Nisbet - La Formación Del Pensamiento Sociológico - CS
Nisbet - La Formación Del Pensamiento Sociológico - CS
Nisbet - La Formación Del Pensamiento Sociológico - CS
La formación del
pensamiento sociológic
Tomo I
Vmorroriii editores
La formación del
pensamiento sociológico
D e R o b e rt N isb et en ésta b ib lioteca
Robert Nisbet
Amorrortu editores
B uenos A ires - M adrid
Biblioteca de sociología
The Sociological Tradition, Robert A. Nisbet
© Basic Books, Inc., 1966
Traducción: Enrique M olina de Vedia
Revisión técnica: Carlos Flood
Primera edición en castellano, 1969; prim era reim presión, 1977; segun
da reimpresión, 1990; tercera reim presión, 1996; cuarta reim presión,
2003. Segunda edición, 2009
O Tbdos los derechos de la edición en castellano reservados por
Amorrortu editores SA ., Paraguay 1225, 7o piso - C1057AAS Buenos Aires
Amorrortu editores España SJL»., C/López de Hoyos 15, 3° izq. - 28006
M adrid
www.amorrortueditores.com
La reproducción total o parcial de este libro en forma idéntica o m odifica
da por cualquier medio mecánico, electrónico o inform ático, incluyendo
fotocopia, grabación, digitalización o cualquier sistem a de alm acena
m iento y recuperación de inform ación, no autorizada por los editores,
viola derechos reservados.
Queda hecho el depósito que previene la ley n° 11.723
Industria argentina. Made in Argentina
>
Nisbet, Robert
La formación del pensamiento sociológico. - 2a ed. - Buenos
Aires: Amorrortu, 2009.
v. I, 240 p .; 20x12 cm.· (Biblioteca de sociología)
Traducción de: Enrique M olina de Vedia
ISBN 978-950-518-225-1
1. Sociología. - 1. M olina de Vedia, Enrique, trad. II. Título.
CDD 301
Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, provin
cia de Buenos Aires, en noviembre de 2009.
Tirada de esta edición: 1.500 ejemplares.
I
D edico esta obra a E.P.N.
Indice general
11 Prefacio
73 3. Comunidad
73 El redescubrimiento de la comunidad
78 La im agen de la comunidad
84 La comunidad moral: Comte
91 La comunidad empírica: Le Play
98 Nota acerca de Le Play y Marx
103 La comunidad como tipología: Tónnies y Weber
118 La comunidad como m etodología
138 La comunidad molecular: Simmel
151 4. Autoridad
151 El espectro del ppder
156 Autoridad versus poder
163 El descubrimiento de las élites
168 Las raíces del poder: Ibcqueville
183 Los usos del poder: Marx
196 La racionalización de la autoridad: Weber
208 La función de la autoridad: Durkheim
223 Las formas de autoridad: Simmel
0
Prefacio
11
de 1830 a 1900, la concurrencia de estas, cinco ideas fue lo
que señaló el resurgimiento, cada vez más distintivo, de la
sociología, desprendiéndose de la matriz de filosofía moral
que albergara otrora los elementos de todas las ciencias so
ciales modernas.
En los capítulos que siguen no se ha de soslayar el papel
preponderante que les cupo desempeñar a 'Ibcqueville y a
Marx. Estas dos figuras, importantes para los fines que se
persiguen en este libro desde todo punto de vista, se ubican en
extremos teóricos opuestos. En verdad, podemos considerar
a la tradición sociológica como una especie de campo mag
nético, cuyos dos polos de atracción serían ellos. A la larga,
la influencia del primero ha sido en este sentido la más im
portante. Incluso antes de finalizar el siglo XIX, el triunfo
del concepto tocquevilliano de la sociedad y su curso de de
sarrollo sobre el concepto m arxista se refleja en las obras
de Tónnies, Weber, Durkheim y Simmel, los cuatro hom
bres que más hicieron por dar forma sistemática a la teoría
sociológica moderna.
Afirm ar esto no significa unirse al coro de desprecio por
Marx que satura en la actualidad la atm ósfera del pensa
m iento occidental. M arx continúa siendo una de las dos
mentes más creadoras y que mayor influencia ejercieron so
bre el pensam iento social del siglo pasado. Privada de la
tensión intelectual que desencadenó, por oposición de ella,
la potencia inmensa de Marx —verdadero heredero del Ilu-
minismo— , es poco probable que la concepción tocquevillia-
aa hubiera tenido los efectos modeladores que logró. En la
historia de las ideas, toda influencia ha requerido siempre
influencias antagónicas para nutrirse. Y, en últim a instan-
ña, ¿quién puede decir que los escritos de M arx (los cuales,
iespués de todo, siguen gozando de gran autoridad en mu
ñios sectores no occidentales del mundo) no superen en Oc
cidente, dentro de algunas décadas o generaciones, el as
cendiente actual de Tocqueville? En historia es fácil genera-
izar, teniendo en cuenta las oscilaciones de las ideas y de
os valores.
Los tem as antagónicos del tradicionalismo y del moder-
íism o tienen significación paralela al papel contrastante de
Cbcqueville y Marx. La sociología es la única ciencia social
contemporánea donde la tensión entre los valores tradido-
12
nales y m odernos aparece m anifiesta en su estructura con
ceptual y en sus supuestos fundamentales.
Más que ninguna otra disciplina académica, la sociología
ha convertido los conflictos entre el tradicionalismo y el mo
dernismo de la cultura europea en un conjunto de conceptos
analíticos e interpretativos. Sería absurdo tildar de tradi-
cionalistas o, peor aún, de políticam ente conservadores a
Weber, Tónnies, Durkheim o Simmel; pero no lo es insinuar
que sus escritos ejem plifican, con mayor justeza que los de
ningún otro gran estudioso de las ciencias sociales del siglo
XIX, las tensiones de valor y perspectiva que se destacan
—en los trabajos más polémicos— como elementos consti
tutivos de las ideologías de las dos últimas centurias (en ri
gor, se fúndan en estas tensiones).
Hoy resulta por cierto evidente que los conflictos ideoló
gicos fundamentales del últim o siglo y medio se han plan
teado entre dos conjuntos de valores: por una parte, los de
la comunidad, la autoridad m oral, la jerarquía y lo sagra
do, y por la otra, los del individualismo, la igualdad, la libe
ración moral y las técnicas racionalistas de la organización
y del poder. Lo que ha hecho la sociología en sus aspectos
mejores y más creativos es extraer estos conflictos del tor
bellino de controversias ideológicas en que aparecieron du
rante las revoluciones Industrial y democrática, y elevarlos
— por m uchos cam inos teóricos, em píricos y m etodológi
cos— a la categoría de problemas y conceptos; estos últimos
colocan ahora a la disciplina en una posición excepcional
para comprender, no sólo el desarrollo de la Europa moder
na, sino tam bién el de las naciones nuevas, que están expe
rim entando algunos de los cambios sociales que conocieron
E uropa y Estados U nidos, dos generaciones atrás. En la
m edida en que estos conflictos continúen, la tradición socio
lógica seguirá siendo tan incitante y significativa como lo
ha sido durante más de un siglo.
13
aprecio profundamente, y con Carolyn Kirkpatrick, guien
me ofreciera su indispensable ayuda en todas las fases de
la preparación del original.
Robert A. Nisbet
>
.4
I
primera parte. Ideas y contextos
λ
1. Las ideas-elementos de la sociología
Ideas y antítesis
17
foque, a pesar de su valor, también es peligroso. Con liarta
frecuencia los sistemas son considerados com o irreducti
bles, y no como lo que son en realidad: constelaciones de su
puestos e ideas discemibles y aun independientes, que pue
den descomponerse y reagruparse en sistemas diferentes.
Además, todo sistema tiende a perder vitalidad; lo que esti
mula a las personas de una generación o siglo, sólo interesa
a los anticuarios en la generación o siglo siguiente. Báste
nos pensar en el socialismo, el pragmatismo, el utilitarismo;
y mucho antes de ellos, en el nominalismo y el realismo. Sin
embargo, cada uno de estos sistemas posee elementos cons
titutivos que conservan hoy tanta vigencia — aunque de di
ferente maulera— como la que tuvieron en sus contextos ori
ginales. Sería lamentable perder estos elementos de vista.
Esto nos lleva de la mano a un tercer enfoque: el que no
empieza por el hombre ni por el sistema, sino por las ideas
que son los elementos de los sistemas. Nadie los ha descrip
to con mayor lucidez ni autoridad que el extinto Arthur O.
Lovejoy en el siguiente pasaje: «Cuando digo historia de las
ideas quiero significar algo a la vez más específico y menos
restringido que la historia de la filosofía. L a principal di
ferencia reside en el carácter de las unidades de que se ocu
pa aquella. Aun cuando en gran parte su material es el mis- .
mo que el de las otras ramas de la historia del pensamien
to, y depende mucho de los trabajos precedentes, lo divide*
de manera especial, reagrupa sus partes y establece nuevas
relaciones, y lo renuncia desde un punto de vista distinto.
Si bien el paralelo tiene sus peligros, cabe decir que su pro
cedimiento inicial es algo análogo al de la química analíti
ca. Cuando estudia la historia de las doctrinas filosóficas,
por ejemplo, irrumpe en los sistemas individuales más sóli
damente estructurados y los reduce, guiada por sus propios
objetivos, a sus elementos constitutivos, a lo que podríamos
llamar sus ideas-elementos».1
En The Great Chain o f Being, de Lovejoy, vemos cómo es
posible introducimos en sistemas tan complejos y diversos
entre sí como el idealismo platónico, el escolasticismo me
dieval, el racionalismo secular y el romanticismo, y sacar a
relucir ideas-elementos tan amplias y poderosas como con-
18
tinuidad y plen itu d , y hacerlo de m anera tal que arroje
nueva luz sobre los sistem as y tam bién sobre los filósofos
que los concibieron, desde Platón hasta el Iluminismo. No
sólo vem os así los elem entos constitutivos, las ideas-ele·
m entos, sino los nuevos agrupam ientos y relacion es de
hombres e ideas, apreciando afinidades y oposiciones que
acaso no imagináramos que existieran.
Mi libro abarca, naturalmente, un campo mucho m enor
que el del profesor Lovejoy, y en modo alguno pretendo ha
ber seguido todas las brillantes sugerencias de su enfoque.
Pero gira, al igual que aquel, en tom o de las ideas-elem en
tos; en particular de ciertas ideas-elem entos de la sociolo
gía europea del gran período form ativo que va de 1830 a
1900, cuando hombres tales como Tbcqueville, Marx, W eber
y Durkheim, echaron las bases del pensamiento sociológico
contemporáneo.
Insisto en esto, pues el lector debe estar claram ente ad
vertido de cuánto puede esperar y qué cosas no tiene que es
perar encontrar en este libro. No encontrará, por ejem plo,
tentativa alguna por develar el sentido de M arx, la esencia
de Tbcqueville ni la unidad de la obra de Durkheim. Les de
jo a otros esa tarea, sin duda inestim able. Tampoco hallará
aquí nada sobre cualquiera de los otros sistemas que apare
cen en los escritos de los sociólogos del siglo XIX: m ateria
lism o dialéctico, funcionalism o o utilitarism o. Las ideas-
elem entos que proporcionan, a mi juicio, la m édula de la so
ciología, en m edio de todas las diferencias m anifiestas en
tre sus autores, serán nuestro tema; ideas que persistieron
a través de la época clásica de la sociología m oderna y lle
gan, en verdad, hasta el presente.
Y nuestro punto de partida es el presente. La historia re
vela sus secretos — alguien lo dijo m uy bien— sólo a aque
llos que comienzan por el presente. Para m encionar las pa
labras de Alfi*ed North Whitehead, el presente es tierra sa
grada. Tbdas las ideas-elem entos que consideram os en esta
obra son tan notorias y tan rectoras del esfuerzo intelectual
actual com o lo fueron cuando Tocqueville, W eber, D urk
heim y Simmel hicieron de ellas las piedras fundamentales
de la sociología moderna. No debemos olvidar que vivim os
en la últim a fase del período clásico de la sociología. Si des
pojáram os a esta últim a de las perspectivas y estructuras
provistas por hom bres como W eber y Durkheim , sólo nos
19
quedaría un montón estéril de datos y de hipótesis incon
gruentes.
¿Qué criterios guían la elección de las ideas-elementos de
una disciplina? Hay por lo menos cuatro dominantes. Di
chas ideas deben tener generalidad·, es decir, todas ellas de
ben ser discem ibles en un número considerable de figuras
sobresalientes de un período, y no lim itarse a las obréis de
un ilnico individuo o de un círculo. Segundo, deben tener
continuidad: deben aparecer tanto al comienzo como en las
últimas fases del período en cuestión, y ser tan importantes
con respecto al presente como ló son con respecto al pasado.
Tercero, deben ser distintivas, participar de aquellos rasgos
que vuelven a una disciplina notoriam ente diferente de
otras. Nociones como «individuo», «sociedad» u «orden» re
sultan inútiles aquí (por valiosas que sean en contextos
más generales), pues son elementos de todas las disciplinas
que integran el pensamiento social. Cuarto, deben ser ideas
en todo el sentido de la palabra: es decir, algo más que «in
fluencias» fantasmales, algo más que aspectos periféricos
de la metodología; serlo en el antiguo y perdurable sentido^
occidental de la palabra, al que tanto Platón como John De
w ey podrían suscribir por igual. Una idea es una p ers
pectiva, un marco de referencia, una categoría (en el sen
tido kantiano), donde los hechos y las concepciones abstrac
tas, la observación y la intuición profunda forman una uni
dad. La idea es —en las palabras de Whitehead— un gran /
foco lum inoso que alum bra una parte del paisaje y deja
otras en las sombras o en la oscuridad. N o interesa que
nuestra concepción última de la idea sea platónica o prag
mática, pues en el sentido que emplearé el término en e ste '
ibro, podría ser tanto arquetipo como plan de acción.
¿Cuáles son las ideas-elementos esenciales de la sociolo
gía, aquellas que, más que ninguna otra, distinguen a la so-
úología frente a las restantes ciencias sociales? A mi enten-
ler, estas cinco: comunidad, autoridad, status, lo sagrado y
ilienación. Su exposición detallada será tema de los capítu-
os que siguen. Aquí procederemos a identificarlas breve-
nente. La comunidad incluye a la comunidad local pero la
lesborda, abarcando la religión, el trabajo, la fam ilia y la
ultura; alude a los lazos sociales caracterizados por cohe-
ión em ocional, profundidad, continuidad y plenitud. La
utoridad es la estructura u orden interno de una asocia
0
ción, ya sea política, religiosa o cultured, y recibe legitim i
dad por sus raíces en la función social, la tradición o la fide
lidad a una causa. El status es el. puesto del individuo en la
jerarquía de prestigio y lineas de influencia que caracteri
zan a toda comunidad o asociación. Lo sagrado, o sacro, in
cluye las mores, lo no racional, las formas de conducta reli
giosas y rituales cuya valoración trasciende la utilidad que
pudieran poseer. La alienación es una perspectiva histórica
dentro de la cual el hombre aparece enajenado, anómico y
desarraigado cuando se cortan los lazos que lo unen a la
comunidad y a los propósitos morales.
Cada una de estas ideas suele estar asociada a un con
cepto antinómico, una especie de antítesis, del cual procede
gran parte de su significado constante en la tradición socio
lógica. Así, opuesta a la idea de comunidad está la idea de
sociedad (Gesellschaft, en el léxico de Tónnies) form ulada
con referencia a los vínculos de gran escala, impersonales y
contractuales que se han m ultiplicado en la edad moderna,
a m enudo a expensas, según parece, de la comunidad. El
concepto antinómico de autoridad es en el pensamiento so
ciológico el de poder, identificado por lo general con la fuer
za m ilitar o policial, o con la burocracia administrativa, la
cual, a diferencia de la autoridad surgida directamente de
una función y una asociación sociales, plantea el problem a
de la legitim idad. El antónimo de status, en sociología, no
es la idea popular de igualdad, sino la más nueva y refina
da de clase, más especializada y colectiva a la vez. Lo opuesto
a lo sagrado es lo utilitario, lo profano (según la grave expre
sión de Durkheim), o lo secular. Por último, la alienación (al
menos considerada como perspectiva sociológica) puede ser
com prendida m ejor como inversión del progreso. A partir de
hipótesis exactamente iguales sobre la índole del desarrollo
histórico en la Europa m oderna —la industrialización, la
secularización, la igualdad, la dem ocracia popular, etc.— ,
pensadores como Ibcqueville y Weber dedujeron, no la exis
tencia de un progreso social y m oral, sino una conclusión
más patológica: la alienación del hombre respecto del hom
bre, de los valores y de sí mismo, alienación causada por las
mismas fuerzas que otros elogiaban, en ese mismo siglo, co
mo progresistas.
Comunidad-sociedad, autoridad-poder, status-clase, sagra
do-secular, alienación-progreso: he aquí ricos temas del pen-
21
sarmentó del siglo XIX. Considerados como antítesis rela
cionadas, constituyen la verdadera urdimbre de la tradi
ción sociológica. Fuera de su significación conceptual en so
ciología, cabe ver en ellos los epitomes del conflicto entre la
tradición y el modernismo, entre el moribundo orden anti
guo defenestrado por las revoluciones Industrial y dem o
crática, y el nuevo orden, cuyos perfiles aún indefinidos son
tan a menudo causa de ansiedad como de júbilo y esperanza^
22
i
abundancia. Hubo épocas en que su significación fue esca
sa, en que fueron relegadas y desplazadas por otras ideas y
actitudes, notablem ente diferentes, respecto del destino del
hombre y de sus esperanzas. Así, ninguna de las que nos in
teresan en este libro desempeña un papel m uy notorio en la
Edad de la Razón, que con tanto brillo ilum inó los siglos
XVII y XVIII y alcanzó su punto más alto con el Iluminismo
en Francia e Inglaterra.
Un conjunto diferente de palabras e ideas sintetizaban
las aspiraciones m orales y políticas de entonces: individuo,
progreso, contrato, naturaleza, razón y otras semejantes. El
objetivo dom inante de esa época, que se extiende desde el
Novum Organum de Bacon hasta el Ensayo histórico sobre
los progresos de la razón humana de Condoreet, era la libera
ción: liberación del individuo de los lazos sociales antiguos, y
liberación de la mente de las tradiciones que la tenían enca
denada. Durante todo ese lapso, reinó la convicción univer
sal en el individuo natural: en su razón, su carácter innato
y su estabilidad autosuficiente. Las ideas y los valores del
racionalism o individualista de los siglos XVII y XV III no
desaparecieron, por supuesto, con la llegada del siglo XIX.
Lejos de ello. En el racionalism o crítico, en el liberalism o
filosófico, en la econom ía clásica y en la política utilitaria,
prosiguió el ethos del individualismo, junto a la visión de un
orden social fundado sobre intereses racionales.
Pero a pesar del punto de vista que predom inaba enton
ces, profusamente expuesto por los historiadores de la épo
ca, el individualism o está lejos de describir en su trayecto
ria com pleta el pensamiento del siglo XDC En realidad, no
faltan razones para considerarlo como el menguante (aun
que todavía caliente) rescoldo de un individualism o que al
canzó su verdadero cénit en el siglo precedente. Lo m ás dis
tintivo y fecundo, desde el punto de vista intelectual, en el
pensam iento del siglo XIX no es el individualism o, sino la
reacción contra el individualism o como nuestras historias
han tardado en advertir: una reacción que en nada se m ani
fiesta m ejor que en las ideas que son tema central de este
libro. Estas ideas — comunidad, autoridad, status, lo sagra
do y alienación— tomadas conjuntamente, constituyen una
reorientación del pensamiento europeo, tan trascendental,
a mi juicio, como aquella otra tan diferente y aun opuesta,
que señaló la decadencia de la Edad Media, y el advenimien-
23
to de la Edad de la Razón, tres siglas antes. El racionalismo
individualista se afirmaba entonces contra el corporativismo
y la autoridad medieval; a comienzos del siglo XIX, ocurré lo
inverso: la reacción del tradicionalismo contra la razón analí
tica, del comunalismo contra el individualismo, y de lo no
racional contra lo puramente racional.
Dicha reacción es amplia: la encontramos tanto en la lite
ratura, la filosofía y la teología, como en la jurisprudencia,
la historiografía y, en su forma más sistemática, en la so
ciología. Durante el siglo XIX, cada vez son más numerosos
los campos del pensamiento donde el individualismo racio
nalista (sostenido de manera más notoria, naturalm ente,
por los utilitaristas, cuyas doctrinas proporcionaron relieve
negativo a tantos conceptos sociológicos) es asediado por
teorías que se apoyan en la reafirmación de la tradición,
teorías que hubieran resultado tan repugnantes a Descar
tes o a Bacon, como a Locke o a Rousseau. La prem isa his
tórica de la estabilidad innata del individuo es puesta a
prueba por una nueva psicología social que deriva la perso
nalidad a partir de los estrechos contextos de la sociedad, y
que hace de la alienación el precio que debe pagar el hom
bre por su liberación de tales contextos. En lugar del orden
natural tan caro a la Edad de la Razón, ahora tenem os el
orden institucional —la comunidad, el parentesco, la clase
social— como punto de partida de filósofos sociales de opi
niones tan divergentes como Coleridge, Marx y Tocqueville.
De la concepción generalmente optimista de la soberanía
popular propia del siglo XVIII, pasamos a las prem onicio
nes del siglo XIX sobre las tiranías que acechan en la demo
cracia popular cuando se transgreden sus lím ites institu
cionales y tradicionales. Finalmente, la idea misma de pro- '
greso es objeto de una nueva definición, fundada no ya en la
liberación del hombre respecto de la comunidad y la tradi
ción, sino en una especie de anhelo de nuevas formas de co
munidad social y moral.
24
intelectuales, ni m ucho m enos «científicas», de la época.
Como lo expresara Sir Isaiah Berlin, y lo ilustran de mane
ra soberbia sus propios estudios históricos, las ideas no
engendran ideas como las mariposas engendran mariposas.
La falacia genética ha transform ado muy a m enudo las
h istorias del pensam iento en secuencias abstractas de
«engendros». En el pensam iento político y social, en par
ticular, es preciso que veam os siem pre las ideas de cada
época como respuestas a ciertas crisis y a estímulos proce
dentes de los grandes cambios en el orden social.
Las ideas que nos interesan resultarán incomprensibles,
a m enos que las analicem os en función de los contextos
ideológicos donde aparecieron por prim era vez. Los grandes
sociólogos del siglo, desde Comte y Tbcqueville a W eber y
Durkheim, fueron arrastrados por la corriente de las tres
grandes ideologías del siglo XIX y comienzos del XX: el libe-
ralismo, el radicalism o y el conservadorismo. En el próximo
capítulo nos ocuparemos de las dos revoluciones — la Indus
trial y la dem ocrática— que conform aron esas ideologías,
como tam bién las ideas fundamentales de la sociología. Pe
ro ante todo es importante describirlas con alguna precisión.
El sello distintivo del liberalism o es su devoción por el in
dividuo, y en especial por sus derechos políticos, civiles y
— cada vez más— sociales. La autonomía individual es pa
ra el liberal lo que la tradición significa para el conserva
dor, y el uso del poder para el radical. Hay notables diferen
cias, a no dudarlo, entre los liberales de Manchester, para
quienes la libertad significaba fundamentalm ente liberar
la productividad económ ica de las trabas de la ley y las cos
tumbres, y los liberales de París de 1830, para quienes libe
rar el pensam iento del clericalism o aparecía como el objeti
vo principal. Pero fuera de estas variantes, todos los libera
les tenían en común, primero, la aceptación de la estructu
ra fundamental del estado y la economía (no consideraban
a la revolución, como los radicales, base indispensable para
la libertad, aunque en alguna circunstancia pudieran apo
yarla) y, segundo, la convicción de que el progreso residía en
la em ancipación de la mente y el espíritu humanos de los
lazos religiosos y tradicionales que los unían al viejo orden.
Los liberales del siglo XIX conservaron la fe del Iluminismo
en la naturaleza autosuficiente de la individualidad, una
vez liberada de las cadenas de las instituciones corrupto
25
ras. Existieron, admitámoslo, quienes com o Tocqueville,
John Stuart Mill y Lord Acton —a quienes debemos incluir,
en tanto ellos' se incluían a sí mismos, entre los liberales?—
atribuían a las instituciones y tradiciones, en cierta m edi
da, la importancia que les ¿tribuían los conservadores; di
cha medida estaba dada por el grado en que tales entidades .
robustecieran la individualidad. La piedra de toque era 1¿.
libertad individual, no la autoridad social. El liberalism o
utilitarista — que abarca desde Jeremy Bentham a Herbert
Spencer— tenía una opinión de la iglesia, el estado, la pa
rroquia, el gremio, la familia y la tradición m oral que no se
diferenciaba en ningún aspecto importante de las opiniones,
anteriores del numinismo. En las obras de Macaulay, Buc
kle y Spencer la noción del individuo aislado, automotivado
y autoestabilizado, resulta primordial. Las instituciones y
tradiciones son secundarias: en el mejor de los casos, som
bras de aquel; en el peor, obstáculos que se oponen a su au-
toafirmación.
Impera en el radicalismo —que a menudo deriva del libe
ralismo y hace causa común con él— una mentalidad m uy
diferente. Si hay un elemento distintivo del radicalism o de
los siglos XIX y XX es, creo, el sentido de las posibilidades
de redención que ofrece el poder político: su conquista, su
purificación y su uso ilimitado (hasta incluir el terrorismo),
en pro de la rehabilitación del hombre y las instituciones.
Junto a 1¿ idea de poder, coexiste una fe sin lím ites en la ra
zón para la creación de un nuevo orden social.
Con anterioridad al siglo XVIII, las rebeliones contra el
orden social — que no eran raras, ni siquiera en la Edad
M edia— surgían en el marco de la religión. Los husitas, los
anabaptistas, los niveladores,* los tembladores,** y otros
grupos que periódicamente se levantaron contra la autori
dad constituida, perseguían objetivos religiosos. Las condi
26
ciones sociales y económicas contribuyeron, a todas luces, a
desencadenar estas revueltas; y había, por cierto, referen-
27
son arrancados de los contextos de estos valores por la fuer
za de las otras dos ideologías. .
A diferencia de los filósofos del Iluminismo, los conserva
dores comenzaron con la realidad absoluta del orden insti-
tudonal,stal como lo encontraron: el orden legado por la his
toria. Para ellos ^1 orden«natural^ el orden revelado por la
razón pura, el orden sobre el cual los"philosophes hablan
m ontado sus ataques devastadores a la sociedad tradicio
nal, carecía de toda realidad. La cuestión aparece invertida,
én verdad, en el pensamiento conservador: este basó su
agresión contra las ideas iluministas del derecho natural,
la ley natural y la razón independiente, sobre la proclama
daprioridad de la sociedad y sus instituciones tradicionales
con respecto al individuo.
A comienzos del siglo XIX los conservadores constituye
ron una fuerza antiihuninista. En realidad no hay una sola
palabra, una sola idea central de aquel renacimiento con
servador, que no procure refutar las ideas de los philoso
phies. A veces (Chateaubriand es un ejemplo) se complacían
en parecer defensores de algunos iluministas, como medio
de acometer contra algún otro: por lo común contra Voltai
re, cuyos brillantes ataques al cristianismo eran vitriolo pa
ra los conservadores, cristianos en lo más profundo. Aun en
Burke se encuentran eventualmente palabras amables pa
ra sus enemigos, cuyo propósito era promover en ellos sen
timientos contradictorios y dividirlos, pero el odio al Iluini-
nismo, y en especial a Rousseau, es fundamental en el con-
servadorismo filosófico.
Con acierto se ha llamado a los conservadores «profetas
de lo pasado», cuya acción difícilmente habría de tener efec
to alguno sobre las corrientes principales del pensamiento
y la vida europea. Sin embargo, para comprender mucho de
cuanto sabemos hoy que es importante y profundo en el si
glo XIX, sería fatal que los dejáramos de lado, como si sólo
tuvieran significación para los anticuarios. Todas las histo
rias del pensamiento atestiguan la gran influencia ejercida
por Burke, y especialmente por Hegel, pero ambos suelen
ser considerados como individuos más que como miembros
de un movimiento ideológico que trascendiera. Debe vérse
los, sí, como personalidades individuales, a sem ejanza de
Voltaire y Diderot dentro del Ruminismo, pero también co
mo integrantes de un vasto grupo de mentalidades con sufi-
28
cientes cosas en común para constituir, incuestionablemen
te, una época, un esquema de ideas.
De todos ellos, los franceses son quizá los más descuida
dos por los estudiosos. JBonald,: M aistre y.Chateaubriand
suelen aparecer como figuras extrañas, con ciertos rasgos
góticos, en la historia del «romanticismo», clasificación que
al m enos a los dos prim eros, debe hacerlos revolcarse en
sus tumbas. La brillante juventud conservadora de Lamen-
nais suele ser relegada al olvido ante el resplandor que
emana de sus actividades radicales posteriores; la influen
cia de los conservadores franceses sobre el pensamiento so
cial fite, empero, im portante. Basta una ojeada a algunos
sociólogos para evidenciarlo. Así, Saint-Simon y Comte pro
digaron sus elogios a lo que este último llamaba la «escuela
retrógrada». Este «grupo inm ortal conducido por Maistre
— escribe Comte— , m erecerá por mucho tiempo la gratitud
de los positivistas».2 Saint-Simon afirmó que su interés por
los períodos «crítico» y «orgánico» de la historia, y también
sus incipientes proposiciones para «estabilizar» el indus
trialism o y la democracia, le habían sido inspirados por Bo-
nald. Le Play, una generación más tarde, no haría sino asig
nar sentido científico, en su European Working Classes, a la
temprana obra polém ica de Bonald sobre la familia. La in
fluencia del conservadorism o sobre Tocqueville es incues
tionable: constituye la fuente inmediata de su preocupada y
evasiva apreciación de la democracia. Y hacia fines del si
glo, en las obras de Durkheim, de ideas no religiosas y libe
ral en política, encontramos ciertas tesis del conservadoris
mo francés convertidas en algunas de las teorías esenciales
de su sociología sistemática: la conciencia colectiva, el ca
rácter funcional de las instituciones e ideas, las asociacio
nes intermedias y también su ataque al individualismo.
¿Contra qué se alzaba el conservadorismo? Ante todo, por
supuesto, contra la Revolución, pero en m odo alguno única
mente contra ella. Creo que podemos entender m ejor esta
ideología si la concebim os como el prim er gran ataque al
modernismo y a sus elementos políticos, económicos y cul
2 Systém e de politiqu e positive, 4* ed., París, 1912, III, pág. 605. Para
un inform e detállado de la influencia del conservadorism o sobre el pen
sam iento del siglo XIX, véase m i «Conservatism and Sociology», Am eri
can Journal o f Sociology, septiem bre de 1952.
29
turales. La Revolución encendió la m echa, pero para los
conservadores, su im portancia era de índole h istórica y
sim bólica. La veían Como la férrea culm inación de ten
dencias profundas en la historia europea moderna; tenden
cias que se manifestaban ahora en sus terribles consecuen
cias. Pocos llegaron tan lejos como Bonald, quien aludía al
Tferror como el justo castigo que Dios infligía a Europa por
sus herejías seculares e individualistas, pero existía entre los
conservadores la convicción profunda, sin excepciones, de
que lo más distintivo y «moderno» de la historia posterior a
la Reforma era la maldad, o el preludio de la maldad.
Cuando reconstruyeron la historia de Europa, lo prim ero
que vieron fue que los protestantes habían arrebatado de la
disciplina de la iglesia la fe individual, lo que conducía de
modo inevitable al disenso permanente. De esta transgre
sión a atribuir al hombre finito e individual, las potencias
intelectuales y certidumbres propias de Dios y de la socie
dad (como hicieran Bacon y Descartes) sólo había un paso.
Ante la herejía.del individualismo secular, ¿no es lógico que
los hombres consideraran a la sociedad como consideraban
al paisaje físico, es decir, algo que las facultades creativas
podían enmendar chapuceramente una y otra vez, rem ode
lar o rehacer, según se lo sugirieran sus impulsos? Por últi
mo, era inevitable que surgiera de todo esto la im agen ro
mántica y peligrosa del hombre como una criatura de ins
tintos indeleblem ente estables y buenos por naturaleza,
sobre los cuales las instituciones y gobiernos se asentaban
de manera represiva y sin necesidad. Tal, en líneas genera
les, la concepción conservadora de lo que precedió a la Re
volución y al modernismo.
En el cuadro conservador del modernismo hay otros ele
mentos que proceden en form a directa de la R evolución
Francesa. El igualitarismo y el poder centralizado fundado
en el pueblo son quizá los más importantes, pero están es
trechamente vinculados con otros: la sustitución — en reli
gión, política y arte— de las restricciones disciplinarias de
la tradición y la piedad por el sentim iento y la pasión; el
reemplazo de los valores sacros no racionales por norm as
impersonales y efímeras de contrato y utilidad; la declina
ción de la autoridad religiosa, social y política; lá pérdida de
la libertad, térm ino este que los conservadores preferían
definir en su sentido medieval, con connotaciones no tanto
30
I
de liberación (que significaba licencia y falta de ataduras)
como de derecho rector dentro de la ley y la tradición divi
nas; la decadencia de la cultura, la causa de su difusión en
las masas; y, por último, la m entalidad progresista y deter
m inista que presidía todo esto, y que insistía en considerar
lo pasado, lo presente y lo futuro como categorías férreas
correspondientes a lo éticamente m alo, m ejor y óptim o.
Esta es la constelación de elem entos que surge de la con
cepción general conservadora sobre el mundo m oderno, el
mundo que la Reforma, el capitalismo, el nacionalism o y la
razón engendraran, y al que la Revolución había dado aho
ra nacimiento. Fácil es descubrir todos estos elem entos en
la reacción de Burke frente a la Revolución Francesa; tam
bién se conservan vividos en los escritos de otros conserva
dores europeos y am ericanos. Si las ideas conservadoras
nunca arraigaron realmente en Estados Unidos, no fue por
que no hubiera hombres de genio -—tales com o John Ran
dolph de Roanoke, Jam es Fenim ore Cooper, John C. Cal
houn y irnos pocos más— que trataran de insem inarlas en
el pensam iento político norteamericano, sino porque caren
te de un pasado institucional m edieval, que persistiera en
su realidad presente, el país no tenía con qué nutrirlas, a
fin de tom arlas apremiantes y relevantes; m ientras que en
Europa, este pasado medieval se transformó, con particular ,
subitaneidad después de la R evolución Francesa, en un
conjunto evocativo de símbolos.
El redescubrim iento de lo m edieval —sus instituciones,
valores, preocupaciones y estructuras— es uno de los acon
tecim ientos significativos de la historia intelectual del siglo
XIX.3 Aunque su im portancia prim era y más duradera se
vincula con el conservadorism o europeo (plasm ando, por
así decir, la im agen conservadora de la sociedad buena),
tam bién la tiene, y mucha, para el pensamiento sociológico,
ya que form a el tejido conceptual de gran parte de su res
puesta al m odernism o. Este redescubrim iento de la Edad
M edia explica, tanto como cualquier acontecimiento singu-
3 U no de los m uchos m éritos de la excelente obra de Raym ond W il
liam s, Culture and Society: 1780-1950 (Garden C ity Doubleday Anchor
B ooks,.1960) .es destacar y docum entar el efecto literario del m edieva-
lísm o en el siglo X IX P ara Tos efectos sociales véase mi «De B ónald and
the C oncept o f the Social Group», Journal o f the H istory o f Ideas, ju n io
de 1944, págs. 315-31, esp. págs. 320 y sigs.
31 I
¡
i
lar, las notables diferencias entre la reconstrucción típica
de la historia europea por parte de los iluministas, y la co
rriente en muchos escritos históricos del siglo XIX. Los phi
losophas franceses, y también ciertos racionalistas ingleses
com o Gibbon, Adam Smith y Bentham, m anifestaron ca
tegórico desdén por la Edad Oscura, ese período de más de un
milenio que se extiende entre la caída de Roma y el comien
zo de la Edad de la Razón, según la opinión generalizada.
De pronto, la Edad M edia vuelve a ser objeto de la aten
ción de los humanistas: prim ero en los escritos de hombres
como Haller, Savigny, Bonald y Chateaubriand, para quie
nes esa era es innegablem ente un m otivo de inspiración;
luego, ampliando cada vez más su ámbito, en las obras de
los juristas, historiadores, teólogos, novelistas, etc. La Edad
Media suministró al siglo XIX casi tanto clim a espiritual y
temas como el pensamiento clásico lo había hecho en el Re
nacimiento. La aparición de lo que se dio en llam ar la es
cuela histórica de las ciencias sociales, se fundó sobre el
empleo de materiales históricos e institucionales en su ma
yoría medievales. Cada vez más la sociedad medieval pro
porcionaba una base de com paración con el m odernism o,
para la crítica de este último. Así como el siglo XVIII había
popularizado el empleo de materiales primitivos —la moda
del «exotismo», por ejemplo, tan estrechamente vinculada a
los modelos de ley natural— a fin de establecer su contras
te con el presente, así ahora el siglo XIX recurrió a materia
les m edievales. Había en ello algo más que un propósito
comparativo, por supuesto; tal como lo evidencian los m o
numentales estudios de von Gierke, Fustel de Coulanges,
Rashdall y Maitland, el interés por la Edad M edia estaba
acompañado de una búsqueda erudita de los orígenes insti
tucionales de la economía, la política y la cultura europeas.
La Edad M edia pudo servir de fundamento a la idealización
y la utopía— lo demuestran los escritos de Chateaubriand,
Sir Walter Scott y otros autores hasta llegar a William Mo
rris— , pero tam bién sirvió como fuente de algunas notables
investigaciones históricas y de ciencias sociales.
Entre el m edievalism o y la sociología hay íntim a rela
ción. Hemos señalado cuánto admiraba Comte a los conser
vadores; de ello derivó su aprecio casi equivalente por la
Edad Media. Pocos la adularon tanto como él: fuera de toda
duda, el medievalismo es el m odelo real de su utopía socio
32
lógica en Sistem a de política positiva. Comte infundió en
sus venas la sangre del positivismo en reemplazo del catoli
cismo, pero es indudable su admiración por la estructura de
la sociedad m edieval, y sus deseos de restaurar, mediante
la «ciencia», sus características esenciales. La sociedad me
dieval, con su localism o, su jerarquía y su constitución reli
giosa, es él punto de referencia permanente en los estudios
de Tocqueville sobre la democracia norteamericana y el ré
gim en m oderno en Europa. Le Play fundaba francamente
su «fam ilia troncal», de la que hacía tanto alarde, sobre la
fam ilia medieval, y declaraba que la Edad M edia era el ver
dadero objeto de atención en el «estudio comparativo de los
hechos sociales», y no las «irrelevantes sociedades antiguas
y prim itivas». Tónnies dedujo el material sustancial de su
tipología de Gemeinschaft a partir de la aldea, la fam ilia y
el clan medievales. Durkheim basó su celebrada propuesta
de creación de asociaciones profesionales interm edias en
los grem ios m edievales, poniendo buen cuidado, por su
puesto, en aclarar las diferencias, dado que a menudo se le
había criticado que fundara su ciencia de la sociedad en va
lores de corporativismo, organicismo y realismo metafíisico.'
Con esto no pretendemos insinuar que los sociólogos tu
vieran espíritu m edieval. Tendríamos que buscar m ucho
para encontrar una mentalidad más «moderna», por su fi
liación social y política, que la de Durkheim. Aim en el cuer
po de su teoría social, prevalece el espíritu racionalista y
positivista, tomado en gran parte de Descartes, quien, mu
cho m ás que cualquier otro filósofo del siglo XVII, había
aniquilado el escolasticismo. Lo mismo cabe decir, en esen
cia, de Tónnies, Weber y Simmel.
Ideología y sociología
33
mero es el conservador por excelencia; Marx, la personifica
ción del radicalismo del siglo XIX; y Spencer, según todas
las normas de su época, fue un liberal; pero no sucede lo
propio con otros autores. Cabría designar a Comte como ra
dical si atendemos a lo utópico de su Sistema de política p o
sitiva, con su plan de reordenación total de la sociedad occi
dental; mas para muchos hombres de su siglo, y en prim er
término para John Stuart M ill, las m esuradas loas que
aquel cantara a la ciencia, la industria y el positivism o lo
colocan entre los liberales; y es indudable la tendencia pro
fundamente conservadora de los verdaderos conceptos de
su nueva ciencia, conceptos que explican el lugar especial
que ocupó dentro del pensamiento conservador francés has
ta la Action Frangaise, y también en el pensamiento de la
Confederación del Sur previo á. lá Guerra de Secesión de
Estados Unidos. Quizá la figura de Tbcqueville resulte más
clara: en él se funden el liberalismo y el conservadorismo.
Mantuvo vínculos personales con los liberales de su época;
ejerció un papel influyente en la revolución de 1848, y n o se
hacía ilusiones en lo que atañe a resucitar el pasado. Petra
él la democracia era uno de los movimientos irresistibles e
irreversibles de la historia; empero, el tono de sus análisis y
críticas de la democracia es muy conservador.
La cuestión se vuelve más com pleja cuando pasam os a
considerar otros titanes. Tonnies sería clasificado, supongo,
como conservador, al menos por su raigam bre personal y
notorios vínculos con las condiciones del tipo Gemeinschaft
de su educación; pero él no se juzgaba a sí mismo conserva
dor, y sus simpatías políticas se inclinaban sin disputa ha
cia los liberales. ¿Fueron liberales Simmel, Weber, Durk-
heim? La respuesta afirmativa sería probablemente la más
aproximada. No por cierto i-adicales; ni siquiera Durkheim,
a quien algunos, poco advertidos, ubicaran a veces entre los
socialistas. ¿Serían tal vez conservadores? No en ninguno
de los sentidos políticos del término, corrientes en aquella
época. Tbdós y cada uno de ellos se apartaron de los conser
vadores en política y en economía.
No obstante, sería engañoso abandonar aquí la cuestión.
Existe un conservadorismo de concepto y de símbolo, y exis
te un conservadorismo de actitud. Desde nuestra posición
actual es posible advertir en los escritos de esos tres hom
bres, profundas corrientes de conservadorismo, que avan
34
zan en dirección contraria a su filiación política manifiesta.
H oy podemos ver en cada uno de ellos elem entos en conflic
to casi trágico con las tendencias centrales del liberalism o y
del modernismo. A través de toda su vida las sim patías li
berales de W eber estuvieron en pugna con su percatación
de lo que ese modernism o hacía — en la forma de racionali
zación de cultura y pensamiento— con los valores de la cul
tura europea. Este conflicto interior explica en buena medi
da la m elancolía que emana de ciertas partes de su pensa
m iento y que de hecho detuvo su actividad de erudito du
rante breves lapsos. Ni en Simmel ni en Durkheim hay una
m elancolía sem ejante, aunque tam poco podem os dejar de
apreciar en sus obras la misma tensión entre los valores del
liberalism o político y los del conservadorism o humanista o
cultural, por renuentes que fueran a aceptar estos últim os.
La paradoja de la sociología — paradoja creativa, com o
trato de dem ostrar en estas páginas— reside en que si por
sus objetivos, y por los valores políticos y científicos que de
fendieron sus principales figuras, debe ubicársela dentro de
la corrien te central del m odernism o, por sus conceptos
esenciales y sus perspectivas im plícitas está, en general,
m ucho m ás cerca del conservadorism o filosófico. La co
m unidad, la autoridad, la tradición, lo sacro: estos tem as
fueron, en esa época, principalm ente preocupación de los
conservadores, como se puede apreciar con gran claridad en
la línea intelectual que va de Bonald y Haller a Burckhardt
y Taine. También lo fueron los presentim ientos de aliena
ción, del poder totalitario que habría de surgir de la demo
cracia de masas, y de la decadencia cultural. En vano bus
caríam os los efectos significativos de estas ideas y premoni
ciones sobre los intereses fundam entales de los econom is
tas, politicólogos, psicólogos y etnólogos de ese período. Se
los hallará, en cambio, en la médula de la sociología, transfi
gurados, por supuesto, por los objetivos racionalistas o cien
tíficos de los sociólogos.
35
segundo, el marco intuitivo o artístico de pensam iento en
que se han alcanzado las ideas centrales de la sociología.
Las grandes ideas de las ciencias sociales tienen invaria
blemente sus raíces en aspiraciones morales. Por abstrac
tas que las ideas sean a veces, por neutrales que parezcan a
los teóricos e investigadores nunca se despojan, én reali
dad, de sus orígenes morales. Esto es particularmente cier
to con relación a las ideas de que nos ocupamos en este li
bro. Ellas no surgieron del razonamiento simple y carente
de compromisos morales de la ciencia pirra. No es desmere
cer la grandeza científica de hombres como Weber y Durk-
heim ¿firmar que trabajaban con materiales intelectuales
— valores, conceptos y teorías— que jam ás hubieran llega
do a poseer sin los persistentes conflictos morales del siglo
XIX. Cada una de las ideas mencionadas aparece por pri
m era vez en forma de una afirmación moral, sin ambigüe
dades ni disfraces. La comunidad comienza como valor m o
ral; sólo gradualmente se hace notoria en el pensam iento
sociológico del siglo la secularización de este concepto. Lo
mismo podemos decir de la alienación, la autoridad, el sta
tus, etc. Estas ideas nunca pierden por completo su textura
moraL Aun en los escritos científicos de Weber y Durkheim,
un siglo después de que aquellas hicieran su aparición, se
conserva vivido el elemento moral. Los grandes sociólogos
jam ás dejaron de ser filósofos morales.
jY jam ás dejaron de ser artistas!4 Es im portante tener
presente, aunque sólo sea como profilaxis contra un cienti
ficism o vulgar, que ninguna de las ideas que nos interesan
— ideas que siguen siendo, repito, centrales en el pensa
m iento sociológico contem poráneo— surgió com o conse
cuencia de lo que hoy nos complace llam ar «razonamiento
para la resolución de problemas». Cada una de ellas es, sin
excepciones, resultado de procesos de pensamiento —ima
ginación, visión, intuición— que tienen tanta relación con
el artista como con el investigador científico. Si insisto en
este punto, es sólo porque en nuestra época, los bien inten
cionados y elocuentes maestros de la sociología (y también de
otras ciencias sociales), recalcan con demasiada asiduidad
que lo que es científico (¡y por consiguiente importante!) en
36
su disciplina, es únicamente consecuencia de poner la razón
al servicio de la definición y resolución de problemas.
¿Quién se atrevería a pensar que las Gemeinschaft y Ge·
sellschaft de la tipología de Tónnies, la concepción weberia-
na de la racionalización, la im agen de la m etrópoli de Sim-
mel, y la idea sobre la únomia de Durkheim provengan de
lo que hoy entendem os por análisis lógico-em pírico? For
m ular la pregunta im plica ya conocer la respuesta. Estos
hombres no trabajaron en absoluto con problemas finitos y
ordenados ante ellos. No fueron en modo alguno resolvedo-
res de problemas. Con intuición sagaz, con captación imagi
nativa y profunda de las cosas, reaccionaron ante el mundo
que los rodeaba com o hubiera reaccionado un artista, y
también como un artista, objetivando estados mentales ín
timos, sólo parcialm ente conscientes.
Tomemos, a título de ejemplo, la concepción de la socie
dad y el hom bre subyacente en el gran estudio de Durk
heim acerca del suicidio. Se trata, en lo fundamental, de la
perspectiva de un artista, tanto como la de un hom bre de
ciencia. E l trasfondo, los detalles y la caracterización se
combinan en una imagen total iconística por su captación
de un orden social com pleto. ¿Cómo logró Durkheim esta
idea rectora? De algo podemos estar seguros: no la encontró
examinando las estadísticas vitales de Europa, como hubie
ra sucedido si se aplicara a la ciencia la fábula de la cigüe
ña; tampoco Darwin extrajo la idea de la selección natural
de sus observaciones durante el viaje del Beagle. La idea,
así como el argumento y las conclusiones de El suicidio ya
estaban en su m ente antes de exam inar las estadísticas.
¿De dónde, pues, la obtuvo? Sólo cabe especular al respecto.
Pudo haber arribado a ella en sus lecturas de Tocqueville,
quien a su vez tal vez la dedujo de Laménnais, quien es po
sible que la tom ara de Bonald o Chateaubriand. O quizá
provino de alguna experiencia personal: de algún recordado
fragm ento del Talmud, de una intuición nacida de su propia
soledad y m arginalidad, una m igaja de experiencia pari
siense. ¿Quién puede saberlo? Pero una cosa es cierta: la fe
cunda combinación de ideas que hay detrás de E l suicidio
— de la cual seguimos extrayendo provecho en nuestras em
presas científicas— se alcanzó de una form a más afín con
los procedim ientos de un artista que con los del procesador
de datos, el lógico o el tecnólogo.
37
No es muy diferente lo que ocurre con las ideas y perspec
tivas de Simmel, el más imaginativo e intuitivo de los gran
des sociólogos, y en más de un sentido. Sus descripciones
sobre el miedo, el amor, los convencionalismos, el poder y la
amistad exhiben la mentalidad de un artista-ensayista, y
no constituye distorsión alguna de valores ubicarlo junto a
maestros como Montaigne y Bacon. Si eliminamos la visión
artística de sus análisis de lo extraño, la diada y el rol de lo
secreto, habremos eliminado todo lo que le da vida. En Sim-
mel hay esa maravillosa tensión entre lo estético concreto y
lo filosófico general propia de las grandes obras. El elemento
estético es lo que hace imposible la absorción de su material
sociológico por medio de una teoría sistemática y anónima.
Uno debe retomar al propio Simmel para dar con el concep
to real. Al igual de lo que sucede con Darwin y Freud, siem
pre es posible deducir del hombre mismo algo im portante
que ninguna form ulación im personal de la teoría social
permite entrever.
Nuestra relación con estas ideas y sus creadores es seme
jante a la que vincula al artista con sus predecesores. Del
mismo modo que el novelista siempre aprenderá algo nuevo
al estudiar y reestudiar a Dostoievski o James — un sentido
del desarrollo y la forma, y el modo de extraer inspiración
de una fuente fecunda— también el sociólogo aprende per
manentemente al releer a hombres como Weber y Simmel.
Este es el rasgo que diferencia a la sociología de algunas
ciencias físico-naturales. Lo que el físico joven puede apren
der, aun de am Newton, tiene am límite. Una vez entendidos
los pomtos fundamentales de los Principia, es poco probable
que su relectura le ofrezca, como físico, mucho más (aomque
podría extraer nuevas ideas de ellos como historiador de la
ciencia). ¡Cuán diferente es la relación del sociólogo con oin
Simmel o un Doirkheim! La lectura directa será siem pre
provechosa, siempre dará como resultado la adquisición de
ama información fecomda, capaz de ensanchar los horizon
tes del lector. Proceso semejante al del artista contempo
ráneo que se enfrasca en el estudio de la arqoiitectarra m e
dieval, el soneto isabelino o las pinturas de Matisse. Tal es
la esencia de la historia del arte, y la razón de que la histo
ria de la sociología sea tan diferente de la historia de la
ciencia.
38
2. Las dos revoluciones
39
rim ir en el mercado, eh la cámara legislativa, y también,
con bastante frecuencia, en las barricadas.
Dos fuerzas, monumentales por su significación, dieron
extrema relevancia a estos temas: la Revolución Industrial
y la Revolución Francesa. Sería difícil encontrar algún área
del pensamiento que no hubiera sido afectada por uno de
estos acontecimientos o por ambos. Su naturaleza catadís-
m ica se tom a muy evidente si observamos la reacción de
quienes vivieron durante esas revoluciones y sufrieron sus
consecuencias inm ediatas. Hoy resulta harto sencillo su
m ergir cada revolución, con sus rasgos distintivos, en pro
cesos de cambio de largo plazo; tendemos a subrayar la con
tinuidad más que la discontinuidad, la evolución más que
la revolución. Pero para los intelectuales de esa época, tan
to radicales como conservadores, los cam bios fueron tan
abruptos como si hubiera llegado el fin del mundo. £1 con
traste entre lo presente y lo pasado parecía total —terrorí
fico o embriagador, según cual fuera la relación del sujeto
con el viejo orden y con las fuerzas en él actuantes— .,
En este capítulo nos ocuparemos, no tanto de los aconte
cim ientos y los cambios producidos por las dos revolucio
nes, como de las imágenes y reflejos que puedan hallarse de
ellos en el pensamiento social del siglo pasado. No abrire
mos juicio sobre lo que fueron en su realidad histórica las
revoluciones Industrial o Francesa, en su relación concreta
con lo que las precedió y lo que las siguió. Nuestro interés se
centrará sobre las ideas, y el vínculo entre acontecimientos e
ideas nunca es directo; siempre están de por m edio las con
cepciones existentes Sobre aquellos. Por eso es crucial el pa
pel que desempeña la valoración moral, la ideología política.
L a Revolución Industrial, el poder de la burguesía y el
nacim iento del proletariado pueden o no haber sido lo que
M arx supuso que fueron, pero queda en pie el hecho de que,
si se prescinde de su concepción al respecto, no hay otra for
m a de explicar lo que quizá fue posteriorm ente el m ayor
m ovim iento intelectual o social de la historia de Occidente.
Cabe afirmar lo mismo de la Revolución Francesa. Alfred
C obban se refirió hace poco al «m ito» de la R evolución
Francesa, queriendo decir, al parecer, que no sólo la subita
neidad de la Revolución sino también su im portancia ha
bían sido exageradas. Pero desde el punto de vista de al
gunos de los fundadores de la sociología — Comte, 'Ibcquevi-
40
Ile, Le Play— lo fue en otro sentido completamente distin
to, más o menos él que Sorel habría de dar a esa palabra.
Para aquellas figuras —y para muchos otros— la Revolu
ción Francesa pareció casi un acto de Dios en su inmensi
dad cataclísm ica. Con la posible excepción de la Revolución
Bolchevique en el siglo XX, ningún otro acontecimiento des
de la caída de Roma en el siglo V suscitó emociones tan in
tensas, reflexiones tan graves ni tantos dogmas y perspec
tivas diversos relativos al hom bre y su futuro. Tal como
afirma E. J. Hobsbawm en uno de sus últimos escritos, las
palabras son testim onios que a menudo hablan más' alto
que los documentos. El período comprendido por el último
cuarto del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX es,
desde el punto de vista del pensamiento social, uno de los
más ricos de la historia en lo que atañe a la form ación de
palabras. Consideremos las siguientes, inventadas en ese
lapso o —lo que es lo mismo— modificadas entonces para
darles el sentido que hoy tienen: industria, industrialista,
democracia, clase, clase media, ideología, intelectual, racio
nalism o, hum anitario, atom ístico, masa, com ercialism o,
proletariado, colectivism o, igualitario, liberal, conservador,
científico, utilitario, burocracia, capitalismo, crisis.1 Hubo
otras, pero estas son para nosotros las más interesantes.
