Juicio A Kissinger

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Con la detención de Augusto Pinochet, y la intensa presión para proceder a la de

Slobodan Milosevic, la posibilidad de una legislación internacional que actúe contra


los tiranos en todo el mundo se perfila como una realidad. No obstante, como
Christopher Hitchens demuestra en este libro inapelable, Occidente no necesita ir
muy lejos en busca de candidatos idóneos para el banquillo de los acusados. Estados
Unidos es la patria de un individuo cuyo historial de crímenes de guerra resiste la
comparación con los peores dictadores de la historia reciente: el ex secretario de
Estado y consejero de seguridad nacional Henry A. Kissinger. Sopesando las pruebas
con meticulosidad jurídica, y desarrollando su caso con un escrupuloso análisis de la
documentación escrita, Christopher Hitchens toma la palabra como fiscal. Investiga,
sucesivamente, la participación de Kissinger en la guerra de Indochina, la matanza
masiva perpetrada en Bangladesh, los asesinatos planeados en Santiago de Chile,
Nicosia y Washington, y el genocidio en Timor Oriental.
Basándose en testimonios de primera mano, en documentos no publicados hasta
ahora y en un amplio estudio de material desclasificado en virtud de la Ley de
libertad de información, elabora un sumario devastador contra un hombre cuya
ambición y crueldad han sido la causa directa de asesinatos individuales y grandes
matanzas indiscriminadas. Como afirma Christopher Hitchens: “La única impunidad
de que Henry Kissinger disfruta es rango; huele que apesta. En nombre de las
innumerables víctimas, conocidas y desconocidas, es hora de que la justicia
intervenga”.

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Christopher Hitchens

Juicio a Kissinger
ePub r1.2
Titivillus 01.08.2019

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Título original: The Trial of Henry Kissinger
Christopher Hitchens, 2001
Traducción: Jaime Zulaika

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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ÍNDICE

Prefacio

Introducción

1. Se levanta el telón: El secreto del 68

2. Indochina

3. Botones de muestra: Los crímenes de guerra de Kissinger en Indochina

4. Bangladesh: Un genocidio, un golpe de Estado y un asesinato

5. Chile

6. Un epílogo sobre Chile

7. Chipre

8. Timor Oriental

9. Un «trabajo húmedo» en Washington

10. Epílogo: el margen de beneficio

11. Leyes y justicia

Apéndice I. Un fragmento fragante

Apéndice II. La carta de Demetracópulos

Agradecimientos

Notas

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En la opinión conservadora de Gold, Kissinger no será recordado por la Historia como un Bismarck,
un Metternich o un Castlereagh, sino como un odioso schlump que hizo la guerra de buena gana.
JOSEPH HELLER, Tan bueno como el oro, 1976

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PREFACIO

Se verá claramente, y también puede declararse desde el principio, que este libro ha
sido escrito por un adversario político de Henry Kissinger. Sin embargo, he
descubierto con constante asombro la cantidad de material hostil y deshonroso que
me he sentido obligado a omitir. He abordado únicamente las infracciones de
Kissinger que podrían o deberían constituir la base de una acusación penal: por
crímenes de guerra, por crímenes contra la humanidad y por delitos contra el derecho
consuetudinario o internacional, entre ellos el de conspiración para cometer asesinato,
secuestro y tortura.
Así pues, en mi calidad de adversario político habría podido mencionar el
reclutamiento por parte de Kissinger de los kurdos iraquíes, a los que luego traicionó,
y que fueron falsamente alentados por él a levantarse en armas contra Saddam
Hussein en 1974-1975, y posteriormente abandonados para su exterminio en las
colinas donde vivían cuando Saddam Hussein cerró un trato diplomático con el sha
de Irán, y a quienes mintieron deliberadamente y asimismo abandonaron. Las
conclusiones del informe del congresista Otis Pike todavía impresionan y revelan en
Kissinger una cruel indiferencia por la vida humana y los derechos humanos. Pero
caen dentro de la categoría de la realpolitik depravada, y no parecen haber violado
ninguna ley conocida.
Del mismo modo, la tapadera política y militar que organizó Kissinger para el
apartheid en Sudáfrica y la desestabilización sudafricana de Angola, con sus atroces
consecuencias, nos ofrecen un perfil moralmente repulsivo. Empero, se trata de otro
sórdido episodio de la guerra fría y la historia imperial, y de ejercicio de poder
irresponsable más que de un episodio de delito organizado. Además, hay que tener en
cuenta el carácter institucional de esta política, que en sus líneas generales podría
haber sido la adoptada por cualquier administración, consejero de seguridad nacional
o secretario de Estado de los Estados Unidos.
Similares reservas merece la presidencia de Kissinger de la Comisión
Presidencial sobre Centroamérica en los primeros años ochenta, entre cuyo personal
figuraba Oliver North y que encubrió las actividades de un escuadrón de la muerte en
el istmo. O la protección política que brindó Kissinger en Irán a la dinastía Pahlavi y
a su maquinaria de tortura y represión, mientras ostentó el cargo. Da que pensar que
esta lista podría ser mucho más larga. Pero de nada sirve culpar a un solo hombre de
décadas de crueldad y cinismo exorbitantes. (De vez en cuando uno tiene un atisbo
intrigante, como cuando Kissinger insta al presidente Ford a no recibir al inoportuno
Alexander Solzhenitsyn, mientras que continuamente se presenta como el más audaz
y recto enemigo del comunismo).

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No, me he limitado a los delitos determinables que pueden y deben inscribirse en
un acta de acusación correcta, estuviesen o no las acciones en consonancia con las
«consignas» generales. Entre ellos se cuentan:

1. La deliberada matanza de poblaciones civiles en Indochina.


2. La deliberada connivencia en matanzas, y más tarde en asesinato, en
Bangladesh.
3. El soborno personal y el plan de asesinar a un alto funcionario constitucional
de un país democrático —Chile— con el que Estados Unidos no estaba en
guerra.
4. La participación personal en un plan para asesinar al jefe del Estado en la
nación democrática de Chipre.
5. El hecho de instigar y facilitar el genocidio en Timor Oriental.
6. La participación personal en un plan de secuestro y asesinato de un periodista
residente en Washington, D. C.

Las acusaciones mencionadas no son exhaustivas. Y algunas de ellas sólo pueden


formularse prima facie, ya que el señor Kissinger —en lo que asimismo podría
representar una voluntaria y premeditada obstrucción a la justicia— ha hecho que se
destruyan o se retiren grandes cantidades de pruebas.
Sin embargo, ahora entramos en una era en que se ha sostenido que la defensa de
la «inmunidad soberana» para crímenes de Estado es un concepto vacío. Como
demuestro más adelante, Kissinger ha comprendido este cambio crucial, aun cuando
muchos de sus críticos no lo hayan hecho. El veredicto sobre el caso Pinochet en
Londres, el espléndido activismo de la magistratura española y los veredictos del
Tribunal Internacional de La Haya han destruido el escudo que inmunizaba de delitos
cometidos bajo la justificación de la razón de Estado. Ahora no hay nada que impida
una orden judicial para procesar a Kissinger en una jurisdicción cualquiera, ni hay
motivo para que no esté obligado a acatarla. De hecho, en el momento en que escribo,
hay una serie de jurisdicciones donde la ley, finalmente, comienza a ponerse a la
altura de las pruebas. Y en todo caso tenemos delante el precedente de Nuremberg,
por el cual Estados Unidos se comprometió solemnemente a vincularse.
No actuar constituiría una doble o triple afrenta a la justicia. En primer lugar,
violaría el principio esencial y actualmente indiscutible de que ni siquiera el más
poderoso está por encima de la ley. En segundo término, sugeriría que la persecución
por crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad está reservada a los perdedores,
o a pequeños déspotas en países relativamente desdeñables. Esto, a su vez, induciría a
la mezquina politización de lo que podría haber sido un proceso noble, y a la
justificable sospecha de un doble rasero.
Muchos, si no todos los cómplices de Kissinger, están hoy encarcelados, o
pendientes de juicio, o han sido castigados y desacreditados de alguna otra manera.
La única impunidad de que él disfruta es rango; huele que apesta. Si se consiente que

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persista reivindicaremos vergonzosamente al antiguo filósofo Anacarsis, que
afirmaba que las leyes eran como las telas de araña: lo bastante fuertes para sostener
sólo a los débiles, y demasiado débiles para sujetar a los fuertes. En nombre de las
innumerables víctimas, conocidas y desconocidas, es hora de que la justicia
intervenga.

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INTRODUCCIÓN

El 2 de diciembre de 1998, Michael Korda estaba siendo entrevistado ante una


cámara en su despacho de Simon and Schuster. Korda, uno de los magnates
editoriales de Nueva York en esa época, había editado y «producido» la obra de
autores tan diversos como Tennessee Williams, Richard Nixon, Joan Crawford y Jo
Bonanno. Aquel día concreto estaba hablando sobre la vida y pensamientos de Cher,
cuyo retrato adornaba la pared que tenía a su espalda. Y entonces sonó el teléfono y
le dieron el mensaje de que llamase al «doctor» Henry Kissinger lo antes posible. Un
erudito como Korda sabe —con las exigencias de la edición en aquellos tiempos
vertiginosos— cómo desconectar en un instante de Cher para abordar el alto arte de
gobernar. La cámara siguió filmando y grabó la siguiente escena en una cinta que yo
conservo.
Al pedir a su secretaria que le diga el número (759 7919, los dígitos de los socios
de Kissinger), Korda bromea secamente, ante la risa general en su despacho, de que
«debería ser 1-800-CAMBOYA… BOMBA-1-800-CAMBOYA». Tras una pausa
muy bien calculada (a ningún editor jefe le gusta que le hagan esperar al teléfono
mientras recibe una visita, sobre todo si es de los medios de comunicación), se pone:
«Henry… Hola, ¿cómo estás?… Te están dando toda la publicidad del mundo en el
New York Times, pero no del tipo que tú quisieras… Creo también que es muy, pero
que muy dudoso que la administración se limite a decir que sí, que entregarán esos
documentos…, no, no, en absoluto…, no…, no…, bueno, hummm, sí. Lo hemos
hecho hasta hace poco, la verdad, y él se salió con la suya… Bueno, no creo que haya
ninguna pregunta a ese respecto, por incómoda que pueda ser… Henry, eso es
totalmente indignante…, sí… También la jurisdicción. Se trata de un juez español
que recurre a un tribunal británico respecto a un jefe de Estado chileno. Así es…
España tampoco tiene jurisdicción, de todos modos, sobre sucesos ocurridos en Chile,
así que es un completo disparare… Bueno, seguramente eso es cierto… Si quieres.
Creo que sería lo mejor, rotundamente… Exacto, sí, no, creo que es exactamente lo
que deberías hacer, y creo que debería ser largo y terminar con la carta de tu padre.
Creo que es un documento muy importante… Sí, pero pienso que la carta es
magnífica, e importantísima para el libro entero. ¿Puedes dejarme leer el capítulo de
Líbano este fin de semana?». En este punto concluye la conversación, con algunos
comentarios jocosos de Korda sobre la colonoscopia que van a hacerle dentro de unos
días: «un método absolutamente repulsivo».
De este intercambio microcósmico, gracias a la misma y diminuta cámara interna,
o a su equivalente forense, no poco podría deducirse del mundo de Henry Kissinger.
Lo primero y más importante es lo siguiente: sentado en su despacho de Kissinger
Associates, con sus tentáculos de negocios y asesoría que se extienden desde

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Belgrado a Pekín, y arropado por otros incontables directores y juntas, se sigue
estremeciendo cuando oye hablar de la detención de un dictador. Por muy sincopada
que sea la conversación con Korda, es evidente que la palabra clave es «jurisdicción».
¿De qué había informado el New York Times aquella hermosa mañana? El 2 de
diciembre de 1998, su portada contenía el informe siguiente de Tim Weiner, el
corresponsal del periódico en Washington sobre seguridad nacional. Bajo el titular
«Estados Unidos entregará los archivos sobre delitos cometidos bajo Pinochet»,
escribía:

Entrando en un enfrentamiento político y diplomático que trataba de evitar, los Estados Unidos han
decidido hoy desclasificar algunos documentos secretos sobre los muertes y torturas perpetradas durante la
dictadura de Augusto Pinochet en Chile… La decisión de revelar dichos documentos es el primer signo de
que los Estados Unidos cooperarán en el caso contra el general Pinochet. Funcionarios de la
administración Clinton han afirmado creer que los beneficios de la transparencia en casos de derechos
humanos superaban los riesgos relativos a la seguridad nacional en este asunto.
Pero la decisión podría «destapar la mierda», en palabras de un antiguo funcionario de la Agencia
Central de Inteligencia (CIA) destinado en Chile, al exponer el profundo conocimiento que Estados
Unidos tenía sobre los delitos de que se acusa al gobierno de Pinochet…
Mientras que algunos miembros de gobiernos europeos han apoyado el juicio contra el dictador, otros
estadounidenses han guardado silencio, reflejando el escepticismo sobre el poder del tribunal español, las
dudas sobre los tribunales internacionales cuyo objetivo es juzgar a antiguos estadistas extranjeros, e
inquietud por las repercusiones para dirigentes norteamericanos que algún día podrían igualmente ser
acusados en países extranjeros. [La cursiva es mía].
El presidente Nixon y Henry A. Kissinger, que fue su asesor sobre cuestiones de seguridad nacional y
secretario de Estado, apoyaron un golpe de Estado derechista en Chile, a principios de los años setenta,
como muestran documentos previamente desclasificados.
Pero muchas de las acciones de los Estados Unidos durante el golpe de 1973 y muchas de las cosas que
hicieron los dirigentes norteamericanos y los servicios de inteligencia en relación con el gobierno de
Pinochet después de que éste usurpara el poder permanecen bajo el sello de la seguridad nacional. Los
archivos secretos sobre el régimen de Pinochet se hallan en poder de la CIA, la Defense Intelligence
Agency [Servicios Secretos de Defensa], el Departamento de Estado, el Pentágono, el Consejo Nacional
de Seguridad, los Archivos Nacionales, las bibliotecas presidenciales de Gerald R. Ford y Jimmy Carter, y
otros organismos gubernamentales.
Según los registros del Departamento de Justicia, estos archivos contienen una crónica de abusos
contra los derechos humanos y de terrorismo internacional:

En 1975, funcionarios del Departamento de Estado en Chile protestaron contra el número de


muertes y torturas perpetradas por el régimen de Pinochet y expresaron su disconformidad con la
política exterior norteamericana ante sus superiores en Washington.
La CIA posee expedientes sobre asesinatos cometidos por el régimen y la policía secreta
chilenos. La agencia de inteligencia posee asimismo pruebas sobre las tentativas chilenas de
crear un escuadrón internacional derechista de acción encubierta.
La Biblioteca Ford contiene muchos de los documentos secretos del señor Kissinger sobre Chile,
que nunca han sido hechos públicos. A través de un secretario, el señor Kissinger ha declinado
hoy aceptar la petición de una entrevista.

Hay que conceder a Kissinger su comprensión de algo que tantos otros no


comprendieron: que si se establecía el precedente de Pinochet, él también corría
peligro. Los Estados Unidos creen que sólo ellos persiguen y juzgan a criminales de
guerra o «terroristas internacionales»; sin embargo, nada en su cultura política o
periodística permite pensar que pudiese estar albergando y protegiendo a uno tan

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destacado. Pero la idea había aflorado muy sesgadamente en la crónica de Weiner, y
Kissinger era un hombre preocupado cuando llamó a su editor aquel día para hablar
de unas memorias (que finalmente se Publica: rían bajo el título insoportablemente
soso y ególatra de Years of Renewal [Años de renovación]) que todavía estaba
escribiendo.
«Albergando y protegiendo», no obstante, son eufemismos para las boyantes
circunstancias de que goza Henry Kissinger. Su consejo es solicitado, a 25.000
dólares la conferencia, por auditorios de empresarios, académicos y políticos. Su
ampulosa columna de prensa es distribuida a otros periódicos por Los Angeles Times.
Su primer volumen de memorias fue parcialmente escrito y asimismo editado por
Harold Evans, que junto con Tina Brown figura entre los muchos anfitriones y
anfitrionas que solicitan la compañía de Kissinger, o quizá uno debiera decir
sociedad, para esas elocuentes soirées neoyorquinas. En épocas distintas, ha sido
asesor de ABC News y de CBS; su diplomacia más exitosa, en realidad, es la que ha
ejercido con los medios de comunicación (y su mayor logro ha sido conseguir que
casi todo el mundo le llame «doctor»). Adulado por Ted Koppel, requerido por
empresas y déspotas con problemas de «imagen» o «fracasos de comunicación», y
escuchado con respetuosa atención por candidatos a la presidencia y por todos
aquellos cuya tarea consiste en «moldear» su visión global, a este hombre no le falta
casi nada en el patético universo al que sirve la industria de la «autoestima». ¿De qué
otra persona habría escrito Norman Podhoretz, en un elogio genuflexo a Years of
Renewal?:

Estamos ante una escritura de la más alta calidad. Es una escritura que se halla tan a gusto en el retrato
como en el análisis abstracto; que sabe componer un relato tan hábilmente como pintar una escena; que
alcanza maravillas de concisión a medida que avanza a un ritmo expansivo y pausado. Es una escritura que
pasa, sin forzar o falsificar el tono, de la gravitas que conviene a un libro sobre grandes sucesos históricos
al humor y la ironía dictados por un infalible sentido de la proporción humana.

Un crítico que puede arrastrarse de este modo, como en una ocasión dijo secamente
uno de mis profesores consejeros, no necesita cenar nunca solo. Sólo que, de vez en
cuando, el destinatario (o el donante) de tanta lisonja experimenta un escalofrío de
inquietud. Abandona la pródiga mesa y se escabulle al cuarto de baño. ¿Se trata acaso
de otra revelación de una cinta de Nixon recién divulgada? ¿De una vaga noticia
sobre Indonesia, que presagia la caída o el encarcelamiento de algún otro cliente (y
quizá la filtración de un par de documentos embarazosos)? La detención o el proceso
de un torturador o un asesino, la expiración del estatuto de secreto de algunos oscuros
documentos de Estado en un país remoto: cualquier cosa de este tenor puede
estropear el día al instante. Como vemos en la cinta de Korda, Kissinger no puede
abrir el periódico de la mañana con la certeza de la tranquilidad, porque sabe lo que
otros sólo pueden sospechar o conjeturar. Sabe. Y es prisionero de ese saber como, en
cierta medida, lo somos también nosotros.

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Adviértase la simpática manera con que Korda demuestra la amplitud de sus
miras con el chiste de Camboya. Todo el mundo «sabe», en definitiva, que Kissinger
causó terror y desdicha y matanzas en ese país, y al mismo tiempo un gran daño a la
Constitución de los Estados Unidos. (Todo el mundo «sabe» también que otras
naciones vulnerables pueden reclamar la misma distinción melancólica y odiosa, para
mayor o «colateral» perjuicio a la democracia norteamericana). Pero el hombre
rechoncho que luce corbata negra en la fiesta de Vogue) ¿no es, ciertamente, el que
ordenó, y aprobó la destrucción de poblaciones civiles, el asesinato de políticos
inoportunos, el secuestro y la desaparición de soldados, periodistas y clérigos que se
interpusieron en su camino? Oh, claro que lo es. Es exactamente el mismo hombre. Y
quizá una de las reflexiones más nauseabundas de todas sea que a Kissinger no le
invitan ni festejan debido a sus modales exquisitos o a su cáustico ingenio (sus
modales son, en cualquier caso, más bien zafios, y su ingenio consiste en un carcaj de
flechas prestadas y de segunda mano). No, le solicitan porque su presencia produce
un frisson[1]: el auténtico toque del poder impenitente y en crudo. Hay un ligero
nerviosismo culpable en el filo de la broma de Korda sobre los indescriptibles
sufrimientos de Indochina. Y he advertido, cuando una y otra vez he permanecido al
fondo del auditorio durante los discursos de Kissinger, que esa risa nerviosa e
incómoda es la clase de risa que a él le gusta provocar. Al exigir su tributo, exhibe no
lo «afrodisíaco» del poder (otro de sus bons mots[2] plagiados), sino su pornografía.

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1. SE LEVANTA EL TELÓN: EL SECRETO DEL 68

Entre la clase política de Washington, D. C., existe un secreto a voces que es


demasiado trascendental y horrible para violarlo. Aunque es bien conocido por los
historiadores académicos, reporteros veteranos, antiguos miembros del gobierno y ex
diplomáticos, nunca ha sido resumido de una vez en un solo sitio. El motivo de ello
es, a primera vista, paradójico. El secreto a voces está en posesión de los dos partidos
políticos principales, e involucra directamente a la actuación de por lo menos tres
antiguas presidencias. Su divulgación, por tanto, no interesaría a ninguna facción
concreta. Su veracidad es, por consiguiente, la garantía de su oscuridad; yace, como
la «carta robada» de Poe, al otro lado del pasillo mismo que significa el bipartidismo.
He aquí el secreto en palabras llanas. En el otoño de 1968, Richard Nixon y
algunos de sus emisarios y subalternos se propusieron sabotear las negociaciones de
paz en Vietnam que se celebraban en París. Eligieron un método sencillo: aseguraron
en privado a los dirigentes militares sudvietnamitas que un inminente régimen
republicano les ofrecería un mejor pacto que un gobierno demócrata. De este modo
debilitaron las propias conversaciones y la estrategia electoral del vicepresidente
Hubert Humphrey. La táctica «funcionó» en un sentido, pues la junta sudvietnamita
se retiró de las negociaciones la víspera de las elecciones, destruyendo así la
«plataforma de paz» que los demócratas habían utilizado para su campaña. No
«funcionó» en otro aspecto, ya que cuatro años después la administración Nixon puso
fin a la guerra en los mismos términos que habían sido ofrecidos en París. La razón
del mortal silencio que todavía envuelve esta cuestión es que, en esos cuatro años
intermedios, unos veinte mil norteamericanos y un incalculado número de
vietnamitas, camboyanos y laosianos perdieron la vida. Es decir, la perdieron más
inútilmente aún que todos los muertos hasta aquel momento. El impacto de esos
cuatro años en la sociedad indochina y en la democracia norteamericana escapa al
recuento. El principal beneficiario de la acción encubierta, y de la matanza
subsiguiente, fue Henry Kissinger.
Oigo ya a los custodios del consenso raspando con sus plumas romas para
describir esto como una «teoría conspiratoria». Acepto de buen grado el desafío.
Tomemos, en primer lugar, el diario de la Casa Blanca de aquel conspirador de
renombre (y teórico de la conspiración), H. R. Haldeman, publicado en 1994. Dos
motivos me inducen a empezar por este documento. Primero porque, en la lógica
inferencia de «pruebas contra interés», es improbable que Haldeman facilitara
testimonio de su conocimiento de un delito a menos que estuviese diciendo la verdad
(póstumamente). Segundo, porque es posible rastrear cada reseña hasta su origen en
otras fuentes documentadas.

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En enero de 1973, la administración Nixon-kissinger —de la que Haldeman
llevaba las actas— lidiaba intensamente en dos frentes. En París, Kissinger se
esforzaba en negociar la «paz con honor» en Vietnam. En Washington, D. C., la
urdimbre de pruebas contra los ladrones y «pinchadores» de teléfonos empezaba a
estrecharse. El 8 de enero de 1973, Haldeman consigna:

John Dean llama para informar sobre los juicios de Watergate, dice que si podemos probar de un modo
contundente que nuestro avión [de campaña] estaba pinchado en el 68, cree que podríamos utilizarlo como
base para decir que vamos a obligar al Congreso a que invesrigue el 68 igual que el 72, y así taparles la
boca.

Tres días después, el 11 de enero de 1973, Haldeman habla con Nixon («El P», como
se le llama en los Diarios):

Sobre el asunto Watergate, quería que yo hablase con [el fiscal general John] Mitchell para que
averiguase a través de [Deke] De Loach [del FBI] si el tipo que nos puso los micrófonos en 1968 sigue
todavía en el FBI, en cuyo caso [el director en funciones Patrick] Gray tendría que trincarle con un
detector de mentiras y zanjar la cuestión, lo que nos daría la prueba que necesitamos. Cree también que yo
debería contactar con George Christian [ex secretario de prensa del presidente Johnson, y que luego
trabajó con los demócratas para Nixon] para que use su influencia con el fin de enterrar la investigación
Hill sobre Califano, Hubert y demás. Más tarde, el mismo día, decidió que la idea no era tan buena y me
dijo que no hiciera lo que por suerte yo no había hecho.

El mismo día, Haldeman informa de que Henry Kissinger llamó agitado desde París
diciendo que «firmará mejor en París que en Hanoi, que es el punto clave». Habla
también de conseguir que Thieu, el presidente sudvietnamita, «transija». Al día
siguiente:

El P ha vuelto a la carga sobre Watergate hoy, señalando que yo debería hablar con Connally sobre la
intervención de teléfonos ordenada por Johnson para saber qué opina y cómo deberíamos llevarlo. Se
pregunta si no deberíamos decirle a Andreas que asuste a Hubert. El problema de ir contra LJB es cómo
reaccionaría, y necesitamos averiguar por De Loach quién lo hizo y luego sentarte ante un detector de
mentiras. He hablado por teléfono con Mitchell sobre este tema y me ha dicho que De Loach le había
dicho que estaba al día en el asunto porque le habían llamado de Texas. Un reportero del Star ha estado
investigando la semana pasada y LBJ se puso muy furioso y llamó a Deke [De Loach] y le dijo que si la
gente de Nixon va a jugar a eso él revelaría [material destruido — seguridad nacional], diciendo que
nuestro bando estaba pidiendo que se hicieran ciertas cosas. Por nuestra parte, supongo que se refiere a la
organización de la campaña de Nixon. De Loach se lo tomó como una amenaza directa de Johnson… Que
él recuerde, pidieron que se pusieran micrófonos en los aviones, pero no se hizo, y lo único que hicieron
fue comprobar las llamadas de teléfono y pinchar el de la Dragona[1] [Anna Chennault].

Puede que esta prosa burocrática sea indigesta, pero no precisa claves para
descifrarla. Fuertemente presionado a causa de las escuchas en el edificio Watergate,
Nixon ordenó a su jefe de gabinete, Haldeman, y a su contacto del FBI, Deke
De Loach, que revelasen las escuchas a que su propia campaña había sido sometida
en 1968. Sondeó asimismo al ex presidente Johnson, a través de demócratas
destacados, como el gobernador John Connally, para calibrar cuál sería la reacción
del presidente al respecto. El objetivo era demostrar que «todo el mundo lo hace».

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(En virtud de otra paradoja del bipartidismo, en Washington el lema «todos lo hacen»
lo utiliza más la defensa que, como cabría esperar, la acusación).
Sin embargo, surgió un problema en el acto. ¿Cómo revelar las escuchas de 1968
sin revelar al mismo tiempo sobre qué se habían realizado? De ahí las reservas («que
la idea no era tan buena…»). En su excelente introducción a Los diarios de
Haldeman, el biógrafo de Nixon, profesor Stephen Ambrose, califica el acercamiento
a Lyndon Johnson en 1973 de «eventual chantaje», destinado a ejercer una presión
subrepticia para cancelar una investigación del Congreso. Pero también sugiere que
Johnson, que no era un incauto, tenía por su parte munición de chantaje. Como lo
expresa el profesor Ambrose, los Diarios de Haldeman habían sido examinados por
el Consejo Nacional de Seguridad (CNS), y la supresión entre corchetes que se
transcribe más arriba es «el único lugar del libro que ofrece un ejemplo de una
supresión por parte del CNS durante la administración Cárter. Ocho días más tarde,
Nixon fue investido para su segundo mandato. Diez días después Johnson murió de
un ataque cardíaco. Nunca sabremos lo que Johnson poseía contra Nixon».
La conclusión del profesor aquí es seguramente muy provisional. Hay un
principio muy sobrentendido que se denomina «destrucción mutua garantizada», por
la cual ambos bandos poseen material más que de sobra para aniquilar al otro. La
respuesta a la pregunta de qué «tenía» la administración Johnson sobre Nixon es
relativamente fácil. Figuraba en un libro titulado Counsel to the President, publicado
en 1991. Su autor era Clark Clifford, por antonomasia el hombre que posee
información de primer orden en Washington, asistido en la redacción de su obra por
Richard Holbrooke, el antiguo vicesecretario de Estado y embajador ante las
Naciones Unidas. En 1968, Clark Clifford era secretario de Defensa y Richard
Holbrooke era miembro del equipo negociador de los Estados Unidos en las
conversaciones de paz con Vietnam en París.
Desde su asiento en el Pentágono, Clifford había podido leer las transcripciones
del servicio de inteligencia que recogían y revelaban lo que él denomina un
«conducto personal secreto» entre el presidente Thieu en Saigón y la campaña de
Nixon. El interlocutor principal en el lado norteamericano era John Mitchell, a la
sazón director de campaña de Nixon y posteriormente fiscal general (y
posteriormente el recluso número 24171-157 en el sistema penitenciario de
Alabama). Le asistía activamente la señora Anna Chennault, conocida por todos
como la Dragona. Furibunda veterana del lobby de Taiwan, y una intrigante de
derechas a todos los efectos, era una fuerza política en el Washington de su época y
merecería una biografía por sí sola.
Clifford refiere una entrevista privada a la que asistieron él, el presidente
Johnson, el secretario de Estado Dean Rusk y el asesor de seguridad nacional Walt
Rostow. Halcones todos ellos, mantuvieron al margen al vicepresidente Humphrey.
Pero, halcones como eran, les horrorizó la evidencia de la perfidia de Nixon. No
obstante, decidieron no revelar al público lo que sabían. Clifford dice que fue porque

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la revelación hubiera echado al traste por completo las conversaciones de París.
Podría haber añadido que habría creado una crisis de confianza pública en las
instituciones de los Estados Unidos. Hay cosas que no se les puede confiar a los
votantes. Y aun cuando las escuchas hubieran sido legales, podrían haber parecido
juego sucio. (La Ley Logan prohíbe a cualquier ciudadano norteamericano llevar a
cabo una diplomacia privada con un país extranjero, pero no se aplica con rigor ni
mucha consistencia).
A todo esto, Thieu se retiró de todos modos de las negociaciones, que naufragaron
tan sólo dos días antes de las elecciones. Clifford no tiene dudas respecto a quién le
aconsejó que así lo hiciera:

Las actividades del equipo de Nixon rebasaron con mucho los límites del justificable combate político.
Constituyeron una interferencia directa en las tareas de la rama ejecutiva y las responsabilidades del
primer mandatario, las únicas personas con autoridad para negociar en nombre del país. Las actividades de
la campaña de Nixon representaron una burda y hasta potencialmente ilegal interferencia en los asuntos de
seguridad de la nación por parte de unos individuos particulares.

Tal vez consciente de la ligera debilidad de esta prosa leguleya, y quizá un poco
avergonzado de mantener el secreto para sus memorias en vez de comunicárselo al
electorado, Clifford añade en una nota a pie de página:

Hay que recordar que el público era notablemente más inocente respecto a estas cuestiones en los días
anteriores a las sesiones del caso Watergate y a la investigación en 1975 del Senado sobre la CIA.

Tal vez el público fuese en efecto más inocente, aunque sólo fuera a causa de la
reticencia de abogados de alto vuelo como Clifford, que pensaba que había cosas
demasiado escandalosas para darlas a conocer. Ahora afirma que era partidario o bien
de enfrentar a Nixon en privado con la información y obligarle a desistir, o bien de
hacerla pública. Quizá fuera efectivamente su criterio.
Una era más avisada de investigación periodística ha desvelado varias puestas al
día de este infame episodio. Lo mismo han hecho las muy reservadas memorias del
propio Nixon. Hacía falta más que un «conducto trasero» para la desestabilización
por los republicanos de las conversaciones de paz de París. Tenía que haber, como
hemos visto, comunicaciones secretas entre Nixon y los sudvietnamitas. Pero también
tuvo que haber un informador dentro del campo de la administración que estaba en el
poder, una fuente de pistas, confidencias y tempranos avisos de las intenciones
oficiales. Ese informador era Henry Kissinger. En el relato de Nixon, RN: The
Memoirs of Richard Nixon, el deshonrado estadista veterano nos dice que, a mediados
de septiembre de 1968, recibió en privado la noticia de que se proyectaba un «cese de
los bombardeos». En otras palabras, que la administración de Johnson, en bien de las
negociaciones, sopesaba la posibilidad de suspender los bombardeos aéreos de
Vietnam del Norte. Nixon nos dice que esta utilísima primicia de información secreta
procedía de un «canal muy infrecuente». Lo era más incluso de lo que él admitía.

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Kissinger había sido hasta entonces un partidario ferviente de Nelson Rockefeller, el
inigualable y acaudalado príncipe del republicanismo liberal. Nelson no ocultaba su
desprecio por la persona y las políticas de Richard Nixon. De hecho, los negociadores
del presidente Johnson en París, encabezados por Averell Harriman, casi
consideraban a Kissinger uno de los suyos. Se había hecho útil, como asesor principal
de Rockefeller sobre política exterior, proporcionando intermediarios franceses con
sus propios contactos en Hanoi. «Henry era la única persona ajena al gobierno con
quien estábamos autorizados a hablar de las negociaciones», dice Richard Holbrooke.
«Confiábamos en él. No es exagerado decir que la campaña de Nixon tenía una
fuente secreta dentro del equipo negociador de los Estados Unidos».
De modo que la posibilidad de un cese de los bombardeos, escribió Nixon, «no
fue para mí una auténtica sorpresa». Añade: «Le dije a Haldeman que Mitchell
debería continuar como enlace de Kissinger y que deberíamos cumplir su deseo de
que su papel siguiera siendo totalmente confidencial». Es imposible que Nixon no
conociera la función paralela que su director de campaña estaba desempeñando en
connivencia con un país extranjero. Así empezó lo que en la práctica fue una
operación interna encubierta, encaminada simultáneamente a frustrar las
conversaciones y a ensuciar la campaña de Hubert Humphrey.
Ese mismo mes, más adelante, el 26 de septiembre, para ser exactos, y como
refiere Nixon en sus memorias, «Kissinger volvió a llamar. Dijo que acababa de
volver de París, donde había captado el rumor de que se preparaba algo gordo con
respecto a Vietnam. Me aconsejó que si yo tenía algo que decir sobre Vietnam la
semana siguiente, debía eludir cualquier idea o propuesta nuevas». Ese mismo día,
Nixon declinó un desafío de Humphrey a un debate directo. El 12 de octubre,
Kissinger estableció contacto de nuevo para sugerir que en fecha tan próxima como el
23 de octubre quizá se anunciara un cese de los bombardeos. Y así podría haber sido.
De no ser porque, por algún motivo, cada vez que el lado norvietnamita se acercaba
al acuerdo, Vietnam del Sur aumentaba sus exigencias. Ahora sabemos el porqué y el
cómo de esto, y la manera en que se tejieron las dos mitades de la estrategia. Ya en el
mes de julio, Nixon se había reunido calladamente en Nueva York con el embajador
sudvietnamita, Bui Diem. La entrevista había sido concertada por Anna Chennault.
Las escuchas en las oficinas de los sudvietnamitas en Washington y la vigilancia
ejercida sobre la Dragona mostraron cómo funcionó la cadena. Un telegrama
interceptado de Diem al presidente Thieu, el fatídico 23 de octubre, decía: «Muchos
amigos republicanos se han puesto en contacto conmigo y me han alentado a que nos
mantengamos firmes. Les alarmaron los informes de prensa relativos a que usted ya
había suavizado su postura». Las instrucciones para las escuchas telefónicas fueron
impartidas a un tal Cartha De Loach, conocido por sus colegas como Deke, que era el
oficial de enlace del FBI de Hoover con la Casa Blanca. Le hemos encontrado, como
recordará el lector, en los Diarios de Haldeman.

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En 1999, el escritor Anthony Summers pudo finalmente obtener acceso al
expediente cerrado del FBI sobre las interceptaciones de la campaña de Nixon, que
publicó en su libro de 2000 The Arrogance of Power: The Secret World of Richard
Nixon. Pudo asimismo entrevistar a Anna Chennault. Estos dos progresos
proporcionaron a este autor la prueba irrefutable sobre la conspiración de 1968. A
finales de octubre de 1968, John Mitchell estaba tan nervioso por la vigilancia oficial
que dejó de atender a las llamadas de Anna Chennault. Y el presidente Johnson, en
una conferencia telefónica con los tres candidatos, Nixon, Humphrey y Wallace
(supuestamente para informarles acerca del cese de los bombardeos), dio a entender
claramente que estaba enterado de los esfuerzos subrepticios por obstaculizar su
diplomacia relativa a Vietnam. Esta llamada casi sembró el pánico en el círculo
interno de Nixon, e indujo a Mitchell a telefonear a Chennault al Sheraton Park
Hotel. Le pidió que le devolviera la llamada por una línea más segura. «Anna», le
dijo, «le hablo en nombre del señor Nixon. Es muy importante que nuestros amigos
vietnamitas comprendan nuestra posición republicana, y espero que usted se la
aclare… ¿Cree de verdad que han decidido no ir a París?».
El documento original reproducido por el FBI muestra lo que ocurrió a
continuación. El 2 de noviembre de 1968, el agente informa de lo siguiente:

LA SEÑORA ANNA CHENNAULT CONTACTÓ CON EL EMBAJADOR VIETNAMITA BUI


DIEM, Y LE COMUNICÓ QUE HABÍA RECIBIDO UN MENSAJE DE SU JEFE (SIN MÁS
IDENTIFICACIÓN), Y QUE SU JEFE QUERÍA QUE SE LO NOTIFICASE PERSONALMENTE AL
EMBAJADOR. DIJO QUE EL MENSAJE ERA QUE DEBÍA «AGUANTAR, VAMOS A GANAR», Y
QUE SU JEFE TAMBIÉN HABÍA DICHO «AGUANTAR, ÉL LO ENTIENDE PERFECTAMENTE».
ELLA REPITIÓ QUE ÉSE ERA EL ÚNICO MENSAJE. «HA DICHO, POR FAVOR, DÍGALE A SU
JEFE QUE AGUANTE». ELLA LE COMUNICÓ QUE SU JEFE ACABABA DE LLAMARLA DESDE
NUEVO MÉXICO.

El compañero de candidatura de Nixon, Spiro Agnew, había estado aquel día


haciendo campaña en Albuquerque, Nuevo México, y un análisis posterior de los
servicios de inteligencia reveló que él y otro miembro de su gabinete (el que se
ocupaba principalmente de Vietnam) habían efectivamente estado en contacto con el
bando de Chennault.
Lo bueno de tener a Kissinger filtrando información por un lado y, por el otro, a
Anna Chennault y John Mitchell llevando una política exterior privada para Nixon,
residía en lo siguiente: le permitía evitar que le arrastrasen a una controversia sobre
un cese de los bombardeos. Y además le permitía sugerir que eran los demócratas los
que estaban politizando la cuestión. El 25 de octubre, en Nueva York, Nixon utilizó
esa archisabida táctica de divulgar una insinuación al tiempo que se pretendía
repudiarla. De la diplomacia de LBJ en París dijo: «Me han dicho que esta ráfaga de
actividad es un intento cínico del presidente Johnson para salvar en el último instante
la candidatura del señor Humphrey. Yo no lo creo».

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El propio Kissinger mostró una habilidad similar de enfrentar a los dos extremos
con el centro. A finales del verano de 1968, en Martha’s Vineyard, había ofrecido los
archivos de Nelson Rockefeller sobre Nixon al profesor Samuel Huntington, un
asesor muy próximo de Hubert Humphrey. Pero cuando el colega y amigo de
Huntington Zbigniew Brzezinski trató de que materializase su oferta, Kissinger se
retrajo. «Odio a Nixon desde hace años», le dijo a Brzezinski. Pero no era el
momento oportuno para la entrega. En realidad, fueron unas elecciones muy reñidas,
que al final arrojaron una diferencia de unos pocos cientos de miles de votos, y
muchos observadores curtidos creen que la diferencia final la marcó Johnson
ordenando el alto de los bombardeos el 31 de octubre, y los sudvietnamitas le
ridiculizaron boicoteando las conversaciones de paz al día siguiente mismo. Pero si el
resultado hubiese sido distinto, casi con toda seguridad Kissinger habría ocupado un
alto cargo en una administración Humphrey.
Con ligeras diferencias de énfasis, los elementos principales de esta historia
figuran en los textos citados de Haldeman y en las memorias de Clifford. Se repiten
parcialmente en la autobiografía del presidente Johnson, titulada The Vantage Point, y
en una larga reflexión sobre Indochina de William Bundy (uno de los arquitectos de
la guerra), con el título bastante trillado de The Tangled Web [La red enmarañada].
Miembros destacados del cuerpo de prensa, entre ellos Jules Wircover, en su historia
de 1968, Seymour Hersh, en su estudio de Kissinger, y Walter Isaacson, redactor jefe
de la revista Time, en su biografía admirativa pero crítica, han publicado crónicas casi
coincidentes de este deplorable episodio. Yo mismo analicé los Diarios de Haldeman
en The Nation en 1994. La única mención al respecto que es completa y
absolutamente falsa, y que lo es desde cualquier punto de vista, tanto literario como
histórico, aparece en las memorias del propio Kissinger. Escribe lo siguiente:

Varios emisarios de Nixon —algunos autonombrados— me telefonearon para pedirme consejo. Mi


actitud fue la de que respondería a preguntas concretas sobre política exterior, pero que no ofrecería
asesoramiento general ni aventuraría sugerencias. Fue la misma respuesta que di a las preguntas del
gabinete de Humphrey.

