Helen Bianchin - Todo Por Amor

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TODO POR AMOR –© Helen Bianchin


Todo por amor (1984)
Título Original: Wildfire encounter
Colección: Bianca n.° 133 – 29–8–84
Protagonistas: Rafael Savalje y Sara

Argumento:
¿Cómo podría ella amar a ese diablo?

Su padre estaba muerto, su madre desposeída y la vida entera de Sara había


sido puesta desastrosamente cabeza abajo. La única persona a la que podía
culpar era Rafael Savalje, el empresario de bienes raíces de la Costa de Oro
de Queensland. ¡Sara juró hacerle pagar!

Desafortunadamente, era Rafael quien tenía la sartén por el mango, y tenía la


intención de hacerle pagar a Sara. Él quería la devolución del préstamo que
le había hecho a su padre... con intereses.

¡Quería a Sara y un matrimonio en cuerpo y alma!


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Capítulo 1
SARA echó un vistazo al grupo de personas que había en el jardín y se dio cuenta enseguida de
que muy pocas de ellas eran postores profesionales. En la subasta se ofrecían los últimos bienes
de Blair Adams. Todos aquellos que tuvieran la curiosidad de conocer la casa del hombre que se
había suicidado hacía tan sólo unas semanas, tenían la oportunidad de hacerlo en aquella
ocasión, con la excusa de asistir a la subasta.
En la mente de la joven estaba grabada la fatal llamada telefónica que les puso a su madre y a
ella al corriente de los tristes acontecimientos ocurridos. Su madre, Selina, se sumió en un
grave, estado de conmoción, que parecía aumentar a medida que iba escuchando los detalles del
suceso, de modo que, fue Sara quien tuvo que asumir el papel de su madre y luego, contarle a
ella, simplemente, los detalles esenciales.
La chica lanzó un suspiro. Pasadas unas horas, habría perdido para siempre la casa que había
sido su hogar desde el día en que nació. No le parecía justo perderla de aquel modo: en una
subasta.
Su lista de recuerdos desagradables iba encabezada por el nombre del mayor acreedor de su
padre: Rafael Sanz. Todo el mundo sabía que se había hecho rico adueñándose de extensas
propiedades a lo largo de la costa dorada de Queensland. Vivía con un gran lujo en una de las
islas cercanas a Surfer's Paradise, pero lo que concernía a su vida era un enigma. Se sabía que
acostumbraba a recibir invitados en su casa, y que asistía a actos con fines caritativos. Su
nombre había estado ligado a diversas personalidades durante los últimos cinco años. En el
campo de los negocios se le tenía por un empresario insensible. –Sara, todos están entrando.
Sumida en sus reflexiones había perdido la noción del tiempo. –Mamá, ¿estás segura de que
deseas seguir con esto hasta el final? –preguntó por enésima vez–. Sería menos doloroso si nos
mantuviéramos fuera de este asunto y esperásemos escuchar los resultados a través de los
canales oficiales.
–Tienes razón, querida... –la duda marcó una arruga en la frente de Selina–, pero no soy capaz
de sentarme a esperar y cruzar los dedos. Tengo que saber qué va a pasar, Sara –su voz era
suplicante–. Me comprendes, ¿verdad?
Dios Santo, ¿qué podía responderle? Forzó una sonrisa, con una mezcla de firmeza y fatalismo,
y cogió a su madre del brazo. –Entonces, vamos.
Se requería valor para observar a los postores seleccionando los muebles.
Sara deseaba gritar a los cuatro vientos que todo había sido un error. Deseaba creer que todo era
parte de una pesadilla, y que pronto despertaría.
Dos horas después permanecía pálida y nerviosa, mientras la puja por la casa llegaba a la
cantidad que se había estipulado como mínima.
En cuestión de segundos terminó todo, y la gente comenzó a dispersarse, al mismo tiempo que
Sara se ponía de pie y miraba a los ocupantes de la habitación.
No estaba preparada para el impacto que recibió al contemplar a Rafael Sanz, que estaba
hablando con un hombre mucho mayor que él.
Se encontraba a uno de los extremos de la habitación, al lado opuesto de donde estaba la joven.
Como si se hubiera dado cuenta de que ella le estaba observando, giró un segundo la cabeza y
sus ojos oscuros recorrieron la habitación hasta detenerse en ella, lo que produjo en la joven un
profundo enfado por su insolente mirada.
Las fotografías no hacían justicia a ese hombre, aceptó muy a su pesar.
–Supongo que debemos irnos.
Sara oyó esas palabras y se volvió hacia su madre.
–Adelántate –musitó. Había tomado una decisión–. Tengo que hacer unas cosas.
Minutos más tarde se alegró de que el destino hubiera sido tan generoso, porque no tuvo
necesidad de emplear ningún subterfugio.
–Señor Sanz.
Él no dio señales de reconocerla, sólo mostró una fría deferencia hacia su feminidad.
–¿Sí?
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–¿No sabe quién soy? –había logrado acaparar su atención y se lanzó al ataque.
–La hija de Blair Adams –repuso, torciendo los labios irónicamente.
–¿Qué está haciendo aquí? –preguntó ella cortante–. ¿Acaso no pudo resistir la tentación de
satisfacer su perversidad?
–Tan sólo he venido a una subasta –respondió él, arqueando una ceja cínicamente–. ¿Es esto un
crimen?
–Usted no pujó –le acusó ella.
–Un agente hizo las ofertas en mi nombre –dijo indiferentemente.
–¿No tiene suficientes propiedades ya? –el enfado dio brillo a sus ojos y la hizo sonrojarse–.
¿Por qué esta casa, señor Sanz... si no para añadir sal a la herida?
–¿Me está haciendo una acusación, señorita Adams? –preguntó él, entrecerrando los ojos.
–Esta casa es lo único que le quedaba a mi madre –repuso ella amargamente–. Ha pasado aquí
toda su vida. ¡Quitársela es como arrancarle una parte de sí misma!
–Reciba mi más sentido pesar –expresó él, sin importarle lo más mínimo.
–¡Guárdeselo! –exclamó Sara más enfadada por la aparente indiferencia masculina–. ¡Por su
culpa, Blair está muerto!
–No he tenido nada que ver con la muerte de su padre, señorita Adams –endureció la mirada y
ella experimentó un estremecimiento.
–Materialmente, no –repuso Sara acalorada–. ¡Dios mío, no puedo ni siquiera describir lo
mucho que le odio! Menos mal que Selina no le ha reconocido –agregó vehementemente–.
Hubiera sido una humillación insoportable.
–¿Tiene algún sentido esta discusión? –preguntó Rafael con expresión enigmática.
–¿Se atreve a preguntarlo después de todo lo que ha hecho? – ¿Le importaría aclararme eso,
dejando a un lado su sentimentalismo femenino? –declaró él fríamente–. Le aconsejaría que
fuese más cautelosa al hacer comentarios que no pueda respaldar, o de lo contrario, podría
considerar la posibilidad de denunciarla. – ¡Desgraciado! –exclamó ella, estremecedoramente. –
¿Ha terminado ya, señorita Adams? –el único signo visible del enfado masculino era que
apretaba los labios.
–No me intimida, señor Sanz –repuso Sara irguiendo la cabeza y mirándole de frente–.
Realmente, siento lástima por usted... un hombre rico y solitario sin compasión alguna, muy
poca integridad. ¿Está enseñando a su hija lo mismo? –Se percibía un deje de compasión en la
voz de Sara–. Pobre chiquilla... la imagino rodeada de criadas y amas de llaves, y conducida
ante su presencia a horas específicas, dentro de su ocupada agenda.
–Me da la impresión de que está bien informada –comentó Rafael, y ella contestó llena de ira:
–Si pudiera hacer algo para herirle, no dudaría un momento, créame.
–Aguardo atemorizado ese momento.
La mano femenina se elevó en un movimiento involuntario y resonó una bofetada dentro de la
silenciosa habitación. Una cólera terrible se reflejó durante un instante en sus oscuros ojos, pero
en seguida se borró, y él preguntó:
–¿Se siente ahora mejor? –la ironía restó importancia a la victoria de Sara.
–Mucho mejor –replicó y se volvió para salir de la habitación y dirigirse a la entrada principal,
sin dignarse a volver la cabeza hasta que llegó al coche.
–Hija, has tardado tanto que pensé que habías tenido algún problema –dijo Selina ansiosamente,
mientras Sara se acomodaba detrás del volante.
–Nada que no pudiera solucionar –respondió brevemente, al mismo tiempo que ponía el coche
en marcha–. ¿Quieres que paremos en algún sitio para tomar café? –preguntó, evitando decir:
«antes de ir a casa». Vivían en un pequeño piso, situado en un extremo de la ciudad. Era
cómodo y agradable, suficiente para ellas dos, pero nunca podría compararse a la casa que
acababan de dejar.
–Una idea fabulosa –asintió Selina–. Podríamos comentar las noticias que tengo.
–¿Qué noticias? –Sara la miró de reojo–. ¿Algo que me hayas ocultado? –preguntó, esbozando
una sonrisa.
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–Difícilmente, querida. Acabo de recibir una propuesta. Creo que es buena, y que además, me
resultará agradable.
–¿Te han hecho una oferta de trabajo?
–Sí –declaró Selina llena de satisfacción–. Andrea Lucas tiene una vacante para una vendedora
en su boutique. Paga bien, y a mí me encanta conocer gente... lo sabes. Además, tengo estilo
para la ropa –agregó modestamente.
–Vistes de maravilla –añadió Sara sinceramente–. Es estupendo. ¿Cuándo empiezas?
–Mañana –Selina rió nerviosamente–. Entro a las ocho y media, por lo tanto, podremos venir
juntas a la ciudad.
–Me temo que mañana no –repuso Sara frunciendo el ceño–. Debo asistir a un seminario en
Southport, y por la tarde a una reunión de padres de familia.
–¡Oh! –Exclamó Selina–. ¿Cómo he podido olvidarlo? –Su risa se redujo a una sonrisa–. No
importa, cogeré el autobús –hizo una mueca de pesar–. Es algo a lo que debo empezar a
acostumbrarme.
Sara pasó unos cuantos semáforos, después se metió por un callejón, y desembocaron en un
aparcamiento.
–Puedes coger el coche mañana. John llevará el suyo y puedo decirle que me lleve. .
No era una perspectiva muy agradable, ya que John Peterson había sido un admirador
persistente durante varios meses, y ante el mínimo detalle, podría creer que ella estaba dispuesta
a ofrecerle algo más que su amistad.
Sara tenía veintitrés años, y llevaba tres trabajando como profesora de enseñanza media. Era un
honor para ella haber sido seleccionada para asistir al seminario. Uno de los conferenciantes
invitados, era un norteamericano, cuyos puntos de vista acerca de la educación, se tenían en alta
consideración; además, iría también un experto en psicología infantil. Todo aquello indicaba
que podía resultar una experiencia enriquecedora asistir al curso. Los niños, su bienestar y su
educación, era algo que a Sara siempre le había interesado.

Al día siguiente, Sara se levantó temprano, se dio una ducha, y después, buscó en su armario
algo cómodo, pero elegante. Después de unos instantes de reflexión, eligió un vestido verde
esmeralda. La parte delantera era de jaretas hasta la cintura, y la falda tenía una abertura hasta la
mitad del muslo. Se lo puso con unas sandalias blancas de tacón alto. Debido al calor, se
recogió la melena rubia, que le llegaba a los hombros, en un moño, después se echó perfume,
sombra en los párpados y rímel, y esperó a pintarse los labios, después del desayuno.
Una mirada crítica frente al espejo la dejó satisfecha, a pesar de que no presumía de su belleza.
Lo más atractivo que tenía era el rostro, de facciones delicadas, un cutis blanco y suave, y unos
enormes ojos verdes de expresión ingenua. El pelo rubio y sedoso le daba un toque especial.
–Buenos días, hija. ¿Has dormido bien? –Selina se inclinó en su silla frente a la mesa, mientras
Sara entraba en la cocina para prepararse el desayuno: café y pan tostado.
–Como un tronco –aseguró la joven, y se acercó a besar la frente de su madre–. ¿Y tú?
–Lo mismo –respondió la mujer con una sonrisa, y Sara evitó una mueca.
Ambas mentían, fingían un estado de normalidad, a sabiendas de que la menor vacilación
destruiría los cimientos que con tanto cuidado trataban de reconstruir.
–¿Alguna noticia importante en el periódico? –preguntó brevemente mientras se servía el café.
Selina negó con la cabeza.
–Nada importante. La creciente inflación, peleas entre los sindicatos, amenazas de huelga en
una línea aérea...
–Todo muy normal –comentó Sara, sonriendo–. Trataré de no regresar muy tarde esta noche,
pero probablemente, no será antes de las once –advirtió, al mismo tiempo que mordía una
rebanada de pan tostado.
–¿A qué hora vendrá John a recogerte? –preguntó Selina, después de asentir a la advertencia de
su hija.
–Alrededor de las ocho. El seminario empieza a las nueve.
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–Me pregunto quién habrá comprado la casa –dijo Selina ansiosamente–. ¿Te fijaste en quién
fue?
–Sí... –Sara trató de aparentar tranquilidad–, un desconocido –y era verdad, porque hasta el día
anterior nunca había visto al agente de Rafael Sanz.
–Pasarán algunos días más, hasta que el abogado se ponga en contacto con nosotras –dijo
Selina, abstraída–. No podré descansar hasta que sepamos si hay suficiente dinero para saldar
todas las cuentas. Supongo que también habrá que pagar derechos –prosiguió muy preocupada,
y Sara se inclinó sobre la mesa y cogió la mano de su madre.
–No va a salir todo tan mal, mujer –trató de consolarla–. Sea cual sea el resultado, no nos van a
meter en la cárcel –y sonrió despreocupadamente para matizar la situación de buen humor–. Se
acordará un tiempo límite, en el cual deberemos pagar la cantidad pendiente –le apretó la mano–
. Trabajando ambas podremos pagar cualquier deuda sin hacer demasiados esfuerzos.
–¿Estás segura? –le preguntó Selina, titubeante.
–Desde luego –respondió Sara firmemente–. ¿Parezco yo preocupada?
–Te pareces mucho a Blair –replicó la madre con una sonrisa triste–. Debió vivir
desesperadamente durante meses, sin embargo, nunca lo demostró. Prométeme que serás sincera
conmigo –suplicó.
–Te lo prometo –declaró Sara a ia ligera. Selina había nacido para ser mimada y protegida de
los problemas de la vida. Parecía una figura de porcelana.
Sara terminó la última rebanada de pan y el café, después se levantó y miró el reloj.
–Debo apresurarme. Si llega John, dile que estaré lista en un momento.
Una ligera capa de carmín dio color a sus labios. Seguidamente, buscó su carpeta y revisó su
contenido. Se colgó el bolso al hombro y fue a la cocina, donde se encontró a Selina y a John
charlando.
–¿Nos vamos? –Preguntó, y notó una franca admiración en los ojos masculinos antes de
volverse hacia su madre–. Que tengas un buen día –deseó a Selina cariñosamente–. Me acordaré
de ti.
–Gracias, querida.
–Veo que vienes muy bien preparada.
–Es más fácil tener todo junto –replicó Sara mientras se sentaba, después de colocar la carpeta
en el asiento trasero del coche.
–Estás muy entusiasmada, ¿no es cierto? –había cierto cinismo en la voz masculina.
–¿Y no debería estarlo? –preguntó brevemente.
–Espero que dure. Ocurre rara vez –agregó él, mirándola de soslayo–. Uno tiende a cansarse un
poco con el paso del tiempo.
–Tal vez –respondió ella evasiva, percatándose de que a John le faltaba vocación por la
enseñanza.
–Parece que tu madre va saliendo adelante.
Sara mantuvo la mirada fija en el coche de delante mientras que John le hablaba.
–Sabe valerse por sí misma –agregó Sara, sin deseos de proseguir hablando sobre la reciente y
dolorosa muerte de su padre.
–Debe ser muy difícil para ella, en vista de que...
–Mucho –le interrumpió cortante, y él tuvo que callarse como en contra de su voluntad. No era
la primera vez que la joven evadía comentarios similares. Parecía que el suicidio despertaba una
ávida curiosidad en la gente.
Tardaron casi una hora en llegar hasta Southport, ya que encontraron mucho tráfico en la
autopista. Sara se abstuvo de hablar, y John tampoco parecía inclinado a incurrir en otro error,
así que, eligió el silencio como el recurso más seguro.
El seminario resultó un éxito. Sara no se dio cuenta de que las horas pasaban. Atareada en coger
apuntes, perdió la noción del tiempo. Al final del día, terminó agotada debido al esfuerzo mental
que había hecho. Cogió todas sus notas, y las guardó en su carpeta.
–¿Qué tal una bebida fría, seguida de un baño en la piscina, y después, una buena cena? –sugirió
John, cuando salían del edificio hacia la calle.
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–Una idea maravillosa –contestó la joven entusiasmada–. Sobre todo, me apetece nadar –y
esbozó una sonrisa contagiosa–. Tú guías y yo me limito a seguirte.
–Esperaba que dijeras eso. Tengo un tío que posee una casa fabulosa frente a la playa, no muy
lejos de aquí. Me tomé la libertad de llamarle anoche y nos invitó a cenar a los dos. Nada formal
–se apresuró a añadir, al percatarse de que la joven fruncía el ceño–. Simplemente, una
barbacoa. Y hay piscina.
–La reunión de padres de familia empieza a las siete y media –le recordó Sara–. ¿Nos dará
tiempo?
–Desde luego –insistió John–. Les comenté que no podríamos quedarnos mucho tiempo.
Sara tuvo que reconocer en el momento en que aparcaron el coche, que verdaderamente se
trataba de una casa espléndida.
Era una construcción moderna, llena de cristales, y cuyo interior estaba decorado con una
mezcla de suaves tonos verdes y azules, una alfombra blanca, paredes enteladas, y un mobiliario
elegante.
Cuando terminaron las presentaciones, a Sara le sirvieron una refrescante bebida que le alivió la
sequedad de la garganta.
–No he traído traje de baño –musitó, disculpándose, cuando la tía de John mencionó la piscina.
–No te preocupes, tengo una hija que debe ser de tu estatura y tu talla. Debe valerte alguno de
ella.
–No deseo causar molestias... –dijo, mirando a la mujer, titubeante.
–Tonterías, querida. John siempre es bienvenido, y no eres la primera amiga que trae a
conocernos –y sonrió a Sara intentando tranquilizarla–. Hay vestuarios junto a la piscina.
Sara se dejó conducir a la parte trasera de la casa, donde había un enorme patio de azulejos. La
piscina estaba en el centro, y a su alrededor había sillas y mesas de jardín. En una de las
esquinas, había una parrilla que serviría, sin duda, como barbacoa. El tío de John estaba allí,
ataviado con un delantal y un gorro de cocinero.
–Nuestros invitados tardarán todavía unos quince minutos, tenéis tiempo para daros un baño –
informó la tía de John–. Hay gran cantidad de trajes de baño y toallas en este cuarto. Coged lo
Que queráis.
Minutos más tarde Sara se miraba en el espejo con un gesto de resignación. Mostraba más de lo
que hubiera deseado; el minúsculo bikini blanco, apenas le tapaba nada. Apresuradamente, la
chica cogió un albornoz y se lo puso.
–¡Oh! –Exclamó John al verla salir del vestuario, pero la exclamación no agradó demasiado a la
joven–. Vamos a refrescarnos un poco; después nos cambiaremos para comer algo.
–Cuando sugeriste lo de bañarnos, no creí que tuviéramos que interrumpir y molestar a tus
familiares.
–No estarás hablando en serio –rió él–. Tener invitados es algo normal para ellos. Mi tío trata la
mayor parte de sus negocios en reuniones sociales, como la que va a haber ahora. La tía está tan
acostumbrada a recibir invitados inesperadamente, que la llegada de dos no le afecta en
absoluto. Tranquilízate –ordenó John, recorriendo con una mirada casi hambrienta la silueta
femenina–.
Disfruta.
Sara hubiera deseado cambiar de idea, sin embargo, a esas alturas, hubiera resultado una actitud
un poco infantil. Se encogió de hombros, se despojó del albornoz y se lanzó al agua.
Una cabeza oscura emergió junto a ella segundos más tarde, y la joven se volvió y empezó a
nadar con brazadas rítmicas hacia un lado y otro de la piscina con la intención de salir después.
En el momento de hacerlo, una mano le asió el pie izquierdo y la hundió; cuando emergió, tosía
sin cesar e intentaba coger aire.
¡Vaya momento para jueguecitos!, pensó enfadada y lanzó una mirada fulminante a John; sin
embargo, él no se dio por aludido y siguió jugueteando, aunque en esa ocasión, Sara estaba más
preparada. Por lo tanto, cuando trató de cogerla por los hombros, ella le empujó y nadó deprisa
hacia un lado de la piscina. Al llegar al borde, se impulsó para salir sin que John pudiera
alcanzarla. – ¡Aguafiestas! –le gritó él, bromeando al verla fuera de su alcance. La chica forzó
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una sonrisa a la vez que cogía la toalla. Cuando se secó un poco, procedió a ponerse el albornoz,
después se sacudió el cabello inclinando la cabeza hacia un lado y hacia otro.
De pronto, un extraño cosquilleo la hizo volver la mirada hacia la casa, y un segundo después
experimentó un verdadero impacto cuando se encontró con un par de ojos oscuros que la
recorrían burlona y cínicamente.
¡Santo Dios! ¿Qué hacía él allí?
Sin darse por aludida, se volvió para ir hacia los vestuarios. Se dio una ducha y luego se vistió.
Se secó el pelo con el secador, se maquilló y enseguida estuvo lista. Antes de salir, respiró con
fuerza.
–¿Ya estás, querida? –Preguntó John al verla aproximarse, y al notar que la joven no le devolvía
la sonrisa, le dijo–: ¿Aún estás enfadada conmigo?
–Sí –respondió–. No soporto que me hundan en el agua.
–Oh, vamos, Sara –protestó él, riéndose–. Te tomas las cosas demasiado en serio.
Ella se limitó a encogerse de hombros, y aceptó un cóctel tropical. Su agradable frescura le
ayudó a reanimarse. John y ella se dirigieron al elaborado buffet que se había instalado en una
esquina del patio.
Varios invitados habían llegado y, con un plato en la mano, Sara andaba alrededor de la mesa
lentamente, mientras se servía; lo hacía con tal concentración, que nadie podría percatarse de su
reacción ante la presencia de Rafael Sanz. Un cosquilleo le recorría la columna vertebral y
sentía el pulso acelerado.
–Señor Sanz.
Sara escuchó el tono deferente de John y se alarmó más, pero por su educación, se vio forzada a
volverse hacia él.
–Me gustaría presentarte a uno de los socios de mi tío –dijo John–. Sara Adams... Rafael Sanz.
–Sara –repitió Rafael imprimiendo a su voz una extraña entonación, y sin ninguna lógica, el
pulso femenino volvió a acelerarse ante la expresión de los ojos oscuros que le obligaban a
mirarle.
–Señor Sanz –respondió fríamente.
–Rafael –le corrigió él, y agregó–: Insisto.
Sara sintió su mirada fija en ella durante un instante, y forzó una sonrisa algo sarcástica, para
volverse después hacia John, como si el otro hombre no existiera.
–Debemos apresurarnos si queremos llegar a tiempo a la reunión –y sin decir más, se alejó de la
mesa hacia el otro lado de la piscina.
–¡Cielos! –refunfuñó John, segundos más tarde, al llegar junto a ella–. ¿Te das cuenta de tu
actitud al ignorarle por completo?
–¿Al señor Sanz? –preguntó la joven indiferentemente.
–Debes ser la primera mujer que no cae de rodillas frente a él –agregó John secamente.
–¡Qué... desagradable!
–Las mujeres hacen lo que sea por una sonrisa suya... –prosiguió John con una mueca de
desagrado–, y no se diga, por otra cosa.
–¿Quizá su cuenta bancaria? –sugirió Sara irónicamente.
–Tiene demasiado para conseguir cualquier mujer que desee... aun sin su talonario de cheques –
recalcó John lleno de envidia, y añadió como si fuera un reto–: ¿No te inquieta?
–Le encuentro odioso –respondió sinceramente, y de pronto, se encontró mirando en dirección
hacia el hombre que era objeto de la conversación.
El rostro de Rafael daba muestras de indiferencia, pero había algo en él que producía una
agitación interior en Sara. Era un hombre, que nadie en su sano juicio, elegiría como enemigo;
no obstante, estaba segura de que muy pocos podrían considerarle un verdadero amigo.
–No tengo mucho apetito –dijo de repente, y sintió calor a pesar del agradable aire vespertino.
Segundos después se disculpó, dejando el plato, y miró el reloj para recordar a John–: Son más
de las siete, John. Debemos irnos.
Él accedió, y Sara suspiró aliviada cuando cinco minutos después estaban ya en la carretera.
–No te has divertido mucho, ¿verdad?
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–¿Ha resultado tan evidente? No esperaba asistir a una fiesta.