Evidentemente, estas palabras no fueron simples tantos
en un juego de reflexiones abstractas acerca de la sociedad
y sus cambios. Tbdas y cada una de ellas estuvieron satura
das por un interés moral y una adhesión partidaria, lo mis
mo al term inar el siglo XIX como en sus comienzos, cuando
hicieron su aparición. Esto no significa negar ni oscurecer
su eficacia posterior en el estudio objetivo de la sociedad.
Todos los grandes períodos del pensamiento en la historia
de la cultura se caracterizan por la proliferación de nuevos
térm inos y de nuevas acepciones para los antiguos. ¿De qué
otro m odo podrían cortarse los lazos de los convencionalis
mos intelectuales, si no mediante los filosos bordes de las
nuevas palabras, capaces de expresar por sí solas nuevos
valores y fuerzas que pugnan por manifestarse? Nada más
fácil que aplicarles los epítetos de «jerga» y «barbarismo lin
güístico» cuando surgen por primera vez; por cierto, algunas
41
los tenían bien merecidos y recibieron el justo castigo del ol
vido posterior, pero la historia revela palmariamente que
fueron pocas las palabras claves, en el estudio humanístico
del hombre y la sociedad* que no comenzaran como neologis
mos nacidos de la pasión moral y del interés ideológico.
/ ·
Los temas del industrialismo
42
Es incuestionable que el más notable y más ampliamente
debatido de estos aspectos fue la situación de la dase traba
jadora. Por prim era vez en la historia del pensam iento eu
ropeo, la clase trabajadora (distingo «clase trabajadora» de
los pobres, los oprim idos, los hum ildes, que por supuesto
constituyen temas permanentes) fue tem a de preocupación
m oral y analítica. Algunos estudiosos han sugerido en los
últim os tiem pos que la situación de la clase trabajadora,
aim en las prim eras etapas del industrialism o, era m ejor
que la que había prevalecido durante un par de siglos an
tes. Quizás esto sea cierto; pero es difícil que los observado
res independientes sustentaran en 'los com ienzos del siglo
XIX tal opinión. Tanto para los radicales como para los con
servadores, la indudable degradación de los trabajadores,
al privarlos de las estructuras protectoras del grem io, la al
dea y la fam ilia, fue la característica fundamental y más es
pantosa del nuevo orden. La declinación del status del tra
bajador comían, para no mencionar al artesano especializa
do, es objeto de la acusación de unos y otros. En el continen
te, Bonald y Hegel aludían con disgusto al «sistem a inglés»,
al advertir la inestabilidad general de la sociedad que so
brevendría al perder el hombre las raíces de su trabajo en
la fam ilia, la parroquia y la comunidad. Ya en 1807, en In
glaterra, Robert Southey basaba en gran parte su crítica al
nuevo sistem a fabril en el em pobrecimiento de sectores ca
da vez m ayores de la población. Nueve años después escri
bió en sus Colloquies: «[Un] pueblo puede ser dem asiado ri
co, pues la tendencia del sistem a comercial, y m ás específi
cam ente del sistem a fabril, es acumular riqueza, más que
distribuirla__ los grandes capitalistas llegan a ser como ti
burones en un estanque, que devoran a los peces más débi
les; y no hay duda de que la pobreza de una parte del pue
blo parece aumentar en la misma proporción que la riqueza
de otra».2 Como ocurriría a lo largo del siglo, Southey seña
la el contraste entre su época y las anteriores. «Con lo malos
que eran los tiem pos feudales —le hace decir a Sir Thomas
More, su principal vocero en los Colloquies— , no fueron tan
perjudiciales como esta época comercial para los sentimien
tos buenos y generosos de la naturaleza hum ana».3
43
Volvamos a los escritos del más capaz de los radicales in
gleses de esé período, William Cobbett, aborrecido y perse
guido sin descanso por las fuerzas que detentaban el poder.
La base de su crítica a la nueva economía no es m uy distin
ta de la de Southey; es precisamente lo qué él considera la
funesta declinación del status del obrero.É l nuevo sistema
«ha extinguido casi por completo la clase de los pequeños
granjeros; de un extremo al otro de Inglaterra, las casas
que albergaron antes a los pequeños granjeros y a sus ven
turosas familias, se convierten ahora en ruinas, con todas
sus ventanas tapiadas, excepto una o dos, dejando pasar la
luz precisa para que algún trabajador, cuyo padre fue qui
zás el pequeño granjero, atienda a sus hijos semidesnudos
y fam élicos...» .
«Quisiera ver —escribe Cobbett— a los pobres de Inglate
rra como eran los pobres de Inglaterra cuando yo nací; y
sólo la falta de medios podrá hacerme desistir de esforzar
me por realizar ese deseo». Cobbett veía destruida a su al
rededor toda relación tradicional que diera seguridad; los
artesanos y granjeros se habían transformado en «manos»
{hands), súbditos ahora de los «Señores de la Fibra, Sobera
nos de la Hilandería, grandes Hacendados de la Hebra . . .
Cuando los términos eran patrono y hambre, todos estaban
en su lugar, y todos eran libres. Ahora, en realidad, es una
cuestión de amos y esclavos».4 5
La semejanza entre Southey y Cobbett refleja aquí cierta
afinidad entre el conservadorismo y el radicalism o que ha
bría dé perdurar a lo largo de todo el siglo (me refiero, por
supuesto, a la evaluación del industrialismo y sus subpro
ductos; escasa o nula fue su afinidad en las cuestiones polí
ticas). Lo que describen en sus escritos conservadores como
Tocqueville, Taine y el norteam ericano Hawthorne, com o
reacción horrorizada ante el cuadro que presentaban Man
chester y otras ciudades de los Midlands de Inglaterra, no
difiere, en su intensidad emocional, de lo que iba a escribir
Fngels. Manchester resultó el «tipo ideal», por así decirlo,
de las reacciones conservadoras y radicales contra la nueva
industria y el desplazamiento de la clase trabajadora desde
su m edio rural.
44
El propio Marx, cuyo disgusto por el ruralism o era tan
desorbitado como su odio al pasado, aparece comparando
en el M anifiesto Comunista las «idílicas relaciones feudales
y patriarcales» del pasado con las que no han dejado otro
«nexo entre hom bre y hombre que el desnudo interés per
sonal y el duro "pago al contado”». El industrialism o ha
ahogado «los éxtasis más paradisíacos de fervor religioso,
de entusiasmo caballeresco y de sentimentalismo filistero,*
en las heladas aguas del cálculo egoísta».6 A no dudarlo,
Marx tenía una opinión escéptica del antiguo patriarcalis-
mo, ya que veía en él un velo que ocultaba la explotación
real; pero m uchos conservadores de la época hubieran
aceptado sin objeciones su term inología. Su referencia al
«nexo del dinero» en apariencia debe más a Carlyle — cuyo
Signs o f the. Times, escrito en 1829, exponía con elocuencia
y pasión la atrofia de la cultura europea por el comercialis
mo— que a los radicales o liberales.7 El conservador Balzac
había de escribir en Francia: «No hay mejor pariente que
un billete de mil francos». Y antes que él Bonald, en ion en
sayo acerca de la fam ilia rural y urbana, presentó al comer
cialism o com o el atributo fundam ental de todo lo que él
odiaba en el modernismo.
Esta es la razón de que los cargos formulados contra el
capitalism o por los conservadores del siglo XIX hayan sido
a m enudo más severos que los de los socialistas. Mientras
estos últim os aceptaron al capitalism o, al menos al punto
de considerarlo un paso necesario del pasado al futuro, los
tradicionalistas tendieron a rechazarlo de plano, juzgando
que toda evolución de su naturaleza industrial de masas
—ya fuera dentro del capitalismo o en un socialismo futu-
45
ro— constituía un apartamiento continuo de las virtudes
superiores de la sociedad feudal cristiana. Lo que más des
preciaban los conservadores era lo que los socialistas acep
taban en el capitalism o — su tecnología, sus modos de orga
nización y el urbanismo— . Veían en estas fuerzas las cau
sas de la desintegración de lo que Burke llam ara «hosterías
y lugares de descanso» del espíritu hum ano; Bonald, les
liens sociales, y Southey, «el lazo de unión».
El segundo de los temas derivados de la Revolución In
dustrial tiene relación con la propiedad y su influencia so
bre el orden social. Como verem os más adelante, ningún
aspecto de la Revolución Francesa representó mayor afren
ta para los conservadores que la confiscación de la propie
dad y el debilitam iento del apoyo institucional a esta. La
propiedad, y la función que deseaba asignársele en la socie
dad, sobrepasa a cualquier otro símbolo en su acción diver
sificadora sobre los conservadores y radicales del siglo XIX.
Para los primeros, ella era la base indispensable de la fam i
lia, la iglesia, el estado y todos los otros grandes grupos so
ciales. Para los radicales su abolición —-salvo como vago
sentimiento colectivo— resultó cada vez más lá m eta fun
damental de sus aspiraciones.
Sin embargo, en esto, tal como ocurría con respecto a la
situación de la clase trabajadora, hay una curiosa proxim i
dad entre unos y otros, de carácter en parte interpretativo.
Marx y Le Play estaban totalmente de acuerdo en la inva
riable base económica de la fam ilia a lo largo de la historia,
y ambos hubieran podido aceptar las esclárecedoras pala
bras de un conservador del siglo XX, Sir Lewis Namier,
quien escribió: «Las relaciones entre grupos de hombres y
parcelas de tierra, entre comunidades organizadas y unida
des territoriales, constituyen el contenido fundamental de
la historia política; la estratificación y las convulsiones so
ciales, surgidas fundamentalmente de la relación entre el
hom bre y la tierra, forman la parte más importante, aun
que no siempre admitida, de la historia interna de las na
ciones; y en las condiciones urbanas e industriales, la pro
piedad de la tierra tiene todavía mayor trascendencia de la
que por lo común se supone».8 Ningún conservador habría
46
dudado de la veracidad de estas palabras; tam poco un radi
cal, aunque sí los liberales.
Pero la afinidad entre conservadores y radicales iba más
allá; ambos odiaban cierto tipo de propiedad: la propiedad
industrial de gran escala, y más especialm ente la propie
dad de tipo abstracto e impersonal representada por accio
nes com pradas y vendidas en la bolsa. El especulador, el
mejor ejem plo del nuevo orden económ ico a los ojos de los
conservadores, se convierte en el principal objetivo del ata
que de Burke. E l ascendiente m aligno ejercido por los que
él llam aba «los nuevos traficantes» — los que especulaban
con tierras y propiedades, los compradores y vendedores de
acciones— aparece en form a notable en sus páginas. Burke
expone el problem a sin ambages. Su tem or reside en que el
poder político se transfiera de la tierra a nuevas form as de
capital. Pero detrás de ello estaba su profunda convicción
de que todo ese orden, con el cual él se había com prom etido
con tanta pasión, se fundaba, en últim a instancia, en la
propiedad de la tierra. En este nuevo orden económ ico po
día ver a la propiedad fragmentada, atom izada y converti
da en bonos o acciones impersonales que jam ás inspirarían
lealtad ni llevarían hacia la estabilidad. Por supuesto, Bur
ke tenía razón. No obstante, fue otro conservador del siglo
XX, el econom ista Joseph Schumpeter, quien hizo de este
punto la verdadera tesis de Capitalism, Socialism and D e
mocracy, concluyendo con la observación de que un pueblo
donde la propiedad sólida y concreta ha degenerado en la po
sesión de bonos y acciones impersonales no notará la transi
ción del capitalism o al socialismo cuando ella se produzca.
En el siglo X IX los conservadores y radicales desconfia
ban por igual del capital industrial y del financiero; pero
mientras estos últimos tendieron cada vez m ás, después de
M arx, a considerar esta form a de propiedad com o un paso
esencial en la evolución hacia el socialismo, y a pensar que
la cura de sus males capitalistas sobrevendría con la liqui
dación revolucionaria de la propiedad privada, aquellos es
tim aron que era la propia naturaleza de ese capital lo que
creaba inestabilidad y alienación en la población, y que el
m ero hecho de ser la propiedad pública o privada no lo afec
taba. Tbdo lo que había hecho de la propiedad de la tierra
tem a de herencia y prim ogeniture en casi todos los países,
en una u otra época —lo que había llevado por igual al cam
47
pesinado y a la aristocracia, durante siglos, a preservar y
perpetuar la propiedad por encima de todos los otros valo
res, salvo los religiosos, para convertirla en objeto de la am
bición sin límites, la avaricia y el proteccionismo— hacía aho
ra que la tierrá fuera el pilar de la ideología conservadora.
Una tercera cuestión suscitada por la Revolución Indus
trial fue la del urbanismo. De la misma manera que la si
tuación social de la dase trabajadora llegó a ser, por prime
ra vez, tem a de la pasión ideológica, también lo fue el carác
ter social de la ciudad. Antes del siglo XIX, la ciudad, al me
nos en la medida en que se ocupan de ella los escritos hu
m anistas, fue considerada como depositaría de todas las
gracias y virtudes de la civilización. A veces encontram os
(recuérdense los Ensayos de Montaigne, o las Confesiones
de Rousseau) expresiones de desagrado frente a la ciudad,
pero estas se dirigen no tanto a su naturaleza (y menos aún
a la pobreza y suciedad que puede m ostrar) cuanto a las
distracciones que proporcionan en ciertas ocasiones sus ri
quezas y su vida intelectual más activa. Pero el rechazo
real de la ciudad, el miedo a ella como fuerza de cultura, y
los presagios relativos a las afecciones psicológicas que in
cuba, configuran una actitud mental casi desconocida antes
del siglo XIX. Como volveremos a verlo repetidas veces, la
ciudad constituye el contexto de casi todas las proposicio
nes sociológicas relacionadas con la desorganización, la alie
nación y el aislamiento mental, estigmas de la pérdida de
comunidad y pertenencia. Podemos estar seguros de que no
faltaron razones para los malos augurios. Volvamos a Man
chester: entre los años 1801 y alrededor de 1850 la pobla
ción saltó de 70.000 habitantes a algo más de 300.000. Jun
to al aumento de las cifras aumentó, naturalmente, la mu
gre — «la insalubridad», al decir de Ruskin— más allá de to
do lo que el hombre europeo estaba preparado a soportar.
Como en los otros dos temas que hemos tocado, tam bién
aquí es inevitable el contraste: esta vez, entre las ciudades
estables, relativamente simples y amuralladas que vemos
en cientos de láminas de la vida urbana medieval, y los con
glomerados extendidos, sin concierto ni límites que ofrecen
a la m irada las nuevas ciudades de los Midlands. Acaso las
ciudades inglesas presentaran el peor de los espectáculos
del urbanismo —así lo vieron los humanistas franceses y
alemanes, lo mismo que los ingleses— , pero como pusieron
48
de relieve las novelas de Balzac, Victor Hugo y más tarde
Zola, el fenómeno de París superó todo lo imaginable.
_A1 com ienzo, los radicales y conservadores concordaron
bastante en su desagrado por el urbanismo. Hay tanta nos
talgia por el pasado rural en Cobbett como en Burke; pero a
medida que transcurre él siglo no podemos menos que sor
prendem os ante el carácter cada vez más «urbano» del ra
dicalismo. Con esto no sólo quiero significar las raíces de
mográficas ciudadanas de casi todos los movimientos radi
cales del siglo XIX, sino tam bién el sabor urbano del radica
lismo, el ordenamiento típicamente urbano de valores que
vemos en el pensamiento radical.
M arx consideró al nacim iento del urbanismo como una
bendición capitalista, algo que debía difundirse más aún en
el futuro orden socialista. El carácter esencialmente «urba
no» del pensam iento radical m oderno (y su falta consi
guiente de preparación teórica y táctica con respecto al rol
de las poblaciones campesinas en el siglo XX) procede en
gram m edida de Marx y de una concepción que relegó el ru-
ralism o a la condición de un factor retrógrado. Es intere
sante advertir que Engels, cuyo estudio de las clases traba
jadoras inglesas tiene en general más rasgos de un espíritu
exaltado que de estricto marxismo, se angustió ante la ex
pansión del urbanismo. «Sabemos muy bien — escribió— ,
que el aislam iento del individuo . . . es en todas partes el
principio fundamental de la sociedad moderna; pero en nin
guna se m anifiesta de manera más estrepitosa y evidente
este egoísm o m ezquino, que en el fárrago frenético de la
gran ciudad».9 Podemos comparar sus palabras con las de
Tocqueville después de tina visita a Manchester; «De esta
sucia cloaca parte la mayor corriente de industria humana,
para fertilizar el mundo entero. De este albañal inmundo
fluye oro puro. Aquí alcanza la hum anidad el desarrollo
más com pleto y brutal; aquí hace sus m ilagros la civiliza
ción, y el hombre civilizado se vuelve casi un salvaje».10 Los
conservadores señalan con insistencia el grado en que la
cultura europea — desde sus ideales morales y espirituales
49
hasta su artesanía, sus cantos y su literatura-— se ha basa
do en los ritmos de la campiña, la sucesión de las estaciones,
la alternancia de los elementos naturales y la relación pro
funda entre el hombre y el suelo. Sólo cabe esperar desa
rraigo y alienación del alejamiento del hombre de estos rit
mos y su exposición a las presiones artificiales de la ciudad.
Si el radicalism o moderno es urbano en su mentalidad, el
conservadorismo, en cam bióles en gran medida rural.
Debemos mencionar, por último, otros dos temas igual
mente vitales, igualmente cargados de pasión ideológica en
el pensamiento del siglo XIX: la tecnología y el sistem a fa
bril. Bajo el efecto de la prim era y dentro de los confines del
último, conservadores y radicales pudieron ser testigos de
cam bios que influían sobre la relación histórica entre el
hombre y la mujer, que amenazaban (o prometían) hacer de
la fam ilia tradicional algo caduco, que abolirían la separa
ción cultural entre la ciudad y el campo, y posibilitarían,
por prim era vez en la historia, la liberación de las energías
productivas del hombre de los límites impuestos por la na
turaleza o la sociedad tradicional.
Ambos temas, la tecnología y la fábrica, dieron m ateria
pará innumerables discursos, sermones y oraciones, así co
mo trabajos eruditos, en el siglo XIX. Los radicales mues
tran cierta ambivalencia hacia ellos. La subordinación del
obrero a la máquina, su incorporación anónima al régimen
implantado por la sirena de la fábrica y el capataz, la prole-
tarización de su status son, evidentemente, tópicos en que
abunda la literatura radical; pero tam bién en esto la res
puesta conservadora es la m ás fundam ental. M ientras
Marx vislum bró en la máquina vina forma de esclavitud y
una m anifestación de la alienación del trabajo, identificó
cada vez más esa esclavitud y esa alienación con la propie
dad privada, más que con la máquina como tal. En lo relati
vo a la disciplina de la fábrica, las palabras de Engels, sus
citadas por la condena anarquista al sistema fabril, reflejan
lo que llegó a ser casi general en los escritos radicales del
últim o siglo: «El deseo de abolir la autoridad en la industria
de gran escala es equivalente a desear la abolición de la
propia industria, destruir si telar para volver a la rueca»11
Una vez que se acepta a la fábrica y su división del trabajo
50
impuesta mecánicamente como necesidad histórica, no hay
más que un corto paso a esa especie de idealización de la fá
brica y de la m áquina que encontramos en las obras litera
rias y artísticas de los radicales a comienzos del siglo XX.
Los conservadores desconfiaron de la fábrica y de su divi
sión m ecánica del trabajo como habían desconfiado de todo
otro sistem a que pareciera, por su propia naturaleza, di
rigido a destruir al campesino, al artesano, tanto como a la
familia o la com unidad local. Era fácil ver en el funciona
miento de la m áquina rotativa de vapor, la lanzadera o la
máquina de hilar, una form a de tiranizar la m ente del hom
bre y un instrum ento para su degradación m oral. En apa
riencia, había entre el hom bre y la m áquina una transfe
rencia de fuerza y destreza primero, y de inteligencia des
pués, preñada de m alos augurios para las criaturas hechas
a im agen y semejanza de Dios. De la misma m anera que la
fábrica (para Beiitham, él m odelo perfecto de lo que debie
ran ser todas las relaciones humanas) fue considerada por
hombres como Coleridge, Bonald y Haller, el arquetipo de
una reglam entación económ ica sólo conocida hasta enton
ces en cuarteles y prisiones, tam bién la m áquina se convir
tió a sus ojos en el sím bolo perfecto de lo que estaba ocu
rriendo en las mentes y la cultura humanas.
Carlyle se dirigía a los conservadores y a los humanistas
por igual cuando escribió: «No sólo lo externo y lo físico son
gobernados ahora por la máquina, sino tam bién lo íntim o y
lo espiritu al.. . La misma costumbre regula, no ya nuestro
m odo de actuar: tam bién nuestros m odos de pensar y de
sentir. Los hombres mecanizan su mente y su corazón tanto
como sus manos. Han perdido la fe en el esfuerzo individual
y en la fuerza natural, de cualquier índole que fuera. Sus
anhelos y luchas no persiguen una perfección íntim a, sino
com binaciones y disposiciones exteriores, instituciones y
constituciones, es decir, mecanismos de uno u otro tipo. To
dos sus esfuerzos, adhesiones, opiniones, se vuelven hacia
los m ecanism os y adquieren carácter m ecánico».12 Con el
mismo espíritu decía Carlyle: «El mecanismo echó raíces en
las fuentes más íntimas y primarias de las convicciones del
hombre, y eleva desde allí innumerables ramas que cubren
toda su vida y actividad: unas cargadas de frutos y otras de
12 Carlyle, «Signs o f the Tim es», W illiam s, op. cit., pág. 79.
51
venenó».13 Y Tbcqueville veía en la m áquina y en la consi
guiente división del trabajo instrumentos de una degrada
ción más espantosa que todas las que hubiera sufrido el
hom bre bajo las pasadas tiranías. Todo lo puesto en la má
quina bajo la form a de destreza y dirección era quitado
—pensaba Tocqueville— de la esencia del hom bre, debili
tándolo, subordinándolo y estrechando su mentalidad. «El
arte avanza, el artesano retrocede».14
52
í·
lectivism o nacionalista, secularización y burocracia que los
partidarios de ambos bandos le atribuyeron en un princi
pio. En los comienzos del siglo XIX hubo historiadores — el
más notable entre ellos Tocqueville— que señalaron las
hondas raíces que tenían estos procesos en la historia de
Francia; pero la Revolución conquistó su influencia tenaz
sobre la conciencia europea antes de que el análisis histórico
las revelara. De cualquier manera, dejando de lado todo lo
que preparó el camino a la Revolución, nada podría menos
cabar el extraordinario espectáculo de un puñado de hom
bres (reform adores liberales, intelectuales políticos, espe
culadores financieros, visionarios de la economía, fanáticos
morales, para citar sólo algunos de los tipos que florecieron
sim ultánea o sucesivamente en el curso de la Revolución)
que se creían com prom etidos en la con stitu ción de un
nuevo orden social, y así eran tenidos por otros individuos a
uno y otro lado del Atlántico. Taine, cuya erudición y juicio
podemos discutir, pero no su agudeza e ingenio, estuvo en
lo cierto al calificar a la Revolución como el hecho histórico
más im portante en Europa después de la caída de Roma.
Aquí apenas podemos insinuar los alcances e intensidad
de la influencia de la Revolución sobre el pensamiento eu
ropeo. B astará para ello considerar a los sociólogos. De
Comte a Durkheim, sin excepción, le asignaron un papel
decisivo en el establecim iento de las condiciones sociales
que les interesaban en form a inmediata. Así, Comte señala
específicam ente el desorden engendrado por ella com o
antecedente de su propia obra. Comte creyó que «los falsos
dogmas» de la Revolución — el igualitarismo, la soberanía
popular y el individualism o— eran los responsables, aún
más que el nuevo sistema industrial, de que cundiera la de
sorganización moral en Europa. Tocqueville estaba obsesio
nado por la Revolución; ella es el verdadero tema de su es
tudio de la democracia norteamericana, y tenía proyectada
una larga obra para analizar específicamente sus efectos.
Le Play le atribuye repetidas veces ser la causa principal de
la penosa situación de la clase trabajadora hacia mediados
de siglo, y también la secularización de la educación, la in
dividualización de la propiedad y el crecimiento acelerado
de la burocracia, que tanto le disgustaba. Al finalizar el
siglo, Durkheim sigue preocupado con lo que llama la susti
tución del «egoísm o corporativo» por un «egoísm o indivi
53
i
dual». El impacto intelectual de la Revolución no fue menos
general en Alemania. Tfenemos muchas pruebas de la fasci
nación que ejerciera sobre Hegel, y es indudable que la es
pectacular racionalización de la ley emprendida por los re
volucionarios constituyó el im pulso inmediato de los estu
dios de Savigny. Otto von Gierke halló en el efecto destruc
tivo de la Revolución sobre asociaciones intermediéis, como
el monasterio, el gremio y la comuna, la mayor inspiración
para su monumental estudio del estado y la asociación en
la historia europea. Y es indudable que Leo Strauss tiene
razón al afirmar que las categorías básicas de autoridad de
Max W eber — autoridad tradicional, autoridad racional y
autoridad carismática— deben mucho a la Revolución y sus
efectos sobre el antiguo orden.15 Mosca, profundamente im
presionado por las lecturas de Taine, tomó de aquella los
elementos esenciales de su teoría del poder. No menos afec
tado resultó Michels, en la formulación de su «ley de la oli
garquía» y su crítica del «centralismo democrático».
Lo que es cierto de la sociología del siglo pasado, es igual
mente cierto de muchos otros campos del pensamiento: la
historiografía, la jurisprudencia, la filosofía moral y la cien
cia política. Todas ellas se vieron en situación de tratar las
cuestiones suscitadas, en form a tan dramática, por la Revo
lución: la tradición versus la razón y la ley, la religión ver
sus el estado, la naturaleza de la propiedad, la relación de
las clases sociales, la administración pública, la centraliza
ción, el nacionalism o y, quizá por encima de todas las de
más, el igualitarismo. La palabra democracia, que resum ía
todas estas cuestiones, se rem onta directamente en su for
ma m oderna a kuRevolución Francesa. E. W eekley escribe:
«Sólo con la Revolución Francesa la palabra democracia de
jó de ser un mero térm ino literario y pasó a form ar parte
del vocabulario político».16
¿Cóm o fue que esta Revolución, más que ninguna hasta
entonces, atrajo la atención de los hombres durante un si-
55
I.
“Τ
ι
Fueron los conservadores, comenzando por Burke, quie- j
nes primero llamaron la atención sobre dicho carácter ideo- ;
lógico. Burke fue acerbamente atacado por sugerir en 1790 , |
que los propósitos de la Revolución Francesa eran funda- I
mentalmente diferentes de los de la norteamericana. Se lo ;
acusó de traicionar los principios en los que fundamentara
su enjuiciamiento de la East India Company, y su defensa
de los colonos estadounidenses; pero él veía en la Revolu- I
ción Francesa una fuerza compuesta de poder político, ra
cionalismo secular e ideología moralista, que en su opinión
era única. Y en esto tenía razón. Por mucho que los prejui
cios influyeran sobre su versión de los hechos y las leyes,
por sentimental que fuera su opinión de la monarquía fran
cesa y m aliciosa su caracterización de los que ejercieron el
poder revolucionario, si pensamos que hacia 1794 hombres
como R obespierre y Saint-Just hubieran considerado su
opinión sobre las repercusiones de la Revolución mucho más
próxima a la realidad que la del liberal Richard Price (quien,
como sabemos, fue el móvil inmediato de las Reflections de
Burke), no podemos sino advertir en ello un dejo de ironía:
mientras Price no veía más allá de los objetivos políticos
proclamados por la Revolución, Burke advirtió la subyacen
te intensidad oral, cuasi-religiosa, del contexto de raciona
lismo político en el cual estos últimos tomaron forma. Aque
llo que los filósofos del racionalismo descartaron del aborre
cido cristianismo durante la Revolución, lo invistieron con
verdadero celo de m isioneros en la obra revolucionaria.
Una generación después, Tbcqueville no hacía sino volcar
en nuevas palabras la afirmación de Burke cuando escribía:
«Ninguna rebelión política anterior, por violenta que fuera,
despertó tan apasionado entusiasmo, pues el ideal que se
fijó la Revolución Francesa no fue sólo cambiar el sistema
francés sino nada menos que regenerar a toda la especie
humana. Creó una atmósfera de fervor m isional y adquirió,
verdaderamente, todos los aspectos de tin renacimiento re
ligioso. . . paira consternación de los observadores contem
poráneos. Quizá fuera más exacto decir que desarrolló una
especie de religión, aunque im perfecta, pues careció de
56
Dios, de ritual o de la prom esa de una vida futura. Sin em
bargo, esta extraña religión, como el Islam, inundó el mun
do entero con sus apóstoles, militantes y m ártires».17
Es debido a su carácter ideológico que la Revolución se
transformó en obsesión de los intelectuales durante déca
das. Los meros acontecimientos, aun si consisten en destro
nar monarcas, expropiar y decapitar, no cautivan las espe
ranzas de los románticos, idealistas y visionarios a lo largo
de varias generaciones, ni atormentan a los aprensivos tra-
dicionalistas, Hacen falta dogmas y herejías, y la Revolu
ción los tuvo en abundancia; ella contribuyó a promover en
Europa occidental las actitudes mentales acerca del bien y
el mal en la política, reservadas antes a la religión y a la de-
monología. Todo el carácter de la política y del rol de los in
telectuales en ella cambió con la estructura del estado y su
relación con los intereses sociales y económicos. La política
se volvió entonces una form a de vida intelectual y moral no
diferente de la descripta por Rousseau en sus Confesiones:
«Llegué a com prender que todo estaba conectado, en sus
raíces, con la política, y que de cualquier modo que proce
diese, nadie sería sino como la naturaleza de su gobierno lo
hiciera».18 En su Discurso sobre la economía política escri
bió Rousseau: «Si es bueno saber cómo actuar frente a los
hombres tal como son, mucho m ejor es hacer de ellos lo que
es necesario que sean. La autoridad más absoluta es la que
penetra en el ser más íntim o del hombre, y se preocupa tan
to por su voluntad como por sus acciones . . . Si cumpliéra
mos la Voluntad General, habríam os satisfecho todos los
deseos particulares; en otras palabras, puesto que la virtud
no es más que esta conformidad de los deseos particulares
con la Voluntad General, habríamos establecido el reino de
la virtud».19 La relación que ligó a Rousseau con la Revolu-
17 The Old Regime and the French Revolution, trad, de Stuart G il
bert, Garden City: Doubleday Anchor Books, 1955, págs. 12 y sigs. Bur
ke había escrito en 1790: «Si tom am os en consideración todas las cir
cu n stan cias, la R evolución Francesa resu lta el acontecim iento m ás
asom broso que ha ocurrido en el mundo hasta la fecha».
18 Confessions of Jean Jacques Rousseau, Boston: The B ibliophilist
Society, 1933, II, pág. 141.
19 The Social Contract and Discourses, G. D. H. Cole, trad, y com p.,
N ueva York: E. P. Dutton and Company, 1950, págs. 297 y sigs.
57
ción es interesante; pensar que fuera tina de las «causas» de
esta es, por supuesto, absurdo. Con anterioridad a .1789 se
lo leía y respetaba muy poco en Francia. Sus ideas no pare
cían im portar dem asiado ni siquiera al estallar el m ovi
miento. Pero hacia 1791, trece años después de su muerte,
se había convertido en la Eminencia Gris: el más admirado,
citado e influyente entre todos los philosophes. Su intere
sante combinación de igualitarismo individualista (tan vivo
en los discursos sobre las artes y las ciencias, y sobre el ori
gen de la desigualdad) y de una Voluntad General que daba
legitim idad al poder político absoluto (como lo expuso en el
Discurso sobre la economía política y en El contrato social)
estaba hecha a la m edida de las aspiraciones revoluciona
rias. Para empezar, la augusta Declaración de los Derechos
del Hombre especificaba con claridad que «la fuente de toda
soberanía es esencialmente la nación; nadie, ningún indivi
duo puede ejercer autoridad alguna que no proceda en cla
ros térm inos de ella». Y más adelante: «La ley es la expre
sión de la voluntad general. Ibdos los ciudadanos tienen el
derecho de participar en su creación, ya sea personalmente
o por m edio de sus representantes. Debe ser igual para to
dos, tanto en lo que protege como en lo que castiga. Todos
los ciudadanos, siendo iguales ante sus ojos, son igualm en
te aptos para ocupar cualquier cargo, puesto y em pleo pú
blico, según su capacidad y sin otra distinción que la que es
tablecen sus virtudes y talentos».
En estos térm inos aparece redactada gran parte de la
legislación específica de la Revolución.20 Una ley que lleva
58
fecha del 2 al 17 de marzo de 1791, abolía para siem pre los
aborrecidos gremios y corporaciones, inaugurando la liber
tad de trabajo (liberté du travail). Esta ley fue seguida, tres
meses después, por una m edida m ás rigurosa, la fam osa
Loi Le Chapelier del 14 al 17 de junio, que no sólo confirma
ba la abolición de los gremios sino que prohibía el estableci
m iento de cualquier form a análoga de asociación. «Ya no
existe corporación alguna dentro del estado; no hay más
que el interés particular de cada individuo y el interés ge
neral. .·■.». Las asambleas dem ocráticas adquirían así, de
golpe, una magnitud de poder que los reyes supuestamente
absolutos no habían logrado jam ás, a pesar de sus esfuer
zos. El disgusto de Rousseau por las «asociaciones parcia
les» dentro del estado se incorporaba ahora a la legislación.
«No debe perm itirse la reunión de los ciudadanos de ciertos
oficios en pro de sus supuestos intereses». Un estado «ver
daderamente libre — dijo uno de los legisladores— , no debe
soportar en su seno ninguna corporación, ni siquiera aque
llas consagradas a la instrucción pública, que como tales
han m erecido el reconocim iento del país». Las sociedades
de beneficencia y las asociaciones de ayuda m utua fueron
declaradas ilegales o al menos sospechosas. «Es tarea de la
nación — declaró Le Chapelier en un discurso ante la Asam
blea— , es tarea de los funcionarios públicos en nombre de
la nación, proporcionar empleo a quien lo solicite y asisten
cia a los débiles y enfermos». Si las antiguas corporaciones
eran inaceptables, sobre la base de su corrupción de la vo
luntad general, ¿por qué habrían de perm itirse otras nue
vas? «Puesto que la abolición de todo tipo de corporaciones
de ciudadanos del mismo estado y del mismo oficio es una
de las bases fundamentales de la Constitución de Francia,
se prohíbe restablecerlas de facto bago cualquier pretexto de
forma». Los decretos posteriores de Napoleón relativos a las
asociaciones, no hicieron sino am pliar y confirm ar lo que
había comenzado la Revolución en su fase dem ocráticó-libe-
ral, hecho a veces soslayado por los historiadores que desta
can el papel «reaccionario» que desem peñó Napoleón con
respecto a aquella. Sus leyes fueron más amplias, y el siste-
59
ma policial con que las puso en vigor faltaba en 1791. Pero
no las creó; se lim itó a extenderlas y sistematizarlas. Así,
en 1810 agregó a las leyes existentes nuevos artículos que
prohibían las asociaciones de más de veinte personas. Aun
que la protesta popular hizo que estas restricciones se m o
deraran en 1812, esta acerba controversia política concer
niente a las asociaciones, que duró tres generaciones, no
terminó sino con el rechazo final (en las postrimerías del si
glo pasado) de las leyes que lets prohibían o limitaban. Vere
mos más adelante que Comte, Le Play y Tbcqueville, para
nombrar sólo tres sociólogos, se preocuparon profundamen
te por las consecuencias de la restricción de la libertad de
asociación para la sociedad.
La familia experimentó también un profundo cambio en
la legislación revolucionaria.21 Como los philosophes, los le
gisladores revolucionarios encontraron que las costumbres
patriarcales y la indisolubilidad del lazo matrimonial «eran
contrariéis a la naturaleza y a la razón». Una ley de 1792
designaba al matrimonio como contrato civil, y establecía
diversos motivos que justificaban el divorcio. Tales medidas
se apoyaban invariablem ente en la ley natural, con fre
cuentes citas filosóficas. Que esta disposición fue bien reci
bida y produjo alivio en algunos sectores lo dem uestra el
hecho de que en el sexto año de la República el número de
divorcios excedió en París el de matrimonios; pero habrían
de seguirla otras, vinculadas con la reforma de la familia.
Se establecieron estrictas limitaciones al poder paterno, y
en todos los casos la autoridad del padre cesaba cuando los
hijos alcanzaban la mayoría de edad legal. En 1793 esta se
fijó en los veintiún años; por esa m ism a fecha el gobierno
decretó la inclusión de los hijos ilegítim os en los asuntos re
lativos a herencia familiar. Los legisladores tenían una ac
titud abiertamente hostil a las costumbres que regían la so
lidaridad de la fa m ilia antigua. Hombres como Lepelletier
y Robespierre, apelando específicamente a los preceptos de
Rousseau (en su Discurso sobre la economía política), insis
tieron en que el estado debía tener prim acía de derecho so
bre la vida de los jóvenes. Los legisladores sostenían que
60
dentro de la fam ilia, y en cualquier otro medio, debían pre
valecer los ideales de igualdad y los derechos individuales.
Concebían a la fam ilia como una pequeña república (une
petite république), y prohibieron al padre ejercer en ella una
autoridad «monárquica». Las relaciones entre la fam ilia y
sus dependientes dom ésticos, tales como los sirvientes,
eran establecidas sobre una base contractual. La unidad
patriarcal de la fam ilia quedaba así disuelta, al menos en la
letra de la ley, siguiendo la política general adoptada con
respecto a todos los grupos. La modificación de la propiedad
por obra de los legisladores revolucionarios no fue menos
profunda.22 Antes de la Revolución la costumbre y la ley
habían alentado un sistem a de herencia por el cual las fin
cas, grandes y pequeñas, tendían a ser preservadas intac
tas, y perm anecían de generación en generación en poder
de las mismas familias. Ahora se hacía difícil perpetuar la
propiedad fam iliar en el agregado social. Con su concepción
de que la propiedad pertenecía a los miembros individuales
de la fam ilia, el gobierno proclam aba el partage forcé, m e
diante el cual el padre estaba obligado por ley a legar par
tes iguales de la propiedad a sus hijos. Al lim itar la libertad
testam entaria del padre y forzar una división igualitaria de
la propiedad, la solidaridad económica de la fam ilia se debi
litaba. Esto, como verem os más adelante, obsesionó a Le
Play más que ninguna otra de las medidas revolucionarias
y lo im pulsó a realizar un vasto estudio de la fam ilia y de la
propiedad. Otra expresión del esfuerzo por liberar a los in
dividuos de las antiguas autoridades, es el control de la
educación, asumido por el gobierno en lugar de la fam ilia a
partir de 1793.23 Con anterioridad, la educación prim aria
era un quehacer conjunto de la fam ilia y de la iglesia. Las
universidades francesas eran instituciones eclesiásticas se-
miautónomas. Los sucesivos gobiernos revolucionarios, que
creían con Danton que «después del pan, la educación es la
necesidad prim era del pueblo», adoptaron muchas medidas
dirigidas a la vez a centralizarla y extenderla, instituyéndo
la no como un mero derecho sino como un deber político de
61
todos los ciudadanos. N apoleón dio im pulso poderoso a este
propósito centralizado^ pues declaró públicam ente que la
educación era un m ecanism o para producir sujetos eficien
tes. «En el establecimiento de un organism o de enseñanza
—señaló—, mi principal objetivo es contar con un m edio de
dirigir las opiniones políticas y m orales; pues m ientras no
enseñemos al pueblo desde ,1a infancia si han de ser repu
blicanos o monárquicos, católicos o librepensadores, el esta
do no constituirá una nación».24 Dej ando de lado la m otiva
ción, estas palabras podían provenir de Rousseau o de algu
no de los jacobinos.
Lá religión también fue profundam ente afectada, y aquí
el lazo entre el fium inism o y la Revolución es quizás el más
claro de todos. El abate Raynal, cuyos escritos anticlerica
les le habían acarreado la censura de la iglesia, alcanzó un
tardío desquite durante la Convención, cuando sus pala
bras fueron declamadas con entusiasm o: «El estado no ha
sido hecho para la religión; la religión es para el estado. El
estado es supremo respecto de todas las cosas; toda distin
ción entre el poder tem poral y el poder espiritual es un pal
pable absurdo, y no puede haber m ás que una sola y única
jurisdicción en todas aquellas cuestiones donde sea necesa
rio brindar o defender la utilidad pública».25 Cuando esta
lló la Revolución no existía un deseo m anifiesto de abolir el
cristianismo, pero sí el de regularlo por com pleto. E n caso
de haber una iglesia, esta debía reflejar el carácter del nue
vo orden político. En el nom bre de la liberté, la A sam blea
suprimió todos los votos m onásticos perm anentes y las ór
denes religiosas. Fueron transferidas al estado las funcio
nes de educación y caridad que habían correspondido a la
iglesia y las diversas órdenes. Los obispos y párrocos de
bían ser elegidos igual que los funcionarios com unes, los
clérigos aceptar el sustento del estado, y form ular en ese
carácter un voto de fidelidad a él. Quienes se negaron a ha
cerlo fueron declarados enem igos del pueblo.
Pero el golpe más rotundo fue la confiscación de las pro
piedades pertenecientes a la iglesia. Desde el punto de vis
62
ta de la n atu raleza de los grupos sociales y asociaciones
amparadas por la ley, el m ayor interés de este acto reside
en los debates que desencadenó en relación con el carácter
corporativo de la iglesia. Más de un m iem bro de la Asam
blea planteó la cuestión de si la iglesia, dado su carácter
corporativo, no debía ser indem nizada. Aun en aquel orga
nismo seguían hallando expresión antiguas ideas corpora
tivas de la jurisprudencia, pero fueron ahogadas por el alu
vión irresistible de argum entos sobre «ley natural», según
los cuales no existen en verdad m ás personéis que las natu
rales (o sea, los individuos), y todos los derechos que la igle
sia pudiera reclam ar desaparecían ante los derechos sobe
ranos del estado. Thouret declaró ante el cuerpo legislativo:
«Los derechos de los individuos son distintos de los de la cor
poración; los individuos existen ante la ley, y tienen dere
chos que surgen de la naturaleza y son im prescriptibles, co
mo el derecho de propiedad; las corporaciones, en cam bio,
sólo existen por la ley, y sus derechos dependen de esta».26
Concluía su discurso con esta densa observación: «La des
trucción de un organism o corporativo no es un hom icidio».
Por m últiples razones, pues, debem os considerar en rea
lidad a la Revolución según la im agen que de ella se form a
ron las generaciones de intelectuales que la sucedieron: la
obra com binada de la liberación, la igualdad y el racionalis
mo. Tbcqueville escribió que el igualitarism o pronto llegó a
ser el aprem iante ethos m oral de aquella, una vez disipada
la prim era agitación libertaria. Pero no debem os soslayar
su racionalism o, ni el atractivo que este tuvo para quienes,
siguiendo a Platón, creían en las bases racionales del esta
do justo. La pasión por la unidad geom étrica y la sim etría
llevó a los legisladores revolucionarios, m ás allá de cuestio
nes relativam ente triviales (com o la reform a del sistem a
m onetario y la norm alización de las pesas y m edidas) hasta
la tarea m ás excitante de racionalizar las unidades de espa
cio y tiem po dentro de las cuales vivían los hom bres. H abía
el proyecto de abolir las antiguas provincias y reem plazar
las por unidades y subunidades perfectam ente geom étricas
de adm inistración política, orientadas todas en últim a ins
tancia hacia su centro, París. Fue reform ado el calendario,
26 C itado por Paul Janet, «La propriété pendant la R évolu tion Fran-
Qaise», R evue des D eux M ondes, 1877, pág. 328.
63
asignando nuevos nombres a los días y los meses para re
cordar constantemente al pueblo la ruptura con el antiguo
régimen. Pues si un pueblo ha de ser a un tiempo libre y sa
bio, debe ser liberado de viejos recuerdos y prejuicios engas
tados en asociaciones y símbolos tradicionales. Abolidos los
centros tradicionales de educación, había que establecer
nuevos centros y crear un organismo de propaganda para
liberar al pueblo —en las palabras de Rousseau— de los
«prejuicios de sus padres».
La Revolución era también obra del poder; no el poder en
el sentido mecánico simple de fuerza aplicada sobre un pue
blo por un gobierno externo para la prosecución de sus pro
pios objetivos, sino el poder considerado como algo que na
cía del pueblo y era transmutado por los fines libertarios,
igualitarios y racionalistas de manera tal que dejaba de ser
poder para convertirse en el ejercicio de la voluntad popu
lar. Tal había sido el sueño de Rousseau, y fue el sueño de
muchos durante la Revolución.
Lo que dio significación histórica a la Revolución en la
mente de sus líderes y, aun más, en las mentes de los revo
lucionarios del siglo XIX (para quienes aquella era un ejem
plo obsesivo), fue su mezcla singular de poder y libertad, de
poder e igualdad, de poder y fraternidad, y de poder y .ra
zón. Desde un punto de vista puramente intelectual, estas
afinidades representan de manera bastante aproxim ada
las fases sucesivas del desarrollo de la Revolución. ¿De qué
otro modo, sino por el poder colectivo del pueblo — repre
sentado primero por la Asamblea y la Convención, luego por
el Comité y finalmente por un solo hombre— , hubiera sido
posible alcanzar la libertad parados millones que sufrían la
opresión de las aborrecidas autoridades de la iglesia, la
aristocracia, los gremios y la monarquía? Del poder conce
bido como liberación no había más que un corto paso al po
der concebido como igualdad; pues si cada ciudadano de
Francia era por definición partícipe del nuevo orden políti
co, ¿acaso esto no proporcionaba la igualdad de poder: la
forma más fundamental de igualdad? Y en la estructura de
la nación, declarada desde el comienzo única fuente legíti
ma de autoridad en la República, residía una form a de fra
ternidad que hacía aparecer caducas y discrim inatorias a
todas las formas anteriores. Por último, ¿de qué otra m ane
ra sería posible acabar con la confusión política, social y
64
económ ica legada por el feudalism o, e im plantar un nuevo
sistem a de sociedad, com o no fuera por el ejercicio de un
poder tan racional com o ilim itado?
«La transición de una nación oprim ida hacia la dem ocra
cia -—declaró el Com ité de Salvación Pública— ,* es com o el
esfuerzo m ediante el cual la naturaleza surge de la nada.
Hay que rehacer enteram ente a un pueblo si querem os ha
cerlo libre, destruir sus prejuicios, alterar sus costum bres,
lim itar sus necesidades, erradicar sus vicios y purificar sus
deseos».27 Es im posible no advertir aquí el naciente m ora-
lism o político — a veces m oralism o total— que se sum aba a
los tem as de liberación, igualdad, razón y poder. Rousseau
había señalado el cam ino en su Discurso sobre la econom ía
política y en E l contrato social. El poder sin m oralidad es
tiranía; la m oralidad sin poder es estéril. Por eso, a m edida
que progresaba la R evolución, se levantaba ese creciente
llam ado a la virtud en apoyo de las m edidas más extrem as
tom adas por el gobierno. U na nueva m anifestación de con
ciencia religiosa acom pañaba inevitablem ente al m oralis
mo. «¿C óm o hem os de reconocer a un republicano?», pre
guntaba B arére de Vieuzac. Su respuesta podría haber sido
tom ada directam en te del capítu lo de E l con trato socia l,
acerca de la religión civil: «Le reconocerem os — sostenía—
cuando hable de su país con “sentim iento religioso” y del
pueblo soberano con “devoción religiosa”». Con razón, los
historiadores del nacionalism o han rastreado sus orígenes
m odernos en la R evolución. E l sentim iento político fue la
llam a que fundió con su calor todas las relaciones y sím bo
los sociales que separaban al ciudadano de la m eta de una
Francia une et indivisible.
En las últim as décadas se ha llegado a considerar al ja co
binism o com o el que m ejor expresa está fusión singular de
m oralism o y poder absoluto. A unque investigaciones re
cientes han revelado los orígenes de clase m edia y objetivos
puram ente económ icos, de la m ayoría de los m iem bros de
los clubes jacobinos, así com o las técnicas de «dub de deba
tes» a que recurrían, la im agen del jacobinism o que ha ins
pirado desde entonces a los radicales y atorm entado a los
65
conservadores estuvo mucho más cerca de la realidad polí
tica revolucionaria del siglo XX que ningún otro elem ento
de la sociedad liberal y burguesa del siglo X IX E l historia
dor Robert Pointer sugiere algo así en el siguiente párrafo:
«Su república democrática debía ser im itaría, sólida, total,
donde el individuo estuviera fusionado en la sociedad y el
ciudadano en la nación. La soberanía nacional debía lim i
tar los derechos individuales, la voluntad general prevale
cer sobre los deseos privados. En interés del pueblo el esta
do debía ser intervencionista, y brindar servicios sociales;
debía proyectar y orientar las instituciones del país, y em
plear la legislación para elevar al hombre común. Se pare
cería más a los estados del siglo XX que a los del XIX; “la
función del gobierno —dijo Robespierre el 5 de N ivoso— , es
dirigir las fuerzas morales y físicas de la nación”».28 El paso
final es el qué va del poder al terror: en toda revolución dig
na de ese nombre es preciso darlo. Pues, com o declaró Ro
bespierre: «Si la base del gobierno popular en tiem pos de
paz es la virtud, la base del gobierno popular en tiem pos de
revolución es la virtud y el terror: terror sin el cual la virtud
es impotente, virtud sin la cual el terror es asesino».29 Sin
diída parte de la fascinación y autojustificación que halla
ban los espectadores cristianos en la quem a de los no cre
yentes y herejes durante la Inquisición, la encontraron los
espectadores revolucionarios del guillotinam iento de los
contrarrevolucionarios y traidores en el París de 1794. En
el contexto del Terror fue donde tuvieron su origen las con
notaciones peeuliarmente modernas de la traición y la sub
versión; cada una de esas connotaciones es tan inseparable
del carácter de la moderna dem ocracia de m asas, com o la
herejía lo era del carácter de la iglesia m edieval. Para un
Saint-Just, inspirado por la ferocidad disciplinada y espiri
tualizada de un inquisidor m edieval, el terror podía tener
las propiedades de un agente cauterizador: aunque penoso,
indispensable para exterminar la infección política. Fue en
estos términos que revolucionarios del siglo XIX, como Baku
nin, pudieron justificar el uso del terror. Justificación que
continúa en el siglo X X en las obras de Lenin y Trotsky, de
66
Stalin, H itler y M ao. Hay, sin duda, una gran diferencia en
tre la realidad de la R evolución Francesa y la realidad del
totalitarism o del siglo XX, pero no es m enos cierto que exis
te vina continuidad vital, com o lo han señalado varios estu
diosos actuales (entre otros, J. L. Talmon y H annah Arendt),
siguiendo conceptos de Tocqueville, B urckhardt y Taine.
67
de la. an tigua jerarqu ía y autoridad, la form ación de un
nuevo tipo — el del sistem a industrial— , pero esto no le im
p id ió considerar igualm ente al individuo beneficiario d e l!
proceso y, una vez libre de la tiranía de la propiedad priva
da de la industria, destinatario de la salvación final.
A bstracción. E sto se relaciona con la individualización,
pero atañe en prim er lugar a los valores m orales. M uchísi
m as m entalidades de este siglo fueron im pactadas, no sólo
por la tendencia de los valores históricos a hacerse cada vez
m ás seculares, cada vez m ás utilitarios, sino tam bién por
su separación cada vez m ayor de las raíces concretas y par
ticulares que les habían otorgado, durante m uchos siglos,
su distintividad sim bólica y un m edio para su realización.
E l hon or — com o había de dem ostrarlo Tocqueville en un
capítulo m agistral de La dem ocracia en Am érica— , la leal
tad, la am istad y el decoro se originaron todos, com o va
lores, en los contextos m uy particularizados de la localidad
y el rango. Ahora, sin que dism inuyera en m odo alguno su
atractivo com o palabras, com o sím bolos, experim entaban
profundas alteraciones los contextos en los cuales habían
com unicado su significado y habían servido de orientación
durante siglos al pensam iento y la conducta humanos. M u
chos de estos valores habían dependido, para su concreción,
de la experiencia directa del hom bre en la naturaleza: de
sus ritm os y sus ciclos de crecim iento y decadencia, de frío y
de calor, de luz y de som bra. Ahora, un sistem a tecnológico
de pensam iento y conducta com enzaba a interponerse en
tre el hom bre y el habitat natural directo. Otros valores ha
bían dependido de los lazos del patriarcalism o, de una aso
ciación estrecha y prim aria, y de un sentido de lo sacro que
se apoyaba en un concepto religioso o m ágico del m undo.
Ahora, esos valores se volvían abstractos — a causa de la
tecnología, la ciencia y la dem ocracia política— , eran des
plazados de lo particular y de lo concreto. Tam bién esto po
dría representar el progreso para m uchos y una declinación
cultural para otros.
Generalización. La nación, y aun el ám bito internacional;
h an llegado a ser considerados en form a crecien te com o
cam pos esenciales para el ejercicio del pensam iento y la
lealtad hum anos. Desde la fam ilia y la com unidad local, las
ideas se han extendido en nuestra época a la nación, la de
m ocracia, la visión de un orden internacional futuro. Junto
68
con los intereses y las funciones se amplía la lealtad, y tam
bién las percepciones de los hombres, que ya no ven en sus
congéneres meros individuos particulares, sino más bien
miembros de un agregado general, o clase. Como dijera Os-
trogorski: «Al descomponer lo concreto, la lógica de los he
chos tanto como la de las ideas, abrió la puerta a lo general.
En esto, al igual que en todo lo demás, el industrialismo dio
el primer impulso. A los ojos de los fabricantes, la masa de
seres humemos que se afanan en la fábrica eran sólo
jadores, y el trabajador asociaba al dueño de la fábrica con
la idea de mero capitalista o patrono. Por no estar en con
tacto íntimo, cada cual concebía al otro mediante la elimi
nación mental de sus características individuales especia
les, reteniendo únicamente lo que tenía en común con los
otros miembros de su clase».3® La democracia revolucio
naria hizo en la esfera política lo que la Revolución Indus
trial en la económica. En cada caso el particularismo del
antiguo orden — la tendencia a pensar en términos de lo
concreto, el rico o poderoso, el pobre o desvalido identifica-
bles— , desapareció junto con su localismo. La misma ten
dencia a pensar cada vez más en términos de «la clase tra
bajadora», «los pobres», «los capitalistas», se expresa con
igual fuerza en la tendencia a pensar en términos de «vo
tantes», <<burocracia», «ciudadanía», etcétera.
