El Criterio - Jaime Balmes

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Esta obra es, según su propio autor, «un ensayo para dirigir las facultades del

espíritu humano por un sistema diferente de los seguidos hasta ahora». Se


trata, pues, de un método original y, en sus líneas esenciales, indispensable
para aprender a pensar bien, o sea, para ejercitar la actividad intelectual, que
conviene en orden a conocer la verdad o a dirigir el entendimiento por el
camino que conduce a ella.

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Jaime Balmes

El criterio
ePub r1.0
lgonzalezp 09.04.2019

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Título original: Título
Jaime Balmes, 1845
Diseño de cubierta: lgonzalezp

Editor digital: lgonzalezp


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Índice de contenido

Cubierta

El criterio

Capítulo I. Consideraciones preliminares

Capítulo II. La atención

Capítulo III. Elección de carrera

Capítulo IV. Cuestiones de posibilidad

Capítulo V. Cuestiones de existencia. Conocimiento adquirido por el


testimonio inmediato de los sentidos

Capítulo VI. Conocimiento de la existencia de las cosas adquirido


mediatamente por los sentidos

Capítulo VII. La lógica acorde con la claridad

Capítulo VIII. De la autoridad humana en general

Capítulo IX. Los periódicos

Capítulo X. Relaciones de viaje

Capítulo XI. Historia

Capítulo XII. Consideraciones generales sobre el modo de conocer la


naturaleza, propiedades y relaciones de los seres

Capítulo XIII. La buena percepción

Capítulo XIV. El juicio

Capítulo XV. El raciocinio

Capítulo XVI. No todo lo hace el discurso

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Capítulo XVII. La enseñanza

Capítulo XVIII. La invención

Capítulo XIX. El entendimiento, el corazón y la imaginación

Capítulo XX. Filosofía de la Historia

Capítulo XXI. Religión

Capítulo XXII. El entendimiento práctico

Sobre el autor

Notas

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Capítulo I
Consideraciones preliminares

§I

En qué consiste el pensar bien. Qué es la verdad

El pensar bien consiste: o en conocer la verdad o en dirigir el


entendimiento por el camino que conduce a ella. La verdad es la realidad de
las cosas. Cuando las conocemos como son en sí, alcanzamos la verdad; de
otra suerte, caemos en error. Conociendo que hay Dios conocemos una
verdad, porque realmente Dios existe; conociendo que la variedad de las
estaciones depende del Sol, conocemos una verdad, porque, en efecto, es así;
conociendo que el respeto a los padres, la obediencia a las leyes, la buena fe
en los contratos, la fidelidad con los amigos, son virtudes, conocemos la
verdad; así como caeríamos en error pensando que la perfidia, la ingratitud, la
injusticia, la destemplanza, son cosas buenas y laudables.
Si deseamos pensar bien, hemos de procurar conocer la verdad, es decir,
la realidad de las cosas. ¿De qué sirve discurrir con sutileza, o con
profundidad aparente, si el pensamiento no está conforme con la realidad? Un
sencillo labrador, un modesto artesano, que conocen bien los objetos de su
profesión, piensan y hablan mejor sobre ellos que un presuntuoso filósofo,
que en encumbrados conceptos y altisonantes palabras quiere darles lecciones
sobre lo que no entiende.

§ II

Diferentes modos de conocer la verdad

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A veces conocemos la verdad, pero de un modo grosero; la realidad no se
presenta a nuestros ojos tal como es, sino con alguna falta, añadidura o
mudanza. Si desfila a cierta distancia una columna de hombres, de tal manera
que veamos brillar los fusiles, pero sin distinguir los trajes, sabemos que hay
gente armada, pero ignoramos si es de paisanos, de tropa o de algún otro
cuerpo; el conocimiento es imperfecto, porque nos falta distinguir el uniforme
para saber la pertenencia. Mas si por la distancia u otro motivo nos
equivocamos, y les atribuimos una prenda de vestuario que no llevan, el
conocimiento será imperfecto, porque añadiremos lo que en realidad no hay.
Por fin, si tomamos una cosa por otra, como, por ejemplo, si creemos que son
blancas unas vueltas que en realidad son amarillas, mudamos lo que hay, pues
hacemos de ello una cosa diferente.
Cuando conocemos perfectamente la verdad, nuestro entendimiento se
parece a un espejo en el cual vemos retratados, con toda fidelidad, los objetos
como son en sí; cuando caemos en error, se asemeja a uno de aquellos vidrios
de ilusión que nos presentan lo que realmente no existe; pero cuando
conocemos la verdad a medias, podría compararse a un espejo mal azogado, o
colocado en tal disposición que, si bien nos muestra objetos reales, sin
embargo, nos los ofrece demudados, alterando los tamaños y figuras.

§ III

Variedad de ingenios

El buen pensador procura ver en los objetos todo lo que hay, pero no más
de lo que hay. Ciertos hombres tienen el talento de ver mucho en todo; pero
les cabe la desgracia de ver lo que no hay, y nada de lo que hay. Una noticia,
una ocurrencia cualquiera, les suministran abundante materia para discurrir
con profusión, formando, como suele decirse, castillos en el aire. Estos suelen
ser grandes proyectistas y charlatanes.
Otros adolecen del defecto contrario: ven bien, pero poco; el objeto no se
les ofrece sino por un lado; si éste desaparece, ya no ven nada. Éstos se
inclinan a ser sentenciosos y aferrados en sus temas. Se parecen a los que no
han salido nunca de su país: fuera del horizonte a que están acostumbrados, se
imaginan que no hay más mundo. Un entendimiento claro, capaz y exacto,
abarca el objeto entero; le mira por todos sus lados, en todas sus relaciones
con lo que le rodea. La conversación y los escritos de estos hombres

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privilegiados se distinguen por su claridad, precisión y exactitud. En cada
palabra encontráis una idea, y esta idea veis que corresponde a la realidad de
las cosas. Os ilustran, os convencen, os dejan plenamente satisfecho; decís
con entero asentimiento: «Sí, es verdad, tiene razón». Para seguirlos en sus
discursos no necesitáis esforzaros; parece que andáis por un camino llano, y
que el que habla sólo se ocupa de haceros notar, con oportunidad, los objetos
que encontráis a vuestro paso. Si explican una materia difícil y abstrusa,
también os ahorran mucho tiempo y fatiga. El sendero es tenebroso porque
está en las entrañas de la tierra; pero os precede un guía muy práctico,
llevando en la mano una antorcha que resplandece con vivísima luz.

§ IV

La perfección de profesiones depende de la perfección con que se conocen los


objetos de ellas

El perfecto conocimiento de las cosas en el orden científico forma los


verdaderos sabios; en el orden práctico, para el arreglo de la conducta de los
asuntos de la vida, forma los prudentes; en el manejo de los negocios del
Estado, forma los grandes políticos; y en todas las profesiones ea cada cual
más o menos aventajado, a proporción del mayor o menor conocimiento de
los objetos que trata o maneja. Pero este conocimiento ha de ser práctico, ha
de abrazar también los pormenores de la ejecución, que son pequeñas
verdades, por decirlo así, de las cuales no se puede prescindir, si se quiere
lograr el objeto. Estas pequeñas verdades son muchas en todas las
profesiones; bastando para convencerse de ello el oír a los que se ocupan aun
en los oficios más sencillos. ¿Cuál será, pues, el mejor agricultor? El que
mejor conozca las calidades de los terrenos, climas, simientes y plantas; el
que sepa cuáles son los mejores métodos e instrumentos de labranza y que
mejor acierte en la oportunidad de emplearlos; en una palabra: el que conozca
los medios más a propósito para hacer que la tierra produzca, con poco coste,
mucho, pronto y bueno. El mejor agricultor será, pues, el que conozca más
verdades relativas a la practicada su profesión. ¿Cuál es el mejor carpintero?
El que mejor conoce la naturaleza y calidades de las maderas, el modo
particular de trabajarlas y el arte de disponerlas del modo más adaptado al uso
a que se destinan. Es decir, que el mejor carpintero será aquel que sabe más
verdades sobre su arte. ¿Cuál será el mejor comerciante? El que mejor

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conozca los géneros de su tráfico, los puntos de donde es más ventajoso
traerlos, los medios más a propósito para conducirlos sin deterioro, con
presteza y baratura, los mercados más convenientes para expenderlos con
celeridad y ganancia; es decir, aquel que posea más verdades sobre los objetos
de comercio, el que conozca más a fondo la realidad de las cosas en que se
ocupa.

§V

A todos interesa el pensar bien

Échase, pues, de ver que el arte de pensar bien no interesa solamente a los
filósofos, sino también a las gentes más sencillas. El entendimiento es un don
precioso que nos ha otorgado el Creador, es la luz que se nos ha dado para
guiarnos en nuestras acciones; y claro es que uno de los primeros cuidados
que debe ocupar al hombre es tener bien arreglada esta luz. Si ella falta, nos
quedamos a obscuras, andamos a tientas, y por este motivo es necesario no
dejarla que se apague. No debemos tener el entendimiento en inacción, con
peligro de que se ponga obtuso y estúpido, y, por otra parte, cuando nos
proponemos ejercitarle y avivarle, conviene que su luz sea buena para que no
nos deslumbre, bien dirigida para que no nos extravíe.

§ VI

Cómo se debe enseñar a pensar bien

El arte de pensar bien no se aprende tanto con reglas como con modelos.
A los que se empeñan en enseñarle a fuerza de preceptos y de observaciones
analíticas se los podría comparar con quien emplease un método semejante
para enseñar a los niños a hablar o andar. No por esto condeno todas las
reglas; pero sí sostengo que deben darse con más parsimonia, con menos
pretensiones filosóficas y, sobre todo, de una manera sencilla, práctica: al
lado de la regla, el ejemplo. Un niño pronuncia mal ciertas palabras; para
corregirle, ¿qué hacen sus padres o maestros? Las pronuncian ellos bien y
hacen que en seguida las pronuncie el niño: «Escucha bien como yo lo digo; a
ver, ahora tú; mira, no pongas los labios de esta manera, no hagas tanto

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esfuerzo con la lengua», y otras cosas por este tenor. He aquí el precepto al
lado del ejemplo, la regla y el modo de practicarla.[1]

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Capítulo II
La atención

Hay medios que nos conducen al conocimiento de la verdad y obstáculos


que nos impiden llegar a él; enseñar a emplear los primeros y a remover los
segundos es el objeto del arte de pensar bien.

§I

Definición de la atención. Su necesidad

La atención es la aplicación de la mente a un objeto. El primer medio para


pensar bien es atender. La segur no corta si no es aplicada al árbol; la hoz no
siega si no es aplicada al tallo. Algunas veces se le ofrecen los objetos al
espíritu sin que atienda; como sucede ver sin mirar y oír sin escuchar; pero el
conocimiento que de esta suerte se adquiere es siempre ligero, superficial, a
menudo inexacto o totalmente errado. Sin la atención estamos distraídos,
nuestro espíritu se halla, por decirlo así, en otra parte, y por lo mismo no ve
aquello que se le muestra. Es de la mayor importancia adquirir un hábito de
atender a lo que se estudia o se hace, porque, si bien se observa, lo que nos
falta a menudo no es la capacidad para entender lo que vemos, leemos u
oímos, sino la aplicación del ánimo a aquello de que se trata.
Se nos refiere un suceso, pero escuchamos la narración con atención floja,
intercalando mil observaciones y preguntas, manoseando o mirando objetos
que nos distraen; de lo que resulta que se nos escapan circunstancias
interesantes, que se nos pasan por alto cosas esenciales, y que al tratar de
contarle a otros o de meditarle nosotros mismos para formar juicio, se nos
presenta el hecho desfigurado, incompleto, y así caemos en errores que no

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proceden de falta de capacidad, sino de no haber prestado al narrador la
atención debida.

§ II

Ventajas de la atención e inconvenientes de su falta

Un espíritu atento multiplica sus fuerzas de una manera increíble;


aprovecha el tiempo atesorando siempre caudal de ideas; las percibe con más
claridad y exactitud, y, finalmente, las recuerda con más facilidad, a causa de
que con la continua atención éstas se van colocando naturalmente en la
cabeza de una manera ordenada.
Los que no atiendan sino flojamente, pasean su en entendimiento por
distintos lugares a un mismo tiempo; aquí, reciben una impresión; allí, otra
muy diferente; acumulan cien cosas inconexas que, lejos de ayudarse
mutuamente para la aclaración y retención, se confunden, se embrollan y se
borran unas a otras. No hay lectura, no hay conversación, no hay espectáculo,
por insignificantes que parezcan, que no nos puedan instruir en algo. Con la
atención notamos las preciosidades y las recogemos; con la distracción
dejamos, quizá, caer al suelo el oro y las perlas como cosa baladí.

§ III

Cómo debe ser la atención. Atolondrados y ensimismados

Creerán algunos que semejante atención fatiga mucho, pero se equivocan.


Cuando hablo de atención no me refiero a aquella fijeza de espíritu con que
éste se clava, por decirlo así sobre los objetos, sino de una aplicación suave y
reposada que permite hacerse cargo de cada coma, dejándonos, empero, con
la agilidad necesaria para pasar sin esfuerzo de unas ocupaciones a otras. Esta
atención no es incompatible ni con la misma diversión y recreo, pues es claro
que el esparcimiento del ánimo no consiste en no pensar sino en no ocuparse
de cosas trabajosas y en entregarse a otras más llanas y ligeras. El sabio que
interrumpe sus estudios profundos saliendo a solazarse un rato con la
amenidad de la campiña, no se fatiga, antes se distrae cuando atiende al

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estado de las mieses, a las faenas de los labradores, al murmullo de los
arroyos o al canto de las aves.
Tan lejos estoy de considerar la atención como abstracción severa y
continuada, que, muy al contrario, cuento en el número de los distraídos no
sólo a los atolondrados, sino también a los ensimismados. Aquéllos se
derraman por la parte de afuera; éstos divagan por las tenebrosas regiones de
adentro; unos y otros carecen de la conveniente atención que es la que se
emplea en aquello de que se trata.
El hombre atento posee la ventaja de ser más urbano y cortés, porque el
amor propio de los demás se siente lastimado, si notan que no atendemos a lo
que ellos dicen. Es bien notable que la urbanidad o su falta se apelliden
también atención o desatención.

§ IV

Las interrupciones

Además son pocos los casos, aun en los estudios serios, que requieren
atención tan profunda que no pueda interrumpirse sin grave daño. Ciertas
personas se quejan amargamente si una visita a deshora o un ruido inesperado
les cortan, como suele decirse, el hilo del discurso; esas cabezas se parecen a
los daguerrotipos, en los cuales el menor movimiento del objeto o la
interposición de otro extraño bastan para echar a perder el retrato o paisaje.
En algunas será tal vez un defecto natural; en otras, una afectación vanidosa
por hacerse pensador, y en no pocas, falta de hábito de concentrarse. Como
quiera, es preciso acostumbrarse a tener la atención fuerte y flexible a un
mismo tiempo y procurar que la formación de nuestros conceptos no se
asemeje a la de los cuadros daguerrotipados, sino de los comunes; si el pintor
es interrumpido suspende sus tareas, y al volver a proseguirlas no encuentra
malbaratada su obra; si un cuerpo le hace importuna sombra, en removiéndole
lo deja todo remediado.[2]

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Capítulo III
Elección de carrera

§I

Vago significado de la palabra «talento»

Cada cual ha de dedicarse a la profesión para la que se siente con más


aptitud. Juzgo de mucha importancia esta regla y abrigo la profunda
convicción de que a su olvido se debe el que no hayan adelantado mucho más
las ciencias y las artes. La palabra talento expresa para algunos una capacidad
absoluta, creyendo, equivocadamente, que quien está dotado de felices
disposiciones para una cosa lo estará igualmente para todas. Nada más falso;
un hombre puede ser sobresaliente, extraordinario, de una capacidad
monstruosa para un ramo, y ser muy mediano, y hasta negado, con respecto a
otros. Napoleón y Descartes son dos genios y, sin embargo, en nada se
parecen. El genio de la guerra no hubiese comprendido el genio de la
filosofía, y si hubiesen conversado un rato es probable que ambos habrían
quedado poco satisfechos. Napoleón no le habría exceptuado entre los que
con aire desdeñoso apellidaba ideólogos.
Podría escribirse una obra de los talentos comparados, manifestando las
profundas diferencias que median aun entre los más extraordinarios. Pero la
experiencia de cada día nos manifiesta esta verdad de una manera palpable.
Hombres oímos que discurren y obran sobre una materia con acierto
admirable, al paso que en otra se muestran muy vulgares y hasta torpes y
desatentados. Pocos serán los que alcancen una capacidad igual para todo, y
tal vez pudiérase afirmar que nadie, pues la observación enseña que hay
disposiciones que se embarazan y se dañan recíprocamente. Quien tiene el
talento generalizador no es fácil que posea el de la exactitud minuciosa; el
poeta, que vive de inspiraciones bellas y sublimes, no se avendrá sin trabajo
con la acompasada regularidad de los estudios geométricos.

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§ II

Instinto que nos indica la carrera que mejor se nos adapta

El Criador, que distribuye a los hombres las facultades en diferentes


grados, les comunica un instinto precioso que les muestra su destino; la
inclinación muy duradera y constante hacia una ocupación es indicio bastante
seguro de que nacimos con aptitud para ella, así como el desvío y
repugnancia, que no puede superarse con facilidad, es señal de que el Autor
de la Naturaleza no nos ha dotado de felices disposiciones para aquello que
nos desagrada. Los alimentos que nos convienen se adaptan bien a un paladar
y olfato, no viciados por malos hábitos o alterados por enfermedad, y el sabor
y olor ingratos nos advierten cuáles son los manjares y bebidas que, por su
corrupción u otras calidades, podrían dañarnos. Dios no ha tenido menos
cuidado del alma que del cuerpo.
Los padres, los maestros, los directores de los establecimientos de
educación y enseñanza deben fijar mucho la atención en este punto para
precaver la pérdida de un talento que, bien empleado, podría dar los más
preciosos frutos, y evitar que no se le haga consumir en una tarea para la cual
no ha nacido.
El mismo interesado ha de ocuparse también en este examen; el niño de
doce años tiene, por lo común, reflexión bastante para notar a qué se siente
inclinado, qué es lo que le cuesta menos trabajo, cuáles son los estudios en
que adelanta con más facilidad, cuáles la faenas en que experimenta más
ingenio y destreza.

§ III

Experimento para discernir el talento peculiar de cada niño

Sería muy conveniente que se ofreciesen a la vista de los niños objetos


muy variados, conduciéndolos a visitar establecimientos donde la disposición
particular de cada uno pudiese ser excitada con la presencia de lo que mejor
se le adapta. Entonces, dejándolos abandonados a sus instintos, un observador
inteligente formaría, desde luego, diferentes clasificaciones. Exponed la
máquina de un reloj a la vista de una reunión de niños de diez a doce años, y
es bien seguro que si entre ellos hay alguno de genio, mecánico muy
aventajado se dará a conocer, desde luego, por la curiosidad de examinar, por

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la discreción de las preguntas y la facilidad en comprender la construcción
que está contemplando. Leedles un trozo poético, y si hay entre ellos algún
Garcilaso, Lope de Vega, Ercilla, Calderón o Meléndez, veréis chispear sus
ojos, conoceréis que su corazón late, que su mente se agita, que su fantasía se
inflama bajo una impresión que él mismo no comprende.
Cuidado con trocar los papeles: de dos niños extraordinarios es muy
posible que forméis dos hombres muy comunes. La golondrina y el águila se
distinguen por la fuerza y ligereza de sus alas, y, sin embargo, jamás el águila
pudiera volar a la manera de la golondrina, ni ésta imitar a la reina de las
aves.
El tentate diu quid ferre recusent, quid valeant humeri que Horacio
inculca a los escritores, puede igualmente aplicarse a cuantos tratan de
escoger una profesión cualquiera.[3]

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Capítulo IV
Cuestiones de posibilidad

§I

Una clasificación de los actos de nuestro entendimiento y de las cuestiones


que se le pueden ofrecer

Para mayor claridad dividiré los actos de nuestro entendimiento en dos


clases: especulativos y prácticos. Llamo especulativos los que se limitan a
conocer, y prácticos, los que nos dirigen para obrar.
Cuando tratamos simplemente de conocer alguna cosa se nos pueden
ofrecer las cuestiones siguientes: primera, si es posible o no; segunda, si
existe o no; tercera, cuál es su naturaleza, cuáles sus propiedades y relaciones.
Las reglas que se den para resolver con acierto dichas tres soluciones
comprenden todo lo tocante a la especulativa.
Si nos proponemos obrar, es claro que intentamos siempre conseguir
algún fin, de lo cual nacen las cuestiones siguientes: primera, cuál es el fin;
segunda, cuál es el mejor medio para alcanzarle.
Ruego encarecidamente al lector que fije la atención sobre las divisiones
que preceden y procure retenerlas en la memoria, pues además de facilitarte la
inteligencia de lo que voy a decir le servirán muchísimo para proceder con
método en todos sus pensamientos.

§ II

Ideas de posibilidad e imposibilidad. Sus clasificaciones

Posibilidad. La idea expresada por esta palabra es correlativa de la


imposibilidad, pues que la una envuelve necesariamente la negación de la

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otra. Las palabras posibilidad e imposibilidad expresan ideas muy diferentes,
según se refieren a las cosas en sí o a la potencia de una causa que las pueda
producir. Sin embargo, estas ideas tienen relaciones muy íntimas, como
veremos luego. Cuando se consideran posibilidad o imposibilidad sólo con
respecto a un ser, prescindiendo de toda causa, se les llama intrínsecas, y
cuando se atiende a una causa se las denomina extrínsecas. A pesar de la
aparente sencillez y claridad de esta división, observaré que no es dable
formar concepto cabal de lo que significa hasta haber descendido a las
diferentes clasificaciones, que expondré en los párrafos siguientes.
A primera vista se podrá extrañar que se explique primero la
imposibilidad que la posibilidad, pero reflexionando un poco se nota que este
método es muy lógico. La palabra imposibilidad, aunque suena como
negativa, expresa, no obstante, muchas veces una idea que a nuestro
entendimiento se le presenta como positiva; esto es, la repugnancia entre dos
objetos, una especie de exclusión, de oposición, de lucha, por decirlo así; por
manera que, en desapareciendo esta repugnancia, concebimos ya la
posibilidad. De aquí nacen las expresiones de «esto es muy posible, pues nada
se opone a ello»; «es posible, pues no se ve ninguna repugnancia». Como
quiera, en sabiendo lo que es imposibilidad se sabe lo que es la posibilidad, y
viceversa.
Algunos distinguen tres clases de imposibilidad: metafísica, física y
moral. Yo adoptaré esta división, pero añadiendo un miembro, que será la
imposibilidad de sentido común. En su lugar se verá la razón en que me
fundo. También advertiré que tal vez sería mejor llamar imposibilidad
absoluta a la metafísica; natural a la física, y ordinaria, a la moral.

§ III

En qué consiste la imposibilidad metafísica o absoluta

La imposibilidad metafísica o absoluta es la que se funda en la misma


esencia de las cosas, o, en otros términos, es absolutamente imposible aquello
que, si existiese, traería el absurdo de que una cosa sería y no sería a un
mismo tiempo. Un círculo triangular es un imposible absoluto, porque fuera
círculo y no círculo, triángulo y no triángulo. Cinco igual a siete es imposible
absoluto, porque el cinco sería cinco y no cinco y el siete sería siete y no

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siete. Un vicio virtuoso es un imposible absoluto, porque el vicio fuera y no
fuera vicio a un mismo tiempo.

§ IV

La imposibilidad absoluta y la omnipotencia divina

Lo que es absolutamente imposible no puede existir en ninguna


suposición imaginable, pues ni aun cuando decimos que Dios es todopoderoso
entendemos que pueda hacer absurdos. Que el mundo exista y no exista a un
mismo tiempo, que Dios sea y no sea, que la blasfemia sea un acto laudable, y
otros delirios por este tenor, es claro que no caen bajo la acción de la
omnipotencia, y, como observa muy sabiamente Santo Tomás, más bien
debiera decirse que estas cosas no pueden ser hechas que no que Dios no
puede hacerlas. De esto se sigue que la imposibilidad intrínseca absoluta trae
consigo la imposibilidad extrínseca, también absoluta; esto es, que ninguna
causa puede producir lo que de suyo es imposible absolutamente.

§V

La imposibilidad absoluta y los dogmas

Para afirmar que una cosa es absolutamente imposible es preciso que


tengamos ideas muy claras de los extremos que se repugnan; de otra manera
hay riesgo de apellidar absurdo, lo que en realidad no lo es. Hago esta
advertencia para hacer notar la sinrazón de los que condenan algunos
misterios de nuestra fe, declarándolos absolutamente imposibles. El dogma de
la Trinidad y el de la Encarnación son, ciertamente, incomprensibles al débil
hombre, pero no son absurdos. ¿Cómo es posible un Dios trino, una
naturaleza y tres personas distintas entre sí, idénticas con la naturaleza? Yo no
lo sé, pero no tengo, derecho a inferir que esto sea contradictorio.
¿Comprendo, por ventura, lo que es esta naturaleza, lo que son esas personas
de que se me habla? No; luego cuando quiero juzgar si lo que de ellas se dice
es imposible o no, fallo sobre arcanos desconocidos. ¿Qué sabemos nosotros
de los arcanos de la divinidad? El Eterno ha pronunciado algunas palabras
misteriosas para ejercitar nuestra obediencia y humillar nuestro orgullo, pero

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no ha querido levantar el denso velo que separa esta vida mortal del océano
de verdad y de luz.

§ VI

Idea de la imposibilidad física o natural

La imposibilidad física o natural consiste en que un hecho esté fuera de


las leyes de la Naturaleza. Es naturalmente imposible que una piedra soltada
en el aire no caiga al suelo, que el agua abandonada a sí misma no se ponga al
nivel, que un cuerpo sumergido en un fluido de menor gravedad no se hunda,
que los astros se paren en su carrera, porque las leyes de la Naturaleza
prescriben lo contrario. Dios que ha establecido estas leyes, puede
suspenderlas; el hombre, no. Lo que es naturalmente imposible lo es para la
criatura, no para Dios.

§ VII

Modo de juzgar de la imposibilidad natural

¿Cuándo podremos afirmar que un hecho es imposible naturalmente? En


estando seguros de que existe una ley que se opone a la realización de este
hecho y que dicha oposición no está destruida o neutralizada por otra ley
natural. Es ley de la Naturaleza que el cuerpo del hombre, como más pesado
que el aire, caiga al suelo en faltándole el apoyo; pero hay otra ley por la cual
un conjunto de cuerpos unidos entre sí, que sea específicamente menos grave
que aquel en que se sumerge, se sostenga y hasta se levante aun cuando
alguno de ellos sea más grave que el fluido; luego unido el cuerpo humano a
un globo aerostático dispuesto con el arte conveniente, podrá remontar por los
aires, y este fenómeno estará muy arreglado a las leyes de la Naturaleza. La
pequeñez de ciertos insectos no permite que su imagen se pinte en nuestra
retina de una manera sensible; pero las leyes a que está sometida la luz hacen
que por medio de un vidrio se pueda modificar la dirección de sus rayos de la
manera conveniente para que, salidos de un objeto muy pequeño, se hallen
desparramados al llegar a la retina y formen allí una imagen de gran tamaño,

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y así no será naturalmente imposible que, con la ayuda del microscopio, lo
imperceptible a la simple vista se nos presente con dimensiones grandes.
Por estas consideraciones es preciso andar con mucho tiento en declarar
un fenómeno por imposible naturalmente. Conviene no olvidar: primero, que
la Naturaleza es muy poderosa; segundo, que nos es muy desconocida; dos
verdades que deben inspirarnos gran circunspección cuando se trate de fallar
en materias de esta clase. Si a un hombre del siglo XV se le hubiese dicho que
en lo venidero se recorría en una hora la distancia de doce leguas, y esto sin
ayuda de caballos ni animales de ninguna especie, habría mirado el hecho
como naturalmente imposible, y, sin embargo, los viajeros que andan por los
caminos de hierro saben muy bien que van llevados con aquella velocidad por
medio de agentes puramente naturales. ¿Quién sabe lo que se descubrirá en
los tiempos futuros y el aspecto que presentará el mundo de aquí a diez
siglos? Seamos enhorabuena cautos en creer la existencia de fenómenos
extraños y no nos abandonemos con demasiada ligereza a sueños de oro; pero
guardémonos de calificar de naturalmente imposible lo que un descubrimiento
pudiera mostrar muy realizable; no demos livianamente fe a exageradas
esperanzas de cambios inconcebibles, pero no las tachemos de delirios y
absurdos.

§ VIII

Se deshace una dificultad sobre los milagros de Jesucristo

De estas observaciones surge al parecer una dificultad que no han


olvidado los incrédulos. Hela aquí: los milagros son tal vez efectos de causas
que, por ser desconocidas, no dejarán de ser naturales; luego no prueban la
intervención divina, y, por tanto, de nada sirven para apoyar la verdad de la
religión cristiana. Este argumento es tan especioso como fútil.
Un hombre de humilde nacimiento, que no ha aprendido las letras en
ninguna escuela, que vive confundido entre el pueblo, que carece de todos los
medios humanos, que no tiene donde reclinar su cabeza, se presenta en
público enseñando una doctrina tan nueva como sublime; se le piden los
títulos de su misión y él los ofrece muy sencillos. Habla, y los ciegos ven, los
sordos oyen, la lengua de los mudos se desata, los paralíticos andan, las
enfermedades más rebeldes desaparecen de repente, los que acaban de expirar
vuelven a la vida, los que son llevados al sepulcro se levantan del ataúd, los

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que, enterrados de algunos días, despiden ya mal olor, se alzan envueltos en
su mortaja y salen de su tumba, obedientes a la voz que les ha mandado salir
afuera. Este es el conjunto histórico. El más obstinado naturalista, ¿se
empeñará en descubrir aquí la acción de leyes naturales ocultas? ¿Calificará
de imprudentes a los cristianos por haber pensado, que semejantes prodigios
no pudieran hacerse sin intervención divina? ¿Creéis que con el tiempo haya
de descubrirse un secreto para resucitar a los muertos, y no como quiera, sino
haciéndolos levantar a la simple voz de un hombre que los llame? La
operación de las cataratas, ¿tiene algo que ver con el restituir de golpe la vista
a un ciego de nacimiento? Los procedimientos para volver la acción a un
miembro paralizado, ¿se asemejan, por ventura, a este otro: «Levántate, toma
tu lecho y vete a tu casa»? Las teorías hidrostáticas e hidráulicas, ¿llegarán
nunca a encontrar en la mera palabra de un hombre la fuerza bastante para
sosegar de repente el mar alborotado y hacer que las olas se tiendan mansas
bajo sus pies y que camine sobre ellas, como un monarca sobre plateadas
alfombras?
¿Y qué diremos si a tan imponente testimonio se reúnen las profecías
cumplidas, la santidad de una vida sin tacha, la elevación de su doctrina la
pureza de la moral y, por fin, el heroico sacrificio de morir entre tormentos y
afrentas, sosteniendo y publicando la misma enseñanza, con la serenidad en la
frente, la dulzura en los labios, articulando en los últimos suspiros amor y
perdón?
No se nos hable, pues, de leyes ocultas, de imposibilidades aparentes; no
se oponga a tan convincente evidencia un necio «¿quién sabe?…». Esta
dificultad, que sería razonable si se tratara de un suceso aislado, envuelto en
alguna obscuridad, sujeto a mil combinaciones diferentes, cuando se la objeta
contra el cristianismo, es no sólo infundada, sino hasta contraria al sentido
común.

§ IX

La imposibilidad moral u ordinaria

La imposibilidad moral u ordinaria es la oposición al curso regular u


ordinario de los sucesos. Esta palabra es susceptible de muchas
significaciones, pues que la idea de curso ordinario es tan elástica, es
aplicable a tan diferentes objetos, que poco puede decirse en general que sea

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provechoso en la práctica. Esta imposibilidad nada tiene que ver con la
absoluta ni la natural; las cosas moralmente imposibles no dejan por eso de
ser muy posibles absoluta y naturalmente. Daremos una idea muy clara y
sencilla de la imposibilidad ordinaria si decimos que es imposible de esta
manera todo aquello que, atendido el curso regular de las cosas, acontece o
muy rara vez o nunca. Veo a un elevado personaje, cuyo nombre y títulos
todos pronuncian y a quien se tributan los respetos debidos a su clase. Es
moralmente imposible que el nombre sea supuesto y el personaje un impostor.
Ordinariamente no sucede así; pero también se ha sufrido este chasco una que
otra vez. Vemos a cada paso que la imposibilidad moral desaparece con el
auxilio de una causa extraordinaria o imprevista, que tuerce el curso de los
acontecimientos. Un capitán que acaudilla un puñado de soldados viene de
lejanas tierras, aborda a playas desconocidas y se encuentra con un inmenso
continente poblado de millones de habitantes. Pega fuego a sus naves y dice:
marchemos. ¿Adónde va? A conquistar vastos reinos con algunos centenares
de hombres. Esto es imposible; el aventurero ¿está demente? Dejadle, que su
demencia es la demencia del heroísmo y del genio; la imposibilidad se
convertirá en suceso histórico. Apellidase Hernán Cortés; es español que
acaudilla españoles.

§X

Imposibilidad de sentido común, impropiamente contenida en la


imposibilidad moral

La imposibilidad moral tiene a veces un sentido muy diferente del


expuesto hasta aquí. Hay imposibles de los cuales no puede decirse que lo
sean con imposibilidad absoluta ni natural, y, no obstante, vivimos con tal
certeza de que lo imposible no se realizará, que nos la infunde mayor la
natural, y poco le falta para producirnos el mismo efecto que la absoluta. Un
hombre tiene en la mano un cajón de caracteres de imprenta, que
supondremos de forma cúbica para que sea igual la probabilidad de caer y
sostenerse por una cualquiera de sus caras; los revuelve repetidas veces sin
orden ni concierto, sin mirar siquiera lo que hace, y al fin los deja caer al
suelo; ¿será posible que resulten por casualidad ordenados de tal manera que
formen el episodio de Dido? No, responde instantáneamente cualquiera que
esté en su sano juicio; esperar este accidente sería un delirio; tan seguros

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estamos de que no se realizará, que si se pusiese nuestra vida pendiente de
semejante casualidad, diciéndonos que si esto se verifica se nos matará,
continuaríamos tan tranquilos como si no existiese la condición.
Es de notar que aquí no hay imposibilidad metafísica o absoluta, porque
no hay en la naturaleza de los caracteres una repugnancia esencial a colocarse
de dicha manera, pues que un cajista, en breve rato, los dispondría así muy
fácilmente; tampoco hay imposibilidad natural, porque ninguna ley de la
Naturaleza obsta a que caigan por esta o aquella cara, ni el uno al lado del
otro del modo conveniente al efecto; hay, pues, una imposibilidad de otro
orden, que nada tiene de común con las otras dos y que tampoco se parece a la
que se llama moral, por sólo estar fuera del curso regular de los
acontecimientos.
La teoría de las probabilidades, auxiliada por la de las combinaciones
pone de manifiesto esta imposibilidad, calculando, por decirlo así, la inmensa
distancia en que este fenómeno se halla con respecto a la existencia. El Autor
de la Naturaleza no ha querido que una convicción que nos es muy importante
dependiese del raciocinio y, por consiguiente, careciesen de ella muchos
hombres; así es que nos la ha dado a todos a manera de instinto, como lo ha
hecho con otras que nos son igualmente necesarias. En vano os empeñaríais
en combatirla, ni aun en el hombre más rudo; él no sabría tal vez qué
responderos, pero movería la cabeza y diría para sí: «Este filósofo, que cree
en la posibilidad de tales despropósitos, no debe de estar muy sano de juicio».
Cuando la Naturaleza habla en el fondo de nuestra alma con voz tan clara
y tono tan decisivo es necesidad el no escucharla. Sólo algunos hombres,
apellidados filósofos, se obstinan a veces en este empeño, no recordando que
no hay filosofía que excuse la falta de sentido común y que mal llegará a ser
sabio quien comienza por ser insensato.[4]

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Capítulo V
Cuestiones de existencia. Conocimiento adquirido por el testimonio
inmediato de los sentidos

§I

Necesidad del testimonio de los sentidos, y los diferentes modos con que nos
proporcionan el conocimiento de las cosas

Asentados los principios y reglas que deben guiarnos en las cuestiones de


posibilidad pasemos ahora a las de existencia, que ofrecen un campo más
vasto y más útiles y frecuentes aplicaciones.
De la existencia o no existencia de un ser, o bien de que una cosa es o no
es, podemos cerciorarnos de dos maneras: por nosotros mismos o por medio
de otros.
El conocimiento de la existencia de las cosas que es adquirido por
nosotros mismos, sin intervención ajena, proviene de los sentidos mediata o
inmediatamente: o ellos nos presentan el objeto, o de las impresiones que los
mismos nos causan pasa el entendimiento a inferir la existencia de lo que no
se hace sensible o no lo es. La vista me informa inmediatamente de la
existencia de un edificio que tengo presente; pero un trozo de columna,
algunos restos de un pavimento, una inscripción u otras señales me hacen
conocer que en tal o cual lugar existió un templo romano. En ambos casos
debo a los sentidos la noticia; pero en el primero inmediata, en el segundo
mediatamente.
Quien careciese de los sentidos tampoco llegaría a conocer la existencia
de los seres espirituales, pues, adormecido, el entendimiento, no pudiera
adquirir esta noticia ni por la razón ni por la fe, a no ser que Dios le
favoreciera por medios extraordinarios, de que ahora no se trata.
A la distinción arriba explicada en nada obstan los sistemas que pueden
adoptarse sobre el origen de las ideas, ora se las suponga adquiridas, ora sean

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tan sólo excitadas por ellos; lo cierto es que nada sabemos, nada pensamos si
los sentidos no han estado en acción. Además, hasta les dejaremos a los
ideólogos la facultad de imaginar lo que bien les pareciere sobre las funciones
intelectuales de un hombre que careciese de todos los sentidos; sin riesgo
podemos otorgarles tamaña latitud, supuesto que nadie aclarará jamás lo que
en ello habría de verdad, ya que el paciente no sería capaz de comunicar lo
que le pasa, ni por palabras ni por señas. Finalmente, aquí se trata de hombres
dotados de sentidos, y la experiencia enseña que esos hombres conocen o lo
que sienten o por lo que sienten.

§ II

Errores en que incurrimos por ocasión de los sentidos. Su remedio. Ejemplos

El conocimiento inmediato que los sentidos nos dan de la existencia de


una cosa es a veces errado, porque no nos servimos como debemos de estos
admirables instrumentos que nos ha concedido el Autor de la Naturaleza. Los
objetos corpóreos, obrando sobre el órgano de los sentidos, causan una
impresión a nuestra alma; asegurémonos bien de cuál es esta impresión,
sepamos hasta qué punto le corresponde la existencia de un objeto; ha aquí las
reglas para no errar en estas materias. Algunas explicaciones enseñarán más
que los preceptos y teorías.
Veo a larga distancia un objeto que se mueve, y digo: «Allí hay un
hombre»; acercándome más descubro que no es así, y que sólo hay un arbusto
mecido por el viento. ¿Me ha engañado el sentido de la vista? No; porque la
impresión que ella me transmitía era únicamente de un bulto movido, y si yo
hubiese atendido bien a la sensación recibida habría notado que no me pintaba
un hombre. Cuando, pues, yo he querido hacerle tal, no debo culpar al
sentido, sino a mi poca atención, o bien a que, notando alguna semejanza
entre el bulto y un hombre visto de lejos, he inferido que aquello debía de
serlo en efecto, sin advertir que la semejanza y la realidad son cosas muy
diversas.
Teniendo algunos antecedentes de que se dará una batalla o se hostilizará
alguna plaza, paréceme que he oído cañonazos, y me quedo con la creencia de
que ha comenzado el fuego. Noticias posteriores me hacen saber que no se ha
disparado un tiro; ¿quién tiene la culpa de mi error? No mi oído, sino yo. El
ruido se oía, en efecto, pero era el de los golpes de un leñador que resonaban

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en el fondo de un bosque distante; era el de cerrarse alguna puerta, cuyo
estrépito retumbaba en el edificio, y sus cercanías; era el de otra cosa
cualquiera, que producía un sonido semejante al del estampido de un cañón
lejano. ¿Estaba yo bien seguro de que no se hallaba a mis inmediaciones la
causa del ruido que me producía la ilusión? ¿Estaba bastante ejercitado para
discernir la verdad, atendida la distancia en que debía hacerse el fuego, la
dirección del lugar y el viento que a la sazón reinaba? No es, pues, el sentido
quien me ha engañado, sino mi ligereza y precipitación. La sensación era tal
cual debía ser, pero yo le he hecho decir lo que ella no me decía. Si me
hubiese contentado con afirmar que oía ruido parecido al de cañonazos
distantes no hubiera inducido al error a otros y a mí mismo.
A uno le presentan un alimento de excelente calidad, y al probarlo dice:
«Es malo, intolerable; se conoce que hay tal o cual mezcla» porque, en efecto,
su paladar lo experimenta así. ¿Le engañó el sentido? No. Si le pareció
amargo no podría suceder de otra manera, atendida la indisposición gástrica
que le tiene cubierta la lengua de un humor que lo maleaba todo. Bastábale a
este hombre un poco de reflexión para no condenar tan fácilmente o al criado
o al revendedor. Cuando el paladar está bien dispuesto, sus sensaciones nos
indican las calidades del alimento; en el caso contrario, no.

§ III

Necesidad de emplear en algunos casos más de un sentido para la debida


comparación

Conviene notar que para conocer por medio de los sentidos la existencia
de un objeto no basta a veces el uso de uno solo, sino que es preciso emplear
otros al mismo tiempo o bien atender a las circunstancias que nos pueden
prevenir contra la ilusión. Es cierto que el discernir hasta qué punto
corresponde la existencia de un objeto a la sensación que recibimos es obra de
la comparación, la que es fruto de la experiencia. Un ciego a quien se quitan
las cataratas no juzga bien de las distancias, tamaños y figuras, hasta haber
adquirido la práctica de ver. Esta adquisición la hacemos sin advertirla desde
niños, y así creemos que basta abrir los ojos para juzgar de los objetos tales
como son en sí. Una experiencia muy sencilla y frecuente nos convencerá de
lo contrario. Un hombre adulto y un niño de tres años están mirando por un
vidrio que les ofrece a la vista paisajes, animales, ejércitos; ambos reciben la

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misma impresión; pero el que sabe bien que no ha salido al campo y se halla
en un aposento cerrado no se altera ni por la cercanía de las fieras ni por los
desastres del campo de batalla. Lo que le cuesta trabajo es conservar la
ilusión; y más de una vez habrá menester distraerse de la realidad y suplir
algunos defectos del cuadro o instrumento para sentir placer con la presencia
del espectáculo. Pero el niño, que no compara, que sólo atiende a la sensación
en todo su aislamiento, se espanta y llora, temiendo que se lo han de comer
las fieras o viendo que tan cruelmente se matan los soldados.
Todavía más: experimentamos a cada paso que una perspectiva excelente
de la cual no teníamos noticia, vista a la correspondiente distancia, nos causa
ilusión, y nos hace tomar por objetos de relieve los que en realidad son
planos. La sensación no es errada; pero sí lo es el juicio que por ella
formamos. Si advirtiésemos que caben reglas para producir en la retina la
misma impresión con un objeto plano que con otro abultado, nos hubiéramos
complacido en la habilidad del artista, sin caer en error. Este habría
desaparecido mirando el objeto desde puntos diferentes o valiéndonos del
tacto.

§ IV

Los sanos de cuerpo y enfermos de espíritu

Los que tratan del buen uso de los sentidos suelen advertir que es preciso
cuidar de que alguna indisposición no afecte a los órganos, y así se nos
comuniquen sensaciones capaces de engañarnos; esto es, sin duda, muy
prudente, pero no tan útil como se cree. Los enfermos raras veces se dedican a
estudios serios; y así sus equivocaciones son de poca trascendencia; además,
que ellos mismos, o sus allegados, bien pronto notan la alteración del órgano,
con lo cual se previene oportunamente el error. Los que necesitan reglas son
los que, estando sanos de cuerpo, no lo están de espíritu, y que, preocúpalos
de un pensamiento, ponen a su disposición y servicio todos sus sentidos,
haciéndoles percibir, quizá con la mayor buena fe, todo lo que conviene al
apoyo del sistema excogitado. ¿Qué no descubrirá en los cuerpos celestes el
astrónomo que maneja el telescopio no con ánimo reposado, y ajeno de
parcialidad, sino con vivo deseo de probar una aserción aventurada con
sobrada ligereza? ¿Qué no verá con el microscopio el naturalista que se halle
en disposición semejante?

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A propósito he dicho que estos errores podían padecerse quizás con la
mayor buena fe; porque sucede muy a menudo que el hombre se engaña
primero a sí mismo antes de engañar a los otros. Dominado por su opinión
favorita, ansioso de encontrar pruebas para sacar la verdadera, examina los
objetos no para saber, sino para vencer; y así acontece que halla en ellos todo
lo que quiere. Muchas veces los sentidos no le dicen nada de lo que él
pretende; pero le ofrecen algo desemejante: «Esto es —exclama alborozado
—; helo aquí, es lo mismo, que yo sospechaba»; y cuando se levanta en su
espíritu alguna duda, procura sofocarla, achácala a poca fe en su
incontrastable doctrina, se esfuerza en satisfacerse a sí mismo, cerrando los
ojos a la luz, para poder engañar a los otros sin verse precisado a mentir.
Basta haber estudiado el corazón del hombre para conocer que estas
escenas no son raras y que jugamos con nosotros mismos de una manera
lastimosa. ¿Necesitamos una convicción? Pues de un modo u otro trabajemos
en formárnosla; al principio la tarea es costosa, pero al fin viene el hábito a
robustecer lo débil, se allega, el orgullo para no permitir retroceso, y el que
comenzó luchando contra sí mismo con un engaño que no se le ocultaba del
todo acaba por ser realmente engañado y se entrega a su parecer con
obstinación incorregible.

§V

Sensaciones reales, pero sin objeto externo. Explicación de este fenómeno

Además es menester advertir que no siempre sucede que el alucinado


atribuya a la sensación más de lo que ella le presenta; una imaginación
vivamente poseída de un objeto obra sobre los mismos sentidos, y alterando el
curso ordinario de las funciones, hace que realmente se sienta lo que no hay.
Para comprender cómo esto se verifica conviene recordar que la sensación no
se verifica en el órgano del sentido, sino en el cerebro, por más que la fuerza
del hábito nos haga referir la impresión al punto del cual la recibimos.
Estando el ojo muy sano nos quedamos completamente ciegos si sufre lesión
el nervio óptico; y privada la comunicación de un miembro cualquiera con el
cerebro, se extingue el sentido. De esto se infiere que el verdadero
receptáculo de todas las sensaciones es el cerebro, y que si en una de sus
partes se excita por un acto interno la impresión que suele ser producida por
la acción del órgano externo, existirá la sensación sin que haya habido

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impresión exterior. Es decir, que si al recibir el órgano externo la impresión
de un cuerpo la comunica al cerebro, causando en el nervio A la vibración u
otra afección B, y por una causa cualquiera, independiente de los cuerpos
exteriores, se produce en el mismo órgano A la misma vibración B,
experimentaremos idéntica sensación que si el órgano externo fuese afectado
en la realidad.
En este punto se hallan de acuerdo la razón y la observación. El alma se
informa de los objetos exteriores inmediatamente por los sentidos, pero
inmediatamente por el cerebro; cuando éste, pues, recibe tal o cual impresión,
no puede ella desentenderse de referirla al lugar de donde suele proceder y al
objeto que de ordinario la produce. Si se halla advertida de que la
organización está alterada se precaverá contra el error, pero no será dejando
de recibir la sensación, sino desconfiando del testimonio de ella. Cuando
Pascal, según cuentan, veía un abismo a su lado, bien sabía que en realidad no
era así; mas no dejaba de recibir la misma sensación que si hubiese habido tal
abismo, y no alcanzaba a vencer la ilusión por más que se esforzase. Este
fenómeno se verifica, muy a menudo y no se hace extraño a los que tienen
algunas nociones sobre semejantes materias.

§ VI

Maniáticos y ensimismados

Lo que acontece habitualmente en estado de enfermedad cerebral puede


suceder muy bien cuando, exaltada la imaginación por una causa cualquiera,
se pone actualmente enfermiza con relación a lo que la preocupa. ¿Qué son
las manías sino la realización de este fenómeno? Pues entiéndase que las
manías están distribuidas en muchas clases y graduaciones; que las hay
continuas y por intervalos, extravagantes y arregladas, vulgares y científicas;
y que así como Don Quijote convertía los molinos de viento en desaforados
gigantes y los rebaños de ovejas y carneros en ejércitos de combatientes,
puede también un sabio testarudo descubrir, con la ayuda de sus telescopios,
microscopios y demás instrumentos, todo cuanto a su propósito cumpliere.
Los hombres muy pensadores y ensimismados corren gran riesgo de caer
en manías sabias, en ilusiones sublimes; que la mísera humanidad, por más
que se cubra con diferentes formas, según las varias situaciones de la vida,
lleva siempre consigo su patrimonio de flaqueza. Para una débil mujercilla el

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susurro del viento es un gemido misterioso, la claridad de la luna es la
aparición de un finado y el chillido de las aves nocturnas es el grito de las
evocaciones del averno para asistir a pavorosas escenas. Desgraciadamente no
son sólo las mujeres las que tienen imaginación calenturienta y que toman por
realidades los sueños de su fantasía.[5]

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Capítulo VI
Conocimiento de la existencia de las cosas adquirido mediatamente por los
sentidos

§I

Transición de lo sentido a lo no sentido

Los sentidos nos dan inmediatamente noticias de la existencia de muchos


objetos, pero de éstos son todavía en mayor número los que no ejercen acción
sobre los órganos materiales o por ser incorpóreos o por no estar en
disposición de afectarlos. Sobre lo que nos comunican los sentidos se levanta
un tan extenso y elevado edificio de conocimientos de todas clases que, al
mirarle, se hace difícil percibir cómo ha podido cimentarse en tan reducida
base.
Donde no alcanzan los sentidos llega el entendimiento, conociendo la
existencia de objetos insensibles por medio de los sensibles. La lava esparcida
sobre un terreno nos hace conocer la existencia pasada de un volcán que no
hemos visto; las conchas encontradas en la cumbre de un monte nos
recuerdan la elevación de las aguas, indicándonos una catástrofe que no
hemos presenciado; ciertos trabajos subterráneos nos muestran que en
tiempos anteriores se benefició allí una mina; las ruinas de las antiguas
ciudades nos señalan la morada de hombres que no hemos conocido. Así, los
sentidos nos presentan un objeto y el entendimiento llega con este medio al
conocimiento de otros muy diferentes.
Si bien se observa, este tránsito de lo conocido a lo desconocido, no lo
podemos hacer sin que antes tengamos alguna idea más o menos completa,
más o menos general del objeto desconocido, y sin que, al propio tiempo
sepamos que hay entre los dos alguna dependencia. Así, en los ejemplos
aducidos, si bien no conocía aquel volcán determinado, ni las olas que
inundaron la montaña, ni a los mineros, ni a los moradores, no obstante todos

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estos objetos me eran conocidos en general, así como sus relaciones con lo
que me ofrecían los sentidos. De la contemplación de la admirable máquina
del universo no pasaríamos al conocimiento del Criador si no tuviéramos idea
de efectos y causa de orden y de inteligencia. Y sea dicho de paso, esta sola
observación basta para desbaratar el sistema de los que no ven en nuestro
pensamiento más que sensaciones transformadas.

§ II

Coexistencia y sucesión

La dependencia de los objetas es lo único que puede autorizarnos para


inferir de la existencia del uno la del otro, y, por consiguiente, toda la
dificultad estriba en conocer esta dependencia. Si la íntima naturaleza de las
cosas estuviera patente a nuestros ojos, bastaría fijarla en un ser para conocer,
desde luego, todas sus propiedades y relaciones, entre las cuales
descubriríamos las que le ligan con otros. Por desgracia no es así, pues en el
orden físico, como en el moral, son muy escasas e incompletas las ideas que
poseemos sobre los principios constitutivos de los seres. Estos son preciosos
secretos velados cuidadosamente por mano del Criador, de la propia suerte
que lo más rico y exquisito que abriga la Naturaleza suele ocultarse en los
senos más recónditos.
Por esta falta de conocimiento en lo tocante a la esencia de las cosas nos
vemos con frecuencia precisados a conjeturar su dependencia por sólo su
coexistencia o sucesión, infiriendo que la una depende de la otra porque
algunas o muchas veces existen juntas o porque ésta viene en pos de aquélla.
Semejante raciocinio, que no siempre puede tacharse de infundado, tiene, sin
embargo, el inconveniente de inducirnos con frecuencia al error, pues no es
fácil poseer la discreción necesaria para conocer cuando la existencia o la
sucesión son un signo de dependencia y cuándo no.
En primer lugar, debe asentarse por indudable que la existencia
simultánea de dos seres, ni tampoco su inmediata sucesión, consideradas en sí
solas, no prueban que el uno dependa del otro. Una planta venenosa y
pestilente se halla tal vez al lado de otra medicinal y aromática; un reptil
dañino y horrible se arrastra quizás a poca distancia de la bella e inofensiva
mariposa; el asesino, huyendo de la justicia, se oculta en el mismo bosque
donde está en acecho un honrado cazador; un airecillo fresco y suave recrea la

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Naturaleza toda, y algunos momentos después sopla el violento huracán,
llevando en sus negras alas tremenda tempestad.
Así es muy arriesgado el juzgar de las relaciones de dos objetos porque se
les ha visto unidos alguna vez o sucederse con poco intervalo; este es un
sofisma que se comete con demasiada frecuencia, cayéndose por él en
infinitos errores. En él se encontrará el origen de tantas predicciones como se
hacen sobre las variaciones atmosféricas, que bien pronto la experiencia
manifiesta fallidas; de tantas conjeturas sobre manantiales de agua, sobre
veneros de metales preciosos, y otras cosas semejantes. Se ha visto algunas
veces que, después de tal o cual posición de las nubes, de tal o cual viento, de
tal o cual dirección de la niebla de la mañana, llovía, o tronaba, o acontecían
otras mudanzas de tiempo; se habrá notado que en el terreno de este o aquel
aspecto se encontró, algunas veces agua, que en pos de estas o aquellas vetas
se descubrió el precioso mineral; y se ha inferido, desde luego, que había una
relación entre los dos fenómenos, y se ha tomado el uno como señal del otro,
no advirtiendo que era dable una coincidencia enteramente casual y sin que
ellos tuviesen entre sí relación de ninguna clase.

§ III

Dos reglas sobre la coexistencia y la sucesión

La importancia de la materia exige que se establezcan algunas reglas:


1ª. Cuando una experiencia constante y dilatada nos muestra dos objetos
existentes a un mismo tiempo, de tal suerte que en presentándose el uno se
presenta también el otro, y en faltando el uno falta también el otro, podemos
juzgar, sin temor de equivocarnos, que tienen entre sí algún enlace, y, por
tanto, de la existencia del uno inferiremos legítimamente la existencia del
otro.
2ª. Si dos objetos se suceden indefectiblemente, de suerte que puesto el
primero, siempre se haya visto que seguía el segundo, y que al existir éste,
siempre se haya notado la procedencia de aquél, podremos deducir con
certeza que tienen entre sí alguna dependencia.
Tal vez sería difícil demostrar filosóficamente la verdad de estas
aserciones; sin embargo, los que las pongan en duda seguramente no habrán
observado que, sin formularlas, las toma por norma el buen sentido de la

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Humanidad que en muchos casos se acomoda a ellas la ciencia, y que en las
más de las investigaciones no tiene el entendimiento de otro guía.
Creo que nadie pondrá dificultad en que las frutas, cuando han adquirido
cierto tamaño, figura y color, dan señal de que son sabrosas. ¿Cómo sabe esta
relación el rústico que las coge? ¿Cómo de la existencia del color y demás
calidades que ve infiere la de otra que no experimenta, la del sabor? Exigidle
que os explique la teoría de este enlace, y no sabrá qué responderos; pero
objetadle dificultades y empeñaos en persuadirle que se equivoca en la
elección, y se reirá de vuestra filosofía, asegurado en su creencia por la simple
razón de que «siempre sucede así».
Todo el mundo está convencido de que cierto grado de frío hiela los
líquidos y que otro de calor los vuelve al primer estado. Muchos son los que
no saben la razón de estos fenómenos, pero nadie duda de la relación entre la
congelación y el frío, y la liquidación y el calor. Quizás podrían suscitarse
dificultades sobre las explicaciones que en esta parte ofrecen los físicos; pero
el linaje humano no aguarda a que en semejantes materias le ilustren los
sabios: «Siempre existen juntos estos hechos —dice—; luego entre ellos hay
alguna relación que los liga».
Son infinitas las aplicaciones que podrían hacerse de la regla establecida;
pero las anteriores bastan para que cualquiera las encuentre por sí mismo.
Sólo diré que la mayor parte de los usos, de la vida están fundados en este
principio: la simultánea existencia de dos seres observada por dilatado tiempo
autoriza para deducir que existiendo el uno existirá también el otro. Sin dar
por segura esta regla, el común de los hombres no podría obrar y los mismos
filósofos se encontrarían más embarazados de lo que, tal vez, se figuran.
Darían pocos pasos más que el vulgo.
La segunda regla es muy análoga a la primera: se funda en los mismos
principios y se aplica a los mismos usos. La constante experiencia manifiesta
que el pollo sale de un huevo; nadie, hasta ahora, ha explicado
satisfactoriamente cómo del licor encerrado en la cáscara se forma aquel
cuerpecito tan admirablemente organizado; y aun cuando la ciencia diese
cumplida razón del fenómeno, el vulgo no lo sabría; y, sin embargo, ni éste ni
los sabios vacilan en creer que hay una relación de dependencia entre el licor
y el polluelo; al ver el pequeño viviente, todos estamos seguros de que le ha
precedido aquella masa que a nuestros ojos se presentaba informa y torpe.
La generalidad de los hombres, o mejor diremos todos, ignoran
completamente de qué manera la tierra vegetal concurre al desarrollo de las
semillas y al crecimiento de las plantas, ni cuál es la causa de que unos

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terrenos se adapten mejor que otros a determinadas producciones; pero
siempre se ha visto así, y esto es suficiente para que se crea que una cosa
depende de otra y para que al ver la segunda deduzcamos, sin temor de errar,
la existencia de la primera.

§ IV

Observaciones sobre la relación de causalidad. Una regla de los dialécticos

Sin embargo, conviene advertir la diferencia que va de la sucesión


observada una sola vez, o repetida muchas. En el primer caso no sólo no
arguye causalidad, pero ni aun relación de ninguna clase; en el segundo, no
siempre indica dependencia de efecto y causa, pero sí al menos dependencia
de una causa común. Si el flujo y reflujo del mar se hubiese observado que
coincidía una que otra vez con cierta posición de la luna, no podría inferirse
que existía relación entre los dos fenómenos; mas siendo constante la
expresada coincidencia, los físicos debieron inferir que si el uno no es causa
del otro, al menos tienen ambos una causa común, y que así están ligados en
su origen.
A pesar de lo que acabo de decir, tienen mucha razón los dialécticos
cuando tachan de sofístico el raciocinio siguiente: post hoc, ergo propter hoc:
después de esto, luego por esto. 1º. Porque ellos no hablan de una sucesión
constante. 2º. Porque, aun cuando hablaran, esta sucesión puede indicar
dependencia de una causa común y no que lo uno sea causa de lo otro.
Si bien se observa, la misma regla a que atendemos en los negocios
comunes es más general de lo que a primera vista pudiera parecer: de ella nos
servimos en el curso ordinario de las cosas, de la propia suerte que en lo
tocante a la Naturaleza. Según el objeto de que se trata, se modifica la
aplicación de la regla; en unos casos basta una experiencia de pocas veces, en
otros se la exige más repetida; pero, en el fondo, siempre andamos guiados
por el mismo principio: dos hechos que siempre se suceden tienen entre sí
alguna dependencia: la existencia del uno indicará, pues, la del otro.

§V

Un ejemplo

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Es de noche y veo que en la cima de una montaña se enciende un fuego; a
poco rato de arder noto que en la montaña opuesta asoma una luz, brilla por
breve tiempo y desaparece. Ésta ha salido después de encendido el fuego en la
parte opuesta; pero de aquí no puedo inferir que haya entre los dos hechos
relación alguna. Al día siguiente veo otra vez que se enciende el fuego en el
mismo lugar y que del mismo modo se presenta la luz. La coincidencia en que
ayer no me había parado siquiera ya me llama la atención hoy; pero esto
podrá ser una casualidad, y no pienso más en ello. Al otro día acontece lo
mismo; crece la sospecha de que sea una señal convenida. Durante un mes se
verifica lo propio; la hora es siempre la misma, pero nunca falta la aparición
de la luz a poco de arder el fuego; entonces ya no me cabe duda de que un
hecho es dependiente del otro o, por lo menos, hay entre ellos alguna relación;
y ya no me falta sino averiguar en qué consiste una novedad que no acierto a
comprender.
En semejantes casos el secreto para descubrir la verdad y prevenir los
juicios infundados consiste en atender a todas las circunstancias del hecho, sin
descuidar ninguna, por despreciable que parezca. Así, en el ejemplo anterior,
supuesto que a poco de encendido el fuego se presentaba la luz, diríase, a
primera vista, que no es necesario pararse en la hora de la noche y ni tampoco
en si esta hora variaba o no. Mas en la realidad estas circunstancias eran muy
importantes, porque según fuese la hora era más o menos probable que se
encendiese fuego y apareciese luz, y siendo siempre la misma era mucho
menos probable que los dos hechos tuviesen relación que si hubiera sido
variada. Un imprudente que no reparase en nada de eso alarmaría la comarca
con las pretendidas señales; no cabría ya duda de que algunos malhechores se
ponen de acuerdo, se explicaría sin dificultad el robo que sucedió tal o cual
día, se comprendería lo que significaba un tiro que se oyó por aquella parte, y
cuando la autoridad tuviera aviso del malvado complot, cuando recayeran ya
negras sospechas sobre familias inocentes, he aquí que los exploradores
enviados a observar de cerca el misterio podrían volver muy bien riéndose del
espanto y del espantador y descifrando el enigma en los términos siguientes:
Muy cerca de la cima donde arde el fuego está situada la casa de la familia A
que a la hora de acostarse aposta un vigilante en las cercanías porque tiene
noticia de que unos leñadores quieren estropear parte del bosque plantado de
nuevo. El centinela siente frío y hace muy bien en encender lumbre sin ánimo
de espantar a nadie si no es a los malandrines de segur y cuerda. Como
cabalmente aquella es la hora en que suelen acostarse los comarcanos, lo hace
también la familia B, que habita en la cumbre de la montaña opuesta. Al sonar

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el reloj, levanta el dueño los reales de la chimenea, dice a todo el mundo:
«Vámonos a dormir», y entretanto, él sale a un terrado al cual dan varias
puertas y empuja por la parte de afuera para probar si los muchachos han
cerrado bien. Como el buen hombre va a recogerse, lleva en la mano el candil,
y heos aquí la luz misteriosa que salía a una misma hora y desaparecía en
breve, coincidiendo con el fuego y haciendo casi pasar por ladrones a quienes
sólo trataban de guardarse de ladrones.
¿Qué debía hacer en tal caso un buen pensador? Helo aquí. A poco rato de
encendido el fuego aparece la luz, y siempre a una misma hora poco más o
menos, lo que inclina a creer que será una señal convenida. El país está en
paz; con que esto debiera de ser inteligencia de malhechores. Pero cabalmente
no es probable que lo sea, porque no es regular que escojan siempre un mismo
lugar y tiempo, con riesgo de ser notados y descubiertos. Además que la
operación sería muy larga durando un mes, y estos negocios suelen
redondearse con un golpe de mano. Por aquellas inmediaciones están las
casas A y B, familias de buena reputación, que no se habrán metido a
encubridores. Parece, pues, que o ha de ser coincidencia puramente casual, o
que si hay seña, debe de ser sobre negocio que no teme los ojos de la justicia.
La hora del suceso es precisamente la en que se recogen los vecinos de esta
tierra; veamos si esto no será que algunos quehaceres obligan a los unos a
encender fuego y a los otros a sacar la luz.

