Entrevista Con Jacques Derrida. La Fotografía, Copia, Archivo, Firma
Entrevista Con Jacques Derrida. La Fotografía, Copia, Archivo, Firma
Entrevista Con Jacques Derrida. La Fotografía, Copia, Archivo, Firma
Sumario
Quizá tenga que ver con el nombre «fotografía» y con su relación con cierta concepción de
la fotografía. Con su relación con una historia, quizás acabada, de esa concepción; en todo
caso, con la finitud de esa historia. Eso es lo que me inquietaba hace un instante. A partir
del acontecimiento y de la posibilidad técnica de la que usted me habla, ¿acaso lo que
tenemos a nuestra disposición merece aún el nombre «fotografía»? ¿Es del mismo orden de
lo que era posible con la técnica anterior, con un soporte de papel? Si se puede borrar así, si
la huella ya no está soportada por un «soporte» –al menos no por un soporte estable de
papel–, quiere decir que ya no estamos hablando de un registro de imagen, aunque se
registre algo: el registro de imagen se convertiría en algo indisociable de una producción de
imagen y perdería entonces toda referencia a un referente exterior y único. Se trataría (y
puede que siempre haya sido así sin que nos diéramos cuenta) de una performatividad
fotográfica, algo que puede escandalizar a algunos y que complica singularmente, sin
disolverlo, el problema de la referencia y de la verdad. De una verdad que se hace, como
hubiera dicho San Agustín, tanto como se revela, desvela, explicita, expone o procesa.
Algunos cineastas, como Wim Wenders o Greenaway, emplean técnicas de producción de
imagen en las que el material esencial no es simplemente la imagen capturada, aunque siga
habiéndola. La toma de imágenes cede su lugar a la producción de imágenes a partir de un
material cualquiera. Se remeda la fotografía o incluso la cinematografía, a la vez que se
conduce lo gráfico a una cierta culminación, a lo que algunos considerarían una mayor
dignidad, pues se convierte en algo más productor y «performativo» que registrador y
«constatativo» o «teoremático» (cosas de mirada y de punto de vista): produce el punto de
vista, en lugar de situarse allí u ocuparlo. ¿Tiene esto que ver con lo que antaño
llamábamos fotografía o cinematografía o nos introduce en un arte nuevo para el que habría
que inventar un nuevo nombre? Esta cuestión nos interesa porque toma en cuenta esta
novedad, pero también por lo que puede enseñarnos acerca de lo que era ya la estructura de
la antigua técnica. ¿No se podría decir que ya en la fotografía en sentido clásico había tanto
producción como registro de imágenes, tanto acto como mirada, tanto acontecimiento
performativo como archivo pasivo? El recurso indispensable a cierto tipo de soporte (no
electrónico, como, por ejemplo, el papel) no significaba una pasividad absoluta ni, por
tanto, un mero registro sin inscripción productiva. ¿Es necesario recordar que en la
fotografía hay todo tipo de iniciativas: no solamente el encuadre, sino también el punto de
vista, el cálculo de la luz, el cálculo de la exposición, etc.? Esas intervenciones quizá sean
del mismo tipo que las de un tratamiento digital. En cualquier caso, en la medida en la que
producían la imagen y constituían la imagen, modificaban la referencia misma,
introduciendo en ella la multiplicidad, la divisibilidad, la sustituibilidad, la
reemplazabilidad (ahí está, quizá, el lugar de ruptura entre lo fotográfico y un determinado
intuicionismo, un determinado principio de principios fenomenológico. Y, a este respecto,
me pregunto cómo interpretar la necesidad que siente Barthes de inscribir La chambre
claire bajo el signo de una vuelta a una fenomenología –sartreana– de la imagen y lo
imaginario). Retrospectivamente, el tratamiento digital de la imagen nos obliga más que
nunca (aunque no era necesario para hacerlo) a reconsiderar la referencialidad o la supuesta
pasividad en relación al referente ya desde la primera época, por llamarla así, de la
fotografía, suponiendo que haya habido una única «primera época», porque desde el
comienzo hubo diferencias técnicas y, por tanto, estructurales. Habría que revisar la
cuestión de la época, así como la de la epoché…
Hagamos una pausa sobre esta cuestión del tiempo. Una cronología del instante, la lógica
del stigmé puntual, guía la interpretación barthesiana (que, por otra parte, es la habitual) del
referente imborrable, de lo que no ha ocurrido más que una vez. Esta Einmaligkeit supone
la simplicidad indescomponible, más allá de todo análisis, del tiempo del instante: el
parpadeo (Augenblick) de la vista tomada. Pero si el «una sola vez», si la primera, única y
última vez de la toma ocupa ya un tiempo heterogéneo, eso supone una duración diferida
(differante) y diferenciada: en un fragmento de segundo, la luz puede cambiar y estaríamos
ante una divisibilidad de la primera vez. La referencia es compleja, ya no es simple, y
durante ese tiempo pueden producirse subacontecimientos, diferenciaciones,
modificaciones micrológicas que den lugar a composiciones, a disociaciones y a posibles
recomposiciones, a «trucajes», por decirlo así, a artificios que rompen definitivamente con
el supuesto naturalismo fenomenológico que vería en la fotografía el milagro de una técnica
que se borra a sí misma para entregarnos la virginidad natural, el tiempo mismo, la
experiencia inalterable e initerable de una percepción pretécnica (como si hubiera tal cosa).
