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La Madremonte

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La Madremonte

Cuenta la historia que, cuando suceden grandes temporales,


vientos, inundaciones u otros desastres naturales que estropean
sembrados, se pueden oír los gritos de la Madremonte. Un ser
corpulento, mitad mujer y mitad monte.
Vive alejada de la civilización y aparece en mitad de los rayos y
centellas. Según narran los campesinos, este ser hace perder a
los niños en el bosque, los orienta por zonas desconocidas y los
esconde debajo de las cascadas.
Cuando la Madremonte se baña en las fuentes o en los ríos,
especialmente durante las crecidas, llena las aguas de pestes y
otras epidemias.
Además, este ser maldice a los usurpadores de terreno y los
dirige a los matorrales y pantanos en las noches más oscuras y
tormentosas.
Dicen los campesinos que, para prevenir el encuentro con ella,
llevan medallas benditas y escapularios o pepas de cabalonga en
el bolsillo.
La Madremonte

Existe un lugar en Colombia donde se juntan todos los páramos y todas las
montañas. En ese lugar nacen las aguas y los ríos, y cuentan que allí vive ella, la
Madremonte. Por eso, muchos cazadores, aserradores y campesinos tienen miedo
cuando suben a la montaña, porque se les puede aparecer en cualquier lugar. En el
río o en la espesura del monte, ella siempre está vigilando. Cuida las aguas, los
árboles y los animales con obsesión salvaje. Dicen quienes la han visto, que cuando
se baña en las orillas de los ríos, las aguas se enturbian y se desbordan las
quebradas. Y también que, cuando los caminantes la ven, ella desaparece de
inmediato, pues tiene el don de transformarse en cualquier planta o animal. Cuentan
que Alfonso, un aserrador codicioso, se propuso un día cortar el roble más grande del
bosque para vender su madera. El árbol tenía más de 300 años y su tronco era tan
grueso que ni entre cinco personas podían rodearlo completamente. Como la madera
de roble era tan codiciada en la ciudad, Alfonso quería venderla para poder disfrutar
un buen tiempo de su hamaca sin tener que trabajar.

El aserrador tomó su escopeta para usarla por si acaso se encontraba un puerco de


monte o alguna otra presa. Llevaba pocas provisiones y aserrar un árbol tan grande
seguramente le iba a tomar varios días. Con esto en mente, empezó a caminar rumbo
al bosque. El camino era largo y empinado, pero estaba decidido a ganar algún dinero.
Caminó toda la mañana y parte de la tarde, y cuando llegó al lugar donde se
encontraba el árbol, sacó su hacha y se preparó para cortarlo. Entonces miró a un
lado, vio unas huellas frescas de puerco de monte y se dijo:

—Je, je, je… esto es lo que se llama suerte. Voy a seguir a ese puerco para hacerme un
asado. Este roble no se va a ir para ningún lado —y comenzó a seguir el rastro del
animal. Empezó a llover. El hombre siguió las huellas del puerco por largo rato, pero el
paisaje parecía siempre el mismo. Lo único diferente era que cada vez llovía y tronaba
más fuerte. Al cabo de varias horas, ya cansado y desorientado, Alfonso llegó a un
claro del bosque. De inmediato se sintió mareado. El piso bajo sus pies era blando,
como arenas movedizas, y a cada paso que daba era como si la tierra se lo quisiera
tragar. De repente, el cielo se tornó verde. Presa del pánico, Alfonso cerró los ojos y se
persignó. Cuando los abrió, se encontró frente a frente con la Madremonte. Ella tenía
la cara encendida, las manos secas como raíces de árbol viejo, y el rostro cubierto
con algo que parecía escamas de lagarto. Alfonso echó a correr en dirección opuesta,
pero a cada paso, allí estaba ella. La temible criatura lanzó un grito que retumbó en
las montañas y en las copas de los árboles, y exclamó:

—Ahhh, Alfonso, ¡hasta que nos encontramos! ¿Con que vos querías cortar mi roble y
comerte a mi puerco? Pues aquí están, tratá de matar a alguno. El roble gigante
apareció acompañado por veinte inmensos puercos de monte. Con un nuevo alarido
de la Madremonte llegaron también los jaguares, las dantas, las abejas, los osos, los
gavilanes y los escorpiones, y todos comenzaron a dar vueltas alrededor de Alfonso.
El hombre, enloquecido, sintió que el roble lo perseguía, que el jaguar quería matarlo,
y que los puercos de monte lo miraban con hambre. Fue tanto el terror, que se
desmayó. Cuando despertó, no reconoció el lugar en el que estaba y anduvo perdido
en el monte más de quince días. Lo encontraron flaco, demacrado y hablando
incoherencias. Alfonso no pudo volver a dormir tranquilo. Lo atormentaban pesadillas
donde un árbol inmenso le cortaba los pies con un hacha, unos puercos de monte lo
cocinaban y un jaguar tenía en el pecho un collar hecho con sus dientes. Entonces
despertaba gritando.

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