Las Dos Grandes Guerras
Las Dos Grandes Guerras
Las Dos Grandes Guerras
Se conocen
como guerras mundiales porque afectaron a la mayoría de los países del primer mundo, además el
escenario de la guerra fue en diversos países y duraron varios años. ¿Te imaginas cómo fue este
momento histórico? ¿qué se sentirá haber vivido dos guerras de estas dimensiones? ¿Cómo fue el
tiempo entre una y otra guerra? en este artículo vamos a hablar de cómo fue el mundo entre las
grandes guerras
Guerras mundiales donde aprenderán sobre lo que significó la primera y la segunda guerra
mundial, qué las originó y las afectaciones que dejaron en los países involucrados.
Las guerras mundiales fueron los conflictos bélicos que involucraron a casi la totalidad de
las grandes potencias internacionales de ese momento, muchas de ellas pertenecientes a
distintos continentes. Fueron las guerras más cruentas, destructivas y dañinas que ha vivido
la humanidad. Ha habido dos de ellas, hasta el momento.
No han sido, en cambio, las guerras más prolongadas de la historia, ni mucho menos, pero
sí las que mayor costo en vidas han tenido, sobre todo si se toma en cuenta su brevedad.
Esto último se debe en gran medida a la implicación de las poblaciones civiles en el
conflicto, cosa que no era usual en la guerra tradicional.
La Primera Guerra Mundial comenzó con el asesinato del archiduque Francisco Fernando en 1914 y
terminó con el Tratado de Versalles en 19191. En julio de 1914, ocurrió el atentado en Sarajevo2. En
1915, Italia entró en guerra a favor de la Entente3. En 1917, ocurrieron la Revolución de Febrero y la
Revolución de Octubre3. Ese mismo año, Estados Unidos entró a formar parte en la guerra2. En 1918,
comenzó la Guerra Civil (1918-1922) y se firmó el Armisticio entre los países beligerantes3. También en
1918, se firmó el Tratado de Brest-Litovsk2. El 2 de abril de 1917, el presidente Wilson declaró la guerra
a Alemania2
el 28 de junio de 1914, Francisco Fernando de Habsburgo fue asesinado
en Sarajevo, servia desencadena una guerra mundial.
1914 alemania uso el plan schlieffen este plan serviría para ganar una
guerra en dos frentes el occidental contra Francia y el oriental contra
Rusia diseñado desde 20 años antes.
Referida por muchos años como la “Gran Guerra”, fue protagonizada por dos bandos
opuestos que reunían a la totalidad de las potencias coloniales europeas del momento. Por
un lado se encontraba la Triple Entente: Gran Bretaña, Francia y la Rusia zarista. Por otro
lado se agruparon las Potencias Centrales de la Triple Alianza: Alemania, Italia y el Imperio
Austrohúngaro. A cada bando se unieron, además, sus respectivos aliados, arrastrando al
conflicto a Grecia, Bélgica, Serbia, Montenegro, Estados Unidos, Rumania, Japón y Portugal
(del lado de la Entente); y el Imperio Otomano, Bulgaria, Azerbaiyán, Sultanato de Darfur,
Estado Derviche y Emirato de Jammal Shammar (del lado de la Alianza). El conflicto culminó
con la derrota de las Potencias Centrales y la firma del Tratado de Versalles.
Así se gestó el caldo de cultivo perfecto para que ascendiera una nueva facción política en
Europa: el fascismo. Nacido en Italia con Benito Mussolini, pronto germinó en Alemania con
Adolfo Hitler, y desencadenó un resurgimiento del nacionalismo extremo, inspirado en una
lógica racista y en el darwinismo social.
Era, pues, cuestión de tiempo que la guerra estallara en Europa. El evento que la
desencadenó fue la invasión de Polonia por parte de Alemania en 1939, luego de haberse
anexionado pacíficamente Austria y Checoeslovaquia.
En Estados Unidos todo parecía marchar muy bien, en Europa la recuperación era lenta, sobre todo
en Alemania. Había desesperanza, desilusión y desconfianza. Los horrores de la guerra hicieron mella
en las personas que habían peleado en el frente, en quien sufrió la pérdida de familiares, en los
habitantes de las ciudades devastadas.
La gran depresión
Fue una profundo recesión económica mundial que duró de 1921 y terminó a finales de la
década de los 30. Fue una caída de la economía mundial
La gran depresión se originó en Estados Unidos, la fecha de inicio fue el 29 de octubre de 1921
conocido como «martes negro»
Se detuvo la construcción, la agricultura cayó entre un 40 y un 60%
El desarrollo fue diferente en cada país
Las causas de la gran depresión se clasifican de acuerdo a tres teorías: teorías económicas clásicas
ortodoxas, teorías estructurales y teorías marxistas
La deuda es una de las causas de la Gran Depresión. En la década de los veinte se usaron créditos
baratos para comprar bienes de consumo, había un crecimiento económico basado en la deuda de los
consumidores. Hubo una inflación y las personas y empresas endeudadas tuvieron problemas para
seguir pagando, la demanda de productos disminuyó, se dejaron de comprar cosas. Al tener menos
ventas hubo despidos masivos, los bancos tuvieron problemas para obtener los pagos, la gente entró
en pánico y querían retirar su dinero de sus cuentas bancarias, muchos bancos quebraron y la
recesión se convirtió en una Gran Depresión
La disminución del comercio internacional empeoró la situación
En el mundo entre las grandes guerras surgieron sistemas opuestos al capitalismo, estos
sistemas tuvieron un papel fundamental en el inicio de la Segunda Guerra Mundial.
Socialismo.
Régimen social que surge como resultado de la supresión del modo burgués de producción
Basado en la propiedad social sobre los medios de producción
Alcanzó su apogeo político a finales del siglo XX
La tensión militar entre el país socialista Rusia y el país capitalista, Estados Unidos, se conoció como
la Guerra Fría (al término de la Segunda Guerra Mundial)
Nazismo
Ideología y régimen que gobernó a Alemania de 1933 a 1945 con la llegada de Hitler al poder.
Después de la derrota de Alemania en la primera guerra mundial hubo una crisis en la población, tanto
económica como ideológica, los ciudadanos buscaban un líder que organice y resucite la grandeza
nacional.
El nazismo es un régimen totalitario y racista
Alemania se militarizó y se olvidó todo lo pactado en el Tratado de Versalles
Fascismo
Ideología y movimiento político creado por Benito Mussolini
Instauró un corporativismo estatal totalitario y una economía dirigista
Su base intelectual la sumisión de la razón a la voluntad y la acción
Nacionalismo revanchista que conduce a la violencia
Totalitarismo centrado en el estado
La Segunda Guerra Mundial se prolongó durante seis años de conflicto hasta que en 1944
se produjo la invasión aliada a Francia (el célebre desembarco de Normandía), gesto que
marcó el inicio del fin de la dominación alemana de Europa.
Ya se habían producido eventos catastróficos para las potencias del Eje, como la derrota de
los alemanes en territorio soviético y la caída de Benito Mussolini en Italia. Esta última
había obligado a los alemanes a invadir la antigua nación aliada y restaurar el orden.
El lanzamiento de la ofensiva soviética en invierno de 1944 fue el otro golpe de tenazas
contra la Alemania de Hitler, que fue perdiendo progresivamente terreno en todos sus
frentes. Esto ocasionó alzamientos contra el III Reich alemán en muchas naciones
ocupadas, mientras que la alianza entre China y Estados Unidos hacía lo mismo con Japón
en el frente del Pacífico.
La resistencia alemana retrasó la llegada de los soviéticos a Berlín hasta inicios del año
siguiente. Ante este panorama definitivo para los nazis, Hitler se suicidó en su bunker el 30
de abril de 1945, dejando su nación en ruinas y a la deriva.
