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Cuentos Completos - Romulo Gallegos

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CUENTOS COMPLETOS

ROMULO GALLEGOS

Prólogo de Gustavo Luis Carrera

MONTE AVILA EDITORES, C.A.


NOTA EDITORIAL
En la presente edición se han ordenado los cuentos según el orden
cronológico de la primera aparición con el objeto de ofrecer una lectura de
la evolución del estilo y de la concepción de Rómulo Gallegos.
DEPOSITO LEGAL. If 81-2 306
© 1981. MONTE AVILA EDITORES, C A
Apartado Postal 70712
Caracas 107-A / Venezuela

Portada / Víctor Viano


Impreso en Venezuela por Editorial Arte
La publicación de los cuentos completos de Rómulo Gallegos (1884-1969)
constituye un acontecimiento editorial, pues aunque habían sido publicados
en diferentes selecciones, por primera vez se recogen en un solo volumen.
En esta edición, los textos se han ordenado cronológicamente. Esto le
permite al lector apreciar el nacimiento y la evolución del gran escritor
desde su primera publicación hasta que ha logrado la madurez.
Varios cuentos de Gallegos fueron esbozos de sus novelas, pero no sólo
los temas se repiten y se amplían posteriormente en lo mejor de su obra:
también los recursos del estilo, del ritmo y del lenguaje son los mismos que
están presentes en sus novelas. Ya en los cuentos se muestran las
preocupaciones sociales del Gallegos político y se aprecian sus aspiraciones
humanitarias y su afinada sensibilidad. La lectura de los relatos de Rómulo
Gallegos constituye un complemento y un requisito para abordar
plenamente su obra integral.
El prólogo ha estado a cargo de Gustavo Luis Carrera, profesor de la
Universidad Central de Venezuela y escritor que se desenvuelve también
como agudo crítico.
PROLOGO
INICIACION Y LINEA EVOLUTIVA DEL CUENTISTA ROMULO
GALLEGOS

Visión de época

Cuando aparece el primer cuento de Rómulo Gallegos (Sol de antaño,


1910) el panorama vital hispanoamericano se presenta regido por impulsos
de avance en todos los campos ideológicos y científicos, culturales y
económicos, literarios y editoriales en general.
Al lado de los postulados positivistas, todavía imperantes, comenzaban
a surgir las concepciones emanadas del socialismo científico, no ya
solamente del socialismo utópico. Junto al relativo desarrollo económico,
los nuevos principios referentes a la organización social y sus fallas, se
difundían y se discutían como elementos indispensables para cualquier
acercamiento a la realidad circundante con espíritu analítico. El amplio
tráfico de las ideas, siempre renovadas, se apareja al desarrollo de las
universidades y los institutos científicos. Una notable proliferación de
periódicos y revistas corona este conjunto, no solamente ya de fermento
innovador, sino de hechos y obras, de realizaciones significativas.
Esa atmósfera de inquietud espiritual se establece en tanto que las
diferencias sociales y las pugnas políticas van derivando cada vez más hacia
situaciones críticas. De un lado los sectores crecientes de trabajadores que
adquieren conciencia de su significación económica y social y de sus
derechos, y los nuevos propulsores de las ideas socialistas que, aunque con
frecuencia detenidos en los límites del liberalismo o en fórmulas
intermedias trenzadas de idealismo, muestran posibles caminos a recorrer; y
del otro las oligarquías dominantes, generalmente en forma de dictaduras
más o menos despóticas y sangrientas. Ese mismo año de 1910, como
resultado de la pugnacidad económica y social, surge el movimiento
llamado la Revolución Mexicana.
Es un momento de diversificación de ideas y tendencias en el plano
estético y literario. La novedad está en el impresionismo en pintura y en
modalidades evolucionadas del modernismo en literatura, en especial en la
poesía. Pero no siempre las actitudes son claras en escritores y pensadores.
Las más recientes teorías científicas, en constante sucesión, añaden
complejidad —y hasta características contradictorias— a los espíritus
avanzados de la época. Todavía están presentes elementos caracterizadores
de la etapa inmediatamente anterior: la lucha entre los principios
positivistas reforzados por el darvinismo y el determinismo contra las
tradicionales banderas del clericalismo y el oscurantismo; la atracción de la
prosa decadentista y la poesía simbolista; el interés por las búsquedas
psicologistas en la creación de personajes narrativos; el culto meticuloso de
la forma en el proceso integral de la obra literaria. Todo ello unido a los
nuevos aires renovadores, como se ha señalado. De allí que lo más común
sea encontrar la presencia coexistente de diversas concepciones y
tendencias —a veces en cierto modo antagónicas— en un mismo
intelectual, artista o escritor.
En la poesía, la aparición del Canto a la Argentina de Rubén Darío en
ese año de 1910, parece demostrar aun plenitud en el modernismo. Pero en
verdad ya transitaban nuevos caminos los jóvenes, cercanos a los modos
señalados por los “raros”, los innovadores, aquellos mismos “raros” a
quienes Darío dedicó páginas enaltecedoras. Las flamantes modalidades se
presentan sobre una firme búsqueda que tiene perfiles determinados:
intentos de expresión de lo irracional.
Por su parte la novela, globalmente catalogada como modernista —
dentro de su gran heterogeneidad y confluencia de corrientes y modalidades
— sigue particulares rutas con respectivos predominios de elementos
artísticos (Larreta, Díaz Rodríguez, etc.), naturalistas (Gamboa, Orrego
Luco, etc.) y criollistas (Reyles, Payró, Arguedas, etc.). Modos más
apegados a la tradicional novela realista subsisten en autores de relieve
(Delgado, Carrasquilla, etc.).
En el caso concreto del cuento pueden delinearse tendencias semejantes
a las señaladas para la novela: preponderancia de ingredientes artísticos
(Soto Hall, Fiallo, Lugones, etc.), naturalistas (Zeno Gandía, etc.) y
criollistas (Payró, Arguedas, etc.). En general los cuentistas del momento
revelan una sensibilidad abierta a novedades formales y temáticas:
búsqueda estética y acentuación de preocupaciones sociales.
En lo que a Venezuela más particularmente se refiere, el año de 1908
señaló el fin de la dictadura del general Castro para dar paso al nuevo
despotismo de Juan Vicente Gómez. La situación política del país ofrecía el
oscuro panorama del continuismo tiránico que negaba toda eventualidad
democrática y amenazaba con una prolongada permanencia del oprobio y la
injusticia como fórmulas de gobierno. La hegemonía oligárquica se
esforzaba en afianzar su dominio, para lo cual le resultaba un medio eficaz,
entre otros, el tratar de mantener a esos grandes grupos populares alejados
de la instrucción y de toda forma sistemática de cultura. Este estado de
cosas será una de las barreras principales contra la difusión de los nuevos
ideales sociales en el pueblo, tal como lo destacarán los escritores del
momento.
La renovación cultural que parte de la consolidación de las
concepciones positivistas, continuará, a veces integrando curiosas mezclas
con las ideas difundidas por Renán y por Nietzsche. Sin embargo, el
positivismo mantiene en estado de vigencia formulaciones básicas que, a la
larga, son las que dan la tónica de la época.
De su parte, la diversificación de modos estéticos que impulsa el
modernismo hacia 1895, prosigue en sus corrientes artísticas, naturalistas y
criollistas. Se habla con todo énfasis del antagonismo entre cosmopolitismo
y criollismo, mientras se incorporan tratamientos técnicos de tipo
impresionista. Los poetas oscilan entre modelos parnasianos (Gabriel
Muñoz, Manuel Pimentel Coronel, etc.) y las creaciones más firmemente
modernistas (Rufino Blanco Fombona, Juan E. Arcia, Víctor Racamonde,
Juan Santaella, etc.); sin que ello impida la presencia de un
neorromanticismo a lo Andrés Mata. En otra línea espiritual y formal se
afianza la poesía llamada nativista (Francisco Lazo Martí, Udón Pérez,
Sergio Medina, etc.); mientras ya irrumpen los poetas del cambio, de la
liquidación del modernismo (Alfredo Arvelo Larriva, José Tadeo Arreaza
Calatrava, etc.).
En la prosa narrativa, el prestigio del decadentismo se prolonga en la
lectura de admirados exponentes: Wilde, D’Annunzio, Barres; en tanto que
mantienen su relieve los cauces más sólidos de la novela española del
momento, naturalista (Pardo Bazán) y realista (Valera, Galdós, Pereda).
Concretamente, por aquellos años la novela venezolana, en atención a los
influjos recibidos y a sus propias elaboraciones, daba importantes muestras
variadas: Peonía (1890) de Manuel Vicente Romero García: Mimí (1898)
de Rafael Cabrera Malo; El sargento Felipe (1899) de Gonzalo Picón
Febres; Todo un pueblo (1899) de Miguel Eduardo Pardo; La tristeza
voluptuosa (1899), Triunfo del ideal (1901) y Dionysos (1904) de Pedro
César Domínici; Idolos rotos (1901) y Sangre patricia (1902) de Manuel
Díaz Rodríguez; Lucía (1904) de Emilio Constantino Guerrero; El hombre
de hierro (1907) de Rufino Blanco Fombona; El cabito (1908) de Pío Gil
(Pedro María Morantes). En ese conjunto de novelas próximas a la
publicación del primer cuento de Gallegos, y representativas de tendencias
actuantes al tiempo de la formación del joven escritor, viven y se
entrecruzan elementos de la más amplia diversidad: refinamiento estilístico;
búsqueda de sensaciones originales y de metáforas brillantes; reverencia
idealista de la belleza; interés por lo nacional; gusto por el paisaje y la vida
popular campesina; espíritu aristocratizante; rasgos románticos junto a
ingredientes naturalistas; el idilio rural; el drama urbano; el dardo
panfletario y el efecto poético; el cosmopolitismo y el criollismo.
Rasgos semejantes a los apuntados para la novela refleja el cuento de la
época. Está viva la admiración por la obra de los seguidores del “conte
parisién" —en esencia: el reflejo sugerente y poético de un estado de ánimo,
de una sensibilidad; con personajes demasiado parecidos al autor;
fundamentalmente dirigido a lograr efectos artísticos—, pero al mismo
tiempo la fuerza del realismo sigue su camino de renovación a través de
temas diversos, ya urbanos, ya campesinos, en la tendencia denominada
“criollista”. Son narradores activos: Pedro Emilio Coll, Manuel Díaz
Rodríguez, Rufino Blanco Fombona, Luis Manuel Urbaneja Achelpohl,
Alejandro Fernández García. Algunos no se limitan a publicar en revistas,
sino que ya han formado colecciones: Coll: Palabras (1897), El castillo de
Elsinor (1899); Díaz Rodríguez: Confidencias de Psiquis (1896), Cuentos
de color (1899); Blanco Fombona: Cuentos de poeta (1900), Cuentos
americanos (1904). Por su parte Urbaneja Achelpohl no sólo da a conocer
sus cuentos imbuidos de vigoroso amor a la tierra, desde 1895, sino que ya
se encuentra en vías de finalización de su importante novela En este país,
de la cual inserta, por entonces, un capítulo en la revista El Cojo Ilustrado.
El ensayo literario y doctrinario —dentro de los cánones modernistas—
se reparte entre los propios cuentistas: Pedro Emilio Coll, Manuel Díaz
Rodríguez, Rufino Blanco Fombona, Luis Manuel Urbaneja Achelpohl; y
una destacada figura de indudable originalidad: César Zumeta. La crítica
propiamente dicha, aplicada al comentario de obras, encuentra
representación consecuente y elevada en Eloy G. González, Santiago Key
Ayala y sobre todo en Jesús Semprum.
La notable actividad literaria, y cultural en general, de la Venezuela de
la época se afirma sobre la existencia de dos valiosísimas publicaciones
periódicas: El Cojo Ilustrado y Cosmópolis. La primera, de larga vida
(1892-1915) fue un verdadero panorama impreso de las actividades
culturales del momento: letras, artes, ciencias, todo ello acompañado de
gran profusión de ilustraciones y notas informativas. Los principales
escritores europeos, hispanoamericanos y venezolanos de aquellos tiempos
fueron incluidos en sus páginas. Planteamientos básicos para la
estructuración de nuevas vías firmes para la literatura nacional, llenaron, en
ocasiones, sus columnas. Es evidente la importancia que tuvo El Cojo
Ilustrado entre escritores viejos y jóvenes. El propio Gallegos publicó allí el
primero —y muchos más de sus cuentos. De su lado, la segunda revista,
Cosmópolis, de corta duración (mayo de 1894-julio de 1895), tuvo un
especial carácter de actitud unida de un grupo de escritores (Coll, Urbaneja
Achelpohl, Domínici), de posición abierta a la renovación estética planteada
como necesidad por las nuevas generaciones. Su mismo nombre es
simbólico. Fueron nada más doce números, pero en ellos no sólo se
reflejaron ansias de cosmopolitismo, sino también, por oposición y en alta
dosis, la preocupación por los temas nacionales y la consolidación y
desarrollo de una literatura verdaderamente venezolana.
Experiencia previa

