La Reconstrucción Del Tejido Social.

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Universidad de Chile

Facultad de Ciencias Sociales


Diplomado de Postítulo en Intervención Comunitaria

Ensayo Grupal

LA RECONSTRUCCIÓN DEL TEJIDO SOCIAL:


Un análisis del estallido social chileno desde una perspectiva psicosocial y
comunitaria

Autores
Natalia Galvez
Bárbara Mora
Óscar Olivares
Claudio Ramírez
Rodrigo Ramírez
Francisco Zapata

15 de julio de 2020
Introducción

El presente artículo propone analizar el caso del estallido chileno de octubre de 2019 a
partir de dos claves interpretativas: “lo común” y la participación. A partir de una
revisión de material documental, archivos de prensa, imágenes, vivencias, nuestro
argumento plantea que durante el estallido social se crean y renuevan prácticas de
participación, así como también se (re)construye tejido social a partir de una lógica de
“lo común”, lo cual se vio expresado en la emergencia de una diversidad de símbolos,
prácticas y significados comunes que marcan un punto de quiebre con el período
precedente.
Todo comenzó en octubre del año pasado (2019), cuando un alza en el costo
del pasaje del transporte público capitalino en $30 pesos desató una oleada de
manifestaciones, a través de evasiones masivas en las estaciones de metro y
protestas a las afueras de estas. Los primeros en convocar a estas manifestaciones
fueron los estudiantes secundarios, a los cuales se fueron sumando más grupos de
estudiantes y de personas que estaban en contra de estas medidas. La situación fue
escalando hasta explotar el día 18 de octubre, cuando se produjeron protestas
callejeras masivas en distintos puntos de la capital, así como la quema de decenas de
estaciones de metro, saqueos y otros hechos de violencia.
La situación tomó por sorpresa a una elite desconectada de las necesidades de
la mayoría de la sociedad. Muestra de ello es que solo 9 días antes de los hechos, el
Presidente de la República Sebastián Piñera, declaraba que Chile era “un verdadero
oasis en una América Latina convulsionada” (La Tercera, 2019), dejando entrever su
desconocimiento del malestar social que se venía incubando en nuestro país por años.
En esta misma línea, el 16 de octubre del mismo año, el ex Presidente del Directorio
de Metro durante el gobierno de Michelle Bachelet, Sr. Clemente Pérez, declaraba:
“Cabros, esto no prendió. No se han ganado el apoyo de la población. (...) la gente
está en otra, el chileno es bastante más civilizado” (El desconcierto, 2019) . Los
sucesos posteriores fueron la respuesta más contundente a estos dichos.
Lejos de ser una novedad, estas declaraciones “desafortunadas” eran más
frecuentes de lo que hasta entonces se les había dado importancia. El día 11 de julio
del año pasado, por ejemplo, el otrora Subsecretario de Redes Asistenciales, Sr. Luis
Castillo, afirmaba que las personas iban temprano en la mañana al consultorio a hacer
“hacer vida social”, lo cual generó una ola de críticas y su posterior despido del cargo.
Días antes del estallido, el día 8 de octubre, el entonces ministro de Economía Juan
Andrés Fontaine, manifestaba que si los/as trabajadores/as salían más temprano a
trabajar tenían la posibilidad de optar a una tarifa más baja, aludiendo que quienes
madrugasen podrían gozar de esa “ayuda”, lo cual también fue ampliamente criticado
como una falta de respeto y falta de empatía. En este sentido, el estallido fue una
respuesta violenta a esta histórica desconexión, desprecio y falta de respeto de la elite
chilena hacia las mayorías populares.
Todo comenzó por el alza de los $30 pesos en el pasaje, pero rápidamente la
cuestión escaló y se transformó en un movimiento contra el modelo político,
económico y cultural de la transición, cristalizado en la consigna “No son $30 pesos,
son 30 años”. Las demandas se articularon en torno a un vivir dignamente, la
reducción de los costos de la vida, no + AFP, mejorar el acceso y la calidad de la
salud, el derecho a la educación, el derecho a la vivienda, la nacionalización de los
recursos naturales, reconocimiento y soberanía a pueblos originarios, una nueva
constitución, entre otras demandas que si bien no representaban las ideas de todos y
todas quienes se manifestaban, sí tenían una cuestión común: la necesidad de un
cambio estructural del sistema.
El estallido social que vivimos ha sido sin duda la mayor resistencia y expresión
de descontento a la herencia de la dictadura y al modelo neoliberal impuesto en el
país, no sólo por su carácter disruptivo sino también por cómo este significó una
construcción y reconstrucción de un tejido social que durante la dictadura fue
duramente golpeado y desarticulado, y que fue desmantelado tras el retorno a la
democracia.
En este sentido, surge la necesidad de abordar esta temática desde una
perspectiva comunitaria como una forma de rescatar los aprendizajes de esta
experiencia, de sistematizar y sentar precedentes de memoria de esta histórica
coyuntura para las futuras generaciones. Lo anterior, atendiendo el carácter
psicosocial del fenómeno en cuestión, posicionándonos desde una praxis
comprometida con potenciar y aportar a su curso de transformación social,
reconociéndonos como partícipes activos del mismo.
Con miras a desarrollar lo propuesto, entenderemos el concepto de tejido
social como aquella red de relaciones sociales históricamente construidas que nos
constituyen subjetiva e intersubjetivamente (Arriagada, 2005; Arciniegas, Becerra &
Romero, 2006; Pulido-Robles, 2018), y que incluye nuestras formas de ser, interactuar
y organizarnos socialmente (Romero citado en Arciniegas et al., 2006), así como
nuestras racionalidades, saberes locales e imaginarios sociales (Geertz citado en
Pulido-Robles, 2018). Así, hablamos de una reconstrucción en el sentido de
prácticas y formas de participación que antaño se vieron menguadas o desaparecidas,
y que ahora vuelven a hacerse presentes; así como también de una construcción en
consideración de la espontánea emergencia de nuevos símbolos colectivos,
resignificaciones, y formas inéditas de participación. En definitiva, planteamos que el
estallido social es un evento histórico que gatilló un proceso de reconstrucción del
tejido social de forma espontánea y emergente, asociada a aspectos y sentidos que
anuncian cambios profundos de manera histórica. En todo el desarrollo posterior del
presente trabajo, y a través de las claves que proponemos, buscamos responder tres
preguntas:¿Qué ha pasado con el tejido social en los últimos períodos de nuestra
historia? ¿En qué hechos evidenciamos su transformación antes y después del
estallido social? ¿Qué prácticas vinculadas a la participación y “lo común” han
emergido en el reciente proceso?