Poco después cogían la carretera hacia el norte, y Sara bajó el cristal de la ventanilla para
disfrutar del aire fresco.
–Supongo que será mejor que unamos nuestras fuerzas –comentó John–. Nuestro estimado
director deseará escuchar todos los detalles –suspiró y sonrió sarcásticamente–. Ya le estoy
oyendo: «La educación es un asunto serio, Peterson».
–Lo es –asintió Sara seriamente, no le había gustado su cinismo al hablar de la educación–.
Como profesores, tenemos el poder de hacer madurar a muchos jóvenes, y ayudarles a formarse,
esa responsabilidad no se debe tomar a la ligera.
–Como tú digas –repuso él con voz afectada–. ¿Algo más que agregar? ¿Quizá debería detener
el coche para tomar notas? – ¡Sinvergüenza! –le reprendió sonriendo–. ¿No puedes tomarte nada
en serio?
–Dentro de diez minutos exactos seré un dedicado educador de la juventud. Eso te gustará, ¿no
es así?
Una risa escapó de los labios de Sara mientras asentía silenciosamente.
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Capítulo 2
UNA semana después, Sara y Selina se encontraban en el piso de Mount Gravatt. Acababan de
llegar de la calle. – ¡Cielos, qué calor hace! –Exclamó, al mismo tiempo que abría varias
ventanas para refrescar la atmósfera de una de las habitaciones y después, se dirigió a la cocina–
. Hace demasiado calor para guisar. ¿Te apetece una ensalada? Podríamos comer jamón de york
enlatado y algo de fruta –sacó dos vasos del armario de la cocina, y los llenó con zumo de
naranja, luego regresó al vestíbulo–. Aquí tienes... justo lo que te ordenó el médico –ofreció
sonriente, pero le extrañó la expresión de angustia de su madre–. ¿Qué ocurre? –preguntó en
voz baja, dirigiéndose apresuradamente al lado de Selina.
Sin decir nada, le dio una carta a Sara, quien la leyó en voz baja y con los labios apretados.
Habían pasado exactamente ocho días desde la subasta. Los abogados ya podían informar a la
viuda de Blair Adams de la cantidad que aún se adeudaba. La carta que Selina había recibido
anunciaba tales noticias, pero para su sorpresa, la suma mencionada era astronómica, y estaba
muy lejos de sus escasos recursos. Aunque vendieran el coche, no solucionarían nada. Ambas
mujeres palidecieron ante una perspectiva como aquella.
–¿Crees que nos denunciarán?
–No pueden sacar de donde no hay –repuso con una falsa sonrisa, a la vez que miraba a Selina
por encima de la hoja de papel– Hemos vendido prácticamente todo lo que teníamos; estamos
viviendo en un piso pequeño, que aunque es cómodo, no es nada del otro mundo, y por si fuera
poco, ambas estamos trabajando. Me pondré en contacto con el señor... –buscó en la carta el
apellido de la firma– Shearer, mañana a primera hora. Concertaré una entrevista con él. Estoy
segura de que no hay motivos para preocuparse. «Bonitas palabras», pensaba Sara
escépticamente, mientras salía de las elegantes oficinas de los abogados Sutcliffe, Tripp y
Finnegan, al día siguiente por la tarde. El señor Sutcliffe había sido amable, pero se había
mantenido firme ante su decisión. Sara le preguntó directamente si su cliente era Rafael Sanz.
La joven tuvo que hacer todo lo posible por mantenerse serena, cuando recibió una respuesta
afirmativa por parte de aquel hombre. Salió de la oficina, y bajó en el ascensor hasta la planta
baja.
Al salir a la calle, se metió en una cabina telefónica y averiguó que el señor Sanz podía ser
localizado en la oficina central de Surfer's Paradise. Llamó a su madre para decirle que no la
esperara a cenar, y luego, se dirigió hacia su coche.
Tardó algo más de una hora en llegar al lugar donde debería encontrarse el señor Sanz. Estaba a
unos setenta kilómetros del sur de Brisbane. Casi eran las cinco de la tarde, cuando cogió el
ascensor para subir a la planta donde estaba Rafael Sanz.
–El señor Sanz –dijo Sara con voz firme, a lo que la secretaria respondió que su jefe no estaba–.
¿Cree que vendrá? –preguntó Sara, armándose de paciencia.
–Es posible –respondió la secretaria, dudosa. –Me urge hablar con él –agregó inflexiblemente–.
¿Quizá usted podría facilitarme el número de teléfono de su casa?
–Lo siento, pero no puedo –a pesar de su juventud, la secretaria parecía eficiente–. Sin embargo,
tal vez podría localizarle en la oficina de Southport.
–Por favor –insistió Sara–. Es importante. Llamaron por teléfono, pero allí les dijeron que el
señor Sanz había salido y no sabían donde podía estar. – ¡Maldición! –exclamó Sara.
El señor Sanz tiene teléfono en el coche –comentó la secretaria, vacilante–. Podría intentar
ponerme en contacto con él, aunque tengo instrucciones de intentarlo sólo en casos de urgencia
–terminó aún más indecisa, y Sara decidió aprovechar la oportunidad.
–Entonces, si no le importa... –usaba todo su poder de persuasión–. No me agradaría venir desde
Brisbane de nuevo mañana.
Sentía cierta sensación de culpabilidad por el inflexible método que estaba empleando, pero era
más importante la necesidad de tranquilizar a su madre cuanto antes.
Por fin, la secretaria logró localizarle. La joven se dirigió a Sara en un tono amable, aunque
parecía nerviosa.
–El señor Sanz estará aquí dentro de veinte minutos.
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–Gracias, –contestó Sara suavemente, y se sentó en un sillón para hojear una revista.
Transcurrió media hora antes de que llegara Rafael Sanz. Cuando llegó, Sara se puso nerviosa.
Después de recorrer a la chica con la mirada, él se volvió hacia la secretaria.
–Puede irse, Karen. Conecte el contestador automático y cierre la puerta de fuera.
Agradecida por no haber recibido una reprimenda, la joven se apresuró a cumplir las órdenes, y
se fue.
–Señorita Adams –dijo sarcásticamente el señor Sanz, y ella se volvió para hacerle frente.
–Hay algo que debemos discutir –comenzó a decir sin preámbulos, y notó que él arqueaba una
ceja con expresión divertida. Esto la incitó a no sentirse en desventaja y le miró fijamente–.
¿Siempre atiende los negocios en el despacho de la secretaria?
–Pensé que preferiría tener la posibilidad de salir de aquí rápidamente –repuso él burlonamente.
La mirada que Sara le lanzó habría intimidado a cualquier otro hombre, pero no causó ningún
efecto en él, que en aquel momento, le señalaba un pasillo hacia la izquierda.
–Después de usted –dijo a la joven.
Ella pasó rápidamente frente a él, y sintió una sensación extraña cuando Rafael cerró la puerta
dé la oficina.
–Tome asiento –era una orden, lo cual, irritó aún más a la joven.
–Prefiero seguir de pie.
Rafael con voz suave.
–Una deuda que usted insiste en que debe ser atendida.
–Desde luego.
La joven bajó la mirada hacia el suelo, segura de que le costana un esfuerzo controlarse. De
nada le serviría enfrentarse a aquel hombre.
–Se le informó que mi madre dispuso de todos los bienes de Blair–dijo tranquilamente,
intentando dominarse–. Llegó al extremo de ceder sus ahorros personales, a los que se añadieron
los míos. Y aparte de unos cuantos muebles y de mi coche, no tenemos nada más –hizo una
pausa, y al no escuchar ningún comentario, se enfadó–. ¿Qué espera de nosotras? –interrogó–.
¡No podemos sacar dinero de donde no lo hay!
–¿Tiene alguna sugerencia para salvar la deuda entonces –preguntó por fin Rafael, y ella respiró
profundamente antes d¡ responder.
–Mi madre y yo estamos trabajando. Podríamos reducir la deuda, haciendo pagos mensuales.
–¿Qué cantidad ha pensado? –Preguntó él impasiblemente –Entre cuatrocientos y quinientos
dólares –contestó Sara después de un rápido cálculo mental.
–Sus intenciones son loables, pero poco realistas –opinó Rafael sin dejar de mirarla–. ¿Puedo
preguntarle si su madre está de acuerdo con usted?
–Selina sería la última persona capaz de abandonar una obligación –declaró Sara firmemente. Él
arqueó una ceja.
–Desde luego, lo ha discutido con ella, ¿no es cierto?
–No necesito hacerlo –repuso Sara indignada.
–¿Y si considero que su oferta no es satisfactoria?
–¿Qué quiere decir? –Ella alzó la voz–. ¿No le basta con haber dejado a mi madre deshecha
emocionalmente?
Rafael Sanz sacó de uno de sus bolsillos un paquete de tabaco y un mechero, encendió un
cigarrillo, y después, sin prisa, volvió a guardarlos.
–¿Está bien de salud su madre?
–¿Por qué lo pregunta? ¿Acaso piensa que eso influiría en que tardáramos más en pagarle? –
irguió el mentón con un gesto desafiante–. Le aseguro que se le pagará hasta lo último...
¡aunque me cueste la vida!
–Creo que exagera –declaró, mirándola parsimoniosamente– Es posible que lleguemos a un
acuerdo.
–¿En qué está pensando? –ella estaba a punto de explotar– O quizá no debería preguntárselo –
agregó con gran enfado.
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–Es una idea sugestiva –contestó Rafael Sanz con burla y sarcasmo, y sin más, la mano
femenina golpeó su rostro.
Al momento, fue Sara quien gimió de dolor porque él le devolvió la bofetada.
–¡Bastardo! –gritó a la vez que se cubría la mejilla golpeada con una mano.

–Puesto que nací dentro de la legalidad de un matrimonio – comenzó él a decir con una sonrisa–
, ese adjetivo resulta inmerecido. ...
–¡Yo lo encuentro perfecto!
La examinó durante un rato, de modo que la joven se vio obligada a desviar la mirada, sin poder
resistir la enigmática expresión masculina.
–¿Qué ocurriría si le dijera que su madre volviera a su antigua casa, sin pagar nada de alquiler
durante el resto de su vida?
–¿A cambio de qué... de mí? –preguntó la joven con inusitada insolencia.
–Sí –afirmó Rafael indiferentemente.
–¡Debe estar loco! –Sara recorrió con la mirada la silueta de aquel nombre–. ¿No le basta con
las otras mujeres? –sonrió sarcásticamente–. No creo que le falte atención... –hizo una pausa
para concluir suavemente–: femenina.
–No –contestó él irónicamente–. Sin embargo, las mujeres que conozco, carecen de algo que
considero fundamental.
–Estoy impaciente por escuchar de qué se trata –dijo ella.
–La capacidad de sentir una preocupación instintiva por mi hija –reveló él, y Sara preguntó sin
tapujos:
–¿Por qué? ¿Será por alguna inadaptación?
–Todo lo contrario –una sonrisa curvó los labios de Rafael–. Ana sólo necesita una dosis
razonable de cariño materno.
–Dios Santo, ¿desea que yo desempeñe el papel de madre?
–¿Es acaso una idea horrible? –inquirió él suavemente.
–¿Es ése el trato? –preguntó la chica incrédulamente.
–Con una o dos salvedades... sí.
Será mejor que las diga –pidió Sara con un tono exigente.
Entonces, ¿no descarta del todo la sugerencia? Vaya al grano, señor Sanz –los ojos verdes
centelleaban–. Solicita mis servicios como niñera, ¿o me equivoco?
Yo he dicho una «madre», ¿no lo recuerda?
Para serlo, tendría que casarme con usted –dijo Sara en voz baja, y palideció al verle asentir con
la cabeza.
–Veo que lo entiende –él seguía empleando el tono sarcástico y burlón.
–No puede estar hablando en serio –musitó perpleja, y vio cómo sonreía.
–Me he enterado de que posee una predisposición innata hacia los niños.
–¿Me ha espiado? –preguntó incrédulamente–. ¡Cómo se atreve!
–¿Puede negar que sentía la misma curiosidad hacia el supuesto agresor de su difunto padre? –
entrecerró los ojos un instante.
–¡Al menos, confiesa haberle acosado hasta la tumba! –declaró estremecida y con las mejillas
sonrojadas.
–Apoyé económicamente un negocio que inició Blair Adams –explicó Rafael, apretando los
labios–. Sin mi aprobación, su padre realizó una venta, y después reinvirtió en una propiedad
equivocada, utilizando mi dinero. Se vio forzado a vender con pérdidas considerables; sin
embargo, todavía se aventuró en otros negocios que tuvieron desastrosas consecuencias –la
miraba fijamente–. Acudió a mí para pedirme una ampliación del préstamo original, a lo que me
negué. Lamento decir, que entonces intentó el último esfuerzo desesperado para recuperarse de
las pérdidas, lo que sólo sirvió para empeorar su posición –sacó el tabaco, y encendió otro
cigarrillo–. Al contrario de lo que piensa, no fui el responsable de su suicidio.
–Es usted cruel e imposible –dijo Sara amargamente.
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–Su padre no sólo era un jugador, sino un idiota –observó él duramente–. Consideraba a su
madre una delicada pieza de porcelana. Debía conservarla en el ambiente de lujo a cualquier
precio.
–La amaba –gimió ella, sintiéndose herida por la crítica masculina–. Ella era su vida, la única
razón de su existencia.
–Sí –asintió él sarcásticamente, y ella respondió encolerizada:
–¡Usted no es más que un monstruo insensible! ¡No es capaz de sentir afecto por nadie, y menos
aún amor!
–Amo a mi hija.
–Tal vez –concedió Sara ásperamente–. Pobre pequeña, siento lástima por ella. ¡Si se parece en
algo a su padre, mi tarea resultará imposible!
–Entonces, ¿acepta?
–Estoy tentada a rechazar su oferta, pero el estado de Selina ha llegado a un extremo delicado.
No deseo que padezca más angustias... de hecho, haré lo que sea necesario para evitarlo.
–Incluso casarse conmigo –dijo Rafael lentamente, y el rostro de la joven se contrajo lleno de
ira. –¡Sí…maldito!
Pareció transcurrir una eternidad antes de que él hablara. –Debe estar segura de su decisión,
Sara–le advirtió sutilmente–. No permitiré que cambie de idea.
Ella le miró y se percató de su expresión impasible, lo que le produjo un estremecimiento.
–Este matrimonio –comenzó a decir ella–, ¿se supone que yo...?
–¿Debe compartir mi lecho? –terminó él cínicamente–. ¿Por qué no podría ejercer los derechos
de un marido?
El pensar en él como amante la turbó por completo. –No le encuentro el mínimo atractivo –
confesó insultante, y le miró con antipatía–. ¿Y si me niego?
–La elección es suya –repuso Rafael y se encogió de hombros. – ¿Me permitirá tener mi propia
habitación? –preguntó ella en voz alta.
–No –Rafael negó inmediatamente–. Compartiremos la mía y te acostarás en mi cama. Es muy
grande–añadió irónicamente–.
Dudo que tengas la oportunidad de percatarte de mi presencia.
–No confiaría en usted en absoluto –la joven no podía evitar estremecerse, al pensar en
compartir varias horas cada noche con aquel hombre, que poseía una virilidad innegable. ¡Era
una locura!
–Nunca he estado a favor de la violación.
Tan sólo ha empleado una sutil persuasión –repuso ella irónicamente, y notó que Rafael sonreía.
–Hay una diferencia.
–De cualquier forma, yo salgo perdiendo –replicó la joven amargamente.
–¿Quieres mi pésame?
Alzó una mano, pero ésta nunca llegó al blanco, porque él la asió la muñeca con gran fuerza, y
ella gimió de dolor.
Rafael inclinó la cabeza mirándola enfurecido.
–¡Déjeme marcharme! –gritó Sara. Nunca había visto tai expresión de furia, y el miedo la
invadía mientras trataba de liberarse–. ¡Déjeme! –exclamó alterada, y un segundo después los
labios masculinos se posaron sobre los suyos con fuerza.
Todo intento de escapar fue inútil, y se quedó sin aliento por el esfuerzo de oponerse, y por la
presión del beso masculino.
Vencida, Sara gimió furiosamente y él aprovechó el momento para besarla de nuevo.
La infructuosa lucha debido a su debilidad frente a la fortaleza masculina, la irritaba. Cuando
por fin Rafael la soltó, se habría caído si él no llega a sujetarla con mano firme. Durante unos
segundos permaneció confusa; después, cedió el aturdimiento y le brillaron los ojos
–No te muestres tan... abrumada –dijo él lentamente–, tan sólo te he besado.
–¡Lo ha hecho deliberadamente! –protestó.
–¿Preferirías que te abofeteara?
–Usted me provocó –se defendió ella.
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–Por supuesto, yo no puedo argumentar una provocación, ¿verdad?


–Esta... proposición suya es una invitación al fracaso. Odio todo lo relacionado con usted... todo
lo que representa –dijo llena de agresividad–. ¿Qué fundamentos son ésos para el matrimonio? –
Le miró sin lograr descifrar su expresión–. ¿Cómo es posible que espere que su hija crea en algo
tan falso?
–Asegurándome de que no lo parezca –dijo con un tono decidido, y ella sonrió incrédulamente.
–¿Y cómo se propone lograrlo? ¿Besándome en la mejilla, o abrazándome cariñosamente
cuando ella esté presente? –Sara movió la cabeza de un lado a otro y su voz cambió de tono–.
Los niños son muy sensibles. No se trata sólo de gestos o palabras. Hay ciertos detalles de
cariño que ellos necesitan ver y comprobar.
–No resultaría demasiado difícil –insistió él–. Aparte de los fines de semana, solamente serán
unos veinte minutos durante el desayuno, y una o dos horas por la tarde. Yo puedo ayudarte.
–¿Como hace un momento? –preguntó irónicamente–. ¡Sí ha sido un ejemplo de lo que está
dispuesto a hacer conmigo para fingir cariño, entonces me niego!
–Me han dicho que soy capaz de complacer a una mujer... cuando me lo propongo –comentó él
y la cogió de los hombros para atraerla hacia sí.
–¡Déjeme en paz! –protestó la joven, intentando soltarse, pero él la retuvo con suma facilidad.
–Considéralo como un ejercicio educativo –declaró burlonamente.
–¡Es un... bruto! –un instante después sintió el impacto de los labios de Rafael sobre los suyos.
Los labios masculinos fueron cálidos y acariciantes.
–Abre la boca –musitó Rafael, y ella negó con la cabeza, decidida a no caer dos veces en la
misma trampa–. ¿Temes disfrutar, Sara? –la provocaba, y ella lanzó un gemido cuando los
labios de él descendieron por su cuello, hasta detenerse en un lóbulo. Después, con gran
lentitud, volvió a reclamar la boca femenina con un beso, que estimuló cada nervio de la joven.
Sin darse cuenta, respondió en medio de una sensación que corrió como fuego por sus venas.
No somos tan incompatibles como pensabas –dijo Rafael con una mueca, mientras la soltaba.
–Lo atribuyo a... sus... –se calló deliberadamente, y luego prosiguió con una tenue sonrisa–:...
talentos superiores –seguía sonriendo maliciosamente–. Convertirme en tu esposa podría
depararme momentos interesantes.
–No lo dudo –repuso él entrecerrando los ojos y las mejillas femeninas se sonrojaron.
Sara se separó de él Presa de un ligero estremecimiento, y se in– a recoger el bolso que se había
caído sobre al alfombra; des– se incorporó y miró su reloj.
Es tarde comentó y se dio cuenta de que en la habitación a Armarse las primeras sombras del
anochecer.
–Cena conmigo.
–No puedo –se negó. Más que una petición le había parecido una orden–. Selina me espera en
casa.
–Llámala por teléfono –insistió él sutilmente, y Sara experimentó temor por el carácter
dominante de Rafael. Pero su enfado fue superior y declaró:
–No te pertenezco, aún no –le retó fríamente.
–Demuestras valentía, Sara Adams –dijo él pensativo, y sus labios se curvaron en una sonrisa–.
Te tengo absolutamente a mi merced, y te atreves a desafiarme –señaló la puerta cerrada–. No
hay nadie aquí que pueda rescatarte.
–He aceptado tu propuesta –expresó ella–. ¿Qué más quieres?
Rafael tardó un rato en responder, mientras, el silencio se agudizó hasta el punto de que Sara se
percató de cada latido de su corazón, mientras aguardaba a que él hablara.
–Es importante que Ana te conozca, ¿no estás de acuerdo? –su expresión era indescifrable–.
Cenar en mi casa te brindaría la oportunidad.
–¿Tiene que ser esta noche? –esa perspectiva resultaba inquietante, ella habría preferido
afrontarla con más de quince minutos de anticipación.
–Cuanto antes, mejor, si se supone que debo anunciarle nuestro inminente matrimonio.
–¿Qué ocurrirá si no cuento con su aprobación? –su preocupación era auténtica.
–Ana desea mi felicidad –le aseguró Rafael–. Te pido que lo hagas parecer convincente.
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–¡Santo Dios! –exclamó la joven, y vio que él sonreía.


–Aún hay más. La abuela de Ana vive también en mi casa, se trata de una anciana respetable,
para quien lo es todo el bienestar de su hijo y de su nieta.
–Y quien analizará minuciosamente a su futura nuera. No estoy bien arreglada para conocer a tu
familia –protestó Sara, indignada.
–Con eso basta –dijo él secamente.
–Gracias, ¡justo lo que necesitaba para aumentar mi confianza! replicó sarcásticamente. –La
cena será informal –agregó él suavemente–. No esperábamos permites? –preguntó Sara y se
acercó al teléfono después de exhalar un suspiro de resignación.–Puedes usar el de mi coche –
sugirió Rafael.
–Desde luego... ¡qué tontería por mi parte!
–Una advertencia–declaró Rafael–. Compórtate, Sara. No te gustarían las consecuencias si te
atreves a enfrentarte a mí.
–Seré un modelo de docilidad –le aseguró ella con fingida dulzura, mientras le seguía por el
pasillo–. ¡Eres perfecto! Cuentas con una nueva prometida, teniendo una casa espléndida, una
madre cariñosa y la adoración de una hija...
–Eres una arpía, ¿no te parece?
–No deseo cenar contigo... De hecho –le miró llena de rencor, eres para mí un ser despreciable.
–Mi corazón se siente herido –replicó él burlonamente.
–No tienes corazón –Sara no pudo disimular su amargura.
–Te aseguro que cumplo todos los requisitos normales.
–¡Oh... vete al infierno!
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Capítulo 3
EL coche de Rafael Sanz era un impresionante Porsche blanco Rafael se dirigió hacia el sur.
Daba muestras de ser un buen, conductor. –Llama a tu madre.
Sara le miró presa de curiosidad, antes de recibir el auricular que él le ofrecía. Evitó tocarle
cuando se lo entregó.
–Tiene línea directa –le indicó, sin dejar de mirar hacia la carretera. La joven contuvo una
sonrisa y marcó el número.
Consciente de que él escucharía cada palabra, mantuvo una rápida conversación, y colgó
inmediatamente. –Es tu turno –le dijo a Rafael. –No es necesario –replicó él, mirándola
asombrado. – ¿Un invitado adicional no requiere aviso previo? –Ella simuló asombro–. Me
desagradaría saber que soy uno más.
–Quédate tranquila, eso no ocurrirá –él percibió el sutil sarcasmo femenino y le respondió de la
misma manera.
–¿De verdad? –preguntó Sara suavemente–. Debes tener un cocinero muy eficiente.
–Mi hogar es administrado con mucha eficiencia. – ¡Estoy segura de que no podría ser de otra
forma! –Estamos a menos de diez minutos de mi casa –le informó– Creo que no necesito
recordarte tu comportamiento en presencia de mi hija. Una palabra fuera de lugar, Sara –le
advirtió–, y es a mí a quien deberás darme cuentas.
–Estoy petrificada –repuso ella.
–No te metas en algo que no seas capaz de llevar hasta el final–le previno con expresión
implacable.
–¡Santo Dios! –Exclamó Sara entre dientes–. Pareces un personaje de película.
–Ahora eres tú la que dramatiza.
–¡Ah!, ¿sí? –dijo ella–. ¡Estoy aquí en contra de mi voluntad, que es distinto!
–Has tenido la oportunidad de elegir –declaró él duramente.
–El destino estaba a tu favor, Rafael –sonrió amargamente–. ¡No trates de herirme insinuando
otra cosa!
–Me agrada que me hayas llamado por mi nombre, así a Ana le causará mejor impresión.
–A mí, por el contrario, me fastidia tratarte con esta familiaridad.
–La práctica te facilitará las cosas.
–Nunca –declaró ella, y sintió ganas de abofetearle por la expresión tan sarcástica que puso.
El Porsche disminuyó la velocidad, y giró hacia una impresionante entrada de puertas de hierro
forjado, que se abrieron inmediatamente para dejar paso al vehículo.
Sara agrandó los ojos llena de admiración ante la elegancia de la mansión que se erguía al final
de una curva.
–Estás corriendo un enorme riesgo–musitó Sara en el momento de salir del coche–. ¿Qué
ocurrirá si no le caigo bien a tu hija?
–Mi hija ya te conoce –contestó Rafael, y se colocó junto a ella.
–Yo no –se quedó fuertemente sorprendida.
–Ana fue invitada a una fiesta de niños a la que asististe hace varias semanas –sonrió
sarcásticamente–. Desde entonces, has sido alabada con frecuencia.
–Fue en casa de los Albertson –declaró él, y la asió del codo con fuerza, señalándole una
enorme puerta–. ¿Vamos?
Sara se preguntó qué sucedería si se atreviera a rescatar su brazo, y casi en ese instante, la
presión de los dedos masculinos se agudizó, provocándole un gemido de dolor.
–¡Por Dios Santo! ¡No voy a huir!
El disminuyó la presión sin disculparse, y Sara dudó que alguna vez Rafael fuera capaz de pedir
disculpas a alguien.
En cuanto llegaron a la entrada, la puerta se abrió inmediata, mente, y apareció un hombre de
edad mediana, que por su vestimenta, parecía un criado.
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Sara cambió su expresión de sorpresa que amenazaba con destruir su compostura. ¿Por qué no
iba a tener Rafael Sanz un mayordomo? Debía haber también un cocinero, al igual que un ama
de llaves, pensó fríamente. Sin duda, el propósito de la madre de Rafael era asegurarse de que el
hogar de su hijo se manejara con precisión, Sara pensó en una mujer de aspecto severo, ataviada
de negro, lo que le causó risa. Le sería bastante difícil entenderse con un oponente... ¡que el
cielo la protegiera de dos! – ¡Papá, la has traído!
Una figura menuda corrió a lo largo del vestíbulo, y al llegar frente a Rafael, éste la levantó en
vilo, mientras sonreía y compartían un cariñoso abrazo. Después la pequeña se quedó junto a
ellos.
Sara logró ocultar su sorpresa inicial ante la escena de la pequeña y Rafael. Tendría unos siete u
ocho años, y parecía ser una criatura delicada, de ojos marrones y pelo castaño. Llevaba puesto
un vestido estampado en tonos alegres.
–Ana, me gustaría que conocieras a la señorita Adams. –Estoy muy contenta de que haya
venido –declaró la pequeña con una deliciosa mezcla de formalidad y franqueza.
Sara notó un gesto de advertencia en la expresión alegre de Rafael, pero lo ignoró para centrar
su atención en la chiquilla que se hallaba a su lado.
–Qué tal, Ana. Espero que te guste que haya venido a cenar.
–¿Sabe la abuela que la señorita Adams va a cenar con nosotros? –los ojos de la pequeña se
iluminaron ante las palabras de Sara, y sonrió.
–Estoy seguro de que Tomás le habrá dicho que he traído una invitada –replicó Rafael con voz
solemne, y al momento le preguntó cariñosamente–: ¿Cómo te ha ido hoy en el colegio?
–Bastante bien, papá –la niña contestó a la vez que miraba a Sara de reojo–. La hermana
Monique está muy contenta con los resultados de mis exámenes, y hoy, ya he hecho los deberes
–acabó precipitadamente. Rafael sonrió y le acarició la punta de la nariz.
–¡ Muy bien, cariño! Por lo tanto, no hay razón para no dejarte levantada esta noche media hora
más, así podrás ayudarme a entretener a la señorita Adams, ¿no es cierto?
–Gracias, papá –la emoción se reflejaba en el rostro infantil, Sara se sorprendió de la relación
que tenían padre e hija.
No había rastro de dureza en las rudas facciones de Rafael.
–¿Y tú qué tal día has tenido, papá? –era una pregunta cariñosa y sincera, y Sara no pudo evitar
sentir simpatía hacia la hija de Rafael Sanz.
–Ha habido de todo –repuso él tiernamente–. Algunos acontecimientos inesperados, pero el
resto, normal.
Sara se maravilló ante el enigmático rostro masculino, y se estremeció al contemplar la reacción
que había tenido con su hija, el hombre con quien se iba a casar.
–¿Vamos con tu abuela al comedor? Supongo que debe estar preguntándose por qué nos hemos
retrasado.
Sara experimentó una sensación extraña, mientras Rafael le señalaba una puerta hacia su
izquierda. Tuvo que armarse de valor para iniciar el recorrido. Apenas se percataba de lo que la
rodeaba: un mobiliario elegante y muchos cuadros colgando de las paredes.
Silvia Sanz resultó ser todo lo contrario a la mujer de rostro severo que Sara había imaginado.
Poseía facciones finas y modales exquisitos, y aunque al principio la dama se mostró algo
intimidada, después de quince minutos de conversación, acompañada de un excelente vino, Sara
comenzó a sentir que los miembros de la familia Sanz eran estupendos.
Clara, la esposa de Tomás, fue quien sirvió la cena. Entre plato y plato, charlaban casi
continuamente. Se preguntó cuántas mujeres, amigas de Rafael, habrían tenido el privilegio de
cenar con aquella familia, pero inmediatamente descartó ese pensamiento, ya que las amistades
femeninas de Rafael probablemente habían cenado con el en lugares más discretos.
Ana resultó una compañía muy grata a lo largo de la cena, aportando comentarios y preguntas,
que resultaban demasiado avanzados para su tierna edad.

Cuando terminaron el postre, Ana se disculpó un poco reacia y fue la simpática Clara quien la
acompañó.
–Volverá, ¿no es cierto? –preguntó la pequeña, después de despedirse de Sara.
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–Me agradaría mucho –replicó la joven suavemente, y como respuesta, recibió una radiante
sonrisa.
–Ya te había dicho que la señorita Adams era muy guapa, ¿verdad, papá?
–Por supuesto, pequeña –Rafael se inclinó hacia la niña y le acarició el pelo–. Subiré más tarde,
¿de acuerdo?
–Quizá no me encuentres despierta.
–Felices sueños, cariño –le acarició una mejilla–. Sara nos visitará muy pronto, te lo prometo.
–¡Magnífico! –la satisfacción se reflejó en el rostro infantil, en seguida, la pequeña cogió de la
mano a Clara, y terminó dando las buenas noches a todos.
Era una criatura encantadora, lo cual, dio pie a Sara para inclinarse favorablemente hacia la
propuesta que le había hecho Rafael,
–¿Pasamos al salón a tomar café?
–Gracias –repuso Sara. Rafael la miraba sarcásticamente, y ella se dio cuenta. Le siguió hasta la
otra habitación, pero en vista de que Ana se había marchado, no sintió necesidad de quedarse
más tiempo–. Debo irme pronto –le dijo decididamente–. Tengo que preparar las clases de
mañana.
Silvia Sanz se disculpó gentilmente por no acompañarles a tomar café.
–Me quita el sueño –explicó la dama con un suave gesto– ¡Esa es la ventaja de la gente mayor...
uno puede disculparse de casi todos los formulismos sociales! Ha sido una velada agradable,
señorita Adams... y espero que pronto se repita. Buenas noches.
–Preferiría abstenerme del café –declaró la joven, a solas con su anfitrión–, son más de las
nueve, y tardaré más de una hora en llegar a mi casa. ¿Serías tan amable de llamar un taxi?
–Yo te llevaré –indicó él firmemente.
–¡No seas ridículo! –Negó ella con la cabeza–. No hay–
–¿Necesidad? –él arqueó una ceja y sonrió–. No estoy de acuerdo contigo. Ni Ana ni mi madre
me perdonarían si, por desgracia, te ocurriera algo
–Entonces, te agradecería que me dejes en Surfers...
–Te dejaré en la puerta de tu casa –insistió Rafael–. No escucharé más argumentos.
–Mi coche... –comenzó a decir ella, pero fue interrumpida inmediatamente.
–Estará mañana temprano a la puerta de tu casa.
–¿A las ocho? –preguntó incrédulamente–. ¿Cómo lo harás?
–Muy fácilmente –repuso él sarcásticamente.
–Debe ser muy agradable contar con tantos subordinados aguardando tus órdenes –comentó ella
secamente.
–¿Nos vamos? –preguntó Rafael.
–Excelente sugerencia. Estoy ansiosa por dejar tu compañía.
–Veo que vuelves a ser la mujer agresiva de hace unas horas–observó él.
–Del mismo modo que tú, un bárbaro –agregó ella con simulada dulzura.
• ¿Sin posibilidades de una tregua?
–Nunca.
Habían llegado al vestíbulo, y cuando Rafael abrió la puerta, Sara salió apresuradamente para
meterse en el coche.
–¿Temes no salir ilesa, estando una hora más en mi compañía? –inquirió Rafael burlonamente
detrás del volante. Un segundo después, ponía el coche en marcha, y salía a toda prisa, dejando
atrás la enorme verja.
A pesar de intentarlo, Sara no lograba ignorar la presencia del indómito hombre que iba a su
lado. Una sonrisa sarcástica curvó sus labios. ¡Debía enfrentarse a él! Vivir con él, sería como
librar una batalla día tras día.
Ana se muestra deseosa de convertirse en una devota esclava. Es una criatura encantadora –
repuso ella sinceramente, tratando en vano de descifrar la expresión masculina en la penumbra.
A diferencia de su padre, ¿no es cierto? No deja de sorprenderme que venga de...
¿Mi sangre?
Ella lanzó un gemido involuntario, ante la rudeza masculina.
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–¿Te he impresionado, Sara Adams?