§ VI

Reflexiones sobre el ejemplo anterior

Reflexionando sobre el ejemplo anterior se nota que, a pesar de la ninguna


relación de seña ni causa que en sí tenían los dos hechos, no obstante
reconocían en cierto modo un mismo origen: el sonar la hora de acostarse. Así
se echa de ver que el error no estaba en suponer que había algo de común en
ellos, ni en pensar que la coincidencia no era puramente casual, sino en que se
apelaba a interpretaciones destituidas de fundamento, se buscaba en la
intención concertada de las personas lo que era simple efecto de la identidad
de la hora.
Esta observación enseña, por una parte, el tino con que debe procederse
en determinar la clase de relación que entre sí tienen dos hechos, simultáneos
o sucesivos; pero, por otra, confirma más y más la regla dada de que cuando

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la simultaneidad o sucesión son constantes arguyen algún vínculo o relación o
de los hechos entre sí o de ambos con un tercero.

§ VII

La razón de un acto que parece instintivo

Profundizando más la materia encontraremos que el inferir de la


coexistencia o sucesión la relación entre los hechos coexistentes o sucesivos,
aunque parezca un acto instintivo y ciego, es la aplicación de un principio que
tenemos grabado en el fondo de nuestra alma y del que hacemos continuo uso
sin advertirlo siquiera. Este principio es el siguiente: «Donde hay orden,
donde hay combinación, hay causa que ordena y combina; el acaso no es
nada». Una que otra coincidencia la podemos mirar como casual; es decir, sin
relación; pero siendo muy repetida, ya decimos, sin vacilar: «Aquí hay enlace,
hay misterio; no llega a tanto la casualidad».
Así se verifica que, examinando a fondo el espíritu humano, encontramos
en todas partes la mano bondadosa de la Providencia, que se ha complacido
en enriquecer nuestro entendimiento y nuestro corazón con inestimables
preciosidades.[6]

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Capítulo VII
La lógica acorde con la claridad

§I

Sabiduría de la ley que prohíbe los juicios temerarios

La ley cristiana, que prohíbe los juicios temerarios, es no sólo ley de


caridad, sino de prudencia y buena lógica. Nada más arriesgado que juzgar de
una acción, y sobre todo de la intención, por meras apariencias; el curso
ordinario de las cosas lleva tan complicados los sucesos, los hombres se
encuentran en situaciones tan varias, obran por tan diferentes motivos, ven los
objetivos de maneras tan distintas, que a menudo nos parece un castillo
fantástico lo que examinado de cerca y con presencia de las circunstancias, se
halla lo más natural, lo más sencillo y arreglado.

§ II

Examen de la máxima «Piensa mal y no errarás»

El mundo cree dar una regla de conducta muy importante diciendo:


«Piensa mal y no errarás», y se imagina haber enmendado de esta manera la
moral evangélica. «Conviene no ser demasiado cándido —se nos advierte
continuamente—; es necesario no fiarse de palabras; los hombres son muy
malos; obras son amores y no buenas razones»; como si el Evangelio nos
enseñase a ser imprudentes e imbéciles; como si Jesucristo, al encomendarnos
que fuésemos sencillos como la paloma, no nos hubiera amonestado al mismo
tiempo que fuésemos prudentes como la serpiente; como si no nos hubiera
avisado que no creyésemos a todo espíritu; que para conocer el árbol
atendiésemos al fruto, y, finalmente, como si a propósito de la malicia de los

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hombres no leyéramos ya en las primeras páginas de la Sagrada Escritura que
el corazón del hombre está inclinado al mal desde su adolescencia.
La máxima perniciosa, que se propone nada menos que asegurar el acierto
con la malignidad del juicio, es tan contraria a la caridad cristiana como a la
sana razón. En efecto; la experiencia nos enseña que el hombre más mentiroso
dice mayor número de verdades que de mentiras, y que el más malvado hace
muchas más acciones buenas o indiferentes que malas. El hombre ama
naturalmente la verdad y el bien, y no se aparta de ellos sino cuando las
pasiones le arrastran y extravían. Miente el mentiroso en ofreciéndosele
alguna ocasión en que, faltando a la verdad, cree favorecer sus intereses o
lisonjear su vanidad necia; pero fuera de estos casos, naturalmente, dice la
verdad y habla como el resto de los hombres. El ladrón roba, el liviano se
desmanda, el pendenciero riñe, cuando se presenta la oportunidad,
estimulando la pasión; que si estuviesen abandonadas de continuo a sus malas
inclinaciones serían verdaderos monstruos su crimen degeneraría en
demencia, y entonces el decoro y buen orden de la sociedad reclamarían
imperiosamente que se los apartase del trato de sus semejantes.
Infiérese de estas observaciones que el juzgar mal no teniendo el debido
fundamento y el tomar la malignidad por garantía de acierto, es tan irracional
como si habiendo en una urna muchísimas bolas blancas y poquísimas negras
se dijera que las probabilidades de salir están en favor de las negras.

§ III

Algunas reglas para juzgar de la conducta de los hombres

Caben en esta materia reglas de juiciosa cautela, que nacen de la


prudencia de la serpiente y no destruyen la candidez de la paloma.

Regla 1ª

No se debe fiar de la virtud del común de los hombres puesta a prueba


muy dura.
La razón es clara: el resistir a tentaciones muy vehementes exige virtud
firme y acendrada. Ésta se halla en pocos. La experiencia nos enseña que en
semejantes extremos la debilidad humana suele sucumbir, y la Escritura nos
previene que quien ama el peligro perecerá en él.

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Sabéis que un comerciante honrado se halla en los mayores apuros cuando
todo el mundo le considera en posición muy desembarazada. Su honor, el
porvenir de su familia están pendientes de una operación poco justa, pero muy
beneficiosa. Si se decide a ella todo queda remediado; si se abstiene, el fatal
secreto se divulga y la perdición total es inevitable. ¿Qué hará? Si en la
operación podéis salir perjudicado, precaveos a tiempo; apartaos de un
edificio que si bien en una situación regular no amenazaba ruina, está ahora
abatido por un furioso huracán.
Tenéis noticia de que dos personas de amable trato y bella figura han
trabado relaciones muy íntimas y frecuentes; ambos son virtuosos, y aun
cuando no mediaran otros motivos, el honor debiera bastar a contenerlos en
los debidos límites. Si tenéis interés en ello, tomad vuestro partido con
presteza; si no, callad, no juzguéis temerariamente; pero rogad a Dios por
ambos, que las oraciones podrán no ser inútiles.
Estáis en el gobierno, los tiempos son malos, la época crítica, los peligros
muchos. Uno de vuestros dependientes, encargado de un puesto importante,
se halla asediado noche y día por un enemigo que dispone de largas talegas.
El dependiente es honrado, según os parece; tiene grandes compromisos por
vuestra causa, y, sobre todo, es entusiasta de ciertos principios y los sustenta
con mucho acaloramiento. A pesar de todo, será bueno que no perdáis de vista
el negocio. Haréis muy bien en creer que el honor y las convicciones de
vuestro dependiente no se rajarán con los golpes de un ariete de cincuenta mil
pesos fuertes; pero será mejor que no lo probéis, mayormente si las
consecuencias fuesen irreparables.
Un amigo os ha hecho grandes ofrecimientos, y no podéis dudar que son
sinceros. La amistad es antigua, los títulos muchos y poderosos, la simpatía de
los corazones está probada y, para colmo de dicha, hay identidad de ideas y
sentimientos. Preséntase de improviso un negocio en que vuestra amistad le
ha de costar cara; si no os sacrifica, se expone a graves pérdidas, a inminentes
peligros. Para lo que pudiera suceder, resignaos a ser víctima, temed que las
afectuosas protestas se quedarán sin cumplirse y que, en cambio de vuestro
duelo, se os pagará con una satisfacción tan gemebunda como estéril.
Estáis viendo a una autoridad en aprieto; se la quiere forzar a un acto de
alta trascendencia, a que no puede acceder sin degradarse, sin faltar a sus
deberes más sagrados, sin comprometer intereses de la mayor importancia. El
magistrado es, naturalmente, recto; en su larga carrera no se le conoce una
felonía, y su entereza está acompañada de cierta firmeza de carácter. Los
antecedentes no son malos. Sin embargo, cuando veáis que la tempestad

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arrecia, que el motín sube ya la escalera, cuando golpee a la puerta del
gabinete el osado demagogo que lleva en una mano el papel que se ha de
firmar y en otra el puñal o una pistola amartillada, temed más por la suerte del
negocio que por la vida del magistrado. Es probable que no morirá: la
entereza no es el heroísmo.
Con los anteriores ejemplos se echa de ver que en algunas ocasiones es
lícito y muy prudente desconfiar de la virtud de los hombres, lo que acontece
cuando el obrar bien exige una disposición de ánimo que la razón, la
experiencia y la misma religión nos enseñan ser muy rara. Es claro, además,
que para sospechar mal no siempre será menester que el apuro sea tal como se
ha pintado. Para el común de los hombres suele bastar mucho menos, y para
los decididamente malos, la simple oportunidad equivale a vehemente
tentación. Así, no es posible señalar otra regla para discernir los casos, sino
que es preciso atender a las circunstancias de la persona que es el objeto del
juicio, graduando la probabilidad del mal por su habitual inclinación a él o su
adhesión a la virtud.
De estas consideraciones nacen las otras reglas.

Regla 2ª

Para comparar cuál será la conducta de una persona en un caso dado es


preciso conocer su inteligencia, su índole, carácter, moralidad, intereses y
cuanto pueda influir en su determinación.
El hombre, aunque dotado de libertad de albedrío, no deja de estar sujeto a
una muchedumbre de influencias que contribuyen poderosamente a decidirle.
El olvido de una sola circunstancia nos puede llevar al error. Así, suponiendo
que un hombre está en un compromiso del que le es difícil salir sin faltar a sus
deberes, parece a primera vista que en sabiendo cuál es su moralidad y cuáles
los obstáculos que a la sazón median para obrar conforme a ella, tenemos
datos bastantes para pronosticar sobre el éxito. Pero entonces no llevamos en
cuenta una cualidad que influye sobremanera en casos semejantes: la firmeza
de carácter. Este olvido podrá hacer muy bien que defraude nuestras
esperanzas un hombre virtuoso y las exceda el malo, pues que para sacar
airosa la virtud en circunstancias apuradas sirve admirablemente el que obren
en su favor pasiones enérgicas. Un alma de temple fuerte y brioso se exalta y
cobra nuevo aliento a la vista del peligro; en el cumplimiento del deber se
interesa entonces el orgullo, y un corazón que naturalmente se complace en
superar obstáculos y arrostrar riesgos se siente más osado y resuelto cuando
se halla animado por el grito de la conciencia. El ceder es debilidad; el volver

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atrás, cobardía; el faltar al deber es manifestar miedo, es someterse a la
afrenta. El hombre de intención recta y corazón puro, pero pusilánime, mirará
las cosas con ojos muy diferentes. «Hay un deber que cumplir, es verdad;
pero trae consigo la muerte de quien lo cumpla y la orfandad de la familia. El
mal se hará también de la misma manera, y quizá, quizá, los desastres serán
mayores. Es necesario dar al tiempo lo que es suyo; la entereza no ha de
convertirse en terquedad; los deberes no han de considerarse en abstracto, es
preciso atender todas las circunstancias; las virtudes dejan de serlo si no
andan regidas por la prudencia». El buen hombre ha encontrado por fin lo que
buscaba: un parlamentario entre el bien y el mal; el miedo, con su propio
traje, no servía para el caso, pero ya se ha vestido de prudencia; la transacción
no se hará esperar mucho.
He aquí un ejemplo bien palpable, y por cierto nada imaginario, de que es
preciso atender a todas las circunstancias del individuo que se ha de juzgar.
Desgraciadamente el conocimiento de los hombres es uno de los estudios más
difíciles, y por lo mismo es tarea espinosa el recoger los datos precisos para
acertar.

Regla 3ª

Debemos cuidar mucho de despojarnos de nuestras ideas y afecciones y


guardarnos de pensar que los demás obrarán como obraríamos nosotros.
La experiencia de cada día nos enseña que el hombre se inclina a juzgar
de los demás tomándose por pauta a sí mismo. De aquí han nacido los
proverbios «Quien mal no hace, mal no piensa» y «Piensa el ladrón que todos
son de su condición». Esta inclinación es uno de los mayores obstáculos para
encontrar la verdad en todo lo concerniente a la conducta de los hombres; ella
expone con frecuencia al virtuoso a ser presa de los amaños del malvado, y
dirige a menudo contra probada honradez, y quizá acendrada virtud, los tiros
de la maledicencia.
La reflexión, ayudada por costosos desengaños, cura a veces este defecto,
origen de muchos males privados y públicos; pero su raíz está en el
entendimiento y corazón del hombre, y es preciso estar siempre alerta si no se
quiere que retoñen las ramas.
La razón de este fenómeno no sería difícil explicarla. En la mayor parte de
sus raciocinios procede el hombre por analogía. «Siempre ha sucedido esto;
luego ahora, sucederá también». «Comúnmente, después de tal hecho
sobreviene tal otro; luego lo mismo acontecerá en la actualidad». De aquí
dimana que tan pronto como se ofrece la ocasión de formar juicio apelamos a

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la comparación; si un ejemplo apoya nuestra manera de opinar, nos
afirmamos más en ella, y si la experiencia nos suministra muchos, sin esperar
más pruebas, damos la cosa por demostrada. Natural es que necesitando
comparaciones las busquemos en los objetos más conocidos y con los cuales
nos hallamos más familiarizados; y como en tratándose de juzgar o conjeturar
sobre la conducta ajena hemos menester calcular sobre los motivos que
influyen en la determinación de la voluntad, atendemos, sin advertirlo
siquiera, a lo que solemos hacer nosotros y prestamos a los demás el mismo
modo de mirar y apreciar los objetos.
Esta explicación, tan sencilla como fundada, señala cumplidamente la
razón de la dificultad que encontramos en despojarnos de nuestras ideas y
sentimientos cuando así lo reclama el acierto en los juicios que formamos
sobre la conducta de los demás. Quien no está acostumbrado a ver otros usos
que los de su país tiene por extraño cuanto de ellos se desvía, y al dejar por
primera vez el suelo patrio se sorprende a cada novedad que descubre. Lo
propio nos sucede en el asunto de que tratamos: con nadie vivimos más
íntimamente que con nosotros mismos, y hasta los menos amigos de
concentrarse tienen por necesidad una conciencia muy clara del curso que
ordinariamente siguen su entendimiento y voluntad. Preséntase un caso, y no
atendiendo a que aquello pasa en el ánimo de los otros, como si dijéramos en
tierra extraña, nos sentimos, naturalmente, llevados a pensar que deberá de
suceder allí lo mismo, a corta diferencia, que hemos visto en nuestra patria. Y
ya que he comenzado comparando, añadiré que así como los que han viajado
mucho no se sorprenden por ninguna diversidad de costumbres y adquieren
cierto hábito de acomodarse a todo sin extrañeza ni repugnancia, así los que
se han dedicado al estudio del corazón y a la observación de los hombres son
más diestros en despojarse de su manera de ser y sentir, y se colocan más
fácilmente en la situación de los otros, como si dijéramos que cambian de
traje y de tenor de vida y adoptan el aire y las maneras de los naturales del
nuevo país.[7]

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Capítulo VIII
De la autoridad humana en general

§I

Dos condiciones necesarias para que sea valedero un testimonio

No siempre nos es dable adquirir por nosotros mismos el conocimiento de


la existencia de un ser, y entonces nos es preciso valernos del testimonio
ajeno. Para que éste no nos induzca a error son necesarias dos condiciones:
primera, que el testigo no sea engañado; segunda, que no nos quiera engañar.
Es evidente que faltando cualquiera de estos dos extremos su testimonio no
sirve para encontrar la verdad. Poco nos importa que quien habla la conozca
si sus palabras nos expresan el error, y la veracidad y buena fe tampoco nos
aprovechan si quien las posee está engañado.

§ II

Examen y aplicaciones de la primera condición

Conocemos si el testigo ha sido engañado o no atendiendo a los medios de


que ha podido disponer para alcanzar la verdad; y en estos medios comprendo
también su capacidad y demás cualidades personales, que le hacen más o
menos apto para el efecto.
Al referírsenos algún hecho, cuando el narrador no es testigo ocular, a
veces la buena educación no permite preguntar quién lo ha contado, pero la
buena lógica prescribe atender siempre a esta circunstancia y no prestar
ligeramente asenso sin haberla tenido presente.
Atravieso un país que me es desconocido y oigo la siguiente proposición:
«Este año es el de mejor cosecha que de mucho tiempo acá se ha visto en esta

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comarca». Lo primero que debo hacer es parar la atención en la persona que
así lo dice. ¿Es un hombre anciano, rico propietario de la tierra, establecido en
sus mismas posesiones, aficionado a recoger noticias y formar estados
comparativos? No puedo dudar que quien habla debe de saberlo muy bien,
pues que su interés, profesión, inclinaciones particulares y larga experiencia
le proporcionan cuantos medios son deseables para formar juicio acertado.
¿Es un hijo del mismo propietario, que sólo se llega a las posesiones de su
padre para divertirse o sacar dinero, que, distraído por la vida de las ciudades,
se cuida muy poco de lo que pasa en los campos? Bien podrá saberlo por
habérselo oído a su padre; pero si esta última circunstancia falta, el testimonio
es muy poco seguro. ¿Es un viajero que recorre de vez en cuando aquel país
por negocios que nada tienen que ver con la agricultura? Su palabra merece
poca fe, porque son escasos los medios que ha tenido para cerciorarse de lo
que afirma; su proposición podrá ser echada a la ventura.
En una reunión se cuenta que el ingeniero N. acaba de idear una nueva
máquina para tal o cual producto y que su invención lleva ventaja a cuantas se
han conocido hasta ahora. El testigo es ocular. ¿Quién lo refiere? Es un
caballero de la misma profesión, muy acreditado en ella, que ha viajado
mucho para ponerse al nivel de los últimos adelantos en maquinaria,
comisionado repetidas veces, ya por el Gobierno, ya por Sociedades de
fabricantes, para comparar diferentes sistemas de construcción y elaboración:
el juez es competente; no es fácil haya sido engañado por un charlatán
cualquiera. El testigo es un fabricante que tiene invertidos grandes capitales
en maquinaria y se propone invertir muchos más; posee algunos
conocimientos en el ramo, pues que su interés propio le llama la atención
hacia este punto, y cuenta con bastantes años de experiencia. El testimonio no
es despreciable, ha perdido mucho de las cualidades del primero. No conoce
por principios la mecánica, habrá visto algunos establecimientos, mas no los
necesarios para poder comparar la invención con los demás sistemas
conocidos; el maquinista sabía que las arcas no estaban vacías, tenía un
interés en que se formase alto concepto de la invención; hay, pues, bastante
peligro de que el mérito sea exagerado; hasta podrá ser muy mediano, y quizá
nulo.
Una mujer de veracidad probada, pero de imaginación ardiente y viva, y
además muy crédula en asuntos de carácter extraordinario y misterioso,
refiere, con el tono de la mayor certeza y con el lenguaje y ademán de una
impresión reciente, que en la noche anterior ha oído en su casa un ruido
espantoso; que, habiéndose levantado, ha visto el resplandor de algunas luces

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en partes del edificio en las que no habita nadie, y que repetidas veces han
resonado con toda claridad voces desconocidas, ya cual gemidos de dolor, ya
cual aullidos de desesperación, ya cual aterradoras amenazas. La testigo habrá
sido engañada. Es probable que, estando profundamente dormida, algún gato
que andaría ocupado en sus ordinarias tareas de hurto o caza habrá derribado
algún trasto con estrepitoso fracaso. La buena señora, que quizá conciliaría
difícilmente el sueño, agitada por espectros y fantasmas, despierta al
retumbante ruido; levántase, despavorida; corre presurosa de una a otra parte;
ve en los aposentos desiertos alguna luz, por la sencilla razón de que nadie
cuidó de cerrar las ventanas, y por ellas penetran los rayos de la luna; por fin
llegan a sus oídos las voces misteriosas, que no debieron de ser más que los
silbidos del viento, los crujidos de alguna puerta mal segura y tal vez el
remoto maúllo del malandrín, que, salido por la buhardilla, se va a trabar
refriegas por la vecindad, sin pensar que sus maldades tienen en congojosa
cuita a su dueña y bienhechora.
Así discurría un buen pensador, sin decidirse por esto a creer o dejar de
creer, pero inclinándose algo más a lo segundo que a lo primero, cuando he
aquí que llega a la reunión el marido de la señora espantada. Es hombre que
frisa en los cincuenta, que ha tenido tiempo de perder el miedo en largos años
de carrera militar, no escasea en conocimientos y, retirado ahora, vive
entregado a sus negocios y a sus libros, dejando que su mujer delire a
mansalva. La vista de los circunstantes se dirige, naturalmente, al recién
llegado, y todos desean saber de su boca la impresión que le causara la
medrosa aventura. «En verdad, señores —dice—, que no sé qué diablos
teníamos esta noche en casa. Ocupado en despachar unos papeles que me
corrían prisa no me había acostado todavía cuando he aquí que a eso de las
doce oigo un estrépito tal que me creí que la casa se nos venía encima. Lo que
es, gato no podía ser, porque era imposible que hiciese tal estrépito, y,
además, esta mañana nada se ha encontrado ni dislocado ni roto. Eso de las
luces yo no las he visto, pero que resonaron unas voces tan tremebundas que
casi me habrían metido el miedo en el cuerpo es positivo. Veremos si la
zambra se repite; yo me temo que se nos ha querido jugar una treta. Desearía
sorprender a los actores representando su papel». Desde entonces la cuestión
cambia de aspecto; lo que antes era improbable ha pasado a ser creíble; el
hecho será verdadero, sólo falta aclarar su naturaleza.

§ III

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Examen y aplicaciones de la segunda condición

Si conviene precaverse contra el engaño que inocentemente puede haber


sufrido el narrador, no importa menos estar en guardia contra la falta de
veracidad. Para este efecto será bien informarse de la opinión que en este
punto disfruta la persona y, sobre todo, examinar si alguna pasión o interés la
impelen a mentir. ¿Qué caso puede hacerse de quien pinta prodigiosos hechos
de armas de los cuales espera grados, empleos y condecoraciones? Está bien
claro el partido que tomará el especulador, si no está dominado por principios
de rígida moral y caballerosa delicadeza. Así, quien refiere acontecimientos
en cuya verdad o apariencia tiene grande interés, es testigo sospechoso;
prestarle crédito sobre su palabra fuera proceder muy de ligero.
Cuando tratamos de calcular la probabilidad de un suceso que no sabemos
sino por el testimonio de otros, es preciso atender simultáneamente a las dos
condiciones explicadas: conocimiento y veracidad. Pero como en muchos
casos a más del testimonio tenemos algunos datos para conjeturar sobre la
probabilidad de lo que se nos cuenta, es necesario hacerlos entrar en
combinación para decidirnos con menos peligro de errar. Por lo común, hay
muchas cosas a que atender, en lo cual enseñarán más los ejemplos que las
reglas.
Un general da parte de una brillante victoria que acaba de conseguir; el
enemigo, por supuesto, era superior en fuerzas, ocupaba posiciones muy
ventajosas, pero ha sido arrollado en todas direcciones y sólo una precipitada
fuga le ha librado de dejar en manos del vencedor numerosos prisioneros. La
pérdida del general ha sido insignificante en comparación de la del enemigo;
algunas compañías que, llevadas de su ardor, se habían adelantado en
demasía, viéronse envueltas por cuadruplicadas fuerzas y tuvieron algunos
momentos de conflicto; pero, merced a la bizarría de los jefes y acertadas
disposiciones del general, pudiéronse replegar con el mayor orden, sin más
resultado que extraviarse un reducido número de soldados.
¿Qué concepto formaremos de la acción? Para que se vea cuánta
circunspección es necesaria si se desea acertar en los juicios, y con la mira de
ofrecer ejemplos que sirvan de norma en otros casos, detallaremos las muchas
circunstancias a que es preciso atender.
¿Es conocido el general? ¿Tiene reputación de veraz y modesto, o pasa
plaza de fanfarrón? ¿Cuáles son sus dotes militares? ¿Qué subalternos le
auxilian? ¿Sus tropas gozan fama de valor y disciplina? ¿Se han distinguido
en otras acciones, o están desacreditadas por frecuentes derrotas? ¿Con qué
enemigo ha tenido que habérselas? ¿Cuál era el objeto de la expedición del

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general? ¿Lo ha conseguido o no? En el parte hay una cláusula que dice: «Sé
de positivo que la plaza N puede todavía sostenerse algunos días. Así no he
creído necesario precipitar las operaciones, mayormente cuando la situación
del soldado, rendido de hambre, y fatiga, reclamaba imperiosamente algún
descanso. El convoy queda seguro en la ciudad M, adonde me he replegado,
abandonando al enemigo unas posiciones que me eran inútiles y dejándole
que se cebase en una porción de víveres que en el ardor de la refriega cayeron
en su poder a causa de un desorden momentáneo que se debió al miedo de los
bagajeros». El negocio presenta mal aspecto; a pesar de todos los rodeos, se
conoce que el vencedor ha perdido una parte del convoy y no ha podido pasar
con lo restante.
¿Qué trofeos nos presenta en testimonio de su victoria? No ha cogido
prisioneros y él confiesa algunos extraviados; aquellas compañías demasiado
adelantadas sufrieron algunos momentos de conflicto y fueron envueltas por
fuerzas cuadruplicadas; todo esto significa que hubo en aquella parte un
«sálvese quien pueda» y que el enemigo no dejó de hacer presa.
¿Cuáles son las noticias que vienen del lugar donde se ha replegado el
general? Es probable que las cartas serán tristes y que traerán descripciones
aflictivas sobre el desorden en que entró la tropa y la disminución del convoy.
¿Qué dicen los partidarios del enemigo? ¡Ah! Esto acaba de aclarar el
misterio; se han echado las campanas a vuelo en el punto P y han entrado
muchos prisioneros; los enemigos se han presentado orgullosos en presencia
de la plaza sitiada, cuyos apuros son cada día mayores.
¿Qué está haciendo el general vencedor? Se mantiene en inacción y se
añade que ha pedido refuerzos; la brillante victoria habrá sido, pues, una
insigne derrota.

§ IV

Una observación sobre el interés en engañar

Casos hay en que por interesado que parezca el narrador en faltar a la


verdad no es probable que lo haya hecho, porque, descubierta en breve la
mentira, sin recurso para paliarla, se convertiría contra él de una manera
ignominiosa.
La experiencia nos enseña que no hay que fiar de ciertas relaciones
militares que no pueden ser contradichas luego con toda claridad y con

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presencia de datos positivos que produzcan evidencia. Las mayores o menores
fuerzas del enemigo, el orden o la dispersión con que tal o cual parte de su
ejército emprendió la retirada, el número de muertos o heridos, lo más o
menos favorable de algunas posiciones, atendida la situación de los
combatientes, lo más o menos intransitable de los caminos y otras cosas por
este tenor, ¿cómo las puede aclarar bien el público? Cada cual refiere las
cosas a su modo, según sus noticias, intereses o deseos, y los mismos que
saben la verdad son quizá los primeros en obscurecerla haciendo circular las
más insignes falsedades. Los que llegan a desembarazarse del enredo y a ver
claro en el negocio o callan o se hallan impugnados por mil y mil a quienes
importa sostener la ilusión, y la mancha que cae sobre los embaucadores
nunca es tan ignominiosa que no consienta algún disfraz. Pero suponed que
un general que está sitiando una plaza, y nada puede contra ella, tiene la
imprudencia de enviar un pomposo parte al Gobierno, anunciándole que la ha
tomado por asalto y están en su poder los restos de la guarnición que no han
perecido en la refriega; a pocos días sabrá el Gobierno, sabrá el público, sabrá
el mismo Ejército que el general ha mentido de una manera escandalosa, y la
burla y la afrenta que caerán sobre el impostor le harán pagar cara su gloria de
momento.
De aquí es que en semejantes casos el buen sentido del público suele
preguntar si el parte es oficial, y si lo es, por más que no haga caso de las
circunstancias con que se procura realzar el hecho, no obstante, presta crédito
a la existencia de él. Hasta es de notar que cuando en gravísimos apuros se
miente de una manera escandalosa, con la mira de alentar por algunas horas
más y dar lugar al tiempo, rara vez se inventa un parte nombrando personas;
se apela a las fórmulas de «sabemos de positivo; un testigo de vista acaba de
referirnos», y otras semejantes; se suponen oficios recibidos que se
imprimirán luego, se ordenan regocijos públicos, etc.; pero siempre se suele
dejar un camino abierto para que la mentira no choque demasiado de frente
con el buen sentido; se tiene cuidado en no comprometer el nombre de
personas determinadas; en una palabra: hasta reinando la mayor desfachatez
se guardan siempre algunas consideraciones a la conciencia pública.
Para dejar, pues, de prestar crédito a una no basta objetar que el narrador
está interesado en faltar a la verdad; es necesario considerar si las
circunstancias de la mentira son tan desgraciadas que poco después haya de
ser descubierta en toda su desnudez, sin que le quede al engañador la excusa
de que se había equivocado o lo habían mal informado. En estos casos por
poca que sea la categoría de la persona, por poca estimación de sí misma que

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se le pueda suponer, mayormente cuando el asunto pasa en público es
prudente darle crédito, si de esto no puede resultar ningún daño. Será dable
salir engañado, pero la probabilidad está en contra, y en grado muy superior.

§V

Dificultades para alcanzar la verdad en mediando mucha distancia de lugar


o tiempo

Si es tan difícil encontrar, la verdad cuando los sucesos son


contemporáneos y se realizan en no propio país, ¿qué diremos de lo que pasa
a larga distancia de lugar o tiempo o de uno y otro? ¿Cómo será posible sacar
en limpio la verdad de manera de viajeros o historiadores? Por más
desconsolador que sea, es preciso confesarlo: quien haya observado de qué
modo se abulta, y se exagera, y se disminuye, y se desfigura, y se trastorna de
arriba abajo lo mismo que estamos viendo con nuestros ojos, ha de sentirse
por necesidad muy descorazonado al abrir un libro de historia o de viajes o al
leer los periódicos, particularmente los extranjeros.
Quien vive en el mismo tiempo y país de los acontecimientos tiene
muchos medios para evitar el error: o ve las cosas por sí mismo o lee y oye
muy diferentes relaciones que puede comparar entre sí, y como está en datos
sobre los antecedentes de las personas y de las cosas, como trata
continuamente con hombres de opuestos intereses y opiniones, como sigue de
cerca el curso de la totalidad de los sucesos, no le es imposible, a fuerza de
trabajos y discreción, el aclarar en algunos puntos la verdad. Pero ¿que será
del desgraciado lector que mora allá en lejanos países y quizá a larga distancia
de siglos y no tiene otro guía que el periódico u obra que, por casualidad,
encuentra en un gabinete de lectura o en una biblioteca o que habrá adquirido
por haber visto recomendados en alguna parte aquellos escritos u oído elogios
de quien presumía entenderlos?
Tres son los conductos por los cuales solemos adquirir conocimiento de lo
que pasa en tiempos y lugares distantes: los periódicos, las relaciones de los
viajeros y las historias. Diré cuatro palabras sobre cada uno de ellos.[8]

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Capítulo IX
Los periódicos

§I

Una ilusión

Creen algunos que, con respecto a los países donde está en vigor la
libertad de imprenta, no es muy difícil encontrar la verdad, porque teniendo
todo linaje de intereses y opiniones, algún periódico que les sirve de órgano,
los unos desvanecen los errores de los otras, brotando del cotejo la luz de la
verdad. «Entre todos lo saben todo y lo dicen todo; no se necesita más que
paciencia en leer, cuidado en comparar, tino en discernir y prudencia en
juzgar». Así discurren algunos. Yo creo que esto es pura ilusión, y lo primero
que asiento es que, ni con respecto a las personas ni a las cosas, los periódicos
no lo dicen todo, ni con mucho, ni aun aquello que saben bien los redactores,
hasta en los países más libres.

§ II

Los periódicos no lo dicen todo sobre las personas

Estamos presenciando a cada paso que los partidarios de lo que se llama


una notabilidad la ensalzan con destemplados elogios, mientras sus
adversarios la regalan a manos llenas los dictados de ignorante, estúpido,
inhumano, sanguinario, tigre, traidor, monstruo y otras lindezas por este
estilo. El saber, los talentos, la honradez, la amabilidad, la generosidad y otras
cualidades que le atribuían al héroe los escritores de su devoción, quedan en
verdad algo ajadas con los cumplimientos de sus enemigos; pero al fin, ¿qué
sacáis en limpio de esta barahúnda? ¿Qué pensará el extranjero que ha de

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decidirse por uno de los extremos o adoptar un justo medio a manera de
árbitro arbitrador? El resultado es andar a tientas y verse precisado o a
suspender el juicio o a caer en crasos errores. La carrera pública del hombre
en cuestión no siempre está señalada por actos bien caracterizados, y, además,
lo que haya en ellos de bueno o malo no siempre es bien claro si debe
atribuirse a él o a sus subalternos.
Lo curioso es que, a veces, entre tanta contienda, la opinión pública en
ciertos círculos, y quizá en todo el país, está fijada sobre el personaje; de
suerte que no parece sino que se miente de común acuerdo. En efecto; hablad
con los hombres que no carecen de noticias, quizá con los mismos que le han
declarado más cruda guerra: «Lo que es talento —oiréis— nadie se lo niega;
sabe mucho y no tiene malas intenciones; pero ¿qué quiere usted?…, se ha
metido en eso y es preciso desbancarle; yo soy el primero en respetarle como
a persona privada, y ojalá que nos hubiese escuchado a nosotros; nos hubiera
servido mucho y habría representado un papel brillante». ¿Veis a esa otro tan
honrado, tan inteligente, tan activo y enérgico, que, al decir de ciertos
periódicos, él, y sólo él, puede apartar la patria del borde del abismo?
Escuchad a los que le conocen de cerca y tal vez a sus más ardientes
defensores: «Que es un infeliz ya lo sabemos; pero, al fin, es el hombre que
nos conviene, y de alguien nos hemos de valer. Se le acusa de impuros
manejos; esto ¿quién lo ignora? En el Banco A tiene puestos tales fondos, y
ahora va a hacer otro tanto en el Banco B. En verdad que roba de una manera
demasiado escandalosa; pero, mire usted, esto es ya tan común…, y, además,
cuando le acusan nuestros adversarios no es menester que uno le deje en las
astas del toro. ¿No sabe usted la historia de ese hombre? Pues yo le voy a
contar a usted su vida y milagros…». Y se nos refieren sus aventuras, sus
altos y bajos, y sus maldades o miserias, o necedades y desde entonces ya no
padecéis ilusiones y juzgáis en adelante con seguridad y acierto.
Estas proporciones no las disfrutan por lo común los extranjeros, ni los
nacionales que se contentan con la lectura de los periódicos, y así, creyendo
que la comparación de los de opuestas opiniones les aclara suficientemente la
verdad, se forman los más equivocados conceptos sobre los hombres y las
cosas.
El temor de ser denunciados, de indisponerse con determinadas personas,
el respeto debido a la vida privada, el decoro propio y otros motivos
semejantes impiden a menudo a los periódicos el descender a ciertos
pormenores y referir anécdotas que retratan al vivo al personaje a quien
atacan, sucediendo a veces que con la misma exageración de los cargos, la

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destemplanza de las invectivas y la crueldad de las sátiras no le hacen, ni con
mucho, el daño que se le podría hacer con la sencilla y sosegada exposición
de algunos hechos particulares.
Los escritores distinguen casi siempre entre el hombre privado y el
hombre público; esto es muy bueno en la mayor parte de los casos porque de
otra suerte la polémica periodística, ya demasiado agria y descompuesta, se
convirtiera bien pronto en un lodazal donde se revolverían inmundicias
intolerables; pero esto no quita que la vida privada de un hombre, no sirva
muy bien para conjeturar sobre su conducta en los destinos públicos. Quien en
el trato ordinario no respeta la hacienda ajena, ¿creéis que procederá con
pureza cuando maneje el erario de la nación? El hombre de mala fe, sin
convicciones de ninguna clase, sin religión, sin moral, ¿creéis que será
consecuente en los principios político que aparenta profesar, y que en sus
palabras y promesas puede descansar tranquilo el Gobierno que se vale de sus
servicios? El epicúreo por sistema que en su pueblo insultaba sin pudor el
decoro público, siendo mal marido y mal padre, ¿creéis que renunciará a su
libertinaje cuando se vea elevado a la magistratura y que de su corrupción y
procacidad nada tendrán que temer la inocencia y la fortuna de los buenos,
nada que esperar la insolencia y la injusticia de los malos? Y nada de esto
dicen los periódicos, nada pueden decir, aunque les conste a los escritores sin
ningún género de duda.

§ III

Los periódicos no lo dicen todo sobre las cosas

Hasta en política no es verdad que los periódicos lo digan todo. ¿Quién


ignora cuánto distan, por lo común, las opiniones que se manifiestan en
amistosa conversación de lo que se expresa por escrito? Cuando se escribe en
público hay siempre algunas formalidades que cubrir y muchas
consideraciones que guardar; no pocos dicen lo contrario de lo que piensan, y
hasta los más rígidos en materia de veracidad se hallan a veces precisados, ya
que no a decir lo que piensan, al menos a decir mucho menos de lo que
piensan. Conviene no olvidar estas advertencias, si se quiere saber algo más
en política de lo que anda por ese mundo como moneda falsa de muchos
reconocida, pero recíprocamente aceptada, sin que por esto se equivoquen los
inteligentes sobre su peso y ley.[9]

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Capítulo X
Relaciones de viaje

§I

Dos partes muy diferentes en las relaciones de viajes

En esta clase de escritos deben distinguirse dos partes: las descripciones


de objetos que ha visto o escenas que ha presenciado el viajero y las demás
noticias y observaciones de que llena su obra. Por lo tocante a lo primero,
conviene recordar lo que se ha dicho sobre la veracidad, añadiéndose dos
advertencias: 1ª. Que la desconfianza de la fidelidad de los cuadros debe
guardar alguna proporción con la distancia del lugar de la escena, por aquello:
«De luengas tierras, luengas mentiras». 2ª. Que los viajeros corren riesgo de
exagerar, desfigurar y hasta fingir, haciendo formar ideas muy equivocadas
sobre el país que describen por el vanidoso prurito de hacerse interesantes y
de darse importancia contando peregrinas aventuras.
En cuanto a las demás noticias y observaciones no es dable reducir a
reglas fijas el modo de distinguir la verdad del error, mayormente siendo
imposible esta tarea en muchísimos casos. Pero será bien presentar
reflexiones que llenen de algún modo el vacío de las reglas, inspirando
prudente desconfianza y manteniendo en guardia a los inexpertos e incautos.

§ II

Origen y formación de algunas relaciones de viajes

¿Cómo se hacen la mayor parte de los viajes? Pasando no más que por los
lugares más famosos, deteniéndose algún tanto los puntos principales y
atravesando el país intermedio tan rápidamente como es posible, pues a ello

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instigan tres causas poderosas: ahorrar tiempo, economizar dinero y disminuir
la molestia. Si el país es culto, con buenos caminos, con canales, ríos y costas
de pronta navegación, el viajero salta de una capital a otra disparándose como
una flecha; dormitando con el mecimiento del coche o de la nave y asomando
la cabeza por la portezuela para recrearse con la vista de algún bello paisaje o
paseándose sobre cubierta contemplando las orillas del río, cuya corriente le
arrebata. Resulta de ahí que todo el país intermedio queda completamente
desconocido, en cuanto concierne a ideas, religión, usos y costumbres. Algo
ve sobre la calidad del terreno y los trajes de los moradores, porque ambos
objetos se le ofrecen a los ojos; pero, hasta en estas cosas, si el viajero no es
cauto y pretende hablar en general, podrá dar a sus lectores las noticias más
falsas y extravagantes. Si de aquí a algunos años logramos navegar por el
Ebro desde Zaragoza a Tortosa, el viajero que pintase el terreno y los trajes de
Aragón y Cataluña ateniéndose a lo que hubiese visto en la ribera del río, por
cierto que les proporcionaría a sus lectores copia desbaratada.
Ahora reflexione el aficionado a relaciones de viajes el caso que debe
hacer de las detalladas noticias sobre un país de muchos millares de leguas
cuadradas descrito por un viajero que le ha observado de la susodicha manera.
«El que lo ha visto de cerca lo dice; así será, sin asomo de duda»; de esta
suerte hablas, ¡oh crédulo lector!, pensando que en recoger aquellas noticias
ha puesto tu guía gran trabajo y cuidado, pues yo te diré lo que podría muy
bien haber sucedido, y otra vez no te dejarás engañar con tanta facilidad.
Llegado el viajero a la capital, tal vez con escaso conocimiento de la
lengua, y quizá con ninguno, habrá andado atolondrado y confuso algunos
días en el laberinto de calles y plazas, desplegando a menudo el plano de la
ciudad, preguntando a cada esquina y saliendo del paso del mejor modo
posible para encontrar la oficina de pasaportes, la casa de la Embajada y los
sujetos para quienes lleva carta de recomendación. Este tiempo no es muy a
propósito para observar, y si a ratos toma coche para librarse de cansancio y
evitar extravío, tanto peor para los apuntes de su cartera; todo desfila a sus
ojos con mucha rapidez; como linterna mágica, las ilusiones de los cuadros;
recogerá muy gratas sensaciones pero no muchas noticias. Viene en seguida
la visita de los principales edificios, monumentos, bellezas y preciosidades,
cuyo índice encuentra en la guía; y o la capital no ha de ser de las mayores o
se le han pasado muchos días en la expresada tarea. La estación se adelanta,
es preciso todavía visitar otras ciudades, acudir a los baños, presenciar tal o
cual escena en un punto lejano; el viajero ha de tomar la posta y correr a
ejecutar en otra parte lo que acaba de practicar allí. A los pocos meses de su

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partida del suelo natal está ya de vuelta, y ordena durante el invierno sus
apuntes, y en la primavera se halla de venta un abultado tomo sobre el viaje.
Agricultura, artes, comercio, ciencia, política, ideas populares, religión, usos,
costumbres, carácter, todo lo ha observado de cerca el afortunado viajero; en
su libro se halla la estadística universal del país; creedle sobre su palabra y
podréis ahorraros el trabajo de salir de vuestro gabinete sin que ignoréis los
más pequeños y delicados pormenores.
¿Cómo ha podido adquirir tanta copia de noticias? Un Argos no bastara
para ver y notar tanto en tan breve tiempo, y, además, ¿cómo habrá sabido lo
que pasaba allí donde no ha estado, es decir, a centenares de leguas a derecha
e izquierda de la carretera, canal o río por donde viajaba? Helo aquí. Cuando
al dar los primeros rayos del sol a la portezuela del coche se habrá despertado
y bostezando, y desperezándose habrá echado una ojeada sobre el país, que no
se parece ya a lo que era el de anoche cruzando y arreglando las piernas, con
el caballero de enfrente habrá trabado quizá la siguiente conversación:
—¿Usted conoce el país éste?
—Un poco.
—El pueblo aquél, ¿cómo se llama?
—Si mal no recuerdo es N.
—¿Los principales productos del país?
—N.
—¿La industria?
—N.
—¿Carácter?
—Flemático como el postillón.
—¿Riqueza?
—Como judíos.
Entretanto llega el coche al parador; el de las respuestas se marcha quizá
sin despedirse, y sus informes, que se ignora de quién sean, figurarán cual
datos positivos entre los apuntes del observador, que tendrá la humorada de
afirmar que cuenta lo que ha visto.
Pero como estos recursos no son suficientes, y dejarían muy incompleta la
descripción, recogerá cuidadosamente los trajes extraños, los edificios
irregulares, las danzas grotescas que se le hayan ofrecido al paso, y heos aquí
un cuadro de costumbres generales que nada dejará que desear. Sin embargo,
aun hay otra mina que explotará el viajero y de donde sacará tal vez el
principal tesoro. En los periódicos y en las guías encontrará en crecido
número las noticias que ha menester para formar su estadística; con los datos

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que de allí saque, puestos en orden diferente, intercalando alguna cosa de lo
que ha visto u oído o conjeturado, resultará un todo, que se hará circular como
fruto de los trabajos investigadores del viajero y en substancia no será más, en
su mayor parte, que cuentos de un cualquiera y traducciones y plagios de
periódicos y obras.
Para que no se extrañe la severidad con que trato a los autores de viajes,
sin que por esto me proponga rebajar el mérito dondequiera que se halle,
bastará recordar las necedades y disparates que han publicado algunos
extranjeros que han viajado por España. Lo que a nosotros nos ha sucedido
puede muy bien acontecer a otros pueblos, saliendo bien o mal parados,
aplaudidos con exageración o criticados con injusticia, según el humor, las
ideas y otras cualidades del ligero pintor que se empeñaba en sacar copia de
originales que no había visto.

§ III

Modo de estudiar un país

La razón y la experiencia enseñan que para formar cabal concepto de una


pequeña comarca y poderla describir tal como es, desde el aspecto material y
el moral, es necesario estar familiarizado con la lengua, pasar allí larga
temporada, abundar de relaciones, estar en trato continuo, sin cansarse de
preguntar y observar. No creo que haya otro medio de adquirir noticias
exactas y formar acertado juicio; lo demás es andarse en generalidades y
llenar la cabeza de errores e inexactitudes. Hasta que se estudien los países de
esta manera, hasta que se forme de esta suerte su estadística material y moral,
no serán bien conocidos. Estarán pintados en los libros, como en los mapas
muy pequeños que nos ofrecen a la vista dilatadas regiones: todo está cubierto
de nombres, y de círculos, y de crucecitas, y de cordilleras de montañas, y de
corrientes de ríos; pero medid con el compás las distancias y andaos por el
mundo sin otra regla; a menudo creeréis estar muy cerca de una ciudad, de un
río, de un monte que distan, sin embargo, nada menos que cien leguas.
En suma: ¿queréis adquirir noticias exactas sobre un país y formar de su
estado concepto verdadero y cabal? Estudiadlo de la manera sobredicha o leed
a quien hubiese estudiado de esta suerte: Y si no tuviereis proporción para
ello, contentaos con cuatro cosas generales, que os sacarán airoso de una
conversación con vuestros iguales en aquella clase de conocimientos; pero

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guardaos de asentar sobre estos datos un sistema filosófico, político o
económico, y andad con tiento en lucir vuestra ciencia si os encontrarais con
algún natural del país y no queréis exponeros a ser objeto de risa.[10]

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Capítulo XI
Historia

§I

Medio para ahorrar tiempo, ayudar la memoria y evitar errores en los


estudios históricos

El estudio de la Historia es no sólo útil, sino también necesario. Los más


escépticos no le descuidan, porque aun cuando no le admitiesen como propio
para conocer la verdad, al menos no le desdeñarían como indispensable
ornamento. Además que la duda, llevada a su mayor exageración, no puede
destruir un número considerable de hechos que es preciso dar por ciertos si no
queremos luchar con el sentido común.
Así, uno de los primeros cuidados que deben tenerse en esta clase de
estudios es distinguir lo que hay en ellos de absolutamente cierto. De esta
manera se encomienda a la memoria lo que no admite sombra de duda, y
queda luego desembarazado el lector para andar clasificando lo que no llega a
tan alto grado de certeza, o es solamente probable, o tiene muchos visos de
falso.
¿Quién dudará que existieron en Oriente grandes imperios; que los
griegos fueron pueblos muy adelantados en civilización y cultura; que
Alejandro hizo grandes conquistas en el Asia; que los romanos llegaron a ser
dueños de una gran parte del mundo conocido; que tuvieron por rival a la
república de Cartago; que el imperio de los señores del mundo fue derribado
por una irrupción de bárbaros venidos del Norte; que los musulmanes se
apoderaron del África septentrional, destruyeron en España el reino de los
godos y amenazaron otras regiones de Europa; que en los siglos medios
existió el sistema del feudalismo, y mil y mil otros acontecimientos, ya
antiguos, ya modernos, de los cuales estamos tan seguros como de que existen
Londres y París?

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§ II

Distinción entre el fondo del hecho y sus circunstancias. Aplicaciones

Pero admitidos como indudables cierta clase de hechos, queda anchuroso


campo para disputar sobre otros y desecharlos o darles crédito, y hasta con
respecto a los que no consienten ningún género de duda, pueden espaciarse la
erudición, la crítica y la filosofía de la Historia en el examen y juicio de las
circunstancias con que los historiadores los acompañan. Es incuestionable que
existieron las guerras llamadas púnicas, que en ellas Cartago y Roma se
disputaron el imperio del Mediterráneo, de las costas de África, España e
Italia, y que al fin salió triunfante la patria de los Escipiones, venciendo a
Aníbal y destruyendo la capital enemiga; pero las circunstancias de aquellas
guerra, ¿fueron tales como nosotros las conocemos? En el retrato que se nos
hace del carácter cartaginés en el señalamiento de las causas que provocaron
los rompimientos, en la narración de las batallas, de las negociaciones y otros
puntos semejantes, ¿sería posible que hubiésemos sido engañados? Los
historiadores romanos de quienes hemos recibido la mayor parte de las
noticias, ¿no habrán mezclado mucho de favorable a su nación y de contrario
a la rival? Aquí entra la duda, aquí el discernimiento; aquí entra ora el admitir
con recelo y desconfianza, ora el desechar sin reparo, ora el suspender con
mucha frecuencia el juicio.
¿Qué sería de la verdad a los ojos de las generaciones venideras si, por
ejemplo, la historia de las luchas entre dos naciones modernas quedase
únicamente escrita por los autores de una de las dos rivales? Y esto, sin
embargo, lo han publicado los unos en presencia de los otros, corrigiéndose y
desmintiéndose recíprocamente, y los acontecimientos se verificaron en
épocas en que abundaban ya medios de comunicación y en que era mucho
más difícil sostener falsedades de bulto. ¿Qué será, pues, viniéndonos las
narraciones por un conducto sólo, y tan sospechoso por interesado, y
tratándose de tiempos tan distantes, de comunicaciones tan escasas y en que
no se conocían los medios de publicidad que han disfrutado los modernos?
Mucho se deberá desconfiar también de los griegos cuando nos refieren
sus gigantescas hazañas, las matanzas de innumerables persas, sus rasgos de
patriotismo heroico y cien cosas por este tenor. La fe ciega, el entusiasmo sin
límites, la admiración por aquel pueblo de increíbles hazañas, allá se queda
para los sencillos; que quien conoce el corazón del hombre, quien ha visto
con sus propios ojos tanto exagerar, desfigurar y mentir, dice para sí: «El
negocio debió de ser grave y ruidoso; parece que, en efecto, no se portaron

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mal esos griegos; pero en cuanto a saber el respectivo número de
combatientes y otros pormenores, suspendo el juicio hasta que hayan
resucitado los persas y los oiga pintar a su modo los acontecimientos y
circunstancias».
Esta regla de prudencia es susceptible de infinitas aplicaciones a lo
antiguo y moderno. El lector que de ella se penetre, y no la olvide al leer la
Historia, dé por seguro que se ahorrará muchísimos errores, y, sobre todo, no
desperdiciará tiempo y trabajo en recordar si fueron sesenta o setenta mil los
que murieron en tal o cual refriega, y si los pobres que anduvieron de vencida,
y no pueden desmentir al cronista, eran en número cuadruplicado o
quintuplicado, para su mayor ignominia y afrenta.

§ III

Algunas reglas para el estudio de la Historia

Como la Historia no entra en esta obrita sino como uno de tantos objetos
que no deben pasarse por alto cuando se trata de la investigación de la verdad,
fuera inoportuno extenderse demasiado en señalar reglas para su estudio; esto,
por sí solo, reclamaría un libro de no pequeño volumen, y no conviene gastar
un espacio que bien se ha menester para otras cocas. Así, me limitaré a
prescribir lo menos que pueda y con la mayor brevedad que alcance.

Regla 1ª

Conforme a lo establecido más arriba (Cap. VIII), es preciso atender a los


medios que tuvo a mano el historiador para encontrar la verdad y las
probabilidades de que sea veraz o no.

Regla 2ª

En igualdad de circunstancias, es preferible el testigo ocular.


Por más autorizados que sean los conductos, siempre son algo peligrosos;
las narraciones que pasan por muchos intermedios suelen ser como los
líquidos, los que siempre se llevan algo del canal por donde corren.
Desgraciadamente, abundan mucho en los canales la malicia y el error.

Regla 3ª

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Entre los testigos oculares es preferible, en igualdad de circunstancias, el
que no tomó parte en el suceso y no ganó ni perdió con él. (V. Cap. VIII).
Por más crédito que se merezca César cuando nos refiere sus hazañas,
claro es que a sus enemigos no los había de pintar pocos y cobardes, ni
describirnos sus empresas como demasiado asequibles. Los prodigios de
Aníbal, contados por sus enemigos, valen, por cierto, algo más.
¿Cómo vemos narradas las revoluciones modernas? Según las opiniones e
intereses del escritor. Un hombre de aventajado talento ha dado a luz una
historia del levantamiento y revolución de España en la época de 1808; y, sin
embargo, al tratar de las Cortes de Cádiz al través del lenguaje anticuado y del
tono grave y sesudo, bien se trasluce el joven y fogoso diputado de las
Constituyentes.

Regla 4ª

El historiador contemporáneo es preferible; teniendo, empero, el cuidado


de cotejarle con otro de opiniones e intereses diferentes, y de separar en
ambos el hecho narrado de las causas que se le señalan, resultados que se le
atribuyen y juicio de los escritores.
Por lo común, hay en los acontecimientos algo que descuella y se presenta
a los ojos demasiado de bulto para que pueda negarlo la parcialidad del
historiador. En tal caso exagera o disminuye, echa mano de colores
halagüeños o repugnantes, busca explicaciones favorables apelando a causas
imaginarias y señalando efectos soñados; pero el hecho está allí, y los
esfuerzos del escritor apasionado o de mala fe no hacen más que llamar la
atención del avisado lector para que fije la vista con atención en lo que hay, y
no vea ni más ni menos de lo que hay.
Los informadores apasionados de Napoleón hablarán a la posteridad del
fanatismo y crueldad de la nación española, pintándola como un pueblo
estúpido que no quiso ser feliz; referirán las mil motivos que tuvo el gran
Capitán para entrometerse en los negocios de la Península, y señalarán un
millón de causas para explicar lo poco satisfactorio de los resultados. Por
supuesto que llegarán a concluir que por esto no se empañan en lo más
mínimo las glorias del héroe. Pero el lector juicioso y discreto descubrirá la
verdad, a pesar de todos los amaños para obscurecerla. El historiador no habrá
podido menos de confesar, a su modo y con mil rodeos, que Napoleón, antes
de comenzar la lucha, y mientras las fuerzas del Marqués de la Romana le
auxiliaban en el Norte, introdujo en España, con palabras de amistad, un
numeroso ejército, y se apoderó de las principales ciudades y fortalezas,

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incluso la capital del reino; que colocó en el trono a su hermano José, y que,
al fin, José y su ejército, después de seis años de lucha, se vieron precisados a
repasar la frontera. Esto no lo habrá negado el historiador; pues bien, esto
basta; píntense los pormenores como se quiera, la verdad quedará en su lugar.
He aquí lo que dirá el sensato lector: «Tú, historiador parcial, defiendes
admirablemente la reputación y buen nombre de tu héroe; pero resulta de tu
misma narración que él ocupó el país, protestando amistad; que invadió sin
título; que atacó a quien le ayudaba; que se valió de traición para llevarse al
rey; que peleó durante seis años sin ningún provecho. De una parte estaba,
pues, la buena fe del aliado, la lealtad del vasallo y el arrojo y la constancia
del guerrero; de otra podían estar la pericia y el valor, pero a su lado resaltan
la mala fe, la usurpación y la esterilidad de una dilatada guerra. Hubo, pues,
yerro y perfidia en la concepción de la empresa, maldad en la ejecución, razón
y heroísmo en la resistencia».

Regla 5ª

Los anónimos merecen poca confianza.


El autor habrá tal vez callado su nombre por modestia o por humildad;
pero el público, que lo ignora, no está obligado a prestar crédito a quien le
habla con un velo en la cara. Si uno de los frenos más poderosos, cual es el
temor de perder la buena reputación, no es todavía bastante para mantener a
los hombres en los límites de la verdad, ¿cómo podremos fiarnos de quien
carece de él?

Regla 6ª

Antes de leer una historia es muy importante leer la vida del historiador.
Casi me atrevería a decir que esta regla, por lo común tan descuidada, es
de las que deben ocupar el lugar más distinguido. En cierto modo se halla
contenida en lo que llevo dicho más arriba (Cap. VIII), pero no será inútil
haberla establecido por separado, siquiera para tener ocasión de ilustrarla con
algunas observaciones. Claro es que no podemos saber qué medios tuvo el
historiador para adquirir el conocimiento de lo que narra, ni el concepto que
debemos formar de su veracidad si no sabemos quién era, cuál fue su
conducta y demás circunstancias de su vida. En el lugar en que escribió el
historiador, en las formas políticas de su patria, en el espíritu de su época, en
la naturaleza de ciertos acontecimientos y, no pocas veces, en la particular
posición del escritor se encuentra quizá la clave para explicar sus

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declamaciones sobre tal punto, su silencio o reserva sobre tal otro, por qué
pasó sobre este hecho con pincel ligero, por qué cargó la mano sobre aquél.
Un historiador del revuelto tiempo de la Liga no escribía de la misma
suerte que otro del reinado de Luis XIV; y trasladándonos a épocas más
cercanas, las de la Revolución, de Napoleón, de la Restauración y de la
dinastía de Orleans, han debido inspirar al escritor estilo y lenguaje. Cuando
andaban animadas las contiendas entre los papas y los príncipes, no era, por
cierto, lo mismo publicar una memoria sobre ellas en Roma, París, Madrid o
Lisboa. Si sabéis dónde salió a luz el libro que tenéis en la mano, os haréis
cargo de la situación del escritor, y así supliréis aquí, cercenaréis allá; en una
parte descifraréis una palabra obscura, en otra comprenderéis un circunloquio;
en esta página apreciaréis en su justo valor una protesta, un elogio, una
restricción; en aquélla adivinaréis el blanco de una confesión, de una censura,
o señalaréis el verdadero sentido a una proposición demasiado atrevida.
Pocos son los hombres que se sobreponen completamente a las
circunstancias que los rodean; pocos son los que arrostran un gran peligro por
la sola causa de la verdad; pocos son los que en situaciones críticas no buscan
una transacción entre sus intereses y su conciencia. En atravesándose riesgos
de mucha gravedad, el mantenerse fiel a la virtud es heroísmo, y el heroísmo
es cosa rara.
Además, que no siempre puede decirse que haya obrado mal un escritor
por haberse atemperado a las circunstancias, si no ha vulnerado los derechos
de la justicia y de la verdad. Casos hay en que el silencio es prudente y hasta
obligatorio, y, por lo mismo, bien se puede perdonar a un escritor el que no
haya dicho todo lo que pensaba con tal que no ha dicho nada contra lo que
pensaba. Por más profundas que fuesen las convicciones de Belarmino sobre
la potestad indirecta, ¿habríais exigido de él que se expresase en París de la
misma suerte que en Roma? Esto hubiera equivalido a decirle: «Hablad de
manera que, tan pronto como el Parlamento tenga noticias de vuestra obra,
sean recogidos los ejemplares a mano armada, quemado quizá uno de ellos
por la mano del verdugo y vos expulsado de Francia o encerrado en un
calabozo». El conocimiento de la posición particular del escritor, de su
conducta, moralidad, carácter y hasta de su educación ilustran muchísimo al
lector de sus obras. Para formar juicio de las palabras de Lutero sobre el
celibato servirá no poco el saber que quien habla es un fraile apóstata, casado
con Catalina de Boré; y quien haya tenido paciencia bastante para ruborizarse
veces hojeando las impudentes Confesiones de Rousseau, será bien poco

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accesible a ilusiones cuando el filósofo de Ginebra le hable de filantropía y de
moral.

Regla 7ª

Las obras póstumas publicadas por manos desconocidas o poco seguras


son sospechosas de apócrifas o alteradas.
La autoridad de un ilustre difunto poco sirve en semejantes casos; no es él
quien nos habla, sino el editor, bien seguro de que el interesado no le podrá
desmentir.

Regla 8ª

Historias fundadas en memorias secretas y papeles inéditos, publicaciones


de manuscritos en que el editor asegura no haber hecho más que introducir
orden, limar frases o aclarar algunos pasajes no merecen más crédito que el
debido a quien sale responsable de la obra.

Regla 9ª

Relaciones de negociaciones ocultas, de secretos de Estado, anécdotas


picantes sobre la vida privada de personajes célebres, sobre tenebrosas
intrigas y otros asuntos de esta clase han de recibirse con extrema
desconfianza.
Si difícilmente podemos aclarar la verdad de lo que pasa a la luz del sol y
a la faz del universo, poco debemos prometernos tocante a lo que sucede en
las sombras de la noche y en las entrañas de la tierra.