Esto contradice incluso las memorias tergiversadas del hombre que, tras haber
ganado las elecciones de 1968 por estos métodos turbios, eligió, en el primer
nombramiento que hizo, a Henry Kissinger como consejero de seguridad nacional.
No es mi intención arbitrar una competición de falsedades entre los dos hombres,
pero cuando hizo este nombramiento Richard Nixon había visto en persona una sola
vez a Henry Kissinger, de un modo breve e incómodo. Es evidente que se formó una
opinión sobre las aptitudes de Kissinger gracias a una experiencia más convincente
que aquel único encuentro. «Uno de los factores que más me habían persuadido de la
credibilidad de Kissinger», escribió Nixon más carde, con su deliciosa prosa, «es el
empeño que puso en proteger su secreto».

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Pero este horrendo secreto ya ha sido desvelado. En el número de diciembre de
Foreign Afairs, órgano interno de la administración, escrito meses antes pero
publicado unos días después del anuncio de su nombramiento como mano derecha de
Nixon, aparecía una evaluación de Kissinger sobre las negociaciones de Vietnam. En
todos los puntos sustanciosos, concordaba con la línea adoptada en París por los
negociadores de Johnson y Humphrey. Hay que hacer un instante de pausa para
asimilar la enormidad de esto. Kissinger había contribuido a que eligieran a un
hombre que subrepticiamente había prometido a la junta sudvietnamita un mejor
pacto que el que les ofrecían los demócratas. Las autoridades de Saigón actuaron
entonces, tal como confirma atribuladamente Bundy, como si en realidad tuvieran ya
un pacto. Esto significaba, en palabras de un lema posterior de Nixon, «cuatro años
más». Pero cuatro años más de una guerra inganable, indeclarada y mortífera, que iba
a propagarse antes de extinguirse, y que acabaría en los mismos términos y
condiciones que se habían puesto encima de la mesa en el otoño de 1968.
Fue lo que cosió promover a Kissinger; promover a quien era un académico
mediocre y oportunista al rango de potentado internacional. Las cualidades de su
persona estaban allí desde el momento inaugural: la adulación y la duplicidad; el
culto al poder y la falta de escrúpulos; el trueque vacío de antiguos no amigos por
nuevos no amigos. Y los efectos característicos también estaban presentes: los
cadáveres sin contar y prescindibles; las mentiras oficiales y oficiosas sobre e] coste;
la intensa y pomposa pseudoindignación cuando se formulaban preguntas indeseadas.
La carrera global de Kissinger comenzó tal como se proponía seguir. Corrompió la
república y la democracia norteamericanas y se cobró una cuota espantosa de
víctimas en sociedades más débiles y vulnerables.

A MODO DE ADVERTENCIA: UNA BREVE NOTA SOBRE EL COMITÉ 40

En muchas de las páginas y episodios siguientes, me ha parecido esencial aludir


al «Comité 40» o «Comité Cuarenta», el organismo semiclandestino del que Henry
Kissinger fue presidente entre 1969 y 1976. No es necesario describir a una
organización gigantesca y tentacular en el centro de una red de conspiración: sin
embargo, es importante saber que hubo un comité que supervisaba en última instancia
las acciones encubiertas de los Estados Unidos en el extranjero (y posiblemente en el
territorio nacional) durante este período.
La CIA fue creada en principio por el presidente Harry Truman a comienzos de la
guerra fría. En la primera administración Eisenhower, se juzgó necesario establecer
un organismo de supervisión o control sobre las operaciones encubiertas. Esta
comisión fue conocida como el Grupo Especial, y en ocasiones se le denominaba
también Grupo 54/12, debido al número de la directiva del Consejo Nacional de
Seguridad por la que se estableció. En la época del presidente Johnson se le llamaba

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el Comité 303, y durante la administración Nixon y Ford se le llamó Comité 40.
Algunos creen que estos cambios de nombre reflejan los números de posteriores
directivas del CNS; de hecho, el Comité recibió su nombre por los números de las
salas sucesivas donde se reunía, en el hermoso Old Executive Office Building (ahora
anexionado a la vecina Casa Blanca), que albergaba los tres departamentos de
«Estado, Guerra y Armada».
Si rumores fantásticos envuelven el trabajo de este Comité, pueden ser fruto del
absurdo culto al secreto que en un momento determinado lo cubría. En 1973, en las
vistas del Senado, el senador Stuart Symington estaba interrogando a William Colby,
a la sazón director de la CIA, sobre los orígenes y la evolución del grupo supervisor:

Senador Symington: Muy bien. ¿Cómo se llama el último comité de esta índole?
Colby: Comité Cuarenta.
Senador Symington: ¿Quién es el presidente?
Colby: Bueno, una vez más preferiría describir al Comité Cuarenta en una sesión ejecutiva, señor
presidenre,
Senador Symington: ¿Preferiría una sesión ejecutiva respecto a quién lo preside?
Colby: El presidente…, de acuerdo, señor presidente… El presidente es el doctor Kissinger, como
asistente del presidente en asuntos de seguridad nacional.

En otras palabras, Kissinger ostentaba este cargo ex officio. Sus colegas entonces eran
el general de la Fuerza Aérea George Brown, presidente de la Junta de Jefes de
Estado Mayor; William P. Clements, Jr., vicesecretario de Defensa; Joseph Siseo, el
subsecretario de Estado para Asuntos Políticos, y el director de la CIA, William
Colby.
Con ligeras variaciones, los que ocupaban estos puestos habían sido los miembros
permanentes del Comité Cuarenta que, como dijo el presidente Ford en la primera
referencia pública hecha por un presidente a la existencia del grupo, «supervisa todas
las operaciones encubiertas emprendidas por nuestro gobierno». Una importante
novedad fue introducida por el presidente Nixon, que decidió que su antiguo director
de campaña y fiscal general, John Mitchell, formara parte del Comité, el único fiscal
general que lo ha hecho. La carta fundacional de la CIA le prohíbe participar en
cualquier operación dentro del territorio nacional: en enero de 1975, el fiscal Mitchell
fue condenado por numerosos cargos de perjurio, obstrucción y conspiración para
encubrir el robo con allanamiento de Watergate, que fue perpetrado en parte por
antiguos agentes de la CIA. Se convirtió en el primer fiscal general condenado a una
pena de prisión.
Hemos topado antes con el señor Mitchell, en compañía del señor Kissinger. Creo
y espero que la utilidad de esta nota sea la de un hilo conductor a lo largo de todo este
relato. Cada vez que en los Estados Unidos se produjo una importante operación
encubierta entre los años 1969 y 1976, cabe presumir que Henry Kissinger tuvo
responsabilidad y conocimiento directo de ella. Si afirma que no, entonces está
afirmando que no asumió una función a la que se aferraba con gran tenacidad

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burocrática. Y, tanto si acepta la responsabilidad como si no, a él le incumbe
responder en cualquier caso.

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2. INDOCHINA

Aun obligados a concentrarnos en crudas realidades, nunca debemos perder de vista


ese elemento surrealista que circunda a Henry Kissinger. En el curso de una visita a
Vietnam, a mediados de los años sesenta, cuando muchos oportunistas tecnocráticos
seguían estando convencidos de que valía la pena librar aquella guerra y de que
podían ganarla, el joven Henry se reservó la opinión sobre el primer punto pero
incubó considerables dudas personales respecto al segundo. Habiendo recibido de
Nelson Rockefeller una libertad casi absoluta para establecer contactos por su cuenta,
había llegado al extremo de participar en una iniciativa que implicaba un contacto
personal directo con Hanoi. Se hizo amigo de dos franceses que tenían una relación
directa con el mando comunista en la capital de Vietnam del Norte. Raymond
Aubrac, un funcionario francés que era amigo de Hó Chi Minh, hizo causa común
con Herbert Marcovich, un bioquímico francés, y emprendieron una serie de viajes a
Vietnam del Norte. A su regreso informaron a Kissinger en París. Éste, a su vez,
traficó con la información obtenida en conversaciones de alto nivel en Washington,
transmitiendo a Robert McNamara las posiciones negociadoras reales o potenciales
de Pham Van Dong y otros políticos comunistas. (Al final, el incesante bombardeo
del Norte hizo inviable cualquier «tendido de puentes». En especial, la hoy olvidada
destrucción norteamericana del puente Paul Doumer indignó al bando vietnamita).
Esta ingrávida posición intermedia, que en última instancia le ayudó a poner en
práctica su doble juego en 1968, permitió a Kissinger erigirse en portavoz del
gobernador Rockefeller y proponer, por conductos indirectos, una futura distensión
con los principales rivales norteamericanos. En 1968, en su primer discurso
importante como candidato a la nominación republicana, Rockefeller habló
resonantemente de que «en un sutil triángulo con la China comunista y la Unión
Soviética, podemos a la larga mejorar nuestras relaciones con ambas, al tiempo que
sondeamos la voluntad de paz de cada una». Este anticipo de la posterior estrategia
de Kissinger podría, a primera vista, parecer presciencia. Pero el gobernador
Rockefeller no tenía más motivos que el vicepresidente Humphrey para suponer que
aquel ambicioso correligionario se pasaría al bando de Nixon, poniendo en peligro y
posponiendo esa estrategia con el fin de atribuirse más adelante el mérito de un
simulacro envilecido de la misma.
En el plano moral, Kissinger trató el concepto de acercamiento de superpotencias
del mismo modo que trató el concepto de solución negociada en Vietnam: como algo
supeditado a sus propias necesidades. Había un momento para fingir que lo apoyaba,
y otro para denunciarlo como pusilánime y pérfido. Y había un momento para
atribuirse el mérito. Algunos de los que «cumplieron órdenes» en Indochina pueden
esgrimir este descargo notoriamente débil. Algunos de los que incluso dieron las

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órdenes pueden decirnos ahora que actuaban sinceramente en aquella época. Pero
Kissinger no puede acogerse a esta coartada. Siempre supo lo que estaba haciendo, y
se embarcó en una segunda ronda de guerra prolongada a sabiendas de que ayudaba a
destruir una alternativa que siempre creyó posible. Esto aumenta la gravedad de la
acusación contra él. También nos prepara para su improvisada y retrospectiva defensa
contra esta acusación: que las inmensas depredaciones que llevó a cabo finalmente
condujeron a la «paz». Cuando, en octubre de 1972, anunció falaz y prematuramente
que la «paz está ahora al alcance de la mano», se jactó de que podría haberse
alcanzado realmente (y con mucha menos sangre) en 1967. Y cuando se apuntó en su
haber los posteriores contactos entre superpotencias, estaba anunciando el resultado
de una diplomacia corrupta y secreta que en principio había sido propuesta como
democrática y abierta. En el ínterin, había ordenado escuchas ilegales y vigilancias a
ciudadanos y funcionarios norteamericanos cuyos recelos sobre la guerra, y sobre la
autoridad inconstitucional, eran leves comparados con los de messieurs Aubrac y
Marcovich. Al establecer lo que los abogados llaman mens rea, podemos decir que en
el caso de Kissinger era plenamente consciente de sus acciones y totalmente
responsable de ellas.
Al asumir el cargo en el bando de Nixon, en el invierno de 1968, Kissinger tenía
por tarea ser plus royaliste que le roi[1] en dos aspectos. Tenía que construir una
fachada de «credibilidad» para acciones punitivas en un escenario vietnamita ya
devastado, y debía secundar el deseo de su jefe de que él formara parte de un «muro»
entre la Casa Blanca de Nixon y el Departamento de Estado. El término «doble vía»
habría de convertirse más tarde en una expresión común. La posición de Kissinger en
ambas, la de violencia indiscriminada en el extranjero e ilegalidad flagrante en casa,
se decidió desde el principio. No parece que a Kissinger le faltara entusiasmo para
ambos compromisos; albergamos la tenue esperanza de que no fuese la primera
punzada del «afrodisíaco».
Bien mirado, el «cese de los bombardeos» del presidente Johnson no duró mucho
tiempo, aunque se recuerde que su objetivo inicial conciliatorio había sido
sórdidamente socavado. Averell Harriman, que había sido el principal negociador de
LBJ en París, más adelante testificó ante el Congreso que, en octubre-noviembre de
1968, los norvietnamitas habían retirado el 90% de sus fuerzas de las dos provincias
septentrionales de Vietnam del Sur, de conformidad con el acuerdo del que el cese
pudiera haber sido parte integrante. En el nuevo contexto, sin embargo, esta retirada
podría interpretarse como un signo de debilidad, y hasta como «una luz al fondo del
túnel».
Los anales de la guerra de Indochina son voluminosos, y no lo es menos la
controversia resultante. No obstante, ello no impide seguir un hilo coherente. Una vez
que la guerra fue prolongada de una forma artificial y antidemocrática, más métodos
exorbitantes hicieron falta para librarla y más fantásticas excusas hubo que inventar
para justificarla. Tomemos cuatro casos separados pero conexos en los que la

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población, civil fue deliberadamente expuesta a una fuerza letal indiscriminada, en
que las leyes de guerra habituales y de neutralidad fueron violadas y en que hubo que
mentir adrede para ocultar estos y otros hechos.
El primero de los casos muestra lo que Vietnam podría haberse ahorrado de no
haber sido saboteadas las conversaciones de paz en París, en 1968. En diciembre de
este año, durante el período de «transición» entre las administraciones de Johnson y
de Nixon, el mando militar de los Estados Unidos desencadenó lo que el general
Greighton Abrams denominó una «guerra total» contra la «infraestructura» de la
insurgencia del Vietcong y el FLN. La primera acción de esta campaña fue la
limpieza durante seis meses de la provincia de Kien Hoa, en el delta del Mekong. El
nombre codificado para este barrido fue Operation Speedy Express [Operación
Urgente Acelerada]. (Véanse páginas 49-52).
En algún ámbito teórico, podría ser remotamente concebible que semejante
táctica hallara justificación en virtud de las leyes y fueros internacionales que regulan
los derechos soberanos de autodefensa. Pero es improbable que una nación capaz de
desplegar la fuerza aplastante y aniquiladora que se describe a continuación estuviese
a la defensiva. Y aún sería menos probable que se viese en esa situación en su propio
territorio. De modo que la administración Nixon-Kissinger no estaba, salvo en un
sentido inhabitual, luchando por la supervivencia. El sentido inhabitual en que su
supervivencia sí estaba en juego lo expone, una vez más, el crudo testimonio póstumo
de H. R. Haldeman. Desde su atalaya en el campo de Nixon describe una aparición de
Kissinger el 15 de diciembre de 1970:

K[issinger] entró y la conversación versó sobre la corriente de opinión sobre Vietnam y el gran plan de
paz del P para el año siguiente, que K me dijo más tarde que no aprobaba. Piensa que una retirada el año
próximo sería un grave error, porque la reacción adversa al respecto podría producirse mucho antes de las
elecciones del 72. Es partidario, en cambio, de una reducción continua y luego una retirada exactamente en
el otoño del 72, para que si surgen secuelas desfavorables sea demasiado tarde para afectar a las
elecciones.

Difícilmente se puede pedir una forma más llana de decirlo. (Y que lo dijera, además,
uno de los principales partidarios de Nixon, sin el menor deseo de desacreditar su
reelección). Pero en realidad el propio Kissinger llega a decir casi lo mismo en su
primer volumen de memorias, The White House Years. El contexto es una entrevista
con el general De Gaulle en la que el viejo combatiente exigió conocer en nombre de
qué derecho la administración Nixon sometía a Indochina a devastadores
bombardeos. En su relato, Kissinger contesta que «una retirada súbita podría
plantearnos un problema de credibilidad». (Preguntado «¿Dónde?», Kissinger
mencionó vagamente el Oriente Medio). Es importante tener presente que el futuro
adulador de Brézhnev y Mao, y el defensor del «triángulo» manipulador entre ellos,
no estaba realmente en condiciones de afirmar que había hecho la guerra en
Indochina para frenarles a ambos. Desde luego, no se atrevió a intentar una excusa
tan pueril con Charles de Gaulle. Y, a decir verdad, el partidario de concertar pactos

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secretos con China no estaba en una situación muy firme para pretender que estaba
combatiendo al estalinismo en general. No, todo se reducía a una cuestión de
«credibilidad» y de salvar la cara. Se sabe que 20.492 soldados norteamericanos
perdieron la vida en Indochina entre el día en que Nixon y Kissinger asumieron sus
respectivos cargos y el día de 1972 en que retiraron las fuerzas estadounidenses y
aceptaron la lógica de 1968. ¿Y si las familias y los supervivientes de esas víctimas
tuvieran que afrontar el hecho de que la «cara» que estaba en peligro era la del propio
Kissinger?
Así pues, los coloquialmente llamados «bombardeos de Navidad» sobre Vietnam
del Norte, iniciados durante la misma campaña presidencial que Haldeman y
Kissinger habían previsto tan tiernamente dos años antes, y continuados después de
ganadas las elecciones, deben considerarse un crimen de guerra desde todos los
puntos de vista. Los bombardeos no se realizaron por nada parecido a «motivos
militares», sino por dos razones políticas. La primera era interior: para hacer una
demostración de fuerza a los extremistas del Congreso y poner a la defensiva al
Partido Demócrata. La segunda era convencer a los dirigentes sudvietnamitas como
el presidente Thiéu —todavía intransigente al cabo de todos aquellos años— de que
sus objeciones a una retirada de los Estados Unidos eran excesivamente tímidas.
Esto, de nuevo, fue la hipoteca que pesó sobre el inicial pago secreto de 1968.
Cuando sobrevino el colapso inevitable, en Vietnam y en Camboya, en abril y
mayo de 1975, el coste fue infinitamente más alto de lo que habría sido varios años
antes. Esos años de langosta terminaron como habían empezado: con un despliegue
de bravatas y engaños. El 12 de mayo de 1975, cañoneras camboyanas detuvieron a
un barco mercante norteamericano, el Mayaguez. En los momentos inmediatamente
siguientes a la toma del poder por los jemeres rojos, la situación fue angustiosa. El
barco había sido detenido en aguas internacionales reclamadas por Camboya y luego
conducido a la isla camboyana de Koh Tang. A pesar de los informes de que la
tripulación había sido liberada, Kissinger abogó por una represalia inmediata que
salvara la cara y reforzase la «credibilidad». Convenció al presidente Gerald Ford, el
bisoño y mediocre sucesor de su antiguo jefe, ahora depuesto, de que enviara a los
marines y a la fuerza aérea. De una tropa compuesta de 100 marines, 18 murieron y
50 resultaron heridos. Unos 23 pilotos murieron en sus aviones derribados. Los
Estados Unidos lanzaron sobre la isla una bomba de 15.000 libras, el arma no nuclear
más potente que poseía. Nadie conoce las cifras de camboyanos muertos. Fueron
víctimas sin sentido, ya que los tripulantes del Mayaguez no estaban en ninguna parte
de Koh Tang, por haber sido liberados unas horas antes. Una ulterior investigación
del Congreso descubrió que Kissinger podría haberse enterado de este hecho
escuchando la radio camboyana o prestando atención a un tercer gobierno que había
estado negociando un trato para la devolución del barco y sus tripulantes. No cabía
pensar que los camboyanos dudasen, a esas alturas de 1975, de la disposición del
gobierno norteamericano a usar una fuerza mortal.

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En Washington, D. C., hay un famoso y reverenciado monumento en recuerdo de
los norteamericanos muertos en la guerra de Vietnam. Conocido como el «Vietnam
Veteran’s Memorial», lleva un nombre ligeramente engañoso. Yo estuve presente en
el momento sumamente emotivo de su inauguración, en 1982, y advertí que la lista de
casi 60.000 nombres está inscrita en el muro no por orden alfabético, sino por fechas.
Los primeros números, escasos, son de 1954, y los pocos números finales de 1975. A
los visitantes con más conciencia histórica se les oye en ocasiones decir que no
sabían que su país hubiese combatido en Vietnam hasta tan tarde o desde tan pronto
como esas fechas. Tampoco se suponía que lo supiese el público. Los primeros
nombres pertenecen a agentes encubiertos enviados por el coronel Lansdak, sin
permiso del Congreso, en apoyo del colonialismo francés antes de Diên Biên Phu.
Los últimos corresponden a los soldados muertos en el fiasco del Mayaguez. Henry
Kissinger tuvo que ocuparse de garantizar que una contienda atroz, que él había
contribuido a prolongar, terminase de un modo tan furtivo e ignominioso como había
empezado.

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3. BOTONES DE MUESTRA: LOS CRÍMENES DE
GUERRA DE KISSINGER EN INDOCHINA

Algunas declaraciones son demasiado rotundas para el discurso cotidiano y


consensual. En el «debate» nacional, son los guijarros más lisos los que normalmente
se recogen del arroyo para usarlos como proyectiles. Dejan una cicatriz menor,
incluso cuando hieren. De vez en cuando, sin embargo, un solo comentario categórico
inflige una herida profunda y dentada, un tajo tan feo que hay que cauterizarlo de
inmediato. En enero de 1971, el general Telford Taylor, que había sido el fiscal
principal en los procesos de Nuremberg, hizo una declaración meditada. Al revisar la
base jurídica y moral de aquellos juicios, y asimismo los juicios en Tokio de
criminales de guerra y el juicio en Manila del jefe militar del emperador Hirohito, el
general Tomoyuki Yamashita, Taylor afirmó que si los baremos de Nuremberg y
Manila se aplicasen con ecuanimidad, y si fueran aplicados a los estadistas y
burócratas norteamericamos que organizaron la guerra de Vietnam, «habría una
posibilidad muy grande de que conocieran el mismo final que él [Yamashita]». No
todos los días un destacado soldado y jurista norteamericano expresa la opinión de
que a una gran parte de la clase política probablemente habría que ponerle una
capucha, vendarle los ojos y dejarla caer con una soga al cuello por una trampilla.
En su libro Nuremberg and Vietnam, el general Taylor se anticipó igualmente a
una de las posibles objeciones a su conclusión jurídica y moral. La defensa podría
argumentar, dijo, que los acusados no sabían realmente lo que estaban haciendo: en
otras palabras, que habían cometido los actos más indignos pero por los más elevados
e inocentes motivos. La idea de Indochina como un cenagal de El corazón de las
tinieblas para ejércitos ignorantes ha sido propagada diligentemente, entonces y
ahora, pero Taylor rechazaba semejante visión. Escribió que misiones y equipos
militares, económicos, políticos y de inteligencia norteamericanos habían estado en
Vietnam demasiado tiempo para imputar cualquiera de las cosas que hicieron «a falta
de información». Hasta mediados de los años sesenta habría sido posible que
soldados y diplomáticos se declarasen inocentes, pero después de esa época, y en
especial después de la matanza de My Lai, el 16 de marzo de 1968, en que veteranos
en activo informaron a sus superiores de atrocidades tremendas, nadie podía alegar
razonablemente no haber estado informado, y, entre los que podían hacerlo, los
menos dignos de crédito habrían sido quienes —lejos de la confusión de la batalla—
leían y debatían y aprobaban los informes panópticos de la guerra que se entregaban
en Washington.
El libro del general Taylor fue escrito mientras muchos de los sucesos más
reprensibles de la guerra de Indochina seguían aconteciendo o todavía no habían
ocurrido. Él desconocía la intensidad y la magnitud de, por ejemplo, los bombardeos

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de Laos y Camboya. Sin embargo, se sabía lo suficiente sobre la dirección de la
contienda y sobre los moldes existentes de responsabilidad penal y criminal para que
el general llegara a algunas conclusiones incontrovertibles. La primera de ellas atañe
a la particular obligación de los Estados Unidos de tener en cuenta y de respetar los
principios de Nuremberg:

Tribunales y comisiones militares han emitido normalmente sus veredictos de una forma escueta y sin
el respaldo de dictámenes que expliquen su decisión. Los procesos de Nurember y Tokio, por el contrario,
se basaron en extensos dictámenes que detallaban las pruebas y analizaban las cuestiones factuales y
jurídicas, a la manera, por lo general, en que lo hacen los tribunales de apelación. Huelga decir que no
todos eran de calidad uniforme, y que a menudo reflejaban las lógicas deficiencias de la transacción, cuyas
huellas suelen empañar el dictamen de tribunales formados por numerosos miembros. Pero el
procedimiento fue profesional de un modo que pocas veces se alcanza en cortes militares, y las actas y
fallos de dichos tribunales brindaron un fundamento muy necesario para establecer un corpus de derecho
penal internacional constituido por jueces. Los resultados de los juicios hablaron por sí mismos a las recién
constituidas Naciones Unidas, y el 11 de diciembre de 1946, la Asamblea General aprobó una resolución
afirmando «los principios de derecho internacional reconocidos por la Carta del Tribunal de Nuremberg y
las sentencias de este tribunal».
Valore como valore la historia, en última instancia, el acierto o desacierto de los juicios por crímenes
de guerra, hay una cosa indiscutible. Cuando concluyeron, el gobierno de los Estados Unidos estaba
jurídica, política y moralmente comprometido con los principios enunciados en las cartas y las sentencias
de los tribunales. El presidente de los Estados Unidos, por recomendación de los Departamentos de
Estado, de Guerra y de Justicia, aprobó los programas sobre crímenes de guerra. Treinta o más jueces
norteamericanos, elegidos en las sedes de apelación de los estados, desde Massachusetts hasta Oregon, y
desde Minnesota hasta Georgia, dirigieron los procesos de Nuremberg y escribieron sus dictámenes. El
general Douglas MacArthur, autorizado por la Comisión del Lejano Oriente, constituyó el tribunal de
Tokio y confirmó las sentencias que impuso, y bajo su autoridad como el oficial de más alto rango en el
Lejano Oriente se celebraron el juicio de Yamashita y otros semejantes. La delegación de los Estados
Unidos ante las Naciones Unidas presentó la resolución por la que la Asamblea General adoptó los
principios de Nuremberg. De este modo, la integridad de la nación está empeñada en dichos principios, y
hoy la cuestión que se plantea es la forma en que son aplicables a nuestra actuación en la guerra de
Vietnam, y si el gobierno de los Estados Unidos está dispuesto a encarar las consecuencias de su
aplicación.

Al afrontar y meditar sobre estas consecuencias, el propio general Telford Taylor


discrepó de otro oficial norteamericano, el coronel Willian Corson, que había escrito:
«Con independencia del resultado de […] las cortes marciales de My Lai y otras
acciones jurídicas, sigue en pie el hecho de que el criterio norteamericano respecto a
la prosecución de la guerra fue incorrecto de principio a fin, y que las atrocidades,
veraces o no, son resultado de un criterio erróneo, no de una conducta criminal». A lo
cual respondió Telford:

Me temo que el coronel Corson pasa por alto que el homicidio por negligencia es, por lo general, un
delito de criterio erróneo más que una tentativa malvada. Quizá tenga razón en que, en el sentido
estrictamente causal, de no haber habido un error de criterio no habría surgido la ocasión de una conducta
criminal. Los alemanes en la Europa ocupada cometieron burdos errores de criterio que sin duda crearon
las condiciones en las que se produjo la matanza de los habitantes de Klissura [un pueblo griego
aniquilado durante la ocupación], pero eso no hizo menos criminales las muertes ocasionadas.

Aludiendo a la cuestión de la cadena de mando en el campo de batalla, el general


Taylor señaló además que el cuerpo de oficiales había estado:

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más o menos constantemente en Vietnam, y magníficamente dotado de helicópteros y otros aviones
que les daban un grado de movilidad sin precedentes en guerras anteriores, y que por consiguiente les
proporcionaban toda clase de oportunidades de mantener el curso de la contienda y sus secuelas sometido
a una estrecha y continua observación. Las comunicaciones, por lo general, eran rápidas y eficaces, el flujo
de información y de órdenes no se veía entorpecido.
Estas circunstancias son agudamente distintas de las que rodeaban al general Yamashita en 1944 y
1945, cuando sus tropas retrocedían en desbandada ante el poderío militar norteamericano que las
perseguía. Por no haber conseguido evitar las atrocidades que esas tropas cometieron, los generales de
brigada Egbert F. Bullene y Morris Handwerk y los generales de división James A. Lester, Leo Donovan y
Russel B. Reynolds le hallaron culpable de violar las leyes de guerra y le condenaron a morir en la horca.

Tampoco omitió el general Taylor el vínculo crucial entre el mando militar y su


supervisión política; aquí también había una relación mucho más inmediata y
estrecha en el caso norteamericano-vietnamita que en el japonés-filipino, como pone
de manifiesto el contacto regular entre, pongamos, el general Creighton Abrams y
Henry Kissinger:

Se presta a especulaciones hasta qué punto el presidente y sus más próximos consejeros de la Casa
Blanca, el Pentágono y Foggy Bottom conocían la amplitud y la causa de las víctimas civiles en Vietnam,
y la devastación física del campo. Algo se sabía, pues el difunto John Naughton (entonces subsecretario de
Defensa) volvió un día de la Casa Blanca con el mensaje de que «Parece ser que actuamos conforme a la
presunción de que la manera de erradicar al Vietcong es destruir todas las estructuras de los pueblos,
deforestar todas las selvas y recubrir luego de asfalto toda la superficie de Vietnam».

Este comentario fue divulgado (por Townsend Hoopes, un adversario político del
general Taylor) antes de que la metáfora se hubiese extendido a dos nuevos países,
Laos y Camboya, sin que mediase una declaración de guerra, una notificación al
Congreso o un aviso a los civiles para que evacuaran. Pero Taylor se adelantó de
muchas formas al caso de Kissinger cuando rememoró el juicio del estadista japonés
Koki Hirota:

que fue por breve tiempo primer ministro y durante varios años ministro de Exteriores entre 1933 y
mayo de 1938, después de lo cual no volvió a tener cargo público alguno. Las llamadas «Violaciones de
Nanking», perpetradas por fuerzas japonesas en el invierno de 19371938, ocurrieron cuando Hirota era
ministro. Al recibir informes de las atrocidades, exigió y obtuvo garantías del Ministerio de Guerra de que
cesarían. Pero continuaron, y el tribunal de Tokio declaró a Hirota culpable porque «incumplió su deber de
insistir ante el gobierno en que se actuara inmediatamente para poner fin a las atrocidades» y «se contentó
con fiarse de garantías que él sabía que no se estaban aplicando». Sobre esta base, junto con su condena
por el cargo de guerra agresiva, Hirota fue sentenciado a morir en la horca.

Melvin Laird, secretario de Defensa durante la primera administración Nixon, estaba


lo bastante intranquilo por los primeros bombardeos de Camboya, y lo bastante
inseguro respecto a la legalidad o la prudencia de la intervención, como para enviar
un oficio a la Junta de Jefes de Estado Mayor preguntando: «¿Se están tomando
medidas, de forma continuada, para minimizar el riesgo de dañar a las poblaciones y
estructuras camboyanas? De ser así, ¿estamos razonablemente seguros de que son
medidas eficaces?». No hay indicios de que Henry Kissinger, como asesor de
seguridad nacional o secretario de Estado, se preocupara siquiera de estas modestas

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precauciones. De hecho, hay muchas pruebas de que engañó al Congreso respecto al
grado en que eran deliberadamente falsas las garantías que estaba ofreciendo. Otros
implicados, como Robert McNamara, McGeorge Bundy y William Colby, han
alegado posteriormente diversas excusas, arrepentimiento o al menos alguna
explicación: Henry Kissinger, nunca. El general Taylor calificó la práctica de las
incursiones aéreas contra aldeas sospechosas de «esconder» a guerrillas vietnamitas
de «violaciones flagrantes de la Convención de Ginebra sobre Protección Civil, que
prohíbe los “castigos colectivos” y las “represalias contra personas protegidas”, y
asimismo una violación de las reglas de guerra en tierra». Escribía esto antes de que
este precedente atroz se hubiese extendido a «ataques de represalia» que trataban a
los dos países enteros —Laos y Camboya— como si fueran villorrios desechables.
A Henry Kissinger, que en principio no creía mucho las afirmaciones jactanciosas
de los militares, le corresponde un grado especial de reponsabilidad. No sólo tenía
buenos motivos para saber que los mandos en plaza estaban exagerando los éxitos y
pretendiendo que todos los cadáveres eran de soldados enemigos —cosa que fue de
dominio público después de la primavera de 1968—, sino que también conocía que la
cuestión de la guerra había sido zanjada política y diplomáticamente, a todos los
efectos, antes de que él fuera nombrado asesor de seguridad nacional. Tenía que
saber, por tanto, que cada víctima adicional no sólo era una muerte, sino una muerte
evitable. Y a sabiendas de esto, y con su fuerte intuición del provecho político
personal y nacional, incitó a la expansión de la guerra a dos países neutrales —
violando el derecho internacional—, al tiempo que persistía en mostrar signos de una
atrición pasmosa con respecto a Vietnam.
De una gama enorme de ejemplos posibles, he elegido casos que comprometen
directamente a Kissinger y en los que he podido entrevistar a testigos supervivientes.
El primero de esos casos, como se anuncia más arriba, es Operation Speedy Express.
Mi amigo y colega Kevin Buckley, por entonces corresponsal muy admirado y
jefe de redacción de Newsweek en Saigón, se interesó por la campaña de
«pacificación» que ostentaba un nombre cifrado tan expeditivo. Pensada en los
últimos días de la administración Johnson-Humphrey, se llevó a pleno efecto en los
primeros seis meses de 1969, cuando Henry Kissinger había ya asumido mucha
autoridad sobre el curso de la guerra. El objetivo era disciplinar, en nombre del
gobierno de Thieu, a la turbulenta provincia de Kien Hoa, en el delta del Mekong.
El 22 de enero de 1968, el secretario de Defensa Robert McNamara había dicho al
Senado que no había «unidades regulares norvietnamitas» desplegadas en el delta del
Mekong, y no ha aparecido ningún documento de inteligencia militar que desmienta
esta afirmación, por lo que la limpieza de esa zona no puede entenderse como una
parte del argumento general de oponerse a la voluntad inexorable de conquista de
Hanoi. El propósito anunciado del barrido que haría la novena división, en realidad,
era liberar a muchos miles de campesinos del control político ejercido por el Frente
de Liberación Nacional (FLN) o Vietcong (VC). Como descubrió Buckley, y como su

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revista Newsweek reveló parcialmente en la fecha bastante tardía de 19 de junio de
1972:

Todas las pruebas que pude reunir apuntaban hacia una conclusión clara: un número asombroso de
civiles no combatientes —quizá unos 50.000, según un oficial— murieron bajo el fuego norteamericano
que «pacificó» Kien Hoa. La cuota de muertes hizo insignificante, en comparación, la matanza de My
Lai…
La novena división empleó todos sus efectivos en esta operación. Ocho mil soldados de infantería
peinaron el campo densamente habitado, pero el contacto con el esquivo enemigo fue escaso. Así, en su
tarea de pacificación la división contó con el grueso apoyo de 50 piezas de artillería, 50 helicópteros
(muchos armados de cohetes y minicañones) y la mortífera aportación de la fuerza aérea. Durante “Speedy
Express”, los bombarderos realizaron 3.381 ataques tácticos…
«Nuestros negocio es la muerte y el, negocio va bien», era el lema pintado en un helicóptero durante la
operación. Y así era. Estadísticas acumulativas de «Speedy Express» muestran que han muerto 10.899
«enemigos». Sólo en el mes de marzo, «más de 3.000 combatientes enemigos han muerto…, que es el total
más alto de cualquier división norteamericana en la guerra de Vietnam», decía la revista oficial de la
división. Cuando le pidieron que explicara el elevadísimo recuento de víctimas, un alto oficial de división
explicó que las tripulaciones de los helicópteros a menudo sorprendían a «enemigos» desarmados en
campo abierto…
Hay pruebas abrumadoras de que prácticamente todos los vietcong estaban bien armados. Los civiles,
por supuesto, no estaban armados. Y la enorme discrepancia entre el recuento de cadáveres (11.000) y el
número de armas capturadas (748) es difícil de explicar, salvo si se concluye que muchas víctimas eran
civiles inocentes e indefensos…
La gente que vive todavía en Kien Hoa pacificado tiene recuerdos nítidos de la devastación que el
fuego norteamericano produjo en sus vidas a principios de 1969. Prácticamente todas las personas con las
que hablé habían sufrido alguna clase de daño. «Había 5.000 personas en nuestro pueblo antes de 1969,
pero no quedaba ninguna en 1970», me dijo un anciano del lugar. «Los americanos destruyeron cada casa
con artillería, ataques aéreos o quemándolas con mecheros. Unas 100 personas murieron a causa de los
bombardeos, otras resultaron heridas y otras se convirtieron en refugiados. Muchos niños murieron a causa
de la detonación de las bombas, que sus cuerpecitos no resistían, aunque estuvieran escondidos bajo
tierra».
Otros funcionarios, entre ellos el jefe de policía del pueblo, corroboraron el testimonio de este anciano.
No pude, por supuesto, visitar cada pueblo. Pero de los muchos lugares donde estuve, en todos el
testimonio era el mismo: 100 muertos aquí, 200 allá.

Otras notas de Buckley y de su amigo y colaborador Alex Shimkin (que trabajaba


para International Voluntary Service y más tarde murió en la guerra) descubrieron la
misma elocuente evidencia en estadísticas de hospitales. En marzo de 1969, el
hospital de Ben Tre informó de que había 343 pacientes heridos por «fuego amigo» y
25 por «fuego enemigo», una estadística asombrosa para que la recogiese un servicio
del gobierno en una guerra de guerrillas donde ser sospechoso de pertenecer al
vietcong podía significar la muerte. Y la cifra que da Buckley para su revista —de
«quizá 5.000 muertos» civiles en el curso de esta operación— es casi una rebaja
deliberada de lo que le dijo, un oficial de los Estados Unidos, que en realidad dijo que
«por lo menos 5.000» de los muertos «eran lo que llamamos no combatientes»: una
distinción no excesivamente rigurosa, como ya hemos visto, y tal como por entonces
se sobreentendía (la cursiva es mía).
Sobreentendido, es decir, no sólo por quienes se oponían a la guerra, sino por
quienes la estaban llevando a cabo. Como le dijo a Buckley un oficial
estadounidense:

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Las acciones de la novena división que causaron víctimas civiles fueron peores [que My Lai]. La suma
total de lo que hizo la novena es abrumadora. En total, el horror fue peor que en My Lai. Pero en el caso de
la novena las víctimas llegaban a gotas y se recontaban durante un largo tiempo. Y muchas de ellas se
infligieron desde el aire y de noche. Además, las refrendaba la insistencia del mando respecto a un elevado
número de bajas… El resultado fue consecuencia inevitable de la política del mando de esta unidad.

La limpieza anterior que había arrasado My Lai —durante la Operation Wheeler


Wallawa— había asimismo contado todos los cadáveres como pertenecientes a
soldados enemigos, incluida la población civil del pueblo que fue tranquilamente
englobada en la alucinante cifra total de 10.000.
A la vista de estos hechos, Buckley y Shimkin abandonaron una costumbre
indolente y habitual y la sustituyeron, en un cable a la sede de Newsweek en Nueva
York, por una más veraz y escrupulosa. El problema no era el «empleo
indiscriminado de la potencia de fuego», sino las «acusaciones de un empleo
totalmente discriminante, como política que seguir en áreas pobladas». Incluso la
primera es una grave violación de la Convención de Ginebra; la segunda acusación
conduce directamente al banquillo en Nuremberg o La Haya.
Puesto que el general Creighton Abrams alabó públicamente a la novena división
por su trabajo, y llamó la atención siempre que pudo sobre el enorme éxito de la
Operation Speedy Express, podemos estar seguros de que la dirección política de
Washington estaba al corriente de los hechos. En efecto, el grado de microdirección
que revelan las memorias de Kissinger proscriben la idea de que aconteciera algo de
importancia sin su conocimiento o su permiso.
En ninguna ocasión es esto más cierto que en su propia participación individual
en el bombardeo e invasión de las neutrales Camboya y Laos. Obsesionado por la
idea de que la intransigencia vietnamita pudiese transmitirse a aliados o recursos
externos al propio Vietnam, o de que podría ser derrotada por tácticas de destrucción
masiva, Kissinger consideró en un momento dado la posibilidad de utilizar armas
termonucleares para destruir el paso por el que circulaba el enlace ferroviario entre
Vietnam del Norte y China, y en otro momento pensó en bombardear los diques que
impedían que el sistema de irrigación de Vietnam del Norte inundase el país.
No se tomó ninguna de estas medidas (de las que informan, respectivamente, la
crónica que hace Tad Szulc de la diplomacia en la era Nixon y el antiguo ayudante de
Kissinger, Roger Morris), lo que excluye algunos crímenes de guerra de nuestra acta
de acusación, pero que da asimismo indicios de la mentalidad imperante. Quedaban
Camboya y Laos, que supuestamente ocultaban o protegían líneas de suministro
norvietnamitas.
Como en los casos expuestos por el general Telford Taylor, hay el delito de guerra
agresiva y hay la cuestión de los crímenes de guerra. (El citado caso de Koki Hirota
es pertinente aquí). En el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, o en el
período regulado por la Carta de las Naciones Unidas y sus Convenciones
relacionadas e incorporadas, los Estados Unidos, bajo administraciones demócrata y
republicana, han negado hasta a sus aliados más próximos el derecho a invadir países

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que presuntamente cobijaban a sus oponentes. Un ejemplo famoso es la presión
económica y diplomática que ejerció a alto nivel el presidente Eisenhower para poner
fin a la invasión de Egipto por el Reino Unido, Francia e Israel en octubre de 1956.
(Los británicos pensaban que Nasser no debía controlar «su» —de los británicos—
canal de Suez, los franceses creían que Nasser era la inspiración y la fuente de sus
problemas en Argelia, y los israelitas afirmaban que desempeñaba el mismo papel
fomentando sus dificultades con los palestinos. Los Estados Unidos sostuvieron que,
aun si aquellas fantasías propagandísticas eran ciertas, no legitimaban
retrospectivamente una invasión de Egipto). Durante la guerra de independencia
argelina, asimismo, los Estados Unidos habían rechazado el derecho alegado por
Francia a atacar una ciudad de la vecina Túnez que prestaba auxilio a las guerrillas
argelinas, y en 1964 Adlai Stevenson, embajador ante las Naciones Unidas, había
condenado al Reino Unido por atacar a una ciudad del Yemen que supuestamente
facilitaba una retaguardia a los rebeldes que actuaban en la colonia británica de Adén.
Toda esta legislación y precedentes se verían lanzados por la borda cuando Nixon
y Kissinger decidieron agrandar el concepto de «persecución en caliente» allende las
fronteras de Laos y Camboya. Incluso antes de la invasión territorial real de
Camboya, por ejemplo, y muy poco después del ascenso de Nixon y Kissinger al
poder, se preparó y ejecutó en secreto un programa de intensos bombardeos sobre el
país. No sin cierta repugnancia podríamos denominados un «menú» de bombardeos,
pues los nombres cifrados de las incursiones eran «Desayuno», «Almuerzo»,
«Refrigerio», «Cena» y «Postre». Los ataques los realizaron bombarderos B52 que —
es importante señalarlo de entrada— vuelan a una altitud demasiado alta para ser
observados desde el suelo y transportan inmensos cargamentos de explosivos: no
avisan de que se acercan y no pueden actuar con exactitud o discriminación debido
tanto a su altitud como a la masa de sus proyectiles. Entre el 18 de marzo de 1969 y
mayo de 1970, se realizaron 3.630 ataques así al otro lado de la frontera de Camboya.
La campaña de bombardeo comenzó como habría de continuar: con pleno
conocimiento de su efecto sobre civiles, y con flagrante engaño por parte del señor
Kissinger en este particular asunto.
Por ejemplo, un memorándum elaborado por la Junta de Jefes de Estado Mayor y
enviado al Departamento de Defensa y a la Casa Blanca declaraba claramente que «se
producirán algunas víctimas camboyanas durante la operación», y «el efecto del
ataque sorpresa podría ocasionar que haya más víctimas». El objetivo escogido para
«Desayuno» (Base Aérea 35) era una zona habitada, dice el memorándum, por unos
1.640 civiles camboyanos. «Almuerzo» (Base Aérea 609) estaba habitado por 198,
«Refrigerio» (Base Aérea 351) por 383, «Cena» (Base Aérea 352) por 770 y «Postre»
(Base Aérea 350) por unos 120 campesinos camboyanos. Estas cifras tan
curiosamente exactas bastan para demostrar que Kissinger mentía cuando más
adelante dijo al Comité de Relaciones Exteriores del Senado que las áreas de
Camboya elegidas para el bombardeo estaban «deshabitadas».

