Pasion Enfermiza - Lexi Thurman
Pasion Enfermiza - Lexi Thurman
Pasion Enfermiza - Lexi Thurman
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Epílogo
Prólogo
Marco se había enfrentado a situaciones muy jodidas
durante su vida. Había visto y vivido cosas que a cualquier
otra persona le horrorizarían, le enfermarían. Sin embargo, no
a él. Porque formaba parte de su naturaleza, de la vida que le
había tocado vivir.
Y estaba orgulloso de ser la persona en la que se había
convertido. No pediría perdón por lo que hizo años atrás,
cuando tan solo era un adolescente. Porque Marco era un
hombre de honor. Haría cualquier cosa por su Familia.
Volvería a apretar ese gatillo de nuevo para protegerlos.
Él fue su primer asesinato. La prueba de iniciación que su
Don eligió para él, para demostrar que se merecía formar parte
de su Familia. Que era leal.
Aquella noche se quedaría grabada en su memoria para el
resto de su existencia. Aquella noche fue la primera de muchas
que demostró que sería el mejor futuro Sottocapo que los
Bianchi podrían tener. Era su derecho de nacimiento, uno que
nadie le podía quitar.
Marco no se arrepentía de lo que sucedió. Porque, para él, la
Familia era lo más importante.
Por eso, acabaría con el trabajo que no terminó aquella
noche. Por sus hermanos y por ella.
Capítulo 1
Marco
—Puedo hacerlo ahora mismo; ¡ahora que está rezando!
¡He de hacerlo ahora! ¡Lo enviaré al cielo! ¿Será esa mi
venganza? Veamos, un villano asesina a mi padre, y yo que
soy su único hijo, a ese mismo villano lo envío al cielo… No,
que eso sería premio y salario, pero no venganza.
Sostuve el viejo libro entre mis manos, mientras recitaba
uno de los versos de Hamlet, una de las novelas favoritas de
mi padre, en alto. Continué leyendo, incluso cuando el picazón
en mi garganta comenzaba a volverse insoportable, mi voz
rasgada, pero eso no me detuvo, como tampoco lo hizo los
leves golpes en la puerta y los pasos de una persona
acercándose a mí.
—Marco.
Sentí una mano sobre mi hombro derecho. Sin embargo, no
presté atención, mi mirada centrada en las líneas que me sabía
de memoria.
—Detente espada. Elige el horror de otro momento; quizás
cuando a más de ebrio, esté dormido o lleno de deseo, o en el
placer de su lecho incestuoso divirtiéndose, o blasfemando, o
en acción de condena segura —proseguí, alzando la voz, como
si se me fuera la vida en ello, como si leer aquellas líneas fuera
lo único importante. En realidad, lo era—. Atácale entonces y
que dé coces contra el cielo y la maldición caerá sobre su alma
y quedará negra como el infierno mismo donde será
arrojado…
—¡Marco! —La voz de Gio se elevó por encima de la mía.
Tiró de mí hacia atrás con tanta fuerza que, provocó que me
tambaleara y el libro cayera al suelo, cerrándose con un golpe
seco.
Ladeé la cabeza para mirarlo. Ataviado en un traje negro de
dos piezas, una corbata del mismo color y una camisa blanca,
me contemplaba con semblante serio, sus ojos escrutaban mi
rostro con preocupación. Sin embargo, no lo expresó y eso era
algo que agradecí.
—¿Es el funeral? —pregunté, aturdido, al observar su
atuendo.
Mi primo asintió.
—En media hora.
Eché un vistazo al calendario que colgaba de la pared.
—¿Qué día es?
—Lunes.
Llevaba dos días sentado sobre la misma silla gris,
encerrado en esas cuatro paredes blancas. No me había
percatado hasta ese momento, había perdido la noción del
tiempo desde el instante en el que entré en el hospital. Desde
la llamada de Enzo, uno de nuestros soldados, informándome
del accidente, todo había pasado como un borrón, los sucesos
se amontonaban en mi mente, pero no lograba registrarlos.
Me levanté, agachándome para recoger la novela que yacía
sobre el suelo y colocarlo, sobre los demás ejemplares que se
agolpaban sobre la pequeña mesa ovalada.
Gio estiró su mano izquierda, que la tenía detrás de su
espalda y me tendió un libro, que reconocí al instante: «La
metamorfosis» de Kafka, la primera edición en forma de libro.
Su novela favorita y el regalo de compromiso que le dio mi
madre. No me había acordado de ella, tenía derecho a saberlo.
Estaba seguro de que nadie la había avisado, ni siquiera su
hermano la visitaba. Todos preferían hacer como si estuviese
muerta, como si nunca hubiese existido. Menos mi padre y yo.
—Lo encontraron en el coche. No sé por qué lo llevaba con
él. Iban camino del aeropuerto.
Yo sí lo sabía. Lo llevaba en el coche, porque esa tarde
había estado visitando a mi madre. Y a ella le gustaba que le
leyese. No le había dado tiempo a dejarlo en la vitrina de su
despacho donde tenía un lugar preferente.
La ex - pareja y padre de la hija de Carina había fallecido y
se iban a Londres para presentar sus respetos. ¿Cómo cojones
la yakuza se había enterado? La furia ardió a través de mí,
pero la empujé por mi garganta, a pesar del sabor amargo. Si
teníamos un topo, lo encontraría y le iba a demostrar que el
infierno existe en la tierra. Era paciente, podía esperar.
Cogí el ejemplar de la mano de mi primo y lo sostuve,
pasando la yema de mis dedos por las solapas, borrando las
pequeñas manchas de sangre que había en ellas. Me giré para
mirar a mi padre, que se hallaba sobre la cama del hospital. Se
encontraba en coma y los médicos que le trataban no eran muy
optimistas. Me había asegurado de que obtuviese el
tratamiento adecuado, pero no había nada más que se pudiese
hacer. Ni mis estudios en medicina podían salvarle, lo único
que podíamos hacer era esperar. Yo sabía que mejoraría, que
acabaría despertando. Me incliné sobre él y deposité un
efímero beso sobre sus labios, mientras dejaba el libro a su
lado, en un extremo de la cama.
—Vamos —dije, dándome la vuelta y saliendo de la
habitación, esperando que Gio viniese tras de mí. Una de las
enfermeras encargadas de cuidar a mi padre entró en la
habitación en el momento en el que me vio salir. Y las que se
encontraban tras el mostrador de control, evitaron mirarme a la
cara. La mayor parte de los empleados del hospital estaban al
tanto de que un alto rango de la mafia se hallaba hospitalizado
y de las consecuencias que podrían sufrir si cometían algún
fallo.
Caminé a grandes zancadas por los alargados pasillos del
hospital, mientras mi primo me seguía, dando órdenes a los
hombres que teníamos vigilando, tanto fuera, como dentro del
hospital.
Que la yakuza atacase a mi padre y a su mujer era algo que
no esperábamos. Después de que se uniesen a la tía del Don de
la Familia Rossi para intentar asesinarlo en un acto que era
desleal a todas nuestras creencias, las Familias nos habíamos
unido para desterrarlos de Roma. Fiorella había engañado a su
sobrino y a toda su familia, aprovechándose de la debilidad
que los Rossi atribuían a las mujeres, viéndolas como alguien
a quien proteger y no de las que temer. ¿Quién iba a sospechar
de una pobre viuda desamparada? La caballerosidad de la que
los Rossi tanto se jactaban, había sido su mayor pecado: el
error que llevó a la muerte a Donatello y el que casi termina
con la vida de Adriano. Curiosa paradoja del destino.
No podía negar que Fiorella era astuta. Nosotros pudimos
perderlo todo por su culpa.
Aún así, aunque esperábamos represalias de la yakuza,
nunca algo tan suicida como atacar a un alto miembro de una
de las Familias y matar a tiros a su esposa. Era como si
estuviesen pidiendo a gritos que terminásemos con ellos.
Bueno, estaban de suerte, iba a ser benevolente y concederles
su deseo.
Sin embargo, ¿por qué cometer un acto tan arriesgado
cuando tenían poco que ganar y tanto que perder? Era
descuidado y un sin sentido en sí mismo.
—Mi casa pilla de camino. Puedes pasar y pegarte una
ducha. Tengo un traje…
—¿Cuál es el problema? —interrumpí, una sonrisa
formándose en mis labios—. Yo creo que voy vestido para la
ocasión. —Me di una vuelta sobre mí mismo, señalando mi
traje: una chaqueta dorada de lentejuelas, una pajarita del
mismo color, una camisa de seda blanca y unos pantalones a
conjunto. Abroché el botón negro de mi americana y me pasé
un dedo por la lengua, para luego llevarlo a mi cabello,
peinándolo—. ¿Ves? Perfecto. ¿Es un evento, no?
Gio no replicó, limitándose a abrirme la puerta de el coche.
✿✿✿✿
En cuanto llegamos al cementerio, la ceremonia estaba a
punto de comenzar. Lo normal hubiese sido que Carina fuese
enterrada dentro del mausoleo familiar. En cambio, iba a ser
sepultada en el suelo, dentro de la parcela de la Familia. Mi
primo farfulló algo sobre que era su última voluntad, pero no
pregunté, ya que no fue una sorpresa para mí, conocía de
primera mano las reticencias de mi madrastra con el oficio de
nuestra Familia. Tampoco es que me importase mucho, si mi
padre lo había aceptado, no tenía nada que decir al respecto.
Mi relación con Carina era prácticamente inexistente. Me
había temido y odiado a partes iguales, podía verlo en sus ojos
cada vez que nos encontrábamos: aborrecía lo que hacíamos,
quienes éramos. La respetaba porque hacía feliz a mi padre y
era la madre de mis dos hermanos. Y eso último, era la única
razón por la cual había acudido a su funeral.
—¿Nico y Fabio? —le pregunté a mi primo, a la vez que
salía del vehículo y observaba al grupo reducido de personas
sentadas en las sillas de madera blancas que habían sido
colocadas cerca del hoyo en el que el ataúd iba a ser
introducido.
—No sabemos si pueden intentar tendernos una emboscada.
Están más seguros en casa.
Asentí, él tenía razón. Cuando la situación se relajase, les
llevaría para que pudiesen despedirse de ella. No había
hablado con ellos desde que les había tenido que contar lo
sucedido, omitiendo todos los detalles escabrosos para poder
causarles el menor daño posible. Pronto descubrirían lo cruel
que era nuestro mundo y al contrario de lo que pensaba mi tío,
creía que protegerles durante su infancia, para que pudiesen
vivirla con la mayor normalidad que les podíamos ofrecer
dentro de las circunstancias, no les hacía más débiles. Por ese
mismo motivo, me había asegurado de que, durante mi
ausencia, estuviesen al cuidado de mi primo. No me fiaba de
lo que Tomasso pudiese contarles mientras yo no estaba cerca.
Caminé hasta las sillas en la primera fila, el lugar que le
correspondía a la familia más cercana. Podía sentir todos los
ojos en mí: incluso sin verlo, podía notar el miedo de todos
ellos, la expectación. Como si no fuese más que un
espectáculo, el payaso de su función particular. Eso era lo que
era para ellos: un puto fenómeno, un monstruo. Creían que no
me daba cuenta, que no escuchaba los murmullos a mi
espalda, pero siempre lo hacía. Simplemente, fingía no
hacerlo. Era más fácil así.
Ginebra, la novia de mi primo, dio un paso hacia mí, aunque
no pudo dar otro, porque Gio, que estaba detrás de mí, se
acercó a ella y puso una mano en su estómago, alejándola de
mí. Una sonrisa amarga se formó en mis labios. Vaya, él
también. Incluso mi primo, que nunca había tenido temido de
mí, me contemplaba con cautela, como si fuese una bomba a
punto de explotar. Como si estuviese esperando que, en algún
momento, lo hiciera.
Pasé de largo y me senté en mi silla. Tomasso Bianchi, se
encontraba en el centro; Maxim, a su izquierda y yo, a su
derecha, ocupando el lugar que usualmente le correspondía a
mi padre.
Giovanni se sentó a mi lado, junto a su novia. Había algo
diferente en la forma en la que Ginebra me miraba, un
sentimiento distinto a todos los que me rodeaban: compasión y
lástima. Y no sabía que me disgustaba más.
—¿Qué cojones llevas puesto? —Tomasso me miró de
arriba abajo, con una mueca de asco dibujada en su cara. A
pesar de tener treinta y un años, mi tío me trataba como si
fuese un niño estúpido.
Mantuve mi vista al frente, sin tan siquiera molestarme en
responderle. Algo poco habitual en mí. Por supuesto que tenía
el tiempo suficiente para criticar mi vestimenta, pero ni
siquiera se había dignado en pasarse por el hospital para ver
cómo estaba su hermano.
¿Por qué iba a hacerlo cuando había cosas más importantes
de las que preocuparse? No podía esperar menos de él.
—Tomasso, no es el momento —murmuró Maxim,
mirándome de reojo. Otro que tampoco había ido a ver a
Benedetto. La advertencia a mi tío, lejos de ser un reproche
por un comportamiento inapropiado en un funeral, no era más
que el temor a que yo pudiese reaccionar a sus provocaciones.
Mi dyadya, al contrario que Tomasso, era más prudente y
precavido.
—No es adecuado. Apesta… —replicó el Don, llevándose
una mano a la nariz.
—¿No deberíamos esperar a su hija? —preguntó Ginebra,
cuando vio como el sacerdote carraspeaba, llamando la
atención de todos.
—Ya debería estar aquí —respondió Maxim—. Es
demasiado peligroso estar al aire libre, no podemos esperar
más.
—Pero ella… —comenzó Ginebra.
—Ella ha tenido tiempo de sobra para venir —le cortó
Tomasso—. Dos días, desde que su madre falleció. Menuda
hija, a saber qué estará haciendo.
—¿Enterrando a su padre? —replicó Ginebra, entornando
los ojos. Con el tiempo, se había vuelto más descarada.
La hija de Carina, Nelli. La había visto en una sola ocasión,
en la boda de nuestros padres. Una preadolescente de unos
once o doce años. Tímida y asustadiza. Criada por su padre de
origen mexicano y ferviente católico, que inculcó en su retoño
las enseñanzas de Dios. La chica se había pasado toda la
celebración huyendo de mí, algo que me había resultado
divertido. Y le hubiese molestado más, si mi padre no me lo
hubiese prohibido.
El sacerdote comenzó la misa y centré mi atención en el
ataúd.
Cada fibra de mi cuerpo, cada músculo, cada jodido átomo,
clamaba venganza. En cuanto terminase el funeral, iba a hablar
con Gio, había llegado el momento de actuar.
Respiré hondo, intentando calmar la rabia en mis venas, mi
primo debió de darse cuenta, porque colocó su mano en mi
hombro y apretó con fuerza.
—Voy a encontrarlos y matarlos a todos. Van a suplicar por
una clemencia que no les concederé —susurré.
—Y yo estaré a tu lado.
Capítulo 2
Nelli
«No importa lo difíciles que sean los obstáculos que la vida
ponga en tu camino, Dios siempre estará a tu lado y te dará las
fuerzas necesarias para superarlos».
Esa era la frase que repetía el Padre Williams, en la homilía
de los domingos, desde que tenía uso de razón. Nunca la había
puesto en duda, siempre había tenido la certeza de que mi fe
me ayudaría a afrontar con serenidad todos mis problemas. Y,
hasta ese momento, así había sido.
Incluso cuando mi padre falleció después de una larga
enfermedad, cuatro días antes, seguía pensándolo. Continuaba
creyendo que Dios no estaba ahí para cambiar o controlar las
circunstancias y que aceptar las injusticias era aceptarle a él.
Que el Dios amoroso que conocía, me ayudaría a lidiar con
ellas.
Pero, en ese instante, cuando estaba en el cementerio frente
al féretro de mi madre, mi fe se tambaleaba por primera vez en
mis veinticinco años de vida. No podía entender como Dios
había permitido que perdiese a mis padres con menos de dos
días de diferencia. Como había cerrado los ojos y mirado hacia
otro lado mientras unos hombres chocaban a propósito contra
el coche en el que viajaba mi madre y su marido, y después,
cuando ella salió del automóvil para pedir ayuda, la habían
tiroteado y dejado en medio de la carretera para que se
desangrase.
La crueldad tan despiadada era un concepto que se escapaba
de mi mente.
—¿Nelli, estas bien? —Mi prometido me miraba con
preocupación. Desde que habíamos llegado a Roma unas horas
antes, apenas había emitido una palabra. Tobias había
respetado mi silencio, limitándose a estar a mi lado,
apoyándome, dándome justo lo que necesitaba. Sin agobiarme,
sin palabras de pésame que no servían para nada, simplemente,
permaneciendo junto a mí, demostrándome que podía contar
con él. Y esa era una de las mil razones por las que le amaba.
—Sí, es solo que no lo entiendo. ¿Por qué alguien haría
daño a un ser de luz como era ella?
Conocía la respuesta a mi pregunta: Benedetto Bianchi. No
se trataba de ella, sino de su marido, el mismo que se debatía
entre la vida y la muerte en un hospital. Mi madre tan solo
había sido un daño colateral.
—No lo sé, cariño.
Me abrazó por la cadera, acercándome más a él. Luna, la
yorshire terrier de casi año y medio que Tobias me había
regalado por nuestros primeros tres meses juntos, se removió
en el interior de mi bolso transportín, sacando la cabeza y
gruñendo al viento. Lo que llamó la atención de los presentes
que no nos habían visto llegar.
El funeral se estaba celebrando al aire libre, en el
cementerio de verano de Roma. Tan solo un grupo reducido de
personas estábamos allí reunidas, viendo como bajaban el
ataúd al suelo dentro de la parcela que pertenecía a la familia
Bianchi. Mi madre había sido clara en sus últimas voluntades,
no quería ser enterrada dentro del mausoleo familiar.
A pesar de amar a su marido, se negaba a pasar el resto de la
eternidad junto a una saga de delincuentes.
Mi madre había nacido en el seno de una familia
acomodada italiana con fuertes lazos con la mafia romana. Mi
progenitora no lo aprobaba y esa fue la razón por la que, en
cuanto cumplió los dieciocho años, se marchó a estudiar a
Londres, donde conoció a mi padre y se quedó embarazada de
mí.
—Tú debes de ser Nelli. —Una chica con los ojos azules
más claros que había visto nunca, estaba parada delante de mí,
con una sonrisa amable en su rostro. Su cabello castaño
recogido en una coleta y por sus facciones aniñadas, intuía que
no era mucho más mayor que yo.
—Sí. —Me separé de mi prometido y le ofrecí la mano.
Ella, en vez de apretarla, me dio un abrazo.
—Soy Ginebra, la novia de Giovanni —se presentó,
señalando a su novio, que estaba sentado en una de las sillas,
colocadas junto al hoyo en el que el ataúd con los restos de mi
progenitora acababa de ser introducido.
El chico tenía su mirada al frente, atento al sermón del
sacerdote, pero su cuerpo estaba tenso y su mano estaba
apoyada en el hombro del hombre que estaba sentado a su
lado, sobre la americana dorada que éste llevaba, tan inusual
para un funeral, contrastando con los trajes negros de todos los
asistentes. A simple vista, si no te fijabas bien, podía parecer
que tan solo era un gesto de consuelo, sin embargo, si
observabas con precisión, veías como sus nudillos estaban
blancos de la fuerza que estaba ejerciendo, intentando evitar
que su acompañante se levantase.
Aunque no podía ver su cara, si su vestimenta no había sido
una pista lo suficientemente clara, su color de pelo le delataba:
Marco Bianchi, mi hermanastro. Tan solo nos habíamos visto
una vez, en la boda de nuestros padres. En la cual llevaba un
traje amarillo canario de estampado de flores que no pasaba
desapercibido. Y, a pesar de que, en aquel entonces,
desconocía que mi madre se había casado con un alto miembro
de una familia de la mafia romana, supe que algo no estaba
bien en él. No me había hecho nada, todo lo contrario, durante
nuestras breves y pocas interacciones, había sido muy amable,
no obstante, desde el instante en el que se había acercado a mí
para presentarse, me había sentido terriblemente incómoda y él
parecía disfrutarlo.
—Perdón por haber empezado sin ti. Te hemos esperado
todo lo que hemos podido —se disculpó Ginebra—. Tal y
como están las cosas, no es seguro estar aquí mucho tiempo.
Por eso, tus hermanos no están presentes. Al igual que
tampoco las mujeres de Tomasso y Maxim. Me ha costado
mucho convencer a Giovanni para que me permitiese acudir,
puedo ser muy…
—El avión se ha retrasado —me apresuré a interrumpirla
antes de que siguiese hablando. Miré de reojo a mi prometido,
negando con la cabeza, esperando que Ginebra pillase la
indirecta. Tobias no estaba al tanto de los negocios de la
familia del marido de mi madre, ni siquiera yo debería estarlo.
En realidad, tampoco sabía demasiado, mi progenitora me lo
había ocultado hasta que se quedó embarazada de mi hermano
Nicolas. En el sexto mes de embarazo fue a Londres a
visitarme y me pidió que, si le pasaba algo a ella y a
Benedetto, cuidara de su hijo. Y que lo alejase de la familia de
su marido. Cuando le pregunté las razones, me lo contó. Sin
detalles, solo lo básico para asegurarse de que cumpliese mi
promesa.
No me gustaba guardarle secretos a mi futuro marido, pero
este era uno que había prometido llevarme a la tumba.
Ginebra se colocó la mano en la boca al darse cuenta de su
error. Aunque se recompuso con rapidez y estiró el brazo,
ofreciéndole su mano a Tobias.
—Soy una maleducada, no te he saludado —le dijo en un
inglés aceptable.
Mi prometido sonrió y le estrechó la mano con un suave
apretón.
—Soy Tobias, el prometido de Nelli, es un placer conocerte,
a pesar de las horribles circunstancias —le respondió en un
perfecto italiano. Tobias y yo nos habíamos conocido en una
exposición de arte inspirada en la cultura italiana. Mi
prometido había estudiado varios años en Milán y era un
amante del país. Yo, como hija de una italiana, el italiano era
mi segunda lengua.
Ginebra asintió, de acuerdo con sus palabras.
— ¿La policía os ha dicho algo? ¿Saben ya que ha ocurrido?
—inquirió Tobias, quien afortunadamente no parecía haberse
percatado de la metedura de pata de la chica, apretándose el
nudo de la corbata que se le había deshecho. No estaba
acostumbrado a llevar traje. Como diseñador de páginas web
freelance, la mayor parte de las veces trabajaba desde casa en
camiseta y pantalón de chándal. Solía viajar habitualmente por
trabajo, pero, por lo que me contaba, eran reuniones
informales con clientes a los que no les importaba como
vistiese.
—Eh… —Titubeó la chica, la cual, pese a que acababa de
conocerla, había descubierto que era muy mala mintiendo—.
Siguen investigando —explicó brevemente, mientras alisaba
las arrugas inexistentes de su vestido negro.
—¿Todo bien por aquí? —Giovanni, el sobrino político de
mi madre, se acercó, ataviado en un traje negro. Más alto y
fuerte de lo que le recordaba. Aunque, por aquel entonces, tan
solo era un adolescente. Mi mirada se centró brevemente en
sus manos, dándome cuenta de que aquel no era el único
cambio, observando la tinta negra que se esparcía por su piel,
patrones que, a simple vista, no parecían tener un sentido,
cubrían, incluso sus dedos. Habían pasado trece años desde la
boda. No había regresado a Roma, ni había vuelto a ver a
ninguno de ellos. En aquel entonces, tan solo era una niña de
doce años que, por primera vez, salía de Londres, a la que
ninguno de los invitados hizo demasiado caso.
Quise regresar para visitar la ciudad, pero mi progenitora
nunca me lo permitió. Era ella la que todos los veranos venía a
visitarme, ocasionalmente acompañada de su marido y
siempre con mis hermanos, a los que adoraba.
—Sí —respondió Tobias—. Iba a preguntarle a Ginebra
que, si puedo ayudar en algo, estaría encantado de hacerlo.
Carina era una buena persona que no se merecía un final así.
—No te preocupes, recibirán su merecido. —La mirada de
Giovanni se oscureció con una promesa de venganza. Su novia
le sujetó la mano y el rostro del chico se suavizó.
—La venganza no va a solucionar nada —dije, recuperando
mi fe. No iba a permitir que el odio me dominase. Tan solo el
perdón iba a lograr darme la paz necesaria para seguir con mi
vida. Y eso era lo que tenía que hacer, no solo por mí, sino
también por mis hermanos—. Estamos aquí para despedir a mi
madre.
—Tienes toda la razón, cariño. —Tobias me dio un beso en
la mejilla y se pasó una mano por su cabello corto.
Giovanni no dijo nada, pero su sonrisa tirante lo decía todo.
No iba a dejar las cosas como estaban. Ninguno de ellos lo
haría. El odio y la venganza formaban parte de su mundo. Un
mundo del que mi madre me mantenía al margen y del que
no quería que formarse parte. Por eso aunque ella tuvo que
regresar a Roma poco después de mi nacimiento, me dejó con
mi padre, en un acto de infinito amor y bondad. Puso mi
bienestar por encima de su sufrimiento.
Era tan injusto que ella ya no estuviera entre nosotros…
El sacerdote terminó la misa y los asistentes se levantaron
de sus sillas.
Dejé el transportín en el suelo y obviando la presión en el
pecho que me impedía respirar, me acerqué hasta el lugar
donde mi madre iba a descansar eternamente. Me arrodillé,
mientras observaba el ataúd de roble dentro del hoyo y no
pude reprimir un sollozo. Saber que nunca más volvería a ver
su sonrisa, ni llamarla a cualquier hora del día solo para
hablar, se sentía como si me hubiesen arrancado el corazón.
Lo único que me consolaba era saber que Dios la protegería.
Y que su luz me guiaría el resto de mi vida
Cuando creía que ya no podía llorar más, mis ojos se
humedecieron de nuevo y las lágrimas comenzaron a brotar de
ellos.
Ella y mi padre no habían tenido una verdadera oportunidad
en la tierra, pero, tal vez, la tendrían en el cielo. Juntos
velarían por mí y me darían la fuerza necesaria para continuar
viviendo. Lo haría por ellos.
—Gracias, mamá. Por todo lo que has hecho por mí, por ser
la mejor madre que podía haber tenido. —Hice una pausa,
intentando controlar mi llanto—. ¿Te acuerdas cuándo me
decías que la distancia no podía separarnos, que me ibas a
querer siempre? Bueno, pues quiero que sepas que la muerte
tampoco lo va a conseguir, porque siempre vas a estar en mi
corazón y siempre te voy a querer. Voy a llevar a cabo todos
tus deseos y todos los planes que tenías para mí. Voy a
proteger a Nico y a Fabio. Pero, tienes que prometerme que
serás feliz. Estoy segura de que, en estos momentos, estás aquí
conmigo, que antes de ir al cielo, nuestro Señor te ha
permitido tiempo para despedirte. Porque si alguien se merecía
ese privilegio, esa eras tú. Además, ni él puede moverte si tú
no quieres. —Solté una risita ahogada, recordando lo tozuda
que era.
Apoyé mis manos sobre la tierra, enterrando mis dedos en
ella y cerrando los ojos, rememorando todos los buenos
momentos que había pasado junto a mi madre. A pesar de no
haberme criado con ella y vivir a más de mil kilómetros de
distancia, ella siempre estuvo presente en mi vida.
Ayudándome a soplar las velas de mi cumpleaños,
consolándome cuando falleció mi primera mascota, luchando
porque tuviese una buena infancia. Siempre aparecía cuando la
necesitaba.
—No te merecías tener ese final. No merecías morir así —
susurré.
—No lo hacía. —Una voz masculina me sobresaltó. Abrí
los ojos abruptamente, girando la cabeza para encontrarme con
unos zapatos negros brillantes, que, a medida que alzaba la
mirada, descubrí que pertenecían a Marco Bianchi. Mi
hermanastro se hallaba a mi lado, con sus manos entrelazadas
y su vista centrada en el ataúd. Había estado tan absorta en mis
pensamientos, que ni siquiera le había escuchado acercarse.
Me pregunté cuánto de la conversación con mi madre había
escuchado.
Me levanté, sacudiendo la tierra de mi vestido y de mis
manos, sin saber muy bien qué decir. Nuestra relación era
inexistente y su presencia era… inquietante.
—Marco —comencé—. Mi más profundo pésame. Siento
mucho lo de tu padre, espero que se recupere lo antes posible.
Observé su atuendo: la chaqueta dorada de lentejuelas,
desabrochada y la pajarita del mismo color, desajustada. Al
contemplar las pequeñas manchas de un tono oscuro en su
camisa blanca y en su pantalón de ese color, me di cuenta de
que, al contrario de lo que había pensado en un primer
momento, no había elegido ese traje para la ocasión. No se
había cambiado, iba vestido tal y como estaba cuando le
avisaron del accidente provocado.
Él ladeó su cabeza hacia mí durante un instante, el
suficiente para advertir las profundas ojeras debajo de sus ojos
verdes. Su semblante serio, pero relajado, sin embargo, podía
verlo reflejado en él: el sufrimiento.
No era la única que estaba pasando un mal momento. Marco
tenía a su padre en coma y no sabía si se recuperaría. Si
alguien entendía cómo me sentía, ese era él.
—¿Eso no es lo que yo debería decirte a ti?
No le contesté, porque no tenía una respuesta para ello. Me
limité a alzar mis hombros. Y él no parecía necesitarla, porque
añadió: —En realidad, nunca te diría eso. Ese no es mi estilo.
Prefiero asegurarte que la muerte de tu madre no será en vano.
Vengaremos su muerte. —Pese a su tono aparentemente
tranquilo, pude advertir la promesa detrás de sus palabras—.
Quizá no hoy, tal vez tampoco mañana, pero lo haremos. La
venganza es un plato que se sirve frío.
Era toda una declaración. Para él la única manera de hacerle
justicia a mi madre era vengándose. Eso no solucionaría nada,
solo traería más sufrimiento. No devolvería la vida a mi
madre, ni mitigaría el dolor por su perdida. Lo único que lo
haría era encontrar la manera de perdonar a los culpables.
—Mientras buscas la venganza, prepara dos tumbas, una de
ellas será la tuya —repliqué, utilizando otro refrán para
contradecir el suyo.
Marco me miró, un brillo de una emoción que no supe
identificar, apareció en sus ojos. No era molestia, mi
comentario no parecía haberle ofendido. Todo lo contrario, era
como si hubiera despertado su interés.
No obstante, ese no había sido un movimiento inteligente.
Aunque fuésemos familia, él era peligroso y era evidente que
no estaba en un momento en el que estuviese emocionalmente
estable. Lo último que quería era tentar a mi suerte.
—¿Crees que el perdón te hará libre? —Una sonrisa feroz
se formó en sus labios. Avanzó un paso hacia mí, invadiendo
mi espacio personal. Contuve la respiración, obligándome a mí
misma a no retroceder. Agarró el colgante que llevaba, tirando
suavemente de el y colocando la cruz plateada sobre la palma
de su mano.
Él estaba tan cerca que podía sentir su aliento sobre la piel
de mi mejilla, inhalando una pasta de dientes mentolada,
contrastando con el hedor a sudor y alcohol que emanaba su
ropa.
—Marco. —Mordí mi labio interior, intentando pensar las
palabras adecuadas para no empeorar mi situación. Su
pregunta podía parecer inofensiva, sin embargo, yo sabía que
no lo era. Así que, decidí que lo mejor era evadirla—. Sé que
no es un buen momento, pero hay un tema que me gustaría
hablar contigo.
Él asintió, dándome paso a hablar, mientras pasaba la yema
de sus dedos por la cruz.
—Precisamente por los momentos tan complicados que
estáis pasando —empecé, pronunciando el discurso que había
preparado cuidadosamente durante el vuelo. Sabía que lo que
le iba a decir era complicado, no obstante, si empleaba las
palabras adecuadas, estaba convencida de que podríamos
llegar a un acuerdo. Al fin y al cabo, él debería de saber que
mi madre quería que fuese yo la que me encargase de sus hijos
si les pasaba algo y que su padre había aceptado. Marco
respetaría la voluntad de su padre—, creo que a Fabio y a Nico
les vendría bien alejarse de Roma por un tiempo. Y, como
están de vacaciones, he pensado que podían venir a Londres
conmigo, mientras Benedetto se recupera. ¿Te parece bien?
Esperé temerosa una reacción por su parte, esperando que
su respuesta fuese positiva. Escruté su rostro, sus ojos fijos en
mí, no parecía furioso por mi propuesta. Más bien, reflexivo.
¿Eso era que se lo estaba planteando? Aunque a mi madre no
le agradaba, sabía que su relación con mis hermanos era muy
estrecha. Cada vez que hablaba con los niños, solo tenían
palabras de elogio hacia su hermano mayor. Ellos le adoraban,
era su héroe. Marco haría lo mejor para ellos.
Soltó mi colgante y deslizó uno de sus dedos por mi nariz,
atrapando una de las lágrimas que había derramado. Toda la
valentía y esperanza que había tenido se evaporó cuando se
llevó ese mismo dedo a la boca y pasó su lengua por el.
Una mueca de horror se formó en mi rostro y retrocedí un
paso hacia atrás. Estaba loco.
—No has respondido a mi pregunta —añadió, disfrutando
del efecto que había creado en mí. Mi miedo había aumentado
su entretenimiento.
Afortunadamente, una persona se acercó a nosotros,
interrumpiendo nuestra conversación. Giovanni, se acercó a mi
hermanastro y apoyó una mano en su hombro. Nos miró a los
dos, contemplando mi expresión con semblante serio.
—Marco, Sylvana te está buscando. Quiere darte sus
condolencias.
Él asintió, su mirada aún centrada en mí.
—Hasta otra, Pocahontas. Ha sido una charla interesante.
Ten un vuelo de regreso agradable. Les daré recuerdos a Nico
y Fabio de tu parte —se despidió usando el apodo que había
usado para mi desde la primera vez que nos vimos. Acto
seguido se dio la vuelta y se alejó de mí junto a su primo.
Solo cuando estuvo lo suficientemente lejos de mí, me
permití soltar todo el aire que no sabía que había estado
conteniendo. Si había sacado algo en claro de esa
conversación, era que tenía que llevarme a Londres a Nico y
Fabio lo antes posible. No estaban seguros en aquel entorno
hostil y mucho menos aún, a cargo de un hermano que era más
que irrebatible que no estaba en sus cabales.
La opción de intentar dialogar con él había quedado
descartada, mi madre tenía razones más que justificadas para
desconfiar de Marco. No era posible razonar con él.
Un carraspeo detrás de mí hizo que me girase. Un hombre,
que al advertir la pala que sostenía en uno de sus manos,
supuse que era el sepulturero, esperaba detrás de mí a que
terminase. Le hice un gesto para que me tendiese el objeto y
tiré el primer puñado de tierra encima del ataúd.
—Adiós, mamá —susurré—. Cumpliré tu última voluntad.
✿✿✿✿
—Déjame ir contigo —me pidió mi prometido, en cuanto
me vio aparecer en el hall del hotel en el que habíamos pasado
la noche.
Un hotel de tres estrellas situado en el centro histórico de
Roma. Sin demasiados lujos, pero con las comodidades
suficientes para pasar una noche. No podíamos permitirnos
demasiados gastos, ya que estábamos ahorrando para nuestra
boda, de la que aún no teníamos fecha. Queríamos hacer algo
pequeño, con la familia directa y amigos más cercanos.
Teniendo en cuenta que Tobias era el único hijo de una madre
soltera, la cual falleció pocos después de que él cumpliese
dieciocho años, que yo acababa de perder a mis padres y que
ninguno de los dos tenía una vida sociable demasiado activa,
iba a ser una ceremonia muy íntima.
Aunque, en esos momentos, casarme se encontraba al final
de mi lista de prioridades.
—Buenos días para ti también —le saludé, poniéndome de
puntillas para darle un beso en la mejilla —. ¿Has dormido
bien?
—Hubiese dormido mejor contigo. —Aunque no podía ver
mi reflejo, sentía el calor en mi cara, por lo que estaba segura
de que mi rostro acababa de tornarse en un vergonzoso rojo
brillante—. Solo dormir abrazados, Nelli —se corrigió—.
Sabes que respeto tus creencias.
—No es por mis creencias —le expliqué, como había hecho
un millón de veces antes—. Es una decisión personal.
Quería llegar virgen al matrimonio, tan anticuado como
podía parecer. Cierto que había crecido en un entorno cristiano
que me había empujado a esa decisión, pero mi padre me
había inculcado que debía tomar mis propias elecciones.
Deseaba hacer el amor con el hombre con él que fuese a
pasar el resto de mi vida, en nuestra noche de bodas. Primero,
conocernos bien el uno al otro durante el noviazgo, para que
nuestras almas estuviesen en sintonía. Y solo entonces, cuando
nos hubiésemos entregado el uno al otro por completo,
podríamos unir nuestros cuerpos. Que el sexo fuese algo más
que un divertimento vacío, quería que fuese algo especial.
Algo que tendría con Tobías. Por eso, cuando a los ocho
meses de noviazgo, me pidió matrimonio en el pequeño
restaurante italiano en el que habíamos tenido nuestra primera
cita, le dije que sí.
—Lo sé, mi amor. —Mi prometido me pasó el brazo por los
hombros para acercarme a él y darme un beso en la mejilla—.
Sé que la espera merecerá la pena. De lo único que me
arrepiento es de no haberte conocido antes, me hubiese
gustado poder entregarte mi primera vez.
—Lo importante es que nos hemos conocido —le dije, con
un amago de sonrisa.
Me pasé una mano por el rostro, frotando mis ojos. Estaba
exhausta. Y es que la noche anterior apenas había podido
conciliar el sueño, no había dormido más de dos horas. La
conversación que había mantenido durante el funeral con mi
hermanastro me había dejado angustiada. Había tenido la
esperanza de que, si hablaba con él y empleaba las palabras
adecuadas, tendría su permiso para llevarme a Nico y Fabio a
Londres durante el verano, mientras su padre se recuperaba.
Que, en realidad, por otro lado, no lo necesitaba, ya que, si
Benedetto fallecía, yo tenía su custodia. Había sido amable y
respetuosa, creyendo que, podríamos llegar a un acuerdo. A
pesar de las advertencias de mi madre sobre él, realmente lo
había creído. Marco parecía tan devastado y desolado, que
había sentido compasión por él. Incluso, durante un instante,
me sentí mal por alejar a sus hermanos de él. Si alguien podía
entender por lo que estaba pasando, esa era yo. Sin embargo,
él no solo me había ignorado, sino que se había reído de mí,
haciéndome pasar uno de los momentos más incómodos de
toda mi vida. Había sido espeluznante. Ahora podía decirlo
con total convicción: había algo que estaba mal en él. No sabía
explicarlo, pero lo había sentido. Debido a mi trabajo como
asistente social, había tratado a muchos adolescentes con
problemas y estaba acostumbrada a enfrentarme a todo tipo de
situaciones. No obstante, nunca había visto en ninguna
persona, ni en los casos más complejos, lo que sus ojos
reflejaron cuando pasó su lengua por el pulgar, bebiendo mi
lágrima: era casi demencial, completamente escalofriante.
No podía dejar a mis hermanos con él. Había prometido a
mi madre que cuidaría de ellos y lo iba a hacer. Le gustase a él
o no. No iba a permitir que el miedo me lo impidiese. Mi
madre se volvería morir si se enteraba de que sus hijos
quedaban al cuidado de su hijastro. Ella no se fiaba de Marco,
muchas veces me había dicho lo atemorizada que se sentía
cuando estaba cerca de él. Lo peligroso que era. Y ella no se
equivocaba, lo había podido comprobar de primera mano el
día anterior.
Además, aunque sabía muy poco sobre la mafia, lo que sí
tenía claro era que no era el ambiente en el que quería que
Nico y Fabio se criasen. Dios amaba a todos los humanos, a
pesar de sus errores y no era mi deber juzgar a nadie. Así todo,
cuando mi madre, embarazada de Nico, me contó a que se
dedicaba en realidad su marido, intenté que le dejase. Pero ella
no quería, se había enamorado de él. El amor te hace ver la
parte buena de las personas y obviar lo malo. También te hace
querer ser mejor persona. Había podido comprobar por mí
misma, el amor y devoción que Benedetto sentía por mi
progenitora, por eso, había tenido la esperanza de que se
replantease su vida. No sucedió, pero mi madre era feliz y eso
era suficiente para mí.
—Nelli, puedo llamar a mi cliente y retrasar la reunión.
Quiero acompañarte.
Negué con la cabeza, soltándome de su agarre y mirando
fijamente los ojos castaños de mi prometido. Había preferido
omitir los detalles de mi perturbador encuentro con Marco
para no preocuparle.
—Tienes que ir, ya la has retrasado en dos ocasiones. No
puedes perder a este cliente, necesitamos el dinero y más,
teniendo en cuenta que los próximos meses no voy a poder
ahorrar. Voy a tener que pedir en el trabajo una reducción de
jornada para pasar el mayor tiempo posible con mis hermanos.
Y contratar a una niñera.
—Pueden quedarse conmigo cuando tú estés en el trabajo
—ofreció.
Miré a mi alrededor para ver si alguien nos estaba
observando. Tan solo había una mujer sentada en uno de los
sillones con los ojos cerrados y una chica joven, apoyada
contra la ventana, leyendo algo en su móvil. El puesto de
recepción estaba vacío, con un cartel de vuelvo en cinco
minutos encima del mostrador.
Coloqué mis brazos alrededor del cuello de Tobias y le di un
tenue beso en los labios. Se quedó inmóvil por unos segundos,
sorprendido, ya que sabía que no era muy dada a las muestras
de cariño en público. Pero, después de todo el apoyo que me
había dado en los últimos días y el que seguía dándome, no
pude evitar mostrarle mi agradecimiento.
—Gracias por todo. Ni siquiera podría mantenerme en pie si
no fuese por ti. Es mejor que regreses a Londres y me
encargue yo sola. Maxim no solo es el abogado de mi madre y
su marido, es también el tío de Marco. No quiero que se sienta
intimidado si vienes conmigo, tengo que ganarme su
confianza.
—Aunque sea su sobrino, es un abogado —apuntó Tobias
—. Está en la obligación de poner por delante las peticiones de
sus clientes. Y ella dejó claro que, si les pasaba algo, tú serías
la tutora de sus hijos.
—Lo sé. —Me separé de él al ver a la recepcionista regresar
a su puesto de trabajo. Mi novio hizo una mueca, aunque no
dijo nada—. Estoy segura de que no habrá ningún problema.
Más razón para que regreses a Londres Hace un rato me ha
llamado mi casera, puedes ir a recoger mis cosas del
apartamento cuando quieras y llevarlas a casa de mi padre.
Tras la muerte de mi padre, había heredado su casa. Aunque
estaba a las afueras de Londres, era más adecuada para mis
hermanos, que mi apartamento alquilado de un dormitorio.
Tenía tres habitaciones y un pequeño jardín, donde podrían
jugar.
Tobias se había ofrecido a ayudarme con la mudanza y a
preparar todo para que los niños se sintiesen cómodos a su
llegada.
—Estoy planteándome alquilarlo. Tengo 25 años, ya va
siendo hora de que deje de vivir en una casa compartida.
Además, en cuanto tu padrastro se recupere y tus hermanos
regresen con él, puedes recuperarlo. —Se pasó la mano por su
pelo castaño en punta.
Las posibilidades de que Benedetto se recuperasen eran
mínimas. Su hermano, Tomasso, me había puesto al día de la
situación. Los médicos les habían dado muy pocas esperanzas.
—Espero que se recupere, pero, si eso no sucede, obtendré
la tutela de Nicolas y Fabio. Cuando nos casemos y nos
vayamos a vivir juntos, ellos serán parte del lote. No era lo que
esperábamos y no sé si tú… —Tobias me cortó, haciendo un
gesto con su mano. Enroscó un mechón de mi pelo oscuro, que
se había quedado fuera de mi trenza, entre sus dedos y con la
palma de la mano, me acarició la mejilla.
—Te quiero por muchas razones, Nelli. Y que estés
dispuesta a hacer realidad la última voluntad de tu madre, a
pesar de que sería más sencillo para ti dejarlos aquí y
desentenderte, solo hace que te ame mucho más. No puedo
esperar el momento en el que nos convirtamos en marido y
mujer y si por desgracia, Benedetto no lo consigue, para mí
será todo un honor criar a tus hermanos junto a ti.
—Vas a hacer que llore —dije, pasándome una mano por los
ojos—. Aunque, tampoco tiene mucho mérito, soy una llorona.
Entrelacé los dedos de mi mano libre con una de las suyas y
apreté fuerte. Era mi manera de expresar, sin llamar la
atención, la riada de sentimientos que me invadió al escuchar
la intensidad de sus palabras y ver la sinceridad reflejada en su
rostro.
—Una llorona preciosa. —Se inclinó y depositó un beso en
mi mejilla.
—Voy a echarte mucho de menos. —Separé mi mano de la
suya y saqué las llaves de mi apartamento del bolso, para
entregárselas.
—No tanto como yo a ti. —Estiró su mano y le entregué las
llaves—. Llámame en cuanto termines la reunión con Maxim,
si aún estoy en el vuelo, déjame un mensaje y te llamo en
cuanto aterrice.
Asentí.
—De acuerdo. Si no hay ningún problema, cogeremos el
primer vuelo que salga mañana.
Tobias frunció el ceño. No lo hacía muy a menudo, así que
ver su ceño fue extraño y me demostró lo preocupado que
estaba por mí.
—Sigo pensando que debería acompañarte. —Hizo una
pausa para suspirar—. Pero no voy a insistir, eres muy tozuda,
no voy a lograr que cambies de opinión.
—No soy tozuda —repliqué, a pesar de que sabía que tenía
razón.
—Claro que no. —Su cara cambió a una sonrisa—. Me
preocupo por ti, aunque no debería, eres la persona más fuerte
que conozco. Y yo soy un hombre muy afortunado por haberte
conocido.
—Deja de adularme y vete —le dije, dándole un
empujoncito cariñoso—. El taxista te está esperando y no ha
usado el claxon, así que es muy probable que haya puesto en
marcha el taxímetro.
Tobias entornó sus ojos.
—No lo dudes, en esta ciudad te cobran por todo.
—Es una ciudad turística y estamos en julio.
—Así todo, ¿6 euros por un botellín de agua? —se quejó,
recordando el precio que nos habían cobrado por la bebida en
un puesto ambulante—. Alguien tendría que explicarles que
turista no significa imbécil.
Fue mi turno de fruncir el ceño.
—¿He dicho imbécil? Quería decir, pardillo —se corrigió,
pese a que estaba sonriendo.
Puse los ojos en blanco. No me gustaban los insultos, ni las
malas palabras. Llevaba nuestro año y siete meses de noviazgo
enseñando a Tobias que podía expresar sus sentimientos de la
manera adecuada, sin necesidad de insultar. Lo había logrado,
al menos, en su mayoría.
Mi prometido besó mi ceño.
—Nos vemos mañana. Te amo, Nelli.
✿✿✿✿
El bufete de abogados de Maxim no estaba muy lejos del
hotel donde me había alojado, por lo que tan solo tuve que
conducir durante cinco minutos con el coche que habíamos
alquilado en el aeropuerto a nuestra llegada a Roma.
La amable secretaria que me había atendido, me dejó sola
dentro del elegante despacho de Maxim, situado en la última
planta de un lujoso edificio, el cual tenía una magnífica
panorámica de la Piazza Venezia.
Me pasé las manos por los brazos, en un intento por calmar
mis nervios. A pesar de que sabía que no había ninguna razón
para sentirme nerviosa, no podía evitar estarlo. Aquel hombre
me inquietaba, en realidad, toda la familia política de mi
madre lo hacía. No terminaba de estar cómoda, no podía
esperar el momento de regresar a Londres. A mi verdadero
hogar.
Me giré al escuchar el sonido de la puerta abriéndose detrás
de mí.
Maxim, ataviado en un traje marrón y una corbata verde,
caminó hacia mí. Dejó el maletín que sostenía encima de su
mesa.
—Buenos días —me saludó, tendiendo su mano para que la
estrechase—. ¿Has tenido que esperar mucho? —Negué con la
cabeza, no habían sido más de tres o cuatro minutos—. No
tuve la oportunidad de decírtelo en el funeral. Mi más sentido
pésame, Nelli.
Forcé una sonrisa, que terminó siendo una mueca tensa.
—Gracias.
En realidad, ni siquiera había estado media hora en el
cementerio. Después de la conversación que mantuve con mi
hermanastro, había huido despavorida. No había querido pasar
ni un minuto más de lo necesario allí. Explicándole que no me
encontraba bien, le había pedido a Tobias que me llevase de
vuelta a el hotel y nos habíamos ido sin despedirnos de nadie.
—Toma asiento —me dijo, señalando una de las dos sillas
negras de piel que estaban frente a su mesa, mientras él la
rodeaba y se sentaba frente a mí.
Asentí, sentándome, mientras dejaba mi bolso rosa sobre
mis piernas.
—Dime, Nelli. ¿En qué te puedo ayudar? Ya sabes que
cualquier cosa que esté en mi mano…
Ahora que tenía la oportunidad de observarle más de cerca,
me di cuenta del gran parecido que tenía con Marco. De
cabello pelirrojo, aunque el de éste cuidadosamente peinado,
los mismos ojos verdes y tez blanquecina, si no les conociese
y tuviese que decir entre Benedetto y él cuál de los dos era el
padre de mi hermanastro, sin lugar a duda, elegiría a Maxim.
El parentesco entre tío y sobrino era incuestionable. Mi madre
me había contado que Benedetto había conocido a la
progenitora de Marco, a través de Maxim, que era su hermano.
No sabía mucho más, ya que no quiso darme más detalles
sobre la primera esposa de mi padrastro.
—Hay algo de lo que me gustaría hablar —comencé,
tragando saliva—. Creo que con todo lo que ha pasado, a mis
hermanos les vendría bien despejarse y pasar el verano
conmigo en Londres. Mientras Benedetto se recupera.
Me detuve, pasándome la lengua por mis dientes, pensando
mis siguientes palabras. Pensé que Maxim cubriría mi silencio,
diciendo algo, pero se mantuvo callado, esperando a que
continuase. Observando sus ojos, que estaban fijos en mí
rostro, percibí una ligera diferencia con los de Marco: al
contrario que los de mi hermanastro, los de él no me
transmitían nada.
—Pero, si no lo hace… Tomasso me ha puesto al día de la
situación tan delicada en la que Benedetto se encuentra. Me ha
dicho que los médicos no son muy optimistas. —Aunque no
había tenido la oportunidad de hablar con él en persona,
habíamos hablado por teléfono. No se había mostrado
demasiado parlanchín, se había limitado a darme el pésame y a
responder a mis preguntas sobre el estado de Benedetto con
respuestas escuetas.
—Las probabilidades de que sobreviva son muy escasas —
me confirmó.
—Por esa misma razón, me gustaría aclarar algo. Tú eras el
abogado de mi madre y también eres el de Benedetto. Si él
fallece, la custodia de Nico y de Fabio sería mía. Como era el
deseo de sus padres. Como su tutora legal, al vivir yo en
Londres, ellos se quedarían conmigo allí. Por supuesto, les
traeré en vacaciones a Roma para que visiten a su familia. No
es mi deseo separarles de su hermano y sus tíos.
Maxim se quitó sus gafas y se pasó una mano por el puente
de su nariz.
—Veras, Nelli…
No pudo continuar, porque unos golpes en la puerta
interrumpieron nuestra conversación.
—Lo siento. No sabía que estabas reunido. —Una chica
pelirroja, que no parecía mucho más mayor que yo, se asomó
por la puerta. Fue a cerrarla, pero él le hizo un gesto con sus
manos, para que pasara.
—Nelli, ella es mi hija, Zia.
—Es un placer verte de nuevo, Nelli —me dijo, acercándose
a mí y dándome dos besos. Recordaba vagamente haberla
conocido en la boda de mi madre, aunque, en aquel entonces,
ambas éramos unas crías—. Mi más profundo pésame.
—Gracias.
La pelirroja me sonrió con ternura y se dio la vuelta para
mirar a su padre.
—Solo venía a darte esto. —Dejó una carpeta azul sobre su
mesa—. Siento mucho la interrupción. ¿Quieres que atienda al
señor Esposito por ti? —le preguntó a su padre.
—No es necesario.
La chica asintió y con un breve movimiento de cabeza, se
despidió de mí y salió por la puerta.
El abogado volvió a centrar su atención en mí.
—Veras, como te decía… Eso no va a ser posible. Aunque
seas la tutora legal de Fabio y de Nico, si Benedetto fallece,
permanecerán en Roma, con su familia. Tampoco creo que sea
conveniente que se vayan a Londres a pasar el verano.
Parpadeé, estupefacta. No debía de haber escuchado bien.
¿Cómo iba a ser posible que, si tenía la custodia de mis
hermanos, no pudiese decidir el lugar dónde vivirían?
—Comprendo que la mayor parte de su familia reside en
Roma. —El cambio sería complicado para los niños, pero
haría todo lo posible para que se adaptasen—. Aunque,
también tienen familia en Londres. Yo soy su hermana —añadí
—. No puedo mudarme a Roma. Tengo mi empleo, toda mi
vida está allí… —expliqué.
Maxim negó con la cabeza y dejó sus gafas sobre la mesa.
—Nadie te está pidiendo que te mudes aquí. Entendemos
que tu vida está en Londres.
Fruncí el ceño, sin entender a donde quería llegar.
—Aquí siempre tendrás una habitación para poder visitarlos
cuando quieras.
—Lo siento. Mis hermanos se vienen conmigo a Londres.
No sabía de qué iba todo aquello, Maxim estaba siendo
condescendiente conmigo.
Él me dedicó una mirada cansada.
—Me temo que eso no va a ser posible. Confía en mí, ellos
estarán muy bien cuidados aquí, con su familia.
Mordí mi labio inferior cuando mencionó de nuevo a la
familia. Pese a que su tono era cordial, sus palabras estaban
comenzando a irritarme. ¿Es que acaso yo no era parte de su
familia? Por favor, era su hermana.
—Seguro que sí, nunca pondría en duda el amor que siente
su familia paterna por ellos, pero, se vienen conmigo —repetí
—. Soy su tutora legal. Esa fue la última voluntad de mi
madre.
El debería de saberlo. Él fue quién preparó los papeles. Él
era el encargado de asegurarse de que la última voluntad de mi
madre se llevase a cabo.
—No es tan sencillo, Nelli…
—Yo creo que sí lo es —repliqué, abriendo mi bolso para
sacar una carpeta en la que estaba la copia de los documentos
que mi madre me había entregado hacía años, en los que me
designaba como tutora.
La abrí y los dejé sobre la mesa, para que él pudiese verlos.
El abogado negó con la cabeza y lanzó un suspiro.
Señalé la parte en la que mi madre y su marido firmaban,
dando su consentimiento.
—¿Ves?
Sin embargo, Maxim no estaba leyendo, me estaba mirando
a mí. Su semblante estoico, como siempre y aunque era difícil
leer su expresión, parecía reflexivo. Como si estuviese
decidiendo si hablar o mantenerse en silencio. Al final, optó
por la primera opción.
—Esos documentos son falsos. Carecen de valor legal —
dijo finalmente.
Abrí la boca, perpleja, ante su confesión.
—¿Cómo? Eso no puede ser…
Él se inclinó hacia un lado y sacó unos documentos del
segundo cajón de su mesa.
—Benedetto amaba a tu madre. Habría hecho cualquier por
ella. —Me entregó los papeles, para que pudiese verlos—.
Cuando tu padre enfermó, Carina comenzó a pensar en su
futuro y en lo que podría suceder con sus hijos si ellos
fallecían. Quién les protegería. Benedetto quiso dejar la tutela
a Marco, sin embargo, para Carina eso ni siquiera era una
opción. —Eso no era del todo verdad. Mi madre lo decidió
embarazada de su primer hijo varón, pero vio, en la
enfermedad de mi padre, la excusa perfecta para convencer a
mi padrastro—. Mi sobrino es… un poco complicado. —Esa
descripción se quedaba corta—. Ella quería dejártela a ti. Y
aunque Benedetto estuviera de acuerdo, hay ciertas normas en
la familia que debemos de seguir y ni siquiera el gran amor
que sentía hacia tu madre, es suficiente razón para romperlas.
Como no quería hacerla sufrir, decidimos crear unos
documentos paralelos para que ella se quedase tranquila.
No tenía ni idea de leyes, pero sabía que Maxim me estaba
diciendo la verdad. Me levanté de la silla, indignada. ¿Habían
mentido a mi madre?
—¿La engañasteis?
Lo hicimos por su bien.
—¿Por su bien? Eso es ilegal. Es una estafa.
—Mira, Nelli, entiendo tu dolor. Y siento mucho por todo lo
que estás pasando.
—¿Y quién es el tutor? —pregunté, a pesar de que conocía
la respuesta.
—Marco.
—Mi madre no confiaba en él. No puedo permitirlo. —Cogí
los documentos que mi progenitora me había entregado y los
que Maxim me había enseñado y los guardé en la carpeta—.
Voy a contratar un abogado, esto no va a quedar así.
—Haz lo que consideres adecuado. —Él se levantó de su
silla—. Me sabe mal tener que cortar esta conversación aquí,
pero en cinco minutos tengo una reunión que no puede esperar.
Sin darme oportunidad a poder decir nada más, me guio
hacia la salida.
Con la carpeta en las manos, me dejé caer en una de las
sillas que había cerca del despacho, en una pequeña sala de
espera. Así que todo había sido un engaño, una falsa ilusión
que le habían creado a mi madre para que se quedase
tranquila. Había creído que podía quedarme con mis hermanos
y no tenía ningún tipo de derecho sobre ellos.
Devastada y engañada, así me sentía.
A cada minuto que pasaba, más cuenta me daba de lo
mucho que Fabio y Nico necesitaban que les alejase de allí.
Ellos no estarían a salvo en Roma. Tenía que llevármelos
conmigo, pero, ¿cómo?
Apoyé los codos sobre mis piernas, enterrando mi cabeza
entre mis manos. Tenía que pensar en algo.
—¿Estás bien? —Me sobresalté al escuchar una voz y sentir
una mano sobre mi hombro. Incorporándome repentinamente
provoqué que la carpeta que tenía sobre mi vestido se cayese,
los papeles desperdigándose por el suelo.
Zia se encontraba frente a mí, mirándome con
preocupación.
—Sí, solo estaba tomándome un momento —le respondí,
esbozando una sonrisa amable. Fui a levantarme para recoger
los documentos, pero ella me lo impidió.
—Tranquila, yo lo hago —me dijo, agachándose—. Al fin y
al cabo, ha sido mi culpa.
Recogió los folios y los puso encima de la carpeta, sin
embargo, cuando fue a introducirlos dentro, ella se detuvo, sus
ojos fijos en las palabras del documento que mi madre me
había entregado.
—¿Eres abogada? —pregunté, a la vez que ella me
entregaba la carpeta.
Sabía que no era muy inteligente pedir ayuda a la hija de
quien había falsificado esos papeles, sin embargo, en esos
momentos, me agarraría a un clavo ardiendo.
—Sí.
—Tu padre dice que los documentos en los que mi madre
me entregaba la custodia de mis hermanos si les sucedía algo,
son falsos.
—Lo son —confirmó.
—¿Y no puedo hacer nada? ¿No puedo denunciarles o …?
—me interrumpí a mi misma porque no sabía que podía hacer.
Zia se sentó en la silla a mi lado.
—Nelli, no sé cuanto sabes de nuestro mundo —susurró,
mientras se ajustaba con el dedo índice, sus gafas de pasta
negra—. Tus hermanos son hijos del Sottocapo de la Familia
—¿Si presento estos papeles antes un juez, y los mensajes
que me envió mi madre diciéndome que ella quería que fuese
yo la tutora de sus hijos, cuántas posibilidades tengo de ganar?
—insistí, porque no podía darme por vencida. Mis hermanos
me necesitaban.
Ella hizo una mueca.
—Aunque esos documentos no fuesen falsos, no te dejarían
llevártelos. Benedetto es el Sottocapo de la Familia Bianchi,
no van a permitir que sus hijos se críen lejos de la Familia.
Ningún juez de Roma te va a dar la razón.
No entendía la mitad de lo que me estaba diciendo, aunque
comprendía lo principal. No había nada que pudiese hacer.
—Mi madre confiaba en Benedetto y él la engaño.
Zia colocó una de sus manos encima de mi rodilla, dándome
ánimos.
—Tu madre era muy buena persona. Todos la queríamos
mucho.—Entrecerró los ojos sumergiéndose en algún recuerdo
—. Con trece años, era muy tímida. En una fiesta en casa de tu
madre y Benedetto, unas chicas de mi edad me tiraron basura
por encima y me encerraron en una despensa. Después de
pasarme una hora gritando, un invitado me escuchó. Cuando
me liberó, olía mal, tenía los ojos hinchados y el pelo hecho un
desastre. Mi madre me echó la bronca por avergonzarla. Me
dijo que, si fuese más sociable y menos rarita, no me pasarían
esas cosas. ¿Sabes lo que hizo la tuya?
Negué con la cabeza. Mi progenitora no me había contado
esa historia.
—Me llevó a su habitación, me preparó un baño con sales
relajantes y me dejó ropa limpia. Cuando salí del baño, me
esperaba tumbada en la cama con una tarrina enorme de
helado de chocolate. Pasó de la fiesta para estar conmigo,
apoyándome.
Me llevé la mano, con la que no sujetaba la carpeta, a la
boca, intentando contener un sollozo. Esa era mi madre,
siempre al lado de aquel que la necesitaba.
—Ella estaba enamorada de Benedetto y pensó que el amor
estaba por encima de la Familia y sus normas.
—Pero no lo estaba —terminé por ella.
—No. Cuando perteneces a este mundo, el amor no es
suficiente.
Sus ojos brillaron con una emoción que no supe distinguir y
tuve la sensación de que ya no estábamos hablando de mi
madre.
Zia se levantó y sacó una tarjeta de su bolsillo. Cuando me
la entrego, pensé que sería su tarjeta de visita, por eso me
sorprendió ver que se trataba de la tarjeta de un club hípica.
Fruncí el ceño, confundida.
—No entiendo.
Ella esbozó una cálida sonrisa.
—Nico y Fabio tienen mucha suerte de tenerte. Ojalá
hubiese tenido yo a su edad una hermana mayor capaz de
hacer cualquier cosa por mí.
—Sigo sin entender. —Señalé la tarjeta.
—Esta tarde, de cuatro a seis, tus hermanos tienen clase de
hípica. He pensado que te gustaría verlos antes de irte.
—Sí, tenía intención de visitarles esta tarde.
Ella bajó la voz y miró de reojo hacía una de las cámaras de
seguridad.
—La entrada principal suele ser un caos, entre los padres de
los alumnos, los guardaespaldas esperando y los guardias de
seguridad de la hípica. Vas a perder tu avión. Por suerte, hoy
es martes y es el día en el que llegan los camiones con la
comida para los caballos. De cinco a cinco y media, la puerta
de empleados estará abierta. Generalmente no hay casi nadie,
por lo que si entras por allí te dará tiempo a despedirte de tus
hermanos y llegar a tiempo al aeropuerto para coger tu vuelo.
Aún sin decírmelo con claridad, Zia me acababa de dar una
opción. Una salida a mis problemas.
—Gracias, Zia.
—Aunque físicamente eres muy diferente a ella —me dijo,
observando mi piel olivacea, herencia de mi padre mejicano, y
mi cabello oscuro—. Tienes su mismo corazón. —Se inclinó
hacia mí para darme un abrazo—. Ten un buen viaje, Nelli.
✿✿✿✿
Aquello era una completa locura.
Esa persona que me miraba al otro lado del espejo retrovisor
central del coche, no era yo. Apenas podía reconocerme. Yo no
actuaba por impulsos, ni usaba subterfugios para salirme con
la mía.
Era una chica cabal, que creía que el diálogo era la solución
a todos los conflictos. Que aceptaba el destino que Dios tenía
preparado para ella. No luchaba contra el. Lo asumía y
encontraba la manera de afrontarlo con dignidad.
Y todo eso era cierto, menos cuando el bienestar de mis
hermanos estaba en juego. Entonces, me transformaba en una
persona capaz de cualquier cosa. Cualquiera que intentase
separarlos de mí iba a ver lo fuerte que era yo. Aunque ese
alguien fuese Marco Bianchi.
Luna ladró dentro de su transportín colocado en la parte
trasera del coche. Había ido a buscarla a la residencia para
animales donde la había dejado para que pasase la noche. Me
había dolido en el corazón tener que dejarla allí, pero el hotel
no aceptaba mascotas. Aunque la cuidadora me aseguró que
Luna apenas me había echado de menos, que se había pasado
todo el tiempo jugando con otros perros, me sentía culpable. Y
la muy manipuladora, lo sabía.
Estiré la mano y giré la mitad del cuerpo para acariciarle la
cabeza. Ella la frotó contra mis dedos, feliz de haber
conseguido mi atención.
—Voy a dejarte un rato sola. Tienes que ser buena y
mantenerte en silencio —le dije lentamente, esperando que me
entendiese—. No queremos que nadie descubra que estás aquí.
Ella abrió los ojos y metió la cabeza dentro del transportín,
escondiéndose. Demostrándome que había comprendido mis
palabras. A veces, estaba segura de que los animales eran más
inteligentes que los humanos, tanto, que nos dejaban creer que
no lo eran.
Comprobé la hora en mi reloj de muñeca, las 5:10. Salí del
coche que había aparcado en la parte trasera de la escuela de
hípica. Me dirigí hasta la que Zia me había explicado que era
la entrada de empleados, rezando porque, tal y como ella me
había dicho, estuviera abierta.
Un suspiro de alivio brotó de mis labios cuando vi la
desgatada puerta de hierro entreabierta. Miré las proximidades,
comprobando que nadie me viese entrar. Atravesando el
camino empedrado, dejé atrás a los empleados que
descargaban el heno, ajenos a lo que sucedía a su alrededor.
Aunque agaché la cabeza, en un intento por pasar
desapercibida. Un hombre que se encontraba apoyado en la
puerta de las cuadras, me saludó con la mano. Le devolví el
saludo y continué mi marcha, esperando no tener que recorrer
todo el extenso terreno para encontrar a los niños.
Por suerte, mi búsqueda no fue larga, porque unas voces de
niños me indicaron el camino a seguir. A lo lejos, visualicé a
un grupo reducido de niños. Me dirigí hacia allí, pidiéndole a
Dios que mis hermanos estuviesen entre ellos. El tiempo se me
acababa, si alguno de los guardias de seguridad que siempre
acompañaban a los niños me veía, me reconocería. Mi madre,
desde que se prometió con Benedetto, cada vez que venía a
Londres, lo hacía con lo que ella llamaba su guardia personal.
Cuando su familia aumentó con el nacimiento de mis
hermanos, también lo hicieron sus guardaespaldas.
A medida que me acercaba, me di cuenta de que esa chica
de cabello rizado castaño, no coincidía con la descripción que
mi madre me había dado de la estricta profesora Costa. Sonreí,
todos los astros se habían alineado a mi favor: era una
sustituta. Lo que facilitaría mi trabajo.
—Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarle? —me preguntó
cuando estuve a su lado, entrelazando nerviosamente sus
manos y sin dejar de mirar a los niños por el rabillo del ojo.
Efectivamente, era nueva.
—Hola —le saludé con amabilidad—. Soy Nelli Hernández,
la hermana de Nicolas y Fabio Bianchi. Sé que aún no han
finalizado las clases, pero mañana regreso a Londres y me
gustaría pasar el máximo de tiempo posible con mis hermanos.
Ella mordió su labio inferior, indecisa. Ahora que estaba
frente a mí, podía asegurar que esa chica no debía de tener más
de veinte años.
—Lo siento, señorita Hernández, me temo que eso no va a
poder ser posible. Las normas no permiten…
No pudo terminar la frase, porque unos gritos le
interrumpieron.
—¡Nelli! ¡Nelli! —Mi hermano menor, Fabio, corría hacia
mí, seguido por Nico. Fabio saltó hacia mí con tanto impulso,
que me tambaleé y me caí hacia atrás, cayendo ambos sobre la
hierba.
—¡Vaya, sí que has crecido! —exclamé, mientras él se reía.
—¡Fabio! —le regañó la profesora—. ¿Estás bien? —me
preguntó, mirándome con preocupación.
—Sí —respondí, mientras agarraba a mi hermano por
debajo de las axilas y me levantaba. Lo dejé sobre el suelo y
extendí mis brazos hacia Nico, que nos observaba en silencio,
esperando pacientemente su turno. Con ya 8 años, era más alto
que la mayoría de los niños de su edad. Solo tuvo que ponerse
de puntillas para rodear mi cuello con sus brazos y me abrazó.
Pasé una mano por su cabello. Nico era todo lo contrario a
Fabio: tranquilo y tan dulce. Ahora entendía a mi madre
cuando me decía que no estaba hecho para ese mundo. Razón
de más para llevármelos de allí.
Alcé mi mano derecha para volver a comprobar la hora en
mi reloj de muñeca y darme cuenta de que solamente me
quedaban 5 minutos. Teníamos que irnos. Separé suavemente
a Nico de mí y acaricié su mejilla, sus ojos estaban vidriosos.
Pobres niños. Cuidaría de ellos.
Fabio tiró de mi trenza con más fuerza de la que debería.
—Guau. —Alzó mi cabello, observándolo, maravillado—.
No deja de crecer.
—No, no lo hace. —Agarré su mano para desenredar
cuidadosamente sus pequeños dedos de mi pelo, porque como
siguiese así, me iba a dejar calva. Desvié la mirada de él para
centrarla en la profesora, quien nos contemplaba mientras
intentaba dar instrucciones a sus alumnos, que no le hacían
mucho caso—. Si no le importa, tenemos un poco de prisa…
—De veras que lo siento, señorita Hernández. Pero, no
puedo…
Y entonces, se produjo la distracción perfecta: una gran
ovación por parte de los niños provocó que girásemos la
cabeza. Un niño rubio, siendo animado por sus compañeros,
intentaba ponerse de pie sobre un poni. Y estaba a punto de
conseguirlo.
—¡Es como surfear! —exclamó, estirando sus brazos e
intentando flexionar sus piernas, cuando finalmente se puso de
pie.
—¡Alessandro! —gritó la profesora, corriendo hacia él,
alarmada.
No pude ver lo que sucedió a continuación, porque agarré a
mis dos hermanos y tiré de ellos.
—Vamos.
—¡Yo también quiero! —gritaba Fabio, quien no dejaba de
mirar hacia atrás, emocionado.
—¿No deberíamos pasar por el vestuario antes? —preguntó
Nico, cuando nos adentramos en las instalaciones y
atravesamos el camino que dirigía hacia la puerta de
empleados—. Tenemos la ropa allí.
—No es necesario. Estáis bien así.
Nico frunció el ceño, sin embargo, no me llevó la contraría.
Entendía su reticencia. Los dos llevaban puesto un polo de
manga corta blanco con el logo de la hípica y unos pantalones
color crema. A pesar de que era un caluroso día de mediados
de julio, no era un look demasiado inapropiado, el problema
eran las pesadas botas altas de equitación que ambos llevaban
en sus pies. Lo solucionaría comprándoles unas sandalias en
cuanto estuviésemos a salvo.
Todo iba a salir bien.
Tiré de ellos hasta llegar al coche, donde una muy feliz
Luna comenzó a ladrar en cuanto nos vio.
—¡Has traído a Luna! —grito Fabio entusiasmado.
Tan solo les había visto una vez durante un fin de semanas
unos meses antes, pero se acordaba de ellos. Nico, obediente
como era, se sentó en uno de los asientos para niños colocados
en la parte trasera del coche. Por suerte, había sido previsora y
me había asegurado de que el vehículo que alquilásemos los
tuviese.
Fabio, en cambio, levantó el transportín y se sentó
poniéndolo en su regazo. Intentó manipular la cremallera para
abrirlo y liberar a la perrita. Que por la manera que se retorcía
y ladraba, parecía muy feliz con la idea.
—Fabio, no —le reñí—. Siéntate en tu asiento y deja a Luna
dentro del bolso. —Mi voz sonó más dura de lo que me
hubiese gustado y es que estaba agotada mentalmente y aún
quedaba la parte más difícil.
Mi hermano pequeño bajó los ojos, entristecido. Se sentó en
su asiento y dejó el transportín a su lado.
—Lo siento, cariño. —me disculpé, suavizando mi tono—.
Más tarde podrás jugar con Luna. Si se porta bien, podemos
comprarle un juguete y lo eliges tú, ¿te parece bien?
Su expresión cambió al escuchar mis palabras. Alzó la
cabeza, un brillo iluminó su mirada.
—¡Sii! —exclamó, entusiasmado. No recordaba lo ruidoso
que era, tan diferente a su hermano, el cual se mantenía en
silencio, observando—. Voy a elegir un hueso de goma, para
tirárselo —dijo, a la vez que movía las piernas.
—Me parece una elección perfecta —apunté. Aunque eso
era todo lo que iba a hacer con el hueso, tirárselo. Luna se iba
a limitar a sentarse en el suelo y esperar a que Fabio fuese a
por él. Era una perra muy inquieta, pero cuando le tirabas algo,
pasaba completamente.
Me acomodé en el asiento y encendí el motor, mientras
Nico, demostrando una vez más lo responsable que era, se
abrochó el cinturón e hizo lo mismo con su hermano menor.
—¿A dónde vamos? —inquirió Nico, pasándose una mano
por su corto cabello castaño.
Si tan solo supiese la respuesta a su pregunta…
—Es una sorpresa —contesté con calma.
Mantuve la vista fija en la carretera, mientras intentaba
pensar en mi plan. ¿Para qué mentir? Ni siquiera tenía uno. No
disponía de demasiado tiempo antes de que los de seguridad se
dieran cuenta de la ausencia de los niños y avisaran a Marco.
No tardarían ni cinco minutos en descubrir que había sido yo.
No había caído en que, tal vez, debería de haber sido más
cuidadosa a la hora de darle a la profesora mi nombre, aunque,
en realidad, Fabio lo había gritado y una breve conversación
con Maxim les sería suficiente para sumar 1 + 1.
—¡Me encantan las sorpresas! —gritó Fabio, aplaudiendo.
Sin embargo, su hermano no parecía tan entusiasmado. A
pesar de su edad, era muy perceptivo. Una habilidad que, en
esos momentos, no jugaba a mi favor. Lo último que quería,
era alarmarles.
Aproveché un semáforo en rojo, para buscar la lista de
reproducción que utilizábamos en el autobús cuando íbamos
de excursión con los niños de la parroquia, pero no había
comenzado la primera canción, cuando Nico me llamó.
—Nelli, ¿vamos a ir a visitar la tumba de mamá? El tío
Tomasso no nos dejó ir al funeral.
La pregunta me pilló tan por sorpresa que hasta que los
coches comenzaron a pitar, no me di cuenta de que el
semáforo se había puesto en verde. Tomasso me había
explicado que era peligroso para los niños acudir al cementerio
y no había vuelto a pensar en ello.
Nico tenía ocho años, edad más que suficiente para entender
que la muerte era definitiva y no iba a volver a ver a su madre.
Vi por el espejo retrovisor como Fabio también miraba
hacia delante, esperando mi respuesta.
Esos niños acababan de perder a su madre y su padre podía
fallecer. No sabía cuánto les habían contado, aunque
imaginaba que les habían mantenido al margen de los detalles
más escabrosos.
—Hoy no, pero pronto —contesté, aunque no estaba segura
de cuando podríamos regresar a Roma, o si podríamos hacerlo
alguna vez.
—Quiero despedirme de ella —susurró Nico, tan bajito que
apenas pude entenderle.
—No es necesario ir a su tumba para eso. Allí esta su
cuerpo, pero su alma está con nosotros. Estoy completamente
segura, de que, en estos momentos, ella está aquí,
cuidándonos. No tienes que despedirte de ella Nico, porque
ella nunca se va a ir de tu lado.
—Te quiero, mamá. Voy a ser bueno —gritó Fabio al aire,
sacándome una sonrisa.
—No está aquí —me contradijo Nico.
—Nico, mamá…
—Ella no está aquí, —repitió—, por eso te ha enviado a ti.
Para que nos cuides y protejas —me cortó—. ¿No, nos vas a
abandonar, verdad?
—Nunca —prometí, a la vez que quitaba una mano del
volante para secarme las lágrimas.
Y esa era una promesa por la que estaba dispuesta a morir
antes de incumplirla.
Capítulo 3
Marco
—¿Entonces, podemos contar con tu ayuda? —preguntó mi
primo a Katsuro.
Katsuro Yamazaki, el embajador de Japón en Italia, se
hallaba sentado frente a nosotros, en el sofisticado sofá de
terciopelo verde del salón de Sylvana Costa.
Mientras yo acompañaba a mi padre en el hospital, mi
primo había organizado una reunión con el embajador.
Giovanni había insistido en que mi presencia era necesaria,
aunque sabía que eso no era cierto. Él, como el resto, creían
que mi padre no se iba a despertar y querían alejarme de la
clínica. Estaban equivocados, él se iba a recuperar.
Mi padre era fuerte. Todo un luchador. Iba a despertar.
Todos habían perdido la esperanza. Todos menos yo.
Desde el ataque, todos se movían a mi alrededor con
cuidado, incluso Gio. Vigilándome, observando hasta mi más
mínima acción, con temor a que perdiese la cordura, que
cometiese alguna locura, cuando me diesen la fatal noticia, por
eso intentaban mantenerme ocupado. Pensaban que no me
daba cuenta, pero lo hacía. Siempre lo hacía. Aunque, prefería
fingir lo contrario y permitirles que creyeran que podían
manipularme.
No me convenía hacer saltar las alarmas, especialmente de
mi tío y de dyadya. Era mejor que tuviesen esa pequeña
victoria, que pensasen que estaba bajo su control.
Mi mirada se dirigió hacía Sylvana, que contemplaba la
interacción entre mi primo y el embajador, entre orgullosa e
interesada.
La reunión no habría podido ser posible sin su ayuda. Y
ella, que vivía por el reconocimiento público, lo sabía. Sylvana
no solo era la alcaldesa de Roma, también era una buena
amiga de la Familia desde hacía años. A punto de finalizar el
primer año de mandato tras su reelección, había logrado
obtener grandes apoyos que afianzaban su posición. Las cosas
iban bien para ella y, por lo tanto, también para nosotros.
Nuestra unión era más fuerte que nunca.
—Lo siento, no puedo ayudaros. —El hombre se removía,
incomodo en su asiento—. Mi país no tiene nada que ver con
los actos de la yakuza, los cuales repudiamos y condenamos.
Gio bufó.
—Voy a hacer como que me lo creo. —Hizo un gesto con
sus manos, restándole importancia—. ¿Y eso qué cojones tiene
que ver con lo que te he propuesto? No estamos interesados en
tu gobierno, sino en ti. Mi petición es sencilla, tú te enteras de
quién dio la orden de matar a mi tío y a su mujer y nosotros te
damos una buena suma monetaria. Ya sabes, para que tu mujer
pueda seguir comprándose esos vestidos tan caros en la
boutique de Gucci a la que acude todos los jueves y podáis
seguir pagando el internado en Suiza de vuestros hijos. E
incluso daros un caprichito en vuestro viaje a Sri Lanka dentro
de tres semanas y media, justo dos días después de que tus
hijos regresen del campamento.
Katsuro se limpió una gota de sudor de su frente, consciente
de que le habíamos investigado. Tampoco es que mi primo
hubiese sido muy sutil. Se pasó la lengua por su labio inferior
con nerviosismo y negó con la cabeza.
—De verdad que lo siento —dijo, desatándose el nudo de su
corbata, como si de repente le oprimiese—. Os ayudaría si
pudiese, pero si vosotros no habéis logrado obtener esa
información, ¿porque pensáis que yo puedo hacerlo?
Las manos de mi primo se cerraron, formando puños.
Siempre tan visceral, a veces, demasiado. Estaba haciendo un
esfuerzo por no perder los papeles. Gio era un hombre de
acción, prefería la parte de nuestros negocios en la que se
manchaba con sangre, aunque la parte diplomática se le daba
bien, no le gustaba. La paciencia no era una de sus virtudes.
Desde la muerte de su hermano, había madurado a pasos
agigantados, consiguiendo el respeto de nuestros hombres y el
mío. Pero aún le quedaba mucho por aprender. Por ejemplo, a
no tomarse las cosas tan a pecho.
Apoyé mi espalda contra el sofá y emití un sonoro bostezo,
estaba comenzando a aburrirme.
—Porque el líder de la yakuza en Roma ha aparecido
muerto —contestó mi primo, su mandíbula apretada—. Y
todos sus hombres coinciden con que él fue el quien les dio la
orden de matar a mi tío y su mujer.
—Problema resulto, entonces —dijo Katsuro, mientras se
frotaba las manos
—¿Me estás tomando el pelo? —preguntó Gio, golpeando
el respaldo del sofá con su mano. El embajador se sobresaltó
—. Alguien le dio la orden a él y tenía que ser alguien
relacionado con la yakuza. Él mismo que luego le mato para
que no pudiese delatarle. Queremos el nombre de ese alguien.
—Hiroki Ishiwaka os podrá ayudar mejor que yo —apuntó,
nombrando al empresario japonés que había puesto a la tía de
Adriano en contacto con la yakuza.
Vaya, resultaba que el bueno de Katsuro estaba más
informado de lo que quería reconocer.
Debió de darse cuenta de que había metido la pata, porque
palideció y se hundió en el sofá.
—Ya hemos hablado con él, no sabe nada. —Una sonrisa
torcida apareció en el rostro de mi primo, seguramente
recordando la conversación con el empresario.
—No conozco a nadie que pueda darme esa información —
insistió, revolviéndose en su asiento, visiblemente nervioso.
—Quizá Aiko sabe algo—dije, hablando por primera vez—.
O tal vez Daiki o Eiji —añadí, diciendo nombres japoneses al
azar—. A lo mejor ellos puedes ayudarte —me llevé el dedo
índice a los labios, dando pequeños toquecitos, fingiendo estar
pensativo. A pesar de que mi primo me tachara de dramático,
el lenguaje corporal era fundamental para dar un buen
espectáculo—, aunque espero que Eiji no tenga nada que ver,
hace un sushi buenísimo, sería una pena tener que cortarles los
dedos de una mano.
Katsuro abrió los ojos y su cara de asombro provocó que
soltase una carcajada. Como siempre sucedía cuando alguien
me escuchaba reír por primera vez, sus pupilas se dilataron y
un temblor recorrió todo su cuerpo. Desde que era un niño,
había tenido esa risa característica. Al principio, la había
aborrecido, porque me hacía destacar del resto, sin embargo,
con el paso de los años, mi madre me había enseñado a amarla
precisamente por eso. Me hacía brillar. Y al ver el efecto que
producía en los demás, la había modificado, perfeccionándola,
exagerándola para mi propio beneficio.
—Pareces estresado —apuntó mi primo. Mirando al rollizo
embajador.
—¿Sabías que el estrés te roba la memoria? —le pregunté a
Katsuro, descruzando mis piernas e incorporándome—. Igual
por eso no recuerdas a nadie que pueda ayudarnos. —¡Tengo
una idea! —exclamé con fingida emoción, chasqueando mis
dedos.
Hice el gesto de levantarme las inexistentes mangas de mi
americana y rodeé el sofá para colocarme detrás del
embajador. No era un gran fanático de los trajes, pero dado
que era una reunión importante, había decidido vestirme para
la ocasión: una americana de manga corta azul claro de
estampado de flamencos, con unos shorts de vestir y una
corbata a juego y una camisa blanca. Una magnífica creación
hecha a medida de nuestro sastre, Arnaldo.
—Un buen masaje puede ayudarte a relajarte. Estás de
suerte, hice un curso de quiromasaje terapéutico. Dicen que
tengo dedos mágicos. —Moví mis dedos hacia delante,
colocándolos en el punto de visión del japones, que se levantó
de un brinco del sofá. Para su complexión física, era más
rápido de lo que esperaba.
—Sylvana, no sé qué pretendías engañándome —se dirigió
hacia la alcaldesa, que se mantenía en silencio.