, G
30 Democracy and the Organization of Pi
1 9 0 2 . 1, p ó g . 4 8
31 The Works of Edmund Burke, N u e v a Y o r k !
1 8 3 7 . 1, p á g s . 5 2 4 y sig s
69
Segunda, parte. Las ideas-elem entos
de la sociología
3. Comunidad
73
t
tiempo. La comunidad se basa sobre el hombre concebido en
su totalidad, más que sobre uno u otro de los roles que puede
tener en un orden social, tomados separadamente. Su fuerza
psicológica procede de niveles de motivación más profundos
que los de la mera volición o interés, y logra su realización
por un sometimiento de la voluntad individual que es impo
sible en asociaciones guiadas por la simple conveniencia o
el consentimiento racional. La comunidad es una fusión de
sentimiento y pensamiento, de tradición y com prom iso, de
pertenencia y volición. Puede encontrársela en la localidad,
en la religión, en la nación, en la raza, en la ocupación o en
cualquier fervorosa causa colectiva, o bien tener expresión
simbólica en ellas. Su arquetipo, tanto desde el punto de
vista histórico como desde el simbólico, es la fam ilia; y en
casi todos los tipos de comunidad genuina la nom enclatura
déla fam ilia ocupa un lugar prominente. Las antítesis, rea
les o imaginarias, formadas en el mismo m edio social por
las relaciones no comunales de competencia o conflicto, uti
lidad o consentimiento contractual, son fundam entales pa
ra robustecer los lazos comunitarios: su relativa im perso
nalidad y anonimato llevan a primer plano a estos últim os,
personales e íntimos.
En la tradición sociológica, desde Comte hasta Weber, el
contraste conceptual entre lo comunal y lo no com unal es
vivido y bien articulado. Hacia fines del siglo, Tónnies le dio
la terminología que aún subsiste (Gem einschaft y Gesell-
schaft), pero no es menos real en las obras de los sociólogos
anteriores y posteriores, donde sólo Marx disiente de m ane
ra significativa sobre sus consecuencias valorativas.
No es suficiente decir, como muchos historiadores, que el
rasgo más distintivo del advenimiento de la sociología en el
siglo XIX es la idea de «sociedad»; tampoco es una afirm a
ción precisa, yaque dice a un tiempo demasiado y dem asia
do poco. Pues, en una u otra forma, el concepto de sociedad
no dejó nunca de ser objeto de consideración filosófica, ni si
quiera durante la Edad de la Razón y el Iluminismo, cuan
do abundaban las doctrinas individualistas. Como ha seña
lado de manera tan esclarecedora Sir Ernest Barker, desde
1500 hasta 1800 toda la teoría secular de la ley natural em
peñó prácticamente la totalidad de sus esfuerzos en elabo
rar una teoría de la sociedad; empero, tras la im agen racio
nalista de la sociedad en ese período, existió siem pre la
74
imagen de individuos libres por naturaleza, que se habían
unido racionalm ente en una form a específica y lim itada de
asociación. E l hom bre era lo principal; las relaciones ocupa
ban un lu gar secundario. Las instituciones sólo eran pro
yecciones de sentim ientos innatos fijos y atom izados del
hombre. Volición, consentim iento y contrato: he aquí pala
bras claves en la visión de la sociedad en térm inos de ley
natural. Los grupos y las asociaciones que no fueran defen
dibles en estos térm inos eran arrum bados en el cuarto de
los trastos viejos de la historia. P océis com unidades tradi
cionales sobrevivieron al exam en de los filósofos de la ley
natural de los siglos XV II y XVIII. L a fam ilia era habitual
m ente aceptada, por supuesto, aunque H obbes u tiliza la
idea de un contrato tácito para ju stificar la relación padre-
hijo, y un siglo m ás tarde Rousseau ju ega con la del som eti
m iento de la fam ilia a la Voluntad G eneral. D eberíam os
asignar tam bién un párrafo especial a la cuestión de la igle
sia, pero esta cuestión había perdido casi toda su intensi
dad hacia fines del siglo XVII. Cuando nos volvem os hacia
otras asociaciones, vem os que tam poco con ellas hubo m er
ced. Los grem ios, la corporación, el m onasterio, la com una,
el parentesco, la com unidad aldeana: todas fueron conside
radas carentes de fundam ento en la ley natural. L a socie
dad racional debía ser, com o el conocim iento racional, lo
opuesto a la tradicional. Se debía fundar en el hom bre, no
como m iem bro del grem io, feligrés o cam pesino, sino com o
hom bre natural, y ser concebida com o un tejido de relacio
nes específicas deseadas por los hom bres, que estos estable
cían de m anera libre y racional entre sí. Tal era el m odelo
de sociedad a que llegó el flum inism o francés.
Para los philosophes este m odelo estaba hecho a la m edi
da de sus objetivos políticos. Las relaciones com unales del
feudalism o les repugnaban tanto en el terreno m oral com o
en el político, y si fuera posible dem ostrar que carecían de
la sanción de la ley natural y la razón, ¡pues, tanto m ejor!
En su opinión, Francia estaba saturada de relaciones de ca
rácter corporativo y comunal. Lo que hacía falta era un or
den social fundado sobre la razón y el instinto, unido por los
lazos m ás flojos e im personales. El problem a, tal com o lo
planteó solem nem ente Rousseau, con sistía en «encontrar
una form a de asociación que defendiera y protegiera la per
sona y los bienes de cada asociado con toda la fu erza co-
75
mún, y donde cada uno, aunque integrante del conjunto,
pudiera seguir obedeciendo a sus propios dictados, y si
guiera siendo tan libre como antes».12Sem ejante estado nb
podría ver la luz, sin embargo, m ientras se dejara incólume
la estructura heredada de la sociedad. Los m ales sociales
habían aparecido, en prim era instancia, com o consecuencia
de una interdependencia artificial. «D esde el m om ento en
que un hombre comienza a necesitar de la ayuda de otro;
desde el momento en que cualquiera encuentra ventajoso
tener provisiones suficientes para dos, desaparece la igual
dad, surge la propiedad, el trabajo se vuelve indispensable,
y los extensos bosques se convierten en praderas propicias,
que el hombre debe regar con el sudor de su frente, y donde
pronto germinarán y crecerán junto con las m ieses la escla
vitud y la miseria». Sólo la destrucción total de las institu
ciones del mal, permitiría el renacim iento que el conglom e
rado social reclamaba. La falla de la reform a anterior ha
bían sido «los constantes remiendos, cuando para comenzar
debió despejarse el terreno elim inando lo viejo,1com o hizo
Licurgo en Esparta...». No todos los philosophes hubieran
estado de acuerdo con Rousseau, por cierto, en las conse
cuencias que este extrajo a partir de su propia com binación
radical de individualismo y absolutism o político; pero la
irracionalidad de la mayor parte del antiguo orden era in
cuestionable. Esta es la razón de la im placable oposición
del Iluminismo a todas las formas de asociación tradicional
y comunal. «No hubo período más pobre que el siglo XVIII
—escribe W. H. Riehl— en el desarrollo de un espíritu de
comunidad común; la com unidad m edieval había sido di
suelta, y la moderna aún no estaba pronta . . . en la litera
tura satírica de la época, cuando alguien quería represen
tar a un tonto lo hacía aparecer com o burgom aestre, y si
quería describir una reunión de necios, describía una reu
nión de concejales...». El Ilum inism o «fue un período en
que la gente anhelaba humanidad y no tenía com pasión por
su propio pueblo; cuando se filosofaba acerca del estado y se
olvidaba a la comunidad».3
76
La hostilidad intelectual a la com unidad tradicional y a
su ethos recibió fu erte im pulso, com o hem os visto, de las
dos revoluciones; en cada una de ellas la unión de las fuer
zas legislativas y econom icéis que trabajaban p or la des
trucción de grupos y asociaciones nacidos en la Edad M e
dia, pudo parecer la obra del progreso, cum pliendo lo pres-
cripto o presagiado por los filósofos racionalistas desde H ob
bes. La anim osidad contra la com unidad tradicional en los
pensadores del siglo X IX se refleja intensam ente en los es
critos (y la labor práctica) de los filósofos radicales, conduci
dos por el notable Jerem y Bentham . Este y sus sucesores
rechazaron la fe del flum inism o francés en los derechos na
turales y en la ley natural, pero como destacara Halévy, la
consecuencia de sus propias doctrinas de arm onía natural y
de interés personal racional fue la m ism a para las com uni
dades corporativas interm edias entre el hom bre y el estado
soberano. Las loas de Bentham a la comunidad tradicional
se hacían extensivas a la ley común, el sistem a jurídico, el
burgo, y aun las universidades antiguas. El racionalism o,
que en su form a cartesiana había elim inado la superstición
y la revelación, debía elim inar tam bién las reliquias del co-
m unalism o.4*Para alcanzar esta m eta radical, el com ercio,
el industrialism o y la ley adm inistrativa del estado debían
servir de instrum entos, perm itiendo, cada uno a su m odo,
alcanzar los fines sociales del racionalism o. Las legislatu
ras del siglo XIX, cada vez m ás sensibles a los deseos de los
nuevos hom bres de negocios y de la adm inistración pública,
encontraron m uchos m otivos de fascinación en las obras de
los utilitaristas, desde Bentham hasta H erbert Spencer. No
íúe difícil pasar de lo abstracto filosófico a las necesidades
políticas cuando el enem igo com ún era la subsistencia de
tradiciones com unales que sobrevivían aún después de ha
ber perdido toda utilidad, y eran tan contrarias al desarro
llo económ ico com o a la reform a adm inistrativa. N o es sim -
77
I
ple coincidencia el hedió de que, casi desde el comienzo mis
mo de la Revolución Industrial, los partidarios del comercio
y la industria mostraran tanto interés por la reforma políti
ca y administrativa como por la expansión del nuevo siste
ma económico.
Así encontramos entre los discípulos de Bentham la doble
pasión por el individualismo económico y la reforma políti
ca; esta última suele tomar la forma de un proyecto de cen
tralización administrativa excesiva para la época. La rela
ción entre el industrialismo y la centralización administra-
tivá fue muy estrecha en el curso de todo el siglo. La retóri
ca de Manchester acerca del laissez-faire a menudo ocultó
con un manto de nubes la influencia de las legislaturas so
bre las acciones políticas, pero dicha influencia existió. Tan
to el economismo como la politización calculada fueron re
quisitos indispensables para la gigantesca tarea de barrer
los escombros comunales de la Edad Media.
La imagen de la comunidad
78
yes individualistas propiciadas por los líderes revoluciona
rios franceses.6
En las obras de los conservadores, el redescubrim iento de
la com unidad tradicional y sus virtudes ocupa un lugar cen
tral, com o tam bién el contraste entre la com unidad y el in
dividualism o im personal que veían florecer a su alrededor.
Bonald declaraba en F rancia que la exigencia de la hora
era resta b lecer las garan tías com unales que ofrecía n la
iglesia, la fam ilia y otras solidaridades prerrevolucionarias,
incluidos los grem ios y las com unas. E l contraste entre la
seguridad patriarcal que proporcionaban estos organism os
y la inseguridad del nuevo orden es tem a recurrente en sus
escritos. H aller hace girar toda su ciencia de las sociedades
alrededor de la com unidad local y su autonom ía natural.
Lets acusaciones de «m ecanism o» form uladas por C arlyle se
fundaban, al m enos en parte, sobre el desplazam iento de
«modos de pensar y de sentir» de su contexto com unal his
tórico. N adie expuso esta opinión conservadora con m ás
elocuencia que Disraeli. En Sybil escribe: «No hay com uni
dad en Inglaterra; hay agregación, pero agregación en cir
cunstancias tales que la tom an m ás un principio disonante
que u n ificador . . . L a com unidad de propósitos es lo que
constituye la sociedad . . . Sin ella los hom bres pueden ser
llevados a con stitu ir una con tigü idad, pero segu irán es
tando aislados en la práctica». Esta situación es m ás extre
m a y dañina en las ciudades. «En las grandes ciudades los
hom bres se agrupan por el deseo de lucro. No están en un
estado de cooperación sino de aislam iento, en lo que a hacer
fortuna se refiere; y para todo lo dem ás no les im porta el
prójim o. El cristianism o nos enseña a am ar a nuestro próji
m o com o a nosotros m ism os; la sociedad m oderna n o reco
noce prójim o alguno».6 7 «La sociedad m oderna no reconoce
prójim o alguno». Estas palabras de D israeli podrían servir
com o síntesis de gran parte del pensam iento del siglo X IX
— tanto del radical com o del conservador, del im aginativo
com o del em pírico— . A tendíanos a W illiam M orris, cuya
alabanza de las virtudes m edievales era la base principal
del ataque al individualism o m odei’no: «La cam aradería es
el paraíso, y la falta de cam aradería, el infierno; cam arade
79
ría es vida, falta de cam aradería es m uerte; lo que hacéis
sobre la tierra lo hacéis por cam aradería, y la vida que po
néis en ello perdurará por siem pre, y cada uno de vosotros
participará de ella».8
La camaradería, la proxim idad con otros seres, la comu
nidad, cada una a su m odo, constituyen el nuevo esquema
de la utopía. Lo que fuera el sueño de las prim eras m entali
dades utopistas cobra ahora para m uchos realidad — reali
dad efímera, a veces desilusionante, pero realidad al fin— .
El libro de Robert Owen, N ew Lanark, no afectó, por su
puesto, la vida práctica de m uchos, pero fue precursor por
el tema. Las comunidades religiosas utópicas del siglo in
cluían m ás personéis; sus m otivaciones pueden hallarse
tanto en el repudio del egoísm o económ ico y político como
en los esfuerzos por recuperar para la cristiandad su pure
za apostólica y profética. En tanto ética, el com unalism o es
una fuerza poderosa de la religión del siglo XIX, com o lo es
en muchos otros terrenos. Dentro del socialism o, los mar-
xistas se apartaron resueltam ente de todo m odelo basado
sobre el localism o y la tradición, encontrando «en la vasta
asociación de naciones» y en la fábrica, estructuras su fi
cientes para la redención ética de la humanidad; pero había
quienes pensaban de otro m odo: Proudhon, cuya defensa de
la familia patriarcal, el localism o y el regionalism o, consti
tuye el elem ento peculiar de su pensam iento socialista; los
anarquistas, muchos de los cuales veían en las com unida
des aldeanas existentes y en las cooperativas rurales las
células del nuevo orden (una vez que la propiedad hubiera
sido liberada del terrateniente y la m onarquía y la clase,
por supuesto). Gran parte del ím petu de los m ovim ientos
cooperativos y de ayuda m utua del siglo pasado provinieron
de la tentativa de devolver a la sociedad algo de lo que ha
bía perdido al abandonar la com unidad aldeana y los gre
mios. En m uchos de los pasquines y panfletos de la época,
se oponen las desaparecidas solidaridades de la com unidad
aldeana y los gremios al egoísm o y la avaricia reinantes. A
veces sus m otivaciones eran de índole radical — vinculadas
con la abolición de la propiedad privada y la clase social— ,
otras veces de índole conservadora, dando origen a la obra
80
i
singular de hom bres com o W illiam M orris por restablecer o
preservar el pasado artesanal de la comuna. Con frecuen
cia, el com unalism o adquiría una form a puram ente anti
cuaría, prom oviendo la creación de clubes y periódicos, e in
vestigaciones de aficionados. Estos esfuerzos no fueron en
modo alguno estériles: el nuevo m ovim iento de planifica
ción urbana y restauración cívica se basó, en parte, sobre
los odiosos contrastes que ofrecían las ciudades contem po
ráneas con respecto a los grabados y dibujos de las aldeas y
los pueblos m edievales.
Em pero, la com unidad es un m odelo en otros aspectos,
más sutiles y m ás estrictam ente intelectuales. Gran parte
de la nueva orientación de la filosofía m oral y social es con
secuencia del redescubrim iento de la com unidad por parte
del pensam iento histórico y sociológico y el im pacto que ello
produjo. Supone un cam bio com pleto de perspectiva. Vemos
la influencia de la idea de com unidad en una corriente sus
tancial del pensam iento político del siglo. La idea de un es
tado abstracto, im personal y estrictam ente legal, es puesta
a prueba por m edio de teorías que se fundem sobre la su
puesta prioridad de la com unidad, la tradición y el status.
Eruditos com o Sir H enry M aine, O tto von Gierke y, en las
postrim erías del siglo, el gran F. W. M aitland han dem os
trado que los fundam entos de la soberanía m oderna, la ley
prescriptiva y la ciudadanía no provienen todos de la volun
tad individual y del consentim iento, n i m ucho m enos de un
contrato m ítico, sino que son m ejor com prendidos com o
consecuencias históricas de la disolución de la com unidad y
la corporación m edievales. La propia im agen del estado re
sulta afectada. Aunque en las obras de John Austin él con
cepto abstracto e individualista del estado y la soberanía
fije objeto de una form ulación elocuente, se le opusieron,
sin em bargo, otras opiniones — algunas, nefastas— del es
tado com o com unidad, que presentan a la nación política
como sucesora legítim a de la iglesia en su dem anda de leal
tad individual.
Del m ism o m odo, las radiaciones de la com unidad han de
ser contem pladas dentro del pensam iento religioso de la
época. E l individualism o religioso y la teología racionalista
del siglo XV III — consecuencia directa del m ovim iento que
iniciaran Lutero y Calvino— son desafiados ahora en m u
chos frentes: el canónico, el litúrgico, el m oral, el político.
81
L am en n ais, en su Ensayo sobre la indiferencia p u b lica d o en
1817, y q u e tu v iera v a sta in flu en cia, no v e p a ra el h om b re,
u n a /e z sep a ra d o del ca rá cter com u n al y corp ora tiv o d e la
re í’ gión, sin o la d e s e sp e ra ció n atea. L o prim ero, n os dice,
no aie el v erb o, sin o la com u n idad: la com u n id a d d el h o m
bre y D ios, y d e los h om b res en tre sí. Tal la esen cia d e u n a
corrien te de p e n sa m ien to ca d a v e z m ás p o d e ro sa en el s i
glo, qu e h a b ía de in teresa r a los teólogos de tod os los pa íses
occid en ta les y constituir, quizá, la p rim e ra rea cción sig n ifi
ca tiv a fren te al in d ivid u a lism o protesta n te q u e E u rop a h a
b ía v isto d esp u és de la C on trarreform a. Se p rod u ce u n v e r
d a d ero ren a cim ien to de los tem a s litú rgicos y can ón icos, te
m as qu e seg u ra m en te tien en c o n ten id o in telectu a l y d o ctri
n ario, p ero son ta m b ién asp ectos v iv id o s del tem p e ra m e n to
com u n al qu e in va d e tan tas esferas d el pen sam ien to.
L a m a n ife s ta c ió n p o lític a d e l c o r p o r a tiv is m o r e lig io s o
m u estra con elocu en cia las id ea s d e a u ton om ía relig iosa y
p lu ralism o, en h om b res tales com o D óllin g er en A lem a n ia ,
L a cord a ire en F ra n cia y A cton en In glaterra. Si en rea lid a d
la ig lesia era m ás u n a com u n id a d qu e u n a m e ra re u n ió n d e
in d ivid u os, m erecía g oza r d e su p a rte de au torid a d d en tro
de la socied ad , y d el d erech o a se r con tem p orá n ea del e sta
do en las cu estion es prop ias d e su natu raleza. L a s v e rd a d e
ras ra íces d el p lu ra lism o p o lítico qu e a p a recerá n d e sp u é s
en las obras d e F. W. M a itla n d , J. N . F iggis y el jo v e n H a
rold L ask i h a y qu e b u sca rla s en el com u n a lism o relig ioso.
E n la filosofía , la id e a d e com u n id a d se re v e la d e m u ch a s
m a n era s: de ín d ole e s p e cia lm e n te socia l y m ora l, e s ta m
b ié n ep iste m o ló g ica y au n m eta física , pu es el a ta q u e q u e
co m ie n za n a p re p a ra r con tra las p ersp ectiva s sen sa cion a -
lista s y a tom ística s d e la rea lid a d , p rim e ro H eg el y lu e g o
h om b res com o B ra d ley en In g la terra y B erg son en F ra n cia
— p a ra cu lm in a r con la p rop osición d e D u rk h eim a cerca d e
los o ríg e n e s com u n a les d e la co n ce p ció n h u m a n a d el u n i
v erso y d e las categorías del con ocim ien to— fo rm a p a rte d e
u n a m ism a persp ectiva; sólo q u e esta es m ás n otoria en la
filosofía social y política. T om em os, verb igracia , a C olerid ge
y H eg el. E l p rim ero, en su n ota b le Constitution of Church
and State, h ace d e la visión de la com u n idad la base esencial
d el ata q u e con tra el ra cion a lism o u tilitario, el in d iv id u a lis
m o religioso y el industrialism o del laissez-faire. A sí com o la
com u n id a d es p a ra C olerid ge el m od elo de b u en a sociedad ,
82
ta m b ié n la tr a d ic ió n es el n ú c le o d e su a ta q u e c o n tr a el
m od ern ism o in telectu a l y literario.
E n H eg el, la in flu en cia de la id e a de com u n id a d apa rece
en su Filosofía del Derecho, o b r a qu e, m ás qu e cu a lq u ie r
otra p rod u cción d e la filosofía a lem a n a de com ien zos del si
glo X IX , estab leció las bases a p rop ia das p a ra el su rg im ien
to d e la sociolog ía alem ana. Se tra ta de un en sa yo ra cio n a
lista, p ero de u n tip o de ra cion a lism o m u y d iferen te al del
Ilu m in ism o (alem á n o fran cés). H eg el e ra conservador, y el
ca rá cter con serv a d or de su p en sa m ien to social fu e p la sm a
d o en b u e n a m ed id a p o r el pa p el dom in a n te qu e d e se m p e
ñ a b a en él la im a g e n de com u n id a d . Su crítica del in d iv i
d u a lism o d e los derech os natu rales, de la sob era n ía d ire cta
e in m ed ia ta , su rech a zo del igu a lita rism o de la R ev olu ción
F ra n cesa y su ataqu e al con trato com o m od elo d e re la ció n
h u m a n a se fu n d a n tod os en un con cep to de socied a d qu e, al
ig u a l qu e la socied a d m e d ie v a l, es con cén trica : e stá co m
p u e s ta p o r círcu lo s d e a so cia ció n e n tre la za d o s — fa m ilia ,
profesión , com u n id a d local, clase social, iglesia — , ca d a u n o
de los cu ales es a u tón om o d en tro d e los lím ites d e su sig n i
ficación fu n cion al, ca d a un o de los cu ales d eb e ser la fu en te
n ecesa ria y el resp a ld o de la in d ivid u a lid a d , y tod os en con
ju n to con stitu y en el v e rd a d e ro estad o. P a ra H egel, el v e r
d ad ero estad o es u n a communitas communitatum m á s que
u n ag rega d o de in d ivid u os, com o lo d efin ía el Ilu m in ism o.
P or ú ltim o, la in flu e n cia d el re d e s cu b rim ie n to d e la co
m u n id a d se ad v ierte sob re to d a la h isto rio g ra fía del sig lo
X IX . Si h a y un asp ecto en qu e lo s escritos h istóricos d e ci
m on ón icos se diferencian de los d el siglo preced ente — ap a r
te, qu izá, de que sus ob jetiv os e ra n ca d a v e z m á s cie n tífi
cos— es la v erd a d e ra eru pción d e in terés eru d ito p o r el p a
sad o com u n al y tra d icion a l de E u ropa; esto se p u so d e m a
n ifiesto en incontables obras acerca del feudo, la com u n id ad
aldeana, el grem io, el condado, el distrito, el «centenar»,* etc.
D e la m ism a m a n era que los h istoriógra fos del sig lo X IX r e
ch azaban las h istoria s «n atu rales», «con jetu ra les» e «h ip o
té tica s» d el sig lo a n te r io r — b a s a d a s, se g ú n e r a p ú b lic a -
83
mente reconocido, más en las luces de la razón que en los
datos de los archivos— , se. m ostraban adversos tam bién a
la hostilidad contra la Edad M edia que había conducido a
Voltaire, Gibbon y Condorcet a despreciar todo aquel perío
do por su bárbara interrupción del progreso. Basta m encio
nar los nombres de Stubbs, Freem an, M aitland, Fustel de
Coulanges, Savigny y von Gierke para m ostrar el grado en
que historiadores de prim era fila se entregaron al estudio
de las comunidades e instituciones m edievales. Las histo
rias institucionales del siglo X IX siguen siendo hasta hoy
insuperadas; ellas representan una parte del interés des
pertado por la comunidad m edieval, interés que afecta asi
mismo al advenimiento de la sociología. La relación en bue
na medida adversa u hostil que los historiadores del siglo
XVIII encontraron que existía entre las instituciones m e
dievales y los electorados, asam bleas y libertades m oder
nas, se invierte en el siglo XIX, donde algunos estudiosos
buscan los orígenes de la dem ocracia en los contextos otro
ra menospreciados de la ju n ta popular, el feudo, la asam
blea condal y el estamento.
84
En ninguna parte aparece m ás deslumbrante la visión de
la com unidad, al in iciarse el siglo X IX, que en el pensa
m iento y la obra de Auguste Com te. Este no sólo dio nom
bre a la sociología, sino que consiguió más que nadie esta
blecer sus fundam entos en el m undo de la filosofía y la eru
dición. Su nom bre nos evoca la «ley de los tres estados», la
«jerarquía de las ciencias», y vagam ente el positivism o, al
cual él consideró al prin cipio sinónim o de ciencia, y más
tarde, en sus últim os años, una nueva religión que a su ju i
cio reem plazaría al cristianism o. Pero el positivism o es sólo
un m étodo, y la ley de los tres estados y la jerarquía de las
ciencias tienen poco que ver, en realidad, con el sistem a de
sociología por él concebido; constituyen su preám bulo, los
argum entos — por así decirlo— en pro de la necesidad e ine-
vitabilidad de una nueva ciencia de la sociedad. Si nos inte
resa conocer lo que el propio Com te juzgaba su sociología
sistem ática, no irem os a la Filosofía positiva (la más influ
yente de todas sus obras tanto desde el punto de vista filosó
fico como en térm inos generales, según se admite), sino a La
política positiva, cuyo subtítulo reza: «Tratado de sociolo
gía»; en ella, el am biente de com unidad resulta arrollador.
Com unidad perdida es com unidad que hay que ganar: he
aquí los tem as que orientan tanto su estática social (la cien
cia del orden) com o su dinám ica social (la ciencia del pro
greso). Com te define el progreso sim plem ente com o el logro
del orden, y no hay duda de que cuando su pensam iento al
canzó plena m adurez, la estática social fue para él el más
fundam ental de los dos aspectos. La dinám ica social —nos
dice-— se funda sobre una captación profunda del evolucio
nism o que em ana de los pensadores «m etafísicos» ilum i-
nistas; la estática social, en cam bio, se apoya en ideas ex
traídas (lo adm ite con franqueza) de la escuela «teológica» o
«retrógrada», de la que M aistre, Bonald y Chateaubriand
fueron, a su ju icio, las figuras preem inentes. En teoría, su
repudio de am bas escuelas es parejo, pero basta leer sus
am argas palabras acerca de hom bres como Voltaire y Rous
seau («doctores de la guillotina» los llam a en una de las ai
radas im putaciones relativas a los orígenes ideológicos del
Terror) y las opiniones más am ables e incluso aprobadoras,
que em ite acerca de los conservadores, para com prender
por qué la filosofía de Com te, no católica, supuestam ente
republicana y orientada h a d a el progreso, logró atraer du
85
rante todo el siglo XIX a los tradidonálistas y reaccionarios
franceses anteriores a la Action Frangaise.
E l interés sociológico de Comte por la com unidad había
nacido de las mismas circunstancias que originaron el con-
servadorism o: la ruptura o desorganización de las formas
tradicionales de asociación. Hay que insistir en ello, pues
suele decirse a menudo que el advenimiento de la sociología
fue una respuesta directa, o un reflejo, de la m ultiplicación
de nuevas formas de vida asociativa en Europa occidental,
form as que trajeron consigo el industrialismo y la demo
cracia social. Estas formas interesaron a Comte (a diferen
cia de los conservadores, él acogía de buen grado a la indus
tria, la ciencia y el republicanismo, al menos de palabra),
pero no es difícil demostrar que lo que originó sus primeras
reflexiones sociológicas no fue la percepción de lo nuevo, si
no más bien el desasosiego experimentádo ante la quiebra
de lo antiguo y su consecuencia, «la anarquía que día a día
envuelve a la sociedad». El fantasma de la comunidad tra
dicional revolotea sobre toda su sociología, cual ocurre
— aunque en forma menos evidente— en la obra de Tbcque-
ville, Le Play y sus sucesores.
' Para Com te, la restauración de la comunidad era una
cuestión de urgencia moral. Juzgaba a la Revolución poco
más que la desorganización social presidida por vuia tiranía
política. Com partía la repugnancia de los conservadores
por el Iluminismo y la Revolución. Los derechos individua
les, la libertad y la igualdad eran según él meros «dogmas
metafísicos» ,9 sin solidez suficiente para sostener un orden
social genuino. Sólo en su filosofía de la historia difiere de
los Conservadores en grado significativo. Su veneración por
el pasado no alcanza al repudio categórico del modernismo,
ni a una concepción pesimista del futuro, como sucede con
aquellos. Además, supo ver en el Iluminismo y en la Revo
lución, igual que Marx, pasos históricamente necesarios
86
I
hacía un futuro positivista. Así como Marx dispensó al capi
talismo el cumplido de considerarlo el agente históricamen
te necesario de disolución del feudalismo y, lo que es más
importante, el medio para conformar los contextos tecnoló
gico y organizativo del socialismo, Comte presentó sus res
petos al Iluminismo por haber «enterrado de una vez y para
siempre los preceptos caducos del sistema teológico feudal».
Sólo con las doctrinas de los philosophes, por repugnantes
que hayan sido —escribe—, pudo destruirse para siempre
ese sistema social caduco que alcanzó su culminación du
rante la Edad Media, con lo cual quedó despejado el camino
para el nuevo sistema social a que daría lugar la disemina
ción de la ciencia de la sociología.
Sin embargo, si reparamos en el contenido y los princi
pios reales de la nueva ciencia, y en la minuciosa descrip
ción del nuevo orden, expuestos con detalle por Comte en
La política positiva, encontramos una actitud mental muy
diferente a la que existe en la obra de Marx. Para este no es
desacertado decir que el socialismo (en estructura) es sim
plemente capitalismo sin propiedad privada, pues conside
ra a aquel compatible con lets categorías organizacionales
del capitalismo (la ciudad industrial, la fábrica, la máqui
na, la clase trabajadora, etc.), y en cierto sentido como una
consecuencia de ellas. Pero dentro de la perspectiva de la
futura sociedad positivista que nos ofrece Comte, hallamos
un orden que presenta una notable y minuciosa analogía,
no con el medio democrático-industrial que lo rodea sino,
por el contrario, con el sistema cristiano feudal que lo pre
cedió. Se aplica aquí lo dicho en el primer capítulo acerca dé
la atracción que ejerce lo medieval sobre los creadores de la
tradición sociológica; cuanto más se introduce Comte en los
elementos analíticos de su sociología y en los detalles es
tructurales de la utopía sociológica que previo, tanto más
indispensables halla las ideas y valores que extrajo de Bo-
nald y Maistre y, originariamente, de sus padres, monár
quicos y católicos devotos. Se nos sirve vino positivista tra
segado en botellas medievales. Si el socialismo es, para Marx,
capitalismo sin propiedad privada, la sociedad positiva de
Comte no es más que medievalismo sin cristianismo. Una y
otra vez dice en La política positiva cómo los principios,
dogmas, rituales y formas positivistas pueden apoyarse en
los modelos proporcionados por la Edad Media.
87
En la sociedad positivista la dase mercantil reemplaza a «
la aristocracia terrateniente, la denda a la religión, las for* ;
m as republicanas a las monárquicas; pero logrado esto, el
aspecto que ofrece a nuestros ojos tiene mucho más en co
m ún con las categorías espirituales y sodales de la sodedad
m edieval que con cualquier otra cosa posterior a la Refor
m a protestante (a la que Comte condena junto con el indivi
dualism o, el derecho natural y la secularización). Rara vez
se ha bosquejado la utopía con más devoción por la jerar
quía, la pertenencia, el deber, el corporativism©, la liturgia
y el ritual, la representadón funcional y la autonomía del
poder espiritual. Llega incluso a prescribir o sugerir la in
dumentaria de los sociólogos en ejercido de su sacerdodo,
la naturaleza del altar, un nuevo calendario de festivida
des, y diversas formas de culto. Lo mismo ocurre con las ca
racterísticas que asigna a la familia, la iglesia, la dudad, el
grem io y la clase positivistas. En todas ellas aparece vivida
su pasión por la comunidad moral, en todos los niveles de la
pirám ide sodal.
Sin embargó, no haríamos justicia a una de las mentes
m ás ilustradas e imaginativas del siglo, si limitáramos el
interés de Comte por la comunidad al nivel de la utopía. En
La política positiva (y también en algunos capítulos de la
Filosofía positiva, anterior a aquella, y en sus primeros en
sayos) hay un concepto de comunidad y de sus propiedades
qué es sociológico, en el sentido que Durkheim daría a esa
palabra. Como Durkheim, Comte hace que todo lo humano
que sobrepasa el nivel puramente fisiológico derive en la so
ciedad, y, también como él, considera a esta una comunidad
in extenso. No es apropiada para su paladar la concepción de
la sociedad del Iluminismo, una colección de individuos cu
yas instituciones son meras proyecciones de lo intraindivi-
dual; tampoco la popularizada por Bentham y sus adeptos:
un am plio campo de batalla de intereses individuales en
contrados. Para Comte, la sociedad es sustantiva y prim a
ria; precede al individuo en lo lógico y en lo psicológico, y lo
m odela. Fuera de sus roles en la sociedad, el hombre tal co
m o lo conocemos no es siquiera concebible. Llevado por su
fervor filosófico, Comte hace de la sociedad el «Ser Supre
m o» del culto positivista. Pero bajo este velo de religiosidad
hay una concepción sagaz de las fuentes sociales de la per
sonalidad, el lenguaje, la moralidad, la ley y la religión.
■
88
En la base de la sociología com tiana está el rechazo total
de la perspectiva individualista. El individuo, escribe, en
términos tom ados directam ente de Bonald, es una abstrac
ción, una m era construcción del razonam iento metafíisico.
«La sociedad es im posible de descom poner en sus indivi
duos, tanto com o es im posible descom poner una superficie
geom étrica en .rectas, o una recta en puntos». La sociedad
es reductible solam ente a elem entos que compartan su esen
cia; es decir, a grupos y com unidades sociales. El más fun
damental de estos es, por supuesto, la fam ilia.10
Podríam os ilustrar el interés de Comte por la com unidad
haciendo referencia a sus escritos acerca del lenguaje y del
pensam iento, de la m oralidad y la religión, de la econom ía
y la d a se, o del sistem a político y la ley; pero es en su análi
sis detallado de la fam ilia (que sólo podem os resum ir breve
m ente aquí) donde vem os con m ás claridad su fuerza es
peculativa en un aspecto de la sociedad m uy soslayado por
racionalistas y u tilitaristas. L a fam ilia, afirm a, debe ser
rescatada de los contextos negativos donde la colocó el pen
sam iento m oderno. E l deber prim ordial de la nueva sociolo
gía es la difusión de un concepto positivo o científico de la
fam ilia, que ocupe el lugar de los «sofism as» enunciados por
los racionalistas desde el siglo XVI.
¿Qué nos reserva la teoría de la fam ilia de Com te? Sería
fácil olvidar la esencia de sus ideas y concentrarse en algu
nas de las observaciones m anifiestam ente sentim entales,
nostálgicas y rom ánticas que, con harta frecuencia, desfigu
ran sus intuiciones m ás serias y profundas. Incurriríam os
con ello, em pero, en grave error, pues lo que nos da Com te
(a veces deform ado por sus conceptos utópicos y su jerga po
sitivista) es la prim era definición m oderna, sistem ática y
teórica, de la fam ilia com o unidad de relaciones y status.11
Com te nos dice que hay dos perspectivas a través de las
cuales debem os estudiar a la fam ilia: la m oral (con lo cual
quiere significar, com o ya verem os, la social) y la política.
La prim era nos da referencia del proceso toted de socializa
ción del individuo, su preparación para ingresar a una co
m unidad mayor. D entro de la perspectiva m oral Com te tra
ta las relaciones constitutivas internas de la fam ilia: filial,
89
fraternal y conyugal. Somete a cada una de ellas a un análi- # ¡
sis amplio, insistiendo de manera constante sobra la forma- ‘
cito de la personalidad dentro del medio creado por las tres
relaciones conjuntamente. De la relación filial deduce el
respeto ala autoridad superior, tan vital en los contextos de p
moralidad; a partir de los sentimientos del niño con respec
to a la autoridad de los padres se desarrollan los que habrá
de experimentar hada otras autoridades de la sociedad. De
la relación fraternal proviene el sentido prim igenio de soli
daridad social y de simpatía, que los phüosophes equivoca
damente atribuyeron a la naturaleza del individuo, dentro
del cual, afirmaban, residía en la forma de instinto. La ter
cera relarión es la conyugal, que para Comte (al m enos en
la época que escribió La política positiva) es quizá la funda
mental. La considera tan crucial como trama de la socie
dad, que acusa a todos aquellos que desde Lutero hasta los
phüosophes, dieron su aprobación al divorcio. El divorcio
—leemos— es u n a de las manifestaciones principales del
«espíritu anárquico», que inunda la sociedad m oderna. Con
el positivismo desaparecerá. Comte se ocupa de otros roles
y relaciones —el de padre y la relación de amo a sirviente,
' verbigracia— en todos los casos dentro del contexto m ayor
de sus propiedades socializantes, y de la defensa que pro
mueve contra ías influencias atomizadoras y secularizantes
de su época.
En la segunda perspectiva—la política— analiza la es
tructura interna de la familia: prim ero su naturaleza mo-
nogámica, y segundo la autoridad que fluye naturalm ente
del padre (en esta prédica en favor de la restauración de la
autoridad patriarcal plena dentro de la familia, que la Re
volución había abolido, se pone en evidencia su m entalidad
medieval). Le interesa asimismo la jerarquía interna de la
familia y la desigualdad «necesaria» entre sus m iem bros;
como era de esperar, fustiga con severidad a los reform ado
res igualitarios de la Revolución y a los socialistas que quie
ren, dice, «introducir en el seno de la fam ilia sus anárquicas
doctrinas niveladoras». En la misma perspectiva trata fi
nalmente la relación de la fam ilia con la comunidad, la es
cuela y el gobierno.
90
La com unidad em pírica: Le P lay
No es Com te sino Frédéric Le Play quien introduce en el
siglo X IX el estudio sustantivo y em pírico de la com unidad.
De todas las grandes figuras, Le Play es la m enos aprecia
da por el propósito y los alcances de su obra. Los am plios
mantos de utopía, rom anticism o y sentim entalism o con que
Comte ocu lta tantos de sus conceptos sociológicos, están
ausentes en Le Play. Com enzó su carrera com o ingeniero de
minas, en cuyo carácter recorrió gran parte del continente
eurasiático. D ondequiera que fuera registraba sus observa
ciones sobre los pueblos y las organizaciones sociales que
encontraba a su paso. Gradualm ente su in terés por estos
temas superó al que sentía por la m inería, decidiendo por
último abandonar su carrera profesional y dedicar el resto
de su vida al estudio científico de la sociedad. Le Play no se
tituló sociólogo; en su época esa palabra estaba im pregnada
del positivism o de Com te, que a él no le interesaba m ayor
mente; pero Los trabajadores europeos12 es una obra socio
lógica cabal: la prim era genuinam ente cien tífica del siglo.
Fourier, Saint-Sim ón, Com te y otros habían usado la term i
nología de la ciencia, habían anunciado cam bios en el tem a
de la ciencia de la sociedad. H abía tam bién quienes, com o
Q uetelet, prosigu ien do la «aritm ética p olítica » del sig lo
X V III, com pilaron (o com pilarían) cú m u lo s de estadísticas
sociales para señalar correlaciones o «pautas», acicalándose
en la exactitud cuantitativa. Le P lay fue, em pero, m ucho
más lejos, ya que planteó un problem a claro y alcanzó con
clusiones objetivas, con un m étodo riguroso, aunque a veces
extrem o. E l libro de D urkheim E l suicidio suele ser consi-
91
derado como la primera obra «científica» de la sociología,
pero no va en desmedro de aquel decir que en los estudios
de Le Play acerca del parentesco y los tipos de comunidad
en Europa, encontramos un esfuerzo muy anterior por com
binar observaciones empíricas con la deducción de inferen
cias cruciales, y por hacerlo respetando m anifiestam ente
los criterios científicos. Concedamos que Le Play dejó tras
lucir en su resumen final sus suposiciones católicas y políti
camente conservadoras (Sainte-Beuve lo llam ó un Bonaíd
rajeuni); pero si limitamos nuestra atención a su obra prin
cipal, Los trabajadores europeos, publicada en seis volúm e
nes aproximadamente y basada sobre una abrum adora
recopilación de datos sobre el terreno e historias, segui
remos preguntándonos cómo, a pesar de sus defectos, pue
de dejársela de lado de la manera que se lo ha hecho, en la
historia de la sociología.
Los trabajadores europeos es, sin duda, el ejem plo supre
mo que ofrece el siglo XIX de un verdadero estudio de cam
po de la comunidad tradicional, su estructura, sil relación
con el medio, sus elementos componentes, y la desorganiza
ción que sufre como causa de las fuerzas económ icas y polí
ticas de la historia moderna. Muchos otros se preocupiaron
por la comunidad sustantiva: Tbcqueville se sintió atraído
por los municipios de Estados Unidos y la com unidad al
deana de la Europa medieval; von Maurer por la m arca*
alemana; von Gierke por la estructura legal de la com uni
dad medieval y su atomización bajo los em bates del m o
derno individualismo de la ley natural; M aine por la comu
nidad aldeana de la India, Europa oriental y la Inglaterra
primitiva; Laveleye por las comunidades rusas y suizas;
Seebohm por la comunidad rural inglesa; y W eber por la
ciudad medieval. Hubo muchos más; pero nadie puede com
pararse a Le Play, ni en los alcances de su em presa ni en la
calidad imaginativa del método empleado.
Escribió Le Play: «El punto de partida do m i trabajo y la
guía constante de mis inducciones fue la serie de estudios
comenzados por mí hace medio siglo, y proseguidos desde
entonces por amigos más jóvenes que lo hicieron extensivo
a toda Europa, las regiones adyacentes de Asia y, m ás re-
92
cientem ente, al resto del m undo. Cada estudio tiene por ob
jeto la fam ilia de la clase trabajadora, la localidad que habi
ta y la constitución social que la gobierna . . . Las poblacio
nes consisten, no en individuos sino en fam ilias. La tarea
de observación habría sido vaga, indefinida y nada convin
cente si hubiera debido abarcar, en cada localidad, a los in
dividuos de diferente edad y sexo. Se hace precisa, bien de
finida y convincente cuando su tem a es la fam ilia». ^ N in
guna síntesis de Los trabajadores europeos puede hacer ju s
ticia a su contenido. La excelencia de esta obra reside en su
com binación de lo m icro y lo m acrosociológico, lo intensivo
y lo extensivo. Tbdos los estudios individuales que com po
nen el trabajo m ayor tienen por objeto central una fam ilia
real y concreta. Con este grupo como punto de partida, Le
Play trata en form a sistem ática el funcionam iento interno
de la fam ilia, sin descuidar su relación con la com unidad
que la rodea, a la que llam a constitución social. Es allí don
de aplica su fam osa técnica presupuestaria. ¿Qué m étodo
m ejor y m ás exacto de definir lo que es una fam ilia y lo que
hace — pregunta— que el exam en de sus ingresos y gastos?
Y lo que es más im portante, tom ando como esquem a el pre
supuesto fam iliar es posible dar una base com parativa y
cuantitativa al. estudio de la fam ilia.1 14
3 L a com paración es
la esencia del m étodo de Le Play. «La observación de hechos
sociales» es el térm ino que em plea para describirlo, pero el
punto capital es que se trata de una observación com parati
va. E studia por separado y en form a intensiva unas cua
renta y cinco fam ilias de todos los lugares de Europa, que
van desde p astores sem inóm ades de B ashkir, en R usia
orientad, a la fam ilia de un tipógrafo de Bruselas. Los estu
dios se clasifican en dos grupos: en el prim ero se incluyen
los tipos fam iliares caracterizados por alto grado de estabi
lidad, culto de la tradición y seguridad del individuo, para
cuyo estudio tom a com o ejem plos a un cam pesino de Oren
burg, un obrero siderúrgico de los U rales, un cuchillero de
Sheffield, un obrero de fundición de Derbyshire, un labrie-
93
go de la Baja Bretaña y un fabricante dé jabón de la Baja
Provenza Como lo evidencia la variedad de estos ejemplos,
Le Play no se circunscribe a zonas culturalm ente rezagadas
para encontrar estabilidad y seguridad.
En los dos volúmenes finales se ocupa de los sistem as fa
miliares que experimentan desorganización. U tiliza casos
extraídos en gran parte de Francia, y principalm ente de
París, pues sostiene que es sobre todo en ese país, como
consecuencia de la Revolución, que se han desintegrado en
buena medida las bases de la tradición y de la seguridad co
munal. En sus análisis de un labrador de M orvan, un car
pintero de París y un relojero de Ginebra vem os los resulta
dos dé la fragmentación de la propiedad, la pérdida de la
autoridad legal del padre, y la ruptura de relaciones entre
la familia y la tradición, provocadas por el individualism o y
la secularización modernos.
Sus estudios del parentesco lo llevaron a la conclusión de
que hay tres tipos fundam entales de fam ilia en el mundo.
Su clasificación se ha hecho fam osa.15 E l prim er ¡tipo es la
familia patriarcal, y se encuentra principalm ente en las es
tepas o llanuras donde las condiciones económ icas y políti
cas otorgan gran funcionalidad a la fam ilia grande, con do
minio patriarcal. En esas circunstancias casi no existe una
autoridad política y social externa y la fam ilia debe ejercerla
por sí misma. No obstante, concluye Le Play, aunque apro
piada para condiciones pastoriles, ese tipo de fam ilia lo se
ría mucho menos para un orden político y económ ico m o
derno. En segundo término tenemos la fam ilia de tipo «ines
table» {la fam ille instable), que aparece particularm ente en
la Francia posrevolucionaria, pero de la que hay ejem plos
en otras épocas históricas: en la Atenas posterior a la de
sastrosa guerra con Esparta, en la Rom a del últim o Im pe
rio, etc. Los rasgos característicos de la fam ilia inestable
son su individualismo extrem o, sü carácter contractual, su
falta de arraigo en la propiedad, y su estructura general
mente inestable de generación en generación. Le Play afir
ma que este tipo de fam ilia es la responsable de gran parte
94
de la inseguridad e incertidum bre espiritual endém icas de
Francia. A l tercer tipo lo llam a «fam ilia troncal» (la fam ille
souche), que alcanzó m ayor éxito y vigor en Escandinavia,
Hanover, el norte de Italia, y en alguna m edida en Inglate
rra. S e la puede yer tam bién en la China m oderna. L a fam i
lia troncal no retiene a los hijos ránidos durante toda la vi
da, com o la patriarcal; son libres de m archarse cuando lle
gan a adultos y, con la excepción de uno de ellos, por lo ge
neral lo hacen, fundando su propia fam ilia; em pero, el que
perm anece en la casa se convierte en heredero universal de
la propiedad fam iliar, que se preserva intacta y de la cual
es único representante legal. La fam ilia troncal es siem pre
un refugio al que pueden volver quienes necesiten am paro,
pero el sistem a alienta la autonom ía personal y el desarro
llo de nuevos hogares, de nuevas em presas y form as de pro
piedad. Com bina, en otras palabras, lo m ejor del sistem a
patriarcal con el individualism o de tipo inestable.
E l interés de Le P lay por la com unidad va m ás allá del
m ero análisis de los tipos fam iliares. Cada uno de estos es
un m icrocosm os, un elem ento clave de la com unidad, pero
el objetivo fundam ental de Le Play es relacionar a la fam i
lia con otros tipos de in stitucion es com unitarias. L o que
más le preocupa es el rol de la fam ilia en el orden social. Su
estudio persigue com o fin últim o los lazos que la unen con
otros sectores de la com unidad —la religión, el em pleador,
el gobierno, la escuela, etc.— . A naliza la índole del am bien
te físico de cada fam ilia, las costum bres religiosas y m ora
les que la circundan, su rango en la jerarquía de la com uni
dad, su tipo de alim entación, vivienda, actividades recreati
vas y, por supuesto, la ocupación de sus m iem bros.
E ste últim o punto es crucial en su obra. N i siquiera su
contem poráneo M arx superó la preferencia que él asignara
a la base económ ica de la vida de la fam ilia y la com unidad.
Le P lay no se cansa de insistir: estudiam os la vida social,
prim ero en térm inos de lugar — en los cuales incluye tanto
los recursos naturales com o la topografía y el clim a— y se
gundo en térm inos de la ocupación; únicam ente a través de
esta el am biente adquiere significación para el hom bre. A l
gunos investigadores han tratado a Le P lay com o u n de
term inista geográfico. No fue en m odo alguno determ inista
(sus censuras al determ inism o, en el prim er volum en de Los
trabajadores europeos, siem pre resultan dignas de leer), pe-
95
ro, si lo fuera, sería más preciso denominarlo «determ inista
económico».
Se interesó por los niveles de status ocupacional entre las
familias de la clase trabajadora, y su clasificación sil respec
to es sutil y sagaz; en ella se basan evidentem ente varios
estudios posteriores, tanto europeos com o am ericanos.16
Las familias pueden estar diferenciadas en la jerarquía
de status de una comunidad, nos dice Le Play, de tres ma
neras: 1) por la ocupación u oficio; 2) por el grado dentro de
esta ocupación; y 3) por la naturaleza del contrato que cada
obrero concierta con su empleador.
Divide las ocupaciones en unos nueve grupos, que abar
can desde las actividades de pueblos que dependen por
completo del producto natural de la tierra — el pastoreo, la
pesca y las explotaciones extractivas— hasta la agricultu
ra, la industria, el comercio, y en la cúspide, las artes y pro
fesiones liberales. Expuesto de esta m anera el panoram a
económico de la clase trabajadora, Le Play retom a la cues
tión de los grados sociales concom itantes de estos grupos
ocupacionales.
En casi todos ellos pueden encontrarse seis grados de sta
tus. En el último están los sirvientes que habitan la casa
del amo, pagados en parte en especie, en parte en dinero.
Le sigue el jornalero que habita su propio dom icilio, pagado
a veces en dinero, a veces en especie, o de ambas maneras.
En tercer lugar vienen los trabajadores a destajo, que co
bran un precio fijo por una· cantidad definida de trabajo, y
cuyo status suele ser considerado superior al del jornalero,
remunerado sobré la base exclusiva del tiem po de labor. En
cuarto lugar están los arrendatarios que alquilan la pro
piedad al terrateniente; este status dista de ser hom ogéneo,
pues puede incluir tanto al sirviente dom éstico con derecho
a criar vinas pocas cabezas de ganado jun to con las de su
amo, como al próspero «maestro» u oficial calificado (m aster
workman) que arrienda una cierta propiedad para traba
jarla en su propio beneficio. En quinto lugar están los pro
pietarios, quienes no se ven obligados a deducir el alquiler
de la propiedad de sus ganancias y por lo general desarro
llan, como consecuencia de su misma condición de propieta-
16 Mi síntesis de este aspecto del trabajo de Le Play está tom ada del
excelente enfoque de Dorothy Herbertson, op. cit., págs. 114 y sigs.
96
rios, hábitos de frugalidad y ahorro. E l sexto y más alto sta
tus social es el de los oficiales calificados a que antes hici
mos referencia, ya sean arrendatarios o propietarios; estos
m aster workm en tienen sus propios clientes, establecen sus
propias norm as de trabajo y retribuciones, y a m enudo em
plean dependientes asalariados, lo cual los coloca, por su
puesto, en la frontera que separa a la clase trabajadora de
los em pleadores.
El tercer conjunto de circunstancias que diferencian a un
grupo de obreros de otro es el status contractual que m an
tienen respecto de sus em pleadores. Este, dice Le Play, de
pende m enos del m onto del salario que de la naturaleza del
contrato que los com prom ete. D onde hay abundancia de
tierra disponible para una población, lo común es que exis
tan com prom isos obligatorios perm anentes, y el sistem a
funciona bien cuando los propietarios tienen un sentido de
responsabilidad hacia los dependientes, y estos un sentido
de lealtad hacia aquellos (com o en el feudalism o). Con fre
cuencia, advierte Le Play, la disolución de este com prom iso
perm anente sería m ás provechosa, en térm inos estricta
m ente económ icos, para los propietarios que para los de
pendientes, quienes se verían arrojados así a un m ercado
im personal. En los casos en que la tierra disponible se vuel
ve m ás escasa, los com prom isos perm anentes obligatorios
tienden a ser reem plazados por los voluntarios, que adquie
ren con el tiem po m ayor valor social en la población. A m e
dida que dism inuye la tierra, estos últim os son poco a poco
superados en núm ero por relacion es de naturaleza tem
poraria, puram ente salariales. Con este sistem a la antigua
solidaridad de am o y dependiente declina, y en el tipo de
industrialism o que aparece de m anera tan notable en Fran
cia, se suceden las huelgas, lockouts y otros síntom as pato
lógicos de conflicto.