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A consecuencia de los bombardeos ampliados e intensificados, se ha calculado
que perdieron la vida hasta 350.000 civiles en Laos y 600.000 en Camboya. (No son
los cálculos más elevados). Las cifras de refugiados son varios múltiplos de eso.
Además, el uso extensivo de defoliantes químicos tóxicos provocaron una masiva
crisis sanitaria que naturalmente afectó sobre todo a los niños, madres recientes,
ancianos y enfermos, y que perdura hasta la actualidad.
Si bien esta guerra horrorosa y sus horrible secuelas pueden deben considerarse
una crisis moral y política de las instituciones, de al menos cinco presidentes y de la
sociedad norteamericana, no es muy difícil determinar la responsabilidad individual
durante esta etapa bélica, la más atroz e indiscriminada. Richard Nixon, como jefe
supremo, es el responsable en última instancia, y sólo por los pelos escapó a una
iniciativa del Congreso encaminada a incluir sus crímenes y engaños en los artículos
de la acusación cuya promulgación le obligó finalmente a dimitir. Pero su ayudante y
más próximo consejero, Henry Kissinger, a veces se vio forzado, y en ocasiones se
forzó a sí mismo, a actuar en la práctica como un copresidente en lo referente a
Indochina.
Por ejemplo, en los preparativos para la invasión de Camboya en 1970, Kissinger
se vio atrapado entre los criterios de sus colaboradores —varios de ellos dimitieron
en protesta cuando empezó la invasión— y la necesidad de complacer al presidente.
El presidente prestaba más oído a sus dos cómplices delictivos —John Mitchell y
Bebe Rebozo— que a su secretario de Estado y a su secretario de Defensa, William
Rogers y Melvin Laird, que se mostraron muy escépticos respecto a la ampliación de
la guerra. En una ocasión especialmente encantadora, un Nixon borracho telefoneó a
Kissinger para hablar de los planes de invasión. Luego le pasó el teléfono a Bebe
Rebozo. «El presidente quiere que sepas que si no funciona, Henry, te juegas el
pellejo». «¿No es así, Bebe?», farfulló el jefe supremo. (La conversación fue
escuchada y transcrita por un miembro del gabinete de Kissinger, William Watts, que
no tardaría en presentar su dimisión)[1]. Se podría decir que en este caso el consejero
de seguridad nacional fue presionado; sin embargo, tomó el partido de los que
preconizaban la invasión y según las memorias del general William Westmoreland,
presionó realmente para que se llevara a cabo.
Una descripción más cruda ofrece, en sus Diarios, el antiguo jefe del Estado
Mayor, H. R. Haldeman. El 22 de diciembre de 1970 anota:

Henry dijo que necesitaba ver al P[residente] hoy con Al Haig y mañana con Laird y Moorer, porque
tiene que utilizar al P[residente] para obligar a Laird y a los militares a que sigan adelante con los planes
del P[residente], que no cumplirán sin órdenes directas. Los planes en cuestión consistían… en atacar a las
fuerzas enemigas en Laos.

En sus propias memorias, The White House Years, Kissinger afirma que él usurpó la
cadena de mando habitual por la que los militares al mando en el campo de batalla
reciben, o creen recibir, órdenes del presidente y luego del secretario de Defensa.

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Alardea de que él, junto con Haldeman, Alexander Haig y el coronel Ray Sitton,
organizó «un calendario tanto militar como diplomático» para el bombardeo secreto
de Camboya. Escribe que, a bordo del Air Force One, que estaba en la pista del
aeropuerto de Bruselas el 24 de febrero de 1969, «elaboramos las directrices para el
bombardeo de los santuarios del enemigo». El coronel de aviación Sitton, el experto
en tácticas del B52 en la Junta de Jefes de Estado Mayor, señaló que el presidente no
asistió a la reunión, pero que había dicho que hablaría del asunto con Kissinger. Unas
semanas después el 17 de marzo, los Diarios de Haldeman reseñan:

Día histórico. La «Operación Desayuno» de K[issinger] por fin se ha llevado a cabo a las dos de la
tarde de nuestro horario. K[issinger] estaba muy excitado, y también el P[residente].

La reseña del día siguiente dice:

La «Operación Desayuno» de K[issinger], un gran éxito. Llegó radiante con el informe, muy
provechoso.

Y las cosas no hicieron más que mejorar. El 22 de abril de 1970, Haldeman informa
de que Nixon, que en pos de Kissinger se dirigía a una reunión del Consejo Nacional
de Seguridad sobre Camboya, «se volvió hacia mí con una gran sonrisa y dijo
“K[issinger] se está divirtiendo hoy, está jugando a Bismarck”».
Lo anterior es un insulto al Canciller de Hierro. Cuando Kissinger finalmente fue
puesto en evidencia ante el Congreso y la prensa por organizar bombardeos no
autorizados, alegó débilmente que los ataques no eran tan secretos, en realidad,
porque el príncipe Sihanuk de Camboya estaba al corriente de ellos. Tuvieron que
recordarle que un principito extranjero no podía dar permiso a un burócrata
norteamericano para violar la Constitución de los Estados Unidos. Ni tampoco, que
digamos, puede autorizar a ese burócrata a masacrar a gran número de sus «propios»
súbditos. Es difícil imaginar a Bismarck escudándose en una excusa tan despreciable.
(Vale la pena recordar que el príncipe Sihanuk se convirtió más tarde en una abyecta
marioneta de los jemeres rojos).
El coronel Sitton empezó a percatarse de que, a finales de 1969, su propia oficina
estaba siendo frecuentemente sorteada en la cuestión de seleccionar objetivos.
«Henry no sólo ocultaba cuidadosamente los ataques», dijo Sitton, «sino que estaba
leyendo los borradores de los servicios de inteligencia» y amañando las pautas de las
misiones y las incursiones aéreas. En otros departamentos confidenciales de
Washington, se advirtió también que Kissinger se estaba convirtiendo en un miembro
de comités estajanovista. Aparte del vital Comité Cuarenta, que planeaba y
supervisaba todas las acciones encubiertas en el extranjero, presidía el Washington
Special Action Group (WSAG) [Grupo de Acción Especial de Washington], el
Verification Panel [Junta de Verificación], que se encargaba del control de armas, el
Vietnam Special Studies Group [Grupo Especial de Estudios de Vietnam], que
supervisaba la dirección cotidiana de la guerra, y el Defense Program Review

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Committee [Comité de Revisión del Programa de Defensa], que supervisaba el
presupuesto del Departamento de Defensa.
Es, por lo tanto, imposible su afirmación de que ignoraba las consecuencias de los
bombardeos de Camboya y Laos; sabía más sobre ellos, y con mayor detalle, que
cualquier otra persona. Tampoco estaba sujeto a una cultura de obediencia que no le
dejaba alternativa ni argumentos en contra. Varios importantes colaboradores suyos,
sobre todo Anthony Lake y Roger Morris, dimitieron a causa de la invasión de
Camboya, y más de doscientos empleados del Departamento de Estado firmaron una
protesta dirigida al secretario de Estado William Rogers. De hecho, como ya hemos
señalado, tanto Rogers como el secretario de Defensa Melvin Laird se oponían a la
política de bombardeos de los B52, como el propio Kissinger confirma con cierta
repulsión en sus memorias. El Congreso también se oponía a una ampliación de los
bombardeos (en cuanto se convino en que fuera informado de ellos) pero, aun
después de que la administración Nixon-Kissinger se hubiera comprometido en
Capitol Hill a no intensificar los ataques, hubo un aumento del 21% en los
bombardeos de Camboya en los meses de julio y agosto de 1973. Los mapas de la
Fuerza Aérea de las zonas seleccionadas muestran que estaban, o habían estado,
densamente pobladas.
Hay que admitir que el coronel Sitton sí recuerda que Kissinger pidió que los
bombardeos evitaran las víctimas civiles. Su motivo explícito al pedirlo fue evitar o
prevenir las quejas del gobierno del príncipe Sihanuk. Pero esto no hace más que
demostrar que Kissinger era consciente de la posibilidad de que se produjeran
muertes de civiles. Si sabía lo suficiente para conocer esta probabilidad, y era el
director de la política que las causaba, y si no tomó precaución real alguna ni
reprendió a los que violaron las órdenes, la acusación contra él, en suma, está jurídica
y moralmente completa.
Ya en el otoño de 1970 un investigador independiente llamado Fred Branfman,
que hablaba laosiano y conocía el país por haber sido voluntario civil, fue a Bangkok
a entrevistar a Jerome Brown, un antiguo oficial de selección de objetivos destinado
en la embajada de Estados Unidos en la capital laosiana de Vientiane. Brown se había
retirado de la Fuerza Aérea debido a su decepción por la futilidad de los bombardeos
y su consternación por el daño infligido a civiles y a la sociedad. Dijo que la
velocidad y la altitud de los aviones hacían que los objetivos fueran prácticamente
indiscernibles desde el aire. Los pilotos decidían a menudo lanzar bombas donde ya
existían cráteres, y elegían pueblos porque eran más fáciles de localizar que las
supuestas guerrillas del Pathet Lao que se escondían en la selva. Branfman, a quien
entrevisté en San Francisco en el verano de 2000, facilitó ésta y otras informaciones a
Henry Kamm y Sydney Schanberg del New York Times, a Ted Koppel de ABC y a
muchos otros. También escribió y publicó sus hallazgos en la revista Harper, donde
no fueron cuestionados por ninguna autoridad. Presionadas por la embajada de los
Estados Unidos, las autoridades laosianas deportaron a Branfman a Estados Unidos,

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cosa que probablemente fue un error, desde su punto de vista. Hizo una
comparecencia dramática en Capitol Hill el 22 de abril de 1971, en una sesión
celebrada por el subcomité del Senado para refugiados presidido por el senador
Edward Kennedy. El antagonista de Branfman fue William Sullivan, enviado por el
Departamento de Estado y ex embajador en Laos. Branfman le acusó delante de las
cámaras de ayudar a ocultar pruebas de que la sociedad laosiana estaba siendo
mutilada por feroces bombardeos aéreos.
A raíz de esto, en parte, el congresista Pete McCloskey, de California (un
veterano muy condecorado de la guerra de Corea), hizo una visita a Laos y obtuvo
una copia de un estudio interno de la embajada norteamericana sobre los bombardeos.
Convenció asimismo a la aviación de que le proporcionase fotografías aéreas sobre el
daño infligido. Al embajador Sullivan le perturbaron tanto aquellas fotos, algunas de
ellas sacadas en zonas que él conocía, que su primera reacción fue demostrar, para su
propia satisfacción, que los ataques habían ocurrido después de haber dejado él su
puesto en Vientiane. (Más adelante se enteraría de que, por las molestias que se había
tomado, su teléfono estaba pinchado a instigación de Henry Kissinger, una de las
muchas violaciones de la legislación norteamericana que habrían de perpetrarse en el
escándalo de escuchas y de robo de Watergate, y que Kissinger, además, utilizó —en
un arranque increíble de vanidad, engaño y autoengaño— como coartada de su
desidia en la crisis de Chipre).
Tras haber hecho todo lo que pudo para exponer la pesadilla de Laos a la atención
de aquellos cuya labor constitucional era supervisar esas cuestiones, Branfman
regresó a Tailandia y de allí se fue a Phnom Penh, capital de Camboya. Consiguió
acceso a la radio de un piloto y grabó las conversaciones entre pilotos en las misiones
de bombardeo en el interior de Camboya. En ninguna ocasión hicieron
comprobaciones destinadas a tranquilizarse a sí mismos y a otros con la certeza de
que no estaban bombardeando objetivos civiles. Portavoces del gobierno de los
Estados Unidos habían declarado claramente que se efectuaban tales
comprobaciones. Branfman entregó las cintas a Sydney Schanberg, cuyo artículo
sobre ellas en New York Times apareció justo antes de que el Senado se reuniera para
prohibir en lo sucesivo los bombardeos aéreos de Camboya (la misma resolución que
Kissinger desobedeció el mes siguiente).
Branfman volvió a Tailandia y viajó a Nakhorn Phanom, en el norte, el nuevo
cuartel general de la séptima fuerza aérea norteamericana. Allí, una sala con el
nombre cifrado de «Blue Chip» servía de mando y control de la campaña de
bombardeos. Branfman, que es alto y corpulento, pudo hacerse pasar por un recluta
recién llegado de Saigón, y al final logró el acceso a esta sala de control. Dentro,
consolas, mapas y pantallas trazaban los avances de los bombardeos. Conversando
con el «oficial bombardero» de servicio, le preguntó si los pilotos alguna vez
establecían contacto antes de lanzar sus ingentes cargamentos de artillería. Oh, sí, le
aseguraron, sí lo hacían. ¿Por temor a herir a inocentes? Oh, no…, simplemente

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preocupados por la ubicación de los «equipos de tierra» de la CIA infiltrados en la
zona. El informe de Branfman a este respecto, publicado en la columna de Jack
Anderson y también en Washington Monthly, tampoco fue desmentido por fuente
oficial alguna.
Uno de los motivos por los que el mando estadounidense en el sureste asiático
dejó de emplear finalmente la expresión cruda y horripilante de «recuento de
cadáveres» fue que, como en el caso pequeño pero específico de Speedy Express,
citado más arriba, las cifras empezaron a parecer excesivas cuando se realizaba el
cómputo. A veces, la suma total de «enemigos» muertos resultaba ser, tras el
recuento, sospechosamente superior al número de presuntos «enemigos» en el capo
de batalla. La guerra, sin embargo, continuaba, con nuevas metas cuantitativas que
fijar y alcanzar. Así pues, he aquí, según el Pentágono, las cifras de víctimas desde el
primer cese de bombardeos ordenado por Johnson en marzo de 1968 hasta el mismo
mes de 1972.

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norteamericanos 31.205
regulares sudvietnamitas 86.101
«enemigo» 475.609

El subcomité del Senado para refugiados calculó que, en ese mismo período de cuatro
años, más de tres millones de civiles murieron, resultaron heridos o perdieron su
hogar. En ese mismo plazo, los Estados Unidos lanzaron 4.500.000 toneladas de alto
explosivo en Indochina. (La estimación rotal del Pentágono del tonelaje arrojado
durante toda la Segunda Guerra Mundial es de 2.044.000). Esta suma no incluye las
fumigaciones masivas con defoliantes y plaguicidas químicos, cuyos efectos sigue
padeciendo la ecología de la región. Ni incluye tampoco las minas terrestres que
hasta la fecha continúan explotando.
No está claro el modo en que computamos el asesinato o el secuestro de 35.708
civiles vietnamitas por la contraguerrilla de la CIA «Phoenix Program» durante los
primeros dos años y medio de la administración Nixon-Kissinger. Puede que haya
algún «solapamiento». Lo hay también con las acciones de otras administraciones en
todos los casos. Pero el número realmente exorbitante de muertes se produjo durante
el mando de Henry Kissinger, eran conocidas y comprendidas por él, fueron
ocultadas por él al Congreso, la prensa y el público hasta donde pudo hacerlo, en todo
caso—, y fueron objeto, cuando las criticaron, de venganzas políticas y burocráticas
ordenadas por él. Fueron asimismo, en parte, el resultado de diligencias secretas e
ilegales en Washington, que hasta desconocían casi todos los miembros del gobierno,
y de las que Henry Kissinger debía ser, y fue, el principal beneficiario.
A la hora de cerrar este punto, podría citar de nuevo a H. R. Haldeman, que ya no
tenía razones para mentir y que, mientras yo escribía este libro, estaba cumpliendo
condena de cárcel por sus delitos. Haldeman refiere la escena en Florida en que
Kissinger estaba furioso por un reportaje del New York Times que contaba parte de la
verdad sobre Indochina:

Henry telefoneó a J. Edgar Hoover a Washington desde Kay Biscayne la mañana de mayo en que
apareció la crónica del Times.
Según la reseña que hace Hoover de la llamada, Henry dijo que la crónica utilizaba «información
secreta sumamente nociva». Siguió diciendo que «no sabía si hacer un considerable esfuerzo para
averiguar de dónde procedía… y emplear todos los recursos que necesito para descubrir quién la ha
divulgado. Le he dicho que me ocuparía del asunto inmediatamente».
Henry no era tonto, por supuesto. Telefoneó a Hoover unas horas más tarde para recordarle que la
investigación debía realizarse discretamente, «de forma que no salgan a relucir cosas». Hoover debió de
sonreír, pero dijo que de acuerdo. Y a las cinco de la tarde llamó a Henry para informarle de que el
reportero del Times «debe de haber obtenido parte de su información de la oficina de asuntos públicos del
Departamento de Defensa para el sureste asiático». Más concretamente, Hoover sugirió que la fuente podía
ser un hombre llamado Mort Halperin (un miembro del gabinete de Kissinger) y otro hombre que trabajaba
en la agencia de análisis de sistemas… Según la nota de Hoover, Kissinger expresó que «lo voy a llevar lo
más lejos que pueda y destruirán a quien lo haya hecho, si le descubrimos, sea quien sea».
La última línea de la nota de Hoover describe con exactitud la cólera de Henry, tal como yo la
recuerdo.
Sin embargo, Nixon estaba ciento por ciento detrás de las escuchas. Y yo también. Así que el programa
se puso en marcha, inspirado por la ira de Kissinger, pero ordenado por Nixon, que no tardó en ampliarlo

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para incluir a periodistas. Al final, diecisiete personas fueron sometidas a escuchas realizadas por el FBI,
entre ellas siete miembros del Consejo Nacional de Seguridad de Kissinger y tres del gabinete de la Casa
Blanca.

Y así nacieron los «fontaneros» y dio comienzo el asalto contra la legislación del país
y la democracia que ellos emprendieron. Al comentar el lamentable epílogo de estos
procedimientos, Haldeman escribió que todavía creía que el ex presidente Nixon (que
por entonces aún vivía) debería acceder a la entrega de las cintas restantes. Pero:

Esta vez mi criterio no lo comparte sin duda el hombre que fue uno de los motivos de la decisión
original de proceder a las escuchas. Henry Kissinger está resuelto a impedir que las cintas se hagan
públicas…
Nixon señaló que Kissinger era realmente el que más tenía que perder si las cintas llegaban al público.
Henry pensaba, obviamente, que las cintas revelarían cantidad de cosas que él había dicho y que serían
muy perjudiciales para su imagen pública.
Nixon dijo que al hacer el pacto para la custodia de los documentos presidenciales, que fue
inicialmente anunciado después de su indulto, pero que luego fue anulado por el Congreso, fue Henry
quien le llamó e insistió en que Nixon tenía derecho a destruir las cintas. Eso fue, por supuesto, la causa de
que se anulara el pacto.

Una sociedad que ha sido «pinchada» tiene el derecho a exigir que los «fontaneros»
sean obligados a una restitución en forma de revelación completa. El litigio para
depositar las cintas de Nixon bajo la custodia pública sólo ha concluido en parte;
ninguna crónica veraz de los años de Vietnam estará terminada hasta que el papel de
Kissinger en lo que ya sabemos haya sido hecho plenamente transparente.
Hasta entonces, la participación de Kissinger en la violación de las leyes
norteamericanas al término de la guerra de Vietnam representa un contrapunto
perfecto a la acción encubierta de 1968 que contribuyó a auparle al poder. Los dos
paréntesis contienen una serie de premeditados crímenes de guerra que aún son
capaces de dejarnos atónitos.

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4. BANGLADESH: UN GENOCIDIO, UN GOLPE DE
ESTADO Y UN ASESINATO

Los anales de la diplomacia norteamericana contienen muchas páginas imperecederas


de humanismo, que pueden, y deben, contrastar con los chanchullos sórdidos y
desalentadores que refiere este libro. Podríamos citar los extraordinarios despachos
del embajador Henry Morgenthau desde su puesto en la Turquía otomana, en los que
utilizaba informes consulares y del servicio de inteligencia para dar cuenta de la
deliberada matanza estatal de la minoría armenia, el primer genocidio del siglo XX.
(Como la palabra «genocidio» aún no había sido acuñada, el embajador Morgenthau
utilizaba los términos —en cierto modo más expresivos— de «asesinato racial»).
En 1971, se entendía muy fácilmente la palabra «genocidio». Afloraba en un
telegrama de protesta del consulado de los Estados Unidos en lo que entonces era
Pakistán oriental: la rama «bengalí» del estado musulmán de Pakistán, llamado
Bangladesh por sus intranquilos habitantes nacionalistas. El telegrama fue escrito el 6
de abril de 1971 y lo firmaba el cónsul general en Dacca, Archer Blood. Pero en
cualquier caso podría haber sido conocido como el telegrama «Blood».[1] También
enviado directamente a Washington, difería del documento de Morgenthau en una
cosa. No era tanto un informe sobre un genocidio como una denuncia de la
complicidad en él del gobierno de Estados Unidos. Su sección principal dice así:

Nuestro gobierno no ha denunciado la supresión de la democracia. Nuestro gobierno no ha denunciado


las atrocidades. Nuestro gobierno no ha tomado medidas enérgicas para proteger a sus ciudadanos al
mismo tiempo que daba un paso atrás para aplacar al gobierno dominado de Pak[istán] occidental y
atenuar cualquier reacción, bien merecida, por parte de las relaciones públicas internacionales contra ellos.
Nuestro gobierno ha dado muestras de lo que muchos juzgarán que es una bancarrota moral, irónicamente
en un momento en que la URSS envió al presidente Yahya kan un mensaje defendiendo la democracia,
condenando la detención de un dirigente de un partido de la mayoría democráticamente elegido, pro
occidental, dicho sea de paso, y pidiendo el fin de las medidas represivas y del baño de sangre… Pero
nosotros hemos optado por no intervenir, ni siquiera moralmente, so pretexto de que el conflicto de
Awami, en el que por desgracia la trillada palabra de genocidio es aplicable, es un asunto puramente
interno de un Estado soberano. Ciudadanos norteamericanos han expresado su repugnancia. Nosotros,
como funcionarios profesionales, expresamos nuestra discrepancia con la política actual y confiamos
fervientemente en que se definan nuestros intereses auténticos y duraderos aquí y se replanteen nuestras
directrices.

Firmaban el documento veinte miembros de la legación diplomática de los Estados


Unidos en Bangladesh y, al llegar al Departamento de Estado, otros nueve altos
funcionarios de la división del sur de Asia. Era la démarche más pública y más
vigorosamente redactada de los funcionarios adscritos al Departamento de Estado que
se haya realizado nunca.
Las circunstancias justificaban plenamente la protesta. En diciembre de 1970, la
élite militar paquistaní permitió las primeras elecciones libres durante un decenio.

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Las ganó con facilidad el jeque Mujibur Rahman, el líder de la Liga Awami, con base
bengalí, que obtuvo una amplia mayoría en la prevista Asamblea Nacional. (Sólo en
el Este, ganó 167 de 169 escaños). Esto, entre otras cosas, representaba un desafío a
la hegemonía política, militar y económica del «ala» occidental. La Asamblea
Nacional debía constituirse el 3 de marzo de 1971. El 1 de marzo, el general Yahya
kan, jefe del régimen militar supuestamente saliente, pospuso esta convocatoria. La
medida provocó protestas masivas y desobediencia civil no violenta en el Este.
El 25 de marzo, el ejército paquistaní atacó la capital bengalí de Dacca. Tras
detener y secuestrar a Rahman, y conducirle al oeste de Pakistán, comenzaron a
aplastar a sus seguidores. La prensa extranjera había sido preventivamente expulsada
de la ciudad, pero gran parte del testimonio directo de lo ocurrido procedía de un
transmisor de radio operado por el consulado de Estados Unidos. El propio Archer
Blood refirió un episodio directamente al Departamento de Estado y al Consejo
Nacional de Seguridad de Kissinger. Tendida una emboscada, soldados regulares
paquistaníes prendieron fuego a la residencia universitaria de mujeres y acribillaron
con ametralladoras a quienes trataron de escapar. (Estas armas, junto con el
armamento restante, habían sido suministradas en virtud de los programas de ayuda
militar norteamericana).
El valiente reportero Anthony Mascarhenas envió otros informes, más tarde
ampliamente confirmados, al Times y al Sunday Times de Londres que horrorizaron al
mundo. Violaciones, asesinatos, descuartizamientos y asesinatos programados de
niños se utilizaron como métodos de represión e intimidación deliberados. La
carnicería acabó con la vida de por lo menos 10.000 civiles en los tres primeros días.
La cifra total de muertos nunca ha sido calculada por debajo de medio millón de
personas, y en algunos cálculos llega a los tres millones. Como casi todos los
ciudadanos hindúes corrían peligro a manos del chauvinismo militar paquistaní (y no
es que escatimaran a los correligionarios paquistaníes musulmanes), un vasto
movimiento de refugiados —quizá hasta diez millones— empezó a cruzar la frontera
india. Resumamos: primero, la negativa directa a admitir el resultado de unas
elecciones democráticas; segundo, la aplicación de una política genocida; tercero, la
gestación de una crisis internacional muy peligrosa. En breve plazo de tiempo, el
embajador Kenneth Keating, el diplomático norteamericano de más alto rango en
Nueva Delhi, sumó su voz a la de los discrepantes. Dijo a Washington que era el
momento de que una resistencia de principio contra los autores de estas agresiones y
atrocidades representase asimismo la conducta más pragmática. Keating, un ex
senador de Nueva York, empleó una frase muy sugerente en su telegrama del 29 de
marzo de 1971, instando a la administración a que «condene esta brutalidad pronta,
pública y prominentemente». Advirtió que era «sumamente importante adoptar estas
acciones ahora, antes de la inevitable e inminente aparición de horribles verdades».
Nixon y Kissinger actuaron rápidamente. Es decir, Archer Blood fue destituido de
inmediato, y el presidente le dijo a Kissinger, con cierto desprecio, que el embajador

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Keating «se había pasado al bando de los indios». A finales de abril de 1971, en lo
más cruento de las matanzas, Kissinger envió un mensaje al general Yahya kan
agradeciéndole su «delicadeza y tacto».
Ahora conocemos una de las razones de que este general fuera tan apreciado, en
una época en que se había hecho responsable —así como sus patronos— de los más
graves crímenes de guerra y de crímenes contra la humanidad. En 1971, un equipo de
pingpong norteamericano había aceptado una invitación por sorpresa para competir
en Pekín, y a fines de ese mes, utilizando como intermediario al embajador
paquistaní, las autoridades chinas habían enviado una carta a Nixon invitándole a que
mandara un emisario. Así pues, había un motivo de realpolitik en la vergüenza de que
Nixon y Kissinger fueran a visitar en su propio país a los cómplices de la
exterminación de los bengalíes.
Quienes quieran alegar la realpolitik, sin embargo, tal vez deseen considerar
algunas otras circunstancias. Existía ya, y había existido desde hacía algún tiempo, un
conducto de comunicación trasero entre Washington y Pekín. Pasaba por la Rumanía
de Nicolae Ceausescu: no era una opción mucho más decorativa pero tampoco era, en
aquella fase, una claramente criminal. No había razones para limitar los
acercamientos a una persona seria como Chu En Lai al estrecho cauce que brindaba
un déspota sanguinario (y fugaz, como se vio) como el «delicado y diplomático»
Yahya kan. En otras palabras, o Chu En Lai quería contactos o no los quería. Como
ha escrito Lawrence Lifschultz, el principal historiador de este período:

Winston Lord, segundo de Kissinger en el Consejo Nacional de Seguridad, recalcó a los investigadores
la racionalización interna realizada dentro de los escalones superiores de la administración. Lord dijo [a los
miembros del Carnegie Endowment for International Peace]: «Teníamos que demostrar a China que
éramos un gobierno con el que se puede pactar. Teníamos que demostrarle que respetamos a un amigo
mutuo». Que se supusiera, al cabo de dos decenios de animosidad beligerante con la República Popular,
que el simple apoyo a Pakistán en su sangrienta guerra civil servía para demostrar a China que los Estados
Unidos «eran un gobierno con el que se puede pactar», era una declaración engañosa que los observadores
más cínicos de los acontecimientos, tanto dentro como fuera del gobierno norteamericano, consideran que
ha sido una excusa para justificar la simple conveniencia del vínculo con Islamabad; un vínculo que
Washington no deseaba imperativamente modificar.

En segundo lugar, el conocimiento de esta diplomacia secreta y sus privilegios


concomitantes liberaban obviamente al general paquistaní de todas las trabas que
hubieran podido inhibirle. Dijo a sus colaboradores más próximos, entre ellos su
ministro de Información, G. W. Choudhury, que su entendimiento privado con
Washington y Pekín le protegerían. Choudhury escribió más tarde: «Si Nixon y
Kissinger no le hubieran dado aquella falsa esperanza, el general habría sido más
realista». De modo que la connivencia con él en la cuestión de China agrava la
complicidad directa de Nixon y Kissinger en las matanzas. (Hay otra reflexión que
queda fuera del alcance de este libro y que implica la pregunta: ¿por qué Kissinger
restringió su relación diplomática con China a conductos facilitados por regímenes
autoritarios o totalitarios? ¿Por qué no era igualmente fácil, cuando no más fácil, una

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diplomacia abierta? La respuesta, que también cae fuera del ámbito de este libro, es
evidentemente que actuar a escondidas, aunque no fuese algo esencial de por sí, lo
era en el caso de que Nixon y Kissinger tuviesen que asumir la autoría de estas
gestiones).
En cualquier caso, no es posible argumentar que la protección de la
correspondencia privada de Kissinger con China valiese el sacrificio intencionado de
cientos de miles de civiles bengalíes. Y —lo que es aún peor— posteriores y más
amplias revelaciones nos permiten ahora dudar de que tal fuese el verdadero motivo.
La política de Kissinger hacia Bangladesh bien puede haber sido orquestada en gran
parte por sí misma, como un medio de satisfacer la animosidad de Kissinger contra la
India y de impedir, en todo caso, la autodeterminación de Bangladesh como Estado.
La palabra «sesgo», un término diplomático de uso común que significa esa
mezcla de señales, matices y códigos que describen una preferencia de política
exterior que a menudo es demasiado engorrosa para ser confesada abiertamente, tiene
su origen precisamente en este funesto episodio. El C: de marzo de 1971, Kissinger
convocó una reunión del Consejo Nacional de Seguridad y —anticipándose a la crisis
en las relaciones entre Pakistán oriental y occidental, que para entonces ya era
palpable y previsible para los asistentes a la reunión— insistió en que no se tomaran
medidas preventivas. Se opuso firmemente a los consejeros que propusieron que se
formulara una advertencia al general Yahya kan, recomendándole, en síntesis, que
respetara el resultado de las elecciones. La política posterior de Kissinger fue la
señalada más arriba. Al volver de China en julio, empezó a hablar con frases casi
maoístas sobre una conjura soviético-india para desmembrar y hasta anexionar parte
de Pakistán, lo que obligaría a China a intervenir en el bando paquistaní. (A la vista
de esta confrontación imaginaria, impartió al almirante Elmo Zumwalt la orden
incordiante de enviar el portaaviones Enterprise desde la costa de Vietnam hasta el
golfo de Bengala, sin asignarle ninguna misión concreta). Pero ningún analista del
Departamento de Estado o de la CIA avaló un vaticinio tan peregrino y, en una
reunión del Senior Review Group, Kissinger perdió los estribos ante aquella
insubordinación. «El presidente siempre dice que el sesgo va hacia Pakistán, pero
todas las propuestas que recibo van en la dirección contraria. A veces creo que estoy
en un manicomio». La Casa Blanca de Nixon estaba, por cierto, convirtiéndose
exactamente en eso, pero los oyentes de Kissinger sólo tuvieron tiempo de reparar en
que un nuevo vocablo de poder había entrado en la jerga de crisis y conspiración que
se usaba en Washington.
«El presidente siempre dice que el sesgo va hacia Pakistán». Esto, por lo menos,
era cierto. Mucho antes de que concibiese su «diplomacia china», incluso durante los
años en que despotricaba contra la «China roja» y sus simpatizantes, Nixon detestaba
al gobierno de la India y expresó una cálida simpatía por Pakistán. Muchos de sus
biógrafos y allegados, entre ellos Kissinger, han dejado constancia de la particular
aversión que Nixon sentía (más justificada, quizá) por la persona de Indira Gandhi.

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Siempre se refería a ella como «esa perra», y en una ocasión la tuvo esperando —un
hecho sin precedentes— cuarenta minutos delante de la puerta de la Casa Blanca. Sin
embargo, la animadversión comenzó por la inquina que Nixon le tenía a su padre,
Pandit Nehru, y por la antipatía más general que profesaba al patrocinio, por parte de
Nehru junto con Makarios, Tito y Sukarno, del movimiento de No Alineados. No
cabe duda de que con o sin una oculta «baza china», el general Yahya kan habría
gozado de un trato y una atención comprensivas por parte de este presidente y, en
consecuencia, de su consejero de seguridad nacional.
Lo indica claramente la conducta posterior de Kissinger, como secretario de
Estado, con respecto a Bangladesh como país y al jeque Mujib, líder de la Liga
Awami y más adelante padre de la independencia de Bangladesh, como político.
Hostilidad sin cuartel y desprecio fueron las rúbricas patentes en ambos casos.
Kissinger había recibido muy malas y hasta burlonas— críticas de la prensa por su
gestión de la crisis de Bangladesh, y en cierto modo le habían estropeado su
presuntamente hora de esplendor en China. Llegó a guardar rencor a los bangladeses
y a su dirigente Mujib, a quien incluso comparó (según su ayudante entonces, Roger
Morris) con Allende.
En 1973, en cuanto fue nombrado secretario de Estado, degradó a todos los que
habían firmado en 1971 la protesta contra el genocidio. En el otoño del año siguiente,
1974, infligió una serie de desaires a Mujib, a la sazón en su primera visita a los
Estados Unidos como jefe de Estado. Kissinger boicoteó en Washington la entrevista
de quince minutos que concedió a Mujib el presidente Ford. Se opuso asimismo a la
principal petición de Mujib, consistente en envíos de emergencia de cereales
norteamericanos y ayuda para aliviar el peso de la deuda, con el fin de que el país se
recuperase de la devastación causada por el amigo y aliado de Kissinger. Por citar de
nuevo a Roger Morris: «Por parte de Kissinger, había una firme actitud hacia ellos de
lejana no interferencia. Puesto que habían tenido la audacia de independizarse de uno
de mis Estados clientes, que los malditos flotasen por su cuenta durante una
temporada». Por esa época se le oyó a Kissinger decir que Bangladesh era «un caso
perdido internacional», juicio que, en la medida en que era cierto, tuvo la virtud de
cumplirse solo.
En noviembre de 1974, en una breve gira que para salvar la cara Kissinger realizó
por la región, hizo una parada de ocho horas en Bangladesh y dio una conferencia de
prensa que duró tres minutos y en la cual se negó a decir por qué tres años antes había
enviado el portaaviones Entreprise al golfo de Bengala. Ahora sabemos que, pocas
semanas después de la partida de Kissinger, una facción de la embajada
norteamericana en Dacca empezó a reunirse subrepticiamente con un grupo de
oficiales bangladeses que estaban planeando un golpe contra Mujib. El 14 de agosto
de 1975, Mujib y cuarenta miembros de su familia fueron asesinados en una asonada
militar. Pocos meses después, sus antiguos y más próximos asociados políticos
murieron a golpes de bayoneta en sus celdas de prisión.[1]

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El Comité de Relaciones Exteriores del Senado estaba por entonces efectuando su
sensacional investigación sobre la participación de la CIA en asesinatos y subversión
en el Tercer Mundo. El concepto de «doble vía», en virtud del cual un embajador
norteamericano como Ed Korry en Chile pudo descubrir que sus oficiales de
inteligencia y sus agregados militares actuaban a sus espaldas y por encima de su
cabeza, secretamente autorizados por Washington, y dirigían su propio tinglado, no
era todavía una expresión conocida. Sin embargo, una investigación exhaustiva
realizada por Lawrence Lifschultz, de la Universidad de Yale, ahora brinda sólidos
indicios de que un plan de «doble vía» se aplicó igualmente en Bangladesh.
El hombre instalado en la presidencia de Bangladesh por los jóvenes oficiales que
asesinaron a Rahman era Khondakar Mustaque, generalmente considerado el líder de
la facción derechista dentro de la Liga Awami. Hizo malabarismos para afirmar que
el golpe le había pillado totalmente por sorpresa, y que los jóvenes comandantes que
lo habían dirigido —los comandantes Farooq, Rashid y otros cuatro, al mando de un
destacamento compuesto por sólo trescientos hombres— habían «actuado por su
cuenta». Añadió que no conocía a los oficiales sublevados. Estas negaciones son, por
supuesto, habituales, cuestiones casi de protocolo. Lo son también las subsiguientes
declaraciones de Washington, que aseguran invariablemente que tal o cual
insurrección política ha pillado completamente desprevenido al sistema de
recopilación de informaciones secretas más grande y poderoso del mundo. Se hizo
igualmente la consabida declaración poco después del asesinato de Dacca.
El tema de portada (podríamos llamarlo la versión de las coincidencias) gotea por
todas partes y hasta el examen más superficial lo desarma. El comandante Rashid fue
entrevistado en el aniversario del golpe por Anthony Mascarhenas, el héroe
periodístico de la guerra de Bangladesh. Confirmó que se había reunido con
Mustaque antes del golpe, y de nuevo en los días inmediatamente anteriores al
mismo, De hecho, un alto oficial de Bangladesh había concertado encuentros entre
Mustaque y los amotinados más de seis meses antes del derrocamiento de Mujib.
El embajador de Estados Unidos en Dacca, Davis Eugene Booster, estaba
enterado de que se tramaba un golpe. También estaba al corriente de las muy
controvertidas sesiones del Congreso en Washington, que habían revelado las
fechorías de altos funcionarios y arruinado la carrera de muchos oficiales negligentes
del servicio exterior. Ordenó que se cortaran todos los contactos entre su embajada y
los oficiales sediciosos. Su alarma y disgusto, en consecuencia, fueron grandes el 14
de agosto de 1975. Los hombres que se habían apoderado del poder eran los mismos
que aquellos con los que había ordenado que cesaran los contactos. Fuentes de la
embajada han confirmado desde entonces a Lifschultz que a) funcionarios
norteamericanos habían sido abordados por los oficiales que planeaban el golpe, a los
que en absoluto habían desalentado, y b) que el embajador Booster había llegado al
convencimiento de que el centro de la CIA estaba utilizando un conducto trasero sin
que él lo supiera. Tal actividad no hubiera tenido sentido, y hubiese sido inútilmente

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arriesgada, de no haberse extendido hasta Washington, donde, como ahora es notorio,
los hilos del Comité Cuarenta y del Consejo Nacional de Seguridad eran manejados
firmemente por un solo puño.
Philip Cherry, jefe por entonces del centro de la CIA en Bangladesh, fue
entrevistado por Lifschultz en septiembre de 1978. Se mostró vago y evasivo incluso
respecto a si había realizado aquel trabajo, pero dijo: «Hay una cosa. Hay políticos
que abordan con frecuencia a las embajadas y que quizá tengan contactos en ellas.
Creen que pueden establecer contactos». El paso del funcionario al político es
sugestivo. Y, por supuesto, quienes piensan que pueden establecer contactos pueden
incluso actuar como si los tuvieran, a menos que se les aconseje otra cosa.
Khondakar Mustaque no sólo pensaba que tenía contactos con la embajada del
gobierno de Estados Unidos, e incluso con el propio Kissinger, sino que en efecto
tenía esos contactos, y los había tenido desde 1971. En 1973, en Washington, y con
posterioridad a la revuelta sin precedentes de diplomáticos profesionales contra la
política de Kissinger en Bangladesh, el Carnegie Endowment for International Peace
(editor de la revista Foreign Policy) llevó a cabo un estudio completo del sesgo que
había puesto a los Estados Unidos en el mismo bando que los perpetradores de
genocidio. Más de ciento cincuenta altos funcionarios del Departamento de Estado y
de la CIA aceptaron ser entrevistados. Roger Morris, el antiguo asesor de Kissinger,
coordinó el estudio. El resultado de esta investigación que duró nueve meses nunca se
ha hecho público, debido a discrepancias internas en el Carnegie, pero el material fue
puesto a la disposición de Lifschultz y establece una conclusión indubitable.
En 1971, Henry Kissinger había hecho lo imposible en su intento de dividir a la
Liga Awami, ganadora de las elecciones, y de diluir sus peticiones de independencia.
Para prestar este servicio al general Yahya kan, había comenzado un acercamiento
encubierto a Khondakar Mustaque, que dirigía la minúscula minoría dispuesta a
negociar sobre la cuestión fundamental. Un «Memorándum for the Record»
recientemente descubierto nos da detalles sobre una reunión celebrada en la Casa
Blanca entre Nixon, Kissinger y otros el 11 de agosto de 1971, en la que el
subsecretario de Estado John Irwing informó: «Hemos conocido hace algunos días la
posibilidad de que algunos dirigentes de la Liga Awami en Calcuta quieran negociar
con Yahya sobre la base de renunciar a su petición de independencia de Pakistán
oriental». Esto sólo puede haberse referido al gobierno provisional de Bangladesh,
constituido en el exilio en Calcina después de las matanzas, y sólo puede haber sido
una tentativa de eludir su liderazgo. La consecuencia de este torpe acercamiento fue
que Mustaque quedó al descubierto y sometido a detención domiciliaria en octubre de
1971, y que el funcionario político norteamericano que contactó con él, George
Griffin, fue declarado persona non grata cuando le designaron, diez años después,
para ocupar la embajada de Estados Unidos en Nueva Delhi.
Los implicados en los preparativos militares para el golpe han dicho a Lifschultz
que ellos también seguían una política de «doble vía». Eran oficiales jóvenes,

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dispuestos a amotinarse, y había un oficial de mayor graduación —el futuro dictador,
el general Zia— que estaba dispuesto pero más dubitativo. Ambas facciones aseguran
que, naturalmente, hablaron de antemano con sus contactos norteamericanos, y que
éstos les dijeron que «no había problema» en derrocar a Mujib. Corrobora esto, al
menos en parte, una carta firmada por el congresista Stephen J. Solarz, del Comité de
Relaciones Exteriores, que se comprometió a investigar el caso para Lifschultz en
1980, y que el 3 de junio de ese año le escribió: «Con respecto a las reuniones en la
embajada, entre noviembre de 1974 y enero de 1975, con oponentes del régimen de
Rahman, el Departamento de Estado, una vez más, no niega que dichas reuniones se
celebraran». Lo cual parece desmentir lo que dice Cherry, de la CIA, aunque la carta
prosiga diciendo: «El Departamento asegura que informó a Rahman de estas
reuniones, así como de la posibilidad de un golpe». Si es cierto, es la primera vez que
se afirma tal cosa, y en nombre del hombre que fue asesinado durante el golpe de
Estado y no puede refutarlo. Reconocerlo es más fuerte, en todo caso, que afirmarlo.
El congresista Solarz envió las preguntas acerca de la participación de la CIA a la
oficina del congresista Les Aspin, del Comité Restringido Permanente sobre
Inteligencia, el cual, como él dijo, es el que «tiene más posibilidades de conseguir
acceso al correo telegráfico de la CIA y a las cifras pertinentes en la comunidad del
espionaje». Pero la carta que envió se extravió de alguna forma en el camino, y nunca
llegó a las manos del comité de investigación correspondiente, y poco después la
balanza del poder en Washington osciló desde Carter a Reagan.
Sólo reabriendo una investigación del Congreso con facultad para cursar órdenes
de comparecencia podría determinarse si hubo una conexión directa, aparte de las
pruebas evidentes de coherencia política obtenidas gracias a recurrentes testimonios
fidedignos, entre la diplomacia secreta genocida de 1971 y la diplomacia secreta
desestabilizadora de 1975. La tarea de desmentir tal conexión, entretanto, se diría que
recae en quienes creen que todo fue un mero accidente.