Desarrollo
Nuestra primera clave de análisis para abordar el fenómeno del estallido social fue la
participación. Para comprender los cambios que se experimentan a raíz de este
movimiento, visitamos las tipologías de participación que plantea Andrea Cornwall
(2008) y algunas estadísticas de diferentes períodos históricos, para tener una
perspectiva histórica que nos permita una mejor comprensión de este fenómeno.
Cornwall plantea que el concepto de participación ha sido usado por diversas
instituciones, siendo susceptible a ser utilizado para comprender intereses de
organizaciones, ONG, instituciones públicas o privadas, o quien corresponda. Su
propuesta consiste en una tipología para ordenar y caracterizar la participación en
cuanto lo que significa tanto para la institución u organización, como para los
“participantes”, así como también los objetivos de esta (Cornwall, 2008, citado por
Sapiaeins et. al., 2017).
Cornwall identifica 4 tipos de participación, ordenados gradualmente en
relación al nivel de injerencia que tendría la sociedad civil, siendo la primera centrada
en el beneficio de la institución y la última orientada al empoderamiento de las
comunidades de base por y para una transformación social.
La primera de ellas es la Participación Nominal, que se caracteriza por la
búsqueda de legitimación de las autoridades frente a la sociedad civil, en donde se
exhibe en lo que se está trabajando, pero no hay injerencia de la comunidad en la
toma de decisiones. La segunda tipología corresponde a la Participación Instrumental,
la cual tiene como objetivo lograr mayor eficiencia en la implementación de programas
o proyectos levantados desde la institución. De esta forma, se permite la participación
de la comunidad pero dentro de ciertos límites establecidos, con el fin de que la
institución cumpla de mejor manera sus objetivos y obtenga un mejor resultado en
términos de costo y eficiencia. La tercera tipología que establece la teoría de Cornwall
es la Participación Representativa, que se caracteriza por buscar sustentabilidad en
los proyectos o programas, dándole una voz a la comunidad para que esta pueda
participar de las decisiones y así evitar una dependencia institucional. De esta manera,
la comunidad tiene la capacidad de incidir en su propio desarrollo, pero siempre dentro
de los márgenes establecidos por un ente superior. Finalmente, la última tipología de
Cornwall corresponde a la Participación Transformativa. Esta busca el
empoderamiento de las comunidades, quienes toman sus propias decisiones y tienen
capacidad de agencia propia y la participación se entiende tanto como un medio como
un fin en sí misma, cumpliendo la función de generar un alineamiento e interrelación
efectiva entre la comunidad y las autoridades públicas en la esfera institucional.
En relación a estas tipologías hemos distinguido tres grandes períodos previos
a este estallido social, a modo de apreciar una evolución en el curso histórico que
finalmente decantó en la revuelta o estallido social.
El primer período corresponde a los años previos al Golpe de Estado en Chile
(1973). A nivel político, la sociedad de aquellos años se caracterizaba por un alto
grado de polarización social y politización tanto estructural como en instancias más
locales. La participación electoral era alta, la cual alcanzó su máximo apogeo en las
elecciones parlamentarias de 1973 con la participación de un 81% del electorado
inscrito para sufragar. La sindicalización durante el gobierno de Salvador Allende era
bastante más alta de lo que es actualmente, alcanzando un 34% (Fundación SOL,
2015). Por su carácter popular y revolucionario, las organizaciones sociales, políticas y
sindicales tenían participación directa en el gobierno, destacándose obreros/as de
ministros/as como Mireya Baltra, quien fuera en aquel entonces Ministra del Trabajo, o
Mario Astorga, quien por varios años fue dirigente del profesorado y durante el
gobierno de la UP se desempeñó como Ministro de Educación.
Desde la perspectiva de las tipologías de Cornwall, este período se puede
entender desde un modo de participación transformativa, en el marco de una lenta
transición que se fue dando durante todo el siglo XX y que llegó a su punto de apogeo
durante el gobierno de la Unidad Popular, con condiciones propicias para el
fortalecimiento de las clases populares, nacionalización de recursos naturales,
reconocimiento de movimientos y actores sociales desde sus propios saberes y
prácticas situadas. Sin perjuicio de que aún existían muchos elementos propios de una
tipología representativa, la participación comunitaria y ciudadana enfrentó un quiebre
brutal con la dictadura cívico-militar, desde el Golpe de Estado perpetrado el martes 11
de septiembre de 1973.
Este segundo período histórico al que nos referimos, comienza con el Golpe
militar y culmina con el proceso de transición a la democracia que se dio desde marzo
de 1990. En este período podemos identificar dos momentos históricos de
participación cuantitativa y cualitativamente distintos. El prímero de éstos, hasta 1983,
se caracterizó por la persecución política, la represión y el terrorismo de Estado, que
anularon la participación total y pretendidamente. Se proscribieron los partidos
políticos, las organizaciones sindicales y sociales, así como también se censuraron los
medios de comunicación. Se clausuró el parlamento y se erradicaron las poblaciones,
concebidas como un reducto del “cáncer marxista” que la ideología del régimen
estableció como un enemigo interno, debiendo eliminarse cualquier forma de
expresión opositora y/o de resistencia.
Sin duda alguna estos oscuros años dan cuenta de lo que Cornwall señala
como participación nominal, sin espacio alguno para participar e incidir políticamente
en la toma de decisiones, dado el contexto autoritario y represivo en que se
encontraba el país en ese momento. Cualquier asomo de resistencia, de participación
transformativa, o manifestaciones efectivas arriesgaba fuertemente la persecución y
ensañamiento represivo de la dictadura. También se pueden apreciar elementos de
participación instrumental, por ejemplo en espacios como CEMA Chile, que controlaba
los Centros de Madre, encabezados por Lucía Hiriart, cónyuge del dictador Augusto