Regla 10ª

En tratándose de pueblos antiguos o muy remotos es preciso dar poco


crédito a cuanto se nos refiera sobre riquezas del país, número de moradores,
tesoros de monarcas, ideas religiosas y costumbres domésticas.
La razón es clara: todos estos puntos son difíciles de averiguar; es
necesario mucho tiempo de residencia, perfecto conocimiento de la lengua,
inteligencia en ramos de suyo muy difíciles y complicados, medios de
adquirir noticias exactas sobre objetos ocultos que brindan a la exageración, y
en que por parte de los mismos naturales hay a veces mucha ignorancia, y
hasta sabiéndolo tienen mil y mil motivos para aumentar o disminuir.
Finalmente, en lo que toca a costumbres domésticas, no se alcanza su exacto

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conocimiento si no se puede penetrar en lo interior de las familias, viéndolas
cómo hablan y obran en la efusión y libertad de sus hogares.[11]

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Capítulo XII
Consideraciones generales sobre el modo de conocer la naturaleza,
propiedades y relaciones de los seres

§I

Una clasificación de las ciencias

Conocidas las reglas que pueden guiarnos para conocer la existencia de un


objeto, fáltanos averiguar cuáles son las que podrán sernos útiles al investigar
la naturaleza, propiedades y relaciones de los seres. Estos, o pertenecen al
orden de la Naturaleza, comprendiendo en él todo cuanto está sometido a las
leyes necesarias de la Creación, a los que apellidaremos naturales, o al orden
moral, y los nombraremos morales, o al orden de la sociedad humana, que
llamaremos históricos o más propiamente sociales, o al de una providencia
extraordinaria, que designaremos con el título de religiosos.
No insistiré sobre la exactitud de esta división; confesaré sin dificultad
que en rigor dialéctico se le pueden hacer algunas objeciones; pero es
innegable que está fundada en la misma naturaleza de las cosas y en el modo
con que el entendimiento humano suele distinguir los principales puntos de
vista. Sin embargo, para manifestar con mayor claridad la razón en que se
apoya, he aquí presentada en pocas palabras, la filiación de las ideas.
Dios ha criado el universo y cuanto hay en él, sometiéndole a las leyes
constantes y necesarias; de aquí el orden natural. Su estudio podría llamarse
filosofía natural.
Dios ha criado al hombre, dotándole de razón y de libertad de albedrío,
pero sujeto a ciertas leyes, y que no le fuerzan, mas le obligan; he aquí el
orden moral y el objeto de la filosofía moral.
El hombre en sociedad ha dado origen a una serie de hechos y
acontecimientos; he aquí el orden social. Su estudio podría llamarse filosofía
social o, si se quiere, filosofía de la Historia.

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Dios no está ligado por las leyes que Él mismo ha escrito a las hechuras
de sus manos; por consiguiente, puede obrar sobre y contra esas leyes, y así es
dable que existan una serie de hechos y revelaciones de un orden superior al
natural y social; de aquí el estudio de la religión o filosofía religiosa.
Dada la existencia de un objeto, pertenece a la filosofía el desentrañarle,
apreciarle y juzgarle, ya que en la aceptación común esta palabra filósofo
significa el que se ocupa en la investigación de la Naturaleza, propiedades y
relaciones de los seres.

§ II

Prudencia científica y observaciones para alcanzarla

En el buen orden del pensamiento filosófico entra una gran parte de la


prudencia, muy semejante a la que preside a la conducta práctica. Esta
prudencia es de muy difícil adquisición; es también el costoso fruto de
amargos y repetidos desengaños. Como quiera, será bueno tener a la vista
algunas observaciones que pueden contribuir a engendrarla en el espíritu.

Observación 1ª

La íntima naturaleza de las cocas nos es, por lo común, muy desconocida;
sobre ella sabemos poco e imperfecto.
Conviene no echar nunca en olvido esta importantísima verdad. Ella nos
enseñará la necesidad de un trabajo muy asiduo cuando nos propongamos
descubrir y examinar la naturaleza de un objeto, dado que lo muy oculto y
abstruso no se comprende con aplicación liviana. Ella nos inspirará prudente
desconfianza en el resultado de nuestras investigaciones, no permitiéndonos
que con precipitación nos lisonjeemos de haber encontrado lo que buscamos.
Ella nos preservará de aquella irreflexiva curiosidad que nos empeña en
penetrar objetos cerrados con sello inviolable.
Verdad poco lisonjera a nuestro orgullo, pero indudable, certísima a los
ojos de quien haya meditado sobre la ciencia del hombre. El Autor de la
Naturaleza nos ha dado el suficiente conocimiento para acudir a nuestras
necesidades físicas y morales, otorgándonos el de las aplicaciones y usos que
para este efecto pueden tener los objetos que nos rodean; pero se ha
complacido, al parecer, en ocultar lo demás como si hubiese querido ejercitar
el humano ingenio durante nuestra mansión en la tierra y sorprender

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agradablemente al espíritu al llevarle a las regiones que le aguardan más allá
del sepulcro, desplegando a nuestros ojos el inefable espectáculo de la
Naturaleza sin velo.
Conocemos muchas propiedades y aplicaciones de la luz, pero ignoramos
su esencia; conocemos el modo de dirigir y fomentar la vegetación, pero
sabemos muy poco sobre sus arcanos; conocemos el modo de servirnos de
nuestros sentidos, de conservarlos y ayudarlos, pero se nos ocultan los
misterios de la sensación; conocemos lo que es saludable o nocivo a nuestro
cuerpo, pero en la mayor parte de los casos nada sabemos sobre la manera
particular con que nos aprovecha o daña. ¿Qué más? Calculamos,
continuamente el tiempo, y la metafísica no ha podido aclarar bien lo que es
el tiempo; existe la geometría, y llevada a un grado de admirable perfección, y
su idea fundamental, la extensión, está todavía sin comprender. Todos
moramos en el espacio, todo el universo está en él, le sujetamos a riguroso
cálculo y medida, y la metafísica ni la ideología no han podido decirnos aún
en qué consiste; si es algo distinto de los cuerpos, si es solamente una idea, si
tiene naturaleza propia, no sabemos si es un ser o nada. Pensamos, y no
comprendemos lo que es el pensamiento; bullen en nuestro espíritu las ideas,
e ignoramos lo que es una idea; nuestra cabeza es un magnífico teatro donde
se representa el universo con todo su esplendor, variedad y hermosura; donde
una fuerza incomprensible crea a nuestro capricho mundos fantásticos, ora
bellos, ora sublimes, ora extravagantes; y no sabemos lo que es la
imaginación, ni lo que son aquellas prodigiosas escenas, ni cómo aparecen o
desaparecen.
¡Qué conciencia más viva no tenemos de esa inmensa muchedumbre de
afecciones que apellidamos sentimientos! Y, sin embargo, ¿qué es el
sentimiento? El que ama siente el amor, pero no le conoce; el filósofo que se
ocupa en el examen de esta afección señala quizá su origen, indica su
tendencia y su fin, da reglas para su dirección; pero en cuanto a la íntima
naturaleza del amor, se halla en la misma ignorancia que el vulgo. Son los
sentimientos como un fluido misterioso que circula por conductos cuyo
interior es impenetrable. Por la parte exterior se conocen algunos efectos; en
algunos casos se sabe de dónde viene y adónde va, y no se ignora el modo de
aminorar su velocidad o cambiar su dirección; pero el ojo no puede penetrar
en la obscura cavidad; el agente queda desconocido.
Nuestro propio cuerpo, ni todos cuantos nos rodean, ¿sabemos, por
ventura, lo que son? Hasta ahora, ¿ha habido algún filósofo que haya podido
explicarnos lo que es un cuerpo? Y, sin embargo, estamos continuamente en

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medio de cuerpos, y nos servimos continuamente de ellos, y conocemos
muchas de sus propiedades y de las leyes a que están sometidos, y un cuerpo
forma parte de nuestra naturaleza.
Estas consideraciones no deben perderse nunca de vista, cuando se nos
ofrece examinar la íntima naturaleza de una cosa, para fijar los principios
constitutivos de su esencia. Seamos, pues, diligentes en investigar, pero muy
mesurados en definir. Si no llevamos estas cualidades a un alto grado de
escrupulosidad, nos acontecerá con frecuencia el sustituir a la realidad las
combinaciones de nuestra mente.

Observación 2ª

Así como en matemáticas hay dos maneras de resolver un problema, una


acertando en la verdadera resolución, otra manifestando que la resolución es
imposible, así acontece en todo linaje de cuestiones; muchas hay cuya mejor
resolución es manifestar que para nosotros son insolubles. Y no se crea que
esto último carezca de mérito y que sea fácil el discernimiento entre lo
asequible y lo inasequible; quien es capaz de ello, señal es que conoce a fondo
la materia de que se trata y que se ha ocupado con detenimiento en el examen
de sus principales cuestiones.
Es mucho el tiempo que se ahorra en habiendo adquirido este precioso
discernimiento, pues, en ofreciéndose el caso, como que se adivina desde
luego si hay o no los datos suficientes para llegar a un resultado satisfactorio.
El conocimiento de la imposibilidad de resolver es muchas veces más bien
histórico y experimental que científico; es decir, que un hombre instruido y
experimentado conoce que una solución es imposible, o que raya en ello a
causa de su extrema dificultad, no porque pueda demostrarlo, sino porque la
historia de los esfuerzos que han hecho otros, y quizá de los propios, le
manifiesta la impotencia del entendimiento humano con relación al objeto. A
veces la misma naturaleza de las cosas sobre las cuales se suscita la cuestión
indica la imposibilidad de resolverla. Para esto es necesario abarcar de una
ojeada los datos que se han menester, conociendo la falta de los que no
existen.

Observación 3ª

Como los seres se diferencian mucho entre sí en naturaleza, propiedades y


relaciones, el modo de mirarlos y el método de pensar sobre ellos han de ser
también muy diferentes.

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Imagínanse algunos que en sabiendo pensar sobre una clase de objetos
está ya trillado el camino para lograr lo mismo con respecto a todos, bastando
para ello dirigir la atención a lo que se quiere estudiar de nuevo. De aquí es
que se oye en boca de muchos, y se lee también en uno que otro autor, la
insigne falsedad de que la mejor lógica son las matemáticas, porque
acostumbran a pensar en todas materias con rigor y exactitud.
Para desvanecer esta equivocación basta observar que los objetos que se
ofrecen a nuestro espíritu de órdenes muy diferentes; que los medios de que
disponemos para alcanzarlos nada tienen de parecido; que las relaciones que
con nosotros los unen son desemejantes, y que, en fin, la experiencia está
enseñando todos los días que un hombre dedicado a dos clases de estudios
resulta sobresaliente, en la una y quizá muy mediano en la otra; que en
aquélla piensa con admirable penetración y discernimiento, mientras en ésta
no se eleva sobre miserables vulgaridades.
Hay verdades matemáticas, verdades físicas, verdades ideológicas,
verdades metafísicas; las hay morales, religiosas, políticas; las hay literarias e
históricas; las hay de razón pura y otras en que se mezclan por necesidad la
imaginación y el sentimiento; las hay meramente especulativas, y las hay que
por necesidad se refieren a la práctica; las hay que sólo se conocen por
raciocinio; las hay que se ven por intuición y las hay de que sólo nos
informamos por la experiencia; en fin, son tan variadas las clases en que
podrían distribuirse, que fuera difícil reducirlas a guarismos.

§ III

Los sabios resucitadas

El lector palpará el fundamento de lo que acabo de exponer, y se


desentenderá en adelante de las frívolas objeciones que pudiera presentar el
espíritu de sutileza y cavilación, asistiendo a la escena que voy a ofrecerle, en
la cual encontrará retratada al vivo la naturaleza de las cosas, y explicada y
demostrada a un mismo tiempo la importante verdad que deseo inculcarle.
Ya supongo reunidos en un vasto establecimiento un gran número de
hombres célebres, los que, resucitados tal como eran en vida, con los mismos
talentos e inclinaciones, pasan algunos días encerrados allí, bien que con
amplia libertad de ocuparse cada cual en lo que fuere de su agrado. La
mansión está preparada como tales huéspedes se merecen; un riquísimo

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archivo, una inmensa biblioteca, un museo donde se hallan reunidas las
mayores maravillas de la naturaleza y del arte; espaciosos jardines adornados
con todo linaje de plantas; largas hileras de jaulas donde rugen, braman,
aúllan, silban se revuelven, se agitan todos los animales de Europa, Asia,
África y América. Allí están Gonzalo de Córdoba, Cisneros, Richelieu,
Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Napoleón, Tasso, Milton, Boileau, Corneille,
Racine, Lope de Vega, Calderón, Molière, Bossuet, Massillon, Bourdaloue,
Descartes, Malebranche, Erasmo, Luis Vives, Mabillon, Vieta, Fermat,
Bacon, Keplero, Galileo, Pascal, Newton, Leibnitz, Miguel Angel, Rafael,
Linneo, Buffon y otros que han transmitido a la posteridad su nombre
inmortal.
Dejadlos hasta que se hayan hecho cargo de la distribución de las piezas y
cada cual haya podido entregarse a los impulsos de su inclinación favorita. El
gran Gonzalo leerá con preferencia las hazañas de Escipión en España,
desbaratando a sus enemigos con su estrategia, aterrándolos con su valor y
atrayéndose el ánimo de los naturales con su gallarda apostura y conducta
generosa. Napoleón se ocupará en el paso de los Alpes por Aníbal, en las
batallas de Cannas y Trasimeno; se indignará al ver a César vacilante a la
orilla del Rubicón; golpeará la mesa con entusiasmo al mirarle cuál marcha
sobre Roma, vence en Farsalia, sojuzga al África y se reviste de la dictadura.
Tasso y Milton tendrán en sus manos la Biblia, Homero y Virgilio; Corneille
y Racine, a Sófocles y Eurípides; Molière, a Aristófanes, Lope de Vega y
Calderón; Boileau, a Horacio; Boasuet, Massillon y Bourdaloue, a San Juan
Crisóstomo, San Agustín, San Bernardo; mientras Erasmo, Luis Vives y
Mabillon estarán revolviendo el archivo, andando a caza de polvorientos
manuscritos para completar un texto truncado, aclarar una frase dudosa,
enmendar una expresión incorrecta o resolver un punto de crítica. Entretanto,
sus ilustres compañeros se habrán acomodado conforme a su gusto respectivo.
Quién estará con el telescopio en la mano, quién con el microscopio, quién
con otros instrumentos; al paso que algunos, inclinados sobre un papel
cubierto de signos, letras y figuras geométricas, estarán absortos en la
resolución de los problemas más abstrusos. No estarán ociosos los
maquinistas, ni los artistas, ni los naturalistas; y bien se deja entender, que
encontraremos a Buffon junto a las verjas de una jaula, a Linneo en el jardín,
a Whatt examinando los modelos de maquinaria y a Rafael y a Miguel Angel
en las galerías de cuadros y estatuas.
Todos pensarán, todos juzgarán, y sin duda que sus pensamientos serán
preciosos y sus fallos respetables; y, sin embargo, estos hombres no se

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entenderían unos a otros si se hablasen los de profesiones diferentes; si trocáis
los papeles, será posible que de una sociedad de ingenios hagáis una reunión
de capacidades vulgares, que tal vez llegue a ser divertida con los disparates
de insensatos.
¿Veis a ese, cuyos ojos centellean, que se agita en un asiento, da recias
palmadas sobre la mesa y al fin se deja caer el libro de la mano, exclamando:
«Bien, muy bien, magnifico…»? ¿Notáis aquel otro que tiene delante de él un
libro cerrado y que, con los brazos cruzados sobre el pecho, los ojos fijos y la
frente contraída y torva, manifiesta que está sumido en meditación profunda,
y que al fin vuelve de repente en sí y se levanta diciendo: «Evidente, exacto,
no puede ser de otra manera…»? Pues el uno es Boileau, que lee un trozo
escogido de la carta a los Pisones, o de las Sátiras, y que, a pesar de saberlo
de memoria, lo encuentra todavía nuevo, sorprendente, y no puede contener
los impulsos de su entusiasmo; el otro es Descartes, que medita sobre los
colores, y resuelve que no son más que una sensación. Aproximadlos ahora y
haced que se comuniquen sus pensamientos; Descartes tendrá a Boileau por
frívolo, pues que tanto le afecta una imagen bella y oportuna o una expresión
enérgica y concisa, y Boileau se desquitará, a su vez, sonriéndose
desdeñosamente del filósofo, cuya doctrina choca con el sentido común y
tiende a desencantar la Naturaleza.
Rafael contempla extasiado un cuadro antiguo de raro mérito; en la
escena, el sol se ha ocultado en el ocaso, las sombras van cubriendo la tierra,
descúbrese en el firmamento el cuadrante de la luna y algunas estrellas que
brillan como antorchas en la inmensidad de los cielos. Descuella en el grupo
una figura que, con los ojos clavados en el astro de la noche y con ademán
dolorido y suplicante, diríase que le cuenta sus penas y le conjura que le dé
auxilio en tremenda cuita. Entretanto, acierta a pasar por allí un personaje que
anda meditabundo de una parte a otra, y reparando en la luna y estrellas y en
la actitud de la mujer que las mira, se detiene y articula entre dientes no sé
qué cosas sobre paralaje, planos que pasan por el ojo del espectador,
semidiámetros terrestres, tangentes a la órbita, focos de la elipse y otras cosas
por este tenor, que distraen a Rafael y le hacen marchar a grandes pasos hacia
otro lado, maldiciendo al bárbaro astrónomo y a su astronomía.
Allí está Mabillon con un viejo pergamino, calándose mil veces los
anteojos, y ora tomando la luz en una dirección, ora en otra, por si puede
sacar en limpio una línea medio borrada, donde sospecha que ha de encontrar
lo que busca, y mientras el buen monje se halla atareado en su faena, se le
llega un naturalista rogándole que disimule, y, armando su microscopio, se

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pone a observar si descubre en el pergamino algunos huevos de polilla. El
pobre Linneo tenía recogidas unas florecitas y las estaba distribuyendo
cuando pasan por allí Tasso y Milton recitando en alta y sentida voz un
soberbio pasaje, y no advierten que lo echan todo a rodar y que con una
pisada destruyen el trabajo de muchas horas.
En fin, aquellos hombres acabaron por no entenderse, y fue preciso
encerrarlos de nuevo en sus tumbas para que no se desacreditasen y no
perdiesen sus títulos a la inmortalidad.
Lo que veía el uno no acertaba a verlo el otro; aquél reputaba: a éste por
estúpido y éste, a su vez, le pagaba con la misma moneda. Lo que el uno
apreciaba con admirable tino, el otro lo juzgaba disparatado; lo que uno
miraba como inestimable tesoro, considerábalo el otro cual miserable
bagatela. Y esto, ¿por qué? ¿Cómo es que grandes pensadores discuerden
hasta tal punto? ¿Cómo es que las verdades no se presentan a los ojos de
todos de una misma manera? Es que estas verdades son de especies muy
diferentes; es que el compás y la regla no sirven para apreciar lo que afecta al
corazón; es que los sentimientos nada valen en el cálculo y en la geometría; es
que las abstracciones metafísicas nada tienen que ver con las ciencias
sociales; es que la verdad pertenece a órdenes tan diferentes cuanto lo son las
naturalezas de las cosas, porque la verdad es la misma realidad.
El empeño de pensar sobre todos los objetos de un mismo modo es
abundante manantial de errores; es trastornar las facultades humanas; es
transferir a unas lo que es propio exclusivamente de otras. Hasta los hombres
más privilegiados, a quienes el Criador ha dotado de una comprensión
universal, no podrán ejercerla cual conviene si cuando se ocupan de uña
materia no se despojan, en cierto modo, de sí mismos para hacer obrar las
facultades que mejor se adaptan al objeto de que se trata.[12]

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Capítulo XIII
La buena percepción

§I

La idea

Percibir con claridad, exactitud y viveza, juzgar con verdad, discurrir con
rigor y solidez, he aquí las tres dotes de un pensador; examinémoslas por
separado, emitiendo sobre cada una de ellas algunas observaciones.
¿Qué es una idea? No nos proponemos investigarlo aquí. ¿Qué es la
percepción en su rigor ideológico? Tampoco es éste el blanco de nuestras
tareas, ni conduciría al fin que deseamos. Bastará, pues, decir, en lenguaje
común, que percepción es aquel acto interior con el cual nos hacemos cargo
de un objeto; siendo la idea aquella imagen, representación o lo que se quiera,
que sirve como de pábulo a la percepción. Así percibimos el círculo, la elipse,
la tangente a una de estas curvas; percibimos la resultante de un sistema de
fuerzas, la razón inversa de éstas en los brazos de una palanca, la gravitación
de los cuerpos, la ley de aceleración en su descenso, el equilibrio de los
fluidos; percibimos la contradicción del ser y no ser a un mismo tiempo, la
diferencia entre lo esencial y accidental de los seres; percibimos los principios
de la moral; percibimos nuestra existencia y la de un mundo que nos rodea;
percibimos una belleza o un defecto en un poema o en un cuadro; percibimos
la sencillez o complicación de un negocio, los medios fáciles o arduos para
llevarle a cabo; percibimos la impresión agradable o desagradable que hace en
nuestros semejantes tal o cual palabra, gesto o suceso; en breve, percibimos
todo aquello de que se hace cargo nuestro espíritu y aquello que en lo interior
nos parece que nos sirve de espejo para ver el objeto; aquello que ora está
presente a nuestro entendimiento, ora se retira o se adormece, aguardando que
otra ocasión lo despierte o que nosotros lo llamemos para volverse a

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presentar; aquello que no sabemos lo que es, pero cuya existencia no nos es
dable poner en duda, aquello se llama idea.
Poco nos importan aquí las opiniones de los ideólogos; por cierto que para
pensar bien no es necesario saber si la idea es distinta de la percepción o no, si
es la sensación transformada o no, ni si nos ha venido por este o aquel
conducto o si la tenemos innata o adquirida. Para la resolución de todas estas
cuestiones, sobre las cuales se ha disputado siempre, y se disputará en
adelante, se necesitan actos reflejos que no puede hacer quien no se ocupa de
ideología, so pena de distraerse en su tarea y embarazar y extraviar
lastimosamente su pensamiento. Quien piensa no puede estar continuamente
pensando qué piensa y cómo piensa; de otra suerte, el objeto de su
entendimiento se cambiará, y en vez de ocuparse de lo que debe se ocupará de
sí mismo.

§ II

Regla para percibir bien

Percibiremos con claridad y viveza si nos acostumbramos a estar atentos a


lo que se nos ofrece (Cap. II), y si además hemos procurado adquirir el
necesario tino para desplegar en cada caso las facultades que se adaptan al
objeto presente.
¿Se me da una definición matemática? Nadad de vaguedad, nada de
abstracciones, nada de fantástico o sentimental, nada del mundo en su
complicación y variedad; en este caso he de valerme de la imaginación no
más que como del encerado donde trazo los signos y las figuras, y del
entendimiento como del ojo para mirar. Aclararé la regla proponiendo un
ejemplo de los más sencillos: una de las definiciones elementales de la
geometría.
La circunferencia es una línea curva reentrante cuyos puntos distan
igualmente todos de uno que se llama centro. Por lo pronto, es evidente que
no se trata aquí ni de la circunferencia tal como suele tomarse en sentido
metafórico cuando se la aplica a objetos no geométricos, ni en un sentido lato
y grosero, como en los casos en que no se necesita precisión y rigor; debo,
pues, considerar la definición dada como la expresión de un objeto de orden
ideal al cual se aproximará más o menos la realidad.

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Pero como las figuras geométricas se someten a la vista y a la
imaginación, me valdré de una de éstas, y si es posible de ambas, para
representarme aquello que quiero concebir. Trazada la figura en el encerado,
o en la imaginación, veo o imagino una circunferencia; pero ¿esto me basta
para comprender bien su naturaleza? No. El hombre más rudo la ve e imagina
tan perfectamente como el más cumplido matemático, y no sabe darse cuenta
a sí mismo de lo que es una circunferencia. Luego la vista o la imaginación de
la figura no son suficientes para la idea geométrica completa. Además, que si
no necesitara otra cosa, el gato que, acurrucado en una silla, está
contemplando atentamente una curva que su amo acaba de trazar, y que sin
duda la ve también como éste y la imagina cuando cierra los ojos, tendría de
la misma una idea igualmente perfecta que Newton o Lagrange.
¿Qué se necesita, pues, para que haya una percepción intelectual? Que se
conozca el conjunto de condiciones de las cuales no puede faltar ninguna sin
que desaparezca la curva. Esto es lo explicado por la definición; y para que la
percepción sea cabal, deberé hacerme cargo de cada una de dichas
condiciones, y su conjunto formará en mi entendimiento la idea de la curva.
Quien se haya ocupado en la enseñanza habrá podido observar la
diferencia que acabo de señalar. Vista una circunferencia y la manera de
trazarla con el compás, el alumno más torpe la reconoce donde quiera que se
le presente, y la describe sin equivocarse. En esto no cabe diferencia entre los
talentos; pero viene el definir la curva, señalando las condiciones que la
forman, y entonces se palpa lo que va de la imaginación al entendimiento,
entonces se conoce ya al joven negado, al medianamente capaz, al
sobresaliente.
—¿Qué es la circunferencia? —preguntáis al primero.
—Es esto que acabo de trazar.
—Pero, bien, ¿en qué consiste? ¿Cuál es la naturaleza de esta línea? ¿En
qué se diferencia de la recta que explicamos ayer? ¿Son lo mismo la una que
la otra?
—¡Oh, no! Esta es así…, redonda…, aquí hay un punto…
—¿Se acuerda usted de la definición que da el autor?
—Sí, señor; la circunferencia es una línea curva reentrante, cuyos puntos
distan igualmente todos de uno que se llama centro.
—¿Por qué la llamamos curva?
—Porque no tiene sus puntos en una misma dirección.
—¿Por qué reentrante?
—Porque vuelve o entra en sí misma.

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—Si no fuese reentrante, ¿sería circunferencia?
—Sí, señor.
—¿No acaba usted de decirnos que ha de serlo?
—¡Ah! Sí, señor.
—¿Por qué, en no siendo reentrante, ya no sería circunferencia?
—Porque… la circunferencia… porque…
En fin, cansado de esperar y de explicar, llamáis a otro, que os da la
definición, que os explica los términos, pero que ahora se os deja la palabra
curva, ahora la igualmente; que si le obligáis a una atención más perfecta, se
hace cargo de lo que le decís, lo repite muy bien, pero que a poco tiene otro
olvido o equivocación, dando a entender que no se ha formado todavía idea
cabal, que no se da cumplida razón a sí mismo del conjunto de condiciones
necesarias para formar una circunferencia.
Llegáis, por fin, a un alumno de entendimiento claro y sobresaliente: traza
la figura con más o menos desembarazo, según su mayor o menor agilidad
natural, recita más o menos rápidamente las definiciones, según la velocidad
de la lengua; pero llamadle al análisis, y notaréis, desde luego, la claridad y
precisión de sus ideas, la exactitud y concisión de sus palabras, la oportunidad
y tino de las aplicaciones.
—En la definición, ¿podríamos omitir la palabra línea?
—Como aquí ya hemos advertido que sólo tratamos de línea, se daría por
sobrentendida; pero en rigor no, porque al decir curva podríase dudar si
hablamos de superficies.
—Y expresando línea, ¿podríamos omitir curva?
—Me parece que sí…, porque añadimos reentrante, ya excluimos la recta,
que no puede serlo, y además la recta tampoco puede tener todos sus puntos
igualmente distantes de uno.
—Y la palabra reentrante, ¿no la pudiéramos pasar por alto?
—No, señor; porque si la curva no vuelve sobre sí misma ya no será una
circunferencia; así, por ejemplo, si en ésta borro la parte A B, ya no me queda
una circunferencia, sino un arco.
—Pero, añadiendo lo demás, de que todos los puntos han de distar
igualmente de uno que se llama centro, bien parece que se sobrentiende que
será reentrante…
—No, señor; porque en el arco que tenemos a la vista hay la equidistancia,
y, sin embargo, no es reentrante.
—¿Y la palabra igualmente?

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—Es indispensable; de otro modo sería no decir nada; porque una recta
también tiene todos sus puntos distantes de uno que no se halle en ella; y
además una curva que trazo a la ventura, rasgueando así… sobre el encerado,
tiene también todos sus puntos distantes de otro cualquiera, como A…, que
señalo fuera de ella. He aquí una percepción clara, exacta, cabal, que nada
deja que desear, que deja satisfecho al que habla y al que oye.
Acabamos de asistir al análisis de una idea geométrica y de señalar la
diferencia entre sus grados de claridad y exactitud; veamos ahora una idea
artística, y tratamos de determinar su mayor o menar perfección. En ambos
casos hay percepción de una verdad; en ambos casos se necesita atención,
aplicación de las facultades del alma; pero con el ejemplo que sigue
palparemos que lo que en el uno daña en el otro favorece, y viceversa, y que
las clasificaciones y distinciones que en el primero eran indicio de
disposiciones felices, son en el segundo una prueba de que el disertante se ha
equivocado al elegir su carrera.
Dos jóvenes que acaban de salir de la escuela de retórica; que recuerdan
perfectamente cuanto en ella se les ha enseñado; que serían capaces de
decorar los libros de texto de un cabo a otro; que responden con prontitud a
las preguntas que se les hacen sobre tropos, figuras, clases de composición,
etc., etc., y que, en fin, han desempeñado los exámenes a cumplida
satisfacción de padres y maestros, obteniendo ambos la nota de sobresaliente
por haber contestado con igual desembarazo y lucimiento, de manera que no
era dable encontrar entre los dos ninguna diferencia, están repasando las
materias en tiempo de vacaciones, y cabalmente leen un magnífico pasaje
oratorio o poético.
Camilo vuelve una y otra vez sobre las admirables páginas, y ora derrama
lágrimas de ternura, ora centellea en sus ojos el más vivo entusiasmo.
—¡Esto es inimitable —exclama—; es imposible leerlo sin conmoverse
profundamente! ¡Qué belleza de imágenes, qué fuego, qué delicadeza de
sentimientos, qué propiedad de expresión, qué inexplicable enlace de
concisión y abundancia, de regularidad y lozanía!
—¡Oh!, sí —le contesta Eustaquio—; esto es muy hermoso; ya nos lo
habían dicho en la escuela; y si lo observas, verás que todo está ajustado a las
reglas del arte.
Camilo percibe lo que hay en el pasaje. Eustaquio, no; y, sin embargo,
aquél discurre poco, apenas analiza, sólo pronuncia algunas palabras
entrecortadas, mientras éste diserta a fuer de buen retórico. El uno ve la
verdad; el otro, no; ¿y por qué? Porque la verdad en este lugar es un conjunto

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de relaciones entre el entendimiento, la fantasía y el corazón; es necesario
desplegar a la vez todas estas facultades aplicándolas al objeto con
naturalidad, sin violencia ni tortura, sin distraerlas con el recuerdo de esta o
aquella regla, quedando el análisis razonado y crítico para cuando se haya
sentido el mérito del pasaje. Enredarse en discursos, traer a colación este o
aquel precepto antes de haberse hecho cargo del escogido trozo, antes de
haberle percibido, es maniatar, por decirlo así, el alma, no dejándole expedita
más que una facultad, cuando las necesita todas.

§ III

Escollo del análisis

Hasta en las materias donde no entran para nada la imaginación y el


sentimiento conviene guardarse de la manía de poner en prensa el espíritu
obligándole a sujetarse a un método determinado cuando o por su carácter
peculiar o por los objetos de que se ocupa requiere libertad y desahogo. No
puede negarse que el análisis, o sea la descomposición de las ideas, sirve
admirablemente en muchos casos para darles claridad y precisión; pero es
menester no olvidar que la mayor parte de los seres son un conjunto, y que el
mejor modo de percibirlos es ver de una sola ojeada las partes y relaciones
que le constituyen. Una máquina desmontada presenta con más distinción y
minuciosidad las piezas de que está compuesta; pero no se comprende tan
bien el destino de ellas hasta que, colocadas en su lugar, se ve cómo cada una
contribuye al movimiento total. A fuerza de descomponer, prescindir y
analizar, Condillac y sus secuaces no hallan en el hombre otra cosa que
sensaciones; por el camino opuesto, Descartes y Malebranche apenas
encontraban más que ideas puras, un refinado espiritualismo; Condillac
pretende dar razón de los fenómenos, del alma, principiando por un hecho tan
sencillo como es el acercar una rosa a la nariz de su hombre-estatua, privado
de todos los sentidos, excepto el olfato; Malebranche busca afanoso un
sistema para explicar lo mismo, y, no encontrándole en las criaturas, recurre
nada menos que a la esencia de Dios.
En el trato ordinario vemos a menudo laboriosos razonadores que
conducen su discurso con cierta apariencia de rigor y exactitud, y que,
guiados por el hilo engañoso, van a parar a un solemne dislate. Examinando la
causa, notaremos que esto procede de que no miran el objeto sino por una

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cara. No les falta análisis; tan pronto como una cosa cae en sus manos la
descomponen; pero tienen la desgracia de descuidar algunas partes, y si
piensan en todas, no recuerdan que se han hecho para estar unidas, que están
destinadas a tener estrechas relaciones, y que si estas relaciones se arrumban,
el mayor prodigio podrá convertirse en descabellada monstruosidad.

§ IV

El tintorero y el filósofo

Un hábil tintorero estaba en su laboratorio ocupado en las tareas de su


profesión. Acertó a entrar un observador minucioso, razonador muy analítico,
y entabló desde luego discusión sobre los tintes y sus efectos, proponiéndose
nada menos que convencer al tintorero de que iba a echar a perder las
preciosas telas a que se aplicarían sus composiciones. A la verdad, la cosa
presentaba mal aspecto, y el crítico no dejaba de apoyarse en reflexiones
especiosas. Aquí se veía una serie de cazuelas con líquidos negruzcos,
cenicientos, parduscos, ninguno de buen color, todos de mal olor; allí unos
pedacitos de goma pegajosa, desagradable a la vista; enormes calderas
estaban hirviendo, donde se revolvían trozos de madera en bruto, en las cuales
iban echando unas hojas secas, que, al parecer, sólo podían servir para tirar a
la calle. El tintorero estaba machacando en un mortero cien y cien materias
que andaba sacando ora de un pote, ora de una marmita, ora de un saquillo; y
revolviéndolo todo, y pasándolo de una cazuela a otra, y echando ora acá, ora
acullá, cucharadas de líquidos que apestaban y de cuyo contacto era preciso
guardar el cutis porque lo roían más que el fuego, se aprestaba a vaciar los
ingredientes en diferentes calderas y sepultar en aquella inmundicia gran
número de materias y manufacturas de inestimable valor.
—Esto se va a desperdiciar todo —decía el analítico—. En esta cazuela
hay el ingrediente A, que, como usted sabe, es extremadamente cáustico y
que, además, da un color muy feo. En esta otra hay la goma B, excelente para
manchar, y cuyas señales no se quitan sino con muchísimo trabajo. En esta
caldera hay el palo C, que podría servir para dar un color grosero y común,
pero que no alcanzo cómo ha de producir nada exquisito. En una palabra:
examinando todo por separado, encuentro que usted emplea ingredientes
contrarios a lo que usted se propone, y desde ahora doy por seguro que, en

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vez de sacar nada conforme a las bellísimas muestras que tiene usted en el
despacho, va a sufrir una pérdida de consideración en su fama e intereses.
—Todo es posible, señor filósofo —decía el inexorable tintorero, tomando
en sus manos las preciosas, materias y ricas manufacturas y sumergiéndolas
sin compasión en las sucias y pestilentes calderas—; todo es posible, pero
para dar fin a la discusión déjese usted ver por aquí dentro de pocos días.
El filósofo volvió, en efecto, y el tintorero desvaneció todas las
objeciones, desplegando a sus ojos las telas que por rigurosa demostración
debían estar malbaratadas. ¡Qué sorpresa! ¡Qué humillación para el analítico!
Unas mostraban finísima grana; otras, delirado verde; otras, hermoso azul;
otras, exquisito naranjado; otras, subido negro, otras, un blanco ligeramente
cubierto con variado color; otras ostentaban riquísimos jaspes donde
campeaban a un tiempo la belleza y el capricho. Los matices eran
innumerables y encantadores, manufacturas limpias, tersas, brillantes como si
hubieran estado cubiertas con cristales sin sufrir el contacto de la mano del
hombre. El filósofo se marchó confuso y cabizbajo, diciendo para sí: «No es
lo mismo saber lo que es una cosa por sí sola, o lo que puede ser en
combinación con otras; en adelante no me contentaré con descomponer y
separar; que también hace prodigios el componer y reunir; testigo, el
tintorero».

§V

Objetos vistos por una sola cara

Entendimientos por otra parte muy claros y perspicaces se echan a perder


lastimosamente por el prurito de desenvolver una serie de ideas que, no
representando el objeto sino por un lado, acaban por conducir a resultados
extravagantes. De aquí es que con la razón todo se prueba y todo se impugna;
y a veces un hombre que tiene evidentemente la verdad de su parte se halla
precisado a encastillarse en las convicciones y resistir con las armas, del buen
sentido y cordura los ataques de un sofista que se abre paso por todas las
hendiduras y se escurre al través de lo más sólido y compacto, como
filtrándose por los poros. La misma sobreabundancia de ingenio produce este
defecto, como las personas demasiado ágiles y briosas se mantienen
difícilmente en un paso mesurado y grave.

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§ VI

Inconvenientes de una percepción demasiado rápida

Es calidad preciosa la rapidez de la percepción; pero conviene estar


prevenido contra su efecto ordinario, que es la inexactitud. Sucédeles con
frecuencia a los que perciben con mucha presteza no hacer más que desflorar
el objeto; son como las golondrinas, que, deslizándose velozmente sobre la
superficie de un estanque, sólo pueden recoger los insectos que sobrenadan,
mientras otras aves que se sumergen enteramente o posan sobre el agua, y con
pico calan muy adentro, hacen servir a su alimento hasta lo que se oculta en el
fondo.
El contacto de estos hombres es peligroso, porque sea que hablen, sea que
escriban, suelen distinguirse por una facilidad encantadora; y, lo que es
todavía peor, comunican a todo lo que tratan cierta apariencia de método,
claridad y precisión que alucina y seduce. En la ciencia se dan a conocer por
sus principios claros, sus aplicaciones felices. Caracteres que no pueden
menos de acompañar el talento de concepción profunda y cabal; pero que,
imitados por otro de menos aventajadas partes, sólo indican, a veces,
superficialidad y ligereza, como brilla limpia y transparente el agua poco
profunda regalando la vista con sus arenas de oro.[13]

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Capítulo XIV
El juicio

§I

Qué es el juicio. Manantiales de error

Para juzgar bien conduce poco el saber si el juicio es un acto distinto de la


percepción o si consiste simplemente en percibir la relación de dos ideas.
Prescindiré, pues, de estas cuestiones, y sólo advertiré que, cuando
interiormente decimos que una cosa es o no es, o que es o no es de esta o de
aquella manera, entonces hacemos un juicio. Así lo entiende el uso común; y
para lo que nos proponemos, esto nos basta.
La falsedad del juicio depende muchas veces de la mala percepción; así,
lo que vamos a decir, aunque directamente encaminado al modo de juzgar
bien, conduce no poco a percibir bien.
La proposición es la expresión del juicio.
Los falsos axiomas, las proposiciones demasiado generales, las
definiciones inexactas, las palabras sin definir, las suposiciones gratuitas, las
preocupaciones en favor de una doctrina son abundantes manantiales de
percepciones equivocadas o incompletas y de juicios errados.

§ II

Axiomas falsos

Toda ciencia ha menester un punto de apoyo, y quien se encarga de


profesarla busca con tanto cuidado este punto como el arquitecto asienta el
fundamento sobre el cual ha de levantar el edificio. Desgraciadamente, no
siempre se encuentra lo que se necesita, y el hombre es demasiado impaciente

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para aguardar que los siglos que él no ha de ver proporcionen a las
generaciones futuras el descubrimiento deseado. Si no encuentra, finge; en
vez de construir sobre la realidad, edifica sobre las creaciones de su
pensamiento. A fuerza de cavilar y a utilizar llega hasta el punto de alucinarse
a sí mismo, y lo que al principio fuera un pensamiento vago, sin estabilidad ni
consistencia, se convierte en verdad inconcusa. Las excepciones embarazarían
demasiado; lo más sencillo es asentar una proposición universal: he aquí el
axioma. Vendrán luego numerosos casos que no se comprenden en él, nada
importa: con este objeto se halla concebido en términos generales y confusos
o ininteligibles para que, interpretándose de mil maneras diferentes, sufra en
su fondo todas las excepciones que se quiera sin perder nada de su prestigiosa
reputación. Entretanto, el axioma sirve admirablemente para cimentar un
raciocinio extravagante, dar peso a un juicio disparatado o desvanecer una
dificultad apremiadora, y cuando se ofrecen al espíritu dudas sobre la verdad
de lo que se defiende, cuando se teme que el edificio no venga al suelo con
fragorosa ruina, se dice a sí mismo el espíritu: «No, no hay peligro; el
cimiento es firme, es un axioma, y un axioma es un principio de eterna
verdad».
Para merecer este nombre es menester que la proposición sea tan patente
al espíritu como lo son al ojo los objetos que miramos presentes a la debida
distancia y en medio del día. En no dejando al entendimiento enteramente
convencido desde que se le ofrece, y una vez comprendido el significado de
los términos con que se le anuncia, no debe ser admitido en esta clase.
Viciadas las ideas por un axioma falso, vense todas las cosas muy diferentes
de lo que son en sí, y los errores son tanto más peligrosos cuanto el
entendimiento descansa en más engañosa seguridad.

§ III

Proposiciones demasiado generales

Si nos fuese conocida la esencia de las cosas podríamos asentar con


respecto a ella proposiciones universales, sin ningún género de excepción,
porque siendo la esencia la misma en todos los seres de una misma especie,
claro es que lo que del uno afirmásemos sería igualmente aplicable a todos.
Pero como de lo tocante a dicha esencia conocemos poco y de una manera
imperfecta, y muchas veces nada, es de ahí que por lo común no es posible

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hablar de los seres sino con relación a las propiedades que están a nuestro
alcance y de las que a menudo no discernimos si están radicadas en la esencia
de la cosa o si son puramente accidentales. Las proposiciones generales se
resienten de este defecto, pues como expresan lo que nosotros concebimos y
juzgamos, no pueden extenderse sino a lo que nuestro espíritu ha conocido.
De donde resulta que sufren mil excepciones que no preveíamos, y tal vez
descubrimos que se había tomado por regla lo que no era más que excepción.
Esto sucede aun suponiendo mucho trabajo de parte de quien establece la
proposición general; ¿qué será si atendemos a la ligereza con que se las suele
formar y emitir?

§ IV

Las definiciones inexactas

De éstas puede decirse casi lo mismo que de los axiomas, pues que sirven
de luz para dirigir la percepción y el juicio y de punto de apoyo para afianzar
el raciocinio. Es sobremanera difícil una buena definición, y en muchos casos
imposible. La razón es obvia; la definición explica la esencia de la cosa
definida; y ¿cómo se explica lo que no se conoce? A pesar de tamaño
inconveniente, existe en todas las ciencias una muchedumbre de definiciones
que pasan cual moneda de buena ley, y al bien sucede con frecuencia que se
levantan los autores contra las definiciones de otros, ellos, a su vez, cuidan de
reemplazarlas con las suyas, las que hacen circular por toda la obra
tomándolas por base en sus discursos. Si la definición ha de ser la explicación
de la esencia de la cosa, y el conocer esta esencia es negocio tan difícil, ¿por
qué se lleva tanta prisa en definir? El blanco de las investigaciones es el
conocimiento de la naturaleza de los seres; la proposición, pues, en que se
explicase esta naturaleza, es decir, la definición, debiera ser la última que
emitiese el autor. En la definición está la ecuación que presenta despejada, la
incógnita, y en la resolución de los problemas esta ecuación es la última.
Lo que nosotros podemos definir muy bien es lo puramente convencional,
porque la naturaleza del ser convencional es aquella que nosotros mismos le
damos por los motivos que bien nos parecen. Así, ya que no es posible en
muchos casos definir la cosa, al menos debiéramos fijar bien lo que
entendemos cuando hablamos de ella, o, en otros términos, deberíamos definir
la palabra con que pretendemos expresar la cosa. Yo no sé lo que es el sol, no

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conozco su naturaleza, y, por tanto, si me preguntan su definición no podré
darla. Pero sé muy bien a qué me refiero cuando pronuncio la palabra sol, y
así me será fácil explicar lo que con ella significo. ¿Qué es el sol? No lo sé.
¿Qué entiende usted por la palabra sol? Ese astro cuya presencia nos trae el
día y cuya desaparición produce la noche. Esto me lleva, naturalmente, a las
palabras mal definidas.

§V

Palabras mal definidas. Examen de la palabra «igualdad»

En la apariencia, nada más fácil que definir una palabra, porque es muy
natural que quien la emplea sepa lo que se dice, y, de consiguiente, pueda
explicarlo. Pero la experiencia enseña no ser así y que son muy pocos los
capaces de fijar el sentido de las voces que usan. Semejante confusión nace de
la que reina en las ideas y a su vez contribuye a aumentarla. Oiréis a cada
paso una disputa acalorada en que los contrincantes manifiestan quizá ingenio
nada común; dejadlos que den cien vueltas al objeto, que se acometan y
rechacen una y mil veces, como enemigos en sangrienta batalla; entonces, si
os queréis atravesar de mediador y hacer palpable la sinrazón de ambos,
tornad la palabra que expresa el objeto capital de la cuestión y preguntad a
cada uno: «¿Qué entiende usted por esto?». «¿Qué sentido da usted a esta
palabra?». Os acontecerá con frecuencia que los dos adversarios se quedarán
sin saber qué responderos, o, pronunciando algunas expresiones vagas,
inconexas, manifestando bien a las claras que los habéis salido de improviso,
que no esperaban el ataque por aquel flanco, siendo quizá aquella la primera
vez que se ocupan, mal de su grado, en darse cuenta a sí mismos del sentido
de una palabra que en un cuarto de hora han empleado centenares de veces y
de que estaban haciendo infinitas aplicaciones. Pero suponed que esto no
acontece y que cada cual da con facilidad y presteza la explicación pedida:
estad seguro que el uno no aceptará la definición del otro, y que la
discordancia que antes versaba, o parecía versar, sobre el fondo de la cuestión
se trasladará de repente al nuevo terreno, entablándose disputa sobre el
sentido de la palabra. He dicho o parecía versar porque si bien se ha
observado el giro de la discusión, se habrá echado de ver que bajo el nombre
de la cosa se ocultaba con frecuencia el significado de la palabra.

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Hay ciertas voces que, expresando una idea general aplicable a muchos y
muy diferentes objetos y en los sentidos más varios, parecen inventadas
adrede para confundir. Todos las emplean, todos se dan cuenta a sí mismos de
lo que significan, pero cada cual a su modo, resultando una algarabía que
lastima a los buenos pensadores.
«La igualdad de los hombres —dirá un declamador— es una ley
establecida por el mismo Dios. Todos nacemos llorando, todos morimos
suspirando; la Naturaleza no hace diferencia entre pobres y ricos, plebeyos y
nobles, y la religión nos enseña que todos tenemos un mismo origen y un
mismo destino. La igualdad es obra de Dios; la desigualdad es obra del
hombre; sólo la maldad ha podido introducir en el mundo esas horribles
desigualdades de que es víctima el linaje humano; sólo la ignorancia y la
ausencia del sentimiento de la propia dignidad han podido tolerarlas». Esas
palabras no suenan mal al oído del orgullo, y no puede negarse que hay en
ellas algo de especioso. Ese hombre dice errores capitales y verdades
palmarias; confunde aquéllos con éstas, y su discurso, seductor para los
incautos, presenta a los ojos de un buen pensador una algarabía ridícula.
¿Cuál es la causa? Toma la palabra igualdad en sentidos muy diferentes, la
aplica a objetos que distan tanto como cielo y tierra y pasa a una deducción
general con entera seguridad, como si no hubiese riesgo de equivocación.
¿Queremos reducir a polvo cuanto acaba de decir? He aquí cómo debemos
hacerlo.
—¿Qué entiende usted por igualdad?
—Igualdad, igualdad…, bien claro está lo que significa.
—Sin embargo, no será de más que usted nos lo diga.
—La igualdad está en que el uno no sea ni más ni menos que el otro.
—Pero ya ve usted que esto puede tomarse en sentidos muy varios,
porque dos hombres de seis pies de estatura serán iguales en ella, pero será
posible que sean muy desiguales en lo demás; por ejemplo: si el uno es
barrigudo, como el gobernador de la ínsula de Barataria, y el otro seco de
carnes, como el caballero de la Triste Figura. Además, dos hombres pueden
ser iguales o desiguales en saber, en virtud, en nobleza y en un millón de
cosas más; conque será bien que antes nos pongamos de acuerdo en la
acepción que da usted a la palabra igualdad.
—Yo hablo de la igualdad de la naturaleza, de esta igualdad establecida
por el mismo Criador, contra cuyas leyes nada pueden los hombres.
—¿Así, no quiere usted decir más sino que por naturaleza todos somos
iguales?

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—Cierto.
—Ya; pero yo veo que la naturaleza nos hace a unos robustos a otros
endebles; a unos hermosos, a otros feos; a unos ágiles, a otros torpes; a unos
de ingenio despejado, a otros tontos; a unos nos da inclinaciones pacíficas, a
otros violentas; a unos…; pero sería nunca acabar si quisiera enumerar las
desigualdades que nos vienen de la misma naturaleza. ¿Dónde está la
igualdad natural de que usted nos habla?
—Pero estas desigualdades no quitan la igualdad de derechos…
—Pasando por alto que usted ha cambiado ya completamente el estado de
la cuestión, abandonando o restringiendo mucho la igualdad de la naturaleza,
también hay sus inconvenientes en esa igualdad de derecho. ¿Le parece a
usted si el niño de pocos años tendrá derecho para reñir y castigar a su padre?
—Usted finge absurdos…
—No, señor; que esto, y nada menos que esto, exige la igualdad de
derechos; si no es así, deberá usted decirnos de qué derechos habla, de cuáles
debe entenderse la igualdad y de cuáles no.
Bien claro es que ahora tratamos de la igualdad social.
—No trataba usted de ella únicamente; bien reciente es el discurso en que
hablaba usted en general y de la manera más absoluta; sólo que arrojado de
una trinchera se refugia usted en la otra. Pero vamos a la igualdad social. Esto
significará que en la sociedad todos hemos de ser iguales. Ahora pregunto:
¿en qué?, ¿en autoridad? Entonces no habrá gobierno posible. ¿En bienes?
Enhorabuena; dejemos a un lado la justicia y hagamos el repartimiento; al
cabo de una hora, de dos jugadores, el uno habrá aligerado el bolsillo del otro
y estarán ya desiguales; pasados algunos días, el industrioso habrá aumentado
su capital; el desidioso habrá consumido una porción de lo que recibió, y
caeremos en la desigualdad. Vuélvase mil veces al repartimiento y mil veces
se desigualarán las fortunas. ¿En consideración? Pero ¿apreciará usted tanto al
hombre honrado como al tunante? ¿Se depositará igual confianza en éste que
en aquél? ¿Se encargarán los mismos negocios a Metternich que al más rudo
patán? Y aun cuando se quisiese, ¿podrían todos hacerlo todo?
—Esto es imposible; pero lo que no es imposible es la igualdad ante la
ley.
—Nueva retirada, nueva trinchera; vamos allá. La ley dice: el que
contravenga sufrirá la multa de mil reales, y en caso de insolvencia, diez días
de cárcel. El rico paga los mil reales y se ríe de su fechoría; el pobre, que no
tiene un maravedí expía su falta de rejas adentro. ¿Dónde está la igualdad ante
la ley?

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—Pues yo quitaría esas cosas, y establecería las penas de suerte que no
resultase nunca esta desigualdad.
—Pero entonces desaparecerían las multas, arbitrio no despreciable para
huecos del presupuesto y alivio de gobernantes. Además, voy a demostrarle a
usted que no es posible en ninguna suposición esta pretendida igualdad.
Demos que para una transgresión esté señalada la pena de diez mil reales; dos
hombres han incurrido en ella, y ambos tienen de qué pagar, pero el uno es
opulento banquero, el otro un modesto artesano. El banquero se burla de los
diez mil reales, el artesano queda arruinado. ¿Es igual la pena?
—No, por cierto; mas ¿cómo quiera usted remediarlo?
—De ninguna manera, y esto es, lo que quiero persuadirle a usted, de que
la desigualdad es cosa irremediable. Demos que la pena sea corporal,
encontraremos la misma desigualdad. El presidio, la exposición a la
vergüenza pública son penas que el hombre falto de educación y del
sentimiento de dignidad sufre con harta indiferencia, sin embargo, un criminal
que perteneciese a cierta categoría preferiría mil veces la muerte. La pena
debe ser apreciada no por lo que es en sí, sino por el daño que causa al
paciente y la impresión con que le afecta, pues de otro modo desaparecerían
los dos fines del castigo: la expiación y el escarmiento. Luego una misma
pena, aplicada a criminales de clases diferentes, no tiene la igualdad sino en el
nombre, entrañando una desigualdad monstruosa. Confesaré con usted que en
estos inconvenientes hay mucho de irremediable, pero reconozcamos estas
tristes necesidades y dejémonos de ponderar una igualdad imposible.
La definición de una palabra y el discernir las diferentes aplicaciones que
de ella podrían hacerse nos ha traído la ventaja de reducir a la nada un
especioso sofisma y de demostrar hasta la última evidencia que el pomposo
orador o propalaba absurdos o no nos decía nada que no supiésemos de
antemano, pues no es mucho descubrimiento el anunciar que todos nacemos y
morimos de una misma manera.

§ VI

Suposiciones gratuitas. El despeñado

A falta de un principio general, tomamos a veces un hecho que no tiene


más verdad y certeza de la que nosotros le otorgamos. ¿De dónde tantos
sistemas para explicar los fenómenos de la Naturaleza? De una suposición

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gratuita que el inventor del sistema tuvo a bien asentar como primera piedra
del edificio. Los mayores talentos se hallan expuestos a este peligro siempre
que se empeñan en explicar un fenómeno careciendo de datos positivos sobre
su naturaleza y origen. Un efecto puede haber procedido de una infinidad de
causas, pero no se ha encontrado la verdad por sólo saber que ha podido
proceder; es necesario demostrar que ha procedido. Si una hipótesis me
explica, satisfactoriamente un fenómeno que tengo a la vista podré admirar en
ella el ingenio de quien la inventara; pero poco habré adelantado para el
conocimiento de la realidad de las cosas.
Este vicio de atribuir un efecto a una causa posible, salvando la distancia
que vade la posibilidad a la realidad, es más común de lo que se cree, sobre
todo cuando el razonador puede apoyarse en la coexistencia o sucesión de los
hechos que se propone enlazar. A veces, ni aun se aguarda a saber si ha
existido realmente el hecho que se designa como causa; basta que haya
podido existir y que en su existencia hubiese podido producir el efecto de que
se pretende dar razón.
Se ha encontrado en el fondo de un precipicio el cadáver de una persona
conocida; las señales de la víctima manifiestan con toda claridad que murió
despeñada. Tres suposiciones pueden excogitarse para dar razón de la
catástrofe: una caída, un suicidio, un asesinato. En todos estos casos el efecto
será el mismo, y en ausencia de datos no puede decirse que el uno la explique
más satisfactoriamente que el otro. Numerosos espectadores están
contemplando la desastrosa escena; todos ansían descubrir la causa; haced
que se presente el más leve indicio; desde luego, veréis nacer en abundancia
las conjeturas, y oiréis las expresiones de «es cierto, así será, no puede ser de
otra manera…, como si lo estuviese mirando…; no hay testigos, no puede
probarse en juicio; pero lo que es duda, no cabe».
Y ¿cuáles son los indicios? Algunas horas antes de encontrarse el cadáver,
el infeliz se encaminaba hacia el lugar fatal, y no falta quien vio que estaba
leyendo unos papeles, que se detenía de vez en cuando y daba muestras de
inquietud. Por lo demás, es bien sabido que estos últimos días había pasado
disgustos y que los negocios de su casa estaban muy mal parados. Toda la
vecindad veía en su semblante muestras de pena y desazón. Asunto
concluido: este hombre se ha suicidado.
Asesinato no puede ser; estaba tan cerca de su casa…; además, que un
asesinato no se comete de esta manera… Una desgracia es imposible, porque
él conocía muy bien el terreno, y, por otra parte, no era hombre que anduviese
precipitado ni con la vista distraída. Como el pobre estaba acosado por sus

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acreedores, hoy, día de correo, debió de recibir alguna carta apremiante y no
habrá podido resistir más.
—Vamos, vamos —responderá el mayor número—, cosa clara, y tiene
usted razón, cabalmente es hoy día de correo…
Llega el juez, y, al efecto de instruir las primeras diligencias, se registra la
cartera del difunto.
—Dos cartas.
—¿No lo decía yo?… El correo de hoy…
—La una es de N, su corresponsal en la plaza N.
—Vamos; cabalmente, allí tenía sus aprietos.
—Dice así: «Muy señor mío: En este momento acabo de salir de la
reunión consabida. No faltaban renitentes; pero, al fin, apoyado de los amigos
N N, he conseguido que todo el mundo entrase en razón. Por ahora puede
usted vivir tranquilo, y si su hijo de usted tuviese la dicha de restablecer algún
tanto los negocios de América esta gente se prestará a todo y conservará usted
su fortuna y su crédito. Los pormenores, para el correo inmediato; pero he
creído que no debía diferir un momento el comunicarle a usted tan
satisfactoria noticia. Entretanto, etc… etc.». No hay por qué matarse.
—¿La otra?
—Es de su hijo…
—Malas noticias debió de traer…
—Dice así: «Mi querido padre: He llegado a tiempo, y a pocas horas de
mi desembarco estaba deshecha la trampa. Todo era una estafa del señor N.
Ha burlado atrozmente nuestra confianza. No soñaba en mi venida, y, al
verme en su casa, se ha quedado como herido de un rayo. He conocido su
turbación y me he apoderado de toda su correspondencia. Mientras me
ocupaba de esto ha tomado el portante e ignoro su paradero. Todo se ha
salvado, excepto algún desfalco que calculo de poca consideración. Voy
corriendo porque la embarcación que sale va a darse a la vela, etc., etc.».
El correo de hoy no era para suicidarse; el de las conjeturas sale lucido,
todo por haber convertido la posibilidad en realidad, por haber estribado en
suposiciones gratuitas, por haberse alucinado con lo especioso de una
explicación satisfactoria.
—¿Si podrá ser un asesinato?…
—Claro es, porque con este correo…, y además este hombre no carecía de
enemigos.
—El otro día su colono N. le amenazó terriblemente.
—Y es muy malo.

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—¡Oh, terrible!… Está acostumbrado a la vida bandolera… Vamos, tiene
atemorizada la vecindad…
—¿Y cómo estaban ahora?
—A matar; esta misma mañana salían juntos de la casa del difunto y
hablaban ambos muy recio.
—Y el colono ¿solía, andar por aquí?
—Siempre; a dos pasos tiene un campo, y además la cuestión estaba (sino
que esto sea dicho entre nosotros), la cuestión estaba sobre esas encinas del
borde del precipicio. El dueño se quejaba de que él le echaba a perder el
bosque; el otro lo negaba; como que en este mismo lugar estuvieron el otro
día a pique de darse de garrotazos. Miren ustedes… Sino que uno no debe
perder a un infeliz… Casi cada día estaban en pendencias en este mismo
lugar.
—Entonces no hable usted más… ¡Es una atrocidad! Pero ¿cómo se
prueba?…
—Y hoy vean ustedes cómo no está trabajando en el campo, y tiene por
allí su apero…, y se conoce que ha trabajado hoy mismo… Vamos, ya no
cabe duda, es evidente; el infeliz está perdido, porque esto transpirará.
Llega uno del pueblo.
—¡Qué desgracia!
—¿No lo sabía usted?
—No, señores; ahora, mismo me lo han dicho en su casa. Iba yo a verle
por si se apaciguaba con el pobre N, que está preso en la alcaldía…
—¿Preso?…
—Sí, señores; me ha venido llorando su mujer; dice que se ha excedido de
palabras y que el alcalde le ha arrestado. Como ya saben ustedes que es tan
matón…
—¿Y no ha salido más al campo desde que habló esta mañana con el
difunto en la calle?
—Pues ¿cómo había de salir?; vayan ustedes y le encontrarán allí, donde
está desde muy temprano; el pobrecito estaba labrando ahí…
Nuevo chasco: el asesino estaba a larga distancia; el preso era el colono;
nuevo desengaño para no fiarse de suposiciones gratuitas, para no confundir
la realidad con la posibilidad y no alucinarse con plausibles apariencias.

§ VII

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Preocupación en favor de una doctrina

He aquí uno de los más abundantes manantiales de error; esto es, la


verdadera rémora de las ciencias, uno de los obstáculos que más retardan sus
progresos. Increíble sería la influencia de la preocupación si la historia del
espíritu humano no la atestiguara con hechos irrecusables.
El hombre dominado por una preocupación no busca, ni en los libros ni en
las cosas, lo que realmente hay, sino lo que le conviene para apoyar sus
opiniones. Y lo más sensible es que se porta de esta suerte, a veces con la
mayor buena fe, creyendo, sin asomo de duda, que está trabajando, por la
causa de la verdad. La educación, los maestros y autores de quienes se ha
recibido las primeras luces sobre una ciencia, las personas con quienes
vivimos de continuo o tratamos con más frecuencia, el estado o profesión y
otras circunstancias semejantes contribuyen a engendrar en nosotros el hábito
de mirar las cosas siempre bajo un mismo aspecto, de verlas siempre de la
misma manera.
Apenas dimos los primeros pasos en la carrera de una ciencia, se nos
ofrecieron ciertos axiomas como de eterna verdad, se nos presentaron ciertas
proposiciones como sostenidas por demostraciones irrefragables, y las
razones que militaban por la otra parte nunca se nos hizo considerarlas como
pruebas que examinar, sino como objeciones que soltar. ¿Había alguna de
nuestras razones que claudicaba por un lado? Se acudía, desde luego, a
sostenerla, a manifestar que en todo caso no era aquélla la única, que estaba
acompañada de otras cumplidamente satisfactorias y que, si bien ella sola
quizá no bastaría no obstante, añadida a las demás, no dejaba de pesar en la
balanza y de inclinarla más y más a favor nuestro. ¿Presentaban los
adversarios alguna dificultad de espinosa solución? El número de las
respuestas suplía a su solidez. El gravísimo autor A contesta de esta manera,
el insigne B de otra, el sabio C de tal otra; cualquiera de las tres es suficiente;
escójase la que mejor parezca, con entera seguridad de que el Aquiles de los
adversarios habrá recibido la herida en el tendón. No se trata de convencer,
sino de vencer; el amor propio se interesa en la contienda, y conocidos son los
infinitos recursos de este maligno agente. Lo que favorece se abulta y
exagera; lo que obsta se disminuye, se desfigura u oculta; la buena fe protesta
algunas veces desde el fondo del alma, pero su voz es ahogada y acallada con
una palabra de paz en encarnizado combate.
Si así no fuere, ¿cómo será posible explicar que durante largos siglos se
hayan visto escuelas tan organizadas, como disciplinados ejércitos agrupados
alrededor de una bandera? ¿Cómo es que una serie de hombres ilustres por su

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saber y virtudes viesen todas una cuestión de una misma manera, al paso que
sus adversarios, no menos esclarecidos que ellos, lo veían todo de una manera
opuesta? ¿Cómo es que para saber cuáles eran las opiniones de un autor no
necesitásemos leerle, bastándonos, por lo común, la orden a que pertenecía o
la escuela de donde había salido? ¿Podría ser ignorancia de la materia cuando
consumían su vida en estudiarla? ¿Podría ser que no leyesen las obras de sus
adversarios? Esto se verificaría en muchas, pero de otros no cabe duda que las
consultarían con frecuencia: ¿Podría ser mala fe? No, por cierto, pues que se
distinguían por su entereza cristiana.
Las causas son las señaladas más arriba: el hombre, antes de inducir a
otros al error, se engaña muchas veces a sí propio. Se aferra a un sistema, allí
se encastilla con todas las razones que pueden favorecerle, su ánimo se va
acalorando a medida que se ve atacado, hasta que al fin, sea cual fuere el
número y la fuerza de los adversarios, parece que se dice a sí mismo: «Este es
tu puesto, es preciso defenderle; vale más morir con gloria que vivir con
ignominiosa cobardía». Por este motivo, cuando se trata de convencer a otros,
es preciso separar cuidadosamente la causa de la verdad de la causa del amor
propio; importa sobremanera persuadir al contrincante de que cediendo nada
perderá en reputación. No ataques nunca la claridad y perspicacia de su
talento; de otro modo se formalizará el combate, la lucha será reñida, y aun
teniéndole bajo vuestros pies y con la espada en la garganta no recabaréis que
se confiese vencido.
Hay ciertas palabras de cortesía y deferencia que en nada se oponen a la
verdad; en vacilando el adversario, conviene no economizarlas si deseáis que
se dé a partido antes que las cosas hayan llegado a extremidades
desagradables.[14]

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Capítulo XV
El raciocinio

§I

Lo que valen los principios y las reglas de la dialéctica

Cuando los autores tratan de esta operación del entendimiento amontonan


muchas reglas para dirigirla, apoyándolas en algunos axiomas. No disputaré
sobre la verdad de éstos, pero dudo mucho que la utilidad de aquéllas sea
tanta como se ha pretendido. En efecto; es innegable que las cosas que se
identifican con una tercera se identifican entre sí; que de dos cosas que se
identifican entre sí si la una es distinta de una tercera lo será también la otra;
que lo que se afirma o niega de todo un género o especie debe afirmarse o
negarse del individuo contenido en ellos, y, además, es también mucha verdad
que las reglas de argumentación fundadas en dichos principios son infalibles.
Pero yo tengo la dificultad en la aplicación y no puedo convencerme de que
sean de grande utilidad en la práctica.
En primer lugar, confieso que estas reglas contribuyen a dar al
entendimiento cierta precisión, que puede servir, en algunos casos, para
concebir con más claridad y atender a los vicios que entrañe un discurso; bien
que a veces esta ventaja quedará neutralizada con las inconvenientes
acarreados por la presunción de que se sabe raciocinar, porque no se ignoran
las reglas del raciocinio. Puede uno saber muy bien las reglas de un arte y no
acertar a ponerlas en práctica. Tal recitaría todas las reglas de la oratoria sin
equivocar una palabra, que no sabría escribir una página sin chocar no diré
con los preceptos del arte, sino con el buen sentido.

