Cine Contexto

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CINE

CONTEXTO
Raciel D. Martínez Gómez
CINE
CONTEXTO
Raciel D. Martínez Gómez
Universidad Veracruzana

Dra. Sara Deifilia Ladrón de Guevara González


Rectoría

Dra. María Magdalena Hernández Alarcón


Secretaría Académica

Mtro. Salvador Francisco Tapia Spinoso


Secretaría de Administración y Finanzas

Dr. Édgar García Valencia


Dirección Editorial

Mtro. José Luis Martínez Suárez


Dirección General del Área Académica de Humanidades
Cine contexto
Raciel D. Martínez Gómez
ISBN: 978-607-502-672-5
Primera edición, 2018
Coordinación editorial: Martha Ordaz
Corrección de estilo: Andán Delgado
Diseño de portada e interiores: Héctor Opochma López

D.R. © 2018, Biblioteca Digital de Humanidades


Área Académica de Humanidades
Edif. A de Rectoría Lomas del Estadio s/n,
Col. Centro, Zona Universitaria Xalapa, Veracruz, CP 91000
D.R. © 2018, Universidad Veracruzana,
Hidalgo 9, Col. Centro 91000

Dirección General Editorial Hidalgo 9, Centro, Xalapa, Ver.


Apartado postal 97, CP 91000 diredit@uv.mx
Tel. / fax: (228) 8 18 59 80 | 8 18 13 88

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra,


sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del
titular de los derechos.

La publicación de este libro se financió con recursos del PFCE 2018


Cine contexto Raciel D. Martínez

Índice

Introducción 7

Capítulo 1
Los vampiros 9

El caligarismo y la sutil sátira.


Batman regresa 9
Unas transgresiones desde la oscuridad.
La gente detrás de las paredes 12
La épica de la desilusión.
Drácula de Bram Stoker 16
Una pasión lóbrega: la venganza contra la vida.
Entrevista con el vampiro 21

Capítulo 2
La otredad 26

Figuras al pie de una crucifixión.


5 Cabeza de borrador 26 5
Un furtivo soñador a salto de mata.
Corazones en conflicto 30
Todos los caminos llevan al carnicero.
Delicatessen 34
Nuevas provocaciones fílmicas.
Grotescos y perversos 42
Los chaneques neobarrocos.
Gremlins 2 49

Capítulo 3
el cuerpo 56

El placer de la manipulación.
Bajos instintos 56
Los «masocos» felices.
Las edades de LuLú 60
Las posibilidades del eros.
Crash 64
Las teclas del deseo, de la armonía.
El piano 70

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Capítulo 4
El poder 74

El otro corazón de las tinieblas


La Lista de schindler 74
La imposibilidad de los sentimientos
La edad de la inocencia y Lo que queda del día 78
Concesión a la nostalgia y a la incertidumbre
Tan Lejos y tan cerca 82
La soledad: castigo de la avaricia
El padrino III 86

Capítulo 5
Los atrapados 90

Los círculos de la ética


Barton Fink 90
Lo raro en las obras de culto
Ed Wood 96
El corredor rampante: El grado cero de la ideología
Forrest Gump 101
La violencia crepuscular
6 Mundo Perfecto 103 6

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Cine contexto Raciel D. Martínez

Introducción
Una parte considerable de la crítica cinematográfica parte de las premisas de
la semiótica. La presente reunión de ensayos tiene una deuda con dichos pos-
tulados, sin embargo intento proponer que para cualquier lectura analítica se
requiere del contexto. Umberto Eco1 debatió sobre los umbrales de la semióti-
ca que obligan a la disciplina a tomar en cuenta la cultura y Paul Ricoeur2 en-
sancha la visión discursiva al afirmar que el hecho social está constituido por
historia y acciones que se articulan, simbólicamente, de acuerdo a un tiempo
y espacio contextual específico.
Aunque el debate de Eco acusa tener cuatro décadas es importante
traerlo a colación, porque la semiótica avanza paralelamente con la polémica
de su origen. Ello se debe también a su corta edad, por lo que tanto su difusión
como su definición todavía no están acabadas y más cuando surgen alrededor
de la semiótica cuestionamientos venidos del postestructuralismo como la
huella de Derrida3.
Del límite inferior, Eco nos dijo que la semiótica está íntimamente aleada
a la acción, a la cultura; por lo que se encarga de analizar los procesos cultu-
rales porque entran en contacto agentes humanos y convenciones sociales:
uso y herramientas.
Desde este ángulo nos alude la necesidad del contexto —las relaciones
7 sociales—, para explicar los esquemas operativos de la lengua. Así, la semióti- 7
ca tendría que abarcar procesos que, sin incluir directamente el significado, fa-
cilitan la circulación. Estos elementos viales para el discurso se justifican en
el análisis cinematográfico dado nuestro interés por el contexto que permite
la circulación del cine como espacio comunicacional mediador y catapulta
de la representación y construcción de la diversidad contemporánea.
El umbral inferior de la semiótica estaría representado por la marca
divisoria entre signos y señales, mientras que el umbral superior estaría re-
presentado por todos los aspectos que intervienen en la cultura. Los pro-
cesos culturales admitirían elementos activos en el acto de la significación,
pero también rubros nuevos de sentido, que sin adquirir la obligación visible de
significar, indirectamente contribuyen a ello: que le permiten circular, pues. Por
lo que el umbral superior se ubicaría en el linde entre fenómenos culturales
que son signos y fenómenos culturales que parecen tener otras funciones no
comunicativas.
El término de cultura es lo que posibilita que la semiótica no se desligue
de lo social. Los aspectos de la cultura serían aspectos significativos que los
hombres se van transmitiendo. Y, precisamente en el contexto, tendríase que
tejer esa dialéctica entre los sistemas y los procesos; por lo tanto, en las mani-
festaciones comunicacionales como el cine pudiera afirmarse que son zonas
propicias (advertiríamos los lenguajes y sus estructuras), pero también accio-
1. Eco, Umberto, 1983. La estructura ausente. Introducción a la semiótica. Barcelona, Lumen.
2. Ricouer, Paul, 1999. Historia y narratividad. Barcelona, Paidós.
3. Derrida, Jacques, 1989. La escritura y la diferencia. Barcelona, Anthropos.

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nes culturales que se encadenan en el tiempo y en el espacio. Por lo que en el


umbral superior también advertimos ese vínculo entre lenguaje y sociedad que
justifica la premisa del discurso/contexto como interacción social.
De esta manera veo como problema grave determinar sentidos sin con-
templar lo que rodea a un hecho textual-social, porque desecha la sustanti-
vización concreta que revela el discurso. Por ello es que los argumentos en
contra de la semiótica giran alrededor del totalismo que ningunea las aristas
que especifican y dan carácter único a los fenómenos de sentido que trans-
versalizan a los textos.
No hay, entonces, que ignorar que dicha dialéctica entre el código y el
mensaje está arropada por un contexto, que sería el fondo de la punta del
iceberg; no es, tampoco, un modelo unidireccional sino que hay una recipro-
cidad entre una intemperie universal —donde los mundos-texto forman, a su
vez, constelaciones rizomáticas—, y un círculo local detectado en principio
como base del significado. Añadiríamos que igualmente ocurre en el cine
con las ficciones fílmicas, así como en las literarias, en donde se ponen en
juego las presuposiciones diarias sobre el espacio y el tiempo, y las relacio-
nes sociales y culturales que son la atmósfera de los textos. Por lo que, se
deduce, acontecería asimismo un cambio de perspectiva en cierta semiótica
que ignora al mundo por adoctrinarse bajo el axioma de que el lenguaje es
quien decide todo.
Esta contextualización —sincronía—, e historización del texto —diacro-
8 nía—, nos aproximarían más al significado completo de un signo cinemato- 8
gráfico. El contexto sería como abrir un abanico de posibles conectores de
significado, es un espectro que puede enganchar los elementos interiores con
el exterior; interpretar un signo, dice Eco, significa prever, idealmente, todos los
contextos posibles en que puede introducirse. El contexto nos facilitaría una
lectura macro para distinguir las ranuras cinematográficas. Por lo anterior, el
propósito del libro Cine Contexto es ampliar la mirada de las películas a través
del reconocimiento de un ambiente mayor que rodea al séptimo arte.
Y para ello hemos decidido dividir el libro en cinco apartados que eviden-
cian la idea de rescatar, por medio del contexto, discursos vanguardistas dentro
de los clichés industriales.
Preferimos formas de representación en las urbes actuales a un cine que
apueste por una anchura ideológica en menoscabo de la angostura personal.
Elegí a los vampiros, la otredad, el cuerpo, el poder y los atrapados como rubros
de una sociedad de masas que rebasa por tramos muy largos los paradigmas
polarizados entre la apología del progreso y el pesimismo de la alineación. Un
fragmento de los claroscuros se detecta en el tipo de cine que se junta aquí y
que pertenece a la década de los noventa, en pleno tránsito al cambio de milenio.

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Capítulo 1
Los vampiros

El caligarismo y la sutil sátira


Batman regresa

Con El joven manos de tijeras4 ya se sospechaba que el caligarismo era


una influencia en el director estadunidense Tim Burton; Edward, sobre
todo al empezar, es réplica benigna del sonámbulo Cesare. Pero es con
Batman regresa,5 cuando se observa que la película alemana de Robert
Wiene caló hondo en el universo plástico de Burton con vasos comuni-
cantes invisibles o conscientes, eso no importa. Por un lado, el hurto atmosfé-
rico que efectúan los diseñadores en la animación de lo inorgánico, la mezcla de
objetos con personajes: la arquitectura cobra vida. En otra vertiente, el Pingüi-
no es una imitación matizada del doctor.
Lo anterior no solamente sugiere una lectura-homenaje de uno de
los hitos fílmicos con mayor espectro de seguidores. Otros serían el Alpha-
9 ville6 de Jean-Luc Godard y Metrópolis7 de Fritz Lang. 9
Igualmente ofrece una correspondencia de situaciones históricas.
Sí, podría sonar a blasfemia que la obra de Burton tenga semejantes moti-
vos a los que impulsaron a Wiene, tomando en cuenta que los contextos en
que se hallan son diferentes. Sin embargo, el cine hollywoodense contem-
poráneo trota por una idéntica línea que las cintas germanas de los veinte.
Tanto Burton como Wiene reaccionan ante tiempos complacientes, donde
se han instalado tendencias conservadoras; Burton, contra el familiarismo
todo abarcante (con honrosas excepciones: Frankie y Johnny8 , Pregúntale
al señor Luna9 , Stanley e Iris10), que intenta sustituir el vacío contemporáneo del
núcleo social. Y Wiene, repelando el impresionismo objetivo del arte alemán
en general, que cubría un sentimiento de aflicción colectiva (en los cincuenta,
la nueva ola francesa fue ejemplo de esta ruptura estética y moral). Es decir,
se trata de cineastas que se sacuden la bruma apática que envuelve casi

4. Tim Burton, Edward Scissorhands (El joven manos de tijera), Estados Unidos, 20th Century Fox,
1990.
5. Tim Burton, Batman Returns (Batman regresa), Estados Unidos, Warner Bros. Pictures, 1992.
6. Jean-Luc Godard, Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution, (Alphaville), Francia, Copro-
ducción Francia-Italia, Athos Films, 1965.
7.Fritz Lang, Metropolis (Metropolis), Alemania, U.F.A., 1927.
8. Garry Marshall, Frankie and Johnny (Frankie y Johnny), Estados Unidos, Paramoount Pictures,
1991.
9. Robert Mulligan, The Man in the Moon (Verano en Louisiana / Amor de Verano), Estados Unidos,
Metro-Goldwyn-Mayer, 1991.
10. Martin Ritt, Stanley & Iris (Stanley e Iris), Estados Unidos, MGM, 1989.

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por completo las formas —repliegue experimental— y los contenidos. Y


además, lo hacen a partir de premisas iguales, aunque en el caso de Burton
resignifique, estilice y subvierta el expresionismo de Wiene.
La carrera de Burton se basa en el principio expresionista: llevar lo sub-
jetivo hasta el extremo, transparentar el alma. Solo que a Burton le tocó vencer la
inercia del abuso de reflejar el ánimo en las facciones. Y es que el cine comercial
se creyó literalmente la fisiognomía de Aristóteles, de la que se mofaran Hegel y
Umberto Eco.11 Al menos en estos momentos se peca de inocencia, salvo en el
thriller, donde, como en el caso de Burton, se trastrocan los estereotipos; porque
en los cuarenta y cincuenta ya se había jugado con la ambigüedad que el griego
ignoró, en los relatos policiales: las rubias tiernas personificaban el mal. Ante
esta atrofia de valores, Burton cambia radicalmente la función de la dualidad a
través del arsenal de rasgos enfáticos que capta desde el mencionado caliga-
rismo hasta la absorción del código del •comic —de donde por supuesto surge
Batman—, que es el que mejor resume la psicología de los prejuicios.
Este caligarismo transformado se percibe en Batman regresa; primero
que nada en la espesura del ambiente. Es cierto que la Ciudad Gótica en mu-
chos aspectos es una inspiración del Blade Runner12 de Ridley Scott; incluso, la
lógica de la secuela indicaría a un Batman —sin rasurarse— correteando a repli-
cantes bajo una lluvia pertinaz. Empero, a pesar de la preponderancia del tono
azul, en Batman regresa se obedece equilibradamente tanto a la escenografía
expresionista como a la estética posmo. Hay una combinación de modas en el
10 vestir e híbridos arquitectónicos. Sin embargo, lo de Blade Runner se apegaba 10
a la decadencia; de alguna manera el mundo corroído y putrefacto avizora qui-
zás el surgimiento de otra cosa, como lo refleja el epílogo esperanzador. Mien-
tras que en Batman regresa, más que en la cinta que le precedió, se patentiza
el apogeo de un sistema que anula al individuo. En el primer Batman hay luz,
ciertos choques entre lo oscuro y lo luminoso. En el segundo, se agudiza el pe-
simismo. El aire es más opaco, más denso, prevalece el nublado, como si estu-
viéramos sumidos en las tinieblas, en una penumbra fáustica. Esto proyecta un
derrotismo a ultranza. El callejón sin salida o las azoteas de alturas increíbles
donde tienen cabida los combates de retorcida esquizofrenia, se convierten no
solo en escenarios sino también en protagonistas, en extensión del ánimo de
una urbe, como la recargada decoración de El gabinete del doctor Caligari.13 Es
obvio que los sesgos que se entrecortan bruscamente en ángulos imprevistos14
no se ven en Batman regresa; pero la intencionalidad de fusionar el exterior con
el espíritu se consigue a la perfección con el equipo de Burton —en este sentido,
al Brazil15 de Terry Gilliam debe dársele su mérito.

11. Eco hace referencia a Hegel para criticar las tesis de Aristóteles, en De los espejos y otros
ensayos, 1985.
12. Ridley Scott, Blade Runner (Blade Runner), Estados Unidos, Hong Kong, Shaw Brothers, Ladd
Company, Warner Bros. Pictures, 1982.
13. Robert Wiene, Das cabinet des Dr. Caligari (El gabinete del Dr. Caligari), Estados Unidos, Alemania,
Frederick Douglass Film Co., Decla-Bioscop AG, 1920.
14. El más completo análisis del estilo del expresionismo alemán, en La pantalla demoniaca. Lotte
H. Eisner .
15. Terry Gilliam, Brazil (Brasil), Reino Unido, Universal Pictures, 1985.

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Todo ello se subraya con la inclusión de las esculturas fascistas, que


encierran aún más, o mejor dicho, vuelven hermético el desastre de la armonía
(antes eran gárgolas medievales). El culto al líder que significa, convierte en
tosca la angustia de la opresión. Lo fascista se impone como figura-sinónimo
de control. Peor patetismo es inimaginable: más lúgubre, más sórdido, más sin
ilusiones. A diferencia de la nitidez de la saga de Robocop16 el vampírico nu-
blado de Batman regresa descarta alternativas, no deja resquicios al romanti-
cismo (aunque en ambos Batman, los puntos suspensivos de las conclusiones
son terriblemente escépticos). Además, el barniz de humor negro que impri-
men tanto Paul Verhoeven como Irving Kershner, así como el propio Burton en
el primer Batman que es más paroxístico con el iconoclasta Guasón, resortean
la tragedia. Y no es que Burton abandonara su vena gremlin, solo que ahora
está más ácido que de costumbre.
El otro vaso que comunica a Burton con el caligarismo es sin
duda el Pingüino (cabe destacar que el nombre del personaje de Chris-
topher Walken es el del actor que encarna al Nosferatu17 de Friedich W.
Murnau de 1922). El Danny de Vito convertido en un ser grotesco, no es
más que el doctor Caligari: de escasa estatura, regordete, encorvado, con
la mirada lasciva y la nariz ganchuda. Burton fusila una toma de El gabi-
nete del doctor Caligari cuando presenta la sombra de El Pingüino en las
cloacas. La impresión visual que da el alargamiento es una copia: el perfil
acechante que se integra a una mano que se enrosca con nervio pertur-
11 bante. Para Burton esta técnica no es ninguna novedad. Con Beetlejuice18 11
y El Guasón usó las herramientas teatrales del expresionismo, muy a la
Serguei Eisenstein de las escaleras de Odessa19 o de Iván el Terrible.20
Gestos climáticos estirados hasta lo hiperreal: enfatizar las ojeras, los
ojos desorbitados y la risa pantagruélica o el llanto desgarrador de dolor
enconado.
Pero el expresionismo de Burton no se limita a amplificar la intimidad,
sino que lo dispara para autoironizarse. De ahí que se afirme que Burton re-
evalúa los principios caligaristas. En medio de la obviedad del cine que teme
mover los esquemas, Burton da cuerpo a la fuerza de la imagen, transtorna
la operación de la máscara: revela, no esconde, la complejidad. Claro que la
consistencia psicológica de El Guasón es demasiada para cotejarla con El Pin-
güino. Sin embargo es suficiente para equilibrarlo con el presunto héroe y así
borrar la dualidad con la confusión que el exterior ofrece. No es fácil ni justo
establecer paralelos entre uno y otro Batman. El segundo es ensimismado,
pero es coherente. Continúa Burton con su universo plástico chocarrero, don-
de la forma es una trampa que esconde las aristas del contenido, que en el

16. Paul Verhoeven, RoboCop (RoboCop), Estados Unidos, Orion Pictures Corporation, 1987.
17. F. W. Murnau, Nosferatu, eine Symphonie des Grauens (Nosferatu, el vampiro), Alemania, Jo-
fa-Atelier Berlin-Johannisthal, Prana-Film GmbH, 1922.
18. Tim Burton, Beetlejuice (Bitelchús), Estados Unidos, Geffen Company, 1988.
19. Ronald Neame, The Odessa File (Odessa), Reino Unido, Alemania Occidental, John Woolf Produc-
tions, Oceanic Filmproduktion GmbH, Columbia Pictures Corporation, Domino Productions, Houts-
nede Maatschappij N.V., 1974.
20. Serguéi Eisenstein, Ivan Grozniy (Iván el Terrible), Unión Soviética, Mosfilm, 1944.

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caso de Batman regresa se concreta al drama de los solitarios, sean «buenos


o malos». Por eso es que el caligarismo de Burton es aún más perverso que el
de Wiene. Y si no, repasen ese soberbio encuadre que toma al Batman de civil
—o sea, Bruno Díaz— cuando recibe la señal en la «noche» de su biblioteca, que
evidencia el hoyo existencial de un superhombre.

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Unas transgresiones desde la oscuridad


La gente detrás de las paredes

Cuando la púber Tina, descalza y sin ropa que le cubra las extremidades es persegui-
da por Freddy Krueger quien la mata con regocijante vesania, Pesadilla en la
calle del infierno21 se convierte en el más puro terror posmoderno. Y no es que
Wes Craven descubra el hilo negro al colocar de víctima a una adolescente.
No, el mérito de Craven radica en la eliminación de las sombras de la otredad
para ubicar el mal en los pliegues del discurso y el inconsciente. A partir del
sueño, Krueger es implacable: recuérdese el acecho a Nancy en su recámara
cuando bota el Cristo colgado en el muro y la espía por la ranura; o la garra
libidinosa que se asoma en la bañera por en medio de las piernas de ella.
Craven respondió así a las figuras que integran la tríada posmo de
acuerdo a la teoría de Scott Lash:22 locura, sexo y muerte. Desde el oni-
rismo, su profanación de la realidad adquiere un halo impune, utópico
de vencer. En este caso Craven se puso en el umbral de Posesión23 de
Andrzej Zulawski, que atendía a los impulsos y rechazaba lo apolíneo,
en una práctica alegórica de la tragedia de la razón. Dicha transgresión
paralela al concepto de Gilles Deleuze de «un cuerpo sin órganos»,24 rompía
13 con la unidad corporal y lo desbordaba para que los instintos asumieran 13
el control. Por diferentes vías, Craven y Zulawski25 interiorizan la neurosis
moderna. Se trata, pues, de películas que a partir de lo tribal desarman el
racionalismo.
Sin embargo, este giro que le dio Craven al cine gore no tuvo ma-
yor exploración. De algún modo se estanca. Después de Pesadilla en la calle
del infierno no vuelve a tocar a fondo el tema onírico. En La serpiente y el arco
iris26 y en Shocker sólo recrea ciertas atmósferas inquietantes; el resto
es abandono de sus premisas. Tanto La serpiente y el arco iris como
Shocker, aparte de ser narraciones menos intensas que Pesadilla en la
calle del infierno, carecen de la ominosidad que se apodera de lo normal. Por
desgracia, Craven reafirma lo anterior —es decir, su empantanamiento—,
con La gente detrás de las paredes27, una cinta que desecha sus quimeras.
Según el propio Craven, La gente detrás de las paredes está mucho más
21.Wes Craven, A Nightmare on Elm Street, (Pesadilla en la Calle del Infierno), Estados Unidos, New
Line Cinema, Meida Home Entertainment, Smart Egg Pictures, 1984.
22. Un amplio panorama de las nuevas tendencias filosóficas en La posmodernidad: explicada a los
niños. Jean-François Lyotard.
23. Andrzej Zulawski, Possession (Posesión), Francia, Alemania Occidental, Gaumont, 1981.
24. Con Félix Guattari. Rizoma (Introducción) (1976), Deleuze postula las conexiones heterogéneas
y múltiples de las cosas.
25. Se refiere a la provocativa película Posesión de Zulawski.
26. El género de terror moderno en Craven, Wes. La serpiente y el arco iris (The Serpent and the
Rainbow) (1988).
27.Wes Craven, The People Under the Stairs (La gente detrás de las paredes), Estados Unidos, Uni-
versal Pictures, 1991.

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cerca de Las colinas del terror28 , por tratarse de una situación extraordinaria
pero real; confiesa que la idea surgió luego de leer un artículo periodístico que
contaba un caso similar ocurrido en 1978. Dice que ya agotado el tema del
sueño —¿con una película?—, intenta regresar al terror más básico.
Pese a ello, una obra fallida, no es justo echarle la viga a Craven nada
más porque evita el puñetazo —no muy dado a las gratuitas atrocidades—, y
la erosión de la vigilia. Es cierto que el universo que entusiasmó al género lo
desdeña. Empero, aún hay rasgos cravenianos que pertenecen a la posmoder-
nidad, y que por eso —lo que no implica una obligación— son atractivos por su
vena primitiva que permanece virgen. Además, es necesario enfatizar, que si
bien Craven se mueve en los terrenos de la realidad, no implica que vuelva al
terror básico. La gente detrás de las paredes también se aleja del clasicismo
del horror, pues no utiliza lo execrable de la serie B ni los pésimos agüeros
convertidos en ambiente (La profecía, El exorcista29). Es, valiendo la disculpa
para Craven, una de esas películas mutantes que aglutinan una transición, que
representan una coyuntura. Veamos por qué.
El Craven de La gente detrás de las paredes sigue los pasos de Clive
Barker. Ambos emocionaron con señeros ejemplos de la ubicuidad del mal.
Asimismo, los dos dieron un viraje radical hacia la parodia enloquecida. Bar-
ker, de Puerta al infierno30 a La raza infernal;31 y Craven, de Pesadilla en la calle
del infierno a Shocker32 y La gente detrás de las paredes. Quizá la sátira, que es
autobroma, no tuviera ninguna objeción si fuera un corpus desarrollado «co-
14 herentemente». Pero no. Craven y Barker operan bajo el hurto de diferentes 14
ritmos y estilos, lo que ha impedido concluir los caminos que construyen. Solo
se ven aciertos en medio de un mosaico de influencias, que van desde las más
antagónicas como la arrogante sangre del splatter y lo grotesco de la comedia
de humor negro disparatado, hasta fusiles convertidos en comics. Lo anterior
en la actualidad ya no es extraño.
Todo ello trae como consecuencia que se anule el misterio. Aunque,
de ahí el reto, hay directores que sí han sabido amalgamar sonrisa cáustica
con horror, como Alejandro Jodorowski en Santa sangre,33 original mixtura de
citas a pie de pantalla; o como El regreso de los muertos vivientes34 de Dan
O’Bannon. Ni Jodorowski ni O’Bannon cedieron; lo corrosivo de sus retratos
siempre maltrata con escarnio los discursos que atisban. En cambio, con Cra-
ven y Barker la mezcla funciona ya sin la corola subversiva. Pero ni aún así es
válido descalificarlos. Me parece que ese vómito (que sale sin dirección, que
28. Wes Craven, The Thills Have Eyes, (La colina de los ojos malditos), Estados Unidos, Fox Searchli-
ght Pictures, 1977
29.William Friedkin, The exorcist (El exorcista), Estados Unidos, Hoya Production, 1973.
30. Clive Barker, Hellraiser (Puerta al infierno), Reino Unido, Cinemarque Entertainment, Film Futures,
Rivdel Films, 1987
31. Clive Barker, Nightbreed (Razas de noche), Estados Unidos, 20th Century Fox, 1990.
32. Wes Craven, Shocker: No more Mr. Nice Guy (Shocker: 10.000 voltios de terror), Estados Unidos,
Alive Films, 1989.
33. Alejandro Jodorowsky, Santa Sangre, Italia, México, Produzioni Intersound, Productora Fílmica
Real, 1989.
34. Dan O’Bannon, The Return of the Living Dead (El regreso de los Muertos vivientes), Estados Uni-
dos, Hemdale Film Corporation, 1985.

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da la apariencia de incontenible) sí conserva puntos que vulneran y que, al


igual que la escatología que hace temblar «buenas conciencias», fascinan por
sus arrebatos.
Uno de los puntos rescatables es la disolución de la dualidad, solicitada
con peculiar insistencia en los psycho-thillers. Pero en Craven no hay el mínimo
de hidalguía para transgredir desde la otredad. El planteamiento de La gente
detrás de las paredes fintea, extiende un falso piso, como Barker en La raza
infernal35 y aún como Tim Burton en El joven manos de tijeras. En los tres, la
aciaga atmósfera domina el contexto.
Craven, en este sentido, es un experto para recrear ambientes extra-
ños. Incluso en Shocker luce con la escena de las televisiones. En La gente
detrás de las paredes no se olvida de su oficio, y refriteando hasta el escándalo
la música efectista de John Carpenter, coloca a El Bobo (Brandon Adams), un
negrito en pleno rito iniciático de niño a hombre —cruzando el sol, como
señala el Tarot—, en una casa con vida propia como en La mansión,36 El res-
plandor37 o Barton Fink.38 Craven repite la presencia de la tv, en esta oca-
sión con imágenes de la guerra del Golfo Pérsico (como si la violencia fuera
el centro). Pero, como decíamos al principio, solo es un amague. La quiebra
del ritmo de suspenso es abrupta. Se rompe lo maldito que acecha —la cá-
mara deja de seguir por las espaldas a los protagonistas—, lo que habla de
los polos que se diluyen en un eje salpicado de grotesca jocosidad, cuestión
que permite la confusión entre malo y bueno; o cuando menos, que no se
15 perciban como los estereotipos en los cuales están fincados. 15
Así como Edward Manos de Tijeras, de colores oscuros, concilia
perfecto con los colores pastel de los vendedores de Avon; así como los
freaks de Midian están excluidos de lo negativo pese a sus siluetas visco-
sas y repugnantes, El Bobo puede hacerse amigo de los seres —también
freaks, como La Cucaracha, espléndido personaje— que habitan en el só-
tano del inmueble barroco y carrolliano. El Bobo39 forjará una alianza entre
marginales con derecho a un final feliz, totalmente ofensivo en su ética y estética.
En la exposición de Craven queda disuelta la dualidad.
Otros aportes de La gente detrás de las paredes se hallan en el en-
fermizo entrecomillado que utiliza para revertir lugares manidos y en el es-
pejo-hipérbole que resume traumas sociales. En el primer aspecto Craven
es repulsivo con su viñeta de la pareja que secuestra niños. Tanto Everett
McGill como Wendy Roble rebasan personajes predecesores y los nulifican.
Por ejemplo, conllevan la hilaridad de Masacre en Texas de Tobe Hopper, sólo
que Craven se burla de los caníbales.

35. Otra película que desquicia las fórmulas del terror: Barker, Clive. Razas de la noche (Night-
breed, 1990).
36. Wes Craven, The lasta house on the left (La última casa a la izquierda), Estados Unidos, Sean S.
Cunningham Films, 1972.
37. Stanley Kubrick, The shining (El resplandor), Reino Unido, Estados Unidos, Warner Bros. Pictures,
1980.
38. Joel Coen, Ethan Coen, Barton Fink (Barton Fink), Reino Unido, Estados Unidos, Working Title
Films, Circle Films, 1991.
39. Robert Parrish, The Bobo (El bobo), Estados Unidos, Warner Bros. Pictures, 1967.

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Es importante mencionar que las miradas desorbitadas cumplen un


papel perverso: son muestra de la rabia y expresión demoniaca, que con sus
actos chuscos no corresponden y pierden el icono de la maldad. Da tristeza
ver cómo matan al perro Prince, en una de las equivocaciones más chocan-
tes de La gente detrás de las paredes que, por supuesto, fascina por su ausen-
cia de lógica.
En cuanto a la segunda contribución, Craven enseña el olfato de
Stephen King para sintetizar y amplificar los miedos y fantasías colectivos. El caso
de la mansión como escenario de la claustrofobia contemporánea —estilo
Miseria—;40 la moral conservadora de la pareja como amenaza absolutista;
y la rebelión de los infantes en contra de la represión de la familia, aunque
es en este renglón donde estriba la caída de Craven. Con grandes deudas al
neopanfletismo carpenteriano de Sobreviven,41 alardea con inocencia y restau-
ra la dualidad, eso sí, ya al revés: la otredad alcanza un status moral y ma-
terial distinto. Finalmente, el triunfo de los freaks comandados por El Bobo
sobre la pareja de ultraconservadores, se convierte en forzada venganza
de los pobres contra los ricos. La ambición sucumbe ante la solidaridad de las
criaturas del subsuelo; lo freak derrota a lo normal, como en el filme de Barker; la
aventura es una recompensa que salda años de injusticia.
Creo que más abigarrada salida no podía encontrar Craven. Es fac-
tible que sea una irreverencia deliberada, como si fuera una especie de
provocación ecléctica tipo Salvaje de corazón42 de David Lynch, donde un
16 brutal road movie cruzado con thriller culmina en idiota pero sublime epílogo 16
de cuento de hadas. De todos modos, el maniqueísmo pudo optar por los
puntos suspensivos harto dañados de La raza infernal43 con David Cronen-
berg haciéndola de un Cristo psicoanalista, en vez de la lluvia de billetes
para aliviar a los desdichados vecinos del barrio.
La gente detrás de las paredes representa un caos difícil de dis-
tinguir en el cine gore. Personajes como Leatherface, Jason o el propio
Freddy Krueger en manos ajenas a sus tutores, parecen ya no dar más
sustos. Barker o Stuart Gordon —cómo ignorar al erotómano doctor Hill
de Resurrección satánica— que prometían tanto, extraviaron su sóli-
do mundo. Algo semejante le ocurrió a Craven. Me inclino más por la
chocarronería sexual de Pesadilla en la calle del infierno que por el mal
narrado divorcio contra el formalismo y la ominosidad que es La gente
detrás de las paredes.

40.Rob Reiner, Misery (Miseria), Estados Unidos, Castle Rock Enterntainment, 1990.
41. John Carpenter, They Live (Sobreviven), Estados Unidos, Alive Films, 1988.
42. David Lynch, Wild at Heart (Salvaje de corazón), Estados Unidos, PolyGram Filmed Entertaiment,
Propaganda Films, 1990.
43. Clive Barker, Nightbreed (Razas de noche), Estados Unidos, 20th Century Fox, 1990.

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La épica de la desilusión
Drácula de Bram Stoker

Para Francis Ford Coppola, lo dijo su alter ego Tucker, los sueños son como
los microbios: se pegan. Sin embargo, el romanticismo de Coppola dista en
mucho del sueño de Adán, del poeta John Keats. A pesar de que duerme y
camina por otros espacios tiene un pie en la tierra, sabe que al despertar
la Eva no será verdadera. La imaginación coppoliana no es un repliegue, si
es que se le quiere traducir con terca ideología. Su contra-realidad (Frank
D. McDonell), más bien deshecha el deseo vengador para convertirla en
naturalismo, aunque eso sí, persiste el afán corrosivo de toda fantasía ro-
mántica. En este sentido, la obra de Coppola se podría catalogar como la
novela de la imagen, en caso de que Milan Kundera algún día escriba sobre él, ya
que el juicio moral se suspende para enriquecer las contradicciones: antes
que sentencia, prevalece la descripción.
Este preludio que parecía lejano sirve para enmarcar a Drácula.44 Y
es que en esta versión de la obra de Bram Stoker, la acidez se manifiesta con ma-
yor agudeza que en el resto de sus ficciones. No obstante ser una película por
encargo y con argumento archicodificado, Coppola logra incluir aspectos o cons-
17 tantes personales. Drácula, sin extrañezas, se liga fácilmente a la saga de El 17
Padrino,45 por qué no a Apocalipsis ahora,46 La ley de la calle47 y a su etapa
«rosa» que va de Peggy Sue, Tucker a «La vida sin Zoe», episodio de Historias
de Nueva York48. El nexo, de súbito semeja una categoría generalizante: la épica
de la desilusión. Revisemos la causa.
Primero es necesario ubicar al Drácula de polifónicas lecturas. Es
cierto que Coppola atiende con discreta fidelidad a Stoker. Empero, le da
máximo volumen con la historia del conde de Transilvania —lo que no habla
de que Coppola opte por la realidad en lugar de la leyenda—, y con la incrus-
tación del mito del rebelde que cobija a la novela hermana, Frankenstein, de
Mary W. Shelley. No se sabe con exactitud si este híbrido fue inteligencia de
sus guionistas o interés del propio Coppola. La sospecha de dicho tinglado
obedece a que Roger Corman, maestro de la generación de Coppola, realizó
Frankenstein perdido en el tiempo49, filme que enfatiza el hito del moderno
Prometeo. No importa, de cualquier manera no únicamente debe desnudarse

44. Francis Ford Coppola, Dracula (Drácula), Estados Unidos, Columbia Pictures Corporation, Ameri-
can Zoetrope, Osiris Films, 1993.
45. Francis Ford Coppola, The Godfather (El Padrino), Estados Unidos, Paramount Pictures, 1972
46. Francis Ford Coppola, Apocalypse Now (Apocalipsis ahora), Estados Unidos, Zoetrope Studios,
1979.
47.Francis Ford Coppola, Rumble Fish (La ley de la calle), Estados Unidos, American Zoetrope, 1983.
48.Woody Allen, Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, New York Stories (Historias de Nueva York),
Estados Unidos, Touchstone Pictures, 1989.
49. Roger Corman, Roger Corman’s Frankenstein Unbound (La resurrección de Frankenstein), Esta-
dos Unidos, The Mount Company, 1990.

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la epistemología del Drácula afrankensteianado, porque podríamos extra-


viarnos en un juego sin fin de las analogías para descubrir las influencias. Lo
que trasciende es el aura del monstruo de Shelley.
La circunstancia en que se localiza no puede leerse como simple ca-
pricho del azar. Manuel Serrat Crespo, en su presentación de Frankenstein
señala las características del siglo XVIII, que bien se trasladan a nuestra ac-
tual centuria:

El siglo de las luces, del racionalismo a ultranza, el siglo que


combatió la superstición y divinizó la ciencia, ha muerto por fin. Los
hombres han salido de él más frustrados, reprimidos e inexplicables que
nunca. El hombre, el ‘ser racional compuesto de etc…’ echa una
mirada a su alrededor y no entiende nada, sólo sabe que sufre.50

Se trata de una lección que podemos llamar cíclica. Con lo anterior no se insi-
núa que Coppola sea el Lord Byron posmo ni que su vampiro tenga esa ham-
bre de mal que conduce a la libertad, apuesta que singularizó al movimiento
romántico. Ya se aclaró la distancia entre Coppola y el romanticismo. Lo que
se traza como puente entre las obsesiones dieciochescas y la etapa contem-
poránea, es la esclerosis de los paradigmas y su consecuencia: la vuelta a las
preguntas originales.
En esta línea, El jardinero asesino inocente51 de Brett Leonard
18 fue contundencia pura. Durante un experimento de la realidad virtual 18
—alcanza dimensiones ignotas mediante la computación—, un bruto
asimilaba todos los conocimientos; al obtenerlos se topa con la nulidad
de su registro: ¿para qué le sirven? El filósofo francés Jean-Francois Ravel
en El conocimiento inútil52 dice: «El enemigo del hombre está dentro de
él. Pero ya no es el mismo: antaño era la ignorancia, hoy es la mentira».
Por eso, finalmente el ahora genio quiere revelar el misterio más grande, quién
decide la suerte de la vida y de la muerte, quién es Dios. El jardine-
ro asesino inocente se convertía en una parábola del desamparo que
sucumbía ante el enigma teológico, como Frankenstein, como el gran
Ingmar Bergman; como Drácula.
El Drácula de Coppola es un mito humanizado. Decíamos que
cuando se aleja de Stoker en pro de la historia, no se inclina por completo
a lo verosímil. El relato se finca en la traición. Drácula, centroeuropeo cristia-
no, lucha en contra de los turcos en 1462, que si ganaban, extenderían su
religión, la musulmana. El príncipe Vlad Tepes los derrota; sin embargo, en
una trastada turca, hacen creer a su amada Mina que él ya está muerto.
Ante la noticia, Mina se suicida. Drácula regresa de la batalla y se encuen-
tra con la desgracia: a Dios culpa de la tragedia, por pagarle así su fidelidad.
Dios lo ha abandonado, dice Drácula angustiado y colérico.

