Sangre en El Pajar CM 23 de MAYO 2023

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Prólogo:

Un día, un reportero aficionado (aparentemente) me hizo


una estúpida pregunta en una entrevista: “¿cómo se tiene
éxito en la política?

“Éxito”, qué palabra tan graciosa. No se puede obtener


éxito en la política, solo se puede ganar, y para ganar
alguien tiene que perder. Tienes que ser el último hombre
en pie, tienes que ganarles a todos. Es una batalla donde
tendrás que asesinar a todos tus oponentes,
metafóricamente claro. Es una ardua guerra como en el
coliseo en los mejores tiempos del imperio Romano. Al
final, solo uno puede obtener el favor del emperador. Así
que supongo que siempre tuve la espina de jamás
responderle. Así que hoy le digo la respuesta a su ínfima e
irrelevante pregunta: si se quiere tener éxito en la política,
se tiene que ver bien. Y no estoy hablando de tener el
cabello recortado, trajes Armani hechos a la medida o
verse como una estrella de Hollywood, si no verse bien
ante la gente, salir bien parado de las situaciones y hacer
que toda esa bola de desesperados crea lo que dices. Es
aprovecharte de su dolor para prometerles cosas. Es ver
las debilidades de tus adversarios y conquistarles. Eso es
verse bien.

Capítulo I:

Aún recuerdo el último día de Franco Castillo en Ciudad


de México. Era una invernal mañana de diciembre. Era la
misa navideña, por lo cual mi familia estaba reunida en la
iglesia. Yo dudaba en asistir, pero mi madre me insistía,
por lo que me sentí obligado a ir. Aún recuerdo cómo al
entrar sentí la brisa fría de aquel lugar, sentí como un Dios
me miraba desde arriba. En ese momento, recordé por qué
detestaba las iglesias. Desde que entras, te manipulan o, al
menos, pretenden hacerlo. Te muestran a un hombre
crucificado en lágrimas y sangre, algo que en realidad se
me hace perturbador. Te llenan la cabeza con esas ideas de
que aquel pobre hombre murió por ti y que tienes muchas
culpas, que todo lo que haces en tu vida es pecado y que
la única manera de salvarte de aquella puna no es haciendo
buenas acciones, sino pagándoles a ellos. "Ayudando al
necesitado" le llaman. Claro, al necesitado padre. El padre
necesita un coche nuevo o un traje nuevo. A ese necesitado
se refieren. Diablos, una cosa o dos se le debe de aprender
a la iglesia cuando de manipular se trata. El caso es que
entre aquel vejestorio lugar buscando la banca más alejada
que pude, noté que mi madre estaba desesperada o, al
menos, eso indicaba su semblante. Estaba constantemente
mirando hacia atrás sin escuchar lo que decían, aunque en
realidad no era nada nuevo. Al final, logró visualizarme,
solo esbozó una sonrisa y volteó su cuello, pero ella no era
la única que me buscaba en aquel lugar.

Mariana, mi novia, me buscaba con la mirada también. Yo


gustoso le esboce una sonrisa para que me viera, la cual
no devolvió. Pero en realidad, no me preocupó, supuse que
estaba molesta por alguna tontería.

Cuando estaba a punto de rascar las paredes, pues no


soportaba estar ahí sentado, el padre anunció que el
servicio había terminado. Yo, sin mucho ánimo, fui a
reunirme con mis padres y mi hermana. Mi madre me
abrazó apretándome el abdomen y mi padre simplemente
asintió en señal de aprobación. Mi hermana, en cambio,
decidió ignorar mi presencia.

Cuando los cuatro nos disponíamos a salir por la puerta


principal, sentí como una mano tomó con fuerza mi brazo.
Era Mariana. Me jalo hacia atrás y con gentileza me
susurró: "tenemos que hablar". Le respondí algo
preocupado, pues no era normal de ella.

-¿Qué pasó? - pregunté.

Tardó un poco en responder. Vi su bronceado rostro y


como sus labios intentaban articular una palabra. Después
de un rato, dijo: "¿cómo lo digo?"

"Pues con palabras", dije, intentando sacar una risa de la


situación solo para apaciguarla.
"Estoy embarazada", dijo Mariana.

Esas palabras retumbaron en mis oídos como el estruendo


de una bala, dejando un zumbido que quedaría
impregnado en mis tímpanos para siempre. Sentí que mi
mundo y lo poco que había construido se había
derrumbado en cuestión de segundos. Solo pude verla,
pude ver sus gruesos y rosados labios mordiéndose
nerviosamente y a la espera de una respuesta. Lo único
coherente que salió de mi mente en aquel maldito
momento fue: "¿y qué vas a hacer?"

"¿Qué voy a hacer? Vamos, querrás decir", dijo Mariana,


levantando la voz, lo que causó la atónita mirada de todos
los feligreses.

"No, no hagas un escándalo", dije yo, bajándole la mano


que ella tenía alzada.
Bajo su voz, me dijo: "¿cómo no quieres que haga un
escándalo?"

"Pues lo discutimos luego, más tranquilos. Aparte, ¿estás


segura?"

"¿Segura de qué, Franco?"

"Pues, ya sabes, de eso".

"¡No le llames eso! Es nuestro hijo".

"Mira, vamos a salir de aquí. Vente a mi casa, vamos a


platicar ¿sí?"
Ella aceptó de una manera muy disgustada. Ambos
terminamos por salir, Mariana detrás de mí. Mientras
salíamos en el patio de la iglesia, mi madre notó a Mariana
y de una manera gustosa le dijo: "¡Mari! ¡Qué gusto verte!
¿Te vienes a comer a la casa?"

"Sí, sí señora, si le parece bien", dijo Mariana de una


manera nerviosa.

Después de entrar a la casa, noté el olor de la comida que


mi madre estaba preparando. Era la pasta de los domingos,
como mi hermana y yo le habíamos apodado, pues
después de la iglesia sin falta, todos los domingos la
preparaba. Solo podía pensar mientras nos adentrábamos
en el hogar en cómo mi pasta del domingo estaba
arruinada. Cómo no podía disfrutar de aquellos quesos,
como el Pomodoro o el brie, jamás sabrían igual. Como la
fresca lechuga no me sabría bien. Mariana y yo nos
adentramos hasta el final. Al final de la casa había un patio
trasero donde, debido a que había un vidrio, nada podía
escucharse. Empujé la silla a Mariana para que pudiera
sentarse, y yo me senté en la contigua.
Nos quedamos en silencio y evitando la mirada. Al final,
pensé que sería lo mejor decir:

-¿Y bueno?

-¿Y bueno? ¿Y bueno qué?

preguntó Mariana con ligera molestia.

-¿Qué haremos?

pregunté con poco entusiasmo.

-Pues, no sé. Solo mi hermana sabe. Mi padre lo sabrá, y


nos obligará a casarnos.

-Yo, yo no. Yo no puedo hacer eso.

le dije con un tono serio y fúnebre.

-¿Cómo? ¿Cómo carajos no? ¿Dudas que sea tuyo? ¿Me


acusas de infiel?

dijo Mariana. Con cada pregunta que lanzaba, su voz se


iba convirtiendo en una bola de nieve de molestias. Me
puse nervioso, me relamí los labios y comenté:
-No, no dije nada de eso, pero ya sabes.

-No, no sé.

-Mira, ¿Qué tal? Si, bueno, si nos vamos de aquí.

-No, nos vamos a casar ¡Y se acabó!

Mariana dijo soltando un estruendo y golpeando la mesa


de una manera amenazadora.

-Mariana, comprende, no puedo.

-Si no puedes, me temo que tendré que llamar a mi padre.

-Mariana, querida

dije nerviosamente.

-Mariana, mira, no hay que llamar a nadie. Hay que hacer


esto en buenos términos. ¿Has considerado abortar?

Mariana se quedó callada. Parecía que no lo había


considerado. Parecía que habíamos encontrado una
solución al problema. En eso, Mariana, que solo estaba
reuniendo fuerzas, dijo:
-¡Eres un cabrón desquiciado! ¡No puedo lidiar contigo,
carajo!

Dijo levantándose de la mesa. Intenté tomarla en mis


brazos, a lo cual se rehusó.

Mariana salió disparada hasta llegar a la calle. Le dije:

-¡Al menos deja que te lleve! Mariana, no hagas esto.

Dije desperado.

Mariana se dio la vuelta y no contestó. Comenzó a caminar


con dirección a su casa. Intenté seguirla con mi auto por
la fría calle , pero comenzó a caminar más rápido. Al ver
que casi llegaba a su hogar y por temor a las represalias
Por parte de su padre, decidí darme la vuelta y regresar a
mi casa. Esa fue la última vez que la vi. A veces la
recuerdo y me pregunto dónde está y qué fue de ella. La
imagen de Mariana, con su cabello largo y liso, y un
vestido casi angelical, me acompaña en mis noches más
melancólicas.