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5. CHILE

En una famosa expresión de su desprecio por la democracia, Kissinger declaró una


vez que no veía razón para que a determinado país se le permitiera «hacerse
marxista» simplemente porque «su gente es irresponsable». El país en cuestión era
Chile, que en la época de este comentario tenía una reputación justificada de ser la
democracia pluralista más desarrollada del hemisferio meridional de las Américas. El
pluralismo se tradujo, en los años de la guerra fría, en un electorado que votó un
tercio conservador, un tercio socialista y comunista y un tercio democristiano y
centrista. Esto había hecho relativamente fácil impedir que el elemento marxista
tuviera su turno en el gobierno, y desde 1962 la CIA se había contentado, en líneas
generales —como en Italia y en otros países comparables—, con financiar a los
partidos fiables. Sin embargo, en las elecciones de 1970, el candidato de la izquierda
obtuvo una ligera mayoría relativa del 36,2% en las elecciones presidenciales.
Divisiones en la derecha, y la adhesión a la izquierda de algunos partidos radicales y
cristianos más pequeños, dieron la certeza moral de que el Congreso chileno, después
del tradicional interregno de sesenta días, investiría presidente al doctor Allende. Pero
el solo nombre de Allende era anatema para la extrema derecha chilena, para ciertas
empresas poderosas (en especial ITT, Pepsi Cola y el Chase Manhattan Bank) que
hacían negocios en Chile y Estados Unidos, y para la CIA.
Esta animadversión no tardó en contagiar al presidente Nixon. Estaba
personalmente en deuda con Donald Kendall, el presidente de Pepsi Cola, que le
había concedido su primera cuenta de gastos cuando Nixon, un joven abogado,
ingresó en el bufete neoyorquino de John Mitchell. Una serie de reuniones en
Washington, celebradas al cabo de once días de la victoria electoral de Allende,
sellaron prácticamente la suerte de la democracia chilena. Tras unas conversaciones
con Kendall y con David Rockefeller, del Chase Mahattan, y con el director de la
CIA, Richard Helms, Kissinger fue con este último al Despacho Oval. Las notas que
Helms tomó de la reunión muestran que Nixon no malgastó esfuerzos en dar a
conocer sus deseos. Allende no debía asumir el cargo. «Sin correr riesgos. Sin
participación de la embajada. Diez millones de dólares disponibles, más si es
necesario. Trabajo de dedicación plena… los mejores hombres que tenemos… Que se
movilice la economía. Un plan de acción en cuarenta y ocho horas».
Documentos desclasificados revelan que Kissinger —que hasta entonces no sabía
nada de Chile ni el país le importaba un pimiento, pues lo había descrito
displicentemente como «una daga que apunta al corazón de la Antártida»— se tomó
en serio esta oportunidad de impresionar a su jefe. Se formó un grupo en Langley,
Virginia, con el propósito expreso de aplicar una política de «doble vía» en Chile: una
de diplomacia ostensible y otra —desconocida para el Departamento de Estado o el

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embajador en Chile, Edward Korry— que era una estrategia de desestabilización,
secuestros y asesinatos encaminados a provocar un golpe militar.
Hubo obstáculos a largo y a corto plazo en la incubación de esta injerencia, sobre
todo en el breve período interno de que disponían antes de que Allende jurase su
cargo. El escollo a largo plazo era la tradición de que los militares se abstenían de
intervenir en política, una tradición que distinguía al país de sus vecinos. Esta cultura
militar no iba a degradarse de la noche a la mañana. El obstáculo a corto plazo residía
en la figura de un hombre: el general René Schneider. Como jefe del Estado Mayor
de Chile, se oponía inflexiblemente a que los militares se inmiscuyeran en el proceso
electoral. En consecuencia, en una reunión mantenida el 18 de septiembre de 1970,
fue acordado que el general Schneider tenía que desaparecer.
El plan consistía en que lo secuestraran oficiales extremistas, de tal manera que
pareciese que elementos izquierdistas y partidarios de Allende habían urdido el
complot. Se esperaba que la confusión resultante induciría al Congreso chileno,
atemorizado, a denegar la presidencia a Allende. Se ofreció una suma de 50.000
dólares en la capital de Chile, Santiago, a cualquier oficial u oficiales lo bastante
emprendedores como para asumir la tarea. Richard Helms y su director de
operaciones clandestinas, Thomas Karamessines, le dijeron a Kissinger que no eran
optimistas. Los círculos militares vacilaban y estaban divididos, o bien eran leales al
general Schneider y a la Constitución chilena. «Intentamos explicar a Kissinger lo
escasas que eran las posibilidades de éxito». Kissinger, firmemente, dijo a Helms y a
Karamessines que siguieran adelante, a pesar de todo.
Aquí se impone una pausa de recapitulación. Un funcionario no elegido de los
Estados Unidos se reúne con otros, sin el conocimiento ni la autorización del
Congreso, para planear el secuestro de un alto oficial respetuoso de la Constitución
de un país democrático con el que Estados Unidos no está en guerra y con el que
mantiene relaciones diplomáticas cordiales. Las actas de la reunión acaso tengan un
aspecto oficial (aunque fueron ocultadas a la luz del día durante un tiempo lo
suficientemente largo), pero lo que aquí estamos analizando es una «agresión»: un
ejemplo de terrorismo con respaldo estatal.
El embajador Korry ha testificado que dijo al personal de su embajada que no
mantuviera ningún contacto con un grupo qué se autodenominaba Patria y Libertad,
un grupo cuasi fascista que se proponía desafiar el resultado electoral. Envió tres
telegramas a Washington advirtiendo a sus superiores de que tampoco contactaran
con ellos. Ignoraba que sus propios agregados militares habían recibido instrucciones
de ponerse en contacto con el grupo y de ocultárselo a él. Y cuando el presidente
saliente de Chile, el democratacristiano Eduardo Frei, anunció que se oponía a
cualquier intervención norteamericana y que votaría para confirmar al legalmente
elegido Allende, fue precisamente a este grupo al que se dirigió Kissinger. El 15 de
octubre de 1970 fue informado de que un oficial de extrema derecha, el general
Roberto Viaux, que tenía vínculos con Patria y Libertad, estaba dispuesto a aceptar el

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encargo secreto de retirar al general Schneider del tablero de juego. La palabra
«secuestro» se seguía empleando en esta fase y a menudo se sigue empleando. El
grupo «doble vía» de Kissinger autorizó el suministro de ametralladoras y de
granadas de gas lacrimógeno a los cómplices de Viaux, y no parece que preguntaran
qué harían con el general una vez que lo tuviesen en su poder.
Dejemos que los documentos refieran la historia. Un telegrama de la CIA al grupo
«doble vía» de Kissinger, fechado en Santiago el 18 de octubre de 1970, dice lo
siguiente (con los nombres todavía tachados a efectos de «seguridad» y las
identidades encubiertas escritas a mano —en mis corchetes— por el siempre
concienzudo servicio de redacción):

1. [El agente del centro] se ha reunido clandestinamente la noche del 17 de octubre con [dos oficiales
de las fuerzas armadas chilenas], que le han dicho que estaban haciendo más progresos de lo que
pensaban. Pidieron que la noche del 18 de octubre [el agente] les entregara de ocho a diez granadas
lacrimógenas. En el plazo de cuarenta y ocho horas necesitaban tres metralletas de calibre 45 («grease
guns») con 500 municiones cada una. [Un oficial] comentó que él tenía tres ametralladoras, pero que por
su número de serie podían descubrir que se las habían entregado a él y por lo tanto no podían utilizarlas.
2. [Los oficiales] dijeron que tenían que cambiar de sitio porque creían que sospechaban de ellos y que
eran vigilados por partidarios de Allende. [Un oficial] llegó tarde porque había tenido que tomar
precauciones para burlar la posible vigilancia de uno o dos taxis con antenas dobles que él creía que
utilizaba la oposición contra él.
3. [El agente] preguntó si [los oficiales] tenían contactos con la fuerza aérea. Respondieron que no,
pero que les gustaría tenerlos. Desde entonces [el agente] había tratado de establecerlo por su cuenta con
[un general de la aviación chilena] y seguiría intentándolo hasta conseguirlo. Le instaría [al general] a
reunirse lo antes posible con [otros dos oficiales]. [El agente] comentó al centro que [el general de la
fuerza aérea] no había intentado contactar con él desde la conversación mencionada.
4. Observación [del agente]: no sabe quién es el dirigente de este movimiento pero tiene grandes
sospechas de que es el almirante [tachado]. [Su contacto] dice que a juzgar por acciones y supuestas
sospechas de Allende sobre ellos, si no actúan pronto están perdidos. Intentará obtener más información de
ellos la noche del 18 de octubre respecto al apoyo con que creen que cuentan.
5. El centro proyecta entregar seis granadas lacrimógenas (que llegarán por correo especial al mediodía
del 18) [al agente] para que las entregue a [oficiales de las fuerzas armadas] en lugar de que [el falso
oficial] las entregue al grupo de Viaux. Nuestra opción es que [el agente] trate con oficiales en activo.
Además [el falso oficial] se marcha la noche del 18 de octubre y no será reemplazado, pero [el agente] se
quedará allí. De ahí la importancia de que se refuerce la credibilidad [del agente] ante [oficiales de las
fuerzas armadas] mediante la rápida entrega de lo que solicitan. Se pide la conformidad de la sede central
sobre la decisión de entrega, a las 15, hora local, del 18 de octubre, de gas lacrimógeno al [agente] en vez
de [el falso oficial].
6. Se pide el rápido envío de tres ametralladoras estériles de calibre 45 y municiones como indicado en
el párrafo 1, por correo especial si es necesario. Se ruega confirmen para las 20, hora local, del 18 de
octubre, que esto es factible con objeto de que [el agente] pueda informar al respecto a sus contactos.

La respuesta, que lleva el epígrafe «INMEDIATO SANTIAGO (EXCLUSIVAMENTE PARA


[TACHADO])», lleva la fecha de 18 de octubre y dice así:

Metralletas y municiones enviadas por correo [tachado] regular salen de Washington a las 7 horas del
19 de octubre y deben llegar a Santiago a última hora de la tarde del 20 de octubre o a primera de la
mañana del 21. Se prefiere utilizar el correo [tachado] regular para no llamar excesivamente la atención
sobre el envío.

Acompañaba a este mensaje otro, dirigido asimismo a «Santiago 562», que rezaba:

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1. Según cómo vaya la conversación [del agente] la noche del 18 de octubre, tal vez quiera presentar el
informe de inteligencia [tachado] para que podamos decidir si transmitirlo.
2. Nuevo asunto. Si [el agente] proyecta dirigir el golpe, o participar en él activa y públicamente, no
entendemos por qué le preocupa que la pista de las metralletas pueda llevar hasta él. ¿Hay alguna razón
para que las ametralladoras tengan que ser estériles? Trataremos, no obstante, de suministrarlas, pero ¿se
verá nuestra credulidad reforzada si [un oficial] de la Armada dirige a sus tropas con armas estériles? ¿Qué
finalidad especial tienen esas armas? Trataremos de enviarlas tanto si puede facilitarnos una explicación
como si no.

El pleno alcance de este intercambio de telegramas no puede apreciarse sin leer otro
mensaje, de fecha 16 de octubre. (Recordemos que el Congreso chileno iba a reunirse
el 24 de ese mes para investir presidente a Allende).

1. La política, objetivos y acciones de [tachado/nombre cifrado Trickturn escrito a mano] se analizaron


en una reunión de alto nivel del GEU [gobierno de Estados Unidos] la tarde del 15 de octubre. Las
conclusiones siguientes serán su guía operativa:
2. La política firme y continuada es que Allende sea depuesto por un golpe. Sería muy preferible que
esto ocurriese antes del 24 de octubre pero los esfuerzos en este sentido proseguirán vigorosamente
después de esa fecha. Tenemos que seguir generando una presión máxima hacia este objetivo utilizando
todos los recursos adecuados. Es imperativo que estas acciones se realicen clandestinamente y en
condiciones de seguridad para que permanezca oculta la mano norteamericana y la del GEU. [La cursiva
es mía]. Aunque esto nos impone un alto grado de selectividad al establecer contactos militares y nos dicta
que dichos contactos deben hacerse de la manera más segura posible, no excluye los contactos como el
descrito en Santiago 544, que fue una jugada magistral.
3. Al cabo de un estudio sumamente minucioso, se decidió que una intentona de golpe efectuada por
Viaux solo, con las fuerzas de que ahora dispone, fracasaría. Por tanto, sería contraproducente para
nuestros objetivos [tachado; inserto a mano, «doble vía»]. Fue decidido que [tachado; inserto a mano, «la
CIA»] curse un mensaje a Viaux previniéndole de que no emprenda una acción precipitada. Nuestro
mensaje, en síntesis, debe decir: «Hemos estudiado sus planes, y basándonos en nuestra información y la
de usted, hemos llegado a la conclusión de que su plan de golpe en este momento no puede tener éxito. Su
fracaso puede reducir sus posibilidades para el futuro. Guarde sus bazas. Estaremos en contacto. Llegará el
momento en que usted y todos sus amigos puedan hacer algo. Seguirá contando con nuestro apoyo». Se le
ruega que transmita el mensaje a Viaux esencialmente en estos mismos términos. Nuestros objetivos son
los siguientes: A) Informarle de nuestra opinión y disuadirle de que actúe solo; B) Seguir alentándole a
que amplíe su plan; C) Animarle a que una sus fuerzas con otros golpistas para actuar de concierto antes o
después del 24 de octubre. (N. B. Seis máscaras de gas y seis votes [sic] de gas lacrimógeno se enviarán a
Santiago por correo especial [tachado] a las 11, hora de Washington, del 16 de octubre).
4. Hay un gran y continuo interés por las actividades de Tirado, Canales, Valenzuela y otros, y les
deseamos toda la suerte del mundo.
5. Lo que antecede es su guía de actuación. Ninguna otra directriz política que pueda recibir de
[indescifrable: ¿Estado?] o de su máximo representante en Santiago, a su regreso, debe desviarle de su
camino.
6. Por favor, analice todas sus actividades presentes y las nuevas posibles con objeto de incluir en ellas
propaganda, operaciones encubiertas, divulgación de información secreta o desinformación, contactos
personales o cualquier otra cosa que se le pase por la imaginación y que le permita seguir adelante en
condiciones de seguridad con nuestro [tachado] objetivo.

Por último, es fundamental leer el «memorándum de conversación» de la Casa


Blanca, de fecha 15 de octubre de 1970, al que alude el telegrama susodicho y del
que es un resumen más veraz. Asistieron a la «reunión de alto nivel del GEU», como
se anuncia en el encabezamiento: «Doctor Kissinger, señor Karamessines, general
Haig». El primer párrafo de sus deliberaciones ha sido borrado entero, sin que haya
siquiera un garabato en el margen del servicio de redacción. (A la vista de lo que se

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sabe desde entonces, la lectura de estas veintiuna líneas suprimidas debe de valer la
pena). A partir del segundo párrafo leemos lo siguiente:

2. A continuación, el señor Karamessines hizo un resumen sobre Viaux, las reuniones de Canales con
Tirado, la nueva posición de este último [después de que Porta fuese retirado del mando «por motivos de
salud»] y, con cierto detalle, la situación general en Chile desde el punto de vista de las posibilidades del
golpe.
3. Disponíamos de cierta cantidad de información acerca del supuesto apoyo con que cuenta Viaux en
el estamento militar chileno. Hemos evaluado cuidadosamente las afirmaciones de Viaux, basando nuestro
análisis en informaciones fidedignas de una serie de fuentes de inteligencia. Nuestra conclusión fue clara:
Viaux no tenía más que una posibilidad entre veinte —quizá menos— de que su golpe tuviese éxito.
4. Se debatieron las repercusiones desfavorables, en Chile y a escala internacional, si el golpe
fracasaba. El doctor Kissinger recitó su lista de estas reacciones negativas. Sus elementos eran
notablemente similares a los que el señor Karamessines había preparado.
5. Fue decidido por los presentes que la Agencia debe cursar un mensaje a Viaux previniéndole de que
no emprenda una acción precipitada. Nuestro mensaje, en síntesis, debe decir: «Hemos estudiado sus
planes, y basándonos en nuestra información y la de usted, hemos llegado a la conclusión de que su plan
de golpe en este momento no puede tener éxito. Su fracaso puede reducir sus posibilidades para el futuro.
Guarde sus bazas. Estaremos en contacto. Llegará el momento en que usted y todos sus amigos puedan
hacer algo. Seguirá contando con nuestro apoyo».
6. Después de desactivar la intentona de Viaux, al menos temporalmente, el doctor Kissinger dio
instrucciones al señor Karamessines de que mantuviese los activos de la Agencia en Chile, operando en la
clandestinidad y en condiciones de seguridad para preservar la capacidad de las operaciones de la Agencia
contra Allende en el futuro.
7. El doctor Kissinger manifestó su deseo de que se mantengan lo más secretas posible nuestras
palabras de aliento en las recientes semanas al estamento militar chileno. El señor Karamessines recalcó
que hemos hecho todo lo posible a este respecto, incluida la utilización de falsos oficiales, encuentros en
vehículos y todas las precauciones concebibles. Pero recientemente se ha hablado mucho, tanto por nuestra
parte como por parte de otros, con una serie de personas. Por ejemplo, las diversas conversaciones del
embajador Korry con numerosas personas incitando al golpe «no pueden volverse a meter dentro de la
botella» [siguen tres líneas suprimidas]. [El doctor Kissinger pidió que le enviaran la copia del mensaje el
16 de octubre].
8. La reunión concluyó con la nota del doctor Kissinger diciendo que la Agencia debía continuar
presionando sobre cada punto flaco que se viera en Allende: ahora, después del 24 de octubre, después del
5 de noviembre y en el futuro, hasta el momento en que se diesen órdenes de actuar. El señor
Karamessines declaró que la Agencia cumpliría estas instrucciones.

De modo que la «doble vía» contenía dos vías propias. «Doble vía/uno» era el grupo
de ultras encabezado por el general Roberto Viaux y su camarada el capitán Arturo
Marshal. Los dos hombres habían intentado un golpe en 1969 contra los
democratacristianos; habían sido separados del servicio y suscitaban la aversión
incluso del cuerpo de oficiales conservadores. La «Doble vía/dos» era una facción de
apariencia más «respetable», dirigida por el general Camilo Valenzuela, jefe de la
guarnición en la capital, cuyo nombre aparece en los telegramas mencionados más
arriba y cuya identidad ocultan algunas de las tachaduras. Varios de los agentes de la
CIA en Chile pensaban que Viaux tenía mucho de perro rabioso para confiar en él. Y
las repetidas admoniciones del embajador Korry también surtieron su efecto. Como
muestra el memorándum del 15 de octubre ya mencionado, Kissinger y Karamessines
abrigaron reservas en el último minuto sobre Viaux, quien en fecha tan tardía como el
13 de octubre había recibido 20.000 dólares en efectivo del centro local de la CIA y la

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promesa de un seguro de vida por importe de 250.000 dólares. Esta oferta fue
autorizada directamente por la Casa Blanca. Sin embargo, cuando sólo faltaban unos
días para la investidura de Allende, y mientras Nixon repetía que «era absolutamente
vital que se abortase la elección del señor Allende para la presidencia», la presión
sobre el grupo de Valenzuela se tornó intensa. Como consecuencia directa, sobre todo
después de las cálidas palabras de aliento que había recibido, el general Roberto
Viaux se sintió en cierto modo obligado a actuar, y a desacreditar a quienes habían
dudado de él.
La noche del 19 de octubre de 1970, el grupo de Valenzuela, auxiliado por
algunos miembros de la facción de Viaux, y equipados con las granadas lacrimógenas
suministradas por la CIA, trató de secuestrar al general Schneider cuando salía de una
cena oficial. La tentativa fracasó porque el general montó en un coche privado y no
en el previsto vehículo oficial. El fracaso provocó un telegrama sumamente elocuente
de la sede central de la CIA en Washington al centro local de Chile, solicitando una
acción urgente porque la «sede central debe responder durante la mañana del 20 de
octubre a preguntas de las altas esferas». Entonces se autorizaron sendos pagos de
50.000 dólares al general Viaux y a su principal asociado, a condición de que
realizaran otra intentona. La noche del 20 de octubre, las ametralladoras «estériles»
de que ya hemos hablado fueron entregadas al grupo de Valenzuela para una nueva
tentativa. Más tarde, ese mismo día, el grupo del general Viaux asesinó finalmente al
general René Schneider.
Según el veredicto de las cortes militares chilenas, en esta atrocidad participaron
elementos de las dos vías de la «doble vía». En otras palabras, Valenzuela no estuvo
en el lugar de autos, pero la brigada asesina, dirigida por Viaux, incluía a hombres
que habían participado en las dos tentativas anteriores. Viaux fue condenado por las
acusaciones de secuestro y conspiración para provocar un golpe. Valenzuela fue
condenado por el delito de conspiración para un golpe. De modo que cualquier
intento de distinguir entre las dos conjuras, excepto en cuanto al grado, es una
tentativa de fabricar una distinción sin que haya diferencia.
Apenas importa dilucidar si Schneider fue asesinado porque el plan de
secuestrarle se fue a pique (se dijo, pero sólo lo dijeron sus asesinos, que tuvo la
temeridad de resistirse), o si su asesinato fue el objetivo inicial. El informe de la
policía militar chilena habla de un asesinato puro y simple. En la legislación de todos
los Estados de derecho (incluidos los Estados Unidos), un delito cometido en el curso
de un secuestro agrava este último, no lo atenúa. No puedes decir, con un cadáver a
tus pies: «Yo sólo quería secuestrarle». Cuando menos, no puedes decir eso si piensas
alegar circunstancias atenuantes.
Sin embargo, una variante de «circunstancias atenuantes» ha sido la versión de
papel de fumar tras la que Kissinger se ha escudado siempre de la acusación de ser
cómplice, antes y después del hecho, de un secuestro y muerte. Y esta lamentable
historia ha encontrado incluso refugio en los anales. El Comité de Inteligencia del

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Senado, en su investigación sobre este asunto, llegó a la conclusión de que, puesto
que las metralletas suministradas a Valenzuela no habían sido utilizadas en el crimen,
y puesto que el general Viaux había sido oficialmente disuadido por la CIA unos días
antes del asesinato, no había, por consiguiente, «pruebas de que existiese un plan para
matar a Schneider ni de que funcionarios de Estados Unidos tuviesen conocimiento
por adelantado de que matarían a Schneider durante el secuestro».
Walter Isaacson, uno de los biógrafos de Kissinger, acepta a pies juntillas un
memorándum de Kissinger a Nixon después de su reunión del 15 de octubre con
Karamessines, en el que notifica al presidente que ha «desactivado» la conjura de
Viaux. También cree a pies juntillas la afirmación de que el crimen consumado de
Viaux no fue expresamente autorizado.
Estas excusas y disculpas son tan débiles lógicamente como moralmente
despreciables. Sobre Henry Kissinger recae la responsabilidad directa del asesinato
de Schneider, como demuestran los puntos siguientes:

1. Brian MacMaster, uno de los «falsos oficiales» mencionado en los telegramas anteriores, un agente
profesional de la CIA en posesión de un pasaporte colombiano falsificado y que aseguraba representar los
intereses comerciales norteamericanos en Chile, había hablado de sus esfuerzos por conseguir «dinero de
unte» con que comprar el silencio de miembros encarcelados del grupo de Viaux, después del asesinato y
antes de que pudiesen implicar a la Agencia.
2. El coronel Paul M. Wimert, agregado militar en Santiago y principal enlace de la CIA con la facción
de Valenzuela, ha testificado que después del asesinato de Schneider se apresuró a recuperar los dos pagos
de 50.000 dólares que habían sido hechos a Valenzuela y a su asociado, y también las tres ametralladoras
«estériles». Luego se dirigió rápidamente en coche a la ciudad costera de Viña del Mar y arrojó las armas
al océano. Su cómplice en esta acción, el jefe del centro local de la CIA, Henry Hecksher, había asegurado
a Washington, tan sólo unos días antes, que tanto Viaux como Valenzuela podrían eliminar a Schneider y
de este modo desencadenar un golpe de Estado.
3. Volvamos al memorándum de Kissinger a la Casa Blanca del 15 de octubre, y a la forma tercamente
literal como se transmite a Chile. En ninguno de los sentidos del término «desactiva» a Viaux. A lo sumo
le incita —a este fanático notorio y jactancioso— a redoblar sus esfuerzos. «Guarde sus bazas. Estaremos
en contacto. Llegará el momento en que usted y todos sus amigos puedan hacer algo. Seguirá contando
con nuestro apoyo». No es exactamente un lenguaje destinado a desanimarle. El resto del texto expresa
claramente la intención de «disuadirle de que actúe solo», de «seguir alentándole a que amplíe su plan» y
de «animarle a que una sus fuerzas con otros golpistas para actuar de concierto antes o después del 24 de
octubre» (he añadido las cursivas). Las tres últimas cláusulas son una descripción exacta, por no decir
presciente, de lo que Viaux hizo en la realidad.
4. Consultemos de nuevo el telegrama recibido por Henry Hecksher el 20 de octubre, en el que se
alude a inquietas preguntas «de las altas esferas» sobre el primero de los ataques fallidos contra Schnader.
Thomas Karamessines, interrogado sobre este telegrama por el Comité de Inteligencia del Senado,
manifestó su certeza de que las palabras «altas esferas» se referían directamente a Kissinger. Así había
sido en todas las notificaciones anteriores de Washington, como mostrará una simple ojeada a lo que
antecede. Esto, por sí solo, basta para demoler la afirmación de Kissinger de que «desactivó» la doble vía
(y sus vías internas) el 15 de octubre.
5. El embajador Korry señaló más tarde la evidencia de que Kissinger trataba de procurarse una
coartada documental en el caso de que fracasara el grupo de Viaux. «No le interesaba Chile, sino a quién
iban a culpar de aquello. Quería que yo calmase los ánimos. Henry no quería que le asociasen con un
fracaso y estaba elaborando un documento que culpaba al Departamento de Estado. Me llevó a ver al
presidente porque quería que yo dijera lo que tenía que decir sobre Viaux; quería que hiciese el papel de
hombre blando».

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El concepto de «negación» no se entendía tan bien en 1970 en Washington como se
entiende ahora. Pero está claro que Kissinger quería dos cosas simultáneamente.
Quería la eliminación del general Schneider, por todos los medios y utilizando a
cualquier intermediario (de Washington no emanó instrucción alguna de que no se
causara daño físico a Schneider), y quería estar a salvo en caso de que fallase o de
que fuese descubierta una intentona. Son los móviles normales de quien encarga un
asesinato o lo instiga mediante soborno. Sin embargo, Kissinger necesitaba el crimen
muy poco más de lo que necesitaba, o fue capaz de elaborar, la capacidad de negado.
Sin aguardar a que sus muchos documentos ocultos salgan a la luz o sean
confiscados, podemos decir con seguridad que es prima facie culpable de
connivencia en el asesinato de un oficial democrático de un país democrático y
pacífico.

No hace especial falta repetir el papel continuado que la administración Nixon-


Kissinger desempeñó en la posterior subversión y desestabilización económica y
política del gobierno de Allende, y en la creación de condiciones favorables para el
golpe militar que se produjo el 11 de septiembre de 1973. El propio Kissinger quizá
no estuviese ni más ni menos involucrado en este empeño que cualquier otro alto
funcionario en el ámbito de la seguridad nacional de Nixon. El 9 de noviembre de
1970 redactó el «Memorándum de Decisión 93» del Consejo Nacional de Seguridad,
por el que se revisaba la política con Chile inmediatamente después de la investidura
de Allende. Se propusieron diversas medidas rutinarias de hostigamiento económico
(recordemos la orden de Nixon de «que se movilice la economía»), junto con recortes
de la ayuda e inversiones. Más significativo es que Kissinger abogase por mantener
«relaciones estrechas» con dirigentes militares de los países vecinos, a fin de facilitar
tanto la coordinación de la presión sobre Chile como la incubación de oposición
dentro del país. Esto prefigura, en esbozo, las revelaciones que desde entonces se han
producido respecto al Plan Cóndor, una connivencia secreta entre las dictaduras
militares a través del hemisferio, que actuaban con el conocimiento y la indulgencia
de Estados Unidos.
El derrocamiento real del gobierno de Allende en un cruento golpe de Estado se
produjo cuando Kissinger se sometía, a su vez, al proceso de su ratificación por el
Congreso como secretario de Estado. Aseguró falazmente al Comité de Relaciones
Exteriores que el gobierno de los Estados Unidos no había tenido nada que ver en el
golpe. De entre un acopio de concluyente información en contra, podríamos elegir el
informe de situación #2, de la sección de la Armada de la misión militar
norteamericana en Chile, y escrito por el agregado de la Armada Parrick Ryan. Ryan
describe su estrecha relación con los oficiales comprometidos en la insurrección
contra el gobierno, saluda al 11 de septiembre como «nuestro día D» y comenta con
satisfacción que «el coup de etat [sic] de Chile fue casi perfecto». O podemos

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examinar los archivos desclasificados del Proyecto FUBEL, el nombre cifrado con el
que la CIA, en contacto frecuente con Kissinger y el Comité Cuarenta, realizaba
acciones encubiertas contra el gobierno legítimo y elegido de Chile.
Lo sorprendente, y lo que apunta a una complicidad mucho más directa en
crímenes individuales contra la humanidad, es el detalle microscópico con que
Kissinger se mantiene informado de las atrocidades de Pinochet.
El 16 de noviembre, el subsecretario de Estado, Jack B. Kubish, presentó un
informe detallado de la política de ejecuciones de la Junta chilena, informe que, como
le señala a su nuevo jefe, «usted solicitó por telegrama desde Tokio». El informe
prosigue notificando a Kissinger diversos aspectos de los primeros diecinueve días
del régimen de Pinochet. Se nos dice que en ese período se producen 320 ejecuciones
sumarias. (Esto contrasta con la cifra públicamente anunciada de 100, y se basa en un
«informe interno, confidencial, preparado por la Junta», del que los funcionarios
norteamericanos tienen, obviamente, conocimiento). Mirando el lado bueno, «el 14
de noviembre anunciamos nuestro segundo crédito a Chile: veinticuatro millones de
dólares de maíz. Nuestro antiguo compromiso de vender dos destructores excedentes
a la Armada chilena ha suscitado una reacción razonablemente comprensiva en las
consultas con el Senado. Los chilenos, entretanto, nos han cursado varias peticiones
nuevas de controvertido material militar». Kubish plantea entonces la embarazosa
cuestión de dos ciudadanos norteamericanos asesinados por la Junta —Frank Teruggi
y Charles Horman—, detalles de cuya suerte precisa siguen buscando, más de
veinticinco años después, sus familiares. La razón de una búsqueda tan larga puede
deducirse de un comentario posterior de Kubish, de fecha 11 de febrero de 1974, en
el que informa de una reunión con el ministro de Asuntos Exteriores de la Junta, y
señala que plantea el tema de los norteamericanos desaparecidos «en el contexto de la
necesidad de procurar evitar que asuntos relativamente menores en nuestras
relaciones puedan hacer nuestra cooperación más difícil».
Para volver, por este desvío, al Plan Cóndor. Era una maquinaria de asesinatos,
secuestros, torturas e intimidaciones transfronterizas, coordinada entre las fuerzas de
policía secreta de Pinochet en Chile, Stroessner en Paraguay, Videla en Argentina y
otros caudillos regionales. Hoy se sabe que esta internacionalización del sistema de
los escuadrones de la muerte fue responsable, por nombrar sólo a las víctimas más
notables, del asesinato del general disidente Carlos Prats de Chile (y de su mujer) en
Buenos Aires, del asesinato del general boliviano Juan José Torres, y de la mutilación
del senador democratacristiano chileno Bernardo Leighton en Italia. Un equipo de
Cóndor, asimismo, hizo estallar en septiembre de 1976, en el centro de Washington,
D. C., una bomba lapa que mató al ex ministro de Asuntos Exteriores chileno,
Orlando Letelier, y a su ayudante Ronni Moffitt. En todos los niveles de esta red se
ha descubierto la complicidad del gobierno norteamericano. Se ha demostrado, por
ejemplo, que el FBI ayudó a Pinochet a capturar a Jorge Isaac Fuentes de Alarcón,
que fue detenido y torturado en Paraguay y luego entregado a la policía secreta

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chilena, y que «desapareció». Asombrosamente, la inteligencia estadounidense
prometió a elementos del Plan Cóndor la vigilancia de disidentes norteamericanos
latinos refugiados en Estados Unidos.
Estos y otros hechos han sido establecidos por el trabajo de comisiones de
«verdad y reconciliación» instaurados por fuerzas posdictadura en los países del
hemisferio austral. Stroessner ha sido derrocado, Videla está en la cárcel, Pinochet y
sus secuaces están respondiendo o han respondido de sus actos en Chile. Estados
Unidos no ha juzgado hasta ahora conveniente crear una comisión propia de verdad y
reconciliación, lo que significa que actualmente están menos dispuestos a afrontar su
responsabilidad histórica que los países antaño ridiculizados como «repúblicas
bananeras».
Todos los crímenes mencionados, y muchos otros, fueron cometidos durante la
«vigía» de Kissinger como secretario de Estado. Y todos ellos son punibles, bajo la
ley local o internacional, o bajo ambas. Difícilmente puede alegar, él mismo o sus
defensores, que era indiferente a la situación real o que la desconocía. En 1999 fue
desclasificado un memorándum secreto que revela pormenores espantosos de una
conversación privada entre Kissinger y Pinochet en Santiago de Chile el 8 de junio de
1976. La entrevista tuvo lugar la víspera del día en que Kissinger tenía que hablar
ante la Organización de Estados Americanos (OEA). El tema era los derechos
humanos. A Kissinger le costó algún trabajo explicarle a Pinochet que no debía en
absoluto tomar en serio las pocas observaciones pro forma que iba hacer a este
respecto. Mi amigo Peter Kornbluh se ha prestado a comparar el «Memcon»
(«Memorándum de conversación») con el relato que de esta entrevista hace el propio
Kissinger en el tercer volumen de su apología, Years of Renewal:

Las memorias: «Una considerable cantidad de tiempo en mi diálogo con Pinochet lo consagramos a los
derechos humanos, que eran, de hecho, el principal obstáculo para estrechar las relaciones de Estados
Unidos con Chile. Esbocé los puntos principales del discurso que yo pronunciaría ante la OEA al día
siguiente. Pinochet no hizo comentarios».
El Memcon: «Hablaré de los derechos humanos en términos generales y en un contexto mundial.
Aludiré en dos párrafos al informe sobre Chile de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA. Diré que
la cuestión de los derechos humanos ha dañado las relaciones entre Estados Unidos y Chile. Es, en parte,
fruto de acciones del Congreso. Añadiré que confío en que usted no tarde en eliminar esos obstáculos…
No puedo hacer más sin provocar una reacción en Estados Unidos que conduciría a restricciones
legislativas. El discurso no va dirigido a Chile. Quería hablarle de esto. Mi valoración es que usted es
víctima de todos los grupos de izquierda que hay en el mundo y que su mayor pecado ha sido derrocar a un
gobierno que iba a convertirse en comunista».
Las memorias: «Como secretario de Estado, creí tener la responsabilidad de alentar al gobierno chileno
a que avanzara hacia una mayor democracia por medio de una política de comprensión de las
preocupaciones de Pinochet… Pinochet me recordó que “Rusia apoya a su gente cien por cien. Estamos
contigo. Tú eres el líder. Pero ustedes tienen un sistema punitivo para sus amigos”. Volví a mi tema
subyacente de que cualquier ayuda nuestra de importancia dependería auténticamente del progreso en
derechos humanos».
El Memcon: «Tiene razón en lo que dice. Es una época curiosa en Estados Unidos… Es una desgracia.
Hemos vivido Vietnam y Watergate. Tenemos que esperar hasta las elecciones [de 1976]. Saludamos el
derrocamiento de gobierno pro comunista aquí. No vamos a debilitar su posición».

