El Criterio - Jaime Balmes
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Jaime Balmes
El criterio
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lgonzalezp 09.04.2019
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Título original: Título
Jaime Balmes, 1845
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Índice de contenido
Cubierta
El criterio
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Capítulo XVII. La enseñanza
Sobre el autor
Notas
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Capítulo I
Consideraciones preliminares
§I
§ II
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A veces conocemos la verdad, pero de un modo grosero; la realidad no se
presenta a nuestros ojos tal como es, sino con alguna falta, añadidura o
mudanza. Si desfila a cierta distancia una columna de hombres, de tal manera
que veamos brillar los fusiles, pero sin distinguir los trajes, sabemos que hay
gente armada, pero ignoramos si es de paisanos, de tropa o de algún otro
cuerpo; el conocimiento es imperfecto, porque nos falta distinguir el uniforme
para saber la pertenencia. Mas si por la distancia u otro motivo nos
equivocamos, y les atribuimos una prenda de vestuario que no llevan, el
conocimiento será imperfecto, porque añadiremos lo que en realidad no hay.
Por fin, si tomamos una cosa por otra, como, por ejemplo, si creemos que son
blancas unas vueltas que en realidad son amarillas, mudamos lo que hay, pues
hacemos de ello una cosa diferente.
Cuando conocemos perfectamente la verdad, nuestro entendimiento se
parece a un espejo en el cual vemos retratados, con toda fidelidad, los objetos
como son en sí; cuando caemos en error, se asemeja a uno de aquellos vidrios
de ilusión que nos presentan lo que realmente no existe; pero cuando
conocemos la verdad a medias, podría compararse a un espejo mal azogado, o
colocado en tal disposición que, si bien nos muestra objetos reales, sin
embargo, nos los ofrece demudados, alterando los tamaños y figuras.
§ III
Variedad de ingenios
El buen pensador procura ver en los objetos todo lo que hay, pero no más
de lo que hay. Ciertos hombres tienen el talento de ver mucho en todo; pero
les cabe la desgracia de ver lo que no hay, y nada de lo que hay. Una noticia,
una ocurrencia cualquiera, les suministran abundante materia para discurrir
con profusión, formando, como suele decirse, castillos en el aire. Estos suelen
ser grandes proyectistas y charlatanes.
Otros adolecen del defecto contrario: ven bien, pero poco; el objeto no se
les ofrece sino por un lado; si éste desaparece, ya no ven nada. Éstos se
inclinan a ser sentenciosos y aferrados en sus temas. Se parecen a los que no
han salido nunca de su país: fuera del horizonte a que están acostumbrados, se
imaginan que no hay más mundo. Un entendimiento claro, capaz y exacto,
abarca el objeto entero; le mira por todos sus lados, en todas sus relaciones
con lo que le rodea. La conversación y los escritos de estos hombres
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privilegiados se distinguen por su claridad, precisión y exactitud. En cada
palabra encontráis una idea, y esta idea veis que corresponde a la realidad de
las cosas. Os ilustran, os convencen, os dejan plenamente satisfecho; decís
con entero asentimiento: «Sí, es verdad, tiene razón». Para seguirlos en sus
discursos no necesitáis esforzaros; parece que andáis por un camino llano, y
que el que habla sólo se ocupa de haceros notar, con oportunidad, los objetos
que encontráis a vuestro paso. Si explican una materia difícil y abstrusa,
también os ahorran mucho tiempo y fatiga. El sendero es tenebroso porque
está en las entrañas de la tierra; pero os precede un guía muy práctico,
llevando en la mano una antorcha que resplandece con vivísima luz.
§ IV
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conozca los géneros de su tráfico, los puntos de donde es más ventajoso
traerlos, los medios más a propósito para conducirlos sin deterioro, con
presteza y baratura, los mercados más convenientes para expenderlos con
celeridad y ganancia; es decir, aquel que posea más verdades sobre los objetos
de comercio, el que conozca más a fondo la realidad de las cosas en que se
ocupa.
§V
Échase, pues, de ver que el arte de pensar bien no interesa solamente a los
filósofos, sino también a las gentes más sencillas. El entendimiento es un don
precioso que nos ha otorgado el Creador, es la luz que se nos ha dado para
guiarnos en nuestras acciones; y claro es que uno de los primeros cuidados
que debe ocupar al hombre es tener bien arreglada esta luz. Si ella falta, nos
quedamos a obscuras, andamos a tientas, y por este motivo es necesario no
dejarla que se apague. No debemos tener el entendimiento en inacción, con
peligro de que se ponga obtuso y estúpido, y, por otra parte, cuando nos
proponemos ejercitarle y avivarle, conviene que su luz sea buena para que no
nos deslumbre, bien dirigida para que no nos extravíe.
§ VI
El arte de pensar bien no se aprende tanto con reglas como con modelos.
A los que se empeñan en enseñarle a fuerza de preceptos y de observaciones
analíticas se los podría comparar con quien emplease un método semejante
para enseñar a los niños a hablar o andar. No por esto condeno todas las
reglas; pero sí sostengo que deben darse con más parsimonia, con menos
pretensiones filosóficas y, sobre todo, de una manera sencilla, práctica: al
lado de la regla, el ejemplo. Un niño pronuncia mal ciertas palabras; para
corregirle, ¿qué hacen sus padres o maestros? Las pronuncian ellos bien y
hacen que en seguida las pronuncie el niño: «Escucha bien como yo lo digo; a
ver, ahora tú; mira, no pongas los labios de esta manera, no hagas tanto
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esfuerzo con la lengua», y otras cosas por este tenor. He aquí el precepto al
lado del ejemplo, la regla y el modo de practicarla.[1]
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Capítulo II
La atención
§I
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proceden de falta de capacidad, sino de no haber prestado al narrador la
atención debida.
§ II
§ III
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estado de las mieses, a las faenas de los labradores, al murmullo de los
arroyos o al canto de las aves.
Tan lejos estoy de considerar la atención como abstracción severa y
continuada, que, muy al contrario, cuento en el número de los distraídos no
sólo a los atolondrados, sino también a los ensimismados. Aquéllos se
derraman por la parte de afuera; éstos divagan por las tenebrosas regiones de
adentro; unos y otros carecen de la conveniente atención que es la que se
emplea en aquello de que se trata.
El hombre atento posee la ventaja de ser más urbano y cortés, porque el
amor propio de los demás se siente lastimado, si notan que no atendemos a lo
que ellos dicen. Es bien notable que la urbanidad o su falta se apelliden
también atención o desatención.
§ IV
Las interrupciones
Además son pocos los casos, aun en los estudios serios, que requieren
atención tan profunda que no pueda interrumpirse sin grave daño. Ciertas
personas se quejan amargamente si una visita a deshora o un ruido inesperado
les cortan, como suele decirse, el hilo del discurso; esas cabezas se parecen a
los daguerrotipos, en los cuales el menor movimiento del objeto o la
interposición de otro extraño bastan para echar a perder el retrato o paisaje.
En algunas será tal vez un defecto natural; en otras, una afectación vanidosa
por hacerse pensador, y en no pocas, falta de hábito de concentrarse. Como
quiera, es preciso acostumbrarse a tener la atención fuerte y flexible a un
mismo tiempo y procurar que la formación de nuestros conceptos no se
asemeje a la de los cuadros daguerrotipados, sino de los comunes; si el pintor
es interrumpido suspende sus tareas, y al volver a proseguirlas no encuentra
malbaratada su obra; si un cuerpo le hace importuna sombra, en removiéndole
lo deja todo remediado.[2]
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Capítulo III
Elección de carrera
§I
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§ II
§ III
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la discreción de las preguntas y la facilidad en comprender la construcción
que está contemplando. Leedles un trozo poético, y si hay entre ellos algún
Garcilaso, Lope de Vega, Ercilla, Calderón o Meléndez, veréis chispear sus
ojos, conoceréis que su corazón late, que su mente se agita, que su fantasía se
inflama bajo una impresión que él mismo no comprende.
Cuidado con trocar los papeles: de dos niños extraordinarios es muy
posible que forméis dos hombres muy comunes. La golondrina y el águila se
distinguen por la fuerza y ligereza de sus alas, y, sin embargo, jamás el águila
pudiera volar a la manera de la golondrina, ni ésta imitar a la reina de las
aves.
El tentate diu quid ferre recusent, quid valeant humeri que Horacio
inculca a los escritores, puede igualmente aplicarse a cuantos tratan de
escoger una profesión cualquiera.[3]
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Capítulo IV
Cuestiones de posibilidad
§I
§ II
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otra. Las palabras posibilidad e imposibilidad expresan ideas muy diferentes,
según se refieren a las cosas en sí o a la potencia de una causa que las pueda
producir. Sin embargo, estas ideas tienen relaciones muy íntimas, como
veremos luego. Cuando se consideran posibilidad o imposibilidad sólo con
respecto a un ser, prescindiendo de toda causa, se les llama intrínsecas, y
cuando se atiende a una causa se las denomina extrínsecas. A pesar de la
aparente sencillez y claridad de esta división, observaré que no es dable
formar concepto cabal de lo que significa hasta haber descendido a las
diferentes clasificaciones, que expondré en los párrafos siguientes.
A primera vista se podrá extrañar que se explique primero la
imposibilidad que la posibilidad, pero reflexionando un poco se nota que este
método es muy lógico. La palabra imposibilidad, aunque suena como
negativa, expresa, no obstante, muchas veces una idea que a nuestro
entendimiento se le presenta como positiva; esto es, la repugnancia entre dos
objetos, una especie de exclusión, de oposición, de lucha, por decirlo así; por
manera que, en desapareciendo esta repugnancia, concebimos ya la
posibilidad. De aquí nacen las expresiones de «esto es muy posible, pues nada
se opone a ello»; «es posible, pues no se ve ninguna repugnancia». Como
quiera, en sabiendo lo que es imposibilidad se sabe lo que es la posibilidad, y
viceversa.
Algunos distinguen tres clases de imposibilidad: metafísica, física y
moral. Yo adoptaré esta división, pero añadiendo un miembro, que será la
imposibilidad de sentido común. En su lugar se verá la razón en que me
fundo. También advertiré que tal vez sería mejor llamar imposibilidad
absoluta a la metafísica; natural a la física, y ordinaria, a la moral.
§ III
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siete. Un vicio virtuoso es un imposible absoluto, porque el vicio fuera y no
fuera vicio a un mismo tiempo.
§ IV
§V
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no ha querido levantar el denso velo que separa esta vida mortal del océano
de verdad y de luz.
§ VI
§ VII
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y así no será naturalmente imposible que, con la ayuda del microscopio, lo
imperceptible a la simple vista se nos presente con dimensiones grandes.
Por estas consideraciones es preciso andar con mucho tiento en declarar
un fenómeno por imposible naturalmente. Conviene no olvidar: primero, que
la Naturaleza es muy poderosa; segundo, que nos es muy desconocida; dos
verdades que deben inspirarnos gran circunspección cuando se trate de fallar
en materias de esta clase. Si a un hombre del siglo XV se le hubiese dicho que
en lo venidero se recorría en una hora la distancia de doce leguas, y esto sin
ayuda de caballos ni animales de ninguna especie, habría mirado el hecho
como naturalmente imposible, y, sin embargo, los viajeros que andan por los
caminos de hierro saben muy bien que van llevados con aquella velocidad por
medio de agentes puramente naturales. ¿Quién sabe lo que se descubrirá en
los tiempos futuros y el aspecto que presentará el mundo de aquí a diez
siglos? Seamos enhorabuena cautos en creer la existencia de fenómenos
extraños y no nos abandonemos con demasiada ligereza a sueños de oro; pero
guardémonos de calificar de naturalmente imposible lo que un descubrimiento
pudiera mostrar muy realizable; no demos livianamente fe a exageradas
esperanzas de cambios inconcebibles, pero no las tachemos de delirios y
absurdos.
§ VIII
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que, enterrados de algunos días, despiden ya mal olor, se alzan envueltos en
su mortaja y salen de su tumba, obedientes a la voz que les ha mandado salir
afuera. Este es el conjunto histórico. El más obstinado naturalista, ¿se
empeñará en descubrir aquí la acción de leyes naturales ocultas? ¿Calificará
de imprudentes a los cristianos por haber pensado, que semejantes prodigios
no pudieran hacerse sin intervención divina? ¿Creéis que con el tiempo haya
de descubrirse un secreto para resucitar a los muertos, y no como quiera, sino
haciéndolos levantar a la simple voz de un hombre que los llame? La
operación de las cataratas, ¿tiene algo que ver con el restituir de golpe la vista
a un ciego de nacimiento? Los procedimientos para volver la acción a un
miembro paralizado, ¿se asemejan, por ventura, a este otro: «Levántate, toma
tu lecho y vete a tu casa»? Las teorías hidrostáticas e hidráulicas, ¿llegarán
nunca a encontrar en la mera palabra de un hombre la fuerza bastante para
sosegar de repente el mar alborotado y hacer que las olas se tiendan mansas
bajo sus pies y que camine sobre ellas, como un monarca sobre plateadas
alfombras?
¿Y qué diremos si a tan imponente testimonio se reúnen las profecías
cumplidas, la santidad de una vida sin tacha, la elevación de su doctrina la
pureza de la moral y, por fin, el heroico sacrificio de morir entre tormentos y
afrentas, sosteniendo y publicando la misma enseñanza, con la serenidad en la
frente, la dulzura en los labios, articulando en los últimos suspiros amor y
perdón?
No se nos hable, pues, de leyes ocultas, de imposibilidades aparentes; no
se oponga a tan convincente evidencia un necio «¿quién sabe?…». Esta
dificultad, que sería razonable si se tratara de un suceso aislado, envuelto en
alguna obscuridad, sujeto a mil combinaciones diferentes, cuando se la objeta
contra el cristianismo, es no sólo infundada, sino hasta contraria al sentido
común.
§ IX
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provechoso en la práctica. Esta imposibilidad nada tiene que ver con la
absoluta ni la natural; las cosas moralmente imposibles no dejan por eso de
ser muy posibles absoluta y naturalmente. Daremos una idea muy clara y
sencilla de la imposibilidad ordinaria si decimos que es imposible de esta
manera todo aquello que, atendido el curso regular de las cosas, acontece o
muy rara vez o nunca. Veo a un elevado personaje, cuyo nombre y títulos
todos pronuncian y a quien se tributan los respetos debidos a su clase. Es
moralmente imposible que el nombre sea supuesto y el personaje un impostor.
Ordinariamente no sucede así; pero también se ha sufrido este chasco una que
otra vez. Vemos a cada paso que la imposibilidad moral desaparece con el
auxilio de una causa extraordinaria o imprevista, que tuerce el curso de los
acontecimientos. Un capitán que acaudilla un puñado de soldados viene de
lejanas tierras, aborda a playas desconocidas y se encuentra con un inmenso
continente poblado de millones de habitantes. Pega fuego a sus naves y dice:
marchemos. ¿Adónde va? A conquistar vastos reinos con algunos centenares
de hombres. Esto es imposible; el aventurero ¿está demente? Dejadle, que su
demencia es la demencia del heroísmo y del genio; la imposibilidad se
convertirá en suceso histórico. Apellidase Hernán Cortés; es español que
acaudilla españoles.
§X
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estamos de que no se realizará, que si se pusiese nuestra vida pendiente de
semejante casualidad, diciéndonos que si esto se verifica se nos matará,
continuaríamos tan tranquilos como si no existiese la condición.
Es de notar que aquí no hay imposibilidad metafísica o absoluta, porque
no hay en la naturaleza de los caracteres una repugnancia esencial a colocarse
de dicha manera, pues que un cajista, en breve rato, los dispondría así muy
fácilmente; tampoco hay imposibilidad natural, porque ninguna ley de la
Naturaleza obsta a que caigan por esta o aquella cara, ni el uno al lado del
otro del modo conveniente al efecto; hay, pues, una imposibilidad de otro
orden, que nada tiene de común con las otras dos y que tampoco se parece a la
que se llama moral, por sólo estar fuera del curso regular de los
acontecimientos.
La teoría de las probabilidades, auxiliada por la de las combinaciones
pone de manifiesto esta imposibilidad, calculando, por decirlo así, la inmensa
distancia en que este fenómeno se halla con respecto a la existencia. El Autor
de la Naturaleza no ha querido que una convicción que nos es muy importante
dependiese del raciocinio y, por consiguiente, careciesen de ella muchos
hombres; así es que nos la ha dado a todos a manera de instinto, como lo ha
hecho con otras que nos son igualmente necesarias. En vano os empeñaríais
en combatirla, ni aun en el hombre más rudo; él no sabría tal vez qué
responderos, pero movería la cabeza y diría para sí: «Este filósofo, que cree
en la posibilidad de tales despropósitos, no debe de estar muy sano de juicio».
Cuando la Naturaleza habla en el fondo de nuestra alma con voz tan clara
y tono tan decisivo es necesidad el no escucharla. Sólo algunos hombres,
apellidados filósofos, se obstinan a veces en este empeño, no recordando que
no hay filosofía que excuse la falta de sentido común y que mal llegará a ser
sabio quien comienza por ser insensato.[4]
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Capítulo V
Cuestiones de existencia. Conocimiento adquirido por el testimonio
inmediato de los sentidos
§I
Necesidad del testimonio de los sentidos, y los diferentes modos con que nos
proporcionan el conocimiento de las cosas
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tan sólo excitadas por ellos; lo cierto es que nada sabemos, nada pensamos si
los sentidos no han estado en acción. Además, hasta les dejaremos a los
ideólogos la facultad de imaginar lo que bien les pareciere sobre las funciones
intelectuales de un hombre que careciese de todos los sentidos; sin riesgo
podemos otorgarles tamaña latitud, supuesto que nadie aclarará jamás lo que
en ello habría de verdad, ya que el paciente no sería capaz de comunicar lo
que le pasa, ni por palabras ni por señas. Finalmente, aquí se trata de hombres
dotados de sentidos, y la experiencia enseña que esos hombres conocen o lo
que sienten o por lo que sienten.
§ II
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en el fondo de un bosque distante; era el de cerrarse alguna puerta, cuyo
estrépito retumbaba en el edificio, y sus cercanías; era el de otra cosa
cualquiera, que producía un sonido semejante al del estampido de un cañón
lejano. ¿Estaba yo bien seguro de que no se hallaba a mis inmediaciones la
causa del ruido que me producía la ilusión? ¿Estaba bastante ejercitado para
discernir la verdad, atendida la distancia en que debía hacerse el fuego, la
dirección del lugar y el viento que a la sazón reinaba? No es, pues, el sentido
quien me ha engañado, sino mi ligereza y precipitación. La sensación era tal
cual debía ser, pero yo le he hecho decir lo que ella no me decía. Si me
hubiese contentado con afirmar que oía ruido parecido al de cañonazos
distantes no hubiera inducido al error a otros y a mí mismo.
A uno le presentan un alimento de excelente calidad, y al probarlo dice:
«Es malo, intolerable; se conoce que hay tal o cual mezcla» porque, en efecto,
su paladar lo experimenta así. ¿Le engañó el sentido? No. Si le pareció
amargo no podría suceder de otra manera, atendida la indisposición gástrica
que le tiene cubierta la lengua de un humor que lo maleaba todo. Bastábale a
este hombre un poco de reflexión para no condenar tan fácilmente o al criado
o al revendedor. Cuando el paladar está bien dispuesto, sus sensaciones nos
indican las calidades del alimento; en el caso contrario, no.
