Tema 3. San Agustà N. 2

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TEMA 3: SAN AGUSTÍN (354-430 d. C.

)
San Agustín pertenece a la Patrística, el pensamiento de los primeros padres de la
Iglesia. Es un filósofo-teólogo que realiza la primera gran síntesis entre el cristianismo y
las filosofías platónica y neoplatónica, y recibe la influencia de doctrinas pertenecientes
a las escuelas helenísticas: el escepticismo y el estoicismo de Séneca (ideal de vida
moderada regida por la razón). Respecto a la filosofía platónica y neoplatónica
comentará: “Nadie se ha acercado tanto a nosotros”.
Con esta síntesis pretende apoyar los dogmas de la fe mediante el saber filosófico,
esto es, fundamentar filosóficamente la fe; y creará las bases de la filosofía cristiana
medieval.
Obras anteriores a su conversión: “Contra los académicos”, “Soliloquios” y “Sobre la
vida feliz”.
Obras posteriores a su conversión: “Sobre la inmortalidad del alma”, “Confesiones”
(una obra en la que se dirige a Dios para confesarle su vida desordenada antes de su
conversión; con esta obra se inaugura el género autobiográfico), “Sobre el libre
albedrío” y “La ciudad de Dios”.

TEORÍA DEL CONOCIMIENTO

San Agustín de Hipona ve el conocimiento en función de un fin: lograr la verdadera


felicidad, que en su caso se identifica con la beatitud (ideal del santo).
La búsqueda de la verdad se encuentra impulsada por el amor, pero no por el amor
egoísta, fruto del deseo desordenado, que se pierde en las vanidades del mundo, sino por
el amor espiritual u ordenado (caridad), que busca elevarse hasta la verdad única,
inmutable y eterna (la verdad divina). Este amor es el que hace que el alma tienda hacia
Dios. Así, va a entender la filosofía como una continua búsqueda de la verdad que nos
guía en la práctica del bien para la consecución de la felicidad, y no como una tarea
puramente teórica y académica.
La teoría agustiniana del conocimiento procede de lo exterior a lo interior, o sea,
del mundo sensible al alma humana, y de lo interior a lo superior, es decir, del alma a
Dios. Parte del conocimiento sensible o imperfecto, que por su variabilidad no
garantiza ninguna certeza, siendo sólo mera contingencia y apariencia del ser (para San
Agustín, al igual que opinaba Platón, el conocimiento sensible es el grado más bajo de
conocimiento, engendra doxa u opinión, que es un conocimiento cambiante y sin valor),
y desemboca en el escepticismo, a no ser que en el interior encuentre algunas verdades
indubitables. Y efectivamente, San Agustín encuentra en su interior ciertas verdades que
son indubitables, que incluso los escépticos tienen que afirmar, como por ejemplo los
primeros principios lógicos tales como el “principio de contradicción” o el de
“identidad”, las verdades matemáticas, entre otros; también es indubitable para él el
hecho mismo de la duda, y que si dudo o me engaño, es porque soy o existo (halló, por
tanto, esta certeza primaria que Descartes formulará en el siglo XVII de forma
parecida). Con todo esto, San Agustín concluye que es en el interior del ser humano
donde habita la verdad (hay que volcarse hacia el interior de sí mismo).
La búsqueda de la verdad es, pues, un camino de la interioridad, que consiste en
olvidarse del mundo externo y adentrarse en el alma humana, hacia el interior de sí
mismo. Arranca, así, su pensamiento de una llamada a la interiorización: “No salgas
fuera, vuélvete hacia ti mismo; la verdad habita en tu interior” (a través de la
experiencia interior se llega a la obtención de la sabiduría y, por ende, al amor; ligada a
esta búsqueda está también su sentencia: “Conócete, acéptate, supérate”). Este es su

