Cuento Del Sepulturero-Lastenia Larriva

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“CUENTO DEL SEPULTURERO” (1919)

LASTENIA LARRIVA
Tomado de Cuentos (Rescate de Maquinaciones Narrativa, Lima, 2019, pp. 23-31).

Portada de la edición actual del libro "Cuentos" de Lastenia Larriva de Llona. Ha sido
rescatado por la editorial Maquinaciones Narrativa.

Lastenia Larriva de Llona en un retrato resguardado por el Archivo Histórico de El


Comercio.
“CUENTO DEL SEPULTURERO” (1919)
LASTENIA LARRIVA

—¿La muerte es un mal?


—La muerte es el peor de los males.
—¿Para quién? ¿Para el que muere? ¿Para los que sobreviven?
—Para el que deja por siempre esta vida, que por mucho que en contra de ella se
diga es siempre amable.
—Para los que aquí se quedan, si el que ha muerto era muy amado de ellos.
—De la muerte del ser más querido se consuelan todos, más pronto o más tarde.
—Es sabia ley de la naturaleza.
—Sin embargo, se dan casos...
—Cuando existe o sobreviene un desequilibrio mental, las personas de cerebro bien
organizado se consuelan siempre.
—¿Es eso un elogio o un reproche?
—Ni una ni otra cosa. Es simplemente hacer constar un hecho.
—¿No cree usted que hay muchas personas que desearían ardientemente que
resucitaran sus deudos, a ser esto posible?
—No, no lo creo.
—¡Escéptico!
—¡Este hombre es terrible!
—Desengáñense ustedes: bien están los muertos en sus tumbas.
—¿Se ha muerto usted alguna vez?
—Todavía no, pero para cuando llegue el caso no quiero resucitar.
Afortunadamente no anda ya Nuestro Señor por el mundo, pues no desearía ser un nuevo
Lázaro.
—Porque no es usted casado...
—Porque no tiene usted hijos...
—Porque no tiene usted madre…
—Según eso, ¿no cree usted en el amor de los hermanos, ni en el de los hijos, ni en
el de las esposas, más allá de la tumba?
—En lo que no creo es en el deseo sincero y ardiente de los vivos, de que vuelvan
los que les dieron su eterna despedida, sobre todo, pasados los primeros días de agudo
dolor. Y aun me atrevo a afirmar una cosa, y es que si los muertos resucitados no serían
bien recibidos, deberíase esto no sólo a la falta de amor de sus deudos, sino, en muchos
casos, a la falta de merecimientos de aquéllos.
—Sí, tratándose de los malos...
—Y también de los que pasaron por buenos, de los muy llorados...
—¡Hombre!, pero si han sido muy llorados... A menos que después de llorar una
mujer a su marido, por ejemplo, venga a notar los defectos de que adolecía.
—Exactamente.
—Sin embargo, lo que por lo general se observa es que se elogia a todos los muertos
hasta la exageración.
—Signo de cobardía social; de la debilidad humana, en general. Además, por [más]
malos que hayan sido con nosotros los que ya no existen, puesto que la muerte nos vengó
de ellos, ya nada nos cuesta el elogiarlos. ¡Si a tan poca costa nos hubiéramos de librar de
todos nuestros enemigos, no se cansaría nuestra lengua de cantar sus alabanzas en
hiperbólicas necrologías! Y a propósito, sé un cuentecillo.
—¡Pues a contarlo, a contarlo!
—Escuchadme.
Todos los que de sobremesa sostenían esta conversación filosófico-psicológica y que
habían escuchado con creciente interés a aquél de ellos, que con sus apreciaciones daba
muestra de mayor pesimismo, le miraron con curiosidad, y se le aproximaron, dispuestos a
no perder una sílaba del relato que ya parecía palpitar en sus labios.
Él, sin disimular esa satisfacción que produce siempre en el ánimo del que habla
tener atento auditorio, comenzó así:
—El sepulturero de mi pueblo era un ser original. Ejercía su lúgubre oficio desde