§ II

El silogismo. Observaciones sobre este instrumento dialéctico


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El silogismo. Observaciones sobre este instrumento dialéctico

Formaremos cabal concepto de la utilidad de dichas reglas si


consideramos que quien raciocina no las recuerda si no se ve precisado a
formular un argumento a la manera escolástica, cosa que, en la actualidad, ha
caído en desuso. Los alumnos aprenden a conocer si tal o cual silogismo peca
contra esta o aquella regla; y esto lo hacen en ejemplos tan sencillos, que al
salir de la escuela nunca encuentran nada que a ellos se parezca. «Toda virtud
es loable; la justicia es virtud, luego es loable». Está muy bien; pero cuando
se me ofrece discernir si en tal o cual acto se ha infringido la justicia y la ley
tiene algo que castigar; si me propongo investigar en qué consiste la justicia,
analizando los altos principios en que estriba y las utilidades que su imperio
acarrea al individuo y a la sociedad, ¿de qué me servirá dicho ejemplo u otros
semejantes? Los teólogos y juristas quisiera que me dijesen si en sus
discursos les han servido mucho las decantadas reglas.
«Todo metal es mineral; el oro es metal, luego es mineral». «Ningún
animal es insensible; los peces son animales, luego no son insensibles».
«Pedro es culpable». «Esta onza de oro no tiene el debido peso; esta es la que
Juan me ha dado, luego la onza que Juan me ha dado no tiene el debido
peso». Estos ejemplos, y otros por el mismo tenor, son los que suelen
encontrarse en las obras de lógica que dan reglas para los silogismos, y yo no
alcanzo qué utilidad pueden traer al discurso de los alumnos.
La dificultad en el raciocinio no se quita con estas frivolidades, más
propias para perder el tiempo en la escuela que para enseñar. Cuando el
discurso se traslada de los ejemplos a la realidad no encuentra nada
semejante, y entonces o se olvida completamente de las reglas o, después de
haber ensayado el aplicarlas continuamente, se cansa bien pronto de la
enojosa e inútil tarea. Cierto sujeto, muy conocido mío, se había tomado el
trabajo de examinar todos sus discursos a la luz de las reglas dialécticas; no sé
si en la actualidad conservará todavía este peregrino humor; mientras tuve
ocasión de tratarle no observé que alcanzase gran resultado.
Analicemos algunos de estos ejemplos y comparémoslos con la práctica.
Trátase de la pertenencia de una posesión. Todos los bienes que fueron de
la familia N debieron pasar a la familia M; pero el mucho tiempo transcurrido
y otras circunstancias hacen que se suscite un pleito sobre el manso B, de que
esta última se halla en posesión, fundándose en que sus derechos a ella le
vienen de la familia N. Claro es que el silogismo del posesor ha de ser el
siguiente: Todos los bienes que fueron de la familia N me pertenecen; es así
que el manso B se halla en este caso, luego el manso B me pertenece. Para no

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complicar, supondremos que no haya dificultad en la primera proposición, o
sea en la mayor, y que toda la disputa recaiga sobre la menor; es decir, que le
incumbe probar que efectivamente el manso B perteneció a la familia N.
Todo el pleito gira, no en si el silogismo es concluyente, sino en si se
prueba la menor o no. Y pregunto ahora: ¿pensará nadie en el silogismo?,
¿sirve de nada el recordar que lo que se dice de todos se ha de decir de cada
uno? Cuando se haya llegado a probar que el manso B perteneció a la familia
N, ¿será menester ninguna regla para deducir que la familia M es legítima
poseedora? El discurso se hace, es cierto; existe el silogismo, no cabe duda;
pero es cosa tan clara, es tan obvia la deducción, que las reglas dadas para
sacarla más bien que otra cosa parecerán un puro entretenimiento
especulativo. No estará el trabajo en el silogismo, sino en encontrar los títulos
para probar que el manso B perteneció realmente a la familia N, en interpretar
cual conviene las cláusulas del testamento, donación o venta por donde lo
había adquirido; en esto y en otros puntos consistirá la dificultad; para esto
sería necesario agudizar el discurso, prescribiéndole atinadas reglas a fin de
discernir la verdad entre muchos y complicados y contradictorios
documentos. Gracioso sería, por lo demás, el preguntar a los abogados y al
juez cuántas veces han pensado en semejantes reglas cuando seguían con ojo
atento el hilo que debía, respectivamente, conducirlos al objeto deseado.
«La moneda que no reúne las calidades prescritas por la ley no debe
recibirse; esta onza de oro no las tiene, luego, no debe recibirse». El
raciocinio es tan concluyente como inútil. Cuando yo esté bien instruido de
las circunstancias exigidas por la ley monetaria vigente, y además haya
experimentado que esta onza de oro carece de ellas, se la devolveré al dador
sin discursos; y si se traba disputa no versará sobre la legitimidad de la
consecuencia, sino sobre si a tantos o cuantos gramos de déficit se ha de
tomar todavía, si está bien pesada o no, si lleva esta o aquella señal y otras
cosas semejantes.
Cuando el hombre discurre no anda en actos reflejos sobre su
pensamiento, así como los ojos cuando miran no hacen contorsiones para
verse a sí mismos. Se presenta una idea, se la concibe con más o menos
claridad; en ella se ve contenida otra u otras; con éstas se suscita el recuerdo
de otras, y así se va caminando con suavidad, sin cavilaciones sin
embarazarse a cada paso con la razón de aquello que se piensa.

§ III

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El entimema

La evidencia de estas verdades ha hecho que se contase entre las formas


de argumentación el entimema, el cual no es más que un silogismo en que se
calla, por sobrentendida, alguna de sus proposiciones. Esta forma se la enseñó
a los dialécticos la experiencia de lo que estaban viendo a cada paso, pues
pudieron notar que en la práctica se omitía, por superfluo, el presentar por
extenso todo el hilo del raciocinio. Así, en el último ejemplo, el silogismo por
extenso sería el que se ha puesto al principio, pero en forma de entimema se
convertiría en este otro: «Esta onza no tiene las condiciones prescritas por la
ley; luego no debo recibirla»; o, en estilo vulgar y más conciso y expresivo:
«No la tomo, es corta».

§ IV

Reflexiones sobre el término medio

Todo el artificio del silogismo consiste en comparar los extremos con un


término medio para deducir la relación que tienen entre sí. Cuando se conocen
ya y se tienen presentes esos extremos y ese término medio; nada más sencillo
que hacer la comparación; pero cabalmente entonces ya no es necesaria la
regla, porque el entendimiento ve al instante la consecuencia buscada. ¿Cómo
se encuentra ese término medio? ¿Cómo se conocen los dos extremos cuando
se hacen investigaciones sobre un objeto del cual se ignora lo que es? Sé muy
bien que si este mineral que tengo en las manos fuese oro, tendría tal calidad;
pero el embarazo está en que ni se me ocurre que esto pueda ser oro, y, por
tanto, no pienso en uno de los dos extremos; ni, aun cuando pensara en ello,
me encuentro con medios de comprobarlo. Sabe muy bien el juez que si el
hombre que pasa por su lado fuera el asesino a quien persigue desde mucho
tiempo, debería enviarle al suplicio; pero la dificultad está en que al ver al
culpable no piensa en el asesino; y si pensara en él y sospechase que es el
individuo que está presente, no puede condenarle, por falta de pruebas. Tiene
los dos extremos, mas no el término medio; término que no se le ofrecerá
ciertamente bajo formas dialécticas. ¿Cómo se llama este hombre? Su patria,
su residencia ordinaria, los antecedentes de su conducta, su modo de vivir en
la actualidad, el lugar donde se hallaba cuando se cometió el asesinato,
testigos que le vieron en las inmediaciones del sitio en que se encontró la
víctima; su traje, estatura, fisonomía; señales sangrientas que se han notado en

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su ropa, el puñal escondido, el azoramiento con que llegó a deshora a su casa
pocos momentos después del desastre, algunas prendas que se han encontrado
en su poder y que se parecen mucho a otras que tenía el difunto, sus
contradicciones, su reconocida enemistad con el asesinado; he aquí los
términos medios, o más bien un conjunto de circunstancias que han de indicar
si el preso es el verdadero asesino. ¿Y para qué aprovecharán las reglas del
silogismo? Ahora habrá que atender a una palabra, después a un hecho; aquí
se habrá de examinar una señal, más allá se habrán de cotejar dos o más
coincidencias. Será preciso atender a las cualidades físicas, morales y sociales
del individuo; será necesario apreciar el valor de los testigos; en una palabra,
deberá el juez revolver la atención en todas direcciones, fijarla sobre mil y mil
objetos diferentes y pesarlo todo en justa y escrupulosa balanza para no dejar
sin castigo al culpable o no condenar al inocente.
Lo diré de una vez: los ejemplos que suelen abundar en los libros de
dialéctica de nada sirven para la práctica; quien creyese que con aquel
mecanismo ha aprendido a pensar, puede estar persuadido de que se equivoca.
Si lo que acabo de exponer no le convence, la experiencia le desengañará.

§V

Utilidad de las formas dialécticas

Sin embargo de lo dicho, no negaré que esas formas dialécticas sean


útiles, aun en nuestro tiempo, para presentar con claridad y exactitud el
encadenamiento de las ideas en el raciocinio, y que si no valen mucho como
medio de invención, sean a veces provechosas como conducto de enseñanza.
Así es que, lejos de pretender que se las destierre del todo de las obras
elementales, conviene que se las conserve, no en toda su sequedad, pero sí en
todo su vigor. Nervos et ossa las llamaba Melchor Cano con mucha
oportunidad; no se destruyan, pues, esos nervios y huesos; basta cubrirlos con
piel blanda y colorada para que no repugnen ni ofendan. Porque es preciso
confesar que ahora, a fuerza de desdeñar las formas, se cae en el extremo
opuesto, sumamente dañoso al adelanto de las ciencias y a la causa de la
verdad. Antes los discursos eran descarnados en demasía; presentaban, por
decirlo así, desnuda la armazón; pero ahora tanto es el cuidado de la
exterioridad, tal el olvido de lo interior, que en muchos discursos no se
encuentran más que palabras, que serían bellas si serlo pudieran palabras

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vacías. Con el auxilio de las formas dialécticas traveseaban en demasía los
ingenios sutiles y cavilosos; con las formas oratorias se envuelven a menudo
los espíritus huecos. Est modus in rebus.[15]

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Capítulo XVI
No todo lo hace el discurso

§I

La inspiración

Es un error el figurarse que los grandes pensamientos son hijos del


discurso; éste, bien empleado, sirve algún tanto para enseñar, pero poco para
inventar. Casi todo lo que el mundo admira de más feliz, grande y
sorprendente es debido a la inspiración, a esa luz instantánea que brilla de
repente en el entendimiento del hombre, sin que él mismo sepa de dónde le
viene. Inspiración, la apellido, y con mucha propiedad, porque no cabe
nombre más adaptado para explicar este admirable fenómeno.
Está un matemático dando vueltas a un intrincado problema; se ha hecho
cargo de todos los datos, nada le queda que practicar de lo que para
semejantes casos está prevenida. La resolución no se encuentra; se han
tanteado varios planteos y a nada conducen. Se han tomado al acaso
diferentes cantidades por si se da en el blanco; todo es inútil. La cabeza está
fatigada, la pluma descansa sobre el papel, nada escribe. La atención del
calculador está como adormecida de puro fija; casi no sabe si piensa. Cansado
de forcejear, por abrir una puerta tan bien cerrada, parece que ha desistido de
su empeño y que se ha sentado en el umbral aguardando si alguien abrirá por
la parte de adentro. «Ya lo veo —exclama de repente—; esto es…». Y, cual
otro Arquímedes, sin saber lo que le sucede, saltaría del baño y echaría a
correr gritando: «¡Lo he encontrado!… ¡Lo he encontrado!».
Acontece a menudo que después de largas horas de meditación no se ha
podido llegar a un resultado satisfactorio; y cuando el ánimo está distraído,
ocupado en asuntos totalmente diferentes, se le presenta de improviso la
verdad como una aparición misteriosa. Hallábase Santo Tomás de Aquino en
la mesa del rey de Francia, y como no debía de ser malcriado y descortés, no

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es regular que escogiese aquel puesto para entregarse a meditaciones
profundas. Pero antes de la hora del convite estaría en la celda ocupado en sus
ordinarias tareas, aguzando las armas de la razón para combatir a los
enemigos de la Iglesia. Natural es que le sucediese lo que suelen experimentar
todos los que tienen por costumbre penetrar en el fondo de las cosas, que aun
cuando han dejado la meditación en que estaban embebidos, se les ocurre con
frecuencia el punto en cuestión, como si viniese a llamar a la puerta,
preguntando si le toca otra vez el turno. Y he aquí que, sin saber cómo, se
siente inspirado, ve lo que antes no veía, y, olvidándose de que estaba en la
mesa del rey, da sobre ella una palmada, exclamando: «¡Esto es concluyente
contra los maniqueos!…».

§ II

La meditación

Cuando el hombre se ocupa en comprender algún objeto muy difícil, tan


lejos está de andar con la regla y compás en la mano para dirigir sus
meditaciones, que las más de las veces queda absorto en la investigación, sin
advertir que medita, ni aun que existe. Mira las cosas ahora por un lado,
después por otro; pronuncia interiormente el nombre de aquella que examina;
da una ojeada a lo que rodea el punto principal; no se parece a quien sigue un
camino trillado, como sabiendo el término a que ha de llegar, sino a quien,
buscando en la tierra un tesoro cuya existencia sospecha, pero de cuyo lugar
no está seguro, anda excavando, acá y acullá, sin regla fija.
Y, si bien se observa, no puede suceder de otra manera, cuando ya de
antemano no se conoce la verdad que se busca. El que tiene a la vista un
pedazo de mineral cuya naturaleza conoce, cuando trate de manifestar a otros
lo que él sabe sobre la misma, se valdrá del procedimiento más sencillo y más
adaptado para el efecto. Pero, si no tuviese dicho conocimiento, entonces le
revolvería y miraría repetidas aquel indicio formaría sus conjeturas, y, al fin,
echaría mano de experimentos a propósito no para manifestar que es tal, sino
para descubrir cuál es.

§ III

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Invención y enseñanza

De esto nace la diferencia entre el método de enseñanza y el de invención;


quien enseña sabe adónde va y conoce el camino que ha de seguir, porque ya
le ha recorrido otras veces; mas el que descubre, tal vez no se propone nada
determinado, sino examinar lo que hay en el objeto que le ocupa; quizá se
prefija un blanco, pero ignorando si es posible alcanzarle o dudando si existe,
si es más que un capricho de su imaginación; y, en caso de estar seguro de su
existencia, no conoce el sendero que a él le ha de conducir.
Por este motivo los más elevados descubrimientos se enseñan por
principios muy diferentes de los que guiaron a los inventores; y el cálculo
infinitesimal es debido a la geometría, y ahora se llega a sus aplicaciones
geométricas por una serie de procedimientos puramente algebraicos. Así, se
levanta en una cordillera de escarpadas montañas un picacho inaccesible,
donde, al parecer, se divisan algunos restos de un antiguo edificio; un hombre
curioso y atrevido concibe el designio de subir allá; mira, tantea, trepa por
altísimos peñascos, se escurre por pasadizos impracticables, se aventura por el
estrechísimo borde de espantosos derrumbaderos, se ase de endebles plantas y
carcomidas raíces y, al fin, cubierto de sudor y jadeando de cansancio, toca la
deseada cumbre y, levantando los brazos, clama con orgullo: «¡Ya estoy
arriba!». Entonces domina de una ojeada todas las vertientes de las
cordilleras, lo que antes no veía sino por partes ahora lo ve en su conjunto;
mira hacia los puntos por donde había tanteado, ve la imposibilidad de subir
por allí y se ríe de su ignorancia. Contempla las escabrosidades por donde
acaba de atravesar, y se envanece de su temeraria osadía. Y ¿cómo será
posible que por estas malezas suban los que te están mirando? Pero ved ahí un
sendero muy fácil; desde abajo no se descubre, desde arriba sí. Da muchos
rodeos, es verdad; se ha de tomar a larga distancia, pero es accesible hasta a
los más débiles y menos atrevidos. Entonces desciende corriendo, se reúne
con los demás, les dice: «Seguidme», los conduce a la cima, sin cansancio ni
peligro, y allí les hace disfrutar de la vista del monumento y de los magníficos
alrededores que el picacho domina.

§ IV

La intuición

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Mas no se crea que las tareas del genio sean siempre tan laboriosas y
pesadas. Uno de sus caracteres es la intuición, el ver sin esfuerzo lo que otros
no descubrían sino con mucho trabajo, el tener a la vista el objeto inundado de
luz cuando los demás están en tinieblas. Ofrecedle una idea, un hecho, que
quizá para otros serán insignificantes; él descubre mil y mil circunstancias y
relaciones antes desconocidas. No había más que un pequeño círculo, y al
clavarse en él la mágica mirada, el círculo se agita, se dilata, va extendiéndose
como la aurora al levantarse el sol. Ved: no había más que una débil ráfaga
luminosa; pocos instantes después brilla el firmamento con inmensas madejas
de plata y de oro; torrentes de fuego inundan la bóveda celeste del oriente al
ocaso, del aquilón al sur.

§V

No está la dificultad en comprender, sino en atinar. El jugador de ajedrez.


Sobiezk. Las víboras de Aníbal

Hay en este punto una particularidad muy digna de notarse, y que tal vez
no ha sido observada, y es que muchas verdades no son difíciles en sí, y que,
sin embargo, a nadie se ocurren sino a los hombres de talento. Cuando éstos
las presentan, o las hacen advertir, todo el mundo las ve tan claras, tan
sencillas, tan obvias, que parece extraño no se las haya visto antes.
Dos hábiles jugadores de ajedrez están empeñados en una complicada
partida. Uno de ellos hace una jugada, al parecer tan indiferente… «Tiempo
perdido», dicen los espectadores; luego abandona una pieza que podía muy
bien defender y se entretiene en acudir a un punto por el cual nadie le
amenaza. «Vaya una humorada —exclaman todos—; esto le hará a usted
mucha falta». «¿Qué quieren ustedes? —dice el taimado—; no atina uno en
todo»; y continúa como distraído. El adversario no ha penetrado la intención,
no acude al peligro, juega; y el distraído, que perdía tiempo y piezas, ataca
por el flanco descubierto, y con maligna sonrisa dice: «Jaque mate». «Tiene
razón —gritan todos—; y ¿cómo no lo habíamos visto?; y una cosa tan
sencilla…, pues claro; perdió el tiempo para enfilar por aquel lado, abandonó
una pieza para abrirse paso; acudió allí, no para defenderse, sino para cerrar
aquella salida; parece imposible que no lo hubiéramos advertido».
Están los turcos acampados delante de Viena; cada cual discurre por
dónde se deberá atacarlos cuando llegue el deseado refuerzo a las órdenes del

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rey de Polonia. Las reglas del arte andan de boca en boca; los proyectos son
innumerables. Llega Sobieski, echa una ojeada sobre el ejército enemigo: «Es
mío —dice—; está mal acampado». Al día siguiente ataca; los turcos son
derrotados y Viena es libre. Y después de visto el plan de ataque y su feliz
éxito, todos dirán: «Los turcos cometieron tal o cual falta; tenía razón el rey:
estaban mal acampados»; todos veían la verdad, la encontraban muy sencilla,
pero después de habérsela mostrado. Todos los matemáticos sabían las
propiedades de las progresiones aritméticas y geométricas: que el exponente
de 1 era 0, que el de 10 era 1, que el de 100 era 2, y así, sucesivamente, y que
el de los números medios entre 1 y 19 era un quebrado; pero nadie veía que
con esto se pudiese tener un instrumento de tantos y tan ventajosos usos como
son las tablas de los logaritmos. Neper dijo: «Helo aquí», y todos los
matemáticos vieron que era una cosa muy sencilla.
Nada más fácil que el sistema de nuestra numeración y, sin embargo, no
lo conocieron ni los griegos ni los romanos. ¿Qué fenómeno más sencillo,
más patente a nuestros ojos que la tendencia de los fluidos a ponerse a nivel, a
subir a la misma altura de la cual descienden? ¿No lo estamos viendo a cada
paso en las retortas y en todos los vasos donde hay dos o más tubos de
comunicación? ¿Qué cosa más sencilla que la aplicación de esta ley de la
Naturaleza a objeto de tanta utilidad como es la conducción de las aguas? Y,
sin embargo, ha debido transcurrir mucho tiempo antes que la Humanidad se
aprovechara de la lección que estaba recibiendo todos los días en un
fenómeno tan sencillo.
Dos artesanos poco diestros se hallaban en una obra. El uno consulta al
otro; ambos cavilan, ensayan, malbaratan, sin conseguir nada. Acuden por fin
a un tercero, de aventajada nombradía: «A ver si usted nos saca de apuros».
«Muy sencillo: de esta manera». «Tiene usted razón; era tan fácil, y no
habíamos sabido dar en ello».
Está Aníbal a la víspera de un combate naval; da sus disposiciones y,
entretanto, vuelven a bordo algunos soldados, que llevan un gran número de
vasos de barro bien tapados, cuyo contenido conocen muy pocos. Comienza
la refriega; los enemigos se ríen de que los marinos de Aníbal les arrojen
aquellos vasos en vez de flechas; el barro se hace pedazos y el daño que causa
es muy poco. Pasan algunos momentos; un marino siente una picadura atroz;
al grito del lastimado sucede el de otro; todos vuelven la vista y notan con
espanto que la nave está llena de víboras. Introdúcese el desorden. Aníbal
maniobra con destreza y la victoria se decide en su favor. Ciertamente que
nadie ignoraba que era posible recoger muchas víboras y encerrarlas en vasos

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de barro y tirarlos a las naves enemigas; pero la ocurrencia sólo la tuvo el
astuto cartaginés. Y él, sin duda, encontró el infernal ardid sin raciocinios ni
cavilaciones; bastóle, tal vez, que alguien mentase la palabra víbora para
atinar, desde luego, en que este reptil podía servirle de excelente auxiliar.
¿Qué nos dicen estos ejemplos? Nos dicen que el talento consiste muchas
veces en ver una relación que está patente y en la cual nadie atina. Ella, en sí,
no es difícil, y la prueba está en que tan pronto como alguno la descubre y la
señala con el dedo, diciendo: «Mirad», todos la ven sin esfuerzo y hasta se
admiran de no haberla advertido. Así que el lenguaje, llevado por la fuerza
misteriosa de las cosas, los llama a estos pensamientos: ocurrencia, golpes,
inspiraciones, expresando de esta manera que no costaron trabajo, que se
ofrecieron por sí mismos.

§ VI

Regla para meditar

De lo dicho inferiré que para pensar bien no es buen sistema poner el


espíritu en tortura, sino que es conveniente dejarle con cierto desahogo. Está
meditando sobre un objeto; al parecer no adelanta; con la atención sobre una
cosa, diríase que está dormitando. No importa; no lo violentéis; mira si
descubre algún indicio que le guíe; se asemeja al que tiene en la mano una
cajita cerrada con un resorte misterioso, en la cual se quiere poner a prueba el
ingenio, por si encuentra el modo de abrirla. La contempla largo rato, la
vuelve repetidas veces, ora aprieta con el dedo, ora forcejea con la uña, hasta
que, al fin, permanece un instante inmóvil y dice: «Aquí está el resorte; ya
está abierta».

§ VII

Carácter de las inteligencias elevadas. Notable doctrina de Santo Tomás de


Aquino

¿Por qué no se ocurren a todos ciertas verdades sencillas? ¿Cómo es que


el linaje humano haya de mirar cual espíritus extraordinarios a los que ven
cosas que, al parecer, todo el mundo había podido ver? Esto es buscar la

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razón de un arcano de la Providencia; esto es preguntar por qué el Criador ha
otorgado a algunos hombres privilegiados una gran fuerza de intuición, o sea
visión intelectual inmediata, y la ha negado al mayor número.
Santo Tomás de Aquino desenvuelve sobre este particular una doctrina
admirable. Según el santo doctor, el discurrir es señal de poco alcance del
entendimiento; es una facultad que se nos ha concedido para suplir a nuestra
debilidad, y así es que los ángeles entienden, mas no discurren. Cuanto más
elevada es una inteligencia, menos ideas tiene, porque encierra en pocas lo
que las más limitadas tienen distribuido en muchas. Así, los ángeles de más
alta categoría entienden por medio de pocas ideas; el número se va
reduciendo a medida que las inteligencias criadas se van acercando al
Criador, el cual como ser infinito e inteligencia infinita, todo lo ve en una sola
idea, única, simplicísima, pero infinita: su misma esencia. ¡Cuán sublime
teoría! Ella sola vale un libro; ella prueba un profundo conocimiento de los
secretos del espíritu; ella nos sugiere innumerables aplicaciones con respecto
al entendimiento del hombre.
En efecto; los genios superiores no se distinguen por la mucha abundancia
de las ideas, sino en que están en posesión de algunas capitales, anchurosas,
donde hacen caber al mundo. El ave rastrera se fatiga revoloteando y recorre
mucho terreno, y no sale de la angostura y sinuosidad de los valles; el águila
remonta su majestuoso vuelo, posa en la cumbre de los Alpes, y desde allí
contempla las montañas, los valles, la corriente de los ríos, divisa vastas
llanuras pobladas de ciudades y amenizadas con deliciosas vegas, galanas
praderas, ricas y variadas mieses.
En todas las cuestiones hay un punto de vista principal dominante; en él se
coloca el genio. Allí tiene la clave, desde allí lo domina todo. Si al común de
los hombres no les es posible situarse de golpe en el mismo lugar, al menos
deben procurar llegar a él a fuerza de trabajo, no dudando que con esto se
ahorrarán muchísimo tiempo y alcanzarán los resultados más ventajosos. Si
bien se observa, toda cuestión y hasta toda ciencia tienen uno o pocos puntos
capitales a los que se refieren los demás. En situándose en ellos, todo se
presenta sencillo y llano; de otra suerte, no se ven más que detalles y nunca el
conjunto. El entendimiento humano, ya de suyo tan débil, ha menester que se
le muestren los objetos tan simplificados como sea dable; y, por lo mismo, es
de la mayor importancia desembarazarlos de follaje inútil, y que, además,
cuando sea preciso cargarle con muchas atenciones simultáneas, se las
distribuya, de suerte que queden reducidas a pocas clases, y cada una de éstas

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vinculada en un punto. Así se aprende con más facilidad, se percibe con
lucidez y exactitud y se auxilia poderosamente la memoria.

§ VIII

Necesidad del trabajo

De las doctrinas de este capítulo sobre la inspiración e intuición,


¿podremos inferir la conveniencia de abandonar el discurso, y hasta el trabajo,
y de entregarnos a una especie de quietismo intelectual? No, ciertamemte.
Para el desarrollo de toda facultad hay una condición indispensable: el
ejercicio. En lo intelectual, como en lo físico, el órgano que no funcione se
adormece, pierde de su vida; el miembro que no se mueve se paraliza. Aun
los genios más privilegiados no llegan a adquirir su fuerza hercúlea sino
después de largos trabajos. La inspiración no desciende sobre el perezoso; no
existe cuando no hierven en el espíritu ideas y sentimientos fecundantes. La
intuición, el ver del entendimiento, no se adquiere sino con un hábito
engendrado por el mucho mirar. La ojeada rápida, segura y delicada de un
gran pintor no se debe sólo a la Naturaleza, sino también a la dilatada
contemplación y observación de los buenos modelos; y la magia de la música
no se desenvolvería en la organización más armónica, sujeta únicamente a oír
sonidos ásperos y destemplados.[16]

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Capítulo XVII
La enseñanza

§I

Dos objetos de la enseñanza. Diferentes clases de profesores

Distinguen comúnmente los dialécticos entre el método de enseñanza y el


de invención. Sobre uno y otro voy a emitir algunas observaciones.
La enseñanza tiene dos objetos: primero, instruir a los alumnos en los
elementos de la ciencia; segundo, desenvolver su talento para que al salir de
la escuela puedan hacer los adelantos proporcionados a su capacidad.
Podría parecer que estos dos objetos no son más que uno sólo, sin
embargo no es así. Al primero alcanzan todos los profesores que poseen
medianamente la ciencia; al segundo no llegan sino los de un mérito
sobresaliente. Para lo primero basta conocer el encadenamiento de algunos
hechos y proposiciones cuyo conjunto forma el cuerpo de la ciencia; para lo
segundo es preciso saber cómo se ha construido esa cadena que enlaza un
extremo con otro; para lo primero bastan hombres que conozcan los libros;
para lo segundo son necesarios hombres que conozcan las cosas.
Más diré: puede muy bien suceder que un profesor superficial sea más a
propósito para la simple enseñanza de los elementos que otro muy profundo,
pues que éste, sin advertirlo, se dejará llevar a discursos que complicarán la
sencillez de las primeras nociones, y así dañará a la percepción, de los
alumnos poco capaces. La clara explicación de los términos, la exposición
llana de los principios en que se funda la ciencia, la metódica coordinación de
los teoremas y de sus corolarios, he aquí el objeto de quien no se propone más
que instruir en los elementos.
Pero al que extienda más allá sus miradas y considere que los
entendimientos de los jóvenes no son únicamente tablas donde se hayan de
tirar algunas líneas que permanezcan allí inalterables para siempre, sino

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campos que se han de fecundar con preciosa, semilla, a éste le incumben
tareas más elevadas y más difíciles. Conciliar la claridad con la profundidad,
hermanar la sencillez con la combinación, conducir por camino llano y
amaestrar al propio tiempo en andar por senderos escabrosos, mostrando las
angostas y enmarañadas veredas por donde pasaron los primeros inventores,
inspirar vivo entusiasmo, despertar en el talento la conciencia de las propias
fuerzas, sin dañarle con temeraria presunción, he aquí las atribuciones del
profesor que considera la enseñanza elemental no como fruto, sino como
semilla.

§ II

Genios ignorados de los demás y de sí mismos

¡Cuán pocos son los profesores dotados de esta preciosa habilidad! Y


¿cómo es posible que los haya en el lastimoso abandono en que yace este
ramo? ¿Quién cuida de aficionar a la enseñanza a los hombres de capacidad
elevada? ¿Quién procura fijarlos en esta ocupación, si se deciden alguna vez a
emprenderla? Las cátedras son miradas a lo más como un hincapié para subir
más arriba; con las arduas tareas que ellas imponen se unen mil y mil de un
orden diferente, y se desempeña corriendo y a manera de distracción lo que
debería absorber al hombre entero.
Así, cuando entre los jóvenes se encuentra alguno en cuya frente chispea
la llama del genio, nadie la advierte, nadie se lo avisa, nadie se lo hace sentir;
y, encajonado entre los buenos talentos, prosigue su carrera sin que se le haya
hecho experimentar el alcance de sus fuerzas. Porque es preciso saber que
estas fuerzas no siempre las conoce el mismo que las posee, aun cuando sean
con respecto a lo mismo que le ocupa. Podrá muy bien suceder que el fuego
del genio permanezca toda la vida entre cenizas por no haber habido una
mano que las sacudiera. ¿No vemos a cada paso que una ligereza
extraordinaria, una singular flexibilidad de ciertos miembros una gran fuerza
muscular y otras calidades corporales están ocultas, hasta que un ensayo
casual viene a revelárselas al que las posee? Si Hércules no manejara más que
un bastoncito, nunca creyera ser capaz de blandir la pesada clava.

§ III

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Medios para descubrir los talentos ocultos y apreciarlos en su valor

Un profesor de matemáticas que explique a sus alumnos la teoría de las


secciones cónicas les dará una idea clara y exacta de dichas curvas,
presentándoles las ecuaciones que expresan su naturaleza y deduciendo las
propiedades que de ésta se originan. Hasta aquí, el discípulo aprende bien los
elementos, pero no se ejercita en el desarrollo de sus fuerzas intelectuales;
nada se le ofrece que pueda hacerle sentir el talento de invención, si es que en
realidad le posea. Pero si el profesor le hace notar que aquella ecuación
fundamental, al parecer de mera convención, no es probable que se le haya
establecido sin motivo, desde luego, el joven se halla mal seguro sobre la base
que reputaba sólida y busca el medio de darle algún apoyo. Si el alumno no
acierta en el principio generador de dichas curvas, se le puede hacer notar el
nombre que llevan y recordarle que la sección, paralela a la base del coro es
un círculo. Entonces, naturalmente, el alumno corta el cono con planos en
diferentes posiciones, y a la primera ojeada advierte que si la sección es
cerrada, y no paralela a la base, resultan curvas cuya figura se parece a la que
se ha llamado elipse. Ya imagina la sección más cercana al paralelismo, ya
más distante, y siempre nota que la figura es una elipse, con la única
diferencia de su mayor aplanación por los lados o bien de la mayor diferencia
de los ejes. ¿Será posible expresar por una ecuación la naturaleza de esta
curva? ¿Hay algunos datos conocidos? ¿Tienen alguna relación con las
propiedades del cono y de la sección paralela? ¿La mayor o menor inclinación
del plano cambia la naturaleza de la sección? Dando al plano otras posiciones,
de suerte que no salga cerrada la sección, ¿qué curvas resultan? ¿Hay alguna
semejanza entre ellas y las parábolas e hipérbolas? Esta y otras cuestiones se
ofrecen al discípulo dotado de capacidad; y si es de muy felices disposiciones,
veréisle al instante tirar líneas dentro del cono, compararlas unas con otras,
concebir triángulos, calcular sus relaciones y tantear mil caminos para llegar a
la ecuación deseada. Entonces no aprende simplemente las primeras nociones
de la teoría; se ha convertido ya en inventor; su talento encuentra pábulo en
qué cebarse; y cuando, aislado en los procedimientos de primera enseñanza,
contaba muchos iguales en la inteligencia de la doctrina explicada, ahora
echaréis de ver que deja a sus compañeros muy atrás, que ellos no han dado
un paso, mientras él o ha obtenido el resultado que se buscaba o adelantado en
el verdadero camino. Entonces da a conocer sus fuerzas, y las conoce él
mismo; entonces se palpa que su capacidad es superior a la rutina y que quizá,
andando el tiempo, podrá ensanchar el dominio de la ciencia.

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Un profesor de derecho natural explicará cumplidamente los derechos y
deberes de la patria potestad y las obligaciones de los hijos con respecto a los
padres, aduciendo las definiciones y razones que en tales casos se
acostumbran. Hasta aquí llegan los elementos, pero nada se encuentra para
desenvolver el genio filosófico de un alumno privilegiado, ni que pueda
hacerle sobresalir entre el común de sus compañeros, dotados de una
capacidad regular. El hábil profesor desea tomar la medida de los talentos que
hay en la cátedra, y el tiempo que le sobra después de la explicación le
emplea en hacer un experimento.
—Sobre estos deberes, ¿le parece a usted si nos dicen algo los
sentimientos del corazón? Las luces de la filosofía, ¿están de acuerdo con las
inspiraciones de la Naturaleza?—. A esta pregunta responderán hasta los
medianos, observando que los padres, naturalmente, quieren a los hijos, y
éstos a los padres, y que así están enlazados nuestros deberes con nuestros
afectos, instigándonos éstos al cumplimiento de aquéllos. Hasta aquí no hay
diferencia entre los alumnos que se llaman de buen talento. Pero prosigue el
profesor analizando la materia, y pregunta:
—¿Qué le parece a usted de los hijos que se portan mal con los padres y
no corresponden con la debida gratitud al amor que éstos les prodigaron?
—Que faltan a un deber sagrado y desoyen la voz de la Naturaleza.
—¿Pero cómo es que vemos tan a menudo a los hijos no cumplir como
deben con sus padres, mientras éstos, si en algo faltan, suele ser por
sobreabundancia de amor y ternura?
—En esto hacen muy mal los hijos —dirá el uno.
—Los hombres se olvidan fácilmente de los beneficios recibidos, dirá el
otro; quién alegará que los hijos, a medida que adelantan en edad, se hallan
distraídos por mil atenciones diferentes; quién recordará que los nuevos
afectos engendrados en sus ánimos, a causa de la familia de que se hacen
cabezas, disminuyen el que deben a sus padres, y cada cual andará señalando
razones más o menos adaptadas, más o menos sólidas, pero ninguna que
satisfaga del todo. Si entre vuestros alumnos se encuentra alguno que haya de
adquirir con el tiempo esclarecida nombradía dirigidle la misma pregunta, a
ver si acierta a decir algo que la desentrañe y la ilustre.
—Es demasiado cierto, os responderá, que los hijos faltan con mucha
frecuencia a sus deberes para con sus padres; pero, si no me engaño, la razón
de esto se halla, en la misma naturaleza de las cosas. Cuando más necesario es
para la conservación y buen orden de los seres el cumplimiento de un deber,
el Criador ha procurado asegurar más dicho cumplimiento. El mundo se

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conserva más o menos bien, a pesar del mal comportamiento de los hijos;
pero el día que los padres se portasen mal, y olvidasen el cuidar de sus hijos,
el linaje humano caminaría a su ruina. Así, es de notar que los hijos, ni aun
los mejores, no profesan a sus padres un afecto tan vivo y ardiente como los
padres a los hijos. El Criador podía, sin duda, comunicar a los hijos un amor
tan apasionado y tierno como lo es el de los padres, pero ésto no era
necesario, y por lo mismo no lo ha hecho. Y es de notar que las madres, que
han menester mayor grado de este amor y ternura, lo tienen llevado hasta los
límites del frenesí, habiéndolas pertrechado el Criador contra el cansancio que
pudieran producirles los primeros cuidados de la infancia. Resulta, pues, que
la falta del cumplimiento de los deberes en los hijos no procede precisamente
de que éstos sean peores, pues ellos, si llegan a ser padres, se portan como lo
hicieron los suyos, sino de que el amor filial, es de suyo menos intenso que el
paternal, ejerce mucho menos ascendiente y predominio sobre el corazón, y
por lo mismo se amortigua con más facilidad; es menos fuertes para superar
obstáculos y ejerce menor influencia sobre la totalidad de nuestras acciones.
En las primeras respuestas encontrabais discípulos aprovechados; en ésta
descubrís al joven filósofo que empieza a descollar, como entre raquíticos
arbustos se levanta la tierna encina, que, andando los años, se hará notar en el
bosque por su corpulento tronco y soberbia copa.

§ IV

Necesidad de los estudios elementales

No se crea por lo dicho que juzgue conveniente emancipar a la juventud


de la enseñanza de los elementos; muy al contrario; opino que quien ha de
aprender una ciencia, por grandes que sean las fuerzas de que se sienta
dotado, es preciso que se sujete a esta mortificación, que es como el noviciado
de las letras. De esto procuran muchos eximirse, apelando a artículos de
diccionario que contienen lo bastante para hablar de todo sin entender de
nada; pero la razón y la experiencia manifiestan que semejante método no
puede servir sino a formar lo que llamamos eruditos a la violeta.
En efecto; hay en toda ciencia y profesión un conjunto de nociones
primordiales, voces y locuciones que le son propias, las cuales no se aprenden
bien sino estudiando una obra elemental; de suerte que cuando no mediaran
otras consideraciones, la presente bastaría a demostrar los inconvenientes de

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tomar otro camino. Estas nociones primordiales y esas voces y locuciones
deben ser miradas con algún respeto por quien entra de nuevo en la carrera,
pues ha de suponer que no en vano han trabajado hasta aquí los que a ella se
dedicaron. Si el recién venido tiene desconfianza de sus predecesores, si
espera poder reformar la ciencia o profesión y hasta variarla radicalmente al
menos ha de reflexionar que es prudente enterarse de lo que han dicho los
otros, que es temerario el empeño de crearlo todo por sí solo, y es exponerse a
perder mucho tiempo el no quererse aprovechar en nada de las fatigas ajenas.
El maquinista más extraordinario empieza quizá a dedicarse a su profesión en
la tienda de un modesto artesano, y por grandes esperanzas que puedan
fundarse en sus brillantes disposiciones no deja por esto de aprender los
nombres y el manejo de los instrumentos y enseres del trabajo. Con el tiempo
hará en ellos muchas variaciones, los tendrá de otra materia más adaptada,
cambiará su forma y tal vez su nombre; mas por ahora es preciso que los tome
tal como los encuentra, que se ejercite con ellos hasta que la reflexión y la
experiencia le hayan demostrado los inconvenientes de que adolecen y las
mejoras de que son susceptibles.
Puede aplicarse a todas las ciencias el consejo que se da a los que quieren
aprender la historia: antes de comenzar su estudio es necesario leer un
compendio. A este propósito son notables las palabras de Bossuet en la
dedicatoria que precede a su Discurso sobre la historia universal. Asienta la
necesidad de estudiar la historia en compendio para evitar confusión y ahorrar
fatiga, y luego añade: «Esta manera de exponer la historia universal la
compararemos a la descripción de los mapas geográficos: la historia universal
es el mapa general comparado con las historias particulares de cada país y de
cada pueblo. En los mapas particulares veis menudamente lo que es un reino
o una provincia en sí misma; en los universales aprendéis a fijar estas partes
del mundo en su todo; en una palabra: veis la parte que ocupa París o la isla
de Francia en el reino, la que el reino ocupa en la Europa y la que la Europa
ocupa en el universo». Pues bien: la oportuna y luminosa comparación entre
el Mapamundi y los particulares se aplica a todos los ramos de conocimientos.
En todos hay un conjunto de que es preciso hacerse cargo para comprender
mejor las partes y no andar confuso y perdido en la manera de ordenarlas.
Aun las ideas que se adquieren por este método son casi siempre incompletas,
a menudo inexactas y algunas veces falsas; pero todos estos inconvenientes
aún no pesan tanto como los que resultan de acometer a tientas, sin
antecedentes ni guía, el estudio de una ciencia.

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Las obras elementales, se nos dirá, no son más que un esqueleto; es
verdad, pero, tal como es, ahorra muchísimo trabajo; hallándole formado ya,
os será más fácil corregir sus defectos, cubrirle de nervios, músculos y carne;
darle calor, movimiento y vida.
Entre los que han estudiado por principios una ciencia y los que, por
decirlo así, han cogido sus nociones al vuelo en enciclopedias y diccionarios
hay siempre una diferencia que no se escapa a un ojo ejercitado. Los primeros
se distinguen por la precisión de ideas y propiedad de lenguaje; los otros se
lucen tal vez con abundantes y selectas noticias, pero a la mejor ocasión dan
un solemne tropiezo, que manifiesta su ignorante superficialidad.[17]

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Capítulo XVIII
La invención

§I

Lo que debe hacer quien carezca del talento de invención

Creo haber dicho lo suficiente con respecto a los métodos de enseñar y


aprender; paso a tratar del método de invención.
Conocidos todos los elementos de una ciencia, y llegado el hombre a edad
y posición en que puede dedicarse a estudios de mayor extensión y
profundidad, está en el caso de seguir senderos menos trillados y acometer
empresas más osadas. Si la naturaleza no le ha dotado del talento de
invención, preciso le será contentarse por toda su vida con el método
elemental, bien que tomado en mayor escala. Necesita guías, y este servicio le
prestarán las obras magistrales. Mas no se crea que deba entenderse
condenado a ciego servilismo y no haya de atreverse a discordar nunca de la
autoridad de sus maestros; en la milicia científica y literaria no es tan severa
la disciplina que no sea lícito al soldado dirigir algunas observaciones a su
jefe.

§ II

La autoridad científica

Los hombres capaces de alzar y llevar adelante una bandera son muy
pocos, y mejor es alistarse en las filas de un general acreditado que no andar a
manera de miserable guerrillero, afectando la importancia de insigne caudillo.
Diciendo esto no es mi ánimo predicar la autoridad en materias puramente
científicas y literarias; en todo el decurso de la obra he dado bastante a

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entender que no adolezco de tal achaque; sólo me propongo indicar una
necesidad de nuestro entendimiento, que, siendo por lo común muy flaco, ha
menester un apoyo. La hiedra, entrelazándose con un árbol, se levanta a
grande altura; si creciese sin arrimo yacería tendida por el suelo, pisoteada por
los transeúntes. Además, que no por haber hecho esta observación se ha de
cambiar el orden regular de las cosas, pues con ella más bien he consignado
un hecho que ofrecido un consejo. Sí, un hecho, porque, a pesar de tanto
como se blasona de independencia, es más claro que la luz del mediodía que
esta independencia no existe, que gran parte de la humanidad anda guiada por
algunos caudillos, y que éstos, a su talante, la llevan por el camino de la
verdad o del error.
Este es un hecho de todos los países y de todos los siglos; hecho
indestructible, porque está fundado en la misma naturaleza del hombre. El
débil siente la superioridad del fuerte y se humilla en su presencia; el genio no
es el patrimonio del linaje humano, es un privilegio a pocos concedido; quien
lo posee ejerce sobre los demás un ascendiente irresistible. Se ha observado
con mucha verdad que las masas tienen una tendencia al despotismo; esto
dimana de que sienten su incapacidad para dirigirse, y, naturalmente, buscan
un jefe; la que se experimenta en la guerra y la política se nota también en las
ciencias. La generalidad de los que las profesan son también masas, son
verdadero vulgo, que entregado a sí mismo no sabría qué hacerse; por lo
mismo se arremolina, a manera de grupos populares, en torno de los que le
hablan algo mejor de lo que él sabe y manifiestan conocimientos que él no
posee. El entusiasmo penetra también en la plebe sabia, y lo mismo que la
otra en sus asonadas, aplaude y grita: «¡Muy bien, muy bien…; tú lo
entiendes mejor que nosotros; tú serás nuestro jefe…!».

§ III

Modificaciones que ha sufrido en nuestra época la autoridad científica

A medida que se han generalizado los conocimientos con el inmenso


desarrollo de la prensa, se ha podido creer que el indicado fenómeno había
desaparecido; pero no es así, lo que ha hecho ha sido modificarse. Cuando los
caudillos eran pocos, cuando el mando estaba entre pocas escuelas, andaban
los entendimientos a manera de ejércitos disciplinados, siendo tan patente la
dependencia que no era posible equivocarse. Ahora sucede de otra manera:

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los caudillos y las escuelas son en mayor número; la disciplina se ha relajado;
pasan los soldados de uno a otro campo; éstos se adelantan un poco, aquéllos
se quedan rezagados, algunos se separan y se empeñan en escaramuzas sin
instrucciones ni órdenes de sus jefes; diríase que los grandes ejércitos han
dejado de existir y que cada cual marcha por su lado; pero no os hagáis
ilusiones: los ejércitos existen, a pesar de ese desorden; todos saben bien a
cuál pertenecen; si desertan del uno, se unirán al otro, y cuando se vean en
aprieto, todos replegarán en la dirección donde saben que está el cuerpo
principal para cubrir su retirada.
Y si entrar quisiéramos en minuciosas cuentas hallaríamos que no es tan
exacto que los caudillos de ahora sean en mucho mayor número que los de
tiempos anteriores. Formando un cuadro de clasificaciones científicas y
literarias encontraríamos fácilmente que en cada género son muy pocos los
que llevan la bandera y que sobre sus pasos se precipita la multitud ahora
como siempre.
El teatro y la novela, ¿no tienen un pequeño número de notabilidades,
cuyas obras se imitan hasta el fastidio? La política, la filosofía, la historia, ¿no
cuentan también unos pocos adalides, cuyos nombres se pronuncian sin cesar
y cuyas opiniones y lenguaje se adoptan sin discernimiento? La independiente
Alemania, ¿no tiene sus escuelas filosóficas, tan marcadas y caracterizadas
como serlo pudieron las de Santo Tomás, Escoto y Suárez? ¿Qué son en
Francia la turba de filósofos universitarios sino humildes discípulos de
Cousin? ¿Y qué ha sido Cousin a su vez sino un vicario de Hegel y de
Schelling? Y su filosofía, que también forcejea por introducirse entre
nosotros, ¿no comienza con tono magistral, exigiendo respeto y deferencia, a
manera de ministerio sagrado que se dirige a la conversión de las gentes
sencillas? La mayor parte de los que profesan la filosofía de la historia ¿hacen
más que recitar trozos de las obras de Guizot o de otros escritores muy
contados? Los que se complacen en declamaciones sobre elevados principios
de legislación, ¿no son con frecuencia plagiarios de Becaria y Filangieri? Los
utilitarios, ¿nos dicen, por ventura, otra cosa que lo que acaban de leer en
Bentham? Los escritores sobre derecho constitucional, ¿no tienen siempre en
la boca a Benjamín Constant?
Reconozcamos, pues, un hecho que tan de bulto se presenta, y no nos
lisonjeemos de haber destruido lo que es más fuerte que nosotros, pero
guardémonos de sus malos efectos en cuanto nos sea posible. Si a causa de la
debilidad de nuestras luces estamos precisados a valernos de las ajenas, no las
recibamos tampoco con innoble sumisión, no abdiquemos el derecho de

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examinar las cosas por nosotros mismos, no consintamos que nuestro
entusiasmo por ningún hombre llegue a tan alto punto que, sin advertirlo, le
reconozcamos como oráculo infalible. No atribuyamos a la criatura lo que es
propio del Criador.

§ IV

El talento de invención. Carrera del genio

Si el entendimiento es tal que pueda conducirse a sí mismo; si al examinar


las obras de los grandes escritores se siente con fuerza para imitarlos y se
encuentra entre ellos no como pigmeo entre gigantes, sino como entre sus
iguales, entonces el método de invención le conviene de una manera
particular, entonces no debe limitarse a saber los libros, es preciso que
conozca las cosas; no ha de contentarse con seguir el camino trillado, sino que
ha de buscar veredas que le lleven mejor, más recto y, si es posible, a puntos
más elevados. No admita idea sin analizar, ni proposición sin discutir, ni
raciocinio sin examinar, ni regla sin comprobar; fórmese una ciencia propia,
que le pertenezca como su sangre, que no sea una simple recitación de lo que
ha leído, sino el fruto de lo que ha observado y pensado.
¿Qué reglas deberá tener presentes? Las que se han señalado más arriba
para todo pensador. El entrar en pormenores sería inútil y tal vez imposible,
que el empeño de trazar al genio una marcha fija es no menos temerario que
el de sujetar las expresiones de animada fisonomía al mezquino círculo de
compasados gestos. Cuando le veis abalanzarse brioso a su gigantesca carrera
no le dirijáis palabras insulsas, ni consejos estériles, ni reglas que no ha de
observar; decidle tan sólo: «Imagen de la divinidad, marcha a cumplir los
destinos que te ha señalado el Criador; no te olvides de tu principio y de tu
fin; tú levantas el vuelo y no sabes adónde vas. Alza los ojos al cielo y
pregúntaselo a tu hacedor. Él te mostrará su voluntad; cúmplela fielmente,
que en cumplirla están cifrados tu grandor y tu gloria».[18]

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Capítulo XIX
El entendimiento, el corazón y la imaginación

§I

Discreción en el uso de las facultades del alma. La reina Dido. Alejandro

He dicho (Cap. XII) que para conocer la verdad de ciertas materias era
necesario desplegar a un mismo tiempo diferentes facultades del alma, y entre
ellas he contado el sentimiento. Ahora añadiré que si bien esto es preciso
cuando se trata de aquellas verdades, cuya naturaleza consiste en relaciones
con dicho sentimiento, como todo lo bello o tierno, o melancólico o sublime,
no lo es cuando la verdad pertenece a un orden distinto que nada tiene que ver
con nuestra facultad de sentir.
Si quiero apreciar todo el mérito de Virgilio en el episodio de Dido es
menester que no raciocine con sequedad, sino que imagine y sienta; pero si
me propongo juzgar bajo el aspecto moral la conducta de la reina de Cartago
es preciso que me despoje de todo sentimiento y que deje encomendado a la
fría razón el fallar conforme a los eternos principios de la virtud.
Al leer a Quinto Curcio admiro al héroe macedón, y me complazco en
verle cuando se arroja impávido al través del Gránico, vence en Arbela,
persigue y anonada a Darío y señorea el Oriente. En todo esto hay grandeza,
hay rasgos que no fueran debidamente apreciados si se cerrara el corazón a
todo sentimiento. La sublime narración del sagrado Texto (Machab., lib. I,
capítulo I) no será estimada en su justo valor por quien no haga más que
analizar con frialdad. «Y sucedió que después que Alejandro Macedón, hijo
de Filipo, que fue el primero que reinó en Grecia, salido de la tierra de
Cethim, derrotó a Darío, rey de los persas y de los medos; dio muchas batallas
y conquistó las fortalezas de todos, y mató a los reyes de la tierra. Y pasó
hasta los confines del mundo, y se apoderá de los despojos de numerosas
gentes, y la tierra calló en su presencia…». Cuando uno llega a esta expresión

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el libro se cae de las manos y el asombro se apodera del alma. En presencia de
un hombre la tierra calló… Sintiendo con viveza la fuerza de esta imagen se
forma la mayor idea que formarse pueda del héroe conquistador. Si para
conocer esta verdad abstraigo, y discurro, y cavilo, y ahogo mis sentimientos,
nada comprenderé; es preciso que me olvide de toda filosofía, que no sea más
que hombre, y que, dejando la fantasía en libertad y el corazón abierto, mire
al hijo de Filipo, saliendo de la tierra de Cethim, marchando con pasos de
gigante hasta la extremidad del orbe y contemple la tierra que amedrentada
calla. Pero si me propongo examinar la justicia y la utilidad de aquellas
conquistas, entonces será preciso cortar el vuelo a la imaginación, amortiguar
los sentimientos de admiración y entusiasmo; será preciso olvidar al joven
monarca rodeado de sus falanges y descollando entre sus guerreros como el
Júpiter de la fábula entre el cortejo de los dioses; será necesario no pensar
más que en los eternos principios de la razón y en los intereses de la
humanidad. Si al hacer este examen dejo campear la fantasía y dilatarse el
corazón, erraré, porque la radiante aureola que orla las sienes del conquistador
me deslumbrará, me quitará la osadía de condenarle, me inclinará a la
indulgencia por tanto genio y heroísmo, y se lo perdonaré todo cuando vea
que en la cumbre de su gloria, a la edad de treinta y tres años, se postra en un
lecho y conoce que se muere. Et post hoe decidit in lectum, et cognovit quia
moreretur. (Machab., lib. I, cap. I).

§ II

Influencia del corazón sobre la cabeza. Causas y efectos

A cada paso se observa la mucha influencia que sobre nuestra conducta


tienen las pasiones, y el insistir en probar esto sería demostrar una verdad
demasiado conocida. Pero no se ha reparado tanto en los efectos de las
pasiones sobre el entendimiento, aun con respecto a verdades que nada tienen
que ver con nuestras acciones. Quizá sea éste uno de los puntos más
importantes del arte de pensar, y por lo mismo lo expondré con algún
detenimiento.
Si nuestra alma estuviese únicamente dotada de inteligencia, si pudiese
contemplar los objetos sin ser afectada por ellos, sucedería que en no
alterándose dichos objetos los veríamos siempre de una misma manera. Si el
ojo es el mismo, la distancia la misma, el punto de vista el mismo, la cantidad

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y la dirección de la luz las mismas, la impresión que recibamos no podrá
menos de ser siempre la misma. Pero cambiada una cualquiera de estas
condiciones, cambiará la impresión, el objeto será más o menos grande, los
colores más o menos vivos o quizá del todo diferentes: su figura sufrirá
considerables modificaciones o tal vez se convertirá en otra nada semejante.
La luna conserva siempre su misma figura, y, no obstante, nos presenta de
continuo variedad de fases; una roca informe y desigual se nos ofrece a lo
lejos como una cúpula que corona un soberbio edificio, y el monumento que
mirado de cerca es una maravilla del arte, se divisa a larga distancia como una
peña irregular, desgajada, caída a la ventura en las faldas del monte.
Lo propio sucede con el entendimiento: los objetos son a veces los
mismos, y, no obstante, se ofrecen muy diferentes no sólo a distintas
personas, sino a una misma, sin que para esta mudanza sea necesario mucho
tiempo. Quizá un instante de intervalo es suficiente para cambiar la escena;
nos hallamos ya en otra parte, se ha corrido un velo y todo ha variado, todo ha
tomado otras formas y colores; diríase que los objetos han sido tocados con la
varita de un mago.
¿Y cuál es la causa? Es que el corazón se ha puesto en juego, es que
nosotros nos hemos mudado, nos parece que se han mudado los objetos. Así,
al darse a la vela la embarcación que nos lleva, el puerto y las costas huyen a
toda prisa; cuando en realidad nada se ha movido, sino la nave.
Y nótese que esta mudanza no se realiza tan sólo cuando el ánimo se
conmueve profundamente y puede decirse que las pasiones están levantadas;
en medio de una calma aparente sufrimos a menudo esta alteración en la
manera de ver, alteración tanto más peligrosa cuanto menos se hacen sentir
las causas que la producen. Se han dividido en ciertas clases las pasiones del
corazón humano; pero sea que no se hayan comprendido todas en la
clasificación filosófica, sea que cada una de ellas entrañe en su seno otras
muchas que deben ser consideradas como sus hijas o como transformaciones
de una misma, lo cierto es que quien observe con atención la variedad y
graduación de nuestros sentimientos creerá estar asistiendo a las mudables
ilusiones de una visión fantasmagórica. Hay momentos de calma, y de
tempestad, de dulzura y de acritud, de suavidad y de dureza, de valor y de
cobardía, de fortaleza y de abatimiento, de entusiasmo y de desprecio, de
alegría y de tristeza, de orgullo y de anonadamiento, de esperanza y de
desesperación, de paciencia y de ira, de postración y de actividad, de
expansión y de estrechez, de generosidad y de codicia, de perdón y de
venganza, de indulgencia y de severidad, de placer y de malestar, de saboreo

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y de tedio, de gravedad y de ligereza, de elevación y de frivolidad, de seriedad
y de chiste, de…; pero ¿adónde vamos a parar enumerando la variedad de
disposiciones que experimenta nuestra alma? No es más mudable e
inconstante el mar azotado por los huracanes, mecido por el céfiro, rizado con
el aliento de la aurora, inmóvil con el peso de una atmósfera de plomo,
dorado con los rayos del sol naciente, blanqueado con la luz del astro de la
noche, tachonado con las estrellas del firmamento, ceniciento como el
semblante de un difunto, brillante con los fuegos del mediodía, tenebroso y
negro como la boca de una tumba.