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punto de partida de la búsqueda de la verdad, la intimidad de la conciencia (replegarse
sobre sí mismo), y no el exterior; la sabiduría, como veremos, se encuentra en uno
mismo.
Seguidamente, tiene lugar un proceso de autotrascendimiento que consiste en
emprender un camino de ascensión espiritual (de lo interior a lo superior), que recorre
dos grados: el conocimiento discursivo o ciencia (razón inferior), también
denominado conocimiento racional inferior que nos proporciona conceptos
universales sobre la realidad material y que es un conocimiento para el que se basta la
razón, aunque se sirve de la experiencia sensible, es decir, este tipo de conocimiento
racional se dirige a lo que hay de universal y necesario en la realidad temporal (como
los conocimientos matemáticos). Y el conocimiento intuitivo (razón superior) o
conocimiento racional superior. Este es el verdadero conocimiento, el que se ocupa de
objetos inmutables y eternos, a los que accede directamente el alma sin necesidad de los
sentidos. Este es el conocimiento racional superior, la filosofía o sabiduría, que se
ocupa de las verdades eternas, universales y necesarias tales como los principios éticos
generales, la existencia e inmortalidad del alma y de Dios. Este conocimiento no se
obtiene por los sentidos, pero tampoco la razón se basta a sí misma porque cuando el ser
humano mira en su propio interior (interiorización) lo que descubre es su pequeñez,
finitud y limitaciones de todo tipo. Pero al mismo tiempo le hace ver que, sin embargo,
posee ciertas ideas inmutables, muy superiores a él, que exceden por completo a la
limitada y mudable razón humana y que tienen que tener por tanto su origen en un ser
superior. Y este descubrimiento le mueve a autotrascenderse (ir de lo interior a lo
superior), y le impulsa a reconocerlas como realidades que tienen su fundamento en la
mente divina, en Dios, ser inmutable. Encuentra, pues, verdades inmutables y eternas en
sí mismo que poseen caracteres superiores a la naturaleza humana (mutable y finita).
Según su Teoría de la Iluminación estas verdades eternas no pueden ser
desarrolladas a través de los sentidos sino que se deben buscar en la intimidad de la
conciencia, en el alma, donde Dios las ha puesto y, por tanto, el ser humano debe
descubrirlas en su interior. La verdad no está en la realidad, sino en el alma y se conoce
a través de la iluminación divina.
El ser humano alcanza el conocimiento de estas verdades eternas, después de la
interiorización y autotrascendencia, gracias a una iluminación que Dios concede al
alma. Igual que el Sol ilumina y hace visibles los objetos materiales, Dios es la luz
divina que ilumina nuestra mente y hace visibles las ideas y verdades eternas; este tema
tiene un referente neoplatónico, ya que Plotino (siglo III d. C.) identificaba a Dios con el
Sol, una especie de luz trascendente. Estas ideas son innatas y, a diferencia de Platón,
no las posee el alma en forma reminiscente, no las adquiere por recuerdo, sino que
surgen en nuestra mente por irradiación divina (por iluminación: una intuición
intelectual que el alma descubre en su interior y que la lleva a trascenderse).
La iluminación divina es, pues, imprescindible para acceder al más elevado
conocimiento (sabiduría); San Agustín afirma que el alma no se siente satisfecha hasta
que no descansa en esta sabiduría, que es su anhelo, su gran amor. De este modo, el
amor mueve el alma hacia las verdades eternas, y al igual que en Platón, el amor se
presenta como un elemento fundamental en su teoría del conocimiento.
Cabe interpretar este proceso de iluminación como una revelación natural. Dios ha
hablado no solo mediante una palabra externa expresada en la Biblia, sino que se
implica en el mismo proceso de la mente humana para ayudarla por sí misma a conocer
de forma cierta, y hacerle comprensible la fe.
La iluminación es también un proceso moral. No se da en cualquier alma, sino
solamente en “aquella alma santa y pura”.