antes de que yo naciera y, a pesar de dicho oficio y de las rarezas de su carácter, que eran
inofensivas, todos le querían en el lugar. Era yo, de chiquillo, uno de sus predilectos
amigos, tal vez porque me hallaba siempre dispuesto a escuchar sus extrañas historias,
que a menudo tenían origen en las alucinaciones que padecía.
Era un hombre que, en medio de sus extravagancias, no carecía de cierta cultura, y, por lo
tanto, no pude explicarme nunca, ni me explico hoy mismo, el porqué había elegido o
aceptado el poco envidiable empleo que desempeñaba. Indudablemente era esta una
prueba de que su cerebro no era normal.
Ya he dicho que sus cuentos me divertían, y después de mis largos paseos solía
entrar a hacerle compañía por un buen rato, en esa silenciosa ciudad de que era guardián.
En una hermosa tarde —era ya yo un adolescente—, sentados ambos sobre una
tumba, a la sombra de los cipreses y de cara al sol poniente, cuyos rayos ya casi
horizontales, doraban las enhiestas cimas de esos árboles amigos y compañeros de los
muertos, me contó la macabra escena que había presenciado la noche anterior, y aunque
comprendí yo que era sólo producto de su imaginación enfermiza, me causó su relato tan
honda impresión que jamás se ha borrado de mi memoria.
Debo advertiros, antes de dejarle a él la palabra, que Lorenzo —éste era su
nombre— estaba tan familiarizado con sus muertos, que solía dormir entre ellos, ya junto
a una sepultura, ya junto a otra, en cualquiera de las fúnebres avenidas en que le tomaba
la hora del descanso.
Y ahora, oíd su historia que, como os he dicho ya, tengo tan presente, que creo
podré repetírosla sin quitar ni añadir palabra.
—¡Día muy agitado fue el de ayer, como que estuvimos a 2 de noviembre! La
noche, sobre todo la noche, ha sido terrible para mí.
Así comenzó él. Yo le invité a que siguiera y no volví a interrumpirle hasta que concluyó.
—Las visitas que habían recibido mis huéspedes —prosiguió, refiriéndose a los
muertos— los tenían inquietos y mal humorados. Su reposo había sido turbado y no
podían recuperarlo. Las protestas de cariño eterno que a través de la losa sepulcral habían
escuchado de parientes y amigos, [así como] las lágrimas que se habían filtrado por los
intersticios de las lápidas, habían hecho renacer en ellos el deseo de la vida y de aquí que
prorrumpieran en clamorosos ayes y que los más ardientes ruegos al Todopoderoso
turbaran el acostumbrado silencio de estos lugares.
Al principio hablaba y se quejaba cada uno aisladamente dentro de su tumba,
después comenzaron a comunicarse sus impresiones.
Primero fueron monólogos, en seguida diálogos.
—¡Mis pobres hijos! ¡Cuánto han llorado hoy! ¡Y que no me sea permitido ir a
enjugar su llanto!
—¡Mi mujer! ¡Mi inconsolable esposa! ¡Si el Señor me concediera la gracia de que
fuera a hacerle una visita!
—Yo no tenía más que a mi hija —gritaba una voz femenina—. Solas,
desamparadas, trabajábamos juntas para vivir. ¿Qué será de ella desde que le falto?
¡Señor, Señor, muy cruel ha sido tu decreto! ¡Haz que vuelva a la vida, para el consuelo de
la hija de mis entrañas!
—Vosotros todos habíais cumplido vuestra misión en la tierra —sollozaba otra voz
de mujer—, pero yo, ¡yo que he muerto a los dieciocho años! ¡Yo que he dejado a mi novio
en la más horrible desesperación!... ¡Yo soy la que tengo el derecho de reclamar unos años
más de existencia!
—Todos queremos volver a la vida.
—Todos.
—Todos —gritaron muchas voces a la vez.
El Ángel de la Muerte, ese bello Ángel de la Muerte que se yergue sobre su hermoso
pedestal en medio de la gran avenida, se volvió lentamente hacia los sepulcros de donde