Sin embargo, la rendición alemana e italiana no supuso el fin del conflicto, dado que Japón
permanecía enfrentado a los Países Aliados. La lucha en el pacífico era particularmente
cruenta y las tropas estadounidenses sufrían ya los estragos de la campaña en el frente
Occidental.
Así que, aprovechándose de la tecnología heredada de las enloquecidas iniciativas
alemanas, el gobierno de los Estados Unidos tomó la decisión de bombardear en agosto de
1945 las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, con dos días de diferencia,
empleando para ello bombas atómicas.
¿Cómo el tratado de Versalles fue un factor importante para el estallido de la segunda Guerra Mundial?
Realizar una revista sobre el tratado de versalles como consecuencia del triungo aliado y como factor de la
segunda guerra mundial
El acuerdo fue firmado en la Galería de los Espejos del Palacio de Versalles en Francia, y
entró en vigencia el 10 de enero de 1920.
El Tratado de Versalles fue presentado al Imperio alemán como innegociable, so pena del
reinicio de las hostilidades. Ante la rigidez del panorama y el agotamiento material y moral, el
Imperio alemán no tuvo más remedio que aceptar los términos de rendición impuestos.
Países firmantes
En el Tratado de Versalles participaron 50 países, pero solo 33 firmaron el acuerdo. Entre
quienes firmaron se encuentran los siguientes:
Países Aliados: Francia y Reino Unido. Junto a ellos, se unieron posteriormente en condición de
aliados los países Estados unidos, Italia y el Imperio japonés.
Potencia central: Imperio alemán.
Estados asociados de las fuerzas aliadas (en orden alfabético): Bélgica, Bolivia, Brasil,
Checoslovaquia, China, Cuba, Ecuador, Grecia, Guatemala, Haití, Honduras, Liberia, Nicaragua,
Panamá, Perú, Polonia, Portugal, Rumanía, Estado Serbio-Croata, el Siam (antiguo nombre del Reino
de Tailandia) y Uruguay. También participaron Australia, Canadá, Hedjaz (Hiyaz, Heyaz, Hejaz o
Hijaz), Unión Sudafricana, India británica y Nueva Zelanda.
Fueron convidados a unirse las siguientes naciones: Argentina, Chile, Colombia, Dinamarca,
Países Bajos, Noruega, Paraguay, Persia, Salvador, España, Suecia, Suiza y Venezuela.
Antecedentes
El Tratado de Versalles fue la culminación de un proceso de negociaciones de paz que había
comenzado con la firma del armisticio el 11 de noviembre de 1918.
A partir de este momento, tuvo lugar la Conferencia de Paz de París, en la cual, a lo largo de
seis meses, los Aliados negociaron las condiciones de paz reflejadas posteriormente en el
Tratado de Versalles.
La Conferencia de Paz de París fue liderada por los Aliados, representados por Thomas
Woodrow Wilson (EE.UU.), Georges Clemenceau (Francia), David Lloyd George (Reino
Unido) y Vittorio Orlando (Italia), aunque este último jugó un papel marginal.
Las condiciones negociadas en la Conferencia de Paz recaerían sobre las vencidas Potencias
Centrales, a las cuales no se les permitió asistir. Las Potencias Centrales serían Alemania, el
Imperio otomano, Bulgaria y, en representación del desaparecido Imperio austro-húngaro,
Austria y Hungría.
De hecho, el mariscal Ferdinand Fosch, quien luchó en defensa de Francia, no pudo ocultar
su preocupación ante los términos del Tratado de Versalles. Al leerlo, exclamó: “Esto no es un
tratado de paz; es un armisticio de veinte años”.
La Segunda Guerra Mundial estallaró exactamente veinte años y unos días después.
Guerra y paz
A pesar de tratarse de un hecho social tan dramático, trascendente y global, sorprende, al
menos, la escasa atención prestada por las Ciencias Sociales al fenómeno de la guerra.
Sin embargo, la comprensión cabal de su naturaleza e, incluso, el conocimiento certero de
las verdaderas posibilidades de la paz van a requerir, especialmente, un enfoque
interdisciplinaria. De ahí deriva que el camino hacia la paz exigirá profundas
transformaciones de carácter psicológico, social, político, económico y cultural y, por
tanto, la configuración de un orden mundial muy alejado de sus coordenadas actuales.
* la alteración profunda de las pautas sexuales convencionales tanto de los soldados como de la
propia población civil afectada, hasta el extremo de llegar a utilizar la violación como otra arma de
guerra más;
En esta misma línea, Ignacio Martín–Baró (1990b:71), un año antes de ser asesinado, junto a un
grupo de compañeros jesuitas de la Universidad de El Salvador por un escuadrón de la muerte de
ese país (el batallón Atlacatl), escribía en las páginas de la Revista de Psicología de El Salvador que
la guerra
[...] por su propia dinámica, [...] tiende a convertirse en el fenómeno más englobante de la
realidad de un país, el proceso dominante al que tienen que supeditarse los demás procesos
sociales, económicos, políticos y culturales, y que, de manera directa o indirecta, afecta a todos los
miembros de una sociedad.
[...] las personas que se van formando en este contexto [de la guerra], van a asumir como
connatural el desprecio por la vida humana, la ley del más fuerte como criterio social y la
corrupción como estilo de vida, precipitando así un grave círculo vicioso que tiende a perpetuar la
guerra tanto objetiva como subjetivamente (Martín–Baró, 1990b:82).
La guerra es el macroconflicto por excelencia, ya que en ella intervienen una gran multiplicidad de
variables de carácter psicológico, social, cultural, económico, político y normativo. Aunque a
menudo haya sido difícil distinguir entre las causas reales y los pretextos alegados, los objetivos
declarados y los no confesados, las funciones aparentes y las subyacentes, las guerras no suelen
responder a una única causa, y su análisis y comprensión van a requerir por definición un enfoque
interdisciplinar. No obstante, sorprende al menos la escasa atención prestada por las Ciencias
Sociales a dicho fenómeno, y ello a pesar de tratarse de un hecho social tan dramático,
transcendente y global. En este sentido, tras un exhaustivo análisis de los Annual Review of
Sociology, Edward A. Tiryakian, catedrático de Sociología de la Universidad de Duke, concluye que
la guerra es un tema legítimamente sociológico, pero tristemente olvidado. La sociología ha
estudiado "[...] la educación, la política, la economía, el sexo, el género, las conductas desviadas,
el juego, la raza y cualquier otra cosa. Todo menos la guerra" (Tiryakian, 2004:63). Por ello, la
guerra seguiría siendo la cara oculta de la modernidad. Hans Joas (2005:47), un eminente
sociólogo alemán, abunda en lo mismo, cuando afirma que "[...] el estudio de la violencia [...] en
las relaciones entre los Estados, no ha formado parte, desde tiempo inmemorial, del corpus de
investigación de las Ciencias Sociales". Como se verá más adelante, la Psicología también habría
ignorado gravemente el fenómeno de la guerra. El predominio de una orientación psicologista o
individualista en el estudio de la naturaleza humana, durante la mayor parte de la trayectoria de
esta disciplina, le habría distanciado verdaderamente de los problemas sociales o, a lo sumo, le
habría conducido a concebir lo social como una extrapolación de lo individual. Por ello, el enfoque
reduccionista pretendió asimilar la guerra a la conducta agresiva individual. Pero, últimamente,
este despropósito está siendo resuelto desde una Psicología social de corte sociológico, más acorde
con la esencia social de la guerra. Y ello a pesar de que, al menos en España, son
extraordinariamente escasos los estudios dedicados a la guerra desde una perspectiva psicosocial.