Desde que, en la percepción como toma de vistas, tenemos en cuenta la calculabilidad del
tiempo, desde que consideramos el tiempo no como una serie de instantes irreductibles y
atómicos, sino como una duración diferencial y más o menos calculable, una duración que
es correlativa a una técnica, la cuestión de la referencia se complica y, por tanto, también la
cuestión del arte, de la fotografía como techné. Una de las cosas que sugiere Barthes en los
márgenes de su rico y conmovedor discurso sobre la muerte, el studium y el punctum (el
punto, el apuntar, lo punzante, etc.), es el más allá del arte: sea cual sea el arte del
fotógrafo, su intervención, su estilo, hay un punto en el que el acto fotográfico no es un acto
artístico, sino que registra pasivamente, y esta pasividad punzante sería el momento de la
relación con la muerte; capta una realidad que está allí, que habría estado allí, en un ahora
imposible de descomponer. Habría, en resumen, que elegir entre el arte y la muerte. O
incluso elegir entre, por una parte, un arte ligado a la técnica y, por otra parte, un arte que
excediera el arte y la techné para cumplir con un auténtico destino, para poner a obrar a la
verdad misma (en un sentido próximo a lo que parece decir Heidegger en El origen de la
obra de arte). Ésta sería la belleza o lo sublime de la fotografía, pero también su cualidad
fundamentalmente no artística: de un golpe nos entregaríamos a una experiencia en el
fondo no domesticable, a lo que sólo ha ocurrido una vez. Entonces estaríamos pasivos y
expuestos, la mirada misma estaría expuesta a la cosa expuesta, en el tiempo sin espesor de
una duración nula, en un tiempo de exposición reducido hasta el punto de lo instantáneo. El
arte mismo estaría condicionado por el no arte o, lo que es lo mismo, por una hiperestética,
por una percepción en cierto sentido inmediata y natural: inmediatamente reproducida,
inmediatamente archivada. Pero si admitimos que hay una duración, y que esta duración
está constituida por una techné, la totalidad del acto fotográfico sería, si no del orden de la
techné, sí al menos irrecusablemente marcada por ella. Nos emplazaría también a repensar
la esencia de la techné.
WETZEL Aludimos aquí a la importante cuestión de la memoria pues, a partir de la
fotografía, podemos también mostrar que ese acto de registro no es un acto pasivo
sino que implica un tratamiento del material, de la información. La relación entre la
fotografía y el psicoanálisis, de la que usted habla en Droits de regards, está implícita
en esta metáfora, en ese paradigma de Freud –el cuaderno mágico–, en el que
demuestra que para conservar el trazo hay que renovarlo. Esto es lo que hoy
llamamos tratamiento de la información, es decir, que para guardar información hay
que tratar los datos. Y en este punto aprecio en su discurso una especie de reticencia
frente el ontologismo del referente de Barthes, al menos si hacemos la división
temporal entre el acto de la captura y lo que llamamos en fotografía el revelado: el
arte interviene también en el revelado, empieza con el tratamiento. Siempre se trata
de un tiempo diferido que plantea la cuestión de la intensidad, porque, a mi entender,
siempre hay que tomar una decisión, hay que decidir, delimitar, recortar en el
momento del revelado. Frente a la temporalidad de la toma, de la referencia objetiva,
está también la intervención de otra temporalidad, de un determinado contexto, de un
querer-decir.