Entonces me volví a mi casa, me di la vuelta y noté como


aquella nublada mañana se convertía en un mediodía
donde comenzaba a divisarse el sol cayendo por el
pavimento los primeros esbozos de unos débiles rayos de
sol, al llegar la mesa estaba puesta, mi madre mi hermana
y mi padre estaban con la comida ya en boca, la ama de
llaves me sirvió a mí, y comencé a zambullir aquella pasta
sintiendo cada pedazo de queso, cada harinosa fibra en mi
paladar pero sin disfrute alguno, era un hecho, la
localmente icónica pasta del domingo ya estaba arruinada,
mi padre al terminar se levantó y discretamente se fue a la
sala a releer el periódico, mi hermana simplemente se salió
de casa y mi madre la cual estaba al extremo de la mesa
me dijo con una clara curiosidad en su voz

-¿y marianita? ¿Qué paso?

-Pues nada ma

-se fue furiosa hijo, algo no está bien

Me quede en silencio sentí como aquella distancia nos


separaba por los nervios que yo sentía de convertía en una
eternidad, era mi momento para decir la verdad, la vida me
estaba dando una oportunidad, pude haber empezado por
“Ma, arruine todo, está embarazada” podía visualizarla
enojada o decepcionada, histérica o preocupada, podía
visualizar a mi padre estoico y callado al punto de perder
los estribos, pero no quería arruinarlo todo, decidí
continuar con el plan

-Se acabo ma, ya fue

-¿que? ¿Lo dices enserio? Tan buena niña que era mariana,
buena católica, la familia más o menos, pero si madre
Carmela, un amor de persona, pero no estes triste ¿si
recuerdas a tu tía segunda Sarahí? Bueno tiene una sobrina
preciosa que se llama Deborah, es de los Galván, ya sabes
cómo el Dr. Hernán Galván el que trabaja con tu padre
¿quieres que te de su número?

-No ma

Reí nerviosamente

-Creo que, necesito un descanso, de las mujeres y de todo


eso
Mi madre se quedó en silencio, yo me di la vuelta y la vi
por última vez, vi como el ama de llaves recogía los platos,
me fui a mi habitación a darle vueltas al “asunto”

Comencé a dar vueltas de una manera literal en mi cuarto,


en aquel confinado espacio se me ocurrió una idea, baje y
llame a Pablo mi amigo, marqué y su madre atendió

-Buenas, señora Gómez ¿está Pablo?

-¿señor o hijo?

-Pablito, señora

Siempre me causo gracia ese número que montaba cada


vez que llamaba a su casa, Pablo detestaba que le dijeran
así, pero su madre muy gustosa lo gritaba, el siempre
respondía molesto

-Franco ¿qué quieres?

Tarde en responder

-Pablo, la cague wey, tienes que venir


Pablo sin chistar colgó, yo sabía que estaba dirigiéndose
a la casa, por lo que baje las escaleras y me acurruqué en
el sillón, noté que mis padres ya no estaban lo que hizo
que le preguntara a él ama de llaves sobre mis padres ella
me respondió que habían ido al mercado y después a la
casa de mis abuelos paternos por lo que volverían quizá en
la noche, pasados los minutos Pablo tocó la puerta,
hicimos nuestro clásico saludo y nos dirigimos a el patio,
el patio de la discordia donde hace menos de un Par de
horas había tenido la conversación con mariana

Pablo quien ya no podía con la intriga me dijo

-¿qué pasó wey?

-Esta preñada

Le dije con un tono preocupado

-¿Marianita?

-Si

-¿Y tus jefes saben?

-No, ni lo sabrán
-¿qué harás wey?

-Tengo un plan, tienes que ayudarme

-¿Qué plan?

Preguntó Pablo en seco, por poco y no me dejó terminar


mi oración.

-¿Sabes dónde conseguir una pistola?

-¿Qué vas a hacer?

Preguntó Pablo cada vez más consternado.

-¿Sabes o no sabes?

Dije de una manera que denotaba una pequeña molestia.

-Quizá, pero...

Llevando su mano izquierda al cuello, continuó.

-El papá de... ¿Para qué la quieres, Franco?

-¿Pues para qué crees, idiota? ¿Tengo que explicarlo todo


con el 1,2,3?

-En este caso, en este caso creo que sí.


Reí de manera sarcástica y comencé a decir:

-Mariana y yo pues no terminamos bien, le dije que


abortara, lo cual hizo que se enfadara más, me amenazó
con traer a su padre y a su hermano retrasado, lo cual
asumo no tardará en pasar. No la usaré, tengo que, es solo,
es defensa personal ¿sabes? Tengo que demostrarles que
no tengo miedo.

-Franco, esa no es la solución, usa tu cerebro. ¿Tú crees


que Moretti no vendrá armado? Y, además, nunca has
disparado. Deja eso, mejor confiésales a tus padres, quizá
te ayuden a irte de la ciudad.

-No, no pienso irme. Le dije a Mariana la solución y ella


no la quiso. No voy a desperdiciar mi vida, no voy a dejar
la facultad por un error. ¿Sabes? Quizá ni es mío.

-¿Cómo puedes decir eso?

-Pues las cosas, como son. ¿El papá de quién?

-El papá de Mateo.

Dijo Pablo con un tono derrotado.

-¿Mateo? ¿Quién mierda es Mateo?


-Ya sabes, Mateo, moreno alto, "el castrado".

-¡El castrado!

Me eché a reír.

"El castrado" era Mateo Garza, un compañero de nuestra


preparatoria con quien Pablo había hecho amistad, pues lo
conocía desde la infancia. Yo lo conocía poco, sabía que
su padre era un judicial o algo así. Claro que no éramos
tan tontos como para llamarle así frente a su padre. En
realidad, no recuerdo cómo comenzó aquel apodo.
Probablemente fui yo quien lo inició, quizá porque tenía
una extraña conexión con su madre, una que daba toda la
razón a Freud, pero la verdad, hoy todo eso luce borroso.

Después de que con cierto asombro Pablo terminó de


verme en aquella carcajada, me preguntó:

-¿Y sabes qué decirle?

-¿Al castrado?

-No, a su papá. Va a hacer muchas preguntas.

-Ya veré qué me invento, en realidad no me preocupa.


Y la verdad es que no le preocupaba. Siempre salía bien
parado de todas las situaciones, al menos hasta ese
momento.

Siempre me consideré un hábil mentiroso. Desde niño


podía culpar a mi hermana si yo había hecho algo. Si en la
escuela copiaba en un examen, era capaz de sacarme
inventando cualquier tontería, incluso en algunas
ocasiones la policía estuvo a punto de arrestarme, pero
siempre fingía ser el hijo de un político que conocía, pues
era una especie de tío. Cuando lo llamaban, él afirmaba
ser mi padre, y cuando me veía en una reunión, me daba
una palmada en la espalda como un ligero gesto de
orgullo.

Me levanté del sillón y le dije a Pablo:

-¿Y dónde vive "el castrado"? ¿Aún vive por la Valle de la


Piedad?

-Sí, también apreciaría que no le llamaras "castrado".

-¡Por quién me tomas, Pablito!

Me reí.
Tomé a Pablo por la espalda y lo fui dirigiendo hacia la
salida de la casa. Así me lo llevé hasta el auto y le abrí la
puerta, demostrando un ligero gesto de amistad. Encendí
el auto y nos adentramos más en los suburbios de la Roma,
pasando por bellas casas y otras que no lo eran tanto.
Había jardines llenos de humedad que de tanto en tanto
esbozaban alguna florecilla de todo tipo. Los árboles
estaban secos por el frío, y había lujosos autos
estacionados en las calles. Cada kilómetro, nos
deteníamos en el camino debido a niños jugando. Se
podría decir que Mateo vivía en el corazón del suburbio,
mientras que Pablo, Mariana y yo vivíamos más a las
afueras. Recuerdo cómo era su casa: se apartaba del resto
y descansaba en su propio pilar. Era más parecida a una
torre e incluso parecía datar de antes del Porfiriato.

Frené el auto de manera lenta y paulatina hasta detenernos


por completo frente a aquella magnánima construcción.

-¿Esta es?

-Sí -dijo él.

-¿Crees que sea mejor que vayamos los dos?


-Creo que voy yo -dijo Pablo intentando esconder sus
nervios.

-Tú te quedas aquí y después entras, ¿te parece?

Pensé que era un plan bastante raro, pero al final él conocía


más a los Garza que yo, al menos hasta ese momento, por
lo cual accedí.

Mateo salió y comenzó a caminar. Empujó el portón, el


cual estaba abierto, y camino lentamente las escaleras.
Pude ver cómo sus piernas temblaban un poco. Después
de unos segundos, tocó a la puerta, pero nadie abrió.

Aún le veo a veces en mis sueños. Veo a Pablo frente a la


casa de los Garza, frente a la vieja puerta de roble, con las
manos en la chaqueta y los zapatos uno junto al otro. Le
veo esperando a que alguien le abra, con el cabello
volando debido al viento. A veces aún le veo.

Al final, alguien abrió. No la conocía, era una mujer en


una bata roja a quien no parecía importarle el frío de
aquella tarde. Comenzó a hablar con Pablo, a quien
parecía conocer, así que asumí que quizá era la madre de
Mateo. Pablo me hizo una señal con la mirada, y me vi en
el espejo retrovisor. Me acomodé el cabello hacia un lado
y me fregué el rostro con la mano. Salí del auto y los
acompañé.