En estos últimos 20 años, sólo podemos destacar La guerra: realidad y alternativas, un libro
compilado por F. Jiménez Burillo y F. Moreno Martín en 1992, donde se recogían varias de las
comunicaciones presentadas en unas jornadas sobre la Guerra del Golfo, y dos artículos de la
profesora Marina Herrera (1986, 1987) publicados en la revista Boletín de Psicología.
Tras las graves convulsiones de toda índole provocadas por la Segunda Guerra Mundial, los
estudiosos de la guerra empiezan a replantearse, sin embargo, la concepción clásica de la misma.
La guerra dejará de ser considerada, exclusivamente, como la manifestación o el enfrentamiento
violento entre dos o más colectivos o naciones con el propósito de vencer al adversario, para pasar
a ser concebida, más ampliamente, como el conjunto de fuerzas que contribuyen a su
mantenimiento aun en tiempos de paz; incluyendo, por tanto, las partidas presupuestarias que
cada uno de los Estados destina anualmente a la compra de armas. La guerra ya no será sólo un
acto violento, sino que constituirá, sobre todo, un sistema social: el sistema de guerra, basado en
la glorificación de la fuerza o la violencia como el árbitro último de los conflictos sociales (Falk y
Kim, 1980). Dicha institucionalización de la guerra es lo que permite la persistencia de las ideas
que la sustentan, las normas que la regulan, las colectividades que la protagonizan y los modos de
actuar de cada uno de los bandos en los periodos en los que la guerra no se manifiesta
abiertamente, es decir, mientras no se dan combates y no se producen, en consecuencia, muertes
o destrucción. Los conflictos armados van a presuponer, por tanto, la existencia de al menos dos
grupos hostiles, el uso prioritario de la fuerza, cierta continuidad en los enfrentamientos y un nivel
de organización por ambas partes (Djalili, 1991). La guerra va a representar, en definitiva, "[...]
una confrontación de intereses sociales, que acuden a las armas como recurso para dirimir sus
diferencias [...] lo que cuenta ya no es la fuerza de la razón, [sino] la razón de su fuerza, de su
poder militar, de su capacidad de golpear y destruir al contrario" (Martín–Baró, 1990a: 28).
Podría afirmarse, sin miedo a equivocarnos, que la muerte, el hambre, la pobreza y la destrucción
representan, de manera universal, el espacio semántico de la guerra, pero no es así,
sorprendentemente, cuando se trata de la política, la economía, el poder o la carrera
armamentista. Ello se puso de manifiesto en un estudio de Wagner, Elejabarrieta y Valencia (1994)
sobre las representaciones sociales de la guerra y la paz en España y Nicaragua, es decir, un país
que carecía de una experiencia cercana de guerra y otro que acababa de vivirla, y aún sufría sus
consecuencias. Los primeros términos formaban parte del núcleo estable de las representaciones
sociales de la guerra, pero no los segundos. Y ello no deja de ser funcional para los objetivos
del establishment, más interesado, obviamente, en esta aldea global de la que hablaba Mcluhan,
en seguir focalizando la atención de la opinión pública sobre las consecuencias que en las causas
de la guerra.
Además, la moral pragmática característica de este capitalismo global, tendente a valorar las
intervenciones armadas en términos de costos y beneficios, estaría inhibiendo la implicación del
mundo occidental en conflictos por razones humanitarias, tal y como sucedió en Ruanda en 1994,
pero no evita, por el contrario, la intervención directa de las grandes potencias occidentales en
aquellos otros escenarios conflictivos donde prevén preservar sus intereses, como ocurrió en la
Guerra del Golfo y viene sucediendo en la actualidad en estos nuevos episodios de la Guerra de
Irak. Este tipo de moralidad viene caracterizando, sobre todo, la política exterior norteamericana
en aquellas zonas conflictivas del planeta. En este sentido, el nuevo orden mundial instaurado tras
el final de la Guerra Fría no estaría evitando que, al más puro estilo imperialista, Estados Unidos,
como única superpotencia global superviviente, siga interviniendo aún directamente en aquellos
lugares donde trata de preservar sus intereses por la fuerza o, simplemente, se empeñan en
garantizar su hegemonía, eso sí, siempre y cuando la guerra acontezca lejos de su territorio.
Después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos declaró una guerra sin
cuartel al terrorismo, lo que, unido fundamentalmente a los déficits del modelo de relaciones
internacionales implantado tras la caída del muro de Berlín, está propiciando guerras preventivas y
virtuosas, y la conculcación de los principios más elementales de la legalidad internacional e,
incluso, de la ética y la moral universales, como se viene evidenciando en Guantánamo, Abu
Ghraib y con la promulgación de la Patriot Act (véase Zulaika y Douglas, 2004). Por ello, algunas
voces críticas han catalogado la política antiterrorista norteamericana como terrorista ella misma, a
la vez que ilegal. Hoy, más que nunca, parece evidente que el desarrollo futuro de cualquier guerra
va a depender de ese complejo entramado de intereses interdependientes de quienes conforman la
red MIME–NET (military, industrial, media, entertainment network) (véase Der Derian, 2004), es
decir, los militares, la industria armamentista, los medios de comunicación y la imaginación de
Hollywood, cuyas ventajas previsibles serían la escasez de crítica interna para los gobiernos,
lucrativos índices de audiencia para los medios de comunicación, e infoentretenimiento para un
público practicante del militarismo deportivo. Como si el tiempo se hubiese detenido, el aforismo
enunciado por von Clausewitz (1976) en el siglo XIX sigue estando, por desgracia, plenamente
vigente, la guerra sigue siendo una continuación de la política por otros medios.
En definitiva, tras rastrear y señalar las concepciones más destacadas, la naturaleza básica, la
evolución histórica más actual, y el significado y la utilidad de la guerra, nos resta hacer la
exposición de las visiones llevadas a cabo por las Ciencias Sociales sobre este fenómeno, de las
que van derivar una serie de medidas favorables al desarrollo de una cultura de la paz.
Fundamentalmente por razones de unidad temática y claridad expositiva, hemos encuadrado las
principales orientaciones teóricas sobre la guerra en tres grandes perspectivas (psicológica,
antropológica y socioeconómica), para pasar después a exponer las dimensiones psicológicas y su
relación con aquélla, y finalizar nuestro relato con la psicología de la paz y unas conclusiones. De
este modo, hemos pretendido presentar una visión lo más cabal posible del fenómeno de la guerra,
acorde con la complejidad y globalidad de la misma y el enfoque interdisciplinar que debería guiar
su análisis e interpretación.
Perspectiva psicológica
Fue así como la perspectiva innatista concibió la guerra como el resultado de los elementos
naturalmente irracionales y destructivos de la naturaleza humana. La agresividad sería producto de
una serie de mecanismos internos (genéticos, biológicos o pulsionales–instintivos), pero, en modo
alguno, de la influencia del aprendizaje o de factores de carácter sociocultural o situacional.
Particularmente, Freud, en su "Segunda teoría de los instintos", postulaba la existencia de un
instinto de muerte o destrucción, que tendería a convertir lo animado en inanimado (Thánatos
frente Eros). El Hombre sería un ser instintivamente agresivo, y por ello habría de ser controlado
represivamente por la cultura. La guerra no sería más que la expresión de nuestro deseo
inconsciente de destrucción. En palabras de Freud (1995: 298): "[...] En nuestro inconsciente,
somos como el hombre primitivo, simplemente una banda de asesinos". En septiembre de 1932,
poco antes de la ascensión de los nazis al poder, Freud respondió por carta a Albert Einstein acerca
de sus interpelaciones sobre qué podría hacerse para defender a los hombres de los estragos de la
guerra. En este intercambio epistolar entre ambas personalidades excepcionales, conocido
como Warung krieg? (¿Por qué la guerra?) (véase Resta, 2001), Freud afirma que la cohesión
comunitaria deriva, fundamentalmente, de la compulsión de la violencia y la ligazón de
sentimientos (proceso de identificación entre los miembros de una comunidad). En Psicología de
las masas y análisis del yo (2001) indica que la transformación en la masa es reducida al proceso
de identificación con el líder, que evoca, en la historia individual, la identificación infantil con el
padre, y, en la historia de la humanidad, la identificación de la horda primitiva con el caudillo.