Antes de la creación de su primer cuento, la experiencia de Gallegos como


escritor se refiere al artículo de tema sociológico, cultural y político y, de
otra parte, al teatro. Su labor de ensayista preocupado por grandes
problemas sociales, sobre todo en el piado nacional, comienza en enero de
1909, con el artículo “Hombres y principios”, aparecido en el primer
número de la revista quincenal La Alborada, dirigida por un grupo de
escritores jóvenes, donde al lado del propio Gallegos se encontraban Julio
Rosales, Enrique Soublette y Julio Planchart. La serie de artículos previos a
la aparición del primer cuento se cierra en mayo de ese mismo año con la
parte quinta de “El factor educación", inserto en el número 8 de La
Alborada.
Sus obras teatrales de iniciación también pertenecen a 1909: El motor y
Los ídolos. Estas piezas —todavía inéditas— revelan interés por los
problemas espirituales derivados del fracaso y de “la pérdida de la fe”. El
teatro —que nunca llegó a ser terreno propicio para Gallegos—le atrajo
entonces —y más adelante— como género de moda y prestigio. Fue un
comienzo, suplantado con rapidez por el vigor creciente del período
cuentístico inmediato.
De gran interés para entender esa etapa posterior son los planteamientos
y las soluciones referentes a los males de la época, contenidos en los
artículos juveniles. Gallegos, que a la sazón tenía 24 años, ya se había
familiarizado con lecturas formativas diversas: Rousseau, Tolstoi, Renán,
Darwin, Zola, Nietzsche, Emerson. Nordau. En esos mismos escritos de
carácter crítico cita a Gustavo Le Bon, a Elíseo Reclus y a Jules Payot. En
conjunto, se advierte su contacto con las posiciones avanzadas de las
nuevas ideas culturales, científicas y sociológicas. De hecho, el gran influjo
en su proceso de formación partirá del positivismo imperante; donde no
falta el aporte de positivistas venezolanos muy destacados en la época: Luis
Razetti, Luis López Méndez, Elias Toro. Era el auge positivista, evidente en
las aulas universitarias y en centros culturales, y que a través de la prensa
trascendía hasta el público; tal como venía ocurriendo desde el gran
impulso cumplido por los jóvenes universitarios discípulos de Ernst y de
Villavicencio.
Los once artículos de 1909 contienen ideas directrices del pensamiento
del Gallegos de la época. Son postulados tan reveladores como los
siguientes: la falta de estabilidad racial es un mal actuante en el país; los
peligros del caudillismo son tan agudos como los del fetichismo religioso;
las fallas fundamentales no se encuentran en la ley, sino en la falta de
respeto a la ley; la solución de los males sociales no se halla en la violencia
de la revolución, sino en una lenta evolución hacia la maduración social,
aunque a veces parece necesario el impacto revolucionario; el problema
educacional no radica tanto en la falta de escuelas como en la ausencia de
calidad en la enseñanza; la educación humana del niño es más importante
que la instrucción intelectual: superioridad de los sistemas educacionales
sajones sobre los latinos; lo pernicioso de la educación impartida en
Venezuela a los niños se manifiesta en los prejuicios religiosos, sociales y
morales de que está llena; identificación con el principio de Le Bon: "La
prosperidad de un pueblo depende mucho más de su sistema de educación
que de sus instituciones o gobiernos".
Hay cierta organización y consecuencia en estas ideas juveniles: afán de
progreso, anti-clericalismo, señalamiento de vicios atávicos, esperanzas en
una lenta maduración social, “culturismo” y “educacionismo"; todo lo cual
es como si se dijera positivismo hispanoamericano. Por detrás están Le
Bon. Reclus, Payot, Sarmiento; pero el joven Gallegos aspira directamente
a la aplicación de los principios aceptados a la realidad venezolana, no se
contenta con el solo comentario teórico. Es una posición. El tiempo, como
se sabe, le va a llevar a adaptaciones y cambios; pero en la época eran bases
"de su modo de concebir remedios para nuestros desajustes y atrasos
sociales. La importancia manifiesta de este sistema inicial de ideas obliga a
considerarlas más directamente en relación con los asuntos y soluciones
propios de los cuentos, sin duda muy vinculados a esas reflexiones
sociológicas y políticas.