50. Presentación de Manuel Serrat Crespo a la novela Frankenstein, 1981. Punto de lectura (es Pre-
sentación, no Prólogo).
51. Brett Leonard, The Lawnmower Man (El hombre del hardín), Estados Unidos, New Line Cinema, 1992.
52. Jean-François Revel. El conocimiento inútil. Primera edición: marzo de 1989. Editorial Planeta, 1989.

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Esta ruptura de la armonía divina es vieja y clásica. Joan Prat Carós en


Las raíces del miedo,53 compara a Frankenstein con los mayúsculos sedicio-
sos de la metafísica. El demiurgo Prometeo padece la tiranía de Zeus. Satanás,
ángel consentido, es exiliado del cielo por Dios, de la tiranía de acuerdo al
poema de John Milton. Y Adán es expulsado por Yahvé del paraíso. En los tres
casos Prat Carós54 resalta que los súbditos penan los castigos de sus señores.
Aunque no es una medida represiva que se le impone a Drácula, sí se establece
el abismo de la fe, impresión de engaño, lo que es suficiente para que Coppola
desarrolle su épica de la desilusión.
Aquí es donde la imaginación romántica de Drácula se percibe como
esencia coppoliana. Recordemos que El padrino I, II y III55 refieren en especí-
fico a la falsa promesa de los emigrados. «Tengo fe en América», decía elente-
rrador a Vito Corleone al empezar la saga. Pero el sueño, como en Drácula,
se desvanece. La América rota muestra a los sicilianos que no hay alternativa:
la mafia les dará rango y comida, los hará sobrevivir. Con igual escepticismo
desangelado, Coppola reprocha en La ley de la calle y Apocalipsis ahora los
frágiles augurios. En La ley de la calle las bandas se extinguían sin visos de
renovación. En Apocalipsis ahora, la cinta útero de la obra de Coppola, la
desesperanza por la guerra y más todavía, por la condición humana misma,
sellaban la cúspide de la desilusión.
Lo curioso de Coppola es que la suspicacia no solo alcanza las pro-
porciones pesimistas de Drácula, El padrino, La ley de la calle y Apocalip-
19 sis ahora, sino que también puede polarizarlas. Ya no con las ínfulas de 19
epopeya, Peggy Sue, Tucker y «La vida sin Zoe», son los espejos invertidos
de Drácula. Las tres comparten con Drácula, paralelo a la coincidencia insur-
gente —contra la falaz promisión: la fe religiosa, el american way of life— su
confianza en el amor. Esta premisa se engrandece aún más en estos tiem-
pos. Coppola nunca lo ha rechazado. Está convencido del amor monogá-
mico, como en Peggy Sue.56 Y está creído del amor familiar, por eso no
recae ante derrotas del sistema como en Tucker y no duda en poner en
práctica la fábula al reunir a los padres de Zoe en Historias de Nueva York.
Es importante mencionar que ni en Peggy Sue el concepto de amor es
bobalicón. El idilio tiene una prueba definitiva: Peggy viaja al pasado para des-
mitificar a un muchacho beat. Más que conformista, el acostón de Peggy sirve
para fortalecer el amor, que resiste la figura de la abolición del tiempo. Por su-
puesto que en Drácula el amor es de las nociones más acabadas de la carrera
de Coppola. Al igual que en Lobos: criaturas del diablo de Neil Jordan, Coppola
desarma la ficción por adentro, con sus propios mecanismos. Lo que hace es,
como señalamos al principio, humanizar el mito.

53. Las raíces del miedo: antropología del cine de terror. Autores: Román Gubern y Joan Prat i Carós;
Editores: Tusquets editores; Año: 1979; País: España.
54. Ibid. Las raíces del miedo: antropología del cine de terror. Autores: Román Gubern y Joan Prat i
Carós; Editores: Tusquets editores; Año: 1979; País: España.
55. Francis Ford Coppola, The Godfather: Part II (El Padrino: Parte II), Estados Unidos, Paramount
Pictures, 1974.
56. Francis Ford Coppola, Peggy Sue got married (Peggy Sue se casó), Estados Unidos, Zoetrope
Studios, 1986.

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Debe tenerse en cuenta que los mitos y cuentos populares subliman


lo sexual. Cada anécdota simboliza un forcejeo erótico que segmenta la
dualidad cristiana. Jordan retrataba a la caperucita roja con ironía. Al lobo,
un joven ardoroso, se le anatemiza. Según el prisma de la autoritaria abuela, el
pretendiente de su caperuza era un animal lascivo que acechaba a la nieta.
Con Drácula sucede algo semejante. En la casi totalidad de las versiones,
el conde encarna el mal, pasión desenfrenada. Para Drácula estaban ne-
gados los dones del amor virginal. Sin embargo, con Coppola se sintetiza el
conflicto. Incluso, es de resaltar el hecho de que la dualidad no opera con nitidez
en Drácula. Como maligno o demoniaco no se plasma. Pasión y amor van
juntos. Y tan es así, que Mina sucumbe ante Drácula y Jonathan Harker cede
al ver que su esposa en verdad lo quiere («somos los locos de Dios»). Es pues,
para el romántico de Coppola, el amor carne-espíritu el asidero que suple y
mantiene a flote al hombre en el mar de mentiras, en el vacío existencial, en la
urgencia de Dios.
Con lo que respecta a la narración, Coppola confirma que es uno de los
herederos de Orson Welles. Además, me parece que el mérito se infla, ya que
en Drácula el guión carece de los laberintos dramáticos de sus anteriores pelí-
culas. Es cierto que los rasgos románticos del mito del rebelde le añaden peso
a la trama. Pero el relato más o menos es de estructura lineal y de sobra co-
nocido. Quizá sea que el glamour de los Corleone haga pensar así. Lo cierto es
que la sintaxis coppoliana alcanza niveles de un armado complejo que hasta
20 podría superar las genialidades de La ley de la calle. Y es que los hallazgos de 20
Coppola en Drácula están limados con neurótico montaje —de la pluma de un
pavo real pasa a un túnel—, utiliza recursos de toda la historia del cine —hace
un breve homenaje al interior: la llegada del tren— y hurta las fórmulas de El
padrino para levantar la tensión.
El prólogo es de antología por el crisol de empalmes entre escena
y escena. Pecado en el cine es contextualizar a base de carteles: el cine es
aventura icónica, no literatura. Grandes directores como Ridley Scott en Blade
Runner57 y James Cameron en Terminator58 se han visto obligados a emplear
la letra impresa. Coppola hubiera hecho lo mismo y no disminuiría su labor
visual. Sin embargo, reta a su capacidad desde el inicio. La voz en off es apoyada
por un sinnúmero de imágenes-remate para darle un matiz histórico. La crisis del
cristianismo: una cúpula que oscurece y una cruz que se desbarranca al suelo. La
batalla de Drácula contra los turcos es filmada a contraluz con fondo rojo para
subrayar la hiperviolencia de la silueta (un soldado atravesado por una lanza,
se resbala para encajársela aún más). O el suicidio de Mina, que es un auténtico
abismo, con la cámara que sigue en el aire a la mujer que se tira desde lo alto
del castillo.
Otro aspecto de soberbia concreción es la ubicuidad de Drácula.
Para captar su lenguaje ominoso, Coppola es variado. Aunque no crea at-
mósferas de terror clásico —burdos sobresaltos o efectismos con la san-
57. Ridley Scott, Blade Runner (Blade Runner), Estados unidos, Hong Kong, Shaw Brothers, Ladd
Company, Warner Bros., 1982.
58. James Cameron, The Terminator (Terminator), Estados Unidos, Pacific Western, 1984.

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gre—, la presencia del conde siempre machaca los espacios. Por ejemplo,
en la llegada de Harker a los dominios de Drácula, Coppola enseña una
plétora de utensilios quiméricos como el fuego azul, los caballos a veloci-
dad lenta y las sombras autónomas de Gary Oldman. Pudiera interpretarse
como una ofrenda al expresionismo alemán, al Nosferatu de F. W. Mur-
nau y al Nosferatu de Werner Herzog. Coppola sabe del significado germano de
los contornos: romper la objetividad con la extensión de los sentimientos.
Las líneas sesgadas de la arquitectura señalaban la angustia. La sombra
alargada del doctor Caligari de Robert Weine puntualiza la siniestra efigie. Con
Coppola las sombras independientes del cuerpo, se leen como los deseos
reprimidos, debate de identidad, pugna con lo otro: mientras platica con
Harker, la sombra de las manos
intenta ahorcarlo. La ubicuidad de Drácula también se nota con su
mirada en las nubes que vigila la travesía de Harker, como luz verde que
recorre el campo o como el cambio de terrible bestia a decenas de ratas.
La sorpresa de Coppola son los pasajes eróticos de Lucy y Mina,
y de Harker con las vampiresas. En ambos casos la lubricidad se desata,
como la tormenta que anuncia la llegada de Drácula al Londres de finales del
siglo pasado. A Harker le invade la seducción de las mujeres fantásticas que
surgen de la cama o que están pegadas una con otra (barroco adefesio de
la voluptuosidad). Por su parte, con Lucy y Mina es más intrépido, cuestión
inusual en él. Con la lluvia tienen su revelación sexual, un desliz lésbico. El
21 capítulo de los instintos que se alebrestan, concluye con el onirismo de la 21
bestia en que se transforma Drácula para copular en el jardín con la exci-
tada Lucy. Coppola concibe la secuencia de acuerdo a los parámetros del
guía, o sea el conde: la erótica es juego, es desbordante imaginación.
Sobre la fórmula de El padrino que Coppola toma de muleta, es un
elogio de la espiral, término de Umberto Eco para denominar la variante
a partir de igual fuente. Coppola es circular, estalla valores encontrados
mediante una narración paralela. En El padrino I, comparaba el bautizo con
la masacre de los capos de las familias que se oponían a Michael. En El
padrino III, la ópera contrasta con el complot en el Vaticano. Choque de be-
llezas, de estéticas: el rito y la muerte, la música y la sangre. Drácula alterna
el casamiento de Mina y Harker con el truculento crimen de Lucy. La furia
de Drácula repela frente al cristianismo. La fórmula consigue unir los ex-
tremos y a la vez imprime el ritmo climático que requiere el desarrollo de
los protagonistas.
Todo esto demuestra que Coppola es uno de los mejores narrado-
res contemporáneos. Drácula le sirvió para reiterar su don balzaciano y su
afán romántico, virtudes que cumplen con plena vigencia el ascenso de la
imaginación como obra de arte.

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Una pasión lóbrega: la


venganza contra la vida
Entrevista con el vampiro

¿Qué es un vampiro? Encrucijada de la fe. Erupción de las pasiones oscuras.


Reto a la creación todopoderosa. Revuelta contra el silencio de Dios. El ansia
romántica de ser maldito. Vértigo por la cima. Deseo afiebrado por la inmortalidad.
Y todavía más.
Los vampiros no podían quedarse con el estigma de la Industria
Hammer, que convirtió a los personajes en arrinconados dislates. Lo maligno
carecía de contexto, de esos panales referenciales que ofreciesen un corpus
multivalente, es decir, de historia. Christopher Lee, con presencia ominosa y
ubicua, hizo famoso el efecto hasta encumbrarlo y cincelarlo en estatua. Las
causas del vampiro las hallamos recientemente; ni siquiera el Nosferatu1 de
Murnau se propuso tamaña empresa. Fue Werner Herzog, quien con Nosfe-
ratu2 empezó la humanización del conde. Francis Ford Coppola, en Drácula3,
consigue un prólogo excepcional: la rebelión del noble es resultado, él lo cree
así, de una mala trastada religiosa. Se siente traicionado después de luchar
en defensa del catolicismo, puesto que su recompensa es paradójica por no
22 situarla en la desgracia: la soledad embarga su vida tras la muerte del amor. 22
Entrevista con el vampiro4 es una película que también aporta matices
para humanizar la cultura vampírica. Anne Rice, la autora de la saga novelís-
tica de Lestat (Tom Cruise en el filme), subvierte en diversas aristas los mitos
populares que extrapolan a Drácula. De hecho, el libro Confesiones de un vam-
piro, es una bien pensada desmitificación. Es deliberado el objetivo hasta en la
insolencia metalingüística que agrede a Stoker. La primera fuente: el vampiro
es «producto del delirio de un irlandés loco». Incluso, se eliminan todas las su-
percherías que confían en los ajos y crucifijos para alejar al maligno. Es más,
Rice diluye los orígenes europeos con el frustrado periplo de Louis en busca de
los antepasados (nada más encuentra zombis «comunes»).
Esta intención de desmontar la extrapolación del mal —su encajona-
miento indicando represión sexual—, coincide con el director de la cinta. En
Lobos: criaturas del diablo5 Jordan destroza —o enriquece— Caperucita Roja

1. F. W. Murnau, Nosferatu, eine Symphonie des Grauens (Nosferatu, el vampiro), Alemania, Jofa-Ate-
lier Berlin-Johannisthal, Prana-Film GmbH, 1922.
2. Werner Herzog, Nnosferatu: Phantom der Nacht (Nosferatu, el vampiro de la noche), Alemania
Occidental, Francia, Gaumont, Werner Herzog Filmproduktion, Zweites Deutsches Fernsehen (ZDF),
1979.
3. Francis Ford Coppola, Dracula (Drácula), Estados Unidos, Columbia Pictures Corporation, Ameri-
can Zoetrope, Osiris Films, 1993.
4. Neil Jordan, Interview with the vampire: The vampire chronicles (Entrevista con el vampiro (Cróni-
cas vampíricas), Estados Unidos, Geffen Pictures, 1994.
5. Neil Jordan, The Company of Wolves (Lobos, criaturas del diablo), EUA-Reino Unido, Chris Brown,
Stephen Woolley, 1984.

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al mirar a la licantropía como una alucinación fruto del temor por el erotismo
liberado. Seguramente el libro lo sedujo por la enorme carga de ambigüedad
que no ceja ante la linealidad, y que Jordan maneja a sus anchas en Juego de
lágrimas6.
La traslación a imagen es acertada. El guión lo redacta la propia Rice,
cuestión que favorece la fidelidad al espíritu del texto. Quizás destaque un
reparo en lo que se refiere a la ubicación psicológica de los personajes. Mien-
tras que Rice, perversamente, narra con cierta lentitud —la atención se abre
plena, puerta nítida— la conversión desgarrante de Louis (Brad Pitt) a vampiro,
Jordan la tijeretea, por noafirmar que la suaviza. ¿Acaso habría que echarle la
culpa al tiempo cinematográfico que no permite la extensión descriptiva en pro
de la huera elipsis? Incluso, da la sensación de un gótico light, que apresurado
y al estilo solapa (datos generalizantes), nos plantea el dilema dionisiaco de
Louis. En cambio, Rice escribe:

Yo veía mi transformación en vampiro desde dos puntos de vista. El


primero era simplemente de encantamiento. Lestat me había abru-
mado en mi lecho de muerte. Pero el otro punto de vista era mi deseo
de autodestrucción. Mi deseo de estar absolutamente maldito.

En el libro la despedida de la luz tiene un magma poético que transcurre en dos


dimensiones. En la película no se omite, sin embargo no alcanza espesor. Dice
23 la novela de la despedida del alba: 23

La última madrugada la recuerdo claramente; sin embargo, pienso


que antes no me había acor- dado de ningún amanecer. Recuerdo que
primero la luz llegó a las puertas vidrieras, algo pálida detrás de las
cortinas de lazo, y luego un rayo cada vez más grande y más brillante
se paseó entre las hojas de los árboles. Por último, el sol traspasó las
mismas ventanas y el lazo quedó en som- bras desde el suelo de pie-
dra y, en todas partes, se veía la forma de mi hermana, que aún dormía,
con sombras de la cortina en el mantón sobre sus hombros y cabeza.

El umbral de la inmortalidad, con todo lo que ello implicaría —un poder sin
límites— parece no ser suficiente para la vida vampírica. Aunque con sus dife-
rencias, tanto Lestat como Louis permanecen «comunicados» o dependientes
con su existencia vespertina. ¿Acaso el rencor ata al primero? ¿Acaso la nos-
talgia no deja en paz a Louis?
La clave de Neil Jordan para aglomerar dicha contradicción es el •cas-
ting. La elección de los actores, pese a las críticas, se acomoda a los requeri-
mientos novelísticos. Anne Rice insistía en que Rutger Hauer o Jeremy Irons
interpretaran a Lestat en lugar de Tom Cruise. Hauer hubiera sido un excelente
Lestat, pero Irons no. Se necesitaba un efebo ambicioso, como Cruise; Jeremy
corresponde más a una línea clásica. La camada de criaturas noctámbulas

6. Neil Jordan, The Crying Game (Juego de lágrimas), Irlanda, Reino Unido, Miramax, 1992.

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obliga a trazar un paralelo con La fuga7 de Tony Scott, pues la fabricación de


personajes —su look—, es minuciosa.
Tal vez Jordan no concreta ampliamente la crueldad de Lestat, sobre
todo si pensamos en los episodios del libro donde Louis mata al padre de Les-
tat en presencia de éste o si evocamos los motivos materialistas que orillan
a Lestat a perseguir a Louis. Empero, acierta en la relación seductora entre
Louis y Lestat. Además, el discutible humor negro, exento en la novela, intenta
empatar la sevicia que se ningunea en el planteamiento; habrá que señalar que
la risa cáustica elimina el romanticismo acostumbrado, cuestión que molesta
a los críticos. En lo personal no me disgusta ni la vampirita Claudia (Kirsten
Dunst) ni el cambio del epílogo. Mientras que en el texto se usan los abiertos
puntos suspensivos que dejan a la libre interpretación si el periodista se topa
con Lestat, Jordan arriesga al enfrentarlos. Y su aventura suena bien al in-
cluir la sardónica «Simpatía por el Diablo» de los Rolling Stones, tema azaroso
que sirve de pretexto para la conclusión feliz y chocarrera de Lestat. Los otro-
ra personajes condenados al ostracismo existencial (vampiros y psicópatas
como en NBK8 de Oliver Stone), son favorecidos por el destino.
La conciencia del mal y la victoria del remordimiento se congelan a la
perfección en Brad Pitt. Su aura de sonámbulo, perdido en la lluvia de Nue-
va Orleáns matando animales, combina con el hechizo velado que se le nota
cuando observa y sigue a Lestat. El mismo vértigo temeroso, que no reprimido,
Jordan lo desarrolla en Juego de lágrimas. Stephen Rea navega, al igual que
24 Pitt, por la ambigüedad, y que conste que no únicamente sexual sino también 24
moral: un terrorista y un vampiro humanistas, con la culpa de llevar a cuestas
una supuesta negación.
Cargados hacia lo «malo», los protagonistas padecen la contradicción. La
tesis es clara. Tras la apariencia de la «inmoralidad» desatada se encuentra un
entrampado inocente, hipnotizado por la violación de las leyes del creador. Se
recorre la angustia de la máscara-cárcel de la ficción posmoderna (Batman9/
Tim Burton), que rompe con el esquema folklórico de la simulación a través del
deseo o la burla, como en el carnaval. El interior que se transparenta evidencia
el sufrimiento.
Rea y Pitt representan a esos prisioneros axiológicos. La clave para
plasmar la paradoja son, por supuesto, las miradas. Jaime Moreno Villa-
rreal10 en «La esfinge magnética» desarrolla una hipótesis química sobre la
obra de Gustave Moreau que sirve de muleta para comprender Entrevista
con el vampiro. Moreno asegura que la correlación visual la marcan los ojos;
casi obvio. Sin embargo, los edipos de Moreau dominan porque manejan a su
voluntad el flujo vital de energía. No es el simple aguzamiento del ceño, sino

7. Tony Scott, True Romance (La Fuga), Estados Unidos, Morgan Creek Productions, 1993.
8. Oliver Stone, Natural Born Killers (Asesinos por naturaleza), Estados Unidos, Regency Enterprises,
1994.
9. Tim Burton, Batman (Batman), Estados Unidos, PolyGram Filmed Entertaiment, The Guber-Peters
Company, 1989.
10. Artículo de Jaime Moreno Villareal “La esfinge magnética”. Revista “Vuelta”. Año: 1994. Número
217. México.

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una capacidad orgánica que subyuga. Jordan al respecto es preciso: Louis


es atraído por el magnetismo de Lestat. Pitt, con su gesto agachado, acaso
falto de firmeza, tiene una mirada melancólica; en tanto que Cruise, por me-
dio de su cónico físico ejerce la fuerza. En este contraste Jordan deposita
el as de la narración. Pareciera que el enigma de la esfinge de Moreau, el
éxtasis de la neutralidad de sus ojos, se apoderara de Louis y su penitencia.
Contemplar el tiempo. Cómo pasa y cómo erosiona. ¿Habrá peor perversión
que la inmortalidad del vampiro?

25 25

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Cine contexto Raciel D. Martínez C2

Capítulo 2
la otredad

Figuras al pie de una crucifixión


Cabeza de borrador

¿Qué ruptura plástica avizora el cine, en un cambio de siglo? El arte moder-


no irrumpió con agresiva rabia con las corrientes vanguardistas, desde las
fieras francesas a los cubistas Picasso o Braque. El cine coincide en parte.
Aunque no con los aportes tan diversos y aventurados de la pintura, enseñó
un poder innovador con el expresionismo alemán, el neorrealismo italiano —
más en temas— y la nueva ola. Sin embargo, la etapa contemporánea ha traído
consigo un serio estancamiento. La estandarización cinematográfica carece de
novedades y riesgos. Los hermanos Coen inyectan fresca rebeldía en la narración
y en ciertos rasgos estilísticos. Los ingleses Sally Potter, Peter Greenaway y
Terence Davis añaden conceptos originales con sus exuberantes escenogra-
fías (épica ambiental); la neozelandesa Jane Campion, por otra parte, invierte
26 los emblemas románticos y los libera del kitsch. Pero son excepciones, el cine 26
continúa —tal vez por la escasez de guiones— sin hallar un lenguaje propio a
sus anchas, pleno en caprichos dimensionales.
David Lynch despuntó por su postura ambigua, tanto de forma como de
contenido. Lynch es un director que pinta. Confecciona sus escenas a partir
de la técnica y perspectiva espacial pictóricas. Si los lienzos no requieren mo-
verse para relatar, sus cintas también dan la sensación de inmovilidad. Afirma
que con diseñar unas sesenta o setenta secuencias, esbozadas en hojas de
papel, ya tiene el filme. A diferencia de los taquicárdicos de la cámara —diga-
mos Martin Scorsese o el último Walter Hill— Lynch prepara postales que sean
unidades narrativas, capítulos integrales y redondos. La Potter en Orlando1
realiza algo semejante, sólo que a ella nada más le sirve de catapulta la pe-
rennidad de lo «posado», pues se desprende hacia la búsqueda de territorios
que, incluso, invaden los campos; se trata de una directora que otorga volu-
men al biombo plano. Greenaway, como en El cocinero, el ladrón, su mujer y su
amante2 y en La panza del arquitecto3, se impulsa con las texturas fijas para ir
recorriendo el tramposo e inteligente museo existencial —sus travellings son
perversos: contrarios al pincel, develan imágenes preconcebidas—. Lynch no
comparte la bifurcación de Potter ni los metalenguajes de Greenaway; se ins-

1. Sally Potter, Orlando (Orlando), Inglaterra, Coproducción GB-Rusia-Italia-Francia-Holanda, 1992.


2. Peter Greenaway, The cook, the thief, his wife & her lover (El cocinero, el ladrón, su mujer y su aman-
te), Francia, Reino Unido, Films Inc., Allarts Cook, Elsevira, Erato Films, Erbograph Co., Vendex, 1989.
3. Peter Greenaway, The belly of an architect (El vientre de un arquitecto), Reino Unido, Italia, Mondial,
SACIS, Film Four International, Tnagram Film, British Screen, Hemdale Group, 1987.

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Cine contexto Raciel D. Martínez C2

tala, es fijo, confía en la seducción queprovoca la excarcelación del sentido,


su rondar por las pistas falsas y las cajas chinas y las muñecas rusas en
una sola pieza.
El anhelo de pureza es claro. Win Wenders se ha echado a cues-
tas el reto de llevar a la sintaxis cinéfila la dinámica natural de las cosas, la ero-
sión irreversible del tiempo. La distancia que emprende disgusta a quienes
se acostumbran a las frases gastronómicas (Umberto Eco), aquéllas que
conducen hacia lo deglutido, las que eliminan el accidente o el azar amoral.
Lynch obliga a los objetos a revelar su otra identidad, misterio que perma-
nece en su propio organismo (el tío de Salvaje de corazón4 que se pone
cucarachas en el ano). La crudeza de sus historias apela al primitivismo
que se esconde en lo civilizado; en Terciopelo azul5 y Twin peaks6 la noche
estimula al instinto bien domado por las apariencias diurnas. La anorma-
lidad que atrae a Lynch se refugia o se disfraza como incógnita tras una
delgada tela. Por eso dice que para pintar prefiere sus dedos, «si pudiera, morde-
ría mis cuadros». El meollo de Lynch descansa en una neurosis atomizada en
exceso que se debate entre fronteras poco vigiladas.
La entraña. En Dragón rojo, libro de Thomas Harris, el duende
dientudo se halla copado por un icono de William Blake. Cuando lo devora,
cree haberse desecho de la tortura esquizofrénica. Empero, ahora el dia-
bolismo de Blake, como inquilino que amenaza la caverna, se hospeda en las
entrañas. Lynch confiesa que en la Galería de Marlborough, Nueva York, se
27 impresionó ante la obra de Francis Bacon.7 Curioso, la deformidad angustiante 27
del pintor no se refleja de manera llana. Quizás, como el duende dientudo, Ba-
con se aloja, está atorado, en la oscura traza de David. Ese doble ya citado
expande la retina al máximo, con furia, pero no se representa con brutali-
dad. Una especie de expresionismo reprimido nos ofrece claves: inocencia,
histeria, la ventana con fondo de ladrillos, Bacon, los surrealistas.
La violencia de Eraserhead8 no está supeditada al efectismo que in-
tenta espantar a golpes de zoom o música estridente. La incongruencia malsana
—deliberada en su cínica estática— obliga al arbitrario juego de analogías. Ello
le permite a Lynch disentir de los paradigmas clásicos. Guillermo Cabrera In-
fante9 logra captarlo, cuando separa sus influencias: el surrealismo es claridad
atroz, el expresionismo es claroscuro. Debe más a la estepa cromática que a lo
radiante. Eraserhead es el ensayo catártico de donde parte David para integrar
dicho cosmos. Terciopelo azul o El hombre elefante,10 tienen obvias deudas
4. David Lynch, Wild at Heart (Salvaje de corazón), Estados Unidos, PolyGram Filmed Entertaiment,
Propaganda Films, 1990.
5. David Lynch, Blue Velvet (Terciopelo azul), Estados Unidos, De Laurentiis Entertainment Group
(DEG), 1986.
6. David Lynch, Twin Peaks: Fire walk with me (Twin Peaks: El diario de Laura Palmer), Francia, Esta-
dos Unidos, New Line Cinema, CiBy 2000, 1992.
7. Francis Bacon (Biografía), 2016, de Andrew Sinclair.
8. David Lynch, Eraserhead (Eraserhead: Cabeza de borrador), Estados Unidos, American Films Ins-
titute (AFI), Libra Films, 1977.
9. Recomendable lectura de un literato que incursiona en el terreno de la crítica cinematográfica:
Cabrera Infante, Guillermo, Un oficio del siglo XX, Ediciones R, La Habana, 1963.
10. David Lynch, The Elephant Man (El hombre elefante), Reino Unido, Estados Unidos, Brooksfilms, 1980.

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con Cabo de miedo,11 como las tenues luces de las lámparas que vuelven noc-
turnos la mitad de los cuartos o las aberraciones físicas. Lynch, ni en sus pin-
turas ni en sus películas, utiliza la viveza del color. El minimalismo es básico,
adicto a los tintes del sueño, más concreto, de la pesadilla; Eraserhead, rodada
en 1976, es verdad lo que escribe Cabrera, parece un trasplante de principios
de siglo. Al respecto, en La trama soñada, Daniel González Dueñas marca las
diferencias entre Lynch y Luis Buñuel, a los que tercamente intentan reñir. La
ilustración de El perro andaluz12 es imposible (el nexo más bien es con Salva-
dor Dalí: las hormigas de la oreja de Terciopelo azul). Se yuxtaponen elemen-
tos fuera de contexto para atropellar a la lógica.
En el otro polo, la obra de Lynch son imágenes posibles. Se relacio-
nan elementos confusos, pero que sí emergen de un mismo sitio: la en-
fermiza subversión de los obstáculos psicológicos de la utópica felicidad
plena. De ahí que se insista en que la prosa lynchiana sea esquizoide.
Lo que oculta es una visión torcida que olfatea negros hasta en
los más apacibles pueblos, como en Twin peaks. Si guarda el útero de una
querida amiga, un trozo de Bacon se puede albergar en el estómago, como
la pantera de Rilke enjaulada en el Robert de Niro de Despertares13 (Penny
Marshall). Los puentes que podemos construir para acercarnos a la raíz
de Lynch son misteriosos. Lynch se impresiona con Bacon, al igual que
El Guasón de Tim Burton en Batman,14 que solamente respeta el descuarti-
zamiento en medio del florecer artístico del arte griego y renacentista. Y Bacon,
28 ¿con quién se impresionó? Con Odessa.15 La famosa escalinata de El aco- 28
razado Potemkin16 turbó al pintor. Los close ups hiperreales, donde los
gestos se deforman, donde se exalta el drama, se ligan fácil a Francis. La
mujer con los quevedos, cuyo ojo sangra, transfiguró su imaginación, dice Marie
Seton.17 La biógrafa de Eisenstein apunta que la obsesión llegó al límite: le
dedicó un cuadro, «estudio para la niñera en el filme El acorazado Potem-
kin». Sin embargo no quedó conforme. Fue un fracaso, según Seton, la aproxi-
mación a la intensidad del ruso. Nietzsche llora si azotan un caballo; Bacon
mira horrorizado al cosaco que agrede a la mujer. Odessa sí se refugia
en la obra de Bacon. El aura que resta después de la tragedia—pólvora
convertida en humo—, la plasma en los rasgos torcidos, tensión animal
y expresión distorsionada. Se trata de una cronología de la desgracia. La
introspección cambia escenario: Salvador Elizondo, en Farabeuf, a partir

11. Martin Scorsese, Cape Fear (Cabo de miedo), Estados Unidos, Amblin Entertainment, TriBeCa
Productions, 1991.
12. Luis Buñuel, Un chien andalou (Un perro andaluz), Francia, España, Luis Buñuel, 1929.
13. Penny Marshall, Awakenings (Despertares), Estados Unidos, Columbia Pictures Corporation, Par-
kes/Lasker Productions, 1990.
14. Tim Burton, Batman (Batman), Estados Unidos, PolyGram Filmed Entertaiment, The Guber-Pe-
ters Company, 1989.
15. Ronald Neame, The Odessa File (Odessa), Reino Unido, Alemania Occidental, John Woolf Produc-
tions, Oceanic Filmproduktion GmbH, Columbia Pictures Corporation, Domino Productions, Houts-
nede Maatschappij N.V., 1974.
16. Sergei M. Eisenstein, Bronenosets Potyomkin (Battleship Potemkin) (El acorazado Potemkin),
Unión Soviética, Goskino, 1925.
17. Sergei M. Eisenstein : una biografía, Seton, Marie, Fondo de Cultura Economica (FCE). 1986.

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de la fotografía de un suplicio chino, construye una novela; «somos —dice


Elizondo— una acumulación de palabras […] Somos el recuerdo, casi perdido,
de un hecho remoto».18 El rostro humano, primero, estalla con vesania en El
acorazado Potemkin; luego, el rostro humano se empieza a desintegrar con
Bacon; ahora, el ánima se diluye por completo con Lynch. El Guasón, enton-
ces, el artista suicida, es la ironía más circular: el expresionismo abandona
su plaza de mártir.
El aborto de la fe. Hay una ladera que conduce, sin señales, a idén-
tico camino. El cine gore coincide con Bacon. Los directores del género es
difícil que asistan a Marlborough. Los símbolos son, en todo caso, traumas
universales, como la putrefacción que huye de la belleza. Andrzej Zulaws-
ki, del que es más simple intuir vecindad alguna con Bacon, toca las fibras de
la descomposición. El cuerpo que se convierte en monstruo es el muro que
se derrumba en Posesión.19 La bofetada al ideal apolíneo, en extenso ha
sido analizada por Andrés de Luna. Isabella Adjani, en la danza tribal del
metro, aborta la fe. Después, inquieta el molusco que folla, es uno de los
seres que reta a la razón por desprenderse o desdoblarse a partir de la
pérdida de control del hombre. En este sentido el pintor no esboza aliens,
sino infortunios interiores, esos abortos que son tragados. Regresamos a
la esquizofrenia. Bacon define a la pintura como la representación sobre el lienzo
de nuestro propio sistema nervioso. En sus «Tres estudios para las figuras al pie de
una cruxificción», un extraño animal abre su boca. Fisonomía indeterminada,
29 muestra sus dientes como si gritara de euforia o se lamentara. Una joroba 29
repugnante inicia el cuello desnudo que semeja un falo.
Lynch en Eraserhead incluye un monstruo como hijo del matrimonio
de Henry Spencer, que evoca e invoca a la figura al pie de la cruxificción. Cabre-
ra Infante intenta precisarlo: un feto, como cabra desollada, bala durante
la madrugada. La impotencia de Henry para integrar una familia es vista
en su nivel grotesco. Sublime ridículo que arriba a su cumbre cuando el
feto ríe —viscoso, pequeño, tierno, repulsivo. La mofa no pertenece al shocking,
no es la silueta que dosifica su fealdad para que de repente se recurra a los
sobresaltos. Tampoco el sonido le sirve a Lynch para subrayar el capricho
orgánico. El Cristo sufre mientras la criatura se explaya —el degradante
erotismo del suplicio de Elizondo. El hijo de Spencer, un freak, es la sombra
que asedia al inocente desempleado, a quien abruma el exterior con sus
constantes pesadillas. El aborto de la fe (De Luna) molesta a Henry que,
como posteriormente hacen los hermanos Coen en Barton Fink20 (estética
calcada: los copetes atónitos, la incertidumbre como sello), está de paseo
por la muerte de la mente. Cuando el alterado génesis de Barton lo ubica
ya despierto del sueño de Adán —la misión justiciera del intelectual es inútil— o
cuando Henry Spencer es orillado a cortar las vendas del feto, el expresionismo se
petrifica. Edvard Munch, por citar un escalón previo a la mudez visual, se sus-

18. En Elizondo, Salvador, Farabeuf: la crónica de un instante. Joaquín Mortiz. 1967.


19. Andrzej Zulawski, Possession (Posesión), Francia, Alemania Occidental, Gaumont, 1981.
20. Joel Coen, Ethan Coen, Barton Fink (Barton Fink), Reino Unido, Estados Unidos, Working Title
Films, Circle Films, 1991.

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pende en El padrino III21 de Francis Ford Coppola; con Lynch los quevedos
de Eisenstein no son la alarma patética, sino una frialdad que carece de
centro y de cara.
Otro cuadro de Bacon anida en Eraserhead. De hecho, el papa Ino-
cencio X de Velázquez es una composición recurrente en distintas plás-
ticas, como el propio gore que extrae su fantasmagoría descontextuali-
zando las ciencias esotéricas. Un papa, sobre todo en las fotografías, se
preocupa por el prestigio. Se procuran iconos benignos que no afecten su
misión propagandística. Bacon pinta a partir de fotos. Los papas en su obra
son vistos por el filtro pesimista. Inocencio X, desde una interpretación ideo-
lógica, podría calificarse como una impostada degradación. Pero el pincel de
Bacon no es político. El macabro alarido de Inocencio no es para enfatizar
una maldad que no deja traslucir la hipocresía. Inocencio sufre y está solo.
Soledad como la de Henry.
El punto terminal de la pesadilla del teatro alude a Bacon. ¿Qué le
sucede a Spencer con la dama barbuda que aplasta espermas o bichos gi-
gantes? Su espíritu se diluye. La cabeza está borracha en el caos. A Henry
le vuela y cae al suelo, iniciando un viaje —éste sí— surrealista, dentro de la
misma pesadilla: un charco de sangre cubre la pantalla, la cabeza se hunde
y se introduce a un mundo ignoto donde le destapan el cráneo y lo recoge
un niño. Inocencio X es alma que se disipa, la cabeza es pequeña; en Spencer,
repentinamente, emerge una minúscula cabeza, yace encima de su tronco una
30 absurda goma. El hombre que extravía su dominio de sí, se convierte en 30
una criatura transitoria de carne y sangre. Clive Barker en Puerta al infierno22
reproduce al máximo la obsesión baconiana (dilema estilizado en el cine de David
Cronenberg). El cuerpo se transforma hasta arribar al ridículo. Lo orgánico es el
castigo irremediable. El otro inocente de Lynch que sufre el embate de la crueldad
es El hombre elefante, capricho literal, de la naturaleza.
El primer largometraje de Lynch es un desfile de ánimas que no pueden
salir a penar. Eraserhead es carnaval afásico. Nadie le ha preguntado a Lynch
qué película se devoraría, como dice respecto a sus lienzos. Eraserhead se-
ría la agraciada, ya que parece que en lugar de cámara utilizó para filmarla sus
propios dedos.

21. Francis Ford Coppola, The Godfather: Part III (El Padrino: Parte III), Estados Unidos, Paramount
Pictures, Zoetrope Studios, 1990.
22. Clive Barker, Hellraiser (Puerta al infierno), Reino Unido, Cinemarque Entertainment, Film Futures,
Rivdel Films, 1987.