salían las quejas. Separó de sus labios el dedo que sobre ellos tiene en actitud de imponer
silencio, y se oyeron estas frases solemnes, que resonaron con eco pavoroso en medio de la
noche, en la fúnebre mansión:
—El Dios de la Eternidad, el Dios uno y trino, permite volver a tomar la forma
humana a todos los que así lo deseen, pero a condición de que sólo permanecerán bajo ella
los que sean bien recibidos por sus deudos. Los demás volverán aquí, para caer de nuevo
en sus sepulcros. La prueba ha de hacerse esta misma noche. Levantaos y andad.
Se hizo otra vez el silencio y recobró el Ángel de piedra su inmovilidad
acostumbrada.
Comenzaron a abrirse los sepulcros.
En sus bocas tenebrosas fueron apareciendo sus habitantes. Despojándose
rápidamente del sudario, los esqueletos tomaban sus antiguas formas.
En este momento asomó la luna su faz plateada por entre los altos cipreses. Su luz
pálida y misteriosa fue a reflejarse sobre el mármol de las tumbas, dándoles un aspecto
fantástico.
De ésta salía un viejo de figura venerable; de la de más allá, un hombre en la fuerza
de la edad, gallardo y simpático. Ya aparecía una anciana caduca; ya una bellísima
adolescente. Y también figuras repelentes, hombres y mujeres marcados con el sello de los
vicios y de las pasiones más repugnantes. Vi a uno, sobre todo, a un mocetón, hasta de
unos veinticinco años, con la fisonomía más repulsiva que darse pueda. Tenía una
expresión bestial, si expresión puede llamarse a la revelación, por medio de innobles
gestos, de los más perversos instintos de que es capaz el alma humana. Había sido un
beodo consuetudinario, un ebrio impulsivo que maltrataba a diario a su propia madre y
que, tal vez en castigo de su infame conducta, fue asesinado una noche en una orgía.
Todos en larga hilera, en no interrumpida procesión, caminando con cierta rigidez
cadavérica, comenzaron a desfilar por delante del Ángel de la Muerte, y a cada paso que
daban, iba aumentando su número.
Era el éxodo de los muertos.
Pronto se perdieron por las calles que hacia afuera de esta triste mansión
conducen.
Atónito yo, ante semejante despoblamiento, alcé los ojos asombrados hacia el
Ángel de la Muerte, autor inmediato del desconcierto.
Volvieron a moverse sus labios pétreos.
—No tardarán en regresar a este recinto —dijo, contestando a mi muda
interrogación— porque no hallarán quién los reciba de buena voluntad.
—¿Y todos esos que vienen a llorar ante sus tumbas, todos esos que traen flores y
tarjetas? —me atreví a preguntar— ¿Mienten todos? ¿Fingen un dolor que no sienten?
—Sobre eso habría mucho que decir. Algunos lo sienten verdaderamente, otros no.
Pero entre estos últimos se encuentran muchos a quienes no puede tachárseles de
hipócritas, sin embargo. Maridos y mujeres hay que muestran un gran dolor por la muerte
de sus respectivos cónyuges, y este sentimiento que aparentan no es una hipocresía sino
una generosidad que va más allá de la tumba. Fueron infelices en su matrimonio y no
quieren confesarlo después de muerto aquél o aquélla que fue su verdugo, sino que siguen
ocultándolo, como lo ocultaron mientras vivió. Es una especie de pudor y, como tal, digno
de respeto.
A la verdad —continuó diciendo el sepulturero—, no sé si todo esto me lo dijo real
y efectivamente el Ángel de la Muerte o me lo sugirió mi propia imaginación
—extraordinariamente exaltada en esos momentos por las excepcionales circunstancias—,
pero el hecho es que yo obtuve la respuesta a mis dudas de un modo claro y preciso.
Vibraban aún en mis oídos las últimas frases de ella, cuando vi que avanzaba hacia