Mi primo se estiró en el sofá, levantándose la camiseta para
rascarse en el costado derecho y dejando ver la pistola que
llevaba en la cinturilla de sus vaqueros.
—Marco tiene razón. Es el mejor dando masajes. No seas
tímido, siéntate y disfruta.
Katsuro obedeció de inmediato y aproveché para colocar
mis manos en sus hombros y ejercer presión. No mentía, era
todo un experto en el arte de los masajes. Casi tan bueno como
lo era ejerciendo dolor. El dolor y el placer estaban
conectados, eran como una pareja de baile bien sincronizada.
No podías dominar uno sin el otro. Eso era algo que la mayor
parte de personas de nuestro mundo desconocían y que me
daba una gran ventaja.
—Vaya, sí que estás nervioso. —Mis pulgares se acercaron
hasta su cuello, toqué suavemente su yugular y sus músculos
se tensaron. Luchando contra todos mis instintos, no apreté su
cuello. La ira que llevaba cociéndose a fuego lento en mi
interior desde que vi a mi padre inconsciente en el hospital,
amenazaba con salir. Pero no iba a suceder, la necesitaba en mi
interior, me alimentaba de ella.
Matar a Katsuro no solucionaría nada. Al contrario que Gio,
creía que la paciencia era una virtud y que terminaba dando
sus frutos. El embajador era una pieza fundamental para
obtener el nombre de la persona que mandó asesinar a mi
padre y a su mujer. Una de las cuerdas de las que necesitaba
tirar para llegar hasta el premio final. Mi gran venganza.
—Cuando era pequeño mi madre solía contarme un cuento
—comencé, con voz cantarina. Sentí los ojos de mi primo
sobre mí, sorprendido y alarmado a partes iguales, al
escucharme nombrar a mi progenitora, ya que nunca lo hacía.
Continué masajeando los hombros de Katsuro por encima de
su camisa de traje—, se titulaba La marta japonesa y el león
italiano. Un día —bajé el tono de voz, como si estuviese
contándole un cuento a un niño para que se durmiese—, el
león fue donde la marta a pedirle matrimonio. Ella se negó.
¿Por qué iba a hacerlo cuando podía aspirar a algo mejor? Al
día siguiente como todas las mañanas fue a desayunar a
«Rigoberto», su cafetería preferida, y al llegar al coche
descubrió que habían forzado la puerta y le habían robado la
foto de su familia que siempre llevaba guardada en la
guantera. En ese momento, es cuando se dio cuenta de que
había metido la pata. Ni siquiera la inmunidad diplomática
podía salvarla a ella y a su familia de los depredadores. Así
que, fue en busca del león para aceptar su propuesta y que la
protegiese, pero ya era tarde, éste la rechazó. Moraleja —me
acerqué a su oído para susurrar—: no enfades a un león
italiano, son muy vengativos.
Me separé de él para volver a sentarme en mi asiento.
Katsuro se pellizco la nariz y tensó sus labios.
No dije nada más. No hacía falta. Me acomode en el sofá,
tarareando «El ciclo de la vida» del Rey León, mientras daba
pequeños golpecitos con los dedos de mi mano derecha sobre
el respaldo, al ritmo de la melodía.
A pesar de que su semblante permanecía serio, pude ver
como Gio, a mi lado, entrecerraba ligeramente los ojos .
Katsuro suspiró. Habíamos ganado y él lo sabía.
—Está bien. Voy a hacer unas cuantas llamadas.
Una sonrisa de satisfacción se dibujó en mis labios. Esa era
la respuesta que esperaba.
✿✿✿✿
—¿Hacía falta amenazarle? —preguntó Sylvana,
visiblemente molesta, cuando Katsuro se fue junto a sus
hombres de seguridad.
Me incorporé para agarrar el vaso medio vacío de vodka
que se hallaba sobre la mesa de cristal y le di un largo trago,
terminando el contenido que había en el.
—Nadie le ha amenazado, solo le he contado un cuento. Te
ayudan a tomar las decisiones correctas —contesté con
despreocupación—. ¿No has tenido infancia? —añadí,
guiñándole un ojo, mientras dejaba mi bebida en el lugar en el
que estaba anteriormente y me levantaba.
Sylvana suspiró, pasándose una mano por cabello corto
rubio, pero no dijo nada más.
Comprobé la hora en mi reloj de muñeca. La reunión había
finalizado antes de lo esperado, aún tenía tiempo hasta de
recoger a Nico y Fabio de su clase de hípica. Apenas había
podido estar con ellos. El día anterior, después del funeral, Gio
me puso al tanto de lo que había sucedido durante los dos días
que estuve en el hospital y me pasé la mayor parte de la tarde
interrogando a dos miembros de la yakuza que nuestros
hombres habían atrapado, los cuales descubrieron lo bueno
que era prolongando las torturas. Podía llegar a mantener viva
a mi víctima durante varios días si me lo proponía. De hecho,
esa era la parte más divertida.
Para cuando llegué a casa, solo me dio tiempo para
acostarlos en la cama. Estaba pensando en ver una película con
ellos y cenar algo antes de ir al hospital.
Miré de reojo a mi primo, que imitó mi acción con su
mirada centrada en su teléfono móvil, que no dejaba de vibrar.
—Dejarme que os acompañe a la entrada. —Sylvana se fue
a levantar, pero mi primo lo impidió, haciendo un movimiento
con la mano.
—No hace falta, vamos solos.
A pesar de que la mayor parte de personas no sabrían leer su
semblante serio, conocía demasiado bien a Gio como para
saber que algo sucedía.
—¿Por qué me miras como si tuviese miedo de que saqué
mi cuchillo y te lo clave? —le pregunté en tono de burla, en
cuanto nos montamos en su coche.
Él apretó su móvil entre sus manos, sus ojos escrutando mi
rostro.
—Ha pasado algo.
—Mi padre ha… —No pude terminar la frase, porque sentí
como el aire se escapaba de mis pulmones y no podía respirar.
Eso no era posible, él iba a recuperarse. Iba a hacerlo. Estaba
convencido.
—No, Benedetto sigue igual —se apresuró a aclarar,
guardando su teléfono en el bolsillo derecho de sus jeans
negros y colocando sus manos en el volante, su vista centrada
al frente.
—¿Entonces? ¿Nos han atacado de nuevo?
Gio me miró de reojo, con la prudencia bañando sus
facciones.
—Nelli ha ido a las clases de hípica de tus hermanos. Se ha
colado por la puerta de detrás y aprovechando un descuido de
la instructora de hípica se los ha llevado.
Me quité el sombrero de fieltro negro y lo dejé sobre mis
muslos, mientras escuchaba atentamente la información que
mi primo estaba compartiendo conmigo. Al parecer, nuestra
conversación no había sido lo suficientemente clarificadora
para mi hermanastra, que había decidido imponer su voluntad
a la fuerza. Mala decisión.
—Lo ha hecho después de haber estado en el despacho de
Maxim y descubrir que el documento que firmaron su madre y
Benedetto en donde le cedían la custodia de los niños, era
falso. No se lo ha tomado demasiado bien.
Ella, al igual que todos los demás, daba por hecho que mi
padre fallecería. Lo de llevarse a los niños a Londres durante
el verano no era más que una falacia, su intención era quedarse
permanentemente con ellos. Arrebatármelos. Como si el
haberles visto durante cinco veces en toda su vida le diese el
derecho a hacerlo.
Con esos aires de cristiana refinada, se creía moralmente
mejor que nosotros. Más apta para criar a mis hermanos.
Desconocía cuánto sabía de nuestros negocios, suponía que
Carina no había hablado demasiado. Porque si lo hubiera
hecho, dudaba que Nelli fuese tan valiente como haber
cometido semejante error.
—¿Sabemos dónde está? —pregunté, apretando mis dientes
con tanta fuerza, que una punzada de dolor atravesó mi
mandíbula. Sin embargo, logré que mi voz sonase tan serena
como siempre.
Gio asintió.
—Sí. Se los ha llevado en el coche que ella y su prometido
alquilaron al llegar a Roma. Mi padre ha enviado a varios de
nuestros soldados tras ella. Ni siquiera se ha molestado en
cambiar de coche, no tiene ni idea de lo que está haciendo.
Por supuesto que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo.
No había ninguna posibilidad de sacar a mis hermanos del país
o de alejarse lo suficiente antes de que la encontrásemos. Su
plan era torpe y descuidado. Apostaba todo mi dinero a que ni
siquiera sabía a donde se dirigía cuando se montó en el
vehículo.
Se había dejado llevar por sus impulsos, sin tomarse el
tiempo necesario para idear un plan. Alejarlos de mí era su
única prioridad. Su madre no me quería cerca de mis hermanos
y por lo visto, era un deseo que Nelli quería cumplir.
—¿Y dónde está ella exactamente?
—Ha dejado el coche en la oficina de alquiler y ha cogido
un autobús que pasa por la estación de trenes. Nuestros
hombres creen que su plan es ir a la estación de Roma
Termini.
—¿Está sola con los niños?
—Sí, su prometido ha regresado a Londres está mañana.
—Y yo que creía que no íbamos a tener plan para esta tarde
—dije, mientras me abrochaba el cinturón.
—Marco, nuestros soldados ya se están encargando de…
Ladeé mi cabeza lentamente para mirar fijamente a mi
primo, forzándome a mí mismo a esbozar una gran sonrisa.
—¿Prefieres qué vaya yo solo? —pregunté alegremente.
Él negó con la cabeza y arrancó el motor, dirigiéndose hacia
la estación.
—Entonces, parece que nos vamos de excursión.
Cuando era más joven, solía ir a pescar con Tiziano. Al
principio, me parecía bastante aburrido, pero con el tiempo,
me había aficionado a ello, llegándome a resultar hasta
gratificante.
Por una vez, tan solo tenía que quedarme sentado, relajado,
sin hacer nada más que esperar a que mi victima picase el
anzuelo. En aquel entonces, creía que el que caía en la trampa,
era el pez más tonto del grupo o el más débil.
Hasta que un día, en medio de un lago, montados en una
barca, un pez picó. Era más grande de lo que me esperaba y
me pilló desprevenido. Me puse de pie para conseguir sacarlo
del agua, pero el pez luchaba con fuerza y me desestabilicé.
Tiziano y yo terminamos en el agua, el pez se liberó del
anzuelo y ningún otro pez fue pescado por nosotros ese día.
Ese pez me enseño una lección que nunca iba a olvidar: no
porque alguien parezca inofensivo, significa que lo sea.
Pocahontas era una víbora disfrazada de mojigata.
Capítulo 4
Nelli
No tenía demasiadas opciones, ni tiempo para pensar en
ellas. Como no podía sacar a mis hermanos del país en avión,
puesto que no tenía ni permiso ni sus pasaportes, opté por ir
paso a paso. Después de dejar el coche en la oficina de alquiler
cogimos un autobús que nos llevaba a la estación de trenes de
Roma Termini. Había decidido comprar unos billetes al primer
destino que viese y durante el trayecto, pensaría cual sería mi
próximo paso a seguir. Un tren hacia Milán salía en veinte
minutos. Mientras esperaba a que el tren abriese sus puertas,
sentada sobre uno de los bancos que había en la estación, con
mis hermanos a mi lado, no podía evitar mirar hacia todos los
lados, nerviosa. Sostuve los billetes entre mis manos e inhalé
una gran bocanada de aire, diciéndome a mí misma que todo
estaría bien. Aún no sabía cómo, pero iba a conseguir que
Nico y Fabio viajasen conmigo a Londres. Cuando llegase a
Milán, llamaría a Tobias, él sabría qué hacer.
Me giré bruscamente cuando por el rabillo del ojo me
pareció visualizar un cabello pelirrojo. No tardé en descubrir
que solo se trataba de un póster que había colgado sobre una
columna, anunciando una academia de idiomas, uno de los
modelos que aparecía tenía el mismo color de pelo que mi
hermanastro.
—Nelli, ¿estás bien? —me preguntó Nico, mientras Fabio
pateaba su pierna, en un intento por llamar su atención.
—Sí, he visto a una chica que era igual a una amiga mía —
le contesté, esbozando una sonrisa—. Aunque se parecía
mucho, no era ella.
Mi hermano pequeño arqueó una ceja, pese a que no parecía
muy convencido con mi respuesta, no insistió.
Me levanté cuando abrieron las puertas del tren. Aún
quedaban más de quince minutos para que saliese, pero era
mejor si esperábamos dentro. Tiré de mis hermanos para que
entraran antes que yo, me agaché para subir la maleta por las
escaleras y estaba a punto de hacerlo, cuando escuché una voz
detrás de mí: —Déjame que te ayude. Una señorita como tú no
debería de levantar pesos tan pesados.
Solté el asa de mi equipaje, que rebotó sobre el primer
escalón, cayendo sobre el suelo de la estación, al ver a Marco
detrás de mí, con una gran sonrisa de suficiencia dibujada en
su rostro
Todo mi mundo se derrumbó al verle, todas las esperanzas
de que mis hermanos tuviesen un futuro mejor, hechas añicos.
Había estado tan cerca de conseguirlo, tanto que había podido
tocar la libertad con la punta de mis dedos… Si tan solo
hubiera sido un poco más rápida…
—¡Marco! —Fabio bajó las escaleras, emocionado, saltando
casi por encima de mí. Mi hermanastro se agachó para
abrazarlo—. ¿Qué haces aquí? ¿Tú también vienes a la
sorpresa que nos ha preparado Nelli?
—Una sorpresa. —Mi hermanastro me miró con interés—.
¡Me encantan las sorpresas! —exclamó, aplaudiendo.
Un escalofrió recorrió mi cuerpo al escuchar sus palabras
que, en un primer momento podían parecer inofensivas, como
un juego de niños, pero que yo sabía que contenían una
amenaza. Podía sentirlo. Había impuesto mi voluntad por
encima de la suya. Y a pesar de que apenas conocía a Marco,
sabía que eso era algo que me iba a salir caro.
Mis piernas temblaron y di un paso hacia atrás, apoyando
mi mano sobre la barandilla, para sostenerme.
El niño alargó una de sus manos cuando un objeto que el
pelirrojo sostenía le llamó la atención.
—¿Kit - kat?
—Sí, ¿quieres un trozo? —Marco le dio la chocolatina—.
He comprado uno en la máquina mientras esperaba, ya sabes,
la espera me da hambre. —Sin embargo, su explicación no
estaba dirigida a su hermano, sino a mí. Quería que supiese
que nunca había tenido ni la más mínima posibilidad de salir
del país, que si, aunque fuera por un instante, había creído que
la tenía, era porque él me lo había permitido. Había aguardado,
esperado pacientemente, como un cazador que acecha a su
presa para cazarla, alargando el máximo tiempo posible, para,
en el último momento, romper todas mis ilusiones.
Sentí que palidecía al darme cuenta de lo retorcido que era
todo aquello. Algo estaba mal con él, pero iba mucho más allá:
era más peligroso, más aterrador de lo que creía.
—¿Cuánto tiempo? —susurré, tan bajo que pensé que no
me había escuchado.
No obstante, lo hizo.
—Desde que te has acercado al mostrador para comprar los
billetes. —Se levantó con agilidad, dando un pequeño salto—.
Gio —señaló al castaño, a quien no había visto y se
encontraba a unos pasos de nosotros, observando la escena con
los brazos cruzados—, quería acercarse, pero yo he decidido
esperar un poco más y hacer una entrada triunfal. —Un brillo
de diversión se reflejaba en sus ojos—. Siempre merece la
pena.
—Creo que deberíamos de irnos a un lugar más tranquilo —
dijo Giovanni, avanzando un par de pasos hacia nosotros—.
Estamos molestando —añadió en un tono bajo, mirando a su
alrededor, comprobando que nadie estuviese centrando su
atención en nosotros.
—A mí no me importa montar una escena —replicó Marco
—. Aunque, está bien. —Se encogió de hombros—. Vamos,
Nico ven. —El pelirrojo le hizo un gesto a nuestro hermano,
quien estaba al otro lado de pie en el vagón, sujetando con una
mano el transportín, con Luna dentro.
Abrió la boca, dispuesto a decir algo, sin embargo, al
contemplar el rostro de su hermano mayor, pareció que se lo
pensó mejor y la volvió a cerrar.
—Vete con Gio.
Nico agarró el transportín con sus dos manos y lo apretó
contra su pecho. Dirigió su mirada hacía y mí y en cuanto
asentí, caminó hacia su primo, que estaba sosteniendo a su
otro hermano, que saboreaba un trozo de chocolatina.
—Llévalos al coche. Yo voy a hablar unos minutos con mi
querida hermanastra sobre la sorpresa. No queremos que nada
salga mal, ¿verdad?
—Marco. —El castaño le dedicó una mirada de advertencia.
No obstante, a mi hermanastro no pareció importarle.
—Cinco minutos.
Antes de que pudiese reaccionar, Marco se subió al tren y
agarró mi muñeca derecha, para tirar de mí hasta llegar a lo
que parecía ser un servicio, empujándome para entrar dentro.
Mi corazón comenzó a latir con más fuerza cuando cerró la
puerta. Se apoyó sobre ella bloqueándome la salida.
—Tengo que reconocer que esto no me lo esperaba,
Pocahontas —comenzó—. Ha sido un giro interesante. Y
nunca digo que no a una buena diversión, pero creía que
habíamos tenido una conversación y habíamos llegado a un
acuerdo —dijo, su tono parecía tranquilo. Se separó de la
puerta y avanzó un par de pasos hacia mí, a la vez que yo
retrocedía andando hacia atrás, hasta que mi trasero chocó con
el lavabo—. Al parecer, eso no ha sido así. ¿Por qué no ha sido
así?
Estaba tratando de asustarme. Encerrándome en un lugar
solitario y estrecho como un baño para intimidarme. Ese era su
juego. Desgraciadamente, era muy bueno en ello y él lo sabía.
—No llegamos a ningún acuerdo —repliqué con toda la
valentía que fui capaz de reunir, alzando la cabeza en un gesto
de rebeldía, aunque el temblor de mi cuerpo me delataba.
Sus ojos verdes escrutaron mi rostro, acercándose más a mí,
como si quisiese verme más de cerca. Ladeó su cabeza con
una medio sonrisa en su rostro, que le daba un aspecto
espeluznante.
—Yo creo que sí lo hicimos. —Chasqueó su lengua y estiró
su mano para arrebatar los billetes de tren que sostenía en la
mía. Los miró rápidamente y agarró uno de ellos con los
dientes, mientras alzaba los otros dos delante de mi cara y los
rompía en trocitos delante de mí. Lentamente, recreándose en
el momento.
Durante ese instante, lo único que pude hacer fue abrir y
cerrar la boca, como si fuese un pez.
Escuché desde el megáfono que faltaban cinco minutos para
que el tren se pusiese en marcha.
Agarró el billete que tenía entre sus dientes y lo dejó sobre
un lado del lavabo.
—Creo que es hora de irme. No queremos que el tren
arranque y yo esté dentro. Eso sería muy maleducado por mi
parte, porque no tengo billete —Se golpeó la frente con la
mano—. ¿Qué diría el revisor si descubre que me he colado?
—preguntó, echándose a reír. Su risa era característica, nunca
había escuchado a nadie reírse así. A pesar de que mi madre
me había dicho que la forma de reírse de Marco era tenebrosa
y desquiciante, no estaba de acuerdo. Era la risa de alguien que
no le importa lo que los demás piensen de él, alguien seguro
de sí mismo. Muy a mi pesar, me resultó un sonido bello y
agradable. Quizá su locura era contagiosa y estaba empezando
a perder la cordura—. Lo mejor es que me marche, no quiero
que una chica como tú, que siempre sigue las normas, se meta
en problemas —se burló—. Como siempre, un placer,
Pocahontas. —Se separó de mí para hacer una reverencia,
quitándose el sombrero negro—. Espero verte en el
cumpleaños de Nico —se despidió, dándose la vuelta para
marcharse.
Su mano estaba sobre el picaporte de la puerta, cuando
hablé: —No pienso irme a ninguna parte —dije con
convicción, intentando controlar el temblor de mi voz—. No
voy a abandonar a mis hermanos. Mi madre quería que yo
fuese la tutora legal de ellos, no tú y pienso cumplir con su
última voluntad. Os voy a denunciar y demostrar ante un juez
que mi madre quería que la custodia la tuviese yo.
Marco se detuvo, soltándose el picaporte y dándose la
vuelta. Se giró, acercándose lentamente a mí, observando
detenidamente mi rostro durante unos segundos, que me
parecieron eternos. Su semblante era inexpresivo, pero no
parecía alterado, hasta que finalmente esbozó una sonrisa.
—¿Crees que tú lo harías mejor que yo? —preguntó.
—Por supuesto —respondí, sin ningún titubeo. No era lo
más inteligente por decir, aunque era la verdad.
—Seguridad no te falta —añadió—. No me gusta dar malas
noticias, pero siento informarte que no lo vamos a descubrir.
Vuelve con tu prometido, Pocahontas.
Aborrecía ese apodo, sin embargo, no era ni el momento ni
el lugar de decírselo. No es que fuese a cambiar nada que
expresase mi malestar. Las personas como Marco se
aprovechaban de tus debilidades para hacerte más daño. Por
eso, no podía mostrarme débil o nunca volvería a ver a mis
hermanos.
—¡He dicho que no me voy a ningún lado! —grité. Estaba
harta de mantener el tono bajo, de intentar razonar con él.
Mi arrebato lejos de parecerle molesto, le resultó gracioso,
porque sonrió. Pero no una de esas sonrisas fingidas que
generalmente se dibujaban en su rostro, sino una real que le
iluminaba la cara, dándole un aspecto brutalmente atractivo.
Más humano.
—Está bien, Pocahontas —accedió finalmente—. Tus
deseos son órdenes para mí. —Agarró el billete que había
dejado sobre el lavabo y lo hizo trizas delante de mí.
Antes de que pudiese reaccionar, me agarró por las caderas
con fuerza mientras se inclinaba para alzarme. La mitad
superior de mi cuerpo quedó colgada sobre su hombro y de esa
guisa, me sacó del tren y corrió por toda la estación, hasta la
salida .
No me queje, me limite a cerrar los ojos para no morirme de
la vergüenza. Marco no atendía a razones. No obstante, había
conseguido que no me enviase a Londres de una patada. Eso
era un gran avance. Iba a tomármelo como una victoria.
—Hermanos, ¡buena noticia! —anunció en cuanto llegamos
al coche, abriendo la puerta de pasajeros—. ¡Nelli se queda!
—Me puso de pie en el suelo y después tiró de mí para que me
metiese en el vehículo, cerrando la puerta detrás de mí.
—¿Y la sorpresa? —preguntó Fabio, que había liberado a
Luna y la muy traidora dormía en su regazo, importándole un
pepino lo que pasase conmigo. Ni siquiera abrió un ojo para
mirarme. Aunque, si levanto las orejas cuando me escuchó
refunfuñar.
—Nelli se va a quedar una temporada con nosotros —le
respondió Marco, a la vez que se sentaba en el asiento del
copiloto.
—¡Bien! —gritó mi hermanito, pero perdió el interés en mí
en cuanto comenzó a reproducirse una película de dibujos en
el DVD.
—¿Se queda? —inquirió Giovanni, incrédulo.
—Primito, vas a tener que ir al médico. Últimamente los
oídos te fallan. Aunque, pensándolo bien… —Hizo una pausa
dramática—. Yo soy médico. ¿Aparte de la falta de audición,
has notado algo más?
Giovanni resopló y negó con la cabeza. Pero, no dijo nada
más. se limitó a arrancar el coche.
—¿Estás bien? —me susurró Nico, que estaba sentado en su
silla a mi lado.
—Sí cariño. —Acaricie su mejilla. Nico, a diferencia de
Fabio, si se había dado cuenta de la tensión que había entre su
hermano y yo—. Estoy feliz de poder pasar más tiempo con
vosotros.
—Prométeme que cumplirás tu promesa y no nos vas a
dejar —dijo, tan bajo que, no estaba segura de si las palabras
habían salido de su boca o me lo había imaginado. Así todo,
Marco le escuchó, porque noté como su cuello se tensaba.
—Nunca me voy a ir sin vosotros —hablé lo
suficientemente alto para que mi hermanastro lo escuchase.
Giovanni lanzó un suspiro de incredulidad y Marco giró la
cabeza para mirarme y guiñarme un ojo.
Si creía que me iba a asustar con sus juegos mentales,
estaba muy equivocado. Él tenía el poder y la fuerza de su
lado, pero yo tenía algo más importante, mi fé y la convicción
de que estaba haciendo lo correcto.
Capítulo 5
Nelli
—No lo sé, Tobias. De momento me voy a quedar en Roma,
Nico y Fabio me necesitan. Acaban de perder a su madre y es
posible que también pierdan a su padre, no puedo
abandonarlos. Ya he hablado con Lisa —dije, nombrando a mi
jefa—. Comprende mi situación y me ha dicho que me tome
todo el tiempo que necesite. Rose se encargará de mis casos.
—Cariño. La falsedad documental es un delito que acarrea
cárcel. Tienes que denunciarlo, no puedes quedarte con los
brazos cruzados, esperando a que tu hermanastro entre en
razón.
No, no podía, entre otras cosas, porque eso no iba a suceder
nunca. Marco estaba más allá de la cordura. Le había contado
mi prometido solo parte de la verdad, lo suficiente para que
entendiese que no podía regresar a Londres en un corto
periodo de tiempo, aunque evitando ser demasiado extensa en
mi explicación, por miedo a que se volviese loco de
preocupación y se pusiese en peligro. Marco era capaz de
cualquier cosa si Tobias aparecía reclamando mi derecho a
llevarme a mis hermanos. Y me había quedado bastante claro
que el resto de la familia política de mi madre no haría nada
para retenerlo. Temía por la integridad física de mi prometido.
—Ya lo sé. Voy a esperar a ver cómo evoluciona Benedetto
antes de tomar una decisión. —A pesar de las amenazas de mi
hermanastro, no me había dado por vencida. No tenía ni idea
de lo que iba a hacer, pero algo se me ocurriría, el señor
iluminaría mi camino.
—Mi compañero de piso tiene un amigo que es abogado. Le
he hablado de tu situación y me ha dicho que tienes la ley de
tu lado. Nelli, sé que piensas que todo el mundo termina
haciendo lo correcto con la orientación adecuada. Y, por eso, a
pesar de llevar poco tiempo en tu puesto de trabajo, ya eres
una gran asistenta social, pero tu hermanastro no es un
adolescente, como los chicos que tienes a tu cargo.
Claro que lo sabía, aunque Marco quería lo mejor para sus
hermanos. Y, una parte de mí, esa misma que me hacía creer
que hasta los asesinos más despiadados tenían una parte
humana, tenía la esperanza de que acabase viendo que lo
mejor para los niños era alejarlos de ese mundo. Junto a mí
tendrían una vida plena, llena de amor y posibilidades. Podrían
ser aquello que quisiesen. Si se quedaban en Roma, eso no
sucedería. Podía intentar que lo viese. Demostrarle que yo era
la mejor opción para ellos. Sin embargo, antes tenía que
superar dos escollos: el primero, conseguir tener una
conversación con él, en la que pudiésemos debatir largo y
tendido sobre qué era lo mejor para el futuro de Fabio y Nico,
en la que escuchase mis argumentos y habláramos como dos
adultos. Y el segundo, verle. Desde que me sacó a la fuerza de
la estación de tren, dos días antes, no me había vuelto a
encontrar con él, pese a que se suponía que vivíamos en la
misma casa.
Contemplé a mis hermanos jugando en la sala de juegos de
la vivienda que habían compartido mi madre y su marido.
Fabio sentado en la alfombra con forma de cohete espacial,
observaba con expectación, como su hermano colocaba una de
las piezas del barco pirata de Lego. Nico, de rodillas a su lado,
dijo algo y Fabio levantó el tiburón que sostenía en su mano,
moviéndolo por encima del barco, lo que provocó las risas de
Nico.
Ver la interacción entre ellos, removió algo en mi interior.
Esa era una de las cualidades que tenía la infancia. Con ocho y
seis años, aunque eran conscientes de lo que sucedía a su
alrededor, lo vivían con menos estrés que los adultos. Estaban
tristes por el fallecimiento de su madre y preocupados por su
padre, pero encontraban la manera de seguir riendo.
—¿Nelli, sigues ahí? —me preguntó mi prometido al otro
lado de la línea, devolviéndome a la realidad.
—Sí, perdona, estoy distraída. Sé que Marco no es un
adolescente perdido que necesita mi ayuda. Solo necesito algo
de tiempo para encontrar una solución.
—Estoy preocupado por ti y por los niños. Estoy deseando
teneros a los tres aquí conmigo.
—Espero que pronto —dije, ahogando un suspiro—. ¿Me
has enviado la ropa que te pedí? —cambié de tema, porque la
verdad era que no tenía ni idea de cuando iba a poder regresar
a Londres.
—Sí, ayer a la tarde. Y he hablado con los de la mudanza y
mañana dejaran todas tus pertenencias que casa de tu padre.
—Gracias, no sé qué haría sin ti —le agradecí, esbozando
una sonrisa—. Te estás portando tan bien conmigo.
—No tienes que darme las gracias Nelli, te amo y haría
cualquier cosa por ti.
Sus palabras provocaron que las lágrimas se arremolinasen
en mis ojos. Los últimos días estaban siendo un verdadero
infierno que no hubiese podido superar sin Tobias. Él era mi
ancla, manteniéndome en la tierra y mi faro, impidiendo que
me chocase.
—Cuando todo se solucione, quiero que nos casemos. —
Después de la muerte de mis padres, casarme había pasado a
lo más bajo de mi lista de prioridades, pero Tobias estaba
siendo tan comprensivo conmigo, que sentí que no había
ninguna razón por la que seguir posponiéndolo. Él era el
hombre con el que quería pasar el resto de mi vida.
—Me acabas de hacer el hombre más feliz de la tierra. Te
quiero muchísimo, cariño. —Escuché una voz por detrás de él
—. Lo siento, tengo que dejarte. Mi cliente acaba de llegar. Te
quiero.
—¿Dónde estás? Pensé que estabas en casa —pregunté,
pero mi prometido ya había colgado. Me apunté preguntárselo
mentalmente cuando volviésemos a hablar. No me había dicho
que tenía ninguna otra reunión con un cliente. Sin embargo,
con todo por lo que estaba pasando, tal vez me lo había
contado y no lo recordaba.
Guardé el móvil en el bolsillo de mis pantalones chinos azul
claro y me senté en una de las sillas para niños que había en la
estancia. Con mi metro sesenta, no tenía demasiados
problemas para acomodarme, aunque el respaldo se me
clavaba en la espalda.
—¡Eres un mentiroso! —gritó Fabio, dándole un golpe con
la mano al barco y deshaciendo las velas. Las piezas saltaron
por toda la estancia.
—Es verdad, no estoy mintiendo —refutó Nico.
—¡Sí que lo haces! —Fabio empujó a su hermano.
Nico, al ser el mayor y más fuerte, le devolvió el empujón y
Fabio terminó en el suelo, llorando.
Me levanté a toda prisa para ponerme de rodillas frente a
mis hermanos, ayudando a Fabio a sentarse.
—¿Estás bien? —le pregunté al niño, que lloraba
desconsolado.
Éste hipaba y le costaba respirar. Acaricié su pelo castaño
claro y le di un beso en el dedo que se había torcido.
—¡Duele mucho! —se quejó.
Lo inspeccioné con más cuidado, no parecía hinchado.
—No es nada, ahora se te pasa —le dije dulcemente—.
Cierra los ojos y cuenta hasta diez. Cuando llegues a ese
número, el dolor se habrá ido.
Fabio obedeció y las lágrimas fueron disminuyendo, a la
vez que su cuerpo se relajaba.
—¿Por qué os peleabais? —les pregunté a los dos, aunque
mi mirada estaba centrada en Nico, que tenía los labios
apretados y miraba a su hermano con enfado.
—Nico, respóndeme, por favor.
—¡Es un mentiroso! —espetó Fabio.
Nico permaneció callado, pero la tristeza en sus ojos era un
indicativo de que algo iba mal.
—¿Por qué dices que es un mentiroso? —Mi mirada
centrada en Fabio, viendo que no iba a conseguir que Nico me
dijese nada.
—Dice que papá es un hombre malo y mamá ha muerto por
su culpa.
Tuve que sentarme en el suelo, porque las rodillas
comenzaron a temblarme. Con un nudo alojado en la garganta,
negué con la cabeza.
—¿Por qué dices eso? —La pregunta esta vez iba dirigida al
mayor de mis dos hermanos, a la vez que me mordía el labio
inferior, tratando de decidir que les contaba. La verdad estaba
fuera de discusión. El padre Williams estaría profundamente
enfadado conmigo si viese en lo mentirosa que me estaba
convirtiendo. Aunque, si era honesta conmigo misma,
tampoco sabía cómo responder a su pregunta con veracidad.
Ya que no conocía casi nada de la mafia. Lo único que sabía
era que no quería que mis hermanos perteneciesen a ella.
Mientras mi madre estaba viva, sabía que ella les estaba dando
una buena infancia y educando para que fuesen buenos
hombres. Con ella muerta, esa responsabilidad recaía sobre mí.
Nico se tiró de un mechón de su pelo castaño y su voz sonó
apenas como un susurro cuando habló.
—Escuché a Lucrezia hablando por teléfono. —La cocinera,
la había conocido la noche anterior. Una mujer mayor y arisca,
que me había mirado con superioridad y no me había
permitido hacerme mi propia cena.
—Ella está equivocada. Tu padre no ha tenido nada que ver
—dije, porque había mentiras que eran necesarias. El señor lo
entendería. Si Benedetto no sobrevivía, mis hermanos se
merecían tener un buen recuerdo de él, sin nada que lo
enturbiase. Era un buen padre, eso lo había podido comprobar
por mí misma cuando venían de visita a Londres, al igual que
por la adoración con la que hablaba de su hijo mayor—. Ha
sido un accidente. Mamá amaba a vuestro padre y él a ella.
Nunca haría nada que la hiciese daño. —Iba a tener que hablar
con Lucrezia para que tuviese cuidado de lo que hablaba con
los niños cerca.
—¿Papá se va a morir? —preguntó Fabio, sentándose en mi
regazo. Coloqué mis brazos alrededor de su cintura,
abrazándolo.
—No lo sé —contesté con franqueza. Sabía que podía sonar
un poco duro, pero lo último que quería era darles falsas
esperanzas. A la larga, dolía más, era algo que sabía por
experiencia—. Los médicos están haciendo todo lo que pueden
por él.
Nico se arrastró por el suelo y se acercó a mí, apoyando su
cabeza en mi hombro. Le di un beso en el pelo.
—Podemos rezar, pedirle a Dios que cuide de vuestro padre,
¿os parece bien?
Nico se encogió de hombros, pero Fabio se soltó de mi
agarre y giró la cabeza para mirarme a los ojos.
—No sé rezar.
No me extrañó, mi madre había sido una católica no
prácticamente y su marido más de lo mismo. Los niños ni
siquiera estaban bautizados, algo que me había traído más de
una discusión con ella. Mi madre quería que eligiesen cuando
fuesen mayores. ¿Pero, cómo iban a saber que elegir si su
familia no vivía la fe? Mis hermanos no estaban familiarizados
con su otra familia: la celestial. Con la virgen, con San José y
con el niño. Y eso era algo que iba a solucionar lo antes
posible.
—Os voy a enseñar.
—¿Vamos a poder visitar a nuestro padre en el hospital? —
inquirió Nico. Parecía haber aceptado que Benedetto era
inocente de las acusaciones. Aunque, con él, nunca podías
estar segura. Era un niño muy reflexivo, que no se conformaba
con aceptar lo que le decían. Siempre buscaba su propia
explicación.
—Eso depende de los médicos. Ahora mismo, no se le
puede molestar. Hay que esperar a que se recupere.
—¿Dónde está Luna? —quiso saber Fabio, levantándose y
corriendo por la habitación. Era como un polvorín, no podía
estar quieto demasiado tiempo.
—En mi habitación, descansando. Venga, vamos a por ella.
—Me levanté, dispuesta a subir a la planta de arriba a buscar a
mi perrita, pero antes de que pudiese acercarme a la puerta,
Ginebra, la novia de Giovanni, entró por ella, seguida de un
chico con cara de sufrimiento.
—¡Gin! —gritó Fabio y se estrelló contra ella, haciéndola
tropezar. Por suerte, el chico que la acompañaba, la sujetó por
los hombros y no se cayó al suelo.
—Cada día que pasa eres más fuerte —dijo, haciéndole
cosquillas. Éste se echó a reír, escapando de ella.
—Hola, Ginebra —saludé, esbozando una sonrisa—. ¿Qué
te trae por aquí?
—¡He venido a invitarte a un súper plan! —Se acercó a mí
y me dio un rápido abrazo—. Por cierto, éste es Enzo, mi
guardaespaldas —me presentó al chico, que me saludó con un
gesto de barbilla—. Mi cuñada está triste porque mi hermano
está fuera por negocios. Así que he pensado: voy a buscar a
Nelli y vamos a animarla.
—No puede ir. Vamos a ir a por Luna y sacarla al jardín
para jugar —contestó Fabio por mí, sujetándome la mano con
la suya.
—¿Ni aunque Gian esté allí y quiera enseñarte su nueva
barca hinchable para la piscina? —preguntó Ginebra,
poniendo cara de inocente. Me fijé en su ropa: llevaba un
vestido playero blanco que le llegaba por encima de las
rodillas. La tira del bikini rodeándole el cuello. Estaba
preparada para un día en la piscina.
—Ni aún así —dijo el niño, pero por el brillo en sus ojos,
pude ver que su determinación estaba comenzando a caer.
—Umm… ¿y tampoco si te digo que la barca tiene una
pistola de agua? —Ginebra se agachó para poner su cara al
mismo nivel que la de mi hermano.
Él negó con la cabeza.
—Está bien —aceptó, levantándose—. Jugaré yo con Gian
en el tobogán de agua para el césped que le he regalado.
Los ojos del niño se iluminaron. Y tiró de la mano que tenía
agarrada a la mía.
—Nelli, ¿podemos ir?
Ginebra se tapó la boca con la mano para disimular la risa.
Tenía que reconocerle que era muy buena.
—No sé si a Marco le va a parecer bien. —Mordí mi labio
inferior con indecisión. Después mis dos interacciones con él,
quería evitar cualquier confrontamiento que pudiese tener con
él.
—Por supuesto que le va a parecer bien —añadió Ginebra
—. Él siempre está alardeando de lo buen amigo que es de mi
hermano. Va a estar feliz de que te hagas amiga de la mujer de
su gran amigo.
Enzo soltó una carcajada que no entendí.
Entonces, si era así, suponía que no habría ningún
problema. Además, tanto a mis hermanos como a mí nos
vendría bien despejarnos un poco y Ginebra había sido muy
amable tomándose la molestia de venir a casa a invitarnos a un
plan. Pese a que era la segunda vez que la veía, podía percibir
que se preocupaba por mis hermanos.
—Entonces, supongo que está bien —cedí—. Los niños
llevan dos días encerrados en casa, les vendrá bien salir. ¿Tú
que dices, Nico? —Giré la cabeza para mirar a mi hermano,
que seguía sentado en el suelo, observando en silencio lo que
sucedía a su alrededor.
—Vale. —No parecía demasiado entusiasmado, pero tendría
que servir. Le iba a venir bien para distraerse.
—Lo único, que no tengo traje de baño. —En realidad,
apenas tenía ropa. Había traído lo justo para un par de días y la
mayor parte, era ropa de luto.
—Seguro que Arabella puede prestarte uno.
—Si puedo dar mi opinión… —comenzó Enzo.
—No, no puedes —le cortó Ginebra.
—No sé por qué Gio se empeña en que Enzo me controle, si
voy a hacer lo que me dé la gana. Llevamos casi dos años de
relación y no se da por enterado —me susurró, para que éste
no le oyese.
—Eso me preguntó yo —le respondió Enzo, lanzando un
resoplido, demostrando que sí que le había escuchado.
✿✿✿✿
Contemplé a Luna corriendo por el jardín, persiguiendo a
Gian y Fabio, que jugaban con unas pistolas de agua. Nico
estaba sentado en el bordillo de la piscina con los pies en el
agua y un libro en su regazo.
—Tu hermano es un niño muy tranquilo —me dijo
Arabella, a la vez que me ofrecía una copa de vino.
Negué con la cabeza. No bebía alcohol. Nunca, ni en
circunstancias especiales. Y por supuesto que no iba a
comenzar ese día y menos aún, estando al cargo de mis
hermanos. El alcohol nubla la mente y provoca que realices
actos que no harías con tus facultades al cien por cien. Y no
poder tener el control de mí misma era una sensación que me
aterraba experimentar.
Arabella no insistió y le dio la copa a Ginebra, que la aceptó
con gusto.
La cuñada de Ginebra me había caído bien desde que pisé
su casa. Era una mujer amable y sencilla, aunque rodeada de
lujo, como había descubierto que era lo normal en ese círculo.
Pero, a ella parecía no afectarle. Vestía con ropa cómoda y
vieja y a pesar de tener servicio, ella misma preparó unos
sándwiches para los niños.
—Sí. Lo es —afirmé, acomodándome en la tumbona y
colocándome bien la parte de arriba del bikini que Arabella me
había prestado—. Son muy diferentes. —Señalé a mi hermano
pequeño, que se reía a carcajadas, mientras Gian le disparaba
agua—. Fabio es un trasto.
—Por eso se lleva tan bien con Gian —apuntó—. ¿Soy mala
persona si le abandono en una gasolinera? —Arabella hizo una
mueca de exasperación y Ginebra se rió.
Ésta me había explicado que Gian era el primo de su
hermano y él y su mujer lo habían adoptado. A pesar de mi
corta carrera como asistenta social, tenía experiencia suficiente
para saber que había más en esa historia, aunque no pregunté,
no era de mi incumbencia. Lo importante era que Gian había
encontrado dos personas que lo cuidaban y amaban.
—Yo lo haría —dijo Ginebra, quien estaba tumbada en la
tumbona, a mi lado y le dio un sorbo a su bebida—. Adoró a
Gian, pero no tengo paciencia con los niños pequeños y
traviesos.
—¡Gian, no te tires a la piscina con la perrita! —gritó
Arabella de repente, a la vez que recogía su largo cabello rubio
en una coleta alta. Sin embargo, el niño no le hizo ni caso y
siguió corriendo, con Luna en su regazo. Ella se levantó a toda
prisa para cazar al niño, aunque para cuando llegó, Gian ya se
había lanzado en bomba y Fabio gritaba y aplaudía desde el
borde.
Me levanté asustada y corrí a tiempo de ver a Gian sacando
la cabeza fuera de agua, pero sin rastro de Luna. Antes de que
pudiese reaccionar, Nico dejó el libro en el césped y se tiró a la
piscina. Segundos después, nadaba hacia las escaleras, con
Luna temblando en sus brazos.
—¿Estás bien? —le pregunté al mayor de mis hermanos,
cuya mirada estaba centrada en la yorkshire, que se había
recuperado y le lamía el brazo.
—Sí. Estaba asustada. Podía haberse ahogado.
—No ha pasado nada, Nico —le tranquilicé—. Luna está
bien. —Estiré la mano y acaricié la cabeza de la perrita. El
lazo rosa se le había movido y el pelo le tapaba los ojos. Se lo
coloqué bien y me recompensó con un lloriqueó.
—Ha sido idea de Fabio —se quejó Gian, mientras Arabella
le miraba con enfado.
—Tú también querías. —Fabio cruzó sus brazos.
—Fabio —me acerqué al niño y me puse de cuclillas frente
a él—, Gian podría haberse hecho daño y Luna también. —Mi
hermano menor solo tenía seis años, pero a veces me
preocupaba. Era tozudo y temerario. Mi madre decía que era
igual que su padre y no solo por el más que evidente parecido
físico—. No ha sido divertido, ha sido irresponsable.
Él se quedó en silencio, recapacitando sobre mis palabras.
Al final, debió llegar a la conclusión de que tenía razón,
porque asintió.
—Lo siento Nelli, no queríamos que le pasa nada malo a
Luna —dijo, haciendo un mohín y cruzando sus brazos detrás
de su espalda. Miró a la yorkshire con preocupación.
—Ya lo sé, cariño. —Estiré mis brazos y lo abracé. Lo
importante era que no había pasado nada—. Antes de tomar
una decisión, piensa en las consecuencias y si son malas, no lo
hagas. ¿De acuerdo?
—Sí. —Se separó de mí con una sonrisa traviesa que, a
pesar de sus palabras, prometía nuevas travesuras.
—Tu primo va a estar muy decepcionado contigo. — A mi
lado, Arabella advertía a Gian, que no parecía demasiado
preocupado.
—¿Puedo ir a por un helado? —preguntó en cuanto
Arabella termino de reñirle.
—Si, pero sécate prim… —No pudo terminar de hablar,
porque el niño corrió hacia el interior de la casa.
—¡Yo también quiero! —gritó Fabio, persiguiendo a su
amigo.
Luna, que debía ser masoquista, se soltó del agarre de Nico
y fue detrás de los niños. Éste les miró a los tres, evaluando
sus opciones. Por un instante, pensé que les seguiría, pero
recogió el libro del suelo y se sentó debajo de uno de los
arboles que adornaban el jardín.
Arabella y yo regresamos a las tumbonas.
—Gian es la única persona a la que le amenazas con la ira
de mi marido y no tiembla de miedo.
—No, no es la única. —Ginebra, con la mano en la que no
sostenía la copa, se señaló a sí misma con gracia.
—¿Y por qué las personas le tienen miedo? —pregunté,
mientras me tumbaba.
Arabella y Ginebra compartieron una breve mirada. La
primera estrechó sus ojos y mordió el piercing de su labio
inferior y la segunda, se encogió de hombros, mientras le daba
otro sorbo a su bebida.
—¿Cuánto sabes de nuestro mundo? —inquirió la rubia con
una suave sonrisa.
—No mucho —dije con honestidad—. Mi madre me contó
lo necesario para mantenerme a salvo. —Y tampoco quería
saber nada más.
—Entiendo. —Hizo un asentimiento con su cabeza y se
inclinó hacia un lado, agarrando la copa de vino que había
dejado en el suelo minutos antes—. ¿Puedo hacerte una
pregunta?
—Supongo.
—Yo nací en este mundo, mi destino siempre fue pertenecer
a el. Ésta de aquí, es tan tonta que se enamoró de un alto
miembro de la mafia. —Señaló a Ginebra, que le sacó la
lengua en respuesta—. ¿Cuál es tu excusa?
Dudé antes de contestar, ya que no sabía si podía confiar en
ellas. Al fin y al cabo, por muy amables que estuvieran siendo
conmigo, apenas las conocía. Aunque tampoco perdía nada, a
lo mejor podían ayudarme. Escudriñé el jardín buscando a
Nico, que continuaba leyendo lo suficientemente alejado como
para no escucharnos.
—Mi madre me dio la custodia de mis hermanos si le
pasaba algo a ella y a Benedetto. Él también firmó el papel,
pero resulta que era falso. La engañaron. Benedetto dejó la
custodia a Marco, mi madre le temía, no puedo irme y dejarlos
con él.
—Apenas le conozco y me da escalofríos —reconoció
Arabella—. No creo que sea el mejor ejemplo para los niños.
—Lo sé. He intentado llevármelos, sin embargo, Marco nos
encontró antes de poder salir de Roma.
Ninguna de las dos parecía sorprendida ante mis palabras.
Arabella tenía una expresión de resentimiento en su rostro, sus
dedos se apretaron alrededor de la copa que sostenía con más
fuerza. Me di cuenta de que, aunque quisiese ayudarme, si
realmente quería hacerlo, no había nada que pudiese hacer. Por
otro lado, Ginebra se mantenía en silencio, observándome con
compasión.
—Así funciona la mafia, con mentiras y engaños. No
puedes huir de ella. Y menos si son varones. No lo van a
permitir. —Pese a que Arabella no pretendía ser cruel, solo
estaba enunciando una realidad, sentí como si el mundo se
desmoronara bajo mis pies. Y que las pocas esperanzas que me
quedaban, se desvanecían.
—Marco no es tan malo —dijo Ginebra, ante la
estupefacción de Arabella y mía—. Vale, sí —añadió,
haciendo un ademán con la mano—, a veces es un poco
extravagante —Arabella rodó sus ojos ante sus palabras—, y
es imprevisible, pero quiere a Nico y Fabio y protege a las
personas que le importan.
—Nunca he puesto en duda que les quiera —aclaré,
incorporándome y sentándome en la tumbona—. Aunque sé
que lo hace, no está capacitado para cuidarlos. No quiero
faltarte el respeto, pero no creo que la familia de tu novio sea
el ambiente adecuado para que dos niños se críen. —Y a cada
minuto que pasaba en Roma, estaba más convencida de ello.
—Yo tampoco lo creo —admitió Ginebra, sorprendiéndome
—. Y, por esa razón, no voy a tener hijos. Amo a Giovanni,
pero no quiero que mis hijos pasen por la infancia que pasó él
o mi hermano.
—Vas a darle un disgusto a tu madre —bromeó Arabella, en
un intento por aligerar el ambiente.
—Lo superará —dijo ella, haciendo un gesto con su mano
libre—. Y hablando de superar, ¿qué os parece una noche de
chicas el sábado que viene?
—No tiene nada que ver un tema con el otro —apuntó
Arabella, chasqueando su lengua.
—Lo sé, pero me acabo de acordar. El sábado que viene es
el cumpleaños de Onelia. Se pasa el día metida en nuestro
restaurante. Necesita salir un poco. Ya nunca sale de fiesta. —
Los ojos de Ginebra se humedecieron con algún recuerdo.
—¿Tienes un restaurante? —pregunté.
—Sí, a medias con Onelia. Aunque es ella la que trabaja
allí, yo ayudo con las cuentas —explicó—. Entonces, ¿os
apuntáis?
—Claro —respondió Arabella—. Podemos ir al cine y
luego… —Se interrumpió al ver la cara de horror de Ginebra.
—¿Cuantos años tienes, 85? Déjame a mí elegir el plan. —
Se señaló a sí misma con el dedo índice de la mano en la que
sostenía su copa y después, echó su cabeza hacia atrás, para
llevarla hasta sus labios y beber de un trago su contenido —.
¿Y tú que dices? —me preguntó, emocionada.
—No creo que sea buena idea —contesté, mordiendo mi
labio inferior. No quería ser grosera, pero no era el mejor
momento para salir de fiesta—. Con lo que ha pasado con mi
madre y Benedetto en el hospital, no quiero dejar a los niños
solos con la niñera. Es nueva, joven y apenas la conocen. —
Además, aunque no lo dije en alto, había muchas posibilidades
de que Benedetto no durase tanto tiempo.
Sin embargo, no debí de ser lo suficientemente clara en mi
respuesta como creía, porque una sonrisa radiante se dibujó en
los labios de Ginebra.
—Yo me encargo de eso.
Capítulo 6
Marco
5 días. 120 horas desde que mi padre había sido
hospitalizado. 5 días sin poder vengarme. Habíamos dado caza
a los que les habían provocado el accidente y me había
encargado personalmente de torturar al que disparó a mi
madrastra. Pero, solo eran títeres a las órdenes de alguien que
se escondía en las sombras. Una persona con el poder
suficiente para organizar un ataque de esa envergadura.
Alguien que conocía la ruta que mi padre y su mujer iban a
realizar ese día. Mi tío había interrogado a todos nuestros
hombres, conocedores de esa información y ninguno era el
topo. A pesar de que Tomasso era un cabrón ególatra, también
era un maestro de la tortura, casi tan bueno como yo. Si
ninguno había confesado, no eran culpables.
Solo me quedaba esperar la llamada del embajador y más le
valía que fuese para darnos el nombre del culpable. O le haría
una visita y esa vez no me limitaría a amenazarle.
Mi padre yacía tranquilo en la cama del hospital. Si no fuese
por los tubos y porque estaba conectado a un respirador,
parecería que estaba dormido. Sus facciones estaban relajadas
y las enfermeras le cambiaban las sábanas y aseaban dos veces
al día. Me había encargado personalmente de que obtuviese los
mejores cuidados que el hospital podía ofrecerle.
Observé los primeros rayos de sol del día iluminando la
amplia habitación. Cada vez que entraba en esas cuatro
paredes, perdía la noción del tiempo. Era como si el reloj se
detuviese. Podría pasarme días, incluso meses, sentado sobre
esa silla azul, leyendo las viejas novelas de mi padre y ni
siquiera lo notaría.
Agarré la botella de agua que se hallaba a un lado de la
mesa, en la misma en la que se encontraban apilados varios de
sus libros favoritos. El ejemplar de «La Metamorfosis»
sobresalía, abierto por la mitad, sobre todos los demás. Dejaría
que mi padre descansase un par de horas antes de continuar
con la lectura, había estudios, en los que confiaba, que
demostraban que los pacientes en coma podían escucharte. Por
eso le hablaba y le leía sus historias favoritas. Para que supiese
que estaba a su lado y que nunca me iba a dar por vencido.
Mi padre siempre había confiado en mí, creía en mí cuando
los demás no lo hacían. Era un hombre de honor. Uno valiente
y fuerte que iba a superar el coma. Ahora era mi turno de
confiar en él.
Le di un largo trago a la botella, vaciándola.
Todo mi cuerpo se puso alerta cuando unos pasos resonaron
por el pasillo, rompiendo el profundo silencio que reinaba a
esas horas. Llevé mi mano hasta mi pistola escondida debajo
de mi camisa cuando el sonido de pasos que no correspondía
al de los zuecos que llevaba el personal sanitario del hospital,
se detuvo en frente de mi puerta y escuché el picaporte siendo
girado. Gio, que era el único familiar que venía al hospital,
nunca lo hacía tan temprano. Aunque las instalaciones estaban
sumamente vigiladas, habíamos reforzado nuestra seguridad y
no creía que nuestros enemigos fuesen tan idiotas como para
intentar una misión que estaba destinada a fracasar.
Mis músculos se relajaron y llevé mi mano hasta mi muslo,
pasando una de mis piernas por encima de el, cuando el reflejo
de la silueta en la ventana me reveló la identidad de mi nuevo
acompañante, quien agarró una silla que estaba a una esquina
de la habitación y la arrastró, colocándose a mi lado y
sentándose en ella.
Durante un largo tiempo, él no dijo nada y yo tampoco lo
hice, disfrutando de la tranquilidad, de la absoluta calma y del
relajante canto de los pájaros. Por extraño que pudiese parecer
y más porque era lo último que cualquiera que tuviese dos ojos
en la cara pudiese esperar de alguien como él, su compañía
siempre me había transmitido cierta paz. Toda la que una
persona como yo podría tener, claro.
—¿Cómo has entrado? —pregunté, rompiendo el silencio,
siempre era yo quien lo hacía. Había costumbres que nunca se
perderían, esa era una de ellas.
—Tengo mis contactos —respondió Tiziano
enigmáticamente y aunque no le estaba mirando, lo conocía lo
suficiente como para saber que un atisbo de sonrisa se había
formado en su inexpresivo rostro. Sentí algo frío sobre mi
mano y al bajar la vista, me di cuenta de que estaba
tendiéndome un frappuccino de caramelo con café.
—¿No estará envenenado, no? —A pesar de mis palabras,
sostuve el recipiente de plástico y descrucé mis piernas, para
dejar la tapa sobre mis muslos y pasar la pajita por la nata
cubierta de caramelo y después, llevármela a los labios,
saboreándola.
—Jamás te condenaría a una muerte tan aburrida. Ya lo
hemos hablado. Te encerraría en uno de nuestros zulos más
recónditos, atado de pies y manos y vendaría tus ojos durante
semanas. Dejaría que te consumas lentamente, privándote de
cualquier tipo de alimento y de agua, mientras las ratas
hambrientas aceleran el trabajo. Con los días, empezarías a
derrumbarte y a perder la cordura y la fina línea entre la
realidad y la imaginación comenzaría a desdibujarse. Los
delirios se harán peores con el paso del tiempo y para cuando
te quite esa venda de los ojos, no sabrás qué es verdad y qué es
fruto de tus pesadillas más oscuras. Entonces, cuando te
queden unos pocos minutos de vida, colocaré tu cuerpo en una
guillotina construida especialmente para ti y te decapitaré, para
luego colgar tu cabeza consumida en el Puente Regina
Margherita.
Una sonrisa enfermiza se formó en mis labios.
—Ratas y guillotina. Combinación perfecta.
—Sus mordiscos son dolorosos y el sonido es desquiciante
para cualquiera. ¿Y la guillotina? Todo un clásico, nunca pasa
de moda.
Ladeé la cabeza, desviando por primera vez la vista de mi
padre y fijándola en él.
—Así es como yo pienso. —De hecho, él había reproducido
las mismas palabras que yo había empleado años atrás, cuando
aún éramos amigos.
Tiziano asintió. Pude ver en sus ojos azules que sus
pensamientos se estaban dirigiendo hacia el mismo lugar que
los míos. Volví a hundir mi pajita en la nata y centré de nuevo
mi mirada en mi padre.
Ni siquiera le encontraba un sentido concreto a que
estuviese allí, sentado a mi lado. Habíamos sido muy cercanos,
aún cuando se suponía que no deberíamos de serlo. El padre
de Tiziano, Ángelo, había sido el Consigliere del anterior Don
de la Familia Rossi, Donatello, hasta el día de su muerte y en
ese entonces, cuando su hijo Adriano ocupó su lugar, Tiziano
sustituyó a su padre, pasando a obtener su puesto.
Eso no era algo que hubiera sido de su elección, llevaba
siendo así de generación en generación, como tampoco era la
mía ser el futuro Sottocapo de los Bianchi. Mi destino había
sido escrito antes de que naciese y era mi deber cumplirlo.
Tiziano estaba destinado a ser la mano derecha de Adriano,
tal y como lo era ahora y yo la de mi primo, Enricco. Aunque
teníamos la misma edad y pasábamos mucho tiempo juntos,
mi primo y yo nunca habíamos congeniado. Realmente no
había podido culparlo, porque él lo había intentado, había
tratado de hacer lo que nuestras Familias esperaban: sin
embargo, él no había logrado entenderme y a mí su compañía
me había resultado de lo más aburrida. Con el paso del
tiempo, él dejó de intentarlo y empezó a evitarme. A dejarme
de lado, como el bicho raro que, pese a que nunca lo
exteriorizó en voz alta, siempre pensó que era.
Y yo también dejé de intentar congeniar, de crear un vínculo
entre nosotros que no existía.
Cuando era pequeño, pensaba que, si fingía ser como el
resto, me aceptarían y sería más feliz. No había podido estar
más equivocado. Incluso, durante una época, había imitado a
Enricco, deseando ser como él, de crear el efecto que él surtía
en los otros niños. Siempre rodeado de gente, todo el mundo
en el colegio lo adoraba, todos querían que fuese a su
cumpleaños. Qué idiota había sido: yo no quería crear ese
efecto en los demás. Enricco era un puto coñazo. Demasiado
correcto, demasiado amable. Eso no era divertido, era
soporífero.
Ambos cometimos el mismo error: luchábamos en contra de
nuestra naturaleza, de quienes éramos. No obstante, yo lo
enmendé a tiempo y él no supo hacerlo. En realidad, no quiso.
Tiziano siempre se aceptó a sí mismo y eso era algo que
siempre admiré de él. Estaba cómodo siendo como
era. De perfil bajo, solía pasar la mayor parte de su tiempo
solo, en una esquina. Parecía desinteresado, sumergido en su
propio mundo, no obstante, cuando lo conocí, descubrí que no
era más que una fachada, ya que era muy observador. A él no
le gustaban los demás niños, disfrutaba de la soledad. Nunca
tuvo ningún amigo, hasta que, a la edad de 12 años, cuando
tuvimos que hacer un trabajo de literatura juntos. Encontré en
él al acompañante perfecto: no me juzgaba, no hablaba mucho
y era más ingenioso de lo que nunca podría llegar a imaginar.
Sin embargo, tras la muerte de Enricco, todo se precipitó. Y
a pesar que el destino estaba escrito para nosotros, perder la
amistad de Tiziano, no fue fácil para mí. Hicimos lo correcto,
ambos sabíamos que nuestra relación tenía una fecha de
caducidad, sin embargo, él pasó página con una facilidad
sorprendente, como si deshacerse de mí no fuese más que un
mero trámite. Y no sabía si culparle a él por eso o culparme a
mí mismo porque para mí no fue así.
—¿Qué haces aquí?
—He pensado que algo de cafeína te vendría bien.
No sabía cuál era el motivo de su visita, pero sabía que tenía
uno. Por otro lado, no tenía mucho sentido que estuviese allí,
ni sabía realmente con quién habría hablado para que le
permitiesen acceder a las instalaciones. Aunque, las opciones
eran bastante limitadas: teniendo en cuenta que solo había tres
personas que tenían el permiso para hacerlo y dos de ellas eran
mi tío y mi dyadya, la respuesta era clara: Gio.
Cuando terminé de degustar toda la nata, revolví el café y
dejé la pajita encima de la tapa, sobre mis muslos y le di un
largo trago a la bebida.
—Te recordaba más directo —apunté, mientras pasaba mi
lengua por los labios, lamiendo los restos de frappuccino.
—No hay nada que puedas hacer —dijo—. Pasarte todo el
día entre estas cuatro paredes no va a solucionar nada. Los
problemas están afuera, no dentro.
Ahí estaba. Una carcajada seca brotó de mi garganta al
entender la razón de su aparición. Quería que saliese del
hospital. Vaya, sí que tenía que estar desesperado mi primo
para haber recurrido a él. Sino fuese porque estaba tratando de
manipularme, casi hasta lo consideraría un acto de amor. Casi.
Por otro lado, no estaba haciendo nada que no le hubiese
hecho yo a él antes. Gio aprendía rápido. Iba a ser un buen
Don. Así todo, no le pensaba permitir que me manejase a su
antojo.
—Es una guerra en la que eres una de las piezas principales.
Necesitas tener todas tus fuerzas para combatirla. Necesitamos
tu ayuda para resolver esto. Tus hermanos te necesitan.
—Tiz, por recuerdo a los buenos tiempos, no te voy a decir
por donde puedes meterte tus consejos —dije con voz
calmada, casi alegre.
—Tiempos que no recuerdas, si crees que te estoy dando un
consejo. Te estoy informando de como son las cosas.
En eso tenía razón, él no daba consejos. Tiziano nunca había
sido demasiado hablador y cuando usaba las palabras, lo hacía
con un propósito.
—Se va a poner bien —añadió, cambiando de tema, como
era su costumbre. Una vez decía lo que tenía que decir, pasaba
a otro asunto.
—Si, él va a despertarse.
Y cuando lo hiciese, no le iba a gustar verme sentado en su
habitación, esperando a que los demás hiciesen el trabajo por
mí.
Tiziano tenía razón, estábamos en guerra y me necesitaban.
Al igual que lo hacían mis hermanos pequeños.
Ya iba a siendo hora que Marco Bianchi regresase.
✿✿✿✿
Antes de regresar al hospital para pasar la noche con mi
padre, me pasé por su casa para darme una ducha y cambiarme
de ropa. Me había mudado allí para estar con mis hermanos
mientras él estuviese en el hospital. Eran más de las once, por
lo que me sorprendió que, al pasar por delante del cuarto de
Nico, que estaba al lado del mío, escuché unos murmullos.
Entreabrí cuidadosamente la puerta, para encontrarme a
Nico sentado sobre la cama, sosteniendo un libro entre sus
manos, mientras Fabio, que estaba a su lado, iluminaba las
páginas con una linterna. El mayor de mis dos hermanos
menores leía el texto en tono bajo, mientras el pequeño le
escuchaba con atención. Ambos estaban tan concentrados, que
ni siquiera se habían percatado de mi presencia.
Fui a acercarme a ellos, pero cuando estaba a medio
camino, me tropecé con un objeto que no vi.
Mis hermanos gritaron y sentí que algo golpeaba mi cabeza.
Lo que descubrí que, cuando Nico encendió el interruptor, era
la linterna que antes Fabio tenía entre sus manos.
—¿Marco? —preguntó Nico.
—Él mismo —respondí, esbozando una sonrisa—. Vengo
en son de paz —le dije a Fabio, que estaba a punto de tirarme
una almohada.
—Me has asustado —confesó, mientras volvía a dejarla
sobre las sábanas.
Bajé la mirada para darme cuenta de que el objeto con el
que me había chocado era una cama, que antes no estaba allí.
—Es de Fabio —explicó Nico, leyendo mis pensamientos
—. Está durmiendo conmigo. Al principio dormíamos en la
misma cama, pero cuando Nelli se enteró, compró una cama
plegable para que Fabio estuviese más cómodo.
—No tengo miedo —añadió Fabio, alzando su barbilla y
golpeando su pecho con sus manos—. Soy muy valiente. Solo
que me aburro a las noches y Nico me cuenta cuentos. Nelli
dice que los hermanos se tienen que apoyar.
Froté mis ojos con cansancio. Me agaché para recoger la
linterna y rodeé la cama, para acercarme a ellos. Me senté al
lado de Nico y agarré Fabio por la cintura, para colocarlo
sobre mí. Había estado tan ausente durante estos cinco días,
que apenas había hablado con ellos. Acababan de perder a su
madre, su padre estaba en el hospital y yo estaba desaparecido.
No me extrañaba que Fabio tuviese pesadillas.
—¿No tengo que quitar la cama, no? —me preguntó Fabio
—. No me importa, puedo dormir solo. Pero, no tengo que
hacerlo, ¿no?
Negué con la cabeza mientras pasaba una mano por su
cabello, despeinándolo.
—No, no tienes por qué hacerlo —le dije, devolviéndole la
linterna—. Puedes quedarte aquí hasta que te dejes de aburrir a
las noches.
Él suspiró, aliviado.
—He pensado que mañana podríamos ir al zoo. He
escuchado que hay dos dragones de komodo.
Fabio alzó sus brazos, emocionado y Nico me dedicó una
sonrisa tímida.
—¿Expulsan fuego? —preguntó Fabio.
—A lo mejor.
—¿Puede venir Gian? —inquirió mi hermano más pequeño,
dando brincos encima de mí.
—¿Gian? —repetí.
Nico le hizo un gesto de silencio a su hermano con el dedo
índice. Afortunadamente para mí, éste no le prestó ni la más
mínima atención, como siempre.
—Sí. Se apellida… —Entrecerró los ojos, intentando
recordar, sin éxito—. Le conocí en la fiesta de cumpleaños de
Ginebra —explicó, dándose por vencido al no ser capaz de
recordar el apellido.
—Rossi —El hijo de Fiorella, no había otro Gian en ese
cumpleaños.
—Eso.
—¿Y por qué quieres invitarle? —No tenía ningún sentido.
Habían pasado meses desde ese cumpleaños y aunque se
hubiesen visto alguna vez más, dudaba que fuese de forma
asidua.
—Porque desde hoy, es mi mejor amigo. Cuando seamos
más mayores, vamos a comprar un rancho y domar unicornios.
Vamos a ser amigos para toda la vida.
Giré mi cabeza para mirar fijamente a Nico. No estaba
entendiendo nada de lo que mi hermano menor me estaba
contando.
—Ginebra nos ha invitado a casa de su hermano —explicó
con renitencia—. Solo estaban Arabella y Gian —se apresuró
a aclarar.
Nico solo tenía ocho años, pero era un niño muy inteligente.
Se enteraba de lo que pasaba a su alrededor mucho más de lo
que debería siendo tan joven. Un día sería un hombre de honor
y su única preocupación sería la Familia. Sin embargo, ese día
aún no había llegado.
Sonreí para que no se diera cuenta de lo enfadado que
estaba.
No me importaba que Adriano no estuviese en la casa, mis
hermanos no deberían de haber ido allí sin mi permiso. Que,
no lo hubiera dado. Puede que las cosas se hubiesen
solucionado entre ambas Familias, pero no los quería en
ninguna propiedad de los Rossi. Ginebra se había tomado una
libertad que no le correspondía al invitar a Nelli y a mis
hermanos a ese plan y mi hermanastra una potestad que no
debía, al aceptar. Y el que Enzo no me hubiera notificado de
ello, tampoco me hacía ninguna gracia. Mi soldado y yo
tendríamos una conversación al respecto.
Mi mirada bajó hasta los muslos de Nico, fijándome en el
libro que tenía sobre ellos, dándome cuenta de que eso no era
uno de su colección habitual. Me incliné hacia él para
agarrarlo y poder observarlo más de cerca: «La Biblia ilustrada
para niños». Mi padre y mi madrastra no practicaban el
catolicismo, no era una lectura que ellos le hubiesen
proporcionado.
—Nelli nos lo ha regalado hoy —explicó Fabio, aunque, sin
habérmelo dicho, el título era un claro indicativo de quién era
la dueña de ese ejemplar—. ¡Es muy emocionante! También
nos ha enseñado a rezar. Y el domingo nos va a llevar a la
iglesia. Nelli es genial.
A medida que le escuchaba, los dedos se apretaron
alrededor del libro y sentí como las páginas se arrugaban entre
mis manos. Sin embargo, mantuve una expresión tranquila,
mientras ojeaba el maravilloso regalo de mi hermanastra. Le
había consentido quedarse unos días con nosotros porque su
valentía me había resultado divertida y la verdad era que, me
había demostrado con su patética huida y su actitud desafiante
hacia mí, que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por
Fabio y Nico. Nelli era su hermana y ellos la adoraban.
Estaban pasando por un momento difícil y había creído que su
compañía les vendría bien, pero no le había autorizado a
educarles. El único que tenía esa potestad mientras mi padre
estuviese en coma, era yo.
—¿Vas a venir con nosotros a la iglesia? —preguntó Fabio.
—Últimamente no pasamos mucho tiempo juntos —apuntó
Nico, mordiendo su labio inferior.
—Ya veremos. Es tarde. —Nico hizo un mohín—. Mañana
tenéis que levantaros pronto para ir al zoo y si estáis muy
cansados, no vais a poder disfrutar de los animales.
—No tengo sueño —se quejó Fabio, mientras bostezaba.
Nico se metió en la cama y se tapó con la sábana.
Me levanté, con Fabio agarrándose a mi cuello. Gire sobre
mí mismo, consiguiendo que el niño estallara en carcajadas.
—A dormir —ordené, metiéndole en la cama y arropándole.
—¿A Nico y a mí, nos va a pasar algo malo como a nuestros
padres? —preguntó Fabio, con los ojos cerrados.
Me incliné y le di un beso en la mejilla.
—No. Estáis a salvo.
Y lo estaban. Si alguien se atrevía a tocar un solo pelo de la
cabeza de uno de mis hermanos, iba a arrepentirse de haber
nacido.
✿✿✿✿
Colarme en el dormitorio en el que Nelli se estaba
quedando, que era una de las habitaciones de invitados que
estaba al otro lado del pasillo, pero la más cercana a las de mis
dos hermanos, fue sumamente fácil. Ni siquiera se había
molestado en cerrar la puerta con llave.
Yo mismo le había pedido al servicio que alojara a mi
hermanastra en esa habitación.
Como era de esperar de una buena cristiana como ella, a
pesar de que no eran ni las doce de la noche, ella ya estaba
profundamente dormida. Estaba convencido de que era de las
que se despertaba antes del amanecer, predicando lo de «a
quien madruga, Dios le ayuda». Cerré la puerta suavemente
con el pie, mientras sacaba un paquete de cerillas del bolsillo
de mis bermudas negras de estampado de limones y la
encendía.
La tenue luz iluminó el amplio dormitorio. Pude distinguir
la silueta de Nelli en la esquina de la cama, durmiendo de
lado. Avancé un par de pasos hacia ella, sigilosamente, sin
querer interrumpir su sueño. Su larga cabellera castaña, que
habitualmente solía llevar recogida en una trenza hacia un
lado, caía por su rostro, haciendo honor al apodo que había
escogido para ella. Con sus ojos castaños oscuros, que ahora
permanecían cerrados, sus labios carnosos, sus facciones
exóticas y su piel olivácea, iluminada con la tenue luz de la
cerilla, nunca la había visto tan guapa. Había algo en su
belleza que era salvaje, primitivo. Algo que, ya había podido
advertir cuando aún era una preadolescente en la boda de mi
padre, pero que, ahora que había crecido y se había convertido
en toda una mujer, podía observar en todo su esplendor.
Algo que la hacía destacar de los demás, que la hacía
diferente al resto. Y que, llamaba mi atención.
Caminé alrededor de la cama y me tumbé sobre el lado
contrario al que ella estaba. Me acomodé, quitándome la boina
de cuadros gris y roja. Me incliné hacia Nelli, para colocarla
sobre su cabeza. Era un movimiento arriesgado, aunque estaba
bastante seguro de que tenía un sueño pesado. Desde mi
posición, no podía ver su rostro, pero estaba convencido de
que le quedaba bien.
Crucé mis piernas y abrí el libro que se hallaba sobre mis
muslos, mientras sostenía la cerilla en mi mano derecha.
Comencé a leerlo, casi cantando, contando mentalmente el
tiempo que tardaría mi hermanastra en despertarse. ¿Cuántas
páginas me daría tiempo a leer? ¿2, 5, tal vez más de 20?
No había pasado de la tercera página cuando percibí un
movimiento en la cama. Atisbé por el rabillo del ojo cómo ella
se daba la vuelta, sin embargo, continué mi lectura. Hasta que
ella gritó.
—¿Marco? —preguntó, incorporándose y tapándose con la
sábana de seda—. ¿Qué haces aquí?
Parpadeé, incómodo, cuando ella encendió la luz.
—He pensado que hacía una preciosa noche de verano para
disfrutar de una buena lectura —contesté, mi voz alegre,
mientras soplaba la cerilla, apagándola y la tiraba al suelo.
—¿Cómo has entrado?
Entorné mis ojos e hice una mueca, como si la respuesta
fuese de lo más obvia, que, por otro lado, lo era.
—Por la puerta. —Solía preferir entradas más triunfales,
pero acceder por la ventana hubiera sido complicado, hasta
para mí.
—No puedes colarte en mi habitación.
Nelli se llevó una mano en su cabeza, cuando se dio cuenta
de que tenía algo sobre ella, lanzando la boina por los aires,
sobresaltada.
—Cuidado —dije, estirando mi brazo para cogerla al vuelo
y me la puse—. Es nueva. —La había comprado hacía un par
de semanas, pero no había podido estrenarla hasta ese día.
Su mueca de horror se transformó en una de cautela cuando
su mirada se centró en el libro que descansaba sobre mis
muslos, dándose cuenta de cuál era el motivo de mi visita
nocturna.
—¿Qué quieres, Marco?
—Tengo que admitir que es más interesante de lo que creía.
Ni siquiera sabía de la existencia de Biblias para niños. Tal vez
se la pido prestada a mis hermanos, ahora tengo interés por
saber cómo termina. Te has despertado demasiado pronto y me
he quedado a medias. O tal vez pueda pedir un ejemplar este
domingo en la iglesia, ¿no?
Nelli tragó saliva.
—O también podría pedirle uno a Adriano Rossi. Estoy
seguro de que en su casa tiene unas cuantas. Ahora que sé que
existe esta versión, imagino que es esta la que se ha leído y no
la tradicional.
—No sé a dónde quieres llegar.
—Pocahontas, Pocahontas —canturreé—. Creía que había
sido muy claro contigo. —Agarré uno de sus mechones
morenos con mis dedos, jugueteando con el. Ella bajó la
mirada hacia mis dedos, pero no se movió—. Has llevado a
mis hermanos a casa de Adriano, no te he dado permiso para
eso.
—Ginebra me dijo que erais buenos amigos y que no había
ningún problema —contestó, a la vez que se soltaba de mi
agarre.
Pasé la lengua por mis labios. ¿Así que la novia de mi primo
había vuelto a hacer de las suyas? Una de las cosas que más
me habían gustado de ella desde el primer momento eran que
era demasiado atrevida, era divertido ver cómo se tomaba
ciertas libertades que no debía y se entrometía en temas que no
le correspondían, siempre y cuando esos asuntos no fuesen los
míos, claro. Tal vez había sido demasiado benevolente con ella
y ya era hora de establecer ciertos límites.
—Y es un gran amigo, nos conocemos prácticamente de
toda la vida.
Sin embargo, mi respuesta no pareció convencer a mi
hermanastra, que frunció el ceño. No me creía y hacía bien.
—Puedes venir este domingo a la iglesia. Estaría bien que
fuésemos todos juntos, como una familia.
¿Una familia? Jamás negaría a mis hermanos el derecho de
que ella estuviese en sus vidas y esa era la razón por la cual le
había permitido quedarse unos días con nosotros. Ella era
hermana de ellos, tanto como yo. Y en esos momentos, que la
recuperación de mi padre y la yakuza no me permitían pasar
con ellos tanto tiempo como me gustaría, la compañía de Nelli
les vendría bien. Sin embargo, estaba comenzando a cansarme
de que se creyese con la potestad de decidir sobre su
educación por encima de mí. Creía que estaba por encima de
nosotros, que podría brindarles una mejor educación de la que
mi padre y yo podríamos ofrecerles. Aparecía de la nada y se
creía con el derecho de cambiar las cosas e ir en contra de las
reglas.
—Ya que te gustan tanto dar lecciones, déjame que te de
una —dije, cerrando el libro.
Rebusqué en el bolsillo de mis bermudas, sacando la caja de
cerillas y encendiendo una de ellas, pasándola por la caja. La
sostuve en mi mano derecha, mientras que, en la izquierda,
alzaba el libro. Me incliné hacia ella, acercando la llama a su
brazo desnudo, descubriendo lo bien que combinaba el fuego
con el color de su piel, para después, aproximarla a las puntas
de su cabello largo.
—Ese es el problema de jugar con fuego, que te acabas
quemando. —Alejé la cerilla de ella para acercarla al libro,
observando con fascinación cómo las hojas comenzaban a
prender fuego. Desde que era pequeño e hice mi primera
hoguera con mi padre, siempre había sentido cierta atracción
hacia el fuego, a la forma en las llamas devastaban todo a su
paso. Era todo un espectáculo—. Odiaría ver cómo te
consumes y quedas reducida a simples cenizas. Como este
libro. —Me levanté y caminé hasta la puerta—. Nos vemos,
Pocahontas. —Giré la manilla, abriéndola—. Ah y no te
olvides de cerrar con llave, nunca sabes que pirado se puede
colar en tu habitación en medio de la noche. —Antes de irme,
tiré el libro en llamas hacia atrás, escuchando el sonido que
hizo al chocar contra el suelo.
✿✿✿✿
Al día siguiente por la tarde, después de visitar el zoo con
mis hermanos, me colé en el apartamento de Gio. Él y yo
teníamos una conversación pendiente. A pesar de que no
estaba, sabía que no tardaría mucho en llegar. A última hora de
la tarde, tenía una reunión programada con la alcaldesa y
primero, tenía que pasar por casa para cambiarse.
Estiré mis piernas sobre la mesa de cristal, mientras me
acomodaba en el sofá y comía un muffin relleno de chocolate.
Escuché el sonido de las puertas del ascensor abriéndose,
seguido de unas pisadas aproximándose y del ruido de unas
llaves entrando en la cerradura. Degusté el sabor de la
esponjosa magdalena derritiéndose en mi paladar, combinado
con el dulce chocolate, mientras mi primo entraba en su
apartamento.
—Joder, Marco —farfulló, cerrando la puerta detrás de él.
Cuando alcé la mirada, vi que me estaba apuntando con un
arma—. Voy a quitarte las llaves.
—Deberías de estar acostumbrado —apunté, encogiéndome
de hombros—. Pero, si las quieres. —Saqué las llaves de mi
bolsillo y las dejé encima de la mesa—. Total, tengo varias
copias.
Él resopló, mientras se acercaba a mí.
—Mejor cambio la cerradura.
Como si eso sirviese de algo, ya lo hizo en el pasado y no
me llevó ni dos minutos engañar a su novia para que me
entregase su bolso, con la excusa de que iba a dejarlo en el
ropero y poder hacer una copia. Aunque ahora Ginebra se
había vuelto más astuta y no me las daría por su propia
voluntad, no me sería difícil robárselas.
Era una de las pocas personas que tenía acceso al piso de mi
primo. Al igual que él al mío. A pesar de que sabía que a él no
le agradaba que me tomase la libertad de entrar cuando me
diese la gana y mucho menos ahora que compartía el
apartamento con su novia, en el fondo, Gio quería que tuviese
una copia de las llaves. Porque confiaba en mí y sería al
primero a quien acudiría si surgía algún problema.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó, mientras se
agachaba para recoger un par de envoltorios de muffins que se
hallaban en el suelo. Sentí como tiraba con fuerza de mis
piernas, para que las apartara de la mesa, sin embargo, volví a
ponerlas en su anterior posición. Mi primo, al contrario que
yo, era extremadamente ordenado, no soportaba la suciedad y
era muy cuidadoso con sus cosas, especialmente, si se trataba
de su bugatti.
—No lo sé —respondí, mientras le daba un mordisco al
último trozo de magdalena que me quedaba—. Ya sabes que
suelo perder la noción del tiempo cuando se tratan de estas
maravillas —apunté, señalando el envoltorio azul de lunares
blancos, para después, tirarlo al suelo. Las muffins de «el
Rincón de Antonella» eran toda una adicción. Ginebra conocía
a la dueña, ella iba a la cafetería a menudo y solía traerme
varias bandejas.
Gio farfulló ante mi gesto.
—¿Qué quieres, Marco? —preguntó, cruzando sus brazos
—. Además de tocarme los huevos.
Solté una carcajada ante lo último. Estiré mi camisa para
limpiar las migas que había en ella, que cayeron al suelo y di
pequeños toquecitos en el sofá, a mi lado.
—¿Por qué no te sientas, primito? —ofrecí con falsa
amabilidad—. Creo que tenemos varias cosas de las que
hablar.
Gio puso sus ojos en blanco, pero no protestó. Hizo lo que
le pedí sin rechistar. No era gilipollas, sabía a la perfección
cuál era el motivo de mi visita y que no estaba contento.
—Tiziano estuvo ayer en el hospital —comenté, como si él
no lo supiese, mientras me inclinaba hacia delante y agarraba
una taza de café que me había tomado la libertad de servirme
antes de que llegase—. Hemos tenido una charla… —hice una
pausa dramática, para darle un trago al café—, interesante. Me
pregunto quién le permitió el acceso a la habitación de mi
padre.
—Marco… —comenzó, sin embargo, no pudo continuar,
porque le interrumpí.
—No me gusta que intenten manipularme, Gio. Y lo mismo
va para tu novia.
Su expresión cambió cuando mencioné a Ginebra.
—¿Qué tiene que ver ella en esto? —Pude advertir como
sus músculos se tensaban y miraba a su alrededor, en su busca.
Una punzada de decepción me atravesó. ¿De verdad creía
que iba a hacerla daño?
—Ella no está —aclaré secamente—. Son las cuatro de la
tarde y trabaja hasta las ocho.
Él se relajó.
—Déjala fuera de esto —me advirtió entre dientes.
¿Ahora me amenazaba? ¿De verdad?
—Normalmente la actitud rebelde de Julieta me resulta
divertida. —Hice mención al apodo que solía emplear para
ella. Porque, cuando se conocieron, su relación estaba
destinada a la tragedia, como Romeo y Julieta. Ambas familias
en contra. Sin embargo, no fue así—. Siempre y cuando no se
meta en mis asuntos. Engañó a Nelli, diciéndole que Adriano
era mi amigo, invitándole a pasar una tarde de piscina en casa
de Rossi con su mujer, llevándose a mis hermanos. Sin mi
permiso. Eso ya no es gracioso.
No obstante, él no pareció sorprendido.
—Y tú lo sabías.
—Enzo me lo dijo.
Me pasé la lengua por mis labios, controlando la ira que
recorría mi interior. Aunque, no solo estaba furioso, estaba
dolido. Estaba acostumbrado a sufrir desplantes dentro de la
Familia, que tratasen de deshacerse de mí, pero nunca de él.
Gio siempre había confiado en mí, era su mano derecha.
Nunca desconfiaba de mí, me avisaba de todo. Sin embargo,
desde el día del accidente, su comportamiento conmigo había
cambiado radicalmente. Se mostraba más prudente, me trataba
como si temiese que, en cualquier momento, perdiese el
control.