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Un furtivo soñador a salto de mata


Corazones en conflicto

Los héroes del folletín molestan por su gratuita perfección. Tom Cruise,
a base de tanto close up, es el paradigma a agredir. Sin embargo en el
otro extremo también se localiza soberbia. En las ovejas negras, hay, por
supuesto, hidalguía. De repente, un falso éxtasis colma el rostro de una
víctima cuando trata de evidenciar que es producto de la incomprensión.
Los jipis sufrían porque no eran el centro. Milos Forman en Hair1 capta
los desplantes que exigen, no una pizcacha de atención, sino que el resto
acate su cosmos autoritario. Saltos, sonrisas estiradas y el hostigamiento
floral, berrinches de la intolerancia.
Existen ovejas negras cuya inocencia se consiente. Humphrey Bo-
gart se recluye en el gesto adusto. James Dean no superó la triada psicoa-
nalítica para terminar demostrando que no era gallina; Eisenstein, en cam-
bio, que sí leyó a Freud —admiró a Da Vinci y a Marx— no cayó en el garlito
Oscar Wilde y no tuvo problemas para sublimar su homosexualidad. Jim
Morrison, amo del capricho, se equilibró en cornisas; empero, no enseñó
capacidad neurótica y finaliza desbarrancándose, seducido por el vértigo de
la pureza imposible. En todos ellos habría la disculpa de la sinceridad. Los
31 que siguen, muchas veces espejos distorsionados de quienes emulan, son 31
modelos de pastiche. A estas alturas se mantiene la postura contestataria,
la provocación del estereotipo.
La diferencia semeja una revancha. Más que el establecimiento de un
territorio ajeno en medio de la uniformidad, da la apariencia de un totalita-
rismo disfrazado. A lo mejor la envidia del control invade al paria.
El polo opuesto se halla no en elenfrentamiento ideológico. Los
discapacitados física y mentalmente muestran el cobre, su ambición se-
creta por la compasión. Oliver Stone es el maestro del melodrama. Otro
cineasta que resalta en este renglón es Peter Weir. A Jeff Bridges y sobre
todo a Robin Williams, les ha encomendado papeles que lucen deslum-
bramientos espontáneos. Seres apocados emergen como genios. Williams
—confrontarlo con Richard Gere en Mister Jones2 de Mike Figgis—, es el
reverso explosivo del Dionisio: la felicidad por asalto. Jim Sheridan en
Mi pie izquierdo3 acierta con una visión amarga del tullido: los matices
rompen con la idea del héroe caído.
En los noventa los catálogos se agotaron. La posmodernidad, por
desventura estética o por suertudo tino, incluye personajes extravagan-
tes que en varios casos anulan la pose de la oveja negra. Nerd o freak,

1. Milos Forman, Hair (Hair), Estados Unidos, CIP Filmproduktion GmbH, 1979.
2. Mike Figgis, Mr. Jones (Mr. Jones), Estados Unidos, Rastar Productions, 1993.
3. Jim Sheridan, My left foot: The story of Christy Brown (Mi pie izquierdo), Reino Unido, Irlanda, Gra-
nada Television, Ferndale Films, Radio Telefís Éreann (RTÉ), 1989.

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inclasificable antihéroe, es el Sam de Corazones en conflicto4 . El director


Jeremiah Chechik decide por Johnny Depp, silueta dúctil, y como su novia
elige a Mary Stuart Masterson. Tim Burton en El joven manos de tijera5 diseña
a Depp con curia para invertir los sentidos en un rígido carnaval cromá-
tico. Depp no se enlaza al grupo llamado brat pack, que han derivado ha-
cia estilizadas figuras sexi. Depp, más bien, es afín a los camaleones azarosos. A
Tony Scott en La fuga6 sólo le faltó incluir en su casting a Johnny. Gary
Oldman se esconde en rebuscados outsiders, en la propia Fuga como un
rasta ultrapacheco; en Tiro de gracia7 un gangstercillo pobre diablo; o en
la misma Drácula8 , histérico eidolón romántico. Christian Slatter, por su
parte, se distingue ya por sus marginales de El nombre de la rosa9 hasta
la citada Fuga.
Depp es difícil de determinar. Elizabeth Taylor siempre fue y es la
gran señora. Robert de Niro y Jack Nicholson, aunque se camuflajeen, no aban-
donan sus tics. Jennifer Jason Leigh comparte con Depp esa característica
maniobrable: ni rasgos pronunciados, ni exuberancia en su aura. Chechik
lo ocupa en Corazones en conflicto como alambrista. Sam es, nada me-
nos, Buster Keaton.
El reto es más que escabroso. Robert Downey Junior salió avan-
te con el retrato de Charles Chaplin. Dentro del cine mudo, apenas si hay
quien contradiga el prestigio de Charlot. Resulta, por la carencia de varie-
dad, más sencillo encarnar a Cantinflas que a Tin-Tán. Chaplin no es bicoca,
32 pero Keaton contiene mayores aristas. El bigote, el sombrero y el bastón, 32
suelen bastar a los imitadores de Chaplin, lo cual es grosera reducción.
Con Keaton el problema estriba en lo llano de su rostro y lo expresivo de
su cuerpo.
El parecido de Depp con Keaton es asombroso. Chechik descubre dure-
za en una efigie angelical. Hay líneas agudas que son calcas. Cuando Depp inclina
su cabeza hacia abajo, es una réplica del maquinista que espera atento el es-
truendo de una bala a boca de cañón en El maquinista de La General10. Marcel
Oms resalta de Buster la limpidez. Es un rostro descubierto que no utiliza artifi-
cio, o sea maquillaje, dice Oms. A Keaton un día le dijeron: «Tu nariz husmea el
viento. Ni una arruga en las mejillas. Tu sombrero plano te sienta de maravilla,
no te lo quites nunca. Tu cara parece ser la del señor que se ha equivocado de
piso… Ve a ver a Fatty…»

4. Jereamiah Chechik, Benny & Joon (Corazones en conflicto), Estados Unidos, Metro-Goldwyn-Ma-
yer, 1993.
5. Tim Burton, Edward Scissorhands (El joven manos de tijera), Estados Unidos, 20th Century Fox,
1990.
6. Tony Scott, True Romance (La Fuga), Estados Unidos, Morgan Creek Productions, 1993.
7. Ricardo Becher, Tiro de gracia, Argentina, Guillermo Smith y Ricardo Becher, 1969.
8. Francis Ford Coppola, Dracula (Drácula), Estados Unidos, Columbia Pictures Corporation, Ameri-
can Zoetrope, Osiris Films, 1993.
9. Jean-Jacques Annaud, Der Name der Rose (El nombre de la rosa), Alemania Occidental, Francia,
Italia, Les Films Ariane, Zweites Deutsches Fernsehen (ZDF), Radiotelevisione Italiana, Neue Cons-
tantin Film, Cristaldifilm, France 3 Cinéma, 1986.
10. Clyde Bruckman, Buster Keaton, The General (El maquinista de La General), Estados Unidos,
Buster Keaton Productions, 1926.

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Pero la réplica Keaton no se solaza en el contorno. Chechik lo usa


como un emblema de la oveja negra que puede rescatar el orgullo sin pe-
dantería. Y, ¿qué es lo que extrae de Keaton para bordear lo lacrimógeno?
El equilibrio. Está muy clara de qué errancia parte Sam: desconoce su origen,
si su familia lo corrió, si tuvo dificultades con el padre, si violaron a la madre,
etcétera. Sam es freak o nerd exento de antecedentes. Y hasta eso, valga la
paranoia, no sufre como los replicantes de Blade Runner11 que anhelan recuer-
dos. El mundo de Sam, se observa desde la ventana del ferrocarril que marca
su vagabundeo, es un libro de Keaton. Sam refleja a su cómico, que le sirve, no
obstante, la anacronía de Buster, para sobrevivir en los noventa.
Oms señala el don equilibrista que evitaba se desencadenara la
violencia. Keaton nunca fue neurótico. Sam, también, elude los choques.
Corazones en conflicto trata de un amor no imposible, sino complicado. Joon
(Stuart Masterson, otra figura preciosa para el disfraz) es una joven que pa-
dece retraso mental. El romanticismo hasta hoy en día insiste en las luchas
clasistas, como en La casa de los espíritus12. El amorío de Sam y Joon no
tiene nada que ver con metáforas. Tampoco son las parejas malditas que
exhiben contradicciones, tipo Obsesión13 . La dizque perversidad es mante-
ner un prefabricado tabú. La armonía, reprochan, es inalcanzable. La derrota
es en beneficio del ego ensimismado que se levanta con los honores del már-
tir. Cameron Crowe en Vida de solteros14 parodia al donjuanismo grunge
del Kurt Cobain-Matt Dillon; la impostura de la gruesa banda «El ciudadano pito»
33 se muestra cuando el Cobain-Dillon se rinde a la etérea Bridget Fonda y 33
reconoce su miedo a la soledad. Sam, pues, no precisa del quijotismo di-
recto. Rodea los molinos. La normalidad transcurre sin lesionar a los nerds
que hallan por diferentes maneras los escapes.
El misterioso deseo de equilibrio no lo vislumbramos, por más be-
névolos que seamos, en el señor Williams. Don Robin, ¿hubiera aceptado
el papel de Sam? Quizás sí, quizás no. El hecho es que la máscara de hie-
rro no le permitiría mostrar sus dotes teatrales, mal acomodadas al cine.
Mucho gesto de Williams; por ejemplo, su mirada lagrimal o su labia des-
bordante. Depp no fía, como Keaton, su convencimiento a través del efec-
to sentimental. Curiosamente, su cuerpo lo salva. El equilibrio está en su
condición atlética. Sí, despuntan sus movimientos rápidos que se detienen
en un punto que no permite la violencia. Ejemplo fehaciente resulta cuando
Depp se cuela al centro psiquiátrico y engaña a los doctores, que luego lo
atrapan y no opone resistencia (Sam se suspende con la posición clásica
de Keaton: impávido, como una estatua, al igual que en El colegial). Una
generación de jóvenes se complace con hinchar sus músculos para el decoro

11. Ridley Scott, Blade Runner (Blade Runner), Estados Unidos, Hong Kong, Shaw Brothers, Ladd
Company, Warner Bros. Pictures, 1982.
12. Bille August The House of the Spirits (La casa de los espíritus), Estados Unidos, Portugal, Alema-
nia, Dinamarca, Eurimage, 1993.
13. Rob Cohen, The boy next door (Obsesión), Estados Unidos, Universal Pictures, Nuyorican Produc-
tions, Blumhouse Productions, Smart Entertainment, 2015.
14. Cameron Crowe, Singles (Vida de Solteros), Estados Unidos, Warner Bros. Pictures, 1992.

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playero. Keaton no comparte el efectismo narcisista. Su dinámica le facilita la


burla sin que resulte adrede; de ahí su equilibrio. Oms dice de Buster lo que
bien se aplica a Sam: la finta y el reflejo, la sangre fría, usadas con inteligen-
cia, son el recurso del hombre en peligro.
La oveja negra no le jala las faldas a la misericordia social. Los nerds
se entienden con y a pesar de su dañadez: las referencias se dan a partir
de los medios masivos de comunicación —Sam conoce el arte a partir del
Van Gogh que interpreta Kirk Douglas; Sam recita de memoria escenas
cumbres de horribles películas gore. Es decir, un código extraño enchufa la
relación de Sam y Joon. La chica que oye voces que le retumban en el cerebro,
es de fibras hipersensibles. Con facilidad se disgusta. El silente Sam es su amor-
tiguador. Los detalles hueros y juguetones la despojan de la tragedia lacerante:
los padres muertos (acaso el único signo, y no transparente, de psicologismo). La
falta es cubierta por los disparates, no por la pedagogía. Sam es el furtivo so-
ñador que vive a salto de mata. Un barón rampante que se baja de los árboles
después de la ausencia familiar. El mimo de zapatos grandes que no puede
atrapar su sombrero. O el enamorado que en vez de culminar el lugar común
con un beso, opta por inflar un globo. Las ovejas negras de Corazones en
conflicto son descarriadas, pero jamás se lamentan de no ser atendidas. De
todos modos, ¿qué gente podría unirse a quienes cocinan platillos voladores
con una plancha?

34 34

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Todos los caminos llevan al carnicero


Delicatessen

Un acceso obvio, tal vez moralista, para enjuiciar el poder del carnicero
habría sido la representación falocrática —lo que habla de la habilidad
de Marc Caro y Jean- Pierre Jeunet para huir de las figuras verticales. Es in-
negable que el carnicero es un poder eréctil que infunde miedo por ser un
ente tentacular que rige desde el ritmo de los sonidos cotidianos hasta la
psique nocturna a través de las tripas desnudas —y por ello obscenas—,
esos órganos digestivos que desembocan y vigilan y afean uno a uno los
cuartos, como un magma de mala conciencia o como una especie de dre-
naje y gas que adormila y sujeta. Sin embargo, los directores prefieren bordear
el discurso formal de la crítica concluyente de la modernidad (por cierto,
en pleno descrédito).
Me imagino, por ejemplo, que enseñar la fuerza de los testículos con
un lente ojo de pescado, mostrando la carne rugosa, como un intestino a flor de
piel, significaría la omnipresencia del carnicero, ¿o cancerbero?, ¿a quién servía?,
¿qué avizora?… Pero no, los testículos, por ejemplo, no sirvieron para eviden-
ciar la divinización corporal, último refugio del poder para someter al cosmos —
micro en este caso: el edificio de Delicatessen1. Bastó con una absurda sátira
35 polimorfa con entradas kafkianas —según la teoría de Gilles Deleuze2—, para 35
percibir que Delicatessen horada una zona neurálgica de la cultura contempo-
ránea: la carne es una trampa, la piel es axiología.
Antes de inmiscuirnos en la confección totémica del carnicero, des-
cribiré la estructura de Caro y Jeunet. Se observa una esquina donde la bruma
camina en cámara lenta. Semeja el fondo de un mar muy solo, muy hondo. Es
de noche. Y con el aire denso, que pesa, es un calificativo, un valor agregado
es incertidumbre. Un cascajo de edificio da la sensación de un bombardeo
reciente o de iniciar involuntariamente un dolmen. No huele a pólvora. Al
contrario, la imagen evoca humedad —no sexual, que sería preámbulo y co-
bijo—, pero más bien una humedad excluyente, de salida, que expulsa cual
boquete grosero, que traza paralelos directos con lo viscoso del cine gore.
Que se conecta con las tuberías oxidadas de los hermanos Coen (¿y la oreja
de David Lynch?). Que se comporta como el tapiz que suda en el hotel de
Barton Fink3 . Humedad que recuerda a los ductos de H. R. Giger que atra-
pan el progreso derruido, ya sea en su obra pictórica o explícitamente en
Alien, el octavo pasajero. O humedad barroca, tipo el sonido de la batería
de U2 en el disco Zooropa —no metal setentero, sino metal sórdido indus-

1. Marc Caro, Jean-Pierre Jeunet, Delicatessen (Delicatessen), Francia, Union Générale Cinémato-
graphique (UGC), Hachette Première, 1991.
2. Gilles Deleuze y Félix Guattari analizan, desde las premisas de Franz Kafka, las diferentes posibili-
dades de estudio de los discursos. En Kafka. Por una literatura menor (1978).
3. Joel Coen, Ethan Coen, Barton Fink (Barton Fink), Reino Unido, Estados Unidos, Working Title Fil-
ms, Circle Films, 1991.

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trial. Éste es el edificio del carnicero, la guarida y el matadero que controla


la carne en Delicatessen.
Dicho planteamiento de genial ominosidad advierte los sutiles
cuestionamientos del autor de La metamorfosis. Deleuze argumenta que
las entradas múltiples impiden la introducción del enemigo, como si fuera un
ajedrez de la angustia que intenta confundir, parafraseando a Roland Bar-
thes, y así anular a la bárbara razón que no admite los hilos sueltos (léase
Lewis Carroll). En Delicatessen es más clara la identificación que en la citada
novela o que en El castillo —ver Kafka4 de Steven Soderbergh—, por lo que
el enemigo es más fácil de caricaturizar; de hecho, las entradas kafkia-
nas están colmadas de desesperación; la diferencia estriba en que las de
Delicatessen están escarchadas por un humor negro chocarrero siempre
cargado al optimismo; rasgo posmoderno que se describe más abajo. Lo
que no ocurre es su pronta ubicación. Falta territorio y falta tiempo. Sí, en
Delicatessen se gasta la broma de la ficción atemporal e ignota, circunstancia
que permite a sus creadores vacilar con las licencias históricas —por lo de
los nazis y por lo de la Segunda Guerra Mundial.
Lo anterior lleva a pensar que Delicatessen se estructura con base
en las categorías que Deleuze ha desarrollado para explicar lo que es la
literatura menor. ¿Cinematografía menor? Pues sí. Si decíamos que en De-
licatessen un cebo del misterio es la falta de territorio y tiempo, entonces se
acomoda sin dificultades a la desterritorialización, puesto que no se habla
36 del contexto mayor o en apariencia más evidente, que sería el nazismo, 36
sino que se escoge un microcosmos menor, como el judío en Praga.
Para señalar el sesgo inteligente que se le imprime a Delicatessen,
basta compararla con un microcosmos como el de El gabinete del doctor
Caligari5 , que no fue tan menor como el de los franceses, ni tan grande
como los de Costa Gavras. Según la anécdota, los diseñadores de Caligari ja-
más pensaron plasmar un lienzo alegórico de las tempestades que se cernían
sobre Alemania. Empero, el asunto es que las atmósferas de Caligari sí
delataron una intención que habitaba tiempos y espacios más o menos
mayores, como sería la alerta en contra de un régimen de terror. La visión
de Caligari trasluce un clima de animadversión hacia el futuro, un claros-
curo sin ráfagas destellantes que pudieran matizar el pesimismo. Mientras
que la cinematografía menor de Delicatessen se escabulle hacia una mi-
noría que la constituyen el propio carnicero y los freaks del edificio. Es decir,
un microcosmos «para extraños usos menores». Caligari ha terminado como
anatema hitleriano. Y Delicatessen, ¿será un reproche subliminal contra la
desunión europea? Mejor es entenderla como una propuesta musical con
armoniquísimos resortes de cama vetusta, u homenaje broadwaydann-
yrose al payaso Louison, estilizada comparsa felliniana. Es decir, ico-
nos menores, desterritorializados.

4. Steven Soderbergh, Kafka (Kafka, la verdad occulta), Francia, Estado Unidos, Renn Productions,
Pricel, Baltimore Pictures, 1991.
5. Robert Wiene, Das cabinet des Dr. Caligari (El gabinete del Dr. Caligari), Estados Unidos, Alemania,
Frederick Douglass Film Co., Decla-Bioscop AG, 1920.

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Entonces, en este microcosmos excluido del discurso dominante de


la denuncia moralista de Caligari, hallamos la segunda condición deleuziana
para considerar a Delicatessen una cinematografía menor. Se trata, contra-
dictoriamente, de que todo es político. Y es que, de acuerdo a la tipología, la
literatura-cine menor, por su espacio reducido logra que cada problema indivi-
dual se vincule de inmediato con la política. Kafka6 decía que aquí los sótanos
se observan a plena luz; «…lo que allí provoca una concurrencia esporádica de
opiniones [se refiere a la literatura mayor] aquí plantea nada menos que la decisión
sobre la vida y la muerte de todos».
En Delicatessen ese poder de cápsula canaliza el movimiento de una
sociedad equis, sin optar por la pretensión deliberada de pronunciar en
voz alta los tópicos mayúsculos. Podríamos estar frente a un panfleto, con los
efectos benignos que ello entraña, aunque en Delicatessen preferiría pensar
en una rebuscada esgrima de siluetas. Lo curioso es que Caro y Jeunet no
recurren a los estereotipos, o cuando menos, las etiquetas no son selladas
por los lugares comunes de la frenología cultural. En Delicatessen opera un
contexto con máscara de célula (pensando en la metáfora sociológica del
funcionalismo), distinguible por presentar una situación límite que acciona
mecanismos sociales y psicológicos ocultos en los discursos mayores.
Tenemos como muestra a la ciencia ficción, algunos thrillers y el boom del cine
de psicópatas. Estos contextos con máscara de célula por lo regular re-
curren a la caricatura, entendida como el trazo exagerado de las formas y
37 situaciones —por eso lo del límite. 37
Gracias a la puesta en escena del dispositivo harto neurótico que con-
centra jugos internos, Delicatessen funciona con el estrépito de un remoli-
no, como las novelas El señor de las moscas de William Golding7 y Casa de
campo de José Donoso8, o como la obra fílmica de Terry Gilliam y su grupo en
películas de la talla de Los bandidos del tiempo9 y Doce monos10. Remolino
que arrastra hacia el centro —el carnicero—, un poder sin nombre, pero cuyo
radio de influencia es lo suficientemente «todoabarcador» para establecer una
analogía con la máquina totalitaria de George Orwell y sin apostar por la arenga
romántica que prevee la pérdida de la individualidad en sistemas como los del
edificio Delicatessen. Aquí el carnicero es una oreja ubicua con tentáculos
que sujetan con la más baja pasión paranoica: cruel y obsesiva. Estamos ante
una política brutal. Caro y Jeunet, con nada más subrayar los ojos desorbita-
dos de Jean-Claude Dreyfus con insistentes tomas picadas y contrapicadas,

6. Guattari y Deleuze en Kafka: por una literatura menor, desarrollan el concepto de un arte literario
marginal más cercano al lenguaje que a la lengua. Ellos postulan que lo individual en ciertas narrati-
vas descoloca a cualquier territorio del poder colectivo. En la literatura menor se afrontan situaciones
límite que implican la existencia misma.
7.Clásico de la posguerra, El señor de las moscas es la más célebre novela de William Golding, publi-
cada en 1954. La trama es una crítica al mundo adulto visto desde un biombo infantil.
8. Casa de Campo es una novela del escritor chileno José Donoso publicada en 1978. Se le considera
una alegoría de la dictadura de Augusto Pinochet en Chile.
9. Terry Gilliam, Time Bandits (Bandidos del tiempo), Reino Unido, HandMade Films, 1981.
10. Terry Gilliam, Twelve monkeys (Doce monos), Estados Unidos, Universal Pictures, Atlas Enter-
tainment, Classico, 1995.

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nos insinúan que el sótano kafkiano, a plena luz, es un ejercicio límite de la so-
brevivencia. Cuestión de política, cuestión de muerte. (Cabría aclarar que los
modelos de contexto mencionados enseñan la tenacidad de sus argumentos
al no convertir a sus personajes y situaciones en paradigmas o tesis. Al res-
pecto del contexto tesis, debe mirarse La muerte y la doncella,11 de Roman
Polansky, fallido parloteo sobre la violencia. A Polansky se le tiene que recor-
der porque sus contextos-células, aunque no pronuncien de tajo la política,
destejen a la perfección las relaciones de poder en espacios reducidos:
véase Luna amarga12 o Cuchillo en el agua).13
La tercera característica del arte menor consiste en que todo ad-
quiere un valor colectivo. El arte mayor, en contraste, halla en un maestro
a un enunciado, sea conclusión o disfrazado de regaño. Se trata de un
compromiso que desliza el creador para determinar una posición do-
minadora sobre el texto. En el cine de Hollywood esa enunciación indivi-
dualizada degeneró en los personajes editoriales; aquellos protagonistas
—héroe o villano— que explican por medio de sentencias la psicología y las
situaciones. Ello lo podemos comprobar en el cine de la sociedad civil que
realiza Alan J. Pakula con El informe pelícano14 y La firma15 , o En el nombre
del padre16 de Jim Sheridan. Erigidos en maestros, los personajes editoria-
les bloquean, entre otras cosas, la exploración. Deleuze ha señalado que
el campo político ha contaminado cualquier enunciado. Y en Delicatessen,
como ni siquiera está detectado plenamente el carnicero (centro y con-
38 texto-célula), tampoco se desarrolla una trama de enunciación individuali- 38
zada. Las víctimas del edificio, los héroes caídos, ni cuando encuentran la luz
que disipa la niebla perenne se levantan como voces maestras que glosen
al carnicero. No hay sujeto, sólo hay dispositivos colectivos de enuncia-
ción, diría Deleuze; el sujeto se diluye porque la camada de freaks de Ca-
ro-Jeunet, débilmente audibles, no aspiran al poder sino sólo al respeto a
su diferencia.

Es turno del carnicero

Adrede, las regiones marginales de Delicatessen giran en torno a una


silueta bizarra. Curioso es que el carnicero asuma la maldad bigbro-
theriana sin el halo clásico y sin el ámbito natural de su génesis. Ya lo

11. Roman Polanski, Death and the maiden (La muerte y la doncella), Francia, Reino Unido, Estados
Unidos, TF1 Films Production, Channel Four Films, Canal+, Flach Film, Fine Line Features, Capitol
Films, 1994.
12. Roman Polanski, Bitter Moon (Luna amarga), Francia, Reino Unido, Estados Unidos, Canal +,
Columbia Pictures Corporation, Les Films Alain Sarde, R.P. Productions, Timothy Burril Produc-
tions, 1992.
13. Roman Polanski, Nóż w wodzie (El cuchillo en el agua), Polonia, Zespol Filmowy «Kamera», 1962.
14. Alan J. Pakula, The Pelican brief (El informe Pelícano), Estados Unidos, Warner Bros. Pirctures, 1993.
15. Sydney Pollack, The firm (La tapadera), Estados Unidos, Paramount Pictures, 1993.
16. Jim Sheridan, In the name of the father (En el nombre del padre), Reino Unido, Irlanda, Universal
Pictures, 1993.

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decíamos. Más bien son claves distintas para entender su ubicuidad y


omnipresencia. Creo que una de esas claves sería la sonoridad. Con el
ruido nació el desorden y su contrario: el mundo, dice Jacques Attali.
No hay que abusar de la sociología, pero habrá que afirmar que el edificio de
Delicatessen estructura a la perfección las diferencias. El modelo incluso
desciende del rumor de El castillo kafkiano y de la esquizofrenia esta-
liniana. Los músicos soviéticos de principios de siglo defendían la intrusión de
elementos de la decadencia burguesa, lo que habla del escudo o muralla
cultural que se forma a partir de los sonidos. Por eso en Delicatessen
parece advertirse a la perfección un modelo totalitario: monopolización
de mensajes, el control del ruido y la institucionalización del silencio.
Así, se garantiza la perpetuidad del poder.
Lo anterior se percibe a sus anchas con el planteamiento del carnicero.
Describíamos que la escena para imponer la atmósfera es contundente. La
ubicación del carnicero no lo es menos. El carnicero, nada más, reparte la car-
ne en tiempos de escasez; tiene pues, el mango del cuchillo. En el edificio todos
viven como en búnkeres, arrinconados en un cacho de misericordia que otorga
el Dios que pende su filo.Nadie reclama el terror; los rostros en el suelo comprue-
ban que el rumor kafkiano reina más allá de los altavoces. Implícitamente,
en la reacción de los personajes se vislumbra el poder del carnicero.
El colmo que demuestra el poder de la carne es la secuencia del coi-
to. Delirante y ambigua, la secuencia taladra la conciencia de los habitan-
39 tes, los manipula y controla, les avería su ritmo; es más, se los cambia, 39
hecho que dilata la malquerencia carnicera.
El coito y fierros humanos. Los tentáculos de este ser son resultado
de una pesadilla, indudable. Cuenta Sergio Pitol que Donoso se distinguió por
«sembrar» en sus historias un patriarca, un tirano que rige con mano de
hierro y reprime a un grupo subyugado. Estos —los subyugados—, ateri-
dos, las criaturas rotas, optan por la sumisión antes que enfrentarse al
demonio de la razón. En Delicatessen, el yugo parte de un dominio implí-
cito, insistimos, de los ruidos y del silencio; y sus criaturas rotas, aun en
la desgracia, gozan en lo subterráneo, como los niños de John Boorman
que saborean los ataques que suspenden las clases: un universo posa-
pocalíptico con ráfagas lúdicas. De esta premisa se viaja, por la vereda del
alucine, hacia lo grotesco de un sonido que invade como sangre y aire
los cuartos del edificio a través de los ductos que conectan al carnicero con
ellos (otra paradoja: un poder epidérmico pero susceptible de satirizarse).
Lo que aparta a Caro y Jeunet de Donoso en eso del tirano es el rasgo
posmoderno de los franceses: una portentosa mezcla de géneros que
aglutina contenidos menores o apartados por los discursos solemnes. Y
es que en Delicatessen el momento que signa el poder de la carne está
cruzado. Un híbrido de angelical inocencia pronuncia —enuncia— el tota-
litarismo. Es decir, un momento absolutamente patético, los franceses lo
transforman en el más hilarante, con un humor negro que se burla y nulifica
las sentencias ideológicas, y que las vuelve al paraíso de las fábulas (en
el sentido de una Matilda).

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El carnicero, sí, marca el ritmo —no obstante la náusea disonante—


en un acto animalizado por el utilitarismo con que se captan los empello-
nes de quien sólo busca eyacular antes que esculpir erotismo, acaso la
manera más horizontal y democrática de la carne. El ridículo que plantea
Delicatessen con la disonancia del coito, y que distorsiona por ende la ar-
monía particular, define la actitud posmo que quiebra con la permisividad de
nuestra contemporaneidad —de ahí que, decíamos en la entrada del escri-
to, Delicatessen horada una zona neurálgica: la carne es una trampa.
La carne, es un hecho moderno y de los mass media, es fin en sí
mismo; por dónde se le vea, hasta quedar reducida al culto del orgasmo y
a la divinización genital (Pascal Bruckner y Alain Finkielkraut dicen). Los
franceses la elevan hasta extremos como el canibalismo, que se yergue
como bandera de una cultura digamos que occidental (no me agrada el
anatema).
Este ruido mayor —los resortes de la cama que rebotan en todo el edi-
ficio— entorpece los edenes de cada quien. Por ejemplo, le rompe la cuerda
al cello de Julie o acelera el acompasado ir y venir de una brocha. La exaspe-
ración sonora pasa por una aduana extraña que reconoce su poder pero que,
asimismo, es reducida a una animalidad vacía, vacua. Se trata de un elegante
escarnio del poder que no lamenta ni editorializa, sino que sencillamente le
endilga un frenético esperma, por cierto, tontamente precoz.
En alguna página de Internet se relaciona a Delicatessen con Una
40 zeta y dos ceros17 de Peter Greenaway; habría que agregarle las filmografías 40
tanto de David Cronenberg como de Bigas Luna. Sin embargo sigo pensando
que Delicatessen, si bien se une a los tres cineastas que plasman a la carne
como símbolo decadente, también se aleja de ellos por el matiz y color con que
relata la historia. La carne en Greenaway, Cronenberg y Bigas Luna —más en
este último— es una enunciación velada, es politización y es denuncia. Mien-
tras que la manera de asumir la carne de los franceses es un festín macabro
más cercano a los dizque cuentos para niños y a otros cineastas tildados de
posmodernos, como David Lynch y el Tony Scott de La fuga.18
Y es que nos topamos en Delicatessen con una savia que se extrae
del catálogo posmo que no se inhibe ante la posibilidad de resignificar los discursos
dominantes. A lo que me refiero es al final feliz, luego de un chocarrero y turbulen-
to desenlace, que desemboca en la luz que penetra a la neblina (estilo Jeniffer
8). La conclusión de Delicatessen nos obliga a trazar un puente con Salvaje
de corazón19 de Lynch, donde los amantes malditos, freaks tiernos como los
dañadísimos seres del edificio en penumbra, encuentran su camino amarillo.
En el caso del epílogo francés, se ostenta una imagen tersa, como lo es el cello
y el serrucho en plena armonía en la azotea. Es abrupta y descabellada pero no
violenta, no obstante que le precedió la adrenalina de un filme gore…

17. Peter Greenaway, A Zed & Two Noughts (Un zeta y dos ceros / Zoo), Reino Unido, Artificial Eye,
Film Four International, Allarts Enterprises, British Film Intitute (BFI), 1985.
18. Tony Scott, True Romance (La Fuga), Estados Unidos, Morgan Creek Productions, 1993.
19. David Lynch, Wild at Heart (Salvaje de corazón), Estados Unidos, PolyGram Filmed Entertaiment,
Propaganda Films, 1990.

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A mí me recuerda muchísimo al beso con globo de por medio de Cora-


zones en conflicto20 , la única cinta donde se «planchan» emparedados. Es
que la tan anhelada búsqueda de la luz —la derrota del carnicero— reclama un
sitio a pesar de los peores tiempos nublados, evadiendo el martirologio de la
mirada brillante y cristalina que refleja que el dolor valió la pena. Por supuesto
que Caro y Jeunet no desembocan su sátira en dicho lugar común. Apostaron
por una salida múltiple, que se sabe es un final feliz, pero que no editorializa.
La búsqueda de la armonía es una espléndida manera de redondear el relato.
Mientras que al principio el carnicero con su disonancia dominaba el edificio, la
conclusión es disolver el ruido animalizado. La carne pues, el carnicero, funcio-
nó como paradigma obsceno de la falocracia; un discurso que por su propia
efigie —lo vertical— nos insinúa un poder hermético. Y Delicatessen enfrenta
ese pesimismo que a otros les pesa en sus espaldas, con una chispeante com-
binación de géneros y con una precisión estética muy original, indicio de que
sus autores ven en el humor negro el bastón que ha de guiar al amor en climas
de incertidumbre.

41 41

20. Jereamiah Chechik, Benny & Joon (Corazones en conflicto), Estados Unidos, Metro-Gold-
wyn-Mayer, 1993.

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Nuevas provocaciones fílmicas


Grotescos y perversos

Los discursos de la provocación van encontrando diversos escenarios; ya


no basta lucrar estética ni políticamente con las dudas existenciales de
la pequeña burguesía, como lo hicieron Jean Luc Godard o Luis Buñuel1.
Ahora se ha entrado en una especie de ánimo paranoico, donde a la par que
se recrudece el escepticismo —sobre todo a raíz del fracaso de los paraísos
que auguraban las utopías—, éste se anula con un perverso humor negro.
Es decir, del antiguo discurso provocador, se abandonó la solemnidad y el
tono paternalista, y a la vez de mártir, para pasar a una crítica más amplia
y más lúdica, casi podríamos definirla como chocarrera (incluso, un cineasta
como Alejandro Jodorowsky ha derivado de su shocking místico hacia fes-
tivos ejercicios genéricos, como lo demostró en Santa sangre2).
Por ejemplo, hay una tendencia en la ficción estadounidense que agru-
pa constantes un tanto subrepticias, pero que al fin y al cabo, sin representar una
ola formalmente integrada que pudiera clasificarse por obra personal, se detecta
como un corpus con universo propio y estilos semejantes. De dicho discurso
se extraen dos elementos primordiales que se cruzan y constituyen su nuli-
dad esquizoide: una visión ácida del futuro, asumida sin moralismos, donde la
42 dualidad se diluye y las causales sociologistas ya no son la inquisición narra- 42
tiva; y la característica posmoderna de escarbar el interior de los códigos, en
un afán por reciclar los estereotipos a través de su desmitificación.
En este sentido, cuatro películas fundamentales enlazan estas propie-
dades: El vengador del futuro3 de Paul Verhoeven; Robocop 24 de Irvin Ker-
shner; Shocker5 de Wes Craven y Darkman6 de Sam Raimi. En ellas confluyen
cinco grandes temas quizás identificados en una división meramente instrumental
en forma y contenido, pero que por su misma rebeldía estructural se entrela-
zan sin distinción.

1. Godard y Buñuel pertenecieron a movimientos cinematográficos de vanguardia. Filmaron historias


provocadoras para los gustos conservadores de sus respectivas épocas. Godard fue representante
de la nueva ola francesa en la década de los sesenta, con un estilo de ruptura, su primera película
emblemática fue Sin aliento (1959). Mientras que Buñuel inició la corriente del surrealismo en el cine
a finales de la década de los veinte; rodó, junto con Salvador Dalí, Un perro andaluz en 1929.
2. Alejandro Jodorowsky, Santa Sangre, Italia, México, Produzioni Intersound, Productora Fílmica
Real, 1989.
3. Paul Verhoeven, Total Recall (El vengador del futuro), Estados Unidos, Carolco Pictures, TriStar
Pictures, 1990.
4. Irvin Kershner, RoboCop 2 (RoboCop 2), Estados Unidos, Orion Pictures, 1990.
5. Wes Craven Shocker: No more Mr. Nice Guy (Shocker: 10.000 voltios de terror), Estados Unidos,
Alive Films, 1989.
6. Sam Raimi, Darkman (Darkman), Estados Unidos, Universal Pictures, Renaissance Pictures, 1990.

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El humor negro

Aquí las cuatro se destacan por utilizarlo, digámoslo así, como piedra
de toque. Tan es fundamental el humor negro para estas cintas que
llega a marcar el ritmo de las historias. Verhoeven es quien ha recurrido
más a lo largo de su carrera a la acidez; de hecho, en RoboCop7 inauguró
el desenfado en medio del caos y la tragedia. Me parece, inclusive, que
Verhoeven ha abusado del recurso, ya que en algunas ocasiones pierde
densidad por buscar detalladamente el gag, que hay que admitirlo, le sale
muy bien, como en la citada El vengador del futuro que culmina un exqui-
sito duelo del superalbañil Quaid con su implante esposa, cuando le deja ir
un balazo en la frente y le sentencia: «considéralo tu divorcio». En este apartado
cabe recordar que en ciertos momentos se estandariza la búsqueda del aforis-
mo rematador que, por ejemplo, está manoseado casi infundadamente por
el cine de parejas disparejas; es por ello que en vez de funcionar a contra-
corriente—como los excelentes artificios metalingüísticos de Joe Dante y Tim
Burton—, culmina en el lugar común, como la secuencia ya familiar del golpe de
hombre a mujer o viceversa —la primera vez fue un deleite misógino—,
inaugurado con el madrazo sorpresa de Burt Reynolds, en Hopper, el
increíble.8 Con Kershner, el humor negro tiene un sello propio. Primero,
RoboCop 2 no es producto personal; sin embargo, logró inyectarle una
tensión irreverente atractiva; y segundo, si decimos que El vengador del
43 futuro se cargó en la elaboración del chiste, RoboCop 2 se desdibujó en 43
un mimetismo genérico (Jorge Ayala Blanco)9 otorgando concesiones
por distintos lados sin concluir esa mezcla y, sobre todo, perjudican-
do el ritmo y la estructura narrativa. Pese a ello, Kershner aportó una
rebuscada anarquía que llegó a caricaturizar y degradar a RoboCop con
trazos novedosos; ponerlo como policía ecologista luchando contra el
robot drogado, y el escarnio contra el alcalde negro, son claves que confir-
man la importancia del humor negro: Kershner alcanzó con Robocop 2 la cima
de lo grotesco. Por su parte, el Shocker de Craven es sorprendente por
donde se le vea, se tiene que reconocer que es una película fallida, va-
mos, es pésima; empero, Craven descubre otro escenario, como lo hizo
en el hito Pesadilla en la calle del infierno,10 y además aborda por primera
vez el humor negro. Las atmósferas de Craven siempre han sido omino-
sas, crean una malsana incertidumbre, ya que encontró la fórmula para
abolir los puentes entre realidad y sueño, y así imprimirle un ambiente
inigualable de confusión; en cambio, la de Shocker no concentra nada
de lo anterior, salvo la escena de las televisiones encendidas en el taller

7. Paul Verhoeven, RoboCop (RoboCop), Estados Unidos, Orion Pictures Corporation, 1987.
8. Hal Needham, Hooper (Hooper, el increíble), Estados Unidos, Warner Bros. Pictures, 1978.
9. Ayala Blanco ha desplegado, en su infinidad de reseñas sobre cine extranjero, teorías relacionadas
con las fórmulas de los géneros. Se recomienda revisar sobre este tópico Falaces fenómenos fílmi-
cos (1981), A salto de imágenes (1988) y El cine: juego de estructuras(2002).
10. Wes Craven, A Nightmare on Elm Street (Pesadilla en la Calle del Infierno), Estados Unidos, New
Line Cinema, Meida Home Entertainment, Smart Egg Pictures, 1984.