Actitud inicial

Repitiendo un permanente lugar común, la mayor parte de la crítica que se


aproxima a los cuentos de Gallegos afirma que éstos no fueron más que
ejercicios preparatorios para el cultivo posterior de la novela. De hecho se
pretende restar —o negar de manera absoluta— valor a estos cuentos como
verdaderos representantes del género, y sólo concederle una significación
relativa como entrenamiento para el amplio desarrollo de la gran tarea
novelística que correspondería a Gallegos en el futuro. Hay mucho donde
discutir y donde ofrecer precisiones reveladoras en el asunto —hasta puede
señalarse una violentación a posteriori de los hechos iniciales—; pero ello
sólo encontraría momento oportuno después del estudio mismo de los
cuentos galleguianos. Sirva este señalamiento de constatación de la
circunstancia y de transferencia lógica de las consideraciones polémicas.
Por el momento, y en su debido lugar en este aparte del tema,
correspondería la estimación de la actitud original del joven Gallegos al dar
sus primeros pasos en la creación cuentística. ¿Cuáles fueron sus
aspiraciones y propósitos? ¿Comenzó Gallegos en posición de cuentista
íntegro o en función de un entrenamiento para el mejor desempeño en los
amplios territorios de la novela? Pero, ¿es siquiera posible determinar
objetivamente esa actitud inicial? En todo caso, ¿qué resulta más importante
y decisivo: los objetivos que Gallegos pudo haberse trazado o el resultado
mismo que revelan sus obras, más o menos en categoría de materia
demostrable? Respuestas meramente especulativas a aquellas preguntas
seguirían un camino de fácil deslizamiento hacia discutibles apreciaciones
subjetivas.
¿Qué se encuentra, de hecho, en el caso? Se trata de un autor de ensayos
y artículos que después de publicar once de sus escritos sobre temas
sociológicos, educativos y políticos, irrumpe en 1910 en el campo de la
cuentística. En un proceso de continuidad, Gallegos llevará a sus cuentos su
experiencia previa de pensador preocupado por la realidad nacional e
integrará en ellos no pocas de sus consideraciones y vías de solución
expuestas en los artículos. El ensayista principiante cambiará su rumbo en
pos de una evidente vocación de creador literario. Es un cuentista el que
nace con Las rosas. Será después de publicar sus primeros cinco relatos
cuando Gallegos inserta en El Cojo Ilustrado, en agosto de 1911, lo que
parece ser muestra de una naciente inquietud novelística: Entre las ruinas,
narración descriptiva caracterizada por el autor como “capítulo de una
novela en preparación”, acompañada del subtítulo: Por el arrabal. Los
sembradores y de la numeración 1. (A fin de cuentas, al igual que otros tres
relatos de Gallegos, pasó a formar parte, con las debidas reformas, de
Reinaldo Solar, en este caso como elemento del capítulo VII de la Primera
lomada de la novela). Pero ya sobre la base de datos más objetivos y
concretos, sabemos que Gallegos termina su primer experimento
novelístico, El último Solar, en 1913, que lo envió a un concurso del
Ateneo de Buenos Aires y que solamente salió a luz pública en Caracas en
1920. (Posteriormente, en 1930, una nueva edición revisada, definitiva,
aparece con el título de Reinaldo Solar). Es decir que esta novela se escribe
después de la publicación de unos diez relatos, y sólo es editada como
posterior a toda una obra cuentística: hasta enero de 1920 (fecha de
nacimiento editorial de El último Solar) Gallegos había publicado treinta y
una producciones narrativas breves, incluidas las cuatro que se integrarán a
esa novela. Sólo aparecerán después, en 1922, el cuento Los inmigrantes y
La Rebelión, que se relaciona con otro proyecto novelístico.
De hecho, pues, en la actitud inicial del Gallegos creador literario se
evidencia el impulso del cuentista, que persigue obra y efecto, con
antelación al novelista. Una vocación expresada en la objetividad de los
hechos.

Cronología

La obra cuentística publicada de Gallegos está formada por treinta y tres


publicaciones representativas, que se reparten, entre los años de 1920 y
1922, en las siguientes revistas caraqueñas: El Cojo Ilustrado, La Revista,
Actualidades, La Novela Semanal y La Lectura Semanal.
Las colecciones originales de cuentos galleguianos son tres: Los
aventureros. Caracas, Imprenta Bolívar, 1913, 160 pp., La rebelión y otros
cuentos. Caracas, Librería y Editorial del Maestro, 1946, 293 pp. y La
doncella y el último patriota, México, Edics. Montobar, 1957, 224 pp. La
primera se componía de: Los aventureros. El apoyo, La liberación, Sol de
antaño, Estrellas sobre el barranco, Las novias del mendigo y El milagro
del año. La segunda colección recogía estos cuentos y agregaba los
siguientes: La rebelión. El piano viejo. Una resolución enérgica. Los
Mengánez, El cuarto de enfrente. El crepúsculo del Diablo, El paréntesis.
Pataruco, La hora menguada. Pegujal, Marina. Paz en las alturas, La fruta
del cercado ajeno. La ciudad muerta, Un místico. El maestro y Los
inmigrantes. La tercera colección recogió cuentos que no habían sido
incluidos en las dos anteriores; estos son: Una aberración curiosa, El
último patriota, Entre las ruinas, Alma aborigen, La encrucijada, El
análisis, Cuento de carnaval, Un caso clínico y La esfinge. En esta edición
de los Cuentos completos se reúnen por vez primera todos.
La cronología detallada es la siguiente:
Publicados en El Cojo Ilustrado, Año 1910; Las rosas (después Sol de
antaño), 1° de enero; La liberación, 1° de marzo; Una aberración curiosa,
15 de octubre; Las novias del mendigo, 1° de diciembre.
Año 1911: El último patriota, 15 de enero; Entre las ruinas, 15 de
agosto; Los aventureros, 1° de febrero; El apoyo, 1° de octubre.
Año 1913, incluidos en el tomo Los aventureros: El milagro del año y
Estrellas sobre el barranco.
Año 1914, publicados en El Cojo Ilustrado: El análisis, 15 de abril;
Cuento de carnaval, 15 de febrero.
Año 1915, publicados en La Revista: Un caso clínico. 20 de junio; La
esfinge, 26 de septiembre.
Año 1916, publicado en La Revista: El piano viejo.
Año 1919, publicados en Actualidades: Los Mengánez. 9 de febrero;
Una resolución enérgica, 16 de febrero; El cuarto de enfrente, 23 de
febrero; El crepúsculo del diablo, 2 de marzo; Alma aborigen, 9 de marzo;
El paréntesis, 16 de marzo; La ciudad muerta. 23 de marzo; La
encrucijada. 30 de marzo; Pataruco. 6 de abril; Pegujal, 20 de abril; La
hora menguada, 27 de abril; Marina, 11 de mayo; Paz en las alturas, 18 de
mayo; Un místico, 1° de junio; La fruta del cercado ajeno, 8 de junio; El
maestro. 27 de julio.
En el año 1922 se publicaron La rebelión en La Lectura Semanal el 30
de abril; y Los inmigrantes en La Novela Semanal el 9 de septiembre.
Línea evolutiva