Caminé rápidamente hasta entrar a aquella casa. Pablo


estaba al lado de la mujer, esperándome. La mujer, con su
bata roja, noté que todo en ella era rojo: su cabello, sus
labios, las uñas de las manos y los pies. También noté que,
a pesar de tener mucho maquillaje en su ojo izquierdo,
podía verse una mancha morada, y en su labio una ligera
laceración. Después de un incómodo silencio, la mujer
rompió el hielo y nos dijo de manera hospitalaria:

-Vengan, chicos, tomen asiento.

Lo cual hicimos gustosamente. En realidad, ninguno de


los tres sabíamos qué decir, así que fui yo quien terminó
por preguntar:

-¿Y cómo está Mateo?

Pude ver que Pablo respiró con alivio, lo que me hizo reír
un poco.
-¿Mateo? -dijo ella confundida.

-Mateo, está en Ciudad Universitaria. Creí que ustedes


eran a quienes había mandado por sus cosas -respondió

Pablo y yo nos miramos fijamente, intentando descifrar


una respuesta adecuada. Opté por decir:

-¡Sí, claro! El bueno de Mateo nos ha enviado por sus


cosas. ¿Dónde están?

La mujer se levantó y, poniéndose sus sandalias de noche,


nos dijo:

-Vengan, síganme.

Pablo y yo guardamos las distancias, pero el me jaló hacia


atrás de la espalda con una ligera rudeza y me dijo:

-¿Estás loco?

A lo que respondí de manera cortante:

-Quizá, vamos.
Acompañamos a la mujer subiendo las escaleras hasta el
cuarto, que asumo era de Mateo. Nos tenía preparadas tres
cajas ya etiquetadas y nos dijo:

-Eso es, ya está. Es lo último que queda de él. ¿Puedo


ayudarles en algo más?

Pablo se deslizó hacia atrás, dejándome el espacio para


hablar. O al menos eso entendí, así que intervine:

-¿Usted es la madre de Mateo?

-Madrastra.

Hubo un incómodo silencio en aquella habitación. La


mujer prosiguió:

-La madre de Mateo murió cuando él era muy chico, creo.


Yo me casé con su padre cuando él tenía doce o trece,
quizá

Sentí cómo mi yo interno se reía. ¡Qué ignorante fui!


Aquella sublime mujer no era siquiera la madre de Mateo,
con razón estaba tan atento a ella. El pobre diablo estaba
enamorado. Recordé a lo que veníamos: teníamos que
conseguir el arma, así que intervine de nuevo.
-¿Y su padre?

-Ese cabrón, no, él no va a volver a pararse aquí nunca.

-Entiendo. Es que también le precisábamos a él. Mateo


mencionó que su padre le había mencionado algo de un
arma, un revólver o una Glock, creo que era. Quizá usted
podría ayudarnos también con eso.

-De haber sabido que el bastardo tenía armas, las habría


usado en su contra hace mucho tiempo. Creo que hay una
en el cajón de la alcoba principal. Llévensela igual, ya no
se va a parar por aquí.

Confundidos, nos quedamos en la vacía habitación de


Mateo, en silencio sonreí. Todo iba de acuerdo al plan, no
había manera de negarlo. Todo me sale bien.

La mujer regresó y me entregó un revólver con seis balas.


Era metálico, de un color grisáceo, con una punta corta y
un mango de madera. Sus blancas y finas manos me lo
entregaron y yo, con la curiosidad de un niño lo recibí
Salimos de ahí, no sin antes agradecer a aquella mujer, de
la cual no recuerdo si mencionó su nombre o quizá nunca
se lo pregunté. Entramos al auto y conduje hasta mi casa.
Durante el trayecto nos mantuvimos en silencio. Sentí
como una nube descendía del cielo y llenaba el espacio,
impidiéndonos hablar. Tal vez era debido a lo que estaba a
punto de hacer, o tal vez Pablo ya se había decepcionado
por completo de mí.

Pasamos por su casa, lo que significaba que estábamos a


punto de llegar a la mía. Pensé en frenar abruptamente e
insistirle en que se bajara, pero recordé que Pablo era mi
amigo, mi mejor amigo. Si estuviera en mi lugar, yo no me
bajaría y le insistiría agresivamente en quedarme. Así que
decidí por él y conduje hasta mi porche. El crepúsculo
estaba a punto de caer, y con él el fatídico destino que nos
esperaba a él y a mí. Pero también significaba un nuevo
comienzo para mí, uno puro y libre de manchas.
Abrí la puerta y nos sentamos en el piso, no sin antes dar
un portazo. Le indiqué a la ama de llaves que se fuera de
la casa cuanto antes, inventándole cualquier excusa, como
una cena sorpresa para mis padres. Ahora solo esperaba
que mi hermana nunca llegara, y afortunadamente no lo
hizo. A veces pienso que quizá ella sí llegó a casa mientras
Pablo y yo estábamos en la casa de Mateo, y presenció
todo el violento espectáculo desde arriba. Tenía la clara
confirmación de que mis padres no llegarían hasta pasada
la noche, así que tenía tiempo para pensar en algo, para
poner fin a todo de una vez por todas.

Pensé en dialogar con Antonio, tal vez estaría dispuesto a


negociar y podríamos llegar a un acuerdo. Con un poco de
encanto, lo tendría bajo control. O tal vez respondería con
violencia. El tiempo carcomía mis pensamientos. Pablo,
para animar el ambiente, encendió las noticias y puso un
partido de fútbol. Él se sentó frente a la televisión,
mientras yo, con las piernas cruzadas, miraba fijamente la
puerta con el arma en mis manos. Decidí levantarme y
colocarla en mi pantalón para sentarme en una posición
similar a la suya. El juego transcurrió normalmente y
ninguno de los dos nos dirigimos la palabra. No podíamos
molestarnos, no había nada que decir.

Cuando el partido estaba en los minutos finales,


escuchamos un estruendo en la puerta. Dos imponentes
sombras emergieron tras el borroso ventanal: era Moretti
y su hijo. Abrí la puerta lentamente. Ahí estaba él, su
cabello completamente caído, su barriga agrandada y su
cuerpo el doble de grande. Su hijo, con cabello negro
como la noche que caía, permanecía en silencio detrás de
él. Ni Moretti ni yo pronunciamos palabras, sabíamos
perfectamente para qué estaba allí.

Levanté los ojos buscando ayuda divina, pero, claro, arriba


no hay nadie. "¿Cómo puedo ayudarle, Sr. Antonio?", dije
conservando la amabilidad, pero sin abrir la puerta
totalmente.
"Abre la puerta, hay que tener una conversación hombre a
hombre, ¿quieres?"

"No hay necesidad de abrir la puerta, podemos tener una


conversación de hombre a hombre aquí perfectamente,
claro, si lo que quiere es conversar".

"Abre la puerta, niño, o atente a las consecuencias".

"Si no se calma, Sr. Antonio, tendremos que hablar otro


día, Moretti", intenté abrir violentamente la puerta, pero
era incapaz, pues detrás de ella había un oxidado candado
que parecía que estaba a punto de romperse. Le grité a
Pablo con todas mis fuerzas:

"¡Corre! Llega al carro y enciéndelo".


Le lancé las llaves, las cuales cayeron perfectamente en su
mano derecha. Por otro lado, intentaba luchar con Moretti
para que no pudiera abrir la puerta. Mientras
forcejeábamos, parecía que yo llevaba ventaja. Con todo
mi esfuerzo, pude cerrarle no sin antes apretarle sus dedos
con la puerta, lo cual le hizo sangrar un poco. Cerré la
puerta con todos los candados y corrí por mi casa hasta
llegar al patio de la discordia, donde muy torpemente
Pablo intentaba cruzar la barda. Yo empujé una silla para
que pudiera subirse totalmente, lo cual fue exitoso. Yo subí
después y cruzamos la barda hasta llegar al auto. Vi cómo
Moretti estaba maldiciendo frente a mi casa, lo que hizo
que algunas luces de casas aledañas se encendieran,
incluso algunas personas vieron a aquel grandulón
gritando groserías en italiano frente a mi hogar.

Encendí el auto, lo cual hizo que Moretti se diera cuenta


de que ya no estábamos ahí. Él se apresuró y encendió el
suyo. Yo solo presioné el acelerador y me comencé a alejar
de aquel lugar para nunca más volver. Conduje hasta llegar
a las afueras de la ciudad. Durante el trayecto, Pablo
estaba hundido en el asiento del copiloto. Vi cómo su
pecho se agitaba y cómo hiperventilaba cada vez más. Yo
intentaba mantenerme tranquilo ante aquella situación. Vi
cómo Moretti nos seguía muy detrás, pisándonos los
talones. Llegué hasta la interestatal y curveé hacia un lado,
a un pedazo de terracería. Mi auto indicaba que la gasolina
estaba por acabarse, lo cual hizo que me detuviera en seco.
Moretti, quien aparentemente tenía mejores reservas de
gasolina que yo, estacionó su auto contiguamente al mío,
salió y se dirigió lentamente hacia el nuestro. Sentía cómo
mi corazón latía más fuerte con cada paso que daba. Al
final, aquella sombra se convirtió en una persona de carne
y hueso que tocaba violentamente mi ventana.