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de Pinker. Craven apuesta por la alteración del ritmo y la inclusión del


humor negro, y sale trasquilado; se nota fuera de tiempo y con un sin-
fín de elementos gratuitos. Lo interesante es que, ocurrencia o mal guión,
Craven también le entró a ridiculizar sus personajes, algo que no había he-
cho. Mientras que Darkman de Sam Raimi es un caso especial a la altura
de Dante y Burton; Raimi, a pesar de las excesivas pero contundentes
elipsis, logra un mosaico de tics de subgéneros con una independencia
asombrosa. En Darkman, domó al caballo desbocado de El despertar
del diablo I11 y II;12 ahora el corrosivo humor negro, sin dejar la belleza
de su arbitrariedad, está mejor segmentado dentro de la estructura fíl-
mica. Baste mencionar las escenas del calvo que tiran por la ventana o
el intelectualillo al que le aplastan la cabeza en la alcantarilla para ver el re-
finado lenguaje de comic en Raimi; y claro, todo Darkman adquiere un halo de
terrible ironía por su drama físico. En el caso de Raimi debe resaltarse
que el humor negro no alteró su ritmo.

La hiperviolencia

Parecería un elemento caprichoso que sólo pretende provocar el susto entre


refinados públicos. Lo es en parte. Pero lo más trascendente de la hiperviolencia
y la escatología que transporta es que representa una mirada de la sociedad
44 —sin sociologismos—, ya que plasma el ambiente en el cual se desarrolla la 44
ficción a nivel de calle. Por ejemplo, el prólogo de Kershner es perfecto pues
siembra el caos y no hay necesidad de explicar cómo está la seguridad en
Detroit. Y es que no hace falta más; la banda de prostitutas que asaltan a un
cliente y le sacan el ojo de un taconazo es suficiente para describir la anar-
quía, además del acierto de la cámara descriptiva. Kershner también incluyó
otra novedad: con la incorporación del minicapo, los niños jugando con las
maquinitas o golpeando al dueño de la tienda de aparatos eléctricos y la mis-
ma banda de prostis, el desorden es total, ya que los niños y las mujeres son
los últimos artífices del pacifismo, lo que en RoboCop 2 se derrumba. Para
Verhoeven la hiperviolencia es su jugo. Es un constructor meticuloso: en El
vengador del futuro tiene dos escenas mayúsculas: una cuando Quaid utiliza
un cuerpo hecho jirones como escudo; la otra, cuando a Hauser le destroza
los brazos en el ascensor. Verhoeven además la asume con humor y se da el
lujo de utilizarla de contexto —lo que heredó Kershner—, como la guerrilla en
Marte. Con Craven la hiperviolencia tiene un sentido referencial; es más, en
una doble interpretación causa y efecto constantemente insinúa el origen de la
energía de Pinker. En Shocker la violencia emana de la televisión, sin llegar a
la premisa ingenua de Sobreviven13 de John Carpenter; en su taller las panta-
llas encendidas transmiten la explosión de la bomba atómica, el holocausto

11. Sam Raimi, The Evil Dead (El Despertar del diablo), Estados Unidos, Renaissance Pictures, 1981.
12. Sam Raimi, The Evil Dead II (El Despertar del diablo II), Estados Unidos, Renaissance Pictures,
1987.
13. John Carpenter, They Live (Sobreviven), Estados Unidos, Alive Films, 1988.

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judío, Vietnam o la represión estudiantil. Es decir, la violencia es real, es do-


cumento, aunque no se aclara ni se determina si Pinker procede de acuerdo
a sus instintos o influido por los medios de comunicación; también resulta
curioso que en la secuencia final, que es de auténtico vómito (incontrolable
desorden en el ritmo), el combate se dé dentro de la televisión, en medio de
los reportajes descritos, como si tratara Craven de infundirle misterio a las
raíces de sevicia de Pinker. Por su parte, Raimi usa la hiperviolencia con vir-
tuosismo; Darkman, a diferencia de El vengador del futuro que es plana en
sus encuadres, está repensada toma por toma, ya no busca el impacto sino
la estilización barroca, tratando de eludir lo manido: la hermosa colección
de dedos cortados de las víctimas de Durant; la persecución milimétrica del
helicóptero (absurda y mitificante); o el enfrentamiento en el laboratorio.

La crítica del poder

Se podría calificar que las cuatro películas nada más se constriñen a la piro-
tecnia visual; sin embargo, salvo Shocker, exponen agrios panoramas. Para
El vengador del futuro, RoboCop y Darkman, la cúspide de la pirámide so-
cial está compuesta por los mismos sujetos: un Estado decadente que ha
sido rebasado por las expectativas del crecimiento urbano y, en contraparte,
el ascenso voraz de empresas transnacionales, o cuando menos, identificadas
45 como fuertes. Y no es que sean un panfleto marxistoide alérgico a la iniciati- 45
va privada; más bien, presentan la inoperancia del Estado como un proceso
natural que se dará a futuro, y su consecuencia, las empresas que persiguen
la simulación de la felicidad. Así, tenemos un magnate de nociva prepon-
derancia civil: en El vengador del futuro a los marcianos se les bloquea y
vende el oxígeno, y en Robocop y Darkman el objetivo de la violencia y
la injusticia es una ciudad supermoderna, una fortaleza aislada de los
problemas exteriores.
De ahí que en las tres se recurra como parábola funcionalista,
neurótica y distorsionada, a la eliminación de los focos insurrectos o a
la supresión fascista del crimen con el crimen mismo. En este sentido,
las ciudades son incontrolables, sólo es una lucha para sobrevivir a los
efectos y no prevenir las causas; el tierno ejemplo del alcalde negro de
Kershner es el prototipo de los nuevos tiempos que avizora la ficción: un
ayuntamiento pobre, material y moralmente, que opta por la degradación (el
programa de televisión para recaudar fondos para pagarle a la policía) y a
la corrupción (convencido de solapar a los narcos, después de un soborno
millonario del minicapo).
Pero la crítica del poder no se limita a exagerar la disputa de la cúspide
social, sino también hurga sobre la participación de los medios de comunica-
ción masiva como institución imprescindible en los proyectos políticos de
ambas ideologías, y no sólo eso, pues a la vez son un espejo que parodia.
Aquí quien más contribuyó fue Robocop, idea de Verhoeven o sus guionis-

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tas; si en Blade Runner14 de Ridley Scott la omnipresencia de los medios


es estilística, la de Verhoeven es mordaz: los noticiarios son pesimistas,
transmiten solamente información violenta, catástrofes y conflictos armados (el
aporte de Shocker). Como siempre, intemporales, son valores cotidianos
en una sociedad que simula avanzar y permanecer estancada; y claro, la
publicidad es contrastada con los cambios exteriores que la obligan a ser es-
túpida, como la trampa en los automóviles o los bronceadores, para evidenciar su
anacronismo e ineficacia para maquilar la realidad.

Alteración de estereotipos

La manía del «entrecomillado», el rescate de gestos inmortalizados por


subgéneros y la reconciliación de polos antagónicos son artes iconoclas-
tas de las cuatro cintas. Con El vengador del futuro los modelos de las
mujeres se trastrocan: la rubia esposa de Quaid resulta villana; mientras
que la morena prostituta de Marte termina de pareja ideal de Quaid. Con
RoboCop parece que todo tratamiento de los personajes es desacralizador,
quizás involuntariamente: desde los niños gandallas, la banda de mujeres
galantes hasta los desvaríos de RoboCop.
En Shocker hay momentos donde Pinker da la sensación de resu-
mir a los grandes asesinos: la fuerza y el atuendo de Jason, la ubicuidad
46 de Freddy Krueger; y aunque sólo es un guiño y, además desfasado, el 46
mito del vampiro se combina en la enloquecida salvación del héroe. En
tanto que en Darkman, la enciclopedia de Raimi es más abundante, ade-
más de ser la principal premisa de la película; es por ello que la fisonomía
de Darkman, hurtada de La momia,15 El hombre invisible,16 El fantasma de
la ópera17 y Batman,18 más que un homenaje o desfile de máscaras sea un
recurso que adquiere autonomía para enfatizar la tragedia del individua-
lismo romántico.
Se debe aclarar que la simple alteración de los estereotipos no
asegura el éxito de la provocación; el ejemplo concreto lo dan La última
milla19 de Steve de Jarnatt y El misterio de ´la pirámide20 de Ken Kwapis.
La última milla subvertió el código completo, desde la imagen de los pro-
tagonistas (atípicas), su perfil psicológico (reacciones antihollywood), hasta
la estructura fílmica (no poder vencer el azar y las decisiones del poder); a

14. Ridley Scott, Blade Runner (Blade Runner), Estados Unidos, Hong Kong, Shaw Brothers, Ladd
Company, Warner Bros. Pictures, 1982.
15. Stephen Sommer, The Mummy (La momia), Estados Unidos, Alphaville, 1999.
16. James Whale, The Invisible Man (El hombre invisble), Estados Unidos, Universal Pictures, 1933.
17. Edward Sedgwick, Lon Chaney, Rupert Julian, Ernst Laemmle, The phantom of the opera (El fan-
tasma de la ópera), Estados Unidos, Universal Pictures, 1925.
18. Tim Burton, Batman (Batman), Estados Unidos, PolyGram Filmed Entertaiment, The Guber-Pe-
ters Company, 1989.
19. Steve De Jarnatt, Cherry 2000 (La última milla), Estados Unidos, ERP Production, 1987.
20. Ken Kwapis, Vibes: The Secret of the Golden Pyramid (El Tesoro de la Pirámide de Oro), Estados
Unidos, Columbia Pictures Corporation, 1988.

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De Jarnatt le salió redondo. En cambio, Vibes sólo tiene un planteamien-


to interesante: Cyndi Lauper, Jeff Goldblum y Peter Falk son unos freaks
que pretenden una versión desvirtuada de Indiana Jones21; empero, la
anécdota es insulsa y mal narrada. De ahí se desprende la idea de que no
es suficiente un ensimismamiento plástico, reconfortador siempre que está bien
diseñado —como Sorpresas de amor22 de Alan Rudolph—, sino que tam-
bién exige una historia que los justifique, como sí lo hicieron Raimi, Verhoeven
y Kershner.

La pérdida de identidad

En este renglón lo que aportan es el drama por el que atraviesan los protago-
nistas. Esto tiene que ver con un miedo de la ciencia ficción de los últimos 60
años, que vislumbra la masificación de la sociedad y el sojuzgamiento de los
hombres, y una dualidad desmembrada. De este inevitable callejón uniformis-
ta nace un sentimiento esquizofrénico, que se debate entre la imposibilidad de
satisfacer sus necesidades vitales y una misión justiciera que el entorno obli-
ga a cumplir. En El vengador del futuro Verhoeven es hábil para mezclar esta
indecisión: Quaid enfrenta un plácido mundo familiar, con el eidolón erótico
de la esposa, con la insistente pesadilla de otra vida: sólo será en Rekuerdo,
cuando al sufrir una embolia recobre por flashazos lo que fue su pasado. La pe-
47 lea de Quaid por la memoria es el polo opuesto en cuanto estilo de la Rachael 47
de Blade runner, pero hermanados en el vacío existencial; el tono, hay que
repetirlo, lo da el discurso de la provocación —temor que elude y vence—, que
no se rinde ante la nostalgia.A RoboCop le sucede algo peor; sin sostener la
pérdida de identidad como motivo dramático tal y como la filmó Verhoeven, Ker-
shner arremete en el policía la escena más desoladora: recompuesto a partir de
pedazos, humillado, RoboCop recibe la visita de su esposa sin tomar concien-
cia de ello; de hecho la impotencia por volver al instinto se convierte en delirio
reprimido al grado de que cuando le toca la cara lo siente frío —literal— sin
duda, sin contacto aparente con la realidad interior —el cuerpo, una vez más,
a la deriva— que es aplastada por las ambiciones de la empresa que recupera
a RoboCop.
En Shocker el extravío de la personalidad es una histérica deformación;
Pinker acosa, deleitado, a su perseguidor sin tener la intención firme de matarlo,
pues tuvo oportunidades claras. Aquí Pinker es una pista falsa, que subra-
ya el papel de encarnación del mal: como en Batman, el perseguidor desea
la venganza por el asesinato de su familia, pero también, en su obsesión, el
adolescente pierde contacto con su realidad —abandona el placer sexual del
sueño en el lago, por el deber de matar a Pinker—, y se transforma en un psi-
cótico más que es absorbido por la dinámica espiritual de Pinker; quizá por

21. Steven Spielberg, Raiders of the Lost Ark (Indiana Jones: En busca del Arca Perdida), Estados
Unidos, Paramount Pictures, Lucasfilm, 1981.
22. Alan Rudolph, Love at Large (Amor perseguido / Sorpresas de amor), Estados Unidos, Orion
Pictures, 1990.

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ello obtiene licencia para compartir el escenario de la violencia: la televisión.


Con Darkman la esquizofrenia es cruel; el científico se desconecta de su universo
cotidiano, al abandonar su pasaporte estético que le asegura la aceptación en la
sociedad: el rostro. Al borrársele la imagen, empieza una inversión de conduc-
ta, encajonado hacia la violencia, donde la tortura es la circular búsqueda de
máscaras que le permitan relacionarse con el pasado. Darkman es trágica hasta
la perversión e ironía; mientras que Quaid y RoboCop concluyen sus ansias
—el primero con la solución y el segundo con la derrota—, Darkman seguirá
en fases compensatorias pero sin articular una definición: puede ser que la neurosis
de Batman en Darkman se multiplique y sea todavía más desesperante la pér-
dida de identidad. Es en este gran tema, aunque disperso, donde se comprime
la esencia de la ficción estadunidense y que, a través de un discurso provocador,
alerta sobre una peligrosa etapa de transición que no halla su equilibrio.

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Los chaneques neobarrocos


Gremlins 2

Cuando en su artículo «Los Horrores del 79»1, el escritor estadunidense Stephen King,
emocionado, comparaba a tal año con la década de los treinta, la Depresión,
cuando se hicieron famosos Boris Karloff, Bela Lugosi y Lon Chaney Jr., se
vislumbraba un apogeo del género. Para King fue un suculento regreso al cine
de horror, ya que en 1979 se realizaron películas como Fantasma2 (Coscarelli),
Aliens3 (Scott), Halloween4 (Carpenter) o La furia5 (De Palma). Empero, a más
de dos décadas de la publicación del texto de King, la emoción por el género ha
decaído, ya que, entre otros factores, los antiguos resortes que lo impulsaban
han sufrido grandes cambios.
Por ejemplo, lo otro, con el deshielo de la guerra ideológica, fue
anulado como peligro acechante; Steven Spielberg con ET6 y Encuentros
cercanos del tercer tipo7 y James Cameron con El secreto del abismo8 —
incluso, se puede tomar en cuenta la saga de Corto circuito9 —, por sólo
mencionar algunas películas claves, trazaron un puente por encima de la
histeria anticomunista con una profunda percepción del humanismo. Por
otro lado, los clásicos mitos han tenido que reciclarse o incursionar en di-
versas metáforas: Douglas E. Winter acierta cuando dice que «los colmillos
49 de Drácula de Bram Stoker, afilados por la represión de la época victoriana, han 49
sido limitados por los imitadores de la sexóloga Ruth Westheimer»10; es decir, el
vampiro resulta anacrónico ante el despertar de la revolución sexual. Tam-
bién algo similar le ocurrió al Hombre Lobo,11 cuando el dualismo entre el
bien y el mal se hace cada vez más confuso y por tanto se disminuye la
presunta lucha contra la «bestia» que anida en nuestro interior. Únicamente
ha habido excepciones en la adaptación de los mitos a las mutaciones esté-

1. Publicado originalmente en “Rolling Stone”, N° 307, diciembre de 1979; traducido por Waldo Ly-
decker para la revista “Cine”, Vol. 3, N° 26, México. Se puede recuperar “LOS HORRORES DEL 79”
Stephen King en: Revista Insomnia, número 70, octubre de 2003.
https://www.dropbox.com/s/c89zdvnd6l2mdw0/INSOMNIA%20070.pdf?dl=0#pageContainer7
2. Don Coscarelli, Phantasm (Fantasma), Estados Unidos, New Breed Productions, 1979.
3. Ridley Scott, Allien (Alien: el octavo pasajero), Estados Unidos, Reino Unido, 20th Century-Fox
(Londres), Brandywine-Ronald Shushett Production, 1979.
4. John Carpenter, Halloween (Halloween), Estados Unidos, Compass International, Falcon Produc-
tions, Debra Hill Productions, 1978.
5. Brian De Palma, The Fury (La furia), Estados Unidos, 20th Century Fox, 1978.
6. Steven Spielberg, E.T.:The Extra-Terrestrial (E.T.: El extraterrestre), Estados Unidos, Universal Pic-
tures, Amblin Entertainment, 1982.
7. Steven Spielberg, Close Encounters of the Third Kind (Encuentros cercanos del tercer tipo), Esta-
dos Unidos, Columbia Pictures, EMI Films, Phillips Productions, 1977.
8. James Cameron, The Abyss (El secreto del abismo), Estados Unidos, Lighstorm Entertainment,
1989.
9. John Badham, Short Circuit (Cortocircuito), Estados Unidos, David Foster Productions PSO, 1986.
10. Referencia
11. George Waggner, The Wolf Man (El hombre lobo), Estados Unidos, Universal Studios, 1941.

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ticas: el sensual hedonismo de Los muchachos perdidos12 de Schumacher


con la exquisita inyección de «People are stranger» de The Doors, la desqui-
ciante El hombre lobo americano en Londres13 de Landis y en otro tono,
Lobos, criaturas del diablo14 de Jordan. También es importante señalar la
terrible decepción del gore y splatter; se mantuvieron las esperanzas de su in-
saciable búsqueda contraria al tradicionalismo de las cintas «A» hasta bien en-
trada la década de los ochenta, pero ni Tobe Hopper, Wes Craven, Sam Raimi
ni Stuart Gordon dieron el estirón definitivo —sobre todo este último; Gordon,
después de sorprender con el erotismo de Resurrección satánica15 , desilusionó
con El perfil del diablo16 .
El género, sin sus antiguos resortes, desplaza sus escenarios hacia
el interior de las instituciones; y claro, también sin poder escapar a la olea-
da neoconservadora recrudecida en los últimos años, el relato de horror se
ha convertido en advertencia de los valores más «reaccionarios» de la fa-
milia. Así, nos encontramos con cintas impregnadas de puritanismo; los
villanos psicóticos como Jason (Viernes 13),17 serán en una segunda lec-
tura, didácticos censores del «reventón» adolescente en los bosques (una
digna excepción, es el perturbante alegato sobre el aborto del vengador de
fetos de Inocente o culpable18). E. Winter lo resume de esta forma:

Su némesis exclusiva suele ser una heroína monógama (cuando no


virginal), una madonna de la clase media que ha hecho caso a sus pa-
50 dres y actúa siguiendo sus consejos. Y lo que mantiene alejados a los 50
monstruos de nuestros días no son los crucifijos o las balas de plata,
sino, precisamente, su decoroso comportamiento19.

Sin embargo, en este contexto nada halagador o más bien, por ello mis-
mo, surgen obras que niegan su entorno inmediato para marcar rupturas
necesarias; tal es el caso de Gremlins 2, la nueva generación,20 . El rompi-
miento de su director, el estadunidense Joe Dante, no sólo es una perfec-

12. Joel Schumacher, The Lost Boys (Los muchachos perdidos), Estados Unidos, Warner Bros. Pic-
tures, 1987.
13. John Landis, An American Werewolf in London (Un hombre lobo americano en Londres), Reino
Unido, American Werewolf Inc., 1981.
14. Neil Jordan, The Company of Wolves (Lobos, criaturas del diablo), EUA-Reino Unido, Chris Brown,
Stephen Woolley, 1984
15. Stuart Gordon, Re-Animator (Resurrección Satánica), Estados Unidos, Re-Animator Produc-
tions, 1985.
16. Stuart Gordon, From Beyond (El perfil del diablo), Estados Unidos, Empire Pictures, Taryn Prov, 1986.
17. Sean S. Cunningham, Friday the 13th (Viernes 13), Estados Unidos, Paramount Pictures, 1980.
18. Martin Campbell, Criminal Law (Inocente o culpable), Estados Unidos, Hemdale Film Corpora-
tion, 1989.
19. «Introducción» de Douglas Winter para el libro Escalofríos. Grijalbo, 1989. Antología de cuen-
tos de terror: «El aviador nocturno» («The Night Flier») 1988 Stephen King; «Ponga una mujer en
su mesa» («Having a Woman at Lunch») 1988 Paul Hazel; «El beso sangriento» («The Blood Kiss»)
1988 Dennis Etchison; «La inminencia del desastre» («Coming to Grief») 1988 Clive Barker; «Comida»
(«Food») 1988 Thomas Tessier; y «El gran dios Pan» («The Great God Pan») 1988 M. John Harrison.
20. Joe Dante, Gremlins 2: The new batch (Gremlins 2: La nueva generación), Estados Unidos, Warner
Bros. Pictures, Amblin Entertainment, 1990.

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ta síntesis paródica de las constantes dominantes del horror en la era de


Reagan, sino que también posee una amplia competencia enciclopédica
que le permite cruzar en su interior tópicos, en apariencia, ajenos a su
corpus; de ahí su riqueza. En esta ocasión los «mostritos» que descubrió
Dante en 1984 se componen de diferentes niveles; básicamente, a partir de
lo que define Omar Calabrese como neobarroquismo —diferencia organizada, po-
licentrismo e irregularidad regulada—, Gremlins 2 aborda con sus cabriolas
regocijantes cinco puntos: la ficción posmodernista, el dialogismo intertextual,
la nostalgia sin autocomplacencia, la iconografía paranoica y la decaden-
cia tecnocrática.
En principio, Gremlins 2 no toma en serio a su predecesora. El auto-
escarnio de Dante rema a contracorriente de los motivos sentimentales que
impulsaban a la primera y que en las más recientes producciones han esta-
do en boga en lo que se denomina la ficción posmodernista. La negación de
Dante se despega de las trampas de la secuela, al no repetir —lo que sería
una regularidad regulada, antineobarroca—, dos momentos de la anterior que
sirvieron para dramatizar el esfuerzo Salvador de los protagonistas: ni el sabio
oriental triunfa ni Kate puede contar su trauma infantil. Lo del viejo chino tiene
similitud con la defensa del patrimonio de los bujos (la imaginación) de ¿Quién
engañó a Roger Rabbit?21 de Zemeckis, con el reproche de una individualidad
castrada de Tucker22 de Coppola y con la reunificación familiar de El campo de
los sueños23 de Alden Robinson. En todas las anteriores películas se encuentra
51 un cordón umbilical: el revisionismo, el reproche de las promesas incumplidas 51
del american way of life, anteponiendo asideros de la cultura popular (las cari-
caturas, el beisbol) o mitos sin contestación universal (el derecho a la libertad,
la profundidad de la filosofía de Oriente). De hecho, esa vuelta al origen, de
alguna manera emparentada con la cándida Jesús de Monreal24 (Arcand)
y las rabietas de La vía láctea25 (Buñuel), es la que estuvo como objetivo
primordial del discurso fílmico de los ochenta enfrentado al vacío ideológico:
la ficción posmodernista. Pues bien, ahora el sabio oriental no tuvo la opor-
tunidad de sermonear el modo de vida occidental que sólo le enseñaba a
Gizmo a consumir y a ser violento (la condena a la TV no deja su tufo ma-
ttelartiano); la moralina en Gremlins26 se diluye cuando desde el comienzo
el proyecto tecnocrático —con sus raíces en los bujos de Zemeckis— arra-
sa con su tienda de antigüedades en pro de la modernidad de la urbe de
hierro e, incluso, en un chiste por demás chocante, deshace sus aforismos

21. Robert Zemecki, Who Framed Roger Rabbit (¿Quién engañó a Roger Rabbit?), Reino Unido, Es-
tados Unidos, Amblin Entertainment, Touchstone Pictures, Walt Disney Feature Animation, Silver
Screen Partners III, 1988.
22. Francis Ford Coppola, Tucker: The man and his dream (Tucker: El hombre y su sueño), Estados
Unidos, Lucasfilm, 1988.
23. Phil Alden Robinson, Field of dreams (Campo de sueños), Estados Unidos, Gordon Company, 1989.
24. Denys Arcand, Jésus de Montreal (Jésus de Montreal), Francia, Canadá, Téléfilm Canada, Centre
National de la Cinématographie, 1989.
25. Luis Buñuel, La voie lactée (La Vía Láctea), Francia, Greenwich Film Productions, Paris-Fraia
Film, 1969.
26. Joe Dante, Gremlins (Gremlins), Estados Unidos, Warner Bros. Pictures, Amblin Entertainment, 1984.

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sobre el conocimiento personal: «¿De quién es la cita, de Confucio o de Bruce


Lee?». Para Dante el purismo ingenuo de la primera no tiene pase para la orgía
narrativa de la segunda.
Y en otro momento que Dante niega los motivos sentimentales de
la primera, es cuando a Kate no la dejan contar su trauma infantil. Con un
humor chocarrón, Gremlins, sin llegar al chantaje —el ritmo, como compor-
tamiento estético: neobarroquismo—, nos narraba por qué odiaba la Navi-
dad: la muerte de su padre que se quebró el cuello en la chimenea vestido
de Santa Claus; el hecho en sí era terrible, y todavía más por la época tan
simbólica de falsa alegría. En Gremlins 2 ya no aparece el mismo distan-
ciamiento sentimental; Dante juega en la frontera: Kate, de nuevo, intenta
contar que en su infancia un hombre semejante a Abraham Lincoln se le
acercó en un parque, pero, cuando probablemente el desenlace fatal de
la confesión desembocaría en una violación, Billy la saca de escena y no
le permite concluir. Dante propone puntos suspensivos, una elipsis por
añadidura, una delicada llamada al espectador que le motive a la cone-
xión con el anterior texto —diferencia organizada: neobarroquismo—, una
especie de perverso supermanierismo (Ray Smith). Y para dar mayor soli-
dez, la negación dantesca cambia el carácter de Kate: la provinciana pareja
ya no tiene una angelical relación; ahora Nueva York les hace extensiva su
neurosis y sus hábitos. Billy y Kate son mediocres de acuerdo a la escala
del éxito; por ello el noviazgo no se concretiza. Kate ya no se asusta con
52 el gremlin exhibicionista que se abrió la gabardina en la primera; con una 52
patada en los genitales (?) remata la autoparodia de Kingston Falls, donde
se había alterado el status de la mojigatería.
En lo que respecta a la nostalgia, Gremlins 2 en ninguna ocasión es
complaciente. Contraria al espíritu lánguido y derrotista de Giuseppe Torna-
tore en Cinema Paradiso27 y Ettore Scola en Splendor28, películas que sinteti-
zan una añoranza generalizada por la muerte del cine, la nostalgia de Dante
es una sonrisa ácida, quizás de revancha feroz. Tres injertos corroboraron
lo anterior: la rebelión del Pato Lucas contra Bugs Bunny, la aparición del
abuelo Fred de La familia Monster y la inclusión de Christoper Lee, ya ar-
quetipo del cine de horror. En el bloque de citas, Dante acumula segmentos
esenciales de los mass media en los pasados treinta años, que han sido
desplazados por las fobias y miedos de la modernidad. De las caricatu-
ras, la mencionada ¿Quién engañó a Roger Rabbit? fue la pionera en los
ochenta para su rescate; sin embargo, el ánimo corrosivo que muchos de
los dibujos tenían en particular se desperdiciaba en el nostálgico objetivo
que perseguían (válido y hermoso). Lo de Dante es distinto a la proeza téc-
nica (en este aspecto, también de alto calibre) de Zemeckis; como antecedente,
en su participación en Al filo de la realidad29, un niño sometía a su familia a

27. Giuseppe Tornatore, Nuovo Cinema Paradiso (Cinema Paradiso), Italia, Les Films Ariane, Cristal-
difilm, TF1 Films Production, RAI, Forum Picture, 1988.
28. Ettore Scola, Splendor (El esplendor), Italia, Mario e Vittorio Cecchi Gori, 1989.
29. John Landis, Twilight Zone: The Movie (Al filo de la realidad), Estados Unidos, Warner Bros. Pic-
tures, 1983.

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la lógica de los dibujos animados. Preservar las imágenes del Pato Lucas
y Bugs Bunny, como apunta Mark James Estren, es archivar a dos perso-
najes que combatían por la causa del subperro, que apoyaban al pequeño
hombrecito en contra de la sociedad; tal vez el Pato Lucas y Bugs Bunny
sean las caricaturas menos pedagógicas, sin los tantos ejemplos —subli-
minales, velados o no— que hoy en día nos ofrecen, y que ¿Quién engañó a
Roger Rabbit? extravió en su antología, claro, no como la aberración aglu-
tinadora de Dick Tracy30 (Beatty). Además, el hecho de trastrocar planos y
jerarquías, que es lo fundamental de la rebelión del Pato Lucas, nos intro-
duce en esa atmósfera gremlin, que es, precisamente, la de alterar el orden.
Sobre la aparición del abuelo Fred y la inclusión de Christopher Lee,
el injerto de Dante apela a la degradación del mito del vampiro, al ninguneo
de las películas en blanco y negro (un crimen: «presentamos Casablanca
a colores y con un final más feliz»), y, por supuesto, al desalojo de antiguos
temores colectivos a la falta de predisposición por la cultura de la evasión.
El acierto de Dante es no plantearse esta nostalgia que la carrera de los
medios y las transformaciones urbanas produce, como los lugares comu-
nes que recurren a la martirología del «todo tiempo pasado fue mejor». Aquí
Gremlins 2 también es muy sutil, hila fino: para Fred, en la época actual nadie
se espanta con pulpos de plástico o Godzilla (sólo los gremlins gozan, al
igual que con Blanca Nieves); lo que realmente atemoriza —dice— es estar
desempleado o dejar la botella. Cuando el realismo nos alcanza —la crisis
53 se torna más aguda— y la información visual aumenta, las series de horror 53
realizadas con elementales recursos pierden su encanto primario (la tele-
visión fue cómplice de esta estética que ignoró el buen gusto, que incur-
sionaba en lo doméstico, lo íntimo; el caso más fascinante: Ultraman31). De
ahí que el abuelo Fred sea un disidente de una pretendida uniformidad del
modernismo; en otra escena terrible, Fred graba un fracasado promocional
de su programa con unos tiernos muñecos sin llegar a finalizarlo: un nue-
vo Quijote queda solo, aislado. Solamente será, durante la irrupción gremlin,
cuando Fred sea el catalizador —el locutor— de las demandas de los mos-
tritos: un verdadero abuelo. Asimismo, la tradición vampírica aparece con
Christopher Lee; sin embargo, paradójico, Lee no actúa como Drácula, sino como
científico, otro trastrocamiento de roles. De Lee sólo queda la mirada sin emoción
que tantas connotaciones eróticas provocó en sus numerosas cintas con
la Hammer; su papel de científico tendrá un fugaz repaso del cine-churro de
los cincuenta (la escena de la araña-gremlin, de lo mejor) con el señor Ca-
rradine a la cabeza, que hacía un inocente y heroico llamado al control de
la ciencia (íntimamente hermanado con la guerra fría). Pese a ello, el científi-
co Lee tendrá una auténtica resurrección cuando la gárgola-gremlin, inyectada
para resistir la luz solar, extiende sus alas; entonces, a Lee le brillan sus
ojitos de Drácula.

30. Warren Beatty, Dick Tracy (Dick Tracy), Estados Unidos, Touchstone Pictures, Silver Screen Part-
ners IV, Mulholland Productions, 1990.
31. Mitsuo Kusakabe, Ultraman: The Adventure Begins (Ultraman: La Aventura Comeinza), Estados
Unidos, Japón, Hanna-Barbera Productions, 1987.

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El dialogismo intertextual de Dante utiliza a la memoria para poner a


prueba los saldos morales que las imágenes recogen.
Probablemente, Dante y Stephen King sean los narradores de horror
que mejor han hurgado en la paranoia estadunidense, aunque aquí debiéra-
mos eliminar a S.O.S vecinos al ataque32, de Dante, que salvo por algunos so-
litarios apuntes de actuación, fue un estruendoso fiasco. Los aportes en este
renglón están en la confección del edificio Clamp, el repulsivo retrato del japonés
y la arbitraria lectura de la televisión. Como toda apología futurista, Gremlins
2 recurre a las muletillas de la ciencia ficción: el control masificado, la om-
nipresencia de los medios y la desesperada búsqueda del confort; empero,
las muletillas son llevadas hasta el absurdo, sin el solemne pesimismo que
caracteriza a otras obras. En el edificio Clamp se tiene de todo, desde tiendas
deportivas y restaurantes vegetarianos (los gremlins, cachondos, atragan-
tándose y viendo piernas), hasta la represión laboral, donde despedir a un
empleado por insubordinado, fumar a escondidas, causa un placer orgiástico:
servilismo de la acusadora, cinismo del controlador. La excesiva susceptibi-
lidad ante el caos, hará que el magnate Clamp esté preparado como si fuera
el juicio final: un casete con imágenes compensatorias —el vuelo de las aves, el
correr de los ríos: en la montaña de la cursilería—, el último pararrayos de la
inseguridad mental del paranoico edificio. Sobre el delirio de inferioridad ante
los japoneses, Dante es incisivo: lo más seguro es que no sea una metáfora,
pero tampoco puede ser gratuito que, en medio del desorden mental que pro-
54 voca el desgarriate gremlin, aparezca el japonés, trabajador, perseverante hasta 54
el último nervio, que convertido en hombre-cámara, está ansioso por filmar con
Fred. Dante, consciente al igual que el visionario Tucker que advirtió la «in-
vasión» tecnológica del Japón por no motivar la creatividad local, exacerba
aún más el patrioterismo xenofóbico, que en Lluvia negra33 (Scott) Michael
Douglas estilizó. Y en el último aporte de Gremlins para bucear en la paranoia
estadunidense, también en franco desafío, es una interpretación abierta de la
tv. En la primera Gremlins, de alguna forma el regaño del sabio oriental se in-
clinaba sobre el nocivo efecto del medio; no era un comunicólogo dando una
conferencia, pero atribuía en parte a la televisión la violencia de la sociedad.
Sin embargo, también en la primera, Gizmo, por imitar a Clark Gable en la tv,
derrota a Rayita: el Bien se sirvió de la televisión para vencer al Mal. Ya en
esta secuela, al excluir la moralina y los aforismos orientales, Gizmo se queda
solo para reafirmar su lectura caprichosa del medio: en esta ocasión, Gizmo salva
a Marla y a Kate de la araña-gremlin gracias a la «enseñanza» de Sylvester
Stallone en Rambo34. Hasta en esto, Dante contesta en tono festivo a las pa-
ternales teorías funcionalistas de EU y de buena parte de Latinoamérica, que
culpan a los medios de la violencia; Gizmo no fue un receptor-bacinica ni
sufrió el síndrome de Medusa, sólo tomó lo que quiso de la televisión; es un
animalito barthesiano.

32. Joe Dante, The ‘Burbs (SOS, vecinos al ataque), Estados Unidos, Imagine Entertainment, 1989.
33. Ridley Scott, Black Rain (Luvia negra), Estados Unidos, Paramount Pictures, 1989.
34. Ted Kotcheff, First Blood (Rambo: primera sangre), Estados Unidos, Anabasis N.V., Elcajo Pro-
ductions, 1982.

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Cine contexto Raciel D. Martínez C2

Así como Dante en 1984 puso al revés el pueblo de Kingston Falls, aho-
ra también desequilibra a Nueva York. Los gremlins en las dos películas han
funcionado como espejos, como reflejos grotescos del ideal del contexto en
que surgen. En la primera, la apacible convivencia se rompía: la cantina
se llenaba de caricaturas hiperbólicas de la conducta humana; los mons-
tritos no actúan como psicóticos, como lo otro o como híbridos de fobias.
No, simplemente los gremlins imitan a los hombres, hipótesis inversa de
Gizmo-tv. En este caso, los espejos de Dante se han trasladado al inte-
rior de la sociedad —como Danny de Vito en La guerra de los Roses35—,
para desde allí retratar o exhibir cómo somos. El ejemplo más nítido lo
da el gremlin-científico, que al ser entrevistado por Fred le dice que lo que bus-
can es la civilización; morirán unos —le dispara a un gremlin entrometido—,
pero serán las piedras en el camino en pos de un mundo con todos los
avances. Para Gremlins 2 el proyecto tecnocrático ha fallado, su violencia
irracional es insoportable; de ahí que la radiografía de Dante niegue el modo
de vida actual. Pero el camuflajeado regaño de Dante no tendrá esta vez un epí-
logo de reflexión romántica, como en las citadas películas de la ficción posmo-
dernista; la irreverencia de Gremlins será tan astuta, que luego de balconear al
decadentismo moderno, encadenará a éste con su secuencia ideológica:
el neoconservadurismo. El magnate cambia su paranoia: fabricar pueblos
tranquilos, que es lo que la gente desea; así, la conclusión será lapidaria: el
tecnócrata arribista quedará atrapado en un piso con una gremlin vestida
55 de novia, y con una sonrisa de impotencia, estará aceptando pagar el pre- 55
cio de la desilusión.
Con muchas aristas, Gremlins resumió las dos vertientes del
pensamiento estadounidense, induciéndolas para que se mordieran la
cola; no se sabe si los mostritos serán dialécticos —es lo que menos im-
porta—, o «reaccionarios», lo cierto es que siempre estarán presentes con
su fresca inconformidad para recordar que no hay nada estático y para
decir con una rabia desenfrenada, que el horror está en el centro de lo
cotidiano.