–¿Y no era eso lo que querías? –interrogó. El sólo hecho de imaginar ese viril cuerpo desnudo,
era más que suficiente para acelerar el pulso de la joven y hacerla sonrojar.
La indolente sonrisa de Rafael, no sirvió en absoluto para calmarla.
Al llegar a la carretera de Gold Coast, el vehículo ganó velocidad, y Sara se dedicó a pensar en
las posibles consecuencias que le supondría lo que iba a hacer.
–Déjame adivinar –de pronto, escuchó la voz sarcástica de Rafael–. Tus reflexiones sobre
nuestra unión han empezado a acelerarse más de la cuenta.
–¡Qué listo! –exclamó ella secamente–. ¿Lees en la mente? –La tuya, en particular, es
transparente. – ¡Me gustaría darte una bofetada! –declaró Sara. En unos segundos, se redujo la
velocidad del coche, hasta que el motor se paró por completo.
–¿Por qué te detienes? –preguntó ella sorprendida, al mismo tiempo que se volvía hacia él.
–Creo que es el momento oportuno para escuchar tus opiniones –contestó Rafael mientras ponía
un brazo sobre el volante y la miraba a la cara.
–¿Considerarías la posibilidad del divorcio? –interrogó Sara sin preámbulos.
–Eso es absurdo, ya que ni siquiera estamos casados.
–¡Sabes a lo que me refiero! –la chica comenzaba a ponerse nerviosa.
–Piensa en las ventajas–le recordó él cínicamente.
–¿Cómo cuáles? ¿Estar cautiva en una mansión con un fuerte sistema de seguridad, teniendo un
monstruo por marido, y sin tener ninguna libertad?
–Tienes una idea muy desacertada del tipo de hombre que soy –dijo él suavemente.
–Eres un arrogante –opinó la joven llena de amargura–El tener una esposa, es para ti como
adquirir una figura decorativa para satisfacer los requisitos sociales.
–Se me ocurre una finalidad... más satisfactoria –dijo burlonamente, y Sara no pudo contenerse
por más tiempo.
–¡El típico hombre! Mujeres, vino y trabajo... sólo es cuestión de mezclar los tres para
complacer las necesidades individuales.
–Me intriga saber en qué orden crees que las colocaría.
–De atrás a adelante –respondió ella a la vez que cerraba fuertemente los puños para controlar el
enfado. Le vio sonreír y agregó ; ¿Te importaría proseguir? No tengo el menor deseo de
acostarme a altas horas de la madrugada.
–Pobre Sara. ¿Valen tanto tus alumnos, como para que les dediques tanto de ti misma?
–¡Eres detestable! –declaró airosamente ante aquellas palabras.
–Me has llegado al corazón.
• ¡Voy a bajarme y a irme andando! –amenazó la chica sin pensarlo. El silencio que se
produjo a continuación, le puso nerviosísima.
• Rafael parecía muy enfadado.
–No toleraré más arrebatos de tu temperamento infantil. Protestas demasiado... y no me hace
ninguna gracia.
El enfado la cegó, y golpeó con los puños, primero un hombro y después el pecho masculino.
Como respuesta, Rafael musitó algo apenas perceptible, en español, y cogió ambas manos de la
joven.
–¿Nunca vas a aprender?
–¡Vete al infierno!
–Te llevaría conmigo.
Y la besó como si a la vez tuviera deseos de castigarla, hasta que Sara sintió que le robaba el
alma misma. En una interminable agonía, ella rezó porque la soltara, y gimió desesperadamente
porque su plegaria no fue escuchada.
En una súplica silenciosa, agitó las manos como pidiendo que le soltara, y luego, al sentir que
los labios masculinos se deslizaban por su cuello, abandonó la lucha.
La tensión entre ambos se atenuó poco a poco. Por fin, Rafael la soltó con un gesto de
desagrado. Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas, lo cual le impidió hacer frente a la
mirada de él
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Rafael puso el coche en marcha, y salió de nuevo a la carretera Sara pareció sumirse en un
mundo irreal, no pronunció ni una sola palabra durante el trayecto, y cuando el coche hizo un
alto en una desierta calle, procedió a desabrocharse el cinturón de seguridad mecánicamente.
Se deslizó del asiento y abrió la puerta; anduvo, sin volver la cabeza, hacia la entrada del
edificio donde vivía.
No se dio cuenta de que iba acompañada hasta que se detuvo frente a la puerta para sacar la
llave. ¡Maldición, no lograba encontrarla dentro del bolso!
Sin hablar, Rafael le quitó el bolso, y en cuestión de unos segundos, metió la llave en la
cerradura y abrió.
En silencio, Sara cogió la llave de la mano masculina y pasó frente a él, hacia el recibidor.
Después, se volvió para cerrar la puerta, dejando al otro lado de ésta a Rafael.
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Capítulo 4
AL día siguiente, Sara tuvo dificultades para concentrarse durante las clases, y en más de una
ocasión, le pidió a algún alumno que le repitiera la pregunta.
–¿Está bien, señorita Adams?
La joven reaccionó y miró a la pequeña que mostraba preocupación.
–Tengo una fuerte jaqueca, Suzy, eso es todo –respondió, forzando una sonrisa.
–A mi madre le ocurre a menudo también. Quizá debería tomar una aspirina.
–Lo haré durante el recreo del mediodía –le contestó, e inmediatamente, dirigió su atención a
todo el grupo–. ¿Qué os parece si leemos un poco?
Se escuchó un murmullo, y Sara cogió un libro de su mesa y lo hojeó hasta que encontró la
página deseada.
–Página quince–anunció–. Brent, puedes empezar, por favor.
Las pocas horas que faltaban para terminar, le parecieron interminables, y nunca se sintió más
agradecida al escuchar el timbre que anunciaba el final de la jornada. Mientras los chicos salían
de la clase, ella recogió unos papeles y los guardó en su carpeta. Después salio al pasillo y desde
allí se dirigió a la entrada principal.
Hacía un calor espantoso, el sol apretaba fuertemente. Sara se Puso las gafas de sol, y se
encaminó a la parada del autobús.
–Entra, Sara.
Le parecía imposible no haberse percatado del Porsche que estaba aparcado en la esquina.
–Voy a casa –dijo fríamente, evitando mirarle a los ojos. Oprimió con fuerza la carpeta,
mientras intentaba seguir su camino–. El auto llegará en cualquier momento. Lo perderé si no
me apresuro.
–Yo te llevaré –declaró Rafael bruscamente–. Hay ciertas cosas que debemos discutir.
–¿Como qué?
–La fecha y lugar de nuestro matrimonio –enarcó una ceja burlonamente–. ¿O es que lo has
olvidado?
–¡Quisiera hacerlo!
–Entra, Sara. No estaría bien que alguno de tus amados alumnos te viera en un arranque de mal
humor.
–He tenido un mal día –arguyó con inusitada brusquedad–No tengo ganas de discutir nada en
estos momentos.
–Entonces, haz lo que sugiero y entra en el coche.
Sara le miró con expresión de cansancio, dudando si debía acceder o no.
–¿Te convencería tomar algo refrescante en un ambiente agradable?
Ante la insistente petición, ella se encogió de hombros y entro en el coche. No tenía sentido
discutir con él... el recuerdo del castigo de la noche anterior, estaba aún vivo en su mente.
Mientras se alejaba de los alrededores de Brisbane, ella notó que se enfilaban hacia el sur y
preguntó:
–¿Adonde vamos?
–Confía en mí.
Pasaron Beenleigh y llegaron a Sothport. Sara le miró interrogante.
–Debo pasar por mi oficina –le informó Rafael–. Te prometo que sólo serán cinco minutos –el
coche disminuyó la velocidad al entrar en el aparcamiento.
–Te esperaré aquí –anunció, y Rafael la miró profundamente – ¿Puedo confiar en ti?
–¿Lo dices por si me escapo? –preguntó Sara.
–Dudo que lo hagas –observó él secamente.
¡Maldito! pensó ella. Se sentía como una mariposa clavada en la pared, sin posibilidades de
huir.
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Tal y como había dicho, cinco minutos después, Rafael volvía a ponerse detrás del volante.
Centró toda su atención en ella, a la vez que le colocaba un pequeño estuche sobre el regazo. –
Tu anillo. Póntelo.
–¡No, no lo quiero! –exclamó ella, y miró el estuche morado llena de indiferencia.
–Que importancia tiene que sea ahora, o después –dijo el encogiéndose de hombros. Encendió
el motor y se unieron al tráfico vespertino.
–¡Eres incorregible! –declaró ella enfáticamente, enfadada ante la arrogancia masculina–. ¡Debí
perder la cordura al aceptar tu propuesta! –Y miró hacia el cielo–. ¡No es más que una alianza
diabólica!
–¿Y no crees que puede salir bien?
–¡Ni en un millón de años! –estaba casi histérica. Los sucesos de los días anteriores, empezaban
a causar efecto en ella.
El recorrido de Southoport a Surfer's Paradise sólo les llevó unos cuantos minutos. La joven no
dejaba de pensar en el hombre que había irrumpido en su vida de una forma estruendosa. Se
sentía manipulada por él en todo momento.
Rafael redujo la velocidad frente a un edificio hexagonal de apartamentos, y entró en un
aparcamiento subterráneo.
Se volvió hacia Sara, cogió el estuche de su regazo y lo abrió para sacar el anillo, que le colocó
en el dedo anular de la mano izquierda.
Era un solitario con montura de platino. Sara observó llena de resignación que se trataba de una
joya espléndida.
Gracias –musitó sin demostrar ningún entusiasmo–, es magnífico.
–Vamos arriba, Sara –sugirió él, impasiblemente–. Me sentara bien una bebida relajante...
preferentemente, fría y muy seca. Me has traído a tu apartamento –dijo ella acusadoramente,
agrandando los ojos.
–Parece que te da miedo, ¿es cierto?
Después de lo sucedido anoche, ¿puedes culparme? –Harías bien en no olvidarlo –le aconsejó.

–¿Insinúas que si inclino la cabeza ante tus deseos, tendré una vida dichosa? –La incredulidad
de ella se transformó en amargura–. Tú y yo somos como el agua y el aceite.
–Tienes una sola opción, si deseas contar con mi ayuda para terminar con las deudas de tu
difunto padre, y reinstalar a Selina en casa –declaró él cruelmente.
–¡Eres detestable! –musitó ella entre dientes.
–No deberías odiarme a mí, sino a las circunstancias que nos han hecho encontrarnos.
Sara abrió la puerta para salir del coche.
El ascensor subió rápidamente hasta el último piso. En el vestí bulo, sólo había una puerta.
Rafael la abrió, y ambos entraron. E apartamento estaba decorado con un estilo muy moderno.
Resulta muy diferente a la casa donde vivía Rafael con su familia. Sara se sorprendió ante tal
contraste.
–¿Es un gesto de placer, o de cortés desagrado?
–¿A quién podría desagradarle? ¿Pasas mucho tiempo aquí?
–Alguna que otra noche –la miraba de frente–. Ana acepta mi ausencia debido a las presiones de
los negocios.
–Ah, los negocios –dijo Sara con un sutil énfasis, y le vio son reír cínicamente.
–No finjo seguir la vida de un monje –aclaró él, al mismo tiempo que se encogía de hombros.
–No, desde luego.
–¿Qué quieres beber? –él se dirigió hacia el mueble bar, y San suspiró.
–Algo grande, frío y con un poco de licor –necesitaba alguna ayuda para soportar las siguientes
horas, y el alcohol podría calmarle los nervios alterados.
–¿Por qué no te sientas y te relajas? –sugirió él.
¿Relajarse? ¡Debía estar bromeando. Sara eligió una silla y tomo asiento.
Rafael se aproximó a ella, con andar felino, y le puso una copa en la mano.
–Salud –brindó él con ojos burlones, e inmediatamente, se acercó la copa a los labios.
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–Qué agradable –comentó ella, ante aquel sabor–. ¿Qué es?


–Zumo de naranja fresco y champán de buena cosecha –le informó él indiferentemente–. Su
aparente suavidad resulta engañosa.
–¿Quieres decir que sólo puedo beber una copa?
–De momento. Cuando regresemos, podrás beber a tu gusto.
–¿Regresar de dónde? –frunció el ceño interrogante.
–Nos vamos de compras. Mi deseo es que tengas un vestido de novia de acuerdo con lo que
espera Ana.
–¿Se lo has dicho? –Sara abrió los ojos desmesuradamente.
–Tiene muchas esperanzas de que suceda.
–Ya entiendo –musitó ella, y dio un gran trago para infundirse valor. ¡Era algo que necesitaba
mucho!
–¿Te percatas de lo que significa?
–Sí –repuso resignadamente, y reinó un prolongado silencio, que ella trató de romper–. Ya
conozco a tu familia, pero aún sé muy poco de ti. ¿No debería estar más informada, si voy a
convertirme en tu esposa?
–¿Qué deseas saber? –preguntó Rafael con una débil sonrisa.
–Lo que sea... Todo lo que consideres que debo conocer –replicó ella llena de impotencia. El
alcohol empezaba a subírsele a la cabeza, y tenía la sensación de estar flotando.
–La madre de Ana murió al dar a luz –empezó él sin ninguna emoción aparente–. Beatriz estaba
embarazada de ocho meses cuando tuvo un accidente automovilístico. Sólo pudieron salvar a la
criatura, aunque, durante un tiempo, su vida estuvo pendiente de un hilo. Gracias a Dios,
sobrevivió –su expresión mostró cierto sarcasmo–. ¿Satisface eso tu curiosidad?
No era mi intención entrometerme –dijo la joven seriamente.
–¡Tal vez no! –él volvía a sonreír.
Sara terminó la bebida y puso la copa sobre una mesita cercana. ¿Nos vamos? –preguntó él con
aquella hermética mirada.

Sara se puso de pie y salieron juntos del apartamento. Entraron en una boutique, y la presencia
de Rafael provocó tal entusiasmo en la dependienta, que Sara se preguntó si su acompañante
seria un buen cliente de aquel comercio. Margarita, permíteme presentarte a mi prometida, Sara.
Para consternación de la joven, él le rodeó los hombros con un brazo y le lanzó una cálida
sonrisa.
–Sara –le sonrió amablemente–, es un placer conocerte. He esperado durante años a que alguien
conquistara a mi amigo Rafael Ya veo que tú eres la elegida, ¿eh? – en aquel momento, su
atención volvió a Rafael–. Debo felicitarte, la pequeña Ana ha ganado una hermosa madre.
–Gracias –repuso él con una expresión diabólica, lo cual incomodó a Sara–. ¿Y no crees,
Margarita, que Sara está ganando, a su vez, una hija?
La maliciosa sonrisa de la mujer fue afirmativa, y en seguida agregó:
–Espero que sepas arreglártelas con él, querida. Es todo un hombre –la insinuación era muy
directa, y la joven sintió un tenue rubor en las mejillas–. Qué pena, Rafael, la hemos hecho
sonrojarse.
–Así es –Rafael la miró entrecerrando los ojos, y después le recorrió suavemente una mejilla
con el dedo–. Creo que ha llegado el momento de hablar de negocios, ¿no crees?
–Sí –asintió la vendedora–. Vamos al salón de dentro, tengo una bonita colección de vestidos
allí –echó un vistazo a la silueta de Sara–. Tenías razón, Rafael, Sara tiene un tipo estupendo.
Durante las dos horas siguientes, una modelo de la firma, exhibió una interminable colección de
trajes. Sara se inclinó hacia Rafael para murmurarle escandalizada:
–Tengo suficiente ropa en mi casa. Yo había pensado que veníamos por un vestido de novia. –
Así es –repuso él tranquilamente–. ¿Te estás aburriendo?
–Por supuesto que no –replicó ella al instante.
–Entonces, muéstrate halagada. No todas las mujeres tienen la oportunidad de presenciar un
desfile privado de los modelos exclusivos de Margarita.
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La selección del vestido de novia, se redujo tan solo a elegir entre dos. Y, al final, Rafael le
pidió a Margarita su experta opinión Sara contuvo una sonrisa ante este hecho.
Eran algo más de las siete cuando salieron de la tienda para dirigirse al apartamento de Rafael.
–Tengo que llamar a Selina –musitó Sara frunciendo el ceño.
No sabía por qué, pero desde niña se había acostumbrado a llamar su madre por su nombre de
pila–. Estará preocupada –añadió.
–Llama desde arriba –dijo él–. Serviré algo de beber mientras le das las noticias –su expresión
era sarcástica, pero se borró inmediatamente–. Imagino que desconoce nuestro inminente
matrimonio.
A Sara no le importaba decírselo a su madre, pero preferiría hacerlo a solas para responder más
tranquilamente a las preguntas que
Selina le haría.
–Creo que primero tomaré esa copa –decidió la joven minutos más tarde, y cruzó el alfombrado
recibidor para admirar la vista que se divisaba desde una de las ventanas.
La tarde avanzaba mientras el sol se perdía en el cielo, y la vista del mar, con las olas
adentrándose en la arena, fue suficiente para quitar el aliento a la joven. No cabía duda del
motivo por el que los turistas llegaban en masa desde todo el continente australiano hasta aquel
lugar.
–Tu bebida –le ofreció Rafael.
–Gracias –Sara se volvió para coger la copa.
–Es un placer.
En aquellos momentos que volvían a estar solos, se sentía rara y un poco intimidada. Se notaba
en su pulso, temblón al coger la copa, y en las rápidas miradas que lanzaba a Rafael.
–Llama a Selina –le dijo cuando la vio terminar su bebida–. Hay un teléfono junto al mueble
bar.
La llamada fue breve; aparte de decir a su madre que no la esperara levantada, Sara fue muy
concisa.
–.Se lo diré mañana –dijo al toparse con la mirada reflexiva de Rafael, y con cierto nerviosismo
se alisó el cabello–. Aún no tenemos las cosas programadas.
–En ese caso, lo haremos –él se acomodó indolentemente en un sillón, y después de un
prolongado silencio, levantó la mirada hacia ella . Iremos a la iglesia el viernes a las cinco de la
tarde, después cenaremos en mi casa con la familia, y algunos amigos
–¡Pero si hoy es miércoles! –exclamó Sara incrédulamente
–Sí, eso creo –replicó Rafael secamente.
–¡Es imposible arreglar las cosas con tanta rapidez!
–¿Dudas de mí?
¿Cómo podría? Rafael tenía suficientes influencias para arregla, a su gusto cualquier cosa.
–Debo decirlo en el colegio –dijo ella–. ¡No puedo irme así…–Chasqueó los dedos–...como así!
–Puedes –replicó él implacablemente–. Tu director es un hombre comprensivo.
De momento, la joven no supo qué responder, en seguida agitó la cabeza dudosamente, y
preguntó con voz ronca.
–¿Has hablado con él? ¿Cuándo?
–Antes de verte, esta tarde.
–Podías haberme consultado antes –dijo enfadada.
–¿Por qué? –había ironía en la voz masculina–. ¿Estás de acuerdo conmigo en que nada de lo
que hago te complace?
Era cierto, admitió Sara en silencio.
–Podrías incluso darme de comer como si fuera una niña pequeña –se aventuró a decir
sarcásticamente.
–¿Una cena íntima para dos? –preguntó Rafael con la misma ironía.
–¿Tienes un cocinero escondido en el armario aguardando tus órdenes?
–No... Hay un restaurante excelente en la planta baja.
–¡Qué... comodidad!
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–Por supuesto –repuso él secamente, y se dirigió al teléfono–Diré que traigan la cena aquí.
La cena tenía una apariencia estupenda. El camarero que fue a llevársela, empujaba un carrito
de servicio, y colocó los diferentes platos sobre la mesa; cuando se hubo cerciorado de que todo
estaba en orden, salió discretamente del apartamento. Sara se sentó inmediatamente en la silla
que Rafael le señaló.
–¿Eres de aquí? –preguntó Sara, mientras empezaba con el delicioso cóctel de mariscos.
–No –la mirada masculina era burlona–. ¿Te sorprende?
–Tienes muy buen acento –declaró–. Suponía que...
–Mis padres se fugaron siendo muy jóvenes –prosiguió él con una sonrisa–. Son de Andalucía,
españoles, abandonaron sus respectivas familias para ir primero a Italia y luego a Grecia –se
encendió un brillo diabólico en sus ojos oscuros–. Yo llegué a este mundo en un barco que
cruzaba el Atlántico con destino a Sudamérica, y tenía diez años cuando salimos de Argentina
rumbo a Australia –sonreía reflexivamente.
–No tenía idea de que tus antecedentes fueran tan... pintorescos.
–Soy un leopardo de muchas manchas, ¿verdad?
–Y eres tan duro y despiadado como uno de ellos –dijo ella, y vio cómo Rafael apretaba los
labios.
–Al cual temes, ¿o me equivoco?
–La intimidación es un arma que empleas envidiablemente –replicó la joven.
–¿Piensas eso?
Su tono ronco produjo un escalofrío que estremeció a la joven. Era un hombre peligroso e
imprevisible.
–No puedo fingir que me gustas –dijo tranquilamente, y Rafael le lanzó una larga mirada
analítica.
–Te convendría intentarlo –replicó haciéndole una insinuación muy directa, lo que provocó
rubor en las mejillas de Sara –. Prueba este plato –le indicó él, a lo que ella negó con la cabeza–.
Oh vamos, pruébalo, –insistió Rafael–. Tiene una excelente salsa –se inclinó para servirle.
–No tengo apetito –y era verdad... La idea de comer no le atraía.
–Entonces come un poco de este otro –recorrió con los ojos facciones sonrojadas, y curvó los
labios en una sonrisa–. No ganaras nada comportándote como una niña mal educada. Bebe un
poco más de champán –y procedió a llenarle la copa–. Te ayudará a recuperar el apetito.
–¡Deja de tratarme así!
–Entonces, deja de comportarte como una niña.
Sin hablar, la joven cogió la copa y vació su contenido de un sorbo; luego se sirvió una pequeña
porción de cada plato y empezó a comer mecánicamente, sin saborearlo siquiera.
Fue cuando terminó de cenar, cuando empezó a sentir los efectos del champán.
–¿Qué quieres de postre? ¿Una manzana asada?
–No, gracias –rechazó ella, mientras daba un suspiro de satisfacción y se apoyaba en el respaldo
de la silla.
–¿Más champán?
¿Se atrevería? Quizá una más, decidió. Probablemente, la ayudaría a sentirse más tranquila;
además, no debía preocuparse por conducir. Asintió con la cabeza, y alargó el brazo con la
copa; después dio un buen sorbo.
El camarero que anteriormente les había servido la cena, volvió a entrar en el apartamento a
retirar los restos de la comida
–Pasaremos a la otra habitación, es más cómoda.
–¿Por qué no? –Se puso de pie y anduvo sobre la alfombra teniendo la sensación de que estaba
flotando. De pronto, se volvió hacia Rafael para decirle–: No he visto el apartamento
–Qué despistado soy –dijo él lentamente.
Era pequeño, pero muy agradable. Tenía todas las comodidades que alguien podía desear.
–Supongo que mandas la ropa a la lavandería –comentó ella riéndose. Le hacía gracia
imaginársele lavando ropa.
–¿Lo encuentras divertido?
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Sara se dio la vuelta, y le encontró mucho más cerca de lo que se había imaginado. Aquel
hombre emanaba un magnetismo que le alteraba los sentidos. Le examinó con los ojos muy
abiertos, y vio detrás de aquel gesto de cinismo, algo que le recordó la actitud cariñosa y
preocupada que demostró hacia Ana. Debía ser una experiencia maravillosa contar con la
adoración y protección de un hombre.
–¿Me han salido monos, de pronto?
El comentario burlón interrumpió los sueños femeninos y, desconcertada, parpadeó ante la sutil
sensualidad masculina. Durante un instante, deseó sentir los poderosos brazos rodeándola, para
poder corresponderle. La boca bien dibujada parecía fascinarla, y no lograba desviar los ojos de
ella.
Permaneció como hipnotizada mientras le veía inclinar la cabeza un instante después el cuerpo
masculino rozaba el suyo.
Suavemente, la boca de Rafael buscó la suya y después, la delineo a continuación deslizó los
labios lentamente por su mejilla.
Sara lanzó un gemido inconsciente, mientras él la cogía por los hombros para acercársele más, y
en seguida, volvió a buscarle la boca con un beso que borró toda muestra de responsabilidad en
ella. Era como si la joven se ahogara, hundiéndose cada vez más en un irresistible deseo que
parecía embrujarla. Lanzó un leve gemido, cuando Rafael abandonó su boca para besarle el
cuello con una caricia sumamente sensual. Desde allí descendió hacia la suavidad del pecho
femenino.
Después, la boca de Rafael volvió hacia la suya, como si estuviera hambriento. Exigiéndole una
respuesta que le produjo escalofríos y la forzó a volver a la realidad con tal claridad, que sólo el
instinto la hizo luchar para liberarse.
–¡Deja que me vaya! –Él la soltó y la joven empezó a estremecerse nerviosamente. Lanzó un
gemido y se apartó de él, tratando de arreglarse la ropa. Sus dedos eran torpes y apenas lograba
ver a través de las estúpidas lágrimas que le enturbiaban la visibilidad.
Sin una sola palabra, Rafael la atrajo hacia sí, y terminó de arreglarle la ropa.
–¿Me llevas a casa, por favor?
¿Era su propia voz? Tal vez aquel suceso había sido sólo una pesadilla, y en cualquier momento
se despertaría. Sin embargo, la mano que le sostenía el mentón era real, al igual que el hombre
que la obligaba a mirarle.
En menos de cuarenta y ocho horas seremos marido y mujer –declaró él casi con un gruñido–.
Podrías quedarte conmigo sin ningún remordimiento... incluso, me atrevo a insistir en ello.
No –musitó Sara con un evidente rechazo. Sus ojos, llenos de lágrimas, tenían una expresión
suplicante–. ¡Por favor!
–Deseas que te posea tanto como mi cuerpo clama por hacerlo –declaró él apretando los puños y
con una expresión de dureza.
Sara se limitó a mirarle, cuando una lágrima inoportuna brotó hasta llegar a la comisura de su
boca, haciéndola sentirse humillada.