Pinochet.
Pese al horror vivido por muchas/os/es, directa o indirectamente, y el miedo
hecho costumbre entre la propia gente, el pueblo volvió a las calles con la primera
protesta nacional un día 11 de mayo de 1983, hito palpable que marca el comienzo de
la resistencia popular contra la dictadura, en miras a su debacle. Cual marcha del
millón y medio, este acontecimiento fue un acto colectivo inédito que encendió el
espíritu transformativo de la gente, especialmente de los jóvenes, lo que nos lleva a
identificar un segundo momento de participación en el marco en este período histórico.
La organización social se empezó a dar principalmente a nivel poblacional, en torno a
ollas comunes, donde la mujer pobladora tuvo un rol protagónico en la lucha. En ese
sentido, también destacan organizaciones como “Mujeres por la vida”, o la
rearticulación del Movimiento Pro Emancipación de la Mujer Chilena (MEMCH, entre
1935 y 1953), que desde 1983 volvió a surgir con el nombre de MEMCH 83, contando
con la participación de activistas como Julieta Kirkwood. También fueron muy
importantes las ONG’S que canalizaron en muchos casos la solidaridad internacional
con Chile; la Iglesia por su parte influyó en organismos de apoyo a víctimas de la
dictadura y/o cercanos como la Vicaría de La Solidaridad, donde se destaca el rol de
los “curas obreros” al servicio de la comunidad, organización y lucha en poblaciones
emblemáticas como La Victoria, siendo hasta hoy parte de las memorias colectivas de
victorianas y victorianos, los padres franceses André Jarlán y Pierre Dubois.
Así, el tejido social inicialmente destruido por la instalación de la dictadura
empezaba a recomponerse cada vez con más fuerza, en el sentido de mayor
vinculación entre pobladores, comunidades, y diversos actores sociales e instituciones.
El miedo se fue perdiendo, o bien fue superado por un nuevo ánimo colectivo que se
impuso a este; propio de lo definido por Cornwall, este es un momento donde la
participación llegó a niveles transformativos de la sociedad, si bien toda esta fuerza
termina por verse canalizada hacia una transición y futura sociedad de índole
representativas en términos de participación. Precisamente, el hito cúlmine y de mayor
efervescencia de este proceso llega de la mano con el plebiscito de 1988 y la
concreción de una realidad que muchxs creyeron que no pasaría de ser un sueño. Sin
embargo, el logro de este imposible fue interpretado como la última “misión cumplida”,
y la población, motivada por los discursos del orden político incipiente, dejó la
movilización, mientras por debajo se hizo un barrido y reemplazo de quienes habían
ayudado a forjar puentes entre las instituciones (como la iglesia) y la población.
Nuestro tercer y último periodo en esta breve historia corresponde al periodo
de transición a la democracia desde 1990 hasta nuestros días, donde vivimos una
desmovilización de la sociedad civil que había luchado contra la dictadura. Por un
lado, el nuevo gobierno se encargó de desarticular a movimientos armados como el
Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), el Movimiento Juvenil Lautaro, etc, a
través de una agencia estatal conocida como “La oficina”. Haciendo gala de una
tremenda impunidad que hasta hoy prevalece para con varios perpetradores y
cómplices de la barbarie en dictadura (y de otras sucedidas en “democracia”), su
presencia fantasmal se reforzaba en hechos como que Pinochet seguía siendo
Comandante en Jefe del Ejército y Senador Vitalicio, haciendo aún más real esta
amenaza de una vuelta al control militar.
Este periodo coincide además con los años de mayor bonanza del sistema
económico en Chile, lo que implicó una presunta mayor estabilidad social y política
para el país. En cifras, la tasa de sindicalización pasó de un 13,4% a un 11% en el
periodo 1990-2007 (Dirección del Trabajo, 2017) y registra un leve repunte para el año
2018, con un 20,6% (Cooperativa, 2018). La participación electoral por su parte fue
cayendo sostenidamente en estos 30 años, cayendo de un 84,2% de las personas en
edad de sufragar en las elecciones del año 1989, a un 46,82% en la primera vuelta del
año 2017. Bajando aún más en la segunda vuelta de esa misma elección, con un 34%
de participación y un 66% de abstención.
La participación en partidos políticos es baja y solo alcanza a un 3% de
chilenos/as afiliados a uno, mientras que los niveles de desconfianza en instituciones
como el gobierno, el congreso, el poder judicial, carabineros, iglesia, etc., ha crecido
cada vez más. Al respecto 8 de cada 10 chilenos percibe que los organismos públicos
son corruptos o muy corruptos, según el X estudio nacional de transparencia realizado
el 2018 por el Consejo para la Transparencia (CPLT) (La tercera, 2018). A mayor
abundamiento, en el informe “barómetro de la política” de mayo del año 2019, cinco
meses antes de que ocurriera el estallido, las muestras de un agotamiento de nuestra
democracia eran claras. Entre algunos datos recabados en este estudio, constatamos
que a un 84% de la clase baja y al 68% de la clase alta no le interesa la política. A un
48% la política le produce desconfianza, 30% disgusto y 27% irritación. Por otra parte,
los políticos alcanzan 6% de confianza, Senadores y Diputados 7%, Partidos 5%.
Entre el periodo 2018-2019, aumenta de 55% a 73% quienes creen que se gobierna
para los intereses de unos pocos (El Mostrador, 2019).
Lo que se aprecia en cuanto a participación sería una leve mejoría en relación
a los inicios de la dictadura precedente. Si bien se ha propendido una mayor
participación de la ciudadanía en las políticas públicas, ésta todavía es insuficiente y
en la mayoría de los casos se limita a un carácter consultivo, donde los ciudadanos
son “depositarios” o “beneficiarios” de las políticas sociales, pero no co-constructores
de la misma. Escenario que, pese a declarar buenas intenciones, no llegó a propiciar
más que niveles de participación instrumental o representativa, simulando brindar a la
ciudadanía lo mejor “en la medida de lo posible”, pero sosteniendo desigualdades
desde formas más simbólicas de violencia, silenciamiento y desarticulación social. Sin
perjuicio de acontecimientos extremos e indignantes dentro de este orden de cosas,