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De un modo desagradable, Pinochet mencionó dos veces el nombre de Orlando
Letelier, el dirigente de la oposición chileno, y le acusó de engañar al Congreso
norteamericano. La respuesta de Kissinger, como puede verse, fue disculparse por el
Congreso y (en una repetición a menor escala de su táctica sobre Vietnam en París, en
1968) sugerir que el dictador debía esperar tiempos mejores después de las elecciones
venideras. Tres meses más tarde, una bomba lapa mató a Letelier en Washington; hoy
día sigue siendo la única atrocidad semejante cometida en la capital del país por
agentes de un régimen extranjero. (Este notable incidente no aparece para nada en las
memorias de Kissinger). El responsable de organizar el crimen, el policía secreto
chileno general Manuel Contreras, ha testificado desde entonces en el juicio que no
emprendió acción alguna sin las órdenes específicas y personales de Pinochet.
Continúa en la cárcel, sin duda preguntándose por qué confió en sus superiores.
«Quiero ver que mejoran nuestra amistad y nuestras relaciones», le dijo Kissinger
a Pinochet (pero no a los lectores de sus memorias). «Queremos ayudarle, no
debilitarle». Al aconsejar a un asesino y un déspota, cuya férula había contribuido a
imponer, que no tuviese en cuenta las declaraciones que iba a hacer, ya que eran una
simple concesión al Congreso, Kissinger insultó a la democracia en ambos países.
Asimismo dio la más verde de las luces al terrorismo transfronterizo e interno, de
cuya existencia no podía no tener conocimiento. (En sus memorias, menciona lo que
llama «agencia de inteligencia contraterrorista» de Pinochet). Estrechando la
connivencia con Pinochet en contra del Congreso norteamericano, que estaba
considerando la posibilidad de aplicar la enmienda Kennedy para interrumpir la venta
de armas a países que violasen los derechos humanos, Kissinger comentó
servilmente:

No sé si me ha escuchado hablar por teléfono, pero si lo ha hecho acaba usted de oír que he dado
instrucciones a Washington [de que derroten la enmienda Kennedy]. Si la derrotamos, entregaremos los
F5E como convinimos.

El pasaje anterior es digno de tenerse en cuenta. Es una buena clave para descifrar la
relación habitual entre los hechos y las falsedades en las memorias torpemente
pergeñadas de Kissinger. (Y es un enorme reproche a sus editores de Simon and
Schuster, y de Weidenfeld and Nicholson). Debería obrar como una incitación
urgente a los miembros del Congreso y a las organizaciones de derechos humanos a
reabrir las investigaciones abortadas e incompletas sobre los diversos crímenes de ese
período. Por último, y leído a la luz del retorno de la democracia a Chile, y de la
decisión de los tribunales chilenos de perseguir la verdad y la justicia, repudia el
condescendiente insulto de Kissinger sobre la «irresponsabilidad» de un pueblo digno
y humano que ha sufrido más que una afrenta verbal de su parte.

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6. UN EPÍLOGO SOBRE CHILE

Es una regla general en Washington que cualquier revelación posterior del


funcionariado contendrá material peor incluso de lo que sospechaban los cínicos. No
es necesario tratar de erigir esta máxima en una ley de hierro. Sin embargo, en
septiembre de 2000, la CIA reveló los resultados de una investigación interna sobre
Chile, que había sido exigida por la enmienda Hinchey a la Ley sobre autorización de
inteligencia para ese año fiscal. Y los críticos e investigadores más encallecidos se
quedaron atónitos. (El documento me fue entregado después de haber terminado el
capítulo anterior, y lo dejo como está con el fin de conservar el orden de las
revelaciones). Reproduzco los principales epígrafes, para preservar igualmente la
prosa de la Agencia:

Apoyo al golpe de 1970. En virtud de la «doble vía» de la estrategia, la CIA intentó instigar un golpe
para impedir que Allende asumiera el cargo después de obtener mayoría en las elecciones del 4 de
septiembre, y antes de que el Congreso chileno ratificase su victoria, como exigía la Constitución del país
al no haber alcanzado la mayoría absoluta. La CIA trabajaba con tres grupos diferentes de conjurados. Los
tres afirmaron claramente que cualquier golpe requería el secuestro del jefe del ejército, René Schneider,
profundamente convencido de que la Constitución establecía que el ejército permitiese a Allende asumir el
poder. La CIA concordó con la apreciación de los grupos. Aunque suministró armas a uno de ellos, no
hemos descubierto información de que la intención de los conjurados o de la CIA fuese matar al general.
El contacto con uno de los grupos se interrumpió enseguida debido a sus tendencias extremistas. La CIA
facilitó gas lacrimógeno, metralletas y municiones al segundo grupo, que hirió mortalmente al general en
su ataque. La CIA había animado anteriormente a este grupo a que desencadenase un golpe, pero le retiró
su apoyo cuatro días antes del ataque porque, según evaluación de la CIA, el grupo no podría llevarlo a
cabo con éxito.

Esto reitera el bulo que presuntamente distingue un secuestro de un asesinato, y una


vez más suscita la intrigante pregunta: ¿qué iba a hacer la CIA con el general después
de haberle secuestrado? (Adviértase, asimismo, la calculada pasividad por la cual el
informe no ha «descubierto información de que la intención de los conjurados o de la
CIA fuese matar al general». ¿Qué satisfaría a este singular criterio?). Pero luego
sabemos que el grupo supuestamente indisciplinado cumplió sus instrucciones
seriamente:

En noviembre de 1970, un miembro del grupo de Viaux que no fue capturado volvió a contactar con la
Agencia y solicitó ayuda económica en nombre del grupo. Aunque la Agencia no tenía obligaciones con
éste, porque había actuado por su cuenta, en su afán de mantener secretos los contactos previos y de
conservar la buena voluntad del grupo, y por motivos humanitarios, le entregó 35.000 dólares.

«Motivos humanitarios». Hay que admirar la inventiva de esta explicación. A precios


de 1970, 35.000 dólares eran una suma considerable en Chile. No era la cantidad de
dinero que el jefe de un centro local de la CIA pudiese pagar de su bolsillo. Uno
quisiera saber cómo el Comité Cuarenta y su vigilante presidente, Henry Kissinger,
decidieron que la mejor manera de desvincularse de un grupo supuestamente ineficaz

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era pagarle una pequeña fortuna en metálico después de haber cometido un asesinato
a sangre fría.
La misma pregunta surge de forma aún más aguda a propósito de otra revelación
hecha por la Agencia en el mismo informe. Se titula «Relaciones con Contreras».
Manuel Contreras era el jefe de la policía militar secreta de Pinochet, y como tal
organizó la muerte, tortura y desaparición de innumerables chilenos, así como la
utilización de técnicas de asesinato por medio de una bomba en un lugar tan lejano
como Washington, D. C. La CIA admite enseguida en el documento que «tenía
relaciones de enlace en Chile con la finalidad primordial de proporcionar asistencia
para recabar información secreta sobre objetivos externos. La CIA ofreció asistencia
para la organización interna y adiestramiento para combatir la subversión y el
terrorismo en el extranjero, no para combatir a opositores internos del gobierno».
Una prosa tan plana, basada en la distinción entre la «amenaza externa» y el
asunto más turbio de la disciplina dictatorial interna, incita a preguntarse: ¿qué
amenaza externa? Chile no tenía más enemigo exterior que Argentina, que le
disputaba algunos derechos sobre rutas marítimas en el Canal de Beagle. (En
consecuencia, Chile ayudó a Thatcher en la guerra de las Malvinas de 1982). Y en
Argentina, como sabemos, la CIA estaba igualmente comprometida en ayudar a
sobrevivir al régimen militar. No: mientras que Chile no tenía enemigos exteriores
que digamos, la dictadura de Pinochet tenía muchos, muchos enemigos externos.
Eran los numerosos chilenos forzados a abandonar su país. Una de las tareas de
Contreras era perseguirlos. Como dice el informe:

Durante un período comprendido entre 1974 y 1977, la CIA mantuvo contacto con Manuel Contreras,
que más tarde se dio a conocer por sus abusos contra los derechos humanos. La política del gobierno de
Estados Unidos aprobó el contacto de la CIA con Contreras, dada su posición de jefe de la principal
organización de inteligencia de Chile, como necesario para cumplir la misión de la Agencia, a pesar del
temor de que esta relación pudiese dejar a la CIA al descubierto ante la acusación de que ayudaba a la
represión política interna.

Tras unas cuantas idas y venidas sobre la distinción sin una diferencia (entre tácticas
policiales externas e «internas»), el informe de la CIA declara francamente:

En abril de 1975, informes de inteligencia mostraron que Contreras era el principal obstáculo para una
razonable política de derechos humanos dentro de la Junta, pero un comité interagencias ordenó a la CIA
que continuase su relación con Contreras. El embajador norteamericano en Chile instó al subdirector de
Central Intelligence [Inteligencia Central], [general Vernon] Walters, a que recibiese a Contreras en
Washington en pro de las buenas relaciones que había que mantener con Pinochet. La entrevista tuvo lugar
en agosto de 1975, con la aprobación de la interagencia.
En mayo y junio de 1975, elementos de la CIA recomendaron que se estableciese una relación pagada
con Contreras, a fin de recabar información secreta basada en su posición única y su acceso a Pinochet.
Esta propuesta fue rechazada, citando la política del gobierno norteamericano sobre relaciones
clandestinas con el jefe de un servicio de inteligencia notorio por sus abusos de los derechos humanos. No
obstante, a raíz de una mala comunicación en el calendario de este intercambio, una sola vez se efectuó un
pago a Contreras.

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Esto no requiere demasiado análisis. Algún tiempo después de haberse llegado a la
conclusión, y ello por parte de la CIA, de que Contreras era «el principal obstáculo
para una razonable política de derechos humanos», se le entrega dinero de
contribuyentes norteamericanos y es recibido por un alto funcionario en Washington.
El memorándum de la CIA tiene buen cuidado en declarar que, cuando existen dudas,
son acalladas por «la política del gobierno de Estados Unidos» y por «un comité
interagencia». Trata asimismo de sugerir, con un humor inconsciente, que al jefe de
un homicida servicio secreto extranjero se le pagó un cuantioso soborno por error.
Cabe preguntarse quién fue reprendido por esta pifia, y cómo pasó el examen del
Comité Cuarenta.
El informe también se contradice, declarando en un punto que las actividades de
Contreras en el extranjero eran opacas, y en otro que:

Dentro del año que siguió al golpe, la CIA y otras agencias del gobierno norteamericano tuvieron
conocimiento de la cooperación bilateral entre servicios de inteligencia de la zona para rastrear las
actividades y, al menos en unos cuantos casos, matar a adversarios políticos. Esto fue el antecedente del
Plan Cóndor, un acuerdo de compartir información secreta concluido en 1975 entre Chile, Argentina,
Brasil, Paraguay y Uruguay.

Así que ahora lo sabemos: la internacionalización del principio de los escuadrones de


la muerte fue conocida y aprobada por la inteligencia norteamericana y sus jefes
políticos a lo largo de dos administraciones. La persona que tuvo que ver con ambas
fue Henry Kissinger. Signifique lo que signifique «comité interagencias», y se refiera
al Comité Cuarenta o al Comité Interagencia sobre Chile, las huellas conducen a la
misma fuente.
Al dejar el Departamento de Estado, Kissinger hizo un trato extraordinario, en
virtud del cual (tras haberlos despachado primero presurosamente en un camión con
destino a la finca de Rockefeller en Pocantico Hills, Nueva York) donaba sus papeles
a la Biblioteca del Congreso, con la sola condición de que permaneciesen sellados
hasta después de su muerte. Sin embargo, el amigo de Kissinger Manuel Contreras
cometió un error cuando mató a un ciudadano de los Estados Unidos, Ronni Karpen
Moffitt, al poner en su coche una bomba que también asesinó en Washington a
Orlando Letelier en 1976. A finales de 2000, el FBI ha solicitado y recibido
finalmente permiso para revisar los documentos de la Biblioteca del Congreso,
iniciativa jurídica que Kissinger gestionó únicamente a través de sus abogados. Fue
un comienzo, pero resultaba patético comparado con los esfuerzos de las comisiones
de paz y justicia en «Chile, Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay», los países
mencionados antes, que ahora han salido de años de dictaduras apadrinadas por
Kissinger y piden plenas responsabilidades. Aguardamos el momento en que el
Congreso de Estados Unidos inicie un proceso similar y finalmente autorice a que se
hagan públicos todos los documentos escondidos que entorpecen la visión de
crímenes impunes cometidos en nuestro nombre.

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7. CHIPRE

En el segundo volumen de su trilogía de memorias, que se titula Years of Upheaval,


Henry Kissinger juzgó tan incómodo el asunto de la catástrofe de Chipre en 1974 que
optó por postergar su análisis:

Debo dejar para otra ocasión un comentario completo sobre el episodio de Chipre, porque se extendió
hasta la presidencia de Ford y su legado sigue sin resolver hoy día.

Esto revela un cierto nerviosismo por su parte, aunque tan sólo fuera porque las
cuestiones de Vietnam, Camboya, el Oriente Medio, Angola, Chile, China y las
negociaciones SALT representan legados que están «sin resolver hoy día» y estaban
sin resolver entonces. (Decir que estas cuestiones se extendieron hasta la
administración de Ford no es, en efecto, decir nada más que este pálido interregno,
hablando históricamente, se produjo).
En la mayor parte de sus escritos sobre él mismo (y, es de presumir, en casi todas
las exposiciones que hace a sus clientes), Kissinger proyecta una fuerte impresión de
hombre que se siente a sus anchas en el mundo y que domina los temas. Pero hay una
serie de ocasiones en que le conviene fingirse una especie de Cándido: ingenuo,
inerme ante los acontecimientos y fácilmente desbordado por ellos. Sin duda esta
pose le pasa factura en detrimento de su amor propio. Es la pose, además, que a
menudo adopta en los precisos momentos en que los archivos muestran que estaba
informado, y en los que de haber estado enterado o previamente informado tendría
que afrontar acusaciones de responsabilidad o complicidad.
Chipre en 1974 es exactamente uno de estos casos. Kissinger aduce ahora, en el
tercer volumen de sus memorias, Years of Renewal, largo tiempo postergado, que
Watergate y la delicuescente presidencia de Nixon le distrajeron e impidieron tomar
un interés oportuno e informado en el triángulo crucial de fuerzas entre Grecia,
Turquía y Chipre. Es un descargo peregrino: la expresión «flanco meridional de la
OTAN» era entonces un lugar común geopolítico de la mayor importancia, y la
proximidad de Chipre al Oriente Medio era un factor que nunca estaba ausente del
pensamiento estratégico norteamericano. No había motivos de política interna que
impidiesen que la zona reclamase su atención. Además, la implosión misma de la
autoridad de Nixon, citada por Kissinger como causa de su distracción, de hecho le
otorgó poderes extraordinarios. Por enunciar lo obvio una vez más: cuando fue
nombrado secretario de Estado, en 1973, se cuidó de conservar su cargo de asistente
especial del presidente en asuntos de seguridad nacional o, como decimos ahora, de
consejero de seguridad nacional. Esto le convirtió en el primer y único secretario de
Estado que ostentó la presidencia del selecto y hermético Comité Cuarenta, que
estudiaba y aprobaba las acciones encubiertas de la CIA. Entretanto, como presidente

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del Consejo Nacional de Seguridad, ocupaba un despacho por el que pasaban todos
los planes importantes de inteligencia. Roger Morris no estaba exagerando mucho, si
es que exageraba, cuando dijo que la posición doble de Kissinger, sumada a la
situación erosionada de Nixon, le convirtió en «nada menos que en jefe supremo en
funciones de la seguridad nacional».
Sabemos por otras fuentes que Kissinger no sólo era un microgerente con ojo para
el detalle, sino un hombre aficionado a intervenir y a reaccionar rápidamente. En las
memorias de la Casa Blanca de uno de sus colaboradores más estrechos, el jefe de
gabinete de Nixon, H. R. Haldeman, se cuenta una ocasión en que Kissinger casi
precipitó una crisis porque se excitó al ver unas fotografías aéreas de Cuba. (Las fotos
mostraban campos de fútbol en construcción, que él tomó —creyendo que a los
cubanos les interesaba exclusivamente el béisbol— por una señal de un nuevo y
siniestro designio ruso). En otra ocasión, tras el derribo de un avión norteamericano,
se mostró partidario de bombardear Corea del Norte, sin excluir la opción nuclear. El
libro de Haldeman se titula The Ends of Power; es tan sólo uno de los muchos
testimonios de la constante atención de Kissinger a todas las fuentes potenciales de
problemas, y por consiguiente de posibilidades de distinguirse a mismo.
Este prefacio es una reflexión necesaria sobre su autoexculpación en la cuestión
chipriota, apología cuya credibilidad depende de que estemos dispuestos a creer que
Kissinger era totalmente incompetente e impotente, y sobre todo que no estaba al
corriente. La energía con que defiende este caso de inhibición es reveladora. Es
asimismo importante, pues si Kissinger no tenía el menor conocimiento de los
sucesos que describe, entonces es culpable de connivencia en una tentativa de
asesinato de un jefe de Estado extranjero, en un golpe militar fascista, en una grave
violación de la legislación norteamericana (la Foreign Assistance Act, ley que
prohíbe utilizar ayuda y material militar norteamericano para propósitos no
defensivos), en dos invasiones que infringían las leyes internacionales y en el
asesinato y desposeimiento de muchos miles de civiles no combatientes.
Al tratar de rechazar esta conclusión y sus repercusiones, Kissinger se traiciona y
deja entrever un punto oscuro en dos ocasiones, en Years of Upheaval y en Years of
Renewal. En el primer volumen dice claramente: «Siempre he dado por supuesto que
la siguiente crisis entre las comunidades de Chipre provocaría una intervención
turca». Es decir, que la crisis, cuando menos, entrañaría la perspectiva de una guerra
dentro de la OTAN entre Grecia y Turquía, y provocaría sin duda la partición de la
isla. Que esto era, de hecho, público y notorio no puede dudarlo ninguna persona
mínimamente informada de los asuntos chipriotas. En el último volumen, donde
finalmente asume el reto implícitamente rechazado en el primero, repetidas veces
pregunta al lector por qué alguien (él mismo, por ejemplo, que cargaba con el fardo
del Watergate) iba a buscar «una crisis en el Mediterráneo oriental entre dos aliados
de la OTAN».

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Hay que calificar estas dos declaraciones insinceras a la luz de una tercera, que
figura en la página 199 de Years of Renewal. Ahí se describe sin adornos al presidente
de Chipre, Makarios, como «la causa inmediata de la mayor parte de las tensiones de
Chipre». Makarios era el dirigente democráticamente elegido de una república
prácticamente desarmada, que por entonces era miembro asociado de la Comunidad
Económica Europea (CEE) y miembro pleno de las Naciones Unidas y de la
Commonwealth. Su presidencia fue desafiada, y la independencia de Chipre
amenazada por una dictadura militar en Atenas y un gobierno sumamente
militarizado en Turquía, los cuales respaldaban a organizaciones de gángsters de
derechas en la isla, y tenían planes de anexionarse una parte más o menos grande de
ella. No obstante, la violencia entre las comunidades había ido disminuyendo en
Chipre a lo largo de los años setenta. De hecho, la mayoría de las muertes ocurría
«intramuros»: de demócratas griegos y turcos o de internacionalistas a manos de sus
respectivos rivales nacionalistas y autoritarios. Fanáticos griegos y grecochipriotas
habían atentado varias veces contra la vida del presidente Makarios. Describirle como
la «causa inmediata» de la mayor parte de las tensiones es formular un juicio moral
de lo más perverso.
Este mismo juicio perverso, sin embargo, nos brinda la clave de la mentira
escondida en la exposición de Kissinger. Si la autoridad civil elegida (y jefe espiritual
de la comunidad griega ortodoxa) es la «causa inmediata» de las tensiones, su
eliminación de la escena es evidentemente el remedio de las mismas. Si se pudiera
demostrar que existió un plan de eliminarle y que Kissinger lo conocía de antemano,
la conclusión lógica y natural sería que aparentemente no estaba buscando una crisis
cosa que él, plañideramente, nos pide que no creamos—, sino una solución. El hecho
de que tuvo su crisis, que fue una calamidad espantosa para Chipre y la región, no
cambia la ecuación ni refuta el silogismo. Es imputable al otro hecho observable de
que el plan para eliminar a Makarios, del que dependía la «solución», fracasó en la
práctica. Pero la negativa de la realidad a secundar sus propósitos no exime de culpa
a quienes querían los medios y deseaban los fines.
A partir de nuestros archivos y recuerdos, así como de las actas de la posterior
investigación oficial, es facilísimo demostrar que Kissinger sí disponía de
información anticipada del plan para deponer y asesinar a Makarios. Lo admite el
propio Kissinger al señalar que el dictador griego Dimitrios Ioannides, jefe de la
policía secreta, estaba decidido a montar un golpe en Chipre y a someter a la isla al
control de Atenas. Éste era el hecho mejor conocido de la situación, así como el más
embarazoso era que el general de brigada Ioannides dependía de la ayuda militar y de
la simpatía política norteamericanas. Su Estado policial había sido expulsado del
Consejo de Europa y su adhesión a la CEE había sido bloqueada, y en gran parte se
mantenía en el poder gracias a la ventaja obtenida por el acuerdo de «hospedar» a la
Sexta Flota de los Estados Unidos y de permitir la instalación de una serie de bases
aéreas y de inteligencia norteamericanas. Esta política de indulgencia estaba siendo

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muy controvertida en el Congreso y en la prensa, y el debate sobre el tema formaba
parte del pan cotidiano de Kissinger mucho antes del drama de Watergate.
Así pues, existía el entendimiento en general de que la dictadura griega, cliente
de Estados Unidos, quería ver derrocado a Makarios y ya había intentado matarte o
hacer que le mataran. (Dicho sea de paso, derrocamiento y asesinato son términos
colindantes en esta crónica: no había posibilidad de respetar la vida de un líder tan
carismático, y quienes querían deponerle invariablemente proyectaban su muerte).
También había entendimiento en particular. La prueba más fehaciente es la siguiente.
En mayo de 1974, dos meses antes del golpe en Nicosia, del que Kissinger más tarde
afirmó que fue una conmoción, recibió un memorándum del jefe de la oficina en
Chipre del Departamento de Estado, Thomas Boyatt. Boyatt resumía todas las
razones acumulativas y convincentes para creer que un ataque de la junta griega
contra Chipre y Makarios era inminente. Añadía que, de no realizarse una gestión
norteamericana en Aterías, advirtiendo al dictador de que desistiera, cabría presumir
que los Estados Unidos eran indiferentes a la agresión. Y agregaba lo que todo el
mundo sabía: que un golpe semejante, si seguía adelante, provocaría sin la menor
duda una invasión turca.
Hay numerosos informes prescientes en Washington después de una crisis: a
menudo se leen por primera vez o son filtrados a la prensa o al Congreso con objeto
de reforzar (o proteger) alguna reputación burocrática. Pero Kissinger ahora reconoce
que vio este documento en tiempo real, mientras iba y venía entre Israel y Siria
(ambos países a media hora de vuelo de Chipre). Pero ninguna gestión que llevase su
nombre u obedeciera a una orden suya se realizó ante la junta griega.
Poco después, el 7 de junio de 1974, el National Intelligence Daily, que es la
biblia que leen a la hora del desayuno todos los altos funcionarios del Departamento
de Estado, el Pentágono y el Consejo de Seguridad, citaba un informe de campo, de
fecha 3 de junio, que recogía las opiniones del dictador de Atenas:

Ioannides aseguró que Grecia es capaz de expulsar del poder a Makarios y a sus seguidores principales
en un plazo de veinticuatro horas, con poco o ningún derramamiento de sangre y sin ayuda de EOKA. Los
turcos aprobarían en silencio la destitución de Makarios, un enemigo clave… Ioannides declaró que si
Makarios optase por algún tipo de provocación extrema contra Grecia a fin de obtener una ventaja táctica,
él no sabe seguro si se limitaría a retirar las tropas griegas de Chipre y dejar que Makarios se las apañase
solo, o si le derrocaría de una vez por todas y haría que Grecia negociase directamente con Turquía el
futuro de la isla.

Este informe y su contenido fueron más tarde corroborados ante el Congreso por
personal de la CIA que había servido en Atenas en el momento de los hechos. El
hecho de que Ioannides se expresase de un modo ampuloso y engañoso —era ambas
cosas— debería haber puesto de relieve el peligro obvio e inminente. (EOKA era una
organización fascista clandestina de grecochipriotas, armada y pagada por la junta).
Por esas fechas, Kissinger recibió una llamada del senador J. William Fulbright,
presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado. El senador había sido

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informado en Washington del golpe inminente por un periodista disidente griego
llamado Elías P. Demetracópulos. Fulbright le dijo a Kissinger que había que tomar
medidas para frustrar la prevista acción griega, y ello por tres motivos. El primero era
que así se repararía parte del daño moral causado por la indulgencia hacia la junta del
gobierno norteamericano. El segundo era que evitaría un enfrentamiento entre Grecia
y Turquía en el Mediterráneo. El tercero, que reforzaría el prestigio norteamericano
en la isla. Kissinger declinó tomar las medidas recomendadas, con el extraño
argumento de que no podía intervenir en los «asuntos internos» de Grecia en un
momento en que la administración Nixon estaba resistiendo la presión del senador
Henry Jackson para que se supeditara el comercio URSS-EEUU a la libre emigración
de los judíos rusos. Por peculiar que sea este razonamiento, sigue siendo imposible
que Kissinger asegure, como sigue haciéndolo, que no le habían advertido.
De modo que aún no había preocupación en [os altos mandos por la cuestión de
Atenas. A veces se expone el problema como si fuese de protocolo o etiqueta, como
si Kissinger tuviera por costumbre susurrar al oído y pisar con tiento. Ioannides era
de facto el cabecilla del régimen pero técnicamente era sólo el jefe de su policía
secreta. Para el embajador norteamericano, Henri Tasca, era engorroso hacer
acercamientos diplomáticos con un hombre al que describe como «un poli». Pero
vuelvo a recordar al lector que Henry Kissinger, además de su prominencia
diplomática formal, era asimismo presidente del Comité Cuarenta y supervisor de las
acciones encubiertas, y trataba en privado con el régimen de Aterías que tenía
vínculos desde hacía mucho tiempo con la Agencia. En su informe de 1976, el
Comité de Inteligencia dej Congreso expuso el problema con bastante lucidez:

Tasca, informado por el jefe del centro local de la CIA de que Ioannides seguiría tratando únicamente
con la Agencia, y sin compartir la alarma del representante del Departamento de Estado, se conformó con
transmitir el mensaje directamente al cabecilla griego… Está claro, sin embargo, que el embajador no hizo
nada por recalcar a Ioannides la profunda preocupación por la intentona de golpe en Chipre. Este episodio,
el acceso exclusivo de la CIA a Ioannides, las indicaciones de Tasca de que quizá no hubiese leído todos
los mensajes importantes enviados desde o recibidos por el centro local de la CIA, la insinuación de
Ioannides de que contaba con el beneplácito de los Estados Unidos, y la bien conocida frialdad de
Washington hacia Makarios han inducido a la conjetura pública de que o bien los funcionarios
norteamericanos no prestaron atención a los informes sobre la crisis incipiente o simplemente permitieron
que estallara.

Los memorándums de Thomas Boyatt, advirtiendo justamente de lo que iba a suceder


(y que reflejaban la opinión de varios oficiales de rango mediano, aparte de las
suyas), fueron clasificados de secretos y todavía no han sido desclasificados. Citado
para testimoniar en las sesiones antedichas, Kissinger le prohibió comparecer ante el
Congreso. Finalmente lo hizo, para no incurrir en una citación por desacato. Su
testimonio fue oído en «sesión ejecutiva», no habiendo en la sala personal del
gabinete, reporteros y visitantes.
Los acontecimientos siguieron su curso. El 1 de julio de 1974, tres altos
funcionarios del Ministerio de Exteriores griego, todos ellos conocidos por sus

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posiciones moderadas sobre la cuestión de Chipre, presentaron su dimisión
públicamente. El 3 de julio, el presidente Makarios hizo pública una carta abierta a la
junta griega, en la que formulaba la acusación directa de subversión e interferencia
extranjeras:

Para ser absolutamente claro, digo que los cuadros del régimen militar de Grecia apoyan y dirigen las
actividades de los terroristas de EOKAB… En más de una ocasión he notado, y algunas veces he tocado,
una mano invisible que se extiende desde Aterías y desea liquidar mi existencia humana.

Hacía un llamamiento para que retirasen de Chipre a los oficiales griegos implicados.
Algunos días después del golpe, que finalmente se produjo el 15 de julio de 1974,
y cuando fue interpelado en una conferencia de prensa acerca de su evidente fracaso
en preverlo o abortarlo, Kissinger contestó que «la información no circulaba por las
calles». A decir verdad, casi andaba suelta por la calle. Pero mucho más importante, y
mucho más pertinente para el caso, es que la tenía a su alcance las veinticuatro horas
del día, tanto por su calidad de jefe de la diplomacia como por su cargo de
responsable de la inteligencia. Su decisión de no hacer nada fue, en consecuencia,
una decisión directa de hacer algo o de permitir que se hiciera algo.
El argumento puede estirarse un poco más lejos. Si demostramos que Kissinger
habla falsamente cuando dice que le sorprendió el golpe de julio —y podemos
demostrarlo—, y si presumimos que el conocimiento previo, acompañado de
inacción, es evidencia, como mínimo, de una aprobación pasiva, cabría esperar que
descubramos que el golpe, cuando se produjo, fue recibido con ciertas muestras de
simpatía o satisfacción. Y en efecto, eso es precisamente lo que descubrimos.
Para el resto del mundo, había dos cosas obvias sobre el golpe. La primera era
que había sido instigado desde Atenas y perpetrado con la ayuda de fuerzas regulares
griegas, y fue, por tanto, una intervención directa en los asuntos internos de un país
por parte de otro. La segunda era que violaba todos los tratados existentes que
regulaban la situación chipriota. La ilegalidad patente y desagradable fue
chillonamente enfatizada por la propia junta, que eligió a un notorio pistolero
chauvinista, llamado Nicos Sampson, como «presidente» en representación del
régimen. Sampson debía de ser un viejo conocido del presidente del Comité
Cuarenta, pues durante largo tiempo había sido beneficiario de ayuda económica de
la CIA; también recibía dinero para su fanático periódico de Nicosia, Maji
(Combate), de un testaferro pro junta de la CIA en Arenas, Savvas Constantopulos,
editor del órgano Eléfzeros Kosmos (Mundo Libre), favorable a la dictadura. Todos
los gobiernos europeos trataron a Sampson como un paria durante los breves nueve
días en que detentó el poder y desencadenó una campaña de asesinatos contra sus
democráticos adversarios griegos. Pero Kissinger dijo al enviado norteamericano en
Nicosia que recibiera como tal al «ministro de Exteriores» Sampson, haciendo así que
los Estados Unidos fueran el primer y único gobierno que lo reconoció de facto. (Hay
que subrayar que en aquel momento no se conocía el paradero del presidente

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Makarios. Su palacio había sido intensamente bombardeado y su muerte anunciada
por la radio de la junta. En realidad había escapado y pudo notificarlo por radio unos
días después, para enorme irritación de determinadas personas encumbradas). Dicho
sea de paso, en sus memorias de 1986, tituladas The Truth y publicadas en Atenas ese
mismo año, el entonces jefe de las fuerzas armadas griegas, general Grigorios
Bonanos, recuerda que el ataque de la junta contra Chipre mereció un mensaje de
aprobación y apoyo, entregado a su servicio de inteligencia por nada menos que un
hombre llamado Thomas A. Pappas, el intermediario designado entre la junta y la
administración Nixon-Kissinger. (Hablaremos más de Pappas en el capítulo 9.)
En Washington, el portavoz de prensa de Kissinger, Robert Anderson, negó
rotundamente que el golpe —más tarde calificado de «invasión» por Makarios desde
el podio de las Naciones Unidas— constituyese una intervención extranjera. «No»,
contestó a una pregunta explícita sobre este punto. «En nuestra opinión no ha habido
intervención externa». Esta actitud surrealista no fue contradicha por Kissinger
cuando se entrevistó con el embajador de Chipre y omitió expresarle las condolencias
de rigor por la presunta muerte de su presidente: la «causa inmediata», nos dice ahora
Kissinger, de todos los sinsabores. Cuando le preguntaron si todavía reconocía como
legítimo al gobierno electo de Makarios, Kissinger, obstinada y asombrosamente, se
negó a responder. Cuando le preguntaron si Estados Unidos tenía intención de
reconocer al régimen de Sampson, su portavoz se negó a desmentirlo. Cuando
Makarios fue a Washington, el 22 de julio, preguntaron al Departamento de Estado si
Kissinger le recibiría como a un «ciudadano particular, como arzobispo o como
presidente de Chipre». ¿Respuesta? «[Kissinger] Se entrevista con el arzobispo
Makarios el lunes. [La cursiva es mía]». Todos los demás gobiernos del mundo, salvo
la dictadura griega, que se desmoronaba a pasos agigantados, reconocieron a
Makarios como presidente legítimo de la República de Chipre. La posición unilateral
de Kissinger a este respecto no tiene precedente diplomático, y sugiere
contundentemente su connivencia y simpatía por el puñado de gorilas armados que
pensaban lo mismo que él.
Vale la pena destacar que Makarios fue invitado la primera vez a Washington,
como presidente electo y legítimo de Chipre, por el senador J. William Fulbright, del
Comité de Relaciones Exteriores del Senado, y por su homólogo, el congresista
Thomas Morgan, presidente del Comité de Asuntos Exteriores. El artífice de esta
invitación fue el mencionado Elías Demetracópulos, que mucho tiempo antes había
avisado del golpe y que era amigo de Fulbright. Fue él quien transmitió la invitación
a Makarios, que a la sazón se encontraba en Londres para reunirse con el ministro de
Exteriores británico. Esta iniciativa culminaba una serie de actividades en contra de la
junta por parte de este periodista de guerrilla y hombre-orquesta, que ya había irritado
profundamente a Kissinger y se convirtió en objeto especial de su rencor. (Véase
capítulo 9.) En el ultimísimo momento, y con muy poca gracia, Kissinger se vio

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obligado a anunciar que recibía a Makarios en su calidad de presidente y no como
autoridad episcopal.
Puesto que el propio Kissinger nos dice que siempre había sabido o supuesto que
un nuevo estallido de violencia en Chipre provocaría una intervención militar turca,
podemos conjeturar, por nuestra parte, que no le sorprendió que la intervención se
produjera. Tampoco parece que le desconcertase mucho. Mientras la junta griega
permaneció en el poder, Kissinger dedicó sus principales esfuerzos a protegerla de
represalias. Se opuso al regreso de Makarios a la isla, y se opuso enérgicamente a que
Turquía o el Reino Unido utilizasen la fuerza (el Reino Unido actuaba como garante,
con una obligación estipulada en un tratado y tropas estacionadas en Chipre) para
repeler el golpe griego. Este mismo consejo de inercia o inacción —del que existen
amplios testimonios, tanto en sus memorias como en las de muchos otros— se
tradujo posteriormente en una admonición igualmente severa y reiterada de que no se
tomara ninguna medida para bloquear una invasión turca. Sir Tom McNally, por
entonces principal asesor político del entonces ministro de Exteriores británico y
futuro primer ministro, James Callaghan, reveló más adelante que Kissinger «vetó» al
menos una acción militar británica para prevenir un desembarco turco. Pero eso fue
después de la caída de los coroneles griegos y la restauración de la democracia en
Atenas. No había ya un régimen cliente al que proteger.
Puede parecer paradójico, pero lo parece menos si se piensa que los
departamentos de Estado y de Defensa norteamericanos expresaron en repetidas
ocasiones que desde hacía mucho tiempo eran partidarios de una partición de Chipre.
La composición demográfica de la isla (82% de griegos y 18% de turcos) hacía más
lógico que la partición la impusiera Grecia. Pero la segunda posibilidad era que la
impusiera Turquía. Y, una vez que Turquía realizó dos invasiones brutales y ocupó
casi el 40% del territorio chipriota, Kissinger puso el mayor vigor en proteger a
Ankara de cualquier represalia del Congreso por la violación flagrante de las leyes
internacionales y la utilización indiscriminada e ilegal de armamento norteamericano.
Se volvió tan pro turco, de hecho, que era como si jamás hubiese oído hablar de los
coroneles griegos. (Aunque su aversión explícita hacia los dirigentes democráticos
griegos brindaba de vez en cuando un recordatorio).
No todos los elementos de esta política de partición pueden imputarse a Kissinger
personalmente; heredó la junta griega y la antipatía oficial por Makarios. Sin
embargo, incluso en la prosa confusa y fría de sus memorias, admite lo que, por lo
demás, puede inferirse de fuentes independientes. Por medio de cauces encubiertos, y
cortocircuitando el proceso democrático en su propio país, se hizo cómplice de un
plan de asesinato político que, cuando se fue al traste, provocó la muerte de miles de
civiles, la expatriación violenta de 200.000 refugiados y la creación de una injusta e
inestable amputación de Chipre que, veinticinco años después, sigue constituyendo
una grave amenaza para la paz. Sus tentativas de que la documentación pertinente

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fuese sellada son ya sintomáticas; cuando los archivos se abran formarán parte del ya
largo pliego de acusaciones.
El 10 de julio de 1976, la Comisión Europea de Derechos Humanos aprobó un
informe, elaborado por dieciocho juristas eminentes y presidido por el profesor J. E.
S. Fawcett, y resultante de un año de investigación sobre las consecuencias de la
invasión turca. Descubrió que el ejército turco había perpetrado matanzas deliberadas
de civiles, la ejecución de prisioneros, la tortura y los malos tratos a detenidos, el
arbitrario castigo colectivo y las detenciones en masa de civiles y actos sistemáticos e
impunes de violación, tortura y pillaje. De este período sigue sin «aparecer» un gran
número de personas «desaparecidas», tanto prisioneros de guerra como civiles. Entre
ellos se cuenta una docena de titulares de pasaportes de los Estados Unidos, lo que
prueba por sí solo la existencia de una estrategia indiscriminada cuando la pone en
práctica un ejército dependiente de la ayuda y el matériel norteamericanos.
Tal vez fue su renuencia a aceptar su responsabilidad en estas infamias, así como
la que le corresponde en el golpe original de Sampson, lo que indujo a Kissinger a
decir un singular rosario de mentiras a sus nuevos amigos, los chinos. El 2 de octubre
de 1974, celebró en Nueva York una reunión de alto nivel con Qiao Guanhua,
viceministro de Exteriores de la República Popular. Fue la primera reunión sustancial
chino-americana desde la visita de Deng Xiaoping, y el primer tema del orden del día
fue Chipre. En este memorándum, que ostenta la rúbrica
ULTRASECRETO/SENSIBLE/EXCLUSIVAMENTE para SU DESTINATARIO, Kissinger, en primer
lugar, rechaza la afirmación china de que él había ayudado a organizar la eliminación
de Makarios. «No es cierto. No nos opusimos a Makarios». (Esta aseveración es
desmentida directamente por sus propias memorias). Dice: «Cuando el golpe ocurrió
yo estaba en Moscú», lo cual no es verdad. Dice: «Mis colaboradores no se tomaron
en serio aquellos informes de inteligencia [referentes a un golpe inminente]», aunque
sí lo hicieron. Dice que tampoco Makarios los tomó en serio, a pesar de que el
arzobispo había denunciado públicamente los planes de ataqué de la junta de Atenas.
Kissinger, asombrosamente, asegura a continuación que «sabíamos que los rusos
habían dicho a los turcos que invadieran», lo que convertiría a este episodio en la
primera invasión instigada por los soviéticos, organizada por un ejército de la OTAN
y pagada con ayuda norteamericana.
Un buen mentiroso tiene que tener buena memoria: Kissinger es un mentiroso
consumado que tiene una memoria notable. De modo que quizá el contexto explique
sus mentiras históricas: la necesidad de explotar los instintos antisoviéticos de China.
Pero el conjunto de falacias es tan imponente que indica algo adicional, algo como
negación o delirio, o incluso una confesión por otros medios.

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8. TIMOR ORIENTAL

Otro país pequeño, pero importante, tiene la distinción de haber sido omitido —
omitido por completo— en las memorias de Henry Kissinger. Y como Timor Oriental
ha sido excluido del tercer y último volumen (Years of Renewal), no cabe esperar una
apresurada rectificación posterior. Ha sido, en suma, pulverizado. Y es
razonablemente fácil ver por qué Kissinger confía en evitar todo comentario sobre un
país en cuyo destino tanto influyó.
Permítaseme exponer las cosas brevemente. Tras el derrumbamiento, en abril de
1974, del régimen portugués fascista de Lisboa, el imperio colonial del país se
disolvió con extraordinaria rapidez. El poder metropolitano retuvo el control
únicamente del enclave de Macao, en la cosca de China, y más tarde, en 2000,
devolvió este territorio a Pekín, como estaba previsto en un tratado. En África, al
cabo de muchas vicisitudes, el poder fue heredado por movimientos de liberación de
tendencia socialista que, mediante su táctica de guerra de guerrillas, habían
provocado la revolución portuguesa y establecido relaciones cordiales con su primera
generación de activistas.
En Timor Oriental, situado en el archipiélago indonesio, el vacío poscolonial fue
ocupado al principio por un movimiento izquierdista, conocido como Fretilin o
Frente de Liberación de Timor Oriental. La base popular de este movimiento
abarcaba desde la Iglesia católica hasta los estudiantes occidentalizados y en
ocasiones leninizados que habían regresado de la «patria» con ideas revolucionarias.
El Fretilin y sus aliados lograron formar gobierno, pero fueron sometidos en el acto a
la presión exorbitante de su gigantesco vecino indonesio, a la sazón gobernado por el
dictador (luego depuesto y deshonrado por su propio pueblo) general Suharto.
Portugal, que tenía y tiene responsabilidad legal, era demasiado inestable y estaba
demasiado lejos para impedir la infiltración en Timor Oriental de tropas regulares
indonesias y el comienzo de una política obviamente expansionista de desgaste y
subversión. Los generales de Yakarta siguieron esta táctica durante varios meses, so
pretexto transparente de «ayudar» a las fuerzas antifretilin que eran, de hecho, tropas
indonesias deliberadamente insertadas. Toda esta clase de coartadas fueron
abandonadas el 7 de diciembre de 1975, cuando las fuerzas armadas de Indonesia
cruzaron la frontera de Timor Oriental y finalmente proclamaron (en un acto no
menos anárquico que la proclamación iraquí de Kuwait como «nuestra decimonovena
provincia») que Timor formaba parte integrante de Indonesia.
La resistencia de Timor a esta pretensión fue tan intensa, y la violencia necesaria
para imponerla tan despiadada y generalizada, que se estima que se queda corta la
cifra de 100.000 muertos en la primera oleada: tal vez una sexta parte de toda la
población.

