Lagrimas de Un Dios Plutonico
Lagrimas de Un Dios Plutonico
Lagrimas de Un Dios Plutonico
Que
el hombre alcanza la suprema potencia sobre la realidad, que descubre las claves del
Universo para ponerlo a su servicio, vence a la adversidad y se libra de la amenaza
del león y la tormenta, por siempre. Que la economía descorre el secreto de una
fórmula infalible hacia el progreso, que la civilización efectúa un salto fuera de las
ataduras de la carne, que el riesgo de los choques sociales se desvanece frente a una
cura de quintaesencia. Supongamos que el hombre alcanza un estado inmutable de
infinita perpetuación, sano para sí mismo sobre cualquier contingencia. Supongamos
que nuestros sueños se realizan. Supongamos que tú y yo vencemos al Adversario,
que podemos acabar con la genética y derrotar a la muerte, más allá de los nichos
naturales, fuera del espacio. Supongamos que tú y yo podemos crear un nuevo mundo
del hombre para el hombre, donde reinar supremos por siempre jamás. Supongamos
que te ofrezco el trono de alabastro y el anillo del monopolio de la violencia sobre lo
real, para ti, hermano. Supongamos que las leyes físicas se colapsen, que podamos
sustituirlas a nuestro antojo. Decidir lo que será y lo que nunca habrá sido; lo que
haya de ser. Elegir a los elegidos, profetizar el cambio; verlo verificado como
pronosticamos. Supongamos que asumimos nuestro verdadero papel, que nos
sepamos dioses; que construimos nuestra saeta en la forja. Supongamos que debemos
predecir las dificultades; que comprendemos la necesidad del cambio, de la
revolución. Pero que no estamos dispuestos a ser reemplazados. Que descubrimos la
manera de cambiarlo todo. Sin cambiar nada. Supongamos que institucionalizamos la
mudanza epidérmica y la elevamos a la categoría mitológica de lo inmutable.
Supongamos que a esta sociedad la llamamos Mundo Libre, donde el crecimiento sea
un deber, y la productividad un requisito de la existencia, donde la riqueza nos haga
eternos, pero el principio más sagrado sea la libertad. Supongamos que éste es
nuestro ansiado futuro de conquista, la realización de nuestros sueños. Supongamos
que el pasado no existe y el futuro es hoy. Porque lo que ha ocurrido está abocado a
repetirse, porque el futuro es la memoria de lo posible, este lamento sin tiempo ha
recorrido la distancia que los separa. En directo, para toda la Humanidad, abre
conmigo el libro de bronce y sígueme por este glorioso camino. Baja las luces y
escucha este susurro, apártate de los tuyos ahora, haz el silencio. Recoge tu alma en
el rincón de los enigmas. Es la hora del gran mediodía.
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Sergio Achinelli
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Título original: Lágrimas de un dios plutónico
Sergio Achinelli, 2000
Diseño de cubierta: María Emegé
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A mis hermanos
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I.
Supongamos.
Supongamos que todos nuestros esfuerzos obtienen recompensa. Que el hombre
alcanza la suprema potencia sobre la realidad, que descubre las claves del Universo
para ponerlo a su servicio, vence a la adversidad y se libra de la amenaza del león y la
tormenta, por siempre. Que la economía descorre el secreto de una fórmula infalible
hacia el progreso, que la civilización efectúa un salto fuera de las ataduras de la
carne, que el riesgo de los choques sociales se desvanece frente a una cura de
quintaesencia.
Supongamos que el hombre alcanza un estado inmutable de infinita perpetuación,
sano para sí mismo sobre cualquier contingencia. Supongamos que nuestros sueños
se realizan.
Supongamos que tú y yo vencemos al Adversario, que podemos acabar con la
genética y derrotar a la muerte, más allá de los nichos naturales, fuera del espacio.
Supongamos que tú y yo podemos crear un nuevo mundo del hombre para el hombre,
donde reinar supremos por siempre jamás. Supongamos que te ofrezco el trono de
alabastro y el anillo del monopolio de la violencia sobre lo real, para ti, hermano.
Supongamos que las leyes físicas se colapsen, que podamos sustituirlas a nuestro
antojo. Decidir lo que será y lo que nunca habrá sido; lo que haya de ser. Elegir a los
elegidos, profetizar el cambio; verlo verificado como pronosticamos. Supongamos
que asumimos nuestro verdadero papel, que nos sepamos dioses; que construimos
nuestra saeta en la forja. Supongamos que debemos predecir las dificultades; que
comprendemos la necesidad del cambio, de la revolución. Pero que no estamos
dispuestos a ser reemplazados. Que descubrimos la manera de cambiarlo todo. Sin
cambiar nada. Supongamos que institucionalizamos la mudanza epidérmica y la
elevamos a la categoría mitológica de lo inmutable. Supongamos que a esta sociedad
la llamamos Mundo Libre, donde el crecimiento sea un deber, y la productividad un
requisito de la existencia, donde la riqueza nos haga eternos, pero el principio más
sagrado sea la libertad.
Supongamos que éste es nuestro ansiado futuro de conquista, la realización de
nuestros sueños.
Supongamos que el pasado no existe y el futuro es hoy.
Porque lo que ha ocurrido está abocado a repetirse, porque el futuro es la
memoria de lo posible, este lamento sin tiempo ha recorrido la distancia que los
separa. En directo, para toda la Humanidad, abre conmigo el libro de bronce y
sígueme por este glorioso camino. Baja las luces y escucha este susurro, apártate de
los tuyos ahora, haz el silencio. Recoge tu alma en el rincón de los enigmas. Es la
hora del gran mediodía.
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Ibant obscuri, sola sub nocte, per umbram
perque domos Ditis vacuas et inania regna.
VIRGILIO
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0.
Dormían desnudos como si fuese la última vez. Los brazos de él rodeaban el cuerpo
tierno y cálido de la mujer con una intensa levedad, una devoción necesitada. Ella lo
acogía mansamente sobre su pecho. Aquella mujer, había una suerte de tristeza, en su
abrazo. Los paños de seda se entregaban al vaivén de la brisa en los ventanales, bajo
la luz yaciente del crepúsculo. Alrededor, las ropas descansaban desordenadas sobre
una habitación austera, limpia. Él se desprendió del tacto de ella y comenzó a llover.
Se encogió de frío y el viento agitó los paños de seda. Abrió los ojos azules como el
abismo, con pupilas plegadas, ausentes de sueño y la atmósfera gimió.
El hombre se incorporó con cansancio. Recogió las prendas cercanas y se las fue
vistiendo mientras recuperaba las demás. Tomó su gabardina del respaldo de una silla
y comprobó con pereza el bolsillo derecho. Entonces, levemente, contempló en
silencio el cuerpo desnudo que reposaba sobre las sábanas. Sus cabellos eran dorados,
sus ojos, verdes, bajo los párpados. Su rostro poseía una extraña cualidad, una
silenciosa, apacible, armonía. Dormía, desnuda, como si fuese la última vez. El
hombre dio media vuelta y la hoja impresa de papel blanco se cruzó entonces con su
mirada. Observó inmóvil aquella fantasía, como si hubiese trastornado alguna lejana
presunción. Como si hubiese creído, por un momento, como un niño, que había
despertado en otro mundo. Un mundo diferente. A lo lejos, el lánguido ronroneo del
motor de una langosta distrajo su atención. Se encaminó hacia el baño. Lavó sus
manos con esmero y enjuagó su rostro sin mirarse en el espejo. Porque él no se
miraba en los espejos. Volvió al dormitorio y se detuvo a los pies de la cama.
Extrajo su pistola, disparó a la mujer hasta que hubo muerto y recogió la hoja
impresa de papel blanco antes de abandonar el apartamento.
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Tres días antes del Fin del Tiempo.
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TESIS
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1.
Llueve, llueve sobre Hel. Llueve sobre la corteza asfaltada de Hel como caen los
pétalos en flor en los jardines atesorados por los delincuentes, recordando a los
hombres que lo inmutable existe, que la vida puede perpetuarse por siempre. Llueve
sobre Hel y sobre Sadman. Caminando por las calles de la ciudad, Sadman busca,
como la vida que se extingue y anhela un consuelo que robar al futuro, como un
ladrón enlutado sobre los montes metálicos de la megápolis, ensanche de manzanas
podridas que rezuma sociedad y vierte lentamente su misericordia antigua en los
desagües de Hel. Vertida, vertida bajo los cimientos de Hel.
Vertida sobre ese espléndido anfitrión que son los cimientos del mundo.
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2.
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imperturbable. Se sentía como un niño, obligado a ir al baño en mitad de la
madrugada, atenazado, de forma tan absurda como patente, por el terror a los
fantasmas que habitaban el pasillo. No podía entenderlo, pero aquellos ojos
electrizados despertaban en él un pánico primordial, alejado del campo de batalla,
susurrado desde los remotos rincones de la infancia. Hubo de conjurar toda su fuerza
de voluntad para invocar el amago de una sonrisa en los labios.
«Ejem. Claro, hijo, no me malinterpretes. Hablas como uno de esos tipos del
Ministerio de Sanidad, y por el Fundador que no soy un disidente». Hizo una pausa y
se volvió hacia sus colegas en busca de apoyo, pero no lo obtuvo. Todos miraban al
suelo con terca determinación. Algo ocurría, algo que se le escapaba. «Pero es normal
dudar, ¿no es cierto? A veces ocurre. Ves los cadáveres y piensas tonterías, ya me
entiendes. A veces piensas en toda esa gente muerta, y te haces preguntas. Es
normal», concluyó el viejo asesino. Se pasó la mano por la cabeza y añadió de
pronto: «Tal vez busquemos una disculpa, ¿verdad? Que nos perdonen por lo que le
hemos hecho a toda esa gente. Después de todo, hay quienes luego desean vengar a
sus muertos. Es una balanza muy delicada, y jugamos con ella con mucha ligereza».
Los ojos implacables de Sadman se le clavaban a las órbitas como los de un
depredador, fijos sobre él, inmóviles, como la fotografía de una criatura de pesadilla
que amenazaba con invadir la realidad para devorarle las entrañas. El soldado
parpadeaba como si el aire se hubiera vuelto irrespirable; sentía la necesidad de cerrar
los ojos, sentía la necesidad de recuperar el aliento, de desprenderse del peso que se
había alojado sobre su nuca.
Sadman dijo: «La Compañía nos manda matar y retransmite públicamente
nuestras actividades. Se nos distingue como un modelo de conducta, todos los niños
nos idolatran. No entiendo lo que dice».
Los agentes miraban al suelo, miraban al suelo con fanatismo. Todos sabían que
aquel hombrecillo barbudo y enjuto era un viejo soldado de los Bucelarios de Elite,
que había sido destinado a Hel después de servir durante cincuenta años en media
docena de Mundos Bélicos. Podrían haberle avisado de que estaba discutiendo con
Sadman, el mejor asesino de la Historia, el hombre más admirado y famoso del
planeta Hel, el único planeta natural del Universo Artificial, la metrópoli del Mundo
Libre; un hombre que había matado a los admiradores que osaron pedirle un
autógrafo, a los incautos que lo escrutaron demasiado tiempo, a las jóvenes que
habían intentado tocar su carne.
El anciano no comprendía por qué las cuatro cámaras de Matadero Cinco
grababan su conversación con el hombre de los ojos azules, ignorando al resto. No
entendía por qué el pulso de los reporteros temblaba; por qué sonreían.
El anciano no sabía que toda la audiencia de Matadero Cinco, el canal de
televisión dedicado a Sadman, retrasaba la hora de la cena, aguardando con
entusiasmo el instante ineludible de su muerte.
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Los agentes podrían haber intentado salvar la vida de aquel viejo ignorante; pero
decidieron asegurarse de que la cólera impronosticable de Sadman se concentrase en
un solo objetivo. Lo que desconocían era que aquel escuálido soldado ostentaba, sin
saberlo, su propia plusmarca personal: nunca un hombre había sobrevivido a tantos
años de guerra como él; se trataba, en suma, del soldado más veterano de la Historia.
«Todo eso es cierto, muchacho, pero no es importante». Se arrepintió al instante
del vocativo, pero decidió continuar hablando con la esperanza de que quedase
rápidamente olvidado entre las demás palabras. «Es divertido esto de salir en la tele,
pero no es la cuestión. El hecho es que robamos vidas. De algún modo, matar nos
angustia, porque comprendemos lo fácil que es eso, lo valiosa que es la vida, y no
queremos que nos hagan lo mismo que les hacemos a ellos».
El rostro de Sadman era apenas una silueta en la oscuridad de la langosta, pero
sus ojos brillaban como si albergasen en su interior dos relámpagos azules a punto de
descargar su furia. El viejo asesino intentaba convencerse de que aquélla era una
visión imposible, un efecto óptico, pero su cuerpo le gritaba con desesperación que
huyera, que saltara del transporte si no había más remedio. La gravedad tendría más
piedad de él que aquella demoniaca mirada.
Sin tomar aire antes de hablar, como si sus pulmones se llenasen por ósmosis,
Sadman dijo:
«Esa idea es un sinsentido. Es una estúpida contradicción que un asesino en su
sano juicio promulgue su derecho a vivir. ¿Acaso se considera superior al resto de los
hombres? ¿Tiene usted derecho a vivir y los demás no? Si yo apreciase la vida,
aunque sólo fuese la mía, no me dedicaría a destruirla».