§ III

Eugenio: sus transformaciones en veinticuatro horas

Érase una hermosa mañana de abril; Eugenio se había levantado muy


temprano, había extendido maquinalmente el brazo a su librería y con el
tomito en la mano, pero sin abrir, se había asomado al balcón, que daba vista
a una risueña campiña. ¡Qué día más bello! ¡Qué hora tan embelesante! El sol
se levanta en el horizonte matizando las nubecillas con primorosos colores y
desplegando en todas direcciones madejas de luz, como la dorada cabellera
ondeante sobre la cabeza de un niño; la tierra ostenta su riqueza y sus galas; el
ruiseñor gorjea y trina en la cercana arboleda; el labrador se encamina a su
campo, saludando al luminar del día con cantares de dicha y de amor.
Eugenio contempla aquella escena con un placer inexplicable. Su ánimo,
tranquilo, sosegado, apacible, se presta fácilmente a emociones gratas y
suaves. Goza de completa salud, disfruta de pingüe fortuna; los negocios de la
familia andan con viento en popa, y cuantos le rodean se esmeran en
complacerle. Su corazón no está agitado por ninguna pasión violenta; anoche
concilió sin dificultad el sueño, que no se ha interrumpido hasta el rayar del
alba, y espera que las horas se adelanten para entregarse al ordinario curso de
sus tranquilas tareas.
Abre por fin el libro: es una novela romántica. Un desgraciado, a quien el
mundo no ha podido comprender, maldice a la sociedad, a la humanidad
entera; maldice a la tierra y al cielo; maldice lo pasado, lo presente y lo
futuro; maldice al mismo Dios; se maldice a sí mismo, y, cansado de mirar un
sol helado y sombrío, una tierra mustia y agostada, de arrastrar una existencia
que pesa sobre su corazón, que le oprime, que le ahoga como los brazos del

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verdugo al infeliz ajusticiado, se propone dar fin a sus días. Miradle: ya está
en el borde del precipicio fatal, ya vuelve en torno su cabeza desgreñada, su
semblante pálido, sus ojos hundidos e inflamados, sus facciones alteradas, y
antes de consumar el atentado se queda un momento en silencio y luego
reflexiona sobre la Naturaleza, sobre los destinos del hombre, sobra la
injusticia de la sociedad. «Esto es exagerado —dice con impaciencia Eugenio
—; en el mundo hay mucho malo, pero no lo es todo. La virtud no está
todavía desterrada de la tierra; yo conozco muchas personas que, sin atroz
calumnia, no pueden ser contadas entre los criminales. Hay injusticias, es
cierto; pero la injusticia no es la regla de la sociedad, y, si bien se observa, los
grandes crímenes son excepciones monstruosas. La mayor parte de los actos
que se cometen contra la virtud proceden de nuestra debilidad; nos dañan a
nosotros mismos, pero no traen perjuicios a otros, no aterrorizan al mundo, y
los más se consuman sin llegar a su noticia. Ni es verdad que el bienestar sea
tan imposible; los infortunados son muchos, pero no todo dimana de injusticia
y crueldad; en la misma naturaleza de las cosas se encuentra la razón de estos
males, que además no son ni tantos ni tan negros como se nos pintan aquí. No
sé qué modo de mirar los objetos tienen esos hombres; se quejan de todo,
blasfeman de Dios, calumnian a la humanidad entera y cuando se elevan a
consideraciones filosóficas llevan el alma por una región de tinieblas donde
no encuentra más que un caos desesperante. Cuando vuelve de semejantes
excursiones no sabe pronunciar otras palabras que maldición y crimen. Esto
es insoportable, esto es tan falso en filosofía como feo en literatura». Así
discurría Eugenio, y cerraba buenamente el libro, y apartaba de su mente
aquellos tétricos recuerdos, entregándose de nuevo a la contemplación de la
bella Naturaleza.
Pasan las horas, suena la de comenzar sus tareas; y aquel día parece el de
las desgracias. Todo va mal; diríase que le han alcanzado a Eugenio las
maldiciones del suicida. Muy de mañana corre por la casa un mal humor
terrible; N ha pasado malísima noche; M se ha levantado indispuesto, y todos
son más agrios que zumo de fruta verde. A Eugenio se le pega también algo
de la malignidad atmosférica que le rodea, pero todavía conserva alguna cosa
de las apacibles emociones de la salida del sol.
El día se va encapotando, el tiempo no será tan bueno como se prometía el
espectador de la mañana. Sale Eugenio a sus diligencias, la lluvia comienza,
el paraguas no basta para cubrir al viandante, y en una calle estrecha y
atestada de lodo se encuentra Eugenio con un caballo que galopa, sin atender
a que los chispazos de fango de sus cascos dejan al pobre pasajero pedestre

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hecho una lástima de pies a cabeza. Ya es preciso retroceder, volverse a casa,
entre irritado y mohíno, no maldiciendo tan alto como el romántico, pero sí
haciendo no muy piadosa plegaria para el caballo y el jinete. La vida no es ya
tan bella, pero todavía es soportable; la filosofía se va encapotando como el
tiempo, pero el sol no ha desaparecido aún. Los destinos de la humanidad no
son desesperantes, pero los lances de los hombres son algo pesados. Al fin
siempre sería mejor que las caras domésticas no fueran de cuaresma, que las
calles estuviesen limpias, o que, si estaban sucias, no galopasen los caballos a
la inmediación de los transeúntes.
Sobre una desgracia viene otra. Reparado Eugenio del primer descalabro,
vuelve a sus diligencias, dirigiéndose a casa de su amigo, quien le ha de
comunicar noticias satisfactorias con respecto a un negocio de importancia.
Por lo pronto es recibido con frialdad; el amigo procura eludir la conversación
sobre el punto principal, y finge ocupaciones apremiadoras que le obligan a
aplazar para otro día el tratar del asunto. Eugenio se despide algo desabrido y
receloso, y se devana los sesos por adivinar el misterio; pero una feliz
casualidad le hace encontrar con otro amigo, que le revela la trama del
primero, y le avisa que no se duerma si no quiere ser víctima de la perfidia
más infame. Marcha presuroso a tomar sus providencias, acude a otros que
puedan informarle de la verdadera situación de las cosas, le explican la
traición, se compadecen de su desgracia; pero todos convienen en que ya es
tarde. La pérdida es crecida y además irreparable; el pérfido ha tomado sus
medidas con tanta precaución que el desgraciado Eugenio no ha advertido la
estratagema hasta que se ha visto enredado sin remedio. Acudir a los
tribunales es imposible, porque el negocio no lo consiente; reprochar al
pérfido la negrura de su acción es desahogo estéril; con tomar una venganza
nada se remedia y se aumentan los males del vengador. No hay más que
resignarse. Eugenio se retira a su casa, entra en su gabinete, se entrega a todo
el dolor que consigo trae el frustrarse tantas esperanzas y un cambio
inevitable en su posición social. El libro está todavía sobre la mesa, su vista le
recuerda las reflexiones de la mañana y exclama en su interior: «¡Oh cuán
miserablemente te engañabas cuando reputabas exageración las infernales
pinturas que del mundo hacen esos hombres! No puede negarse, tienen razón;
esto es horrible, desconsolador, desesperante, pero es la realidad. El hombre
es un animal depravado; la sociedad es una cruel madrastra, mejor diré un
verdugo, que se complace en atormentarnos, que nos insulta y se mofa de
nuestras angustias al mismo tiempo que nos cubre de ignominia y nos da la
muerte. No hay buena fe, no hay amistad, no hay gratitud, no hay

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generosidad, no hay virtud sobre la tierra: todo es egoísmo, miras interesadas,
perfidias, traición, mentira. Para tanto padecer, ¿por qué se nos ha dado la
vida? ¿Dónde está la Providencia, dónde la justicia de Dios, dónde…?».
Aquí llegaba Eugenio, y, como ven nuestros lectores, la dulce y apacible y
juiciosa filosofía de la mañana se había trocado en pensamientos satánicos, en
inspiraciones de Belzebub. Nada se había mudado en el mundo, todo
proseguía en ordinaria carrera, y ni el hombre ni la sociedad podían decirse
peores, ni entregados a otros destinos, por haberle sucedido a Eugenio una
desgracia improvista. Quien se ha mudado es él: sus sentimientos son otros;
su corazón, lleno de amargura, derrama la hiel sobre el entendimiento, y éste,
obedeciendo a las inspiraciones del dolor y de la desesperación, se venga del
mundo pintándole con los colores más horribles. Y no se crea que Eugenio
procede de mala fe: ve las cosas tal como las expresa, así como las expresaba
por la mañana, tal como a la sazón las veía.
Dejando a Eugenio en el terrible dónde…, que, a no dudarlo habría
abortado una blasfemia horripilante si no se interrumpiera el monólogo con la
llegada de un caballero que, con la libertad de amigo, penetra en el gabinete
sin detenerse en antesalas.
—Vamos, mi querido Eugenio, ya sé que te han jugado una mala partida.
—¡Cómo ha de ser!
—Es mucha perfidia.
—Así anda el mundo.
—Lo que importa es remediarlo.
—¿Remedio?… Es imposible…
—Muy sencillo.
—Me gusta la frescura.
—Todo está en aprontar más fondos, aprovechar el correo de hoy y
ganarle por la mano.
—¿Pero cómo los apronto? Sus cálculos estriban sobre la imposibilidad
en que me hallo de hacerlo, y como sabía el estado de mis negocios, efecto de
los desembolsos hechos hasta aquí para el maldito objeto, está bien seguro
que no podré tomarle la delantera.
—Y si esos fondos estuviesen ya prestos…
—No soñemos…
—Pues mira: estábamos reunidos varios amigos para el negocio que tú no
ignoras, se nos ha referido lo que te acaba de suceder y el desastre que iba a
ocasionarte. La profunda impresión que me ha producido puedes suponerla, y
habiendo pedido permiso a los socios para abandonar por mi parte el proyecto

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y venir a ofrecerte mis recursos, todos, instantáneamente, han seguido mi
ejemplo; todos han dicho que arrostraban con gusto el riesgo de aplazar sus
operaciones y de sacrificar su ganancia hasta que tú hubieses salido airoso del
negocio.
—Pero yo no puedo consentir…
—Déjate…
—Pero y si esos caballeros, a quienes no conozco siquiera…
—Tu desconfianza estaba ya prevista; aprovecha el correo; yo me voy, y
en esta cartera encontrarás todo lo que se necesita. Adiós, mi querido
Eugenio.
La cartera ha caído al lado del libro fatal; Eugenio se avergüenza de haber
anatematizado la humanidad sin excepciones; la hora del correo no le permito
filosofar, pero siente que su filosofía toma un sesgo menos desesperante. A la
mañana siguiente el sol asomará hermoso y radiante como hoy, el ruiseñor
cantará en el ramaje, el labrador se dirigirá a sus faenas y Eugenio volverá a
ver las cosas como las veía antes de sus fatales aventuras. En veinticuatro
horas, que, por cierto, no han alterado nada ni en la naturaleza ni en la
sociedad, la filosofía de Eugenio ha recorrido un espacio inmenso para volver
como los astros al mismo punto de donde partiera.

§ IV

Don Marcelino: sus cambios políticos

Don Marcelino acaba de salir de unas elecciones en que los partidarios


han luchado en tremenda batalla. La fuerza muscular ha tenido también su
voto; se han blandido puñales, se han menudeado los garrotazos, la
campanilla del presidente ha resonado entre el ruido de voces estentóreas y de
pulmones de bronce. Don Mareelino pertenece al partido derrotado y ha
tenido que salvarse a escape. Lo que es valor, ya se ve, no le faltaba; pero ha
sido preciso no olvidar las consideraciones de prudencia y decoro.
La desagradable impresión no se le borrará en algunos días, y es notable
que ella basta para echar a perder sus ideas liberales. «Desengáñense ustedes,
señores —dice con el tono de la más profunda convicción—: esto es una
farsa, un absurdo; nos hemos empeñado en una barbaridad; no hay más
remedio que un brazo fuerte; el absolutismo tiene sus inconvenientes, pero del
mal el menos. El gobierno representativo, el gobierno de la razón ilustrada y

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de la voluntad libre es muy hermoso en las páginas de las obras de derecho
constitucional y en los artículos de periódicos, pero en la realidad no medran
más que la intriga, la inmoralidad y, sobre todo, la impudencia, y la audacia.
Yo ya estoy desengañado y he palpado bien aquello de: Otros vendrán que me
abonarán».
A consecuencia de los disturbios, la autoridad militar toma una actitud
imponente, declara el estado de sitio, la Constitución se suspende, los
revoltosos se amedrentan y la ciudad recobra su calma. Don Marcelino, puede
entregarse sin recelo a sus paseos ordinarios; reina la mayor seguridad de día
como de noche, y así el cuitado elector va olvidando la escena de los
campanillazos, gritos, garrotes y puñales.
Ocúrresele entretanto hacer un viaje y necesita su pasaporte. A la entrada
de la casa de la policía hay numerosa guardia de tropa; D. Marcelino se va a
entrar por la primera puerta que se le ofrece, y el granadero le dice: «Atrás».
Encamínase a la otra, y el centinela le grita en alta y destemplada voz:
«Paisano, la capa». Quítase el embozo, prosigue algo mohíno, y los esbirros
que se resienten de la rigidez gubernativa le dicen en ademán descortés: «No
vaya usted tan aprisa, aguarde usted su turno». Llegado a la mesa, el oficial le
dirige mil preguntas investigadoras, le mira de pies a cabeza, como si
sospechase que el pobre D. Marcelino es uno de los jefes del motín del otro
día. Al fin le entrega el pasaporte con ademán desdeñoso, baja la cabeza y no
se digna devolver el saludo que el viajero le dirige con afabilidad y cortesía.
El paciente se marcha muy disgustado, pero no piensa que aquella escena
haya debido modificar sus opiniones políticas. Reúnese con sus amigos; la
conversación gira sobre las últimas ocurrencias, y se eleva poco a poco hasta
la región de las teorías de gobierno. Don Marcelino ya no será el absolutista
del otro día.
—¡Qué escándalo —dice uno de los circunstantes—; yo no puedo
recordarlo sin detestar esas trampas!
—Ciertamente —responde D. Marcelino—, pero en todo hay
inconvenientes; mire usted: el absolutismo proporciona quietud; pero ¿qué sé
yo?, también tiene sus cosas. A los hombres no conviene gobernarles con
palo, y al fin es necesario no olvidar la dignidad propia.
—¿Pero la olvidan, por ventura, los que viven bajo un gobierno absoluto?
—Yo no digo eso, pero sí que es preciso no precipitarse en condenar las
formas representativas, porque no puede negarse que las absolutas tienen
cierta rigidez de que se resienten hasta las últimas ruedas del gobierno.

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El lector conocerá que D. Marcelino, sin advertirlo siquiera, piensa en la
escena del pasaporte; el rudo «atrás» del granadero; el grito del centinela:
«Paisano, la capa»; la descortesía de los esbirros y del oficial han bastado
para introducir en sus ideas políticas una reforma de alguna consideración.
Desgraciadamente, el oficial de la policía había llevado muy lejos sus
sospechas. Librado el pasaporte, no pudo menos de indicar a su principal que
se le había presentado un sujeto, de quien recelaba, según las señas, no fuese
uno de los que buscaba la autoridad. Sin saber cómo, en el acto de subir D.
Marcelino a la diligencia es detenido, conducido a la cárcel y allí se le fuerza
a pasar algunos días, sin que basten a libertarle las vehementes presunciones
que en su favor ofrecen un traje muy decente y cómodo, un cuerpo bien
nutrido y un semblante pacato. No se necesitaba más para que acabasen de
desplomarse con estrépito sus convicciones absolutistas, ya algo
desmoronadas con el negocio del pasaporte. Lo brusco de la captura, lo
incómodo de la cárcel, lo pesado y quisquilloso y ofensivo de los
interrogatorios bastan y sobran para que salga D. Marcelino de la prisión con
su liberalismo rejuvenecido, con su afición a la tabla de derechos, con su odio
a la arbitrariedad, con su aversión al gobierno militar, con su vehemente
deseo de que la seguridad personal y demás garantías constitucionales sean
una verdad. Su fe política es en la actualidad muy viva; en cuanto a firmeza,
aguardad que vengan otras elecciones o que un día de ruido le asusten las
carreras y los gritos de la calle. Será difícil que las nuevas convicciones
resistan a tan dura prueba.

§V

Anselmo: sus variaciones sobre la pena de muerte

Anselmo, joven aficionado al estudio de las altas cuestiones de


legislación, acaba de leer un elocuente discurso en contra de la pena de
muerte. Lo irreparable de la condenación del inocente, lo repugnante y
horroroso del suplicio, aun cuando lo sufra el verdadero culpable; la inutilidad
de tal castigo para extirpar ni disminuir el crimen, todo está pintado con vivos
colores, con pinceladas magníficas; todo realzado con descripciones patéticas,
con anécdotas que hacen estremecer. El joven se halla profundamente
conmovido, imagínase que medita, y no hace más que sentir; cree ser un
filólofo que juzga, cuando no es más que un hombre que se compadece. En su

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concepto, la pena de muerte es inútil, y aun cuando no fuera injusta es
bastante la inutilidad para hacer su aplicación altamente criminal. Este es un
punto en que la sociedad debe reflexionar seriamente para libertarse de esa
costumbre cruel que le han legado generaciones menos ilustradas. Las
convicciones del nuevo adepto nada dejan que desear; en ellas se combinan
razones sociales y humanitarias; al parecer, nada fuera capaz de conmoverlas.
El joven filósofo habla sobre el particular con un magistrado de profundo
saber y dilatada experiencia, quien opina que la abolición de la pena de
muerte es una ilusión irrealizable. Desenvuelve, en primer lugar, los
principios de justicia en que se funda, pinta con vivos colores las fatales
consecuencias que resultarían de semejante paso, retrata a los hombres
desalmados, burlándose de toda otra pena que no sea el último suplicio,
recuerda las obligaciones de la sociedad en la protección del débil y del
inocente, refiere algunos casos desastrosos en que resaltan la crueldad del
malvado y los padecimientos de la víctima; el corazón del joven ya
experimenta impresiones nuevas; una santa indignación levanta su pecho, el
celo de la justicia le inflama; su alma sensible se identifica y eleva con la del
magistrado; se enorgullece de saber dominar los sentimientos de injusta
compasión, de sacrificarlos en las aras de los grandes intereses de la
humanidad, e imaginándose ya sentado en un tribunal, revestido con la toga
de un magistrado, parece que el corazón le dice: «Sí, también sabrías ser
justo, también sabrías vencerte a ti mismo; también sabrías, si necesario
fuese, obedecer a los impulsos de tu conciencia, y con la mano en el corazón
y la vista en Dios pronunciar la sentencia fatal en obsequio de la justicia».

§ VI

Algunas observaciones para precaverse del mal influjo del corazón

Nada más importante para pensar bien que el penetrarse de las


alteraciones que produce en nuestro modo de ver la disposición de ánimo en
que nos hallamos. Y aquí se encuentra la razón de que nos sea tan difícil
sobreponernos a nuestra época, a nuestras circunstancias peculiares, a las
preocupaciones de la educación, al influjo de nuestros intereses; de aquí
procede que se nos haga tan duro el obrar y hasta el pensar conforme a las
prescripciones de la ley eterna, el comprender lo que se eleva sobre la región
del mundo material, el posponer lo presente a lo futuro. Lo que está delante

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de nuestros ojos, lo que afecta en la actualidad, he aquí lo que comúnmente
decide de nuestros actos y aun de nuestras opiniones.
Quien desea pensar bien es preciso que se acostumbre a estar mucho sobre
sí, recordando continuamente esta importantísima verdad; es necesario que se
habitúe a concentrarse, a preguntarse con mucha frecuencia: «¿Tienes el
ánimo bastante tranquilo? ¿No estás agitado por alguna pasión que te presenta
las cosas diferentes de lo que son en sí? ¿Estás poseído de algún afecto
secreto que sin sacudir con violencia tu corazón le domina suavemente, por
medio de una fascinación que no adviertes? En lo que ahora piensas, juzgas,
prevés, conjeturas, ¿obras quizá bajo el imperio de alguna impresión reciente
que trastornando tus ideas te muestra trastornados los objetos? Pocos días, o
pocos momentos antes, ¿pensabas de esta manera? ¿Desde cuándo has
modificado tus opiniones? ¿No es desde que un suceso agradable o
desagradable, favorable o adverso han cambiado tu situación? ¿Te has
ilustrado más sobre la materia, has adquirido nuevos datos o tienes tan sólo
nuevos intereses? ¿Qué es lo que ha sobrevenido, razones o deseos? Ahora
que estás agitado por una pasión, señoreado por tus afectos, juzgas de esta
manera y tu juicio te parece acertado; pero si con la imaginación te trasladas a
una situación diferente, si supones que ha transcurrido algún tiempo,
¿conjeturas si las cosas se te presentarán bajo el mismo aspecto, con el mismo
color?».
No se crea que esta práctica sea imposible; cada cual puede probarlo por
experiencia propia, y echará de ver que le sirve admirablemente para dirigir el
entendimiento y arreglar la conducta. No llega por común a tan alto grado la
exaltación de nuestros afectos que nos prive completamente del uso de la
razón; para semejantes casos no hay nada que prescribir, porque entonces hay
la enajenación mental, sea duradera o momentánea. Lo que hacen
ordinariamente las pasiones es ofuscar nuestro entendimiento, torcer el juicio,
pero no cegar del todo aquél ni destituirnos de éste. Queda siempre en el
fondo del alma una luz que se amortigua, mas no se apaga; y el que brille más
o menos en las ocasiones críticas depende, en buena parte, del hábito de
atender a ella, reflexionar sobre nuestra situación, de saber dudar de nuestra
aptitud para pensar bien en el acto, de no tomar los chispazos de nuestro
corazón por luz suficiente para guiarnos y de considerar que no son propios
sino para deslumbrarnos.

§ VII

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El amigo convertido en monstruo

Que las pasiones nos ciegan es una verdad tan trivial que nadie la
desconoce. Lo que nos falta no es el principio abstracto y vago, sino una
advertencia continuada de sus efectos, un conocimiento práctico, minucioso,
de los trastornos que esta maligna influencia produce en nuestro
entendimiento; lo que no se adquiere sin penoso trabajo, sin dilatado ejercicio.
Los ejemplos aducidos más arriba manifiestan bastante la verdad cuya
exposición me ocupa; no obstante, creo que no será inútil aclararla con
algunos otros.
Tenemos un amigo cuyas bellas cualidades nos encantan, cuyo mérito nos
apresuramos a encomiar siempre que la ocasión se nos brinda y de cuyo
afecto hacia nosotros no podemos dudar. Niéganos un día un favor que le
pedimos, no se interesa bastante por la persona que le recomendamos,
recíbenos alguna vez con frialdad, nos responde con tono desabrido o nos da
otro cualquier motivo de resentimiento. Desde aquel instante experimentamos
un cambio notable en la opinión sobre nuestro amigo; tal vez una revolución
completa. Ni su talento es tan claro, ni su voluntad tan recta, ni su índole tan
suave, ni su corazón tan bueno, ni su trato tan dulce, ni su presencia tan
afable, en todo hallamos que corregir, que enmendar; en todo nos habíamos
equivocado; el lance que nos afecta ha descorrido el velo, nos ha sacado de la
ilusión; y fortuna si el hombre modelo no se ha trocado de repente en un
monstruo.
¿Es probable que fuera tanto nuestro engaño? No; lo es, sí, que nuestro
afecto anterior no nos dejaba ver sus lunares y que nuestro actual
resentimiento los exagera o los finge. Por ventura, ¿no creíamos posible que
el amigo pudiese negarse a prestar un favor, o se portase mal en un negocio, o
en un momento de mal humor se olvidase de su ordinaria afabilidad y
cortesía? Ciertamente que esto no era imposible a nuestros ojos: si se nos
hubiese preguntado sobre el particular hubiéramos respondido que era hombre
y, por lo mismo, estaba sujeto a flaquezas, pero que esto nada rebajaba de sus
excelentes prendas. Pues ahora, ¿por qué tanta exageración? El motivo está
patente: nos sentimos heridos; y quien piensa, quien juzga, no es el
entendimiento ilustrado con nuevos datos, sino el corazón, irritado,
exasperado, quizá sediento de venganza.
¿Queremos apreciar lo que vale nuestro nuevo juicio? He aquí un medio
muy sencillo. Imaginémonos que el lance desagradable no ha pasado con
nosotros, sino con una persona que nos sea indiferente; aun cuando las
circunstancias sean las mismas, aun cuando las relaciones entre el amigo

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ofensor y la persona ofendida sean tan afectuosas y estrechas como las que
mediaban entre él y nosotros, ¿sacaremos del hecho las mismas
consecuencias? Es seguro que no; conoceremos que ha obrado mal, se lo
diremos quizá con libertad y entereza, habremos tal vez descubierto una mala
cualidad de su índole que se nos había ocultado; pero no dejaremos por esto
de reconocer las demás prendas que le adornan, no le juzgaremos indigno de
nuestro aprecio, proseguiremos ligados con él con los mismos vínculos de
amistad. Ya no será un hombre que nada tiene laudable, sino una persona que,
dotada de mucho bueno, está sujeta a lo malo. Y estas variaciones de juicio
sucederán aun suponiendo al amigo culpable en realidad, aun olvidado el ser
muy fácil que nuestra pasión o interés nos hayan cegado lastimosamente,
haciendo que no atendiésemos a los gravísimos y justos; motivos que le
habrán impulsado a obrar de la manera que nosotros reprendemos,
haciéndonos prescindir de antecedentes que conocíamos muy bien, de la
conducta que nosotros hemos observado, y, en fin, trastornando de tal manera
nuestro juicio, que un proceder muy justo y razonable nos haya parecido el
colmo de la injusticia, de la perfidia, de la ingratitud. ¡Cuántas veces nos
bastaría, para rectificar nuestro juicio, el mirar la cosa con ánimo sosegado,
como negocio que no nos interesa!

§ VIII

Cavilosas variaciones de los juicios políticos

¿Están en el Poder nuestros amigos políticos o aquellos que más nos


convienen, y dan algunas providencias contrarias a la ley? «Las circunstancias
—decimos— pueden más que los hombres y las leyes; el gobierno no siempre
puede ajustarse a estricta legalidad; a veces, lo más legal es lo más ilegítimo;
y, además, así los individuos, como los pueblos, como los gobiernos, tienen
un instinto de conservación que se sobrepone a todo, una necesidad a cuya
presencia ceden todas las consideraciones y todos los derechos». La
infracción de la ley, ¿se ha hecho con lisura, confesándola sin rodeos y
excusándose con la necesidad? «Bien hecho —decimos—; la franqueza es
una de las mejores prendas de todo gobierno; ¿de qué sirve engañar a los
pueblos y empeñarse en gobernar con ficciones y mentiras?». ¿Se ha
procurado no quebrantar la ley, pero se la ha aludido con una cavilación fútil,
interpretándola en sentido abiertamente contrario a la mente del legislador?

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«La ocurrencia ha sido feliz —decimos—; al menos se muestra tan profundo
respeto a la ley, que no se le desmiente ni en la última extremidad. La
legalidad es cosa sagrada, contra la cual es preciso no atentar nunca; no hace
poco el gobierno que, no pudiendo salvar el fondo, deja intactas las formas. Si
algo hay de arbitrariedad, al menos no se presenta con la irritante férula del
despotismo. Esto es preciso para la libertad de los pueblos».
Los hombres del poder, ¿son nuestros adversarios? El asunto es muy
diferente. «La ilegalidad no era necesaria, y, además, aun cuando lo fuese, la
ley es antes que todo. ¿Adónde vamos a parar si se concede a los gobiernos la
facultad de quebrantarla cuando lo juzguen necesario? Esto equivale a
autorizar el despotismo; ningún gobernante infringe las leyes sin decir que la
infracción está justificada por necesidad urgente e indeclinable».
El gobierno, ¿ha confesado abiertamente la infracción de la ley? «Esto es
intolerable —exclamamos—; esto es añadir a la infracción el insulto; siquiera
se hubiese echado mano de algún ligero disfraz…; es el último extremo de la
impudencia, es la ostentación de la arbitrariedad más repugnante. Está visto,
en adelante no será menester andarse con rodeos; no hiciera más el autócrata
de las Rusias».
El gobierno ¿ha procurado salvar las formas, guardando cierta apariencia
de legalidad? «No hay peor despotismo —exclamamos— que el ejercido en
nombre de la ley; la infracción no es menos negra por andar acompañada de
pérfida hipocresía. Cuando un gobierno, en casos apurados, quebranta la ley y
lo confiesa paladinamente, parece que con su confesión pide perdón al
público y le da una garantía de que el exceso no será repetido; pero el cometer
ilegalidades a la sombra de la misma ley es profanarla torpemente, es abusar
de la buena fe de los pueblos, es abrir la puerta a todo linaje de desmanes. En
no respetando la mente de la ley, todo se puede hacer con la ley en la mano;
basta asirse de una palabra ambigua para contrariar abiertamente todas las
miras del legislador».

§ IX

Peligro de la mucha sensibilidad. Los grandes talentos. Los poetas

Hay errores de tanto bulto, hay juicios que llevan tan manifiesto sello de
la pasión, que no alucinan a quien no está cegado por ella. No está la principal
dificultad en semejantes casos, sino en aquellos en que, por presentarse más

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disfrazados, no se conoce el motivo que habrá falseado el juicio.
Desgraciadamente, los hombres de elevado talento adolecen muy a menudo
del defecto que estamos censurando. Dotados por lo común de una
sensibilidad exquisita, reciben impresiones muy vivas, que ejercen grande
influencia sobre el curso de sus ideas y deciden de sus opiniones. Su
entendimiento penetrante encuentra fácilmente razones en apoyo de lo que se
propone defender, y sus palabras y escritos arrastran a los demás con
ascendiente fascinador.
Esta será, sin duda, la causa de la volubilidad que se nota en hombres de
genio reconocido; hoy ensalzan lo que mañana maldicen; es para ellos un
dogma inconcuso lo que mañana es miserable preocupación. En una misma
obra se contradicen, tal vez de una manera chocante, y os conducen a
consecuencias que jamás hubierais sospechado fueran conciliables con sus
principios. Os equivocaríais si siempre achacaseis a mala fe estas singulares
anomalías; el autor habrá sostenido el sí y el no con profunda convicción,
porque, sin que él lo advirtiese esta convicción sólo dimanaba de un
sentimiento vivo, exaltado; cuando su entendimiento se explayaba con
pensamientos admirables, por su belleza y brillantez, no era más que un
esclavo del corazón, pero esclavo hábil, ingenioso, que correspondía a los
caprichos de su dueño ofreciéndole exquisitas labores.
Los poetas, los verdaderos poetas, es decir, aquellos hombres a quienes ha
otorgado el Criador elevada concepción, fantasía creadora y corazón de
fuego, están más expuestos que los demás a dejarse llevar por las impresiones
del momento. No les negaré la facultad de levantarse a las más altas regiones
del pensamiento, ni diré que les sea imposible moderar el vuelo de su ingenio
y adquirir el hábito de juzgar con acierto y tino; pero, a no dudarlo, habrán
menester más caudal de reflexión y mayor fuerza de carácter que el común de
los hombres.

§X

El poeta y el monasterio

Un viajero poeta, atravesando una soledad, oye el tañido de una campana,


que le distrae de las meditaciones en que estaba embelesado. En su alma no se
albergaba la fe, pero no es inaccesible a las inspiraciones religiosas. Aquel
sonido piadoso en el corazón del desierto cambia de repente la disposición de

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su espíritu y le lleva a saborearse en una melancolía grave y severa. Bien
pronto descubre la silenciosa mansión donde buscan asilo, lejos del mundo, la
inocencia y el arrepentimiento. Llega, apéase, llama, con una mezcla de
respeto y de curiosidad; y al pisar los umbrales del monasterio se encuentra
con un venerable anciano, de semblante sereno, de trato cortés y afable. El
viajero es obsequiado con afectuosa cordialidad, es conducido a la iglesia, a
los claustros, a la biblioteca, a todos los lugares donde hay algo que admirar o
notar. El anciano monje no se aparta de su lado, sostiene la conversación con
discernimiento y buen gusto, se muestra tolerante con las opiniones del recién
venido, se presta a cuanto puede complacerle y no se separa de él sino cuando
suena la hora del cumplimiento de sus deberes. El corazón del viajero está
dulcemente conmovido; el silencio, interrumpido tan sólo por el canto de los
salmos; la muchedumbre de objetos religiosos que inspiran recogimiento y
piedad, unidos a las estimables cualidades y a la bondad y condescendencia
del anciano cenobita, inspiran al corazón del viajero sentimientos de religión,
de admiración y gratitud, que señorean vivamente su alma. Despidiéndose de
su venerable huésped, se aleja meditabundo, llevándose aquellos gratos
recuerdos que no olvidará en mucho tiempo. Si en semejante situación de
espíritu le place a nuestro poeta intercalar en sus relaciones de viaje algunas
reflexiones sobre los institutos religiosos, ¿qué os parece que dirá? Es bien
claro. Para él la institución estará en aquel monasterio, y el monasterio estará
personificado en el monje cuya memoria le embelesa. Contad, pues, con un
elocuente trozo en favor de los institutos religiosos, un anatema contra los
filósofos que los condenan, una imprecación contra los revolucionarios que
los destruyen, un lágrima de dolor sobre las ruinas y las tumbas.
Pero ¡ay del monasterio y de todos los institutos monásticos si el viajero
se hubiese encontrado con un huésped de mal talante, de conversación seca y
desabrida, poco aficionado a bellezas literarias y artísticas y de humor nada
bueno para acompañar curiosos! A los ojos del poeta, el monje desagradable
habría sido la personificación del instituto, y en castigo del mal recibimiento
hubiera sido condenado este género de vida, y acusado de abatir el espíritu,
estrechar el corazón, apartar del trato de los hombres, formar modales ásperos
y groseros y acarrear innumerables males sin producir ningún bien. Y, sin
embargo, la realidad de las cosas habría permanecido la misma en uno y otro
supuesto, mediando sólo la casualidad que depara al viajero acogida más o
menos halagüeña.

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§ XI

Necesidad de tener ideas fijas

Las reflexiones que preceden muestran la necesidad de tener ideas fijas y


opiniones formadas sobre las principales materias; y cuando esto no sea
dable, lo mucho que importa el abstenerse de improvisarlas, abandonándonos
a inspiraciones repentinas. Se ha dicho que los grandes pensamientos nacen
del corazón; y pudiera haberse añadido que del corazón nacen también los
grandes errores. Si la experiencia no lo hiciese palpable, la razón bastaría a
demostrarlo. El corazón no piensa ni juzga, no hace más que sentir; pero el
sentimiento es un poderoso resorte que mueve el alma y despliega y
multiplica sus facultades. Cuando el entendimiento va por el camino de la
verdad y del bien, los sentimientos nobles y puros contribuyen a darle fuerza
y brío; pero los sentimientos innobles o depravados pueden extraviar al
entendimiento más recto. Hasta los sentimientos buenos, si se exaltan en
demasía, son capaces de conducirnos a errores deplorables.

§ XII

Deberes de la oratoria, de la poesía y de las bellas artes

Nacen de aquí consideraciones muy graves sobre el buen uso de la


oratoria y, en general, de todas las artes que o llegan al entendimiento por
conducto del corazón o al menos se valen de él como de un auxiliar poderoso.
La pintura, la escultura, la música, la poesía, la literatura en todas sus partes
tienen deberes muy severos que se olvidan con demasiada frecuencia. La
verdad y la virtud, he aquí los dos objetos a que se han de dirigir: la verdad
para el entendimiento, la virtud para el corazón; he aquí lo que han de
proporcionar al hombre por medio de las impresiones con que le embelesan.
En desviándose de este blanco, en limitándose a la simple producción del
placer, son estériles para el bien y fecundas para el mal.
El artista que sólo se propone halagar las pasiones, corrompiendo las
costumbres, es un hombre que abusa de sus talentos y olvida la misión
sublime que le ha encomendado el Criador al dotarle de facultades
privilegiadas que le aseguran ascendiente sobre sus semejantes; el orador que
sirviéndose de las galas de la dicción y de su habilidad para mover los afectos
y hechizar la fantasía, procura hacer adoptar opiniones erradas, es un

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verdadero impostor, no menos culpable que quien emplea medios quizá más
repugnantes, pero mucho menos peligrosos. No es lícito persuadir cuando no
es lícito convencer; cuando la convicción es un engaño la persuasión es una
perfidia. Esta doctrina es severa, pero indudable; los dictámenes de la razón
no pueden menos de ser severos cuando se ajustan a las prescripciones de la
ley eterna, que es severa también porque es justa e inmutable.
Inferiremos de lo dicho que los escritores u oradores dotados de grandes
cualidades para interesar y seducir son una verdadera calamidad pública
cuando las emplean en defensa del error. ¿Qué importa el brillo si sólo sirve a
deslumbrar y perder? Las naciones modernas han olvidado estas verdades al
resucitar entre ellas la elocuencia popular que tanto dañó a las antiguas
repúblicas; en las asambleas deliberantes donde se ventilan los altos negocios
del Estado, donde se falla sobre los grandes intereses de la sociedad, no
debiera resonar otra voz que la de una razón clara, sesuda, austera. La verdad
es la misma, la realidad de las cosas no se muda porque se haya excitado el
entusiasmo de la asamblea y de los espectadores y se haya decidido una
votación con los acentos de un orador fogoso. Es o no verdad lo que se
sustenta, es o no útil lo que se propone: he aquí lo único a que se ha de
atender; lo demás es extraviarse miserablemente, es olvidarse del fin de la
deliberación, es jugar con los grandes intereses de la sociedad, es sacrificarlos
al pueril prurito de ostentar dotes oratorias, a la mezquina vanidad de arrancar
aplausos.
Ya se ha observado que todas las asambleas, y muy particularmente en el
principio de las revoluciones, adolecen de espíritu de invasión y se distinguen
por sus resoluciones desatinadas. La sesión comienza tal vez con felices
auspicios, pero se retoma un sesgo peligroso; los ánimos se conmueven, la
mente se ofusca, la exaltación sube de punto, llega a rayar en frenesí; y una
reunión de hombres que por separado habrían sido razonable se convierten en
una turba de insensatos y delirantes. La causa es obvia: la impresión, del
momento es viva, prepondera sobre todo, lo señorea todo; con la simpatía
natural al hombre se propaga como un fluido eléctrico, y corriendo adquiere
velocidad y fuerza; lo que al principio era chispa es a pocos momentos una
conflagración espantosa.
El tiempo, los desengaños y escarmientos amaestran algún tanto a las
naciones, haciendo que se vaya embotando la sensibilidad y no sea tan
peligrosa la fascinación oratoria; triste remedio para el mal la repetición de
sus daños. Como quiera, ya que no es posible cambiar el corazón de los
hombres, serán dignos de gloria y prez los oradores esclarecidos que emplean

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en defensa de la verdad y de la justicia las mismas armas que otros usan en
pro del error y del crimen. Al lado del veneno la Providencia suele colocar el
antídoto.

§ XIII

Ilusión causada por los pensamientos revestidos de imágenes

A más del peligro de errar que consigo trae la moción de los afectos hay
otro, tal vez menos reparado y que, sin embargo, es de mucha trascendencia,
cual es el de los pensamientos revestidos con una imagen brillante. Es
indecible el efecto que este artificio produce; tal pensamiento, no más que
superficial, pasa por profundo merced a su disfraz grave y filosófico; tal otro,
que presentado desnudo fuera una vulgaridad, mostrándose con nobles atavíos
oculta su origen plebeyo, y una proposición que enunciada con sequedad
mostraría de bulto que es inexacta o falsa, o quizá un solemne despropósito,
es contada entre las verdades que no consienten duda si anda cubierta con
ingenioso velo.
He dicho que los daños en este punto son de mucha trascendencia, porque
suelen adolecer de semejante defecto los autores profundos y sentenciosos; y
como quiera que sus palabras se escuchan con tanto respeto y acatamiento
cuanto es más fuerte el tono de convicción con que se expresan, resulta que el
lector incauto recibe como axioma inconcuso o máxima de eterna verdad lo
que a veces no es más que un sueño del pensador o un lazo tendido adrede a
la buena fe de los poco avisados.[19]

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Capítulo XX
Filosofía de la Historia

§I

En qué consiste la filosofía de la Historia. Dificultad de adquirirla

No trato aquí de la Historia bajo el aspecto crítico, sino únicamente bajo


el filosófico. Lo relativo a la simple investigación de los hechos está
explicado en el Capítulo XI.
¿Cuál es el método más a propósito para comprender el espíritu de una
época, formarse ideas claras y exactas sobre su carácter, penetrar las causas
de los acontecimientos y señalar a cada cual sus propios resultados? Esto
equivale a preguntar cuál es el método conveniente para adquirir la verdadera
filosofía de la Historia.
¿Será con la elección de los buenos autores? ¿Pero cuáles son los buenos?
¿Quién nos asegura que no los ha guiado la pasión? ¿Quién sale fiador de su
imparcialidad? ¿Cuántos son los que han escrito la Historia del modo que se
necesita para enseñarnos la filosofía que le corresponde? Batallas,
negociaciones, intrigas palaciegas, vidas y muertes de príncipes, cambios de
dinastías, de formas políticas, a esto se reducen la mayor parte de las
historias; nada que nos pinte al individuo con sus ideas, sus afectos, sus
necesidades, sus gustos, sus caprichos, sus costumbres; nada que nos haga
asistir a la vida íntima de las familias y de los pueblos; nada que en el estudio
de la Historia nos haga comprender la marcha de la Humanidad. Siempre en
la política, es decir, en la superficie; siempre en lo abultado y ruidoso, nunca
en las entrañas de la sociedad, en la naturaleza de las cosas, en aquellos
sucesos que, por recónditos y de poca apariencia, no dejan de ser de la mayor
importancia.
En la actualidad se conoce ya este vacío y se trabaja por llenarle. No se
escribe la Historia sin que se procure filosofar sobre ella. Esto, que en sí es

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bueno, tiene otro inconveniente, cual es que en lugar de la verdadera filosofía
de la Historia se nos propina con frecuencia la filosofía del historiador. Más
vale no filosofar que filosofar mal; si queriendo profundizar la Historia la
trastorno, preferible sería que me atuviese al sistema de nombres y fechas.

§ II

Se indica un medio para adelantar en la filosofía de la Historia

Preciso es leer las historias, y, a falta de otras, debe uno atenerse a las que
existen; sin embargo, yo me inclino a que este estudio no basta para aprender
la filosofía de la Historia. Hay otro más a propósito y que, hecho con
discernimiento, es de un efecto seguro: el estudio inmediato de los
monumentos de la época. Digo inmediato, esto es, que conviene no atenerse a
lo que nos dice de ellos el historiador, sino verlos con los propios ojos.
Pero este trabajo, se me dirá, es muy pesado, para muchos imposible,
difícil para todos. No niego la fuerza de esta observación, pero sostengo que
en muchos casos el método que propongo ahorra tiempo y fatigas. La vista de
un edificio, la lectura de un documento, un hecho, una palabra, al parecer
insignificante y en que no ha reparado el historiador, nos dicen mucho más y
más claro, y más verdadero y más exacto, que todas sus narraciones.
Un historiador se propone retratarme la sencillez de las costumbres
patriarcales: recoge abundantes noticias sobre los tiempos más remotos y
agota el caudal de su erudición, filosofía y elocuencia para hacerme
comprender lo que eran aquellos tiempos y aquellos hombres y ofrecerme lo
que se llama una descripción completa. A pesar de cuanto me dice, yo
encuentro otro medio más sencillo, cual es el asistir a las escenas donde se me
presenta en movimiento y vida lo que trato de conocer. Abro los escritores de
aquellas épocas, que no son ni en tanto número ni tan voluminosos, y allí
encuentro retratos fieles que enseñan y deleitan. La Biblia y Homero nada me
dejan que desear.

§ III

Aplicación a la Historia del espíritu humano

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La inteligencia humana tiene su historia, como la tienen los sucesos
exteriores; historia tanto más preciosa cuanto nos retrata lo más íntimo del
hombre y lo que ejerce sobre él poderosa influencia. Hállanse a cada paso
descripciones de escuelas y del carácter y tendencia del pensamiento en esta o
aquella época; es decir, que son muchos los historiadores del entendimiento;
pero si se desea saber algo más que cuatro generalidades, siempre inexactas y
a menudo totalmente falsas, es preciso aplicar la regla establecida: leer los
autores de la época que se desea conocer. Y no se crea que es absolutamente
necesario revolverlos todos, y que así este método se haga impracticable para
el mayor número de los lectores, una sola página de un escritor nos pinta más
al vivo su espíritu y su época que cuanto podrían decirnos los más minuciosos
historiadores.

§ IV

Ejemplo sacado de las fisonomías que aclara lo dicho sobre el modo de


adelantar en la filosofía de la Historia

Si el lector se contenta con lo que le dicen los otros, y no trata de


examinarlo por sí mismo, logrará tal vez un conocimiento histórico, pero no
intuitivo; sabrá lo que son los hombres y las cosas, pero no lo verá; dará razón
de la cosa, pero no será capaz de pintarla. Una comparación aclarará mi
pensamiento. Supongamos que se me habla de un sujeto importante que no
puedo tratar ni ver, y, curioso yo de saber algo de su figura y modales,
pregunto a los que le conocen personalmente. Me dirán, por ejemplo, que es
de estatura más que mediana, de espaciosa y despejada frente, cabello negro y
caído con cierto desorden, ojos grandes, mirada viva y penetrante, color
pálido, facciones animadas y expresivas; que en sus labios asoma con
frecuencia la sonrisa de la amabilidad, y que de vez en cuando anuncia algo
de maligno; que su palabra es mesurada y grave, pero que con el calor de la
conversación se hace rápida, incisiva y hasta fogosa, y así me irán ofreciendo
un conjunto físico y moral para darme la idea más aproximada posible; si
supongo que estas y otras noticias son exactas, que se me ha descrito con toda
fidelidad el original, tengo una idea de lo que es la persona que llamaba mi
curiosidad, y podré dar cuenta de ella a quien, como yo, estuviese deseoso de
conocerla. Pero ¿es esto bastante para formar un concepto cabal de la misma,
para que se me presente a la imaginación tal como es en sí? Ciertamente que

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no. ¿Queréis una prueba? Suponed que el que ha oído la relación es un
retratista de mucho mérito: ¿será capaz de retratar a la persona descrita? Que
lo intente, y, concluida la obra, preséntese de improviso el original; es bien
seguro que no se le conocerá por la copia.
Todos habremos experimentado por nosotros mismos esta verdad: cien y
cien veces habremos oído explicar la fisonomía de una persona; a nuestro
modo, nos hemos formado en la imaginación una figura en la cual hemos
procurado reunir las cualidades oídas; pues bien: cuando se presenta la
persona encontramos tanta diferencia que nos es preciso retocar mucho el
trabajo, si no destruirle totalmente. Y es que hay cosas de que es imposible
formarse idea clara y exacta sin tenerlas delante, y las hay en gran número y
sumamente delicadas, imperceptibles por separado y cuyo conjunto forma lo
que llamamos la fisonomía. ¿Cómo explicaréis la diferencia de dos personas
muy semejantes? No de otra manera que viéndolas; se parecen en todo, no
sabríais decir en qué discrepan; pero hay alguna cosa que no las deja
confundir: a la primera ojeada lo percibís, sin atinar lo que es.
He aquí todo mi pensamiento. En las obras críticas se nos ofrecen
extensas y tal vez exactas descripciones del estado del entendimiento en tal o
cuál época, y, a pesar de todo, no la conocemos aún; si se nos presentasen
trozos de escritores de tiempos diferentes no acertaríamos a clasificarlos cual
conviene, y nos fatigaríamos en recordar las cualidades de unos y de otros,
pero esto no nos evitaría el caer en equivocaciones groseras, en disparatados
anacronismos. Con mucho menos trabajo saliéramos airosos del empeño si
hubiésemos leído los autores de que se trata, quizá no disertaríamos con tanto
aparato de erudición y crítica, pero juzgaríamos con harto más acierto. «El
giro del pensamiento —diríamos—, el estilo el lenguaje revelan un escritor de
tal época; este trozo es apócrifo; aquí se descubre la mano de tal otro tiempo»,
y así andaríamos clasificando sin temor de equivocarnos, por más que no
pudiésemos hacernos comprender bien de aquellos que, como nosotros, no
conociesen de vista a aquellos personajes. Si entonces se nos dijera: «¿Y tal
cualidad?, ¿cómo es que no se encuentra aquí?, ¿por qué otra se halla en
mayor grado?, ¿por qué…?». «Imposible será —replicaríamos quizá nosotros
— satisfacer todos los escrúpulos de usted; lo que puedo asegurar es que los
personajes que figuran aquí los tengo bien conocidos y que no puedo
equivocarme sobre los rasgos de su fisonomía, porque los he visto muchas
veces».[20]

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Capítulo XXI
Religión

§I

Insensato discurrir de los indiferentes en materia de religión

Impropio fuera de este lugar un tratado de religión, pero no lo serán


algunas reflexiones para dirigir el pensamiento en esta importantísima
materia. De ella resultará que los indiferentes o incrédulos son pésimos
pensadores.
La vida es breve, la muerte cierta; de aquí a pocos años el hombre que
disfruta de la salud más robusta y lozana habrá descendido al sepulcro y sabrá
por experiencia lo que hay de verdad en lo que dice la religión sobre los
destinos de la otra vida. Si no creo, mi incredulidad, mis dudas, mis
invectivas, mis sátiras, mi indiferencia, mi orgullo insensato no destruyen la
realidad de los hechos; si existe otro mundo donde se reservan premios al
bueno y castigos al malo, no dejará ciertamente de existir porque a mí me
plazca el negarlo, y, además, esta caprichosa negativa no mejorará el destino
que, según las leyes eternas, me haya de caber. Cuando suene la última hora
será preciso morir y encontrarme con la nada o con la eternidad. Este negocio
es exclusivamente mío, tan mío como si yo existiera solo en el mundo; nadie
morirá por mí, nadie se pondrá en mi lugar en la otra vida privándome del
bien o librándome del mal. Estas consideraciones me muestran con toda
evidencia la alta importancia de la religión, la necesidad que tengo de saber lo
qué hay de verdad en ella, y que si digo: «Sea lo que fuere de la religión, ni
quiero pensar en ella», hablo como el más insensato de los hombres.
Un viajero encuentra en su camino un río caudaloso; le es preciso
atravesarle, ignora si hay algún peligro en este o aquel vado, y está oyendo
que muchos que se hallan como él a la orilla ponderan la profundidad del
agua en determinados lugares y la imposibilidad de salvarse el temerario que

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a tantearlos se atreviese. El insensato dice: «¿Qué me importan a mí esas
cuestiones?» y se arroja al río sin mirar por dónde. He aquí el indiferente en
materias de religión.

§ II

El indiferente y el género humano

La humanidad entera se ha ocupado y se está ocupando de la religión; los


legisladores la han mirado como el objeto de la más alta importancia; los
sabios la han tomado por materia de sus más profundas meditaciones; los
monumentos, los códigos, los escritos de las épocas que nos han precedido
nos muestran de bulto este hecho que la experiencia cuida de confirmar; se ha
discurrido y disputado inmensamente sobre la religión; las bibliotecas están
atestadas de obras relativas a ella, y hasta en nuestros días la Prensa va dando
otras a luz en número muy crecido; cuando, pues, viene el indiferente y dice:
«Todo esto no merece la pena de ser examinado; yo juzgo sin oír: estos sabios
son todos unos mentecatos; éstos legisladores, unos necios; la humanidad
entera es una miserable ilusa; todos pierden lastimosamente el tiempo en
cuestiones que nada importan», ¿no es digno de que esa humanidad, y esos
sabios, y esos legisladores se levanten contra él, arrojen sobre su frente el
borrón que él les ha echado y le digan a su vez?: «¿Quién eres tú, que así nos
insultas, que así desprecias los sentimientos más íntimos del corazón y todas
las tradiciones de la humanidad; que así declaras frívolos lo que en toda la
redondez de la tierra se reputa grave e importante? ¿Quién eres tú? ¿Has
descubierto, por ventura, el secreto de no morir? Miserable montón de polvo,
¿olvidas que bien pronto te dispersará el viento? Débil criatura, ¿cuentas
acaso con medios para cambiar tu destino en esa región que desconoces? La
dicha o la desdicha, ¿son para ti indiferentes? Si existe ese juez, de quien no
quieres ocuparte, ¿esperas que se dará por satisfecho si al llamarte a juicio le
respondes?: ¿Y a mi qué me importaban vuestros mandatos ni vuestra misma
existencia?. Antes de desatar tu lengua con tan insensatos discursos date una
mirada a ti mismo, piensa, en esa débil organización que el más leve
accidente, es capaz de trastornar, y que brevísimo tiempo ha de bastar a
consumir, y entonces siéntate sobre una tumba, recógete y medita».

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§ III

Tránsito del indiferentismo al examen. Existencia de Dios

Curado el buen pensador de achaque del indiferentismo, convencido


profundamente de que la religión es el asunto de más elevada importancia,
debiera pasar más adelante y discurrir de esta manera: «¿Es probable que
todas las religiones no sean más que un cúmulo de errores y que la doctrina
que las rechaza a todas sea verdadera?».
Lo primero que las religiones establecen o suponen es la existencia de
Dios. ¿Existe Dios? ¿Existe algún Hacedor del Universo? Levanta los ojos al
firmamento, tiéndelos por la faz de la tierra, mira lo que tú mismo eres, y
viendo por todas partes grandor y orden di, si te atreves: «El acaso es quien ha
hecho el mundo; el acaso me ha hecho a mí; el edificio es admirable, pero no
hay arquitecto; el mecanismo es asombroso, pero no hay artífice; el orden
existe sin ordenador, sin sabiduría para concebir el plan, sin poder para
ejecutarle». Este raciocinio, que tratándose de los más insignificantes
artefactos sería despreciable y hasta contrario al sentido común, ¿se podrá
aplicar al universo? Lo que es insensato con respecto a lo pequeño, ¿será
cuerdo con relación a lo grande?

§ IV

No es posible que todas las religiones sean verdaderas

Son muchas y muy varias las religiones que dominan en los diferentes
puntos de la tierra; ¿sería posible que todas fuesen verdaderas? El sí y el no,
con respecto a una misma cosa, no puede ser verdadero a un mismo tiempo.
Los judíos dicen que el Mesías no ha venido; los cristianos, que sí; los
musulmanes respetan a Mahoma como insigne profeta; los cristianos le miran
como solemne impostor; los católicos sostienen que la Iglesia es infalible en
puntos de dogma y de moral; los protestantes lo niegan; la verdad no puede
estar por ambas partes, unos u otros se engañan. Luego es un absurdo el decir
que todas las religiones son verdaderas.
Además, toda religión se dice bajada del cielo; la que lo sea será la
verdadera, las restantes no serán otra cosa que ilusión o impostura.

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§V

Es imposible que todas las religiones sean igualmente agradables a Dios

¿Es posible que todas las religiones sean igualmente agradables a Dios y
que se dé igualmente por satisfecho con todo linaje de cultos? No. A la verdad
infinita no puede serle acepto el error, a la bondad infinita no puede serle
grato el mal; luego, al afirmar que todas las religiones son igualmente buenas,
que con todos los cultos el hombre llena bien sus deberes para con Dios, es
blasfemar de la verdad y bondad del Criador.

§ VI

Es imposible que todas las religiones sean una invención humana

¿No sería lícito pensar que no hay ninguna religión verdadera, que todas
son inventadas por el hombre? No. ¿Quién fue el inventor? El origen de las
religiones se pierde en la noche de los tiempos: allí donde hay hombres, allí
hay sacerdote, altar y culto. ¿Quién será ese inventor, cuyo nombre se habría
olvidado, y cuya invención se habría difundido por toda la tierra,
comunicándose a todas las generaciones? Si la invención tuvo lugar entre
pueblos cultos, ¿cómo se logró que la adoptasen los bárbaros y hasta los
salvajes? Si nació entre bárbaros, ¿cómo no la rechazaron las naciones cultas?
Diréis que fue una necesidad social y que su origen está en la misma cuna de
la sociedad. Pero entonces se puede preguntar: ¿Quién conoció esta
necesidad, quién discurrió los medios de satisfacerla, quién excogitó un
sistema tan a propósito para enfrenar y regir a los hombres? Y una vez hecho
el descubrimiento, ¿quién tuvo en su mano todos los entendimientos y todos
los corazones para comunicarles esas ideas y sentimientos que han hecho de
la religión una verdadera necesidad y, por decirlo así, una segunda
naturaleza? Vemos a cada paso que los descubrimientos más útiles, más
provechosos, más necesarios permanecen limitados a esta o aquella nación,
sin extenderse a las otras durante mucho tiempo y no propagándose sino con
suma lentitud a las más inmediatas o relacionadas; ¿cómo es que no haya
sucedido lo mismo en lo tocante a la religión? ¿Cómo es que en la invención
maravillosa hayan tenido conocimiento todos los pueblos de la tierra, sea cual
fuere su país, lengua, costumbres, barbarie o civilización, grosería o cultura?

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Aquí no hay medio: o la religión procede de una revelación primitiva o de
una inspiración de la naturaleza; en uno y otro caso, hallamos su origen
divino; si hay revelación, Dios ha hablado al hombre; si no la hay, Dios ha
escrito la religión en el fondo de nuestra alma. Es indudable que la religión no
puede ser invención humana, y que, a pesar de lo desfigurada y adulterada
que la vemos en diferentes tiempos y países, se descubre en el fondo del
corazón humano un sentimiento descendido de lo alto; al través de las
monstruosidades que nos presenta la Historia columbramos la huella de una
revelación primitiva.

§ VII

La revelación es posible

¿Es posible que Dios haya revelado algunas cosas al hombre? Sí. Él, que
nos ha dado la palabra, no estará privado de ella; si nosotros poseemos un
medio de comunicarnos recíprocamente nuestros pensamientos y afectos,
Dios, todopoderoso e infinitamente sabio, no carecerá seguramente de medios
para transmitirnos lo que fuere de su agrado. Ha criado la inteligencia, ¿y no
podría ilustrarla?

§ VIII

Solución de una dificultad contra la revelación

Pero Dios, objetará el incrédulo, es demasiado grande para humillarse a


conversar con su criatura; mas entonces también deberíamos decir que Dios
es demasiado grande para haberse ocupado en crearnos. Creándonos nos sacó
de la nada; revelándonos alguna verdad perfecciona su obra; ¿y cuándo se ha
visto que un artífice desmereciese por mejorar su artefacto? Todos los
conocimientos que tenemos nos vienen de Dios, porque Él es quien os ha
dado la facultad de conocer, y Él es quien o ha grabado en nuestro
entendimiento las ideas o ha hecho que pudiéramos adquirirlas por medios
que todavía se nos ocultan. Si Dios nos ha comunicado un cierto orden de
ideas, sin que nada haya perdido de su grandor, es un absurdo el decir que se
rebajaría si nos transmitiese otros conocimientos por conducto distinto del de

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la naturaleza. Luego la revelación es posible, luego quien dudare de esta
posibilidad ha de dudar al mismo tiempo de la omnipotencia, hasta de la
existencia de Dios.

§ IX

Consecuencia de los párrafos anteriores

Importa muchísimo el encontrar la verdad en materias de religión (§§ I y


II); todas las religiones no pueden ser verdaderas (§ IV); si hubiese una
revelada por Dios, aquélla sería la verdadera (§ V); la religión no ha podido
ser invención humana (§ VI); la revelación es posible (§ VII); lo que falta,
pues, averiguar es si esta revelación existe y dónde se halla.

§X

Existencia de la revelación

¿Existe la revelación? Por el pronto salta a los ojos un hecho que da


motivo a pensar que sí. Todos los pueblos de la tierra hablan de una
revelación, y la humanidad no se concierta para tramar una impostura. Esto
prueba una tradición primitiva, cuya noticia ha pasado de padres a hijos, y
que, si bien ofuscada y adulterada, no ha podido borrarse de la memoria de
los hombres.
Se objetará que la imaginación ha convertido en voces el ruido del viento
y en apariciones misteriosas los fenómenos de la Naturaleza, y así el débil
mortal se ha creído rodeado de seres desconocidos que le dirigían la palabra,
y le descubrían los arcanos de otros mundos. No puede negarse que la
objeción es especiosa; sin embargo, no será difícil manifestar que es del todo
insubsistente y fútil.
Es cierto que cuando el hombre tiene idea de la existencia de seres
desconocidos, y está convencido de que éstos se ponen en relación con él,
fácilmente se inclina a imaginar que ha oído acentos fatídicos y se han
ofrecido a sus ojos espectros venidos del otro mundo. Mas no sucede ni puede
suceder así en no abrigando el hombre semejante convicción, y mucho menos
si ni aun llega a tener noticia de que existen dichos seres, pues entonces no es

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dable conjeturar de dónde procedería una ilusión tan extravagante. Si bien se
observa, todas las creaciones de nuestra fantasía, hasta las más incoherentes y
monstruosas, se forman de un conjunto de imágenes de objetos que otras
veces hemos visto y que a la sazón reunimos del modo que place a nuestro
capricho o nos sugiere nuestra cabeza enfermiza. Los castillos encantados de
los libros de caballería, con sus damas enanos, salones, subterráneos, hechizos
y todas sus locuras, son un informe agregado de partes muy reales que la
imaginación del escritor componía a su manera, sacando al fin un todo que
sólo cambia en los sueños de un delirante. Lo propio sucede en lo demás; la
razón y la experiencia están acordes en atestiguarnos este fenómeno
ideológico. Si suponemos, pues, que no se tiene idea alguna de otra vida
distinta de la presente, ni de otro mundo que el que está a nuestra vista, ni de
otros vivientes que los que moran con nosotros en la tierra, el hombre fingirá
gigantes, fieras monstruosas y otras extravagancias por este estilo, mas no
seres invisibles, no revelaciones de un cielo que no conoce, no dioses que le
ilustren y dirijan. Ese mundo nuevo, ideal, puramente fantástico, no le
ocurrirá siquiera, porque semejante ocurrencia no tendrá, por decirlo así,
punto de partida, carecerá de antecedentes que puedan motivarla. Y aun
suponiendo que este orden de ideas se hubiese ofrecido a algún individuo,
¿cómo era posible que de ello participase la humanidad entera? ¿Cuándo se
habrá visto semejante contagio intelectual y moral?
Sea lo que fuere del valor de estas reflexiones, pasemos a los hechos;
dejemos lo que haya podido ser y examinemos lo que ha sido.

§ XI

Pruebas históricas de la existencia de la revelación

Existe una sociedad que pretende ser la única depositaria e intérprete de


las revelaciones con que Dios se ha dignado favorecer al linaje humano; esta
pretensión debe llamar la atención del filósofo que se proponga investigar la
verdad.
¿Qué sociedad es ésa? ¿Ha nacido de poco tiempo a esta parte? Cuenta
dieciocho siglos de duración, y estos siglos no los mira sino como un periodo
de su existencia, pues subiendo más arriba va explicando su no interrumpida
genealogía y se remonta hasta el principio del mundo. Que lleva dieciocho
siglos de duración, que su historia se enlaza con la de un pueblo cuyo origen

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se pierde en la antigüedad más remota es tan cierto como que han existido las
repúblicas de Grecia y Roma.
¿Qué títulos presenta en apoyo de su doctrina? En primer lugar, está en
posesión de un libro que es, sin disputa, el más antiguo que se conoce, y que
además encierra la moral más pura, un sistema de legislación admirable y
contiene una narración de prodigios. Hasta ahora nadie ha puesto en duda el
mérito, eminente, de este libro, siendo esto tanto más de extrañar cuanto una
gran parte de él nos ha venido de manos de un pueblo cuya cultura no alcanzó
ni con mucho a la de otros pueblos de la antigüedad.
¿Ofrece la dicha sociedad algunos otros títulos que justifiquen sus
pretensiones? A más de los muchos, a cuál más graves e imponentes, he aquí
uno que por sí solo basta. Ella dice que se hizo la transición de la sociedad
vieja a la nueva del modo que estaba pronosticado en el libro misterioso; que
llegada la plenitud de los tiempos apareció sobre la tierra un Hombre-Dios,
quien fue a la vez el cumplimiento de la ley antigua y el autor de la nueva;
que todo lo antiguo era una sombra y figura, que este Hombre-Dios fue la
realidad; que Él fundó la sociedad que apellidamos Iglesia católica, le
prometió su asistencia hasta la consumación de los siglos, selló su doctrina
con su sangre, resucitó al tercer día de su crucifixión y muerte, subió a los
cielos, envió al Espíritu Santo, y que al fin del mundo ha de venir a juzgar a
los vivos y a los muertos.
¿Es verdad que en este Hombre se cumpliesen las antiguas profecías? Es
innegable; leyendo algunas de ellas parece que uno está leyendo la historia
evangélica.
¿Dio algunas pruebas de la divinidad de su misión? Hizo milagros en
abundancia, y cuanto él profetizó o se ha cumplido exactamente o se va
cumpliendo con puntualidad asombrosa.
¿Cuál fue su vida? Sin tacha en su conducta, sin límite para hacer el bien.
Desprecio las riquezas y el poder mundano, arrostró con serenidad las
privaciones, los insultos, los tormentos y, por fin, una muerte afrentosa.
¿Cuál es su doctrina? Sublime cual no cupiera jamás en mente humana;
tan pura en su moral, que le han hecho justicia sus más violentos enemigos.
¿Qué cambio social produjo este Hombre? Recordad lo que era el mundo
romano y ved lo que es el mundo actual; mirad lo que son los pueblos donde
no ha penetrado el cristianismo y lo que son aquellos que han estado siglos
bajo su enseñanza y la conservan todavía, aunque algunos alterada y
desfigurada.

