Walter Benjamin
Walter Benjamin
Walter Benjamin
Benjamin publicó su ensayo en 1936, en él reconoce que la obra de arte siempre ha sido
reproducible (por ejemplo, un alumno copiando la obra de su maestro como parte de su
formación como artista), pero cuando la reproducción manual abrió paso a la
reproducción mecánica, se dio una profunda transformación en el arte.
La tesis de Benjamin es que el arte, la naturaleza del arte, ha sufrido un cambio profundo
debido a estos avances tecnológicos. ¿En qué sentido? Para responder a esta pregunta,
tenemos que entender el concepto de arte que se tenía antes del cambio. Y eso puede
captarse bien si entendemos lo que la reproducción, sea manual, mecánica o digital, no
ha podido reproducir. Dice Benjamin: Incluso a la más perfecta de las reproducciones le
falta siempre una cosa, el aquí y ahora de la obra de arte, la unicidad, de su existencia
ahí donde se encuentra. Con esas palabras hace referencia a lo que llama el aura.
Un AURA es una atmósfera o cualidad distintiva que rodea algo o parece emanarse de
él. En el caso de la obra de arte, el aura consiste en varias cosas:
® Unicidad y autenticidad
Sólo hay uno, es por eso original y auténtico.
La autenticidad de una cosa es la esencia de todo lo que contiene desde su creación y
que se ha transmitido, desde su duración material hasta su testimonio histórico.
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Parte del aura de la obra de arte es la historia y tradición que le ha correspondido como
objeto único a través el tiempo. El aura está fuera del alcance de la reproductibilidad
técnica. Tanto una falsificación como una reproducción (una foto de un cuadro, por
ejemplo), carecen del aura que confiere el entramado histórico de una obra única (es lo
que se cuida mucho en las casas de subasta, por ejemplo). En tanto que tenga un aura,
una obra de arte no puede ser equivalente a ninguna otra cosa, es única.
® Distancia
Además de ser única y auténtica, la obra de arte, por cercana que esté, encierra una
distancia infranqueable, esta distancia es metafísica (no física). Aunque uno tuviera el
objeto en sus manos, el aura que lo hace potente es intocable.
Para nosotros hoy en día, una obra de arte es un cuadro colgado en un museo o una
sinfonía tocada en una sala de conciertos y lo que produce en nosotros es esa sensación
que llamamos «belleza». Sin embargo, esta concepción del arte es históricamente muy
nueva. De hecho, una de las cosas interesantes de este escrito es que Benjamin historiza
el fenómeno artístico y el papel que juega en la sociedad. Dice: En los largos periodos
históricos, junto con las modalidades generales de existencia de las colectividades
humanas, cambian también los modos de percepción. La manera en que opera la
percepción, el medio en el que se produce, depende no solo de la naturaleza humana sino
de los condicionantes históricos (todo arte es reflejo del tiempo y la sociedad que lo
produce).
Por ejemplo, las pinturas rupestres encierran la distancia y la otredad porque sirven como
una interfaz, como un punto de contacto con el otro mundo, el mundo eterno y no
meramente temporal. Estas pinturas no son bonitas, como lo serían para una mentalidad
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contemporánea, incluso para ellos podían ser hasta terroríficas; tienen un poder mágico
que saca a uno de su existencia cotidiana y profana poniéndolo en contacto con las fuerzas
de la naturaleza. En el caso de la religión, la obra de arte en vez de encontrarse en la
caverna, se encuentra en la iglesia. En los dos caso, Benjamin destaca la relación entre el
aura y la función ritual de la obra. Luego dice que, por remoto e indirecto que sea, este
fundamento ritualista «aún puede reconocerse como ritual secularizado, incluso en las
formas más profanas del culto a la belleza».
Con esto llegamos al tema principal del ensayo de Benjamin: la decadencia o desaparición
del aura en la actualidad. Benjamin dice que: con la reproducción mecánica, por primera
vez en la historia, la obra de arte se emancipa de su existencia parasitaria dentro del
ritual. El «ver» algo, no sólo depende del funcionamiento del ojo, sino que en ello
también intervienen condicionantes históricos. Este punto de vista de Benjamin es
marxista, en el sentido de que los cambios en la producción (en este caso tecnológicos)
generan cambios en la esfera sociocultural. Esta idea marxista está en la base del análisis
de Benjamin: «de una placa fotográfica se pueden sacar muchas copias impresas; y no
tiene sentido preguntarse cuál es la auténtica» (esto pasaba ya con la litografía); o las
múltiples reproducciones de la Mona Lisa, hacen que la obra se convierta en una especie
de fetiche. La obra de arte pierde su unicidad, su carácter de auténtico y la distancia
metafísica que guardaba con el espectador.