"¡Más te vale que abras, idiota!", dijo.

Mire a Pablo en busca de una respuesta, pero solo bastó


un vistazo a su rostro para darme cuenta de que hace
mucho tiempo su mente ya no estaba allí. Me volteé para
ver a Moretti, quien parecía un diablo, estaba sumido en
cólera. Vi cómo su mano ensangrentada dejaba rastros en
el ventanal de mi auto. Opté por sacar el revólver de mi
pantalón y mostrárselo, indicándole que se alejara, lo cual
curiosamente hizo. Salí del auto lentamente y se lo apunté,
le dije de manera agitada:

"No quería llegar a esto, pero un paso más y no temo


hacerlo".

"Ey, niño, no hay por qué hacer eso, hay que calmarse,
¿quieres?", dijo Moretti en un tono carismático.

"Mire, ahora sí quiere conversar, ¿verdad, cabrón de


mierda?".

"No te malpases, hijo de puta", dijo Moretti dirigiéndose


hacia mí violentamente, lo cual hizo que yo le quitara el
seguro al arma, lo cual le hizo volver a su posición
habitual.

"Vamos a hablar, yo voy a hablar y usted me va a escuchar,


¿le parece?".

Suspiró, dejó aquella posición amenazadora y dijo:

"Bueno, ¿qué mierda quieres?".


Era ahí, lo tenía, un poco de trabajo y un trayecto
increíblemente largo e incómodo a casa, pero tenía a
Moretti bien apretado de las bolas.

Vi cómo el hijo de Moretti salía del auto con un arma.


Moretti le indicó que no disparara, pero este no le escuchó
y rápidamente le quitó el seguro al arma. Yo pude
esquivarlo, pero la bala entró directamente en el auto. Le
había dado a Pablo, le había dado justo en la cabeza. Vi
cómo la sangre corría por el asiento del copiloto, cómo
aquella piel en la que estaba cubierto el asiento se tornaba
de un color camello a uno rojizo. Mis oídos zumbaban,
Pablo estaba muerto, era toda mi culpa, todo era real, pero
aún había salvación.

Vi la cara de preocupación de Moretti, quien se acercó


gentilmente al auto. Yo, sin saber qué hacer, le apunté con
mi arma en señal de que se alejara. El arma, al tener una
gran sensibilidad por ser muy vieja, se disparó. La bala
cayó justamente en su ojo izquierdo, cayendo
inmediatamente al suelo. Comenzó a convulsionar y su
hijo, que había sido el causante de todo, volvió a disparar
dos veces, pero falló en ambas ocasiones. Sabiendo que yo
aún tenía cinco balas, echó a correr en la oscuridad. Yo le
di en la espalda dos veces y cayó. Todo había acabado,
todo era real. Yo no era John Wayne, no era el vaquero
solitario, no era nada heroico lo que había hecho. Solo
había arruinado a una familia. Me arrodillé y comencé a
gritar ahogadamente en la tierra.

Algunas lágrimas cayeron a la tierra, pero no eran de


remordimiento, no eran siquiera de culpa. No eran por
Pablo, sentía lástima por él, pero pasaría. No eran siquiera
por Mariana, a quien le había mandado a su familia al
infierno. Pero sí por mí, era porque había arruinado mi
vida. No podría vivir como la gente normal, aunque
tampoco eso era lo que quería. No volvería a ver a mi
familia, aunque mi cerebro me decía que no me importaba.
Quería salir de ahí. Me levanté y vi unas gotas del cielo
caer, y de aquel negro cielo emergió un rayo de luz. Por
un momento pensé que era el momento de mi castigo
divino, pero solo era un rayo que anunciaba que una
tormenta estaba por caer. No sabía qué hacer. Arrastré el
cuerpo del hijo de Moretti hacia su padre, después arrastré
a ambos hacia mi auto, exhausto y sin poder mantener una
buena respiración. Me senté junto a ellos. Tenía que
mantener la cabeza fría, no podía dejar que la culpa o los
nervios me consumieran porque cuando llegaran ellos no
tendrían piedad. Abrí el compartimento de gasolina de
Moretti, el cual comenzó a mojar el piso. Me alejé un poco
y le disparé. Ambos autos fueron consumidos por el fuego
rápidamente, y con ellos los cuerpos de aquellos tres
hombres que nunca estuvieron destinados a morir juntos.
De mi bolsillo saqué un cigarrillo y cuidadosamente me
acerqué al fuego para encenderlo, luego me volví a alejar,
esbozando una sonrisa por aquel sueño mojado de
cualquier pirómano. Había creado el crimen perfecto.
Hubo testigos que vieron a Moretti salir detrás de mi auto.
La policía quizá iba detrás, pues los vecinos lo
denunciaron, así no lo hicieron ellos, mis padres o los de
Pablo habrían denunciado nuestra desaparición. Quizá
después encontrarían los tres cuerpos calcinados,
asumirían que el mío había sido totalmente calcinado. Los
autos, o al menos el resto de los autos, coincidían con los
que usábamos. Me darían por muerto junto con ellos y era
lo mejor. Era mejor que mi familia pensara que yo estaba
muerto.

Me alejé poco a poco de aquel lugar, pero no tardé en


escuchar las sirenas de la policía, pero solo eso, las
escuché, pero jamás vi ningún auto de fuerzas de la ley
llegar. Caminé por aquella carretera desierta muy
lentamente, tenía que hacerlo, tenía que caminar lento. No
sabía cuántos días tendría que caminar. Nunca he visto un
negro tan oscuro como el de la desierta carretera al norte
de la Ciudad de México al caer la noche. Ningún alma se
hacía presente. Volteaba para todos lados, con cierta
paranoia de ser seguido, hasta que vi algo que me llamó la
atención. Estaba del otro lado de la carretera, era una luz,

Una luz llena de energía crecía, y conforme crecía, iba


tomando la forma de una figura humanoide hecha
completamente de luz. Mi curiosidad superó mi miedo, así
que corrí hacia aquel lugar. Era un largo camino y sentía
cómo mis piernas eran cortadas por lo que asumo era
alambre o alguna espina. Cansado, finalmente llegué allí,
pero no había nada. Me quedé sumamente confundido,
pero noté que algo sí emergía de la oscuridad: era un
pequeño camión refresquero.

Levanté mi dinero al aire para que el conductor del camión


lo viera, lo cual hizo y se detuvo. En él se encontraba un
hombre de mediana edad que aparentaba ser mayor, pero
sin duda los viajes nocturnos le jugaban mal. Él me
preguntó amablemente:

¿A dónde, joven?

A donde usted vaya.

¿A Querétaro, joven? ¿Le viene bien?

No dije nada y me subí al asiento del copiloto. Lo había


logrado, tenía una nueva vida.

Me acurruqué en el asiento, esperando a que aquel chofer


no preguntara nada, pero mi mente solo podía pensar en
escenarios donde el hombre me hacía preguntas y yo no
podía hacer más que contarle acerca de una vida que no
era mía, y con ella un universo de posibilidades. Tenía que
elegir algo que no levantara sospechas, algo discreto y
creíble.

Aún hasta hoy no entiendo cómo pasamos tanto tiempo en


silencio. El hombre, quizá acostumbrado a personas que
escapan todo el tiempo, había aprendido que hacer
preguntas no era lo más prudente. Pasamos horas
simplemente mirando el paisaje, hasta que vimos un
letrero que anunciaba lo que más deseaba: habíamos
llegado a Querétaro. Avanzamos y nos adentramos en la
ciudad al amanecer. El conductor frenó en una pequeña
plaza y me preguntó si estaba bien allí. Solo asentí y le
entregué el billete más grande que tenía en su mano. Noté
que en su mano izquierda le faltaba un dedo. Pensé que
quizá esa era la razón por la que no hacía preguntas, pero
no me lo cuestioné más. Bajé del automóvil y comencé a
caminar.

Mientras caminaba por la acera queretana, noté cómo mi


olor se excedía. Apestaba a un olor a hierro que solo ocurre
cuando se suda a montones. Pensé que nadie me recibiría
y sería como un leproso en tiempos bíblicos, desaterrado
de la civilización.

Caminé y vi un discreto anuncio que decía: 'Motel Azteca:


$10 el baño y $23 la noche'. El anuncio estaba detrás de
un pequeño edificio, detrás de una escalera. Subí y
encontré una pequeña mesa que simulaba ser una
recepción. En la humilde mesa había una campanilla, la
cual toqué. Nadie vino de inmediato, pero al rato apareció
un ser al que no podría decir si era una mujer o un hombre,
pues le cubría una enorme cantidad de vello. Podría
decirse que era un ser andrógino. Me habló con una voz
muy aguda, preguntándome qué necesitaba. Le respondí si
tenía habitaciones disponibles, a lo que dijo que sí. Me
entregó una llave que decía 4B y le pregunté dónde estaba.
Sin decir una palabra, solo me señaló con el dedo.