35. Danny DeVito, The War of the Roses (La Guerra de los Roses), Estados Unidos, 20th Century
Fox, 1989.

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Cine contexto Raciel D. Martínez C3

Capítulo 3
el cuerpo

El placer de la manipulación
Bajos instintos

El cineasta holandés Paul Verhoeven realiza con Bajos instintos1 su más


astuta película estadunidense —que no la más original—, en cuanto a
la confección de sus personajes, así como en su narrativa. Hay que re-
cordar que con RoboCop2 Verhoeven impone un estilo hipersarcástico y
chocarrero en la ciencia ficción; por RoboCop se le conoce como uno de
los hábiles arquitectos de la violencia. En su segunda cinta filmada en
Estados Unidos, El vengador del futuro3, ya no sorprende tanto, pues repite
los esquemas planteados en RoboCop; sin embargo, debe decirse que
supera el cuento en que se basó: Usted lo recordará perfectamente, de Philip
K. Dick.4 Con Bajos instintos Verhoeven nos vuelve a mostrar su destreza
para captar la brutalidad con singular vesania, sólo que aquí era más
56 complicado sostener la trama, debido a que su historia está cimentada 56
sobre la fórmula de un thriller sencillo, cuestión que «limita» supuesta-
mente el campo creativo.
De alguna manera, el caso de Bajos instintos alude a Cabo de miedo5
de Martin Scorsese, ambos relatos impulsados por un código manido. Inclu-
sive, el efectismo inaugurado por Alfred Hitchcock6 —la música como contexto,
como adjetivo—, en- cuentra ecos de Verhoeven y Scorsese. De hecho, Verhoe-
ven ha reconocido que Bajos instintos recoge la savia del genio del suspenso.
Para explotar la receta de esto, que se puede denominar thriller erótico,
Verhoeven remarca a sus personajes y a su forma de contar; además, la inyec-
ción de ambigüedad en los protagonistas es un pivote para malabarear con el
efectismo. Lo anterior se puede reflexionar a partir de dos veredas. Una, la ampulo-
sa primera escena que define al resto de la película. Y la otra, la también exuberante
Catherine —no de físico—, interpretada por Sharon Stone, que absorbe una
serie de ideales colectivos que le permiten seducir con una hidalguía po-
cas veces vista.

1. Paul Verhoen, Basic Instinct (Bajos instintos), Estados Unidos, Carolco Pictures, 1992.
2. Paul Verhoeven, RoboCop (RoboCop), Estados Unidos, Orion Pictures Corporation, 1987.
3. Paul Verhoeven, Total Recall (El vengador del futuro), Estados Unidos, Carolco Pictures, TriStar
Pictures, 1990.
4. Philip K. Dick, Usted lo recordará perfectamente, Estados Unidos, The Magazine of Fantasy and
Science Fiction, 1966.
5. Martin Scorsese, Cape Fear (Cabo de miedo), Estados Unidos, Amblin Entertainment, TriBeCa Pro-
ductions, 1991.
6. Se sugiere repasar el libro El cine según Hitchcock, François Truffaut, Alianza Editorial 1974.

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Cine contexto Raciel D. Martínez C3

En el prólogo, Verhoeven es exagerado, con un ímpetu tal vez inne-


cesario en términos del «naturalismo» ortodoxo. Pero eso es lo que menos
le preocupa. Se instala bruscamente en una recámara donde, sin antece-
dente de por medio, una rubia copula con un cantante de rock. La güera
le monta y en el orgasmo lo mata con un picahielos. Por supuesto que la
imagen es como un jalón de vísceras. Empero, a pesar de que es un icono
shocking —de impacto—, se plasman muy bien los elementos a seguir. Y
es que no es lo mismo una propuesta shocking de Darío Argento en Terror
en la ópera7 con ángulos barrocos, movimientos de cámara turbios y farra-
gosa pista sonora, que el prefacio de Verhoeven. Tanto en RoboCop como
en El vengador del futuro la muerte tenía una concepción clara, límpida, de
cromática transparente. No nada más utiliza planos cerrados para captar
la truculencia; en Bajos instintos, a los close ups anteceden o se intercalan
tomas medias donde se observa con nitidez y amplitud la ejecución de
la estrella pop. Es, por decirlo de un modo batalliano,8 un ojo que no deja
residuos sino que se abre en toda su dimensión: un ávido vouyerismo que
se dispara para contemplar la atrocidad. De ahí que Verhoeven fotografíe
entero el cuerpo de la mujer mientras asesta las puñaladas en un instante
de sensaciones encontradas, para marcar un tono de máxima extensión
que concreta pero a la vez no castra el confuso nervio que sirve de pulso
sintáctico. (Este eros y tanatos de Verhoeven mezclados en la duda, se
localizan en el mismo nivel que Matador9 de Pedro Almodóvar, donde la
57 asesina clava una aguja en la espalda de su amante en turno, para delei- 57
tarse con la potente eyaculación de la víctima y para fusionar los extremos
separados por la dualidad, con la salvedad de que en Bajos instintos el
desbordamiento de las fronteras sociales no conduce a la tragedia).
Con esta perversa mirada a Verhoeven se le facilita lo que sigue. A la
fémina homicida la coloca o la «diseña» de una manera pastichera: en ningún en-
cuadre se le ve el rostro; éste se tapa con la cabellera alborotada. Dicha barrera
se percibe obvia, falsa, por la postura prefabricada; pero de aquí se exacerba y
enfatiza la ambigüedad, el misterio a revelar sin que se diluya la tensión —en
Cabo de miedo sucede lo propio en la artificial lucha de Max Cady con el abogado
en las simbólicas aguas del Jordán. Es un efectismo manipulador que raya entre
la conciencia del director y la del espectador. Igual pasa con la violencia que
se sobrecarga con los picotazos arteros de la rubia al cantante: maneja a su
capricho el salto y la emoción, para sellar el ritmo y el aura del personaje. Y el
último rasgo virtuoso de la primera escena es la conclusión del ojo perverso
de Verhoeven —claridad de perspectiva— y la ambigüedad tipo kitsch: el placer
queda amalgamado a la muerte, la sentencia de George Bataille de que los po-
los se tocan, crea una atmósfera que Bajos instintos nunca abandona.
Por lo que se refiere a Catherine (Sharon Stone), Paul Verhoeven es perspicaz
para su confección. La Stone no es una actriz de grandes vuelos y su con-
torno no corresponde a los estereotipos de la lascivia ni de la anormalidad;
7. Darío Argento, Opera (Terror en la ópera), Italia, Cecchi Gori Group Tiger Cinematografica, 1987.
8. Revisar Historia del ojo, de George Bataille, Tusquets Editores, 1978.
9. Pedro Almodóvar, Matador, España, Compañía Iberoamericana de TV y Televisión Española, 1986.

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Cine contexto Raciel D. Martínez C3

más bien, aparenta la figura de un erotismo decorativo, ornamental, a lo


Playboy. Sin embargo, el impreciso prólogo se le adhiere a la Stone y la
inunda de vitalidad. Aparte, por supuesto, debe considerarse su caracteri-
zación y lo bien dirigida que está.
En este sentido, cabe hacer un somero repaso por los teóricos de
las imágenes del erotismo, para explicar el atractivo vigor de Catherine. De
entrada, tiene que señalarse que la cualidad de no encajar en las etiquetas
tradicionales de lo voluptuoso, le otorga la ventaja de ser libre, que no se pue-
de clasificar tan como quiera. Catherine escapa a los paradigmas elabora-
dos por Francesco Alberoni en su libro El erotismo,10 que por afincarse en
una rígida dicotomía —lo femenino, lo masculino—, no permite los matices
en su tipología. Claro que Alberoni jamás se propone archivar ni a todas las
mujeres ni a todos los hombres; sólo a partir de la literatura y el cine teje
un orden hipotético.
Catherine es prófuga de las premisas de Alberoni en más de un punto.
Inclusive, las características que espiritualizan más a la mujer, se invierten y
se transforman en ella en la carnalización del hombre. Más que diferencia, el
eidolón de Verhoeven es una convergencia de las fantasías sexuales de ambos
géneros. Quizás pueda inclinarse en ciertos instantes a las heroínas vaginales
del porno y la novela rosa, cúspides aberrantes del anhelo masculino. Empero,
esa mujer desprejuiciada y maestra en el arte de la seducción que aparece en
el onanismo pornográfico, termina por servir y asumirse como objeto de las hu-
58 medades masculinas; en cambio, la Stone no sucumbe jamás a dicha actitud. 58
Catherine no regresa al territorio decretado como femenino, sino que trastroca
los espacios para alterarlos. De alguna manera Catherine es lo que no se vio de
las vampiresas del cine mudo y de mitad de siglo. Su mundo es atrayente, es un
abismo de indeterminación, de misterio, de erotismo en resumen, como lo suge-
ría Roland Barthes (habría que enfatizar que la corpulencia sensual de Catherine
es resultado de la absorción de los ideales de las vampiresas; lo que fue Jessica
Rabbit en ¿Quién engañó a Roger Rabbit?11 de Robert Zemeckis como silueta
que sintetiza mitos, lo es Catherine en cuanto al imán de su movimiento interior
que irradia seguridad en busca del placer permanente).
Sobre esta línea de la ambigüedad —de hecho, en la trama es bi-
sexual—, Catherine se acercaría más a los ensayos de Jean Baudrillard,12 que
afirman que después de la liberación del discurso «hoy no hay nada menos
seguro que el deseo, tras la proliferación de figuras». Y es que, efectivamente, al
no haber prohibición ni carencia —aunque sea de iconos—, se pierden los prin-
cipios referenciales. El erotismo pues, se volatiliza, se diluye por doquier (en el
idioma, la publicidad). Volvemos al maestro Barthes:13 el sexo está en todos la-
dos, salvo en la sexualidad. Y Catherine, por ello, se encuentra inmersa en estas

10. Francesco Alberoni en su libro El erotismo, Gedisa, 2009.


11. Robert Zemecki, Who Framed Roger Rabbit (¿Quién engañó a Roger Rabbit?), Reino Unido, Es-
tados Unidos, Amblin Entertainment, Touchstone Pictures, Walt Disney Feature Animation, Silver
Screen Partners III, 1988.
12. Baudrillard, Jean, Simulacros. Barcelona, Anagrama, 1983.
13. Barthes, Roland, Mitologías. Madrid, Siglo XXI, 1980. Lo obvio y lo obtuso. Barcelona, Paidós, 1986.

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Cine contexto Raciel D. Martínez C3

figuras posmodernas —acompaña, por supuesto, a Gatúbela, Ripley y Madonna—,


que se elevan por encima de la inercia y se vuelven insolubles por los rincones
donde antes no se pronunciaban.
De ahí que poco trasciendan las escenas estrictamente lúbricas para
que el personaje de Catherine exude sexualidad. Cierto es que influye el sexo
para determinar a la Stone. Sin embargo, es esa intermitencia de la que habla
Andrés de Luna, lo que trasmuta a Catherine en erótica pura. Como la Gatú-
bela de Batman regresa14 (Tim Burton), la voluptuosidad desborda las repisas
destinadas a su reproducción —la cama, la desnudez, la cópula— e invade y
arrebata y domina los lugares en los que promociona su silencio.
Un ejemplo de ello es el ya antológico interrogatorio (dispuesto a
cualquier coloquio para realizar un cotejo con la foto de 1962 de Marilyn
Monroe en el D.F.), donde la Catherine descruza la pierna y deja al aire su
pubis desnudo. La secuencia en la estación de policía se apodera de la
película, para instalarse más allá de la fórmula del thriller. La parsimonia
con que Catherine maneja el asunto, hace pensar que no es la asesina o
que es un monumento a la perversidad; olvida el cruento crimen. Es decir,
maniata su fuerza al resto de los personajes, incluido el inspector Nick
(Michael Douglas). Verhoeven, con suculentos detalles nos informa que
están atrapados, embobados con su personalidad: Douglas, que dizque
ya no fuma, enciende un cigarrillo para calmar sus ansias. La Catherine
entonces los provoca con el multielogiado «fogonazo», cuestión que los
59 desbalancea. Aquí Verhoeven hasta es burlón con la vitalidad manipulado- 59
ra del sexo; lo empotra en la historia y ya jamás se le separará, al grado de
que Douglas extravía su ecuanimidad —no sabe si persigue a la asesina o
quiere compartir su existencia con ella para siempre— y queda clavado en
la obsesión erótica, lo genitaliza; por eso las claves climáticas se dan en el
«toreo» entre Catherine y Douglas, en el procoitus, valga la muleta de adorno.
(La impregnación erótica en el ambiente de Bajos instintos, de paso obliga a
compararla con una cinta como Sospecha mortal15 de Mike Figgis, que tam-
bién es un alarde de manipulación del sexo sin ser obvio. En Sospecha mor-
tal la sensualidad servía para torturar psicológicamente, y en Bajos instintos
para aletargar el placer, aunque finalmente sea otra especie de tortura. Tanto en
Figgis como en Verhoeven el sexo es un bastón de mando que decide sobre los
personajes, reducidos a miserias en Sospecha mortal y transformados en
plenos sujetos de placer en Bajos instintos).
Y así Verhoeven dispara y manipula la sexualidad hasta el último momento,
donde el eros y el tanatos se reconcilian en los puntos suspensivos para
quedarnos sin saber quién fue la asesina o si vivieron felices, como en un
ordinario happy end; pero en Bajos instintos es lo que menos interesaba.

14. Tim Burton, Batman Returns (Batman regresa), Estados Unidos, Warner Bros. Pictures, 1992.
15. Mike Figgis, Internal Affairs (Sospecha mortal), Estados Unidos, Paramount Pictures, 1990.

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Los «masocos» felices


Las edades de Lulú

Por supuesto que si a la película Las edades de Lulú1 la ceñimos al dictado


ortodoxo que señala que el camino rumbo al exceso es la forma directa y úni-
ca de llegar a la comunión de la libertad, terminará en el paredón falócrata.
Con esta vulgar idea del escándalo como ruptura que va desde la tergiver-
sada lectura del Marqués de Sade a los surrealistas Guillaume Apollinaire y
George Bataille como figuras emblemáticas, se han casado la mayoría de los
críticos del erotismo. Si no transgrede es burgués. Si no presenta un halo
maldito entonces es estéril. De ahí que aún no se acepte a hitos como Ma-
donna, Gloria Trevi o Sharon Stone, porque se comercializan, no ponen en
riesgo a ninguna institución. Nadie niega la capacidad de las sociedades
contemporáneas para reciclar y absorber aquella sexualidad que le inco-
mode su funcionamiento aséptico, según los postulados del francés Michel
Foucault.2 Sin embargo hay matices que desmienten que la concepción li-
bertina avance en bloque. En este sentido, la cinta del español Juan José
Bigas Luna ofrece elementos por demás interesantes para revisar la pseu-
dopatología sexual contestataria.
Basta un ejemplo para eliminar ese ruido estridente de la erótica exa-
60 cerbada. Me refiero al escritor Juan García Ponce, que con sus ensayos, no- 60
velas y más en concreto, con Inmaculada o los placeres de la inocencia,3 ha
entendido y encontrado otra vereda alterna a la hidalguía exasperante. García
Ponce no elige el ateísmo sufriente de Pierre Klossowski ni la destrucción ba-
talliana del objeto del deseo. Al placer lo dilata y lo despoja de los conflictos
espiritualistas entre el bien y el mal; es decir, prolonga su vida, su gozo. Por
ello es que Inmaculada o los placeres de la inocencia es de los libros funda-
mentales del erotismo, ya que instala el instinto no como pregón filosófico, sino
como naturaleza pura, inofensiva.
En el caso de Las edades de Lulú sucede algo similar a la temática
garcíaponceana. Claro que la novela escrita por Almudena Grandes está le-
jos del don narrativo de García Ponce (fluidez sintáctica, pleno dominio de la
psicología de los personajes); así como tampoco tiene el olfato para explotar
la seducción (no lo obvio, sino la intermitencia). Almudena es brusca o ca-
rece de herramientas para desgenitalizar su discurso, lo que desgraciada-
mente lo orilla a lo común de la pornografía. Quiero decir que no hay mucha
reflexión de Lulú; abundan en cambio las descripciones sobre las anécdotas
lúbricas. El reverso ocurre en Inmaculada o los placeres de la inocencia, que
alcanza un desarrollo elástico, convincente y redondo. Lo que une a Grandes
y García Ponce es el abandono del erotismo como escándalo para apelar
por su ingenuidad; quizás ése fue el mérito que percibió Luis G. Berlanga,
1. Bigas Luna, Las edades de Lulú, España, Iberoamericana Films, 1990.
2. Historia de la sexualidad. 1. La voluntad de saber de Michel Foucault. En Siglo XXI editores, 2006.
3. García Ponce, Juan, Inmaculada o los placeres de la inocencia, Fondo de Cultura Económica, 1989.

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Cine contexto Raciel D. Martínez C3

encargado de dirigir la colección «La sonrisa vertical» de editorial Tusquets, para


otorgarle el XI premio.
La propia Almudena en entrevista para la revista Man, habla de la
premisa que la vincula a García Ponce: «Me temo que perversión es sólo
una palabra. Connota maldad, desde luego, pero en una pareja de sado-
masoquistas felices, por ejemplo, no hay maldad, como no hay nada de
perverso en una señora que va sin bragas por su casa. Quizá quede alguna
perversión, pero eso ya está en función de cada cual. Lo que sospecho es
que la definición clásica de perversión es pobre». Y, efectivamente, tanto en Lulú
como en Inmaculada o los placeres de la inocencia se muestra una relación
perversa sin valores peyorativos; el Pablo de Almudena, pareja de Lulú, cumple
el rol de voyero en los triángulos de García Ponce. Además, un periplo sexual
sirve de rito iniciático. Sólo que en Inmaculada se realiza con extrema frial-
dad —jamás es moralista—, mientras que en Lulú se interponen dos hechos
—el incesto y la orgía masoca—, que detonan y precipitan la madurez o el en-
cuentro consigo misma y que son, eso sí, exentos de dramatismo facilón,
los forzados motivos de su aterrizaje.
La barrera que dificulta la ligera simbiosis Grandes-García Ponce se localiza
en el traslado de la novela al cine, puesto que los dos hechos que activan la de-
cisión de Lulú para regresar a la seguridad matrimonial, se notan más piezas éticas
de lo que literariamente son. Bigas Luna con esto deja minusválida la historia,
lo que a todas luces aparenta —y que los comentaristas de cine, sobre todo en
61 España, reprueban— que es la moraleja. Lo que hacen Bigas Luna y la propia 61
Almudena, quien también trabajó en el guión, es modificar el orden de la exposición
de la novela, con lo cual la transforman casi por completo. En el texto es fundamen-
tal el lugar que ocupa Lulú: no se trata de una secuencia lineal, como se observa
en la cinta, ni los protagonistas son reos del director. El libro parte de la primera
persona, que es Lulú; después, la serie de acontecimientos se relatan en una es-
pecie de recuerdo, de largo flashback, donde va intercalando sus vírgenes hallazgos
con Pablo. El filme de Bigas Luna al utilizar la lógica convencional, destroza el
distanciamiento entre la experiencia y Lulú. Y ya ni se diga de los pensamientos
interiores de Lulú, que se omiten. Esto es primordial, puesto que la esencia del
libro está allí atrapada en medio de los recovecos: la perversidad natural.
Desde el planteamiento, la estética del desenfreno no halla lugar en Las
edades de Lulú. Lo garcíaponceano de Almudena, Bigas Luna lo retrata con la
angelical imagen que sirve de prólogo: Lulú, bebita, es captada en su desnudez
mientras le dan su talqueada. Esto define el aura infantil de Lulú, con su trazo de
Lolita —la colegiala que incita a la protección, la madre-niña a quien no se le
cree que tenga hijos—, desliza sin prejuicios la hipótesis de lo perverso natural.
Otro tino de Bigas es no optar por el chantaje en la patología de Lulú. Su ausencia
de padre es evidente por su lapidaria exclusión, como en el libro; por ello, la sus-
titución del progenitor se da en un centro donde convergen calificativos rivales:
la depilación del pubis de Lulú es simbólica por la asunción de Pablo a padre,
tierna por la sumisa actitud juguetona de Lulú, ruda por el impacto cultural que
significa el control absoluto de un cuerpo extraño, y perversa por todo lo anterior
que se reúne en una sola identidad.

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Cine contexto Raciel D. Martínez C3

Así, Las edades de Lulú desmitifica estereotipos del porno tradicio-


nal, que admite un masoquismo vacío, y del pornosuave que idealiza el
actosexual. Esta brecha del sentido que escoge Bigas de alguna manera
humaniza al erotismo, que el cine plastifica en demasía. Los planos medios
y la atmósfera seca de la escena de la depilación, se puede decir que son
objetivos, dado que no buscan el efecto de condena o excitación sino que
apelan por la naturalidad de los protagonistas: Pablo le rasura el Monte
de Venus para verla como una hija, obra perfecta, esculpida sin defectos,
y a la vez, de acuerdo a Andrés de Luna, siembra esa ambigüedad que
combina sensualidad y desconcierto. Luego vendrán dos detalles que
sellan la relación de perversidad natural. El primero, a pesar de lo que se
involucra es alegre: el supuesto abandono de la voluntad de la mujer en
pro de los deseos del hombre. Al llegar de Filadelfia, Pablo le regala a Lulú
un vibrador para que lo pruebe delante de él, cuestión que los enciende para
practicar inmediatamente el coito anal. Libre de desgarramientos, acto se-
guido Pablo le pide a Lulú que se casen (Inmaculada se casa de blanco, luego
del azaroso periplo sexual). Y el segundo, la camisita de recién nacido que
se compra Lulú para agradar y fomentar el fetichismo de Pablo. Aunque Bigas
Luna no toma en cuenta el episodio del internado, donde se manifiesta la
precocidad de Lulú, a la que le han caído con las maestras que «le comen el
coño», y donde Pablo asume oficialmente la paternidad, Las edades de Lulú
no se diferencia mucho del libro a la película. Sin embargo, la separación
62 del matrimonio de feliz sadomasoquismo, Bigas Luna la moraliza, algo 62
que no está en el libro.
La secuencia clave, el incesto, Almudena la exhibe con peculiar senci-
llez. En tanto que Bigas Luna la filma como punto fundamental de la ruptura de
Pablo y Lulú. Para empezar, en la novela no se detalla el motivo de la separación,
ya que el incesto está cerrado por una serie de diálogos intimistas de Lulú. Por
ejemplo, cuando su hermano Marcelo y Pablo penetran a Lulú, ésta siente que
la van a desgraciar:

Me van a romper, pensaba yo, van a romperme y entonces se en-


contrarán de verdad, el uno con el otro, me lo repetía a mí misma,
me gustaba escuchármelo, van a romperme, qué idea tan delicio-
sa, la enfermiza membrana deshecha para siempre, y su estupor
cuando advirtieran la catástrofe, sus extremos unidos, mi cuerpo
un único recinto, uno solo para siempre…

Todavía más, Lulú no se desestabiliza al saberse fornicada por su hermano, como


ocurre con Bigas; queda absorta, lindando en el arrepentimiento, en espera
del cobijo que le dé Pablo, su guía:

«Pablo tenía muy clara la frontera entre la luz y las sombras, y jamás
mezclaba una cosa, solamente una dosis de cada cosa, la serena
placidez de nuestra vida cotidiana […]Con él era fácil atravesar la raya
y regresar sana y salva al otro lado, caminar por la cuerda floja era fácil,

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Cine contexto Raciel D. Martínez C3

mientras él estaba allí, sosteniéndome. Luego lo único que tenía que


hacer era cerrar los ojos. Él se encargaba de todo lo demás».

Bigas no logra el resultado anterior del incesto novelero, al no partir del punto de
vista de la Lulú literaria. Medio se retiene el subjetivismo cuando al final Lulú se
rebela ante los arbitrios de Pablo y se dedica a gozar de los sodomitas, a los que
le encanta ver haciéndose el amor (debe enfatizarse que Bigas Luna aquí sí
persigue el escándalo).

63 63

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Cine contexto Raciel D. Martínez C3

Las posibilidades del eros


Crash

Auguste Rodin refleja en sus puertas del infierno una fusión ignota de se-
res alquímicos —atrapados en el otro— con la materia racional. Hieráticos
por castigo, como que claman salir de una franja donde conviven equívoca-
mente dimensiones tal vez opuestas (como neoyorquinas esculturas pop).
Esto me llama a pensar en las gárgolas o en el cine de Clive Barker, cuyos
personajes sufren de la mentira de la carne, situación que también evoca la
extraña visión del averno por parte de Rodin. Asimismo, dicha ambigüedad
dimensional debe remitir a Dave Cronenberg, un cineasta que derrite efigies
para intentar acercarse a regiones imposibles, ya sea desde la parapsicología,
la ciencia, el video, el sexo, las drogas y, últimamente, a partir de los fetiches
modernos, como el automóvil.
La protesta —gritería sin eco— del Rodin dantesco permea la obra de
Cronenberg. De manera plástica es sinónimo de diluir. Y es que dentro del
corpus temático de David no hallamos la dicotomía como figura que impulse o de-
bata sus anécdotas. Lo que ocurre es la mezcla, y para un arte como el cine
que resbala en lo discursivo, es un hecho inhóspito, casi desértico, que se
planteen estas convivencias a través de las paradojas.
64 Por lo general las ideas que abordan espacios o dimensiones diferen- 64
tes delimitan por universo cada entidad, y hasta en algunos casos se puede afir-
mar que la demarcación exhibe un tufo de forzada dialéctica que alecciona. En
cambio, la neurosis de Cronenberg prefiere el choque que no distingue polos,
y que para la axiología —condenatoria o moralista— no es cómodo. De ahí que
revisar a DC sea sumergirse en una crítica implícita a los modos de percibir las
dimensiones insinuadas por la modernidad.
Y esos modos de percibir los nortes modernos tienen sus raíces en
Platón; en la época del filósofo griego ya se planteaba la máxima «esto mata-
rá aquéllo», muletilla que selló reacciones prejuiciosas. Vayamos con el caso
de la escritura, hoy apuntalada por el romanticismo intelectual como el único
resquicio de la inteligencia, y que otrora se consideró un obstáculo para la
memoria. Pues bien, en De Gutenberg a la Internet, Umberto Eco1 argumen-
ta que es precipitado pensar que el libro impreso será obsoleto por culpa
de los avances tecnológicos. Eco recuerda la invención de la escritura que,
supuestamente, aniquilaría la memoria. Hermes presentó al faraón Tha-
mus su invención, quien la recibió con cierto escepticismo.
«Con tu invento—dijo el faraón— la gente ya no se verá obligada a en-
trenar la memoria…»2 Sin embargo, Eco nos dice que el tiempo ha demostrado
que «los libros desafiaron y mejoraron la memoria, no la narcotizaron».3 La

1. En http://museosvirtuales.azc.uam.mx/sistema-de-museos-virtuales/sinapsis/gutemberg_inter-
net.html
2. Ibid.
3. Ibid

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Cine contexto Raciel D. Martínez C3

influyó, no la determinó. Y es más: hubo un resultado positivo y no de absoluto


negativismo. Y es cierto el recordatorio de Eco, toda innovación representa
para la humanidad un impasse repleto de incertidumbre ante una posible
transformación que perjudique el estadio de cosas, considerado cuando
se ve venir una posible alteración, de origen puro y casto sin mestizajes
que lo lesionen (como una xenofobia del pensamiento). Lo que ocurre con
la anécdota del faraón, es el miedo eterno porque se destruyan los valores
y el espíritu de base que dizque asegurarían el futuro ideal del deseo. Y, lo
más aterrador, que se destruyan por elementos externos, como las máqui-
nas, por ejemplo.
El siglo XX parece que sirvió de marco para florecer esa angustia, ya
que se glorificó el progreso y la esperanza que vislumbraba la modernidad.
De dichos paradigmas, por consecuencia, surgieron los agoreros que profeti-
zaron los purgatorios, entre los que destacan la enajenación del hombre y, su
extremo, la maquinización. Marshall McLuhan4 cuando se refiere a los avances
tecnológicos abandona la disyuntiva que ideologizó los análisis sobre las cul-
turas modernas. Mc Luhan —no es reducción— observa estos avances como
extensiones del hombre que se agregan al ambiente y que, por supuesto, modi-
fican hábitos, pero que no matan de facto los existentes, y, sobre todo, no se da
una relación determinista entre los elementos externos y la disminución de
lo interno.
Mc Luhan parodia en La comprensión de los medios a «los soñadores
65 de los bosques de Viena» (Freud y su séquito), que deletrean en la industria las 65
fórmulas de una sublimación sexual en menosprecio de «la normalidad». Para
argumentar, revisa la historia del estribo y del caballero pesadamente armado
del feudalismo que cambió en el Renacimiento con la aparición de la pólvora
y la artillería. Y luego pasa a los ascos que le pusieron al automóvil —el objeto
de Cronenberg a desarrollar. Mc Luhan se burla de John Keats quien recibió con
agresividad a los vehículos, en el sentido de que hubiera sido necesario convo-
car en 1910 a una conferencia mundial para estudiar el futuro del caballo. En
ambas muestras, las tesis mcluhanianas sostienen que los elementos externos
se incorporan a la vida cotidiana con múltiples usos e influencias; en distinto
plano, Jacques Attali asegura que los utensilios no petrificarán a la persona; al re-
vés, la empujarán hacia el nomadismo.
Y bueno, Cronenberg se inscribe con Crash5 en esta línea de perci-
bir a los objetos modernos no solamente por medio de los biombos so-
ciologistas: el automóvil como status; o a través de «los soñadores de Viena»: el
automóvil como requisito para cumplir fantasías eróticas. No, más bien, la
premisa de David arranca desde la fusión dimensional que le singulariza.
Decíamos líneas al principio que la exploración cronenbergiana es una es-
pecie de derretimiento que confunde los anatemas endilgados a los obje-
tos que acechan regiones intactas.

4. Mcluhan, Marshall Herbert, La comprensión de los medios como extensiones del hombre. México,
Diana, 1972.
5. David Cronenberg, Crash (Extraños placeres), Canadá, Francia, Reino Unido, The Movie Network,
Telefilm Canada, 1996.

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Conviene decir que en Crash hay un dejo minimalista y perturbador


del cine de Atom Egoyan, donde la cámara de video es un complejo en-
tramado que semeja un diván, un puente dialógico o un clásico pretexto
masturbatorio, todo ello cubierto por una espesa bruma que aquieta ma-
nifestaciones rítmicas. Inclusive, da la sensación de que Crash se desen-
vuelve en un clima somnoliento, como si fuera la pesada vigilia de Naranja
mecánica6 —por lo de los ojos abiertos—, pero sin el vértigo de Stanley Ku-
brick. De alguna forma estaríamos hablando de un hielo que se aproxima
a la objetividad, una narración a distancia que permite apreciar el desastre
sin inmutarse.
En este contexto los coches en Crash son meta, espacio, fetiches o
símbolos o curación; es decir, una gama de matices que sobrepasan la super-
ficial disputa por enjuiciar los mestizajes. Lo anterior no es nuevo en DC.
Quizás su obra se divida entre las cintas que aluden a la confusión desde
lagunas viscosas como Scanners,7 La mosca8 y Almuerzo al desnudo9 ,
y los filmes que señalan hacia una confusión aséptica, gélida en su for-
ma, que serían La zona muerta,10 Extrañas relaciones,11 M. Butterfly 12y
Crash. No obstante, siempre hay confusión. Aunque habría que enfatizar
que esta división no vislumbra a un Cronenberg de elegante suspense y
otro Cronenberg gore, con lo gratuito que implica el término, puesto que en
las tramas de DC subyacen propuestas pares que luchan coherentemente.
Mientras que en el cine Serie B nos topamos con películas viscerales en el
66 amplio significado de la expresión: o carentes de conceptos visuales o exentas 66
de tópicos interesantes o demasiado dilapidados por sobrecargas de ese
mal gusto que busca por sí solo ganar la batalla de las buenas conciencias
enjaretando vómitos y tripas. Es importante dejar en claro que la perversi-
dad de su obra elude las vanaglorias de la provocación vulgar, dicho esto
por el oportunismo y facilismo de críticos para encumbrar a Cronenberg
sin apreciar un conjunto de elementos que van más allá del fin de asustar.
Por ello el shocking se localiza, sí, en las siluetas, pero más cuando se su-
merge en los retorcidos retratos psicológicos que escapan a las patologías
acostumbradas, sea del lado positivo sea del lado negativo.
Es curioso que de 1966 a 1980, Cronenberg fue considerado en Ca-
nadá como el «Príncipe del horror», «Barón de la sangre» o el «Schloc-
kmeister», rasgo que se le acreditaba por sus efectos abigarrados que
buscaban la repulsión con imágenes grotescas —receta que repite en La
mosca. En cambio, el Cronenberg de los últimos quince años es un Cronen-

6. Stanley Kubrick, A clockwork orange (La naranja mecánica), Reino Unido, Estados Unidos, Warner
Bros. Pictures, Hawk Films, 1971.
7. David Cronenberg, Scanners (Telépatas: Mentes destructoras), Canadá, Canadian Films Develop-
ment Corporation (CFDC), Filmplan, Victor Solnicki Productions, 1981.
8. David Cronenberg, The Fly (La mosca), Estados Unidos, Brooksfilms, 1986.
9. David Cronenberg, Naked Lunch (Almuerzo al desnudo), Canadá, Téléfilm Canada, 1991.
10. David Cronenberg, The Dead Zone (Zona muerta), Estados Unidos, Paramount Pictures, 1983.
11. David Cronenberg, Dead Ringers (Extrañas relaciones / Gemelos de la muerte), Canadá, Estados
Unidos, Rank Organisation, Téléfilm Canada, Morgan Creek Productions, 1988.
12. David Cronenberg, M. Butterfly (M. Butterfly), Canadá, Geffen Pictures, 1993.

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berg que no abusa de los exabruptos, y que eso sí, conserva los recovecos
de sus traumas y la provocación al enlazar la mente y el cuerpo, lo ra-
cional con lo irracional, la conciencia y el subconsciente y la ciencia
y la tecnología.
En esta tesitura nos cuenta acaso la cinta más sorda de su carrera.
Que se torna más sorda cuando la comparamos con la novela que le ins-
piró. Tengo la seguridad de que el libro de J. G. Ballard13 es respetado en
esencia, pues los personajes se enfocan desde las perspectivas del escri-
tor inglés que insiste en el vouyerismo, la insatisfacción y la puerilidad de
las aspiraciones, tríada que culmina —la preocupación de Ballard— en la
muerte del afecto. Empero, la ciencia ficción pornográfica que sugiere Ballard es
hasta ciertos sesgos estridente, sin que esto implique la estética volcánica
del comic heavy metal. Los «ruidos» que intercala Ballard no son para nada
sentencias, aunque sí se delata un foco rojo. En varios lapsos Ballard me
remite al Bret Easton Ellis de Psicosis americana,14 por su catálogo de atro-
cidades que desfilan crudas. No en balde J. G. insiste en un mundo ambiguo
engendrado del matrimonio de la razón y la pesadilla que dominó el siglo
XX. Pero cuando Cronenberg aborda el texto no asume la adrenalina de
Ballard; como que la postura de David es la de ser un voyeur del vouyeris-
mo de Crash, función comprensible si tomamos en cuenta que en la piel
ballardniana no cabe la de DC, que se distancia todavía más al ser mero
traductor. Y es que el horror de Ballard denuncia la catástrofe, «el cataclis-
67 mo pandémico institucionalizado» con un hacinamiento de descripciones, mien- 67
tras que el horror de Cronenberg es elíptico. Quien se emociona azuzando
a las abuelas con escenas no aptas para mentes kitsch, entonces no ha
leído a Ballard.
Lo sordo me da la impresión de sonambulismo en Cronenberg, que
de hecho, dirige a sus actores en una pieza de aires depresivos que los
induce siempre a estar como idos, al contrario de los avispados protago-
nistas del cine Hollywood. Es como un biombo de cirujano plástico, como
si unos lentes de médico se posaran en la tragedia, si bien no para desta-
par catapultas lógicas, sí para entender el desarrollo de las divergencias
(véase a William Boyd en Playa Brazzaville). Hay capítulos de la autopista
en este contexto que enmarcan perfectamente la meta de Ballard, gracias
a un proceso de descontextualización —sin nota al pie de cuadro, lo que
hubiera sido un error— y a la ubicua y etérea despersonalización que sella
a la cinta. Los accidentes, por ejemplo, no se escuchan estruendosos ni se
subraya en tiempo o espacio la destrucción en movimiento; incluso, esa
parafernalia efectista que caracteriza al cine comercial y que nos tiene tan
condicionados, se diluye para arribar a un clima de burbuja abstracta, ficcional,
que en silencio estampa el rasgo individualista, anónimo e indiferente de los
que recorren el asfalto con la suspicacia latente de un destino ya arruinado
desde el presente.