–¡Por Dios! –exclamó Rafael. Con un control total, la aparto de su lado, y, sin pronunciar
palabra, regresó al salón y cogió la carpeta de Sara.
Ella permanecía inmóvil, como si su vida dependiera de ella
–No vaciles, querida –dijo él con una sarcástica advertencia, que la joven captó.
Una vez en el coche, el silencio reinante entre ellos se hizo insoportable.
En cuanto el Porsche se detuvo frente a la casa de Sara, la joven se apresuró a salir del coche
con la idea de salir huyendo, pero se dio cuenta de que el seguro estaba echado y que la puerta
no cedía
–¿Me permites salir, por favor?
–¿Por qué tanta prisa, Sara? –repuso él burlonamente.
–¿Qué quieres? –preguntó casi en un murmullo, tratando de ignorar su pulso acelerado, debido a
que Rafael se le había acercado. Deseaba gritar y llorar para que no la tocara, no obstante, se
sensibilizaba de tal forma que su actitud sería contradictoria. En la penumbra, no lograba
descifrar la expresión masculina, y se sobresaltó cuando él le acarició una mejilla.
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–Margarita se encargará de que tu vestido de novia te sea entregado el viernes por la mañana.
–Gracias –repuso ella cortésmente.
–Qué... correcta eres –comentó Rafael sonriendo.
–¿Quieres algo más?
–Decirte que Tomás os llevará a ti y a tu madre a la iglesia, procura no llegar tarde, Sara. No
quiero tener que esperar.
–Tal vez no me presente –amenazó. La idea de casarse aquel hombre, la asustaba.
–No te lo aconsejaría –dijo él suavemente.
–Te he dado mi palabra –logró decir Sara.
–Aunque no sea por mí, hazlo por Ana ¿quieres?
–Es una chiquilla encantadora.
–Entonces, ¿me darás un beso de buenas noches que perdurara hasta que intercambiemos anillos
y juramentos en la iglesia? –ante la reticencia de la joven, Rafael se inclinó hasta que su boca
quedó a unos centímetros de la de ella–. No es tan difícil –musitó burlonamente
–Creo recordar que antes no te mostraste tan reticente.
–.¡desgraciado! –Murmuró Sara–. ¡Te odio!
–Ah querida –dijo él con una sonrisa–, sea lo que sea lo que sientes por mí, estoy seguro de que
no es odio.
Y la besó posesivamente, arrancando a la joven cualquier ilusión de ternura. Después la apartó
furiosamente. Entra en casa, Sara, antes de que haga algo de lo que pueda arrepentirme más
tarde.
Sara abrió inmediatamente la puerta y salió del coche. No se molestó siquiera en volver la
cabeza, mientras corría hacia el portal.
Rafael sólo esperó hasta verla abrir la puerta, y segundos más tarde, el Porsche salió disparado.
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Capítulo 5
LO QUE más le agradó a Sara el día de su boda, fue el gran entusiasmo que reflejaba la pequeña
Ana. La niña iba vestida con un traje igual que el de la novia, Daba la impresión de que estaba
viviendo un cuento de hadas. Su boca dibujaba una sonrisa perenne en el rostro. No había
ninguna duda de lo feliz que se sentía ante el matrimonio de su padre.
Sara, por su parte, después de que Rafael introdujera en su dedo la alianza matrimonial, sintió
un extraño escalofrío que le recorrió todo el cuerpo.
Después de haber terminado la ceremonia, se había convertido en la señora de Sanz; pero no era
este hecho lo que la preocupaba, sino otro más importante: ser poseída por Rafael.
Selina parecía estar convencida de que el repentino matrimonio de su hija, se debía a un
flechazo amoroso. Se comportó amablemente con todos. El hecho de saber que volvería a vivir
en su antigua casa, la había emocionado.
Las personas que fueron invitadas a la casa de Rafael, después de la ceremonia, no
sobrepasaban el número de veinte. Fueron acomodados en el comedor, donde se sirvió una gran
variedad de exquisitos platos.
–Apenas has probado bocado–le dijo Rafael.
–No tengo hambre.
–A un hombre le gusta tocar algo más que un montón de huesos –había algo de censura en la
broma–. Come, querida. No deseo que te desmayes por inanición.
–No perderé el conocimiento junto a ti –replicó ella, y deliberadamente alzó la copa de champán
para darle otro sorbo.
–Si sigues bebiendo, perderás la consciencia –dijo él severamente
. – ¿Qué insinúas?
–Es hora de que nos vayamos –fue la respuesta que él le dio.
–¿Adonde vamos? –durante un instante ella permaneció con–
–Pasaremos el fin de semana en mi apartamento –sus palabras alteraron la expresión de la
joven–. Clara te acompañará arriba para que te cambies. Si lo quieres, Selina puede subir
también.
–¿Para la charla de último momento entre madre e hija? ¡Creo que estás demasiado anticuado, si
crees que necesito consejos sobre todo eso!
–Calma, querida mía. Recuerda nuestro trato –le previno. Retadoramente, Sara terminó el
contenido de la copa; después sonrió con fingida dulzura a Rafael y se dirigió hacia donde se
encontraba Clara.
Sara se metió en una de las habitaciones que había en la casa destinada a los invitados. Una vez
que se quitó el vestido de novia, y lo colgó en una percha, le dijo a la criada que se marchara,
que ella se vestía sola.
–Está bien, señora Sanz.
La joven sintió un escalofrío ante el inesperado título.
De pronto, apareció una brillante cabecita oscura en el umbral de la puerta.
–¿Puedo ayudar?
–Llegas justo a tiempo –dijo Sara, a la vez que intercambiaba una sonrisa con Clara y extendía
una mano hacia la niña–. No he decidido aún qué ponerme. Venga, ayúdame.
Cuando–llegó la ropa que papá te compró, estuve ayudando a Clara a guardarla –la chiquilla
estaba radiante–. Todo me pareció Precioso, pero había un vestido que me gustó más que
ninguno. Es verde, del color de tus ojos –terminó casi sin aliento, y corrió hacia el espacioso
armario.
Sara recordó el vestido e hizo un gesto de asentimiento. Resultaría adecuado, y además, le
quedaría bien con el bolso y los colores crema.
–Si te gusta tanto, entonces me lo pondré.
–¿Lo harás? –preguntó Ana emocionada–. ¡Oh, Sara, vas a estar guapísima! –de pronto la
expresión de la niña se volvió seria–. ¿Te parece bien si te tuteo y te llamo Sara? –parecía
insegura
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–Me parece muy bien –le aseguró la joven suavemente, mientras cogía una mano de la pequeña.
–Me alegro mucho que papá se haya casado contigo –decían Ana con sinceridad–. Hasta la
abuela está de acuerdo.
–Busquemos ese vestido, ¿quieres? –Sugirió Sara, y le dedicó una sonrisa a la pequeña–. Si
tardo demasiado en cambiarme, tu padre quizá decida subir a buscarnos, y prefiero hacer una
gran entra da en el comedor sin él.
La niña sonrió picaramente, y ambas procedieron a buscar el vestido en cuestión.
–Me queda bien, ¿no es cierto?
La sencilla caída de la tela acentuaba las curvas de la joven, el color hacía resaltar el de sus ojos
y el de su rubia melena
–Estás guapísima –comentó Ana llena de admiración.
–En efecto.
Sara sintió un vacío en el estómago, al oír una ronca voz varonil, e hizo un esfuerzo para
volverse y sonreír.
–Casi estoy lista –declaró inexpresivamente–. Sólo me falta retocarme un poco el maquillaje.
–Debes volver a bajar, papá–indicó Ana, cuya mano había cogido Rafael al entrar en la
habitación.
–Por supuesto, pequeña –sonrió él indulgentemente–. Bajaremos juntos.
–No, debes bajar tú primero –insistió la chiquilla, y se apresuró a explicarle–. Sara desea hacer
una gran entrada.
–Ah, ya veo –miró sonriente en dirección de la joven. Deseas causar sensación ¿eh? –y se
inclinó para coger en brazos a niña, que le rodeó el cuello con los brazos. s
La risa cantarína de Ana se escuchó desde el pasillo, y Sara–volvió para retocarse el maquillaje.
Vio en el espejo su mirada y, al notar también el acelerado palpitar de su corazón, lanzó un
profundo suspiro. Durante un instante de locura, pensó en abrir la ventana más cercana, y huir.
¿Se atrevería? Pensativa, se mordió el labio inferior, mientras se cepillaba el pelo. Pero se sintió
contrariada al recordar la imagen de Selina y la de Ana, y, con un gesto de desdén, arrojó el
cepillo sobre la coqueta, y se puso de pie para salir de la habitación.
–¿Qué te ha retenido?
Sara miró el rostro varonil que le sonreía, mientras le rodeaba los hombros con un brazo.
–Pensé en saltar por una de las ventanas de la habitación –le confesó en un tono que apenas era
audible para él.
–Vaya, vaya. ¿Así que te parezco un ogro?
–Eres un demonio arrogante –repuso suavemente. Los ojos oscuros brillaron burlones, al mismo
tiempo que Rafael se inclinaba para besarla apasionadamente.
–Ha llegado el momento de despedirnos de los invitados. Tenemos un largo recorrido por
delante, y soy un marido impaciente. Angustiada, Sara abrió los ojos desmesuradamente, pero al
instante recobró su serenidad. De quien primero se despidió fue de Ana y de Selina. Luego se
dirigió al resto de los invitados.
–¡Eres insufrible! –le dijo a Rafael, una vez en el coche. – ¿No tienes ninguna otra maldita cosa
que decir?
¡Sí... maldito tú! ¡Maldita tu fingida arrogancia! ¡Cómo te has atrevido a besarme de esa forma
delante de todos!
¿Acaso he herido tu orgullo? –la mirada masculina fue dura y breve, y en seguida surgió una
risa.
¡Te odio! Lo sabes. ¿Qué esperas? ¿Que me derrita por el simple hecho de mirarte?
Estás demasiado nerviosa –declaró severamente–. Una copa de vino ayudará a disminuir tus
inhibiciones.
Tu no deseabas que perdiera el conocimiento estando aquí –le recordó envalentonada.
Tampoco quiero enfrentarme a una gatita agresiva.
–¡Oh, vete al infierno!
–¿No temes que pueda llevarte conmigo?
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El tono amenazador en la voz de Rafael produjo en ella una desagradable sensación de


impotencia, y durante los kilómetros restantes, permaneció en un frío silencio. Una vez que
Rafael aparcó el coche en el aparcamiento subterráneo del edificio de apartamentos, rompió el
silencio.
–Sal, Sara.
El enfado y la obstinación la hicieron quedarse sentada, como si estuviera pegada al asiento.
Rafael salió del coche, dio la vuelta y le abrió la puerta; después, sin decir una palabra, la sacó
del vehículo cerró la puerta, y la cogió en brazos como si fuera una chiquilla
–¡Bájame! –Sara le golpeaba con los puños–. ¡Eres un bruto un salvaje! ¡Bájame, maldito!
Dentro del ascensor, ella reinició la lucha, y gimió dolorida cuando él le retuvo una mano con
fuerza.
–¡Auch... duele!
–Ni la mitad de lo que vas a sentir dentro de nada –dijo Rafael amenazador, por lo que la joven
reanudó sus esfuerzos para liberarse, con tal frenesí, que acabó gimiendo, casi sin aliento,
A la entrada del apartamento, Rafael sacó la llave y metió en la cerradura; después,
inmediatamente, empujó la puerta con el pie y se abrió rápidamente.
–¡Dios mío, qué mujer tan pendenciera!
Sara sintió que sus pies tocaban el suelo, y luchó para liberarse de los poderosos brazos.
–¿Y qué esperabas, una estúpida? –los ojos verdes centelleaban; le escuchó respirar
aceleradamente, y aquello la produjo miedo
–Cómo te atreves a cogerme así, como si fuera una... una. –no encontró la palabra adecuada.
–Tengo una deuda que cobrar –la joven se estremeció de pies a cabeza.
–Y yo soy esa deuda –dijo furiosa–. ¡Un objeto innecesario adquirido para un propósito
específico!
–Protestas demasiado, estoy tentado a pensar que nunca has tenido un amante –replicó él
meditabundo.
–¡Qué mala suerte sería para ti!
Rafael arqueó una ceja burlonamente.
–¿A quién le interesa una ingenua inexperta, no es cierto?
–¿Y lo eres?
Ante aquella insinuación, Sara abrió los ojos desmesuradamente y para su desgracia, sintió que
los labios le temblaban.
–Respóndeme.
–¿Y cuál es la diferencia? –musitó, sin atreverse a mirarle.
–Me incitas a que me porte así contigo, ¿y después me haces esa pregunta? –le cogió el mentón
para obligarla a mirarle–. ¿No tienes ni idea de lo que puedes provocar con esa beligerancia
desenfrenada, criatura?
–No soy una...
–¿Niña? Yo creo que sí –declaró él bruscamente.
–Ojalá lo fuera –gimió ella llena de amargura.
–¿Para poder dormir sola?
–Dudo que fueras capaz de contarme un cuento antes de dormirme –replicó Sara.
–Creo que ya eres mayorcita para esas cosas.
–¿Qué te parecería el de Caperucita Roja?
–No tendrías ninguna duda de quién es el lobo, ¿verdad?
–Quiero beber algo –dijo ella con voz cansada–, si no te importa.
–Claro que no –él parecía incluso divertido–. ¿Qué quieres?
–Cualquier cosa –confesó Sara indiferentemente.
–Mientras cause el efecto deseado, ¿no es cierto?
–Me gustaría pasar las próximas diez horas borracha –declaró ella, mientras miraba su amplia
espalda llena de resentimiento.
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–Pobre chiquilla –se burló, y ella le lanzó una mirada que habría hecho mella en cualquier otro
hombre, pero no en él–. Bebe esto –le ordenó suavemente momentos más tarde–. Te calmará los
nervios.
Le vendría bien. Tenía los nervios crispados, y el simple hecho de mirar a Rafael, le producía un
doloroso vacío en el estómago.
No estoy nerviosa–aseguró desafiante, mientras cogía la mano Siéntate, Sara –le indicó
secamente–. No vas a marcharte a ninguna parte.
–Te encargarás de eso, ¿no es cierto? –no intentó ocultar su amargura de su voz. Sintió deseos
de llorar al contemplar aquellas morenas y enigmáticas facciones.
–No te quepa la menor duda –declaró él, y se aproximó a la joven de forma peligrosa. Le quitó
la copa de la mano, y a pesar de que ella retrocedió, la cogió en sus brazos.
Sara hubiera querido gritar que lo lamentaba, que retiraba todo lo que había dicho, pero ninguna
súplica habría sido escuchada. Rafael la besaba posesivamente.
Oh, Dios, pensó ella, nada podría ser peor que esto. En un momento de desesperación, dejó de
resistirse. No podía hacer otra cosa con aquel hombre.
La ansiedad masculina cedió, y Rafael la atrajo hacia él suavemente.
La joven experimentó una sensación extraña. Rafael era un amante bueno, y sabía hacerla
perder el sentido.
Los labios de Rafael la recorrían sin barreras, al tiempo que la desnudaba. Sara cerró los ojos,
perdida en esa especie de sueño que le invadía hasta el alma.
En tal estado de enajenación, no se percató de que el cuerpo de Rafael estaba junto al suyo,
hasta que fue demasiado tarde. Un segundo después, le golpeaba con los puños mientras movía
la cabeza de un lado a otro, tratando de evadir los labios que volvieron a capturar los suyos, con
una desenfrenada pasión.
La sangre corría por sus venas apresuradamente. Rafael la transportó al climax del éxtasis
sensual.
Sin oponerse, se dejó arrastrar por el sueño mientras las horas nocturnas transcurrían. Una
especie de letargo le impedía siquiera moverse.
Sin embargo, algo o alguien le hizo reaccionar por medio de una caricia.
–¡Oh!
–Por fin te despiertas –dijo él lentamente, y los oscuros ojos parecían ausentes mientras la
observaba.
–¿Es muy tarde? –fingió un tono de voz normal, pero sentía un profundo rubor en las mejillas.
–¿Tienes prisa por levantarte, Sara? –preguntó con un tono de broma .Una suave sonrisa curvó
sus labios, mientras el rubor se acentuaba en la joven.
–¿Y el desayuno? –se aventuró a preguntar ella rápidamente, para lograr enfrentarse a aquellos
ojos burlones.
–No tengo hambre de comida.
Sara miró desesperada a su alrededor, y no logró ver nada para cubrir su desnudez. ¿Dónde
estaba su ropa? En seguida recordó que había dejado su maleta en el recibidor la noche anterior.
–Me gustaría darme una ducha –dijo entonces, sin poder ignorar el brazo que había junto a ella,
al mismo tiempo que Rafael se inclinaba.
–Más tarde –él le besó en un hombro y el cuello con tal sensualidad, que la chica trató de huir.
–¡Rafael... por favor! –se puso nerviosa.
–Shh, querida –sugirió él con voz ronca–. Siento una necesidad imperiosa de poseerte.
–Ya es de día –protestó ella, intimidada por los oscuros ojos, y le vio sonreír.
–No hay horario para hacer el amor, querida mía. Además, quiero sentir el placer de tu
respuesta.
La mirada de Sara se nubló, al mismo tiempo que se cubría el pecho con las sábanas, como si su
vida dependiera de ello.
–Por favor... me gustaría levantarme. Hazlo entonces –dijo él sin ninguna gana.
–¿Pero cómo? –preguntó ella con un hilo de voz.
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He contemplado cada centímetro de tu cuerpo –le recordó suavemente–. No tienes por qué
sentirte avergonzada.
–Al menos, podrías darte la vuelta –pidió ella con voz insegura.
Pequeña tonta –bromeó, y después se inclinó a recoger algo había en el suelo, y se lo entregó–.
Si quieres, ponte mi camisa. Y cuidadosamente Sara se la puso. Luego se levantó de la cama, y
salió de la habitación casi corriendo, consciente de que la mirada que la seguía Su maleta estaba
junto a una silla, en el recibidor, y lo más aprisa que pudo, sacó su ropa interior y un vestido de
seda blanco. Seguidamente, se dirigió al baño.
Sara miró el espejo de soslayo, y sonrió. La parte trasera de la camisa de Rafael, le llegaba hasta
las corvas. Le quedaba enorme Pensó que estaba muy ridicula con aquello puesto.
El agua de la ducha brotó como una cascada y, sin más miramientos, Sara se recogió el cabello
en un moño y se metió bajo el reanimante chorro.
Se frotó el cuerpo enérgicamente, y absorta, se entregó a la tarea. No escuchó el leve sonido de
la puerta al abrirse, y no fue sino hasta que se produjo otro ruido, cuando levantó la mirada.
–¡Tú! –exclamó escandalizada–. ¿Qué haces aquí?
–Es mi turno –repuso Rafael tranquilamente, a la vez que corría una de las puertas de la ducha
para entrar.
–Si no te importa –dijo ella entre dientes–, ¡aún no he terminado! –le tenía demasiado cerca, y
retrocedió.
–Frótame la espalda cariño –la orden la fastidió mucho,
–¡No lo haré! –declaró furiosa, y él sonrió. Sin pensarlo, Sara le golpeó con los puños.
–Vaya, vaya –expresó Rafael parsimoniosamente, mientras le cogía los puños con gran
facilidad–. ¡Eres una energúmena!
–¡Suéltame! –se estremecía enfurecida mientras trataba deliberarse. Le sostuvo la mirada, pero
cuando se percató de la parte de su cuerpo que atraía la atención de él, instintivamente, se cubrió
el pecho, al mismo tiempo que gritaba–. ¡No! –pero Rafael ya la había atrapado para besarla. Su
resistencia resultó inútil.
Al cabo de unos instantes, fue la propia Sara quien se colgó del cuello masculino y se arqueó
contra Rafael, como si hubiera perdido el sentido. Un fuego abrasador le recorría el cuerpo y le
hacía perder toda noción, excepto el deseo de entrega.
El chorro de agua que había estado cayendo, cesó, y ella se quedó como hipnotizada. Rafael
cogió una toalla, y comenzó a secarla lentamente.
Los labios masculinos se curvaron en una sonrisa sensual al percibir el arrebato femenino, y, un
segundo después, Rafael inclinaba la cabeza, en busca del delicado cuello de la joven.
Sara contuvo el aliento al experimentar de nuevo placer, a la vez que los labios de él seguían
descendiendo por su cuerpo. La joven lanzó un prolongado gemido en el momento en que
Rafael le acarició la curva de los senos. Al ver que aquello se prolongaba, le suplicó que
siguiera adelante, pero como él no le hizo caso, Sara le detuvo.
¡
Maldito! –gemía en medio de estremecimientos de fascinación Bastó ver la mirada masculina
para darse cuenta de la pasión que había en ella.
–Abrázame.
–¿Rafael? –inquirió ella sin comprender.
–Haz lo que te digo.
Ella obedeció y Rafael la premió con un beso fugaz: después la llevó en brazos hasta la
habitación, y cuando Sara vio la enorme cama, ocultó la cabeza en el poderoso pecho
masculino, lo cual provocó una sonrisa en él.
Una vez que la depositó sobre la cama, Rafael comenzó a acariciar, con suaves y sinuosos
movimientos, cada centímetro de la delicada piel femenina.
Sara fue transportada a un verdadero climax de placer, lo que provocó que, en más de una
ocasión, pronunciara el nombre masculino.
Después de un rato, Sara se quedó inmóvil y silenciosa, demasiado débil para intentar moverse.
Se sentía avergonzada por lo que acababa de ocurrir. ¿Cómo era posible que respondiera
apasionadamente a las caricias del hombre que odiaba? ¡Con la intención de no ser más que un
témpano de hielo en sus brazos, se había convertido en un ardiente volcán!
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–Si permaneces así mucho tiempo, estaré tentado a iniciar una sesión más de amor.
–En ningún momento tienes en cuenta a los demás, ¿verdad? –Preguntó, ella desolada–. Haces
lo que quieres, sin importarte nada más.
–¿Es lo que piensas? –la voz masculina se endureció de forma Perceptible.
–¿Estás dispuesto a utilizarme en todo momento? –inquirió la chica con desdén
Durante un instante, Sara temió que fuera a golpearla, pero en seguida, vio que la boca
masculina se curvaba en una sonrisa irónica.
–Cuando y donde me plazca.
–¿Y no te importa que te odie?
–Ah, querida, me fascina tu manera de odiar –dijo irónicamente, y en respuesta, con una rapidez
que a ella misma le sorprendió, Sara le golpeó la barbilla.
–¡Bruta! –Gruñó él, y le apretó la muñeca con fuerza–. Crees que has sido maltratada, ¿eh?
Quizá deba demostrarte lo considerado que he sido hasta ahora –los ojos oscuros centelleaban,
mientras se inclinaba hacia ella para besarla brutalmente. Y después, sin ningún preámbulo,
procedió a poseerla sin contemplaciones.
Después, Rafael se separó de ella con un brusco movimiento y se levantó de la cama. Estaba de
pie, en el centro de la habitación cuando le dijo:
–Ahora ya conoces la diferencia.
Sara sólo deseaba correr a ocultarse, se sentía como un animal al que habían herido. Durante un
instante, estuvo a punto de hacerlo; sin embargo, conservó el sentido común. Daba igual a
dónde huyera, Rafael la buscaría. Era ese tipo de hombre. Sara golpeó la almohada con los
puños en un arrebato de impotencia. ¡Maldito! ¡Medito, maldito!... ¡Era un bruto, no parecía
tener sentimientos!
–¿Vas a quedarte ahí todo el día cavilando?
La joven volvió la cabeza ante la enronquecida voz, y se apartó del rostro un mechón de pelo. El
simple hecho de mirarle le produjo un cosquilleo en diversas partes del cuerpo. El nerviosismo
que la provocaba aquel hombre, era incontenible. Sentía una atracción Puramente animal,
reconoció ella con pesar, y en ese instante se dio cuenta, de que no sabía a quién odiaba más, si
a Rafael, por las reacciones que provocaba en ella, o a su propio cuerpo, que la había
traicionado.
–Me gustaría matarte –dijo con voz clara y firme.
–Eres como una gata agresiva –observó Rafael brevemente, posó su brillante mirada en ella
durante un instante. Después se dirigió al armario para sacar unos pantalones y una camisa.
–Me gustaría serlo –declaró Sara con tono sombrío–. ¡Te dejaría marcado para toda la vida! Ya
lo has hecho, querida.
y al darle la espalda , Sara vio, estupefacta, varios arañazos en diferentes partes del cuerpo. Sara
no tuvo ninguna duda de quien se los había hecho. Sintió un gran malestar al reconocer su
culpabilidad.
–¿Te sientes mejor ahora? –le preguntó él al contemplar su rostro ruborizado.
–¡Me parece intolerable! –dijo estremecida.
–La mayoría de las mujeres darían cualquier cosa por poder abandonarse al acto sexual.
–Tan sólo es placer físico, nada más.
–¿Y no la unión de dos espíritus fundiéndose en uno, en perfecta armonía?
Las palabras de Rafael le produjeron un escalofrío.
–Amaneces muy lúcido por lo que veo.
–Prepararé un café –fue lo que él respondió, mientras se abotonaba la camisa y se abrochaba los
pantalones.
Sara se dio un relajante baño, después se secó y se vistió sin ninguna prisa. Eligió un vestido
que tenía una abertura a un lado de la falda, y le llegaba hasta la mitad del muslo. Su rostro
estaba radiante, y mantenía un bronceado uniforme. Después de cepillarse el pelo
enérgicamente, se sintió más aliviada.
–¿Quieres zumo de naranja?
–Y café –aceptó ella mientras se acercaba a la mesa y se sentaba en una silla.
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–¿No quieres huevos o pan tostado?


–No tengo hambre –y saboreó el refrescante zumo recién Oprimido.
–Deberías comer algo.
–¿Por qué? Cuando uno se levanta, debe comer algo sólido.
–No hagas el papelito de esposo conmigo, Rafael; no me siento de humor.
¿Y para qué estás de humor, querida? –sonrió burlonamente. –Para salir de aquí.
–Y también para huir de mí, ¿no?
–Has sido tú quien lo ha insinuado –respondió trivialmente, mientras sonreía.
–Pobre Sara –siguió él bromeando–. ¿Resulto tan odioso?
–Sí –repuso tristemente, y le miró, advirtiendo una cruel e implacable en sus severas facciones.
–Me consideras un salvaje sin principios, muy lejano del adorado que soy para mi hija,
¿verdad?
–Ana recibe mucho amor.
–Y, tú no, ¿verdad?
Sara no supo qué contestar. El pensar en ser amada por un hora por un hombre como él, le
alteraba los sentidos. Tragó saliva y respondió:
–Selina se preocupa por mí –y le vio sonreír cínicamente
–Ah, claro. Y también tu preocupación por ella es incuestionable.
–De no serlo, no estaría aquí.
–Vamonos –dijo él lentamente, después de terminar el contenido de la taza y ponerse de pie.
–Recogeré la mesa y fregaré los platos –dijo ella con voz cansada, y también se levantó.
Empezó a juntar los platos sucios, pero Rafael le advirtió:
–Déjalos. Pilar se encargará de ellos.
–¿Pilar? –la joven frunció el ceño.
–El apartamento tiene servicio, Sara –le informó él. La joven se encogió de hombros.
–En ese caso, iré por mi bolso.
Aunque Rafael trataba de ser amable con la joven, Sara no se sentía feliz. Se sentía demasiado
sensibilizada, hasta el punto, de que cualquier cosa la afectaba desmedidamente.
Al caer la tarde, sobrevino la oscuridad, y con ello, la noche. Rafael no aceptó ninguna reacción
negativa ante sus impulsos amorosos, y Sara, aunque luchó fieramente, lo único que consiguió
fue despertar aún más los instintos de su marido. La chica terminó llorando amargamente,
pensando que el destino había sido injusto, al haberla atado a un hombre como él.
El domingo se levantaron tarde y, después de un tranquilo desayuno Rafael le advirtió que
cogiera el traje de baño y una toalla.
–A dónde vamos?–preguntó Sara.
–¿Te importa?
–Sólo era curiosidad –dijo, turbada por la respuesta.
–Pensé que podríamos ir a Toowoomba a pasar el día –declaró el , podemos comer en algún
sitio del camino, o comprar lo que sea necesario y comer en el campo –su sonrisa era sincera y
dulcificaba las duras facciones–. Tengo la ilusión de sentarme sobre la hierba y compartir
contigo una botella de vino y una comida campestre. Luego, podemos dar un paseo. ¿Te agrada
la idea?
Le encantó, y asintió con una tímida sonrisa; luego preguntó:
–¿Y dónde nos bañaremos?
–En una piscina –respondió él burlándose–. No me agrada la idea de tener que competir para
llamar tu atención.
–¿A qué te refieres? –preguntó perpleja.
–A que en bikini resultas demasiado atractiva, cariño –y le cogió la barbilla mientras sonreía–.
Aún me acuerdo de cómo estabas el día que te vi en compañía de ese amigo tuyo. Ibas medio
desnuda –terminó secamente.
–El bikini que llevaba era prestado–Sara sonrió maliciosamente–.El mío es mucho menos
atrevido –le aseguró, y el corazón le dio un vuelco al verle inclinarse hacia ella.
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–Me tranquiliza el escucharte –musitó, y la besó los labios cálidamente.