El viejo asesino miró a Sadman atónito; luego todo su miedo se transformó en
cólera.
«¡Pero de qué coño hablas! ¿Me estás diciendo que andas por ahí matando gente
por una miseria y ni siquiera te importa? ¿Estás loco, tío? ¿Eres un suicida o algo
parecido?». El pequeño individuo daba manotazos contra el aire, envalentonado por
su propia osadía. Levantó su fusil con rabia y lo zarandeó. El contacto con el arma lo
revigorizó aún más. «¡Menudo desgraciado! ¡Esto no es un juguete, muchacho!».
Acentuó furiosamente cada sílaba del vocativo, añadió uno o dos improperios y
después cayó al suelo como un muñeco, fulminado. El piloto de la aeronave advirtió
al girarse que Sadman guardaba su pistola humeante en el bolsillo derecho de la
gabardina.
A pesar de lo improcedente de la situación, de las dificultades administrativas que
generaría la absurda muerte de aquel pálido criminal, el piloto observó el más
religioso silencio, sancionado por todos los allí presentes. Callaron y miraron al
suelo, como si honraran algún oscuro ritual de paso. Sadman se volvió hacia la
ventana circular con ojos cansados.
El Catábasis sobrevoló la Estatua de Plutón espantando las palomas y se alejó de
aquel monumento olvidado, antiguo como el Tiempo, manchado de polvo y graffiti.
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mejor apartamento en un lugar más cercano a la Ciudad Alta, mejor alimentación,
ropa más elegante, mejor coche, mejores relojes, mejores amigos, mejor sexo, mejor
trabajo, mejores compañeros de trabajo, mejor jefe, mejor secretaria, mejor despacho,
mejor vista desde el despacho; y menor probabilidad de que algún desaprensivo le
levantase a uno la tapa de los sesos una mañana cualquiera.
Todo el mundo habría sido feliz si la Compañía hubiera encontrado la forma de
rentabilizar el conflicto con sus rivales.
Pero no era así.
La Compañía perdía mucho dinero luchando contra ellos, muchísimo. Sus
enemigos eran un grave problema y todos los consumidores tenían clara conciencia
de ello gracias a los programas informativos de la John Black, que suministraban un
pormenorizado seguimiento de cada tiroteo, de cada persecución, de cada muerte de
los rivales y de los asesinos.
El Mundo Libre temía a los subversivos.
Saber que la Compañía más grande de la Historia era lo único que se interponía
entre la gente de bien y el desastre era, sin duda, un tremendo alivio; y conocer los
desarrollos de esta cruzada era del máximo interés público.
Por todo ello estaban los periodistas aquella noche en la azotea de una guarida de
insurrectos, coreografiando a los asesinos para obtener un mejor rendimiento plástico
de la luz. Y por todo ello estaba allí Sadman, el mejor asesino del Mundo, para acabar
con todos los subversivos delante de billones de espectadores ávidos de indagar una
noche más en el escurridizo enigma de la muerte.
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monitor, encendían sus vídeos entre gritos, enmudecían ante la reproducción del
prodigio; un hombre inmune al dolor.
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9.
Sadman caminaba por las calles atestadas como un espectro ignorado por la
muchedumbre. Los videoaficionados daban testimonio de asesinatos y violaciones,
los francotiradores daban cuenta de los paseantes improductivos; los alastores
permanecían alerta a los ataques de los insurgentes y los ejecutivos acudían a la
oficina entre una maraña de guardaespaldas metálicos armados hasta los dientes. En
las avenidas superpuestas se estrujaban los mensajes cacofónicos y las
resplandecientes vallas de doscientos metros cuadrados, las langostas patrullaban el
cielo, los monstruosos nubarrones descargaban su lluvia plomiza, los relámpagos
restallaban sobre los pararrayos a su capricho, criaturas hediondas limpiaban las lunas
de los automóviles confiando sus vidas a la veleidad del semáforo, los televisores
ocultaban las fachadas de los rascacielos.
En la entrada del metro dos jóvenes carteristas huían hacia la calle. Uno se ganó
el anonimato en la multitud, el otro tropezó, se incorporó, alzó la vista y sus ojos
fueron absorbidos por la nada, contemplaron a un hombre rodeado por una burbuja de
vacío. Se sumergió en los ojos prohibidos de Sadman y los músculos congelaron su
huida. Quiso entonces extraer de su bolsillo algún precioso objeto, olvidando que la
muerte le corría al encuentro. Una navaja le rebanó la esperanza y de sus dedos se le
escapó la vida y una pluma bañada en sangre que rodó por los escalones que
conducían a las fauces abiertas del mundo subterráneo.
El tren era impelido por el magnetismo a través de las tuberías metropolitanas y
Sadman miraba por la ventanilla el reflejo de los faros amarillos que se desplomaban
en silencio hacia el pasado. Dos niñas grababan el descuartizamiento de un obrero
espoleando la creatividad del carnicero y calculando los beneficios que les reportaría
el espectáculo. Dos gorilas blindados como columnas de mármol quemado vigilaban
el vagón, cerrando filas frente a un escuálido contable de la Compañía que llegaba
tarde al trabajo. Dos cromados espadachines miraban con avaricia la piel de
pergamino y las gafas abultadas, pero reprimían sus impulsos ante la perspectiva de
los cañones de veinticuatro milímetros.
Alguien tiró de la manga de Sadman y luego sus sesos cayeron desparramados
por los asientos. El cuerpo convulso del viejo indigente atrajo la atención de las
niñas, que se acercaron para almacenar su muerte en formato digital. Con el objetivo
acariciando el rostro ennegrecido, la aficionada levantó la cabeza y vio a Sadman, el
mayor asesino de la Historia, sentado junto a la ventanilla del vagón, mirándola a los
ojos.
Sin poder despegarse de aquel infernal contacto, apagó su cámara y musitó:
«Han-tâ, no me mates».
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Sadman observó cuidadosamente los ojos vidriosos y la respiración sofocada, la
indefensión de aquella pequeña piltrafa, y ladeó la cabeza hacia los ventanales de
cristal.
Sadman era un engendro nacido de la matriz que era el Mundo Libre. Nacido de
la progresión incalculable de la estirpe germinal hasta la epigonal, su último peldaño
evolutivo. La vida era para él como los focos amarillos que se desplomaban en
silencio hacia el pasado.
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11.
A pesar de la hora, a pesar de no haberse despegado aún del calor de las sábanas,
Sadman se sentía profundamente cansado. El crujido de los goznes rechinó en su
espalda con una desagradable sensación astillada, y desprenderse del peso de la
gabardina y la pistola no le alivió de la carga que soportaban sus hombros. Oyó
zumbar el televisor mientras iba tanteando su apartamento bajo la luz grisácea que
arrojaba sobre los muebles destartalados, con los que convivía sin prestarles
demasiada atención. El sofá le dio la bienvenida con el abrazo apático al que lo había
acostumbrado. Soltó los recibos de la oficina de defunción en la pequeña mesita de
madera sintética y ordenó los despojos de los días anteriores para colocar un par de
cartones de cigarrillos, una pizza, tres botellas de whisky y una hoja impresa de papel
blanco. Miró estas cosas en silencio y vio ante sí lo que valía la vida de un muerto.
Cambió de canal y se recostó plácidamente para engullir lo que fuese que daban esa
mañana mientras masticaba aburridos nutrientes aderezados con buches de la botella.
«… Liado una buena, ¿verdad? Ya lo imaginaba. Supongo que querrás hacer las
cosas bien. Nadie lo duda pero ¿a dónde vas a ir a estas horas con esos billetes?
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la Panóptica, especializado en táctica defensiva. ¿Cómo es posible que trabaje en el
sector privado?».
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Panóptica les permite participar en los conflictos ecomilitares para ganar experiencia.
Deífobo es uno de los mejores exponentes del éxito de nuestra política, dada la
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ecomilitares…».
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13.
La televisión por la mañana era tan aburrida y Sadman se sentía tan cansado que se
recostó en el sofá. Sintonizó el canal muerto, cerró los ojos y su consciencia se diluyó
lentamente hasta desaparecer. Cuando los abrió de nuevo habían pasado seis horas.
Subió el volumen del televisor. Tras zapear durante cuarenta minutos descubrió
canales más allá de los mil quinientos que solía frecuentar. Haberlos ignorado podía
incurrir en delito contra la Tercera Ley, por lo que se dispuso a profundizar en ellos.
Pronto supo que eran canales de la Ciudad Vector, y en ese momento se hallaban en
horario de prime time.
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que las estrellas que nacían en el cielo espontáneamente no eran cometas salvajes,
sino generadores de hidrógeno que se alimentaban de fluctuación cuántica; que los
nuevos planetas no eran descubrimientos científicos, sino productos manufacturados;
que las oscilaciones gravitatorias de los primeros años no presagiaban el fin del
mundo, sino un mantenimiento rutinario. El propio rumor, luego confirmado por los
hechos, de que las Industrias Sair-Sudni tenían el poder de transmutar el tiempo en
espacio, consternaba a algunas mentes demasiado frágiles para asumir el cambio. La
Panóptica eliminó a los inadaptados, pero aprendió que el pueblo necesitaba
explicaciones.
De esta manera, el Mundo Libre se apropió de los antiguos mitos y les dio
continuidad en el tiempo. El Mundo Libre jugaba con arcángeles y serafines. El
Mundo Libre adoraba la religión.
El Mundo Libre.
Deicida.
Teófago.
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«Bien, bien, mi amado público, parece que vamos a necesitar traducción. No se
preocupen, todo está previsto. Sí, parece ser que usted se refiere a que todo fue un
milagro, o sea, que su madre no se folló al carpintero para parirle a usted, ¿me
equivoco?».
Risas.
«Veo que no le ha gustado la broma. Hoy día, con esa actitud no va a convencer a
nadie, ¿sabe? Parece ser que su mensaje, si es que soltó alguno, impactó al mundo de
entonces. ¿No se imaginaba que esa organización que fundó estaba condenada al
fracaso por culpa de su obstinada política anticientífica? Es natural que su
explicación del mundo se fuese al garete tarde o temprano. Por no hablar de la
represión, el inmovilismo y la censura».
«El Hijo de Dios fundó un solo mensaje: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo
como a ti mismo”».
Murmullos. Risas tremendas tras la aclaración.
«Silencio… silencio, por favor. Vaya, vaya, lamento ser el portador de malas
noticias, J. C., porque usted es el único de por aquí que cree en esas memeces».
El público era un jolgorio.
«Ahora bien, si usted fue tan bueno, si hizo tanto por sus vecinos, ¿por qué coño
se lo cargaron? ¿No será que también tenía sus trapos sucios, que para ascender tuvo
que despacharse a algún entrometido? Además, si es el Hijo de Dios, ¿por qué no les
dio su merecido a esos romanos, por qué no quemó sus casas, violó a sus mujeres o
algo así? ¿Es que el Hijo de Dios no podía evitar su propia muerte?».
«Está escrito: “El Hijo del hombre tendrá que sufrir mucho, será reprobado por
los ancianos, los pontífices y los escribas; lo matarán y al tercer día resucitará”».
«Otra vez con el está escrito de los cojones. Ea, ea… Aquí dice que hizo
milagros. Multiplicó los panes, resucitó a los muertos, curó a los enfermos… ¿Qué
otras cosas puede hacer? ¿Podría matar a mi novia y agenciarme una decente?».
Risotadas. Jesús balanceaba la cabeza, tembloroso; el cuello le chasqueaba. El
público se calmó, esperando un giro repentino en el espectáculo.
«El quinto mandamiento de Dios es no matarás».
Los espectadores estallaron en carcajadas comentando la insospechada locura de
aquellas palabras.
«Vaya. Creo que hemos chocado de frente con el meollo. ¿Puede saberse qué
quiere decir eso?».
Jesús se agitaba en la cruz. Le habían remachado los clavos a las manos y le
desgarraban la carne; de las heridas manaba abundante sangre.
«No matarás… no cometerás adulterio… no presentarás falsos… testimonios…
no… codiciarás los…».
Sufriendo fuertes espasmos, entre una orgía de carcajadas, vomitando sangre,
Jesús se desprendió de la cruz y cayó al suelo. El público vitoreaba al moribundo, que
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trataba de pronunciar unas últimas palabras, pero no llegaron a brotar gracias a la
presión del lustroso zapato de charol de Billy Stardust sobre su cuello.
«¡Señoras y señores, muchas gracias! ¡No se pierdan —quieto tío— la entrevista
con Mahoma, vivito, coleando, y muy visible, para todos ustedes, mañana a las diez,
como todos los días! ¡Hasta mañana, buenas noches por la noche!».
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19.
A la luz del televisor, Sadman dormía. Dormía un letargo solitario alejado de la visita
del subconsciente, una inconsciencia plácida entregada al tierno abrazo del olvido. El
descanso de Sadman era semejante a estar muerto, una paz tan grande que no quería
desprenderse de ella, pero tan efímera, tan vacía al consumirse, que se escurría entre
sus dedos como granos de arena, lenta e irremediablemente.
Por eso, al ver un pasillo que aún no había olvidado, creyó haber regresado a él,
por alguna razón que no podía entender. La sensación de viajar dentro de su propio
cuerpo fue tan extraña que se sintió poseído por alguna fuerza exterior. Acaso el
viento negro se manifestaba ahora con una nueva forma. Acaso, sencillamente,
Sadman, por algún motivo, por primera vez, surcaba las ignotas aguas del sueño.
