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IVERN-A CODINA

L E L.

Ediciones Culturales de Mendoza


Gobernador de la Provincia
Lic. RODOLFO FEDERICO GABRIELLI

Vicegobernador
Dr. CARLOS LEONARDO DE LA ROSA

Ministro de Culi:ura, Ciencia y Tecnología


Lic. MARIA S. PUERTA DE GONZALEZ

Subsecretario de Cultura y Comunicación Educativa


Sr. LEON ERNESTO REPETUR

IMPRESO EN ARGENTINA
EDICIONES CULTURALES DE MENDOZA - Avda. Peltier 611
(5500) - MENDOZA - REPUBLICA ARGENTINA
El cabo Villegas sabía muy bien que el oficio del finado
beber. Y si ,tenía plata para el trago no era precisamente, producto
trabajo, sino de 'lo que los lugareños llamaban trueque: las ovejitas
que traían por los pasos sin control desde Neuquén y el aguardiente
que nevaba de vuelta por los mismos pasos. 'nr,tr,:,h',:,r,rln para la ley.
Pero ellos no entendían por qué habían de pagar por la oveja que
cruzaba una Enea imaginaria que nadie conocía, ni se figura1ban por
dónde pasaba. La montaña era toda igual y la gente del Neuquén
occidental ,tan pobre como ellos. Y si uno tenía ovejas y el otro aguar­
diente lo más razonable era cambiar una cosa por la otra como buenos
vecinos. P,ero la ley decía que no. Entonces aparecía alguien que
pagaba bien para que las ovejas y las vacas de un lado y el aguardiente
del otro, no pagaran en los respectivos cruces. Un enr,edo. El Evaristo
Ortubia nunca pudo entender eso de que le pagaran para no pagar,
de la aduana y del contrabando. Tampoco le interesó mucho. Mientras
él tuviera unos pesos -aun a riesgo del pellejo- para el y para
darse el gusto con la Chepa, no había para qué
-¿ A Lonquimayo? -dudó el cabo Villegas-. ¿ No será más bien
que anduvo cerca del paso, por Pino Hachado y lo alcanzó alguna
tostadera de balas?
-¡Nadita deso, ca!bo! -y asomó una chispita de indignación en
los ojos apizarrados de la Francisca Cisnero. Al hombre le cosquilleó
algo rpor dentro. Era linda la Chepa, pelo claro, blanqueadita de cara.
De siempre había codiciado sus ancas elásticas, sus pechos altos. Pero
ella era mujer de un solo he:>mbre y el Evaristo sabía tenerla contenta
y hacerla respetar.
-¿ Y qué le vino pasando, entonces?
-De Lonquimayo se regresaba tarde la noche, dicen que con
trago_ Con mucho trago ha de haber sío pa que ni su caJballo, tan
conocedor, lo sostuviera. Y quedó botao en el camino al hielo de la
noche. Finao lo encontraron . . . vea usted ,tieso con la helada. ¡ Qué
triste fin señor! -Y le acometieron de nuevo los sollozos.
En la mente tarda del cabo se movían confusas ideas, pero una se
iba perfilando con claridad. La que le venía de 1a sangre, ide ese cos­
quilleo que lo hacía vibrar con un deseo bajo y elemental de embestir
a la hembra y tumbarla. Un carabinero entró para recibir órdenes.
-¿ Hacemos la inspección, mi cabo?, van para Los Barros.
Arreciaron los sollozos de la Chepa acompañados con una lamentosa
letanía:
-¡Qué triste fin, por diosito ... tanta vida como tenía por delante ...
conmigo quería regresar a la Argentina . . . y vea, señor, finado lo
tengo que llevar. Que lo enterraran en su tierra siempre decía, pobre­
cito. . . y tengo que cumplir su última voluntad!

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tan paI, maria tríbulación el cabo se sintió eximido de aplicar
las tramiitaciones de rigor. Pero no así de intentar satisfacer sus cre­
cientes deseos de mujer.
-¿ Que no está viendo la aflicción de la señora? Mejor le procura
pase la noche en el retén salga de madrugada.
-A la orden, mi cabo -y salió el carabinero para hallar acomodo
al muerto y al vivo que estaban afuera azotados por el viento. A la
viuda se lo daría el cabo y "bien luego, no se le escapa ni una al gallo
éste, menos la enlutada que viene a caerle mansita en las manos ...
y con lo que la codicea".
La Francisca Cisnero con el trato de señora que le acababan de
adjudicar, se sintió más segura y entre suspiros modosas miradas
agradecía:
-Gracias, señor. . . el finadito se lo ha de agradecer desde donde
esté. Pero al tiro nos himos de ir. Pa tres días ya que finó.. . Usted
comprende ... Ay, eso sí, señor, si usted nos pusiera compaña hasta
el paso por cualquier sucedencia ...
Ahí se le cambiaron los naipes al cabo. Frunció el entrecejo y ,se
rascó la cabeza.
-Así más luego llegamos .. . y al tiro me regreso de Loncopué ...
entonces ... -Y una mirada tierna de la Chepa le ahorró mayor esfuerzo
mental al cabo.
Se le hizo la luz. De vuelta, ,sola, sin la presencia del muerto que
si a él no le molestaba, era razonable que la mujer tuviera sus escrú­
pulos. Y ella de pie, !hipando suavecito en medio del cuarto destarta­
lado, era la imagen viva de la desolación, pero con un algo de entereza
que desarmaba la agresividad del ins,tinto y acudía, más bi.en, a la
protección del macho. El cabo Villegas lo sintió así ¡porque se levantó
para dar contraorden.
Al poco rato, el extraño cortejo enrumbaba hacia la frontera con
un cuarto jinete que abría la march'a: un carabinero. El cabo lo vio
partir con una expresión de golosa satisfacción en su cara anchota.
Tan contento estaba que se olvidó de darle un puntapié al perro
hético que ladraba sin pausa desde el arribo de los jinetes.
Esa noche unos buenos tragos -a los cuales era casi tan asiduo
como el finado Ortubia- reforzaron la alegría y los deseos del hombre
hasta teñir su sueño de procaces imágenes de la Chepa.
A la mañana siguiente un parte de Temuco vino a desbaratarle
sus planes y sus lúibricas ensoñaciones. Lo designaban para reforzar
una batida que se daría por los pasos del Sur -en Cautín- donde
parece que los contrabandistas hacían su agosto dado el escaso control
-y lo más grave- "el escaso espíritu de sacrificio y disciplina que
demostraba el personal destacado en la zona".

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-Me tinca que se están moviendo los políticos -comentó el cabo
Villegas- no es otra cosa, quieren hacer méritos desde sus oficinas
calentitas, mientras nosotros nos pelamos el traste por unas chirolas
y a riesgo del pellejo y encima que no hay "espíritu de sacrificio"
¡ por la cresta y qué será esta mugre de vida que hacimos !
Y la indignación del cabo iba su1biendo de 1tono hasta explotar en
una orden perentoria:
-¡A ver, cabo segundo usted asume el mando, y vos Quispe ensillá,
arrancamos al tiro!
Salieron con un viento bravo que azotaba sin tregua los breñales.
-El puelche anuncia tormenta -comentó el cabo refiriéndose
al _viento- le pegamos duro y a la noche estamos en Temuco, hay
que recibir instrucciones.
Los caballitos serranos asentaron el /paso y tomaron su tranco
legüero. \
La indignación del cabo Villegas se había renovado cuando al
partir cerca de mediodía, vio llegar al carabinero que había escoltado
a la Francisca con su difunto.
-Todo en orden, mi cabo, y un saludo agradecido de doña Chepa
-le había dicho con un tonito cómplice.
Y ahora esa maldita comisión lo alejaba quien sabe por cuanto
tiempo de la mujer codiciada y entregada, casi. Pero él sabría bus­
carla y la tendría. Esa sí era una real hembra que nunca mereció
el finado Ortubia.
Después de varias horas de marcha los alcanzó el temporal. El
viento los castigaba con furiosos remolinos de cellisca y los animales
tuvieron que aflojar el tranco.
-Cerca de Cuneo debimos andar ya -gritó para hacerse oír el
Quispe con la secreta esperanza de tentar a su jefe para un descanso.
Ya habían agotado los chifles de aguardiente, arreciaba el frío Y
no era cosa de aguantar el último tramo -donde les caería la noche­
sin el estimulante de un buen trago. El cabo Villegas se había hecho
la misma composición de lugar porque anunció:
-En Cuneo hacimos parada pa dar respiro a las bestias y comer
caliente.
La noche había cerrado muy temprano cuando entraron en la po­
blación de Cuneo. Por la calleja embarrada bajo los fuertes trallazos
de la lluvia aceleraron la marcha de los animales hasta parar frente
al Cóndor de Plata, pomposo nombre que encubría una mezcla sórdida
de fonda, cabaret y prostíbulo. Allí se podían abast€cer, al ¡paso, las
.apetencias del estómago, del sexo y :también, proporcionar "solaz al

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espíritu" según rezaba un cartelino para anunciar el baile con "niñas
de salón". Adelante estaba la fonda saturada de olores a frituras ran­
cias.
Con un plato de porotos y un caldillo picante que hubo que apa­
gar con generosos vasos de vino, el cabo y su .asistente saciaron su
hambre, de horas. Recién entonces, prestaron atención a la bulla que
se escapaba a través de una mn1.5rienta cortina de flecos ..Era la bulla
caliente del baile con la música que trizaban las risas excHadas de las
mujere, s. El mozo que atendía las mesas -con un trapo 1de color du­
doso echado sobre el hombro que :tan pronto le servía para espantar
las moscas como para secar los vasos- se les acercó solícito:
-¿ No gustan pasar los caballeros pa servirse un trago con las
niñas ... ? hay unas cabras rebuenas, señor sargento!
Con el ascenso que acababa de lhacerle el mozo, el vino que ya le
comenzaba a reír por las venas y el recuerdo de la Francisca Cisnero,
el cabo Villegas olvidó por completo el "espíritu de sacrificio" y la
llamada al orden que contenía la nota de la superioridad, objeto de
ese viaje. Abrió la mugrosa cortina y un vaho caliente a hembra y
alcohol lo envolvió. Dos mujeres se le acercaron de inmediato. El uni­
forme con jinetas prometía, casi siempre, gastos más dispenciosos.
-Harto que no lo veía, cabo, acomódese por aquí, horita le sirven
lo que guste.
Y la mujer más decidida lo atrapó, la otra se hizo cargo de Quispe.
Comenzó a correr el trago. La pelo oxigenado era la más apetecible
de las "niñas". Entradita en carnes y en años -la Rubia como le de­
cían- mostraba sus redondeces con impudicia ofertadora. Ganaba, así,
cltentes con la mínima inversión de tiempo. Para el cabo Villegas como
para muchos hombres condenados al aislamiento y soledad de la mon­
taña, no existía el amor. Existía el sexo, postergado, que sabía tomarse
sus revanchas. Para eso estaban esas mujeres. Y el vino.
En medio del salón un arriero borracho le arranca!ba a tirones el
vestido a una de las "niñas" que chillaba y manoteaba protegiéndose.
La dueña ·se acercó con su 'imponente volumen y metió en vereda al
insolente:
-Esta es una casa respetable. ¡Qué se habrá figurado este roto
atrevido! Esas cosas no se hacen delante de la gente.
Cuando la Rubia estaba a punto de arrancar a su hombre antes
que gastara los pocos pesos que llevaba, se armó el alboroto grande
en la otra punta del salón. Un borracho vociferaba y golpeaba ciego a
su alrededor. Caían botellas, se estrellaban copas, chillaban las mu­
jeres, reían y azuzaban los hombres.
-Ese baboso está pidiendo su parte -comentó el cabo.

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-No gastís pólvora en chimango -le contestó la
de perder al client e si entraba en la bolina.
Pero el cabo recuperó de pronto "el espíritu de sacrificio" y se
levantó dispuesto a imponer la autoridad que representaba. Abriéndose
paso entre la barrera de curiosos pudo llegar !hasta el causante de la
batahola. El borracho daba golpes sobre la mesa y a falta de contrin­
cante, volteaba copas, botellas y sillas porque la mujer -destinataria
de su iracundia- se había puesto a buen recaudo y clamaba auxilio.
El hombre enfurecido golpeaba a ciegas, bamboleante. No se golpeaba
él :mismo porque la borrachera le quitaba la ocurrencia. Por último
exhausto cayó de bruces sobre la mesa y quedó jadeando. El cabo trató
de incorporarlo. Pero al verle la cara quedó espantado:
:--i ¿ Qué no sois el muerto, vos?!
-Sí, señor. . . el mismo. El finao Evaristo Ortubia. . . ¡ pa servirlo!
La primera impresión del cabo se transformó al instante en una
violenta e incontrolable indignación: en sus propias narices le habían
pasado el contrabando en el cajón de muerto. ¡Y la Chepa tmisma
-grandísima perra- le había hecho poner escolta para cruzar sin
riesgo! Pero de él no se iban a reír así nomás.
-¡Horita vas a ser finao de endeveras, hijoemilputa! -y le des­
cerrajó dos balazos en la cabeza, que con el sueño instantáneo de los
borrachos, reposaba plácida sobre la mesa.

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La cara de la v1eJa, cosida de arrugas, como una pasa, tenía el
mismo color de sus guiñapos que alguna vez fueron negros. Acoquinada
en un rincón del banco duro, confundida piel y trapos en un solo bulto
m1.:groso, se quedaba, ahi, lb.oras, inmóvil y silenciosa. De madrugada
-apenas rayaba el sol- la fueron a buscar a su rancho. Prendía unas
chamizas para el primer mate cuando el ladrido desganado del cuzco le
anunció gente. Y así como estaba tuvo que salir, sin ma1tear ni tirarle
un maicito a las cuatro gallinitas, sin atar, siquiera, la puerta del ran­
c!ho. El cuzco negro y flaco -casi desteñido de viejo- la siguió. iY ahí
1

estaba a sus pies -un bulto terroso- el hocico entre las patas, per­
ceptible solamente por los tiritones que a ratos lo sacudían.
Cada mañana -y ésa era la tercera- el cabo le preguntaba lo
mismo. Y la vieja había respondido también lo mismo, ni una palabra
más.
- ¿ Qué sabe de la Casilda?
-No la hi vis,to.
-Piense, doña Sista, haga memoria.
Y ahí la dejaban las horas muertas, olvidada como un bulto. Bien
pasado el mediodía la despachaban a su rancho, para traerla al si­
guiente de madrugada. El cabo se había propuesto apremiar a la vieja
para soltarle la lengua. Pero ella calla.iba con una impasibilidad endu­
recida por los años y por la miseria, tan vieja como ella misma.
El cuzco alertó las orejas y amagó un gruñido cuando el milico se
acercó:
-Doña Sista, que pase, dice el cabo. Por aquí ...
Como si hubiera despertado al tiempo, la vieja se movilizó y a
pasos queditos -seguida por el cuzco- entró al despacho.
El cabo, después de un largo garabatear papeles, ignorándola, le
tiró la pregunta sin levantar la cabeza.
-¿ Qué sabe de la Casílda?
-No la ihi visto.
¿ Cuándo la vio la última vez? -Y ahora el cabo la miró fijo tra­
tando de encontrar sus ojos en el enredijo de sus arrugas.
-No me ricuerdo.

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-Está bien, doña Sista. Tengo tiempo, voy a esperar. Aquí, no­
más, se queda hasita que se acuerde . Puede sentarse. Salgo a comer.
Y mejor haga memoria porque va a ser largazo el día sin matear.
La vieja amontonó de nuevo sus harapos y su vejez en un rincón.
Su mano sarmentosa, quizá tembló un instante cuando se la pasó por
los ojos como si qu1s1era arrancarse una telaraña. Luego se arrebujó
en el manto astroso y se perdió en el tiempo.
La Casilda había llegado una mañana hasta su rancho, como lle­
gaba muoha gente ignorante o desesperada, a escondidas o abierita­
mente, para 1buscar alivio a los males del cuerpo o del alma en las
manos de la curandera. Nadie sabía de dónde vino ni cuándo. Estuvo
ah� siempre como el paisaje. Con la misma vejez inmutable de los ce­
rros. Ella y su rancho.
-Es bruja, se entiende con los animales.
-Prepara gualichos para los hombres.
�Para quebrar el empacho, no hay como doña Sista.
-Conoce los anuncios y las señales.
-No hay como la curandera para cortar el mal de ojo y el daño.
-También es capaz de ojiar y de rociar una casa, entonces, trae
desgracias sin cuenta.
-Saca de apuro a las niñas con "encargo".
-Cura el pasmo de sangre y quita el dolor de muelas de palabra.
-Sabe leer el destino en el vuelo de los jotes, en la luna y en el
color de los ocasos.
Todo eso repetía la gente y mucho más. Pero lo cierto era que la
vieja nunca hizo mal a nadie. Prodigaba la magia ingenua y caritativa
de sus yuyos. De los antiquísimos conocimientos medicinales de pócimas
y ungüentos -también de adivinaciones y supercherías- que resumía
su raza araucana en la memoria del hombre o la mujer más vieja de
la trfüu. Ella, doña Sista Quitral era el último esla-0ón de una tribu
mapuche que la miseria dispe1·só a los cuatro vientos desde el rincón
nativo de !calma. Algunos cruzaron la frontera hacia el lado argentino.
Y por el Neuquén arriba se los fue tragando el hambre o la montaña.
Ella quedó ahí -detenida en el tiempo- en ese villorio, también de­
tenido, de Bufa Ranqull, en Neuquén Norte. Hasta que la Casilda llegó
a su rancho esa mañana, sucia de viento, y se quedó parada, la cabeza
gacha, como perro humillado.
-¿ Qué te anda pasando?
La muohacha seguia muda, sin palabras.
-Mal de amores, decí -urgió la vieja.

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-Nada, vos entendís.
De pronto, sobre el cajón que oficiaba de mesa al camas•tro,
vio la caja y la tomó para abrirla.
-¡No, no atoquis eso! -le ordenó la
El milico sin soltar la caja quedó un momento dudando entre el
temor supersticioso que le inspiraba la vieja y la orden perentoria que
le transmitiera el cabo: "me traís pruebas porque a esa bruja abortera
la pongo un buen tiempo a la sombra".
-¡Pasá!
Y Doña Sista le arrancó de las manos la caja. La abrió y sus
dedos sarmentosos estrujaron trémulos las chaquiras rojas que rápida­
mente se colgó en el cuello sobre el manto mugroso.
-Ya veís lo que hay en el rancho. Podis llevarte todo menos esto
-y estrujaba las chaquiras- y eso -señaló el cultrún- que pa nada
te van a servir.
-Disculpe, doña Sista, no quiero molestarla. Le voy a informar
al cabo que no hay pruebas. . . disculpe -Y salió ansioso el milico a
respirar el aire frío y limpio de la tarde.
La vieja salió, también. Por largo rato se quedó bajo el alero
pajizo de cara al poniente. Oteaba con terror ,tembloroso el cielo del
ocaso, rojo de fuego, rojo de sangre. Y el vuelo tardío de los jotes. Las
señales. Cuando el cielo se tornó gris y comenzó a guiñar el ojo tímido
del lucero, la vieja machi entró al rancho y comenzó los preparativos
para el largo viaje.
La noticia corrió por el villorio con detalles extraños que la ima­
ginación de la gente agregaba a modo de juicio o de condenación.
-Sabe, comadre, qué desgracia, finó la Casilda. En el hospi,tal de
Zapala dicen que fue.
-Ni médico que pudiera salvarla después del daño de la. curandera.
-Esa vieja bruja la ha matado.
-Le engualichó al Domingo para que luego la botar.a.•
-Tenía que acabar así la finada, sin madre, a mercé del primer
hombre que la codiciara.
-Pobre finadita, dicen que se fue en sangre.
-Castigo de Dios, era muy niña para andar con hombres.
Con la muerte de la muchacha, la denuncia que 'había hecho el
padre pocos días antes, tomaba muy distinto carácter. Y el cabo
resolvió que la mejor forma de eludir responsabilidades y satisfacer,
a la vez, la indignada desesperación del padre, era detener a la vieja
y enviarla a Zapal, a. Allí sustanciarían el proceso por "ejercicio ilegal
de la medicina". A nadie se le ocurrió pensar que fuera otra la mano

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irresponsable y delictiva. Eso sólo lo sabía la Casilda y ella ya no
podía hablar.
Dada la importancia del asunto, el mismo cabo, acompañado por
el milico que hiciera la inspección, salió en busca de la curandera.
Cuando llegaron al rancho el cuzco negro, desteñido de viejo,
salío a recibirlos sin ladrar, con una humildad que le chorreaba por
las orejas.
Nadie más asomó al requerimiento del cabo. Empujó entonces la
puerta entreabierta y entró. Cuando sus ojos se acostumbraron a la
penumbra y el olfato resistió la primela oleada de vaho humoso y
nauseabundo, comprendió que había llegado tarde.
Un candil sórdido langüeteaba sombras en aquel pozo de miseria
siniestra. En el fogón de ¡piedra humeaba todavía la challa -la olla
araucana- quién sabe con qué extraño y hediondo cocimiento. Abrién­
dose camino entre la espesura del asco, el cabo se acercó. A la llama
humosa del candil el cadáver de la vieja, afilaba su osamenta, envejecido
en pergamino de momia: Una mano seca y negra se apoyaba en el
cultrún. Sus dedos engarabitados, seguramente golpearon el viejo
parche para espantar los espíritus malignos, en el últirn.o machitún, el de
su propia muerte. La otra mano crispada sobre su pecho, ¡protegía
las chaquiras rojas del collar de 1tres vueltas con el que iba a pre­
sentarse a su dios, Nguenechén.
Salió el cabo seguido del milico y se alejaron mudos.
El cuzco negro levantó el hocico y aulló lastimero. El único
llanto por la vieja machi,
Y en la mañana azul los jotes seguían trazando extraños 1Signos
negros.

