Que Son Los Juicios Ejecutivos
Que Son Los Juicios Ejecutivos
Que Son Los Juicios Ejecutivos
LA EJECUCIÓN PROCESAL
SUMARIO
1. Concepto de ejecución
2. Juicio ejecutivo
2.1. Antecedentes imprescindibles de conocer
2.2. Caracteres del procedimiento actual
3. Títulos susceptibles de ejecución
3.1. Título ejecutorio
3.1.1. Requisitos
3.2. Título ejecutivo
3.2.1. Requisitos
3.2.2. Enunciación
4. Procedimiento ejecutivo
4.1. Restricciones a la defensa
4.2.Efectos de la sentencia
5. Crítica
5.1. Planteo del tema
5.2. Propuestas
6. Juicio monitorio
1. EL CONCEPTO DE EJECUCIÓN
La voz castiza ejecución significa acción o realización de algo. Llevada al Derecho, la misma
palabra tiene un significado mayor: hacer algo para constreñir a alguien a realizar alguna
actividad de dar o de hacer (en ciertas condiciones que luego se verán).
A su turno, y cuando se usa con referencia a una persona, constreñir significa obligarla por
fuerza a hacer algo. El resultado de constreñir es el sustantivo constricción: obligación para que
alguien haga algo.
Si se recuerda la definición clásica que de la obligación civil hacen las Institutas, la idea de
constricción preside todo el concepto: “la obligación es el vínculo jurídico mediante el cual una
persona llamada acreedor puede constreñir a otra llamada deudor a la realización de una
prestación determinada”.
De donde resulta claro que la obligación de no hacer no puede ser constreñible, aunque si
sancionable su incumplimiento (piénsese que la sanción penal, aunque utilizando otras palabras,
está presidida por la misma idea).
Por eso es que cuando se genera el concepto de imperativos jurídicos del proceso, se menciona
a los deberes, las obligaciones y las cargas. En tanto que el deber no es coercible y sí
sancionable su incumplimiento y que la carga no es ni coercible ni sancionable, ya que afecta
sólo al propio interesado, la obligación es constreñible pero no siempre: sólo en tanto sea de dar
(cosa cierta o suma de dinero) pero no lo son las de hacer y de no hacer. Por eso es que, si la de
hacer puede ser realizada por un tercero, él la hace a costa del deudor (lo que transforma la
obligación de hacer en otra de dar suma de dinero), en tanto que si no puede ser cumplida por
un tercero, en razón de ser intuitu personæ, se constriñe indirectamente mediante la imposición
de astreintes, con lo cual también se convierte en obligación de dar suma de dinero.
De la misma forma cabe actuar respecto de las obligaciones de no hacer. Como se ve, un
sistema funciona de verdad en tanto no sea constante y reiterativamente desinterpretado para
relativizar su contenido.
La experiencia sociológica indica que el mandato de la ley, en cuanto impone una conducta
concreta de prestación, es habitualmente cumplido por los particulares y por los órganos
públicos mediante un acto de voluntad propia, obviamente condicionada y en consideración a
dicho mandato.
También indica la experiencia que, en el cúmulo de relaciones obligacionales que se suscitan a
diario en una colectividad determinada, es ínfimo el porcentaje de casos de incumplimiento de
la ejecución del mandato legal.
Tan ínfimo número representa, no obstante, una clara enfermedad social que el Estado, en aras
del mantenimiento de la paz, debe tratar de evitar y, en su defecto, de curar.
Sin embargo, la actividad preventiva del Estado no puede sujetarse sino a medios de ejecución
indirecta o de coacción psicológica, ya que, como lo enseñaba Calamandrei, el dogma según el
cual las normas jurídicas son coercibles pierde vigencia, de hecho, frente al incoercible espíritu
del hombre y particularmente del que, además de serlo, se siente libre.
Esto se patentiza en las relaciones patrimoniales, en las que el Estado no puede realizar
“medicina preventiva” sino sólo “curativa”, para lo cual pone a disposición de los interesados el
medio idóneo a efecto de lograr el equilibrio destruido por el acto de incumplimiento generador
de una situación de incertidumbre o de insatisfacción que altera la paz social.
Como ya se dijo en toda esta obra, tal medio es el proceso, concebido como el instrumento a
través del cual los particulares en conflicto requieren del Estado que ejercite su función
jurisdiccional para solucionar sus litigios acerca de relaciones que carecen de resultado cierto.
Para ello, el pretendiente –actor civil– propone mediante su demanda iniciar el diálogo con el
demandado, afirmando los hechos que fundamentan su pretensión y realizando la implicación
de ellos en una norma preeexistente, general y abstracta.
Puede suceder que la demanda presentada al juez refiera a la existencia misma de la pretensión
alegada por el demandante y de las obligaciones cuyo cumplimiento reclama al demandado. En
tal caso, el juez tendrá que resolver cuál de los contradictores tiene la razón (nótese que el
derecho es incierto hasta la decisión judicial), para lo cual emitirá la correspondiente sentencia
(declarativa, de condena, constitutiva).
En el caso de la sentencia de condena, la actividad del juez se circunscribirá sólo a eso, no
pudiéndose afirmar, en consecuencia, que por su mero pronunciamiento se logre restablecer el
equilibrio social alterado por el incumplimiento del deudor. Para conseguir ello, deberá éste
efectivizar el mandamiento judicial o, en su defecto, el propio juez tendrá que sustituir la
inactividad del deudor mediante una propia actividad, a fin de satisfacer el derecho declarado a
favor del acreedor. En otras palabras, deberá adoptar medidas de subrogación dirigidas a
conseguir el bien, independientemente de su prestación (ejecución directa).
Y con esto se ejerce acabadamente fuerza legítima, tal como ya se vio. Además, se efectúa
coertio y executio, elementos ambos del concepto tradicional de jurisdicción (ver la Lección 6).
Por otra parte, sucede a veces que la relación jurídica afirmada en la demanda no es incierta
(entendido este vocablo como derecho no declarado) sino que goza de una presunción de
legitimidad o de fehaciencia con que aparece al exterior mediante un documento denominado
título y que justifica un tratamiento privilegiado: la posesión de dicho título permite al acreedor
el acceso a un tipo especial y sumario de procedimiento que recibe desde siempre el nombre de
juicio ejecutivo.
2. EL JUICIO EJECUTIVO
Relataré en este tópico temas que no son de explicación habitual en las obras de la asignatura:
su desarrollo histórico y sus actuales características procedimentales. Y ello porque es imposible
entender el segundo sin conocer antes el primero.
En el pasado medieval imperaron en esta materia dos sistemas en Italia y en España. Ambos
tuvieron muy diferentes alcances, siendo más notable e importante para nosotros lo ocurrido en
Italia, donde surgió un derecho propio del comercio al desarrollarse nuevos negocios de la
práctica mercantil.
De tal forma, nació un novedoso cauce procesal, más rápido y abreviado, acorde con las nuevas
situaciones, pretendiéndose, en definitiva, una simplificación sustancial y formal -sumarización
(abreviación)- del proceso común.
Esto ocurrió cuando al título sentencia (a la sazón, único documento ejecutable por acreditar la
existencia de un derecho cierto) se le equipararon los instrumenta confessionata, así llamados
porque contenían la confesión del deudor hecha ante el juez o el notario reconociendo la deuda
que instrumentaban.