como recientes casos de vulneración y/o asesinatos a comuneros del pueblo mapuche
como Macarena Valdés (2016) y Camilo Catrillanca (2018).
Como refuerzo teórico-práctico alentador para una elaboración en términos de
participación socio-comunitaria más transformativa, tomamos también los
planteamientos de El Troudi, Bonilla y Harnecker (2005) quienes plantean que la
participación es una conducta ante la vida, consciente y militante, a partir de la cual se
abre el debate transparente sobre asuntos de dominio público. De modo que no se
refiere sólo a la política institucional, sino a cómo los ciudadanos se involucran en
forma consciente y voluntaria en todos los procesos que les afectan directa o
indirectamente, pudiendo operar como una herramienta para derrotar la exclusión
política y apostar por un reconocimiento de lo comúnmente instituido por la
organización asociativa de base. Además, agregan: “Al ejercer plenamente su
ciudadanía, la gente recupera el verdadero sentido de la democracia, poder para el
pueblo y del pueblo” (Bonilla, Harnecker y El Troudi, 2005, p.8).
En esta misma línea también resultan interesantes los aportes de Marirtza
Montero (2004), quien propone la participación comunitaria como un proceso de
organización colectiva, libre e incluyente, el que involucra a varios actores desde
diferentes actividades y grados de compromiso, orientados desde cuatro principios
clave: solidaridad, cooperación, apoyo mutuo y autogestión. Siguiendo a la autora
venezolana, los sujetos han de desarrollar en conjunto vínculos, confianzas,
capacidades y recursos para controlar su situación de vida, transformar su entorno y a
sí mismos según sus propósitos.
Estallido Social y Nueva Emergencia de “Lo Común”
Desde la Dictadura Cívico-Militar se fue instalando una forma subjetiva y relacional
dominante, que ha moldeado socioculturalmente nuestras vidas en los últimos 40
años: la razón neoliberal. Esta se define como producciones históricas de sentido,
estructuralmente situadas, que son encarnadas por los actores sociales y que se
manifiestan en percepciones, afectos, justificaciones y experiencias de enfrentar la
vida dentro del capitalismo contemporáneo (Ortner, 2005 citado por Soto y Fardella,
2019). Siguiendo el trabajo realizado por Laval y Dardot, observamos que el
neoliberalismo se ha impuesto no sólo en la esfera económica y política, sino como
paradigma sociocultural o, en palabra de los autores, como una “racionalidad política”
que ha transformado profundamente a la sociedad e individuos (Laval y Dardot, 2015).
De esta manera, frente a la racionalidad neoliberal caracterizada principalmente por la
competencia y el individualismo, “lo común” emerge como una alternativa política
frente a dicotomías desgastadas en las que, a su parecer, habíamos estado inmersos
debatiendo: Mercado/Estado, Derecha/Izquierda, Público/Privado.
Nos posicionamos entonces desde lo que Dardot y Laval plantean necesario
desarrollar. Esto es, prácticas de resistencia que vayan más allá de la reactividad o
respuesta al poder, a fin de construir nuevas reglas que permitan la deliberación e
incluso la discusión de éstas mismas, para transitar de una razón neoliberal a una
razón común. “Lo común” como un principio político de organización aplicado (una
práctica) de democracia directa, que plantea “garantizar la universalidad del acceso a
los servicios mediante la participación directa de los usuarios en su gestión” (Laval y
Dardot, 2015, p.2). Desde esta perspectiva, se ha de transitar desde una posición
meramente proveedora de parte de lo público-estatal y que concibe a los usuarios
como consumidores, a una razón común en que los/as ciudadanos/as son quienes
gestionan y participan en las decisiones sobre los comunes así instituidos. Respecto a
éstos, proponen -distanciandose de la noción de los comunes como bienes estáticos o
productos- que los comunes son aquellos servicios o bienes que se instituyen como tal
a través de lo común, entendida como una praxis instituyente. Es decir, se presenta “lo
común como principio político que no ha de ser instituido sino aplicado, y los comunes
que son siempre instituidos en y por esa aplicación” (Laval y Dardot, 2015, p.3).
Desde esta perspectiva, entendemos el Estallido Social como el comienzo de
un proceso de tránsito desde una razón neoliberal a una razón común, tensionando los
mecanismos y canales tradicionales de participación institucional, en pos de una
búsqueda de nuevos espacios de participación política y una lucha por conquistar una
democracia más real, participativa y emancipatoria. En este sentido, el estallido hizo
emerger desde el propio pueblo diversas formas de constituir tejido social, las cuales
clasificamos en tres ejes temáticos: (i) una serie de prácticas o instancias de
participación/encuentro, (ii) símbolos colectivos y (iii) resignificaciones que se
constituyeron en un nuevo sentido de lo común/colectivo. Todo ello atravesado por un
sentir compartido de rabia e indignación, hacia un gobierno que, sin escrúpulos,
desplegó una fuerte represión estatal, en un contexto en que además las redes
sociales y comunicacionales tuvieron una incidencia/influencia que fue decisiva, en
términos de denuncias, difusiones y convocatorias. Desarrollaremos a continuación
elementos relevantes a partir de los ejes mencionados.
I. Instancias de participación/encuentro
a) La calle y la protesta: Un primer aspecto distintivo de este momento
histórico, respecto a las últimas décadas, tiene que ver con el grado de organización
espontánea alcanzado en las acciones de protesta. Esto incluye marchas,
concentraciones, barricadas, cacerolazos, intervenciones, etc. Lugares céntricos de la
capital como la Plaza Italia, rebautizada como “Plaza Dignidad”, parques aledaños a
ésta como el parque Balmaceda, Forestal, Bustamante, son lugares públicos que
durante meses fueron fluidamente ocupados por manifestantes, interviniendo en ellos
de maneras muy diversas y resistiendo estoicamente la represión que posteriormente
se desataba.
Esto no podría haber sido posible sin el surgimiento de lo que se llamó
“Primera línea”, que poco a poco se fue conformando como grupo “al choque” dentro
del movimiento social. Sin conocerse previamente, muchos/as se empezaron a sumar