En los doce años que median entre el primer cuento de Gallegos (Sol de
antaño) y los últimos (Los inmigrantes y La rebelión), se encuentran
variadas proyecciones formales y temáticas.
A cuentos breves se unen otros de regular y amplia extensión sin que
pueda en realidad hablarse de trayectoria hacia la novela, como podría
hacer suponer la circunstancia de que el cuento más largo y novelesco de
Gallegos, La rebelión, figure al final de la sucesión cronológica. De hecho
hay que considerar esta última producción como lo que es: una adaptación
de capítulos de un proyecto de novela que Gallegos adelantaba en esos días
y que iba a titularse La casa de los Cederlos. (Cosa aparte es la de discutir
sus aciertos o deficiencias como cuento).
En lo estilístico puede verse, de primer intento, un movimiento
evolutivo: globalmente hay un desarrollo que parte de la expresión densa,
detallada y cargada de giros y palabras castizas, hacia modos más aireados,
más sobrios y originales con la incorporación de formas y vocablos
venezolanos. Tanto el período como la frase se va acortando y surge una
mayor agilidad sugerente, menos explicativa y más sutil. Bastaría con
pensar en la ruta señalada por Sol de antaño. La liberación. Los
aventureros, El piano viejo, El crepúsculo del Diablo, Pataruco y Los
inmigrantes. (Desde otro ángulo de interés habría que considerar los claros
tintes naturalistas de cuentos como Paz en las alturas y sobre todo Marina}.
Pero, en el fondo no se trata de una evidente y radical evolución. Más
propio sería hablar de tendencia que de proceso evolutivo.
Hay una base mantenida y definidora del estilo en los cuentos de
Gallegos que no permite señalar una auténtica transformación: lenta
integración de elementos, descripción acumulativa fragmentada,
consideraciones discursivas y didácticas, diálogos cargados de conceptos,
ambientación densa.
Otro tanto habría que decir en cuanto a la motivación creadora derivada
de personajes o de ambientes: no hay predominancias temporales sino
coexistencia (junto a Una resolución enérgica y Pataruco surgen Pegujal y
Marina) o coincidencia en un mismo cuento (Los aventureros, El
crepúsculo del Diablo. La ciudad muerta, Los inmigrantes).
En lo temático no puede hablarse de una línea evolutiva propiamente,
sino más bien de tópicos persistentes. Si al comienzo parece Gallegos darse
al análisis psicológico en especial, ya en 1912 aparece Los aventureros,
evidenciando una poderosa preocupación social y política. Y es que de
hecho se presentan dos grandes proyecciones temáticas: el análisis de
penetración psicológica y el planteamiento reformista social; mantenidas a
lo largo de la línea de creación en el tiempo: El apoyo y El milagro del año.
El análisis y Un caso clínico. El paréntesis y La ciudad muerta, Un místico
y Paz en las alturas. Y de otra parte no deja de ser frecuente la integración
de las dos vertientes en un mismo cuento: El último patriota, Estrellas
sobre el barranco. La esfinge, Los Mengánez. El crepúsculo del Diablo,
Pataruco, El maestro.
En general el desarrollo de los cuentos galleguianos hace patente un
camino que se aleja dejos temas decadentes y modernistas (mal del siglo, el
fracaso, el asfixiante spleen) y de las poses intelectualistas muy al gusto de
la época, hacia un amplio realismo vigoroso. (Una línea semejante a la que
va a trazar su propia obra novelística).
Puede concebirse toda la cuentística de Gallegos como el producto de
un espíritu afecto a las posiciones positivistas; aunque al final se percibe
(Los inmigrantes, La rebelión) cierto optimismo —opuesto al fatal
pesimismo positivista— que revela el comienzo de una evolución, o por lo
menos de una ampliación ideológica.
En conjunto, los aspectos señalados ratifican la idea anotada desde el
comienzo: más que una precisa y contrastada línea evolutiva, en la
cuentística de Gallegos se advierten constantes, preocupaciones y
tendencias mantenidas. Continuidad estética y conceptual donde se afirma
—al margen de su obra novelística— su significación como uno de los
mejores cuentistas venezolanos de la época.

Gustavo Luis Carrera


SOL DE ANTAÑO[1]

Ciego, ni un rayo de luz penetraba en su cerebro y en torno suyo llovía sol


profusamente. Estaba de pie, a la vera del camino, extendiendo la mano
implorante hacia el ruido de todos los pasos y formaba un claroscuro
sugerente y trágico aquella su tiniebla interna en mitad de la campiña
coruscante…”
Y, terminando de escribir las anteriores palabras, al pie del boceto que
del aludido mendigo hiciera al pasar, Hilario Altares, se hundía en la
hamaca que acababa de ser colgada para él, en la menos sucia y más
ventilada pieza de la posada “El Mamoral” donde se alojaba aquella
mañana cuando el cansancio de las anteriores jornadas forzosas le impidiera
continuar el viaje.
“Ni un rayo de luz penetraba en su tiniebla…”
Murmuró con vago acento, sumergiéndose en la calma | bochornosa de
la hora, voluptuosamente, entrecerrando los ojos ofuscados por el intenso
resplandor que arrojaba el trozo soleado de paisaje que ante él recortaba el
marco de la puerta.
Era un mediodía de agosto; un pesado sopor caía sobre todas las cosas y
de todas las cosas brotaba una reverberación ofuscante: de la ebriedad de
los campos subía un gran silencio que parecía extenderse a lo largo de la
carretera polvorienta, en cuya blanca modorra diluía su quejumbre la
esquila de un arreo; rumoroso silencio sobre el cual se erguía, como el
dardo aún vibrante sobre la carne muerta, el agudo estridir de las chicharras,
interminablemente. Y ante el cuadro exuberante de vida, ebrio de sol, del
cual fluía una virtud mareante y enardecedora que hacía ebullir su sangre
inusitadamente, Hilario Altares se adormecía siguiendo el hilo del mudo
coloquio interno comenzado con las frases alusivas al pordiosero del
camino, en cuya trágica actitud había visto simbolizada la de su propia
alma.
“…y en torno suyo llovía sol profusamente. ¿Y no estaré yo como el
mendigo en medio a una belleza que se vierte pródiga y fácil, ciego,
extendiendo la mano implorante hacia los que sólo pueden darme un poco
de su miseria…? ¡Acaso he sabido exprimir una gota siquiera a esta
hinchada ubre que me ofrece la Vida, en vez de succionar la savia enferma
de todo lo que se exhausta, muere y se pudre ante mis ojos…! Si yo hubiera
probado de copiar en mis cuadros lo que canta, lo que ríe porque está sano y
fuerte, lo que es fiesta y vigor en los rostros y en las cosas, más bien que el
trágico rictus que deforma la faz de los que sufren…, pero yo he preferido
el olor de las drogas y las lacerias pestilentes, al suave perfume de las flores
y al sabroso aroma incitador de las frutas maduras… Sin embargo, hubo un
tiempo en que un ramo de flores o un cesto de frutas me hacían saltar de
alegría como si oyera músicas… entonces era niño y recuerdo que estaba
enamorado del sol… y de la hija del mayordomo…, Marcolina…”
Luego un silencio interno, después un largo desperezamiento de
recuerdos emergiendo de la obscuridad del alma:
…Luciana: la pobre niña tísica, sacrificada en tres días, a quien
encontró en las calles de una gran ciudad, implorando una limosna de pan
para su hambre y una limosna de amor y de piedad… ¡Flor de
desventura…! Luego, dos flores de vicio, una joven y hermosa con
sugerentes manchas color de fresas en la piel alabastrina, lasciva,
febricitante de deseos…; la otra: una cortesana vieja de repugnante aspecto
de ruina, arrugada como una odre vacía, mostrando en contorsiones de
mueca la desdentada boca que semejaba una úlcera recién cicatrizada… Los
gestos…, un desfile espeluznante que pasaba como un calofrío de terror a lo
largo de una médula, dolores humanos, deformidades, todas las formas de
la disolución que tanto le habían seducido y que desde el fondo de sus
cuadros despedían una maléfica emanación, maleante, turbadora…, y allá,
remiso y mustio en el fondo de los recuerdos evocados, un rayo de luz,
lejanísimo, tenue rayo de sol sobre un manojo de rosas, que él, siendo casi
un niño había pintado para regalárselo a la hija del mayordomo, la rústica
novia de cuyo amor gozara después.

II

De pronto, como un grito, surgió la nota roja de la falda sobre el tono verde
de los herbazales.
Fue una luminosa aparición que encendió un súbito destello en la pupila
somnolienta del pintor. Hilario Altares se incorporó de un salto, como si
algo nuevo y vigoroso hubiera penetrado en su organismo, luego avanzó
unos pasos hasta colocarse bajo el dintel de la puerta que daba al camino,
murmurando:
—Va a incendiarlo todo.
Gallardeaba bajo el haz de centellas que arrancaba el sol al bruñido
espejo de la cántara, que rebosante de agua sostenía sobre la cabeza
colocando debajo los desnudos brazos, apoyadas ambas manos en la nuca
para soliviar la carga, la campesina se detuvo un momento, luego abandonó
el sendero que traía, ahuyentando a sus pasos vocingleras bandadas de
capanegras y tordos, ascendió por el repecho que subía al camino y se
dirigió hacia la puerta donde la observaban atentos los ojos del pintor.
Era una sabrosa muchacha de vigorosas formas, apenas mujer, con una
flor de sangre por boca y dos ojos negros, vivarachos e inquietos que en la
trigueña faz parecían dos tordos retozando en un maizal. En una gruesa
crineja caía el cabello revuelto sobre sus espaldas, y, como con ambos
brazos levantados sostuviera la cántara, bajo la cota prensada se
evidenciaba la graciosa ondulación del naciente seno y la curva del talle
gallardo y vigoroso.
—Buenos días.
Dijo con gárrula voz al pasar junto a Altares, erguida,
con la altivez a la que la obligaba la carga, y mirándolo a la cara
valerosamente.
—Buenos días: ¿qué traes ahí, niña?
—Agua, señor.
—¡Agua! ¡Qué agua más dulce!
Respondió el pintor después de un momento de súbita perplejidad,
viéndola alejarse, todo el cuerpo estremecido por las ondulaciones que su
menudo y majestuoso andar producía en su apretada carne rozagante. Y
como para saborear la exquisita sonoridad que había en la voz de la zagala,
Hilario Altares quedó repitiendo sus palabras, modulándolas
voluptuosamente:
—¡Agua! ¡Agua! ¡Qué voz más sabrosa!
De pronto, como si algo hubiera estremecido en su interior, una
expresión de sorpresa se marcó en su rostro y, mordiéndose el índice
derecho en su habitual actitud evocadora, se dijo:
—Yo conozco esa voz, la he oído mucho… pero, ¿cuándo… y en
dónde…?