Entré a la habitación señalada y ahí estaba el primero de


muchos hogares en mi largo bagaje. Había una cama
cubierta por una ligera capa de polvo. Levanté la sábana y
había una mancha roja. Volví a acomodarla para no verla.
Noté cómo los pocos muebles que había también estaban
cubiertos por aquella capa grisácea de polvo. Al apenas
tocarla, desaparecía para impregnarse en mi mano.

Al final, con un trapo andrajoso que había ahí, comencé a


limpiar todos los muebles. Vi debajo de la cama y ahí no
había nada, pero noté que la alfombra que cubría el piso
estaba mojada en aquella parte. Quise ignorarlo, pero no
podía. Levanté la cama y coloqué el trapo de tal manera
que secara la mancha. Me senté en una esquina para dejar
pasar el tiempo. Pensé en mis padres y me carcomía el
hecho de que aquella habitación se había convertido en mi
nuevo hogar. Había fallado. Si hubiera sido un mejor
negociante, estaría ahí sentado en casa, a punto de irme a
la facultad a perder el tiempo con Pablo. Pero ahora Pablo
ni siquiera estaba. No podía permitirme fallar. La siguiente
vez sería mejor. No dejaría que la muerte de algún
bastardo me arruinara la vida. Eso me prometí aquel día.
Me había quedado tan ensimismado que dejé que el día se
me pasara. Adormecí y cuando volteé a la pequeña
ventana, noté que el sol ya estaba por ocultarse.

Al final de aquella tarde, miré mi reloj, sintiendo aquellas


fibras de cuero. Noté que habían pasado más de
veinticuatro horas desde que mi vida había cambiado. Me
lo quité y noté que mi piel también había cambiado; se
había vuelto más morena. La piel que estaba cubierta por
el reloj era más blanquecina, mientras que el resto de mi
cuerpo tenía un tono dorado y moreno.

Comencé a desnudarme para abrir la llave de la regadera


y me acerqué al baño, que en algún momento fue blanco,
pero ahora lucía amarillento. Noté cómo el mosaico estaba
agrietado y mojado. Abrí la llave, que tenía una pésima
presión, y el agua empezó a mojar mi cuerpo. Vi cómo la
suciedad se iba corriendo hasta el piso, y mi piel dorada y
morena iba blanqueándose poco a poco. Respiraba
agitadamente y tenía que aguantar la respiración en
momentos debido al olor que se desprendía, similar al de
una cañería podrida.
Terminé de ducharme y me tiré en la cama, respirando
profundamente. Observé la ventana y vi que el sol apenas
empezaba a asomarse. Había pasado casi un día sin salir
de aquella habitación. Con mis andrajosas ropas puestas,
bajé de la habitación sin antes recoger mi reloj. Tenía que
moverme rápido, así que dejé el dinero en el mostrador y
salí del lugar.

Caminé un buen trecho hasta encontrar una cafetería de


tamaño considerable. A esa hora del día, estaba repleta de
clientes. Me acerqué a la barra, me senté y pedí un café
negro sin azúcar y un periódico del día. Nadie me atendió,
así que hice señas al camarero varias veces, pero el lugar
estaba abarrotado y parecía no dar abasto. Pensé en armar
un alboroto, creí que lo merecía. Consideré gritar y exigir,
pero no quería llamar la atención. Necesitaba mantener un
perfil bajo y no arruinarlo.
Después de unos minutos, finalmente llegó con lo que
había pedido. El café solo necesitaba ser servido y el
periódico estaba allí, solo que estaba detrás del mostrador
y bajo llave. Me bebí el café rápidamente como si fuera
agua y pedí una segunda taza. Tomé el periódico con
manos temblorosas, ya que no quería saber nada sobre el
incidente. Lo abrí y en primera plana no había nada.
Revisé la sección de noticias y tampoco había nada
relacionado. No se mencionaba el "accidente", lo cual me
tranquilizó. Sin embargo, hice una nota mental de comprar
el periódico todos los días para ver si había alguna
mención.

Al final, no pude hacer nada. Lo que estaba hecho, estaba


hecho. Regresé inmediatamente a mi mesa, sintiendo que
algo se me olvidaba. Le pregunté al camarero si podía
quedarme con el periódico, pero él negó con la cabeza. Lo
tomé en mis manos y revisé la sección de empleos.
Observé detenidamente y pedí una pluma al hombre
sentado junto a mí, quien amablemente me la dio. Leí letra
por letra, guiándome por las imágenes. Ninguno de los
trabajos llamaba mi atención, eran muy simples y
requerían mucha exposición. Yo no podía ser visto.

Al final, noté uno que me sobresaltó. Era para ser


almacenista en una librería. Anoté los datos en mi brazo y
salí definitivamente de aquel lugar.

camine, por la ciudad, en realidad no tenía rumbo, no


había mucho por hacer, llegue hasta lo que creí era la calle
principal, veía a carros ocasionalmente pues la calle era
muy poco concurrida a esas horas de la mañana, baje hasta
lo que pensaba que era la plaza principal, en ella pude ver
como algunos de los puestos comenzaban a abrir, como en
la calle contigua llegaban camiones constantes con
periódico principalmente para abastecer a los puestos de
revistas, camine con las manos en los bolsillos hasta llegar
a el último de la plaza, me quede frente a él, mirando mi
reloj esperando a que abrieran, cuando llego la séptima
hora, el hombre que atendía abrió la cortina de madera, yo
pedí un mapa para mí, y cuidadosamente elegí las
monedas, no quería pagar con un billete de esos que le
había pagado a Moretti pues levantaría sospechas, al final
seleccione una moneda de 2 pesos y pague por aquel
mapa, me vi el brazo el cual estaba a punto de volverse
limpio otra vez la dirección que había anotado estaba por
borrarse, así que tuve que apresurarme a preguntarle a
aquel ser madrugador ¿Conoce usted la calle rosas? el no
hablo, parecía que estaba mudo, simplemente señalo con
su dedo a lo que entendí que estaba todo derecho, mientras
caminaba observaba como el sol se ponía en la cúspide
sobre las montañas las cuales lloraban casas en aquella
ciudad diagonal, la acera era imperfecta, pero las casas
eran bellas, pensaba que podía reconstruir mi vida ahí,
podía funcionar Llegue a aquel lugar donde prometían
trabajo, aún no había abierto, por más lento que camine
aún faltaban algunos minutos, retrocedí y lo observe, era
un edificio el cual estaba conectado a los demás, hecho de
ladrillos como los demás, incluso la pintura de un azul
marino, era una que había visto en repetidas ocasiones, lo
único que le distinguía a aquel discreto negocio era una
placa en color dorado que se encontraba en la parte
superior derecha de la puerta la cual rezaba ¨Librería
Santiago¨
El alba estaba en su pináculo y los rayos del sol
comenzaban a dorar en todas las fibras de la piel. De un
auto que pasaba por ahí, emergió una mujer. Tenía un
vestido azul y sandalias, llevaba lentes gruesos y rojos, el
pelo recogido. Era de una hermosa piel oliva y era
delgada. Caminaba de manera elegante, haciendo sonar
unas llaves con cada paso que daba. Al final, se plantó
frente a la librería y abrió la puerta de madera, la cual
crujía con cualquier movimiento. Entró y colocó el letrero
de "abierto".

Asumí que, si alguien podía emplearme, era ella. Dudé en


entrar. Quizá había alguna búsqueda por mí, quizá en la
radio habían lanzado un perfil que coincidía con mi
descripción y quizá, solo quizá, ella era lo suficientemente
honesta para reportarme. O en realidad, no había nada. Me
habían dado por muerto junto con Pablo y los demás, y la
historia se había acabado. Quizá mis padres aún no se
habían enterado. No podía evitarlo, no podía evitar que
había dejado algo atrás, algún indicio de vida. Quizá había
dejado huellas en la terracería y darían con el conductor.
No había hecho preguntas, pero ¿a cuántas personas había
subido en aquella medianoche? Tenía que regresar. Sentí
el impulso de correr hasta la carretera. Mi corazón se
aceleraba mientras más me planteaba preguntas. Pero no,
no podía hacerlo. No podía regresar.

Al final crucé la calle y cuando menos me di cuenta, estaba


frente a ella y le pregunté:

Aquí dan trabajo, señorita. Y sí, aquí damos trabajo.


¿Viene usted por lo del almacenista? —había quedado
plasmado frente a su voz, la cual era gruesa y más parecida
a la de un hombre o a la de una maestra a la que un alumno
quiere evitar su clase—. Era autoritaria y firme. Tarde en
responderle, me llevé las manos a la cabeza y respondí con
un simple y seco: "Pues sí". Ella me vio y dijo: "¿Tiene
experiencia?". Era verdaderamente seria. Intenté pensar en
algo para calmar los ánimos.

Aquí dan trabajo, señorita. Y sí, aquí damos trabajo.