Aquí el proceso empezaría antes del proceso, antes de lo que en inglés se llama the process,
el revelado del negativo fotográfico y de la vista así «tomada». En efecto, habría que
reelaborar, desde el punto de vista del tiempo, desde el punto de vista del tiempo de la toma
de vistas, toda esta cuestión de una autoafección a la vez pasiva y activa. Y para ello habría
al menos que disculparse con valentía ante la gran meditación heideggeriana, siguiendo el
rastro y la interpretación de Kant. No es algo que vayamos a hacer en una entrevista ni en
una fotografía, por muy erudita o por muy libre de clichés que sea. Si la técnica interviene
desde la captura y desde el tiempo de exposición, no hay, por supuesto, pasividad pura,
pero eso no quiere decir simplemente que la actividad borre la pasividad. Se trata de una
estructura distinta, de una especie de acti/pasividad, si se puede decir en una palabra.
Incluso cuando la técnica interviene de forma más y más complicada y diferenciadora,
sigue tratando la pasividad de determinada manera, tratando con ella, negociando con ella.
En la apertura a la luz y al objeto, la fotografía no lo hace todo. La cuestión de la «materia»
resta, por muchas comillas que se le ponga, justamente como un resto que no se reduce a
una sustancia dada, ni siquiera a la presencia ontológica de un estar ahí, de un «uno», o de
un objeto (Vorhandene), ya sea el objeto ante el objetivo (la cosa fotografiada) o el objeto
soporte de la impresión, la fotografía que sostenemos en las manos o bajo los ojos y de la
que podemos multiplicar los ejemplares.
[…]
Según una tradición que pertenece tanto al lenguaje vulgar como a la filosofía, pasividad se
opone a actividad. Pero el análisis kantiano-heideggeriano (husserliano también, por
supuesto) al que hacía alusión hace un momento concierne a una temporalidad como
síntesis autoafectiva pura en la que la propia actividad es pasividad. Esta problemática es
indispensable incluso si en los ambientes en los que se ejercita un discurso experto sobre
fotografía se está poco familiarizado con ella. Es cierto que las mediaciones son numerosas,
difíciles y delicadas, pero la ligazón con la especificidad de lo fotográfico quizá se anuncia
mejor, si bien indirectamente, en el hecho de que esta mediación sobre la autoafección
como temporalidad pasa por el esquematismo de la imaginación transcendental. Se trata de
la imagen, de la producción de lo fantástico, de una imaginación productora en la
constitución misma del tiempo y en la temporalidad originaria.
Si la fotografía digital sin subjectil nos permite repensar retrospectivamente lo que podría
haber sido la fotografía con subjectil, igualmente esta reflexión sobre la autoafección
temporal en la percepción (y hay percepción del tiempo tanto como hay un tiempo en toda
percepción, ya sea de una imagen, de lo visible o de lo espacial) nos conduce
retrospectivamente a decir lo mismo de lo que, en principio, nos parece pre-técnico, es
decir, de la percepción; no se puede oponer percepción y técnica; no hay percepción antes
de la posibilidad de la iterabilidad proteica; y esta sencilla posibilidad marca de antemano
la percepción y la fenomenología de la percepción. En la percepción ya hay operaciones de
selección, de duración de la exposición, de filtrado, de revelado; el aparato físico funciona
también como un aparato de inscripción y de archivo fotográfico. De nuevo el Wunderblock
de Freud. Lo mismo que intenté decir hace tiempo sobre la escritura concierne también a la
fotografía. Retrospectivamente, en ese retrovisor tecno-histórico, deberíamos re-complicar
el análisis o la descripción de lo que se suponía que precedía a la técnica, o a lo que
llamamos técnica fotográfica. Deberíamos remontar el camino hasta la skiagrafía platónica
y hasta toda escritura de la sombra, antes de la técnica moderna bautizada como
«fotografía». Lo que se describe como un juego de sombra y luz es ya una escritura. En la
leyenda de Dibutade –que sólo ve, retiene y dibuja la sombra de su amado sobre la pared–,
antes de que esta operación se represente a través del dibujo, ¿no es ya un juego entre la
luz, la sombra y el archivo? Así, con esta diferencia en la naturalidad –es decir, con la
sombra en la luz, el blanco y el negro–, aparece la primera posibilidad técnica en la propia
percepción. La diferencia en la luz, la diferencia de exposición, si quieren, que no es
forzosamente la diferencia entre día y noche, he aquí quizá la primera posibilidad del trazo,
del archivo y de todo lo que se sigue: la memoria, la técnica de la memoria, la
mnemotécnica, etc.