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En torno al debate de las relaciones entre Fe y Razón se generaron dos posturas:
1) La confrontación (razón y fe son antinómicas, dicotómicas): modelo que
siguieron los apologetas de los primeros siglos, cristianos que escribieron
apologías (defensas) del cristianismo dirigidas a paganos, a judíos, y a doctrinas
heterodoxas del mensaje cristiano, y cuya posición se resume en la sentencia
atribuida a Tertuliano, filósofo académico convertido al cristianismo (siglos II-
III), “Credo quia absurdum” (“Creo porque es absurdo”). Exactamente, afirmará
que la resurrección de Cristo es verdadera porque es imposible, y es digna de ser
creída porque es absurda. En ella se expresa la convicción de que la fe es más
fuerte cuando no se apoya en razones, y que la sabiduría de Dios es
incomprensible para el ser humano. Tertuliano mantuvo una actitud negativa
hacia la filosofía y afrmó que el filósofo es el amigo del error, mientras que el
cristiano es enemigo de la mentira. Este filósofo pertenece a la denominada
corriente irracionalista cristiana.
2) La conciliación (colaboración o complementariedad): San Agustín, por el
contrario, piensa que no es posible creer sin razones. Así, la razón ayuda al ser
humano a alcanzar la fe; y la fe orienta e ilumina a la razón, la fe es, por tanto,
una iluminación de Dios que despierta la comprensión de la razón. Y la razón, a
su vez, contribuirá al esclarecimiento de los contenidos de la fe. Si la razón
entiende, la fe es más firme. Razón y fe son fuentes de conocimiento verdadero
porque nos ha sido otorgadas por Dios (no solo no se oponen, sino que se
ayudan y complementan). Así, frente a los irracionalistas cristianos, como
Tertuliano, San Agustín defenderá que la religión cristiana sí es compatible con
el ejercicio de la inteligencia y la razón.
La máxima de San Agustín en torno a este problema será: “Creer para entender”
(es una expresión del predominio de la fe; hay que tener fe, creer, para usar
correctamente la razón. Para entender a Dios y al mundo hay que partir de la verdad
revelada, es decir, sin la creencia en los dogmas de la fe no podremos llegar a
comprender la verdad, Dios y todo lo creado por Dios). Y “Entender para creer” (en
clara alusión al papel subsidiario, pero necesario, de la razón como instrumento de
aclaración de la fe: la fe puede y debe apoyarse en el discurso racional ya que,
correctamente utilizado, no puede estar en desacuerdo con la fe y afianza el valor de
ésta; por tanto, la fe del cristiano no debe ser una fe ciega, sino que debe apoyarse en la
razón).
La fe (que nos da a conocer la verdad en plenitud) y la razón (que nos acerca a la
verdad parcialmente) colaboran en el conocimiento de la verdad, porque razón y fe no
son incompatibles: la fe se encarga de dirigir nuestra inteligencia en la búsqueda de la
verdad, y la razón nos permite entender los contenidos de la fe, que así recibe el apoyo
por parte de nuestra inteligencia. Para San Agustín existe una sola verdad, la revelada
por la religión, y la razón puede contribuir a conocerla mejor. Así, San Agustín se
opondrá también a la teoría de la doble verdad: razón y fe son fuentes independientes de
conocimientos, cuyas verdades pueden ser contradictorias entre sí.
En conclusión, para San Agustín no hay rivalidad entre Razón y Fe, sino que ambas
deben ayudarse mutuamente. La fe no es algo irracional sino que fe y razón van juntas
(aunque siempre debe predominar la fe) y se complementan. Siglos más tarde, San Juan
Damasceno (s. VIII) formulará esta relación entre razón y fe mediante una frase que fue
muy repetida en los siglos posteriores: “la filosofía es esclava de la teología”.