-21-
s
La muchacha caminaba con paso lento, felino, en la hondura
sensual de la siesta. Atrás quedaba el escuálido caserío del campa­
mento bajo un sol derretido que retorcía los matorrales agonizantes
de sed. Repechó la cuesta desnuda, 1dobló un recodo y desapareció
en la boca negra del socavón. La sombra fresca le acarició el cuerpo
traspirado. Se quitó el pañuelo de la cabeza, respiró hondo el olor
húmedo y permaneció un insitante inmóvil hasta que sus ojos se
acostumbraron a la oscuridad. Y avanzó 1aleteándose una ansiedad
gozosa la cara morena.
Mucho tiempo estuvo esa mina abandonada, pero ahora último
se i11tentó reanudar el trabajo abriendo un nuevo pique tras una
sospechada veta de minernl.
Avanzaba decidida la muchacha conocedora de cada anfractuo­
sidad de la galería que por tanto tiempo le gustó curiosear, hasta
el día aquel que de pura casualidad el Manuel ...
De pronto una sombra blanca zigzagueante se le cruzó entre
los pies.
-¡ Qué aturdido el bicho!-- exclamó la Martina dejando paso
a un conejo blanquísimo. Se detuvo a la espera de ,algún rumor y
luego llamó en voz baja:
-¡Manuel... ¡Manue.J!
Avanzó despacio. Era extraño que aún no hubiese llegado. Los
domingos disponían de más tiempo y a veces, él le gastaba alguna
broma, como la 1vez pasada, que se escondió en el pique nuevo sólo
para oírla suspirar esperándolo.
-Otro y otro... ¡pero qué les pasa a estos bichos! Ya son
plaga ...
Varios conejos blancos, enteramente blancos, huían a saltos
bamboleantes hacia la 1bocamina.
La oscuridad se !hacía más densa, apenas percibía los contornos
sinuosos de la galería. Lanzó un silbidito imitando el que Manuel
usaba para señalarle su presencia en el socavón, pero no obtuvo
respuesta. Se inquietó. De pronto el silencio de la mina le pareció
poblado de fantasmas. Y todas las supersticiosas ,creencias de los
mineros se le vinieron a la memoria: "El Malo cuida las minas
abandonadas. . . Las mujeres no pueden entrar en los socavones

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porque traen desgracia. . . el ánima de los difuntos se venga de
las mujeres que ..."
Presa del miedo, avanzó muy despacio, dilatadas las pupilas
inútilmente, frente a la negra cavidad del túnel, como si la tragedia
ya la hubiera enredado en su oscuro designio. Le comenzaron a
zumbar los oídos, la invadía una extraña opresión cuando tropezó
con esa masa blanca y cayó con un alarido de espanto.
¡Un fantasma!... ¡Un hombre, no! ¡Era el... !
-¡Manuel, Manuel! ¿ Qué te pasa?
-¡Pronto.. . hay gas... salgamos... no puedo.... saií vos
avisá... pronto!
¡Gas! Emanaciones del maldito gas. Por eso huían los conejos.
Los conejos blancos que los mineros criaban en los socavones, jus~
tamente para denunciar el gas.
¡ Cómo no lo había comprendido antes! Tenía que salir rápido,
dar aviso. Se incorporó aturdida. Pero de pronto comprendió que
no podía pedir auxilio sin descubrirse, sin exponerse al castigo y a
la vergüenza. Entonces trató de arrastrar al hombre.
-Vamos, Manuel, levantate, te ayudo- y se esforzó por incor­
porarlo hasta sostenerlo sobre sus espaldas.
Apenas conseguía desplazarlo a pasos lentísimos. Cada vez el
cuerpo del hombre pesaba más y sus pulmones reventaban por el
esfuerzo con el aire enrarecido.
Hasta que tropezó en un desnivel y se le escapó la pesada carga.
Se sintió ligera, liberada y el ansia desesperante de sus pulmones
la hizo avanzar sin el menor intento de rescatar al caído. Caminó
bamboleante, atraída como una ciega mariposa por la claridad del
sol que estallaba afuera. Y cuando sus pulmones aspiraban rabiosos
el aire limpio, en el lienzo de luz de la bocamina se recortó la
silueta de un hombre a caballo.
-¡Jacinto! -gritó, casi, como si realmente se enfrentara con
un fantasma.
-¡Qué hacés aquí, Martina!
-Vine porque...
-¡Con quién estás... hablá!
-Con. . . con nadie. . . hay gas. . . los conejos, mirá y la mirada
terrible del hombre, perforándola, le cortó la imposible explicación.
Entonces el Jacinto -su marido- desmontó del caballo, la tomó
bruscamente por los hombros y le dijo despacio como si le escupiera
las palabras:
-Sentate y descansá mientras vamos a ver cómo salen los
conejos de su madriguera . . . si pueden.

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Se sentaron los dos. Los ojos desorbitados de ella y su resofr,:i_ciñn
acezante denunciaban el espantoso conflicto que la sacudía: §ejar
morir al hombre en la mina o confesar una culpa que el marido cas-
- tigaría con brutal ensañamiento, como la castigaba cuando bebía, sin
motivo, o simplemente porque ella era joven y lo odió desde que su
padre, moribundo, se la entregara al compadre Jacinto para que
la hiciese mujer.
Un hermoso conejo blanco salió de la bocamina y por un instante
se quedó quieto como asombrado de la luz y el aire que aún le pertene�
cían, y luego se perdió entre el quiscal. La Martina lo miraba estru­
jándose las manos, mientras un grito desesperado le iba subiendo por
la garganta. Cada segundo que pasaba podía ser el último para ese
hombre, el único que le ihabía acercado una palabra de ternura y cuya
vida dependía, en ese instante, exclusivamente de su coraje. Coraje.
Manuel le había dicho: hay que tener coraje para vivir y arrancarle a
la vida lo que nos debe. A ella le debía esa hilacha de esperanza,
de primitiva alegría, siquiera, que le daba Manuel, a escondidas en la
sombra cómplice del socavón abandonado. Entonces el grito le reventó
furioso entre los labios:
-¡Es Manuel, Manuel. .. ! ¡Se muere, está sin sentido ya ...
sacalo, sacalo !
-¡Perra! Esto lo venia oliendo. Y cuando de paso para la villa
vi el desbande de los conejos comprendí que había gas. Pero de pronto
se me figuró que el más grande iba a quedar en la trampa.
Se volvió furioso para descargar su puño sobre la muchacha.
La Martina recibió el primer golpe y apeI].as alcanzó a intentar la
huida cuando un segundo golpe en la cabeza la derrumbó casi incons­
ciente. Tuvo la vaga sensación de que era arrastrada y luego, todo se
diluyó en una sombra total y fría.
Socavón adentro el Manuel se debatía con una noche densa de
alquitrán que se le iba entrando por los ojos y le aplastaba los pul­
mones. Cerraba los ojos horrorizado y los abría en otro lugar del
tiempo. Pero seguía allí, tirado, desgonzado. Quería gritar, urgir . el
auxilio y le faltaban los labios, la lengua, la gota de saliva con qué
fundir la necesaria palabra. Distinguió una leve forma blanca y tendió
una mano hecha garfio esperanzado. El conejo no tuvo fuerzas para
eludir el manotón y con su último estremecimiento se aflojó la mano
del hombre para no moverse nunca más.
Afuera el canto de un gallo marcó una hora perdida en el sopor
de l.e,. siesta.
Y allá lejos, por la huella ardida de resolana, una nube de polvo
seguía el galope de un jinete solitario.

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el cuerpo al Rosendo. De pronto se sintió parado, solo, como en el
centro de un vacío total, de un silencio ,total. Ni un pájaro, ni un
ladrido lejano que le abriera un boquetito al silencio. Si hasta el
arroyo le pareció que corría mudo y que el viento se había detenido.
Sentía la boca seca. Cosas del trago, a lo mejor, la fiesta había estado
linda ese sábado en lo de su comadre.
-Y bueno, esta noche será -se resignó.
Montó su overo y siguió camino enredado en torpes cavilaciones.
Entró al pueblo y en lugar de arrimarse por el boliche se fue hasta
lo de su compadre Ponce. Entre charla y mate acortó el rato. Y luego
se despidió para consumir en el boliche de don Ataliva las dos horas
largas que aún lo separaban de la Elvira.
El tiempo se estiraba perezoso. Una partida de cartas en la que
participó como perdedor porque no podía concentrarse en el juego, le
entretuvo la espera.
Cuando calculó la medianoche se encaminó al rancho de la Elvira
según las señas que ella le diera.
La noche era oscura. Mejor -pensó- buscando las sombras por
la calle larga y terrosa.
El viento que desde el anochecer comenzara a soplar con fuerza,
l o golpeaba en la cara con ese olor a monte, a polen nuevo, que se
le metía en los pulmones 1y le bullían en la sangre. Por el baldío le
salieron ladrando desgaritados, unos perros. Largo ladraron los mal­
ditos como para ¡poner en guardia a cualquiera. El rancho recién blan­
queado se asomaba clarito en la . sombra. Pero ni una luz se filtraba
desde adentro. Se acercó cauteloso y golpeó la puerta. No hubo res­
puesta. Insistió. Nada. Si era una broma no le veía la gracia. Y si
quería hacerse desear había elegido mal momento. Se arrimó a la
ventana y golpeó fuerte. Ni la menor repuesta. Despechado, rabioso,
ardiéndole la mordedura del deseo, dio un puñetazo tan violento, que
la ventana cedió de golpe.
Instantáneamente supo que no había nadie adentro Lo supo por
el olor que le golpeó la cara. Olor tibio, pegajoso como el de . . . ,¡No!
¡ Qué diablos, si no estaba loco ni borracho!
-¡Hija de una gran perra, hacerme pasada tan fiera! ¡Si es como
para romperle la risa a guascazos!
Los perros aullaban largo por el baldío cuando pasó de vuelta, al
boliche de don Ataliva. Arrimado al mostrador, suavecito, como por
pura curiosidad, le 'hizo la pregunta:
-Dígame, don Atailiva, ¿ qué es de la Elvira?
El bolichero lo miró desde un asombro hecho interrogante:

-32-
-¡La Elvira! ¿ Qué no se anotició? ¡Finada, la La despachó
marido a balazos. la celaba mucho y estaba bebido sabe?
ella era. . Bueno, usté conoció ¡ tan rebuena para la fiesta!
-¡Cuándo, cuándo fue ... !
-Para una semana. Sí, justo. El domingo pasado fue, en el
cho, al lado del baldío. Ahi mismo la velaron algunas vecinas. Después
de todo había que darle sepultura y no se le conocían dolientes ni
parientes. La gente dice ...
Pero el Rosendo ya no escuchaba Con las manos apretadas se
reforzaba la pared del pecho para que los golpes del corazón no se la
rompiera.

-33-
-Se murió y no me la recuerdís más.
Se afanó la Olinda en los triviales y pobres menesteres del
rancho: el fuego, el agua, el barrido, la olla. Luego .se lavó la cara,
se peinó, se cambió la pollera mugrosa por otra desteñida y vieja
pero limpia. Era domingo. Aunque tal cosa no había modificado
nunca, en lo más mínimo, el tiempo de los cerros ni la monotonía
del rancho.
Llegaron las cabras entre un desconcierto de balidos que mati­
zaban con entusiasmo los perros. Cuando entró la última al corral,
la Olinda cerró la puerta. Los perros, perdido todo interés, empezaron
a deshilachar, con sonoros lametazos, el agua de la acequia. Después
se echaron lánguidos, hasta acompasar ,el respiro.
Y la noche comenzó a levantarse de los montes, espesa y morada,
con un silencio apenas rayado 1por el "mee'' vacilante de alguna cría.
El "Ne gro" fue el primero que alertó las orejas con un gruñido
y luego arrancó de estampida, ladrando. Atrás, le !hicieron coro los
otros cuatro perros.
La Olinda .se asomó sobresaltada. Ese ladrería no era recibi­
miento para gente conocida.
El hombre bajaba del caballo entre puntapiés y guascazos para
alejar a los perros. Algo cobró la audacia del "Negro", porque con
un aullido vino a refugiarse a los pies de la muchacha.
-Buenas. ¿ Está don Leoncio?
A la muchacha se le estrujó el corazón, y la voz se le quedaba
encogida en la garganta.
-¿ Que no sos vos la Olinda?
-Sí ..., pero el papá no está.
-Lo voy a esperar, mientras me convidás unos mates. Hacé
callar esos cuzcos . . . A ver si tengo que despachar a alguno.
-¡"Carozo", "Pinta" ..., "Tigre" ..., fuera, fuera!
El "Negro" ya había ganado el rancho con el rabo caído. Y .el
hombre ,también, porque no había esperado la aprobación de la
muchacha.
El farol, colgado cerca del fogón, abría su limitado campo de
luz sobre la mesa rústica y las cuatro sillas chuecas con asiento
de cuero de cabra.
Detrás, en la penumbra, se amontona:ban dos catres Y ropas
colgadas en las paredes de quincha.
La Olinda se aplicó en preparar el mate. Todavía no le entraba
el habla al cuerpo cuando el ademán del hombre, al que espiaba
por el rabillo del ojo, la detuvo de un sobresalto.

-38-
remolinos de copos batidos por el viento que había roto 1brusca­
mente la calma. Las bestias pechaban mugientes ,la furia deshila­
c:hada de la nevazón, urgidas por los gritos y 1guascas de los arrieros.
Sólo el viejo sabía por dónde iban. Y sólo porque 1conocía cada
piedra del camino, podía continuar en busca del refugio apropiado
para capear la noche de tempestad.
Casi al final de la quebrada y aprovechando un socavón en la
pared rocosa, los arrieros habían levantado -años atrás- una pirca
y conseguido un refugio para guarecer a tres o cuatro hombres, por
lo menos. El viejo, por puro instinto, pudo, después de dos horas de
maricha, dar con el refugio porque ?l viento blanco los cegaba entre
sus albos telones deshilachados. Ya no hubo ni adelante, ni atrás, ni
derecha, ni izquierda. Los animales se ; arremolinaron, entre balidos
lastimeros de las crías y mugidos de las vacas, en la pequeña rinconada
frente al refugio.
La noche fue muy larga en la fría lobreguez del mísero ábrigo.
Sin fuego. De nada servían los fósforos después de ' quemar unas
chamizas secas halladas al resguardo, insuficientes para secar y encen­
der la leña del monte mojada y verde. Masticaron un poco de charqui
remojado con unos tragos de aguardiente y trataron de hallar acomodo
entre los pellones de las monturas. El viejo fumó cigarro tras cigarro,
agotó la escasa reserva alcohólica de su chifle sin poder conciliar el
sueño. Tenía frío, un tremendo frío que le urgaba los huesos. Nunca
-y eran muchos los tempora[es que soportó- había sentido tanto
frío. Y preocupación. Eso era lo malo. Se estaría poniendo viejo, seguro,
a pesar de la solidez que aparentaba su andamiaje de huesos y músculos
enjutos.
-¿ Te dormiste, chei? -preguntó sólo por acompañarse.
Nadie respondió. Claro, a los catorce años se duerme bien en
cualquier parte. Sin temores, porque el muchacho le salió de ley. Esa
era la primer veranada que pasaba arriba con él. Para que se hiciera
fuerte y conocedor del oficio lo había llevado. A su lado aprendería
todos los secretos del arriero que tiene que vencer la fuerza oscura de
la montaña a pura experiencia y coraje.
El perro pegó un estirón desde los cueros y se asomó ladrando. El
viento y el frío lo empujaron de nuevo adentro. Pero se quedó gimiendo
y luego lanzó un aullido largo que se le metió al viejo en la sangre
con un frío distinto al de la noche.
-¡ Callate, carajo!- y lo manoteó en lo oscuro.
El cuzco se arrastraba gemidor y al rato aventuraba temeroso
otro Jadrido casi aullido, apenas perceptible entre el ulu[ar tremendo
del viento blanco. Así transcurrió la noche en cruel vigilia para el
viejo y para el perro. Ta1l vez porque en los dos velaba el instinto. El
muchacho no supo del mundo hasta que 1de pronto el silencio le quebró

-46-
Ahora el arreo se reducía .a las seis vacas y tres terneros, los otros,
los m$.s chicos quedaron también, sin fuerzas, enterrados en fa nieve.
-Seguimos en el bayo, voy en anca -propuso el muchacho
contento con su solución.
El viejo seguía mudo, como paralizado, junto a su caballo muerto.
O era que se enfrentaba con una tremenda decisión, que sólo él debía
tomar porque sólo él conocía la implacablle crueldad de la montaña.
Entonces, se decidió:
-Lo desensillamos, ayudame -le ordenó al muchacho .
El viejo oteó luego el paisaje, borrada totalmente su ha!bitual
topografía bajo la nieve. Y aunque fa mirada se perdía en la monotonía
blanca de los cerros, el viejo señaló un punto y ordenó.
-¡Allá!
El a pie, la montura enancada en el bayo, arrearon las vacas.
El perro que todo el tiempo había venido bajo el poncho deil mucha­
cho, corría alhora sobre la nieve -endurecida para su peso- ladrando
y aullando.
-¡ Cuzco del carajo, horita lo despacho! -amenazó el viejo
que no podía escuchar al perro sin sentir un temor supersticioso.
De ese lado -mirando al este- el cerro se ilevantaba en una
ladera vertiginosa de roca viva donde la nieve sólo había formado
nidos blancos en las grietas y fracturas. En ángulo con la pared
rocosa otro cerro formaba una pequeña rinconada al reparo del
viento cordillerano. .AJllí metieron al piño.
-Aquí supieron haber chenques, aquellas cuevas son, eso dicen
-señaló el viejo las cavidades en las rocas.
Pero instantáneamente un terror supersticioso le enfrió la sangre.
Los cementerios de los indios, jus,to ahora sin pensarlo, tenía que
buscar refugio allí. Y si fuera también . . . Pero él ya había tomado
una decisión, que el desitino dispusiera el final.
El muchacho ajeno a todo sentimiento de peligro vivía la aven­
tura con 'la más absoluta ,confianza en la sabiduría del arriero. Se
preparaba para desensillar cuando el viejo le habló, de usted, como
sabía hacerlo cuando lo regañaba.
-Vea, usté :no se queda, va a seguir hasta el puesto de gendar­
mería y da aviso que me hi quedado de a pie y con el arreo, en
el cerro de los chenques, le dice. Ahora usté agarra derecho por
entre aquellos dos cerros, de ahí dentra a la cañada del arroyo
Claro y solito lo lleva !hasta el puesto. No hay forma de perderse
en entrando a la cañada.
El muchadho lo miraba sin comprender mucho el alcance de
la orden.

