nuevo tipo de
nave, de aspecto algo distinto a la que la había traído a este lugar hace tanto
tiempo. De modo que los tarig estaban renovando su flota. Mo Ti les siguió a
lomos de Distanir.
Si la mano del tarig vacila, le mataré, envió Riod.
—Sí, amado —dijo Sydney—. Hazlo.
Capítulo 30

E ra un frío mes de abril en Portland; el viento soplaba en gélidas ráfagas


junto al río. Lamar Gelde se cubrió el rostro con la bufanda tanto como
pudo y caminó pesadamente por el aparcamiento hacia el edificio 919 de
Minerva. Por supuesto, hacía mucho tiempo que su plaza de aparcamiento
reservada había pasado a mejor vida.
Maldito viento. Se sentía como si fuera a caérsele la cara. De ser así, sería
un contratiempo bien caro, puesto que no reparaba en gastos cuando se
trataba de reparaciones mitocondriales para mejorar el tono cutáneo. Para
eliminar la papada, las ojeras y otras pequeñas ofensas de la edad. Cuando
entró en el vestíbulo, tenía el rostro irritado. Los médicos le habían dicho que
tendría una excesiva sensibilidad a los cambios de temperatura.
Se aproximó a la zona de alta seguridad y alzó la mano, que entró en
contacto con el haz lumínico. Mostró el pase de visitante que Stefan Polich le
había concedido. Debía de tratarse de un pase de seguridad de primer orden,
puesto que, a medida que avanzaba, las personas con las que se encontraba le
hacían reverencias en toda regla. Miró en torno suyo y deseó disponer de un
transporte motorizado, pero Minerva no se había diseñado pensando en los
que se cansaban fácilmente.
Entró en el almacén de cerebros y pasó la palma de la mano frente al
sistema de reconocimiento para conocer la ubicación del cubículo de Rob
Quinn. Fue casi como en los viejos tiempos, cuando su acceso al haz era
absoluto. Sin embargo, mientras caminaba entre los puestos de los
encargados de los cerebros, nadie le reconoció.
Cuando por fin dio con Rob, lo encontró doblando los dedos, utilizando
comandos digitales en lugar de un teclado. Curioso. Daba la impresión de
alguien que tratara de tocar una vida real, en lugar de la que tenía.
Lamar tosió. Rob se giró.
—¿Tienes un minuto?
Rob asintió.
—No esperaba verte a ti —dijo a modo de saludo al viejo amigo de su
padre. Rob se puso en pie e hizo señas a Lamar para que le siguiera fuera del
almacén y hacia un pasillo.
Las piernas de Lamar protestaron.
—Santo cielo, Rob, ya he caminado más de lo que puedo tolerar.
Rob se detuvo de repente.
—Bien, hablemos aquí, entonces. —Parecía resentido. Después de todo,
se había enterado de las amenazas y el chantaje de Stefan. Sin duda, no le
agradaba sentirse como un peón. Pero, a decir verdad, Rob era un peón y
siempre lo sería. Era el encargado del cuidado de los cerebros de cuarenta
años. Resultaba difícil ser más marginal.
—¿Qué le pasa a tu cara? —preguntó Rob, mirándole.
—Me sometí a una pequeña operación. —¿Qué le pasa a mi cara? Según
su cirujano, le había quitado veinte años. Lamar dejó a un lado su enfado y
dijo—: Es Titus. Ha vuelto.
La boca de Rob se cerró firmemente, encerrando sus emociones.
—¿Ha vuelto?
—Sí. Ha pasado un infierno, pero sobrevivirá.
—¿Qué clase de infierno?
Lamar se encogió de hombros.
—Tendrás que preguntárselo a él.
—Quiero decir, ¿está muy mal?
—Está débil, deshidratado, desorientado, y tiene hemorragias en capilares
internos. Está conmocionado, y quizá pierda un par de dedos de los pies por
congelación.
—Jesús.
—No tanto, pero se las apañará para que lo veamos así. —Lamar sonrió,
esperando contagiar su buen humor a Rob.
No lo consiguió. Rob agitó la cabeza y trató de asimilar la noticia.
—Solo hace diez días.
Un grupo de técnicos pasó junto a ellos por el pasillo; Lamar esperó a que
estuvieran lo bastante lejos para no oírles.
—El tiempo es diferente en la región adyacente. ¿Recuerdas? Y lleva
varios días a la deriva en el espacio.