Paralelam ente al parentesco y a la com unidad local, Le
Play se interesó en otras form as de asociación com unal, en
especial las que encontró el cam pesinado para alcanzar
fines técnicos o económ icos que la fam ilia o la com unidad
local eran incapaces por sí solas de lograr. Se ocupó asim is
mo de form as sociales tan diversas com o el grem io, la coo
perativa y el m onasterio. A estas y otras unidades sem ejan
tes les dio el nom bre de com m unautés, afirm ando que po
seen valor económ ico en las sociedades tradicionales (com o
97
sucedió en un tiempo en Europa) pero que este disminuye
en la Europa actual. También están los grupos a los que lla
ma corporations, definiéndolos como asociaciones qjénas a .
la industria, que cumplen funciones de carácter social, mo
ral e intelectual para los que trabajan en ella. Se refiere a .
las asociaciones de ayuda m utua entre los pobres, a las
compañías de seguros y a las asociaciones culturales para
la preservación o desarrollo de artes y oficios. Le P lay no
asigna tanto valor a estas asociaciones corporativas como
había de hacerlo Durkheim —ya que desde su punto de vis
ta no serían necesarias si se estableciera un sistem a fami
liar estable—, pero tampoco les niega im portancia. Estaba
muy interesado en las asociaciones intelectuales y profesio
nales, una de las glorias distintivas ■—decía— de Inglate
rra, que explican en gran m edida la superioridad intelec
tual inglesa, especialmente en las. ciencias.17
17 V éase L a réform e sociale., II, esp. caps. 42, 46 y 47; tam bién Les
ouvríers, II, págs. 217 y sigs.; III, págs. 38 y sigs. y 355-72; y V, págs. 33
y sig s.
98
Pero las diferencias profundas de perspectiva h istórica y
de evaluación ética entre ellos atenúan m ucho la im portan
cia de estas sem ejanzas. Para M arx la esencia del m étodo
histórico es el descubrim iento de la ley de hierro de la evo
lución, que clarifique la relación del pasado con el presente
y el futuro. M arx es un determ inista histórico del siglo X IX
en todo el sentido de la palabra; Le P lay repudia cualquier
tipo de determ inism o histórico. Los datos h istóricos sólo
han de ser em pleados con fines com parativos, para tratar
problem as específicos; su objetivo es la form ulación de con
clusiones em píricas, com o las que le habían sido sugeridas
durante sus estudios de ingeniería. C ritica todos los esfuer
zos p or redu cir la h istoria a un a Tónica dirección, ya sea
«progresiva» o «regresiva».
Tanto Le P lay com o M arx fueron sensibles al com ponente
institucional de la historia, pero m ás allá de esta sem ejan
za genérica hay entre ellos un contraste total. Para M arx la
institución clave es la clase social; para Le Play, el paren
tesco; la estructura de la sociedad varía con el tipo de fam i
lia subyacente. M arx detesta la propiedad privada; Le P lay
declara que es la base indispensable del orden social y de la
libertad. M arx juzgó a la religión superflua para com pren
der la conducta hum ana, y un narcótico p or sus efectos; pa
ra Le P lay era un elem ento esencial de la vid a intelectual y
m oral del hom bre, tal com o la fam ilia lo es para su organi
zación social. M arx consideraba al esquem a rural de las co
sas, en su conjunto, equivalente a una im becilidad en lo que
atañe a sus consecuencias sobre el pensam iento hum ano.
Le Play, a pesar de su aceptación consciente de la industria,
prefiere a todas luces la sociedad rural, porque ve en ella
un abrigo protector que la vida urbana, por su propia natu
raleza, debe destruir. M arx era socialista; L e Play ubicó al
socialism o, ju n to con la dem ocracia de m asas, la seculariza
ción y el igualitarism o, entre los peores m ales de su tiem po,
signos inconfundibles todos ellos de degeneración social.
Tenemos, por últim o, la cuestión de la com unidad. Es evi
dente que a M arx le interesaba un cierto tipo de com uni
dad, y que este tipo era, ante todo y sobre todo, la solidari
dad de las clases trabajadoras del m undo, y en segundo tér
m ino (com o técn ica para prom over el socialism o, una vez
que la R evolución destituyera del poder al capital privado),
el im plícito en lo que él llam aba «la vasta asociación de la
99
nación».1®Sin embargo, esto no es comunidad en el sentido
que tanto Le Play como cualquier otro sociólogo — o, para el
caso, algunos de los socialistas contemporáneos de Marx— '
destacaron. El repudio de Marx por el pasado, las «recetas
de cocina», y por sobre todo su insistencia en que los mayo
res problemas de organización debían ser resueltos por la
historia y no por reformas en migajas, lo colocan totalm en
te fuera del universo de pensamiento de Le Play.
Podemos comprender mejor los puntos de vista de Marx
respecto de la comunidad tradicional si atendemos a lo que
escribió en 1853 acerca de la comunidad aldeana de la In
dia. Vio, con tanta claridad como Le Play o M aine, que la
ocupación inglesa había logrado lo que «todas las guerras
civiles, invasiones, revoluciones, conquistas y hambrunas»
no habían conseguido: quebrar «la estructura total de la so
ciedad de la India, sin síntoma alguno de reconstrucción a
la vista». Marx dice, con palabras que constituyen un nota
ble presagio: «Esta pérdida de su viejo mundo, sin la venta
ja de ganar uno nuevo, imprime una form a particular de
melancolía a la miseria actual del pueblo hindú, y separa al
Indostán, gobernado por Inglaterra, de todas sus antiguas
tradiciones y de todo su pasado histórico».1 19
8
Sin embargo, ¿cuál sería, según Marx, la índole de la re
construcción debida? De ningún modo, por cierto, apuntalar
aquellas tradiciones antiguas. Veamos lo que dice, específi
camente, en relación con el tema de la comunidad aldeana:
«Ahora bien, por desagradable que sea para el sentim iento
humano presenciar esa multitud de organizaciones sociales
laboriosas, patriarcales e inofensivas, desorganizadas y di
sueltas en sus unidades constituyentes, arrojadas a un mar-
de infortunios, mientras sus miembros individuales pier
den a un tiempo sus formas antiguas de civilización y sus
medios hereditarios de subsistencia, no debem os olvidar
qué estas comunidades aldeanas idílicas, aparentem ente
inofensivas, han sido siempre el sólido fundamento del des
potismo oriental, que aprisionaron la mente hum ana den
tro del campo más estrecho posible, tornándola herram ien
ta dócil de la superstición, esclavizándola con norm as tradi-
100
dónales, despojándola de toda grandeza y de toda energía
histórica. . . N o debem os olvidar que estas pequeñas com u
nidades estu vieron contam inadas por las distinciones de
casta y por la esclavitud, que subyugaron al hom bre a las
circunstancias externas en lugar de elevarlo a la condición
de soberano de las circunstancias, que transform aron un
estado social en autodesarrollo, en un destino natural in
mutable. . .».20
Adm itam os — continúa M arx— que Inglaterra es m ovida
únicamente por «los intereses m ás ruines» en lo que hace
con la India y con sus interdependencias sociales antiguas,
y que «los ha puesto en práctica de una m anera estúpida».
«Pero esa no es la cuestión», concluye, en un atisbo revela
dor de su distinción entre el bien a corto plazo y el bien a
largo plazo, o «histórico».
«La cuestión estriba en lo siguiente: ¿puede la hum ani
dad alcanzar su destino sin una revolución fundam ental del
estado social de A sia? En caso negativo, cualesquiera que
hayan sido los crím enes de Inglaterra, esta será el instru
m ento inconsciente que em plea la historia para producir
esa revolución».21
Lo que escribe aquí acerca de la com unidad aldeana de la
India concuerda perfectam ente con una opinión anterior,
relativa a la escena europea, enunciada con gran perspica
cia analítica en su ensayo La cuestión ju d ía. Se refería allí
a la «revolución política» iniciada en el siglo XVI y que por
prim era vez dio origen a un claro sentido del «interés gene
ral del pueblo». «[La revolución política] desintegró la socie
dad civil en sus elem entos fundam entales: por un lado los
individuos, y por el otro los elem entos m ateriales y cultura
les que constituían la experiencia vital y la situación civil
de esos individuos. Dejó en libertad el espíritu político, que
había sido, por así decirlo, disuelto, fragm entado y elim ina
do en los diversos callejones sin salida de la sociedad feu
dal. . .».22 Como aclara más adelante, esos callejones sin sa
lida son la fam ilia, los tipos de ocupación, la casta y los gre
mios. Debem os recordar su rechazo de todo el com unalism o
101
y el corporativismo legados por la historia para comprender
que se refiriera en términos aprobatorios a la «escoba gi
gantesca» de la Revolución Francesa, que los había barrido
al cajón de los desechos históricos. N ada en sus escritos su
giere tampoco que m odificara alguna vez esta concepción
suya de la comunidad. Hay una continuidad perfecta entre
lo que escribió con respecto a la com unidad aldeana en la
India y la posición que habrían de adoptar los bolcheviques
—aunque sólo después de un debate considerable— acerca
de la cuestión de las instituciones com unales tradicionales
de Rusia, tales como la m ir y la cooperativa rural. En 1875,
Engels preveía en verdad la posibilidad de una revolución
socialista que actuara basándose en la existencia de estos
grupos, más que en su destrucción: «Es evidente que la pro
piedad comunal en Rusia ha pasado hace m ucho tiem po ya
su período de florecimiento, y conform e a todas las aparien
cias, se encamina hacia su disolución. Em pero, existe la po
sibilidad innegable de transformar esta form a social en otra
superior, si subsiste hasta que m aduren las circunstancias
para ello, y si se muestra capaz de un desarrollo tal que los
campesinos ya no cultiven la tierra separadam ente sino de
manera colectiva; y de transform arla en esa form a superior
sin que los campesinos rusos se vean obligados a pasar por
la etapa intermedia de la pequeña propiedad burguesa. No
obstante, esto sólo puede ocurrir si antes de la disolución
completa de la propiedad com unal sobreviene una revolu
ción proletaria en Europa occidental que cree para los cam
pesinos rusos las precondiciones necesarias para esa trans
formación . . . Si algo puede salvar todavía la propiedad co
munal rusa y darle la posibilidad de evolucionar hacia una
nueva forma realmente capaz de subsistir, es la revolución
proletaria en Europa occidental.. .».23 Sin em bargo, a pesar
de estas palabras de Engels, sería la línea dura, la línea
«histórica», la que habría de prevalecer en los debates acer
ca de las instituciones campesinas, y la que adoptarían los
revolucionarios rusos después de conquistar el poder. Pron
to decidieron los bolcheviques que no había lugar para nin
g ú n grupo — comunidad aldeana, grem io o cooperativa—
constituido bajo el despotism o feudal, ni siquiera para algu-
102
na de sus forméis m odificadas. L a etapa del capitalism o
burgués podía salvarse, pero no sobre la base de m uletas le
gadas por el pasado com o la mir.
No todo el radicalism o europeo com partió la opinión de
M arx acerca de la caducidad de las instituciones locales y
de parentesco. Lejos dé ello. Si algo diferencia a Proudhon
de M arx, y a las tradiciones que ellos iniciaran — el anar
quismo descentralizador y pluralista por una parte, y el so
cialism o n a cion a lista y cen tralizad o p or la otra — es su
opuesta actitud fren te al tem a de estas instituciones. E n
Proudhon hay una veta evidente de tradicionalism o, a pe
sar de su rechazo de la propiedad privada, la iglesia, la d a
se social y el estado. Y por oposición a M arx, no vacila en
ser utópico, es decir, en adelantam os detalles sobre la Eu
ropa anarquista que prevé y desea: una E uropa fundada en
el localism o, dónde la pequeña com unidad — rural e indus
trial— sea el elem ento esencial. Entre Proudhon y Le Play
hay una afinidad que ninguno de ellos tiene con M arx, afi
nidad que se hace extensiva incluso a la estructura de la fa
m ilia. En este punto, Proudhon parece, realm ente, m ás tra-
dicionalista que Le Play, puesto que aboga p or la fam ilia
patriarcal.24
Sin em bargo, la tradición m arxista se im puso al fin en el
radicalism o europeo, especialm ente después de la derrota
que sufriera P rusia a m anos de F rancia en 1870, y desde
entonces la corriente principal del radicalism o fu e tan hos
til al localism o, la com unidad y la cooperación com o lo fue
la lín ea del liberalism o utilitario que va de Jam es M ill a
H erbert Spencer.
103
otras ciencias sociales (en especial en los estudios contem
poráneos sobre las naciones subdesarrolladas), que en lo
que atañe al empleo tipológico de la noción de comunidad;
Mediante esta analogía, la grave transición histórica de la
sociedad del siglo XIX, a partir de su carácter predom inan
temente comunal y medieval, hacia su form a m oderna in
dustrializada y politizada, fue extraída del contexto único
de la historia europea donde surgiera, y ubicada en un mar
co más general de análisis, aplicable a transiciones análo
gas en otras épocas y regiones de la tieira.
Como ya he señalado, los lineamientos generales del uso
tipológico de la comunidad aparecen por igual, al comienzo
del siglo, en los escritos de radicales y conservadores; ellos
constituyen una parte del amplio contraste entre el m oder
nismo y el tradicionalismo que ocupó un lugar tan prom i
nente en el análisis político y filosófico. La tram a m ism a de
las Reflections on the Revolution in France de Burke (y tam
bién de algunas de sus otras obras, incluyendo los discursos
acerca de los colonos norteamericanos y acerca de la India)
es el contraste permanente entre la «sociedad legítim a»,
compuesta de parentesco, clase, religión y localidad y ci-
' mentada por la tradición, y el nuevo tipo de sociedad que
veía desarrollarse en Inglaterra y en el continente, conse
cuencia (previsiblemente inestable), a su juicio, de la nive
lación democrática, el comercialismo desenfrenado y el ra
cionalismo sin raigambre. La oposición de H egel entre la
«sociedad familiar» y la «sociedad cívica» incorpora a todas
luces la tipología; además está presentada en un contexto
fundamentalmente no polémico. Es oportuno volver a citar
el ensayo de Bonald «La fam ilia agrícola e industrial», es
crito en 1818, donde se ocupa de los modos antitéticos de
pensamiento, sentimiento y relación social dentro de la so
ciedad urbana y rural. Análogamente, en los escritos de Co
leridge, Southey, Carlyle y otros —a todos los cuales nos he
mos referido ya en relación con el ethos de la com unidad—
ese mismo contraste resulta capital. Para estos autores, la
esencia del contraste residía en aquello que había alcanza
do la cumbre comunal en la Edad Media, y lo que com o re
sultado de la atomización y la secularización, se presentaba
tan deplorable en el mundo moderno.
Aparte de los escritos ideológicos, tres grandes obras eru
ditas de mediados del siglo X IX proporcionaron, a m i juicio,
104
un antecedente efectivo acerca del em pleo tipológico de la
comunidad, que encontram os en Tónnies y en la tradición
sociológica.
La prim era es la m onum ental D as D eutsche G enossen-
schaftsrecht de O tto von G ierke, publicación que com enzó
en 1868 y prosiguió durante varias décadas. D ada la situa
ción constitucional de A lem ania en esa época — donde de
sem peñaba un papel m edular el conflicto entre las inter
pretaciones «rom anista» y «germ anista» de la ley— era qui
zás inevitable que la obra de von Gierke, elaborada desde
un punto de vista acentuadam ente germ anista, atrajera
mucho la atención, no sólo en el terreno de la ley sino tam
bién en la esfera m ás vasta del estudio de la sociedad; pues
to que en su pensam iento resulta esencial el notable con
traste que traza entre la estructura social m edieval (basada
sobre status adscriptos, pertenencia, unidad orgánica de to
dos los grupos com unales y corporativos ante la ley, descen
tralización legal y la distinción básica entre el estado y la
sociedad) y la nación-estado m oderna (que se apoya en pri
mer térm ino en la centralización del poder político y en se
gundo térm ino en el individuo, haciendo añicos, por consi
guiente, todo aquello que alguna vez existió entre ambos). La
oposición que establece entre Genossenschaft y Herrschaft es
fundam ental. N adie exploró en el siglo X IX con m ás m inu
ciosidad que von G ierke los cim ientos com unales de la so
ciedad m edieval, ni trazó con más agudeza el contraste en
tre esta últim a y la sociedad moderna. Su obra fue m uy leí
da, no sólo en Alem ania sino tam bién en otras partes del mun
do. F. W. M aitland, y m ás tarde Ernest Barker, la tradujeron
en parte. L a segunda obra es A ncient Law de M aine, publi
cada en 1861. Redactado en una prosa de finísim o estilo, es
te pequeño volum en fue considerado casi inm ediatam ente
un clásico, tan im portante para la política y la sociología co
m o para la esfera especial de la ju risp ru den cia a la que
M aine pertenecía. M aine define la tipología de la com uni
dad en térm inos de «status» versus «contrato», referente en
principio a las leyes de las personas; pero es evidente que
sus inferencias van m ucho m ás lejos, alcanzando a la com
paración total de diversos tipos de sociedad. El contraste
entre sociedades o épocas que se apoyan fundam entalm en
te sobre el status y la tradición adscriptos, y las que se apo
yan sobre el contrato y el status adquirido, esclarece no sólo
105
lo que Maine dio en llamar un principio de desarrollo (todas
las sociedades tienden —escribió— a transferir el acento Γζ .
del status al contrato), sino también la clasificación de ti- ' ;
pos, que suele resultar más relevante. En manos de Maine ^
dem uestra ser una herramienta adecuada para la com
prensión de las sociedades existentes: por ejemplo, las dé
Europa oriental, India y China, en comparación con la de
Europa Occidental. También es aplicable a períodos his
tóricos anteriores; por ejemplo, en la evolución de la patria
potestas de la Roma antigua, desde la sociedad de «status»
de la República, a la sociedad de «contrato» del último Im
perio. El objetivo principal del libro de Maine era demos
trar la imposibilidad de comprender los conceptos legales
modernos como no fuera a la luz de la transición de un sis
tema social, basado sobre el status, hacia otro basado pri
mordialmente sobre el contrato; pero ambos términos fue
ron muy utiüzados desde entonces —incluso por el propio
Maine— para clasificar las sociedades del mundo (subdesa
rrolladas y modernas, las denominaríamos hoy). Tónnies
estaba bien familiarizado con la obra de Maine.
El tercer libro a que haremos mención, cuyo estilo iguala
en calidad al de Maine, es La ciudad antigua, de Füstel de
Coulanges, aparecido en 1864. Me referiré a esta obra, con
más detalle en un capítulo posterior, pues es uno de los tra
bajos claves para la perspectiva de lo sacro-religioso. Por el
momento será suficiente observar que este perspicaz estu
dio de la ciudad-estado griega y rom ana es tam bién una
descripción de los procesos de form ación y desintegración
de la comunidad. El contraste entre la comunidad estable y
cerrada que caracterizó la historia inicial de Atenas y Ro
ma, y la sociedad individualizada y abierta en que se trans
formó en un período posterior, sirve de base para una inter
pretación sociológica de la cultura clásica y sus cambios que
conserva la misma frescura y poder de sugestión que tenía
cuando Fustel escribió el libro.
Como se habrá advertido, los tres libros aparecieron du
rante la década de 1860, y su influencia sobre el pensa
miento europeo fue inmediata. En la época en que Tonnies
escribió su Gemeinschaft und Gesellschaft, las ideas expre
sadas en aquellos eran ya bien conocidas y no podían ha
berle pasado inadvertidas. Si examinamos la obra de Ton
nies encontramos que es, en realidad, una fusión (dentro de
106
su propia tipología distintiva de com unidades) de los tem as
básicos de von G ierke, M aine y F u stel de C oulanges: la
transición de: 1) la política occidental, da lo corporativo y
comunal, a lo individualista y racional; 2) la organización
social occidental, del status adscripto al contrato; y 3) lás
ideas occidentales, de lo sacro-com unal a lo secular-asocia-
cional. Tonnies dio articulación teórica a estos tres tem as, y
aunque haya extraído tam bién su m aterial de la transición
del m edievalism o al m odernism o de E uropa occidental, su
empleo tipológico de esos datos hace posible una aplicación
universal.
No siem pre se tom a debida cuenta de que el libro de Ton
nies fu e escrito cuando el autor sólo ten ía trein ta y dos
años, antes de la publicación de cualquiera de las grandes
obras de Weber, Durkheim y Sim m el, ni que a este libro si
guió una larga obra erudita que se hizo extensiva a m uchos
cam pos de la teoría y de la historia.
Se h a dich o con frecuencia que T onnies procuraba con
Gem einschaft und G esellschaft, exaltar nostálgicam ente el
pasado com unal, y que era enem igo de las tendencias libe
rales de la era m oderna. En el prefacio de la últim a edición,
vem os que esos cargos influyeron sobre su pensam iento: «A
m odo de guía — dice allí— quisiera agregar que no tuve ha
ce cincuenta años la intención, ni la tengo ahora, de presen
tar con este volum en un tratado ético o político. A este res
pecto ya previne con insistencia, en m i prim er prefacio, con
tra las explicaciones descam inadas y las aplicaciones in teli
gentes pero capciosas de m is ideas».25 A dvertirem os el p a
thos de esta afirm ación si recordam os que fu e escrita en
m om entos en que los nazis pregonaban p or el m undo sus
torpes doctrinas de la santidad de la «com unidad» b sisada
sobre la raza y la nación. Sin duda, es Cierto que G em eins
chaft und G esellschaft refleja un grado considerable de nos
talgia por lás form as com unales de sociedad en que Tónnies
m ism o se había criado, aunque cabe dudar de que esa nos
talgia sea m ayor de la que podem os encontrar en W eber o
Durkheim . Toda la sociología del siglo X IX está im buida de
107
i .
un tinte de nostalgia en su propia estructura. En todo casó, ^
hay un universo de distancias entre ella y las doctrinas del
nazism o.
Volvamos a los conceptos Gemeinschaft y Geséllschaft. Es
fácil traducir el primero como comunidad, si damos a la pa- -
labra el sentido cabal que le asignamos en este capítulo.
Con el segundo la cosa es más difícil: su traducción más co
m ún es «sociedad», lo cual no dice casi nada, pues después
de todo, la comunidad es en sí misma una parte de la socie
dad. La Geséllschaft adquiere importancia tipológica cuan
do la consideramos como un tipo especial de relación huma
na, caracterizada por un alto grado de individualismo, im
personalidad, contractualisrno, y procedente de la volición o
del puro interés más que de los complejos estados afectivos,
hábitos y tradiciones subyacentes en Ja Gemeinschaft.
Tonnies nos dice que la sociedad europea evolucionó des
de las uniones de Gemeinschaft a asociaciones de Gemeins
chaft, luego a asociaciones de Geséllschaft-, y finalm ente a
uniones de Geséllschaft. Esta es, en esencia, la síntesis de la
evolución europea, que él convierte en una tipología dasifi-
catoria para el análisis de toda sociedad, pretérita o actual,
europea o no. Las primeras tres fases del desarrollo refle
ja n una individualización creciente de las relaciones huma
nas, donde predominan cada vez más la impersonalidad, la
com petencia y el egoísmo. La marta fase representa los es
fuerzos de la sociedad moderna por recuperar algunas de
las seguridades comunales que ofrecía la sociedad anterior
— m ediante las técnicas de las relaciones humanas, la se
guridad social y el seguro de empleo— dentro del contexto
de una corporación privada o pública del tipo de la Gesell-
schaft. Podríamos comparar la cuarta fase con una seudo-
Gemeinschaft en sus manifestaciones más extremas.
Presentado su perfil histórico, veamos ahora más minu
ciosam ente los propios términos. Comenzaremos con la Ge
m einschaft y sus dos fases: «El prototipo de todas las unio
nes de Gemeinschaft es la familia. El hombre participa en
esas relaciones por su nacimiento: la voluntad racional li
bre puede determinar que permanezca dentro de la fam ilia,
pero la existencia misma de esa relación no depende de
ella. Los tres pilares de la Gemeinschaft — la sangre, el lu
gar (país) y la mentalidad, o sea el parentesco, la vecindad
y la amistad— están comprendidos dentro de la fam ilia, pe-
108
ro el prim ero de ellos es su elem ento constitutivo». Las aso
ciaciones de Gem einschaft, en cam bio, «son perfectam ente
interpretables com o am istad, G em einschaft de espíritu y
m entalidad basada sobre el trabajo com ún o la vocación, y
por eso sobre creencias comunes». Entre las m últiples m a
nifestaciones de asociaciones G em einschaft están los gre
mios, las fraternidades de artes y oficios, las iglesias y las
órdenes religiosas. «En todas ellas persiste la idea de la fa
milia. El prototipo de la asociación en Gem einschaft sigue
siendo la relación entre am o y sirviente o, m ejor dicho, en
tre m aestro y d iscíp u lo...» . Evidentem ente, la com binación
de un iones y asociacion es de G em einschaft que T ónnies
bosqueja no es ni m ás ni m enos que un esquem a social de
la Europa m edieval, aunque sus consecuencias trascienden
a Europa.
La G esellschaft, en sus dos form as, asociación y unión, re
fleja recíprocam ente la m odernización de la sociedad euro
pea: siem pre es im portante tener presente que G esellschaft
designa el proceso tanto com o la sustancia. Para Tónnies
ella sintetiza la historia de la Europa m oderna. En la G e
sellschaft pura, sim bolizada según él por la em presa econó
m ica m oderna y la tram a de relaciones legales y m orales en
que se desenvuelve, vam os hacia una asociación que ya no
sigue el m olde del parentesco ni de la am istad. «La diferen
cia reside en que para ser válida, es decir, para satisfacer la
voluntad de sus m iem bros todas sus actividades deben res
tringirse a un fin definido y a m edios definidos de alcanzar
lo».26 La esencia de la G esellschaft es la racionalidad y el
cálculo. E l pasaje siguiente es una síntesis perfecta de la
distin ción que establece Tónnies entre am bos conceptos.
«La teoría de la Gesellschaft atañe a la construcción artifi
cial de un agregado de seres humanos que se parece super
ficialm ente a la Gem einschaft, en la m edida que las perso
nas viven y habitan juntas y en paz. Sin embargo, en la Ge
m einschaft perm anecen esencialm ente unidos, a pesar de to
dos los factores disociantes, en tanto que en la Gesellschaft
están esencialm ente separados a pesar de todos los factores
unificadores. En la G esellschaft, a diferencia de la Gem eins
chaft, no encontram os acciones derivables de una unidad
111
intelectuales, el liberalism o y muchos de los atributos de la
cultura m oderna no podrían haber surgido. La ciudad es la
sede de la Gesellschaft. «La ciudad es también el centro de
la ciencia y la cultura, que van de la mano con el comercio y
la industria. Aquí las artes deben ganarse la vida: son ex
plotadas a la m anera capitalista. Las ideas se difunden y
cam bian con asom brosa rapidez. Los discursos y libros, me
diante la distribución masiva, se convierten en estímulos
de im portancia trascendental». Pero con el avance de la Ge
sellschaft y su brillo cultural debe producirse la desintegra
ción de la Gem einschaft. En ese punto Tónnies es claro y
categórico. No conozco ningún pasaje que ejemplifique esto
tan bien ni condense los argumentos morales, sociológicos e
históricos de su libro, como lo hace el siguiente; aparece en
la parte en que aplica su tipología a la historia romana y al
nacim iento del Im perio, pero lo mismo podría figurar en
cualquier otro lugar de su obra.
«En este sentido nuevo, revolucionario, desintegrador y
nivelador, la ley general y natural es en su totalidad un or
den característico de Gesellschaft, manifiesto en su forma
m ás pura en la ley comercial. En sus comienzos parece muy
inocente: sólo significa progreso, refinamiento, perfecciona
m iento y m ayores facilidades; sirve a la bondad, a la razón
y a la ilustración. Esta forma persistió aun durante la deca
dencia m oral del Imperio. Ambas tendencias han sido des
criptas con frecuencia: la elaboración, universalización y por
últim o sistem atización y codificación de la ley por una par
te, y por la otra la decadencia de la vida y las mores acom
pañada de brillantes triunfos políticos, una administración
idónea y una jurisprudencia eficiente y liberal. Pero muy
pocos parecen haberse dado cuenta de la relación forzosa
que existe entre estas dos tendencias, su unidad e interde
pendencia. N i siquiera los autores más eruditos logran a
veces librarse de prejuicios y alcanzar una concepción es
trictam ente objetiva, no deformada, de la fisiología y la pa
tología de la vida social. Admiran el Imperio y la ley rom a
nos; condenan la decadencia de la fam ilia y de las m ores;
pero se m uestran incapaces de analizar la relación causal
entre ambos fenóm enos».30
112
Los conceptos de G em einschaft y G esellschaft abarcan y
representan m uchas cosas: aspectos legales, económ icos,
culturales e intelectuales; incluso la división entre los sexos
como hem os visto; pero lo capital es la im agen de un tipo de
relación social y de los elem entos m entales afectivos y voli
tivos que cada uno de ellos lleva im plícita. Lo que la aristo
cracia y la dem ocracia eran, desde tina perspectiva tipoló
gica, para Tbcqueville; los tipos fam iliares patriarcal e ines
table para Le Play, y las form as de producción económ ica
feudal y capitalista para M arx, son la Gem einschaft y la Ge
sellschaft para Tónnies. En cada caso se abstrae, se da sig
nificación dinám ica, y se convierte por así decirlo, en causa
efficiens de la evolución de la sociedad, a un solo aspecto del
orden social m ás am plio.
Lo im portante en la obra de Tónnies no es el m ero aná
lisis clasificatorio, ni tam poco la filosofía de la historia, sino
que en virtud de esta diferenciación de Gem einschaft y Ge
sellschaft com o tipos de organización social, y m edí suite el
em pleo histórico y com parativo de estos tipos, contam os con
una explicación sociológica del advenim iento del capitalis
mo, el estado m oderno y toda la actitud m ental m odernista.
Lo que otros descubrieron en los cam pos económ ico, tecno
lógico o m ilitar, de la causalidad, Tónnies lo encontró en el
cam po estrictam ente social: la com unidad y su desplaza
m iento sociológico por m odos no com unales de organiza
ción, legislación y sistem a político. Para Tónnies el adveni
m iento del capitalism o y la nación-estado m oderna son as
pectos de un cam bio social m ás fundam ental, que identifica
en los térm inos de Gem einschaft y Gesellschaft. Tal el m a
yor m érito de su libro. M ientras M arx considera, por ejem
plo, que la pérdida de la com unidad es consecuencia del ca
pitalism o, Tónnies ju zga que el capitalism o es consecuencia
de la pérdida de com unidad: del pasaje de la Gem einschaft
a la G esellschaft. E xtrae así a la com unidad del status de
variable dependiente que tenia en las obréis de los econo
m istas e individualistas clásicos en general, y le da status
independiente y arm causal. Esta es la esencia de su em pleo
tipológico de la com unidad, esencia que se transm ite a las
obras de Durkheim , cuya crítica de Tónnies e inversión de
la term inología em pleada por él no pueden ocultar la afini
dad que existe entre sus tipos de solidaridad «m ecánica» y
«orgánica», y los conceptos de su predecesor. Tam bién la en-
113
I
contram os en Sirnmel (quien utilizó «m etrópoli» com o tér
m ino sintétizador del modernismo) y en la base de la distin
ción sociológica norteamericana entre los tipos de asocia
ción «primaria» y «secundaria», que debemos sobre todo a
Charles H. Cooley.
E n nadie, empero, influyó la tipología de Tónnies con más
profundidad y produjo resultados más originales que en
M ax Weber. Dejaremos para el capítulo siguiente el aná
lisis de los fecundos tipos «tradicional» y «racional» de auto
ridad y sociedad de Weber. Baste señalar aquí que guardan
una correspondencia casi perfecta con los térm inos acuña
dos por Tónnies. Por el momento, me interesa m ás destacar
el em pleo directo, por parte de Weber, de la tipología de co
m unidad. Sus orígenes empíricos bien pueden remontarse
al interés que mostró Weber por la transición del trabajo
agrícola de tina condición de «status» a una condición de
«contrato» (interés despertado en 1890 por la indagación de
las condiciones de la agricultura en Alemania oriental que
llevara a cabo la Verein fílr Soziálpolitik). Pero la form a con
que de esta temprana preocupación suya pasa al trata
m iento comparativo en gran escala de la sociedad es segu
ram ente consecuencia, en buena medida, del efecto que tu
vieron sobre él las elaboraciones teóricas de Tónnies.
L a ética comunal ocupa un lugar central en la obra de
Weber. Como Tónnies, Weber consideró a la historia euro
pea como una especie de declinación gradual del patriarca-
lism o y la hermandad que habían caracterizado a la socie
dad m edieval. Pára Tónnies esta declinación está expresa
da, com o hem os visto, por la Gesellschaft tom ada com o pro
ceso (así la consideró él explícitamente). Para W eber es la
consecuencia del proceso de «racionalización». Am bos pro
cesos son, sin embargo, notablemente parecidos.
M ás en consonancia con el presente análisis, tenem os el
efecto de la tipología de Tónnies sobre la m anera en que
exam ina W eber la índole de la acción social y de las relacio
nes sociales. E l enfoque de W eber es más sutil y, en su con
junto, más com pleto, pero sus raíces en la distinción que es
tableciera aquel entre los dos tipos de asociación están a la
vista.
Vemos esto con claridad en la notable caracterización we-
beriana de los cuatro tipos de acción social, orientados res
pectivam ente: 1) hacia fines interpersonales, 2) hacia fines
114
valorativos absolutos, 3) hacia estados em ocionales o afecti
vos, y 4) hacia lo tradicional y lo convencional. Concedam os
que la clasificación de W eber es superior; de todos m odos,
su vínculo con la distinción de Tonnies entre los dos tipos
de volición, y entre norm as sociales y valores sociales, re
sulta incontestable. O tro tanto podem os afirm ar del análi
sis w eberiano de los tipos de relación social. La prioridad
(en térm inos de lógica) que les asigna W eber en lets estruc
turéis institucionales m ás am plias donde encontram os es
tos tipos de relación social — política, económ ica, religiosa,
etc.— es, por sí sola, testim onio del poder ejercido por el en
foque de Tonnies, que asignaba prioridad a los tipos de voli
ción y relación. En todo el exam én w eberiano de la acción
social, las form as de orientación de la acción social y la «le
gitim idad» del orden social, está subyacente el contraste
entre G em einschaft y Gesellschaft.
Volvam os, sin em bargo, al em pleo específico por parte de
W eber d el concepto de «com unidad» y su antítesis. Lo en
contram os cuando habla de los tipos de «relación social de
solidaridad», donde establece la distinción fundam ental en
tre lo «com unal» y lo «asociativo». E stos son los tipos que
W eber encuentra por doquier en la historia hum ana, y re
presentan para él exactam ente lo que G em einschaft y G e
sellschaft para Tónnies: tipos ideales. W eber nos dice que
una relación es com unal cuando está basada sobre el senti
m iento subjetivo de pertenencia m utua de las partes, de
que cada una de ellas está im plicada en la existencia total
de cada una de las otras. Ejem plo de ello son el grupo m ili
tar estrecham ente unido, el sindicato, la cofradía religiosa,
los lazos que vinculan entre sí a los am antes, y la escuela o
universidad; adem ás, por supuesto, de otros ejem plos ob
vios tales com o la fam ilia, la parroquia y la vecindad. P ara
W eber una relación es asociativa cuando se apoya sobre un
«ajuste dé intereses m otivado racionalm ente, u otro acuer
do que responda a m otivos sim ilares». P oco im porta que es
té guiada por la utilidad práctica o por u n valor m oral; será
asociativa si responde a un cálculo racional del interés o la
volu n tad , antes que a una id en tificación em ocional. Los
ejem plos m ás puros de relaciones asociativas los encontra
rem os en el m ercado libre, o sociedad abierta; aparecen allí
asociaciones que im plican la avenencia de intereses opues
tos pero com plem entarios, asociaciones voluntarias que se
115
apoyan exclusivamente en el interés personal o la creencia
y el consentimiento contractual; no sólo la hallarem os en la
conducta económica sino también en la conducta religiosa,
educacional y política.
E stos son los dos tipos fundamentales de relación que
W eber descubre en la sociedad humana. Son para él pers
pectivas, tipos ideales, y gran parte de su enfoque destaca
el hecho de que ambos pueden aparecer participando en la
m ism a estructura social. «Toda relación social que va más
a llá de la prosecución de ñnes comunes inm ediatos; que
perdura, por ello, durante lapsos prolongados, abarca rela
ciones sociales relativamente permanentes entre las mis
m as personas, y estas no pueden limitarse en form a exclu
siva a las actividades técnicamente necesarias».31 De ahí la
tendencia, aim en las relaciones economicéis basadas sobre
un contrato, a que comience a desarrollarse una atmósfera
m ás com unal cuando se prolongan durante cierto tiempo.
«A la inversa, una relación social que se juzga norm al y pri
m ariam ente comunal puede contener acción — de ^algunos o
incluso todos los participantes— orientada en im portante
m edida por consideraciones prácticas. Existe, por ejem plo,
una am plia variación en la magnitud con que los m iembros
del grupo familiar sienten una genuina comunidad de inte
reses o, en cambio, aprovechan la relación para sus fines
propios».32 Weber va más allá de la simple distinción entre
lo com unal y lo asociativo para describir las que denomina
«relaciones abiertas y cerradas»: «Diremos que una relación
social, ya tenga carácter comunal o asociativo, es “abierta”
a los extraños si (y en la medida en que) no se niega partici
pación en la acción social mutuamente orientada, relevante
respecto de su significado subjetivo, a quienes deseen parti
cipar y puedan hacerlo, según su sistema de orden. En cam
bio, llam arem os “cerrada” para los extraños a la relación
que, según su significado subjetivo y las leyes coercitivas de
su orden, excluye, limita o sujeta a condiciones la participa
ción de ciertas personas».33
116
El hecho de que una relación sea abierta o cerrada no de
term ina, intrínsecam ente, que sea com unal o asociativa.
Hay relaciones asociativas — sociedades com erciales, clu
bes selectos, por ejem plo— que son tan cerradas com o las
comunidades de parentesco m ás aisladas y aferradas a la
tradición. L a «cerrazón» (closure), en síntesis, puede obede
cer a razones tradicionales, em otivas o de m ero cálculo. L a
relación de tipo com unal es, em pero, la que tiende a m ani
festar con m ás frecuencia los atributos sociales y m orales
del orden cerrado; pues cuando una relación se vuelve aso
ciativa — es decir, fruto del interés o la volición, m ás que de
la tradición o el parentesco— resulta difícil im poner los cri
terios de herm etism o.
La dem ostración más notable de esto, en Weber, se refie
re a la ciudad. A un con los cánones actuales, su estudio
com parativo de la estructura y la conducta urbanas sigue
siendo un acierto notable, crucial en su estudio del capita
lismo, com o lo es su obra sobre la ética protestante (hecho
olvidado m uy a m enudo por sus críticos). W eber nos dice
que la m ayor diferencia entre las ciudades del m undo anti
guo y l as de la Edad M edia europea reside en que aquellas
eran por lo general asociaciones de com unidades — es decir,
com puestas por grupos étnicos o de parentesco estrecha
mente vinculados entre sí y legalm ente indisolubles— , en
tanto que las ciudades m edievales fueron desde el com ienzo
asociaciones de individuos (individuos cristianos, por su
puesto, dado que a los judíos se les negaban los derechos de
la ciudadanía con m otivo de estar incapacitados para parti
cipar en la m isa), y estos individuos juraban lealtad a la
ciudad como tales, no como m iem bros de castas u otros gru
pos. Todas las ciudades m edievales fueron en su origen,
«asociaciones confesionales de creyentes individuales, no
asociaciones rituales de grupos de parentesco».
W eber ha señalado con perspicacia que este hecho tiene
dos notables y divergentes consecuencias: por una parte, el
individualism o de sus m iem bros — es decir, la falta de com
prom iso legal de cada uno de sus m iem bros respecto de
otros grupos sociales— contribuía al com unalism o y la au
tonom ía crecien tes de la propia ciudad m edieval, que al
principio era una com unidad en todo el sentido de la pala
bra, ta l com o el m on asterio o el grem io. P ero al m ism o
tiem po ese individualism o determ inó que desde el principio
117
existiera una tendencia estructural a adoptar carácter dé f!
asociación, donde los derechos de los individuos adquirirían^
cada vez mayor prom inencia y donde sería cada vez más fá- ·
díalos extraños ser aceptados com o ciudadanos, plantean*
do un reto a los grem ios y otros grupos cerrados de la du
dad y contribuyendo de ese m odo al desarrollo general del
capitalismo y la racionalidad secular m oderna.
118
1
I
tem poráneo, desde las categorías racionalistas clásicas de
volición, deseo y conciencia individual, hacia aspectos que
son, en un sentido estricto, no volitivos y no racionales. Si
bien la influencia del segundo de los nom brados es m ás vas
tamente reconocida, no faltan razones para considerar que
la reacción de Durkheim contra el racionalism o individua
lista fue m ás am plia y fundam ental que la de aquel. D es
pués de todo, Freud no dudó jam ás de la prim acía de las
fuerzas individuales e intraindividuales al analizar la con
ducta hum ana. Según su doctrina, la s in flu encias no ra
cionales provienen de una m ente inconsciente interna al in
dividuo, aunque esté genéticam ente relacionada con el pa
sado de la raza. En síntesis, el individuo sigue siendo en su
pensam iento un a realidad tangible. P ara D urkheim , sin
embargo, la com unidad tiene realidad previa, y de ella déri-
van los elem entos esenciales de la razón.
Es instructivo señalar que en D urkheim aparece inverti
do el cuadro del individualism o. A llí donde la perspectiva
individualista había reducido todo lo que era tradicional y
corporativo en la sociedad a los átom os rígidos e inm uta
bles de la m ente y el sentim iento individuales, Durkheim ,
en form a diam etralm ente opuesta, hace que estos últim os
sean m anifestaciones de aquello. Tenem os así una especie
de reduccionism o a la inversa, que tom a algunos de los es
tados m ás profundos de la individualidad — p or ejem plo, la
fe religiosa, lets categorías de la m ente, la volición, el im pul
so suicida— y los explica en función de lo que está fuera del
individuo: en la com unidad y en la tradición m oral. Durk
heim reduce a estados prerracionales y preindividuales del
consenso com unal y m oral aim esas form as tan indudable
m ente racionales de la relación como son el contrato y la de
cisión política. A partir de una m etodología basada sobre la
prioridad de la com unidad, exam ina el delito, la insania, la
religión, la m oralidad, la com petencia económ ica y el dere
cho. L o que señalam os antes acerca del referente de lo «so
cial» en la sociología europea y su m odificación es aplicable
con particular propiedad a Durkheim . E l rigor con que criti
ca al individualism o utilitario deriva, en parte, de lo que
Durkheim consideraba su concepción inapropiada de la na
turaleza de la sociedad, com o una constelación im personal
de intereses y acuerdos. Según él, esto no serviría nunca de
nada: las relices reales de la palabra sociedad estaban, en
119
su opinión, en la communitas, no en la societas. «La sociedad
no puede hacer sentir su influencia a menos que. esté en ac
ción, y no está en acción si los individuos que la componen no
se asocian y actúan en común. Sólo mediante la acción común
tom a conciencia de sí misma y comprende cuál es su posi
ción; es, por sobre todas las cosas, una cooperación activa».35
De este enfoque comunal de la naturaleza de la sociedad
procede el fundamental concepto de la conciencia colectiva,
qu e D urkheim define acertadam ente en función de las
«creencias y sentimientos comunes». Esta manera de enca
rar la organización social no es muy semejante, evidente
m ente, a la de los utilitarios del siglo XIX, quienes tal como
los philosophas habían hecho antes, tomaron como referen
te inconsciente la societas en sus escritos acerca de la socie
dad; la im agen de Durkheim les habría parecido en exceso
corporativa. El pensamiento de Durkheim estuvo profunda
m ente influido por ese renacimiento total de los valores y
atributos de la comunidad: comunidad en el sentido de gru
pos form ados a partir de la intimidad, la cohesión emocio
nal, la profundidad y la continuidad. Para él la sociedad no
es sino comunidad, en su sentido más amplio.
' Es im portante advertir que el interés inicial de Durk
heim p or los atributos metafíisicos de la sociedad tuvo su
origen en su tentativa de demostrar que las lim itaciones y
reglas propias de los tipos tradicionales de organización so
cial eran inaplicables a la vida moderna. De la división del
trabajo social perseguía como objetivo textual probar que la
división del trabajo en la sociedad m oderna cum plía la fun
ción de integrar a los individuos m ediante su búsqueda de
especializaciones complementarias y sim bólicas, haciendo
p osible — por prim era vez en la historia— acabar con los
m ecanism os tradicionales de coerción social. La función de
la división del trabajo es social: es decir, la integración; con
ella deben aparecer nuevas relaciones y leyes. Los tipos tra
dicionales de relación y de derecho — basados sobre la re
presión , las costum bres y las sanciones com unales— son
gradualm ente descartados. Tales fueron los m otivos que lo
im pulsaron a escribir ese libro; sin embargo, extrajo otras
conclusiones.
120
Durkheim distingue en él entre dos tipos de solidaridad
social: la m ecánica y la orgánica. La prim era es la que ha
existido a lo largo de casi toda la historia de la sociedad hu
mana: basada sobre la hom ogeneidad m oral y social, es re
forzada por la disciplina de la pequeña comunidad. D entro
de este m arco dom ina la tradición, hay una com pleta au
sencia de individualism o, y la justicia se dirige de m anera
arrolladora hacia la subordinación del individuo a la con
ciencia colectiva. La propiedad es comunal, la religión no se
distingue del culto y el ritual, y todas las cuestiones relati
vas al pensam iento y conducta individuales son determ ina
das por la voluntad de la comunidad. Los lazos de parentes
co y localism o, y lo sacro, dan sustancia al conjunto. L a
segunda form a de solidaridad — la que Henna orgánica— sé
basa sobre la prim acía de la división del trabajo. Con el
advenim iento de la tecnología y la liberación general de la
individualidad de las restricciones del pasado, fue posible
—por prim era vez en la historia, tam bién en este caso—
que el orden social se apoyara, no sobre la uniform idad m e
cánica ni la represión colectiva sino sobre la articulación or
gánica de individuos libres em peñados en funciones d ife
rentes, pero unidos por sus roles com plem entarios. Dentro
del m arco de la solidaridad orgánica el hom bre puede estar
en general desvinculado de las restricciones tradicionales
del parentesco, la clase, el localism o y la conciencia social
generalizada. L a ju sticia será restitutiva más que pen$l; la
ley perderá su carácter represivo, y habrá cada vez m enor
necesidad de castigo. L a heterogeneidad y el individualis
m o reem plazaran a la hom ogeneidad y el com unalism o,
respectivam ente, y la división del trabajo brindará todo lo
necesario para m antener la unidad y el orden.
Tal la concepción inicial de D e la división del trabajo, fá
cilm ente inferible de sus capítulos iniciales, en especial a la
luz de lo que Durkheim había escrito durante los tres o cua
tro años anteriores a su publicación. N o hay duda de que el
tem a del racionalism o progresivo e individualista tenía m u
cho m ayor vigencia en su pensam iento al com ienzo de la
obra que al final. D ada la naturaleza progresiva del m arco
de cam bio donde Durkheim procuró al principio ubicar los
dos tipos de sociedad, sus conclusiones habrían tenido cu
riosa sim ilitud con las de Herbert Spencer, pues reducido el
argum ento de este últim o a sus elem entos esenciales, sub
121
rayaba el ascendiente progresivo de los lazos basados sobre?
sanciones restitutivas y división del trabajo, con respecto a
los que tenían sus raíces en la tradición y en la comunidad.
Pero Durkheim fue más lejos: la contribución distintiva
de la obra antes citada reside en que, en el m ism o procesó
de defender lo que él concebía com o tesis inicial de su tra
bajo, vio su debilidad intrínseca cuando se la llevaba a sus
conclusiones lógicas, y al advertirlo la m odificó, sutil pero
decididamente. Com o W eber, D urkheim com prendió qué
aunque la distinción conceptual entre los dos tipos de soli
daridad o asociación era real, la estabilidad institucional
del segundo debía afianzarse en la continuación (en una u
otra forma) del prim ero. Los racionalistas progresivos de la
época afirm aban m ás bien que uno debía reem plazar al
otro. Durkheim dem ostró, m ás aún que W eber, que ese
reemplazo llevaría, en realidad, a una m onstruosidad so
ciológica.
No es fácil desentrañar la enredada m araña de argumen
tos que com ponen la dem ostración de Durkheim (y esto es
lo que hace que D e la división del trabajo sea, para el estu
dioso, la más fascinante de sus obras). En cierto sentido el
libro es una especie de palim psesto y se requiere no poco in
genio para descubrir en qué punto la segunda tesis comien
za a imponerse a la inicial.
El análisis m inucioso nos revela que ese segundo argu
mento em pieza a desarrollarse a partir de la m itad del libro
aproximadamente y encuentra su m ejor expresión en el pa
saje siguiente: «La división del trabajo sólo puede tener lu
gar en el seno de una sociedad preexistente. A lrededor de
toda la división del trabajo hay una vida social, pero presu
puesta por aquella. Esto es lo que hem os establecido direc
tamente en realidad, al dem ostrar que hay sociedades cuya
cohesión responde en esencia a una com unidad de creen
cias y sentim ientos; de estas sociedades surgen aquellas cu
ya unidad es asegurada por la división del trabajo».36 El pa
saje reviste crucial im portancia, pero Durkheim no es del
todo sincero. A unque se m ostró interesado por el tipo de
cohesión que calificara com o m ecánica — de la que analizó
122
sus form as de derecho, costum bres y creencias— no es to
talmente cierto que haya destacado la necesidad perm a
nente, en la sociedad orgánica m oderna, de elem entos esta
bilizadores de carácter m ecánico. P u éd e decirse qu e su
breve análisis d el contrato y las raíces in dispensables de
este últim o en form as no contractuales de autoridad y rela
ciones, es la «divisoria de aguas» de su argum entación.
Señalar este aspecto en D e la d ivisión d el trabajo — la
«inversión» del argum ento em pleado por su autor— resulta
capital para com prender toda su obra, y la única form a de
encontrar congruencia entre este libro y los que lo sucedie
ron. H ay constancia, por supuesto, de que D urkheim jam ás
volvió a distinguir de m odo alguno entre los dos tipos de so
lidaridad en sus estudios posteriores, n i em pleó la división
del trabajo com o form a de cohesión, n i m ucho m enos acudió
a una racionalización de los conflictos y la anom ia en la so
ciedad com o m eras «form as patológicas de división del tra
bajo». Los tipos de sociedad, coerción y solidaridad de los
que se ocupó en sus obras posteriores — ya sea en térm inos
teóricos o prácticos— nada tienen que ver con los atributos
que asignó a una sociedad m oderna, orgánica y (presum i
blemente) irreversible en D e la división d el trabajo. P or el
contrario, la sociedad — según todas sus apariencias, fun
ciones y roles históricos— se convierte para D urkheim en
un com plejo de elem entos sociales y psicológicos, que había
relegado en un com ienzo a la raza o sociedad prim itiva. Co
mo habría de declararlo siem pre a partir de entonces, no
sólo se funda la sociedad norm al en rasgos tales com o la
conciencia colectiva, la autoridad m oral, la com unidad y lo
sacro, sino que la única respuesta apropiada a las condicio
nes m odernas es el fortalecim iento de estos rasgos. Sólo por
ese m edio será posible m oderar el suicidio, el conflicto eco
nóm ico y las corrosivas frustraciones de la vida aném ica.37
En L as reglas del m étodo sociológico, ubicada cronológica
m ente entre D e la división del trabajo y E l suicidio, Durk
heim transm uta los atributos de solidaridad m ecánica en
123
características eternas de los hechos sociales en general.
Esto no es m ás que una am pliación tem eraria de su conclu
sión anterior, según la cual los hechos de la exterioridad so
cial, la coerción y la tradición — elem entos prim ordiales to
dos ellos de la solidaridad m ecánica— son los únicos que
pueden interesar a los sociólogos en su condición de tales,
por mucho que avancemos en el estudio de la conducta hu
mana. La tesis fundam ental de este pequeño volum en es la
imposibilidad de descom poner o reducir los hechos sociales
a datos individuales, psicológicos o biológicos, y m ucho me
nos a m eros reflejos de fenóm enos geográficos o clim áti
cos.38 En la época en que se publicó Las reglas del método
sociológico — ese período ultraindividualista de las ciencias
sociales— debe haber parecido poco más que una visión de
la mente social absoluta, un ejercicio erudito de reificación.
Al evocar dicho período com prendem os que había enton
ces tan pocos sociólogos capaces de asim ilar los argumentos
capitales de Durkheim en sus categorías m entales indivi
dualistas, com o serían pocos una o dos décadas m ás tarde
los físicos capaces de asim ilar la teoría dé la relatividad de
Einstein dentro de las categorías clásicas de sus lecciones
dé m ecánica. Hoy, Las reglas de D urkheim , releídas con
cuidado y con alguna indulgencia hacia sus acentos polém i
cos y caprichos de expresión, parecen contener pocas cosas
que escapen a lo que los sociólogos suelen adm itir acerca de
la naturaleza de la realidad social en sus estudios em píri
cos de la conducta institucionalizada. Pero es tal la fuerza
de los estereotipos descriptivos en la historia del pensa
miento social, que las críticas que constituyeron la prim era
respuesta a L as reglas han sobrevivido en gran m edida, a
pesar de que el clim a de individualism o analítico dentro del
cual las form ulara fue reem plazado hace rato por otro más
afín con los valores m etodológicos de Durkheim .
Lo que había nacido, por así decir, en De la división del
trabajo y fuera bautizado en Las reglas del método socioló
gico, recibió confirm ación sucesiva en E l suicidio y Las for
mas elem entales de la vida religiosa. Durante m ucho tiem
po los estudiosos han persistido en clasificar estos volúm e-
124
nes en categorías intelectuales separadas, com o si corres
pondieran a fases discontinuas de su obra. L a verdad es
exactam ente opuesta: la m etodología sobre la cual hace
hincapié en Las reglas tiene raíces profundéis en D e la divi
sión del trabajo. Otro tanto cabe decir del contenido em píri
co concreto de E l suicidio y la sustancia erudita, de ampliéis
proyecciones, de Las form as elementales', eimbos fluyen con
claridad y rigor de los conceptos y proposiciones form ulados
en abstracto en Las reglas. D e nada vede, en síntesis, divi
dir el penseimiento de Durkheim en fases m utables e inco-
nexeis rotuladas evolutiva, m etafísica, em pírica y funcional-
institucional, y afirm ar que corresponden, en ese orden, a
sus cuatro obras principedes.