¿Viene usted por lo del almacenista? —había quedado
plasmado frente a su voz, la cual era gruesa y más parecida
a la de un hombre o a la de una maestra a la que un alumno
quiere evitar su clase—. Era autoritaria y firme. Tarde en
responderle, me llevé las manos a la cabeza y respondí con
un simple y seco: "Pues sí". Ella me vio y dijo: "¿Tiene
experiencia?". Era verdaderamente seria. Intenté pensar en
algo para calmar los ánimos.

Los pedidos llegan todos los martes a las diez de la


mañana. Tu trabajo es verificar los libros y conciliarlos
con el pedido, firmar y acomodarlos en los estantes.

"O sea, ¿hoy llegan?", reí.

"Sí, precisamente", respondió ella.

"¿Y eso es todo lo que haré?", pregunté.

"En realidad, es algo más complejo que ser un


almacenista. Casi todos los días la tienda está a punto de
explotar y yo no doy abasto. Necesito un ayudante. Mi
esposo no puede, al menos no todas las horas. Me vendría
bien una mano. ¿Sabe algo de libros?"

"Bastante, diría yo".

"¿Y no estudia? Le veo muy joven e inteligente".

"Ya sabe cómo es, no siempre se tiene lo que se quiere,


¿verdad?", reí tristemente.

"Lamento escuchar eso, joven. Bueno, ¿cuándo puede


empezar?"

"Hoy, si me lo permite".

Claro, estaría encantada. Solo que...

Tomé, me dijo buscando algo en su bolso. Era un billete.


"Cómprese algo, una buena camisa y unos zapatos.
Considérelo un adelanto. Cuando venga la gente, no puede
verse así."

Dudé en tomar el billete, pues tenía dinero propio, pero el


estado en el que me encontraba físicamente no cuadraba
con lo que tenía en el bolsillo, así que de una manera casi
humillante decidí tomar el dinero. No eran más de 50
pesos. Pregunté si había algún lugar donde podía comprar
algo "decente". Ella simplemente preguntó: "¿A qué se
refiere con decente?". A sabiendas de que todos tenemos
visiones diferentes y con vistas en agradarle, le respondí
lo que para usted sea decente, cómo le gustaría que se viera
un empleado suyo. Ella esbozó una ligera sonrisa, era casi
invisible, si en aquel momento no estuviera viendo su
rostro, no lo hubiera visto. Era una interesante mezcla de
orgullo y agrado. Me dijo:

"Venga, le enseñaré", señalando con la mano el lugar,


inclinando sus dedos hacia atrás como si de un miserable
perro se tratase. Decidí ignorarlo por la paz, y mientras
caminábamos por el largo pasillo que daba hacia la puerta,
se atrevió a romper el silencio:

"Usted no es de por aquí, ¿verdad?"

Eso resultaba una obviedad, era evidente que quería saber


más de su empleado, no era el momento aún, aún no tenía
ninguna historia por inventarme y en aquella marea de
pensamientos de mi boca salió un tajante:

"No".

Ella entendió todo, o al menos eso creí, había entendido


que tenía un precedente turbulento, o simplemente no le
había dado vueltas al asunto. Eso siempre le había
resultado gracioso, cómo no todos les dan vueltas a los
asuntos y simplemente viven su vida como si de un juego
de azar se tratase. Pero bien dicen, al final solo los
ignorantes son felices.
Parte II: Tus pecados te perseguirán, siempre

Desde aquel día en el que había escapado sin mirar atrás,


hasta el día en que todo parecía que iba a cambiar de
nuevo, el sol estaba a la mitad de una traslación. Era una
tarde de verano. Desde temprano se podía escuchar a los
niños en las aceras, a los carros en las calles haciendo un
tumulto desde la media mañana y a la gente disfrutando.
Yo me encontraba sentado, acomodando libros de
literatura americana. Intentaba que tuvieran un orden, pero
aún no estaba seguro si ordenarlos por género o por
apellido de autor. Tenía la caja en mis pies y yo estaba
recargado en el librero contiguo, con las manos en la
barbilla.

Era aún temprano, así que no había muchos clientes.


Desde el fondo de la tienda escuché que alguien gritaba:

-¡Fabricio!

Era Rafaela, la dueña. Rafaela, aquella feroz mujer, tan


rígida, tan estricta, tan fría como los inviernos en el norte
y tan seria como el funeral de alguien a quien no conoces
bien. Aquella Rafaela se había ablandado por mí. No diría
que éramos amigos ni nada, pero le había dado partes de
quien decía ser yo. Le inventé que era de alguna zona
montañosa de Jalisco y que había salido de mi pueblo para
estudiar derecho en Ciudad de México, pero mi dinero se
había acabado a medio camino. Resultó que Rafaela sintió
profundamente lo falso sentir. Ella misma siempre quiso
estudiar y vio en mí una manera enferma de cumplir sus
sueños.

De vez en cuando me daba algún libro que no descontaba


y me hacía preguntas sobre él. En realidad, esos libros ya
los tenía en casa y los conocía al derecho y al revés. Todo
era fácil, la vida era buena y yo estaba en paz.

Claro que no podía dejarlo, no podría dejar el "asunto" en


paz. Iba todas las tardes a la plaza que conocí el primer
día, a consultar los periódicos: El Nacional, el que traían
desde la capital y el local. En ese orden pensaba que algún
día me publicarían, o publicarían algo relacionado con el
asunto. Leía letra por letra y sección por sección.

Diría que una buena parte de mi sueldo se había ido en


aquellos periódicos. Fantaseaba con el día en el que
publicaran mi obituario. Significaba que todo estaba
hecho, que era libre de verdad. Pero no era justo, aún
faltaba mucho para serlo.

-Fabricio!

Volvió a llamar. Tuve que dirigirme hacia el fondo de la


tienda. Estaba Rafaela plantada frente al patio trasero.
Junto a ella estaba un hombre que se hacía llamar Tomás.
Era el conductor del camión que transportaba los libros
que venían hacia la tienda. Tomás me preguntó:

-¿Señor Torres?

¡Así me llaman!

Respondí carismáticamente. Me indicó que firmara al


final de la hoja que tenía en sus manos como recibido, lo
cual hice. Tomás dejó el paquete y yo comencé a cargarlos.

Mientras caminábamos por aquel pasillo ella pregunto


ansiosamente ¿Esta todo en orden? yo simplemente medio
mire una caja y asentí con la cabeza, deje los libros al
fondo de un estante, y me dispuse a prender un cigarrillo,
ella, lo tomo de mi boca, y me dijo -Aquí no, ya sabes ¿Por
qué no te sales? toma tu descanso, vamos. Cosa que hice,
era parte del plan, desde los primeros días sabía que a ella
no le gustaba que fumara adentro, no por el olor,
simplemente porque era una reverenda estupidez, una
pequeña chispa más miles de hojas de papel era la suma
perfecta para su bancarrota y perdición, yo lo hacía a
propósito, desde que lo descubrí sabía que ella insistía en
que me saliera a fumar y me dejaba irme como treinta
minutos, los cuales aprovechaba para ver la ciudad de día,
conocer las calles a la gente, los rostros de los vecinos y
los negocios locales, casi al final de la calle había una
cantina de poca monta a la que solía ir, no para fumar o
beber sino para que solo se me impregnara aquel olor a
cigarro pues en realidad yo ya no fumaba.

Necesitaba estar alerta, comencé a notar los patrones de


los movimientos de las personas, note que exactamente
cuánto el sol se pone en medio a hombre el cual iba con su
bicicleta de una manera lenta, entorpeciendo el tráfico, la
gente de los autos le insultaba y le recordaba a sí madre
pero a él no Parecía importarle, al otro lado de la calle,
unos pasos a la derecha se exhibían trozos gigantes de
carne, de ahí emergía una familia de cuatro, los padres
Fernando y maría los cuales tenían un hijo y una hija, la
hija era quizá dos o tres años mayor que yo, tenía un
cabello liso y largo que le llegaba casi a los pies, unos ojos
que te invitaban a perderte en su belleza y una voz tan
dulce como el de los pájaros de un sicomoro en la mañana,
mientras veía a aquella familia no podía evitar pensar en
la mía, me preguntaba si había tenido un funeral, si era así
¿que había dicho mi epitafio? ¿Amado hijo y hermano?
sentía algo en mi estimado cada vez que imaginaba a mis
padres enterrando un ataúd vacío, pensaba que quizá me
habrían confundido con Pablo y era el a quien no habían
enterrado, me pregunto ¿quién habrá ido a mi funeral?
¿Habría ido mariana? ¿Mariana había tenido a nuestro
hijo? Al final sus padres lo sabían, quizá era más fácil
criar un hijo como viuda que como soltera, así algún
hombre la iba a querer eventualmente, su madre Carmela
debió de haber estado destrozada, su hijo y su esposo en
una misma noche, no puedo pensarlo, ya no puedo pensar
en eso, el pasado es pasado y enterrado quedará.
Más allá, al finalizar la calle, un edificio se sostenía por sí
solo, una agrietada construcción que quizá databa desde
hace más de medio siglo, era una cantina, la cual siempre
tenía música por dentro, yo la exploraba de tiempo en
tiempo, con la esperanza de encontrar algún trabajo más
remunerado, un día caminé hacia ella puse mi mano en la
barra la cual crujió ante mi peso, ordené un refresco y
observé a la gente, una pareja no tanto en llamar mi
atención, eran de un porte elegante, un hombre y una
mujer, parecía que iban o venían de alguna fiesta, el con
un traje hecho a la medida y ella con un vestido esmeralda
y unos tacones blancos, el hombre con el pelo bien hacia
atrás y la mujer con un peinado elaborado, el con una
barba recortada y ella con un maquillaje colorido, no pude
evitar acercarme, sin saber que decir, me puse junto a
ellos.