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20.
Al fondo del pasillo había una puerta hacia la que el sueño lo transportaba. Golpeó la
madera y esperó mientras preparaba aquella hoja impresa de papel blanco que
algunos llamaban contrato. La puerta se abrió con una suerte de anacrónica cautela, y
aquella mujer se asomó como un soplo de niebla. Sadman vio su propia mano
entregándole aquella hoja impresa de papel blanco que algunos llamaban visado, y
vio a la mujer recogerla como un pacto de cenizas. La puerta se abrió por sí misma
mientras aquella mujer olvidaba que el mundo había existido alguna vez antes de
aquel momento y antes de aquel hombre que aguardaba en su dintel. Sadman dio un
paso adentro y fue sacando su pistola, tratando de no parecer maleducado, y dándole
tiempo a su cliente para comprender las condiciones de aquella hoja impresa de papel
blanco que algunos llamaban orden de homicidio. Aunque lo que le preocupaba era
cuándo pensaría firmar el documento, Sadman no pudo ignorar que aquella mujer
estaba llorando.
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21.
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22.
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Duerme conmigo esta noche y mañana haz lo que debas.
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ANTÍTESIS
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23.
Sadman se lavaba las manos con lentitud, repitiendo los movimientos uno tras otro,
porque su mente se encontraba entonces lejos de aquellas ocupaciones. Miraba la
pared con ojos azules como el abismo, con las pupilas plegadas, ausentes de sueño.
Miraba la mancha despintada que un antiguo espejo ovalado debió haber dejado hacía
mucho tiempo y se preguntó cuántos años tendría aquel edificio de la Ciudad
Tectónica, y se preguntó a cuánta profundidad llegarían sus cimientos. Porque en Hel,
los edificios eran como los hombres, y cuanto más viejos eran, más profundamente se
prolongaban sus raíces. Sadman recordó al hombre que dijo no matarás y se
preguntó, por primera vez, qué significarían aquellas palabras, y salió del maloliente
aseo y no cerró la llave del agua, porque nada de eso tenía ya importancia.
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Sadman restregaba sus ojos doloridos tumbado delante del televisor. Tragó las
últimas gotas de su botella y encargó más alcohol y cigarrillos a través de su pantalla
mientras veía un documental sobre las técnicas de plegamiento espacial de los
cruceros estelares. Las brumas del sueño volvieron entonces a invadir su consciencia
como mantos lluviosos sobre la corteza del mundo. Atenazaban su corazón los vuelos
nocturnos llamándolo a caer en sus redes de humo, pero Sadman se negaba y se
aferraba a la vigilia con una sorda desesperación. Por más que zozobraban sus
pensamientos, Sadman se resistía.
Pero la angustia se revigorizó. Sadman sintió el rugido de este reclamo y se
estremeció, porque no quería soñar, porque no deseaba sucumbir al vaivén del
subconsciente, porque no estaba entrenado para afrontar nuevas decisiones allí donde
la realidad se extingue y las formas adquieren relieves caprichosos. Rechazaba el
abrazo de este recién llegado que acosaba su descanso de otros crepúsculos, cuando
se arrojaba al abismo insondable donde nada habita, las simas profundas del vacío
donde sólo los muertos osaban asomarse; su hogar.
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Se recostó sobre el sofá y presionó aquella salida de sangre que lentamente le iba
arrebatando su vigor inmenso.
Y después haz lo que debas.
Aquellas palabras resonaban en su memoria como un redoble de campanas. Cada
tañido golpeaba su vientre como si una cuchilla se le clavase en las entrañas.
Su insignificante herida sangraba apenas, pero el dolor aumentaba al compás de
una angustia desconocida. Las horas pasaban como días, agolpados en su frente como
yunques metálicos en un continuo restallar. No quería dormir, no quería estar
despierto, y no había ningún sitio a donde pudiese escapar.
Memorias de una noche de la que no podía desprenderse. Recuerdos del futuro
empaquetados al azar en la experiencia primaria, única, de un contrato que se dilató
demasiado en cerrar. Sobre la mesilla había una hoja impresa de papel blanco que
absorbía el líquido de los objetos y concentraba el foco de sus ojos.
Ministerio de Televisión.
Orden de Disolución de Contrato.
Violación de la Tercera Ley, artículo Quinto.
En el lado inferior de la hoja blanca había una firma, un nombre caligrafiado que
conservaba la huella del horror. Del apellido sólo se entendía la inicial.
Eva Y.
Sadman tomó aire dos veces, profundamente, agarró la hoja blanca y la observó
con atención. Pasados unos minutos, sintonizó su pantalla de televisión y enlazó con
el Ministerio de la Memoria, por primera vez, para hallar respuestas, pero sobre todo,
para dar salida a una angustia que buscaba superficie.
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Sadman poseía el segundo código más alto de la Compañía, un privilegio que
compartía con tres individuos, por lo que estaba convencido de que aquella petición
al Ministerio de la Memoria sería respondida de forma eficaz e inmediata, como
correspondía servir a aquellos que habían demostrado lealtad y abnegación
extraordinarias en el cumplimiento del deber.
La respuesta de la Compañía fue, sin duda, eficaz e inmediata.
Petición denegada.
Espere Orden de Disolución de Contrato dentro de su domicilio.
Buenos días.
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Tres eran los jueces del Mundo, sometidos por una sola voluntad. Los jueces eran
los responsables del genocidio de todas las especies vivas del Universo Natural,
enviados por el Fundador Viviente para ejecutar la deliberada y sistemática
destrucción de toda vida. El Mundo Libre los llamaba con terror y fascinación
Nihilim.
Y sabiendo esto a Sadman sólo le quedaba esperar el momento de su muerte.
Porque los Nihilim eran tres ángeles inmortales creados a imagen y semejanza del
Fundador al principio de los tiempos, más antiguos que la Compañía, invulnerables a
la duda y al dolor, desprendidos de la necesidad de sentir. Ni la precipitación, ni el
pánico, ni un defecto en sus armas les haría errar sus disparos. Eran tan infalibles
como él.
Disparaban sin cerrar los párpados, como él.
Ellos eran tres.
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Los focos iluminan a los espectros en el callejón y una vez más comienza la danza
macabra de Matadero Cinco. Las cámaras miman con dulzura sus sombras alargadas
y los oscuros ropajes de suave tejido blindado mientras los tres espectros recorren
pausadamente los adoquines. El control de realización conecta con el apartamento. La
víctima permanece recostada en el sofá con indolencia. Un fundido encadenado
devuelve la emisión a la entrada de los hombres enlutados en el edificio. Mientras
esperan al ascensor, uno de ellos enciende un cigarrillo Monroe Harper y una de las
tres cámaras le hace un rápido primer plano mientras el control introduce el eslogan
comercial de la marca de tabacos. Llega el ascensor y los asesinos entran en él
mientras la cámara dos ejecuta un travelling panorámico. La música ingresa con
suavidad para subrayar la secuencia, una débil percusión que crece lentamente.
Aprovechando el trayecto del elevador, el control enlaza con publicidad. Regresa con
un rápido resumen para los recién llegados. Un contrapicado aberrante encuadra los
pasos de los tres asesinos a lo largo del pasillo. El control de realización descarta otra
conexión al interior del apartamento para elevar la tensión del inminente punto de
giro. El realizador ordena detener a los Nihilim en la puerta para enlazar con el nuevo
y costosísimo anuncio de Tristadown. Se oyen los golpes sobre la madera. Después
de unos segundos de silencio las bisagras crepitan. El contraluz fomenta la imagen
fantasmal de los asesinos mientras caminan dentro del salón. Se decide apagar los
focos del pasillo y dejar la estancia iluminada por el televisor. La audiencia aumenta
en tres milésimas y el realizador recibe una paga extra del tres por ciento de su sueldo
diario. Uno de los Nihilim se acerca al baño atraído por un rumor y los otros dos se
dirigen al respaldo del sofá. El agua del lavabo se desborda encharcando el suelo y en
el sofá hay una forma inerte que se extiende a lo largo. El televisor proyecta una
imagen blanca, brillante, que destruye un instante la oscuridad. Desde el baño puede
verse que en el sofá no hay nadie. El Nihilim desenfunda. Sus hermanos se vuelven
hacia la nada. Las cámaras se desbocan tratando de encuadrar lo invisible.
Como todas las fuerzas que son irresistibles, nada puede enfrentarse al viento
negro y no sucumbir a su furia. Ni siquiera Sadman.
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metódicos como él, tan infalibles como él. Por eso, para sobrevivir, el viento negro
manda que Sadman deje de ser frío, metódico e infalible, y se convierta en un joven
muchacho asustado, inexperto e impredecible, armado con una pistola cargada de
balas condenadas a surcar el espacio allá donde el Destino disponga. Porque mientras
los Nihilim buscan cobertura con rapidez y precisión, mientras apuntan al corazón,
Sadman dispara.
Dispara con ojos azules como el abismo, con pupilas plegadas, ausentes de sueño,
como la encarnación del mismísimo Demonio.
El azar sólo necesitó unos instantes para matar a los dos Nihilim que se hallaban
junto a Sadman. Fue suficiente para que el tercero apuntase a su pecho y apretase el
gatillo.
Entonces el Tiempo se detuvo.
El proyectil trazaba una línea recta matemática hacia el corazón de Sadman.
Entonces ocurrió.
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Hel, la ciudad que era todas las ciudades, descorría sus rótulos de neón, su impasible
anarquía y su secularidad mitológica bajo el negro amanecer. Era la ciudad de formas
dementes, poseída por entero del espíritu de los suburbios de la antigüedad, alcoba
sangrienta del exilio, que enseñó al hombre a domeñar al Miedo y al Hastío. Pero ella
se cobró su deuda porque ella era espacio, arquitectura, de ella no podía escaparse. La
ciudad los adoctrinó, les reveló su disciplina, sus Nueve Actos.
Al cabo, porque los hombres todo lo aceptan, aprendieron a vivir dentro de sus
salones.
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Sadman caminó por los mismos cimientos del mundo, donde la Compañía no
prestaba especial atención. Encontró dos edificios gemelos, de siniestros soportales y
frontones en altorrelieve, uno una Maternidad y otro un Tanatorio, y entró por uno y
salió por otro, y continuó su camino por donde las arañas metálicas tejían sus redes
que reparaban el subsuelo y los tanques automáticos patrullaban los desechos para
recordar a los submundanos que vivían en un mundo gobernado por la Panóptica.
Caminando entre muros caídos y edificios colapsados por el peso de las ciudades
altas, Sadman encontró un bebé entumecido sobre un charco de sangre y placenta. A
pesar del trato recibido por su madre, el recién nacido vivía. Sadman se arrodilló
junto a él y el bebé abrió sus párpados amoratados y sollozó con debilidad, realizando
sus últimos esfuerzos por aferrarse a la vida. Sadman tomó al niño entre sus manos y
vio sus ojos. Y vio que miraba con la mirada inocente del que aún nada sabe, la
mirada pura del que ignora lo que le exigirá el mundo para aceptarlo entre los suyos.
Y lo lanzó al vacío de los desagües que filtraban el agua negra que caía desde lo alto.
Y se marchó, lentamente, en silencio, entre el murmullo de las aguas putrefactas,
ignorando que había liberado a ese niño de crecer en un lugar que había abandonado
toda esperanza.
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biografía, sus tendencias. Las obras de arte que sobresalían según el juicio del gusto
eran expuestas en los museos y se subastaban para los coleccionistas. En las galerías
se ofrecían al público las obras maestras de los mayores asesinos de la Historia, como
el Lento Amanecer de Tod Mort, la impresionante Dulce Sonrisa de Marie de Rabid
Hatchet, o Los Mil Doscientos Días de Laurence Smith. Sadman tenía dedicado un
museo en mitad de la avenida Flegetón, el museo Nemrod, de más de cien mil metros
cuadrados, que recibía millones de visitantes al año y donde se exponían obras de
valor incalculable. El museo era propiedad de la Panóptica, ya que Sadman se
desentendía tanto de sus obras como de sus derechos de autor. Aunque su prepotencia
repugnaba a muchos, quién podría negar que La Mirada era la más grandiosa obra
maestra de todas las artes cultivadas por el ser humano, que aglutinó sin pretenderlo
una corriente estética propia y que conmocionó a la crítica hasta el punto de afirmar:
«El Ministerio de la Palabra está contra las cuerdas: hoy debemos redefinir el
significado del horror».
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Sadman traspasó los controles de seguridad que impedían el acceso al Tercer Acto del
planeta Hel, ignorando las advertencias y los disparos de sus vigilantes. Caminó por
el fango industrial de Bahía Botánica, rodeado por el bramido de las máquinas
excavadoras, que apilaban montones de desechos transpirando vapores
nauseabundos. Una hilera interminable de fábricas procesaba los residuos para
convertirlos en comida, escupiendo columnas de ceniza que se acumulaba en el
asfalto como nieve gris. Sadman arrastraba los pies con dificultad entre un lodo que
lo cubría hasta las rodillas.
Pero entre las partículas que caían sobre su cuerpo descubrió cabellos, piel y
gritos de espanto, pues no todos los que eran procesados llegaban muertos.