13. Crash, de Ballard, Minotauro, 2001.


14. Easton Ellis, BRET. American Psycho, Ediciones B, 2000.

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En primera instancia, uno de los choques es captado por Cronenberg


con lentitud, y que conste, no en cámara lenta. Los humos y vapores que emer-
gen de la geometría caprichosa de los fierros, le obligaron a dibujar un infierno mar-
ginado de la alharaca que rodea a la pronunciación negativa de lo dantesco.
Pudiera ser. Sin embargo, al leer el texto de Ballard hallé la fisonomía del mencio-
nado choque: como un desastre submarino, que agudiza la desesperación y
abre a su máxima extensión los absurdos y las torpezas. Y como un de-
sastre submarino, los impactos del metal son sordos.
Lo sordo también se plasma en la sexualidad que emana de las escar-
chas de los parabrisas. Quizá el lugar común obligara a la penetración y al
hard de los empellones, que supuestamente, se conformaría con ser una res-
puesta a las rosas permisividades eróticas que se registran en los coitos idea-
les de la cultura comercial. Cronenberg desvía su mirada a otras zonas. Las
mucosidades rectales pueblan con desgano el agotamiento de los cuerpos, ya
que de repente son una tibia revelación que excita pero que no satisface por
completo. Por eso Ballard y Cronenberg hacen buena pareja. Ballard dice que no
le agrada el apego convulsivo de la ciencia ficción obsesionada por el espacio
exterior —la amenaza del otro, burdamente politizada— y el futuro remoto.
Por eso lo de menos es la ubicación: si es Londres o Toronto en deter-
minada fecha. Ballard prefiere la exploración de una zona interior, la psicológica,
donde la realidad y la mente se abrazan como los fierros a los miembros inani-
mados. Por eso la zona interior, en concordancia con los lienzos surrealistas,
68 predomina por encima de la resignación genital. Cronenberg entonces resalta 68
la sexualidad de James Spader en permanente búsqueda, el frenetismo vaginal
de Holly Hunter o el grosero reto de Rossana Arquette, como elementos que de-
muestran nada más el status lúbrico (la parte no explicaría el todo).
Pero la densidad de la historia se detecta en la zona interior, ambiguo
territorio que funde a los objetos con la carne, a los géneros y a las dudas
existenciales con la ciencia y la técnica. Se trata de una introspección, una
estrategia de discurso basada en los diálogos y en las respuestas hueras que
se dan en los instantes que se pretenden reflexiones. Lo torcido por supuesto se
halla en la cama y en la representación última del tributo al semen en los asien-
tos de una circunstancia vetada para el erotismo; pero, asimismo, lo torcido
Cronenberg nos lo expone en los procesos que fluyen de la zona interior. Zona
que fosiliza temores y deseos a través de detalles que sólo despuntan y que
no son firmes, que cruzan lo material dejando pistas, que se revuelven en tor-
mentas de arquetipos o que emergen solitarios —como monolitos— sin previo
código o carta que detecte su dinámica.
Ballard señala el concepto de posibilidad ilimitada, como predi-
cado de la tecnología que transforma en rezago cualquier confianza metódica, y
que desemboca en un continente de alternativas poco exploradas o des-
conocidas. Y es en esta posibilidad ilimitada (como la realidad virtual
de El jardinero asesino inocente15 y Días extraños16), en donde se in-

15. Brett Leonard, The Lawnmower Man (El hombre del jardín), Estados Unidos, New Line Cinema, 1992.
16. Kathryn Bigelow, Strange Days (Días extraños), Estados Unidos, 20th Century Fox, 1995.

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serta David Cronenberg con Crash, ya distinguido por navegar en es-


tos espacios. En manos de un director antagónico a Cronenberg, Crash
sería pretexto de condena autoritaria y uniformizante, en el tenor de las
sospechas que propició la invención de la escritura o las profecías de la
alienación. Ballard escribe que Crash es admonitoria, «una advertencia con-
tra ese dominio de fulgores estridentes»; y por otra parte, con inteligencia aclara
que el automóvil no se constriñe a una metáfora sexual sino que ensancha la
figura hacia una cápsula que representa la vida total del hombre contemporá-
neo. La zona de Cronenberg no advierte como la de Ballard porque no acumula
su galería para exhibirse; sin embargo la dimensión en la que se sumerge toca
fibras que impulsan decisiones nodales de un pensamiento total.
Habrá que insistir en la zona interior: hay mortaja y vacío en las se-
creciones; pero lo violento comienza con la impotencia (Spader no eyacula)
y se redondea con las ansias sordas por el amado (de ahí la reinvención de
las muertes célebres: Dean, Mansfield, Kennedy). Los personajes copulan como
si fuera una estación última. Los cuerpos se horadan en heridas múltiples. Si vale la
imagen baconiana, son reses frías expuestas al matadero. Son fósiles que se
enjoyan la frente con astillas. A lo mejor sí es cierto que lo más trágico de
Crash es la exclusión del afecto. Y a lo mejor así es de ambigua, grotesca y
atascada la dimensión que Cronenberg investiga con sus mezclas. Hasta
un automóvil tiene la posibilidad ilimitada de cazar pesadillas.
¡Qué derrapón!
69 69

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Las teclas del deseo, de la armonía


El piano

Hace un par de años andaba yo de oficina en ofici-


na, rogán- doles que patrocinaran mi película. Les
pedía un presupues- to bajísimo, inclusive les decía
que yo no cobraría […] hoy, todas esas gentes, se pe-
lean por retratarse junto a mí […] Yo me río de ellos.

Jane Campion, después de recibir tres Óscares

La sangre es la sustancia cardinal de la historia, dice Roland Barthes res-


pecto a la concepción de Michelet.1 Lo rojo pertenece, por desgracia, a los
puntos climáticos que impulsan los cambios (la fusión sanguínea en la
muerte de Robespierre). Sin embargo otro elemento reclama por sí solo
su importancia: el agua. Origen y creación. Antes de la sangre está el agua,
señala el propio Barthes. Al fin líquido, el agua también conjuga imágenes
decisivas, en muchas ocasiones encontradas. La despedida de Alfonsina
en la playa es ya casi un arquetipo o por lo menos ritual asediado. Woody
Allen en Interiores2 lo utiliza como sello para concluir la desesperanza. La
70 obra de Ingmar Bergman —o el Wim Wenders de El estado de las cosas3 —, 70
opta por el mar como testigo impávido del drama de los hombres. En Las
noches salvajes4 de Cyril Collard un atardecer mediterráneo se convierte
en gratitud: icono que el enfermo terminal de SIDA se lleva en prenda de
la vida. O como el citado Wenders en Hasta el fin del mundo5 , que prelu-
dia, con «Sangre en el Edén», de Peter Gabriel, oscuridad y nacimiento a la
vez, en el instante que William Hurt desciende en un paraje, luego del sutil
anuncio de la hecatombe.
Jane Campion explota en forma descomunal la fuerza gregaria del
agua. A El piano6 lo define el vértigo del mar. La directora de Nueva Zelanda
sabe de la expresividad que evoca la furia oceánica. Por eso su énfasis y la
intermitencia con que aparece el mar. Más que atmósfera comparsa, es un
protagonista más (en la contemporánea línea exuberante de Ridley Scott,
Tim Burton, Peter Greenaway). Tan indispensable es que sin el mar no se
explica ni la mudez de Ada (Holly Hunter), ni lo adverso de la condición

1. Barthes, Roland, Michelet. Fondo de Cultura Económica,1988.


2. Woody Allen, Interiors (Interiores), Estados Unidos, United Artists, 1978.
3. Win Wenders, The State of Things (El estado de las cosas), Alemania del Oeste, Coproducción
Alemania, USA, Portugal, 1982.
4. Cyril Collard, Les nuits fauves (Las noches salvajes), Francia, Coproducción Francia-Italia, Ban-
Film, 1992.
5. Wim Wender, Until the End of the World (Bis ans Ende der Welt) (Hasta el fin del mundo), Alemania,
Coproducción Alemania-Francia-Australia, Warner Bros. Pictures, 1991.
6. Jane Campion, The piano (El piano), Francia, Australia, Nueva Zelanda, Australian Film Commis-
sion, 1993.

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social —aunque sea una isla, o por esto mismo, hay una dictadura de cos-
tumbres—, ni la voluntad de salir del ostracismo espiritual.
La apuesta de Campion se advierte desde el planteamiento. El pe-
riplo de Ada y su hija Flora (Anna Paquin) de Escocia a Nueva Zelanda
concluye de manera abrupta y desconcertante. Violencia contra la lógi-
ca; es decir, elogio al absurdo: el pesado piano es prácticamente botado
y abandonado en las orillas. ¿Acaso la titánica locura en la selva de Fitz-
carraldo7 de Werner Herzog? Violencia contra las mujeres en una época,
a mitad del siglo pasado, donde las diferencias se marcaban con hierro:
brutal enfrentamiento con otra cultura (la maorí y la soberbia colonial
inglesa), hostil recepción que obliga al recogimiento, ya de por sí extre-
moso. Y violencia ambiental: como una especie de bóveda ominosa, las
agrestes olas saltan en comunión con un cielo nublado, malhumora-
do, que se sobrecarga en los frágiles personajes —Holly y Anna, ambas
con rostros ratoniles—, que se hallan indefensas. La postura elíptica de
Campion es inteligentísima: sin referencias de por medio, más que un
endeble pero lírico relato de voz en off, las mujeres se postran en una
franja inhóspita, como despreciadas botellas arrojadas al mar.
Este recio prólogo acompañará al resto del filme. Empero, de ahí el hábil
manejo sintáctico de la Campion, los nexos que se prodigan, por ejem-
plo, con el instrumento musical, varían con feroz imprudencia. El piano, sin
despegarse del realismo crudo, cobra aires oníricos, propios del intimismo
71 mágico con que se barnizan los objetos que se vuelven refugio. Campion, 71
quien narra en un tono la convivencia entre los seres humanos, transforma
su estilo cuando el piano invade la escena, lo dilata en cuadros sorpresa.
En el risco, más bien desde, Ada dialoga silente con el instrumento; duelo
y danza de planos herméticos del piano y el sombrero para expandir su
grandeza en un plano general majestuoso. La necesidad de Ada por tocar-
lo como una especie de terapia, después de varios días de permanecer en
la incómoda aldea (la tradición retrógada y el ubicuo lodo); cuando lo toca,
parece instalarse una barrera armónica de ensueño en medio de la fatali-
dad por encargo (recuérdese el shock de ella: toparse con un marido por
correspondencia). Baines (Harvey Keitel), a la postre sustituto del piano, se
atraviesa confundido sin que a la cámara le importe la simetría: Anna, alegre,
hace «rueditas» en la playa. Aquí la poética de El piano cumple su polivalen-
cia elegante. El poder de la voluntad femenina empieza a contrarrestar el
áspero clima. El piano bate a la intolerancia y restituye el derecho indivi-
dual en sus primeras escaramuzas.
El psicópata es un personaje clave para entender la sociedad actual.
Por alguno u otro argumento es la erupción de un disidente que se niega a
acatar las reglas establecidas. Pero, ¿cómo saber de aquellos parias que
en lugar de brotar se repliegan?, ¿cuáles signos los identifican? Este extremo de
la hipersensibilidad en la mayoría de las ocasiones se explica bajo la frial-

7. Werner Herzog, Fitzcarraldo (Fitzcarraldo), Alemania del Oeste, Coproducción Alemania del Oes-
te-Perú, Werner Herzog Filmproduktion, 1982.

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dad de la ciencia. Un ejemplo descartaría lo anterior: la pantera en cauti-


verio del poeta alemán Rainer Maria Rilke. La directora Penny Marshall8 en
Despertares destroza las rígidas patologías con un sencillo humanismo.
Robert de Niro sale, momentáneamente, de la enfermedad que lo enga-
rrota —claro, gracias también a una medicina—, a través del contacto con
una mujer. El baile calma las ansias de la atrofiada pantera que busca escapar de
la jaula.
El recogimiento como protesta halla su cumbre en Cósimo Piovas-
co de Rondó,9 «El barón rampante» de Italo Calvino, que a los doce años
decide rebelarse contra la tiranía familiar. Cósimo se sube a un árbol y no
vuelve a bajar en su vida. Oskar es un caso de destierro voluntario; el niño
de El tambor de hojalata de Günter Grass rechaza crecer, ser adulto, por
lo que se queda pequeño.
La Ada de El piano por supuesto que se liga a este universo de la
percepción transparente. Jane Campion escoge una situación extraordi-
naria semejante al Birdy10 de Alan Parker. Holly Hunter prefiere el mundo del
silencio. La consunción es resultado de un entorno hosco. Birdy, recluido
en un centro psiquiátrico para veteranos de guerra, opta por el autismo de
un pájaro; cuando Nicolas Cage le pregunta por qué no habla, le responde:
«es que no tengo nada que decir». A Ada quizás le queda angosto el camino
de la tradición inglesa que castra y transforma en sumisos, sobre todo a las
mujeres. Estos seres de fibras delgadas eligen un objeto o una condición que
72 amortigüe el contraste de su diferencia con la opresión institucional que 72
no permite ninguna insurgencia que dañe la totalitaria armonía. Cósimo, el
árbol, savia de la naturaleza; De Niro, la locura ensimismada de la poesía;
Oskar, el tambor que le asegura la visión infantil; Birdy, el pájaro, anhelo
directo de la libertad, y Ada, el piano, sonido que restablece el orden.
Campion desembrolla de manera delicada este arbitrio neurotizado,
asustado, falto de motivaciones. Es cierto que el final podría no satisfacer a los
proclives al romanticismo. Sin embargo El piano trata de una lucha cons-
tante que halla un asidero en el amor sensual, por lo que su triunfo es un
canto a la vida en su sentido completo (la tragedia deja de ser el orgullo
manido). Luc Besson, en Azul profundo11, culmina con el éxtasis del re-
manso callado, lo negro desconocido que satisface la aventura sin límites.
El relato de Campion es a la inversa. Ada emerge para encontrar una po-
sibilidad de responder a la humillación —¿qué si no, es la amputación de
su dedo?— con el goce pleno. Aun así, la contrición de Ada debe partir de la
oscuridad (el velo en el rostro), para recobrar la confianza extraviada.
El tiento con que Campion enroca la mudez de Ada a los placeres
reales, es un lerdo desnudamiento. Cuando se plantea a Ada y a Flora di-
vertidas en la playa, se conoce el compensador valor del piano. Lo que

8. Penny Marshall, Awakenings (Despertares), Estados Unidos, Columbia Pictures Corporation, Par-
kes/Lasker Productions, 1990.
9. Calvino, Italo, El barón rampante, Barcelona, Ediciones Siruela, 2012.
10. Alan Parker, Birdy (Birdy), Estados Unidos, A&M Films, TRiStar Pictures, 1984.
11. Luc Besson, Le Grand Bleu (Azul profundo), Francia, Estados Unidos, Italia, 20th Century Fox, 1988.

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sigue es otra vereda que indaga el instrumento musical: la lenta construc-


ción del erotismo femenino. La mirada de la mujer prevalece por encima
del imaginario clásico de los hombres. Y es que, sobre todo en el cine, las
efigies que se levantan como ideales lúbricos, están ceñidas por la visión objetal
masculina —hay mujeres que filman a partir de dicho biombo y hombres que lo
subvierten, como Bernardo Bertolucci. La mujer casi no participa en el preludio
sexual, se le limita a ser receptáculo (ya ni siquiera mencionemos a la porno-
grafía); y lo peor es el momento que el cine instala su potestad en el orgasmo.
Los iconos que representan la culminación erótica han caído en el artificio que
vanagloria el funcionamiento de un macho (la Campion quiebra la permisividad:
el esposo por correspondencia no permite que Ada lo utilice como meta de
su eros, que le acaricie las nalgas). El deseo de perfección soslaya el accidente
lúdico y su experimentación, que a final de cuentas comunica. Omite detalles, las
famosas aristas intermitentes (Andrés de Luna), que convierten a la persona
deseada en alguien diferente y no un estereotipo.
Para ello Campion traza un inusitado develamiento: el canje del pia-
no por los escarceos de Baines. Tecla por tecla, el cuerpo se descubre.
Es asombro primario que se detiene hasta devorar los fragmentos. Baines
casi venera el hoyo de la media —gruesa, para su infortunio—; más que
obviedad es la apropiación visual del misterio, de lo que vendrá. Por eso
decía el citado Barthes que seduce más una pierna insinuada en una falda
que la misma extremidad en un bikini. Baines se vuelve tormenta a punto
73 de estallar —curioso, los dos personajes sufren mudez sensorial—, con la 73
dosificación que concluye en el mesurado arrebato del beso en la espalda y del
reconocimiento total de la piel de Ada (recorre sus brazos; las manos, ve-
hículo principal de la inspección). Campion pudo seleccionar el efectismo
noventa, de 9 1/2 semanas12 a El cuerpo del delito, para redondear la pa-
sión obstaculizada; empero, privilegia los matices y funda una franja común en-
tre los dos silencios, hecho que la aleja del trasnochado feminismo vengador y
de la cursilería exótica.
El alarde de Campion es su maximalismo expresivo. Tacto, oído, ojos,
habla, integrados como piezas libertarias. El piano es cuerpo y alma de dos
mujeres que derrotan al agreste mar entre tantos enemigos de la isla.

12. Adrian Lyne, Nine ½ weeks (Nueve semanas y media), Estados Unidos, MGM, 1986.

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Capítulo 4
El poder

El otro corazón de las tinieblas


La Lista de Schindler

Cuando Francis Ford Coppola se internó en la selva de las Filipinas para filmar
Apocalipsis ahora1, las valquirias de Wagner precedieron el encuentro con
un loco. Marlon Brando recita «Los hombres huecos» de T. S. Eliot: «Nuestras
voces están muy secas / cuando susurramos juntos. / Son oscuras y sin
sentido / Como la hierba seca en el viento / O las patas de ratas sobre vi-
drios rotos / en nuestros estómagos secos». La guerra es el sótano existencial,
espacio donde los valores se neutralizan y el irracionalismo cobra vigencia.
En la cultura de la muerte, y sobre todo en los exterminios masivos, la vio-
lencia se apodera de la memoria para llegar al corazón de las tinieblas de
Joseph Conrad: el horror.
El final doorsiano de Coppola señala el epílogo dantesco del absurdo
74 discurso de la guerra. Vietnam parecía la última lección de la barbarie. No obs- 74
tante, la desintegración de Yugoslavia revitaliza la tragedia. Bosnia es el nue-
vo horror, el «nuevo Shoah». De ahí la actualidad de La lista de Schindler2 al
aportar una barrera en la conciencia para impedir la repetición de la historia: la
callada limpieza étnica de los Balcanes —musulmanes contra católicos— y el
no tan silencioso surgimiento del paradigma nazi.
Spielberg confiesa que con La lista de Schindler salda una culpa
personal al reconocer su origen judío.3 Y por supuesto, deja un documen-
to-llamada de atención para que no se vuelva a repetir el baño de sangre que
tantas víctimas arrojó; según una encuesta de la Organización Roper, el 20% de
los estudiantes y 22% de los adultos afirman que «parece posible que el ex-
terminio nunca sucedió», y otro 12% respondió que no sabía nada. No tienen
que descartarse los impulsos políticos que se hayan unido en dicha co-
yuntura para pedir a Spielberg, y precisamente a él, que rodara una cinta
sobre el tema; pero como se desconocen, son asunto paralelo.
Claro que la losa que lleva a cuestas Steven no se compara con
la obsesión política de Oliver Stone. Spielberg ve todavía con asombro
el biombo juguetón que la crítica le reprocha. Stone es mucho más ma-
duro; sin embargo su ideología no le permite objetividad, con su retórica
(efectismos: cámara lenta, sobreactuaciones) siempre obliga a las cir-

1. Francis Ford Coppola, Apocalypse Now (Apocalipsis ahora), Estados Unidos, Zoetrope Studios, 1979.
2. Steven Spielberg, Schindler’s list, (La lista de Schindler), Estados Unidos, Universal Pictures, Am-
blin Entertainment, 1993.
3. Ver: https://elpais.com/diario/1994/03/04/cultura/762735614_850215.html

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cunstancias a ajustarse a su deseo político. El pincel infantil del Midas


hollywoodiano a pesar de ceñir los dramas a los estereotipos —El color
púrpura4 o El imperio del sol5 —, es más rico por sus tintes humanistas,
y además no recurre con acuciosidad al empalagoso chantaje. Las con-
ciencias spielbergianas rayan en lo inverosímil; empero, no viran brusca-
mente, se mantienen en la congruencia; su chantajismo, digámosle así, es
mesurado (inclusive, en La lista de Schindler se esperan más momentos
lacrimógenos de los que hay; Spielberg muestra una seriedad abstracta, y
más en la primera parte de la cinta).
El arrepentimiento de Spielberg es por los alemanes de pacotilla
que ha creado, aunque de todos modos su patología ingenua le provoca
alergia al acercarse a los «malos». La compensación no se despren-
de gran distancia de los personajes de una sola pieza que estamos
acostumbrados a verle. No son una caricatura, pero tampoco son un cú-
mulo de variadas aristas. Schindler sigue pareciéndose a los héroes de sus
aventuras que están benditos por el azar, es decir, que lo convierten en
su Santo Grial. Schindler no es perseguido por una roca gigante como
Indiana Jones; lo que sí subyace es la seguridad ladina para vencer los
escollos y la suerte que absolutamente, sin reparo alguno, siempre cae
de lado de quien hace el bien.
El libro homónimo se vincula directamente a Spielberg. A pesar de su
contexto negativo, la historia es una «arbitraria llama de esperanza». Aquél que
75 salva una vida, salva al mundo entero, dice el Talmud, sentencia que le basta 75
a Spielberg para internarse en el apogeo de las tinieblas, como el niño fasci-
nado por los aviones que observa a «Dios sacando fotos»: la luz de la bomba
atómica. El relato de mil doscientos sobrevivientes en medio de una masacre,
es ya un hecho extraordinario. ¿Quién creería que un judío aún vive gracias al
accidente de una pistola que se atora en todos los tiros de gracia? ¿Quién va
a creer que, por una equivocación, muchas mujeres que estuvieron a un paso
de terminar como cenizas en los hornos crematorios, se salvaron en un último
minuto por un acto de corrupción?
Patricia Vega en La Jornada (19, 20 y 21/III/94) narra la gestación
del libro. Leopold Page (Poldek Pfefferberg, nombre judío), dueño de una
tienda de maletas y bolsas de mano en Beverly Hills, sobreviviente del
ghetto de Cracovia, contó La lista de Schindler durante treinta años. No
me imagino el fastidio que provocaba a los clientes que sólo querían un
equipaje para irse de vacaciones y olvidarse de la preocupación cotidiana.
Una anécdota del Holocausto no es buen preludio para quien decide ser
turista por los próximos quince días. Quizá no faltaría aquél que le dijera
o pensara para sus adentros: «A este judío le hicieron mal las películas de Spiel-
berg». En 1980, el novelista australiano Thomas Keneally escuchó a Page,
luego investigó y escribió el libro que adaptó Steven. Por una novela así, se
comprende que el escapista haya decidido aterrizar en una realidad cruda.
4. Steven Spielberg, The color purple (El color purpura), Estados Unidos, Warner Bros. Pictures, Gu-
ber-Peters Company, Amblin Entertainment, 1985.
5. Steven Spielberg, Empire of the Sun, (El imperio del sol), Estados Unidos, Warner Bros. Pictures, 1987.

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En Apocalipsis ahora no había resquicio para la expiación. En cambio, en


La lista de Schindler se da una rara simbiosis: la fantasía se cuela en los
telones de la locura.
Oscar Schindler, ni dudarlo, es un personaje sui géneris. ¿Cómo un naz
puede tener corazón? Oscar, de ideología no está impregnado. Schindler llega
a Cracovia como un vampiro del mercado negro. Aprovechando la situación
de desconcierto, intenta amasar una fortuna a través de negocios ilegales;
la mano de obra, por supuesto entre los judíos, es más que barata, próxima
al esclavismo. Es decir, se trata de un hombre sin escrúpulos, pero sólo para el
dinero. Ésta es la clave para justificar la piedad, para convertir en natural la toma
de conciencia. Schindler es ajeno al terror totalitario. De ahí su tez de salvador.
La sensación que transmite es la de unextraño testigo. En este sen-
tido Spielberg lo plantea bien: mientras cabalga en las colinas, observa de
lejos una de las muchas redadas del ghetto. Sin embargo, la narración se
introduce en las particularidades (la cámara recorre las persecuciones in-
teriores), dejamos de lado el exterminio en masa. Ello pudo prestarse a las
trampas del sentimentalismo, pero Spielberg es frío: utiliza planos generales
muy amplios para algunos crímenes y su música no se adhiere al relato ni insiste
en que sea un protagonista, sino otro testigo. El verismo del blanco y negro,
más el ritmo de documental —tomas subjetivas tipo reportaje—, permiten
a La lista de Schindler retratar con acritud la inmisericordia de la muerte
rápida. El horror es tal por su inmediatez. La postura moral de Spielberg no
76 requiere de pausas falsas. A la secuencia clave de la revelación casuística 76
de Schindler, la sella con la misma gelidez: distante, una niñita con abrigo
rojo penetra la memoria de Oscar; días más tarde, el abrigo rojo se cruzará
inerme arriba de una carretilla, presto a la cremación (las cenizas de los
cuerpos invaden la ciudad como si estuviera nevando; los infantes, ino-
centes, festejan el aire enrarecido).
Para fortalecer a Oscar, Spielberg presenta una cara feroz del nazismo
puro. Amon Goeth, oficial de la Gestapo, es de la edad de Schindler. El salvador de
judíos se afilia al Partido por motivos de conveniencia económica. El extermi-
nador de judíos se afilia al Partido por convicción ideológica, el reverso que
no frena para concretar su visión autoritaria. La presencia de Goeth es ava-
salladora; el mortal tiro al blanco que practica con los judíos desde el balcón
muestra el grado extremo del instinto de dominio, como lo definiría Bertrand
de Jouvenel. Goeth es el placer infinito de la sujeción; de acuerdo a De Jouve-
nel, «el hombre se siente más hombre al imponerse, y al convertir a otros en
instrumentos de su voluntad».
Este duelo de dispares sí es engañoso. Cuando aparece Goeth, sobre
todo al principio, roba la atención. Empero, el personaje no avanza y se
queda en niveles exóticos. Spielberg, salvo la épica y pedagógica borra-
chera con Schindler, realiza un esbozo de Goeth, nazi que daba para más.
Steven no profundiza el mal; aparte, por sus características, está impedido
para bucear el otro lado. Trazar un paralelo entre Schindler y Goeth desde
el arranque de la película, quizás hubiera permitido a La lista de Schindler
librar el estigma de los estereotipos. Aunque mañoso para simularlo, tanto

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Schindler como Goeth se anclan a partir de los esquemas del héroe y del
villano (lo del azar, lo de la brutalidad).
Para concluir, Spielberg se extiende en la perorata de Schindler que
explica —vicio cinematográfico— su frustración por no haber rescatado a más
judíos. Olvida el tono fresco e improvisado del documental y lo canjea por
el rebuscado melodrama. Lo faraónico de la producción y el dilema ético
que incluye, tal vez sean las licencias de Spielberg. Finalmente el tributo
real de los schindlerjuden en el cementerio del Monte Sión, es una ruptura
humanista que apela sin discursos a la conciencia y que obliga a la reflexión
(radical cambio de estética: de blanco y negro a colores). La leyenda del Tal-
mud se carga de esperanza en medio de la intolerancia que hoy día emer-
ge. ¿Por qué tanto odio? Schindler crió nutrias en Argentina y fracasó; en
1964 muere en Alemania, pobre, el salvador de mil doscientos judíos.

77 77

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La imposibilidad de los sentimientos


La edad de la inocencia y
Lo que queda del día

¿Por qué los cineastas insisten en mirar hacia la época victoriana? Octavio Paz
dijo que los tiempos actuales se caracterizan por la imposibilidad de expresar
los sentimientos. El cuerpo simula un escudo libertario. No puede ser tajante
la explicación ideológica de que estamos retornando a lo conservador. Al me-
nos para James Ivory y Martin Scorsese no. Tanto Lo que queda del día1 como
La edad de la inocencia2 son minuciosos repasos de identidades que depen-
den de lo social. Hecho similar ocurre hoy a pesar de la diversidad estética.
Sin embargo, es cierto que los victorianos exasperaron los prejuicios a niveles
sublimes de contrición. De cualquier manera, la duda de Paz abarca y cubre
etapas disímbolas. Ivory y Scorsese contribuyen, con su particular modo, a
desmantelar esa valla que impide ver el interior humano.
Lo que queda del día. Es curioso que al director estadounidense
Ivory le interesen las historias inglesas de principios de siglo. Ha adap-
tado a Henry James y a Foster. Su cine es de escalpelo; retrata los usos
y costumbres a la perfección, siempre brillan sus escenografías. Quizás
78 sus cintas son rebasadas por el preciosismo, como en el caso de Howards 78
end3 . En Mauricio demostró que con un buen guión consigue profundizar sus
personajes —aunque en Howards end lo que define a los protagonistas son los
detalles.
Lo que queda del día parecería una leve variante de la obsesión vic-
toriana. Empero, como tampoco lo han sido las citadas, Ivory cuenta el otro
lado de sus relatos. Y es que mientras en Maurice4 y Howards end narra
la anécdota de los que tienen el poder, que conllevan un status, en Lo que
queda del día la trama se centra en un hombre digámosle marginal. De otra
manera: si el tedio, confundido con recato, impregnaba a las familias, ¿qué
le resta a la servidumbre, penumbra entre la oscuridad? De ahí el embrollo
de Ivory: contarnos la existencia gris de un mayordomo.
La decisión de Ivory es acertada. El mayordomo nos ayuda a in-
ternarnos en ese modus vivendi que se fabrica fastuoso, que implica
esfuerzos y disciplina, como planchar un periódico. Claro que no se
desliga de los miembros de la familia que atiende, porque en la medi-
da que desarrolla a éstos se comprende a Anthony Hopkins. El silen-
te juego de espejos no excluye; al contrario, complementa. Y también

1. James Ivory, The Remains of the Day (Lo que queda del día), Reino Unido, Columbia Pictures, 1993.
2. Martin Scorsese, The age of innocence (La edad de la inocencia), Estados Unidos, Columbia Pic-
tures Corporation, 1993.
3. James Ivory, Howards End (El final del Verano / La mansión Howards), Reino Unido, Merchant-Ivory
Productions, 1992.
4. James Ivory, Maurice (Maurice), Reino Unido, Merchant-Ivory Productions, 1987.

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auxilia a Ivory para una empresa sutil y mayor en su extensión: que el


mayordomo sirva de emblema de la decadencia victoriana. Con él
observamos la debacle de la tradición, como por ejemplo el ascenso
de políticos de carrera por la nobleza diplomática (la diferencia radi-
cal de atmósferas es elocuente: en Lo que queda del día los muebles
pierden luz).
La abnegación podría no arrojar distintos elementos para un examen
amplio. Pero Ivory extrae de la mediocridad los pormenores que erigen una
compleja conciencia vasalla, porque, no confía o no descansa en la silueta
inexpresiva de Hopkins. De su incólume gestual, se despliega un enorme
abanico de pasajes íntimos. No se trata de un espíritu enajenado sino de
un convencido del deber (soberbio: el padre del mayordomo practica su
caminata con charola para no volver a cometer el error de tropezarse) que
a su manera, sufre por no poder demostrar sus sentimientos ya sea en el
plano personal o en lo político, lo que implicaría traicionar al patrón.
Los resquicios por los que notamos el quieto desgarramiento están
diluidos con fineza. Por ejemplo, cuando muere el padre en medio de una
reunión en la casa, es verdad que Hopkins es frío y distante; sin embargo,
la mínima falta de concentración evidencia un dolor que se niega a ser
expulsado por la dictadura de las apariencias. No es gelidez del mayordo-
mo, es dilema que vence la introspección. Luego de esta secuencia, habría
quienes la juzgarían como monstruosa amoralidad. Ivory se encarga de
79 enriquecer la estatua de la obligación. El episodio de la novela que lee el 79
mayordomo a escondidas, exhibe totalmente el miedo de desnudar su co-
razón. Emma Thompson pide que le enseñe el libro y Hopkins se descom-
pone y esconde en un rubor pecaminoso que no le permite aceptar que se
deleita —¿compensa?— con un relato romántico.
Terso, sin violencias físicas que comprometieran las formas de la
película, Ivory evoluciona a su mayordomo. El alma se vislumbra exenta de
escándalos. El epílogo de la paloma que vuela de la mansión, despide Lo
que queda del día con una sensación de libertad y paz. El mayordomo está
complacido consigo mismo.
A diferencia de James Ivory, Martin Scorsese es pomposo. Mucho
tiene que ver que el guión de Lo que queda del día apela por un relato
sumiso, por un personaje maniatado en sus sentimientos. Mientras que
La edad de la inocencia permite una grandilocuencia sintáctica, próxima
al festín. No obstante, la cinta de Scorsese se hermana subrepticiamen-
te con la de Ivory, en el sentido de que La edad de la inocencia también
centra su conflicto en la imposibilidad de ser. Una lectura simple des-
cartaría a priori el sendero que decide Scorsese. Que las calles de Nueva
York le quedan a su medida, nadie lo discute. La historia de La edad de la
inocencia se ubica en la gran urbe, sólo que un siglo antes, en el periodo
victoriano de los Estados Unidos. Sin embargo, la violencia característica
de su cine porsupuesto que sepercibe. Scorsese no abandona la línea:
estilista hasta la taquicardia, nerviosa edición, neurótica sintaxis, que
empalma y hace imposible el espacio y el tiempo (regodeo en la ópera:

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joyas, vestidos, las manos). Pero la exuberancia contrasta de forma ra-


dical con dicha imposibilidad: todo lo deslumbrante que se observa, que
se detalla en su milimétrico barroquismo, no corresponde al lánguido su-
frimiento de los protagonistas. La vida de relumbrón es falsa, cubre una
sórdida realidad, la de las mujeres y hombres que no son dueños de su
voluntad, presa —al igual que en la obra de Ivory—, de los designios de la
costumbre.
Este choque plástico recuerda a las películas del inglés Peter Gree-
naway. Hay una búsqueda, límpida en su armonía, de lo simétrico; empero, el
drama se cruza por debajo. Impávida, la atmósfera es cruel; sin inmutarse
ve correr el azar de la imperfección espiritual, como en La panza del arqui-
tecto5 . En La edad de la inocencia ocurre algo semejante. Scorsese tiene
un olfato pictórico inusitado. Su enciclopedia podría suponerse se reduce
al gangsterismo o a frescos del comic. Pero resulta que guarda un caudal
de sensibilidad cromática. El cuadro de su padre en Buenos muchachos6
—¿quién puede ser el viejo de barba blanca?— traza un nexo directo con
la furia de los tonos. Scorsese, incluso, encarnó a Vincent Van Gogh en
Sueños7 de Akira Kurosawa; la metáfora del tren-trabajo que plasma el sol
antes que se acabe su esplendor, encaja tanto para simbolizar a Van Gogh
como al pulso de Scorsese.
La edad de la inocencia utiliza el shock estético en dos caminos.
El primero como referencia inmóvil, testigo que adjetiva. Esto se nota
80 con la serie de pinturas que rondan los constantes paneos y trave- 80
llings de la cámara. Como en El cocinero8 de Greenaway, los lienzos
son espejo de la acción. Uno en particular embona drásticamente con
Michelle Pfeiffer y su condición maniatada, donde aparece una mujer
que carece de rostro. La imagen define a la Pfeiffer, la hipocresía que resiste, la
voz que se le niega; por consecuencia, su falta de cara. El otro uso es
cuando la técnica impresionista se aplica o se fusiona con la esceno-
grafía misma. En este caso Scorsese convierte cada fondo en un cua-
dro irreprochable, desde los árboles de tintes parejos a calles ajenas a
la suciedad. La transgresión surge en el momento que los personajes,
como Daniel Day-Lewis, se debaten entre la aterciopelada tormenta
del alma y las lujosas apariencias. El auge material que circula, des-
de las comidas rimbombantes hasta las celebraciones fastuosas, es
jaula de oro. Por dentro, el silencio de la felicidad los corroe. Scorsese
remarca lo anterior con un recurso sencillo y expresivo. Cuando Day-
Lewis está con Winona Ryder, desea extraviado al objeto amoroso im-
posible, se aísla de su entorno; sólo una luz lo salva de la oscuridad

5. Peter Greenaway, The belly of an architect (El vientre de un arquitecto), Reino Unido, Italia, Mondial,
SACIS, Film Four International, Tangram Film, British Screen, Hemdale Group, 1987.
6. Martin Scorsese, Goodfellas (Buenos muchachos), Estados Unidos, Warner Bros. Pictures, 1990.
7. Akira Kurosawa, Ishirô Honda, Dreams (Los sueños de Akira Kurosawa), Estados Unidos, Japón,
Warner Bros. Pictures, 1990.
8. Peter Greenaway, The cook, the thief, his wife & her lover (El cocinero, el ladrón, su mujer y su aman-
te), Francia, Reino Unido, Films Inc., Allarts Cook, Elsevira, Erato Films, Erbograph Co., Vendex, 1989.

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que lo cerca (la nostalgia y la fantasía son propiedades personales:


igual lo concreta Terence Davis en Un largo día termina).9
No existe duda de la caligrafía ni de los óptimos resultados de su
laboratorio narrativo. Scorsese puede volver tranquilo a sus turbias calles,
porque en La edad de la inocencia agregó una visión novedosa y universal
de la esterilidad de las costumbres. Fácilmente, no pronuncian en alto sus
pensamientos la pareja victoriana Pfeiffer- Day Lewis, así como tampoco
lo hacen los marginales contemporáneos de Taxi driver, Toro salvaje o
Cabo de miedo. Y eso que los separan cien años.