a las tareas de auto-defensa y resistencia contra las fuerzas represivas del Estado.
Poco a poco fueron logrando mayores niveles de organización, dividiéndose el trabajo
en diferentes funciones: algunos picaban piedras para tener elementos contundentes
para cargar contra la policía, otros llamados “bomberos” encargados de apagar las
bombas lacrimógenas lanzadas por carabineros, otros de “segunda línea” u
“honderos”, así como también otros que utilizaban láseres (la mayoría verdes, y
excepcionalmente algunos azules de mayor potencia) para entorpecer el accionar de
carabineros, entre otros roles emergentes. También se confeccionaron escudos,
cascos y otros implementos para su accionar, los cuales con el tiempo fueron más
abundantes y personalizados.
Algo muy interesante de analizar en relación a este fenómeno tiene que ver
con la legitimidad de la violencia. Hasta antes del estallido social, la violencia no
asomaba como una forma que fuera avalada socialmente. Muchas veces incluso la
violencia después de las marchas terminó en la criminalización de los movimientos
sociales, lo cual terminó por desgastarlos y restarles apoyo ciudadano. Se cuestionaba
y se apuntaba al “encapuchado” como un vándalo que perjudicaba el movimiento.
Pero con el estallido social, el surgimiento de la primera línea y los hechos de violencia
de aquellos meses, ésta pasó a ser considerada como una herramienta válida para
amplios sectores de la ciudadanía, tanto así que se empezó a generar una mística
épica en torno a esta primera línea. El capucha pasó de villano a héroe,
transformándose en un ícono de la protesta social y del aguante de la primera línea.
Se empezó a ver con orgullo y respeto a esa primera línea que cuidaba el perímetro
de la marcha y aguantaba por horas la represión policial, para que el resto de las
personas y colectivos pudieran ejercer su derecho a manifestarse pacíficamente.
Sentido solidario, de cooperación y ayuda mutua, que puede elaborarse desde
múltiples formas de estar y participar en las calles, en las manifestaciones. Escenario
que si bien evoca la Plaza Dignidad como símbolo, también representa otros lugares
en Santiago, u otras comunas del país y sus respectivos lugares públicos. De hecho,
la primera línea surgió no solo en el territorio capitalino, sino también en otras grandes
ciudades como Antofagasta, Valparaíso, Concepción, etc.
Al calor de esta revuelta, también fueron muy importantes las brigadas
autogestionadas e interdisciplinarias de salud, primeros auxilios, apoyo psicosocial y
asistencia jurídica, que se fueron conformando tanto por estudiantes como
profesionales en ejercicio y, con recursos escasos y mucha vocación, se pusieron al
servicio del movimiento social (MSR, 2019) (Rivera, 2020) para atender, apoyar y
defender a los cientos de heridos y vulnerados que día a día habían en la zona
cercana a Plaza Dignidad (así como en otros sectores de Santiago y/o ciudades de
Chile). Se caracterizaban por funcionar tanto en puntos fijos (también
autogestionados) como con cuadrillas que, con los debidos equipamientos, salían en
ronda a las calles para asistir personas “en el sitio del suceso” o bien para trasladarles
a la respectiva sede. En referencia a la participación y vinculación directa que un
miembro del grupo autor de este trabajo, mantiene hasta hoy en el equipo de una de
las mencionadas brigadas, esta forma de organización y participación voluntaria,
solidaria, colectiva, comprometida con los sentidos de la revuelta popular, fue
generando vivencias, saberes, vínculos, creencias en que la articulación tanto con la
protesta como con acciones locales-territoriales, permitiría (y lo está permitiendo, con
estrategias adaptadas a la actual pandemia) una puesta al servicio más trascendente:
instituir lo común en la salud, hacia una salud comunitaria, responsiva a las personas
en sus ámbitos de vida, contextos y procesos históricos situados. Lo que se pudo
apreciar en la coordinación de la acción brigadista, a disposición de la gran marcha 8M
2020 o el acompañamiento de la caravana fúnebre del padre Mariano Puga (QEPD)
una semana después.
Pero este movimiento y su vocación de poder transformadora, de anhelos de
una democracia más directa y participativa, también se canalizó a través de dos
instancias que se levantaron a raíz de este estallido social: los cabildos y las
asambleas territoriales.
b) Los cabildos surgieron por iniciativas autogestionadas por las mismas
personas, organizaciones sociales o comunidades locales, con el principal objetivo de
discutir y deliberar en miras a construir una nueva carta fundamental desde las bases.
Esto se dio en una gran diversidad de instancias: poblaciones, universidades, clubes
deportivos e incluso espacios laborales.
c) Las asambleas territoriales, por su parte, estaban muy ligadas a los
cabildos, pero la diferencia sustancial estuvo en el abordaje de diversas problemáticas
y acciones situadas, más allá de la problemática constitucional. Estas emergieron de
manera inédita en villas y localidades, como el Barrio Bellavista en Recoleta (y parte
de Providencia) o el Barrio Yungay en Santiago, mientras que en otros territorios
significó rearticular o fortalecer la organización que ya se venía gestando de antes.
Emergieron, incluso, Coordinadoras de Asambleas Territoriales.
d) Manifestaciones Feministas: Como instancia de encuentro, organización y
participación, el feminismo no es nuevo ni en la historia reciente ni en la historia en
general de nuestro país, sin embargo ha tenido un importantísimo y renovado papel en
el Estallido Social en varios sentidos: posicionar la perspectiva de género como tema
ineludible y transversal, empoderar al mismo en distintas formas y frentes de la
revuelta, constituyendo espacios libres, seguros y sororos para la protesta. Algunos
hitos clave de este movimiento feminista en el marco del estallido fueron por ejemplo:
la performance “Un violador en tu camino” creada por el colectivo feminista “Las Tesis”
de Valparaíso, que se realizó en distintas ocasiones y lugares de Chile (¡Y del
mundo!!!), la lucha y victoria por la paridad constituyente, y la histórica marcha del Día
de la Mujer, el pasado 8 de marzo de este año.