WETZEL Es un buen momento para referirse a ese pasaje del relato de Balzac, La
obra maestra desconocida, en el que el pintor habla de la línea y de la luz, y a la tesis,
asumida en ese texto de Balzac, de que en la naturaleza no hay líneas. ¿Se podría decir
que la línea es la escisión, el momento en el que aparece la techné, la tecnología?
WETZEL Pero si se sigue esa línea histórica se puede decir al mismo tiempo que la
detención, la detención de la línea, se opone a la naturaleza. Si tomamos por ejemplo
la pintura de Cézanne, sus series sobre un mismo tema, percibimos el sufrimiento del
pintor para detener las líneas, y se percibe también cómo éstas empiezan a
desaparecer. La frase de Cézanne: «Hay que darse prisa, todo empieza a
desaparecer» demuestra y denuncia a la vez la detención. Es también una forma de
abordar la cuestión de la muerte, porque se trata de una detención, de un trazo que, al
mismo tiempo, pierde el contacto con la naturaleza; que desaparece y se afirma en la
retirada (retrait)2.
Sí, pero la retirada (retrait), conservemos esa palabra, designa a la vez el reconocimiento
(remarque) y el borrado del trazo: la marca se ha retirado. El «gran arte» de esa doble
retirada, tanto para la fotografía como para la literatura, la pintura y el dibujo, consiste en
atrapar esa línea o ese instante, por supuesto, pero también en dejarlo perderse en el acto
mismo de atraparlo, en marcar que «aquello ha ocurrido y se ha perdido» y que todo lo que
vemos, conservamos y miramos ahora es el ser-perdido de lo que debía perderse, de lo que
estaba abocado a perderse. Y la firma de la pérdida quedará marcada en lo que se conserva
y no se pierde, en lo que conserva la pérdida. Hay que conservar la pérdida como pérdida,
si se puede decir así. Ésa es también la emoción fotográfica, lo punzante de lo que habla
Barthes. Se conserva el archivo de «algo» (de alguien o de algo) que ha ocurrido una vez y
se ha perdido, y se conserva así, tal cual, como lo no-conservado, una especie de cenotafio,
en suma: un túmulo vacío. Pero, ¿hay túmulos que no sean cenotafios? ¿Y fotografía sin
kenosis?
Se podría soñar con otro archivo: el de los desprecios, lo despreciado y los despreciados.
Está ese texto de Baudelaire, que seguramente conocerán, sobre la fotografía y la literatura.
Fascinado por la fotografía, le gustaría descalificarla ante la pintura y la literatura. Pero me
parece que no cree demasiado en su demostración, presenta una novedad irreductible, el
acontecimiento de un arte que desborda su intención, y que envidia de antemano…
VON AMELUNXEN Pero (no hacemos más que paréntesis) creo que Baudelaire ha
pensado profundamente la fotografía. Y la ha pensado en tanto falsa moneda: esa
frase de La falsa moneda, una frase central para toda la obra de Baudelaire, y
probablemente también para la modernidad –«buscar el mediodía a las dos de la
tarde»–, parece apuntar a la fotografía. Luego Baudelaire está en contra del uso que
se hacía de la fotografía (la industria del retrato) a la vez que solicita un pensamiento
de la fotografía.
WETZEL Pero tal vez sucede lo mismo en el caso del presente fotográfico. ¿Qué
quiere decir dar(se en) una fotografía, hacer el regalo de una fotografía de uno
mismo? Nos damos pero, a la vez, no arriesgamos nada, porque nos guardamos, nos
damos conservándonos. Desde el punto de vista de la «moralina» (en el sentido de
Nietzsche) se podría decir que es un riesgo bajo reserva, porque no nos damos a
nosotros mismos; es como si la fotografía fuera una superficie de protección (una
pantalla) entre uno y otro. Pero, al mismo tiempo, nos damos mejor, nos damos por
completo, nos exponemos, en un doble sentido.