Toowoomba se encontraba a pocos kilómetros al oeste de Brisbane, en una planicie alta. Rafael
resultó ser un estupendo guía, y mientras el día iba transcurriendo, la joven se iba sintiendo cada
vez más relajada en su compañía.
Cuando al fin regresaron a la hermosa casa de Rafael, fueran objeto de un entusiasta
recibimiento por parte de Ana, a quien se le concedió una hora más antes de irse a dormir.
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Capítulo 6
DURANTE los siguientes días, Sara concentró casi toda su atención en intentar lograr una
fuerte amistad con la hija de Rafael. Esta tarea resultó bastante fácil, ya que Ana era
encantadora. Era admirable en ella, que hubiera aceptado con tanta tranquilidad las segundas
nupcias de su padre. Por otro lado, Silvia, la abuela, resultó también muy agradable, aunque en
ocasiones, algo reservada. Dedicaba interminables horas a hacer colectas, por lo que Sara la veía
rara vez, fuera de las horas de comida.
El jueves, durante el desayuno, Rafael le dijo a Sara que cenarían fuera esa noche. La joven se
fue a la boutique donde trabajaba Selina, para que le ayudara a elegir algún vestido adecuado.
A las siete, estaba lista.
–Estás encantadora.
–Gracias –dio una pequeña vuelta e inclinó la cabeza en señal de agradecimiento–. Selina me ha
ayudado a escogerlo –se trataba de un vestido de gasa, color crema, que llevaba un amplio
escote por delante. La falda era plisada, y como complemento, llevaba una elegante chaqueta
haciendo juego. La única joya que llevaba Sara, era un pequeño diamante en forma de gota,
colgado de una cadena de oro. Un elegante bolso de noche y unas sandalias de tacón,
completaban su atuendo.
–Si estás lista, vamonos –indicó Rafael, al mismo tiempo que se subía el puño de la impecable
chaqueta oscura, para mirar la hora Él parecía ser el símbolo de la elegancia masculina, su
silueta musculosa ataviada con un elegante traje de noche, no escondía lo más mínimo, la
innegable virilidad que poseía, y, de repente deseó que la velada hubiera terminado. Nunca
antes, le había molestado asistir a cenas de caridad, pero aquella noche, sentía una extraña
apatía.
–Le prometí a Ana que iría a verla para que pudiera ver mi vestido nuevo –dijo con voz suave, y
él sonrió.
–Pareces bastante unida a mi hija.
–Es una chiquilla muy cariñosa. Resultaría difícil no sentir cariño por ella.
–Algo muy distinto al padre, ¿verdad?
–Tú lo has dicho –respondió Sara sarcásticamente, y él rió.
–Vamos, querida. No estoy de humor para una pelea.
–Es extraño... por lo general disfrutas mucho con ellas.
–Ten cuidado, Sara –dijo Rafael entre dientes–. La mecha que enciende mi enfado es
inagotable.
–Tiemblo ante tus palabras, querido –y le miró irónicamente mientras iba hacia la puerta. La
sonrisa cínica de Rafael no le ayudó a serenarse, y caminó silenciosamente junto a él, hacia la
habitación de Ana, que estaba en el otro extremo del pasillo.
–Oh, Sara –exclamó la pequeña como extasiada–, ¡estás guapísima!– y la carita que mantenía
una amplia sonrisa se volvió hacia Rafael–. ¿No es cierto, papá?
–Por supuesto –asintió él indulgentemente, y, como para demostrarlo, rodeó los hombros de la
joven con un brazo y la atrajo a su costado, después le besó las sienes con un gesto cariñoso.
Sara soportó las caricias con rabia por dentro. ¿Cómo la podía utilizar para una farsa como esa?
Le sonrió con simulada dulzura y se separó de él para sentarse en el borde de la cama de
Ana.¿Te gustaría que te contara un cuento, o ya te lo ha contado Clara? Pregunto a la chiquilla.
–Sí–, –.respondió Ana inmediatamente Clara me ha contado uno, pero me encantaría que tú me
contaras otro –y cruzó las manos sobre el pecho–. ¿Te importa, papá? ¿Por qué habría de
importarme? –respondió Rafael, con una sonrisa de resignación.
La felicidad de la niña, emocionó a Sara. No era la primera vez que veía que existía una perfecta
armonía entre la criatura y su adorado padre, a quien ella consideraba cruel y despiadado.
–Cuéntame algo gracioso que hayan hecho tus alumnos –pidió–Ana; con una sonrisa, Sara
procedió a relatarle un incidente que había ocurrido.
–¿De verdad sucedió eso, Sara? ¿No te lo estás inventando?
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–Juro que es verdad –respondió la joven, al mismo tiempo que levantaba la mano derecha
solemnemente.
Rafael las observaba paciente, con expresión divertida; después con una sonrisa de pesar, se
aproximó a la cama y arropó a la niña,
–Ya es hora de que Sara y yo nos vayamos, pequeña –se inclinó para besarle en una mejilla–.
Mañana iremos a Nooroobunda, Estoy seguro que te encantará venir, ¿verdad?
–Oh, te adoro –los ojos de Ana irradiaban felicidad; después miró a Sara y le sonrió con cierta
timidez–. A ti también Sara. Ahora somos una verdadera familia –suspiró, y agregó en seguida
con la espontaneidad de los niños–: Ya tengo sueño; buenas noches, papá. Buenas noches, Sara.
Que os divirtáis.
En el coche, Sara permaneció en un silencio contemplativo, sin percatarse siquiera de hacia
dónde se dirigían, hasta que Rafael detuvo el Porsche frente a uno de los más distinguidos
restaurantes de Surfer's Paradise.
–¡Cielos! –musitó ella, sin desear hacerlo en voz alta, pero Rafael ya se había vuelto a mirarla
con una sonrisa burlona.
–No me digas que te inquieta venir a este lugar.
–No he asistido a ningún acontecimiento social desde que falleció mi padre –le miró
seriamente–. Y ya sabes que hubo mucha publicidad sobre el incidente. ¿Puedes culparme si me
siento reacia?
–Dudo que alguna persona de las asistentes diga algo referente a aquello.
–¿Lo dices para que me sienta mejor? –preguntó, mienta abría la puerta del coche. Después
Rafael cerró el coche y juntos se dirigieron a la entrada principal.
–Eres mi esposa, Sara. Y serás respetada como tal.
–Nada evitará que los curiosos hagan conjeturas respecto a la verdadera razón de nuestra boda –
repuso ella escépticamente.
. –Entonces habrá que convencerles de lo contrario –repuso Rafael cínicamente.
–¿Cómo te propones hacerlo?
–Aparentando que sólo tenemos ojos el uno para el otro –había sarcasmo en su suave voz, y
Sara tuvo que contenerse para no golpearle.
–Será difícil –declaró ella, sólo para escuchar la divertida respuesta de él.
–Lo único que tienes que hacer es sonreír. Déjame a mí el resto.
–Eso es lo que me preocupa –replicó Sara con exagerada dulzura. No pudo añadir nada más, ya
que en ese momento, cruzaban el umbral del distinguido restaurante.
–¡Rafael... querido!
Ante el sonido de una voz femenina, Sara se dio la vuelta, y tuvo que reconocer que la mujer
que se dirigía hacia ellos era muy atractiva. Iba elegantemente vestida. Sin duda, su vestido azul
de seda, debía ser creación de un modista famoso.
–Renée –dijo Rafael con tono formal, y Sara tuvo la extraña sensación de que la presencia de la
recién llegada no le había gustado–. Renée Laquet... mi esposa Sara –él enfatizó las dos
primeras palabras, al mismo tiempo que elevaba la mano femenina para besarla lentamente.
Había tal expresión de intimidad en los ojos oscuros, que Sara se sintió un poco cohibida.
Rafael –dijo Renée casi con un puchero–, estás gastándome una broma –le miraba con una
avidez casi enfermiza, y Sara contuvo la respiración en espera de la respuesta masculina.
–Sara y yo nos hemos casado hace seis días –anunció él suavemente y repentinamente, apareció
una mirada encolerizada en la otra joven, pero en seguida fue disfrazada con un brillo burlón.
–Tendrás que disculparme, Rafael –dijo con soltura–, debió pasárseme leer la noticia.
No., Lo celebramos en la intimidad –le informó él, y Renée lanzó una mirada de menosprecio.
¿Por qué, querido? –Preguntó, mientras la recorría de pies a cabeza con la mirada–. Ella es
preciosa.
–Hermosa –corrigió él con su supuesta indolencia, y dirigió a Sara una mirada tan cálida que
ella sintió un escalofrío–. ¿Nos disculpas, Renée? –la actitud de él no dejaba duda, y la otra
mujer no tuvo otra opción que apartarse.
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–Vaya, vaya –musitó Sara sin que pudiera ser escuchada mas que por él–. Debiste informar a
tus antiguas amiguitas de nuestro matrimonio. ¡Ésa, en particular, ha quedado desolada!
–No tengo que rendir cuentas a ninguna mujer, Sara –dijo a secamente–. Y a Renée, menos que
a ninguna.
–¿No? ¡Pues ella no parece estar de acuerdo contigo!
–En mis negocios, tengo un gran número de conocimientos, muchos de los cuales son mujeres.
Deberías recordarlo siempre.
–Cielo santo –exclamó Sara con voz enronquecida y abriendo los ojos con exageración y burla–
. No necesito que me des ninguna explicación, querido –le vio entrecerrar los ojos para mirarla–.
Des pues de todo, te has casado conmigo, ¿no es cierto?
–Ten cuidado, querida –le advirtió–. Estás entrando en terreno peligroso.
–Pero si tú eres mi salvador, Rafael. Tengo toda mi confiara puesta en ti.
–Eres perversa, Sara –la mirada oscura parecía divertida–. El camarero está a punto de
conducirnos a nuestra mesa –agregó en seguida–. Quizá sea el momento de mostrar tu sonrisa
más cautiva dora para beneficio de los presentes, ¿no crees?
–Desde luego, querido. Lo que tú digas.
Las mesas se habían preparado para albergar a diez invitados en cada una y no transcurrió
mucho tiempo antes de que estuvieran llenas. Sara representó su papel maravillosamente bien.
Se percató en todo momento del detallado análisis de que eran objeto por parte Renée. Después
de la entrada, que fue un cóctel de mariscos, Sara bebió un excelente vino blanco mientras
aguardaba el consomé– durante un instante, dejó vagar su mirada por el salón.
Vio varios rostros conocidos, cuya presencia indicaba que la cena era un acontecimiento de gran
prestigio; también se percató de algunas miradas interrogantes al verla sentada en compañía de
Rafael Sanz. Sin duda, antes de que terminara la cena, todos estarían informados de su nuevo
estado civil.
La música, interpretada por un conjunto de cinco músicos, proporcionaba un agradable sonido
de fondo y, en un alocado impulso, tocó la manga de Rafael.
–¿Bailas conmigo, querido?
En respuesta, él le sonrió con un gesto de burla apenas perceptible, y dejó la copa para ponerse
de pie. Cuando llegaron a la pista de baile, Sara dudó de su arranque, porque, perdida en
aquellos poderosos brazos, la invadió una profunda inquietud que no lograba controlar.
La música era lenta y evocadora y la compañía adecuada. Rafael la conducía lentamente entre
las otras parejas, y su cuerpo parecía fundido con el de él, lo que la hacía ser consciente de cada
músculo de su marido. En un impulso, subió los brazos y le rodeó el cuello, y lanzó un suspiro
casi silencioso cuando él la atrajo aún más.
–¿Deseas volver a casa?
Ante aquellas palabras, Sara alzó el rostro y se topó con una expresión apasionada en los
oscuros ojos, lo que le produjo un estremecimiento.
–Rafael –preguntó suavemente, animada por la presencia de tanta gente–. ¿Qué pensarán todos?
–Lo normal –declaró él secamente–. ¿Acaso te importa?
–En realidad, no –un arranque impertinente la hizo decir–: Me imagino que a Renée no le
agradará que nos marchemos.
Gatita –dijo él con una mueca–. Recuérdame que debo vengarme de ese comentario.
¿Cómo has podido ser tan cruel? –Prosiguió ella con aparente dulzura–. La pobre mujer está
desolada por tu rechazo.
¡Bruja! Me pregunto si serías tan valiente si estuviéramos a solas.
Dudo que pueda sorprenderme algo de lo que hagas.
Rafael entrecerró los ojos ante la amargura de la voz femenina, Después le besó las sienes y
luego deslizó la boca hasta las comisuras
La cara de Sara mostraba enfado, y le vio sonreír .No estás siendo muy convincente, amada mía
–se mofó, y ella estuvo a punto de insultarle.
–Te odio –musitó por fin, y en seguida la boca de él ya sobre la suya con un ademán de
posesión; en ese momento, le odió con todas sus fuerzas.
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–¡Eres perverso! –Musitó la joven cuando logró recuperar el aliento–. ¡Cómo te atreves a
humillarme así!
–No ha sido mi intención humillarte.
–¿Por qué lo has hecho entonces?
–Sara –le advirtió con peligrosa suavidad–. No me incites demasiado, ¿quieres?
–Llévame a la mesa –replicó ella apesadumbrada–. Quizá Renée aprecie tus tácticas de
cavernícola, porque yo no.
–Podría pegarte hasta que cada hueso de tu cuerpo resonara –le amenazó, y ella sollozó.
–No sería la primera vez –y se esforzó por liberarse, pero descubrió que estaba inmovilizada por
sus fuertes brazos.
–Estáte quieta, pequeña –le dijo implacablemente–. Sólo lograrás hacerte daño.
–¿Y qué me importan unos moretones más? –replicó con impotencia, y escuchó un profundo
suspiro.
–Si no te estás quieta, te besaré como nunca lo he hecho, y entonces seremos el blanco de todas
las miradas.
Había un tono amenazador en la advertencia y ella se dio por vencida. Sin hablar, permitió que
él la condujera de regreso a la mesa, y una vez sentada, cogió la copa con la esperanza de que el
vino la ayudara a recobrarse.
Apenas probó la sopa. Rafael se comportaba muy amablemente con ella, y para cualquiera,
estaba representando a la perfección el papel de marido enamorado.
–¿Os importa si tomo el café con vosotros?
Sara levantó la mirada ante la voz femenina, y vio a Renée sentarse en una silla vacía frente a
ella, antes de que pudieran responderla
–Estás siendo muy posesivo, Rafael –declaró Renée con una ligera mueca, al mismo tiempo que
sacaba los cigarrillos de su bolsillo y se colocaba uno entre los labios–. ¿Tienes mechero,
querido? ,parece que he extraviado el mío.
Rafael metió la mano en el bolsillo y sacó un mechero .Ella observó cómo la llama encendía el
largo cigarrillo. He visto algunas propiedades –empezó a decir Renée con voz suave, después
exhaló una espiral de humo, pero su atención solo estaba centrada en Rafael–. Me agradaría
conocer tu opinión. ¿Qué te parece mañana?
–Llama a mi oficina por la mañana y ordenaré a uno de mis empleados que vaya al lugar –
convino él.
–Preferiría que lo atendieras personalmente, querido –insistió la mujer–. Después de todo, nos
conocemos desde hace mucho tiempo.
–Por desgracia, estaré ocupado la mayor parte del día–se negó él–, Jake Edwards es un
empleado muy eficiente.
–Podríamos vernos por la tarde –Renée era persistente, y Sara admiró su tenacidad–. Incluso
cenar juntos –prosiguió la otra con voz melosa–. Sería como en los viejos tiempos –esbozó una
brillante sonrisa, y Sara contuvo el aliento esperando la respuesta de Rafael.
–Voy a llevar a Sara y a Ana a Nooroobunda el fin de semana –le informó inflexiblemente–.
Tendremos que coger el avión sobre las cinco para aterrizar antes del anochecer.
–Ya veo –los ojos de Renée centelleaban por la cólera, y Sara sintió un miedo instintivo ante la
antipatía de la otra mujer–. Aguardaré impaciente a la próxima semana, cuando estés libre. Te
llamaré por teléfono –se puso de pie con un rápido movimiento y, después de una sonrisa
fingida, regresó a su sitio, que estaba al otro lado del salón.
–Eres todo un conquistador –dijo Sara con énfasis y una seca sonrisa, al mismo tiempo que
trataba de convencerse de que no le aportaba.
• ¿Estás celosa, Sara?–
¡No claro que no! –miró los ojos oscuros, penetrantes, y se las ingenió para encogerse de
hombros indiferentemente. ¿Te creo, mujer –afirmó él con voz suave–. ¿Un poco más de vino?
¿Por qué no? –Vio cómo Rafael le llenaba la copa, y luego dijo con mofa–: Por Renée y todas
las que la antecedieron.
–Creo que ya está bien –le dijo Rafael.
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–Oh, no, querido –se opuso ella–. Si sólo es mi tercera copa