nosotros el mismo compacto grupo de personas que había salido del cementerio pocos
momentos antes. Ya estaba de regreso.
A la cabeza del grupo venía el anciano, y caminaba con tal celeridad, que
claramente demostraba que más prisa tenía por volver a su antiguo reposo, que la que
había tenido por abandonarlo.
—¡He visto a mis hijos! —gritaba— Desde que yo falto, se han casado los tres. Se
repartieron mi fortuna, y cada cual vive feliz. He ido a las tres casas y los he visto sin que
me vieran ellos. No me rechazarían, probablemente, pero no les hago falta. Sus mujeres,
que no me han conocido, no tienen por qué amarme. A sus hijos, que no me han visto
jamás, tal vez les inspiraría miedo mi semblante adusto y lleno de arrugas. Me he
regresado presuroso: bien me estoy en mi tumba.
—Yo he visto a mi mujer —dijo el que seguía, que era el apuesto joven—. ¡Ojalá
no hubiera salido de mi ataúd! No vive ahora con el lujo a que yo la tenía acostumbrada.
En humilde cuarto estaba y todos nuestros hijos dormían apaciblemente en la misma
estancia. Ella velaba y cosía. De cuando en cuando caía de sus cansados ojos una lágrima
que iba a perderse en la tela en que trabajaban sus enflaquecidas manos. Pensé que lloraba
por mí y ya iba a revelarle mi presencia, cuando por su frente blanca y pura como su
conciencia, vi pasar sus pensamientos y he aquí lo que en ellos leí:
—¡Déjame llorar de gratitud, Dios mío! Mucho amé a mi Alfonso, mucho sentí su
muerte, pero hoy comprendo tu misericordia infinita al decretarla y te doy gracias desde
lo íntimo de mi alma. Ahora me doy cuenta de que se hallaba él al borde de horrible
abismo, del abismo de los vicios, y de que allí se habría sepultado irremisiblemente a
haber vivido algún tiempo más, y mis pobres e inocentes hijos, que hoy veneran su
memoria, habrían quedado deshonrados y aún, quizás, hubieran seguido sus funestos
ejemplos. ¡Gracias, Señor, gracias! ¡Mucho le amé, pero tu sabiduría admiro y tu
misericordia alabo!
Y de un salto, se hundió de nuevo el mozo, en su abierto sepulcro.
—¡Es más dichosa que cuando yo vivía! —venía diciendo la viejecita, entre
sollozos desgarradores— ¿Cómo no adiviné que se sacrificaba por mí? ¡Se ha casado!
Estaba enamorada desde que yo existía, pero ocultaba su amor por no abandonarme, ni
despertar los celos de mi cariño. Su marido es pobre, pero la hace dichosa. ¿Para qué había
de presentármele? No me necesita. Vuelvo a ponerme mi sudario.
—¡A la tumba! ¡A la tumba! —gritaba la bella adolescente, que en pos de los otros
venía— Creí encontrar desesperado a mi novio —prosiguió vertiendo abundantes
lágrimas—, a mi novio, que aseguraba morirse si yo le faltaba, ¡y le encuentro jurando
amor eterno a su nueva futura! ¡A la tumba! ¡A la tumba! ¡No hay amores eternos en el
mundo!
—¿Así es que volvéis completos? —preguntó con su voz grave, pero en la que se
advertía cierto acento irónico, el Ángel de la Muerte.
—No todos: se ha quedado uno —contestó el último de los del grupo que había
emigrado de esta mansión de la paz.
—¿Cuál?
—Santiago, aquel que fue asesinado en una orgía, el que golpeaba a su madre.
—¿Y quién le recibió?
—Ella. Apenas le vio, se abalanzó hacia él, abrazándole tan fuertemente que no
habría sido posible arrancarle de sus brazos. Ni él lo pretendió. ¡Hay diferencia entre el
duro y frío ataúd y los amorosos brazos de una madre!
—Calló Lorenzo y yo callo también —concluyó el narrador—. ¿No os parece que
tuve razón al deciros que sólo los que tienen madre pueden resucitar?

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