III

Hilario Altares, el pintor “de cuyas lívidas tintas parecía brotar un fuerte
olor de recinto clínico”—al decir de un camarada suyo—regresaba a la casa
paterna después de una ausencia de varios años. Un grave incidente
ocurrido en la familia le había hecho acceder a las reiteradas súplicas de la
madre, que, en cada una de sus cartas, le manifestaba los grandes deseos
que tenía de verle antes de morirse, pues ya ella estaba poco menos que
vieja. Pero todas aquellas cartas tan llenas de amorosos requerimientos se
quedaban sin respuesta o la tenían lacónica y defectuosa, cuando no eran
rotas sin ser siquiera leídas. La última, escrita con mano más temblorosa
que de ordinario y en papel enlutado, conservaba huellas de lágrimas
vertidas al escribirla y le daba noticia de la muerte del padre a quien la edad
y la malaventura habían rendido finalmente en un pueblecito de provincia,
sobre el último palmo de tierra que de sus antiguas y extensas posesiones le
dejaran los azares de la guerra y sus fracasos políticos.
Y sea que juzgara deber suyo acceder al materno llamamiento, o que el
hastío de la vida ociosa y libertina le hubiera mordido en el alma y anhelara
un poco de paz en un ignorado rincón, Hilario Altares se resolvió a partir.
Vendió muebles y cuadros, todo cuanto formaba sus escasos haberes de
artista mediocre y despilfarrador y sin despedirse de los amigos, se
embarcó, rumbo a la tierra nativa donde le esperaban en el apacible rincón
provinciano los brazos de la madre; ¡y quién sabe qué más! Tal vez el
último, definitivo hastío liberador.
Durante la travesía, la misma que hiciera quince años atrás, entre
nostálgico y ansioso, por la sabrosa vida abandonada y la nueva halagadora
y arcana, asaltáronlo inusitadas reflexiones.
¡Cómo se había ido! ¡Cómo regresaba ahora! ¡Cuántos sueños,
esperanzas y proyectos: ¡Qué confianza en sí mismo, a los dieciocho años,
en la plenitud del aliento, pura el alma todavía…! ¡Qué sordidez ahora…!
¡Qué desgana de todo: de su arte, de la gloria, de la vida, de sí mismo…!
Sobre todo, qué profundo disgusto de sí mismo… Defraudada la esperanza
de su talento, depravado a fuerza de refinamientos malsanos el sentimiento
artístico, la vida gastada en orgías, corrompida el alma, el hastío sobre
ella…
Y por primera vez el diente de una duda dolorosa ataraceó su alma. Una
interrogación abrumadora, en un momento de rara lucidez, surgió de su
conciencia, y por largas horas gravitó sobre él como un remordimiento:
había perdido toda una vida. Experimentó una inenarrable sensación de
vacío, sintió que sordamente se derrumbaba en su alma algo por mucho
tiempo querido y en la oquedad repentina vio cómo se hundían los que una
vez habían sido su entusiasmo, su aspiración y su fe.

IV

Varios días llevaba invertidos en el viaje por caminos escabrosos, jornada


tras jornada, que hacían interminables el sol y el cansancio producido por la
cabalgadura y aumentado por el mal dormir sobre los duros lechos que le
proporcionaban en los parajes del camino, cuando se alojó en la ranchería
de “El Mamoral”, solitario paraje que heredaba el nombre de una antigua
hacienda de caña, cuyo derruido torreón alzaba su ruina vertical en medio
de las vegas que un tiempo fueron propiedad de don Eleuterio Altares, el
padre de Hilario. Y ya porque todas las cosas circunstantes le hablaran de
tiempos pasados, o porque la sonora voz de la muchacha a quien viera
auroleada de sol atravesar la campiña incendiada, hubiera puesto a vibrar en
su alma, súbitamente, olvidadas músicas, Hilario Altares, reconstruía su
antigua vida, su vida de niño: las diurnas correrías por entre los tablones
ahuyentando los pájaros con su algarada, en compañía de sus hermanos y
Marcolina; las deliciosas noches pasadas en los corredores de la casa,
sentados en redor de la vieja sirvienta que les refería enmarañados cuentos
y leyendas de encantamientos, de dulce sabor dilecto para su joven fantasía,
o cuando había molienda, en la sala vetusta y penumbrosa llena de rumor de
las pailas donde, bullendo, acendraba sus oros el melado bajo la mortecina
luz de los candiles, mientras en un rincón. la yunta perezosa de bueyes,
volteando, hacía girar con sordos crujidos el primitivo trapiche.
Y más tarde, sus primeros balbuceos de artista; su cuadro primero: El
Gallo, luego La Aurora, una tela abigarrada y chillona como un alma de
niño, y Las Rosas… Las Rosas, el manojo de rosas bañado de sol que regaló
a la que después fue su novia… Y revivía sobre todo el olvidado idilio,
llama fugaz que un instante abrazó sus dos almas: la suya, sedienta de
belleza; la de la rústica, ávida de amor. El tenía entonces dieciocho años,
aún no quince Marcolina. Fue un amor que había venido incubándose en
sus almas desde niños y al que exprimieron dulce jugo de deleites la tarde
última, víspera del día en que muy de mañana partió con su padre hacia el
lejano puerto donde lo esperaba el trasatlántico.
De aquel amor él apenas conservó por unos días un lazo de cintas. ¿Y
ella…? Hilario ignoraba que ella había guardado toda una vida: un cuadro
de rosas y una hija…
—¡Bah! ¡Puerilidades! ¡Si querré volver a tener dieciocho años!

Bajo la frondosa enredadera florecida, en medio de los fresales que


tapizaban el patio y sobre la mesa cubierta con pulcrísimo mantel, humeaba
el colmado plato. Hilario Altares comía aquella vez con inusitado apetito.
Alrededor de la mesa el ir y venir de Eugenia servía el almuerzo, y sus
airosos ademanes y gárrula voz, con las hebras de sol que hilaba la
enramada, parecían tejer una urdimbre de encanto en el ambiente
iluminado. Hilario la miraba furtivo, experimentando una inefable
sensación de recónditas suavidades. De aquel cuerpo sano y fresco fluía
algo que penetraba en el alma fatigada del pintor, alegremente, como un
pájaro en la fronda, cantando. Se sentía puro y renovado como si una alma
joven e improvisa animara su cuerpo consumido: tal vez su propia alma de
adolescente hallada al fin de quince años y que parecía haber estado
esperándolo en la juguetona mirada de Eugenia.
Fue un resurgimiento; sobre su habitual gravedad, desdeñosa, se
extendió un estremecimiento jovial y le dieron ganas de saltar y palmotear
como un niño a quien se da un juguete.
Eugenia volcó en el centro de la mesa un plato colmado de fresas.
Altares tomó la más hermosa y roja de ellas y suspendiéndola por el tallo la
ofreció a la muchacha. Ella la aceptó dando las gracias y la llevó a la boca,
y al exprimirla, el jugo de la fruta pareció ensangrentarle los labios.
—Te has roto la boca—le dijo Altares—. Tienes sangre.
Eugenia, rápidamente, levantando el brazo, se secó los labios con la
manga y como no viera en la tela mancha de sangre, exclamó, sonriendo:
—Mentira…
—¡Tienes una boca más roja!…
—¿De veras?
—Tanto, que de vértela se me han quitado las ganas de comer fresas.
—¿Quiere usted que la tape entonces?
—No. Entonces no comería, de tristeza.
—¡Cómase sus fresas, hombre! ¿O es que no le gustan?
—Muchísimo, y éstas más.
—Si quiere más, mire, hay bastantes—y extendió el brazo mostrando
los fresales frutecidos.
—¿Las cultivas tú misma?
—Sí señó, no tiene trabajo.
—Por eso están tan hermosas, tus manos las embellecen.
—Con sus favores—contestó turbada la mujer y salió para llenar de
nuevo el plato vacío.
Cuando regresó, Altares le preguntó de súbito:
—Eugenia, ¿por qué te llamas así?
—Guá…, qué sé yo…
—Quiero decir: ¿es que así se ha llamado otra de tu familia?
—No, señor; mamá se llamaba Marcolina…