Los saludé gentilmente y ambos a un unísono


respondieron con reciprocidad pregunté si podía sentarme,
la mujer asintió, me acerqué una silla de la mesa contigua
y me senté, comencé a analizar sus dinámicas, pude darme
cuenta de que la mujer era la líder, tenía un lenguaje
corporal más dominante, así que si quería sabe algo tenía
que dirigirme a ella

-¿qué hacen por aquí?

Pregunté

-negocios, definitivamente no venimos por placer ¿y tú?


¿Eres él?

-Claro

Estaba confundido, la peculiar pareja se levantó de la


mesa; la mujer me indicó que le siguiera y eso hice,
salimos los tres de la cantina y caminamos a plena Luz del
día los tres, con dirección al norte nos embarcamos en una
travesía que parecía no culminar, yo estaba al borde de un
ataque de nervios, la ansiedad me comía vivo, no podía
evitar pensar en que me estaba metiendo, pensaba en cómo
todo era una serie de inevitables consecuencias, la hora y
el lugar equivocado o correcto, quizá sería mi muerte y en
realidad no temía por perecer, temía si no lo hacía, mis
actos se hacían realidad.
Mientras más nos adentrábamos por el centro queretano,
hasta llegar a el mercado principal, telmexaco, uno de los
lugares más concurridos, lleno de personas que
constantemente anunciaban sus productos reventando los
tímpanos, personas iban y venían con flores o frutas,
algunos llegaban con los bolsillos llenos y se iban con
grandes trozos de carne o kilos de maíz, nosotros lo
ignoramos.

Caminamos por aquel azulado túnel hasta llegar al final,


era un pequeño estacionamiento, donde había unos autos,
nada fuera de lo común, pero hubo uno que destacaba ante
el resto, era un lujoso auto Alemán vestido de un rojo
sangriento, en el me indicó la mujer que debía de hacer la
tarea la cual desconocía, el hombre de su bolsillo
izquierdo sacó una sola llave sin ningún llavero y la mujer
comenzó a decir

-Conduce hasta la 31, en el norte, cuando veas la


indicación deja el auto bajo el roble, camina 3 pasos, no
más no menos, encontrarás una piedra marcada, ahí bajo
un pozo está tu pago, eso es todo, el camino de vuelta va
por ti, solo hay una instrucción, bajo cualquier
circunstancia no abras la cajuela, no te lo cuestiones, si
alguien pregunta vas de viaje a santa lucia ¿entiendes?

Asentí

Tomé las llaves que el hombre había estado sosteniendo


durante todo ese tiempo en su mano y encendí el auto.
Comencé a maniobrar para salir del estacionamiento.
Lentamente avancé hacia la calle y volteé para ver a la
enigmática pareja, pero ellos ya se habían desvanecido.
Me sumergí en la calle y parecía que iba desaparecido. Era
un convertible, por lo cual la luz me pegaba en la desnudez
que no cubría mi camisa. Sentía como mi cuello quemaba
y como mis brazos y dedos también lo hacían. Mientras
más me alejaba de la ciudad, sentía como mis manos se
derretían para combinarse con el blanquizco cuero del
volante. Mientras más me alejaba, pensaba que jamás
volvería, pero no ese no sería el caso, al menos no en aquel
momento.

Hice lo que dijeron, lo había logrado. Estaba ya en la


interestatal. Mientras aceleraba, sentí el motor de otro auto
pisándome los talones. Era un auto blanco y azul, era un
policía de caminos. Mi corazón se bajó hasta el piso. La
nave se puso continuamente a mi auto y simplemente me
meneó la cabeza como saludando. Yo tomé mi mano
izquierda y le hice con dos dedos una extraña señal militar,
indicándole que todo estaba bien. El oficial de la ley se
alejó. Yo no pude más que apretar el volante y frenar
ligeramente. Tenía que alejarme de su campo de visión lo
más posible.

Comencé a ver las indicaciones y los números se


agrandaban. Eso solo significaba que cada vez, metro por
metro, estaba más cerca.

Frené, pues vi el árbol. Por el calor o por abandono, estaba


seco y a punto de caer. Caminé los tres pasos y debajo de
la piedra había tres fajos de billetes, eran dólares. En aquel
momento comprendí que era algo verdaderamente
importante en lo que me había metido. Como pude, me los
coloqué en el pantalón. Justo cuando iba a caminar hacia
la estación de gas, decidí dar un vistazo. Con el trapo que
tenía en el bolsillo de mi camisa, abrí la cajuela en la cual
había maletas. Abrí una de ellas y había artículos de todo
tipo: alcohol escocés, algunos gramos de cocaína, incluso
ropa de marcas de diseñador en algunas otras, productos
extranjeros e incluso juguetes. Lo cerré y lo dejé como
estaba. Me alejé y no vi hacia atrás. Caminé hasta la
estación y le pregunté a un camionero si podía llevarme al
centro de Querétaro, a lo cual accedió. Era tarde y la tienda
estaba por cerrar.

Así que tuve que apurarme. Entré y noté que estaba


prácticamente vacía. Por los ventanales se filtraba la
moribunda luz solar, lo cual hacía que aquel lugar tuviera
un aspecto amarillento. Me dirigí hacia el patio trasero
buscando a alguien, pero nadie se encontraba. Subí las
escaleras, donde estaba Rafaela de espaldas. Noté que no
me había visto, así que carraspeé.

Sin voltear su cabeza, solo comentó: "¿Dónde te metiste?"

-Con los Ortiz. Me necesitaban para algo. Entiendo que


me descuentes el día.
No contestó, me ignoró y comenzó a hacer el trabajo que
me correspondía. No tuve otra opción que alejarme y
comenzar a caminar hacia la casa que rentaba. Esta estaba
más allá de la zona central, más allá donde convergían los
edificios y las casas, solo se distinguían por el color de la
pintura exterior. Al final de la calle, cerca del sembradío
de trigo y la carretera, estaba la carretera del sur. El
número en dorado 110 y la puerta de madera que crujía al
abrirse. Apenas entraba, sentía cómo la vida se me iba. Era
una ola de calor, ya que las ventanas se mantenían abiertas.

Apenas entré, busqué un jarrón que estaba en el comedor.


De mis pantalones saqué los tres fajos y los puse
provisionalmente ahí. Cerré la tapa y sentí cómo la celeste
porcelana era fría e indiferente. Me arrodillé en lo que
simulaba ser una sala, pues solo se encontraba un sillón
rojo que tenía las costuras a punto de reventar. Lo moví
con mi peso y debajo de él toqué las maderas, sentí los
oxidados clavos, y con poca fuerza comencé a sacar una
tabla. Cuando me di cuenta, eran dos, después tres y
después cuatro. Había creado un espacio donde el dinero
cabía perfectamente. Lo saqué del jarrón y lo coloqué ahí.
Volví a colocar las maderas y el sillón. Todo estaba en su
lugar, parecía que el lugar era virgen otra vez. Me senté en
aquel sillón y suspiré. Ese día mi vida volvió a cambiar,
pero eso aún no lo sabía.

Dos misas dominicales habían pasado, yo estaba de nuevo


en la librería haciendo lo de todos los días, estaba al fondo
recogiendo libros que algunos desconsiderados clientes
habían dejado en lugares equivocados, escuché la
campana que se escuchaba cada vez que alguien abría la
puerta pero naturalmente no voltee, simplemente escuché
la voz de una mujer la cual no recordaba exactamente de
donde la conocía y la de Rafaela entablando lo que parecía
ser una conversación amistosa, cuando aquella interacción
estaba por terminar escuché que mencionó el nombre por
el que era conocido en aquel momento, de una manera
fuerte para que yo pudiera escuchar, caminé enseguida,
Rafaela estaba frente a la puerta y la enigmática mujer
estaba de espaldas, tenía un vestido largo de color
esmeralda con tonos dorados, tenía el torso desnudo pero
no era tan notorio pues era cubierto por su cabello castaño,
volteó y aquellos ojos me miraron, era la mujer que me
había dado trabajo, sonrió con un tono casi maternal y
Rafaela comenzó a decir

-Eva dice que tú le recomendaste un libro de Hemingway


que le gustó mucho, le gustaría que le dieras algo así

Me volteé indicando que me siguiera lo cual ella hizo,


llegamos hasta el fondo para que Rafaela no pudiera
escuchar nuestra conversación, llegue a la sección de
literatura traducida y saqué un ejemplar de poesía de
Emily Dickinson, me volteé para Que Rafaela no pudiera
siquiera leer mis labios y antes de que yo pudiera decir
algo ella dijo

-nos gustó lo que hiciste, discreto sin preguntas ¿te


gustaría volver?