Desde su doctrina mitológica de las pulsiones halla una vía indirecta para combatir la guerra. Si la
aquiescencia hacia la guerra implica un desbordamiento de la pulsión de destrucción, lo natural
sería apelar a su contrario, al Eros; ya que todo lo que facilite la ligazón de sentimientos entre los
hombres ejercería, al mismo tiempo, un efecto contrario a la guerra. Dicho lazo sentimental puede
ser de dos clases: vínculos parecidos a los que se desarrollan con un objeto amoroso, aunque sin
metas sexuales, y la identificación, que vendría provocada por todo aquello que favorezca
relaciones comunitarias sustanciales entre los hombres. En definitiva, ya que la guerra sería
producto de la agresividad transformada de los individuos, todo lo que promueva la cultura
actuaría en contra de la guerra. Desde esta misma perspectiva innatista, McDougall atribuyó la
guerra, entre otros, al instinto de pugnacidad, de carácter innato y de distinta intensidad según la
raza. Y William James defendió, asimismo, el carácter hereditario de la disposición a la guerra.
Desde la Etología, Konrad Lorenz (1966) propone un modelo hidráulico de la agresividad, según el
cual apenas sería necesaria la existencia de un estímulo previo para elicitar la respuesta agresiva,
sino que, una vez acumulada la energía precisa, un mínimo estímulo sería suficiente para provocar
la descarga del impulso agresivo, pudiendo darse también la descarga espontánea de dicho
impulso sin ese estímulo previo que lo elicitase. Los etólogos consideran, asimismo, que la
agresividad es una conducta filogenéticamente adaptativa, al servicio de la supervivencia, y con
unas funciones territoriales, sexuales y de dominación de los más fuertes. Además, si la
agresividad es consustancial a la naturaleza humana, se trataría de aceptarla como algo inevitable
y de reconducirla hacia metas y objetivos no destructivos. En este sentido, Lorenz propuso
canalizar la agresividad hacia objetos sustitutivos (actividad física, deporte, etc.), fomentar el
conocimiento personal entre los individuos pertenecientes a grupos de intereses e ideologías
enfrentadas, así como dirigir la agresividad hacia fines y valores deseados por la humanidad.
Lorenz consideraba que una estrategia inteligente para canalizar la agresividad entre dos naciones
rivales sería enfrentarlas en competencias deportivas (por ejemplo, los juegos olímpicos). En
suma, en el planteamiento de los etólogos subyace la actualización del concepto aristotélico de
catarsis, ya que, presumiblemente, la descarga controlada de los impulsos agresivos a través de
diversos mecanismos aliviaría y purgaría la tensión del sujeto, volviéndolo, al menos
temporalmente, relativamente pacífico.
Éste es, precisamente, el objetivo primordial del enfoque psicosocio–lógico de la guerra. La guerra
tendría así una dimensión institucional, caracterizada por una serie de valores, de los que se
nutren las ideologías que la justifican y la sustentan. La guerra no podría ser entendida, además,
sin la existencia de grupos ligados por alguna o varias características (raza, religión, clase social,
intereses diversos, etc.), y sobre todo sin una incompatibilidad real o percibida entre esos grupos.
Lo que, en definitiva, define a la guerra es la caracterización del contrario como enemigo. Ello va a
conllevar (véase Moreno Martín, 1992):
El síndrome de la imagen del enemigo implicaría, asimismo, (véase Spillmann y Spillmann, 1991):
• la desconfianza, dado que todo lo que proviniese del enemigo sería malo o, si pareciese
razonable, obedecería a razones fraudulentas. De este modo, cuando una de las partes en litigio
propone una solución, la otra, automáticamente, la considera menos favorable, razonando que si
"es buena para ellos, es mala para nosotros". Este proceso es denominado devaluación reactiva
(véase Ross y Nisbett, 1990);
• la culpabilización del enemigo y victimización del endogrupo: aquél sería el único responsable de
las tensiones existentes, y tendría la culpa de todo lo que es negativo en las circunstancias
presentes;
• una negatividad extrema: todo lo que haga el enemigo sería con la intención de perjudicarnos
(personalismo vicario) (véanse Lilli y Rehm, 1988; Romero, 2008:33);
• la identificación con el mal: el enemigo encarnaría lo opuesto de todo lo que somos y de aquello
por lo que luchamos; querría destruir aquello que más apreciamos, y habría de ser, por ello,
eliminado;
Perspectiva antropológica
Los antropólogos son quienes más han destacado el papel que desempeñan las diferencias
culturales en la aparición de los conflictos bélicos. De este modo, partiendo del supuesto de que
todos los miembros de una determinada sociedad comparten unas mismas características
culturales, las guerras serían el resultado de los distintos sistemas de valores culturales existentes
entre los Estados–nación.
Una de las cuestiones más relevantes planteada por los antropólogos es la de determinar si la
conducta bélica tendría un carácter universal. Centrándose sobre todo en sociedades tribales,
algunos antropólogos han constatado que existen pueblos o tribus pacíficas, que mantienen una
clara ética de paz y nunca han disputado, por tanto, una guerra. En este sentido, Montagu (1978),
tras analizar las pautas de conflicto existentes en siete sociedades de pequeña dimensión, llegó a
la conclusión de que los bajos niveles de conflictividad detectados se debían a que los niños tenían
múltiples tutores afectuosos —quienes les prestaban, además, una continua vigilancia—, la
diferenciación de géneros y la tensión sexual eran bajas, y el compartir con los demás era
socialmente muy valorado. Estas sociedades carecían, asimismo, de modelos de personas
hiperagresivas y, por último, las imágenes internas de los demás solían ser de apoyo, de
confianza, de cooperación y de ayuda. Los estudios antropológicos (véanse Harris, 1977, 1992)
señalan, asimismo, que en las sociedades primitivas de cazadores y recolectores, las guerras
cumplían una función de adaptación al medio, al haber entrado en competencia por recursos, tales
como tierras y bosques, de los que dependería su oferta de alimentos. La escasez de estos
recursos habría sido debida a su agotamiento, a la creciente densidad de población, o a una
combinación de ambos factores. Los grupos locales se enfrentarían así periódicamente, ante la
perspectiva de tener que reducir su tasa de crecimiento poblacional o su nivel de consumo de
recursos. Reducir sus poblaciones sería costoso en sí mismo, dado que no dispondrían de unos
métodos de anticoncepción y aborto adecuados. Y la reducción en la cantidad y calidad de los
recursos alteraría la salud y el vigor de la población, provocando un número mayor de muertes por
desnutrición, hambre y enfermedad, "[...] y vidas cortas, pobres y horribles para todos" (Harris,
1992:17). Por ello, la guerra sería una alternativa atractiva.
Perspectiva socioeconómica
Si bien es cierto que entre la pobreza, la desigualdad y el recurso a las armas hay más una
correlación que una relación causal, la dinámica de las relaciones internacionales predominante
tras el final de la Segunda Guerra Mundial y la localización de la inmensa mayoría de los conflictos
bélicos en el Tercer Mundo, han evidenciado una íntima conexión entre el grado de desarrollo
económico, social y político de un país y la guerra. Ello nos haría albergar la esperanza, sin
embargo, de que el desarrollo económico, y la estabilidad sociopolítica derivada, suprimiría por sí
solo algunas de las causas fundamentales de la guerra. Cuando la vida dejara de ser "repugnante,
brutal y breve" (Chubin, 1991:164), el recurso a la fuerza ya no tendría cabida en el Tercer Mundo.