§ III
Conviene notar que para conocer por medio de los sentidos la existencia
de un objeto no basta a veces el uso de uno solo, sino que es preciso emplear
otros al mismo tiempo o bien atender a las circunstancias que nos pueden
prevenir contra la ilusión. Es cierto que el discernir hasta qué punto
corresponde la existencia de un objeto a la sensación que recibimos es obra de
la comparación, la que es fruto de la experiencia. Un ciego a quien se quitan
las cataratas no juzga bien de las distancias, tamaños y figuras, hasta haber
adquirido la práctica de ver. Esta adquisición la hacemos sin advertirla desde
niños, y así creemos que basta abrir los ojos para juzgar de los objetos tales
como son en sí. Una experiencia muy sencilla y frecuente nos convencerá de
lo contrario. Un hombre adulto y un niño de tres años están mirando por un
vidrio que les ofrece a la vista paisajes, animales, ejércitos; ambos reciben la
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misma impresión; pero el que sabe bien que no ha salido al campo y se halla
en un aposento cerrado no se altera ni por la cercanía de las fieras ni por los
desastres del campo de batalla. Lo que le cuesta trabajo es conservar la
ilusión; y más de una vez habrá menester distraerse de la realidad y suplir
algunos defectos del cuadro o instrumento para sentir placer con la presencia
del espectáculo. Pero el niño, que no compara, que sólo atiende a la sensación
en todo su aislamiento, se espanta y llora, temiendo que se lo han de comer
las fieras o viendo que tan cruelmente se matan los soldados.
Todavía más: experimentamos a cada paso que una perspectiva excelente
de la cual no teníamos noticia, vista a la correspondiente distancia, nos causa
ilusión, y nos hace tomar por objetos de relieve los que en realidad son
planos. La sensación no es errada; pero sí lo es el juicio que por ella
formamos. Si advirtiésemos que caben reglas para producir en la retina la
misma impresión con un objeto plano que con otro abultado, nos hubiéramos
complacido en la habilidad del artista, sin caer en error. Este habría
desaparecido mirando el objeto desde puntos diferentes o valiéndonos del
tacto.
§ IV
Los que tratan del buen uso de los sentidos suelen advertir que es preciso
cuidar de que alguna indisposición no afecte a los órganos, y así se nos
comuniquen sensaciones capaces de engañarnos; esto es, sin duda, muy
prudente, pero no tan útil como se cree. Los enfermos raras veces se dedican a
estudios serios; y así sus equivocaciones son de poca trascendencia; además,
que ellos mismos, o sus allegados, bien pronto notan la alteración del órgano,
con lo cual se previene oportunamente el error. Los que necesitan reglas son
los que, estando sanos de cuerpo, no lo están de espíritu, y que, preocúpalos
de un pensamiento, ponen a su disposición y servicio todos sus sentidos,
haciéndoles percibir, quizá con la mayor buena fe, todo lo que conviene al
apoyo del sistema excogitado. ¿Qué no descubrirá en los cuerpos celestes el
astrónomo que maneja el telescopio no con ánimo reposado, y ajeno de
parcialidad, sino con vivo deseo de probar una aserción aventurada con
sobrada ligereza? ¿Qué no verá con el microscopio el naturalista que se halle
en disposición semejante?
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A propósito he dicho que estos errores podían padecerse quizás con la
mayor buena fe; porque sucede muy a menudo que el hombre se engaña
primero a sí mismo antes de engañar a los otros. Dominado por su opinión
favorita, ansioso de encontrar pruebas para sacar la verdadera, examina los
objetos no para saber, sino para vencer; y así acontece que halla en ellos todo
lo que quiere. Muchas veces los sentidos no le dicen nada de lo que él
pretende; pero le ofrecen algo desemejante: «Esto es —exclama alborozado
—; helo aquí, es lo mismo, que yo sospechaba»; y cuando se levanta en su
espíritu alguna duda, procura sofocarla, achácala a poca fe en su
incontrastable doctrina, se esfuerza en satisfacerse a sí mismo, cerrando los
ojos a la luz, para poder engañar a los otros sin verse precisado a mentir.
Basta haber estudiado el corazón del hombre para conocer que estas
escenas no son raras y que jugamos con nosotros mismos de una manera
lastimosa. ¿Necesitamos una convicción? Pues de un modo u otro trabajemos
en formárnosla; al principio la tarea es costosa, pero al fin viene el hábito a
robustecer lo débil, se allega, el orgullo para no permitir retroceso, y el que
comenzó luchando contra sí mismo con un engaño que no se le ocultaba del
todo acaba por ser realmente engañado y se entrega a su parecer con
obstinación incorregible.
§V
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impresión exterior. Es decir, que si al recibir el órgano externo la impresión
de un cuerpo la comunica al cerebro, causando en el nervio A la vibración u
otra afección B, y por una causa cualquiera, independiente de los cuerpos
exteriores, se produce en el mismo órgano A la misma vibración B,
experimentaremos idéntica sensación que si el órgano externo fuese afectado
en la realidad.
En este punto se hallan de acuerdo la razón y la observación. El alma se
informa de los objetos exteriores inmediatamente por los sentidos, pero
inmediatamente por el cerebro; cuando éste, pues, recibe tal o cual impresión,
no puede ella desentenderse de referirla al lugar de donde suele proceder y al
objeto que de ordinario la produce. Si se halla advertida de que la
organización está alterada se precaverá contra el error, pero no será dejando
de recibir la sensación, sino desconfiando del testimonio de ella. Cuando
Pascal, según cuentan, veía un abismo a su lado, bien sabía que en realidad no
era así; mas no dejaba de recibir la misma sensación que si hubiese habido tal
abismo, y no alcanzaba a vencer la ilusión por más que se esforzase. Este
fenómeno se verifica, muy a menudo y no se hace extraño a los que tienen
algunas nociones sobre semejantes materias.
§ VI
Maniáticos y ensimismados
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susurro del viento es un gemido misterioso, la claridad de la luna es la
aparición de un finado y el chillido de las aves nocturnas es el grito de las
evocaciones del averno para asistir a pavorosas escenas. Desgraciadamente no
son sólo las mujeres las que tienen imaginación calenturienta y que toman por
realidades los sueños de su fantasía.[5]
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Capítulo VI
Conocimiento de la existencia de las cosas adquirido mediatamente por los
sentidos
§I
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estos objetos me eran conocidos en general, así como sus relaciones con lo
que me ofrecían los sentidos. De la contemplación de la admirable máquina
del universo no pasaríamos al conocimiento del Criador si no tuviéramos idea
de efectos y causa de orden y de inteligencia. Y sea dicho de paso, esta sola
observación basta para desbaratar el sistema de los que no ven en nuestro
pensamiento más que sensaciones transformadas.
§ II
Coexistencia y sucesión
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Naturaleza toda, y algunos momentos después sopla el violento huracán,
llevando en sus negras alas tremenda tempestad.
Así es muy arriesgado el juzgar de las relaciones de dos objetos porque se
les ha visto unidos alguna vez o sucederse con poco intervalo; este es un
sofisma que se comete con demasiada frecuencia, cayéndose por él en
infinitos errores. En él se encontrará el origen de tantas predicciones como se
hacen sobre las variaciones atmosféricas, que bien pronto la experiencia
manifiesta fallidas; de tantas conjeturas sobre manantiales de agua, sobre
veneros de metales preciosos, y otras cosas semejantes. Se ha visto algunas
veces que, después de tal o cual posición de las nubes, de tal o cual viento, de
tal o cual dirección de la niebla de la mañana, llovía, o tronaba, o acontecían
otras mudanzas de tiempo; se habrá notado que en el terreno de este o aquel
aspecto se encontró, algunas veces agua, que en pos de estas o aquellas vetas
se descubrió el precioso mineral; y se ha inferido, desde luego, que había una
relación entre los dos fenómenos, y se ha tomado el uno como señal del otro,
no advirtiendo que era dable una coincidencia enteramente casual y sin que
ellos tuviesen entre sí relación de ninguna clase.
§ III
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Humanidad que en muchos casos se acomoda a ellas la ciencia, y que en las
más de las investigaciones no tiene el entendimiento de otro guía.
Creo que nadie pondrá dificultad en que las frutas, cuando han adquirido
cierto tamaño, figura y color, dan señal de que son sabrosas. ¿Cómo sabe esta
relación el rústico que las coge? ¿Cómo de la existencia del color y demás
calidades que ve infiere la de otra que no experimenta, la del sabor? Exigidle
que os explique la teoría de este enlace, y no sabrá qué responderos; pero
objetadle dificultades y empeñaos en persuadirle que se equivoca en la
elección, y se reirá de vuestra filosofía, asegurado en su creencia por la simple
razón de que «siempre sucede así».
Todo el mundo está convencido de que cierto grado de frío hiela los
líquidos y que otro de calor los vuelve al primer estado. Muchos son los que
no saben la razón de estos fenómenos, pero nadie duda de la relación entre la
congelación y el frío, y la liquidación y el calor. Quizás podrían suscitarse
dificultades sobre las explicaciones que en esta parte ofrecen los físicos; pero
el linaje humano no aguarda a que en semejantes materias le ilustren los
sabios: «Siempre existen juntos estos hechos —dice—; luego entre ellos hay
alguna relación que los liga».
Son infinitas las aplicaciones que podrían hacerse de la regla establecida;
pero las anteriores bastan para que cualquiera las encuentre por sí mismo.
Sólo diré que la mayor parte de los usos, de la vida están fundados en este
principio: la simultánea existencia de dos seres observada por dilatado tiempo
autoriza para deducir que existiendo el uno existirá también el otro. Sin dar
por segura esta regla, el común de los hombres no podría obrar y los mismos
filósofos se encontrarían más embarazados de lo que, tal vez, se figuran.
Darían pocos pasos más que el vulgo.
La segunda regla es muy análoga a la primera: se funda en los mismos
principios y se aplica a los mismos usos. La constante experiencia manifiesta
que el pollo sale de un huevo; nadie, hasta ahora, ha explicado
satisfactoriamente cómo del licor encerrado en la cáscara se forma aquel
cuerpecito tan admirablemente organizado; y aun cuando la ciencia diese
cumplida razón del fenómeno, el vulgo no lo sabría; y, sin embargo, ni éste ni
los sabios vacilan en creer que hay una relación de dependencia entre el licor
y el polluelo; al ver el pequeño viviente, todos estamos seguros de que le ha
precedido aquella masa que a nuestros ojos se presentaba informa y torpe.
La generalidad de los hombres, o mejor diremos todos, ignoran
completamente de qué manera la tierra vegetal concurre al desarrollo de las
semillas y al crecimiento de las plantas, ni cuál es la causa de que unos
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terrenos se adapten mejor que otros a determinadas producciones; pero
siempre se ha visto así, y esto es suficiente para que se crea que una cosa
depende de otra y para que al ver la segunda deduzcamos, sin temor de errar,
la existencia de la primera.
§ IV
§V
Un ejemplo
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Es de noche y veo que en la cima de una montaña se enciende un fuego; a
poco rato de arder noto que en la montaña opuesta asoma una luz, brilla por
breve tiempo y desaparece. Ésta ha salido después de encendido el fuego en la
parte opuesta; pero de aquí no puedo inferir que haya entre los dos hechos
relación alguna. Al día siguiente veo otra vez que se enciende el fuego en el
mismo lugar y que del mismo modo se presenta la luz. La coincidencia en que
ayer no me había parado siquiera ya me llama la atención hoy; pero esto
podrá ser una casualidad, y no pienso más en ello. Al otro día acontece lo
mismo; crece la sospecha de que sea una señal convenida. Durante un mes se
verifica lo propio; la hora es siempre la misma, pero nunca falta la aparición
de la luz a poco de arder el fuego; entonces ya no me cabe duda de que un
hecho es dependiente del otro o, por lo menos, hay entre ellos alguna relación;
y ya no me falta sino averiguar en qué consiste una novedad que no acierto a
comprender.
En semejantes casos el secreto para descubrir la verdad y prevenir los
juicios infundados consiste en atender a todas las circunstancias del hecho, sin
descuidar ninguna, por despreciable que parezca. Así, en el ejemplo anterior,
supuesto que a poco de encendido el fuego se presentaba la luz, diríase, a
primera vista, que no es necesario pararse en la hora de la noche y ni tampoco
en si esta hora variaba o no. Mas en la realidad estas circunstancias eran muy
importantes, porque según fuese la hora era más o menos probable que se
encendiese fuego y apareciese luz, y siendo siempre la misma era mucho
menos probable que los dos hechos tuviesen relación que si hubiera sido
variada. Un imprudente que no reparase en nada de eso alarmaría la comarca
con las pretendidas señales; no cabría ya duda de que algunos malhechores se
ponen de acuerdo, se explicaría sin dificultad el robo que sucedió tal o cual
día, se comprendería lo que significaba un tiro que se oyó por aquella parte, y
cuando la autoridad tuviera aviso del malvado complot, cuando recayeran ya
negras sospechas sobre familias inocentes, he aquí que los exploradores
enviados a observar de cerca el misterio podrían volver muy bien riéndose del
espanto y del espantador y descifrando el enigma en los términos siguientes:
Muy cerca de la cima donde arde el fuego está situada la casa de la familia A
que a la hora de acostarse aposta un vigilante en las cercanías porque tiene
noticia de que unos leñadores quieren estropear parte del bosque plantado de
nuevo. El centinela siente frío y hace muy bien en encender lumbre sin ánimo
de espantar a nadie si no es a los malandrines de segur y cuerda. Como
cabalmente aquella es la hora en que suelen acostarse los comarcanos, lo hace
también la familia B, que habita en la cumbre de la montaña opuesta. Al sonar
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el reloj, levanta el dueño los reales de la chimenea, dice a todo el mundo:
«Vámonos a dormir», y entretanto, él sale a un terrado al cual dan varias
puertas y empuja por la parte de afuera para probar si los muchachos han
cerrado bien. Como el buen hombre va a recogerse, lleva en la mano el candil,
y heos aquí la luz misteriosa que salía a una misma hora y desaparecía en
breve, coincidiendo con el fuego y haciendo casi pasar por ladrones a quienes
sólo trataban de guardarse de ladrones.
¿Qué debía hacer en tal caso un buen pensador? Helo aquí. A poco rato de
encendido el fuego aparece la luz, y siempre a una misma hora poco más o
menos, lo que inclina a creer que será una señal convenida. El país está en
paz; con que esto debiera de ser inteligencia de malhechores. Pero cabalmente
no es probable que lo sea, porque no es regular que escojan siempre un mismo
lugar y tiempo, con riesgo de ser notados y descubiertos. Además que la
operación sería muy larga durando un mes, y estos negocios suelen
redondearse con un golpe de mano. Por aquellas inmediaciones están las
casas A y B, familias de buena reputación, que no se habrán metido a
encubridores. Parece, pues, que o ha de ser coincidencia puramente casual, o
que si hay seña, debe de ser sobre negocio que no teme los ojos de la justicia.
La hora del suceso es precisamente la en que se recogen los vecinos de esta
tierra; veamos si esto no será que algunos quehaceres obligan a los unos a
encender fuego y a los otros a sacar la luz.
§ VI
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la simultaneidad o sucesión son constantes arguyen algún vínculo o relación o
de los hechos entre sí o de ambos con un tercero.
§ VII
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Capítulo VII
La lógica acorde con la claridad
§I
§ II
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hombres no leyéramos ya en las primeras páginas de la Sagrada Escritura que
el corazón del hombre está inclinado al mal desde su adolescencia.
La máxima perniciosa, que se propone nada menos que asegurar el acierto
con la malignidad del juicio, es tan contraria a la caridad cristiana como a la
sana razón. En efecto; la experiencia nos enseña que el hombre más mentiroso
dice mayor número de verdades que de mentiras, y que el más malvado hace
muchas más acciones buenas o indiferentes que malas. El hombre ama
naturalmente la verdad y el bien, y no se aparta de ellos sino cuando las
pasiones le arrastran y extravían. Miente el mentiroso en ofreciéndosele
alguna ocasión en que, faltando a la verdad, cree favorecer sus intereses o
lisonjear su vanidad necia; pero fuera de estos casos, naturalmente, dice la
verdad y habla como el resto de los hombres. El ladrón roba, el liviano se
desmanda, el pendenciero riñe, cuando se presenta la oportunidad,
estimulando la pasión; que si estuviesen abandonadas de continuo a sus malas
inclinaciones serían verdaderos monstruos su crimen degeneraría en
demencia, y entonces el decoro y buen orden de la sociedad reclamarían
imperiosamente que se los apartase del trato de sus semejantes.
Infiérese de estas observaciones que el juzgar mal no teniendo el debido
fundamento y el tomar la malignidad por garantía de acierto, es tan irracional
como si habiendo en una urna muchísimas bolas blancas y poquísimas negras
se dijera que las probabilidades de salir están en favor de las negras.
§ III
Regla 1ª
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Sabéis que un comerciante honrado se halla en los mayores apuros cuando
todo el mundo le considera en posición muy desembarazada. Su honor, el
porvenir de su familia están pendientes de una operación poco justa, pero muy
beneficiosa. Si se decide a ella todo queda remediado; si se abstiene, el fatal
secreto se divulga y la perdición total es inevitable. ¿Qué hará? Si en la
operación podéis salir perjudicado, precaveos a tiempo; apartaos de un
edificio que si bien en una situación regular no amenazaba ruina, está ahora
abatido por un furioso huracán.
Tenéis noticia de que dos personas de amable trato y bella figura han
trabado relaciones muy íntimas y frecuentes; ambos son virtuosos, y aun
cuando no mediaran otros motivos, el honor debiera bastar a contenerlos en
los debidos límites. Si tenéis interés en ello, tomad vuestro partido con
presteza; si no, callad, no juzguéis temerariamente; pero rogad a Dios por
ambos, que las oraciones podrán no ser inútiles.
Estáis en el gobierno, los tiempos son malos, la época crítica, los peligros
muchos. Uno de vuestros dependientes, encargado de un puesto importante,
se halla asediado noche y día por un enemigo que dispone de largas talegas.
El dependiente es honrado, según os parece; tiene grandes compromisos por
vuestra causa, y, sobre todo, es entusiasta de ciertos principios y los sustenta
con mucho acaloramiento. A pesar de todo, será bueno que no perdáis de vista
el negocio. Haréis muy bien en creer que el honor y las convicciones de
vuestro dependiente no se rajarán con los golpes de un ariete de cincuenta mil
pesos fuertes; pero será mejor que no lo probéis, mayormente si las
consecuencias fuesen irreparables.
Un amigo os ha hecho grandes ofrecimientos, y no podéis dudar que son
sinceros. La amistad es antigua, los títulos muchos y poderosos, la simpatía de
los corazones está probada y, para colmo de dicha, hay identidad de ideas y
sentimientos. Preséntase de improviso un negocio en que vuestra amistad le
ha de costar cara; si no os sacrifica, se expone a graves pérdidas, a inminentes
peligros. Para lo que pudiera suceder, resignaos a ser víctima, temed que las
afectuosas protestas se quedarán sin cumplirse y que, en cambio de vuestro
duelo, se os pagará con una satisfacción tan gemebunda como estéril.