—¿Dónde?
—Escucha, necesito sentarme. —Rob miró en torno suyo en busca de una
silla, pero el pasillo estaba tan despejado como las arterias de un veinteañero.
Rob dio un par de pasos pasillo abajo y entraron en una despensa en la
que se almacenaban muebles sobrantes, entre ellos un par de sillas de
ejecutivo. Lamar suspiró al poder descansar los pies. Buscó en uno de sus
bolsillos y sacó una pastilla vigorizante. Se la tragó y confió en que le diera
las energías suficientes para continuar la conversación.
Comenzó:
—Hace dos días recibimos una llamada informándonos de que le habían
encontrado. —En realidad, había sido Stefan Polich el que recibió la llamada,
y no habría permitido que Lamar se enterase si hubiera podido evitarlo—. Tu
hermano estaba atrapado en una cápsula corporal como un gusano en un
capullo. Orbitaba una de las lunas de Urano, Crésida, si quieres saberlo.
Crésida no es más que una estación de transmisión de radio, así que tardaron
bastante en localizarle, aunque su cápsula emitía pulsos regulares de luz.
Normalmente, habríamos tardado semanas en detectar incluso eso, pero la
intensidad de esta luz era especial. Eran algo así como relámpagos
supercargados.
Su cuerpo, o la silla, crujió cuando cambió de postura.
—Estaba inconsciente, y la cápsula perdía calor. Si no le hubieran
encontrado cuando lo hicieron, habría muerto. Una nave minera EoCeb
estaba extrayendo metano en Urano y le rescató. No se atrevían a abrir la
cápsula, debido a su aspecto. Pero, gracias a Dios, lo hicieron.
—¿Qué aspecto tenía?
—De eso se trata. No era una cápsula de escape, en realidad. Era como un
sarcófago transparente, con la misma forma exactamente. El material que, por
cierto, no tenemos ni idea de qué es, imitaba la forma de Titus, incluso los
rasgos de su rostro. De hecho, deberían haberlo dejado para que se
encargaran los expertos, pero sintieron curiosidad. Uno de los mineros dijo
que vieron los párpados de Titus moverse, de modo que la abrieron. Y
salvaron su vida.
—Alguien tenía que hacerlo —dijo Rob con un matiz de resentimiento en
su voz—. ¿Dónde está ahora?
—A bordo de una nave corporativa de Minerva. Le trasladaron desde la
nave minera ayer. Insiste en verte antes de hablar con nadie más. —Miró a
Rob de soslayo—. Quiere asegurarse de que estás bien. —El asunto del
chantaje le ponía enfermo. Amenazar a Rob y al pequeño Mateo… eso nunca
hubiera ocurrido en los viejos tiempos.
Rob se puso en pie.
—Vamos, entonces.
—Estamos hablando de Marte, Rob. Van a llevarle a un hospital allí.
—¿Marte? —Rob nunca había salido del noroeste del país, mucho menos
de la Tierra. Se encogió de hombros—. Será mejor que nos pongamos en
marcha, entonces.
Lamar se puso en pie; sus piernas protestaron. Miró a Rob a los ojos.
—Lamento lo de Stefan y Helice. Lamento el modo en que han manejado
esto.
La mandíbula de Rob vaciló ligeramente antes de responder.
—¿El modo en que han manejado esto? Minerva ha ocultado un
descubrimiento científico asombroso, y ha usado a Titus como conejillo de
indias. Y tú has hecho lo que te ordenaban sin rechistar, Lamar. Aunque eso
implicara perjudicar a personas que te consideraban de su propia familia.
—Rob, yo solo…
—No. Lamar, tú eres el mensajero, ¿entiendes? Trabajas para Stefan,
Helice, y todos los demás. —Rió burlonamente—. A veces se dispara al
mensajero, ¿lo sabías?
Salió de la despensa y Lamar cojeó tras él. Lamar quería dejar las cosas
claras. Quería decir que había tratado de convencer a Quinn para que aceptara
la misión porque sabía que tenía que volver allí. Cualquiera que le conociera
lo hubiera sabido. Solo un ingenuo esperaría que Titus siguiera adelante con
su vida.
Pero Rob se aferró a sus opiniones. Como la mayoría de los mediocres,
sabía lo suficiente como para sacar una conclusión equivocada.