De tal forma, esos instrumentos -que no eran sentencia pero que podían equipararse a ella pues
reflejaban la existencia de un derecho cierto- tuvieron los mismos alcances de un título
ejecutorio (la sentencia) y, por ende, otorgaban al acreedor derecho a iniciar la ejecución sin el
correspondiente periodo de conocimiento previo. Y así nació el título ejecutivo.
Las necesidades comerciales de la época generalizaron tales títulos, en los cuales el deudor,
además de reconocer la obligación, aceptaba (renunciando a oponer oportunamente las defensas
del caso) la orden que incluía el notario de cumplirla a su vencimiento (denominada cláusula
guarentigia) que, al sustituir los efectos de la cosa juzgada, dio origen al efecto ejecutivo de los
instrumentos que la contenían.
Tales instrumentos, siguiendo los tradicionales principios romanos que mantenían absoluto
respeto por el derecho de defensa, debían ejecutarse por orden del juez, quien disponía la
ejecución si el deudor no pagaba al ser requerido al efecto, otorgándosele a éste la posibilidad
de oponer excepciones nacidas con posterioridad a la emisión del documento, o intentar
separadamente una acción con la pretensión de que se lo absolviera de la ejecución y, por efecto
de ello, se le reintegrara el instrumento.
De tal forma y por virtud de la influencia de la Iglesia, que repudiaba la violencia y la defensa
privada del derecho, se concilió el principio romano que antepone la seguridad a la celeridad,
exigiendo que el proceso de conocimiento anteceda al de ejecución, con el principio germánico
que antepone la rapidez y expeditividad a la seguridad jurídica; de esta suerte, se limita o
posterga el periodo de conocimiento y se autoriza, para ciertos casos, el comienzo de los
procedimientos por los actos de ejecución, colocando en manos del ejecutado la iniciativa para
abrir el estadio de cognición.
Como consecuencia de lo expuesto, la sentencia pierde el carácter de prueba del crédito, base de
la actio judicata, y pasa a considerarse como un título autónomo que otorga al acreedor el
derecho a la ejecución.
A partir de allí, se construyó un verdadero sistema que mejoraba el tráfico del comercio de la
época al aceptarse que el titulo ejecutivo no puede ser sustituido ni invalidado, por lo que puede
extinguirse el derecho y, sin embargo, el titulo sigue valiendo.
Por ello, el acreedor munido de su título no tiene la carga de provocar el contradictorio ni su
derecho depende de la convicción que el órgano jurisdiccional podría formarse entre prueba y
contraprueba: así, la pretensión tiene vía libre, sin depender del parecer del órgano ni de la
actividad del deudor.
Resulta entonces que el título ejecutivo ya era un acto jurídico con eficacia constitutiva en tanto
fuente inmediata y autónoma de la acción ejecutiva, de la cual es, en su existencia y en su
ejercicio, independiente del crédito.
Pero si la evolución del proceso ejecutivo culminó rápidamente en Italia, en España –cuya
legislación es fuente inmediata de la mayoría de nuestras instituciones procesales– no se logró
una verdadera ejecutivización del proceso ejecutivo, prefiriéndose legislarlo como un proceso de
conocimiento común, pero sumarizándolo por razones cualitativas, en orden a los intereses que
se debaten en él.
Recién en la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1855, el juicio se desarrolla en dos estadios
perfectamente diferenciados: uno de conocimiento, primero, y otro ejecutivo posterior, de
remate. La Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881, también divide el juicio ejecutivo en dos
períodos: el primero, llamado de ejecución o ejecutivo, que comprende desde que se entabla la
demanda hasta que se dicta la sentencia de remate; y el segundo, llamado de apremio, desde que
se dicta esta sentencia hasta que se hace el pago al acreedor.
Y este –y no el italiano, es el sistema que rige desde antaño en los países hispanoamericanos.
De lo precedentemente expuesto puede inferirse que el proceso de ejecución –tal como lo
conciben actualmente nuestras leyes– no es propiamente “ejecutivo”, sino, un proceso de
conocimiento abreviado en el que se limitan los plazos, las defensas y los recursos que puede
oponer el deudor, y que tiende a obtener no una manifestación de voluntad o conducta física
(ejecución propiamente dicha) sino una declaración de voluntad del órgano jurisdiccional.
De ahí que la denominación proceso ejecutivo induce a error porque su finalidad no es la de
conseguir medidas de ejecución directamente a cargo del juez (desde la iniciación misma del
proceso) sino la de obtener una resolución judicial de fondo que imponga al demandado una
cierta situación jurídica y cuyo incumplimiento será el que determine la apertura de la
verdadera ejecución.
Resulta así que el proceso ejecutivo termina siempre en una sentencia (de remate o
desestimatoria de la pretensión del ejecutante) y que sólo después que ella adquiera ejecutoria
podrá hablarse de ejecución. Pero nótese bien que no será ya la ejecución de la pretensión
inicial sino la ejecución de la pretensión que se base, como título, en la sentencia condenatoria
dictada con fundamento en el titulo que permitió el pronunciamiento de tal sentencia de
condena.
Queda en claro así que nuestro proceso ejecutivo es un verdadero proceso de conocimiento
(pero no ordinario) por lo que debe encuadrárselo dentro de la figura de los procesos sumarios
y, dentro de ellos, no por razones de cantidad sino de calidad o cualitativas, fundadas no en la
escasa relevancia económica de la pretensión sino en la fehaciencia con que aparece al exterior
y que justifica un tratamiento privilegiado.
Ya llegará luego el momento de razonar alrededor del concepto de título. Pero antes, resta ver
cuáles son los caracteres actuales del juicio ejecutivo.
2.2. LOS CARACTERES PROCEDIMENTALES DEL ACTUAL JUICIO EJECUTIVO
Ya el lector se encuentra familiarizado con el desarrollo eficaz de la serie inventada al efecto de
actuar el debate dialogal que se conoce como proceso de naturaleza declarativa, con sus etapas
de afirmación, de negación, confirmación y de alegación.
Atención ahora: esto no ocurre en el juicio ejecutivo que, en esencia, es de carácter monitorio
aunque no lo hayan afirmado así los autores. En efecto: como el Derecho acepta a priori y sin
más la fehaciencia del derecho expresado en el documento que se conoce como título
susceptible de ejecución (no importa por ahora si es ejecutorio o ejecutivo, tal como luego se
explicará), la demanda que se basa en él es acogida de inmediato por el juez luego de hacer por
su cuenta un minucioso análisis de las calidades que la ley exige en cada caso para que el
respectivo título pueda ser susceptible de ejecución.
Y a este efecto dicta una resolución que se conoce con el nombre de citación de remate y en la
cual ordena trabar el inmediato embargo de bienes libres y suficientes del deudor para cubrir el
monto de la acreencia exigida por el ejecutante y, al mismo tiempo, le otorga la posibilidad de
oponer alguna excepción al progreso de la ejecución. Atención: no para negar simplemente la
existencia de la deuda.
Y todo eso se hace con el apercibimiento de ordenar oportunamente el remate de los bienes
embargados si no se alega y eventualmente se prueba el hecho fundante de alguna excepción
admisible.
