Danza Sélfica - Fontcuberta - EL PAÍS

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Danza sélfica

El selfie es el capítulo más moderno de la historia del


retrato. Lejos de ser una moda, se ha consolidado
como un género fotográfico
Joan Fontcuberta 02 jun 2016 - 12317 ART

Un spot televisivo para anunciar un nuevo modelo de cámaras digitales


Samsung compendiaba en 60 segundos todo un tratado fenomenológico
de la evolución de la fotografía: nos encontramos en una playa solitaria y
una muchacha pasea avanzando hacia la orilla. De repente descubre un
cadáver mecido por las olas y empieza a chillar despavorida. Pero saca
su cámara y dispara una y otra vez con fogonazos de flash. Después de
unas tomas, agarra unas algas y las echa al lado del cuerpo, para que
entren en el encuadre. Sin dejar de disparar, habla a alguien con su móvil.
Finalmente, se da la vuelta y se hace un selfie con el ahogado de fondo.
El anuncio termina con la aparición del eslogan: “¡Hay tantas escenas
interesantes en la vida!”. Conclusión: necesitamos tener nuestra cámara
siempre dispuesta para no perdernos esas ocasiones irrepetibles.
Autorretrato sin título de Jorge Molder.

Ese corto relato entroniza tres estadios de la expresión fotográfica. La


primera etapa revela el impulso documental, la acción que satisface la
curiosidad y la sorpresa. Podemos asociarlo a los primeros pasos de la
fotografía: la necesidad de registrar y conservar la imagen de una
realidad “en bruto”. En la siguiente etapa la joven fotógrafa interviene en
la escena retorizándola con la incorporación de las algas. Esa acción que
surge con espontaneidad apuntaría a un afán de interpretar y no solo de
testimoniar, logrando en consecuencia una imagen más explícita y
expresiva. Desde la metodología documental estricta, la muchacha
comete una infracción, pero es una infracción perdonable porque permite
que aflore de forma incipiente lo que podríamos llamar staged
photography o “fotografía escenificada”, la cual revelaría un uso artístico
y no meramente instrumental de la cámara. En la primera etapa
focalizamos un hecho, en la segunda una intención. En ambos casos nos
debatimos aún en el dominio de la fotografía, pero en la tercera etapa ya
irrumpe la posfotografía: en un giro copernicano la cámara se despega
del ojo, se distancia del sujeto que la regulaba y desde la lejanía de un
brazo extendido se vuelve para justamente fotografiar a ese sujeto.
Acabamos de inventar el selfie.

Antaño la identidad estaba sujeta a la palabra, al nombre. La aparición


de la fotografía desplazó ese registro a la imagen

En la ergonomía del selfie destacamos en primer lugar que la exploración


de la realidad no se efectúa con el ojo pegado al visor de la cámara. La
distancia física y simbólica que se interpone, acrecentada a menudo por
ese ridículo adminículo que es el selfie-stick (o palo de selfie), esto es, la
pérdida de contacto físico entre el ojo y el visor desprovee a la cámara de
su condición de prótesis ocular, de aparato ortopédico integrado a
nuestro cuerpo. Ya no hay proximidad, ahora la realidad aparece en una
proyección fuera del cuerpo, distinta de la percepción directa, en una
imagen que ocupa una pequeña pantalla digital y que ya ha sido
procesada. Pero es en lo epistemológico donde el selfie introduce un
cambio más sustancial ya que trastoca el atávico noema de la fotografía
“esto–ha–sido” por un “yo–estaba–allí”.

Desplaza la certificación de un hecho por la certificación de nuestra


presencia en ese hecho: por nuestra condición de testigos. El documento
se ve así relegado por la inscripción autobiográfica. Inscripción que es
doble: en el espacio y el tiempo, es decir, en el paisaje y en la historia. No
queremos tanto mostrar el mundo como señalar nuestro estar en el
mundo.