Lamar siguió a Rob y esperó que la pastilla vigorizante le hiciera efecto.

El canto de los pájaros y la hierba verde. No parecía correcto.


Quinn estaba sentado en un banco en el parque, cinco pisos por debajo
del suelo en el hósplex Sinus Meridiani, y esperaba a Helice Maki. Tenía la
vista fija en un lecho de flores cercano. Flores amarillas con pequeñas golillas
alrededor del tallo. Más allá, exóticas flores naranjas de cinco pétalos,
parecidas a trompetas.
Se preguntó si en el pasado había conocido sus nombres. El tira y afloja
que había jugado con sus recuerdos en el Omniverso a menudo provocaba
que dudara sobre las cosas que creía saber. Aún se estaba recuperando del
viaje en la nave radiante del otro lado hasta aquí, un viaje que casi le había
matado, a pesar de las medidas protectoras de la nave ser. El fragmentario le
había protegido lo mejor que había podido antes de escapar de las reducidas
dimensiones de su prisión. Quinn esperaba que hubiera conseguido volver a
casa.
Junto a sus pies descansaba una pequeña bolsa de cuero que contenía sus
posesiones: pasta de dientes del hospital, varias mudas y un juego extra de
tejido ocular para cubrir el ámbar chalin. Le habían arrebatado sus ropas, las
sedas de los chalin, y la daga de Ci Dehai, pero no necesitaría todas esas
cosas por el momento.
Estaba listo para volver a casa.
Esperaba que Helice Maki comprendiera que dejarle ir sería lo más
prudente, puesto que le habían retenido durante siete semanas y les había
contado todo lo que sabía. Bueno, no todo. Ocultó los errores que había
cometido, su visita a la Estirpe, y los enemigos que había hecho allí. El relato
que divulgó explicaba que había recuperado sus recuerdos del Omniverso y
que, gracias a su profundo conocimiento de ese mundo, había conseguido que
los tarig no le descubrieran mientras tejía una alianza con Yulin, el líder
chalin, y con el tarig que quería el contacto con la Rosa.
De todo lo que le había contado a sus interrogadores, la historia de
Johanna había sido el detalle más prominente. En principio, Helice y sus
secuaces lo habían rechazado, pero el tema seguía apareciendo. Debía de
haber algo que proporcionara energía al Omniverso y sus necesidades
antinaturales. Pero, ¿cuántas posibilidades había de que Johanna hubiera
conocido un secreto tan delicado? Muchas, razonaba Quinn. Vivía entre los
tarig, y tenía motivos para investigar un peligro de esa índole. El equipo que
le interrogaba trataba de dar con un punto flaco en la versión de Quinn, en la
lógica que subyacía en dicha teoría.
Para empezar, la cronología no concordaba. Johanna había dicho que a la
Rosa le quedaban cien años. ¿Cómo era posible que la Rosa se colapsara a
esa velocidad, mayor que la de la luz? Desgraciadamente, habían encontrado
un método para conseguirlo. Podía hacerse con una transición cuántica a un
estado de fase menor, aseguraban. Dado que la materia siempre trata de
alcanzar el estado de menor energía posible, de igual modo que el agua
siempre cae colina abajo, si la Rosa no se encontraba ya en el estado de
menor energía posible, podía realizar un salto cuántico y disolver toda la
materia a un estado de plasma caótico de partículas subatómicas. Ni siquiera
nos enteraríamos. Solo era una teoría. Pero, ¿podían hacerlo los tarig?
Quinn no tenía la menor duda. El reciente colapso de algunas regiones
estelares que tanto había confundido a los astrónomos había sido una primera
prueba de los tarig, obviamente.
Los motores de Ahnenhoon iban a ponerse en marcha.
De modo que, mientras Quinn descansaba y se recuperaba en casa,
Minerva buscaría un modo de inutilizar esos motores. Era el tipo de problema
que los técnicos saboreaban con deleite: un desafío de ingeniería que nada
tenía que ver con los asuntos políticos y culturales del Omniverso.
Mientras Minerva le interrogaba sin descanso, Rob había venido a
visitarle y le había hecho saber que Mateo, Emily y Caitlin estaban bien. Rob
lloró al ver a Titus, lo que hizo que a Titus se le hiciera un nudo en el
estómago, y estrecharon sus manos. «Vuelve a casa», había dicho Rob.