Repárese en que la llamada citación de remate no es un decreto de puro y simple trámite, cual lo
es el que ordena conferir traslado de la demanda al demandado en juicio declarativo, sino que es
una verdadera sentencia emitida por el juez luego de haber oído exclusivamente a uno solo de
los contendientes.
Y repárese también en que, con tal sentencia, se pone fin a la ejecución a menos que se den dos
condiciones sucesivas e independientes:
1) que el ejecutado oponga excepción admisible, en cuyo caso se tramitará un proceso a partir
de la afirmación del ejecutado, que no de la del ejecutante.
Y, al igual que lo que acaece en el juicio declarativo, se abrirá también la posibilidad de un
período para confirmar pero, otra vez, de los hechos que alega el ejecutado para fundar su
excepción. A menos, claro está que, como se ha visto en la Lección 19, el ejecutante presente
algún hecho impeditivo o invalidativo del hecho extintivo alegado por el ejecutado.
Confirmado el hecho fundante de la excepción y valorados los respectivos medios por ambos
contendientes, procede el dictado de una nueva sentencia, que versará ahora acerca de la
excepción y no del título. Y si en ésta se acoge la excepción, cae la ejecución; caso contrario, se
ordena seguir adelante con ella. Lo mismo ocurre si el ejecutado no opone excepción admisible
alguna.
Adviértase ahora que el seguir adelante con la ejecución significa, lisa y llanamente, ordenar ya
mismo el oportuno remate de los bienes embargados luego de que el deudor sea desposeído de
ellos. Pero para que esto sea factible, es menester que se presente la segunda condición:
2) que haya algún bien embargado que sea susceptible de ser rematado. No dada esta condición,
lo que debe acaecer sistémicamente es el dictado del sobreseimiento del juicio ejecutivo y hasta
tanto haya algún bien a embargar, en razón de que no puede ordenarse lógicamente una
ejecución de bienes que no existen.
Esto no ocurre en la Argentina donde, desde no hace muchísimo tiempo y hasta ahora, se
ordena llevar adelante la ejecución maguer no haya algo para ejecutar, por no haberse deducido
excepciones o por rechazo de las opuestas.
Junto con ello se regulan honorarios que, al igual que el capital que se ejecuta, nunca se
cobrarán precisamente por carecer de bienes sobre los cuales hacerlo.
Cuando ocurría esto en el pasado, se sobreseía (provisionalmente) el juicio ejecutivo, que
permanecía stand by hasta tanto apareciere algún bien embargable, en cuyo caso se reflotaba la
ejecución y se ordenaba el procedimiento propio del remate.
Con lo cual el plazo prescripcional de la actio judicati emergente de la citación de remate corría
a partir de su fecha. Y nada entorpecía ni demeritaba el derecho del acreedor insatisfecho.
Actualmente, ansiedad de abogados mediante, se dicta la orden de remate sin que haya bien
embargado alguno, con lo cual todos los juicios ejecutivos cumplen este procedimiento, con el
tiempo que insume la tramitación respectiva para los jueces y sus auxiliares. Tiempo que podría
ser mejor empleado posibilitando desde la ley la terminación del juicio inmediatamente luego de
haber fracasado la orden de embargo.
De cualquier forma, existiendo bien embargado, el juez emite oportunamente una providencia
final que no es la sentencia propiamente dicha sino la simple orden de llevar adelante la
ejecución, disponiendo el desapoderamiento de los bienes embargados, por ejemplo, y
ordenando su venta en público remate.
Analizando con detenimiento lo que ocurre en el caso según lo he relatado supra, es sencillo
advertir que se ha desplazado la carga de afirmar desde el actor (ahora, ejecutante) hacia el
demandado (ahora, ejecutado), toda vez que el primero se contenta con exigir el cumplimiento
de la obligación cierta contenida en el título y, sin afirmar hecho alguno, ello le es suficiente
para pretender útilmente.
Como se ha visto hasta acá, el juicio ejecutivo es asaz diferente del declarativo. Sin embargo,
ambos entrañan verdaderos procesos en tanto bilateralidad del instar en igualdad de condiciones
dialogales ante un tercero que asegura todo ello con su propia imparcialidad.
3. LOS TÍTULOS SUSCEPTIBLES DE EJECUCIÓN
Hay autores que, para explicar todo lo relativo al tema, intentan construir una teoría general de
los títulos ejecutantes.
A mi juicio, resulta imposible presentar una teoría que conceptualice el título ejecutivo y
explique su naturaleza con pretensiones de universalidad y comprensiva de todos los títulos que
traen aparejada ejecución, al menos dentro de nuestros sistemas de raigambre hispánica. Y ello
porque:
a) como ya se ha visto precedentemente, lo que se ejecuta es la sentencia que se dicta a base del
título y no el título mismo; y
b) porque la normativa relativa a los títulos ejecutantes es siempre harto contingente –temporal
y espacialmente– dependiendo siempre de la caprichosa enumeración legal que cada Estado
haga al respecto. Y, como luego se verá, un mínimo inventario de ellos puede resultar caótico.
No obstante tal afirmación, creo que es posible establecer sus condiciones generales y,
especialmente, sus requisitos en orden a una construcción sistémica que parta de la concepción
que históricamente se ha hecho respecto del documento que apareja la posibilidad de ejecutar.
Para dar comienzo a tal tarea, debo recordar que, al comienzo, el único documento que
posibilitó y toleró la ejecución mediante el uso de fuerza en las personas o cosas, fue la
sentencia judicial definitivamente firme. A esto se denomina desde antaño título ejecutorio,
pues puede ser ejecutado ya mismo en razón de que su contenido (el de la sentencia) acredita sin
más y fehacientemente la existencia de un derecho cierto y determinado luego del debate
procesal y, además, se sabe quién es el acreedor y quién el deudor, cuánto se debe y cómo debe
ser pagada la deuda1.
Posteriormente, y como ya se ha dicho antes, gracias al derecho comercial que emerge con
fuerza imparable en el Medioevo italiano, al documento ejecutorio sentencia se equipararon
otros documentos reconocidos ante notario y que contenían la llamada cláusula guarentigia que
se ha mencionado en el número anterior, mediante la cual el deudor reconocía la deuda
1
Una sentencia de condena dice más o menos lo siguiente: “…Por las razones expuestas en las precedentes motivaciones (causa),
condeno a DD (deudor) a pagar a AA (acreedor) la suma de XX pesos (cantidad líquida o liquidable) en el lapso de XX días (de
donde se colige el vencimiento del plazo). Luego se verá que todos estos datos son, precisamente, los requisitos del título ejecutivo.
instrumentada en el mismo documento y aceptaba cumplir sin más su prestación al momento de
su vencimiento.
Tales documentos se conocen desde siempre como títulos ejecutivos a fin de distinguirlos
cabalmente de los títulos ejecutorios.
A este efecto, nótese que la certeza de la existencia del derecho lo otorga un juez en el segundo
caso y luego de un debate procesal. En cambio, la certeza del primero proviene sólo de la
voluntad de quien se constituye en deudor.