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EL PROBLEMA DE DIOS (TEOLOGÍA) Y DE LA REALIDAD

A Dios San Agustín lo conoce por fe. Pero además está convencido de que se puede
demostrar su existencia mediante diversos argumentos racionales:
El principal para San Agustín es el basado en el conocimiento racional o de las
verdades eternas (argumento epistemológico): dichas verdades, por ser inmutables,
no puede haberlas creado el ser humano, que es un ser mudable y finito; por tanto, su
fundamento tiene que estar en un ser inmutable y eterno: Dios. Y éstos son
precisamente los principales atributos divinos: la eternidad y la inmutabilidad. En este
argumento demuestra la existencia de Dios partiendo del pensamiento mismo (a priori),
sin embargo, las pruebas de carácter aristotélico, aportadas por Santo Tomás de Aquino
en el s. XIII, partirán siempre de la experiencia de los sentidos (a posteriori).
También demuestra la existencia de Dios por el orden del universo (argumento
cosmológico), que requiere un supremo ordenador, que sería Dios. Otro argumento
sería el psicológico: el ser humano descubre con absoluta evidencia a Dios en su alma.
Y, finalmente, utiliza el argumento histórico o del consenso (creencia universal): la
mayoría de los seres humanos afirman que existe una divinidad, que creó el mundo.
San Agustín muestra poco interés por el conocimiento del mundo material, salvo el
problema de su creación: Dios crea el mundo a partir de la nada, por un acto de libre
voluntad, tomando como modelos para formar los seres las ideas que se encuentran en
su Mente (teoría del ejemplarismo: las ideas son los modelos, ejemplos o arquetipos
de todas las cosas posibles conforme a los cuales creó el mundo, esta teoría está
inspirada en el platonismo), pero como los seres creados incluyen en su composición la
materia, siempre poseen cierta imperfección. La creación, además, no es instantánea, es
decir, el mundo no fue creado tal y como nosotros lo encontramos ahora, sino en sus
razones seminales o gérmenes (doctrina de las razones seminales), que se fueron
desarrollando después con el tiempo. Esto es, no todos los seres existen desde el
principio, sino que Dios implanta en la materia las razones seminales de todos ellos, y
luego van desarrollándose en el tiempo preciso que la Providencia ha dispuesto para su
aparición. No se trata, por supuesto, de una evolución en el sentido moderno de la
palabra, ya que, para San Agustín, las especies son inmutables (corresponden a las Ideas
divinas) y están en la materia desde la creación del mundo. Esta doctrina se basa, en
cierta medida, en la teoría aristotélica de la potencia y el acto.
San Agustín va a rechazar el concepto neoplatónico de “emanación” y aceptará el
concepto bíblico de la “creación”, afirmando de este modo la absoluta trascendencia
de Dios (no forma parte del mundo). Además, Plotino describía la emanación como un
hecho necesario en el que no interviene la voluntad del creador; por el contrario, para
san Agustín, Dios no se desborda, sino que crea el mundo a partir de la nada en un
acto absolutamente libre y amoroso.
El creacionismo, defendido por San Agustín, explica, por tanto, la existencia del
mundo, del universo como creación libre y voluntaria de Dios a partir de la nada (ex
nihilo), lo que implica la no eternidad del mundo, su temporalidad y contingencia.
Además, no hay un antes de la creación, ya que el tiempo mismo nació con el mundo,
siendo ambos simultáneos (“el tiempo mismo es creatura”), o sea, el mundo y el
tiempo han sido creados por Dios desde la nada.
Así, junto con el mundo material, fue creado el tiempo. Antes de la creación no
había tiempo, sólo el Dios eterno, y ser eterno significa estar fuera del tiempo, no tener
un antes y un después. Para san Agustín, pensar en la realidad del tiempo representa un
problema, tal y como queda expresado en su obra Confesiones: “¿Qué es, pues, el