Quería hacerlo. Estaba harto de Helice Maki y Booth Waller, y del resto
del equipo que trabajaba para obtener la verdad, para obtener una versión más
apropiada, que no echara a perder sus objetivos financieros. Una ruta a las
estrellas. Usar el río Próximo. Negociar con los tarig para obtener las
correlaciones, para obtener derechos de transporte. Debía de haber algo que
los tarig quisiesen.
Desde luego. Querían la Rosa.
Hubo días malos, cuando Helice insistió en que otros debían cruzar para
verificar el relato de Quinn. Para buscar otras opciones. Pero no durarían
mucho allí; les identificarían de inmediato. El idioma. Aunque aprendieran la
lengua lucen te, hablarían con acento. Cometerían errores y morirían. Helice
terminó por rendirse. Ella y Quinn se miraron con odio en los ojos. Minerva
le necesitaba. Y la verdad era que él necesitaba a Minerva, necesitaba el arnés
y el viaje de vuelta.
El viaje de vuelta. Ya echaba de menos todo lo que había dejado atrás en
el Omniverso. Sentado, contempló las flores amarillas. Le ponían nervioso.
Demasiado ornamentales, demasiado hermosas.
Oyó un ruido a su espalda y se giró. Era Helice Maki.
Helice caminó hacia él: pequeña, atlética, de buen humor. Por un instante,
echó de menos a Anzi, su franqueza y su silenciosa sabiduría.
—Me dijeron que te encontraría aquí —dijo Helice.
—Y aquí estoy.
Helice se sentó, con las piernas cruzadas, en la hierba, para estar frente a
él.
Quinn gesticuló en dirección de las flores.
—¿Qué son esas cosas amarillas, lo sabes?
—Narcisos.
—Sí, narcisos. —Quinn pensó que el nombre carecía de la elegancia de
«rosa».
Quinn musitó:
—¿Alguna vez has pensado en lo extrañas que son las flores? Son mucho
más de lo estrictamente necesario para atraer insectos. Es como si alguien se
hubiera dejado llevar por un impulso creativo.
—La evolución sigue impulsos. Está llena de excesos y experimentos.
Quinn pensó que los tarig habían usurpado la evolución en su mundo;
habían copiado los productos de la evolución de la Rosa. Entre las maravillas
que Quinn trajo de vuelta se contaba la atractiva imagen a las demás criaturas
copiadas del universo de la Rosa: seres como los hirrin, las gondi y los jout.
La humanidad aún tenía ante sí la tarea de descubrir cómo se llamaban a sí
mismos en sus propios mundos, y cuáles eran esos planetas. Pero
permanecían ahí fuera, esperando el contacto, si podían encontrarse las rutas.
Helice interrumpió sus pensamientos:
—¿Así que no hay flores en el Omniverso?
—No. —Quinn miró más allá de Helice, más allá de las flores—. Uno
llega a acostumbrarse a su ausencia, y no las echa de menos.
Helice le observó detenidamente.
—Has cambiado —dijo.
—¿De veras? —El rostro de Quinn era el de otro hombre, pero supuso
que no se refería a las mejillas y los ojos dorados.
—Sí. Ya no eres tan susceptible.
—No, Helice, soy muy susceptible. Pero ahora estoy un poco cansado,
eso es todo. Cansado de hablar contigo y con Booth y los demás. Pero aún
tienes que tener cuidado cuando trates conmigo. —Quinn la miró fijamente,
hasta que Helice apartó la mirada.
—Quinn, sé que te estamos sometiendo a un interrogatorio muy
exigente…
Quinn alzó la mano.
—No te disculpes. Quizá cuando vea a Mateo de nuevo y cuente los
dedos de sus manos y sus pies, quizá entonces esté preparado.
Helice se sobresaltó para sus adentros. Era muy consciente de que no
había sabido tratar a Quinn. Pero había vuelto, incluso aunque su hija siguiera
encarcelada entre los inyx. Helice estaba segura de que Quinn había tomado
riesgos por Sydney estando allí, aunque no lo admitiría.