Existen, por otro lado, distintas visiones de la relación establecida entre el imperialismo y la
guerra: conservadora, liberal, marxista y la del Complejo Militar Industrial. La
teoría realista constituye el análisis político más destacado de esta situación desde una perspectiva
conservadora. Surgida en la década de 1940 en los países anglosajones bajo la rúbrica de teoría de
las relaciones internacionales, ha versado, esencialmente, sobre la problemática de la guerra y los
conflictos (véase De Senarclens, 1991), y no sólo ha adquirido una gran importancia en el ámbito
académico sino también en la práctica, ya que viene orientando la diplomacia estadounidense
desde finales de la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días. Algunos de los autores más
relevantes de esta corriente de pensamiento son Hans Morgenthau (1985), Arnold Wolfers (1946)
y Raymond Aron (1962), desde el campo de la ciencia política; Edward H. Carr (1962), desde el
campo histórico; y, por último, un periodista conocido en Psicología social por su definición del
concepto de estereotipo, Walter Lippmann.
Con el ánimo de explicar la guerra, esta teoría sitúa el conflicto en el centro de las relaciones
internacionales. Los conflictos y las guerras constituirían el resultado de un estado de desorden
institucional, específicamente de las contradicciones ineluctables entre las aspiraciones estatales
irreconciliables. Esta situación vendría favorecida por un modelo de relaciones internacionales
caracterizado por la inexistencia de una autoridad común y de un gobierno central que disponga de
medios de coerción. A ello contribuiría, además, la gran heterogeneidad del sistema de relaciones
internacionales. En este sentido, los Estados no obedecerán a una misma concepción de la política
y, de hecho, se encuentran organizados según principios diferentes de legitimidad, y los pueblos
seguirán tradiciones culturales distintas e, incluso, antagónicas. La política exterior de los Estados
será, a veces, inconstante, sobre todo cuando se vea sometida a los avatares y fluctuaciones de
gobiernos democráticos. Y, en consecuencia, la paz y la guerra constituirán dos realidades que
alternan su protagonismo en el ámbito de las relaciones interestatales.
Los autores realistas han acomodado así el principio de Hobbes relativo a la sociedad civil al campo
de las relaciones internacionales: sin un poder capaz de inspirar miedo, el Hombre vivirá en estado
de guerra. Las dos grandes superpotencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial —Estados
Unidos y la antigua Unión Soviética— se apoyaron, precisamente, en esta premisa para legitimar
su política de bloques, lo que, a su vez, propició la intromisión e intervención política y militar en
los asuntos internos de los países de sus órbitas respectivas, el desarrollo de la carrera
armamentista convencional y nuclear y, en definitiva, la configuración de un orden mundial velado
y dominado por estas dos grandes superpotencias (Czempiel, 1995). En la actualidad,
el realismo sigue siendo una corriente de inspiración conservadora, defensora, aún, de la carrera
armamentista. Sin embargo, sus orientaciones son sospechosas desde un punto de vista ético. En
este sentido, al considerar que los criterios de la moral individual no son aplicables a los círculos
dirigentes, los realistas sostienen implícitamente la razón de Estado, fundada en los intereses de la
seguridad nacional, además de apelar más o menos abiertamente al maquiavelismo y justificar la
puesta en práctica de sus concepciones por parte de un príncipe ilustrado (De Senarclens, 1991).
No obstante, es de sobra conocido que esta visión conservadora y realista de las relaciones
internacionales, la llamada realpolitik, ha propiciado por doquier la vulneración sistemática de los
derechos humanos, expresada a través de las dictaduras más sangrientas e, incluso, por el
genocidio de pueblos enteros. La caída del comunismo y, en consecuencia, la instauración de un
nuevo orden mundial, en modo alguno están contribuyendo a la paz y a una estabilidad social,
política y económica generalizada. Las nuevas estructuras por las que se rige ahora la comunidad
internacional siguen favoreciendo así las relaciones de dependencia y opresión entre las naciones,
los procesos de marginación social de grandes sectores de la población mundial, los movimientos
migratorios descontrolados desde el Sur hacia el Norte, los conflictos étnicos, las guerras civiles y
regionales y el terrorismo. El análisis político realista de las relaciones internacionales también ha
ignorado gravemente las consecuencias generadas por el modelo de desarrollo de la economía de
mercado, las problemáticas medioambientales, la situación de los refugiados, el crecimiento
demográfico y los nuevos antagonismos religiosos y culturales; es decir, toda una serie de
circunstancias que se encuentran en la base de la mayor parte de los conflictos actuales (véanse
Romero, 1994, 1999, 2006b, 2007a, 2007b, 2008).
La perspectiva liberal o keynesiana consideraba, asimismo, que el retorno a la prosperidad
económica tras la crisis de 1929 se debió, en gran medida, a la carrera armamentista de aquella
época. Pero, en contra de dicha tesis, los hechos vendrían a demostrar que, tras la Segunda
Guerra Mundial, los países industrializados con un menor gasto militar fueron, al mismo tiempo, los
que experimentaron un mayor crecimiento económico, como ha sucedido en Alemania y Japón.
El marxismo percibía, sin embargo, una íntima relación entre el capitalismo, los gastos militares y
la guerra. En El imperialismo, fase superior del capitalismo, Lenin (1976) afirmaba que las guerras
y el militarismo eran el resultado ineludible del sistema capitalista. Mientras perduren los Estados–
nación capitalistas altamente militarizados, las guerras para conseguir nuevas divisiones del mundo
continuarán, hasta que se acabe totalmente con el sistema a través de una revolución social
universal.
Partiendo de una nueva concepción del imperialismo moderno, los teóricos del Complejo Militar
Industrial destacaron, por último, el hecho de que, frente a una mayor independencia política, el
imperialismo de nuestros días se caracteriza por mantener una fuerte dependencia económica
(Galtung, 1980). En este sentido, la escuela del Complejo Militar Industrial plantea que los grupos
poderosos —integrados, fundamentalmente, por fabricantes de armas y líderes políticos y
militares—, movidos por fuertes intereses económicos, políticos y militares, promoverán relaciones
antagónicas entre las naciones y fomentarán la guerra, con el fin de dar salida a la potente
industria que gira en torno a la fabricación de armas. Muestra de ello es el billón de dólares
norteamericanos gastado en armas tan sólo en 1989 en todo el planeta; cifra que equivalía, por un
lado, al PNB de los 41 países más pobres del mundo, es decir, a la producción de 3 mil millones de
personas, y, por otro, al 6% de la producción total mundial; el 80% de las exportaciones de dichas
armas fueron destinadas al Tercer Mundo, las cuales serían vendidas en su mayoría, por orden de
importancia, por cuatro de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU
(Estados Unidos, la antigua Unión Soviética, Francia y Gran Bretaña); el organismo, según el mito,
responsable de mantener la paz mundial (Sutcliffe, 1992). En el año 2000 (véase Burrows, 2003),
ya desaparecido el enemigo comunista, el 88.6% de la venta de armas en todo el planeta corrió a
cargo de estos mismos países mencionados, además de Alemania y los Países Bajos. El importe
total de dicha operación ascendió a la astronómica cifra de 102 101 millones de euros. Los
principales compradores fueron, por orden de importancia, Taiwán, Arabia Saudita, Turquía, Corea
del Sur, China e India, es decir, países donde se vulneran habitual o sistemáticamente los derechos
humanos, que se encuentran en un estado de conflicto permanente por diversas causas, o que
representan, simple y llanamente, algunas de las dictaduras más abyectas de la actualidad. En
lugar de atender las innumerables necesidades de toda índole de sus respectivas poblaciones,
estos seis países gastaron en la compra de armas la friolera de 41 100 millones de euros. El
mantenimiento de una economía de guerra en Estados Unidos estaría motivado, asimismo, por el
deseo de preservar su papel de gendarme mundial, ya que la hegemonía norteamericana no deriva
de su ejemplo como país, de su mejor técnica o su mayor estatura moral, sino sólo de su potencial
militar.