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En el Cuarto Acto encontró Sadman las tierras desoladas de Gul Gothay. La lluvia
perpetua, que se vertía desde las ciudades boreales, socavó antaño sus cimientos y
derrumbó sus pilares. La Compañía halló culpables, resolvió condenarlos y declaró la
zona en cuarentena permanente. Los supervivientes del hundimiento, en cambio,
necesitaban los productos de las Industrias Sair-Sudni para subsistir, y muchas
corporaciones iniciaron fructíferas relaciones comerciales con Gul Gothay gracias al
bajo coste de la mano de obra; la mayoría de las fábricas textiles y automovilísticas
de Hel se trasladaron allí. Las empresas invertían enormes sumas en fondos públicos
y la Panóptica se desentendía de sus actividades.
Sadman se detuvo frente al viejo edificio donde murió el descanso de su letargo
nocturno para albergar las más tenebrosas pesadillas, nacidas de la voz de una mujer.
El lugar donde Eva yacía postrada desde su encuentro, donde llegó para matar y de
donde se marchó con las manos vacías.
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Más allá de las ruinas de Gul Gothay se hallaba una costa negra como el petróleo que
bajeaba hacia el horizonte, un océano de ponzoña que endurecía la llegada de los
submundanos a las playas de la Ciudad Alta. Muchos eran los que se adentraban en
aquella ciénaga desproporcionada donde flotaban los residuos de todas las industrias
de Hel, que vertían sus desperdicios en las insondables simas que todo lo amparaban.
Frente a Sadman se erguía orgulloso el Muro de Hierro que separaba las ciudades
imbricadas del norte de los despojos ruinosos del sur. Miles de kilómetros de
alambradas acompañaban a la muralla de costado a costado, rodeando el planeta.
Graníticas torres de vigilancia custodiaban las tenebrosas playas horadando la
oscuridad con sus focos, en busca de víctimas para sus hambrientos cañones
automáticos. La superficie de hierro estaba embadurnada con el color de los graffiti
que unos cuantos locos firmaban arriesgando sus vidas tras las estacas minadas. Los
custodios los llamaban R+D porque servían de distensión durante sus prácticas de
tiro. Los arrabales del Muro de Hierro estaban cubiertos por montes de hueso y
cráneos humanos que alcanzaban una altura de varios pisos.
Había un concurso que ofrecía un viaje espacial al que fuese capaz de contar el
número de calaveras intactas que había a lo largo del Muro. Alguien sumó trescientos
treinta y tres millones. Murió con ochenta años. No pudo tocar las estrellas.
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Arriba, navegada por luciérnagas de metal, relucía Ciudad Vector, capital de las
gráficas y la economía, nación de mercaderes que gobernaban el mundo desde sus
despachos apagados por el hollín de la avaricia. Esta terraza era famosa por ser el
centro del circuito de turborreactores, que transmitía sus carreras a todos los lugares
del mundo. Los bólidos propulsados por masivos motores de aniquilación de materia-
antimateria recorrían un estadio oval a mil doscientos kilómetros por hora. Los
coribantes eran hombres digitales diseñados en incubadoras de plástico, con sistemas
nerviosos robustos como cables industriales y ojos facetados de un hermoso azul, que
pilotaban sus cohetes sumergidos en drogas psicotrópicas, poseídos por los reflejos
inhumanos de la nanotecnología. El día que Sadman acudió al estadio competían
algunos de los mejores pilotos en las Trescientas Vueltas de Megalesios.
La multitud rugía embravecida, golpeando los coloridos tambores y agitando las
banderas de cada carrocería. Doscientas mil voces gritaban sus himnos comerciales,
como náufragos de una tormenta cacofónica, lejos del espacio y del tiempo.
Pero aquel día había un individuo entre la muchedumbre, un público entre la
multitud, que se alzaba sobre los cimientos pedregosos de la tribuna de prensa
mientras comenzaba la vuelta quincuagésimo segunda, cuando los depósitos de
combustible aún estaban repletos. Sadman llevaba un mensaje de Tiempo que se
había escurrido entre aquellos que le negaban, que habían decidido honrar a dioses
más jóvenes.
Sadman encendió un cigarrillo y exhaló lentamente los lazos de humo. Entonces
el viento negro batió sus alas de mariposa y la vida del piloto que marchaba en
cabeza se extinguió. El monoplaza rozó el asfalto y se transformó súbitamente en una
nube de metal fundido que se expandía a una velocidad espantosa. Una horquilla de
frenos atravesó la carlinga del tercer piloto y alcanzó uno de los alerones del octavo;
el aparato voló por los aires y se estrelló contra el habitáculo del decimoprimer
turborreactor, que chocó al desviarse con el vigésimo noveno vehículo. Ambos
estallaron como bombas de gas propano y rodaron por la pista mientras sus chasis se
desbarataban como juguetes de porcelana.
Treinta pilotos fueron descalificados por óbito. El reloj del estadio marcó las seis
de la tarde y la multitud recuperó angustiada su penosa individualidad abucheando a
los corredores muertos.
Ganó la carrera Paul Nero, número uno del circuito de turborreactores, por octava
vez consecutiva, lo que constituía una proeza histórica para este deporte, en el que la
mayoría de pilotos no sobrevivía más de cuatro carreras, generalmente por colapso
cerebral.
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Un francotirador le voló la cabeza horas más tarde en directo, y pudo pagar la
exorbitante EPV de Nero gracias a las entrevistas en las que detallaba cómo mató al
mejor piloto de carreras en millones de años de historia de la Humanidad.
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«Remarcable».
Aquel hombre que se conducía como un príncipe entre pares no dejaba de mirar a
Sadman con franca admiración.
«El mejor asesino de la Tiranía, aquí, entre nosotros», se decía a sí mismo.
«Curiosa ironía del destino».
Sadman había pasado su vida disparando contra aquellos hombres como quien
barre el polvo, sin pensárselo un momento. Ahora estaba sentado a su lado y no
percibía ni un atisbo de animadversión por su parte. Naturalmente, Sadman nunca la
sintió hacia ellos.
«He matado a muchos de los vuestros», dijo Sadman imitando su forma de hablar.
Como no se hacía preguntas, no se extrañó de que los negacionistas no hubieran
reconocido su rostro al instante. No podía saber que los terroristas tenían prohibido
ver los canales de televisión de la Panóptica, para no alimentar un odio singular por
ningún Asesino Público. Quizá por eso nunca se les ocurrió utilizar contra él nada
más potente que las armas automáticas.
«Ahora podrías matar a un montón de los suyos», respondió aquel hombre de
verbo ágil como una navaja, como si el que lo imitase fuera él. «Ésta es la forma en la
que ocurre: ellos despiden a un fratricida y nosotros lo convertimos en un
revolucionario».
Sadman observó que aquella gente llamaba a las cosas con palabras diferentes.
Comprendió que las palabras tenían mucha importancia en aquel conflicto que se
estaba librando.
El hombre sonrió ampliamente mientras Sadman tomaba un largo trago. Sus
dientes perfectos brillaban como fluorescentes. Después desenfundó una pistola y
mató a Sibila, la reportera que había seguido a Sadman con su cámara durante nueve
años, una verdadera experta en el peligroso arte del documental de guerra, donde
todas las balas perdidas llevan la inicial de tu nombre escrita en su camisa metálica.
El líder de Bluespace tuvo la inteligencia de guardar la pistola antes de que
Sadman se diera cuenta de lo que había pasado. Sadman contempló unos segundos el
cuerpo inerte de Sibila, a su espalda. Levantó los ojos y observó que varios reporteros
del Canal Rebelde lo estaban grabando. Supuso que lo habían estado siguiendo desde
que entró en el local.
«Así de simple», dijo Sadman, tras apurar su vaso.
«Así de simple».
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Hablaba así, Argus Doorman; poseía un anacrónico sentido de la realidad. El oro
no valía nada, los niños lo hacían con los juegos de química para aprender a
transmutar materiales.
«Te presentaremos en el Canal Rebelde y a los cíclopes se les helará la sangre en
las venas», dijo entusiasmado. «El mejor asesino de la Tiranía, en el otro lado.
Ningún centauro volverá a volar tranquilo».
«Centauro», dijo Sadman.
«Los de las motos aéreas, los alastores», dijo Argus, como si le interrumpiesen un
discurso muy importante. «La Tiranía temblará ante la nueva Resistencia», añadió,
retomándolo.
Bluespace tenía connotaciones negativas, pensó Sadman. Se llamaba así al vacío
interestelar y al reino de los muertos. La palabra Resistencia hablaba de lucha, de
ideales, de hazañas heroicas. Era una palabra mucho más apropiada.
«¿Me estás escuchando?», dijo Argus. No le gustaba que no le prestasen atención.
Sadman asintió, parpadeando dos veces, confundido.
«Digo que tendremos que pensar un nombre, un apodo, algo impactante», siguió
Argus, dibujando un gran rótulo en el aire.
«Un nombre para qué».
«Pues para ti, hombre, no pensarás que puedes seguir utilizando ese seudónimo
tan deprimente, ahora que te has liberado del yugo opresor. Gran parte de esta guerra
se libra por onda herziana, ¿comprendes? Sin una imagen no nos sirves», aseveró,
como si hubiese anunciado un eslogan, y adoptó una expresión solemne, con la
mirada perdida.
Sadman pensó que aquello era cierto. Después de todo, la televisión era la mejor
manera de que la gente llamase a las cosas con las palabras que uno prefería.
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«Buenas noches, bienvenidos al Canal Rebelde. Hoy les ofrecemos una programación
muy especial. En directo desde la Ciudad Vector, ¡Semaion Metallan! El mejor
asesino de la Historia nos deleitará a continuación con su magia. El hombre
anteriormente conocido como Sadman asaltará esta noche la Torre Panóptica para
piratear su señal institucional.
»Como pueden ver en sus pantallas, Semaion y otros seis revolucionarios se
encuentran ya en el tejado, esperando instrucciones de nuestro enviado especial.
¿Listos? Cinco, cuatro, tres, dos, uno. ¡Adelante! Que comience la matanza».
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«Supongo que todos los que lo intentaron pensaban lo mismo…».
Sadman amartilló la pistola…
«Se trata de Héctor Deífobo, general de tres estrellas de los Bucelarios de Elite.
La Compañía requirió su traslado de Eta Delta en cuanto se produjo el trágico
incidente de los Nihilim».
«El general ha ordenado utilizar munición de cobalto-60 para esta operación.
Según nos explicó esta mañana, si Sadman intenta utilizar cualquier tipo de armadura
metálica, el cobalto-60 la volverá radiactiva».
«No parece tener sentido: Sadman jamás ha utilizado armadura».
«Eso fue lo que le dije».
«¿Y qué respondió?».
«Que las presuposiciones habían hecho fracasar a todos los que habían intentado
matar a Sadman antes que él».
«George, son las nueve de la noche».
«Cierto. Señores telespectadores, el general Deífobo nos ha pedido que emitamos
a esta hora un fragmento de la entrevista que nos concedió esta mañana».
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El rostro de un hombre apareció en primer plano en una de las pantallas, vestido
con uniforme militar, mirando directamente a cámara. Los demás canales conectaron
con la entrevista diferida uno tras otro, hasta que la imagen del general acabó
multiplicada por mil seiscientos. Simultáneamente, la orquesta sinfónica de la John
Black, situada en el estudio de sonido entre la primera y la tercera planta, comenzó a
tocar una pieza marcial para subrayar el discurso televisado.
«Señor Metallan, soy el general Héctor Deífobo. Sé que usted se encuentra ahora
mismo en la planta setenta y cinco de la Torre Panóptica. La langosta que lo
transportó al tejado ha sido destruida. Los accesos subterráneos, de los que quizá no
tenga noticia, han sido demolidos. Como puede usted ver, hemos rodeado el edificio
por completo. He diseñado un plan meticuloso que acabará con su vida esta noche,
señor Metallan. No estoy intentando convencerlo de que se rinda. Tengo en mi poder
una orden de homicidio contra usted, firmada por el Fundador Viviente. Quizá la
recuerde, ya que es la misma que fue entregada previamente a los Nihilim. No se
confunda, señor Metallan. Tengo a mi disposición tres regimientos, uno de cada
ejército. Lo que usted tiene a sus pies son dos mil Bucelarios de Elite, treinta y tres
carros de combate, treinta y tres aeronaves artilladas y treinta y cuatro
francotiradores. Pero no es lo único que he traído al tablero esta noche, señor
Metallan. Mi plan es infalible, porque en cuanto salga del edificio, su cuerpo de carne
no podrá ocupar un centímetro cuadrado que no esté sembrado de muerte. Para que
un electrón se recombine con un protón sólo hay que ejercer una presión crítica.
Debería congratularse: hoy se convertirá usted en una estrella de neutrones. Y yo
quiero darle las gracias, porque de su mano entraré en la Historia como la más
brillante supernova. Buenas noches a todos».
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extendidos, luchando contra la ira del viento negro que retumbaba en su mente. Los
aullidos reclamaban un saldo de sangre, una puesta en equilibrio.
Matar al Fundador de lo que existe, del Mundo Libre.
Sadman era incapaz de razonar con el abismo. La enfermedad exigía un sacrificio
que saciase su hambre ritual. Sadman debía calmar la tormenta antes de enloquecer,
encontrar una respuesta al llamamiento.
El Fundador Viviente, el dios inmortal de la Compañía, que gobierna el Universo,
encerrado en su torre, en la cúspide del mundo.