La envidia la corroía. Quinn estaba ahí sentado, tras haber visitado un
mundo de maravillas, una galaxia aislada, de cielos imposibles y criaturas
improbables. Las cosas que Quinn había descrito, el Destello, el extraño río,
los voladores adda, los tarig, los dominios y sus culturas, la ciudad en el
cielo; todas esas cosas habían estado orbitando la mente de Helice durante
semanas. Soñaba con ellas. Y despreciaba a Tifus Quinn por haber ido allí en
primer lugar, y su desprecio por él adquiría mayores proporciones cuando
recordaba las palabras de Quinn en relación a las posibilidades que habría
tenido ella en ese lugar: «No te gustaría el Omniverso, Helice. No estarías en
lo más alto de la pirámide alimenticia. Créeme».
Ahora, sentada junto a él en el jardín, Helice contempló con inquietud la
bolsa que descansaba a los pies de Titus.
—¿Vas a algún sitio?
—A casa. Tengo que ir a casa.
—Sí, pronto. Tan solo unas pocas…
Quinn estaba negando con la cabeza.
—No. Hoy. Voy a volver a casa hoy. La nave despega en tres horas.
Necesitaré un asiento.
Helice se puso en pie. Aún no le dejaría marchar. ¿Cómo podría hacerlo?
Quinn sabía más de lo que había contado, mucho más.
—Haré un trato contigo. Danos una semana más, y esta vez, cuéntanos el
resto. Sin ocultar nada.
Lentamente, Quinn se puso en pie.
—En realidad, ya os he contado todo lo importante. El resto es personal.
Se encararon; Helice hizo un gran esfuerzo por controlar su irritación.
¿Cómo podía considerar cualquier cosa relativa a ese universo algo personal?
Helice habló, tratando de reprimirse:
—Aún perteneces a Minerva, Quinn. Tenemos el arnés, y la plataforma.
Si quieres volver allí donde se encuentra tu hija, tendrás que demostrar que
eres una buena avanzadilla. Tendrás que ser, como mínimo, honesto.
Quinn recogió la bolsa y la colocó con cuidado en el banco con un
movimiento tan preciso y controlado que Helice pensó que iba a golpearla.
—Quizá no has estado prestando la suficiente atención, Helice.
Necesitamos un medio fiable para cruzar. Tu módulo laboratorio y tu arnés
no serán la puerta de acceso. No son suficientes.
—Quizá no —replicó Helice—, pero, por ahora, sigues necesitando ese
arnés, y a nosotros.
Quinn la miró como si Helice no fuera demasiado inteligente.
—Conozco a un tarig que abrirá la bonita y enorme puerta que
necesitaremos para enviar naves al otro lado, para encontrar rutas que nos
lleven a los lugares a los que queramos ir. Sin esa puerta, no tenemos rutas, ni
contacto, ni salvación.
Quinn alzó una mano para evitar que Helice respondiera.
—Y soy yo el que conoce a ese tarig, y el único que tiene una
oportunidad de traer las correlaciones a casa.
Se miraron el uno al otro y, a juzgar por la expresión de Quinn, supo que
llevaba ventaja. Él, un ex piloto de pasado atormentado y malos modales.
Su rostro era firme y parecía calmado. Hacía que Helice deseara verlo
vacilante pero, en lugar de eso, las palabras de Quinn fueron como pequeñas
heridas en la piel de Helice:
—¿Entiendes por qué vas a conseguirme un asiento en esa nave que se
dirige a la Tierra hoy mismo? ¿Entiendes por qué no te necesito?
Quinn inclinó la cabeza en un gesto de curiosidad.
—Sigues mi razonamiento, ¿verdad, Helice?
A Helice le ponía enferma tener que admitir que Titus Quinn ejercía ese
tipo de poder sobre ella. En voz apenas audible, dijo:
—Sí.
—Bien.
Helice miró los ojos equívocos de Quinn, de un azul falso, coloreados en
los bordes con un matiz dorado, un pequeño halo que servía como
recordatorio de que ahora tenía ojos chalin.
—Te conseguiré un asiento en esa nave. —Las palabras dejaron un
regusto amargo en la boca de Helice.
Quinn asintió.
—Bien. Quizá entonces podamos pasar por alto lo mucho que nos
despreciamos el uno al otro. Merece la pena intentarlo. —Quinn se echó la
bolsa a la espalda.
Helice le bloqueó el paso y dijo:
—Nunca lo olvidarás, ¿no es así? El modo en que he manejado todo esto.
—¿Acaso pensabas que el Omniverso iba a mejorar mi carácter? —Una
sonrisa irónica adornó el rostro de Quinn.
Eso provocó que Helice esbozara una pequeña sonrisa en respuesta.