A la modalidad de conflicto regional por lo general han correspondido los conflictos clásicos entre
dos Estados, los intentos de hegemonía de algunas potencias locales sobre sus áreas de influencia
y los conflictos irredentistas. El más frecuente de ellos durante la segunda mitad del siglo XX fue el
conflicto clásico, generado en la mayoría de las ocasiones por las discrepancias entre dos Estados
en el trazado de sus fronteras, unidas a otra serie de antagonismos políticos e ideológicos y a
ambiciones económicas diversas. Los ejemplos más notorios de estas guerras clásicas fueron: el
conflicto árabe–israelí (1948–1949, 1956, 1967, 1973 y 2006) y las guerras de Irak–Irán (1980–
1988) e India–Pakistán (1947–1949, 1965 y 1971). En otros casos, el foco del conflicto ha estado
motivado por la aparición de potencias regionales con una vocación expansionista. Así, basándose
en presuntas razones históricas o apoyándose en el peso que les confería la extensión de su
territorio, la importancia de su población o, simplemente, la voluntad expresa de un líder
autoritario, algunos Estados se sintieron tentados a practicar una política de liderazgo regional
sirviéndose de la fuerza. Ése fue el caso de la Guerra del Golfo a principios de la década de 1990 y
recién caído el muro de Berlín, un conflicto que después acabaría por internacionalizarse. Los
conflictos por motivos irredentistas han sido, sin embargo, los menos habituales. De cualquier
manera, aunque las guerras en el Tercer Mundo no suelen superar las dimensiones regionales, a
medida que un número cada vez mayor de países u organizaciones de dicho espacio geopolítico
traten de hacerse valer y respetar en el concierto internacional por su posesión de armas de
destrucción masiva, el sistema internacional en su conjunto podría verse afectado. Muestra de ello
podría ser la reciente crisis desatada en torno a las aspiraciones iraníes de poseer capacidad
nuclear, o las gravísimas consecuencias de cara a la estabilidad y la seguridad mundial que podría
seguir representando la actuación transnacional del terrorismo fundamentalista islámico (véanse
Romero, 2006b, 2007a).
Los conflictos internos de un Estado son, por último, los más numerosos, los más mortíferos y, a
veces, los más largos. Tras la Segunda Guerra Mundial, el Tercer Mundo ha sufrido 73 guerras
internas de importancia. Las más destacadas de ellas acaecieron en Nigeria (1967–1970), Etiopía
(1974–1986), Sudán (1963–1972), Chad (1965–1998), Líbano (1975–1976) y Ruanda (1956–
1965 y 1994–1996). Este tipo de conflicto ha estado motivado, fundamentalmente, por el trazado
arbitrario de fronteras durante la época colonial y su imposición posterior, las diferencias étnicas y
religiosas asociadas a lo anterior, las rivalidades políticas e ideológicas entre el poder establecido y
las fuerzas de oposición, el excesivo centralismo, la homogeneización política e identitaria
forzadas, y la ausencia de unas estructuras de concertación democrática y de consenso nacional.
En definitiva, hay muchas razones para pensar que, por desgracia, la guerra seguirá estando
presente en el Tercer Mundo, ya que a la aparición de nuevos nacionalismos agresivos, los
problemas étnicos y religiosos avivados por vecinos o enemigos, la tremenda distribución desigual
de los recursos, la falta de solidez de los equilibrios regionales de poder, la carencia de libertades
políticas e individuales, y el estado de corrupción casi generalizado de dichas sociedades se unirían,
además, la avidez y la falta de escrúpulos del mundo occidental por seguir fomentando el negocio
de la venta de armas, y los déficit del modelo de relaciones internacionales vigente que, como se
viene evidenciando, es de un marcado tinte imperialista. Por todo ello, será improbable el reinado
de la paz, la justicia y la libertad a escala global.
A la hora de analizar los procesos psicológicos que subyacen en las relaciones conflictivas entre los
Estados–nación, hemos de considerar tres dimensiones básicas: motivacional, cognitiva y las
estrategias de toma de decisiones (véanse Herrera, 1987; Herrera, Garzón y Seoane, 1986;
Seoane et al., 1988).
Esta serie de motivos suele aumentar el nivel de cohesión y los sentimientos nacionalistas de los
ciudadanos; provocando, a su vez, un fuerte etnocentrismo, caracterizado por la exaltación de los
valores nacionales y el rechazo de todo lo que provenga del exterior, y pueda perturbar dicho
sistema de valores. Como hemos indicado antes, la actitud etnocentrista favorecería, asimismo, el
desarrollo de percepciones distorsionadas sobre las verdaderas intenciones de otros países (White,
1984). Fue así como el mantenimiento de una imagen diabólica del enemigo (percepción negativa
del exogrupo basada en el error fundamental de atribución), al mismo tiempo que se atribuía al
endogrupo una elevada posición moral, favoreció el clima de conflicto vivido durante la etapa de la
Guerra Fría, la fuerte escalada armamentista e, incluso, la posibilidad de que estallara una nueva
guerra mundial durante aquel periodo histórico.
El etnocentrismo, el miedo y el deseo de poder pueden incidir, por último, en el proceso de toma
de decisiones de iniciar o participar en una guerra. En este sentido, frente a los modelos
racionales, que consideran al ser humano como un procesador ideal de la información —cuando
éste analiza y valora las opciones de que dispone en función de la relación costos–beneficios, y
elige, en consecuencia, la alternativa de la que espera obtener una máxima utilidad—, se
encuentra la teoría perceptiva que hará un especial hincapié en la capacidad subjetiva de los seres
humanos a la hora de interpretar el mundo que les rodea. Es así como "[...] la política exterior de
una nación no se dirige al mundo exterior en sí mismo, sino a la imagen simplificada del mundo
que poseen quienes toman las decisiones políticas" (Herrera, 1987:44). En situaciones de crisis,
sobre todo, las elites políticas deben analizar grandes cantidades de información ambigua e
inconsistente con una gran premura de tiempo, lo cual conduciría a vivir momentos de estrés, que
acabarán por repercutir negativamente en el procesamiento de la información, aumentando así
tanto la probabilidad de hacer caso omiso de una buena parte de las interpretaciones alternativas
de los sucesos, como de analizar los posibles resultados del conflicto en términos absolutos
(victoria o derrota), e incrementando, en consecuencia, la tendencia a tomar decisiones demasiado
arriesgadas.
Es indudable que las guerras, la violencia, la muerte y la destrucción constituyen, por desgracia,
parte de la realidad cotidiana, pero también es cierto que, sobre todo desde hace algunas décadas,
la búsqueda y conservación de la paz se han convertido en una de las grandes aspiraciones del
hombre actual. Muestra de ello es la atención prestada por el mundo académico a dicha temática.
Así, en Estados Unidos, más de 200 universidades ofrecen en la actualidad programas de estudios
sobre la paz (De Rivera, 1991). En España, la Universidad Jaime I, con sede en Castellón, imparte,
desde mediados de la década de 1990, una maestría sobre la Paz y el Desarrollo y, por su parte, el
Seminario sobre la Paz y los Conflictos de la Universidad de Granada también viene realizando una
importante labor sobre esta temática.