Y era algo que no me esperaba de él.
Sin embargo, no me alteré. Nunca lo hacía. Había aprendido
que la mejor forma de hacer frente a ese tipo de situaciones era
fingiendo que no me importaba. No perdiendo la calma. Ese
era el punto débil de Tomasso y Gio: eran viscerales,
temperamentales. Yo no.
Le di un último trago al café, terminándolo y dejé la taza
vacía sobre la mesa, para después, levantarme.
—Estoy siendo considerado, Gio. Y por eso mismo, estoy
hablando contigo en vez de hacerlo directamente con ella. Por
el bien de nuestra relación, controla a tu novia.
Había terminado allí. Me incliné para agarrar el sombrero
de paja azul marino de ala ancha, que había dejado sobre el
respaldo del sofá y me lo puse. Me di la vuelta y me dirigí
hacia la puerta, estaba justo girando el picaporte, cuando la
voz de mi primo me detuvo:
—Si esperas que me disculpe, no pienso hacerlo, no cuando
solo estoy tratando de ayudarte. Sé cómo te sientes, pero no te
he traicionado. No soy el enemigo. Estás demasiado
involucrado emocionalmente como para ver las cosas con
claridad, alguien tiene que hacerlo por ti. Es lo mismo que tú
harías por mí.
Entrecerré mis ojos y una sonrisa sardónica se formó en mis
labios, mientras soltaba el picaporte. Conocía esas palabras.
Porque eran exactamente las que yo le había pronunciado a él
dos años atrás, en el callejón detrás de El Ovalo, una de las
discotecas que pertenecía a nuestra Familia.
—No esperaba una disculpa.
Él lanzó un resoplido.
—No sabía a quién recurrir. Necesitaba sacarte del hospital,
Marco. No hay nada que puedas hacer allí. Te necesitamos
fuera.
—Tal vez debería de ser yo quien decida eso, ¿no crees?
Arqueé una ceja al escucharle y me giré para poder mirarle.
—Tu padre es el Sottocapo.
Entorné los ojos.
—Gracias primito, por recordarme como es la estructura de
nuestra Familia y cuál es el cargo que ostenta mi padre. Es
muy amable por tu parte deleitarnos a los ignorantes con tu
extensa e intensa sabiduría. Si no hay nada más en lo que
quieras instruirme, tengo cosas que hacer.
—Joder, Marco —masculló—. Mi padre y Maxim se están
aprovechando de tu ausencia. Se están preparando para
quitarte todo el poder si Benedetto fallece. Están repartiendo
sus funciones entre nuestros hombres. Y convenciendo a
nuestros socios para que no confíen en ti. Si no haces nada y
Benedetto fallece, tú serás el Sottocapo, pero solo por el
nombre.
Ese par de hienas. Por supuesto que aprovecharían mi más
mínimo descuido para dejarme fuera. Se creían que no me
daba cuenta de que estaban deseando que metiese la pata para
poder inyectarme un sedante y encerrarme en un psiquiátrico,
donde me mantendrían sedado y atado a una cama. Tal y como
trataron de hacer con mi madre.
Porque, al igual que ella, no me podían controlar y eso me
convertía en un peligro.
—Mi padre se va a recuperar —dije, en un tono de voz más
elevado de lo normal—. No pueden quitarle sus funciones.
Lo iba a hacer. Y en el remoto e improbable caso de que no
lo hiciese, no podían repartir sus funciones, porque me
pertenecían a mí. No iba a cederlas sin luchar.
Mi primo abrió los ojos, poco a acostumbrado a verme
alterado.
—Ellos se van a reunir hoy a las seis con Orlando Coppola.
En el momento en el que Gio pronunció su nombre, supe lo
que pretendían. Orlando era uno de los distribuidores de armas
más importantes de Europa. También era extravagante y
desconfiado. Por lo general, trabajaba solo, no se asociaba con
nadie, la única razón por la que era nuestro socio, era por su
amistad con mi padre.
Nuestros negocios con él nos aportaban una suma
importante de dinero que mi tío Tomasso, como la comadreja
que era, no estaba dispuesto a perder.
Como ya daban por muerto a mi padre, querían asegurarse
de blindar sus negocios con él y, sobre todo, convencer a
Orlando de que me dejase fuera.
—¿Dónde están?
—En casa de mi padre.
Miré el reloj de mi muñeca.
—Vaya, parece que, si me doy prisa, llegaré a tiempo.
Gio se levantó.
—¿Quieres qué te acompañe?
Hice un gesto con las manos.
—Yo me encargo. Lo último que me gustaría es que llegases
tarde a la reunión con Sylvana por mi culpa.
✿✿✿✿
Llegar a la casa de Tomasso no me había llevado más de
diez minutos en coche, porque, a pesar de la complicada
relación de mi primo con su padre, se había comprado un
apartamento que estuviese lo suficientemente cerca de su casa
para que pudiese acercarse en un periodo de tiempo
relativamente corto en el caso de que surgiera un problema,
pero, que, a la vez, estuviese lo bastante distanciado como para
no encontrarse con su progenitor más de lo necesario.
A pesar de ello, llegaba tarde. Porque había hecho una
pequeña parada en una pastelería de la zona. Una a la que mi
madre solía llevarme cuando era niño. Los dueños se habían
jubilado, pero su hija se había hecho cargo del negocio y había
heredado la habilidad de su progenitora para la repostería.
Como esperaba, la puerta del despacho de mi tío estaba
cerrada. Ya habían comenzado la reunión. Aunque sus
soldados me habían mirado con extrañeza, no se habían
atrevido a rechistar. No podían decirme nada, al fin y al cabo,
era el futuro Sottocapo, le gustase a mi tío o no. Era mi
derecho de nacimiento.
Toqué la puerta con la mano que tenía libre. Sin embargo,
no esperé a que mi tío contestase, ya que la abrí antes de que
pudiese hacerlo. Algo que él aborrecía. Y esa era justo la razón
por la que lo hice.
—Siento la tardanza, señores. —Pude ver los rostros de
asombro de mi tío y de dyadya mientras entraba en la
habitación y cerraba la puerta tras de mí con el pie—. Pero
estoy seguro de que mi retraso va a ser disculpado en cuanto
os cuente mis motivos. —Miré a Orlando—. He parado en la
pastelería para comprar esos profiteroles que tanto te gustan y
que mi madre solía comprarte cuando venías a casa de visita.
—Sus ojos se iluminaron al escucharme. Dejé la bandeja en
medio de la alargada mesa de caoba.
Tomasso, estaba sentado en medio de la mesa, que era su
lugar habitual, al igual que Maxim, que se hallaba a su
izquierda. No obstante, el sitio que ocupaba mi padre estaba
vacío y no había ningún asiento en el.
—Si me disculpan, ahora vengo —dije alegremente,
mientras abandonaba el despacho para ir a otra habitación de
la casa y buscar una silla giratoria, para arrastrarla por el
pasillo y volver a entrar, ante la estupefacción de todos los
presentes. Aunque Orlando, que ya había abierto la caja y
estaba degustando una de las delicias que había traído, no
parecía demasiado preocupado.
—Ya está, ahora si podemos empezar —anuncié, mientras
colocaba la silla al lado de mi tío y me sentaba en ella,
apartando sus papeles con las manos, para poder hacerme un
hueco.
—Había sillas libres, no había ninguna necesidad de ir a
buscar otra —musitó Maxim, negando con la cabeza.
Vi por el rabillo del ojo como Tomasso apretaba sus puños.
—Es cierto —reconocí, encogiendo mis hombros—. Pero
con esas no puedo hacer esto. —Cogí impulso y giré la silla,
dando una vuelta en ella.
Mi dyadya rodó sus ojos.
—Marco, si no te importa, estábamos en medio de algo
importante —espetó Tomasso con dureza, agarrando el
respaldo de mi silla para que me detuviese y tirando de ella
hacia delante con brusquedad, obligándome a enderezarme.
—¿Te gustan, Orlando? —le pregunté, señalando los
profiteroles. Él, que ya iba por el segundo, asintió—. Rellenos
de nata y cubiertos de chocolate, tus favoritos. También he
comprado de otros sabores, para el gusto de todos. Agarré uno
de ellos, que en la cobertura de chocolate tenía trozos de
cacahuete y se lo tendí a Maxim—. Dyadya, ¿quieres?
Éste negó con la cabeza.
—No, gracias Marco —respondió en tono cansado.
—Cierto. —Me golpeé la frente con la mano—. Que eres
alérgico a los cacahuetes, qué despiste el mío —añadí,
mientras me llevaba el profiterol a la boca—. Mi madre me
contó que, cuando eras un niño, comiste por error mantequilla
de cacahuete y se te hinchó tanto la cara, que parecías un pez
globo. Con lo bien que te queda ese autobronceador que te has
aplicado, no quiero estropearlo.
Maxim tragó fuerte ante la mención de su hermana pequeña.
Era un tema que prefería obviar, haciendo como si no
existiese, lo mismo que estaba haciendo con mi padre.
—¿Marco, en qué te podemos ayudar? —me preguntó
Tomasso, respirando con dificultad, intentando calmarse. Era
tan fácil irritarle que me resultaba hasta aburrido. Maxim, en
cambio, era un reto más atractivo.
—Gracias, Orlando, por las flores que has mandado al
hospital. —Me dirigí al hombre, haciendo caso omiso a la
pregunta de mi tío.
—Es lo menos que podía hacer. Tu padre es un buen amigo
mío y espero que se recupere pronto.
—Lo hará.
—Marco, si has terminado, estamos ocupados. Seguro que
tienes negocios de los que encargarte. —Tomasso me miraba
con rabia.
—Mi Don tiene razón —le dije a Orlando—. Los negocios
son lo más importante para mí y como hijo del Sottocapo, es
mi labor ocuparme de sus tareas mientras él no puede hacerlo.
—Tu padre está muy orgulloso de ti. Siempre me ha
hablado maravillas tuyas —añadió Orlando, a la vez que se
limpiaba un poco de crema de la comisura de sus labios.
Maxim carraspeó, intentando reconducir la conversación a
sus intereses.
—Ornaldo, entendemos que solo quieras hablar de negocios
con Benedetto, por eso queremos asegurarte de que todos
nuestros acuerdos seguirán tal y como hasta ahora.
Cumpliremos con nuestra parte. Y nos gustaría proponer a…
—A mí —le interrumpí, señalándome a mí mismo—.
Mientras mi padre se recupera, yo seré tu hombre de
confianza.
Tomasso hizo un ruido, como si se estuviese ahogando y
Maxim se aclaró la garganta.
—Es muy amable de tu parte ofrecerte, Marco. Pero
sabemos que en estos momentos tu padre y tus hermanos te
necesitan.
—Mi padre está muy bien atendido y, además, vuestras
visitas diarias al hospital le están ayudando a recuperarse con
más rapidez.
Mi tío Tomasso se aflojó el nudo de la corbata. No había
tenido la decencia de acudir ni dos minutos a visitar a su
hermano pequeño. Si soltaba esa bomba delante de Orlando, el
hombre se marcharía inmediatamente por la puerta junto a sus
negocios. Era de sobra conocido, la importancia que éste le
daba a su familia. Su única debilidad era su joven mujer y sus
hijos, a los que mantenía ocultos y protegidos.
Mi tío no lo sabía, puesto que no confiaba en mí, pero yo
jamás haría nada que perjudicase a la Familia Bianchi.
—Y mi hermanastra se va a quedar hasta que mi padre se
recupere, ayudándome con nuestros hermanos.
—Se llama Nelli, ¿verdad? —preguntó Orlando—. Las
pocas veces que tuve la suerte de ver a la mujer de tu padre,
me habló de lo orgullosa que estaba de su hija mayor. Dale el
pésame de mi parte.
—Lo haré.
—Orlando, mi sobrino está pasando por un momento
complicado —comenzó Maxim, como si yo no me encontrase
en la sala.
Orlando se limpió con las manos los restos de profiteroles
que habían caído sobre su camisa, justo encima de su
protuberante barriga.
—Benedetto confía en su hijo y yo confío en sus opiniones
—sentenció, estirando su mano para que la apretase. Imité sus
acciones, ante la atenta mirada de mis tíos—. Puedo contar
con los dedos de mano las personas en las que he puesto
alguna vez mi confianza y la mitad, se encuentran bajo tierra.
No me decepciones.
Apreté su mano, a la vez que podía sentir la tensión que se
había apoderado de la sala.
—Soy un hombre de honor, siempre cumplo mis promesas.
—Más te vale. Me pondré en contacto contigo en unos días.
Hay un cargamento que llega al país la semana que viene y
tenemos que ultimar varios detalles.
—Estaré a la espera.
En cuanto Orlando salió por la puerta, el estruendo de una
silla chocando contra la pared, inundó la estancia. No
necesitaba girarme para saber que el autor había sido Tomasso.
Tan temperamental.
Sin hacerle el menor caso, me tiré en el asiento que
anteriormente había ocupado y cogí un profiterol, a la vez que
subía las piernas a la mesa, poniéndome cómodo.
—¿Se puede saber a qué cojones estás jugando?
Levanté la cabeza para ver que estaba a mi lado, con su cara
roja como un tomate y Maxim sujetándole el brazo,
impidiendo que se lanzase a mi cuello.
—No deberías alterarte, tío. Ya tienes una edad y te va a
subir la tensión arterial —dije con calma, mientras saboreaba
con la punta de la lengua la nata del dulce que tenía entre las
manos—. ¿Has ido a tu revisión médica anual? Que, por
cierto, teniendo un médico en la Familia —me señalé a mí
mismo con el profiterol—, no sé porque pagas a otro para que
lo haga.
Tomasso lanzó un gruñido.
—¡Para ti todo es una puta broma! ¡No te tomas nada en
serio, vas a jodernos el trato!
Me encogí de hombros, acostumbrado a sus arrebatos.
—No es mi intención hacerte un spoiler, por lo que tendrás
que esperar para saberlo —giré la cara y me centré en el pastel
que estaba comiendo. Delicioso.
—¡Marco, soy tu Don, me debes obediencia! —El grito
reverberó por las paredes del despacho.
Con calma, aunque por dentro ardía de rabia, dejé lo que
quedaba del dulce en la mesa y me levanté, colocándome a la
misma altura que mis dos tíos.
Maxim me miraba con cautela, manteniendo el agarre en el
brazo de su amigo. Las fosas nasales de Tomasso se
ensancharon y sus labios estaban tensos y apretados.
—Y te respeto por ello. Pero no voy a permitir que me
quites mi derecho de nacimiento. He demostrado con creces
mi lealtad a la Familia. Soy un Bianchi, un hombre de honor y
el futuro Sottocapo. Y ni tú ni nadie puede evitarlo. Así que,
tío, tienes dos opciones: aceptarlo o pelear contra mí, y ese si
es un spoiler que te voy a decir —me incliné para susurrarle al
oído—, vas a perder.
Afortunadamente, era lo suficientemente ágil como para
apartarme antes de que pudiese agarrar mi cabeza y aplastarla
contra la mesa, que era lo que estaba deseando hacer en esos
momentos.
—Como jodas el trato… —Sus manos cerradas en puños,
conteniendo toda su ira. Por supuesto no objetó nada a lo que
acababa de decir, porque sabía que tenía la razón. Por mucho
poder que tuviese, en nuestro mundo había reglas, que hasta él
tenía que respetar y no podía quitarme una posición que me
pertenecía. No tan fácilmente.
No pudo finalizar la amenaza, porque le interrumpí.
—No te preocupes, soy de confianza. —Le guiñé un ojo,
mientras atravesaba el despacho—. Por cierto, a mi padre le
gustaría que le visitaseis —dije, cerrando la puerta con más
fuerza de la que me hubiera gustado.
Capítulo 7
Marco
Hace más de veinte años, los neurocientíficos observaron
que había una estrecha conexión entre el olfato y la memoria y
por esa razón los olores se convierten en recuerdos. Y cada
vez que traspasaba las puertas del psiquiátrico en el que mi
madre se encontraba ingresada, el fuerte olor a desinfectante
inundaba mi cerebro de imágenes y sonidos. Los gemidos
atormentados de mi niñera desangrándose en el suelo, mientras
mi progenitora tarareaba una canción, a la vez que pasaba la
fregona, limpiando la sangre en el suelo.
Solo tenía seis años y mi primera reacción fue esconderme
detrás de la puerta para que no me viesen.
Eso no me impendió contemplar como mi madre le decía a
la mujer que nadie llamaba raro a su hijo, mientras cogía el
bote de desinfectante y le lanzaba un chorro de líquido en el
brazo, donde tenía clavado un cuchillo de cocina. Los gritos y
aullidos viajaron por toda la casa, pero nadie apareció en
ayuda de la niñera.
No dejó de torturarla hasta que un perdón que mi madre
consideró sincero salió de sus labios temblorosos.
Lejos de asustarme, una extraña sensación de calma inundó
mi cuerpo. Odiaba a esa mujer por hacerme sentir como si
fuese un bicho raro y amaba a mi madre por brindarme su
protección.
Esa no fue la última vez que me defendió.
Un carraspeó me sacó de los recuerdos del pasado.
—Señor Bianchi, su madre le está esperando.
La enfermera me señaló hacia el jardín, en el cual mi madre
estaba sentada en una silla frente a una mesa redonda de
madera. Un celador, de pie a su lado, la vigilaba, a pesar de
que ella estaba tranquila.
Mientras me acercaba, observé con fascinación como
dibujaba en su cuaderno, moviendo el lápiz con elegancia. Su
mirada centrada en el folio, mientras trazaba los tirantes de su
último diseño. Disfruté del tarareo de la melodía, una vieja
canción de cuna rusa. A mi madre le gustaba crear su propio
ambiente cuando trabajaba.
El clima era agradable y otros pacientes paseaban
acompañados de sus familiares o de trabajadores del centro.
Un hombre se soltó del agarre de la enfermera y corrió hacía la
verja que separaba el jardín del camino, pero antes de llegar,
fue interceptado por uno de los guardias de seguridad.
El lugar era agradable, una vieja mansión reconvertida en
psiquiátrico. Con instalaciones recreativas como un spa,
piscina interior y sala de juegos. Mi padre no hubiese
permitido que mi madre estuviese ingresada en un hospital
oscuro, atada y sedada. A pesar de que Tomasso lo intentó, mi
progenitor, que siempre solía aceptar las órdenes de su
hermano mayor, se enfrentó a él.
—Mamá —me acerqué, acomodándome en una silla, a su
lado. Hice un gesto con la mano al celador para que se alejase
de nosotros, dejándonos privacidad.
Mi madre no levantó la cabeza, siguió trabajando en su
boceto.
Ella había sido una gran diseñadora, de las mejores de
Roma. Por culpa de los medicamentos había perdido
habilidades. Los brazos le temblaban y las ideas se quedaban
bloqueadas en su mente.
Y esas eran las razones por las que durante mi infancia
había interrumpido la medicación asiduamente. No quería
sentirse inútil.
Fruncí el ceño al darme cuenta de que había vuelto a perder
peso. De baja estatura y menuda, cuando era más joven, había
parecido una muñeca. Ahora, después de todo lo que había
pasado, parecía tan frágil…
—Mamá, hay algo de lo que tenemos que hablar.
Su tarareo se hizo más débil e hizo un asentimiento con su
cabeza, animándome a seguir hablando, aunque no desvió su
mirada de la hoja, nunca lo hacía. Cada vez que sostenía un
lapicero entre sus manos, se abstraía, era como si el mundo a
su alrededor desapareciera, sumergiéndose por completo en su
creación. Jamás había visto a nadie dibujar con tanta pasión,
con tanto amor. Algo que, con el paso de los años, a pesar de
todo por lo que había pasado, no había perdido. Seguía
manteniendo la misma emoción que cuando era un niño
pequeño y solía sentarme en su regazo, mientras ella finalizaba
sus diseños.
—La yakuza nos ha atacado —comencé. No sabía cómo
darle la noticia, ni cuanto entendería, pero se merecía saber la
verdad. Si no era yo quién se lo decía, nadie lo haría—. Carina
ha muerto. Papá está en coma.
—¿Tú estás bien? —Levantó la cabeza de la hoja para
mirarme por primera vez desde que había llegado.
Sus ojos verdes se centraron en mí. Con su cabello rojizo,
que le llegaba por los hombros; sus facciones endurecidas por
el paso de los años y lo vivido, su tez blanquecina, mi madre
era una mujer hermosa. Siempre lo había sido. Y esas pecas
que se esparcían por su rostro le daban cierto aire infantil.
—Sí, preocupado por papá y por mis hermanos, pero estoy
bien. —Ella era la única persona con la que podía hablar sin
guardarme nada. Podía mostrarle mis verdaderos sentimientos
sin miedo a que los utilizase en mi contra.
—¿Has matado a los culpables? —preguntó, escudriñando
mis ojos. Los suyos brillaron con una emoción que aprendí a
reconocer desde niño como sed de venganza.
—Sí, no te preocupes. —Ella no necesitaba saber los
detalles. El tratamiento y los medicamentos lograban
mantenerla estabilizada, pero solo por cortos periodos de
tiempo. De vez en cuando, le daba una crisis y tenían que
atarla. No quería contarle más de lo necesario para no
desestabilizarla.
—Yurik —su mano pasó por mi cara, acariciando mi mejilla
con cariño. Solo ella me llamaba por mi segundo nombre—, tu
padre es un hombre fuerte, se va a recuperar.
—Lo sé.
—Me gusta tu atuendo —dijo, mirándome de arriba abajo.
Ese día había elegido una camisa de manga corta estampada
de color verde neón y unas bermudas de tiro alto a conjunto.
Mi calzado no era menos discreto y mi favorito en verano:
unos calcetines de dedos azules eléctricos de girasoles con
unas chanclas blancas—. ¿Lo ha diseñado Arnaldo? —El
sastre de la Familia había sido uno de sus pupilos y un gran
amigo. A día de hoy, seguía siéndolo.
Cuando era más pequeño, mi progenitora era quien diseñaba
mi atuendo. Debido a la medicación, había tenido que dejar de
hacerlo, aunque en muchas ocasiones me entregaba sus
bocetos para que se los diese a Arnaldo y era él quién los
llevaba a cabo.
Mi madre tenía tanto talento. Ella se merecía estar
triunfando en las pasarelas de todo el mundo, que las mejores
modelos del momento luciesen sus creaciones. No estar allí,
encerrada entre esas cuatro paredes.
La vibración de mi móvil me impidió que pudiese responder
a la pregunta. Una sonrisa enfermiza se adueñó de mi cara
cuando vi el contenido del mensaje que acababa de enviarme
uno de mis soldados.
Nelli había desobedecido mis órdenes y se había llevado a
los niños a la iglesia.
Me levanté de la silla e hice un gesto al celador que nos
observaba a distancia, para que regresase a cuidar de mi
madre.
—Lo siento mamá, tengo que irme. Te mantendré
informada de la evolución de mi padre.
Me incliné para darle un beso en la mejilla.
—No permitas que la hija de esa zorra se lleve a tus
hermanos —me susurró al oído.
Me quedé perplejo. Sin saber qué decir. ¿Cómo se había
enterado? Ella estaba aislada, solo mi padre y yo teníamos
permiso para visitarla. Y si alguien más lo intentaba, tenían
que avisarnos.
—¿Mamá, cómo sabes lo de Nelli? —inquirí. Sin embargo,
ella había regresado su atención a la hoja y no me respondió.
Agarré su barbilla, obligándola a mirarme, pero lo que vi en
sus ojos hizo que la soltara. Conocía esa mirada: oscura y
demencial. Estaba a punto de tener una de sus crisis. En esos
momentos, su realidad estaba distorsionada, era mejor no
presionarla.
—Vendré el domingo que viene. Te quiero.
—Yo también a ti, Bene —dijo, cuando ya le había dado la
espalda. Cuando estaba en ese estado, me confundía con mi
padre.
Agarré del brazo al cuidador antes de que fuese a sentarse al
lado de mi progenitora y tiré de el para alejarnos lo
suficientemente de ella para que no pudiese escucharnos,
aunque dudaba que, en esos instantes, entendiese algo de
nuestra conversación. Solté su brazo y me puse delante del
chico, que era un poco más joven que yo. Su corto cabello
castaño lucía despeinado y me tomé la confianza de peinarlo
con mis dedos.
—¿Alguien ha visitado a mi madre estos días?
—No, señor —respondió con un ligero temblor—. No se le
permite tener contacto con nadie, ni tampoco con el resto de
pacientes.
—¿Seguro? —pregunté, mi tono engañosamente sereno—.
Porque un pajarito le ha dado una información que no debería
de saber. No sé si ese pajarito se ha colado en vuestras
instalaciones o se ha puesto en contacto con otro adorable
animalito que trabaja en el centro para que este sea su palomita
mensajera.
El empleado tragó saliva.
—Eso no… no es posible. Nuestras instalaciones son de lo
más…
—Carlo, ¿verdad? —Dejé de peinarlo durante unos
segundos, para sostener la identificación que colgaba de su
camiseta del uniforme, que se había torcido un poco y
colocarla correctamente. En realidad, sabía como se llamaba.
Conocía a la perfección a todos los empleados del centro que
trabajaban en el cuidado de mi madre.
Él asintió.
—Quiero que te encargues personalmente de conseguir el
nombre de esa palomita mensajera. —La persona que le había
contado a mi madre lo de Nelli había recibido ayuda de parte
de algún trabajador del centro. Era imposible que lo hiciese de
otra forma—. Y una vez tenga a esa preciosa palomita servida
en bandeja de plata, conseguiré el nombre del pajarraco que ha
picoteado donde no debería. —Mis dedos continuaron
deslizándose por su cabello, arreglándolo—. Si no lo consigo,
creeré que tú tienes las alas y el pico escondidos por alguna
parte. —Fingí que miraba a su alrededor, buscándolos—.
¿Puedes volar, Carlo?
Él negó efusivamente con la cabeza.
—Eso imaginaba. —Me separé de él cuando el resultado en
su pelo fue de mi agrado—. Perfecto. Mucho mejor que antes
—musité, observándolo. El chico era un desastre, temblando
como una hoja—. Que tengas un buen día, Carlo —me
despedí de él alegremente, mientras me daba la vuelta y me
dirigía hacia la salida.
Tenía otro pájaro al que cazar. Nunca en mi vida hubiese
pensado que me apetecería tanto practicar el tiro al pichón.
Capítulo 8
Nelli
—¿Por qué tengo que llevar pantalón largo? —protestó
Fabio, en la parte trasera del taxi que nos llevaba a misa.
El día anterior había estado investigando las inmediaciones
de la casa de Benedetto y había encontrado a pocos kilómetros
una pequeña iglesia que pasaba desapercibida para los turistas
y de la que no había encontrado ninguna referencia sobre ella
en internet.
El lugar perfecto para llevar a mis hermanos sin llamar la
atención.
El sacerdote era hombre joven encantado de que me uniese
a su congregación. La cual, según me contó, estaba compuesta,
en su mayoría, por personas mayores.
—Porque una iglesia es un lugar sagrado y hay que ser
respetuoso.
—¿Y tengo que pasar calor para ser respetuoso? —preguntó
inocentemente.
Nico, que estaba sentado a mi lado, se echó a reír.
Los dos ataviados con pantalones de lino de color beige y
camisas blancas de manga corta. No me había costado
demasiado tiempo encontrar en sus armarios ropa apropiada
para misa, ya que mi madre siempre había vestido a sus hijos
con elegancia.
Por suerte, la ropa que mi prometido me había enviado ya
había llegado y me había podido vestir con un vestido suelto
azul de media manga y por debajo de las rodillas.
En cuanto el taxi paró frente a la iglesia, el BMW negro en
el que viajaban los dos guardaespaldas de mis hermanos,
aparcó detrás nuestro.
Los dos hombres me seguían a todos lados siempre que los
niños iban conmigo. Aunque, nunca me dirigían la palabra y si
les hacía alguna pregunta, me miraban con cara seria e
inexpresiva.
Pagué al taxista mientras Nico ayudaba a Fabio a descender
del coche.
—¿Vais a algún sitio? —preguntó una voz que conocía muy
bien, provocando que un escalofrío recorriese mi cuerpo.
—¡Marco, has venido! —exclamó Fabio, saludando a su
hermano mayor.
—Tenemos que dejar de vernos así, Pocahontas.
—¿Así como? —inquirí, tratando de evitar el pánico que
comenzaba a invadirme. Aunque parecía calmado y alegre,
como era habitual en él, su actitud serena no me engañaba. No
estaba feliz. Había sido muy claro conmigo y yo había ido en
contra de sus órdenes. Otra vez. Y seguiría haciéndolo siempre
y cuando fuese por el bien de mis hermanos. Si se creía que
podía achantarme con sus amenazas, estaba muy equivocado.
Necesitaría hacer mucho más que quemar un libro para
acobardarme.
—Tú olvidando nuestros acuerdos y yo recordándotelos.
La brisa me golpeó la cara, ayudándome a calmarme. No
me iba a dejar asustar por él, a pesar de que, la realidad era
que, Marco me aterraba. Sin embargo, no lo suficiente como
para achantarme y dar mi brazo a torcer. Yo también tenía
derecho a opinar sobre la educación de mis hermanos. De
hecho, más que él, porque no me importaba lo que dijesen, yo
era su tutora legal.
—Vamos, niños. —Agarré a cada uno de mis hermanos de
una mano y me dirigí hacia el edificio, ignorando al pelirrojo.
Mi hermanastro nos adelantó con largas pisadas,
bloqueándonos el paso.
Observé su atuendo, tan característico como siempre.
Arrugué la nariz en disconformidad, no porque no me
agradase, ya que tenía que reconocer que su forma de vestir
con esos colores y estampados tan llamativos y esos gorros,
tenía cierta gracia, le daban personalidad, sino porque no
consideraba que fuese el adecuado para ir a la iglesia. Y
menos aún, esos calcetines azules eléctricos con girasoles, con
esas chanclas blancas.
Él siguió mi mirada, que estaba centrada en sus pies. Y
aunque un atisbo de sonrisa se formó en sus labios, no dijo
nada al respecto.
—¡Tengo una idea mejor! —anunció con entusiasmo—.
Vamos a desayunar tortitas.
—¿Y me puedo cambiar de pantalón? —preguntó Fabio,
emocionado.
—Claro que sí, campeón. —Marco se inclinó, abriendo los
brazos y el niño me soltó para lanzarse encima de él. El
pelirrojo lo alzó por encima de sus hombros—. Vamos, Nico
—Le ofreció la mano con la que no sujetaba la cintura de
Fabio.
Cerré los ojos, la ansiedad estaba comenzando a superarme.
Marco era un experto manipulador. Un hombre frío y sin
corazón. Se burlaba de mi fe e intentaba poner a mis hermanos
en mi contra. Por más que lo intentaba, él siempre ganaba.
Para él, todo era un retorcido juego de poder.
La puerta de la iglesia se abrió y el maravilloso sonido de la
música de Dios salía del interior. Pasé de la desesperación a la
alegría en cuestión de segundos gracias a los melódicos
ritmos. Era el primer remanso de paz que había tenido desde
que mi padre falleció. Aunque los médicos fueron pesimistas
desde que le diagnosticaron el cáncer, yo estaba segura de que
se curaría, aún era un hombre joven con mucho que ofrecer,
pero Dios tenía otros planes para él. Y nadie puede ir en contra
de los planes de nuestro señor.
Sentí que las fuerzas regresaban a mí, fortaleciéndome,
recordándome cual era mi misión.
—Baja a Fabio —ordené, ante la estupefacción de Marco—.
Puedes llevártelos a comer tortitas después de la misa.
—Vamos, Nico —repitió, haciendo caso omiso a mi orden.
—Quiero ir a misa —dijo Nico, apretando el agarre de mi
mano.
Mi hermanastro entrecerró los ojos y centró su mirada en el
mayor de nuestros hermanos. Nico no se acobardó y le
devolvió la mirada con valentía.
—¿Eso es lo que quieres? —preguntó con un tono de voz
mortal.
Nico tragó con fuerza.
—Sí.
Su expresión se endureció y cualquier rasgo de burla
desapareció de su rostro. Dejó a Fabio en el suelo y le dio un
empujoncito para que viniese conmigo.
Sin decir nada más, se giró y se marchó, dejándonos en la
cera.
—Yo quería tortitas —se quejó Fabio, haciendo un mohín,
con sus ojos fijos en la espalda de su hermano mayor.
Y yo quería valentía, porque no tenía ninguna duda de que
Marco se iba a vengar de mí.
✿✿✿✿
Al final del día, me tumbé en el césped del jardín,
contemplando las estrellas. Mis hermanos estaban en la cama
y yo necesitaba un poco de aire fresco. Pasarse el día entero
entreteniendo a dos niños era agotador.
Necesitaba unos minutos para mí, para poner mis
pensamientos en orden. Había una inquietud subyacente que
me mantenía preocupada. Si Benedetto se recuperaba, tendría
que regresar a Londres y dejar a mis hermanos en Roma con
su padre. Eso era algo que revolvía mi estómago. Ahora que
había pasado más tiempo con los niños, no estaba segura de
poder dejarlos, ellos necesitaban de mi ayuda y orientación.
Como buena cristiana, mi deber era rezar por la temprana y
completa recuperación de mi padrastro. Pero una pequeñísima
parte de mí, esa contra la que llevaba luchando desde que
llegué a Roma, no quería que se curase.
Con sus dos padres muertos, mi deber sería lograr que la
última voluntad de mi madre se cumpliese. Si Benedetto vivía,
mis hermanos estaban abocados a una vida en la mafia. Una
vida sin libertad, en la que tendrían que renunciar a sus sueños.
Sin embargo, conmigo, tendrían el mundo al alcance de sus
manos. Podrían hacer lo que quisiesen y ser quienes ellos
quisiesen ser.
—Ahora me toca a mí. —El sonido de una inconfundible
voz masculina me sobresaltó.
Marco se tumbó a mi lado y señaló con el dedo índice el
cielo despejado.
—Esa de ahí tiene forma de liebre. Y esa otra, de cazador.
¿Crees que la liebre será capaz de escapar?
—Depende de si tiene el viento a su favor o no. —Le seguí
el juego, fingiendo que estudiaba el cielo y me centraba en las
nubes inexistentes. Muy a mi pesar, tenía que reconocer que
mi hermanastro era ingenioso.
—Es una lógica interesante. Aunque yo tengo otra. El
cazador es más fuerte y está armado, la liebre es rápida y
astuta. Cree que con esas dos cualidades va a ser capaz de
engañar al cazador, pero se rige por leyes morales que le
impiden traspasar ciertos límites. El cazador solo se rige por
una ley, la del más fuerte. Así que voy a apostar por el
cazador.
Me incorporé, sentándome en el césped, harta de sus juegos
mentales. Mantuve mi mirada al frente, evitando mirarle a la
cara.
Sabía lo que estaba haciendo, trataba de asustarme. Su
intimidación iba más allá de lo físico, era mental. Sin
embargo, no lo iba a conseguir. No podría conmigo.
—A lo mejor mi cuerpo es más débil que el tuyo, pero
cuento con la protección de Dios, ¿con cuál cuentas tu?
Sentí como se incorporaba para ponerse a mi altura.
—Con la de la Familia. —Su voz acarició mi mejilla. Giré
para encontrarme su cara cerca de la mía. Sus ojos verdes
brillaban con emociones contenidas: odio, frustración y furia.
Nunca las mostraba, sin embargo, yo sabía que estaban ahí,
podía sentirlas. Eso era lo más aterrador de Marco, que
siempre aparentaba cierta serenidad, como si todo a su
alrededor fuese un juego, una simple diversión. Pero,
¿realmente era así?—. Dime, Pocahontas —dijo, colocando un
dedo en mi barbilla para levantarla—, ¿por qué ese Dios tuyo
ha permitido que tu madre se desangrase en una solitaria
carretera?
Una mueca de dolor se formó en mi rostro al escuchar sus
crueles palabras. No obstante, me recompuse con rapidez,
porque eso era lo que él buscaba, que me debilitase. Apoyé las
manos en el césped y me impulsé hacia atrás, separándome de
él. Marco no se movió, pero su mirada siguió centrada en mí.
—No fue culpa de Dios, sino de tu padre por poner a mi
madre en esa situación. —Me di cuenta de que me había
equivocado en cuanto las palabras salieron de mi boca. Me
había puesto una trampa y había caído.
Y la forma en la que una sonrisa feroz se formó en sus
labios, lo confirmó.
—Tu madre sabía dónde se metía cuando se casó con mi
padre —replicó lentamente, con suavidad, como si estuviese
hablando de algo agradable—. No era la mujer santa que tú
tienes en tu mente. A ella le gustaba la vida de lujos y poder
que mi padre le proporcionaba.
Apreté mis puños y alcé mi barbilla. No pensaba consentir
que le faltase el respeto.
—Mi madre era una buena mujer. Su único error fue
enamorarse.
—El amor es un invento moderno. Una excusa para no
reconocer que las personas se juntan por un interés —
reflexionó—. Por dinero, poder y sexo.
—El amor es real. Algún día te enamorarás y te comerás tus
palabras.
—¿En serio? —Se pasó la lengua por sus labios, divertido
—. Si puedo elegir quiero que sea gimnasta olímpica, son muy
flexibles.
Se estaba burlando de mí. No me tomaba en serio. Fui a
levantarme para marcharme, pero él sujetó mi brazo,
impidiéndomelo. Se inclinó más cerca de mí, su cuerpo
presionándose ligeramente contra el mío. Me negué a
moverme y darle lo que quería: verme acobardada.
—¿Qué quieres, Marco?
Su sonrisa se ensanchó, como la de un lobo que tiene
atrapada a la oveja. Y es que eso era para él, una presa.
—Voy a dejarte las cosas claras de una vez por toda,
Pocahontas. —Se acercó más a mí. Sus labios tan cerca de los
míos que casi podían rozarse—. Tratarte con guantes de seda
ha podido darte la impresión equivocada.
—Tengo la impresión correcta —dije, no permitiendo que
su cercanía me afectase. El único hombre que había tenido sus
labios cerca de los míos había sido mi prometido.
—Ya te digo yo que no. Si la tuviese, habrías regresado a
Londres con el rabo entre las piernas. —Agarró uno de los
mechones de mi melena que llevaba suelta entre sus dedos—.
Sigues en Roma porque yo te lo permito. Soy un hombre
paciente Pocahontas, y me gustan los retos. Pero me estoy
comenzando a cansar de tus impertinencias. Yo decido en todo
lo referente a Nico y Fabio, no tú.
—No soy su niñera Marco, soy su hermana mayor —
repliqué, manteniéndome firme, aunque un temblor recorrió
mi cuerpo.
—Y por eso sigues aquí.
—Tengo el mismo derecho que tú a decidir sobre su
educación —insistí.
—¿Ah, sí? ¿Tienes alguna queja sobre cómo están siendo
educados?
—No creo que este ambiente sea el adecuado para unos
niños pequeños. —Intenté alejar mi cara de la suya, pero
Marco tiró del mechón que tenía entre sus dedos,
impidiéndomelo.
—¿Y por qué no?
—Mi madre no me contó demasiado sobre tu familia, pero
sé que muchos de vuestros negocios no son legales y usáis la
violencia cuando… —Interrumpí mi discurso al ver como se
acercaba a su nariz el mechón de pelo, con el que jugueteaba
—. ¿Qué estás haciendo?
—Hueles jodidamente apetecible. Me estaba preguntando si
sabrás tan bien.
—¿Qué…?
Antes de que pudiese reaccionar, su lengua salió disparada y
acarició mi labio inferior.
—Con solo una probada, puedo dictaminar que sí —dijo
retirándose y soltándome el pelo.
Las mejillas se me calentaron y le fulminé con la mirada.
—¡No tenías ningún derecho a hacer eso!
—Prefiero pedir perdón a pedir permiso. —Inclinó su
cabeza y acerco sus labios a mi oído—. Aunque es un refrán
que no me gusta. Nunca pido perdón, Pocahontas —susurró.
—Deberías, el perdón salvara tu alma.
Su risa chocó contra la piel sensible mi oreja,
provocándome un cosquilleo en el vientre.
—No tengo alma que salvar. No soy una oveja descarriada
que necesita la orientación de tu Dios para regresar al redil. —
Mordisqueó el lóbulo de mi oreja y me quede allí quieta,
permitiéndole hacerlo.
Tal vez fue un gesto de rebeldía, de hacerle ver que no iba a
agachar la cabeza ante sus intimidaciones, pero permanecí
inmóvil, sin mover ni un solo músculo. En realidad, ni yo
misma podía entender porqué no salía corriendo.
Sin embargo, cuando se separó de mí y sus ojos verdes se
centraron en los míos, contemplándome con una intensidad
inquietante, la realización de lo que acababa de suceder me
golpeó con fuerza. ¿Qué estaba haciendo? Estaba prometida y
había permitido que otro hombre me tocase.
Avergonzada conmigo misma, me levanté y eché a correr
hacia el interior de la casa. La brisa caliente acarició mi
mejilla y las palabras que viajaban con ella, penetraron en mis
oídos.
—No puedes huir de mí, Pocahontas.
Capítulo 9
Nelli
—Me tengo que ir —anuncié, observando la pantalla de mi
móvil con incredulidad—. La niñera acaba de dimitir.
—¿Y no podía haber tomado esa decisión hace quince
minutos? —se quejó Arabella, dando golpecitos con el dedo al
cristal de su reloj de pulsera.
—¡Me debes 50 euros! —gritó Ginebra con emoción, a la
vez que aplaudía, sentada en el sofá de cuero negro del
reservado de la discoteca El Ovalo, en el cual nos
encontrábamos. Parecía una niña pequeña feliz que acababa de
conseguir una muñeca nueva.
Después de cenar, habíamos ido al club nocturno del que su
novio era uno de los dueños. Nos habían proporcionado uno de
los reservados en el que estábamos las tres solas, junto a los
guardaespaldas de mis dos nuevas amigas, que se encontraban
de pie apoyados en la pared, lo más alejados posible de
nosotras, pero sin perdernos de vista.
Ir a una discoteca no era algo que hiciese con asiduidad.
Podía contar con los dedos de mi mano las veces que lo había
hecho. Mi padre trabajaba mucho, por lo que me había criado
con una abuela de férreas creencias católicas que consideraba
que las buenas chicas católicas no salían por la noche y no se
juntaban con chicos. Falleció un poco antes de que cumpliese
los dieciocho, solo un par de meses antes de que a mi padre le
diagnosticarán el cáncer. A partir de ese momento, mi tiempo
estaba dividido entre estudiar y cuidarle. Aunque se recuperó y
tuvo una vida normal durante unos años antes de recaer, me
centré en mi carrera.
Tampoco es que fuera algo que me apeteciese hacer.
—¿Habéis apostado si dimitía la niñera? —pregunté con
incredulidad.
—En absoluto —respondió Ginebra—. Eso lo dábamos por
hecho, lo que hemos apostado es cuantas horas tardaba en
dimitir. He acertado, así que suelta la pasta. —Estiró la palma
de su mano hacia su cuñada, que sacó un billete de color
naranja y se lo entregó.
No estaba entendiendo nada. Ginebra había terminado
convenciéndome de ir a celebrar el cumpleaños de su amiga
Onelia. Había dejado a mis hermanos junto a su niñera en el
apartamento que la castaña compartía con su novio. La madre
de mi nueva amiga estaba allí y se quedó encargada de ayudar
a la niñera con mis hermanos y Gian.
—Mi suegra puede ser muy insoportable si se lo propone.
No pensé que esa pobre chica fuese capaz de aguantar tanto
tiempo. Yo en su lugar, me habría tirado por la ventana a la
media hora. O la hubiese ahogado. ¿No te habrás compinchado
con ella?
Ginebra negó con la cabeza.
—No seas mala perdedora —dijo con diversión, sacándole
la lengua—. He ganado, acéptalo. Conozco bien a mi madre,
al principio es mansa como un cachorrito y cuando te das
cuenta, se convierte en una pantera.
—Yo hubiese usado otro símil. —Arabella le guiñó un ojo a
su cuñada, quién entrecerró sus ojos, pero soltó una carcajada.
—Va a ser mejor que vaya a buscarlos. —Hice el ademán de
levantarme, sin embargo, Ginebra, que estaba a mi lado, me lo
impidió, sujetándome del brazo.
—Están bien cuidados, no te preocupes. Solo es
insoportable con los adultos. Con los niños es muy buena —
me tranquilizó—. Ya has visto que Gian la adora.
Eso era cierto. El niño, en cuanto la había visto, había
corrido hacía ella, entusiasmado.
—Me ha parecido una mujer agradable y muy cariñosa con
Gian —reconocí, hundiéndome en el asiento.
—Sí, ahora que Adriano le ha asegurado que, aunque
estemos tramitando la adopción de Gian, no va a ser su
heredero, hasta le ha pedido a Gian que la llame abuela —dijo
Arabella, a la vez que se limpiaba con una servilleta una
mancha en su falda de cuero negra.
—Esas normas son absurdas —se quejó Ginebra, mientras
le daba un sorbo a su bebida—. Si legalmente va a ser vuestro
hijo, debería ser el heredero de mi hermano.
Arabella suspiró sonoramente.
—Si fuese por nosotros, así sería, pero si mi marido tiene un
hijo biológico, sus hombres no van a aceptar a Gian como su
Don.
—Eso tiene una solución sencilla. No tengas hijos.
Arabella asintió con la cabeza, pero el anhelo que vi en sus
ojos, anunciaba que pronto Ginebra iba a tener un sobrinito o
sobrinita.
—¿A qué te refieres con Don? —inquirí.
—A veces se me olvida que no tienes ni idea sobre este
mundo. Me recuerdas a mí hace un par de años. —Ginebra me
miraba con simpatía—. El Don es el jefe de la Familia, el que
toma las decisiones. Mi hermano es el Don de la Familia Rossi
y Tomasso lo es de la Familia Bianchi. Y cuando él fallezca, lo
será mi novio.
—¿Una especie de patriarca? —pregunté, intentando
entender algo de lo que me estaba contando. Lo que estaba
siendo bastante complicado, ya que todos los términos que
empleaban, me sonaban a chino.
La castaña mordió su labio inferior.
—Más o menos. Solo que los miembros, tienen que
completar unas pruebas de iniciación para formar parte de la
Familia y realizar un juramento.
—¿Qué pruebas?
—Es secreto, aunque por lo que he podido sacarle a Gio, es
algo así como juntarse en una mesa a beber alcohol —susurró,
a pesar de que solo nosotras podíamos escucharla.
—¿Cómo las pruebas para acceder a una hermandad
universitaria?
—Exactamente igual —apuntó Arabella irónicamente,
metiéndose en la conversación por primera vez—. Ginebra,
entiendo que te engañes a ti misma para sentirte mejor, pero
esa es la mayor tontería que he escuchado nunca. Ni tú puede
creértela.
Ésta se pasó una mano por la cara con cansancio.
—Quiero a Gio, pero no estoy de acuerdo con la mayor
parte de cosas que hace en nombre de su Familia y lo mismo
con mi hermano. Cuánto menos sepa, mejor. He decidido
creerle cuando me endulza la verdad.
Arabella la miró con comprensión.
—Lo entiendo, aunque eso no cambia la realidad —dijo con
suavidad, inclinándose para agarrar su copa, que estaba sobre
la mesa y darle un trago—. Nuestras parejas son quienes
quieren ser. Y aceptar su naturaleza es parte del amor.
—Debería irme —anuncié, interrumpiéndolas. Ni siquiera
sabía qué hacía allí. Pese a que estaban siendo muy agradables
conmigo, tratando de integrarme y haciéndome sentir cómoda
en su compañía, no pertenecía a su mundo. Y lo más
importante, no quería hacerlo.
La conversación que estaban teniendo se escapaba de mi
raciocinio. Estaba de acuerdo en la parte de que el amor es
aceptar a la otra persona. Pero, tenía la completa certeza de
que ellas no estaban hablando de recoger su ropa sucia del
suelo o poner buena cara cuando sus parejas quemaban la
cena.
—No puedes irte aún, estamos celebrando el cumpleaños de
Onelia —se quejó Ginebra, haciendo un mohín.
Eso hubiese colado si la homenajeada no se hubiese
marchado a su casa después de la cena. A pesar de la
insistencia de Ginebra, la chica se había negado a salir de
fiesta. Onelia apenas había hablado durante toda la cena, algo
que no importó demasiado, porque Ginebra llenó todos los
vacíos. Era evidente que a Onelia le sucedía algo, la tristeza
era palpable en su rostro y mirarle a los ojos era como mirar
dentro de un pozo repleto de culpabilidad.
—Onelia no está y mañana madrugo.
—¿Madrugas un domingo? —preguntó Ginebra,
sorprendida.
—Sí. Mis hermanos y yo vamos a ir la misa de las diez. —
Pensaba seguir llevándoles a la iglesia, aunque no había vuelto
a hablar con Marco de ese tema, ni sobre ninguno. Después de
nuestro encuentro en el jardín, no pude dormir en toda la
noche. El torbellino de pensamientos en mi cabeza no me lo
permitió.
La belleza era un pecado y la vanidad el peor de todos. Los
dos eran fáciles de detectar, pero Marco no era atractivo dentro
de los estándares de la sociedad y mucho menos, vanidoso. Su
belleza era oscura y su personalidad atrapante, un imán para
las almas perdidas, tal y como se encontraba la mía, después
de todo lo sucedido en mi vida en las últimas semanas
Marco era una prueba que el Diablo había puesto en mi
camino para intentar tentarme. Para poner a prueba mi lealtad
a Dios.
—¿Tú también? —La castaña entrecerró los ojos—. Mi
hermano sigue intentando que vaya con ellos. Es lo bueno de
la Familia Bianchi, que no son religiosos. —Le dio un largo
trago a su vaso y después, lo dejó sobre la mesa.
—Podéis venir con nosotros. El padre Rizzo estará
encantado de aumentar el número de feligreses —me propuso
Arabella.
—Gracias, pero he encontrado una pequeña iglesia donde el
sacerdote se ha portado muy bien conmigo. Y he apuntado a
Nico a catequesis allí. —Algo que mi hermanito me había
pedido y aún no le había dicho a Marco—. Además, Marco no
estaba muy contento de que los niños fuesen a pasar la tarde a
tu casa, así que no creo que sea buena idea. Sé que él y tu
marido son bueno amigos… —me interrumpí a mí misma ante
las carcajadas de Ginebra.
—No se soportan —aclaró Arabella, mirándonos a ambas
con incredulidad—. Los Rossi y los Bianchi ahora mismo
tienen un pacto de no agresión. Pero no siempre ha sido así y
no se sabe cuánto durará.
Parpadeé, confusa.
—No comprendo. Ginebra me dijo que eran buenos amigos
y él me lo confirmó. —Señalé a la castaña, la cual se rio con
más fuerza, hasta el punto que se cayó del sofá y terminó de
culo en el suelo. Aunque, seguramente, las copas de caipiriña
que se había tomado, también influyeron.
Arabella bajó la mirada para fijarla su cuñada, que
intentaba, sin éxito, levantarse.
—Es lo que siempre dice él —se justificó, a la vez que
lograba colocar un brazo encima del sofá para impulsarse—.
¡Vamos a bailar! —exclamó, en cuanto logró ponerse de pie.
—De verdad, es tarde, tengo que irme. —Ginebra no me
hizo ningún caso y agarró mi mano, tirando de ella, para la
siguiese.
—¿A dónde vas? —le preguntó su guardaespaldas a
Arabella.
—Parece que a la pista a bailar —respondió la chica con
resignación. Su guardia de seguridad, un muchacho de pelo
oscuro, unos cuantos años más joven que yo, que respondía al
nombre de Dario, frunció el ceño.
—No es seguro, bailar aquí en el reservado —ordenó.
Ginebra torció el gesto y le miró como si fuese tonto.
—Parte de la experiencia de salir de fiesta es para compartir
baile con otras personas. Y espacio. Para estar toda la noche
solas, mejor cada una se marcha a su casa.
—Eso es lo que estaba diciend… —intenté hablar, pero fui
interrumpida por Dario.
—No voy a permitir que la mujer del Don se ponga en
peligro —insistió con tozudez.
—¿Estás insinuando que corre algún peligro en uno de los
establecimientos de la Familia Bianchi? ¿Nos estás acusando
de traición? —Enzo se acercó peligrosamente hacia el
muchacho, que no se acobardó ante las amenazas del
guardaespaldas de Ginebra. Dario, a pesar de ser más alto que
Enzo, solo era un muchacho. El guardaespaldas de Ginebra era
joven, aunque mayor que Dario, su cuerpo estaba más formado
y musculado.
—Cumplo órdenes.
—Entonces, ¿es tu Don el que acusa al mío? —Enzo metió
la mano por dentro de su camisa y juraría que vi el brillo de la
culata de una pistola. ¿Estaba armado?
Dario sonrió y su mano se deslizó hacia la cinturilla de sus
pantalones. La situación se estaba tornando irreal, como si se
tratase de una película de acción. Afortunadamente, no llegó a
mayores, porque Arabella tomo el control. Se colocó entre los
dos chicos, poniendo sus palmas contra el pecho de Dario.
Durante unos segundos, a pesar de la música que se escuchaba
por los altavoces, el silencio se adueñó de la estancia. La rubia
y su guardaespaldas mantuvieron una conversación silenciosa,
que terminó con ella suspirando y dándose por vencida.
—Ir vosotras, yo os espero aquí.
—Lo divertido es que vayamos las tres —se quejó Ginebra.
—Sigo pensando que debería irme a casa —intervine,
aunque no sirvió para nada, porque Ginebra, ante la negativa
de su cuñada, me agarró de la mano y tiró de mí hacia las
escaleras que llevaban hasta la planta baja.
—Odio cuando hacen eso. La rivalidad entre las dos
Familias es una cuestión de egos, por mucho que lo disfracen
de otra cosa —me dijo, mientras me llevaba hacia la pista de
baile—. Por un momento, he pensado que te ibas a sacar el
pene para medirlo con Dario —añadió, mirando hacia Enzo,
que se encontraba unos pasos detrás nuestro.
—No era mi polla lo que pensaba sacar.
—Me agotan —refunfuñó Ginebra.
En cuanto nos fuimos acercando a la pista, mis ánimos
cambiaron. La música siempre había formado una parte
importante de mi vida. No tocaba ningún instrumento, sin
embargo, podía retener una melodía, aunque no cantaba
especialmente bien. Lograba no desentonar cuando participaba
en el coro de la iglesia, pero poco más.
Mi padre había sido el componente de un grupo durante su
juventud. Así es como conoció a mi madre, él tocaba la
guitarra en pubs y ella era una estudiante extranjera con ganas
de disfrutar. Al quedarse con mi tutela, tuvo que dejar apartado
su sueño, no obstante, eso no disminuyó su pasión por la
música. Pasión que se encargó de que yo también tuviese.
Él siempre me decía que la música nos ayudaba a expresar
aquello que no éramos capaces de decir con palabras.
Durante su enfermedad, aprendí a usar la música para
relajarme y eso me hizo interesarme por los efectos curativos
de la misma. Solía aplicar lo que había aprendido, gracias a
seminarios y búsquedas en internet, en los adolescentes que
estaban a mi cargo.
Quizá tendría que probar a usar el mismo método con
Marco. Como había comprobado, él era un fanático de los
refranes, con suerte, haría suyo el de «la música amansa las
fieras».
La pista estaba llena de personas bailando, lo que me agobió
un poco, ya que no era una gran amante de las aglomeraciones.
Pero, me relajé en cuanto vi como todos estaban en su propio
mundo, disfrutando de la canción que estaba sonando incluso
alguno, con los ojos cerrados, balanceándose al ritmo de los
sonidos.
Sin ser consciente de ello, estaban atrapados en el embrujo
de la melodía que sonaba en esos momentos.
La emoción burbujeó en mi interior, nunca dejaba de
sorprenderme el poder que tenía la música en las personas. En
esos momentos, no importaba lo diferentes que fuésemos o
nuestros problemas, todos éramos esclavos de los acordes.
—¡Me encanta esta canción! —Ginebra comenzó a bailar en
mitad de la pista, demostrando que era una experta bailarina.
Enzo se colocó a nuestro lado, quieto como una estatua,
impidiendo que nadie se nos acercase. Le di la espalda y
comencé a saltar al ritmo de la música. El baile no era lo mío,
pero me defendía.
Ginebra se reía, mientras realizaba una coreografía
inventada por ella, que llamó la atención de los de su
alrededor, que comenzaron a imitarla.
—Siempre es lo mismo —se quejó Enzo, resoplando, a la
vez que daba codazos a los hombres que intentaban acercarse
a ella.
Las luces cambiaron y una luz verde iluminó la pista, a la
vez que el techo parecía hecho de miles de cristales que
arrojaban la luz de vuelta. Una canción lenta comenzó a sonar
y todos se unieron en parejas para bailar agarrados.
—Vamos a la barra a por una bebida —me dijo Ginebra,
tirando de la manga de mi vestido, aunque no llegamos
demasiado lejos, porque un grupo de jóvenes se interpusieron
en nuestro camino, obligándonos a separarnos.
—Te esperó aquí. —Le hice señas para que me entendiese.
Ella asintió y fue a por su bebida, seguida de su
guardaespaldas.
Me senté en uno de los sofás de cuero junto a dos chicas que
se encontraban con los ojos cerrados y hasta me pareció que
una de ellas roncaba. Si disfrutar de la fiesta era beber hasta
quedarse dormido en un sofá, no le encontraba la gracia.
Una canción dio paso a otra y cuando iba por la quinta sin
que Ginebra regresase, decidí que era el momento de volver al
reservado. Había dejado el bolso allí, con el móvil dentro y no
tenía manera de comunicarme con mis nuevas amigas.
Subí las escaleras que daban acceso al reservado, en el cual,
uno de los empleados de la discoteca estaba parado,
asegurándose de que no entraba alguien que no lo tuviese
permitido.
En cuanto pase por delante de él me abrió la puerta, pero me
llamó la atención la forma en la que me miraba, como si
estuviese a punto de enfrentarme a la silla eléctrica. No le di la
mayor importancia y entré. Gran error. Por desgracia, no sería
el único, ni el más grave, que cometería esa noche.
La luz era más tenue que cuando me había ido, y la música
se escuchaba más lejana. El reservado estaba vacío, sin rastro
de Arabella y su guardaespaldas. ¿Se habían ido sin mí?
Me senté en el sofá y saqué el móvil de mi bolso rosa. Tenía
dos mensajes: uno de texto y otro de audio.
El de texto era de Arabella, informándonos a Ginebra y a mí
que se había tenido que marchar porque le había llamado su
suegra, avisándole de que Gian tenía unas décimas. Esperaba
que no fuese nada grave y que Fabio y Nico no se contagiasen.
Sobre todo, el primero, porque si ya era un niño que necesitaba
mucha atención sano, no quería imaginar enfermo.
El de audio era de Ginebra, su voz resonó por el altavoz de
mi teléfono en el momento en el que la grabación comenzó a
reproducirse: «lo siento Nelli, me he encontrado con el
neandertal de mi novio y no me deja… Giooooo, bájame.
Giooo…»
El audio se cortó de golpe, no sin que antes se escuchase
una carcajada ronca que pertenencia a Giovanni.
—Ya pensé que no venías. —El sonido de una voz,
acompañada de un aliento caliente en mi oído, me sobresaltó,
provocando que pegase un brinco, soltando el teléfono, que
rebotó sobre el sofá y que le diese una patada a la mesa
colocada delante de mí. Las copas que estaban encima se
cayeron al suelo, rompiéndose en mil pedazos.
Mi hermanastro se encontraba a mi lado, agachado, sus
manos apoyadas sobre sus muslos, observándome con interés.
Ni siquiera pareció inmutarse ante el ruido atronador que hizo
el vidrio al impactar contra las baldosas, a pesar de que pude
atisbar varios trozos de cristal alrededor de sus botas militares.
Arrugué mi nariz, ¿quién llevaba botas en pleno verano,
cuando hacían más de treinta grados?
Él siguió mi mirada y la sonrisa que yacía dibujada en su
rostro se ensanchó, luciendo casi aterradora.
—Solo las uso en ocasiones especiales —dijo,
pronunciando las palabras lentamente. Apoyó una de sus
manos sobre el respaldo del sofá y se inclinó aún más cerca de
mí, un aroma a una bebida alcohólica que no supe reconocer,
inundó mis fosas nasales. ¿Había estado bebiendo?—. Como
hoy. —Una carcajada brotó de su garganta, como si se
estuviese riendo de un chiste privado, uno que yo no
comprendía.
Me aparté de él, levantándome abruptamente.
—Marco, me has asustado.
¿De dónde había salido? Juraría que cuando había entrado al
reservado, estaba sola. Una rápida mirada al lugar, me dio la
respuesta: la puerta entreabierta del aseo. Debía de haber
estado dentro, por eso no le había visto.
Una sensación de inquietud me invadió. ¿Qué hacía allí?
Por lo que me acababa de decir, él sabía que yo estaba allí esa
noche. De hecho, me estaba esperando. ¿Se había encerrado en
el baño, aguardando a que yo llegase, para que no le viese al
entrar y asustarme? Si alguien era capaz de hacer algo así, ese
era él.
El pelirrojo se incorporó, poniéndose de pie de un salto. Sus
ojos verdes me recorrieron de arriba abajo, una mueca de
disgusto dibujándose en su rostro.
—¿Qué llevas puesto? —preguntó.
Crucé mis brazos, por encima del vestido camisero de
manga francesa de color beige, que me llegaba hasta los
tobillos. Era uno de mis favoritos. ¿Qué tenía de malo?
—Voy a tener que pedirle a Arnaldo que te diseñe la ropa.
Esa vestimenta no es adecuada para salir de fiesta.
Mordí mi mejilla interior, en un intento por contener mi ira
ante su irrespetuosidad. ¿De verdad se creía con el derecho de
burlarse de mi atuendo? ¿Él, con esos sombreros y esos
estampados?
—Yo no me meto con tu forma de vestir, respeta tú la mía.
Marco fingió que le molestaban mis palabras y se señaló
con indignación, girando sobre sí mismo.
—Esto es vestir con estilo y elegancia. Tú —me apuntó con
su dedo índice—, pareces una monja que acaba de salir del
convento. Anticuada y con mal gusto.
Le ignoré. Solo quería provocarme y que cayese en su
juego. Un juego en él que era un experto y era imposible
ganarle. Opté por probar una estrategia diferente, una que
siempre funcionaba: ser educada.
—Si estás aquí porque he dejado a nuestros hermanos con la
madre de Ginebra, tienes toda la razón para estar enfadado.
Hasta esta noche pensaba que eras un buen amigo de Adriano.
Arabella me ha explicado que las dos familias sois rivales. No
conozco vuestro mundo, pero eso no es excusa para no ser
precavida, discúlpame.
—Y es un gran amigo mío —replicó, pasando la lengua por
sus dientes.
No había forma de razonar con él. Por más que lo intentaba,
era incapaz de mantener una conversación coherente con él en
la que me tomara en serio.
—Como tú digas —me di por vencida—. Voy a pedir un
taxi, para ir a buscar a los niños. Gian se ha puesto enfermo y
es mejor que lleve a Nico y Fabio a casa.
—Ya están en casa, he mandado a uno de mis hombres a por
ellos. —Se enderezó, dando un par de pasos amenazadores
hacia mí.
Había aprendido algo de Marco en los días que habían
pasado desde que llegué a Roma, si me acobardaba. se
aprovechaba de ello. Él disfrutaba con mi miedo, pero si me
enfrentaba a él, lo entretenía. Con él era imposible ganar.
Aún así, me obligué a mí misma a permanecer inmóvil y no
retroceder. Alcé mi barbilla y anuncié en el tono más firme del
que fui capaz: —Entonces, voy para casa. Estoy cansada.
Sin embargo, como estaba empezando a ser una costumbre
en él, no me hizo ni el menor caso.
—Es pronto y la noche es joven. Vamos a bailar. —Estiró la
mano para que la agarrase, pero no lo hice.
—He apuntado a Nico a catequesis —dije repentinamente,
sorprendiéndole. Ese no era el lugar, ni la manera en la que
había pensado contárselo. Sin embargo, las palabras salieron
de mi boca antes de que pudiese detenerlas.
Marco avanzo un paso más hacia mí y agarró mi muñeca,
sosteniéndola con un fuerte agarre. Algo extraño en él, ya que,
pese a que, desde nuestro primer encuentro, no había respetado
mi espacio personal, sus toques eran sutiles, casi efímeros.
Aunque, a pesar de que sus dedos, que rodeaban mi muñeca,
lo hacían con la suficiente firmeza para que no me pudiese
apartar de él, no había brutalidad en su roce, de hecho, era
suave, engañosamente dulce.
No obstante, no fue su cercanía, a la que me estaba
comenzado a acostumbrar, la que hizo que mi corazón latiese
frenéticamente, sino lo que vi en sus ojos: vacíos, sin
expresión, ni emoción.
—No tenías ningún derecho a hacer eso.
—Ha sido su decisión. Suéltame —ordené, mientras
intentaba soltarme, sin éxito.
Marco ladeó su cabeza y una mueca burlona se dibujó en
sus labios.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué no me lo ha contado? Hoy les he
llevado a comer y no me ha dicho nada.
—Él te quiere y tiene miedo a decepcionarte. —No había
hablado con Nico sobre ello, sin embargo, era evidente que el
niño idolatraba a su hermano mayor y pese a su corta edad, era
lo suficiente perceptivo para darse cuenta de que Marco no
estaba de acuerdo con la mayor parte de mis decisiones. Sobre
todo, las referentes a la religión.
Mi hermanastro me contempló durante unos segundos en
silencio, con una expresión que no supe identificar, hasta que
finalmente, me soltó.
—Marco, sé que quieres lo mejor para ellos —dije con
suavidad—. Y en el fondo, sabes que tú no se lo puedes dar.
Una risa sin humor salió de lo más hondo de su ser.
—Mis hermanos se quedan en Roma, Pocahontas. En unos
días, mi padre se va a despertar y sus hijos estarán a su lado.
Lancé un suspiro.
—Tu padre no se va a despertar, Marco. —Sabía que ese no
era un movimiento inteligente, sin embargo, ya era hora de que
alguien le pusiese las cartas sobre la mesa. Lo estaba haciendo
por su bien. Por experiencia, sabía que era mejor que
comenzase a hacerse a la idea lo antes posible. El fatal
desenlace podía ocurrir en cualquier momento.
Mi hermanastro apretó sus dientes.
—Mucho cuidado con lo que dices —siseó. Acercándose
más a mí y en esa ocasión, toda la valentía que había tenido, se
evaporó y retrocedí varios pasos, hasta que sentí que mi
espalda chocaba contra la pared.
—Marco, yo también quise creer que mi padre viviría. —
Intenté hacerle entender que solo trataba de ayudarle, de
hacerle ver la realidad—. Pero, su momento había llegado, no
podemos luchar contra eso. Tienes que dejarle ir, es su…
—¡Cállate! —gritó con tal fiereza que el sonido retumbó en
las paredes. Durante las pocas ocasiones en las que nos
habíamos encontrado, jamás le había escuchado alzar la voz,
ni alterarse en los más mínimo. Parecía que mi hermanastro
nunca perdía el control. Hasta ese instante.
Y entonces, lo vi reflejado en su rostro: la furia, el
sufrimiento, la impotencia. Todos aquellos sentimientos que
guardaba enterrados en los más profundo de él. Solo fue un
instante, una milésima de segundo, pero los vi, los sentí.
Estaban ahí. Ocultos, escondidos en las sombras,
minuciosamente controlados. Y algo me decía que, si salían a
la superficie, su explosión no sería agradable. La bilis viajó
por mi garganta. A pesar de que el miedo se disparó en mis
venas, no permití que me paralizara, me agaché y cogí la base
de una copa rota con mi mano derecha.
Una sonrisa feroz se extendió en sus labios. La diversión
dibujada en su cara.
—¿Me tienes miedo, Pocahontas?
Con la mano temblorosa, levanté la copa rota y le amenacé
con ella.
Marco se echó a reír, pero no con su risa característica, con
una más terrorífica, menos humana.
Una nueva oleada de pánico me dio fuerzas y levanté mi
barbilla, mirándole a los ojos. Esos ojos verdes repletos de
locura y odio.
—¿Crees que tienes lo que hay que tener para matarme? —
Me estremecí ante la brutalidad de su voz—. Vamos,
Pocahontas, clávamelo aquí. —Señaló su pecho.
No me moví ni un centímetro. No tenía ninguna posibilidad
contra él y los dos lo sabíamos, pero cuando rompió la
distancia que nos separaba y colocó cada uno de sus brazos a
cada lado de mi cabeza con las palmas contra la pared,
encerrándome en una jaula de músculos y locura, levanté los
cristales y los clavé en su brazo izquierdo. Aunque no apreté
con demasiada fuerza como para hacerle daño, sí la suficiente
como para que el trozo de vidrio cortase su piel y varias gotas
de sangre terminasen manchando el suelo.
Con una rapidez sorprendente, me quitó la copa de la mano
y la estrelló contra la pared contigua.
—No eres lo que esperaba —reconoció, el orgullo tiñendo
su voz. Lejos de sentirse irritado o asombrado, mi hermanastro
me observaba con fascinación, con la misma que Fabio miró
las ardillas la primera vez que le llevamos al parque de St.
James, cuando tan solo tenía dos años: embelesado, como si
fuera la criatura más interesante del mundo.
—Déjame irme, Marco.
A pesar de mi petición, sabía que no lo haría. Y no me
equivoqué.
Sus labios presionaron contra los míos. No me lo había
esperado, estaba acostumbrándome a sus juegos, a sus
amenazas, sin embargo, no creí que llegaría tan lejos. Me
aparté bruscamente, tirando mi cabeza hacia atrás,
golpeándome contra la pared y levanté la palma de mi mano
para abofetearlo. No tenía ningún derecho a hacer algo así,
pero él atrapó mi muñeca. Acarició mi mejilla con cariño, casi
reverencialmente.
—Me estaba preguntando si alguna vez te han besado.
—Estoy prometida.
—Me refiero a un beso de verdad, no esos besos corteses y
controlados que él te da.
—Tú no sabes cómo me besa él —dije, aunque estaba en lo
correcto.
Sonrió y su boca se estrelló contra la mía, sus dedos
sujetaron un mechón de mi pelo, acercándome más a él. Al
principio, el beso fue suave, como si me estuviese dando
tiempo para que me acostumbrase a su cercanía, pero
enseguida lo profundizó. Su lengua reclamó mi boca sin
piedad, los dedos de su mano libre apretándose en mi cadera,
sosteniéndome, evitando que mis piernas temblorosas me
fallasen.
Su sabor era embriagador, el calor de su cuerpo era
abrumador, mi cabeza nadaba en un mar de sensaciones que
me impedía separarme de él.
Cuando se separó, me di cuenta de que, hasta entonces, no
había sido consciente del poder que tenía un beso. De cómo
podía parar momentáneamente tu corazón o cómo podía
demostrarte que la mente no puede controlar tu cuerpo.
Porque, aunque mi cabeza me decía que aquello había estado
mal, las sensaciones que me había hecho sentir cantaban una
canción diferente.
Marco tenía razón, hasta ese momento no había recibido un
beso de verdad. Y entonces, fue cuando la culpabilidad me
golpeó como un rayo.
Estaba prometida, el único hombre que podía besarme era
mi prometido.
—¡No tenías derecho a besarme! —tartamudeé. Él soltó mis
manos, dando un paso hacia atrás, permitiéndome alejarme de
él.
Me senté en el sofá, devastada. ¿Qué había hecho? Acababa
de besar a otro hombre. Me había convertido en una infiel.
Todo mi futuro, todo lo que había construido con Tobias
durante nuestros casi dos años juntos, tirado por la borda.
Apoyé mis codos sobre los muslos y enterré mi rostro entre
mis manos. Mi prometido no se merecía lo que le acababa de
hacer.
—No te he escuchado quejarte, Pocahontas.
Marco tenía razón. No podía culparle, ya que, a pesar de
que él había sido quien había iniciado el beso, yo le había
permitido hacerlo, participando activamente en el.
No me reconocía. ¿Qué me estaba pasando?
Sentí como unas manos apartaban suavemente las mías,
obligándome a alzar la cabeza. Mi hermanastro, que se había
sentado a mi lado, mantuvo sus ojos fijos en los míos, mientras
levantaba su brazo izquierdo y lamía la herida que le había
hecho. Antes de que pudiese reaccionar, con la punta de su
lengua, en la que yacían gotas de sangre, recorrió mis labios.
Lentamente, con delicadeza, como si su lengua fuese el pincel
y mi boca, su lienzo.
—¿Te han dicho alguna vez qué el rojo te favorece? —
preguntó, separándose de mí, contemplando su obra con
orgullo—. Sin duda alguna, es tu color. Contrasta
perfectamente con tu piel. —Pasó la yema de sus dedos por la
comisura de mi boca, como si estuviese limpiando los restos
del pigmento imaginario que había en ella—. Que pases una
buena noche, Pocahontas. —Besó mi mejilla con dulzura, un
roce casi efímero, antes de irse.
No fue hasta tiempo después, cuando observé mi reflejo en
la cristalera del reservado, que entendí el significado de sus
palabras: había pintado mis labios con su sangre. Y me di
cuenta también, al sentir un característico sabor metálico, que
desde que se había marchado, no había dejado de recorrer con
mi lengua el mismo camino que, minutos antes, había hecho la
suya.
Capítulo 10
Nelli
Bendígame padre porque he pecado.
Esa frase era con la que siempre comenzaba mis
confesiones, pero, en esa ocasión, había sido incapaz de emitir
una palabra sin echarme a llorar. De rodillas en el
confesionario, no me sentía digna de estar allí.
Siempre que me confesaba, lo hacía con la seguridad de que
Dios derramaría su misericordia perdonando mis pecados y me
daría la fuerza suficiente para levantarme y continuar. Esa vez,
también, estaba segura de que Dios me perdonaría, como
también lo estaba de que no me lo merecía.
—Hija, no debes seguir torturándote. Has cometido un error
del que te arrepientes. Dios, en su eterna sabiduría, entiende
que salirse del camino marcado es parte del aprendizaje del ser
humano. Lo importante es que te has dado cuenta y quieres
subsanarlo. —El padre Matteo, a diferencia del párroco de mi
iglesia en Londres, era un sacerdote joven, que hacía pocos
meses que se había hecho cargo de su parroquia. A mitad de
sus treinta, estaba luchando por hacer llegar la palabra de Dios
a los más jóvenes. Era comprensivo e indulgente.
—Padre —descrucé los brazos y apoyé una mano en la
ventana de madera deslizante por la que hablábamos, la que
separaba los dos lados del confesionario y cubría la pantalla de
confidencialidad—, por primera vez en mi vida, no sé qué es
lo correcto. —Levanté la mirada hacia la cruz incrustada en la
pared de madera del confesionario e inhalé aire con la
esperanza de que me diese la respuesta.
—Si lo sabes, hija. —Su tono de voz amable me sacó del
estado de autocompadecimiento en el que me encontraba. Él
tenía razón. Sí que lo sabía. Tenía que llamar a Tobias y
contarle la verdad. Una mentira por omisión, seguía siendo
una mentira.
La verdad le haría daño, pero callándome a la única que
protegía era a mí misma. Estaba siendo egoísta, poniendo mis
intereses por encima de los de mi prometido. Tenía que dar la
cara y esperar que me entendiese, aunque como lo iba a hacer,
si ni yo misma lo hacía.
Porque lo que realmente estaba atormentándome, lo que
tenía miedo a afrontar, eran las sensaciones que el beso con
Marco me habían provocado. La forma en la que sus labios
habían devorado los míos, con esa intensidad, esa pasión. Él
había estado en lo cierto: nunca me habían besado así. Tobias
era correcto y suave. Siempre había pensado que eso era lo
que quería, que así era como debía de ser, ahora, no podía
dejar de preguntarme si eso era realmente cierto.
—Gracias Padre, por escucharme y guiarme por el camino
correcto.
—Solo te he escuchado Nelli, las respuestas a tus preguntas
siempre se han encontrado en tu interior. Nuestro señor, a
través de la oración te ha iluminado y guiado para que tengas
la fuerza necesaria para enfrentarte a tus temores.
Asentí, en acuerdo con él. Había llegado a la iglesia
confundida y perdida. Como un animalito que se escapa y no
encuentra el camino de regreso a casa. Los acontecimientos
que habían sucedido desde que había llegado a Roma me
sobrepasaban. Yo era una chica tranquila, que seguía las reglas
y no se metía en problemas. Y no era infiel a su pareja.
Gracias a la confesión y la oración, había regresado a ser yo
misma.
Después de despedirme del Padre, me dirigí hacía el
exterior de la iglesia.
En el patio, los feligreses hablaban entre ellos y se ponían al
día sobre lo acontecido durante la semana. Busqué a mis
hermanos con la mirada y encontré a Fabio corriendo junto a
otros niños, entre gritos y risas. Como siempre, mi hermano
más pequeño no tenía ningún problema en hacer nuevos
amigos.
Nico estaba sentado a lo indio en el suelo junto a un niño de
aproximadamente su edad. Si no te fijabas bien, tan solo eran
dos niños pasando tiempo juntos, pero si mirabas con
detenimiento, podías observar como el niño tenía su mirada
fija en un punto al otro lado de la calle, mientras Nico le
susurraba palabras al oído.
Me senté en el banco más cercano a ellos, junto a una
señora mayor de pelo blanco, que tejía un jersey de lana a una
temperatura superior a los treinta grados.
—No nos han presentado. Soy Alfonsina y no estoy loca —
me dijo en el momento en el que mi trasero tocó la madera.
Enarqué las cejas ante sus palabras. La mujer señaló el
jersey que estaba tejiendo.
—He apostado con una amiga a que soy capaz de tejer un
jersey en tres días —añadió como explicación. Sus ojos
marrones brillaban con diversión. Podía decir que ya me caía
bien.
—Soy Nelli y no pensaba que estabas loca, simplemente
que eras friolera.
Alfonsina se rio ante mi ocurrencia.
—Sé quién eres. Todo el mundo habla de la chica joven
nueva con sus dos hermanos pequeños y acento Londinense.
Levanté la cabeza para observar a mi alrededor y
efectivamente, muchos de los presentes me lanzaban miradas
de reojo.
—Hay teorías sobre ti.
—¿Teorías?
—Unos dicen que en realidad eres una madre soltera que ha
tenido a sus hijos en pecado. Y otras, creen que quieres
quitarles a sus maridos.
Con perplejidad, observé a los feligreses que aún
continuaban en el patio y la mayoría, podían ser mis abuelos.
Había visto alguna pareja en la iglesia de mediana edad con
sus hijos, pero eran los menos.
—¿Y tú qué piensas?
—Que tienen demasiado tiempo libre.
Daba igual la religión que practicasen, o el país en el que
viviesen, las personas juzgaban al resto sin conocerlos y el
cotilleo siempre sería un deporte nacional. Nunca me había
importado lo que pensasen de mí, sin embargo, no me gustaba
que algún rumor absurdo molestase a mis hermanos. Era lo
último que necesitaban en estos momentos.
—Tu hermano es muy bueno con mi nieto. —La mujer
miraba hacia el niño, que seguía con la espalda recta, sin hacer
contacto visual con Nico, que en ese instante, tenía el libro que
le habían dado en catequesis abierto en su regazo y lo estaba
leyendo en voz alta—. Mi hija y su marido fallecieron en un
accidente de coche hace casi tres años junto a su hijo mayor de
nueve años. Santino iba con ellos en el coche, por suerte, salió
ileso. Solo tenía cinco años, pero desde el accidente, no ha
vuelto a hablar y está inmerso en su propio mundo. Ya sabes
como son los niños, cuando uno es diferente, le ignoran. No
obstante, tu hermano le trata como lo que es, un niño más.
—Lo siento —dije, dándole el pésame tardío—. Mi madre y
el padre de mis hermanos sufrieron un accidente hace un par
de semanas, mi madre falleció y su padre está muy grave.
Fabio es más pequeño y no termina de entender bien la
situación, así todo, tiene pesadillas por las noches y Nico es un
niño muy reflexivo y callado, no estoy muy segura de cómo lo
está llevando. Por esa razón he venido desde Londres para
estar con ellos.
A pesar de que acababa de conocer a Alfonsina, se sintió
bien poder desahogarme con una persona que había sufrido
una desgracia parecida a la mía y podía entenderme. Y que no
estaba relacionada con la mafia. Ginebra y Arabella eran
buenas conmigo, pero nuestros mundos chocaban.
—Lo siento, Nelli. —Colocó una de sus manos encima de la
tela de mi pantalón negro—. Deseo de todo corazón que el
padre de tus hermanos se ponga bien.
—Nelli, ¿nos vamos? —Fabio apareció a mi lado,
interrumpiéndonos. Su cara manchada y su pantalón blanco
teñido de negro.
Fruncí el ceño al verle.
—¿Cómo te has manchado así? —pregunté, mientras sacaba
una toallita mojada del bolso y le limpiaba la cara. Mi
hermanito se movía inquieto, complicándome la tarea.
—Hemos jugado a lanzarnos tierra. Me lo he pasado muy
bien.
—Ya veo. Será mejor que nos marchemos a casa y te
cambies de ropa.
—El sábado que viene vamos a montar un mercadillo
benéfico, aquí en el patio de la Iglesia. Si tienes algo que no
uses, nos vendría muy bien. —Alfonsina habló, a la vez que
dejaba el ganchillo encima del banco y sacaba una bolsita de
plástico rellena de chucherías del bolso.
—Claro, voy a ver que hay por casa que pueda traer. Me
gustaría ayudaros y a Nico y Fabio les vendrá bien participar.
—Eso sería genial —respondió la mujer, entregándole la
bolsa a Fabio, que se puso tan contento que casi se la arranca
de los dedos—. Compártela con tu hermano.
—Fabio, que se dice —le recordé al niño, que ya se había
metido una fresa en la boca.
—Gracias —agradeció sin tragar y escupiendo trocitos de
gominola por todos lados.
—Fabio —Fui a reñirle, pero mi hermanito ya corría hacia
Nico.
—Es un niño muy dulce. Me recuerda a Santino antes del
accidente —dijo con añoranza, contemplando como mi
hermano le entregaba la bolsa a Nico, que sacó un plátano de
gominola y lo dejó encima de la rodilla de Santino. Éste, giró
la cabeza para mirar a Nico a la cara por primera vez y sonrió,
a la vez que cogía la gominola y se la metía a la boca.
Alfonsina se puso la mano en la boca. Los ojos le brillaban
con lágrimas no derramadas.
—Es la primera vez que le veo sonreír desde el accidente.
No pude decir nada, porque mi móvil vibró en mi bolso y
tuve una sensación corrosiva en la boca del estómago en el
momento que vi el nombre de la persona que me llamaba en la
pantalla del teléfono.
Por lo general, Tobias solía llamarme por las noches antes
de acostarse. Contuve la tentación de volver a guardar el
teléfono. Había pensado llamarle al final del día, después de
acostar a mis hermanos. Incluso preparar las palabras que iba a
usar, pero mi prometido no se merecía que le ignorara.
—¿Te importa vigilar a mis hermanos por mí? —le pedí a
Alfonsina, señalando mi móvil.
Ella asintió con un leve gesto de barbilla.
Me levanté y salí del patio a la vez que mi teléfono dejaba
de vibrar. En la cera, frente a la iglesia, uno de los
guardaespaldas de mis hermanos estaba apoyado contra una de
las puertas de su coche fumándose un cigarro.
Entrecerró los ojos al verme pasar. Se incorporó de golpe,
con su cuerpo tensándose, pero miró hacia el interior del
recinto y al ver a mis hermanos, se relajó.
—Voy a hacer una llamada —le informé. Porque a pesar de
que el actuaba conmigo como si no existiese, consideraba que
solo estaba haciendo su trabajo. Da amabilidad y te
responderán de la misma manera. Eso es lo que solía decirme
mi abuela.
El hombre ni siquiera me miró a la cara, demostrándome,
una vez más, que mi abuela estaba equivocada. Aunque ese
aprendizaje no me había desanimado, ya que seguía teniendo
la férrea certeza de que si te portas bien con las personas, antes
o después, eres recompensado.