Quinn aún era un hombre apuesto cuando sonreía, a pesar de la cirugía, y a
pesar de la cicatriz que recorría su mejilla y que, según decía, había sido cosa
de un niño tarig. Otro asunto personal, había dicho.
Se miraron a los ojos por unos instantes, y se comprendieron el uno al
otro. Ya había quedado claro quién estaba al mando.
Un pájaro trinó cerca de allí, un canto de alegría, o quizá una
manifestación de la lucha mortal por territorios donde anidar.
Ese sonido hizo que Quinn sintiera ganas de estar de vuelta en casa, lejos
de Helice y Minerva. Le hacía mucha falta dar un largo paseo por la playa.
Miró a Helice, su extraño cabello oscuro y sus llamativas ropas, y sintió
que pertenecía a una especie completamente distinta. Él no formaba parte de
la élite de la Rosa. Lo había hecho en el pasado, en un pasado que parecía
extrañamente distorsionado. Pero había renunciado a la educación adecuada
cuando se convirtió en piloto y rechazó pertenecer a las corporaciones que
controlaban el saber del mundo, que lo controlaban porque ellos sí que
podían entenderlo.
Bien, si no formaba parte de sus filas, que así fuera. Era el otro mundo
donde tenía que ser un experto.
Y lo era.
Más tarde, ese mismo día, ocupó el último camarote vacío en una nave
dirigida a casa. A través del puesto de observación, contempló las oscuras
profundidades de la Rosa y, por primera vez en su vida, la imagen le pareció
muy extraña.
Capítulo 31

D os gaviotas se disputaban una almeja en la orilla; ambas perdieron el


trofeo, y alzaron el vuelo con airados graznidos.
Quinn, de regreso a casa, siguió las huellas que había dejado en el trayecto
anterior, que comenzaban a deformarse en la húmeda arena, se achataban y se
desfiguraban. Por encima de su cabeza, algunos cirros semejantes a los restos
de una sábana flotaban en el cielo. Sin duda, al cielo le vendría bien una
sábana de nubes. Era demasiado extenso, demasiado vacío; parecía milagroso
que su sustancia etérea se mantuviera en su lugar o sirviera a algún propósito.
A excepción de un inexorable viento proveniente del océano, el día era
cálido, y Quinn caminaba descalzo, con los zapatos en la mano, satisfecho de
contar aún con sus diez dedos de los pies. Esta vez, además, conservaba sus
recuerdos.
Sus pensamientos volvían una y otra vez al túnel en el muro de adobe, el
que sin duda había tardado años en horadar, en dar a la materia la forma
deseada. Se había preguntado en ocasiones cómo solía pasar el tiempo, cómo
logró adaptarse a la sociedad tarig, o a lo que quedaba de ella, y odió la
imagen que conjuró, de indolencia y comodidad. Y, dado que no podía
recordar demasiado de ese tipo de vida, se había visto obligado a imaginar
desagradables escenas de extravagancia y dejadez.
Pero, en realidad, había estado trabajando en su dormitorio.
Chiron había sentido curiosidad. «¿Qué haces ahí metido, tú solo?».
«Leo, paseo por el jardín».
«Ven aquí».
«Quizá mañana». Recordaba la expresión que adoptó el rostro de Chiron:
decepción, un atisbo de ira. Algunas veces era capaz de mantenerla a raya.
Ahora, lejos de la ciudad brillante, tan lejos que la distancia era
inimaginable, se sentó en un tronco que había hecho caer la reciente
tormenta. La playa, con su incansable marea y su firme horizonte, era el
mejor lugar de la Rosa.
A lo lejos se acercaba una figura que seguía el rastro de la menguante
marea. Caitlin le saludó.
Quinn la esperó, contento de verla, agradecido por las pocas preguntas
que le había hecho acerca de su viaje. Una de ellas había sido: «¿Qué hiciste
con la aldaba?».
—La enterré —replicó Quinn. El rostro en la aldaba era el de Hadenth,
aunque entonces no podía saberlo.
Cuando llegó Caitlin, Quinn se fijó en que llevaba una bolsa llena de
conchas.
—¿Has encontrado algo?
—La marea siempre deja cosas. —Caitlin ató con mayor fuerza el nudo
del pañuelo que llevaba atado a la cabeza para evitar que el pelo le golpeara
el rostro—. ¿Te apetece sopa?
—Me apetece casi siempre, sí.