Es evidente que el estudio de la paz ha de hacerse desde una perspectiva interdisciplinar, que
recoja las aportaciones de distintos campos científicos como la Ciencia Política, la Economía, la
Historia, la Antropología, la Sociología y la Psicología. Las aportaciones de esta última provienen,
sobre todo, de áreas como la Psicología clínica, la Psicología evolutiva y la Psicología social, pero, a
pesar de que la American Psychological Association ha creado una nueva sección dedicada a la
Psicología de la paz, aún no existe una especialidad profesional concreta, sino que distintas
personas han intentado aplicar sus conocimientos específicos a la promoción de la paz (De Rivera,
1991).
Concretamente, los psicólogos sociales se han interesado por el estudio de las diversas temáticas
que giran en torno a la paz, tales como las distintas estrategias de resolución de conflictos, las
actitudes hacia la violencia y la percepción de las armas nucleares, los procesos de toma de
decisiones gubernamentales y los factores que inducen al pacifismo.
Así pues, la Psicología podría desempeñar un gran papel en la educación y promoción de la paz,
mediante la enseñanza de habilidades de comunicación y negociación entre los individuos y grupos
(Fischer y Ury, 1981), y la evaluación de aquellas circunstancias bajo las cuales se debería recurrir
al empleo de la fuerza armada, así como a su control. La Educación para la paz debe concienciar,
asimismo, al ciudadano en la intrínseca relación existente entre la paz, la dinámica de las
relaciones económicas y políticas internacionales, la justicia y el desarrollo social.
La Educación para la paz es heredera, por otro lado, de un legado histórico amplio, plural y
sugerente, que podría ser estructurado en cuatro grandes etapas (véase Jares, 1992). Así, tras la
Primera Guerra Mundial, surgió el movimiento de la Escuela Nueva, cuyas miradas iban dirigidas
hacia la escuela, como instrumento fundamental para evitar el mal de la guerra. La educación, el
utopismo pedagógico y la dimensión internacionalista constituyeron las principales ideas de dicho
movimiento educativo. Tras la Segunda Guerra Mundial, la creación de la ONU y de su filial, la
UNESCO, la Educación para la paz amplió sus propósitos a la educación para los derechos humanos
y el desarme. Más adelante, influida por el Movimiento de la No Violencia, la Educación para la paz
destacó, además, en la búsqueda de la verdad y la libertad a través de la autonomía y afirmación
personal, la íntima conexión entre medios y fines, y el afrontamiento de los conflictos de manera
no violenta, lo que podría conducir a la desobediencia ante aquellas situaciones que engendrasen
injusticia. Finalmente, ya en la década de 1960, el nacimiento de la denominada Investigación para
la paz va a conllevar la revisión y re formulación del concepto de paz hasta entonces vigente, el
desarrollo de la teoría gandhiana del conflicto y, por influencia de las ideas pedagógicas de Paolo
Freire, la Educación para el desarrollo.
Uno de los principales logros alcanzados por dicho movimiento educativo a lo largo de muchos
años ha sido, pues, poner en entredicho la concepción todavía predominante de la paz en el ámbito
global: la occidental, que, heredera de la pax romana y limitada en exclusiva a la ausencia de
conflictos bélicos entre los Estados, sigue siendo, sin embargo, un concepto pobre, insuficiente y
políticamente interesado (Jares, 1992). Por ello, desde la Investigación para la paz, ésta va a
adquirir un nuevo significado, al considerarla no sólo como la antítesis de la guerra sino de la
violencia, ya que la guerra sería un tipo más de violencia organizada. Es así como Galtung (1985)
distingue entre violencia directa y violencia estructural. Si la violencia directa se plasma en la
agresión física, la estructural va a trascender las manifestaciones físicas concretas de la
agresividad, y sería inherente a las estructuras sociales injustas. "[...] Llamar paz a una situación
en la que imperan la pobreza, la represión y la alienación [sería] una panoplia del concepto de paz"
(Galtung, 1981:99).
La cultura podría ser utilizada, asimismo, para legitimar tanto la violencia estructural como la
directa. Este tercer tipo, denominado por Galtung violencia cultural, suele estar integrado por
sentimientos, actitudes, concepciones sobre el mundo y representaciones sociales diversas. En este
sentido, Valencia y colaboradores (1999) llevaron a cabo un estudio en el País Vasco (España),
tratando de averiguar qué aspectos de la violencia cultural pueden encontrarse en las concepciones
sobre la paz en función de la pertenencia grupal. De modo que en el País Vasco predominarían dos
nociones básicas de la paz: la minimalista y la maximalista revolucionaria. La primera es
mantenida por quienes adoptan una identidad españolista, y consiste en equiparar la paz con la
ausencia de guerra, siendo partícipes, además, de mantener el statu quo —al no percibir la
necesidad de cambio de las estructuras del sistema— mediante la ley y el orden, y el uso, en su
caso, de la fuerza. Esta visión minimalista reproduce así la tradición greco–romana y se asemeja
en gran medida a lo que Galtung denomina violencia cultural. Los abertzales o quienes se
identifican prioritariamente como patriotas vascos e independentistas suelen mantener, sin
embargo, una concepción maximalista revolucionaria de la paz, al mostrarse contrarios a la carrera
armamentista y al ejercicio de la violencia por parte de los Estados, a la vez que son partidarios de
la justicia social y los cambios estructurales, aunque, paradójicamente, no rechacen e, incluso,
lleguen a legitimar el uso de la violencia por parte de las minorías. Sin duda, esta visión parcial e
interesada de la violencia, adoptada por el mundo abertzale, guarda relación con el hecho de que
en el País Vasco predomine un nacionalismo de carácter étnico, la presencia del terrorismo y, en
definitiva, la situación de conflicto, denominada, eufemísticamente, problema vasco (véase
Romero, 2006a).
El nuevo concepto de paz o paz positiva será, por otro lado, un proceso dinámico y permanente, va
a ser el reflejo de unas estructuras justas y escasamente violentas, exigirá de la igualdad y
reciprocidad en las relaciones entre las partes, afectará a todas las dimensiones de la vida, ya que
no sería reductible a la política internacional o de Estado, y conllevaría el desarrollo integral social,
personal y de los derechos humanos. De ahí que la Educación para la paz requiera un proceso
educativo continuo y permanente, fundamentado en dicha paz positiva y en una perspectiva
creativa del conflicto, tendente al desarrollo de un nuevo tipo de cultura, la cultura de la paz, que
ayude a las personas a develar críticamente una realidad compleja, conflictiva y cambiante. En
este sentido, Morales y Leal (2004) tratan de mostrar los niveles de paz existentes en España a
través de una serie de índices, tales como: las estrategias de resolución de conflictos no violentas,
la igualdad entre los géneros, la cohesión social, la participación democrática, la disponibilidad de
información libre y abierta, los derechos humanos, el desarrollo igualitario y sostenible y la
seguridad internacional.
En suma, según Jares (1992), los principios en los que habría de basarse la Educación para la paz
serían los siguientes:
• una forma peculiar de educación en valores. La Educación para la paz debe hacerse desde y para
unos valores determinados, tales como la justicia, la cooperación, la solidaridad y el desarrollo de
la libertad y autonomía personal; al mismo tiempo, a la vez que se cuestionan aquellos otros
valores contrarios a la cultura de la paz: la discriminación, la intolerancia, el etnocentrismo, la
obediencia ciega, la falta de solidaridad y el conformismo;
• la Educación para la paz debe hacerse desde una perspectiva holística, capaz de transmitir un
sentido cabal y crítico de las diversas problemáticas internacionales y que apueste,
inequívocamente, por la defensa de los derechos humanos, el multiculturalismo, el desarme, el
desarrollo económico y social, y las estrategias de resolución de conflictos no violentas.