Lo que las cuatro obras tienen en común — y esto es apli
cable asim ism o a los libros de publicación postum a y a los
artículos aparecidos en UAnnée y en otros lugares— es una
m etafísica social y una m etodología derivada de la convic
ción que tom ó form a en el pensam iento de Durkheim cuan
do escribió De la división del trabajo: que toda conducta hu
mana, por encim a del nivel de lo estrictam ente psicológico,
ha de ser considerada ya com o un producto em anado de la
sociedad, ya com o profundam ente condicionada por ella: es
decir, por la totalidad de los grupos, norm as e instituciones
dentro de los cuales se desenvuelve, consciente o incons
cientem ente, todo ser hum ano desde el m om ento de su na
cim iento. Los instintos sociales, los com plejos de superiori
dad, los sentim ientos naturales, pueden existir en realidad
en el hom bre (Durkheim jam ás negó su existencia), pero si
los com param os con los efectos determ inantes de la socie
dad en cuestiones tales com o la conducta m oral, religiosa y
social, su influencia resulta despreciable, y no proporcionan
más que la base orgánica. En todo caso, es im posible llegar
a ellos — en térm inos sociológicos— hasta después de haber
agotado todas las consecuencias posibles de lo social. Este
últim o punto es la gran verdad soslayada tan a m enudo por
el pensam iento individualista y utilitario del siglo XBC, del
m ism o m odo que m uchos la siguen soslayando aún hoy. Sin
duda es bastante fácil dem oler algunas de las construccio
nes m etafísicas de Durkheim , y m uchos críticos se han em
peñado en ello. Tomadas en abstracto, ¿cuánto tiem po so
portarán ideas tales com o la conciencia colectiva, las repre
sentaciones colectivas y la autonom ía absoluta de la socie
125
dad los embates del empirismo crítico, el análisis lingü ísti-:
co y otras manifestaciones de la persecución im placable de
la filosofía contemporánea a todo lo que no es conceptual
mente atómico? Admitámoslo al punto: N o mucho.
No obstante, es im posible tratar a Durkheim lim itándose
a la definición de términos tales com o representaciones co
lectivas, representaciones individuales y anom ia, tanto co
mo lo sería deducir la com plejidad y sutileza de su obra de
los conceptos de estructura o función. Es im prescindible to
mar en cuenta los problemas em píricos y reales que intere
saron a Durkheim y a los cuales procuró dar explicación.
Esta es la mejor m anera de com prender las conclusiones
sustantivas que se alcanzan sobre la base de prem isas que
bien podrían ser atacadas, en abstracto, com o «carentes de
sentido» metafísico.
Veamos, ante todo, su análisis sobre la naturaleza y esen
cia de la moralidad. Durkheim no se cansó nunca de insis
tir sobre el carácter central de lo m oral. Todos los hechos
sociales son, en sí mismos, hechos m orales. En las páginas
finales de De la división del trabajo escribió: «La sociedad
no es .. . un forastero en el m undo m oral, ni algo que sólo
tenga repercusiones secundarias sobre él . . . Si desapare
ciera la vida social, toda la vida m oral desaparecería tam
bién, pues carecería ya de objeto».39 Planteó la cuestión de
manera más categórica aún en La educación moral·. «Si hay
un hedió que la historia haya dem ostrado irrefutablem en
te, es que la m oralidad está relacionada en form a directa
con la estructura social del pueblo que la practica. La rela
ción es tan íntim a que, dado el carácter general de la m ora
lidad observada en una cierta socied ad . . . podem os deducir
la naturaleza de esa sociedad, los elem entos de su estructu
ra y la form a en que está organizada. D adm e la s pautas
matrimoniales, las normas m orales que dom inan la vida fa
miliar, y os diré las características principales de su organi
zación»».40 Insiste en que la m oral social no es un a abstrac
ción: lo es, en cambio, la m oral individual, pues, ¿dónde sino
dentro de la com unidad podem os encontrar vid a m oral?
126
«No hallarem os vida m oral, en ninguna de sus form as, sino
dentro de la sociedad; la vida m oral sólo cam bia en relación
con las condiciones sociales . . . Los deberes del individuo
para consigo m ism o son, en realidad, deberes para con la
sociedad».** La educación m oral nos perm ite com prender
en detalle cóm o utilizó D urkheim la perspectiva de la co
m unidad en la elucidación de la m oralidad. (L a m itad, si no
más, de este notable libro póstum o está dedicado a la form a
en que los códigos m orales se internalizan en la m ente in
fantil. N uestro análisis versará apenas sobre la proposición
capital de su obra.) L a m oralidad presenta tres elem entos
esenciales:
1. E l espíritu de disciplina. Toda la conducta m oral «se
adapta a reglas preestablecidas. C om portarse m oralm ente
im plica ajustarse a una norm a . . . E ste reino de la m ora
lidad es el reino del deber; el deber es la conducta prescrip-
ta». ¿C uál es la fuente de este elem ento prescriptive? N o el
plasm a germ inal, con seglaridad. Quienes responden «D ios»
tienen al m enos el m érito de buscar fu era del individuo, a
una autoridad capaz de m andar; pero para D urkheim D ios
es sólo una form a m ítica de la sociedad; por eso su respues
ta es «la Sociedad». Sólo la sociedad— m ediante sus códigos
de parentesco, religión y econom ía, m ediante sus tradicio
nes coercitiva s y grupos— posee la au torid ad n ecesaria
para establecer el sentido del deber ser (que jam ás pu ede
ser reducido a m ero interés o conveniencia, com o reiterada
m ente sostiene Durkheim ), a una de las fiierzas rectoras y
m ás tenaces de la vida hum ana. E sta relación inalterable
de la m oralidad con el «deber ser», con vina disciplina im po
sible de reducir a m eros im pulsos in tem os del hom bre, es lo
que conduce a D urkheim a la afirm ación lógica, aunque al
go in sólita, de que «los erráticos, los in disciplinados, son
m oralm ente incom pletos».4 42
1
2. L os fines de la m oralidad. Pero la disciplina no basta;
para que resulte efectiva, para que su función se pon ga de
m anifiesto y se vuelva determ inante, deben existir tam bién
los fines de la m oralidad. E stos son invariablem ente im per
sonales, p u es la acción orientada en form a exclusiva h acia
m etas personales — cualesquiera sean los ben eficios que
127
produzca— es lo contrario de la acción m oral. ¿D e dónde
procede, entonces, la impersonalidad que se com unica al in·:
dividuo mediante la disciplina? De la sociedad, del vínculo,
del individuo con la sodedád: «[La moralidad] consiste en el
lazo que uñe al individuo con los grupos sociales que inte
gra. Por eso comienza cuando nos incorporam os a un grupo
humano, cualquiera sea este. Puesto que el hom bre, en rea
lidad, sólo es completo en la medida, en que pertenece a di
versas sociedades, la moralidad misma sólo es com pleta en
la medida que nos sentimos identificados con esos diferen
tes grupos a los que pertenecemos: la fam ilia, el sindicato,
la empresa comercial, el club, el partido político, el país, la
humanidad».43 Es, pues, la pertenencia al grupo social lo
qu e brinda el contexto indispensable de m ediación que
transforma los fines en fines im personales dotados de au
toridad, única que hace de la disciplina una realidad.
3. La autonomía o autodeterminación. Este tercer elemen
to nada tiene que ver con la autonomía kantiana; Durkheim
dedica buena parte de su argum entación a dem ostrar las
imperfecciones del imperativo categórico orientado hacia el
individuo de Kant. La autonom ía personal — es decir, la
responsabilidad propia— es sin duda un instrum ento cru
cial de la conducta moral, pero Durkheim sostiene que es
tan parte integrante de la sociedad com o la disciplina y la
pertenencia a un grupo. La autonomía es sim plem ente la
conciencia que adquiere el ser humano, gracias a su razón,
de los motivos de cuanto hace bajo el im pulso de la discipli
na de sus adhesiones: «Para actuar en form a m oral no es
suficiente —ya no lo es— respetar la discip lin a ni estar
comprom etido con un grupo. Más allá de esto, bien por aca
tam iento a una regla o por devoción a una idea colectiva,
debem os tener conciencia, de manera tan clara y com pleta
com o sea posible, sobre las razones de nuestra conducta.
E sta conciencia confiere a nuestra conducta la autonomía
que la conciencia pública exige de ahora en adelante de to
do ser cabal y genuinamente moral. Por ello cabe decir que
el tercer elemento de la m oralidad es la com prensión que
tengam os de ella».44 Con la evolución de la sociedad apa
rece una fuerte tendencia a que la conciencia del hom bre se
128
haga cada vez m ás aguda y sensible. La necesidad de disci
plina y adhesión sigue siendo tan grande com o siem pre.
(Esto va en respuesta a los individualistas contem poráneos
que proclam aban una nueva m oralidad, donde el hom bre,
liberado petra siem pre de disciplinéis y com prom isos socia
les, fuera libre de gobernarse a sí m ism o.) Gracias a su ra
zón, no obstemte, el hom bre puede saber lo que hace y lo
grar así una form a de autonom ía intelectued (pero no so
cial) que ignoró el hom bre prim itivo.
Un segundo em pleo de la perspectiva de la comunidad, de
influencia no m enor que el anterior, es el análisis del con
trato, iniciado en D e la división del trabajo, y que es objeto
de un desa rrollo exhaustivo en su posterior É tica p ro fe
sional y m oral cívica. En m uchos aspectos este exam en del
contrato debe figurar entre los tours de force más brillantes
del análisis social m oderno. Su punto de partida es la refu
tación a Spencer, quien concibe el contrato com o un acto
sim ple y atóm ico de dos o m ás individuos que se asocian
guiados por el interés propio y la razón, esta últim a a m odo
de com plem ento. Pero sería un error afirm ar que D urk-
heim redujo a esto su tratam iento del tema. En su justa di
m ensión, su exam en es un ataque profundo a la corriente
de pensam iento que com enzó en el siglo XVII con Hobbes y
sus contem poráneos y continuó con el Ilum inism o, para lle
gar a ser en el siglo X IX la esencia del m ovim iento utilita
rista.4^ Para esta corriente, el contrato es el m odelo resi
dual de todas las relaciones sociales. Hobbes se propuso ra
cionalizarlo todo, incluso el lazo fam iliar, como un contrato
im plícito entre los hijos y los padres. En la tradición racio
nalista utilitaria de los siglos XVIII y X IX, todo lo que no
podía ser racionalizado — legitim ado— por un contrato real
o im aginario, era sospechoso. L a única realidad, y, en con
secuencia, el objeto digno de la atención científica, es la que
em ana del hom bre m ismo, su instinto y su razón. La unión
social, de cualquier m odo que se m anifieste para la percep
ción sim ple, es en verdad el producto de alguna form a de 5 4
45 V éase O tto von G ierke, N atu ral Law and th e Theory o f S ociety,
1500-1800, trad, de E rnest Barker, Cam bridge: The Cam bridge U niver
sity Press, 1934; E lie Halévy, The Growth o f Philosophical R adicalism ,
antes citado. E stas dos obras son todavía los m ejores trabajos sobre di
cha corriente de pensam iento.
129
I
contrato. Dicho brevemente: según esta concepción el con
trató es el microcosmos de la sociedad, la im agen de las re
laciones humanas.
Esta es le imagen que Durkheim rechaza, arguyendo que
el contrato, considerado primordial ya sea desde el punto
de vista histórico o lógico, es insostenible y engañoso. Durk
heim se pregunta: ¿Cómo se espera que los hom bres honren
un acuerdo contractual que se apoya sólo sobre los intere
ses o caprichos individuales que, presumiblemente, le ha
brían dado origen? «Allí donde el interés es la única fuerza
rectora, cada individuo se encuentra en estado de guerra
con todos los demás, pues nada contribuye a m oderar los
egos y ninguna tregua puede durar mucho. El interés es la
cosa menos constante que existe. Lo que hoy me une a ti,
mañana me hará tu enemigo. Una causa de esa índole sólo
puede promover relaciones y asociaciones pasajeras».46
Afirma Durkheim que ningún contrato, sea cual fuere su
tipo, podría sostenerse un solo instante si no estuviera ba
sado sobre convenciones, tradiciones o códigos dónde está
presente claramente la idea de una autoridad superior a
aquel. La noción de contrato, su posibilidad misma como re
lación entre los hombres, aparece tardíamente en la evolu
ción de la sociedad humana, y florece sólo dentro de contex
tos donde ya rigen, soberanas, mores que ni siquiera esfor
zando la imaginación son reductibles al interés personal.
Esas mores tienen su origen y realidad permanente en la
comunidad, no en estados de conciencia individual.
Extraeremos nuestro tercer ejemplo del famoso estudio
de Durkheim acerca del suicidio. Decir que su enfoque se
vuelve aquí lisa y llanamente empírico no es exagerar la
nota. Haber arrojado el guante al ídolo racionalista del
contrato era ya bastante osado; pero tomar el suicidio, el
más íntimo y manifiestamente individual de todos los ac
tos, y someterlo también a la metodología de la sociedad,
debe haber sido, con seguridad, más dé cuanto podían so
portar los utilitaristas de entonces. La sugerencia acerca
del suicidio que aparecía en De la división del trabajo — es
decir, su relación con los períodos de desintegración so
cial— se vuelve ahora el tema central de la investigación,
precisamente en términos de la metodología expuesta en
130
Las reglas del m étodo sociológico. Varias son, por supuesto,
las m otivaciones de la obra; ante todo, la índole científica.
El suicidio era un problem a que preocupaba a m uchos, ya
había sido estudiado y existía m ucho m aterial de naturale
za dem ográfica. D urkheim lo adm ite: «H em os elegid o el
suicidio entre los m últiples tem as que tuvim os ocasión de
estudiar en nuestra carrera docente, porque pocos h ay que
exijan una definición m ás precisa, y porque nos pareció par
ticularm ente oportuno acom eterlo; sus lím ites ya habían
requerido que le dedicáram os un trabajo prelim inar» ,47
Pero hay otros dos m otivos que han pasado m ás inadver
tidos. En prim er lugar, dice Durkheim , la «posibilidad de la
sociología» com o cam po específico de estudio quedará m ejor
evidenciada con este descubrim iento de leyes que afectan el
suicidio y provienen directam ente del objeto distintivo de la
sociología: es decir, la sociedad y los hechos sociales. E n re
sumen, h ay en la obra un objetivo práctico y profesional, y
es evidente que Durkheim nunca lo perdió de vista, com o lo
dem uestran sus reiteradas referencias a este punto en E l
suicidio.
«El m étodo sociológico, tal com o lo practicam os, se apoya
por entero sobre el principio básico de que los hechos socia
les deben ser estudiados com o cosas: es decir, com o realida
des externas al individuo. No hay principio que nos haya si
do m ás criticado; pero no hay ninguno más fundam ental».
Para que la sociología sea posible debe tener un objeto pro
pio que la caracterice, tom ar conocim iento de una realidad
que no pertenece ya al dom inio de otras ciencias. .Si no exis
te realidad alguna fuera de la conciencia individual, la so
ciología carece de objeto propio, pues entonces los únicos te
mas susceptibles de observación son los estados m entales
del individuo; sin em bargo, estos pertenecen al cam po de la
psicología. D esde el punto de vista psicológico, la esencia
del m atrim onio, por ejem plo, o la de la fam ilia, o la de la re
ligión, consiste en las necesidades individuales a la s cuales
estas in stitu cion es presum iblem ente responden: el am or
paterno, el am or filial, el deseo sexual, el sedicente instinto
religioso. «Con el pretexto de dar a la ciencia una base m ás
sólida fundándola sobre la constitución psicológica del indi
viduo, se la despoja del único objeto que le es propio: .es pre-
131
ciso comprender que no puede haber sociología a m enos que
existan sociedades; y que las sociedades no pueden existir
si no hay otra cosa que individuos».48 He aquí, enunciado
con toda claridad, él pasaje de la m etafísica a la metodolo
gía práctica. Pocas veces ha sido esta traducción llevada a
cabo con más eficacia.
Justificado que hubo el estudio del suicidio sobre bases
demográficas y metodológicas — destacando en cada caso,
conviene advertirlo, la autonomía de lo social, único objeto
que admite consideración sociológica— Durkheim agrega la
razón final de su obra, que es de índole m oral. El suicidio,
dice, pertenece a una categoría de hechos que incluye el
conflicto económico, el crimen y el divorcio, y m arca el esta
do patológico de la sociedad europea contem poránea. Hay
que encontrar algún remedio que sirva para m itigar sus al
cances, así como los de otras form as de desintegración so
cial. A la luz de estas consideraciones prácticas y m orales
Durkheim se refiere a «algunas sugestiones relativas a las
causas del desajuste general que padecen en la actualidad
las sociedades europeas, y a los factores que puedan rem e
diarlas». El suicidio —insiste— com o se presenta hoy, «es
precisam ente una de las form as en que se transm ite la
afección colectiva que padecemos; de ahí que pueda ayudar
nos a comprender esta última».49
Las conclusiones a que arriba en este libro notable pue
den sér contempladas aún en nuestros días com o una de
m ostración triunfal de los resultados que había previsto en
abstracto en Las reglas del método sociológico. Su insisten
cia en la sociedad más que en el individuo prevalece en toda
la obra, plenamente apoyada por m edio de datos y verifica
ción de hipótesis. Resultan m uy gráficas las palabras con
que resum e el trabajo: «Los resultados que obtenemos cuan
do, dejando de lado al individuo, buscam os las causas de la
aptitud suicida de cada sociedad en la naturaleza de la so
ciedad misma, son por completo diferentes. L a relación que
hay entre el suicidio y ciertos estados del m edio social es
tan directa y constante como parece incierta y am bigua su
vinculación con hechos de carácter biológico y físico».®0
48 Ib id ., pág. 35.
49 Ib id ., pág. 37.
60Ib id ., pág. 299.
132
¿Cóm o llega la sociedad a ser la causa determ inante y
principal de un acto tan individual com o el suicidio? E llo
ocurre en particular de los tres m odos siguientes:
S uicidio egoísta. Se produce cuando la cohesión de los
grupos a los que pertenecen los hom bres declina al punto
de no ofrecer ya el apoyo norm al al yo. Durkheim declara
en una de sus proposicion es m ás celebradas: «El suicidio
varía inversam ente al grado de integración de los grupos
sociales de los cuales el individuo form a parte». Cuando la
sociedad está fuertem ente integrada, im pone lim itaciones a
los individuos, los considera a su servicio, «y así les prohíbe
disponer a su antojo de sí m ism os». Dentro de las poblacio
nes m odernas, entre aquellos cuyos lazos asociativos son
relativam ente débiles — los protestantes, los habitantes ur
banos, los trabajadores industriales, los profesionales— las
tasas de suicidio son m ás altas que las que registran los
agregados de carácter opuesto.51
Suicidio aném ico. Paralelam ente al suicidio egoísta está
el suicidio anóm ico, originado por la dislocación repentina
de sistem as norm ativos, el derrum be de los valores que tal
vez guiaron al individuo durante toda su vida, o el conflicto
entre las m etas deseadas y la capacidad para alcanzarlas.
No es la pobreza lo que lleva al suicidio. Durkheim se refie
re a la «notable inm unidad de los países pobres»: «[La po
breza] protege contra el suicidio porque es en sí m ism a una
lim itación. La riqueza, en cam bio, por el poder que otorga,
nos engaña haciéndonos creer que dependem os sólo de no
sotros m ism os. A l reducir la resistencia que encontram os
en los objetos, nos sugiere la posibilidad de triunfar sobre
ellos ilim itadam ente. Cuanto m enos restringido se siente
uno, tanto más intolerable parece toda restricción».52 L a
anom ia es, en resum en, un derrum be de la com unidad m o
ral, del m ism o m odo que el egoísm o es un derrum be de la
com unidad social.
Suicidio altruista. La tercera form a de suicidio no es m e
nos social, en su contexto rector, que los otros dos tipos, pe
ro se m anifiesta cuando la participación en la relación so
cial es tan grande que el individuo se quita la vida porque
piensa que algún acto suyo ha m ancillado dicha relación.
133
La esencia de este suicidio, com o señ a la D u rk h eim , n o es el
escape sino el autocastigo. A unque es m ás p rob a b le que lo
encontremos en las socied ad es p rim itiv a s, d o n d e él con
senso tribal puede ten er una in flu en cia a rro lla d o ra (pero
aun allí es raro), es posible h a lla rlo ta m b ién , circu n sta n
cialmente, en esos sectores de la socied ad m od ern a — com o
los cuadros de oñciales de las organ izacion es m ilita res es
tablecidas— de tradición dom inante y p rofu n d a .53
Según Durkheim: «. . .Tbda socied ad h u m a n a tie n e una
aptitud mayor o menor para el su icid io; su ex p resión se ba
sa sobre la naturaleza de las cosas. C ada gru p o socia l posee
en realidad una inclinación colectiva p or el a cto qu e es suya
propia, y fuente de todas las in clin acion es in d ivid u a les, an
tes que su resultado. E l egoísm o, el altru ism o o la anom ia
que fluyen por la sociedad en co n sid era ción con stitu y en
esas inclinaciones, de las que derivan ten d en cias d e m elan
colía lánguida, renunciación activa o cansancio exasperado.
Estas tendencias del organism o social, en su tota lid a d , al
afectar a los individuos, determ inan que llegu en al suicidio.
Las experiencias privadas que suelen señálam e com o cau
sas inmediatas del suicidio, adquieren in flu en cia segú n la
predisposición moral de la víctim a, eco del estado m oral de
la sociedad».54
Este pasaje, extraído del contexto y considerado en térm i
nos estrictamente analíticos, podría ser expu esto al m ism o
tipo de ataques que sufrieron otros pasajes y conceptos dur-
kheimianos. ¿Cabe suponer la existencia, en un a sociedad
humana, de una «aptitud» — una «inclinación colectiva o de
grupo»— para el suicidio? ¿Puede un organism o social te
ner «tendencias de m elancolía lánguida»?, etc. L os presu
puestos acumulados en varios siglos de individualism o occi
dental llevarían a responder enfáticam ente «no», y así suce
dió, con suma elocuencia, en los tiem pos de D urkheim . Pero
no nos detengamos a inquirir una vez m ás p or los efectos
agobiadores sobre el pensam iento occidental de un in divi
dualismo analítico que, paradójicam ente, im pidió conocer
al hombre —al hombre real— , en lu gar de perm itir cono
cerlo; no tratemos tampoco de salvar a D urkheim de las co
nocidas acusaciones de reificación. Las discusiones de esta
134
especie son casi siem pre futiles e interm inables. Insistam os
mejor en este único hecho: sobre la base del concepto de so
ciedad brillantem ente sintetizado en el pasaje que acaba
mos de citar, D urkheim desarrolló una m etodología y alcan
zó, por m edio de verificaciones capitales, conclusiones (por
cierto m uy precisas) acerca de la incidencia del suicidio en
la sociedad, que apenas han sido puestas en tela de ju icio
en los setenta años transcurridos desde la publicación de su
trabajo. E l suicidio sigue form ando parte de la m edia doce
na de grandes estudios científicos de sociología; no es nece
sario siquiera apoyarse en la palabra clásico para form ular
este juicio.
N uestro cuarto ejem plo — y en definitiva el m ás funda
mental del em pleo m etodológico de la com unidad por parte
de D urkheim — , es su enfoque de la naturaleza del hom bre.
Después de dos generaciones de psicología social, es m uy
posible que en el exam en de D urkheim de las fuentes socia
les del yo haya pocas cosas que detengan nuestra atención,
pero en su época fue lo bastante original como para suscitar
incom prensión y epítetos agraviantes. La perspectiva indi
vidualista del yo, la m ente y la personalidad tenían raíces
tan profundas que los críticos de Durkheim (especialm ente
Tarde, cuya insistencia en la «im itación» com o proceso fun
damental se apoya sobre la noción de individuos preconce
bidos, por así decirlo, con fines sociales) lo h icieron objeto
de severos ataques, enrostrándole sobre tod o su «m enta
lidad grupal» y su «realism o social». U na de las acusaciones
más difundidas (cuyos ecos persisten en nuestros días) ¿s
que en su sociología el individuo desaparece p or com pleto.
Em pero, si atendem os a lo que D urkheim escribió real
m ente acerca de la individualidad y los prcfcesos plasm ado
res de la personalidad, es poco lo que hoy puede parecem os
excepcional. D urkheim tuvo buen cuidado de afirm ar que
«la sociedad existe y vive sólo en los individuos y por m edio
de ellos»: «Si desapareciera la idea de sociedad de las men
tes individuales, y los individuos dejaran de sentir y com
partir las creencias, tradiciones y aspiraciones del grupo, la
sociedad m oriría Podem os decir de ella lo que . . . decim os
de la divinidad: és real sólo en la m edida en que ocupa un
lugar en la conciencia h u m a n a.. .».55
135
No obstante, de esta verdad no se desprende que el hom
bre sea la entidad prim aria y autosuíiciente del pensamien
to utilitario; por el contrario, el hom bre es una entidad do
ble: biológica y social. Así, Durkheim afirm a lo siguiente:
«Hay dos seres en él: un ser individual con sus bases en el
organismo, y cuya esfera de actividades está por ende muy
limitada, y el ser social, que representa la realidad más al
ta en el orden intelectual y m oral que podem os conocer me
diante la observación: es decir, la sociedad. E sta dualidad
de nuestra naturaleza tiene por consecuencia, en el orden
práctico, la irreductibilidad de un ideal m oral a una moti
vación utilitaria, y en el orden del pensam iento, la irreduc
tibilidad de la razón a la experiencia individual. En la me
dida que pertenece a la sociedad el individuo se trasciende
a sí mismo, tanto cuando piensa como cuando actúa».
En otro lugar escribe: «El hom bre social se superpone al
hombre físico; presupone necesariam ente una sociedad a la
que expresa y sirve. Si esta se disuelve, si ya no sentimos
que existe y que actúa alrededor y por encim a dé nosotros,
cuanto tenemos de social pierde toda base objetiva. Sólo
resta una combinación artificial de im ágenes ilusorias: una
fantasmagoría que se desvanece con la m ínim a reflexión; o
sea, nada que pueda constituir la m eta de nuestras accio
nes. No obstante, este hom bre social es la esencia del hom
bre civilizado; es la obra m aestra de la existencia».56
Lá concepción durkheim iana del individuo es, pues, tan
radicalmente social como su concepto de la m oralidad. El
hombre es incognoscible, al m enos para el científico social,
excepto como manifestación —«orno nodulo— de la com uni
dad. La disciplina de la mente y el carácter es sólo la perso
nalización de la disciplina del grupo en form ación. La per
sonalidad normal es un reflejo de la integración norm al con
la comunidad; la personalidad anormal, un reflejo del fra
caso de esta integración al grupo.
Durkheim Deva su perspectiva de la com unidad hasta los
meandros de la mente individual. Existe la autoridad de la
razón, pero ¿de dónde proviene esta autoridad? «Es la auto
ridad misma de la sociedad, que se transfiere a cierto modo
de pensamiento que es condición indispensable de toda ac
ción común. La necesidad con que se nos im ponen las cate
136
gorías, no es efecto de sim ples hábitos, de cuyo yugo podría
mos desem barazarnos sin m ucho esfuerzo; tam poco es una
necesidad física o m etafísica, pues dichas categorías cam
bian en diferentes lugares y m om entos; es un tipo especial
de necesidad m oral, que representa para la vida intelectual
lo que la obligación m oral para la voluntad».57
No sólo la disciplina de la razón es reflejo de la disciplina
comunal, tam bién lo son las categorías de la razón, com o
tiempo, espacio, causalidad y fuerza. Por supuesto, en esto
Durkheim pisa un terreno epistem ológico m uy discutible, y
sería insensato suponer que sus opiniones en esta m ateria
hayan conquistado la aceptación que lograron otros aspec
tos de su pensam iento; son, sin em bargo, dignéis de m en
ción. Los em piristas han procurado explicar estas catego
rías, con Hum e, en función de la experiencia individual; los
aprioristas han sostenido, con Kant, que hay que conside
rar a las categorías innatas, una parte de la estructura de
la m ente. Durkheim pone en tela de juicio ambos conceptos,
y sostiene que cada categoría no es m ás que un reflejo de la
com unidad. Afirm a, así, que la idea del tiem po surge de la
conm em oración social de las fiestas religiosas, de los calen
darios, cuyo significado prim igenio fue señalar los ritos. Só
lo el poder de la com unidad religiosa y sus ritos pudo haber
im preso la idea general del tiem po sobre la conciencia del
hombre. Lo mismo se aplica a las otras categorías de la m en
te. Nos dice, por ejem plo, que las concepciones del espacio
entre los pueblos prim itivos correspondieron siem pre a la
manera, en que se yuxtaponían sus unidades sociales (v. gr.
en form a concéntrica o rectangular). La idea de fuerza es
concebida en térm inos de am pliación del poder de la unidad
tribal o alguna otra unidad colectiva. Y así sucesivam ente;
es notorio que Durkheim no fue sólo el sociólogo de la com u
nidad, sino tam bién su epistem ólogo y su m etafísico.
Los esfuerzos de Durkheim por explicar las «categorías»
de la m ente tu vieron poco efecto sobre la epistem ología
— donde nunca fueron considerados m uy en serio— ; pero
m ayor impórtamela reviste el hecho de que han servido ad
m irablem ente com o perspectivas de la sociología del cono
cim iento y la cultura.
137
i
La comunidad molecular: Sim m el
139
bía la totalidad del hombre. No servía sólo a un propósito
momentáneo, definido objetivam ente; era m ás bien una
asociación de todos los que se com binaban en aras de ese
propósito, en tanto que la asociación absorbía la vida ente
ra de cada uno de ellos».5906Esto no significa que el hombre
medieval estuviera entorpecido por su condición de partici
pante. El «enriquecimiento» del individuo com o ser social
«según el tipo m edieval era considerable, pues lo que obte
nía con su afiliación a un grupo m ás am plio faltaba por
completo en su afiliación a los grupos inm ediatos . . . El es
quema concéntrico es un estadio sistem ático y muchas ve
ces también una etapa histórica, anterior a la situación en
la cual los grupos a los que se afilian los individuos se yux
taponen e “intersecan” en una y la m ism a persona».59 La
sociedad moderna se diferencia profundam ente del esque
ma concéntrico m edieval de afiliaciones de grupo, y en esta
diferencia de organización reside la peculiaridad del indivi
duo moderno: una peculiaridad em ergente que es el funda
mento histórico de las filosofías modernas del individualis
mo. En la sociedad moderna, a diferencia de la m edieval, el
individuo puede acumular afiliaciones de grupo casi sin lí
mite. «El mero hecho de que lo haga, aparte de la naturale
za de los grupos en cuestión, es suficiente para darle una
conciencia más fuerte de individualidad en general y al me
nos para contrarrestar la tendencia de dar por supuestas
sus afiliaciones grupales iniciales».61 Esta es para Simmel
—casi tanto como para Durkheim— la perspectiva tem po
ral donde debe ubicarse el individualism o.
De la misma manera, su notable ensayo «M etropolis and
Mental Life» está dedicado en lo fundam ental al tránsito
histórico de Europa desde las form as cohesivas y tradicio
nales de comunidad, a los com plejos anónim os urbano-in
dustriales. En este ensayo, Simmel pone el acento en las lu
ces dé la ciudad, pero tam bién nos hace ver las sombras que
dejan la comunidad y la tradición en su retroceso. La elabo
rada complejidad, el anonimato y la reserva de la vida m e
140
tropolitana tienen su contraparte en la sim plicidad, la lla
neza y la calidez de la com unidad tradicional.
La m ism a con tra p arte es form u la d a de m anera m ás
sistem ática en su estudio del dinero.62 El dinero es el sím
bolo, no sólo de la conversión de valores cualitativos en va
lores cuantitativos, sino tam bién de la liberación por parte
de los individuos, de los contextos comunales de la Europa
preindustrial. U nicam ente La decadencia de Occidente de
Spengler nos presen ta un cuadro tan detallado é im agi
nativo del dinero y el crédito, com o el alambique dentro del
cual la m ente occidental pasó, de su preocupación por las
esencias m etafísicas y sociales, a su preocupación por la
cantidad y las variaciones cuantitativas. Sim m el nos de
m uestra de qué m anera el auge del dinero como instrum en
to y m edida de intercam bio en la econom ía de la ciudad-es
tado italiana, y luego en toda Europa, fue paralelo al auge
de una concepción del m undo donde lo orgánico es reem pla
zado por lo sim plem ente cuantitativo y m ecánico, tanto en
la sociedad com o en la filosofía y la m oralidad. La historia
social, m oral e intelectual de E uropa se convierte en sus
manos en una sucesión de desprendim ientos individuales
de la com unidad y la tradición m edievales, observables en
el ascenso de los m onarcas, hom bres de negocios, banque
ros, artistas e intelectuales. El debilitam iento de la com uni
dad m edieval y el avance de los individuos no podía produ
cirse h a sta ex istir m edios im person ales de eva lu a ción
— concordes con ion am biente de ley im personal— que per
m itieran a los individuos relacionarse entre sí de m anera
directa.
Pero Sim m el no se contentó con form ular la transform a
ción social de Europa en estos térm inos am plios de transi
ción de la com unidad tradicional a la sociedad im personal.
Buscó las m anifestaciones m inúsculas y los elem entos sub
yacentes en el cam bio. Su hincapié sobre las form as prim a
rias de asociación fue en parte la búsqueda de un tem a dis
tintivo para la sociología, que evitara repetir lo que estaban
realizando otras ciencias sociales y la librara del cargo de
ser m ía sim ple y confusa «m iscelánea». Pero en m ayor m e
141
dida aún refleja el deseo de exponer las fuerzas com prom ete’;
tidas eii la gran transform ación de la sociedad europea eh;;: \
térm inos de los elem entos sociales específicos implicados.; T-.
U n pasaje espléndido de su ensayo sobre la religión ilustras
este punto: «La vida social supone la correlación m utua de
sus elem entos, la que tiene lugar en parte en acciones y te·/.
laciones instantáneas, que se m anifiestan parcialm ente en
form as tangibles: en funciones y leyes públicas, órdenes y.
posesiones, lenguajes y m edios de com unicación. Tbdas es
tas correlaciones sociales m utuas, sin em bargo, responden
a diversos intereses, fines e im pulsos. Form an, por así de
cirlo, el elem ento que se realiza socialm ente en lo “junto a
cada uno” y lo “con cada uno”, lo “para cada uno” y lo “con
tra cada uno” de los individuos».63 Lo que pone de relieve el
genio distintivo de Sim m el es la insistencia en que todo lo
que posea cierta m agnitud en las relaciones y cam bios so
ciales debe ser traducido a lo «junto a cada uno», lo «para
cada uno», etc. Sea cual fuere el tem a que tratara — poder
político, capitalism o, religión— , no se satisfacía hasta ha
ber llevado el análisis al nivel prim ario de los elem entos
que caracterizan la s relacion es y procesos dentro de los
cuales viven los hom bres.
E l particular carácter del interés de Sim m el por los ele
m entos de la com unidad se aprecia m ejor, no en su trata
m iento dé las form as geom étricas com o las diadas y tría
das, ni tam poco en su exam en de los procesos de coopera
ción y conflicto — aun reconociendo la impórtemela de esos
estudios para averiguar la naturaleza de la com unidad—,
sino m ás bien en sus incom parables análisis de la amistad,
la lealtad, el amor, la dependencia, la gratitud, la confianza
y otros elem entos prim arios de la relación humana. Su sen
sibilidad al respectó y su aguda capacidad para vincular di
chos elem entos con las fuerzas m ayores de la sociedad no
tienen parangón en el pensam iento m oderno — salvo en’las
obras de ciertos novelistas, dram aturgos y otros artistas.
La am istad, la dependencia, la confidencia, la lealtad: he
aquí algunos de los átom os sociales, por así llam arlos, de la
com unidad tradicional. El interés por ellos es grande en to
da sociedad o época que experim enta cam bios sem ejantes a
los que ocurrieron en Europa a fines del siglo XIX. Tal com o
142
i
el derrum be de lets estructuréis tradicionales de d a se reveló
a los hom bres por prim era vez la com plejidad y los m atices
del status, así tam bién la ruptura de la com unidad los hizo
meditar sobre la ín dole de la am istad, los lím ites adm isi
bles de la intim idad, los cánones de la discreción, las fronte
ras de la lealtad. Para los tradicionalistas, en estas épocas
de cam bio, las am istades, confidencias y lealtades reales
pueden aparecer, en el m ejor de los casos, com o despojos de
lina com unidad m uerta que alguna vez existiera, com o re
saca que flota sobre los m ares del egoísm o económ ico y polí
tico. H ubo m uchos en la época de Sim m el que asignaron
significado a estas figuras retóricas.
Sim m el estaba lejos de ser un tra d icion a lista en estos
térm inos, pero es evidente que el contraste entre la com u
nidad tradicional y la sociedad m oderna constituye el tras-
fondo esencial sobre el que su análisis m icroscópico de los
lazos prim arios adquiere ese brillo extraordin ario que lo
caracteriza. Lo que él llam a «la sociología de las relaciones
íntimas» no tiene raíces en una geom etría abstracta sino en
las corrientes de cam bio generadas por las revoluciones In
dustrial y política.
N ingún trabajo de Sim m el ofrece una oportunidad m ejor
para apreciar, en todos sus m atices, su peculiar análisis de
la com unidad, que su fam oso estudio del secreto.64 L o que
D urkheim hace con el suicidio, lo hace Sim m el — de un a
m anera distinta, pero vinculada a aquella— con el secreto:
es decir, lo extrae del reducto del individuo que lo «guarda»,
como acostum bram os decir, y lo coloca directam ente entre
las relaciones y procesos de la sociedad. El suicidio y el se
creto, cada cual a su m odo, son la esencia de todo aquello
que corresponde a lo m ás recóndito de la m otivación in di
vidual y, sin em bargo, sólo resultan com prensibles en su
relación con la sociedad.
Tenem os, ante todo, la relación del secreto con el proceso
de la com unicación hum ana; relación indestructible, pues
todo lo que com unicam os a otra persona por últim a y digna
de confianza que la juzguem os, y cualquiera sea el grado de
veracidad de lo que decim os, debe escoger siem pre dentro
«de ese todo psicológico-real cuya versión absolutam ente
143
exacta (en términos de contenido y secuencia) llevaría a to
do el mundo a un hospital para enferm os m entales».65
Escogemos y modificamos el tono, dejando fúerá zonas ínte
gras de «realidad».
Consciente o inconscientemente, mentimos. «Toda menti
ra, por objetivo que sea su tema, engendra por su misma
naturaleza un error relativo al sujeto que m iente».66 La
mentira consiste en que quien la comete esconde a los otros
su idea verdadera. Una m entira es tanto más soportable
cuanto más lejos de nosotros, en tiempo y en espacio social,
está el que miente. «Cuanto más lejos están los individuos
de nuestra personalidad más íntima, tanto más fácilmente
aceptamos su falsedad, sea en un sentido práctico o en un
sentido psicológico íntimo; mientras que la vida se nos hace
insoportable si nos mienten las pocas personas cercanas a
nosotros».67 Pero no hay sociedad, ni form a alguna de rela
ción, donde la mentira no sea permisible en algún grado, e
incluso necesaria: en la medida en que la sociedad exterior
esté escalonada en términos del grado en el cual otros tie
nen acceso a «toda la verdad», habrá mentira. «A pesar de
que muchas veces una m entira puede destruir una rela
tion, mientras esa relación existió la m entira era un ele
mento integral de ella. El valor negativo de la mentira des
de el punto de vista ético no debe cegarnos frente a su signi
ficación sociológica positiva para la form ación de ciertas
relaciones concretas». La mentira es «la técnica positiva y
—por así decirlo— agresiva, cuyos propósitos se logran con
mayor frecuencia mediante el secreto y el disimulo».68 Sim-
mel pasa ahora de lo socioepistemológico a lo decididamen
te social. «Antes de abordar el secreto en el sentido de un
deseo consciente de ocultación, es preciso observar los gra
dos en que diversas relaciones dejan fuera de su jurisdic
ción el conocimiento recíproco de sus personalidades totales
por parte de los individuos que en ellas participan». Hay
grupos de intereses que nada reclaman del individuo total,
y son los que predominan en la sociedad moderna. «La obje
tivación creciente de nuestra cultura, cuyos fenóm enos
144
constan cada vez más de elementos impersonales, y absor
ben cada vez menos la totalidad subjetiva del individuo (co
mo lo m uestra palmariamente el contraste entre la artesa
nía y el trabajo fabril), también llega a las estructuras so
ciológicas».69
Esta objetivación de la cultura ha alterado por completo
el campo social y moral de la confidencia, por cuanto aque
llo que uno necesita confiar a otro ser humano, ha sido frag
mentado y confinado (el empleador y el empleado, el ban
quero y el prestatario, por ejemplo). También han cambiado
radicalmente los conceptos de «familiaridad» y «discreción».
«La discreción es una forma especial del contraste típico en
tre los imperativos, “lo que no está prohibido está permiti
do” y “lo que no está permitido está prohibido”. Las relacio
nes entre los hom bres se distinguen así según el conoci
miento mutuo: o bien “lo que no está escondido puede ser
conocido” o “lo que no es revelado no debe ser conocido”».
Tenemos asimismo los roles de amistad e intimidad, am
bos afectados profundamente por el cambio social moderno.
La intim idad se hace presente, típicamente, en dos contex
tos principales: la amistad y el matrimonio. «En la medida
que el ideal de amistad fue heredado de la antigüedad y
(hecho bastante curioso) se desarrolló dentro de un espíritu
romántico, su meta es la absoluta intimidad psicológica
Este ingreso del yo total e indiviso en la relación es más
plausible en la amistad que en el amor, por cuanto aquella
carece de la concentración específica sobre un único ele
mento que el amor extrae de su sensualidad».70La sociedad
moderna, en especial, admite que es el amor sexual el que
«abre, más que ninguna otra cosa, las puertas de la perso
nalidad total. En realidad, para no pocos individuos, el
amor es la única forma en que pueden entregar su yo total,
del mismo modo que la form a de su arte ofrece al artista la
única posibilidad de revelar íntegramente su vida interior».
Sin embargo, como señala Simmel, «la preponderancia del
lazo erótico puede suprimir . . . los otros contactos (el de la
m oral práctica, el intelectual), e im pedir que asomen las
cualidades ajenas a la esfera erótica que la personalidad
tiene en reserva». La amistad carece de la hermosa intensi
145
dad del amor, pero también de su frecuente irregularidad, y
por eso «puede ser un medio más apto que el amor para co
nectar a una persona total con otra persona en su totalidad;
puede ablandar el recato más fácilmente que aquel, tal Vez
de modo menos tormentoso, pero en mayor escala y con una
secuencia más perdurable. No obstante, es probable que es
ta intimidad completa se haga cada vez más difícil a medida
que aumenten las diferencias entre los hombres. El hombre
moderno tiene tal vez demasiadas cosas que esconder como
para conservar una amistad en el sentido antiguo».71
Pero volvamos al matrimonio y la intimidad: «La medida
de la autorrevelación y autodominio, con sus complementos
de abuso y discreción, es más difícil de determinar». El pro
blema en lo que Simmel llama específicamente «la sociolo
gía de las relaciones íntimas» consiste en saber «si es la re
nuncia recíproca y conjunta a la autonomía de las persona
lidades, o de lo contrario la reserva, la condición para alcan
zar el máximo de valores comunes». El problema fue menos
intenso en épocas anteriores, pues el matrimonio «no es, en
principio, una institución erótica, sino sólo social y econó
mica. La satisfacción del deseo amoroso sólo está acciden
talmente conectada con él». Cabe suponer que en esas cul
turas no existía «ni la necesidad ni la posibilidad de una au
torrevelación íntima y recíproca. Por otra parte, faltaría
cierto grado de delicadeza y castidad, cualidades que, a pe
sar de su carácter negativo en apariencia, siguen siendo la
flor de una relación personal íntima profundamente inter
nalizada».72
Simmel advierte que en nuestra sociedad, donde la re
lación matrimonial es cada vez más la única relación ínti
ma vigente Oa amistad en su sentido auténtico disminuye
bqjo las presiones del modernismo), hay una fuerte tenta
ción de cargar sobre sus hombros más peso de lo que su es
tructura le permite. «Durante las primeras etapas de la re
lación, tanto en el matrimonio como en el amor libre de tipo
marital, se observa un gran im pulso a dejarse absorber
completamente por el otro, a entregar las últimas reservas
del alma, después de las del cuerpo, a perderse cada uñó en
el otro sin recelos. Sin embargo, en casi todos los casos, este
146
abandono suele amenazar gravemente el futuro de la rela
ción».73 Pues Simmel insiste én que sólo pueden entregarse
por completo quienes no pueden entregar todo de sí. Éstos
raros individuos tienen una reserva de posesiones psicoló
gicas latentes que nunca se agota: vuelve a colm arse a me
dida que se dan. «Pero otras personas son distintas: con ca
da expansión de sentimientos, con cada abandono incondi
cional, con cada revelación de su vida interior, incursionan
(por así decirlo) en su capital, pues les falta el manantial de
una opulencia psíquica continuamente renovada, im posible
de revelar del todo ni de separar del yo».74 Así, establecida
ya la clara relación del secreto con el disim ulo, la confianza,
la discreción y la intimidad, llegam os al secreto com o tal.
Simmel afirma que es una de las grandes realizaciones del
hombre. Comparado con la etapa infantil caracterizada por
un despliegue carente de inhibiciones, «el secreto am plía
inmensamente la vida»; ofrece la posibilidad de un segundo
mundo junto al visible, donde existe tanta verdad, tanto bien
y tanta justicia como en el mundo m anifiesto, pero donde
puede morar tam bién el mal. Cada uno de esos mundos in
fluye sobre el otro.
El secreto es un m ecanism o neutro en lo m oral, que se
eleva por encima de sus contenidos. Capaz de absorber los
valores más nobles y soportar el rigor de los castigos o las
torturas, puede encerrar asimismo el conocim iento o la mo
tivación dé índole más maléfica. Su intrínseca fascinación
deriva del hecho de que nos confiere una posición excepcio
nal. Es un m edio de exaltar la identidad, así como de lograr
intimidad; pero también (señala Simmel) fascina la posibi
lidad de traicionarlo, pues «el secreto contiene una tensión
que se disipa en el momento de revelarlo. Este m omento
constituye el pináculo de su desarrollo; todos sus encantos
se unen una vez más y llegan a un clímax: tal como el mo
mento de disipación perm ite disfrutar con intensidad extre
ma el valor del ob jeto. . . El secreto tam bién está lleno de la
conciencia de que puede ser traicionado; de que uno posee el
poder de sorprender, de dar un vuelco al destino, de la ale
gría, de la destrucción.. . acaso de la autodestrucción».75
147
El secreto está íntimamente relacionado con la individua
lización. «Las situaciones, sociales de profunda diferen
ciación personal permiten y requieren el secreto; a la inver-.
sa, el secreto encam a e intensifica esa diferenciación. En
un cumio pequeño, la formación y preservación de secretos
se hace difícil, aun en el campo técnico: todos están muy
cerca de todos y de sus circunstancias, y la frecuencia e inti
midad del contacto ofrece muchos alicientes a la revelación;
pero por otra parte ya no es necesario conservarlo, ni si
quiera en casos particulares, ya que este tipo de formación
social suele nivelar a sus m iem bros.. .».76
En cambio, cuando se agranda la comunidad todo cambia
de manera radical. Simmel señala que hay cierta paradoja
en la sociedad moderna. «Parece como si las cuestiones ge
nerales se hicieran cada vez más públicas, y las cuestiones
individuales cada vez más secretas, a m edida que aumen
tan las oportunidades culturales». La política, la adminis
tración pública y aim los negocios «pierden así su secreto e
inaccesibilidad, en la misma medida que el individuo ha ga
nado la posibilidad de un retiro cada vez más completo, y
en la misma m edida que la vida moderna, en m edio del
agolpamiento metropolitano, crea una técnica para hacer
que las cosas privadas sean mantenidas en secreto, lo cual
antes sólo era posible mediante un aislamiento espacial».77
Simmel observa que el secreto tiene otro atributo social: el
adorno. La naturaleza y función del adorno consisten en di
rigir las miradas de los demás hacia el adornado. «Aunque,
en este sentido, es lo contrario del secreto, debe recordarse,
que ni aim en el caso del secreto la función de énfasis perso
nal permanece ausente».
Luego aborda directamente la sociedad secreta y su fun
ción. «La esencia de la sociedad secreta es dar autono
mía».78 Esto significa autonomía frente a la invasión de lo
privado, frente al reconocimiento circunstancial y desagra
dable, frente a la impersonalidad y la heterogeneidad. La
sociedad secreta está guiada por un m otivo aristocrático:
aislarse de las cualidades que identifican a todos, y en con
secuencia a ninguno. La sociedad secreta es una forma de
148
inclusividad y de exclusividad, de aclarar y especificar la
confianza y la confidenda, de empeñar la devodón y la amis
tad. «Por último, el aislamiento de la sociedad secreta de
las síntesis sociales que la rodean, evita muchas ocasiones
de conflicto». Los choques de intereses, las luchas por el po
der y prestigio que encontramos en todas las sociedades y
en todos los tiempos — y especialmente en los nuestros— ,
son mitigados por su mismo aislamiento social.
¿Qué diremos de sus problemas internos? En la sociedad
secreta hay cierta susceptibilidad a una extrema centrali-
zadón de la autoridad pues su propia estructura — el secre
to— tiende a fomentar medidas especiales para guardarlo.
Cuanto más secreta es la organization (cual en una conspi
ración criminal) tanto más extrema la centralización. La
presión por la solidaridad se hace casi avasalladora. Cuan
to más aislada o amenazada llega a sentirse la sociedad se
creta dentro de un orden social, tanto más autoritaria será
la forma que toma su cohesión. No obstante, por el mismo
motivo, tanto mejor aceptada será esta autoridad comunal
por el individuo.
En este proceso, el individuo experimenta xana situation
paradójica. Todo lo que le brinda sentimientos identificado-
res de reconocimiento e individualidad en la sociedad secre
ta, tiende a separarlo de la sociedad que lo rodea: hay una
proporción directa entre ambos factores. Así, aunque se
«personaliza» dentro de la sociedad secreta, dice Simmel, se
«despersonaliza» en el orden social general.
La igualdad es la esencia de la comunidad, y la sociedad
secreta no es una excepción a esta regla. A cada cual según
sus necesidades, y de cada cual según su capacidad.. Pero
cuando se hace más intenso, el secreto puede convertir la
igualdad en nivelación, lo que a su vez fortalece el poder
central dentro del grupo.
«De la función a la disfúnción» podría haber sido el subtí
tulo que diera Simmel a su estudio del secreto. Su genio re
side precisamente en haber demostrado que las mismas
cualidades que sostienen a la sociedad secreta, la amena
zan. Concebida como un medio de salvar la brecha entre el
individuo alienado y una sociedad impersonal, de
status, igualdad, sentido de participación y otros
comunidad, la sociedad secreta, en virtud de la
las fuerzas que condujeron a su creación, pued
tirse, no en medio de socialización sino de désocializadón,
no en una parte del orden social sin o— bajo la mirada hos
til de las masas y del gobierno central— en uno de sus ene
migos.
150
4. Autoridad
151
En la sociedad tradicional la autoridad es apenas recono
cible como dotada de una identidad separada, ni siquiera
distintiva. ¿Cómo podría ser de otra m anera? Profunda
mente incorporada a las funciones sociales, parte inaliena
ble del orden interno de la familia, el vecindario, la parro
quia y el gremio, ritualizada en toda circunstancia, la auto
ridad está unida de modo tan estrecho con la tradición y la
moralidad, que apenas se la advierte más que el aire que
los hombres respiran. Aun en manos del rey, tiende a man
tener en una sociedad de esa índole su carácter difuso e in
directo. Tal es la tendencia del poder monárquico a sumer
girse en el ethos total del patriarcalismo, que el poder del
rey parece a sus súbditos poco diferente del que ejercen los
padres sobre los hijos, los sacerdotes sobre los feligreses y
los maestros sobre los aprendices. Todo el peso de la morali
dad —que es típicam ente la m oralidad del deber y de la
lealtad— hace que la autoridad sea un aspecto indiferen
ciado del orden social, y el gobierno, poco más que una su
perestructura simbólica.
Empero, cuando los hombres se separan o se sienten se
parados de las instituciones tradicionales, surge, junto al
Espectro del individuo perdido, el espectro de la autoridad
perdida. Los temores y la ansiedad se apoderan de la esce
na intelectual como mastines sin dueño. En esos casos los
hombres se vuelven inevitablem ente hacia los problemas
de autoridad, preguntándose: ¿Qué autoridad sería sufi
ciente para reemplazar a la autoridad perdida; para frenar
la anarquía natural que se infiltra (aim en las sociedades
civilizadas en algunas circunstancias) por las grietas de la
ley y la moralidad? ¿De dónde extraerla? Y paralelamente
se formulan este otro interrogante: ¿Cuáles serán los me
dios para controlar el tipo de poder que siempre amenaza
levantarse sobre las ruinas de la autoridad constituida?
Quizá no basten los derechos puram ente individuales.
Como afirmó Burckhardt, haciéndose eco de sentimientos
expresados antes por Burke, esos derechos pueden intensi
ficar el desarrollo de formas de poder nuevas y más horri
bles. «El gran daño comenzó en el siglo pasado — escribió
Burckhardt— principalmente con Rousseau y sus doctrinas
sobre la bondad de la naturaleza humana. Tanto los plebe
yos como los hombres cultos dedujeron de ello la creencia
en la Edad de Oro que infaliblem ente habría de llegar,
152
siempre que se dejara librada a la gente a sus propias fuer
zas. El resultado, como lo saben hasta los niños, fue la de
sintegración completa de la idea de autoridad en manos de
los m ortales, con lo cual, por supuesto, periódicamente so
mos víctim as del puro poder».2
De todos los aspectos de la Revolución Francesa, el poder
sería el que con más insistencia habría de atormentar al
conservadorismo posrevolucionario; poder que, a sus ojos,
derivaba del sistem a de libertades y derechos individuales
y de la igualdad pregonado por la Revolución. A partir de
Burke, los conservadores sostuvieron que todo lo que los re
volucionarios habían destruido de las autoridades tradicio
nales del gremio, la comuna, la iglesia y la familia patriar
cal, depositándolo precariamente en la voluntad individual
y popular, sirvió, en realidad, para magnificar el poder po
lítico en una m edida sin precedentes en la historia europea.
«En todo sentido, reverenciamos y seguimos al poder», es
cribe Carlyle. Este tema aparece como un hilo escarlata a lo
largo del conservadorismo del siglo XIX. Alienado de la co
munidad histórica, el individuo nunca será capaz por sí solo
— decían— , a pesar de los derechos e igualdades recién
otorgados, de derrocar el tipo de poder que el estado revolu
cionario y democrático representa.
Desde el punto de vista de la sociología del poder en el si
glo XIX, hay cuatro aspectos notables de los órdenes revo
lucionario y napoleónico. Cada uno de ellos, como veremos,
proporcionó tem a y sirvió de potente estímulo a todos los
grandes sociólogos, de Tbcqueville a Simmel.3 La sociología
153
de las ideas presenta pocos casos en que la relación entre
los acontecimientos sociales y la respuesta intelectual sea
tan clara y directa.