3.1. EL TÍTULO EJECUTORIO
La doctrina y las leyes en general aceptan desde siempre la existencia y posibilidad de ejecución
de los títulos ejecutorios. No puede ser de otra manera, en homenaje a la necesidad del Estado
de dar certeza definitiva a las relaciones litigiosas y de mantener sine die la paz social.
Adviértase que cuando un juez emite una sentencia declarativa, ella puede ser simplemente
declarativa, constitutiva y de condena. Sólo en este último caso impone una prestación que
exige la realización de una cierta actividad del demandado que, si éste –ahora condenado- no
acata espontáneamente y cumple lo condenado a dar o a hacer, debe ser constreñido a su
cumplimiento.
Pero cabe resaltar que esa posibilidad de constricción se otorga como consecuencia lógica e
inmediata de aceptarse que, a raíz de la sentencia judicial, existe un derecho cierto declarado en
documento fehaciente.
Esta circunstancia servirá luego para comprender la crítica que haré respecto del sistema
procedimental argentino, al comparar las categorías ejecutividad y fehaciencia luego de ver
cómo y cuánto se ha bastardeado esta última al otorgar caprichosamente el legislador carácter
ejecutivo a documentos expedidos nada menos que ¡por el propio acreedor! que, de fehacientes,
pueden tener todo o nada.
El trámite que establecen las leyes para la ejecución de títulos ejecutorios no recibe la
denominación de juicio ejecutivo sino la de apremio o la de ejecución de sentencia que, así, se
erige en la continuación lógica y en el complemento indispensable del juicio de conocimiento.
Finalmente: la particular condición del documento sentencia ha hecho que no se hayan
estudiado con detenimiento los requisitos de este tipo de título, por lo cual le resultan aplicables
sin más los que se verán seguidamente respecto del llamado título ejecutivo.
3.1.1. LOS REQUISITOS DEL TÍTULO EJECUTORIO
Si bien las leyes procesales argentinas no enuncian en general las condiciones del título
ejecutorio para ser tal (salvo algunas que hacen referencias parciales a ellos), se acepta
doctrinariamente que aquél debe ser: a) una resolución judicial consentida o ejecutoriada; b) que
contenga una condena a realizar alguna prestación susceptible de ejecución y c) que, caso de
imponer una prestación de dar, la deuda sea líquida o, al menos, liquidable; d) que el plazo
otorgado al efecto en la dicha resolución esté vencido y e) que la parte interesada incoe el
procedimiento del caso mediante la deducción de la correspondiente pretensión.
3.2. EL TÍTULO EJECUTIVO
Si bien las leyes procesales argentinas no enuncian en general las condiciones del título
ejecutivo para ser tal (salvo algunas que hacen referencias parciales a ellos), se acepta
doctrinariamente que aquél tiene requisitos sustanciales y formales propios que deben surgir del
titulo mismo en cuanto contiene la promesa de la prestación de una obligación de las enunciadas
precedentemente.
Al título ejecutivo caben, por tanto, las mismas exactas especificaciones ya vistas para la
conceptuación del título ejecutorio pues, a la postre, aquél es un remedo de éste.
De ahí que la mayoría autoral acepta sin más que tales requisitos son: a) legitimación sustancial
(activa y pasiva); b) causa lícita; c) plazo vencido; d) obligación pura o condición cumplida y e)
objeto cierto y determinado o fácilmente determinable.
3.2.1. LOS REQUISITOS DEL TÍTULO EJECUTIVO
Cabe ahora explicar el significado de cada uno de los ya precedentemente enunciados.
a) Legitimación sustancial para ser útilmente ejecutante y ejecutado.
Aunque la ley procesal no refiere habitual y expresamente a este requisito intrínseco subjetivo
cuando enumera los propios de todo titulo ejecutivo, se infiere de la economía general de las
leyes y de la doctrina existente al respecto –que en este tópico adquiere carácter de fuente
trascendental, como luego se verá– que por acceder él a un procedimiento de tipo sumario, con
defensas restringidas que se justifican en tanto se acepte la presunción de certeza y de
legitimidad ínsita en el título mediante el cual se persigue directamente la satisfacción del
derecho y el pago de la obligación, resulta lógicamente imprescindible que del mismo
documento aducido emerjan en forma clara y cierta las circunstancias de quiénes están
autorizados para obtener una decisión sobre la pretensión formulada y quiénes son los que se
hallan obligados a satisfacerla.
Este requisito, que es uno de los supuestos materiales de la pretensión o sentencia de fondo,
consiste, para el demandante, en ser titular del interés para que se decida sobre el derecho o
relación jurídico-material pretendido (sea que exista o no ese derecho o relación), y en el
demandado, en ser el sujeto con facultad para controvertirlo.
De tal forma, la ejecución sólo podrá ser incoada útilmente por el titular (del interés o del
derecho, según la posición doctrinaria que se adopte al respecto) contra quien esté obligado a
satisfacer la pretensión.
Obviamente, tal legitimación debe surgir expresa o implícitamente (caso de un documento
extendido al portador) del propio título, única forma susceptible de ser constatada por el juez
antes de dictar el auto de citación de remate mediante el cual, y como luego se comprenderá
mejor, el juez invierte la carga de afirmar toda vez que acepta sin más la existencia del derecho
contenido en el título ejecutivo.
La ausencia de este requisito en un proceso declarativo, puede ponerse de manifiesto por el
demandado a través de la llamada excepción de falta de acción, o defensa sine actione agit o,
también llamada falta de legitimación para obrar en el actor o en el demandado.
Pero tal defensa no se encuentra comprendida en la enunciación de excepciones procedentes en
el proceso ejecutivo que hacen generalmente todos los códigos del país.
En razón de no corresponder jurídicamente que el juez dicte sentencia a favor de quien no es
acreedor o en contra de quien no es deudor sin dar a éste la posibilidad de alegar tal
circunstancia en el propio proceso, pienso que la vigencia del requisito en cuestión puede ser
defendida mediante la excepción de inhabilidad de titulo que, aunque deba referirse a sus
elementos extrínsecos, resulta ser la única idónea para el caso (CPC, 464, 7°).
b) Causa lícita de la obligación contenida en el título
Del juego de las normas contenidas CC, 1445 y 1467, surge en forma evidente que no puede
existir obligación sin causa lícita.
Como la expresión causa lícita utilizada en la última disposición citada alude al fundamento u
origen lícito de un acto jurídico y, en especial, a la fuente de la obligación, parece claro que
siendo ilícita ésta, es de ningún efecto, porque al no existir contrato o ley que la fundamente, la
obligación resulta sin causa por carecer de origen.
Para los jusprivatistas, esta circunstancia adquiere particular relevancia dentro del proceso, al
advertir que no puede resultar indiferente el examen de la causa obligacional toda vez que, si no
se acepta ella, el ejecutante puede lograr una sentencia a su favor a base de una obligación
inexistente.
De ser factible tal cosa, parece evidente que el valor legitimidad, más importante que el valor
justicia, se vería vulnerado puesto que el ordenamiento jurídico (procesal) no resultaría idóneo
para hacer efectivo su propio fin al vedar la posibilidad de oponer excepciones causales.