VI

—¿Es su hija?
Preguntaba Altares luego que hubo concluido de almorzar al dueño de
la posada, refiriéndose a la muchacha, que en un extremo del corredor cosía
rodeada de otras chicas menores que ella y que la importunaban con sus
preguntas.
—Es decir, es como si juera, la he tenido conmigo dende pequeñita y
además es hija de mi mujé, a quien Dios tenga en descanso.
Respondió el hombre descubriéndose a la última frase.
—¿Es usted viudo?
—Sí. señó, hace una año que me dejó solo ella.
—Por fortuna, Eugenia es ya una mujer.
—Y muy hacendosa y sufría, como la madre, manque mesté mal el
decilo. Cuida los chicos como si juera Marcolina, y se le parece más…
—Es buenamoza, de veras…
—Sí, eso dicen toos…—y después de un silencio agregó—: Por parte e
pae, Ugenia es de sangre fina, como se dice.
—¿Lo conoció usted?
—No. Cuando yo vine a “El Moral”, que era del pae dél, ya él se había
dio pal extranjero. Ugenia tenía pa entonces dos años.
Y cambiando el acento súbitamente continuó:
—Mire usté, ella es, como si dijésemos, hermana de aquella pintura.
Y mostró un cuadro que, entre una colección de estampas de reyes y
cromos anunciadores de productos industriales, adornaba los encalados
muros del corredor.
Irrefrenable impulso llevó a Hilario Altares a mirar más de cerca el
cuadro hermano, de Eugenia, la muchacha cuya sonora voz cantaba aún en
sus oídos remembrando viejas cosas amadas.
El cuadro ostentaba, bajo una capa de polvo, un manojo de rosas
bañadas de sol, un sol desvaído que parecía enfermo.
El posadero terminó de hablar:
—Y pa que vea usté cómo son las cosas de la vida; son dos hijos de otro
hombre que no doy por ná del mundo.
Con la punta del pañuelo, tembloroso de emoción, Hilario Altares
limpió el ángulo de la tela donde, bajo el tamiz de polvo, parecían
adivinarse un nombre y una fecha, y allí sus ojos ansiosos leyeron: Hilario
Altares…

VII

Una hija y un ramo de rosas bañadas al sol; sol de antaño, mustio y remiso
que desde el fondo de un cuadro desvaído, calentaba de nuevo su alma
aterida. Una flor de su sangre; otra flor de su arte; lo mejor de sí mismo: su
alma de adolescente, su antigua alma pura, sana y alegre, encontrada al
azar, cuando agobiado bajo las tristezas y el hastío de su nueva alma
enferma pensaba en la muerte como una liberación.
Abandonadas las bridas, lentamente iba la cabalgadura por la carretera
sobre la cual la occidua luz desmesuraba las sombras de las cosas, y
apoyadas ambas manos sobre las piernas, Hilario Altares rumiaba antiguos
placeres disfrutados, con un poco de nostalgias, con algo de escozor de
remordimientos… Pero ya no surgía en su conciencia la interrogación
abrumadora ni experimentaba aquella pesadumbre que gravitara sobre su
alma largas horas. El pasado le redimía, de él brotaba iluminado aquella
oquedad tenebrosa donde una vez viera perderse su entusiasmo, su
aspiración y su fe…, un rayo de sol…
LA LIBERACION[2]

Ricardo Fariña estrujó rabiosamente la carta que acababa de leer, y luego,


hecha añicos, la arrojó por el balcón a la calle.
Arrebatados por el viento, voltejeando sobre las cabezas de los
transeúntes, habían desaparecido ya todos los pedazos y aún la cólera del
frenético Fariña se desataba en súbitos puñetazos sobre la mesa y en
violentos empellones que hacían rodar las sillas, produciendo sobre el
entablado tal repetido y furioso golpeteo, que hubo de acudir la señora
Gertrudis a enterarse de lo que arriba acontecía y por ver de salvar con su
presencia lo que, de su propiedad, pudiera estar en tris de ser destruido.
—¿Qué le pasa, amigo Fariña? —preguntó la patrona deteniéndose en el
umbral, y mirando por encima de las gafas a su energúmeno inquilino.
—¡Nada, señora!
—¡Ah!, dispense usted, creí que algo le había sucedido y que podía
serle útil.
—En realidad, algo me ha sucedido o, más bien, me sucederá—dijo
Fariña maquinalmente, sin volverse a ver a su interlocutora.
—¡Le ha de suceder, dice usted! —y la señora Gertrudis, fingiendo
asustarse con aquel pronóstico, avanzó unos pasos en la habitación
haciendo grandes aspavientos oficiosos.
—No quiera usted saberlo, no podría explicárselo, y, además, usted no
comprendería—explicó Fariña para rechazar las impertinencias de la
anciana, quien, un tanto corrida y contrariada, salió del aposento dejando a
Fariña un poco más sosegado.

De repente—como si una idea hubiera logrado atravesar por su cerebro


—se dibujó en su rostro el gesto de una resolución e inmediatamente se
sentó al escritorio disponiéndose a escribir. Mas, su mano temblaba con
tanta presteza que no le fue posible trazar sobre el papel un rasgo siquiera y
por fuerza hubo de esperar que se atenuara el espasmo de la violenta
emoción. Y entonces sucedió que, como si a medida que el efecto
fisiológico iba desapareciendo, se debilitara el impulso de la irreflexiva
resolución, o que recobrada la cordura juzgara su acto inadecuado e
inoficioso, cuando su mano estuvo en disposición de escribir, falló la
voluntad de hacerlo, e irremisiblemente vencido se levantó del asiento y se
asomó al balcón. Allí estuvo largo rato observando con pertinaz fijeza la
avenida llena de paseantes, y cada vez que su atención se apartaba de la
pasiva expectación, arrastrada irremisiblemente hacia aquel punto de su
conciencia donde parecía haberse formado un absceso doloroso, al choque
de la, noticia contenida en la carta, él, sacudiendo la cabeza obligaba su
atención a obedecerle, poniéndola sobre un detalle insignificante o una
pueril reflexión que de intento se sugería. Mas, por mucho que lo deseara,
no lograba vencer la pertinencia de su mente que, obcecada, remolineaba
sin cesar en torno a la idea ingrata, y aquel día, cuando la campana del
comedor anunció la comida, todos los inquilinos se sentaron en redor de la
mesa presidida por la huésped, como era costumbre, y el puesto de Fariña
permaneció desierto.
—¿Qué le habrá sucedido a Ricardo Fariña? —dijo uno con marcado
acento oriental, pronunciando el nombre y el apellido del aludido, como si
ambas palabras formaran una sola.
Y antes que las conjeturas de los circunstantes intentaran explicar la
ausencia del compañero, la señora Gertrudis, como la llamaban sus
pensionistas, dijo cuanto sabía acerca de lo ocurrido a Fariña, agregando—
su inevitable parte de conjetura—que para ella la causa de aquel
desasosiego, había sido una carta de la novia que él recibió esa tarde.
Con ruidosas risotadas fue acogido el cómico relato de la anciana y
aquella vez la personalidad de Ricardo Fariña fue
tema obligado de la charla de sobremesa. Ricardo Fariña es un tipo—
insinuó alguien— y aquí fue el referir anécdotas y episodios, curiosos unos,
triviales los más, según la relativa agudeza de los narradores y que
evidenciaban el carácter extraño y morboso del provincial a quien sus
aberraciones daban un perfil de desequilibrio bastante definido.
Luego que hubo concluido la comida y que cada cual se retiró a su
cuarto para disponerse al acostumbrado paseo nocturno, Lisandro Anzola
subió a la habitación donde a obscuras permanecía Fariña, inquiriendo,
entre curioso y cortés, el motivo de aquella conducta.
—¿Es que estás enfermo?
—Un poco…
—¿Qué tienes?
—Malhumor—y luego, apartando la conversación del punto que Anzola
quería esclarecer, le preguntó—: ¿Qué hora es?
—Las ocho. ¿No sales esta noche?
—No sé…
—¿No te toca visitar hoy a tu novia?
—Más bien haría otra cosa…, más amena… ¿Hay zarzuela?
—No… Si quieres, daremos un paseo en coche; la luna está bonita.
—Bueno…, pero…, no, más bien me quedo aquí. Veré si puedo
escribir… Hombre, a propósito…, ¿sabes que me escribió Venancio
Branto?
—¿De veras? ¿Y qué dice?
—Que viene.
Y tirando el cigarro que acababa de encender, agregó:
—No salgo esta noche, no me esperes.