154
3. La centralización del poder revolucionario. La centrali
zación francesa, como Tocqueville había de destacarlo, co
menzó varios siglos antes, en las postrim erías de la Edad
Media, pero fue contenida durante mucho tiem po por insti
tuciones tales como los gremios y las comunas, que la Revo
lución iba a exterminar para siempre. París se transformó,
con la Revolución, en capital de la sociedad francesa, en un
grado no alcanzado jam ás por los Borbones. La centraliza
ción administrativa surgió del ideal de participación de las
masas en el poder. ¿Cómo se podría otorgar al pueblo en su
coryunto el poder residual, a menos que todas las autorida
des interm edias, todas las viejas divisiones del poder, fue
ran despojadas de ese poder y su autoridad histórica pasara
por prim era vez a aquel, representado por su gobierno? Ha
cia 1793 muchos líderes revolucionarios estaban convenci
dos — y los jacobinos más que nadie— de que el gobierno
centralizado ofrecía los mejores m edios para descubrir y ex
presar la verdadera voluntad del pueblo. Si quinientas per
sonas podían expresar la voluntad del pueblo, ¿por qué no
cincuenta?. Si cincuenta, ¿por qué no tres? Y de esto no ha
bía más que un corto paso a la funesta idea de que un solo
hombre estaría habilitado para satisfacer la voluntad popu
lar —la voluntad verdadera— que el gobierno representati
vo ordinario jam ás habría de alcanzar.
4. La racionalización del poder. También este proceso, co
mo advertirían Ibcqueville y Weber, procedía de fines de la
Edad Media. Pero la Revolución lo hizo vivido, le dio un tin
te espectacular, y lo convirtió en principio consagrado de go
bierno. Esto se aprecia en todos los niveles: racionalización
del papel moneda, del sistema de pesas y m edidas, del ca
lendario; racionalización del sistema educativo, al reempla
zar la autonomía histórica de las unidades educacionales
por un gran sistem a público, que abarcando desde los gra
dos elem entales hasta la universidad llegaría a todos los
rincones de Francia, dirigido desde París. Las irregularida
des históricas de las comunas y las provincias políticas fue
ron abolidas y sustituidas por departamentos simétricos y
otras unidades que reflejarían la razón administrativa, no
la tradición. Hubo racionalización en el ejército, incluso en
sus sistemas de comando y en sus técnicas de combate. Y
por encima de todo ello estaba el sistema racionalizado de
la burocracia.
155
i
Estos son los cuatro aspectos de la Revolución, las cuatro
facetas del poder revolucionario que con más fuerza iban a
chocar contra la ideología del siglo XIX e impregnar de ma
nera más profunda al discurrir filosófico sobre el eterno
problema dé la autoridad y la sociedad. En sociología, como
ya veremos, cada uno de ellos constituye un tema rector y
persistente.
156
guía influido por sus tendencias racionalizadoras y centra-
lizadoras. En esencia, la diferencia entre conservadores y
radicales residía, como lo insinúa Comte, en el contraste en
tre las filosofías del pluralismo y la centralización. La filo
sofía conservadora, enraizada en valores medievales, hizo
su baluarte de la «distribución de centros políticos»: es de
cir, el pluralismo de la autoridad apoyado, ante todo y por
encima de todo, sobre la comunidad local, la familia, el gre
mio y las demás fuentes de la costumbre y la tradición. Los
conservadores velan en la centralización revolucionaria y
en la racionalización de la autoridad un presagio maligno
de lo que llegaría a ser algún día la cultura europea, a me
nos que estas fuerzas fueran controladas por la reafirma
ción del localism o y la descentralización, por la tradición
antes que por el decreto administrativo. Los radicales, en
cambio, no podían dejar de ver en la Revolución la empresa
de liberación del hombre de las autoridades opresoras y su
incorporación a un nuevo sistema de poder, fundado en el
pueblo y dirigido por el pensamiento racional (o al menos,
el comienzo de dicha empresa).
En estos términos —los determinados por el impacto de
la Revolución sobre la sociedad tradicional— es preciso es
tablecer el fundamental distingo entre autoridad y poder.
La im agen de la autoridad social, tanto para los conserva
dores como para los radicales, está modelada con materia
les tomados del antiguo régimen; la imagen del poder polí
tico — racional, centralizado y popular—, con materiales ex
traídos del esquema legislativo de la Revolución. Autoridad
social versus poder político: tal es, precisamente, la manera
en que plantearon el asunto, primero los conservadores, y
luego otros pensadores del siglo, hasta llegar a las refle
xiones de Durkheim sobre la centralización y los grupos so
ciales, y a los trabaos de Weber sobre la racionalización y
la tradición. La vasta y constante preocupación por la coer
ción social, el control social y la autoridad normativa que
refleja la historia de la sociología, al igual que su propia dis
tinción entre autoridad y poder, tienen raíces comunes con
su interés por la comunidad.
Burke dio los pasos iniciales al destacar el contraste en
tre el antiguo orden fundado en la tradición, y el nuevo or
den elaborado sin otra ayuda que la razón, contraste que
impregna todas sus denuncias. Burke no sentía sino despre
157
ció por lo que llamó el sistema «geométrico» de los revolucio
narios: se quería reemplazar con un programa centralizado
de legislación adm inistrativa, fruto del cálculo, la trama
inconsútil de tradición y autoridad que, comenzando por la
familia y pasando por la comunidad y la provincia, llegaba al
rey, cuyo gobierno —insistía— era algo más que simbólico.
La esencia del sistema era la lealtad individual hacia el gru
po social. «Ningún hombre se ha visto jamás atraído con un
sentim iento de orgullo, parcialidad o afecto real por una
descripción numérica de medidas de superficie . . . Nuestros
afectos públicos comienzan en nuestras familias . . . Luego
pasamos a la vecindad y a nuestras relaciones provinciales
habituales».56
En Francia, pocos años después, vemos idéntico contraste
en las obras de Bonald, especialmente en su monumental
Tkéorie du pouvoir. Aquí explica Bonald la distinción me
dieval pluralista entre esferas de autoridad. La fam ilia tie
ne una autoridad absoluta dentro de su propio dominio en
el grado debido; tam bién la iglesia, el gremio, etc., y por úl
timo, el estado, tienen una autoridad apropiada y constitui
da. Pero cuando la autoridad natural del estado se extiende
hasta contrarrestar las autoridades internas de otras aso
ciaciones de la sociedad, se transforma en despotism o, es
decir, en poder. En estos términos expresa Bonald su prefe
rencia por la monarquía sobre la democracia. Aquella, por
su naturaleza, reconoce las autoridades de los grupos socia
les y religiosos que constituyen la sociedad; esta, apoyada
en la doctrina revolucionaria de la voluntad general, no lo
hace ni puede hacerlo. Aquella está esencialmente limita
da, a pesar de su demanda histórica de absolutismo; esta
debe hacerse ilim itada por el efecto disolvente de su sobera
nía sobre todos los grupos que se interponen entre la masa
democrática y el individuo.5
La protección que ofrecía la autoridad contra las incursio
nes del poder centralizado y racionalista interesó asimismo
a Hegel. Su preferencia por la monarquía (aunque electiva)
se basaba, en buena parte, sobre su convicción de que la au
toridad política podía ser mediada, podía fundirse en la so
158
ciedad con más eficacia que en el caso de una democracia
directa. También Hegel critica la teoría revolucionaria fran
cesa del poder, viendo en ella no sólo el aislamiento del indi
viduo, sino un increm ento de la autoridad política, conse
cuencia de la pérdida de las instituciones interm edias. «La
constitución — escribe eh su F ilosofía del D erecho— es,
esencialmente, un sistem a de mediación. En los despotis
mos donde sólo hay gobernantes y pueblo, este últim o es
efectivo — si en alguna m edida puede serlo— sólo como ma
sa que destruye la organización del estado».7
Como Bonald, Hegel sostiene la necesidad de institucio
nes que brinden seguridad al individuo y constituyan una
especie de amortiguador entre él y el gobierno. Por eso abo
ga por las corporaciones gremiales. «Es verdad — escribe—,
que estas asociaciones lograron excesiva autonom ía en la
Edad Media, cuando eran estados dentro de otros estados
. . . pero aunque no hay que perm itir que esto se repita, po
demos afirmar, sin embargo, que en ellas reside la verdade
ra fuerza del estado. El poder ejecutivo enfrenta en ellas in
tereses legítim os que hay que respetar, y puesto que la ad
m inistración no puede sino ayudar a esos intereses — aun
cuando deba tam bién supervisarlos— el individuo halla
protección en el ejercicio de sus derechos y así vincula su in
terés privado con la conservación del todo . . . Tiene impor
tancia suprema que el pueblo esté organizado, porque sólo
así llega a ser poderoso. De otro m odo no es más que un
m ontón, un agregado de unidades atóm icas. Únicam ente
cuando las asociaciones particulares son miembros organi
zados del estado adquieren poder legítim o».8
Tantas son las aprensiones de Hegel respecto de la so
ciedad de masas, como las de Burke o las de Bonald. Su teo
ría de la autoridad se basa sobre los males del tipo de poder
directo que pusieron de m anifiesto la Revolución y Napo
león: poder sin la mediación de organismos sociales. Por eso
destaca la im portancia permanente de las clases sociales,
los estamentos, las comunidades locales y las asociaciones
gremiales. La articulación de todos estos grupos proporcio
na la m ejor base de representación legislativa.
159
1
Más avanzado el siglo encontramos que Le Play emplea
explícitamente la frase «autoridades sociales» para descri
bir las que él juzgara fuentes centrales y legítimas de lá
verdadera autoridad de una sociedad: la familia patriarcal,
la comunidad, el gremio o empresa comercial, y la religión.9
Ibcqueville utiliza las palabras «secundaria» e «interme
dia» para calificar a estas y otras autoridades, que son a la
vez — según dice— baluarte de la seguridad del indi viduo y
obstáculos contra el aumento de la centralización política.10
Sería falso suponer que esta distinción entre la autoridad
social y el poder político se apoya solamente en el pensa
miento conservador. Ese fue su origen, pero más tarde se
difundió mucho. Los anarquistas habrían de esgrimirla.
Para ellos el problema del poder en la sociedad moderna de
rivó en gran parte su intensidad del enorme realce que la
Revolución había dado a la idea de estado. «La democracia
es simplemente el estado elevado a la enésima potencia»,
diría Proudhon, haciéndose eco de lo expresado por Bonald,
a quien admiraba.11 Como ya advertimos, Proudhon tenía
profundo interés por el localismo y la multiplicación de cen
tros de autoridad en ia sociedad, como medio para contener
la centralización, basada sobre las masas, que veía desarro
llarse a su alrededor, y a 3.a cual un simple cambio de siste
ma económico no podría, por sí solo, a su juicio, alterar de
manera significativa. El pluralismo y la descentralización,
aspectos notables del anarquismo del siglo X IX — desde
Proudhon hasta Kropotkin— , proceden ambos de cm sen
tido vivido de la diferencia existente entre la autoridad so
cial, que es, de acuerdo con la definición anarquista, múlti
ple, asociativa, funcional y autónoma, y el poder político del
estado; este último, por muy «democrático» que haya sido
en sus raíces, está destinado a la centralización y a la buro-
cratización, a menos que lo equilibre la autoridad implícita
en el localismo y la libre asociación.
Una rama importante del liberalismo social adoptó asi
mismo la distinción entre autoridad y poder. Aquí la figura.
160
clave es Lamennais, quien se inició como conservador y ca
tólico ultramontano. Su temprana defensa militante de la
iglesia contra el estado fue predicada sobre un principio de
autoridad que en el fondo era pluralista. Se unió al comien
zo a Bonald, Chateaubriand, Balmes y otros conservadores
católicos, pues consideró que su concepción de la libertad de
la iglesia en la sociedad implicaba también indirectamente
la de otras asociaciones: la familia, la cooperativa, el sindi
cato y la localidad. Sólo cuando advirtió la falta de armonía
entre sus propósitos y los de algunos de sus correligiona
rios, rompió con ellos y con la iglesia, y atrajo sobre sí, a la
larga, la excomunión. Pero su obra esencial ya había sido
realizada, y jun to con otros hom bres de la iglesia, como
Montalembert y Lacordaire, que señalaron el camino, con
virtió en realidad el catolicism o social moderno, de orien
tación pluralista. Después de su excomunión, Lamennais
llegó a ser en Francia lina figura rectora en la causa de las
cooperativas y los sindicatos. Su ideología conservó su ten
dencia poderosam ente descentralista. «La centralización
—escribió— provoca apoplejía en el centro y anemia en las
extremidades». En uno de los primeros números del perió
dico L’A uenir, que fundara en 1830, cuando estaba aún al
servicio de la iglesia, coloca a la descentralización y la liber
tad de asociación entre las demandas más importantes de
la época.
Lamennais se anticipó, evidentemente, a Tocqueville en
este y otros temas afines. Y com o trasfondo de todas sus
exigencias y reclamos está su insistencia incansable en la
necesidad de autoridad social como base de la verdadera li
bertad. «Si uno quiere apreciar en sus justos alcances nues
tra situación actual, prim ero debe comprender que no es
posible gobierno, ni orden, ni control público si los hombres
no están unidos de antemano por lazos que ya los constitu
yan en un estado de sociedad». Más enérgica aún resulta
esta afirm ación suya, antítesis directa del ideal de Rous
seau de una organización política donde cada hombre fuera
«com pletam ente independiente de sus conciudadanos, y
completamente dependiente del estado».2 1
161
«De la igualdad nació la independencia, y de la indepen
dencia el aislamiento. En la medida que cada hombre está
circunscripto —por así decirlo— a su vida individual, ya no
tiene más. que su fuerza individual para defenderse, si lo
atacan; y ninguna fuerza individual puede ofrecer garan
tías suficientes contra el abuso de esa fuerza, incompara
blemente mayor, llamada soberanía, y de la cual proviene
la necesidad de una nueva libertad: la libertad de asocia
ción».13 Estas palabras fueron escritas casi una década an
tes que La democracia en América de Tbcqueville.
Pero donde la distinción entre autoridad social y poder
político tuvo efectos más perdurables, fue en el campo filo
sófico. Durante dos siglos el pensamiento social había colo
cado el acento filosófico sobre el estado y sobre una doctrina
cada vez más abstracta de la soberanía. En 1576, Bodin con
su trascendental diferenciación entre las autoridades limi
tadas y condicionales de la sociedad —es decir, del gremio,
el monasterio, la corporación y la comuna— y la autoridad
absoluta e incondicionada del estado (iónica a la que reco
noce soberanía), inició una línea de pensam iento que ha
brían de continuar, con fuerza y sutileza crecientes, Hob
bes, toda la escuela de los filósofos de la ley natural del si
glo XVII, y finalmente Rousseau. La hostilidad hacia las
asociaciones tradicionales y sus autoridades se expresó de
muy diversas maneras: Hobbes las comparó con «gusanos
en las entrañas del hombre natural»; Rousseau advirtió el
peligro de toda «asociación parcial» dentro del estado. El
üuminismo francés homologó a la vez el rechazo de la auto
ridad tradicional y el rechazo de la comunidad tradicional;
no eran después de todo, sino caras de una misma moneda.
Para los fisiócratas, apóstoles del orden natural de la eco
nomía, la buena sociedad no habría de ver siquiera la luz, a
menos que la centralización política acabara con aquellas
autoridades, que obstruían — tales eran sus palabras— las
arterias del comercio y las finanzas.14
162
Como resultado de dos siglos de preocupación por la sobe
ranía, el poder político aparecía como algo, o bien indepen
diente, o bien antitético, de la tradición m oral y de la auto
ridad social. Desde Hobbes hasta Rousseau se había soste
nido que la verdadera soberanía tiene su origen, no en la
tradición ni en las autoridades sociales históricas, sino en
la naturaleza del hom bre y en el consentim iento contrac
tual, ya sea real o im plícito, y la m ajestad y racionalidad
que la caracterizan derivan de su independencia de todo
otro tipo de autoridad. En este punto es donde m ejor pode
mos apreciar la im portancia de las teorías sociológicas acer
ca de la autoridad que aparecieron en el siglo XIX. Junto al
redescubrimiento de la comunidad, encontram os el redes-
cubrimiento de la costumbre y la tradición, de la autoridad
patriarcal y corporativa, todo lo cual —se afirm a— consti
tuye las fuentes fundamentales (y permanentes) del orden
social y político.
Según esta concepción el estado político se convierte en
apenas una de las autoridades de la sociedad mayor, cir
cunscripta, condicionada y lim itada por las otras. En estos
términos podemos comprender m ejor la significación del re
chazo, por parte de los sociólogos, del enfoque abstracto o
formal de la naturaleza de la soberanía. Y tam bién conside
rar al pluralismo político como filosofía sistemática, junto a
las ideas sindicalistas, de socialismo gremial, y otras ideas
descentralistas. La sociología mantiene una estrecha rela
ción histórica con todas ellas.15
163
tan súbito y drástico? Incluso si se adoptaba la opinión que
Ibcqueville, más desapasionado, habría de adelantar (que
la centralización y la racionalización de la Revolución eran,
junto a su igualitarismo, derivaciones de procesos iniciados
varios siglos antes), ¿cómo explicar el carácter traumático
del movimiento?
Para Burke, que sólo considera real la primera de estas
preguntas, la respuesta estaba, a todas luces, en las maqui
naciones de los philosophes, en su lucha por el poder. Los fi
lósofos del Iluminismo, decía, estaban animados, por sobre
toda otra cosa, de una pasión de poder, y con ella de odio ha
cia el orden antiguo, al que querían derribar. Burke se re
fiere a los philosophes como «hombres de letras políticos».
Como grupo — afirma con acritud— casi nunca fueron ad
versos al cambio y la innovación. Tronchadas sus raíces,
primero en la iglesia y luego en la corte real, se vieron obli
gados a procurarse un status propio en la sociedad. «Trata
ron de recobrar la perdida protección de la antigua corte,
constituyendo una especie de corporación propia, a la que
contribuyeron en no escasa m edida las dos academias de
Francia y después la vasta empresa de la Enciclopedia, em
prendida por una sociedad que estos caballeros integra
ban».16 Formaron, sostiene, una especie de cábala, consa
grándose en prim er lugar a «la destrucción de la religión
cristiana. Persiguieron este objetivo con un celo que hasta
ese momento había sido privativo de los propagadores de
algún sistema religioso. Los animaba el más fanático espí
ritu de proselitismo, a partir del cual, en fácil graduación,
pasaron al espíritu persecutorio acorde con los medios de
que disponían». Burke da poco crédito a la persecución que
los philosophes pretendían haber sufrido. La verdadera
persecución, insinúa, fue la que ellos infligieron a todos los
que disentían con sus ideas. «Apelaban a la intriga para su
plir la carencia de razones y de talento. A su sistem a de
monopolio literario sumaban una laboriosidad incansable
para oscurecer y desacreditar, por cualquier m edio y de
cualquier m odo, a quienes no pertenecían a su facción.
Quienes hayan observado el móvil que guiaba su conducta
habrán advertido hace rato que nada buscaban sino el po
der de transformar la intolerancia de la lengua y de la plu
164
ma en una persecución capaz de acabar con la propiedad, la
libertad y la vida».17
Destronado que hubieron la religión, los intelectuales
procuraron subvertir el orden social que los rodeaba. Tam
bién aquí «un espíritu de cébala, de intriga y de proselitis-
mo impregnaba todas sus ideas, palabras y acciones. El celo
polémico pronto dirigió sus pensamientos hacia la fuerza;
comenzaron a insinuarse entablando correspondencia con
príncipes extranjeros, en la esperanza de que con su autori
dad — que al principio adularon— podrían producir los
cambios que tenían en vista. Les era indiferente que esos
cambios se realizaran mediante el rayo del despotismo, o
por el terrem oto de la conmoción popular . . . El mismo pro
pósito que guiaba sus intrigas con los príncipes, hizo que
cultivaran, de manera peculiar, a los acaudalados de Fran
cia, y en parte, mediante los recursos que les proporciona
ran aquellos individuos que por sus funciones poseían los
medios más amplios y seguros de comunicación, se apode
raron cuidadosamente de todas las vías de opinión».18
Tras el ataque de Burke a los intelectuales políticos aso
ma su obvia y profunda desconfianza de todas las influen
cias que le parecían antagónicas a la tradición social, a la
cristiandad y, por sobre todo, a la clase terrateniente, con el
gentleman com o sím bolo. Jamás se le ocurrió pensar, por
supuesto, que él mismo era un intelectual político, dotado
en parte de la misma pasión por la intriga partidaria y por
introducirse en los círculos de poder y de prestigio, que
fustiga en los intelectuales del fluminismo y la Revolución,
y con una aptitud no m enor para la duplicidad. Desde el
punto de vista histórico, empero, lo que importa es la pauta
para considerar al intelectual secular y su relación con el
poder que proporcionó Burke, no solamente al pensamiento
conservador del siglo XIX en Inglaterra y Francia, sino,
más tarde, a gran parte de la sociología.
No debe sorprendem os que la desconfianza hacia el in
telectual desarraigado y la aprensión frente al atractivo
que inspiran a su voracidad los círculos de poder hayan lle
gado a ser elementos inseparables de la opinión conserva
dora — m anifestada en los escritos de Coleridge, Carlyle,
165
Maistre y Taine— Reviste mayor interés la forma en que
aparece traducida en una «sociología del intelectual» que
perdura desde Comte hasta nuestros días.
Las reflexiones de Comte acerca del intelectual político
estén incluidas en su condena más general de la politiza
ción del pensamiento, una de las peores manifestaciones, a
su juicio, de la etapa «metafísica» de este último. Comte nos
dice que las cuestiones más vitales de la organización polí
tica han tocado «a la clase que es esencialmente una bajó
dos nombres: los civiles y los metafísicos, o de acuerdo con
su título común, los abogados y hombres de letras, que ocu
pan, naturalmente, respecto del estadista una posición su
bordinada. En lo que sigue podremos ver que, desde su
origen hasta la época de la primera Revolución Francesa, el
sistema de organización política metafísica fue expresado y
dirigido por las universidades y las grandes corporaciones
judiciales: las primeras constituían una especie de poder
espiritual; las segundas, un poder temporal. Este estado de
cosas continúa siendo discernible en casi todos los países
del continente; en Francia, durante más de medio siglo, la
estructura ha degenerado en un abuso tal que los jueces
'son reemplazados por el foro, y los doctores (com o se los
solía llamar) por simples hombres de letras; de manera tal
que ahora, todo hombre que sepa sostener una pluma pue
de aspirar a la conducción espiritual de la sociedad, a tra
vés de la prensa o desde su sitial profesional, en form a in
condicional, y cualesquiera sean sus títulos. Cuando llegue
el momento de establecer una situación orgánica, el reino
de los sofistas y los declamadores tocará a su fin; pero ha
brá que salvar el impedimento derivado de su goce tempo
rario de la confianza pública».
La misma opinión, en esencia, acerca de los intelectuales
políticos encontramos en Tbcqueville, particularm ente en
El antiguo régimen y la Revolución. Como Burke y Comte,
Ibcqueville nos llama la atención «hacia la influencia nota
ble, para no decir formidable, que tuvieron los escritos de
estos hombres (que a primera vista parecen interesar sólo a
la historia de nuestra literatura) sobre la Revolución, in
fluencia que, en realidad, perdura todavía».1 20
9 Pero, a dife-
166
rencia de Burke, Tocqueville puede com prender por qué
surge el intelectual político del siglo XVII, como tipo social.
Su objeto era combatir «las ridiculas y ruinosas institucio
nes heredadas de una época anterior, que nadie había pro
curado coordinar ni ajustar a las condiciones m odernas, y
que parecían destinadas a vivir a pesar de haber perdido
todo valor. . .». En estas condiciones, era «bastante natural
que los pensadores de la época llegaran a desdeñar todo
cuanto tuviera sabor a pasado, y desearan rem odelar a la
sociedad según líneas enteram ente nuevas, trazadas por
cada pensador a la sola luz de la razón».21
Pero su aversión por el pasado, su total inexperiencia con
respecto a la realidad política y social, y su decidida con
fianza en lo que les revelaba la luz de la razón pura, convir
tieron a los intelectuales políticos —-nos dice Tocqueville,
casi con las mismas palabras de Burke— en instrumentos
inconscientes de una nueva forma de despotismo: la que re
sultaba de la sujeción a «una sociedad ideal im aginaria
donde todo era sim ple, uniform e, coherente, equitativo y
racional, en el más amplio sentido de esos términos».22
«Nuestros hombres de letras — continúa Tocqueville— no
sólo impartían a la nación francesa sus ideas revoluciona
rias; también configuraban el temperamento nacional y el
concepto de la vida. En el largo proceso de modelar las men
tes de los hombres según su m odelo ideal, la tarea les era
tanto más fácil cuanto que los franceses no habían tenido
experiencia en el campo de la política, y el terreno se pre
sentaba despejado. Nuestros escritores terminaron por con
ferir así a los franceses los instintos, el cariz de opinión, los
gustos y aun las excentricidades características del literato.
Y cuando llegó el momento de la acción estas propensiones
literarias se volcaron .en la arena política». Tocqueville ob
serva que la R evolución Francesa fue conducida «con el
mismo espíritu que había dado origen a tantas teorías en
abstracto expuestas en los libros. Nuestros revolucionarios
tuvieron igual inclinación a las grandes generalizaciones, a
los sistemas legislativos preestablecidos, a una rígida sime
tría; el mismo desprecio por los hechos concretos; el mismo
gusto por remodelar las instituciones sobre líneas nuevas,
167
ingeniosas y originales; el mismo deseo de reconstruir toda
la organización de acuerdo con las réglas de la lógica y un
sistem a preconcebido, en lugar de tratar de rectificar sus
partes defectuosas. El resultado fue poco menos que desas
troso; pues lo que es un mérito én el escritor, bien puede ser
un vicio en el estadista, y las mismas cualidades que contri
buyen a hacer eran literatura pueden llevar a revoluciones
catastróficas».2^
Los intelectuales literatos dieron un nuevo lenguaje a la
política, que habría de alterar profundamente, de allí en
adelante, su naturaleza y dimensión. «Aun la fraseología de
los políticos estaba tomada en buena parte de los libros que
leían; atiborrada de palabras abstractas, figuras retóricas
detonantes, sonoros clisés y tropos literarios. Favorecido
por las pasiones políticas que pregonaba, este estilo se
abrió camino entre todas las clases, y fue adoptado con no
table facilidad aun por las más bajas». Tocqueville cierra es
te pasaje con incisiva malicia: «En realidad, todo lo que ne
cesitaban para llegar a ser literatos de segundo orden era
conocer un poco mejor la ortografía».224
3
168
La idea central de Tocqueville admite una form ulación
sencilla: todo lo que en la sociedad moderna aliena al hom
bre de la autoridad tradicional — de la clase, el gremio, la
iglesia, etc.— tiende a arrastrarlo cada vez con más fuerza
hacia el paraíso del poder; poder concebido, no como algo
remoto y terrible, sino cómo silgo próximo, hermético, ínti
mo y providencial: él poder de la democracia moderna, con
sus raíces en la opinión pública. Este es su tema dominan
te. La declinación de la comunidad aristocrática y la libera
ción del hombre respecto de las autoridades antiguas eran
un requisito histórico —repite con insistencia— para que
hiciera su aparición el poder moderno en el estado nacional
democrático.
A diferencia de casi todos sus contemporáneos, Tocquevi
lle no vio a la democracia primariamente como un sistema
de libertad, sino de poder. La democracia, con su hincapié
sobre la igualdad y la liberación de la autoridad tradicional,
y su sentido de centralización y unificación nacional, es sólo
la consecuencia lógica e inevitable de fuerzas que habían
comenzado a actuar varios siglos antes, su origen fue la
centralización monárquica, que había reducido la diversi
dad m edieval y el localismo en favor de crecientes agrega
dos nacionales, basados sobre un poder administrativo cen
tral. Mientras la libertad significa, para Ibcqueville, inmu
nidad frente al poder, la democracia es, por naturaleza, una
forma de poder, mayor en intensidad y alcance potenciales
que ninguna form a anterior de gobierno político.
¿Cuáles son las fuentes del poder democrático? Tocquevi
lle las encuentra, prominentemente, en la tendencia unáni
me de la historia moderna hacia la igualación de status y la
nivelación de los rangos. «Al recorrer las páginas de nues
tra historia, es difícil hallar en los últimos setecientos años
un gran acontecimiento que no haya promovido igualdad de
situación». La igualdad ha significado, sin em bargo, la
destrucción de los estamentos, gremios, clases y otras aso
ciaciones que, en virtud de la misma desigualdad que confe
rían a la población, lim itaban el poder del rey. «Advierto
que hem os destruido esas potencias individuales capaces
de enfrentar la tiranía por sí solas; el gobierno heredó todos
los privilegios de que han sido despojados la familia, el gre
mio y el individuo; el poder de un pequeño número de per
sonas — que si fue algunas veces opresor, era con frecuencia
169
conservador— ha sido reemplazado por el debilitamiento
de toda la comunidad».25
La idea de pueblo, de m ayoría —roca donde descansa el
poder democrático— no podría haber surgido sin la esterili
zación de la autoridad jerárquica. En la Edad Media los
hombres tenían conciencia de sí mismos como miembros de
alguna iglesia o gremio, o de esta o aquella familia o provin
cia, pero nunca como nación, ni mucho menos como pueblo,
con existencia corporativa independiente. La conceptuali-
zación del pueblo corno entidad es un proceso gradual en la
historia moderna; históricamente, su base es, ante todo, la
atomización de las identidades sociales de los individuos en
el medievo, y en segundo lugar, la centralización y naciona
lización del poder político, que proporcionó una atmósfera
legal dentro de la cual podían vivir y adquirir identidad las
masas de individuos socialmente desarraigados.
Entre igualdad y centralización hay, por ese motivo, una
decisiva afinidad. De allí la inevitabilidad histórica del sur
gim iento de los primeros monarcas poderosos, como Luis
XIV. Los ataques de estos monarcas a los baluartes feuda
les de autoridad hicieron que se extendiera gradualmente
la base de igualdad y que aumentara el anhelo por eUa. Del
mismo modo, todo lo que aflojó los lazos existentes entre las
asociaciones feudales y sus miembros —la guerra, el· comer
cio, el desarrollo de las ciudades y la imprenta— facilitó la
tarea de centralización.
Establecida la tendencia a largo plazo y leus raíces de la
centralización, ¿qué es lo que origina su variable intensidad
en los tiempos modernos? La menor o mayor centralización
de una democracia está determinada principalmente por su
aparición gradual — el caso de Estados Unidos— o como
consecuencia de una revolución repentina. En este último
caso, «puesto que las clases que administran las cuestiones
locales han sido súbitamente barridas por la tormenta, y la
m asa restante, confundida, carece de organización y de há
bitos que la habiliten para asumir esa responsabilidad, sólo
el estado parece capaz de hacerse cargo de todos los proble
mas del gobierno, y la centralización llega a ser, por así de
cirlo, el estado inevitable del país». El napoleonismo, escri
be Tbcqueville, fue inevitable en Francia, pues «después de
170
la súbita desaparición de la nobleza y del sector más alto de
las clases medias, estos poderes volvieron, por supuesto, a
, él; lo hubiera sido casi tan difícil rechazarlos com o le fue
i asumirlos».26
I Tbcqueville señala la afinidad entre las clases inferiores y
I el poder centralizado. El gobierno central se convierte, para
] el pueblo, en la única vía para arrebatar a la aristocracia di
j manejo de las cuestiones locales. Las clases inferiores, o sus
j representantes, tienden así a lograr ascendiente en la pri-
\ mera fiase de una revolución; pero, insiste con agudeza Tbc-
j queville, este equilibrio no perdura. «Hacia el fin de esa re-
{ volución . . . suele ser la aristocracia conquistada la que pro-
j cura asumir el m anejo de todas las cuestiones del estado,
I porque teme la tiranía de un pueblo que ha llegado a ser su
I igual, y con no poca frecuencia, su amo. De este modo, no
i siempre es la misma clase de la comunidad la que trata de
I aumentar las prerrogativas del gobierno; pero cuando la re-
: volución dem ocrática se prolonga siem pre hay en la nación
; una clase fuerte en número o en riqueza, inducida por pa-
; siones o intereses particulares a centralizar la administra·
: ción pública; y ello ocurre con independencia de esa resis
tencia a ser gobernado por el vecino que constituye el senti-
' m iento general y perm anente de las naciones dem ocráti-
: cas».27
En Inglaterra son las clases inferiores las que procuran
; destruir la independencia local y transferir la administra-
i ción al centro, mientras lets clases superiores se esfuerzan
! por conservarla en las áreas locales. Pero llegará el m o-
I mento — pronostica Tocqueville— en que ocurrirá todo lo
; contrario.
Un tercer factor que contribuye a las variaciones de in-
: tensidad es el efecto contrastante del analfabetismo de las
: masas bajo un régimen aristocrático y bajo una democracia.
: En el prim er caso, la ignorancia de las maséis no conduce
necesariamente a la centralización, «porque la instrucción
está casi igualmente repartida entre el m onarca y los líde
res de la comunidad». Muy diferente es el caso de la demo
cracia, donde han desaparecido los poderes interm edios; el
pueblo queda así, mucho más directamente, en manos del
171
gobierno central. «Por eso, en vina nación ignorante y demo
crática, no puede dejar de producirse rápidamente un no
table abismo entre la capacidad intelectual del gobernante
y la de sus súbditos. Esto completa la fácil concentración de
todos los poderes en sus manos: la función administrativa
del estado se extiende de manera continua porque el estado
es el único competente para administrar las cuestiones del
país».28
En cuarto lugar, la organización m ilitar tiene un podero
so efecto centralizador sobre la administración democráti
ca. El triunfo en la guerra — advierte Tocqueville— depen
de más de los medios para transferir con facilidad todos los
recursos de una nación hacia un único punto, que de la
magnitud de esos recursos. «Por eso es principalmente en
la guerra donde las naciones desean —y a menudo necesi
tan— aumentar la capacidad y el poder del gobierno cen
tral. Todos los hombres de genio m ilitar son partidarios de
la centralización, que aum enta sus fuerzas; y todos los
hombres de genio centralizador son partidarios de la gue
rra . . . Así, la tendencia democrática que lleva a los hom
bres a m ultiplicar sin cesar los privilegios del estado y a cir
cunscribir los derechos de las personas, es mucho más veloz
y constante en aquellas naciones democráticas que, por su
situación, están expuestas a guerras frecuentes y de vastas
proporciones, que en todas las otras».29
Pero de todas las causas que promueven la centralización
del poder en una democracia, la más importante es la cuna
y el carácter de la persona que gobierna. Los pueblos nunca
están tan satisfechos de delegar poderes en su líder como
cuando sienten que este es, por su origen y temperamento,
vino de ellos. «La atracción de los poderes administrativos
hacia el centro siempre será menos fácil y rápida bajo el im
perio de reyes, conectados todavía en alguna forma con el
antiguo orden aristocrático, que bajo nuevos príncipes, hi
jos de sus propios actos, cuyo linaje, prejuicios, inclinacio
nes y hábitos, parecen ligarlos indisolublemente a la causa
de la igualdad . . . En las comunidades democráticas, lo nor
mal es que la centralización aumente en la misma medida
en que se reduce la naturaleza aristocrática del soberano.
172
»Una revolución que destituye a una antigua familia real
para poner nuevos hombres a la cabeza de un pueblo demo
crático puede debilitar transitoriam ente el poder central;
pero por anárquica que parezca al principio, es posible pre
decir sin vacilaciones que su consecuencia final y cierta se
rá extender y asegurar las prerrogativas de ese poder.
»La condición más importante — o, en realidad, la única
requerida— para lograr la centralización del poder supre
mo en una comunidad democrática es amar la igualdad, o
hacer que los hombres crean que se la ama. De esta mane
ra, la ciencia del despotismo, otrora tan compleja, se simpli
fica y reduce, por así decirlo, a un único principio».30
La preocupación de Tocqueville por el conflicto entre el
poder político y la autoridad tradicional lo llevó a examinar
el efecto del poder democrático sobre las instituciones socia
les. Hemos visto anteriormente cómo este poder mina, por
su propia naturaleza, el localismo y la jerarquía: pero hay
otros ejemplos.
Existe una autoridad basada en la ilustración, en la dis
tinción individual y en el gusto, la cual se ve debilitada en
cada caso —nos dice Tocqueville— por la difusión del poder,
o al menos por el mito de esta difusión, que lleva a los hom
bres a desconfiar de toda autoridad que no parezca prove
nir de la opinión pública; este poder propio de la democra
cia es más formidable que la Inquisición española, que des
pués de todo sólo se ocupaba de la circulación de libros. «El
im perio de la m ayoría triunfa con mucho mayor soltura en
Estados Unidos, pues elimina, en realidad, todo deseo de
publicarlos».31
También está el efecto del poder popular sobre la autori
dad de la familia. «En las naciones aristocráticas las insti
tuciones sociales no reconocen, en verdad, a nadie más que
173
al padre en la familia; los hijos son recibidos por la sociedad
de sus manos; la sociedad lo gobierna a él, él gobierna a sus
hijos. De esta manera, el padre no sólo tiene un derecho n a -'
tural sino que ádquiere un derecho político a mandarlos; es
el origen y él sostén de su familia, pero también su gober
nante constituido. En las democracias, donde el gobierno
toma a cada individuo singular de la m asa para subordi
narlo a las leyes generales de la comunidad, no hace falta
ese intermediario; a los ojos de la ley, el padre no es allí sino
un miembro de la comunidad, mayor y más rico que sus hi
jos».32
El conflicto entre la familia y el estado es, entonces, un
conflicto entre la autoridad tradicional del padre y el poder
naciente de otros miembros de la familia, consecuencia in
soslayable de la individualización de la familia y de la mag
nificación del rol que a cada miembro le incumbe como ciu
dadano.
«Cuando los hombres viven más para el recuerdo de lo que
ha sido que para el cuidado de lo que es, y cuando atienden
más a lo que pensaban sus antepasados que a pensar por sí
mismos, el padre es el vínculo necesario y natural entre el
pasado y el presente: el eslabón que enlaza los extremos de
esas dos cadenas. En las aristocracias . . . el padre no sólo
es el jefe civil de la familia, sino también el conducto de su
tradición, el expositor de sus costumbres, el árbitro de sus
maneras. Se lo oye con deferencia, se le dirige la palabra
con respeto, y el amor que inspira siempre está atemperado
por el temor.
»Cuando la sociedad se vuelve democrática y los hombres
adoptan como principio general que es bueno y legal juzgar
todas las cosas por sí mismos, empleando sus convicciones
anteriores, no como reglas de fe, sino sim plem ente como
medios de información, disminuye el poder de las opiniones
del padre sobre las de sus hijos, y tam bién su poder le
gal».33 Lo mismo ocurre con la profesión, la clase y la reli
gión, en lo que a la autoridad se refiere: lo que el poder polí
tico (y la opinión pública que se adapta a él) quita a la auto
ridad consuetudinaria de cada una de estas instituciones,
lo quita también a su función de mantener la tradición, o de
174
servir com o contextos de cultura. Tbcqueville piensa que
sólo la profesión legal exhibe signos de conservar la autori
dad tradicional y esto por ser tantos los abogados que parti
cipan en la política; logran así proteger su identificación
profesional, junto a la forma y los rituales que caracterizan
de m anera tan preponderante esta profesión nacida en la
Edad Media. En el campo de la religión, el protestantismo
prospera por su falta de intensidad organizativa, y aunque
Ibcqueville procura demostrar que el catolicism o presenta
mayor afinidad natural con la democracia — por la nivela
ción de la m asa dentro de la Iglesia Romana, como conse
cuencia de la centralización papal— , advierte que en térm i
nos litúrgicos y jerárquicos el catolicism o norteam ericano
es más «protestante» que el que podemos encontrar en Eu
ropa.34
En la institución m ilitar encontramos un últim o ejem plo
del efecto que tiene el poder sobre la autoridad tradicional.
El espectáculo de los ejércitos de masas de la jievolu ción
— que en sus aspectos igualitarios continuata con todos los
detalles Napoleón, producto tam bién él de la dem ocracia
m ilitar—, dejó una impresión profunda en el pensamiento
de Tbcqueville; bien m erece que lo llam em os el prim er so
ciólogo del militarismo. Tbcqueville advierte un profundo e
íntimo conflicto entre la preferencia de la dem ocracia civil
por la paz —fundada en el deseo de proseguir los negocios
sin interferencias bélicas— y la preferencia de los ejércitos
dem ocráticos por la guerra; según él, la razón de esta últi
m a reside en la naturaleza del mando m ilitar democrático.
En los regímenes aristocráticos casi todos los oficiales pro
ceden de la nobleza, y la guerra no puede afectar un status
adscripto por el nacimiento e independiente de las carreras
m ilitares; el caso es muy diferente en la dem ocracia. «En
los ejércitos dem ocráticos el deseo de superación es casi
universal; deseo ardiente, tenaz y permanente, fortalecido
por todos los otros deseos, acompaña al sujeto toda la vida.
Pero es fácil com prender que entre todos los ejércitos del
mundo, aquellos donde los ascensos deben ser más lentos
en tiem pos de paz, son los ejércitos de los países democráti
cos . . . Por eso en un ejército democrático los espíritus ambi
ciosos desean la guerra: esta proporciona vacantes y justifi-
175
ca la violación de la ley de la antigüedad, iónico privilegio
natural de la democracia».35
Paralelamente, en tiempos de paz se tiende a ignorar a
los militares, y aim a despreciarlos, hecho irritante para las
aspiraciones de status. En una aristocracia esto no tiene
importancia, pues los oficiales no pueden ser privados de su
status nobiliario; en una democracia, en cambio, «los mili
tares descienden al rango de los más bajos servidores públi
cos; se los estima poco, y ya no se los comprende. Ocurre en
tonces lo contrario de lo que sucede en épocas aristocrá
ticas; los hombres que ingresan al ejército ya no pertenecen
a la clase superior sino a la inferior». En una democracia los
triunfadores, los educados y los ricos eluden el servicio mili
tar, y el resultado es que «el ejército, tomado colectivamen
te, constituye a la larga una nación pequeña en sí mismo,
donde la mente está menos desarrollada y las costumbres
son más rústicas que en la totalidad de la nación».35
Tbcqueville encuentra probable que los oficiales subalter
nos de los ejércitos democráticos tengan mayores tenden
cias bélicas que los otros oficiales. Después de todo, los ofi
ciales de carrera tienen, por lo general, su status asegurado
tanto en tiempos de paz como en tiempos de guerra; no así
aquellos. «Un hombre aguijoneado permanentemente por
su juventud, sus necesidades, sus pasiones, el espíritu de
su época, sus esperanzas y temores, no puede dejar de alen
tar una ambición desesperada.
»Por eso los oficiales subalternos prefieren la guerra: la
guerra a cualquier precio; pero si la guerra se les niega, en
tonces anhelan una revolución que suspenda la autoridad
de las reglamentaciones establecidas, y les perm ita, con
ayuda de la confusión general y de las pasiones políticas de
la hora, librarse de sus oficiales superiores y ocupar sus lu
gares. No les es imposible provocar esa crisis, pues por dife
rentes que puedan ser sus pasiones y deseos respecto de los
que animan a los soldados, su origen y hábitos comunes les
otorgan mucha influencia sobre estos».37
Las democracias tienden a mostrarse débiles en las pri
meras fases de una guerra, pero mucho más fuertes que las3
176
aristocracias en las fases finales. Al c o m ie n z o del conflicto
no es fácil lograr que los demócratas renuncien a sus activi
dades y esparcim ientos corrientes de la vida civil; pero
cuando aquel se prolonga y exige inevitablemente esta re
nuncia, el pueblo vuelca todo su entusiasmo, y atan su fero
cidad, en proseguirlo. «La guerra, tras destruir todos los
modos de especulación, se constituye en la única y gran es
peculación, a la que convergen en forma exclusiva todos los
deseos ardientes y ambiciones que engendra la igualdad . . .
Una guerra prolongada produce en el ejército democrático
los mismos efectos que una revolución en un pueblo: viola
los reglamentos y permite que los hombres extraordinarios
se eleven por encim a del nivel común».38 Además, existe
una «conexión secreta» entre el carácter militar y el carác
ter dem ocrático. Este últim o anhela apasionadamente lo
grar aquello a lo que aspira y disfrutarlo: tiende a expresar
veneración por el peligro y a temer a la muerte menos que a
las dificultades. Este es el espíritu que los habitantes de
una democracia aportan a la industria y el comercio, espíri
tu que se adecúa con facilidad a las situaciones bélicas.
«Ninguna grandeza halaga más la imaginación de un pue
blo democrático, que la grandeza militar: grandeza que res
plandece de manera súbita y vivida, v se obtiene sin fatiga,
¡sin arriesgar otra cosa que la vida!».39
También se ocupó Tbcqueville de los efectos de la demo
cracia sobre la administración pública, a la que se cuida de
distinguir en forma nítida de la soberanía. Recalca la signi
ficación de la transferencia histórica de aquella, que pasó
de manos de empleados honorarios y voluntarios a manos
de empleados asalariados. Esta transferencia —nos advier
te— comenzó en la Edad Media, y es un aspecto de la evolu
ción europea del poder político racionalizado; pero el proce
so de burocratización se ha acelerado mucho en las demo
cracias. Insinúa la posibilidad de medir el avance de la de
m ocracia en un país por el grado en que la burocracia asa
lariada reemplaza a la voluntaria y honoraria. Pues, «si los
em pleados públicos no reciben paga, habrá una clase de
funcionarios públicos independientes y ricos, que constitui
rán la base de una aristocracia; y si el pueblo conserva su
177
Γ
178
"T
i
42 Ibid., ΪΙ, pág. 310. El m ito, asiduamente cultivado por la clase co
m erciante norteam ericana a partir de la década de 1880, de que ella ha
bía florecido con el laissez-faire y deseaba ese estado de cosas, hubiera
divertido a Tbcqueville.
43 Ibid., II, pág. 313.
44 Ibid., II, pág. 313.
179
Tocqueville advirtió también la decisiva afinidad entre el
«racionalismo cartesiano» y la opinión pública en la demo
cracia. En ningún otro país del mundo, afirma, se presta
menos atención formal a la filosofía que en Estados Unidos;
los norteamericanos carecen de una escuela propia de pen
samiento y son indiferentes a las escuelas europeas. A pe
sar de lo cual se observa entre ellos un «método filosófico»
muy real y poderoso: el racionalismo, tal como lo definió
Descartes.
Aim aquellos norteamericanos que jam ás oyeron hablar
de Descartes, señala Tocqueville, siguen con ahínco sus doc
trinas. Su repudio de toda tradición (que constituía para
Descartes el medio epistemológico de establecer el terreno
de la verdad pura, a partir de la sola razón) es según ellos
una técnica muy adecuada para una teoría del gobierno que
procura, en nombre de la libertad y la igualdad, repudiar
las formas y dogmas tradicionales. Tal método refuerza la
opinión pública, convirtiendo al sentido común de cada
hombre (ese mismo sentido común que todos los hombres
creen poseer en dosis igual y suficiente, como Descartes
afirmaba con ironía) en guia apta para resolver todas las
dificultades y misterios. Así como la unión del igualitaris
mo y el poder tiene efectos esterilizantes sobre las distincio
nes sociales, la unión del racionalismo cartesiano y la opi
nión pública los tiene sobre las distinciones intelectuales.45
Individualización, esterilización y racionalización de la
autoridad tradicional: he ahí, entonces, los procesos que se
gún Ibcqueville llevan, a la larga, a una magnificación del
poder político en la democracia. Ese poder —nos dice en
uno de los capítulos más celebrados de ha democracia en
América— podrá parecer, con el tiempo, no poder sino liber
tad. Las multitudes democráticas, separadas de la jerar
quía, aisladas de las comunidades tradicionales, confinadas
a la intimidad de sus mentes y corazones individuales, pue
den llegar a sentir que el único poder que queda, el del esta
do, no es una tiranía sino una forma de comunidad superior
y más benévola.
«Por encima de esta raza de hombres se establece un po
der inmenso y tutelar, único que toma a su cargo asegurar
su satisfacción y cuidar de su destino. Ese poder es absolu-
45Ibid., Π, caps. 1 y 2.
180
to, minucioso, regular, providente y manso. Sería análogo a
la autoridad paterna si, como esta, su objetivo fuera prepa
rar a los hom bres para su madurez; pero procura, por el
contrario, mantenerlos en una infancia perpetua . . . Des
pués de haber logrado apresar a cada miembro de la comu
nidad en sus potentes garras y someterlo a su voluntad, el
poder supremo extiende sus brazos sobre toda la comuni
dad. Cubre la superficie de la sociedad con una red de pe
queñas leyes, complicadas, minuciosas y uniformes, que ni
siquiera las m entalidades más originales y los caracteres
más enérgicos pueden atravesar para elevarse por encima
de la multitud . . . Ese poder no destruye la existencia, pero
la im pide; no tiraniza, sino que comprime, debilita, apaga y
adormece al pueblo, hasta que cada nación queda reducida
a un m ero rebaño de animales tímidos y laboriosos, cuyo
pastor es el gobierno.
«Siem pre pensé que esa servidumbre regular, serena y
benévola que he descripto, sería más fácil de combinar de lo
que comúnmente se cree, con alguna de las formas exterio
res de la libertad, y que incluso sería posible establecerla
bajo el amparo de la soberanía del pueblo».46
He ahí el adelanto que nos ofrece Tocqueville sobre el to
talitarismo: nacido, no de lo notoriamente malo de la socie
dad, sino de las fuerzas y estados que los hombres de todas
partes considerem bendecidos por el progreso. Lo que da re
lieve a su análisis del toteditarismo moderno es que procura
relacionarlo con los valores políticos (m ejor dicho, con la
corrupción de los veilores) que los hombres apreciem, más
que con aquellos que repudian. Su visión no difiere del som
brío espectáculo que más tarde Weber desplegaría ante no
sotros: una sociedad occidental pulverizada y convertida en
robots, producto de una burocracia humanitaria carente de
vitalidad creadora.
No debe pensarse, sin embargo, que Tocqueville conside
rara a la democracia sólo en los términos lóbregos de su for
zosa transformación futura en una tiranía plebiscitaria. Es
evidente que antes de m orir esa visión suya se adueñó cada
vez más de su imaginación, pero gran parte de la esencia
sociológica y liberal de La democracia en América se nos es
caparía si no advirtiéramos los controles sociales y fuerzas
181
opuestas al poder centralizado que Tbcqueville reconoció en
Estados Unidos. La independencia del poder judicial, la se
paración entre la religión y el estado, la autonomía y él ele
vado status en que se desenvuelven las profesiones (espe
cialmente la legal), la autoridad todavía intacta de la comu
nidad local, la diversidad regional y la frontera abierta: to
do ello —señala Tbcqueville-^- actúa a m anera de control
sobre el poder político que tiende a surgir de las mayorías
políticamente dominantes y del imperio ilimitado de la opi
nión pública.
Todavía más importante era a su juicio la libertad de aso
ciación.4^ Pocas de las cosas que encontró en Estados Uni
dos lo sorprendieron más viva y favorablemente que la pro
fusión de asociaciones; estas desempeñan en innumerables
esferas, funciones sociales que en Europa dependían de la
aristocracia o de la burocracia política. Todas las sociedades
—escribe— requieren cierto grado de libertad de asocia
ción, pero en ninguna parte es tan grande la exigencia de
«asociaciones intermedias» como en una dem ocracia: re
sulta allí demasiado fácil suponer que por residir la sobe
ranía en el pueblo todo, disminuye la necesidad de asocia
ciones autónomas, funcionales y apolíticas. Las asociacio
nes sirven al doble propósito de brindar un reducto al indi
viduo, librándolo del deseo de ser absorbido por la masa, y
de lim itar el grado de participación y centralización guber
namental. Tbcqueville establece una clara diferencia entre
las asociaciones políticas y las civiles; las primeras se mani
fiestan preferentemente en los partidos políticos, las segun
das en la gran profusión de asociaciones sociales, culturales
y económicas que encontró en Estados Unidos. Desde el7 4
*
punto de vista de la vitalidad del orden social y de la protec
ción del individuo, estas ultiméis son las más importantes:
su existencia refleja un grado muy alto de acción social y
182
1
participación individual. Es lógico que la prosperidad de las
asociaciones civiles parezca depender poco de las asocia
ciones políticas; no obstante, hay en realidad una depen
dencia m uy íntima.
«En todos los países donde están prohibidas las asociacio
nes políticas son raras las asociaciones civiles. Es poco pro
bable que este resultado sea accidental; cabe pensar, más
bien, en una relación natural y quizá necesaria entre estos
dos tipos de asociaciones . . . No digo que no puedan existir
asociaciones civiles en un país donde las asociaciones polí
ticas están prohibidas, pues los hombres no pueden vivir en
sociedad sin em barcarse en alguna em presa común; sos
tengo, em pero, que las asociaciones civiles siempre serán
menos, tendrán una organización más endeble y una con
ducción menos hábil en un país así, y nunca concebirán pro
yectos trascendentes, o fracasarán en su ejecución».48
Cuanto más «ocupe [el gobierno] el lugar de las asociacio
nes, tanto más requerirán los individuos, perdido él concep
to de unión, su ayuda: estas causas y efectos se suceden y
originan sin cesar».4905De ahí la im portancia vital de las aso
ciaciones en la estructura de autoridad de una sociedad de
mocrática. «La ciencia de la asociación es [en la dem ocra
cia] la madre de la ciencia; el progreso de todo el resto de
pende de su propio progreso.
»Entre las leyes que gobiernan a las sociedades hum a
nas, una parece destacarse como la más precisa y clara: si
los hombres han de adquirir o conservar su estado civilizado,
el arte de asociarse tendrá que perfeccionarse y crecer en la
misma proporción en que se incremente la igualdad de con
diciones».59
183
mirse como la antítesis de las cuatro fases del poder revolu
cionario antes descriptas — el totalismo, la masa, la centra
lización y la racionalización— la de Marx es su consecuen
cia directa y conceptual. Marx compartía plenam ente el
odio de los intelectuales jacobinos por la sociedad tradicio
nal, su desconfianza frente al pluralismo y el localismo, y
su repudio de la libertad de asociación. También hizo suya
la fe jacobina en la voluntad popular, y en la sedicente ex
tinción del poder luego de cierto plazo, una vez que hubie
ran desaparecido los grupos de status tradicionales de la
sociedad. El pasqje siguiente resulta ilustrativo: «Cuando
en el curso de la evolución, hayan desaparecido las diferen
ciéis de clases y toda la producción se concentre en. manos
de la vasta asociación de la nación en su conjunto, el poder
público perderá su carácter político. El poder político pro
piam ente dicho no es más que el poder organizado de una
clase para la opresión de otra».51
Esto es, por supuesto, puro Rousseau, puro Saint-Just. A
pesar de figurar en el Manifiesto Comunista no constituye
un mero llamado a la acción, ni un vuelo pasajero de fanta
sía táctica: refleja todo lo que es crucial en la concepción
m arxista, y es tan cierto en el Marx «filosófico» de los co
m ienzos como en el Marx posterior, «histórico». Desde La
cuestión judía, pasando por el Manifiesto y Las luchas de
clases en Francia hasta sus últimas cartas, hay en Marx un
concepto del poder tan opuesto al de Tbcqueville —y tam
bién en gran medida a los de Tónnies, Weber y Durkheim—
com o congruente con lo que encontramos en el Discurso so
bre la economía política, de Rousseau, o en algunos de los
decretos del Comité de Salvación Pública. Esa concepción
nos llevaría a la indiferencia filosófica frente a las conse
cuencias a largo plazo del empleo de las técnicas del poder
en una revolución.