-48
Cuando abrió los ojos estaba acostado en la nieve. Una pereza
bienhechora invadía su cuerpo. No tenía ganas de moverse. ¿ Dónde
estaba? Movilizó de a poquito los recuerdos y entonces vio al viejo
sacudiéndolo, no te durmáis te dije, la nieve es traicionera, te dije,
despertate, carajo, despertate, y una cosa tibia le rozaba la cara.
Manoteó y se incorporó asustado. Hundido en la nieve, como arro­
pado en la nieve, estaba. El Caroso gemía lamiéndole la cara. Ahora
ladraba desesperado, aullaba, le saltaba encima, corría unos metros,
lanzaba un aullido largo ululante y volvía a su lado. Su instinto
le anunciaba la muerte con una precisión cruel. Y con la desespe~
ración de todas sus vísceras quería comunicarse con su dueño, arran­
carlo de ese blanco y mortal ,abrazo de la nieve. Si, callate Caroso,
ya vamos, y el viejo y el bayo dónde están. De pie oteaba para
orientarse, para recordar. Un sol débil y acuoso se asomaba por un
agujero del techo plomizo de nubes y languidecía en el silencio
blanco de la cañada. Entonces recordó todo. Y como si esrtuviese
parado al borde de un abismo, a punto de precipitarse, echó a correr
a grandes zancadas. El bayo se mancó a la hora nomás de marcha.
Había perdido una herradura y la nieve acumulada en el casco sin
protecctón, se apretaba, se volvía hielo duro como metal incrustado
en la carne. No podía afirmar bien la mano. Dos veces cayó, a la
tercera se negó a levantarse. El había seguido a pie hundiéndose
hasta las rodillas casi, una pierna después de la otra en una lenta
y agobiadora marcha. Por eso se había sentado a descansar, un ratito,
nomás, celando del puma y del sueño. Y se había dormido. Suerte
grande que lo vi o al viejo sacudiéndolo, en sueños seria. Y que el
Caroso lo hostigó con ladridos hasta ponerlo en marcha. Ahora era
más fácil. La altura de la nieve era menor allí y endurecida por
la baja temperatura permitía una marcha menos fatigosa. El perro
-una bolita negra en la 1blancura cegadora de la nieve- se desli­
zaba por la superficie dura con un trotecito seguro. A cada rato
se detenía, volteaba la cabeza como para comprobar si el muchacho
lo seguía. Y arrancaba con la alegría en la cola, al trotecito cejado.
Caía la tarde, el cielo se apretó de nubes negras. Y los primeros
copos lentos anunciaron otra noche de nevazón.
El cuzco se detuvo de golpe, alertó las orejas, venteó el aire
y echó a correr con alboroto de ladridos.
Ahí, nomás, en el bajo, humeaba protector el puesfo de g;en­
darmería.

-51-
-Y yo le dije con toda la boca lo que pensaba de su cochino país
y de su puerca justicia.
-¡Al milico se le brotaban los ojos de furia ... ja, ja, ja! -rebotó
la carcajada estentórea por 19s peñascales anochecidos.
Las mulas trepaban lentamente, afirmando cautelosas las pezuñas
sobre las piedras sueltas de la senda cordillerana. Los dos hombres
-curtiendo todavía un resto de borrachera- se internaban por los
vericuetos de los pasos sin control aduanero para regresar a su país.
Eran chilenos, arrieros chilenos, que lo mismo aceptaban una contrata
de este lado para pasar ganado "cuatreriado", que para venir del
otro, con unas cuantas mulas cargadas de contrabando. Es lo que
habían hecho en este viaje. Y como en casi todos, el atractivo del
boliche les hacía olvidar la prudencia. Así se habían pasado la tarde
en Pilolil -el pueblo más próximo- entre baraja y trago, trago y
baraja. Hasta que, envalentonados con la buena suerte, s e habían
despachado a gusto con un gendarme, quien, a falta de mejor entre­
tenimiento, pasaba, como todos, su franco en el boliche.
-¡Por la cresta! Si no arrancamos al tiro, se .arma la gran
pelotera -siguió con sus pensamientos el Lucas Paredes.
-Chitas con el gallo; había sío baquiano pa la baraja y serenito,
¡pero nadita como esta mano, compadre! -se ufanó el Anselmo
Añitao.
-Suerte que andaba sin arma, que de no, nos despacha de un
viaje con la animala ésa.
Un viento de hielo acuchillaba la cara y las manos de los
hombres, que acariciaban el cuello de las ca'balgaduras procurando
su tibieza. Cerró la noche. En lo alto tiritaban tan claras las estrellas
,que hacían nítido el espectral perfil de las cumbres nevadas.
-Vea compadre, tengo que serle franco. Yo sé que usté no ve
bien que me arrime por el rancho de la Remedios. ¡Pero es que me
gusta hartazo la negra culiparada, Ayer mismo estuve. Le dije que par­
tíamos al tiro de vuelta, para que no me cargoseara. . . Al fin, es mujer
sola, y con tanto ohiquillo a uno se le hace que ayudarla un poco ...
Se le quedaba la voz al Lucas esperando la reacción del Anselmo
-el Jote, por mal nombre-, a quien respetaba y temía por su más
edad y mucha fama. Si el Jote había sido, tiempo atrás, contra-

__i-,55-
bandista de licor en la zona seca de El Teniente, y su cuchillo con
mango de asta anillado en plata, conocía muchas historias de sangre.
Y de coraje, porque el coraje era su ley.
-Ya le hi dicho que las mujeres sirven pa vainas, nomás,
Contimás ésa, que no es mujer de un solo hombre. Así que pa otra
vuelta, si le gusta, se puede quedar en el rancho, nomás -y se
encerró en un mutismo hosco. El Lucas también quedó mudo, arre­
pentido por su franqueza. Por la huella angosta tomó la delantera la
mula de Añitao. Y en fi1la, las dos cabalgaduras siguieron la marcha
por horas.
A la media noche arreció el viento; bramaba desgaritado por los
cañadones y se es,trellaba contra los cerros pelados. Por lo alto de
lé:,S cumbres asomaron inquietantes nubes negras. A poco más, se
encapotó el cielo y la cellisca sacudida por el viento anunció que el
temporal se había desatado arriba. Los hombres dudaron. No mucho
más los dejaría avanzar la nevada.
-¡Hasta el refugio! -gritó el Jote, ladeando la cabeza para
que el viento le alcanzara la voz a su compañero.
Como un eco :J.e contestó el Lucas:
-¡Hasta el refugio!
Azotaron las mulas, que baja la cabeza se aprestaban para resistir
el temporal. El Jofe conocía la montaña mejor que sus manos, en las
buenas o en las malas, con temporal o sin él, de día o de noche. Era
así como había burlado siempre a la aduanera, y sabía encontrar el
refugio salvador en medio de la tormenta.
Llevarían una media hora de marcha, a pechazos con la escarchilla
que arremolinaba el viento, cuando las mulas, con las orejas tiesas
girando a un lado y a otro, comenzaron a barruntar algo ex,traño.
Los dos hombres detuvieron la marcha casi al mismo tiempo. Estaban
cerca del refugio viejo.
-Los animales han olfateado algo -comentó el Jote.
-Quién sabe no hay gente, y a saber quiénes sean -respondió,
dudoso, el Lucas.
-Sujete las mulas, y más mejor me arrimo pa echar una aguai­
tada -decidió, desmontando, el Anselmo.
Un relincho ahogado detuvo expectantes a los dos hombres.
-Esto me güele a plomo -comentó el Lucas. Y con la última
palabra, un estampido barrenó la noche del temporal.
-¡Milicos son! ¡Echan primero, la bala y después el "alto"!
-apuntó el Jote,
La mula sin jinete dobló las patas delanteras, y blandamente
clavó la cabeza en la tierra. La bala le entró en mitad del pecho.

-56-
Los hombres se tiraron entre las piedras, buscando protección.
Se oyó una segunda descarga.
-¡Me fregaron, compadre! -gritó el Lucas, que al desmontar
sintió de pronto que no podía manejar la pierna derecha, que se le
quedaba como si no fuera suya.
-¡Fiera está la cosa! ¡Agarrate que nos largamos por la que­
brada! -lo urgió el Jote, ofreciéndole el hombro.
-Pa inútil todo, estoy sangrando mucho. Gambatéele usté solo a
los pacos ..., pa qué caer los dos.
-¡No soy, ningún hereje pa dejarte botao!
Pero ya era tarde para c ualquier decisión. Voces de alto, resoplar
de cabalgaduras y haces de linternas los habían bloqueado.
Y sin muchos miramientos ni preguntas, que para el caso solbraban,
los dos se vieron en pocos instantes amarrados, desandando la huella
hacia el valle.
Con el frío y la pérdida de sangre, el Lucas se fue debilitando al
punto que estuvo dos veces por caer del caballo. Entonces le soltaron
las manos, para que se mantuviera abrazado al cuello del animal. El
cabo Herrera, que comandaba la partida, comenzó a inquietarse ante
la perspectiva de llegar con un muerto, porque era dificil que el herido,
desangrándose como iba, aguantara la baja temperatura. Fue entonces
que decidió cortar para el rancho de la Remedios.
El Jote se dio cuenta del cambio de rumbo y alentó alguna
esperanza.
A esa hora los perros parecían ser los únicos habitantes del
rancho, y mantenían viva la noche con sus aullidos. Se afüorotaron
al acercarse la patrulla y el ladrería inquietó al piño de cabras y
a la gente del rancho.
-¡Es la autoridad, doña Remedios! ¡No se asuste! -gritó el
cabo, entre E.l alboroto de los perros-. ¡ Abra que venimos con un
herido!
Tímidamente brilló una luz por las hendijas, y luego la voz
de la Remedios reclamaba indecisa:
-Ya va ..., un momento. ¡Aquí Tigre, Pinta, Negro! ...
Los perros hicieron una pausa que aprovecharon para rodear al
Lucas, olisqueando movedizos la sangre que goteaba pertinaz de
su pierna.
Desmontó el cabo y tras él los gendarmes. Le ordenaron al
Jote que Jo hiciera, pero cuando se acercaron al Lucas compren­
dieron que no respondería a ninguna orden. Estaba desvanecido o
helado.

-57-
Lo bajaron y a pulso lo metieron por el hueco de la puerta
que acababa de abrir la Remedios. Detrás de ella asomó un chiquillo
desgreñado, que la mujer hizo desaparecer rápidamente en la negrura
del rancho.
-Flojón había sido -comentó el cabo--. ¡Y tan de guapo que
se la echaba! Claro que si usté no da el rumbo, renunca caen estos
dos. Cúrele la pata y déle algo caliente, queda un hombre de cam­
paña -sacó un frasco chato del capote y, satisfecho, se echó un
trago largo y lo pasó a sus hombres.
La Remedios, que había seguido con el candil en la mano la
maniobra de acostar al herido sobre unos pellones, lo dejó sobre
la mesa y se arrimó para atenderlo. Un repentino gesto de sorpresa
la volvió hacia el cabo:
-Pero, éste no es ... , no es el ...
-No es el Mocho Contreras y ¡qué hay que no sea! Lo mismo
da uno que otro, cuatreros son y a su turno caerán. Usted dio una
pista y la seguimos ... ¿No es asi?
La Remedios se inclinó sobre el Lucas, murmurando llorosa:
-Que te ibas ayer, dijiste ... , ya te hacía del otro lado ... ,
puse el denuncio por el Mocho, que vino a :irrespetarme, creeme.
Nunca por vos, ¡renunca iba a hacerlo por vos!
El Lucas, mudo, desgonzado en el suelo como un muerto, sólo
mantenía vivos los ojos, tercos de lumbre rencorosa.
El Jote, amarrado codo con codo entre los dos gendarmes, se
adelantó con un "permiso mi cabo'', y antes que nadie reaccionase,
le dio un feroz puntapié al Lucas en su pierna herida, y le escupió
el insulto:
-¡Roto desagraciao! ¡Te habis jugao tu pellejo y el mío por
esta puta soplona!
El Lucas se retorció como una lombriz y mordió un quejido
hondo.
De un empellón sacaron al Jote.
Afuera los recibió la noche oscurísima, azotada por el viento,
la lluvia y el aullido largo de los perros.

-58-
Al amanecer la jarana se volvió caliente. Vino, risas, invita­
ciones para el baile, mientras la vitrola escupía las estridencias de
un antiguo "fox". El bullicio se tragaba las conversaciones, los
comentarios. Pero una palalbra suelta, una pregunta, un nombre,
se ligaba siempre, al único tema que traía soliviantando al pueblo:
el Pelacara.
-¿Lo conociste?
-No.
-Entonces, no seris de Taka.
-No.
-¡Güen dar que rtiene poca labia el hombre!
La mujer buscó entonces una vía más directa de comunicación.
Se adhirió al cuerpo del compañero en el simulado abrazo del baile.
Y el hombre tuvo una respuest, a más afirmativa para la mujer.
Su sangre. Porque su mente volvía atrás, a su infancia.
-¿No me conocís?
-Sí -y se había quedado mirando cómo se posesionaba minu-
ciosamente de todos los rincones del cuarto, de su cuarto.
-Ahora soy tu hermano, medio hermano ¿sabís? Mi mama
se viene a vivir aquí. Estas son mis cosas ¿erutendís?
-Sí -volvieron a repetir sus raquíticos nueve años frente a
los catorce del otro: el Chilote. Así le decían porque fue el presente
que le dejó a la Rosa -su madre-- un pescador isleño de paso por
el pueblo.
La vitrola se había apagado con un último rezongo afónico y
él seguía apretando a la mujer. Ella lo arrastró hasta la mesa y le
ofreció un vaso con vino:
-Algo se te ha anudado en el garguero y el vino lo desata.
¿ Te llamáis ... ?
-Libertario Sosa . . . el viejo tenía sus ideas.
-¿Libertario?
-El '_;['ira por mal nombre -y se quedó hosco después de tra=
segar el vaso a su estómago.
-Vos tenís pasta pa "'tira" nomás -le repetía el Chilote cada
vez que le decía que no.

-61-
No, para robarle unas "chauchas" al viejo cuando llegaba tam­
baleándose por el trago, porque se dio a la bebida al poco tiempo
de traerse a la Rosa. No, decía, cuando le arrancaba coraje a golpes
para que enterrara viva la cría de la gata recién parida. No, para
voltear a la tonta, Más tarde, no, para cuerear una oveja del fundo
de don Jara. Desqués -años después- vino el asunto del turco. Ahí
no dijo que no ni que sí. Había estado presente sin proponérselo.
El Chilote lo había encerrado, mansito, en su juego, Aunque en el
pueblo todos señalaban al hijo de la Rosa como el autor del. atraco,
nadie se lo pudo probar. Sólo él -Libertario Sosa- hubiera podido
hacerlo, Pero se calló, porque, precisamente, no era un soplón ni
menos un "tira". Fue cómplice. El no lo supo hasta después cuando
el Chilote se lo explicó muy clarito al exigirle colaboración en un
asunto más grueso, con ganado.
-Y no te vengáis a botar a tieso conmigo porque sos parte y
culpa en lo del turco. Y si hablo te la verís fiero con los "tiras".
Y tam'bién fue cómplice. Sólo que esta vez resultó un muerto
y pudieron ser dos -él, el segundo- porque se negó a cargar arma.
Para ese entonces tenía dieciocho años y era peón de don Jara.
Y si no se vio envuelto en la bolina fue porque el Chilote se hizo
humo en el límite antes que nadie le alcanzara a dar el santo y
seña. Y cargó, él solo, con el robo y el muerto.
-Otro vaso y se te suelta la lengua.
-¡No le haga caso! ¡Es que esta Juana es más aburría que
sueño e vieja!
-¡No seáis tosigosa, Clemen!
Pero fa intrusa se instaló en la mesa y dispuso del vino y del
hombre. El se la quedó mirando. Era fea. Tenía la cara espurreada
de pecas, pero la nariz trepada y aleteante le daba airecillo entre
picaresco y agresivo,
-Yo lo conocí ¿ sabe? Al sur, en Natale. Viajaba mucho al
otro lado, pero no se le conocía oficio ni beneficio. Una vez en
Las Latas -ahí tralbajaba yo- alguien le hizo mención que le
falta;ba voluntá para ,el trabajo, A:hí nomás se plantó: "Me faltará
voluntá pero me sobran güevos", y de un puñetazo le descoyuntó
el esqueleto al acomedido. De entonces se empezaron a mentar sus
heclhurías: que a uno le a!brió la guata a puñaladas, que despachó
a un gendarme argentino en el cruce . . . que un sin fin de muertes
y de maldades, hasta "pelacara" .. , Y así quedó: el Pelacara ...
-y la Clemen susurró el mote subrayándolo con un suspiro escéptico
o nostalgioso, vaya uno a saber.
-Yo lo conocí aquí -se animó la Juana, aquí en es.ta ...

-62-
El hombre detuvo el vaso que llevaba a la boca y le clavó
los ojos hasta cortarle el habla.
-¿ Idiay? -le urgió.
-AquL,. en esta misma mesa... bien encachao con su terno
azul, el habla seria y linda: "He pataperreado mucho y ahora Irre­
dento Muñoz quiere retiro y una mujer que hable poco. . . como
usted", "¿Irredento, dice?" "Redento con sus ojos, prenda. Vengo
a estalble,cerme con un negocio aquí en Tale a".
-Ya, pué, dejate de lata niña. ¡A bailar, rico! - y la Clemen
se llevó el hombre a la pista.
Libertario Sosa la apretó hasita sentir que las piernas y el
vientre de la mujer se amoldaban a su cuerpo. Sólo así le parecía
estar acompañado para compartir ese puño de hierro que le estru­
jaba el estómago.
La frase entró por un huequito que hizo la música y se quedó
colgada en el aire. Se repitió una y otra vez.
-Esta fue la hora, justa.
Otras veces como chorros de agua fría fueron apagando el
incendio del bullicio.
-Se le había cumplido el plazo al Pelacara.
-Justito y cabal.
Y el salón de la cantina se convirtió de pronto en un pozo
de silencio fermentado por el vaho del alcohol ingerido, tabaco y
sudor caliente.
Algunas muchachas cuchichearon algo entre risas. La dueña
impuso:
-¡A callarse un momento, niñas, arrispeten un alma en pena!
-y se hizo la señal de la cruz.
Después como una marea sorda comenzaron a levantarse los
comentarios recordativos.
Libertario Sosa tiró unos pesos en el mostrador y salió a la calle.
La Clemen lo siguió un trecho, pero cuando vio que enfilaba hacia
la estación, comprendió que había perdido la noche con el afuerino
que ni siquiera había ladeado la cabeza para mirarla. El hombre
miró el cielo. Los primeros azules del alba recortaban los montes.
Ayer, cuando levantó el arma también había mirado el cielo. Y
había cantado un pájaro, un solo pájaro. Entonces fue que se le
bajó la venda de los ojos al Chilote. Nadie pudo explicarse bien
cómo sucedió eso. Era una pega, hacía veinte años que no volvía
al pueblo. Se enteró al llegar, no se hablaba de otra cosa. Voceaban
la noticia en las calles: "Mañana al amanecer será ajusticiado el