Sin embargo, frente al principio de seguridad jurídica –obviamente importantísimo –existe otro
principio no menos importante: el de la celeridad en las transacciones comerciales, fundado en
la necesidad de que el deudor cumpla tempestivamente con su obligación a fin de no resentir,
eventualmente, la economía general.
Sobre tal base, la doctrina comercialista ha concebido los títulos valores de contenido crediticio
con los caracteres de formalidad, autonomía, literalidad y abstracción, que los desvinculan por
completo de la causa que les dio origen y, por tal razón, se sostiene desde antaño que resulta
imposible –en las “acciones cambiarias”– efectuar planteos causales dentro del proceso de
ejecución.
Posteriormente, y tal como luego se verá, razones de política legislativa no siempre
compartibles determinaron que la ejecutividad de un titulo -originariamente aceptada para
papeles de comercio- se extendiera a otros, tales como salarios, alquileres, etc. No obstante ello,
circunscribo a la cambial la exposición del problema causal, por ser este punto comprensivo de
los demás títulos ejecutivos no cambiarios.
En conclusión: todo título ejecutivo debe tener causa lícita; que se pueda o no discutir su
existencia en el mismo proceso o en otro posterior, es contingente y sujeto a la política
legislativa imperante en determinado momento y lugar.
Empero, obviamente, la existencia de causa y la licitud de la obligación se presumen, de modo
que nada tendrá que alegar el ejecutante al respecto, salvo que del texto mismo del título surja
su ilicitud (por ejemplo, que fue extendido como consecuencia de una deuda de juego) en cuyo
caso el juez no podrá dictar el auto de admisión de la ejecución.
c) Exigibilidad de la deuda expresada en el título
Este requisito exige que la obligación fuente de la deuda a ejecutar no esté sujeta a plazo (es
decir, debe ser de plazo ya vencido) (CPC, 437). Refiero seguidamente al primero de ellos,
dejando el segundo para considerarlo en el número siguiente.
c.1) Obligaciones de plazo vencido
Existe plazo cuando los efectos del acto jurídico están subordinados al transcurso del tiempo o
al acaecer de un acontecimiento futuro y cierto.
De tal forma, se entiende por plazo el lapso transcurrido desde la conclusión del acto hasta la
llegada del término, debiendo aceptarse por tal el día cierto o incierto, pero necesario, en el cual
los efectos de la relación jurídica comienzan o concluyen.
El plazo presenta dos caracteres esenciales: debe ser: 1) futuro y 2) cierto (significa que debe
llegar fatalmente). Esta conceptuación sirve aun para caracterizar al impropiamente denominado
plazo incierto, que es el que se fija con relación a un hecho futuro necesario para terminar el día
en que ese hecho necesario se realice.
El plazo, puede ser: 1) legal (establecido por ley); 2) judicial (acordado por los jueces en los
casos en que están autorizados para hacerlo); 3) convencional (establecido por las partes de
común acuerdo).
Cabe agregar que todo plazo expira siempre en la fecha de su vencimiento, a partir del cual la
respectiva obligación deja de ser de plazo pendiente y se torna exigible: porque el acto sometido
a plazo se convierte, a su vencimiento, en acto puro y simple.
Procesalmente, la vía ejecutiva procede sólo cuando del título que se intenta ejecutar resulta la
exigibilidad del crédito (CPC, 437).
La falta de exigibilidad del título puede fundar la excepción de inhabilidad aunque no haga a sus
formas extrínsecas o aspectos puramente externos, si lo que se discute es la procedencia misma
de la acción ejecutiva. A igual solución puede llegarse cuando, por acuerdo de partes, ha
quedado derogada la exigibilidad de los documentos fundantes de la ejecución.
c.2) Obligaciones que carecen de plazo
Existen obligaciones sin plazo, exigibles en cualquier momento, tales como las letras de cambio
y documentos similares que se extienden como pagaderos a la vista2 y el precio de las
mercaderías compradas al contado, que son pagaderas desde el momento en que se constituyen.
Obviamente, la exigibilidad de la prestación en tales casos no requiere explicación alguna. En
cambio, existen también obligaciones sin plazo porque se omitió fijarlo en el acto de
constitución. En tales supuestos, el acreedor no tiene acceso directo a la vía ejecutiva, a menos
que el deudor haya consentido la fijación de un plazo por el acreedor, en cuyo caso no podrá
aducir posteriormente ese defecto para impugnar la habilidad del título dentro del procedimiento
ejecutiva.
En estas hipótesis, el plazo dentro del cual debe hacerse el pago tiene que ser fijado
judicialmente, previo traslado al deudor y sin más trámite. d) Obligación pura o condición
cumplida
2
DL 5965/63, art. 36: "La letra de cambio a la vista es pagable a su presentación. Ella debe presentarse para el pago dentro del
plazo de un año desde su fecha, pudiendo el librador disminuir o ampliar este plazo. Estos plazos pueden ser abreviados por l os
endosantes. El librador puede disponer que una letra de cambio a la vista no se presente para el pago antes de un término fijado. En
tal caso el plazo para la presentación corre desde ese término".
Art. 103: "Son aplicables al vale o pagaré, en cuanto no sean incompatibles con la naturaleza de este título, las disposiciones de la
letra de cambio relativas ... al vencimiento (arts. 35 al 39)”.
Una obligación es pura cuando su cumplimiento no depende de condición alguna, resultando
obvio que no existe deuda exigible en las obligaciones condicionales hasta tanto no se haya
cumplido la respectiva condición.
Resulta claro así que no trae aparejada ejecución un título que contiene una obligación
condicional si no se prueba que la condición se cumplió con el mismo título o con otro
documento público o privado reconocido que se presente con aquél, o si el propio deudor no
reconoce previamente tal circunstancia.
En tal caso, la vía ejecutiva deberá ser preparada mediante el procedimiento respectivo (CPC,
435 y 436), al igual que cuando el titulo consiste en contrato bilateral, a fin de que el presunto
deudor reconozca haberse cumplido las obligaciones pactadas a su favor
e) Objeto cierto y determinado o deuda líquida
En principio, este requisito alude a que la obligación exigible sea de dar suma de dinero o, cual
lo hacen algunas leyes aisladas, de dar valores o cosas ciertas y determinadas o de hacer
(obligación de otorgar escritura pública).
Pero además, este requisito sujeta la existencia del título a la circunstancia de que de su texto no
resulte dudoso lo que se debe ni su determinación cuantitativa; en otras palabras, para que el
título sea ejecutable es necesario que contenga la promesa de cumplir una prestación
obligacional que tenga su objeto claramente cierto y determinado y, que, además, no esté
subordinada a condición alguna.
Además, esa obligación debe referir actualmente a una:
A) deuda líquida: la que no esté subordinada a condición alguna. Por ejemplo, una obligación
de hacer, tal como la de otorgar escritura pública y una obligación de dar suma cierta y
determinada de dinero; o una
B) deuda liquidable: aquella referida a una obligación de dar suma de dinero que, no siendo
líquida, pueda calcularse su monto mediante simples operaciones aritméticas realizadas a partir
de las bases que el mismo título suministra. Por ejemplo, una deuda de siete meses de alquiler
por la suma mensual convenida como precio de la locación: al efecto, se multiplica el número
de cuotas adeudadas por el importe de cada una de ellas, ya que en tal caso, no puede sostenerse
que se está ante un supuesto de suma ilíquida que requiera su previa determinación por vía
judicial y un expreso pronunciamiento de certeza a su respecto.