81 81

9. Terence Davies, The Long Day Closes (El largo día acaba), Reino Unido, British Film Institute, 1992.

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Concesión a la nostalgia y
a la incertidumbre
Tan Lejos y tan cerca

La nostalgia, creo que es consenso, sufre de impostación. Sin embargo, no


podría ser de otra manera; el hecho de recuperar lo extraviado —sea con la
imagen, sea con la palabra— es constante de cualquier cultura, sobre todo
en el principio de milenio donde las ideologías caen ante lo múltiple. El lugar
común permite sumergirnos fácilmente en la práctica de los retornos. Karl
Popper decía que con el pasado no se puede hacer nada. Lo único que resta
es el testimonio exorcista.1 Mucho tiempo transcurrió, por ejemplo, para desmi-
tificar lo maldito, humanizar la artificial desproporción de los deseos subver-
sivos. Anne Rice en Confesiones de un vampiro, esperó desde 1976 para
que su novela fuera un boom. Coincide Pascal Bruckner con Luna amarga,
obra que revisa el hartazgo que provoca el «exceso de armonía pasional», cuyo
siguiente estadio serían los tonos de flema existencial de Barry Gifford o de
Frederick Barthelme. En ambos casos se trata —Rice y Bruckner— de re-
clamos añorantes que encajan a la perfección en el muy solicitado vacío
contemporáneo.
82 El clímax de los sueños no puede ser, como decía Charles Baudelaire, 82
sublime sin interrupción. La juventud ensalza lo que aún no choca con los otros;
de ahí la preferencia por integrar grupos con universo propio y cómplice. A es-
tos paradigmas sin quebranto, les espanta la búsqueda unitaria de lo diverso:
relatividad de valores y conjunción de opuestos. Y es que es difícil huir de las
promesas rotas (véase el cine de Oliver Stone o los Corleone de Francis Ford
Coppola) y aceptar la dinámica circular y de múltiples polos.
En este sentido la nostalgia es inevitable; estación de tránsito para
arribar a los nuevos procesos de percepción, hacia una estética abierta.
Lo que se requiere es el matiz que cada discurso entrañe para asirse del
pretérito. Juan García Ponce en Pasado presente otorga todas las conce-
siones posibles a la nostalgia (sinceridad que desconcierta). El recorrido
de García Ponce de Coyoacán al Palacio de Bellas Artes lleva consigo una
vetusta postal, pero no con el kitsch de un almanaque de Helguera. La me-
lancolía de García Ponce carece de florituras, es decir, de retórica; el dolor de
Pasado presente por la desaparición del espacio es franco, lo que equivale
a inocencia y no a inmadurez o despotismo.
En Tan lejos y tan cerca2 nos aproximamos a dicha pérdida. Wim
Wenders recorre los paisajes —el suroeste de Estados Unidos, el muro de
Berlín— y la política como García Ponce el barrio de Coyoacán. La que-
ja de Wenders es silenciosa, a lo más, de queda sonoridad. Ha declarado
1. La sociedad abierta y sus enemigos. Paidós, 2015.
2. Wim Wender, In weiter Ferne, so nah! (¡Tan lejos, tan cerca!), Alemania, Road Movies Fimproduk-
tion, Bioskop Film, 1993.

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que le gusta viajar por el desierto y fotografiar la erosión urbana. Esta postura
se entiende, plásticamente, a partir de la obsesión nómada (el road picture)
y las influencias de Wenders. Los personajes de Wim no paran, se mue-
ven constantemente. El itinerario de William Hurt por el mundo es para
recopilar imágenes cotidianas para su madre ciega; el ángel Cassiel fisgo-
nea el cosmos oriental berlinés. Dan la sensación de extranjería, de no encontrar
una morada para instalarse. Empero, dicha incomodidad no se trasluce en
violencia, debido a su imparcialidad. Por otra parte, al alemán le fascinan
las películas de Yasujiro Ozu. El cine de Ozu, recordemos, se realiza en
una época donde la transculturación fue brutal. Una bomba atómica sir-
vió para imponer costumbres. Y a pesar de ello, Ozu sólo mira el cambio
desde ángulos tatami, toma generosa, hospitalaria, desde la perspectiva
de la tradición japonesa que recibe a un invitado como si fuera el dueño de
casa. Wenders es semejante: no escándalos, sí en cambio mucha tristeza.
El estrépito se plasma en una apacible contención. Nada más deambula.
En El estado de las cosas3 se supone que Wenders critica a Ho-
llywood. Su temperamento no le permitió el retrato corrosivo de El ejecu-
tivo de Robert Altman. La ideología de Wenders no reprocha, no intenta
erigirse como voz absoluta. Hay una anécdota que ilustra su tolerancia.
Una sobrina le reclamó que no hubiera visto Mujer bonita, filme que la niña
había repasado en cinco ocasiones. Wenders admite, con amable sorna, que
Mujer bonita es una película inteligente. ¿Cómo es posible que Gary Mars-
83 hall sea entretenido con un guión basura?, se preguntó). 83
Hasta el fin del mundo ofrece otra nítida pista del remanso wenderia-
no. La mirada yerma es, por supuesto, romántica. Pero la diferencia radica
en la concepción del apocalipsis. Salvo El demoledor4 y Paul Verhoeven, el
cine asume el futuro como caos; la atmósfera se enturbia, el aire pesa y la
arquitectura es abismal. Wenders teme a idénticos demonios; sin embargo
no utiliza el chantaje para lamentarse de la modernidad que absorbe las
utopías colectivas. Es obvio que Hasta el fin del mundo5 no comulga con la
tecnología, la observa desconfiadamente. Empero, en ningún momento surgen
los mensajes lacrimógenos (el oso ruso computarizado, que olfatea datos
internacionales, exhibe un humor fresco). Se evaden las culpas deicidas y
las proclamas agoreras de la destrucción. Tan lejos y tan cerca opera por
la misma vía: un pesimismo autista plantea un cuestionamiento singular;
a partir de la política halla el resquicio para la reflexión espiritual (a la que Stone
aún no llega, mientras que Coppola, gracias a Joseph Conrad, descubre en el
fondo de la selva con Marlon Brando).
Simple testigo del tiempo. ¿Qué tipo de cursilería o ingenuidad es la
aparición de Mijael Gorbachov? La definición de Wenders se antoja paradójica. Un
hombre de izquierda y católico que está decepcionado por la corrupción de

3. Win Wenders, The State of Things (El estado de las cosas), Alemania del Oeste, Coproducción
Alemania, USA, Portugal, 1982.
4. Marco Brambilla, Demolition Man (El demoledor), Estados Unidos, Silver Pictures, 1993.
5. Wim Wender, Until the End of the World (Bis ans Ende der Welt) (Hasta el fin del mundo), Alemania,
Coproducción Alemania-Francia-Australia, Warner Bros. Pictures, 1991.

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quienes representan sus creencias. No obstante la confusión que le pro-


voca la xenofobia, por citar una aberración, Wenders no tropieza con la
arenga. Tras la desintegración del proletariado como fetiche del cambio, de
repente un neotótem se instala, otra rémora discursiva: la sociedad civil.
Jim Sheridan en En el nombre del padre6 destroza una excelente narración
cuando la abogada Thompson se transforma en heroína jurídica. La sobre-
valoración civil, en su caso, ignora las complejas redes del poder. Wenders
no incurre en el grave error, ya que su concepción incluye un corpus social no
siempre teñido de buenos y malos, sino cargado de ambigüedad. Tan es así
que Cassiel, de un cielo que anhela la expulsión de lo negativo, se diluye en el
mosaico colorido de la realidad que lo engaña con el vértigo de una cruda
convivencia, y Willem Dafoe, quien controla el tiempo sin piedad, le subraya
la lección. El tamaño de su crítica no es soberbia al revés. Gorbachov sería
un personaje antiestrambótico que no peca de animista.
Wenders se había quedado con las ganas de filmar en Berlín este. Las alas
del deseo7 se rodó en la parte occidental. Se sentía, seguramente, incom-
pleto. No sería exagerado trazar una analogía entre la avidez de Serguei
Eisenstein y el hambre de soledad y amor de Wenders (acaso en el tenor
de Andrei Tarkovski). Eisenstein en ¡Que viva México!8 o en Iván el terrible9
—y no en El acorazado Potemkin10 —, se propuso narrar la totalidad: las artes,
la filosofía, la epistemología cultural. El ansia de Wenders no está distante de
esa clase de aventuras. Gorbachov le sirve como catapulta para el proyec-
84 to ambicioso de contar el pensamiento y el sentimiento contemporáneos. 84
Gorbachov es, de acuerdo a la imagología de Milan Kundera, un gobernan-
te ideal que emana una silueta donde convergen los dos otrora pretextos
de la Guerra Fría que bipolarizó el saber. Su contorno corresponde a la
mesura. Wenders no eligió a Ronald Reagan o a Saddam Hussein porque sus efigies
(arrebatos gestuales pronunciados) no comulgan, entre las razones más
anodinas, con la visión de Wenders. Las palabras que cincelan a Gorbachov: hu-
manista, pacífico y conciliador, sintetizan las metas de Tan lejos y tan cerca;
por lo que respecta a Cassiel, Mijael también podría interpretarse como un
ángel expulsado por las circunstancias, una bondad mal comprendida por
los hombres, gracia y tragedia.
De alguna forma el éxtasis político que significa Gorbachov es una cumbre
igual de contradictoria que el Edén de Hasta el fin del mundo: muerte y
nacimiento, conclusión histórica y esperanza leve. La postura de Gorby,
ajena a los radicalismos proféticos, encarna las premisas del respeto
individualista: si con sangre no se construye la armonía, entonces el

6. Jim Sheridan, In the name of the father (En el nombre del padre), Reino Unido, Irlanda, Universal
Pictures, 1993.
7. Wim Wenders, Der Himmel über Berlin (Las alas del deseo), Alemania, Francia, Westdeutscher
Rundfunk, 1987.
8. Serguéi Eisenstein, ¡Que viva México!, Estados Unidos, México, Unión Soviética, Mexican Film
Trust, 1932.
9. Serguéi Eisenstein, Ivan Grozniy (Iván el Terrible), Unión Soviética, Mosfilm, 1944.
10. Serguéi Eisenstein, Bronenosets Potyomkin (Battleship Potemkin) (El acorazado Potemkin),
Unión Soviética, Goskino, 1925.

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expresidente soviético es una cursilería escéptica, un llamado puro a la


conciencia. Aunque muy breve la aparición de Gorbachov, basta para
que sea el contrapunto de Wenders. Cassiel desciende a la tierra con la
intrincada misión de conocer el sentido de la vida. Al tocarle el hombro al
líder, el ángel entra por una puerta emblemática. Luego, su periplo, combi-
nado de thriller y panfleto moralista —la lucha contra la pornografía— tendrá las
infamias propias del azar.
El cuestionamiento de Tan lejos y tan cerca elude la fiereza de su des-
encanto. No recuerda en nada a las provocaciones surrealistas o las for-
zadas soluciones de los directores de posturas marxistas. El libelo parece
estar en decadencia. Más bien el aura wenderiana puede leerse como la
indiferencia del pintor Edward Hopper. Por supuesto que los «cuadros» de
Wim, ahora con más close ups de los que acostumbra, se recargan de modes-
tos significados que no atropellan. Pero la manera de aglutinarlos es lo que re-
cuerda los lienzos de Hopper. Una extraña soledad se apodera del espacio.
El cuadro de los famosos —Bogart, Monroe, Dean— Wenders lo reproduce
con Kinski, Falk y Sanders.
Se trata de un cuestionamiento etéreo o tal vez recatado. Hopper pinta a
una mujer arreglando su departamento; una ráfaga de viento, como si fuera la
ubicua e ignota luz de Ridley Scott, sopla la cortina. Hopper dice que lo único que le
interesa es captar el sol. Desprecio hermético que en el fondo no comparte Wen-
ders. El territorio común se sitúa en la perspectiva: el largo trecho que anteponen.
85 Siguiendo esta vía, la concesión nostálgica de Tan lejos y tan cer- 85
ca se separa del primitivismo expresionista que vuelve monstruosos los
detalles (los ideogramas chinos, Eisenstein, Argento). La obvia candidez
que expresan los ángeles, se compensa con el frío racionalismo de la cá-
mara. El shocking, evoquemos a Stone, apela a la emoción inmediata,
un arma desesperada que reacciona a través del instinto. A los protago-
nistas de Alejandro Dumas se les «veía» el corazón exaltado por abajo
de los encajes. En contraste, a los protagonistas de Wenders sólo se les
intuye la exaltación. Raphaela, al fondo con un códice egipcio, despide a
un moribundo del que casi no se percibe su drama; le acaricia su parti-
da. Incluso, en la escena donde Cassiel se sacrifica, Wenders no se aproxima.
Distensión, laxo, prefiere el intervalo hopperiano; como Ozu, no irrumpe con la
edición para modificar la narración objetiva ni estimula la sobreactuación.
El epílogo coral —el navío de Noé Wenders— muestra la tolerancia
de Tan lejos y tan cerca. Molestia pero sin el ego de lo sublime. El ale-
mán tiene cuentas pendientes con una posmodernidad que ya lo rebasó
y que intenta empatar con el amor (que no la política). Y cuando menos,
es válida y original su manifestación de miedos que, hay que decirlo sin
pudores, más de uno alberga como fantasmas cotidianos.

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La soledad: castigo de la avaricia


El padrino III

La soledad, rémora del poder, funcionó a la perfección como castigo a la


avaricia desmedida en El padrino I1 y II2. Quizás por el auge del volunta-
rismo ideológico de los sesenta, Francis Ford Coppola no tuvo dificultades para
encumbrar la tragedia de los Corleone, cercana al espíritu encallejonado del
Raskólnikov de F. M. Dostoievski.3 Parecía que la conclusión de la segunda era
suficiente: un Michael atormentado por haber mandado asesinar a su her-
mano Fredo, que evoca el anuncio familiar de cuando se enlistó en la Ma-
rina; un plano medio nostálgico de Michael sentado en el jardín, cobraba la
cuota del epílogo de la primera, donde a Kay le cierran la puerta, despacio,
para obviar la separación con Michael. Sin embargo, independientemente
de las razones económicas, Coppola decide filmar El padrino III4 con una leve
vuelta de tuerca, para remachar las tesis de las anteriores: nadie pasa ileso
la aduana de las culpas y tarde o temprano se pagan los errores.
Pero en esta ocasión Coppola se encuentra con que la ética cinematográ-
fica —espejo de la realidad— de finales de los ochenta ya no persigue la lineali-
dad dostoievskiana, que sabiamente explotó. Ahora, el lugar común es inevitable; la
po- laridad ideológica está atravesada por diversos matices: no todo se divide
86 en blanco y negro; el totalitarismo filosófico y las utopías se derrumban para dar 86
paso a los medios tonos.
Es decir, Coppola se tenía que enfrentar a la caducidad de su pro-
pio código, sobre todo si pensamos en películas como Buenos mucha-
chos5 (Scorsese), Crímenes y pecados6 (Allen) y Un novato en la mafia7
(Bergman), que de una u otra manera revierten su discurso. Por ejem-
plo, el Henry Hill de Scorsese desglamurizó la exaltación solemne de
El padrino con una banda siempre sonriente; un gángster de nivel medio
termina su vida como un «pendejo cualquiera» después de traicionar a Pesci y
De Niro, sin llevar a cuestas remordimientos. El doctor Judah de Allen
olvida el crimen de Dolores —cosa que a Michael le agobia— en unos
cuantos meses y seguirá siendo feliz con su exitosa profesión y armo-
niosa familia. Y el Marlon Brando de Bergman autoparodia a su perso-
naje de El padrino, Vito, utilizando los mismos tics y la iluminación para dar
una versión tersa, sin sangre, de la mafia; cabe recordar que en Un novato en

1. Francis Ford Coppola, The Godfather (El Padrino), Estados Unidos, Paramount Pictures, 1972.
2. Francis Ford Coppola, The Godfather: Part II (El Padrino: Parte II), Estados Unidos, Paramount
Pictures, 1974.
3. Crimen y castigo, Editorial Porrúa, 2014.
4. Francis Ford Coppola, The Godfather: Part III (El Padrino: Parte III), Estados Unidos, Paramount
Pictures, Zoetrope Studios, 1990.
5. Martin Scorsese, Goodfellas (Buenos muchachos), Estados Unidos, Warner Bros. Pictures, 1990.
6. Woody Allen, Crimes and Misdemeanors (Crímenes y pecados), Estados Unidos, Jack Rollins,
Charles H. Joffe Production, 1989.
7. Andrew Bergman, The Freshman (Un novato en la mafia), Estados Unidos, TriStar, 1990.

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la mafia se establecen las diferencias de ritmo con El padrino II: el bíblico


beso de Michael y Fredo en una fiesta en La Habana, tomando en cuenta
que está fuera de contexto, se ve como un arrebato caricaturesco en com-
paración con la narrativa en que está inmerso.
Pese a ello, El padrino III no cambia la estética Corleone; al con-
trario, tanto en el planteamiento, resolución, escenarios y rasgos perso-
nales, Coppola acude a las anteriores películas. Y lo impresionante es
que el resultado no se nota desfasado ni maniqueo dentro de la gama de
los discursos mencionados. El motivo por el cual El padrino III se sostie-
ne es por su excelencia narrativa, que apuesta por refinar el fresco naturalista
de la familia siciliana, justificar sobre un solo eje la devastación espiritual de
Michael y las corruptelas del Vaticano, y regodearse con la languidez
soberbia de las elipsis. Además, algo que omite cualquier carga ideoló-
gica —de hecho, el cine coppoliano es muy hábil para evitar aforismos—,
son los distanciamientos. Visual, con la muerte: Vito y Michael fallecen
en planos generales; y dramático: frialdad entre las parejas (Vincent/
Mary; Michael/Kay).
Del naturalismo de El padrino III, otra vez habría que resaltar que los
personajes se dibujan en una fiesta, como en la segunda. Solamente que en la
última, aparte de ser una secuencia más larga que su predecesora, se acentúan
los lados de las máscaras: la alegría, subrayada por una iluminación fresca e
intensa; y el poder, enmarcado por una luz tenue, en especial la que pinta la
87 nostalgia de Michael. Este hecho no es nuevo ni original; sin embargo, la mi- 87
sión referencial que cumple es contundente, si tomanos en cuenta que el Michael
de la segunda hasta el final empezó a iluminarse con menos énfasis; es decir, el
personaje evoluciona en su captación plástica de manera «natural».
Tampoco es gratuita la aparición de los niños, esperanza familiar
de los Corleone, que se cruzan como tantos otros elementos en apa-
riencia desobedeciendo la obligación de «significar» (la plática de Michael
y Altobello interrumpida por un jugo de naranja). Los niños se esconden
abajo de la mesa o no dejan bailar el vals a Mary con Michael, escena
«accidental» de enorme belleza intimista, que recuerda la contingencia
de la muerte de Vito mientras jugaba con el nieto; los niños así afianzan el
naturalismo de la fiesta.
En relación al remordimiento de Michael y sus vínculos con el Vati-
cano, Coppola es sutil para enlazarlos; incluso, deja ir cierto humor negro
que no había aparecido en la saga (los regaños de Michael a Vincent des-
pués de la muerte de Zasa). Aquí otra vez es necesario nombrar la ilumi-
nación de Michael. El ocaso de Michael está manifiesto por el mismo encuadre
que enseñó a Michael como jefe de los Corleone, sólo que se utiliza el medio
tono —casi oscuridad—, para el ostracismo formal. Todo esto sin irse de
lado sobre el drama de Michael; hay un equilibrio, mesura. En cuanto a
los negocios con el Banco Ambrosiano, amén de la seductora crítica a la
Iglesia, es más claro que aquel episodio de la Cuba de Batista, aunque
en la segunda lo importante no era tanto conocer los chanchullos con
el régimen cubano sino el enfrentamiento con Roth y Fredo. Coppola la

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resuelve con mucha semejanza a Tucker8; lo ominoso del senador que


obstaculizó el proyecto automovilístico está inyectado en el arzobis-
po negociador. En ambos casos su aparición es fantasmal, de origen
impreciso. Se concretan a resumir la turbiedad de la ambición por el po-
der. Asimismo, la escena de Wall Street9 donde Coppola insinúa un riesgo visual
dentro del código Corleone, deja bien planteada la situación: los traba-
jadores, sin micrófono; Michael, por encima de los demás con la ayuda
de la Iglesia. Y bueno, el realismo del complot en contra de Juan Pablo I
es inteligente y bien diseñado, y agrega otro argumento para denunciar
la corrupción del clero. Con tres momentos define la conjura: la confesión de
Michael, desnuda al padrino y a la vez plasma el pensamiento renovado del
próximo Papa (la teoría de los cristianos europeos: rocas en el agua);
el anuncio de su elección a través de tomas periodísticas, y la difusión
de la noticia de la auditoría al Banco Ambrosiano en contraste con la
alteración del arzobispo negociador y sus cómplices.
Así como la muerte aséptica de Vito dejó sin discusión la maestría de
Coppola para sus lánguidas elipsis, los epílogos de El padrino también mues-
tran su capacidad narrativa. Pese a que en las tres el ajuste de cuentas de
Michael con sus enemigos se desarrolla bajo una misma pauta —intercalar
asesinatos—, se observan grandes diferencias. En la primera Coppola estaba
cerca de Scorsese en cuanto a la atracción por la violencia: la muerte de las
cabezas de las cinco familias mientras bautizan a la hija de Connie tiene un
88 aire desatado; Moe Green termina en una plancha de masaje con un tiro en 88
el ojo, una escena de bolsillo. Podría entenderse esta violencia con el ánimo
existencial de Michael; eran tiempos de ascensión y no había escrúpulos ni cul-
pas para lograr lo anhelado. Ya en la segunda, la violencia bajó de grado; Michael,
situado en una posición más o menos estable, enfrenta la traición. El remate
es hasta nostálgico, de un clima suspendido: Roth es acribillado y Fredo muer-
to por órdenes de Michael; escenas sin la espectacularidad de la primera. Y en
la tercera, el final es una agudizada mezcla de la sevicia de la primera («banquerito
suizo de mierda» ahorcado en precioso azul o el histérico Vincent fulminando
a dos guaruras) y la elegancia pausada de la segunda (los recorridos de Calo
y Neri para matar a Luchessi y al arzobispo negociador), con un ingrediente
que se añade en tiempo y textura: la ópera Cavallería rusticana. La música es
personaje y fondo, exhibe su tragedia y narra la de la película, que no obede-
ce exactamente al carácter de Michael, como en las anteriores (Michael está
somnoliento durante la ópera). Además de la mezcla, aparece un contrapunto
que extiende la tensión: el pistolero contratado para matar a Michael, que eli-
mina la unilateralidad del «ajuste de cuentas», su impunidad formal. (Es justo
decir que la secuencia de la infiltración de Vincent con Altobello es paradigma a
seguir de la elipsis temporal: del presente al futuro, economía sintáctica, como
las de los hallazgos espaciales de Tucker).

8. Francis Ford Coppola, Tucker: The man and his dream (Tucker: El hombre y su sueño), Estados
Unidos, Lucasfilm, 1988.
9. Oliver Stone, Wall Street (El poder y la avaricia), Estados Unidos, 20th Century Fox Film Corpo-
ration, 1987.

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En lo que toca a sus distanciamientos, Coppola mantiene las refe-


rencias como particularidades narrativas. Aún asombra el frío cerrón de puerta a
Kay para ultimar la primera parte, que en la tercera se repite con la sobria
sutileza en Sicilia, cuando Michael de nueva cuenta la deja sola para tra-
tar sobre el asesinato de un amigo. El plano es cruel; el arco de la puerta
invade la cámara y al fondo Kay observa sin participar, relegada. De esta
forma se evita una posible reconciliación, que era propicia dado el objetivo
de «lavar» la conciencia de Michael. En cuanto a Vincent y Mary, naciente
pareja, la distancia del poder los marca. No hay, más que en la escena de
la cocina, un instante que se centre en el amorío. El poder sigue un rumbo de-
vastador: Vincent prefiere ser el padrino que esposo de Mary. Sólo en medio
de la ópera habrá un detalle de arrepentimiento de Vincent para Mary, pero
tomado a distancia.
Con la muerte, el contraste coppoliano es quizás épica contenida
(el grito de Michael a la Eisenstein es rotundo). El ya citado pasaje de Vito
infartado en el jardín se daba poco a poco a más de la mitad de la primera
y no se usaron amplios recursos; al revés, sin música ni close ups, Vito caía a
distancia. Algo similar ocurre en la tercera, cuando un Michael anciano cae:
no hay sobredosis expresiva ni chantaje técnico (por ejemplo, la cámara
lenta de Stone); nada más se sella el epílogo con otro «accidental» apunte
del naturalismo: un perrito que husmea el cuerpo caído. Puede ser respeto
a la muerte o glorificación invertida; el hecho es que en las muertes de Mi-
89 chael y Vito aparecen los planos generales como una constante del código 89
Corleone que da valor estético y fundamenta las premisas de El padrino I,
II y III: la soledad es el peor precio del poder.

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Capítulo 5
Los atrapados

Los círculos de la ética


Barton Fink

La obligación de significar —es decir, establecer una lógica entre la imagen y


lo que se pronuncia—, ha traído consigo serios lastres al cine. Desde una limitante
codificación de los sentimientos, estancados en lugares comunes y este-
reotipos, hasta la apatía narrativa que no arriesga por nuevas siluetas ex-
presivas. Las historias pintan originales sólo en los planteamientos, como
Obsesión fatal1, Deseo y decepción2 y Acero azul3 , porque después, se di-
luyen en facilismos psicológicos para «explicar» a sus personajes, en estos
casos al psicópata. O bien, anécdotas insulsas son infladas con romances inter-
calados —Traición al amanecer4 — o con la técnica del videoclip tipo Dick
Tracy5 o El guardaespaldas6 . Claro que hay excepciones: Francis Ford Co-
ppola incrementa la calidad del guión de Drácula7, con buenos elementos,
90 por medio del aglutinamiento y el contraste. 90
Por este contexto es más complicado hallar una cinta como Barton
Fink8 , de los hermanos Coen, que riñe con las formas y contenidos de la
cinematografía contemporánea. Su discurso es hermético, no tolera fisuras; en
ellos, apartándose de Luis Buñuel, los absurdos no descansan en abruptas
metáforas, lo que era a final de cuentas la cámara automática del primer
Buñuel. Además, su virtuosa manera de filmar les permite cerrar salidas que
enseñen resquicios; incluso, son tan perfeccionistas —a contrapelo de su do-
ble, Sam Raimi—, que cada personaje alcanza autonomía, no requieren del
todo para subsistir.
Cuando menos hay cuatro niveles de lectura de Barton Fink: la
circularidad ética, la ruptura con la realidad, la épica de los objetos y el
control espacial.

1. Adrian Lyne, Fatal Attraction (Atracción Fatal), Estados Unidos, Paramount Pictures, 1987.
2. Phil Joanou, Final Analysis (Deseo y decepción), Estados Unidos, Warner Bros. Pictures, 1992.
3. Kathryn Bigelow, Blue Steel (Acero azul), Estados Unidos, Metro-Goldwyn-Mayer, 1989.
4. Robert Towne, Tequila Sunrise (Traición al amanecer), Estados Unidos, Warner Bros. Pictures,
1988.
5. Warren Beatty, Dick Tracy (Dick Tracy), Estados Unidos, Touchstone Pictures, Silver Screen Part-
ners IV, Mulholland Productions, 1990.
6. Mick Jackson, The Bodyguard (El guardaespaldas), Estados Unidos, Warner Bros. Pictures, 1992.
7. Francis Ford Coppola, Dracula (Drácula), Estados Unidos, Columbia Pictures Corporation, Ameri-
can Zoetrope, Osiris Films, 1993.
8. Joel Coen, Ethan Coen, Barton Fink (Barton Fink), Reino Unido, Estados Unidos, Working Title Fil-
ms, Circle Films, 1991.

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La circularidad ética

A los Coen se les tacha de fríos, de carecer de un centro moral. En este sentido
su obra se anexa sin dificultades a David Lynch, el de Twin Peaks9. Lynch ha
declarado que «hay mucha diversión pero también mucho dolor», de ahí que —
continúa— la gente camine en círculos en busca de la verdad. Igual geometría
rige a los Coen. Solamente revísese el retorno de la dignidad de Tom Reagan
en De paseo a la muerte10; un gangster mediocre exento del glamour coppo-
liano, la materia gris de una mafia, salva su orgullo por encima de cualquier
relación íntima (el amor propio que ensaya el filósofo Fernando Savater). Fue
elocuente el segundo encuentro entre Tom y Bernie, luego de perdonarle la
vida en el crucero de Miller. Bernie: «¡Escucha tu corazón!». Tom: «¿Cuál cora-
zón?», e inmediatamente le sorraja un balazo en la frente.
En Barton Fink no es tan gélido el vacío; empero, subyace esa negación
por lo lineal. Sigue el círculo. Lo interesante es la inmersión en el caos del
escritor neoyorquino que viaja a Hollywood con la esperanza de tocar las fibras
del hombre común a través de un medio masivo como el cine. Las ansias idea-
listas de Barton se esfuman por completo en el instante que entra al hotel. La
habitación es un abismo claustrofóbico físico y espiritual. Los exteriores —la
frivolidad de los estudios—, están muy lejos, el escritor se encuentra aislado
combatiendo la soledad paranoica. Tal vez por ello la humorada elíptica del
vecino psicópata caiga con cruel asombro. Charlie (John Goodman), sirve
91 de terapia para el escritor bloqueado (autoescarnio: los Coen revelan que 91
escribieron Barton Fink cuando se habían secado a la mitad de De paseo a la
muerte). A Barton le anima la espontaneidad de Charlie, que identifica como
el paradigma del hombre común. Al no dilucidar con causas exactas —y de
ninguna especie—, el por qué un gordo bonachón como Charlie puede ser un
asesino serial, Barton se estrella contra su espejo de mesías. La soberbia
intelectual de conocer el camino de la salvación por encima de los otros, lo
orilla a la locura, como en la sofisticada escena de la fiesta donde recrimina
a los marinos ser unos bultos que no piensan. La relatividad axiológica des-
quicia el núcleo, el bien y el mal dan gritos sin parar, el admirado John Ma-
honey muere de borracho y Charlie, sin fundamento preciso, vocifera con su
escopeta flamígera: «¡Te mostraré la vida de la mente! ¡Heil Hitler!», remata
el hombre común.

La ruptura con la realidad

En el festival de Cannes, Francia, a los hermanos Coen les insistían


los periodistas su semejanza con David Lynch, en lo que respecta al
misterio de lo inorgánico: la toma de Barton Fink del lavabo que des-

9. David Lynch, Twin Peaks: Fire walk with me (Twin Peaks: El diario de Laura Palmer), Francia, Esta-
dos Unidos, New Line Cinema, CiBy 2000, 1992.
10. Joel Coen, Ethan Coen, Miller’s Crossing (De paseo a la muerte), Estados Unidos, 20th Century
Fox, 1990.

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emboca en la tubería. Es cierto que el icono sugiere la idea de sumergirse en


las apariencias; Lynch lo hizo con el laberinto de la oreja en Terciopelo azul11.
Sin embargo, este elemento introductorio es uno de los muchos puentes
que se trazan con Lynch. Ya decíamos que los Coen incluyen círculos
para confundir la dualidad, para transformarla en ambigua.
Existe entre los Coen y Lynch una frontera común de mayor intimidad:
su renuncia a respetar las convenciones. Primero, parodiando los géneros
a través de pistas falsas; en Barton Fink se burlan del thriller como Ly-
nch en Twin Peaks. Y segundo, mezclando códigos irreconciliables como
el hiperrealismo y lo fantástico, rasgo posmoderno de Lynch en Salvaje
de corazón12 , donde un bestialista filme negro tiene el derecho a un final de
cuento de hadas.
De Barton Fink se espera un repunte climático que otorgue peso a la
enorme cantidad de hilos sueltos. Mala costumbre de los desenlaces gratui-
tos. Porque los Coen no atan los buscapiés que desparraman a lo largo de la
cinta. El ritmo lerdo a propósito exaspera —es una comedia aburrida, dicen
ellos—, pues a veces llega a la inmovilidad, a la asfixia. Se trata de agotar la lógi-
ca, de nutrir el desconcierto. A diferencia de Juego veneciano13 de Paul Schra-
der, que hurga sobre la obviedad hasta nulificarse a sí mismo —se evidencia el
crimen pero no los motivos de la entrega voluntaria del perverso Christopher
Walken—, Barton Fink no sólo esconde los cabos, porque finalmente no los
oculta ni los manipula sino que los exhibe en la ridícula dinámica del azar,
92 aquélla que no responde a las generalidades. 92
Twin Peaks es provocadora a desparpajo. Detalla los zapatos de
una sospechosa o alardea con el close up del grito de un preso; subra-
ya apuntes, fabrica coartadas para engañar. En cambio Barton Fink no
enfatiza, nada más se cruzan los elementos como si fueran un simple
accidente: ¿De dónde surge el marchito botones Chet?, ¿del subsuelo?,
¿el elevadorista es la parca o el cancerbero?, ¿a quiénes les bolean los
zapatos en un hotel con dos huéspedes?, ¿qué traía la caja de Barton, una
cabeza de mujer?
Quizá por ello sean más barrocos para mofarse del thriller. Por decirlo
de algún modo, sus pistas falsas son naturales pese a estar diseñadas perfectamente.
Esto se comprende por el manejo de una expectativa central —el escritor— que
se enfanga en los disparates. Lo de Barton Fink es un proceso distinto al de De
paseo a la muerte para concluir su violenta premisa del absurdo: con Tom Re-
agan, el sombrero, su fetiche fantástico, recorría sonámbulo la retorcida rea-
lidad; mientras que en Barton, el escritor consciente se sujeta a esa retorcida
realidad. Son dos especies de atropello: el de Barton Fink es más agresivo no
obstante su falta de acción; es otra de las tantas pistas falsas de los Coen que
desmitifican los discursos lógicos del cine.

11. David Lynch, Blue Velvet (Terciopelo azul), Estados Unidos, De Laurentiis Entertainment Group
(DEG), 1986.
12. David Lynch, Wild at Heart (Salvaje de corazón), Estados Unidos, PolyGram Filmed Entertaiment,
Propaganda Films, 1990.
13. Paul Schrader, The Comfort of Strangers (Juego veneciano), Estados Unidos, Paramount Pictures, 1990.

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La épica de los objetos

Stephen King le ha atinado con la rebelión de los enseres domésticos. El terror


de King se basa en una obsesión latente de la época postindustrial. Sin em-
bargo, quienes lo han adaptado no explotan estilísticamente la idea. En lo que
toca a los Coen, la heroica objetal no corresponde a la intención kingneana.
Los objetos son un mero pretexto narrativo para alargar la vida del albur; ade-
más, ellos sí han aprovechado lo ignoto en pro de sus sátiras del suspenso.
En Barton Fink es irremediable pensar en El resplandor14 de Stan-
ley Kubrick, por los hoteles que cobran ominosa existencia. No es raro en
los Coen la utilización sobrecargada de lo inanimado. Ya apuntábamos las
semejanzas con Lynch en la toma del lavabo. Con Barton la máquina de
escribir y las paredes que sudan enmarcan la paranoia de John Turturro, con
los desplantes necesarios para retratar el conflicto interno. Más que Kubrick,
los Coen se instalan en ángulos imposibles para captar las teclas o asumir
picados desde el techo, insinuando la presencia ubicua.
Se trata de un divertimento, de una búsqueda expresiva a partir de un
contexto hermético que sirve para contrapuntear cualquier seguridad psico-
lógica. Se habló del sombrero de De paseo a la muerte, que se entromete en
discusiones de pareja o que sencillamente se desvanecía en el halo poético,
como cuando vuela en el crucero. Quizá tenga lo caprichoso coeniano vín-
culos con la estética de Martin Scorsese. En El color del dinero15 , los tacos y
93 las bolas de billar; en el Toro Salvaje16 , el sillazo del pleito y las cuerdas ensan- 93
grentadas; en «Apuntes al Natural», los pies de Rossanna Arquette; o en Cabo de
miedo17, la pistola que surca los aires de la tormenta bíblica. Los objetos son
intermitencias que parcializan el tiempo y los deseos. Ambos directores no
desdeñan al objeto que también puede y es protagonista.
Mención aparte merece el sonido. Eco de elementos secundarios, la
banda sonora de los Coen es de las menos inútiles del cine. En De paseo a
la muerte, el personaje sin caché —Tom Reagan— es ubicado por el simple
ruido de los hielos que chocan con el vaso de whisky. No se ve la figura de
Tom; empero, los hielos invaden la conversación entre el capo y el apostador.
Ahora en Barton Fink, fieles a la chocarronería kafkiana, fabrican una escena
genial. Cuando llega, Barton toca el timbre del hotel; el sonido rebota y per-
manece por buena cantidad de segundos, hasta que Chet —el submundo—
surge del suelo y detiene la campanilla. Así, la incertidumbre se redondea:
Barton ha caído en un lugar donde lo racional no respira, urge de aire.

14. Stanley Kubrick, The shining (El resplandor), Reino Unido, Estados Unidos, Warner Bros. Pictures, 1980.
15. Martin Scorsese, The Color of Money (El color del dinero), Estados Unidos, Touchstone Pictures, 1986.
16. Martin Scorsese, Ranging Bull (Toro salvaje), Estados Unidos, United Artists, 1980.
17. Martin Scorsese, Cape Fear (Cabo de miedo), Estados Unidos, Amblin Entertainment, TriBeCa
Productions, 1991.

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El control espacial

El deceso de las corrientes casi nulificó el riesgo plástico. En la actualidad


es difícil toparse con una prosa fílmica tan aseada y singular como la de los
hermanos Coen. Hallamos en Peter Greenaway y David Lynch una estructura
pictórica como base del relato —elegante en el primero, brutal en el segundo.
Con Scorsese y Francis Ford Coppola tenemos la neurosis de la narración
como principio rector. Con Tim Burton y Emir Kusturica encontramos una
concepción fantástica sin importar gran cosa la sintaxis formal.
Los Coen se distinguen de este grupo por el control de sus anécdo-
tas. Combinan planos rebuscados y movimientos suntuosos de cámara.
Puede ser que su estilo se parezca al de Stanley Kubrick, más que a nin-
gún otro cineasta. Citamos a El resplandor; la puesta en escena parte del
mismo eje: el recorrido perezoso por el hotel. La lentitud de Barton Fink
enoja por tropezarse con las convenciones del suspenso moderno, que
en demasía usan los empalmes rápidos —la teoría del puñetazo—, o las
obviedades de la identidad subjetiva que acosa, o ángulos telegrafiados
que provocan sobresalto.
Kubrick dejaba a Jack Nicholson diminuto. Los planos generales
los sostiene por un buen lapso. Con ello la impotencia del escritor —su
soledad— se muestra. En el caso de Barton, la fórmula es inversa. Hay
encuadres panorámicos que duran mucho; sin embargo, optan por el clo-
94 se up, que eso sí, es kubrickeano porque suspende la duración: la mirada 94
paranoica del desorbitado Turturro, cuando se pone los zapatos-lancha de
Charlie. Este flotar de los Coen se observó antes en Simplemente sangre18 y
De paseo a la muerte, sólo que ahora adquiere un tono maniático.
Es curioso que articulen sus episodios con su enorme bagaje del comic
y no sean rápidos. Su composición —la cámara que sigue por detrás a los
protagonistas cuando caminan—, es de relojeros, acaso comparable con la de
Robert Zemeckis en La muerte le sienta bien19. No anhelan el efectismo, que
finalmente es un artificio del cine contemporáneo, castrado de guiones atrac-
tivos. Quizás en su arquitectura se halle la esencia del lenguaje cinematográfico:
transportar en imágenes la densidad del espacio y el tiempo, siendo autónomo del
resto de las artes. De ahí que los pasillos ardiendo sean como la furia de Char-
lie o lúdico lirismo; que el descubrimiento del cadáver de Audrey cuando Barton
mata un mosquito y se extiende la sangre, sea del humor negro más desalmado,
y que la redondez insignificante que se plasma con el retrato de la muchacha en la
playa vuelto carne, sea el homenaje al absurdo. Tienen licencia para cualquier
aventura; con los Coen, la realidad está meticulosamente confusa.