–Y la última –declaró él bruscamente–. Tal vez sería mejor que bailáramos un poco, antes de
que te acabes ésa.
–¡Qué solícito! –dijo enfáticamente–. ¡Qué afortunada soy al tenerte por marido!
Rafael se puso de pie y cogió una mano para hacerla levantar después, la sostuvo con firmeza
entre las demás parejas de la pista pero en el rostro masculino había una expresión de dureza.
–Hum, resulta delicioso estar en tus brazos –musitó Sara aproximándose más a él–.Eres un
machista, más de lo que tú crees
–Y tú, coqueta. Te estás buscando problemas, si sigues por ese camino.
–¿Problemas? ¿Yo? –Simuló perplejidad y después esbozó una amplia sonrisa–. ¿Por qué,
querido, qué quieres decir?
–Recuérdame darte una tunda cuando lleguemos a casa –dijo irónicamente, a lo que ella
parpadeó y se colocó una mano en e corazón.
–Rafael, ¿cómo puedes decir eso? ¿Debo suponer que golpearas a una pobre mujer indefensa?
–Mucho más que eso, querida, y te prometo, además, que no podrás sentarte bien durante
semanas.
–Por Dios –replicó ella con voz escandalizada–. ¡Pensé que eras un verdadero caballero!
–Créeme, estoy controlándome mucho,
–Admiro el temperamento apasionado en los hombres –declaró Sara osadamente, y le escuchó
reírse–. También el buen humor–agregó maliciosamente–. Es una cualidad admirable.
–Dentro de un minuto, te cogeré en brazos para llevarte al coche –dijo él exasperado, a lo que
ella sonrió.
–¡Qué... primitivo por tu parte, Rafael! –los ojos verdes brillaban maliciosamente–. ¿Es una
amenaza o una promesa?
–Deja ya de jugar –le advirtió él suavemente–, o podrías recibir más de lo que estás pidiendo.
–Resulta evidente que Renée te considera algo extraordinario–insistió la joven burlonamente.
Durante un segundo pensó que él iba a explotar; no obstante sin decir ni una sola palabra,
Rafael la llevó de regreso a la mesa, cogió el bolso de ella, y se despidió correctamente de todos
los presentes antes de conducirla fuera del restaurante.
–¡Rafael, no he terminado mi bebida! –protestó ella, pero se calló de inmediato al notar la
terrible mirada masculina.
Cuando llegaron al coche, Rafael abrió primero la puerta de ella y aguardó a que se sentara para
dar la vuelta y ocupar el lugar detrás del volante.
–Lo lamento –musitó Sara, y su voz casi se perdió por el ruido producido al encenderse el
poderoso motor.
–Y más lo harás cuando haya terminado contigo.
La insinuación de Rafael era inequívoca, y ella se quedó sumida en un temeroso silencio.
Después de cinco minutos, todo parecía indicar que él se dirigía al apartamento, y muy pronto,
Sara vio sus sospechas confirmadas cuando el Porsche se detuvo en el aparcamiento
subterráneo.
–Sal.
–Rafael...
–O sales tú, o te llevaré yo –amenazó él bruscamente.
–Por Dios Santo, ¿no estás llevando esto demasiado lejos? –había desesperación en la voz de
Sara, y vio temerosa cómo él daba la vuelta para abrirle la puerta.
–Vas a necesitar ayuda divina antes de que termine la noche –Rafael se inclinó para
desabrocharle el cinturón de seguridad y después la hizo ponerse de pie.
Mientras subían en el ascensor, Sara le miró de soslayo; pero se arrepintió inmediatamente, al
percatarse de su gesto de enfado.
Te odio –dijo ella envalentonada mientras la puerta del piso se cerraba tras ellos.
Ahora vas a saber lo que es bueno, Sara –replicó él riéndose.
–No –suplicó ella–, no de esta forma.
Cualquiera pensaría que voy a violarte o algo así.
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¿Y no es ésa tu intención?
–No.
• Rafael... –Sara tragó saliva haciendo un esfuerzo.
¿Estás suplicándome, Sara? –la miró, al mismo tiempo que la levantaba en vilo–. Me aseguraré
de que me supliques por la liberación que sólo el poseerte puede darte.
–Es una salvajada –musitó estremecida.
–Salvaje, bruto, energúmeno –él se encogió de hombros cínicamente–. ¿Es lo único que sabes
decirme?
En la alcoba, Rafael la dejó de pie en el suelo e, ignorando sus protestas, empezó a desvestirla.
Cuando le había quitado la última prenda, comenzó a desnudarse él.
Sara pensaba que conocía todas las facetas amorosas de su marido, pero lo que siguió fue como
una tortura de los sentidos que la llevó al límite del éxtasis. Se agitaba como enloquecida,
mientras Rafael le hacía caricias cada vez más atrevidas. Cuando por fin la poseyó, la invadió
una sensación de tal magnitud, que lloró de placer, y después, se quedó inmóvil entre los
poderosos brazos, demasiado débil para hacer otra cosa que apoyar la cabeza en el pecho
masculino, en una entrega silenciosa.
Se quedó dormida casi inmediatamente, y le pareció que sólo había tenido los ojos cerrados un
instante, cuando sintió la suave caricia de los labios de Rafael recorriéndole el pecho.
Se volvió hacia él lentamente, empezando a sentir el fuego dé la pasión que le despertaba con
infinita ternura, hasta llevarla al climax de la entrega. Después, él se deslizó de la cama y,
cogiéndola en brazos, la llevó hasta el baño, donde abrió la ducha, y se bañaron juntos bajo el
cálido y reconfortante chorro de agua. Luego se secaron y se vistieron, y abandonaron el
apartamento cuando aún no había amanecido, para dirigirse a casa.
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Capítulo 7
NOOROOBUNDA se encontraba a varios cientos de kilómetros al sureste de Brisbane, cerca de
la frontera de Nueva Gales del Sur. Hicieron el trayecto hacia el este con gran comodidad y
rapidez en el elegante jet Lear, y Sara se enteró de que el negocio de reses que había adquirido
Rafael unos siete años atrás, había resultado todo un éxito bajo la administración de Bart Curtis.
En la pequeña cabina de avión, Sara era siempre consciente de la presencia de Rafael y, después
de la noche anterior, el simple hecho de mirarle bastaba para hacerla estremecerse. A pesar de
que rehuía su mirada, en un par de ocasiones durante el vuelo, la suave expresión irónica hizo
que se le sonrojaran las mejillas.
¡Maldito! No había ninguna posibilidad de que ella igualara su natural superioridad. El hecho de
que él se percatara del efecto que producía en ella, la hacía sentir un resentimiento terrible, y
agradeció mucho la presencia de Ana, que sería una distracción durante los siguientes días. No
obstante, debería enfrentarse a él todas las noches.
–¡Casi hemos llegado, Sara!
La voz excitada de Ana interrumpió sus pensamientos, y sonrió atando de fijar la atención en el
punto que le señalaba.
Antes de que Sara se percatara, el avión se había detenido al final de una enorme pista, situada
en un claro del terreno.
Papá tiene ganado y caballos –declaró Ana entusiasmada, al abrocharse el cinturón–. ¿Sabes
montar, Ana?
Ha pasado mucho tiempo desde que monté la última vez confesó con una sonrisa–. Tal vez, si
hay alguna yegua mansa y más bien vieja, podría atreverme a intentarlo.
–Hay ocasiones en que papá me deja montar con él y Bart – reveló Ana mientras aguardaba a
que su padre abriera la puerta y colocara la escalerilla–. Aquí siempre nos vestimos de modo
informal las comidas solemos hacerlas al aire libre.
Sara siguió a Ana para descender, y procuró mantenerse alejada de Rafael mientras él cogía las
maletas. La joven se dio la vuelta, al oír un vehículo que se acercaba, y distinguió una furgoneta
en la distancia.
–Viene Bart –anunció Ana con una sonrisa afectuosa, y cogió a Sara de la mano mientras se
alejaban del avión–. ¡Oh, vamos a tener un fin de semana estupendo! Me fascina venir aquí,
igual que a papá –agregó la pequeña–. Creo que le gustaría vivir aquí todo el tiempo.
¿Rafael en el papel de ranchero? A Sara le pareció tan improbable que contuvo la risa.
La camioneta se detuvo entre una nube de polvo y un hombre alto, de piernas largas, cuya edad
no era posible adivinar, saltó a tierra y estrechó con fuerza la mano de Rafael. Después de
volvió hacia la chiquilla y le dio un fuerte abrazo. – ¿Cómo estás, ángel?
–Ésta es Sara –dijo Ana inmediatamente–. ¿No es hermosa? El hombre observó a Sara unos
segundos, y declaró con una sonrisa de bienvenida:
–Por supuesto que lo es, pequeña Sara. Si me lo preguntas, te diré que tu padre es un hombre
muy afortunado –y extendió una mano a la joven, quien sintió que sus dedos se perdían en los
del recién llegado–. Subid a la furgoneta. Yo recogeré el equipaje. Ana subió en la parte de atrás
con parte del equipaje, y no dejó a Sara otra alternativa que sentarse delante, en medio de los
dos hombres. Rafael extendió un brazo sobre el respaldo, y ella se percató de su suave aroma
masculino, mientras Bart conducía el vehiculo rápidamente.
Después de unos cuantos kilómetros, giraron hacia la izquierda y los ojos de Sara se agrandaron
al ver una valla blanca que rodeaba extensos terrenos verdes. Detrás de la verja de entrada,
había árboles frondosos y una gran variedad de flores que daban un glorioso colorido a la casa.
Era de una sola planta, y estaba construida con ladrillos y con madera. El camino de entrada,
cubierto de grava, era delimitado por pequeños arbustos y plantas de la región, y cuando la
furgoneta disminuyó la velocidad y giró para acercarse a la casa, vio una piscina. – ¿Te gusta?
Sara volvió la cabeza ante la voz varonil y se topó con los ojos de Rafael,
–Es precioso –dijo brevemente.
Ana bajó en cuanto el vehículo se detuvo, y Sara la imitó, aceptando la mano de Rafael.
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El interior de la casa era muy elegante. En el comedor, había una bonita chimenea de piedra, y
en una esquina, una gran mesa de madera, rodeada de varias sillas.
Había mosquiteros cubriendo las ventanas y varias puertas correderas de cristal. Mientras
Rafael, que iba delante, les guiaba por un largo pasillo central, Sara vio una espaciosa cocina
muy bien equipada, cuatro habitaciones, dos baños e incluso un cuarto de juego.
–Bart y su esposa tienen sus habitaciones junto a la piscina –le informó Rafael, mientras
regresaban al recibidor. Después prosiguió, con una tenue sonrisa–: Joan ha preparado unas
ensaladas para acompañar la carne que Bart está a punto de hacer en la barbacoa. La comida
estará lista dentro de una media hora. ¿Quieres beber algo mientras tanto?
–Gracias –aceptó ella–. Quiero algo grande y refrescante.
–¿Podemos ir a montar mañana, papá?
–No veo por qué no –contestó él, y se acercó a un mueble bar– ¿Naranjada o limonada?
–Limonada, por favor. Oh, mirad –gritó Ana entusiasmada–.Está Algernón.
¿Algernón? –Sara trató de disimular la risa, pero no logró ver a Algernón
¿Algernón? –Sara trató de disimular la risa, pero no logró retenerla al ver un pequeño perro de
raza Sydney Silkie arañando, la enorme puerta de la casa. Pero esta también Benjamín –agregó
Ana, porque detrás del pequeño había un enorme pastor alemán, cuyo tamaño hizo que Sara
moviera la cabeza incrédulamente.
–¿Son amigos?
–Entrañables –respondió Rafael secamente, mientras Ana iba a quitar el seguro a la puerta–.
Hay un par de gatos por allí.
–Y también patos, pollos y pavos –agregó la chiquilla encantada.
–Un verdadero zoológico–concluyó su padre.
Después de ser presentados a Sara, los perros se echaron en el suelo con la cabeza entre las
patas , encantados por la atención que recibían.
Cenaron fuera de la casa, cerca de la piscina. Después, tomaron un café, y cuando los hombres
se enfrascaron en una charla de negocios, Sara pensó que no la echarían de menos.
Se puso de pie cuidadosamente, y se dirigió al interior, donde Ana, sentada en una cómoda silla,
veía feliz un programa de televisión.
La pequeña la recibió con una sonrisa e invitó a Sara a sentarse a su lado. Juntas vieron un
divertido programa hasta las ocho y media, hora en que la niña se puso de pie bostezando.
–Cielos, estoy cansada. Creo que me voy a ir a la cama –besó a Sara espontáneamente–. Buenas
noches, te veré por la mañana. –Hasta mañana, pequeña –la joven abrazó a la niña y se inclinó
para besarla también–. Si quieres, iré a taparte bien. –Sí, por favor –repuso Ana
inmediatamente. Diez minutos más tarde, luchaba por no quedarse dormida mientras escuchaba
un cuento. Poco después, Sara se calló de pronto, se puso de pie con mucho cuidado, apagó la
luz, y salió sigilosamente de la habitación.
A la mitad del pasillo se encontró a Rafael, y nada más verle sé le crisparon los nervios.
–¿Ya se ha dormido Ana?
–Sí –repuso sin mirarle, y después se sobresaltó cuando él le levantó el mentón con un dedo,
para no dejarla esquivar su mirada.
–'Has estado tratando de evadirme, querida –dijo lentamente–. ¿Por qué?
De pronto Sara tuvo dificultad para tragar saliva, y se recorrió los labios con la lengua con gesto
nervioso.
–¿Qué te has imaginado?
–Nada –musitó Rafael y entrecerró los ojos para mirarla–. No andes con rodeos, Sara. Si tienes
algo que decirme, hazlo.
–No trato de evadirme –intentó alejarse, en vano–. Además, deberías saberlo, tengo jaqueca, y
estoy... cansada –era la verdad. Se sentía como vacía emocionalmente, y la cabeza no era la
única parte del cuerpo que le dolía.
Él la miró pensativo, sin hablar; después, dijo suavemente:
–Vete a la cama. Te llevaré algo que te ayudará a dormir.
Sara no confió demasiado en sus palabras y, con un murmullo, se dio la vuelta para irse.
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Ya en la habitación del final del pasillo, abrió la maleta. Sacó un camisón y su bolsa de aseo, y
entró luego en el baño.
El agua cálida relajó un poco la tensión nerviosa. Salió del baño, y se detuvo repentinamente al
ver a Rafael de pie cerca de la cama. Sostenía una copa, y la miraba.
Sara deseó salir corriendo para ocultarse, pero él la seguiría a cualquier sitio que fuera; por
tanto, entró lentamente en la habitación.
–Pareces toda ojos –musitó él, al mismo tiempo que se acercaba a ella. Con una ternura
desusada, le colocó la copa en los labios–. Bébelo despacio, Sara.
Al primer trago, Sara jadeó por la impresión, mientras el líquido quemante bajaba por su
garganta. Transcurrieron algunos minutos antes de que recuperara el aliento.
–¡Dios Santo...! ¿Qué es?
–Coñac. Es fuerte, pero excelente para calmar los nervios. Toma un poco más... te ayudará.
–Estoy bien... de verdad –dijo la joven mientras esquivaba su mirada.
–¡Oh, Sara, eres una pequeña mentirosa! –murmuró él.
–No lo soy –replicó, sintiéndose cansada de pronto.
–¿No? –la miraba maliciosamente–. Apostaría a que tus pensamientos están tan confusos, que te
resulta difícil pensar con claridad.
–Después de lo de anoche, ¿qué esperabas? –preguntó ella bruscamente.
–Ah, es eso –replicó burlonamente.
–¡Te comportaste como... como un animal!
Sus ojos parecieron oscurecerse aún más, y después él dijo con gran lentitud:
–Lo único que hice fue lograr que te desinhibieras sexualmente –explicó él pacientemente, sin
embargo, ella no logró controlar el rubor.
–¡Odié cada minuto!
–No fue el odio lo que te hizo responder, perdida entre mis brazos, con tal apasionamiento.
¡Oh, Dios! Lo que había ocurrido la alteraba, y se dio la vuelta para intentar huir; pero fue
detenida por unos fuertes brazos.
–Tontita. Eres más niña que mujer –Sara intentó luchar para librarse–. ¡Haces que un hombre
dude entre darte una tunda o amarte! Tal vez debería hacer ambas cosas.
–Si te atreves a ponerme una mano encima –declaró ella, al mismo tiempo que Rafael la forzaba
a mirarle– ¡te juro que te odiaré para siempre!
–Eso parece demasiado tiempo, querida –musitó él–. ¿Estás segura de que podrás hacerlo?
–¡Basta, Rafael! –gimió estremecida, cuando él la atrajo.
–Ni siquiera te he besado –contestó Rafael, y le besó las sienes con sumo cuidado, después
deslizó su boca hasta la suya, para detenerse en la base del delicado cuello–. ¿Sabías que eres
muy atractiva? –musitó, mientras le bajaba los tirantes del camisón. La joven lanzó un gemido
cuando la boca masculina descendió lentamente hasta su pecho.
Una agitación traicionera la estremeció y trató de retroceder, pero gimió de nuevo cuando él
apretó el beso. Apenas consciente de lo que hacía, agarró un mechón de pelo masculino con
ambas manos, y tiró con fuerza para hacerle desistir; sin embargo, jadeó sofocada cuando él
subió a su boca para besarla con gran sensualidad–Enredó los dedos en el oscuro pelo, casi con
desesperación, al mismo tiempo que le suplicaba que se detuviera. Después le golpeó los
hombros con los puños, pero una enloquecedora sensación la rindió por dentro, hasta que no
opuso más resistencia.
La boca de Rafael se perdió en la suya ávidamente, como si le infligiera un castigo, pero
después, fue cálida y de caricias tan eróticas, que Sara pensó que moriría por el éxtasis al que la
transportaba. Con una risa, Rafael la levantó y la depositó entre las sábanas. En seguida, el
cuerpo musculoso se unió al de ella en la cama. En ese momento las lágrimas que se habían
acumulado empezaron a rodar por el rostro femenino hasta los lóbulos, y de allí, descendieron a
su cuello.
–Eliges bien tu momento, querida –musitó él con voz enronquecida–. ¿Cómo puede un hombre
hacer el amor a una mujer que llora silenciosamente entre sus brazos?
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«Deseo algo más que eso», pensó Sara. «Deseo que me quieras, que me necesites, me ames...
por completo. Lo que soy, lo que siento, hasta el fondo de mi alma. No solamente mi cuerpo.
Veo la devoción que sientes por Ana, la ternura y el cuidado, y moriría por una sola mirada de
esas o por una caricia; por saber que poseo tu corazón, al igual que ella.»
–¿Sara? –le dijo él interrogante.
–No, Rafael –suplicó estremecida–. Por favor, esta noche no. Creo que no podría soportarlo.
Durante un momento, él se limitó a mirarla; después sonrió suavemente y con gran lentitud,
apartó su cuerpo del de ella, para quedar a su lado. Luego cubrió ambos cuerpos con la sábana y
la abrazó.
–Duérmete entonces, pequeña –murmuró, y Sara sintió el calor masculino junto a ella.
Empezó a relajarse poco a poco, hasta que la inercia la hizo abandonarse y cerró los ojos,
sumiéndose en un dulce olvido.
–¿Qué vamos a hacer esta mañana, papá? –preguntó Ana, mientras comía un último bocado de
pan tostado.
Sara daba lentos sorbos al café y miraba a Rafael. Parecía muy distinto del poderoso hombre de
negocios de la ciudad. Iba vestido con unos pantalones de montar, y con una camisa de algodón,
de manga corta. Daba la impresión de que en ese momento, se movía con la misma facilidad
que en sus negocios de la ciudad.
–Bart está ensillando los caballos –respondió Rafael $ On riendo.
–¿Vas a montar? ¿Nos llevarás a Sara y a mí? –los ojos de la pequeña brillaban emocionados–.
Vendrás con nosotros, ¿verdad Sara?
–Me encantaría –cómo negarse; aceptó sin pensar siquiera que el ejercicio le dejaría los
músculos doloridos. Habían transcurrido años desde que montó por última vez, pero la
consolaba saber que Rafael no recorrería una distancia larga con Ana.
–¡Fabuloso! –Exclamó Ana–. ¡Será un fin de semana sensacional!
Sara tenía sus dudas respecto a eso, sin embargo, sonrió y terminó el café. Rafael se puso de pie
y se dirigió hacia la puerta. Pero se detuvo un instante y habló con cierta mofa:
–Vamos, Sara, será mejor que nos demos prisa.
–Es importante empezar temprano para regresar antes del sofocante calor de mediodía –declaró
Ana ansiosamente–. Iré a ponerme unos pantalones de montar; tú deberías hacerlo también.
¿Has traído algunos?
–Sí –le aseguró la joven–. Estaré lista dentro de cinco minutos, ¿de acuerdo?
En la alcoba, Sara se quitó la falda para ponerse los pantalones; se puso unas botas cómodas y
cogió un sombrero. Bajó inmediatamente a encontrarse con Ana.
–Vamonos –dijo sonriendo al ver que Ana se le aproximaba.
–Eres estupenda, Sara –dijo por fin Ana–. Estoy contenta de que papá se haya casado contigo.
Recé mucho para que lo hiciera, porque me gustabas mucho.
–¡Oh, Ana! –Sara sintió que las lágrimas amenazaban con brotar y las contuvo–. Tu padre es un
hombre muy afortunado al tenerte.
–Al tenernos –corrigió Ana seriamente–. Ahora, somos una familia. Tú, papá y yo –oprimió la
mano de Sara– Quizá muy pronto tendrás un hijo, y eso sería maravilloso de verdad. Me
encantaría un hhermano, o una hermana... o quizá ambos, algún día. ¡Santo Dios! ¿Qué podía
decir a eso? ¿Gritar que no deseaba un hijo de Rafael? Sería un vínculo que la uniría a él para el
resto de su vida. Si hubiera amor entre ellos, el hijo sería amado y bienvenido; pero ¡Rafael era
incapaz de amar a cualquier mujer, y a ella menos que a ninguna!
–Te has quedado callada –comentó Ana–. ¿He dicho algo malo?
–No, claro que no –se apresuró a asegurarle Sara–. ¿Dónde están los establos? – y la niña señaló
con una mano a la derecha–. ¿Son aquellos?
Olvidando el tema anterior, Ana se lanzó a darle una explicación sobre la granja, y muy pronto
llegaron a los establos donde Rafael y Bart les esperaban.
Pasaron una agradable mañana; se dirigieron varios kilómetros hacia el norte, y la compañía de
Ana y Bart hizo más tolerable la presencia de Rafael para Sara. La joven montó una mansa
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yegua que no pasaba de un tranquilo galope, lo que le permitió relajarse después de los primeros
kilómetros.
Rafael montaba con gran habilidad y ocultaba el rostro bajo un sombrero de ala ancha, lo que le
daba el aspecto de un verdadero ranchero. Era un hombre de muchas facetas, y cuando Sara
creía conocerlas todas, se percataba de otra nueva.
El cálido sol les daba de lleno y secaba el aire, provocando que el sudor mojara sus ropas. Sara
recibió con alivio la decisión de los hombres de descansar un rato. Se detuvieron junto a unos
árboles.
–¿Aburrida?
–¿Por qué habría de estarlo? –respondió ella cuando Rafael le ayudaba a desmontar. Ni Ana ni
Bart podían oírlos.
–Pareces... –él hizo una pausa, después agregó–: pensativa.
–Resulta difícil charlar mientras se monta. Sin embargo, si es lo que deseas, me esforzaré.
–No sabes ser irónica.
–Perdóname –dijo dulcemente, y se topó con la oscura mirada.
–Sara, no empieces a provocarme, ¿eh?
–Ni siquiera se me ha pasado por la cabeza, querido.
–Vosotros dos –se escuchó la alegre voz de Bart–. ¿Vais querer compartir la cantimplora o la
terminamos Ana y yo? –Sara se reunió con ellos, y se sentó bajo un árbol, junto a Ana
–Hum, lo necesitaba –comentó después de beber el refrescante líquido. Sara permaneció
pensativa unos instantes.
–¿Te estás durmiendo, Sara?
–No, pequeña –le respondió Ana, al mismo tiempo que se quitaba las oscuras gafas de sol–.
Sólo disfruto de la belleza de los alrededores.
–Todo esto es precioso, ¿no crees? –comentó Ana con una sonrisa de satisfacción.
–Te gusta estar con tu padre, ¿no es cierto? –era una declaración más que una pregunta, y Ana
no se apresuró a responder.
–Es lo que más me gusta –contestó cálidamente.
Sara sintió algo en la garganta. Parte de ella estaba de acuerdo. Rafael Sanz era muy especial.
–¿Qué discutís vosotras dos? –preguntó con suavidad el que era objeto de sus pensamientos, y
Ana comenzó a reír.
–Hablábamos de ti, papá.
–¿De veras? –él sonrió con una especie de mueca–. ¿Puedo preguntar por qué?
–Alimentaría tu orgullo –declaró Sara–. ¿No es cierto, Ana?
–Dije que lo que más me gustaba era estar contigo –reveló la chiquilla con una sonrisa–. Sara
estuvo de acuerdo conmigo.
–Dos mujeres adorables –comentó él con un gesto burlón, mientras miraba a Sara divertido–.
¡Qué impulso para mi ego!
–A ver si te sirve de algo –le dijo Sara con una dulce sonrisa, en el momento en que él extendía
un brazo para ayudarla.
–Vamos, levantaos. Es hora de regresar.
La distancia no pareció ser muy grande al regresar, Sara incluso se sorprendió al divisar la
granja. El sudor le caía entre los senos, se sentía acalorada y pegajosa cuando llegaron a los
verdes terrenos que rodeaban la casa. Era necesario darse una ducha y cambiarse de ropa, y así
lo manifestó mientras desmontaba y entregaba las riendas–a Bart.
–¿Te ha gustado el paseo? –le preguntó Rafael.
–Mucho –asintió ella con una sonrisa.
–A mí también –declaró Ana–. ¡Ha sido fabuloso!
–Qué entusiasmo tan desbordado –comentó Rafael–. Parece que las dos mujeres de mi vida son
muy fáciles de complacer.
–¿Necesitas ayuda con los caballos? –preguntó Sara a Bart, al sentir la mirada burlona de
Rafael.
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–Yo le echaré una mano. Tú y Ana id a lavaros –dijo entonces Rafael–. La comida estará lista
pronto –Sara le sonrió aturdida.
–En ese caso, iremos a ponernos guapas para ti.
Ana empezó a lanzar risitas, y después se colocó junto a Sara para ir a la casa.
–Creo que me daré un baño –dijo Sara cuando entraban en el recibidor–. Un buen remojón con
muchas burbujas hará maravillas.
–Yo me daré una ducha –declaró la niña.
–Nos veremos después –Sara se despidió, y entró en su habitación. Sacó ropa interior limpia,
una blusa y una falda, y se dirigió al baño. Colocó el tapón en la espaciosa bañera, y añadió una
buena cantidad de sales perfumadas, luego empezó a quitarse la blusa.
Muy pronto, nubes de vapor llenaban la habitación y, después de quitarse los pantalones, se
metió en el agua.
Sin reparar en el tiempo, se enjabonó y agregó más agua mientras meditaba en lo mucho que
había cambiado su vida en tan poco tiempo.
Estaba tan absorta en sus pensamientos, que no alcanzó a oír el ruido casi imperceptible que
hizo la puerta al abrirse, hasta que un movimiento la hizo alzar la mirada y gritar escandalizada,
al ver a Rafael:
–¿Qué haces aquí?
–¿Necesito permiso para entrar en mi propio baño? –preguntó él, mientras se desabrochaba sin
prisa la camisa. Se la quitó y después los pantalones, para terminar quitándose los calzoncillos
con gran naturalidad–. ¿Por qué esa timidez, Sara?
–¿No tienes ningún respeto? –Dijo ella enfadada, y en seguida gimió incrédulamente al verle
meterse en la bañera–. ¡No puedes hacerlo!
Querida Sara, ya estoy dentro –repuso él con una mirada maliciosa.
–¡Eres imposible! –gritó enfurecida; él sonrió, lo que provocó un mayor enfado en ella. Y, sin
pensarlo, la joven utilizó una mano para salpicar el rostro de Rafael.
–¿Así que quieres jugar, eh? –dijo él con voz ronca, y con suma facilidad la atrajo, hasta que el
rostro femenino quedó a pocos centímetros del suyo–. Si ya has terminado de jugar, puedes
frotarme la espalda –dijo Rafael con ojos brillantes ante la impotencia femenina.
–¡Ni loca!
–Vamos, querida. ¿Dónde está tu sentido del humor?
–No me gusta ser invadida mientras me doy un baño –declaró.
–¿Ni siquiera cuando el invasor es tu marido?
–En ese caso, lo detesto aún más –declaró vehementemente.
–Pobre Sara –se mofó–. ¿Resulto tan odioso?
–Suéltame, Rafael –dijo, al mismo tiempo que se retiraba un mechón de pelo de la cara. Sintió
una extraña debilidad en las piernas e hizo un esfuerzo para empujar el pecho masculino,
tratando de estar más alejada de él.
–¿Por qué es tan terrible compartir el baño conmigo, Sara? –musitó él.
–Porque no es decente –repuso repentinamente, y se ruborizó al oírle reírse.
–Eres una ingenua, ¿no te parece?
–¿Preferirías que fuera de otra forma? –los ojos verdes centelleaban–. Sin duda alguna, Renée
sabe mucho más que yo de esto; ¡Quizá debería preguntarle qué debo hacer–para proporcionarte
placer!
Hubo una mirada terrible en los ojos oscuros, y ella pensó que iba a golpearla, después le vio
sonreír, pero puso un gesto malicioso, lo cual le produjo un escalofrío.
–Lo lamento –musitó la joven.
–Deberías hacerlo, porque Renée está a mil años luz de ti.
–¿Es un cumplido o un reproche?
–Me he casado contigo. ¿Responde eso a tu pregunta?
–No juegues conmigo, Rafael –Sara sintió un temblor en el labio inferior–. Cada día que pasa
me resulta más difícil competí contigo.
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–¿Y por qué lo haces? –preguntó irónicamente–. A estas alturas, ya deberías saber quién es el
que gana siempre.
–Por favor, déjame salir –le pidió, ya no soportaba más su proximidad. En cualquier momento,
sus instintos podían traicionarla.
–¿No puedo convencerte para que te quedes?
–Ana podría entrar –se justificó ella. Pero se sonrojó al percatarse de la sonrisa burlona de
Rafael.
–Mi hija tiene la suficiente educación como para llamar cuando encuentra una puerta cerrada –
la soltó, y sonrió al verla salir apresuradamente de la bañera–. Huye, ratoncita. La próxima vez
no te dejaré escapar tan fácilmente.
Sara cogió una toalla y se envolvió en ella, después recogió su ropa limpia y se dio la vuelta
para mirarle enfurecidamente.
–La desventaja de compartir el baño con una mujer, Rafael –fingió dulzura–, es que saldrás
oliendo a rosas.
–Y nadie dudará del motivo –se mofó él, y se rió a carcajadas al ver que ella volvía a
ruborizarse.
Después de una comida ligera, Ana pidió a su padre y a Sara que jugaran con ella a las cartas. A
media tarde, todos se pusieron el bañador y pasaron una hora en la piscina con suma
tranquilidad; después se tumbaron a tomar el sol, antes de volver a vestirse para dar un paseo
por los alrededores de la granja.
Sara miró a los toros sementales con mucho respeto, a pesar de que consideró que su aspecto no
era exactamente de fiereza.
Con la amena compañía de Ana, Sara se sintió capaz de tolerar la presencia de Rafael, sin
embargo, cuando la niña se fue a la cama después de cenar, la tensión la invadió.
Aunque dijo que deseaba ver una película, no consiguió engañar a Rafael. Su marido sonrió ante
aquella petición, apagó la televisión y la abrazó fuertemente. Esto provocó un gran enfado en
ella.
–Oh, ¿sólo sabes pensar en eso? –preguntó irritada, mientras la empujaba suavemente hacia la
alcoba.
–¿Preferirías que me diera igual? –se mofó él, mientras cerraba la puerta de una patada.
¿Se te ha ocurrido pensar en lo que podría pasar?
–Eres un animal –dijo Sara amargamente Rafael se aproximó a la enorme cama, después hizo
una pausa para colocarla frente a él, y sin ninguna prisa, le levantó la barbilla con un dedo.
–¿Un hijo? –los oscuros ojos brillaban al mirarla–. ¿Te importaría mucho darme un hijo?
–¿Tengo otra alternativa? –gimió apasionadamente–. ¡Incluso Ana me dijo la ilusión que le
haría tener un hermanito! –terminó alterada, y la expresión de Rafael se endureció.
–Tienes una predisposición natural hacia los niños. ¿Por qué no tener uno nuestro?
–¿Y por qué no toda una tribu? –preguntó agresivamente–. Soy joven y estoy sana, sin duda,
resultaría una buena matrona.
–¿Piensas que me he casado contigo por eso? –preguntó él duramente.
–Sé por qué lo has hecho. ¡Creo que jamás podré olvidarlo!
–Hay ocasiones –declaró Rafael despiadadamente–, en que podría golpearte.
–¿Por qué no lo haces? – ¿qué le estaba sucediendo? Debía estar loca para provocarle de esa
manera.
–Sara –le advirtió él–, en cualquier momento puedo darte esa tunda que tanto te mereces.
–Oh, por amor de Dios, vamonos a la cama –dijo evasivamente–. Estoy cansada, me duele todo
el cuerpo y no soporto seguir discutiendo contigo –dejó caer sus hombros abatida.
–Entonces, deja de provocarme.
–Siento como si no me pudiera dominar –confesó.
–Pobre chiquilla, qué terrible es tu vida.
–No te burles, Rafael –suplicó, y le escuchó suspirar.
–¿Y qué esperabas que hiciera contigo, querida? –levantó una mano hacia el rostro femenino, y
de pronto, Sara tuvo dificultad para tragar saliva.
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Impulsivamente, se humedeció los labios con la lengua, y notó un ligero brillo en los ojos de
Rafael; después, con un gesto espontáneo, elevó los brazos lentamente para rodear el cuello
masculino.
–¿Qué es esto... una invitación?
El dolor nubló la mirada de la joven, pero él notó un leve temblor en los labios de Sara, e
inclinó la cabeza al mismo tiempo que la abrazaba, apretando su suave cuerpo al suyo, y luego
la besó apasionadamente.
Rafael le hizo el amor deliciosamente. Ambos disfrutaron de su mutua ternura y sensualidad,
hasta que llegaron al éxtasis en una explosión de verdadero gozo.
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Capítulo 8
AL regresar a Surfer's Paradise tuvieron una infinidad de invitaciones por parte de los socios de
Rafael, y al no poderlas rechazar, la primera fue aceptada para el siguiente sábado por la noche.
Rafael le había dicho a Sara que se trataría de una reunión seria, y cuando ella supo que Renée
Laquet estaría entre los invitados, decidió comprarse un vestido nuevo.
Después de dos días de búsqueda inútil, encontró lo que deseaba. Quizás, no era nada especial,
sin embargo, cuando se lo probó, tuvo que reconocer que era muy elegante. El vestido era de
gasa negra, con cuello estilo halter. Una delicada estola negra completaría el atuendo. Sara
estaba tan ilusionada, que ni siquiera se sorprendió por el precio.
El sábado, después de comer, Ana le recordó a Sara que le había prometido acompañarla a una
fiesta de niños por la tarde. Tomás las llevaría y esperaría fuera hasta que terminaran.
–Olvidé decírselo a papá –declaró Ana.
–No importa, cariño –sonrió Sara–. Le dejaremos el recado con Clara.
El Mercedes Benz avanzó por la carretera Gold Coast conducido por las expertas manos de
Tomás. Cuando llegaron a la fiesta, fueron recibidos con cierta reticencia. En seguida se dieron
cuenta que la causa era Sara.
–Les dije que traería a mi madre –reveló Ana, mientras se aproximaban hacia la anfitriona y a
su hija, que se encontraban al otro lado del recibidor.

Sara se sintió conmovida ante las palabras de la niña, y con un inmenso deseo de proteger a la
pequeña. Compartían una cálida relación y Sara se percató de que Ana deseaba la aprobación de
sus amistades... quizá incluso despertarles envidia. ¡Con la mejor intención, la hija de Rafael
alardeaba un poco!
Eran más de las cinco cuando se fueron. Ana estaba sentada junto a Sara en el asiento trasero, y
se mostraba feliz porque todo había salido de acuerdo con sus planes.
–Nos lo hemos pasado muy bien, ¿verdad? –suspiraba la pequeña, satisfecha–. Eras la más
guapa de todas las madres que había allí.
–Es el cumplido más bonito que he recibido –dijo Sara sinceramente–. Me ha gustado mucho
acompañarte.
–Dime, ¿a que Amelia estaba muy graciosa con el sombrero que llevaba? –Dijo ahora Ana con
simpáticas risitas–. Y el horrible de Rodney ensuciando a Susie con el helado. ¡Nunca la había
visto tan enfadada!
Sara sonreía al recordar los momentos agradables de la fiesta.
–¿Estás pensando en la fiesta de esta noche?
–Algo así –Sara dudó–, tu padre tiene muchos amigos influyentes, y no conozco casi a ninguno.
–¿Es posible que te dé vergüenza?
–Así es –Sara hizo una mueca–. Tonta, te estaba engañando.
–Papá estará allí –dijo Ana, como si la presencia de Rafael lo resolviera todo.
–Sí, pero no puedo estar pegada a él como una lapa toda la noche –explicó Sara; la niña pareció
pensar algo antes de preguntar.
–¿Te gusta bailar, Sara?
–Sí. Aunque depende mucho de quién sea mi compañero.
Tomás detuvo el coche a la entrada de la casa, y Sara se sorprendió al ver que Rafael salía a
recibirlas.
–Llegamos un poco tarde, papá –comenzó a decir Ana inmediatamente–. No ha sido culpa de
Tomás. La fiesta fue muy larga.
–¿Te has divertido, mi niña? –Rafael se inclinó para acariciarle el pelo.
–¡Oh, si! Nos hemos divertido mucho, y a todo el mundo le ha encantado Sara.
–No lo dudo, pequeña –Rafael sonreía divertido, y rodeó a cada una con un brazo para dirigirse
a la entrada principal–. Tu abuela te espera en el vestíbulo –agregó él–. Mañana me contarás lo
de la fiesta, ¿de acuerdo?
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–Será más bien un intercambio –sonrió la niña.


–Trato hecho –sonrió Rafael–. Sara y yo pasaremos a verte antes de irnos.
Sara se adelantó a subir la escalera y, ya en la alcoba, se apresuró a sacar ropa interior limpia y
una bata, y seguidamente se dirigió al baño.
Diez minutos más tarde, salía, despidiendo una deliciosa fragancia de rosas. ¡Estaba dispuesta a
no dejarse pisar por ninguna mujer, y menos por Renée!
No era necesario que se pusiese sostén con el vestido y, después de subirse la cremallera, se
dispuso a peinarse y a maquillarse la cara. Se dio un poco de rimel en las pestañas, y se pintó los
ojos con un suave tono verde. Se cepilló el pelo enérgicamente, y terminó aplicándose brillo en
los labios y un poco de colorete en las mejillas.
–Estoy lista –dijo con una sonrisa de satisfacción al darse la vuelta y encontrarse frente a ella a
Rafael. La joven, se quedó sorprendida al contemplar a su marido.
Llevaba un traje oscuro que le sentaba a la perfección. Ella sonrió al verle aproximarse.
–Estás guapísima.
–Y tú muy atractivo –logró decir la joven.
–Formamos una pareja estupenda, ¿eh? –sonrió con una mueca.
–Creo que es un adjetivo adecuado.
–¿No llevas ninguna joya? –la miró pensativamente; de pronto, salió de la habitación sin que
Sara pudiera responderle. Regresó diez minutos más tarde, trayendo consigo un estuche de
terciopelo–. Creo que esto te sentará bien –y sacó una gargantilla de oro y brillantes. Se la
colocó en el cuello y cerró el broche mientras ella sentía cierto temor al palpar la joya.
–¡Es preciosa! Gracias por prestármela.
–Considéralo como un regalo.
–No. Es muy amable por tu parte, pero no puedo aceptarlo. Gracias –añadió cortésmente, y le
vio entrecerrar los ojos.
–Es tuya, Sara. Insisto.
–Ya te has gastado demasiado dinero en la familia Adams –dijo ella serenamente.
–Eres mi esposa –repuso él–. Debes aceptar cualquier regalo que yo te ofrezca.
–Me has dado ya muchas cosas.
–Muchas de las cuales no has aceptado.
–Será mejor que nos vayamos, si no queremos llegar tarde –replicó evasivamente, al sentir que
se coloreaban las mejillas por la insinuación de él.
–Eres la reina de la evasión –dijo irónicamente.
–No siempre. Me provocas y, a veces, reacciono de la forma menos adecuada.
–Pobre Sara –se burló suavemente–. Con esos ojos y ese genio, te hubiera pegado más tener el
pelo oscuro.
–Mi color es natural –repuso indignada, y él la cogió del codo.
–Yo no he dicho lo contrario. Pero, vamonos, antes de que surja otra discusión.
–Nos pasamos la vida discutiendo, –dijo resentida.
–Yo creo que hay infinidad de ocasiones en que estamos en prefecta armonía.
Sara no volvió a decir una palabra hasta que llegaron a la casa de los anfitriones, que resultó una
mansión palaciega.
–¿Nerviosa? –le preguntó Rafael.
–¿Debería estarlo?
–No te dejaré sola, Sara –declaró él secamente, mientras llegaban a la impresionante entrada
principal. En ese momento, Sara dijo con una mueca:
–No soy una extraña en los círculos sociales.
–Eres la envidia de cualquier mujer.
–¿Es un cumplido? –Arqueó una ceja interrogante–. ¡Qué amable eres!
–Pequeña ratita –replicó él–. Da gracias a Dios que ahora no puedo darte tu merecido.
–¿Desde cuándo te detienen los convencionalismos, Rafael? –preguntó ella con fingida dulzura.
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En ese instante se abrió la puerta y entraron. Sara, debido a la proximidad que había entre
ambos, podía oler el aroma de la loción masculina que desprendía su marido. Comenzó a
ponerse nerviosa, aunque no sabía muy bien por qué. ¿Y si le amara? ¿Acabarían entonces sus
desdichas? Lo más triste es que nunca llegaría ese momento.
Cuando estaban a punto de sentarse, se dieron cuenta de que se armó un enorme alboroto en la
entrada. Todos los ojos se centraron en una llamativa pelirroja que avanzaba lentamente entre
los invitados. ¿Quién si no Renée, planearía una entrada tan sorprendente?, pensó Sara furiosa.
Con los movimientos de un felino, Renée se dirigió a su mesa; al llegar, saludó a cada uno de
los presentes, y se sentó en la única silla que había vacía, justo enfrente de Rafael.
Durante las dos horas siguientes, Sara se percató de la atención que prestaba Renée a Rafael.
Rafael procuraba ignorarla, incluso llegó a ser grosero con ella en algún momento, sin embargo,
Renée no cesaba en su empeño, y Sara sonrió ante su insistencia.
–Deberíamos comer juntos algún día, Sara –Renée se dirigió a ella como si fuera una gran
deferencia, y le sonrió–. Te llamaré.
–Gracias –respondió Sara con la justa entonación de cortesía–. Esperaré a que lo hagas.
–Tenemos tanto de qué hablar –musitó Renée, después lanzó una risita que terminó casi en una
muecas–. Por ejemplo, cómo lograste atrapar a Rafael. Yo lo intenté durante varios años.
–¡Dios mío! –Exclamó Sara, y abrió los ojos con deliberada sorpresa–. Lo hice sin el menor
esfuerzo –y dirigió la mirada al aludido, para lanzarle una dulce sonrisa–. ¿No es cierto,
querido?
Los ojos de él se oscurecieron con una expresión diabólica y divertida, y cogió una mano de
Sara para besarle la muñeca con mucha suavidad.
–Estoy totalmente enamorado, querida –había una clara sensualidad en su mirada.
Sara no podía dejar de mirarle, y él se inclinó hacia ella, con una suave sonrisa, para rozarle los
labios con su boca.
Posteriormente, Sara se puso a charlar con algunos invitados, pero tuvieran conversaciones tan
triviales, que poco después, ni siquiera se acordaba de lo que habían hablado. Cuando
terminaron de cenar, salieron de la lujosa casa y se dirigieron al coche.
–Estás muy callada.
Volvió la cabeza, pero en la oscuridad de la noche, no pudo descifrar lo que había en la mirada
de Rafael. Era tarde y la invadía una sensación de sueño y cansancio, efecto de la buena comida
y del vino.
–Tengo sueño –explicó, y escuchó una leve sonrisa.
–Espero que no demasiado, ¿eh?
–No podría responderte –replicó ella. Una vez en el coche, Sara cerró los ojos, y se quedó
dormida. Un rato después escuchó la voz de Rafael y supo que la estaba desnudando.
–Por Dios, ¿no llevabas puesto más que el vestido?
–Ya estamos en casa –dijo ella, mientras abría los ojos. Rafael le había subido en brazos a su
habitación.
–En pocos minutos estarás en la cama.
–Qué bien –musitó Sara, y rodeó con los brazos el cuello masculino–. ¿Vas a besarme, Rafael?
–Vaya, vaya –él sonrió mientras lo hacía–. ¡Qué cambio... de una pequeña ratita, a una
seductora! –la depositó en la cama, y después se deslizó a su lado.
La amó tiernamente y Sara se sintió invadida por una cálida sensación de protección, de modo
que, cuando ambos ya estaban relajados, se apretó a los fuertes brazos, para entre ellos quedarse
dormida con la confianza de una criatura.
El lunes por la mañana, un poco después de las nueve, Sara marcó el teléfono de la boutique de
Selina con la intención de invitarla a comer. Había transcurrido más de una semana desde que se
habían visto por última vez. Como Rafael no iría a comer a casa aquel día, y Ana estaba en el
colegio, parecía la oportunidad ideal.
–Pasaré por ti a las doce –dijo Sara.
Acababa de colgar, cuando el teléfono sonó. La joven respondió con cierta seriedad.
–Residencia de los Sanz –a Tomás o a Clara les daría un ataque, pensó con cierta culpabilidad.
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–Quiero hablar con la señora de Sanz –pidió una voz femenina.