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La fecha de la invasión indonesia —7 de diciembre de 1975— es importante y
asimismo significativa. En esa fecha, el presidente Gerald Ford y su secretario de
Estado, Henry Kissinger, dieron por concluida una visita oficial a Yakarta y volaron a
Hawai. Puesto que acababan de reunirse con la junta militar indonesia, y puesto que
Estados Unidos era el principal proveedor de armamento a Indonesia (y puesto que
Portugal, aliado de la OTAN, rompió en el acto las relaciones diplomáticas con
Indonesia), parecía razonable preguntarse si los dos dirigentes norteamericanos
habían dado a los invasores alguna indicación equivalente a una «luz verde». De
modo que cuando Ford y Kissinger aterrizaron en Hawai, los reporteros pidieron al
presidente que comentara la invasión de Timor. Ford se mostró evasivo.

Sonrió y dijo: «Hablaremos de eso más tarde». Pero el secretario de Prensa, Ron Nessen, entregó más
tarde a los periodistas una declaración diciendo: «A los Estados Unidos les preocupa siempre la utilización
de la violencia. El presidente confía en que se pueda resolver pacíficamente».

La incoherencia literal de este comunicado oficial —la idea de una solución pacífica
al uso unilateral de violencia— quizá entrañase una coherencia interna: la esperanza
de la rápida victoria de una fuerza aplastante. Kissinger acrecentó esta sospecha una
pizca más en la observación más franca que hizo cuando todavía estaba en suelo
indonesio y «dijo a los periodistas en Yakarta que los Estados Unidos no
reconocerían a la república proclamada por el Fretilin y que los Estados Unidos
comprenden la posición de Indonesia sobre esta cuestión».
Tan horripilantes fueron las noticias posteriores de matanzas, violaciones y el uso
deliberado de la inanición que semejante franqueza quedó un poco trasnochada. La
muerte de varios periodistas australianos que habían presenciado las atrocidades de
Indonesia, la devastación de la capital de Dili, y la terca resistencia rural del Fretilin,
enormemente superados en potencia de fuego, convirtió a Timor Oriental más en un
engorro que en publicidad para el nuevo orden de Yakarta. Kissinger, por lo ge neral,
trataba de eludir toda alusión a su participación en el exterminio de los timoreses —
una participación que no había cesado, pues autorizó el envío clandestino de armas a
quienes perpetraban dicho exterminio—, y fue eficazmente secundado en esto por su
embajador en las Naciones Unidas, Daniel Patrick Moynihan, que más adelante
confesó en sus memorias, A Dangerous Place, que, en términos relativos, el número
de muertos en Timor Oriental durante los días iniciales de la invasión fue «casi el
número de víctimas que sufrió la Unión Soviética durante la Segunda Guerra
Mundial». Moynihan continuaba:

Los Estados Unidos querían que ocurrieran las cosas que ocurrieron, y actuaron para que así fuera. El
Departamento de Estado deseaba que las Naciones Unidas fueran totalmente ineficientes en cualesquiera
medidas que adoptasen. Me encomendaron a mí esta tarea, y la llevé a cabo con un éxito nada desdeñable.

Este supuesto maestro de la prosa prostituye suciamente aquí los términos «Estados
Unidos» y «Departamento de Estado», puesto que se emplean como sinónimos de

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Henry Kissinger.
Veinte años más tarde, el 11 de agosto de 1995, Kissinger fue interrogado
directamente sobre este asunto. Cuando promovía y publicitaba su, por entonces,
último libro, Diplomacy, en un acto patrocinado por la Learning Exchange en el Park
Central Hotel de Nueva York, quizá (tras haber omitido Timor de su libro y de su
alocución) no previó la primera andanada de preguntas que se lanzaron en la sala.
Constancio Pinto, un antiguo líder de la resistencia en Timor, que había sido
capturado y torturado, y había huido a Estados Unidos, fue el primero que se levantó:

Pinto: Soy timorés. Me llamo Constancio Pinto. He escuchado sus palabras hoy y me han interesado
mucho. Sé que una cosa que no ha mencionado es ese lugar invadido por Indonesia en 1975. Está en el
sureste asiático. Como resultado de la invasión murieron 200.000 timoreses. Que yo sepa, el doctor
Kissinger estaba en Indonesia la víspera de la invasión de Timor Oriental. Los Estados Unidos apoyaron
en la práctica a Indonesia en Timor Oriental. Así que me gustaría saber qué estaba usted haciendo en aquel
entonces.
Kissinger: ¿Qué estaba haciendo entonces? ¿Todo el tiempo o sólo con respecto a Timor? Ante todo,
quiero agradecer al caballero que haga la pregunta educadamente. La última vez que alguien de Timor
vino a buscarme fue en la Oxford Union y prácticamente destrozaron el lugar antes de hacer la pregunta.
Lo que la mayoría de las personas que tratan con el gobierno no comprende es una de las experiencias
más abrumadoras de ocupar un alto cargo. Que siempre hay más problemas de los que se pueden abordar
en un momento dado. Y cuando uno es responsable de una política global y es una potencia global hay
demasiadas cuestiones.
Veamos la de Timor. En primer lugar es preciso entender qué Timor, qué Timor, qué es la cuestión de
Timor. Todas las islas que fueron ocupadas por Holanda en el período colonial se constituyeron en la
República de Indonesia. En medio de su archipiélago había una isla llamada Timor. O hay una isla que se
llama Timor. La mitad de ella era indonesia y la otra mitad portuguesa. Ésa era la situación.
Ahora no quiero ofender al caballero que ha hecho la pregunta. Teníamos demasiados problemas de
que ocuparnos. En aquel tiempo teníamos una guerra en Angola. Acababan de expulsarnos de Vietnam.
Estábamos negociando en Oriente Medio, y Líbano había estallado. Viajábamos hacia China. Quizá,
lamentablemente, ni siquiera estábamos pensando en Timor. Le estoy diciendo cuál es la verdad de la
cuestión. El motivo de que estuviéramos en Indonesia era realmente accidental. Nuestro propósito inicial
era ir a China, y cuando digo «nuestro» me refiero al presidente Ford y a mí y a algunos más. Nuestro
propósito inicial era ir a China durante cinco días. Era el período en que Mao estaba enfermo y había
habido una insurrección en China. La llamada Banda de los Cuatro se estaba imponiendo y lo pasamos
muy mal acordando con los chinos adónde ir y qué decir. Así que acortamos nuestro viaje a China. Fuimos
dos días a China y después fuimos un día y medio a Filipinas y un día y medio a Indonesia. Así fue, en
principio, como llegamos a Indonesia. Fue en realidad en la época en que les dijimos a los chinos que no
dependíamos de ellos. Así fue como llegamos a Indonesia.
Nadie nos habló de Timor cuando estuvimos en Indonesia. En el aeropuerto, cuando ya nos íbamos, los
indonesios nos dijeron que iban a ocupar la colonia portuguesa de Timor. Aquello a nosotros no nos
pareció un suceso muy importante porque la India había ocupado diez años antes la colonia portuguesa de
Goa y a nosotros nos parecía otro proceso de descolonización. Nadie tenía la más vaga idea de lo que
ocurriría después, y nadie nos pidió nuestra opinión, y no sé qué habríamos podido decir si alguien nos la
hubiera pedido. Nos lo dijeron literalmente cuando ya nos íbamos.
Ahora bien, después ha habido en Timor una terrible tragedia humana. La población de Timor Oriental
ha resistido y no sé si son correctas las cifras de víctimas. No lo sé, pero son ciertamente importantes, y no
hay duda de que es una enorme tragedia. Lo único que le digo es lo que sabíamos en 1975. No era una
gran cosa en la pantalla de nuestro radar. Nadie había vuelto a oír hablar de Goa después de que la India lo
ocupara. Y para nosotros, Timor, mire el mapa, es una isla pequeña como una mota en un archipiélago
enorme, la mitad de la cual era portuguesa. No teníamos razones para decir que los portugueses debían
quedarse allí. Así que cuando los indonesios nos informaron, no dijimos ni que sí ni que no. Literalmente
estábamos en el aeropuerto. Ésa fue nuestra relación con el asunto, y le reconozco a usted el hecho de que
ha sido una gran tragedia.

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Allan Nairn: Señor Kissinger, me llamo Allan Nairn. Soy periodista en Estados Unidos. Soy uno de los
norteamericanos que sobrevivieron a la matanza del 12 de noviembre de 1991 en Timor Oriental, una
matanza en la que tropas indonesias, armadas con M16 norteamericanos, abatieron, como mínimo, a 271
civiles delante del cementerio católico de Santa Cruz cuando estaban reunidos en un acto de duelo y
protesta pacíficos. Usted acaba de decir que en su entrevista con Suharto, la tarde del 6 de diciembre de
1975, no hablaron de Timor, no habló de Timor hasta que llegó al aeropuerto. Bueno, tengo aquí la
transcripción oficial del Departamento de Estado de la conversación que usted y el presidente Ford
mantuvieron con el general Suharto, el dictador de Indonesia. La transcripción se obtuvo a través de la Ley
de Libertad de Información. Como se ha editado en virtud de esa ley, aquí no figura el texto completo. La
parte de texto que tengo aquí deja claro que, de hecho, usted sí habló de la invasión inminente de Timor
con Suharto, hecho que me fue confirmado por el propio presidente Ford en una entrevista que tuve con él.
El presidente Ford me dijo que, en efecto, hablaron con Suharto de la inminente invasión de Timor y que
dieron la…
Kissinger: ¿Quién? ¿Él o yo?
Nairn: Que usted y el presidente Ford dieron los dos la aprobación norteamericana a la invasión de
Timor Oriental. Hay otro memorándum interno del Departamento de Estado del cual tengo aquí impreso
un pasaje extenso y que entregaré a las personas de la audiencia interesadas. Es un memorándum de una
reunión celebrada el 18 de diciembre de 1975 en el Departamento de Estado. Se celebró inmediatamente
después de que usted regresara de aquel viaje y usted amonestó a sus colaboradores por haber puesto por
escrito el dictamen del asesor jurídico del Departamento de Estado, señor Leigh, de que la invasión
indonesia era ilegal, de que no sólo violaba las leyes internacionales sino que también violaba un tratado
con los Estados Unidos porque se utilizaron armas norteamericanas, y en la transcripción, que invito a
examinar a todos los presentes, está claro que usted estaba enfadado con ellos primero porque temía que
este memorándum se filtrase, y segundo porque estaba apoyando la invasión indonesia de Timor Oriental y
no quería que trascendiera que usted estaba haciendo lo contrario de lo que aconsejaban sus propios
colaboradores en el Departamento de Estado. Si uno mira las acciones públicas, dieciséis horas después de
que usted saliera de aquella entrevista con Suharto, las tropas indonesias empezaron a lanzarse en
paracaídas sobre Dili, la capital de Timor Oriental. Desembarcaron y empezaron las matanzas que
acabaron con la tercera parte de la población timoresa. Usted anunció por entonces que se duplicaba de
inmediato la ayuda militar norteamericana a Indonesia, y entretanto, en las Naciones Unidas, la instrucción
que fue impartida al embajador Daniel Patrick Moynihan, como él escribió en sus memorias, fue, en sus
propias palabras, procurar que fuesen sumamente ineficaces cualesquiera medidas que las Naciones
Unidas pudiesen adoptar sobre Timor Oriental…
Kissinger: Mire, creo que todos lo entendemos ahora…
Nairn: Mi pregunta, señor Kissinger, mi pregunta, doctor Kissinger, es doble. Primera: ¿aplicará usted
una exención a la Ley sobre la Intimidad [Privacy Act] en apoyo de la plena desclasificación de este
memorándum con objeto de que podamos saber exactamente qué le dijeron usted y el presidente Ford a
Suharto? Segunda: ¿apoyaría usted la creación de un tribunal internacional de crímenes de guerra, bajo la
supervisión de las Naciones Unidas, sobre la cuestión de Timor Oriental, y accedería a acatar su veredicto
respecto a la conducta de usted?
Kissinger: Quiero decir, esto…, en realidad, esta clase de comentarios es una de las razones por las que
la dirección de la política exterior se está volviendo casi imposible. Aquí tenemos a un hombre que tiene
una obsesión, que tiene un problema, que recopila un montón de documentos y no sabemos qué hay en
esos documentos…
Nairn: Invito al auditorio a que los lea.
Kissinger: Bueno, léanlos. Esto…, los hechos son esencialmente como los he descrito [aporrea el
podio]. Timor no era un problema primordial de la política norteamericana. Aunque Suharto lo planteara,
aunque Ford dijera algo que pudiera parecer alentador, no era un problema primordial de la política
exterior norteamericana. Nos parecía que era un problema de anticolonialismo en el que los indonesios
ocupaban Timor, y nosotros en aquel momento no teníamos ningún motivo en absoluto para prestar una
gran atención al asunto.
En segundo lugar, hay que entender estas cosas en el contexto de la época. Vietnam acababa de
desplomarse. Nadie sabía todavía qué efecto tendría la teoría del dominó. Indonesia era… es un país con
una población de ciento sesenta millones y la clave, un país clave del sureste asiático. No queríamos
problemas con Indonesia, y la razón de que yo me negara en el Departamento de Estado a que se pusiera
este asunto por escrito no fue que la hubieran puesto por escrito; fue que lo difundieran en las embajadas,
porque estaba garantizado que se filtraría. Estaba garantizado que conduciría a algún enfrentamiento

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público y, para bien o para mal, nuestra posición fundamental sobre estas cuestiones de derechos humanos
era siempre ver si podíamos hablar de ellas primero, en silencio, antes de que se plasmaran en una
confrontación pública. Tal era nuestra política con respecto a la emigración de Rusia, en la que resultó que
teníamos razón, y ésa fue la política que intentamos seguir con respecto a Indonesia, y cualquiera puede ir
a buscar un documento y escoger una frase y tratar de demostrar algo fundamental, y ahora creo que ya
hemos hablado bastante de Timor. Pasemos a otras preguntas sobre algún otro tema [aplausos de la
audiencia].
Amy Goodman: Doctor Kissinger, usted ha dicho que Estados Unidos ha obtenido todo lo que quería
en la guerra fría hasta este momento. Yo quería volver sobre la cuestión de Indonesia y antes de que me
abuchee el público decir solamente, ya que habla de China y de la India, que Indonesia es el cuarto país
más grande del mundo. Y por eso quería hacer esta pregunta en un sentido actual sobre Timor Oriental. Y
es que, a la vista de lo que ha sucedido en los últimos veinte años, de las 200.000 personas muertas, según
Amnistía, según Asia Watch, según incluso los militares indonesios…, ¿considera que esto es un éxito de
los Estados Unidos?
Kissinger: No, pero no creo que sea una política norteamericana. No podemos ser, no somos
responsables de todo lo que ocurre en todos los lugares del mundo [aplausos de la audiencia].
Goodman: Excepto que el 90% de las armas utilizadas durante la invasión eran norteamericanas y esa
situación continúa hasta la fecha. De modo que en ese sentido estamos íntimamente relacionados con
Indonesia, por desgracia. Teniendo esto en cuenta, me gustaría saber si usted cree que es también un éxito
y si, estando usted en el consejo de Freeport McMoRan, que tiene las minas de oro más grandes del mundo
en Indonesia, en Irían Jaya, está usted presionando, ya que Freeport ejerce tanta influencia en el Congreso
en favor de Indonesia, para cambiar esa política y apoyar la autodeterminación del pueblo de Timor
Oriental.
Kissinger: Los, esto, los Estados Unidos, hablando en general, no pueden resolver todos los problemas
sobre la utilización de armas norteamericanas en conflictos puramente civiles. Deberíamos hacer todo lo
posible por evitarlo. Como empresa privada norteamericana que realiza negocios privados en un área muy
alejada de Timor, pero que está en Indonesia, no creo que a esa empresa le incumba inmiscuirse en esa
cuestión, porque si lo hace, ninguna empresa privada norteamericana será bien recibida allí en lo sucesivo.
Goodman: Pero lo hace todos los días, e influye en el Congreso.

Es interesante observar, en la respuesta final, la descomposición definitiva de la


sintaxis normalmente eficaz, aunque robótica, de Kissinger. (Para más datos sobre su
relación con Freeport McMoRan, y sus otras participaciones en un complejo militar-
político-comercial privatizado, véase el capítulo 10). Es también fascinante ver una
vez más las operaciones de su mecanismo de negación. Si a Kissinger y a su jefe
Nixon se les identificaba con alguna convicción crucial, era que Estados Unidos
nunca debería ser, o parecer que era, un «gigante lastimero, indefenso». Los discursos
y escritos de Kissinger están profusamente salpicados de retórica sobre
«credibilidad» y la necesidad de impresionar a amigos y enemigos con la entereza de
la determinación norteamericana. Sin embargo, en respuesta a cualquier investigación
que pudiese implicarle en un delito o un fiasco, se apresura a humillar a su propio
país y a sus funcionarios profesionales, sugiriendo que saben poco, no se preocupan
apenas, están mal informados y se dejan desbordar por el curso de los
acontecimientos. Asimismo recurre a un aislamiento demagógico. Traducido a
«señales», esto equivale a afirmar que Estados Unidos es pan comido para cualquier
ambiciosa o irredenta república bananera.
Esta inversión medio inconsciente de retórica también ocasiona nuevos episodios
de mentiras histéricas e improvisadas. (Recordemos cuando dijo a los chinos que la
Unión Soviética había instigado la invasión de Chipre por los turcos). La idea de que

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la anexión de Timor por parte de Indonesia es comparable a la ocupación de Goa por
parte de la India es demasiado absurda para haber sido citada en una antología antes o
desde entonces. Lo que a Kissinger parece gustarle de esa comparación es la rapidez
con que Goa fije olvidada. Lo que pasa por alto es que fue olvidada porque 1) no
hubo un baño de sangre y 2) completó la descolonización de la India. El baño de
sangre en Timor representó los cimientos de la colonización por Indonesia. Y es
evidente que una invasión que empezó pocas horas después de que Kissinger hubiera
despegado de la pista del aeropuerto de Yakarta tuvo que ser planeada y preparada
varios días antes de su llegada. Tales planes hubiesen sido conocidos por cualquier
agregado militar de embajada digno de ese nombre, y desde luego por cualquier
secretario de Estado de visita. Tenemos el testimonio de C. Philip Liechty, antiguo
oficial de operaciones de la CIA en Indonesia:

Suharto recibió luz verde para lo que hizo. Hubo deliberaciones en la embajada y un correo telegráfico
con el Departamento de Estado sobre el problema que nos crearía que el público y el Congreso llegasen a
estar informados del grado y del tipo de asistencia militar destinada a Indonesia en aquella época. Sin la
continuada e intensa ayuda militar norteamericana, los indonesios no habrían podido llevarlo a cabo.

Puesto que la responsabilidad legal e internacional sobre Timor Oriental recaía en


Portugal, un aliado muy antiguo de los Estados Unidos en la OTAN, la decisión de no
tener esto en cuenta, lo mínimo admitible, y de no decir nada al respecto a los
indonesios tuvo que ser deliberada. Habida cuenta de la aguda preocupación de
Kissinger por la suerte del imperio portugués —como veremos—, puede que hubiera
algo más que esto. Desde luego no pudo haber sido por falta de atención ni por la
presión de otros sucesos absorbentes (por mencionar un argumento citado por
Kissinger) en la otra colonia portuguesa de Angola.
El deseo de parecer que no había habido intervención puede obedecer —si somos
caritativos— en parte al hecho de que hasta el ministro de Asuntos Exteriores de
Indonesia, Adam Malik, reconoció en público que el número de muertos se cifraba
entre 50.000 y 80.000 civiles timoreses en los primeros dieciocho meses de la guerra
de subyugación indonesia (en otras palabras, de la época de vigilancia de Kissinger),
e infligida con armas que entregó a los asesinos violando las leyes norteamericanas.
Ahora que una forma de democracia se ha reinstaurado en Indonesia, que el primer
acto posdictatorial renunció a la anexión y —tras un último pogromo sangriento
realizado por sus auxiliares— se retiró del territorio, quizá podamos conocer más
exactamente la magnitud del genocidio.
El telegrama del Departamento de Estado, de diciembre de 1975, y el ulterior
memorándum relativo al mismo ponen muy de manifiesto la conducta subrepticia de
Kissinger. En realidad, las decisiones esenciales sobre las antiguas colonias
portuguesas se habían tomado en el mes de julio anterior, cuando Kissinger se había
asegurado el permiso presidencial para un programa encubierto de intervención
militar, coordinado con los sudafricanos y el general Mobutu, para imponer un

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régimen tribalista en Angola. Al mes siguiente, hay constancia de que informó a los
generales indonesios de que no se opondría a que intervinieran en Timor Oriental. La
única negociación de diciembre consistía en una petición de que Indonesia postergara
el comienzo de su propia aventura colonial hasta que el Air Force One, que
transportaba a Gerald Ford y a Kissinger, hubiese abandonado el espacio aéreo
indonesio.
Esta pauta «de negación» no suprimió dos cuestiones de legalidad, ambas
pertenecientes al ámbito del Departamento de Estado. La primera era la violación por
Indonesia de las leyes internacionales, en un caso en que la jurisdicción correspondía
claramente a un gobierno portugués y miembro de la OTAN al que Kissinger (en
parte debido a que ese gobierno apoyaba la «descolonización») no aprobaba. La
segunda era la violación de la legislación norteamericana, que estipulaba que las
armas suministradas a Indonesia se utilizaran tan sólo en caso de autodefensa. Los
funcionarios del Departamento de Estado, sujetos a la ley, estaban igualmente
obligados a llegar a la conclusión de que había que suspender la ayuda de Estados
Unidos a los generales de Yakarta. El memorándum que resume este caso provocó
una tremenda disputa interna cuyas actas figuran abajo, en una transcripción
desclasificada del Departamento de Estado:

MEMORÁNDUM DE CONVERSACIÓN
SECRETO/SENSIBLE

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Participantes: El secretario [Henry Kissinger]
El vicesecretario [Robert] Ingersoll
El subsecretario [para Asuntos Políticos, Joseph] Sisco
El subsecretario [Carlyle] Maw
El vicesubsecretario [Lawrence] Eagleburger
El secretario adjunto [Philip] Habib
Monroe Leigh, asesor jurídico
Jerry Bremer, dactilógrafo
Fecha: 18 de diciembre de 1975
Asunto: Política del Departamento

El secretario [Kissinger]: Quiero armar un poco de bronca por la conducta del Departamento en mi
ausencia. Hasta la semana pasada creí que teníamos un grupo disciplinado; ahora se ha desmoronado
totalmente. Mirad este cable sobre Timor [Oriental]. Sabéis lo que pienso y conocéis mi actitud, y
cualquiera que como vosotros conozca mi postura debe saber que yo no habría aprobado esto. La única
consecuencia es haberos puesto en evidencia. Es una vergüenza tratar así al secretario de Estado…
¿Qué explicación posible hay? Os dije que esto se parase en silencio. ¿Cuál es tu misión, Phil, permitir
que esto suceda? Es incomprensible. Es un error de contenido y de procedimiento. Es una vergüenza.
¿Estabas tú aquí?
Habib: No.

Habib: Nuestra valoración fue que si iba a haber problemas, surgirían antes de que regresaras. Y me
dijeron que habían decidido que era conveniente enviar ese cable.
[Kissinger]: Tonterías. Dije que lo hicieran durante unas semanas y luego volver a abrirlo.
Habib: El cable no se filtrará.
[Kissinger]: Sí, se filtrará e irá también al Congreso y luego tendremos una vista al respecto.
Habib: Yo estaba fuera. Me dijeron por cable que se había enviado.
[Kissinger]: ¡Eso quiere decir que hay dos cables! Y significa que veinte tíos lo han visto.
Habib: No, lo recibí por conducto encubierto…, era sólo un párrafo de ambigüedades y críptico, así
que supe de qué hablaba. Me dijeron que Leigh pensaba que no había un requisito jurídico al respecto.
Leigh: No, yo dije que se podía hacer por vía administrativa. No nos convenía hacerlo por vías
jurídicas.
Sisco: Nos dijeron que tú habías decidido que debíamos parar.
[Kissinger]: Un minuto, un minuto. Todos conocéis mi opinión al respecto. Tenéis que tener un OSE8
[Oficial del Servicio Exterior, clase 8] que lo sabe bien. Tendrá un efecto devastador en Indonesia. Aquí
hay un masoquismo extremo. Nadie se ha quejado de que fuese agresión.
Leigh: Los indonesios estaban violando un acuerdo con nosotros.
[Kissinger]: Cuando los israelíes entraron en el Líbano… ¿cuándo fue la última vez que protestamos
contra eso?
Leigh: Es una situación distinta.
Maw: Es defensa propia.
[Kissinger]: ¿Y no podemos interpretar como defensa propia un gobierno comunista en medio de
Indonesia?
Leigh: Bueno…
[Kissinger]: ¿Entonces estás diciendo que no se pueden usar las armas para defenderse?
Habib: No, pueden usarse para la defensa de Indonesia.
[Kissinger]: Ahora examinemos el tema básico que está apareciendo en Angola. Esos OSE están
filtrando todo ese asunto a Les Gelb [reportero del New York Times].
Sisco: Yo sé quién.
[Kissinger]: ¿Quién?
Sisco: [El miembro del Consejo de Seguridad Nacional William] Hyland habló con él.
[Kissinger]: Espera un minuto… Hyland dijo…
Sisco: Dijo que había informado a Gelb.
[Kissinger]: Quiero que esa gente sepa que nuestro interés en Angola no es la riqueza económica ni
una base naval. Tiene que ver con el hecho de que la Unión Soviética está operando a 8.000 millas de casa

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y todos los Estados circundantes nos están pidiendo ayuda. Esto afectará a los europeos, a los soviéticos y
a China.
Lo de Timor se filtrará dentro de tres meses, y trascenderá que Kissinger desoyó a sus burócratas
intachables y violó la ley ¿Cuánta gente de la L [oficina del asesor jurídico] sabe esto? [La cursiva es mía].
Leigh: Tres personas.
Habib: Dos, por lo menos, en mi oficina.
[Kissinger]: Además de todos en esta reunión, o sea que estamos hablando de no menos de 15 o 20
personas. Tenéis la responsabilidad de reconocer que estamos viviendo una situación revolucionaria. Todo
lo que esté por escrito será utilizado contra mí.
Habib: Lo sabemos y lo tenemos en cuenta continuamente.

[Kissinger]: Todos los días, algún OSE del Departamento sigue hablando de Angola pero nadie la está
defendiendo. Encontradme una cita en el artículo de Gelb que defienda nuestra política en Angola.
Habib: Creo que las filtraciones y los discrepantes son el fardo que hay que sobrellevar.
[Kissinger]: Pero la gente a cargo de este Departamento podría haber amonestado a la AF [Oficina de
Asuntos Africanos].
Ingersoll: Me han dicho que procede de la cárcel.
Eagleburger: Imposible.
[Kissinger]: No seas ridículo. Está aquí citado. Lee a Gelb. ¿Fue convocado [el secretario de Estado
adjunto para Asuntos Africanos William] Schaufele para decirle que controlara a su departamento? Esto no
es una cosa de poca monta. Tenemos mucho que perder. El presidente dice a los chinos que vamos a
resistir firmemente en Angola y al cabo de dos semanas nos marchamos. Voy a una reunión de la OTAN y
entretanto el Departamento filtra que estamos preocupados por una base naval y dice que es una
exageración o una aberración de Kissinger. Me tienen sin cuidado el petróleo o la base, pero me importa la
reacción africana cuando vean que los soviéticos se salen con la suya y que nosotros no hacemos nada. Si
los europeos luego se dicen a sí mismos que no pueden mantener Luanda, ¿cómo van a defender a Europa?
Los chinos dirán que somos un país que ha sido expulsado de Indochina por 50.000 hombres y que ahora
es expulsado de Angola por menos de cincuenta millones de dólares. ¿Dónde están las reuniones que hubo
aquí ayer? ¿Hubo alguna?

[Kissinger]: No puede ser que nuestro acuerdo con Indonesia diga que las armas son únicamente para
propósitos internos. Creo que descubriréis que dice que son utilizadas legítimamente para la autodefensa.
Hay dos problemas. Los elementos del caso que es vuestro deber exponerme. El segundo es cómo
exponérmelos. Pero exponerlos en un telegrama treinta horas antes de que yo vuelva, sabiendo lo que
hacen con los telegramas en este edificio, es garantizar que habrá un desastre nacional y que trascenderá a
cualquier sitio en que [asesor jurídico adjunto George] Aldrich piense con su cabeza de chorlito.
Me ocupé del asunto en el plano administrativo encargándole a Carlyle [Maw] que no hiciera más
ventas. ¿Cómo puede mejorar la situación en seis semanas?
Habib: Puede haberse despejado para entonces.
[Kissinger]: El Departamento se está viniendo abajo y ha llegado al punto de que desobedece órdenes
claras.
Habib: Enviamos el telegrama porque pensamos que era necesario y porque pensamos que tenías que
verlo. Eso fue hace diez días.
[Kissinger]: Tonterías. ¿Cuándo lo recibí, Jerry?
Bremer: No antes del fin de semana. Creo que quizá el domingo.
[Kissinger]: Teníais que saber qué pensaba yo al respecto. Nadie que haya trabajado conmigo en los
dos últimos años podía no saber cuál era mi opinión sobre Timor. [La cursiva es mía].
Habib: Bueno, vamos a examinarlo…, habla con Leigh. Hay todavía algunos requisitos jurídicos. No
entiendo por qué lo cursaron si no era jurídicamente necesario.
[Kissinger]: ¿Me equivoco si supongo que los indonesios se subirán por las paredes si se enteran de
esto?
Habib: Es mejor que interrumpir los envíos. Podríamos hacerlo a un nivel bajo.
[Kissinger]: Tenemos cuatro semanas antes de que vuelva el Congreso. Hay cantidad de tiempo.
Leigh: El modo de explicar la interrupción administrativa sería que estamos estudiando la situación.
[Kissinger]: ¿Y treinta y seis horas supondrían un problema serio?
Leigh: Tuvimos una reunión en el despacho de Siseo y decidimos enviar el mensaje.

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[Kissinger]: Sé lo que dice la ley pero ¿cómo puede ser nuestro interés nacional volvernos atrás en la
cuestión de Angola y dar a los indonesios una patada en los dientes? Una vez que conste por escrito, habrá
un montón de OSE6 que se sientan satisfechos y que puedan escribir sobre el asunto al Open Forum Panel,
aunque al final resultará que tengo razón yo.
Habib: El segundo problema de filtración de telegramas es distinto.
[Kissinger]: No, es un hecho empírico.
Eagleburger: Phil, es un hecho. No puedes decir que vaya a filtrarse cualquier NODIS [«No difundir»:
el nivel de clasificación más restringido], pero puedes contar con que tres o seis meses más tarde alguien
lo pida [sic] en el Congreso. Forma parte del expediente escrito, saldrá a relucir a la larga.
[Kissinger]: Estáis obligados por el interés nacional. Me da igual si vendemos o no equipo a Indonesia.
Yo no gano nada con eso, no saco tajada. Pero tenéis la obligación de conocer el modo de servir a vuestro
país. El Servicio Exterior no es para servirse a sí mismo. El Servicio significa servir a Estados Unidos y no
al Servicio Exterior.
Habib: Tengo entendido que eso es lo que haría este telegrama.
[Kissinger]: Desde el mismo momento en que lo introduces en el sistema no puedes resolverlo sin que
te descubran.
Leigh: Sólo hay una pregunta. ¿Qué decimos al Congreso si nos pregunta?
[Kissinger]: Lo interrumpimos mientras lo estudiamos. Nuestra intención es volver a empezar en
enero.

La entrega de armas pesadas para su utilización contra objetivos civiles se reanudó,


en efecto, en enero de 1976, tras un breve intervalo en el cual se engañó al Congreso
como fue revelado. Hay que decir que nadie sale especialmente bien parado de la
reunión transcrita: los funcionarios del secretario eran cualquier cosa menos
«intachables». No obstante, debemos señalar que Kissinger, en total discrepancia con
sus declaraciones públicas:

1. Se abstuvo de mencionar Goa.


2. No se tomó la molestia de ocultar sus viejas opiniones sobre la cuestión,
amonestando a sus subordinados por ser tan obtusos como para no
conocerlas.
3. No fingió que le pillaran por sorpresa los acontecimientos en Timor Oriental.
4. Admitió que estaba violando la ley.
5. Creyó necesario negar que pudiese estar beneficiándose personalmente de los
envíos de armas, una negación que nadie le había pedido que hiciera.

Es evidente que había una dialéctica en la mente de Kissinger entre Angola y Timor
Oriental, ambos países a muchas millas de las fronteras rusa o norteamericana, pero
que él consideraba como pruebas de su propia dignidad. (Los «Estados circundantes»
a los que alude en el caso de Angola eran la Sudáfrica del apartheid y el Zaire del
general Mobutu: hay constancia de que la mayoría de los Estados africanos se
oponían a que Kissinger interviniera en favor de las milicias tribalistas y
prosudafricanas en Angola. Los regímenes que merecieron su favor hace mucho
tiempo que han caído en la ignominia; Estados Unidos reconoce ahora al MPLA, con
todas sus deformidades, como el gobierno legítimo de Angola. Y, por supuesto,
ningún europeo ha pensado nunca que la suerte de Occidente dependiese de la
apuesta que Kissinger hizo en Luanda).

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Que Kissinger comprendía que la soberanía legítima de Portugal sobre Timor
Oriental seguía vigente lo demuestra un memorándum NODIS de una reunión en
Camp David entre él, el general Suharto y el presidente Ford el 5 de julio de 1975.
Casi cada línea del texto ha sido tachada por la redacción oficial, y gran parte de la
conversación es poco esclarecedora, salvo en lo que respecta al afán de la
administración en suministrar equipamiento naval, aéreo y militar a la junta, pero en
un momento dado, justo antes de que Kissinger hiciera su entrada, el presidente Ford
pregunta a su invitado: «¿Han fijado los portugueses una fecha para permitir que el
pueblo de Timor elija?». Toda la respuesta ha sido eliminada, pero que nunca se diga
que el Departamento de Estado de Kissinger no sabía que Portugal estaba facultado,
de hecho obligado, a celebrar elecciones libres en la isla. Es improbable que Suharto,
en su respuesta expurgada, asegurase a sus anfitriones que semejantes elecciones
abiertas las ganarían candidatos partidarios de la anexión por parte de Indonesia.
El 9 de noviembre de 1979, Jack Anderson, en su columna del Washington Post,
publicó una entrevista sobre Timor Oriental con el ex presidente Ford, y una serie de
documentos clasificados de la inteligencia norteamericana relativos a la agresión de
1975. Uno de estos documentos refiere que los generales indonesios estaban
presionando a Suharto «para que autorice una intervención militar directa», mientras
que otro informa a los señores Ford y Kissinger de que Suharto presenta la cuestión
de Timor Oriental en su reunión de diciembre de 1975 y «trataría de conseguir una
actitud comprensiva». Al relativamente cándido Ford le alegraba decirle a Anderson
que el interés nacional de los Estados Unidos «tenía que estar en el bando de
Indonesia». Puede que lo dijera a sabiendas o no de que de este modo estaba
desmintiendo todo lo que Kissinger había dicho siempre sobre el tema.

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9. UN «TRABAJO HÚMEDO» EN WASHINGTON

Como hemos visto más de una vez, Kissinger tiene tendencia a personalizar su
actuación política. Sus directrices han ocasionado directa y deliberadamente la
muerte de cientos de miles de ciudadanos anónimos, pero también señalaron como
objetivos a determinados individuos molestos: el general Schneider, Makarios, el
jeque Mujib. Y, como más de una vez hemos vislumbrado, Kissinger se recrea en la
vendetta de Washington y en la venganza localizada.
Parece posible que estas dos tendencias converjan en un solo caso: un plan para
secuestrar y asesinar a un hombre llamado Elías Demetracópulos. El señor
Demetracópulos es un destacado periodista griego, con un historial inigualable de
oposición a la dictadura que desfiguró a su patria entre 1967 y 1974. Durante esos
años residió en Washington, donde se ganaba la vida como asesor de una respetada
empresa de Wall Street. Innumerables senadores, congresistas, funcionarios del
Capitolio, diplomáticos y reporteros han dado testimonio de la extraordinaria
campaña individual de presión e información que Demetracópulos realizó contra los
gángsters militares que habían usurpado el poder en Aterías. Puesto que esa misma
junta gozaba de la simpatía de poderosos intereses en Washington, Demetracópulos
se vio obligado a luchar en dos frentes y se granjeó (como enseguida veremos)
enemigos influyentes.
Tras el derrumbamiento de la dictadura griega en 1974 un colapso provocado por
los acontecimientos en Chipre de que hablo en el capítulo 7—, Demetracópulos tuvo
acceso a los archivos de la policía secreta en Atenas y confirmó lo que sospechaba
desde hacía mucho tiempo. Había habido más de un intento de secuestrarle y
liquidarle. Archivos en poder del KYP —el equivalente griego de la CIA— revelaban
que el entonces dictador, Jorge Papadópulos, y su jefe de seguridad adjunto, Mijael
Rufogalis, en varias ocasiones habían contactado con la misión militar griega en
Washington con este propósito concreto. Sellado con las palabras «COSMIC:
exclusivamente para el destinatario» —el sello de seguridad más secreto—, este
correo contenía un montón de proyectos. Vale la pena señalar que todos tenían en
común el deseo de ver a Demetracópulos expulsado de Washington y repatriado.
Asesinarle en esta capital habría podido resultar engorroso: además parecía existir la
necesidad de interrogarle antes de despacharlo. (La junta griega fue expulsada en
1970 del Consejo de Europa por el recurso sistemático a la tortura contra opositores
políticos, y una serie de juicios públicos celebrados en Aterías después de 1974
condenó a los torturadores y a sus jefes políticos a largas penas de prisión). Uno de
los planes consistía en embarcar por la fuerza a Demetracópulos en un avión
comercial griego, otro en un avión militar, otro más en raptarle en un submarino. (De
no ser por el probado historial de irracionalidad y de manía obsesiva de los cabecillas

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de la junta, uno se vería tentado de considerar el tercero de estos planes, por lo
menos, como una fantasía). De los telegramas de COSMIC sobresale una frase:

Podemos contar con la cooperación de las diversas agencias del gobierno norteamericano, pero
prevemos que la reacción del Congreso será virulenta.

Era una previsión sensata: la CIA y el CNS, en especial, eran notoriamente amistosos
con la junta, mientras que Demetracópulos tenía muchas amistades entre senadores y
miembros del Congreso.
Con intención de descubrir qué tipo de «cooperación» pudieran haber ofrecido las
agencias norteamericanas, Demetracópulos contrató en 1976 a un abogado —William
A. Dobrovir, del bufete del Distrito de Columbia Dobrovir, Oakes y Gebhardt— y
presentó una denuncia basada en la Freedom of Information Act [Ley de Libertad de
Información] y la Privacy Act [Ley sobre la Intimidad]. Logró obtener muchos
centenares de documentos del FBI, la CIA y el Departamento de Estado, así como del
Departamento de Justicia y del Pentágono. Una serie de esos documentos indicaba
que habían sido facilitadas copias al Consejo Nacional de Seguridad, a la sazón
baluarte de Henry Kissinger. Pero las solicitudes de documentación formuladas a esta
fuente fueron infructuosas. Como hemos señalado anteriormente, Kissinger, al
abandonar el cargo, se había llevado como rehenes sus propios documentos: los había
copiado, clasificado como «personales» y los había cedido a la Biblioteca del
Congreso con la condición de que los conservaran a título privado. Así pues,
Demetracópulos topó con un muro de piedra cuando invocó la ley para intentar
arrancar información del CNS. Sin embargo, en marzo de 1977, el CNS finalmente
respondió a las reiteradas iniciativas jurídicas entregando los esqueléticos «índices
informáticos» de los archivos que habían sido recopilados sobre Demetracópulos. Al
hojearlos, no es de extrañar que atrajera su atención lo siguiente:

7024513 DOCUMENTO = 5 DE 5 PÁGINAS = 1 DE 1 PALABRAS CLAVE RECONOCIMIENTO


SENS MOSS BURDICK GRAVEL REFERENTE MUERTE DEMETRACÓPULOS EN PRISIÓN
ATENAS FECHA 701218

«Bueno, no todos los días», dijo Demetracópulos cuando le entrevisté, «lees la noticia
de tu propia muerte en un documento estatal». Su abogado no pudo no estar de
acuerdo, y escribió una serie de cartas a Kissinger solicitando copias del expediente
al que hacían referencia los índices. Durante siete años —repito, siete años—,
Kissinger no se dignó responder al abogado de Demetracópulos. Cuando finalmente
lo hizo, fue únicamente a través de su propio abogado, quien escribió:

Se ha intentado buscar la colección de copias de documentos que se ajustan a la descripción


facilitada… No se ha encontrado ninguna de esas copias.