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¿De qué medios dispuso? No tenía donde reclinar su cabeza. Envió a doce
hombres salidos de la ínfima clase del pueblo; se esparcieron por los cuatro
ángulos de la tierra, y la tierra los oyó y creyó.
Esta religión, ¿ha pasado por el crisol de la desgracia? ¿No ha sufrido
contrariedad de ninguna clase? Ahí está la sangre de infinitos mártires, ahí los
escritos de numerosos filósofos que la han examinado, ahí los muchos
monumentos que atestiguan las tremendas luchas que ha sostenido con los
príncipes, con los sabios, con las pasiones, con los intereses, con las
preocupaciones, con todos cuantos elementos de resistencia pueden
combinarse sobre la tierra.
¿Dé qué medios se valieron los propagadores del cristianismo? De la
predicación y del ejemplo, confirmados por los milagros. Estos milagros la
crítica más escrupulosa no puede rechazarlos, que si los rechaza poco
importa, pues entonces confiesa el mayor de los milagros, que es la
conversión del mundo sin milagros. El cristianismo ha contado entre sus hijos
a los hombres más esclarecidos por su virtud y sabiduría; ningún pueblo
antiguo ni moderno se ha elevado, a tan alto grado de civilización y cultura
como los que le han profesado; sobre ninguna religión se ha disputado ni
escrito tanto como sobre la cristiana; las bibliotecas están llenas de obras
maestras de crítica y filosofía debidas a hombres que sometieron
humildemente su entendimiento en obsequio de la fe; luego esa religión está a
cubierto de los ataques que se pueden dirigir contra las que han nacido y
prosperado entre pueblos groseros e ignorantes. Ella tiene, pues, todos los
caracteres de verdadera, de divina.

§ XII

Los protestantes y la Iglesia católica

En los últimos siglos los cristianos se han dividido: unos han permanecido
adictos a la Iglesia católica, otros han conservado del cristianismo lo que les
ha parecido bien, y a consecuencia del principio fundamental que han
asentado y que entrega la fe a discreción de cada creyente se han fraccionado
en innumerables sectas.
¿Dónde estará la verdad? Los fundadores de las nuevas sectas son de ayer;
la Iglesia católica señala la sucesión de sus pastores, que sube hasta
Jesucristo; ellos han enseñado diferentes doctrinas, y una misma secta las ha

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variado repetidas veces; la Iglesia católica ha conservado intacta la fe que le
transmitieron los apóstoles; la novedad y la variedad se hallan, pues, en
presencia de la antigüedad y de la unidad; el fallo no puede ser dudoso.
Además, los católicos sostienen que fuera de la Iglesia no hay salvación;
los protestantes afirman que los católicos también pueden salvarse, y así ellos
mismos reconocen que entre nosotros nada se cree ni practica que pueda
acarrearnos la condenación eterna. Ellos, en favor de su salvación, no tienen
sino un voto; nosotros, en pro de la nuestra, tenemos el suyo y el nuestro; aun
cuando juzgáramos solamente por motivos de prudencia humana, ésta nos
aconseja que no abandonásemos la fe de nuestros padres.
En esta breve reseña se contiene el hilo del discurso de un católico, que,
conforme a lo que dice San Pedro, quiera estar preparado para dar cuenta de
su fe, y manifestar que, ateniéndose a la católica, no se desvía de las reglas de
bien pensar. Ahora añadiré algunas observaciones que sirvan a prevenir
peligros en que zozobra con harta frecuencia la fe de los incautos.

§ XIII

Errado método de algunos impugnadores de la religión

En el examen de las materias religiosas siguen muchos un camino errado.


Toman por objeto de sus investigaciones un dogma, y las dificultades que
contra él levantan las creen suficientes para destruir la verdad de la religión o,
al menos, para ponerla en duda. Eso es proceder de un modo que atestigua
cuán poco se ha meditado sobre el estado de la cuestión.
En efecto; no se trata de saber si los dogmas están al alcance de nuestra
inteligencia, ni si damos completa solución a todas las dificultades que contra
este o aquel puedan objetarse; la religión misma es la primera en decirnos que
estos dogmas no podemos comprenderlos con la sola luz de la razón; que
mientras estamos en esta vida es necesario que nos resignemos a ver los
secretos de Dios al través de sombras y enigmas, y por esto nos exige la fe. El
decir, pues, «yo no quiero creer porque no comprendo» es enunciar una
contradicción; si lo comprendieses todo, claro es que no se te hablaría de fe.
El argumento contra la religión fundándose en la incomprensibilidad de sus
dogmas es hacerle un cargo de una verdad que ella misma reconoce, que
acepta, y sobre la cual, en cierto modo, hace estribar su edificio. Lo que se ha
de examinar es si ella ofrece garantías de veracidad y de que no se engaña en

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lo que propone; asentado el principio de su infalibilidad, todo lo demás se
allana por sí mismo, pero si éste nos falta es imposible dar un paso adelante.
Cuando un viajero de cuya inteligencia y veracidad no podemos dudar nos
refiere cosas que no comprendemos, ¿por ventura le negaremos nuestra fe?
No, ciertamente. Luego, una vez asegurados de que la Iglesia no nos engaña,
poco importa que su enseñanza sea superior a nuestra inteligencia.
Ninguna verdad podría subsistir si bastasen a hacernos dudar de ella
algunas dificultades que no alcanzásemos a desvanecer. De esto se seguiría
que un hombre de talento esparciría la incertidumbre sobre todas las materias
cuando se encontrase con otros que no le igualasen en capacidad, porque es
bien sabido que en mediando esta indiferencia no le es dado al inferior
deshacerse de los lazos con que le enreda el que le aventaja.
En las ciencias, en las artes, en los negocios comunes de la vida hallamos
a cada paso dificultades que nos hacen incomprensible una cosa de cuya
existencia no nos es permitido dudar. Sucede a veces que la cosa no
comprendida nos parece rayar en lo imposible; mas si por otra parte sabemos
que existe, nos guardamos de declararla tal, y, conservando la convicción de
su existencia, recordamos el poco alcance de nuestro entendimiento. Nada
más común que oír: «No comprendo lo que ha contado fulano, me parece
imposible; pero, en fin, es hombre veraz y que sabe lo que dice; si otro lo
refiriera no lo creería, pero ahora no pongo duda en que la cosa es tal como él
la afirma».

§ XIV

La más alta filosofía, acorde con la fe

Imagínanse algunos que se acreditan de altos pensadores cuando no


quieren creer lo que no comprenden, y éstos justifican el famoso dicho de
Bacon: «Poca filosofía aparta de la religión; mucha filosofía conduce a ella».
Y a la verdad, si se hubiesen internado en las profundidades de las ciencias,
conocieran que un denso velo encubre a nuestros ojos la mayor parte de los
objetos, que sabemos poquísimo de los secretos de la Naturaleza, que hasta de
las cosas en apariencia más fáciles de comprender se nos ocultan por lo
común los principios constitutivos, su esencia; conocieran que ignoramos lo
que es este universo que nos asombra, que ignoramos lo que es nuestro
cuerpo, que ignoramos lo que es nuestro espíritu, que nosotros somos un

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arcano a nuestros propios ojos, y que hasta ahora todos los esfuerzos de la
ciencia han sido impotentes para explicar los fenómenos que constituyen
nuestra vida, que nos hacen sentir nuestra existencia; conocieran que el más
precioso fruto que se recoge en las regiones filosóficas más elevadas es una
profunda convicción de nuestra debilidad e ignorancia. Entonces infirieran
que esa sobriedad en el saber recomendada por la religión cristiana, esa
prudente desconfianza de las fuerzas de nuestro entendimiento están de
acuerdo, con las lecciones de la más alta filosofía, y que así el Catecismo nos
hace llegar desde nuestra infancia al punto más culminante que señalara a la
ciencia la sabiduría humana.

§ XV

Quien abandona la religión católica no sabe dónde refugiarse

Hemos seguido el camino que puede conducir a la religión católica;


echemos una ojeada sobre el que se presenta si nos apartamos de ella. Al
abandonar la fe de la Iglesia, ¿dónde nos refugiamos? Si en el protestantismo,
¿en cuál de sus sectas? ¿Qué motivos de preferencia nos ofrece la una sobre la
otra? Discernirlo será imposible, abrazar a ciegas una cualquiera nos lo será
todavía más, y, por otra parte, esto equivaldría a no profesar ninguna. Si en el
filosofismo, ¿qué es el filosofismo incrédulo? Es una negación de todo, las
tinieblas, la desesperación. ¿Andaremos en busca de otras religiones?
Ciertamente que ni el islamismo ni la idolatría no nos contarán entre sus
adeptos.
Abandonar, pues, la religión católica será abjurarlas todas, será tomar el
partido de vivir sin ninguna; dejar que corran los años, que nuestra vida se
acerque a su término fatal, sin guía para lo presente, sin luz para el porvenir;
será taparse los ojos, bajar la cabeza y arrojarse a un abismo sin fondo. La
religión católica nos ofrece cuantas garantías de verdad podemos desear. Ella,
además, nos impone una ley suave, pero recta, justa, benéfica; cumpliéndola
nos asemejamos a los ángeles, nos acercamos a la belleza ideal que para la
Humanidad puede excogitar la más elevada poesía. Ella nos consuela en
nuestros infortunios y cierra nuestros ojos en paz; se nos presenta tanto más
verdadera y cierta cuanto más nos aproximamos al sepulcro. ¡Ah, la
bondadosa Providencia habrá colocado al borde de la tumba aquellas santas

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inspiraciones, como heraldos que nos avisaran de que íbamos a pisar los
umbrales de la eternidad!…[21]

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Capítulo XXII
El entendimiento práctico

§I

Una clasificación de acciones

Los actos prácticos del entendimiento son los que nos dirigen para obrar;
lo que envuelve dos cuestiones: cuál es el fin que nos proponemos, y cuál es
el mejor medio para alcanzarle.
Nuestras acciones pueden ejercerse o sobre los objetos de la Naturaleza
sometidos a la ley de necesidad, y aquí se comprenden todas las artes, o sobre
lo que cae bajo el libre albedrío, y esto comprende el arreglo de nuestra
conducta con respecto a nosotros mismos y a los demás, abarcando la moral,
la urbanidad, la administración doméstica y la política.
Lo dicho hasta aquí sobre el modo de pensar en todas materias me ahorra
el trabajo de extenderme sobre estos puntos, porque quien se haya penetrado
de las reglas y observaciones precedentes no ignora cómo debe proponerse un
fin ni cómo ha de encontrar los medios más adaptados para alcanzarle. No
obstante, creo que no será inútil añadir algunas reflexiones que, sin salir de
los límites fijados por el género de esta obra, suministren luz para guiarse
cada cual en sus diferentes operaciones.

§ II

Dificultad de proponerse el debido fin

No hablo aquí del fin último; éste es la felicidad en la otra vida y a él nos
conduce la religión. Trato únicamente de los secundarios, como alcanzar la
conveniente posición en la sociedad, llevar a buen término un negocio, salir

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airosamente de una situación difícil, granjearse la amistad de una persona,
guardarse de los tiros de un adversario, deshacer una intriga que nos amenaza,
construir un artefacto que acredite, plantear un sistema de política, de
hacienda o administración, derribar alguna institución que se crea dañosa, y
otras cosas semejantes.
A primera vista, parece que siempre que el hombre obra debe tener
presente el fin que se propone, y no como quiera, sino de un modo bien claro,
determinado, fijo. Sin embargo, la observación enseña que no ces así; y que
son muchos, muchísimos, aun entre los activos y enérgicos, los que andan
poco menos que al acaso.
Sucede mil veces que atribuimos a los hombres más plan del que han
tenido. En viéndolos ocupar posición muy elevada, sea por reputación, sea
por las funciones que ejercen, nos inclinamos naturalmente a suponerles en
todo un objeto fijo, con premeditación detenida, con vasta combinación en los
designios, con larga previsión de los obstáculos, con sagaz conocimiento de la
verdadera naturaleza del fin y de sus relaciones con los medios que a él
conduzcan. ¡Oh, y cuánto engaño! El hombre en todas las condiciones
sociales, en todas las circunstancias de la vida, es siempre hombre, es decir,
una cosa muy pequeña. Poco conocedor de sí mismo, sin formarse por lo
común ideas bastante claras ni de la cualidad ni del alcance de sus fuerzas,
creyéndose a veces más poderoso, a veces más débil de lo que es en realidad,
encuéntrase con mucha frecuencia dudoso, perplejo, sin saber ni adónde va ni
adónde ha de ir. Además, para él es a menudo un misterio qué es lo que le
conviene; por manera que las dudas sobre sus fuerzas se aumentan con las
dudas sobre su interés propio.

§ III

Examen del proverbio «Cada cual es hijo de sus obras»

No es verdad lo que suele decirse de que el interés particular sea una guía
segura y que con respecto a él raras veces el hombre se equivoque. En esto,
como en todo lo demás, andamos inciertos, y en prueba de ello tenemos la
triste experiencia de que tantas y tantas veces nos labramos nuestro
infortunio.
Lo que sí no admite duda es que, así por lo tocante a la dicha como a la
desgracia, se verifica el proverbio de que «El hombre es hijo de sus obras».

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En el mundo físico como en el moral, la casualidad no significa nada. Es
cierto que en la inestabilidad de las cosas humanas ocurren con frecuencia
sucesos imprevistos que desbaratan los planes mejor concertados, que no
dejan recoger el fruto de atinadas combinaciones y pesadas fatigas, y que, por
el contrario, favorecen a otros que, atendido lo que habían puesto de su parte,
estaban lejos de merecerlo; pero tampoco cabe duda en que esto no es tan
común como vulgarmente se dice y se cree. El trato de la sociedad,
acompañado de la conveniente observación, rectifica muchos juicios que se
habían formado ligeramente sobre las causal de la buena o mala fortuna que
cabe a diferentes personas.
¿Cuál es el desgraciado que lo sea por su culpa, si nos atenemos a lo que
nos dice él? Ninguno o casi ninguno. Y, no obstante, si nos es dable conocer a
fondo su índole, su carácter, sus costumbres, su modo de ver las cosas, su
sistema en el manejo de los negocios, su trato, su conversación, sus modales,
sus relaciones de amistad o de familia, raro será que no descubramos muchas
de las causas, si no todas, de las que contribuyeron a hacerle infeliz.
Las equivocaciones sobre esta materia, suelen nacer de que se fija la
atención en un solo suceso que ha decidido la suerte de la persona, sin
reflexionar que aquel suceso o estaba ya preparado por muchos otros o que
sólo ha podido tener tan funesta influencia a causa de la situación particular
en que se hallaba la persona por sus errores, defectos o faltas.
La suerte próspera o adversa rarísima vez depende de una causa sola;
complícanse por lo común varias, y de orden muy diverso; pero como no es
fácil seguir el hilo de los acontecimientos al través de semejante
complicación, se señala como causa principal, o única, lo que quizá no es otra
cosa que un suceso determinante o una simple ocasión.

§ IV

El aborrecido

¿Veis a ese hombre a quien miran con desvío o indiferencia sus antiguos
amigos, a quien profesan odio sus abogados y que no encuentra en la sociedad
quien se interese por él? Si oís la explicación en que él señale las causas, éstas
no son otras que la injusticia de los hombres, la envidia que no puede sufrir el
resplandor del mérito ajeno, el egoísmo universal que no consiente el menor
sacrificio ni aun a los que más obligación tenían de hacerle, por parentesco,

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por amistad, por gratitud; en una palabra, el infeliz es una víctima contra
quien se ha conjurado el humano linaje, obstinado en no reconocer el alto
mérito, las virtudes, la bella índole del infortunado. ¿Qué habrá de verdad en
la relación? Quizá no será difícil descubrirlo en la misma apología; quizá no
sea difícil notar la vanidad insufrible, el carácter áspero, la petulancia, la
maledicencia, que le habrán atraído el odio de los unos, el desvío de los otros,
y que habrán acabado por dejarle en el aislamiento de que injustamente se
lamenta.

§V

El arruinado

¿Habéis oído a ese otro cuya fortuna han arruinado la excesiva bondad
propia, o la infidelidad de un amigo, o una desgracia imprevista, echándole a
perder combinaciones sumamente acertadas, proyectos llenos de previsión y
sagacidad? Pues si alcanzáis a procuraros noticias sobre su conducta, no será
extraño que descubráis las verdaderas causas, por cierto muy distantes de lo
que él se imagina.
En efecto; podrá suceder muy bien que haya mediado la infidelidad de un
amigo, que haya ocurrido la desgracia imprevista; podrá ser mucha verdad
que su corazón sea excesivamente bueno; es decir, que será muy posible que
en su relación no haya mentido; pero no será extraño que en esa misma
relación se os presenten de bulto las causas de su desgracia; que en su
concepción, tan superficial como rápida, en su juicio, extremadamente ligero,
en su discurrir especioso y sofístico, en su prurito de proyectar a la aventura,
en la excesiva confianza de sí mismo, en el menosprecio de las observaciones
ajenas, en la precipitación y osadía de su proceder, halléis más que suficiente
causa para haberse arruinado, sin la bondad de su corazón, sin la infidelidad
del amigo, sin la desgracia imprevista. Esta desgracia, lejos de ser puramente
casual, habrá dependido quizá de un orden de causas que estaban obrando
hace largo tiempo, y la infidelidad del amigo no hubiera sido difícil preverla y
evitar sus tristes consecuencias si el interesado hubiese procedido con más
tiento en depositar su confianza y en observar el uso que se hacia de ella.

§ VI

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El instruido quebrado y el ignorante rico

¿Cómo es posible que ese hombre tan despejado, tan penetrante, tan
instruido, no haya podido mejorar su fortuna, o haya perdido la que tenía,
cuando ese otro tan encogido, tan torpe, tan rudo, ha hecho inconcebibles
progresos en la suya? ¿No debe esto atribuirse a la casualidad, a fatalidades, a
mala estrella? Así se habla muchas veces, sin reflexionar que se confunden
lastimosamente las ideas, y se quieren enlazar con íntima dependencia causas
y efectos que no tienen ninguna relación.
Es verdad que el uno es despejado y el otro encogido, que el uno parece
penetrante y el otro torpe, que el uno es instruido y el otro rudo; pero ¿de qué
sirven ni ese despejo, ni esa aparente penetración, ni esa instrucción para el
efecto de que se trata? Es cierto que si se ofrece figurar en sociedad, el
primero se presentará con más garbo y soltura que el segundo; que si es
necesario sostener una conversación aquél brillará mucho más que éste; que
su palabra será más fácil, sus ideas más variadas, sus observaciones más
picantes, sus réplicas más prontas y agudas; que el y rico en cuestión no
entenderá quizá una palabra del mérito de tal o cual novela, de tal o cual
drama; que conocerá poco la Historia y se quedará estupefacto al oír al
comerciante quebrado explicarse como un portento de erudición y de saber;
de cierto que no sabrá tanto de política, ni de administración, ni de hacienda;
que no poseerá tantos idiomas; pero ¿se trataba, por ventura, de nada de eso
cuando se ofrecía dar buena dirección a los negocios? No, ciertamente.
Cuando, pues, se pondera el mérito del uno y se manifiesta extrañeza porque
la suerte no le ha sido favorable se pasa de un orden a otro muy diferente, se
quiere que ciertos efectos procedan de causas con las que nada tienen que ver.
Observad atentamente a estos dos hombres tan desiguales en su fortuna;
reflexionad sobre las cualidades de ambos; ved, sobre todo, si podéis hacer la
experiencia en vista de un negocio que incumba a los dos, y no os será difícil
inferir que así la prosperidad del uno como la ruina del otro nacen de causas
sumamente naturales.
El uno, habla, escribe, proyecta, calcula, da mil vueltas a los objetos; todo
lo prueba, a todo contesta; se hace cargo de mil ventajas, inconvenientes,
esperanzas, peligros; en una palabra, agota la materia; nada deja en ella ni que
decir ni que pensar. ¿Y qué hace el otro? ¿Es capaz de sostener la disputa con
su adversario? No. ¿Deshace todos los cálculos que el primero acaba de
amontonar? No. ¿Satisface a todas las dificultades con que su dictamen se ve
combatido por el contrincante? No. En pro de su opinión, ¿aduce tanta copia
de razones como su adversario? No. Para lograr el objeto, ¿presenta proyectos

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tan varios e ingeniosos? No. ¿Qué hace, pues, el malaventurado ignorante,
combatido, hostigado, acosado por su temible antagonista?
—¿Qué me contesta usted a esto? —dice el hombre de los proyectos y del
saber.
—Nada; pero ¿qué sé yo?…
—Mas ¿no le parecen a usted concluyentes mis razones?
—No del todo.
—Veamos: ¿tiene usted algo que oponer a este cálculo? Es cuestión de
números; aquí no hay más.
—Ya se ve; lo que es en el papel, sale bien; la dificultad que yo tengo es
que en la práctica suceda lo mismo. Cuenta usted con muchas partidas de que
no estoy bien seguro; ¡estoy tan escarmentado!…
—¿Pero duda usted de los datos que se nos han proporcionado? ¿Qué
interés habrá habido en engañarnos? Si hay pérdida, no seremos sólo
nosotros, y participarán de ella los que nos suministran las noticias. Son
personas entendidas, honradas, versadas en negocios, y además tienen interés
en ello. ¿Qué más se quiere? ¿Qué motivo hay de duda?
—Yo no dudo de nada; yo creo lo que usted dice de esos señores; pero
¿qué quiere usted?, el negocio no me gusta. Además, ¡hay tantas
eventualidades que usted no lleva en cuenta!
—Pero ¿qué eventualidades, señor? Si nos atenemos a un simple puede
ser nada llevaremos adelante; todos los negocios tienen sus riesgos; pero
repito que aquí no alcanzo a ver ninguno con visos de probabilidad.
—Usted lo entiende más que yo —dice el rudo, encogiéndose de
hombros; y luego, meneando cuerdamente la cabeza, añade—: No, señor;
repito que el negocio no me gusta; yo, por mi parte, no entro en él; usted se
empeña en que ha de ser provechosa la especulación, enhorabuena; allá
veremos. Yo no aventuro mis fondos.
La victoria en la discusión queda, sin duda, por el proyectista; pero ¿quién
acierta? La experiencia lo dirá. El rico, al parecer tan torpe, tiene la mirada
menos vivaz que su antagonista; pero, en cambio, ve más claro, más hondo,
de un modo más seguro, más perspicaz, más certero. No puede, es verdad,
oponer datos a datos, reflexiones a reflexiones, cálculos a cálculos; pero el
discernimiento, el tacto que le caracteriza, desenvueltos por la observación y
por la experiencia, le están diciendo con toda certeza que muchos datos son
imaginarios, que el cálculo es inexacto, que no se llevan en cuenta muchas
eventualidades desgraciadas, no sólo posibles, sino muy probables; su ojeada
perspicaz ha descubierto indicios de mala fe en algunos que intervienen en el

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negocio; su memoria, bien provista de noticias sobre el comportamiento en
otros asuntos anteriores, le guía para apreciar en su justo valor la inteligencia
y la probidad, que tanto le ponderaba el proyectista. ¿Qué le importa el no ver
tanto, si ve mejor, con más claridad, distinción y exactitud? ¿Qué le importa
el carecer de esa facilidad de pensar y hablar, muy a propósito para lucirse,
pero muy estéril en buen resultado, como inconducente para el objeto de que
se trata?

§ VII

Observaciones. La cavilación y el buen sentido

La vivacidad no es la penetración; la abundancia de ideas no siempre lleva


consigo la claridad y exactitud del pensamiento; la prontitud del juicio suele
ser sospechosa de error; una larga serie de raciocinios demasiado ingeniosos
suele adolecer de sofismas que rompen el hilo de la ilación y extravían al que
se fía en ellos.
No siempre es fácil tarea el señalar a punto fijo esos defectos;
mayormente, cuando el que los padece es un hablador fecundo y brillante que
desenvuelve sus ideas en un raudal de hermosas palabras. La razón humana es
de suyo tan cavilosa, poseen ciertos hombres cualidades tan a propósito para
deslumbrar, para presentar los objetos desde el punto de vista que les
conviene o los preocupa, que no es raro ver a la experiencia, al buen juicio, al
tino, no poder contestar a una nube de argumentos especiosos otra cosa que:
«Esto no irá bien; estos raciocinios no son concluyentes; aquí hay ilusión; el
tiempo lo manifestará».
Y es que hay cosas que más bien se sienten que no se conocen; las hay
que se ven, pero no se prueban; porque hay relaciones delicadas, hay
minuciosidades casi imperceptibles que no es posible demostrar con el
discurso a quien no las descubre a la primera ojeada; hay puntos de vista
sumamente fugaces, que en vano se buscan por quien no ha sabido colocarse
en ellos en el momento oportuno.

§ VIII

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Delicadeza de ciertos fenómenos intelectuales en sus relaciones con la
práctica

En el ejercicio de la inteligencia y demás facultades del hombre hay


muchos fenómenos que no se expresan con ninguna palabra, con ninguna
frase, con ningún discurso; para comprender al que los experimenta es
necesario experimentarlos también, y, a veces, es tan perdido el tiempo que se
emplea para darse a entender como si un hombre con vista quisiese, a fuerza
de explicación, dar idea de los colores a un ciego de nacimiento.
Esta delicadeza de fenómenos abunda en todos los actos de nuestra
inteligencia, pero se nota de una manera particular en lo que tiene relación
con la práctica. Entonces no puede abandonarse el espíritu a vanas
abstracciones, no pueden formarse sistemas fantásticos, puramente
convencionales; preciso es que tome las cosas no como él las imagina o
desea, sino como son; de lo contrario, cuando haga el tránsito de la idea a los
objetos se encontrará en desacuerdo con la realidad y verá desconcertados
todos sus planes.
Añádase a esto que en tratándose de la práctica, sobre todo en las
relaciones de unos hombres con otros, no influye sólo el entendimiento, sino
que se desenvuelven simultáneamente las demás facultades. No hay tan sólo
la comunicación de entendimiento con entendimiento, sino de corazón, con
corazón; a más de la influencia recíproca de las ideas hay también la de los
sentimientos.

§ IX

Los despropósitos

El que está más ventajosamente dotado en las facultades del alma, si se


encuentra con otros que o carezcan de alguna de ellas o las posean en grado
inferior, se halla en el mismo caso que quien tiene completos los sentidos con
respecto al que está privado de alguno.
Si se recuerdan estas observaciones se ahorrarán mucho tiempo y trabajo,
y aun disgustos en el trato de los hombres. Risa causa a veces el observar
cómo forcejean inútilmente ciertas personas por apartar a otras de un juicio
errado o hacerles comprender alguna verdad, óyese quizá en la conversación
un solemne desatino, dicho con la mayor serenidad, y buena fe del mundo.
Está presente una persona de buen sentido y se escandaliza, y replica, y aguza

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su discurso, y esfuerza mil argumentos para que el desatinado comprenda su
sinrazón, y éste, a pesar de todo, no se convence y permanece tan satisfecho,
tan contento; las reflexiones de su adversario no hacen mella en su ánimo
impasible. Y esto ¿por qué? ¿Le faltan noticias? No, lo que falta en aquel
punto es sentido común. Su disposición natural, o sus hábitos, le han formado
así, y el que se empeña en convencerle debiera reflexionar que quien ha sido
capaz de verter un desatino tan completo no es capaz de comprender la fuerza
de la impugnación.

§X

Entendimientos torcidos

Hay ciertos entendimientos que parecen naturalmente defectuosos, pues


tienen la desgracia de verlo todo desde el punto de vista falso o inexacto o
extravagante. En tal caso, no hay locura ni monomanía; la razón no puede
decirse trastornada, y el buen sentido no considera a dichos hombres como
faltos de juicio. Suelen distinguirse por su insufrible locuacidad, efecto de la
rapidez de percepción y de la facilidad de hilvanar raciocinios. Apenas juzgan
de nada con acierto; y si alguna vez entran en el buen camino, bien pronto se
apartan de él arrastrados por sus propios discursos. Sucede con frecuencia ver
en sus razonamientos una hermosa perspectiva, que ellos toman por un
verdadero y sólido edificio; el secreto está en que han dado por incontestable
un hecho incierto, o dudoso, o inexacto, o enteramente falso, o han asentado
como principio de eterna verdad una proposición gratuita, o tomado por
realidad una hipótesis, y así han levantado un castillo, que no tiene otro
defecto que estar en el aire. Impetuosos, precipitados, no haciendo caso de las
reflexiones de cuantos los oyen, sin más guía que su torcida razón, llevados
por su prurito de discurrir y hablar, arrastrados, por decirlo así, en la turbia
corriente de sus propias ideas y palabras, se olvidan completamente del punto
de partida, no advirtiendo que todo cuanto edifican es puramente fantástico,
por carecer de cimiento.

§ XI

Inhabilidad de dichos hombres para los negocios

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No hay peores hombres para los negocios; desgraciado el asunto en que
ellos ponen la mano, y desgraciados muchas veces ellos mismos si en sus
cosas se hallan abandonados a su propia y exclusiva dirección. Las
principales dotes de un buen entendimiento práctico son la madurez del
juicio, el buen sentido, el tacto, y estas cualidades les faltan a ellos. Cuando se
trata de llegar a la realidad es preciso no fijarse sólo en las ideas, sino pensar
en los objetos; y esos hombres se olvidan casi siempre de los objetos y sólo se
ocupan de sus ideas. En la práctica es necesario pensar, no en lo que las cosas
debieran o pudieran ser, sino en lo que son; y ellos suelen pararse menos en lo
que son que en lo que pudieran o debieran ser.
Cuando un hombre de entendimiento claro y de juicio recto se encuentra
tratando un asunto con uno que adolezca de los defectos que acabo de
describir, se halla en la mayor perplejidad. Lo que aquél ve claro, éste le
encuentra obscuro; lo que el primero consideraba fuera de duda, el segundo lo
mira como muy disputable. El juicioso plantea la cuestión de un modo que le
parece muy natural y sencillo; el caviloso la mira de una manera diferente;
diríase que son dos hombres de los cuales el uno padece una especie de
estrabismo intelectual, que desconcierta y confunde al que ve y mira bien.

§ XII

Este defecto intelectual suele nacer de una causa moral

Reflexionando sobre la causa de semejantes aberraciones no es difícil


advertir que el origen está más bien en el corazón que en la cabeza. Estos
hombres suelen ser extremadamente vanos; un amor propio mal entendido les
inspira el deseo de singularizarse en todo, y al fin llegan a contraer un hábito
de apartarse de lo que piensan y dicen los demás; esto es, de ponerse en
contradicción con el sentido común.
La prueba de que entregados con naturalidad a su propio entendimiento no
verían tan erradamente los objetos, y de que el caer en ridículas aberraciones
procede más bien de un deseo de singularizarse convertido en hábito, está en
que suelen distinguirse por un espíritu de constante oposición. Si el defecto
estuviese en la cabeza no habría ninguna razón para que en casi todas las
cuestiones ellos sostuvieran el no cuando los demás sostienen el sí, y ellos
estuviesen por el sí cuando los otros están por el no, siendo de notar que a
veces hay un medio seguro para llevarlos a la verdad, y es el sostener el error.

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Convengo en que a menudo ellos no advierten lo mismo que hacen; que
no tienen una conciencia bien clara de esa inspiración de la vanidad que los
dirige y sojuzga; pero la funesta inspiración no deja de existir, ni deja de ser
remediable si hay quien se lo avise; mayormente si la edad, la posición social
y las lisonjas no han llevado el mal hasta el último extremo. Y no es raro que
se presenten ocasiones favorables para amonestar con algún fruto; porque
esos hombres, con su imprudencia, suelen atraer sobre sí amargos disgustos,
cuando no desgracias; y entonces, abatidos por la adversidad y enseñados por
experiencia dolorosa, suelen tener lúcidos intervalos, de que puede
aprovecharse un amigo sincero para hacerles oír los consejos de una razón
juiciosa.
Por lo demás, cuando una realidad cruel no ha venido todavía a
desengañarles, cuando en sus accesos de sinrazón se entregan sin medida a la
vanidad de sus proyectos, no suele haber otro medio para resistirles que
callar, y con los brazos cruzados y meneando la cabeza, sufrir con estoica
impasibilidad la impetuosa avenida de sus proposiciones aventuradas, de sus
raciocinios incoherentes, de sus planes descabellados.
Y por cierto que esa impasibilidad no deja de producir de vez en cuando
saludables efectos, porque el deseo de disputar cesa cuando no hay quien
replique; no cabe oposición cuando nadie sostiene nada; no hay defensa
cuando nadie ataca. Así, no es raro ver a esos hombres volver en sí a poco
rato de abrumar con su locuacidad a quien no les contesta; y, amonestados por
la elocuencia del silencio, excusarse de su molesta petulancia. Son almas
inquietas y ardientes, que viven de contradecir y que, a su vez, necesitan
contradicción; cuando no la hay, cesa la pugna; y si se empeñan en
comprenderla, bien pronto se fastidian cuando notan que, lejos de habérselas
con un enemigo resuelto a pelear, se ceban en quien se ha entregado como
víctima en las aras de una verbosidad importuna.

§ XIII

La humildad cristiana en sus relaciones con los negocios mundanos

La humildad cristiana, esa virtud que nos hace conocer el límite de


nuestras fuerzas, que nos revela nuestros propios defectos, que no nos permite
exagerar nuestro mérito ni ensalzarnos sobre los demás, que no nos consiente
despreciar a nadie, que nos inclina a aprovecharnos del consejo y ejemplo de

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todos, aun de los inferiores; que nos hace mirar como frivolidades indignas de
un espíritu serio el andar en busca de aplausos, el saborearse en el humo de la
lisonja; que no nos deja creer jamás que hemos llegado a la cumbre de la
perfección en ningún sentido ni cegarnos hasta el punto de no ver lo mucho
que nos queda por adelantar y la ventaja que nos llevan otros; esa virtud, que,
bien entendida, es la verdad, pero la verdad aplicada al conocimiento de lo
que somos, de nuestras, relaciones con Dios y con los hombres, la verdad
guiando nuestra conducta para que no nos extravíen las exageraciones del
amor propio, esa virtud, repito, es de suma utilidad en todo cuanto concierne a
la práctica, aun en las cosas puramente mundanas.
Sí; la humildad cristiana, en cambio de algunos sacrificios, produce
grandes ventajas hasta en los asuntos más distantes de la devoción. El
soberbio compra muy caro su satisfacción propia, y no advierte que la víctima
que inmola a ese ídolo que ha levantado en su corazón son a veces sus
intereses más caros, es la misma gloria en pos de la cual tan desalado corre.

§ XIV

Daños acarreados por la vanidad y la soberbia

¡Cuántas reputaciones se ajan, cuando no se destruyen, por la miserable


vanidad! ¡Cómo se disipa la ilusión que inspirara un gran nombre si al
acercársele os encontráis con una persona que sólo habla de sí misma!
¡Cuántos hombres, por otra parte recomendabilísimos, se deslustran y hasta se
hacen objeto de burla por un tono de superioridad que choca e irrita o atrae
los envenenados dardos de la sátira! ¡Cuántos se empeñan en negocios
funestos, dan pasos desastrosos, se desacreditan o se pierden sólo por haberse
entregado a su propio pensamiento de una manera exclusiva, sin dar ninguna
importancia a los consejos, a las reflexiones o indicaciones de los que veían
más claro, pero que tenían la desgracia de ser mirados de arriba abajo, a una
distancia inmensa, por ese dios mentido que, habitando allá en el fantástico
empíreo fabricado por su vanidad, no se dignaba descender a la ínfima región
donde mora el vulgo de los modestos mortales!
¿Y para qué necesitaba él de consultar a nadie? La elevación de su
entendimiento, la seguridad y acierto de su juicio, la fuerza de su penetración,
el alcance de su previsión, la sagacidad de sus combinaciones, ¿no son ya
cosas proverbiales? ¿El buen resultado de todos los negocios en que ha

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intervenido, a quién se debe sino a él? Si se han superado gravísimas
dificultades, ¿quién las ha superado sino él? Si todo lo han echado a perder
sus compañeros, ¿quién lo ha evitado sino él? ¿Qué pensamiento se ha
concebido de alguna importancia que no le haya concebido él? ¿Qué
ocurrencia habrán tenido los otros que con mucha anticipación no la hubiese
tenido él? ¿De qué hubiera servido cuanto hayan excogitado los demás si no
lo hubiese rectificado, enmendado, ilustrado, agrandado, dirigido él?
Contempladle; su frente altiva parece amenazar al cielo; su mirada
imperiosa exige sumisión y acatamiento; en sus labios asoma el desdén hacia
cuanto le rodea, en toda su fisonomía veréis que rebosa la complacencia en sí
propio; la afectación de sus gestos y modales os presenta un hombre lleno de
sí mismo, que procede con excesiva compostura como si temiese derramarse.
Toma la palabra, resignaos a callar. ¿Replicáis? No escucha vuestras réplicas
y sigue su camino. ¿Insistís otra vez? El mismo desdén, acompañado de una
mirada que exige atención e impone silencio. Está fatigado de hablar, y
descansa; entretanto, aprovecháis la ocasión de exponer lo que intentabais
hace largo rato; ¡vanos esfuerzos!; el semidiós no se digna prestaros atención,
os interrumpe cuando se le antoja, dirigiendo a otros la palabra, si es que no
estaba absorto en sus profundas meditaciones, arqueando las cejas y
preparándose a desplegar nuevamente sus labios con la majestuosa
solemnidad de un oráculo.
¿Cómo podía menos de cometer grandes yerros un hombre tan fatuo? Y
de esa clase hay muchos, por más que no siempre llegue la fatuidad a una
exageración tan repugnante. Desgraciado el que desde sus primeros años no
se acostumbra a rechazar la lisonja, a dar a los elogios que se le tributan el
debido valor; que no se concentra repetidas veces para preguntarse si el
orgullo le ciega, si la vanidad le hace ridículo, si la excesiva confianza en su
propio dictamen le extravía y le pierde. En llegando a la edad de los negocios,
cuando ocupa ya en la sociedad una posición independiente, cuando ha
adquirido cierta reputación merecida o inmerecida, cuando se ve rodeado de
consideración, cuando ya tiene inferiores, las lisonjas se multiplican y
agrandan, los amigos son menes francos y menos sinceros, y el hombre
abandonado a la vanidad que dejó desarrollarse en su corazón sigue cada día
con más ceguedad el peligroso sendero, hundiéndose más y más en ese
ensimismamiento, en ese goce de sí mismo, en que el amor propio se exagera
hasta un punto lamentable, degenerando, por decirlo así, en egolatría.

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§ XV

El orgullo

La exageración del amor propio, la soberbia, no siempre se presenta con


un mismo carácter. En los hombres de temple fuerte y de entendimiento,
sagaz es orgullo; en los flojos y poco avisados es vanidad. Ambos tienen un
mismo objeto, pero emplean medios diferentes. El orgullo sin vanidad tiene la
hipocresía de la virtud; el vanidoso tiene la franqueza de su debilidad.
Lisonjead al orgulloso y rechazará la lisonja, temeroso de dañar a su
reputación haciéndose ridículo; de él se ha dicho, con mucha verdad, que es
demasiado orgulloso para ser vano. En el fondo de su corazón siente viva
complacencia en la alabanza; pero sabe muy bien que este es un incienso
honroso mientras el ídolo no manifiesta deleitarse en el perfume; por esto no
os pondrá jamás el incensario en la mano, ni consentirá que le hagáis undular
demasiado cerca. Es un dios a quien agrada un templo magnífico y un culto
esplendoroso, pero manteniéndose el ídolo escondido en la misteriosa
obscuridad del santuario.
Esto probablemente es más culpable a los ojos de Dios, pero no atrae con
tanta frecuencia: el ridículo de los hombres. Con tanta frecuencia digo, porque
difícilmente se alberga en el corazón el orgullo, sin que, a pesar de todas las
precauciones, degenere en vanidad. Aquella violencia no puede ser duradera;
la ficción no es para continuada por mucho tiempo. Saborearse en la alabanza
y mostrar desdén hacia ella, proponerse por objeto principal el placer de la
gloria y aparentar que no se piensa en ella es demasiado fingir para que, al
través de los más tupidos velos, no se descubra la verdad. El orgulloso a quien
he descrito más arriba no podía llamarse propiamente vano, y, no obstante, su
conducta inspiraba algo peor que la vanidad misma; sobre la indignación
provocaba también la burla.

§ XVI

La vanidad

El simplemente vano no irrita; excita a compasión, presta pábulo a la


sátira. El infeliz no desprecia a los demás hombres; los respeta, quizá los
admira y teme. Pero padece una verdadera sed de alabanza, y no como quiera,
sino que necesita oírla él mismo, asegurarse de que, en efecto, se le alaba;

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complacerse en ella con delectación morosa y corresponder a las buenas
almas que le favorecen, expresando con una inocente sonrisita su íntimo goce,
su dicha, su gratitud.
¿Ha hecho alguna cosa buena? ¡Ah! Habladle de ella, por piedad, no le
hagáis padecer. ¿No veis que se muere por dirigir la conversación hacia sus
glorias? ¡Cruel!, que os desentendéis de sus indicaciones, que con vuestra
distracción, con vuestra dureza, le obligaréis a aclararlas más y más, hasta
convertirlas en súplicas.
En efecto; ¿ha gustado lo que él ha dicho, o escrito, o hecho? ¡Qué
felicidad!; y es necesario que se advierta que fue sin preparación, que todo se
debió a la fecundidad de su vena, a una de sus felices ocurrencias. ¿No habéis
notado cuántas bellezas, cuántos golpes afortunados? Por piedad, no apartéis
la vista de tantas maravillas, no introduzcáis en la conversación especies
inconducentes; dejadle gozar de su beatitud.
Nada de la altivez satánica del orgulloso; nada de hipocresía; un
inexplicable candor se retrata en su semblante; su fisonomía se dilata
agradablemente; su mirada es afable, es dulce; sus modales, atentos; su
conducta, complaciente; el desgraciado está en actitud de suplicante; teme que
una imprudencia le arrebate su dicha suprema. No es duro, no es insultante,
no es ni siquiera exclusivo; no se opone a que otros sean alabados: sólo quiere
participar.
¡Con qué ingenua complacencia refiere sus trabajos y aventuras! En
pudiendo hablar de sí mismo, su palabra es inextinguible. A sus alucinados
ojos, su vida es poco menos que una epopeya. Los hechos más insignificantes
se convierten en episodios de sumo interés; las vulgaridades, en golpes de
ingenio; los desenlaces, más naturales, en resultado de combinaciones
estupendas. Todo converge hacia él; la misma historia de su país no es más
que un gran drama, cuyo héroe es él; todo es insípido si no lleva su nombre.

§ XVII

La influencia del orgullo es peor para los negocios que la de la vanidad

Este defecto, aunque más ridículo que el orgullo, no tiene, sin embargo,
tantos inconvenientes para la práctica. Como es una complacencia en la
alabanza más bien que un sentimiento fuerte de superioridad, no ejerce sobre
el entendimiento un influjo tan maléfico. Estos hombres son, por lo común, de

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un carácter flojo, como lo manifiesta la misma debilidad con que se dejan
arrastrar por su inclinación. Así es que no suelen desechar, como los
orgullosos, el consejo ajeno, y aun muchas, veces se adelantan a pedirle. No
son tan altivos que no quieran recibir nada de nadie, y además se reservan el
derecho de explotar después el negocio para formar su pomito de olor de
vanagloria en que se puedan deleitar. ¿Es poco, por ventura, si el asunto sale
bien, el gusto de referir todo lo que pensó el que le condujo, y la sagacidad
con que conoció las dificultades, y el tino con que procedió para vencerlas, y
la prudencia con que tomó consejo de personas entendidas, y lo mucho que el
aconsejado ilustró el juicio del consejero? No deja de haber en esto una mina
abundante, que a su debido tiempo será explotada cual conviene.

§ XVIII

Cotejo entre el orgullo y la vanidad

El orgullo tiene más malicia, la vanidad más flaqueza; el orgullo irrita, la


vanidad inspira compasión; el orgullo concentra, la vanidad disipa; el orgullo
sugiere quizá grandes crímenes, la vanidad ridículas miserias; el orgullo está
acompañado de un fuerte sentimiento de superioridad e independencia, la
vanidad se aviene con la desconfianza de sí mismo, hasta con la humillación;
el orgullo tiende los resortes del alma, la vanidad los afloja; el orgullo es
violento, la vanidad es blanda; el orgullo quiere la gloria, pero con cierta
dignidad, con cierto predominio, con altivez, sin degradarse; la vanidad la
quiere también, pero con lánguida pasión, con abandono, con molicie; podría
llamarse la afeminación del orgullo. Así, la vanidad es más propia de las
mujeres, el orgullo de los hombres, y, por la misma razón, la infancia tiene
más vanidad que orgullo, y éste no suele desarrollarse sino en la edad adulta.
Si bien es verdad que en teoría estos dos vicios se distinguen por las
cualidades expresadas, no siempre se encuentran en la práctica con señales
tan características. Lo más común es hallarse mezclados en el corazón
humano, teniendo cada cual no sólo sus épocas, sino sus días, sus horas, sus
momentos. No hay una línea divisoria que separe perfectamente los dos
colores; hay una gradación de matices, hay irregularidad en los rasgos, hay
ondas, aguas, que sólo descubre quien está acostumbrado a desenvolver y
contemplar los complicados y delicados pliegues del humano corazón. Y aun
si bien se mira, el orgullo y la vanidad son una misma cosa con distintas

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formas; es un mismo fondo que ofrece diversos cambiantes, según el modo
con que le da la luz. Este fondo es la exageración del amor propio, el culto de
sí mismo. El ídolo está cubierto con tupido velo o se presenta a los adoradores
con faz atractiva y risueña; mas por esto no varía; es el hombre que se ha
levantado a sí propio un altar en su corazón y se tributa incienso y desea que
se lo tributen los demás.

§ XIX

Cuán general es dicha pasión

Puede asegurarse, sin temor a errar, que esta es la pasión más general,
aparte las almas privilegiadas, sumergidas en la purísima llama de un amor
celeste. La soberbia ciega al ignorante como al sabio, al pobre como al rico, al
débil como al poderoso, al desventurado como al infeliz, a la infancia como a
la vejez; domina al libertino, no perdona al austero; campea en el gran mundo
y penetra en el retiro de los claustros; rebosa en el semblante de la altiva
señora que reina en los salones por la nobleza de su linaje, por sus talentos y
hermosura, pero se trasluce también en la tímida palabra de la humilde
religiosa que, salida de familia obscura, se ha encerrado en el monasterio,
desconocida de los hombres, sin más porvenir en la tierra que una sepultura
ignorada.
Encuéntranse personas exentas de liviandad, de codicia, de envidia, de
odio, de espíritu de venganza; pero libre de esa exageración del amor propio
que, según es su forma, se llama orgullo o vanidad, no se halla casi nadie,
bien podría decirse que nadie. El sabio se complace en la narración de los
prodigios de su saber, el ignorante se saborea en sus necedades, el valiente
cuenta sus hazañas, el galán sus aventuras; el avariento ensalza sus talentos
económicos, el pródigo su generosidad; el ligero pondera su viveza, el tardío
su aplomo; el libertino se envanece por sus desórdenes y el austero se deleita
en que su semblante muestre a los hombres la mortificación y el ayuno.
Este es, sin duda, el defecto más general; esta es la pasión más insaciable
cuando se le da rienda suelta, la más insidiosa, más sagaz para sobreponerse
cuando se la intenta sujetar. Si se la domina un tanto a fuerza de elevación de
ideas, de seriedad de espíritu y firmeza de carácter, bien pronto trabaja por
explotar sus nobles cualidades, dirigiendo el ánimo hacia la contemplación de
ellas; y si se la resiste con el arma verdaderamente poderosa y única eficaz,

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que es la humildad cristiana, a esta misma procura envanecerla, poniéndole
asechanzas para hacerla perecer. Es un reptil que si le arrojamos de nuestro
pecho se arrastra y enrosca a nuestros pies, y cuando pisamos un extremo de
su flexible cuerpo, se vuelve y nos hiere con emponzoñada picadura.

§ XX

Necesidad de una lucha continua

Siendo ésta una de las miserias de la flaca humanidad, preciso es


resignarse a luchar con ella toda la vida; pero es necesario tener siempre fija
la vista sobre el mal, limitarle al menor círculo posible; y ya que no sea dado
a nuestra debilidad remediarlo del todo, al menos no dejarle que progrese,
evitar que cause los estragos que acostumbra. El hombre que en este punto
sabe dominarse a sí mismo tiene mucho adelantado para conducirse bien;
posee una cualidad rara que luego producirá sus buenos resultados,
perfeccionando y madurando el juicio, haciendo adelantar en el conocimiento
de las cosas y de los hombres y adquiriendo esa misma alabanza que tanto
más se merece cuanto menos se busca.
Removido el óbice, es más fácil entrar en el buen camino; y libre la vista
de esa tiniebla que la ofusca, no es tan peligroso extraviarse.

§ XXI

No es sólo la soberbia lo que nos induce a error al proponernos un fin

Para proponerse acertadamente un fin es necesario prender perfectamente


la posición del que le ha de alcanzar. Y aquí repetiré lo que llevo indicado
más arriba, y es que son muchos los hombres que marchan a la ventura, ya sea
no fijándose en un fin bien determinado, ya no calculando la relación que éste
tiene con los medios de que se puede disponer. En la vida privada como en la
pública es tarea harto difícil el comprender bien la posición propia; el hombre
se forma mil ilusiones, que le hacen equivocar sobre el alcance de sus fuerzas
y la oportunidad de desplegarlas. Sucede con mucha frecuencia que la
vanidad las exagera; pero como el corazón humano es un abismo de
contradicciones, tampoco, es raro el ver que la pusilanimidad las disminuye

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más de lo justo. Los hombres levantan con demasiada facilidad encumbradas
torres de Babel, con la insensata esperanza de que la cima podrá tocar al cielo;
pero también les acontece desistir, pusilánimes, hasta de la construcción de
una modesta vivienda. Verdaderos niños que ora creen poder tocar el cielo
con la mano en subiendo a una colina, ora toman por estrellas que brillan a
inmensa distancia, en lo más elevado del firmamento, bajas y pasajeras
exhalaciones de la atmósfera sublunar. Quizá se atreven a más de lo que
pueden; pero, a veces, no pueden porque no se atreven.
¿Cuál será en estos casos el verdadero criterio? Pregunta a que es difícil
contestar y sobre la cual sólo caben reflexiones muy vagas. El primer
obstáculo que se encuentra es que el hombre se conoce poco a sí mismo, y
entonces, ¿cómo sabrá lo que puede y lo que no puede? Se dirá que con la
experiencia, es cierto; pero el mal está en que esa experiencia es larga y que a
veces da su fruto cuando la vida toca a su término.
No digo que ese criterio sea imposible, muy al contrario; en varias partes
de esta misma obra indico los medios para adquirirle. Señalo la dificultad,
pero no afirmo la imposibilidad: la dificultad debe inspirarnos diligencia, mas
no producirnos abatimiento.

§ XXII

Desarrollo de fuerzas latentes

Hay en el espíritu humano muchas fuerzas que permanecen en estado de


latentes hasta que la ocasión las despierta y aviva; el que las posee no lo
sospecha siquiera; quizá baja al sepulcro sin haber tenido conciencia de aquel
precioso tesoro, sin que un rayo de luz reflejara en aquel diamante que
hubiera podido embellecer la más esplendente diadema.
¡Cuántas veces una escena, una lectura, una palabra, una indicación
remueve el fondo del alma y hace brotar de ella inspiraciones misteriosas!
Fría, endurecida, inerte ahora, y un momento después surge de ella un raudal
de fuego que nadie sospechara oculto en sus entrañas. ¿Qué ha sucedido? Se
ha removido un pequeño obstáculo que impedía la comunicación con el aire
libre, se ha presentado a la masa eléctrica un punto atrayente y el fluido se ha
comunicado y dilatado con la celeridad del pensamiento.
El espíritu se desenvuelve con el trato, con la lectura, con los viajes, con
la presencia de grandes espectáculos, no tanto por lo que recibe de fuera como

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por lo que descubre dentro de sí. ¿Qué le importa el haber olvidado lo visto u
oído o leído si se mantiene viva la facultad que el afortunado encuentro le
revelara? El fuego prendió, arde sin extinguirse, poco importa que se haya
perdido la tea.
Las facultades intelectuales y morales se excitan también como las
pasiones. A veces un corazón inexperto duerme tranquilamente el sueño de la
inocencia; sus pensamientos son puros como los de un ángel, sus ilusiones
cándidas como el copo de nieve que cubre de blanquísima alfombra la
dilatada llanura; pasó un instante, se ha corrido un velo misterioso: el mundo
de la inocencia y de la calma desapareció y el horizonte se ha convertido en
un mar de fuego y de borrascas. ¿Qué ha sucedido? Ha mediado una lectura,
una conversación imprudente, la presencia de un objeto seductor. He aquí la
historia del despertar de muchas facultades del alma. Criada para estar unida
con el cuerpo con lazo incomprensible y para ponerse en relación con sus
semejantes, tiene como ligadas algunas de sus facultades hasta que una
impresión exterior viene a desenvolverlas.
Si supiéramos de qué disposiciones nos ha dotado el Autor de la
Naturaleza, no sería difícil ponerlas en acción, ofreciéndoles el objeto que
más se les adapta y que por lo mismo las excita y desarrolla; pero como al
encontrarse el hombre engolfado en la carrera de la vida ya le es muchas
veces imposible volver atrás, deshaciendo todo el camino que la educación y
la profesión escogida o impuesta le han hecho andar, es necesario que acepte
las cosas tal como son, aprovechándose de lo bueno y evitando lo malo en lo
que le sea posible.

§ XXIII

Al proponernos un fin debemos guardarnos de la presunción y de la excesiva


desconfianza

Sea cual fuere su carrera, su posición en la sociedad, sus talentos,


inclinaciones e índole, nunca el hombre debe prescindir de emplear su razón,
ya sea para prefijarse con acierto el fin, ya para echar mano de los medios
más a propósito para llegar a él.
El fin ha de ser proporcionado a los medios, y éstos son las fuerzas
intelectuales, morales o físicas y demás recursos de que se puede disponer.
Proponerse un blanco fuera del alcance es gastar inútilmente las fuerzas, así

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como es desperdiciarlas, exponiéndolas a disminuirse, por falta de ejercicio,
el no aspirar a lo que la razón y la experiencia dicen que se puede llegar.

§ XXIV

La pereza

Si bien es cierto que la prudencia aconseja ser más bien desconfiado que
presuntuoso, y que por lo mismo no conviene entregarse con facilidad a
empresas arduas, también importa no olvidar que la resistencia a las
sugestiones del orgullo o de la vanidad puede muy bien explotarla la pereza.
La soberbia es, sin duda, un mal consejero no sólo por el objeto a que nos
conduce, sino también por la dificultad que hay en guardarse de sus insidiosos
amaños; pero es seguro que poco falta si no encuentra en la pereza una digna
competidora. El hombre ama las riquezas, la gloria, los placeres, pero también
ama mucho el no hacer nada; esto es para él un verdadero goce, al que
sacrifica a menudo su reputación y bienestar. Dios conocía bien la naturaleza
humana cuando la castigó con el trabajo; el comer el pan con el sudor de su
rostro es para el hombre pena continua y frecuentemente muy dura.

§ XXV

Una ventaja de la pereza sobre las demás pasiones

La pereza, es decir, la pasión de la inacción, tiene para triunfar una


ventaja sobre las demás pasiones y es el que no exige nada; su objeto es de
una pura negación. Para conquistar un alto puesto es preciso mucha actividad,
constancia, esfuerzos; para granjearse brillante nombradía es necesario
presentar títulos que la merezcan, y éstos no se adquieren sin largas y penosas
fatigas; para acumular riquezas es indispensable atinada combinación y
perseverante trabajo; hasta los placeres más muelles no se disfrutan si no se
anda en busca de ellos y no se emplean los medios conducentes. Todas las
pasiones para el logro de su objeto exigen algo; sólo la pereza no exige nada.
Mejor la contentáis sentado que en pie, mejor echado que sentado, mejor
soñoliento que bien despierto. Parece ser la tendencia a la misma nada; la

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nada es, al menos, su solo límite; cuanto más se acerca a ella el perezoso, en
su modo de ser, mejor está.

§ XXVI

Origen de la pereza

El origen de la pereza se halla en nuestra misma organización y en el


modo con que se ejercen nuestras funciones. En todo acto hay un gasto de
fuerza, hay, pues, un principio de cansancio y, por consiguiente, de
sufrimiento. Cuando la pérdida es insignificante y sólo ha transcurrido el
tiempo necesario para desplegar la acción de los órganos o miembros no hay
sufrimiento todavía y hasta puede sentirse placer; más bien pronto la pérdida
se hace sensible y el cansancio empieza. Por esta causa no hay perezoso que
no emprenda repetidas veces y con gusto algunos trabajos, y quizá por la
misma razón también los más vivos no son los más laboriosos. La intensidad
con que ponen en ejercicio sus fuerzas debe de excitar en ellos más pronto
que en otros la sensación de cansancio, por cuyo motivo se acostumbrarán
más fácilmente a mirar el trabajo con aversión.

§ XXVII

Pereza del espíritu

Como el ejercicio de las facultades intelectuales y morales necesita la


concomitancia de ciertas funciones orgánicas, la pereza tiene lugar en los
actos del espíritu como en los del cuerpo. No es el espíritu quien se cansa,
sino los órganos corporales que le sirven, pero el resultado viene a ser el
mismo. Así es que hay a veces una pereza de pensar y aun de querer tan
poderosa como la de hacer cualquier trabajo corpóreo. Y es de notar que estas
dos clases de pereza no siempre son simultáneas, pudiendo existir la una sin
la otra. La experiencia atestigua que la fatiga puramente corporal o del
sistema muscular no siempre produce postración intelectual y moral, y no es
raro estar sumamente fatigado de cuerpo y sentir muy activas las facultades
del espíritu. Al contrario, después de largos e intensos trabajos mentales, a
veces se experimenta un verdadero placer en ejercitar las fuerzas físicas

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cuando las intelectuales han llegado ya a un estado de completa postración.
Estos fenómenos no son difíciles de explicar si se advierte que las
alteraciones del sistema muscular distan mucho de guardar proporción con las
del sistema nervioso.

§ XXVIII

Razones que confirman lo dicho sobre el origen de la pereza

En prueba de que la pereza es un instinto de precaución contra el


sufrimiento que nace del ejercicio de las facultades se puede observar:
Primero, que cuando este ejercicio produce placer no sólo no hay repugnancia
a la acción, sino que hay inclinación hacia ella. Segundo, que la repugnancia
al trabajo es más poderosa antes de empezarle, porque entonces es necesario
un fuerzo para poner en acción los órganos o miembros. Tercero, que la
repugnancia es nula cuando, desplegado ya el movimiento, no ha transcurrido
aún el tiempo suficiente para hacer sentir el cansancio que nace del quebranto
de las fuerzas. Cuarto, que la repugnancia renace y se aumenta a medida que
este quebranto se verifica. Quinto, que los más vivos adolecen más de este
mal porque experimentan antes el sufrimiento. Sexto, que los de índole
versátil y ligera suelen tener el mismo defecto por la sencilla razón de que a
más del esfuerzo que exige el trabajo han menester otro para sujetarse a sí
mismos, venciendo su propensión a variar de objeto.

§ XXIX

La inconstancia: su naturaleza y origen

La inconstancia, que en apariencia no es más que un exceso de actividad,


pues que nos lleva continuamente a ocuparnos de cosas diferentes, no es más
que la pereza bajo un velo hipócrita. El inconstante substituye un trabajo a
otro porque así se evita la molestia que experimenta con la necesidad de
sujetar su atención y acción a un objeto determinado. Así es que todos los
perezosos suelen ser grandes proyectistas, porque el excogitar proyectos es
cosa que ofrece campo a vastas divagaciones que no exigen esfuerzo para
sujetar el espíritu; también suelen ser amigos de emprender muchas cosas,

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sucesiva o simultáneamente, siempre con el bien entendido de no llevar a
cabo ninguna.

§ XXX

Pruebas y aplicaciones

Vemos a cada paso hombres cuyos intereses y deberes reclaman ciertos


trabajos no más pesados que los que ellos mismos se imponen, y, no obstante,
dejan aquéllas por éstos, sacrificando a su gusto el interés y el deber. Han de
despachar un expediente y le dejan intacto, a pesar de que no habían de
emplear en él ni la mitad del tiempo que han gastado en correspondencias
insignificantes.
Han de avistarse con una persona para tratar un negocio, no lo hacen y
andan más camino y consumen más tiempo y más palabras hablando de cosas
indiferentes. Han de acudir a una reunión donde se han de ventilar asuntos de
intereses, no ignoran lo que se ha de tratar y no habrían de hacer gran
esfuerzo, para enterarse de lo que ocurra y dar con acierto su dictamen, pues
no importa: aquellas horas reclamadas por sus intereses las consumirán quizá
disputando de política, de guerra, de ciencias, de literatura, de cualquier cosa
con tal que no sea aquello a que están obligados. El pasear, el hablar, el
disputar son, sin duda, ejercicio de facultades del espíritu y del cuerpo, y, no
obstante, en el mundo abundan los amigos de pasear, los habladores y
disputadores y escasean los verdaderamente laboriosos. Y esto ¿por qué?
Porque el pasear y hablar y disputar son compatibles con la inconsciencia, no
exigen esfuerzo, consienten variedad continua, llevan consigo naturales
alternativas de trabajo descanso enteramente sujetas a la voluntad y al
capricho.

§ XXXI

El justo medio entre dichos extremos

Evitar la pusilanimidad sin fomentar la presunción, sostener y alentar la


actividad sin inspirar la vanidad, hacer sentir al espíritu sus fuerzas sin cegarle
con el orgullo; he aquí una tarea difícil en la dirección de los hombres y más

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todavía en la dirección de sí mismo. Esto es lo que el Evangelio enseña esto
es lo que la razón aplaude y admira. Entre dichos escollos debemos caminar
siempre no con la esperanza de no dar jamás en ninguno de ellos, pero sí con
la mira, con el deseo y la esperanza también de no estrellarnos hasta el punto
de perecer.
La virtud es difícil, mas no imposible; el hombre no la alcanza aquí en la
tierra sin mezcla de muchas debilidades que la deslustran, pero no carece de
los medios suficientes para poseerla y perfeccionarla. La razón es un monarca
condenado a luchar de continuo con las pasiones sublevadas, pero Dios la ha
provisto de lo necesario para pelear y vencer. Lucha terrible, lucha penosa,
lucha llena de azares y peligros; mas, por lo mismo, tanto más digna de ser
ansiada por las almas generosas.
En vano se intenta en nuestro siglo proclamar la omnipotencia de las
pasiones y lo irresistible de su fuerza para triunfar de la razón; el alma
humana, sublime destello de la divinidad, no ha sido abandonada por su
Hacedor. No hay fuerzas que basten a apagar la antorcha de la moral ni en el
individuo ni en la sociedad; en el individuo sobreviene a todos los crímenes,
en la sociedad resplandece aun después de los mayores trastornos; en el
individuo culpable reclama sus derechos con la voz del remordimiento, en la
sociedad por medio de elocuentes protestas y de ejemplos heroicos.