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homicida Irredento Muñoz -alias el Chilote o el Pelacara- de treinta
y dos años, sentenciado a muerte por el asesinato del joyero alemán
Karl Meyer. El homicidio -ocurrido hace dos años en la ciudad
de Linares- fue cometido con desollamiento de cara para evitar
el reconocimiento de la víctima".
Y páginas y páginas llenas de antecedentes y detalles truculentos.
Quedó espantado. Pidió el relevo.
-¿ Qué, le falta coraje? -le escupió con desprecio el capitán
de prisiones.
No. Era otra cosa difícil de explicar. Inútil explicar que él,
Libertario Sosa, era guardia de cárcel en San Antonio como pudo ser
oficinista si !hubiese tenido escuela; que se fue de Talca cuando era
peón, años atrás, sólo porque el Chilote le había dicho. . . Pero no.
No habia escapatoria.
-¡A la orden, mi capitán!
Seguía el rumbo de las calles desiertas. La noche anterior dicen
que nadie durmió en el pueblo. Que arrodilladas en los umbrales de
los boliches y prostíbulos las mujeres de la noche �con un espeluzno
de superstición- habían esperado la señal de la muerte con una
oración en los labios. Eso le dijo la Juana que había estado entre
ellas.
En el despacho del capitán -dentro del recinto de la cárcel­
sortearon los fusiles. De los ocho, uno solo sería inocente: estaba
cargado con balas de fogueo. Podía ser el suyo -pensó Libertario
Sosa- sí, tenía que ser el suyo. Y esa idea lo alivió. La misma idea
que -a lo mejor- alivió la conciencia de los otros, si la tenían.
Formaron en el patio de la prisión con las primeras luces uel
alba. Todo se sucedía en un absurdo clima de silencio cómplice. Se
c uidaba a la muerte como al sueño de un niño. Por el pasillo de la
izquierda apareció el Cmlote, erguido, con su terno azul y camisa
blanca, sin un temblor que denunciara su estado de ánimo. Dos
guardias lo sostenían, apenas, de los brazos para orientar su marcha
porque iba esposado y además llevaba una venda en los ojos. Un
cura lo seguía murmurando oraciones que -según él- le ayudarían
a salvar el alma ya que no le sirvieron para salvar la vida. Lo sen­
taron en un banquillo frente .a la alta pared encalada y amarraron
sus manos al poste sobre el que apoyaba su espalda. Allí quedó
erguido, como estaqueado, echado el gesto adelante como si todavía
-amarrado y a ciegas- quisiera retar a la muer,te que tantas veces
lo rondó. El pelotón de fusilamiento -calzado con zapatos de goma­
se desplazó como en una película muda, hasta colocarse a una dis­
tancia de quince metros frente al reo. Las acciones se cumplían sin
voces de mando en medio de un silencio pesado y fangoso como el de

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que recorrer las "siete estaciones'' en la larga explanada que cons­
tituía el calvario, hasta retornar al punto de partida. Y volver a
empezar. Era Viernes Santo y la plazuela desierta, enmarcada entre
álamos y carolinos, comenzó, poco a poco, a llenarse de promesantes.
Caravanas dolientes de mujeres y hombres, viejos y niños, enfermos y
sanos. Pagador,es de "mandas", esas aberrantes formas de sacrificio
que inventa la ignorancia en los momentos de desesperación. Niños
descalzos con largos hábitos franciscanos; viejos cargando penosa-
mente una burda cruz de troncos, penitentes con cirios en las manos
y coronas de espinas, en las sienes, mujeres arrastrándose de rodillas.
Y casi todos comprando en los tendales que bordeaban el carril, la
medallita consagrada, la estampa milagrosa de la Virgen de la Ca­
rodilla o un escapulario, amuleto contra el "daño". Entre esa multitud
de agobios se desplazaba, concitando el temeroso respeto y la admi­
ración de los fieles, don Bautista, el "manosanta". Tenía más predi­
camento que el propio cura de la capilla y fueron inútiles sus intentos
de alejarlo del lugar o limitar su influencia. Era el más devoto
servidor del Señor. Y si podía cortar el ''empacho", curar de palabra
o simplemente poniendo su mano en la parte afectada del enfermo,
era porque "Dios nuestro Señor me ha concedido esta gracia para
consuelo de los pobres". Pero era él mismo. Pobrísimo. Una rara
mezcla de mendigo y anacoreta. Alto, escurrido dentro de sus ropas
harapientas que simulaban hábitos porque ceñía a la cintura del
viejísimo gabán un cordón franciscano; los pies desnudos, negros de
mugre y costras, sobre unas suelas que amarraba con tiras a modo
de sandalias. De todo este lastimoso conjunto sobresalía su cabeza
con el matorral de pelo amarillento crecido hasta los hombros y
confundido con la barba larga y revuelta. Joven y viejo a la vez, en
su rostro de palidez verdosa se hundían unos ojos claros de mirada
penetrante, dominadora. Nadie podía mirarle fijamente, tenia que
bajar la vista fascinado bajo el extraño :hipnotismo de esa mirada.
Nadie sabia nada de su vida. Quién sabe desde dónde se había des­
barrancado su existencia rodando en plano inclinado hasta llegar a
esa singular figura sórdida de la que, sin embargo, emanaba un
aire de dignidad y seguridad desconcertantes. Vivía solo en un rancho
hacia el lado de los cerros o desaparecía por largas temporadas.
Pero invariablemente, año tras año, aparecía para Semana Santa en
el Calvario. P redicaba, hacia tremendas profecías y vendía estampas
y amuletos contra el "daño''. Entonces desbordaba el río imaginero
y supersticioso de las gentes. Y se comentaban -multiplicadas­
sus curas milagrosas y "daños" deshechos, aunque, en verdad, muy
pocos podían hablar por propia experiencia. Entre esos pocos se
conta!ba la Rosario --hermana de la Justina- que, precisamente,
estaba ahí pagando la "manda". Durante siete días debía hacer las
siete estaciones del Calvario, de rodillas, con el angelito. Porque

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el nacimiento del niño era la prueba cabal de los poderes milagrosos
del "manosanta".
La familia Algañaraz vivía casi aislada. La había aislado el
comentario supersticioso de la gente.
-Dicen que el ánima de la finada Algañaraz pena por la cuesta
de los cerrillos.
-Quien sabe nomás el viejo la haiga matado y no fuera pasmo
de sangre como dijeron.
-Las hijas están "ojiadas", las dos son "machorras", renunca
tendrán cría.
-Es que la Rosario le vino sacando de mala manera el hombre
a la Pancha y de seguro ella le mandó "rociar" la casa.
-Y pa qué, si al poco lo encontraron hecho miñango al pobre
Gervasio.
-Y la Rosario cada vez más beata, puro rezos, puros santos y
"n1andas".
-No hay que hacerle, están ''ojiadas" las .Algañaraz.
Efectivamente, la desgracia parecía haberse ensañado con la
familia Algañaraz a pesar de los desvelos y trabajos del v1eJo que
consiguió plantar una viñita al pie de los cerrillos. Murió su mujer.
Una subida de sangre que se le pasmó, diagnosticaron las comadres.
Derrame cerebral, certificó el médico. La Rosario se casó con un
hombre que no era libre y peor aún, sin oficio ni beneficio. Terminó
desbarrancado, dicen que huyendo de la policía porque cuatreriaba
por el Sur. La Justina se había casado con un buen muchacho que
trabajaba de sol a sol la viñita, pero -para dos años, ya- y no
tenían hijos. Desde que la Rosario perdió a su hombre se entregó a
un enfermizo fervor religioso mezclado con extrañas prácticas de la
superchería popular. Su guía espiritual fue don Bautista, el ''mano­
santa". En sus peregrínajes anuales al Calvario la había sometido la
presencia y la voz conminatoria del hombre que tan pronto lanzaba
terribles anatemas contra el pecador, profetizalba calamidades o
alababa las virtudes de escapularios y medallitas contra el "daño",
como un charlatán de feria.
-¡Desgraciados, infelices los que no oren, su muerte será terrible
y sin perdón! ¡El ojo de Dios está en todas partes, el oído de Dios
oye dentro de los hombres! ¡El que no obedezca morirá! ¡El pecador
morirá y su alma no saldrá de su cuerpo, se pudrirá con él bajo la
tierra!
La Rosario durante casi dos años no se había desprendido del
escapulario que el propio don Bautista colgara en su pecho. Había
rezado novena tras novena, hecho zahumerios con tres yerbas santas,
castigado la imagen de la virgen, todo según las instrucciones del

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"manosanta". Y por último hizo esa "manda" para que le naciera
un hijo a la Justina. Porque sólo un angelito alejaría el "daño" y
traería el perdón para todos. Y el niño nació. Nació un Viernes Santo
a las tres de la tarde. No cabía duda del milagro. La felicidad sería
para todos. Por eso la Rosario estaba ahí, arrastrándose con las
rodillas sangrantes, enfeíbrecida y transportada. Sola en medio de la
muchedumbre. Sorda para el llanto del niño hambriento, sorda para
el clamor de los penitentes. Y toda oídos para la voz del "manosanta"
que predicaba entre los promesantes, agitando un ringlar de esca­
pularios y estampas. Cada palabra del hombre caía en su mente
como una pesada piedra en aguas estancadas levantando grandes
círculos resonantes.
-En 1937 el tigre y el águila bajarán de la montaña. ¡El castigo
de- Dios se acerca! ¡ Arrepentíos pecadores! En 1943 el fuego nacerá
de la nieve y habrá poco pan y muchas bocas. Sólo se salvarán los
libres de pecado. Un niño nacido en tal día como hoy traerá la palabra
de Dios. Irá y volverá como nuestro Señor Jesucristo para salvar
a los pecadores arrepentidos. Un niño nacido en Viernes Santo, irá
y volverá. Y dirá las verdades.
A mediodía la gente raleó. Se desbordaba por el carril a lo largo
de las "enramadas" donde los menos creyentes hacían su agosto
vendiendo viandas de vigilia.
La Rosario había dado ya siete veces la vuelta a las estaciones.
Apenas se podía tener en pie. Pero ella guardaba riguroso ayuno.
Alguien l e sostuvo el angelito y la acompañó hasta el Cristo. Las
rodillas laceradas le impidieron hincarse. Se sentó en el suelo, acomodó
al niño dormido en su falda y de nuevo se hundió en el fervor de
las oraciones, la cabeza gacha entre los hombros. Había perdido total=
mente la noción del tiempo. La sustrajo el llanto del niño hambriento.
Entonces sintió que una mano se apoyaba sobre su cabeza, protegida
por el manto. Algo así como una corriente fulminante de frío y calor
a la vez le recorrió el cuerpo y se le clavó en las sienes cuando oyó
la voz. La voz de don Bautista, el "manosanta", dirigida a ella:
-Ya estás sin pecado y sin "daño". La alegría entrará en tu
casa. Vete y reza, reza mucho por el niño. Será santo. Está en gracia
de Dios. El irá y volverá con la palabra de Dios. Volverá con Cristo
resucitado.
La Rosario se levantó y eclhó a andar como una sonámbula entre
el gentío que nuevamente invadió el Calvario y pugnaba en largas
filas para besar los pies mutilados del Señor. Tomó la calleja de la
Puntilla hacia su casa detrás de los cerrillos. Las palabras de don
Bautista le iban golpeando 13--_s sienes, dolblaban en sus sienes como
el tañido lúgubre de las campanas en duelo.

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-El nmo será santito. Irá y volverá con la palabra de Dios.
Irá... y volverá. Volverá... resucitado.
En la casa de los Algañaraz nadie comió ni durmió esa noche.
El fervor de la Rosario se había contagiado a todos. Desde su llegada,
al atardecer, rezaban sin cesar frente al altarcito de paños negros
improvisado en la pieza más grande -la de Justina y Rosendo-. Al
niño lo acostó la Rosario en su propio c\_larto. Varias veces la madre
quiso verlo, alzarlo, ofrecerle alimento, pero la Rosario se interponía
exaltada. Y como siempre tuvo gran ascendiente sobre su hermana
-varios años menor- la Justina aceptaba resignada sus disposiciones:
-Dejalo ya lo vi yo. . . Duerme. Rezá, rezá mucho por él. . . es
un angelito y será santo, lo dijo don Bautista. Nos llenará de ben­
diciones. Rezá. . . rezá por el santito.
Las horas se estiraban largas entre las voces graves de los hombres
-el viejo Algañaraz y Rosendo- y la aguda de las mujeres, desgra -
nando interminables rosarios en la semipenumbra de la pieza.
De pronto, en mitad de la noche aullaron los perros y comenzaron
a correr como atraillados por el instinto que husmea la muerte. Todos
se miraron y juntaron sus silencios. La Justina saltó como impelida
por un resorte y corrió a la pieza de la Rosario. Un alarido de bestia
herida paralizó la noche.
-Está muerto .. , muerto! ¡La Rosario me lo ha matado!
De pie en el vano de la puerta mostra1ba al niño, todavía con
el absurdo ropaje de angelito, sólo en el cordón blanco, en lugar de
ceñirle la cintura, pendía, ahora, de su cuellecito amoratado. El dolor
pareció quitarle la luz del juicio. Y la Justina, temblorosa y gimo­
teante quedó perdida en la orilla del espanto.
-¡Va a resucitar! Está en gracia del Señor. Irá y volverá. Lo
digo yo por boca del "manosanta". ¡Va a resucitar como Jesucristo!
¡Recemos, recemos! -gritó la Rosario.
Pero ya no era la misma Rosario. En sus ojos extraviados brilla­
ban terribles visiones de otro mundo. Tomó al mno y lo colocó frente
al altar. Desató el cordón de su cuello y lo envolvió en las manecitas
rígidas para juntarlas sobre el pecho. Desgarró sus ropas en busca
del escapulario y se lo colocó al muertecito entre las manos. Los
hombres siguieron los rezos presos ya de las oscuras fuerzas atávicas
que removían en lo hondo de sus mentes ancestrales terrores supers­
ticiosos. La Rosario mezclaba los rezos con las palabras del "mano­
santa" que seguían resonando en su cerebro como terribles campa­
nadas:
-Irá y volverá .. , Santa Madre de Dios cuida de nosotros los
pecadores. Volverá con la palabra de Dios.

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Imprecaba, se laceraba el pecho. O de pronto la poseía un extraño
furor y azotaba a la imagen de la Virgen de la Carrodilla. Colocándola
cabeza abajo la conminó para que le devolviera al angelito con vida.
Sólo respondía el coro largo y aullador de los perros. Varias veces
ausculto al niño muerto. Por último convencida de su inmovilidad
lanzó un alarido y clamó:
-El Mandinga ha entrado en la casa. ¡Saquémoslo! Hay que
quemar todos los trapos colorados, los vestidos, los muebles, las flores,
todo que lo que sea colorado. ¡Todo en una gran fogata! ¡Pronto,
pronto, una gran fogata! - y de un manotón arrancó las cortinas rojas
del ventanuco y arrastró la colcha de la cama.
Desde ese instante los dos hombres y las mujeres se lanzaron
en una desenfrenada carrera para limpiar de rojo la casa. Corrían
atropellándose, volteaban muebles, desparramaban ropas y trastos en
una furiosa batida para que no escapase nada a la requisa del rojo,
ni siquiera los platos con cenefa colorada.
En poco rato la casa quedó como batida por u n vendaval. Afuera,
rodeando la enorme pira de llamas rojas, rezaban de rodillas el viejo
Algañaraz y Rosendo. La Rosario se golpeaba el pecho con un obsesivo
ritmo de campana. Y la Justina de pie iba tirando a la fogata, una
a una y muy lentamente las flores rojas que minuciosamente había
cegado de los cercos y las macetas. Una brazada de malvones, corales
y claveles.
El alba amarilla de los álamos sorprendió a la Rosario, inmóvil,
de rodillas, frente al Cristo del Calvario. Tenía al angelito muerto
entre sus brazos. Un repique estridente de campanas anunció con
sonoridades de fiesta el Sábado de Gloria.
-¡Viva Cristo Rey, resucitado!
Por la solitaria e:x;planada de las estaciones, enarbolando una botella
de aguardiente, avanzaba en ridículos íbamboleos la figura del "mano­
santa" al grito de:
-¡Viva Cristo Rey, resucitado!

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El ómnibus destartalado y ruidoso jadeaba asmático la huella
entre nubes de polvo y humaredas pestosas de aceite quemado. El
chofer le metía la primera como si fuera una picana el carromato
pegaba un sacudón brusco y bramaba en los repechos, para sacudirse,
livianito, en las bajadas. Le llamaban el ómnibus de los "curaos"
porque partía los domingos -larga la medianoche- desde colonia
Tabanera a San Rafael. Sólo viajaban tres pasajeros. Dos caibeceaban
adormilados sabe si por el vino o por el cansancio. El tercero,
no había duda que "'"'"H,...,,..,..,. de salir del boliche. Canturreaba macha­
cando las notas de la tonada con una voz de "curao", dolorida y
enrabiada a la "Eche otro litro e vino don Ceferino por caridá ...
quiero curarme al todo y dese modo olvidar"
Extrajo una botella que cuidadosamente protegía de los barqui­
nazos con los pies y se la echó a pico. Buscó a los otros pasajeros
Y como los dos parecían demasiado sumidos en el letargo, se dirigió
al chofer:
- ¿ Se sirve, jefe?
-Gracias, no tomo mientras maneJo.
El hombre se revolvió intranquilo en el asiento. Había alcanzado
ese grado de borrachera, anterior al sueño, que necesita de la comu­
nicación eufórica, de la charla y el alboroto. Insistió con el chofer:
-Qué abusión, vea . . . están echando a la gente de Balde Viejo.
Enredo grande ese. . . porque vea: mi compadre Feliciano Aguilera,
buena persona el compadre, compró su tierra, se la vendió un dotorcito
con plano y todo, vendió a mucha gente tierra que dicen fue de los
campos, cuantísimos del viejo Tabanera. . . Y ahora ¡ que no es la
tierra dellos! . . . que es fiscal, tierra del gobierno, que nadie tiene
título, y los echan . . qué me cuenta. El gobierno, va a repartir la
tierra, dicen. ¡ Cómo se comprende eso de repartir lo que tiene due­
ño, eh!
El chofer lo espiaba por el espejo sin responder. El otro conti­
nuaba impertérrito:
-Que los han engañao, que nadie puede vender tierras fiscales ...
Y nada, los echan con la polecía ¿ y pa qué apaga la luz, jefecito?
:
-Para que duerman los pasajeros.

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De pronto maduró el ímpetu del sol y un calor sofocante abrasaba
el monte bajo, acfuicharrado, y ardía en la tierra despellejada, cuar­
teada por la sequía. El hombre no disminuyó el ritmo de la marcha.
Conocía muy bien esas sendas polvorientas donde sólo medraban las
lagartijas. Cerca del mediodía divisó el rancho. En un peñuscón de
jarilla se echó para tomar respiro mientras observaba la huella hacia
la vivienda. Luego avanzó despacio. Un perro con las costillas apenas
sostenidas po:r el pellejo, lo olfateó y ladró sin entusiasmo. Detrás del
animal asomó el dueño. Con la mano sobre los ojos se atajaba la
resolana para distinguir al visitante. Y así lo encontró el saludo
del otro.
-¿ Cómo lo anda tratando la seca don Aguilera?
-¡Usted por aquí, nunca lo hubiera creído! Pase, estaba matiando,
es bueno pa la calor.
Aguilera se arrimó al fogón y el otro se dejó caer en una silla
desvencijada con fondo de totora.
-Sírvase -y le alcanzó el mate.
A largas chupadas lo vació hasta el rezongo. Recién entonces,
el visitante dijo a modo de introducción:
-Jodida se ha puesto la cosa.
Y luego explicó:
---"Pensaba llegar al Diamante en el ómnibus, pero un curao co­
menzó a cargosear. . . y más bien corté para este lado.
Aguilera, a su turno, c hupaba despacio la bombilla y callaba.
En su cara apampada eran tan indescifrables sus emociones como sus
años.
-¿ Y por aqui qué se cuenta?
-Vea, pa mi mal consejo, deje al Feliciano... ya sé, es su
compadre y le ha prometido ayuda pa que no le quiten la tierra...
pero vea, ellos son muchos en Balde Viejo y usted anda solo y corrido.
-Sírvase -le alcanzó el mate- ya anduvieron por aquí intrusiando
los milicos.
Tuvo un estremecimiento de sorpresa el visitante, pero su voz sonó
tranquila:
-¿Buscando?
-Gente pa las elecciones, dijeron, pa mí que buscan el ras,tro suyo.
-De fijo. Está jodida la cosa. . . pero los voy a despistar, alguien
dio parte de haberme divisado por Malargüe.
-No se confíe mejor, le han largado partidas por todos laos y
dicen que hasta perros seguidores tienen.