«Se ha intentado» es, por supuesto, una fórmula confusa que podría indicar la
búsqueda más negligente. En consecuencia, quedaba en pie la pregunta: ¿Kissinger

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conocía, o aprobaba, o formaba parte de aquella «cooperación de las diversas
agencias del gobierno norteamericano» con la que déspotas extranjeros habían
contado para un proyecto de secuestro, tortura y ejecución?
Para empezar por una pregunta obvia: ¿por qué una figura de la talla de Kissinger
debería conocer o preocuparse por la existencia de un solitario periodista disidente?
Esta pregunta se responde fácilmente: hay constancia de que Kissinger sabía muy
bien quién era Demetracópulos, y de que además le detestaba. Los dos hombres se
habían conocido en Atenas en 1956, cuando Demetracópulos organizó un almuerzo
en el hotel Grande Bretagne en honor del profesor visitante. A lo largo del decenio
siguiente, Demetracópulos había destacado entre quienes advertían de una
intervención militar en la política griega y se oponían a ella. La CIA, en general, era
favorable a tal intervención y mantenía estrechos contactos con quienes la estaban
planeando: en noviembre de 1963, John McCone, el director de la CIA, firmó un
mensaje interno pidiendo «todos los datos de interés adversos que puedan utilizarse
para denegar [a Demetracópulos] la posterior entrada en Estados Unidos». Como esa
información desfavorable no existía, Demetracópulos, cuando llegó el golpe de
Estado, pudo instalarse en Washington, D. C., y empezar su campaña de exiliado.
La comenzó con buenos auspicios, facilitando «datos adversos» sobre la campaña
de Nixon y Agnew en 1968. Esta campaña —ya bastante mancillada por la traición
de las negociaciones de paz en Vietnam— recibía asimismo donaciones ilegales de la
dictadura militar griega.
El dinero procedía de Mijael Rufogalis, de la KYP, y lo entregaba en metálico a
John Mitchell un griegoamericano ultraconservador llamado Thomas Pappas. La
suma ascendía a 459.000 dólares, un importe considerable para los baremos de la
época. La recepción de ese dinero era doblemente ilegal: los gobiernos extranjeros
tienen prohibido hacer donaciones a una campaña (al igual que los extranjeros en
general) y, puesto que el KYP recibía subvenciones de la CIA, existía el peligro
adicional de que estuviese siendo reciclado dinero de la inteligencia norteamericana
en el proceso político estadounidense, violando directamente los estatutos de la CIA.
En 1968, Demetracópulos reveló sus descubrimientos a Larry O’Brien, presidente
del Comité Democrático Nacional, que formuló una solicitud de investigación de las
actividades de Pappas y las cordiales relaciones existentes entre la campaña Nixon-
Agnew y la junta de Aterías. Una serie de historiadores han especulado desde
entonces sobre si eran las pruebas de la «conexión griega», con su inmenso potencial
nocivo, lo que los ladrones de Nixon y Mitchell buscaban cuando entraron, al amparo
de la noche, en el despacho de O’Brien en Watergate. Un hecho notable confiere
considerable peso a esta hipótesis: cuando la Casa Blanca de Nixon buscaba «dinero
para untar» a los ladrones, recurrió a Thomas Pappas para que lo proporcionase.
El peligroso conocimiento que Demetracópulos tenía de las donaciones secretas
para la campaña, y su incesante presión sobre el Capitolio y en la prensa contra el
régimen de Aterías, cliente de Nixon y Kissinger, atrajo sobre él una atención

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indeseada. Más tarde denunció judicialmente al FBI y a la CIA —convirtiéndose en
la primera persona que lo hizo con éxito— y recibió el reconocimiento escrito de
ambos organismos de que no poseían «información adversa» sobre él. En el curso de
estos juicios, obtuvo asimismo la confesión del director del FBI entonces, William
Webster, de que había sido sometido a una vigilancia «bastante amplia» en y entre las
fechas siguientes: 9 de noviembre de 1967 y 2 de octubre de 1969; 25 de agosto de
1971 y 14 de marzo de 1973; y 19 de febrero y 24 de octubre de 1974.
Ignorante de la magnitud precisa de esta vigilancia, Demetracópulos, sin
embargo, más de una vez había notado el roce de una mano gruesa. El 7 de
septiembre de 1971, cuando estaba almorzando en el elegante Jockey Club de
Washington con el principal esbirro de Nixon, Murray Chotiner, éste le dijo a
quemarropa: «Deja en paz a Pappas. Puedes verte en apuros. Te pueden deportar. No
es una política inteligente. Sabes que Tom Pappas es amigo del presidente». El mes
siguiente, el 27 de octubre de 1971, Demetracópulos estaba almorzando en el Sans
Souci con el columnista Robert Novak y fue amenazado por el propio Pappas, que se
acercó desde una mesa contigua para decirles a él y a Novak que podría poner en un
aprieto a quienquiera que se propusiese investigarle. El 12 de julio precedente,
Demetracópulos había testificado ante el subcomité europeo del Comité de Asuntos
Exteriores, presidido por el congresista Benjamín Rosenthal de Nueva York, acerca
de la influencia ejercida por Thomas Pappas sobre la política exterior de los Estados
Unidos y la dictadura de Atenas (y viceversa). Antes de que su testimonio oral
pudiese imprimirse, un agente del Departamento de Justicia se presentó en la sala del
subcomité y exigió una copia de la declaración. Demetracópulos había facilitado el
17 de septiembre al mismo subcomité un memorándum sobre las actividades de
Pappas. Su testimonio escrito concluía así: «Por último, he presentado separadamente
al subcomité pruebas documentales que creo que serán útiles». Esta declaración,
como escribieron Rowland Evans y Robert Novak en su columna ampliamente
difundida, causó «sumo nerviosismo en la Casa Blanca de Nixon».
Revelaciones posteriores nos han habituado a la atmósfera en parte mafiosa y en
parte de república bananera que reinaba en Washington en aquellos años; fue, no
obstante, una gran conmoción para Demetracópulos recibir una carta de Louise Gore.
La señora Gore es ahora más famosa como prima del vicepresidente Albert Gore y
propietaria del hotel Fairfax de Washington, D. C., donde creció el político. En aquel
entonces era conocida por sus méritos propios: como senadora por Maryland del
Partido Republicano, y como la persona que presentó Spiro Agnew a Richard Nixon.
Era amiga íntima del fiscal general Mitchell, y había sido nombrada representante
ante la Unesco por Nixon. Demetracópulos, al igual que muchos congresistas y
políticos, vivía como inquilino en un apartamento del hotel de Louise. También era
amigo de ella desde 1959. El 24 de enero de 1972 ella le escribió:

Querido Elías:

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Fui al almuerzo que Perle [Perle Mesta] ofreció ayer en honor de Martha Mitchell y estuve sentada al
lado de John. Está furioso contigo… por tu testimonio contra Pappas. ¡No paró de amenazar con
deportarte!
Al principio traté de preguntarle si tenía algún motivo para pensar que pudiesen deportarte y él no me
contestó nada… Pero luego intentó contraatacar preguntándome lo que yo sabía sobre ti y por qué éramos
amigos.
Perdió las riendas. No habló de otra cosa durante el almuerzo y todo el mundo estaba escuchando…

Presentes en la mesa estaban George Bush, a la sazón embajador ante las Naciones
Unidas, y numerosos diplomáticos. La falta de contención y de tacto del fiscal
general en una ocasión semejante y en la mismísima mesa de la legendaria anfitriona
Perle Mesta era un síntoma claro de una irritación notable, por no decir cólera.
He referido estos antecedentes con el fin de mostrar que Demetracópulos estaba
sometido a vigilancia, que poseía información sumamente nociva para un importante
régimen cliente de Nixon-Kissinger y que su identidad era bien conocida por los que
ocupaban el poder en Washington y en Atenas. En aquel tiempo, el embajador de
Estados Unidos en Aterías era Henry Tasca, un compinche de Nixon y Kissinger con
una actitud muy indulgente hacia la dictadura. (Más tarde testificó, en una sesión a
puerta cerrada del Congreso, que había tenido conocimiento de los pagos realizados
en 1968 por la policía secreta griega para la campaña de Nixon). En julio de 1971,
poco después de que Demetracópulos testimoniase ante el subcomité del congresista
Rosenthal, Tasca había enviado desde Aterías un telegrama secreto de cuatro páginas.
Comenzaba así:

Desde hace algún tiempo creo que Elías Demetracópulos encabeza una conspiración bien organizada
que merece una investigación seria. Hemos visto lo eficaz que ha sido combatiendo nuestra política actual
en Grecia. Su objetivo es dañar nuestras relaciones con este país, debilitar nuestra alianza con la OTAN y
la posición de la seguridad norteamericana en el Mediterráneo oriental.

Esto evidencia que tomaban a Demetracópulos en serio, como demuestra también el


párrafo siguiente:

Someto, por lo tanto, el asunto a su atención personal con la esperanza de que se halle un modo de
emprender una investigación sobre Demetracópulos que identifique a sus patrocinadores y averigüe sus
fuentes de financiación, sus intenciones, sus métodos de trabajo y sus cómplices en la conjura… Expongo
este asunto a su atención ahora, convencido de que en su calidad de residente extranjero en Estados Unidos
será posible someterle a una investigación y a pesquisas profesionales del FBI que desvelen parte del
misterio.

El telegrama iba dirigido, como es habitual que haga un embajador, al secretario de


Estado William Rogers. Pero se dirigía asimismo —lo que es sumamente infrecuente
— al fiscal general John Mitchell. Pero éste, como hemos visto, era el único fiscal
general que formaba parte del Comité Cuarenta, el que supervisaba las operaciones
encubiertas.
El Departamento de Estado exhortó debidamente «al Departamento de Justicia a
que haga todo lo posible para ver si se puede instruir un caso de agente extranjero, o

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cualquier otro tipo de caso» contra Demetracópulos. Por supuesto, como se reconoció
más adelante, estas investigaciones no dieron fruto alguno. La influencia ejercida por
Demetracópulos no procedía de ninguna fuente o conexión siniestras. Pero cuando
dijo que la dictadura griega había pisoteado a su propia sociedad, utilizado la censura
y la tortura, amenazado a Chipre y comprado influencia política en Washington,
estaba formulando poderosas verdades factuales. El propio Nixon confirmó la
conexión entre la junta y Pappas y Tasca, y el flujo de dinero en las dos direcciones,
en una cinta pos-Watergate de la Casa Blanca con fecha del 23 de mayo de 1973. Está
hablando con su renombrada secretaria confidencial, Rose Mary Woods:

Es cierto que el bueno de Tom Pappas, como probablemente sabes o has oído, si no re has enterado ya,
ayudó, a petición de Mitchell, a recaudar fondos para algunos de los acusados… Pappas vino a verme el 7
de marzo. Pappas vino a verme para hablar del embajador en Grecia, que él quería… quería mantener a
Henry Tasca allí.

Esta misma dictadura había retirado a Demetracópulos, en junio de 1970, la


ciudadanía griega, por lo que era un apátrida viajando con un documento precario que
le permitía volver a entrar en los Estados Unidos. Este hecho cobró real importancia
en diciembre de 1970, cuando su padre ciego estaba agonizando de neumonía, solo,
en Atenas. Demetracópulos solicitó permiso para volver a su patria por medio de un
salvoconducto o un laissez-passer, y recabó el apoyo de numerosos congresistas a su
tentativa. Entre ellos estaban los senadores Frank E. Moss, de Utah, Quentin N.
Burdick, de Dakota del Norte, y Mike Gravel, de Alaska, que firmaron una carta con
fecha de 11 de diciembre al gobierno griego y al embajador Tasca. Los senadores
Edward Kennedy, de Massachusetts, y William Fulbright, de Arkansas, mostraron
asimismo su interés personal.
Ni el régimen de Aterías ni el embajador Tasca contestaron directamente, pero el
20 de diciembre, cuatro días después de que el anciano hubiese muerto sin haber
recibido la visita de su hijo, los senadores Moss, Burdick y Gravel recibieron un
telegrama de la embajada griega en Washington. En ella les informaban de que
Demetracópulos debería haberse presentado en persona en la embajada: una extraña
exigencia para un hombre cuyo pasaporte y nacionalidad acababan de ser anulados
por la dictadura. Entretanto, Demetracópulos recibió en su domicilio una llamada
telefónica del senador Kennedy, que le recomendó que no aceptara ningún
salvoconducto por parte de Grecia, en el caso de que se lo ofrecieran. Si
Demetracópulos se hubiera presentado en la embajada de la junta, habría podido ser
detenido y secuestrado, con arreglo a uno de los planes que ahora sabemos que se
habían tramado para su «desaparición». Por supuesto, semejante proyecto habría sido
enormemente difícil de llevar a cabo sin alguna «cooperación» —por lo menos, hacer
la vista gorda— de los funcionarios de inteligencia norteamericanos.
Telegramas desclasificados de los que intercambiaron el embajador Tasca en
Atenas y el subsecretario de Kissinger, Joseph Siseo, en el Departamento de Estado,

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muestran que los recelos del senador Kennedy estaban ampliamente justificados. En
un telegrama del 14 de diciembre, Siseo le decía al embajador Tasca: «Si el GDG
[gobierno de Grecia] permite entrar a Demetracópulos, es totalmente obvio que
debemos evitar que se nos ponga en la situación de avalar cualquier garantía que le
ofrezcan de que podrá partir». Coincidiendo con esta declaración insólita, Tasca
añadía que existía la posibilidad de que el senador Gravel asistiese al funeral del
padre de Demetracópulos. Elías, escribió el embajador, «sin duda confía en explotar
la visita del senador facilitando alguna manera de demostrar que las condiciones aquí
son tan represivas como él ha estado propalando que son. Hasta podría intentar
organizar alguna manifestación de violencia, por ejemplo una pequeña bomba».
Esta absurdidad —no había la menor constancia de que Demetracópulos
preconizara o practicase la violencia, como Tasca inconscientemente reconocía al
calificar de «pequeña» la hipotética bomba— tenía también su lado siniestro. Se
sugiere aquí el tipo de coartada, provocación o pretexto que pudiese necesitar la junta
para tender una trampa o encubrir una «desaparición». Toda esta correspondencia
despide un tufo a las prioridades tácitas tanto de la embajada como del Departamento
de Estado, que reflejan su desprecio por los senadores electos de los Estados Unidos,
su aversión a la disidencia y su necesidad de recompensar a un grupo de gángsters
griegos que ahora cumplen merecidamente penas de cadena perpetua.
Ahora echemos un vistazo al índice informático emanado, tras años de litigio, de
los archivos del Consejo Nacional de Seguridad de Kissinger. Lleva la fecha de 18 de
diciembre de 1970 y parece informar a los senadores Moss, Burdick y Gravel de que
Demetracópulos ha conocido su fin en una cárcel de Aterías. ¿Era un plan
contingente? ¿Una versión encubierta? Será imposible determinarlo mientras el
doctor Kissinger mantenga su obstinado silencio y conserve el control sobre sus
documentos estatales «privados».
Lo mismo cabe decir de la segunda tentativa contra Demetracópulos de que
tenemos noticia. Tras haber esquivado la trampa que al parecer le tendieron en 1970,
Demetracópulos mantuvo su bombardeo de filtraciones y revelaciones encaminadas a
desacreditar a la junta griega e incomodar a sus amigos norteamericanos. Se convirtió
igualmente en una destacada voz de aviso sobre los propósitos de la junta respecto a
la independencia de Chipre y la indiferencia (o la complicidad) norteamericana ante
tal designio. En este sentido (comentado por extenso en el capítulo 7), se convirtió en
una fuente de disgustos para Henry Kissinger. Es fácil demostrar este punto. En un
documento informativo presentado al presidente Gerald Ford en octubre de 1974, hay
referencias a un «informe de indicios» sobre Demetracópulos, al «memorándum
adverso secreto» y al «largo memorándum de Kissinger» sobre él. Una vez más, a
pesar de las peticiones reiteradas de abogados, Kissinger se ha negado a responder a
cualquier pregunta sobre el paradero de dichos documentos o a arrojar alguna luz
sobre su contenido. Sin embargo, su Consejo Nacional de Seguridad pidió al FBI que
recopilase toda la información posible que pudiese desacreditar a Demetracópulos, y

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entre 1972 y 1974, según documentos desclasificados desde entonces, la oficina
proporcionó a Kissinger material falso y difamatorio relativo, entre otras cosas, a un
idilio que Demetracópulos presuntamente estaba viviendo con una mujer que ya ha
fallecido, y a una supuesta relación con Daniel Ellsberg, el hombre que filtró los
famosos «documentos del Pentágono», y al que jamás conoció.
Esto podría parecer trivial, si no fuera por las memorias de Constantine
Panayotakos, el embajador de la junta griega en Washington, D. C. Tal como el
embajador refiere en sus memorias posteriores, tituladas In the First Line of Defense,
cuando llegó para ocupar su cargo, en febrero de 1974,

fui informado de ciertos planes para secuestrar y transportar a Grecia a Elías Demetracópulos, planes
que me recordaron los métodos del KGB…
El 29 de mayo recibí un documento transmitido por Anyelos Vlajos, secretario general del Ministerio
de Asuntos Exteriores, en el que me exponía los puntos de vista del embajador norteamericano Henry
Tasca, con los que él concordaba, sobre las formas más eficaces de afrontar las conspiraciones y toda la
actividad de Demetracópulos. Los criterios de Tasca figuran en un memorándum de conversación, del 27
de mayo, con el ministro de Asuntos Exteriores, Spiridon Tetenes.
Por último, otra brillante idea de los miembros más brillantes del Ministerio de Asuntos Exteriores de
Atenas, que me fue transmitida el 12 de junio, fue la de que solicitara asesoramiento útil sobre la
exterminación de Elías Demetracópulos a George Churchill, director de la sección griega en el
Departamento de Estado, que era uno de sus enemigos más vitriólicos. [La cursiva es mía].

(En griego, la palabra que figura en cursiva es exudetérosi. Es bastante fuerte. Suele
traducirse como «exterminación», aunque otra acepción podría ser «eliminación». No
es una expresión que signifique incordiar o entorpecer a un individuo, sino
deshacerse de él). Más tarde, el embajador Panayotakos escribió una carta detallada,
que tengo en mi poder, en la que declara haber tenido conocimiento directo de un
plan de secuestrar a Demetracópulos en Washington. Su testimonio es corroborado
por una declaración jurada, asimismo en mi poder, firmada bajo pena de perjurio por
Jarálambos Papadópulos. Papadópulos era por entonces el consejero político de la
embajada griega —el puesto número tres en la jerarquía— y fue invitado a almorzar
en el cercano Jockey Club, a finales de mayo o principios de junio de 1974, por el
embajador Panayotakos y el agregado militar adjunto, teniente coronel Sotiris Yiunis.
Durante la comida, Yiunis sacó a relucir el tema del secuestro de Demetracópulos,
que sería embarcado de matute en un submarino griego de la OTAN en un puerto de
Virginia.
Papadópulos, que era embajador griego en Pakistán en la época en que hizo esta
declaración jurada, ha dicho posteriormente que le aseguraron que Henry Kissinger
estaba totalmente al corriente de la operación planeada, y «muy probablemente
dispuesto a actuar como paraguas de la misma». Para entonces, a la junta griega sólo
le quedaban unas semanas de vida, a causa de sus crímenes en Chipre. Desde la caída
de la dictadura, han aparecido pruebas aún más completas de los planes de asesinato
de la junta, al menos en el lado ateniense de la conjura. Pero no fue nunca un régimen
que actuase sin la «comprensión» de Washington. En esta capital también se han

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efectuado pesquisas destinadas a averiguar más pormenores. En 1975, los senadores
George McGovern y James Abourezk, secundados por el congresista Don Edwards,
del Comité de Inteligencia del Congreso, solicitaron al senador Frank Church que
incluyese el plan de secuestro contra Demetracópulos en la tarea de investigación de
su famoso comité sobre inteligencia norteamericana. Como informó primero el New
York Times y luego confirmó Seymour Hersch, Kissinger intervino personalmente
ante Church y le citó graves pero no especificados motivos de seguridad nacional
para que se cerrara este aspecto de la investigación.
Parte de esto puede parecer fantástico, pero sabemos que Kissinger estaba
llevando a cabo una venganza contra Demetracópulos (al igual que el embajador
Tasca), sabemos que Kissinger participó en una connivencia a alto nivel con la junta
griega y que estaba enterado de antemano del complot para asesinar al arzobispo
Makarios y sabernos que había utilizado la embajada norteamericana en Chile para
introducir clandestinamente armas con que ejecutar el plan de asesinar al general
René Schneider. La versión oficial, también en este caso, era que los pistoleros
contratados trataban «sólo» de secuestrarle…
Sabemos asimismo que dos clientes del Comité Cuarenta de Kissinger, el general
Pinochet y el coronel Manuel Contreras, utilizaron la embajada chilena en
Washington para asesinar al líder disidente Orlando Letelier, no mucho después de
haber sido recibido y agasajado, y en una ocasión pagado por Kissinger y sus
vicarios.
Así pues, la historia de Elías Demetracópulos, referida aquí por primera vez en
todos sus detalles, constituye una evidencia prima facie de que Henry Kissinger
estaba por lo menos informado de un plan de secuestrar e interrogar, y casi con
certeza de matar, a un periodista civil en Washington, D. C. Para quedar limpio de
sospecha y explicar la misteriosa referencia a la muerte de Demetracópulos que se
hace en sus archivos, Kissinger sólo tiene que ponerlos finalmente a disposición del
público; o, de lo contrario, que un mandamiento judicial le obligue a hacerlo.

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10. EPÍLOGO: EL MARGEN DE BENEFICIO

En su colérica reunión en el Departamento de Estado el 18 de diciembre de 1975,


poco después de su momento de complicidad con los generales indonesios acerca de
Timor Oriental (véanse páginas 131136), Kissinger pronuncia un singular
desmentido:

Me da igual si vendemos o no equipo a Indonesia. Yo no gano nada con eso, no saco tajada.

Podríamos haber dado por supuesto que un secretario de Estado en funciones no


tuviese un interés directo en la venta de armas a una dictadura extranjera; nadie en la
reunión había insinuado semejante cosa. Qué curioso que Kissinger negase una
acusación que no había sido formulada, que respondiese a una pregunta que no había
sido hecha.
No es posible determinar con certeza cuándo comenzó a beneficiarse
personalmente de su asociación con los círculos dirigentes indonesios, ni se puede
afirmar tajantemente que sus ganancias formasen parte de algún «entendimiento»
originado en 1975. Hay, sin embargo, una congruencia perfecta entre el
asesoramiento que Kissinger imparte sobre política exterior y sus propias conexiones
de negocios. Más que conflicto, podríamos denominarlo armonía de intereses.
Seis años después de haber dejado el cargo, Kissinger fundó una consultoría
llamada Kissinger Associates, que existe para propiciar y facilitar contactos entre
multinacionales y gobiernos extranjeros. La cartera de clientes es secreta, y los
contratos con «los asociados» [«the Associates»] contienen una cláusula que prohíbe
mencionar parte alguna del acuerdo, pero entre las empresas clientes figuran o han
figurado American Express, Shearson Lehmann, Arco, Daewoo de Corea del Sur,
H. J. Heinz, ITT Lockheed, Anheuser-Busch, la Banca Nazionale del Lavoro, Coca-
Cola, Fiat, Revlon, Unión Carbide y el Midland Bank. Los «socios» iniciales de
Kissinger eran el general Brent Scowcroft y Lawrence Eagleburger, que habían
trabajado estrechamente con él en los sectores gubernamentales de política exterior y
de seguridad nacional.
Pueden citarse numerosos ejemplos de que existe una armonía entre esta empresa
y los pronunciamientos políticos de Kissinger. El más conocido es probablemente el
de la República Popular de China. Kissinger ayudó a varias multinacionales
norteamericanas, en especial a H. J. Heinz, a obtener acceso al mercado chino. Como
expresó encomiásticamente Anthony J. E O’Reilly director ejecutivo de Heinz:

Kissinger y sus asociados hacen una aportación valiosa, y creo que son especialmente útiles en países
con economías de planificación más central, donde los agentes principales y la dinámica entre esos agentes
son de vital importancia. Esto es cierto sobre todo en China, donde Kissinger es una figura popular que
goza de un especial respeto. En China, básicamente, estábamos muy avanzados en la implantación de la

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presencia de alimentos para niños antes de que Henry interviniese. Pero cuando decidimos trasladarnos él
tenía elementos prácticos que ofrecer, como en lo referente a la relación entre Taiwan y Pekín. Fue de
utilidad para evitar que diésemos pasos poco fructíferos en Pekín. El valor de su consejo varía obviamente
de un mercado a otro, pero creo que su aportación es imprescindible a la hora de establecer contactos en
ese mundo oscuro donde cuentan mucho.

El término chino para esta zona de transacciones oscuras es guan-xi. En un habla


norteamericana menos sentenciosa posiblemente se traduciría como «acceso» o
tráfico de influencias. Vender alimentos para niños en China puede parecer de lo más
inocuo, pero cuando el régimen chino apuntó con sus cañones y tanques a sus propios
niños en la plaza de Tiananmen, en 1989, su defensor más acérrimo fue Henry
Kissinger. Pronunciándose muy firmemente en contra de las sanciones, escribió que
«las relaciones con China son demasiado importantes para la seguridad nacional
norteamericana como para que las pongan en peligro las emociones del momento».
Adoptando el criterio de Deng Xiaoping sobre la turbulencia democrática, e incluso
el punto de vista de los que ahora suponemos que presionaron a Deng desde la
derecha, añadió: «Ningún gobierno del mundo habría tolerado que decenas de miles
de manifestantes ocupasen durante ocho semanas la plaza principal de la capital».
Algunos gobiernos, por supuesto, habrían encontrado una forma de reunirse con los
dirigentes de aquellos manifestantes… Quizá debamos alegrarnos de que los
servicios de Kissinger no fueran solicitados por los regímenes estalinistas de
Rumanía, Checoslovaquia y Alemania del Este, que sucumbieron a esta misma
insolencia pública meses después de aquel mismo año.
El tráfico de influencias de Kissinger no sólo se limitó a los productos nutritivos
de Heinz. Ayudó a la Atlantic Richfield/Arco a comercializar depósitos de petróleo
en China. Contribuyó a que la ITT (empresa que en otro tiempo le había ayudado a
derrocar al gobierno electo de Chile) celebrase una reunión ejecutiva en Pekín con el
fin de allanar el camino, y prestó servicios similares a David Rockefeller y el Chase
Manhattan Bank, que celebró una reunión del comité consultivo internacional en la
capital de China y se entrevistó con el propio Deng.
Seis meses antes de la matanza de Tiananmen, Kissinger creó una sociedad
limitada de inversiones llamada China Ventures, de la que era presidente, director
ejecutivo y socio principal. Su folleto explicaba claramente que China Ventures
emprendía solamente proyectos que «cuentan con el respaldo incondicional de la
República Popular de China». La iniciativa resultó prematura: el clima para
inversiones en China continental se agrió después de la represión que siguió a las
matanzas de la plaza de Tiananmen y las sanciones limitadas aprobadas por el
Congreso norteamericano. Esto sin duda contribuyó a que a Kissinger le irritasen las
críticas contra Deng. Pero mientras duró, China Ventures obtuvo amplios
compromisos de American Express. Coca-Cola, Heinz y un vasto consorcio industrial
de minería y extracciones llamado Freeport McMoRan, del que hablaremos
enseguida.

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Muchos de los actos más extremos de Kissinger han sido ejecutados, al menos en
apariencia, en nombre del anticomunismo. Es gracioso, por tanto, ver sus esfuerzos
en favor de un régimen que puede garantizar inversiones seguras por medio de una
abolición de los sindicatos, un sistema carcelario de explotación de esclavos y una
ideología unipartidista. Y China no constituye la única muestra de esto. Cuando
Lawrence Eagleburger dejó en 1984 el Departamento de Estado, tras haber sido
embajador en Yugoslavia, se convirtió simultáneamente en socio de Kissinger
Associates, en director de una filial bancaria del Ljubljanska Banka, banco del que
entonces era propietario el régimen de Belgrado, y en representante norteamericano
del minicar Yugo. A su debido tiempo, Yugo pasó a ser cliente de Kissinger
Associates, al igual que una empresa de construcción yugoslava llamada
Enerjoprojeckt. El Yugo es de especial interés porque lo producía el vasto
conglomerado estatal que asimismo funcionaba como complejo militar-industrial y de
fabricación de armas de Yugoslavia. De este complejo se apoderó más tarde Slobodan
Milosevic, así como de los otros pilares de lo que había sido el ejército nacional
yugoslavo, y fue utilizado para lanzar guerras de agresión contra cuatro repúblicas
colindantes. En todo momento a lo largo de esta crisis prolongada, y en bastante
disonancia con muchos de sus colegas, en su mayoría «halcones», Henry Kissinger
exhortó a una política coherente de conciliación con el régimen de Milosevic. (Más
adelante, Eagleburger entró en el Departamento de Estado como subsecretario y llegó
a ser brevemente secretario de Estado. Así son las cosas).
Otro ejemplo de la conducta de Kissinger es el doble rasero que aplican los
«Associates» a Saddam Hussein. Cuando Saddam, a finales de los años ochenta,
estaba en la cresta de la ola y sacaba provecho de los ministerios de Comercio y
Agricultura de Washington, y cuando andaba tirando dinero por ahí como un
marinero borracho (amén de utilizando gas venenoso y armas químicas contra la
población kurda, sin que Washington rechistara siquiera), el Business Forum Irak-
Estados Unidos proporcionó una auténtica máquina tragaperras de contactos,
contratos y oportunidades. El socio de Kissinger, Alan Stoga, que había sido también
el economista incorporado a su Comisión sobre Centroamérica de la era de Reagan,
fue uno de los participantes más visibles en un viaje a Bagdad pagado por el Forum.
Al mismo tiempo, la empresa de Kissinger representaba a la turbia Banca Nazionale
del Lavoro italiana, del que más tarde se supo que había hecho préstamos ilegales al
régimen de Hussein. Como de costumbre, todo fue legal. Siempre lo es cuando la
clase media alta se junta con el bajo Oriente Medio.
El mismo año —1989— Kissinger estableció su lucrativa conexión con Freeport
McMoRan, una empresa de ámbito mundial con sede en Nueva Orleans. Su
anticuado negocio consiste en extraer petróleo, gas y minerales. Su presidente, James
Moffett, probablemente se ha granjeado los títulos favoritos que otorgan las páginas
empresariales y financieras, por ser, sin sombra de duda, un capitalista «exuberante»,
«piratesco» y «audaz».

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En 1989, Freeport McMoRan pagó a Kissinger Associates una cuota fija de
200.000 dólares y 600.000 en concepto de honorarios, por no mencionar la promesa
de una comisión del 2% sobre futuras ganancias. Freeport McMoRan hizo también a
Kissinger miembro de su consejo de dirección, con un sueldo anual de como mínimo
300.000 dólares. En 1990, las dos empresas iniciaron negocios en Birmania, el estado
más tristemente represivo de todo el sur de Asia. Freeport McMoRan extraería
petróleo y gas, según el acuerdo, y el otro cliente de Kissinger, Daewoo (que era su
vez, por entonces, un puntal empresarial corrupto de un régimen coreano sin
escrúpulos), construiría la planta industrial. Aquel año, sin embargo, los generales
birmanos, agrupados bajo el fantástico nombre colectivo de CRELO (Consejo de
Restauración del Estado de Ley y Orden), perdieron las elecciones ante la oposición
democrática liderada por Daw Aung San Suu Kyl y decidieron anular los resultados.
Este acontecimiento —que ocasionó presiones aún más irritadas para que se aislara a
la junta birmana— fue un contratiempo para la triada Kissinger-Freeport-Daewoo, y
la propuesta se canceló.
Pero al año siguiente, en marzo de 1991, Kissinger volvió a Indonesia con
Moffett y firmó un contrato que les concedía una licencia de treinta años para seguir
explotando una mina gigantesca de oro y cobre. La mina es de primordial
importancia por tres razones. Primera, operaba como parte de una empresa conjunta
con el gobierno militar indonesio, y con el dirigente de ese gobierno, el ahora
depuesto general Suharto. Segunda, está situada en la isla de Irian Jaya (en un área
antiguamente conocida como Irían occidental): pertenece al archipiélago que —junto
con Timor Oriental— es indonesio únicamente en virtud de una arbitraria conquista.
Tercera, sus actividades comenzaron en 1973, dos años antes de que Henry Kissinger
visitase Indonesia y ayudara a desencadenar al baño de sangre en Timor Oriental, al
tiempo que abría un flujo de armamento para sus futuros socios comerciales.
Esto podría no ser más que la «armonía de intereses» que he señalado antes. Nada
más, dicho de otro modo, que una feliz coincidencia. No lo es, sin embargo, lo
siguiente:

La enorme mina Grasberg de Freeport McMoRan en Irían Jaya ha sido


acusada de crear una catástrofe medioambiental y social. En octubre de 1995,
la Overseas Private Investment Corporation (OPIC), un organismo federal
que ayuda a las empresas norteamericanas en el extranjero, decidió cancelar
el seguro de inversiones de Freeport McMoRan a causa del riesgo político, el
elemento mismo sobre el que Kissinger había ofrecido garantías
tranquilizadoras en 1961. La OPIC llegó a la conclusión de que la mina de
Grasberg había «creado y sigue creando graves o insensatos riesgos para el
medio ambiente, la salud o la seguridad en los ríos que sufren el impacto de
las escorias, el ecosistema terrestre circundante y los habitantes de la zona».
Los «habitantes de la zona» que se enumeran en el último lugar de la lista son
el pueblo amungme, cuyas protestas por la degradación del medio ambiente y

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las condiciones de trabajo en la mina sufrieron la réplica de soldados
regulares indonesios al servicio de Freeport McMoRan y a las órdenes de
Suharto. En marzo de 1996, disturbios a gran escala casi provocaron el cierre
de la mina y causaron la muerte de cuatro personas y numerosos heridos.

Freeport McMoRan organizó una intensa campaña de presión en Washington,


secundada por Kissinger, para que el OPIC les renovara el seguro. El precio fue la
creación de un fondo fiduciario de 100 millones de dólares para reparar los daños en
el emplazamiento de la Grasberg, una vez que en la mina y en su ecología
circundante se hubiese efectuado una limpieza. Todo esto se convirtió en materia de
debate cuando la dictadura de Suharto fue derrocada, el propio dictador fue detenido
y quedó al descubierto la enorme trama de «capitalismo de compinches» en la que
estaban involucrados él, su familia, sus colegas militares y determinadas empresas
multinacionales beneficiarias. Esta revolución política restauró también, con un coste
incalculable de vidas humanas, la independencia de Timor Oriental. Se propuso
incluso una investigación sobre crímenes de guerra y la instauración de un tribunal de
derechos humanos para exigir parte de la responsabilidad por los años de genocidio y
ocupación. Una vez más, Kissinger hubo de escudriñar con inquietud las noticias y
temer que se avecinasen revelaciones incluso peores para él. Sería una vergüenza
nacional e internacional que la respuesta a esta pregunta se dejase al saqueado y mal
gobernado pueblo indonesio, en lugar de recaer en el Congreso de los Estados
Unidos, que durante tanto tiempo ha rehuido la responsabilidad que le corresponde.
El asunto aguarda su juez.

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11. LEYES Y JUSTICIA

Aunque uno no pudiese más que «deplorar» el asesinato de una serie de niños, existían medios de
impedir que un aspecto particular del oportunismo causase excesivos daños. La mayoría de los criminales
internacionales se hallaba fuera del alcance de las leyes humanas; Dimitrios, no obstante, estaba al alcance
de una ley. Había cometido como mínimo dos asesinatos y había, por lo tanto, violado la ley tan
ciertamente como si hubiese estado famélico y hubiera robado una barra de pan.
ERIC AMBLER, La máscara de Dimitrios

Como Henry Kissinger comprende ahora, hay cada vez más desgarrones y rotos
visibles en el manto de inmunidad que le ha envuelto hasta ahora. Evoluciones
recientes de la legislación nacional e internacional han vuelto su situación expuesta y
vulnerable. Sintetizando, las distintas áreas de la legislación pueden agruparse en
cuatro epígrafes principales:

1. Ley Internacional de Derechos Humanos. Comprende las magnas y


grandilocuentes cláusulas sobre los derechos del individuo en relación con el
Estado; protege asimismo al individuo de los otros miembros de la
comunidad internacional que pudiesen violar esos derechos. Emanada de la
«Declaración de los derechos humanos» de la Revolución Francesa, la ley
internacional de los derechos humanos estipula que las asociaciones políticas
son legítimas únicamente en la medida en que preservan la dignidad y el
bienestar de los individuos, punto de vista que choca con el privilegio de
realpolitik concedido al «interés nacional». Los Estados Unidos están
directamente vinculados con el patrocinio de muchas de estas cláusulas y ha
ratificado otras.
2. La Ley del Conflicto Armado. Algo proteica y desigual, esta ley representa la
aparición gradual de un consenso jurídico sobre lo que es y lo que no es
permisible durante un estado de guerra. También comprende los diversos
acuerdos humanitarios que determinan las «leyes de guerra» consuetudinarias
y que intentan reducir el elemento contradictorio en este antiguo debate.
3. La Ley Penal Internacional. Esta ley afecta a cualquier individuo, incluido un
agente de cualquier Estado, que cometa atrocidades directas y graves contra
sus «propios» conciudadanos o los ciudadanos de otro Estado; entran aquí el
genocidio, los crímenes de lesa humanidad y otros crímenes de guerra. El
Estatuto de Roma, que asimismo establece un Tribunal Penal Internacional
para juzgar a individuos, incluidos los infractores gubernamentales, es la
suma codificada de esta ley tal como fue revisada y actualizada desde el
precedente de Nuremberg. Ha sido rubricada por la mayoría de los gobiernos
así como, desde el 31 de diciembre de 2000, por Estados Unidos.
4. La Ley Nacional y la Ley de Recursos Civiles. Casi todos los gobiernos
tienen leyes similares que regulan los delitos tales como asesinato, secuestro
y robo, y muchos de ellos tratan a un infractor de cualquier otro país como si

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fuera del propio. Estas leyes en muchos casos permiten a un ciudadano de
cualquier país pedir justicia en los tribunales del país «anfitrión» del infractor
o en el país del que es ciudadano. En la legislación norteamericana, un
estatuto especialmente pertinente es la Alien Tor Claims Act [Ley de
Denuncia de Agravios Perpetrados por Extranjeros].