Estáis viendo a una autoridad en aprieto; se la quiere forzar a un acto de
alta trascendencia, a que no puede acceder sin degradarse, sin faltar a sus
deberes más sagrados, sin comprometer intereses de la mayor importancia. El
magistrado es, naturalmente, recto; en su larga carrera no se le conoce una
felonía, y su entereza está acompañada de cierta firmeza de carácter. Los
antecedentes no son malos. Sin embargo, cuando veáis que la tempestad
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arrecia, que el motín sube ya la escalera, cuando golpee a la puerta del
gabinete el osado demagogo que lleva en una mano el papel que se ha de
firmar y en otra el puñal o una pistola amartillada, temed más por la suerte del
negocio que por la vida del magistrado. Es probable que no morirá: la
entereza no es el heroísmo.
Con los anteriores ejemplos se echa de ver que en algunas ocasiones es
lícito y muy prudente desconfiar de la virtud de los hombres, lo que acontece
cuando el obrar bien exige una disposición de ánimo que la razón, la
experiencia y la misma religión nos enseñan ser muy rara. Es claro, además,
que para sospechar mal no siempre será menester que el apuro sea tal como se
ha pintado. Para el común de los hombres suele bastar mucho menos, y para
los decididamente malos, la simple oportunidad equivale a vehemente
tentación. Así, no es posible señalar otra regla para discernir los casos, sino
que es preciso atender a las circunstancias de la persona que es el objeto del
juicio, graduando la probabilidad del mal por su habitual inclinación a él o su
adhesión a la virtud.
De estas consideraciones nacen las otras reglas.
Regla 2ª
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atrás, cobardía; el faltar al deber es manifestar miedo, es someterse a la
afrenta. El hombre de intención recta y corazón puro, pero pusilánime, mirará
las cosas con ojos muy diferentes. «Hay un deber que cumplir, es verdad;
pero trae consigo la muerte de quien lo cumpla y la orfandad de la familia. El
mal se hará también de la misma manera, y quizá, quizá, los desastres serán
mayores. Es necesario dar al tiempo lo que es suyo; la entereza no ha de
convertirse en terquedad; los deberes no han de considerarse en abstracto, es
preciso atender todas las circunstancias; las virtudes dejan de serlo si no
andan regidas por la prudencia». El buen hombre ha encontrado por fin lo que
buscaba: un parlamentario entre el bien y el mal; el miedo, con su propio
traje, no servía para el caso, pero ya se ha vestido de prudencia; la transacción
no se hará esperar mucho.
He aquí un ejemplo bien palpable, y por cierto nada imaginario, de que es
preciso atender a todas las circunstancias del individuo que se ha de juzgar.
Desgraciadamente el conocimiento de los hombres es uno de los estudios más
difíciles, y por lo mismo es tarea espinosa el recoger los datos precisos para
acertar.
Regla 3ª
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la comparación; si un ejemplo apoya nuestra manera de opinar, nos
afirmamos más en ella, y si la experiencia nos suministra muchos, sin esperar
más pruebas, damos la cosa por demostrada. Natural es que necesitando
comparaciones las busquemos en los objetos más conocidos y con los cuales
nos hallamos más familiarizados; y como en tratándose de juzgar o conjeturar
sobre la conducta ajena hemos menester calcular sobre los motivos que
influyen en la determinación de la voluntad, atendemos, sin advertirlo
siquiera, a lo que solemos hacer nosotros y prestamos a los demás el mismo
modo de mirar y apreciar los objetos.
Esta explicación, tan sencilla como fundada, señala cumplidamente la
razón de la dificultad que encontramos en despojarnos de nuestras ideas y
sentimientos cuando así lo reclama el acierto en los juicios que formamos
sobre la conducta de los demás. Quien no está acostumbrado a ver otros usos
que los de su país tiene por extraño cuanto de ellos se desvía, y al dejar por
primera vez el suelo patrio se sorprende a cada novedad que descubre. Lo
propio nos sucede en el asunto de que tratamos: con nadie vivimos más
íntimamente que con nosotros mismos, y hasta los menos amigos de
concentrarse tienen por necesidad una conciencia muy clara del curso que
ordinariamente siguen su entendimiento y voluntad. Preséntase un caso, y no
atendiendo a que aquello pasa en el ánimo de los otros, como si dijéramos en
tierra extraña, nos sentimos, naturalmente, llevados a pensar que deberá de
suceder allí lo mismo, a corta diferencia, que hemos visto en nuestra patria. Y
ya que he comenzado comparando, añadiré que así como los que han viajado
mucho no se sorprenden por ninguna diversidad de costumbres y adquieren
cierto hábito de acomodarse a todo sin extrañeza ni repugnancia, así los que
se han dedicado al estudio del corazón y a la observación de los hombres son
más diestros en despojarse de su manera de ser y sentir, y se colocan más
fácilmente en la situación de los otros, como si dijéramos que cambian de
traje y de tenor de vida y adoptan el aire y las maneras de los naturales del
nuevo país.[7]
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Capítulo VIII
De la autoridad humana en general
§I
§ II
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comarca». Lo primero que debo hacer es parar la atención en la persona que
así lo dice. ¿Es un hombre anciano, rico propietario de la tierra, establecido en
sus mismas posesiones, aficionado a recoger noticias y formar estados
comparativos? No puedo dudar que quien habla debe de saberlo muy bien,
pues que su interés, profesión, inclinaciones particulares y larga experiencia
le proporcionan cuantos medios son deseables para formar juicio acertado.
¿Es un hijo del mismo propietario, que sólo se llega a las posesiones de su
padre para divertirse o sacar dinero, que, distraído por la vida de las ciudades,
se cuida muy poco de lo que pasa en los campos? Bien podrá saberlo por
habérselo oído a su padre; pero si esta última circunstancia falta, el testimonio
es muy poco seguro. ¿Es un viajero que recorre de vez en cuando aquel país
por negocios que nada tienen que ver con la agricultura? Su palabra merece
poca fe, porque son escasos los medios que ha tenido para cerciorarse de lo
que afirma; su proposición podrá ser echada a la ventura.
En una reunión se cuenta que el ingeniero N. acaba de idear una nueva
máquina para tal o cual producto y que su invención lleva ventaja a cuantas se
han conocido hasta ahora. El testigo es ocular. ¿Quién lo refiere? Es un
caballero de la misma profesión, muy acreditado en ella, que ha viajado
mucho para ponerse al nivel de los últimos adelantos en maquinaria,
comisionado repetidas veces, ya por el Gobierno, ya por Sociedades de
fabricantes, para comparar diferentes sistemas de construcción y elaboración:
el juez es competente; no es fácil haya sido engañado por un charlatán
cualquiera. El testigo es un fabricante que tiene invertidos grandes capitales
en maquinaria y se propone invertir muchos más; posee algunos
conocimientos en el ramo, pues que su interés propio le llama la atención
hacia este punto, y cuenta con bastantes años de experiencia. El testimonio no
es despreciable, ha perdido mucho de las cualidades del primero. No conoce
por principios la mecánica, habrá visto algunos establecimientos, mas no los
necesarios para poder comparar la invención con los demás sistemas
conocidos; el maquinista sabía que las arcas no estaban vacías, tenía un
interés en que se formase alto concepto de la invención; hay, pues, bastante
peligro de que el mérito sea exagerado; hasta podrá ser muy mediano, y quizá
nulo.
Una mujer de veracidad probada, pero de imaginación ardiente y viva, y
además muy crédula en asuntos de carácter extraordinario y misterioso,
refiere, con el tono de la mayor certeza y con el lenguaje y ademán de una
impresión reciente, que en la noche anterior ha oído en su casa un ruido
espantoso; que, habiéndose levantado, ha visto el resplandor de algunas luces
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en partes del edificio en las que no habita nadie, y que repetidas veces han
resonado con toda claridad voces desconocidas, ya cual gemidos de dolor, ya
cual aullidos de desesperación, ya cual aterradoras amenazas. La testigo habrá
sido engañada. Es probable que, estando profundamente dormida, algún gato
que andaría ocupado en sus ordinarias tareas de hurto o caza habrá derribado
algún trasto con estrepitoso fracaso. La buena señora, que quizá conciliaría
difícilmente el sueño, agitada por espectros y fantasmas, despierta al
retumbante ruido; levántase, despavorida; corre presurosa de una a otra parte;
ve en los aposentos desiertos alguna luz, por la sencilla razón de que nadie
cuidó de cerrar las ventanas, y por ellas penetran los rayos de la luna; por fin
llegan a sus oídos las voces misteriosas, que no debieron de ser más que los
silbidos del viento, los crujidos de alguna puerta mal segura y tal vez el
remoto maúllo del malandrín, que, salido por la buhardilla, se va a trabar
refriegas por la vecindad, sin pensar que sus maldades tienen en congojosa
cuita a su dueña y bienhechora.
Así discurría un buen pensador, sin decidirse por esto a creer o dejar de
creer, pero inclinándose algo más a lo segundo que a lo primero, cuando he
aquí que llega a la reunión el marido de la señora espantada. Es hombre que
frisa en los cincuenta, que ha tenido tiempo de perder el miedo en largos años
de carrera militar, no escasea en conocimientos y, retirado ahora, vive
entregado a sus negocios y a sus libros, dejando que su mujer delire a
mansalva. La vista de los circunstantes se dirige, naturalmente, al recién
llegado, y todos desean saber de su boca la impresión que le causara la
medrosa aventura. «En verdad, señores —dice—, que no sé qué diablos
teníamos esta noche en casa. Ocupado en despachar unos papeles que me
corrían prisa no me había acostado todavía cuando he aquí que a eso de las
doce oigo un estrépito tal que me creí que la casa se nos venía encima. Lo que
es, gato no podía ser, porque era imposible que hiciese tal estrépito, y,
además, esta mañana nada se ha encontrado ni dislocado ni roto. Eso de las
luces yo no las he visto, pero que resonaron unas voces tan tremebundas que
casi me habrían metido el miedo en el cuerpo es positivo. Veremos si la
zambra se repite; yo me temo que se nos ha querido jugar una treta. Desearía
sorprender a los actores representando su papel». Desde entonces la cuestión
cambia de aspecto; lo que antes era improbable ha pasado a ser creíble; el
hecho será verdadero, sólo falta aclarar su naturaleza.
§ III
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Examen y aplicaciones de la segunda condición
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general? ¿Lo ha conseguido o no? En el parte hay una cláusula que dice: «Sé
de positivo que la plaza N puede todavía sostenerse algunos días. Así no he
creído necesario precipitar las operaciones, mayormente cuando la situación
del soldado, rendido de hambre, y fatiga, reclamaba imperiosamente algún
descanso. El convoy queda seguro en la ciudad M, adonde me he replegado,
abandonando al enemigo unas posiciones que me eran inútiles y dejándole
que se cebase en una porción de víveres que en el ardor de la refriega cayeron
en su poder a causa de un desorden momentáneo que se debió al miedo de los
bagajeros». El negocio presenta mal aspecto; a pesar de todos los rodeos, se
conoce que el vencedor ha perdido una parte del convoy y no ha podido pasar
con lo restante.
¿Qué trofeos nos presenta en testimonio de su victoria? No ha cogido
prisioneros y él confiesa algunos extraviados; aquellas compañías demasiado
adelantadas sufrieron algunos momentos de conflicto y fueron envueltas por
fuerzas cuadruplicadas; todo esto significa que hubo en aquella parte un
«sálvese quien pueda» y que el enemigo no dejó de hacer presa.
¿Cuáles son las noticias que vienen del lugar donde se ha replegado el
general? Es probable que las cartas serán tristes y que traerán descripciones
aflictivas sobre el desorden en que entró la tropa y la disminución del convoy.
¿Qué dicen los partidarios del enemigo? ¡Ah! Esto acaba de aclarar el
misterio; se han echado las campanas a vuelo en el punto P y han entrado
muchos prisioneros; los enemigos se han presentado orgullosos en presencia
de la plaza sitiada, cuyos apuros son cada día mayores.
¿Qué está haciendo el general vencedor? Se mantiene en inacción y se
añade que ha pedido refuerzos; la brillante victoria habrá sido, pues, una
insigne derrota.
§ IV
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presencia de datos positivos que produzcan evidencia. Las mayores o menores
fuerzas del enemigo, el orden o la dispersión con que tal o cual parte de su
ejército emprendió la retirada, el número de muertos o heridos, lo más o
menos favorable de algunas posiciones, atendida la situación de los
combatientes, lo más o menos intransitable de los caminos y otras cosas por
este tenor, ¿cómo las puede aclarar bien el público? Cada cual refiere las
cosas a su modo, según sus noticias, intereses o deseos, y los mismos que
saben la verdad son quizá los primeros en obscurecerla haciendo circular las
más insignes falsedades. Los que llegan a desembarazarse del enredo y a ver
claro en el negocio o callan o se hallan impugnados por mil y mil a quienes
importa sostener la ilusión, y la mancha que cae sobre los embaucadores
nunca es tan ignominiosa que no consienta algún disfraz. Pero suponed que
un general que está sitiando una plaza, y nada puede contra ella, tiene la
imprudencia de enviar un pomposo parte al Gobierno, anunciándole que la ha
tomado por asalto y están en su poder los restos de la guarnición que no han
perecido en la refriega; a pocos días sabrá el Gobierno, sabrá el público, sabrá
el mismo Ejército que el general ha mentido de una manera escandalosa, y la
burla y la afrenta que caerán sobre el impostor le harán pagar cara su gloria de
momento.
De aquí es que en semejantes casos el buen sentido del público suele
preguntar si el parte es oficial, y si lo es, por más que no haga caso de las
circunstancias con que se procura realzar el hecho, no obstante, presta crédito
a la existencia de él. Hasta es de notar que cuando en gravísimos apuros se
miente de una manera escandalosa, con la mira de alentar por algunas horas
más y dar lugar al tiempo, rara vez se inventa un parte nombrando personas;
se apela a las fórmulas de «sabemos de positivo; un testigo de vista acaba de
referirnos», y otras semejantes; se suponen oficios recibidos que se
imprimirán luego, se ordenan regocijos públicos, etc.; pero siempre se suele
dejar un camino abierto para que la mentira no choque demasiado de frente
con el buen sentido; se tiene cuidado en no comprometer el nombre de
personas determinadas; en una palabra: hasta reinando la mayor desfachatez
se guardan siempre algunas consideraciones a la conciencia pública.
Para dejar, pues, de prestar crédito a una no basta objetar que el narrador
está interesado en faltar a la verdad; es necesario considerar si las
circunstancias de la mentira son tan desgraciadas que poco después haya de
ser descubierta en toda su desnudez, sin que le quede al engañador la excusa
de que se había equivocado o lo habían mal informado. En estos casos por
poca que sea la categoría de la persona, por poca estimación de sí misma que
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se le pueda suponer, mayormente cuando el asunto pasa en público es
prudente darle crédito, si de esto no puede resultar ningún daño. Será dable
salir engañado, pero la probabilidad está en contra, y en grado muy superior.
§V
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Capítulo IX
Los periódicos
§I
Una ilusión
Creen algunos que, con respecto a los países donde está en vigor la
libertad de imprenta, no es muy difícil encontrar la verdad, porque teniendo
todo linaje de intereses y opiniones, algún periódico que les sirve de órgano,
los unos desvanecen los errores de los otras, brotando del cotejo la luz de la
verdad. «Entre todos lo saben todo y lo dicen todo; no se necesita más que
paciencia en leer, cuidado en comparar, tino en discernir y prudencia en
juzgar». Así discurren algunos. Yo creo que esto es pura ilusión, y lo primero
que asiento es que, ni con respecto a las personas ni a las cosas, los periódicos
no lo dicen todo, ni con mucho, ni aun aquello que saben bien los redactores,
hasta en los países más libres.
§ II
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decidirse por uno de los extremos o adoptar un justo medio a manera de
árbitro arbitrador? El resultado es andar a tientas y verse precisado o a
suspender el juicio o a caer en crasos errores. La carrera pública del hombre
en cuestión no siempre está señalada por actos bien caracterizados, y, además,
lo que haya en ellos de bueno o malo no siempre es bien claro si debe
atribuirse a él o a sus subalternos.
Lo curioso es que, a veces, entre tanta contienda, la opinión pública en
ciertos círculos, y quizá en todo el país, está fijada sobre el personaje; de
suerte que no parece sino que se miente de común acuerdo. En efecto; hablad
con los hombres que no carecen de noticias, quizá con los mismos que le han
declarado más cruda guerra: «Lo que es talento —oiréis— nadie se lo niega;
sabe mucho y no tiene malas intenciones; pero ¿qué quiere usted?…, se ha
metido en eso y es preciso desbancarle; yo soy el primero en respetarle como
a persona privada, y ojalá que nos hubiese escuchado a nosotros; nos hubiera
servido mucho y habría representado un papel brillante». ¿Veis a esa otro tan
honrado, tan inteligente, tan activo y enérgico, que, al decir de ciertos
periódicos, él, y sólo él, puede apartar la patria del borde del abismo?
Escuchad a los que le conocen de cerca y tal vez a sus más ardientes
defensores: «Que es un infeliz ya lo sabemos; pero, al fin, es el hombre que
nos conviene, y de alguien nos hemos de valer. Se le acusa de impuros
manejos; esto ¿quién lo ignora? En el Banco A tiene puestos tales fondos, y
ahora va a hacer otro tanto en el Banco B. En verdad que roba de una manera
demasiado escandalosa; pero, mire usted, esto es ya tan común…, y, además,
cuando le acusan nuestros adversarios no es menester que uno le deje en las
astas del toro. ¿No sabe usted la historia de ese hombre? Pues yo le voy a
contar a usted su vida y milagros…». Y se nos refieren sus aventuras, sus
altos y bajos, y sus maldades o miserias, o necedades y desde entonces ya no
padecéis ilusiones y juzgáis en adelante con seguridad y acierto.
Estas proporciones no las disfrutan por lo común los extranjeros, ni los
nacionales que se contentan con la lectura de los periódicos, y así, creyendo
que la comparación de los de opuestas opiniones les aclara suficientemente la
verdad, se forman los más equivocados conceptos sobre los hombres y las
cosas.
El temor de ser denunciados, de indisponerse con determinadas personas,
el respeto debido a la vida privada, el decoro propio y otros motivos
semejantes impiden a menudo a los periódicos el descender a ciertos
pormenores y referir anécdotas que retratan al vivo al personaje a quien
atacan, sucediendo a veces que con la misma exageración de los cargos, la
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destemplanza de las invectivas y la crueldad de las sátiras no le hacen, ni con
mucho, el daño que se le podría hacer con la sencilla y sosegada exposición
de algunos hechos particulares.