Un paréntesis: hubo un breve período de la historia (cuyo relato y sociología habría que
hacer) durante el que era habitual regalar fotografías firmadas. Los «grandes hombres» lo
hacían; Freud y Heidegger, por ejemplo. Tanto ellos como los que la recibían pensaban que
era el presente más preciado, un símbolo inestimable, casi, incluso, una alianza. La mayoría
de las veces se trataba de una cabeza o un rostro, un retrato firmado para los discípulos o
los admiradores. Hoy sólo nos imaginamos a las estrellas del espectáculo firmando
fotografías. Sería raro y ridículo en el caso de un «pensador».
La aparición de la firma es interesante. ¿Qué hace una firma? De algún modo transforma el
retrato fotográfico en autorretrato (de ahí el riesgo suplementario de complacencia
narcisista: lo cómico no está ausente nunca, el ridículo, quiero decir). Se trata también de
dejar un sello de autenticidad: sobreimprimiendo (escritura sobre escritura: un nombre que
dice «presente» en voz alta y que remite performativamente al donante sobre una fotografía
muda), señalamos e invitamos a señalar que esta fotografía ha sido entregada por el sujeto
de la fotografía; lo que tiene valor no es tener una fotografía de Freud, se pueden comprar
en una tienda, sino poseer un retrato que se puede ver pero que también nos mira y que
lleva una firma de puño y letra del sujeto. No sólo autentifica al sujeto de la fotografía, sino
también el regalo y al sujeto que lo recibe, el destinatario cuyo nombre se inscribe también
al pie de esa cabeza. Presente sin precio, rareza absoluta, acontecimiento único,
capitalización infinita e irrisoria a un tiempo de un fetiche irremplazable en la época de la
reproductibilidad técnica, de la que es simultáneamente testigo. Los reyes no podían
dedicar tantos retratos pintados, no podían multiplicar las dedicatorias de sí (conocí a una
cantante americana, sorprendente por otra parte, que dedicaba fulgurantemente sus fotos
escribiendo entre los dos nombres –el suyo y el del otro–, «love’ye»).
Nos podría sorprender ver a alguien como Heidegger, que se alzó tan a menudo contra las
técnicas de reproducción (la máquina de escribir, por ejemplo, en oposición a la escritura
manuscrita) ceder al rito de la fotografía dedicada. Regalar un manuscrito original sería otra
cosa: no hay más que uno, al menos como hipótesis. Ofrecer una fotografía es como regalar
una fotocopia, algo que sería muy grosero, demasiado grosero, de no ser porque la firma le
devuelve un poco de su singularidad y de su supuesta autenticidad. Heidegger en algún sitio
escribe más o menos esto: antes se consideraba de mala educación enviar una carta escrita a
máquina, pero hoy, desgraciadamente, se escribe a máquina para ahorrar al otro el tiempo
de descifrar. (Otro paréntesis: la historia de la cortesía. Toda la historia de la cortesía es una
historia de la técnica y, en primer lugar, de esa técnica que es la ritualización. Lo que se
dice de la cortesía vale evidentemente para la cultura en general, empezando por la marca y
la lengua). Sin la firma, el regalo de un retrato fotográfico se habría ganado el mismo
suspiro reprobatorio por parte de Heidegger. Porque la firma no es, por derecho propio,
reproductible. Al menos no técnicamente (y aún es más complicado: he intentado demostrar
en otro sitio que la unicidad del acontecimiento de la firma consiste en una determinada
iterabilidad). En el caso de la fotografía firmada, el acontecimiento no es reproductible. En
principio, no debe ocurrir más de una vez, y esa singularidad no la garantiza ni la fotografía
ni la firma sino el nombre de aquel al que va dedicada. Es el contrato que liga los dos
nombres. El mismo retrato fotográfico puede ser firmado tantas veces como se quiera. Pero
sólo lleva una vez el nombre de quien lo recibe. El sello del original es el lugar de destino;
y la verdadera firma del regalo pertenece entonces a aquel que no hace sino recibirlo (o
desear recibirlo con un deseo que pone en movimiento al firmante, por muy narcisista que
siga siendo ese movimiento).
¿Qué diferencia hay entre regalar un libro –por ejemplo, un ejemplar dedicado de Sein und
Zeit– y regalar una fotografía firmada? En la fotografía, el autor, si se puede decir así, no
está solamente representado (con su cabeza, sus ojos y su boca), también firma de su puño
y letra. El libro sólo lo representa como su producto. No es un doble inmediatamente
visible de él mismo. Supongo que, presos de un determinado academicismo social y
estético, esos «grandes autores» nunca regalaban una fotografía suya menos convencional,
una fotografía de cuerpo entero o la fotografía de una parte del cuerpo más susceptible de
fetichizarse: un pie, una mano, tal vez una toma de espaldas. Ofrecen un doble original, un
doble convertido en original gracias a la firma «auténtica» bajo la cabeza. Suposición y
fundamento del derecho: no se nos identifica por los pies, sino por la mirada y la boca, por
lo que se dirige a otro, de cara.