-79-
�-Le voy a dejar unos pesos por el caballo, lo necesito. Y ,esto
otro se lo alcanza a la Lucía. Si no vuelvo. . . -cortó la frase y dejó
en la mesa sucia un sobre sobado y unos billetes más sobados aún.
-Voy a campiar el tordillo, entonces -y salió Aguilera con el
cabezal al hombro.
El visitante se quedó en la puerta del rancho, pensativo. Sí, lo
esta'ban cercando. Lo culparon del asalto al Banco y de la muerte
del sereno, todo porque había soliviantado a· los colonos de Balde Viejo
y. hasta armas les dio para resistir el desalojo. Y ahora lo buscaban
como si fuera un vulgar asesino. No. El fue cuatrero y contrabandista.
Eso sí. Pero jamás despachó a un tipo si no fue en defensa propia.
En cambio, siempre acudió en ayuda de los necesitados porque "los
pobres debimos de favorecernos los unos a los otros a falta de justicia"
como repetía siempre su finada madre.
Apareció Aguilera con el tordillo de tiro y le acomodó los aperos.
Sin más cambio de palabras montó el visitante, con apenas un
lacónico:
-Hasta más ver, don Aguilera.
-Que Dios le ayude -respondió el aludido.
Partió hacia el Sur. Cambiaba otra vez el rumbo. Si habían pasado
por el randho era indicio seguro de que vigilaban sus movimientos en
toda la zona. Y le habrían cerrado hasta la última salida. Ahora sí,
era un prófugo perseguido.
-Jodida se ha puesto la cosa -se repetía bajo un sol de fuego
por médanos y chañarales.
El hambre y la sed también le ponían cerco. Sobre todo la sed.
-Agua- pensó en voz alta.
Y la voz le sorprendió como si no fuera la propia. Azotó fuerte el
tordillo para arrancarle voluntad. El animal cabeceó irritado sin apurar
la marcha. Tascaba el freno, sacudía la cabeza. La sed. Es la sed, no va
a llegar si lo apuro mucho, pero si alcanzo el ramal nuevo, a la
madrugada pasa el tren frutero, qué buena es la sandía en la siesta,
roja, fresquita, el viejo Aguilera le va a dar el aviso a la Lucía, ella
con la boca siempre en risa blanqueándole los dientes como choclo
desnudo, estaba asustada la última vez, pero si no me van a agarrar
¿ cuándo fue? uy, cuánto ha, si el Panchito era guagüita y ya va pa
los siete, qué ganas de verlo ... ¡el agua! puciha si el macarrón ahora
se me aplasta, y me tiro para la Villa Vieja, quién me va a buscar en
lo del Domingo renunca lo pueden sospechar . . . pero de dónde, tengo
que volver y cruzar el río, único por el ramal nuevo, y esta huella
¿ qué se contiene?
El ladrería de los perros lo arrancó de las cavilaciones. Un mucha­
chito salió disparado dando voces. Y ya estaba la mujer mirándolo
espantada.

-80-
-¡Agua, deme agua!
El caballo había olfateado la aguadita, por eso agarró la huella
y ahora tironeaba para acercarse. El chiquillo se escabulló por detrás
del rancho con la evidente intención de reclamar auxilio. Entonces
tuvo que sacar el arma y ordenarle a la mujer, clavada en el sitio
por el susto:
-¡L1ame al muchacho! -mientras desmontaba.
La mujer obedeció, entontecida por el miedo, las indicaciones
perentorias de ese hombre con cara de loco y ropa desgarrada por el
monte pinchudo. Un tacho con agua para el caballo, que trajo el
chico, mientras ella le acercó un jarro al hombre y un envoltorio con
queso de cabra y pan.
Volvió a montar antes que el animal apagara del todo su sed y
advirtió amenazante:
-Que nadie se mueva de aquí o lo van a pasar mal.
Ya lejos del rancho pensó que había obrado con precipitación. Fue
una imprudencia mostrar el arma, debió haber tranquilizado a la
mujer. Es que la sed y el hambre lo vuelven a uno corno las bestias.
Ahora tenía que pensar claro. Declinaba la furia del sol. Mejor apurar,
alcanzar la vía o de no. . . la pucha este rnatungo no agarra paso ...
¡carajo! si está aspiado, ha perdido una herradura, horita se me va a
mancar ¡lo que faltaba!
Así fue, al caer la tarde, el animal no dio un tranco más, quedó
corno clavado a pesar del castigo brutal. El hombre sintió por primera
vez algo así como la desolación o la imponencia. Se colgó el bolso
de cuero al hombro y echó a andar con la idea fija de llegar a la vía
férrea corno si allí centrara toda su posibilidad de huida. Llegó la
noche. Una lunita nueva quedó colgada de los cerros y las chicharras
inundaron las sombras con su chirrear de juguetes mecánicos. Y de
pronto allí estaban las vías. Se tiró casi encima de los durmientes con
el corazón que lo cundía a golpes.
Seguramente se durmió porque el ruido sordo que transmitían
los rieles lo despertó sobresaltado. A lo lejos un ojo redondo de luz,
avanzaba. No era un tren de carga. La zorra con una cuadrilla de
obreros. Si hubiese sido un tren de carga . . . pero ya no tenía arreglo.
Ahora estaba tirado en el potrero de pasto. De alfalfa verde, fresca,
con ese pasoso aroma dulzón de sus florecitas liláceas que él iba
aplastando a medida que se arrastraba para alcanzar aquella distante
trinchera de álamos. El canal. Por allí corría el canal, una buena vía
para desplazarse. Porque los obreros ya habrían dado cuenta a la
policía sobre el desconocido que en mitad de la vía los obligó -arma
en mano- a transportarlo hasta el cruce del río. Fue un error. Ya
no tenía arreglo.

-81-
El sol estaba alto, media mañana sería. Se había arrastrado
tanto que tenía la ropa verde y rotos los pantalones €TI las rodillas.
Se sentó para prender un cigarrillo. El paquete se lo había exigido
a uno de los obreros. Bi€n cobardotes los tres ¿y yo? arrastrándome
como una culebra asquerosa, si es pa no creer, ¿miedo?, sí, también
tuve miedo aquella vez, pero para hacerle frente, como que fue
bien desgraciado el encuentro aquel cuando pasábamos una puntita
de arreo por el Pehuenche y en lo mejor que hacíamos noche nos
cayó la aduanera a balazo limpio, me alcanzó un tiro en la pata
y me di por bien servido porque el Vargas quedó con el espinazo
roto, pero bajé un milico y ése tampoco contó el cuento, aquello era
de machos, pero arrastrarse por un potrero. Ya estoy lejos de la ruta,
más bien corro agachado hasta la trinchera.
Se dio. cuenta de que estaba hablando en voz baja y se sorprendió
receloso. Asomó la cabeza espiando por sobre la marea lilácea de la
alfalfa en flor. Nada. Corrió encorvado. La pucha, se me han pelado
las rodillas, ni beata haciendo penitencia ¿y eso? un relincho, animales
del campo, deben haber empezado la siega, seguro, más de un metro,
buen pasto, sin caballo, ahora, pa qué, pues, caballos y si fuera la
policía, no, todavía no.
Llegó a la trinchera con el corazón que le rompía la pared del
pecho. No corría agua por el canal y el lecho hondo y fresco de
arena húmeda era una excelente ruta. Tranqueó firme mordisqueando
tallos tiernos de hinojo porque ni saliva le quedaba en la boca.
Entonces oyó nítido un ladrería distante. Escuchó. Esos no eran perros
de los ranchos, los conocía muy bien. Esos eran otros perros. Lo
estaban cazando con perros. Si le habían olfateado el rastro estaba
perdido. Desgraciados, a un cristiano bien macho largarle perros
como si fuera p€rdiz o zorro, pero les va a resultar tigre, carajo.
Entonces oyó el tropel de caballos y una bala silbó entre los
álamos. Quieren que me descubra, no se joden, las balas las guardo
pa gastarlas bien en el cuero de los milicos.
Ahora le había subido el coraje con la indignación. Corrió decidido,
había divisado la compuerta de la toma. La idea era salvadora si
la suerte lo acompañaba. Y lo acompañó. No estaba con candado.
Rápidamente rotó los brazos de hierro y la compuerta subió hasta
que una avalancha de agua gredosa buscó el cauce del canal que
acababa de transitar. No quedaría ni rastro para orientar a los perros.
Ni la ropa harapienta que se tragó la correntada del agua. Con
la muda limpia -bien advertido fue al meterla en el bolso- era
otro hombre. Y otra la suerte, nadie muere la víspera, compañero,
rato les va a llevar la cacería.
Iba tirado en la parte trasera de una chata sobre una carga
de pasto.

-82-
cada año. Para defender cada año de su vida. Las distribuyó en sus
bolsillos cuidadosamente. Apoyó la espalda en la pared . Qué can­
sancio, qué bueno sería dormir. Seguramente se durmió un rato por­
que despertó sobresaltado. Su instinto le decía que algo se movía
afuera. Escuchó. ¿ No parecían resoplidos de caballos? Y voces muy
bajas o lejanas ¿ serian ellos? Saltó para salir. Se detuvo. Y si lo ha­
bían rodeado. Se las ingenió para espiar. Un caballo ensillado solo.
No, el jinete estaría abajo, escondido en los montes. Claro, montura
de la policía. Y allá, otro caballo, la culata le veía, nada más. ¿ Y si
no eran ellos? Sólo una forma había para averiguarlo, asomándose.
Pero, no, carajo, horita me matan e n la primera vuelta. Se acercó
agachado a un paredón y muy despacio asomó el sombrero colgado
en un palo de los que dejaron los niños. Ya pensa1ba con satisfacción
que todas fueron figuraciones suyas, cuando una bala silbó sobre su
cabeza y volteó· al sombrero.
-Ha llegado la hora, compañero, tu hora contada. Una bala por
cada año. Bien caro les va a costar mi pellejo,
Reconoció con aplicada atención los rincones más estratégicos
para una ofensiva con el mínimo de riesgo. Y comenzó a disparar.
No tenía forma de constatar si los tiros daban en el blanco. Eso lo
exasperaba. Pero más lo exasperó el que no respondieran a su envite.
¿ Qué se proponían? Gastarle el coraje por la rabia o convertirlo en
un conejo asustado. Descargó con lentitud las dos pistolas · tratando
de barrer en línea una supuesta trinchera. Nada. Volvió a repetir la
operación desde otro ángulo con más riesgo. Relinchó un caballo. Lo
alcanzó, sin duda. Pobre bicho, venir a matarlo, bruto noble, no hay
otro, hay que saber lo que es en la montaña, el tordillo de don Agui­
lera también quedó en el campo, fue gaucho el viejo, no por nada le
dejé unos pesos, él sabe que la quiero a la Lucía, que si no fuera esta
vida puta, él también la quiere, rigor fuera, es su !hija, lo que nunca
iba a pensar es que venía a verlo el Domingo, está bien que el Do­
mingo es ... pero de algo hay que vivir y darle de comer a los hijos,
si hubiera seguido derecho pa las casas y no que vengo y me meto
aquí .
Entonces desde todos los costados sonaron tiros que rebotaron
multiplicados entre los cerros.
-¡Ahora si que se pone caliente! -cortó sus reflexiones el si­
tiado.
Corrió para disparar desde otro tapial. Las descargas exaltaban
de nuevo su coraje. Tropezó en algo, era la cruz negra, la pateó con
rabia. Se manoteaba los bolsillos buscando las balas que disparaba
con fruición. Hasta que de pronto se dio cuenta que sólo le quedaba
una. Se detuvo en seco, como golpeado. Afuera se abrió una pausa
de silencio expectante. Entonces oyó una voz distorsionada que urgía:

-84-
-¡Entréguese! Entréguese que está rodeado.
El meditaba sobre el destino de esa última bala. La voz a pequeños
intervalos repetía:
-¡Entréguese, no tiene salida!
Era cierto lo iban a matar como a una rata. Lo habían cazado.
en la trampa. Y la voz, esa voz deformada y voluminosa lo exas­
peraba en lugar de asustarlo. Gritándole con un altavoz de esos
con que vocean los verduleros ¡ vendo sandías caladas y melones
por docenas!
-¡Entréguese! ¡No saldrá con vida de ahí, está cercado!
-¡Por la puta, ahora me vocea la vida ese maricón, a escon-
didas y de lejos!
Y en un arranque de furor se plantó a descubierto. En el
descampadito ripioso, frente a las ruinas, su figura al contraluz,
adquiría relieves de un dramático e inútil arrojo.
-¡ A ver, ese que me grita escondido en la lata esa, que salga
y me tire de frente! ¡ A un hombre con los güevos en su lugar
no se lo mata arrinconao como una rata! -y quedó plantado,
retador, agrandado en el coraje.
Nadie respondió. Sólo el rumor lejano del río entraba en la
tarde como el pulso inextinguible de la tierra.
-Si no hay un hombre que los tenga bien puestos pa matar
de frente a mí me queda todavía una bala.
Calmosamente se dio vuelta y dio dos pasos. Al tercero cayó,
perforada la nuca por un certero balazo.
Una alta cruz negra, de hierro. coronaba el nicho que levan­
taron en el mismo lugar en que cayó Talquenca.
Nunca faltaban flores, ni de noche velas encendidas, porque
de esa cruz contaban una extraña historia. Había aparecido miste­
riosamente en los tapiales el mismo día que mataron a Talquenca.
Más precisamente, la tarde en que Domingo Aguilera -agente
policial- salió con el comisario y otros cuatro hombres para captu­
rar a un desconocido armado que amenazara a sus propios hijos
mientras jugaban en las ruinas.
Domingo Aguilera, era hermano de Feliciano Aguilera y de la
Lucía, la viuda de Talquenca.

-85-
LA ULTIMA CUENTA
Entre cigarro y mate, y cigarro, pasaba las horas. Pasaban
los días y seguía esperando. Todos los días iguales. El viejo que
soltaba las cabras de mañana y entre los ladridos encarrerados de
los perros, trotaban cerro arriba por las picaditas que ellas mismas
habían abierto. Verlas bajar de tarde, lentamente, moteando de
blanco la cuesta. Y dejar pasar las horas entre cigarro y mate.
Mate y cigarro. Porque, qué otra cosa podía hacer en el puesto
Agua de las Chilc::i.s. El nombre, nomás, le había quedado. Puesto
fue antes, cuando el viejo vivía con la Flora y tenía un buen piño
de cabras para ordeñe y hasta queso para la venta, saJbían preparar.
Después de casi tr-es añ03 la Flora murió de parto -el primero­
ahí en el mismo rancho, sin que el viejo ni la comadrona doña
Sista, tan sabida en esas cosas, pudieran hacer nada. Ni ·siquiera
por el crío, que nació sin aliento ya, apenas un bultito de carne
amoratada. El, que había visto parir a tanta cabra con la facilidad
de un hecho meramente cotidiano, no pudo comprender la muerte
de la Flora, ni menos resignarse. Porque el viejo era hombre maduro
cuando se trajo .a la Flora para que le diera hijos y compañía.
Volvió a quedarse solo como había vivido siempre. Pero el abandono
y la pena le marcaron bien pronto la vejez, si no en el cuerpo,
que siempre fue magro, en la cara, hecha un entresijo de arrugas.
Recrudecieron, entonces, las murmuraciones de la gente que, de antes,
habían recelado de su vida solitaria ''porque hombre que vive solo
y se entiende con los animales, no es buen cristiano; patente se vio
con la desgracia de la Flora. . . ¡ que no fueran celos del familiar,
nomás ! Quién sabe. . . con las solas calbras estaba aquerenciado,
el viejo. Bueno, a él poco le importaba ya. La Flora estaba muerta
y aunque fue su media hermana, el viejo siempre se había mostrado
acomedido con él, como ahora que lo había recibido en el rancho
sin preguntarle qué se traía, ni para cuándo se iba. Así de callado
era el viejo.
La tarde se estiraba como tantas, lenta, pegajosa, con un silencio
apelmazado. Ni un perro que le hiciera bulla. Porque el viejo se
los llevó a todos -eran cinco- empeñado en seguirle el rastro a
un zorrino que le andaba rondando los chivitos. Le pesaba el silencio
al Ponciano. El silencio y la soledad. Estaba sentado a la puerta
del rancho mateando. Horas ya. Se limpió el sudor de la frente y
por el ángulo que formaba brazo y antebrazo, lo vio aparecer por

-89-
detrás de las pencas, con caballo y todo. Ni tiempo de arrancarse
¡ Maldito sea, lo habían pillado sin perros! Pero ¿ que no era ... ?
Y se le encendieron los ojos con una lucecita de esperanza.
-¡Buenas! -dijo el de a caballo.
-Buenas . . . ¿ que no sos vos el Cobián?
El recién llegado apenas pudo disimular un gesto de disgusto.
No le caía bien ese trato confianzudo.
-Soy Cooián, Francisco Cobián ¿ y vos de dónde salís cono~
ciéndome?
-¡Vueltas que tiene esta vida perra! Hacé memoria.
El Cobián no necesitaba hacer memoria. Era un tipo capaz
de guardar una ofensa por largo tiempo y cuidarla celosamente,
para ir juntando rencor, hasta que llegara el momento de cobrársela.
Y había llegado ¡vaya si tenía vueltas la vida!
-Hacé memoria . . . allá, por el paso de La Herradura, cuando
los pacos nos tupían a plomazos y vos ...
-Yo nunca fui cuatrero.
El Cobián se quiso entregar mansito cuando los descubrió la
patrulla, y él le había gritado "gaucho cobarde, muerto te voy a
entregar. ¡Si no te matan ellos, te mato yo!"
-No serío.s cuatrero, pero estábamos en el mismo bando y
ahora ...
-Como veís, ahora tengo uniforme y ando buscando a un tal
Ponciano Loja, el Chileno, que le dicen por mal nombre. ¿ Lo conocís?
-Y su mano derecha se afirmaba ostensiblemente en la cartuchera.
-Siempre tuviste cara d::: rnilico y gusto por el uniforme -y el
Ponciano se incorporó lentamente, todavía con el mate en la mano.
Echó una mirada inquisitiva como si buscara algo en qué aferrar
su defensa. Y sólo encontró los cerros calvos, las quelbradas ariscas
y el cielo barrenado por la brasa del sol.
El Cobián se había deslizado por la cabalgadura con el arma
empuñada. Una sonrisa de suficiencia subrayó su explicación:
-¡Había sido tan fácil la captura del tan mentado Chileno!
Mirá, le tengo gusto a la vida y no me dejo agujerear el pellejo al
puro cuete. Y vos tampoco me figuro. Así que , soltá el mate. Des­
pacio... levantá los brazos... date vuelta.
Lo palpó y le sacó el cuchillo del cinto. El caño de la pistola
apoyado en la espalda del Ponciano le soplaba el resuello frío de la
muerte. Sabía que al menor movimiento, el Copián que nunca tuvo
mucho coraje y que lo odiaba precisamente porque él fue testigo,
muchas veces, de su flaqueza, le vaciaría sin asco el cargador en los

-90-
pulmones. Y lo dejó hacer sin pestañear, hasta que sintió el frío
metal en las muflecas. Entonces bajó los plazos dijo lentamente·
-Ahí Cobián, en donde te metís a cobrar cuentas ajenas
es que peligra el pellejo al cuete.
-¡Andando, compadre! La cuenta se la cobrará el comisario por
el "trabajito" ese que le hizo, hace dos se1:n2mc=ts al capataz de la
mina La Picasa. la ct1enta mía, vieja, la acabo de cobrar. ¡ Echele
por la huella, más abajo lo serviré con una monta! -y le seguía
en la cara la sonrisa despreciativa tirante como una cicatriz.
El Ponciano que de común era hermético y apenas si contestaba
con monosílabos que devolvía como a pedradas, se le desataba la
lengua con el alcohol o con la rabia. Y ahora, la rabia le hervía en la
sangre y le enturbiaba las ideas. Ni un manotón le dejó dar el
guacho cobarde del Cobián ¡sin perros lo había pillado! Justo esa
tarde al viejo se le ocurre seguir el rastro del zorrino con todos los
perros.
-Vos sabís, Cobián que siempre me he valido a lo macho y en
justicia. No me dejo basurerar por los que mandan Eso es todo. Y el
capataz se la buscó solito.
-Yo no le pido cuentas a usted, para eso está el comisario -y
ahora le recalcaba el usted para que apreciara bien la diferencia
que establecía el uniforme en funciones.
Por la huella abajo iban los dos. Adelante el Ponciano y casi
hociándole la espalda, el caballo del Cobián, al paso. Como las cinco
de la tarde debían ser y la brasa del sol se pegaba en la espalda de
los hombres. Los ojos del Ponciano recorrían insistentes el paisaje
por si viera aparecer al viejo, a los perros, a las cabras, como para
no sentirse tan miserablemente solo y burlado y rabioso. Pero no
encontraba más que los faldeos con el brote sucio y chato de los
quiscales.
-Cobián...
-Diga nomás.
-Vos sabís bien que tengo güevos pa defender lo mío y lo de
otro. Por eso aquella madrugada cerca de la frontera ¿ te acorday
que se nos cruzaron solitos los pacos? Sin maliciarse nada, pidieron
las guías del ganado. Y yo les tuve que enseñar la guía pa el otro
mundo. O ellos o nosotros. Vos sabís como son estas cosas. El qut>
eUge primero gana . . . si se tienen güevos pa elegir.
-El comisario me dijo anoticéese por los puestos, no puede
andar muy lejos el Chileno.
-En el barranco quedaron. Y arreamos con las cabalgaduras sin
jinetes, para venderlas del otro lado, alvertiste vos.