Los Estados Unidos son el país más generoso a la hora de otorgarse inmunidad a sí
mismo e inmunidad parcial a sus funcionarios, y el que con más retraso se adhiere a
tratados internacionales (no ratificó el Convenio sobre Genocidio hasta 1988 ni firmó
el Convenio sobre Derechos Civiles y Políticos hasta 1992). Y las disposiciones del
Estatuto de Roma, que expondrían a Kissinger a un serio castigo si hubieran tenido
carácter de ley en fecha tan temprana como 1968, no son retroactivas. Sin embargo,
un convenio internacional anunció ese año que los principios de Nuremberg no tenían
un estatuto de limitaciones. La legislación internacional consuetudinaria permitiría a
cualquier país signatario (con la exención nuevamente de los Estados Unidos)
procesar a Kissinger por crímenes de lesa humanidad en Indochina.
Más importante aún es que los tribunales federales de los Estados Unidos han
sido facultados para ejercer jurisdicción sobre delitos tales como asesinato, secuestro
y terrorismo, incluso cuando estos delitos estén supuestamente protegidos por la
razón de Estado o la inmunidad soberana. De una serie de casos memorables, lo más
sobresaliente son las conclusiones del tribunal territorial del distrito de Columbia en
1980, relativas al asesinato, por parte de un agente de Pinochet, mediante una bomba
colocada en un automóvil, de Orlando Letelier y Ronni Moffitt. El tribunal proclamó
que «por más opciones de conducta que existan a disposición de un país extranjero»,
el régimen de Pinochet «no posee “discreción” para perpetrar un acto que conduzca al
asesinato de un individuo o individuos, acción que es claramente contraria a los
preceptos de humanidad como reconocen tanto las leyes nacionales como
internacionales». De modo recíproco, esto se aplicaría a un funcionario
norteamericano que tratase de asesinar a un ciudadano chileno. El asesinato era
ilegal, tanto como acto público como acto privado, cuando Henry Kissinger estaba en
el poder y cuando tuvieron lugar los atentados contra el general Schneider de Chile y
el presidente Makarios de Chipre.
Como el informe Hinchey, presentado ante el Congreso en el año 2000,
demuestra ahora que agentes del gobierno norteamericano participaron a sabiendas en
actos de tortura, asesinato y «desaparición» cometidos por escuadrones de la muerte
de Pinochet, ciudadanos chilenos podrán recurrir ante la justicia norteamericana en
virtud de la Alien Tort Claims Act, que otorga a los tribunales federales del país
«jurisdicción sobre el asunto» en el caso de que un ciudadano no norteamericano
presente una denuncia por un agravio civil cometido en violación de un tratado
estadounidense u otra legislación internacional. Familiares chilenos de los
«desaparecidos» y del general Schneider han expresado recientemente su interés en

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hacerlo, y varios letrados en derecho internacional me han asegurado que Henry
Kissinger sería, en efecto, procesable en virtud de esta jurisprudencia.
La Alien Tort Claims Act facultaría igualmente a víctimas de otros países, tales
como Bangladesh o Camboya, para demandar daños y perjuicios a Kissinger,
conforme al modelo establecido en el juicio reciente celebrado en Nueva York contra
Li Peng, uno de los funcionarios chinos que en mayor medida fueron responsables de
la matanza de 1989 en la plaza de Tiananmen.
Un importante acopio de teoría jurídica puede invocarse a propósito de la
aplicación de la «ley consuetudinaria» al bombardeo de civiles en Indochina. El
Convenio sobre Genocidio no fue ratificado por Estados Unidos hasta 1988. En 1951,
sin embargo, el Tribunal Internacional de Justicia declaró que era legislación
consuetudinaria internacional. El trabajo de la Comisión Jurídica Internacional
comparte plenamente este criterio. Cabría discutir si el número incontable de víctimas
era un «grupo protegido» por la legislación existente, y asimismo si su tratamiento
fue suficientemente indiscriminado, pero tal debate representaría un pesado fardo
tanto para la defensa como para la acusación.[1]
Una importante novedad reciente es la aplicación por terceros países —en
particular, España— de las leyes internacionales que vinculan a todos los Estados.
Baltasar Garzón, el juez español que inició con éxito la persecución del general
Pinochet, ha conseguido también la detención en México del torturador argentino
Ricardo Miguel Cavallo, que actualmente aguarda en la cárcel su extradición. El
Parlamento de Bélgica ha facultado recientemente a los tribunales belgas para ejercer
jurisdicción sobre crímenes de guerra y violaciones de la Convención de Ginebra
cometidos en cualquier parte del mundo por un ciudadano de cualquier país. Esta
práctica, que se va extendiendo, tiene por efecto, como mínimo, limitar la capacidad
de determinadas personas de viajar o de evitar la extradición. Los Países Bajos,
Suiza, Dinamarca y Alemania han recurrido recientemente a la Convención de
Ginebra para perseguir a criminales de guerra por acciones cometidas contra no
nacionales por no nacionales. La decisión de la Cámara de los Lores británica en el
caso Pinochet ha denegado igualmente de manera decisiva el amparo de la
«inmunidad soberana» para actos cometidos por un gobierno o por quienes cumplen
órdenes de un gobierno. Este fallo, a su vez, ha ocasionado el proceso de Pinochet en
su propia patria.
Subsiste la cuestión de la ley norteamericana. El propio Kissinger admite (véanse
páginas 13536) que violó la ley conscientemente cuando siguió enviando armas
norteamericanas a Indonesia, que a su vez las utilizó para violar la neutralidad de un
territorio vecino y para perpetrar graves crímenes de lesa humanidad. Kissinger
afronta asimismo problemas jurídicos por su participación en la limpieza étnica de la
isla colonial británica de Diego García, a principios de los años setenta, cuando
indígenas de la colonia fueron desplazados para la instalación de una base militar
estadounidense. Abogados de los isleños de Chagos ya han ganado un juicio en los

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tribunales británicos por esta causa, que ahora se traslada para ser vista judicialmente
en los Estados Unidos. Los agravios alegados son «desplazamiento forzoso, tortura y
genocidio».
En este clima alterado, los Estados Unidos afrontan un dilema interesante. En
cualquier momento, uno de sus ciudadanos más famosos puede ser declarado
responsable de acciones terroristas en virtud de la Alien Tort Claims Act, o puede ser
objeto de una solicitud de extradición internacional, o puede ser detenido si viaja a un
país extranjero, o puede ser citado por crímenes contra la humanidad por un tribunal
de una nación extranjera. El hecho de que Estados Unidos no sea parte en
determinados tratados y de que sea reacio a extraditar hace improbable que las
autoridades norteamericanas cooperasen con estas acciones, aunque ello mermaría
seriamente la solemnidad con que Washington exhorta a las naciones sobre el tema de
los derechos humanos. Hay también la alternativa de que un fiscal norteamericano
procese a Kissinger en un tribunal norteamericano. Una vez más, esta iniciativa
parece fantásticamente remota, pero nuevamente, si se abstiene de tomarla, el país se
expone, y de un modo más patente incluso que hace dos años, a que le acusen,
obviamente, de que aplica un doble rasero.
El fardo, por consiguiente, recae en la comunidad jurídica norteamericana y en
los grupos de presión y organizaciones no gubernamentales. O bien pueden seguir
apartando la mirada de la impunidad mayúscula de que goza un criminal de guerra y
delincuente notorio, o pueden verse contagiados por los exaltados baremos por los
que continuamente miden a todos los demás. Sin embargo, el estado actual de
vivacidad en suspenso no puede durar. Si los tribunales y abogados de este país no
cumplen con su deber, veremos a las víctimas y a los supervivientes de este hombre
buscar la justicia y la vindicación a su propia manera digna y concienzuda, y por su
propia cuenta, para bochorno nuestro.

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APÉNDICE I. UN FRAGMENTO FRAGANTE

Voy a tomarme la libertad de reproducir una correspondencia, inicialmente mantenida


entre Kissinger y yo, que comenzó en el New York Times Book Review en el otoño del
año 2000. En una reseña (que se transcribe a continuación) de The Arrogance of
Power [La arrogancia del poder], obra de Anthony Summers y Robbyn Swan a la que
se hace referencia directa en la página 29 de este libro, yo esencialmente había
resumido y condensado el caso contra la diplomacia ilícita y privada de Nixon y
Kissinger durante las elecciones de 1968; un caso del que hablo más detenidamente
en el capítulo 1 [véanse páginas 2332]. También hacía referencia a algunos otros
delitos y fechorías de la era de Nixon.
Ello ocasionó una respuesta extensa y —por no agravar la expresión—
claramente estrafalaria de Kissinger. Su texto completo figura en apéndice, junto con
las réplicas a que dio lugar. (No tengo modo de saber por qué Kissinger reclutó al
general Brent Scowcroft como cofirmante, a no ser que fuera por la tranquilidad que
procura la compañía humana así como por la solidaridad de un socio bien
recompensado de la empresa Kissinger Associates).
La correspondencia expresa tres puntos pertinentes. Socava las tentativas
falsamente altaneras de Kissinger y sus defensores de fingir que no tuvieron
conocimiento de ese libro o, mejor dicho, de los argumentos que contiene. En otras
palabras, ya han intentado rebatirlo y se han batido en retirada. Segundo, muestra la
extraordinaria mendacidad, y el recurso a la mentira y a una negativa no creíble pero
histérica que caracteriza al estilo de Kissinger. Tercero, abre otra ventanilla sobre el
historial nauseabundo de los asuntos internos de un «Estado granuja».

Reseña de Christopher Hitchens


The Arrogance of Power: The Secret World of Richard Nixon,
Anthony Summers y Robbyn Swan

En un punto, por lo menos, las memorias de Henry Kissinger coinciden con


Sideshow, la crónica que hace William Shawcross del bombardeo de Camboya.
Ambos libros confirman que a Richard Nixon le complacía bastante que la gente
temiera su propia locura. En el otoño de 1969, por ejemplo, dijo a Kissinger que
advirtiera al embajador soviético de que el presidente había «perdido el control» en
Indochina, y de que era capaz de cualquier cosa. Kissinger asegura que consideró
«demasiado peligroso» cumplir este encargo. Pero, como ahora nos informa Anthony
Summers:

Tres meses antes, sin embargo, había enviado ese mismo mensaje por persona interpuesta cuando
encomendó a Len Garment, que estaba a punto de viajar a Moscú, que diera a los soviéticos «la impresión

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de que Nixon está algo “loco”; es inmensamente inteligente, bien organizado y con mucha experiencia, por
supuesto, pero en momentos de estrés o desafío personal es imprevisible y capaz de la brutalidad más
sangrienta». Garment cumplió la misión y dijo a uno de los principales consejeros de Brézhnev que Nixon
tenía una «personalidad dramáticamente inconexa… más que un poco paranoica… cuando es necesario, es
un carnicero insensible». La ironía —reflexionó contrito el antiguo ayudante en 1997— fue que todo lo
que les dijo a los rusos resultó ser «más o menos cierto».

El gran mérito de The Arrogance of Power es que toma gran parte de lo que
conocemos, o creíamos conocer (o sospechábamos vagamente), y lo refina, lo
confirma y amplía. La conclusión indefectible, bien respaldada por una investigación
meticulosa y notas a pie de página, es que en la era de Nixon Estados Unidos era, en
esencia, un «Estado granuja». Tenía un dirigente despiadado, paranoico e inestable
que no dudaba en infringir la ley de su propio país con objeto de violar la neutralidad,
amenazar la integridad territorial o desestabilizar los asuntos internos de otros países.
Al término de la regencia de este hombre, en un episodio más típico de una república
bananera o de una «democracia popular», su propio secretario de Defensa, James
Schlesinger, tuvo que ordenar a la Junta de Jefes de Estado Mayor que hicieran caso
omiso de cualquier orden militar emanada de la Casa Blanca.
Schlesinger tenía excelentes motivos para ser circunspecto. No sólo se había
enterado de que Nixon había preguntado a la Junta de Jefes «si en un momento crítico
existía apoyo para mantenerle en el poder», sino que Joseph Laitin, portavoz de
asuntos públicos de la Oficina de Gestión y Presupuesto, le había dicho lo siguiente,
cuando se dirigía al ala oeste en la primavera de 1974 (lo refiere Laitin):

Había llegado al sótano, cerca de la Sala de Situación. Y justo cuando me disponía a subir la escalera,
un tipo la bajaba corriendo de dos en dos escalones. Tenía una expresión frenética y los ojos enloquecidos,
como un demente. Me arrolló al bajar, así que casi perdí el equilibrio. Y antes de que pudiese
incorporarme, seis jóvenes atléticos saltaron por encima de mí, en persecución del hombre. De repente me
di cuenta de que eran agentes del Servicio Secreto y de que yo había sido derribado por el presidente de los
Estados Unidos.

Summers, que había sido corresponsal de la BBC y había escrito biografías de


Marilyn Monroe y J. Edgar Hoover, nos da tantas explicaciones respecto a este
delirante interludio y a otros parecidos que no sabemos cuál elegir. Nixon debía de
haber estado ebrio; no necesitaba mucho alcohol para ponerse belicoso, y se volvía
aún más vandálico e incoherente cuando además añadía a la bebida algunas pastillas
para dormir. Puede ser que hubiese estado hipermedicado y que hubiera ingerido un
anticonvulsivo muy volátil llamado Dilantin, que le había ofrecido un donante a la
campaña en lugar de haber sido recetado por un médico. Quizá se encontrase en un
estado depresivo o psicótico; durante treinta años y con gran secreto fue atendido por
un psicoterapeuta llamado doctor Arnold A. Hutschnecker. Puede que creyera que le
perseguían los judíos; en innumerables ocasiones empleaba su lenguaje más soez para
maldecir a judíos y a conjuras judías.
El capítulo más fascinante nos da motivos concluyentes para creer que Nixon y
sus asociados —en especial el fiscal general John Mitchell y el vicepresidente Spiro

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Agnew— sabotearon deliberadamente en París las negociaciones de paz de Vietnam,
en el otoño de 1968. Elementos de esta historia han aflorado antes, en libros de, entre
otros, Clark Clifford y Richard Holbrooke, Seymour Hersh y William Bundy. Pero
ésta es la crónica más convincente aparecida hasta la fecha, documentada como lo
está en grabaciones facilitadas a Summers por el FBI. Muchos altos cargos
demócratas conocían este espantoso secreto pero se lo guardaban para ellos, aunque
sólo fuera porque L. B. Johnson había ordenado escuchas legales —aunque
vergonzantes— de Nixon y sus cómplices, así como de la embajada de Vietnam del
Sur. (Los telegramas interceptados por el FBI se reproducen aquí).
Con ayuda de una serie de intermediarios turbios y extremistas, la campaña de
Nixon aseguró subrepticiamente a los generales sudvietnamitas que si boicoteaban la
conferencia, cuya celebración fue tan difícil obtener, del presidente Lyndon
B. Johnson (cosa que en última instancia hicieron la misma víspera de las elecciones),
la siguiente administración norteamericana sería más comprensiva con ellos. Hablar
de ironía es demasiado poco para decir lo que ganaron a cambio: un guerra perdida,
prolongada durante cuatro años y concluida —con mucha humillación adicional— en
los mismos términos que Johnson y Hubert Humphrey habían ofrecido en 1968.
Summers ha hablado con todos los participantes que han sobrevivido, incluida la
dramática figura de intermediaria de Atina Chennault, que ahora se considera ella
también una de las personas traicionadas por aquel sucio pacto. Casi la mitad de los
nombres que figuran en aquel muro de Washington fueron inscritos en una fecha
posterior a la fecha en que Nixon y Kissinger asumieron sus cargos. Todavía no
osamos contar el número de vietnamitas, laosianos y camboyanos. La conducta ilegal
y subrepticia de Nixon no sólo prolongó una guerra horrible, sino que también
corrompió y subvirtió una elección presidencial crítica: esta combinación debe
constituir la acción más malvada de la historia norteamericana.
Summers conjetura que el temor a las revelaciones pudiera ser el motivo del caso
Watergate, un factor más de los que mancillaron incluso las elecciones siguientes.
Pero de nuevo nos deja sin saber a qué carta quedarnos. Si los gángsters de Nixon no
buscaban lo que la oposición demócrata había investigado sobre la traición de 1968,
entonces buscaban pruebas de que o bien los demócratas conocían los sobornos de
Howard Hughes al presidente o, lo que es mucho más probable, de que conocían las
subvenciones secretas pagadas a Nixon y a Agnew por la dictadura militar griega.
Bonito abanico, convendrá el lector; ha costado cierto esfuerzo reducir las opciones a
estas tres tan jugosas (con una apuesta secundaria sobre una red de prostitución que
hubiera implicado a los dos partidos políticos principales).
Para los entendidos, hay más detalles: sobre los chanchullos del compinche de
Nixon, Bebe Rebozo, en las Bahamas; sobre los tratos bajo cuerda con la mafia
cubana; y sobre el lento martirio público de la señora Nixon, que, según Summers,
podría haber sido víctima de crueldad tanto mental como física. Demasiado a
menudo, para mi gusto, Summers emplea la palabra evasiva «presuntamente», que

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debería ser abolida. Pero no suele ir más allá de las pruebas de que dispone. Y se
consolidan dos temas serios y consistentes. Richard Nixon pudo, una y otra vez,
recurrir a enredos en el extranjero para atar cabos acerca de la democracia
norteamericana. ¿Que necesitas dinero? El sha, o la junta griega, o alguna
multinacional amiga pero embarazosa pondría la pasta, pagadera en tráfico de armas
o alguna tajada en algún negocio o una nueva línea imaginativa sobre derechos
humanos. ¿Que buscas una salida? Abraza a los mismos déspotas —Brézhnev o Mao
— cuya demonización ha impulsado tu carrera hasta ahora. ¿Que las encuestas son
desfavorables? Vende tu país por medio de diplomacia oficiosa de doble vía con
clientes de pacotilla, como en 1968.
El segundo tema entraña una atracción por la violencia que quizá sólo explicarán
las notas póstumas de Hutschnecker. Al igual que muchos amantes de la ley y el
orden, Nixon tenía una debilidad por la mano dura y la provocación policial. Al
parecer contribuyó a fomentar el caos que desfiguró y transfiguró su gira por
Hispanoamérica como vicepresidente en 1958. Como presidente, en las cintas se le
oye acceder a que se utilicen a camioneros matones para disolver a manifestantes en
contra de la guerra («Sí… Tienen tíos que irán a romperles la crisma»). Éste es el
mismo hombre artero, fanfarrón e inseguro que embelleció su propio historial militar
para presentarse candidato al Congreso, que adoraba el lenguaje grosero pero que no
tenía buena mano con el sexo débil, y que fingía una austeridad espartana mientras
mangoneó toda su vida con fondos reservados. Un hombrecillo que pretendía estar al
servicio de los débiles, pero que en realidad servía a los peces gordos. Un
seudointelectual que odiaba y rechazaba la realidad. Summers ha completado el
trabajo de muchos antecesores y ha puesto muy difícil la labor de sus sucesores. Con
su libro, ha prestado un servicio enorme al describir a los ciudadanos de una nación
fundada en la ley y el derecho la obscenidad concreta de ese momento en que la
mandíbula prominente de un aspirante a César se desploma convirtiéndose en el labio
inferior babeante de un rey débil que se apiada de sí mismo.

En defensa de Nixon

Al director:
Nos gustaría plantear algunas cuestiones puntuales sobre la reseña tendenciosa que Christopher
Hitchens hace sobre un libro tendencioso, Arrogance of Power de Anthony Summers (8 de octubre).

1. Ninguno de nosotros participó en la campaña presidencial de Nixon de 1968, pero las afirmaciones
de que obstruyó una iniciativa de paz en Vietnam emprendida por la administración Johnson siguen
siendo, a nuestro juicio, imputaciones no respaldadas por pruebas convincentes. En cualquier caso, hay
constancia de que las dilaciones de los sudvietnamitas (provocadas, se dice, a instancia de subordinados de
Nixon) —aun si el relato fuese cierto— no pudieron tener las consecuencias que Summers pretende. Las
negociaciones de paz ampliadas que se celebraron en París comenzaron a principios de noviembre, y la
demora, por lo tanto, fue muy breve; Nixon —como presidente electo y en el apogeo de su influencia—
instó al presidente Nguyén Van Thiéu de Vietnam del Sur a cooperar con la administración Johnson.
Además, si buscamos una motivación política, cualquier debate sobre esta cuestión tiene que empezar por
los indicios existentes en los archivos soviéticos de que los dirigentes soviéticos fueron inducidos a creer

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que uno de los motivos principales para acelerar el cese de los bombardeos y las negociaciones de paz fue
que Hubert Humphrey ganase las elecciones.
2. Asimismo hay que tener presente que las negociaciones ampliadas de París, en cuanto empezaron,
trataron de cuestiones de procedimiento, y no de temas sustanciales. Dichas negociaciones encallaron de
inmediato, no sobre el punto de cómo poner fin a la guerra, sino sobre el asunto de si las guerrillas del
Vietcong debían tener el mismo estatuto en la mesa que el gobierno sudvietnamita. La administración
Johnson no presentó una propuesta sustancial de ninguna clase. Es, por consiguiente, insensato afirmar que
Nixon, en 1972, no consiguió mejores condiciones que las que Johnson estaba «ofreciendo» en 1968.
(Hanoi rechazó los términos de una transacción hasta 1972).
3. El reseñista juega al habitual juego de números con los soldados norteamericanos muertos en
combate, asegurando que casi la mitad de muertes se produjo durante la presidencia de Nixon. Un tercio
sería una cifra más exacta. Pero no radica aquí el meollo de la distorsión. Cuando Nixon asumió su cargo,
Norteamérica ya había perdido las vidas de 36.000 soldados. De los 20.000 que murieron durante la
presidencia de Nixon, 12.000 lo hicieron en el primer año, antes de que surtiese efecto una nueva política,
y 9.000 en los primeros seis meses: herencia clara de la administración precedente. Cuando Nixon llegó a
la presidencia, la cifra de soldados norteamericanos muertos en combate había alcanzado un promedio de
1.500 por mes durante un año. Al final del primer mandato de Nixon, este número quedó reducido a 50 por
mes. Cuando Nixon ocupó su puesto, las tropas norteamericanas en Vietnam sumaban 525.000
combatientes y seguían aumentando con arreglo a los planes de la administración Johnson. En 1972,
habían quedado reducidas a 25.000.
4. La administración Nixon firmó el primer acuerdo sobre el control de armas estratégicas y el primer
acuerdo de abolición de armas biológicas; entabló relaciones con China; puso a fin a una crisis de decenios
a causa de Berlín; inició el proceso de paz árabe-israelí; y comenzó las negociaciones de Helsinki, de las
que generalmente se admite que debilitaron el control soviético de su imperio de satélites y promovieron la
unificación de Alemania. ¿Son estas acciones las de un dirigente «granuja», como Hitchens llama a
Nixon?
5. Nixon fue un estratega. Quiso que se difundiera la idea, a modo de ardid estratégico, de que si le
provocaba un agresor extranjero, su respuesta podría ser desproporcionada. Pero es importante separar
aquí al Nixon que en ocasiones formulaba declaraciones extremadas a sus confidentes en busca de un
efecto dramático o retórico del Nixon que nunca tomó ninguna iniciativa internacional realmente seria sin
un análisis concienzudo y cauteloso. Es ridículo imaginar a Nixon ordenando un golpe de mano interior. El
secretario de Defensa James Schlesinger, al parecer, dio en los últimos días de la presidencia de Nixon
instrucciones a la Junta de Jefes de Estado Mayor de que no acataran orden alguna de su comandante en
jefe: una arrogación de autoridad sin precedentes. Fueran cuales fueran sus motivos, Schlesinger no nos
comunicó sus preocupaciones a ninguno de nosotros (ni a ninguna otra persona, que sepamos), ni nos
preguntó qué se podía hacer al respecto.
6. En cuanto a la historia referida por Joe Laitin (un colaborador muy próximo de Schlesinger) de que
un Nixon frenético bajó de dos en dos las escaleras, perseguido por seis agentes del Servicio Secreto, y
literalmente derribó a Laitin… no hay nada que decir. Nixon no habría podido bajar de dos en dos los
escalones de una escalera aunque le fuera la vida en ello.
HENRY A. KISSINGER
Nueva York
BRENT SCOWCROFT
Washington
[5 de noviembre de 2000]

El descenso de Nixon

Al director:
Al leer la vehemente defensa que de Nixon hacen Henry A. Kissinger y Brent Scowcroft (Cartas al
director, 5 de noviembre), me sorprendió que, para probar su alegato, creyeran necesario decir que yo
había inventado los detalles de mi extraño encuentro con el presidente. Yo estaba allí; ellos no estaban.
Sin embargo, equivocan el énfasis. Que el presidente me derribara o no carece de importancia. No
puedo jurar que él bajase las escaleras de dos en dos, de tres en tres o de una en una. Lo único que puedo

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decir es que la expresión desesperada que tenía en la cara cuando le perseguían agentes del Servicio
Secreto me alarmó y me indujo a llamar al secretario de Defensa, James Schlesinger. Como yo tenía
acceso directo a Schlesinger, porque había trabajado con él durante años, pude informarle de los
pormenores en bruto inmediatamente después de lo ocurrido. Como Kissinger y Scowcroft saben bien, la
historia no puede manipularse, y sugerir que mentí sobre mi encuentro con el presidente Nixon no cambia
en nada lo que sucedió realmente.
JOE LAITIN
Bethesda, Md.
[19 de noviembre de 2000]

Nixoniana

Al director:
En su carta conjunta con Brent Scowcroft (5 de noviembre), el ex secretario de Estado Henry
A. Kissinger niega haber participado en la iniciativa del secretario de Defensa James Schlesinger de pedir
a la Junta de Jefes de Estado Mayor que no cumplieran las órdenes del presidente Richard Nixon. En mi
calidad de miembro de una de las unidades del Battle Staff [Gabinete de Guerra], en situación de guardia
permanente para informar al presidente y a los altos mandos en el caso de una crisis nuclear, mi versión es
distinta. Como he testificado en sesiones de información secretas y en sesiones tanto abiertas como
cerradas de comités del Senado y del Congreso ya en 1975, Kissinger firmó y refrendó tres órdenes
semejantes, como mínimo, en el último año de la presidencia de Nixon. Lo he testificado varias veces bajo
juramento.
Tras la primera de esas órdenes, firmada por Kissinger en 1973, la Junta de Jefes exigió que las
posteriores fueron refrendadas al menos por otro funcionario más del gabinete de Nixon. Una segunda
orden, de nuevo cursando instrucciones de no obedecer al presidente hasta recibir noticia de lo contrario,
fue firmada por Kissinger y, que yo recuerde, por Elliot Richardson. Otra más, al menos, fue firmada por
Kissinger y el secretario de Defensa, Schlesinger. Estas órdenes llevaban siempre la rúbrica «Ultrasecreto,
sólo a quien corresponda, difusión restringida», y se transmitían por cauces distintos que otras circulares.
A veces permanecían vigentes durante una semana, y casi siempre durante sólo dos o cuatro días. Las
órdenes se cursaban en momentos de perceptible inestabilidad mental de Nixon, y yo las recibí en
repetidas ocasiones en propia mano, como otros muchos que ocupaban puestos de importancia en el sector
del control nuclear durante aquel horroroso último año de la presidencia de Nixon.
BARRIL A. TOLL
Painesville, Ohio
[12 de diciembre de 2000]

Al director:
La carta de Henry Kissinger y Brent Scowcroft, que se refiere a nuestra biografía de Nixon, The
Arrogance of Power, ha constituido una barrera inútil. Afirman que las imputaciones de sabotaje por parte
de Nixon en las negociaciones de paz de Johnson en 1968 no están «respaldadas por pruebas
convincentes», y a continuación no refutan nada de nuestro análisis circunstanciado, que incluye el registro
recientemente hecho público de la vigilancia que el FBI ejerció la víspera de las elecciones que llevaron al
poder a Nixon.
Kissinger y Scowcroft citan fuentes de archivos soviéticos, precisamente, para insinuar que la
iniciativa de paz de Johnson no era más que una estratagema política «para que Hubert Humphrey ganase
las elecciones». Una simple lectura de las actas de las reuniones trascendentales en la Casa Blanca, que
están a disposición del público en la Biblioteca Johnson, disipa esa idea. Pero aunque hubiera sido así, no
mitigaría la culpa revelada por cantidad de información que sugiere que Nixon cometió un acto
desaprensivo: siendo un candidato político no elegido se inmiscuyó en la organización por parte del
gobierno de negociaciones de paz muy delicadas.
Los lectores de nuestro libro advertirán que, página tras página, citamos nuestras fuentes, que incluyen
más de mil entrevistas. Si Kissinger nos hubiera concedido una, habríamos reflejado fielmente sus
opiniones sobre cuestiones de importancia. Se la solicitamos por escrito a lo largo de un período de dos
años, pero se escabulló, escurrió el bulto y nunca pudimos entrevistarle.

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ANTHONY SUMMERS
ROBBY SWAN
Cappoquin, Irlanda
[12 de diciembre de 2000]

Inédito

Al director:
Supongo que es una especie de distinción ser atacado tan extensamente por Henry Kissinger y (por
alguna razón) su socio empresarial, el general Brent Scowcroft. Es ciertamente fascinante observar el
nerviosismo evidente con que abordan las imputaciones que formulé.
La historia de la participación solapada de Henry Kissinger en la campaña presidencial de Nixon en
1968 está tan ampliamente documentada ya, incluso por el propio Nixon, que uno se frota los ojos
empañados para leer un desmentido de la misma. «Ninguno de nosotros participó» en aquella campaña,
escriben los dos. Dicen que la desgracia ama la compañía; nunca me he molestado en averiguar si el
general Scowcroft participó de algún modo en aquel desdichado episodio, pero su modestia —quizá
desencanto— sólo sirve para poner la credibilidad de su coautor en el más agudo contraste con los hechos.
El señor Kissinger fue contratado por Nixon como consejero principal de seguridad nacional tan pronto
como las elecciones terminaron, a pesar de que los dos hombres sólo se habían visto una vez. Fue, además,
el primer nombramiento que hizo Nixon. ¿Niega ahora Kissinger que esto tiene algo que ver con los
numerosos servicios subrepticios que él prestó, desde París, a John Mitchell y al propio Nixon? Si es así, la
asombrosa negación de hechos establecidos sólo sería interesante en la medida en que insinuaría algo hasta
ahora insospechado: las punzadas de una conciencia intranquila.
Hago esta sugerencia quizá injustificada a raíz de una formulación singular que figura más adelante, en
el mismo párrafo, y en la que el señor Kissinger (prescindo de Scowcroft, por ahora) dice que:

hay constancia de que las dilaciones de los sudvietnamitas (provocadas, se dice, a


instancia de subordinados de Nixon) —aun si el relato fuese cierto— no pudieron tener
las consecuencias que Summers pretende. Las negociaciones de paz ampliadas que se
celebraron en París comenzaron a principios de noviembre, y la demora, por lo tanto,
fue muy breve; Nixon —como presidente electo y en el apogeo de su influencia— instó
al presidente Nguyên Van Thiêu de Vietnam del Sur a cooperar con la administración
Johnson. (La cursiva es mía).

Esto es, inequívocamente, un párrafo sutilmente redactado. Pero es también un argumento muy
deshonesto. Las dilaciones de los sudvietnamitas no son «supuestas» («se dice»), sino que están
comprobadas y ampliamente documentadas. Si el otro énfasis de ese «se dice» es el que se pretende,
entonces no fue «a instancia de subordinados» —ahora tenemos el conocido esquema de «negación» por el
cual al jefe nunca le dicen lo que hacen sus subalternos—, sino a instigación directa de Nixon. Esto ha sido
sólidamente expresado por muchos demócratas y republicanos que participaron, a alto nivel, en aquellos
sucesos trascendentales, y no lo impugna, y mucho menos refuta, el propio Kissinger. «A principios de
noviembre» puede sonar oportunamente otoñal como descripción del marco estacional de dichos sucesos,
pero se extiende hasta abarcar la fecha de las propias elecciones y, de este modo, busca oscurecer lo que
pretende iluminar. Lo que Kissinger quiere decir es que en el breve intervalo en que se produjeron las
«dilaciones» en cuestión, y como consecuencia imaginable de ese intervalo concreto, un régimen sustituyó
a otro en la Casa Blanca. En esto reside, al fin y al cabo, toda la hipótesis (y toda la acusación). Una vez
presidente, Nixon pareció, en efecto, asumir la línea de Johnson, lo cual constituye otro elemento
acusatorio contra él y su recién nombrado «consejero de seguridad nacional», que no tenían, para empezar,
diferencias de principio con dicha línea.
Los pasajes anteriores y posteriores también delatan desasosiego. Kissinger no dice que no existan
pruebas de esta grave acusación. Dice que no son convincentes. ¿Se molesta en decir lo que no es
convincente en las pruebas aducidas por tantos historiadores y participantes, desde los «halcones» Bundy y
Haldeman hasta el más escéptico Clark Clifford? No, evidentemente. En vez de ello procede a un pasmoso
y sumamente revelador cambio de tema:

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Si buscamos una motivación política, cualquier debate sobre esta cuestión tiene que
empezar por los indicios existentes en los archivos soviéticos de que los dirigentes
soviéticos fueron inducidos a creer que uno de los motivos principales para acelerar el
cese de los bombardeos y las negociaciones de paz fue que Hubert Humphrey ganase
las elecciones. (La cursiva figura en el original).

Esta frase torpemente redactada merece un atento análisis sintáctico. Parece ser que la motivación política
es, en definitiva, un subtexto permisible del argumento sobre las negociaciones de París, ya que si se puede
afirmar —en realidad sólo se sugiere— sobre los demócratas en funciones, ciertamente también puede
afirmarse sobre sus adversarios republicanos. De modo que uno agradece esta concesión de Kissinger,
quizá inadvertida, de que existía un terreno común. Sin embargo, si el régimen de Johnson-Humphrey trató
de escalonar en el tiempo las conversaciones a causa de sus propios fines electorales (y el autor de este
libro no estaba ni está en condiciones de aprobar acción alguna de las que emprendieron), lo hizo a la vista
del público y en calidad de gobierno legítimamente elegido y constituido de los Estados Unidos. Como
tales, asimismo, habrían estado sometidos al juicio de los votantes y al fruto de su probable oportunismo.
Por el contrarío, los señores Nixon, Agnew, Mitchell y Kissinger (sólo uno de ellos hasta la fecha libre de
acusaciones por un abuso u otro de poder) habrían estado ejerciendo una «diplomacia» con interlocutores
no acreditados, ilegal en virtud de la Ley Logan y ocultada no sólo al público y a los negociadores
designados del país, ¡sino también a su electorado! Esto, en efecto, forma parte integrante del gravamen
esencial de la acusación. Poner los dos conceptos a la misma altura y trufarlos con vagas y gratuitas
insinuaciones de «información» soviética es adoptar hacia la Constitución de los Estados Unidos la misma
actitud que Kissinger adoptaría más tarde hacia la chilena.
Es obviamente cierto decir, en un sentido tecnocrático-militar, que hay un vasto cruce entre la guerra
como la libraron Johnson y Humphrey y la guerra «heredada» por Nixon y Kissinger. A este respecto,
algunas de las afirmaciones del punto 3 no necesitan réplica. («Un tercio sería una cifra más exacta». Dios
santo, así que Kissinger, al fin y al cabo, también había contado a los muertos, mientras me acusaba a mí
de jugar «al habitual juego de los números»). Sin embargo, si la «herencia» transmitida por una
administración a la siguiente fue de hecho filtrada por un pacto ilegal secreto con un país tercero no
revelado —como se ha aducido con autoridad, y como la administración saliente creía sin duda—, y si esto
tuvo por efecto acrecentar el grado de violencia en lugar de reducirlo, entonces la causa para considerar al
señor Kissinger un criminal de guerra, despreocupado únicamente de las muertes norteamericanas, está
completa con sólo estos fundamentos.
Sus lectores tal vez adviertan que al tratar de diluir aún más las consecuencias mencionadas arriba,
Kissinger no dice nada sobre mi observación original de que se había producido un incremento enorme de
víctimas vietnamitas, camboyanas y laosianas durante los años 19691975, un período en que la guerra y su
devastación se ampliaron a nuevas y grandes extensiones de territorio neutral y civil. Tal omisión no puede
ser accidental; es la clase de «descuido» resultante de una visión racista del mundo y delata la esperanza
—estoy seguro de que en vano— de concentrar la atención y la simpatía de su auditorio solamente en sus
pérdidas «propias».
Los restantes párrafos de su carta están llenos de propaganda rancia y falsedad lastimera, gran parte de
las cuales ha sido certeramente anulada por las cartas posteriores que usted ha publicado del señor Laitin y
el señor Toll. Mi libro Juicio a Kissinger, de próxima aparición, contendrá, espero, la refutación de las
aseveraciones que quedan pendientes.
CHRISTOPHER HITCHENS
Washington, D. C.

[Posdata para los lectores: No me quejo de que no publicaran mi carta; era excesivamente larga y ya
había tenido oportunidad de expresarme en las columnas del Book Review. También me demoré bastante
en enviarla, por si acaso Kissinger —o incluso el desventurado Scowcroft— optaban por contestar a las
respuestas demoledoras que habían recibido de Laitin y de Toll. Pero no hubo respuesta, y en consecuencia
me permití la satisfacción de concluir una discusión que Kissinger había empezado y después
abandonado].

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APÉNDICE II. LA CARTA DE DEMETRACÓPULOS

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AGRADECIMIENTOS

Cuando la revista Harper tuvo la amabilidad de publicar los dos largos ensayos que,
juntos, formaron el núcleo de este libro, mi amigo y editor Rick MacArthur envió una
copia anticipada al ABC News de Nueva York. Puesto que habíamos criticado la
deferencia de los medios de comunicación norteamericanos casi tanto como
habíamos atacado la pereza mental de la sobrealimentada comunidad de «derechos
humanos», creímos de justicia conceder al productor de Nightline el derecho de
réplica. Un tiempo después, obtuvimos la respuesta. «¿Hay algo nuevo aquí?», dijo el
jefazo en aquel programa de máxima audiencia sobre Kissinger.
Rick y yo nos abrazamos anticipando las carcajadas al respecto. En Washington,
Nueva York y Los Ángeles, y en todas las demás capitales culturales, la frívola
demanda de novedades es también un aliado de la táctica de confusión favorita de los
poderosos, que consiste en afrontar una acusación seria no negándose a negada, sino
tratando de reclasificarla como «una noticia caduca». Y, por supuesto, la broma se
burlaba del productor, que había respondido con una noticia añeja, previsible y
exhausta. (Más tarde le preguntamos si había algo nuevo en su pregunta).
De haber sido hecha de buena fe, por supuesto, esa misma pregunta hubiese
exigido una respuesta clara. Es la que sigue. La información que contiene este libro
no es «nueva» para la gente de Timor Oriental y Chipre, Bangladesh, Laos y
Camboya, cuyas sociedades fueron arrasadas por gobernantes depravados. Tampoco
es «nueva» para los familiares de los torturados, desaparecidos y asesinados en Chile.
Pero sería nueva para quien confiase en la información de ABC News. No es nueva
para los estadistas envilecidos que acceden a comparecer en esa cadena a cambio de
que les hagan preguntas halagadoras. Pero parte de esta información podría ser
novedosa para muchos norteamericanos decentes que vieron violadas sus propias
leyes y protecciones, y su dinero gastado en su nombre pero sin su permiso, en
objetivos atroces que no podían ser revelados, por la banda formada por Nixon y
Kissinger. Ah, sí, esto es una vieja historia, desde luego. Pero yo confío y me
esfuerzo en contribuir a escribir su epílogo.
A decir verdad, hay unas pocas revelaciones nuevas en el libro; parte del material
nuevo sobresaltó incluso al autor. Pero no estoy aquí para agradecer mi propia obra.
Siempre que es posible, reconozco y atribuyo en el relato mismo la aportación de
terceros. Aun así, debo mencionar algunas deudas.
Nadie que en Washington aborde el caso Kissinger está libre de deuda con
Seymour Hersh, que fue el primero en cotejar la reputación de este hombre con sus
actos, y que gracias a su método, así como a sus heroicas excavaciones de los
archivos, inició el lento proceso que algún día alcanzará a la hueca y evasiva
inteligencia de la maldad oficial. Se trata de una batalla en pro de la transparencia y

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de la verdad histórica, entre otras cosas, y si Hersh tiene algún rival en este terreno es
Scott Armstrong, fundador del Archivo de Seguridad Nacional, que ha estado
actuando como un equivalente en Washington de una comisión de la verdad y la
justicia hasta que afloran los hechos reales. («Recemos para que llegue un día…»).
Durante su larga ausencia de la pantalla de radar moral de Occidente, el pueblo de
Timor Oriental no podría haber tenido mejores y más valientes amigos que Amy
Goodman y Allan Nairn. La familia de Orlando Letelier, así como las familias de
tantas otras víctimas chilenas, siempre pudieron contar con Peter Kornbluh, Saul
Landau y John Dinges, que ayudaron a mantener vivo en Washington un caso de vital
importancia que algún día será reivindicado. Sé que Lucy Komisar, Mark Hertsgaard,
Fred Branfman, Kevin Buckley y Lawrence Lifschulrz se reconocerán en pasajes que
he tomado prestados de su obra, más original y valerosa que la mía.
A veces una charla con un editor puede ser alentadora; otras veces no. Estaba en
mitad de mi primera frase explicatoria con Lewis Lapham, redactor de la revista
Harper, cuando él me interrumpió diciendo: «Hecho. Escríbelo. Ya es hora. Lo
publicamos». No me atreví entonces a darle las gracias, como lo hago ahora. Seguí
adelante con mi trabajo, que no habría podido llevar a término sin el extraordinario
Ben Mercalf de la redacción de Harper. Junto con Sarah Vos y Jennifer Szalai,
puntillosas verificadoras de los hechos, repasamos el texto una y otra vez,
maravillosamente asqueados por la renovada conciencia de que todo era cierto.
El estado actual de la legislación internacional sobre derechos humanos es muy
embrionario. Pero, de una forma desigual aunque al parecer discernible, está
evolucionando hasta el punto de que personas como Kissinger ya no están por encima
de la ley. Sucesos inesperados y propicios han causado un vertiginoso efecto: espero
que mi sección final sobre este aspecto quede desfasada para cuando se publique. Por
su ayuda al orientarme entre los estatutos existentes y anteriores, estoy inmensamente
agradecido a Nicole Barrett, de la Universidad de Columbia, a Jamin Raskin y
Michael Tigar, de la Facultad de Derecho de la American University, y a Geoffrey
Robertson QC.[1]
Hay pocos momentos alegres en estas páginas. No obstante, recuerdo muy bien el
día de 1976 en que Martín Amis, por entonces mi colega en el New Statesman, me
dijo que sus páginas literarias publicarían por entregas la obra de Joseph Heller, Tan
bueno como el oro. Me enseñó el extracto elegido. Los capítulos 7 y 8, en especial, de
esa novela son una sátira imperecedera, y hay que leerla y releerla. (El pasaje
pertinente de insultos continuados, obscenos y bien razonados, que abochornan a la
industria editorial, así como al tinglado periodístico, por su complicidad con este sapo
embustero y sin sentido del humor, comienza con esta frase: «¡Hasta ese gordo
cabronazo de Henry Kissinger está escribiendo un libro!». Más tarde me hice amigo
de Joe Heller, cuya muerte en 1999 fue una calamidad para tantos de nosotros, y mi
último agradecimiento es para el efecto vigorizante de aquella cálida, desprejuiciada,
hilarante, seria e insaciable indignación.

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CHRISTOPHER HITCHENS
Washington, D. C., 25 de enero de 2001

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Notas

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[1] Escalofrío, en francés. (N. del T.). <<

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[2] Agudeza, en francés. (N. del T). <<

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[1] En inglés, The Dragon Lady. (N. del T). <<

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[1] «Más monárquico que el rey», en francés. (N. del T.). <<

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[1]Según Woodward y Berstein, Watts cambió luego unas palabras con el general
Alexander Haig, quien le dijo: «Acabas de recibir una orden del jefe supremo. No
puedes dimitir». «Que te jodan, Al», dijo Watts. «Acabo de hacerlo». <<

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[1] «Blood» en inglés significa «sangre». De ahí el comentario del autor. (N. del T.).
<<

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[1] En diciembre de 2000, los responsables de este hecho fueron juzgados por un
tribunal de Bangladesh y (erróneamente, en mi opinión) condenados a muerte.
Algunos de los acusados escaparon a la condena porque se habían refugiado en los
Estados Unidos: proeza inasequible al inmigrante bengalí ordinario. <<

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[1]Véase, en especial, Nicole Barrett: «Holding Individual Leaders Responsible for
Violations of Customary Inrernational Law», Columbia Human Rights Review,
primavera de 2001. <<

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[1] Queen’s Counsel, consejero de la Reina de Inglaterra. (N. del T). <<

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