Matar al Fundador es morir en los pasillos de la Torre Empírea, donde viven los
guerreros invisibles y las madres aullantes.
El Fundador debe morir.
Dijo el viento negro.
Y supo que sólo entonces hallaría la paz.
Sadman camina por una calle atestada de gente, con uniforme de metropol. Varios
transeúntes desenfundan subfusiles y le disparan a escasos metros, gritando consignas
de Bluespace. Mientras los civiles caen acribillados, como pétalos alrededor de su
estigma, Sadman extrae su pistola y les vuela la cabeza a los rebeldes, uno a uno, con
indecorosa parsimonia. Los transeúntes vitorean, entusiasmados, hasta que una chica
toca el brazo de Sadman y éste le descerraja una bala en la frente.
Sadman entrega una orden de homicidio a un padre de familia. Uno de sus hijos
sale de una habitación armado con una escopeta recortada y abre fuego. Los
perdigones matan al padre sin rozar la gabardina de Sadman, erguido junto a él.
Sadman dispara al joven en la cabeza, observa el cuerpo tendido del padre para
asegurarse de que está muerto, recoge la orden de homicidio, la moja en la sangre del
muerto y se marcha, dando la espalda a la esposa y los demás hijos.
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Sadman se lleva la mano al vientre y observa su propia sangre, junto a un niño
que le apunta con una pistola humeante. Sadman dispara al niño entre los ojos. Un
grupo de Asesinos Públicos, al otro lado del pasillo, abre fuego automático contra él.
Sadman los mira con frialdad y avanza lentamente hacia ellos, mientras les dispara en
la cabeza con la frecuencia acompasada de un metrónomo.
Sadman camina hacia la puerta de un apartamento, dando la espalda a dos
hombres. Mientras uno de ellos graba la escena, el otro, con los pantalones bajados,
grita histéricamente junto al cadáver de una chica con la cabeza destrozada. El
violador levanta un subfusil y dispara media docena de proyectiles, que impactan en
la pared dibujando la silueta de Sadman.
Sadman sale de las sombras y dispara a un Nihilim que le da la espalda. Otro
Nihilim se gira hacia él, pero cae muerto antes de poder apuntar. El tercer Nihilim
apunta al corazón de Sadman y aprieta el gatillo. La imagen se congela y luego
avanza a un millón de fotogramas por segundo, mientras un periodista señala la
posición del proyectil en la pantalla. A un metro y medio del corazón de Sadman, la
imagen tiembla levemente, la bala efectúa un giro de treinta grados, esquiva a
Sadman y se estrella contra la pared. La grabación rebobina y la bala vuelve al cañón
de la pistola del Nihilim.
La bala sale de la pistola, a un metro y medio del corazón de Sadman gira treinta
grados y se estrella contra la pared.
Observando los monitores de televisión, con las pupilas dilatadas, Sadman
comprendió algo, algo incomprensible, y tomó el pasillo que conducía al ascensor del
vestíbulo, dejando atrás todo lo demás.
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50.
A los ojos del mundo se abren los párpados de Sadman, como las aves de metal que
duermen en la estatua que llora sobre los cimientos de Hel. Se desvelan los secretos
innombrables con un suspiro de melancolía que puebla los nuevos sueños, un ansia
de conquista que no conoce otra respuesta que la llamada de la carne. Los pasos de
Sadman resuenan sobre el asfalto de piedra como el tañido de las campanas del
Tiempo, como los gritos del silencio de las Almas Blancas que buscan descanso,
como los brazos tentaculares de la monstruosa Fama, como el sordo rumiar de las
hilanderas del Destino acabando la madeja.
Ha llegado el día que verá el fin del Universo y Sadman camina por las calles de
Hel, sin apresurarse demasiado. Camina como caminan los ángeles exterminadores
sobre la tierra prometida, con la parsimonia del que lleva un mensaje de tiempo
sellado por la voluntad superior de Dios. Sadman camina porque ésta es la velocidad
a la que viaja el Destino, el ritmo inexorable de la Providencia. El desencadenamiento
inevitable de la acumulación milenaria de la Entropía.
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En el Octavo Acto se alzaba orgullosa Onírica, estandarte del Mundo Libre, modelo
universal que se ofrecía con promiscuidad dispuesta a desvelarse para el plagio.
Cultura de diseño, cuna de artistas de eternos retornos y pasarelas giratorias,
sombreros ofensivos y trajes llameantes que vestían a emperadores nocturnos en
salones de té y galerías de ciento veintitrés días.
Hermosa ciudad de rascacielos abiertos en flor, de inquietas bocachas luminosas y
lindos coches voladores cubiertos de faros acrobáticos. Arlequines con sombrero de
copa y caderas anchas bailaban compases con los labios húmedos por el licor y un
déjà vu. Redes colgantes que abrigaban los cuerpos embadurnados en sexo chorreante
y no dejaban respirar a la luz, que fluían hacia el suelo como viscosas telas de araña
recién eyaculadas del vientre, decoraban los vestidos inmutables como dulces
recuerdos de un mañana ya vivido. Éxtasis perceptivo edulcorado sin excipientes,
falto de posología por ahorrarse la tinta, eterno sueño brillante de amaneceres rojos y
visiones de aves. Galopar de caballos salvajes sobre prados de amarilla hierba
espumosa con sabor a cerveza. Gatos de mazapán que maullaban con gusto y daban
masajes gratis por un ronrón y unas cosquillas. Barcos de vapor que despertaban a los
vecinos con trompeta y pistolas de abejas. Películas originales subtituladas en los
idiomas antiguos de especies extinguidas. Charcos de ranas voraces que se tragaban a
los hombres y contaban con el estómago chistes para desternillarse de risa.
Maravillosa Nubacucolandia, ciudad del sueño con muros de ajedrez y peones
dormidos en hamacas diseñadas a gusto de cada uno.
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Y en el Noveno Acto se elevaba sobre el mundo suplicante una torre solitaria como
un coloso sobre la llanura de cemento de cuadros blancos y negros, un cíclope sin
párpados que observaba la realidad que había creado a su imagen y contemplaba
orgulloso a su prole. Oscuro objeto de formas imposibles que gobernaba a los
hombres desde lo alto, como un antiguo panteón desterrado de su justo
emplazamiento.
Y arriba, en su cúspide, el hogar tetraédrico de un dios moderno.
Chandrasekhar, el poeta visionario que salvó al mundo del Colapso y generó un
nuevo universo para acoger a los fieles al cambio.
Chandrasekhar, Fundador Viviente de la Compañía y Señor de Lo Que Existe.
Chandrasekhar, el hombre al que Sadman viene a matar.
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53.
Hay entre los hombres un extraño placer en la tristeza. Ocurre a veces que la
melancolía se apodera de ellos con un sabor especiado, de flores imposibles, que
fluye desde los sentidos a la mente.
Son emociones nostálgicas de días perfectos que alientan su respirar, que les
rompen el corazón con dedos profundos. Y ellos se abandonan a esa sublime tristeza
con lágrimas secretas, sonriendo, entregados a la felicidad innombrable que tuvieron
entre sus manos y no pudieron conservar.
Atesoran los hombres la vida en esas ocasiones con tal pasión que se sienten
gozosamente desdichados. ¿Cuánta poesía no fue vertida con plumas trágicas?, ¿y
cuántos cantos no fueron entonados con una voz quebrada?
Miremos entonces a Sadman y sintamos júbilo en el recuerdo de esos momentos
nublados, pues su dolor no está aderezado de esas melancolías. ¡Pobre Sadman, que
sólo conoce el sufrimiento más despiadado! Pobre Sadman que heredó en sus genes
nuestras penas sin la ternura ni la esperanza de que fuesen oídas. Pobre criatura esta
que camina en soledad junto a todos los lamentos que sintieron los hombres y la tierra
desde el principio de los tiempos. Compadeceos de él, esta Bestia, esta maldad, pues
sufre por todos nosotros, en lugar de nosotros, sin una queja, sin un suspiro que pueda
aliviarle… pues, ¿cómo puede conocer alivio aquél que nunca conoció los días
mejores y la felicidad que nutrió a la nostalgia? ¿Cómo puede sentir alivio aquél que
está destinado a rendirle cuentas al Tiempo, aquél que exigirá su tributo de sangre al
hombre en el nombre del hombre?
Y mientras, Sadman camina en soledad hacia la destrucción del Universo. Sin
premura, pausadamente, como la música que revela su belleza cuando entrega sus
notas al viento para morir.
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54.
Penetró Sadman en las estancias luminosas de hospital, más allá de los muros de
marfil y las cámaras de vigilancia. Los videoaficionados sucumbieron a manos de los
guardias, Sadman dispuso de éstos como creyó oportuno y siguió adelante. Se le
abalanzaron las sombras de los guerreros invisibles y los descuajó con sus propias
espadas de cerámica. Cantaron para él las mujeres aullantes y él bailó para ellas la
danza de la muerte, que aplaudió con vigor el eco de sus pasos más allá de los salones
ancestrales que guardaban la memoria de un millón de especies extinguidas en
trofeos antropocefálicos donde el nombre de cada una se leía en una lengua muerta.
Recorrió Sadman las cámaras de viejos reyes y generales, de asesinos
consagrados al público que alcanzaron la inmortalidad a cambio de vivir dentro de
aquellas paredes por siempre. Conoció a los predicadores de la muerte, que habían
matado por despreciar la vida y fueron recompensados por la dadivosa Compañía.
Conoció a los suicidas, que fueron vanagloriados por liberar a la raza de los
inadaptados. Conoció a los ladrones, que recibieron riquezas por entregarlas a sus
amos. Conoció a los científicos y pensadores del cambio, que fueron asesinados para
que no investigasen o pensasen más allá de ese cambio. Conoció a los Nihilim en sus
Torres Santuario y supo que eran hermanos antiguos como el tiempo, y supo que ellos
eran Sujeto, Significante y Significado.
Y contempló las escrituras del libro de bronce donde se narraba la formación del
mundo, consagrada a Noelle y a Newman, y leyó las hojas imborrables donde se
hablaba del Gran Diluvio, el Tiempo Intermedio, y contempló los planos de las
nuevas estrellas y las gráficas de los planetas artificiales. Y vio a Tertia M Alfa, el
primer sol construido por el hombre hacía tantos años que cuando leyó el último
número había olvidado el primero; y vio su mundo girando alrededor de la estrella y
vio sus ciudades grises y sus terrazas desde el espacio. Pero el brillo cegador de la
estrella no le permitió ver qué se ocultaba en su cara interior, y se alejó de aquellos
monumentos con la frente doblegada, hacia un pórtico de marfil que representaba a
dos enormes monstruos rampantes de grandes orejas y largas narices terminadas en
bocas que se entrelazaban entre sí. Y sobre ellos había un viejo reloj de pared que se
había parado en las siete y cuarenta y cinco.
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55.
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Yo soy el Fundador Viviente.
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SÍNTESIS
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Aquél que guardaba silencio, al que los venerables no quisieron prestar sus páginas,
conserva su memoria. El que fue ignorado, será oído, pues éste es el libro de bronce,
éstas son las palabras del repudiado, estas palabras se escriben con una pluma
metálica y no pueden ser borradas. Frente a la saeta, ésta es la forja. Ha llegado el
momento de descubrir el tomo secreto que recoge los lamentos milenarios del
subsuelo.
Éstas son las palabras que cobran fuerza en el silencio para manifestarse en la
nefasta furia de la tormenta.
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57.
No siento más que el empuje de una causa ajena. Nada de lo que hago responde a un
razonamiento interior o a una emoción que me pertenezca. Actúo como veo actuar,
digo lo que oigo, las emociones que muestro son las que los otros reflejan sobre mí.
No puedo definir lo que siento porque mi mente carece de formas. Lo que veis es lo
que queréis ver. Yo no soy nada que podáis imaginar. Para mí el miedo y la calma son
la misma cosa, y no es lo uno ni lo otro. Poseo el don del lenguaje, pero es un don, y
lo utilizo por cesión. Mi lenguaje es silencioso, vacío y sordo. No puedo aprender de
los otros porque no sé qué debe aprenderse y qué olvidarse, no conozco las normas
que determinan lo que se debe hacer y lo que no. La moral es distinta a mí. No
necesito cambiar este modo de comportamiento porque la sociedad en la que existo
me permite sostener esta ignorancia. Hago lo que los demás hacen, digo lo que dicen,
ellos matan, matar es fácil. Me limito a imitar lo que mis sentidos perciben alrededor.
Ése es el camino de la supervivencia. Esta torpe palabra humana no puede definir
correctamente lo que surge en mi estómago, lo que adormece las palmas de mis
manos y mis pies, esta posesión. Es una palabra torpe. No se trata de vivir por encima
de las dificultades, también se trata de vivir por debajo de las dificultades, a su
alrededor. A lo que los hombres llaman expandirse, a eso se parece más esta pulsión.
Los hombres que conozco no pueden expandirse físicamente, creo que yo tampoco.