–¿Quién llama, por favor? –Sara siguió con la farsa.
–La señorita Laquet.
¡Renée no había perdido mucho el tiempo! Sara contó con gran lentitud hasta cincuenta.
Después volvió a colocarse el auricular sobre el oído y respondió dulcemente:
–¿Renée? Qué agradable oírte –mentirosa, se dijo.
–¿Por qué no nos dejamos de formulismos sociales, eh? –Declaró la otra mujer sin más–. Eres
joven, pero no estúpida.
–Veo que tienes algo que decirme –replicó Sara, y escuchó a Renée inhalar con fuerza.
–Rafael es mío, ¿lo oyes? Mío. ¡Nos conocemos desde hace muchos años! –Se apreció rencor
en la voz de Renée–. Supongo que te imaginas que lo tienes muy seguro. Pobrecita –añadió
vengativa–. Rafael puede ser cualquier cosa, menos fiel. ¿Sabías que me invitó a comer la
semana pasada? –Lanzó una risita–. ¿Sorprendida, Sara? Te daré otra sorpresa, ¿puedo? Hoy
también lo veré –hizo una pausa, esperando la reacción de Sara, y al no obtenerla, prosiguió
lentamente–: Si no me crees ve a Fiorini's sobre las doce.
–Rafael tiene infinidad de comidas de negocios –repuso Sara cautelosamente.
–¡No seas tan ingenua, Sara! –La voz de Renée subió de tono–. Rafael es demasiado hombre,
querida, y tiene un saludable apetito sexual –su risa sobresaltó a Sara–. Aunque supongo que no
necesito decírtelo, ¿no es cierto? –y prosiguió revelándole a la joven más detalles. Por fin,
concluyó con tono serio–. El apartamento de la zona de Surfer's vale la pena, ¿estás de acuerdo?
Pensé que cambiarías de mobiliario, pero no lo has hecho, ¿O me equivoco, Sara?
–¿Por qué habría de hacerlo? –repuso Sara inexpresiva–. Me gusta como está.
–En Fiorini's a las doce, Sara. No lo olvides –terminó Renée bruscamente, y colgó en seguida.
Sara se quedó paralizada durante unos momentos, estaba totalmente aturdida. Después, trató de
reaccionar y subió la escalera.
Sin lograr concentrarse en nada, se retocó el maquillaje y, después bajó para decirle a Clara que
pasaría fuera casi todo el día.
Sin ninguna idea prefijada, condujo hasta Brisbane y, después de aparcar el coche, deambuló
por las calles, mirando escaparates. Parecía un autómata. Su mente sólo albergaba la insinuante
voz de Renée, repitiendo una y otra vez aquellas terribles palabras.
Estaba indecisa entre verificar la acusación de Renée, y el deseo instintivo de rechazarla. Fue la
primera opción la que ganó, y poco después de las doce y media, entraba en Fiorini's, con
Selina.
–¿Qué vas a pedir, querida?
–No tengo demasiado apetito –contestó Sara, fingiendo que prestaba atención al menú–. Creo
que sólo comeré una ensalada.
–Yo me inclinaré por algo más sustancioso –declaró Selina y pidió cordero asado. Cuando el
camarero se alejó, miró a su hija y le preguntó sonriendo–: Te veo... pensativa. ¿Te preocupa
algo?
–No, claro que no –repuso Sara inmediatamente. Estaba nerviosísima y temía mirar a su
alrededor, y confirmar las acusaciones de Renée.
Después de diez minutos de agonía, en que apenas probó bocado, levantó la mirada lentamente
para recorrer el salón. De pronto, una cabeza conocida llamó su atención.
Al principio no daba crédito a lo que veía, pero allí estaba la prueba. En una mesa situada en un
rincón, al otro lado del restaurante, estaba Rafael y, frente a él, la hermosa Renée.
La cólera surgió en ella, como la lava de un volcán. Los ojos verdosos centellearon y sus
delicadas facciones, se tornaron mordaces.
–¿Te importaría mucho si nos vamos?
Selina la miró sorprendida, pero en seguida pareció intuir que algo ocurría, y después de lanzar
una mirada de pesar al cordero asado, dejó sobre el plato el cuchillo y el tenedor.
–Claro que no, querida. Tampoco yo tengo mucha hambre –miró fijamente a su hija y, al mismo
tiempo que sonreía, se puso de pie–. ¿Nos vamos?
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Sara permaneció silenciosa durante el trayecto a su antigua casa, sin notar siquiera que su madre
estaba demostrando tener mucho más tacto que ella. Tampoco fue muy lógica su negativa de
entrar a tomar café.
–Llámame en cuanto llegues a Surfer's, querida –le dijo Selina, mostrando su ansiedad cuando
descendía del coche. Sara se limitó a asentir.
Después, condujo como si fuera un autómata, y algún santo debió protegerla, porque llegó a
casa sin ningún contratiempo.
La gran mansión parecía sumida en un extraño vacío, y Sara paseó por el vestíbulo durante unos
interminables minutos, tratando de decidir la actitud que iba a tomar.
Ignoraría el incidente, fingiendo no saber nada. Adoptar otra actitud sería como acusar a Rafael.
Pese a todo, ella estaba segura de que su marido tenía que haber tenido un motivo para comer
con Renée. Podría tratarse sólo de negocios. Suspiró irónicamente. ¿Renée... negocios? ¡El
único negocio que Renée Laquet tenía en la cabeza era Rafael!
La mente femenina se llenó de miles de pensamientos. Podría haber sido, incluso, una
coincidencia que se hubieran encontrado allí. Al fin y al cabo, compartir una comida no
significaba compartir la cama.
¡Oh, Dios! Si estuviera segura de él, podría reírse de todo el incidente. Rafael la deseaba, no le
cabía duda... pero, ¿la amaba? Se recordó que él no amaría a ninguna mujer, y menos a ella.
Decidió no pasar más horas inútiles en un estado de confusión mental. Lo que necesitaba era
algo que la distrajera de sus pensamientos, y, qué mejor que irse de compras.
Sin pensarlo más, cogió su bolso y salió de casa. Un momento después, se encontraba
conduciendo el Porsche.
Después de aparcar en un centro comercial, entró en la boutique más cercana, sin saber siquiera
lo que deseaba comprar.
Tres horas después, llenó el asiento trasero del coche con varios paquetes de diversos tamaños y
brillantes envolturas. No reparó siquiera en que había gastado una enorme suma de dinero.
Rafael recibiría una sorpresa cuando le empezaran a llegar las facturas. Pero tenía el suficiente
dinero para poder pagar cualquier cosa que ella comprara. Y si él mismo se lo gastaba en
divertirse, ¡bien podía pagar sus facturas! Llegó pronto a casa, y al entrar se encontró con su
marido.
–Espero que hayas tenido un día agradable.
Sara dejó las llaves del coche en una mesita, después, aceptó la copa de jerez que Rafael le
ofrecía.
–Por supuesto –respondió tristemente, y levantó la copa para dar el primer sorbo–. ¿Y tú?
–Lo de siempre –había algo de sarcasmo en la respuesta.
–¿Ningún contratiempo? –preguntó con fingida dulzura.
–Mucho trabajo. Me alegraré cuando termine lo que tengo entre manos.
–Así son los grandes negocios –comentó Sara, encogiéndose de hombros, al mismo tiempo que
se alejaba algunos metros.
–Podríamos hacer un viaje –sugirió él indolentemente.
–Ana tendrá vacaciones en mayo. ¿Qué planes tienes?
–Me refería a ti y a mí –repuso secamente–. Una semana, quizá diez días. ¿Qué te parecería ir a
Hawai?
–Es un bonito lugar –contestó espontáneamente–. Pero, después de tanto sol, prefiero un clima
de más frío. ¿Tal vez, Suiza? St. Moritz está muy de moda, y hace mucho tiempo que no esquío.
–¿Entonces, sabes esquiar?
–En cierto modo, ¿y tú? –y sonrió–. Oh, discúlpame... sin duda el esquiar es una más de tus
numerosas facetas. Se te da bien casi todo –y agregó en silencio: «incluyendo verte con otra
mujer a mis espaldas».
–Esta noche estás más agresiva. ¿Qué te pasa, querida?
–¡tu! –declaró en seguida.
–¿De verdad? –Preguntó con cierta mofa–. ¿Quizá es que no te he hecho caso?
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–No te preocupes, eso ya lo he superado –replicó ella agresivamente, y le vio mirarla


pensativamente.
–Explícate, niña –era una orden que ella prefirió ignorar, y evadió la intimidante mirada
masculina–. ¿Sara? –la suave voz resultaba amenazante.
–¿Qué tal te fue en tu comida de negocios?
Los ojos oscuros brillaron comprensivamente, pero en seguida volvieron a mostrarse
enigmáticos mientras Rafael daba un sorbo a su whisky.
–¿Estás celosa, porque he comido fuera de casa? ¿Porque no he comido contigo?
–No me importa ni lo más mínimo con quién comes... o cenas –repuso a la ligera, pero apretó
los labios–. ¿No niegas que has comido con Renée?
–¿Por qué habría de hacerlo? –replicó él lentamente–. Su padre es mi socio, y ella lleva cinco
años ayudándole en sus negocios, y la verdad es que la va bastante bien.
–Sin duda, gracias a tus excelentes consejos.
–Me ha consultado en varios negocios... sí.
–¡Por Dios! –declaró Sara hipócritamente–. No la creería capaz de mostrar un auténtico interés
por los negocios, si tú no estuvieras por medio. La tendrías en la cama ante la menor
insinuación.
Rafael se limitó a encogerse de hombros, pero Sara se daba cuenta de que en la mirada
masculina había una expresión de alerta.
–No hagas acusaciones que no puedas demostrar –dijo él entre dientes, y eso la encendió.
–¡Deja de hablarme como a una criatura! ¡Con Ana te puede ir bien, pero yo salí del colegio
hace mucho tiempo!
–Es una lástima que no hayas alcanzado una madurez al nivel de tu preparación.
–¿Y qué demonios se supone que quieres decir con eso? –elevó la voz, enfadada–. ¿Que debo
tolerar que estés con otra mujer? –Los ojos de Sara echaban chispas, y tenía el rostro
encendido–. ¡Si eso es la madurez, no me interesa!
–Hace unos minutos dijiste que no te importaba con quién comiera o cenara.
–Renée es diferente –musitó mordazmente, y evitó mirarle.
–Entonces, ¿a quién no quieres que vea?
–Eres un hombre casado –declaró ella amargamente.
–Ya entiendo. Te has enfadado.
–No–... ¡Sí, maldición! –dijo sofocada–. ¡Si quieres tener una aventura, ten al menos la decencia
de hacerlo discretamente!
–Querida Sara –sonrió el–, llevamos una vida sexual absolutamente satisfactoria cada noche, y
en muchas ocasiones, también en las primeras horas del amanecer. ¡Crees acaso que me quedan
ganas para acostarme con alguien más?
–Estoy segura de que te las ingeniarías si recibieras la suficiente provocación.
–¿Quieres que te haga un juramento de fidelidad?
–¿Para calmar tu conciencia? ¿Para qué?, de todas formas, continuarás con citas clandestinas
con la preciosa Renée... quien, por cierto, se interesa sólo por sí misma –agitó la cabeza
lentamente–. Nunca ha dejado de sorprenderme cómo los hombres se ciegan ante una mujer
guapa.
–Es muy fácil de entender ¿no crees?
–¡Eres un... bastardo! –el cinismo de Rafael la encolerizó más aún–. He recibido ya demasiadas
opiniones sobre tu... reputación de libertino.
–Te estás pasando, Sara.
–¡De verdad? –interrogó entristecida–. Veo que no te molestas en negarlo.
–¿Me creerías si lo hiciera? –preguntó él después de un largo silencio.
–La evidencia te culpa, Rafael –contestó Sara, tragando saliva con dificultad.
–¿De qué demonios estás hablando? –había algo de tensión en el rostro masculino.
–Renée fue muy clara al contarme todos los detalles. Citas, lugares... incluso la hora precisa en
cada ocasión –reveló ella, y notó que el rostro de Rafael cambiaba de expresión.
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–Esa joven tendrá que responderme de muchas cosas –declaró Rafael con tono severo.
–Entonces, ya sois dos los que debéis dar explicaciones –dijo Sara amargamente.
–¡Por Dios! –Exclamó Rafael–. Mi relación con Renée acabó mucho antes de que tú salieras del
colegio –la miraba como si quisiera traspasarla–. Las Renées de este mundo son como aves en
jaulas de oro... requieren atención y admiración constantes. Son tan falsas como su propia
existencia –concluyó despiadadamente.
–Qué triste –declaró Sara con frío cinismo–. Mi corazón sufre por ella.
–Ve a cambiarte –le ordenó de pronto Rafael–. Saldremos a cenar fuera.
–Prefiero abstenerme, si no te importa –le miró fijamente–. No creo que pueda estar a la altura
de las circunstancias.
–Tonterías. Te sentará bien.
–No te importa lo que yo piense, ¿no es cierto?
–Conozco un restaurante donde los mariscos son excelentes. Después podríamos ir a alguna sala
de fiestas.
–¿Alguno de tus sitios predilectos? –Sonrió sarcásticamente.–¿Y arriesgarme a toparme con
Renée? No, muchas gracias.
Rafael se irguió y caminó hacia ella indolentemente. Sara le observó con una extraña
fascinación hasta que se quedó frente a ella.
–Sara, haz lo que te digo, ¿vale? –Le acarició el cuello con un gesto extraño–. Me gustaría
sacarte por ahí. Podríamos ir a bailar o a ver algún espectáculo. ¿No te gustaría? –le besó el pelo
fugazmente y después las sienes.
La estaba seduciendo descaradamente, y Sara empezó a sentir el potente magnetismo de Rafael.
Él comenzó a besarla y ella sintió que su cuerpo reaccionaba apasionadamente.
La boca de Rafael jugueteaba con su labio inferior con tal sensualidad que sintió que la sangre
se le agolpaba en las venas. Después de unos instantes, cedió su resistencia, y le rodeó el cuello
con ambos brazos, al mismo tiempo que respondía a sus besos.
Rafael la acariciaba anhelante y la besaba con una pasión arrebatadora que no conocía límites, y
en el momento en que la cogió en sus poderosos brazos, Sara gimió suplicante.
–¡No...Rafael! –ambos sabían que no lo decía en serio.
–Sí... Sara –se burló él suavemente, y en ese momento percibió la expresiva mirada de la joven.
Sonrió y la oprimió más para subir la escalera que conducía a su elegante alcoba.
Cerró la puerta, y la depositó en la cama con suma delicadeza.
–¿Y la cena? –musitó ella, y la sonrisa masculina la estremeció.
–¿Y a quién le importa la cena en estos momentos?
Se quedó inmóvil ante la ardiente mirada de Rafael, y no pudo hacer nada para evitar que la
desvistiera.
Cada caricia parecía producto de las manos de un experto amante. La joven se agitaba y gemía
de placer sin poder controlar su cuerpo.
Sara tenía deseos de llorar por la dicha que sentía y por el placer que le producían las manos de
su marido. Hubo un momento en que oprimió su cuerpo contra el de él, como si pidiera sin
palabras la entrega.
–¡Rafael, por favor! ¡No resisto más! –gimió.
Y después, cuando yacía relajada entre sus fuertes brazos, pensaba turbada en su enloquecida
reacción.
Pero, muy pronto, el sueño reemplazó la sensación de somnolencia, y aun sumida en sus sueños,
se apretaba contra él, como si fueran un mismo cuerpo.
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Capítulo 9
SARA se despertó bastante tarde la mañana siguiente. Se estiró perezosamente, y sin prisa,
volvió la cabeza y se dio cuenta de que estaba sola, en medio de la enorme cama.
Como en un caleidoscopio, se sucedieron en su mente los acontecimientos de la noche anterior.
Con un gesto de impotencia, cerró los puños y golpeó la almohada enfurecida.
¿Cómo había podido rendirse ante tal lujuria?
Pero, a pesar de todo, lo cierto era que no podía permanecer toda la mañana en la cama
lamentándose de su suerte. Aquel hecho era el instrumento de su ruina. ¡Cómo deseaba estar
bajo tierra!
Trató de serenarse, pero le fue bastante difícil. No podía evitar sentir escalofríos al pensar que la
vida le había proporcionado la experiencia de llegar al climax de la sexualidad en los brazos del
hombre de quien se había enamorado. ¿Amor? ¿Serían sus sentimientos responsables de lo que
sentía? Se suponía que el amor era la serena unión de dos espíritus, un cariño que unía a una
pareja más allá de los lazos de la amistad. La apasionada atracción física que sentía por Rafael
sólo podía ser lujuria. Una sensación que la dejaba satisfecha, pero que a la vez le hacía odiarle
con más fuerza.
Gimió desesperadamente. El simple hecho de mirarle, le hacía perder la razón. ¿Cómo iba
entonces a poder pensar con claridad, si Rafael estaba presente en su mente durante todos los
momentos del día? Del día y de la noche, claro estaba
De repente, se dio cuenta de que sólo había una solución. Debía ir a algún sitio donde pudiera
estar sola y liberada de la turbadora presencia masculina.
La cuestión era... ¿adonde? Con Selina, no. Sería el primer lugar donde él la buscaría. Tampoco
al apartamento, porque ocurriría lo mismo. Tendría que marcharse a un pequeño hotel que él no
conociera.
Se levantó y entró en el baño. Minutos más tarde salía para vestirse y, cuando quedó satisfecha
con su apariencia, sacó una maleta y metió en ella suficiente ropa como para pasar tres o cuatro
días fuera.
Su mayor preocupación era salir de la casa sin ser vista y, al no ver por ningún lado a Tomás ni
a Clara, descendió las escaleras y se dirigió silenciosamente hacia la puerta. Ya, sólo tenía que
meter la maleta en cualquiera de los coches que Rafael hubiera dejado en el garaje. Metió la
maleta, se sentó detrás del volante y lo puso en marcha. Minutos después, conducía rumbo a la
carretera del sur.
No quería profundizar mucho en las consecuencias de su actitud, porque su instinto le advertía
que Rafael, al descubrir su partida, sería un hombre peligroso, y su cólera le acarrearía, sin
duda, severas consecuencias.
Dios Santo, ni siquiera había dejado una nota explicándole sus intenciones. Y si llamaba a
Selina, probablemente la preocuparía. Esto último deseaba evitarlo a toda costa.
Tugan, Bilinga, Coolangatta... pasó por todos esos sitios sin percatarse siquiera.
A partir de Tweed Heads, tomó el rumbo de Murwillumba, y de Bahía Byron a Ballina, donde
se detuvo en el primer hotel que había a la salida del pueblo. Después de registrarse, siguió a la
encargada a una habitación pequeña, pero de alegre decorado. En cuanto estuvo sola, levantó el
teléfono y marcó el número de la boutique.
–¿Selina? ¿Tienes unos minutos para hablar, o estás muy ocupada?
–Hay una clienta, querida, pero sólo está curioseando. ¿Qué pasa?
–He decidido pasar sola unos días –empezó a decir Sara sin preámbulos–. Rafael no lo sabe y
olvidé dejarle una nota.
–Ha sido un gran descuido por tu parte –le reprendió su madre–. Será mejor que le llames
cuanto antes. Estará preocupado.
¿Lo estaría? ¡Dudaba mucho que así fuera! Probablemente estaría enfadado... pero,
¿preocupado? Sólo la gente que era capaz de amar se interesaba por los sentimientos de los
otros.
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–Quizá tenga problemas para localizarle –replicó firmemente–. ¿Te importaría decirle que estoy
bien?
–Sara, tú no eres así. ¿Qué pasa? ¿Habéis tenido algún disgusto?
–No, claro que no –dijo repentinamente–. Escucha, no te preocupes... le llamaré yo misma.
Pensé que debía decírtelo para que no te preocuparas en el caso de que él fuera a buscarme a tu
casa. Estoy perfectamente.... de verdad.
–No lo parece, querida. ¿No sería mejor que me dijeras dónde estás?
–No tiene sentido; quizá me vaya de este sitio dentro de pocas horas –la situación se ponía más
difícil–. Escucha, debo irme. Te llamaré de nuevo mañana –y colgó el auricular
cuidadosamente.
Las horas del mediodía habían quedado atrás, y su estómago vacío le recordó que no había
comido nada en todo el día. Se sentía algo débil, con una sensación rara. ¡Si iba a tener el valor
de llamar a Rafael, sería mejor que lo hiciera con el estómago lleno!
Sin pensarlo más, cogió el bolso, las llaves y se dirigió al coche. A la media hora más o menos,
regresaba a su habitación cargada con algunos alimentos. Prefería comer allí, a solas.
A las seis de la tarde, se dispuso a comer lo que había comprado. Se quedó bastante satisfecha y
sus ánimos parecieron levantarse. Después de haber comido, se sentía preparada para
enfrentarse a Rafael, a pesar de que la perspectiva no le atraía en absoluto. Tomás fue quien
respondió, y casi en seguida Rafael cogió el auricular.
–¿Sara?, ¿dónde estás? –su voz era áspera y parecía contener una feroz rabia. Ella parpadeó y
alejó un poco el auricular.
–Disfrutando de un descanso bien merecido –replicó irónicamente–. No te preocupes, volveré
antes de que Ana regrese del campamento escolar, este fin de semana, por lo tanto, no hay
motivo para alarmarse.
–Sara, regresa inmediatamente –le advirtió él con un tono amenazador–, ¿me entiendes?
–No – ¿cómo podía aparentar tanta tranquilidad?–. Soy capaz de cuidarme durante unos cuantos
días.
–¿Dónde estás? –preguntó Rafael ansiosamente.
–Oh, no, Rafael –se negó ella con una sonrisa–. Si te lo digo, vendrás a buscarme –se le hizo un
nudo en la garganta, pero después prosiguió–: La intención de todo esto, es alejarme de ti.
–¿Y qué piensas conseguir, Sara?
–Me... acaparas –replicó estremecida–. Volveré el viernes... te lo prometo.
El silencio masculino la atemorizó, y colgó inmediatamente, como si al hacerlo le impidiera a él
saber su paradero.
Intentó distraerse un rato leyendo un libro, pero no lo consiguió. Poco después, encendió la
televisión que se encontraba en la pequeña pantalla con la esperanza de encontrar algún
programa divertido.
Se mantuvo delante del aparato un largo rato, pero no logró prestar atención a lo que tenía
delante.
¡Maldición! ¡Maldición, maldición!. ¿Qué le pasaba? Se sentía desorientada. Sólo podía pensar
en Rafael. En su pelo rizado. En sus ojos oscuros. En su boca sensual. Conocía todos los
matices de su voz grave, y podía imaginársele como si fuera parte de sí misma.
Echó un vistazo a su reloj de pulsera y vio que apenas eran las nueve; no obstante, el largo
recorrido en el coche la había cansado.
Después de una ducha reanimante, se puso el camisón y se deslizó entre las sábanas de la
cómoda cama.
La noche fue larga y solitaria, y, a pesar de que Sara logró dormir algunas horas, a la mañana
siguiente se despertó con la sensación de que había pasado la noche en vela.
Durante sus horas de insomnio, vio una cosa con claridad: amaba a Rafael. Sólo el amor podía
ser responsable de aquella necesidad dolorosa, que era casi una obsesión. Él formaba ya parte de
ella. Vivir sin él, sería como estar muerta.
La decisión de regresar fue también apresurada. Después de desayunar rápidamente una taza de
café y una rebanada de pan tostado, se quitó el camisón, lo metió en el maletín y se dirigió al
coche.
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A las nueve, ya estaba en la carretera y hacia kilómetros rápidamente mientras su corazón latía
acelerado. Pensaba en la forma de sorprenderle. Debía llegar a Southport a mediodía, y una
tenue sonrisa curvó sus labios, mientras imaginaba la reacción de su marido cuando entrara en
su oficina y le pidiera que la invitara a comer. Justo al pasar Murwillumba, el tránsito se detuvo
y Sara disminuyó la velocidad igual que el coche que había delante de ella. Lo que pasó a
continuación, le pareció un sueño. De pronto, sintió y escuchó un terrible golpe que la lanzó
hacia adelante sin que pudiera evitarlo, y después, nada más.
A lo lejos, creía oír vagamente el sonido de sirenas y, casi inconsciente, oyó voces, sintió manos
que la levantaban, después una sensación de dolor y, luego, como si flotara.
Cuando se despertó, se encontró con el rostro sonriente de una desconocida; divisó un uniforme
blanco y escuchó una voz agradable:
–Por fin ha decidido despertarse. ¿Cómo se siente?
–Como si aún flotara –contestó, pero sintió que todavía estaba mal–. ¿Estoy herida? No me lo
parece, sin embargo, tampoco creo que pueda levantarme de la cama.
–El doctor vendrá dentro de un momento. Le explicará lo que pasa. Mientras tanto, le inyectaré
un calmante –dijo la enfermera suavemente–. Si me necesita, oprima este botón –y le colocó a
un lado de la mano el timbre eléctrico. Seguidamente, entró el médico en la habitación de Sara.
–Tiene un golpe en la cabeza que quizá le duela bastante durante algunos días –le explicó–.
Además, tiene unas cuantas heridas y una costilla rota. Es una joven con mucha suerte, señora
Sanz. Pudo haber sido mucho peor.
–¿Sabe mi nombre? –preguntó azorada y le vio sonreír.
–Su marido lleva aquí muchas horas. Espera afuera para verla.
–¿Rafael... aquí? –palideció un poco, y notó que el médico la miraba pensativo.
–¿Desea que le diga que vuelva mañana?
Sara negó con la cabeza y, en ese instante, una aguda punzada le atravesó desde la frente a la
nuca.
–No, por supuesto –respondió.
El joven médico asintió sonriente y salió de la habitación. En un momento de pánico, Sara cerró
los ojos, anhelando que todo aquello fuera solamente una pesadilla.
–Hola, Sara.
La voz grave y varonil le era familiar. Abrió los ojos lentamente y se le quedó mirando unos
instantes, para responderle luego con cierto temor.
–Rafael –sus enigmáticas facciones no le decían nada, y abrió más los ojos cuando le vio
aproximarse. Necesitaba decir algo, lo que fuera... y declaró apresuradamente–: El Porsche...
espero que no haya quedado muy mal. Yo... –la boca masculina sobre la suya la hizo callarse.
–Calla, tontita –musitó él momentos después–. El coche me importaba un bledo.
Respiraba agitadamente, lo que provocó que le dolieran las costillas y vio, sorprendida, que él
se sentaba en la cama cerca de ella.
–No fue mi culpa –explicó estremecida.
–Oh, Sara –Rafael movía la cabeza–. ¿Qué voy a hacer contigo?
–Habría sido mejor que no te casaras conmigo –respondió, después de tragar saliva.
–¿Eso piensas? –le acariciaba una mejilla con mucha suavidad.
–Oh, maldición –murmuró ella consternada al sentir que las lágrimas le rodaban por las
mejillas.
–No llores, querida–trató de calmarla–, o las enfermeras van a pensar que mi visita te ha puesto
nerviosa, y me dirán que me vaya.
–Es mejor que te vayas –dijo entristecida–. No me siento nada bien.
–Has estado inconsciente durante varias horas –le reveló él con una extraña sonrisa; después se
puso de pie–. Descansa, pequeña –sus ojos se oscurecieron con una emoción indefinible–.
Estaré aquí, si me necesitas –se inclinó para rozarle una mejilla con los labios, después se
incorporó para dirigirse a la puerta.
A continuación, todo fue un poco vago. Sara durmió a ratos, y por la tarde la despertaron para
darle algo de beber; después cayó dormida en un profundo sueño. En algún momento durante la
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noche o a primeras horas de la madrugada, se despertó en la oscuridad, segura de que había