Los escritores distinguen casi siempre entre el hombre privado y el
hombre público; esto es muy bueno en la mayor parte de los casos porque de
otra suerte la polémica periodística, ya demasiado agria y descompuesta, se
convirtiera bien pronto en un lodazal donde se revolverían inmundicias
intolerables; pero esto no quita que la vida privada de un hombre, no sirva
muy bien para conjeturar sobre su conducta en los destinos públicos. Quien en
el trato ordinario no respeta la hacienda ajena, ¿creéis que procederá con
pureza cuando maneje el erario de la nación? El hombre de mala fe, sin
convicciones de ninguna clase, sin religión, sin moral, ¿creéis que será
consecuente en los principios político que aparenta profesar, y que en sus
palabras y promesas puede descansar tranquilo el Gobierno que se vale de sus
servicios? El epicúreo por sistema que en su pueblo insultaba sin pudor el
decoro público, siendo mal marido y mal padre, ¿creéis que renunciará a su
libertinaje cuando se vea elevado a la magistratura y que de su corrupción y
procacidad nada tendrán que temer la inocencia y la fortuna de los buenos,
nada que esperar la insolencia y la injusticia de los malos? Y nada de esto
dicen los periódicos, nada pueden decir, aunque les conste a los escritores sin
ningún género de duda.
§ III
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Capítulo X
Relaciones de viaje
§I
§ II
¿Cómo se hacen la mayor parte de los viajes? Pasando no más que por los
lugares más famosos, deteniéndose algún tanto los puntos principales y
atravesando el país intermedio tan rápidamente como es posible, pues a ello
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instigan tres causas poderosas: ahorrar tiempo, economizar dinero y disminuir
la molestia. Si el país es culto, con buenos caminos, con canales, ríos y costas
de pronta navegación, el viajero salta de una capital a otra disparándose como
una flecha; dormitando con el mecimiento del coche o de la nave y asomando
la cabeza por la portezuela para recrearse con la vista de algún bello paisaje o
paseándose sobre cubierta contemplando las orillas del río, cuya corriente le
arrebata. Resulta de ahí que todo el país intermedio queda completamente
desconocido, en cuanto concierne a ideas, religión, usos y costumbres. Algo
ve sobre la calidad del terreno y los trajes de los moradores, porque ambos
objetos se le ofrecen a los ojos; pero, hasta en estas cosas, si el viajero no es
cauto y pretende hablar en general, podrá dar a sus lectores las noticias más
falsas y extravagantes. Si de aquí a algunos años logramos navegar por el
Ebro desde Zaragoza a Tortosa, el viajero que pintase el terreno y los trajes de
Aragón y Cataluña ateniéndose a lo que hubiese visto en la ribera del río, por
cierto que les proporcionaría a sus lectores copia desbaratada.
Ahora reflexione el aficionado a relaciones de viajes el caso que debe
hacer de las detalladas noticias sobre un país de muchos millares de leguas
cuadradas descrito por un viajero que le ha observado de la susodicha manera.
«El que lo ha visto de cerca lo dice; así será, sin asomo de duda»; de esta
suerte hablas, ¡oh crédulo lector!, pensando que en recoger aquellas noticias
ha puesto tu guía gran trabajo y cuidado, pues yo te diré lo que podría muy
bien haber sucedido, y otra vez no te dejarás engañar con tanta facilidad.
Llegado el viajero a la capital, tal vez con escaso conocimiento de la
lengua, y quizá con ninguno, habrá andado atolondrado y confuso algunos
días en el laberinto de calles y plazas, desplegando a menudo el plano de la
ciudad, preguntando a cada esquina y saliendo del paso del mejor modo
posible para encontrar la oficina de pasaportes, la casa de la Embajada y los
sujetos para quienes lleva carta de recomendación. Este tiempo no es muy a
propósito para observar, y si a ratos toma coche para librarse de cansancio y
evitar extravío, tanto peor para los apuntes de su cartera; todo desfila a sus
ojos con mucha rapidez; como linterna mágica, las ilusiones de los cuadros;
recogerá muy gratas sensaciones pero no muchas noticias. Viene en seguida
la visita de los principales edificios, monumentos, bellezas y preciosidades,
cuyo índice encuentra en la guía; y o la capital no ha de ser de las mayores o
se le han pasado muchos días en la expresada tarea. La estación se adelanta,
es preciso todavía visitar otras ciudades, acudir a los baños, presenciar tal o
cual escena en un punto lejano; el viajero ha de tomar la posta y correr a
ejecutar en otra parte lo que acaba de practicar allí. A los pocos meses de su
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partida del suelo natal está ya de vuelta, y ordena durante el invierno sus
apuntes, y en la primavera se halla de venta un abultado tomo sobre el viaje.
Agricultura, artes, comercio, ciencia, política, ideas populares, religión, usos,
costumbres, carácter, todo lo ha observado de cerca el afortunado viajero; en
su libro se halla la estadística universal del país; creedle sobre su palabra y
podréis ahorraros el trabajo de salir de vuestro gabinete sin que ignoréis los
más pequeños y delicados pormenores.
¿Cómo ha podido adquirir tanta copia de noticias? Un Argos no bastara
para ver y notar tanto en tan breve tiempo, y, además, ¿cómo habrá sabido lo
que pasaba allí donde no ha estado, es decir, a centenares de leguas a derecha
e izquierda de la carretera, canal o río por donde viajaba? Helo aquí. Cuando
al dar los primeros rayos del sol a la portezuela del coche se habrá despertado
y bostezando, y desperezándose habrá echado una ojeada sobre el país, que no
se parece ya a lo que era el de anoche cruzando y arreglando las piernas, con
el caballero de enfrente habrá trabado quizá la siguiente conversación:
—¿Usted conoce el país éste?
—Un poco.
—El pueblo aquél, ¿cómo se llama?
—Si mal no recuerdo es N.
—¿Los principales productos del país?
—N.
—¿La industria?
—N.
—¿Carácter?
—Flemático como el postillón.
—¿Riqueza?
—Como judíos.
Entretanto llega el coche al parador; el de las respuestas se marcha quizá
sin despedirse, y sus informes, que se ignora de quién sean, figurarán cual
datos positivos entre los apuntes del observador, que tendrá la humorada de
afirmar que cuenta lo que ha visto.
Pero como estos recursos no son suficientes, y dejarían muy incompleta la
descripción, recogerá cuidadosamente los trajes extraños, los edificios
irregulares, las danzas grotescas que se le hayan ofrecido al paso, y heos aquí
un cuadro de costumbres generales que nada dejará que desear. Sin embargo,
aun hay otra mina que explotará el viajero y de donde sacará tal vez el
principal tesoro. En los periódicos y en las guías encontrará en crecido
número las noticias que ha menester para formar su estadística; con los datos
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que de allí saque, puestos en orden diferente, intercalando alguna cosa de lo
que ha visto u oído o conjeturado, resultará un todo, que se hará circular como
fruto de los trabajos investigadores del viajero y en substancia no será más, en
su mayor parte, que cuentos de un cualquiera y traducciones y plagios de
periódicos y obras.
Para que no se extrañe la severidad con que trato a los autores de viajes,
sin que por esto me proponga rebajar el mérito dondequiera que se halle,
bastará recordar las necedades y disparates que han publicado algunos
extranjeros que han viajado por España. Lo que a nosotros nos ha sucedido
puede muy bien acontecer a otros pueblos, saliendo bien o mal parados,
aplaudidos con exageración o criticados con injusticia, según el humor, las
ideas y otras cualidades del ligero pintor que se empeñaba en sacar copia de
originales que no había visto.
§ III
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guardaos de asentar sobre estos datos un sistema filosófico, político o
económico, y andad con tiento en lucir vuestra ciencia si os encontrarais con
algún natural del país y no queréis exponeros a ser objeto de risa.[10]
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Capítulo XI
Historia
§I
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§ II
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mal esos griegos; pero en cuanto a saber el respectivo número de
combatientes y otros pormenores, suspendo el juicio hasta que hayan
resucitado los persas y los oiga pintar a su modo los acontecimientos y
circunstancias».
Esta regla de prudencia es susceptible de infinitas aplicaciones a lo
antiguo y moderno. El lector que de ella se penetre, y no la olvide al leer la
Historia, dé por seguro que se ahorrará muchísimos errores, y, sobre todo, no
desperdiciará tiempo y trabajo en recordar si fueron sesenta o setenta mil los
que murieron en tal o cual refriega, y si los pobres que anduvieron de vencida,
y no pueden desmentir al cronista, eran en número cuadruplicado o
quintuplicado, para su mayor ignominia y afrenta.
§ III
Como la Historia no entra en esta obrita sino como uno de tantos objetos
que no deben pasarse por alto cuando se trata de la investigación de la verdad,
fuera inoportuno extenderse demasiado en señalar reglas para su estudio; esto,
por sí solo, reclamaría un libro de no pequeño volumen, y no conviene gastar
un espacio que bien se ha menester para otras cocas. Así, me limitaré a
prescribir lo menos que pueda y con la mayor brevedad que alcance.
Regla 1ª
Regla 2ª
Regla 3ª
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Entre los testigos oculares es preferible, en igualdad de circunstancias, el
que no tomó parte en el suceso y no ganó ni perdió con él. (V. Cap. VIII).
Por más crédito que se merezca César cuando nos refiere sus hazañas,
claro es que a sus enemigos no los había de pintar pocos y cobardes, ni
describirnos sus empresas como demasiado asequibles. Los prodigios de
Aníbal, contados por sus enemigos, valen, por cierto, algo más.
¿Cómo vemos narradas las revoluciones modernas? Según las opiniones e
intereses del escritor. Un hombre de aventajado talento ha dado a luz una
historia del levantamiento y revolución de España en la época de 1808; y, sin
embargo, al tratar de las Cortes de Cádiz al través del lenguaje anticuado y del
tono grave y sesudo, bien se trasluce el joven y fogoso diputado de las
Constituyentes.
Regla 4ª
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incluso la capital del reino; que colocó en el trono a su hermano José, y que,
al fin, José y su ejército, después de seis años de lucha, se vieron precisados a
repasar la frontera. Esto no lo habrá negado el historiador; pues bien, esto
basta; píntense los pormenores como se quiera, la verdad quedará en su lugar.
He aquí lo que dirá el sensato lector: «Tú, historiador parcial, defiendes
admirablemente la reputación y buen nombre de tu héroe; pero resulta de tu
misma narración que él ocupó el país, protestando amistad; que invadió sin
título; que atacó a quien le ayudaba; que se valió de traición para llevarse al
rey; que peleó durante seis años sin ningún provecho. De una parte estaba,
pues, la buena fe del aliado, la lealtad del vasallo y el arrojo y la constancia
del guerrero; de otra podían estar la pericia y el valor, pero a su lado resaltan
la mala fe, la usurpación y la esterilidad de una dilatada guerra. Hubo, pues,
yerro y perfidia en la concepción de la empresa, maldad en la ejecución, razón
y heroísmo en la resistencia».
Regla 5ª
Regla 6ª
Antes de leer una historia es muy importante leer la vida del historiador.
Casi me atrevería a decir que esta regla, por lo común tan descuidada, es
de las que deben ocupar el lugar más distinguido. En cierto modo se halla
contenida en lo que llevo dicho más arriba (Cap. VIII), pero no será inútil
haberla establecido por separado, siquiera para tener ocasión de ilustrarla con
algunas observaciones. Claro es que no podemos saber qué medios tuvo el
historiador para adquirir el conocimiento de lo que narra, ni el concepto que
debemos formar de su veracidad si no sabemos quién era, cuál fue su
conducta y demás circunstancias de su vida. En el lugar en que escribió el
historiador, en las formas políticas de su patria, en el espíritu de su época, en
la naturaleza de ciertos acontecimientos y, no pocas veces, en la particular
posición del escritor se encuentra quizá la clave para explicar sus
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declamaciones sobre tal punto, su silencio o reserva sobre tal otro, por qué
pasó sobre este hecho con pincel ligero, por qué cargó la mano sobre aquél.
Un historiador del revuelto tiempo de la Liga no escribía de la misma
suerte que otro del reinado de Luis XIV; y trasladándonos a épocas más
cercanas, las de la Revolución, de Napoleón, de la Restauración y de la
dinastía de Orleans, han debido inspirar al escritor estilo y lenguaje. Cuando
andaban animadas las contiendas entre los papas y los príncipes, no era, por
cierto, lo mismo publicar una memoria sobre ellas en Roma, París, Madrid o
Lisboa. Si sabéis dónde salió a luz el libro que tenéis en la mano, os haréis
cargo de la situación del escritor, y así supliréis aquí, cercenaréis allá; en una
parte descifraréis una palabra obscura, en otra comprenderéis un circunloquio;
en esta página apreciaréis en su justo valor una protesta, un elogio, una
restricción; en aquélla adivinaréis el blanco de una confesión, de una censura,
o señalaréis el verdadero sentido a una proposición demasiado atrevida.
Pocos son los hombres que se sobreponen completamente a las
circunstancias que los rodean; pocos son los que arrostran un gran peligro por
la sola causa de la verdad; pocos son los que en situaciones críticas no buscan
una transacción entre sus intereses y su conciencia. En atravesándose riesgos
de mucha gravedad, el mantenerse fiel a la virtud es heroísmo, y el heroísmo
es cosa rara.
Además, que no siempre puede decirse que haya obrado mal un escritor
por haberse atemperado a las circunstancias, si no ha vulnerado los derechos
de la justicia y de la verdad. Casos hay en que el silencio es prudente y hasta
obligatorio, y, por lo mismo, bien se puede perdonar a un escritor el que no
haya dicho todo lo que pensaba con tal que no ha dicho nada contra lo que
pensaba. Por más profundas que fuesen las convicciones de Belarmino sobre
la potestad indirecta, ¿habríais exigido de él que se expresase en París de la
misma suerte que en Roma? Esto hubiera equivalido a decirle: «Hablad de
manera que, tan pronto como el Parlamento tenga noticias de vuestra obra,
sean recogidos los ejemplares a mano armada, quemado quizá uno de ellos
por la mano del verdugo y vos expulsado de Francia o encerrado en un
calabozo». El conocimiento de la posición particular del escritor, de su
conducta, moralidad, carácter y hasta de su educación ilustran muchísimo al
lector de sus obras. Para formar juicio de las palabras de Lutero sobre el
celibato servirá no poco el saber que quien habla es un fraile apóstata, casado
con Catalina de Boré; y quien haya tenido paciencia bastante para ruborizarse
veces hojeando las impudentes Confesiones de Rousseau, será bien poco
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accesible a ilusiones cuando el filósofo de Ginebra le hable de filantropía y de
moral.
Regla 7ª
Regla 8ª
Regla 9ª
Regla 10ª
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conocimiento si no se puede penetrar en lo interior de las familias, viéndolas
cómo hablan y obran en la efusión y libertad de sus hogares.[11]
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Capítulo XII
Consideraciones generales sobre el modo de conocer la naturaleza,
propiedades y relaciones de los seres
§I
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Dios no está ligado por las leyes que Él mismo ha escrito a las hechuras
de sus manos; por consiguiente, puede obrar sobre y contra esas leyes, y así es
dable que existan una serie de hechos y revelaciones de un orden superior al
natural y social; de aquí el estudio de la religión o filosofía religiosa.
Dada la existencia de un objeto, pertenece a la filosofía el desentrañarle,
apreciarle y juzgarle, ya que en la aceptación común esta palabra filósofo
significa el que se ocupa en la investigación de la Naturaleza, propiedades y
relaciones de los seres.
§ II
Observación 1ª
La íntima naturaleza de las cocas nos es, por lo común, muy desconocida;
sobre ella sabemos poco e imperfecto.
Conviene no echar nunca en olvido esta importantísima verdad. Ella nos
enseñará la necesidad de un trabajo muy asiduo cuando nos propongamos
descubrir y examinar la naturaleza de un objeto, dado que lo muy oculto y
abstruso no se comprende con aplicación liviana. Ella nos inspirará prudente
desconfianza en el resultado de nuestras investigaciones, no permitiéndonos
que con precipitación nos lisonjeemos de haber encontrado lo que buscamos.
Ella nos preservará de aquella irreflexiva curiosidad que nos empeña en
penetrar objetos cerrados con sello inviolable.
Verdad poco lisonjera a nuestro orgullo, pero indudable, certísima a los
ojos de quien haya meditado sobre la ciencia del hombre. El Autor de la
Naturaleza nos ha dado el suficiente conocimiento para acudir a nuestras
necesidades físicas y morales, otorgándonos el de las aplicaciones y usos que
para este efecto pueden tener los objetos que nos rodean; pero se ha
complacido, al parecer, en ocultar lo demás como si hubiese querido ejercitar
el humano ingenio durante nuestra mansión en la tierra y sorprender
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agradablemente al espíritu al llevarle a las regiones que le aguardan más allá
del sepulcro, desplegando a nuestros ojos el inefable espectáculo de la
Naturaleza sin velo.
Conocemos muchas propiedades y aplicaciones de la luz, pero ignoramos
su esencia; conocemos el modo de dirigir y fomentar la vegetación, pero
sabemos muy poco sobre sus arcanos; conocemos el modo de servirnos de
nuestros sentidos, de conservarlos y ayudarlos, pero se nos ocultan los
misterios de la sensación; conocemos lo que es saludable o nocivo a nuestro
cuerpo, pero en la mayor parte de los casos nada sabemos sobre la manera
particular con que nos aprovecha o daña. ¿Qué más? Calculamos,
continuamente el tiempo, y la metafísica no ha podido aclarar bien lo que es
el tiempo; existe la geometría, y llevada a un grado de admirable perfección, y
su idea fundamental, la extensión, está todavía sin comprender. Todos
moramos en el espacio, todo el universo está en él, le sujetamos a riguroso
cálculo y medida, y la metafísica ni la ideología no han podido decirnos aún
en qué consiste; si es algo distinto de los cuerpos, si es solamente una idea, si
tiene naturaleza propia, no sabemos si es un ser o nada. Pensamos, y no
comprendemos lo que es el pensamiento; bullen en nuestro espíritu las ideas,
e ignoramos lo que es una idea; nuestra cabeza es un magnífico teatro donde
se representa el universo con todo su esplendor, variedad y hermosura; donde
una fuerza incomprensible crea a nuestro capricho mundos fantásticos, ora
bellos, ora sublimes, ora extravagantes; y no sabemos lo que es la
imaginación, ni lo que son aquellas prodigiosas escenas, ni cómo aparecen o
desaparecen.
¡Qué conciencia más viva no tenemos de esa inmensa muchedumbre de
afecciones que apellidamos sentimientos! Y, sin embargo, ¿qué es el
sentimiento? El que ama siente el amor, pero no le conoce; el filósofo que se
ocupa en el examen de esta afección señala quizá su origen, indica su
tendencia y su fin, da reglas para su dirección; pero en cuanto a la íntima
naturaleza del amor, se halla en la misma ignorancia que el vulgo. Son los
sentimientos como un fluido misterioso que circula por conductos cuyo
interior es impenetrable. Por la parte exterior se conocen algunos efectos; en
algunos casos se sabe de dónde viene y adónde va, y no se ignora el modo de
aminorar su velocidad o cambiar su dirección; pero el ojo no puede penetrar
en la obscura cavidad; el agente queda desconocido.
Nuestro propio cuerpo, ni todos cuantos nos rodean, ¿sabemos, por
ventura, lo que son? Hasta ahora, ¿ha habido algún filósofo que haya podido
explicarnos lo que es un cuerpo? Y, sin embargo, estamos continuamente en
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medio de cuerpos, y nos servimos continuamente de ellos, y conocemos
muchas de sus propiedades y de las leyes a que están sometidos, y un cuerpo
forma parte de nuestra naturaleza.