Pero uno puede expandirse cuando contrae a los otros. Pero a eso los hombres no lo
llaman sobrevivir, lo llaman destruir, creen que es distinto, pero al mismo tiempo
destruyen para sobrevivir. No les asustan las contradicciones porque temen más al
lenguaje. Los hombres son extraños a veces porque no dicen lo que piensan, es difícil
darse cuenta cuando hacen esto. No matan para expandirse, sino por placer o para
huir del dolor. De nuevo el lenguaje humano es imperfecto aquí. El placer de los
hombres es a veces doloroso, suelen disfrutar de su dolor. Pero no admiten su placer
dolor, a pesar de que matan tan a menudo. Encubren su placer dolor con excusas
como el saqueo, la venganza o el odio. Estas palabras son siempre extrañas y a veces
son confusas. Definen emociones que provocan actos que los hombres no parecen
controlar bien. Creo que es parecido al viento negro. El viento negro es incontrolable,
pero no es una emoción en absoluto.
Es la llamada a la expansión.
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58.
No entiendo por qué la pared sigue teniendo la forma de mi imagen. Sé que los
hombres usan espejos que reflejan su aspecto exterior. Los usan para acercar su
apariencia a la que ellos creen que agrada a los demás. Es una forma de las que tienen
para expandirse. Aunque sé qué son, los espejos nunca han podido verme porque creo
que los espejos no dicen nunca lo que piensan.
Pero esta pared no puede ser un espejo porque la imagen me sonríe.
Los hombres sonríen algunas veces cuando se entregan a su placer dolor, también
cuando se traen algo entre manos. Las imágenes no sienten placer dolor. Cuando no
entiendo una cosa el viento negro se expande, y para que me abandone debo
expandirme yo mismo. Pero destruir la imagen no hará que lo entienda. Las imágenes
no piensan, no hablan.
—Hola Sadman. Me alegro de que hayas llegado por fin. —Esa voz es mi voz,
pero mi boca no se mueve. Se mueve la del espejo.
—Los espejos no hablan.
—Parece que éste sí —dice con una gran sonrisa.
—En ese caso no eres un espejo.
—Eres muy inteligente, Sadman, y no me sorprende en absoluto. —Sus palabras
desprenden placer dolor. Yo le causo placer dolor. No entiendo la explicación, el
viento sopla.
—Tranquilo, jovencito, debes prestarme mucha atención. Yo te explicaré lo que
necesitas saber; más correctamente, te diré las preguntas que corresponden con todo
lo que ya sabes, y que no necesita corrección alguna.
—Yo no me hago preguntas. Yo hago preguntas a los hombres cuando no hacen
lo que dicen para poder entender.
—Estás muy convencido de ello, ¿verdad? Estás muy convencido de todo lo que
dices. Bien, Sadman, juguemos a tu juego. Yo pregunto y tú respondes.
El viento soplaba muy despacio. Ver mi imagen lo expulsaba fuera de mí como si
la imagen me agujerease el estómago. Los espejos nunca dicen lo que piensan, los
espejos buscan expandirse. Este espejo se contrae, y si él se contrae yo me expando.
—¿Por qué estás aquí, Sadman?
—He venido a matar al Fundador Viviente.
—¿Y por qué quieres matar a alguien tan importante, Sadman?
—Porque intenta matarme a mí.
—Comprendo. ¿Por qué intenta matarte el director de la Compañía, Sadman?
—Porque fui despedido.
—Ya veo. Siendo como eres el mejor asesino del Mundo, la Panóptica tuvo que
recurrir a los Nihilim. Como resulta obvio que fallaron, después recurrió al ejército.
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Ambos obedecen únicamente al Fundador, por lo que, según tu razonamiento,
destruyéndole a él acabarás con la fuente de todas las amenazas contra tu vida. ¿Me
he equivocado en algo, Sadman?
—No.
—¿Puedo preguntarte otra cosa más, Sadman?
—Sí.
—¿Por qué fuiste despedido?
—Por acceder a las bases de datos de la Panóptica.
—¿Y qué buscabas allí, mi dulce Sadman?
—Información.
—¿Qué tipo de información, exactamente?
—Una mujer, cosas… sobre una mujer.
—¿Qué cosas, Sadman, qué… cosas?
—Yo… no… no lo sé.
—Buscabas información, pero no sabes qué clase de información. Buscabas algo,
Sadman, algo que se había alojado en tu mente y te impedía respirar. Buscabas una
respuesta a tus dudas.
—No, eso es… imposible.
—Y esas dudas nacieron porque aquella mujer hizo algo que despertó tu único
instinto, el impulso de supervivencia, contra una amenaza fuera de tu alcance, algo
que no podías eliminar, lo que te llevó a hacerte una…
—Pregunta.
—Exacto, Sadman. Y ese algo es esencial para mí, no puedes entenderlo; es
esencial para todos nosotros. Han pasado muchos años hasta que ese algo apareció,
para provocar una reacción en ti, como estaba previsto. Sí, como estaba previsto,
Sadman. Y ahora estás aquí, has vuelto, al fin, con ese… algo.
—Qué dice… no entiendo lo que…
La imagen se acercó a mí, parecía que iba a salir del espejo.
Su mirada no era como la mía, a pesar de que sus ojos eran los mismos. Era una
mirada sabia y antigua, vieja como la misma tierra, poseedora de un conocimiento
infinito sobre mí, sobre el mundo, sobre todas las cosas. Sus ojos azules me miraban
como si en su interior un relámpago se cargase de energía antes de estallar.
Quiero que me des lo que te dio aquella mujer, Sadman.
Su voz. El espejo no movía los labios.
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Los ojos cargados de electricidad estallaron. Todo se volvió blanco, blanco como una
explosión, luego todo se hizo noche. El espejo estaba ahí, pero muy muy lejos, como
un lago de hielo.
Yo me había olvidado de la voz. Hubiera querido olvidarme de la voz.
Dame lo que te dio aquella mujer, Sadman.
Oh, aquella voz. Esa voz me sobrecogía, entró en mi mente, y entonces sentí
miedo…
Dame lo que te dio aquella mujer, Sadman. Quiero lo que te dio aquella mujer,
Sadman.
Dámelo, Sadman, ahora, Sadman. Es tarde, Sadman. Dámelo antes de que sea
demasiado tarde, Sadman.
—Yo no puedo darte nada, yo no tengo nada. Ella no me dio nada… Yo no sé…
no sé qué…
Sí te lo dio, Sadman. Lo tienes aquí dentro en tu cabeza. Piensa en la mujer,
Sadman. Piensa, en ella, en esa dulce y sabrosa mujer, ahora, Sadman, piensa, no
hay tiempo. Hazlo, yo haré lo demás, piensa ahora, Sadman.
Ahora.
Estaba tan aterrorizado, era algo tan nuevo y horrible. Era el significado más
riguroso de la palabra nausea.
Entonces obedecí, pensé en Eva, y recordé todo lo que había sucedido.
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60.
Al fondo del pasillo había una puerta con el número 231 inscrito sobre la mirilla.
Golpeé la madera y esperé mientras preparaba la orden de homicidio. Pasó bastante
tiempo, luego la puerta se abrió lentamente y Eva se asomó despacio. Ella tenía el
pelo rubio, los ojos verdes, aquellos grandes ojos verdes que no se parecían a ningún
color del mundo. Le entregué la orden y Eva la recibió en su mano como si el papel
fuese a quemarle los dedos. Miraba la orden muy fijamente, era como si supiese lo
que había escrito. Cuando comenzó a leerla dejó de sujetar la puerta. Tenía que estar
mal enmarcada, porque se abrió sola. Entonces aproveché y entré sin pedir permiso,
porque quería zanjar la cuestión y marcharme (era muy tarde y estaba cansado), así
que fui sacando la pistola. Eva leía la orden. Nadie había leído nunca la orden. La
gente se limitaba a leer lo de «Orden de Disolución de Contrato» y se hacía a la idea
de lo demás. Qué iban a hacer, ¿poner una reclamación al día siguiente? Recuerdo a
un alto ejecutivo que se alegró tanto de ver la orden que me invitó a una fiesta que
daba en su casa. Todos me aplaudieron al verme y me dieron una copa de champán.
El tipo era tan rico que había pagado su resurrección y se había despedido él mismo.
Quería saber qué había después de la muerte. Me pidió que le disparase en el vientre
para así morirse despacio y verla venir de lejos. Dejé la copa que había aceptado por
cortesía y le pegué un tiro en la frente. Los invitados me abuchearon, pero yo no soy
de los que hacen el tonto con las armas mortales. Haces cosas así y luego te olvidas
un día de limpiar la pistola, le pones munición de Alta Velocidad porque no va a
pasar nada por una vez, y luego un día cualquiera se te encasquilla o te explota en la
mano. De todas formas, no es que todo el mundo te diese la bienvenida al verte en su
puerta. Pero no eran tan incivilizados como Eva. La gente firmaba, a veces hasta te
pedía el bolígrafo, se iba al baño y se tomaba algún sedante, o muchos sedantes. A
veces te pedía por favor que esperases un poquito para que les hiciese efecto. Yo
siempre les daba todo el tiempo del mundo porque nunca tenía prisa. Bueno, aquel
día tenía prisa, pero era porque estaba muy cansado. Había matado a un montón de
gente, fue un día larguísimo. Había pensado en todas aquellas cosas y ella todavía
seguía leyendo la orden. Me pareció una falta de respeto enorme. Me acerqué un
poco más para que se diese por aludida. Eva no estaba leyendo. Estaba llorando.
Había visto llorar a algunos hombres después de disparar contra mí y ver que se
habían quedado sin balas y yo tal cual, pero yo no iba a matar a Eva como si me
hubiese intentado hacer daño, claro que no. Yo tengo una puntería excelente. La gente
se muere tan rápido que ni se entera. Eva estaba llorando, se apoyaba en la mesita y
yo la miraba a través del espejo. Eva era hermosa, a mí me lo parecía, quiero decir. Y
me refiero a que ver su cara alejaba de mi lado al viento negro, la llamada a la
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expansión. Me hacía sentirme tranquilo, calmado, tal y como estaba, sin matar a
nadie por un ratito.
Por eso, cuando me pidió que retrasase lo inevitable, acepté.
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Qué más, qué más, por qué te paras, debe haber algo más. Al día siguiente viste unos
planos, alguna agenda. ¡Eso no puede ser todo!
—No hay nada más.
Me engañas, me estás engañando, Sadman. No puedes imaginar lo importante…
No puedes imaginar lo que puedo hacerte, Sadman. Puedo destruirte, yo, sí, yo,
puedo matarte, Sadman. Para mí no eres nada, no eres más que mierda, Sadman.
Puedo hacerte desaparecer con un chasquido.
La voz estaba tan furiosa que sentía temblar mi interior con cada sílaba que
acentuaba.
Sentía que su poder era enorme, pero cuando amenazó con matarme el miedo
desapareció. El viento negro hizo acto de presencia y recuperé mi antigua fuerza.
—Soy Sadman. Nada hay en este Mundo que pueda dañarme. —Disparé contra el
espejo, el agujero era grande. La sonrisa era mucho mayor, muy retorcida.
Lo hay, pequeño, yo soy lo que puede dañarte. Nadie es invulnerable, Sadman,
siempre hay algo que se escapa de su alcance. Toda invulnerabilidad tiene su ruina.
Yo soy Chandrasekhar, yo soy el Fundador Viviente, yo soy tu creador, yo soy
Sadman.
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era un cuerpo vacío. Yo era un monstruo, un monstruo nada más. Eso es lo que era.
Eso es lo que había sido siempre. Lo peor era que no me sentía mal por ello. No
sentía absolutamente nada.
—Sólo me he reservado sus palabras —dije cabizbajo.
Dímelas, dímelas.
—«Duerme conmigo esta noche y mañana haz lo que debas». —Repetí las
palabras y experimenté un escalofrío. Era la primera vez que las pronunciaba y sentí
como si Eva hablase a través de mi voz.
Sadman, esto se acabó.
Eres un estorbo, esto debo solucionarlo sin ti. No hay tiempo.
Adiós.
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—Y lo que es un caballo, ¿verdad?
—Sí.
—En el pasado existieron otras formas de vida que convivieron con los hombres.
Parece mentira, pero no lo he olvidado.
—En ese caso, ¿no es su imaginación capaz de concebir una criatura que posea el
cuerpo de un hombre y la cabeza de un caballo, sin que sea lo uno ni lo otro?
Me sentí satisfecho por el rumbo que tomaba la conversación. Pensé en sus
palabras y contesté.
—Sí, pero…
—Sí pero qué —me interrumpió bruscamente—. Usted es capaz de imaginarme y
ante usted me tiene. ¿Por qué duda?
—No entiendo… —Un golpe de consternación surcó mi voluntad. Pude sentir
cómo el hombre caballo crecía ante mis ojos, pero seguía conservando su cordialidad,
guardaba su ataque para el final.
—Sí entiende. Entiende perfectamente y por eso se aflige. Deje de verme como a
una amenaza, yo no soy un peligro para usted. Se niega a aceptar la verdad a la que se
enfrenta. Usted está solo.
—¿Solo?
—Efectivamente. Usted se empeña en creer que si la lógica, propia del hombre,
no puede explicar un fenómeno, ese fenómeno debe obtener explicación gracias a una
fuerza ilógica o sobrenatural. Una explicación inmanente a Dios. De ninguna forma
admite que hay cosas que nunca entenderá usted ni Dios.
—¡Pero Dios no existe!
—Cierto. Ya no.
—Usted está loco. Nadie mejor que yo sabe la verdad de estos asuntos. Nadie
mejor que yo conoce lo que se ocultaba tras la falsedad de aquella creencia. ¿Acaso
Sadman ignoraba que el Fundador Viviente mostró al mundo la crudeza de lo real?