-91-
_y vengo derecho al Agua de las Chilcas para noticiarme ...
vean que fue fácil.
-En otra vuelta ¿ te acorday? le vaciaste toda la carga a un
peñasco que se te figuró, en la sombra, un hombre en agüeite,
y se alborotó todito el ganado con el estruendo y no había forma de
rodearlo en lo oscuro de la noche. No, no era trabajo para vos ...
era trabajo pa machos, nomás.
¿ Qué se proponía el Ponciano con ese recuento de atropellos:
compartidos, donde siempre quedaba en merma la hombría de Cobián?
Ni él mismo lo sabía. La rabia le soltaba la lengua y trataba de
organizar su furia pensando en voz alta. A él, que nadie se jactó de
madrugarlo nunca, viene y lo madruga, tan luego un cobarde, disi­
mulado en. el uniforme. En la turbionada de su indignación solamente
una cosa tenía clara, cobrarle al Cobián esa cuenta que acababa df'
abrirle a costa de su lb.ombría. Pero cómo.
-Entre que le disparen a uno por la espalda en "los pasos", es
mejor disparar primero desde el uniforme. . . entonces me metí a la
policía para que no me achacaran más muertes ni cuatrereos �y se
sonreía enfiestado el Cobián.
-En muchas vainas nos vimos juntos y yo siempre te di una
mano.
-Porque no me pudiste dar una cuchillada, ganas no te falta­
ban . . . ¡ a tiempo me hice milico !
Al doblar un recodo de la huella se enfrentaron con un zaino
oscuro atado a una jarilla. Bajo el sol zumbador, el caballo ensillado
tascaba el freno y alargaba el belfo en un esfuerzo inútil por comer
las matas verdes que asomaban por las orillas del hilito de agua
de la vertiente. El animal sacudía la cabeza inquieto, y era como
si saludara con su estrella blanca en la frente.
-Bien plantao mi zaino patiblanco, pero no es su monta, com­
padre. "Calzao de tres ni lo prestes, ni lo des". Así es el dicho y
a él me atengo. A más, que me gusta el zaino y es mío, este otro,
es un matungo de la policía y él lo llevará a su destino.
Se había bajado del caballejo y palmeaba. al zaino, orgulloso.
Lo desató y montó. Como viera que el Ponciano permanecía mudo
en mitad de la huella, mir.ando sin ver, a lo lejos, metido de pronto
en una hosquedad agresiva, lo conminó:
-Monte como pueda, porque no le pienso librar las manos -le
echó su caballo casi encima- y no se me retobe que aquí estamos
solitos y las guías las doy yo.
El Ponciano se volvió hacia la cabalgadura y con maña, más un
empujón que le dio el otro, pudo montar.

-92-
-No me gusta llevar su mirada a la espalda, así que marche
adelante -dijo el Cobián, y azotó el anca del caballejo que arrancó
con un trotecito áspero.
El Ponciano no abrió más la boca. Se le achicaron los ojos entre
el ceño que le encogía la rabia, mientras el corazón le golpeaba recio
de puro coraje contenido. ¡Pucha con la suerte perra! La media vez
que se había puesto a cinchar para ganar unos cobres -honradamente
por darle gusto a la Luisa, nomás- viene a toparse con el tipo ese,
que vaya a saber por qué, les guardaba tanto encono a los chilenos.
El Emérito Sosa -su compadre- le había aconsejado: "pedí el
despido y andate, mirá que te vas a desgraciar con el capataz, te
ha tomado ojeriza y en cuantito te agarre torcido, lo vas a malear
fiero. . . vos no sos para aguantar provocaciones". Y él había tomado
buena cuenta del consejo. Al cobrar la quincena se iba. Pero no
alcanzó a cobrarla. Esa tarde al terminar de cargar el mineral en
el último camión, el capataz lo nombró con un gruñido.
-¡A vos te hablo, Ponciano Loja!
-A mi ¿ qué le pasa conmigo?
-Que aquí nadie me vueltea y se hace el guapo, los vagos sobran.
-Yo cumplo como el que más, pe ro no se busque pleito conmigo
porque ...
-¡Eso es todo lo que tenís que decirme, roto cuatrero, ladrón
como toditos los chilenos -y levantó el brazo para golpearlo.
Pero no alcanzó, porque Ponciano Loja, el chileno, rápido como
el rayo, le hundió el cuchillo entre las costillas. Nadie intentó dete­
nerlo, más bien lo ayudaron a escapar. Esa puñalada sumaba el rencor
que la prepotencia del caipataz incubado en casi todos los mineros.
Por el lado de la montaña, grandes nubes negras avanzaron hasta
casi cubrir el cielo de la tarde. El lumbrarazo de los relámpagos
anticipaba el trueno que se perdía rebotando en las quebradas.
El Cobián comentó contento:
-¡Linda tormenta! Va a llover que es gusto. Buena falta que
hace en el peladera de estos cerros, meses que no llueve.
Un vientito fresco trajo •el olor fuerte, grato y excitante de la
jarilla mojada. Hasta las bestias aspiraron con gusto el viento oloroso
a lluvia. Y las primeras gotas comenzaron a caer, pesadas, una aquí
y otra allá, como si las fueran contando. De pronto, al restallido
de un trueno seco y largo, las gotas arreciaron con furia hasta con­
vertirse en una densa cortina de agua.
Al Cobián se le quitó el contento. En un abrir y cerrar de ojos
quedaron remojados y el viento comenzó a vapulearlos entre remolinos
de agua. Se adelantó y tomó las riendas del caballejo que montaba
€1 Ponciano.

-93-
-Vamos a bajar para hallar un reparo en el cañadón -gritó
casi- ¡ viene brava la tormenta!
Y se metieron en el río seco, el milico tirando el caballo del
preso, en busca de un resguardo. Con la tormenta encima y baja,
los truenos restallaban en estampidas ensordecedoras. El agua caía
a baldazos y no dejaba ver ni a dos metros, delante. Los animales
asustados se negaban a seguir. El zaino -buena sangre y joven--­
se encabritó al castigo de su jinete y temblaba hedho un haz de
nervios. El otro, viejo y acostumbrado al maltrato, soportaba con
resignación. Pero ninguno de los dos se movió del sitio. Aguantando
el diluvio quedaron -milico y preso en enojosa proximidad- en lo
hondo de la cañada.
La media hora que duró la descarga más violenta del vendaval
le parecio larguísima al milico. Porque esa eventualidad ni remota­
mente pudo preverla. Y porque el silencio tan próximo y agresivo
del Ponciano le ocasionaba un vago malestar,
Aún llovía fuerte pero ya era posible -y prudente para el desa­
sosiego del Cobián- salir para la huella.
Desmontado, empezó a acariciar despacio al zaino para sacarle
el miedo. Luego, el Cobián le aflojó la cincha para arreglar los pello­
nes. En eso estaba. El Ponciano fue el primero en darse cuenta,
Y, aunque conciente del peligro, la esperanza le hizo movilizar todos
sus recursos. Recogió cautelosamente las riendas de su caballo, se
afirmó en los estribos y esperó atensando todos sus músculos. El
Cobián levantó la cabeza de golpe, como escuchando.
-¿ Y eso? -preguntó.
El Ponciano lo miró sin contestar, pero en su cara, la sombra
agresiva había dejado paso a .algo así como una mueca retadora,
que podía traducirse por un "ahora me vas a contar pa qué te sirve
el uniforme" ...
La respuesta la gritó el mismo Cobián.
-¡ Creciente 1
Con desesperación manoteaba los pellones y la cincha para montar
y salir cuanto antes del río seco por donde se anunciaba bramando
el aluvión.
El Ponciano, alerta como estaba, tiró fuerte de las riendas --aún
con las manos engrilladas- le hundió los talones en los ijares al
caballejo y arrancó cuesta arriba.
La primera avalancha de agua traía el fragor sordo de un trueno,
con el rodar de piedras y peñascos que desde arriba arrastraba la
fuerza impetuosa de la creciente. Pero el grito del Cdbián le llegó
clarito al Ponciano. Volteó la cabeza y lo vio trepar gateando entre
los yuyos, el agua chicoteándole las piernas,

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-¡Pará pará, Ponciano!
El aludido, bien a salvo de la correntada, detuvo al caballo y
se dio vuelta para observar detenidamente. El zaino en medio de la
cañada, convertida ahora en río arrollador, luchaba sin éxito por
ganar la orilla.
-¡Bajá, ayudame, lhay que cuartearlo! ¡Pronto, bajá! -gritabla
desgaritado el milico.
El Ponciano alzó los brazos en un gesto mudo, para mostrarle
que nada podía hacer maniatado como estaba. Pero al mismo tiempo
se deslizó de la montura y quedó frente a la correntada esperándolo.
Llegó resollando de susto y esfuerzo el Cobián. Frente a las manos
esposadas que el preso le mostraba tuvo un gesto de vacilación y
duda. Lo miró hondo en los ojos en los ojos como si quisiera leerle
la intención. Otra vez el peligro los ponía del mismo lado. Y otra
vez él -el Cobián- recurría a la mano del otro. ¿ No era esa la
mejor ocasión para que el Ponciano le cobrara su cobardía? Un
r,::lincho desesperado del zaino lo sacó de dudas. Libró las manos
del preso y bajaron los dos hasta encontrar la distancia conveniente
y el terreno más firme para la maniobra.
Solamente la cabeza tenía afuera del agua turbia el zaino. Y
como si hubiera comprendido la inutilidad de sus esfuerzos se habia
quedado quieto. O es que estaba trabado entre la ramazón del
monte que arrastraba la creciente.
El Cobián admitió tácitamente la superioridad de su detenido
al pasarle el lazo para que pialara el animal en peligro. El Ponciano
obedeció calmo, silencioso y seguro. So'bre todo, seguro. Y eso -la
seguridad- es lo que llenaba de temor y desconfianza al mihco.
Pero su zaino valía ese riesgo y muchos otros. De todos modos,
g1:ardó prudente distancia. Y le hizo notar al detenido que el arma
estaba pronta por si tenía alguna mala ocurrencia.
En la primera vuelta, el lazo cayó redondo en la cabeza del
zaino. No por nada tenía fama de bueno el Ponciano para enlazar,
hacienda robada, claro, pero eso no venía al caso.
-¡Andá, acercá tu caballo, mientras sujeto al pial, así lo cin­
chamos! -ordenó a gritos el Cobián para lhacerse oir.
En ese instante el zaino golpeado o herido por las piedras de
la correntada, dio un estirón desesperado. Su propio impulso lo zafó
de lo que, evidentemente, habíalo sostenido contra el empuje de las
aguas, hasta el momento. Y la violencia de la turbionada arrastró
a la bestia con lazo y hombre detrás. El alarido lo ancanzó al
Ponciano justo cuando llegaba al lado del caballejo policial. Y al
darse vuelta, dos instantáneas y opuestas reacciones lo sacudieron.
Por una fracción de segundo, porque su decisión estaba tomada.

-95-
El zaino había desaparecido tragado por el aluvión de aguas
gredosas. Y sujeto precariamente de la ramazón pinchuda de un
chañar arrancado de cuajo, el Cobián, con sólo la cabeza fuera
de las aguas turbias, desorbitados los ojos gritaba:
-¡Vení Ponciano, me ahogo... vení, ligero, venL ..
Ponciano Loja, el Chileno por mal nombre, montó calmosa­
mente su caballejo, le clavó los talones y gritó sin mirar atrás:
-¡ Estamos a mano. , , ésta es la última cuenta que cobrás
con el uniforme!

-96-
-Patente vi la luz para el lado del río -comentó el Chirigua.
-No puede ser, no está de ese lado y falta mucho, todavía
-arguyó Sosa.
-Ya lo sé, será otra cosa. Pero de verla, la he visto.
-Por aqui no vive nadie. ¡ Ni los perros andan por este camino!
-concluyó Sosa.
-Si hubiéramos conseguido caballos, otra cosa sería. Ahora hay
que pegarle duro, tenemos que llegar al refugio de piedra antes que
aclare -interrumpió Modesto Pavón que encabezaba la marcha.
-¡Mirá mirá ... no digás que no es una luz aquello. Del otro lado
se ve ahora -tironeó a Sosa el Ohirigua que marchaba último.
-Yo no veo nada, che ... serán tus ojos-rezongó el otro.
Modesto Pavón se paró de golpe.
-Oigan. . . ¿ no es un galope?
En la noche quieta de la serranía sólo palpitaba el rumor sordo del
río, allá aoajo, en la barranca.
-No, te ha parecido -opinó Sosa.
Y siguieron la marcha, ahora en grupo.
-Si hubiéramos conseguido caballos . . . el cam1on rec1en va a subir
mañana al caer la tarde -volvió a lamentarse Modesto Pavón.
Un aire frío bajaba de los cerros y las estrellas parpadeaban inde­
cisas en el cielo neblinoso.
-Ahora sí te creo que es la luz del oratorio -dijo Sosa.
-¿ Vos crées? Yo la he visto moverse del lado de la barranca y la
virgencita está del otro.
-Y allá es donde te digo. Mirá,., bueno ahora no la veo,
-Con las vueltas del camino y los montes, se pierde, eso es todo.
Pero ya tenemos que estar cerca. ¡Vamos, métanle! -ordenó Pavón
apurando la marcha,
Cerca de tres horas habían avanzado por el camino -el antiguo
"camino de la costa" -cuando el Ohirigua se adelantó contento:
-¡Allí está!
Los tres hombres se acercaron al tosco nicho cavado en la roca.
El estrecho agujero, negro de humo y clhorreando de estearina, guardaba

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una imagen de la Virgen de los Caminantes, bastante maltrecha, la
pobre. La llama humosa y vacilante de un quinqué le animaba el
rostro con extraños visajes. Porque nunca faltaba -a pesar de la
distancia- alguien que llegara expresamente allí, para cumplir una
promesa y dejara una luz o un paquete de velas.
El Chirigua se persignó y murmuró algo entre dientes.
-¿ Vos creés en la virgen? -le preguntó Sosa al observar sus
ademanes.
-Bueno, en algo hay que creer, qué diablos.
Modesto Pavón con un criterio muy práctico se adelantó y dijo:
-Nos llevamos las velas, a lo mejor nos hacen falta.
-¡No, las velas no, por favor, son mandas a las ánimas! -rogó
el Chirigua.
-A ver si ahora vas a salir siendo supersticioso. Sosa, apagá la
luz, también, va a ser mejor -ordenó Modesto Pavón.
El aludido estuvo de acuerdo con la orden, pero cuando sopló la
llama no pudo reprimir una mirada recelosa a la imagen. Y rápida =
mente tras el soplido, garabateó la señal de la cruz, por las dudas,
aunque no creía.
Siguieron la caminata de a uno en fondo, en e l orden que tácita­
mente se estableció desde el comienzo. Primero Modest o Pavón, le
seguía Sosa y cerraba la marcha el Chirigua. La noche fundía el rumor
de sus pasos con el canto de los grillos y el tumulto asordinado de las
aguas del río.
El Chirigua debía su apodo a su desmedrado físico. De ademanes
inquietos, parecía moverse a saltitos como los pájaros. Como las
chiriguas. De muchaciho alguien le puso el mote. Con él creció y con
él lo designaban hasta casi olvidar su nombre.
-¿ Quién silba? -preguntó el Chirigua.
-Yo, ¿por qué? -interrogó a su vez Sosa.
Y continuaron callados, cada cual embebido en sus propios pen­
samientos.
El Chirigua iba inquieto. Dos veces se dio vuelta para mirar
el camino que se perdía en las sombras. Después se acercó a Sosa
y le preguntó:
-Decime ¿ vos silbaste, recién?
-No, al menos no me he dado cuenta. Pero, ché, qué te pasa,
mirá que no hay como tener miedo para traer las desgracias.
-No, no . . . sí, tenés razón -concedió dudoso el Chirigua.
Se demoraba el alba tras un cielo pesado de nubes. Y una
lluvia, fina, invernal, comenzó a caer en el momento de los hombres
llegaban al refugio de piedra.

-100-
En los años -allá por el 1905- en que se construía el ferro­
carril trasandino se levantó ese refugio como precario alojamiento
para los obreros. Después lo utilizaron arrieros y transportistas en
tránsito. Hasta que el camino nuevo por la otra margen del río,
lo dejó en total abandono y olvido.
El agujero de la puerta bostezaba sombras y humedad, pero
los hombres lo vieron con alivio. Modesto Pavón, sin embargo se
acercó con cierto recelo y dijo:
-Ahora vienen bien las velas,
Buscó en su mochila, sacó una y Sosa le arrimó un fósforo.
Entraron. Olor a humedad, a orines viejos, a clhiñe. Unas piedras
grandes apoyadas contra la pared podían servir de asiento. Y un
improvisado fogón de piedras, invitaba a utilizarlo.
-Si hiciéramos fuego, se iría un poco la humedad -propuso Sosa.
-No, no, va a dar mucho humo, no conviene -dijo Modes to
Pavón.
-La pucha que le pegamos fuerte, estoy rendido, mejor descan-
samos -propuso el Chirigua.
-Pero que uno se quede de guardia -agregó Modesto Pavón.
-¿ Sorteamos? -intervino Sosa.
-No, me quedo yo -dispuso Pavón.
Se acomodaron encogidos, con la mochilla por almohada. Sosa,
al momento, se durmió profundamente. El Chirigua se quedó quieto
pero su tensión nerviosa le negaba el descanso. Modesto Pavón acercó
una piedra a la entrada y se sentó con la mochila y la carabina
a su lado.
Había aclarado. El dia se presentaba gris y frío. El primer
temporal del año -se iniciaba abril- se anunciaba con esa llovizna,
que seguramente, no pararía hasta la noche. Modesto Pavón se
asomó para reconocer el lugar. Al frente, a varias cuadras de monte
bajo, divisaba las barrancas del río, más cerca, el camino casi tragado
por el monte, que acompañaba el curso de las aguas hasta muy
arriba. A su espalda los cerros suaves de las primeras estribaciones.
El Chirigua salió del refugio, estaba inquieto. Se acercó a Modesto
Pavón que oteaba insistente los cerros neblinosos y le preguntó:
-Que te parece ¿ vendrá el camión?
-Claro, tiene que venir. Al Porteño le gusta la plata dulce
como al que más. Y con este viaje se va a olvidar por un rato
l o que es machucarse transportando vacas en el camión.
Modesto Pavón había vuelto a cargar la mochila y el arma,
pese a las horas que aún les quedaban de espera.