II. Emergencia de símbolos colectivos


Otro aspecto que queremos destacar de este proceso tiene que ver con la
emergencia de símbolos colectivos que, espontáneamente y con la fundamental ayuda
de las redes sociales, fueron constituyendo parte importante de la identidad e
identificación con el acontecer sociopolítico, como una fuerza común para la acción.
Entre estos símbolos encontramos consignas, personajes insignes del movimiento, e
incluso memes. Repasaremos y mencionaremos algunos de estos:
a) “Chile Despertó” y la mutilación ocular: Casi como dos fuerzas
prácticamente opuestas, emergió por un lado la consigna “Chile Despertó”, original de
este estallido, y que también se hizo cántico. Por otro lado, la mutilación ocular como
parte de la sistemática violencia represiva del Estado, le dieron un significado y tono
aún más sensibles y complejos a la consigna. Esto queda ejemplificado en la canción
del artista chileno Nano Stern, “Regalé mis ojos”, dedicada al joven estudiante de
psicología y fotógrafo Gustavo Gatica, que perdió la visión de sus dos ojos por ataque
de carabineros. La canción dice “... Entre tanta noche y entre tanta muerte, yo regalé
mis ojos para que la gente despierte…”.
b) “No son 30 pesos, son 30 años”: Esta consigna, que también se hizo
transversalmente patente en la población, fue fundamental como mensaje que
remarcaba lo que todos sabíamos: el alza de 30 en el pasaje fue la gota que rebalsó el
vaso, pero se trata de muchísimo más.
c) “Nueva constitución o nada”: En el sentido de la consigna anterior,
aquella que abogaba por una nueva constitución empezó a emerger como una
demanda transversal y un paso lógico para aunar todas las fuerzas y reivindicaciones
que se hicieron partícipes de las movilizaciones.
d) “Hasta que la dignidad se haga costumbre”: Si bien esta consigna no es
originaria de la coyuntura del estallido, el sentido más amplio y soberano de dignidad
sí lo fue, y esta frase hizo tanto sentido a la población movilizada como las anteriores.
d) Negro Matapacos: Tal vez el símbolo más querido de las protestas y
evasiones masivas sea el reconocido Negro Matapacos, compañero canino vestido
con pañoleta roja que hasta el último de sus días participó fielmente de protestas
estudiantiles y otras. El Negro Matapacos fue un símbolo que, junto a otros
personajes, le dio mística y mítica al estallido social (ver anexo 1), inspirando obras
artísticas e intervenciones de todo tipo, al cual incluso se le hizo una estatua que fue
atacada en diversas ocasiones por sectores opositores al movimiento, así como
también se hizo un museo con muchas imágenes de este baluarte de la revuelta.
e) Personajes y memes: Entre los otros personajes que se volvieron virales
durante el estallido social, podemos mencionar a Pareman, Nalcaman, al estúpido y
sensual Spiderman, a la Tía Pikachu, entre otrxs. Por su parte, hubo memes por
montones, y fue una arista cubierta especialmente por las nuevas generaciones, que
compartieron videos e imágenes que se hicieron virales y que encontraron una nueva
forma de participación en este estallido. Si bien pueden parecer aspectos triviales, lo
cierto es que todo esto fue creando una mística en torno al movimiento social, lo cual
sin duda contribuyó a mantener el movimiento activo. Revela además como ya hemos
dicho, que las formas de participación son múltiples y se puede participar incluso
desde el sentido del humor y las redes sociales. Además, algunos de estos personajes
eran vistos como “avengers” chilenos, en alusión a la saga de “los vengadores” de
Marvel, lo cual se asocia a una especie de “heroísmo” en estos personajes, lo cual se
podría catalogar como parte del acervo cultural y popular de este movimiento o como
una mitología propia del mismo.