En general, la ausencia de este presupuesto se pone de manifiesto a través de la excepción de
inhabilidad de título.
Véanse ahora algunos temas muy puntuales acerca del objeto.
e.1) Deuda parcialmente líquida
Si la deuda es en parte líquida y en parte ilíquida (no fácilmente liquidable por simples
operaciones aritméticas), el título es hábil para la ejecución de la cantidad líquida y
determinada, sin perjuicio de la circunstancia de que el acreedor reserve la cantidad ilíquida
para demandarla por otra vía declarativa.
Tal afirmación, que condice con los principios generales antes expuestos en materia de objeto
de la ejecución, se refiere –obviamente– al capital reclamado y no a sus accesorios (por
ejemplo, rubro intereses) pues éstos entran dentro de la categoría de deuda ilíquida pero
fácilmente liquidable.
e.2) Clasificación del objeto
No todas las leyes procesales vigentes en América otorgan vía ejecutiva para un mismo objeto,
pudiendo hacerse así la siguiente clasificación:
e.2.1) Obligación exigible de dar cantidad líquida de suma de dinero
Es el objeto común y se encuentra previsto en el CPC, 437. Se trata, en suma, de las
obligaciones conocidas en la doctrina como:
A) obligaciones de cantidad o deudas numerarias (no interesa que sea moneda valorizada o
depreciada en el mercado económico; se debe siempre la misma cantidad cuantitativamente
considerada). Casi siempre son líquidas. Y como
B) deudas de valor (donde el objeto de la obligación es la cantidad de valor estipulada y esa
cantidad debe ser la entregada por el deudor, sin interesar el medio cancelatorio empleado en
tanto el acreedor vea satisfecha su pretensión). Siempre son liquidables.
e.2.2) Obligación exigible de dar cantidad líquida de moneda extranjera (v Ley 18.010) Esto
ocurre al socaire de lo resuelto por abundante jurisprudencia nacional, estableciéndose que la
ejecución de la cantidad de moneda extranjera debe promoverse por su equivalente en moneda
nacional según la cotización oficial al día de la iniciación o la que las partes hubiesen
convenido, sin perjuicio del reajuste que pudiere corresponder al día del pago.
Este tipo de obligación encuadra siempre dentro del grupo de deuda liquidable, ya que su
calidad de líquida resulta de multiplicar la cantidad de moneda por su cotización en el mercado,
y como la conversión de una moneda a otra debe hacerse al tipo de cambio vigente en el día del
pago, resulta que el monto de la ejecución es siempre el estipulado en moneda extranjera, siendo
por tanto provisional el monto del juicio en moneda argentina y, por ende, la determinación de
la cantidad a embargar.
e.2.3) Obligación exigible de dar cantidades de cosas o valores
Salvo algunas contadas excepciones, como por ejemplo el Código de Procedimiento Civil de
Santa Fe (art.442), no se encuentra contemplado en la mayoría de los códigos la vía ejecutiva
para este tipo de obligaciones, con olvido de los antecedentes españoles que permiten desde
antiguo el acceso a tal vía cuando la pretensión se refiere a valores o cosas que se cuentan,
miden o pesan.
e.2.4) Obligación exigible de dar cosa mueble cierta y determinada
No todos los códigos prevén este tipo de título no obstante a que nada indica que no puede tener
ejecutividad un título que exprese tal suerte de obligación.
e.2.5) Obligaciones de hacer
Son obligaciones de hacer las que tienen por objeto la realización de un hecho y, como por su
naturaleza son rebeldes al procedimiento compulsorio, los códigos argentinos –en general– no
las contemplan en la enunciación que hacen de los títulos ejecutivos, que establecen
expresamente que puede procederse ejecutivamente por obligación de otorgar escritura
pública, siempre que la pretensión se deduzca en virtud de título que traiga aparejada ejecución.
3.2.2. ENUNCIACIÓN EJEMPLIFICATIVA DE TÍTULOS EJECUTIVOS
Presento ahora una simple ejemplificación de títulos que posibilitan ejecución:
a) copia autorizada de escritura pública (CPC, 434, 2°). b) los instrumentos privados suscritos
por el obligado y reconocidos judicialmente o mandados a tener por reconocidos, como
determinados instrumentos mercantiles, cuya firma del obligado, aparezca autorizada por el
competente funcionario (CPC, 434, 4°);
c) sentencia firme, sea definitiva o interlocutoria (CPC, 434, 1°);
d) confesión de deuda líquida y exigible prestada ante juez competente.
e) los demás títulos a los cuales las leyes hayan dado fuerza ejecutiva (CPC, 434). Etc.
4. EL PROCEDIMIENTO EJECUTIVO
Ya expliqué supra la especial característica de este tipo de juicio: la ley invierte la carga de
afirmar en la demanda y la desplaza hacia el ejecutado para que éste afirme alguna excepción
que obste a su progreso.
Ello ocurre cuando el juez acepta sin audiencia previa del deudor la validez del derecho que
instrumenta el título y dicta la resolución mediante la cual lo cita de remate (CPC, 441) y lo
intima para que pague la deuda u oponga excepción legítima, con la prevención o
apercibimiento en ambos casos de que, si no cumple una u otra tarea en el plazo establecido al
efecto por la ley, dictará nueva resolución ordenando continuar sin más el trámite de remate de
los bienes embargados (sentencia de trance y remate). A este último efecto, en la misma
resolución el juez ordena trabar embargo sobre bienes libres y embargables del deudor en
cantidad suficiente para cubrir el monto líquido de la deuda y sus accesorios.
Ya he sostenido antes que, caso de no pagar el deudor y de trabarse embargo sobre sus bienes,
es razonable el dictado de la segunda resolución para ordenar su inmediata venta en subasta.
4.1. LAS RESTRICCIONES A LA DEFENSA EN EL JUICIO EJECUTIVO
Ya adelanté que la celeridad de este tipo de procedimiento se logra mediante la reducción de
plazos y de medios defensivos. En rigor de verdad, no hay otra forma posible de hacerlo.
En cuanto a los plazos, notará el lector que el tiempo concedido para ejercitar la defensa
siempre es harto breve: 4 u 8 días (CPC, 459), lo que obviamente conspira contra un adecuado
ejercicio del derecho de defensa en juicio.
En lo que toca a la restricción de defensas, ya se sabe que el demandado no puede negar hecho
alguno en razón de que el derecho del ejecutante viene predeclarado por la ley en el propio
título que el juez debe aceptar como válido, en modo similar a lo que ocurre en la ejecución del
título ejecutorio sentencia.
Esa es la razón por la cual todos los códigos limitan el número de excepciones admisibles.