§ XXXII

La moral es la mejor guía del entendimiento práctico

La mejor guía del entendimiento práctico es la moral. En el gobierno de


las naciones la política pequeña es la política de los intereses bastardos, de las
intrigas, de la corrupción; la política grande es la política de la conveniencia
pública, de la razón, del derecho. En la vida privada la conducta pequeña es la
de los manejos innobles, de las miras mezquinas, del vicio; la conducta
grande es la que inspiran la generosidad y la virtud.
Lo recto y lo útil a veces parecen andar separados, pero no suelen estarlo
sino por un corto trecho; llevan caminos opuestos en apariencia, y, sin
embargo, el punto a que se dirigen es el mismo. Dios quiere por estos medios
probar la fortaleza del hombre, y el premio de la constancia no siempre se
hace esperar todo en la otra vida. Que si esto sucede una que otra vez, ¿es

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acaso ligera recompensa el descender al sepulcro con el alma tranquila, sin
remordimiento, y con el corazón embriagado de esperanza?
No lo dudemos: el arte de gobernar no es más que la razón y la moral
aplicadas al gobierno de las naciones; el arte de conducirse bien en la vida
privada no es más que el Evangelio en práctica.
Ni la sociedad ni el individuo olvidan impunemente los eternos principios
de la moral; cuando lo intentan por el aliciente del interés, tarde o temprano se
pierden, perecen, en sus propias combinaciones. El interés que se erigiera en
ídolo se convierte en víctima. La experiencia de todos los días es una prueba
de esta verdad, en la historia de todos los tiempos la vemos escrita con
caracteres de sangre.

§ XXXIII

La armonía del universo defendida con el castigo

No hay falta sin castigo; el universo está sujeto a una ley de armonía;
quien la perturba sufre. Al abuso de nuestras facultades físicas sucede el
dolor, a los extravíos del espíritu siguen el pesar y el remordimiento. Quien
busca con excesivo afán la gloria se atrae la burla; quien intenta exaltarse
sobre los demás con orgullo destemplado, provoca contra sí la indignación, la
resistencia, el insulto, las humillaciones. El perezoso goza en su inacción,
pero bien pronto su desidia disminuye sus recursos y la precisión de atender a
sus necesidades le obliga a un exceso de actividad y de trabajo. El pródigo
disipa sus riquezas en los placeres y en la ostentación, pero no tarda en
encontrar un vengador de sus desvaríos en la pobreza andrajosa y hambrienta
que le impone, en vez de goce, privaciones; en vez de lujosa ostentación,
escasez vergonzosa. El avaro acumula tesoros temiendo la pobreza, y en
medio de sus riquezas sufre los rigores de esa misma pobreza que tanto le
espanta; él se condena a sí mismo, a todos ellos con su alimento limitado y
grosero, su traje sucio y raído, su habitación pequeña, incómoda y desaseada.
No aventura nada por no perder nada; desconfía hasta de las personas que más
le aman; en el silencio y tinieblas de la noche visita sus arcas enterradas en
lugares misteriosos para asegurarse que el tesoro está allí y aumentarle
todavía más, y entre tanto le acecha uno de sus sirvientes o vecinos, y el
tesoro con tanto afán acumulado, con tanta precaución escondido, desaparece.

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En el trato, en la literatura, en las artes, el excesivo deseo de agradar
produce desagrado; el afán por ofrecer cosas demasiado exquisitas fastidia; lo
ridículo está junto a lo sublime; lo delicado no dista de lo empalagoso; el
prurito de ofrecer cuadros simétricos suele conducir a contrastes disparatados.
En el gobierno de la sociedad el abuso del poder acarrea su ruina; el abuso
de la libertad da origen a la esclavitud. El pueblo que quiere extender
demasiado sus fronteras suele verse más estrechado de lo que exigen las
naturales; el conquistador que se empeña en acumular coronas sobre su
cabeza acaba por perderlas todas; quien no se satisface con el dominio de
vastos imperios va a consumirse en una roca solitaria en la inmensidad del
Océano. De los que ambicionan el poder supremo, la mayor parte encuentra la
proscripción o el cadalso. Codician el alcázar de un monarca y pierden el
hogar doméstico; sueñan en un trono y encuentran un patíbulo.

§ XXXIV

Observaciones sobre las ventajas y desventajas de la virtud en los negocios

Dios no ha dejado indefensas sus leyes: a todas las ha escudado con el


justo castigo; castigo que por lo común se experimenta ya en esta vida. Por
esta razón los cálculos basados sobre el interés en oposición con la moral
están muy expuestos a salir fallidos, enredándose la inmoralidad con sus
propios lazos. Mas no se crea que con esto quiera yo negar que el hombre
virtuoso se halle muchas veces en posición sumamente desventajosa para
competir con un adversario inmoral. No desconozco que en un caso dado
tiene más probabilidad de alcanzar un fin el que puede emplear cualquier
medio por no reparar en ninguno, como le sucede al hombre malo, y que no
dejará de ser un obstáculo gravísimo el tener que valerse de muy pocos
medios o quizá solamente de uno, como le acontece al virtuoso, a causa de
que los inmorales son para él como si no existiesen, pero si bien esto es
verdad considerando un negocio aislado, no lo es menos que, andando el
tiempo, los inconvenientes de la virtud se compensan con las ventajas, así
como las ventajas del vicio se compensan con los inconvenientes, y que, en
último resultado, un hombre verdaderamente recto llegará a lograr el fruto de
su rectitud alcanzando el fin que discretamente se proponga, y que el inmoral
expiará tarde o temprano sus iniquidades, encontrando la perdición en la
extremidad de sus malos y tortuosos caminos.

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§ XXXV

Defensa de la virtud contra una inculpación injusta

Los hombres virtuosos y desgraciados tienen cierta propensión a señalar


sus virtudes como el origen de sus desgracias, pues que a esto los inclinan de
consuno el deseo de ostentar su virtud y el de ocultar sus imprudencias, que
imprudencias muy grandes se cometen también con la intención más recta y
más pura. La virtud no es responsable de los males acarreados por nuestra
imprevisión o ligereza, pero el hombre suele achacárselos a ella con
demasiada facilidad. «Mi buena fe me ha perdido», exclama el hombre
honrado víctima de una impostura, cuando lo que le ha perdido no es su buena
fe, sino su torpe confianza en quien le ofrecía demasiados motivos para
prudentes sospechas. ¿Acaso los malos no son también con mucha frecuencia
víctimas de otras malos y los pérfidos de otros pérfidos? La virtud nos enseña
el camino que debemos seguir, mas no se encarga de descubrirnos todos los
lazos que en él podemos encontrar; esto es obra de la penetración, de la
previsión, del buen juicio, es decir, de un entendimiento claro y atinado. Con
estas dotes no está reñida la virtud, mas no siempre las lleva por compañeras.
Como fiel amiga de la humanidad, se alberga sin repugnancia en el corazón
de toda clase de hombres, ora brille en ellos esplendente y puro el sol de la
inteligencia, ora esté obscurecido con espesa niebla.

§ XXXVI

Defensa de la sabiduría contra una inculpación infundada

Creen algunos que los grandes talentos y el mucho saber propenden de


suyo al mal; esto es una especie de blasfemia contra la bondad del Criador.
¿La virtud necesita acaso las tinieblas? Los conocimientos y virtudes de la
criatura, ¿no emanan acaso de un mismo origen, del piélago de luz y santidad,
que es Dios? Si la elevación de la inteligencia condujese al mal, la maldad de
los seres estaría en proporción con su altura; ¿adivináis la consecuencia?, ¿por
qué no sacarla? La sabiduría infinita sería la maldad infinita, y heos aquí en el
error de los maniqueos, encontrando en la extremidad de la escala de los seres
un principio malo. Pero ¿qué digo?, peor fuera este error que el de Manes,
pues que en él no se podría admitir un principio bueno. El genio del mal
presidiría sin rival, enteramente solo, a los destinos del mundo; el rey del

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Averno debiera colocar su trono de negra lava en las esplendentes regiones
del empíreo.
No, no debe el hombre huir de la luz por temor de caer en el mal; la
verdad no teme la luz, y el bien moral es una gran verdad. Cuanto más
ilustrado esté el entendimiento mejor conocerá la inefable belleza de la virtud
y, conociéndola mejor, tendrá menos dificultades en practicarla. Rara vez hay
mucha elevación en las ideas sin que de ella participen los sentimientos, y los
sentimientos elevados o nacen de la misma virtud o son una disposición muy
a propósito para alcanzarla. Hasta hay en favor del talento y del saber una
razón fundada en la naturaleza de las facultades del alma. Nadie ignora que,
por lo común, el mucho desarrollo de la una es con algún perjuicio de la otra;
por consiguiente, cuando en el hombre se desenvuelvan de una manera
particular las facultades superiores, menguarán en su fuerza las pasiones
groseras, origen de los vicios.
La historia del espíritu humano confirma esta verdad: generalmente
hablando, los hombres de entendimiento muy elevado no han sido perversos,
muchos se han distinguido por sus eminentes virtudes, otros han sido débiles
como hombres, mas no malvados, y si uno que otro ha llegado a este extremo
debe mirarse como excepción, no como regla.
¿Sabéis por qué un malvado de gran talento compromete, por decirlo así,
la reputación de los demás, prestando ocasión a que de algunos casos
particulares se saquen deducciones generales? Porque en un malvado de gran
talento todos piensan, de un malvado necio nadie se acuerda; porque forman
un vivo contraste la iniquidad y el gran saber, y este contraste hace más
notable el extremo feo, por la misma razón que se repara más en la relajación
de un sacerdote que en la de un seglar. Nadie nota una mancha más en un
cristal muy sucio, pero en otro muy limpio y brillante se presenta, desde
luego, a los ojos el más pequeño lunar.

§ XXXVII

Las pasiones son buenos instrumentos, pero malos consejeros

Ya vimos (Cap. XIX) cuán pernicioso era el influjo de las pasiones para
impedirnos el conocimiento de la verdad, aun la especulativa; pero lo que allí
se dijo en general tiene muchísima más aplicación en refiriéndose a la
práctica. Cuando tratamos de ejecutar alguna cosa, las pasiones son a veces

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un auxiliar excelente; mas para prepararla en nuestro entendimiento son
consejeros muy peligrosos.
El hombre sin pasiones sería frío, tendría algo de inerte, por carecer de
uno de los principias más poderosos de acción que Dios ha concedido a la
humana naturaleza; pero, en cambio, el hombre dominado por las pasiones es
ciego y se abalanza a los objetos a la manera de los brutos.
Examinando atentamente el modo de obrar de nuestras facultades se echa
de ver que la razón es a propósito para dirigir y las pasiones para ejecutar, y
así es que aquélla atiende no sólo a lo presente, sino también a lo pasado y a
lo venidero cuando éstas miran el objeto sólo por lo que es en el momento
actual y por el modo con que nos afecta. Y es que la razón, como verdadera
directora, se hace cargo de todo lo que puede dañar o favorecer no sólo ahora,
sino también en el porvenir; pero las pasiones, como encargadas únicamente
de ejecutar, sólo se cuidan del instante y de la impresión actuales. La razón no
se para sólo en el placer, sino en la utilidad, en la moralidad, en el decoro; las
pasiones prescinden del decoro, de la moralidad, de la utilidad, de todo lo que
no sea la impresión agradable o ingrata que en el acto se experimenta.

§ XXXVIII

La hipocresía de las pasiones

Cuando hablo de pasiones no me refiero únicamente a las inclinaciones


fuertes, violentas, tempestuosas que agitan nuestro corazón como los vientos
el océano; trato también de aquellas más suaves, más espirituales, por decirlo
así, porque, al parecer, están más cerca de las altas regiones del espíritu, y que
suelen apellidarse sentimientos. Las pasiones son las mismas, sólo varían por
su forma, o más bien, por la graduación de intensidad y por el modo de
dirigirse a su objeto. Son entonces más delicadas, pero no menos temibles,
pues que esa misma delicadeza contribuye a que con más facilidad nos
seduzcan y extravíen.
Cuando la pasión se presenta en toda su deformidad y violencia,
sacudiendo brutalmente el espíritu y empeñándose en arrastrale por malos
caminos, el espíritu se precave contra el adversario, se prepara a luchar,
resultando tal vez que la misma impetuosidad del ataque provoca una heroica
defensa. Pero si la pasión depone sus maneras violentas, si se despoja, por
decirlo así, de sus groseras vestiduras, cubriéndose con el manto de la razón,

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si sus gestiones se llaman conocimiento y sus inclinaciones voluntad,
ilustrada pero decidida, entonces toma por traición una plaza que no hubiera
tomado por asalto.

§ XXIX

Ejemplo: la venganza bajo dos formas

Un hombre que ha irrogado una ofensa está con una pretensión en cuyo
éxito puede influir decisivamente el ofendido. Tan pronto como éste lo sabe,
recuerda la ofensa recibida; el resentimiento se despierta en su corazón, al
resentimiento sucede la cólera y la cólera engendra un vivo deseo de
venganza. ¿Y por qué dejará de vengarse? ¿No se le ofrece ahora una
excelente oportunidad? ¿No será para él un placer el presenciar la
desesperación de su adversario burlado en sus esperanzas y quizá sumido en
la obscuridad, en la desgracia, en la miseria? «Véngate, véngate —le dice en
alta voz su corazón—, véngate, y que él sepa que te has vengado; dáñale, ya
que él te dañó; humíllale, ya que él te humilló; goza tú el cruel pero vivo
placer de su desgracia, ya que él se gozó en la tuya. La víctima está en tus
manos, no la sueltes, cébate en ella, sacia en ella tu sed de venganza. Tiene
hijos y perecerán…, no importa…, que perezcan; tiene padres y morirán de
pesar…, no importa…, que mueran, así será herido en más puntos su infame
corazón, así sangrará con más abundancia, así no habrá consuelo para él, así
se llenará la medida de su aflicción, así derramarás en su villano pecho toda la
hiel y amargura que él un día derramara en el tuyo. Véngate, véngate; ríete de
una generosidad que él no practicó contigo, no tengas piedad de quien no la
tuvo de ti; él es indigno de tus favores, indigno de compasión, indigno de
perdón; véngate, véngate».
Así habla el odio exaltado por la ira; pero este lenguaje es demasiado duro
y cruel para no ofender a un corazón generoso. Tanta crueldad despierta un
sentimiento contrario: «Este comportamiento sería innoble, sería infame —se
dice el hombre a sí mismo—; esto repugna hasta el amor propio. Pues qué,
¿yo he de gozarme en el abatimiento, en el perpetuo infortunio de una
familia? ¿No sería para mí un remordimiento inextinguible la memoria de que
con mis manejos he sumido en la miseria a sus hijos inocentes y hundido en el
sepulcro a sus ancianos padres? Esto no lo puedo hacer, esto no lo haré, es
más honroso no vengarme; sepa mi adversario que si él fue bajo, yo soy

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noble; si él fue inhumano, yo soy generoso; no quiero buscar otra venganza
que la de triunfar de él a fuerza de generosidad; cuando su mirada se
encuentre con mi mirada sus ojos se abatirán, el rubor encenderá sus mejillas,
su corazón sentirá un remordimiento y me hará justicia».
El espíritu de venganza ha sucumbido por su imprudencia; lo quería todo,
lo exigía todo, y con urgencia, con imperiosidad, sin consideraciones de
ninguna clase, y el corazón se ha ofendido de semejante desmán, ha creído
que se trataba de envilecerle, ha llamado en su auxilio a los sentimientos
nobles, que han acudido presto y han decidido la victoria en favor de la razón.
Otro quizá hubiera sido el resultado si el espíritu de venganza hubiese tomado
otra forma menos dura, si cubriendo su faz con mentida máscara no hubiese
mostrado sus facciones feroces. No debía dar destemplados gritos, aullidos
horribles; era menester que envuelto y replegado en el seno más oculto del
corazón hubiese destilado desde allí su veneno mortal. «Por cierto —debía
decir— que el ofensor no es nada digno de obtener lo que pretende, y sólo por
este motivo conviene oponerse a que lo obtenga, hizo una injuria, es verdad;
pero ahora no es ocasión de acordarse de ella. No ha de ser el resentimiento
quien presida a tu conducta, sino la razón, el deseo de que una cosa de tanta
entidad no vaya a parar a malas manos. El pretendiente no carece de algunas
buenas disposiciones para el desempeño; ¿por qué no hacerle justicia? Pero,
en cambio, adolece de defectos imperdonables. La ofensa que te hizo a ti lo
manifiesta bien; de ella no debes acordarte para la venganza, pero si para
formar un juicio acertado. Sientes un secreto y vivo placer en contrariarle, en
abatirle, en perderle; mas este sentimiento no te domina, sólo te impulsa el
deseo del bien; y en verdad que si no mediase otro motivo que el
resentimiento no opondrías ningún obstáculo a sus designios. Hasta quizá
harías el sacrificio de favorecerle, y en verdad que sería doloroso, muy
doloroso, pero quizá te resignarías a ello. Mas no te hallas en este caso;
afortunadamente, la razón, la prudencia, la justicia están de acuerdo con las
inclinaciones de tu corazón, y, bien considerado, ni las atiendes siquiera;
experimentas un placer en dañar a tu enemigo, mas este placer es una
expansión natural que tú no alcanzas a destruir, pero que tienes bastante sujeta
para no dejarla que te domine. No hay inconveniente, pues, en tomar las
providencias oportunas. Lo que importa es proceder con calma para que vean
todos que no hay parcialidad, que no hay odio, que no hay espíritu de
venganza, que usas de un derecho y hasta obedeces a un deber». La venganza
impetuosa, violenta, francamente injusta, no ha podido alcanzar un triunfo

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que ha obtenido sin dificultad la venganza pacífica, insidiosa, disfrazada
hipócritamente con el velo de la razón, de la justicia, del deber.
Por este motivo es tan temible la venganza cuando obra en nombre del
celo por la justicia. Cuando el corazón, poseído del odio, llega a engañarse a
sí mismo, creyendo obrar a impulsos del buen deseo, quizá de la misma
caridad, se halla como sujeto a la fascinación de un reptil a quien no ve y cuya
existencia ni aun sospecha. Entonces la envidia destroza las reputaciones más
puras y esclarecidas, el rencor persigue inexorable la venganza se goza en las
convulsiones y congojas de la infortunada víctima, haciéndole agotar hasta las
heces el dolor y la amargura. El insigne protomártir brillaba por sus eminentes
virtudes y aterraba a los judíos con su elocuencia divina. ¿Qué nombre creéis
que tomarán la envidia y la venganza, que les seca los corazones y hace
rechinar sus dientes? ¿Creéis que se apellidarán con el nombre que les es
propio? No, de ninguna manera. Aquellos hombres dan un grito como llenos
de escándalo, se tapan los oídos y sacrifican al inocente Diácono en nombre
de Dios. El Salvador del mundo admira a cuantos le oyen con la divina
hermosura de su moral, con el maravilloso raudal de sabiduría y de amor que
fluye de sus labios augustos; los pueblos se agolpan para verle y él pasa
haciendo bien; afable con los pequeños, compasivo con los desgraciados,
indulgente con los culpables, derrama a manos llenas los tesoros de su
omnipotencia y de su amor; sólo pronuncia palabras de dulzura y perdón;
diríase que reserva el lenguaje de una indignación santa y terrible para
confundir a los hipócritas. Estos han encontrado en él una mirada majestuosa
y severa y ellos la han correspondido con una mirada de víbora. La envidia les
destroza el corazón, sienten una abrasadora sed de venganza. Pero ¿obrarán,
hablarán como vengativos? No, este hombre es un blasfemo, dirán; seduce las
turbas, es enemigo del César; la fidelidad, pues, la tranquilidad pública, la
religión exigen que se le quite de en medio, y se aceptará la traición de un
discípulo, y el inocente Cordero será llevado a los tribunales y será
interrogado, y al responder palabras de verdad, el príncipe de los sacerdotes
se sentirá devorado de celo y rasgará sus vestiduras y dirá: Blasfemó, y los
circunstantes dirán: «Es reo de muerte».

§ XL

Precauciones

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Jamás el hombre medita demasiado sobre los secretos de su corazón,
jamás despliega demasiada vigilancia para guardar las mil puertas por donde
se introduce la iniquidad, jamás se precave contra las innumerables
asechanzas con que él se combate a sí propio. No son las pasiones tan
temibles cuando se presentan como son en sí, dirigiéndose abiertamente a su
objeto, y atropellando con impetuosidad cuanto se les pone delante. En tal
caso, por poco que se conserve en el espíritu el amor de la virtud, si el hombre
no ha llegado todavía hasta el fondo de la corrupción o de la perversidad,
siente levantarse en su alma un grito de espanto e indignación tan pronto
como se le ofrece el vicio con su aspecto asqueroso; pero ¿qué peligros no
corre si, trocados los hombres y cambiados los trajes, todo se le ofrece
disfrazado, trastornado?; ¿si sus ojos miran al través de engañosos prismas,
que pintan con galanos colores y apacibles formas la negrura y la
monstruosidad? Los mayores peligros de un corazón puro no están en el
brutal aliciente de las pasiones groseras, sino en aquellos sentimientos que
encantan por su delicadeza y seducen con su ternura; el miedo no entra en las
almas nobles sino con el dictado de prudencia; la codicia no se introduce en
los pechos generosos sino con el título de economía previsora; el orgullo se
cobija bajo la sombra del amor de la propia dignidad y del respeto debido a la
posición que se ocupa; la vanidad se proporciona sus pequeños goces
engañando al vanidoso con la urgente necesidad de conocer el juicio de los
demás para aprovecharse de la crítica; la venganza, se disfraza con el manto
de la justicia; el furor se apellida santa indignación; la pereza invoca en su
auxilio la necesidad del descanso, y la roedora envidia, al destrozar
reputaciones, al empeñarse en ofuscar con su aliento impuro los resplandores
de un mérito eminente, habla de amor a la verdad, de imparcialidad, de lo
mucho que conviene precaverse contra una admiración ignorante o un
entusiasmo infantil.

§ XLI

Hipocresía del hombre consigo mismo

El hombre emplea la hipocresía para engañarse a sí mismo, acaso más que


para engañar a los otros. Rara vez se da a sí propio exacta cuenta del móvil de
sus acciones, y por esto aun en las virtudes más acendradas hay algo de
escoria. El oro enteramente puro no se obtiene sino con el crisol de un

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perfecto amor divino, y este amor, en toda su perfección, está reservado para
las regiones celestiales. Mientras vivimos aquí en la tierra llevamos en
nuestro corazón un germen maligno que o mata, o enflaquece, o deslustra las
acciones virtuosas, y no es poco si se llega a evitar que ese germen se
desarrolle y nos pierda. Pero, a pesar de tamaña debilidad, no deja de brillar
en el fondo de nuestra alma aquella luz inextinguible, encendida en ella por la
mano del Criador, y esa luz nos hace distinguir entre el bien y el mal,
sirviéndonos de guía en nuestros pasos y de remordimiento en nuestros
extravíos. Por esta causa nos esforzamos a engañarnos a nosotros mismos
para no ponernos en contradicción demasiado patente con el dictamen de la
conciencia; nos tapamos los oídos para no oír lo que ella nos dice, cerramos
los ojos para no ver lo que ella nos muestra, procuramos hacernos la ilusión
de que el principio que nos inculca no es aplicable al caso presente. Para esto
sirven lastimosamente las pasiones, sugiriéndonos insidiosamente discursos
sofísticos. Cuéstale mucho al hombre parecer malo ni a sus propios ojos; no
se atreve, se hace hipócrita.

§ XLII

El conocimiento de sí mismo

El defecto indicado en el párrafo anterior tiene diferente carácter en las


diferentes personas, por cuyo motivo conviene sobremanera no perder jamás
de vista aquella regla de los antiguos tan profundamente sabia: Conócete a ti
mismo; Nosce te ipsum. Si bien hay ciertas cualidades comunes a todos los
hombres, éstas toman un carácter particular en cada uno de ellos; cada cual
tiene, por decirlo así, un resorte que conviene conocer y saber manejar. Este
resorte es necesario descubrir cuál es en los demás para acertar a conducirse
bien con ellos; pero es más necesario todavía descubrirle cada cual en sí
mismo. Porque allí suele estar el secreto de las grandes cosas, así buenas
como malas, a causa de que ese resorte no es más que una propensión fuerte
que llega a dominar a las demás, subordinándolas todas a un objeto. De esta
pasión dominante se resienten todas las otras; ella se mezcla en todos los
actos de la vida, ella constituye lo que se llama el carácter.

§ XLIII

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El hombre huye de sí mismo

Si no tuviésemos la funesta inclinación de huir de nosotros mismos, si la


contemplación de nuestro interior no nos repugnase en tal grado, no nos sería
difícil descubrir cuál es la pasión que en nosotros predomina.
Desgraciadamente, de nadie huimos tanto como de nosotros mismos, nada
estudiamos menos que lo que tenemos más inmediato y que más nos interesa.
La generalidad de los hombres descienden al sepulcro no sólo sin haberse
conocido a sí propios, sino también sin haberlo intentado. Debiéramos tener
continuamente la vista fija sobre nuestro corazón para conocer sus
inclinaciones, penetrar sus secretos, refrenar sus ímpetus, corregir sus vicios,
evitar sus extravíos; debiéramos vivir con esa vida íntima en que el hombre se
da cuenta de sus pensamientos y afectos y no se pone en relación con los
objetos exteriores sino después de haber consultado su razón y dado a su
voluntad la dirección conveniente. Mas esto no se hace; el hombre se
abalanza, se pega a los objetos que le incitan, viviendo tan sólo con esa vida
exterior que no le deja tiempo para pensar en sí mismo. Vense entendimientos
claros, corazones bellísimos, que no guardan para sí ninguna de las
preciosidades con que los ha enriquecido el Criador, que derraman, por
decirlo así, en calles y plazas el aroma exquisito que, guardado en el fondo de
su interior, podría servirles de confortación y regalo.
Se refiere de Pascal que, habiéndose dedicado con grande ahínco a las
matemáticas y ciencias naturales, se cansó de dicho estudio a causa de hallar
pocas personas con quienes conversar sobre el objeto de sus ocupaciones
favoritas. Deseoso de encontrar una materia que no tuviera este
inconveniente, se dedicó al estudio del hombre; pero bien pronto conoció, por
experiencia, que los que se ocupaban en estudiar al hombre eran todavía en
menor número que los aficionados a las matemáticas. Esto se verifica ahora
como en tiempo de Pascal; hasta observar al común de los hombres para echar
de ver cuán pocos son los que gustan de semejante tare, mayormente
tratándose de sí mismos.

§ XLIV

Buenos resultados del reflexionar sobre las pasiones

Cuando se ha adquirido el hábito de reflexionar sobre las inclinaciones


propias, distinguiendo el carácter y la intensidad de cada una de ellas, aun

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cuando arrastren una que otra vez al espíritu, no lo hacen sin que éste conozca
la violencia. Ciegan quizá el entendimiento, pero esta ceguera no se oculta del
todo al que la padece; se dice a sí mismo: «Crees que ves, mas en realidad no
ves; estás ciego». Pero si el hombre no fija nunca su mirada en su interior, si
obra según le impelen las pasiones, sin cuidarse de averiguar de dónde nace el
impulso, para él llegan a ser una misma cosa pasión y voluntad, dictamen del
entendimiento e instinto de las pasiones. Así la razón no es señora, sino
esclava; en vez de dirigir, moderar y corregir con sus consejos y mandatos las
inclinaciones del corazón, se ve reducida a vil instrumento de ellas y obligada
a emplear todos los recursos de su sagacidad para proporcionarles goces que
las satisfagan.

§ XLV

Sabiduría de la religión cristiana en la dirección de la conducta

La religión cristiana, al llevarnos a esa vida moral, íntima, reflexiva sobre


nuestras inclinaciones, ha hecho una obra altamente conforme a la más sana
filosofía y que descubre un profundo conocimiento del corazón humano. La
experiencia enseña que lo que le falta al hombre para obrar bien no es
conocimiento especulativo y general, sino práctico, detallado, con aplicación
a todos los actos de la vida. ¿Quién no sabe y no repite mil veces que las
pasiones nos extravían y nos pierden? La dificultad no está en eso, sino en
saber cuál es la pasión que influye en este o aquel caso, cuál es la que por lo
común predomina en las acciones, bajo qué forma, bajo qué disfraz se
presenta al espíritu y de qué modo se deben rechazar sus ataques o precaver
sus estratagemas. Y todo esto no como quiera, sino con un conocimiento
claro, vivo y que, por tanto, se ofrezca naturalmente al entendimiento siempre
que se haya de tomar alguna resolución, aun en los negocios más comunes.
La diferencia que en las ciencias especulativas media entre un hombre
vulgar y otro sobresaliente no consiste a menudo sino en que éste conoce con
claridad, distinción y exactitud lo que aquél sólo conoce de una manera
inexacta, confusa y obscura; no consiste en el número de las ideas, sino en la
calidad; nada dice éste sobre un punto, de que también no tenga noticia aquél;
ambos miran al mismo objeto, sólo que la vista del uno es mucho más
perfecta que la del otro. Lo propio sucede en lo relativo a la práctica.
Hombres profundamente inmorales hablarán de la moral de tal suerte que

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manifiesten no desconocer sus reglas; pero estas reglas las saben ellos en
general, sin haberse cuidado de hacer aplicaciones, sin haber reparado en los
obstáculos que impiden el ponerlas en planta en tal o cual ocasión, sin que se
les ocurran de una manera clara y viva cuando se ofrece oportunidad de hacer
uso de ellas. Quien está en posesión de su entendimiento, de la voluntad, del
hombre entero, son las pasiones; estas reglas morales las conservan, por
decirlo así, archivadas en lo más recóndito de su conciencia; ni aun gustan de
mirarlas como objeto de curiosidad, temerosos de encontrar en ellas el gusano
del remordimiento. Por el contrario, cuando la virtud está arraigada en el
alma, las reglas morales llegan a ser una idea familiar que acompaña todos los
pensamientos y acciones, que se aviva y se agita al menor peligro, que impera
y apremia antes de obrar, que remuerde incesantemente si se la ha
desatendido. La virtud causa esa continua presencia intelectual de las reglas
morales, y esta presencia, a su vez, contribuye a fortalecer la virtud; así es que
la religión no cesa de inculcarlas, segura de que son preciosa semilla, que
tarde o temprano dará algún fruto.

§ XLVI

Los sentimientos morales auxilian la virtud

En ayuda de las ideas morales vienen los sentimientos, que también los
hay morales, y poderosos, y bellísimos; porque Dios, al permitir que sacudan
y conturben nuestro espíritu violentas y aciagas tempestades, también ha
querido proporcionarnos el blando mecimiento de céfiros apacibles. El hábito
de atender a las reglas morales y de obedecer sus prescripciones desenvuelve
y aviva estos sentimientos; y entonces el hombre, para seguir el camino de la
virtud, combate las inclinaciones malas con las inclinaciones buenas; las
luchas no son de tanto peligro y, sobre todo, no son tan dolorosas; porque un
sentimiento lucha con otro sentimiento; lo que se padece con el sacrificio del
uno se compensa con el placer causado por el triunfo del otro, y no hay
aquellos sufrimientos desgarradores que se experimentan cuando la razón
pelea con el corazón enteramente sola.
Ese desarrollo de los sentimientos morales, ese llamar en auxilio de la
virtud las mismas pasiones es un recurso poderoso para obrar bien e ilustrar el
entendimiento cuando le ofuscan otras pasiones. Hay en esta oposición mucha
variedad de combinaciones, que dan excelentes resultados. El amor de los

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placeres se neutraliza con el amor de la propia dignidad; el exceso del orgullo
se templa con el temor de hacerse aborrecible; la vanidad se modera por el
miedo al ridículo; la pereza se estimula con el deseo de la gloria; la ira se
enfrena por no parecer descompuesto; la sed de venganza se mitiga o extingue
con la dicha y la honra que resultan de ser generoso. Con esta combinación,
con la sagaz oposición de los sentimientos buenos a los sentimientos malos,
se debilitan suave y eficazmente muchos de los gérmenes de mal que abriga el
corazón humano, y el hombre es virtuoso sin dejar de ser sensible.

§ XLVII

Una regla para los juicios prácticos

Conocido el principal resorte del propio corazón, y desarrollados tanto


como sea posible los sentimientos generosos y morales, es necesario saber
cómo se ha de dirigir el entendimiento para que acierte en sus juicios
prácticos.
La primera regla que se ha de tener presente es no juzgar ni deliberar con
respecto a ningún objeto mientras el espíritu está bajo la influencia de una
pasión relativa al mismo objeto. ¡Cuán ofensivo no parece un hecho, una
palabra, un gesto que acaba de irritar! «La intención del ofensor —se dice a sí
mismo el ofendido— no podía ser más maligna; se ha propuesto no sólo
dañar, sino ultrajar; los circunstantes deben de estar escandalizados; si no se
tomase una pronta y completa venganza, la sonrisa burlona que asomaba a los
labios de todos se convertiría irremisiblemente en profundo desprecio por
quien ha tolerado que de tal modo se le cubriera de afrentosa ignominia. Es
preciso no ser descompuesto, es verdad; pero ¿hay acaso mayor
descompostura que el abandono del honor?; es necesario tener prudencia;
pero esta prudencia, ¿debe llegar hasta el punto de dejarse pisotear por
cualquiera?». ¿Quién hace este discurso? ¿Es la razón? No, ciertamente; es la
ira. Pero la ira, se dirá, no discurre tanto. Sí, discurre; porque toma a su
servicio al entendimiento y éste le proporciona todo lo que necesita. Y en este
servicio no deja de auxiliarle a su vez la misma ira; porque las pasiones, en
sus momentos de exaltación, fecundizan admirablemente el ingenio con las
inspiraciones que les convienen.
¿Queremos una prueba de que quien así discurría y hablaba no era la
razón, sino la ira? Hela aquí evidente. Si en lo que piensa el hombre

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encolerizado hubiese algo de verdad no la desconocerían del todo los
circunstantes. Tampoco carecen ellos de sentimientos de honor; también
estiman en mucho su propia dignidad; saben distinguir entre una palabra
dicha con designio de zaherir y otra escapada sin intención ofensiva, y, sin
embargo, ellos no ven nada de lo que el encolerizado ve con tan claridad; y si
se sonríen, esa sonrisa es causada no por la humillación que él se imagina
haber sufrido, sino por esa terrible explosión de furor que no tiene motivo
alguno. Más todavía: no es necesario acudir a los circunstantes para encontrar
la verdad; basta apoyar al mismo encolerizado cuando haya desaparecido la
ira. ¿Juzgará entonces como ahora? Es bien seguro que no; él será tal vez el
primero que se reirá de su enojo y que pedirá se le disimule su arrebato.

§ XLVIII

Otra regla

De estas observaciones nace otra regla, y es que al sentirnos bajo la


influencia de una pasión hemos de hacer un esfuerzo para suponernos, por un
momento siquiera, en el estado en que su influencia no exista. Una reflexión
semejante, por más rápida que sea, contribuye mucho a calmar la pasión y a
excitar en el ánimo ideas diferentes de las sugeridas por la inclinación ciega.
La fuerza de las pasiones se quebranta desde el momento que se encuentra en
oposición con un pensamiento que se agita en la cabeza; el secreto de su
victoria suele consistir en apagar todos los contrarios a ellas y avivar los
favorables. Pero tan pronto como la atención se ha dirigido hacia otro orden
de ideas viene la comparación y, por consiguiente, cesa el exclusivismo.
Entretanto, se desenvuelven otras fuerzas intelectuales y morales no
subordinadas a la pasión, y ésta pierde de su primitiva energía por haber de
compartir con otras facultades la vida que antes disfrutara sola.
Aconseja estos medios no sólo la experiencia de su buen resultado, sino
también una razón fundada en la naturaleza de nuestra organización. Las
facultades intelectuales y morales nunca se ejercitan sin que funcionen
algunos de los órganos materiales. Ahora bien: entre los órganos corpóreos
está distribuida una cierta cantidad de fuerzas vitales de que disfrutan
alternativamente en mayor o menor proporción y, por consiguiente, con
decremento en los unos cuando hay incremento en los otros. De lo que resulta
que ha de producir un efecto saludable el esforzarse en poner en acción los

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órganos de la inteligencia en contraposición con los de las pasiones y que la
energía de éstas ha de menguar a medida que ejerzan sus funciones los
órganos de la inteligencia.
Pero es de advertir que este fenómeno se verificará dirigiendo la atención
de la inteligencia en un sentido contrario al de las pasiones, la que se obtiene
trasladándola por un momento al orden de ideas que tendrá cuando no esté
bajo un influjo apasionado; pues que si, por el contrario, la inteligencia se
dirige a favorecer la pasión, entonces ésta se fomenta más y más con el
auxilio; y lo que pudiese perder en energía, por decirlo así, puramente
orgánica, lo recobra en energía moral, en la mayor abundancia de recursos
para alcanzar el objeto y en esa especie de billete de indemnidad con que se
cree libre de acusaciones cuando ve que el entendimiento, lejos de combatirla,
la apoya.
Este trabajo sobre las pasiones no es una mera teoría; cualquiera puede
convencerse por sí mismo de que es muy practicable y de que se sienten sus
buenos efectos tan pronto como se le aplica. Es verdad que no siempre se
acierta en el medio más a propósito para ahogar, templar o dirigir la pasión
levantada, o que, aun encontrado, no se le emplea como es debido; pero la
sola costumbre de buscarle basta para que el hombre esté más sobre sí, no se
abandone con demasiada facilidad a los primeros movimientos y tenga en sus
juicios prácticos un criterio que falta a los que proceden de otra manera.

§ XLIX

El hombre riéndose de sí mismo

Cuando el hombre se acostumbra a observar mucho sus pasiones hasta


llega a emplear en su interior el ridículo contra sí mismo; el ridículo, esa sal
que se encuentra en el corazón y en el labio de los mortales como uno de
tantos preservativos contra la corrupción intelectual y moral; el ridículo, que
no sólo se emplea con fruto con los demás, sino también contra nosotros
mismos, viendo nuestros defectos por el lado que se prestan a la sátira. El
hombre se dice entonces a sí propio lo que decirle pudieran los demás; asiste
a la escena que se representarla si el lance cayera en manos de un adversario
de chiste y buen humor. Que contra otro se emplea también en cierto modo la
sátira, cuando la empleamos contra nosotros mismos; porque, si bien se
observa, hay en nuestro interior dos hombres que disputan, que luchan, que no

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están nunca en paz, y así como el hombre inteligente, moral, previsor, emplea
contra el torpe, el inmoral, el ciego, la firmeza de la voluntad y el imperio de
la razón, así también, a veces, le combate y le humilla con los punzantes
dardos de la sátira. Sátira que puede ser tanto más graciosa y libre cuanto
carece de testigos, no hiere la reputación, nada hace perder en la opinión de
los demás, pues que no llega a ser expresada con palabras, y la sonrisa
burlona que hace asomar a los labios se extingue en el momento de nacer.
Un pensamiento de esta clase, ocurriendo en la agitación causada por las
pasiones, produce un efecto semejante al de una palabra juiciosa, incisiva y
penetrante, lanzada en medio de una asamblea turbulenta. ¡Cuántas veces se
nota que una mirada expresiva cambia el estado del espíritu de uno de los
circunstantes, moderando o ahogando una pasión enardecida! ¿Y qué ha
expresado aquella mirada? Nada más que un recuerdo del decoro, una
consideración al lugar o a las personas, una reconvención amistosa, una
delicada ironía; nada más que una apelación al buen sentido del mismo que
era juguete de la pasión, y esto ha sido suficiente para que la pasión se
amortiguase. El efecto que otro nos produce, ¿por qué no podríamos
producírnoslo nosotros mismos, si no con igualdad, al menos con
aproximación?

§L

Perpetua niñez del hombre

Poco basta para extraviar al hombre, pero tampoco se necesita mucho para
corregirle algunos defectos. Es más débil que malo, dista mucho de aquella
terquedad satánica que no se aparta jamás del mal una vez abrazado; por el
contrario, tanto el bien como el mal los abraza y los abandona con suma
facilidad. Es niño hasta la vejez; preséntase a los demás con toda la seriedad
posible; mas en el fondo se encuentra a sí propio pueril en muchas cosas y se
avergüenza. Se ha dicho que ningún grande hombre le parecía grande a su
ayuda de cámara; esto encierra mucha verdad. Y es que, visto el hombre de
cerca, se descubren las pequeñeces que le rebajan. Pero más cosas sabe él de
sí mismo que su ayuda de cámara, y por esto es todavía menos grande a sus
propios ojos; por esto, aun en sus mejores años, necesita cubrir con un velo la
puerilidad que se abriga en su corazón.

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Los niños ríen y juguetean y retozan, y luego gimen y rabian y lloran, sin
saber muchos veces por qué; ¿no hace lo mismo, a su modo, el adulto? Los
niños ceden a un impulso de su organización, al buen o mal estado de su
salud, a la disposición atmosférica, que los afecta agradable o
desagradablemente; en desapareciendo estas causas, se cambia el estado de
sus espíritus; no se acuerdan del momento anterior ni piensan en el venidero;
sólo se rigen por la impresión que actualmente experimentan. ¿No hace esto
mismo millares de veces el hombre más serio, más grave y sesudo?

§ LI

Mudanza de D. Nicasio en breves horas

Don Nicasio es un varón de edad provecta, de juicio sosegado y maduro,


lleno de conocimientos, de experiencia, y que rara vez se deja llevar de la
impresión del momento. Todo lo pesa en la balanza de una sana razón, y en
este peso no consiente que influyan por un adarme las pasiones de ningún
género. Se le habla de una empresa de mucha gravedad, para la cual se cuenta
con su práctica de mundo y su inteligencia particular en aquella clase de
negocios. Don Nicasio está a disposición del proponente; no tiene ninguna
dificultad en entrar de lleno en la empresa y hasta en comprometer en ella una
parte de su fortuna. Está bien seguro de no perderla; si hay obstáculos, no le
dan cuidado; él sabe el modo de removerlos; si hay rivales poderosos, a D.
Nicasio no le hacen mella. Otras hazañas de más monta ha llevado a cabo;
negocios mucho más espinosos ha tenido que manejar; más poderosos rivales
ha tenido que vencer. Embebido en la idea que le halaga, se expresa con
facilidad y rapidez, gesticula con viveza, su mirada es sumamente expresiva,
su fisonomía juvenil diríase que ha vuelto a sus veinticinco abriles si algunas
canas, asomando por un lado del postizo, no revelasen traidoramente los
trofeos de los años.
El negocio está concluido; faltan algunos pormenores; quedáis emplazado
para redondearlos en otra entrevista. ¿Mañana? No, señor; nada de dilaciones,
no las consiente la actividad de D. Nicasio; es preciso acabar con todo hoy
mismo, por la tarde. Don Nicasio, se ha retirado a su casa, y ni a su persona,
ni a su familia, ni a ninguna de sus cosas ha ocurrido ningún accidente
desagradable.

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Es la hora señalada; acudís con puntualidad, y os halláis en presencia del
héroe de la mañana. Don Nicasio está algo descompuesto en su vestido,
merced a un calor que le ahoga. Medio tendido en el sofá os devuelve el
saludo con un esfuerzo afectuoso, pero con evidentes señales de fastidiosa
laxitud.
—Vamos a ver, Sr. D. Nicasio, si quedamos convenidos definitivamente.
—Tiempo tenemos de hablar… —contesta D. Nicasio; y su fisonomía se
contrae con muestras de tedio.
—Como usted me ha citado para esta tarde…
—Sí; pero…
—Como usted guste.
—Ya se ve; pero es menester pensarlo mucho; ¡qué sé yo!…
—Lo que es dificultades conozco que hay; sólo que viéndole a usted tan
animoso esta mañana, lo confieso, todo se me hacía ya camino llano.
—Animoso, y lo estoy aún…; pero, sin embargo, sin embargo, conviene
no llevar demasiada prisa… En fin, ya hablaremos —añade con expresión de
quien desea que no le comprometan.
Don Nicasio es otro, expresa lo que siente; nada de la audacia, de la
actividad de la mañana; nada de los proyectos tan fáciles de ejecutar; entonces
los obstáculos importaban poco, ahora son casi insuperables; los rivales no
significaban nada, ahora son invencibles. ¿Qué ha sucedido? ¿Le han dado a
D. Nicasio otras noticias? No ha visto a nadie. ¿Ha meditado sobre el
negocio? No se había acordado más de él. ¿Qué ha sucedido, pues, para
causar tamaña revolución en su espíritu, alterando su modo de ver las cosas y
quebrantando tan lastimosamente sus ímpetus juveniles? Nada; la explicación
del fenómeno es muy sencilla; no busquéis grandes causas, son muy
pequeñas. En primer lugar, ahora hace un calor atroz, lo que por cierto, dista
mucho del oreo de una fresca brisa como sucedía por la mañana; D. Nicasio
está sumamente abatido, la hora es pesada, el cielo se encapota y parece
amenaza tempestad. La comida era además algo indigesta; el sueño de la
siesta ha sido demasiado breve y no sin alguna pesadilla. ¿Se quiere más?
¿No son estos motivos bastante poderosos para trastornar el espíritu de un
hombre grave y modificar sus opiniones? A pesar de todas las citas, ¿quién os
ha llevado a su casa bajo una constelación tan infausta?
Tal es el hombre; la menor cosa le desconcierta, le hace otro. Unido su
espíritu a un cuerpo sujeto a mil impresiones diferentes, que se suceden con
tanta rapidez y se reciben con igual facilidad que los movimientos de la hoja
de un árbol, participa en cierto modo de esa inconsciencia y variedad,

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trasladando con harta frecuencia a los objetos las mudanzas que sólo él ha
experimentado.

§ LII

Los sentimientos, por sí solos, son mala regla de conducta

Lo dicho manifiesta la imposibilidad de dirigir la conducta del hombre por


sólo el sentimiento; y la literatura de nuestra época, que tan poco se ocupa de
comunicar ideas de razón y de moral y que, al parecer, no se propone sino
excitar sentimientos, olvida la naturaleza del hombre y causa un mal de
inmensa trascendencia.
El entregar al hombre a merced del solo sentimiento es arrojar un navío
sin piloto en medio de las olas. Esto equivale a proclamar la infalibilidad de
las pasiones a decir: «Obra siempre por instinto, obedeciendo ciegamente a
todos los movimientos de tu corazón»; esto equivale a despojar al hombre de
su entendimiento, de su libre albedrío, a convertirle en simple instrumento de
su sensibilidad.
Se ha dicho que los grandes pensamientos salen del corazón; también
pudiera añadirse que del corazón salen grandes errores, grandes delirios,
grandes extravagancias, grandes crímenes. Del corazón sale todo; es un arpa
soberbia que despide toda clase de sonidos, desde el horrendo estrépito de las
cavernas infernales hasta la más delicada armonía de las regiones celestes.
El hombre que no tiene más guía que su corazón es el juguete de mil
inclinaciones diversas y a menudo contradictorias; una ligerísima pluma, en
medio de una campiña donde reinan los vientos, ¿no lleva las direcciones más
variadas e irregulares? ¿Quién es capaz de contar ni clasificar la infinidad de
sentimientos que se suceden en nuestro pecho en brevísimas horas? ¿Quién no
ha reparado en la asombrosa facilidad con que se basa de la viva afición a un
trabajo, a una repugnancia casi insuperable? ¿Quién no ha sentido simpatía o
antipatía a la simple presencia de una persona, sin que pueda señalarse
ninguna razón de ella y sin que los hechos ofrezcan en lo sucesivo motivo
alguno que justifique aquella impresión? ¿Quién no se ha admirado repetidas
veces de encontrarse transformado en pocos instantes, pasando del brío al
abatimiento, de la osadía a la timidez, o viceversa, sin que hubiese mediado
ninguna causa ostensible? ¿Quién ignora las mudanzas que los sentimientos
sufren con la edad, con la diferencia de estado, de posición social, de

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relaciones familiares, de salud, de clima, de estación; de atmósfera? Todo
cuanto afecta a nuestras ideas, nuestros sentidos; nuestro cuerpo, de cualquier
modo que sea, todo modifica nuestros sentimientos; y de aquí la asombrosa
inconstancia que se nota en los que se abandonan a todos los impulsos de las
pasiones; de aquí esa volubilidad de las organizaciones demasiado sensibles si
no han hecho grandes esfuerzos para dominarse.
Las pasiones han sido dadas al hombre como medios para despertarle y
ponerle en movimiento, como instrumentos para servirle en sus acciones; mas
no como directoras de su espíritu, no como guías de su conducta. Se dice a
veces que el corazón no engaña; ¡lamentable error! ¿Qué es nuestra vida sino
un tejido de ilusiones con que el corazón nos engaña? Si alguna vez
acertamos, entregándonos ciegamente a lo que él nos inspira, ¡cuántas y
cuántas nos hace extraviar! ¿Sabéis por qué se atribuye al corazón ese acierto
instintivo? Porque nos llama extremadamente la atención uno de sus aciertos
cuando nos consta que son tantos sus desaciertos; porque nos causa extraña
sorpresa el verle adivinar en medio de su ceguera cuando son tantas las veces
que le encontramos desatinado. Por esto recordamos su acierto excepcional;
en gracia de éste le perdonamos todos sus yerros y le honramos con una
previsión y un tino que no posee ni puede poseer.
El fundar la moral sobre el sentimiento es destruirla; el arreglar su
conducta a las inspiraciones del sentimiento es condenarse a no seguir
ninguna fija y a tenerla frecuentemente muy inmoral y funesta. La tendencia
de la literatura que actualmente está en boga en Francia, y que,
desgraciadamente, se introduce también en nuestra España, es divinizar las
pasiones; y las pasiones divinizadas son extravagancia, inmoralidad,
corrupción, crimen.

§ LIII

No impresiones sensibles, sino moral y razón

La conducta del hombre, así con respecto a lo moral como a lo útil, no


debe gobernarse por impresiones, sino por reglas constantes; en lo moral, por
las máximas de eterna verdad; en lo útil, por los consejos de la sana razón. El
hombre no es un Dios en quien todo se santifique por sólo hallarse en él; las
impresiones que recibe son modificaciones de su naturaleza, que en nada
alteran las leyes eternas; una cosa justa no pierde la justicia por serle

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desagradable; una cosa injusta, por serle agradable, no se lava de la injusticia.
El enemigo implacable que hunde el puñal vengador en las entrañas de su
víctima siente en su corazón un placer feroz, y su acción no deja de ser un
crimen; la hermana de la caridad que asiste al enfermo, que le alivia y
consuela, sufre más de una vez tormentos atroces, mas por esto su acción no
deja de ser heroicamente virtuosa.
Prescindiendo de lo moral y atendiendo a lo útil, es necesario tratar las
cosas con arreglo a lo que son, no a lo que nos afectan; la verdad no está
esencialmente en nuestras impresiones, sino en los objetos; cuando aquéllas
nos ponen en desacuerdo con éstos, nos extravían. El mundo real no es el
mundo de los poetas y novelistas; es preciso considerarle y tratarle tal como
es en sí, no sentimental, no fantástico, no soñador, sino positivo, práctico,
prosaico.

§ LIV

Un sentimiento bueno, la exageración lo hace malo

La religión no sofoca los sentimientos, sólo los modela y los dirige; la


prudencia no desecha el auxilio de las pasiones templadas, sólo se guarda de
su predominio. La armonía no se ha de producir en el hombre con el
simultáneo desarrollo de las pasiones, sino con su represión; el contrapeso de
las que se dejen funcionando no son sólo las otras pasiones, sino
principalmente la razón y la moral.
La oposición misma de las inclinaciones buenas a las malas deja de ser
saludable cuando en ella no preside como señor la razón; porque las
inclinaciones buenas no son buenas sino en cuanto la razón las dirige y
modera; abandonadas a sí mismas, se exageran, se hacen malas.
Un valiente está encargado de un puesto peligroso; el riesgo crece por
momentos; a su alrededor van cayendo sus camaradas; los enemigos se
aproximan cada vez más; apenas hay esperanza de sostenerse, y la orden para
retirarse no llega. El desaliento entra por un instante en el corazón del
valiente; ¿a qué morir sin ningún fruto? El deber de la disciplina y del honor,
¿se extenderá hasta un sacrificio inútil? ¿No sería mejor abandonar el puesto,
excusarse a los ojos del jefe con lo imperioso de la necesidad? «No —
responde su corazón generoso—; esto es cobardía que se cubre con el nombre

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de prudencia. ¿Qué dirán tus compañeros, qué tu jefe, qué cuantos te
conocen? ¿La ignominia o la muerte? Pues la muerte, sin vacilar, la muerte».
¿Se puede culpar esa reflexión con que el bravo oficial ha procurado
sostenerse a sí mismo contra la tentación de cobardía? Ese deseo del honor,
ese horror a la ignominia de pasar por cobarde, ¿no ha sido en él un
sentimiento? Pero un sentimiento noble, generoso, con cuya fuerza y
ascendiente se ha fortalecido contra la asechanza del miedo y ha cumplido su
deber. Esa pasión, pues, dirigida a un objeto bueno, ha producido un resultado
excelente, que tal vez sin ella no se hubiera conseguido; en aquellos
momentos críticos, terribles, en que el estruendo del cañón, la gritería del
enemigo cercano y los ayes de los camaradas moribundos comenzaban a
introducir el espanto en su pecho, la razón enteramente sola tal vez hubiera
sucumbido; pero ha llamado en su ayuda a una pasión más poderosa que el
temor de la muerte: el sentimiento del honor, la vergüenza de parecer
cobarde; y la razón ha triunfado, el deber se ha cumplido.
Llegada la orden de replegarse, el oficial se reúne a su cuerpo, habiendo
perdido en el puesto fatal a casi todos sus soldados. «Ya le teníamos a usted
por muerto —le dice chanceándose uno de sus amigos—; no se habrá usted
olvidado del parapeto». El oficial se cree ultrajado, pide con calor una
satisfacción, y a las pocas horas el burlón imprudente ha dejado de existir. El
mismo sentimiento que poco antes impulsara a una acción heroica acaba de
causar un asesinato. El honor, la vergüenza de pasar por cobarde, habían
sostenido al valiente hasta el punto de hacerle despreciar su vida; el honor, la
vergüenza de pasar por cobarde han teñido sus manos con la sangre de un
amigo imprudente. La pasión dirigida por la razón se elevó hasta el heroísmo;
entregada a su ímpetu ciego, se ha degradado hasta el crimen.
La emulación es un sentimiento poderoso, excelente preservativo contra la
pereza, contra la cobardía y contra cuantas pasiones se oponen al ejercicio útil
de nuestras facultades. De ella se aprovecha el maestro para estimular a los
alumnos; de ella se sirve el padre de familia para refrenar las malas
inclinaciones de alguno de sus hijos; de ella se vale un capitán para obtener de
sus subordinados constancia, valor, hazañas heroicas. El deseo de adelantar,
de cumplir con el deber, de llevar a cabo grandes empresas; el doloroso pesar
de no haber hecho de nuestra parte todo lo que podíamos y debíamos; el rubor
de vernos excedidos por aquellos a quienes hubiéramos podido superar son
sentimientos muy justos, muy nobles, excelentes para hacernos avanzar en el
camino del bien. En ellos no hay nada reprensible; ellos son el manantial de

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muchas acciones virtuosas, de resoluciones sublimes, de hazañas
sorprendentes.
Pero si ese mismo sentimiento se exagera, el néctar aromático, dulce,
confortador, se trueca en el humor mortífero que fluye de la boca de un reptil
ponzoñoso, la emulación se hace envidia. El sentimiento en el fondo es el
mismo, pero se ha llevado a un punto demasiado alto; el deseo de adelantar ha
pasado a ser una sed abrasadora; el pesar de verse superado es ya un rencor
contra el que supera; ya no hay aquella rivalidad que se hermanaba muy bien
con la amistad más íntima, que procuraba suavizar la humillación del vencido
prodigándole muestras de cariño y sinceras alabanzas por sus esfuerzos; que,
contenta con haber conquistado el lauro, le escondía para no lastimar el amor
propio de los demás; hay, sí, un verdadero despecho, hay una rabia no por la
falta de los adelantos propios, sino por la vista de los ajenos; hay un
verdadero odio al que se aventaja, hay un vivo anhelo por rebajar el mérito de
sus obras, hay maledicencia, hay el desdén con que se encubre un furor mal
comprimido, hay la sonrisa sardónica que apenas alcanza a disimular los
tormentos del alma.
Nada más conforme a razón que aquel sentimiento de la propia dignidad,
que se exalta santamente cuando las pasiones brutales excitan a una acción
vergonzosa; que recuerda al hombre lo sagrado de sus deberes y no le
consiente deshonrarse faltando a ellos; aquel sentimiento que le inspira la
actitud que le conviene tomar según la posición que ocupa; aquel sentimiento
que llena de majestad el semblante y modales del monarca; que da al rostro y
maneras de un pontífice santa gravedad y unción augusta; que brilla en la
mirada de fuego de un gran capitán y en su ademán resuelto, osado,
imponente; aquel sentimiento que a la dicha no le permite alegría
descompuesta ni al infortunio abatimiento innoble; que señala la oportunidad
de un prudente silencio o sugiere una palabra decorosa y firme; que deslinda
la afabilidad de la nimia familiaridad, la franqueza del abandono, la
naturalidad de los modales de una libertad grosera; aquel sentimiento, en fin,
que vigoriza al hombre sin endurecerle, que le suaviza sin relajarle, que le
hace flexible sin inconstancia y constante sin terquedad. Pero ese mismo
sentimiento, si no está moderado y dirigido por la razón, se hace orgullo; el
orgullo que hincha el corazón, enhiesta la frente, da a la fisonomía un aspecto
ofensivo y a los modales una afectación entre irritante y ridícula; el orgullo
que desvanece, que imposibilita para adelantar, que se suscita a sí propio
obstáculos en la ejecución, que inspira grandes maldades, que provoca el
aborrecimiento y el desprecio, que hace insufrible.

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¡Qué sentimiento más razonable que el deseo de adquirir o conservar lo
necesario para las atenciones propias y de aquellas personas de cuyo cuidado
encargan el deber o el afecto! Él previene contra la prodigalidad, aparta de los
excesos, preserva de una vida licenciosa, inspira amor a la sobriedad,
templanza en todos los deseos, afición al trabajo. Pero este mismo
sentimiento, llevado a la exageración, impone ayunos que Dios no acepta, frío
en el invierno y calor en el verano, mal cuidado de la salud, abandono en las
enfermedades, mortifica con privaciones a la familia, niega todo favor a los
amigos, cierra la mano para los pobres, endurece cruelmente el corazón para
toda clase de infortunios, atormenta con sospechas, temores, zozobras,
prolonga las vigilias, engendra el insomnio, persigue y agita con la aparición
de espectros robadores los breves momentos de sueño, haciendo que no pueda
lograr descanso

el rico avaro en el angosto lecho,


y que sudando con terror despierte

Véase, pues, con cuánta verdad he dicho que los mismos sentimientos
buenos la exageración los hace malos; que el sentimiento por sí solo es una
guía mal segura y a menudo peligrosa. La razón es quien debe dirigirle
conforme a los eternos principios de la moral; la razón es quien debe
encaminarle hasta en el terreno de la utilidad. Pero jamás el hombre se ocupa
demasiado del conocimiento de sí mismo; ningún esfuerzo está de más para
adquirir aquel criterio moral y acertado que nos enseña la verdad práctica, la
verdad que debe presidir a todos los actos de nuestra vida. Proceder a la
aventura, abandonarse ciegamente a las inspiraciones del corazón es
exponerse a mancharse con la inmoralidad y a cometer una serie de yerros
que acaban por acarrear terribles infortunios.

§ LV

La ciencia es muy útil a la práctica

En todo lo concerniente a objetos sometidos a leyes necesarias claro es


que el conocimiento de éstas ha de ser utilísimo, cuando no indispensable. De
cuyo principio infiero que discurren muy mal los que, en tratándose de
ejecutar, descuidan la ciencia y sólo se atienen a la práctica. La ciencia, si es
verdaderamente digna de este nombre, se ocupa en el descubrimiento de las

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leyes que rigen la Naturaleza, y así su ayuda ha de ser de la mayor
importancia. Tenemos de esta verdad una irrefragable prueba en lo que ha
sucedido en Europa de tres siglos a esta parte. Desde que se han cúltivado las
matemáticas y las ciencias naturales el progreso de las artes ha sido
asombroso. En el siglo actual, se están haciendo continuamente ingeniosos
descubrimientos; y ¿qué son éstos sino otras tantas aplicaciones de la ciencia?
La rutina que desdeña a la ciencia muestra con semejante desdén un
orgullo necio, hijo de la ignorancia. El hombre se distingue de los brutos
animales por la razón con que le ha dotado el Autor de la Naturaleza; y no
querer emplear las luces del entendimiento para la dirección de las
operaciones, aun las más sencillas, es mostrarse ingrato a la bondad del
Criador. ¿Para qué se nos ha dado esa antorcha sino para aprovecharnos de
ella en cuanto sea posible? Y si a ella se deben tan grandes concepciones
científicas, ¿por qué no la hemos de consultar para que nos suministre reglas
que nos guíen en la práctica?
Véase el atraso en que se encuentra la España en cuanto a desarrollo
material, merced al descuido con que han sido miradas durante largo tiempo
las ciencias naturales y exactas; comparémonos con las naciones que no han
caído en este error y nos será fácil palpar la diferencia. Verdad es que hay en
las ciencias una parte meramente especulativa y que difícilmente puede
conducir a resultados prácticos; sin embargo, es preciso no olvidar que aun
esta parte, al parecer inútil y como si dijéramos de mero lujo, se liga muchas
veces con otras que tienen inmediata relación con las artes. Por manera que su
inutilidad es sólo aparente, pues andando el tiempo se descubren
consecuencias en que no se había reparado. La historia de las ciencias
naturales y exactas nos ofrece abundantes pruebas de esta verdad. ¿Qué cosa
más puramente especulativa, y al parecer más estéril, que las fracciones
continuas? Y, no obstante, ellas sirvieron a Huygens para determinar las
dimensiones de las ruedas dentadas en la construcción de su autómata
planetario.
La práctica sin la teoría permanece estacionaria o no adelanta sino con
muchísima lentitud; pero, a su vez, la teoría sin la práctica fuera también
infructuosa. La teoría no progresa ni se solida sin la observación, y la
observación estriba en la práctica. ¿Qué sería la ciencia agrícola sin la
experiencia del labrador? Los que se destinan a la profesión de un arte deben,
si es posible, estar preparados con los principios de la ciencia en que aquélla
se funda. Los carpinteros, albañiles, maquinistas, saldrían sin duda más
hábiles maestros si poseyesen los elementos de geometría y de mecánica; y

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los barnizadores, tintoreros y de otros oficios no andarían tan a tientas en sus
operaciones si no careciesen de las luces de la química. Si una gran parte del
tiempo que se pierde miserablemente en la escuela y en casa, ocupándose en
estudios inconducentes, se emplease en adquirir los conocimientos
preparatorios, acomodados a la carrera que se quiere emprender, los
individuos, las familias y la sociedad reportarían, por cierto, mayor fruto de
sus tareas y dispendios.
Bueno es que un joven sea literato; ¿pero de qué le servirá un brillante
trozo de Walter Scott o de Víctor Hugo cuando, colocado al frente de un
establecimiento, sea preciso conocer los defectos de una máquina, las ventajas
o inconvenientes de un procedimiento, o adivinar el secreto con que en los
países extranjeros se ha llegado a la perfección de un tinte? Al arquitecto, al
ingeniero, ¿serán los artículos de política los que les enseñarán a construir un
edificio con solidez, elegancia, aptitud y buen gusto; a formar atinadamente el
plan de una carretera o canal, a dirigir las obras con inteligencia; a levantar
una calzada o suspender un puente?