gritado. Un suave caminar y el crujido del uniforme se lo confirmaron, y en seguida sintió un
pinchazo de aguja y unas suaves palabras que intentaban calmarla; luego, se sumió en una
profunda oscuridad.
La joven se despertó por la mañana, debido al ruido del carrito del desayuno y a la actividad del
hospital. Se enderezó para recostarse sobre las almohadas; se percató de que aún le dolía la
cabeza, pero la sensación aletargante había desaparecido.
La puerta se abrió y entró una figura de blanco que se dirigió a subir la persiana.
–Ah, ya se ha despertado. ¿Cómo se siente?
–Mejor –Sara sonrió ligeramente, y extendió el brazo para que le tomaran el pulso.
–Sí, eso parece –dijo la enfermera con la acostumbrada amabilidad–. El doctor vendrá muy
pronto –le colocó el termómetro en la boca–. ¿Se le ha pasado algo el dolor de la cabeza?
Sara asintió con un movimiento de cabeza, y un momento después, la enfermera anotaba el
resultado de la temperatura.
–Dentro de un momento, le darán una taza de té –y después de una breve sonrisa, salió.
A media mañana comenzaron a llegar las flores, enormes ramos de variado colorido, y Sara
empezó a ser el tema de conversación entre las enfermeras. Leyó cada una de las tarjetas que
acompañaban a las flores; Selina le había enviado dos, otro era de Silvia y el resto eran de
Rafael.
A la hora de las visitas vespertinas llegó Selina, acompañada de Rafael, y la joven vio que él le
dejaba un paquetito en el regazo.
–¿Qué es?
–Ábrelo tú misma y lo verás –Rafael le sonrió con mucha ternura en la mirada.
Los dedos de Sara temblaron mientras lo desenvolvía, y al abrir el estuche, se encontró con un
bonito medallón de oro que colgaba de una delicada cadena.
–¡Cielos! –exclamó ella, provocando la sonrisa masculina.
–Póntelo, querida –Rafael lo sacó del estuche y lo colocó alrededor del cuello de la joven.
Sara sintió un cosquilleo cuando los dedos masculinos tocaron su piel y, en ese instante, deseó
que la besara.
Él la miró, y ella le dio las gracias; después impulsivamente, elevó las manos y rodeó el cuello
masculino, acercándolo para besar a su marido.
Fue una caricia casi fugaz, y cuando se separó de él, notó una mirada rara en los ojos oscuros
que brillaban mientras la miraba.
–Es precioso –comentó, al mismo tiempo que admiraba el medallón que colgaba entre su busto.
–Estoy de acuerdo –comentó Rafael, pero el sentido de sus palabras era inequívoco, y la joven
no pudo evitar ruborizarse.
–Gracias por las flores –murmuró, y miró también a Selina–. Son muy bonitas –curvó los labios
con una sonrisa–. Vais a echarme a perder.
–Nos diste un susto terrible –dijo Selina, conteniendo un estremecimiento–. Rafael llamó a
especialistas de Sydney, y no abandonó el hospital hasta esta mañana.
–¿Especialistas? Si sólo tengo una costilla rota y un golpe en la cabeza –dijo incrédulamente,
después inquisitiva–: Este es un hospital público, ¿verdad?
–Me temo que no –respondió su madre suavemente–. Rafael insistió en que recibieras la mejor
atención médica posible.
–Comprendo –casi era un murmullo–. ¿Cuándo podré marcharme a casa?
–Dentro de unos cuantos días –le dijo Rafael–. Lo dejaremos a criterio del médico.
Esos cuantos días transcurrieron para ella con suma lentitud a pesar de que la visitaban por la
mañana y por la tarde. Incluso llegaron más flores, y la habitación empezó a parecer un exótico
invernadero. Una de las enfermeras le comentó a Sara, bromeando, que les costaba trabajo
encontrarla entre tantas flores.
Rafael la visitaba más de una vez al día, y por las tardes se quedaba bastante rato a su lado. Su
presencia causaba un gran alboroto entre las enfermeras, y su dedicación y cuidados serían de
comentario entre todas ellas.
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El viernes por la tarde, Ana pudo ir al hospital a ver a Sara. Acababa de regresar de un
campamento. Sus ojos estaban muy abiertos cuando entró en la habitación.
–Oh, Sara –musitó casi en un murmullo–. ¿De verdad te encuentras bien?
–Desde luego –le aseguró la aludida con una sonrisa, pero sintió que el corazón le daba un
vuelco ante la consternación de la niña–. No me podréis abrazar durante un tiempo, pero eso es
todo.
Ana se aproximó más y se estremeció al ver la herida que Sara tenía en la frente.
–¿Te duele?
–Ya no –repuso la joven suavemente–. Se está poniendo de todos los colores, tendré que
comprar una sombra de ojos que haga juego –terminó diciendo.
–Fue una suerte que llevaras puesto el cinturón de seguridad –dijo la niña con voz grave–.
¿Cuándo volverás a casa?
–Mañana –respondió Rafael conciso, y se inclinó a besar la mejilla de Sara.
–¿Por qué no me lo dijiste antes, papá? –Ana se oprimía las manos nerviosamente mientras
sonreía–. A Clara y Tomás les alegrará mucho tenerte otra vez en casa. También a la abuela.
–Para todos será un alivio que Sara regrese al hogar donde pertenece –dijo él y la joven desvió
la mirada.
–Cuéntame algo sobre el campamento –invitó a Ana, quien le relató cada detalle con el
entusiasmo propio de una niña.
–Tengo infinidad de muestras y de anotaciones –terminó la chiquilla–. Mañana te las enseñaré.
–Me encantará verlas –respondió Sara.
–Bien, pequeña, es hora de irnos, ¿eh? –Dijo Rafael, y acarició con una mano el brillante
cabello oscuro de su hija–. No es aconsejable que fatiguemos a Sara.
El beso de Rafael fue fugaz, pero tierno; no obstante, Sara se sintió abandonada al verle salir.
Por primera vez, desde el accidente, Sara durmió mal, y por la mañana se despertó con la
sensación de haber pasado la noche en vela.
Cuando Rafael llegó a las diez de la mañana del día siguiente, Sara ya estaba vestida,
esperándole. El médico había ido a verla y le dio de alta, pero antes le recetó una medicina
contra las jaquecas y le advirtió que si eran muy agudas o prolongadas, debería avisarle
inmediatamente.
–¿Estás lista?
–Sí –Sara se puso de pie–. No has traído a Ana, ¿verdad?
–Pensé que sería mejor que esperara en casa –Rafael se inclinó a recoger la maleta.
En el coche, Sara permaneció silenciosa. En más de una ocasión pretendió decir algo, pero se
calló antes de hablar, estaba segura de que cualquier cosa que dijera, resultaría inútil y vacía.
Sin embargo, no pudo contener por más tiempo la tensión que albergaba aquel silencio, y casi
desesperada, se atrevió a hablar.
–¿Cómo está el Porsche... muy mal?
–Es lo que menos me preocupa, Sara –respondió Rafael con desgana, y desvió los ojos del
camino, para mirarla fijamente.
–Has sido muy amable durante estos días –agradeció ella cautelosamente–. Gracias.
–¿Y qué esperabas, querida? –Había un tono sarcástico en su voz–. ¿Un toro enfurecido?
–Ha habido ocasiones en que te has comportando como tal –Sara se reía por la ocurrencia.
–Mientras tú, por supuesto, has sido un ejemplar de docilidad.
–Somos muy diferentes, Rafael –dijo ella con cierta amargura–. Y aunque viviera cien años
nunca podría igualar esa personalidad tan particular que tienes.
–¿Y eso te molesta?
–Lo que ocurre es que me siento torpe e ingenua al saberme comparada.
–Oh, Sara –se burló él suavemente–, estás confundida, ¿o me equivoco?
–Por eso me fui –repuso envalentonada.
–Pero no te das cuenta que irte de aquella forma fue una locura.
–Estabas enfadado.
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–¿Y esperabas que no lo estuviera, querida?


–No, supongo que no –asintió ella con voz débil, a punto de llorar, lo que la hizo volverse hacia
la ventanilla como si se interesara por el paisaje.
–¡Por Dios! –exclamó él con voz enronquecida–. Eres muy oportuna, Sara. ¿En medio del
tránsito de la carretera, deseas una detallada explicación de mis sentimientos al respecto?
–Lo siento –musitó desconsolada.
–Debemos hablar –declaró él con un gran dominio de sí mismo–. Pero éste no es el momento ni
el lugar.
–Lo lamento –repitió la joven, y vaciló ante la mirada que él le lanzó.
–Si vuelves a disculparte una vez más, no seré responsable de mi reacción.
Estaba claro que el silencio era el mejor recurso y Sara permaneció callada durante el resto del
trayecto a casa.
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Capítulo 10
LA llegada de Sara a la elegante mansión fue recibida con gran entusiasmo por parte de Ana y
Silvia. Habían estado mirando desde una ventana, hasta que el coche se detuvo en la entrada.
Entre sonrisas y algunas lágrimas, Sara fue conducida adentro, e invitada a sentarse en una
cómoda silla. Daba la impresión de estar relajada, cuando entró Clara con un carrito en el que
había una deliciosa variedad de pasteles y una cafetera llena de café recién preparado.
Gracias a Silvia y a Ana, el encuentro resultó muy agradable. Todos charlaron amigablemente.
Cuando terminaron de tomar el café, Rafael lamentó tener que irse, pero, antes, advirtió a Sara
muy seriamente que debía reposar y evitar fatigarse. El beso de despedida fue cálido, pero ella
supo que era debido a la presencia de Silvia y Ana.
El día transcurrió con sorprendente rapidez, y a medida que se aproximaba la hora de que
regresara Rafael, Sara empezó a inquietarse, pero cuando le oyó llegar, experimentó un alivio.
Después de la llegada del cabeza de familia, se dispusieron a cenar. Para cualquiera que pudiera
observarles, representaban una familia envidiable. Si Silvia se dio cuenta de la tensión que había
entre su hijo y su nuera, lo disimuló a la perfección. Ana, ante su regocijo por tener a Sara en
casa, parecía ignorar a todos los demás.
A las ocho, Rafael discutió un poco con la niña para que se fuera a dormir, y, una hora después,
comentó que sería mejor que Sara se retirara a descansar.
–Es mejor, querida. Vamos, te acompañaré arriba.
–No hay necesidad –replicó la joven con una sonrisa falsa–. Dudo que me caiga por las
escaleras.
–No te pongas tonta –dijo él parsimoniosamente, al mismo tiempo que le lanzaba una sonrisa de
advertencia.
Sin hablar, Sara se puso de pie y, después de despedirse afectuosamente de Silvia, siguió a
Rafael.
–No soy una niña –declaró en cuanto él cerró la puerta de su alcoba.
–¿He dicho yo que lo seas? –Rafael se acercó lentamente a la joven, para detenerse a pocos
centímetros de ella. Sara le miró ingenua.
–No tienes por qué arroparme. Puedo hacerlo muy bien yo sola –si la tocaba estaría perdida.
–No obstante, me cercioraré de que estés cómoda.
–Rafael...
–Insisto –repuso él decididamente, y ella se volvió, derrotada.
–Me gustaría ducharme –se encaminó al baño, insegura de si él la seguiría.
El chorro de agua la relajó, y al salir de la ducha, se topó con la figura de Rafael apoyada en el
umbral de la puerta. En silencio, Sara cogió la toalla y se envolvió en ella.
Entonces, él, se movió, le quitó la toalla, y empezó a secarla con sumo cuidado. Había varios
moretones en las costillas de la joven, y Rafael apretó los labios al darse cuenta.
–Parece peor de lo que es en realidad –dijo Sara entre un deseo de llorar y reír.
–Tienes suerte de estar viva –replicó él con una dureza innecesaria, por lo que ella retrocedió.
–Hay momentos en que desearía no estarlo –declaró amargamente y saltaron chispas de los ojos
oscuros.
–No seas infantil.
–¡Oh, déjame sola! – Sara comenzó a llorar y reflejó dolor en su mirada–. No necesito tus
cuidados –para su desgracia, sintió que le temblaba el labio inferior–. ¿No puedo estar sola
nunca?
Durante un instante, la expresión masculina fue sombría; en seguida le entregó la toalla y le dijo
que la esperaría en la habitación.
Las lágrimas rodaban por las mejillas de la joven, y necesitó todas sus fuerzas antes de volver a
enfrentarse a él.
–Tienes que tomar unas pastillas –recorrió con la mirada la esbelta silueta enfundada en un
ligero camisón. Sin responder, ella fue hacia él para cogerlas, y a su vez, el vaso de agua que
sostenía.
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Después de tragárselas, se metió en la cama.


–¿Estás cómoda?
Sara deseó gritar que no, y reprocharle que tenía un horrible dolor en el corazón.
–Gracias –cerró los ojos para no verle; escuchó el sonido del interruptor al apagarse la luz, y
casi en seguida, la puerta de la habitación que Rafael cerraba al salir.
Fue entonces cuando volvió a llorar. Era un llanto suave y silencioso que hacía rodar las
lágrimas hasta su barbilla.
Los siguientes días, transcurrieron monótonamente para Sara. Se levantaba tarde, después de
haber desayunado en la cama, luego se duchaba y bajaba la escalera para recorrer la casa con
desgana y sin un propósito fijo, siempre bajo la vigilante mirada de Clara. Comía con toda
calma, en compañía de Silvia. La llegada de Ana del colegio era la atracción del día, porque
Sara se dedicaba a supervisarle la tarea y a charlar con la pequeña sobre lo que había hecho.
Cuando la joven subía a cambiarse para la cena, coincidía inevitablemente con la llegada de
Rafael, por lo que ella se aseguraba de entrar en el recibidor minutos después que Silvia.
Lo peor era por las noches, porque era entonces cuando Sara aguardaba despierta en la cama a
que Rafael subiera, y, a pesar de cierto temor, ansiaba el momento en que la cogiera en sus
brazos. Pero él, generalmente llegaba tarde, se daba una ducha y cuando se metía en la cama se
mantenía a gran distancia de ella. No transcurría mucho tiempo hasta que la respiración
masculina indicaba que estaba dormido, y Sara sentía, como nunca, deseos de golpearle.
Justo una semana después de que Sara regresara a casa, Silvia cogió a Rafael por su cuenta
durante la cena.
–¿Por qué no llevas a pasear a Sara hoy? –Sugirió enfrentándose a la mirada de su hijo–. Le
sentaría bien.
–Sí, papá –intervino Ana con un júbilo que fascinó a Sara–. Debe ser muy aburrido para ella
estar metida todo el día en casa. Ahora está mucho mejor –aseveró la chiquilla, y se volvió a
preguntarle a Sara–: ¿No es cierto, Sara?
–Sí –repuso ella, sin atreverse a mirar de frente a Rafael.
–Creo que esto es una conspiración –dijo él lentamente–. Ante tres damas tan decididas, ¿qué
otra opción me queda, sino aceptar? –lanzó a Sara una mirada penetrante–. ¿Te sientes lo
bastante bien como para ser sociable durante unas horas?
–Sí –replicó ella con presteza, lo cual hizo reír a Rafael.
–Entonces, por mí de acuerdo. Ve a retocarte el maquillaje, y enseguida nos marcharemos.
–¿Ahora? –preguntó sorprendida.
–No quiero que te siente mal la salida. No te sentaría bien el frío de noche.
–'Como a la cenicienta –Sara sonrió con una mueca, al igual que Silvia y Ana–, te ves en el
deber de traerme a casa antes de medianoche.
–Es una lástima que yo no sea el príncipe –dijo burlonamente.
–El príncipe logró encontrar a Cenicienta al final –declaró Ana con aire infantil.
–Así fue, cariño –Rafael sonreía.
Diez minutos más tarde, Sara iba sentada en el coche mientras Rafael conducía hacia Surfer's
Paradise.
–¿Quieres ir a algún sitio en especial?
–A algún lugar tranquilo –contestó ella cautelosamente.
Rafael eligió una sala de fiestas muy distinguida. Y con un gesto nervioso, la joven se palpó la
cicatriz que casi había desaparecido de su frente.
–No se nota, Sara –le aseguró él, mientras se aproximaban a la entrada–. Cuando te sientas
cansada, dímelo y nos iremos a casa.
Rafael pidió una botella de champán.
–En tu honor –le explicó con una sonrisa.
–Te portas muy... amablemente –dijo Sara.
–¿Insinúas que de alguna forma he sido negligente?
–No, por supuesto –contestó ella, al mismo tiempo que trataba de disimular su acelerado pulso.
–La semana próxima debo hacer un viaje de negocios a Sydney –dijo él muy despacio.
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–¿Oh? –intentó mostrarse despreocupada–. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?


–Una semana... quizá un poco más.
–Ya.
–Parece que no te agrada mucho la idea –había una sonrisa en los labios masculinos–. ¿Es
cierto?
–¿Debería? –replicó ella a la ligera.
–No es extraño que las esposas acompañen a sus maridos en los viajes de negocios.
–¿Es una invitación?
–¿Vendrías si te lo pidiera?
–Si lo deseas –repuso Sara inexpresivamente, y él sonrió.
–¿Desde cuándo tienes en consideración mis sentimientos Sara?
–Sé lo que quieres, Rafael –su sarcasmo la hizo responder–. Lo que no me imagino es el
motivo.
–Oh, es muy sencillo –se burlaba de ella suavemente–. Hasta Ana podría responder a eso.
–En ese caso, no debe costarme mucho trabajo.
–Lo tienes a la vista, querida, y, sin embargo, no quieres reconocerlo.
–¡Rafael!
Ambos se volvieron ante la seductora voz femenina, y Sara sintió una puñalada en el corazón al
ver que Renée se aproximaba a la mesa con su andar provocativo.
–Renée –Rafael se puso de pie caballerosamente y con sonrisa de cortesía.
–Querido, esperaba encontrarte aquí esta noche –declaró Renée sin aliento; se le colgó de un
brazo con un ademán posesivo lanzó una mirada casi enfermiza.
–¿De verdad?
La pelirroja lanzó una breve mirada a Sara, y luego se volvió hacia Rafael con una amplia
sonrisa.
–¿No vas a pedirme que os acompañe?
–Por supuesto –repuso él, pero Sara notó un cierto enfado en él, y le agradó.
Renée tomó asiento y llamó al camarero para pedirle otra copa.
–¿Champán, querido? ¿Estáis celebrando algo?
–Solamente el placer de salir con mi esposa –contestó Rafael con perspicacia, y Renée se vio
forzada a tener en cuenta a Sara.
–Oh, sí... destrozaste el Porsche.
–Gracias, ya estoy bien –replicó Sara con una dulce sonrisa, para seguir el juego de la otra
mujer.
–Deberías haber tenido más cuidado.
Sara abrió la boca, pero la cerró de nuevo y cogió su copa.
–¿Has venido sola?
Ante la pregunta de Rafael, Renée sonrió y se encogió de hombros para responder con una
mueca:
–Me imagino que Basil debe estar aparcando el coche.
–Entra en este momento –dijo Rafael al divisar al hombre que estaba en la entrada. Le hizo
señas y, un momento después, el compañero de Renée se aproximó a ellos.
Otra botella de champán reemplazó a la que estaba vacía, y el camarero volvió a llenar las
copas.
–¿Puedo proponer un brindis? –preguntó Rafael ecuánimemente, y Renée sonrió alegremente.
–Por supuesto, querido, adelante.
–Por el momento de la verdad –se burló él, al mismo tiempo que levantaba la copa y la
golpeaba ligeramente con la de Sara antes de llevársela a los labios.
–¡Santo Dios! –Exclamó Renée con aire de perplejidad–. ¿Se trata de alguna broma personal, o
vamos a compartirla todos?
–Quiero que te disculpes con Sara por haberle contado toda una serie de mentiras sobre tu
supuesta relación conmigo.
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Sara le miraba como hipnotizada, por la fascinación que le producía la fría implacabilidad de su
esposo.
–Rafael, no tengo ni idea de lo que quieres decir.
–Lo sabes muy bien –miraba a Renée profundamente, y la misma Sara contuvo un
estremecimiento.
–Rafael –insistió Renée, esta vez con fingida dulzura– no es éste el momento ni el lugar para
discutir tales... –hizo una pausa intimidades.
–Nunca ha habido ninguna intimidad entre nosotros repuso Rafael entre dientes–, desde hace
varios años. ¿O me equivoco?
–Tienes un gusto deplorable, querido –los ojos de Renée centelleaban–. Habrías hecho mejor en
emplearla como niñera. Sus cualidades son mucho más idóneas para cuidar a una niña que para
satisfacer tus apetitos sexuales –durante un segundo elevó la voz con mayor vileza aún–. ¿Es
una buena alumna, Rafael? Sentiría lástima por ti si no lo fuera –alzó la copa, terminó el
contenido con un elegante ademán y luego se volvió hacia su silencioso compañero–. Vamonos
a algún otro sitio, cariñito. De pronto este lugar ha perdido su encanto –se puso de pie y se alejó
apresuradamente de ellos, sin siquiera volver la cabeza.
–Lo... lo lamento –balbuceó Basil turbado, mientras se ponía de pie–. Renée es... –no hallaba
palabras, por lo que Rafael intervino.
–No tienes por qué disculparte.
–Qué insolente –musitaba Basil, ruborizado hasta las orejas y Sara sintió pena por él. El pobre
hombre debía sentirse totalmente fuera de lugar.
–Buenas noches –dijo Rafael con voz suave, y Basil se fue.
Sara tomó aliento y cogió su copa. Dio un sorbo generoso antes de volver a dejarla sobre la
mesa.
–Has estado horrible –musitó la joven con una expresión de cinismo.
–Conseguí el efecto deseado.
–¿Sabías que ella iba a venir?
–Renée está familiarizada con la mayoría de mis sitios favoritos.
–Comprendo.
–¿Qué comprendes, querida? –él esbozó una tenue sonrisa.
–Eres bastante duro, ¿no es cierto? –respondió, y vio que los ojos de él se oscurecían.
–Protejo mis intereses.
–Como una fiera agredida –dijo ella enfáticamente, y le oyó reírse.
–¿Preferirías que no te hubiera defendido?
–No. Gracias –ella bebió otro sorbo de champán.
–Oh, Sara, qué extraña criatura eres –se burló Rafael suavemente–. Hay ocasiones en que me
desespera tener dos chiquillas –le cogió la barbilla con los dedos–. Vamos, querida regresemos
a casa, ¿eh? Creo que ya has tenido suficiente por esta noche.
¿Dónde estaba toda su energía? Se levantó como una ovejita obediente y le siguió al coche,
donde permaneció silenciosa durante todo el trayecto.
–Estás muy callada.
Sara vio que él cerraba la puerta de la alcoba, y su corazón empezó a latir apresuradamente.
Rafael parecía muy tranquilo; sin embargo, había algo extraño en él. ¿Enfado, pasión? La joven
no podía adivinarlo.
–He tenido un día completo –respondió, y se dirigió hacia la cama, de donde sacó el camisón de
seda. Se sentía abatida y nerviosa, y, al mismo tiempo, percibía un cierto peligro que parecía
flotar en la habitación. Más que nada deseaba poder decir: «Abrázame y ámame de la misma
forma que yo te amo», pero las palabras se le hacían un nudo en la garganta, y, con un gesto de
impotencia, se dirigió al baño, pero casi en seguida unas manos la retuvieron.
Elevó los ojos hacia los de Rafael, y casi no pudo contener las lágrimas al notar una gran ternura
en ellos.
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–Te debo... una disculpa –empezó a decir temblorosa–. Te amo –las palabras salieron de sus
labios casi como un murmullo, por lo que Rafael tuvo que inclinarse, y Sara sintió la lenta
respiración masculina.
Con suma ternura, Rafael le rozó la frente con los labios, acariciando la parte donde tenía la
herida, después, le levantó la cabeza para mirarla tan apasionadamente, que ella se ruborizó.
–¿Te disculpas por amarme? –preguntó él suavemente.
–Por dudar de ti.
–No te culpo, Renée puede convencer a cualquiera si se lo propone.
–Te agradezco tu comprensión –se las ingenió para esbozar una sonrisa, y después se recorrió
los labios con la lengua con un gesto nervioso–. Gozó al comentarme que le extrañaba que no
hubiera cambiado el mobiliario de tu apartamento.
–Se debió a un desafortunado error por parte de uno de mis empleados, a quien logró engatusar
para concertar una cita en mi apartamento –explicó él endureciendo la expresión por la
contrariedad. Ante la aparente sorpresa de la joven, agregó con una leve sonrisa–: He decidido
alquilarlo, ya no lo necesito.
–Oh. Eso explica cómo pudo entrar allí.
–Nunca la perdonaré por haber intentado alejarte de mí –la cólera que había en los ojos oscuros
la puso un poco nerviosa–. Y menos aún, porque debido a tu huida, tuviste aquel desafortunado
accidente –Rafael palideció al recordarlo–. ¡Dios mío, pudiste haber muerto!
Sara le cubrió la boca con los dedos con un gesto conciliador, y al hacerlo, palpó sus sensuales
labios.
–Yo venía de regreso –musitó, y el pulso se le aceleró porque Rafael empezó a besarle los
dedos–. Había descubierto que te amaba... Tanto, que no me importaba si no era correspondida–
el labio inferior le tembló un poco, y se enfrentó a la mirada masculina sin ningún temor–. Me
bastaba con ser tu esposa.
Rafael empezó a hablar.
–Por favor... permíteme terminar –le pidió ella. Una risa ronca brotó de su garganta–. Quizá no
volveré a tener el valor. Intenté explicártelo, después del accidente –prosiguió con voz trémula–.
Si me hubieras cogido entre tus brazos tan sólo una vez, creo que no habría resistido más. Pero
no lo hiciste –terminó desolada. Él había dejado de besarla, y creyó que moriría en ese instante.
–Sara –musitó él con voz ronca–, no tienes ni idea de lo que pasé en el hospital. Horas
interminables de espera para que recobraras el sentido, sin saber siquiera lo graves que podían
ser tus heridas y, sobre todo, con una sensación de terrible impotencia –lanzó un gemido
emocionado y, durante un segundo, su rostro se ensombreció–. ¿No te miraste en un espejo... ni
siquiera una vez durante estos días? No podía tocarte. Oh, Dios, cada vez que me acercaba a ti,
sólo veía una infinidad de moretones cubriendo tu frágil rostro y tus costillas –agregó
bruscamente–. ¿Te imaginas el daño que te hubiera hecho si no me hubiera dominado? No,
querida, lo mejor era dejarte sola.
–Pensé que no me querías –murmuró la joven, y le vio sonreír.
–¡No dirías eso si supieras lo mucho que te he deseado!
–Yo también a ti –declaró ella con una simpática sonrisa.
–¿Es una invitación?
–¡No lo dudes ni un momento! –contestó Sara con gran candor, y él sonrió.
–Bueno, en ese caso creo que haré algo al respecto –cubrió la boca femenina con la suya y la
besó de una manera tan dulce que Sara no logró contener el llanto–. ¿Lágrimas, querida? –
preguntó él tiernamente.
–Me has hecho tanta... falta –dijo Sara.
La sonrisa de Rafael fue cálida mientras se inclinaba hacia la joven; a continuación, deslizó los
labios por la delicada frente antes de buscar el tenue pulso del cuello femenino.
Sara sintió que era toda sensibilidad, consciente de cada caricia de la boca de Rafael, que en
aquel momento le besaba el cuello.
–Eres mi vida –musitó él, y buscó la mirada femenina, que estaba radiante–. ¿Cómo no te diste
cuenta de que te habías adueñado de mi corazón, cuando cada vez que te hacía el amor era casi
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un acto de adoración? –La besó fuertemente, pero el beso fue fugaz, luego sonrió con una
mueca–. No me casé contigo por el bien de Ana, querida, sino por el mío. Sí –reafirmó con tono
suave al notar la sorpresa de Sara–, el destino me permitió aprovechar la situación de tu
fallecido padre para que el plan pareciera convincente. Sabía que, después, con el tiempo,
ganaría tu cariño. Pero, con lo que no había contado, era con tu obcecada obstinación de
empeñarte en diferenciar el amor y el placer. Ha habido momentos muy duros... en ellos me
debatía entre una dolorosa necesidad de amarte y las ganas de pegarte fuertemente por estar tan
ciega.
–¿Y ahora? –bromeó Sara.

¡Provocadora! –exclamó, agitándola suavemente pues buscó la suave boca entreabierta,


mientras le bajaba te la cremallera del vestido.
Sara sintió que él le desabrochaba el sostén sin ninguna prisa elevó los brazos para rodearle el
cuello.
Ámame, Rafael –murmuró desinhibida–. Te necesito
En respuesta, el la buscó hambriento, y luego levantó la cabeza para mirarla. Sara sintió que se
ahogaba en un mar de emociones al contemplar los oscuros ojos.
Nunca mas volverás a tener ningún motivo para dejarme mi amor –musitó él .te lo puedo
asegurar.
Un profundo suspiro se escapó de los labios femeninos; después, Rafael la abrazó y la hizo
perderse en un torbellino de pasión mientras la llevaba a las alturas del éxtasis sensual. Y fue
mucho tiempo después, cuando Sara se relajó en los brazos masculinos, invadida por una
sensación de paz y con la certeza de que, por fin se encontraba en su hogar.

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