Un grupo de fotógrafos de la Byron Company realiza un selfie pionero en diciembre de 1920.Colección del
Museum of the City of New York

Este afán autobiográfico implica la inserción del yo en el relato visual con


tal arrebato de subjetividad que en lo psicológico activa el estruendo de
la erupción narcisista mientras que en lo estético desac​tiva el canon
documental inherente hasta ahora en la foto vernacular. Cabe entonces
preguntarse si el selfie es la expresión de una sociedad vanidosa o
egocéntrica. La respuesta es que no necesariamente: de hecho, aunque
Internet funcione como un gran altavoz del narcisismo —como de tantas
otras cosas—, la afirmación del yo y la vanidad han recorrido toda la
historia de la humanidad. Los selfies apelan a precedentes en la historia
de las imágenes, pero, como cuenta Jennifer Ouellette, funcionan en la
era digital como “reguladores de sentimientos” que siguen alimentando
la necesidad psicológica de extender la explicación de uno mismo. La
gran diferencia es que esta explicación se encuentra, por un lado, al
alcance de todo el mundo y, por otro, se ve amplificada a través de la caja
de resonancia de las redes sociales y de los servicios de mensajería
electrónica.

Lo que hoy pedimos a las fotos es que se puedan compartir. Ya no son


recuerdos para guardar sino mensajes para enviar

Internet introduce su particular forma de confrontarnos con la condición


maleable de la identidad. Antaño la identidad estaba sujeta a la palabra,
al nombre que caracterizaba al individuo. La aparición de la fotografía
desplazó el registro de la identidad a la imagen, en el rostro reflejado e
inscrito. Con la posfotografía llega el turno a un baile de máscaras
especulativo donde todos podemos inventarnos cómo queremos ser. Por
primera vez en la historia somos dueños de nuestra apariencia y estamos
en condiciones de gestionar esa apariencia según nos convenga. Los
retratos y sobre todo los autorretratos se multiplican y se sitúan en la Red
expresando un doble impulso narcisista y exhibicionista, que también
tiende a disolver la membrana entre lo privado y lo público.

En el “enjambre digital” —según término acuñado por Byung-Chul Han


para referirse al espacio social de Internet—, todos interactuamos en una
red infinita de conexiones donde modelamos las identidades en función
de esos vínculos. En ese enjambre el fenómeno selfie constituye un
significativo síntoma que proclama la supremacía del narcisismo sobre el
reconocimiento del otro: es el triunfo del ego sobre el eros. Pero su
avasallante irrupción entre las prácticas posfotográficas debe leerse en
clave de gestión del impacto que deseamos producir en el prójimo. No
olvidemos que por primera vez en la historia esa gestión no depende de
fabricantes de imágenes ajenos a nosotros, se trate de artistas o
fotógrafos profesionales, sino que está en nuestras manos. Por tanto,
también lo está su sentido moral o político, y la responsabilidad que esa
facultad entrañe.

Francis Bacon retratado por Konstantinos Ignatiadis.

Es cierto que en los selfies más comunes la voluntad lúdica y


autoexploratoria prevalece sobre la memoria. Básicamente lo que hoy
pedimos a las fotos es que se puedan compartir y que se adapten a
dinámicas conversacionales. Tomarse fotos y mostrarlas en las redes
sociales forma parte de los juegos de seducción y de los rituales de
comunicación de subculturas posfotográficas de las que, aunque
capitaneadas por jóvenes y adolescentes, casi nadie queda al margen.
Estas fotos ya no son recuerdos para guardar, sino mensajes para enviar
e intercambiar; las fotos se convierten en puros gestos de comunicación
cuya dimensión pandémica obedece a un amplio espectro de
motivaciones: pueden ser utilitarios, celebratorios, formalistas,
introspectivos, seductores, eróticos, pornográficos… y hasta de
transgresión política. Este repertorio pivota para Edgar Gómez Cruz
alrededor de cuatro ejes: juegos de identidad, narrativas del yo,
autorretratos como terapia y experimentación fotográfica. A esto habría
que añadir que hoy en muchos casos las fotos ya no se toman para ser
vistas, sino que se han convertido en una ocupación que va mucho más
allá de sus usos originales (representación, testimonio, memoria,
etcétera) para convertirse en algo inalienable de la propia vida, a caballo
entre la adicción y el placer: el acto de fotografiar puede prevalecer sobre
el contenido de la fotografía.