Pues si los hombres están convencidos de la desaparición
inevitable del poder, una vez dadas las correspondientes
condiciones económicas y sociales, ¿por qué no emplear du
rante la revolución y en el período inmediato posterior to
das las técnicas posibles de centralización y consolidación
del poder? Y, si el poder político es en realidad mero reflejo
de una clase dominante en una sociedad dividida en clases,
184
¿cóm o puede haber problem a de poder en una sociedad
cuyas distinciones de clases (y todas las demás distinciones
sociales) han sido niveladas?
Engels se lim itó a reformular la opinión de Marx sobre
esta cuestión, al escribir, refiriéndose al estado: «Cuando
llega por fin a ser el representante efectivo de toda la socie
dad, se vuelve superfluo. Tan pronto deje de existir toda d a
se social a la cual oprimir . . . el estado dejará de ser nece
sario. El prim er acto en virtud del cual el estado se consti
tuye realm ente en representante de toda la sociedad —la
toma de posesión de los medios de producción en nombre de
la sociedad— es, al mismo tiempo, su último acto indepen
diente como estado. La interferencia estatal en las relacio
nes sociales se tom a superflua y se extingue a sí misma en
un terreno tras otro; el gobierno de personas es reemplaza
do por la adm inistradón de las cosas, y por la direcdón del
proceso de producción. El estado no es “abolido”: mucre».52
La línea divisoria entre las concepdones del estado de Ibc-
queville y Marx no podría ser mejor trazada que en este pa
saje de Engels. Es la concepción que aún hoy está en la base
de la indiferenda casi total (tanto de los intelectuales como
de los fundonarios) de las nadones y movimientos marxis-
tas respecto de los problemas de la burocrada, la centrali
zación y la m ecanización política que han demostrado ser
en todos los otros medios, preocupadones capitales de las
mentalidades liberales del siglo XX.
Las divergendas entre Marx y Tocqueville pueden redu
cirse a esto: para Tocqueville el poder político debe siempre
provocar mayores amenazas en las sodedades más indivi
dualizadas — es decir, atomizadas y niveladas— ; para Marx
el m ayor —y en realidad el único— peligro lo presentan las
sociedades caracterizadas por lo contrario: donde son más
fuertes las clases y otras pautas de diferenciación social.
Tocqueville opinaba que había más libertad personal bajo
la aristocracia que bajo la dem ocracia, donde la opinión
pública se vuelve, a su juicio, más despótica que la Inquisi
ción m edieval. Para M arx no había libertad real bajo la
aristocracia: el carácter específico del desarrollo político
m oderno consiste en que el estado, especialmente en su for
ma democrática, representa el comienzo de una emancipa
185
ción humana que sólo será completa después de la revolu
ción socialista. Entonces,, y sólo entonces, conpeerán los
hombres la libertad. Para Tbcqueville, el poder político es*
al mismo tiempo, una causa de alienación, por medio de su
penetración en las comunidades de pertenencia que consti
tuyen la sociedad, y un refugio de la alienación; es decir, en
la democracia, se convierte cada vez más en una fortaleza
para eludir los males y las frustraciones de la sociedad ci
vil. Para Marx el poder político es alienación, en el particu
lar sentido marxista del término, que abarca la propiedad,
la clase y la religión. La alienación y el poder político con
cluirán en forma simultánea cuando el hombre llegué, bajo
el socialismo, a la emancipación plena de todas las limita
ciones. «La emancipación política significa reducir al hom
bre a miembro de la sociedad civil, a m i individuo indepen
diente y egoísta, por una parte, y a ciudadano, a persona
moral, por la otra. La emancipación humana será completa
únicamente cuando el individuo real absorba en sí mismo
al ciudadano abstracto; cuando, como hombre individual,
en su vida cotidiana, en su trabajo y en sus relaciones, lle
gue a ser un ser de la especie; y cuando haya reconocido y
organizado sus propios poderes (forces propres) como pode
res sociales, de modo que ya no separe su poder social de sí
mismo como poder político».53
Este pasaje ha sido tomado del final de La cuestión judía
de Marx; en este ensayo, escrito cinco años antes que el Ma
nifiesto, es donde mejor se puede aprehender la esencia del
concépto marxista de la naturaleza y el rol del poder políti
co en la historia europea. Como tantas de sus obras breves,
su objetivo era refutar la tesis de otro filósofo: en este caso,
el alegato de Bruno Bauer en pro de la emancipación de los
judíos y su ascenso a la participación política como tales.
Para M arx esa emancipación y elevación eran quiméricas.
Bauer, pensaba, no comprendía la naturaleza histórica del
estado europeo y su vínculo con lá religión. La respuesta de
Marx form a parte de una revisión magistral del vínculo del
estado con todas las formas de participación civil en cuer
pos colectivos, incluida la religión entre las formas de parti
cipación económica, social y cultural. La esencia de la polé
mica, que no debe detenemos aquí, es que no puede haber
186
cuerpo colectivo ju d ío en el estado por la siniple razón de
que no puede haber cuerpo colectivo cristiano en el estado.
O sea, la idea misma de estado se postula sobre la base de
la esterilización de las identidades religiosas en favor de la
ciudadanía. Si se afirma como fundamental la condición de
judío (o de cristiano), no puede haber ciudadanía propia
mente dicha, pues la idea de ciudadanía política surgió en
función de la emancipación del hom bre de sus identidades
prepolíticas.
El conflicto entre la sociedad civil y el estado es lo que lla
mó la atención de Marx. Tbcqueville tam bién vio este con
flicto, com o ya hem os observado, pero en térm inos total
mente diferentes. Para Marx la influencia decisiva no es la
del estado, sino la de la sociedad civil, con sus diversas com
binaciones de egoísmo m aterialista y form as de alienación.
El estado ofrece al hombre (y aquí encontramos otra vez un
sólido sustrato rousseauniano) una visión de la com uni
dad que contrasta con todo lo que representa la sociedad ci
vil. «Donde el estado político ha alcanzado su pleno desa
rrollo, el hom bre vive una existencia doble, no sólo en el
pensam iento y en la conciencia, sino en la realidad: una
existencia celestial y terrenal. Vive en la comunidad políti
ca, donde se considera a sí mismo un ser comunitario, y en
la sociedad civil, donde actúa simplemente como individuó
privado, trata a los otros hombres como instrumentos, des
ciende al rol de m ero instrumento y se transform a en ju
guete de potencias extrañas».54 Así, en el puro terreno mo
ral, es im posible que los miembros de una religión sean, co
m o tales, miembros del estado, de la com unidad política.
«El conflicto en que el individuo se encuentra por profesar
una religión particular, en relación a su propia condición de
ciudadano, y en relación a los otros hom bres com o miem
bros de la comunidad, podría resolverse dentro del cisma
secular entre el estado politico y la sociedad civil». La dife
rencia entre el hombre religioso y el ciudadano es exacta
mente la misma que existe «entre el tendero y el ciudadano,
entre el jornalero y el ciudadano, entre el terrateniente y el
ciudadano, o entre el individuo y el ciudadano».55 En sínte
sis, lo que Marx, como Rousseau, quiso destacar es la ten-
187
sión revolucionaria entre la ciudadanía y la pertenencia a
la sociedad civil. La ciudadanía política no era sinduda pa
ra él, como lo era para Rousseau, la respuesta final, pues
representa vina forma de alienación, en sí misma. Empero,
cuando leemos este ensayo no podemos dejar de pensar que
en alguna medida Marx deduce del ideal político de ciuda
danía — identidad que adquiere el hombre mediante su
em ancipación legal y conceptual de otras identidades de
status— algo (quizás un modelo) de su visión apocalíptica
de la emancipación «humana» final, donde el hombre se ve
rá liberado de sus identidades políticas, tanto como de
todas las identidades económicas, religiosas y sociales. «La
emancipación política representa ciertamente un gran pro
greso», escribe Marx. «No es, en verdad, la forma final de
emancipación humana, pero es la forma final de emancipa
ción dentro del marco del orden que hoy prevalece. No hace
falta decir que hablamos aquí de una emancipación real y
concreta».56
Marx exhibe perspicacia en sus escritos acerca del estado
y su función en la historia europea. El hombre europeo, nos
dice, se ha emancipado políticamente de la religión «despla
zándola de la esfera de la ley pública a la de la ley privada».
Después de haber formado parte de la estructura del esta
do, la religión se transforma, por medio de acontecimientos
tales como la Reforma y el advenimiento del nacionalismo,
en parte de la sociedad civil únicamente. «Se ha transfor
mado en el espíritu de la sociedad civil, del egoísmo y su es
fera y del bellum omnium contra omnes. Ya no se trata de la
esencia de la comunidad, sino de la esencia de la diferencia
ción».57
Este pasaje nos suministra la clave para entender el con
cepto marxista de la sociedad civil: liza de tiranías económi
cas, religiosas y sociales a las que el hombre sigue sujeto. A
diferencia de Hegel, que veía en la sociedad civil —la fami
lia, la clase y la comunidad local— el complemento necesa
rio del estado, Marx ve en ella sólo la fragmentación y la
alienación de donde alguna vez habrá que sacar al hombre.
Comparte la repugnancia de Rousseau por todo aquello que
acentúa la identidad particular y diferenciada del hombre,
188
y el amor de Rousseau por todo lo que destaca al hombre en
su identidad comunitaria o, como Marx la denomina, en su
identidad de «especie». En estos términos, Marx se burla de
la insistencia de la escuela de la ley natural sobre los dere
chos individuales, precisamente como lo había hecho Rous
seau, quien había m anifestado en El contrato social que
una vez que el hombre ingresara en una verdadera comuni
dad política renunciaría a todos sus derechos individuales y
adquiriría otros, basados sobre la participación que le co
rrespondería como ciudadano.
«Ninguno de los supuestos derechos del hombre — escribe
Marx— va más allá del hombre egoísta, el hombre tal cual
es, como miembro de una sociedad civil: es decir, como indi
viduo separado de la comunidad, encerrado en sí mismo,
preocupado exclusivamente por sus intereses particulares y
actuando según su capricho personal».5 58
*6 En La sagrada fa
milia vuelve sobre este punto: «Hemos demostrado que el
reconocimiento de los derechos del hombre por parte del es
tado m oderno tiene apenas la m ism a significación que el
reconocimiento de la esclavitud por parte del estado en la
antigüedad. La base del estado antiguo era la esclavitud; la
base del estado moderno es la sociedad civil y el individuo
de la sociedad civil; es decir, el individuo independiente, cu
yo único lazo con otros individuos es el interés privado y la
necesidad inconsciente y natural, esclavo del trabajo asala
riado, así como de sus propias necesidades egoístas y de las
de los demás».59
Dondequiera que aparece el estado como tipo histórico
tiene que haber conflicto entre él y los elementos religiosos
y económicos de la sociedad civil. «En los períodos en que el
estado político como tal surge violentamente en la sociedad
civil, y cuando los hombres procurem liberarse mediante la
em ancipación política, el estado puede —y debe— cierta
m ente abolir y destruir la religión; pero sólo de la misma
m anera como procede a destruir la propiedad privada, me
diante la declaración de un máximo, la confiscación o el im
puesto progresivo, o con el método que utiliza para abolir la
189
vida: mediante la guillotina. Cuando el estado tiene máxi
ma condenda de sí mismo, la vida política procura ahogar
sus propios requisitos —la sodedad d v il y sus elementos—
y establecerse como vida de la espede, genuina y armónica,
del hombre. Pero sólo puede alcanzar esta m eta colocándo
se en violenta contradicdón con sus propias condidones de
existenda, mediante la dedaradón de una revoludón per
manente».60
Después de haber leído este pasaje no hace falta buscar
influendas tácticas extrañas, para explicar la preocupadón
credente de Marx por el poder político y el uso del poder en
la desintegradón de los réstantes centros de privilegios y
jerarquía de la sodedad, y para formar lina asodadón ge
neral dentro de la cual los individuos, no los grupos ni las
clases, llegaran a ser los elementos de la organizadón polí
tica Si de Hegel tomó su sentido de la fundón histórica del
estado en Europa, de Rousseau (que había influido sobre
Hegel, por supuesto) heredó la concepdón del estado como
estructura que descansaba sobre lealtades y devodones di
rectas de los individuos, liberado cada uno de ellos de leal
tades antagónicas.
Como Rousseau, Marx pudo combinar en un solo pasaje
elem entos rigurosam ente analíticos y m ilenaristas. .Las
fundones individualizadoras del estado histórico y su rela-
dón con la sodedad feudal sirvieron a ambos admirable
mente de marco de especulación sobre el futuro. La impre-
cadón de Rousseau, según la cual dentro de la voluntad ge
neral y su asodadón exclusiva los individuos se alejarían
dé la manera más completa posible de reladones antagóni
cas— lo cual los obligaría a alcanzar sus individualidades—
se refleja en el siguiente pasaje de Marx acerca del tema de
la Sodedad futura: «La religión, la familia, el estado, la ley,
la moralidad, la denda, el arte, etc., no son más que formas
particulares de producdón y obedecen a su ley general. La
abolidón positiva de la propiedad privada, como la apropia-
dón de la vida humana, representa así la abolidón positiva
de toda alienarión y el retom o del hom bre, desde la reli
gión, la familia. el estado, etc., a su vida humana: es dedr,
su vida sodal».61
190
En Marx, al igual que en Rousseau, siem pre hay im plíci
ta una concepción del hombre según la cual este contiene
naturalmente dentro de sí sentimientos y facultades que, a
través de la evolución social, le han sido enajenados y pasa
ron a instituciones externas que lo esclavizan. La revolu
ción es el único m edio para poner fin a esta alienación y de
volver al hombre esas facultades. De ahí la fundón política
vital que desem peña la revolución en el pensam iento de
Marx. «El aspecto político de una revoludón consiste en el
movimiento de las clases sin influenda política para poner
fin a su exdusión de la vida política y el poder. Su punto de
vista es el del estado, un todo abstracto que sólo existe en
virtud de su separadón de la vida real, e inconcebible sin la
oposidón organizada entre la idea universal y la existenda
individual del hombre. Las revoludones de tipo político or
ganizan también, en consecuencia, de acuerdo con esté con
cepto estrecho e incongruente, un grupo dirigente dentro de
la sodedad, a expensas de esta última».62
Después de esto viene un párrafo dave, que amplía la vi
sión analítica convirtiéndola en una esperanza m esiánica:
la esperanza, por prim era vez én la historia, del fin de la
omnipresencia del poder político. «La revoludón en general
— el derrocamiento del poder gobernante y la disoludón de
las reladones sociales existentes— es un acto político. E l
socialism o no puede desarrollarse sin revoludón; necesita
este acto político de la misma manera que requiere el de
rrocam iento y la disoludón. Pero tan pronto com ienza su
actividad organizativa, tan pronto se m anifiesta su propósi
to y espíritu, se quita esta capa política».63 La últim a ora
ción es, por supuesto, crudal. El trozo fue escrito cinco años
antes que apareciera el M anifiesto, y en muchos aspectos
esa oradón es la más importante que redactara M arx en lo
que a la política futura del sodalism o se refiere. En ella ha
llamos la simiente del m ito que autorizó a varias generado-
nes de intelectuales marxistas combinar sin dificultades ni
conflictos m entales los program as de usurpadón despia
dada y centralizadón absoluta del poder político, junto a la
confianza fanática en que una vez implantada la soberanía
m oral del espíritu y los propósitos del sodalism o, el poder
191
político, en el sentido existencia!, desaparecería. No sin ra
zón calificó Lenin a los bolcheviques de «jacobinos de la de
mocracia social contemporánea».
Así como el poder organizado de la Revolución Francesa
les sirvió de modelo a los marxistes para afirmar el necesa
rio totalismo del poder revolucionario, de la atomización de
las autoridades tradicionales y de la racionalización y gene
ralización del poder político revolucionario, así también sir
vió de modelo a la centralización. Marx y Engels nunca du
daron de que esta última resultaría decisiva para alcanzar
los objetivos socialistas en las primeras etapas de la revo
lución. Marx admiraba la centralización de la Revolución
Francesa que, «como una escoba gigantesca», barrió sin de
ja r rastros el localismo, el pluralismo y el comunitarismo de
la sociedad tradicional. «El poder del estado centralizado
— escribió, con palabras que recuerdan a Ibcquevilie, al co
mienzo de una de sus obras— , con sus órganos ubicuos y
permanentes del ejército, la policía, la burocracia, el clero y
la magistratura —órganos forjados siguiendo el plan de
una división sistemática y jerárquica del trabajo— tuvo
sus orígenes en la época de la monarquía absoluta, cuando
sirvió a la naciente clase media como arma poderosa en. sus
luchas contra el feudalismo. No obstante, su desarrollo, fue
estorbado por mil formas de remanentes medievales, dere
chos de señores, privilegios locales, monopolios de los muni
cipios y gremios y constituciones provinciales. La escoba gi
gantesca de la Revolución Francesa barrió en el siglo XVIII
todas estas reliquias de tiempos idos, y despejó así al mis
mo tiempo el suelo social de los últimos obstáculos que se
oponían a la erección del estado moderno, superestructura
levantada durante el Primer Im perio.. .».64
Marx coincidía asimismo con Tocqueville en su apre
ciación de Napoleón. Según él, Napoleón comprendió con
claridad la naturaleza del estado moderno y representa la
última contienda del terrorismo revolucionario contra la so
ciedad civil y su política, que había comenzado la Revolu
ción. Sin embargo, Napoleón «practicó el terrorismo susti
tuyendo la revolución permanente por la guerra permanen
te». Marx tiene clara comprensión táctica de los pasos da
dos por Napoleón para nacionalizar, monopolizar y centrali-
192
zar la vida económica e intelectual de Francia. Y a no du
darlo tuvo presente el modelo de la centralización jacobina
y napoleónica cuando en el Manifiesto Comunista detalló,
junto con Engels, los pasos que sería necesario dar como
parte de la revolución «en los países más adelantados». Es
tos incluían la centralización de la banca y el crédito; la es-
tatización de los medios de comunicación y de transporte; la
ampliación de las fábricas y otras instalaciones productivas
de propiedad del estado; el establecimiento de ejércitos in
dustriales, etc.65 Marx fue capaz de formular juicios muy
elaborados con respecto al papel de la burocracia en el de
sarrollo del gobierno europeo. «Este poder ejecutivo, con su
monstruosa organización burocrática y militar, con su arti
ficial m aquinaria estatal abarcando amplios estratos, con
una m ultitud de funcionarios que alcanza a medio millón,
además del m edio m illón de individuos que componen el
ejército; este asombroso crecimiento parasitario, que traba
como con una red al organismo de la sociedad francesa y le
cierra todos los poros, surgió en los días de la monarquía
absoluta, con la decadencia del sistema feudal, que él ayudó
a precipitar. Los privilegios señoriales de los terratenientes
y las ciudades se transform aron en otros tantos atributos
del poder del estado; los dignatarios feudales, en funciona
rios pagos; y el abigarrado esquema de antagónicos poderes
plenarios m edievales, en un esquema regulado de autori
dad estatal, cuya labor está dividida y centralizada como en
una fábrica. La prim era Revolución Francesa, cuya faena
fue quebrar todos los poderes independientes locales, terri
toriales, urbanos y provinciales, para crear la unidad bur
guesa de la nación, estaba destinada a dar ímpetu a lo que
la m onarquía absoluta había comenzado: la centralización,
pero al m ism o tiem po la am pliación, los atributos y los
193
agentes d é la autoridad gubernamental. Napoleón perfec
cionó esta maquinaria estatal».66
Tbcqueville no lo hubiera expresado mejor. Estas pala
bras fueron escritas en 1852, diecisiete años después de la
publicación de La democracia en Am érica, tres años antes
de aparecer el estudio de Tocqueville sobre el antiguo régi
men. Pero allí termina la cuestión.
Parece haber preocupado poco a Marx que el socialismo
pudiera tener sus propios problemas de burocracia, a la luz
del poder político centralizado que habría de asumir, según
prescribía el M anifiesto Comunista. De la misma manera
que el poder político pierde su carácter político una vez des
truida la clase capitalista, la administración gubernamen
tal perdería presum iblemente su naturaleza burocrática.
Lenin debió haber sentido que com partía la opinión de
Marx sobre estas cuestiones cuando escribió, refiriéndose a
la administración socialista: «La contabilidad y el control
necesarios para esto han sido simplificados por el capitalis
mo hasta un punto máximo, transformándose en tareas ex
traordinariamente simples, como son observar, registrar y
emitir recibos, tareas al alcance de cualquiera que sepa leer
y escribir y conozca las cuatro operaciones aritméticas . . .
Cuando casi todas las funciones del estado se reducen a
esta contabilidad y control a cargo de los propios trabajado
res, deja de ser un estado “político”. Las funciones públicas
se coiivierten, de funciones políticas, en simples funciones
administrativas . . . Tbda la sociedad se habrá convertido en
una oficina y una fábrica, con igual trabajo e igual paga».67
Pese a la indiferencia de Marx y Engels por todos los pro
blemas del poder político que pudieran aparecer dentro de
una sociedad sin clases, tuvieron — como Bentham antes
que ellos— una concepción bastante bien desarrollada de la
fábrica como personificación de la autoridad social dentro
del industrialismo. En un ensayo escrito en 1874, «Acerca
de la autoridad», Engels manifiesta su desdén por la espe
ranza anarquista de que cese toda autoridad vina vez derri
bado el capitalismo. Lejos de todo nirvana de cese de auto
ridad —nos dice Engels— , habrá, tiene que haber, en el so
194
tialismo el tipo de autoridad permanente propio de las dis
ciplinas tecnológicas y de la fábrica de gran escala. Al re
ferirse al trabajo futuro en el régim en socialista, Engels se
muestra enfático. «Todos estos obreros, hombres, mujeres y
niños, están obligados a comenzar y term inar sus tareas a
las horas fijadas por la autoridad del equipo, a quien nada
le interesa la autonomía individual. . . La voluntad de cada
individuo siempre deberá subordinarse, lo que significa que
las cuestiones tienen un planteo autoritario. Las máquinas
automáticas de una gram fábrica son mucho más despóticas
de cuanto hayan sido los pequeños capitalistas que em
plean obreros. Al menos en lo que respecta a las horas de
trabajo, cabría escribir sobre los portales de estas fábricas:
Lasciate ogni autonomía, voi che entróte. Si el hombre, por
su conocim iento y su genio inventivo ha logrado subyugar
las fuerzas de la naturaleza, estas se vengan de él som e
tiéndolo, en la m edida que él las utiliza, a un verdadero
despotism o, independiente de toda organización social.
Querer abolir la autoridad en la industria de gran escala
equivale a querer abolir la industria misma: destruir el te
lar mecánico para volver a la rueca».68
Es bastante evidente que Engels tenía poco de utópico o
de romántico, y aun cuando sus palabras no encam aran de
manera total las opiniones de Marx sobre el tema, corres
ponden sin duda a la corriente principal de la tradición
marxista, que habría de alcanzar su cuhrunación en Rusia
en 1919. Y no faltan en verdad razones para suponer que
reflejaban sustancialm ente tales opiniones, pues M arx
nunca las repudió, y en todo caso se ajustan a lo que procla
mara incansablemente desde los primeros años, a saber: la
historia es lo que determina, en la m atriz de cada etapa del
desarrollo, los verdaderos perfiles y la vérdaderá esencia de
la etapa siguiente. Para Marx la gloria del capitalismo resi
día en el sistema industrial y tecnológico nacido dentro de
él. El capitalismo, como conjunto de relaciones sociales, de
saparecería junto con el poder político, pero no la industria
de gran escala, ni la tecnología, ni las disciplinas que a ellas
contribuyen.
195
La racionalización de la autoridad: Weber
196
no gubernamentales de la sociedad y la cultura—, no sólo
es el punto de partida de los estudios actuales, sino, salvo
contadísimas excepciones, su punto culminante. Nadie ha
agregado todavía a la teoría («visión» sería la palabra más
precisa) de Weber, sobre la burocracia, elemento teórico al
guno que no estuviera, al menos implícitamente, en sus for
mulaciones.
Comencemos con los tres tipos de «dominación» que en
cuentra Weber, en mayor o menor grado, en todas las socie
dades: la tradicional, la racional y la carismática. A los fi
nes del análisis las dos primeras son las más importantes
en la sociología de la autoridad. La tercera, la carismática,
sólo se presenta en la historia en forma pura —según We
ber— durante breves lapsos; su destino es convertirse, casi
de inmediato, en la forma tradicional o la racional. Veremos
esto brevemente, pues creo que el lugar más adecuado para
un examen detenido de lo carismático es el capítulo sobre lo
sacro-religioso.
Tradicional. «Un sistema de coordinación imperativa se
rá denominado “tradicional” cuando se sostiene y se cree en
su legitim idad sobre la base de la santidad del orden, y de
los consiguientes poderes de control, tal como fueron reci
bidos del pasado (tal como “existieron desde siempre”). La
persona o personas que ejercen la autoridad son designadas
de acuerdo con leyes transmitidas por tradición. El objeto
de obediencia es la autoridad personal del individuo, que la
disfruta en virtud de su posición tradicional. El grupo orga
nizado que ejerce la autoridad se basa primariamente, en el
caso más simple, sobre relaciones de lealtad personal culti
vadas mediante un proceso común de educación».69 La au
toridad tradicional obtiene así su legitimidad, no de la ra
zón o de la ley abstracta, sino de sus raíces en la creencia de
que es antigua, de que contiene xana sabiduría inherente e
inexpugnable, que va más allá de toda razón individual. Su
esencia social es la relación personal directa entre aquellos
que la experimentan: el maestro y el discípulo, el siervo y el
amo, el líder religioso y el prosélito, etc. En ese sistema no
hay una diferenciación clara entre autoridad «política» y
«moral». La autoridad del rey es, ante todo, personal, no te
rritorial, y se ejerce a través de la mediación de xana escala
69 The Theory o f Social and Economic Organization, op. cit., pág. 341.
197
de otros dirigentes — duques, condes, etc.— , todos los cua
les mantienen con sus propios vasallos un vínculo compara
ble al del rey con ellos. El «aparato» apropiado para ese sis
tema consiste, o bien én partidarios personales—funciona
rios domésticos, parientes, favoritos— o bien en vasallos
leales y señores tributarios. Para Weber, como para todos
los demás sociólogos, el modelo esencial de autoridad tradi
cional fue la Edad Media.
Autoridad racional. Es de un tipo sumamente distinto.
Se caracteriza por la burocracia, por la racionalización de
las relaciones personales que constituyen la sustancia de la
sociedad tradicional. Existe dominación legal en una socie
dad cuando «el sistema de leyes, aplicadas judicial y admi
nistrativamente de acuerdo con principios determinables,
vale para todos los miembros del grupo social».70 Aunque
esta forma de autoridad no es igualitaria —tiene sus pro
pios estratos de funciones y responsabilidades— no puede
dejar de apoyar la igualdad, que falta en el orden tradicio
nal. Todos son iguales ante la norma que los gobierna espe
cíficamente. Son más importantes las normas que las per
sonas o las costumbres. La organización es suprema y, por
su misma naturaleza, propende hacia una racionalización
creciente mediante la reducción de la influencia del paren
tesco, la amistad o los demás factores, incluso el dinero, que
tanto influyen sobre el sistema tradicional. La función, la
autoridad, la jerarquía y la obediencia están presentes aquí
como en el orden tradicional, pero se las concibe como fruto
exclusivo de la aplicación de la razón organizativa.
Autoridad carismática. Es la ejercida por el individuo ca
paz de demostrar mediante la revelación, las potencias má
gicas, o simplemente por una ilimitada atracción personal,
que posee carisma, una fuerza singular de mando que supe
ra, a los ojos del pueblo, todo lo legado por la tradición o la
ley. El liderazgo carismático, sea en la religión o en la políti
ca, casi siempre implica, en algún punto clave de su arribo,
un golpe espectacular descargado sobre el estado o la igle
sia. Jesús, Buda, Mahoma, César, Cromwell, Napoleón (cu
yo propio coup d’état, según he advertido, fue la fuente pri
m aria de la fascinación que experim entara el siglo XIX
frente a este tipo de autoridad) representan todos, no sólo
198
la erupción del genio individual (en el sentido latino del tér
mino), sino de un conflicto dramático, ora con la tradición
sacra, ora con la administración racional. La revolución, re
ligiosa o política, es el verdadero núcleo del ejercicio del li
derazgo carismático, pues su impacto sobre la gente debe
tener profundas y perturbadoras consecuencias sobre las
tradiciones o normas que rigen habitualm ente la vida de
los hombres. En su forma pura la autoridad carismática no
es, sin embargo (ni puede serlo por su propia naturaleza),
estable y duradera. «El destino del carisma — escribió We
ber—, dondequiera se incorpore a las instituciones perma
nentes de una comunidad, es ceder el paso a las fuerzas de
la tradición y a la socialización racional. Esta decadencia de
lo carismático indica, por lo general, una disminución de la
importancia de la acción individual. Y de todas las poten
cias que disminuyen la importancia de la acción individual,
la más irresistible es la disciplina racionál».71
Así, la autoridad carismática no es tanto un tipo de auto
ridad, como (en su forma más pura y estricta) un modo de
cambio inducido por el impacto de algún gran hombre. Pue
de ocurrir entonces que su «mensaje» se tradicionalice, se
racionalice, o ambas cosas a la vez. Weber sé refiere a la
«rutinización» (routinization) del carisma, consecuencia in
evitable de la desaparición del gran hombre o del gran mo
mento de inspiración. Pero destaca con la insistenda que
dicha rutinización pronto se asim ila a alguno de los dos
tipos reales de autoridad: la tradicional y la radonal.72
Aparte del claro vínculo de sus conceptos acerca de lo tra-
didonal y lo radonal con las corrientes de pensamiento de
rivadas de la Revoludón Francesa, guardan una relación
más espedfica aún con los de Gemeinschaft y Gesellschaft,
de Tónnies. La influenda ejercida por Tónnies sobre la defi-
nidón weberiana de la comunidad y su relación con las aso-
daciones, es equiparable a la que ejerciera su enfoque del
estado político. Tónnies consideró al estado político como
una m anifestadón primaria de Gesellschaft, cuyos códigos
y procedimientos legales regularizados son expresiones tan
plenas de Gesellschaft comb los elementos económicos, que
199
suelen destacarse coh mayor frecuencia. Basta considerar
el pasaje siguiente: «El estado se despoja cada vez más de
las tradiciones y costumbres del pasado, y de la creencia en
su importancia. Así, las formas del derecho cambian y este
deja de ser el producto de los folkways, mores y costumbres
para transformarse en un derecho puramente legalista: un
producto de la organización política. El estado y sus depen
dencias, y los individuos, son los únicos agentes que que
dan, en lugar de las múltiples fraternidades, comunidades
y mancomunidades que se desarrollan en forma orgánica.
El carácter de las personas, influido y determinado por esas
instituciones preexistentes, experimenta nuevos cambios al
tener que adaptarse a estructuras legales nuevas y arbitra
rias. Esas instituciones preexistentes pierden el firme apo
yo que les daban los usos y mores, y la convicción de su in
falibilidad».73
Casi con seguridad, esta es la fuente inmediata del no
table principio de racionalización de Weber; principio que
eleva sus conceptos de lo tradicional y de lo racional, extra
yéndolos de un nivel meramente clasificatorio, para darles
el carácter de elementos de una filosofía de la historia, tan
imponentes como los de Tocqueville, Marx o Tónnies. Así
como Tocqueville concibió el poder moderno en términos de
la influencia formativa de la igualdad, así como Marx lo vio
en términos de ludia dialéctica y Tónnies en la transición
de la Qemeinsckaft a la Gesellschaft, Weber lo sintetiza en
un proceso de racionalización iniciado en la alta Edad Me
dia y continuado hasta hoy, proceso cuyo término no parece
más cercano que el del igualitarismo, la dialéctica o la Ge
sellschaft.
En la conception histórica de Weber, la democracia y el ca
pitalismo —realidades soberanas del mundo moderno pa
ra Tbcqueville y Marx, respectivamente— son apenas ma
nifestaciones especiales de otra fuerza más fundamental: la
racionalización. La racionalización del gobierno, que abarca
la centralización, la generalización y también la abstrac
ción del poder, sacó a Europa del feudalismo y la condujo, a
través de las monarquías absolutas, a. la nación-estado
contemporánea, en su forma democrática. Si se logra evitar
una racionalización burocrática más total, e incluso totali
200
taria, será sólo por la fuerza permanente de los valores mo
rales y estéticos, que de alguna manera seguirán siendo pa
ra los hombres los límites de la racionalidad pura.
Del mismo modo, la racionalización de la economía —ob
tenida gracias a una mejor contabilidad de los costos, for
mas racionales de trabajo, separación gradual de la propie
dad, con respecto al poder político (dominium.), y otros re
cursos— dio origen a lo que llamamos capitalismo. Para
Marx el capitalismo se caracterizaba ante todo por el carác
ter privado de la propiedad, y la separación del pueblo en
dos grupos: los propietarios y los trabajadores. Para Weber,
estos elementos son más bien accidentales que esenciales.
Además —y aquí es donde Weber difiere profunda y defini
tivamente de los marxistas— el socialismo, lejos de ser lo
opuesto al capitalismo, es sólo la intensificación y expan
sión de las propiedades esenciales del capitalismo. Bajo un
régimen socialista, la racionalización, la burocracia y la me
canización regirán las vidas humanas en mayor medida
que en el capitalismo.
De todos los elementos conceptuales que introdujo la teo
ría weberiana de la autoridad, la burocracia es lo que le dio
más fama. Como hemos visto, corresponde en su obra a la
categoría de dominación racional; es el tipo de jerarquía
que reemplaza a la autoridad carismática, patrimonial y/o
tradicional, cuando la economía o el gobierno (o también·la
religión, la educación, la organización m ilitar o cualquier
otra de las instituciones de la sociedad) se estructura según
las siguientes formas específicas:
Desempeña un papel primordial «el principio de jurisdic
ciones fijas y oficiales, generalmente ordenadas por reglas;
es decir, por leyes o reglamentaciones administrativas».74
Se distribuyen las actividades normales como deberes ofi
ciales, y la autoridad para impartir órdenes es asignada de
manera estable y previsible, sustituyendo así el carácter
circunstancial y esporádico de la autoridad patrimonial o
de parentesco.
Se toman las provisiones «para el cumplimiento regular y
continuo de estos deberes y para la ejecución de los dere
chos correspondientes». Este sistema, identificado siempre
como burocracia en el gobierno público, es en esencia el
201
l
mismo que existe en la empresa moderna, donde se lo cono
ce como dirección {management).
Del principio básico de jurisdicción fija y oficial surgen
prácticas y criterios tan vitales como la regularización de
los canales de comunicación, autoridad y apelación; la prio
ridad funcional del cargo respecto de la persona que lo de
sempeña; la insistencia en las órdenes escritas y registra
das, en lugar de las directivas o los deseos circunstanciales,
meramente personales; la catégórica separación entre la
identidad oficial y la personal en el manejo de las cuestio
nes y el control de las finanzas; la determinación del tipo de
adiestramiento necesario para ser «experto» en cada cargo
o función, y la adopción de medidas tendientes a proporcio
narlo. La rigurosa prioridad de las cuestiones oficiales res
pecto de las meramente personales, en el manejo de una
empresa; y por último, la conversión de tantas actividades
y funciones como sea posible en reglas claras y especifica-
bles; reglas que tienen, por su naturaleza, significación pre
ceptiva y autoritaria.75
Tal es la esencia de la teoría weberiana de la burocracia.
Pero abandonar aquí este tema sería dejarlo en el terreno
de ló meramente descriptivo y taxonómico. Lo que distin
gue a dicha teoría es la manera en que su autor la relaciona
con las corrientes principales de la historia política, econó
mica y social de Europa. Para Weber, la burocratización es
una poderosa manifestación del principio histórico de la ra
cionalización. El avance burocrático en el gobierno, la em
presa, la religión y la educación es un aspecto de la raciona
lización de la cultura, que también ha transformado, según
Weber, la índole de las artes plásticas, el teatro, la música y
la filosofía. En resumen, la burocracia es un proceso históri
co que permite explicar muchos de los aspectos que distin
guen al mundo moderno del medieval (y también, por su
puesto, diferenciaciones análogas en el mundo antiguo y en
el mundo asiático; es para Weber un medio de comprender
las sociedades de la China, la India y la antigua Roma, tan
to como la europea).
Su identificación de la burocracia como vasto y esencial
ambiente del hombre occidental moderno eleva su sociolo
gía de la autoridad por encima del mero lugar común empí
202
rico. Dentro de esa perspectiva, como dentro de su visión
más amplia e inclusiva de la racionalización, residen a la
vez posibilidades para la libertad y para el despotismo. Sin
una burocratización de la sociedad, con su énfasis implícito
en las cualidades universales del hombre y su exclusión
teórica de todos los atributos personales o localistas, no hu
biera sido posible buena parte de la historia de la democra
cia y la libertad modernas. Tbcqueville presentó a la demo
cracia como una fase de la historia de la colectivización y
centralización del poder; Weber la presenta como una ma
nifestación de burocratización. El enunciado de Ibcqueville
de que el progreso de la democracia en un país es mensura
ble por la proporción en que utiliza funcionarios pagos, en
cuentra fácil eco en Weber. No es menos cierto, sin embar
go, que las reglas, los cargos oficiales y los archivos pueden
llegar a ejercer fácilmente sobre el espíritu del hombre un
despotismo más general e incisivo que cualquiera de los re
cursos de un monarca o de una aristocracia. Dejaremos pa
ra el último capítulo las melancólicas reflexiones de Weber
en relación con este punto, dado que es parte de una actitud
m ental con respecto a la alienación que abarca tam bién
otros temas.
Weber es, más que cualquier otro, el sociólogo de la «revo
lución de lo organizativo», revolución que Marx no supo ver,
como debía forzosamente ocurrir por su posición unilateral
respecto del predominio de la propiedad privada. Weber de
muestra que la tendencia más im portante de la historia
moderna es el reemplazo gradual de los incentivos origina
dos en la propiedad, por otros basados en la organización.
Mucho antes de que Berle y Means escribieran su notable
estudio, en la década de 1930, acerca de la corporación mo
derna y la «desintegración del átomo de la propiedad» en
posesión pasiva y administración activa, W eber había he
cho de este punto la base de su teoría de la organización
moderna. Observa Weber que muchos de los privilegios, po
deres y obligaciones antes inseparables de la propiedad,
han sido transferidos ahora a la administración. En la so
ciedad m edieval los conceptos de posesión (<ownership) y
«soberanía» apenas eran vagam ente recon ocidos com o
esencias independientes, pues un rasgo de la sociedad tra
dicional era que estuvieran entrelazados. El hecho de que
en los siglos posteriores a la Edad Media el poder y la pro
203
piedad se fueron alejando cada vez más en la práctica y dis
tinguiendo categóricamente en la teoría, atestigua:—según
Weber— el carácter creativo de la racionalización. Pero con
la llegada del siglo XX la racionalización llevó este proceso
a un nuevo nivel: los dos elementos vuelven a fundirse en
uno, pero este «vino» no es la propiedad, ni siquiera el poder
en el sentido corriente, sino la administración: más especí
ficamente, la administración propia de los procesos de bu-
rocratización, de organización juzgada como fin en sí mis
mo. Así, se llega al punto de que el hospital esté fundamen
talmente al servicio, no de la enfermedad humana, sino del
propio hospital; la universidad, la iglesia y el sindicato lle
gan a estar dominados, a través de procesos de racionaliza
ción, por sus propias metas organizativas intrínsecas. Para
Weber, todo esto constituye la conclusión natural e inevita
ble de un proceso que comenzó cuando empezó a sustituirse
el carácter directo del dominio basado sobre la propiedad
por los procesos más racionales de la dirección y la adminis
tración.
A medida que la dirección —es decir, «la dominación» en
el sentido antiguo— se confía en grado creciente a la admi
nistración racional, en el terreno de la acción «política» se
experim enta un cambio paralelo; y asígnase preferencia
— como pronosticó Weber— a cualidades de los funcionarios
elegidos que tienen cada vez menos que ver con la organiza
ción como tal, y cada vez más con lo que Weber sintetizó en
la palabra demagogia. «Desde la época del estado constitu
cional, y en forma decidida desde el establecimiento de la
democracia, el “demagogo” ha sido el típico líder político de
Occidente . . . La demagogia moderna también apela a la
oratoria, y en gran escala, si consideramos los discursos
electorales que debe pronunciar un candidato moderno; pe
ro la palabra impresa tiene efectos más duraderos. El pu
blicista político, y sobre todo el periodista, son hoy los re
presentantes más importantes de la especie demagógica».76
204
De allí el conflicto entre la burocracia y la democracia, cu
ya intensificación en las naciones modernas pudo prever
Weber. Él percibió, al igual que Ibcqueville, la relación fun
cional existente entre burocracia y democracia, en la que
cada una se desarrolla junto a la otra y ambas se nutren de
un enemigo común: el privilegio heredado. Como Ibcquevi
lle, Weber comprendió que aunque en términos funcionales
las dos fuerzas pudieran estar vinculadas, llegaría un mo
mento en qué el objetivo moral de la democracia — el go
bierno en memos del pueblo— ya no sería defendible, por el
creciente centralismo de la burocracia, instrumento de ese
gobierno. El robot se volvería contra su amo. Esta forma de
deshumanización se convirtió en su preocupación constante
y en motivo de sus aprensiones.
Llegó a ser también, por diversas vías, materia de apren
sión para otros hombres. En ninguna parte está tratado es
te tem a de manera más penetrante y presagiosa que en Los
partidos políticos: estudio sociológico de las tendencias oli
gárquicas de la democracia moderna, de Robert Michels.77
Este libro notable es mucho más que una crítica de la buro
cracia; constituye un examen perspicaz de todos los as
pectos del modernismo político: la soberanía popular, el sis
tema de partidos, la centralización administrativa y la poli
tización de los valores morales y culturales bajo la presión
de las masas. Aquí sólo analizaremos su enfoque de la buro
cracia, que está en la misma línea que el de Max Weber.
«La burocracia — escribe Michels— es el enemigo jurado
de la libertad individual y de toda iniciativa audaz en mate
ria de política interna. La dependencia respecto de autorida
des superiores, característica del empleado medio, suprime
la individualidad e imprime en la sociedad donde predo
minan los empleados un sello de estrecho filisterismo pe-
queñoburgués.* El espíritu burocrático corrompe el carác
ter y engendra pobreza moral. En toda burocracia adverti
mos la cacería por el puesto, la manía de los ascensos y la
obsequiosidad hacia aquellos de quienes depende la promo
77 Traducido por Eden y Cedar Paul, Nueva York: The Free Press,
1949. El libro apareció en entregas periodísticas en 1908; en alemán en
1911, y en inglés en 1915. La deuda de M ichels para con Tocqueville y
W eber no debe im pedim os ver su notable originalidad.
* Ver nota de página 45.
205
ción; se manifiesta arrogancia hacia los inferiores y servi
lismo hada los superiores . . . Cabe dérir que cuanto más
conspicuos sean el celo, el sentido del deber y la devodón de
una burocrada, tanto más mezquina, estrecha, rígida y ca
rente de liberalidad demostrará ser».78
Michels ubica estas palabras en el contexto de Su examen
de la burocrada gubernamental, en particular la prusiana,
pero en esenda su libro tiende a caracterizar los movimien
tos democráticos y sodalistas de masas, predsam ente en
estos términos. Weber se había limitado sobre todo a la bu-
rocratización de las dependencias oficiales y guberna
mentales; Michels, en cambio, lleva el análisis hasta esos
movimientos de la clase trabajadora —el marxismo entre
ellos— que presumiblemente desafiaban la estructura del
gobierno burocrático y del capitalismo burocrático, encon
trando en definitiva poco más que un reordenamiento de la
organizadón y el pensamiento sodalistas, en los términos
de sus enemigos. «La doctrina económ ica m arxista y la
filosofía marxista de la historia no pueden dejar de ejercer
gran atracdón sobre los pensadores; pero los defectos del
marxismo se ponen de manifiesto cuando entramos al do
minio práctico de la administradón y la ley públicas, para
no hablar de errores en el campo psicológico y aim en esfe
ras más elementales». La teoría sodalista ha naufragado
en el mundo nebuloso de un individualismo im posible, o
bien «ha formulado propuestas que (sin duda en oposidón a
las excelentes intendones de sus autores) convertían forzo
samente al individuo en esclavo de la masa».79 Durante
más de medio siglo, observa Michels, los socialistas han
procurado alcanzar una organizadón m odelo. «Hoy, con
tres millones de obreros organizados —número mayor que
el que pareda necesario para asegurar una victoria comple
ta sobre el enemigo— el partido tiene una burocrada que
rivaliza con el propio estado en lo que atañe a su condenda
de los deberes, su celo y su sumisión a la jerarquía; las ar
cas están colmadas; una compleja ram ificadón de intereses
financieros y morales cubre todo el país . . . Así, la organi
zadón se transforma en un fin en lugar de un medio».
206
A la luz de la (para él) inevitable burocratización de la ac
ción política —una vez que triunfa y logra muchos adheren
tes— Michels se refiere a «la ley de hierro de la oligarquía»:
«Organización im plica tendencia a la oligarquía. En toda
organización, ya sea un partido político, un sindicato profe
sional ü otra asociación semejanté, la tendencia aristocrá
tica lo pone claramente de manifiesto. El mecanismo de la
organización, al par que confiere solidez estructural, provo
ca cambios trascendentales en la masa organizada, invir
tiendo por com pleto las posiciones respectivas de los con
ductores y los conducidos . . . Con el avance dé la organiza
ción, la dem ocracia tiende a declinar. La evolución demo
crática sigue un curso parabólico, que en nuestros días — al
menos en cuanto a la vida partidaria se refiere— está en la
fase descendente. Cabe enunciar, como regla general, que el
aumento de poder de los líderes es directamente proporcio
nal a la m agnitud de la organización».81 Tal es para Mi
chels la ley de hierro de la burocracia.
Su mordaz análisis no iba dirigido solamente a la demo
cracia socialista, sino a la democracia en general. El som
brío párrafo con que concluye su libro sigue directamente la
tradición de Ibcqueville y Weber:
«Las corrientes democráticas de la historia parecen olas
sucesivas que rompen sobre la misma playa y se renuevan
de continuó. Este espectáculo persistente es a un tiempo
alentador y depresivo. Cuando las democracias han legrado
cierto estado de desarrollo sufren una transformación gra
dual, adoptan un espíritu aristocrático y, en muchos casos
también las formas aristocráticas, contra las cuales lucha
ron al comienzo con tanto denuedo. Surgen entonces nue
vos acusadores para denunciar las traiciones; después de
una era de combates gloriosos y dé poder sin gloria, termi
nan por unirse a las viejas clases dom inantes; desde allí
sún atacados, en nombre de la democracia, por nuevos ad
versarios. Es probable que este juego cruel se prolongue in
terminablemente».82
207
L a función de la autoridad: D urkheim
208
tham, la moralidad, como la ley, encerraba una especie de
patología. La mayor parte de los economistas clásicos com
partían esa opinión. Es indudable que este punto de vista
llevó a los principales teóricos socialistas a creer posible y
deseable establecer una sociedad sin regulaciones sistemá
ticas. La noción de una autoridad que dominara la vida y
administrara la ley les parecía una idea arcaica, un prejui
cio que no podía subsistir. Es la vida misma la que hace sus
propias leyes. Nada podía haber por encima ni por debajo
de ella».8^
En su Ética profesional, Durkheim prosigue discurriendo
sobre este tema. «No hay forma de actividad social que pue
da prescindir de la disciplina moral apropiada . . . Los inte
reses del individuo no son los del grupo al que pertenece, y
en muchos casos se observa un antagonismo real entre uno
y otro».8
86
5 Sólo vagamente percibe el sujeto esos intereses, y
aun puede ocurrir que no los perciba en absoluto. Por eso
tiene que haber algún sistema que se los recuerde, «que le
obligue a respetarlos, y este sistema no puede ser otro que
una disciplina moral; pues toda disciplina de este tipo es un
código de reglas que establece lo que el individuo debe ha
cer para no perjudicar los intereses de la colectividad, ni de
sorganizar la sociedad de la que forma parte».87
La autoridad, en su relación con el hombre, no sólo afian
za la vida moral: es la vida moral; «cumple una función im
portante en la formación del carácter y la personalidad en
general. El elemento más esencial del carácter es, en reali
dad, su capacidad de restricción o — como se suele decir—
de inhibición, que nos permite contener nuestras pasiones,
nuestros deseos, nuestros hábitos, y sujetarlos a la ley».88
Esto último lleva a pensar que Durkheim no desconocía a
los freudianos y otros pensadores de su tiempo que veían en
el rigor de las autoridades morales la fuente inmediata de
los desórdenes psicológicos. El contraste entre Durkheim y
el freudismo en lo que concierne al tema de la disciplina re
viste considerable interés.
209
La concepción de Dürkheim sobre la autoridad lo lleva,
por supuésto, al problema de la libertad, y no vacila en des-
tacar la prioridad absoluta de la autoridad en el estableci
miento de cualquier marco donde sea imaginable la liber
tad. «En suma, las teorías que celebran los beneficios de las
libertades ilimitadas son apologists de un estado de enfer
medad. Cabría incluso decir que, al contrario de lo que po
dría deducirse de las apariencias, los términos “libertad” y
“licencia” son antagónicos, pues aquella es el fruto de la re
glamentación; con la práctica de reglas morales desarrolla
mos la capacidad para gobernamos y regulamos a nosotros
mismos, y la libertad no tiene otra realidad que esa».89 A
partir de De la división d el trabajo y hasta la última de sus
grandes obras, Dürkheim demuestra claramente en varios
pasajes que, a su juicio, en la Edad Moderna se produce un
notorio derrumbe de la autoridad. La necesidad de autori
dad moral, escribe, es una verdad digna de ser recordada
en partiCulár en nuestros tiempos: «Porque vivimos preci
samente en uno de esos períodos revolucionarios críticos en
que la autoridad suele debilitarse por la pérdida de discipli
na tradicional, período capaz de dar fácil origen a im espíri
tu de anarquía. Esta es la fuente de las aspiraciones anár
quicas que . . . aparecen hoy, no sólo en las sectas particula
res que llevan ese nombre, sino en doctrinas muy diversas
que, aunque opuestas en otros puntos, concuerdan en su
aversión hada todo lo que huela a regulación».90
Su interés teórico por la autoridad, en toda su amplitud y
profundidad, le ha valido con frecuenda acusadones de «co
lectivismo», «autoritarismo» y «nadonalismo». Sin embar
go, esos cargos son injustos. En primer lugar, las connota-
dones políticas de esos términos producen como efecto ine
vitable que se identifique a Dürkheim con el colectivismo
nadonalista y unitario que comenzaba a florecer en Euro
pa. Tal identificación es falsa. En los hechos, su pensamien
to político está cerca del extremo opuesto. Su análisis del
estado y de su reladón con el orden social, como veremos
más adelante, está mucho más próximo al de los sindicalis
tas de su tiempo que al nadonalismo integral de los conser
vadores franceses, o la variante más idealizada que encon-
210
tramos en Inglaterra en las obras de hombres como T. H.
Green y Bernard Bosanquet.
En lo que respecta a la política práctica, Durkheim fue
un dreyfusard, término este que desborda la convicción en
la inocencia de Alfred Dreyfus, para incluir convicciones
vinculadas con principios como la igualdad legal, los de
rechos civiles, la fuerza de la ley y la libertad política. El
término connotaba también anticlericalismo e incluso po
día derivar a veces —debido a la intensidad emocional con
que estaban cargados entonces todos los asuntos relativos a
la iglesia en las cuestiones políticas— en sentim ientos en
apariencia antirreligiosos, suficientes para enajenar a algu
nos, como Péguy. Durkheim no abandonó nunca sus princi
pios de dreyfusard, y por su reconocido agnosticism o, les
fue muy fácil a los sostenedores de la iglesia, deformar sus
opiniones anticlericales y agnósticas, presentándolas como
apoyo tácito al predom inio de la política sobre todas las
cuestiones religiosas, intelectuales y morales.
Distorsión fácil, pero no por ello más aceptable. Lejos de
ser un m onista, un nacionalista o un colectivista, Durk
heim debe ser ubicado, como Tbcqueville, entre los pluralis
tas. Sus ideas estaban muy próximas a las proclamadas en
su época por hombres como Duguit y Saleilles en Francia y
M aitland y Figgis en Inglaterra. La clara preferencia de
Durkheim por la sociedad, el orden y la autoridad no debe
confundirse con un nacionalismo unitario o un colectivismo
económico centralizado, como han hecho muchos críticos;
ello significa olvidar la esencia de una teoría de la relación
del hombre con la sociedad que culmina en el pluralism o de
autoridad y en una insistencia rigurosa sobre lo que Durk
heim llam ó los corps intermédiaires. Estas asociaciones in
termedias entre el hombre y el estado, que constituían la
sustancia múltiple de la sociedad, son las verdaderas uni
dades de su teoría de la autoridad, tal como los individuos
abstractos son las unidades de la teoría utilitarista. Que
Durkheim critique el individualismo no im plica que repu
die la libertad y acepte el colectivismo; dicha crítica repre
senta, por el contrario, uno de los aspectos culminantes de
todo enjuiciamiento genuino de la teoría tradicional de la
soberanía monista.
La autoridad es el fundamento de la sociedad; pero para
Durkheim la autoridad es plural, y se manifiesta en las di
211
versas esferas del parentesco, la comunidad local, la profe
sión, la iglesia, la escuela, el gremio, el sindicato, tanto co
mo en el gobierno político. A partir de la premisa de qué es
preciso que actúe sobre el individuo una autoridad constan
te en cada una de las asociaciones de la sociedad —de don
de deriva limitación del individualismo legal y social—,
Durkheim arriba a una crítica total del estado, tan aguda
como la de los individualistas y mucho mejor afirmada en el
terreno de la historia.