Y así lo hace el CPC, 464, que dispone: “La oposición del ejecutado sólo será admisible cuando se funde en alguna
de las excepciones siguientes:
1. la incompetencia del tribunal ante quien se haya presentado la demanda;
2. la falta de capacidad del demandante o de personería o representación legal del que comparezca en su nombre;
3. la litispendencia ante tribunal competente, siempre que el juicio que le da origen haya sido promovido por el
acreedor, sea por vía de demanda o de reconvención;
4. la ineptitud de libelo por falta de algún requisito legal en el modo de formular la demanda, en conformidad a lo
dispuesto en el artículo 254;
5. el beneficio de excusión o la caducidad de la fianza;
6. la falsedad del título;
7. la falta de alguno de los requisitos o condiciones establecidos por las leyes para que dicho título tenga fuerza
ejecutiva, sea absolutamente, sea con relación al demandado;
8. el exceso de avalúo en los casos de los incisos 2° y 3° del artículo 438;
9. el pago de la deuda;
10. la remisión de la misma;
11. la concesión de esperas o la prórroga del plazo;
12. la novación;
13. la compensación;
14. la nulidad de la obligación;
15. la pérdida de la cosa debida, en conformidad a lo dispuesto en el Título XIX, Libro IV del Código Civil;
16. la transacción;
17. la prescripción de la deuda o sólo de la acción ejecutiva; y
18. la cosa juzgada.
Estas excepciones pueden referirse a toda la deuda o a una parte de ella solamente”.
4.2. LOS EFECTOS DE LA SENTENCIA EJECUTIVA
Dada no sólo la sumariedad del trámite sino, y muy particularmente, la inversión de la carga de
afirmar y la imposibilidad de discutir la causa de la obligación que se ejecuta, se acepta desde
siempre que la sentencia que se dicta como objeto del proceso de que se trate no alcanza los
efectos propios del caso ya juzgado.
De ahí que varios códigos admiten pacíficamente que el ejecutante o el ejecutado podrán
promover juicio declarativo posterior a la sentencia ejecutiva.
A raíz de ello, muchos autores enseñan que la sentencia ejecutiva produce sólo cosa juzgada
formal (en tanto se acepta discusión posterior de la causa).
Y no es así, afirmación que se aceptará de buen grado apenas se repare en el texto del CPC, 478,
que establece que la sentencia del juicio ejecutivo produce cosa juzgada en el juicio ordinario.
5. LA CRÍTICA AL SEUDO SISTEMA QUE GENERA TÍTULOS EJECUTIVOS
Al comenzar este título hice referencia a la imposibilidad de construir una teoría general de los
títulos susceptibles de ejecución a partir de la realidad.
Y ello porque la ejecutoriedad de la sentencia fue reproducida inicialmente otorgando
ejecutividad a ciertos instrumentos públicos.
Si bien se considera, ambos gozan de una calidad común: la fehaciencia del documento y, por
ende, de la deuda que ambos declaran.
En tanto el legislador tuvo en miras repetir la escena (por ejemplo, otorgar ejecutividad al
documento privado reconocido judicialmente, con lo cual el caso se equipara plenamente al del
instrumento público), no había mayores problemas para mostrar un verdadero sistema con visos
de universalidad.
Pero cuando todo ello sufrió enorme y definitivo desfase, produciéndose el caos legislativo que
se advierte luego de la simple lectura de lo escrito hasta aquí, creo que es conveniente intentar
una crítica seria para poder llegar algún día al sistema que se propicia en esta obra.
Y para ello habrá que razonar a partir de la comparación de dos conceptos que entrañan
categorías lógicas diferentes: fehaciencia y ejecutividad a efectos de determinar al fin la
conveniencia de reformar el sistema argentino en materia de juicio ejecutivo.
De hacerse esta tarea habrá que variar la nómina de títulos ejecutivos a fin de dar diferente
tratamiento a los que actualmente lo son pero corrigiendo la notable distorsión que existe entre
títulos que son ejecutivos y que, además, son fehacientes, y los títulos también ejecutivos pero
que no son fehacientes.
En otras palabras: habrá que efectuar un paralelo conceptual entre lo que puede ser causa de
ejecución y lo que la ley admite como ejecutable.
Causa de ejecución debe ser sólo un título fehaciente (cual la sentencia o el instrumento
público). Sin embargo, legalmente, son ejecutables los títulos ejecutivos (el pleonasmo es de la
ley).
De allí que el punto de referencia inicial sea la distinción entre ambos calificativos.
La fehaciencia es una cualidad intrínseca del título que hace que éste –en mayor o menor grado–
deba gozar de fe en juicio. La ejecutividad es, simplemente, un atributo legal –divorciado de la
fehaciencia en la realidad– que se otorga indiscriminada y caprichosamente a títulos disímiles
en su esencia.
O sea que la fehaciencia y la ejecutividad, que debieren aparecer como causa y consecuencia de
una misma situación (si el título hace fe en juicio, la ley debe acordarle ejecutividad) y, por
tanto, recorrer idéntico camino, aparecen como descarriladas en andariveles distintos y muy
difíciles de aprehender.
La legislación argentina es heredera directa del sistema español, lo cual supone ya partir de un
régimen sumarizado y no ejecutivo. Pero ese carácter se ha acentuado con el tiempo, por la
sencilla razón de haberse otorgado legislativamente fuerza ejecutiva a títulos no fehacientes.
En pura ortodoxia, fuerza es reconocer que –descartada la autodefensa– la ejecución de un
derecho exige contar con la declaración jurisdiccional de ese derecho. Así, entonces, el único
derecho ejecutable sería el emanado de la sentencia.
Sin embargo, es razonable que a ciertos títulos se les otorgue el mismo valor de fehaciencia de
la sentencia y, por tanto, se les conceda ejecutividad.
Así, no se contradice con el principio enunciado el que la confesión hecha en juicio o el
reconocimiento de deuda hecho ante un fedatario, puedan tener la misma fehaciencia que el
derecho emanado de una sentencia.
Lo que no es lógico ni entendible es que a una simple declaración unilateral del propio acreedor
–como es la liquidación de las expensas comunes en el régimen de propiedad horizontal– se le
otorgue ejecutividad cuando, por su propia esencia, carece de toda fehaciencia.
Esto, la inclusión de títulos no fehacientes como habilitantes de la vía ejecutiva, es lo que ha
distorsionado el sistema de la ejecución en nuestros países.
Se trata, sin más ni más, de una guerra librada entre la ejecutividad, y el derecho de defensa en
juicio, donde han existido concesiones recíprocas. En pro de la ejecutividad –digamos con
precisión, de la celeridad– se han creado legislativamente títulos ejecutivos que no tienen la
condición básica de la fehaciencia; pero justamente, como consecuencia de ello, se ha
ordinarizado cada vez más el proceso, ampliando el conocimiento y, por ende, transformándose
en una simple cognición sumaria.
En síntesis: no existe jurídicamente una correspondencia entre la causa ejecutable y el proceso
de ejecución, circunstancia ésta que, por si sola, autoriza la revisión de la normativa vigente.
De ahí que ahora proponga hacer una adecuada categorización de los títulos en tanto contengan:
1) un derecho instrumental + un derecho material judicialmente declarado; 2) sólo un derecho
instrumental; 3) sólo un afirmado derecho material.
El primer supuesto implica que, a través de un proceso jurisdiccional de pleno conocimiento, se
haya declarado la existencia de un derecho material.
En consecuencia, tal resolución judicial (o arbitral, en su caso) posibilita acceder directamente a
la ejecución. Siguiendo la terminología utilizada supra, estaríamos en presencia de un titulo
ejecutorio.