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tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; si he de explicarlo a quien me lo pregunta, no lo
sé”. A pesar de mostrarse perplejo ante la inmensidad de este asunto, llega a considerar
que ni el pasado ni el futuro existen, solo el presente (este instante) tiene existencia real,
ya que el pasado solo existe en el presente que lo recuerda, y el futuro, solo en el
presente que lo imagina.
Los filósofos griegos van a poner a Dios en relación con el cosmos: Platón como
Inteligencia ordenadora; Aristóteles como Motor y Causa final; el estoicismo como
Razón Cósmica. San Agustín, según la doctrina de la creación del cristianismo, también
lo relaciona con el cosmos, pero añade, en consonancia con el mensaje cristiano, una
doctrina de la historia, esto es, pone a Dios en relación con la historia: Dios es
providente y se ocupa directamente de los asuntos humanos, de la marcha de la historia;
además, Dios se hace hombre en un momento histórico preciso y entra en la historia
humana. Mientras que en la concepción filosófica griega, la divinidad no se preocupaba
de los seres humanos ni tenía relación con el mundo humano o la historia.
Así, esta creación no es abandonada por Dios una vez creada, sino que Dios la cuida
y gobierna y para ello ha concebido un plan para el mundo y este plan se expresa en la
ley eterna. Por ello, le surge a San Agustín el problema del mal, ya que si el mal
existiera sería algo creado por Dios siendo así él mismo malo. La solución, para San
Agustín, es considerar que todo lo creado por Dios es bueno, siendo el mal o la
imperfección no algo real, sino carencia de ser o perfección. Además, el mal sólo lo es
en tanto individual y concreto pero no para la totalidad de la creación en donde siempre
resulta de él un bien mayor. San Agustín, comentando a Pablo dice: “Dios no habría
permitido el mal si no hubiera querido hacer de este mal un bien mayor”. Explicará de
igual modo, como veremos en su ética, el mal moral humano que es fruto de un bien
mayor: la libertad.
La ontología dualista de Platón está también en la síntesis agustiniana. San Agustín
diferencia dos realidades: Dios y los seres creados. Dios es el ser subsistente, la Summa
essentia y como tal es inmutable y eterno. Se asimila, igual que hizo el platonismo, con
el bien máximo. Los demás seres son por participación, es decir, necesitan de Dios para
existir, y están sujetos al puro devenir, a la temporalidad.
San Agustín, nos habla, pues, de un orden jeráquico en su interpretación de la
realidad. En la cima se encuentra Dios, causa de todo. Después están las almas que, sin
ocupar espacio pero sí tiempo, buscan, inquietas, la verdad eterna en su interior. Y en un
nivel inferior se encuentran los cuerpos y todas las cosas materiales.

EL PROBLEMA DEL HOMBRE: ANTROPOLOGÍA

La cumbre de la creación es el ser humano, que consta de cuerpo (materia) y alma


(forma). La unión entre ambos es, como en Platón, accidental. El alma, que está hecha
a imagen y semejanza de Dios, es inmaterial, inmortal y superior al cuerpo; constituye
ella sola una sustancia o ser, distinto del cuerpo material que es corruptible y mortal
(dualismo agustiniano). Por ello, propiamente hablando el ser humano no es más que
su alma inmortal frente a un cuerpo mortal y corruptible. El alma debe regir el cuerpo
y es su aspiración deshacerse de la materia corporal y volver a Dios de quien procede.
Este desprecio por la materia va a propiciar una visión ética centrada en la purificación
corporal y la primacía de lo espiritual en el ser humano.
A San Agustín sólo le interesa conocer el alma y su relación con Dios. El alma es
espiritual y desarrolla sus funciones a través de diversas facultades, tales como la
memoria (con ella el alma recuerda y su identidad perdura en el tiempo), el
entendimiento (con este el alma entiende y es inteligente) y la voluntad (con esta el