Encontré un banco solitario no demasiado alejado. Lejos de
los feligreses cotillas. Marqué el numero de teléfono de Tobias
y solo tuve que esperar dos tonos para que respondiese.
—Si estabas ocupada, no hacía falta que me llamases —me
dijo en forma de saludo.
Coloqué una pierna encima de la otra, con nerviosismo.
—No te preocupes. Acabo de salir de confesarme. —Intenté
controlar el titubeo de mi voz, pero fallé miserablemente—.
¿Va todo bien?
—Sí, te he llamado porque te echaba de menos y quería
escuchar tu voz.
Un sollozo salió de lo más hondo de mi ser, antes de que
pudiese controlarlo. Tobias estaba pensando en mí, mientras
yo me había besado con otro.
—Nelli, ¿qué te pasa? —La voz preocupada de mi
prometido atravesó la línea.
—He besado a mi hermanastro. —Las palabras salieron de
mí más bruscamente de lo que me hubiese gustado. Pero, no
había otra manera de decirlo, no podía endulzar la verdad.
Tampoco poner excusas que, en el fondo, ni yo misma me
creía. Había permitido a Marco besarme y lo había disfrutado,
esa era la cruel y dura realidad.
El silencio se adueñó de la línea de teléfono, ni siquiera
podía escucharle respirar. Permanecí en silencio, dejándole
asimilar la noticia. Me quedé allí en medio de la cera,
esperando a su reacción.
—¿Te obligó? —siseo—. Te prometo que, si te ha obligado,
voy a matarlo.
La furia que emanaban sus palabras me sorprendió. Tobias
era un hombre que odiaba la violencia, en eso, era como yo.
Creía en el poder de las palabras, antes que en el de los puños.
—No. Yo… Lo siento.
—¿Le amas?
—No. —Respondí con rapidez. Por supuesto que no le
amaba. Era verdad que algo en Marco me atraía. Tenía una
forma especial de hacer que mi cuerpo se interesase por él.
Pero no era tonta. Mi hermanastro era un experto manipulador,
solo buscaba despojarme de mi parte racional para llevarme a
su terreno y aplastarme como a un insecto molesto, para
después mandarme de regreso a Londres, sola y devastada.
Me cubrí la cara con la mano libre, respirando hondo y
calmándome. Deseaba poder estar cara a cara con Tobias,
abrazarle y decirle en persona lo arrepentida que me sentía. Lo
enfadada que estaba conmigo misma por permitirle a Marco
besarme, por no levantar ni un solo dedo para impedírselo.
—Lo siento mucho —añadí tras unos segundos en los que
Tobias no dijo nada.
—Nelli —pronunció mi nombre con una voz áspera que
nunca antes le había escuchado. Estaba enfadado y me lo
merecía—, ahora mismo no puedo salir de Londres, tengo una
reunión con un cliente en unos días. En cuanto pueda, iré a
Roma, esta conversación tenemos que terminarla en persona.
Hasta entonces, creo que es mejor que no hablemos.
—Lo entiendo. Siento mucho haberte hecho daño. —Me
dolía no poder escuchar su voz y el saber que estaba sufriendo
por mi culpa. Pero necesitaba tiempo y se lo iba a dar.
—Lo sé. Cuídate mucho y si algo grave sucede, llámame.
Estoy confuso y no sé qué pensar sobre lo nuestro. Aún así, te
quiero y nada que hagas, cambiará eso.
Las lágrimas comenzaron a brotar por mis ojos. ¿Cómo
podía ser tan bueno conmigo después de lo que le había
hecho?
—Vale. —No había otra cosa que pudiese decirle.
Después de finalizar la llamada, regresé a por mis hermanos
y los llevé a casa. Necesitaba tiempo para estar sola y
recapacitar sobre las consecuencias de mis actos.
Capítulo 11
Marco
Aparqué mi coche en frente de la casa de mi padre. Acababa
de dejar a Fabio y a Nico en las clases de hípica. Después de
pasarse la mañana en la iglesia con Nelli, les había llevado a
comer a un restaurante que tenía una piscina de bolas.
Mientras Fabio jugaba, había aprovechado para hablar con
Nico sobre sus clases de catecismo. Y había descubierto que
Pocahontas tenía razón, mi hermano había tomado la decisión
por sí mismo. Al principio se había mostrado reticente a
contarme nada, pero con un poco de insistencia y dejándole
claro que nada que hiciese podía decepcionarme, se mostró
entusiasmado.
Estaba contento por él. Nico tenía que tomar sus propias
decisiones, a pesar de que no fuesen las que yo elegiría. No
importaba lo que los de su alrededor pensasen. Él debía de
encontrar su propio camino para ser feliz. Y si acercarse a
Dios le ayudaba a superar la muerte de su madre, estaba de
acuerdo.
Por supuesto que no era algo que reconocería delante de la
estirada de mi hermanastra.
No la veía desde la noche anterior. Desde que la había
besado en el reservado de El Ovalo. No había planeado tener
ese acercamiento con ella. Sin embargo, había algo en ella que
me llamaba la atención. Lo había hecho desde el momento en
el que tuvimos ese primer encuentro en el cementerio. Había
algo salvaje en ella, era puro fuego, escondido debajo de esa
fachada de cristiana devota, solo había que buscar bien entre
todas esas capas.
Ella no se había dado cuenta de ello, nadie a su alrededor lo
hacía, pero yo lo había visto: esa tenue llama brillando en la
oscuridad, pasando desapercibida a ojos de todos, menos a los
míos. Estaba ahí. Utilizando los ingredientes correctos, con un
poco de combustible, se convertiría en una gran hoguera
flameante.
Por eso había coloreado sus labios de rojo, porque ese era su
color. Mi sangre se había visto tan bien sobre su piel. Y a ella
le había gustado, lo sentí. La manera en la que me había
dejado hacerlo, observando. Lejos de sentirse aterrorizada o
asqueada, parecía curiosa, contemplando cómo pasaba mi
lengua cubierta de mi propia sangre por sus labios.
Estaba a punto de entrar en el interior, cuando uno de
nuestros soldados me avisó de que un taxi se encontraba fuera
de la verja. Saqué mi móvil del bolsillo y eché un vistazo a las
cámaras de seguridad.
Un hombre, descendió del taxi y recogió las dos maletas que
el conductor sacó del maletero. A pesar de que no podía ver
bien su rostro, oculto detrás de ese gran sombrero de fieltro
negro, lo reconocí al instante.
Fruncí el ceño. ¿Qué hacía él aquí?
Di la orden a mis hombres de que le permitiesen la entrada
y con pasos acelerados, crucé el jardín para encontrarme con
mi amigo.
El chico soltó las maletas dejándolas tiradas en medio del
camino empedrado en el momento que me vio.
—He venido en cuanto me he enterado —dijo, abrazándome
con entusiasmo, su sombrero cayendo al suelo, dejando al
descubierto su media melena castaña, parte de ella, recogida
en un moño.
Rodeé sus hombros con mis brazos.
Ivan. En la última semana había estado tan ocupado que, ni
siquiera me había acordado de él. Hacía semanas que no
hablábamos, concretamente, dos días antes del accidente. Justo
cuando había dejado de responder a sus llamadas y sus
mensajes de texto. Desde que mi padre estaba en el hospital,
apenas había cogido el móvil.
Pero, aunque yo no se lo hubiera contado, Ivan tenía
negocios con nuestra Familia, era cuestión de tiempo que se
enterase. Esas noticias corrían como la pólvora entre nuestros
círculos más cercanos.
—No hacía falta que vinieses.
Él se separó lentamente de mí, ahorrándose las palabras de
pésame. Me conocía lo suficientemente bien como para saber
que no las quería escuchar.
—Era lo menos que podía hacer. —Sus ojos azules claros
me miraron con preocupación—. ¿Cómo está él?
—En coma —respondí—. Él se va a poner bien. Va a
despertar.
Ivan asintió y alzó una de sus manos para pasar una mano
por mi mejilla, teniéndose que poner de puntillas para hacerlo,
ya que era mucho más bajo que yo.
—Lo va a hacer —dijo con convicción.
Una sensación de tranquilidad me invadió al escuchar sus
palabras. Porque, por primera vez desde el accidente, sentí que
alguien, además de mí y de mi madre, creía en su
recuperación. Que tenía esperanza de que despertaría.
Todos los de nuestro alrededor contaban con que mi padre
falleciese. No tenían la valentía de decírmelo directamente,
pero podía verlo en sus miradas, en la forma de comportarse.
Ni siquiera Nelli, como la cristiana devota que se jactaba de
ser. ¿Dónde estaba su fe?
—Puedes regresar, Ivan —La última vez que habíamos
conversado, estaba en Ibiza, trabajando. Y no sabía cual era su
próximo destino, pero, desde luego, no Roma.
Él negó con la cabeza.
—He cancelado la gira lo que queda de mes. —Fui a abrir la
boca para replicar, sin embargo, él colocó un dedo en mis
labios—. Ya está hecho, no hay vuelta atrás. —Hizo un gesto
con sus manos—. Me vendrá bien un descanso de los
conciertos. Aprovecharé para crear nueva música y dedicarle
más tiempo a los negocios.
—¿A los negocios? —repetí, arqueando una ceja—. Te
recuerdo que tus discotecas están en Rusia Ivan, no aquí —
dije, en tono burlón—. Al igual que tu estudio de grabación.
—Ya me conoces, Marc, soy un hombre con recursos. —Me
guiñó el ojo—. Conozco a gente que me puede ayudar con lo
del estudio. Además, hoy en día con internet se puede trabajar
desde cualquier parte del mundo.
Hice una mueca. Conocía a Ivan lo suficiente como para
saber lo testarudo que era, no le haría cambiar de opinión. Y
para qué mentir, me vendría bien tenerlo a mi alrededor. Era
mi mejor amigo, el único que había tenido, a excepción de
Tiziano. Desde que había triunfado como DJ, alcanzando la
fama mundial, entre su trabajo y el mío, cada vez nos veíamos
con menos frecuencia.
—¿Tienes un lugar para quedarte? —pregunté.
Sabía que tenía una propiedad en la Toscana, pero no
disponía de ninguna casa en Roma. Las veces que había
venido, siempre se quedaba en mi apartamento.
—He reservado un hotel. Iba a dejar el equipaje y darme
una ducha antes de verte. Pero, en cuanto he pisado el
aeropuerto de Roma, sabía que no podía esperar ni un segundo
para hablar contigo.
—Cancela la reserva —dije con seguridad—. Te quedas
aquí.
Él me contempló, sorprendido.
—¿Aquí? —Señaló a su alrededor—. ¿En la casa de tu
padre?
—Si, aquí, en la casa de mi padre —repetí. Podía haberle
prestado mi piso, no obstante, quería que se quedase conmigo.
Bajo el mismo techo que yo estaba viviendo. Mis hermanos ya
le conocían y en cuanto a Nelli, me importaba bastante poco lo
que pensase. Además, la casa era lo suficientemente amplia
como para que ni se viesen.
Ivan arrugó su ceño.
—No sé si es apropiado, Marc… Con…
No obstante, no pudo continuar hablando, porque ahora fui
yo quién puse un dedo en sus labios.
—Está bien, si es lo que quieres —cedió finalmente.
—Es lo que quiero. Fiona te ayudara a instalarte —le
expliqué, nombrando a una de las mujeres del servicio—. Voy
a darme una ducha e ir al hospital, ponte cómodo y descansa.
—Te acompaño.
Entrecerré los ojos y él hizo un gesto con las manos.
—A tu padre nunca le he caído muy bien, quizá escuchar mi
voz le haga despertarse. Aunque sea, para poder echarme de la
habitación —bromeó.
Un atisbo de sonrisa se dibujó en mis labios.
Él tenía razón. A pesar de que mi padre nunca me había
dicho con quién debía de juntarme, ni opuesto a las decisiones
que tomaba, no veía con buenos ojos nuestra amistad. Ivan no
le agradaba y en los pocos encuentros que habían tenido, ni
siquiera se había tomado la molestia de ocultarlo. No había
sido desagradable, pero la tensión era evidente. Y la razón era
sencilla: mi padre era un gran observador y se había dado
cuenta rápidamente de que Ivan era homosexual y que nuestra
relación era más cercana de lo que a él le gustaría. Mi padre
me respetaba y confiaba en mí, pero había cosas en mi vida
que no le agradaban.
Pese a que nuestra Familia era mucho más tolerante que
muchas otras, aún había ciertos aspectos en los que debíamos
de avanzar y la homosexualidad era uno de ellos. Como si
sentirte atraído por un hombre te hiciese ser menos masculino,
menos capacitado para formar parte de la mafia. No estaba de
acuerdo.
Siempre me había gustado experimentar. Había tenido
compañeros de ambos sexos y no pensaba avergonzarme por
ello. Ivan había sido uno de ellos. Cuando nos conocimos, él
era un estudiante de primer año de medicina. Yo estaba en mi
tercer año, acababa de llegar a Rusia, estaba haciendo un
intercambio que fue fomentado, como no, por mi tío Tomasso
y Maxim. Como siempre, cualquier idea que me quitase de en
medio, les parecía bien.
Al igual que me sucedía a mí, el destino de Ivan había sido
escrito antes de que naciese. Proveniente de una de las familias
más adinerada de Rusia, su padre era uno de los médicos más
prestigiosos del país y se esperaba que él también lo fuese. Sin
embargo, eso no era lo que él quería, él soñaba con triunfar en
la música, convertirse en un DJ reconocido mundialmente.
Y, al contrario que sucedía en nuestro mundo, él tenía la
suerte de que no tenía por qué seguir los deseos de su familia,
él podía tomar sus propias decisiones.
Yo le ayudé a descubrirse a sí mismo, a hacerle entender
que debía de ser quién él quería ser y no lo que su familia
esperaba de él. En todos los sentidos. Y él siempre estaría
agradecido conmigo por eso.
—Supongo que daño no hará —dije, recogiendo una de las
maletas del suelo. Ivan hizo lo mismo con la otra.
—Me han dicho que la hija de Carina se está quedando en la
casa. —Señaló la mansión con su mano libre. Se agachó para
recoger su sombrero, poniéndoselo.
—Sí. —Comencé a andar hacia el interior, con Ivan
siguiendo mis pasos.
—Qué escueto. Si no te conociese bien, pensaría que es un
tema del que no quieres hablar —ironizó, rodando sus ojos.
—No es que no quiera, simplemente no hay nada de lo que
hablar. Es la hermana de Nico y Fabio, les vendrá bien su
compañía hasta que mi padre se recupere.
Él arrugo su nariz, aunque no dijo nada más al respecto.
—¿Como están ellos? —preguntó, cambiando de tema.
—Tirando. Echan de menos a su madre y están preocupados
por nuestro padre.
—Solo vi a Carina un par de veces, pero fue suficiente para
darme cuenta de que no eras de su agrado. Me extraña que no
hayas enviado a su hija de vuelta a su casa.
Como de costumbre, Ivan era como un perro con un hueso.
Podía soltarlo durante un rato, pero, cuando menos te lo
esperabas, volvía a por el.
—Es una buena influencia para los niños.
Quería lo mejor para nuestros hermanos y ellos la querían a
su lado. Adoraban a Nelli y yo, a pesar de que, en esta última
semana, estuviese tratando de pasar más tiempo con ellos, no
podía estar todo lo que me gustaría.
Ella estaba siendo un gran apoyo para ellos y yo no podía
quitarles eso. No ahora. Mi hermanastra, se preocupaba por
ellos. Aunque quisiese alejarlos de mí, ella lo hacía, porque en
su cabeza, creía que era lo mejor para Fabio y Nico. Y por
mucho que me desagradara que tratase de quitarme a mis
hermanos, tenía que reconocerle eso.
Además, su compañía estaba resultando más divertida de lo
que creía. Mucho más.
Capítulo 12
Nelli
Me desperté a las diez y media de la noche de una siesta no
programada. Tan solo pretendía apagar durante unos breves
minutos mi cerebro, pero los acontecimientos de la noche
anterior, unidos a la llamada que había tenido por la mañana
con Tobias, me habían agotado.
A pesar de haber dormido durante varias horas estaba
cansada, exhausta, pero el crujido de mi estomago no me
permitió volver a dormir.
Me senté frente al tocador que había en la habitación de
invitados en la que estaba alojada y me cepillé el cabello,
intentando encontrar la fuerza suficiente para bajar a la cocina
a cenar algo.
La mansión era grande y las posibilidades de ver a mi
hermanastro, que pasaba la mayor del tiempo fuera de la casa,
eran mínimas. Así todo no quería arriesgarme. No podía correr
el riesgo de que Marco intentase jugar con mi mente de nuevo
y lo que aún era peor, tenía miedo de permitírselo.
Mi tripa volvió a quejarse y coloqué mi mano en el
abdomen para calmar las molestias, fracasando. Con un
suspiro, me puse de pie, alisando con mis manos mi vestido de
flores por debajo de la rodilla.
Salí de mi habitación y me dirigí por el pasillo con la
intención de ir hacia las escaleras que llevaban a la planta
inferior, pero el sonido de varias voces procedentes de la
habitación de Nico, me distrajeron de mi objetivo. Después de
misa, había dejado a mis hermanos con la niñera a la que había
tenido que ofrecer un aumento y la promesa de que la madre
de Ginebra no iba a volver a estar cerca de ella, para que
volviese a aceptar el puesto.
A esas horas, los niños ya deberían de estar dormidos. Con
curiosidad mezclada con preocupación, me acerqué hacia allí y
me detuve frente a la puerta medio abierta. Lo que vi en el
interior me dejó boquiabierta.
Nico estaba tumbado en su cama tapado con una sábana,
con una sonrisa dibujada en su cara. En la otra cama, Fabio se
reía, con Luna en su regazo, que le lamía la mano. Los dos
observaban a su hermano mayor, frente a ellos, sentado en una
silla azul de niño. Estaba ridículo sentado en un espacio tan
reducido. Sin embargo, parecía cómodo, con los pies estirados
y la espalda apoyada en el pequeño respaldo.
Mi hermanastro tenía un cuento en su mano derecha y ponía
voces, imitando a los personajes de la historia.
—«Mamá, mamá, gritó el conejito, mientras corría
presuroso hacia el interior de la casa. Hay un monstruo en el
lago».
Marco se levantó de la silla, acercándose a los niños y rugió,
haciéndoles reír.
—«El monstruo serás tú, dijo el gatito, persiguiéndole».
Permanecí durante unos segundos detrás de la puerta.
protegida por la oscuridad del pasillo, observando la
interacción de los tres hermanos.
Marco se transformaba cuando estaba a solas con ellos. Sus
facciones estaban relajadas y sus ojos verdes, alegres.
Los niños le necesitaban, pero él los necesitaba más. En ese
momento, comprendí porque no quería que me los llevase
conmigo. Y también entendí que nunca les haría daño y
siempre estarían protegidos con él.
¿Pero eso era suficiente como para dejarlos en Roma? ¿Era
suficiente como para ir en contra de los deseos de mi madre?
No, no lo era. No podía irme y dejarlos allí.
Mi hermanastro se agachó y comenzó a hacer cosquillas a
Nico, a la vez que Fabio se tiraba a su espalda, intentando
salvar a su hermano, mientras Luna mordía su camisa. Los tres
se reían como si fuese el momento más feliz de sus vidas.
Me sentía como una ladrona que se había colado en una
casa que no era la suya y había podido observar una escena
que no tenía derecho a ver.
Sin hacer ruido, me giré y me dirigí hacia la cocina. En
cuanto bajé las escaleras y llegué al comedor, vi a un hombre
sentado en una silla, frente a la mesa alargada de madera.
Nunca lo había visto antes. No pertenecía al servicio y
tampoco era uno de los guardias de seguridad. Su cabello
castaño y ligeramente ondulado, le llegaba por los hombros y
llevaba parte recogido en un moño. Su piel blanquecina,
ligeramente bronceada, contrastaba con sus ojos azules claros,
que estaban fijos en la pantalla de su teléfono móvil.
La cara del chico se iluminó en cuanto me vio. Se levantó y
agarró mi mano, para darme un tenue beso en el dorso.
—Tú debes de ser Nelli. Mi más sentido pésame —dijo, en
un italiano mediocre, con un acento muy pronunciado, que no
supe identificar.
—Gracias —le agradecí—. ¿Conociste a mi madre?
El chico ladeó la cabeza, para centrar su mirada en mis ojos.
—La vi en un par de ocasiones. No te pareces nada a ella.
Algo en su forma de mirarme, me dijo que no hablaba solo
sobre el aspecto físico. Pero preferí no preguntarle a que se
refería, no le conocía de nada.
—Un placer conocerte…
—Ivan —terminó por mí—. Ivan Mikhaivol. Soy un buen
amigo de Marco.
—Un placer, Ivan. Si me disculpas, voy a la cocina a
prepararme algo para cenar.
—No te disculpo.
Arrugué la nariz.
—¿Cómo?
Ivan se rio y sujetó mi mano, invitándome a sentarme en
una de las sillas del comedor. Señaló la mesa adornada con un
mantel floreado encima del cual diversos platos de comida
prácticamente llenos, esperaban a los comensales.
No había pasado mucho tiempo en el comedor. Me resultaba
demasiado frío. Las paredes blancas adornadas con cuadros
que, dada mi incapacidad para el arte, no los encontraba
interesantes, a pesar de que estaba segura de que tenían gran
valor monetario. Los muebles impolutos que parecían recién
sacados de una exposición. Y la alfombra persa blanca, que
lejos de dar calidez, ponía un nudo en mi garganta, cada vez
que tenía que pisarla, sabiendo lo cara que era.
Un comedor debía de ser un lugar sencillo, donde las
familias se reunen para compartir la comida que Dios ha
puesto en su mesa. Donde se cuentan lo sucedido durante el
día. Ese sitio, donde puedes ensuciar sin miedo, no sentirte
aterrorizada porque a tu hermano pequeño se le ha caído
tomate en la alfombra.
Por eso comía en la cocina o en la sala de juegos, que era el
lugar en el que mis hermanos comían generalmente.
—Marco se ha ido a acostar a vuestros hermanos y me ha
dejado solo con comida suficiente para un regimiento. No me
gusta comer solo, ¿me harías el honor de acompañarme?
Hizo una reverencia, como si fuese una reina. No me
sorprendía que fuesen amigos, Ivan parecía ser igual de
excéntrico que mi hermanastro. Observé su vestimenta: una
camiseta ancha naranja neón, que era cinco tallas más grandes
que las que le correspondía, con un dibujo de una vaca
sonriente en ella y un pantalón de chándal del mismo color.
Sus zapatillas blancas, con los cordones y la suela del mismo
color que su ropa, tenían más plataforma que las sandalias que
llevaba puestas. Pese a su atuendo deportivo, tuve la sensación
de que lo que llevaba puesto costaba más que todo mi armario.
—No quiero molestar —dije, intentando escabullirme.
Pero él no me lo permitió y tiró de mí hasta que logró que
me sentase en una de las sillas de madera. Él se sentó a mi
lado y me sirvió ensalada en el plato que tenía frente a mí.
—Quédate conmigo. Me gustaría conocerte mejor. Nico y
Fabio se han pasado toda la tarde hablando de ti. Te han puesto
tan por las nubes, que es como si ya te conociese de toda la
vida.
—Son adorables —añadí, cogiendo un trozo de pan y
pronunciando una breve oración ante la mirada de simpatía de
Ivan—. Me tienen en muy alta estima. No todo es bueno —
bromeé.
—Puedes contarme tus secretos más oscuros. —Se inclinó,
susurrándome al oído—. Puedo ser tu confidente.
—No tengo de esos —sonreí. Y eso hubiese sido cierto un
par de días antes. En ese instante, lo que el beso de Marco me
había hecho sentir, era mi secreto oscuro inconfesable.
—Todos los tenemos. —Me guiñó un ojo, incorporándose y
volviendo a centrar su atención en la comida—. Y es lo que le
da gracia a la vida.
—¿Marco y tú, sois amigos de hace mucho tiempo? —
pregunté, para cambiar de tema, mientras sostenía un tenedor y
picaba una aceituna con el.
Si Ivan se dio cuenta, no mostró señales de ello.
—Hace unos diez años más o menos —respondió, a la vez
que se inclinaba hacia delante para agarrar un trozo de pan que
había en un pequeño cesto y darle un mordisco—. Nos
conocimos cuando él fue de intercambio a Rusia, en la
facultad de medicina en la que ambos estudiábamos.
Así que ese era el acento ruso. Mi madre me había contado
que los padres de la madre de mi hermanastro eran rusos, por
lo que no era de extrañar que Marco hubiera pasado una
temporada en ese país.
—¿Tú también eres médico?
Él negó con la cabeza.
—Empecé la carrera, pero lo dejé el primer año. No era lo
mío —contestó escuetamente. A pesar de que nos acabábamos
de conocer, pude ver que ese era un tema incómodo para el—.
Lo mío siempre ha sido la música. —Su tono de voz cambió a
uno más alegre—. Soy DJ y cinco de cada cuatro expertos,
dicen que soy uno de los mejores. —Apoyó sus codos sobre la
mesa e hizo un gesto con las manos—. Y el uno restante, es un
envidioso.
Solté una pequeña risa al escucharle. Nunca esperaría
decirlo de un amigo de mi hermanastro, pero Ivan era una
compañía agradable. Aunque, no sabía si me sorprendía más
eso o que Marco tuviese amigos.
—Mi padre tocó la guitarra en un grupo cuando era joven
—añadí, con entusiasmo renovado. Hablar sobre mi progenitor
se sentía bien.
—¿Y tú has seguido con la tradición familiar?
Negué con la cabeza.
—Me enseñó a amar la música, pero mi oído musical deja
mucho que desear. Soy asistenta social.
—Así que ayudas a los desfavorecidos. —Se tocó la barbilla
con la mano derecha—. Te pega.
Me encogí de hombros, no era la primera persona que me lo
decía.
—Supongo que sí, es lo que siempre he querido ser.
—Eso es lo importante, luchar por aquello que amamos —
dijo con anhelo, sus ojos brillaron, perdiéndose en sus
pensamientos durante unos segundos, como si estuviese
recordando algún momento del pasado—. Me gustas, chica. —
Su expresión cambió, esbozando una sonrisa que me mostró
un pequeño diamante en su colmillo superior derecho—. Un
día tienes que venir a verme tocar.
—Eso está hecho.
—Dime, Nelli, ¿te está gustando Roma? —inquirió.
—No he tenido la oportunidad de visitar la ciudad. —A
pesar de que mi madre vivió durante años allí, había preferido
que nos viésemos en Londres. Solamente había estado durante
dos ocasiones y en la primera, durante un fin de semana en la
boda de mi progenitora y Benedetto—. Con todo lo que ha
pasado, no he tenido mucho tiempo para hacer turismo. Pero
es una ciudad preciosa, con mucho que ofrecer. Me gustaría
visitar el Vaticano.
—Vengo varias veces al año a Roma y nunca he ido al
Vaticano —comentó, mientras se metía un trozo de carne en la
boca.
—¿Y eso? —pregunté con curiosidad. Fuese o no católico,
era una para obligatoria para cualquiera que visitase la ciudad.
—Porque tu Dios le va a lanzar un rayo en el momento en el
que ponga un pie en la plaza de San Pedro.
Ladeé la cabeza hacia el sonido de la voz. Marco nos
observaba con su sonrisa habitual. No la que había usado
estando a solas con nuestros hermanos, sino una perfeccionada
con los años para ocultar su verdadero ser. Durante los pocos
encuentros que habíamos tenido, había aprendido que mi
hermanastro no era lo que fingía ser. Cada sonrisa, cada
carcajada, cada broma mordaz, eran parte de un personaje, una
máscara que se había creado, todo perfectamente ensayado.
Él se movía con gracia, acechando, observando a los de su
alrededor y sabiendo qué decir para incomodar y a atormentar
a los demás. Ese parecía ser su gran motivación. Como si todo
fuese un juego macabro que había creado para su propia
diversión, como si nada le importase. No obstante, yo sabía
que no era así.
Lo vi en el reservado la noche en la que nos besamos: su
sufrimiento; su dolor y su impotencia.
Pero, mi gran pregunta era, ¿por qué, por qué esconderse?
¿Quién era realmente Marco y por qué yo tenía la
necesidad, cada vez más profunda de averiguarlo?
—Que no seas católico no te da derecho a faltar el respeto a
los que si lo somos. Me estoy empezando a cansar de tus
burlas —dije, arrepintiéndome en el momento que las palabras
salieron de mi boca. Seguía cayendo en sus provocaciones,
como una oveja ante el lobo. Sabía que tenía que ignorarle y
mantenerme lejos y a salvo, pero era incapaz.
Marco se sentó frente a nosotros, ignorando mis palabras.
—Ivan es gay —añadió, señalando a su amigo con un
tenedor que cogió de la mesa. Éste suspiró y se mordió el labio
inferior con los dientes—. Tu Dios le menosprecia porque se
folla a hombres.
—Marco —siseó.
—Eso es mentira. El papa acepta a los homosexuales y a
nuestro señor no le importa la orientación sexual de sus hijos.
Era cierto que muchos sacerdotes, entre los que se
encontraba el de mi iglesia en Londres, tenía ciertos prejuicios
al respecto, pero era algo que no le iba a decir a Marco.
Algunas cosas eran difíciles de cambiar, sobre todo en las
personas mayores que eran más cerradas de mente.
—¿Y tú, Pocahontas, tienes algún problema?
—En absoluto —respondí, entrecerrando los ojos—. Todos
somos iguales a ojos de Dios —le dije a Ivan, apoyando mi
mano en su hombro, mostrándole mi apoyo—. Marco no me
conoce.
—¿En serio? —El pelirrojo colocó sus dos brazos estirados
en la mesa, tocando mi plato con una de sus manos y pasando
su dedo por el borde—. ¿Seguro que no vas a correr
despavorida si te digo que la polla de Ivan y la mía se han
conocido muy íntimamente?
—¡Joder, Marco! —exclamó su amigo.
—¿Eres gay? —Mordí suavemente mi lengua, rezando
mentalmente para que las palabras que acababa de pronunciar
regresasen a mi boca. Marco estaba siendo irrespetuoso
conmigo, molestándome y llevándome al límite. Su
orientación sexual debería ser lo último que debería
importarme. Pero lo hacía.
—¿Te importaría?
—No, me da lo mismo —tartamudeé, consiguiendo que mi
hermanastro se riese con ganas, mientras mi rostro se
coloreaba de un intenso rojo.
—Eres muy mala mentirosa, Pocahontas. —Su mirada se
posó en la mía, con un brillo travieso en ella—. Tu boca dice
una cosa, pero tus pezones erectos ayer, decían otra.
—¿En serio, Marco? —preguntó Ivan, con incredulidad.
Eso era mentira. ¿Por qué lo era, verdad? Su beso me había
afectado, no podía negar eso, mi cuerpo había reaccionado a él
y por supuesto que él lo había notado.
Arrastré la silla hacia atrás y me levanté con tanta fuerza
que se cayó, provocando un estruendo.
—Nelli, ¿estás bien? —escuché decir a Ivan, mientras salía
de la estancia, sin girarme para responderle.
Nunca había sentido ese agudo sentido de la vergüenza. No
dejé de andar hasta que alcancé mi dormitorio y cerré la
puerta. ¿Qué me pasaba? ¿Por qué permitía que Marco me
afectase de esa manera?
Apoyé mis manos en el alfeizar de la ventana, respirando
con dificultad. Entrecerré los ojos, intentando calmar los
pensamientos que recorrían mi cerebro a la velocidad de un
rayo. Eran tan fuertes los latidos de mi corazón que no escuché
el sonido de la puerta al abrirse, por eso cuando una mano se
colocó en mi hombro, encima de la fina tela del vestido, di un
brinco, junto a un chillido que podía despertar hasta a los
muertos.
—Tranquila Pocahontas, no corres ningún peligro. —La voz
de mi hermanastro golpeó mi oído derecho y un olor a colonia
inundó mis fosas nasales.
Su pecho rozando mi espalda. Invadiendo mi espacio sin
ningún tipo de pudor. Marco no respetaba las distancias, él
estaba por encima de las normas básicas de educación. Y yo
estaba demasiado aturdida para abrir la boca.
—Te has ido antes de que pudiese responder a tu pregunta.
—Su nariz se presionó contra mi pelo e inspiró—. Tan dulce
—susurró, más para él que para mí.
No abrí la boca. Mi mirada fija en el exterior sin ver. Las
sensaciones que mi hermanastro me provocaba eran nuevas
para mí.
Él tiró de mi brazo para que me girase, en cuanto lo
consiguió, sus dedos pulgar e índice me agarraron la barbilla
para obligarme a mirarle a los ojos.
—Me gustan las mujeres —dijo, respondiendo a la pregunta
que le había hecho en el salón—. Aunque, también los
hombres. Me gusta el sexo, Pocahontas y del género que sea
mi compañero de cama me resulta indiferente. Ivan y yo nos
conocimos íntimamente cuando fui a estudiar a Rusia, pero
hace años de eso.
—Ah. —Tan tonto como podía parecer, fue el único sonido
que pude emitir.
Su mano se deslizó por mi costado hacia mi muslo. Empujó
hacia arriba mi vestido, agarrando mis bragas con una de sus
manos. Sin previo aviso, desgarró mi ropa interior, el elástico
quemando mis muslos por la fricción.
Un gemido ahogado brotó de mis labios.
—Marco, ¿qué haces?
—Darte lo que quieres, pero no te atreves a pedirme —
contestó, poniéndose de rodilla frente a mí, separando mis
muslos, con su atención enfocada entre mis piernas abiertas.
Nunca me había encontrado en una situación así. Jamás le
había permitido a Tobias llegar tan lejos. Ningún hombre
había visto esa parte de mi cuerpo. La realización me golpeo
con un muro de ladrillos al darme cuenta de que no me
molestaba que Marco estuviese contemplando mis partes más
íntimas. Al contrario, mi piel se sentía en llamas, preparándose
para lo que estaba por venir.
Mi hermanastro se inclinó hacia delante y besó la parte
interior de mi muslo derecho, provocando que mis piernas
temblasen.
—Agárrate al alfeizar —susurró, soplando entre mis
pliegues.
Obedecí, colocando mis manos a mis lados, agarrándome
con fuerza para no caerme.
Su boca se zambulló en mi vagina. Lamió lentamente,
trazando el contorno de mis labios antes de revolver su lengua
sobre mi clítoris. Sentí como dos dedos se deslizaban dentro
de mi hendidura, acompañando al movimiento de su lengua.
—Estás jodidamente apretada —dijo, separándose durante
unos segundos para volver a chupar y provocar a mi clítoris.
Jadeé, flotando en una nube de placer y lujuria. Sacó sus
dedos y su lengua cogió velocidad, provocando que una
sensación cálida y hormigueante me recorriese el cuerpo, pero
no lo suficiente para que el orgasmo que se estaba acumulando
llegase a buen puerto.
—Marco. —Mi voz sonó mitad necesitada, mitad
suplicante.
Mi hermanastro levantó la vista y me mostró su sonrisa
maliciosa. Lo estaba haciendo adrede.
—¿Qué necesitas?
—No lo sé —lloriqueé
—Sí que lo sabes, Pocahontas. Si quieres que te lo dé, vas a
tener que pedírmelo.
Bajó la cabeza y lamió mi clítoris suavemente,
mordisqueándolo con los dientes.
Frustrada, me solté de mi agarre en el alféizar y enredé mis
dedos en su pelo, tirando con fuerza contra mí, obligándole a
darme lo que necesitaba.
Oí su risa ahogada, pero no vaciló, siguió provocándome,
metiendo su lengua por mi hendidura.
—Dame un orgasmo —pedí, rindiéndome.
El fuego se disparó a través de cada fibra de mi cuerpo tan
pronto como Marco aumentó la velocidad, su boca
devorándome como si fuese su plato favorito. Me quedé sin
aliento cuando sus dedos se unieron a su boca, drenando cada
gramo de placer en mí.
—Córrete, Pocahontas. —La vibración de sus palabras
contra mi tierna piel era justo lo que necesitaba para explotar.
Mi orgasmo me atravesó violentamente. Cerré los ojos
mientras Marco masajeaba y acariciaba mi clítoris, hasta que
cada último pulso de placer salió de mi cuerpo.
Todo el placer que había sentido hasta ese momento
procedía de mis propios dedos. Nunca había sido tan valiente
como para usar juguetes y no habían sido ni mitad de
placenteros que el que mi hermanastro me había
proporcionado.
Finalmente, Marco se levantó. Bajó mi vestido,
cubriéndome y se inclinó para llevarme en brazos hasta el
sillón de cuero negro que había en mi habitación.
Con los ojos aún cerrados, sentí como me dejaba sobre el
cuero y se alejaba. Apoyé la cabeza contra el respaldo. Mi
tranquilidad cayó cuando un destello de realidad se registró en
mi cabeza.
Lo que acababa de hacer no tenía vuelta atrás. ¿Cómo algo
que estaba tan mal, podía sentirse tan bien?
Marco era pura tentación, un pecado capital que había
cometido, del que no podía esperar el perdón divino.
Abrí los ojos para ver en la mirada de mi hermanastro, fija
en la mía, una expresión que nunca antes había visto en su
rostro: hambre. Sentado en el borde de la cama, su mirada
recorría mi cuerpo con deseo.
—Hay un refrán que dice: es de bien nacidos ser
agradecidos —dijo, su voz más grave, más ronca de lo
habitual, las palabras siendo pronunciadas lentamente, a la vez
que señalaba su abultada entrepierna.
—No —siseé, con los dientes apretados. Ya había pasado
una línea que nunca debería haber atravesado, no iba a ir más
lejos. Detestaba como me hacía sentir, como lograba que mi
cuerpo reaccionara a él. Me odiaba a mí misma porque, una
parte de mí, se sentía en deuda con él.
—Para ser católica, eres un poco egoísta. —Se levantó y se
acercó hacia mí, con una de sus manos en el botón de su
pantalón—. ¿No dice tu Dios que ayudes al necesitado? Yo
necesito tu boca en mi polla.
Se desabrochó el botón, bajo la cremallera y su mano
desapareció en el interior de sus calzoncillos. Me levanté a
toda prisa antes de que su miembro estuviese a la vista. Corrí
hacia el baño y cerré la puerta con pestillo.
Sentándome en la taza del váter, enterré mi cabeza entre mis
piernas. Nunca había sentido nada tan aterrador.
Porque sentía. Lo sentía todo. Quería salir fuera y darle
placer. Hacerle sentir igual de bien que él me había hecho
sentir a mí.
Demostrarle lo correcto que era aquel acto incorrecto.
Pero no podía hacerlo. Y no solo porque estaba prometida,
ni tampoco porque mi hermanastro fuese peligroso.
No, no temía a Marco. La razón por la que no podía hacerlo,
lo que realmente me aterraba, eran las reacciones que él
despertaba en mi cuerpo, la facilidad con la que me
acostumbraba a ello. Porque él tenía ese efecto en mí, sabía
que teclas tocar, como si conociese mi cuerpo mejor que yo
misma. Él había logrado en dos semanas lo que Tobias no hizo
en casi dos años: que tuviese ganas de más, que la línea entre
el bien y el mal se volviese difusa cuando estaba a su lado.
Porque, en ese instante, lo único que quería era sentir sus
dedos sobre mi piel.
Solo cuando escuché la puerta de mi habitación cerrándose,
me atreví a salir. Al principio, solo abrí un poco la puerta,
sacando la cabeza levemente, asegurándome de que no era un
truco. Cuando vi que la habitación estaba vacía, emergí en
busca de mi camisón.
Necesitaba una ducha, limpiar los restos de Marco de mi
piel. Aunque, el agua no podía borrar los recuerdos que se
habían instalado en mi cerebro. Ni la sensación que su boca y
sus dedos me habían provocado, esos me acompañarían el
resto de mi vida.
Un objeto en la cama llamo mi atención. Al acercarme, vi
que se trataba de un pintalabios rojo y a su lado, una nota
escrita con una hoja del cuaderno que había sobre mi
escritorio.
«El rojo es tu color, úsalo».
Sostuve el pintalabios entre mis dedos. Y lo apreté al darme
cuenta de que Marco lo había llevado con él, antes de nuestro
encuentro. Tenía pensado entregármelo, seguir jugando
conmigo. Eso es lo que era para él, un juguete más de su
colección, un divertimento en su vida.
Era una completa idiota.
Caminé hasta la basura, que estaba a una esquina de la
habitación y tiré el objeto con furia.
Tenía que alejarme de Marco antes de que fuese tarde, antes
de que terminase cayendo del todo, antes de que él terminase
conmigo. Porque sabía que con la misma facilidad que me
había llevado al paraíso, me llevaría al infierno.
Capítulo 13
Marco
—¿Estoy siendo lo suficientemente claro? —preguntó mi
primo a uno de nuestros distribuidores, mientras disparaba al
hombre en la pierna.
Así era Gio, sin medias tintas, iba directo al grano. La
sutileza y la paciencia no estaban dentro de su naturaleza.
El hombre cayó al suelo, con un fuerte gemido de dolor y la
sangre salpicó mi camisa estampada de flores de manga corta.
Estábamos en uno de nuestros almacenes en el puerto de
Fiumicino. Uno de nuestros cargamentos estaba tardando en
ser distribuido más tiempo de lo acordado y nuestro
distribuidor solo nos daba excusas.
—Te he hecho una pregunta, Federico —dijo, poniéndose
de rodillas y agarrando al hombre de su camiseta para acercar
su cara a la suya.
Federico asintió con la cabeza y mi primo le soltó con un
fuerte empujón que provocó que su cabeza chocase contra la
pared.
—Pensaba que solo veníamos de paseo. Si llego a saber que
una de las actividades de la excursión incluía una experiencia
sangrienta, me habría puesto ropa oscura —comenté,
señalando mi camisa manchada—. Menos mal que el rojo
combina con todo.
Mi primo entornó sus ojos ante mi comentario y se dirigió
hacia la puerta. Una vez había terminado con su cometido, ya
nada le retenía allí.
Esa era la diferencia entre ambos: Gio era bueno ejerciendo
dolor, disfrutaba con ello, pero al igual que la mayor parte de
los hombres de la mafia, se centraba en la parte física. A mí
me gustaba ir más allá.
Porque yo sabía que, para destruir a una persona,
especialmente a una de nuestro mundo, se necesitaba más que
un disparo de bala o rebanarle el cuello. El dolor no solo podía
ser físico, el peor sufrimiento de todos, el que podía llevarte a
la más absoluta ruina, era el psicológico. Era más devastador,
más desgarrador, más lento. Y más divertido para mí.
Por eso era tan bueno en la tortura. Porque era especialista
en joder la mente de las personas, en jugar con ellas,
deleitándome del sufrimiento que ellas mismas se habían
buscado. Dejando que rogaran, que suplicaran un perdón que
nunca llegaría, haciéndoles creer que tenían esperanzas, que
había una luz en el fondo del túnel. Cuando, la realidad era
que, no tenían ni la más mínima posibilidad, porque en nuestro
mundo, no existía la clemencia, ni las segundas oportunidades.
Me puse de cuclillas frente a Federico, que había logrado
sentarse, apoyando su espalda contra la pared. Con una mano,
intentaba taponar su herida de la pierna y con la otra, se
sujetaba la cabeza.
—Federico, Federico, ¿qué te has hecho? —canturreé,
peinando su pelo castaño, apelmazado y pegajoso debido a la
sangre que salía a borbotones de la brecha en el lado derecho
de su cabeza.
—Picchiarello, por favor —suplicó. Usando el mote que
nuestros soldados usaban a mis espaldas. Mi risa y mi pelo
rojo les recordaba al personaje de dibujos animados. Nadie se
atrevía a llamarme así a la cara, pero Federico estaba
demasiado aturdido por sus heridas como para ser consciente
de sus palabras. Aunque, en realidad, no me lo tomaba como
una ofensa. Los apodos eran muy habituales en nuestro
entorno, siendo yo el primero que se los ponía a los demás.
Algunos eran despectivos, otros, no tanto. Muchos se
sentían insultados por el suyo. No era mi caso. ¿Cómo iba a
serlo cuando yo había escogido el mío? Era cuestión de tiempo
que alguien me pusiese uno. Y mejor que fuese uno ocurrente,
hilarante. Por supuesto que, eso era algo que los demás no
sabían.
—Tranquilo, solo estoy preocupado por tu bienestar —
susurré, pasando la yema de mis dedos por su mejilla, en un
falso intento por reconfortarle—. No sé si lo sabías, pero soy
médico y puedo ayudarte.
Saqué mi petaca de uno de los bolsillos de mi chaqueta. Con
cuidado, le quité la mano con la que se presionaba la herida de
su cabeza, a pesar de sus quejas.
—Shhh, todo va a estar bien.
Vertí el contenido. En el momento en el que el alcohol hizo
contacto con la herida, los alaridos de dolor resonaron por las
paredes.
Una sonrisa enfermiza se dibujó en mis labios.
—Es por tu bien. Para que la herida no se infecte. Ahora, la
pierna, no queremos que tengan que cortártela.
Una expresión de horror se formó en el rostro de Federico,
que se arrastró por el suelo, en un intento desesperado y
patético por alejarse de mí.
Chasqueé la lengua y moví mi cabeza a ambos lados, como
si estuviese decepcionado con su comportamiento.
—Mira que eres desagradecido.
—Por favor, no —sollozó.
Haciendo caso omiso a sus súplicas, me levanté de un
brinco.
—Sé que es un poco molesto, pero es por tu bien. Además,
ninguno de los dos quiere que el colegió de médicos revoque
mi licencia por no cumplir mi juramento hipocrático.
Di un par de pasos hacia la mesa de acero inoxidable bajo la
que Federico estaba intentando ocultarse. Al ser un hombre
joven y delgado, tenía bastante agilidad y había logrado
moverse bastante rápido a pesar de sus heridas. Sin embargo,
no lo suficiente.
Me incliné y vertí el resto del contenido en su muslo
derecho en el que la bala le había rozado. No era una herida
grave, mi primo se había asegurado de ello. No quería matarlo,
solo darle una lección.
Federico emitió una cacofonía de gritos angustiados que se
elevaron en crescendo cuando su cabeza se golpeó contra la
mesa de acero.
Hoy no era su día de suerte.
Dejé a nuestro distribuidor recapacitando sobre sus errores y
me dirigí al exterior, donde Gio se fumaba un cigarrillo,
apoyado en la pared, mientras que, con la otra mano, sostenía
su teléfono móvil, que lo tenía sobre su oreja.
—Luego te llamo —le escuché decir, cuando alzó la mirada
y se encontró con la mía—. Sí… —Hizo una mueca—. Yo
también. Adiós.
Solo era las ocho de la mañana, pero el cielo estaba
nublado, anunciando un día de lluvias. La temperatura había
descendido respecto a los días anteriores, haciendo que, a
pesar de mi resistencia al frío, tuviese que ponerme una
chaqueta por encima de la camisa.
—¿Va todo bien con Nelli? —preguntó en cuanto llegué
hasta donde él, provocando que cada célula de mi cuerpo, se
pusiese rígida.
Pese a ello, mantuve mi habitual expresión relajada.
—De camino al puerto, hemos estado más de cuarenta
minutos en tu coche a solas y no me has preguntado por ella,
¿qué te ha dicho Julieta mientras yo hablaba con Federico? —
Era evidente que la persona que estaba al otro lado de la línea
era ella.
Mi primo se pasó una mano por el pelo y le dio otra calada a
su cigarrillo.
—Ella está preocupada por Nelli. Sabe lo que es no
pertenecer a este mundo y verte envuelta en el.
Julieta estaba comenzando a resultar demasiado molesta.
Como una mosca que zumba a tu alrededor, irritante y pesada.
Normalmente, la aplastaría con mi mano. Era lo que se
merecía. Sin embargo, no podía hacerlo, porque era la novia
de Gio y jamás haría nada que perjudicase a la Familia y
mucho menos a mi primo. Él la amaba y ella le amaba a él, y
eso era suficiente para que la aguantase.
Aunque, era mejor que comenzase a aprender sus límites si
no quería que arrancase sus alas una a una.
—Nelli está perfectamente —respondí en tono sereno,
apoyándome contra la pared a su lado y centrando mi mirada
en el mar—. Está viviendo una aventura. —Y realmente lo
estaba haciendo. Si él supiera…
Gio suspiró.
—Marco, ella es la hermana de Nico y Fabio.
—Sé quién es. Aunque, gracias por el recordatorio. —Le di
un suave toque en el hombro, a modo de falso agradecimiento.
Noté su mirada fija en mí. Ladeé mi cabeza para centrar mis
ojos en los suyos. Él escrutó mi rostro, buscando algo que
debió de encontrar, porque se pasó la mano por la cara con
frustración.
—Envíala a casa. Esta misma tarde. Compra un par billetes
de avión y que uno de nuestros hombres la acompañe a
Londres.
Mi pecho comprimió mis pulmones como un puño de hierro
y mis manos se cerraron en puños.
Podía ser mi primo y en términos jerárquicos, mi jefe.
Respetaba su posición y siempre obedecería sus órdenes en lo
referente a la Familia, pero no iba a permitir que me dijese lo
que tenía que hacer con mi vida. Que Nelli se quedase o no era
solo asunto mío, no de él. Ella había alargado su estancia
porque yo había querido que fuese así, se quedaba en la casa
de mi padre porque yo se lo permitía y abandonaría la ciudad
cuando yo quisiese. Y aún no había llegado ese momento.
Ni Gio, ni Julieta, ni nadie a nuestro alrededor tenía
elección sobre eso. Ni siquiera la propia Nelli.
Además, ella no quería irse. Ella estaba donde quería estar,
en Roma, cerca de mis hermanos, cerca de mí.
Me incorporé, separándome un poco de la pared y me giré
hacia él. Mi expresión se endureció.
—Nelli se queda —dije con firmeza, no había debate en eso
—. Y no pienso repetírtelo. Se irá en el momento que yo y
solo yo, decida
—Siempre y cuando no afecte a la Familia, está bien —
claudicó—. En el instante que su presencia afecte a los
negocios, ella se va.
La voz de mi primo adoptó un tono severo, de los que no
aceptaban ningún tipo de réplica. Una expresión de
superioridad apareció en su rostro, dejando clara su autoridad
sobre mí. Su barbilla alzada y su mandíbula tensa.
Para Gio lo más importante era la Familia y le respetaba por
ello. A diferencia de su hermano mayor, Enricco, él había
nacido para ser Don. Él sería el mejor Don que nuestra Familia
podría tener y yo estaría a su lado, apoyándole. Porque era leal
a él y eso nunca cambiaría.
—Nunca haría nada que perjudique a la Familia. —Pese a
mis palabras, mi tono se suavizó—. Si algún día lo hago,
tienes mi permiso para matarme de la manera más cruel que se
te ocurra. —Estiré mi mano para que la apretase. Era mi
manera de mostrarle mi respeto.
Mi primo apretó mi mano y tiré de él para darle un abrazo,
algo que sabía que odiaba y justo esa era la razón por la cual lo
hice. Tanto él como mi tío aborrecían el contacto, tan
diferentes a mi padre y a mí. Le di varias palmadas con fuerza
en la espalda y Giovanni se separó de mí, con cara de disgusto.
—Como me alegro de que hayamos arreglado nuestras
diferencias —dije, a la vez que aplaudía. Retrocedí un par de
pasos y volví a apoyarme sobre la pared, cuando visualicé a lo
lejos, por el paseo del puerto, una figura que me resultaba
familiar—. ¿Ese no es Fiorello Marchetti? —Señalé a un
hombre que se acercaba a nosotros, montado en un patinete
eléctrico.
El Don de la Familia Marchetti prefería ese método de
transporte al coche. No era raro verle acudir a las reuniones
montado en el o verle por las calles de Roma, sorteando a la
muchedumbre, mientras sus guardaespaldas corrían tras él.
Su hijo, con las llaves del coche en la mano, iba detrás de el
a paso ligero. Evidentemente, alguien tenía que haberle traído.
El puerto estaba demasiado alejado del centro de Roma para
que hubiese podido hacer todo el trayecto en patinete.
—¿Qué cojones hacen aquí? —preguntó mi primo,
observando a padre e hijo, que nos habían visto y se acercaban
hacia nosotros. Era una pregunta de la que Gio no esperaba
una respuesta, ya que era evidente: encargarse de alguno de
sus negocios, al igual que nosotros.
Así todo, contesté. Si por algo me caracterizaba, era por mi
buena educación.
—Afianzar su relación padre e hijo, disfrutando de una
bonita mañana por el puerto. Deberías probarlo. Va a quedar
un buen día —comenté, apuntando al cielo con el dedo índice,
que cada vez estaba más oscuro—, llama a tu padre y organiza
un picnic con él en Villa Borghese. Puede ir también Julieta y
así tiene algo que hacer y no mete la nariz en los asuntos del
resto.
Mi primo levantó su dedo medio hacia mi.
—Giovanni, Marco —saludó Fiorello, frenando el patinete
frente a nosotros, pero sin bajarse. Se ajustó su casco. También
llevaba puesto las coderas, rodilleras y muñequeras. Fiorello
era un arduo defensor de las normas de circulación, que eran
las únicas reglas aparte de las la mafia, que respetaba.
Su hijo, en cambio, nos dio un rápido abrazo a cada uno. Su
cabello rizado, se movía con la brisa. Simone me caía bien.
Aunque nuestras Familias no eran tan cercanas como lo
habíamos sido con los Rossi, teníamos algunos negocios
juntos y habíamos coincidido en varias ocasiones. Su estilo
desenfadado y la forma de tomarse la vida, con humor, era
algo poco habitual en nuestro mundo. Además, era aficionado
a la magia y me había enseñado un par de trucos bastante
interesantes. Tenía que reconocer que era bueno en ello.
Pero, también era un hombre de honor y digno heredero de
su padre. Algo que se veía en la obligación demostrar
continuamente y en lo que me identificaba con él. Aunque,
nuestros motivos fuesen diferentes. En su caso, el color oscuro
de su piel, evidenciaba que no era hijo biológico de sus dos
padres. Nadie sabía si era adoptado o un hijo bastardo y sus
padres nunca habían dicho una palabra al respecto,
alimentando todo tipo de rumores, que ni ellos, ni Simone, se
habían molestado en detener.
Nuestro mundo era muy cruel con los que eran diferentes. Y
a Simone, al igual que a mí, no le había quedado más remedio
que luchar por el lugar que nos pertenecía en nuestras
Familias.
—Mi más sentido pésame, Marco. —Fiorello me dio sus
condolencias—. ¿Cómo está tu padre?
—Sigue en coma, pero esperamos que se despierte pronto.
—Rezaremos por él.
No eran oraciones lo que mi padre necesitaba, sin embargo,
no lo dije en alto. Fiorello solo trataba de ser educado. En el
fondo, le importaba una mierda lo que le ocurriese a mi padre
o a cualquiera de otra Familia que no fuese la suya. Y no podía
culparle por ello. Porque a mí me sucedía lo mismo.
Puede que fuésemos cordiales los unos con los otros, pero
cada uno siempre miraría por los intereses de su propia
Familia. A ninguno de nosotros nos temblaría el pulso si, en
algún momento, teníamos que disparar al integrante de otra
Familia para proteger a la nuestra.
Como en todas las guerras, nuestras alianzas y pactos eran
temporales.
—¿Qué os trae por el puerto? —preguntó Gio.
—Mi padre se ha comprado un patinete nuevo y quería
probarlo por un sitio donde no atropellase a nadie —respondió
Simone con una sonrisa y sus manos metidas en los bolsillos
de sus pantalones.
Me reí ante su broma. Sin embargo, fui al único que le hizo
gracia. Su padre le miraba con reprobación y Gio negaba con
la cabeza.
—Acabamos de tener una reunión con Elezi —explicó
Fiorello, provocando que mi primo bufara.
Konstandin Elezi había sido uno de nuestros socios albanos.
El producía droga, especialmente cannabis y nosotros la
distribuíamos. Negocio que habíamos compartido con los
Rossi. Cuando la guerra entre ambas Familias estalló, Elezi
eligió a los Rossi por encima de nosotros. Aunque, habíamos
vuelto a firmar una tregua entre las dos Familias, no habíamos
vuelto a asociarnos con Elezi.
Konstandin lo había intentado, pero el orgullo de mi tío
Tomasso no se lo permitía. Para él, los Elezi eran unos
traidores, pensamiento que mi primo también compartía.
A mi parecer, habían sido valientes eligiendo bando y no
quedándose en una esquina como unos cobardes, esperando a
que nos matásemos entre nosotros para llevarse su parte de
pastel, como habían hecho el resto de Familias y socios.
—¿Te has asociado a ese hijo de puta? —preguntó Gio, con
sus ojos marrones llenos de furia.
Puse mis ojos en blanco. Por Dios, que temperamental era.
Qué disgustos se pillaba por cualquier tontería.
—¿Y si fuese así habría algún problema? —replicó Fiorello,
frunciendo el ceño.
Coloqué la mano en el hombro de mi primo para evitar que
se lanzara sobre el Don.
—No, pero pensaríamos que no sois de fiar —respondió,
quitando mi mano de su hombro de un empujón.
—Tranquilo, Bianchi. —Fiorello apartó sus manos de los
manillares, levantándolas hacia arriba en señal de paz—. Tan
solo ha sido una charla informativa.
—¿Sabíais que su hija y Tiziano Morenatti están
prometidos? —nos preguntó Simone, que se había colocado
delante de su padre, por si Gio hacia el intento de bajarlo del
patinete de un puñetazo.
Ese fue mi momento para sorprenderme. Tiziano no me
había comentado nada cuando nos vimos en el hospital. Que,
por otro lado, tampoco esperaba que lo hiciese. No se
caracterizaba por ser una persona demasiado comunicativa y
no es que él y yo tuviésemos una relación estrecha en la
actualidad como para contarme su compromiso. La habíamos
tenido en un pasado, pero no ahora.
Aunque, pensándolo bien, no era tan extraño. Sabía que,
antes o después, Tiziano se casaría. No porque fuese su
decisión, sino porque su Familia se lo pediría y Tiziano haría
lo que fuese por la Familia Rossi. No conocía los detalles, pero
no hacía falta hacerlo para saber que se trataba de un
matrimonio de conveniencia. A Adriano Rossi le interesaba
unir su Familia a la de los Elezi. Y Tiziano haría lo que su Don
le ordenase.
—No, no lo sabíamos —contestó Gio, con una sonrisa
maliciosa—. Tiziano está de enhorabuena, se lleva una mujer
dócil que estará feliz de que se encargue de los negocios de su
padre cuando éste fallezca.
Fiorello asintió, pero Simone estalló en carcajadas.
Besjana no era del tipo de mujeres que aceptasen con una
sonrisa estar a la sombra de su marido. Ella aspiraba a mandar.
A pesar de ser hija única y que estaba más que capacitada para
hacerlo, los hombres de su padre no aceptarían órdenes de una
mujer. En nuestro mundo, todavía había mucho que cambiar.
Por una vez en su vida, Adriano había sido inteligente.
Tiziano era el marido perfecto para Besjana. No iba a discutir
con ella, ni siquiera iba a molestarse en hacerla entender qué
límites no debía sobrepasar. Tiziano se limitaría a ignorarla
hasta que ésta se diese cuenta por sí misma de que no tenía
nada que hacer. Era imposible sacar de quicio a mi ex- mejor
amigo.
—¿Ya sabéis quien dio la orden de matar a Benedetto y a su
mujer? —preguntó Fiorello.
—Aún no —respondió mi primo con frustración.
Katsuro había llamado a todos sus contactos, pero no había
conseguido ningún resultado. Nadie sabía nada. Como si se
tratase de un fantasma que se hubiese evaporado. Pero los
fantasmas no existían y nadie podía escapar de la furia de la
mafia y mucho menos de la mía, le encontraríamos.
—Contar con la Familia Marchetti. Nadie fuera de nuestro
mundo ataca a un miembro de nuestras Familias y se va de
rositas.
Fiorello tenía razón. Podíamos matarnos entre nosotros,
pero no permitíamos que nadie se metiese en nuestros asuntos.
Si atacabas a uno, nos atacabas a todos. Y más cuando una de
las mujeres se veía envuelta.
En nuestro mundo era cuestión de honor proteger a nuestras
mujeres. Carina obtendría venganza, le gustase a Nelli o no.
✿✿✿✿
Un par de horas más tarde, atravesaba el amplio hall de la
mansión y me dirigía hacia las escaleras, para ir a mi
habitación y poder tomar una ducha, cuando unas voces
llamaron mi atención. Me di la vuelta y caminé hacia donde
provenía el sonido, el salón.
Fabio, todavía en pijama, se encontraba encima de Ivan, a
caballito, corriendo por toda la estancia. Por suerte, mi primo
llevaba una camiseta de sobra en su coche y había podido
cambiarme. No quería que mis hermanos me viesen con restos
de sangre.
—¡Más rápido! —gritó mi hermano, emocionado, mientras
enredaba sus manos en el cabello de mi amigo—. ¡Marco! —
me saludó cuando me vio, agitando sus brazos. Ivan se detuvo
y mi hermano se bajó de un salto, para correr hacia mí y
abrazarme.
Me agaché, lo agarré de la cintura y lo alcé, mientras él reía.
—Estás hecho todo un jinete —dije, mientras le hacía
cosquillas.
—Cada día mejor. Ayer la profesora Costa me felicitó —me
explicó con orgullo—. ¿Cuándo vas a venir a vernos?
Pellizqué su mejilla derecha con cariño y lo dejé sobre el
suelo.
—Pronto.
—Ivan. —Ladeó su cabeza para mirar a mi amigo—.
Quiero volver a montar.
Éste hizo una mueca, mientras se acercaba a nosotros.
—Solo si me prometes no dejarme calvo esta vez —Apuntó
con su dedo índice las manos de mi hermano, en las que había
varios mechones de su pelo—. ¿Sabes cuánto dinero pagaría la
gente por uno de esos? Millones.
Fabio asintió, mientras sacudía sus manos. Sin embargo,
cuando Ivan se agachó, mi hermano, que se subió encima de
él, fue a agarrar su cabello de nuevo para sostenerse.
—Fabio, no —le riñó, resoplando, a la vez que apartaba sus
manos para colocarlas sobre sus hombros.
—Marco —me saludó Nico, al que no había visto hasta ese
momento.
Se hallaba sentado en el suelo, su espalda apoyada sobre el
respaldo del sofá, con un libro en su regazo. Una sonrisa se
dibujó en mis labios al leer el título: «La Biblia ilustrada para
niños». La muy testaruda de mi hermanastra se las había
apañado para conseguir otro ejemplar, después de que le
hubiera quemado el anterior.
—Veo que te gusta mucho ese libro —comenté,
acercándome a él y sentándome a su lado—. ¿Cuándo tienes
catequesis de nuevo?
—El viernes —respondió—. ¿Puede venir mi amigo
Santino a pasar una tarde en casa?
El día anterior me había hablado sobre el niño que había
conocido en la iglesia. Nico no era un demasiado sociable y le
costaba hacer amigos. Por lo general, no permitíamos a los
menores de la Familia juntarse con niños de fuera de nuestros
círculos, pero, en esta ocasión, estaba dispuesto, por lo menos,
a investigar a la familia de Santino antes de tomar una
decisión.
Uno de nuestros soldados se estaba encargando de ello y
aún no me había pasado el informe.
Iba a contestarle que ya veríamos, cuando escuché una voz
familiar.
—Creo que me he dejado la chaqueta en… —Mi
hermanastra, que se hallaba en la puerta, se calló cuando nos
vio. Se detuvo, palideciendo en cuanto sus ojos se encontraron
con los míos.
No necesité más de dos segundos para comprender el
motivo de su comportamiento. Los mismos que tardó en
aparecer un hombre, que se colocó a su lado. Su prometido,
Tobias. ¿Qué hacía él allí? ¿No se suponía que había regresado
a Londres?
—Yo… Esto… La chaqueta… —Nelli señaló la blazer rosa
palo que yacía sobre una esquina del sofá.
Nico, que debió de comprender el balbuceo inconexo de mi
hermanastra, dejó el libro sobre el suelo y se levantó, para
coger la americana y entregársela.
—Gracias —le agradeció ella, dedicándole una tensa
sonrisa—. Nosotros ya nos vamos…
—¿No os quedáis a desayunar? —pregunté, levantándome
del suelo con gracia y acercándome a ellos—. Creo que no he
tenido el placer de conocerte. Soy Marco —me presenté, mi
voz saliendo más estrangulada de lo que me hubiera gustado.
Estiré mi mano hacia su prometido, quien la estrechó.
—Tobias.
No hacía falta leer mentes para saber que Tobias lo sabía.
Sabía lo que había sucedido entre Nelli y yo. O, por lo menos,
parte y la otra, no tardaría en descubrirla. Nelli lo tenía
dibujado en su rostro. No era buena ocultando secretos. Sin
embargo, no parecía molesto. ¿Por qué no estaba enfadado?
Aunque mi hermanastra no hubiera sido honesta con él y le
hubiera contado que yo la había forzado, debería de estar
furioso, sentirse amenazado por mí. Todo lo contrario, estaba
tenso, pero no era por Nelli. No, era por otra razón.
Tobias no pertenecía a nuestro mundo, ni sabía nada sobre
nosotros. Pero, así todo, ¿no debería querer matarme por tocar
a su prometida?
—Sería maleducado si lo rechaza…
—No, ya he reservado en una cafetería —se apresuró a
aclarar Nelli, interrumpiendo a su prometido, quien iba a
aceptar mi invitación.
Pasé la lengua por mis dientes, contemplando la interacción
entre ambos con interés. ¿Por qué iba a querer desayunar con
el hombre que había tocado a la mujer con la que él estaba
prometido? Ni la persona más educada del mundo lo haría. No
tenía ningún sentido. ¿Quizá lo de ellos dos era puro teatro?
¿Un futuro matrimonio de conveniencia?
Nelli, como había descubierto la noche anterior, era muy
inexperta. Incluso hasta tenía la duda de si era virgen. Se había
ruborizado como una monja cuando miré su coño desnudo y
me costó poder introducir un segundo dedo por su abertura a
pesar de lo húmeda que estaba.
Tal vez se estaba reservando para la noche de bodas. En
nuestro mundo, no era algo tan extraño obligar a la novia a que
llegase virgen al matrimonio y comprobar el día de la boda
que había cumplido con su obligación, a pesar de que a mí me
parecía arcaico y en nuestra Familia hacía décadas que se
había dejado de practicar, pero Nelli, aunque no pertenecía a
el, era muy católica, por lo que no sería tan sorprendente
viniendo de ella.
Lo que sí lo era, era la sensación amarga que recorría mi
interior al pensar en ello. No debería de importarme, debería
de darme igual el acuerdo al que ellos dos hubieran llegado.
Era una decisión de mi hermanastra, que a mí no me incumbía.
Entonces, ¿por qué estaba ardiendo de furia por dentro?
¿Por qué sentía que él no era merecedor de ello?
—Una lástima —añadí, esbozando una sonrisa—. Para la
próxima vez.
—Quería darte las gracias por cuidar de mi prometida —me
dijo Tobias, haciendo hincapié en las últimas dos palabras, a la
vez colocaba su mano alrededor de la cintura de Nelli y la
apretaba hacia su cuerpo.
Vaya, vaya. A lo mejor Tobias no era tan tonto como
parecía.
—Es un placer, en muchos sentidos —le respondí,
provocando que mi hermanastra palideciese, pero su
prometido no perdió la compostura. Era un buen actor.
Mis ojos verdes se fijaron en su mano durante un instante,
necesitando de todo mi autocontrol para no sacar mi cuchillo
de mis botas y cortarla.
—Me voy a quedar una temporada por Italia. —Pocahontas
se soltó de su agarré y le miró a la cara frunciendo el ceño,
parecía que la noticia le tomó por sorpresa—. Voy a llevar a
Nelli de viaje unos días, había pensado que Nico y Fabio
podían venir con nosotros y hacer una parada en Aqualandia,
me han dicho que es uno de los mejores parques temáticos de
toda Italia.
Antes de que pudiese abrir la boca para mandarle a la
mierda, Fabio vino corriendo hasta nosotros.
—Alessio estuvo allí. Me contó que había una piscina de
olas —dijo, emocionado—. ¿Voy a poder montar en la
tirolina?
Fabio tiraba del dobladillo de la camiseta de Tobias, para
que le mirase.
El prometido de Nelli se inclinó y despeinó el pelo de
Fabio. Mi pecho se apretó, mis palmas sudaban y me tomó
todo lo que no tenía para no cortarle la mano delante de mis
hermanos.
—La tirolina es para mayores, pero he leído por internet que
hay un barco pirata desde el que se puede saltar al agua.
—¿Un barco pirata? —preguntó Nico con interés. Se había
vuelto a sentar en el suelo, pero su atención ya no estaba
centrada en el libro, sino en el prometido de Nelli.
—Ivan —llamé a mi amigo, que nos observaba con atención
—, lleva a Nico y Fabio a desayunar, mientras hablo con
Tobias y Nelli.
—¡Yo no quiero desayunar! —se quejó Fabio—. ¿Cuándo
vamos a ir a Aqualandia?
Tobias se encogió de hombros.
—Depende de tu hermano.
—Este verano, no. Tal vez el siguiente —me las arreglé
para decir, a pesar de que hervía por dentro. El muy cabrón lo
estaba haciendo adrede. Intentando poner a mis hermanos en
mi contra. Estaba intentando vengarse de mí por tocar a su
prometida. Pero, era tan cobarde que no se atrevía a hacerlo de
frente. Estaba usando la ilusión de unos niños para sus fines.
Pensamientos enfermizos y asesinos volaban a toda rapidez
por mi cerebro y, en todos ellos, Tobias se desangraba en
medio del salón.
—No es justo. —Fabio puso un mohín en sus labios.
Nelli se inclinó y alzó a mi hermano pequeño en brazos.
—Marco tiene razón. Este verano tienes que estar en Roma.
Cuando tu padre se despierte se va a poner muy triste si no
estas cerca —explicó pacientemente, esbozando una sonrisa
suave.
Sus palabras me sorprendieron. Ella no creía que mi padre
pudiese recuperarse, había sido muy clara al respecto en
nuestras conversaciones anteriores. Así todo, se lo dijo a Fabio
para que no perdiese las esperanzas.
—¿Y cuándo papá esté bien, podemos ir todos?
—Eso estaría genial —respondió Nelli, dejando al niño en
el suelo.
—Vamos a desayunar. —Ivan se acercó a Fabio, para poner
una mano en su espalda y guiarlo hasta la cocina.
—Sí, nosotros también nos vamos —dijo Nelli, agarrando la
muñeca de su prometido, para tirar de él y marcharse.
Hacía bien en llevárselo. Porque, en el momento que mis
hermanos desapareciesen de la escena, nada me impediría
rajarle el cuello.
—Pocahontas —la llamé, cuando estaban a punto de irse—.
He encontrado esto en la basura, creo que es tuyo, se te ha
debido de caer. —Avancé un par de pasos hasta ellos y me
metí entre su prometido y ella, para entregarle el labial rojo
que había dejado sobre su cama y que ella misma había tirado
a la basura.
Noté la mirada de Tobias perforándome la espalda.
—Gracias —dijo ella, agarrando el labial en su mano con
reticencia, pero sin querer caldear más los ánimos.
—Aplícatelo, el rojo es tu color —Me incliné para
susurrarle al oído, sin importarme que su prometido me
escuchase.
Ella negó con la cabeza, sin embargo, no rebatió.
—¿Vienes a desayunar con nosotros? —me preguntó Nico,
mientras observaba a Nelli y a su prometido marcharse.
—Necesito una ducha primero.
Y no solo para limpiarme el sudor y los restos de sangre de
mi piel. También necesitaba una ducha fría para paliar el
efecto que había creado en mi cuerpo imaginar los labios
carnosos de Nelli pintados con el labial rojo y mi polla
alrededor de ellos.
Capítulo 14
Nelli
—¿No tenías una reunión con un cliente? —le pregunté a
Tobias, a la vez que le daba un sorbo al café con leche que la
camarera acababa de servirme. Tenía la garganta reseca.
Nos encontrábamos en una pintoresca cafetería en una calle
del centro de Roma poco concurrida. La habíamos encontrado
el día del funeral de mi madre y nos había parecido el lugar
perfecto para tener una charla.
Tobias había aparecido por la casa que mi madre y su
marido habían compartido, por sorpresa, pillándome
desprevenida. Le había intentado sacar de allí lo más rápido
posible, pero mi mala suerte había hecho que Marco y él se
encontrasen. Nunca había vivido una situación tan tensa. Por
lo general, era una persona que rehuía los conflictos, no me
gustaban las discusiones, ni las situaciones en las cuales la
tensión se podía cortar con un cuchillo. Pero, desde que estaba
en Roma, me veía envuelta en una situación estresante tras
otra.
—La tenía —Tobias miró por la ventana, hacia el callejón
por el que una señora en pijama depositaba una bolsa de
basura en el contenedor—, la he cancelado.
Ahogué un suspiro.
—No tenías por qué hacerlo.
—Sí, sí que tenía. —Su mirada se centró en la mía—.
Después de colgar el teléfono, solo podía pensar en ti. Llamé a
mi cliente, cancelé la reunión y me fui al aeropuerto. Era tarde
cuando llegué a Roma, por eso he esperado a esta mañana.
Su pelo estaba revuelto y el área bajo sus ojos, estaba
hinchada. Estaba hecho un desastre y era por mi culpa.
—Lo siento mucho. No tengo excusa.
—No estoy enfadado contigo, Nelli. Has tenido una vida
protegida en Londres, no estás acostumbrada a desenvolverte
en un ambiente que no es el tuyo. Tu padre y tu madre acaban
de morir y tu hermanastro se ha aprovechado de ti.
Él tenía razón en la parte de que había vivido una vida
protegida. Mi padre y mi madre se habían encargado de ello.
Apenas había viajado y mi vida no había sido como la de una
adolescente normal. Me había perdido situaciones que te
enseñan a saber desenvolverte en las dificultades y hasta que
mi padre enfermó, solo había conocido la parte amable de la
vida.
Mi mundo había estado lleno de luz y cojines de algodón.
Siempre escogiendo el camino fácil, aquel que me llevaba a mi
futuro sin dolor ni sufrimiento. Por eso había elegido a Tobias,
porque él era seguro y sencillo. Compartía mis creencias y
aceptaba mis decisiones sin rechistar. Me ofrecía el futuro que
había soñado desde niña. El futuro que creía que quería, ¿pero,
realmente era lo que quería?
—Marco no se ha aprovechado de mí —confesé, dejando
escapar una respiración profunda—. Soy la única culpable de
mis actos. —No era agradable decirlo en voz alta y mucho
menos a mi prometido, sin embargo, no era de las que echaba
balones fuera. Tenía que asumir las consecuencias de lo que
había hecho.
—Nelli, solo ha sido un beso. Me duele, pero lo entiendo.
Estás viviendo una situación complicada, y has cometido un
error. Lo importante es que te has arrepentido y me lo has
contado. En eso se basa las relaciones, en ser capaz de
perdonarnos.
Quizá unas horas antes hubiese estado de acuerdo con él,
pero ya no era solo un beso. En esos momentos, el beso
carecía de importancia, una menudencia en comparación con
lo que había sucedido la noche anterior.
Lo que había compartido con Marco tendría que haberlo
vivido con él. Debería de haber sido Tobias el primer y único
hombre que me provocase un orgasmo. Y debería de haber
querido que fuese así.
Había estado segura de que entregarme a él en nuestra
noche de bodas era lo correcto, lo que realmente deseaba.
Nunca me había sentido tentada sexualmente por mi
prometido. Nunca había tenido la necesidad de sentir sus
dedos recorriendo mi piel, provocándome placer. El mismo
que Marco me había hecho sentir la noche anterior. Había
creído que era por la manera en la que había sido educada,
porque mi cuerpo estaba preparado para esperar el momento
idóneo. Qué equivocada había estado.
Ahora lo sabía mejor. No me sentía atraída por Tobias.
Mi prometido era el tipo de hombre que me habían
enseñado que tenía que querer. El chico perfecto, con el que
tendría una bonita casa e hijos e hijas felices. El hombre que
me daría una buena vida, sencilla y sin complicaciones.
Una vida aburrida.
Tenía que cortar con él. No podía seguir mintiéndome a mí
misma y no podía seguir engañándole a él.
—Lo he estado pensando toda la noche. Tu padrastro sigue
en coma y legalmente no puedes llevarte a los niños. Si
fallece, vas a tener que meter a juicio a tu hermanastro e irá
para largo. Voy a alquilar un piso en Roma.
—¿Cómo? —Dejé la taza que sostenía entre mis manos con
tanta fuerza en la mesa que, parte del contenido, se derramó
por el mantel y por mi blusa rosa.
—Puedo realizar mi trabajo desde cualquier punto del
planeta —añadió.
—Tobias. —Mis ojos observaban el mantel de cuadros rojo
y blanco. Mi culpa se sentía tan pesada sobre mis hombros,
que no encontraba el coraje suficiente para mirarle a la cara.
Cuando por fin fui capaz, deseé no haberlo hecho. Mi
prometido me contemplaba con una suave sonrisa en sus
labios, sin rastro de enfado o desconfianza. Su rostro
iluminado por el amor que sentía hacia mí. Ese que le hacía
perdonarme y del que era tan indigna.
Tenía que dejarle ir. Él no se merecía que le hiciese perder
el tiempo.
—Es mejor que rompamos nuestro compromiso.
Tobias empujó su silla hacia atrás y todo su cuerpo se tensó,
como si acabara de asestarle un golpe mortal. Aunque, se
recompuso con rapidez y la calidez regresó a su cara.
—Nelli, sé que te sientes culpable y quieres protegerme. Te
quiero cariño, nuestra relación es muy fuerte, no podemos
rendirnos por el primer bache en el camino. —Estiró sus
brazos en la mesa, esperando que yo hiciese lo mismo con los
míos para sujetarle, pero no lo hice.
—No quiero hacerte daño. Ahora mismo necesito centrarme
en mis hermanos. Te mereces una mujer que pueda ofrecértelo
todo y yo no puedo.
—No quiero otra mujer cariño, te quiero a ti. Podemos
retrasar la boda, todo lo que necesites.
Mordí mi labio inferior y negué con la cabeza.
—Lo siento, de verdad.
Al darse cuenta de que no podía convencerme, su expresión
cambió, sus facciones se endurecieron y un destello de algo
oscuro apareció en sus ojos. Algo que nunca antes había visto.
—Si lo sintieses, seguirías luchando por nosotros. —Su voz
adquirió un tono más frío—. La Nelli de la que me enamoré no
se rendiría tan fácilmente.
—No quiero perderte. Quiero que sigamos siendo amigos
—pedí, porque necesitaba a Tobias en mi vida. Solo, que no
como pareja. Él había sido mi mejor amigo, mi confidente.
Había ocupado un lugar importante en mi corazón que nadie
más podría ocupar y siempre estaría reservado para él.
—¿Amigos? —Se rio sin humor—. ¿Eso es lo que quieres
de mí?
—No ahora, cuando estés preparado. Siempre voy a estar
ahí para ti.
—Vamos a ver si lo he entendido. —Se pasó una mano por
su corto cabello castaño—. Quieres que sea el gilipollas que te
ayuda a solucionar tus problemas, mientras tu hermanastro te
folla.
—¿Qué? —Abrí mi boca, completamente petrificada,
aturdida con sus palabras, tan poco propias de Tobias. Por muy
enfadado y dolido que estuviese conmigo, no tenía derecho a
hablarme de esa manera.
—He visto cómo te miraba. Como si fueses suya, como si le
pertenecieses. —Apoyó sus codos sobre la mesa y se inclinó
hacia delante—. ¿Has dejado que te meta la polla mientras a
mí ni siquiera me dejabas tocarte?
Había tenido más que suficiente. Me levanté de la silla,
notando todas las miradas en nosotros. Estábamos montando
una escena. Algo que siempre había odiado y él lo sabía.
—No eres tú él que habla, es tu enfado —dije, intentando no
alzar la voz. Mi labio inferior temblaba por la rabia que sentía
porque él se atreviese a dirigirse a mí de esa forma—. Cuando
te calmes y puedas hablar como una persona normal, llámame.
—No, cariño. Soy yo él que hablo. —Tobias se levantó para
ponerse a mi altura y acercarse a mi—. Solo que no sabía que
eras tan puta.
Sin pensármelo dos veces, levanté la mano y le asenté un
tortazo en toda la cara. Avergonzada por el numerito que
acabábamos de montar, me giré para dirigirme al exterior del
establecimiento, manteniendo mis ojos centrados en las
baldosas del suelo para no tener que enfrentarme al resto de
clientes.
Anduve a paso firme, comenzando a correr cuando escuché
los pasos de Tobias detrás de mí.
—¡Nelli, espera! —gritó, acercándose a mí. Sentí que
sostenía mi muñeca, en un intento porque me detuviera—. Lo
siento, yo… —Me zafé de su agarre. No, no quería sus
disculpas. No ahora.
Se había pasado de la raya. No sabía quién era ese hombre,
pero si algo sabía con certeza, era que no era mi ex –
prometido. Ni el dolor más profundo justificaba la manera en
la que acababa de tratarme.
Sentí que las lágrimas se amontonaban en mis ojos. Tobias
intentó volver a agarrar mi muñeca, pero yo fui más rápida
esta vez y salí del callejón adentrándome entre la marabunta
de gente que se amontonaba en las calles romanas, abriendo la
puerta del primer taxi que encontré.
—Señorita, ¿a dónde la llevo? —me pregunto el taxista.
Las palabras salieron antes de que pudiese pensar en ellas,
dándole la dirección de la casa del padre de mis hermanos.
Porque, por alguna razón, el único lugar en el que quería estar
en esos momentos, en el que se sentía correcto estar, era allí.
Lo más cercano a un hogar que tenía en Roma.
✿✿✿✿
Apoyé mi cabeza sobre la ventanilla. A pesar de que la
vivienda de Benedetto no se encontraba demasiado alejada de
la cafetería a la que había ido con Tobias, el tráfico era un
completo caos. Aunque era verano y muchos de los habitantes
de la ciudad estaban de vacaciones, la carretera estaba repleta
de autobuses que transportaban a los turistas, eso unido a una
calle cortada por una carrera ciclista, hizo que el trayecto fuese
más largo de lo habitual. Llevábamos más de diez minutos
parados en una de las carreteras de las calles principales de
Roma.
Sentí la vibración constante de mi móvil en mi bolso. Ni
siquiera tenía que mirarlo para saber quién era la persona que
se encontraba a la otra línea: mi ex – prometido. Abrí la
cremallera de mi bolso, dispuesta a decirle que me diera un
poco de espacio, sin embargo, en último momento, decidí que
era mejor ignorarle. Ya hablaríamos cuando él estuviera más
sereno. Bajé las manos y centré mi mirada en los otros coches,
viendo como comenzábamos a avanzar.
Me incorporé en el asiento, fijando mi vista al frente. Estas
últimas semanas estaban siendo agotadoras. Estaba exhausta,
tanto mentalmente, como físicamente.
Mis ojos comenzaron a cerrarse, sintiendo como el
cansancio se apoderaba de mí. Sin embargo, se abrieron de
golpe cuando el taxi frenó delante de un semáforo que acababa
de ponerse en rojo y el labial que Marco me había regalado,
salió disparado del bolso, cayendo encima de la moqueta negra
a mis pies. Con dificultad, debido a que llevaba puesto el
cinturón de seguridad, me agaché y lo recogí.
Un pensamiento inquietante se adueñó de mi cabeza
mientras pasaba mis dedos por el envase de color plateado. La
noche anterior había tirado el labial en la basura de mi
habitación. ¿Cómo lo había encontrado Marco? ¿Había
entrado mientras yo dormía?
No sería la primera vez que hacía algo así. Mi hermanastro
no tenía límites. Y, aunque era una completa locura, no estaba
asustada. No, a pesar del miedo que mi madre había sentido
hacia él, yo no le temía. Tenía el absurdo convencimiento de
que jamás me haría daño. Al menos, físicamente.