Me rasque la cabeza y la barbilla , me frote los ojos pues


no sabía que responder, amaba la emoción, adoraba como
aquella patrulla me había perseguido, me encantaba sentir
como si estuviera en medio de un edificio en lo más alto,
no había barreras ni escaleras, no había manera de bajar,
el mundo se caía y yo estaba ahí, postrado impotente, solo
a eso se podían comparar aquellas emociones, quería
sentirlo; la mujer al notar esto, reiteró

-la paga será mejor; no te preocupes

-No, es eso, simplemente es que

Quería decirle, todo había sido una confusión, yo solo


había estado en el lugar incorrecto, solo

Había sido una víctima de las curiosas circunstancias, no


sabía quién era a quien ellos buscaban aquel día, quizá
estaba muerto o quizá había muerto por mi culpa

Incluso pudo haber sido un policía en cubierto que estaba


siguiéndoles los pasos, no podía arriesgarme, no la libraría
una segunda vez, nadie corre con tanta suerte, pero al final
llego a mí un pensamiento que sellaría mi destino, me
imaginaba escapando hacia el norte, lo más norte del
norte, quizá Vermont o Canadá, una identidad nueva y una
vida nueva, lo podía imaginar, visualizaba la cálida
chimenea en el invierno, los copos caer por la ventana,
sintiendo por un lado el frío vidrio y por otro el calor que
solo unas leñas en las brasas pueden tener, en aquel
momento lo añore y lo anhele, tuve que aceptarlo
-¿de qué trata?

Ella ansiosamente prosiguió

Supongamos que tienes dos amigas a las cuales llevarás a


un rancho a las afueras de Santa Lucía, tus amigas no son
de aquí, son de muy lejos, las vas a llevar a una gran fiesta
en un rancho, seguro que si te adentras lo suficiente en la
carretera lo ves, en la fiesta, te van a pagar solo pregunta
por Dionicio

Tenía muchas preguntas, quería sumergirme en los


detalles, pero me limité a decir

-¿cuándo?

Hoy mismo, cuando salgas de aquí te vas a donde mismo,


ahí te esperan

Asentí, y le di el libro que tenía en mis manos , le dije con


un tono que ocultaba un cierto misterio

-Tome, no se pude ir con las manos vacías

Ella con sus dos manos lo tomó, note como en su mano


izquierda había cicatrices que iban desde las uñas de sus
dedos las cuales estaban finamente cuidadas hasta casi el
antebrazo, note como tenía una marca de un anillo en su
dedo angular, ella lo tomó y se lo puso debajo del hombro,
ella de su bolso sacó una tarjeta, la cual solo tenía inscrita
un número celular

“Aquí va el número falta inv.”

-cualquier cosa, no creo que tengas problema, solo si algún


día necesitas mas

La mujer, no volvió a buscar mis ojos, se relamió los labios


u se los mordió, terminó por darse la vuelta y comenzar a
alejarse, de acercó a la caja y le extendió a Rafaela un
billete grande, ella le dio el cambio y la campana volvió a
escucharse, se había ido

Yo me quede atónito, sentía como mi cabeza daba vueltas


sin parar como si hubiera corrido un maratón, pero mi
mente seguía ahí indicándole a los pies que corrieran, pero
estos ya no avanzaban, al final mire mi reloj ansiosamente,
aún faltaban. Un Par de horas para el cierre y regrese a mi
trabajo

Sobre el prado y la llanura el día comenzaba a morir y con


ella comenzaba mi caída la cual no iba a detenerse hasta
acabar con lo más profundo de mis entrañas, le dije a
Rafaela que tenía que retirarme temprano pues tenía que
reunirme con mi casero, ella solo asintió y yo caminé
rápidamente con dirección hacia el mercado.

Mientras recogía las piezas de mi cuerpo destruido por los


nervios y las prisas noté que estás caminando en dirección
incorrecta, lo que me obligo a regresar por la calle en la
que estaba la Librería, pase lo más rápido que pude pues
no quería ser notado, pase por la cantina de la cual
emanaba una cálida luz, ahí en la infernal barra bajo el
calor de la noche estaba un hombre hablando con el dueño
que estaba detrás del mostrador, era grande, quizá por mi
miedo o quizá era enserio pero aquel hombre llegaba casi
hasta el techo, note como sus botas habían dejado una
marca particular de lodo en el piso, que seguían un rastro
hasta llegar a él, estaba cubierto por unas grandes botas de
cuero mal ligadas por el tiempo, unos vaqueros bastante
deslavados, y a su torso le cubría un gran abrigo gris, quizá
en su origen era mejoró peor hoy era gris, casi blanca, rota
y parchada un vestigio de mejores tiempos sin duda
alguna, a él le cubría un largo cabello y una barba
descuidada, note como cuando recargo su brazo en el
mostrador en su bolsillo había un revólver, de su brazo
recargado emergió un pequeño billete, noté que el dueño
lo esperaba con ansias, pero el tirando del hilo del
suspenso hizo una pausa y su ojo fue girando lentamente
hacia puerta en donde yo me encontraba.

Me detuve en seco, sentí como mi corazón y toda mi


sangre caía a el suelo, el hombre dejó el billete el cual el
dueño tomó rápidamente, el comenzó a acercarse a la
salida lentamente, yo no lo dude y comencé a caminar más
rápido hacia el mercado, mientras caminaba la noche caía
y con ella la ciudad parecía apagarse, siempre me pareció
interesante como en todos los lugares no importa a donde
vayas siempre parece haber dos de cada uno, una dualidad
a la que ni el lugar más recóndito de la tierra puede
escapar, en el día estaban los obreros y los que trabajaban
en los negocios, los niños que iban a las escuelas
acompañados de sus madres y la gente que simplemente
iba de paso, pero por la noche de la oscuridad surgía otra
clase de gente, gente con semblantes extraños y
peculiares, gente que parece que no pertenece al día y que
jamás lo ha visto, te he que salía de los bares, prostitutas y
sus proxenetas rondaban las calles de las escuelas, incluso
la poca policía que rondaba las calles parecía diferente,
menos alerta, más despreocupada, mientras más caminaba
aquellos animales nocturnos comenzaban a salir de las
cloacas para comenzar a desfilar por las calles para
llenarlas y hacer de aquel lugar suyo, llegue al mercado en
cuanto pude, aquella lona azul que cubría el lugar del sol
ahora no era más que un impedimento para la luz por lo
cual el lugar adquiría una apariencia bastante ominosa,
mientras más me adentraba sentía como constantemente
había presencias fantasmales que me acechaban, pero no
eran presencias de los muertos, eran más bien presencias
de la gente del día que habían dejado en aquel lugar su
vida y sus preocupaciones.

Al final pude ver la pequeña luz que se encontraba cuando


el mercado terminaba, el estacionamiento estaba oscuro y
no podía distinguirse el este del oeste, no había autos, solo
al final, marginado, había una maquinaria alemana que
databa quizá desde la Segunda Guerra Mundial, de color
azul, un azul real que estaba oxidado por el tiempo, con
detalles en blanco que estaban ya amarillentos, con la
defensa destrozada y con una luz frontal que apenas
encendía, me acerqué; no quería aceptarlo pero al final
supuse que ese debía de ser el auto, me acerque y abrí la
puerta del piloto, acerqué mi cabeza para ver hacia el
interior, dentro en la parte trasera había dos mujeres las
cuales por la oscuridad no podían verse sus rostros, pero
por su contorno pude notar que eran delgadas, bastante,
casi hasta un nivel enfermizo, eran bastante altas pues
llegaban a toparse con el techo del auto, pude notar que
iban bastante abrigadas, lo cual me llevo a preguntarme si
estaban en sus cinco sentidos pues nadie en su sano juicio
usaría abrigos de piel cuando el sol ardía como el
mismísimo infierno incluso al caer la noche, entró todo mi
cuerpo y comenté de una manera carismática

-¿son de Dionicio?

Las mujeres se quedaron en silencio,

Instintivamente voltee a mi alrededor para comprobar si


mis ojos no me engañaban, pero en realidad no había
ningún otro auto, termine por entrar y encenderlo,
comencé a conducir hacia el norte de la ciudad, volví a
preguntar

-¿todo bien? ¿Necesitan algo?

Dije gentilmente

Pero hubo un silencio de nuevo, salimos de la ciudad y


mientas más la noche inundaba la carretera más nos
adentrábamos a Santa Lucía, conduje hasta el árbol pues
era todo lo que conocía, me detuve y salí del auto, en
medio de la carretera y frente a la luz que emanaba del
auto puse mis manos en la cintura y poco a poco me fui
recargando en él, entré al auto buscando un mapa o alguna
indicación, pero no había nada, me habían dejado a mi
suerte con un par de mudas, volteé hacia el este y vi que
había una luz a lo lejos, muy a lo lejos, entré al auto y
comencé a conducir hacia allá luz

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