-101-
Cerca de medio día comieron -sin mucho apetito- de las vitua­
llas previstas para esa ocasión.
Las horas grises de llovizna persistentes, se alargaban reptantes
insidiosas, vacías en apariencia, pero cargadas de viscosas tensiones
Se alarga!ban y pasaban, Pasaron con la tarde y llegó la noche sin
novedad. O mejor, con la novedad de la ausencia del esperado camión,
En el refugio, dos cabos de vela en un rincón, espantaban apenes,
las sombras, a manotazos. El Chirigua se opuso, desde el princ1p10,
a prender las velas, ahí, en ese rincón, sobre la cabeza de Sosa,
tirado en una manta, que le infundía una especie de tétricos presagios.
Y lo dijo, porque, además, se las habían robado a la virgen que
protege a los caminantes y eso podía traer ...
-No jodás con esas güevadas, che. Ya nadie cree en las ánimas
ni en los espantos -protestó Sosa que demostraba una total
tranquilidad.
Modesto Pavón pensó que la noche iba a ser muy larga para
pasarla a oscuras y aunque no fuera prudente, insistió en prender
las velas.
Arreció el temporal. El viento aullaba afuera entre las breñas
y peñascos. Y se colaba por la tronera y el ventanuco con largos
aullidos lúgubres.
-¡Cómo duerme el bruto ese, fijate! -comentó el Chirigua
señalando a Sosa que roncaba en el mejor de los sueños.
-Bueno, él puede, al fin :n:o es mucho lo que hizo. Yo me tiro
un rato, vos vigilá alhora.
Y Modesto Pavón se acomodó abrazado a la carabina y con
la mochila por cabecera,
El Chirigua acoquinado junto a la entrada, trataba de descifrar
entre el clamoreo del viento, los ruidos extraños de la noclhe. El no
podía dormir. Quizás nunca más podría dormir tranquilo. La ten­
tación . lo llevó demasiado lejos. Es muy fácil, le había dicho Modesto
Pavón, "vos que trabajás e n la finca podés arrimarte sin levantar
sospechas a la casa del contratista. Llamás, sale don García, lo
entretenés. . . lo demás corre por mi cuenta y de Sosa que se
encarga del vehículo. Sencillísimo, agarrá, Chirigua, que no se te
va a dar otra". Y él agarró. Era tan sencillo y tentador. Pero en
tos hechos las cosas se complicaron horriblemente. En lugar de
salir don García cuando él llamó cerca de las once de la noche
-calculando que estuvieran durmiendo- salió la mujer. Modesto
Pavón que esperaba resguardado en l�s sombras, no se desconcertó
con el cambio imprevisto, Se abalanzó sobre la mujer y antes que
dijera ni hay, estaba en el suelo sin sentido. Desde ese momento
el Chirigua siguió como un autómata las órdenes precisas y termi-

-102-
nantes de Modesto Pavón que actuaba con una decisión temible.
Sobre el hule de la mesa se apilaban fajos de billetes que don
García iba contando y separando en sobres. Un arma al alcance
de su mano indicaba que había tomado sus previsiones. Por si acaso.
En los años que llevaba en la finca manejando mucho dinero de
quincenas y cosechas, jamás había pasado nada. Tan rápidamente
sucedió todo, que al Chirigua mismo, se le hada dificil reconstruir
la escena. Sólo veía a don García con la cabeza sangrante sobre
la mesa y la mano sobre el revólver que no alcanzó a empuñar.
A Modesto Pavón metiendo a manotadas los fajos de billetes en
el bolsón. Y a él mismo disparando el arma varias veces, bajo
la voz conminatoria de Pavón, "meteles balas, acabá con ellos, asi
no dan el aviso". Y él había gatillado hasta descargar el arma
sobre un muchacho aterrado y un chiquillo lloroso y semidesnudo que
llamaba a gritos a su madre. Al salir, como Pavón viera que la
mujer se incorporaba bamboleante, le descerrajó un tiro a quema­
rropa, "así nadie tendrá que llorar", se acuerda que dijo. Después
la huida por el callejón con el ladrería de los perros detrás. La
chata que los esperaba con Sosa, luego el jeep, después el ómnibus ...
fallaron los caballos. Apenas recuerda esa vertiginosa huída, cam­
biando de vehículo, se movía embotado. El miedo y el remordimiento
le ,asaltaron mientras subían a marcha forzada, de uno en fondo
por el camino viejo de la costa. Había escuchado el lejano aullido
de un perro hacia el lado de la barranca. Cuando volteó la cabeza
en esa dirección vio la luz. Una luz débil, amarillenta, titilante,
que aparecía una vez de un lado, otra vez del otro, ahora delante,
después detrás. Desde ese instante ya no tuvo sosiego. Y la escena
del crimen le asaltaban con los ojos aterrados de los niños. Del
más chico, mirándolo con el horror que ya no podía sentir porque.
estaba muerto. No, él nunca pensó matar. Robar, ha·bia robado,
algunas veces raterías, apenas. Pero matar a los niños ... era horrible
qué necesidad ihabía. Modesto Pavón los hubiera matado igual, ése
si tenía pasta de asesino. Pero la desgracia les iba a caer a todos,
lo sabía. Lo sentía, porque después de la luz fue el silbido. Si los
venía siguiendo. Estaban sentenciados, no tenía la menor duda. Esa
sensación aterrante de sentirse espiado hasta en los pensamientos,
acorralado por las fuerzas inapelables de esa otra justicia. Sí, estaban
sentenciados. El "futre" los venía siguiendo. Solamente las burlas
de Sosa -claro él no mató a nadie, podía no creer- y el miedo
que le inspiraba Modesto Pavón, le impedían confesar sus remordi­
mientos y presagios.
El viento entra;ba a bandazos por la abertura que servía de
puerta y silbaba ululante por la tronera del techo. El Chirigua se
estiró brusco aguzando los oídos. ¿ No eran ruidos de casco sobre

-103-
las piedras sueltas? Modesto Pavón que seguramente lo observaba,
percibió su movimiento a pesar de la sombra.
-Qué, ¿ escuchaste algo?
-No sé, me pareció ... pisadas de caballo... ¿ vos escuchaste?
-simulaba apenas, su alteración el Chirigua.
-Qué se extrañan, siempre andan animales sueltos por estos
lados -terció Sosa, despierto con las voces de los otros.
-Salgo a mirar un poco -dijo Pavón y se deslizó por el agujero
de la puerta con la carabina pronta.
Al rato entró.
-Está muy oscura la noche, pero no se oye nada raro. Con
el alba, recién pudo el Chirigua, dormitar un rato.
Amaneció sin lluvia pero el cielo seguía pesado de nubes. El
temporal se mantenía firme en la montaña.
Pavón decidió que era conveniente inspeccionar los alrededores.
Sosa y él salieron con distintos rumbos. El Chirigua se quedó por
si aparecía el camionero.
Modesto Pavón tomó por la falda de un cerro, detrás del refugio.
Llevaba el arma larga y la mochila. No se separaba de ninguna
de las dos. En la mochila guardaba el producto del robo, que habían
de repartirse -según lo pactado- una vez pasada la frontera. Hasta
ese momento él era su más celoso custodio. Ignoraban -por lo menos
los otros dos- cuánto dinero les iba a corresponder a cada uno.
Pavón se había negado a contarlo y repartirlo hasta no encontrar
un lugar seguro. Eso dijo. En realidad, sabía muy bien que era
la única forma de mantenerlos unidos y solidarios frente a los
riesgos de la huida.
Con la llegada del día y el breve descanso, el Chirigua había
recuperado un poco de calma y optimismo. Si viniera el camión
podrían salir de ese maldito agujero. Los iba a llevar hasta las
Cuevas. Desde ahí seria fácil pasar de noche, por el túnel del
trasandino a Chile. Y después . . . Un ruido de cascos lo sobresaltó,
pero de distinto modo, a la luz del día. Empuñó su revólver y se
asomó cauteloso. Sosa montado en pelo en un caballo oscuro de
buena alzada le gritaba:
-Mirá, Chirigua, lo que te asustó anoche y vos pensando en
aparecidos. Lo traje porque en una de esas nos saca de apuro y
mirá que lindo bicho es, raro, ¿no? -explicaba Sosa.
Así fue, en apariencia, por lo menos. Pasó la mañana y la tarde
sin aparecer el ansiado camión. Entonces Sosa . propuso la idea y
los otros la aceptaron. Mejor dicho, Modesto Pavón que era quien
tomaba las decisiones. Sosa salió a caballo, aprovecharía la noche.

-104-
Al primer vehículo apropiado que encontrara cerca del carril, le
pediría ayuda al conductor porque "un compañero se accidentó
cazando y está mal herido, aquí cerca en los cerros. . . y mostrás
desesperación, si se niega lo atrincás con el arma". Fueron las
últimas instrucciones de Modesto Pavón.
Ahora estaban los dos solos en la noche del refugio. Cada cual
con su miedo. Un miedo distinto. Modesto Pavón temía que des­
cubierto el crimen -habían perdido mucho tiempo- les hubieran
seguido la pista. O que el camionero -era su mayor temor- pudo
arrepentirse y abrir el pico. El Chirigua --en cambio- seguía
acosado por los remordimientos y el terror supersticioso le iba cerran­
do los mecanismos de la razón.
A media noche pareció levantarse el temporal. Y la luna men­
guante corría gambeteando las nubes negras.
¿ Fue una lechuza'? Los dos lo oyeron. Un silbido, un chistido.
A los dos se les heló la sangre.
-¡Es gente! -murmuró Modesto Pavón.
-¡No, es el ''futre", nos viene siguiendo!
-No jodás con eso, yo no creo en las ánimas, creo en los vivos.
¡Salgamos, no me agarran en este agujero! -ordenó.
El Chirigua ya había perdido el dominio de sus actos. Se entre­
gaba ciego a la fatalidad irremediable que cayó sobre él. Salieron
separados. Algo frío, negro, le rozó la cabeza. ,¿ Un ala, las haldas de
un poncho? ¡Era el "futre", le anunciaba su muerte! ¡Iba a morir,
a pagar su crimen! Corrió mudo de espanto por el faldeo arriba.
Un golpe seco en la espalda le cortó la fuga despavorida.
La luz se movía vacilante, ahora delante de sus ojos.
-¡ Chirigua, creeme no te quise tirar! ¡Para qué corriste a lo
loco! Pensé que nos habían descubierto. ¡ Miirá, ere eme, cómo te iba
a tirar a vos! Me escuchás, Chirigua.
Abrió los ojos empavorecidos.
-Fue el "futre". . . nos vino siguiendo . . . vamos a morir todos ...
oís el caballo . . . silba . . . oís . . . emponchado el futre . . . pagar el
crimen. . . todos mori ....
Estaba muerto. Y tan pavorosa expresión se le había quedado
en los ojos vidriosos que Modesto Pavón tuvo que echarle su pañuelo
en la cara. Y apagar la vela de un manotón. Estaba en el refugio,
hasta allí arrastró al herido cuando descubrió su tremendo error.
Tenía miedo. Tomó el arma y escuchó tenso, movilizando todos sus
instintos para la defensa. Presentía el peligro y lo esperaba, aunque
no podía precisar de dónde y cómo lo sorprendería. No creía en
ánimas ni aparecidos. Pero las terribles palabras del Chirigua mo-

-105-
ribundo, le habían contagiado un espeluzno de superstición. Porque
él oyó el silbido. Y ¡¿ahora?! ¡ como un relincho de caballo en
serreto!
Desde la barranca, bien apostado Sosa no le quitaba el ojo
a la entrada del refugio. Era lo que sospechaba desde que oyó el
disparo. Modesto Pavón sacaba a la rastra el cadáver del Ohirigua.
Lo mató para quedarse solo con toda la plata. Seguro había creído
que él era tan tonto, como para querer bajar hasta la ruta y
que lo pillaran mansito. No, él tenía sus propios planes para
enseñarle a ese guacho matón que a él no lo usaba nadie de forro
para botarlo luego. El tal Pavón pensaba liquidarlos a los dos, a
la vista esta'ba. Y lo del camión fue un puro cuento. El era tran­
quilo y medio zonzo, pero que no lo v1meran a ventajear tan fiero.
Ahora vas a ver, carajo, por dónde te sale el tiro.
En el cielo sin nubes un pedazo de luna amarillenta ponía una
ominosa claridad de cementerio sobre la tierra mojada.
Modesto Pavón se movía inquieto. Oteaba el camino, se aso­
maba por el ventanuco hacia la montaña, o salía y daba un rodeo
en atenta vigilancia. A ratos .descargaba la mochila para descansar
y se afirmaba contra la pared de piedra. No había hecho otra cosa
durante el día, después que arrastró todo lo lejos que pudo, el
cadáver del Chirigua y lo dejó en la quebrada, bajo un montón de
piedras. Ni por un momento soltaba el arma. Su instinto presentía
que algo lo acechaba, algo imposible de precisar, pero que entrañaba
un peligro muy próximo. El estaba hecho al peligro. La vida delictuosa
era su medio y lo único que conoció. Podía decir que se había
criado en la cárcel. Su padre estuvo preso tanto tiempo que para
él, pudo ser toda la vida. Apenas tendría diez años, cuando empezó
a visitar, casi diariamente, la penitenciaría para llevarle comida y
vicios al preso. Preso político y criminal a la vez. Decían que fue
matón y guardaespalda del viejo Lencinas, que andaba en el triste­
mente famoso "auto fantasma" que tanto crimen y tropelías cometió.
El nunca lo supo a ciencia cierta. Sí supo que su vida estaba mar­
cada y su destino era el delito, porque era hijo de un criminal.
Y el hijo de tigre, tigre es, decían, negándole trabajo y confianza.
Con este último golpe -el más comprometido- pensaba entrar a
Chile y cambiar de vida. Sus años le pedían un poco de tranquilidad.
Tuvo de pronto, la sensación de que algo, una sombra, había
pasado frente al ventanuco, y empañado por un instante la claridad
lunar. Se asomó sigiloso. Sobre el perfil de una loma próxima, a
contraluz, parecía recortarse nítida la figura de un emponchado en
acecho. Levantó el arma y apuntó. En ese mismo instante un silbido
o chistido _como el que oyera la noche anterior con el Ohirigua, le
paralizó la mano con un escalofrío de miedo. Otra clase de miedo que

-106-
él no conocía. Porque se le venía a la mente la horrible sew
tencia del moribundo: "el 'futre' nos viene siguiendo. . . moriremos
todos".
La figura en lo alto del cerro seguía inmóvil. Modesto Pavón trató
de recomponerse. No, no podía ser, él no creía en espantos ni apa­
recidos. Ni menos en el "futre", el ánima de aquel pagador que
asesinaron alevosamente, para robarlo por el camino a Cacheuta, una
pila de años atrás, cuando se construía la usina vieja. No, él no creía
que el "futre" -vestía bien con sombrero hongo y poncho en invierno,
decían, era hombre de ciudad -aparecía para vengar los crímenes de
los asaltantes. No, sólo a los vivos había que temer. Por eso era mejor
investigar. Salió cauteloso pegado a la pared del refugio. Dio un
rodeo. Y ahora, desde otro ángulo lo que vio le arrancó un
suspiro de alivio. Porque lo que :se le había figurado un hombre, no
era más que un montón de pencas. Tranquilizado fue hacia el camino.
Se aferraba a la esperanza de que Sosa hubiese conseguido algún
vehículo. De lejos, vería la luz. Desde el río y a pesar del tumulto de
las aguas le llegó como un relincho ahogado, como un silbido triste
o el ulular de un perro. De nuevo lo recorrió ese espeluzno frío y giró
rápidamente para regresar. Entonces vio patente, que un empon­
chado salía del refugio. Pero antes que se lo tragara el ángulo de
sombra de la pared, él disparó. Un quejido sordo, unos pasos rápidos
sobre la piedra suelta y desapareció. Modesto Pavón corrió hacia el
refugio. Tropezó con algo al llegar. Era su mochila abierta a medio
vaciar su contenido. ¡ Lo estaban robando! Y no podía ser otro que
Sosa, el único que sabía dónde guardaba el dinero. Corrió pegándose
a la pared y rodeó el refugio. Ahora estaba frente a los montes acha­
parrados que se extendían hasta la barranca. La luna macilenta
brillaba sobre el metal de su carabina. Atensados todos sus músculos
y su instinto, escuchaba. Le pareció oir un leve ruido de arrastre.
Clavó los ojos hacia la dirección de donde parecía provenir. Entre u.n
peñuscón de jarilla, percibió un bulto sospechoso. Levantó el arma y
disparó. Tal vez. los dos disparos -el de ;Sosa y el suyo- fueron
simultáneos. Porque Modesto Pavón no sintió nada más que un golpe
violento en el pedho que le hizo soltar el arma. Levantó los brazos
como si quisiera agarrarse de algo. Y se derrumbó de cara al suelo.
Un aullido más agudo que la icorriente del río le llegó desde la
barranca. Un espeluzno helado, el espeluzno de la muerte paralizaba
su instinto. Se moría. 1Sabía que se moría. Otra vez el chistido o
silbido, ruidos de casco, un relincho siniestro. Hizo un último esfuerzo
y levantó, apenas, la cabeza. Un emponchado pasaba al galope silencioso
de su .cabalgadura. Sintió un aire helado rozarle la cara, mientras un
silbido, mitad chistido, se perdía en la noche. Modesto Pavón clavó
la cabeza en la tierra y con el resto de vida que le quedaba balbuceó:
- ... ¡el "futre"!

-107-
Yo no creo que mi revista desee publicar esta crónica, a pesar
de ser una de las mejores que he escrito. El director exige un criterio
realista y objetivo, sobre todo objetivo. Y lo absurdo en este caso es
que he observado estrictamente ese criterio. Y sin embargo, los hechos
parecen escaparse de una realidad congruente y lógica, tal como allá
pueden entenderse la lógica y la realidad. En una palabra, aducirán que
esto es un cuento y no una crónica, que es lo que el director exige que
yo escriba, porque además, me pagan para hacerlo. Tampoco creo que
esta relación de hechos sirva para que dos mujeres atribuladas y roídas
por los remordimientos recuperen -si no su destino que ya es irrever­
sible- por lo menos un :poco de serenidad. Así y todo escribo esta
crónica, desordenada y a retazos, tal como pude ir reconstruyendo la
historia en el escenario mismo y con la misma gente que participó en
ella. Y la escribo, simplemente, como un acto de solidaridad humana.
Yo lo conocí a José Cantrilao en Puerto Mont. Acababa de salir
del hospital y apenas se estaba reponiendo de las feroces puñaladas que
hicieron pender de un hilo su vida. Se embarcaba en el Lemury. Como
ayudante de cocina lo enganchaba, por pura generosidad, el capitán del
barco, don Germán Hinistrosa. Eso me dijo José Cantrilao, mientras
esperábamos que zarpara el barquito, en una cantina del puerto, de
ínfima categoría. Lo convidé varias veces pero él se mostró remiso para
el trago y para las palabras. Me extrañó, sobre todo, lo primero. Pero
él se excusó explicando que en su oficio la bebida es 1mala compañera.
-El corazón, caballero, a veinte metros, el corazón ¡y los pulmones
revientan.
Y quedó callado, sumido vaya uno a saber en qué recordaciones. Yo
lo observaba. A pesar del cruce con sangre española, mantenía rasgos
de su antigua raza -huiliche-, los ojos vivaces, aunque ahora tenían
ramalazos de tristeza, menudo de cuerpo pero bien proporcionado. Era
un tipo casi atrayente, a pesar del estrago físico que acababa de
soportar. Anoto esto aunque parezca nimio, porque ayudaría a explicar,
en parte, su intervención como principal protagonista de la historia.
Siguiendo el hilo de sus propios pensamientos habló despacio:
-Tengo que volver a la isla ... que no puedo bucear todavía, dice
el médico, porque un pulmón está resent:io. Que si fuera para el Norte,
al sol y al seco ... , pero tengo :que volver a la isla.