Aún así, ahora, más que nunca, sabía que tenía que
mantenerme alejada de él. La noche anterior había traspasado
una línea. No podía decir que me arrepintiera, porque no lo
hacía. Me había gustado, se había sentido bien, había sido
liberador. Sin embargo, no podía volver a repetirse. No podía
llegar más lejos, porque sabía que, antes de que me diese
cuenta, terminaría dándoselo todo.
Marco era todo lo que Tobias no era: oscuro, peligroso e
impredecible. Tal vez, por eso me había sentido atraída hacia
él. No me ofrecía una vida a su lado, ni un futuro junto a él.
Solo cogía, no daba. Nunca hacía nada si no podía sacar algo.
Sin embargo, había un lado tierno en él. Uno que no dejaba
que los de su alrededor viesen. Pero yo había podido
presenciar una pequeña parte de el aquella noche, cuando
estaba con nuestros hermanos, contándoles un cuento. La
forma en la que les miraba, en la que se dirigía a ellos. Como
si fuesen lo más importante para él, como si fuese capaz de dar
su vida por ellos sin parpadear. En esos momentos, había
parecido humano.
Y eso lo hacía aún más peligroso para mí.
Antes de que fuera consciente de mis movimientos, quité la
tapa del pintalabios, que cayó sobre mis muslos. Agarré el
teléfono y usando una aplicación de espejo en el móvil, me
apliqué el labial en los labios.
Observé mi rostro en la pantalla. El pigmento, de color
cereza, era de fácil aplicación, incluso para una inexperta en el
maquillaje como yo. Muy a mi pesar, Marco tenía razón, ese
color me favorecía, combinando a la perfección con el tono
oliváceo de mi piel y resaltando mis ojos, dándome un aire
más sofisticado, pero, a la vez, más salvaje.
Guardé bruscamente el móvil en mi bolso, como un niño
que acababa de cometer una travesura e intentaba esconder las
pruebas de lo que había hecho. Pasé la palma de mi mano por
mis labios, en un intento por quitar el pigmento de ellos, pero,
como era de esperar, el pintalabios era mate. Necesitaría una
toallita desmaquillante para borrarlo de mi piel.
Afortunadamente, estábamos a menos de dos minutos de casa.
Puse la tapa al labial y lo apreté entre mis dedos.
Definitivamente, tenía que mantener la distancia con Marco
antes de que fuese demasiado tarde. Centrarme en mis
hermanos, hasta encontrar una solución para poder llevármelos
a Londres. Mi hermanastro pasaba el día fuera de casa,
tampoco sería tan difícil.
Capítulo 15
Marco
Tenía que reconocer que la bañera del cuarto de invitados
era cómoda, aunque no tanto como la de hidromasajes que mi
padre tenía en la suya. Yo, personalmente, prefería la ducha.
Por eso le había pedido que instalase una en mi habitación.
Estiré las piernas a ambos lados de la bañera, haciendo lo
mismo con mis brazos, mientras buscaba una mejor postura y
eché mi cabeza hacia atrás, cerrando mis ojos. Después de
desayunar, había pasado parte de la mañana en la piscina, con
mis hermanos e Ivan. Sorprendentemente, en contra de todas
las previsiones, el día había mejorado y había salido el sol,
haciendo una temperatura agradable, aunque no tan calurosa
como solía ser habitual en pleno verano.
Luego, mi amigo les había llevado a clases de natación. Iba
a hacerlo yo, pero él había insistido, ya que le pillaba de
camino al estudio que estaba utilizando estas semanas para
producir su nueva música.
Debería de haberme ido a El Ovalo. Giovanni me estaba
esperando para acompañarle a una reunión con uno de
nuestros socios, sin embargo, estaba allí, aún en bañador, en
una habitación que no era la mía, esperando. Sí, porque no era
tan idiota como para mentirme a mí mismo. Estaba esperando
a que Pocahontas regresase del desayuno con su prometido.
Realmente, no sabía si volvería o pasaría con él todo el día
fuera. Para una pareja enamorada que llevaba tiempo sin verse,
eso sería lo lógico. No obstante, había descubierto que ellos no
eran una pareja al uso. Lo había visto en la forma de
comportarse de él. Una persona que acababa de enterarse de
que su novia le había engañado con otro hombre, no actuaba
de la manera en la que él lo había hecho, como si estuviese
más preocupado en mí y en mi familia, que en ella. Yo no le
agradaba, aunque, tenía la sensación de que lo que había
pasado entre Nelli y yo no era el motivo de ello. Había algo en
Tobias que me producía desconfianza. Él no era trigo limpio,
estaba seguro de ello. Pero, ¿por qué? Eso no lo sabía, aunque
pensaba averiguarlo.
Una sonrisa se formó en mis labios al escuchar el sonido de
unos pasos caminando por el pasillo, deteniéndose en frente de
la puerta y abriéndose segundos después. Vaya, su encuentro
había sido más breve de lo que había esperado.
Ella se adentró en su dormitorio y el ruido de una tela contra
la piel, me indicó que se estaba quitando chaqueta. Abrí los
ojos, pero no me moví, aguardando pacientemente a que fuese
ella la que me encontrara. Como pensaba, no tardó demasiado
en entrar en el baño. Lo que sí que me sorprendió, gratamente,
fue ver sus labios pintados de rojo. Se apoyó sobre el lavabo,
con el pintalabios que le había regalado en su mano derecha,
contemplando su reflejo en el espejo.
—No me equivocaba, definitivamente, el rojo es tu color —
dije, admirando su rostro. Su color de piel contrastaba a la
perfección con la tonalidad cereza que había escogido para
ella, destacando sus facciones.
Ella pegó un grito, dando un pequeño brinco y girándose en
mi dirección, mientras se llevaba la mano derecha, la misma
en la que sostenía el labial, al corazón.
—¡Marco! —exclamó—. Me has asustado.
Me levanté, saliendo de la bañera para acercarme a ella. En
el momento en el que mis pies tocaron las baldosas, Nelli
retrocedió un paso, alejándose de mí. Cada vez que yo
avanzaba hacia ella, daba un paso hacia atrás, hasta que su
trasero chocó contra el lavabo. Un poco absurdo, teniendo en
cuenta la poca distancia que nos separaba. Mi hermanastra era
pésima jugando al juego del gato y del ratón y yo era muy
bueno en ello. Aunque, comenzaba a preguntarme si realmente
quería huir de mí.
No, Nelli era valiente, nunca se había escondido. Se
enfrentaba a mí, a pesar de saber que tenía todas las de perder.
Era audaz y luchadora, no agachaba la cabeza ante mí, ni ante
nadie y eso era algo que me gustaba de ella.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, en el momento en el que
estuve lo suficientemente cerca de ella como para poder pasar
la yema de mi dedo pulgar por sus labios, por encima del
pigmento, limpiando aquel que sobrepasaba la comisura de su
boca—. No puedes colarte en mi habitación cuando quieras —
espetó cuando no le respondí, apartando mi mano con la suya
de un manotazo.
Hice caso omiso de sus palabras, alzando mi mano, pero
esta vez, para apartar un mechón de su largo cabello, que caía
por su rostro.
—Preciosa —murmuré, colocándolo detrás de su oreja.
Ella giró bruscamente su cabeza, apartándose de mi toque.
—Basta —dijo—. Este es mi cuarto. No tienes derecho a
venir aquí cuando no te he invitado. Como tampoco tienes
derecho a tocarme sin mi permiso. Ni a regalarme pintalabios
que nunca te he pedido. No sé cómo supiste que lo había tirado
a la basura, ni cómo lo conseguiste de nuevo, pero esto tiene
que parar. No está bien. Y no puedes dármelo delante de mi
prometido para provocarle. Una sensación de furia y de cólera
recorrió mi interior cuando mencionó a su novio. No debería
de importarme su situación sentimental, ni que estuviera a
punto de casarse. Nunca lo había hecho. Nunca antes me había
molestado tan siquiera en averiguar si las personas con las que
me acostaba tenían pareja. Porque no me interesaba. Sin
embargo, con Nelli lo hacía.
Cuando había visto a Tobias a su lado, no había deseado
nada más en ese instante que pegarle un tiro en su sien. Cortar
su mano cuando la colocó alrededor de su cintura, para que le
quedase claro que no podía tocarla. Porque la imperiosa
necesidad de reclamar, de marcar que nadie tenía derecho a
poner un sucio dedo sobre ella, me estaba consumiendo por
dentro. Nadie que no fuera yo.
Agarré su barbilla con mis manos, obligándole a que
centrase sus ojos en los míos y puse mis piernas entre las
suyas, impidiéndole moverse.
—No necesito tener derecho para hacerlo, creía que ya
habíamos hablado de ello —dije en tono alegre, casi melódico,
mientras con la mano libre, acariciaba su mejilla.
—Déjame en paz, Marco.
Una risa brotó de mi garganta. Si algo había descubierto esa
mañana, cuando la había visto junto a su prometido, era que,
era demasiado tarde para eso. Desde nuestro primer encuentro
en el cementerio, había sentido esa atracción, ese magnetismo
hacia ella: pero, ahora, era incontrolable. Quería avivar esa
hoguera, quería convertirla en un incendio devastador. Y no
podía luchar contra ello, no quería.
—¿Te lo has tirado? —La presión en su mejilla aumentó
ligeramente cuando pronuncié la pregunta.
Ella parpadeó, confusa.
—¿Qué?
—A Tobias, tu prometido. ¿Le has dejado regar tu
margarita?
Su rostro enrojeció al comprender el significado de mis
palabras.
—Yo… Tú… —titubeó, su mirada vagando hacia todos los
lados del baño, a cualquier parte que no fuera yo—. No es de
tu incumbencia.
Y, ella acababa de responder a mi pregunta. Una
satisfacción incomprensible me invadió al confirmar mis
sospechas.
—¿Por qué no? —inquirí—. ¿Es por creencias? —En la
actualidad, eran pocos los jóvenes que esperaban hasta el
matrimonio, por muy religiosos que fueran—. ¿O tal vez no te
sientes atraída por él lo suficiente como para dejar que saque a
pasear su unicornio? ¿Es eso?
—Marco —siseó.
—¿Y a mí? —presioné, acercando mis labios a su oído, mis
dientes mordisqueando su piel—. ¿Me dejarás hacerlo?
—¡Basta! —exclamó, lanzando el pintalabios contra la
pared, que terminó cayendo sobre las baldosas del suelo.
Apoyó sus manos sobre mis hombros, tirando de mí para que
me separara de ella, sin conseguirlo—. He terminado de jugar.
Una sonrisa se dibujó en mis labios al escucharla.
—Bien —murmuré—. Porque yo también —añadí,
juntando mis labios con los suyos.
Mi lengua devoró su boca y a pesar de sus reticencias
iniciales, la suya se unió a la mía.
Nelli no lo sabía aún, pero ella era puro fuego. Un fuego en
garras de una moral autoimpuesta que lo sofocaba. Aunque ni
ella misma podía evitar que las chispas saltasen por todos
lados.
Nelli necesitaba un hombre que derribase los muros
alrededor de los que se escondía, que viese más allá de la
mujer religiosa y seria que pretendía ser. Porque esa mujer no
era ella.
Mi hermanastra era pura pasión, como demostró cuando un
gemido torturado salió de sus labios, mientras mi mano
agarraba su cuello, manteniéndola en su sitio.
—No puedes huir de mí. —Rompí el beso para susurrarle al
oído—. Eres mía, tu prometido nunca podrá hacerte sentir ni la
mitad de bien que yo.
Ella inclinó la cabeza para besarme, sin embargo, no se lo
permití. Enrosqué uno de mis dedos en uno de sus mechones y
tiré de su cabeza hacia atrás, obligándola a mirarme.
—Dime que nunca serás de él, que solo me pertenecerás a
mí. Yo seré tu único dueño.
Nelli tragó, pero se mantuvo en silencio.
Tan recatada y tozuda. Negándose a reconocer que no podía
luchar contra la lujuria que hervía en su interior.
Exhalé contra su cuello y luego lo mordí ligeramente,
haciendo que se estremeciese.
—No luches, Pocahontas. Ríndete. No puedes ganar.
Nuestra conexión era demasiado intensa como para que
pudiese batallar contra ella. Era una guerra que estaba
destinada a perder, incluso antes de comenzar.
Lo mejor que podía hacer era dejarse llevar, disfrutar de
ello. Tal y como yo estaba haciendo.
—No tengo dueño. —Las palabras salieron torpemente de
sus labios—. Nadie puede controlarme, ni siquiera tú, Marco
Yurik.
Mi nombre completo saliendo de sus labios fue como
música para mis oídos. Muy pocas personas conocían mi
segundo nombre. Mi madre quería nombrarme como a su
padre, pero el hijo del Sottocapo no podía tener un nombre
ruso. Así que, llegaron a un acuerdo.
—¿Me has investigado, Pocahontas? —Coloqué mi frente
sobre la suya. Ella trastabilló y la empujé con suavidad hasta
que su espalda chocó contra la pared de azulejos.
—Yo… —Por un segundo, lucio nerviosa, como si temiese
mi reacción—. Tu nombre constaba en los papeles que me dio
Maxim.
—No tienes porqué justificarte, me gusta que me
investigues. —Mis dientes atraparon su labio inferior—. Me
pone cachondo.
Las palabras sucias la ruborizaron, coloreando su cara de un
color rojo muy favorecedor.
Su respiración se aceleró, su olor impregnando el aire que
nos rodeada. Un aroma embriagador golpeó mi rostro: un
toque de vainilla y una pizca de… ¿arándanos? Arrugué mi
nariz al darme cuenta de que no era el olor de su fragancia
habitual. ¿Se lo había aplicado para su prometido?
—No le perteneces a él. —La furia apenas contenida en mi
voz—. ¿Te vas a casar con él cuando me deseas a mí?
—Ya no es mi prometido —confesó en un susurro.
Me separé de ella para mirarle a los ojos. No había rastro de
vacilación en su rostro. Decía la verdad. Le había dejado y lo
más importante, no había negado que me deseaba.
La temperatura en la habitación pareció elevarse cien
grados. Nelli se acercó a mi colocando sus manos en la
cinturilla de mi bañador.
Se lo impedí, agarrando sus manos con una de las mías.
—Yo… —Se mordió el labio inferior, con la vergüenza
bañando su rostro—. Quiero darte placer.
Tan inocente, tan inexperta. No era consciente de lo que sus
palabras me provocaban. Del peligro que corría. Mi primer
impulso fue arrancarle la ropa y penetrarla de una estocada.
Me sorprendió, porque no era mi estilo. Yo era un amante
paciente, un maestro en el arte de alargar el placer.
El sexo y la tortura tenían algo en común, conseguías lo que
querías de la otra persona con la perseverancia y paciencia
suficiente. Pero Nelli despertaba mis instintos más bajos, me
hacía querer perder el control.
Estiré mi mano y desabroché los botones de su camisa
blanca, dejando a la vista un sujetador blanco con un encaje
floral. A pesar de que el material era más opaco de lo que me
hubiese gustado y tapaba la mayor parte de sus pechos, podía
ver el contorno de sus senos y el rosado oscuro de sus pezones.
—Tienes buen gusto para la ropa interior.
—Me alegro de que te guste —dijo, con un cierto temblor
en su voz. Estaba asustada, pero a la vez, como sus pezones
duros que se apretaban contra la fina tela del sujetador
demostraban, excitada.
Pasé mi mano por su cabello y espalda, dándole tiempo para
que se relajara.
—Quiero follarte Nelli, ser el primer hombre que te penetre.
Ella abrió los ojos como platos. No estaba preparada.
Aunque, levantó la barbilla y me ofreció una cálida sonrisa.
Pocahontas era valiente, mucho más de lo que ella misma
creía. No iba a mostrarme su debilidad.
Deslicé la camisa por sus brazos y desabroché su sujetador,
liberando sus pechos.
Cubrí el pecho izquierdo con una de mis manos y pasé las
yemas de mis dedos por sus pezones erectos. Apoyó la cabeza
contra la pared y cerró los ojos. Coloqué mi mano alrededor de
la cintura para impedir que se cayese. Sus piernas le temblaban
y las rodillas estaban comenzando a fallarle. Mi boca se
desplazó hacia el pezón izquierdo, lamiéndolo con suavidad al
principio, pasando la lengua en movimiento circulares, en el
sentido de las agujas del reloj. Cuando el pezón se endureció
aún más, atrapé el pezón entre mis dientes y ejercí una ligera
presión, mientras giraba mis dientes alrededor del mismo.
—Madre mía, Marco —gimió, agarrando un mechón de mi
pelo y tirando con fuerza. Mientras con la otra mano, sus uñas
arañaban mi espalda desnuda.
Nellí se convertía en una bestia salvaje cuando estaba
excitada.
Me metí el pezón en la boca y succioné, como si estuviese
saboreando un helado de cucurucho, con la lengua relamí la
punta del pezón, con movimientos rápidos.
—¿Se siente bien, Pocahontas? —pregunté, levantando la
cabeza para susurrárselo al oído.
—Sí, no pares —suplicó, abriendo los ojos y mirándome a
través de sus pestañas caídas.
—Tus deseos son órdenes para mí.
El gemido más sexy del mundo se le escapó cuando mi boca
se apoderó del otro pezón para darle las mismas atenciones
que a su hermano gemelo.
Mi polla perforaba la fina tela de mi bañador. Nunca había
estado tan caliente en toda mi jodida vida. Nelli no era como el
resto de personas con las que había tenido sexo. En ella, podía
sentir su miedo, su culpabilidad por estar haciendo algo que a
su vista era incorrecto. Pero, lo aceptaba porque su necesidad
era más grande. Para ella, yo no era un compañero de cama
más, era el primer hombre al que había decidido entregarse.
Y yo no podía estar más jodidamente agradecido a su Dios
por ello. Por hacer que ella se reservase para mí.
Con la mano que no sujetaba su cadera desabroché el botón
de su pantalón y mi mano se abrió pasó entre la fina tela de sus
bragas.
La humedad me dio la bienvenida y metí un dedo en su
interior.
—¡Marco, dios mío! —gritó.
—No uses el nombre de Dios en vano —le susurré a su
pezón.
Pero ella estaba demasiado obnubilada por el placer como
para escucharme.
—Por favor Marco, por favor. Necesito más. —Sus sexys
súplicas estaban a punto de hacerme explotar. Metí un segundo
dedo bajo sus bragas y masajeé su clítoris. A la vez que seguía
metiendo y sacando mi dedo de su interior y mi boca
succionaba su pezón.
Nelli comenzó a retorcerse y gemir. Tuve que afianzar mi
agarre para que no se cayese.
Cuando finalmente llegó al climax, estaba tan caliente que,
si no fuese por mi autocontrol perfeccionado a lo largo de los
años, me hubiese corrido en mi traje de baño, como un
quinceañero salido que acaba de ver a su primera mujer
desnuda.
Nelli se desplomó en mis brazos y yo la alcé para llevarla a
la cama. La deposité encima de las suaves sabanas de satén
gris. Me apunté mentalmente comprar unas rojas.
Me senté al bordé de cama, observándola recuperarse de su
orgasmo. Su cuerpo zumbaba con los restos del placer. Sus
mejillas sonrojadas, sus ojos dilatados y sus fosas nasales
ensanchadas, mientras poco a poco su respiración se
acompasaba. Estaba preciosa.
Acaricié su mejilla con ternura e incliné la cabeza para darle
un beso en la nariz. Ella la arrugó y me miró con confusión.
—Te he dado placer dos veces, ¿cuándo piensas devolverme
el favor?
La risa de Nelli repiqueteó el aire. Nunca le había
escuchado reírse así. Aunque, en realidad, no estaba seguro de
haber escuchado su risa nunca antes. Tenía la sensación de que
no lo hacía demasiado.
—Me preguntaba donde estaba el Marco que conozco —
dijo, a la vez que se tumbaba. Imité su acción, colocándome a
su lado.
—Dime Pocahontas, ¿me vas a dejar follarte?
Ella entornó sus ojos.
—No tienes por qué ser tan mal hablado —se quejó,
mientras se giraba y apoyaba su cabeza en mi hombro. Su
mirada centrada en mi bañador de estampado de sandías. En
una parte en concreto. Su dedo realizaba círculos
desordenados sobre mi pecho.
—¿Me vas a dejar realizar el acto sexual contigo?
—Quiero, pero…
—No estás preparada —terminé por ella. Le levanté la
barbilla, obligándola a mirarme. Sus ojos oscuros brillaban
con restos de deseo, mezclados con culpa—. No me refería en
este momento. Te preguntaba si algún día me lo permitirás.
Ella hizo una mueca y lanzó un suspiro.
—No lo sé —admitió—. Yo quería esperar al matrimonio.
Siempre he pensado que era lo correcto. Nunca me había
sentido tentada antes. Una parte de mí sigue pensando que
debería darle mi virginidad al hombre con el que vaya a pasar
el resto de mi vida.
Eso era una completa absurdez. El himen tan solo es una
fina membrana que cubre la entrada de la vagina, a la que a lo
largo de la historia se le ha dado un valor que no tiene. Pero,
para Nelli, era importante. Si la presionaba, se arrepentiría.
Solo tenía que ser paciente, darle tiempo para hacerse a la
idea y que fuese ella misma la que decidiese que quería
entregarse a mí, sin ser yo quién se lo pidiese. Preparar su
cuerpo y su mente para que, cuando llegase ese momento, ella
anhelase tenerme en su interior.
—Antes he querido darte placer y no me has dejado.
No, no se lo había permitido. Porque primero quería ser yo
él que se lo diese. En el sexo, prefería dar primero, porque la
recompensa siempre merecía la pena.
—Ahora estoy dispuesto.
Nelli se separó de mí y se sentó en la cama, mirándome con
ojos de corderita, como si no tuviese ni idea de lo que tenía
que hacer. Que, o muy equivocado estaba, o no la tenía.
Me incorporé en la cama, apoyando mi espalda en el
cabecero acolchado de color negro. Deslicé mi bañador por
mis piernas, ante la atenta mirada de mi hermanastra. Su boca
se abrió en una perfecta O cuando mi polla erecta salió
disparada.
—No llevas ropa interior —dijo, sorprendida.
—¿Tú te pones bragas debajo del bikini?
No respondió, porque estaba absorta observando mi
longitud.
—¿Es la primera vez que ves un miembro masculino al
natural? —pregunté, curioso por su reacción.
—Eh —levantó la vista y sus ojos llenos de vergüenza me
miraron, —¿siempre son tan grandes?
Un ataque de risa me atravesó el cuerpo. Si fuese un hombre
que necesitaba engordar su ego, Nelli sería la mujer perfecta.
—Tú la pones así. Y si sigues mirándola de esa manera, va
a explotar. Puedes tocarla, no muerde.
Se arrodilló, colocándose junto a mi ingle. Bajó la cabeza y
tomó la punta con su boca. No me lo esperaba, no pensé que
sería tan valiente. Estaba seguro de que se limitaría a
masturbarme con la mano. No dije nada, no iba a tentar mi
suerte.
Estiré mi brazo para enrollar un mechón de su pelo entre
mis dedos, mientras ella recorría con la lengua mi miembro.
—Tómame más profundo y acuna mis huevos con tus
manos —ordené.
Nelli obedeció. Su mano derecha acarició mis testículos casi
con reverencia y abrió su boca, permitiéndome entrar más
profundo. Follé su boca, mientras mi mano continuaba
agarrando su cabello, moviendo su cabeza de arriba abajo. Con
la mano libre, acaricié su mejilla con ternura.
Gemí cuando mi miembro golpeo la parte posterior de su
garganta, aflojé mi agarré para que Nelli pudiese separarse un
poco, pero no lo hizo, ella siguió succionando como si su vida
dependiese de eso. Joder, era tan perfecta.
Mi cuerpo se tensó y mis caderas cobraron vida propia,
sacudiéndose con fuerza. Follándome hasta el último recoveco
de su boca.
—Voy a correrme —le avisé con voz áspera y soltándole el
pelo. Dándole la oportunidad de alejarse antes de que mi
semen la inundara.
Ella negó con la cabeza, alrededor de mi miembro y penetré
su boca por última vez antes de llegar al climax con un fuerte
gemido.
Soltó mi polla de sus labios y frunció el ceño.
—No tenías por qué hacerlo —le dije, tirando de su brazo
para tumbarla sobre mí. Su pecho desnudo contra el mío.
Ella apoyó su cabeza en mi hombro.
—En realidad, no sabe tan mal. Un poco agrio y salado.
—Déjame darte mi opinión.
Levanté su barbilla para lamer sus labios y sumergirme en
su boca.
La besé con suavidad, saboreando los restos de mí en ella.
Era la primera vez que lo probaba, había tenido muchas
experiencias sexuales, pero esa nunca había sido una de ellas.
Nunca había sentido esa necesidad. Sin embargo, con ella, era
una experiencia jodidamente excitante.
—Tienes razón —coincidí, rompiendo el beso—. Agrio y
salado es la definición correcta.
Ella hizo una mueca, entre horrorizada y divertida.
—Debería levantarme. Les he prometido a Fabio y Nico que
a la tarde voy a llevarlos al cine. Ven con nosotros.
A pesar de sus palabras, no se movió, es más, se acomodó
encima de mí.
Negué con la cabeza.
—No puedo. Los negocios me reclaman.
Nelli mordió su labio inferior.
—¿A qué te dedicas exactamente? —preguntó—. Mi madre
nunca fue demasiado clara al respecto. Sé que todos vuestros
negocios no son legales del todo. Pero, nunca entró en detalles,
dijo que era más seguro para mí mantenerme al margen.
—Y ella estaba en lo cierto.
Había habido muchas cosas de Carina que no me gustaban.
Sin embargo, tenía que reconocer que había sido una buena
esposa y madre. Y por eso, la había respetado.
—Está bien. Aunque, antes o después, lo descubriré.
No si estaba en mi mano. Para aquellas personas que no
habían nacido en nuestro mundo, comprender nuestras
costumbres, nuestros actos, era complicado, casi imposible. Yo
era un fiel defensor de «el fin justifica los medios».
Nelli no lo era. Por supuesto que no era conocedora ni de un
10% del mundo de la mafia. Si ella supiese, si conociese el
dolor que esas manos que acababan de darle placer habían
ejercido, algunas de las cosas que había hecho, jamás hubiera
pisado Roma, ni hubiese permitido que la tocase. Ella huiría
espantada. Se alejaría de mí.
Y, en algún momento, mi hermanastra debía de irse. Su vida
estaba en Londres, no en Roma. Cuando mi padre despertara,
ella regresaría a su ciudad natal y mis hermanos podrían ir a
visitarla durante sus vacaciones, para que siguiesen
manteniendo el contacto. Teniendo en cuenta nuestra nueva
relación, incluso podría plantearme ser yo quién les llevase.
Sí, Nelli estaba de paso. Sin embargo, todavía no había
llegado su momento de irse. No, todavía quedaban muchos
monumentos de mi preciosa ciudad que aún no había
explorado. Y que yo estaba deseoso por mostrarle.
Capítulo 16
Nelli
La chica que había llegado a Roma al entierro de su madre
y la chica que estaba sentada en el sillón de uno de los
reservados de El Ovalo un jueves por la noche, eran dos
personas completamente diferentes. La primera tenía un
trabajo que le gustaba, un prometido con el que se iba a casar
y unos hermanos a los que se iba a llevar con ella a Londres.
Ella sabía lo que quería. Tenía su vida perfectamente
planificada. La vida que se esperaba que ella tuviese. La Nelli
actual, era un desastre emocional.
Mi trabajo en Londres pendía de un hilo si no regresaba
pronto. Mi jefa me había llamado para comunicármelo.
Estaban siendo pacientes dadas mis circunstancias, aunque su
paciencia tenía un límite.
Tobias había dejado de intentar comunicarse conmigo, pero
yo no podía dejar de sentirme culpable por el daño que le
había hecho.
Nunca había estado enamorada de él, ahora lo sabía. Había
confundido una buena amistad con amor. No me arrepentía de
haberle dejado, sin embargo, sí lo hacía de la manera en la que
había gestionado las cosas. No debí de permitir a Marco que
me tocase estando comprometida. Pero, esa opción nunca fue
una posibilidad para mí. Bajó su toque olvidaba las diferencias
entre el bien y el mal. Cuando él estaba cerca, mis defensas
caían, las enseñanzas que mi abuela tan firmemente había
arraigado en mí, quedaban ocultas tras una neblina de deseo
que se apoderaba de mi mente.
Marco representaba todo aquello que no quería en un
hombre. Era la persona menos adecuada para mí y también la
única que había deseado en mis veinticinco años de vida.
Él era mi salvador y mi verdugo.
Me había liberado de un futuro que no era consciente de que
no quería, para condenarme a uno incierto donde nada bueno
podía pasarme. Lo único que mi hermanastro quería de mí era
divertirse. Para él tan solo era un entretenimiento pasajero. Él
era como un niño mimado con su juguete nuevo, ahora estaba
interesado y deseaba jugar con el a todas horas, pero, cuando
pasase la novedad, se cansaría y lo dejaría abandonado en el
fondo del baúl. Y, aún sabiéndolo, se lo permitía.
Porque Marco me hacía sentir viva. Porque yo no quería un
futuro a su lado, solo quería vivir el presente.
Su rostro contraído por el placer que yo le había
proporcionado apareció en mi mente. Su miembro en mi boca
no se había sentido como el acto impuro que siempre había
creído que seria. En mi cabeza, el sexo siempre se había
limitado a la penetración vaginal, a un acto de amor entre dos
personas que se amaban. Nunca pensé que el sexo podía ser
tan placentero.
Darle placer con mi boca fue un impulso que no tenía ni
idea de donde había salido, pero nunca me había sentido más
poderosa que en el instante en el que coloqué mis labios
alrededor de su pene. Marco se había rendido a mí, aceptando
lo que le daba. En esos breves momentos, yo era la que tenía el
poder.
—Métete la polla en la boca. —Una voz de mujer me sacó
abruptamente de mis pensamientos. ¿Había pensado en alto?
Una chica con el pelo rosa y su móvil apuntando hacia mí,
me señalaba un objeto encima de la mesita redonda que tenía
frente a mí. Con resignación, agarré la pajita con forma de
pene en la mano y miré a Ginebra, a mi lado, que estaba
muerta de la risa.
—Tenías que haberte visto la cara —dijo mi nueva amiga, a
la vez que revolvía el contenido de su pajita con su vaso.
La chica del pelo rosa carraspeó, llamando nuestra atención.
—Solo falta vuestra foto. Después, una de todas juntas.
Vamos a regalarle a Zia un álbum con fotos de su despedida —
explicó.
Metí la pajita en mi vaso de refresco y di un sorbo, mirando
a la cámara, incómoda. Sin embargo, sabía que ceder ante sus
exigencias era lo mejor, ya que no se detendría hasta no
conseguir lo que quería. Ginebra hizo lo mismo y la chica nos
sacó varias fotos, hasta que se quedó contenta. Se acercó a
nosotras, inclinándose hacia mí para colgar alrededor de mi
cuello una cinta roja, que sostenía una cámara desechable.
Cuando terminó, hizo lo mismo con mi amiga.
—Ir capturando momentos de la noche. Luego, me las
pasáis y añadimos las mejores —añadió, dándose la vuelta
para ir a torturar a otro grupo de chicas.
—Gracias por acompañarme. —La castaña me ofreció una
cálida sonrisa—. No termino de sentirme cómoda en las
celebraciones de la Familia Bianchi. Todos son simpáticos
conmigo, pero, al final, para ellos soy la hermana de Adriano
Rossi.
Cuando me había pedido fuese con ella a la despedida de la
prima de Marco, no me había parecido una buena idea. A
pesar de que Zia me había caído bien y había intentado
ayudarme, apenas la conocía. No obstante, Ginebra había
insistido tanto, que había terminado aceptando y tenía que
reconocer, a mi pesar, que me lo estaba pasando bien. Después
de todo lo sucedido en estas últimas semanas, necesitaba
desconectar.
—Es la primera vez que estoy en una despedida de soltera,
pero, ¿no es un poco exagerado que todo tenga forma de pene?
—Señalé las galletas que estaba repartiendo la camarera. Lo
de las diademas y las pajitas lo podía entender, aunque, en mi
opinión, fuese demasiado vulgar, pero, lo de los abanicos, los
dulces y hasta las guirnaldas colgadas alrededor del reservado
con forma del miembro masculino, ya me parecía excesivo.
Ginebra se encogió de hombros, mientras le daba otro trago
a su bebida.
—Para mí tiene su gracia —respondió—. A medida que
más de estos tomo —alzó su caipiriña—, más encanto tienen.
—Soltó una risa, riéndose de su propia broma—. ¿Seguro que
no quieres uno?
Negué con la cabeza.
—No, gracias, no bebo alcohol —expliqué por décima vez
esa noche. Algo que, ninguna de las invitadas a la despedida,
parecía entender. Una de ellas, incluso, no me había creído y
me había robado mi vaso de agua, creyendo que era una
bebida alcohólica—. Por cierto, ¿dónde está Zia? —pregunté.
Para ser su fiesta, apenas la había visto desde que habíamos
llegado a El Ovalo.
—Ni idea —contestó, mientras se terminaba su cóctel—. Es
la novia, estará por ahí, disfrutando de su noche.
Debería de estarlo. Sin embargo, a pesar de que apenas la
conocía, no había podido evitar notar que el comportamiento
de Zia no correspondía al de una mujer enamorada que estaba
a punto de casarse. No parecía feliz, más bien, resignada. Era
como si no quisiese estar allí. Tal vez, le sucedía lo mismo que
a mí, y ese tipo de celebraciones no eran lo suyo.
—Me gusta tu labial —alabó Ginebra, señalando mis labios
—. Te favorece.
Pasé la punta de mi dedo por mi labio inferior, coloreado de
un rojo intenso.
—Gracias.
Lo cierto era que, estaba empezando a aficionarme a ese
tono. Me gustaba como me quedaba y era perfecto para esa
ocasión, ya que me daba un aire sofisticado, sin necesidad de
tener que aplicar demasiado maquillaje en mi rostro. Aunque,
siendo honesta conmigo misma, esa no era la única razón por
la que había usado el pintalabios que Marco me había
regalado.
Me recordaba a él. A la forma en la que me había mirado
cuando me lo había aplicado, el brillo de deseo en sus ojos, los
momentos vividos. Me hacía sentirme hermosa, me hacía
sentirme viva.
—Vas a tener que prestármelo un día. Aunque, igual estoy
demasiado blanca para ese color —dijo, mirando su reflejo en
su vaso—. No sabes cómo envidio tu color de piel.
—Siempre queremos lo que no tenemos.
Ginebra asintió con fiereza, como si hubiese dicho una
verdad absoluta. Dio un largo sorbo a su bebida, apurando el
contenido.
Una molestia en la vejiga me avisó de que necesitaba
vaciarla.
—Voy al baño —anuncié, levantándome.
Ella imitó mi acción. Pero, en el momento en el que se puso
de pie, se balanceó hacia los lados y tuvo que apoyar una
mano contra la pared.
—Vale. Yo voy a la barra a por otro de estos. —Levantó su
vaso ya vacío—. Soy yo, ¿o la habitación está dando vueltas?
—Hizo una mueca, mirando a su alrededor, mientras soltaba
una risa.
—Eres tú.
—Igual mejor voy a por un refresco. He bebido demasiadas
caipiriñas por hoy.
—¿Necesitas que te acompañe? —pregunté con
preocupación.
—Tranquila, ya estoy mejor. —Hizo un gesto con su mano,
quitándole importancia—. Puedo ir sola.
—Está bien —acepté y fui hacia los aseos del reservado.
Al llegar, me encontré con la desagradable sorpresa de que
estaban fuera de servicio, porque una de las invitadas, o varias,
habían vomitado dentro. Mareos, vómitos, resacas
insoportables al día siguiente. Por más vueltas que le daba,
seguía sin encontrarle el atractivo a beber alcohol.
Salí del reservado en busca de otros baños, aunque no tenía
ni la menor idea de donde podía encontrarlos. Por suerte, no
tuve que andar demasiado. Al fondo del pasillo, había unos y
estaban vacíos.
Cinco minutos después, salí, dirigiéndome de nuevo al
reservado. Pero no había recorrido ni cien metros, cuando una
mano tapó mis ojos, mientras la otra se posaba en mi boca,
tirando de mí con fuerza hasta introducirme en un cuarto.
Escuché el sonido de una puerta cerrándose y pataleé, sin
éxito, intentando liberarme de su agarre. Mis gritos ahogados
por su mano y mi corazón latiendo frenéticamente. No debía
de haber salido, mi abuela ya me había advertido de los
peligros de la noche.
Sin embargo, mi cuerpo se relajó al sentir un aroma
familiar, acompañado de una voz que susurró en mi oído: —
Tranquila, Pocahontas. Estás a salvo.
Me giré cuando me soltó, mis ojos acostumbrándose a la
tenue luz que entraba por la pequeña ventana redonda situada
en lo alto de una de las paredes. Por los objetos que había a
nuestro alrededor, parecía ser un cuarto de limpieza, uno
bastante pequeño, si teníamos en cuenta que apenas había
espacio para los dos.
—Marco. —Lo golpeé con el abanico que, hasta ese
momento, no me había dado cuenta que sostenía entre mis
manos—. Casi me matas del susto.
Sus ojos verdes observaron el objeto con diversión.
—Vaya, veo que vas bien equipada —comentó, mientras
soltaba una carcajada y estiraba una de sus manos para tirar de
uno de los penes que sobresalían de la diadema que las amigas
de Zia nos habían obligado a ponernos. Luego, lo sostuvo
entre sus dedos y se lo metió en la boca, mordiéndolo—.
Plástico —masculló, haciendo una mueca de asco—. Deberían
de hacerlos comestibles.
Solté un bufido.
—¿Qué haces aquí?
—Visitarte —dijo, agarrando mis caderas para tirar de mí
hacia él, acercando mi cuerpo al suyo. Al ver cómo fruncía el
ceño, dijo: —Es una de las discotecas de la familia,
Pocahontas. Trabajo aquí —contestó, como si mi pregunta
fuese absurda.
Cierto. Había olvidado que El Ovalo era uno de los muchos
clubs nocturnos que la familia de mi padrastro poseía.
—¿Y qué haces exactamente? —inquirí. Si creía que me
había olvidado de la conversación que mantuvimos el otro día,
se equivocaba. No debería de importarme a qué se dedicaba,
era algo que no lo había hecho hasta hacía poco, exactamente
cuando la relación entre Marco y yo comenzó, por decirlo de
alguna manera, a ser más íntima. Desde ese momento, tenía la
necesidad de averiguarlo.
Él soltó una carcajada y dio varios golpecitos en mi nariz
con su dedo índice, casi con dulzura, como si fuese un niño
pequeño que acababa de preguntar si Papá Noel existe.
—¿Llevas las cuentas? —insistí. Sabía que Marco era
médico, el propio Benedetto me lo había contado con orgullo
en una de sus visitas a Londres, diciéndome que había sido de
los primeros de su promoción. Pero, también sabía por mi
madre, que no ejercía de ello.
—Nunca me lo preguntaste antes, ¿por qué tanta insistencia
ahora?
—Porque antes no me importaba —respondí con
honestidad, encogiéndome de hombros. Había sabido lo
suficiente para tener claro que ese no era el entorno adecuado
para que mis hermanos creciesen, era lo único que me
interesaba. Hasta ese momento.
Sin embargo, las cosas habían cambiado. Marco ya no era
solo un chico con el que lo único que teníamos en común eran
dos hermanos.
Sostuvo mi barbilla entre sus dedos, mientras sus ojos
escrutaban mi rostro con interés, un brillo de una emoción que
no supe identificar, destacaba en ellos. Durante mi breve
estancia en Roma, podía decir que había aprendido a leer a mi
hermanastro mejor que muchas personas de su alrededor, pero,
aún así, seguía siendo un enigma para mí. Uno que quería
descifrar. Pese a que me había prometido a mí misma
mantenerme alejada de él, cada vez que lo veía, no podía
evitar acércarme a él. Había una conexión, un magnetismo
entre nosotros, que era incapaz de resistir. No tenía la fuerza
de voluntad suficiente como para rechazarlo. Una parte de mí,
no quería tenerla.
Él no dijo nada. Tras unos segundos de silencio, su mano
apretó la parte de detrás de mi cuello, mientras su boca se unía
a la mía. Aunque no era la primera vez que no besábamos,
sentí que, esta vez, era diferente a las otras. Marco era un
increíble besador, demandante y controlador, no besaba
amablemente. Pero, en esta ocasión, su lengua acariciaba la
mía con dulzura, casi reverencialmente. No con la lujuria y la
pasión a la que me tenía acostumbraba, sino con ternura, con
sentimiento. Como si quisiese transmitirme su afecto con ese
beso.
Un ruido rompió el momento. Me sobresalté, temerosa de
ser descubierta con mi hermanastro en una situación
comprometida. Ambos escondidos en un cuarto de limpieza y
su boca cubierta de pintalabios rojo, que, acababa de descubrir,
que no era tan resistente como creía.
Marco puso un dedo entre mis labios para que me
mantuviese en silencio.
—¿Qué haces aquí? —preguntó una voz femenina—. Te
dije que no vinieras. Si alguien te ve…
—No va a pasar nada, tengo coartada —le interrumpió una
voz masculina.
Alguien suspiró. ¿Tal vez ella?
—No te cases —imploró él—. Él no te va a hacer feliz.
Estreché mis ojos al escuchar esas últimas palabras. ¿Era
Zia? No, no podía ser… Había cientos de personas en la
discoteca, podría tratarse de cualquiera. Mordí mi mejilla
interior, incómoda, sintiendo que estábamos vulnerando la
intimidad de una pareja, presenciando un momento que no
teníamos derecho a oír.
Sin embargo, Marco, como era habitual en él, no compartía
mi opinión.
—Conozco esa voz —murmuró, más para sí mismo que
para mí, mientras se inclinaba hacia delante para entreabrir la
puerta, solo un poco, lo suficiente para ver a Zia junto a otro
hombre, que me sonaba vagamente familiar, pero, al que no
lograba reconocer. Él sostenía sus muñecas y ella tenía sus
ojos vidriosos, como si estuviese a punto de echarse a llorar.
—¿Y tú sí? —espetó ella—. ¿Tú puedes hacerme feliz,
Maurizio?
Al oír su nombre pronunciado en los labios de Zia, supe
donde lo había visto antes. El día anterior, cuando había ido al
parque con Ginebra y mis hermanos. Nos encontramos a una
pareja con un niño pequeño. Ginebra me los había presentado.
La mujer, que respondía al nombre de Mariela, apenas se había
parado y me miraba con superioridad. En cambio, el hombre
había sido amable y respetuoso.
Llevé mi mano a mi boca cuando la realización cayó sobre
mí y comprendí lo que Zia me había dicho en nuestro
encuentro en el despacho de abogados de su padre: «Cuando
perteneces a este mundo, el amor no es suficiente». Maurizio
estaba casado y tenía un niño pequeño. Ginebra me había
explicado que, muchos de los matrimonios en ese mundo eran
por conveniencia, una especie de asociación entre familias y
que los divorcios eran muy extraños. Mi padrastro era una
excepción.
Él no respondió, sino que se acercó a ella y acortó la
distancia entre ambos con un beso, que fue correspondido por
ella.
Zia se iba a casar con un abogado que trabajaba para su
padre. ¿Tal vez era un matrimonio de conveniencia, sin amor?
¿Estaban Zia y Maurizio destinados a no estar juntos? ¿A
amarse a escondidas?
Sentí pena por ella. Por el futuro que le esperaba. Uno en el
que el amor no estaba presente. Un futuro que podía haber
sido el mío si hubiese seguido con Tobias, si Marco no me
hubiese besado, demostrándome lo equivocada que había
estado comprometiéndome con un hombre hacia él que solo
sentía amistad y un gran afecto, pero del que no estaba
enamorada.
Mis pensamientos fueron interrumpidos por un pequeño
tirón en mi cuello y el click de una cámara, seguido de un
flash que casi me deja ciega. La pareja se detuvo, obviamente
se habían percatado de la luz y era cuestión de segundos que
nos descubriesen.
—Siempre me olvido del flash —se lamentó mi
hermanastro, aunque no parecía demasiado preocupado al
respecto. Sacudió la foto que acababa de sacar en el aire, para
que se revelase más rápidamente.
Tiré con brusquedad de su hombro, obligándolo a cerrar la
puerta del todo.
—Marco —siseé—. ¿Por qué has hecho eso? Casi nos
descubren.
Por supuesto que, lo conocía lo suficientemente bien como
para saber que había una intención oculta detrás de su acción.
Siempre la había.
—Porque los momentos bonitos hay que inmortalizarlos,
Pocahontas —contestó en tono burlón, girándose y mirándome
a los ojos.
—¿Quién está ahí? —La voz de Maurizio resonó por las
paredes, a la vez que un puño golpeaba la puerta.
—Nunca ha sido la manzana más lista del árbol. Pero, hasta
él se va a dar cuenta de que la puerta no está cerrada con llave
—susurró, apoyando su cabeza en mi hombro, simulando estar
derrotado. Ni en un momento como ese podía ponerse serio.
—Lo mejor es que demos la cara —le dije, sacudiendo mis
hombros para que se apartase.
—Generalmente, estaría de acuerdo contigo, Pocahontas.
Pero, Maurizio, como caballero que es, va a intentar salvar el
honor de su amada. Y me he dejado en casa la armadura y la
espada. Aunque, por suerte para ti —dio un golpecito a mi
nariz con su dedo—, tengo una idea. Sígueme.
—¿A dónde? —pregunté con incredulidad. No había
escapatoria posible.
Marco estiró la mano y tocó algo en la pared, provocando
que la estantería donde estaban colocados productos de
limpieza se abriese, dando paso a un estrecho pasillo. Me
acerqué para lograr ver con mayor precisión lo que había al
otro lado.
—¿Qué es…? —No pude terminar la frase, porque me
tropecé con un palo de fregona tirado en el suelo. Mi
hermanastro me agarró por la cintura intentando estabilizarme,
sin embargo, no lo logró y terminamos rodando por la
moqueta roja del pasillo.
Marco se las arregló para colocarme de tal manera que su
cuerpo protegiese el mío. A pesar de eso, cuando llegamos al
final y me encontraba tumbada encima de él, me dolían todas
las partes del cuerpo.
—Menos mal que alguien ha dejado la puerta abierta —
celebró debajo de mí, observando el lugar en el que nos
encontrábamos.
—¿Dónde estamos? —Miré a mi alrededor, confundida. Ya
no estábamos en el cuarto de limpieza, sino en una estancia
más amplia, con sofás de cuero negro y una mesa en el centro.
Parecía otro reservado. Pero, ¿cómo era posible?
—Es un pasadizo —me explicó el pelirrojo, que sostenía la
fotografía que había sacado entre sus manos y la agitaba.
—¿Tenéis pasadizos en la discoteca? ¿Por qué?
—¿Por qué no tenerlos? —replicó él, como si fuese lo más
normal del mundo, a la vez que contemplaba con interés la
imagen del momento que nunca debía de haber capturado.
—¿Qué vas a hacer con eso? —inquirí, sabiendo que nada
bueno.
Él se encogió de hombros y guardó la foto en el bolsillo
derecho de sus bermudas.
—Si te soy sincero, todavía no lo sé. Pero, no te preocupes,
que estoy seguro de que se me acabará ocurriendo algo.
—Marco —comencé—. Es tu prima. Zia es una buena
chica, no sé merece que hagas nada que la pueda perjudicar. —
Aunque no era mi amiga, ella me había ofrecido su ayuda sin
conocernos. Por supuesto que, esa no era una información que
pensaba compartir con él—. Por favor —pedí.
Mi hermanastro chasqueó su lengua y acarició mi mejilla.
—Dilo otra vez.
Fruncí mi ceño, sin comprender sus palabras.
—¿Por favor? —repetí, confundida.
Él esbozó una sonrisa, complacido.
—Me encanta cuando suplicas —susurró, girándome para
ponerse a horcajadas encima de mí. Con cada una de sus
piernas a ambos lados de mis caderas. Marco se inclinó y
presiono sus labios contra la piel de mi cuello. Su lengua salió
disparada, lamiendo una zona sensible, haciéndome gemir de
placer. No terminaba de acostumbrarme a las sensaciones que
ese hombre lograba crear en mí. Era como si supiese que
teclas pulsar, como si conociese mi cuerpo mejor que yo
misma. Continuó repartiendo besos por mi cuello,
descendiendo hasta llegar a mi clavícula. Cerré mis ojos,
disfrutando del momento. Sentí como sus dientes tiraron de la
tela de mi blusa, dejando al descubierto mi hombro derecho,
mordisqueando con fuerza mi piel desnuda. Un quejido brotó
de mis labios.
—Te queda perfecta —susurró, separándose un poco de mí,
mientras el dorso de su mano acariciaba mi mejilla.
—¿Cuál? —pregunté, aún aturdida.
—Mi marca sobre ti.
Mi mano voló hacia mi hombro, donde comenzaba a sentir
un pequeño pinchazo. Pero, él lo impidió, atrapando mi
muñeca.
—No, Pocahontas. Déjame disfrutar de mi obra. No niegues
al artista su minuto de gloria.
—Marco —intenté protestar débilmente, a pesar de que
sabía que no serviría de nada.
Mi hermanastro volvió a girarme, colocándome encima de
él y su boca se unió a la mía. Nuestros cuerpos enredándose,
su dureza apretándose contra mi suavidad. Mis manos vagaron
por su cabello, su rostro, por cada parte de su cuerpo que podía
alcanzar. Estaba sedienta de él, Marco era como una fuente en
medio de un desierto para mí. Necesitaba más. Necesitaba
tenerlo lo más cerca posible y Dios se apiadase de mi alma,
dentro de mí.
El pensamiento se instaló con fuerza en mi mente,
derribando todos los muros y creencias que había tenido
durante toda mi vida. Todas las dudas que había tenido hasta
ese momento, se disiparon.
No quería acostarme por primera vez con el hombre con
quién estuviese el resto de mi vida, con quién formase una
familia. Quería que fuese con alguien que me hiciese sentir
como él lo hacía: que provocase en mi cuerpo ese deseo voraz,
irresistible; que sus caricias me hiciesen perder la cabeza.
Poco importaba que no pudiese ofrecerme un futuro juntos,
que supiese que no era el chico de mis sueños. Porque lo único
que realmente importaba era el presente. Ese recuerdo que,
aunque, sería efímero, quedaría grabado en mi memoria
durante el resto de mi existencia.
—No voy a quitarte la virginidad en el suelo de un
reservado. —Marco separó sus labios de los míos. La punta de
su dedo delineando el contorno de mi ceja derecha.
—No me importa el sitio. —El filo desesperado en mi voz
me sorprendió a mí misma. Ni siquiera me molesté en negar lo
que él se había tomado la libertad de suponer.
¿De verdad quería que mi primera vez fuese en el duro y
frío suelo de una discoteca? La realidad era que me daba lo
mismo. Siempre y cuando fuese con Marco.
Envolvió sus manos alrededor de mis mejillas, llevó su cara
a la mía y devoró mis labios. Ese beso no tenía nada que ver al
que me había dado en el cuarto de limpieza. Era frenético,
desesperado, un beso que prometía mucho más.
El sonido del cristal impactando sobre el suelo y un sollozo
ahogado, provocó que nos separásemos, ladeando la cabeza
hacia donde procedía el ruido, la puerta del reservado, donde
se encontraba Ginebra, con los ojos como platos y la boca
abierta.
Nunca decía ni pensaba palabrotas, pero, si había una
primera vez, sin duda alguna, sería esa. La había cagado a base
de bien.
—Gin… —Antes de que pudiese terminar de pronunciar su
nombre, ella había cerrado la puerta y se había marchado.
Apoyé mis manos en los hombros de Marco, para tirar de él
hacia atrás y poder levantarme. Él se pasó una mano por su
cabello despeinado. No parecía demasiado contento.
—Si no mete las narices donde nadie le llama, no es ella —
refunfuñó—. Y ese novio suyo, le hace demasiado caso.
Una vez logré ponerme de pie, sacudí mi falda de tubo
beige que me llegaba por las rodillas y salí de la estancia, antes
de que mi hermanastro intentase impedírmelo, corriendo
detrás de Ginebra. Tenía que hablar con ella. Asegurarme de
que me guardaba el secreto. Nico y Fabio no podían enterarse.
—¡Ginebra! —exclamé, sin embargo, ella no se dio la
vuelta. Finalmente, cuando estaba a punto de entrar en el
reservado donde se celebraba la despedida de soltera, conseguí
alcanzarla, agarrando su muñeca para que se detuviera.
Ella me miró. Al contrario de lo que había pensado, no
había juicio en sus ojos azules, ni tampoco furia, solo
compasión. Me contemplaba con lástima y eso fue lo peor que
pudo hacer. Eso fue peor que cualquier grito, cualquier insulto
o cualquier comentario malicioso.
Abrí la boca, pero volví a cerrarla, cuando no supe qué
decirle. ¿Qué no era lo que había visto? No, eso era absurdo.
—No quería interrumpir, estaba buscando un baño —se
disculpó.
—No es lo que parecía. —En cuanto las palabras salieron de
mi boca, me di cuenta de la tontería que acababa de decir—.
En realidad, sí que lo es —me corregí. Era absurdo negar lo
evidente.
—No es de mi incumbencia, Nelli —dijo, su tono de voz
suave—. Puedes estar tranquila, no voy a contárselo a nadie.
No te juzgo, yo más que nadie sé lo que es sentirse atraída por
la persona menos apropiada para ti. Solo que… —se mordió el
labio inferior con nerviosismo, como si estuviese ordenando
sus ideas, pensando la forma más apropiada para decir lo que
pensaba—, Marco te está utilizando —confesó finalmente—.
Mierda, estoy sonando como mi hermano. —Se golpeó la
frente con la palma de su mano—. Lo que quiero decir es que
Marco no se toma nada en serio, para él, todos formamos parte
de un juego. Uno enfermizo que él ha creado en su cabeza para
su propia diversión. Somos como piezas para él, que mueve a
su antojo.
Suspiré sonoramente, porque ella no me estaba diciendo
nada que no supiese.
—Gracias por preocuparte, Ginebra, pero sé cómo es
Marco. —Le ofrecí una cálida sonrisa—. Aunque puede sonar
extraño, llevo toda mi existencia siguiendo unas reglas y una
forma de vida que no ha sido elegida por mí, creyendo que era
lo que quería hacer, lo que debía. Y, por una vez, estoy
haciendo lo que yo quiero, aunque no sea lo correcto. Sé que
para Marco solo soy un juguete nuevo, con el que divertirse.
Sé que me está utilizando, intentando manipularme a su
antojo. Pero, para mí es una distracción de todo lo que ha
pasado en estas últimas semanas. Cuando estoy con él, no
pienso en la muerte de mi padre, ni en la de mi madre, ni en lo
injusta que es la vida por haberse llevado a dos personas tan
buenas y con tanto por experimentar, por vivir. No pienso, solo
siento. Y nunca me he sentido tan viva y tan libre como
cuando estoy con él.
—Nelli. —Ginebra apretó mi hombro con su mano—.
Marco no es un chico normal, él es peligroso. Incluso más que
el resto de los hombres de la mafia.
—Es algo pasajero. No durará —le tranquilicé. En poco
tiempo, mi hermanastro se cansaría de mí y todo volvería a la
normalidad. Él seguiría en Roma encargándose de los
negocios de su familia y yo regresaría a Londres y con un
poco de suerte, con mis hermanos—. En casa de Arabella
dijiste que no era tan malo. Que protegía a la gente que quería
—le recordé, defendiendo a Marco. No me gustaba la manera
en el que el resto de personas le veían. Él no era ese monstruo
que los de su alrededor creían que era, que él mismo se
empeñaba en aparentar ser. Yo había visto su lado tierno, cómo
se comportaba con Nico y con Fabio.
No necesité ver el gesto de compasión en la cara de Ginebra
para darme cuenta de mi error. Marco protegía a la gente que
quería, pero yo no estaba dentro de ese grupo.
—Marco daría su vida por mi novio y solo por eso le
aprecio. Aunque, no me engaño a mí misma, si tiene que…
Ginebra no pudo continuar, porque la chica del pelo rosa,
abrió la puerta del reservado junto a un chico vestido de negro,
con una cámara en las manos y con cara de pocos amigos, que
parecía ser un trabajador de la discoteca.
—Menos mal que estáis aquí. Íbamos a ir a buscaros.
¡Vamos, que solo faltáis vosotras! —Agarró a cada una del
brazo y tiró de nosotras hacia el interior del reservado, donde
se encontraban todas las invitadas, colocadas sobre el sofá
donde habíamos estado antes sentadas. Unas sostenían la pajita
con gesto provocador, mientras otras alzaban unas galletas de
chocolate con forma del miembro masculino y fingían
morderla. En el centro, se encontraba Zia, ataviada con un
disfraz de jueza sexy: la toga tenía un escoté prominente que
dejaba a la vista el encaje negro de su sujetador y a pesar de
que le llegaba casi hasta las rodillas, la pronunciada abertura
en el lado derecho, dejaba a la vista la mayor parte de su
pierna. A pesar de que intentaba hallar una buena postura para
la foto grupal, mientras agarraba un mazo, el complemento de
su disfraz, entre sus manos y fingía pasárselo bien, pude ver la
preocupación en su rostro. Y sabía muy bien sus razones.
Iba a casarse con un hombre al que no amaba.
—Si necesitas ayuda, no dudes en pedírmela —me susurró
Ginebra, haciendo que mi atención se centrase en ella.
—Gracias, pero sé lo que estoy haciendo.
—Siempre decimos eso cuando no tenemos ni idea de lo
que hacemos.
Horas después, aún seguía pensando en sus palabras.
¿De verdad sabía lo que hacía?
Capítulo 17
Nelli
—Marco —le llamé, cuando entré en la cocina y me
encontré al pelirrojo sentado en una de las sillas que estaban
frente a la mesa, dándole un mordisco a una magdalena de
chocolate—. Te estaba buscando.
Mi hermanastro desvió su mirada del último trozo de muffin
y lo centró en mí. Una sonrisa se dibujó en su rostro y un brillo
de diversión apareció en sus ojos verdes.
—¿Ah, sí? —preguntó, apoyando los codos sobre la mesa y
su cabeza entre sus manos—. ¿A qué se debe el placer,
Pocahontas? —Se pasó la lengua por sus labios, lamiendo los
restos de chocolate en ellos.
Sentí que el rubor calentaba mis mejillas al escucharle. Sin
embargo, no me dejé distraer por sus provocaciones. Mis
hermanos me habían vuelto a insistir sobre ir a ver la tumba de
nuestra madre. Hacía unas semanas les había dicho que no era
el momento, que tal vez era demasiado reciente, pero esa
mañana, tenía pensado ir y me preguntaba si sería bueno para
ellos que me acompañasen. A pesar de su corta edad y de que
había muchas cosas de las que no eran conscientes, se
merecían poder despedirse de ella.
No obstante, antes de tomar la decisión por mí misma, había
pensado que, en esta ocasión, sería mejor consultarlo con mi
hermanastro. Al fin y al cabo, Nico y Fabio eran hermanos de
ambos y lo último que quería era problemas con Marco.
Quizá, si comenzaba a establecer una comunicación más
frecuente con él en lo referente a nuestros hermanos menores y
veía que solo quería lo mejor para ellos, acababa de entender
que, con quién mejor estarían, serían conmigo.
Marco era más humano de lo que todos creían, de lo que él
quería que el resto viesen. Él adoraba Nico y a Fabio y solo
deseaba lo mejor para ellos. Y eso era que se mudasen a
Londres y pudiesen tener una vida pacífica a mi lado. Conocía
un buen colegio, donde no tardarían en integrarse. Y no les
costaría aprender el idioma, yo misma les ayudaría con el
aprendizaje.
—Yo… —Carraspeé, pensando las palabras correctas. Fijé
la mirada en las baldosas del suelo, pasando la palma de mis
manos por el vestido vaquero de manga corta, nerviosa. No
había nada de malo en lo que iba a pedirle, sin embargo, con
Marco, nunca se sabía—. Voy a ir al cementerio a llevar unas
flores a mi madre. Siempre voy sola, pero hoy Nico y Fabio
han vuelto a preguntarme cuando podrán ir a…
Me detuve, interrumpiéndome a mí misma, cuando sentí un
aliento cálido sobre la piel de mi cuello, apartando mi largo
cabello de mi hombro derecho. Mi hermanastro se encontraba
tras de mí, tirando del cuello de mi vestido.
—Marco, que…
—No me gusta. —Sus dedos desabrocharon los dos
primeros botones blancos de mi vestido con una destreza
sorprendente, para poder tener más margen de movimiento a la
hora de apartar la tela a un lado, dejando mi hombro al
descubierto.
Parpadeé, confusa. ¿De qué estaba hablando?
—Te has tapado la marca —farfulló, respondiendo a mi
pregunta no formulada en voz alta. Las yemas de sus dedos se
deslizaron con suavidad sobre la pequeña marca de sus dientes
que sobresalía sobre mi piel. Afortunadamente, no era
demasiado visible y no tardaría en irse, aunque si lo suficiente
para que, esta mañana al ducharme, los momentos sucedidos la
noche anterior entre ambos apareciesen en mi mente. Era muy
difícil que alguien que no fuésemos él y yo se diera cuenta,
pero, aún así, se había sentido correcto taparlo. Al parecer,
Marco no estaba de acuerdo con mi decisión—. ¿Por qué? —
Cuando no contesté, sus dedos hicieron más presión sobre mi
piel, buscando llamar mi atención.
Reaccionando, me aparté bruscamente de él, mientras
abrochaba los dos botones que él había desabrochado. Miré a
mi alrededor, comprobando que seguíamos solos.
—Estamos en la cocina —le recordé, molesta—. Cualquiera
podría entrar y llevarse una idea equivocada. —¿Es qué acaso
no se daba cuenta de ello? ¿Qué le diríamos a Nico y Fabio si
nos veían en esa posición?
Él soltó una carcajada.
—¿Equivocada? —repitió con burla—. ¿Tú crees? Porque
yo creo que sería muy acertada.
Un resoplido brotó de mis labios. Como siempre, no le
importaba.
—Marco. —Estaba empezando a perder la paciencia—. Voy
a ir al cementerio a llevar flores a mi…
—Sí —contestó, interrumpiéndome de nuevo—. Si Nico y
Fabio quieren ir, llévalos contigo. Les vendrá bien ir a verla.
Le miré, sorprendida. Eso había sido más fácil de lo que
pensaba.
—Está bien, pediré un taxi.
—No, no hace falta. Yo os llevo.
—¿Tú? —pregunté, incrédula.
—Sí, dame quince minutos para que me dé una ducha. Vete
avisando a nuestros hermanos. —Asentí—. A no ser que
quieras unirte —añadió, guiñándome un ojo.
—Marco —dije con cansancio. Era incorregible.
Él se rio.
—Quince minutos —repitió, saliendo de la cocina.
✿✿✿✿
Tal y como había prometido, a los quince minutos, Marco
estaba en el garaje, esperándonos en el coche, un Renault
KWID de color verde militar.
—¿Botas? —murmuré perpleja, cuando me monté en el
asiento del copiloto. Hacían más de treinta grados. De hecho,
era uno de los días más calurosos de todo el verano.
Una sonrisa se formó en sus labios, mientras se ajustaba sus
gafas de sol.
—Te lo dije, Pocahontas. Solo me las pongo en ocasiones
especiales. Y hoy es una de ellas.
No dije nada, me limité a abrocharme el cinturón de
seguridad. Estaba comenzando a acostumbrarme a las
excentricidades de mi hermanastro. De hecho, me gustaban.
Tenía que reconocer que tenían parte de su encanto, le hacían
especial, único.
El trayecto no fue demasiado largo, aunque si lo suficiente
para que Fabio, que no paraba de mover las piernas y golpear
mi asiento, se pusiese pesado.
—¿Por qué no ha venido Luna? —se quejó, nombrando a
mi perrita, que se había convertido en su mejor amiga.
—Porque luego vamos a ir de compras al centro comercial y
no puede entrar en las tiendas.
Los niños necesitaban pijamas nuevos y era demasiado mala
con las tallas como para pedirlos por internet o comprarlos sin
probárselos.
—No quiero ir de compras. —Fabio cruzó sus brazos—.
Quiero ir al parque.
—Otro día.
—¡Quiero ir hoy! Siempre tenemos que hacer lo que tú
quieres. —Su playero golpeó con fuerza mi asiento, haciendo
que pegase un pequeño brinco.
—Fabio —la voz de Marco resonó por el automóvil con
autoridad—, haz caso a tu hermana. Y deja de golpear su
asiento, le has hecho daño.
Los labios del niño se fruncieron y las lágrimas comenzaron
a recorrer sus mejillas.
—Lo siento, Nelli.
Estiré mi mano por el hueco entre los asientos para tocar su
pierna y darle un pequeño apretón, tranquilizándolo.
—No pasa nada cariño, estoy bien, no llores.
—¿Te has enfadado conmigo? —Aunque era yo la que
estaba hablando, no era a mí a quién se dirigía.
—Por supuesto que no —le respondió el pelirrojo, mirando
a su hermano por el retrovisor, con un gesto de preocupación
en su rostro—. ¿Qué te parece si después de las compras os
llevo yo al parque?
—¡Bien! —gritó el niño, levantando sus manos. Nico sonrió
feliz por la propuesta de su hermano mayor. A los dos les
gustaba pasar tiempo con Marco.
Mi hermanastro suspiró, aliviado.
—Eres bueno con ellos —le susurré unos minutos más
tarde, aprovechando que Fabio y Nico estaban absortos en una
discusión sobre a que parque iban a pedir a Marco que les
llevase.
Lo cierto era que, Marco era sorprendentemente paciente
con nuestros hermanos. Estricto, pero sin llegar a cruzar a una
línea y pasarse.
—Son mis hermanos —lo dijo como si esa razón fuese la
respuesta para todo. Y, tal vez, lo era. Porque yo también
estaba dispuesta a todo por ellos.
Para cuando el pelirrojo aparcó el coche en el aparcamiento
del cementerio, más cercano a la tumba de mi madre, los niños
ya habían terminado de discutir y miraban a través de los
cristales del vehículo con curiosidad.
Marco desactivó el seguro de las puertas y Fabio salió
disparado, como un tigre enjaulado al que has dejado la jaula
abierta por error, aunque, para mi tranquilidad, fue
interceptado por uno de los guardaespaldas que nos habían
seguido en otro automóvil. Nico descendió del coche con
calma, llevando con él, un ramo de lirios rosas que habían sido
las flores preferidas de mi progenitora y que siempre le llevaba
cuando iba a visitar su tumba.
Mi hermanastro siguió a sus hermanos y yo me quedé
dentro del automóvil durante unos minutos. Aunque habían
pasado unas semanas, aún no me hacía la idea de que mi
madre estaba muerta. Una parte de mi seguía pensando que, en
algún momento, volvería a verla. Como si se hubiese ido de
vacaciones y el día menos pensado regresaría con un
bronceado favorecedor y una maleta llena de regalos.
Por eso, cada vez que iba al cementerio, la realización me
golpeaba como un martillo. Era el único momento que
permitía que la asfixiante tristeza y el dolor me desgarrasen
por dentro. Pero, ese día, no había ido sola, mis hermanos me
acompañaban y no podía permitir que me viesen así. Tenía que
ser fuerte, por ellos y por mi madre.
Cerré los ojos y traté de respirar lentamente para calmar la
angustia que me había invadido. Pensé en mi madre, en la
manera que siempre me miraba: con adoración y amor. Así era
como quería recordarla, como se merecía que la recordase.
Con fuerzas renovadas, abrí la puerta y descendí del coche
para ver a Marco, que estaba apoyado sobre el capó, su vista
fija en la pantalla de su móvil. Guardó su teléfono en sus
bermudas coloridas cuando me vio.
—Tengo un regalo —me dijo, cuando estuve lo
suficientemente cerca, separándose del automóvil. No me
había percatado que uno de sus brazos estaba detrás de su
espalda.
Estreché mis ojos al escucharle, sin fiarme de sus
intenciones.
—Vamos, no es nada malo. Confía en mí.
Miré a mi alrededor, comprobando que mis hermanos, que
estaban a unos pasos delante nuestro, rodeados de dos de los
guardaespaldas, estaban lo suficientemente distraídos como
para no vernos si Marco hacía un movimiento inapropiado.
Fabio, corría en circulos tras una mariposa, mientras que Nico,
permanecía inmóvil, con la mirada fija en el cielo y perdido en
sus pensamientos.
—Está bien —accedí, aunque no demasiado convencida.
—Cierra los ojos.
A pesar de que durante un instante dudé, finalmente,
terminé accediendo. Los dedos de mi hermanastro apartaban
con suavidad los unos mechones de mi cabello, colocando
algo sobre mi oreja derecha. Sentí como mis músculos se
relajaban ante su toque, como si fuese algo natural, como si
me hubiera acostumbrado a ello. Para qué mentir, lo había
hecho.
Lo que Tobias no logró en casi dos años relación, que me
sintiese completamente cómoda con su cercanía, Marco lo
había conseguido en pocas semanas.
Y eso era realmente inquietante.
—Ábrelos.
Cuando lo hice, mi hermanastro agarró mis hombros y tiró
de mí hacia abajo para que pudiese contemplar mi reflejo en el
retrovisor del coche. Un precioso tulipán naranja yacía sobre
mi oreja.
La sonrisa que se dibujó en mis labios al observar la bella
flor, se convirtió rápidamente en una mueca de horror cuando
comencé a pensar en la procedencia de su regalo.
—¿Has robado flores de una tumba? —No, eso era
imposible. Apenas había permanecido dos minutos más en el
automóvil, no había forma de que lo hubiese hecho en ese
periodo tan breve de tiempo, ¿verdad?
Sin embargo, lejos de ofenderse, mi pregunta le resultó
divertida.
—¿Te molestaría si lo hiciese?
—Es una falta de respeto…
—Relájate, Pocahontas. —Él pellizcó mi mejilla con cariño,
para después, señalar un arbusto con tulipanes naranjas.
Lancé un suspiro, aliviada.
—Tienes muy poca fe en mí. ¿Por quién me tomas?
Iba a contestarle, cuando Nico nos llamó.
—¿Podemos ir? —preguntó, apuntando con su dedo índice
hacia las tumbas.
Afirmando con la cabeza, me dirigí hacia Fabio, que se
había sentado en el suelo y jugaba con una piedra.
—No sé para que me molesto en ponerte ropa limpia —le
dije, a la vez que él se levantaba y se miraba el pantalón corto
azul claro lleno de tierra. Se lo sacudí y limpié sus rodillas con
una toallita mojada, que se habían convertido en un accesorio
obligatorio en mi bolso.
Nico y Marco ya se hallaban junto a la tumba de mi madre.
Nico depositó las flores encima del mármol, ante la atenta
mirada de mi hermanastro.
Fabio se soltó de mi agarre y corrió hacia ellos.
—¿No tiene miedo ahí dentro? —me preguntó Fabio con
terror, en cuanto llegue a su lado.
—No, lo único que siente mamá es felicidad porque sabe
que la quieres mucho. Su cuerpo está ahí, pero ella está con
nosotros, protegiéndonos. ¿Por qué no le cuentas cómo te van
las cosas? —le animé, dándole un empujoncito para que se
acercase más.
—Te echo mucho de menos. —Fabio se sentó en mármol y
enredó sus manos entre sí con nerviosismo—. El otro día
jugué un partido de futbol y metí un gol. Estoy aprendiendo a
nadar de espaldas, y ¿sabes qué, mamá?
—¿Por qué no le han enterrado con los abuelos? —inquirió
Nico, señalando hacia el mausoleo familiar de mármol blanco
que estaba frente a nosotros.
Me quedé observando la edificación, mi mirada fija en la
puerta de madera oscura, sin saber cómo responder a la
pregunta de mi hermano. Por el rabillo del ojo, vi como Marco
se agachaba frente a Nico, poniéndose de cuclillas.
—Tu madre amaba estar al aire libre. A ella no le gustaba
estar encerrada entre cuatro paredes.
—¿Si papá muere, le van a enterrar junto a ella?
Giré la cabeza a tiempo de ver como Marco fingía una
sonrisa para esconder el dolor que le provocaba pensar en la
posible muerte de su padre. Mi hermanastro se aferraba a un
hilo de esperanza, que cada día que pasaba, se iba
deshilachando un poco más, pero él no perdía la confianza.
Marco, sin ser católico, me estaba enseñando una lección de
fe. Una que había olvidado tras la muerte de mi padre.
Sin darme cuenta, me había rendido, aceptado que todas las
luchas terminaban en derrota. Porque hubiese sido así en el
caso de mi progenitor, no tenía porqué serlo con Benedetto. Y,
aunque lo fuese, nada estaba perdido hasta que la muerte
hiciese acto de presencia.
Imité a mi hermanastro y me agaché frente a Nico,
sujetando una de sus manos con la mía.
—No pienses en eso, cariño. —Con la mano libre acaricié
su mejilla—. Tu padre es fuerte y un luchador, él sabe que
vosotros le estáis esperando y va a hacer todo lo posible para
recuperarse. Cuando te des cuenta, estará junto a ti y Fabio. —
Miré a mi hermano más pequeño, cuyos grandes ojos
marrones me miraban sospechosamente brillantes.
—¿Estás segura? El otro día no sabías si se iba a recuperar
—me recordó Nico, provocando que regresase mi atención a
él.
Mi hermanito tenía razón, había sido demasiado pesimista.
Era cierto que Benedetto seguía grave y las posibilidades de
una completa recuperación eran escasas. Pero, los milagros
existían y siempre había creído en ellos. Había permitido que
el dolor y la rabia por el final que mis padres había tenido, me
hiciese olvidarlo.
Había transmitido mi propia desesperanza a mis hermanos y
a Marco y eso era injusto.
—Completamente. No había tenido en cuenta que el amor
que tu padre siente por vosotros es tan fuerte que puede
superar cualquier situación por muy difícil que sea. Dios está a
su lado y le va a ayudar.
Nico se lanzó a mis brazos. A duras penas pude mantener la
postura sin caerme, debido a la fuerza con la que el niño que
lloraba en mi hombro, me abrazaba.
—¡Yo también quiero! —No había terminado de procesar el
significado de esas palabras, cuando un pequeño cuerpo se
abalanzo encima de mí y terminé sentada de culo en el duro
suelo, con Nico en mi regazo y Fabio montado en mi espalda.
Me eche a reír y las risas infantiles de mis hermanos me
acompañaron.
—Mamá debe estar pensando que somos un desastre —dije
mirando mi vestido azul lleno de tierra y arrugado. Las ropas
de mis hermanos no estaban mucho mejor.
—Tu madre, donde esté, está muy orgullosa de ti —me dijo
Marco, quitándome de encima a Fabio y ofreciéndome la
mano para ayudarme a levantarme.
Acepté su ayuda y le ofrecí una sonrisa de agradecimiento.
Cuando dejaba salir su lado tierno, mi hermanastro era
encantador. Por supuesto que, eso casi nunca sucedía.
—Gracias —me susurró al oído, en cuanto me puse de pie.
—¿Por qué?
—Por darle esperanzas a Nico. —La punta de su lengua
recorrió mi oreja.
Un cosquilleó en el estómago, que se estaba convirtiendo en
una sensación familiar, provocó que lanzase un suspiro.
Incluso en el cementerio, frente a la tumba de mi madre y
con mis hermanos a pocos metros de nosotros, era incapaz de
controlar las sensaciones que Marco me hacía sentir. Él se
separó de mí antes de que me pusiese en evidencia delante de
los niños, que, aunque estaban de espaldas a nosotros hablando
entre ellos, podían darse la vuelta en cualquier momento.
Marco aplaudió para llamar la atención de los niños.
—Tengo que irme al trabajo. Cuando estéis listos, avisarle a
Camilo. —Señaló a uno de los guardaespaldas que esperaba a
una distancia prudencial. Suficientemente lejos para
concedernos intimidad y suficientemente cerca para poder
actuar si pasaba algo—. Él os llevará hasta el coche. Dejarle
un rato a Nelli para que pueda despedirse a solas de vuestra
madre.
Los niños asintieron al unísono.
—A la tarde nos tienes que llevar al parque —le recordó
Fabio. Que tenía una memoria de elefante para lo que le
interesaba.
—Siempre cumplo mis promesas —le aseguró Marco,
inclinándose para revolverle el pelo—. Os veo a la tarde y a ti,
a la noche —me dijo, guiñándome un ojo.
Negué con la cabeza, aunque no pude disimular la sonrisa
tonta que adornó mi cara. Mi hermanastro se giró y se marchó,
con su sombrero de fieltro negro ondeando en el aire.
Nico se acercó a la tumba, agachándose y depositando un
beso en la fría piedra. Fabio imitó las acciones de su hermano.
—Te quiero, mamá. —Fabio se despidió, para acto seguido,
dirigirse hacia Camilo.
Nico se quedó quieto, observando el epitafio tallado en la
tumba: «Buena madre y esposa». Una frase impersonal, que no
representaba lo que mi madre había significado para nosotros,
ni la persona que era. Había sido la mejor madre que un hijo
podía desear y una buena esposa, pero ella había sido muchas
cosas más. Una buena mujer con un gran corazón, luchadora,
trabajadora y valiente. Mi madre se merecía un epitafio mucho
mejor.
Nadie me había consultado ni preguntado sobre lo que
quería poner en su tumba. En cuanto las cosas se relajasen un
poco, me encargaría de ponerle remedio.
Sumida es mis cavilaciones, no me di cuenta de que algo en
el ambiente había cambiado. Camilo miraba hacia los
alrededores con sospecha y Nico estrechaba los ojos,
intentando visualizar algo entre los árboles que había al otro
lado, incluso Fabio, se había quedado quieto a mitad de
camino.
Antes de que pudiese preguntar que pasaba, el sonido
inconfundible de un disparo cortó el aire.
Camilo estaba a punto de sacar su arma cuando dos
hombres aparecieron de detrás de los árboles, tirándose encima
de él, impidiéndoselo. Corrí hacia Fabio, que chillaba
completamente inmóvil lo cogí en brazos a la vez que veía
como uno de los hombres colocaba el cañón de su pistola en la
sien de Camilo y su dedo comenzaba a apretar el gatillo. Tapé
los ojos de Fabio con la mano y eché a correr dándoles la
espalda, así todo, no pude escapar del sonido del disparo y del
grito de terror del guardaespaldas.
—Nico, ¿dónde estás? —grité, al no encontrar a mi
hermano por ningún lado. ¿Qué estaba pasando? ¿Estaban
intentando matarnos?
Escudriñé los alrededores, pero no estaba por ningún lado.
Camilo yacía en el suelo, posiblemente muerto y los hombres
ya no estaban con él.
—Nelli, mi… mira —tartamudeó Fabio, señalando algo
detrás de mí. Me giré para ver a el hombre que había disparado
al guardaespaldas. Apreté la cara de mi hermano contra mi
hombro cuando vi como el hombre tenía una mano alrededor
del cuello de Nico y con la otra, le apuntaba en la cabeza con
su pistola.
Nico tenía los ojos abiertos, aunque en ellos no había terror,
más bien aceptación. Como si a sus ocho años, supiese que era
el futuro que le esperaba y estuviese preparado para ello.
—Zorra, entrégame al niño —exigió el hombre, cuyos ojos
parecían inyectados en sangre. ¿Estaba drogado?
—Por favor, suelta a mi hermano. Ellos son solo unos niños.
Dime que quieres y haré lo sea, pero por favor no le hagas
daño. Por favor —imploré.
Mi agarré sobre Fabio se afianzó.
Por el rabillo del ojo, visualicé como otros tres hombres
golpeaban patadas al otro guardaespaldas, que se encontraba
en el suelo, frente al coche.
Entregarle a Fabio no era una opción. Sacar el móvil para
pedir ayuda, tampoco. El hombre dispararía a mi hermano si
hacía algún tipo de movimiento extraño. Mi mente tropezaba
con cada pensamiento, incapaz de aferrarme a uno. Esa parte
del cementerio estaba completamente vacía, nadie podía
escucharnos.
Nuestras opciones eran inexistentes.
Recé mentalmente para que ese milagro, en el que tanto
había creído durante toda mi vida, sucediese.
—Una oferta tentadora. —Una asquerosa sonrisa se dibujó
en su cara, mientras sus ojos recorrían mi cuerpo con deseo—.
Por desgracia, mi jefe ha pedido explícitamente que no sufras
ningún daño. Lo cual es una pena, porque disfrutaría mucho
metiendo mi polla en tu culo. —Sacó la lengua, haciendo
movimientos lascivos con ella. La bilis ascendió por mi
garganta—. No te lo voy a repetir, entrégame al niño.
—Nelli, no. —Fabio suplicó en mi oído temblando como
una hoja. Lo apreté más contra mí, esperando que entendiese
que no iba a soltarle.
—Por favor, no sé…
Me interrumpí al ver como el agarré del hombre en el cuello
de Nico se intensificaba y el niño tragaba con dificultad.
—Entrégamelo de una puta vez.
Una sombra por el rabillo del ojo llamó mi atención y
entonces, todo sucedió demasiado rápido. Marco apareció por
detrás del hombre y en un rápido movimiento, sacó de su bota
un cuchillo de grandes proporciones, que le clavó en el cuello
antes de que nuestro agresor pudiese darse cuenta de lo que
sucedía. El hombre, en un acto reflejó, soltó a Nico, que corrió
hacia mí.
El hombre cayó al suelo, con los ojos muy abiertos y sin
vida. La sangre extendiéndose con rapidez por el suelo. Mi
hermanastro limpió el cuchillo en sus pantalones y lo guardó
en su bota. Con su rostro transformado en una máscara de
furia absoluta pateó la cabeza del hombre muerto.
Nico apretó mi cadera y dejé a Fabio en el suelo. Me puse
de cuclillas, mi cuerpo tembloroso y los abracé a ambos.
Acariciándoles la espalda. Fabio lloraba suavemente y Nico
tragaba con fuerza.
—No pasa nada —les dije para calmarles, a pesar de que yo
misma estaba a punto de sufrir un ataque de nervios. Mi
corazón latía frenéticamente y las lágrimas se acumulaban en
mis ojos, nublando mi visión. Me levanté y Fabio se apretó a
mi cadera derecha, mientras Nico hacía lo mismo en la
izquierda—. Ya ha pasado todo —les tranquilicé.
Aunque no podía estar más equivocada.
Un potente estallido de cristales me sobresaltó. Una bala
acababa de impactar contra la ventana del coche de los
guardaespaldas y segundos después, otra pasó a pocos
centímetros de mi oreja.
Me quedé helada. Una voz en mi cabeza me gritaba que
agarrase a mis hermanos y corriera, poniéndonos a salvo. Pero,
mi cuerpo no obedecía, estaba petrificada, incapaz de mover ni
un solo músculo.
—¡Joder! —gritó Marco. Sacó una pistola que desconocía
que llevaba con él, disparando hacia la zona de árboles y
colocándose delante nuestro, protegiéndonos con su cuerpo—.
¡Toma! —Estiró la mano libre, ofreciéndome un juego de
llaves, que cogí al instante, aunque no sabía que quería que
hiciese con ellas—. Correr hacia el Mausoleo en cuanto os lo
diga. Entra dentro, cierra la puerta con llave y no abras a
nadie. —Sus palabras fueron pronunciadas con firmeza y con
lentitud, dándome el tiempo suficiente para asimilar sus
indicaciones. Y con una serenidad, que me sorprendió. Como
si estuviese acostumbrado a ese tipo de situaciones, como si
supiese cómo actuar en ellas.
—¿Y tú?
Sus ojos verdes brillaron ante mi pregunta. Se inclinó hacia
mí y puso su mano sobre la mía, en la que sostenía las llaves,
presionando mis dedos para que se envolvieran alrededor del
objeto.
—No te preocupes por mí. Pon a salvo a los niños —
ordenó, sin concesiones en su voz.
Solo fue un instante, una milésima de segundo, antes de que
se separara y volviera a su anterior posición, observando a
nuestro alrededor, buscando a nuestros agresores. Sin
embargo, lo suficiente para que una punzada de dolor
abrasador atravesara mi cuerpo al imaginar su muerte, la
posibilidad de que algo malo le pudiera suceder. Y, darme
cuenta, con ello, de que estaba más hundida en su juego de lo
que había creído.