Caitlin sonrió.
—Quiero decir sopa casera y pan horneado.
Quinn se puso en pie, y recogió sus zapatos.
—Claro. Siempre que pueda mojar el pan.
—Mojar pan y sorber es una manera de felicitar al cocinero.
Caitlin comenzó a caminar, y Quinn la siguió.
—Los niños se pasan todo el día jugando con los trenes, Titus. Me
aterroriza que rompan algo.
—No hay motivo. Si se rompe algo, lo arreglaré.
Caitlin caminó con mayores zancadas para mantener el ritmo de Quinn,
que se detuvo al instante siguiente. Estaba contemplando el océano.
—¿Estás bien? —preguntó Caitlin.
Quinn no respondió, pero siguió mirando hacia el horizonte. Caitlin
supuso que no estaba viendo nada en absoluto. Permaneció a su lado unos
momentos y contempló las olas, que rompían cerca de la orilla.
—Titus, ¿estás seguro de que quieres cuidar de esos dos granujillas
durante toda una semana? —Caitlin y Rob comenzaban el día siguiente unas
vacaciones para pescar en el golfo de México que habían aplazado
demasiadas veces.
—Sí. Les llevaré a remar en el kayak sin chalecos salvavidas y les
enseñaré a hacer bombas caseras. —Se giró, y miró con una encantadora
sonrisa a Caitlin. La sonrisa no había cambiado, aunque la familia al
completo estaba tratando de adaptarse a los rasgos alterados. A Caitlin, sin
embargo, le gustaba el nuevo Quinn. Era menos locuaz, más tranquilo. Si
mejoraba aun más, quizá Caitlin tuviera que entrar en un convento.
Continuaron caminando, en silencio esta vez, hasta que avistaron la casa.
Rob les saludó desde el porche.
Caitlin saludó en respuesta. Para evitar que les interrumpieran antes de lo
debido, Caitlin plantó un pie en la fría arena y miró a Quinn.
—¿Qué edad tendría, Titus? —Sabía que siempre estaba pensando en
Sydney.
—¿Edad? Casi veinte, creo… estará muy cambiada cuando la traiga a
casa. —Quinn miró el horizonte, que se perdía a lo lejos—. Me temo que
parecerá una joven Johanna.
Caitlin suspiró.
—Eso sería maravilloso. Y duro.
—Es una buena síntesis. —La expresión de Quinn cambió de repente, y
Caitlin siguió su mirada; contemplaba la duna más cercana, donde apareció
Mateo.
—¡Tío Titus! —Mateo saludó con la mano, llamando a su tío para que
viera el último tesoro que había encontrado en la playa.
Titus se giró hacia Caitlin.
—¿Puede esperar la comida? —le preguntó.
Caitlin asintió, y Quinn se dirigió a la duna, donde le esperaba Mateo.
—Solo tardaremos un segundo —dijo.
—Tómate el tiempo que necesites, Titus —le dijo Caitlin mientras se
alejaba.
Agradecimientos

M uchas gracias a los primeros lectores de este manuscrito: Karen Fishler,


Barry Fishler, Gary Nunn, Barry Lyga, y, como siempre, a mi marido,
Tom Overcast. Sus comentarios y sugerencias mejoraron en gran medida la
historia y me evitaron olvidos embarazosos. ¡Aplaudo a todos los que se
atreven con una primera lectura! Barry Lyga tuvo el detalle de leer la novela
dos veces, y mi marido… bueno, hemos perdido la cuenta. Estoy muy
agradecida por las sugerencias que ofreció Robert Metzger, aunque en
términos científicos me tomé libertades más allá de los consejos recibidos.
Estoy en deuda con mi agente, Donald Maass, por aportar una perspectiva
más amplia, que a menudo se pierde entre la multitud de páginas. Su
confianza en esta historia fue un factor fundamental para mantenerme
centrada en la escritura del primer libro y para tener fe en los tres que
vendrán. Durante estos años, en los que he estado centrada en “El Omniverso
y la Rosa”, el apoyo y los consejos de Mike Resnick han sido de gran ayuda.
Además, fue Mike quien colaboró conmigo en primer lugar en un relato corto
vendido a un editor con el que nunca había trabajado, Lou Anders. Estoy
entusiasmada ante la idea de formar equipo con Lou y Pyr en el debut de mi
primera serie.

También podría gustarte