Estas consideraciones no deben perderse nunca de vista, cuando se nos
ofrece examinar la íntima naturaleza de una cosa, para fijar los principios
constitutivos de su esencia. Seamos, pues, diligentes en investigar, pero muy
mesurados en definir. Si no llevamos estas cualidades a un alto grado de
escrupulosidad, nos acontecerá con frecuencia el sustituir a la realidad las
combinaciones de nuestra mente.
Observación 2ª
Observación 3ª
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Imagínanse algunos que en sabiendo pensar sobre una clase de objetos
está ya trillado el camino para lograr lo mismo con respecto a todos, bastando
para ello dirigir la atención a lo que se quiere estudiar de nuevo. De aquí es
que se oye en boca de muchos, y se lee también en uno que otro autor, la
insigne falsedad de que la mejor lógica son las matemáticas, porque
acostumbran a pensar en todas materias con rigor y exactitud.
Para desvanecer esta equivocación basta observar que los objetos que se
ofrecen a nuestro espíritu de órdenes muy diferentes; que los medios de que
disponemos para alcanzarlos nada tienen de parecido; que las relaciones que
con nosotros los unen son desemejantes, y que, en fin, la experiencia está
enseñando todos los días que un hombre dedicado a dos clases de estudios
resulta sobresaliente, en la una y quizá muy mediano en la otra; que en
aquélla piensa con admirable penetración y discernimiento, mientras en ésta
no se eleva sobre miserables vulgaridades.
Hay verdades matemáticas, verdades físicas, verdades ideológicas,
verdades metafísicas; las hay morales, religiosas, políticas; las hay literarias e
históricas; las hay de razón pura y otras en que se mezclan por necesidad la
imaginación y el sentimiento; las hay meramente especulativas, y las hay que
por necesidad se refieren a la práctica; las hay que sólo se conocen por
raciocinio; las hay que se ven por intuición y las hay de que sólo nos
informamos por la experiencia; en fin, son tan variadas las clases en que
podrían distribuirse, que fuera difícil reducirlas a guarismos.
§ III
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archivo, una inmensa biblioteca, un museo donde se hallan reunidas las
mayores maravillas de la naturaleza y del arte; espaciosos jardines adornados
con todo linaje de plantas; largas hileras de jaulas donde rugen, braman,
aúllan, silban se revuelven, se agitan todos los animales de Europa, Asia,
África y América. Allí están Gonzalo de Córdoba, Cisneros, Richelieu,
Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Napoleón, Tasso, Milton, Boileau, Corneille,
Racine, Lope de Vega, Calderón, Molière, Bossuet, Massillon, Bourdaloue,
Descartes, Malebranche, Erasmo, Luis Vives, Mabillon, Vieta, Fermat,
Bacon, Keplero, Galileo, Pascal, Newton, Leibnitz, Miguel Angel, Rafael,
Linneo, Buffon y otros que han transmitido a la posteridad su nombre
inmortal.
Dejadlos hasta que se hayan hecho cargo de la distribución de las piezas y
cada cual haya podido entregarse a los impulsos de su inclinación favorita. El
gran Gonzalo leerá con preferencia las hazañas de Escipión en España,
desbaratando a sus enemigos con su estrategia, aterrándolos con su valor y
atrayéndose el ánimo de los naturales con su gallarda apostura y conducta
generosa. Napoleón se ocupará en el paso de los Alpes por Aníbal, en las
batallas de Cannas y Trasimeno; se indignará al ver a César vacilante a la
orilla del Rubicón; golpeará la mesa con entusiasmo al mirarle cuál marcha
sobre Roma, vence en Farsalia, sojuzga al África y se reviste de la dictadura.
Tasso y Milton tendrán en sus manos la Biblia, Homero y Virgilio; Corneille
y Racine, a Sófocles y Eurípides; Molière, a Aristófanes, Lope de Vega y
Calderón; Boileau, a Horacio; Boasuet, Massillon y Bourdaloue, a San Juan
Crisóstomo, San Agustín, San Bernardo; mientras Erasmo, Luis Vives y
Mabillon estarán revolviendo el archivo, andando a caza de polvorientos
manuscritos para completar un texto truncado, aclarar una frase dudosa,
enmendar una expresión incorrecta o resolver un punto de crítica. Entretanto,
sus ilustres compañeros se habrán acomodado conforme a su gusto respectivo.
Quién estará con el telescopio en la mano, quién con el microscopio, quién
con otros instrumentos; al paso que algunos, inclinados sobre un papel
cubierto de signos, letras y figuras geométricas, estarán absortos en la
resolución de los problemas más abstrusos. No estarán ociosos los
maquinistas, ni los artistas, ni los naturalistas; y bien se deja entender, que
encontraremos a Buffon junto a las verjas de una jaula, a Linneo en el jardín,
a Whatt examinando los modelos de maquinaria y a Rafael y a Miguel Angel
en las galerías de cuadros y estatuas.
Todos pensarán, todos juzgarán, y sin duda que sus pensamientos serán
preciosos y sus fallos respetables; y, sin embargo, estos hombres no se
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entenderían unos a otros si se hablasen los de profesiones diferentes; si trocáis
los papeles, será posible que de una sociedad de ingenios hagáis una reunión
de capacidades vulgares, que tal vez llegue a ser divertida con los disparates
de insensatos.
¿Veis a ese, cuyos ojos centellean, que se agita en un asiento, da recias
palmadas sobre la mesa y al fin se deja caer el libro de la mano, exclamando:
«Bien, muy bien, magnifico…»? ¿Notáis aquel otro que tiene delante de él un
libro cerrado y que, con los brazos cruzados sobre el pecho, los ojos fijos y la
frente contraída y torva, manifiesta que está sumido en meditación profunda,
y que al fin vuelve de repente en sí y se levanta diciendo: «Evidente, exacto,
no puede ser de otra manera…»? Pues el uno es Boileau, que lee un trozo
escogido de la carta a los Pisones, o de las Sátiras, y que, a pesar de saberlo
de memoria, lo encuentra todavía nuevo, sorprendente, y no puede contener
los impulsos de su entusiasmo; el otro es Descartes, que medita sobre los
colores, y resuelve que no son más que una sensación. Aproximadlos ahora y
haced que se comuniquen sus pensamientos; Descartes tendrá a Boileau por
frívolo, pues que tanto le afecta una imagen bella y oportuna o una expresión
enérgica y concisa, y Boileau se desquitará, a su vez, sonriéndose
desdeñosamente del filósofo, cuya doctrina choca con el sentido común y
tiende a desencantar la Naturaleza.
Rafael contempla extasiado un cuadro antiguo de raro mérito; en la
escena, el sol se ha ocultado en el ocaso, las sombras van cubriendo la tierra,
descúbrese en el firmamento el cuadrante de la luna y algunas estrellas que
brillan como antorchas en la inmensidad de los cielos. Descuella en el grupo
una figura que, con los ojos clavados en el astro de la noche y con ademán
dolorido y suplicante, diríase que le cuenta sus penas y le conjura que le dé
auxilio en tremenda cuita. Entretanto, acierta a pasar por allí un personaje que
anda meditabundo de una parte a otra, y reparando en la luna y estrellas y en
la actitud de la mujer que las mira, se detiene y articula entre dientes no sé
qué cosas sobre paralaje, planos que pasan por el ojo del espectador,
semidiámetros terrestres, tangentes a la órbita, focos de la elipse y otras cosas
por este tenor, que distraen a Rafael y le hacen marchar a grandes pasos hacia
otro lado, maldiciendo al bárbaro astrónomo y a su astronomía.
Allí está Mabillon con un viejo pergamino, calándose mil veces los
anteojos, y ora tomando la luz en una dirección, ora en otra, por si puede
sacar en limpio una línea medio borrada, donde sospecha que ha de encontrar
lo que busca, y mientras el buen monje se halla atareado en su faena, se le
llega un naturalista rogándole que disimule, y, armando su microscopio, se
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pone a observar si descubre en el pergamino algunos huevos de polilla. El
pobre Linneo tenía recogidas unas florecitas y las estaba distribuyendo
cuando pasan por allí Tasso y Milton recitando en alta y sentida voz un
soberbio pasaje, y no advierten que lo echan todo a rodar y que con una
pisada destruyen el trabajo de muchas horas.
En fin, aquellos hombres acabaron por no entenderse, y fue preciso
encerrarlos de nuevo en sus tumbas para que no se desacreditasen y no
perdiesen sus títulos a la inmortalidad.
Lo que veía el uno no acertaba a verlo el otro; aquél reputaba: a éste por
estúpido y éste, a su vez, le pagaba con la misma moneda. Lo que el uno
apreciaba con admirable tino, el otro lo juzgaba disparatado; lo que uno
miraba como inestimable tesoro, considerábalo el otro cual miserable
bagatela. Y esto, ¿por qué? ¿Cómo es que grandes pensadores discuerden
hasta tal punto? ¿Cómo es que las verdades no se presentan a los ojos de
todos de una misma manera? Es que estas verdades son de especies muy
diferentes; es que el compás y la regla no sirven para apreciar lo que afecta al
corazón; es que los sentimientos nada valen en el cálculo y en la geometría; es
que las abstracciones metafísicas nada tienen que ver con las ciencias
sociales; es que la verdad pertenece a órdenes tan diferentes cuanto lo son las
naturalezas de las cosas, porque la verdad es la misma realidad.
El empeño de pensar sobre todos los objetos de un mismo modo es
abundante manantial de errores; es trastornar las facultades humanas; es
transferir a unas lo que es propio exclusivamente de otras. Hasta los hombres
más privilegiados, a quienes el Criador ha dotado de una comprensión
universal, no podrán ejercerla cual conviene si cuando se ocupan de uña
materia no se despojan, en cierto modo, de sí mismos para hacer obrar las
facultades que mejor se adaptan al objeto de que se trata.[12]
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Capítulo XIII
La buena percepción
§I
La idea
Percibir con claridad, exactitud y viveza, juzgar con verdad, discurrir con
rigor y solidez, he aquí las tres dotes de un pensador; examinémoslas por
separado, emitiendo sobre cada una de ellas algunas observaciones.
¿Qué es una idea? No nos proponemos investigarlo aquí. ¿Qué es la
percepción en su rigor ideológico? Tampoco es éste el blanco de nuestras
tareas, ni conduciría al fin que deseamos. Bastará, pues, decir, en lenguaje
común, que percepción es aquel acto interior con el cual nos hacemos cargo
de un objeto; siendo la idea aquella imagen, representación o lo que se quiera,
que sirve como de pábulo a la percepción. Así percibimos el círculo, la elipse,
la tangente a una de estas curvas; percibimos la resultante de un sistema de
fuerzas, la razón inversa de éstas en los brazos de una palanca, la gravitación
de los cuerpos, la ley de aceleración en su descenso, el equilibrio de los
fluidos; percibimos la contradicción del ser y no ser a un mismo tiempo, la
diferencia entre lo esencial y accidental de los seres; percibimos los principios
de la moral; percibimos nuestra existencia y la de un mundo que nos rodea;
percibimos una belleza o un defecto en un poema o en un cuadro; percibimos
la sencillez o complicación de un negocio, los medios fáciles o arduos para
llevarle a cabo; percibimos la impresión agradable o desagradable que hace en
nuestros semejantes tal o cual palabra, gesto o suceso; en breve, percibimos
todo aquello de que se hace cargo nuestro espíritu y aquello que en lo interior
nos parece que nos sirve de espejo para ver el objeto; aquello que ora está
presente a nuestro entendimiento, ora se retira o se adormece, aguardando que
otra ocasión lo despierte o que nosotros lo llamemos para volverse a
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presentar; aquello que no sabemos lo que es, pero cuya existencia no nos es
dable poner en duda, aquello se llama idea.
Poco nos importan aquí las opiniones de los ideólogos; por cierto que para
pensar bien no es necesario saber si la idea es distinta de la percepción o no, si
es la sensación transformada o no, ni si nos ha venido por este o aquel
conducto o si la tenemos innata o adquirida. Para la resolución de todas estas
cuestiones, sobre las cuales se ha disputado siempre, y se disputará en
adelante, se necesitan actos reflejos que no puede hacer quien no se ocupa de
ideología, so pena de distraerse en su tarea y embarazar y extraviar
lastimosamente su pensamiento. Quien piensa no puede estar continuamente
pensando qué piensa y cómo piensa; de otra suerte, el objeto de su
entendimiento se cambiará, y en vez de ocuparse de lo que debe se ocupará de
sí mismo.
§ II
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Pero como las figuras geométricas se someten a la vista y a la
imaginación, me valdré de una de éstas, y si es posible de ambas, para
representarme aquello que quiero concebir. Trazada la figura en el encerado,
o en la imaginación, veo o imagino una circunferencia; pero ¿esto me basta
para comprender bien su naturaleza? No. El hombre más rudo la ve e imagina
tan perfectamente como el más cumplido matemático, y no sabe darse cuenta
a sí mismo de lo que es una circunferencia. Luego la vista o la imaginación de
la figura no son suficientes para la idea geométrica completa. Además, que si
no necesitara otra cosa, el gato que, acurrucado en una silla, está
contemplando atentamente una curva que su amo acaba de trazar, y que sin
duda la ve también como éste y la imagina cuando cierra los ojos, tendría de
la misma una idea igualmente perfecta que Newton o Lagrange.
¿Qué se necesita, pues, para que haya una percepción intelectual? Que se
conozca el conjunto de condiciones de las cuales no puede faltar ninguna sin
que desaparezca la curva. Esto es lo explicado por la definición; y para que la
percepción sea cabal, deberé hacerme cargo de cada una de dichas
condiciones, y su conjunto formará en mi entendimiento la idea de la curva.
Quien se haya ocupado en la enseñanza habrá podido observar la
diferencia que acabo de señalar. Vista una circunferencia y la manera de
trazarla con el compás, el alumno más torpe la reconoce donde quiera que se
le presente, y la describe sin equivocarse. En esto no cabe diferencia entre los
talentos; pero viene el definir la curva, señalando las condiciones que la
forman, y entonces se palpa lo que va de la imaginación al entendimiento,
entonces se conoce ya al joven negado, al medianamente capaz, al
sobresaliente.
—¿Qué es la circunferencia? —preguntáis al primero.
—Es esto que acabo de trazar.
—Pero, bien, ¿en qué consiste? ¿Cuál es la naturaleza de esta línea? ¿En
qué se diferencia de la recta que explicamos ayer? ¿Son lo mismo la una que
la otra?
—¡Oh, no! Esta es así…, redonda…, aquí hay un punto…
—¿Se acuerda usted de la definición que da el autor?
—Sí, señor; la circunferencia es una línea curva reentrante, cuyos puntos
distan igualmente todos de uno que se llama centro.
—¿Por qué la llamamos curva?
—Porque no tiene sus puntos en una misma dirección.
—¿Por qué reentrante?
—Porque vuelve o entra en sí misma.
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—Si no fuese reentrante, ¿sería circunferencia?
—Sí, señor.
—¿No acaba usted de decirnos que ha de serlo?
—¡Ah! Sí, señor.
—¿Por qué, en no siendo reentrante, ya no sería circunferencia?
—Porque… la circunferencia… porque…
En fin, cansado de esperar y de explicar, llamáis a otro, que os da la
definición, que os explica los términos, pero que ahora se os deja la palabra
curva, ahora la igualmente; que si le obligáis a una atención más perfecta, se
hace cargo de lo que le decís, lo repite muy bien, pero que a poco tiene otro
olvido o equivocación, dando a entender que no se ha formado todavía idea
cabal, que no se da cumplida razón a sí mismo del conjunto de condiciones
necesarias para formar una circunferencia.
Llegáis, por fin, a un alumno de entendimiento claro y sobresaliente: traza
la figura con más o menos desembarazo, según su mayor o menor agilidad
natural, recita más o menos rápidamente las definiciones, según la velocidad
de la lengua; pero llamadle al análisis, y notaréis, desde luego, la claridad y
precisión de sus ideas, la exactitud y concisión de sus palabras, la oportunidad
y tino de las aplicaciones.
—En la definición, ¿podríamos omitir la palabra línea?
—Como aquí ya hemos advertido que sólo tratamos de línea, se daría por
sobrentendida; pero en rigor no, porque al decir curva podríase dudar si
hablamos de superficies.
—Y expresando línea, ¿podríamos omitir curva?
—Me parece que sí…, porque añadimos reentrante, ya excluimos la recta,
que no puede serlo, y además la recta tampoco puede tener todos sus puntos
igualmente distantes de uno.
—Y la palabra reentrante, ¿no la pudiéramos pasar por alto?
—No, señor; porque si la curva no vuelve sobre sí misma ya no será una
circunferencia; así, por ejemplo, si en ésta borro la parte A B, ya no me queda
una circunferencia, sino un arco.
—Pero, añadiendo lo demás, de que todos los puntos han de distar
igualmente de uno que se llama centro, bien parece que se sobrentiende que
será reentrante…
—No, señor; porque en el arco que tenemos a la vista hay la equidistancia,
y, sin embargo, no es reentrante.
—¿Y la palabra igualmente?
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—Es indispensable; de otro modo sería no decir nada; porque una recta
también tiene todos sus puntos distantes de uno que no se halle en ella; y
además una curva que trazo a la ventura, rasgueando así… sobre el encerado,
tiene también todos sus puntos distantes de otro cualquiera, como A…, que
señalo fuera de ella. He aquí una percepción clara, exacta, cabal, que nada
deja que desear, que deja satisfecho al que habla y al que oye.
Acabamos de asistir al análisis de una idea geométrica y de señalar la
diferencia entre sus grados de claridad y exactitud; veamos ahora una idea
artística, y tratamos de determinar su mayor o menar perfección. En ambos
casos hay percepción de una verdad; en ambos casos se necesita atención,
aplicación de las facultades del alma; pero con el ejemplo que sigue
palparemos que lo que en el uno daña en el otro favorece, y viceversa, y que
las clasificaciones y distinciones que en el primero eran indicio de
disposiciones felices, son en el segundo una prueba de que el disertante se ha
equivocado al elegir su carrera.
Dos jóvenes que acaban de salir de la escuela de retórica; que recuerdan
perfectamente cuanto en ella se les ha enseñado; que serían capaces de
decorar los libros de texto de un cabo a otro; que responden con prontitud a
las preguntas que se les hacen sobre tropos, figuras, clases de composición,
etc., etc., y que, en fin, han desempeñado los exámenes a cumplida
satisfacción de padres y maestros, obteniendo ambos la nota de sobresaliente
por haber contestado con igual desembarazo y lucimiento, de manera que no
era dable encontrar entre los dos ninguna diferencia, están repasando las
materias en tiempo de vacaciones, y cabalmente leen un magnífico pasaje
oratorio o poético.
Camilo vuelve una y otra vez sobre las admirables páginas, y ora derrama
lágrimas de ternura, ora centellea en sus ojos el más vivo entusiasmo.
—¡Esto es inimitable —exclama—; es imposible leerlo sin conmoverse
profundamente! ¡Qué belleza de imágenes, qué fuego, qué delicadeza de
sentimientos, qué propiedad de expresión, qué inexplicable enlace de
concisión y abundancia, de regularidad y lozanía!
—¡Oh!, sí —le contesta Eustaquio—; esto es muy hermoso; ya nos lo
habían dicho en la escuela; y si lo observas, verás que todo está ajustado a las
reglas del arte.