Los niños agarraron mis manos con las suyas. Otra bala
rozó la oreja de Marco y vi como manaba la sangre de ella. Se
me cortó la respiración, un sollozo ahogado brotó de mis
labios, temiendo por su vida, aunque él apenas se inmutó, se
limitó a alzar el brazo en el que sostenía su arma y apuntar
hacia los arbustos, disparando una ráfaga de balas.
—¡Ahora! —gritó
Salí disparada, tirando a los niños conmigo. Fabio se
tropezó, pero logré levantarlo antes de que cayese al suelo. En
pocos segundos, estábamos frente a la puerta. Mi mano
temblaba tanto que no era capaz de acertar en la cerradura.
—Déjame probar —me pidió Nico, quitándome la llave.
Con un par de giros, la puerta se abrió y entramos en el
interior. Cerré la puerta y la oscuridad nos invadió. La
edificación no tenía ventanas y no tenía la menor idea de
donde podía estar la luz.
—Nelli, Marco ha dicho que cerremos con llave —me
recordó Nico, quién, al contrario que su hermano pequeño y
que yo, se mantenía sorprendentemente tranquilo.
Saqué el móvil del bolso y utilizando la linterna, iluminé la
cerradura. Después de atrancar la puerta, metí el llavero en el
bolso.
—Tengo miedo —dijo Fabio, señalando las tumbas que
adornaban las paredes del mausoleo.
Me acerqué a él por detrás, pasando mis brazos por sus
hombros, rodeándolos.
—No tienes que tenerlo. En esas tumbas están enterrados
tus familiares, no pasa nada. —Tragué saliva, intentando
aparentar una calma que no sentía.
Al fondo de la amplia sala cuadrada, había un pequeño altar
encima del cual había un par de velas, un mechero y un centro
de flores. Los tres caminamos hasta el, avanzando con cuidado
por el pasillo para no tropezarnos. Encendí las velas y le di una
a cada uno de los niños. Nos sentamos en el escalón de
ascenso al altar. Fabio en mi regazo y Nico, a mi izquierda,
con la mirada perdida.
¿Esto era a lo que se refería mi madre cuando me decía que
la mafia era peligrosa? ¿Este tipo de situaciones eran normales
en su mundo? ¿A esto tendrían que enfrentarse mis hermanos
el resto de sus vidas? Mientras esperábamos en silencio, el
rostro de Marco se adueñó de mi mente. La crueldad de sus
facciones; la ferocidad en su mirada; la destreza con la que
había sostenido el arma, como si estuviese acostumbrado a
hacerlo, al peligro, a la violencia. Ni siquiera sabía que llevaba
una pistola consigo, que sabía utilizarla. ¿Siempre iba armado?
La imagen de él sacando el cuchillo de su bota apareció en mis
pensamientos. Sus palabras cobraban sentido ahora. Esa era la
razón por la que llevaba unas botas militares en pleno verano.
Esas eran las ocasiones especiales a las que él se refería. Un
escalofrío recorrió mi cuerpo cuando todas las piezas
encajaron en mi cabeza. No le había dado importancia,
pensado que solo se trataba de una de sus excentricidades más.
Qué ilusa había sido. Marco era más peligroso de lo que había
imaginado y el mundo que le rodeaba, más aterrador y oscuro
de lo que había creído.
Tenía que llevarme a mis hermanos de allí. Cuanto antes.
El ruido de la cerradura abriéndose, provocó que me
levantase de golpe, colocando a Fabio y a Nico detrás de mí. A
pesar de la escasa luz, reconocí al instante al hombre que
emergió por la puerta. Giovanni estiró la mano hacia la pared y
la estancia se iluminó.
—¿Por qué no habéis encendido la luz? —Señaló con la
barbilla un interruptor de un tamaño considerable.
—¡Gio! —Fabio corrió hacia él.
Su primo lo levantó, colocándole a su altura.
—¿Estás bien? —le preguntó con preocupación.
—Yo sí, pero Nelli y Nico han pasado mucho miedo. —Mi
hermanito se pasó la mano por los ojos, limpiándose las
lágrimas.
—No hay nada de malo en tener miedo —le respondió su
primo con una sonrisa suave.
Había tantos pensamientos que cruzaban por mi mente en
mi cabeza. Tantas dudas, tantas explicaciones que mi madre a
lo largo de los años había evitado darme y que ahora
necesitaba conocer. Sin embargo, lo único que pregunté, que,
en ese instante, quería saber, fue: —¿Marco está bien?
Giovanni centró sus ojos castaños en mí.
—Él está perfectamente —contestó, mirándome con
suspicacia, como si estuviese buscando algo en mi rostro—.
Vamos, Enzo está fuera, esperando para llevaros a casa.
Necesitáis una ducha y ropa limpia —dijo, haciendo un gesto
con sus manos, para que siguiésemos sus indicaciones.
Necesitábamos mucho más que eso, pero salir de allí era un
comienzo.
Capítulo 18
Marco
Apreté los dientes, forzándome a tranquilizarme y dejé la
motosierra frente a mis pies. No había necesitado más de diez
minutos para que los agresores se derrumbaran y me diesen la
información que quería.
En el momento en el que los saqué de la furgoneta negra
con los cristales tintados que uno de los soldados de la Familia
había llevado hasta el cementerio y los arrastré dentro del
viejo almacén, uno de los muchos que poseía nuestra Familia,
donde guardábamos nuestra mercancía y lo utilizábamos para
las torturas, ya estaban dispuestos a hablar.
Entré sollozos y súplicas me confesaron que un hombre
joven de raza caucásica, que iba vestido con un pantalón
vaquero y una sudadera negra, les había interceptado en el
cementerio, donde estaban merodeando en busca de su
siguiente dosis. Les había contratado para secuestrar a mis
hermanos a cambio de drogas. Él les había proporcionado el
arma, que no tenía número de serie, ni estaba registrado, para
que no se pudiese rastrear.
La única información que les había dado era el lugar del
cementerio en el que nos encontrábamos y que esperasen a que
yo me marchase.
No tenían ni idea de con quién se estaban metiendo, aunque,
ahora, ya lo sabían. Desgraciadamente, no pudieron darme
más información sobre el hijo de puta, ya que no habían
podido verle bien la cara, porque llevaba puesta la capucha de
la sudadera, escondiendo su rostro.
Había quedado con ellos dos horas después para que les
entregasen a los niños en un barrio pobre de la ciudad.
Gio envió a varios de nuestros hombres a la zona. Yo no me
habría molestado, no iba a haber nadie.
Nadie elegía a cinco drogadictos y les dejaba a su suerte.
Ese cabrón se había quedado en el cementerio escondido entre
las sombras asegurándose de que sus ordenes eran ejecutadas
con éxito. Y en cuanto vio lo que sucedía, había huido como el
cobarde de mierda que era.
No tenía ni la menor duda de que sus intenciones eran matar
a los drogadictos en cuanto le entregasen a mis hermanos.
Joder, nada tenía sentido. ¿Por qué alguien querría
secuestrar a mis hermanos? En nuestro mundo teníamos
normas: los niños eran dejados al margen. Y el hombre no era
de rasgos asiáticos, por lo que no pertenecía a la yakuza.
No tenía ni idea de lo que estaba pasando. Y no era la
incertidumbre lo que me molestaba, antes o después
encontraría a ese cabronazo. No había suficientes piedras en
Roma para que se escondiese.
Lo que me estaba matando, era la bola de rabia, que se iba
construyendo en mi interior, cada vez que pensaba en lo cerca
que había estado de perderlos. Ellos, dos pobres criaturas
inocentes. Lo más importante de mi vida.
Si no llega a ser por la imperiosa necesidad de regresar al
cementerio que sentí mientras iba conduciendo por las
carreteras romanas, ahora podían estar muertos o en garras de
un maniaco. A saber que destino tormentoso les tenían
preparado.
No había podido quitarme de la cabeza durante el corto
trayecto la manera en la que Nelli había tranquilizado a Nico.
La seguridad con la que le había asegurado que nuestro padre
se recuperaría. Ella no se lo decía solo a él, también me lo
decía a mí. Mi hermanastra cuidaba de mí. Y, aunque no lo
necesitaba, eso me gustaba. Hacía que una sensación cálida y
agradable se instalase en la parte baja de mi estómago. A parte
de mi madre, ninguna otra mujer se había preocupado antes
por mí.
Ella era diferente. Al contrario de la mayor parte de
personas que me rodeaban, no me tenía miedo, ella veía una
parte de mí que mantenía oculta.
Por eso había dado la vuelta con la intención de observarla a
la distancia mientras se despedía de su madre. Y por eso,
aparqué el coche en una zona alejada y salí para buscar un
lugar desde el que mirarle sin que me viese.
Y entonces, es cuando escuché el primer disparo. Gracias a
mis años de entrenamiento y a otras situaciones vividas en el
pasado, había logrado salvar a mi hermanos y hermanastra.
Pero, así todo, no me quitaba la amarga sensación de que todo
podía haber terminado muy diferente.
Sacudí mi cabeza centrándome en el presente. Nelli y los
niños estaban bien y eso era lo que importaba.
Los secuestradores, que no llegaban ni a los treinta años,
eran unos pobres diablos que harían cualquier cosa por una
raya de coca. Ni siquiera había sido divertido desmembrar a
los dos primeros.
El último, el más joven de los tres, se encontraba
acurrucado en una esquina, su escuálido cuerpo temblando,
observando aterrorizado el atroz final que sus dos amigos
habían tenido. Esperando, temiendo, su turno.
Me acerqué a él, con pasos lentos, disfrutando del momento.
Me agaché cuando estuve a su altura, apoyando mis manos en
sus rodillas y agarrando su barbilla, para que alzase la cabeza.
—Hola —le saludé—. ¿Cómo te llamas? —pregunté con
suavidad, bajando mi tono de voz, como si estuviese hablando
con un niño asustadizo, que acababa de encontrarme en la
calle, en medio de la noche, perdido, buscando a sus padres.
—Dan… —titubeó, sus dientes castañeaban, incapaz de
pronunciar una sola sílaba—. Dante —dijo finalmente.
—Bonito nombre —alabé—. Un compañero de mi clase se
llamaba así. Era un niño muy alegre, muy bueno en los
deportes. Solíamos jugar juntos a fútbol. Hasta que un día, en
uno de nuestros campamentos de verano, desapareció en el
bosque. No supimos nada de él, hasta que días después, fueron
apareciendo restos de él por la zona. Primero, un brazo
colgado de un árbol, luego, una pierna en un arbusto y
finalmente, en la orilla del río, su cabeza. Dicen que fue
comido por los lobos. Yo tengo otras teorías. Triste final para
nuestro amigo Dante. Una pena, porque era el mejor portero
que nuestro equipo podía tener. —Hice una mueca de lástima,
como si realmente me entristeciera una historia que nunca
había sucedido—. Espero que tú corras un mejor final.
Unas lágrimas se derramaron por los ojos castaños del
chico.
—Vamos, no llores —dije, consolándolo, mientras pasaba
las yemas de mis dedos por debajo de sus ojeras, apartando sus
lágrimas. Acuné su rostro entre mis manos—. Ey, Dante,
tranquilo. Todo va a ir bien —susurré—. Vamos a jugar a un
juego, ¿vale?
Me separé de él, levantándome y retrocediendo un par de
pasos, sintiendo la sangre cubrir mis pies descalzos.
—Todos los inviernos, desde que era un crío, voy a Los
Apeninos de los Abruzos. Mi padre tiene una casa allí. —No
había año que no fuéramos—. El viaje en coche mientras
cantábamos viejas canciones rusas; la pista de esquí Campo
Felice y el chocolate caliente. —Entrecerré mis ojos, perdido
en mis recuerdos—. ¿Has estado alguna vez allí?
Dante negó.
—Deberías de ir —añadí, como si tuviese la oportunidad de
hacerlo—. Especialmente, si tienes hermanos pequeños. ¿Los
tienes?
Él no respondió.
—¿Los tienes, Dante? —pregunté, elevando mi tono de voz.
Unas palabras ininteligibles salieron de sus labios.
—No te escucho —canturreé—. Más alto.
—N… no…
No le creí.
—Qué lástima. Tal vez algún sobrino. A los niños les
encanta. Yo disfrutaba mucho cuando era pequeño. A mis
hermanos pequeños les fascina ir. Todo es nuevo para ellos.
Sobre todo, jugar en la nieve. ¿Alguna vez has hecho un ángel
en la nieve?
Él negó de nuevo.
—¿En serio? —Abrí mis ojos, sorprendido, como si no me
creyese sus palabras—. Vaya… Ningún niño debería de pasar
su infancia sin hacer un ángel en la nieve. Pero eso, tiene
rápido arreglo. —Moví mi dedo índice, diciéndole que se
acercase hasta mí—. Yo te voy a enseñar a hacer uno. —Me
desprendí de mi ropa, quedando completamente desnudo,
lanzando mis prendas hacia un lado y otro de la habitación—.
Vamos, ven —insistí, cuando el chico no se movió, sino que se
acurrucó más—. ¡Qué vengas! —grité tan alto, que mi voz
rasgó mi garganta, retumbando en todo el almacén.
Dante obedeció mis órdenes, situándose a mi lado, no sin
antes, tropezar en par de ocasiones con sus propios pies, antes
de llegar hasta donde me encontraba.
—Desnúdate —canturreé, mientras me sentaba en el suelo,
sintiendo la sangre sobre mi piel desnuda, sin tela de por
medio. Era una sensación embriagadora. El olor, la densidad
del tacto… Incluso si la sangre era de las dos ratas que habían
intentado secuestrar a mis hermanos pequeños—. Túmbate en
el suelo —le indiqué, mientras yo me acomodaba sobre las
baldosas, mi piel siendo cubierta del líquido rojizo—. Eso es
—dije, cuando siguió mis instrucciones—. Estira las manos y
las piernas… Perfecto. Ahora, mueve los brazos y las piernas
de arriba abajo. —Eché mi cabeza hacia atrás, entrecerrando
mis ojos, mientras dibujaba un ángel sobre el suelo cubierto de
sangre, emulando la nieve. Me mantuve en esa posición
durante unos minutos, recordando el último invierno.
Mis manos se cerraron en puños al acordarme de Nico y de
Fabio, lo que les podría haber sucedido si no hubiera llegado a
tiempo. Me levanté de golpe.
—¿Sabes a qué otro juego me encantaba jugar de pequeño
cuando iba a la nieve? —pregunté, poniendo todo mi
autocontrol para controlar el temblor de mi voz, la furia que
había detrás de mis palabras. Nunca antes mi autocontrol había
pendido de un hilo.
Dante detuvo sus movimientos y me miró, asustado, pero no
replicó.
—¡A las bolas de nieve! —exclamé, aplaudiendo. Me
agaché y agarré un brazo de uno de sus compañeros muertos,
lanzándoselo. El chico observó cómo golpeaba su mejilla,
cayendo en el suelo, horrorizado—. ¡Venga, defiéndete! —
dije, mientras cogía un dedo y se lo tiraba.
Él se arrodilló, inclinándose hacia delante para vomitar.
Arrugué mi nariz cuando el hedor inundó mis fosas nasales.
—Qué blando. —Chasqueé mi lengua—. Así no es
divertido —me quejé—. Visto que lo de las bolas de nieve no
es lo tuyo, vamos a jugar a otro juego.
—Por… por favor… Puedo ser de ayuda.
Ignoré sus súplicas.
—Vamos a jugar al escondite. Imagino que este lo conoces,
¿no? —Dante siguió implorando, sin embargo, no le presté
atención. No me interesaba—. Voy a tapar mis ojos y contar
hasta diez. Si consigues que no te encuentre, ganas. Eres libre.
—Sus ojos se iluminaron, creyendo, que tenía una
oportunidad, cuando, la realidad era, que no tenía ninguna. Así
era la mente humana, siempre manteniendo una esperanza,
agarrándose hasta a un clavo ardiendo.
Me di la vuelta, dándole la espalda.
—¡Empiezo! —exclamé, cerrando mis ojos y tapándolos
con las palmas de mis manos—. ¡1, 2…! —No seguí
contando, porque en un movimiento rápido, me giré,
levantándome y agarrando el cuchillo que estaba en el suelo, a
mi lado y saltando sobre Dante, que se había levantado,
tirándonos a los dos al suelo y cayendo sobre él—. Lo siento,
no soy un buen jugador, siempre hago trampas —le dije, antes
de clavar el cuchillo en su pecho.
A partir de ahí, todos los recuerdos que tenía, eran borrosos.
—¡Mis hermanos! —grité, alzando el cuchillo para volver a
clavarlo en su piel—. ¡Unos pobres niños inocentes! —Una
vez, tras otra y otra. Innumerables veces, hasta que perdí la
cuenta. Una punzada de dolor me atravesó en mi mano por la
fuerza por la que estaba sosteniendo el arma. No me importó.
No supe cuánto tiempo estuve en esa posición, o cuando
dejé de escuchar las súplicas del chico, hasta que, en medio de
mi neblina, oí mi nombre y sentí unos brazos agarrando mis
hombros, tirando de mí con fuerza hacia atrás, cayendo sobre
una persona que conocía bien.
—¡Marco! —Gio, intentaba sostenerme, ya que me iba a
abalanzar sobre el chico—. Está muerto.
Le miré con confusión, para luego observar el cuerpo sin
vida del chico. Al alzar la mirada, me encontré con la de Enzo
y varios de nuestros soldados. Había creído que estaba solo,
me había olvidado de la presencia de todos. Y, vi en su mirada,
aquello que todos pensaban, pero nunca me habían dicho: el
miedo, el juicio. Porque, ahora, me miraban como lo que
siempre habían pensado que era: un loco, un puto monstruo.
Permanecí inmóvil. Sin hacer nada. Sin saber qué hacer.
Porque no me había sentido más desorientado, más fuera de
lugar, en toda mi vida.
—¡Fuera! ¡Todos! —gritó Gio, echando a todos nuestros
hombres del almacén.
Sus manos me quitaron el cuchillo, lentamente, separando
mis dedos unos a uno, de la empuñadura.
—Tus hermanos están a salvo, Marco. Están en casa —
susurró mi primo, mientras colocaba sus manos entre mis
axilas y me levantaba, para guiarme hasta, lo que descubrí que,
era un diminuto baño que se encontraba al otro lado del
almacén. Dejé que me llevara hasta la ducha y abriese el grifo.
—¿Y Nelli? —pregunté.
—Ella está con ellos, en casa de tu padre. Con nuestros
hombres. A salvo.
Y, mientras el agua fría corría por mi cuerpo, llevándose los
restos de agua de mi piel, me hice una promesa a mí mismo:
mis hermanos no volverían a pasar por una situación parecida.
Capítulo 19
Nelli
Entrecerré mis ojos, disfrutando de la cálida brisa
acariciando suavemente la piel de mis mejillas. El sol brillaba
en medio de un cielo despejado de nubes, en un caluroso, pero
agradable, día de verano. Caminé por el jardín de la casa de mi
padrastro, sintiendo la humedad de la hierba sobre mis pies
desnudos, mientras escuchaba las risas de mis hermanos
pequeños.
Esbocé una sonrisa cuando los vi, ambos en ropa de baño,
jugando a un partido de fútbol. Fabio le hacía gestos a Nico
para que le pasase la pelota, mientras Marco, que estaba
alejado de ellos, protegía una portería invisible. Parecían
felices, divirtiéndose como dos niños de su edad, disfrutando
de la dulce infancia. Tal y como debía de ser.
—¡Nelli! —exclamó Fabio, agitando sus manos, cuando me
vio.
Alcé mi mano derecha a modo de saludo, acercándome a
ellos.
—Juega con nosotros —me pidió Nico—. ¡Vamos, te toca!
—Mi hermano me pasó la pelota y mi semblante sereno se
convirtió en uno de horror cuando cayó sobre mis pies. Mis
hermanos no estaban jugando con un balón, era una cabeza
decapitada de un hombre. Uno que conocía. Sus ojos rojos,
desorbitados y sus facciones endurecidas a pesar de su corta
edad. Era uno de los agresores del cementerio, él mismo que
había amenazado con violarme y había apuntado a Nico con
un arma.
La bilis se elevó por mi garganta.
—¡Vamos, Nelli, intenta marcar gol! —me animó Marco,
con una sonrisa risueña dibujada en sus labios. Él, al igual que
mis hermanos, llevaba un bañador. Sin embargo, había algo
característico en su atuendo: unas botas militares, las mismas
que había llevado la primera noche que nos besamos en la
discoteca o cuando fuimos al cementerio con mis hermanos.
Aquellas que solo utilizaba en ocasiones especiales.
Un grito desgarró el aire y tardé varios segundos en darme
cuenta de que salía de mis cuerdas vocales.
Marco alzaba la voz por encima de mis gritos, pidiéndome
que lanzase la pelota y mis hermanos le coreaban entre saltos y
aplausos.
Hubo un destello de luz y todo a mi alrededor desapareció.
Ya no me encontraba en el jardín de la mansión. Me había
teletransportado a Londres, a la habitación de mi infancia.
Pero, había algo diferente, las paredes no estaban pintadas de
beige y la ventana estaba amurallada.
Esa habitación había sido mi lugar feliz, donde siempre
encontraba la paz. Sin embargo, en esos momentos, lo único
que sentía era angustia.
Las paredes comenzaron a moverse hacia el interior, para
aplastarme. No podía moverme, ni siquiera tomar aire para
chillar, por mucho que lo intentaba. Una pequeña mano sujetó
la mía. Incliné la cabeza para ver a Fabio a mi lado, sonriendo.
—No tengas miedo, Nelli. Nico y yo no vamos a permitir
que te pase nada.
La habitación se desvaneció antes de que pudiese
contestarle. Y, en esa ocasión, me encontraba en una carretera.
Un coche negro estaba volcado y una mujer yacía boca abajo,
en medio del asfalto.
Fui corriendo hacia ella para socorrerla, pero, en cuanto me
agaché a su lado para levantarle la cabeza, vi que se trataba de
mi madre.
Toqué su cuello buscando su pulso, sin éxito. Estaba
muerta.
—No te preocupes, Nelli. No vamos a permitir que te pase
lo mismo que a ella. —La voz de Nico provocó que alzase la
cabeza para verle levantando un cuchillo ensangrentando en su
mano derecha. A sus pies, un hombre desangrándose intentaba
arrastrarse por el suelo para escapar.
No llegó muy lejos, porque Fabio le disparó con una pistola
en la cabeza.
Fabio y Nico no tenían el aspecto físico de siempre. Eran
más altos, sus facciones aniñadas habían desaparecido. Ya no
eran unos niños, eran dos hombres adultos. Los dos se reían
mientras contemplaban al hombre que acababan de matar.
Un gemido salió desde el cuerpo de mi madre. ¿Estaba
viva?
—Mamá —la llamé, inclinando la cabeza para mirarla.
Ella abrió los ojos. El color era diferente, el azul había sido
sustituido por un negro aterrador.
—Es tu culpa. —Levantó un brazo y su dedo señalaba un
lugar detrás de mí.
Me giré para ver a mis hermanos tirados en el suelo. Sus
cuerpos sin vida bajo un charco de sangre.
Me desperté en medio de la noche, jadeando de terror y
bañada en sudor. Mi respiración entrecortada, lágrimas
cayendo por mi rostro. Miré a mi alrededor, comprobando, a
pesar de la oscuridad, que me encontraba en mi habitación. El
reloj digital de mi mesilla, que brillaba en la oscuridad, que
marcaba las 2 de la madrugada, era una prueba de ello. A
pesar de ello, hasta que no alargué mi brazo para encender el
interruptor y la luz bañó mi dormitorio, no me quedé del todo
tranquila.
—Solo ha sido una pesadilla —me dije a mí misma—. No
es real.
Aunque lo sabía, había parecido tan real… Que era difícil
creer que no había sucedido y que tan solo se trataba de mi
imaginación jugándome una mala pasada. Mis hermanos
disfrutando de matar a un hombre. Sus cuerpos sin vida en el
suelo y la culpabilidad por no haberlo impedido. Tan solo
había sido un mal sueño, pero no podía dejar de preguntarme
si ese era el futuro que les esperaba.
Pese a que apagué la luz e intenté dormirme de nuevo, no lo
conseguí. Porque la angustia que había invadido mi interior no
desaparecía, no importaba las veces que me repitiese que solo
era un sueño. Me pasé una mano por el rostro, mientras que
apartaba las sábanas grises con los pies. Me levanté de la cama
y me puse una bata de seda por encima de mi camisón y metí
los pies en las zapatillas de casa que descansaban al pie de la
cama. Un vaso de agua y un poco de aire fresco me vendrían
bien.
Estaba nerviosa. Eso era todo. Desde lo sucedido en el
cementerio, la situación en casa era insostenible. Mis
hermanos pequeños estaban inquietos, haciendo preguntas que
no sabía responder y buscando a su hermano mayor, quién no
aparecía por ningún lado.
Los dos primeros días Ivan me había ayudado con ellos,
entreteniéndoles, haciéndoles olvidar la horrible escena que
habíamos vivido. En un plazo tan corto de tiempo, se había
convertido en un amigo.
Pero, se había tenido que marchar, el trabajo le reclamaba.
Había intentado llevarlos al parque y que regresasen a sus
actividades extraescolares, pero los hombres que se encargan
de la seguridad, no me lo habían permitido. Marco había dado
la orden de que los niños no saliesen de la mansión sin su
permiso.
Esos tres últimos días habían sido una locura. Fabio estaba
incontrolable, gritando y corriendo por todos lados, arrasando
con todo lo que se encontraba a su paso. Y Nico se había
encerrado en sí mismo y me costaba horrores sacarle dos
palabras.
Los niños necesitaban ayuda profesional y regresar a su
rutina. Sin embargo, todos mis intentos por localizar a Marco
habían caído en saco roto.
Con tantas preocupaciones, no había tenido tiempo de
asimilar lo que había sucedido. Lo que yo sentía. La idea que
tenía sobre la mafia se había desplomado como un castillo de
naipes. Sabía que sus negocios no eran legales y que su mundo
estaba construido alrededor de violencia, destrucción y
venganza. Pero, jamás pensé que llegaría tan lejos. Nunca
imaginé que sabrían utilizar un arma, ni que portaban una con
ellos.
Simplemente, nunca me había detenido a pensar demasiado
en ello.
Lo más aterrador, lo más estremecedor de todo, era la forma
en la que Marco y Giovanni habían enfrentado la situación en
el cementerio. Como si estuviesen acostumbrados a ello, como
si fuese parte de su mundo.
Mi hermanastro se había desenvuelto como pez en el agua,
matando a un hombre a sangre fría sin una pizca de
remordimiento. Nos había salvado la vida a mis hermanos y a
mí, pero no por eso era menos inquietante.
Tras beber un poco de agua en la cocina, me disponía a salir
al jardín principal, cuando unos ruidos llamaron mi atención.
Me detuve, siguiendo el sonido, agudizando el oído. Parecía
como si alguien estuviese clavando un clavo. ¿En plena
madrugada? No, no tenía ningún sentido.
Como si fuese la protagonista de una película de terror, hice
lo más sensato si escuchas ruidos extraños de madrugada que
provienen de unas escaleras oscuras, que descienden a una
zona de la casa en la que nunca había estado: armarme de
valor y bajar al piso inferior, donde suponía que estaba el
sótano.
Con el corazón en un puño, bajé las escaleras, mi mano
aferrándose a la barandilla. Cuando estaba pisando la última,
visualicé una puerta entreabierta, en la que salía luz. Me
asomé, para encontrarme con una figura, de espaldas a mí, que
ya era familiar para mí.
Mi hermanastro, con un martillo en la mano, contemplaba
algo frente a él.
—¿Marco? —le llamé, entrando en la habitación.
Él se dio la vuelta.
—Nelli. —Una sonrisa enfermiza se formó en sus labios.
Soltando las manos, el martillo cayó al suelo—. ¡Te presento
mi nueva creación! —dijo, girándose sobre sí mismo,
señalando todo a su alrededor.
Observé la estancia. Objetos que solo había visto en las
películas de la edad media, adornaban la habitación.
—¿Qué es todo esto?
Se acercó a mí y me hizo dar la vuelta, para rodear mis
caderas con una de sus manos y la otra, dejarla caer sobre mi
hombro, pegándome a él.
—Eso es un potro. Un instrumento de castigo utilizado en la
Inquisición. Todavía está a medio construir —Señaló la tabla
de madera, que, a simple vista, parecía una vieja mesa de
comedor, si no fuese por la polea a medio terminar que
sobresalía en el extremo frontal del objeto—. Ese va a ser tu
favorito, la cuna de Judas. —Él guio mi cuerpo hacia la
dirección en la que se encontraba una pirámide de madera,
sujeta sobre un trípode, que estaba conectada a un sistema de
cuerdas—. Y eso —ladeó un poco mi cuerpo—, es una silla de
inmovilización.
Me llevé una mano a la boca, horrorizada.
—¿Por qué? ¿Por qué construir todo esto?
Mi hermanastro tiró de mis caderas para que me girase,
quedando frente a él. Lo que vi en sus ojos me atemorizó y
enterneció a partes iguales. Porque, por un lado, vi la
convicción de un hombre que estaba sediento de venganza; la
brutalidad; el rencor. Pero, por otro, percibí la tristeza, el
sufrimiento. Un Marco más perdido que nunca, el chico
vulnerable que siempre creí que era y que nunca mostró ser.
—Para que estéis a salvo —dijo, como si eso fuese
explicación suficiente. Acunó mi rostro con sus manos, con
veneración, casi como si no se creyese que estuviese allí, a su
lado—. Mis hermanos, tú. Alguien quiere haceros daño,
intentar llegar hasta vosotros cuando yo no esté. Y qué mejor
que construirlo en el sótano de nuestro hogar, para poder
realizar mi trabajo desde aquí. También voy a traer a mi padre.
Estoy hablando con los médicos, dicen que todavía no es
seguro moverlo. Pero, podré hacerlo. Pronto papá estará aquí,
en casa, con todos. A salvo.
—Marco —pronuncié su nombre con lentitud, con
suavidad, en un intento de razonar con él. La cordura de mi
hermanastro se tambaleaba encima de un hilo muy fino—.
Fabio y Nico están bien.
Toqué su mejilla con cariño, descendiendo la palma de la
mano hasta la fina barba que cubría su mandíbula. Mi
hermanastro siempre estaba perfectamente afeitado y
arreglado. Sin embargo, ese día lucía como si llevase varios
días sin arreglarse. Las ojeras moradas que adornaban sus ojos,
eran ahora más pronunciadas en su rostro. Me pregunté si
había dormido siquiera una hora en estos últimos días. Incluso,
advertí que estaba más delgado.
—Les has salvado, cariño. —El apelativo cariñoso salió de
mis labios antes de que pudiese pensar en ello. Sin embargo,
se sentía natural y por la forma en la que Marco ronroneó al
escucharlo, a él le gustó—. Ya ha terminado todo.
—¿Terminado? —preguntó con incredulidad, en un tono de
voz bajo, que me heló la sangre—. No, Pocahontas, solo acaba
de comenzar.
—Marco, Fabio y Nico no necesitan que construyas esto. —
Señalé los instrumentos repartidos por el sótano—. Ellos
necesitan a su hermano mayor. Te echan de menos, preguntan
a todas horas por ti.
Intenté razonar con él, hacerle ver cuál era el camino
correcto a seguir. La venganza no le llevaría más que a un
futuro de autodestrucción y rencor. Eso no ayudaría a sus
hermanos y mucho menos, a él mismo.
Mi hermanastro negó con la cabeza, pero no dijo nada.
Permaneció inmóvil frente a mí, sus ojos verdes fijos en los
míos.
—Desayuna mañana con ellos —insistí, casi supliqué—.
Diles que todo irá bien. Solo necesitan eso.
Estiró su brazo y entrelazó uno de mis mechones entre sus
dedos, jugando con el. Tiraba y enroscaba de manera
mecánica, como si apenas fuese consciente de lo que estaba
haciendo.
Tras unos segundos, se separó de mí y se giró, de manera
que no le veía la cara.
—Si no llego a llegar a tiempo, podían estar muertos, tú
podías estar muerta. —Su voz era pura y dura agonía.
—No ha sido así. Y pensar en un desenlace que no ha
sucedido es una pérdida de tiempo. Si algo he aprendido en las
últimas semanas, es a vivir el presente.
Cuando se dio la vuelta, sus ojos brillaban con una emoción
que no fui capaz de reconocer.
—Debería enviarte a Londres, a tu antigua vida. Allí
estarías segura.
Iba a abrir la boca, pero él me lo impidió, posando su dedo
índice sobre mis labios.
—No lo voy a hacer, soy demasiado egoísta para eso.
En un rápido movimiento, me alzó y me sentó encima de la
madera del potro. Sus labios cubrieron los míos en un beso
duro y exigente. Era como si estuviese depositando toda su
frustración, toda su furia, en mi boca. Una ráfaga de deseo me
atrapó, cuando mi lengua se encontró con la suya. Mis dedos
se enrollaron en su cabello pelirrojo, mientras le devolvía el
beso con una ferocidad recién descubierta.
Su sabor era adictivo, todo en él me hacía desear más.
Agarré sus caderas, clavando mis uñas en la tela de su camisa
y le empujé más cerca de mí. Marco gimió y su lengua batalló
con la mía, en una lucha que ninguno de los dos podía ganar.
Las defensas habían caído, y los soldados habían huido en
retirada. Cualquier atisbo de renitencia que quedase en mí,
había sido derrumbado en el momento que su cuerpo se acercó
al mío. Allí, en ese sótano, no éramos dos hermanastros que se
peleaban por la custodia de sus hermanos, ni siquiera
importaba que Marco fuese un miembro de la mafia, capaz de
realizar actos que revolverían mis tripas. Solo éramos un
hombre y una mujer que se deseaban.
El beso creció y creció, hasta que Marco soltó el lazo de mi
bata y me la quitó, deslizándola por mis brazos.
Él se separó de mí, su respiración agitada, mientras me
contemplaba. Estaba allí, sentada encima de un potro de
tortura, cubierta solo por la fina tela de mi camisón corto de
tirantes, de seda y encaje rosa pálido. Mientras Marco, de pie
frente a mí, me devoraba con la mirada.
—Para ser tan recatada vistiendo, tienes un buen gusto para
la ropa de cama.
Sabía que aquello no estaba bien. Era consciente de que
estábamos a punto de cruzar una línea, que ya no iba a haber
vuelta atrás. Y cuando sus ojos se desviaron durante un
instante hacia la puerta entreabierta, supe que, esa era su forma
de preguntarme si estaba segura. Su mirada no abandonó la
mía en ningún momento mientras atravesaba la estancia para
cerrarla y después volvía hacia mí.
No me moví, no pronuncié ni una sola palabra, porque,
aunque fuese enfermizo, casi demencial, quería llegar hasta el
final. Estaba preparada.
A pesar de que no era la persona ideal, ni las circunstancias
adecuadas, no había otro lugar en el que quisiese estar en ese
momento.
Cuando estuvo de nuevo frente a mí, tiró de mis piernas
para acercarme a él. Le rodeé con ellas y sentí su longitud
contra mi vientre, peleando por abrirse paso dentro de la tela
que la mantenía atrapada.
Con una valentía que no sabía que poseía, tiré de su
camiseta por encima de su cabeza, quitándosela.
—Tan valiente, tan bonita —me susurró, a la vez que su
mano se coló por mis muslos, encontrando la tira de mis
bragas. La deslizó por mis piernas, hasta que terminó en el
suelo. Mi camisón quedó enroscado en mi cintura.
Un dedo se introdujo en mi interior, mientras Marco acunó
mi mejilla y me besó con suavidad y dulzura.
Los dedos de la mano que tenía libre se colaron por debajo
de la fina tela del camisón, acariciando mis senos, mi costado,
mi espalda todo lo que encontraban a su paso. Su boca repartió
besos amorosos por mi cuello y garganta. Gentil, controlado,
preparándome para lo que se aproximaba.
Otro dedo se deslizó en mi interior, provocando que un
gemido áspero escapara de mis labios. Cuando el placer se
incrementó y estaba a punto de tocar el cielo con las manos,
Marco los retiró, dejando una sensación de vacío. Sentí como
la humedad que él había provocado mojaba mis muslos.
Acunó mis pechos y los apretó, pellizcando mis pezones tan
fuertemente que casi dolió. Enredé su pelo entre mis dedos
para acercarlo más a mí, pero no me lo permitió. Se soltó de
mi agarre y se separó unos centímetros del potro.
—Te necesito —supliqué, mi voz ronca por el deseo. Quería
más. No podía dejarme así. Mi cerebro estaba en cortocircuito,
no podía pensar en nada que no fuese él, su aroma, sus manos
sobre mi piel.
—Y me vas tener.
Con rápidos movimientos, se deshizo de la ropa. Marco
acarició su miembro, su mirada centrada en mi rostro.
—¿Voy a perder la virginidad en un potro de tortura? —
Aunque sonó como una pregunta, era una afirmación, porque
no había vuelta atrás, iba a suceder.
Una sonrisa sardónica se formó en sus labios.
—Es una paradoja interesante, una cristiana follada en un
instrumento de tortura de la inquisición.
—¿No puedes ser serio ni en estos momentos?
—Nunca he sido más serio en toda mi vida. Además, tiene
la altura perfecta.
Se acercó a mí y levantó mis piernas para que rodeasen su
cintura. Coloqué mis brazos alrededor de su cuello, a la vez
que sentí una ligera presión contra mi abertura.
Mi cuerpo se tensó involuntariamente. Sin embargo, cuando
Marco levantó mi barbilla con un dedo para que le mirase a los
ojos, lo que vi en ellos aniquiló cualquier duda, vacilación o
miedo que pudiese tener.
Se deslizó dentro de mí, despacio, centímetro a centímetro,
observando mi rostro y deteniéndose cuando tomaba más de
mí de lo que yo podía soportar.
—El dolor tan solo es la antesala del placer.
Iba a preguntar a que se refería, cuando se hundió
profundamente dentro de mí. Una sensación punzante me
invadió y respiré hondo a través del dolor, intentando controlar
el impulso de empujarlo fuera de mí.
Marco se quedó inmóvil, repartiendo besos suaves por mi
cara, consolándome.
Acababa de perder mi virginidad con un hombre que no era
mi marido y lejos de sentirme culpable o avergonzada, me
sentía liberada de una carga que yo misma había puesto sobre
mis hombros.
Puede que no fuese la primera vez perfecta, pero era la que
yo había elegido, la que yo había querido.
—Estoy bien —susurré cuando el dolor comenzó a
desvanecerse, a pesar de que la sensación de extrañeza que
provocaba tenerlo en mi interior duró un poco más, mientras
me iba acostumbrado a él.
Marco salió de mi interior lentamente, dejando un sendero
de fuego a su paso. Para volver a hundirse, haciéndome
suspirar. En esa ocasión no hubo dolor, sino urgencia. El
placer comenzaba a acumularse en mi vientre y pensaba que
iba a morir sino aumentaba la velocidad.
—Más rápido —pedí.
—Joder, eres pura dinamita —murmuró, respirando
agitadamente. Sus movimientos se volvieron más frenéticos,
más descontrolados.
Con cada profunda embestida había pasión y una exquisita
fricción. Me encontraba en la gloria, a un par de movimientos
más de alcanzar el cielo.
Arqueé las caderas, ansiando más y Marco estableció un
ritmo que se hizo más demandante con cada embestida. Me
agarré a sus hombros con fuerza cuando metió su mano entre
nosotros y masajeó mi clítoris con el pulgar.
Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, dejando escapar
un gruñido.
—Marco —jadeé, mi nombre saliendo de mis labios
mientras llegaba al climax.
—Joder, eres preciosa —murmuró él, mientras daba un
profundo empujón.
Después de eso, desaceleró a un ritmo lánguido, finalmente
saliendo de dentro de mí.
La respiración irregular de Marco era como una melodía
recurrente de la que por fin eres capaz de ponerle letra.
Acababa de descubrir lo que significaba fundirse en un solo
ser con otra persona. Y era la sensación más maravillosa que
había sentido en mi vida.
Sumida en los rescoldos del éxtasis, no me di cuenta de que
Marco ya no estaba frente a mí. Escudriñé la estancia, pero no
le encontré. Coloqué mis manos a ambos lados de mis caderas
para impulsarme y saltar, aunque estaba tan débil que dudaba
que pudiese mantenerme en pie.
El sonido de una puerta abriéndose detrás de mi hizo que
girase la cabeza para ver al pelirrojo salir de lo que parecía ser
un baño, desnudo y con una toallita de las que yo solía usar
para limpiar a mis hermanos cuando se ensuciaban fuera de
casa. Marco se colocó entre mis piernas aún abiertas y con
movimientos hábiles y delicados, limpió mi piel.
—Puedo hacerlo yo —le dije, intentando incorporarme y
detenerlo, algo avergonzada.
Él posó una de sus manos en la parte baja de mi abdomen,
obligándome a volver a tumbarme, para poder continuar con
su tarea. No supe cómo sucedió, si era el cansancio acumulado
de las últimas semanas o que había algo relajante en su toque,
pero a pesar de mis intentos por evitarlo, cerré los ojos y me
quedé dormida. Lo siguiente que recuerdo fue las manos de
Marco colocando el camisón en mi cuerpo, con suavidad,
como si fuese una muñeca y lo siguiente, subir unas escaleras
en sus brazos.
Cuando me di cuenta, estaba sobre una cama que no era la
mía, cubierta con unas sábanas naranjas de seda desconocidas
para mí. Apenas podía ver, la luz estaba apagada y lo único
que iluminaba tenuemente la habitación era la luz de la luna
que se colaba por las rendijas de la persiana, así todo pude
distinguir la figura de mi hermanastro, acostándose a mi lado.
¿Era su habitación?
Froté mis ojos, incorporándome. Confundida.
—¿Dónde estoy?
—Duerme, Pocahontas —dijo él, tirando de mí hacia él para
que volviese a tumbarme, sin conseguirlo.
Mis músculos se tensaron, recordando lo vivido en los
últimos días. Tenía que hablar con él, puede que no fuera el
momento perfecto, no obstante, sabía que, seguramente, en un
largo tiempo, no tendría otra ocasión para hacerlo.
—Marco —comencé—. ¿Puedo hablar contigo un
momento?
Él bostezó.
—¿No puede esperar a mañana?
—No. —No podía arriesgarme a no verle en varios días.
No esperé a que respondiese.
—Estaba pensando que a los niños les vendría bien acudir a
un profesional. Tienen pesadillas y están alterados desde el
incidente, he mirado por internet y…
—No —me interrumpió antes de que pudiese terminar la
frase—. No van a ir a ningún psiquiatra, no voy a permitir que
les mediquen. Que les hagan lo que intentaron hacerme a mí.
—Sus ojos fulguraban con algún recuerdo doloroso.
Por la convicción que reflejaba el tono de su voz y la forma
en la que sus facciones se endurecieron, supe que no era un
tema que estuviese dispuesto a debatir.
No pude evitar preguntarme a que se refería con las últimas
palabras.
—Está bien.
—Lo que necesitan es aprender autodefensa y tú también —
replicó, girándose para ponerse boca arriba. Mi mirada vagó
por su pecho desnudo, cubierto de pequeñas gotas de sudor—.
Luca es el entrenador de la Familia, hablaré con él para que os
de clases. Tampoco vendría mal que te enseñe a usar un arma.
¿Alguna vez has usado una?
Negué con la cabeza, horrorizada ante su sugerencia. No lo
había hecho, ni nunca lo haría. Y haría todo lo posible para
que Nico y Fabio tampoco.
El recuerdo de la pesadilla que había tenido esa noche
regreso a mí con fuerza. Mis hermanos convertidos en
asesinos y muertos en el suelo. Mi madre recriminándome que
era mi culpa. En ese momento, entendí lo que mi
subconsciente quería decirme: tenía que llevármelos, fuese
como fuese. Marco los educaría para que aprendiesen a
defenderse, pero también para vengarse.
Crecerían sumidos en la violencia y en el rencor. No, esa no
era la educación que mi madre hubiera querido que tuviesen.
—Fabio y Nico necesitan una rutina. Salir de casa, jugar
con otros niños en el parque, acudir a extraescolares.
—De momento se quedan en casa, es peligroso salir.
—Lo sé, por eso he pensado en que podía llevármelos unos
días a Londres hasta que todo se calme. Puedes venir con
nosotros.
—¿Puedo? —preguntó, con una sonrisa en sus labios que
erizo todos mis pelos—. Vaya, eso es una oferta muy generosa
por tu parte. Pero, me temo que voy a tener que declinarla. —
Una mueca de falsa disculpa se dibujó en su rostro—. Ahora,
si has terminado… —Estiró su mano para apagar la luz.
Entrecerré mis ojos y apreté mis dientes, enfurecida ante su
actitud. Estaba siendo condescendiente, sin considerar siquiera
durante un segundo lo que le estaba diciendo. ¿Es qué no se
daba cuenta de que era lo mejor para nuestros hermanos? Me
incliné hacia un lado para volver a encender la luz.
—Marco, nuestros hermanos casi mueren. Nico ha
pronunciado dos frases en cinco días, no sale de su habitación
y Fabio está todo el día gritando, alterado. Ayer tiró todos los
cubos contra la pared y empezó a patearlos porque al
colocarlo, se le cayó uno. Necesitan salir, un cambio de aires.
Londres es el sitio perfecto para ello. Conocer gente nueva,
distraerse. Estar aquí, encerrados en estas cuatro paredes, no
les viene bien. Sé que estás intentando ayudarles, pero,
créeme, no lo estás haciendo. Sé que quieres lo mejor para
ellos tanto como yo lo quiero, así que, por favor, considera lo
que te estoy diciendo. Solo serían unas semanas, hasta que las
clases empiecen de nuevo.
Mi hermanastro me observó en silencio, escuchándome con
atención. Por un instante, creí que, finalmente, había logrado
llegar a él. Realmente lo pensé.
Estiró sus manos para agarrar mis muñecas y tirar de mí
hacia él, de manera que mi cabeza terminó sobre su pecho.
Uno de sus brazos rodeó mi cintura, mientras que, sus dedos
de la otra mano se enredaban entre mi cabello, peinándolo con
suavidad.
—Pocahontas, Pocahontas —canturreó—. ¿Sabes en lo qué
estaba pensando? —Como siempre, no me dio tiempo a
responder—. En lo generosa que has sido conmigo.
Regalándome tu primera vez, aquello por lo que te llevabas
años reservando. Y de lo que no era merecedor. Y yo no te he
dado nada… —Chasqueó su lengua.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo, sin gustarme el camino
que estaba tomando la conversación.
Una risa brotó de sus labios al sentirlo.
—Nunca podré darte nada que esté a la altura de semejante
acto de generosidad por tu parte. Pero, voy a darte un consejo.
Considéralo como un regalo de agradecimiento.
En un movimiento rápido, él se había colocado encima de
mí y sus manos sostenían mis muñecas, inmovilizándome.
—Primero me encandilas con tus cantos de sirena,
diciéndome que nuestros hermanos están bien y que soy un
héroe por protegerlos. Después, follas conmigo para asegurarte
de que estoy del humor adecuado para concederte lo que me
pidas. Y cuando crees que me tienes a tus pies, me pides que te
deje llevar a los niños a Londres unos días. ¿Crees que no sé a
lo que estás jugando?
Abrí mi boca, dispuesta a defenderme de sus mentiras. Sin
embargo, habló antes de que pudiese hacerlo. Su boca se
acercó a mi oído.
—No vuelvas a tratar de manipularme. El alumno no puede
superar al maestro, así que no vuelvas a intentarlo.
Antes de que pudiese reaccionar, volvió a su posición
anterior y me encontraba de nuevo en sus brazos. Ni siquiera
hice el intento de separarme, no merecía la pena.
—Vamos a dormir, Pocahontas. Ambos hemos tenido un día
duro. Mañana hablaré con Luca para que empieces con las
clases. Ya verás, te va a encantar.
Apagó la luz y pasó las yemas de sus dedos por mis
párpados, cerrándomelos. No me resistí.
Permanecí inmóvil, escuchando el latido de su corazón, su
respiración y cómo cantaba una canción de cuna en un idioma
que no conocía.
No hice nada, porque mi cabeza estaba en otro lugar, porque
en lo único que podía pensar era en la promesa en la que me
hice en esos momentos: iba a sacar a mis hermanos de allí
como fuera. Ellos no se iban a convertir en asesinos, no iban a
ser como Marco.
Capítulo 20
Nelli
—No quiero meterte en problemas, Ginebra.
Habían pasado dos semanas desde mi encuentro con Marco
en el sótano, en las que apenas habíamos vuelto a coincidir. Mi
hermanastro pasaba las noches en el hospital con su padre y
durante el día, trabajaba.
Fabio y Nico habían dejado de preguntarme por él,
conformándose con las migajas que les ofrecía. Un desayuno
rápido en el jardín y un cuento a medio leer. Eso es todo lo que
habían recibido de él durante quince días.
Seguían encerrados en casa. Los únicos momentos en los
que podían salir eran para ir a catequesis y a misa. Marco se
había asegurado, a través de sus guardaespaldas, que así fuera.
Que, si antes había dos hombres cuidando de mis hermanos,
ahora había una cantidad innumerable de ellos.
Dejarles ir a la iglesia había sido el último gesto por su parte
que hubiese esperado. Incluso hizo que durante unos días
dudase de mi decisión de llevarme a los niños. Una parte de
mí, pequeñísima, pero muy insistente, seguía creyendo que
Marco entraría en razón, que aceptaría que alejar a mis
hermanos de la mafia era lo mejor.
Aunque, no era una incrédula, ese rasgo de mi carácter
había ido desvaneciéndose a lo largo de las últimas semanas,
para evaporarse del todo después de lo sucedido en el
cementerio. Marco no rehuía de lo que era. Él abrazaba su
naturaleza. Estaba orgulloso de ser un mafioso y quería lo
mismo para sus hermanos.
Por eso, no podía permitir que Nico y Fabio se quedasen
con él. Si lo hacían, se convertirían en todo aquello que mi
madre aborrecía. Todo lo que yo no quería que ellos fueran.
Y, también, necesitaba alejarme de él. Protegerme de los
sentimientos que estaban comenzando a anidar en mi interior.
No podía luchar contra la fuerte e incontrolable atracción que
sentía hacía su cuerpo. Lo había intentado y había fallado
miserablemente. Una y otra vez. Y, a pesar de saber cómo era
realmente, de haberlo visto en el cementerio, volvería a caer
de nuevo.
Porque mi cuerpo no podía resistirse al suyo cuando estaba
cerca de mí. Porque lo deseaba con todo lo que tenía.
Su olor, su sabor, era como una droga para mí. Una que
nublaba mi juicio. Una a la que me había rendido y aceptado
que era demasiado débil para rechazar.
Lo que aún estaba a tiempo de proteger era a mi corazón.
No podía hacerme daño si no le permitía entrar en el, algo que
sabía que iba a terminar sucediendo si me queda allí.
—No te preocupes —me dijo, a la vez que introducía su
cabeza por el agujero de un polo blanco.
Estábamos en la habitación principal de su apartamento.
Habíamos ido para que pudiese cambiarse después de que un
vaso de café cayese «accidentalmente» encima de su blusa.
—Tu novio y Marco no van a estar contentos con que me
hayas ayudado —susurré, mientras miraba la puerta de la
habitación, con miedo a que mis hermanos o Enzo
interrumpiesen. Ellos estaban en el salón, esperándonos.
Durante los últimos días, Ginebra me había ayudado a urdir
el plan de huida perfecto. Me había sorprendido la cantidad de
recursos que tenía. Parecía una experta en huidas. En cuanto le
pedí ayuda, no solo aceptó, sino que se puso manos a la obra.
Hubiera esperado más reticencia, o, incluso, un rechazo. Sin
embargo, me entendió antes siquiera de haberle explicado mis
razones.
En tiempo récord, nos consiguió identificación falsa para los
tres, hasta una documentación para Luna. Se convirtió en
nuestra acompañante habitual en nuestras salidas a la iglesia.
Incluso, embaucó a los guardaespaldas de los niños para que
se tomasen un descanso y dejasen que nos llevase Enzo a la
iglesia.
No hubo ni un detalle que se le escapara. Incluido el café
con hielos que se pidió en la cafetería para no quemarse
cuando se lo tirase por encima.
—Toma, guardarlo en el bolso. —Me entregó la
documentación que tenía escondida dentro de los cajones de su
cómoda.
—¿Giovanni no la habrá visto, verdad? —pregunté,
levantándome de la cama en la que estaba sentada y
contemplando la cómoda de madera caoba que estaba frente a
mí. Lo último que quería era que mi nueva amiga se metiese
en problemas por mi culpa.
—No. Lo he escondido debajo de las cajas de preservativos
que mi madre nos deja repartidas por toda la casa cada vez que
viene. Gio no se acerca a ese cajón ni muerto. De todas
formas, lo he cerrado con llave. —Señaló las cerraduras de los
cajones.
—¿Y por qué no se acerca a los preservativos?
—Le parece extraño que mi madre, que está deseando tener
nietos, nos llene la casa de productos que son justo para lo
contrario.
Noté como mi cara se contraía en un gesto de horror y mi
mano se precipitó encima de mi tripa instintivamente. Marco y
yo no habíamos usado protección. Ni siquiera se me había
pasado por la cabeza. Por supuesto que sabía que las
relaciones sexuales había que realizarlas con protección y no
solo para evitar quedarse embarazada. Los riesgos de contraer
una enfermedad de transmisión sexual eran muy elevados. Yo
misma les explicaba a los adolescentes, que tenía a mi cargo
en el trabajo, las consecuencias y les llevaba a clases de
educación sexual.
Pero, para mí, el sexo venía acompañado de un matrimonio.
Iba a realizarlo con una persona en la que confiaba y con la
que quería tener un bebé. Por eso un preservativo nunca había
estado en mi mente.
Y Marco no había usado uno, ni había dicho nada al
respecto. Con seguridad, era parte de su juego enfermizo para
jugar con mi cabeza. Una forma de mantenerme controlada,
para que no intentase irme por miedo a estar embarazada.
Había errado en sus predicciones. Lo único que había
conseguido es que ahora estuviese más segura de mi decisión.
—Gio cree que mi madre es tan retorcida como para
haberlos pinchado —se explicó, confundiendo mi expresión de
pánico con perplejidad—. Mi madre no sería capaz de hacer
algo así. —La defendió—. Solo que cree que puede
manipularnos con psicología inversa. Ya sabes, te saturo con
preservativos, que al final les coges tanto asco que no quieres
ni verlos —aclaró.
—Ah —dije, porque no sabía que otra cosa decir.
—Ya lo sé —respondió, sentándose en su cama sobre el
edredón floreado y hundiéndose en el colchón—. Es
indefendible, pero es mi madre.
—Te entiendo perfectamente. Yo daría mi vida por abrazar a
la mía. No importa como sean, son nuestras madres. Tienes
suerte de poder estar con la tuya.
Un golpe seco, unido de los gritos de mis hermanos y el
ladrido de Luna, nos interrumpió.
Ginebra se levantó de un salto de la cama.
—Mierda, pensé que aún tendríamos un poco más de
tiempo.
Corrí detrás de ella por el pasillo hasta llegar al salón en el
que Enzo estaba tirado sobre la alfombra persa de color
blanco, con los brazos protegiendo su cabeza. Los cristales de
un vaso roto estaban desperdigados por todos lados. Y los
restos de cerveza sin alcohol que Ginebra le había servido a
Enzo, ensuciaban la alfombra.
Fabio le contemplaba con la boca abierta y Nico estaba de
rodillas, a su lado, mirando sin atreverse a tocarle. Luna, que
era la menos tímida de los tres, le lamia las manos intentando
que se despertase.
Ginebra se acuclilló frente a Enzo y le tomó el pulso en el
cuello.
Un suspiro de alivio brotó de sus labios cuando comprobó
que sus constantes vitales eran normales. Palpo el cuerpo del
guardaespaldas y se levantó con una sonrisa, contenta porque
no encontró ninguna herida.
—No os preocupéis. Esta perfectamente —le dijo a mis
hermanos, que le miraban con preocupación—. A veces le dan
bajadas de azúcar. Ahora, vuestra hermana y yo le vamos a
llevar al baño para que refrescarle y en unos minutos, estará
perfectamente.
Nico entrecerró los ojos, aunque se mantuvo en silencio.
Como siempre, mi hermano entendía más de lo que nos
gustaría.
—Ha sido raro, estaba jugando con nosotros y de repente se
ha sentido cansado. Ha intentado ir al sofá, pero no ha llegado
a tiempo —comenzó a explicar Fabio, sin que nadie le
preguntase—. Antes de caerse al suelo ha dicho que iba a
matarte con sus propias manos. —Señaló con su pequeño dedo
a Ginebra, la cual no parecía demasiado preocupada ante las
amenazas que había realizado su guardaespaldas al darse
cuenta de que lo había drogado.
—Cuando le baja el azúcar, no sabe lo que dice —explicó
Ginebra, encogiéndose de hombros—. Vamos a llevarle al
baño —me ordenó, a la vez que tiraba de los brazos del
hombre. Agarré las piernas y lo arrastramos por el pasillo.
Cuando llegamos frente a una puerta blanca de madera, mi
amiga lo soltó y la imité.
Miro hacia los lados para comprobar que mis hermanos no
nos habían seguido. Agachándose, rebuscó entre los bolsillos
del chico y saco un móvil que tiró al suelo. Después, levantó
su camiseta y le quitó una pistola. No contenta con eso, palpó
el cuerpo del muchacho.
—Estoy buscando si lleva más armas.
—¿Todos van armados? —pregunté, sin poder evitar
sorprenderme, a pesar de lo sucedido en el cementerio.
Aunque, era una respuesta que conocía.
—Siempre —respondió—. Vamos, ayúdame a meterlo en la
despensa.
—¿No íbamos a esconderlo en el baño?
—El único que tiene cerradura, tiene una ventana. No
quiero correr el riesgo de que se despierte antes de tiempo y
pida ayuda.
Una vez encerramos a Enzo en la despensa, fuimos hacia el
salón, donde mis hermanos nos esperaban. Me había
sorprendido que no nos hubiesen seguido, sobre todo, Fabio.
Obtuve mi respuesta cuando vi como Nico le sujetaba con
fuerza por la muñeca, impidiéndole moverse.
—Enzo, ya se encuentra mejor, pero necesita un
medicamento. Vamos a la farmacia a buscarlo —informó
Ginebra a los niños.
—¿No íbamos a llevar a catequesis a Nico y yo podía jugar
en el parque al lado de la iglesia? —preguntó Fabio con un
mohín adornando su preciosa cara.
—Eso después —le contestó mi amiga, a la vez que le
empujaba para que saliese por la puerta.
Me agaché para coger a Luna y meterla en mi bolso. No
había llevado el transportín para no llamar la atención, pero
había elegido un bolso suficientemente grande para que
cupiese sin problemas.
En cuanto llegamos al garaje, Ginebra nos dirigió hacía su
coche, un Citroën C4 Picasso color plateado. Ella se sentó en
el asiento del piloto y yo en el de copiloto, mientras los niños
se subían en la parte trasera.
—Suelo llevar a Gian en él, así que tengo colocada una silla
para niño. No he podido poner otra para Nico, porque tenía
miedo de que Gio sospechase —me susurró al oído, mientras
mirábamos por los retrovisores a Nico ponerle el cinturón de
seguridad a su hermano pequeño.
—Está bien. Conduce con cuidado y no tiene por qué pasar
nada. —Siempre y cuando la policía no nos parase.
Ginebra asintió y se adentró en el tráfico romano. Eran las
tres de la tarde y él tráfico era fluido, así que no tardamos ni
veinte minutos en llegar a la estación de Roma Termini. Mi
amiga nos había reservado un billete de tren hasta Nápoles. Y
desde allí teníamos pensado coger un vuelo con destino a
España. Hablaba castellano con fluidez, gracias a mi abuela y
mi padre que eran mexicanos. Por eso me pareció el destino
más adecuado.
Hubiese sido más sencillo coger el vuelo desde Roma, pero
Ginebra tenía la certeza de que los Bianchi tenían contactos
dentro del aeropuerto. Según ella misma, eran los culpables de
sus huidas fallidas. Me había reconocido que, a veces, cuando
se enfadaba con Giovanni, había intentado irse, pero él
siempre la encontraba.
Saber eso no me había reconfortado demasiado. Aunque, su
sonrisa traviesa cuando hablaba de la manera en la que él la
castigaba después, me había servido para saber que no había
puesto mucho de su parte para escapar.
—Dame tu móvil —me dijo en el momento que aparcó
frente a la estación de tren y los niños habían descendido del
coche esperándonos en la acera—. No me extrañaría si te han
instalado algún tipo de dispositivo de búsqueda. Y, aunque no
sea así, no van a tardar en localizarte por medio de el.
Su argumento tenía lógica. Marco no iba a aceptar que me
marchase con los niños. Por esa razón no me iba a Londres.
Era el primer lugar en el que mi hermanastro me buscaría.
Ginebra sacó un fajo de billetes de su bolso y me lo entregó
después de que yo le diese mi móvil.
—No es necesario, ya has hecho suficiente por nosotros —
rechacé.
No podía usar las tarjetas de crédito, pero había sacado
dinero para vivir durante una temporada. Después, trabajaría,
nos iría bien.
—Acéptalo —insistió—. Me quedo más tranquila si sé que
vas a estar cubierta si te surge una emergencia. Si te hace
sentir mejor, puedes devolvérmelo cuando nos volvamos a ver.
Cogí el dinero y lo guardé en uno de los bolsillos del bolso.
—Estoy preocupada por ti. Marco no se va a tomar bien que
me hayas ayudado. No quiero que te haga daño.
—Estate tranquila. Tengo una red de seguridad.
—Giovanni también va a estar enfadado.
—Esa palabra se queda corta. Va a estar que echa fuego por
la boca —confirmó. Sin embargo, no parecía preocupada por
la reacción de su novio.
—Gin, igual deberías venirte con nosotros —La
preocupación bañaba mis palabras. Después de lo que había
visto en el cementerio, como Marco se había comportado y la
frialdad de Giovanni, sabía que esos dos eran capaces de
cualquier cosa.
—Tranquila —hizo un gesto con las manos, quitándole
importancia—, mi novio es muy orgulloso, pero me ama, solo
tengo que alejarme de él por unos días. —Se quedó pensativa,
mirando por el cristal de mi ventana. Seguí su mirada para ver
como Fabio paseaba a Luna, que iba amarrada con su correa,
ante la atenta mirada de su hermano mayor—. O unos meses
—se corrigió—. Voy a estar bien.
—Está bien. En cuanto pueda, me pondré en contacto
contigo. —Habíamos quedado en hacerlo por medio de un
perfil falso en una red social. Aunque no era demasiado
seguro, era lo único que se nos había ocurrido. Según me había
contado, su cuñada era una experta en ordenadores y podía
darnos una mejor solución. Pero, me había negado, no quería
involucrarla. Bastante preocupada estaba ya con que mi amiga
tuviese problemas por mi culpa.
—Cuídate mucho. —Pasó sus manos por mi espalda para
darme un abrazo—. Diles adiós a los niños por mí —dijo, su
voz ahogada por la emoción, las lágrimas cayendo de sus ojos
azules—. Soy muy mala con las despedidas, no quiero
asustarles.
Bajé del vehículo y me dirigí hacia mis hermanos.
—¿La prima Ginebra se va? —preguntó Fabio, que
observaba como la castaña arrancaba el coche y se marchaba
sin mirar hacia nosotros.
—Sí. —Agarre su mano, con la que no sujetaba la correa de
Luna.
—¿No íbamos a la farmacia? —Su lindo ceño fruncido.
—Ha habido un cambio de planes.
—¿Por qué?
—¡Cállate ya, Fabio! —gritó Nico, sorprendiéndome. Él era
un niño tranquilo, que rara vez levantaba la voz.
Fabio miró a su hermano con disgusto, pero obedeció.
Incluso se mantuvo en silencio cuando montamos en el tren.
✿✿✿✿
En el último momento había cambiado de idea. Llevar a los
niños a España ya no me parecía tan buena idea como al
principio. Marco no tardaría en sumar dos más dos y darse
cuenta de que mi idioma paterno era el castellano. Terminaría
buscándome allí.
Tampoco estaba segura de que Ginebra no terminase
confesando. A fin de cuentas, ella estaba muy enamorada de
su novio, antes o después, confiaría en él o éste se lo sacaría.
Así que, nos bajamos en Florencia y compré billetes para Pisa.
Durante el trayecto, compré por internet billetes de avión a
Paris. No elegí la capital de Francia por ninguna razón en
especial, simplemente me metí en la página del aeropuerto
internacional Galileo Galilei y elegí el vuelo para el que
quedaban asientos libres y nos diese tiempo a llegar.
Si improvisaba, era más difícil que nos encontrasen.
Habíamos llegado al aeropuerto con tiempo de comprar un
transportín para Luna y algo de ropa para los niños y para mí.
No había llevado nada de equipaje conmigo por miedo a que
los guardaespaldas sospechasen.
Fabio estaba dormido en el banco junto a la puerta de
embarque en el que estábamos sentados. Su cabeza apoyada en
mis piernas. Durante los viajes en tren se había portado como
un chico grande, pero en cuanto llegamos al aeropuerto y
tuvimos que entregar a Luna para que le metiesen en la
bodega, estalló en una rabieta.
Por suerte, había logrado calmarle y el disgusto, unido al
viaje, había terminado con sus energías. Nico, a mi otro lado,
permanecía callado, observando al resto de viajeros, evaluando
sus movimientos, alerta. Como si esperase que, en cualquier
momento, un enemigo se abalanzase hacia nosotros.
Miré mi reloj de muñeca. Eran las diez y media de la noche.
En media hora salía nuestro vuelo hacia París. Había reservado
un hotel cerca del aeropuerto una noche y después, decidiría a
donde íbamos.
Nico se tensó a mi lado cuando un hombre joven con un
sombrero negro pasó a nuestro lado.
—Nico, ¿te preocupa algo? —le pregunté.
El niño giró su cabeza para mirarme.
—A Marco no le va a gustar que no estemos en casa cuando
llegue.
Pasé mi brazo por sus hombros, apretándolo contra mí.
—Él no se va a enfadar contigo, Nico.
—Pero si contigo. No quiero que te aleje de nosotros.
—Eso no va a pasar.
Si Marco me encontraba, que me alejase de ellos iba a ser la
menor de mis preocupaciones. Si antes de lo sucedido en el
cementerio ya me había dado cuenta de que algo no estaba
bien con él, tras ese incidente, era aún más evidente.
Había construido una mazmorra medieval en la casa de su
padre. Estaba fuera de sí. Como si estuviese en medio de un
brote psicótico.
Después de hacer el amor, se había tranquilizado, pero ese
brillo de demencia seguía en sus ojos. Y, continuaba allí
cuando al día siguiente me desperté en su cama y él me
contemplaba de pie, frente a mí. No emitió ninguna palabra y
se marchó antes de que pudiese darle los buenos días.
No quería pensar que Marco sería capaz de hacerme daño,
pero, por una vez, no estaba completamente segura. Así todo,
no me arrepentía de haberme acostado con él. Aunque
tampoco, de alejar a los niños de él.
Estaba haciendo lo correcto.
—Nelli —Nico, agachó su cabeza y miró su regazo—, ¿no
vamos a regresar a casa, ¿verdad?
—Cariño —le di un beso en la mejilla—, sé que es difícil de
entender, pero estoy haciendo lo que creo que es mejor para ti
y tu hermano. No quiero mentirte, ni siquiera estoy segura de a
donde vamos a ir. Lo que sí sé, es que, si estamos los tres
juntos, nos irá bien.
—Yo también lo creo. —Levantó la cabeza y una pequeña
sonrisa apareció en su rostro—. Esto es lo que mamá querría,
que estuviésemos los tres juntos.
—Sí. Y los dos juntos tenemos que cuidar de Fabio.
Mi hermano más pequeño abrió los ojos un segundo como
si nos hubiese escuchado hablar de él. Después, los volvió a
cerrar y se metió el dedo en la boca.
—No voy a dejar que nunca le pase nada. Siempre cuidaré
de él.
—Eres el mejor hermano mayor del planeta —le elogié,
dándole un toquecito en la nariz con mi dedo.
—No, la mejor hermana del mundo eres tú —lo dijo con tal
convicción y orgullo que tuve que respirar hondo para
controlar el llanto que amenazaba con salir al exterior.
No iba a decepcionar a mi hermano, ni dinamitar la
confianza que había depositado en mí. Iba a darles el futuro
que se merecían.
Capítulo 21
Marco
—Dime, Gio. ¿Cuál es la urgencia? —le pregunté, a la vez
que colocaba mis pies encima de la mesa de caoba de su
despacho, en El Ovalo.
Acababa de bajar de uno de los jet privados de la Familia,
cuando me llamó. Había pasado casi todo el día en Verona,
encargándome de uno de nuestros negocios. Mi intención era
ir a casa, darme una ducha, pasar por la habitación de mis
hermanos, que a esas horas ya estarían durmiendo, darles un
beso de buenas noches e ir al hospital.
Mi primo había alterado mis planes, algo que no me
gustaba. Aún así, cuando él me citaba, yo acudía.
Gio miró mis pies con cara de reproche, pero, por una vez,
no me los quitó de la mesa de un manotazo, lo que me indicó
que lo que me iba a decir no iba a ser de mi agrado.
—Uno de nuestros investigadores privados me ha mandado
este informe esta tarde. —Se irguió en su silla y cogió los
papeles del escritorio para entregármelos—. Tu padre cambió
de idea en el último momento. En un principio no iba a
acompañar a su mujer la noche que les atacaron.
—Eso no tiene ningún sentido —repliqué, bajando las
piernas y sosteniendo los documentos. Mis ojos vagaron por
las letras escritas en la hoja. Gio tenía razón. Mi padre tenía
una reunión muy importante con uno de nuestros socios a la
mañana siguiente, reunión que decidió posponer en el último
momento, horas después de enterarse de la muerte del padre de
Nelli. Al igual que había quedado con el piloto de uno de
nuestros jet privados para que le llevase a Londres al día
siguiente.
—Lo sé. He llamado al aeropuerto y me han asegurado de
que tu padre sacó el billete tan solo un par de horas antes de
que saliese el vuelo, solo veinte minutos antes del accidente
provocado, mientras Carina lo hizo horas antes.
—¿Y por qué me estoy enterando de esto ahora? —siseé.
Era imposible que Tomasso y Maxim no lo supiesen. Mi
padre no hacía nada sin pedirle primero permiso a su Don.
Menos aún, cuando repercutía a la Familia. Y retrasar una
reunión con un socio, lo hacía.
—Porque yo me acabo de enterar. He llamado a mi padre —
me dijo, averiguando por donde iban mis pensamientos—. Él
me ha confirmado que Benedetto tenía intención de viajar a
Londres al día siguiente, le envió un mensaje con el cambio de
planes unos minutos antes de que les emboscaran.
—¿Y por qué no me dicho nada? —pregunté, apretando el
informe entre mis manos, las hojas arrugándose entre mis
dedos.
—Sus palabras textuales han sido que, como nuestro Don,
no tiene que darnos ninguna explicación.
—Ese cabrón de mierda —mascullé—. ¡Joder, esa
información lo cambia todo! —dejé los papeles sobre la mesa
y en un acto visceral e impropio de mí, pateé la silla con
fuerza, que cayó al suelo.
Gio se levantó de su silla, observándome con cautela. Ni
alzar la voz, ni golpear objetos, era mi estilo. Y él me conocía
bien. No perdía los nervios, siempre me mantenía sereno,
incluso en las situaciones más extremas. Pero, con cada día
que pasaba, mi paciencia comenzaba a agotarse lentamente, al
ver como el culpable de lo sucedido a mi madrastra y a mi
padre seguía ahí fuera, riéndose de nosotros, intentando
secuestrar a mis hermanos. A medida que nuestra
investigación avanzaba, nuestra confusión aumentaba, al igual
que mi frustración y mi sed de venganza.
«La paciencia es un árbol de raíces amargas, pero de frutos
dulces», me recordé a mí mismo, mientras inhalaba lentamente
aire por la nariz, en un intento por tranquilizarme. El camino
estaba siendo largo, más tedioso de lo que creíamos, pero
acabaría atrapando al culpable.
—Soy consciente de ello, Marco. Y no tengo ni puta idea de
porqué mi padre nos lo ha ocultado y ha permitido que
perdamos el tiempo buscando a los que querían matar a
Benedetto, cuando es evidente que tu madrastra no fue un
daño colateral. Ella era la verdadera víctima. Tu padre no
debería haber estado en ese coche, no le esperaban a él. Lo que
explica porque no le remataron como a ella.
Habíamos estado dando palos de ciego. Todas nuestras
hipótesis habían terminado en punto muerto. Cada día que
pasaba teníamos más claro que la yakuza no estaba
relacionada de manera directa. Alguien había contratado al
jefe de la organización en Roma para ejecutar el asesinato,
posiblemente, él mismo que había contratado a los drogadictos
que habían intentado secuestrar a mis hermanos. ¿Por qué? No
lo sabíamos. Al igual que no teníamos ni la menor idea de
porqué un miembro de alto rango de la yakuza iría contra las
órdenes de sus superiores y aceptaría el encargo de alguien de
fuera de su organización, traicionando a su gente. La misma
persona que, después, le había asesinado para evitar que
pudiese delatarle.
Con la nueva información, nuestra investigación daba un
giro de ciento ochenta grados. Habíamos estado buscando en
el lugar equivocado, el culpable no buscaba vengarse de la
Familia o comenzar una guerra. Por eso no había habido otros
ataques a otros miembros de nuestra Familia o de otras. Su
motivación era personal contra mi madrastra y lo más
inquietante, contra mis hermanos. ¿Qué cojones estaba
pasando?
—¿Por qué alguien querría matar a Carina? —me pregunté.
sin darme cuenta de que lo había dicho en alto.
—¿Tal vez, un amante rencoroso porque no le eligió a él?
—sugirió Gio.
—Eso no explicaría que intentaran secuestrar a los niños.
—¿Y si no…?
—Él se hizo las pruebas de ADN —le interrumpí,
averiguando por dónde iban sus pensamientos.
Tomasso le había obligado a ello, al igual que conmigo.
Para mi tío la sangre era lo más importante. Si algo le pasaba a
él o su descendencia, los hijos de mi padre serían los
siguientes en la lista sucesoria. Y Dios no quisiese que un
hombre que no tuviese su sangre, terminase siendo el Don.
Para su desgracia, yo si la tenía. Y eso sería algo que le
perseguiría toda su vida.
—Nada les va a pasar a Fabio y Nico. Eso te lo juro. —Gio
se acercó a mi lado y colocó su mano en mi hombro—. Eres
como un hermano para mí, moriría por ti y por esos niños.
Vamos a encontrar a ese hijo de puta y enterrarlo bajo tierra.
Si, íbamos a encontrarlo. Aunque, antes de matarlo, iba a
enseñarle las razones por las que nadie se metía con las
personas que eran importantes para mí. Oh, sí, iba a hacerlo y
lo disfrutaría tanto.
Asentí, mientras apretaba su mano. No era idiota, desde lo
sucedido con mi padre, había notado un evidente cambio de
comportamiento de mi primo hacia mí, que se había
incrementado desde lo ocurrido después del intento de
secuestro a mis hermanos. La forma en la que me había
mirado cuando levanté la vista del hombre muerto en el suelo,
la manera en la que me había quitado el cuchillo de mis manos
y me había llevado a la ducha.
Gio se movía a mi alrededor como si pisara cáscaras de
huevo. Con sumo cuidado, casi con desconfianza.
Así todo, me había llamado para contarme una información
que él sabía que no iba a ser de mi agrado, una información
que lo cambiaba todo. Lo que demostraba su lealtad hacia mí.
Seguía siendo su hombre de confianza, su futuro Sottocapo.
Una melodía que conocía comenzó a sonar, interrumpiendo
nuestra conversación. Mi primo cogió su móvil, que se hallaba
sobre la mesa de su despacho, antes de mirar rápidamente la
pantalla y llevárselo al oído.
—Dime, Enzo —respondió bruscamente—. Estoy ocupado
—añadió, la frustración reflejada en su tono de voz.
La expresión de su rostro cambió radicalmente al escuchar
lo que nuestro soldado le dijo al otro lado de la línea. La
preocupación se instaló en sus facciones y por la forma en la
que me miró, en la que sus ojos se centraron fijamente en mí,
supe que fuera lo que hubiera pasado, tenía que ver conmigo.
Y que no era una buena noticia.
—Sí. Ahora mismo voy.
—¿Qué ha pasado? —pregunté, separándome de la pared.
Sin embargo, él no contestó, sino que se limitó a mirarme,
mientras marcaba otro número en su teléfono.
—Mierda. Apagado —masculló, lanzando un resoplido.
—Gio —insistí, acercándome a él. Temiéndome lo peor—.
Mi padre… —comencé, sin ser capaz de terminar la frase. No,
no podía ser. Si algo le hubiera sucedido a mi padre me
llamarían a mí, yo mismo me había asegurado de ello.
Él continuó con sus ojos fijos en los míos, pensativo.
—No le ha pasado nada. Él sigue estable. —Un soplido de
aire que no sabía que había estado conteniendo, salió de mis
labios. Sin embargo, la tranquilidad que me invadió,
desapareció en cuanto habló de nuevo—. Nelli se ha escapado.
Con tus hermanos.
No, eso no era posible. Mi hermanastra no tenía los medios
para urdir un buen plan de huida. Y no se los llevaría a
Londres. A esas alturas, ya sabía que me presentaría allí en
menos que canta un gallo. Además, había guardias vigilando a
mis hermanos las 24 horas del día.
—No es posible. Tiene que ser un error. Solo tiene
permitido salir con los niños los domingos para ir a misa. Y
los martes y jueves para llevar a Nico a catequesis —¿Espera,
que día era? Desde el altercado en el cementerio, los días se
amontonaban entre sí. Saqué el móvil del bolsillo para
descubrir que eran las once y cuarenta de la noche del jueves.
Aún así, varios soldados iban con ellos. Desde el intento de
secuestro de mis hermanos, había aumentado su seguridad,
incrementando el número de guardaespaldas que les
acompañaban. Hombre de honor, dispuestos a morir por salvar
la vida de los niños. Nelli no podría zafarse de ellos. Mis
soldados sabían que solo les esperaba la muerte si se lo
permitían.
Mi primo no respondió. La cautela reflejada en su mirada.
—Giovanni.
—Gin le ha ayudado. Últimamente, acompaña a Nelli en sus
salidas a la iglesia. No conozco los detalles, pero han
terminado en mi apartamento. Han drogado a Enzo. Y cuando
se ha despertado, estaba encerrado en la despensa, sin su
teléfono, ni su pistola. Ha tirado la puerta abajo para
encontrarse el móvil y el arma en el pasillo. La casa está vacía,
no hay rastro ni de Gin, ni de Nelli por ninguna parte.
Esa metomentodo. Ella no podía quedarse quieta,
ocupándose de sus asuntos. No, después de lo que vio en la
discoteca, tenía que meter su narizota donde nadie le había
llamado y ayudar a mi hermanastra a escapar, creyendo que
estaba haciendo su buen acto del día. Y por supuesto que,
Julieta, que, pese a que apenas conocía la superficie de nuestro
mundo, sí lo suficiente como para organizar un plan de huida
que fuese más exitoso que uno llevado a cabo por Nelli.
—Estoy intentando contactar con Gin, pero tiene el móvil
apagado —añadió—. No sé dónde puede estar.
Una sonrisa enfermiza se dibujó en mis labios.
—Oh, pero yo sí lo sé —dije, antes de darme la vuelta y
salir del despacho de mi primo en busca de su novia.
✿✿✿✿
—¡Vamos, Julieta! —grité en el jardín de la casa de los
Rossi, ya que sus soldados me impedían entrar en el interior de
la vivienda hasta que no llegase Adriano y diese el permiso.
Éste estaba fuera, encargándose de los negocios de su Familia.
Siendo de madrugada, podía imaginarme lo que estaba
haciendo. Tardaría un rato en llegar.
En un principio, ni siquiera nos habían permitido pasar de la
verja. Pero, podía ser muy persuasivo cuando me lo proponía.
Y teniendo en cuenta que iba con el novio de la hermana de
Adriano y que estábamos en tregua con los Rossi, no fue muy
difícil convencer a los soldados que custodiaban la entrada.
Eso y que ninguno de los dos iba a poder andar en una
temporada.
En cambio, traspasar la puerta acorazada de la entrada al
interior de la mansión, era otro cantar.
Hacerlo a la fuerza sería una infracción grave de la tregua,
que podía desencadenar en una rotura definitiva. Algo que no
era conveniente para ninguna de las dos Familias.
Mi primo, que estaba a mi lado y quién había insistido en
acompañarme, agarró mi muñeca para tirar de mí hacia atrás.
Agarre del que me deshice rápidamente.
—No sabes si está.
—Oh, sí que lo sé.
Conocía lo suficiente a Ginebra como para saber que no
había huido junto a Nelli y mis hermanos. No, ella estaba
enamorada de Gio y quería una vida a su lado. Pero, también
era lo suficientemente astuta como para no quedarse en su
apartamento, arriesgándose a que yo le hiciese una visita antes
de que su novio llegase, quién sabía que tampoco estaría feliz
de sus acciones. Así que, había corrido bajo la protección de
su hermano mayor. Como siempre hacía.
—¡Venga, no seas tímida, baja, que solo quiero hablar
contigo! ¡He traído regalos!
Escuché un gruñido a mi lado.
—No la amenaces.
—No la estoy amenazando, primito. Solo le estoy
ofreciendo amablemente que venga a hablar conmigo. Como
personas civilizadas.
Gio apretó sus puños. Le ignoré, debería de estar
agradecido, ya que bastante benevolente estaba siendo con
ella.
—Julieta, asómate al balcón. Tu Romeo está aquí,
esperándote —canturreé—. Yo solo quiero ser partícipe de tan
bonito reencuentro.
—Marco —siseó Gio—. Ella está preocupada por Nelli. No
le hablo de nuestros negocios. Cree que ha hecho lo correcto.
¿Seguía defendiéndola? ¿Después de lo que había hecho?
—No —repliqué con dureza—. ¡Vamos, Julieta, voy a ser
bueno, lo prometo! —grité, alzando mis manos, en señal de
paz, a pesar de que ella no podía verme.
—Marco —advirtió mi primo—. Es mi novia.
—Tu novia ha metido las narices dónde nadie le llama,
como siempre, ayudando a mi hermanastra a llevarse a mis
hermanos a saber dónde. Sin protección. Están en peligro. Y
más, después de lo que acabamos de descubrir. —Intenté
mantener mi temperamento, sabiendo que enfrentarme a mi
primo en esos momentos no serviría de nada—. No me jodas
Gio, alguien va tras ellos, la misma persona que mandó matar
a su madre. ¿Qué crees que va a hacer si les pone la mano
encima? ¿Llevarles de excursión a la playa?
¿Es qué acaso no se daba cuenta de que podían terminar
muertos por la inconsciencia de su novia?
—¿Y eso es solo culpa de ella? —cuestionó.
Ladeé la cabeza, mirándolo.
—¿Qué estás insinuando, primito?
—Te advertí que dejases en paz a Nelli. No me hiciste caso.
Has presionado sus botones, jugado con ella, tomándotelo todo
a broma, como siempre haces y ahora, ha explotado. La has
asustado y ha huido.
Como no, Ginebra le había contado que nos vio a Nelli y a
mi besándonos en El Ovalo.
—En vez de estar aquí molestándome, deberías estar
enseñándole a Enzo una lección. ¿Un hombre de honor
dejándose engañar por una niñata? ¿O tal vez no le vas a decir
nada porque te sientes identificado con él?
Mi primo lanzó un bufido e iba a responderme, cuando un
ruido de unas ruedas derrapando en la gravilla, desvió nuestra
atención. Un hombre rubio descendió de un BMW negro,
incluso antes de que el coche se detuviese. Adriano, ataviado
en su habitual traje de tres piezas, se acercó a nosotros con
cara de pocos amigos.