En el comienzo de su obra, Durkheim hizo de las reglas
jurídicas las únicas manifestaciones fidedignas del consen
so eii la sociedad. En De la división del trabajo sostuvo que
la ley era el único medio claro y seguro de identificar la so
lidaridad social. Escribió entonces: «Se verá con claridad
cómo hemos estudiado la solidaridad social a través del sis
tema de reglas jurídicas; cómo, en la búsqueda de causas,
hemos puesto a un lado todo cuanto se presta a juicios per
sonales y apreciación subjetiva, para llegar a ciertos he
chos, bastante profundos, de la estructura social, capaces
de ser objeto de juicio y, en consecuencia, de cienda».9*
Esta es una de sus observadones más dtadas; pero aun
cuando es justo considerarla importante en el contexto de
esa obra, pocas veces se advierte que su importancia acaba
allí. En este trabajo hace de la ley represiva, al menos en
prindpio, el atributo identificador, el sello dé la solidaridad
mecánica, del mismo modo que hace de la ley restitutiva la
esenda de la solidaridad orgánica. Sin embargo, ni siquiera
allí, en realidad, se limitó a los datos jurídicos; así, admite
que el enfoque legalista deja de «tomar en consideration de
terminados elementos de la condencia colectiva que, por su
poder menor o su indeterminabilidad, permanecen ajenos a
la ley represiva, en tanto que contribuyen a asegurar la ar
monía social. Son los protegidos por los castigos meramente
difusos».9 92
1
Por fortuna para nosotros, Durkheim el erudito y el hom
bre de ciencia no se dejó atrapar ni aprisionar por Durk
heim el metodólogo, pues si no hubiera avanzado más allá
de las «reglas jurídicas» hoy careceríamos no sólo de El sui
cidio, de Las formas elementales de la vida religiosa, de La
212
educación moral, sino también de una gran parte de De la
división del trabajo.
Lo principal aquí es que el enfoque durkheimiano del es
tudio de la autoridad no podía estar limitado por los proce
sos de la ley o del estado; en su distinción categórica entre
la sociedad y el estado —la misma que formulan todos los
pluralistas— podemos ver cómo su hincapié en la autoridad
es compatible con una posición política indudablemente li
beral, tanto para esa época com o para la nuestra. Sólo
cuando el individuo tiene firmes raíces en un sistema de
autoridad social y moral, es posible la libertad política.
«Imaginemos — escribe— un ser liberado de toda limita
ción externa, déspota más absoluto aún que los que nos
muestra la historia, a quien ningún poder externo pudiera
restringir o influir. Por definición, resistir a sus deseos es
im posible. ¿Diremos, entonces, que es todopoderoso? Por
cierto que no: pues él mismo no puede ofrecerles resisten
cia. Ellos son sus sanos como lo son de todo lo demás. Se so
mete a sus deseos, no los domina».93 Para Durkheim, si la
autoridad no enraíza en valores morales que en última ins
tancia contribuyen a su legitimidad, no es más que el capa
razón de la autoridad. Y la libertad es simplemente incon
cebible fuera del contexto de las reglas y las norméis que la
definen.
Aunque las fuentes del pluralismo de Durkheim se ras
trean en De la división del trabajo, en las páginas finales de
El suicidio aparece su prim era preocupación seria por el
problema de la relación triangular del individuo con la au
toridad social y el poder del estado. Aquí lo vemos reflexio
nando sobre las medidas que sería necesario tomar para
una restauración de la autoridad que bastara para conjurar
la desorganización moral, de la que el suicidio es manifes
tación notoria. Lo primero por considerar es la posible re
implantación de las penalidades extremas aplicadas en el
pasado a los suicidéis y a sus familias. Pero hoy estas medi
das deben rechazarse, pues «la conciencia pública no las to
leraría». La razón consiste en que el suicidio «dimana de
sentimientos que la opinión pública respeta» — aunque no
el acto en sí— y ante ellos el público no se avendría a me
didas severas. «Nuestra excesiva tolerancia hacia el suici
213
i
dio obedece al hecho dé que, puesto que el estado mental
que lo origina es general, no podemos condenarlo sin conde
nam os a nosotros mismos; estamos demasiado saturados
con él como para no disculparlo en parte».94
La familia no es una solución: tal vez lo fuera en el pasa
do, mas en la época moderna, la familia conyugal no sólo es
demasiado pequeña para absorber y calmar los males del
espíritu, sino que ha sido desplazada, por las fuerzas de la
historia, de su posición central en los procesos económicos y
políticos que gobiernan la vida del hombre y determinan
sus lealtades. Lejos de ofrecer refugio a los temores é insu
ficiencias del hombre, necesita ella misma de sostén, y este
sólo puede provenir del désempeño de un rol dentro de una
forma más amplia y trascendente de asociación; algo com
parable, en lo funcional, con el tipo antiguo de familia ex
tendida, hoy extinta. El suicidio y las. condiciones actuales
de la familia conyugal son, a juicio de Durkheim, ejemplos
de la declinación presente de la autoridad. Su examen de la
familia —en términos de pérdida de significación funcio
nal— ha de ser considerado entre los primeros, si no el ini
ciador de una larga serie de análisis similares. Antes que
él, otros habían diferenciado ya la familia nuclear de la fa
milia extendida, pero Durkheim le atribuyó relevancia con
respecto a los problemas contemporáneos de autoridad y
desorganización.
La educación no desempeña en este asunto ningún papel
esencial. «Es sólo la imagen y el reflejo de la sociedad, a la
que imita y reproducé en forma sintética, pero no la crea. El
mal es de índole moral y tiene raíces profundas; es absurdo
esperar que la educación, que después de todo apenas com
promete una parte de la vida de cada estudiante, y sólo du
rante breve lapso, pueda superar las deficiencias del orden
social en su totalidad».95
El único remedio es «devolver a los grupos sociales un
grado adecuado de consistencia, a fin de qiie obtengan una
adhesión más firme del individuo, y para que este se sienta
más vinculado a ellos. El individuo debe sentirse en mayor
m edida solidario con una existencia colectiva que lo pre
cede en el tiempo, que lo sobrevive y lo abarca en todo senti-
214
do. Si ello ocurre, ya no sentirá que su conducta tiene como
único propósito su propio bien, y al comprender que partici
pa en una empresa que desborda su persona, no se percibi
rá a sí mismo como un ser carenté de significación. La vida
volverá a cobrar sentido ante sus ojos, al recuperar su meta
y orientación naturales. Ahora bien, ¿qué grupos tiénén ma
yores probabilidades de imprimir constantemente sobre el
honibre este saludable sentimiento de solidaridad?».96 No
por cierto la sociedad política, «demasiado distante del indi
viduo» para influir sobre él en forma ininterrumpida y con
fuerza suficiente. El estado, en todos los casos, es una de
las causas principales de la atomización social y de la va
cuidad moral cuyo finito es el suicidio.97 La sociedad religio
sa no resultaría más eficaz. Lo fue otrora, pero la diversi
dad actual de corrientes de pensamiento secular ha hecho
imposible, para la mayoría dé las personas, retom ar a la
dogmática certidumbre que la religión requiere de los indi
viduos a fin de detener, con su autoridad, sus impulsos sui
cidas. La eficacia del catolicismo romano, estadísticamente
demostrable, se basa sobre un grado de rigidez organizati
va e intelectual que casi todo el mundo — piensa Durk-
heim— encontraría hoy intolerable. Aparecerán nuevas re
ligiones, a no dudarlo, pero es probable que sean aún más
tolerantes, en cuestiones doctrinarias, que las más libera
les sectas protestantes actuales; y estas, como demuestran
los datos demográficos, carecen virtualmente de influencia
restrictiva.
Durkheim arriba a la conclusión de que estamos a salvo
del suicidio egoísta sólo «en la medida que somos socializa-
dos; pero las religiones pueden socializarnos sólo en la me
dida que nos niegan el derecho al libre examen. Ya no tie
nen, y es probable que nunca volverán a tener, suficiente
autoridad para forzam os a ese sacrificio . . . Además, si
aquellos que juzgan que nuestra cura puede provenir úni
camente de una restauración religiosa fueran consecuen
tes, procurarían reimplantar las religiones más arcaicas;
pues contra el suicidio el judaism o preserva m ejor que el
catolicismo, y el catolicismo mejor que el protestantismo».98
215
Y los posteriores estudios sistemáticos de Durkheim acerca
de la religión nos habilitan a concluir que la religión prim i
tiva, con su subordinación completa del individuo al culto,
sería la más eficaz. En la sociedad prim itiva, donde todo
está recargado por lo sacro, donde los valores están ence
rrados en implacables contextos de comunidad, el suicidio
— excepto en su forma «altruista», rara por otra parte— es
desconocido. Es ilusorio suponer que la sociedad europea
moderna sea capaz de retom ar a este tipo de religión.
Durkheim encuentra la forma de autoridad y de perte
nencia más aptas para brindar la sustancia social hoy au
sente de la vida de los individuos en la revalorización —con
ciertas modificaciones— del gremio, es decir, una asocia
ción ocupacional específicamente adaptada al carácter de la
industria moderna. La vida económica absorbe al hombre
moderno en un grado desconocido en toda etapa anterior;
pero «las sociedades europeas enfrentan la alternativa de
abstenerse de regular la vida ocupacional, o regularla por
intermedio del estado, pues no existe ningún otro organis
mo capaz de desempeñar este papel moderador».99 Es pre
ciso concebir, pues, nuevas formas de organización social
para librarse de la contradicción inherente a la existencia
de una horda de individuos cuyas vidas están reguladas,
pero no dirigidas en realidad, por un estado distante, remo
to e impersonal.
«La única manera de resolver esta antinomia es crear un
núcleo de fuerzas colectivas fuera del estado (aunque sujeto
a su acción), habilitado para ejercer una influencia regula
dora más variada. Nuestras corporaciones reconstituidas
satisfarán esta condición; más aún, no se ve con claridad
qué otros grupos podrían hacerlo; ellas están lo bastante
cerca de los hechos, en contacto directo y constante con es
tos, como para descubrir todos sus matices; deberán, sí, ser
lo bastante autónomas para respetar su diversidad. A ellas
incumbe, por ese motivo, el deber de presidir las compañías
de seguros, las instituciones de subsidios y pensiones, cuya
necesidad sienten tantas mentalidades esclarecidas, y qüe
con toda razón dudamos de colocar en manos del estado,
tan poderoso ya y tan inepto».100 Por la misma relevancia
216
de sus objetivos respecto de las necesidades económicas y
sociales, estas corporaciones serían depositarías de sufi
ciente autoridad moral como para frenar los impulsos egoís
tas (y, por consiguiente, suicidógenos) de los seres huma
nos, desperdigados en la actualidad como otros tantos gra
nos de sirena.
Sería posible terminar así con los suicidios anómicos y
egoístas, pues la corporación se transformaría en el centro
de autoridad moral legítima, tal como lo fue el gremio me
dieval. «Dondequiera que los apetitos excitados tiendan a
exceder todo límite, la corporación deberá decidir la distri
bución equitativa que corresponda a cada parte cooperati
va. Al estar por encima de todos sus miembros estará dota
da de la autoridad necesaria para exigir los sacrificios y las
indispensables concesiones e imponer orden. Obligando a
los más fuertes a usar su fuerza con moderación, evitando
que los más débiles multipliquen sus protestas indefinida
mente, recordando a todos sus deberes recíprocos y el inte
rés general, y regulando en ciertos casos la producción para
que no degenere en una fiebre mórbida, moderará unas pa
siones con otras, y logrará aplacarlas imponiéndoles lími
tes. De ese modo, se establecerá un nuevo tipo de disciplina
moral, sin la cual todos los descubrimientos científicos y
adelantos económicos del mundo sólo producirán descon
tento».101
Es importante que estas nuevas estructuras de autoridad
gocen de cierta dosis de autoridad legal, tanto como estric
tamente, moral y social, pues la autoridad moral requiere
una base de reconocimiento legal. Nuestro desarrollo his
tórico — escribe Durkheim en un pasaje que recuerd a por
su intensidad a Tocqueville—, ha barrido con todas las for
mas antiguas de organización social intermedia. Estas «de
saparecieron una tras otra, ya sea por el lento efecto erosi
vo del tiempo, o debido a grandes perturbaciones, pero no
han sido reemplazadas».10* En los orígenes, el grupo de pa
rentesco, a través del clan y la familia, poseía la autoridad
217
I
necesaria, pero pronto dejó de ser una división política y se
transformó en el centro de la vida privada. Vinieron luego
las unidades territoriales —el centenar,* la aldea, la comu
na— al igual que los gremios, monasterios y otras formas
de asociación, pero también estas experimentaron disloque
y atomización.
«Έ1 gran cambio introducido por la Revolución Francesa
consistió precisamente en llevar esta nivelación a un punto
hasta ese momento ignorado. No fue un cambio súbito y ca
sual: venía preparándolo, largo tiem po ha, la progresiva
centralización del antiguo régimen . . . Desde entonces el
desarrollo de los medios de comunicación, al masificar las
poblaciones,^ ha eliminado casi los últimos vestigios del re
parto antiguo. Y puesto que el remanente de las organiza
ciones ocupacionales fue a la vez violentamente destruido,
desaparecieron también todas las organizaciones secunda
rias de la vida social».103
Sólo el estado sobrevivió a la tem pestad de la historia
moderna. Aquí llegamos a la médula de la sociología polí
tica de Durkheim. La acción del estado moderno encierra
una profunda paradoja: a pesar de haber asim ilado fun
dones que ejercían antes otros grupos, engrosando así aún
más úna burocracia ya bastante abultada, propendió, mer
ced a ello, a nivelar las escalas sodales y atomizar los gru
pos, convirtiendo a las pobladones en algo semejante a im
montón de. arena. «Se ha dicho a menudo que el estado es
un intruso impotente. Pretende extenderse sobre toda suer
te de cosas que no le incumben, y a las que domina apelan
do a la violen d a. . . Los individuos perdben a la sodedad y
la dependenda en que se encuentran con respecto a ella,
sólo por medio del estado. Pero siendo este último un ente
distante, su influenda no puede ser sino lejana y disconti
nua; de ahí que ese sentimiento no tenga la constanda ni la
fuerza necesarias . . . Es imposible que el hombre persiga
objetivos excelsos y se someta a una ley si no ve por endm a
suyo nada a lo cual pertenecer. Liberarlo de toda presión
sodal es abandonarlo a sí mismo, hundirlo en la confusión
moral. Estos son los dos elementos característicos de nues
tra situadón moral. Mientras el estado se agranda e hiper
218
i
trofia sin éxito para lograr firme dominio sobre los indivi
duos, estos, carentes de vínculos m utuos, se precipitan
unos sobre otros como moléculas líquidas que no encuen
tran la energía central que los sostenga, los fije y los orga
nice».1045
0
1
Durkheim establece en estos términos —tocquevillianos
en el fondo— el contexto jurídico para el establecimiento de
sus asociaciones ocupacionales. Esas serán las unidades
esenciales de la sociedad —reconocidas a un tiempo por el
estado y por las familias de sus miembros— y en virtud de
ese carácter, deben tener la autoridad legal que les infunda
autoridad moral suficiente para satisfacer las exigencias de
integración y de moralidad.
Si me he demorado un poco en estos aspectos del pensa-.
m iento de Durkheim fue por. m otivos que trascienden la
im portancia efím era de las asociaciones ocupacionales. A
pesar de que dichas asociaciones han quedado muy atrás de
nosotros, en lo que atañe a sus posibilidades históricas, mu
chas veces los estudiosos de Durkheim las han tratado en
forma errónea como productos casuales de su pensamiento.
No lo son en absoluto. En su formulación prim igenia (al fi
nal de El suicidio, publicado en 1896) está el origen y el nú
cleo de un enfoque teórico que habría de influir sobre un nú
mero considerable de historiadores, juristas y etnólogos, to
dos los cuales hallaron la dicotomía durkheimiana de auto
ridad social y poder político de extraordinaria utilidad en
sus estudios de otras culturas y períodos históricos.
Consideremos más minuciosamente dicho enfoque. ¿Qué
es, para Durkheim, la sociedad política? Primero, en su es
tado normal, es pluralista. Durkheim cita a Montesquieu,
para quien la sociedad política supone «poderes intermedia
rios, subordinados y dependientes». Sin estas autoridades
secundarias es imposible la existencia del estado, salvo que
asuma forma patológica. «Lejos de oponerse al grupo social
dotado de poderes soberanos y llam ado m ás específica
mente “el estado”, el estado presupone su existencia; existe
sólo donde aquellos existen. No hay grupos secundarios; no
hay autoridad política: al menos no hay nada a lo que pue
da aplicarse este término de manera apropiada».10®
219
Sin embargo, esto no es más que vina parte del cuadro:
por mucho que el estado normal dependa del cuerpo de au
toridades secundarias que lo apuntalan, advertimos, pese a
todo, un conflicto (algunas veces real, siempre potencial)
entre aquel y estas. El individuo ocupa el tercer vértice de
una relación triangular de fuerzas. Su libertad con respecto
al poder del estado se mide por su absorción dentro de una
o más autoridades secundarias: la familia, la iglesia, el gre
mio, etc. Recíprocamente, el individuo ve garantizada su
protección respecto de la autoridad muchas veces avasalla
dora de estos grupos, por el estado, que se la proporciona
por medio de los derechos privados. El estado crea los dere
chos privados.
Esta relación triangular se presenta en la historia de
todas las sociedades humanas. Al principio en un estado la
tente: tanto el estado como el individuo son todavía realida
des vagas, no del todo concebidas. El grupo social — el clan,
la tribu, la asociación— es soberano. «En la primera etapa,
la personalidad individual se pierde en las profundidades
de la masa social; más tarde se abre paso gracias a su pro
pio esfuerzo. El horizonte de la vida individual, antes limi
tado y de pequeño alcance, se ensancha y se transforma en
exaltado objeto del respeto moral. El individuo adquiere de
rechos cada vez más amplios sobre su propia persona y so
bre las posesiones que le corresponden.. .».106
Es interesante comparar esta parte del análisis con uno
de los más brillantes párrafos jamás escritos acerca del po
der y su relación con él individualismo, que puede conside
rarse el germen de aquel. En el trozo a que hacemos refe
rencia, perteneciente a De la división del trabajo, Durk-
heim revela un aspecto de su actitud mental que tiene tan
to (m irabile dictu) de Rousseau como de Tocqueville. «En
lugar de tomar como origen de la eliminación del individuo
el establecimiento de una autoridad despótica, debemos ver
en este hecho, por el contrario, el primer paso hacia el indi
vidualismo. En realidad los jefes son las primeras persona
lidades que surgen de la masa social. Su excepcional situa
ción, al ponerlos por encima del nivel de los demás, les da
una fisonomía distinta y les confiere paralelamente indivi
dualidad. Cuando llegan a dominar a la sociedad ya no es
220
tán obligados a seguir todos sus movimientos. Su poder
proviene, por supuesto, del grupo, pero, una vez organiza
do, este poder se hace autónomo y les permite desarrollar
una actividad personal. De esta manera se abre una fuente
de iniciativas que no había existido anteriormente. De aho
ra en más existe alguien que puede producir cosas nuevas e
incluso, en cierta medida, negar el uso colectivo. Se ha roto
el equilibrio».107
El individuo no se abre paso recurriendo únicamente a
sus propias fuerzas; la guerra y el comercio ayudan a crear
el estado, y entre el estado y el individuo se establece una
sólida afinidad.
La historia de Atenas, al igual que la de Roma, nos revela
el persistente emerger del individuo a partir de la sociedad
tribal, con la ayuda del estado central, que nace a la par de
aquel. En realidad, históricamente es el estado quien crea
la idea de individualidad; ante todo en términos legales y
luego, en forma gradual, en términos económicos y morales.
Las famosas reformas de Clístenes en la antigua Ática lo
demuestran. El individuo, liberado de la sociedad tradicio
nal, resulta tan necesario para el desarrollo de la jurisdic
ción y autoridad del estado, como este lo es para el indivi
duo en la conquista de su identidad legal primero, y luego
social y moral.
Sin la sociedad (la cual, recordémoslo, presenta diferen
cias categóricas con relación al estado) el hombre carecería,
por supuesto, de la naturaleza que lo distingue de los ani
males. La sociedad ha llevado las facultades psíquicas del
individuo «a un grado de energía y capacidad productiva
inconmensurablemente mayor de cuanto hubiera sido po
sible si permaneciera aislado de sus semej suites . . . Una ca
pacidad mucho más rica y variada que la que pudiera exhi
bir un individuo único y solo». No obstante, hay otro aspecto:
el aspecto represivo. «Si bien la sociedad nutre y enriquece
a la naturaleza humana, por otra parte, tiende a subordi
narla a sí misma, por las mismas razones».108 Es propio de
todas las formas de asociación inclinarse al despotismo si
no existen fuerzas exteriores que se lo impidan, con reda
mos por la lealtad individual que entran en pugna con los
221
1
de aquellas. Hasta tanto no se aflojaron los estrechos lazos
de las comunidades antiguas y sus miembros se convirtie
ron en alguna medida en partículas independientes, la li
bertad tal como hoy la conocemos resultaba imposible.
«Un hombre es mucho más libre en medio de una multi
tud que en un pequeño círculo de personas. De donde resul
ta que las diversidades individuales pueden así manifes
tarse con más facilidad, que declina la tiranía colectiva, y
que el individualism o se establece en los hechos; con el
tiempo los hechos se transforman en derechos».109 La única
manera de im pedir que las autoridades secundarias, an
tiguas ó modernas, envuelvan a los individuos y los priven
de la diversidad que la individualización permite, es que
exista una forma de asociación más amplia, que cree la po
sibilidad legal de una identidad individual, distinguible de
los grupos sociales a los que pertenecieron antes los seres
humemos.
Aquello que se quita a los grupos sociales va, en parte, al
estado y se incorpora a su nuevo sistema de legislación, pe
ro también va en parte al ciudadano individual, en la forma
de derechos prescriptos. En este sentido, Durkheim dice
que la función principal del estado como entidad es «liberar
las personalidades individuales. Y ello ocurre únicamente
porque al tener en jaque a las sociedades que lo constitu
yen, les impide ejercer sobre el individuo la influencia re
presiva que de otro modo ejercerían».110
Pero Durkheim no olvidó que el estado podía ocasionar
consecuencias diametralmente opuestas, que se revelan en
su hipertrofia y en la atrofia de los grupos sociales; lo seña
ló por prim era vez en El suicidio. Para el estado es fácil
transformarse en el nivelador, el represor, el déspota. Y a
diferencia de las autoridades menores, no puede dar siquie
ra al individuo (en virtud de su propia magnitud) el sentido
de comunidad que le ofrecían las formas más antiguas de
asociación. (Entendámonos, no puede hacerlo sin provocar
consecuencias despóticas.)
«De ello cabe inferir un hecho simple: si la fuerza colecti
va, el estado, ha de ser el liberador del individuo, también
necesita algún contrapeso; debe estar lim itado por otras
222
fuerzas colectivas; es decir, por los grupos secundarios que
analizaremos más adelante . . . Para los grupos no es bueno
quedar solos; es forzoso, sin embargo, que existan. De este
conflicto de fuerzas sociales nacen las libertades individua
les. Aquí volvemos a encontramos con la gran importancia
de estos grupos; su finalidad no es meramente regular y go
bernar los intereses a los que deben servir: constituyen una
de las condiciones esenciales para la emancipación del indi
viduo».111
223
así lugar y supremacía, una y otra vez, a la corriente oculta
y persistente».112
En estos términos elabora Simmel un planteo sociológico
de las ventajas inherentes a instituciones tales como la mo
narquía hereditaria y el matrimonio sacramental. Conside
remos este último a título ilustrativo. Es innegable, dice
Simmel, que la coerción de la ley y la costumbre mantiene
unidos a muchos matrimonios que desde un punto de vista
estrictamente psicológico debieran disolverse. En ese caso
las personas se subordinan a una ley que no les conviene; la
consecuencia es la infelicidad.
«Mas en otros casos esta misma coerción —por imperiosa
que nos parezca de momento, desde el punto de vista subje
tivo— tiene un valor inestimable, ya que mantiene unidos a
quienes la moral obliga a permanecer juntos pero que por
algún malhumor, irritación o volubilidad momentáneos se
separarían si pudieran, m alogrando de esta manera sus
vidas o destruyéndolas sin remedio».113
Simmel asigna, pues, a la autoridad sustancialmente la
misma función que Durkheim. Cualquiera sea el contenido
de la ley moral —bueno o malo, racional o irracional— «la
mera coerción unificadora de la ley engendra valores indivi
duales de naturaleza ética y eudemonista (para no mencio
nar los de conveniencia social) que jamás se hubieran al
canzado en ausencia de toda coerción».114
La autoridad cumple una función integrativa: es el ce
mento indispensable de la asociación, el vínculo constituti
vo de las lealtades humanas. Las fidelidades y obligaciones
para con el grupo podrían claudicar y sufrirían una conti
nua amenaza de atrofia si no fuera por la estructura rígida
de la autoridad; esta no sólo sirve a los valores del grupo y a
la misión que este acomete, sino también al establecimien
to de lazos vitales entre el individuo y el grupo.
Volvamos a la sociedad secreta, y considerémosla esta vez
desde el punto de vista de su carácter autoritario en lugar
de sus rasgos comunales. Simmel escribe: «En correspon
dencia con el notable grado de cohesión que presenta la so
ciedad secreta está su total centralización. Ella constituye
112 The Sociology o f Georg Simmel, op. cit., págs. 299 y sigs.
113Ibid., pág. 299.
114 Ibid., pág. 299.
224
un. ejemplo de obediencia incondicional y ciega a los líderes;
desde luego, esto$ líderes podrían encontrarse en cualquier
otro sitio, mas aquí asumen un papel particular, ante el ca
rácter muchas veces anárquico del grupo, que niega toda
otra ley. Cuanto más criminales son los fines que ellos per
siguen, más ilimitado suele ser su poder y la crueldad con
que lo ejercen . . . Debido a ello, las sociedades secretas que
por cualquier razón no consiguen establecer una autoridad
sólida y consistente, suelen estar expuestas a muy graves
peligros».11561
Así como hay una relación estrecha y recíproca entre el
carácter comunal de una sociedad secreta y la forma en que
sus miembros sienten el orden social que los rodea —un en
te exterior a ellos, impersonal y desprovisto de significa
do— así también la hay entre el sistema de autoridad que
informa la sociedad secreta y el sistema circundante, más
amplio, de autoridad legal o poder.
Entre estos dos sistemas existe un conflicto inevitable;
según Simmel, dicho conflicto no proviene enteramente de
la estructura del secreto propia de uno de ellos, sino del he
cho de ser parcial, y por consiguiente, capaz de producir
confusión y divisiones. «Cuando el propósito general de la
sociedad en su conjunto es la fuerte centralización (espe
cialmente política), resulta antagónica respecto de todas las
asociaciones especiales, cualesquiera sean su contenido y
propósitos. Por el mero hecho de constituir unidades, estos
grupos entran en competencia con el principio de centrali
zación, que aspira a ser el único con prerrogativas para fun
dir a los individuos en una forma unitaria. La preocupación
del poder central por la “asociación especial” está presente
en toda la historia política». A este concepto tocquevilliano
Simmel agrega otro característicamente suyo: «Hasta tal
punto se considera a la sociedad secreta enemiga del poder
central, que todo grupo políticamente rechazado recibe ese
nombre». 16
El conflicto, la persecución, pueden tener efectos tan vita-
lizadores para el sentido de libertad interna de la sociedad
secreta como para su sentido de cohesión. En las sociedades
secretas muchas veces se combinan un autoritarismo férreo
225
con una embriagadora sensación de libertad por parte de
sus miembros. Ibdo lo que lleva a estos a alejarse de las
opj asiones y frustraciones que sienten que les inflige la so
ciedad global, intensifica su deseo de unidad solidaria den-
tr j de la sociedad secreta. Consecuencia de ello es, por lo co
mún, la centralización y el rigor de la autoridad interna.
Gradualmente, el carácter monolítico dé la pequeña socie
dad llega a parecer a los miembros el verdadero signo de su
liberación de las tiranías y corrupciones exteriores. En el
totalismo de su poder, la sociedad secreta no siente despo
tismo sino una nueva forma de libertad de la que todos pue
den participar, cargada de misión redentora. La historia de
las sectas religiosas y de los movimientos revolucionarios lo
ilustra ampliamente. Lo que más le interesa a Simmel son
los reductos interiores de la autoridad, aunque no deja de
ver por ello la relación de estos últimos con las institucio
nes mayores y las normas más generalizadas de la socie
dad. Un ejemplo es su análisis de la «autoridad» manifesta
da en ciertos actos culturales y sociales de los individuos.
En algunas personas esta «autoridad», esta capacidad ins
tantánea para provocar una respuesta, parece provenir di
rectamente de su personalidad; «pero el mismo resultado
—-la autoridad— es alcanzable siguiendo la dirección con
traria. Un poder superindividual —el estado, la iglesia, la
escuela, la familia o la organización militar— reviste a una
persona de una reputación, una dignidad, un poder de deci
sión última, que jamás emanaría de su individualidad».117
El enfoque de Simmel está atravesado de parte a parte
por alusiones históricas, lo cual indica una vez más su con
ciencia de la relación existente entre la m icrosociología y
las com entes más amplias de la sociedad. Acaso su saber
histórico no revele la profundidad, la diversidad y la rique
za de un Weber, pero comparado con Durkheim evidencia
un mayor interés histórico (en contraste con el interés etno
lógico de aquel) por la naturaleza de la autoridad. Las con
cepciones analíticas de Simmel y de Ibcqueville en relación
con la historia de la centralización política, su efecto sobre las
asociaciones intermedias y el surgimiento de la masa po
lítica en la sociedad moderna muestran una corresponden
cia casi perfecta. La diferencia reside en que para Simmel
226
la importancia moral de estas cuestiones es menos obvia, y
sus raíces no tienen que ser buscadas tanto en hechos ideo
lógicos.
En La superioridad del individuo sobre la masa, Simmel
nos presenta las cualidades esenciales del moderno estado
de masas, que según él constituye una «tragedia sociológi
ca» por su reducción de la individualidad a un nivel inferior,
más prim itivo y sensual; al borrar lo distintivo dé la per^
sona, sostiene, da lugar a un todo indiferenciado que se fún
da sobre el mínimo común denominador. L a masa es «un
nuevo fenómeno, form ado, no a partir de las individuali
dades totales de sus miembros, sino de aquellos fragmentos
en que cada uno de ellos coincide con los dem ás. E stos
fragmentos no pueden ser, por ende, más que lo más bajo y
prim itivo».118 Pero si Tocqueville lim itó su análisis de la
masa a la democracia norteamericana, Simmel la incluye
en un tipo social más general y formal. Y en tanto los juicios
morales de aquél son siempre explícitos, Simmel prefiere
un enfoque más sutil, desapasionado y objetivo. Partiendo
de una misma perspectiva histórica, opta por ubicar a la
masa política en un molde más universal y categórico. He
ahí lo esencial.
Otro punto interesante es su examen de lo que llama ter
tius gaudens, es decir, el poder detentado por una tercera
persona o parte, simplemente por el hecho de terciar. En el ·
corto espacio de tres párrafos nos proporciona ejem plos
muy diversos extraídos de la historia europea: la relación
del partido de centro respecto de los liberales y de los demó
cratas sociales de su época; el papel desempeñado por In
glaterra respecto de los poderes del continente, al comienzo
de la era política moderna; la actitud del Papa frente a los
elem entos antagónicos internos de la iglesia en el últim o
período medieval; la función judicial asumida por Guiller
mo el Conquistador frente a los anglosajones y sus propios
normandos. Su elaboración, en términos Sociológicos, del
divide et impera guarda estrecha relación con lo anterior.
Aquí una táctica conocida, reiteradamente observada en la
política, se convierte en una forma abstracta, presente en
contextos que van desde la fam ilia al estado o el im perio:
aquí un tercer partido conquista el poder promoviendo di-
118Ibid., pág. 33.
227
rectamente la división entre los otros dos. Simmel cita va
rios casos ilustrativos: la acción de los emperadores roma
nos frente a las asociaciones religiosas y económicas; la ac
titud de los reyes anglonormandos respecto de los señores
feudales; el faccionalismo promovido por el gobierno colo
nial entre los aborígenes australianos, y las tentativas de
dividir a la ciudadanía que llevaron a cabo los gobernantes
de la Venecia medieval. Es posible que lo que más interese
a Sim m el sea las form as que pueden abstraerse de los
acontecimientos históricos, pero nadie puede acusarlo de
que sus abstracciones resulten infundadas.
Cuando nos volvemos a su obra principal acerca de la au
toridad, Superordination and Subordination, encontramos
que sus tipos formales de autoridad mantienen la misma
relación contextual con el desarrollo histórico concreto de la
Europa moderna observable en Weber. Las categorías we-
berianas de lo «tradicional» y lo «racional» resultaron ser
conceptualizaciones de las fases que había atravesado y es
taba atravesando Europa en su transición al modernismo;
otro tanto ocurre con los tres tipos esenciales de Simmel.
Tras lo que él llama «la centralización individual», «la su
bordinación ante la pluralidad» y «la subordinación ante un,
principio» está presente — con igual claridad que en We
ber— un determinado m odelo histórico: aquel que mues
tran las fases sucesivas de la política europea moderna en
su desplazamiento de la monarquía a la república y de esta
a la dominación impuesta por organizaciones y normas im
personales.
Casi todos los ejemplos de estos tres tipos están tomados
de la historia europea, lo cual de ninguna manera significa
disminuir su validez científica para el estudio comparativo
de la autoridad y el poder. Todo lo que queremos señalar,
una vez más, es que los conceptos capitales de la sociología
moderna hunden sus raíces en un conjunto especial de cir
cunstancias históricas. Superordination and- Subordination
comienza analizando la índole de la dominación y su vínculo
con los elementos mínimos de la asociación humana. Simmel
nos dice que la autoridad es por naturaleza interactiva. La
dominación, lejos de ser unilateral, como podría parecer a
prim era vista, está determinada por la expectativa de la
dase de obediencia que se le prestará. En los casos más ex
tremos de subordinadón personal existe una considerable
228
magnitud de libertad personal. La llamada coerción abso
luta es siempre relativa; está condicionada por nuestro de
seo de escapar del castigo con que se nos amenaza, o de
otras derivaciones de nuestra desobediencia. Sólo en casos
de violación física directa podemos decir que la libertad del
subordinado ha desaparecido totalmente en una relación de
super-subordinación. La obediencia, en resumen, configura
la dominación casi en la misma medida que la dominación
configura la obediencia. Simmel señala que «nadie desea
que su influencia determine por completo al otro individuo.
Más bien procura que esta influencia, esta determinación
del otro, repercuta sobre él. Por ello, aun el deseo abstracto
de dominio es un caso de interacción; este deseo se satisface
cuando la conducta o sufrimiento del otro, su situación posi
tiva o negativa, aparece ante el dominador como fruto de su
propia voluntad».119 Aun en el caso extremo de dominación
—amo y esclavo— sigue habiendo un grado residual de aso
ciación que priva a aquella del carácter unilateral que se le
suele atribuir. Pero cuando, mediante procesos de «objeti
vación» — es decir, las personas reducidas a objetos— se
identifica principalmente a los individuos como clases de
cosas, «tiene tan poco sentido hablar de asociación como lo
tendría hacerlo para designar el vínculo entre el carpintero
y su banco de trabajo».129 Tal lo que sucede en la clase tra
bajadora moderna, donde cada obrero es ignorado por sus
empleadores, y donde se vende una mercancía impersonal:
«el trabajo».
La autoridad respecto de las personas, en contraste con
la dominación de las cosas, «presupone vina libertad mucho
mayor que la que se suele reconocer por parte de la persona
som etida. Aunque parezca “aplastarla”, la coerción o la
compulsión no son los únicos fundamentos del sometimien
to». El carácter singular de la autoridad desempeña en la
vida social un papel importante, de las maneras más diver
sas. Una de las más significativas es la relación de la auto
ridad con la objetividad que adquieren gradualmente la
percepción y el juicio humanos. Una persona de autoridad
superior contrae un sentido del «peso abrumador de sus
opiniones, una fe o confianza que tiene el carácter de la *0 1
229
objetividad» . . . Al actuar «con autoridad» para hacerlo, su
significación experimenta un salto cualitativo: asume, ante
su medio el estado físico de la objetividad, metafóricamente
hablando.121 También esto demuestra que Simmel y Durk-
heim se hallan muy próximos entre sí.
La reciprocidad es la esencia de la autoridad personal,
pero cuando el grupo se agranda, aquella disminuye y se
intensifica la dominación lisa y llana. Este es un elemento
nuevo en el cuadro. «La ausencia de esta reciprocidad expli
ca el hecho, variéis veces observado, de que la tiranía de un
grupo sobre sus miembros es peor que la de un príncipe so
bre sus súbditos». Simmel arriba, bien que por otras vías, a
una conclusión semejante a la de Tbcqueville: la inexorable
expansión del poder ejercido sobre nosotros mismos y de
sus límites tolerables cuando se concibe este poder como
producto de las relaciones en las que participamos. «Todo
grupo —no sólo el grupo político— concibe a sus miembros,
no como a seres que lo enfrentan, sino como a elementos in
cluidos por él a modo de lazos constitutivos. Esto determina
a menudo una peculiar falta de consideración por los miem
bros, muy diferente de la crueldad personal de un gober
nante. Dondequiera exista un enfrentamiento formal (aun
que se aproxime mucho, en repetidas ocasiones a la sumi
sión), hay interacción; y, en principio, la interacción supone
siempre imponer algún límite a ambas partes (aunque esta
regla no está exenta de excepciones individuales). Cuando
el superior demuestra una extrema desconsideración (como
es el caso en los grupos que simplemente disponen de sus
miembros) deja de haber enfrentamiento con su forma de
interacción, lo cual im plica espontaneidad, y por consi
guiente, que tanto el superior como los elementos subordi
nados sufran limitaciones».122 Tbcqueville, al emplear como
marco la democracia política de gran escala, advertía en la
opinión pública lo que Simmel comprueba en todos los nive
les de la asociación, designándolo, en términos sociológicos
precisos, como la subordinación del rol y la identidad del in
dividuo a la condición de miembro del grupo.
Veamos ahora los tres tipos fundamentales de superiori
dad jerárquica y subordinación de Simmel: 1) la ejercida
230
í
por un individuo como monarca, padre en una familia pa
triarcal, señor feudal o dueño de una empresa; 2) la ejercida
por un grupo de asociaciones sobre sus miembros, cómo en
las repúblicas y democracias modernas; y 3) la ejercida por
un principio objetivo, donde dominan el cargo, la organiza
ción impersonal o la tecnología en lugar de las personalida
des humanas. Como señalamos anteriormente, cabe consi
derarlas com o una síntesis conceptuad de la experiencia
histórica europea.
Centralización individual de la autoridad. Lo que Sim-
mel llam a «superioridad jerárquica de un solo individuo»
refleja —nos dice— la historia prim itiva de Europa: en la
mancomunidad, la familia y la iglesia.
El gobierno unipersonal tiene que haber contribuido a la
prim era unificación del grupo. El triunfo histórico del ju
daismo y de la cristiandad, al arrancar a los individuos de
sus lealtades tribales y de parentesco, fue consecuencia de
la centralización: en este caso, la centralización de la dei
dad. El advenimiento del estado m oderno no habría sido
posible si un ser «único» —el monarca— no se hubiera con
vertido en punto focal. Sólo el gobierno unipersonal hace
que los gobernados adquieran conciencia de sí mismos co
mo sociedad con intereses propios. Esto puede originar un
conflicto, una disociación, pero Simmel demuestra cómo ese
conflicto puede servir de base ulterior de la unidad. Al igual
que 'Ibcqueville, advierte el vínculo interactivo entre cen
tralización y nivelación. Sin embargo, hay diferentes tipos
de nivelación: «La nivelación que más agrada al despotismo
. . . es la de las diferencias de rango, no la de las diferencias
de carácter. Una sociedad de carácter y tendencia homogé
neos, pero organizada en diversos órdenes de rango, resiste
férreamente al despotismo, en tanto que una sociedad don
de coexisten numerosos tipos de caracteres con una igual
dad desarticulada, apenas si puede hacerle frente».12^ Ob
serva la afición de los déspotas por las personas de medio
cre capacidad. Los déspotas, escribe en un epigrama de es
tilo tocquevilliano, «tan sólo desean sirvientes de mediano
talento».
¿Cómo racionalizar normativamente la desproporción ca
racterística del gobierno unipersonal? «La cuestión es que
231
la estructura de una sociedad donde sólo manda una per
sona, en tanto que la gran masa se deja gobernar, adquiere
sentido normativo en virtud de una circunstancia específi
ca: que la masa, el elemento gobernado, inyecte sólo parte
de las personalidades que la componen en la relación mu
tua, en tanto que el gobernante aporte toda su personali
dad. Las personalidades del gobernante y del súbdito in
dividual no participan en las relaciones en la misma pro
porción».124 Aquí, bajo el rótulo de la autoridad, Simmel
retorna al tema que encontramos en su análisis del grupo:
la «entrega» desigual que hace el individuo de sí mismo a
uno y otro grupo. Los grupos exhiben diferencias caracterís
ticas «según la proporción entre las personalidades totales
de los miembros y las partes de dichas personalidades con
las cuales se funden en Ιει “masa”. La medida de su gober-
nabilidad depende de esta diferencia cuántica».125
Pero la nivelación no es el único rasgo de la dominación
unipersonal: «. . .el grupo toma la forma de una pirámide.
Los subordinados enfrentan al gobernante de acuerdo con
diversas gradaciones de poder. Entre la masa que ocupa los
últimos peldaños y la cumbre de la pirámide, se interponen
varias capas, de volumen cada vez menor y significación ca
da vez mayor».126 La pirámide puede originarse de dos ma
neras diferentes: primero, si un gobernante con pleno poder
autocrático permite que se «escurra» hacia abajo el conteni
do de su autoridad, conservando para sí su forma y el título
—generalmente, al cabo de cierto lapso el poder de los suje
tos ubicados en los escalones más altos tiende a debilitarse,
lo que determina una creciente autonomía de los estratos
inferiores— ; segundo, por la conversión de autoridades an
tes autónomas en fases ordenadas de la pirámide. Aquí, el
proceso comienza desde abajo; la autonomía es negociada,
por así decirlo, a cambio de la seguridad de participación en
la pirámide. Ambos tipos tienen notorio origen en la histo
ria política de Europa, hecho ante el cual Simmel es tan
sensible como Weber. Pero en esto, como en todo, le intere
sa también su aplicabilidad a las estructuras no políticas:
la iglesia, la escuela, la clase y el clan. Ambos tipos de gra
232
dación pueden estar combinados; la historia del feudalismo
occidental lo ilustra con claridad.
Simmel coincide con Durkheim en que el gobierno uni
personal se presenta como indestructible y eterno. La ima
gen del «único» permanece incólume mucho después que la
revolución y el cambio barrieran a los monarcas y empera
dores. «La fuerza particular del dominio unipersonal se ma
nifiesta en que sobrevive a su propia muerte, por así decir
lo, al imprimir su matiz peculiar a estructuras cuya verda
dera esencia es la negación de ese dominio».127 Hasta la de
mocracia revolucionaria, advierte, sólo se concibe como «la
m onarquía vuelta cabeza abajo y dotada de los mismos
atributos. La volonté générale de Rousseau, a la que todos
deben someterse sin resistencia, tiene en un todo igual ca
rácter que el monarca absoluto».128
Simmel destaca un fenómeno que se repite a lo largo de
la historia: el grupo que se somete con preferencia al ex
traño, a la persona cuya falta de conocimientos sobre la
vida interna de aquel está magníficamente compensada por
su objetividad frente a las hostilidades y sospechas origina
das en el grupo, y su inmunidad al respecto. En la sociedad
medieval, señala, era inconcebible que una persona cual
quiera —ya se tratara de un noble, o el miembro de un gre
mio, una iglesia o mía fam ilia— fuera gobernada ni ju z
gada por alguien que no pertenecía a su misma categoría
social. La vida moderna está, empero, más matizada: ha in
troducido una nueva actitud: «En general.. . podemos decir
que cuanto más baja es la posición que ocupa un grupo en
su conjunto y, en consecuencia, cuanto más acostumbrado
está cada uno de sus miembros a la subordinación, tanto
menos admitirá el grupo que uno de sus miembros lo go
bierne; y recíprocamente, cuanto más alto se halla el grupo,
tanto más probable que se subordine a uno de sus pares. En
el primer caso la dominación de los iguales es difícil porque
todos son de abajo; en el segundo caso es más sencilla por
que todos ocupan una posición elevada».129
La subordination a una pluralidad. Del mismo modo que
la imagen del monarca fundamenta el tipo ideal del prime-
233
I
ro, la imagen de la república fundamenta este segundo tipo
general. Tres puntos señalados por Simmel merecen men
ción. En primer lugar, la objetividad del gobierno pluralista
■—es decir, el hecho de que incorpore la dominación a las le
yes y procesos de todo el grupo, antes que adscribirla a una
figura simbólica— está acompañada de su tendencia a una
mayor impersonalidad. Esto puede tener ventajosas conse
cuencias: los esclavos de la antigua Esparta, los campesi
nos feudales de Prusia y los habitantes de la India moder
na, muestran todos una preferencia comprensible por el go
bierno estatal —esclavitud estatal, dominio estatal, estado
inglés—·, respecto del gobierno ejercido por intereses priva
dos. Pero, por la misma razón, las crueldades cometidas por
las repúblicas contra los individuos ajenos a ellas exceden
muchas veces a las cometidas por gobernantes individua
les. El hado de los pueblos sometidos fue más duro bajo la
República romana que bajo los emperadores; hay, por otra
parte, pocos ejemplos de trato más riguroso que el sufrido
por cierto grupos —los irlandeses, los disidentes, los escoce
ses, los papistas— a lo largo de la historia moderna de In
glaterra, nación que ostenta, en cambio, la más resplande
ciente foja de servicios en lo que atañe a su justicia para
con los individuos.130 La historia europea nos sorprende
una y otra vez —observa Simmel'— con una mayor disposi
ción de los monarcas para prestar ayuda al pueblo que la
que hallamos en la voluntad colectiva de la nobleza feudal o
la república posterior; y en cuanto al estado moderno, pue
de legalmente condenar a un individuo a muerte, aunque
no perdonarlo; el perdón sigue siendo prerrogativa indivi
dual del monarca, el presidente o el gobernador.
El segundo aserto de Simmel se vincula con la tendencia
histórica de la voluntad o gobierno pluralista hacia un cre
ciente corporativismo. Aunque en el primer caso es necesa
rio el gobierno personal para dar al grupo su identidad, el
desplazamiento gradual del centro de gravedad de la per
sona a la colectividad es lo que da permanencia a esta últi
ma. Así, «el aumento de la conciencia democrática en Fran
cia provino (entre otras cosas) del hecho que, tras la caída
de Napoleón I, hubo una rápida sucesión de cambiantes po
deres gubernamentales, todos ellos incompetentes, insegu
234
i
ros y deseosos de ganarse el favor de las masas; cada ciuda
dano adquirió así profunda conciencia de su propio signifi
cado social. Sometido a todos esos gobiernos, siguió empero
sintiéndose fuerte, ya que constituía el elemento perdura
ble a través del cambio y el contraste entre los sucesivos re-
gimenes».10*1
Otro de los temas que concitó la atención de Simmel fue
lo que él llamó la derrota electoral de las minorías frente a
las mayorías; definía así el proceso actual por el cual —a di
ferencia de lo que ocurría en la Edad Media— las opiniones
de la minoría son sojuzgadas y aun anuladas por la mayo
ría. A algunos estudiosos de Simmel este fragmento les ha
parecido de xana extravagancia arcaica. Sin embargo, su a
veces extraña terminología encubre el im portante proble
ma del mantenimiento de un pluralismo cultural, étnico y
geográfico en una sociedad que, habiéndose politizado cada
vez más, reduce también cada vez más los problemas de la
supervivencia a los procesos electorales. Grupos que en
épocas pasadas eran capaces de conservar su identidad in
cluso frente a la agresión armada, encuentran cada vez
más arduo hacerlo cuando todos los problemas y tensiones
son asimilados por el proceso político y, por ende, quedan a
merced del voto mayoritario. Es significativo — señala Sim
mel— que esta victoria electoral rara vez fue defendida en
el terreno del mayor derecho de las mayorías; a menudo se
presume la existencia latente de una voluntad de la asocia
ción en su conjunto, voluntad claramente discernible, se
gún los defensores de este punto de vista; y a modo de racio
nalización de la supremacía mayoritaria, se sostiene que la
voluntad total o real deviene revelada por el voto de la ma
yoría. Esto era, por supuesto, lo que Rousseau proclamaba
como la función legítima del voto en su relación con la Vo
luntad General.
Subordinación a un principio. Aquí Simmel se atiene a
las circunstancias objetivas. Define este tipo de subordina
ción como la «fundamental transición del personalismo al
objetivismo en la relación de obediencia, transición que no
puede provenir del conocimiento anticipado de las conse
cuencias utilitarias».1
132
1
3 Compara la subordinación a obje
235
tos —por ejemplo, a la tierra o las máquinas— con la subor
dinación personal, y encuentra que la primera es por lo re
gular una «forma rigurosa, humillante e incondicional de
subordinación; pues en la medida que el hombre se subordi
na en virtud de pertenecer a una cosa, desde el punto de
vista psicológico desciende a la categoría de mera cosa».133
Es fácil ver el vínculo entre este tipo de dominación y el es
quema del modernismo en su totalidad; el triunfo del proce
so, la organización y lo meramente material sobre lo indivi
dual que aquel lleva apareado. La sociedad moderna condu
ce, afirma Simmel, a una multiplicación de situaciones don
de los individuos se encuentran bajo esta clase de poder
«objetivo». Un caso ilustrativo es el status del obrero mo
derno. Mientras la relación de trabajo asalariado fue conce
bida como un «contrato de arriendo», se conservó algo de la
.subordinación del obrero a una persona: el empresario. «Pe
ro desde que el contrato de trabajo no se considera como el
arriendo de una persona sino como la compra de una mer
cadería ~ -el trabajo— , este elemento de subordinación per
sonal desaparece. . . El trabajador ya no está sujeto como
persona sino como sirviente de un procedimiento económico
objetivo».134 El poder objetivo, la metrópoli, la alienación:
tres elementos que constituyen, para Simmel, una trinidad
nefasta.
Pero el objetivismo presenta una segunda connotación,
que en última instancia puede llegar al mismo tipo de po
der impersonal, pero requiere sin embargo diferenciación.
El objetivismo puede significar también una transferencia
de poder, de la persona o grupo a una norma social. Así, la
objetivación del poder se revela en concepciones tales como
la supremacía de la ley, del cargo, de la orden o mandato,
del imperativo moral abstracto. En un principio, la conde
nación del homicidio derivaba su fuerza únicamente de la
identidad de la persona que lo prohibía (jefe, rey o dios); con
el tiempo, «no matarás» llegó a tener, empero, fuerza im
personal y objetiva. El análisis del objetivismo de Simmel,
aunque muy próximo al examen de la autoridad de la con
ciencia colectiva que llevara a cabo Durkheim, difiere de es
te en un aspecto importante: para Durkheim lo colectivo
236
precede históricamente a lo personal y siempre le da fuer
za; para Simmel, lo personal precede a lo colectivo y le brin
da el elemento duradero de la autoridad inherente aim a la
circunstancia objetiva.
Nos queda por ver la relación entre dominación y liber
tad. Al igual que Tocqueville, Simmel ve en la libertad no
sólo la liberación del poder por parte de un individuo o gru
po, sino la utilización de esa misma libertad para dominar
a otros. «Si la examinamos más de cerca, la liberación de la
subordinación . . . casi siempre se revela, al mismo tiempo,
como aumento de dominación: ya sea con respecto a quie
nes gobernaban antes, o con respecto a un estrato nuevo,
destinado a la subordinación definitiva».135 Recurre, a títu
lo de ejemplo, al puritanismo en Inglaterra y también al pa
pel del Tercer Estado en Francia durante y después de la
Revolución. Sus palabras son sagaces y profundas: «Merced
a su poder económico, el Tercer Estado logró que los otros
estados, antes superiores, dependieran de él; pero este pro
ceso, y la emancipación total del Tercer Estado extrae su ri
co contenido y sus im portantes consecuencias sólo de la
existencia (o, más bien, de la formación simultánea) de un
Cuarto Estado al cual el Tercero podía explotar y por sobre
el cual podía elevarse».136
El último caso que cita Simmel es la historia de la iglesia
en Europa occidental. La libertad de la iglesia, escribe, «no
consiste, por lo general, únicamente en la liberación de los
poderes superiores seculares, sino en el dominio logrado so
bre aquellos poderes mediante esta liberación. La libertad
de la iglesia para enseñar, por ejemplo, significa que el es
tado recibe ciudadanos aleccionados por aquélla e imbuidos
de sus ideas; por eso el estado queda muy a menudo bajo el
dominio de la iglesia».137
La libertad otorgada a un grupo, observa Simmel, puede
tener dos aspectos, según el espíritu con que se la otorgue,
y el status del grupo que la recibe. Por una parte puede re
presentar «un mérito, un derecho, un poder»; pero por la
otra reflejar los anhelos de «exclusión y la desdeñosa indife
rencia del poder superior». La historia de los judíos y de sus
237
vínculos con la sociedad circundante es, según él, ejemplo
notable de ambos casos, ya sea en formas simples o mix
tas.138
Entre libertad e igualdad la relación ha de ser eterna
mente ambigua. «En la medida que prevalece la libertad
general, también prevalece la igualdad general, pues aque
lla sólo supone la inexistencia de dominio», en tanto que la
igualdad, aunque aparezca como la primera consecuencia
de la libertad, demuestra no ser sino una especie de estado
transitorio. Las siguientes palabras de Simmel son virtual
mente una cita de Tbcqueville: «Nadie está satisfecho con la
posición que ocupa respecto de sus semejantes; todos quie
ren alcanzar alguna otra más favorable en algún sentido».
Así, el primer vínculo que establece la libertad se quiebra
pronto, pues el impulso que origina e; 1 esfuer-
zo por igualar al poder que domina, elante
el deseo de superar a ese poder y a él.139
138 l b i d . , p á g . 277.
139 I b id .,p á g . 27 5.
238