CONCLUSIONES
Todavía hoy la guerra sigue formando parte, sobre todo, de la realidad cotidiana de la gran
mayoría de la población mundial, es decir, de aquella que es alienada por el sistema político y
económico vigente internacionalmente, y habita en el Tercer Mundo. El mundo occidental viene
ejerciendo así una violencia estructural sobre los países débiles y menores de dicha región, donde
la extrema pobreza y la propia guerra suelen conformar una especie de nudo gordiano, difícil de
romper. Tras la Segunda Guerra Mundial, la guerra era alejada así del mundo occidental, a la vez
que se localizaba, fundamentalmente, en el Tercer Mundo.
En definitiva, esa paz positiva de la que habla Galtung exigirá ante todo un reparto justo y
equitativo de los recursos entre los grupos y las naciones. El camino hacia la paz requerirá así
profundas transformaciones de carácter psicológico, social, político, económico y cultural y, por
tanto, la configuración de un nuevo orden mundial muy alejado de sus coordenadas actuales.
ualquier guerra causa estragos imborrables allá donde tiene lugar. Para entender el proceso
que vive una sociedad después de un acontecimiento tan devastador como este, vamos a
analizar las consecuencias de una guerra.
Para ello, vamos a dividir principalmente el artículo en dos secciones. En una trataremos las
consecuencias de las guerras en la sociedad y las personas desde la psicología, para
después acercarnos a entender las consecuencias de la guerra desde una visión más
“positiva” o esperanzadora, si se nos permite llamarla así.
Como no podría ser de otra forma, dichas consecuencias bélicas pueden aplicarse tanto a las
famosas: Primera Guerra Mundial, Segunda Guerra Mundial, a la Guerra Fría y a la
Guerra de Vietnam, que son probablemente las más conocidas y estudiadas de la historia.
Consecuencias de la guerra para el ser humano
Como ya hemos dicho, primero vamos a descubrir las consecuencias sociales más comunes
y devastadoras de una guerra. Dependiendo del tipo de guerra y de las características del
territorio, las consecuencias aparecerán más marcadas en unas u otras esferas.
Para no prolongar demasiado este artículo, el análisis de cada una de las consecuencias de
las guerras no es excesivamente exhaustivo. Para más información recomendamos
consultar la bibliografía final.
Por último añadir que dependiendo de la fase en la que se encuentre el conflicto, una guerra
estará teniendo unas u otras consecuencias.
Para saber más: Las 4 fases de todo conflicto, consecuencias y cómo manejarlo.
1. Violencia
Como resulta obvio, la escalada de violencia que sufre una sociedad es el mayor estresor que
vive la misma durante un conflicto armado. Dicha violencia desgasta la mente de las personas
y hace que el tejido social se deteriore con el paso del tiempo hasta alcanzar límites
insospechados.
Vivir bajo una constante amenaza y sentir que el peligro acecha en cualquier parte cambia a
las personas individualmente, y esto repercute en los grupos sociales y en cómo se relacionan
entre ellos, haciendo que cualquier tipo de interacción se vuelva potencialmente explosiva.
2. Miedo social
Una de las peores consecuencias de la Segunda Guerra Mundial no fueron solo las pérdidas
humanas y económicas, sino el miedo como emoción social alrededor del mundo. Sentir
que ninguna nación estaba libre del impacto de semejante conflicto.
Por si fuera poco, esto lo sabe siempre el enemigo (sea el que sea), y muchas veces cada
bando intenta potenciar el miedo sobre el rival para atacarle moralmente.
3. Desbordamiento
Dada la increíble activación que produce en el individuo cualquier guerra, durante las primeras
fases (y después de estas) aparece el desbordamiento. Esta consecuencia de la guerra se
traduce en que durante un periodo, las personas están muy activadas, emocional y
conductualmente, intentando sobrevivir y afrontar la situación.
Esto desgasta enormemente a las personas y acaba provocando en muchos casos
desbordamientos y otros efectos como el que vemos a continuación.
4. Bloqueo emocional
Después de pasar largos tiempos sin descanso con niveles de activación desbordantes
aparece la siguiente consecuencia de una guerra, el bloqueo emocional.
Consecuencia del cansancio y de la duración demasiado prolongada del conflicto, los seres
humanos acabamos por bloquearnos, exhaustos de intentar hacer frente a una situación que
nos sobrepasa. Al final acaba apareciendo la indefensión aprendida y la insensibilidad
emocional.
5. Dolor
El dolor, por todos los acontecimientos que se viven, es imparable y constante. Una de las
consecuencias principales de la guerra es justamente que casi a diario hay malas o terribles
noticias. Esto impide que la persona elabore bien sus problemas y acaba
arrastrándolos a lo largo del conflicto (dure lo que dure) y más allá.
6. Culpa
Una de las consecuencias de la Guerra de Vietnam fue la culpa que apareció posteriormente
e incluso durante la misma. También fue una de las consecuencias de la Segunda Guerra
Mundial, cuando los soldados aliados atacaban territorios enemigos y masacraban,
normalmente (esperamos) sin intención, zonas con población civil.
Desde las personas que participan en las guerras hasta aquellos supervivientes que siente
que no hicieron lo suficiente para ayudar a sus conocidos y familiares, sienten esta
consecuencia de la guerra.
7. Trastornos psiquiátricos
Como no podría ser de otra forma, un altísimo porcentaje de la población acaba sufriendo las
consecuencias de la guerra en forma de trastornos mentales.
Si bien es cierto que cuando una situación dañina y perturbadora es sufrida por un
colectivo, daña menos psicológicamente que si la sufre un individuo aislado, las
consecuencias de la guerra siempre son devastadoras para todos, sin excepción.
Todas las personas que pueden, como es natural, huyen a otros países para evitar sufrir una
muerte que en muchas ocasiones es casi segura. Esta situación de incertidumbre y
desarraigo al dejar atrás su hogar y familiares resulta muy doloroso para todos.
9. Pérdidas y separaciones
Las personas lo pierden todo. Esta es sin duda una de las consecuencias de la guerra más
traumáticas de todas. No solo hablamos del componente material o incluso la pérdida de
seres queridos, sino también de la pérdida de la identidad, del estatus social, del trabajo y de
los bienes que tenían un valor simbólico para las personas.
Existen tres tipos de consecuencias positivas de una guerra, todas ellas dentro del
crecimiento postraumático, pero que podemos desglosar en:
Una de las consecuencias más esperanzadoras de las guerra es justamente que los seres
humanos, después de estos conflictos, comenzamos a valorar más a las personas y
hacemos más esfuerzos por cuidar las relaciones.
12. Cambios en la espiritualidad
En ellos encontramos todos aquellos cambios relacionados con la filosofía de vida. Las
personas que han vivido las consecuencias de las guerras y sus terribles efectos, afirman
sentir cambios en sus valores, asegurando que dichos valores son lo más importante de la
vida en el ser humano; dejando más de lado otros elementos como el trabajo y los
bienes.
REFLEXIONES FINALES
Gran parte de ello se debió al impulso del liberalismo que, como fundamento teórico, tomó
como base el orden para el progreso, convirtiendo a dicha ciencia en normativa. La
importancia del “deber ser” se impuso sobre la del “ser”.
Los primeros escritores considerados clásicos de la Sociología sostenían que era necesario
pensar la guerra de manera especial y analítica, con el fin de explicar y entender los orígenes
y las funciones del Estado, junto a la propiedad privada y la estratificación social.
A pesar de estas primeras limitaciones, con el paso del tiempo la guerra logró formar parte
de la Sociología desde una gran diversidad de teorías. Ahora bien, debido a los cambios en la
morfología de la guerra, es evidente que la teoría formulada para tal caso queda obsoleta
para la explicación de fenómenos de reciente aparición.