—¿Qué cojones hacéis en mi casa a la una de la
madrugada? —preguntó, situándose frente a nosotros—. Me
han llamado mis hombres diciéndome que os habéis
presentado aquí, gritando, despertando a mi esposa y
asustando a mi primo.
Lo que me faltaba ya, soportar a la Barbie.
—Solo quiero hablar con tu hermana. ¿Puedes decirle que
baje? —pedí con fingida amabilidad.
Adriano frunció el ceño, mirándome con sospecha. Sus ojos
azules se desviaron hacia Gio.
—Ginebra no está en la mansión —contestó—. Como le
haya pasado algo…
—No te alteres, Adriano. Ella está arriba, escondida en
algún lugar. Como la cobarde que es. Tu hermanita es de las
que tira la piedra y esconde la mano. Algo, que a estas alturas,
ya debería de saber lo peligroso que es en nuestro mundo. Uno
de estos días, se va a quedar sin mano. —Hice un gesto,
representando con mis manos, lo que acababa de expresar en
palabras.
Gio y Adriano gruñeron al unísono.
—Te he dicho que no está en mi casa. —Dio un par de
pasos, enfrentándose a mí.
Permanecí inmóvil, sin retroceder, pero guardando mis
manos en los bolsillos de mis bermudas. No me iba a pelear
con él. Era una pérdida de tiempo y energía. Mientras
estábamos allí discutiendo, mi hermanastra estaba cometiendo
el mayor error de su vida. Uno que podía costar la vida de
Fabio y Nico.
Mira que había sido claro con ella la última vez que había
hablado con ella. O, más bien, ella había intentado
convencerme de llevarse a mis hermanos a Londres.
Alejándolos de mí. Distanciándose de mí. Intentando
manipularme.
Esa tozuda no era consciente de la equivocación que
acababa de cometer. Una que podría costarle muy caro a mis
hermanos. Una que podría acabar con sus vidas y con la de
ella.
Cuando lograse llegar hasta Nelli, tendría una conversación
con ella. Había sido demasiado benevolente, le había dado
demasiada libertad.
Uno de los soldados de Adriano, un chico joven al que
había visto seguir a la mujer de su Don como si fuese su
sombra en las fiestas en las que habíamos coincidido, emergió
de la casa, para acercarse a su Don y susurrarle algo al oído.
El rubio entrecerró los ojos y masculló algo que sonó
parecido a jodidas mujeres. Le dijo algo a su hombre, que no
puede escuchar y éste regresó al interior.
—¿Por qué no está en vuestro apartamento? —Aunque la
pregunta iba dirigida a mi primo, respondí yo antes de que él
pudiese hacerlo.
—Tu hermanita se cree María Teresa de Calcuta. Solo que
sin hábito y sin ser virgen. En su infinita bondad, ha ayudado a
mi hermanastra a escaparse con mis hermanos. Movida por la
creencia que Nelli comparte, de que nuestro mundo no es el
lugar idóneo para que unos niños crezcan.
—¿Las habéis dejado sin vigilancia, cuando nos están
atacando? ¿Dónde cojones estaba Enzo? —preguntó, sus ojos
fijos en mi primo.
—Esa es la mejor parte. Tu hermanita se las ha arreglado
para drogarle y organizar un plan de huida.
—Imposible. Ginebra no tiene esa capacidad.
Solté una gran carcajada. A pesar de que casi termina
muerto, Adriano no había aprendido nada de sus errores
pasados. Seguía siendo igual de gilipollas que siempre.
—Ginebra es una mujer inteligente, capaz de cualquier cosa
que se proponga —le replicó Gio.
—Y eso la convierte en una mujer muy divertida, cuando no
me afecta. Me estoy empezando a cansar. O la obligas a bajar,
o subo a por ella. —Pese al tono alegre con el que fueron
pronunciadas mis palabras, la amenaza evidente tras ellas.
Adriano se erizó de pies a cabeza al escucharme.
—Si le pones uno de tus putos dedos encima, te mato.
Entorné los ojos. Ya estaba son su bravuconería habitual.
Tan innecesaria, como irrelevante.
—Estáis asustando a Gian.
Una mujer rubia apareció en el marco de la puerta. Vestida
con un pantalón corto de pijama y una camiseta de la guerra de
las galaxias. Arabella, la mujer de Adriano.
—Cariño, regresa arriba. —El rubio se acercó a ella,
pasando una mano por su cintura, apretándola contra su
cuerpo, en una actitud protectora.
Adorable.
La mujer se deshizo de su agarre y dio varios pasos para
colocarse frente a mí.
—Ginebra no va a bajar, Marco. Así que vete a casa.
—Arabella, no —la reprendió Adriano, tirando de su brazo,
alejándola de mí y colocándola detrás de él.
Aunque las ganas de recorrer hasta el último recoveco de la
mansión hasta encontrar a Ginebra y sacarle la información
que necesitaba, me estaban consumiendo por dentro, me
contuve. Porque sabía que no conseguiría nada con eso, ya que
antes de llegar al pasillo sería retenido por uno de los soldados
de Adriano y sino, por éste o por mi primo.
Arabella, a diferencia de la novia de mi primo y de Nelli,
era la hija de un Don. Criada y educada en nuestro mundo.
Conocía nuestras normas y entendía los peligros. Sabía que
ella y Julieta eran cercanas, las había visto juntas en más de
una ocasión. Tal vez, ella podría hacer entrar en razón a
Ginebra.
—Hace un par de semanas intentaron secuestrar a mis
hermanos. Hoy nos hemos enterado de que los que mataron a
mi madrastra y dejaron a Benedetto en coma no iban tras mi
padre. Tenían órdenes de matar a Carina. Las ordenes las dio
la misma persona que quiere llevarse a Nico y Fabio. No
sabemos la razón, ni quien es, pero de lo que si estamos
seguros es que no va a parar hasta conseguirlo. Nelli no tiene
ni idea del peligro que corre. Tu cuñada se crió entre
algodones y sigue protegida. No es consciente de la
inconsciencia que ha cometido. Por su culpa, mis hermanos y
Nelli pueden morir.
Arabella salió detrás del cuerpo de su marido y me miró
fijamente a los ojos. En su rostro, la prudencia dio paso al
horror, cuando se dio cuenta de que decía la verdad.
—Ginebra no me ha contado los detalles. No sé dónde están
Nelli y los niños. Ella tiene buenas intenciones.
A pesar de la ira que bullía en mi interior, logré hablar con
calma.
—Ya lo sé y no la estoy culpando. —Mentí. Julieta se había
metido con la persona equivocada, pero lo primero era sacarle
la información. Y Arabella era el conducto adecuado para
llegar a Ginebra—. Dile que baje, solo quiero hacerle un par
de preguntas y después, puede seguir durmiendo. —Mi voz en
un tono amable y conciliador.
Arabella negó con la cabeza, no dejándose engañar por mis
formas amables.
—Hablaré yo con ella. No es consciente del riesgo que
corren Nelli y tus hermanos.
—Voy contigo —dijeron Adriano y Giovanni en perfecta
sintonía.
—No, ella no quiere veros a ninguno.
—¿No quiere verme, pero se esconde en mi casa? —
preguntó Adriano con incredulidad a la espalda de su mujer,
porque ésta ya se había girado para introducirse en el interior
de la mansión.
—Por lo menos, busca la protección de tu Familia. A la mía
la traiciona y después, se esconde de mí —añadió Gio,
cruzando sus brazos.
—Algo le habrás hecho para que actué así —replicó
Adriano.
Caminé un par de pasos y me tumbé en el césped, pasando
de ellos y sus absurdas disputas. No tenía ni la menor
intención de irme de allí hasta no obtener la información que
buscaba. Julieta era una niñata consentida a la que los dos le
permitían hacer lo que le diese la gana.
Miré hacía el cielo despejado y recordé el día que Nelli y yo
habíamos estado en la misma posición en el jardín de la casa
de mi padre.
—Te voy a encontrar, Pocahontas —susurré al aire,
repitiendo las palabras que le dije en el pasado—. No puedes
huir de mí.
Capítulo 22
Nelli
Estaba siendo mucho más difícil de lo que pensé que sería.
Esos últimos cinco días habían sido un verdadero infierno. Y
no por mis hermanos; que se estaban comportando como dos
verdaderos ángeles. Nico me ayudaba en todo lo que podía y
Fabio no hacía más de diez preguntas al día, lo que, siendo
como era mi hermano más pequeño, era todo un logro.
Además, no protestaba demasiado y me obedecía sin rechistar.
Aún así, apenas lograba conciliar el sueño por las noches,
preocupada de que, en cualquier momento, nos encontrasen.
Las horas de insomnio eran eternas, con la mirada fija en la
puerta, sobresaltándome por cualquier ruido, comprobando
constantemente que no había nadie al otro lado, intentando
forzar la cerradura para entrar en nuestro apartamento.
Durante el día, tampoco mejoraba. Vivía en un constante
estado de alerta y paranoia, observando mi alrededor
continuamente, temerosa de visualizar a lo lejos una figura
familiar. Si alguna persona mantenía su atención en nosotros
más de un minuto, agarraba a mis hermanos y a Luna y nos
marchábamos de ese lugar.
Era horrible. El ovillo que se había instalado en el fondo de
mi estómago, una abrumadora sensación de malestar y
aflicción, se incrementaba con el paso de las horas,
oprimiéndome cada vez más, tanto, que hacía que perdiese
hasta el apetito. Cuando los niños estaban distraídos jugando o
dormidos, me encerraba en el cuarto de baño y lloraba hasta
que ya no me quedaban más lágrimas que derramar.
A pesar de todo, no me arrepentía de haber huido. Porque
sabía que estaba haciendo lo correcto; lo que mi madre hubiera
esperado de mí. Pero, a veces, temía no estar a la altura; que
fuese un peso demasiado grande el que ella había depositado
en mis hombros. Allá desde donde estuviera viéndome desde
el cielo, no quería que se sintiese decepcionada.
Tenía que ser fuerte. Por ella, por mis hermanos.
En cuanto el curso comenzase, tenía que apuntar a mis
hermanos al colegió, buscarme un trabajo que me permitiese
cuidar de ellos. Darles una estabilidad.
Regresar a Italia no era una posibilidad, Marco terminaría
dando con nosotros. Así que había pensado buscar un empleo
en algún pueblecito de Reino Unido, uno apartado, donde los
niños pudiesen crecer rodeados de naturaleza en un ambiente
pacifico, donde estuviesen seguros y libres para ser quien
decidiesen ser. Un lugar donde no se viesen obligados a seguir
los pasos de su padre.
Pero, la sombra del peligro de que Marco nos encontrase
siempre estaría volando en círculos sobre nosotros. Porque lo
conocía lo suficiente como para saber que nunca se detendría.
Nunca aceptaría la derrota. No se iba a dar por vencido, nos
buscaría hasta que exhalará su último aliento.
Ese amor por nuestros hermanos era algo que admiraba de
él. Sin embargo, tal vez ese amor era lo que le impedía aceptar
que Fabio y Nico tendrían un mejor futuro lejos de él, de su
familia y de sus creencias.
Estábamos pasando la tarde en los jardines del Palacio de
Versalles. Había alquilado un pequeño apartamento de dos
habitaciones a menos de diez minutos de dónde se encontraba.
Era un hogar sencillo, sin ser para nada ostentoso, como de la
mansión que mi madre había compartido con su marido, pero,
al que mis hermanos se habían adaptado con facilidad. Era
increíble lo versátiles que podían ser los niños. No necesitaban
grandes lujos, solo amor y paciencia.
—¿Cuándo vamos a montar en las barcas? —me preguntó
Fabio, que estaba sentado a mi lado en la hierba, saboreando
un helado de cucurucho de fresa. Aunque, la mayor parte
había terminado en su camiseta.
—Otro día, hoy hay demasiada gente. —Ladeé la cabeza
para mirar al otro lado del lago, donde se hallaban los turistas
en fila, esperando su turno.
Una punzada de envidia me atravesó al ver lo relajados que
parecían. Sin grandes problemas, disfrutando de unas
vacaciones familiares. Sin tener que observar todo el rato a su
alrededor.
—¡Tengo una idea! —Mi hermanito se levantó de golpe,
aplaudiendo feliz, tirando lo que quedaba del helado al césped.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando ese pequeño gesto me
recordó a Marco, por supuesto que, Fabio lo hacía de manera
genuina, mientras que no había nada autentico en la manera en
la que mi hermanastro lo hacía—. Voy a decirle a Luna que les
ladre, así se asustan y se van.
Sonriendo, le contemplé mientras corría a toda prisa hacia
su hermano y la yorkshire que estaba sentada en sus patas
traseras moviendo el rabo, mientras Nico lanzaba guijarros al
lago. Fabio se sentó, poniéndose a la altura de Luna y
comenzó a hacer sonidos de ladridos, que la perrita imitó
inmediatamente. Nico se reía a su lado, irradiando felicidad
por todos sus poros.
Los niños necesitaban ese cambio, salir del ambiente tóxico
en el que se estaban criando.
—¡Nico! —le llame. Éste ladeó la cabeza para mirarme—.
Vigila un ratito a Fabio por mí, que no se acerque mucho al
borde.
—Vale —aceptó inmediatamente, sentándose al lado de su
hermano y colocando su mano en el muslo de Fabio.
Nico siempre había sido un niño muy responsable, pero
desde que habíamos huido, lo era aún mucho más.
Giré hacía la derecha para contemplar el palacio a lo lejos.
El día anterior lo habíamos visitado por dentro y aún me reía
recordando la cara que pusieron Fabio y Nico en el salón de
los espejos. Los niños alucinaron con los más de trescientos
espejos que la adornaban. Y yo me sentí como en una película
de la regencia.
Cerré los ojos, estiré las piernas y me permití disfrutar
durante unos segundos de la brisa que acariciaba mi mejilla,
del sonido de los pájaros, de las risas de los niños. Me
transporté mentalmente a la época en la que el palacio y los
jardines estaban llenos de esplendor y derroche. Me imaginé
los salones decorados con elegancia para celebrar un baile en
honor al rey. Las damas con vestidos vaporosos y los hombres
con sus mejores galas.
—Hola, Nelli. —Una voz masculina y el sonido de un
cuerpo sentándose en el cesped me devolvió a la realidad. En
cuanto abrí los ojos sobresaltada, vi a Tobias sentándose a lo
indio a mi lado.
Bajé la mano que me había llevado al corazón, lanzando un
suspiro de alivio al comprobar que no era Marco.
—¿Qué haces aquí? —La pregunta brotó de mis labios con
una mezcla de sorpresa y alegría.
Esos días me había sentido muy sola y ver una cara
conocida era como un soplo de viento fresco. Aunque Tobias y
yo no hubiésemos terminado muy bien, eso no significaba que
no siguiese apreciándole. Mi ex - prometido había sido una de
las personas más importantes de mi vida durante casi dos años
y eso era algo que no se podía borrar de un plumazo.
—Te echaba de menos. —Levantó su mano para colocarla
en mi muslo cubierto por la tela de mis pantalones marrones,
pero, a mitad de camino, se arrepintió y la bajó.
Le observé con más detenimiento. Tobias estaba cambiado.
Se había cortado su cabello castaño, que lucía
meticulosamente peinado. Su piel un par de tonos más
bronceada y brillante que habitualmente. Su atuendo también
era diferente: llevaba puesta una camiseta justa que se adhería
a su cuerpo y marcaba sus músculos, muy diferente a las que
solía utilizar. Asimismo, sus pantalones anchos habituales
habían sido sustituidos por unos pitillo.
Mi ex- prometido, un hombre que nunca se había
preocupado por las apariencias, se había convertido en uno
que se preocupaba por tener el mejor aspecto.
—¿Cómo has sabido donde estaba?
Tobias señaló hacia Luna, que se encontraba sentada en el
césped, junto a los niños. Los tres de espaldas a nosotros,
ajenos a su presencia. Aunque, observando con más precisión,
pude atisbar cómo los hombros de Nico estaban tensos y su
agarre en el muslo de Fabio se había intensificado, hasta el
punto de que mi hermano más pequeño movía la pierna,
intentado zafarse de el.
—Yo te regale a Luna. Lleva un chip de localización —me
explicó.
—¿Me estás vigilando? —susurré, para evitar que las
personas que se encontraban en los jardines pasando la bonita
tarde de verano, nos escuchasen.
A pesar de mi tono bajo y calmado, mi instinto de
protección cobró vida al instante, advirtiéndome con
discreción, pero, a la vez, insistentemente, que aquello no era
normal. Tobias no tenía ninguna razón para rastrear el chip de
Luna y menos aún, para volar desde Londres a Paris en mi
busca.
—Solo me preocupo por ti, nena. Y quería disculparme por
como te trate la última vez que nos vimos.
¿Acababa de llamarme nena? Él nunca antes había usado
esa expresión para referirse a mí. Definitivamente, algo no iba
bien.
—No tenías que haberte tomado la molestia de venir.
Estamos bien, solo de vacaciones. —Una sonrisa tensa se
formó en mis labios—. Voy a por los niños, tenemos que
seguir haciendo turismo. —Apoyé las manos en el suelo para
impulsarme, sin embargo, Tobias me lo impidió con un fuerte
agarre en mi muñeca que hizo sonar todas y cada una de mis
alarmas.
—Tu hermanastro conoce vuestras falsas identidades. Es
cuestión de tiempo que os encuentre.
—No sé de qué me hablas. Estamos de vacaciones. —Tiré
de mi brazo, intentando liberarme. Tobias terminó soltándome,
por lo que fui a levantarme para ir a por mis hermanos y
marcharme corriendo, pero volvió a detenerme, esa vez con
sus palabras.
—Marco Bianchi es un alto cargo de la mafia italiana. Su
padre es el Sottocapo de la Familia Bianchi.
—¿Cómo sabes eso? —pregunté perpleja, volviendo a
sentarme. Crucé mis brazos alrededor de mi pecho de forma
protectora.
Incluso yo no acababa de estar familiarizada con esos
términos, ni comprender su significado. No obstante, mi ex –
prometido, por la forma en la que me estaba hablando, sí que
lo hacía.
—Nunca he querido hacerte daño Nelli, aunque después de
que te confiese la verdad, no me vas a creer, me importas. Solo
quiero protegerte. Tu hermanastro te va a encontrar y cuando
lo haga, va a terminar con tu vida sin contemplaciones. En su
mundo, nadie comete una traición como la tuya y sale impune.
—¿Cómo lo sabes? —repetí, aunque, esa vez, no pude
evitar el temblor en mi voz.
—Prométeme que me vas a escuchar antes de tomar
ninguna decisión.
Asentí, con mi mirada fija en mis hermanos y evaluando
mis opciones. Si la situación se complicaba, podía gritar.
Estábamos en un lugar público. Los jardines del palacio
estaban llenos de residentes y turistas, ellos distraerían a
Tobias mientras cogía a los niños y corría. Llevaba la mayor
parte del dinero encima y los pasaportes, no tenía que pasar
por el apartamento para nada. ¿Pero, a donde iríamos?
—Soy policía. Mi nombre real no es Tobias es Samuele.
Esas palabras eran las últimas que esperaba que
pronunciase, estaba tan aturdida que ni siquiera me di cuenta
de que había posado un objeto en mi muslo. Tobias tocó mi
hombro, llamando mi atención y señalándome la placa que
descansaba en mi pierna.
La cogí y a pesar de los nervios fui capaz de comprobarla.
Efectivamente, decía la verdad.
—La Interpol lleva años detrás de la Familia Bianchi, tienen
la certeza de que son una de las organizaciones del crimen
organizado más poderosas de Roma, pero no tienen ninguna
prueba en contra de ellos. Tu madre estaba siendo investigada,
y con ella su familia. Infiltrarse dentro de la mafia es
imposible todo el que lo ha intentado ha desaparecido
misteriosamente o ha aparecido muerto. Tu eras el único cabo
suelto que encontramos. La hija de la mujer de un alto cargo
de la mafia pero que se ha criado fuera de ese mundo. Mi
misión era infiltrarme en tu entorno y averiguar que sabias.
—N… no sé nada —dije, prácticamente titubeé, tratando de
asimilar toda la información, a la vez que la placa se deslizaba
entre mis dedos y se caía al suelo. Tobias o Samuele como era
su verdadero nombre la recogió y se la guardo en el bolsillo de
su pantalón.
—Lo sé. Pero me quedé a tu lado porque me enamore de ti.
Cerré los ojos mientras mis pensamientos recorrían mi
cerebro a toda velocidad. Mi relación con Tobias no había sido
real. Él tan solo me había utilizado para intentar atrapar a la
familia de mis hermanos. No era diseñador grafico como me
había contado. Los fines de semana fuera; la cantidad de veces
que cancelaba nuestras citas porque le había surgido un
imprevisto en el trabajo; cómo se alejaba de mí y bajaba la voz
para que no le escuchase cuando respondía las llamadas…
Tantos detalles a los que no les había dado importancia, sin
embargo, todo tenía sentido ahora. Pensé en sus padres… En
todos los momentos de su vida que había compartido conmigo,
preguntándome sí, alguno de ellos sería cierto.
A pesar de ello, una sensación de alivio me invadió, a la vez
que la culpa que me había acompañado durante estas últimas
semanas por romper su corazón, se disipaba.
—Sigo sin saber nada. Mi hermanastro no ha compartido
sus secretos conmigo.
—Ya lo sé, no estoy aquí por eso. —Su tono de voz
tranquilo, amable—. Me enteré de que habías huido con los
niños y tenía que encontrarte. No podría perdonarme a mí
mismo si te sucede algo. Puedo ayudarte Nelli, llevaros a los
niños y a ti a un lugar seguro. Uno donde nunca os encuentren.
—¿A dónde? —pregunté, porque, a pesar de todo y aunque
no quisiese reconocerlo, necesitaba su ayuda.
Tobias tenía razón, Marco nos encontraría y aunque una
parte de mí estaba segura de que no terminaría con mi vida,
sabía que no me iban a gustar las consecuencias. No iba a
volver a dejarme acercarme a los niños.
No confiaba en mi ex – prometido. Cómo hacerlo cuando
acababa de descubrir que nuestra relación había sido un
engaño; que había sido construida a base de mentiras,
embustes para obtener una información que beneficiaba sus
intereses; que el novio con el que había estado durante casi dos
años no era más que un personaje ficticio.
Pese a ello, era mi única opción. La única salida de túnel en
el que me encontraba inmersa.
—Estados Unidos —respondió—. Tardaré unos días en
conseguiros unas nuevas identificaciones falsas, no puedes
seguir usando las mismas. Tengo un buen amigo que puede
ayudaros.
—¿Y no te meterás en problemas por mi culpa?
Mi ex prometido esbozó la dulce sonrisa a la que me tenía
acostumbrada y pude ver al viejo Tobias en su rostro. Aunque,
había algo en él que seguía siendo diferente. Seguramente, era
que ya no tenía que fingir ni interpretar un papel, que podía ser
el mismo. Y eso me aterraba, porque no tenía ni idea de cómo
era el verdadero Tobias.
—Lo único que me importa es que tu estés a salvo. —Estiró
su mano para apretar la mía, sin embargo, retrocedió cuando la
aparté, evitando su contacto—. Me siento en deuda contigo.
Siempre has sido muy buena conmigo y yo te pagué con
mentiras y engaños. Ahora, es mi momento de resarcirme.
—Está bien —acepté, porque no tenía otra salida. Si Marco
sabía cuáles eran nuestras identidades falsas, no tardaría en
encontrarnos. Seguramente, a esas alturas, ya había averiguado
que estábamos en Francia. Podía intentar por mi cuenta buscar
a alguien que nos proporcionara unas nuevas, pero no tenía ni
idea de por donde buscar.
Ni siquiera me había comprado un móvil o intentado
ponerme en contacto con Ginebra por miedo a ser descubierta.
No podía vivir con ese temor toda la vida. Estados Unidos
estaba lejos y era lo suficientemente grande como para que
Marco no pudiese encontrarnos, aunque descubriese que
estábamos allí.
—Me estoy quedando en un hotelito a las afueras de Paris.
Lo mejor es que os vengáis conmigo cuanto antes. Mientras,
me pondré en contacto con mi amigo. —Su voz ahora era más
suave, más dulce.
Asentí.
—De acuerdo. Tengo que ir al apartamento y recoger
nuestras cosas.
Sin embargo, mientras caminaba con mis hermanos hacia el
que había sido nuestro hogar los últimos dias, no podía dejar
de preguntarme si realmente aceptar la ayuda de Tobias había
sido una buena idea.
Porque, algo en mi fuero interno me decía que, iba a ser una
decisión de la que me arrepentiría toda mi vida.
Y, desafortunadamente, no me equivocaba.
Capítulo 23
Marco
Gio se encontraba frente a mí, sentado sobre el sofá del
salón de la casa de mi padrastro, mientras yo caminaba de un
lado a otro, apartando con los pies los juguetes que Fabio
había dejado tirados en el suelo. Cuando casi me tropiezo con
un objeto, me agaché para coger un cubo rosa y colocarlo
junto a los demás, en la esquina de la habitación. Aún olía a él,
podía escucharle riéndose, haciendo una pirámide con ellos,
para después, derrumbarla. Una sensación de inquietud
invadió el fondo de mi estómago al imaginar el peligro que
mis hermanos corrían en estos momentos, las atrocidades que
podían hacer con ellos si caían en manos de las personas
equivocadas.
Alguien iba tras ellos. Alguien cuyas intenciones aún eran
desconocidas, pero, que sabía con toda certeza, que no eran
buenas.
Tenía que encontrarlos antes de que él lo hiciera.
—Vamos a encontrarlos —me dijo mi primo, que sostenía
una taza de café entre sus manos—. Tenemos hombres en
Nápoles. Ellos ya se están encargando de buscarlos y estamos
enviando a más soldados a los alrededores. Es cuestión de
tiempo.
Julieta había resultado ser un hueso duro de roer. No había
soltado prenda ni siquiera sabiendo el peligro que corrían Nelli
y mis hermanos. Después de que Arabella regresase al jardín
reconociendo su derrota, Adriano había subido hecho una furia
para bajar diez minutos después, tras aporrear la puerta detrás
de la que Ginebra se escondía.
Gio había tenido más suerte y ella le había dejado entrar,
aunque tampoco le había sacado la información que
necesitábamos.
Por supuesto que a mí no me habían permitido hablar con
ella. Si no la hubieran tenido tan protegida, no habríamos
perdido más de cuatro horas, que fue las que tardó Arabella en
hacerse con el móvil de Ginebra y descubrir que había
comprado tres billetes de tren a Milán y las identificaciones
falsas con las que lo había hecho. Con un minuto a mi lado,
Ginebra habría cantado como un loro.
Julieta, Julieta, siempre metiendo las narices donde nadie le
llamaba, siempre creyendo que lo hacía por una buena causa.
Ahora estaba ocupado resolviendo el problema que ella me
había causado, pero, cuando todo se solucionase, tendríamos
una bonita conversación. Su castillo estaba protegido, sin
embargo, en algún momento, sus guardianes bajarían las
espadas y se irían a dormir la siesta. Yo estaría aguardando,
acechando, escondido entre los árboles, esperando
pacientemente mi momento.
Si se hubiera tratado de cualquier otra persona, ya la habría
matado. Una lástima que mi primo estuviese enamorado de
ella.
—Ellos los van a encontrar, Marco.
—Yo los voy a encontrar —repliqué, ante la mirada de
incredulidad de mi primo.
Él le dio un trago a su café, esperando que confirmase sus
sospechas.
—Me voy a Milán. En menos de dos horas estaré allí.
No podía quedarme de brazos cruzados en casa, esperando a
que mis soldados los encontrasen. Además, después de lo que
había sucedido con Enzo, no tenía toda mi confianza puesta en
ello. Nuestros hombres tendían a creer en que las mujeres a su
cargo eran pobres damiselas, inocentes e inútiles.
Gran error.
—Marco, tenemos asuntos que atender. Tu hermanastra no
va a llegar muy lejos.
—Pueden esperar. Estamos hablando de la vida de mis
hermanos, Gio. —Y, aunque no lo dije en voz alta, también la
de Nelli. Su inconsciencia sería su ruina—. Mi Familia. Es
cuestión de tiempo que los que van tras mis hermanos
descubran que ya no están bajo nuestra protección.
Él me contempló en silencio, mientras dejaba la taza sobre
la mesa que estaba frente al sofá.
—Recógeme en casa en media hora —me dijo, mientras se
levantaba.
Me detuve.
—No vas a ir solo. Voy contigo. En casa, en media hora.
—¿Y los negocios? —pregunté.
—Pueden esperar. Son tus hermanos, pero ellos son mis
primos. Sois mi Familia.
✿✿✿✿
Hacía tres días que Nelli había huido con mis hermanos y la
búsqueda se complicaba. Mi autocontrol empezaba a pender
de un hilo. Estaba volviéndome loco. Mi consumo de cafeína
se había incrementado a medida que lo hacían las noches de
insomnio, en las que no era capaz ni de dormir una hora,
consumido por saber cómo estaban mis hermanos y Nelli en
estos momentos.
¿Estarían vivos?
Resulta que mi hermanastra había sido más audaz que la
anterior vez en la que había intentado escaparse con mis
hermanos. Y, aunque había cogido el tren hacia Milán, se
había bajado en una parada en medio del trayecto, partiendo a
un destino en dirección opuesta. Porque sabía que era cuestión
de tiempo que descubriésemos sus intenciones.
Tras dos días pateando Milán sin ningún éxito, habíamos
cambiado de estrategia. Y como no hay nada que no se
consiga con dinero y buenos contactos, nos habíamos hecho
con las cintas de seguridad de la estación de Milán Central,
para descubrir que Nelli no se había bajado allí. El tren solo
había hecho una parada en medio del camino en Florencia,
donde las grabaciones de seguridad sacaron un primer plano
de ella comprando un billete de tren.
Tras una charla amistosa con la mujer que le vendió los
billetes, descubrimos que su siguiente destino había sido Pisa.
Sin embargo, llevábamos allí más de un día y no los
encontrábamos por ninguna parte. Nos habíamos pateado,
literalmente, toda la ciudad y no había rastro de ellos. Nuestros
contactos en Pisa, habían movido tierra y aire para buscarla y
nadie la había visto.
—No pueden estar muy lejos —me dijo Gio, que se
encontraba a mi lado, en una pequeña mesa ovalada en la
terraza de un restaurante que estaba frente a la Torre de Pisa.
—Lleva dos niños y una perra. No puede ir muy rápido y no
pasa desapercibida. Además, es una chica normal, no está
acostumbrada a escapar. Antes o después, cometerá un error.
—¿Y eso será antes de que los maten? —cuestioné,
golpeando la mesa con la palma de mi mano con fuerza,
provocando que se cayera un vaso y un plato, llamando la
atención de los demás comensales y de algún turista que
caminaba cerca.
Gio ni siquiera se inmutó.
—Tranquilízate, Marco. Sabemos cuál es su identidad falsa.
Mi padre está tirando de sus hilos para que todos los
aeropuertos del país comprueben si Nelli y los niños han
cogido un avión.
—Ha podido viajar a cualquier parte del mundo —dije,
irritado—. Tu novia se ha asegurado de ello.
Con el paso de los días, Ginebra había terminado dándose
cuenta de la insensatez que había cometido y confesó que le
había entregado a Nelli quince mil euros que había robado a
Gio de su caja fuerte.
—Está arrepentida. Gin se deja llevar por sus impulsos. Es
muy visceral y tozuda. Pero ahora está de nuestro lado, hasta
nos ha dado acceso a las cuentas en las redes sociales que
quedaron en usar para mantenerse en contacto —la defendió,
como siempre hacía.
Si, lo había hecho, aunque no había servido de mucho, Nelli
no se había puesto en contacto con ella. Y eso no me
tranquilizaba.
—Más arrepentida va a estar cuando regrese a Roma —
apunté, pronunciando las palabras lentamente, mientras una
sonrisa se dibujaba en mis labios.
Me levanté de la silla para agacharme y recoger los trozos
de vidrio que se hallaban sobre el suelo, recolectándolos con
cuidado y dejándolos sobre el plato de mi primo, en el que aún
quedaba la mitad de un filete de carne y varias patatas que
parecían apetitosas.
—No te vas a acercar a ella, Marco —dijo, soltando el
tenedor y dejándolo sobre la mesa—. Ginebra es mi
responsabilidad.
—Sí, y lo estás haciendo muy bien —repliqué con burla,
ocupando de nuevo mi asiento—. Ya puede rezar para que
Nelli y mis hermanos estén sanos y salvos.
Su cara adquirió un tono rojo intenso, a la vez que sus dedos
apretaban el mantel con fuerza. Pero, no llegó a gritarme,
porque su móvil sonó en sus pantalones.
—Es mi padre —me informó, antes de coger el teléfono.
En cuanto descolgó, escuché la voz de mi tío hablando a
toda prisa. No podía entender lo que decía, aunque por la cara
de Gio, supe que no eran buenas noticias. Tenía que ser algo
referente a Nelli, ya que acababa de hablar con el médico de
mi padre y todo seguía igual.
—Vale —respondió mi primo tras unos minutos—. En
cuanto encontremos a los niños regresamos a Roma.
Mi tío levantó la voz al otro lado de la línea y Gio lanzó un
bufido, pasándose la mano con la que no sujetaba el móvil por
la cara.
—Los negocios puedes esperar. La alcaldesa puede hablar
con Maxim si tanto le urge. No voy a dejar solo a Marco.
Tomasso gritó algo que sonó como un juramento y mi primo
cortó la llamada sin despedirse.
—¿Todo bien?
—Nelli está en Paris. Cogió un vuelo el mismo día que se
escapó. Se lo acaban de confirmar a mi padre desde el
aeropuerto de Pisa.
Así que el destino que mi hermanastra había elegido era la
ciudad del amor. Eso no me lo esperaba. Habíamos mandado a
varios de nuestros soldados a Londres para vigilar su
apartamento y la casa de su padre. Aunque dudaba que nos lo
pusiera tan fácil, ya que ella no era tan ingenua como para no
darse cuenta de que su ciudad natal era el primer sitio donde
buscaríamos. Hasta me había planteado España como uno de
los posibles destinos, pensando, que tal vez, decidía probar
suerte buscando trabajo allí, ya que el castellano era su lengua
paterna. Pero, otra vez más, me había sorprendido.
—Voy a hablar con el piloto para que preparé el jet privado
—me dijo mi primo, cogiendo el móvil y levantándose para ir
a hablar a un lugar más tranquilo. Puesto que un músico
callejero había comenzado a cantar una canción cerca de
nuestra mesa.
—Gio —le llamé, provocando que se detuviese y me
mirase.
—Gracias.
Mi primo asintió como respuesta. Mi lealtad siempre estaría
con él solo por el ser futuro Don de la Familia Bianchi, pero se
ganaba mi respeto con su apoyo continuo hacia mí.
Solo por eso, obedecería sus órdenes y no me acercaría a su
novia. Julieta permanecería sana y salva.
Aunque, ¿una pequeña lección en forma de susto no haría
daño a nadie, verdad? Giovanni no había hablado nada sobre
eso.
✿✿✿✿
7 días desde que Nelli había huido con mis hermanos.
1 puta semana sin verlos. Sin hablar con ellos.
—Marco. —me llamó Gio, que se encontraba a mi lado,
sentando en el cómodo sillón blanco que adornaba la
habitación del hotel.
Nos encontrábamos en su habitación de un hotel cercano a
la Torre Eiffel. Llevábamos cuatro días en Paris y lo único que
habíamos descubierto es que había alquilado un apartamento
en Versalles por un mes, pero solo había estado cuatro días
allí.
Revisamos la casa de arriba abajo y no había nada. Ni rastro
de que los niños y ella hubiesen estado viviendo allí.
La casera que vivía en el piso de abajo era una mujer mayor
que lo único que pudo decirnos es que Nelli era una chica muy
amable, aunque reservada y que los niños estaban sanos y
felices. Mi hermanastra se marchó de improviso metiéndole
una carta por debajo de la puerta en la que le decía que le
había surgido una urgencia y que se tenía que marchar.
¿Cuál era esa urgencia de la que hablaba? ¿Ese apartamento
ya no le parecía seguro? Por lo menos, sabía que, hasta hacía
pocos días, estaban bien.
Después de eso, comprobamos todos los hoteles de la
ciudad y en ninguno había ningún huésped con su nombre real
o el de la identidad falsa que Ginebra le había conseguido. Si
había encontrado la manera de conseguir nuevas
identificaciones estábamos jodidos por eso contratamos a los
mejores investigadores de la ciudad para buscarlos. Muchos de
ellos trabajaban fuera de la ley.
También metimos en nómina a todos los policías corruptos
de París dispuestos a ganarse una buena suma de dinero. De
momento, ninguno de ellos nos había aportado la información
que necesitábamos.
—Dime —le respondí.
—Samuele Lombardo —murmuró, mientras miraba la
pantalla de su móvil—. ¿Te suena?
Fruncí el ceño, intentando pensar en algún hombre con ese
nombre que me hubiera cruzado a lo largo de mi vida. Sin
embargo, no recordé ninguno.
—No. —Negué con la cabeza, lanzando un resoplido y para
levantarme de la cama de matrimonio en la que estaba
tumbado y sentarme al lado de mi primo.
—A mí tampoco. —Mi primo se pasó una mano por su
cabello castaño—. Belmont Lemaire —dijo, nombrando a uno
de los policías corruptos que estábamos untando—, me va a
pasar una foto.
¿Quién era ese Samule Lombardo? ¿Y qué tenía que ver con
Nelli y los niños?
—Mierda —le escuché farfullar a mi primo.
Ladeé la cabeza para observar a Gio. Su mirada fija en la
pantalla de su teléfono, su rostro petrificado.
—¿Qué pasa?
Él no contestó, se limitó a extender su móvil hacia mí,
enseñándome la imagen que aparecía en la pantalla. Una
fotografía de hombre que no tardé en reconocer en ella:
Tobias.
—¿Él es Samuele Lombardo?
Gio asintió.
—¿Por qué el ex - prometido de Nelli usaría un nombre
falso?
—Belmont dice que Samuele era un policía de Londres que
trabajaba con la Interpol. Su misión era infiltrarse para sacarle
información a Nelli y llevarnos ante la justicia.
—Eso es absurdo. Nelli no sabe nada de nuestro mundo. Su
madre la mantuvo en la ignorancia. Solo necesitaría estar
infiltrado dos días para saber que no iba a sacar nada. ¿Por qué
se iba a comprometer con ella?
—Por eso he dicho, era —me respondió Gio—. Le
expulsaron del cuerpo porque se obsesionó con el caso.
Belmont cree que puede haber alguna motivación personal. La
mayor parte del expediente de Samuele es confidencial, está
intentando acceder a la información.
—Voy a llamar a los policías que tenemos en nómina en
Roma, quizá alguno pueda ayudarnos. —Ese nombre y
apellido eran italianos y Tobias hablaba a la perfección el
idioma.
—¿Crees que Nelli lo sabía? —me preguntó Gio, antes que
pudiese hacer una llamada.
—No —negué. Mi hermanastra era una inconsciente, ajena
a los peligros que rodeaban nuestro mundo. Sin embargo, tenía
la más absoluta certeza de que sus intenciones hacia nuestros
hermanos eran puras. Ella jamás haría nada que los pudiese
perjudicar. No, ella no estaba al tanto de la verdadera identidad
de su ex – prometido.
Gio fue a decir algo, pero fue interrumpido por la melodía
de mi móvil. Llevé mi mano hasta el bolsillo de mis bermudas
y miré la pantalla brillante: número desconocido. En cualquier
situación, no me hubiera molestado siquiera en contestar, sin
embargo, en ese momento, me llevé el teléfono al oído,
mientras aceptaba la llamada.
—¿Sí?
—Hola, Marco. —La voz de un hombre que no pude
reconocer resonó al otro lado—. Creo que no nos han
presentado antes. Mi nombre es Samuele Lombardo.
—La última vez que te vi, respondías al nombre de Tobias.
—Gio se levantó del sofá con los ojos abiertos—. ¿En qué
puedo ayudarte?
—Tus hermanos están aquí conmigo y te echan mucho de
menos. —Me pareció escuchar un sollozo de un niño a lo lejos
y una voz femenina que le arrullaba.
—¿Qué quieres, Tobias? —pregunté, respirando hondo para
calmarme.
—Justicia para mi hermano.
—¿Tu hermano? —repetí, confundido.
¿De qué estaba hablando?
—Guido Lombardi.
En el momento en el que pronunció ese nombre, lo entendí.
Lo comprendí todo. Su comportamiento extraño; su insistencia
por pasar tiempo con mis hermanos y el odio que había
percibido en su mirada.
Desde el instante en el que le vi, supe que había algo que
estaba mal en él, algo que no encajaba. Y, desgraciadamente,
no me equivoqué.
Sin embargo, nunca, ni en mis peores pesadillas, me
imaginé que fuera tan retorcido.
—Samuele —comencé, mi voz ronca, contenida por mis
emociones. Mi mano temblaba de la furia que sentía; mis
dedos apretando con fuerza el teléfono, intentando
contenerme, porque sabía que lo último que debía de hacer era
enloquecer, porque eso es lo que él buscaba, lo que quería,
llevarme al límite—, ni mis hermanos ni Nelli tienen la culpa.
Son inocentes. Esto es entre tú y yo. Es a mí a quién quieres.
Déjame cambiarme por ellos.
Una risa sardónica se escuchó al otro lado de la línea.
—Una oferta interesante, pero mejor la debatimos en
persona. Voy a mandarte un mensaje con la ubicación. Si no
quieres que tus hermanos mueran, ven solo.
Colgó el teléfono antes de que pudiese decir nada.
Samuele Lombardi se había metido con la persona
equivocada. Nadie amenazaba a mi familia y vivía para
contarlo.
Capítulo 24
Nelli
Abrí lo ojos, la luz brillante del sol haciéndome
entrecerrarlos. Me dolía la cabeza, todo mi cuerpo se sentía
como si me hubiesen dado una paliza. Me pregunté dónde
estaba… Pedazos fragmentados de mi memoria comenzaron a
flotar por mi mente. Sacudí mi cabeza ante el recuerdo de
Tobias animándonos a entrar en almacén donde nos íbamos a
encontrar con su amigo, pisadas en los paneles de madera del
suelo, gritos y un pinchazo en mi brazo, antes de que la
oscuridad me invadiese.
No, no podía ser verdad. ¿Nos habían tendido una
emboscada? ¿Marco nos había encontrado? Intenté levantarme
de donde fuera que estaba acostada y fue cuando descubrí que
mis manos estaban atadas detrás de mí y mis pies amarrados
entre ellos por una soga, impidiéndome moverme.
—¡Fabio, Nico! —grité, sin embargo, sin éxito alguno, ya
que mi voz fue apagada por la mordaza que tenía en la boca.
Mi mandíbula palpitaba por el esfuerzo, pero, por más que lo
intentaba, las palabras no traspasaban la tela.
Observé mi alrededor: paredes amarillentas descolchadas;
suelos de bolsas ennegrecidos por la suciedad y estaba
tumbada en lo que parecía un colchón viejo, si teníamos en
cuenta el muelle que se estaba clavando en mi espalda.
No… Marco no estaba detrás de lo que me estaba
sucediendo, él nunca me haría algo así. Por muy enfadado que
estuviese conmigo yo era la hermana de Fabio y Nico, solo por
eso no me haría daño. Respiré hondo, intentando entender que
era lo que estaba pasando, buscando en mi mente cualquier
pista que me sirviese para averiguar dónde estaban mis
hermanos.
Durante dos días habíamos estado encerrados en una
habitación de hotel mientras mi ex - prometido se encargaba
de conseguirnos identificaciones falsas y los billetes de avión
para Estados Unidos. Se suponía que ese sería el gran día. Él
día en el que por fin comenzaríamos una nueva vida los tres
juntos lejos de la mafia.
Mi corazón golpeó contra mi pecho al darme cuenta de que
mis hermanos podían estar muertos. Que Tobias podía estar
muerto.
Mis ojos comenzaron a humedecerse, las lágrimas brotando
de ellos.
—La bella durmiente se ha despertado. —Una voz
masculina que hablaba en inglés con un marcado acento que
mis dos semanas en Francia me habían servido para reconocer
como francés, desconocida para mí, fue como un trueno en la
habitación silenciosa. Me esforcé por respirar, por mantener a
raya mi pulso. Entrar en pánico no me ayudaría. Tenía que
mantenerme lo más tranquila posible. Con todos mis sentidos
en alerta máxima.
Ladeé la cabeza para encontrarme con un hombre de
mediana edad apoyado en el marco de la puerta. Sus ropas
eran viejas, su pelo estaba apelmazado y cuando se giró para
mirarme, pude ver sus ojos rojos y desorbitados. Estaba
drogado. Me recordó a los hombres del cementerio en Roma,
los que intentaron llevarse a mis hermanos. Nunca pregunté
que les sucedió a nuestros atacantes, pero teniendo en cuenta
como Marco había matado a uno de ellos, no les había
augurado un destino mejor al resto.
Había preferido no pensar en ello. Nadie merecía la muerte
por muy graves que fuesen sus acciones.
—Traéla —ordenó en inglés, otra voz a lo lejos, que
reconocí como la de Tobias. Aunque había algo diferente en
ella, sonaba más autoritaria, menos contenida.
Antes de poder entender porque razón Tobias daba ordenes
al hombre que me había atado y amordazado, sentí como éste
se agachaba detrás de mí y soltaba el amarre de mis manos,
para después, hacer lo mismo con las de mis pies.
Me senté con dificultad en el colchón, quitándome la
mordaza de la boca. La mandíbula me crujió al regresar a su
estado natural. La cabeza me palpitaba de dolor y coloqué una
mano en mis sienes para intentar amortiguar la molestia.
—Vamos. —El hombre me apuntó con una pistola,
instándome a que le obedeciese.
Me levanté a pesar de la renitencia de mis piernas. Me
sentía como bambi cuando aprendió a caminar, temblorosa y
con mis pies dando pasos cortos y vacilantes. El hombre, me
empujaba por la espalda con el cañón de su arma.
Crucé la puerta para entrar en otra sala, parecida a en la que
había estado. Aunque esta era más grande. En el medio, Tobias
me observaba con una sonrisa aterradora en su boca, sus ojos
habían perdido la calidez que generalmente le acompañaban y
lucían fríos, sin sentimientos.
Ese hombre que estaba frente a mí no era mi ex –
prometido. El cual en realidad nunca había existido, tan solo
era un papel que él se había creado. Una farsa para engañarme,
una que había seguido interpretando cuando me encontró en
los jardines del palacio de Versalles.
Una que como una ilusa me había tragado. Porque aún
cuando sabía que me había engañado una vez quería creer que
esta vez decía la verdad. Porque me hubiese agarrado a un
clavo ardiente por cumplir la última voluntad de mi madre. Y,
sin ser consciente, había puesto en peligro a mis hermanos.
Les había sacado de un hogar en el que eran amados y estaban
protegidos, a pesar del futuro que les esperaba, para ponerles
en una situación en la que podían terminar muertos.
Me congelé, con los ojos fijos en la pared frente a mí. Ni
siquiera parpadeé cuando escuché el sonido de sus pasos
acercándose a mí. El olor a alcohol me invadió en el momento
en el que su mano tiró del tirante de mi camiseta negra,
colocándomelo bien. Tobias nunca bebía alcohol o, por lo
menos, no lo hacía en mi presencia. Que no se molestase en
ocultarlo era un signo más de que había dejado de fingir.
Empecé a temblar en cuanto sus dedos acariciaron mi
hombro desnudo. Me aparté, provocando que chasquease sus
dedos.
—Tobias, no entiendo…
—No preciosa, llámame Samuele. Quiero oír mi verdadero
nombre saliendo de tus labios.
No iba a hacer eso. Si le llamaba Samuele, sería como
reconocerle que aceptaba su verdadero ser. Mientras siguiese
llamándole Tobias, tal vez, lograba llegar a ese hombre que
conocí. Ese que, aunque era una farsa, quizá había algo de él
en Samuele. Porque, incluso cuando fingimos, no podemos
evitar ser un poco como somos en realidad.
—¿Dónde están Nico y Fabio?
Sentí como mi corazón dejaba de latir mientras esperaba
noticias sobre ellos. Mientras buscaba en sus ojos las señales
de que nunca haría daño a dos niños inocentes. Pero, no las
encontré, lo único que vi fue odio y rencor.
—Siéntate —me ordenó, señalando una silla de plástico
blanca.
Obedecí, porque su voz no me dejaba alternativa y porque
no quería enfadarlo más. La vida de mis hermanos podía
pender de un hilo.
—Por favor, solo quiero verlos. Ellos no han hecho nada.
—Aún no, pero lo harán. Han nacido para ser unos asesinos.
—Por eso quiero alejarlos de su familia paterna, llevarlos
lejos. Me has prometido que me ayudarías. Por favor… —
supliqué. Aunque sabía que no iba a conseguir nada, tenía que
intentarlo.
—No puedo hacer eso. Los necesito. —Tobias cogió la
pistola que estaba encima de una mesa blanca de plástico a
juego con las sillas. Tragué, rezando en silencio para que no
me disparase, no sin antes poner a salvo a los niños.
—¿Para qué? —pregunté, en un hilo de voz.
—Para atraer a tu hermanastro. Voy a matarlo. Si llegó a
saber antes lo importantes que son para él, me habría ahorrado
muchos disgustos. Incluso tu madre podría seguir viva.
—¿Tú mataste a mi madre?
Una risa oscura brotó de sus labios.
Mi respiración se aceleró, mis manos comenzaron a sudar y
el dolor de cabeza se acentuó.
—Yo no. Un informador de la policía, el jefe de la yakuza
en Roma. Él fue el que dio la orden a sus hombres. Sus jefes
estaban comenzando a sospechar de él, así que le prometí
sacarlo del país y proporcionarle una identificación falsa. —Se
acarició el mentón con la culata de su pistola, como si
estuviese pensando—. Estoy teniendo un déjà vu. A él tuve
que matarlo, espero que cooperes y no tenga que hacer lo
mismo contigo.
—¿Por qué lo hiciste? —A esas alturas, las lágrimas ya
brotaban con total libertad por todo mi rostro.
—No fue personal preciosa, tu madre me caía bien. Pero tú
no sabías nada y mis jefes me sacaron del caso. No les
obedecí, no podía darme por vencido. No podía dejarlo hasta
que toda la Familia Bianchi acabase entre rejas, pudriéndose
en la cárcel, que es dónde se merecen estar. Terminar el trabajo
que mi hermano empezó.
—¿Tu hermano?
Tobias no me respondió, hasta tenía dudas de que me
hubiese escuchado. Parecía sumido en sus propios recuerdos.
—Sabía que nunca te permitirían llevarte a los niños y con
tu madre muerta, nunca los dejarías solos en Roma. Creí que
podía convencerte para quedarnos allí. Y poco a poco, ir
ganándome la confianza de la Familia. Pero, me diste la
patada, como si fuese un perro sarnoso.
—Yo… —comencé, aunque no sabía que decir.
—No te preocupes, cariño —Se puso de cuclillas y colocó
sus dos manos en mis muslos. La bilis ascendió por mi
garganta, pero me obligué a mantenerme quieta—, me
proporcionaste una información aún mejor. En cuanto me
dijiste lo importante que los niños eran para Marco, tenía que
verlo por mí mismo. El día que estuve en su casa, vi la
adoración con la que ellos le contemplaban y como él estuvo a
punto de dispararme solo porque les invité a un viaje. Me
proporcionaste la venganza perfecta.
—Por favor, déjales irse. Son solo unos niños pequeños —
supliqué.
Tobias había perdido el juicio, nada de lo que decía tenía
sentido para mí.
Había sido tan estúpida… Tendría que haberlo visto,
haberme dado cuenta de que había algo mal en él. Sino
hubiera confiado en su palabra, ahora no estaríamos en esa
situación y mis hermanos estarían a salvo.
Era mi culpa.
—Lo siento, pero tienen que morir. Les hago un favor, no se
llegarán a convertir en unos monstruos.
Antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo, le di una
patada en el rostro. Aunque, sus reflejos fueron rápidos y se
protegió con la mano, lo que no evitó que perdiese el
equilibrio y cayese hacia atrás. Aproveché para levantarme y
comenzar a correr. No sabía dónde tenía escondidos a los
niños, pero tenía que encontrarlos antes de que fuese
demasiado tarde.
Tobias se arrastró por el suelo y agarró mi tobillo, tirando de
mi pierna, haciendo que me cayese al suelo. Aterricé en mi
codo, evitándome golpearme la cabeza. Mi ex - prometido se
levantó y sostuvo mi muñeca con un fuerte agarre,
obligándome a levantarme.
Grité por el dolor, pero él retorció mi muñeca sin ninguna
compasión.
—Vuelve a intentar algo así y torturare a tus hermanos
delante tuyo y no pienso detenerme, aunque sus gargantas
estén al rojo vivo por los gritos de terror que van a salir de
ellas —masculló, su aliento a alcohol flotaba sobre mi rostro.
—Lo siento. Per… perdóname.
—Tráelos. —Se giró para hablarle al hombre que me había
desatado. Él no se movió, pero dijo algo en Frances que no
entendí y, a los pocos minutos, mis hermanos aparecieron
delante de otro hombre de aspecto similar al anterior.
Fabio llevaba en su regazo a Luna y la abrazaba,
apretándola contra su pecho. La perrita debió de darse cuenta
de que algo iba mal, porque se mantenía inmóvil. Ni siquiera
intentó saltar de encima de mi hermanito para saludarnos a
Tobias o a mí. Aunque, en honor a la verdad, ella nunca había
sido demasiado cariñosa con mi ex- prometido. No le había
dado mucha importancia, creyendo que cada perro tiene sus
propias rarezas. Ahora, lo entendía mejor. Luna era capaz de
ver el alma podrida de Tobias.
¿Cómo yo no había sido capaz de hacerlo? Podía
responderme a mí misma. Porque siempre buscaba la parte
buena de las personas. Porque era incapaz de concebir una
maldad tan cruel.
Nico agarraba a su hermano por la camiseta, manteniéndole
cerca de él. Fabio tenía los ojos rojos, pero no lloraba.
Me solté del agarre de Tobias y corrí hacia los niños,
poniéndome de cuclillas. Fabio soltó a Luna y se hundió en
mis brazos. Nico, en cambio, permaneció inmóvil, con su
mirada fija en Tobias, el cual no le estaba prestando atención,
ya que estaba ocupado hablando con los dos hombres,
dándoles instrucciones.
—Todo va a salir bien —le susurré a Fabio en el pelo.
El niño asintió, sin embargo, no dijo nada. Incluso, cuando
le solté para enderezarme, él me sujetó de la pierna y hundió
su cabeza en mi cadera.
—Nico, ¿estás bien? —le pregunte a mi otro hermano, que
centró su mirada en mí. Al contrario que Fabio, no parecía
asustado. A pesar de sus facciones relajadas, pude percibir la
furia en sus ojos, una que un niño de tan corta edad, ni siquiera
uno que pertenecía a un mundo como el suyo, debería de tener.
Aunque, no fue eso lo que me atemorizó, lo que provocó que
una sensación de inquietud me invadiera, sino la sed de
venganza que vi escrita en su rostro, la misma que vi en Marco
la última noche en la que habíamos estado juntos, idéntica a la
que Giovanni tenía en el funeral de mi madre.
—Sí —respondió, sus labios apretados en una fina línea.
—Siento interrumpir este precioso reencuentro, pero
necesito que me des el número de tu hermanastro. Un pajarito
me ha dicho que está en Paris buscándote. Incluso, estuvo en
tu apartamento de Versalles. Me hubiese gustado tener un poco
más de tiempo para conseguir más hombres o por lo menos, no
tan imbéciles —dijo en italiano, para que sus compinches no
pudiesen entenderle—. Pero, tu hermano estaba a punto de
encontramos, no podía seguir posponiéndolo. La parte buena
es que los drogadictos hacen cualquier cosa por conseguir su
próxima dosis.
—¿Qué quieres de nosotros? —pregunté
Luna se acercó a él y comenzó a gruñirle. Tobias agachó la
cabeza para mirarla con desagrado. La yorkshire se tiró a su
pierna para morderle el pantalón.
—¡Mierda de bicho desagradecido! —exclamó, mientras le
daba una patada para quitársela de encima.
—¡No la toques! —gritó Fabio, soltando mi pierna para
dirigirse hacia Luna, que estaba lamiéndose la pata, emitiendo
lloriqueos.
Con un rápido movimiento, agarré la muñeca de mi
hermano, tirando de él, impidiéndole moverse. Estiré la mano
con la que no sostenía a Fabio, para acariciar a Luna y
consolarla, sin embargo, cuando ésta gruñó de nuevo, uno de
los hombres la cogió a la fuerza, alejándola de nosotros.
—Hay más de tu hermano en ti de lo que pensaba. Un
asqueroso Bianchi más —escupió, fijando sus ojos en mi
hermano, para después, mirar al hombre que tenía a Luna, que
trataba de liberarse, sin éxito—. ¡Enciérrala!
—¡No, dejarla tranquila! —Fabio forcejeaba conmigo,
intentando zafarse de mi agarre.
—Cariño, no la van a hacer daño —susurré, sabiendo que
discutir con Tobias en esos momentos, solo empeoraría las
cosas.
—¡Luna, Luna! —chilló mi hermanito.
—¡Cállate! —el grito lleno de furia reverberó por toda la
habitación—. Me estoy empezando a cansar de tus tonterías.
Quédate quieto si no quieres que te pegue un tiro. —Le señaló
con la pistola y Fabio se calló de inmediato.
Las manos de Nico se cerraron en puños, pero se mantuvo
en silencio.
—¿Qué quieres de nosotros? —pregunté.
—De momento, que me des el número de teléfono de tu
hermanastro.
Cerré los ojos con terror. Eso era algo que no podía hacer,
no tenía ni idea de cuál era su número. Aunque lo tenía
apuntado en mi móvil, lo había dejado en Roma, junto a
Ginebra.
—Lo siento. No tengo mi móvil, y no me lo sé.
—¿Voy a tener que disparar al pequeño Bianchi para que lo
recuerdes? —amenazó, dando un paso hacia nosotros.
—Yo me lo sé de memoria —dijo Nico, hablando por
primera vez.
Mi hermano tenía muy buena memoria. No era para mí una
sorpresa que se lo supiese.
—Está bien mocoso, dámelo y más te vale no intentes
jugármela.
Nico le dijo los números, mientras Tobias sacaba el móvil y
marcaba los números en la pantalla siguiendo las indicaciones
de mi hermano. La voz de Marco se escuchó a través de la
línea. Mi ex prometido se alejó con el teléfono en la oreja,
para que no pudiésemos escuchar la conversación.
Fabio comenzó a lloriquear y le abracé, a la vez que le
susurraba palabras de consuelo. Con la mano libre, agarré del
brazo de Nico para acercarlo a mí. No sabía lo que iba a pasar,
ni cuáles eran las intenciones de Tobias. Lo que sí sabía es que
había cometido un error llamando a Marco.
Él no iba a permitir que a sus hermanos les pasase nada.
Capítulo 25
Marco
El viejo almacén se encontraba a las afueras de París en una
antigua zona industrial repleta de fábricas abandonadas. El
mejor lugar para hacer desaparecer a alguien sin llamar la
atención.
Un hombre al que nunca había visto me recibió cuando
llegué a la ubicación que Tobias me había enviado. Un hedor
nauseabundo a alcohol me invadió cuando se acercó a mí.
Miré sus ojos inyectados en sangre y no puse resistencia
cuando me guió hasta el interior de la nave, mientras me
apuntaba con una pistola.
Con cada paso que daba, sentí como mi corazón palpitaba
con más fuerza. Había estado en situaciones muy jodidas
antes: asesinatos, torturas, redadas policiales… No era la
primera vez que veía la muerte de cerca. Eso era algo que
formaba parte de nuestro mundo. Y, nunca, jamás, había me
había sentido de la manera en la que lo hacía ahora: mi pulso
acelerado, la angustia de lo que me encontraría dentro
consumiéndome por dentro.
—Te estaba esperando.
Tobias, o cómo realmente se llamaba, Samuele, se
encontraba en medio del almacén. Con uno de sus brazos
rodeaba la parte baja del estómago de Nelli, impidiéndose que
se moviera, mientras que, con la otra mano, le apuntaba con un
arma. Sus ojos cubiertos de lágrimas, que se derramaban por
rostro.
En una esquina, mis hermanos estaban atados en unas sillas.
Con los ojos tapados y un esparadrapo cubriendo su boca. Un
hombre estaba tras ellos, con una pistola en sus manos,
apuntando hacia ellos.
—Esto es entre tú y yo. Suelta a Nelli y a mis hermanos.
Son inocentes.
Ellos no tenían la culpa de lo que estaba sucediendo. De la
razón por la cuál Samuele quería terminar con mi vida.
—Podría hacerlo —respondió—, pero, ¿desde cuándo eso
es motivo suficiente para liberar a una persona? —preguntó
con burla—. ¿Acaso no era mi hermano inocente?
Sus palabras me teletransportaron al pasado. De repente,
volví a tener dieciséis años. A ser aquel adolescente que
buscaba la aceptación de los de su alrededor, que estaba
descubriendo su verdadera naturaleza.
Cuando has terminado con la vida de tantas personas,
cuando el asesinato y la tortura forma parte de tu día a día,
llega un momento en el cual los números, los rostros y los
nombres, comienzan a tambalearse, en el que empiezas a no
recordar. Sin embargo, Guido Lombardi era un nombre que
jamás olvidaría. Aquella noche quedaría grabada en mi
memoria durante el resto de mi existencia.
Porque él fue mi primer asesinato. La prueba de iniciación
que el Don de nuestra Familia eligió para mí. Mi tío quiso
demostrarme que les sucedía a aquellas personas que nos
traicionaban. ¿Qué mejor forma de probar mi lealtad hacia la
Familia que castigar a aquel que la había roto?
Guido era un policía infiltrado, que había trabajado para
nosotros durante casi un año. El primero en años que lograba
infiltrarse con éxito. Como todos nuestros associati, no sabía
nada que nos pusiese en serios problemas con la justicia, pero
estaba a pocos días de su prueba de iniciación y entonces, todo
se hubiese complicado. Por suerte para nosotros, cometió un
fallo. Otro de nuestros asocciati y compañero de él, notó algo
raro y le siguió cuando iba a reunirse con su contacto en la
policía. Les sacó un par de fotos y mi tío solo necesitó pedir
un par de favores para saber lo que estaba pasando.
Luciano Gallo era, en realidad, Guido Lombardi.
No le conocía, nunca le había visto antes, aunque eso no
hubiese cambiado nada. Incluso siendo un gran amigo mío,
hubiese actuado de la misma manera. Nadie intentaba destruir
a la Familia Bianchi y vivía para contarlo.
—Suéltalos —repetí con lentitud, tratando de controlar toda
la ira que bullía en mi interior.
Samuele se echó a reír. Una risa oscura brotó de su
garganta.
—Marco —dijo—. Tú no das las órdenes, las doy yo. ¡Las
armas, al suelo, ahora!
Obedecí, sacando la glock de mi funda colocada en mi
pecho y otra pistola de la cinturilla de mis pantalones. Tiré
ambas al suelo.
El hombre que estaba a mi lado me cacheó, comprobando
que me había deshecho de todas mis armas. Sonrió, mostrando
que le faltaban varios dientes. Era un drogata, un pobre diablo
que haría cualquier cosa por conseguir su siguiente dosis.
Como los del cementerio. No había pensado en ello, pero tenía
sentido. Samuele había sido el autor intelectual de ese ataque.
A duras penas controlé la oleada de ira que me invadió,
nublándome el pensamiento.
No podía perder los estribos, la vida de mis hermanos y la
de Nelli estaban en juego.
Sentí la mirada de mi hermanastra fija en mis botas. Ella
sabía porqué las llevaba en un caluroso día de verano. Noté
que su rostro se relajaba. A pesar de todo, ella confiaba en mí,
en que les salvase. No iba a decepcionarla.
Un atisbo de sonrisa se formó en mis labios.
—¿Contento?
Samuele asintió.
—¿Sabes qué? No quería hacerla daño. —Su arma dejó de
apuntar la cabeza de mi hermanastra para pasar a su rostro—.
Hasta llegué a sentir aprecio por ella. Es una buena chica. Una
pena que sea tu hermanastra. Siempre me pregunté cómo
hubieran sido las cosas entre nosotros si nos hubiéramos
conocido en circunstancias diferentes… Pero, no ha sido así.
Tengo que seguir adelante. Tienes que pagar por lo que hiciste
a mi hermano, por lo que me hiciste.
—¿Crees qué matarme te va a hacer sentirte mejor?
Él sonrió.
—Es que no voy a matarte solamente. No, eso no sería
suficiente. Sufrirás como yo lo hice. Tú mataste a mi hermano
delante de mí, ¿lo recuerdas?
«El cuerpo sin vida del policía infiltrado cayó al suelo,
sobre la sucia alfombra del pequeño salón.
Acababa de matar a un hombre. Y sentí… No sentí
absolutamente nada. No había lástima, ni piedad, ni
remordimiento. No conocía a ese hombre, pero él se lo había
buscado. Quería destruir a nuestra Familia, encerrarla entre
rejas.
Él había elegido su destino.
Mi padre apretó mis hombros y me dio un beso en la
mejilla, mientras me felicitaba.
—Estoy orgulloso de ti, hijo. —Sus palabras fueron como
música para mis oídos.
—Enhorabuena —me dijo Tomasso, mi tío, mientras me
daba una palmada en la espalda—. Eres oficialmente parte de
nuestra Familia. Uno de los nuestros.
—Nuestro futuro Sottocapo —añadió mi padre.
Por fin. Era el momento que llevaba años esperando,
anhelando: formar parte de la Familia. Creyendo que, cuando
ese instante llegase, sería respetado, considerado un igual por
todos. Que, por fin, me darían el lugar que me merecía.
Qué estúpido fui. Nada cambió para Tomasso.
Siempre fui y seguiría siendo una amenaza para él. Sin
embargo, con el tiempo, dejé de buscar su aceptación,
aprendiendo que, nada de lo que hiciese o dijese, cambiaría
eso.
Convertí mi mayor debilidad en mi mayor fortaleza.
Tomasso era el Don de nuestra Familia porque ese era su
derecho de nacimiento. Quién estaba destinado a ser. De la
misma manera que yo era el hijo de su único hermano.
Nadie podía luchar contra ello. Ni siquiera él.
Maxim se acercó a mí para darme una palmada en el
hombro a modo de felicitación.
El momento fue interrumpido por un ruido, algo similar a
un crujido de madera. Todas las cabezas se giraron hacia
donde provenía el sonido: la puerta del salón.
—Yo me encargo —dije, apretando mi pistola entre mis
manos y dirigiéndome a inspeccionar la casa.
Era mi noche. Mi gran momento. Era mi deber encargarme
de que todo saliese a la perfección.
No me costó ni un minuto encontrar a nuestro espectador
indiscreto. En la cocina, escondido debajo de una mesa,
encogido, temblando, se encontraba un chico, un niño que no
tendría más de ocho o nueve años. Sus brazos alrededor de
sus rodillas.
Avancé un par de pasos, atravesando la estancia. Él se
estremeció. Me agaché para quedarme a su altura y poder
mirarlo a los ojos, cubiertos de lágrimas. Pese a que apenas
podía verle, ya que la única iluminación era la tenue luz que
provenía del pasillo, me di cuenta de que no era más que un
crío.
Un niño inocente que no se merecía haber presenciado un
asesinato. Desconocía cuál era su relación con Guido
Lombardi. Dudaba que, por la corta edad del policía, fuera su
hijo, quizá un hermano o un sobrino.
Y era algo que marcaría su vida, que jamás olvidaría. Si
pudiera retroceder en el tiempo, lo haría, pero no podía.
—¿Todo bien? —preguntó Tomasso.
Sin embargo, lo que sí podía hacer era evitarle un destino
cruel, uno que no se merecía. Era lo menos que podía hacer
por él.
En nuestra Familia no asesinábamos a inocentes. Y menos
aún a niños. Sin embargo, ese había visto algo que no debería
y no sabía que pasaría con él. No podía hacerlo, no podía
entregárselo a mi Familia.
Mi Don no lo aceptaría. Pero, él no se enteraría. Sería un
secreto entre ese niño y yo. Nuestro pequeño secreto.
Sonreí y bajé el arma, para alzar la mano en la que no
sostenía la pistola y llevarme el dedo índice a los labios,
haciendo un gesto de silencio. El niño me observó e imitó mi
acción.
—Sí. No hay nadie. Habrá sido el viento —dije,
levantándome y yendo hacia el salón, cerrando la puerta de la
cocina detrás de mí.
A veces, cuando no podía dormir, la imagen de ese niño
tembloroso aparecía en mis pensamientos y me preguntaba
qué sería de él.
Ahora, lo sabía.»
Asentí.
Nelli abrió los ojos, el horror dibujado en su rostro.
Podía excusarme, dar una explicación, disculparme ante
Samuele. Pero, ¿serviría de algo? No, no lo haría. Maté a su
hermano por la Familia y volvería a hacerlo una y otra vez.
Tobias señaló una de mis pistolas, que se hallaban en el
suelo.
—Voy a hacer algo mucho mejor. Primero, vas a matar a
Nelli delante de tus hermanos, para que vean el monstruo que
realmente eres. Y luego, los voy a matar delante de ti.
—Eso no va a cambiar nada Samuele, tu hermano seguirá
muerto.
Él se estremeció levemente, pero se recompuso con rapidez.
Reconocí su mirada, porque la había visto en muchos hombres
antes que él. Hombres que lo habían perdido todo y que
estaban cegados por un odio que les había destruido. No tenía
nada que perder y eso le convertía en muy peligroso e
imprevisible, aunque, también en descuidado, algo que jugaría
a mi favor.
Hablar con él no iba a cambiar nada, pero necesitaba ganar
tiempo. Darle espacio a Gio para ejecutar nuestro plan.
Mientras yo estaba dirigiéndome hacía la ubicación que
Samuele me había proporcionado, él estaba consiguiendo un
plano del interior del almacén y contratando hombres para
venir a ayudarnos.
Samuele estaba fuera de sí, con los años el odio se había
transformado en demencia. Su plan estaba mal confeccionado
y peor ejecutado. No tenía ninguna posibilidad de salir vivo de
allí, lo que temía era que lo supiese y le importarse una
mierda. Por eso estaba intentando mantener la calma y que mis
hermanos y Nelli saliesen ilesos.
—Él va a estar orgulloso de mí, por fin le voy a dar la
justicia que se merece. Me hice policía para destruir a tu
familia. Terminar lo que él comenzó, pero estaba equivocado,
eso no es lo que él esperaba de mí. Ahora lo sé.
—Tobias —le llamó Nelli, titubeando—. Suelta a los niños.
Mátame a mí.
Samuele colocó la pistola en pelo de mi hermanastra,
acariciándole con ella.
—Tu vida no tiene ningún valor, cariño. A nadie le importa
si vives o mueres. Solo eres un daño colateral. La parte buena
es que morirás como una mártir. Siempre has tenido un poco
complejo de ello.
—Por favor. Son solo dos niños.
Él negó con la cabeza y volvió a colocar la pistola en la sien
de Nelli.
—Son mucho más que eso. ¿Sabes que después de que tu
hermanastro matase a mi hermano, mi padre se suicidó? No
pudo aguantar el dolor que la muerte de su hijo mayor le
provocó.
Nelli ahogó un grito.
—Él era la única persona que me quedaba en la vida.
Después de eso, terminé en hogares de acogida, hasta que una
tía lejana que vivía en Londres, me acogió. No hago esto solo
por mi hermano, también por mi padre, voy a vengarlos a los
dos. Si Benedetto Bianchi se despierta y espero que lo haga, va
a desear no haberlo hecho cuando descubra que sus tres hijos
están muertos. Puede que entonces, se dé cuenta de la
verdadera naturaleza de su Familia, de que sus acciones han
sido las culpables del asesinato de sus hijos y entonces, les
delate. Y luego, se sienta tan culpable que, se suicide.
Eso no iba a pasar. Mi padre nunca delataría a la Familia, ni
tampoco terminaría con su vida. Sufriría por nuestra
desaparición, pero seguiría luchando. Incluso, seguramente,
volvería a casarse con una mujer joven que pudiese darle un
hijo varón que heredara el título de Sottocapo. Los de fuera de
nuestro mundo, como Samuele, no podían entender lo que
significaba ser un hombre de honor. Poner a la Familia por
delante de cualquier cosa, hasta de hijos y hermanos.
Sentí una leve vibración en mi pierna derecha. El muy
imbécil del drogadicto había sido tan descuidado que, ni
siquiera me había quitado el móvil.
Esa vibración era la señal que estaba esperando. Gio estaba
cerca.
—Terminemos con esto de una vez, Samuele. Quieres que
mate a Nelli, no tengo ningún problema, dame la pistola.
Éste lanzó una carcajada sin humor.
—Y tú que pensabas que le importabas —le dijo a Nelli, a
la vez que con la mano libre acariciaba su mejilla, haciendo
que mi hermanastra palideciese—. Solo fuiste un polvo más
para él. Una muesca más en su zapato. Para mí habrías sido
especial, una pena que preferiste dárselo a él. Nunca fuiste
demasiado lista. —Sus labios se posaron en la mejilla de mi
hermanastra y ésta se revolvió, evitando que la tocase, lo que
solo provoco que él se afanara más en la tarea.
Mi corazón comenzó a latir con rapidez mientras la
adrenalina me invadía. Imágenes de Samuele desangrándose
en el suelo se agolparon en mi mente, no me iba a
conformarme con matarle, iba a hacer un jodido espectáculo
con él.
Finalmente, soltó a Nelli de un empujón que provocó que
cayese de rodillas al suelo.
Durante un instante, mis ojos se encontraron con los suyos.
No había temor en su mirada, a pesar de mis palabras, ella
confiaba plenamente en mí. Estaba convencida de que no le
haría daño. Y eso removió algo en mi interior.
Toda la ira que sentía hacia ella por haber huido con mis
hermanos se evaporó en ese mismo instante.
Porque, a pesar de haber escapado, con ese pequeño gesto,
me acababa de demostrar su confianza. Aunque no fuera
consciente, si bien intentaba luchar en contra de ello, creía en
mí.
—Pásame con el pie tus dos pistolas
Le di una leve patada a las armas, para que se deslizaran por
el suelo.
Samuele se agachó para coger una de ellas con la mano libre
y la otra se la pasó a uno de sus compinches. Con el pulgar,
liberó el cargador y con la mano que sujetaba la pistola, lo
sacó. Tiró la munición al suelo, menos una bala, que la sujetó
en sus dedos para enseñármela.
—Esta bala será tu única oportunidad para hacer las cosas
bien. Si intentas dispararme, yo haré lo mismo. Los dos
moriremos y después, mis hombres mataran a los niños y a
Nelli. Pero, no será rápido. Primero se divertirán con ella, no
lo han hecho aún, porque no se lo he permitido. Y tus
hermanos no sufrirán una muerte rápida.
Uno de los drogadictos se rio y se pasó la lengua por los
labios, imaginándose lo que haría con Nelli. El que apuntaba a
mis hermanos, afianzó el agarre de la pistola.
Samuele cargó de nuevo el arma y la dejo
El drogadicto que me había recibido, me apuntó con mi
pistola cuando me agaché a recoger la glock.Una sombra pasó
a toda rapidez por una de las ventanas de bloques de vidrio.
Tenía que distraer a Samuele antes de que se percatase de que
algo estaba sucediendo.
—Hay algo que me he preguntado durante años. ¿Qué
hacías en casa de tu hermano? Estaba infiltrado, su familia no
conocía su paradero.
—Eso no te importa —gruño. Las aletas de su nariz se
ensancharon.
—Déjame averiguar… —Hice una pausa, fingiendo estar
pensativo—. Escapaste de casa y le buscaste. Pero, ¿por qué?
¿Acaso tu padre no era ese hombre tan bueno que nos has
hecho creer que era? ¿Qué hacía, te pegaba? ¿Abusó de ti?
—¡Cállate! —gritó, su rostro enrojecido por la ira. No debía
de estar muy desacertado.
—Así que tú fuiste la razón por la que se volvió descuidado.
Por el que concertó una reunión con su contacto sin tomar las
medidas adecuadas. Él estaba preocupado por ti y se mantuvo
en contacto contigo, aunque tenía prohibido hacerlo.
Samuele tragó con fuerza. Vi el fuego en sus ojos, estaba a
punto de lanzarse sobre mí.
—Y yo pensando que te debía una disculpa, cuando lo que
te debo es un agradecimiento. Sin ti, nunca le hubiésemos
descubierto.
Samuele me apuntó con su pistola, sujetando con firmeza el
gatillo. Mi hermanastra se levantó del suelo, fijó su mirada en
mí y sus intenciones se reflejaron en sus ojos.
—¡Nelli, no! —le advertí, pero ella se lanzó a su espalda.
Éste comenzó a forcejear, intentando quitársela de encima, sin
embargo, ella no lo permitió, arañándole y mordiéndole,
intentando arrebatarle el arma.
Aprovechando la confusión, saqué el cuchillo de mi bota y
degollé al vagabundo que me apuntaba con el arma, mientras
que disparaba al que amenazaba a mis hermanos. A ninguno
de los dos les dio tiempo ni a pestañear. Las drogas y el
alcohol habían disminuido sus reflejos.
El sonido de un disparo provocó que me girase
bruscamente, para ver cómo Nelli, que había conseguido
sostener la pistola, había disparado accidentalmente el gatillo,
apuntando en la pierna derecha de su ex – prometido,
consiguiendo que éste cayese al suelo y ella con él.
Una expresión de horror se dibujó en el rostro de mi
hermanastra, que soltó el arma de golpe, llevándose una mano
a la boca.
Limpie el cuchillo en la camiseta del hombre que acababa
de matar y me la guarde en la bota. Acto seguido me acerqué a
ella y le tendí una mano, ayudándole a levantarse,
comprobando que se encontraba bien.
—Vete a desatar a los niños —le pedí.
Samuele se revolvía en el suelo, arrastrándose, intentando
llegar hasta el arma. Le di una patada a la pistola alejándola de
él.
—Él está vivo —dijo con alivio, su mirada fija en su ex –
prometido, para después centrarla en mí—. No le mates —me
pidió—. Ya han habido suficientes muertes.
Antes de que pudiese responder, la puerta que conectaba
con otras estancias del almacén, se abrió y Gio emergió,
pistola en mano y con Luna moviendo el rabo tras él. Mi
primo estaba echo un desastre: sus ropas desgarradas y sucias
y su pelo revuelto y lleno de polvo.
Observó a su alrededor y entrecerró los ojos ante lo que vio.
—¿Acabo de arrastrarme por un conducto de ventilación
por el que casi no entraba para nada?
—Eso parece.
Samuele intento levantarse y le di una patada en el
estómago, que lo tumbó en el suelo de nuevo.
Mi hermanastra corrió hacia los niños y con la ayuda de
Gio, los liberaron de sus ataduras. En el momento en el que
estuvieron libres, los dos se abalanzaron hacia Nelli. Ésta los
abrazó entre lloros.
—Llévaelos de aquí —ordené a mi primo.
Gio se guardó la pistola y aupó a Fabio en su regazo. El
niño inmediatamente enroscó sus piernas en la cintura de su
primo y con sus pequeños brazos, le abrazó el cuello,
escondiendo su cabeza en el hombro de Gio.
Nico agarraba la mano de Nelli, pero ésta se soltó y le
susurró algo al oído. El niño negó, sin embargo, volvió a
decirle algo y mi hermano terminó asintiendo.
—Vamos —les dijo Gio.
Nico siguió a mi primo hacia la salida, mientras que Nelli se
acercó a mí y a Samuele.
Se agachó para ponerse a la altura de su ex- prometido, que
la contemplaba con furia apenas contenida sujetándose la
pierna con un gesto de dolor en la cara.
Gio me lanzó una mirada de incredulidad, pero le hice una
señal con la barbilla para que se marchase con los niños.
Nos quedamos los tres solos, junto a los cadáveres de los
drogadictos.
—Fuiste una de las personas más importantes de mi vida.
Confiaba en ti. He puesto la vida de mis hermanos en tus
manos y has estado a punto de matarlos. De todas formas,
quiero que sepas que te perdono. Estás sufriendo y necesitas
ayuda, espero que la encuentres.
—No quiero tu puta compasión —escupió Samuele.
Ella negó con la cabeza.
—No es compasión. Te lo digo de corazón. Y sé que mi
madre donde esté también te ha perdonado. Busca ayuda, y
vive una vida sin rencor, ni odio.
—Vámonos —me dijo mi hermanastra, enderezándose y
ofreciéndome su mano.
—Vete fuera Pocahontas, ahora voy yo.
—No, no me voy a ir sin ti. No voy a dejarte que lo mates.
Nadie se merece ese castigo. Su muerte no devolverá la vida
de mi madre ni hará que los niños olviden lo que acaba de
pasar. Sé mejor persona que él.
Nelli seguía sin entender nada. Ni siquiera sabía cuánto de
lo que Samuele había contado había entendido. A pesar de
todo lo que había escuchado, de todo lo que acababa de vivir,
no me miraba como si fuese un monstruo, ni miraba a su ex -
prometido de esa manera. Estaba empezando a pensar que el
odio y el rencor no estaban en su naturaleza. Su bondad le
impedía hacerlo. Hasta ella, nunca pensé que existían personas
así, siempre había creído que las circunstancias que habíamos
vivido en el pasado eran las que nos habían convertido en las
personas que éramos.
Tal y como me sucedía a mí, tal y como había pasado con
Samuele.
Sin embargo, no era así con ella. Nelli era una luz que podía
iluminar hasta el alma más oscura.
Y, por esa razón, decidí hacerle un regalo, darle esa pequeña
victoria.
—Está bien, pero tengo que atarlo y taponarle la herida. Me
encargaré de que vengan a desatarlo y le ingresen en un
psiquiátrico. Allí podrán ayudarle.
Ella asintió.
—Eso estaría bien.
—Vete con Gio y los niños, ahora voy yo.
Con una última mirada a su ex- prometido, mi hermanastra
salió por la puerta. Esperé un par de minutos a que estuviese lo
suficientemente lejos como para no poder escuchar nada.
Me coloqué el dedo índice en los labios. Samuele abrió los
ojos, horrorizado.
—Éste será nuestro último secreto —dije, antes de
dispararle en la cabeza.
Capítulo 26
Nelli
Hasta que me sumergí en el agua tibia de la bañera de la
habitación en la casa de mi padrastro, no me había permitido a
mí misma desmoronarme. Pero, cuando sentí la presión de los
chorros en mi espalda y las sales de baño de lavanda
comenzaron a hacer su magia, mis músculos se relajaron y las
emociones que había estado conteniendo durante horas,
salieron al exterior con la fuerza de un tsunami.
Después de marcharnos del almacén, Giovanni había
conducido directamente hasta el jet privado donde el piloto ya
nos estaba esperando para llevarnos de regreso a Roma.
No era de la manera en la que había pensado que ese día
terminaría. Se suponía que, a esas alturas, deberíamos de estar
rumbo a Estados Unidos, aunque también habíamos podido
terminar muertos si no llega a ser por Marco.
Había sido una completa estúpida huyendo con mis
hermanos de esa manera. Creyendo que estaba salvando sus
vidas, cuando por mi inconsciencia, casi termino con ellas. No
debería de haber confiado en Tobias, creído en su palabra.
Tendría que haber sido más cauta, haber visto las señales.
Mi ex – prometido, la persona con la que había compartido
casi dos años de mi vida, el hombre al que había creído amar,
no había existido. No era más que un actor, un personaje
interpretado por un demente para el que, lo único que era una
parte de su maquiavélico plan de venganza hacia Marco. Sin
embargo, a pesar de todo, de que pretendía matarnos a mí y a
mis hermanos, no le guardaba rencor. Porque Tobias, o
Samuele, como había descubierto que se llamaba, no era más
que una víctima de sus propios demonios. No era más que un
niño cuando presenció el asesinato de su hermano mayor.