Heidegger quizá diría algo así: cuando se regala un retrato, lo que cuenta es, en primer
lugar, el contenido (lo que se muestra, no el soporte y todo lo que es reproductible, sino,
por decirlo así, el referente único). Pero ese «contenido» no es del orden de la
Vorhandenheit o de la Zuhandenheit, es el Dasein, es una existencia bajo la forma del
Dasein que está da, ahí, que tiene un mundo, que está en el mundo, en la Erschlossenheit
que abre el mundo, «en la verdad» o en la verdad de la no verdad, etc. Y hay que pensar la
fotografía a partir de esta Erschlossenheit, aunque sea problematizando lo que dice
Heidegger. Lo que vemos a través del retrato, más allá de la doble reproducción, es el
Dasein. Por eso habría que distinguir entre la fotografía del rostro o de las manos (en las
que se reúnen los rasgos que marcan de manera más inmediata el Dasein, la vista, la
palabra, la mano que da o saluda, etc.) y la fotografía de otra cosa. Es cierto que si un
amigo llega y os da una fotografía de su despacho y se puede distinguir una taza o una jarra
sobre la mesa, diríamos: «Atención, una taza: esto no es simplemente un objeto material, el
vorhanden se determina a partir del don, de la ofrenda, del regalo». Puedo ofrecer a un
amigo una fotografía de mi casa, de mi despacho, de mi mesa, o de mis libros que tenga ese
valor de hospitalidad. La fotografía está aún marcada por todas las posibilidades del
Dasein.
WETZEL Pero, por lo que respecta al Dasein en fotografía, ¿que papel juega la
mirada en el retrato fotográfico?
Se diría que el retrato capta los ojos, es decir, la mirada. Por eso, entre otras cosas, hay un
objeto como la fotografía. Se supone que la mirada es lo que un sujeto no puede ver de sí
mismo. Cuando nos miramos en un espejo nos vemos o bien siendo vistos o bien viendo,
pero no las dos cosas a la vez. En principio se piensa que la cámara —fotográfica o
cinematográfica— debería sorprender una mirada que los ojos que se miran no pueden ver.
Ustedes me ven ahora, hablando, y me fotografían, pero con una mirada que yo no puedo
ver. Y entonces, cuando yo le entrego a alguien mi mirada, el doble fotografiado de mi
mirada, le estoy dando algo que yo veo pero que no puedo ver. Hay ahí una situación de
heteronomía: yo me doy al otro ahí donde yo no puedo darme a mí mismo, viéndome ver.
No me puedo ver ni percibirme dando. Puedo verme siendo visto, pero no puedo verme
viendo. Es una experiencia de donar lo que no puede volver a mí. Evidentemente, en este
don y en esta heteronomía no puede faltar una escalada infinita del narcisismo, en cualquier
caso teóricamente determinable como ausente: mírame, he aquí mi imagen, éste es mi
cuerpo, etc. Pero, a la vez, ese narcisismo regala, en la medida en que lo que da ya no
vuelve, se pierde. Se pierde porque se entrega el signo de una mirada que no puede verse.
En este punto, el narcisismo se interrumpe o se fuerza a una escalada infinita en la que ya
no puede decidirse entre la renuncia y la prometida reapropiación. Dar una fotografía puede
ser un gesto grave: yo doy como si me diera yo mismo, como si entregara incluso mi
narcisismo imposible, los ojos que no pueden verse, que ven y que ven que no pueden
verse. Es como la erótica de la mirada, la mirada intercambiada: una escena erótica empieza
siempre por un intercambio de miradas que se cruzan, y que se cruzan en el punto en el que
cada una de las miradas no puede reapropiarse y, por tanto, se da, se entrega desarmada. Es
un gesto que, en ciertas ocasiones, puede ser más expuesto, más oferente y más intenso que
«hacer el amor». La mirada está desnuda y sin poder verse. Expuesta y sobreexpuesta,
como la desnudez.