§ LVI

Inconvenientes de la universalidad

El saber es muy costoso y la vida muy breve, y, sin embargo, vemos con
dolor que se desparraman las facultades del hombre hacia mil objetos
diferentes, halagando a un tiempo la vanidad, porque de esta suerte se
adquiere la reputación de sabio; la pereza, porque es harto más trabajoso el
fijarse sobre una materia y dominarla que no el adquirir cuatro nociones
generales sobre todos los ramos.
Se ponderan de continuo las ventajas de la división del trabajo en la
industria, y no se advierte que este principio es también aplicable a la ciencia.
Son pocos los hombres nacidos con felices disposiciones para todo. Muchos
que podrían ser una excelente especialidad, dedicándose principal o
exclusivamente a un ramo, se inutilizan miserablemente aspirando a la
universalidad. Son incalculables los daños que de esto resultan la sociedad y a
los individuos, pues que se consumen estérilmente muchas fuerzas que, bien
aprovechadas y dirigidas, habrían podido producir grandes bienes; Vaucanson
y Watt hicieron prodigios en la mecánica, y es muy probable que se hubieran
distinguido muy poco en las bellas artes y en la poesía; La Fontaine se

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inmortalizó con sus Fábulas, y, metido a hombre de negocios, hubiera sido de
los más torpes. Sabido es que en el trato de la sociedad parecía a veces estar
falto de sentido común.
No negaré que unos conocimientos presten a otros grande auxilio, ni las
ventajas que reporta una ciencia de las luces que le suministran otras, quizá de
un orden totalmente distinto; pero repito que esto es para pocos y que la
generalidad de los hombres debe dedicarse especialmente a un ramo.
Así, en las ciencias como en las artes, lo que conviene es elegir con
acierto la profesión; pero, una vez escogida, es preciso aplicarse a ella o
principal o exclusivamente.
La abundancia de libros, de periódicos, de manuales, de enciclopedias
convida a estudiar un poco de todo; esta abundancia indica el gran caudal de
conocimientos atesorados con el curso de los siglos y de lo que disfruta la
edad presente; pero, en cambio, acarrea un mal muy grave, y es que hace
perder a muchos en intensidad lo que adquieren en extensión, y a no pocos les
proporciona aparentar que saben de todo cuando en realidad no saben nada.
Si la España ha de progresar de una manera real y positiva, es preciso que
se acuda a remediar este abuso; que se encajonen, por decirlo así, los ingenios
en sus respectivas carreras, y que sin impedir la universalidad de
conocimientos, en los que de tanto sean capaces, se cuide que no falte en
algunos la profundidad y en todos la suficiencia. La mayor parte de las
profesiones demandan un hombre entero para ser desempeñadas cual
conviene; si se olvida esta verdad, las fuerzas intelectuales se consumen
lastimosamente, sin producir resultado, como en una máquina mal construida
se pierde gran parte del impulso par falta de buenos conductos que le dirijan y
apliquen.
A quien reflexione sobre el movimiento intelectual de nuestra patria en la
época presente se le ofrece de bulto la causa de esa esterilidad que nos aflige,
a pesar de una actividad siempre creciente. Las fuerzas se disipan, se pierden,
porque no hay dirección; los ingenios marchan a la ventura, sin pensar adónde
van; los que profesan con fruto una carrera, la abandonan a la vista de otra
que brinda con más ventajas, y la revolución, trastornando todos los papeles,
haciendo del abogado un diplomático, del militar un político, del comerciante
un hombre de gobierno, del juez un economista, de nada todo, aumenta el
vértigo de las ideas y opone gravísimos obstáculos a todos los progresos.

§ LVII

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Fuerza de la voluntad

El hombre retiene siempre un gran caudal de fuerzas sin emplear, y el


secreto de hacer mucho es acertar a explotarse a sí mismo. Para convencerse
de esta verdad basta considerar cuánto se multiplican las fuerzas del hombre
que se halla en aprieto; su entendimiento es más capaz y penetrante, su
corazón más osado y emprendedor, su cuerpo más vigoroso, y esto ¿por qué?
¿Se crean acaso nuevas fuerzas? No, ciertamente; sólo se despiertan, se ponen
en acción, se aplican a un objeto determinado. ¿Y cómo se logra esto? El
aprieto aguijonea la voluntad y ésta despliega, por decirlo así, toda la plenitud
de su poder; quiere el fin con intensidad y viveza, manda con energía a todas
las facultades que trabajen por encontrar los medios a propósito y por
emplearlos una vez encontrados, y el hombre se asombra de sentirse otro, de
ser capaz de llevar a cabo lo que en circunstancias ordinarias le parecería del
todo imposible.
Lo que sucede en extremos apurados debe enseñarnos el modo de
aprovechar y multiplicar nuestras fuerzas en el curso de los negocios
comunes; regularmente, para lograr un fin, lo que se necesita es voluntad,
voluntad decidida, resuelta, firme, que marche a su objeto sin arredrarse por
obstáculos ni fatigas. Las más de las veces no tenemos verdadera voluntad,
sino veleidad; quisiéramos, mas no queremos; quisiéramos, si no fuese
preciso salir de nuestra habitual pereza, arrostrar tal trabajo, superar tales
obstáculos, pero no queremos alcanzar el fin a tanta costa; empleamos con
flojedad nuestras facultades y desfallecemos a la mitad del camino.

§ LVIII

Firmeza de voluntad

La firmeza de voluntad es el secreto de llevar a cabo las empresas arduas;


con esta firmeza comenzamos por dominarnos a nosotros mismos; primera
condición para dominar los negocios. Todos experimentamos que en nosotros
hay dos hombres: uno inteligente, activo, de pensamientos elevados, de
deseos nobles, conformes a la razón, de proyectos arduos y grandiosos; otro
torpe, soñoliento, de miras mezquinas, que se arrastra por el polvo cual
inmundo reptil, que suda de angustia al pensar que se le hace preciso levantar
la cabeza del suelo. Para el segundo no hay recuerdo de ayer, ni la previsión
de mañana; no hay más que lo presente, el goce de ahora, lo demás no existe;

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para el primero hay la enseñanza de lo pasado y la vista del porvenir; hay
otros intereses que los del momento, hay una vida demasiado anchurosa para
limitarla a lo que afecta en este instante; para el segundo el hombre es un ser
que siente y goza; para el primero el hombre es una criatura racional, a
imagen y semejanza de Dios, que se desdeña de hundir su frente en el polvo,
que la levanta con generosa altivez hacia el firmamento, que conoce toda su
dignidad, que se penetra de la nobleza de su origen y destino, que alza su
pensamiento sobre la región de las sensaciones, que prefiere al goce el deber.
Para todo adelanto sólido y estable conviene desarrollar al hombre noble y
sujetar y dirigir al innoble con la firmeza de la voluntad. Quien se ha
dominado a sí mismo domina fácilmente el negocio y a los demás que en él
toman parte. Porque es cierto que una voluntad firme, y constante, ya por sí
sola y prescindiendo de las otras cualidades de quien la posea, ejerce
poderoso ascendiente sobre los ánimos y los sojuzga y avasalla.
La terquedad es, sin duda, un mal gravísimo, porque nos lleva a desechar
los consejos ajenos, aferrándonos en nuestro dictamen y resolución contra las
consideraciones de prudencia y justicia. De ella debemos precavernos
cuidadosamente, porque, teniendo su raíz en el orgullo, es planta que
fácilmente se desarrolla. Sin embargo, tal vez podría asegurarse que la
terquedad no es tan común ni acarrea tantos daños como la inconstancia. Ésta
nos hace incapaces de llevar a cabo las empresas arduas y esteriliza nuestras
facultades, dejándolas ociosas o aplicándolas sin cesar a objetos diferentes y
no permitiendo que llegue a sazón el fruto de las tareas; ella nos pone a la
merced de todas nuestras pasiones, de todos los sucesos, de todas las personas
que nos rodean; ella nos hace también tercos en el prurito de mudanza y nos
hace desoír los consejos de la justicia, de la prudencia y hasta de nuestros más
caros intereses.
Para lograr esta firmeza de voluntad y precaverse contra la inconstancia
conviene formarse convicciones fijas, prescribirse un sistema de conducta, no
obrar al acaso. Es cierto que la variedad de acontecimientos y circunstancias y
la escasez de nuestra previsión nos obligan con frecuencia a modificar los
planes concebidos; pero esto no impide que podamos formarlos, no autoriza
para entregarse ciegamente al curso de las cosas y marchar a la ventura. ¿Para
qué se nos ha dado la razón sino para valernos de ella y emplearla como guía
en nuestras acciones?
Téngase por cierto que quien recuerde estas observaciones, quien proceda
con sistema, quien obre con premeditado designio llevará siempre notable
ventaja sobre los que se conduzcan de otra manera; si son sus auxiliares,

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naturalmente se los hallará puestos bajo sus órdenes y se verá constituido su
caudillo, sin que ellos lo piensen ni él propio lo pretenda; si son sus
adversarios o enemigos, los desbaratará, aun contando con menos recursos.
Conciencia tranquila, designio premeditado, voluntad firme: he aquí las
condiciones para llevar a cabo las empresas. Esto exige sacrificios, es verdad;
esto demanda que el hombre se venza a sí mismo, es cierto; esto supone
mucho trabajo interior, no cabe duda; pero en lo intelectual, como en lo
moral, como en lo físico; en lo temporal, como en lo eterno, está ordenado
que no alcanza la corona quien no arrostra la lucha.

§ LIX

Firmeza, energía, ímpetu

Voluntad firme no es lo mismo que voluntad enérgica y mucho menos que


voluntad impetuosa. Estas tres cualidades son muy diversas, no siempre se
hallan reunidas, y no es raro que se excluyan recíprocamente. El ímpetu es
producido por un acceso de pasión, es el movimiento de la voluntad arrastrada
por la pasión, es casi la pasión misma. Para la energía no basta un acceso
momentáneo, es necesaria una pasión fuerte pero sostenida por algún tiempo.
En el ímpetu hay explosión, el tiro sale, mas el proyectil cae a poca distancia;
en la energía hay explosión también, quizá no tan ruidosa; pero, en cambio, el
proyectil silba gran trecho por los aires y alcanza un blanco muy distante. La
firmeza no requiere ni uno ni otro, admite también pasión, frecuentemente la
necesita; pero es una pasión constante, con dirección fija, sometida a
regularidad. El ímpetu o destruye en un momento todos los obstáculos o se
quebranta; la energía sostiene algo más la lucha, pero se quebranta también; la
firmeza los remueve si puede, cuando no los salva da un rodeo y si ni uno ni
otro le es posible se para y espera.
Mas no debe creerse que esta firmeza no pueda tener en ciertos casos
energía, ímpetu irresistible; después de esperar mucho también se impacienta,
y una resolución extrema es tanto más temible cuanto es más premeditada,
más calculada. Estos hombres en apariencia fríos, pero que en realidad
abrigan un fuego concentrado y comprimido, son formidables cuando llega el
momento fatal y dicen «ahora»… Entonces clavan en el objeto su mirada
encendida y se lanzan a él rápidos como el rayo, certeros como una flecha.

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Las fuerzas morales son como las físicas: necesitan ser economizadas; los
que a cada paso las prodigan las pierden; los que las reservan con prudente
economía las tienen mayores en el momento oportuno. No son las voluntades
más firmes las que chocan continuamente con todo; por el contrario, los muy
impetuosos ceden cuando se les resiste, atacan cuando se cede. Los hombres
de voluntad más firme no suelen serlo para las cosas pequeñas; las miran con
lástima, no las consideran dignas de un combate. Así, en el trato común son
condescendientes, flexibles, desisten con facilidad, se prestan a lo que se
quiere. Pero llegada la ocasión, sea por presentarse un negocio grande en que
convenga desplegar las fuerzas, sea porque alguno de los pequeños haya sido
llevado a un extremo tal en que no se pueda condescender más y sea
necesario decir basta, entonces no es más impetuoso el león si trata de atacar;
no es más firme la roca si se trata de resistir.
Esa fuerza de voluntad, que da valor en el combate y fortaleza en el
sufrimiento, que triunfa de todas las resistencias, que no retrocede por ningún
obstáculo, que no se desalienta con el mal éxito ni se quebranta con los
choques más rudos; esa voluntad, que, según la oportunidad del momento, es
fuego abrasador o frialdad aterradora; que, según conviene, pinta en el rostro
formidable tempestad o una serenidad todavía más formidable; esa gran
fuerza de voluntad, que es hoy lo que era ayer, que será mañana lo que es
hoy; esa gran fuerza de voluntad, sin la que no es posible llevar a cabo arduas
empresas que exijan dilatado tiempo, que es uno de los caracteres distintivos
de los hombres que más se han señalado en los fastos de la humanidad, de los
hombres que viven en los monumentos que han levantado o en las
instituciones que han establecido, en las revoluciones que han hecho o en los
diques con que las han contenido; esa gran fuerza de voluntad que poseían los
grandes conquistadores, los jefes de sectas, los descubridores de nuevos
mundos, los inventores que consumieron su vida en busca de su invento, los
políticos que con mano de hierro amoldaron la sociedad a una nueva forma,
imprimiéndole un sello que después de largos siglos no se ha cerrado aún; esa
fuerza de voluntad que hace de un humilde fraile un gran papa en Sixto V, un
gran regente en Cisneros; esa fuerza de voluntad que, cual muro de bronce,
detiene el protestantismo en la cumbre del Pirineo, que arroja sobre la
Inglaterra una armada gigantesca y escucha impasible la nueva de su pérdida,
que somete el Portugal, vence en San Quintín, levanta El Escorial y que en el
sombrío ángulo del monasterio contempla con ojos serenos la muerte cercana
mientras

extraña agitación, tristes clamores

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en el palacio de Felipe cunden,
que por el claustro y población a un tiempo
con angustiados ayes se difunden;

esa fuerza de voluntad, repito, necesita dos condiciones, o más bien


resulta de la acción combinada de dos causas: una idea y un sentimiento. Una
idea clara, viva, fija, poderosa, que absorba el entendimiento, ocupándole
todo, llenándole todo. Un sentimiento fuerte, enérgico, dueño exclusivo del
corazón y completamente subordinado a la idea. Si alguna de estas
circunstancias falta, la voluntad flaquea, vacila.
Cuando la idea no tiene en su apoyo el sentimiento, la voluntad es floja;
cuando el sentimiento no tiene en su apoyo la idea, la voluntad vacila, es
inconstante. La idea es la luz que señala el camino; es más: es el punto
luminoso que fascina, que atrae, que arrastra; el sentimiento es el impulso, es
la fuerza que mueve, que lanza.
Cuando la idea no es viva, la atracción disminuye, la incertidumbre
comienza, la voluntad es irresoluta: cuando la idea no es fija, cuando el punto
luminoso muda de lugar, la voluntad anda mal segura; cuando la idea se deja
ofuscar o reemplazar por otras la voluntad muda de objetos, es voluble, y
cuando el sentimiento no es bastante poderoso, cuando no está en proporción
con la idea, el entendimiento la contempla con placer, con amor, quizá con
entusiasmo, pero el alma no se halla con fuerzas para tanto; el vuelo no puede
llegar allá; la voluntad no intenta nada y si intenta se desanima y desfallece.
Es increíble lo que pueden esas fuerzas reunidas, y lo extraño es que su
poder no es sólo con respecto al que las tiene, sino que obra eficazmente
sobre los que le rodean. El ascendiente que llega a ejercer sobre los demás un
hombre de esta clase es superior a todo encarecimiento. Esa fuerza de
voluntad, sostenida y dirigida por la fuerza de una idea, tiene algo de
misterioso, que parece revestir al hombre de un carácter superior y le da
derecho al mando de sus semejantes; inspira una confianza sin límites, una
obediencia ciega a todos los mandatos del héroe. Aun cuando sean
desacertados no se los cree tales se considera que hay un plan secreto que no
se concibe: «Él sabe bien lo que hace», decían los soldados de Napoleón y se
arrojaban a la muerte.
Para los usos comunes de la vida no se necesitan estas cualidades en grado
tan eminente; pero el poseerlas del modo que se adapte al talento, índole y
posición del individuo es siempre muy útil y en algunos casos necesario. De
esto dependen en gran parte las ventajas que unos llevan a otros en la buena
dirección y acertado manejo de los asuntos, pudiendo asegurarse que quien

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está enteramente falto de dichas cualidades será hombre de poco valer,
incapaz de llevar a cabo ningún negocio importante. Para las grandes cosas es
necesaria gran fuerza, para las pequeñas basta pequeña; pero todas han
menester alguna. La diferencia está en la intensidad y en los objetos, mas no
en la naturaleza de las facultades ni de su desarrollo. El hombre grande, como
el vulgar, se dirigen por el pensamiento y se mueven por la voluntad y las
pasiones. En ambos la fijeza de la idea y la fuerza del sentimiento son los dos
principios que dan a la voluntad energía y firmeza. Las piedrezuelas que
arrebata el viento están sometidas a las mismas leyes que la masa de un
planeta.

§ LX

Conclusión y resumen

Criterio es un medio para conocer la verdad. La verdad en las cosas, en la


realidad. La verdad en el entendimiento es conocer las cosas tal como son. La
verdad en la voluntad es quererlas como es debido, conforme a las reglas de la
sana moral. La verdad en la conducta es obrar por impulso de esta buena
voluntad. La verdad en proponerse un fin es proponerse el fin conveniente y
debido, según las circunstancias. La verdad en la elección de los medios es
elegir los que son conformes a la moral y mejor conducen al fin. Hay
verdades de muchas clases porque hay realidad de muchas clases; hay
también muchos modos de conocer la verdad. No todas las cosas se han de
mirar de la misma manera, sino del modo que cada una de ellas se ve mejor.
Al hombre le han sido dadas muchas facultades. Ninguna es inútil. Ninguna
es intrínsecamente mala. La esterilidad o la malicia les vienen de nosotros,
que las empleamos mal. Una buena lógica debiera comprender al hombre
entero, porque la verdad está en relación con todas las facultades del hombre.
Cuidar de la una y no de la otra es a veces esterilizar la segunda y malograr la
primera. El hombre es un mundo pequeño, sus facultades son muchas y muy
diversas; necesita armonía, y no hay armonía sin atinada combinación, y no
hay combinación atinada si cada cosa no está en su lugar, si no ejerce sus
funciones o las suspende en el tiempo oportuno. Cuando el hombre deja sin
acción alguna de sus facultades es un instrumento al que lo faltan cuerdas;
cuando las emplea mal es un instrumento destemplado. La razón es fría, pero
ve claro; darle calor y no ofuscar su claridad; las pasiones son ciegas, pero

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dan fuerza; darles dirección y aprovecharse de su fuerza. El entendimiento
sometido a la verdad, la voluntad sometida a la moral, las pasiones sometidas
al entendimiento y a la voluntad, y todo ilustrado, dirigido, elevado por la
religión: he aquí el hombre completo, el hombre por excelencia. En él la
razón da luz, la imaginación pinta, el corazón vivifica, la religión diviniza.

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JAIME BALMES URPIÁ (Vich (Barcelona), 28 de agosto de 1810 - ibidem,
9 de julio de 1848). En 1817 comienza sus estudios en el seminario de Vich.
En 1825, en Solsona, recibe la tonsura de manos del obispo de esta ciudad.
El curso 1825-1826 estudia el primer año de Teología, también en el
seminario de Vich. Los cuatro cursos siguientes de Teología los hace, merced
a una beca que le ha sido concedida en el Colegio de San Carlos, en la
Universidad de Cervera.
En 1830, y por espacio de dos años, por estar cerrada la Universidad de
Cervera, estudia privadamente en Vich. El 8 de junio de 1833 recibe el título
de Licenciado en Teología.
El 20 de septiembre de 1834, en la capilla del Palacio episcopal de Vich, es
ordenado sacerdote. Prosigue sus estudios de Teología y, ahora también, de
Cánones, nuevamente en la Universidad de Cervera. Finalmente, en 1835,
recibe los títulos de Doctor en Sagrada Teología y bachiller en Cánones.
A continuación realiza varios intentos para dar clases en la Universidad de
Barcelona y al no conseguirlo se dedica por algún tiempo a dar clases
particulares en Vich. Finalmente el Ayuntamiento de dicha ciudad le nombra,
en 1837, profesor de Matemáticas, cargo que desempeña durante cuatro años.

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En 1839 ha fallecido su madre, Teresa Urpiá. En 1841 se traslada a vivir a
Barcelona.
En estos últimos años ha comenzado ya su actividad creativa y colabora en
diversos periódicos y revistas: La Paz, El Madrileño Católico, La
Civilización, además de varios opúsculos que llaman poderosamente la
atención de los lectores.
Es a partir de este año de 1841 cuando «estalla» el genio de Balmes y
desarrolla una actividad frenética y portentosa que en pocos meses sus
escritos y su personalidad serán admirados en toda Europa. Según la
profesora Alexandra Wilhelmsen, después de la primera guerra carlista, fue
un activo militante y propagandista de la causa de Don Carlos.​
Durante los años siguientes expondrá sus ideas políticas y sociales, y sus
argumentaciones apologéticas, en cientos de artículos, a través de diversos
medios como la revista quincenal La Sociedad y el periódico semanal El
Pensamiento de la Nación, del que asume, además, la dirección y publicación.
Desde este periódico postuló el enlace matrimonial entre Isabel II y su primo
Carlos Luis de Borbón y Braganza (hijo de Carlos María Isidro), con el que
pretendía resolver el pleito dinástico.
En 1841 escribe La religión demostrada al alcance de los niños; en 1842 El
Protestantismo comparado con el Catolicismo, en sus relaciones con la
civilización, una gran obra de filosofía de la historia. E inmediatamente viaja
a París y Londres para tramitar las traducciones en francés e inglés.
En 1843 se produce el fallecimiento de su padre, Jaime. Y en 1844 fija su
domicilio en Madrid, donde dirige su periódico, y se convierte en el
inspirador doctrinal del Partido Monárquico Nacional, también conocido
como «partido balmista», encabezado por el marqués de Viluma.
Al año siguiente, 1845, realiza un nuevo viaje a París y desde allí lo hace a
Bélgica, donde tiene oportunidad de contactar con Mons. Pecci, quien años
después entraría en la historia del papado de la Iglesia católica con el nombre
de León XIII (1878-1903). Ese mismo año publica El criterio, tal vez su
mejor y más difundida obra. Y en sucesivos años, una obra cada año, Cartas a
un escéptico en materia de religión, Filosofía fundamental, Filosofía
elemental y también, a finales de 1847, el controvertido opúsculo Pío IX, para
el que ha tenido que viajar a París en busca de documentación. Esta última
obra le produjo innumerables sinsabores precisamente en una etapa en la que
Jaime Balmes ya se sentía enfermo. El año anterior, ante la campaña

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difamatoria que sus adversarios organizaron contra él a través de diversos
medios de comunicación, se había visto obligado a publicar en El
Pensamiento de la Nación (19 de agosto de 1846) un extenso artículo bajo el
título de «Vindicación personal», en el que desmontaba todas las acusaciones;
es lo que algunos autores denominan como «Autobiografía».
Mientras tanto es nombrado socio de la Academia de Religión de Roma y
socio de honor y de mérito de la Academia Científica y Literaria de
Profesores, de Madrid. El 18 de febrero de 1848 es nombrado también
miembro de la Real Academia Española, pero no llegó a tomar posesión
porque ya el día 14 de febrero había salido de Madrid hacia Barcelona ante la
evolución de su enfermedad.
Aquella enfermedad, tisis pulmonar tuberculosa aguda, progresaba
corrosivamente, y Balmes fue consciente de ello. El 27 de mayo se traslada
con sus hermanos a su ciudad natal, Vich, donde muere a las tres y cuarto de
la tarde del 9 de julio de 1848.
Desde el 4 de julio de 1865 sus restos descansan en el panteón erigido en el
centro del claustro de la Catedral de Vich.

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Notas

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[1] Verum est id quod est, dice san Agustin (Lib. 2. Solil. cap. 5). Puede
distinguirse entre la verdad de la cosa y la verdad del entendimiento: la
primera, que es la cosa misma, se podrá llamar objetiva; la segunda, que es la
conformidad del entendimiento con la cosa, se apellidará formal, o subjetiva.
El oro es metal, independientemente de nuestro conocimiento; he aquí una
verdad objetiva. El entendimiento conoce que el oro es metal, he aquí una
verdad formal o subjetiva.
Mucha presunción seria el despreciar las reglas para pensar bien. «Nullam
dicere maximarum rerum esse artem, cum minimarum sine arte nulla sit,
hominum est parum considerate loquentium». «Es de hombres ligeros, decía
Cicerón, el afirmar que para las grandes cosas no hay arte, cuando de él no
carecen ni las mas pequeñas». (Lib. 2. de offic). En la utilidad de las reglas
han estado acordes los sabios antiguos y modernos: la dificultad pues está en
saber cuáles son estas, cuál es el mejor modo de enseñar a practicarlas. Don
de los dioses llamó Sócrates a la lógica, mas por desgracia, no nos
aprovechamos lo bastante de este don precioso, y las cavilaciones de los
hombres le hacen inútil para muchos. Los aristotélicos han sido acusados de
embrollar el entendimiento de los principiantes con la abundancia de las
reglas, y el fárrago de discusiones abstractas; en cambio, las escuelas que les
han sucedido, y particularmente los ideólogos más modernos, no están libres
del todo de un cargo semejante. Algunos reducen la lógica a un análisis de las
operaciones del entendimiento, y de los medios con que se adquieren las
ideas; lo que encierra las mas altas y difíciles cuestiones que ofrecerse puedan
a la humana filosofía.
Quisiéramos un poco menos de ciencia y un poco mas de práctica; recordando
lo que dice Bacon de Verulamio sobre el arte de observación, cuando le llama
una especie de sagacidad, de olfato cazador, más bien que ciencia: Ars
experimentalis sagacitas potius est et odoratio quædam venatica quam
scientia. (De Augm. scient. L. 5. c. 2). <<

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[2]Los hombres mas insignes en el mundo científico se han distinguido por
una gran fuerza de atención; y algunos de ellos por una abstracción que raya
en lo increíble. Arquímedes ocupado en sus meditaciones y operaciones
geométricas, no advierte el estrépito de la ciudad tomada por los enemigos.
Vieta pasa sin interrupción días y noches absorto en sus combinaciones
algebraicas y no se acuerda de sí propio, hasta que le arrancan de tamaña
enajenación sus domésticos y amigos; Leibnitz malbarata lastimosamente su
salud, estando muchos días sin levantarse de la silla. Esta abstracción
extraordinaria es respetable en hombres que de tal suerte han enriquecido las
ciencias con admirables inventos; ellos tenían verdaderamente una misión que
cumplir, y en cierto modo era excusable que a tan alto objeto sacrificaran su
salud y su vida. Pero aún en los genios mas eminentes no ha estado reñida la
intensidad de la atención con su flexibilidad: Descartes estaba elaborando sus
colosales concepciones entre el estruendo de los combates; y cuando cansado
de la vida militar se retiró del servicio en que se había alistado
voluntariamente, continuó viajando por los principales países de Europa. Con
semejante tenor de vida, es muy probable que el ilustre filósofo había sabido
enlazar la intensidad con la flexibilidad de la atención, y que no sería tan
delicado en la materia como Kant, de quien se dice, que el solo desarreglo o
cambio de un botón en uno de sus oyentes era capaz de hacerle perder el hilo
del discurso. Esto no es tan extraño si se considera que el filósofo alemán
jamás salió de su patria, y que por tanto no debió de acostumbrarse a meditar
sino en el retiro de su gabinete. Pero sea lo que fuere de las rarezas de algunos
hombres célebres, importa sobre manera esforzarse en adquirir esa
flexibilidad de atención que puede muy bien aliarse con su intensidad. En esto
como en todas las cosas puede mucho el trabajo, la repetición de actos, que
llegan a engendrar un hábito que no se pierde en toda la vida.
Acostumbrándose a pensar sobre cuantos objetos se ofrecen, y a dar
constantemente al espíritu una dirección seria, se consigue lentamente, y sin
esfuerzo, la conveniente disposición de ánimo, ya sea para fijarse largas horas
sobre un punto, ya para hacer suavemente la transición de unas ocupaciones a
otras. Cuando no se posee esta flexibilidad, el espíritu se fatiga y enerva con
la concentración excesiva o se desvanece con cualquiera distracción; lo
primero, a mas de ser nocivo a la salud, tampoco suele servir mucho para
progresar en la ciencia; y lo segundo inutiliza el entendimiento para los

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estudios serios. El espíritu como el cuerpo ha menester un buen régimen; y en
este régimen hay una condición indispensable: la templanza. <<

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[3] Un hombre dedicado a una profesión para la cual no ha nacido, es una
pieza dislocada: sirve de poco, y muchas veces no hace mas que sufrir y
embarazar. Quizás trabaja con celo, con ardor; pero sus esfuerzos o son
impotentes, o no corresponden ni con mucho a sus deseos. Quien haya
observado algún tanto sobre este particular, habrá notado fácilmente los malos
efectos de semejante dislocación. Hombres muy bien dotados para un objeto,
se muestran con una inferioridad lastimosa cuando se ocupan de otro. Uno de
los talentos más sobresalientes que he conocido en lo tocante a ciencias
morales y políticas, le considero mucho menos que mediano con respecto a
las exactas; y al contrario, he visto a otros de feliz disposición para adelantar
en éstas, y muy poco capaces para aquéllas.
Y lo singular en la diferencia de los talentos es que aún tratándose de una
misma ciencia, los unos son más a propósito que otros para determinadas
partes. Así se puede experimentar en la enseñanza de las matemáticas que la
disposición de un mismo alumno no es igual con respecto a la Aritmética,
Álgebra y Geometría. En el cálculo, unos se adiestran con facilidad en la parte
de aplicación, mientras no adelantan igualmente ni con mucho, en la de
generalización; unos adelantan en la Geometría más de lo que habían hecho
esperar en el estudio del Álgebra y Aritmética. En la demostración de los
teoremas, en la resolución de los problemas, se echan de ver diferencias muy
señaladas: unos se aventajan en la facilidad de aplicar, de construir, pero
deteniéndose, por decirlo así, en la superficie, sin penetrar en el fondo de las
cosas; al paso que otros no tan diestros en lo primero, se distinguen por el
talento de demostración, por la facilidad en generalizar, en ver resultados, en
deducir consecuencias lejanas. Éstos últimos son hombres de ciencia, los
primeros son hombres de práctica; a aquéllos les conviene el estudio, a estos
el trabajo de aplicación.
Si estas diferencias se notan en los límites de una misma ciencia, ¿qué será
cuando se trate de las que versan sobre objetos los mas distantes entre sí? Y
sin embargo, ¿quién cuida de observarlas, y mucho menos de dirigir a los
niños y a los jóvenes por el camino que les conviene? A todos se nos arroja,
por decirlo así, en un mismo molde: para la elección de las profesiones suele
atenderse a todo, menos a la disposición particular de los destinados a ellas.
¡Cuánto y cuánto falta que observar en materia de educación e instrucción!

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En la acertada elección de la carrera no sólo se interesa el adelanto del
individuo, sino la felicidad de toda su vida. El hombre que se dedica a la
ocupación que se le adapta, disfruta mucho, aun entre las fatigas del trabajo;
pero el infeliz que se halla condenado a tareas para las cuales no ha nacido, ha
de estar violentándose continuamente, ya para contrariar sus inclinaciones, ya
para suplir con esfuerzo lo que le falta en habilidad.
Algunos de los hombres que más se han distinguido en la respectiva
profesión, habrían sido probablemente muy medianos, si se hubiesen
dedicado a otra que no les conviniera. Malebranche se ocupaba en el estudio
de las lenguas y de la historia, y no daba muestras de ninguna disposición
muy aventajada, cuando acertó a entrar en la tienda de un librero, donde le
cayó en manos el Tratado del hombre de Descartes. Causóle tanta impresión
aquella lectura, que se cuenta haber tenido que interrumpirla más de una vez
para calmar los fuertes latidos de su corazón. Desde aquel día Malebranche se
dedicó al estudio que tan perfectamente se le adaptaba; y diez años después
publicaba ya su famosa obra de la Investigación de la verdad. Y es que la
palabra de Descartes despertó el genio filosófico adormecido en el joven bajo
la balumba de las lenguas y de la historia: sintióse otro, conoció que él era
capaz de comprender aquellas altas doctrinas, y como el poeta al leer a otro
poeta, exclamó: «también yo soy filósofo».
Una cosa semejante le sucedió a La Fontaine. Había cumplido veinte y dos
años, sin dar muestras de abrigar genio poético. No lo conoció él mismo hasta
que leyó la oda de Malherbe sobre el asesinato de Enrique IV. Y este mismo
La Fontaine que tan alto rayó en la poesía, ¿qué hubiera sido como hombre de
negocios? Sus inocentadas que tanto daban que reír a sus amigos, no son muy
buen indicio de felices disposiciones para este género.
He dicho que convenía observar el talento particular de cada niño para
dedicarle a la carrera que mejor se le adapta: y que sería bueno observar lo
que dice o hace cuando se encuentra con ciertos objetos. Madama Perier, en la
Vida de su hermano Pascal, refiere que siendo niño le llamó un día la atención
el fenómeno del diverso sonido de un plato herido con un cuchillo, según se le
aplicaba el dedo o se le retiraba; y que después de reflexionar mucho sobre la
causa de esta diferencia escribió un pequeño tratado sobre ella. Este espíritu
observador en tan tierna edad ¿no anunciaba ya al ilustre físico del
experimento de Puy de Dôme confirmando las ideas de Torricelli y Galileo?
El padre de Pascal deseoso de formar el espíritu de su hijo, fortaleciéndole
con otra clase de estudios antes de pasar al de las matemáticas, hasta evitaba

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el hablar de geometría en presencia del niño; pero éste, encerrado en su
cuarto, traza figuras con un carbón, y desenvolviendo la definición de la
geometría que había oído, demuestra hasta la proposición 32 de Euclides. El
genio del eminente geómetra se debatía bajo una inspiración poderosa, que
todavía no era él capaz de comprender.
El célebre Vaucanson se ocupa en examinar atentamente la construcción de
un reloj de una antesala donde estaba esperando a su madre; en vez de
juguetear, acecha por las hendiduras de la caja, por si puede descubrir el
mecanismo: y luego después se ensaya en construir uno de madera que revela
el asombroso genio del ilustre constructor del flautista, y del áspid de
Cleopatra.
Bossuet a la edad de 16 años improvisaba en el palacio de Rambouillet un
sermón que por la copia de pensamientos y facilidad de expresión y de estilo,
admiraba al concurso compuesto de los talentos más escogidos que a la sazón
contaba la Francia. <<

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[4] He dicho que la teoría de las probabilidades auxiliada por la de las
combinaciones, pone de manifiesto la imposibilidad que he llamado de
sentido común, calculando, por decirlo así, la inmensa distancia que va de la
posibilidad del hecho a su existencia; distancia que nos le hace considerar
como poco menos que absolutamente imposible. Para dar una idea de esto
supondré que se tengan siete letras: e, s, p, a, ñ, o, l, y que disponiéndolas a la
aventura, se quiere que salga la palabra español. Es claro que no hay
imposibilidad intrínseca, pues que lo vemos hecho todos los días, cuando a la
combinación preside la inteligencia del cajista; pero en faltando esta
inteligencia, no hay más razón para que resulten combinadas de esta manera
que de la otra. Ahora bien: teniendo presente que el número de combinaciones
de diferentes cantidades es igual a 1×2×3×4…(n-1)×n, expresando n el
número de los factores; siendo siete las letras en el caso presente, el número
de combinaciones posibles será igual a 1×2×3×4×5×6×7=5040.
Ahora: recordando que la probabilidad de un hecho es la relación del número
de casos posibles, resulta que la probabilidad de salir por acaso las siete letras
dispuestas de modo que formen la palabra español, es igual a 1/5040. Por
manera que estaría en el mismo caso que el salir una bola negra de una urna
donde hubiese 5039 bolas blancas.
Si es tanta la dificultad que hay en que resulte formada una sola palabra de
siete letras; ¿qué será si tomamos por ejemplo un escrito en que hay muchas
páginas, y por tanto gran número de palabras? La imaginación se asombra al
considerar la inconcebible pequeñez de la probabilidad cuando se atiende a lo
siguiente: 1º. La formación casual de una sola palabra es poco menos que
imposible, ¿qué será con respecto a millares de palabras? 2º. Las palabras sin
el debido orden entre sí no dirían nada, y por tanto sería necesario que
saliesen del modo correspondiente para expresar lo que se quería. Siete solas
palabras nos costarían el mismo trabajo que las siete letras. 3º. Esto es verdad,
aun no exigiendo disposición en líneas, y suponiéndolo todo en una sola; ¿qué
será si se piden líneas? Sólo siete nos traerán la misma dificultad que las siete
palabras y las siete letras. 4º. Para formarse una idea del punto a que llegaría
el guarismo que expresase los casos posibles, adviértase que nos hemos
limitado a un número de los más bajos, el siete; adviértase que hay muchas
palabras de más letras; que todas las líneas habrían de constar de algunas
palabras, y todas las páginas de muchas líneas. 5º. Y finalmente, reflexiónese

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adónde va a parar un número que se forma con una ley tan aumentativa como
esta 1×2×3×4×5×6×7×8…(n-1)×n. Sígase por breve rato la multiplicación y
se verá que el incremento es asombroso.
En la mayor parte de los casos en que el sentido común nos dice que hay
imposibilidad, son muchas las cantidades por combinar, entendiendo por
cantidades todos los objetos que han de estar dispuestos de cierto modo para
lograr el objeto que se desea. Por poco elevado que sea este número, el
cálculo demuestra ser la probabilidad tan pequeña, que ese instinto con el cual
desde luego, sin reflexionar, decimos «esto no puede ser» es admirable, por lo
fundado que está en la sana razón. Pondré otro ejemplo. Suponiendo que las
cantidades son en número de 100, el de las combinaciones posibles será
1×2×3×4×5×6…99×100. Para concebir la increíble altura a que se elevaría
este producto, considérese que se han de sumar los logaritmos de todas estas
cantidades, y que las solas características, prescindiendo de las mantisas dan
92: lo que por sí solo da una cantidad igual a la unidad seguida de 92 ceros.
Súmense las mantisas, y añádase el resultado de los enteros a las
características, y se verá que este número crece todavía mucho más. Sin
fatigarse con cálculos se puede formar idea de esta clase de aumento. Así
suponiendo que el número de las cantidades combinables sea diez mil, por la
suma de las solas características de los factores se tendría una característica
igual a 28 894; es decir que aun no llevando en cuenta lo muchísimo que
subiría la suma de las mantisas, resultaría un número igual a la unidad seguida
de 28 894 ceros. Concíbase si se puede lo que es un número, que por poco
espesor que en la escritura se dé a los ceros, tendrá la longitud de algunas
varas; y véase si no es muy certero el instinto que nos dice ser imposible una
cosa cuya probabilidad es tan pequeña que está representada por un quebrado
cuyo numerador es la unidad, y cuyo denominador es un número tan colosal.
<<

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[5]He creído inútil ventilar en esta obra las muchas cuestiones que se agitan
sobre los sentidos, en sus relaciones con los objetos externos, y la generación
de las ideas. Esto me hubiera llevado fuera de mi propósito, y además no
habría servido de nada para enseñar a hacer buen uso de los mismos sentidos.
En otra obra, que tal vez no tarde en dar a luz, me propongo examinar estas
cuestiones con la extensión que su importancia reclama. <<

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[6]Lo que he dicho sobre las consecuencias que instintivamente sacamos de la
coexistencia o sucesión de los fenómenos, está íntimamente enlazado con lo
explicado en [4], sobre la imposibilidad de sentido común. De esto puede
sacarse una demostración incontrastable en favor de la existencia de Dios. <<

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[7] Los que crean que la moral cristiana induce fácilmente a error por un
exceso de caridad, conocen poco esta moral, y no han reflexionado mucho
sobre los dogmas fundamentales de nuestra religión. Uno de ellos es la
corrupción original del hombre, y los estragos que esta corrupción produce en
el entendimiento y en la voluntad. ¿Semejante doctrina es acaso muy a
propósito para inspirar demasiada confianza? ¿Los libros sagrados no están
llenos de narraciones en que resaltan la perfidia y la maldad de los hombres?
La caridad nos hace amar a nuestros hermanos, pero no nos obliga a
reputarlos por buenos, si son malos; no nos prohíbe el sospechar de ellos,
cuando hay justos motivos, ni nos impide el tener la cautela prudente, que de
suyo aconseja el conocer la miseria y la malicia del humano linaje. <<

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[8]Para convencerse de que no he exagerado al ponderar el peligro de ser
inducidos en error por los narradores, basta considerar que aún con respecto a
países muy conocidos, la historia se está rehaciendo continuamente, y tal vez
en este siglo más que en los anteriores. Todos los días se están publicando
obras en que se enmiendan errores, verdaderos o imaginarios; pero lo cierto es
que en muchos puntos gravísimos hay una completa discordancia en las
opiniones. Esto no debe conducir al escepticismo, pero sí inspirar mucha
cautela. La autoridad humana es una condición indispensable para el
individuo y la sociedad: pero es preciso no fiarse demasiado en ella. Para
engañarnos basta o mala fe o error. Desgraciadamente, estas cosas no son
raras. <<

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[9]Es muy dudoso si el periodismo causará daño o provecho a la historia de lo
presente; pero no puede negarse que multiplicará el número de los
historiadores con la mayor circulación de documentos. Antes, para
proporcionarse algunos de ellos era necesario recurrir a secretarías o archivos;
mas ahora, son pocos los que son tan reservados que o desde luego, o a la
vuelta de algún tiempo, no caigan en manos de un periódico; y por poco que
valgan, pueden contar con infinitas reimpresiones en varias lenguas. Por
manera que ahora las colecciones de periódicos son excelentes memorias para
escribir la historia. Esto aumenta el número de los hechos en que se pueda
fundar el historiador; y de que puede aprovecharse con gran fruto, con tal que
no confunda el texto con el comentario. <<

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[10] Al leer algún libro de viajes, no debemos buscar el capítulo de países
lejanos, sino de aquellos cuyos pormenores nos sean muy conocidos; esto
proporciona el juzgar con acierto de la obra, y a veces no escasa diversión.
Entonces se palpa la ligereza con que se escriben ciertos viajes. Una
población que tenía yo bien conocida, y cuyos alrededores secos y pedregosos
había recorrido no pocas veces, la he visto en un libro de viajes cercada como
por encanto de jardines y arroyos; y a otra en que se habla de las aguas de un
río no lejano, como de un bello sueño que algún día se pudiera realizar, la he
visto también en otro libro regalada ya con la ejecución del hermoso proyecto,
o mejor diré, sin necesidad de él, pues que el cauce del río estaba junto a sus
murallas. <<

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[11]He manifestado mucha desconfianza de las obras póstumas, sobre todo si
el autor no ha podido darles la última mano, dejándolas a persona de muy
segura entereza, y que no haya de hacer más que publicarlas. Entre los
muchos ejemplos que se pudieran citar, en que la falsificación ha sido
probada, o en que se ha sospechado no sin fuertes indicios, recordaré un
hecho gravísimo, cual es lo que está sucediendo en Francia con respecto a una
obra muy importante: Los Pensamientos de Pascal. En el espacio de dos
siglos se han publicado numerosas ediciones de esta obra, y ha sido traducida
en diferentes lenguas, y todavía en 1845 están disputando M. Cousin y M.
Faugère sobre pasajes de gran trascendencia. M. Cousin pretendía haber
restablecido el verdadero Pascal, haciendo desaparecer las enmiendas
introducidas en la obra por la mano de PortRoyal, y ahora M. Faugère ha
dado a luz otra edición, de la cual resulta que sólo él ha consultado el escrito
autógrafo, y que M. Cousin, el mismo M. Cousin, se había limitado, por lo
general, a las copias. Fiaos de editores. <<

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[12]Lo dicho en [3] sobre la diferencia de los talentos deja fuera de duda lo
que acabo de asentar en el capítulo XII. Sin embargo para hacer sentir que la
escena de los Sabios resucitados no es una ficción exagerada, citaré un
ejemplo que equivale a muchos. ¿Quién hubiera pensado que un escritor tan
fecundo, tan brillante, tan lozano y pintoresco como Buffon, no fuese poeta ni
capaz de hacer justicia a los poetas más eminentes? Tratándose de un hombre
que sólo se hubiese distinguido en las ciencias exactas, esto no fuera extraño;
pero en Buffon, en el magnífico pintor de la naturaleza, ¿cómo se concibe esta
anomalía? Sin embargo la anomalía existió, y esto basta a manifestar que no
sólo pueden encontrarse separados dos géneros de talento muy diversos, sino
también los que al parecer sólo se distinguen por un ligero matiz. «Yo he
visto, dice Laharpe, al respetable anciano Buffon, afirmar con mucha
seguridad que los versos más hermosos estaban llenos de defectos, y que no
alcanzaban ni con mucho a la perfección de una buena prosa. No vacilaba en
tomar por ejemplo los versos de la Athalia y hacer una minuciosa crítica de
los de la primera escena. Todo lo que dijo era propio de un hombre tan
extraño a las primeras nociones de la poesía, y a los ordinarios
procedimientos de la versificación, que no habría sido posible responderle sin
humillarle». Y adviértase que no se habla de un hombre que pensase menos
en la forma del escrito que en el fondo; se habla de Buffon, que pulía con
extremada escrupulosidad sus trabajos, y de quien se cuenta que hizo copiar
once veces su manuscrito Épocas de la naturaleza; y sin embargo este hombre
que tanto cuidaba de la belleza, de la cultura, de la armonía, no era capaz de
comprender a Racine, y encontraba malos los versos de la Athalia. <<

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[13] La confusión de ideas acarrea grandes perjuicios a las ciencias: pero el
aislamiento de los objetos es causa también de mucha gravedad. Uno de los
vicios radicales de la escuela enciclopédica fue el considerar al hombre
aislado, y prescindir de las relaciones que le ligan con otros seres. El análisis
lleva a descomponer, pero es necesario no llevar la descomposición tan lejos
que se olvide la construcción de la máquina a que pertenecen las piezas.
Algunos filósofos a fuerza de analizar las sensaciones, se han quedado con las
sensaciones solas; lo que en la ciencia ideológica y psicológica, equivale a
tomar el pórtico por el edificio. <<

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[14]La duda de Descartes fue una especie de revolución contra la autoridad
científica, y por tanto fue llevada por muchos a una exageración indebida. Sin
embargo no es posible desconocer que había en las escuelas necesidad de un
sacudimiento, que las sacase del letargo en que se encontraban. La autoridad
de algunos escritores se había levantado más alto de lo que convenía; y era
menester un ímpetu como el de la filosofía de Descartes para derribar a los
ídolos. El respeto debido a los grandes hombres no ha de rayar en culto, ni la
consideración a su dictamen degenerar en ciega sumisión. Por ser grandes
hombres, no dejan de ser hombres, y de manifestarlo así en los errores,
olvidos y defectos de sus obras. Summi enim sunt, homines tamen, decia
Quintiliano. Y san Agustín confiesa, que la infalibilidad la atribuye a los
libros sagrados; pero que en cuanto a las obras de los hombres, por mas alto
que rayen en virtud y sabiduría, no por esto son más obligados a tener por
verdadero todo cuanto ellos han dicho o escrito. <<

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[15]
Voy a compendiar en pocas palabras lo más útil que dicen los dialécticos
sobre la percepción, juicio, raciocinio, término, proposición y argumentación.
Según los dialécticos, la percepción es el conocimiento en la cosa, sin
afirmación o negación; el juicio es la afirmación o negación; el raciocinio es
el acto del entendimiento de lo que de una cosa inferimos otra.
Pienso en la virtud sin afirmar o negar nada de ella; tengo una percepción.
Interiormente afirmo que la virtud es loable; formo un juicio. De aquí infiero
que para merecer la verdadera alabanza es preciso ser virtuoso; esto es un
raciocinio. El objeto interior de la percepción, se llama idea.
El término o vocablo es la expresión de la cosa percibida. La palabra América
no expresa la idea del nuevo Continente, sino el mismo Continente. Es cierto
que no existiera el término si no existiese la idea, y que esta sirve como de
nudo para enlazar el término con la cosa; pero no lo es menos, que cuando
expresamos América, entendemos la cosa misma, no la idea. Así decimos la
América es un país hermoso, y es evidente que esto no lo afirmamos de la
idea.
Al pensar en los metales, conozco que el ser metal es común a muchas cosas
que por otra parte son diferentes, como la plata, el oro, el plomo etc.; al
pensar en los brutos, veo que hay algo en que convienen el camello, el águila,
la serpiente, la mariposa, y todos los demás, a saber el vivir y sentir, o el ser
animales. Cuando expreso esto que conviene a muchos, diciendo, metal,
animal, cuerpo, hombre justo, malo etc, el término se denomina común.
El término común tomado en general es aquél cuyo significado conviene a
muchos; pero como puede suceder que convenga a muchos, o bien tan sólo en
cuanto se consideran reunidos, o bien que se aplique a cualquiera de ellos por
separado, suele decirse que en el primer caso el término es colectivo, en el
segundo distributivo. Academia, es un término común colectivo, porque
expresa la colección de los académicos; pero no de tal suerte que cada uno de
estos pueda llamarse academia. Sabio es término común distributivo, porque
se aplica a muchos, de manera que cualquiera individuo que posea la
sabiduría, puede llamarse sabio.
Término singular es el que expresa un solo individuo: como Pirineos, mar
Negro, Madrid, etc. Me parece que el término colectivo no debería contarse

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como una especie del común, porque entonces hay el inconveniente de que la
división no está bien hecha. Decimos que el término es común o singular. El
común se divide en colectivo y distributivo. Para que una división sea bien
hecha se requiere que de dos miembros opuestos el uno no pertenezca al otro,
lo que se verifica si adoptamos la división expresada. En efecto, la palabra
nación es común, distributivamente, porque conviene a todas las naciones; y
colectivamente porque se aplica a una reunión. Francia es común colectivo
porque se aplica a un conjunto de hombres, y singular porque expresa una
sola nación, un verdadero individuo de la especie de las naciones. Luego el
término colectivo no debe contarse entre los comunes, como contrapuestos al
singular, pues hay nombres colectivos comunes, y los hay singulares.
El término común se divide en unívoco, equívoco y análogo. Unívoco es el
que tiene para muchos un significado idéntico: como hombre, animal,
corpóreo. Equívoco es el que lo tiene diferente, como león, que expresa un
animal y un signo celeste. Análogo que lo tiene en parte idéntico y en parte
diferente: como sano, que se aplica al alimento que conserva la salud, al
medicamento que la restablece, al hombre que la posee; piadoso, que se aplica
a la persona, a un libro, a una acción, a una imagen. Amo, se dice de los
monarcas; así esa fórmula «el rey mi augusto amo» se dice de los que tienen
esclavos; se dice de los que tienen dependientes o criados, se dice del dueño
de la habitación.
De muchos términos se verifica que envuelven una idea general, susceptible
de varias modificaciones; y el emplearlos sin hacer la competente distinción,
da lugar a confusión de ideas, y estériles disputas. Usamos a cada paso las
palabras rey, monarca, soberano; hablamos sobre lo que ellas significan,
asentando nuestros respectivos sistemas. Y sin embargo es imposible no
desacertar gravísimamente, si en cada cuestión no se fija con exactitud lo que
estas palabras expresan. Soberano es el sultán, soberano es el emperador de
Rusia, soberano es el rey de Prusia, soberano es el rey de Francia, soberana es
la reina de Inglaterra, y no obstante en ninguno de estos casos, la soberanía
expresa lo mismo.
La definición es la explicación de la cosa. Si explica la esencia se llama
esencial; si se contenta con darla a conocer, sin penetrar en su naturaleza, se
apellida descriptiva.
Cuando la cosa explicada es la significación de una palabra, se llama
definición del nombre: definitio nominis. Conviene no confundir la definición
del nombre con su etimología: porque siendo esta última la explicación del

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origen de la palabra, acontece muchas veces que el sentido usual es muy
diferente del etimológico. La etimología ilustra para conocer el verdadero
significado, pero no lo determina. Así, por ejemplo, la palabra obispo,
episcopus, que atendida su etimología griega significa vigilante, y en su
acepción latina, superintendente, nos indica en cierto modo las atribuciones
pastorales; pero dista mucho de determinarlas en su verdadero sentido. Así
esta palabra significaba entre los latinos, el magistrado a cuyo cargo corría el
cuidado del pan y demás comestibles. Cicerón escribiendo a Ático le dice:
«Vuit enim Pompejus me esse quem tota hæc Campania, et maritima ora
habent episcopum ad quem delectus et negotii summa referatur». (Lib. 7.
epist).
Las calidades de una buena definición, son claridad y exactitud. Será clara, si
no puede menos de entenderla quien no ignore la significación de las
palabras; será exacta, si explica de tal manera la cosa definida, que ni le añada
ni le quite.
La mejor regla para asegurarse de la bondad de una definición, es aplicarla
desde luego a las cosas definidas; y observar si las comprende a todas, y a
ellas solas.
La división es la distribución de un todo en sus partes. Según son estas, toma
distintos nombres; llamándose actual cuando existen en realidad, y potencial
cuando no son más que posibles. La actual se subdivide en metafísica, física,
e integral. Metafísica, es la que distribuye el todo en partes metafísicas, como
el hombre en animal y racional; física, la que lo distribuye en partes físicas,
como el hombre en cuerpo y alma; integral, la que lo distribuye en partes que
expresan cantidad, como el hombre en cabeza, pies, manos etc. La potencial
es la que distribuye un todo en aquellas partes que nosotros le podemos
concebir. Así, considerando como un todo la idea abstracta animal, podemos
dividirle en racional e irracional. Si lo expresado por la división potencial
pertenece a la esencia de la cosa, se llama esencial, si no, accidental. Será
esencial si divido el animal en racional e irracional; será accidental si le
divido por sus colores, u otras calidades semejantes.
La buena división debe: 1º. agotar el todo; 2º. no atribuirle partes que no
tenga; 3º. no incluir una parte en las otras; 4º. proceder con orden, ya sea que
éste se funde en la naturaleza de las cosas, o en la generación o distribución
de las ideas.

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Si afirmo una cosa de otra, formo un juicio; si lo enuncio con palabras, tengo
una proposición. Afirmo interiormente, que la tierra es un esferoide; he aquí
un juicio; digo o escribo: «la tierra es un esferoide» he aquí la proposición.
En todo juicio hay relación de dos ideas, más bien de los objetos que ellas
representan; lo mismo ha de suceder en la proposición; el término que expresa
aquello de que afirmamos o negamos, se llama sujeto; lo que afirmamos o
negamos se denomina predicado; y el verbo ser, que expreso o sobrentendido
se halla siempre en la proposición, se apellida unión o cópula, porque
representa el enlace de las dos ideas. Así en el ejemplo anterior: la tierra es el
sujeto, esferoide el predicado, y es la cópula.
Si hay afirmación, la proposición se llama afirmativa, si hay negación
negativa. Pero conviene advertir, que para que una proposición sea negativa,
no basta que la partícula no afecte alguno de sus términos, sino que es preciso
que afecte al verbo. «La ley no manda pagar». «La ley manda no pagar». La
primera es negativa, la segunda afirmativa; el sentido es muy diferente con
solo mudar de lugar el no.
Las proposiciones se dividen en universales, indefinidas, particulares y
singulares, según que el sujeto es singular, indefinido, particular, o universal.
Todo cuerpo es grave: es proposición universal, a causa de la palabra todo. El
hombre es inconstante; la proposición es indefinida, por no expresarse si lo
son todos o alguno. Algunos axiomas son engañosos; la proposición es
particular porque el sujeto está restringido por el adjunto alguno. Gonzalo de
Córdoba fue insigne capitán; la proposición es singular, por serlo el sujeto.
Para ser singular la proposición, no es preciso que el nombre sea propio, basta
una palabra cualquiera que lo determine; como si digo: esta moneda es falsa.
Tocante a las proposiciones indefinidas, puede preguntarse si el sujeto se
toma en sentido universal o particular; y a esta cuestión dan origen dos
motivos: 1º. el no estar aquél acompañado de término universal ni particular;
2º. el observarse que el uso les señala a unas un sentido universal y a otras no.
La proposición indefinida equivale a la universal, en sentido absoluto, si se
trata de materias pertenecientes a la esencia de las cosas, o alguna de sus
propiedades que pueda considerarse necesaria; equivale a universal moral, es
decir, para la mayor parte de los casos, si versa sobre calidades que así lo
demanden; y por fin a particular, si así lo indica la cosa de que se habla. Los
cuerpos son pesados: equivale a decir todos los cuerpos son pesados. Los

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alemanes son meditabundos; no equivale a decir que todos lo sean, sino que
este es uno de los caracteres de aquella nación.
Las proposiciones son simples o compuestas. Las simples son las que
expresan la relación de un solo predicado a un solo sujeto: como todas las de
los ejemplos anteriores. Las compuestas son las que contienen más de un
sujeto o predicado; y por lo mismo explícita o implícitamente comprenden
más de una proposición. Con la clasificación y los ejemplos, se comprenderá
mejor en qué consiste una proposición compuesta. Los dialécticos suelen
distribuirlas en varias clases; indicaré las principales.
Proposición copulativa es la que expresa el enlace de dos afirmaciones o
negaciones. El oro y la plata son metales. Equivale a estas dos reunidas: el oro
es metal, y la plata es metal. El oro es amarillo, y el oro es dúctil. Para que
estas proposiciones sean verdaderas se necesita que lo sean sus dos partes:
porque la afirmación no se limita a la una sino que se extiende a las dos. A la
misma clase pueden reducirse estas negativas: ni la codicia ni la soberbia son
virtudes; la templanza no es dañosa ni al alma ni al cuerpo, etc.
Disyuntiva es la proposición en que entre dos o más extremos se afirmó la
existencia de uno. Las acciones humanas son o buenas o malas. A estas horas
se habrá ejecutado el designio o no se ejecutará nunca. Para la verdad de estas
proposiciones, se necesita que no haya medio entre los extremos señalados.
Un papel o es blanco o es negro: la proposición es falsa, porque puede ser de
otros colores.
Proposición condicional es en la que se afirma una cosa con condición. Si el
viento sopla el tiempo será frio. Si hiela se echarán a perder los frutos. Para la
verdad de estas proposiciones se necesita que en realidad la primera parte
traiga consigo la segunda; porque esto es lo que se afirma; más no que la
segunda traiga la primera, porque de esto se prescinde. Así en el último
ejemplo se dice que al hielo seguirá la perdición de los frutos; pero no que si
se pierden los frutos haya hielo; porque no se afirma que los frutos no puedan
perderse por otras causas. Poco diré sobre las formas de argumentación. Los
dialécticos las han distribuido en muchas clases, y señalándoles abundantes
reglas, todo con mucho ingenio. Ya he indicado lo que pensaba de su utilidad.
Para inventar sirven poco o nada; para exponer mucho; y en general, el
acostumbrarse a ellos por algún tiempo, deja en el entendimiento una claridad
y precisión que no se pierden fácilmente, y se hacen sentir en todos los
estudios.

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Silogismo es la argumentación en que se comparan dos términos con un
tercero, para inferir la relación que ellos tienen entre sí. Lo simple es
incorruptible, el alma es simple, luego es incorruptible. Los extremos son
alma e incorruptible, el término medio es simple.
Entimema es un silogismo abreviado. El alma es simple, luego es
incorruptible.
El dilema es una argumentación fundada en una proposición disyuntiva, que
por todos los extremos hiere al adversario. O el cristianismo se difundió con
milagros o sin ellos; si con milagros, el cristianismo es verdadero; si sin
milagros, el cristianismo es verdadero también, pues se difundió con un gran
milagro que es el difundirse sin milagros. <<

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[16]He recordado con elogio una doctrina de Santo Tomás; y no puedo menos
de advertir lo muy útil que considero la lectura de las obras de aquel insigne
Doctor, a cuantos deseen entregarse a estudios profundos sobre el espíritu
humano. Si bien es verdad que se halla en ellas el estilo de la época, también
es cierto que más de una vez se asombra el lector de que en medio de la
ignorancia, que todavía era mucha en el siglo XIII, hubiese un hombre que a
tan vasta erudición reuniese un espíritu tan penetrante, tan profundo, tan
exacto. <<

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[17]La carrera de la enseñanza debiera ser una profesión en que se fijaran
definitivamente los que la abrazasen. Desgraciadamente no sucede así, y una
tarea de tanta gravedad y trascendencia se desempeña como a la aventura, y
sólo mientras se espera otra colocación mejor. El origen del mal no está en los
profesores; sino en las leyes que no los protegen lo bastante, y no cuidan de
brindarles con el aliciente y estímulo, que el hombre necesita en todo. Un solo
profesor bueno es capaz en algunos años de producir beneficios inmensos a
un país: él trabaja en una modesta cátedra, sin más testigo que unos pocos
jóvenes; pero estos jóvenes se renuevan con frecuencia, y a la vuelta de
algunos años ocupan los destinos más importantes de la sociedad. <<

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[18]Esa inclinación del hombre a seguir la autoridad de otro hombre, da lugar
a elevadas consideraciones sobre la fe, sobre el principio de la autoridad de la
Iglesia católica, y sobre el origen y carácter de las extraviadas sectas que han
perturbado y perturban el mundo. Como en otra obra traté extensamente esta
materia, me basta referirme a lo que en ella dije. Véase El Protestantismo
comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la civilización europea.
Tomo 1º. <<

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[19] Podría escribirse una excelente obra con el título de moral literaria y
artística. El asunto es tan útil como fecundo. Si esta obra la ejecutase un
escritor de crítica segura y delicada y de moral pura, podría ser de gran
provecho. El abuso, cada día mayor, que de las más bellas dotes del alma se
está haciendo para extraviar y corromper, aumentaría la importancia de
semejante trabajo. Ojalá que esta indicación despierte la voluntad de alguno
que se sienta con fuerzas para ello. <<

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[20]La filosofía de la historia, si bien ha adelantado algo en los últimos
tiempos, es sin embargo una ciencia muy atrasada. Probablemente sufrirá
modificaciones no menos profundas que otra ciencia también nueva: la
economía política. Para los católicos hay en esta clase de estudios el grave
inconveniente de que varias de las obras principales que en esta materia se
han escrito, han salido de manos de protestantes, o escépticos; así es que se
las encuentra llenas de errores y equivocaciones en lo concerniente a la
Iglesia. Verdad es que últimamente en Inglaterra, en Francia y en Alemania,
se está rehaciendo la historia en un sentido favorable al catolicismo: pero ésta
es una mina riquísima de la cual no se ha explotado más que una pequeña
parte. Los tesoros abundan; sólo se necesita trabajo. <<

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[21] Figúranse algunos que la religiosidad es signo de espíritu apocado y
capacidad escasa; y que por el contrario la incredulidad es indicio de talento y
grandeza de ánimo. Yo sostengo que con la historia en la mano se puede
demostrar que en todos tiempos y países los hombres más eminentes han sido
religiosos. <<

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