Había crecido anclado en el resentimiento y el odio, centrando
su vida en conseguir la justicia que creía que Guido y su padre
se merecían, sin embargo, lo único que había logrado con ello,
era la devastación más absoluta. Había perdido el juicio. Lo
único que podía sentir hacia él, era lástima.
Marco había salvado nuestras vidas. Mi madre estaba
equivocada, mis hermanos estaban seguros con su hermano
mayor. Él podía proporcionarles la protección que yo no podía
y tal vez, si me quedaba a su lado, podía darles la orientación
necesaria para que se convirtiesen en unos buenos hombres.
Evitar que eligiesen el mismo camino que Tobias escogió.
Su hogar se encontraba en Roma.
Marco me había demostrado que, en el fondo, era un
hombre bondadoso. A pesar de las acciones de Tobias, le había
perdonado y ayudado. Con mis palabras, había logrado hacerle
entender que la venganza no era la solución. Había logrado
llegar hasta él.
Sabía que mi hermanastro había cometido actos crueles que
no tenían justificación alguna, pero también tenía la certeza de
que, nunca contra inocentes. La redención era una posibilidad
para él.
Sostuve la esponja, frotándola con fuerza por mis brazos y
mi cuello, para quitarme el olor a sangre y a alcohol. Aunque,
sabía que, no importaba las veces que pasara el material por
mi piel, que podía limpiar en mi cuerpo cualquier recordatorio
de ese día, pero no podía limpiar los recuerdos de mi cabeza.
No se irían. Las imágenes de mis hermanos atados y
amordazados mientras les apuntaban con una pistola, me
acompañarían el resto de mi vida. El temor que sentí por
perderlos, el miedo de que Tobias consiguiese lo que se
proponía, encogerían mi estómago durante meses, tal vez,
años. Me pregunté si alguna vez desaparecería del todo.
Y la culpa de lo que hubiese sucedido si el plan de Marco
no hubiera salido bien, me estaba matando por dentro.
Las lágrimas comenzaron a brotar por mis ojos,
deslizándose por mis mejillas, hasta terminar fundiéndose con
el agua.
Llevaba más de media hora allí. Sabía que en algún
momento tendría que salir y enfrentarme a las consecuencias
de mi estupidez. Así todo, aún no me sentía preparada para
hacerlo. Después de lo sucedido en el cementerio, ni siquiera
tenía la excusa de que no sabía que mis hermanos corrían
peligro. Tan obcecada como estaba por hacer aquello que creía
que era lo mejor para ellos, los había metido en la cueva del
lobo.
Escuché la puerta del baño abriéndose y no necesité levantar
la mirada para saber quién era la persona que había entrado.
—¿Estas bien, Pocahontas? —preguntó con dulzura.
Lejos de lo que había esperado, en vez de mostrarse furioso,
Marco había sido atento y cuidadoso conmigo durante todo el
viaje hasta Roma. Preocupándose por mi bienestar y por el de
sus hermanos. Lo que no había hecho más que aumentar mis
remordimientos.
Intenté responderle, pero las palabras se quedaron atascadas
en mi garganta.
—Yo me encargo —dijo con suavidad. Por el rabillo del
ojo, vi cómo se ponía de rodillas fuera de la bañera, frente a
mí.
Cogió el bote de champú y vertió un poco en su mano. Lo
frotó contra mi pelo y me masajeó el cuero cabelludo, a la vez
que tarareaba, lo que identifiqué como una nana, la misma que
tarareó la última noche que estuvimos juntos antes de que
huyera. No conocía el idioma, ¿podía ser ruso? Sin embargo,
al contrario que la anterior ocasión, en vez de parecerme
aterradora, creó un efecto relajante en mí, casi hipnótico.
—Tira la cabeza hacía atrás —ordenó, mientras sentía cómo
el agua caía en cascadas por encima de mi cabeza.
Marco movía el mango de la ducha con la habilidad de un
experto peluquero. Una vez se aseguró de que no había jabón
en mi cabeza, dejó el mango, me aplicó un poco de sérum y
después, me peinó el cabello con los dedos.
—Tienes un pelo muy bonito, Pocahontas. Me gusta más
cuando lo llevas suelto.
—Gracias. —La palabra sonó como un susurro. Poco a
poco, había recuperado el dominio de mi misma.
—¿Puedes salir tú sola o necesitas que te ayude?
—Puedo —respondí. Apoyé mis manos en la cerámica y me
impulsé, aunque en el momento en el que me puse de pie, las
piernas me temblaron.
Marco enroscó una toalla alrededor de mi cuerpo y me sacó
de la bañera en brazos, como si fuese una niña pequeña
después de su baño. Me llevó hasta el colchón de mi cama,
que se hundió en el momento en el que mi cuerpo lo tocó.
—Voy a buscarte un camisón para que te vistas. Te vendrá
bien descansar.
Antes de ser consciente de lo que estaba haciendo, me
deshice de la toalla y me senté en el borde de la cama.
No quería descansar. Necesitaba olvidar durante un instante,
aunque solo fuera uno, todo lo que había sucedido en las
últimas horas y él era el único que podía ayudarme en eso.
Marco me observó en silencio, sus ojos verdes analizando
todos mis movimientos. Él permaneció frente a mí, aún
ataviado con la misma ropa que había llevado durante todo el
día, con restos de sangre en ella.
Me puse de pie y comencé a desabotonarle la camisa, para
después, deslizarla por sus brazos, quitándosela.
—No es buena idea, has pasado por mucho. —A pesar de
sus palabras, no hizo ningún esfuerzo por detenerme.
No le hice ni caso y agarré su cinturón, acercándole más a
mí, desesperada por su toque. Por sentir su cuerpo y por
olvidarme de todo por unos minutos.
Sus labios se estrellaron contra los míos, exigentes. Él
necesitaba eso tanto como yo. Mis manos lucharon con la
hebilla de su cinturón hasta desabrocharla. Bajé su cremallera
y deslicé sus pantalones, junto a los bóxers, por sus piernas.
Las dos prendas quedaron arremolinadas en sus tobillos. Con
un gruñido, sus manos ásperas sujetaron mi trasero. Me
levantó de un tirón y mis piernas rodearon su cintura, de
manera que su erección presionaba contra mi centro.
En un movimiento rápido, se deshizo de la ropa de sus
tobillos y me tiró en la cama, acostándose de costado a mi
lado.
Su mano ladeó mi barbilla hacia la derecha, accediendo a mi
boca, chocando sus labios contra los míos. Su beso era salvaje
y terriblemente hambriento. Me giré y rodeé su cuello con mis
brazos, apretando su pecho contra el mío. Mi pierna por
encima de la suya, sintiendo su erección rozando mi vagina.
Gemí en su boca, disfrutando de su cercanía. Tontamente,
dejé que mis defensas bajasen ante el peligro que suponía para
mi corazón volver a hacer al amor con Marco. No podía
apartar mis ojos de los suyos, alimentándome del deseo y la
necesidad que vi en ellos.
Metí una de mis manos entre nosotros y froté su erección.
Su respiración se volvió errática, mientras cerró los ojos y
rompió el beso, inclinando su cabeza hacia atrás, disfrutando
de mi toque.
—Joder, Pocahontas.
Esa palabra malsonante era su preferida cuando le daba
placer. Lo que hacía que también comenzase a gustarme a mí.
A lo mejor, hablar mal en ciertas ocasiones no era tan malo
como creía.
—Quiero sentirte en mi interior, Marco. Hazme olvidar lo
que he visto hoy —le pedí.
Marco nos giró, colocándose encima de mí, dominándome
con su peso. No podía moverme ni librarme de él, era mucho
más fuerte que yo. Pero eso, lejos de asustarme, provocó que
un placer ardiente recorriera mi cuerpo, porque confiaba en él.
Mi hermanastro se detendría si yo se lo pedía.
Besó mi oreja y sentí una oleada de escalofríos en mi espina
dorsal. Solté un gemido de placer y él emitió algo parecido a
una risa.
—Debería de castigarte por lo que has hecho, Pocahontas.
Huiste de mí —me dijo, mientras colocaba la punta de su
miembro en mi abertura.
—Pero, no lo harás —respondí con seguridad.
Introdujo la cabeza redondeada en mi interior,
penetrándome, fundiéndose conmigo.
—No, no lo haré —confirmó en un susurro.
Éramos todo piel, emociones enredadas y sensaciones
contradictorias. Esta vez era diferente a la otra. Era más que
sexo. Marco me estaba haciendo el amor.
Se meció delante y atrás, con lentitud, besándome en los
labios, las mejillas, la garganta. Fui consumida por su calor y
su dulzura. Y, en ese momento, no lo pude negar más, no pude
seguir huyendo de mis sentimientos. A pesar de saber que no
era el hombre adecuado para mí, de que había derramado
sangre con sus manos, me había enamorado profundamente de
él.
Marco me había robado el corazón. Él era mi mayor pecado.
✿✿✿✿
Yacíamos tumbados en la cama, recuperándonos del
placentero sexo que acabábamos de tener. Estaba de lado con
mi cabeza apoyada en el hombro de mi hermanastro. Su mano
acariciaba perezosamente mi espalda.
—Lo siento. Nunca debí huir de esa manera, ni confiar en
Tobias. Estaba tan empeñada en cumplir el último deseo de mi
madre, que no tuve en cuenta las consecuencias.
Marco giró su cabeza para depositar un beso en mi frente.
—Arrepentirse del pasado en una pérdida de tiempo. Todo
ha salido bien. Aprende de tus errores y no vuelvas a huir de
mí.
—Solo buscaba lo mejor para ellos. Ahora sé que su vida
está aquí, junto a ti y su familia paterna.
—Lo sé. Voy a cuidar bien de ellos, no tienes que
preocuparte.
Me apoyé en mi codo para mirarle a los ojos.
—No me voy a ningún lado, Marco. Los cuidaremos entre
los dos mientras tu padre siga enfermo.
Él tiró de mi brazo para que volviese a colocar mi cabeza en
su hombro.
—No esperaba menos de ti, Pocahontas —respondió, una
sonrisa dibujándose en sus labios.
—¿Por que me llamas Pocahontas? —pregunté. Era algo
que siempre había querido saber y nunca me había atrevido a
preguntarle.
—Por el parecido físico. Pero he descubierto que estaba más
acertado de lo que creía. Eres valiente y fuerte. Y me has
enseñado una parte de la vida que no sabía que existía.
Besé su cuello con dulzura.
—Al principió lo odiaba, aunque ahora me gusta. Me hace
sentirme especial.
—Eres especial.
Le ofrecí una sonrisa agradecida. Quien me iba a decir a mi
que Marco podía ser tan dulce.
—¿Nico y Fabio están bien? —pregunté, a la vez que
bostezaba y me acomoda sobre él. Morfeo estaba llamando a
mi puerta, pero no quería abrirle. Estaba demasiado cómoda,
despierta junto a Marco.
—Aunque me ha costado dos cuentos conseguir que Fabio
se durmiese, parecía que estaban bien.
—Sé que no te gusta la idea, pero deberíamos buscarles
ayuda profesional. Lo que han pasado hoy les va atormentar
por mucho tiempo. Les vendría bien alguien que les ayude a
lidiar con las emociones que van a sentir. —Mi dedo se deslizó
por su pecho, dibujando círculos desordenados.
—No. —Su voz fuerte, resonando como un trueno.
—Marco —insistí—. Son muy pequeños. Incluso yo voy a
necesitar ayuda.
La mirada de Marco se desvió hacia el techo. Apenas podía
ver sus facciones, ya que la tenue luz de la luna que se colaba
por las rendijas de la ventana no era suficiente para observarle
con claridad, pero su rostro se había tensado.
—Mi madre está ingresada en un psiquiátrico —dijo,
provocando que ahogase un suspiro. Mi madre me había dicho
que su madre estaba viva, sin embargo, nunca me había
contado los detalles—. Le diagnosticaron esquizofrenia
paranoide con veintiocho años, yo tenía seis. Es hereditario, su
abuela y su padre lo tenían. Su hermano mayor se suicidó con
veinte años, nunca fue diagnosticado, aunque, seguramente,
también estaba enfermo.
—Tú… —comencé a preguntar, no obstante, me interrumpí.
No tenía derecho a hacer esa pregunta. No era de mi
incumbencia.
Mi hermanastro pasó su mano por mi cabello, acariciándolo.
Su mirada seguía centrada en algún punto del techo blanco.
—Siempre fui diferente al resto, algo que mi tío Tomasso no
consideraba aceptable. Teniendo en cuenta mi herencia
familiar, obligó a mi padre a que me tratasen psicólogos y
psiquiatras desde que era un niño pequeño. No hicieron nada,
solo tratarme como un bicho raro y darme pastillas que me
dejaban atontado. Había semanas que no podía levantarme de
la cama por culpa de los tratamientos. Y lo peor es que nunca
encontraron nada raro en mí, simplemente, como no podían
controlarme, me drogaban. ¿Sabes una cosa, Pocahontas? —
me preguntó. No contesté, porque sabía que no esperaba una
respuesta—. Mi madre intentó detenerles, pero yo le pedí que
no le hiciese, porque quería ser como el resto. Quería ser
popular, que los niños me aceptasen, que nadie me mirase
como si fuese un bicho raro. Hasta un día, entendí que, no
podía luchar contra mi naturaleza, que me gustaba ser cómo
era, que no había nada de malo en ser diferente.
—Siento que te sintieses así.
—Respondiendo a tu pregunta de antes, no sé si he
heredado la enfermedad de mi madre. Nunca he vuelto a ir a
un psiquiatra y no lo voy a hacer. No voy a permitir que mis
hermanos pasen por lo que yo pasé. Nadie les va a drogar, ni
hacerles sentir inferiores.
Cerré los ojos, imaginándome a un niño pelirrojo de siete u
ocho años, asustado, sin entender porqué no podía ser como el
resto. Ojalá hubiese estado allí para darle la mano y decirle
que todo estaría bien. Ahora entendía sus renitencias para que
mis hermanos obtuviesen ayuda profesional.
—Lo siento tanto, cariño. —Le di besos desordenados en
sus hombros en un esfuerzo por hacerle llegar mi apoyo—.
Pero Fabio y Nico nos tienen a ti y a mí. No vamos a permitir
que nadie les trate mal. Solo quiero que puedan hablar con un
profesional, sin pastillas. En mi trabajo, los psicólogos tratan a
los chicos con problemas con terapias que les ayudan a superar
sus miedos, sus traumas y ser personas equilibradas con un
futuro prometedor por delante. Y eso es lo que quiero para los
niños. Quiero que contratemos un profesional para ellos, bajo
nuestra atenta vigilancia. Créeme, nadie se atreverá a darles
una sola pastilla sabiendo que se tendrán que enfrentar a ti.
Marco emitió una sonrisa oscura, seguramente,
imaginándose lo que haría con aquellos que hiciesen daño a
los niños. Y, aunque debería haberme asustado, me alegró que
fuese capaz de realizar el acto más cruel por mantenerlos a
salvo. Marco adoraba a sus hermanos, haría cualquier cosa por
ellos.
Un alarido procedente del otro lado del pasillo nos
interrumpió, helando la sangre de mis venas. Tardé varios
segundos en darme cuenta que lo que estaba escuchando eran
los gritos de terror de mi hermano más pequeño. Mi
hermanastro se levantó como una exhalación, se puso los
calzoncillos y corrió hacia la habitación de Nico, donde los
dos niños estaban durmiendo.
Me puse el camisón que descansaba encima del sillón de
cuero blanco y le seguí lo más rápido que pude, pero, para
cuando llegué, Marco estaba sentado en la cama de Fabio, con
el niño en sus brazos, que se resistía a su abrazo. Fabio estaba
atrapado en su pesadilla y por más que su hermano le
susurraba palabras relajantes y le acariciaba la espalda, no
conseguía calmarlo. El niño se revolvía del agarre y le lanzaba
patadas e intentaba arañarle la cara para que le soltase. Sus
ojos estaban cerrados y sus atormentados gritos subían de
nivel cada segundo que pasaba.
Sentado en su cama, Nico observaba la escena con los ojos
muy abiertos.
Me senté junto a Marco y le quité al niño para ponerlo en mi
regazo. Le abracé, le canté su canción favorita y besé su
pequeña cara roja por el llanto una y otra vez. Poco a poco, su
cuerpo comenzó a relajarse y metió su pulgar en la boca, como
siempre hacía cuando dormía plácidamente. Era una
costumbre que mi madre antes de morir había intentado
quitarle, pero si le calmaba, no iba a ser yo la que se lo
impidiese.
—Joder —murmuró Marco.
Inhalé y exhalé aire en un intento de controlar las lágrimas
que amenazaban con salir disparadas de mis ojos. No quería ni
imaginarme lo que Fabio había estado soñando. Ahora
entendía las razones de Marco para que los niños no
obtuviesen ayuda psicológica, pero la necesitaban.
—Ayúdame a llevarlo a mi cuarto —le pedí a Marco.
Éste me quitó al niño y le besó en la frente, para después,
dirigirse con él hacia mi habitación.
—Cariño —le dije a Nico, estirando mi mano para que la
cogiese—. Ven a dormir con Fabio y conmigo.
Él asintió, agarrando mi mano. Para cuando llegamos, Fabio
ya estaba en la cama, dentro de las sábanas, respirando
acompasadamente. Marco estaba acostado a su lado. Nico
entró en la cama y se tumbó de costado, junto a Fabio,
rodeando su cintura con su mano. Protegiendo a su hermano.
Me quedé paralizada al pie de la cama, observando a los tres
hermanos. Cómo se protegían unos a los otros. Qué
equivocada había estado al intentar separarles.
—Vamos Pocahontas, hay sitio para todos.
Me tumbé al lado de Nico y el niño se acurrucó, pegándose
más a su hermanito, para dejarme espacio. Apagué la luz de la
lampara que Marco había debido de encender antes de acostar
a Fabio y cerré los ojos. Cuando estaba comenzando a
quedarme dormida, escuché la voz de mi hermanastro.
—Mañana iremos los cuatro a la consulta de uno de los
psicólogos de la Familia —susurró Marco, bajando la voz,
para no despertar a los niños.
—Eres un buen hombre, Marco Yurik Banchi —dije con la
voz ronca por el sueño.
Me pareció escucharle mascullar algo, pero me quedé
dormida antes de ser capaz de descifrar sus palabras.
Capítulo 27
Marco
Los gritos de terror de Fabio aún me acompañaban a la
mañana siguiente. Y siguieron haciéndolo el resto del día. A
pesar de que no quería a mis hermanos cerca de un psicólogo o
psiquiatra, accedí, porque Nelli tenía razón, ellos necesitaban
ayuda, una que yo no podía proporcionales.
No podía dejar que mi experiencia tormentosa cuando era
un niño me impidiese brindarles las herramientas necesarias
para que pudiesen superar todo por lo que estaban pasando a
tan corta edad. Yo mismo sabía lo mucho lo que un recuerdo
podía torturarte, marcándote para el resto de tu vida.
Mis hermanos no pasarían por lo mismo que yo. No si podía
evitarlo.
Así todo, entré con ellos en la consulta, a pesar de la mala
cara que puso la psicóloga. Carmina Messina era una joven
psicóloga con lazos con la Familia. Ella no iba a contar nada
de lo que Fabio o Nico le dijesen. De todas maneras, yo
personalmente me aseguraría de ello, de que mis hermanos
recibiesen la mejor atención.
Nelli estuvo a nuestro lado, apoyando a los niños,
escuchando las indicaciones de la profesional y casi tirándose
a su cuello cuando ésta propuso darle una pastilla para dormir
mejor a Fabio. Ni siquiera la dejo terminar cuando la mujer
trataba de explicarle que eran naturales.
Puede que Nelli no perteneciese a nuestro mundo, pero era
feroz. Capaz de hacer cualquier cosa con tal de proteger a
nuestros hermanos.
Después de la consulta, les llevé de vuelta a la mansión. Mi
hermanastra dejó a los niños con la niñera e insistió en
acompañarme al hospital a ver a mi padre. No me lo esperaba,
porque nunca antes me lo había pedido. A pesar de que tenían
una relación cordial, ya que mi padre había acompañado a mi
madrastra en sus visitas a Londres en varias ocasiones, sabía
que Nelli no aprobaba del todo la relación entre ambos. No le
gustaba que su madre estuviera casada con un alto cargo de la
mafia.
No podía culparla por eso, porque ella no había nacido en
nuestro mundo y jamás entendería las costumbres y los
sacrificios que conllevaba ser un hombre de honor.
Y eso hizo que su petición fuese más significativa para mí.
Porque sabía que lo hacía por mí. Durante los meses que ella
había permanecido en Roma, se había formado una conexión
entre nosotros que se incrementaba con el paso de los días.
Había intentado huir de ella, escapar de mí, pero no podía. Ella
no podía remar a contracorriente. Era más fuerte que nosotros.
Era la primera vez desde que tuvo el accidente que pasaba
más de 24 horas sin ver a mi padre. Por supuesto que, durante
mi ausencia, me había ocupado personalmente de que tuviese
todos los cuidados que necesitaba. Había hablado a diario con
los médicos y enfermeras encargados de su cuidado y ellos me
habían informado de su estado de salud.
Nada había cambiado, seguía estable.
Abrí la puerta, dejando que Nelli pasase antes que yo. La
habitación permanecía igual que la última vez que había
estado allí. Flores en la mesita de noche, los libros dónde los
había dejado y el olor a limpio.
Le hice señas para que se sentara en la silla que se hallaba
frente a la cama, mientras yo buscaba otra que había en una
esquina de la estancia y la ponía a su lado.
Mi padre seguía conectado al respirador, pero lucía más
tranquilo que la última vez que le había visto. Como si la
presencia de Nelli le relajase.
—Él se va a despertar. —Mi hermanastra interrumpió mis
pensamientos, sus manos agarrando las mías, sus dedos
entrelazándose con los míos.
Giré la cabeza para fijar mi mirada en la suya. Sus ojos
castaños, que brillaban por la emoción, no mentían. La
convicción reflejados en ellos. Ella de verdad lo creía.
—Has cambiado de opinión.
Ya lo había descubierto el día del cementerio, antes del
ataque. Pero, no había tenido la oportunidad de hablar sobre
ello con ella.
—He recuperado la fe. Durante la enfermedad de mi padre,
a pesar de la negatividad de los médicos, estaba convencida de
que se curaría. Que Dios le ayudaría a salir de esa. No solo no
fue así, sino que dos días después, perdí a mi madre. Me quede
huérfana del día a la mañana y estaba enfadada con Dios, con
el mundo y conmigo misma. Ahora sé que tu padre se va a
recuperar. Puedo sentirlo. Fabio, Nico y tú le necesitáis y él
está luchando por vosotros.
—Es un luchador —reconocí, mirando a mi padre. Tenía
que recuperarse, no sabía cómo iba a salir adelante si no lo
hacía. Nelli tenía razón, le necesitábamos—. Él no te gustaba
para tu madre.
—No —reconoció—. Pero, fue a quién mi madre eligió.
Ella fue feliz a su lado. Y eso es lo único que me importa.
También es un buen padre. Lo veo en la forma en la que Nico
y Fabio hablan de él, en la manera en la que mi madre hablaba
de él. Nunca llegué a entender porqué ella decidió establecer
una vida con un hombre que pertenece a la mafia. Qué pasó
por su cabeza para enamorarse de él. Y, en parte, ahora la
entiendo.
Mordió su labio inferior con fuerza al pronunciar las últimas
palabras, entrecerrando los ojos, como si hubiera cometido un
error diciéndolas. Agarré su barbilla con delicadeza para
ladear su cabeza hacia mí y posé mis labios sobre los suyos, en
un efímero pero intenso beso. Con el que pretendía
tranquilizarla, expresarle que me sentía de la misma manera.
No sabía a dónde nos llevaría esto. Lo único que sabía era
que nunca antes me había sentido así con nadie, que nunca
antes ninguna persona había provocado las sensaciones que
ella me hacía sentir.
Me separé de ella, apartando un mechón de su rostro con
suavidad y colocándolo detrás de su oreja. Sus mejillas habían
adquirido un tono rojizo.
—Él es el mejor padre que he podido tener —confirmé,
volviendo a centrar mi mirada en él.
—Benedetto te ama. No le conozco mucho, pero las veces
que vino a visitarme a Londres con mi madre, siempre te
mencionaba.
—¿Lo hacía? —pregunté, a pesar de que no era algo que me
sorprendiese. Sabía la adoración que mi progenitor sentía
hacia mí. Nuestra relación siempre había sido excepcional.
Ella asintió.
—Que tiene un hijo médico, que fue uno de los primeros de
su promoción en graduarse en medicina. También de lo mucho
que quieres a tus hermanos y como ellos te perseguían allá a
donde ibas. Me contó que, un día que mi madre y él fueron al
hospital porque Fabio tenía fiebre, se coló en un quirófano y
que tardaron veinte minutos en sacarlo, porque se agarró a la
pata de una mesa y lloraba, diciendo que él quería ver una
operación en directo, porque de mayor iba a ser médico, como
su hermano mayor. El orgullo se dibujaba en su cara cada vez
que me contaba esas anécdotas.
Me reí con nostalgia, esa era una de sus historias favoritas
para contar.
—Él estaba orgulloso de ti. Y cuando se despierte y
descubra todo lo que has hecho por tus hermanos y que nunca
perdiste la esperanza de que se recuperase. va a enorgullecerse
aún más. Él es un buen padre, pero tú eres un gran hijo.
—Gracias Nelli, eso significa mucho para mí.
Ella esbozó una sonrisa genuina.
—No es más que la verdad. Él se va a despertar no tengas
ninguna duda —dijo con ferocidad.
—Lo sé.
Realmente lo creía. No había dejado de hacerlo ni un
segundo. No importaba que los médicos no fueran demasiado
optimistas al respecto o lo que mi Familia pensara, yo seguía
teniendo fe en mi padre. No tiraría la toalla.
La mirada de Nelli se desvió hacia los libros que estaban
agolpados sobre la mesita ovalada.
—La metamorfosis —murmuró, estirando su mano y
pasando sus dedos por la portada del libro—. Es su favorito,
¿verdad?
—Lo es. Mi madre se lo regaló. Lo llevaba en el coche el
día que les atacaron. Suelo leerle libros. Dicen que la lectura
ayuda, que las personas en coma pueden escucharte.
Recordar el accidente provocado hizo que mis manos se
cerrasen en puños. Durante el viaje en el jet privado, Nelli nos
había contado a Gio y a mí lo que ya imaginábamos. Que
Samuele había sido él que había organizado el ataque. Buscaba
matar solo a Carina. Como él mismo me dijo, quería dejar vivo
a mi padre para que sufriese. Ese hijo de puta había tenido una
muerte fácil.
—Mi madre me contó de su pasión sobre la lectura —
apuntó Nelli, sacándome de mis recuerdos.
—Sí, leer y hacer maquetas son dos de sus grandes
pasiones.
Tenía pensando coger varias de las que adornaban su
despacho y traerlas a la habitación del hospital. Escogería sus
favoritas.
—Mi madre también me dijo que era maquetista. Ella lo
odiaba, porque dejaba mal olor por toda la casa. Así todo, me
volvió loca para que le ayudase a encontrar por internet una de
un submarino de guerra, no recuerdo el modelo, para su
cumpleaños. Ella lo amaba tanto —dijo con un suspiró y
pasándose la mano por el ojo para limpiarse una lagrima
furtiva.
—Nelli. —Estiré mi mano para sujetar la suya. Ella me dejó
hacerlo y la apreté—. Tu madre y yo teníamos algo en común,
a ninguno de los dos nos gustaba el otro.
Nelli esbozó una sonrisa ante mi sinceridad.
—Pero, la respetaba y lamento su muerte. Ella me dio dos
de las personas más importantes en mi vida e hizo feliz a mi
padre.
—Gracias, necesitaba escucharte decir eso. Ella estaba
equivocada contigo. Si hubiese visto como has peleado por
ellos, hubiese cambiado de idea. Estoy segura de que esté
donde esté, se arrepiente de no haber confiado en ti.
Asentí, aunque lo dudaba mucho. Carina no era la mujer
perfecta que su hija creía. Era humana y como humana que
era, tenía defectos.
—Mi padre va a lamentar su muerte. A él le va a gustar
saber que has venido a visitarle. Y le encantará que me ayudes
a cuidar de los niños.
—Me quedaré en Roma hasta que se despierte.
Iba a quedarse mucho más. No estaba preparado para que se
marchase y no sabía si lo iba a estar alguna vez. Y ella
tampoco lo estaba.
—Estás en tu casa.
Nelli apretó mis manos con ternura, para después, soltarse
de mi agarre para coger «La metamorfosis» de Kafka y
colocarla en su regazo.
—¿Puedo leerle? —preguntó—. Tal vez escuchar una voz
diferente le ayude
Esbocé una sonrisa.
—Claro.
Abrió con cuidado el libro y se detuvo en la dedicatoria que
mi madre le había escrito a mi padre antes de que yo naciese.
Las yemas de sus dedos delinearon las letras de las palabras
escritas hace tantos años.
Con los ojos acuosos, pasó la página y comenzó a leer los
primeros párrafos de la novela. Su voz melodiosa vibró por las
paredes de la habitación.
Mientras ella leía, las palabras que mi madre escribió a mi
padre y que me sabía de memoria, se repetían en mi cabeza.
«Eres la luz en mi oscuridad y el remedió de mi locura.
Gracias a ti le he encontrado el sentido a la vida. Te amo».
Capítulo 28
Marco
Había quedado con Orlando en media hora para solucionar
un pequeño inconveniente que había surgido con una de las
entregas.
Ocupado como había estado rescatando a mi hermanastra y
mis hermanos, no había podido encargarme yo mismo de los
negocios. Y, como siempre pasa cuando delegas, las cosas no
salen como deberían.
Me puse la americana y estaba bajando las escaleras que
daban a la primera planta, cuando sentí el zumbido de mi
móvil en el bolsillo derecho de mis pantalones de cuadros.
Respondí a la llamada sin tan siquiera en molestarme en
preguntar quién estaba al otro lado de la línea, porque ya lo
sabía.
Me detuve, mientras comprobaba la hora en mi reloj de
muñeca. Ni un minuto más, ni uno menos, del que había
calculado.
Aún sin quererlo, Giovanni era tan puntual como un reloj
suizo.
—¿Sí?
—¡Cabronazo de mierda! —Tuve que separar un poco el
móvil de mi oreja sino quería empezar a quedarme sordo a tan
pronta edad—. ¡Te dije que no te acercaras a ella!
—Antes que nada, buenos días a ti también —le saludé
alegremente—. Aunque, por tu tono de voz, veo que buenos
no están siendo… —me lamenté, haciendo una mueca de
pena, a pesar de que él no podía verme.
—Marco —masculló—. ¡Te has pasado de la raya, joder!
Has ido en contra de mis órdenes. Te dejé bien claro que…
—No quiero parecer maleducado —le interrumpí, mientras
apoyaba mi espalda sobre la barandilla—. Pero, no estaría de
más que me explicaras de que estás hablando. Más que nada,
para que pueda entenderlo.
Escuché un gruñido al otro lado de la línea, más propio de
un animal que de un humano.
—¡Deja la mierda, Marco! —Su grito acompañado de un
golpe sordo. Un día, se quedaría sin pie… Los pobres objetos
de su alrededor no tenían la culpa de sus arrebatos. A veces, se
parecía más a su cuñado de lo que él creía…
—Nunca me ha gustado esa expresión. Es demasiado
vulgar… —Moví mi cabeza de un lado a otro—. Pero, de
nuevo, ¿qué mierda tengo que dejar?
—Ginebra. —El nombre de su novia salió de sus labios
como una especie de ladrido.
Una voz femenina, que ya era familiar para mí, llamó a mi
primo. Oí unos ruidos, seguidos de una puerta abriéndose y
luego cerrándose de nuevo.
—Sí, cariño, ahora mismo voy. Dame cinco minutos —dijo
con suavidad, con una dulzura impropia de él.
Ese era el problema. Que tanto él, como la Barbie, tenían a
Julieta entre algodones. Le consentían todo y hacía lo que le
venía en gana, porque sabía que sus actos no tendrían
consecuencias.
—¿Julieta está en su castillo? —pregunté, con fingida
inocencia—. Vaya, pensaba que hoy trabajaba.
—¡Vete a la mierda, Marco! —espetó Giovanni—. Se ha
tenido que tomar el día libre, joder. Está en la cama con un
ataque de ansiedad por tu puta culpa. Te ordené que no te
acercaras a ella, que yo me encargaba.
No, no se había encargado. Él no hacía nada. Por mucho que
todo hubiera pasado y los niños y Nelli se encontraran a salvo,
no me había olvidado de lo que Ginebra había hecho. Sin su
ayuda mi hermanastra, nunca hubiera abandonado Roma. Por
su inconsciencia, podían haber acabado muertos.
Se suponía que ella sería parte de nuestra Familia algún día,
que estaba de nuestro lado. Y me había traicionado a la
mínima de cambio, dándole a mi hermanastra las herramientas
necesarias para alejar a mis hermanos de mí. Permitiéndole
que ella escapara de mí.
Me la había jugado. Y eso no le iba a salir gratis.
Tan solo le había dado una pequeña lección. Una
advertencia de lo que le sucedería si volvía a entrometerse en
mis asuntos. Había aprovechado mi visita a la carnicería en la
que mi padre y a mí nos gustaba ir a comprar, que se
encontraba en uno de los barrios controlados por mi Familia,
para pedirle al hijo del dueño un sencillo encargo: que se
colara de madrugada, antes de que abrieran, en el museo en el
que trabajaba Julieta y metiese en su taquilla cientos de
lenguas de animales muertos. Por supuesto que se había
llevado una buena remuneración por ello y lo más importante,
no había hecho preguntas.
Mi humilde homenaje al Padrino.
Le había pedido que lo hiciese el jueves, porque ese día
Ginebra era la primera en llegar y solía estar sola parte de la
mañana. El momento perfecto y así ninguno de sus
compañeros olería el hedor. No quería causar ningún
escándalo. Nuestros hombres ya se habrían encargado de
limpiarlo todo, sin dejar la más mínima evidencia, antes de
que llegase otro empleado del museo.
—Siento mucho que Julieta se encuentre indispuesta —
lamenté, en tono afligido—. Espero que se mejore.
—¡Te dije que no te acercaras a ella! —repitió por enésima
vez.
—Y no lo he hecho —repliqué, con una sonrisa de
suficiencia dibujándose en mis labios.
Gio continuaba soltando maldiciones y amenazas varias a
mi persona, que no me importaban lo más mínimo.
—¿Qué dices? —pregunté, separándome de la barandilla,
mientras continuaba bajando las escaleras, cansándome de esa
conversación—. Lo siento, primito, creo que hay
interferencias. —Hice ruidos emulando a los sonidos de
interferencias, los mismos que hacía cuando jugaba con mis
hermanos pequeños—. Se corta —avisé, antes de colgar la
llamada.
Qué agotador era cuando se lo proponía. Silencié el
teléfono, para que no me molestase y seguí caminando por el
pasillo rumbo a la puerta principal, cuando casi me choqué con
Ivan, que acababa de salir del salón.
—Buenos días —le saludé, dándole un casto beso en los
labios.
—Buenos días —me dijo de vuelta, pasando una mano por
mi cabello de manera cariñosa. Era una de las pocas veces que
no llevaba un sombrero—. Marco, ¿tienes un minuto?
Asentí.
—Siempre tengo un buen minuto para un buen amigo.
Él sonrió, dejando al descubierto el pequeño diamante que
llevaba en su colmillo superior derecho.
—He pensado en invitar a Nelli al concierto que doy esta
noche en el Ovalo.
Mi cuerpo se tensó cuando mencionó a mi hermanastra.
—No.
Ivan abrió la boca para replicar, sin embargo, hablé antes de
que él pudiera hacerlo.
—No, ella no va a ir —negué de nuevo. No había debate
sobre ello.
Sabía que Ivan y Nelli habían hecho buenas migas desde el
primer momento. Y que su relación se había afianzado en estas
últimas semanas, algo que le agradecía a mi amigo, ya que
estaba siendo un gran apoyo y distracción para mi
hermanastra.
El castaño me observó en silencio, sus ojos azules claros
escrutando mi rostro.
—Es en el Ovalo, con tu gente —insistió—. A Nelli le
vendrá bien salir un poco. Divertirse con sus amigas.
Fruncí el ceño al escuchar lo último.
—¿Amigas? —repetí lentamente.
Mi hermanastra no tenía ninguna amiga en Roma. A menos
que…
—Sí, sus amigas.
—¿Ivan, a qué viene este repentino interés porque Nelli
vaya a tu concierto?
Era, cuanto menos, curioso, que ahora estuviera tan
empeñado en ello, cuando el día anterior habíamos ido a
comer juntos al restaurante de Leonardo y no había
mencionado nada sobre ello.
—Por nada en especial —respondió, encogiéndose de
hombros, pero no le creí—. Mañana regreso a Rusia y no sé
cuándo volveré. A Nelli le gusta la música. También deberías
venir, últimamente no haces nada divertido. Ya sabes, beber
vodka y echarnos unos bailes, como en los viejos tiempos.
Enarqué una ceja. Ivan era un buen mentiroso, sin embargo,
le conocía bien, no podía engañarme.
Él lanzó un suspiro.
—Está bien. Ayer a la noche fui a el Ovalo a reunirme con
Gio para hablar sobre nuestros negocios en común y ultimar
los detalles de mi actuación. —Chasqueé la lengua. Estaba
comenzando a ver por dónde iban los tiros y no me estaba
gustando ni un poco—. Cuando salí de su despacho, me
encontré con su novia, Ginebra. No la conocía, es encantadora.
Nos tomamos una copa juntos y estuvimos hablando un poco.
—Imagino de lo que hablasteis —apunté, entornando los
ojos—. Déjame adivinar. —Di varios toquecitos con mi dedo
índice en mi barbilla, fingiendo estar pensativo—. Te habló
sobre lo malvado que soy. Tranquilo, eso fue ayer. —Hice un
gesto con mis manos—. Esta mañana, después de que la
sorprendiese con un precioso regalo, solo habla maravillas de
mí. Mi primo me acababa de llamar para darme las gracias de
parte de ella. La pobre estaba tan emocionada que no ha
podido ponerse al teléfono.
Mi amigo hizo una mueca.
—Marco —comenzó—. Déjate de juegos. Ginebra está
preocupada por Nelli, no sabe nada de ella desde que ella y tus
hermanos regresaron a Roma. Gio no le ha contado mucho de
lo que sucedió, pero sí lo suficiente para que se angustie.
Y yo había cometido el error de contarle demasiado a Ivan.
Era mi amigo y podía confiar en él. Pero, tenía algo en común
con Julieta, era un entrometido.
—Dile de mi parte que está perfectamente. Y Nelli si sale a
la calle, va a la iglesia. Con los niños al parque. Después de
todo lo que ha pasado, no es seguro que vaya a el Ovalo.
—¿Para ti o para ella? —cuestionó.
—¿Perdón? —pregunté, sin gustarme su tono de voz, ni el
camino que estaba tomando la conversación.
—Ginebra me contó que te entregó el móvil de Nelli el
mismo día que se escapó con los niños y que le dijiste a
Giovanni que se lo habías devuelto a Nelli. Le ha llamado
varias veces y estaba apagado. Menos la última vez, que le
cogiste tú y le dijiste y cito textualmente: Querida acuario, hoy
es un buen día para dejar de inmiscuirse en la vida de los
demás y después, le colgaste.
—Y por lo que veo no me hizo ni puto caso. Igual el
problema ha sido que no es acuario. ¿Lo eres tú? Porque
puedes aplicártelo.
—Marco…
—Siempre has sido un aguafiestas, amigo. —Le di una
palmadita cariñosa en el hombro con más fuerza de la
necesaria, estaba comenzando a hartarme—. Ginebra no es
una buena compañía para Nelli. Alimenta ideas en su cabeza
que le llevan a cometer locuras. La última vez, con su ayuda,
se escapó. Poniendo en riesgo la vida de mis hermanos y la
suya. Nelli no está pasando un buen momento, necesita
tranquilidad. Todo esto es por su bien.
—Por su bien —repitió él, una risa sarcástica brotando de su
garganta—. Así que aislarla de su alrededor y encerrarla en
estas cuatro paredes para que puedas seguir manipulándola y
follándotela sin que nadie te moleste. ¿Eso es por su bien?
—No es de tu incumbencia, Ivan. Ahora, si no te importa,
tengo una reunión a la que acudir —corté, apartándolo y
caminando hasta la puerta principal.
La abrí y fui a cerrarla, pero antes de hacerlo, escuché sus
palabras.
—No te reconozco. El Marco que conocí en Rusia, mi
mejor amigo, al que admiraba, me ayudó a emprender un
camino hacia la libertad de la que mi familia me había
despojado; me ayudó a encontrarme a mí mismo; a ser quién
verdaderamente quería ser. Ese Marco se avergonzaría de ver
en quién te has convertido. Porque me enseñó a luchar contra
todo lo que ahora tú predicas.
A pesar de que nunca lo reconocería en voz alta, él tenía
parte de razón. Había enseñado a Ivan lo que era el verdadero
significado de la libertad y a encontrar su propio camino.
No obstante y aunque nunca haría nada que pudiese dañar a
Nelli, era demasiado egoísta para dejar que extendiese sus
alas, porque corría el riesgo de que pudiese volar lejos de mí.
Y no estaba preparado para dejarla ir. Para renunciar a ella.
—Ten un buen viaje de regreso a Rusia —le dije sin
girarme, cerrando la puerta detrás de mí.
Capítulo 29
Nelli
Nico y Santino jugaban con el barco pirata de mi hermano
en la sala de juegos de la mansión. Habían pasado dos
semanas desde que habíamos regresado a Roma y poco a poco,
estábamos volviendo a la normalidad.
La relación con Marco había mejorado. Se podía decir que
nos entendíamos mejor, incluso hasta había acudido conmigo a
la iglesia en un par de ocasiones, en las cuales había conocido
a Santino y su abuela. Cumpliendo los deseos de Nico, mi
hermanastro le había pedido permiso a la abuela de Santino
para que le permitiese venir a la mansión de vez en cuando. La
mujer había aceptado encantada, feliz de que su nieto tuviese
un amigo.
Durante el día apenas le veía, pero las noches que no pasaba
con su padre en el hospital, se colaba en mi habitación.
Benedetto continuaba estable y aunque seguía en coma, me
tomaba como buena señal que no hubiese empeorado.
—¿Dónde está el pequeño monstruo? —preguntó Ivan,
sentándose en una de las sillas de madera a mi lado y
observando a los dos niños.
Santino seguía sin emitir ninguna palabra, algo que no
parecía molestarle a Nico. Mi hermano nunca había sido
demasiado hablador y por la manera en la que se divertían,
parecía que no necesitaban el lenguaje verbal para entenderse.
—La niñera le ha llevado a Luna y a él al parque.
Fabio estaba mejor desde que acudía a la consulta de la
psicóloga, pero, así todo, seguía siendo un torbellino. No
paraba quieto ni un segundo y algunas noches seguía teniendo
pesadillas, aunque de menor intensidad. Generalmente, no
tenía problemas para lidiar con él, sin embargo, esos dos
últimos días, no me encontraba demasiado bien. No tenía
fiebre, aunque estaba cansada y era incapaz de mantener el
desayuno en el estómago.
No le había dado la mayor importancia, ya que, pasar
mucho tiempo con niños provocaba que acabases pillando
cualquier virus.
—He venido a despedirme. Mañana a primera hora de la
mañana regreso a Rusia y esta noche la paso en un hotel cerca
del aeropuerto.
—¿Tan pronto? Pensé que te quedarías un poco más.
Tras su anterior viaje, Ivan había venido a pasar unos días
con nosotros. Pese a que no nos conocíamos mucho, había
encontrado en él uno de mis mayores apoyos desde lo
sucedido con Tobias. Era comprensivo y respetuoso, no había
hecho ninguna pregunta incómoda, ni cuestionado mis
decisiones, a pesar de lo que Marco le habría podido contar.
Además de ser divertido y encantador, las horas se pasaban
volando cuando estaba a su lado.
Y los niños lo adoraban.
—El deber me llama —me dijo, esbozando una sonrisa—.
Ayer estuve en el Ovalo para ultimar el concierto de esta
noche y conocí a Ginebra. Una chica estupenda, me preguntó
por ti.
Cerré los ojos ante la mención de mi amiga. No había vuelto
a verla desde que nos despedimos en la estación de tren. Esas
dos últimas semanas había estado tan ocupada encargándome
de los niños y disfrutando de la compañía de Marco, que había
obviado todo lo demás.
—Es verdad, no me he acordado de llamarla. Estos últimos
días han sido un caos. Voy a enviarle un mensaje. —Fui a
sacar el móvil bolsillo, pero me detuve, al darme cuenta de que
aún Ginebra no me lo había devuelto—. ¿Si la vuelves a ver
puedes decirle que venga a visitarme y me traiga mi móvil? —
Había estado preocupada por las consecuencias que el
ayudarme le hubiera podido ocasionar, sin embargo, me había
quedado más tranquila cuando, mi hermanastro, tras mis
constantes preguntas, me había asegurado una y otra vez que
estaba perfectamente. Algo que también había hecho Giovanni
durante el viaje de regreso a Roma.
Ivan entrecerró los ojos.
—¿Por qué no vienes al concierto de esta noche y se lo
dices tú?
Negué con la cabeza.
—Me encantaría verte actuar, pero las multitudes no son lo
mío.
Él frunció el ceño y suspiró, como si las siguientes palabras
que fuese a decir le costasen un mundo emitirlas.
—¿No son lo tuyo o Marco no te permite salir de casa?
Fruncí el ceño por la sorpresa que me causó su pregunta. Mi
hermanastro había insistido en que mi protección y la de mis
hermanos era lo primero. Varios de sus hombres nos
acompañaban en cada salida como pasaba antes, aunque ahora
había una diferencia, también lo hacían si iba sola a la iglesia.
Y el día que había intentado ir al centro comercial para
comprarme unos zapatos no me lo habían permitido. Uno de
los guardaespaldas se había ofrecido a comprármelos él. Lo
había visto como un gesto de amabilidad y de protección.
Pero, la pregunta de Ivan me hizo dudar.
—Puedo salir cuando quiera, Ivan. Después de todo lo que
ha pasado, Marco solo intenta protegerme y además, estoy de
acuerdo con él, mi seguridad y la de los niños está por encima
de mi comodidad. —No pensaba cometer los mismos errores
que en el pasado. Mis hermanos aún se estaban recuperando de
lo sucedido, no quería volver a poner su seguridad en riesgo o
la mía propia.
Ivan negó con la cabeza y miró de nuevo hacia los niños,
que estaban tumbados en la alfombra boca arriba, riéndose,
ajenos a nuestra presencia.
—Quiero a Marco y le debo mucho. Jamás podré pagarle
todo lo que hizo por mí. Pero, es un hombre de la mafia.
—Sé perfectamente quien es —dije a la defensiva.
Durante este tiempo había podido conocer más
profundamente a mi hermanastro. Habíamos mantenido largas
conversaciones, en las que había podido descubrir un poco
más de él. Marco había sido comprensivo conmigo,
preocupándose por mi bienestar y no me había culpado ni una
sola vez por las consecuencias que mi huida podía habernos
traído. Había estado a mi lado, siempre y cuando sus
circunstancias se lo permitían y también había escuchado mis
consejos, intentando pasar más tiempo con sus hermanos y
llevándoles al psicólogo.
Él no me estaba manipulando, ni aprovechándose de mí.
—No, no lo sabes. No tienes ni idea. —Se pasó las manos
por su cabello con cansancio—. Eres una buena persona Nelli,
una que acaba de pasar por un doloroso trauma. Ves en Marco
a tu salvador y le has idealizado. Te está manipulando.
—Creía que era tu mejor amigo —le dije, estupefacta ante
sus duras palabras.
—Y lo es —confirmó, sacudiendo la cabeza—. Por eso
estoy hablando contigo. Porque le conozco muy bien y a veces
necesita que le salve de sí mismo. He visto como le miras
Nelli, con pura adoración, como si fuese el centro de tu
mundo. No es un buen hombre y no solo porque pertenezca a
la mafia. Hay una oscuridad dentro de él que está esperando el
momento adecuado para salir y cuando eso pase, ni tú vas a
poder iluminarla.
—Estás equivocado. Dentro de él hay bondad. Mira a
Santino —señalé al niño que en ese momento escuchaba
atentamente algo que mi hermanito le estaba diciendo—,
nunca deja que niños de fuera de la Familia jueguen con Fabio
y Nico. Y a Santino le ha permitido hasta venir a la mansión
de visita.
—¿Y por qué crees que ha permitido eso? —me preguntó.
—Porque Santino lo está pasando mal y el resto de niños no
le aceptan. —Evité decirle que creía que Marco se sentía un
poco identificado con ese niño. No sabía cuánto de la infancia
del pelirrojo conocía.
—Y como Marco también fue el niño diferente en su
infancia crees que lo hace por eso —dijo poniendo en palabras
mis pensamientos—. Tal vez tienes razón y hay parte de eso,
pero no es la razón principal.
—¿No?
—Nadie se acerca a un niño de la Familia sin pertenecer a
sus círculos o ser investigado exhaustivamente—. Ivan giró la
cabeza para acercase más a mi oído, bajando la voz para
susurrarme: Marco descubrió que el accidente en el que
fallecieron los padres de Santino fue provocado. Su padre
poseía una pequeña empresa de alquiler de coches que había
heredado de su progenitor. No tomó buenas decisiones y
estaba a punto de perderla, por lo que pidió dinero a personas
poco recomendables. Llegaron a un trato que no cumplió y
ellos no solo fueron a por él, fueron a por toda su familia.
Como ya sabes, Santino fue el único que sobrevivió.
Me coloqué la mano en la boca para no gritar. Pobre niño,
¿qué era lo que había tenido que ver?
—¿Y la policía no hizo nada?
—Son personas influyentes y la policía les ha tapado.
Marco, como hombre de honor que es, entiende que matasen
al padre, pero no que fuesen a por el resto de su familia. Por
eso le deja a Santino entrar en su Familia, porque ve en él un
futuro soldado. Uno despiadado que un día buscara venganza
y ellos le ayudarán a que la obtenga, a cambio de jurarles
lealtad.
—La venganza no soluciona nada. Santino necesita ayuda y
una orientación adecuada. Si alimentan su odio, se convertirá
en un adulto amargado.
Terminaría como Tobias.
—Estoy completamente de acuerdo contigo, Nelli. Pero
Marco vive para la venganza.
—¡Eso no es así! —grité, sin poder contener más mis
emociones. Los niños me miraron y les hice un gesto con la
mano para quitarle importancia, a la vez que les sonreía. Nico
me miró con sospecha, pero volvió a centrarse en su amigo—.
Marco no mató a Tobias y le ha buscado ayuda. No se vengó
de él.
Ivan agachó la cabeza y se colocó las manos en las sienes,
masajeándoselas.
—Mierda, Marco —susurró, como si estuviese hablando
para sí mismo—. ¿Eso es lo que te dijo? —Levantó su cabeza
y sus ojos azules se fijaron en los míos.
—No me lo dijo, lo vi. Iba a matarlo, pero le pedí que no lo
hiciese y aceptó.
Según lo iba diciendo en alto, notaba como había algo que
no terminaba de cuadrarme. Marco había aceptado demasiado
rápido, aunque no me había permitido quedarme en el
almacén. Y las veces que le había preguntado si Tobias ya
estaba recibiendo ayuda, me había ignorado, evitando el tema.
No me había detenido a pensar mucho en ello, porque cada
vez que el nombre de mi ex – prometido aparecía en mi
cabeza, no podía evitar que todos los recuerdos tormentosos
del almacén se reprodujeran en mi mente.
—Tobias no está vivo. —Ivan confirmó la pregunta que
comenzaba a rondar a mi alrededor.
—¿Marco te lo ha dicho? —pregunté, mientras el corazón
martilleaba en mi pecho.
No, eso no era cierto. No podía serlo.
—No, él solo me contó que tu ex - prometido casi os mata a
ti y a tus hermanos.
—¿Entonces?
—¿No lo ves, Nelli? El Marco que tienes en tu mente no es
el real. Él nunca dejaría con vida a una persona que amenazó
la vida de sus hermanos. Y menos correría el riesgo de que
algún día volviese.
No, él se equivocaba.
—Creo que deberías irte ya, Ivan —titubeé, mis ojos
humedeciéndose, las lágrimas amenazando con brotar de ellos.
—Nelli…
—Por favor, Ivan —supliqué.
Sabía que sus intenciones eran buenas. Sin embargo, no
podía continuar manteniendo esa conversación, para escuchar
verdades que no quería creer. Durante esas dos últimas
semanas había vivido en una burbuja, me había refugiado en
Marco y me había olvidado de todo lo demás.
Él mordió su labio inferior.
—Siento si te he incomodado. Me gustaría que vengas al
concierto de esta noche. Pero, si no es así, te veré en unos
meses, cuando regrese a Roma.
Ivan se levantó, se acercó a Santino y Nico. Se agachó para
darle un beso en la mejilla a mi hermano y despedirse de él.
Cuando pasó por mi lado para marcharse, estiré mi brazo para
sujetar su muñeca.
—Quizá tú le has dado por perdido, pero yo no puedo
hacerlo. Sé que hay bondad en él, solo que ni él mismo lo
sabe.
Sus ojos azules me miraron con compasión, la misma con la
que me había contemplado Ginebra en la fiesta de soltera de
Zia.
Puede que todos los de su alrededor hubieran perdido la
esperanza, pero yo no lo hacía.
—Eres especial Nelli, no permitas que este mundo te
arrebate eso.
Le solté la muñeca y le observé mientras se iba.
✿✿✿✿
Las palabras de Ivan se repitieron en mi cabeza durante toda
la mañana, atormentándome.
Me encontraba en el jardín, sola y sentada en una de las
tumbonas.
A pesar de que solo eran la una de la mañana, el cielo estaba
oscuro y las nubes tapaban los rayos de sol. Sentí cómo una
gota de lluvia caía sobre mi rostro, detrás de otra y otra. Sin
embargo, en vez de entrar en la casa, permanecí inmóvil, sin
poder dejar de pensar en la conversación que había mantenido
con Ivan.
Amaba a Marco con sus luces y sus sombras. El problema
estaba en que, quizá, no había luz a la que amar. ¿Sería capaz
de estar con un hombre así? ¿Uno capaz de matar a sangre fría
y sin ningún remordimiento? ¿Sin una pizca de bondad?
La respuesta era sencilla, sí. Siempre y cuando ese hombre
fuese Marco. Sería capaz de ir contra todas mis creencias por
él. Cruzaría el infierno y vendería mi alma a satanás por él.
Y eso me aterrorizaba.
El agua comenzó a calarme los huesos y mi cuerpo tiritaba
sin control. Subí a mi habitación y me di una ducha rápida.
Una vez seca y con ropa limpia, abrí el gabinete de
medicamentos para coger un analgésico.
La cabeza me dolía y la sensación de malestar se había
intensificado. Si seguía así, al final, iba a tener que ir al
médico.
Fui a coger el analgésico y es cuando vi los tampones que
guardaba allí.
Un escalofrío recorrió mi espina dorsal al ser consciente de
que mi periodo se había retrasado. Con tanto estrés, ni siquiera
había pensado en ello.
Respiré hondo para calmarme y no permitir que el pánico
me invadiese.
No estaba embarazada. Había otras explicaciones
plausibles. Por ejemplo, no era la mujer con el ciclo más
regular de planeta, no era raro que se me retrasase unos días.
No tantos como esta vez, pero tampoco otras veces había
huido con mis hermanos y mi ex- prometido había intentado
matarnos.
Eso era, mi ciclo se había vuelto loco debido al estrés que
yo estaba sufriendo.
Todo estaba bien, no había nada por lo que preocuparse.
Sentí cómo mi cuerpo se relajaba y poco a poco el aire
regresaba a mis pulmones.
Seguía respirando con normalidad en el coche mientras mi
guardaespaldas me llevaba a la iglesia para confesarme. Y aún
respiraba bien cuando cinco minutos después de entrar a la
iglesia, me escabullí por la puerta de atrás para ir a la farmacia
que se encontraba en la misma calle.
Capítulo 30
Nelli
Dos rayitas.
Volví a leer las instrucciones, intentando alisar con la mano
el arrugado papel. A lo mejor lo había entendido mal las
quinientas primeras veces que las había leído. Además, el
dibujo explicativo era muy confuso, dos líneas y una carita
sonriente significaba positivo.
¿La carita sonriente no debería ser si era negativo?
Agité la prueba en mi mano y la giré de un lado a otro,
rezando para que una de las líneas desapareciera, exactamente
igual que había hecho con las dos pruebas anteriores que
habían dado el mismo resultado y como pasó con ellas, el
resultado no cambio.
¿Cómo podía estar embarazada?
La pregunta retórica resonó en mi cerebro. Porque era una
completa idiota. Había tenido sexo con Marco sin protección.
Y esa es la manera en la que se crean los bebes.
Era demasiado joven para ser madre, no estaba casada y
Marco ni siquiera era mi novio. Nunca habíamos hablado de lo
que éramos. Y nunca me había importado.
Estaba profundamente enamorada de él y sabía que él sentía
algo por mí. Nunca me lo había expresado con palabras, pero
podía verlo en la forma en la me miraba, sentirlo en la manera
en la que me trataba, en la que se preocupaba por mí. Sin
embargo, ¿eso era suficiente para tener un hijo juntos?
Para dos personas normales, tal vez, pero no para nosotros.
Hacía unas horas había estado dispuesta a seguir con Marco,
incluso después de la conversación mantenida con Ivan.
Preparara para acompañarle en su viaje de locura y crueldad.
Porque creía que mi misión en la vida era estar con él y
porque, a pesar de todo, tenía el convencimiento más absoluto
de que podía ayudarle a seguir el camino correcto, a ser una
mejor persona.
Porque me negaba a darme por vencida con él.
Pero, ahora, todo era diferente. De un segundo a otro, todo
había cambiado.
Me apoyé en la pared, dejándome caer hasta el suelo del
baño de mi habitación. Solté la prueba de embarazo, que
rebotó sobre los azulejos blancos.
¿Qué iba a hacer? No estaba preparada para ser madre, no
en esas circunstancias, pero el aborto no era una opción.
No podía criar un hijo o una hija en la mafia. No podía
permitir que esa pobre criatura inocente creciera rodeado de
violencia y de odio, que aprendiera a utilizar un arma cuando
tan solo fuera un adolescente. Y si era una niña, sería
comprometida con un alto cargo de la mafia desde antes de
que naciera. Ginebra me lo había contado, lo había visto en
Zia, no podría elegir de quién enamorarse, estaría destinada a
casarse con el hombre que su familia decidiese.
No, eso no iba a suceder.
Toqué instintivamente mi vientre plano.
—Voy a cuidar de ti. Conmigo, estarás a salvo —susurré al
bebé que estaba creciendo en mi interior. A mi bebé.
Era una promesa. Una que pensaba cumplir.
Y no podía hacerlo en la mafia. Mi madre lo había
intentando y sus hijos pequeños apenas la recordarían.
Escuché el sonido de la puerta de la habitación abriéndose y
unos pasos acelerados acercándose al
baño.
—Señorita, señorita. —La voz de la niñera de mis hermanos
resonó detrás de la puerta, a la vez que daba varios golpes con
los nudillos en la madera blanca.
—¿Pasa algo Margarita? —pregunté, a la vez que apoyaba
las palmas en el frío suelo para levantarme. No lo logré, ya
que se me revolvió el estómago y me quedé sentada, con
miedo de que las náuseas tomaran el control de mi cuerpo.
—El señor ha llamado, su padre ha despertado, se va a
recuperar. Los niños están hablando por teléfono con su
hermano.
Mis oraciones habían dado sus frutos. Mis hermanos
tendrían a su padre para que les criase y orientase. Ya no me
necesitaban. Benedetto se había despertado de manera
milagrosa el mismo día que yo me había enterado de que
estaba embarazada. Si eso no era una señal divina, nada lo
sería. Y no podía obviarla.
Tenía que irme lejos. Criar al bebe fuera del mundo de la
mafia, lejos de su padre.
Marco nunca podría enterarse.
No podía hacerlo sola, pero esta vez conocía a la persona
perfecta para ayudarme.
✿✿✿✿
Los niños habían estado alborotados y llenos de energía,
felices por la buena noticia. Ambos estaban deseando ir a
visitar a su padre. Conseguir que se durmiesen había sido un
reto que casi no logré. Después de darles un beso a cada uno
en la frente, salí de la habitación deteniéndome en el marco de
la puerta para contemplarles por última vez.
No volvería a verlos y eso rompía mi corazón.
Al principio sería difícil para ellos, pero, con los años, el
recuerdo se desvanecería y terminarían olvidándome. En
cambio, yo siempre me acordaría de ellos, no dejaría de rezar
para que Benedetto les diese una buena educación. Nico y
Fabio siempre ocuparían un hueco en mi corazón.
No había podido salvarles del mundo en el que habían
nacido, ellos pertenecían a la mafia.
Pero, salvaría a mi hijo o hija.
Luna dormía plácidamente en los pies de la cama de Fabio.
Mi idea era llevármela conmigo, sin embargo, mi hermano
más pequeño la necesitaba más que yo.
Bajé las escaleras sin hacer ruido, faltaban pocos minutos
para las once. Mi contacto me estaba esperando fuera de la
mansión. Me había dado instrucciones para que saliese por la
puerta de servicio a las once en punto.
En esos momentos, los guardaespaldas estarían ocupados,
encargándose de dos borrachos que merodeaban por la verja.
La distracción perfecta para salir sin que me viesen.
Estaba bajando el último escalón, cuando una voz infantil
me detuvo.
—¿Te vas, verdad? —me giré para ver a Nico, ataviado en
su pijama azul con motivos de piratas. De pie, en uno de los
escalones.
Me planteé engañarle y decirle que solo salía al jardín para
que me diese un poco de aire, pero no tenía sentido. Nico sabía
la verdad, él había notado que algo no iba a bien. Y no quería
que me odiase por mentirle.
—Tengo que hacerlo, cariño.
—¿Y esta vez no nos llevas a Fabio y a mí? —preguntó.
Vencí la distancia que nos separaba y me incliné para
ponerme a su altura.
—Sé que te prometí que nunca os dejaría —le dije
recordando la promesa que le hice el día que intente escapar
con ellos por primera vez—.Pero vuestro padre se ha
despertado y se va a poner bien, ya no me necesitáis. Vuestro
sitio está aquí, junto a él. Y yo me tengo que ir.
Nico observó mis ojos con detenimiento, intentando
discernir si decía la verdad. Al cabo de unos segundos,
terminó asintiendo.
—Voy a echarte mucho de menos.
—Yo también a ti, cariño —dije, intentando, sin éxito,
controlar las lágrimas. Tiré de él hacia mí para abrazarle,
pasando una mano por su cabello castaño. Me separé de él
lentamente, mientras comprobaba la hora en mi reloj de
muñeca: las diez y cincuenta y ocho. Tenía que irme, me
estaba quedando sin tiempo.
—Tengo que irme ya. Cuida mucho de Fabio y cuídate.
Él asintió. No había tristeza en su rostro, más bien,
comprensión. Como si, a tan corta edad, entendiese las razones
por las cuáles huía de nuevo y creyese que estaba haciendo lo
correcto.
—Lo haré.
Me giré y bajé las escaleras, limpiándome con el dorso de la
mano las lágrimas que mojaban mis mejillas.
—Nunca te voy a olvidar, Nelli. Cuando sea mayor, te
buscaré y volveremos a estar juntos.
Por un instante, solo por uno, al escuchar esas palabras,
estuve a punto de echarme atrás, de darme la vuelta y
quedarme.
No obstante, no lo hice. Porque no podía. Tenía que irme,
darle a mi bebé la vida que se merecía tener.
Corrí por el jardín hacía la puerta del servicio, mientras la
promesa que acababa de hacerme Nico se adueñaba de mi
corazón.
Capítulo 31
Marco
Eran cerca de las dos de la mañana cuando llegué a la casa
de mi padre. El silencio me saludó, mientras subía las
escaleras hacia la habitación de Nelli.
No había podido hablar con ella para darle personalmente la
buena noticia. Mi padre se había despertado y los médicos
estaban seguros de que se iba a recuperar completamente.
Sería un proceso lento y doloroso, pero yo estaría con él en
cada paso del camino. A su lado, apoyándole, dándole mi
amor incondicional, tal y como él había hecho conmigo toda
mi vida.
Los médicos decían que había sido un milagro. Parecían
sorprendidos, pero yo no lo estaba. Porque, siempre, hasta en
los momentos más bajos durante esos meses, había tenido la
certeza más absoluta de que mi padre mejoraría. No había
dudado de ello ni por un instante.
Mi padre había sido sometido a pruebas durante horas y me
habían confirmado que no había daño cerebral. Aún no era
capaz de hablar, aunque si había emitido algún sonido que
pude identificar como Carina.
Por supuesto que, ella había sido su primer pensamiento. No
solo porque estaba con él en el coche, sino también porque la
amaba.
Hasta hacía muy poco, no había logrado entender el amor de
mi padre hacia su mujer. Él seguía amando a mi madre y si no
fuese porque era el Sottocapo y que su lealtad estaba con la
Familia, nunca se hubiese divorciado. No sé caso por amor, lo
hizo por obediencia a su Don, por el bienestar de la Familia.
Pero, ahora que había podido conocer mejor a Nelli, sabía
que, si Carina tenía algo en común con su hija, mi padre había
estado abocado a caer rendido a sus pies desde el principio.
Saber de su fallecimiento iba a destrozarle, por eso no le
dije nada. Además, había pensado en llevar a Nelli al hospital
al día siguiente y decírselo juntos. Si alguien tenía el derecho
de darle esa noticia, esa era ella. Los detalles escabrosos los
dejaríamos para después, cuando se recuperase.
Subí las escaleras de dos en dos, ansioso por ver a Nelli. Por
abrazarla, besarla y hacerle el amor. Compartir con ella este
bonito momento, celebrar que mi padre finalmente había
despertado.
En cuanto me acerqué a la puerta, me llamó la atención la
tenue luz que se filtraba por los huecos. Mi hermanastra no era
de las que se quedaban despierta hasta tarde. Estaba
esperándome. La abrí con cuidado, esperando encontrármela
dormida, con la luz de la lámpara de su mesilla encendida.
Había una figura en la cama, pero no era ella. Nico estaba
sentado a lo indio encima del edredón, con un libro en su
regazo y su pequeño cuerpo tambaleándose por el cansancio.
—Nico, ¿qué haces aquí? —pregunté extrañado,
provocando que el niño pegase un brinco y se sujetase el
corazón con una mano.
Me acerqué al baño, cuya puerta estaba abierta, para
comprobar que estaba vacío.
—¿Dónde está Nelli?
—No está aquí —respondió mi hermano con voz soñolienta.
Mire al niño a la cara. Nico se frotaba los ojos, ataviado en
un pijama azul de piratas. Su preferido, el que yo le había
regalado por su último cumpleaños.
—Eso puedo verlo. ¿Está durmiendo con Fabio? —Me giré
para ir en su busca, pero Nico me detuvo con sus palabras.
—Se ha ido.
Con la velocidad de un rayo, me giré y me acerqué a mi
hermano, para sentarme en el borde de la cama, frente a él.
Tenía que haberle escuchado mal. Mis hombres no me habían
informado de que se hubiese marchado a ningún lado.
Además, ¿dónde iba a estar a esas horas?
—¿A dónde se ha ido?
—No me lo ha dicho. Solo que no va a volver.
Toda la felicidad que sentía en aquel momento se
desvaneció al escuchar sus palabras. Sentí que algo se rompía
en mi interior.
¿Ella había vuelto a irse? ¿En cuánto se había enterado que
mi padre se iba a recuperar y ya no tenía que cumplir el último
deseo de su madre los había abandonado? ¿Me había
abandonado a mí?
—Es tarde, vete a tu habitación —le ordené, a la vez que me
levantaba e intentaba mantener la calma, aunque no lo
conseguí, porque las palabras sonaron más bruscas de lo que
me hubiese gustado.
A Nico no pareció afectarle, porque no cambió su
expresión.
Mi hermano recogió el libro que, no era otro que la biblia
ilustrada para niños y puso sus pies descalzos en la alfombra.
Se colocó frente a mí y a pesar de su baja altura, estiró el
cuello todo lo que pudo, en un esfuerzo por mirarme a los
ojos.
—No la persigas, Marco. Ella no quiere estar aquí.
—Tú no te preocupes por eso —le dije con una suavidad
forzada, mientras me inclinaba para desordenar su pelo—.
Vamos, te acompaño a la cama. Estiré mi mano para que la
agarrase con la que no estaba sujetando el libro. Pero, él no lo
hizo, solo se quedó quieto, observándome con una mirada de
feroz advertencia que ningún adulto se hubiese atrevido a
darme.
—¡Déjala en paz! —gritó.
—Nicolas —le advertí en voz baja, usando su nombre
completo. Tenía ocho años y era mi hermano, jamás haría nada
que pudiese dañarle, pero, en unos años, sería un hombre de
honor y tenía que aprender a respetarme.
—Por favor, Marco —suplicó, la angustia dibujaba por todo
su infantil rostro—. No la obligues.
Me incliné para agarrarle por sus caderas y alzarle. A pesar
de que, en un principio, no colaboró, terminó enroscando sus
piernas alrededor de mis caderas y sus brazos alrededor de mi
cuello. El libro que llevaba en su mano golpeaba en mi
espalda.
Le llevé hasta su habitación y le arropé en su cama con
cuidado para no despertar a Fabio, que dormía abrazado a la
yorkshire de mi hermanastra.
Nelli no se la había llevado. La había dejado como un
recuerdo viviente de ella.
Nico se acomodó entre las sábanas y cerró sus ojos,
rindiéndose al sueño que le estaba ganando la batalla.
Me giré, caminando sigilosamente hasta la puerta, estaba a
punto de cerrarla, cuando escuché las palabras somnolientas de
Nico:
—No la obligues a volver. Nelli se merece algo mejor.
✿✿✿✿
Negué con la cabeza mientras comprobaba por enésima vez
la cinta de la cámara de seguridad. Nelli se había escapado por
la puerta trasera corriendo hacia el otro lado de la calle. Dónde
imaginaba que un taxi la estaría esperando, sin embargo, las
cámaras no enfocaban ese ángulo.
Ya no había ninguna duda, había huido de mí.
Una parte de mí quería ir a buscarla y traerla a la fuerza.
Sabía que no tardaría en encontrarla. Pero, tanto las palabras
de esa tarde de Ivan, como las de mi hermano, me detenían.
Nelli se había escapado porque quería ser libre. Nada más
enterarse de que mi padre se había despertado y que había
cumplido con lo que su madre le había pedido, se había
marchado.
Sin una despedida, sin una explicación.
Nelli me había prometido que nunca volvería a huir de mí,
que permanecería a mi lado, que ambos cuidaríamos a
nuestros hermanos. Había creído que realmente se preocupaba
por mí, que estaba comenzando a sentir algo por mí.
Evidentemente, me había equivocado. Porque, si realmente
lo hubiera hecho, se hubiera quedado. Tal y como lo hizo mi
madre, tal y como lo hizo Carina.
Nelli había tomado una decisión. Y yo la respetaría.
Porque, Nico tenía razón, Nelli se merecía algo mejor, pero,
yo también lo hacía.
✿✿✿✿
Levanté el vaso que descansaba sobre el escritorio de mi
padre y le di un largo sorbo. El líquido quemó mi garganta,
aunque, a diferencia de otras veces, no calmó mi ira. El vodka
estaba comenzado a perder su efecto calmante.
Mi teléfono comenzó a vibrar en mis pantalones, por un
segundo creí que, tal vez, era Nelli, sin embargo, el nombre de
mi tío Maxim fue el que aparecía en la pantalla.
Comprobé la hora en el móvil: las cuatro de la mañana.
Fruncí el ceño. Algo muy grave con la Familia había tenido
que pasar para que él me llamase a esas horas. Lo normal era
que fuese Giovanni el encargado de ponerse en contacto
conmigo en las urgencias, mis tíos solían mantenerme al
margen.
Mi corazón se detuvo al pensar en la posibilidad de que mi
padre hubiera vuelto a empeorar. No obstante, pronto lo
descarté, ya que los médicos se ponían en contacto conmigo
antes que con otro familiar.
—Buenas noches, dyadya —le saludé, con una alegría que
no sentía—. ¿A qué debo el honor?
Nunca habría imaginado sus siguientes palabras.
—Tu madre se ha escapado.
—¿Qué?
No, eso era imposible. Mi progenitora estaba en el mejor
centro psiquiátrico del todo país, con una atención exhaustiva
de veinticuatro horas y unos empleados que sabían quien era
su hijo y su ex-marido. Nunca se arriesgarían a provocar
nuestra ira.
Entonces, recordé lo que me dijo la última vez que los
vimos. A pesar de que me había asegurado de que el personal
del centro investigase sobre si mi madre había tenido alguna
visita no autorizada, no habían encontrado nada. Y yo, en las
últimas semanas, entre mi padre, mis hermanos y Nelli, había
pasado por tanto en tan poco tiempo, que el asunto había
pasado a un segundo lugar.
Ni siquiera había vuelto a pensar en ello. Gran error.
—Voy de camino, te espero allí —me dijo Maxim, cortando
la llamada antes de que pudiese replicar.
Corrí hacia mi coche, que había dejado aparcado en el
camino empedrado de entrada a la mansión. Salté dentro y
aceleré el acelerador. El corazón me latía frenéticamente.
¿Qué cojones estaba pasando? Dos de las personas más
importantes de mi vida, las dos mujeres por las que había
sentido algo, las únicas por las que me preocupaba, habían
elegido el mismo día para huir de mí.
Una risa brotó de mi garganta. Tan aguda, que hasta sentí
cómo pitaban mis oídos. Una carcajada, tras otra. No podía
parar, no podía dejar de reírme. Porque, si lo pensaba, tenía
gracia, ¿verdad? Era irónico, cuando pensaba que las cosas no
podían ir peor, la vida me daba una nueva sorpresa y me
demostraba lo ingenuo que había sido.
Y no me detuve hasta que no llegué al psiquiátrico. El
BMW negro con los cristales tintados de mi tío ya estaba
estacionado en el aparcamiento.
A toda velocidad, entré el edificio, empujando al guardia de
seguridad que intentó pedirme una identificación. Maxim
estaba en el pasillo, hablando con el director del centro
psiquiátrico. En cuanto me vieron, interrumpieron su
conversación para mirarme.
—¿Dónde está mi madre? —pregunté, a la vez que agarraba
al hombre por las solapas de su chaqueta de traje y le
zarandeaba. Solía ser más sutil, pero esa noche no estaba para
gilipolleces. Mi madre era una mujer enferma, cuya vida corría
peligro cada segundo que pasaba sola.
Ella no se había marchado por su propio pie. Alguien se la
había llevado.
—Si le sueltas, podrá explicárnoslo —dijo Maxim.
De un empujón, solté al hombre, que se tambaleó, pero
logró mantener el equilibrio.
—Por favor, acompañarme —nos pidió con amabilidad,
llevándonos hacía su despacho.
El hombre se sentó tras su escritorio y nos invitó a sentarnos
en dos sillas de cuero que había frente a él.
El director pasó su mano por su cabeza, acariciándose la
calva. Carraspeó varias veces, armándose de valor. Maxim le
observaba, impasible, aunque yo que le conocía muy bien,
sabía que estaba a punto de perder los papeles. Un tic nervioso
en su mejilla le delataba.
—Hemos sufrido un hackeo —comenzó el director—. A eso
de las dos de la mañana, las cámaras de seguridad han dejado
de funcionar, las puertas de las habitaciones se han
desbloqueado y ha saltado la alarma de incendios. Los
pacientes han salido de sus habitaciones asustados y nuestro
personal de la noche no daba abasto. Los informáticos han
tardado una hora en restaurar el sistema y entonces, es cuando
nos hemos dado cuenta que Natascha, —nombró a mi madre
—, y otra de nuestras pacientes no estaban. —Hizo una
pequeña pausa—. Las hemos buscado por todas partes.
—¿Se conocían? —preguntó Maxim.
—No. Su hermana está aislada del resto de pacientes, tal y
como me pidieron. Ni siquiera han coincidido por los pasillos.
Rebeca es una de nuestras pacientes más recientes. Hace solo
un par de semanas que su hijo nos la trajo para que la
tratásemos. Tiene diversas patologías, pero no es peligrosa.
Estaba evolucionando muy bien. No entendemos porqué ha
huido.
—¿Ha podido ser obligada por mi hermana?
—Es la posibilidad que nos estamos planteando —
reconoció el hombre—. En los últimos días, su hermana ha
sufrido un empeoramiento y hemos tenido que aumentar su
medicación.
—¿Y el hijo de la mujer ha sido informado? —pregunté,
cortando su charla.
Lo que estaban diciendo no tenía ningún sentido. Conocía a
mi madre, ella no hubiera huido por sí misma. Ella jamás nos
abandonaría a mí y a mi padre.
—Llevamos horas llamándole, pero no le localizamos.
—¿Y no te ha parecido raro? —dije, en tono bajo y
amenazante.
—Bueno… —titubeó, quitándose una gota de sudor de su
frente—. Es de madrugada y…
—A ver si lo entiendo —comencé, dando golpecitos con mi
dedo índice en mi barbilla—. Hackean vuestro sistema, mi
madre y otra paciente que ingresó hace unas semanas
desaparecen, el hijo de esta mujer no da señales de vida y la
única explicación que se os ocurre, es que mi madre es la
culpable de todo.
—¿Qué es lo que estas intentando decir, Marco? —me
preguntó Maxim.
Por el rabillo del ojo vi como el director cogía una de las
carpetas azules que había encima de la mesa.
—Que han secuestrado a mi madre.
Mi tío negó repetidamente con la cabeza.
—No… Eso no es posible —murmuró, mientras se quitaba
las gafas y masajeaba el puente de su nariz.
—Toda la información que teníamos sobre Natascha y
Rebeca ha sido eliminada de nuestros sistemas por los hackers
—nos informó el director, provocando que la furia me
invadiese.
—¿Y no se te ha ocurrido decirnos antes eso? —preguntó
Maxim, apretando sus labios en una fina línea.
El director tragó con fuerza.
—Por suerte, soy de la vieja escuela y prefiero los viejos
métodos.
Abrí la carpeta para encontrarme diferentes informes
médicos y una fotografía. En ella, una mujer de una edad
parecida a la de mi madre, con el pelo rubio y ojos azules, se
llevaba una cuchara llena de algo que parecía sopa a la boca,
ajena al hecho de que la estaban fotografiando.
—No la he visto en mi vida. —Aunque, había algo en ella
que me resultaba familiar. Pero, ¿el qué?
Le entregue la foto a Maxim, el cual palideció en el
momento en el que sus ojos miraron la instantánea. Se colocó
las lentes de nuevo, observando detenidamente la imagen,
como si la primera vez no la hubiera visto bien.
—Es imposible, no puede ser —dijo, perplejo—. Está más
mayor, pero sin duda es ella. No tiene ningún sentido…
Maxim siguió farfullando palabras sin sentido durante unos
minutos, hasta que me cansé y le zarandeé los hombros para
que regresase a la realidad, a la vez que le hice un gesto al
director con la mano para que nos dejase solos. Al hombre le
faltó tiempo para salir corriendo.
— Es Giorgia Leone.
—¿Leone, como la mujer de Adriano? —pregunté con
confusión.
De eso me resultaba familiar, la mujer tenía un parecido
bastante obvio a Arabella Leone.
—¿Es su tía? —inquirí.
Maxim seguía con la mirada fija en la imagen, absorto en
sus pensamientos. Nunca le había visto de esa manera.
Que los Leone estuviesen detrás de algo así era grave. Podía
poner en juego nuestra tregua con los Rossi. Pero, al contrario
que Tomasso, Maxim siempre era frió y calculador cuando se
trataba de negocios. Y tampoco estaba preocupado por su
hermana, porque mi madre le importaba una mierda.
Por lo cual, era otra cosa la que le tenía en ese estado.
—Es la madre de Arabella.
—¿La madre de Arabella no estaba muerta?
O, por lo menos, eso era lo que tenía entendido, que había
fallecido en un accidente de coche hacía casi veinte años.
Maxim levantó la mirada y sus ojos verdes, se centraron en
los míos.
—Eso pensábamos todos.
Epílogo
Nelli
Los últimos cuatro años de mi vida no habían sido fáciles.
Cuatro años huyendo, escapando de mi pasado, ocultando
un secreto que temía que descubriesen.
Aunque intentaba que no afectara a mi manera de ser, me
había vuelto más desconfiada. No me agradaba conocer gente
nueva y evitaba mantener una relación que fuese más allá de lo
cordial o de lo profesional con ninguna persona, lo que había
hecho prácticamente imposible que hiciese nuevos amigos.
Había dejado todo atrás. Mi antigua vida en Londres, mis
amistades y a mis hermanos.
Pero, lo volvería a hacer sin dudarlo. Porque haría cualquier
cosa por él. Por mi pequeño. Por Yurik.
Me había enamorado profundamente de Marco y había
estado dispuesta a quedarme, a ver hacia donde iba nuestra
relación. Sin embargo, el haberme quedado embarazada lo
cambiaba todo. No podía criar a un hijo en la mafia. No podía
condenarle a un mundo cruel y lleno de violencia, a uno en el
que estaría destinado a ser un asesino.
Marco jamás me hubiera dejado llevármelo. No me hubiera
permitido alejarlo de él.
Mi corazón palpitó con fuerza cuando el taxi en el que iba,
en vez de continuar por la carretera que conducía a mi casa, se
metió por una que no conocía.
—Perdona —le dije al conductor—. Creo que se está
equivocando de camino.
—Es un atajo —contestó enigmáticamente.
A pesar de que la respuesta no era tan extraña, todas las
alarmas comenzaron a sonar en mi cabeza. Había algo en la
forma en la que lo dijo que hizo que un escalofrío recorriese
mi cuerpo. Había algo que no estaba bien.
Inhalé aire por la nariz, intentando relajarme, diciéndome a
mí misma que todo estaba bien, que no había nada por lo que
preocuparse, pero no lo conseguí.
El taxi se detuvo repentinamente en un aparcamiento y el
conductor, sin decir una palabra, bajó del vehículo. Intenté
salir, pero las puertas estaban atrancadas. Golpeé en el cristal
para llamar la atención del hombre, pero ni siquiera se giró
para mirarme.
Definitivamente, algo iba muy mal.
Me disponía a buscar mi móvil en mi bolso, cuando la
puerta se abrió abruptamente y la persona de la que llevaba
escapando todo este tiempo ocupó el asiento, a mi lado. Esos
ojos verdes que tanto me habían perseguido en mis sueños me
miraban fijamente, el odio ardiendo en ellos. No había ni una
pizca de humanidad en ellos, ni el calor de la última vez que
nos habíamos visto. El Marco que estaba frente a mí, era aún
más peligroso, más aterrador.
Antes de que tuviese tiempo a reaccionar, sus labios se
juntaron con los míos, sus dientes mordiendo mi labio inferior
con fuerza. Noté como una gota de sangre salía de mis labios y
caía por mi barbilla.
Marco se separó de mí y recogió la sangre con su dedo,
después se lo llevo a la boca, como había hecho en el
cementerio con una de mis lágrimas el día del entierro de mi
madre.
Levantó la otra mano para que pudiese ver lo que sus dedos
sujetaban: una lupa azul de juguete. A ojos de cualquiera, no
resultaría significativo, pero cuando observé el objeto entre sus
manos, mi mundo se derrumbó. Esa lupa pertenecía al kit de
exploración que le había regalado a Yurik por navidad. No se
había separado de ella desde entonces.
Si Marco la tenía, eso quería decir que…
Me coloqué la mano en la boca para contener un grito.
—Bienvenida al infierno, Pocahontas. Ponte cómoda,
tenemos muchas cosas de las que hablar.
La peor de mis pesadillas se había hecho realidad. Él
conocía la existencia de Yurik y se lo había llevado.
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