Camilo percibe lo que hay en el pasaje. Eustaquio, no; y, sin embargo,
aquél discurre poco, apenas analiza, sólo pronuncia algunas palabras
entrecortadas, mientras éste diserta a fuer de buen retórico. El uno ve la
verdad; el otro, no; ¿y por qué? Porque la verdad en este lugar es un conjunto
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de relaciones entre el entendimiento, la fantasía y el corazón; es necesario
desplegar a la vez todas estas facultades aplicándolas al objeto con
naturalidad, sin violencia ni tortura, sin distraerlas con el recuerdo de esta o
aquella regla, quedando el análisis razonado y crítico para cuando se haya
sentido el mérito del pasaje. Enredarse en discursos, traer a colación este o
aquel precepto antes de haberse hecho cargo del escogido trozo, antes de
haberle percibido, es maniatar, por decirlo así, el alma, no dejándole expedita
más que una facultad, cuando las necesita todas.
§ III
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cara. No les falta análisis; tan pronto como una cosa cae en sus manos la
descomponen; pero tienen la desgracia de descuidar algunas partes, y si
piensan en todas, no recuerdan que se han hecho para estar unidas, que están
destinadas a tener estrechas relaciones, y que si estas relaciones se arrumban,
el mayor prodigio podrá convertirse en descabellada monstruosidad.
§ IV
El tintorero y el filósofo
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vez de sacar nada conforme a las bellísimas muestras que tiene usted en el
despacho, va a sufrir una pérdida de consideración en su fama e intereses.
—Todo es posible, señor filósofo —decía el inexorable tintorero, tomando
en sus manos las preciosas, materias y ricas manufacturas y sumergiéndolas
sin compasión en las sucias y pestilentes calderas—; todo es posible, pero
para dar fin a la discusión déjese usted ver por aquí dentro de pocos días.
El filósofo volvió, en efecto, y el tintorero desvaneció todas las
objeciones, desplegando a sus ojos las telas que por rigurosa demostración
debían estar malbaratadas. ¡Qué sorpresa! ¡Qué humillación para el analítico!
Unas mostraban finísima grana; otras, delirado verde; otras, hermoso azul;
otras, exquisito naranjado; otras, subido negro, otras, un blanco ligeramente
cubierto con variado color; otras ostentaban riquísimos jaspes donde
campeaban a un tiempo la belleza y el capricho. Los matices eran
innumerables y encantadores, manufacturas limpias, tersas, brillantes como si
hubieran estado cubiertas con cristales sin sufrir el contacto de la mano del
hombre. El filósofo se marchó confuso y cabizbajo, diciendo para sí: «No es
lo mismo saber lo que es una cosa por sí sola, o lo que puede ser en
combinación con otras; en adelante no me contentaré con descomponer y
separar; que también hace prodigios el componer y reunir; testigo, el
tintorero».
§V
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§ VI
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Capítulo XIV
El juicio
§I
§ II
Axiomas falsos
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para aguardar que los siglos que él no ha de ver proporcionen a las
generaciones futuras el descubrimiento deseado. Si no encuentra, finge; en
vez de construir sobre la realidad, edifica sobre las creaciones de su
pensamiento. A fuerza de cavilar y a utilizar llega hasta el punto de alucinarse
a sí mismo, y lo que al principio fuera un pensamiento vago, sin estabilidad ni
consistencia, se convierte en verdad inconcusa. Las excepciones embarazarían
demasiado; lo más sencillo es asentar una proposición universal: he aquí el
axioma. Vendrán luego numerosos casos que no se comprenden en él, nada
importa: con este objeto se halla concebido en términos generales y confusos
o ininteligibles para que, interpretándose de mil maneras diferentes, sufra en
su fondo todas las excepciones que se quiera sin perder nada de su prestigiosa
reputación. Entretanto, el axioma sirve admirablemente para cimentar un
raciocinio extravagante, dar peso a un juicio disparatado o desvanecer una
dificultad apremiadora, y cuando se ofrecen al espíritu dudas sobre la verdad
de lo que se defiende, cuando se teme que el edificio no venga al suelo con
fragorosa ruina, se dice a sí mismo el espíritu: «No, no hay peligro; el
cimiento es firme, es un axioma, y un axioma es un principio de eterna
verdad».
Para merecer este nombre es menester que la proposición sea tan patente
al espíritu como lo son al ojo los objetos que miramos presentes a la debida
distancia y en medio del día. En no dejando al entendimiento enteramente
convencido desde que se le ofrece, y una vez comprendido el significado de
los términos con que se le anuncia, no debe ser admitido en esta clase.
Viciadas las ideas por un axioma falso, vense todas las cosas muy diferentes
de lo que son en sí, y los errores son tanto más peligrosos cuanto el
entendimiento descansa en más engañosa seguridad.
§ III
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hablar de los seres sino con relación a las propiedades que están a nuestro
alcance y de las que a menudo no discernimos si están radicadas en la esencia
de la cosa o si son puramente accidentales. Las proposiciones generales se
resienten de este defecto, pues como expresan lo que nosotros concebimos y
juzgamos, no pueden extenderse sino a lo que nuestro espíritu ha conocido.
De donde resulta que sufren mil excepciones que no preveíamos, y tal vez
descubrimos que se había tomado por regla lo que no era más que excepción.
Esto sucede aun suponiendo mucho trabajo de parte de quien establece la
proposición general; ¿qué será si atendemos a la ligereza con que se las suele
formar y emitir?
§ IV
De éstas puede decirse casi lo mismo que de los axiomas, pues que sirven
de luz para dirigir la percepción y el juicio y de punto de apoyo para afianzar
el raciocinio. Es sobremanera difícil una buena definición, y en muchos casos
imposible. La razón es obvia; la definición explica la esencia de la cosa
definida; y ¿cómo se explica lo que no se conoce? A pesar de tamaño
inconveniente, existe en todas las ciencias una muchedumbre de definiciones
que pasan cual moneda de buena ley, y al bien sucede con frecuencia que se
levantan los autores contra las definiciones de otros, ellos, a su vez, cuidan de
reemplazarlas con las suyas, las que hacen circular por toda la obra
tomándolas por base en sus discursos. Si la definición ha de ser la explicación
de la esencia de la cosa, y el conocer esta esencia es negocio tan difícil, ¿por
qué se lleva tanta prisa en definir? El blanco de las investigaciones es el
conocimiento de la naturaleza de los seres; la proposición, pues, en que se
explicase esta naturaleza, es decir, la definición, debiera ser la última que
emitiese el autor. En la definición está la ecuación que presenta despejada, la
incógnita, y en la resolución de los problemas esta ecuación es la última.
Lo que nosotros podemos definir muy bien es lo puramente convencional,
porque la naturaleza del ser convencional es aquella que nosotros mismos le
damos por los motivos que bien nos parecen. Así, ya que no es posible en
muchos casos definir la cosa, al menos debiéramos fijar bien lo que
entendemos cuando hablamos de ella, o, en otros términos, deberíamos definir
la palabra con que pretendemos expresar la cosa. Yo no sé lo que es el sol, no
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conozco su naturaleza, y, por tanto, si me preguntan su definición no podré
darla. Pero sé muy bien a qué me refiero cuando pronuncio la palabra sol, y
así me será fácil explicar lo que con ella significo. ¿Qué es el sol? No lo sé.
¿Qué entiende usted por la palabra sol? Ese astro cuya presencia nos trae el
día y cuya desaparición produce la noche. Esto me lleva, naturalmente, a las
palabras mal definidas.
§V
En la apariencia, nada más fácil que definir una palabra, porque es muy
natural que quien la emplea sepa lo que se dice, y, de consiguiente, pueda
explicarlo. Pero la experiencia enseña no ser así y que son muy pocos los
capaces de fijar el sentido de las voces que usan. Semejante confusión nace de
la que reina en las ideas y a su vez contribuye a aumentarla. Oiréis a cada
paso una disputa acalorada en que los contrincantes manifiestan quizá ingenio
nada común; dejadlos que den cien vueltas al objeto, que se acometan y
rechacen una y mil veces, como enemigos en sangrienta batalla; entonces, si
os queréis atravesar de mediador y hacer palpable la sinrazón de ambos,
tornad la palabra que expresa el objeto capital de la cuestión y preguntad a
cada uno: «¿Qué entiende usted por esto?». «¿Qué sentido da usted a esta
palabra?». Os acontecerá con frecuencia que los dos adversarios se quedarán
sin saber qué responderos, o, pronunciando algunas expresiones vagas,
inconexas, manifestando bien a las claras que los habéis salido de improviso,
que no esperaban el ataque por aquel flanco, siendo quizá aquella la primera
vez que se ocupan, mal de su grado, en darse cuenta a sí mismos del sentido
de una palabra que en un cuarto de hora han empleado centenares de veces y
de que estaban haciendo infinitas aplicaciones. Pero suponed que esto no
acontece y que cada cual da con facilidad y presteza la explicación pedida:
estad seguro que el uno no aceptará la definición del otro, y que la
discordancia que antes versaba, o parecía versar, sobre el fondo de la cuestión
se trasladará de repente al nuevo terreno, entablándose disputa sobre el
sentido de la palabra. He dicho o parecía versar porque si bien se ha
observado el giro de la discusión, se habrá echado de ver que bajo el nombre
de la cosa se ocultaba con frecuencia el significado de la palabra.
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Hay ciertas voces que, expresando una idea general aplicable a muchos y
muy diferentes objetos y en los sentidos más varios, parecen inventadas
adrede para confundir. Todos las emplean, todos se dan cuenta a sí mismos de
lo que significan, pero cada cual a su modo, resultando una algarabía que
lastima a los buenos pensadores.
«La igualdad de los hombres —dirá un declamador— es una ley
establecida por el mismo Dios. Todos nacemos llorando, todos morimos
suspirando; la Naturaleza no hace diferencia entre pobres y ricos, plebeyos y
nobles, y la religión nos enseña que todos tenemos un mismo origen y un
mismo destino. La igualdad es obra de Dios; la desigualdad es obra del
hombre; sólo la maldad ha podido introducir en el mundo esas horribles
desigualdades de que es víctima el linaje humano; sólo la ignorancia y la
ausencia del sentimiento de la propia dignidad han podido tolerarlas». Esas
palabras no suenan mal al oído del orgullo, y no puede negarse que hay en
ellas algo de especioso. Ese hombre dice errores capitales y verdades
palmarias; confunde aquéllos con éstas, y su discurso, seductor para los
incautos, presenta a los ojos de un buen pensador una algarabía ridícula.
¿Cuál es la causa? Toma la palabra igualdad en sentidos muy diferentes, la
aplica a objetos que distan tanto como cielo y tierra y pasa a una deducción
general con entera seguridad, como si no hubiese riesgo de equivocación.
¿Queremos reducir a polvo cuanto acaba de decir? He aquí cómo debemos
hacerlo.
—¿Qué entiende usted por igualdad?
—Igualdad, igualdad…, bien claro está lo que significa.
—Sin embargo, no será de más que usted nos lo diga.
—La igualdad está en que el uno no sea ni más ni menos que el otro.
—Pero ya ve usted que esto puede tomarse en sentidos muy varios,
porque dos hombres de seis pies de estatura serán iguales en ella, pero será
posible que sean muy desiguales en lo demás; por ejemplo: si el uno es
barrigudo, como el gobernador de la ínsula de Barataria, y el otro seco de
carnes, como el caballero de la Triste Figura. Además, dos hombres pueden
ser iguales o desiguales en saber, en virtud, en nobleza y en un millón de
cosas más; conque será bien que antes nos pongamos de acuerdo en la
acepción que da usted a la palabra igualdad.
—Yo hablo de la igualdad de la naturaleza, de esta igualdad establecida
por el mismo Criador, contra cuyas leyes nada pueden los hombres.
—¿Así, no quiere usted decir más sino que por naturaleza todos somos
iguales?
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—Cierto.
—Ya; pero yo veo que la naturaleza nos hace a unos robustos a otros
endebles; a unos hermosos, a otros feos; a unos ágiles, a otros torpes; a unos
de ingenio despejado, a otros tontos; a unos nos da inclinaciones pacíficas, a
otros violentas; a unos…; pero sería nunca acabar si quisiera enumerar las
desigualdades que nos vienen de la misma naturaleza. ¿Dónde está la
igualdad natural de que usted nos habla?
—Pero estas desigualdades no quitan la igualdad de derechos…
—Pasando por alto que usted ha cambiado ya completamente el estado de
la cuestión, abandonando o restringiendo mucho la igualdad de la naturaleza,
también hay sus inconvenientes en esa igualdad de derecho. ¿Le parece a
usted si el niño de pocos años tendrá derecho para reñir y castigar a su padre?
—Usted finge absurdos…
—No, señor; que esto, y nada menos que esto, exige la igualdad de
derechos; si no es así, deberá usted decirnos de qué derechos habla, de cuáles
debe entenderse la igualdad y de cuáles no.
Bien claro es que ahora tratamos de la igualdad social.
—No trataba usted de ella únicamente; bien reciente es el discurso en que
hablaba usted en general y de la manera más absoluta; sólo que arrojado de
una trinchera se refugia usted en la otra. Pero vamos a la igualdad social. Esto
significará que en la sociedad todos hemos de ser iguales. Ahora pregunto:
¿en qué?, ¿en autoridad? Entonces no habrá gobierno posible. ¿En bienes?
Enhorabuena; dejemos a un lado la justicia y hagamos el repartimiento; al
cabo de una hora, de dos jugadores, el uno habrá aligerado el bolsillo del otro
y estarán ya desiguales; pasados algunos días, el industrioso habrá aumentado
su capital; el desidioso habrá consumido una porción de lo que recibió, y
caeremos en la desigualdad. Vuélvase mil veces al repartimiento y mil veces
se desigualarán las fortunas. ¿En consideración? Pero ¿apreciará usted tanto al
hombre honrado como al tunante? ¿Se depositará igual confianza en éste que
en aquél? ¿Se encargarán los mismos negocios a Metternich que al más rudo
patán? Y aun cuando se quisiese, ¿podrían todos hacerlo todo?
—Esto es imposible; pero lo que no es imposible es la igualdad ante la
ley.
—Nueva retirada, nueva trinchera; vamos allá. La ley dice: el que
contravenga sufrirá la multa de mil reales, y en caso de insolvencia, diez días
de cárcel. El rico paga los mil reales y se ríe de su fechoría; el pobre, que no
tiene un maravedí expía su falta de rejas adentro. ¿Dónde está la igualdad ante
la ley?
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—Pues yo quitaría esas cosas, y establecería las penas de suerte que no
resultase nunca esta desigualdad.
—Pero entonces desaparecerían las multas, arbitrio no despreciable para
huecos del presupuesto y alivio de gobernantes. Además, voy a demostrarle a
usted que no es posible en ninguna suposición esta pretendida igualdad.
Demos que para una transgresión esté señalada la pena de diez mil reales; dos
hombres han incurrido en ella, y ambos tienen de qué pagar, pero el uno es
opulento banquero, el otro un modesto artesano. El banquero se burla de los
diez mil reales, el artesano queda arruinado. ¿Es igual la pena?
—No, por cierto; mas ¿cómo quiera usted remediarlo?
—De ninguna manera, y esto es, lo que quiero persuadirle a usted, de que
la desigualdad es cosa irremediable. Demos que la pena sea corporal,
encontraremos la misma desigualdad. El presidio, la exposición a la
vergüenza pública son penas que el hombre falto de educación y del
sentimiento de dignidad sufre con harta indiferencia, sin embargo, un criminal
que perteneciese a cierta categoría preferiría mil veces la muerte. La pena
debe ser apreciada no por lo que es en sí, sino por el daño que causa al
paciente y la impresión con que le afecta, pues de otro modo desaparecerían
los dos fines del castigo: la expiación y el escarmiento. Luego una misma
pena, aplicada a criminales de clases diferentes, no tiene la igualdad sino en el
nombre, entrañando una desigualdad monstruosa. Confesaré con usted que en
estos inconvenientes hay mucho de irremediable, pero reconozcamos estas
tristes necesidades y dejémonos de ponderar una igualdad imposible.
La definición de una palabra y el discernir las diferentes aplicaciones que
de ella podrían hacerse nos ha traído la ventaja de reducir a la nada un
especioso sofisma y de demostrar hasta la última evidencia que el pomposo
orador o propalaba absurdos o no nos decía nada que no supiésemos de
antemano, pues no es mucho descubrimiento el anunciar que todos nacemos y
morimos de una misma manera.
§ VI
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gratuita que el inventor del sistema tuvo a bien asentar como primera piedra
del edificio. Los mayores talentos se hallan expuestos a este peligro siempre
que se empeñan en explicar un fenómeno careciendo de datos positivos sobre
su naturaleza y origen. Un efecto puede haber procedido de una infinidad de
causas, pero no se ha encontrado la verdad por sólo saber que ha podido
proceder; es necesario demostrar que ha procedido. Si una hipótesis me
explica, satisfactoriamente un fenómeno que tengo a la vista podré admirar en
ella el ingenio de quien la inventara; pero poco habré adelantado para el
conocimiento de la realidad de las cosas.
Este vicio de atribuir un efecto a una causa posible, salvando la distancia
que vade la posibilidad a la realidad, es más común de lo que se cree, sobre
todo cuando el razonador puede apoyarse en la coexistencia o sucesión de los
hechos que se propone enlazar. A veces, ni aun se aguarda a saber si ha
existido realmente el hecho que se designa como causa; basta que haya
podido existir y que en su existencia hubiese podido producir el efecto de que
se pretende dar razón.
Se ha encontrado en el fondo de un precipicio el cadáver de una persona
conocida; las señales de la víctima manifiestan con toda claridad que murió
despeñada. Tres suposiciones pueden excogitarse para dar razón de la
catástrofe: una caída, un suicidio, un asesinato. En todos estos casos el efecto
será el mismo, y en ausencia de datos no puede decirse que el uno la explique
más satisfactoriamente que el otro. Numerosos espectadores están
contemplando la desastrosa escena; todos ansían descubrir la causa; haced
que se presente el más leve indicio; desde luego, veréis nacer en abundancia
las conjeturas, y oiréis las expresiones de «es cierto, así será, no puede ser de
otra manera…, como si lo estuviese mirando…; no hay testigos, no puede
probarse en juicio; pero lo que es duda, no cabe».
Y ¿cuáles son los indicios? Algunas horas antes de encontrarse el cadáver,
el infeliz se encaminaba hacia el lugar fatal, y no falta quien vio que estaba
leyendo unos papeles, que se detenía de vez en cuando y daba muestras de
inquietud. Por lo demás, es bien sabido que estos últimos días había pasado
disgustos y que los negocios de su casa estaban muy mal parados. Toda la
vecindad veía en su semblante muestras de pena y desazón. Asunto
concluido: este hombre se ha suicidado.
Asesinato no puede ser; estaba tan cerca de su casa…; además, que un
asesinato no se comete de esta manera… Una desgracia es imposible, porque
él conocía muy bien el terreno, y, por otra parte, no era hombre que anduviese
precipitado ni con la vista distraída. Como el pobre estaba acosado por sus
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acreedores, hoy, día de correo, debió de recibir alguna carta apremiante y no
habrá podido resistir más.