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alma quiere); también es simple (tal como nos la presenta Platón en el Fedón), y como
tal no puede dividirse ni descomponerse en partes y por lo tanto es inmortal, ya que la
muerte es descomposición.
En relación con el origen del alma, San Agustín rechaza la doctrina platónica de la
preexistencia, y de la reencarnación porque van en contra de la creencia cristiana de una
única vida del alma, y sostiene el generacionismo o traducianismo, que en latín
significa transmitir, según el cual el alma se transmitiría de padres a hijos (el alma es
generada por los padres, igual que generan el cuerpo) y también el pecado original que
cometió Adán al desobedecer a Dios. Según San Agustín, esta teoría permite explicar
más fácilmente la transmisión del pecado original, ya que si se defiende el
creacionismo, esto es, el alma es creada directamente por Dios en el momento de la
concepción, resultaría imposible explicarlo sin hacer responsable a Dios. Por otra parte,
la existencia del pecado original hace que el alma necesite la gracia divina, una ayuda
especial de Dios, que la impulsa a evitar el amor a lo sensible y la inclina a amar a Dios,
único camino que garantiza la salvación.
Para San Agustín todos los seres humanos son iguales en dignidad, porque todos son
hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza; mientras que para las culturas griega y
romana no todos los seres humanos eran iguales, como lo demostraba, por ejemplo, la
existencia de la institución de la esclavitud.

EL PROBLEMA DE LA MORAL: ÉTICA

San Agustín en su juventud se acogió a la doctrina de los maniqueos, secta dualista


que admitía dos grandes principios rectores del universo, opuestos entre sí, que eran
sustancias reales: un dios bueno y otro procedente de las tinieblas y malo, representados
alegóricamente como la luz y las tinieblas, respectivamente. El mundo se encuentra,
pues, en una continua lucha del bien con el mal. Por otro lado, el ser humano no podía,
para ellos, ser considerado responsable de actuar mal, dado que no tenía una voluntad
libre, sino que cuando lo hacía era porque estaba dominado por el principio malo. Más
tarde comenzaría a dudar de esta doctrina que mezclaba ideas religiosas y paganas, y se
convertiría al cristianismo, procurando encontrar entonces soluciones al problema de la
existencia del mal y el sentido de la libertad.
El mal tiene dos vertientes: la que se refiere al mal físico (una enfermedad) y la que
podemos denominar como mal moral (una mala acción o, en términos religiosos, un
pecado).
Para resolver el problema de la existencia del mal físico echó mano del platonismo,
que le hizo ver que el mal no es una entidad real, sino que más bien es carencia de bien.
No es, así, algo positivo, sino negativo, una privación o ausencia del bien, un no-ser;
así, el mal físico existe en las criaturas porque son imperfectas y depende de la
mutabilidad y carencia de ser que hay en las cosas creadas. Igualmente San Agustín se
basa en el pensamiento de Plotino para afirmar que el mal es negatividad, privación,
falta de ser; no se trata de una luz impregnada de mal, sino de falta de luz, de oscuridad.
El mal no es ser, y como solo el ser ha sido creado por Dios, el mal no proviene de Él.
De este modo, trata de conciliar la existencia del mal con la bondad divina. Además,
con esta interpretación del mal físico, el planteamiento maniqueo de los dos principios
se venía abajo.
El mal moral, en cambio, hay que entenderlo en el contexto de la antropología
agustiniana, que como ya hemos apuntado, es dualista: el ser humano se compone de
alma (inmortal) y cuerpo (mortal). Al estar estrechamente unido al cuerpo, el ser
humano, como alma, se halla en una condición oscilante y ambigua entre la luz (Dios, el