Con la proliferación de reproducciones la obra de arte deja de ser un objeto esotérico para
ser un objeto exotérico, un objeto cercano y común. Con la reproducción mecánica, la
obra de arte cada vez más deja de tener un valor de culto al tener lo que Benjamin llama
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un valor expositivo. Esto quiere decir que antes de la época actual, la obra de arte, siendo
única y jugando un papel mágico, religioso, o puramente estético, estaba de alguna
manera oculta (en la cueva, la iglesia o el museo). En la época de la reproducción
mecánica, ya no hay nada oculto, el valor de la obra no es de culto sino expositivo, de
exhibición, ponerlo a la vista.
Este cambio tecnológico tuvo como consecuencia que el arte anterior, el arte «aurá-tico»,
diera paso a un arte tecnológico (fotografía y cine principalmente), y con ello hay un
cambio en cómo experimentamos el arte. Si anteriormente el arte invitaba a la
contemplación (contemplar = dentro del tempo, dentro de un espacio sagrado y
significativo) y la meditación, los cambios tecnológicos han propiciado un arte de la
dispersión, aislado y fragmentado.
Con esto, Benjamin hace referencia no tanto al estilo de los uniformes nazis, a sus
insignias o emblemas, ni a la masiva e impactante escala de sus mítines y congresos, es
decir, no al aspecto visual o sensorial que asociamos con la estética; sino que el nazismo
utilizó el aura y sus características de unicidad, autenticidad y distancia. El arte tal y
como lo maneja el nazismo, vuelve a tener un valor de culto, sólo que ahora en vez de
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adorarse a un ente como Dios, se adora una idea: la de la raza aria o la persona que la
representa: el Führer.
La estetización de la política consiste en la secularización de ceremonias y ritos, como el
saludo, la marcha al paso de la oca, los discurso, etc.; de esta manera pone en un lugar
trascendente e intocable —incuestionable—, el misterioso poder del Füherer y lo que
representa. De la misma manera que una obra de arte en el contexto religioso puede
conducir a un fundamentalismo, su uso en un contexto político conduce al totalitarismo.
En el epílogo de su ensayo, Benjamin dice que Todo empeño por estetizar la política
termina en una única salida: la guerra. La guerra, y sólo la guerra, puede proporcionar
un propósito a tamañas masas sin que se vea alterado el régimen de propiedad. Si el
nazismo descansa sobre la superioridad de una nación o etnia sobre otra, entonces la
guerra, que sojuzga al otro, pareciera ser la razón de ser fundamental de un pueblo. Con
la estetización de la guerra, la genta llega a creer eso fácilmente (Marinetti futurismo).
[La humanidad] está lo suficientemente alienada de sí misma como para vivir su propia
destrucción, como si de un goce estético de primer orden se tratara.
Como un evento estético ¿tiene el arte un uso políticamente progresivo? Benjamin afirma
que sí: el cine. Y para Benjamin, el contrapeso de la estetización de la política fascista,
sería el arte comunista. El cine es revolucionario por la forma democrática en que la gente
se relaciona con él. El arte aurático se dirige a un solo individuo, que se muestra pasivo
ante la obra, una obra cuya aura presenta la realidad como algo estático y eterno que no
cambia. El cine invierte esas características: primero se experimenta de forma colectiva,
no individual y segundo, ese público no es pasivo ante la obra, sino que debido a que
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toma el punto de vista de la cámara, participa de forma activa en la obra, como si cada
quien fuera el protagonista.
En sus reflexiones sobre el potencial revolucionario del cine, Benjamin fue muy influido
por Bertolt Brecht, cuyos experimentos en el teatro retaba el statu quo burgués. Tanto
Benjamín como Brecht utilizaban al arte para convertir al público en el sujeto de su propia
realización, o sea, en vez de que el espectador contemple una representación de sí mismo.
El público debería interactuar con el arte como sujeto en vez de objeto, utilizándolo como
medio para la realización de la realidad en la que quiere vivir.
Adorno no era tan optimista como Benjamin. En la Dialéctica de la Ilustración, dice que
el cine y la música popular, lejos de despertar conciencia crítica en la gente, la convierten
en consumidores pasivos. La finalidad del capitalismo no es la liberación, sino la
ganancia. Y la mayoría de las películas se hacen con ese criterio, al menos en el sistema
de Hollywood. En el cine la gente no tiene la experiencia de ser sacudida y de darse cuenta
de que el sistema les oprime; más bien ofrece un escape de la realidad. La película les
hace sentir bien y vuelven a casa, aceptando el statu quo.
Benjamin y Adorno desconocían la revolución digital que venía en camino. La era digital
ha traído consecuencias que a primera vista parecen muy democráticas. Sin embargo, las
cosas no han resultado así; dado que queremos todo gratis, hemos hecho un pacto con el
diablo, permitiendo que las corporaciones que controlan los medios tengan cantidad de
información sobre nosotros. Como muchas otras cosas, ha sido asimilado por el
capitalismo para seguir sus propios intereses.
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El autor como productor
Walter Benjamin, 1934.