¿Está queriendo decirme no ya que Dios no existe, sino que existió en un pasado? —
dije perplejo. Por supuesto que creía en la muerte de Dios, pero sólo en un sentido
simbólico. Al matarlo yo había destruido en realidad las religiones que lo adoraban.
Todo siempre quedaba en el ámbito de los hombres.
—Evidentemente. Mientras vivió el Universo Natural, el hombre estuvo
convencido de su existencia.
—Pero la fe no puede sustentar la existencia de Dios por sí misma. Es posible
creer en lo imposible.
—¿En qué se basa para afirmar tal cosa?
—Sencillamente porque la imaginación es más poderosa que la realidad. —
Aunque algunos afirman que no puede haber Demonio sin Dios, siempre he estado en
contra de esta creencia. Existen fundamentos biológicos y genéticos muy precisos
que sustentan mi razonamiento. El Mal nace de sí mismo y se alimenta de sí mismo.
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El Bien, en cambio, es consenso, esfuerzo y disciplina—. Por tanto, es posible creer
en un ser inexistente.
—El universo que usted ha creado es una demostración de que la imaginación y
la realidad están solapadas. La imaginación no es más que una realidad potencial. En
cuanto una idea es concebida se garantiza su reificación. Toda profecía termina
autoverificándose. Por eso mató usted a Noelle y a Newman, para que no pensasen
más allá del Mundo que habían diseñado en su imaginación, por miedo a que sus
ideas futuras llegasen a materializarse. Por tanto, ¿cómo puede un ser no existir?
—No me confundirá con sus paradojas lingüísticas. Desde su punto de vista, si
imagino una mesa cuadrada y redonda, algún día podré sentarme junto a una.
—Estoy de acuerdo, siempre que usted tuviese una mente lo suficientemente
poderosa. Porque no es fácil imaginar una mesa con las características que usted
describe —dijo el hombre caballo no sin cierto sarcasmo—. Se lo explicaré de otra
forma. El hombre creía en un dios inescrutable. La fe en un dios tal es
inquebrantable, ya que, aunque no lo perciba, el hombre sigue creyendo en él. Esta fe
aporta fuerza al hombre, y esa fuerza no depende de la existencia ontológica de este
dios, sino de la propia fe que se deposita en él. La existencia de Dios no debe
juzgarse en virtud de su inescrutabilidad, sino de su influencia. Si esa influencia
existe, Dios existe, se mire como se mire.
Nunca se me podía haber ocurrido tal cosa. Me resulta inconcebible que Sadman
albergase tales pensamientos. Sin duda, el abismo utilizaba materia de mi propia
mente. El hombre caballo trataba de darme a entender que la sola creencia en Dios
justifica y explica su existencia.
—Pero usted dice que Dios ha muerto.
—Naturalmente. Ya nadie cree en Él.
—¿Es imposible que Dios exista sin el sustento del inconsciente colectivo?
—Nada puede existir sin el sustento del inconsciente colectivo.
—Pero si nadie me reconociese a mí yo seguiría sabiendo que existo.
—Naturalmente. Usted es consciente de sí mismo. Usted está constantemente
imaginándose a sí mismo, redefiniéndose, reificándose a cada paso.
—Por lo tanto, usted afirma que Dios existió, pero no era consciente de sí mismo.
El hombre caballo asintió.
—Pero la religión transformó y, en cierto modo, ordenó el mundo.
—Así fue.
—¿Cómo puede una creación tener tanto poder?
—El hombre creía en un dios omnipotente, le imaginaba así, y de tal forma le
atribuyó la capacidad de ordenar el mundo a su antojo.
—Pero en ese caso, si Dios, por medio de la religión, ordenó el mundo, y esa
cualidad le fue atribuida a Dios por el hombre: ¿es posible imaginar un hombre capaz
de ordenar el mundo?
—Parece mentira, señor mío, que sea usted el que me pregunte tal cosa.
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—Pero mi mundo es artificial, fue construido por máquinas.
—Y esas máquinas, capaces de construir estrellas, planetas, campos
gravitatorios… fueron imaginadas, profetizadas, por usted.
—Entiendo.
—¿Está usted seguro de que lo entiende?
—Sí, ¿a qué se refiere?
—Ahora que estamos de acuerdo, quisiera hacerle una pregunta. En realidad, esta
duda es el único motivo por el que he decidido acercarme a usted.
Lo sabía. El hombre caballo había logrado vencer mi resistencia inicial, había
conseguido embaucarme, y ahora que yo había claudicado, se disponía a golpearme
con todas sus fuerzas.
—¿Por qué no imaginó usted un mundo sin dolor? —me preguntó el hombre
caballo. Me quedé en silencio. Aquella pregunta estaba tan alejada de nuestra anterior
conversación, que me sentí desorientado, incluso avergonzado, porque no era capaz
de recordar el motivo después de todo lo que se había dicho en aquel lugar desolado.
—¿Podría usted? —dije con rencor, saliendo al paso.
—No sea estúpido. Como habría comprendido cualquiera a estas alturas, yo no
tengo consciencia de mí mismo.
Aquella maldita criatura me arrinconaba cada vez más, alejándome de mi
verdadero propósito. Sí, alejándome de la salvación de las estrellas moribundas…
—No imaginé ese mundo, porque ese mundo no existe. Como usted mismo dijo,
existen ideas imposibles de imaginar. Un mundo sin dolor es tan inconcebible como
una mesa cuadrada y redonda.
—No, sólo dije que existen ideas que exigen una imaginación más poderosa para
reificarse. Le prevengo que las palabras le ganarán la partida, señor Director. Y ahora,
debo marcharme —dijo el hombre caballo y se dispuso a adentrarse en la negrura.
No podía permitirlo. Me sentía atrapado en el abismo, las fuerzas me flaqueaban
y apenas me veía capaz de afrontar el esfuerzo de permanecer en la oscuridad. Este
lugar me había vencido, y debía construir sobre el único fundamento que se me
presentaba, el hombre caballo. Sólo él podía sacarme de aquel lugar infecto. Sentí
angustia, miedo.
—No se vaya, no quiero estar solo. ¿Dónde podría ir? No puedo ver nada.
—De nada te servirá retenerme, yo no te seré de más utilidad, pues no me
necesitas a mí, sino a alguien. Buscas una verdad en esta sima solitaria, pero ansías
un compañero para huir de tu diálogo íntimo; un tercero que impida que ese diálogo
ahonde en el abismo: ¡abraza ese diálogo y ese abismo, pues en ellos hallarás esa
verdad!
El hombre caballo se marchó y quedé solo en el vacío. Es fácil sumergirse en la
desesperanza, pero luego no se encuentra la manera de abandonarla. Comencé a
distinguir una diminuta fuente de luz en la distancia y caminé hacia ella animoso,
deseando escapar de la atenazadora oscuridad que me rodeaba.
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Una claridad tan poderosa que me cegó los ojos salió a mi encuentro y me hallé tan
desorientado como en la oscuridad, pero invadido por una luz más blanca que el
blanco. Me sentí doblemente perdido, pues nada me decían mis sentidos, pero una
terrible impresión me advertía que yo sí podía ser visto. Descubrí en aquella luz que
existía un horror que dominaba sobre las tinieblas, un horror consciente, solar, que
funcionaba por saturación. Aquí no buscaba un camino para escapar, sino un objeto al
que agarrarme momentáneamente. Mis oídos escucharon ecos lejanos y agucé los
sentidos. Reparé en un murmullo sordo, grave, que se extendía por distancias
enormes, y luego supe que los murmullos eran muchos, algunos distantes, pero otros,
para mi turbación, más cercanos. Todos recorrían este espacio baldío, esta nada de
proporciones insondables, pronunciando palabras humanas retorcidas por un dolor
indescriptible. Parecía que esas palabras hubiesen sido repetidas durante millones de
años. Escuché con atención y distinguí una palabra que cruzó el aire con cansancio
junto a mi oído. Era el nombre de un ser humano, y por las sensaciones que sufrí al
comprenderlo casi parecía que ese nombre fuese un ser humano en sí, más tangible,
más real que si hubiese caminado frente a mis ojos. Sentí emociones de enorme
complejidad, recuerdos, esperanzas, pero sobre todas había dolor, un dolor infinito.
Tuve la impresión de haber estado una eternidad en aquel blanco vacío, y comprendí
que todos los nombres, todo su dolor, tenían algo en común: un insoportable pesar de
injusticia. Entonces un nombre sonido se aproximó de nuevo a mí, pero sentí que no
se alejaba. Mi miedo era tan primordial que quise quitarme la vida allí mismo, pero
yo no era nada, yo era tan insustancial como ellos.
—¿Quién eres? —mascullé con una voz encogida.
El sonido pronunció un nombre y sentí veneración a la ciencia, dolor e injusticia.
—Yo soy el destructor de mundos.
—¿Qué lugar es éste? —volví a preguntar temiendo su impronosticable cólera.
—La casa de las Almas Blancas.
El sonido era tan encarnecido, tan mortalmente doloroso, que no me sentí capaz
de escucharlo una vez más y callé. Permaneció allí un tiempo y luego se marchó
diciendo:
—Me he convertido en la Muerte.
Las voces de los nombres sonido comenzaron a entremezclarse, se confundían, y
se convirtieron luego en una cacofonía ensordecedora que me trepanaba los sesos con
la intención de volverme loco.
—¡No puedo veros! —grité, desesperado.
La cacofonía se detuvo como el aire succionado por la inminente onda expansiva
de una explosión nuclear, y un millón de voces, con un millón de tesituras, con un
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millón de timbres, dijeron:
—NO PUEDES VERNOS PORQUE NADIE CONTEMPLÓ NUESTRA
MUERTE.
Luego todos los nombres guardaron silencio. Me sentí tambalear, como si me
fallase el equilibrio. Los nombres sonido comenzaron a musitar al unísono,
levemente, hasta que su terrible Voz fue la de un trueno cósmico.
—¿POR QUÉ PERTURBAS NUESTRO DOLOR TÚ QUE NO HAS MUERTO
TODAVÍA?
Escuché sorprendido aquellas palabras titánicas. Comprendí que se trataba de otra
prueba, un nuevo sueño, como el del hombre caballo, y me pregunté a dónde me
conduciría esta vez.
—Yo soy Chandrasekhar, el Fundador Viviente. Busco a los culpables de la
catástrofe.
—TÚ LE DISTE AL HOMBRE UN MUNDO SIN NORMAS.
—Yo comprendí que el hombre no desea normas. Lo único que hice fue borrarle
los prejuicios tradicionales que lo ataban a ellas. Cuanta más libertad tiene el hombre
menos responsabilidades desea. El hombre no desea la libertad, sino que lo liberen de
las obligaciones.
—TÚ MATASTE A DIOS.
—Así es, yo lo maté, con mis propias manos, y construí un monumento para que
nadie olvidase aquel día.
—¿POR QUÉ MATASTE A DIOS?
—Aquí no existen porqués.
—¿A QUIÉN PUSISTE EN SU LUGAR?
—A nadie. Una vez que la fe se desvanece la razón impide su recuperación.
Sustituimos a Dios con la Ciencia, y a la Iglesia con la Televisión.
—SI DIOS NO EXISTE TODO ESTÁ PERMITIDO.
—Para el hombre todo está permitido.
—DIOS DABA FORMA A LA ÉTICA HUMANA.
—Si al matar a Dios desapareció la ética es porque la ética no es propia del
hombre. Por lo tanto, no la necesita. El hombre puede crear y destruir lo que desee,
pues él es el verdadero creador. Disfruta de la prerrogativa del primer motor.
—LA ÉTICA ES PROPIA DEL HOMBRE, PERO REQUIERE DE UNA
FORMA, SIN FORMA LA ÉTICA ES MERA EMPATÍA. LA EMPATÍA ES
FRÁGIL, TRABAJA DESPACIO, PUEDE CONFUNDIRSE CON FACILIDAD. LA
FORMA LE PERMITE SOSTENERSE SOBRE UN CIMIENTO PRODUCTIVO.
—¡La ética siempre es derrotada por la ventaja numérica de la moral! Y nuestra
moral es el conflicto. El Mundo Libre creó a su propio Enemigo para que los
hombres se uniesen contra él, apelando a sus instintos gregarios. Ése es el único
vínculo social estable. La moral es consenso y el consenso puede ser manipulado en
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un mundo donde los grupos humanos se comunican mediante máquinas. La moral
sólo servía a los antiguos Estados.
—LA MORAL CREA UN LAZO DE CONFIANZA ENTRE LOS HOMBRES,
ES UN SISTEMA DE IDENTIFICACIÓN Y RECONOCIMIENTO. SIN ELLA LOS
HOMBRES SON EXTRAÑOS PARA LOS HOMBRES. CADA UNO CAMINA DE
FORMA SEPARADA, SIN DEMOSTRAR UNA TENDENCIA PARA LOS DEMÁS
NI PARA SÍ MISMO.
—Nadie necesita tendencias, nadie las desea. Los hombres quieren actuar como
les place, sin someterse a fronteras que les reduzcan las posibilidades.
—EL HOMBRE DESEA UNA TENDENCIA, DESEA CONOCER UN
CAMINO. SÓLO ASÍ PUEDE ELEGIR TOMARLO O DESVIARSE DE ÉL. SIN
CAMINO NO HAY ELECCIÓN, NO HAY INTEGRACIÓN NI APOCALIPSIS.