El segundo supuesto lleva implícita una instrumentación extrajudicial de la deuda revestida de
cierta legalidad o formalidad, lo que otorga al acreedor la posibilidad de hacer efectivo su
crédito, con un previo conocimiento jurisdiccional limitado a la regularidad formal del título y a
las causas extintivas de la obligación. Se está ahora frente a un titulo ejecutivo.
Empero, se impone aquí hacer una importante distinción: el titulo que instrumenta la deuda
puede ser fehaciente (caso del reconocimiento de deuda hecha por el deudor frente al acreedor y
a escribano público) o no fehaciente (caso de un titulo cambiarlo emitido por el deudor).
En ambos casos existe una instrumentación extrajudicial de la deuda, revestida de cierta
formalidad; pero, en el primer supuesto la fehaciencia está dada por la intervención, en el acto,
de un funcionario investido de fe pública; en el segundo, y obviamente, tal requisito no existe. Y
a raíz de ello, dada su distinta naturaleza óntica, deben gozar de diferente tratamiento legal en lo
que a fuerza ejecutiva refiere.
Por último, el tercer supuesto sólo justifica su fuerza ejecutiva por razones de política
legislativa: otorgar el acceso del acreedor a la efectivización del crédito, de la manera más
rápida y expeditiva (caso, por ejemplo, de los créditos provenientes de las expensas comunes en
el régimen de propiedad horizontal). Aquí estamos frente a títulos ejecutivos impropios, pues la
fuerza ejecutiva otorgada por la ley no se vincula con la fehaciencia del instrumento que
contiene la afirmación de la existencia de un derecho material.
De aquí que, para iniciar la ejecución, es menester una cognición jurisdiccional plena (esto es,
referida a examinar la existencia del derecho), si bien reducida en cuanto a términos (trámite
abreviado), por responder ello a intereses protegidos contingentemente por la política legislativa
estatal.
En definitiva, cualquiera fuere el número de títulos ejecutivos que la ley reconozca, el
fundamento de su idoneidad para proceder coactivamente radica en la certidumbre de la
existencia del derecho que de ellos resulta: la certidumbre es definitiva en el supuesto de la
sentencia firme; provisoria en los demás casos.
Por eso es que en los primeros (títulos ejecutorios) no resulta posible discutir el derecho, pues
éste ya se discutió y declaró; en los segundos (títulos ejecutivos), la posibilidad existe pero en
forma limitada según la mayor o menor fehaciencia del título.
6. EL PROCEDIMIENTO MONITORIO
En los últimos años, y procurando la doctrina lograr la siempre anhelada agilización del trámite
procesal en general, se ha empezado a cantar loas al llamado proceso monitorio que, al
funcionar sólo con uno de los interesados, no es propiamente un proceso. De ahí el título que he
puesto a este tema: procedimiento monitorio.
Hasta aquí hemos visto que el proceso se desarrolla mediante una serie compuesta de cuatro
etapas sucesivas: afirmación – negación – confirmación – evaluación, y que la primera de ellas
corresponde exclusivamente al actor: él debe afirmar en su demanda la existencia de hechos
ocurridos en la realidad de la vida (conflicto) y que hasta ahora son inciertos (pues pueden ser
contestados), debe también implicarlos en una norma general, abstracta y previa y, a base de
ello, pretender alguna declaración o constitución de derecho o condena a la realización de una
prestación.
Esto no ocurre en el procedimiento monitorio, en el cual el juez actúa sin oír previamente al
demandado pues acepta y presume que el actor tiene un derecho cierto que la misma ley ha
calificado como tal. Y a raíz de ello, emite en el acto una sentencia que será directamente
operativa sólo si el demandado no se opone a ella, deduciendo algún medio de defensa aceptado
por la ley.
La palabra monitorio no parece, así, que sea propia para marcar el verdadero significado que se
le otorga actualmente en el Derecho.
La idea de este tipo de procedimiento viene de Italia, cuyo CPC, 633 legisla el procedimento
d’ingiunzione y se utiliza para el cobro de ciertas acreencias que carecen de ejecutividad. A
guisa de ejemplo: honorarios de abogados, procuradores y notarios, que se prueban por escrito.
Sobre esta base, el procedimiento comienza con una demanda que contiene una pretensión que
debe mostrar las condiciones de regularidad previstas en la ley. Ante ello, el juez emite de
inmediato la sentencia con mandato de intimación de pago y embargo de bienes, a la cual el ya
condenado puede oponerse presentando los argumentos defensivos del caso y, a partir de allí,
discutir procesalmente acerca del contenido de tales defensas (o excepciones), no de los hechos
fundantes de la pretensión del actor.
Si bien se mira, esto es muy parecido a lo que he mostrado supra como procedimiento ejecutivo
que también exhibe una estructura monitoria: eso es, precisamente, la citación de remate.
Creo que esa experiencia no puede desaprovecharse y, así, cabe aceptar la conveniencia de
llamar a las cosas por su nombre, entendiendo que el auto de citación de remate es propiamente
una sentencia monitoria. Ello nos llevará a aceptar este tipo procedimental para la ejecución de
los títulos fehacientes que antes he mencionado y para otras cosas que carecen de ejecutividad:
por ejemplo, la pretensión de cobro de acreencias de muy bajo monto (las pequeñas causas, que
tanto preocupan a la doctrina de América) que, desde siempre, carecen de toda posibilidad
justiciable.
No se vea en esta afirmación una claudicación de principios en cuanto al mantenimiento que en
esta obra se hace del respeto al derecho de defensa:
a) en el caso de los títulos fehacientes, no creo que haya contradicción alguna, toda vez que el
derecho que ampara al ejecutante viene al juicio redeclarado y presumido por la ley. De donde
resulta que no es irrazonable invertir la carga de afirmar: en lugar de hacer que el actor afirme
los hechos fundantes de su pretensión, lo hace el ejecutado respecto de las razones que tiene
para que la ejecución no prospere. Y esa es, precisamente, la materia litigiosa;
b) en el caso de las pequeñas causas, por obvias razones de tipo político antes que jurídicos:
miles y miles de pequeñas acreencias no pueden ser percibidas por imposibilidad de persecución
judicial3.
Claro está, con sensibles diferencias en los respectivos trámites en orden a las distintas
situaciones a regular, que habrá que legislar adecuadamente para mantener el régimen
constitucional.
3
Piénsese en el despacho al fiado de un almacenero, tan común en nuestro país; la acreencia de un jornalero, de un plomero por el
arreglo de una canilla, del de un deshollinador por destapar una chimenea, etc. Si esto no se paga de buena voluntad, y se avasalla la
confianza del trabajador que creyó que percibiría su salario al término del trabajo, no encuentra abogado que acepte encarar el safari
judicial que es el proceso para lograr su cobro.
Y esto es obvio: no hay relación entre el esfuerzo a realizar y el honorario que puede percibir al final en función del monto
reclamado. La tarea del legislador inteligente debe consistir en elegir un adecuado punto de inflexión: cuánto es el monto de una
acreencia para que pueda ser considerada pequeña causa y se justifique ignorar el derecho de defensa previo en homenaje a la
celeridad y a la necesidad de la gente humilde.