—Vamos, vamos —responderá el mayor número—, cosa clara, y tiene
usted razón, cabalmente es hoy día de correo…
Llega el juez, y, al efecto de instruir las primeras diligencias, se registra la
cartera del difunto.
—Dos cartas.
—¿No lo decía yo?… El correo de hoy…
—La una es de N, su corresponsal en la plaza N.
—Vamos; cabalmente, allí tenía sus aprietos.
—Dice así: «Muy señor mío: En este momento acabo de salir de la
reunión consabida. No faltaban renitentes; pero, al fin, apoyado de los amigos
N N, he conseguido que todo el mundo entrase en razón. Por ahora puede
usted vivir tranquilo, y si su hijo de usted tuviese la dicha de restablecer algún
tanto los negocios de América esta gente se prestará a todo y conservará usted
su fortuna y su crédito. Los pormenores, para el correo inmediato; pero he
creído que no debía diferir un momento el comunicarle a usted tan
satisfactoria noticia. Entretanto, etc… etc.». No hay por qué matarse.
—¿La otra?
—Es de su hijo…
—Malas noticias debió de traer…
—Dice así: «Mi querido padre: He llegado a tiempo, y a pocas horas de
mi desembarco estaba deshecha la trampa. Todo era una estafa del señor N.
Ha burlado atrozmente nuestra confianza. No soñaba en mi venida, y, al
verme en su casa, se ha quedado como herido de un rayo. He conocido su
turbación y me he apoderado de toda su correspondencia. Mientras me
ocupaba de esto ha tomado el portante e ignoro su paradero. Todo se ha
salvado, excepto algún desfalco que calculo de poca consideración. Voy
corriendo porque la embarcación que sale va a darse a la vela, etc., etc.».
El correo de hoy no era para suicidarse; el de las conjeturas sale lucido,
todo por haber convertido la posibilidad en realidad, por haber estribado en
suposiciones gratuitas, por haberse alucinado con lo especioso de una
explicación satisfactoria.
—¿Si podrá ser un asesinato?…
—Claro es, porque con este correo…, y además este hombre no carecía de
enemigos.
—El otro día su colono N. le amenazó terriblemente.
—Y es muy malo.
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—¡Oh, terrible!… Está acostumbrado a la vida bandolera… Vamos, tiene
atemorizada la vecindad…
—¿Y cómo estaban ahora?
—A matar; esta misma mañana salían juntos de la casa del difunto y
hablaban ambos muy recio.
—Y el colono ¿solía, andar por aquí?
—Siempre; a dos pasos tiene un campo, y además la cuestión estaba (sino
que esto sea dicho entre nosotros), la cuestión estaba sobre esas encinas del
borde del precipicio. El dueño se quejaba de que él le echaba a perder el
bosque; el otro lo negaba; como que en este mismo lugar estuvieron el otro
día a pique de darse de garrotazos. Miren ustedes… Sino que uno no debe
perder a un infeliz… Casi cada día estaban en pendencias en este mismo
lugar.
—Entonces no hable usted más… ¡Es una atrocidad! Pero ¿cómo se
prueba?…
—Y hoy vean ustedes cómo no está trabajando en el campo, y tiene por
allí su apero…, y se conoce que ha trabajado hoy mismo… Vamos, ya no
cabe duda, es evidente; el infeliz está perdido, porque esto transpirará.
Llega uno del pueblo.
—¡Qué desgracia!
—¿No lo sabía usted?
—No, señores; ahora, mismo me lo han dicho en su casa. Iba yo a verle
por si se apaciguaba con el pobre N, que está preso en la alcaldía…
—¿Preso?…
—Sí, señores; me ha venido llorando su mujer; dice que se ha excedido de
palabras y que el alcalde le ha arrestado. Como ya saben ustedes que es tan
matón…
—¿Y no ha salido más al campo desde que habló esta mañana con el
difunto en la calle?
—Pues ¿cómo había de salir?; vayan ustedes y le encontrarán allí, donde
está desde muy temprano; el pobrecito estaba labrando ahí…
Nuevo chasco: el asesino estaba a larga distancia; el preso era el colono;
nuevo desengaño para no fiarse de suposiciones gratuitas, para no confundir
la realidad con la posibilidad y no alucinarse con plausibles apariencias.
§ VII
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Preocupación en favor de una doctrina
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saber y virtudes viesen todas una cuestión de una misma manera, al paso que
sus adversarios, no menos esclarecidos que ellos, lo veían todo de una manera
opuesta? ¿Cómo es que para saber cuáles eran las opiniones de un autor no
necesitásemos leerle, bastándonos, por lo común, la orden a que pertenecía o
la escuela de donde había salido? ¿Podría ser ignorancia de la materia cuando
consumían su vida en estudiarla? ¿Podría ser que no leyesen las obras de sus
adversarios? Esto se verificaría en muchas, pero de otros no cabe duda que las
consultarían con frecuencia: ¿Podría ser mala fe? No, por cierto, pues que se
distinguían por su entereza cristiana.
Las causas son las señaladas más arriba: el hombre, antes de inducir a
otros al error, se engaña muchas veces a sí propio. Se aferra a un sistema, allí
se encastilla con todas las razones que pueden favorecerle, su ánimo se va
acalorando a medida que se ve atacado, hasta que al fin, sea cual fuere el
número y la fuerza de los adversarios, parece que se dice a sí mismo: «Este es
tu puesto, es preciso defenderle; vale más morir con gloria que vivir con
ignominiosa cobardía». Por este motivo, cuando se trata de convencer a otros,
es preciso separar cuidadosamente la causa de la verdad de la causa del amor
propio; importa sobremanera persuadir al contrincante de que cediendo nada
perderá en reputación. No ataques nunca la claridad y perspicacia de su
talento; de otro modo se formalizará el combate, la lucha será reñida, y aun
teniéndole bajo vuestros pies y con la espada en la garganta no recabaréis que
se confiese vencido.
Hay ciertas palabras de cortesía y deferencia que en nada se oponen a la
verdad; en vacilando el adversario, conviene no economizarlas si deseáis que
se dé a partido antes que las cosas hayan llegado a extremidades
desagradables.[14]
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Capítulo XV
El raciocinio
§I
§ II
§ III
§ IV
§V
§I
La inspiración
§ II
La meditación
§ III
§ IV
La intuición
§V
Hay en este punto una particularidad muy digna de notarse, y que tal vez
no ha sido observada, y es que muchas verdades no son difíciles en sí, y que,
sin embargo, a nadie se ocurren sino a los hombres de talento. Cuando éstos
las presentan, o las hacen advertir, todo el mundo las ve tan claras, tan
sencillas, tan obvias, que parece extraño no se las haya visto antes.
Dos hábiles jugadores de ajedrez están empeñados en una complicada
partida. Uno de ellos hace una jugada, al parecer tan indiferente… «Tiempo
perdido», dicen los espectadores; luego abandona una pieza que podía muy
bien defender y se entretiene en acudir a un punto por el cual nadie le
amenaza. «Vaya una humorada —exclaman todos—; esto le hará a usted
mucha falta». «¿Qué quieren ustedes? —dice el taimado—; no atina uno en
todo»; y continúa como distraído. El adversario no ha penetrado la intención,
no acude al peligro, juega; y el distraído, que perdía tiempo y piezas, ataca
por el flanco descubierto, y con maligna sonrisa dice: «Jaque mate». «Tiene
razón —gritan todos—; y ¿cómo no lo habíamos visto?; y una cosa tan
sencilla…, pues claro; perdió el tiempo para enfilar por aquel lado, abandonó
una pieza para abrirse paso; acudió allí, no para defenderse, sino para cerrar
aquella salida; parece imposible que no lo hubiéramos advertido».
Están los turcos acampados delante de Viena; cada cual discurre por
dónde se deberá atacarlos cuando llegue el deseado refuerzo a las órdenes del
§ VI
§ VII
§ VIII
§I
§ II
§ III
§ IV
§I
§ II
La autoridad científica
Los hombres capaces de alzar y llevar adelante una bandera son muy
pocos, y mejor es alistarse en las filas de un general acreditado que no andar a
manera de miserable guerrillero, afectando la importancia de insigne caudillo.
Diciendo esto no es mi ánimo predicar la autoridad en materias puramente
científicas y literarias; en todo el decurso de la obra he dado bastante a
§ III
§ IV
§I
He dicho (Cap. XII) que para conocer la verdad de ciertas materias era
necesario desplegar a un mismo tiempo diferentes facultades del alma, y entre
ellas he contado el sentimiento. Ahora añadiré que si bien esto es preciso
cuando se trata de aquellas verdades, cuya naturaleza consiste en relaciones
con dicho sentimiento, como todo lo bello o tierno, o melancólico o sublime,
no lo es cuando la verdad pertenece a un orden distinto que nada tiene que ver
con nuestra facultad de sentir.
Si quiero apreciar todo el mérito de Virgilio en el episodio de Dido es
menester que no raciocine con sequedad, sino que imagine y sienta; pero si
me propongo juzgar bajo el aspecto moral la conducta de la reina de Cartago
es preciso que me despoje de todo sentimiento y que deje encomendado a la
fría razón el fallar conforme a los eternos principios de la virtud.
Al leer a Quinto Curcio admiro al héroe macedón, y me complazco en
verle cuando se arroja impávido al través del Gránico, vence en Arbela,
persigue y anonada a Darío y señorea el Oriente. En todo esto hay grandeza,
hay rasgos que no fueran debidamente apreciados si se cerrara el corazón a
todo sentimiento. La sublime narración del sagrado Texto (Machab., lib. I,
capítulo I) no será estimada en su justo valor por quien no haga más que
analizar con frialdad. «Y sucedió que después que Alejandro Macedón, hijo
de Filipo, que fue el primero que reinó en Grecia, salido de la tierra de
Cethim, derrotó a Darío, rey de los persas y de los medos; dio muchas batallas
y conquistó las fortalezas de todos, y mató a los reyes de la tierra. Y pasó
hasta los confines del mundo, y se apoderá de los despojos de numerosas
gentes, y la tierra calló en su presencia…». Cuando uno llega a esta expresión
§ II
§ III
§ IV
§V
§ VI
§ VII
Que las pasiones nos ciegan es una verdad tan trivial que nadie la
desconoce. Lo que nos falta no es el principio abstracto y vago, sino una
advertencia continuada de sus efectos, un conocimiento práctico, minucioso,
de los trastornos que esta maligna influencia produce en nuestro
entendimiento; lo que no se adquiere sin penoso trabajo, sin dilatado ejercicio.
Los ejemplos aducidos más arriba manifiestan bastante la verdad cuya
exposición me ocupa; no obstante, creo que no será inútil aclararla con
algunos otros.
Tenemos un amigo cuyas bellas cualidades nos encantan, cuyo mérito nos
apresuramos a encomiar siempre que la ocasión se nos brinda y de cuyo
afecto hacia nosotros no podemos dudar. Niéganos un día un favor que le
pedimos, no se interesa bastante por la persona que le recomendamos,
recíbenos alguna vez con frialdad, nos responde con tono desabrido o nos da
otro cualquier motivo de resentimiento. Desde aquel instante experimentamos
un cambio notable en la opinión sobre nuestro amigo; tal vez una revolución
completa. Ni su talento es tan claro, ni su voluntad tan recta, ni su índole tan
suave, ni su corazón tan bueno, ni su trato tan dulce, ni su presencia tan
afable, en todo hallamos que corregir, que enmendar; en todo nos habíamos
equivocado; el lance que nos afecta ha descorrido el velo, nos ha sacado de la
ilusión; y fortuna si el hombre modelo no se ha trocado de repente en un
monstruo.
¿Es probable que fuera tanto nuestro engaño? No; lo es, sí, que nuestro
afecto anterior no nos dejaba ver sus lunares y que nuestro actual
resentimiento los exagera o los finge. Por ventura, ¿no creíamos posible que
el amigo pudiese negarse a prestar un favor, o se portase mal en un negocio, o
en un momento de mal humor se olvidase de su ordinaria afabilidad y
cortesía? Ciertamente que esto no era imposible a nuestros ojos: si se nos
hubiese preguntado sobre el particular hubiéramos respondido que era hombre
y, por lo mismo, estaba sujeto a flaquezas, pero que esto nada rebajaba de sus
excelentes prendas. Pues ahora, ¿por qué tanta exageración? El motivo está
patente: nos sentimos heridos; y quien piensa, quien juzga, no es el
entendimiento ilustrado con nuevos datos, sino el corazón, irritado,
exasperado, quizá sediento de venganza.
¿Queremos apreciar lo que vale nuestro nuevo juicio? He aquí un medio
muy sencillo. Imaginémonos que el lance desagradable no ha pasado con
nosotros, sino con una persona que nos sea indiferente; aun cuando las
circunstancias sean las mismas, aun cuando las relaciones entre el amigo
§ VIII
§ IX
Hay errores de tanto bulto, hay juicios que llevan tan manifiesto sello de
la pasión, que no alucinan a quien no está cegado por ella. No está la principal
dificultad en semejantes casos, sino en aquellos en que, por presentarse más
§X
El poeta y el monasterio
§ XII
§ XIII
A más del peligro de errar que consigo trae la moción de los afectos hay
otro, tal vez menos reparado y que, sin embargo, es de mucha trascendencia,
cual es el de los pensamientos revestidos con una imagen brillante. Es
indecible el efecto que este artificio produce; tal pensamiento, no más que
superficial, pasa por profundo merced a su disfraz grave y filosófico; tal otro,
que presentado desnudo fuera una vulgaridad, mostrándose con nobles atavíos
oculta su origen plebeyo, y una proposición que enunciada con sequedad
mostraría de bulto que es inexacta o falsa, o quizá un solemne despropósito,
es contada entre las verdades que no consienten duda si anda cubierta con
ingenioso velo.
He dicho que los daños en este punto son de mucha trascendencia, porque
suelen adolecer de semejante defecto los autores profundos y sentenciosos; y
como quiera que sus palabras se escuchan con tanto respeto y acatamiento
cuanto es más fuerte el tono de convicción con que se expresan, resulta que el
lector incauto recibe como axioma inconcuso o máxima de eterna verdad lo
que a veces no es más que un sueño del pensador o un lazo tendido adrede a
la buena fe de los poco avisados.[19]
§I
§ II
Preciso es leer las historias, y, a falta de otras, debe uno atenerse a las que
existen; sin embargo, yo me inclino a que este estudio no basta para aprender
la filosofía de la Historia. Hay otro más a propósito y que, hecho con
discernimiento, es de un efecto seguro: el estudio inmediato de los
monumentos de la época. Digo inmediato, esto es, que conviene no atenerse a
lo que nos dice de ellos el historiador, sino verlos con los propios ojos.
Pero este trabajo, se me dirá, es muy pesado, para muchos imposible,
difícil para todos. No niego la fuerza de esta observación, pero sostengo que
en muchos casos el método que propongo ahorra tiempo y fatigas. La vista de
un edificio, la lectura de un documento, un hecho, una palabra, al parecer
insignificante y en que no ha reparado el historiador, nos dicen mucho más y
más claro, y más verdadero y más exacto, que todas sus narraciones.
Un historiador se propone retratarme la sencillez de las costumbres
patriarcales: recoge abundantes noticias sobre los tiempos más remotos y
agota el caudal de su erudición, filosofía y elocuencia para hacerme
comprender lo que eran aquellos tiempos y aquellos hombres y ofrecerme lo
que se llama una descripción completa. A pesar de cuanto me dice, yo
encuentro otro medio más sencillo, cual es el asistir a las escenas donde se me
presenta en movimiento y vida lo que trato de conocer. Abro los escritores de
aquellas épocas, que no son ni en tanto número ni tan voluminosos, y allí
encuentro retratos fieles que enseñan y deleitan. La Biblia y Homero nada me
dejan que desear.
§ III
§ IV
§I
§ II
§ IV
Son muchas y muy varias las religiones que dominan en los diferentes
puntos de la tierra; ¿sería posible que todas fuesen verdaderas? El sí y el no,
con respecto a una misma cosa, no puede ser verdadero a un mismo tiempo.
Los judíos dicen que el Mesías no ha venido; los cristianos, que sí; los
musulmanes respetan a Mahoma como insigne profeta; los cristianos le miran
como solemne impostor; los católicos sostienen que la Iglesia es infalible en
puntos de dogma y de moral; los protestantes lo niegan; la verdad no puede
estar por ambas partes, unos u otros se engañan. Luego es un absurdo el decir
que todas las religiones son verdaderas.
Además, toda religión se dice bajada del cielo; la que lo sea será la
verdadera, las restantes no serán otra cosa que ilusión o impostura.
¿Es posible que todas las religiones sean igualmente agradables a Dios y
que se dé igualmente por satisfecho con todo linaje de cultos? No. A la verdad
infinita no puede serle acepto el error, a la bondad infinita no puede serle
grato el mal; luego, al afirmar que todas las religiones son igualmente buenas,
que con todos los cultos el hombre llena bien sus deberes para con Dios, es
blasfemar de la verdad y bondad del Criador.
§ VI
¿No sería lícito pensar que no hay ninguna religión verdadera, que todas
son inventadas por el hombre? No. ¿Quién fue el inventor? El origen de las
religiones se pierde en la noche de los tiempos: allí donde hay hombres, allí
hay sacerdote, altar y culto. ¿Quién será ese inventor, cuyo nombre se habría
olvidado, y cuya invención se habría difundido por toda la tierra,
comunicándose a todas las generaciones? Si la invención tuvo lugar entre
pueblos cultos, ¿cómo se logró que la adoptasen los bárbaros y hasta los
salvajes? Si nació entre bárbaros, ¿cómo no la rechazaron las naciones cultas?
Diréis que fue una necesidad social y que su origen está en la misma cuna de
la sociedad. Pero entonces se puede preguntar: ¿Quién conoció esta
necesidad, quién discurrió los medios de satisfacerla, quién excogitó un
sistema tan a propósito para enfrenar y regir a los hombres? Y una vez hecho
el descubrimiento, ¿quién tuvo en su mano todos los entendimientos y todos
los corazones para comunicarles esas ideas y sentimientos que han hecho de
la religión una verdadera necesidad y, por decirlo así, una segunda
naturaleza? Vemos a cada paso que los descubrimientos más útiles, más
provechosos, más necesarios permanecen limitados a esta o aquella nación,
sin extenderse a las otras durante mucho tiempo y no propagándose sino con
suma lentitud a las más inmediatas o relacionadas; ¿cómo es que no haya
sucedido lo mismo en lo tocante a la religión? ¿Cómo es que en la invención
maravillosa hayan tenido conocimiento todos los pueblos de la tierra, sea cual
fuere su país, lengua, costumbres, barbarie o civilización, grosería o cultura?
§ VII
La revelación es posible
¿Es posible que Dios haya revelado algunas cosas al hombre? Sí. Él, que
nos ha dado la palabra, no estará privado de ella; si nosotros poseemos un
medio de comunicarnos recíprocamente nuestros pensamientos y afectos,
Dios, todopoderoso e infinitamente sabio, no carecerá seguramente de medios
para transmitirnos lo que fuere de su agrado. Ha criado la inteligencia, ¿y no
podría ilustrarla?