III. Resignificaciones
Además de la emergencia de símbolos colectivos inéditos, también
acontecieron una serie de resignificaciones de una serie de elementos culturales,
vinculados a la identidad, al patrimonio, al arte, y a costumbres típicas. A continuación
mencionamos algunas de estas:
a) Identidad: Uno de los puntos cruciales del Estallido Social es que resignificó
nuestra identidad como pueblo chileno, nos puso del mismo lado. Así, el estallido fue
un punto de encuentro y comunión de los diversos movimientos sociales que hasta
entonces se habían gestado: Estudiantiles, Feministas, Ecologistas, de los
Trabajadores, en Defensa de los Pueblos Originarios, No+AFP, No+Tag, etc. Así
también sucedió -impensado para muchos- con las barras bravas: garra blanca, los de
abajo, cruzados, etc., quienes dejaron de lado sus históricas diferencias para unirse en
una causa común. A propósito de banderas, la bandera de Chile también es un
importante elemento identitario que fue resignificado durante el Estallido Social, en por
lo menos dos versiones: la bandera negra (por los muertos), y la bandera agujereada
(por los baleados).
b) Canciones históricas: La música fue parte importante también del
movimiento social. Para nadie es un misterio el poder movilizador que tiene la música,
la cual alcanza significaciones profundas en nuestras emociones. Muchas de las
canciones que identificaron a este movimiento poseen letras que la gente sintió que
simbolizaban lo que estaba pasando. Entre estas por ejemplo, “El Derecho de vivir en
paz” de Víctor Jara, fue resignificada a propósito de la represión y regreso de los
militares a las calles. Fue también reversionada por múltiples artistas contemporáneos
reconocidos en sus diversos géneros, desde la Nueva Canción Chilena, hasta el Trap.
“El baile de los que sobran” de Los Prisioneros, fue transformado en uno de los himnos
del estallido social y recitado en la marcha del millón y medio. “La marcha de la
bronca” de los argentinos Pedro y Pablo (1970), resignificada como apoyo al
compañero Matías Orellana, quien se encontraba participando junto con la murga en la
noche de Año Nuevo en la “Plaza de la Resistencia”, Valparaíso, sufriendo mutilación
ocular.
Así también surgieron iniciativas como por ejemplo el Réquiem por las Víctimas
de la Violencia Estatal, el cual consistió en una orquesta de cámara que rindió
homenaje a las víctimas de este estallido y dio conciertos en distintos puntos de la
capital y también Valparaíso.

c) Plazas y espacios públicos: Diversas plazas y espacios públicos fueron


rebautizados (resignificados) a lo largo de todo Chile a propósito del estallido.
Resignificación que se puede interpretar como un acto territorial de soberanía popular,
de presencia y de decisión de un pueblo. Plaza Italia pasó a ser “Plaza Dignidad”. Las
personas comenzaron a referirse a este espacio de aquí en adelante con este nuevo
nombre. Este espacio público también fue resignificado como un espacio para la
protesta todos los días. Y fue también intervenido con la instalación de motivos de
nuestros pueblos originarios, como los Moais de Isla de Pascua y un rehue Mapuche.
En Valparaíso fue “Plaza de la Resistencia”, la denominación con que se resignificó la
Plaza Aníbal Pinto en la ciudad de Valparaíso. “Plaza de la Revolución” en distintas
plazas del país y así, a lo largo de todo Chile, se renombró muchos lugares de
importancia para la ciudadanía.
d) Estatuas y figuras públicas: En una imagen clásica de las revoluciones,
una serie de estatuas fueron derribadas a lo largo del país y otras cuantas intentaron
serlo. Muchas de estas estatuas eran interpretadas como monumentos colonialistas.
Luego de esto, en muchos casos, las estatuas fueron reemplazadas o readaptadas
para enaltecer a los Pueblos Originarios en vez de a sus conquistadores, como fue el
caso de la Plaza Diaguita, con el busto de la mujer diaguita; o la estatua de Caupolicán
sosteniendo la cabeza de la derribada estatua de Pedro de Valdivia.
e) Eventos típicos: Algunos eventos populares también se vieron
resignificados en relación al Estallido Social. Un ejemplo fue el año nuevo en Plaza
Dignidad, que marcó un hito en tanto transformó una fiesta típicamente fuera de lo
político, en un evento masivo y festivo de protesta que inauguró el 2020.

Conclusiones y proyecciones
Retomando nuestro concepto de tejido social, en términos de una red de relaciones
sociales construidas a lo largo de la historia que incluye nuestras formas de
interacciones y racionalidades, y en las cuales nos constituimos subjetiva e
intersubjetivamente, podemos esbozar las siguientes conclusiones.
En primer lugar, respecto del análisis de la participación ciudadana en los
períodos históricos revisados, identificamos cuatro momentos del tejido social en
Chile, que en una cuantificación simple, siguen un orden de alta participación, nula
participación, alta participación, y baja participación, respectivamente. El primer
momento se sitúa previo al golpe de estado, el segundo se ubica en los primeros años
de la dictadura, el tercero considera los últimos años de la dictadura, y el cuarto se
extiende desde el retorno a la democracia. En lo que respecta a las formas de
organización, interacción y la construcción de relaciones sociales, los dos períodos
que se caracterizan por una alta participación ciudadana sostienen diferencias
cualitativas evidentes en términos de recambio generacional y actores sociales
involucrados. En el caso de los otros dos momentos, podemos hablar de una
destrucción y de un desmantelamiento del tejido social, respectivamente.