18. Joel Coen, Blood Simple (Simplemente sangre), Estados Unidos, Foxton Entertainment, 1984.
19. Robert Zemeckis, Death Becomes Her (La muerte le sienta bien), Estados Unidos, Universal Stu-
dios, 1992.

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Lo raro en las obras de culto


Ed Wood

Advertencia: Este artículo deberá leerse escuchando


«Cancioncitas» o «Si quieres que duela» de Amorfos,
o cualquier otra música, o sin música.

Para dirigirse hacia un molino de viento se requiere de un pasaporte: la lectu-


ra cómplice. Un espectador clásico de los mass media, en la tesitura en que
Umberto Eco1 definió a la gastronomía interpretativa, es poco probable que
vierta su mirada sesgada sobre un punto veleidoso del texto. Creo que ahí
radica el surgimiento de las obras de culto, en ese ínter que el lector aporta
para resistir el centralismo de los lugares comunes que se traducen y se
fincan en los autoritarismos del gusto ampliado, englobando en ello las tra-
diciones populares que se erigen sobre una estructura férrea que no permite
la disidencia.
Pero no confundamos lo anterior con ese antagonismo que me continúa
pareciendo superficial por ideológico, pues de alguna manera justificaría la
vanguardia contestataria, que iracunda, nada más se solaza con mover ciertas
95 fibras convencionales para festejar la esterilidad del contrario escondiendo la 95
propia nulidad creativa. Más bien el sesgo lector, que no espectador, se extien-
de también hacia la periferia de la lógica.
Roland Barthes en El placer del texto2 afirma que es fundamental la
puesta en crisis del corpus que sostiene al lenguaje. Un agnóstico chocarrero
que penetra de forma hedonista las culturas y que olvida el «juego de predi-
cados normativos». Es decir, la obra de culto, para adecuarla a las tesis bar-
thesianas, sería aquélla donde un contra-héroe (el lector) extrae placer donde
socialmente no hay los supuestos elementos para justificarlo —bello, sano,
útil; o, sobre todo, revolucionario.
Savater dice que la cualidad de un omnívoro es que digiera la mayoría a
su favor (ironía mediante), con un apetito «sin ascos insuperables ni exclusio-
nes a priori». Se trata de un estómago niño que supere la cualificación «adul-
ta» de la obra de arte. Mientras un esquema preconcebido no permite el goce,
un omnívoro halla obras de culto en los matices que el refinamiento exige
como perfectos. «Por supuesto que ser omnívoro no es lo mismo que carecer
de paladar, más bien lo contrario: comiendo de todo con gusto y provecho se
aprende a saborear cada género…» (Savater).
Cuando aludo a los quijotes que ven hacia la periferia y el pliegue in-
visible con una poética que ilumina lo ordinario, evoco desde Orson Welles

1. Recomendamos: Eco, Umberto, 1990. Los límites de la interpretación. Barcelona, Lumen. Eco,
Umberto, 1992. Interpretación y sobreinterpretación. Cambridge, Cambridge University Press.
2. Roland Barthes, El placer del texto, S. XXI Editores, 2007.

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y Juan Orol a Los vaqueros de Leningrado3 y a Ed Wood4; es decir, entes


cinematográficos. Y es que en el cine, como en ningún otro arte, brota con
harta frecuencia la lectura cómplice ante sólidos estereotipos que ya son
columnas para narrar, trazo de siluetas o la acústica pastelera: un saxofón
erótico, violines amorosos, un requinto que transmite decepción (los pape-
les secundarios son un principio de identificación en estos sesgos).
El cine, por naturaleza, es sublime. Mientras la literatura, por ejem-
plo de Estados Unidos, refleja ácidamente su realidad, el cine compensa con ilu-
siones. Se trata de una pantalla deseo, medio cielo para asuntos de vida o
muerte. Lo anterior no es nada nuevo. En las escuelas de Comunicación
se enseña que las líneas de interés de una película deben seguir el patrón
de las olas del mar, que se elevan conforme se aproxima el final; Steven
Spielberg o el William Friedkin de El exorcista5 serían las crestas modelos para
dosificar las emociones. Si el espectador condicionado se enfrenta a una línea
de interés que carezca de clímax tan ascendentes, digamos tersas cintas
de Win Wenders o Yazujiro Ozu, aparta la lectura de su competencia.
Una prueba mayúscula de lo sublime es Corazón valiente6 de Mel Gib-
son, en cuyo oleaje terminal detectamos un catálogo de los poderes inmortales
implícitos en el hombre y surgidos por la voluntaria adrenalina. Para rematar su
crística, sólo utiliza cuatro conclusiones, que bien pudiera ser una con tres epílo-
gos. Gibson rebasa los extremos para reiterar el sacrificio de una vida por una noble
causa, que es paradigma romántico y por ende del discurso sublime. ¿Y cuáles
96 son los elementos que integran dicha grandiosidad? Música de gesta, rostros 96
hieráticos plenos de éxtasis, filtros que permiten postales, la cámara lenta y la
selección chantajista de palabras-editoriales: «¡Libertad!», y le cortan la cabeza.
Ante dicho consenso abrumador, el cinéfilo de culto busca agua en el
desierto, pero no como un autista que se encierra en una isla opositora, sino
como un caballero de irónica figura que persigue las aspas que atisban en los
resquicios. Las obras de culto, serán entonces, esos «engendros» que aún no en-
cuentran archive para su clasificación estética. O cuando menos, dejemos pasar al
arqueólogo Michel Foucault, esas obras o instantes que navegan sin aspirar
al poder de un continente.
Claro que Tim Burton es un cineasta de culto. Su modo freak ha sido
entendido como el de un infante rebelde que se niega a abrazar la ideología.
Asombra por el universo plástico de Beetlejuice7 y de la saga de Batman8
que se traduce en una especie de Disney perverso, como se comprobó en
su alter ego El extraño mundo de Jack9. Sin embargo, Burton se distingue

3. Aki Kaurismäki, Leningrad Cowboys Go America (Los vaqueros de Leningrado), Finlandia, Copro-
ducción Finlandia-Suecia; Villealfa Filmproductions, 1989.
4. Tim Burton, Ed Wood (Ed Wood), Estados Unidos, Touchstone Pictures, 1994.
5. William Friedkin, The exorcist (El exorcista), Estados Unidos, Hoya Production, 1973.
6. Mel Gibson, Braveheart (Corazón valiente), Estados Unidos, The Ladd Company, Icon Productions, 1995.
7. Tim Burton, Beetlejuice (Bitelchús), Estados Unidos, Geffen Company, 1988.
8. Tim Burton, Batman (Batman), Estados Unidos, PolyGram Filmed Entertaiment, The Guber-Peters
Company, 1989.
9. Henry Selick, The Nightmare Before Christmas (El extraño mundo de Jack), Estados Unidos, Tou-
chstone Pictures, 1993.

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más por resucitar y redescubrir la ternura en la otredad con la citada arma


del posmodernismo: la ironía. Werner Herzog y Francis Ford Coppola lo
hicieron por un camino distinto con sus vampiros, ya que se impulsan con
el drama. Y están en su derecho de apelar por un relato sublime. Burton,
en cambio, visita sin empacho ni remordimientos zonas de ultratumba y vi-
llanías crueles, no se levanta del suelo para llamar la atención con un sacrificio o
una proeza axiológica. De hecho, su cosmos es distante en comparación
al resto hollywoodense, porque en él no se vislumbra la dualidad u orden
jerárquico que sentencie la ambigüedad. Si Batman se queda solitario en lo
alto de un edificio de Ciudad Gótica añorando a El Guasón, no es para que se
ahogue en lágrimas. Sus filmes arruinan navidades o el descanso eterno, pero ni
aún así suenan a herejías que pretendan horadar a Dios.
En el caso de Ed Wood, su mejor película, la otredad que transgrede
tiene su semilla en la génesis de la estética y no tanto en los estereoti-
pos que emergen de ella; algo semejante a Ed Wood podría ser Barton
Fink10 para los hermanos Coen, en la cual desarrollan ideas encima del
chacoteo de los estereotipos. Ed Wood, como los mencionados vaqueros
de Kaurismaky, son de lo peor, calificativo que no cabe ni para el esnobismo
de la cultura con mayúsculas ni para el progresismo de izquierda que exige
trascendencia adulta, sobre todo la social (De amor y de sombra11 es un
ramplón kitsch que incluso «degrada» a la novela de Isabel Allende, pero
como la congruencia es guapa y se desdeña a los fachos en pro de una
97 justicia histórica de estampita, se vuelve «trascendente» libro de texto). 97
No podría confrontar el masaje de almas que es El acorazado Potemkin12
con el arbitrio individualista de Ed Wood. La búsqueda de Serguei Eisenstein
es diametralmente opuesta. Serguei anhelaba y halló la épica, un encargo en
que nada más resultó la escuela del montaje (yo apuesto que Eisenstein
prefirió un proyecto como ¡Que Viva México!13 que El acorazado Potem-
kin). El visor de Eisenstein, ni quien lo dude, fue macro y respondía a un
tiempo y espacios de corrientes y conglomerados. La secta que persigue
Burton es mucho más reducida en número y en ambiciones, pues evade los
monumentos y lo racional, y los sustituye por la confianza en el accidente y por
la reafirmación de la diferencia
¿Y quiénes compartirían la situación, según los destinos subterráneos de
Greil Marcus? A Ed Wood, aparte de las obvias alusiones a Orson Welles, lo
relaciono con el Tucker14 de Coppola —de alguna manera, un Welles—, y el

10. Joel Coen, Ethan Coen, Barton Fink (Barton Fink), Reino Unido, Estados Unidos, Working Title
Films, Circle Films, 1991.
11. Betty Kaplan, Of Love and Shadows (De amor y de sombra), Estados Unidos, Argentina, Chile,
Miramax, 1995.
12. Serguéi Eisenstein, Bronenosets Potyomkin (Battleship Potemkin) (El acorazado Potemkin),
Unión Soviética, Goskino, 1925.
13. Serguéi Eisenstein, ¡Que viva México!, Estados Unidos, México, Unión Soviética, Mexican Film
Trust, 1932.
14. Francis Ford Coppola, Tucker: The man and his dream (Tucker: El hombre y su sueño), Estados
Unidos, Lucasfilm, 1988.

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Ocho y medio15 de Federico Fellini. Y es que los tres se localizan en una re-
gión molinera, donde una complicidad imaginativa sirve de catapulta para
atravesar la realidad ordinaria, no importando los supuestos desniveles de
analogía entre Ed y los inmortales. Inclusive, Burton borra el status con el
diálogo del restaurante en donde Welles le confiesa a Wood sus problemas
con los productores para cumplir sus quimeras. Jeff Bridges decía una frase
que sirve de enlace para los personajes: «Los sueños son como los mi-
crobios, se pegan…», es decir, una obsesión niña se incrustaba en las mentes
de ellos, no obstante los entornos hostiles que afrontaron. En Tucker, su
vanguardista modelo de automóvil que retó a los monopolios de Detroit.
En Fellini, su incomprensible proyecto (los actores y actrices no entendían
los ralos esbozos del argumento) que cuestionó la paradoja de la creación con
un magnífico botón de exuberante fantasía. En Welles el megalómano Ciuda-
dano Kane16 y sus travesuras en la radio con los marcianos o en el teatro
montando a Shakespeare con negros. Y Ed Wood con La novia del mons-
truo17, el homenaje a Bela Lugosi, y Plan 9 del espacio exterior18 con su
entrañable ejército de tres muertos que atacan California. Se trata en todos
ellos de nunca frenar la inventiva, de atreverse al vértigo sin un discurso
que avalara su odisea personal. Y que conste que no se habla de verosimi-
litud ni de trascendencia, tesis comunes para soslayar a la ficción del museo o de
las academias, sino que se subraya la apuesta y actitud, planos en los que
plenamente conviven Fellini, Tucker-Coppola, Welles y Wood.
98 Esta película metalingüística o caníbal en positivo —un director de cul- 98
to rescata a un director de culto—, amén del atrevimiento y audacia que re-
salta de Ed Wood, tiene la fortuna de presentarse con lo que Burton sella su
estilo: la tierna otredad. De sí, la mirada sesgada que se posa en la serie «B» de
monstruos y en el gore de quince días por producción, así como las pacotas
escenografías de las series de TV, es una mirada complaciente que se enga-
ña —agregando la burla consentidora— como el espectador de la lucha libre
y del teatro, que en plena catarsis y caverna, olvida la farsa y la inverosimili-
tud. Indudable que lo anterior ayuda a Burton para el intersticio cariñoso. Ya
en El joven manos de tijeras19, Tim había demostrado su varita mágica para
trastrocar los estereotipos de la maldad, con un Edward, que de apariencia
medio Krueger pasaba a una lástima oseznil con la vendedora de Avon.
En Ed Wood el tránsito de los freaks a la normalidad ni siquiera se
percibe, como en La raza infernal20 de Clive Barker, ¿o acaso Burton los
barniza como tales? El travestí heterosexual, declarado abiertamente en
un periodo de reciedumbre moral como la Segunda Guerra Mundial, es
una parte de la personalidad de Ed Wood que se aborda sin escándalos

15. Federico Fellini, 8œ (Fellini ocho y medio), Francia, Italia, Cineriz, Francinex, 1963.
16. Orson Welles, Citizen Kane (Ciudadano Kane), Estados Unidos, RKO Radio Pictures, Mercury Pro-
ductions, 1941.
17. Ed Wood, Bride of the Monster (La novia del monstruo), Estados Unidos, Rolling M. Productions, 1955.
18. Ed Wood, Plan 9 from Outer Space (Plan 9 del espacio exterior), Estados Unidos, Ed Wood, Rey-
nolds Pictures, 1959.
19. Tim Burton, Edward Scissorhands (El joven manos de tijera), Estados Unidos, 20th Century Fox, 1990.
20. Clive Barker, Nightbreed (Razas de noche), Estados Unidos, 20th Century Fox, 1990.

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ni ánimos grotescos (cuestión que ya quisiera Reinas y reyes21). Tampo-


co su fetichismo excéntrico por los suéteres de angora es recalcado. Por
supuesto que el cine de Burton jamás psicoanaliza, y eso que ha tenido
oportunidades con los Batman. Burton asume las decisiones sexuales
de Wood no como hidalguías ni como automartirio de la incomprensión;
las preferencias son implícitas a una situación que se adapta sin el me-
nor obstáculo. Lo más, ahora sí, trascendente para Burton es mostrar
a un Ed Wood de sentimientos envolventes y de sinceridad sin tachas,
como su Edward, que lo mismo habla de frente con su esposa de la an-
gora, que acompaña hasta el absurdo a Lugosi. En esta relación se per-
cibe con mayor nitidez la lectura cómplice en la obra de culto: un impasse
del debe ser ideológico. Lugosi, fuera del aura de Drácula con que lo cubrió la
industria, con la decadencia a espaldas; la brillantez lúcida que lo raptaba
en los parlamentos y que fascinaba a Ed; con el trauma de haber perdido
el papel de Frankenstein ante Boris Karloff; combatiendo a un molino pulpo de
plástico (terror, humor negro y drama), o con el nimio detalle de la rosa. Es de-
cir, la locura y el ridículo no erigidos como tormenta. Más bien son unos tiernos
infectados por los sueños, fieles a su diferencia.
Viendo Ed Wood uno reafirma el sentido niño y omnívoro de la lectura. Y
no es que uno comparta el gusto por Glenn Miller del Harry de La última
milla22 (De Jarnat); uno se solidariza con la distinción (y descontexto) de
Harry para asirse de Miller. Sencillo: los sesgos de Burton o La última milla,
99 o la «lata de cerveza» de George Méliès en El viaje a la luna23 , siguen siendo 99
la complicidad necesaria para disfrutar con ironía la dizque absolutamente
alineante cultura de masas.

21. Beeban Kidron, Too Wong Foo, Thanks for Everithing! Julie Newmar (¿Reinas o Reyes?), Estados
Unidos, Amblin Entertainment, 1995.
22. Steve De Jarnatt, Cherry 2000 (La última milla), Estados Unidos, ERP Production, 1987.
23. Georges Méliès, Le Voyage dans la lune (Viaje a la luna), Francia, Star Film, 1902.

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El corredor rampante: El grado


cero de la ideología
Forrest Gump

Cuando se agota la soberbia del conocimiento se facilita el acceso de la


inocencia. No es gratuito que se crea que la verdad la dicen los niños, los
borrachos y la cultura popular. Tal vez una especie de impotencia nace
a partir de la ideología; la escasez de «filósofos de altura» no es más que la
fragmentación de generalidades y el flujo de los especialistas. El escritor po-
laco Jerzy Kosinski en su novela Desde el jardín —que llevó al cine Pe-
ter Sellers— deja en claro la necesidad del pensamiento virgen, exento del
péndulo paranoico (como el Birdy de Alan Parker). Chance, el señor Sellers,
representa literalmente al azar y a la casualidad. La idea de Kosinski es
provocadora, por algo le gustó a Luis Buñuel: un producto de los mass
media, vilipendiados por su «capacidad enajenante», se convierte en asesor
económico del presidente de los Estados Unidos. El disparate, por supuesto,
cultivado con extrema pero delicada ingenuidad, se vuelve lección en con-
tra de los paradigmas racionales.
Forrest Gump tiene más de una filiación con Chance. EE (Elizabeth Eve,
100 protagonizada por Robin Wright) se rinde ante el encanto autista de Chauncey 100
—ya de cariño. «Admiramos en usted: su maravilloso equilibrio. Usted no os-
cila entre el temor y la esperanza, sino que está en paz consigo mismo». ¿Tom
Hanks no transmite idéntica paz que Chance- Sellers?
José Felipe Coria es contundente cuando se acerca a la película: la plu-
ma es un círculo perfecto que acompaña a Forrest y de paso caracteriza un
relato que consigue un punto de cordura entre espectáculo y levedad. «Abre
en la levedad del recuerdo, la pluma que anuncia la última pausa del personaje
antes de su carrera final y concluye en la levedad de la espera: la pluma desapa-
rece cuando la armonía es evidente y el descanso se vuelve necesidad…». Forrest
es ligero, apacible como Chance.
El radicalismo aún teme seducirse por Gump. Cuestiona pero no es
estrambótico, podrían protestar. Apuesto que el sobreactuado Tom Cruise
de Nacido el cuatro de julio1 satisface más al concepto de crítica social
—¿los ausentes de William Hurt en alguna ocasión ganarán un Oscar? Tal
vez la retórica del martirio cumpla con parte de la denuncia; sin embargo,
no avanza, y lo peor, estéticamente empalaga. Lo que está a discusión es
si dicha ligereza —que va de Chance a Gump— es sinónimo de frivolidad
en cualesquier de los niveles (forma y contenido). Ya Milan Kundera se ha
encargado de refutar el efectismo en el arte. Stravinsky, aunque sólo es
«descriptivo» y «bordea» de manera parcial la exteriorización de los sentimientos,

1. Oliver Stone, Born on the Fourth of July (Nacido el cuatro de julio), Estados Unidos, Universal
Pictures, 1989.

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no deteriora su capacidad de incitar a la reflexión; Rabelais o Salman Rus-


hdie y Los versos satánicos, con relatos ficticios salpicados de humor provo-
can también, y más completa, una mirada aguda. El chiste no es la victoria
autoritaria que excluye, ¿o Quentin Tarantino o James Ivory?, sino la que
tolera: los dos.
La paradoja. No es secreto y sí oficial que se prefiera el protagonismo
de tumbar catedrales. Tanto la historia estatal, la que se dicta desde el poder,
como su presunto contrapeso, la oposición de izquierda con sus descalificacio-
nes, optan por el grito caníbal de aplastar a lo otro con anécdotas épicas que
ningunean la casualidad o el absurdo. Robert Zemeckis dejó en claro con la
saga de Volver al futuro2 que su objetivo es esa levedad corrosiva que mo-
lesta a la solemnidad con sus accidentes. Me sigue pareciendo reconfortan-
te su génesis del sonido Chuck Berry que inicia un diálogo entre épocas. En
Forrest Gump3 continúa el recorrido por el pasado a través de estampas llenas
de vitalidad e intención generosa; las parodias a Elvis Presley y a John Lennon,
por ejemplo.
Arthur Hiller con Matrimonio en apuros4 destensa el pleito, digámosle
artificial, que sostienen yuppies y hippies. Un guión de maestría escénica —
manejo de interiores excepcional—, concilia la «frivolidad» con la «conciencia»,
al aceptar que la utopía no resistió la terca realidad; el amor libre, en varios
casos impostación, sucumbió ante la monogamia. Más que etiquetas son in-
dividuos; de ahí que un partido de los Mets de Nueva York, sirva de puente para
101 el entendimiento. En esta línea cándida Zemeckis desmitifica los sesenta (por 101
otro lado, también roza con ácido la cultura presidencial: desde los atentados
hasta el espionaje; espléndida tontería del Watergate). Seguramente a Oliver
Stone no le habrá caído nada bien la sátira de Vietnam con Buba al frente. Y
luego, Forrest Gump es perspicaz cuando exhibe el machismo de un activista
y la iracunda violencia de los panteras negras.
¿Amor… y paz?
Lo curioso es que Zemeckis elude la humillación en los bandos ridiculiza-
dos, el poder y su oposición. El rostro de Hanks, su actitud, basta para eliminar
rencores. Su inexpresividad no es paralelo de gelidez. El simplismo anatemati-
za la «antideología» como traición evasiva, contrarrevolucionaria. La anarquía
de Gump no disloca con furia el choque social. La pluma que menciona Coria
permanece al acecho cariñoso para restablecer la armonía. Como otra idea de
Italo Calvino, Forrest es el corredor rampante que tiene en la carrera a su árbol;
no se lamenta ni está eufórico de hidalguía. Nada más es otro.

2. Robert Zemeckis, Back to the Future (Volver al futuro), Estados Unidos, Universal Pictures, 1985.
3. Robert Zemeckis, Forrest Gump (Forrest Gump), Estados Unidos, Paramount Pictures, 1994.
4. Arthur Hiller, Married to it (Casado con eso), Estados Unidos, Metro-Goldwyn-Mayrer, 1991.

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La violencia crepuscular
Mundo Perfecto

Las regias teorías pendulares que interpretan a la política y a otros ámbitos de la


sociedad, satisfacen a miradas poco atentas, ancladas en las metáforas del ice-
berg. Se preserva la idea, por desgracia con un amplio consenso, de que el desva-
necimiento de los paradigmas utópicos trae consigo un ominoso individualismo
que amenaza con el constante azoro. Sin embargo, esta premisa que exilia abrup-
tamente lo personal, no se divide ni se refugia entre sistemas duales de gobierno.
La abnegación pública es prurito que no distingue ideología. Gilles Lipovetsky1
explica que dicha retórica es un emblema de las sociedades modernas. «El deber
se escribía con letras mayúsculas, nosotros lo minimizábamos; era severo […]
ordenaba la sumisión incondicional del deseo a la ley». Pero dos siglos de sacra-
lización común hallaron su pared para seguir alardeando un impostado desinterés
casto. Es crepúsculo: la cultura por el sacrificio ha muerto, hemos entrado en el
periodo posmoralista de las democracias, dice Lipovetsky.
La sociedad está ávida de orden, no de moral. La subjetividad en-
cuentra otros senderos. Demasiado se confió en el halo nómada y vaga-
bundo de la posmodernidad. Mercedes Garzón señala un deslizamiento
ético hacia el frenesí, el ludismo instantáneo que pregonan los mass me-
102 dia. Pero la pérdida del centro —la periferia toma status—, no es el único laurel 102
de los posmos, así como tampoco la inmovilidad o la permanencia son sus pre-
misas. La fingida zona nihilista, en la que resaltan Madonna y otras provoca-
ciones contra conservadores, es una fugaz máscara que expresa esbirros
de intolerancia; la movida española, con Pedro Almodóvar y Bigas Luna,
son ejemplos iconoclastas que derrumban cualquier hidalguía y permisivi-
dad sexuales. De ahí que no se puedan comprender por bloques las trans-
formaciones cognoscitivas. El propio Lipovetsky no se solaza con la crítica
a la etapa moderna, la que es fácil colocar en la arena del escarnio, sobre
todo con el tema de la censura. Gilles vislumbra la disolución del moralis-
mo en pro de un neoindividualismo que «es simultáneamente hedonista y
ordenado, amante de la autonomía y poco inclinado a los excesos, alérgico
a los mandamientos sublimes y hostil al caos y las transgresiones libertinas».
Quizás sean tiempos donde se cumpla la sabia oriental de Carl Gustav Jung:
ni dejarse ir, ni a contracorriente, sólo mirar el flujo.

El pragmatismo de Eastwood

El cine cristaliza la tosca esgrima del bien con el mal. Raras son las cintas
que mantienen una actitud distante de las petrificadas modas axiológicas. Por
eso los filmes de psicópatas son lo más cercano a la complejidad literaria, al

1. Lipovetsky, Gilles, 1994. El crepúsculo del deber. La ética indolora de los nuevos tiempos demo-
cráticos. Barcelona, Anagrama.

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arte de la novela, como argumenta Milan Kundera2 para retratar los enredos
de la realidad. La obra de Clint Eastwood es de las excepciones, pues destruye
los tabúes colectivos. Lo curioso es que su postura data de los setenta. En
medio de la vorágine voluntarista, los papeles que interpretó Eastwood están
subrayados por el pragmatismo que hoy se alza. Sin dificultades se dibuja
una línea recta de Harry Callahan a cualquiera de las cintas por él dirigidas.
Clint defiende a su detective presuntamente sucio: se omitieron con los se-
senta los derechos de las víctimas, «olvidábamos con frecuencia a los honra-
dos y trabajadores que no logran que los dejen vivir en paz». Por supuesto que
su posición no llegaba a niveles de perorata filosófica. Cierto lirismo de dolor
enconado —la presencia del romanticismo áspero—, bastó en su universo fíl-
mico para no sumarse al péndulo del debe ser. Abajo, subterráneo, Eastwood
permaneció aislado de los efectismos que luchan por imponer su autoritario
corpus existencial. Costa Gravas, luego de veinte años de Z3 se vuelve mesu-
rado con Mucho más que un crimen4 . A Eastwood siempre le latió su fidelidad
a la amargura y al desprecio por los paquetes del pensamiento. Incluso, ni
siquiera fue deliberada su actitud. Como buen intuitivo, desconoce la técnica
de los histriones; sin embargo, como él afirma que aprendió de Sergio Leone
y Don Siegel, por naturaleza domina la colocación de la cámara y sabe qué
esperar de los actores.
La muestra de su anarquía ante la oscilación del péndulo es Un
mundo perfecto5 . Aquí permanece más allá del repliegue feroz de los mo-
103 chos o de las trampas pedagógicas. Hace cuatro décadas, adivino, Un 103
mundo perfecto tendría la etiqueta de facha. Ahora las aristas evolucio-
nan y son necesarias para aceptar antes que juzgar. En 1966, Arthur Penn
realiza Jauría humana6 , película que debate idénticos principios que Eas-
twood. La diferencia radica en el biombo de mártir que le antepone Penn.
Cierto que Kevin Costner es un inútil exhorto a la conciencia. Empero, Eas-
twood focaliza su atención en la casuística de los derechos. En cambio,
Penn usa la fuga de un reo como pretexto para exhibir el voraz materia-
lismo de un pueblo. El guión de Lillian Hellman aún se anexa a la máxima
del deber público moderno. El texto de John Lee Hancock prefiere imbuirse en
el ejercicio libertario en vez de lucrar lástimas: sufre Marlon Brando y Robert
Redford es la ofrenda. En este sentido, Eastwood se separa del resto de la
demagogia y se une a Lipovetsky. La obligación pública de Jauría humana
esconde la manipulación del regaño, mientras que la obligación indivi-
dual de Un mundo perfecto es seca, no apela a ningún convencimiento,
por ligados que estén los filmes.

2. Kundera, Milan, El arte de la novela, Tusquets Editores, 1988.


3. Costa-Gravas, Z. (Z.), Argelia, Coproducción Argelia-Francia, Reggane Films, 1969.
4. Costa-Gravas, Music Box (Mucho más que un crimen), Estados Unidos, Carolco Pictures, 1989.
5. Clint Eastwood, A perfect world (Un mundo perfecto), Estados Unidos, Warners Bros. Pictures,
1993.
6. Arthur Penn, The Chase (La jauría humana), Estados Unidos, Columbia Pictures, 1966.

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El precio de la muerte

La mirada grieta de Eastwood recuerda mucho a las reflexiones de Alexan-


der Solyenitsin en su «Discurso de Liechtenstein». El escritor ruso, decepcionado
del progreso, se lamenta de la fe del hombre por las promesas de este siglo.
Solyenitsin habla de la depredación ecológica, afligido en serio como Akira Kuro-
sawa en Sueños7 (la inocencia de un panfleto). La llave de oro es la moderación.
Autolimitarse es la acción primordial y más congruente para todo hom-
bre que accede a la libertad, recomienda. Eastwood arriba a este escalón
cuando demanda respeto a los otros. El desencanto por la política se nota
en la ridiculización de la autoridad: el FBI que no da chances a Costner o el
Frank Horrigan que redime el espíritu kennediano en En la línea de fuego8
(Wolfgang Petersen); hasta en la tan dispareja El guerrero solitario9 , Eas-
twood embiste a la palabrería generalizadora. Una pista nodal de su fílmica
es la obsesión por la violencia. Le preocupa que el vértigo, la velocidad con
que se capta, de alguna forma insensibilice al espectador. Él busca el equi-
librio que provoque la meditación, por eso extiende sus escenas violentas.
Lo que alegan sus apuestas es el precio de la muerte, el sufrimiento que emana
de ello. Ni sataniza ni glorifica.
Hay franjas oscuras, zonas que no perciben las anuencias, o en las
que se diluyen. Mario Vargas Llosa en Lituma en los Andes pone el acen-
to en la llaga.10 Pedrito Tinoco, el alunado, ido, bobo, comemoscas, paga
104 indirectamente el fanatismo. Sendero Luminoso mata a sus vicuñas por 104
considerarlas una estrategia del imperialismo. «Ese es el rol que nos han
impuesto a los peruanos: criar vicuñas. Para que científicos las estudien, para
que sus turistas les tomen fotos»; Tinoco, con la boca abierta por costumbre
social, no entiende el misterio. ¿Qué deber público obliga a los senderistas a
arruinar el modus vivendi del grado cero de la ideología, el buen Pedrito?
El Costner de Un mundo perfecto, ¿qué hubiera hecho? Así como intercedió
por el negrito sobajado, defendería a Pedrito. Con un esparadrapo, algún guerrille-
ro maoísta tendría que respetar los animales del alunado. Y lo anterior, ¿es
suficiente para arrojarlo a la hoguera de la contrarrevolución?, ¿sería cómplice del
capitalismo salvaje hacer respetar al campesino?
En Un día de furia11 de Joel Schumacher, los costos y los resortes
hallan otra vereda; acaso, a simple vista, en el polo opuesto de la anécdota
de Vargas Llosa. D-Fense prácticamente enloquece con un detalle: le des-
trozan el indio montado en un unicornio —¿habrá peor, por inalcanzable,
esperanza? Las acciones que preceden al Frankenstein del stress (Ayala
Blanco), coquetean con el estigma del reaccionario. Después de tal herida,

7. Akira Kurosawa, Ishirô Honda, Dreams (Los sueños de Akira Kurosawa), Estados Unidos, Japón,
Warner Bros. Pictures, 1990.
8. Wolfgang Petersen, In the Line of Fire (En la línea de fuego), Estados Unidos, Columbia Pictures,
1993.
9. Clint Eastwood, Heartbreak Ridge (El guerrero solitario), Estados Unidos, Jay Weston Productions,
The Malpaso Company, 1986.
10. Mario Vargas Llosa en Lituma en los Andes, Planeta, 1993.
11. Joel Schumacher, Falling Down (Un día de furia), Estados Unidos, Warner Bros. Pictures, 1993.

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D-Fense adquiere un tono más, valga la figura, humanista. En Un mundo per-


fecto opera esa intención de comprender al freak, ladera de la normalidad;
la trama es agotar sus contradicciones. La imagen de un delincuente se
destensa conforme se cumplen los ritos iniciáticos del niño y del propio
Costner, que asume la paternidad ausente por doble partida. Jauría hu-
mana no deja entrever la riqueza del personaje de Redford. Bucht Haynes,
D-Fense y Charlie Meadows en Barton Fink12 (los hermanos Coen), son el
mosaico que comprueba lo intrincada que resulta la violencia, influída por
factores disímbolos, sean presiones de los núcleos, rechazo estético o una tor-
tuosa soledad, pero no el llano desvarío de un enfermo que gratuitamente
lesiona la armonía.

La agonía plástica

La finura de Eastwood estriba en el alargamiento gélido de su violencia. El ojo


estira su atención, se dilata la mirada. No es ritmo lerdo; sin embargo el obje-
tivo es hacerla real —en sus tiempos y formas—, aunque sea repulsiva. El furor
del gore es exageradamente grotesco; anula ya los sobresaltos. En Miseria13
(Rob Reiner), cuando le rompen los tobillos a James Cann, presenciamos un
acto verosímil; causa rechazo. Eastwood no utiliza elementos de repostería como
cortes rápidos o música que infle el dramatismo. Paul Verhoeven es un arquitec-
105 to de la muerte, pero su violencia se desborda en el cinismo, lo que de alguna 105
manera pretende espantar. El examen del alma de Clint, en cambio, congela
las minucias. En Los imperdonables14 , la emboscada de Munny contra los va-
queros agresores de las prostitutas, es de las secuencias más representativas
del cosmos de Eastwood y de las más violentas del cine, no obstante que no
aparece más que un cuerpo inerme. El cuatrero recibe un balazo en el estóma-
go y se desangra lentamente al arrastrarse. Pide agua y Munny concede —no
dispara—, que un compañero le auxilie en su último deseo. Esta parte es neurálgica
por desnudar a la víctima, pero más al victimario. La danza entre Freeman
y Eastwood eternizan —lección de Leone— los sentimientos encontrados: la
carente sevicia, la culpa que no brota, la contrición castrada, el paradójico de-
ber para lavar honores. Muy similares son los dos capítulos que culminan Un
mundo perfecto: el citado del negro y el diálogo revisionista (resumen, nos-
talgia y humor negro) que impulsa la seguridad del niño, previo al disparo-epitafio.
En ambos la violencia deja al aire su comprensión: ¿hasta dónde se justifica, hasta
dónde topa con su umbral? La respuesta se convierte en densa en los instantes
que Eastwood voltea la atmósfera de los freaks que huyen —Haynes y el niño
Gasparín— y la ubica en el tedio de los normales. Una carga violenta, implícita
en las reglas sociales, es tan dañina como la física que se desvía de los có-
digos, sólo que aquélla está institucionalizada (inclusive, la melcocha de las

12. Joel Coen, Ethan Coen, Barton Fink (Barton Fink), Reino Unido, Estados Unidos, Working Title
Films, Circle Films, 1991.
13. Rob Reiner, Misery (Miseria), Estados Unidos, Castle Rock Entertainment, 1990.
14. Clint Eastwood, Unforgiven (Sin perdón), Estados Unidos, Warner Bros. Pictures, 1992.

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Cine contexto Raciel D. Martínez C5

vendedoras que se disputan el título de la dependienta más feliz, empalaga por


su simulación; de hecho, el Gasparín escoge la perpetua incertidumbre). La
religión que copa al niño o la familia Reader’s Digest que adora los asientos del
automóvil que huelen a nuevo, son una especie de atropello mudo y cotidiano
que no asimila las diferencias. De ahí que el Halloween sea espacio libertario
contra la cerrazón de los testigos de Jehová y el road picture sitúe en el ridí-
culo la anacronía familiar. Eastwood prolonga la violencia para así mostrarnos
que se aloja confusa en la condición humana. La ideología no es el único filtro para
entender su precio.
El tono decantado en la obra de Eastwood que interpela a la sociedad
para preguntarse por los principios que rigen la paz, es el centro del dilema éti-
co actual. Al caerse los paradigmas que motivan al hombre, sólo resta esperar
que se apliquen los ismos con justeza —sea cual sea su apodo. Jean Francois
Revel es certero al apuntar que la ignorancia ya no es el enemigo, sino la men-
tira. La praxis de Clint se concilia con la región del sujeto que ha sido negada
en pro de las virtudes públicas.
Isaac Bashevis Singer concluye que la armonía se podrá alcanzar en el
momento que cada uno de nosotros esté en condiciones de ser diferente:

Tendrá que llegar un día en que el hombre acabe por entender que la
felicidad y el individualismo son dos fenómenos idénticos. Solamente
se alcanza la felicidad cuando se puede expresar plenamente toda la
106 originalidad. 106

Y la de Eastwood, pese a su tosca apariencia, es humilde. Harold von Kursk cues-


tionó a Un mundo perfecto por ser una fábula acerca de la ausencia de amor y la
concesión de éste:
—Cuando era niño, ¿sentía tristeza por el hecho de que sus padres no le
dedicaran más tiempo?
—No, en absoluto. Por supuesto que todo niño quiere estar con su ma-
dre y su padre, pero yo nunca les guardé rencor por el hecho de que tenían que
trabajar duro para poder vivir.
Son los principios de Eastwood.

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Cine contexto Raciel D. Martínez C5

Cine contexto fue editado por la Biblioteca Digital de Humanidades


de la Dirección General del Área Académica de Humanidades
107 de la Universidad Veracruzana en abril de 2018. Asistencia: 107
Ana Paula Juárez y Yosahandy Jaén

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