§ VIII
§ IX
§X
Existencia de la revelación
§ XI
§ XII
En los últimos siglos los cristianos se han dividido: unos han permanecido
adictos a la Iglesia católica, otros han conservado del cristianismo lo que les
ha parecido bien, y a consecuencia del principio fundamental que han
asentado y que entrega la fe a discreción de cada creyente se han fraccionado
en innumerables sectas.
¿Dónde estará la verdad? Los fundadores de las nuevas sectas son de ayer;
la Iglesia católica señala la sucesión de sus pastores, que sube hasta
Jesucristo; ellos han enseñado diferentes doctrinas, y una misma secta las ha
§ XIII
§ XIV
§ XV
§I
Los actos prácticos del entendimiento son los que nos dirigen para obrar;
lo que envuelve dos cuestiones: cuál es el fin que nos proponemos, y cuál es
el mejor medio para alcanzarle.
Nuestras acciones pueden ejercerse o sobre los objetos de la Naturaleza
sometidos a la ley de necesidad, y aquí se comprenden todas las artes, o sobre
lo que cae bajo el libre albedrío, y esto comprende el arreglo de nuestra
conducta con respecto a nosotros mismos y a los demás, abarcando la moral,
la urbanidad, la administración doméstica y la política.
Lo dicho hasta aquí sobre el modo de pensar en todas materias me ahorra
el trabajo de extenderme sobre estos puntos, porque quien se haya penetrado
de las reglas y observaciones precedentes no ignora cómo debe proponerse un
fin ni cómo ha de encontrar los medios más adaptados para alcanzarle. No
obstante, creo que no será inútil añadir algunas reflexiones que, sin salir de
los límites fijados por el género de esta obra, suministren luz para guiarse
cada cual en sus diferentes operaciones.
§ II
No hablo aquí del fin último; éste es la felicidad en la otra vida y a él nos
conduce la religión. Trato únicamente de los secundarios, como alcanzar la
conveniente posición en la sociedad, llevar a buen término un negocio, salir
§ III
No es verdad lo que suele decirse de que el interés particular sea una guía
segura y que con respecto a él raras veces el hombre se equivoque. En esto,
como en todo lo demás, andamos inciertos, y en prueba de ello tenemos la
triste experiencia de que tantas y tantas veces nos labramos nuestro
infortunio.
Lo que sí no admite duda es que, así por lo tocante a la dicha como a la
desgracia, se verifica el proverbio de que «El hombre es hijo de sus obras».
§ IV
El aborrecido
¿Veis a ese hombre a quien miran con desvío o indiferencia sus antiguos
amigos, a quien profesan odio sus abogados y que no encuentra en la sociedad
quien se interese por él? Si oís la explicación en que él señale las causas, éstas
no son otras que la injusticia de los hombres, la envidia que no puede sufrir el
resplandor del mérito ajeno, el egoísmo universal que no consiente el menor
sacrificio ni aun a los que más obligación tenían de hacerle, por parentesco,
§V
El arruinado
¿Habéis oído a ese otro cuya fortuna han arruinado la excesiva bondad
propia, o la infidelidad de un amigo, o una desgracia imprevista, echándole a
perder combinaciones sumamente acertadas, proyectos llenos de previsión y
sagacidad? Pues si alcanzáis a procuraros noticias sobre su conducta, no será
extraño que descubráis las verdaderas causas, por cierto muy distantes de lo
que él se imagina.
En efecto; podrá suceder muy bien que haya mediado la infidelidad de un
amigo, que haya ocurrido la desgracia imprevista; podrá ser mucha verdad
que su corazón sea excesivamente bueno; es decir, que será muy posible que
en su relación no haya mentido; pero no será extraño que en esa misma
relación se os presenten de bulto las causas de su desgracia; que en su
concepción, tan superficial como rápida, en su juicio, extremadamente ligero,
en su discurrir especioso y sofístico, en su prurito de proyectar a la aventura,
en la excesiva confianza de sí mismo, en el menosprecio de las observaciones
ajenas, en la precipitación y osadía de su proceder, halléis más que suficiente
causa para haberse arruinado, sin la bondad de su corazón, sin la infidelidad
del amigo, sin la desgracia imprevista. Esta desgracia, lejos de ser puramente
casual, habrá dependido quizá de un orden de causas que estaban obrando
hace largo tiempo, y la infidelidad del amigo no hubiera sido difícil preverla y
evitar sus tristes consecuencias si el interesado hubiese procedido con más
tiento en depositar su confianza y en observar el uso que se hacia de ella.
§ VI
¿Cómo es posible que ese hombre tan despejado, tan penetrante, tan
instruido, no haya podido mejorar su fortuna, o haya perdido la que tenía,
cuando ese otro tan encogido, tan torpe, tan rudo, ha hecho inconcebibles
progresos en la suya? ¿No debe esto atribuirse a la casualidad, a fatalidades, a
mala estrella? Así se habla muchas veces, sin reflexionar que se confunden
lastimosamente las ideas, y se quieren enlazar con íntima dependencia causas
y efectos que no tienen ninguna relación.
Es verdad que el uno es despejado y el otro encogido, que el uno parece
penetrante y el otro torpe, que el uno es instruido y el otro rudo; pero ¿de qué
sirven ni ese despejo, ni esa aparente penetración, ni esa instrucción para el
efecto de que se trata? Es cierto que si se ofrece figurar en sociedad, el
primero se presentará con más garbo y soltura que el segundo; que si es
necesario sostener una conversación aquél brillará mucho más que éste; que
su palabra será más fácil, sus ideas más variadas, sus observaciones más
picantes, sus réplicas más prontas y agudas; que el y rico en cuestión no
entenderá quizá una palabra del mérito de tal o cual novela, de tal o cual
drama; que conocerá poco la Historia y se quedará estupefacto al oír al
comerciante quebrado explicarse como un portento de erudición y de saber;
de cierto que no sabrá tanto de política, ni de administración, ni de hacienda;
que no poseerá tantos idiomas; pero ¿se trataba, por ventura, de nada de eso
cuando se ofrecía dar buena dirección a los negocios? No, ciertamente.
Cuando, pues, se pondera el mérito del uno y se manifiesta extrañeza porque
la suerte no le ha sido favorable se pasa de un orden a otro muy diferente, se
quiere que ciertos efectos procedan de causas con las que nada tienen que ver.
Observad atentamente a estos dos hombres tan desiguales en su fortuna;
reflexionad sobre las cualidades de ambos; ved, sobre todo, si podéis hacer la
experiencia en vista de un negocio que incumba a los dos, y no os será difícil
inferir que así la prosperidad del uno como la ruina del otro nacen de causas
sumamente naturales.
El uno, habla, escribe, proyecta, calcula, da mil vueltas a los objetos; todo
lo prueba, a todo contesta; se hace cargo de mil ventajas, inconvenientes,
esperanzas, peligros; en una palabra, agota la materia; nada deja en ella ni que
decir ni que pensar. ¿Y qué hace el otro? ¿Es capaz de sostener la disputa con
su adversario? No. ¿Deshace todos los cálculos que el primero acaba de
amontonar? No. ¿Satisface a todas las dificultades con que su dictamen se ve
combatido por el contrincante? No. En pro de su opinión, ¿aduce tanta copia
de razones como su adversario? No. Para lograr el objeto, ¿presenta proyectos
§ VII
§ VIII
§ IX
Los despropósitos
§X
Entendimientos torcidos
§ XI
§ XII
§ XIII
§ XIV
El orgullo
§ XVI
La vanidad
§ XVII
Este defecto, aunque más ridículo que el orgullo, no tiene, sin embargo,
tantos inconvenientes para la práctica. Como es una complacencia en la
alabanza más bien que un sentimiento fuerte de superioridad, no ejerce sobre
el entendimiento un influjo tan maléfico. Estos hombres son, por lo común, de
§ XVIII
§ XIX
Puede asegurarse, sin temor a errar, que esta es la pasión más general,
aparte las almas privilegiadas, sumergidas en la purísima llama de un amor
celeste. La soberbia ciega al ignorante como al sabio, al pobre como al rico, al
débil como al poderoso, al desventurado como al infeliz, a la infancia como a
la vejez; domina al libertino, no perdona al austero; campea en el gran mundo
y penetra en el retiro de los claustros; rebosa en el semblante de la altiva
señora que reina en los salones por la nobleza de su linaje, por sus talentos y
hermosura, pero se trasluce también en la tímida palabra de la humilde
religiosa que, salida de familia obscura, se ha encerrado en el monasterio,
desconocida de los hombres, sin más porvenir en la tierra que una sepultura
ignorada.
Encuéntranse personas exentas de liviandad, de codicia, de envidia, de
odio, de espíritu de venganza; pero libre de esa exageración del amor propio
que, según es su forma, se llama orgullo o vanidad, no se halla casi nadie,
bien podría decirse que nadie. El sabio se complace en la narración de los
prodigios de su saber, el ignorante se saborea en sus necedades, el valiente
cuenta sus hazañas, el galán sus aventuras; el avariento ensalza sus talentos
económicos, el pródigo su generosidad; el ligero pondera su viveza, el tardío
su aplomo; el libertino se envanece por sus desórdenes y el austero se deleita
en que su semblante muestre a los hombres la mortificación y el ayuno.
Este es, sin duda, el defecto más general; esta es la pasión más insaciable
cuando se le da rienda suelta, la más insidiosa, más sagaz para sobreponerse
cuando se la intenta sujetar. Si se la domina un tanto a fuerza de elevación de
ideas, de seriedad de espíritu y firmeza de carácter, bien pronto trabaja por
explotar sus nobles cualidades, dirigiendo el ánimo hacia la contemplación de
ellas; y si se la resiste con el arma verdaderamente poderosa y única eficaz,
§ XX
§ XXI
§ XXII
§ XXIII
§ XXIV
La pereza
Si bien es cierto que la prudencia aconseja ser más bien desconfiado que
presuntuoso, y que por lo mismo no conviene entregarse con facilidad a
empresas arduas, también importa no olvidar que la resistencia a las
sugestiones del orgullo o de la vanidad puede muy bien explotarla la pereza.
La soberbia es, sin duda, un mal consejero no sólo por el objeto a que nos
conduce, sino también por la dificultad que hay en guardarse de sus insidiosos
amaños; pero es seguro que poco falta si no encuentra en la pereza una digna
competidora. El hombre ama las riquezas, la gloria, los placeres, pero también
ama mucho el no hacer nada; esto es para él un verdadero goce, al que
sacrifica a menudo su reputación y bienestar. Dios conocía bien la naturaleza
humana cuando la castigó con el trabajo; el comer el pan con el sudor de su
rostro es para el hombre pena continua y frecuentemente muy dura.
§ XXV
§ XXVI
Origen de la pereza
§ XXVII
§ XXVIII
§ XXIX
§ XXX
Pruebas y aplicaciones
§ XXXI
§ XXXII
§ XXXIII
No hay falta sin castigo; el universo está sujeto a una ley de armonía;
quien la perturba sufre. Al abuso de nuestras facultades físicas sucede el
dolor, a los extravíos del espíritu siguen el pesar y el remordimiento. Quien
busca con excesivo afán la gloria se atrae la burla; quien intenta exaltarse
sobre los demás con orgullo destemplado, provoca contra sí la indignación, la
resistencia, el insulto, las humillaciones. El perezoso goza en su inacción,
pero bien pronto su desidia disminuye sus recursos y la precisión de atender a
sus necesidades le obliga a un exceso de actividad y de trabajo. El pródigo
disipa sus riquezas en los placeres y en la ostentación, pero no tarda en
encontrar un vengador de sus desvaríos en la pobreza andrajosa y hambrienta
que le impone, en vez de goce, privaciones; en vez de lujosa ostentación,
escasez vergonzosa. El avaro acumula tesoros temiendo la pobreza, y en
medio de sus riquezas sufre los rigores de esa misma pobreza que tanto le
espanta; él se condena a sí mismo, a todos ellos con su alimento limitado y
grosero, su traje sucio y raído, su habitación pequeña, incómoda y desaseada.
No aventura nada por no perder nada; desconfía hasta de las personas que más
le aman; en el silencio y tinieblas de la noche visita sus arcas enterradas en
lugares misteriosos para asegurarse que el tesoro está allí y aumentarle
todavía más, y entre tanto le acecha uno de sus sirvientes o vecinos, y el
tesoro con tanto afán acumulado, con tanta precaución escondido, desaparece.
§ XXXIV
§ XXXVI
§ XXXVII
Ya vimos (Cap. XIX) cuán pernicioso era el influjo de las pasiones para
impedirnos el conocimiento de la verdad, aun la especulativa; pero lo que allí
se dijo en general tiene muchísima más aplicación en refiriéndose a la
práctica. Cuando tratamos de ejecutar alguna cosa, las pasiones son a veces
§ XXXVIII
§ XXIX
Un hombre que ha irrogado una ofensa está con una pretensión en cuyo
éxito puede influir decisivamente el ofendido. Tan pronto como éste lo sabe,
recuerda la ofensa recibida; el resentimiento se despierta en su corazón, al
resentimiento sucede la cólera y la cólera engendra un vivo deseo de
venganza. ¿Y por qué dejará de vengarse? ¿No se le ofrece ahora una
excelente oportunidad? ¿No será para él un placer el presenciar la
desesperación de su adversario burlado en sus esperanzas y quizá sumido en
la obscuridad, en la desgracia, en la miseria? «Véngate, véngate —le dice en
alta voz su corazón—, véngate, y que él sepa que te has vengado; dáñale, ya
que él te dañó; humíllale, ya que él te humilló; goza tú el cruel pero vivo
placer de su desgracia, ya que él se gozó en la tuya. La víctima está en tus
manos, no la sueltes, cébate en ella, sacia en ella tu sed de venganza. Tiene
hijos y perecerán…, no importa…, que perezcan; tiene padres y morirán de
pesar…, no importa…, que mueran, así será herido en más puntos su infame
corazón, así sangrará con más abundancia, así no habrá consuelo para él, así
se llenará la medida de su aflicción, así derramarás en su villano pecho toda la
hiel y amargura que él un día derramara en el tuyo. Véngate, véngate; ríete de
una generosidad que él no practicó contigo, no tengas piedad de quien no la
tuvo de ti; él es indigno de tus favores, indigno de compasión, indigno de
perdón; véngate, véngate».
Así habla el odio exaltado por la ira; pero este lenguaje es demasiado duro
y cruel para no ofender a un corazón generoso. Tanta crueldad despierta un
sentimiento contrario: «Este comportamiento sería innoble, sería infame —se
dice el hombre a sí mismo—; esto repugna hasta el amor propio. Pues qué,
¿yo he de gozarme en el abatimiento, en el perpetuo infortunio de una
familia? ¿No sería para mí un remordimiento inextinguible la memoria de que
con mis manejos he sumido en la miseria a sus hijos inocentes y hundido en el
sepulcro a sus ancianos padres? Esto no lo puedo hacer, esto no lo haré, es
más honroso no vengarme; sepa mi adversario que si él fue bajo, yo soy
§ XL
Precauciones
§ XLI
§ XLII
El conocimiento de sí mismo
§ XLIII
§ XLIV
§ XLV
§ XLVI
En ayuda de las ideas morales vienen los sentimientos, que también los
hay morales, y poderosos, y bellísimos; porque Dios, al permitir que sacudan
y conturben nuestro espíritu violentas y aciagas tempestades, también ha
querido proporcionarnos el blando mecimiento de céfiros apacibles. El hábito
de atender a las reglas morales y de obedecer sus prescripciones desenvuelve
y aviva estos sentimientos; y entonces el hombre, para seguir el camino de la
virtud, combate las inclinaciones malas con las inclinaciones buenas; las
luchas no son de tanto peligro y, sobre todo, no son tan dolorosas; porque un
sentimiento lucha con otro sentimiento; lo que se padece con el sacrificio del
uno se compensa con el placer causado por el triunfo del otro, y no hay
aquellos sufrimientos desgarradores que se experimentan cuando la razón
pelea con el corazón enteramente sola.
Ese desarrollo de los sentimientos morales, ese llamar en auxilio de la
virtud las mismas pasiones es un recurso poderoso para obrar bien e ilustrar el
entendimiento cuando le ofuscan otras pasiones. Hay en esta oposición mucha
variedad de combinaciones, que dan excelentes resultados. El amor de los
§ XLVII
§ XLVIII
Otra regla
§ XLIX
§L
Poco basta para extraviar al hombre, pero tampoco se necesita mucho para
corregirle algunos defectos. Es más débil que malo, dista mucho de aquella
terquedad satánica que no se aparta jamás del mal una vez abrazado; por el
contrario, tanto el bien como el mal los abraza y los abandona con suma
facilidad. Es niño hasta la vejez; preséntase a los demás con toda la seriedad
posible; mas en el fondo se encuentra a sí propio pueril en muchas cosas y se
avergüenza. Se ha dicho que ningún grande hombre le parecía grande a su
ayuda de cámara; esto encierra mucha verdad. Y es que, visto el hombre de
cerca, se descubren las pequeñeces que le rebajan. Pero más cosas sabe él de
sí mismo que su ayuda de cámara, y por esto es todavía menos grande a sus
propios ojos; por esto, aun en sus mejores años, necesita cubrir con un velo la
puerilidad que se abriga en su corazón.
§ LI
§ LII
§ LIII
§ LIV
Véase, pues, con cuánta verdad he dicho que los mismos sentimientos
buenos la exageración los hace malos; que el sentimiento por sí solo es una
guía mal segura y a menudo peligrosa. La razón es quien debe dirigirle
conforme a los eternos principios de la moral; la razón es quien debe
encaminarle hasta en el terreno de la utilidad. Pero jamás el hombre se ocupa
demasiado del conocimiento de sí mismo; ningún esfuerzo está de más para
adquirir aquel criterio moral y acertado que nos enseña la verdad práctica, la
verdad que debe presidir a todos los actos de nuestra vida. Proceder a la
aventura, abandonarse ciegamente a las inspiraciones del corazón es
exponerse a mancharse con la inmoralidad y a cometer una serie de yerros
que acaban por acarrear terribles infortunios.
§ LV
§ LVI
Inconvenientes de la universalidad
El saber es muy costoso y la vida muy breve, y, sin embargo, vemos con
dolor que se desparraman las facultades del hombre hacia mil objetos
diferentes, halagando a un tiempo la vanidad, porque de esta suerte se
adquiere la reputación de sabio; la pereza, porque es harto más trabajoso el
fijarse sobre una materia y dominarla que no el adquirir cuatro nociones
generales sobre todos los ramos.
Se ponderan de continuo las ventajas de la división del trabajo en la
industria, y no se advierte que este principio es también aplicable a la ciencia.
Son pocos los hombres nacidos con felices disposiciones para todo. Muchos
que podrían ser una excelente especialidad, dedicándose principal o
exclusivamente a un ramo, se inutilizan miserablemente aspirando a la
universalidad. Son incalculables los daños que de esto resultan la sociedad y a
los individuos, pues que se consumen estérilmente muchas fuerzas que, bien
aprovechadas y dirigidas, habrían podido producir grandes bienes; Vaucanson
y Watt hicieron prodigios en la mecánica, y es muy probable que se hubieran
distinguido muy poco en las bellas artes y en la poesía; La Fontaine se
§ LVII
§ LVIII
Firmeza de voluntad
§ LIX
§ LX
Conclusión y resumen