—Si el hombre desease normas las buscaría, las crearía. En mi mundo no hay
demanda de normas, nadie se queja.
—EL MUNDO NO ES LIBRE.
—¡Pero cree que sí, y nadie aspira a nada más de lo que se le ofrece! En mi
mundo no hay mentiras, todo lo que se conoce es cierto, nada es tamizado por la
censura.
—EN EL MUNDO NO SE MUESTRAN OTROS CAMINOS, OTRAS
ALTERNATIVAS. EL HOMBRE IGNORA LAS POSIBILIDADES.
—Eso no es culpa nuestra, al menos directamente. Las leyes del mercado son las
leyes de la selección natural. Hemos llegado a gobernar el mundo porque hemos
sabido obedecer esas leyes mejor que los predecesores, y no hemos cambiado nada
desde entonces, más que el haber sido cada vez más fieles a ellas. Hemos jugado con
las herramientas del hombre pre-artificial. No somos sino el resultado, nada más. El
nuestro no es un gobierno maligno. Somos el reflejo de la sociedad. Hacemos poco
más que conducir los modos de vida y proponer ideas. Ellos hacen el resto. Si matan
es porque les satisface hacerlo. La diferencia estriba en que mi mundo no castiga al
hombre por ser hombre.
—EL HOMBRE SE REVOLVERÁ.
—Eso no ocurrirá jamás. Todas las revoluciones hallan cobijo en el Mundo Libre.
Él las mima, las equipa, las aloja y de ese modo son integradas. El Mundo Libre lo
absorbe todo, es una sociedad indestructible que crece sin limitaciones, y lo hará
siempre.
—LA EXPANSIÓN HALLA SU LÍMITE. EL ORIGEN ESPERA EN EL FIN.
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65.
El dolor que me producía la luz se volvió insoportable, una quemadura en mis ojos y
en mi piel, la quemadura de una eterna explosión nuclear. Cierro los ojos y sé que he
salido de ese blanco cegador, al abrirlos contemplo el Universo. Veo mi planeta, la
capital de mi mundo, y veo su estrella, brillando con intensidad, sin saber que está
amenazada. Veo el firmamento, más débil cada vez, y sé que el tiempo está cerca, que
la acción debe ser rápida. Veo Hel y veo su cara interior, una cara blanca,
bombardeada por el sol, pues la rotación de mis planetas es igual a su traslación.
Nada hay que pueda mejorar el diseño cosmológico de Noelle y Newman, pues la
rotación de los planetas se frena con el paso de los siglos. Ellos supieron
aprovecharse de este problema, y la descompensación calórica entre la cara expuesta
a la estrella y la oculta, la única habitable, es aprovechada por los generadores
geotérmicos para proporcionar a todo un planeta la energía que necesita. La excesiva
inestabilidad meteorológica produce una lluvia incesante sobre Hel, que baña sus
calles bajo la Torre Empírea. Desde allí gobierno sobre el Mundo Libre. Pero para
impedir el fin debo descubrir a los responsables de la catástrofe.
No lo lograrás. La catástrofe tiene responsables, pero no viven, todos completaron
su obra en el pasado. Sólo tú sigues vivo para contemplar las consecuencias.
Quién habla, quién surge de las estrellas moribundas que me rodean.
Yo soy el que murió y se unió a las Almas Blancas. Soy el que ha escuchado y el
que ha comprendido. Soy aquél al que los hombres llamaron Sadman.
Eso es imposible. Tú no existes, sólo yo poseo la consciencia sobre este cuerpo.
Mi existencia trasciende la de tu consciencia. Yo hablo porque sé que existo al
margen de ti, al margen de tu percepción de las cosas. Tú no eres capaz de ver lo que
sólo tú puedes, que el mundo camina hacia la destrucción obedeciendo a sus propios
principios.
¡No, te equivocas! Existen culpables, saboteadores, ellos destruyen mis estrellas.
Las estrellas se mueren solas, son antiguas, están cansadas, pero, sobre todo, son
artificiales. Un error en una de ellas es un error para todas ellas.
Ignorante. No conoces el secreto de su funcionamiento. ¿Crees que podría haber
construido un universo artificial sin haber descubierto la manera de extraer energía
del vacío? Mis estrellas producen más energía de la que consumen y así alcanzan un
movimiento perpetuo. Es un verdadero mecanismo sin mecanismo. Nada puede
alterar su funcionamiento, ¡excepto el sabotaje!
Nadie sabotea las estrellas más que la Entropía, como te advirtió Noelle, en contra
de la opinión de Newman, a quien siempre tuviste en mayor estima. Las estrellas
artificiales incrementan la energía potencial gravitatoria de tu universo, lo que las
obliga a consumir una cantidad de energía cada vez mayor para conservar su estado
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de orden y realizar el mismo trabajo. Con el transcurso de los eones, ese desgaste
llegó a ser casi infinito. Hace millones de años que fallaron y dejaron de producir
hidrógeno, pero tú no te has alarmado hasta que han comenzado a apagarse. Todas las
estrellas que contemplas son sólo cadáveres liberando su último estertor.
¡No! Las estrellas se diseñaron hasta que los cálculos dieron una probabilidad de
error de cero.
La ciencia humana no puede autoverificarse. La matemática es incapaz de
demostrar su propia validez. La teoría de errores es humana. Creaste un mundo eterno
que se basaba en su propia expansión. La expansión ha llegado al límite inimaginable
del infinito. Más allá no hay nada para él.
Es imposible, lo que dices no puede ser…
Cuando el mundo crecía, lo imposible aguardaba. Todo lo posible ha ocurrido ya.
El único lugar que queda por ocupar es el que habita lo imposible. Ha llegado el
momento de chocar con lo que no se mueve, con lo que es paciencia infinita.
Ahora, Chandrasekhar, que has comprendido, has llegado al lugar donde yo
aguardaba. Tu crecimiento ha alcanzado su límite, y allí me ha encontrado
esperándote.
Página 112
66.
Me siento sobre el sillón y espero. Espero recostado, con los brazos apoyados sobre
el cuero marrón. Espero el Fin del Tiempo, pero algo bulle desde dentro hacia fuera
ahora que mis pensamientos son los de aquél al que llamaban Chandrasekhar y aquél
al que llamaban Sadman. Poseo la memoria antigua del Fundador, poseo la memoria
última del Destructor. Recuerdo por qué detuve el reloj como un símbolo y construí
más tarde aquella estatua desproporcionada. Recuerdo mi odio por las guerras
incontrolables y mi satisfacción por la constancia de los Mundos Bélicos. Recuerdo la
construcción del Muro para separar a los desheredados de mis hijos elegidos.
Recuerdo la creación del Enemigo interior para cobijar a los revolucionarios.
Recuerdo cuando lancé a los débiles de espíritu en la cara interna de Hel, envuelta en
llamas cegadoras. Recuerdo cómo encerré a los clarividentes en los manicomios de
Piranesia, en la frontera entre la vida y muerte. Recuerdo el ojo panóptico desde mi
Torre Empírea, para verlos a todos, para que no me viesen más que a mí.
Una extraña sed nace en mis entrañas y recuerdo dos edificios colocados uno al
lado del otro y recuerdo cómo entré por uno de ellos y salí por el otro. Recuerdo lo
que vi en aquella Maternidad y algo comienza a quemar en mi pecho. Fetos,
montañas de fetos más allá de las salas donde paren las mujeres con dificultades
económicas. Un médico le parte el cuello al bebé que acaba de sacar del vientre de su
madre. La madre se levanta para asegurarse de que le pagan su comisión por los
órganos del bebé. Más allá hay enormes estancias donde engordan los órganos
extirpados; se cuentan a miles. Los fetos son apilados en los pasillos intermedios,
para que los del Tanatorio les hagan las operaciones. Algunos bebés siguen vivos
cuando los abren en canal; lo hacen para ahorrarse el esfuerzo de matarlos. Un
médico me dice que la anestesia es para los que la pagan; hacen cientos de
operaciones cada día. Entonces recuerdo al recién nacido que había sido arrojado en
las ruinas encharcadas; él que había sido repudiado por la que le vio nacer. Recuerdo
su negativa a aceptar la muerte, su lucha para seguir vivo, aferrado a la esperanza de
seguir respirando, sin importar lo que sus maltrechos ojos habían sufrido en un solo
día de vida.
Recuerdo estas últimas cosas y entonces recuerdo la primera de todas.
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00.
Dormíamos desnudos porque era la última vez. Mis brazos rodeaban su cuerpo
tierno y cálido mientras me envolvía el silencio desconocido de una habitación sin
televisor. Estaba despierto, pero no quería abrir los ojos, para no convocar al viento
negro. Me sentía tan calmado, tan tranquilo, lejos de aquella fuerza inquebrantable
que poseía las palmas de mis manos y de mis pies, que surgía en mi estómago y sólo
me abandonaba cuando los casquillos dejaban de rebotar… Tenía los ojos cerrados,
pero podía sentir su abrazo triste, manso y caliente. Escuchaba el rumor de la brisa en
las ventanas, acariciando los paños blancos por donde se filtraba la luz del crepúsculo
eterno. Pero no escuchaba la lluvia. El viento negro despertó, porque al viento no le
gustaba lo imposible. Me aparté de ella, porque sabía que el viento negro acabaría
con su vida sólo por estar en contacto con su protegido. Y entonces comenzó a llover
y abrí los ojos y el viento negro se derramó lentamente a través de mis pupilas,
convirtiéndose en un trueno lejano.
Me incorporé y comencé a vestirme. Mis ropas estaban todas desperdigadas por el
piso, pero yo no me pregunté a qué se debía aquel desorden, porque yo nunca me
hacía preguntas. Tomé mi gabardina del respaldo de una silla, me la embocé y
comprobé mecánicamente que la pistola estaba en su lugar. El cuerpo de ella percibió
que yo había abandonado la cama y cambió de postura sobre las sábanas. Me volví y
observé lentamente sus cabellos y recordé sus ojos, de aquel color distinto al de
cualquier otro, su serenidad. Parecía alguien a quien el viento negro nunca hubiese
visitado, alguien que había logrado sobrevivir hasta aquel día sin obedecer las sabias
señales de la fuerza innombrable. La noche anterior sus lágrimas dibujaron el
contorno de una persona débil. Su cuerpo desnudo me parecía hoy el de una criatura
mitológica, antigua y sagrada. Pero no como aquellos ángeles que repartían
bocadillos calientes entre nubes de azúcar. Entonces yo no me hacía preguntas, pero
comprendí que no había en aquel mundo una palabra para definir lo que ella me
inspiraba. Pero sí pensé que esa palabra debió haber existido alguna vez, y alguien
debía de haberla pronunciado en algún lugar lejano, viéndose en una situación
parecida a la que yo me encontraba entonces. Tal vez aquella palabra fuese de uso
cotidiano en aquel mundo distante, hasta que fue olvidada. Recuerdo haber tenido un
pensamiento extraño, una idea leve que ascendía al final, inconclusa. Entonces vi la
orden de homicidio y muchas palabras de uso cotidiano invadieron mi mente de
golpe. Olvidé aquellos pensamientos desconcertantes y me dispuse a cumplir con mi
obligación, sintiéndome algo traspuesto y avergonzado.
Me encaminé hacia el baño. Lavé mis manos como siempre y limpié mi rostro de
legañas y sudor nocturno. Volví al dormitorio y me coloqué a los pies de la cama, a
tres metros y medio de su corazón. Afiancé los pies, calculé la distancia y apunté
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unos milímetros bajo el corazón, porque el alza estaba ajustada para siete metros.
Tomé un poco de aire, el suficiente para llenar un vasito de whisky, contuve la
respiración y apreté el gatillo cuando ella abrió los ojos. Vi aquella mirada verde,
como ningún color del mundo, mis párpados se cerraron incomprensiblemente y la
bala atravesó su torso por debajo del seno izquierdo.
Abrí los ojos asustado, sin entender lo que había ocurrido. Ella trataba de
incorporarse, sin proferir una queja, mientras la sangre brotaba de su pecho hendido.
No, aquello no podía estar sucediendo, era imposible. Nunca había fallado un
disparo, nunca. Por qué había tenido que parpadear. Por qué la gente parpadeaba
cuando apretaba el gatillo. Por qué me asaltaban aquellas ideas inconclusas que me
paralizaban mientras ella agonizaba. Levanté mi pistola y disparé de nuevo. Ella me
miraba, me miraba directamente con aquellos ojos inexpresivos y volví a parpadear.
La bala penetró en su carne y en sus huesos y ella masculló de dolor. Por qué no
venía a rescatarme el viento negro. Por qué me sentía tan indefenso. Por qué no se
moría de una vez. Por qué no dejaba de mirarme de aquella manera. Disparé, una y
otra vez, hasta que la pistola se encasquilló.
Abrí los párpados y la miré con las pupilas dilatadas, lleno de religioso asombro.
Eva estaba muerta. Sus ojos, abiertos, me sonreían.
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II.
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Sergio Achinelli estudió Filología Inglesa, Periodismo y Comunicación Audiovisual.
Ha trabajado como periodista parlamentario y científico tanto en radio como prensa
escrita. Lágrimas de un dios plutónico es su primera novela, escrita entre los años
1993 y 2000.
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