En segundo lugar, el estallido social se constituye como un hito histórico y


concreto a partir del cual identificamos un quinto momento del tejido social, que
inaugura y hace patente su reconstrucción, en términos del alto nivel de participación,
formas de organización y voluntad transformadora, propias del primer y tercer
momento. Así, en términos de relaciones sociales históricamente construidas,
podemos hablar de una regeneración del tejido social.

En tercer lugar, a partir del estallido no sólo deviene una recuperación de la


participación y regeneración del tejido social, sino también la construcción de
relaciones sociales, imaginarios, formas emergentes de participación, cualitativamente
nuevos e inéditos en la historia social chilena, y que hemos evidenciado en la revisión
de las instancias de participación, símbolos colectivos y resignificaciones emergentes
durante la coyuntura en cuestión. Muy especialmente, tal como lo interpretamos, este
quinto momento marca la voluntad política transformadora de subjetividades que en la
historia reciente han ido constituyéndose en conflicto con la racionalidad neoliberal que
han heredado, tensión que llegó a un punto de inflexión en el devenir histórico. Así,
algunos vinculan el estallido con el concepto de Big Bang: en definitiva no solo fue una
explosión social en el sentido de la fuerza o legítima violencia, sino que fue también
marcó la proliferación de nuevas prácticas de participación, diversas pero reconocidas
desde un punto de reencuentro, de comunión, de fusión en una fuerza, en un bando,
en un proyecto común: la transformación total desde sus actores socio-comunitarios
de base. En este sentido, podemos plantear que el estallido social, como hito, concibió
en la población un sentido psicológico de comunidad que aunó de modo transversal a
todas las subjetividades en conflicto con la racionalidad neoliberal, las cuales, bajo
consignas comunes y a través de la demanda de una nueva carta fundamental,
buscamos zanjar la transición hacia un sentido y razón de lo común, que en definitiva
constituya otro tipo de subjetividades e intersubjetividad, otra forma de ser, hacer y
vivir en sociedad.

Respecto a esta nueva racionalidad, en la línea de lo que proponen Laval y


Dardot (2018), observamos que este estallido la anuncia con base en una mayor
horizontalidad y que está marcada por la solidaridad y la cooperación, pudiéndose ver
en ejemplos como las brigadas de salud autogestionadas. Una razón común que
también apunta a la deliberación colectiva, horizontal y democrática, como se vio con
los cabildos y asambleas territoriales, en donde incluso se incluyó a lxs niñxs como
sujetxs con plenos derechos. En definitiva, creemos que esta nueva racionalidad
caracteriza a este nuevo tejido social.

A modo de proyecciones, creemos pertinente hacer dos comentarios. En


primer lugar, a propósito del contexto actual de pandemia, cuyo arribo implicó un
cambio de planes en el proceso inaugurado con el estallido social, significó
inicialmente frustración para todxs quienes esperábamos cuanto antes los cambios. En
este sentido, se enunció mucho en torno a que, gracias a la pandemia y el
confinamiento, se perdería todo lo que con las movilizaciones se había logrado, en
términos de construcción de tejido social. Si bien en un principio esta era una
interpretación plausible, hoy nos parece bastante cuestionable. Situados ya a
mediados del 2020, nos basamos en dos hechos. El primero de ellos tiene que ver con
que el tejido social construido durante el estallido no desapareció durante la pandemia,
sino que al contrario permitió una mejor posición para enfrentar la crisis, y en una
situación fortalecida para organizarse y coordinar acciones en las distintas villas y
poblaciones bajo la consigna “solo el pueblo ayuda el pueblo”. Un ejemplo son las
ollas comunes, otro son las redes de comunicación vecinal, comunitaria y social que
emergieron durante la revuelta. El segundo hecho en el que justificamos nuestra
afirmación, tiene que ver con la reacción ciudadana ante la discusión por el proyecto
de ley del retiro del 10% del fondo de pensiones, la cual se manifestó con la misma
transversalidad y modos de protesta -a excepción de concentraciones masivas- que
aquellas registradas durante el estallido social. A raíz de esta situación, tanto en las
redes sociales como en los medios de comunicación se ha hablado de un “Estallido
Social 2.0”, idea que puede darnos pistas de cómo se proyecta el proceso sociopolítico
que ha devenido desde el 18 de Octubre del año pasado, y de cómo ha permanecido
el mismo sentido psicológico de comunidad vinculado a la revuelta, el que a su vez se
ha visto reafirmado y retroalimentado a partir de la reciente contingencia legislativa.

En segundo lugar, en lo que refiere al rol de la psicología comunitaria en este


proceso, lo que proponemos a modo de proyección para lo que se viene, es pensar y
obrar acorde a una praxis constituyente. Esto parafraseando la idea de praxis
instituyente de Laval y Dardot (2015), pero vinculado al concepto de lo constituyente
como clave urgente desde un enfoque situado. Ahora bien: ¿praxis constituyente de
qué? Pues constituyente de esta nueva racionalidad, de esta nueva subjetividad e
intersubjetividad, aún en construcción. Dicho de otro modo, el proceso constituyente
desencadenado por el estallido social no termina ni se acaba en la redacción
democrática de una nueva constitución, sino que se abre permanentemente en la
constitución de nuevas formas de relacionarnos, de ser, y de interactuar. Desde
nuestras redes más cotidianas y próximas, hasta su encuentro dialéctico y consistente
con una institucionalidad dinámica, social y localmente responsiva. Proceso
transformativo del tejido social en el que estamos más llamados que nunca a participar
y ponernos a disposición consciente, comprometida y vivencial. El desafío entonces es
pensar conjuntamente, cómo hacernos partícipes en la construcción de esta nueva
sociedad.
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