II

En mala hora había caído en sus manos aquel papelejo doblado, pringado y
mal escrito, cargado de soserías, en el cual Venancio Branto le comunicaba
su viaje a la capital,
donde se pasaría todo el tiempo necesario para gastar en despilfarras lo
que él, con su característico descaro, llama el fruto de sus ahorros y
privaciones, adquirido en los tres meses que estuvo desempeñando un cargo
en la Administración de Aduana. Sin embargo, la noticia era para alegrar al
más sombrío, pues el adinerado Branto prometía expresamente de antemano
costear él solo lo que ambos, reviviendo la antigua camaradería,
derrocharon a tajo y destajo, lo cual no era protemerle a quien, como
Fariña, se veía constreñido a equilibrar sus dispendios con la mezquina
pensión que en su calidad de estudiante percibía de sus padres. Pero otras
más poderosas razones pesaban en el ánimo de Fariña, convirtiendo aquella
promesa en aciaga amenaza de males incalculables…
Branto, Branto, suerte de demonio tentador que venía a destruir lo que
era preciosa conquista de su voluntad: la normalidad de la vida a costa de
tantos esfuerzos lograda; el íntimo contentamiento de sí mismo y su libertad
sobre todo… ¿Por qué venía otra vez y quizás cuando más peligrosa podía
serle su compañía? Y Fariña tuvo tentaciones de escribirle diciéndole que
no aceptaba su ofrecimiento, que bien podía irse a despilfarrar su dinero a
otra parte…
Luego pensó que más prudente era ponerse en guardia contra el
advenedizo, y formuló la resolución de no ir a recibirlo cuando llegara,
organizando un plan de conducta según el cual a cada atención y deferencia
del amigo, habría de corresponder él con un desaire. Y en tales
elucubraciones estuvo hasta mediar la noche. Preimaginaba las
oportunidades que habían de presentársele para poner en práctica su
proyecto de represalias; evocaba actitudes y palabras con las que él,
siempre insolente y altanero, humillaba al pobre Branto y gozaba con esto
de tan intenso placer que todos sus nervios vibraban sacudidos por la
exacerbación, ciego frenesí que rayaba en insensatez cuando un momento
se hacía luz en su cerebro la certidumbre de la superioridad que el valiente
y vigoroso Branto tenía sobre él, medroso y débil, mal que pesara a su
excitada fantasía. Entonces, en su desvarío establecía que, como por virtud
de hechicerías se había operado en él una transformación prodigiosa y se
veía dotado de descomunal vigor y coraje, ahogando entre sus manos al
robusto amigo que nunca era. por otra parte, lo bastante audaz para inferirle
la más leve ofensa.
III

Sin embargo, Branto había sido una vez su salvador. De eso hacía mucho
tiempo. El tendría entonces de diez a doce años. Fue el día de su ingreso en
la escuela, allá en la ciudad natal. Cuando Ricardo entró en el salón lleno de
alumnos se hizo un repentino silencio y todos se fijaron en él y fue como si
mil avispas le picaran el rostro. El maestro, un viejo larguirucho que tenía
un lobanillo en mitad de la frente, lo miró de pies a cabeza como si fuera a
valorarlo y luego, satisfecho de su experticia, le asignó un puesto, allá en el
fondo del salón, el último. Y Ricardo, con la cabeza encajada sobre el
pecho, sin atreverse a ver a nadie, tuvo que atravesar entre dos filas de
colegiales atentos, que por reglamentario deber de cortesía se habían puesto
de pie. ¡Qué largo le pareció el trayecto! Andaba y nunca llegaba al lugar
señalado; le parecía que su andar era torpe, se veía a sí mismo dando
traspiés de ebrio y su turbación crecía de punto. Cuando iba llegando
tropezó con un banco y estuvo en riesgo de caer; entonces oyó un murmullo
de risas ahogadas que, leve al principio, fue creciendo hasta convertirse en
deshecha algarada de pitos y zumbidos. Aquello fue el rebosamiento: sintió
dentro del cráneo la percusión violenta de la sangre, todo su cuerpo se
bamboleó y hubiera ido a dar de bruces sobre el suelo enladrillado a no ser
que unos brazos lo sostuvieran en el aire.
Venancio Branto, un muchacho fornido, chato y moreno que
representaba algunos años más que Fariña, sentó a éste al lado suyo en el
lugar señalado por el maestro, luego le recogió los libros que se habían
dispersado por el suelo y entre indignado y pesaroso le preguntó:
“—¿Qué te ha pasado?”
Fariña respondió inconscientemente algo de lo cual jamás se pudo
acordar, y mientras guardaba los libros que le devolviera su inesperado
protector vio de soslayo que éste, alzando el puño cerrado en actitud de
amenaza, retaba a los que aún reían. Desde aquel día Ricardo Fariña y
Venancio Branto fueron inseparables camaradas: zozobras y alborozos se
compartían entre ambos por igual y una misma travesura les acarreaba
común reprimenda porque, aunque Ricardo protestara de los riesgos a que
lo exponía el carácter audaz y camorrista de Venancio, no se dio
barrabasada que a éste se le antojara y de la cual se excluyera aquél, más
prudente o pusilánime.
—Yo te defiendo de los golpes de los demás y tú me libras de los
palmetazos del maestro—había propuesto Venancio—y cerrado el pacto
desde aquel día Ricardo estudió por los dos y por ambos peleó Venancio, y
como quiera que éste sentaba plaza de peleador y gastaba fama de guapo,
entre la rapacería de Santa Luz, Ricardo Fariña, acogido al prestigio del
amigo gozaba de absoluta impunidad. Pero, si bien es verdad que el tal
procedimiento lo libró en muy difíciles trances de la vindicta de los puños
suspendidos sobre él, cierto es también que produjo desgarraduras
dolorosas en el alma de Fariña, de natural orgulloso y altivo, despertando en
él aquel sentimiento de conmiseración y menosprecio de sí mismo, como
una interna rebeldía dé los nobles ímpetus de su espíritu contra la fatalidad
abrumadora de la propia flaqueza. Y aunque por instintiva delicadeza nunca
Venancio hiciera alarde de su valor o audacia de modo que se resintiera la
susceptibilidad en exceso quisquillosa del amigo, éste, poco a poco, y a
medida que se daba cuenta de lo poco digno de su actitud, fue
experimentando un sentimiento de humillación cada vez más oneroso y
pensó romper pacto y amistad definitivamente. Pero una irresistible
influencia parecía ejercer sobre él el atolondrado Branto y siempre Ricardo,
después de haber sufrido la férula y el arresto que casi diariamente y de
común acuerdo le propinaba la madre y el maestro, hacía entre
escarmentado e iracundo, juramento de no reunirse más con Venancio un
ciego impulso le traicionaba obstinadamente y al fin y al cabo Ricardo
hacía lo que Venancio se antojara, eso: fingiendo hacerlo con el mayor
placer.
De este modo conoció el azaroso deleite de jubilarse de la escuela,
yéndose a la escapada de un merodeo angustioso por los campos cercanos,
armado de la china, al acecho de los pájaros o de las frutas y aunque nunca
pudo habituarse al raro placer de aquellas jornadas de expectativa que
producían en Venancio una suerte de embriaguez, al cabo de tres meses
había perdido todo el prestigio de alumno estudioso y contraído y hubiera
llegado a mayor descrédito a no haber sido expulsado Venancio de la
escuela, como lo fue a especiales instancias del padre de Ricardo, que era
persona de influencia en el lugar.
Sin embargo, y a pesar de cuantas otras medidas de precaución se
tomaron para disolver aquella perniciosa camaradería, Ricardo continuó
siendo el inevitable inocente cómplice de Venancio, y poco después
apareció en él la primera manifestación de aquella terrible enfermedad que
siempre estuvo aferrada a su organismo. Para entonces, las versiones
populares acerca de aparecidos y fantasmas habían desarrollado en
Venancio una macabra afición. Le comunicó su nuevo proyecto a Ricardo;
éste le rechazó aterrorizado; aquello era una cosa horrible y peligrosa; a
Venancio únicamente le parecía divertido y muy sencillo además. No se
necesitaba gran aparato, apenas un par de sábanas blancas y unos zancos
altos; y así se irían luego a la calle trasera del pueblo, una calleja estrecha y
obscura, sembrada de baches y llena de monte; el efecto sería sorprendente,
y Venancio saltaba de alegría al imaginarse el espanto de los transeúntes en
presencia de los desmesurados fantasmas blancos, y como agregara para
tranquilizar al amigo, que sólo asustarían a mujeres y muchachos, Ricardo
cedió al fin tocado en su amor propio, y fue.
Pegados a la pared, en un estrecho donde no había casas, se apostaron
los pseudofantasmas. Debajo de la sábana blanca, aterido de miedo, se
estremecía Ricardo. Venancio también temblaba sacudido por la ansiedad
lancinante y placentera del momento esperado. De pronto apareció una
silueta humana al extremo de la calle, avanzó, se acercó silbando a los
fantasmas inmóviles.
—Es un hombre—dijo Ricardo—. Vámonos.
—Cállate—respondió Venancio.
Y cuando el transeúnte estuvo cerca dio un paso y estiró el cuerpo
encogido, agrandando su estatura espectral. El hombre dio un gran grito y
retrocedió espantado, desapareciendo en la sombra; al mismo tiempo, como
fulminado por el grito, Ricardo cayó presa de un ataque epiléptico.