PhotoEspaña con cara y ojos

Europas. La 19ª edición del festival PhotoEspaña, que se abre el


próximo miércoles 1 de junio y se cierra el 28 de agosto, está dedicado a
la fotografía europea. Incluye 94 exposiciones que en 52 sedes
nacionales e internacionales exhibirán los trabajos de 330 autores.

Retratos. Comisariada por el crítico holandés Frits Gierstberg, la


muestra Fotografía de retrato en Europa desde 1990 reúne en el Palacio
de Cibeles de Madrid los trabajos de 33 autores como Anton Corbijn,
Thomas Ruff, Alberto García-Alix, Jorge Molder, Clare Strand, Hellen van
Meene o Stephan Vanfleteren.

Políticas. De la victoria electoral de Margaret Thatcher (1979) a la caída


del muro de Berlín (1989), Transiciones. Diez años que trastornaron
Europa presenta en el Círculo de Bellas Artes de Madrid los trabajos de,
entre otros, Jean Marc Bustamante, Paul Graham, Candida Höfer, Axel
Hütte y Martin Parr.
Refugiados. ¡A las puertas del paraíso! es el título de la colectiva que,
en el Centro Conde Duque, se propone como un "ensayo fotográfico"
sobre los inmigrantes, los nómadas, los exiliados y los refugiados.

Individuos. PhotoEspaña dedica algunas de sus exposiciones


individuales a Louise Dahl-Wolfe, Cristina de Middel, Bernard Plossu,
Montserrat Soto o Jordi Bernadó.

Técnicamente, en la masiva producción de selfies se diferencian dos


principales modalidades operativas, que pueden ser designadas con
sendos neologismos de autofoto y reflectograma. Para el primero solo es
menester un objetivo gran angular y un brazo lo suficientemente largo
como para encajarnos en el encuadre a base de un sistema de prueba y
error, porque aunque algunos teléfonos van provistos de cámaras por los
dos lados —como concesión a la selfimanía—, lo más habitual es tener
que disparar a ciegas. En el reflectograma, en cambio, nos hacemos el
autorretrato frente a un espejo, lo cual, aunque siempre intervenga una
cierta dosis de aleatoriedad, aporta un mayor grado de control. Sin duda
esa ventaja justifica que los reflectogramas hayan precedido a las
autofotos tanto en la fotografía analógica como en el imaginario digital.
Desde la perspectiva de la cultura fotográfica, la presencia simultánea de
la cámara y el espejo nos regala en los reflectogramas sustanciosas
implicaciones de alcance ontológico y simbólico.

A veces se ha considerado la fotografía analógica como una disciplina


propia de los elfos, esos seres de la mitología escandinava sobresalientes
por su belleza e inmortalidad. Ambos dones han contribuido a perfilar el
horizonte de lo fotográfico: la verdad y la estética, el tiempo y la
memoria. Si se me permite terminar con un juego de parónimos, diría que
si la fotografía ha sido élfica, la posfotografía está siendo sélfica. Y esta
dimensión sélfica no constituye una moda pasajera, sino que consolida
un género de imágenes que ha llegado para quedarse, como los retratos
de pasaporte, la foto de boda o la turística. Aunque nos pueda
desagradar su diagnóstico, los selfies constituyen un material en bruto
que nos ayuda a entendernos y a corregirnos. Y del que ya no sabremos
renunciar.

Joan Fontcuberta es premio Hasselblad, Nacional de Fotografía y


Nacional de Ensayo. Este texto formará parte del libro La furia de las
imágenes. Notas sobre la post​fotografía, que Galaxia Gutenberg
publicará en otoño.

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