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bien) y la oscuridad (el mal, el pecado). Esto es debido a que Dios, que es bondadoso,
ha dotado al ser humano de libre albedrío para que pueda escoger entre el bien y el mal
(pecado) y así merecer premio o castigo por sus actos. Es decir, la voluntad del hombre
es libre (así critica a los maniqueos que consideraban que el ser humano no tenía
voluntad libre) y, como tal, puede decidir acercarse al Bien eterno e inmutable que es
Dios o puede alejarse de él, cuando se vuelve hacia los bienes materiales y corporales,
hacia una vida disoluta y desordenada, entregada por completo a vicios y placeres
mundanos. El ser humano, con sus solas fuerzas, es vencido por el pecado. Pero tiene en
su poder el creer en Dios y así alcanzar la ayuda de la gracia divina. El bien moral
consiste en amar a Dios (ética del amor), en dirigir nuestra voluntad hacia Él, y el mal
moral en alejarnos de Él. Así, una acción será buena si es conforme a la ley de Dios y si
no, será mala.
De acuerdo con esto, para San Agustín el mal no ha sido creado por Dios sino que es
causado por nuestra voluntad al apartarse de su verdadero fin, o sea que depende del uso
que hagan los seres humanos de su libre albedrío y el mal físico no es sino una carencia
o privación de algo, es decir, no es ser, no es creación, sino defecto o ausencia de ser y
bien. Así evita San Agustín la necesidad de un principio del Mal al mismo nivel que el
del Bien, como defendían los maniqueos, o tener que atribuir a Dios su paternidad. Dios
sólo es responsable de “lo que es”, no de las carencias o limitaciones.
Para San Agustín, es mejor tener la libertad, y poder pecar libremente, que no
tenerla: pues es la capacidad de libre elección la que confiere mérito a la acción humana
y da sentido al premio o castigo. Si solamente pudiésemos hacer el bien no seríamos
libres y no tendría mérito nuestras acciones. Por eso, Dios nos ha concedido este bien,
aunque a veces se traduzca en decisiones incorrectas, que conducen al pecado, cuando
nuestra voluntad desfallece dejándose ir tras un bien sensible y pospone el bien
supremo, amando más el mundo que a Dios.
Aunque libertad y libre albedrío son, en principio, términos afines, San Agustín
señala que libertad designa el estado de bienaventuranza en el que no se puede pecar,
mientras que libre albedrío se refiere a la posibilidad de elegir entre el bien (con ayuda
de la gracia) o el mal (haciendo caso omiso de ella). El ser humano, pues, no es siempre
libre cuando goza del libre albedrío: depende del uso que haga de él.
La ética agustiniana, aunque inspirada directamente por los ideales morales del
cristianismo, acepta elementos procedentes del platonismo y del estoicismo. Así,
compartirá con ellos la conquista de la felicidad como el objetivo o fin último de la
conducta humana, pero en su caso se identifica con la beatitud; y además, para San
Agustín, este fin sólo se alcanzará en la otra vida, y tras la práctica de la virtud y la
gracia divina; y consistirá en la visión beatífica de Dios.

EL PROBLEMA DE LA SOCIEDAD (HISTORIA)

La consecuencia de su teoría del bien y del mal es la división de los seres humanos
en dos grupos: los que aman y prefieren a Dios por encima de sí mismos, y los que se
ponen o se prefieren a sí mismos antes que a Dios. Y la historia de la humanidad es la
dialéctica de esos dos grupos, que simboliza San Agustín en las “dos ciudades” de su
obra La ciudad de Dios. La ciudad de Dios (o ciudad celeste) vive según la ley de Dios,
reina el orden y el amor de Dios; en la ciudad terrestre vive en contra de la ley de Dios,
y reina el caos y el amor a sí mismo. Ambas ciudades se encuentran en perpetua
rivalidad y lucha. Esta lucha seguirá hasta el final de los tiempos, en que llegará el
triunfo absoluto de la Ciudad de Dios. Así, la ciudad de Dios vencerá a la ciudad terrena
y, tras el Juicio Final, el Bien triunfará porque es inmortal y la victoria será de Dios.

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Para San Agustín, la historia tiene una dirección (lineal y no circular) y un sentido
trascendente: el Juicio Final, el fin del mundo entendido como llegada y realización de
la ciudad de los justos, la ciudad de Dios.

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