-111-
La pregunta se me quedó en los labios porque él ya estaba
lejos. yO también me embarcaba en el Lemuy, por eso no insisú
en una indagación que José Cantrilao eludía cuidadosamente. Tenía
tiempo por delante y sobre :todo el mismo destino: Puerto Castro.
Nos despedimos. Afuera ya había oscurecido. La noche caía muy
temprano en junio, y hacía frío. En las goletas, lanchas y chalupas,
acodadas en el molo o varadas en el canal, brillaban los fuegos
rojos de los ·braseros de cancagua donde los tripulantes cocinaban
su comida. Ohillaba alguna gaviota friolenta y el viento, saturado
de humo, madera y humedad traía retazos de voces y música. En
frente, la isla de Tenglo -separada por un estrecho canal del con­
tinente- levantaba su oscuro murallón de selva.
Cuando el Lemuy dobló la punta de Tenglo y el collar de luces
de Puerto Mont se perdió tras la isla, me enteré por el comisario
de abordo que José Cantrilao no viajaba. No lo dejó embarcar el
mismo capitán. Me causó bastante decepción su ausencia. Había especu­
lado mucho con la posibilidad de escuchar de sus propios labios
la participación que a él le cupo en el drama. Me dediqué, entonces,
al capitán.
Don Germán Hinostrosa -el capitán- conocía como la palma
de sus manos, el semillero de las islas australes. Nacido en Ancud
-chilote como el Cantrilao- navegaba desde los dieciséis años y
ya frisaba los cincuenta. Amaba a las· islas tanto como a su barquito,
"muy marinero, lo viera en el Corcovado soportar, tan campante,
los vapulazos del océano, y con mal tiempo, cierto, que a nadie le
quedan las tripas en su lugar después del paso" y se reía estreme­
ciendo su imponente abdomen. Porque el Lemuy unía como un hilo
invisible las gemas dispersas del collar austral y don Germán oficiaba
un poco de juez, de consultor o de autoridad entre las gentes
avecindadas en la ruta isleña desde Puerto Mont a Punta Arenas,
es decir desde una punta a otra del archipiélago. Por lo tanto él
tenía que saber, si no la verdadera, por lo menos la más aproximada
versión de esa historia de José Cantrilao que ya había comenzado
a circular por las islas. Pero don Germán no soltaba prenda. Parece
que él tenía una opinión muy personal de la eficacia de la justicia
y de la aplicación de normas legales, por parte de las autoridades
del continente, ,en el archipiélago. Y tomaba sus propios recaudos.
Pero después de un buen caldillo de mariscos, cuando el trago pre­
dispuso para la charla más íntima, me dio -sin proponérselo- algu­
nos cabos que yo guardé muy bien para atar más adelante.
-El José Cantrilao es harto bueno, no hay otro buzo como él
en todo el archipiélago. Desde guagüita zambullía, nacido en el agua
parece, y resistente como cachalote.
-Es una lástima este. . . accidente -aventuré- l o va a dejar
lisiado por un tiempo.

-112-
Se le endureció de golpe la mirada.
_:_yo voy a saber quién fue ... al muchacho no lo va a desgraciar
ningún . . . -se contuvo a tiempo-. Sabe, a veces uno tiene que
cuidarles la vida a estos chilotes que ha visto nacer.
Y se enredó en una serie de anécdotas porque "los isleños tienen
la tupición de historias de brujería, quien no ha visto al Caleuche
-el buque de arte- ha visto a la Píncoya, algo así como una sirena,
o al Trauco, el duende de los bosques".
Nada pude averiguar pese a mis intentos de volver al tema
-sobre la razón por la cual se negó a embarcar a José Cantrilao
después de habérselo prometido. La razón la supe esa mañana
La lluvia torrencial que batió el viento durante toda la noche -en
el archipiélago, de los doce meses del año llueve trece, me decía el
capitán-, la lluvia, digo, se había transformado en una llovizna
mansa y melancólica, cuando entramos en el complicado fiordo al
fondo del cual se asienta Puerto Castro.
-Allí están -señaló el comisario de abordo, mientras atracaba
en el malecón el bote de desembarco.
Hacia donde él señalaba -a la derecha del molo- Yo no vi
más que la playa desierta abajo, y arriba, algo distante galpones
de zinc con techo a dos aguas.. Y hasta llegar a ellos, una extraña
topografía de elevaciones que en seguida advertí -no sin asombro­
eran grandes piras, cerros casi, de conchillas de moluscos, los que
consumía la fábrica de mariscos envasados.
Yo estoy seguro que el comisario no se sorprendió -mejor sería
decir pasmó- ante esa visión grotesca, nauseabunda y conmovedora
a la vez, que descubrimos de improviso, en un resguardo del acan­
tilado, frente a la playa. Digo que el comisario no se sorprendió
porque se dirigió a la gente con toda naturalidad, sin la menor
vacilación, ni siquiera en el tono de la ·voz,
-El capitán los va a embarcar -dijo.
-Hace dos días que esperamos la goleta, vamos a Puerto Mont
-habló con extraño acento el hombre que parecía tener más predi-
camento entre su gente.
-El capitán los va a embarcar -repitió el comisario sin más
explicaciones.
Yo sabía que el Lemuy no volvía a Puerto Mont, seguía su
itinerario ihasta Punta Arenas. Pero sospechaba que el capitán tenía
sus propios planes.
El comisario agregó:
-Los va a embarcar sin el cajón.
-No embarcamos, entonces. No, no ·podemos ...

-113-
y una especie de clamor monótono entre llanto y protesta se
levantó de las mujeres.
Fue, entonces, cuando yo no pude resistir más. La fetidez a
mortecina, que bien podía provenir de los desechos descompuestos
de la fábrica o del tétrico cajón que rodeaban las mujeres, o de
las dos cosas a la vez, me anudaba náuseas en la garganta. Pero
además, estaban los jotes, el repugnante espectáculo de los jotes.
Posados en largas ringleras sobre el ángulo de los techos de zinc,
se picoteaban los unos a los otros, impacientes y desgreñados, entre
ásperos graznidos. Y de pronto revoloteaban sobre nuestras cabezas
con tremenda impudicia como si quisieran anticiparse al festín que
el nauseabundo olor prometía.
Repito que no aguanté más. A punto de perder el control de
mi estómago, tuve que alejarme casi huyendo.
Parece que la gente convenció al comisario. O el comisario
encontró una solución viable por el momento. Porque detenido en
!a calleja empinada que subía desde el malecón al caserío, pude ver
el extraño éxodo de los gitanos. Porque eran gitanos los hombres
\1 mujeres que componían aquel grotesco desfile. Cuatro hombres
ctbrian la marcha por el largo espigón que batía el mar, portando
la caja sobre dos improvisados travesaños. Detrás, hombres y mujeres
cargaban bultos y trastos de los más variados usos, ,desde colchones
hasta las ollas y anafes que portaban los chiquillos: una hila de
cinco. Y sobre ellos, la inmunda sombra negra de los jotes. Albo­
rotados poco antes, parecían ahora, haber coordinado su acción.
Y en tenaces círculos cada vez más atrevidos ponían un cerco lúgubre
al insólito cortejo.
Alguna que otra gaviota enredaba un giro blanco entre el negro
de los jotes. Y el viento marino mojado de lluvia, batía las polleras
colorinches de las gitanas. Las únicas notas claras en la ominosa
tristeza del momento.
No me di cuenta que habían llegado hasta que escuché sus voces.
-Nada más a traer desgracia vinieron.
-Ella estaba maldita.
-¡ Bruja era!
-¡Malditos sean todos! Son gentes de brujería.
-Concertada con los brujos de la Cueva tenía que estar.
-Con cosas de arte lo atrajo .al Cantrilao para fatalizarlo des-
pués.
-Nunca tendrá paz, está maldita.

-114-
abandonaron su puesto de observación allá abajo, hasta que el Lemuy
levantó anclas, por lo menos después de tres horas de su entrada
al puerto.
-Yo lo único que dije, don, es que la difunta no podía ser ente­
rrada en sagrado por la mala vida que llevaba..Estaba en pecado.
Eso es lo justo y Dios es testigo. No pongo .en la cuenta el daño
que le hizo a mi Andrea porque eso ya se lo cobró el Señor. Para
mayo se casaban. Ya le había dado la argolla el José, cuando llegó
la desgracia con los gitanos. La Marieta lo flechó, esa es g·ente de arte,
yo digo. Y el José Cantrilao la botó a mi Andrea con argollas cam­
biadas y todo. Ella no mató a la gitana, aunque un día le gritó
en la calle: "si me quitay al José, al tiro te mato". Pero ella no la
mató. Nadie la mató. Fue castigo del Señor. Porque ?ea, don, que
después d� flechar al José y refocilarse con él, la .muy zorra lo
entregó atado a la venganza de los gitanos. Ella, ella misma lo
llevó engañado a los galpones de la fábrica vieja esa noche.
A partir de esta introducción que casi sin respiro me hizo la
Tomasa Mardones, me voy a concretar a transcribir textualmente
-asi lo fengo en mi libreta de apuntes- lo que escuché de propios
labios de los protagonistas de la historia, los que podían hablar, se
entiende. Quiero evitar, así, que mi ,á1limo -inevitablemente atra­
pado por el clima de la tragedia- pueda influir en menoscabo de
la objetividad ,que me he propuesto mantener a todo lo largo de
la crónica. Esto fue lo que escuché:
De Andrea, hija de Tomasa Mardones y novia de José Cantrilao:
"Créame, caballero, no había un hombre como el 1sé, tan
encachao, tan pulío para el piropo, aguantadorazo para la zambullía
y sin vicio. Hasta que llegaron los gitanos y la Marieta, a pura
brujería, me lo cambió. Que se dio al trago, que no salía a la p.esca
porque lo seguía la Pincoya y cuanta lesera creen los pescadores ...
que el matrimonio más bien lo ,dejábamos para la primavera, y a
poco, ni me esperaba a la salida de la fábrica. . . ya no era el José
de antes. Cuando yo le dije ,que todas las impedías para el trabajo
y para mí se las ponía la mugre de la gitana esa y 1que yo sabía
dónde se encontraban, allí en los galpones de la fábrica vieja, donde
mismo ella encontró su merecido, el José me golpeó y botó la argolla
de matrimonio que nos habíamos cambiado. Me quedé enrabiada
y dolorida, andaba con el pecho apretado de sobresaltos, me pesaba
el trabajo. Oscuro entraba a la fábrica en _la mañana y oscuro salía
en la tarde, pero el José ya no me esperaba más. .La esperaba a
ella y yo cada vez más triste y juntando coraje. Es que la gitana
lo tenía mal tirado. Yo digo que ni con la yerba del puelo se le
sacaban los males al José, créamelo caballero. Los .gitanos habían
plantado sus carpas en el descampado detrás de la plazoleta, cerca

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enterita cuando la conoció el José. Ella tenía novio y se la entregaban
como mujer, al cumplir los )quince años y faltaban dos meses, nomás.
Ya sabe usted el rigor de las costumbres de los gitanos. ¡Cuándo se
iban a quedar quietos si un intruso se les arrancaba con la paloma!
La git�na misma tenía miedo, miedo por él, porque conocía a su
gente y asi se lo había confiado al José. Fue entonces cuando él me
conversó que en la primera entrada del Lemuy -que debía ser por
esos días- se iba a arrancar con la gitana para Puerto Mont.
¡Buena la vaina en que se había metido! Y como le digo, caballero,
la tarde que llegó la Andrea para anoticiarnos del caso, salí al tiro
con el Sebastián y con el Domingo. Llegamos tarde. Entre un pila
de latas orinientas y cajones viejos, lo encontramos al José enchar­
cado en sangre. Menos mal que alverti llevar la farola porque en los
galpones no se veían ni los dedos de la mano y el pobre estaba sin
sentido. Pe:r:o viéndolo bien, fue con suerte la cosa, con mucha suerte
porque de no encontrarlo, ahí nomás se le corta el respiro y porque
justo esa noche, entró el Lemuy al puerto. El médico y el capitán, don
Germán Hinistrosa, harto bien se portaron, rebuena gente. Por eso
se salvó. Pero el José tan porfiadazo, no quiso dar cuenta de quien
lo había acuchillado por la espalda, mientras esperaba en lo oscuro
del galpón, a la Marieta. No quiso por no perjudicar a la muchacha,
vea Ud. si estaba emperrao".
De la Nica:
"Sí, señor, yo le dije que ellos lo habían matado, que el José
estaba muerto y bien muerto por su culpa, Se lo dije con todita la
rabia y la pena para que sufriera como yo había sufrido esa noche
que lo trajeron a pulso, desgonzado y vueltos los ojos, mismo que
difunto. La Marieta bajó a la playa esa tarde a escondidas,
seguro, para saber del José, pero nadie la quiso anoticiar. Los
hombres se quedaban mudos cuando ella preguntaba ¿ dónde está
José?, o hablaban entre ellos y seguían en sus cosas como si nada.
Por toda la caleta anduvo, de uno a otro, mendigando noticias y ni
una palabra. Las mujeres en sus casuchas desde lo alto de los pilotes,
se asomaba n para mostrarle su des�recio dándole vuelta la espalda,
la Justina y la María hasta la escµpieron. Viera, señor, pero se lo
merecía ¿ que, acaso, no lo había brujiado al José para fatalizarlo
luego? Y para mi, no era porque él me botara, ya me había botado
por la Andrea, aunque yo fui su mujer, ¿ no ve este chiquillo?, su
misma cara, y tan de una vez enterao, el cuicito, como el padre. Pero
hay que decir que .e l José se [ha portado harto decente nunca me dejó
faltar el gasto y le había tomado afición al chiquillo. Cuando vengo
y me entero que el José se quería arrancar con la gitana para Puerto
Mont, al tiro se lo dije a la Andrea, a ver qué rienda le ponía. Como
le digo, caballero, esa tarde nadie le dio noticia. Se veía que estaba
desesperada y se veía, también, que la habían golpeado con harto

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rigor. Y eso que se cubría con un rebozo, mismos que los nuestros,
para que ;no se le echaran de ver los cardenales de la cara. Desde
la última caleta se volvió casi corriendo por todo el largo de la playa.
Yo la esperé en el repecho del malecón. Y se lo grité así mismo:
"¡está muerto el José! La asesina de tu gente lo ha matado, por tu
culpa, mugre de gitana, y me dejay al cuici-o gaucho que es su hijo".
Yo llevaba al chiquillo en brazos y viera visto, señor, la cara de
susto y pena que puso. Apurruñaba las manos contra el pecho, abría
grandazos los ojos, iba como a gritar y no le salía la voz, hasta que
comenzó a llorar quedito y se fue despacio, para el lado de los
galponesn .
De la Andrea, hija de Tomasa Mardones y novia de José
Cantrilao:
"Tal cual se lo digo, caballero, créamelo. La misma mañana de la
noche que acuchillaron al José, salió el Lemuy. Don Cisterna que lo
había llevado al barco y lo acompañó toda la noche, dijo que se iba
a salvar, que lo llevaban a Puerto Mont para cuidarlo y sanarlo al
todo. Pero qué pena tenía yo, ay diosito, créame, caballero. Por mi
culpa, casi más, se fataliza ... nunquita más me iba a querer ver.
Con decirle ,señor que hasta tercianas tuve. Dejé el trabajo, a las
tardes sabía ir para el lado de los acantilados. ¡Las tantas veces
que con el José sabíamos mariscar en la restinga con la marea baja!
Y en una de esas ¡velo! la encuentro a la gitana que estaba en lo
mismo. Ni duda que allí se había encontrado porción de veces con el
José. Créame, caballero, no pude con la subía de sangre. Y el coraje
me provocó golpearla hasta verla boqueando. Porque, a buena cuenta,
ella era la culpable de toda la desgracia. La agarré de las crenchas
a puñetes y a mordiscos, mientras le gritaba: ¡ asesina, asesina, lo
mataste! Para hacerla sentir, nomás, porque yo sabía que el José
estaba bueno. La tenía bien amolada, aunque, no crea, ella se defendía
como tigre, mire si no, cómo me vino dejando la cara y los brazos
con las uñas. En eso perdí pie en las rocas llovidas y rodé hasta que
me sujetó una ola grandaza. La gitana arrancó al tiro, porque ni
señas vi cuando trepé por las rocas, todita mojada, y así mismo me
fui ligerito a mi casa. Tal cual le digo, créamelo, caballero".
De Francisco Vilcún, carabinero:
"Sí, señor, yo la encontré. Dos gitanos, me figuro el padre y el
novio -los recibió el .cabo de guardia- vinieron a dar cuenta de que
la muchacha había desaparecido y que temían alguna venganza de los
-pescadores. Salimos dos hombres en comisión. Yo tomé la playa, el
otro las casas del alto. Desde la caleta vieja y casa por casa de los
pescadores, indagué a la gente. Nadie sabía nada. Podía ser. Aunque
no sé por qué, me tincaba que las mujeres no querían hablar. Y por

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un si acaso, la apuré a la Nica, la que supo ser mujer d€l Cantrilao.
Entonces contó que para dos tardes más, la gitana bajó a buscar
noticias del José, que nadie se las dio. Pero ella -la Nica- la esperó
en el molo para gritarle que lo habían matado los gitanos por su
culpa. Para hacerla sentir, nada más, se �o dijo. Como que lo sintió,
porque la mudhacha se fue hecha un bultito de llanto. Vea, señor,
si ,serán enredosas las mujer€s. En eso me fui cavilando por la playa.
Como había marea baja, aproveché para echar un vistazo por los
acantilados. En frente mismo de los galpones de la fábrica vieja
estaba, los techos a dos aguas, nomás veía, cuando ¡por la cresta!
chilladera grande de jotes que sentí. Siempre chillan ,Y revolotean, y
siempre están en esos techos, pero ¡diantre! tal tupición de bichos
nunva vi, como no fuera ... Y ahí nomás me asaltó el presentimiento
y subí a la carrera.
"Uno es hombre curtía, señor, .si estará acostumbrado a sufrir
tribulaciones y a mirar la desgracia de cerca. Pero eso, señor, era
para aflojar al más alentao. Los jotes tenían la clhilladera adentro,
también. Mientras me acercaba los veía entrar revoloteando muy
bajo. Cuando me asomé por el ancho portal que quedé en el sitio.
No es para contar, señor, 1o que vL La muchacha, ahorcada con
una coyunda, colgaba de la cabriada del techo. Y se mecía a sacu­
didas entre los aletazos negros de los jotes. Asentados en la cabeza,
en los hombros, en el pecho, la tupición de bichos la picoteaba enfie­
recida. Ya le !habían vaciado los ojos, le arrancaban la l€ngua
tumefacta, la cara era una sola mancha sanguinolenta, irreconocible.
Pero era ella, la gitana, le quedaban para identificarla, la pollera
solferina de cambray y sus largas trenzas doradas. Yo no sé si
grité, seguro, porque a los aletazos, los jotes encararon . para la
salida. Solamente dos se quedaron sobre el cuerpo. Encarnizados se
habían prendido con pico y uña a los pechos de la muchacha que
asomaban enteritos y desnudos por la blusa echa tiras. ¡No le digo,
señor, si no es para contar el malogro de la pobre gitana!".
De Tomasa Mardones:
"Yo lo único que dije, don, es que la finada no podía ser
enterrada en sagrado porque había muerto en pecado capital, como
el mismo señor cura apreció. Comida por los jotes nomás, tenia
que terminar con tanto pecado encima, cuantímás que era bruja.
Nadie me quita que llevaba tratos con el Malo y nadie quien lo
ponga en tela de juicio, ¡ con la desgracia y aflición que trajo a
la isla! En esto, todas las mujeres hicimos acuerdo. Los hombres
no, son tan descreídos y malos cristianos. Mala pasta son, señor,
pasta del infierno, botan a las mujeres decentes en cuantito una
china arrastrada les muestra la risa. ¡ Que me lo digan ... ! así me
botó el Pedro Carmona cuando era guagüita la Andrea. Y ahora

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36 págs.
"Arte .Joven '90" - Obra,s pr1enüa!d1ais - 918 págs./19911.
"Minotauro Amor" - Abefardo Arias - '1158 págs./'1991.
"Los Duendes del Agua y l:a Piedra" - Po.esía - Gr,egorio Toriceitita/,19911.
"Pasado y Presente de Godoy Cruz" - Historia - Fabiana 1 Ma:s'tráng1efo y Rolando
,Sichmid - Coe'dición con la Municipalidad de Godoy Cruz - 1'30 páigs./19'9'1.
"Voces Mendocinas" - Publiic,aición dedicada a Antonio Di Benedie,tto - Coedición
con SADE Mza.
"Manual del Folklore Cuyano" - Folklore - Alberto Ro,dríguez y E�ena Moreno
de Macia - !l.6i6 págs./1991.
"Quena" - Poesía - Guill1lermo Kaul - rno pá!gs./19e'l.
"Los Benefactores de Mendoza" - Tejada y Pouget - Historia de Juan Draghi
Lulcero - 64 págs./il99<1.
"Antología - Vendimia de la Región Cuyana" - 911 Obrais ¡p.remiadas -
248 págis:/J.9191.
"Trabajos y Conclusiones del Primer Encuentro Cultural Cuyano" -
2:616 págs./l99ü..
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con los autores - 6,4 págs./19911.
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"Había Una Vez" - Ley,endas - Hebe A. de Gargiulo - 6·2 págs. 19'91.
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con la Facultad de Filooofía y Letras - UNC - 380 págis,/1'992.1

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"Historia de San Martín, Junín y Rivaidavia" - Archivo Htstórtco - 246 ¡págs./1'992.
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