IV

Aquel ataque se repitió pasado un año, más o menos. Según el plan


concertado desde la tarde, Venancio y Ricardo debían salir de sus casas a
las diez, hora en que todos dormían en el pueblo, y reunirse en la plaza de la
Iglesia. Se trataba de despertar, al mediar la noche, a los moradores de
Santa Luz, con un furioso repique de campanas. Para Ricardo aquello
alcanzaba las terribles proporciones de una profanación, de un sacrilegio, y
trató de disuadir a su compañero, pero, como siempre, fue él quien a última
hora cedió.
—No subamos; eso es malo…—dijo cuando se hubo reunido con
Venancio.
—¿Tienes miedo? Si tienes miedo iré yo solo.
Y Ricardo, como si hubiera sentido un espolazo, gritó casi, con voz de
insensato: “¡Miedo! ¡Miedo!” y miraba a Venancio como una bestial
expresión de espanto y odio.
—Vamos, pues — contestó Venancio, poniéndose en marcha.
Y tras él se fue Ricardo, fascinado, inconsciente.
Dieron la vuelta al templo hasta llegar a la parte posterior, donde había
un jardincillo con una cancela de madera, hacia la cual se abría la puerta de
la sacristía. Venancio sabía que esta puerta se cerraba por dentro con una
viga que era fácil derribar empujando con fuerza desde fuera; para esto, así
que hubieron llegado hasta ella, ambos empujaron con cautela. La puerta
cedió de pronto, al caer ruidoso de la viga en el silencio interior, y se abrió
dando paso a una bocanada de aire cálido impregnado de aroma de incienso
y pezgua.
Venancio entró; Ricardo se detuvo en el umbral transido de miedo; del
interior salió la voz de Venancio exhortándole a entrar; la voz parecía
distante y cavernosa:
—¿Tienes miedo?
Ricardo sintió otra vez el espolazo y entró.
—Cierra.
—No…
—Cierra, te digo que cierres…
Ricardo obedeció.
—Por aquí…, ten cuidado…, hay una silla.
—¡Ah! —gritó de nuevo Ricardo.
—¿Qué es?
—Una cosa fría… Una persona… Un… Un…
Y Ricardo no se atrevía a pronunciar la palabra, como si temiera que su
voz hiciera brotar de la tiniebla la visión del muerto que le parecía haber
tocado.
Venancio rascó una cerilla y la acercó al sujeto aludido. Era una
Magdalena de yeso que alargaba en el aire los brazos suplicantes. La luz de
la cerilla proyectó en las paredes y en el techo sombras desmesuradas que al
temblar de la llama se entrelazaban en una silenciosa danza fantasmal.
Luego entraron en el recinto del templo; frente al tabernáculo ardían las
lámparas eucarísticas; un rayo de luz evidenciaba el blanco velo inmóvil de
la paloma simbólica sobre el pulpito. Venancio pasó frente al Sagrario,
haciendo la genuflexión de costumbre. Ricardo no se atrevió a volver la
cara y pasó sin inclinarse musitando trozos de oraciones,
desordenadamente. Por fin ganaron la escalera del campanario; Venancio
comenzó la ascensión salvando dos peldaños a cada paso; Ricardo en pos
de él subía aferrándose al pasamanos y mirando atrás a cada momento,
como si alguien le siguiera. De pronto, un escalofrío le recorría toda la
médula, y sentía que detrás de él una mano se alzaba en la sombra y en la
inminencia del contacto todos sus músculos
se contraían y daba un salto violento. Cuando llegó al primer descanso,
se detuvo a tomar aliento y llamó con voz estrangulada al compañero que se
había adelantado, pero nadie respondió. De súbito las tres campanas,
sacudidas por Venancio, percutieron locamente sobre su cabeza erizada.
Fue el toque de rebato para sus alborotados nervios, ya no tuvo dominio
sobre sí mismo y corrió… corrió…

A la mañana siguiente, pasado el coma epiléptico, tenía la lengua


ataraceada y en redor del cuello varias incisiones menudas y sangrientas
que le escocían horriblemente.
A resultas de esto guardó cama por varias semanas; después su padre le
envió a la capital a terminar sus estudios en un colegio de internos.
Venancio se quedó en Santa Luz. Algún tiempo después recibió el
interno la noticia de que su amigo andaba guerreando por los alrededores de
Santa Luz en la cuadrilla que con el timbalesco nombre de ejército mandaba
un temido cacique del lugar. En una refriega recibió una herida y fue hecho
prisionero. Aquella herida le sirvió de presea cuando triunfó la revolución;
hizo viaje a la capital y se presentó al jefe triunfante reclamando el galardón
a que lo hacía acreedor la pierna no bien curada aún. Logró un buen puesto.
Desde entonces el maestro pudo observar que decaían el entusiasmo y la
contracción del más aprovechado cursante del tercer año de filosofía. Una
noche, como era de costumbre, al dar las diez se cerraron las puertas del
Instituto sin que hubiera llegado Fariña. Al día siguiente apareció; tenía el
cabello despeinado, abotagados los ojos y el traje en desorden; el maestro lo
comprendió todo y, aunque ya Ricardo no era un niño, le hizo una severa
reprimenda. Dos días después Ricardo Fariña salió del Instituto para
alojarse en la casa de pensionistas donde lo estaba Branto. Cuando llegó el
tiempo de rendir examen Fariña se excluyó de ellos pretextante enfermedad.
Sólo al cabo de tres meses, cuando Venancio, ya cesante, abandonó la
capital, pudo examinarse Fariña. Luego se graduó de bachiller; después
cursó medicina. Al fin del primer año gozaba la fama de ser el más
aventajado del curso.

VI

Ricardo Fariña cursaba cuarto año de medicina y disfrutaba de gran


reputación entre profesores y compañeros. Además había contraído
compromiso de matrimonio con una distinguida señorita de la capital,
hermosa ella y recientemente graduada de maestra, y como complemento a
su prestigio de hombre correcto de toda rectitud escribía semanalmente en
la página de honor del periódico más serio, largas y eruditas disertaciones
sobre higiene y moral. De este modo, su presente impasible le redimía con
creces de lo que de borrascoso pudiera haber tenido. su pasado. Su vida se
deslizaba apacible entre obligaciones atendidas y deberes
parsimoniosamente observados a los cuales el hábito hacía fáciles y gratos,
como un agua mansa lamiendo en silencio un escollo revestido de musgo en
mitad de la corriente. El estudio absorbía toda su atención, y apenas, como
solaz, se permitía saborear el sano deleite del amor de Olimpia, la erudita
prometida y aun esto, a fuer de hombre sesudo, con una gravedad doctoral.
Por lo demás, para el íntimo contentamiento de sí mismo había puesto
en práctica una táctica hábil hecha de transigencias y contentadizas
sutilezas, de lo que resultaba una suerte de armonía en la que la vanidad
daba una apariencia de autodominio consciente. Pero como una leve
sacudida bastaba para romper aquel equilibrio, Ricardo Fariña, ante la
noticia de la próxima llegada de Branto, experimentó la sensación de vaga
zozobra que se revela en la subconsciencia del que duerme, próximo al
despertar de un bello ensueño. El espejismo se desvanecía, un momento
tuvo la certidumbre de lo que había de suceder y sintió sobre el alma la
presión de algo inconmovible.
Luego hubo en su mejoría un recrudecimiento doloroso.
A la semana siguiente un lector suspicaz hubiera calado en un párrafo
de su artículo sobre la educación en el hogar, una desgarradura sangrienta
en el alma del autor. Una noche Olimpia intentó penetrar la razón de
aquella extraña irascibilidad que lo dominaba, y le preguntó insinuante:
—¿Qué te pasa?
—Nada.
—No; tú tienes algo.
—Bueno.
—Pero ¿por qué no me lo dices?
Y las palabras fueron pronunciadas con tan humilde acento, que Fariña,
conmovido y por salir del paso, comenzó a explicar:
—Es una cosa fatal que se acerca; yo siento que poco a poco se va
apoderando de mí… Imagínate: es como si fueran dos manos poderosas e
invisibles que me fueran apretando el cuello, así—y hacía con las suyas,
largas y huesudas, el gesto aludido, mirando hacia el techo fijamente.
—¡Jesús! Déjase de eso—exclamó ella con la expresión de aquel rostro
anguloso al cual el reflejo purpúreo de la pantalla daba el aspecto de
congestión, como si en realidad las manos invisibles apretaran…
Tres días después la señora Gertrudis, le entregó un telegrama dirigido a
él. Era de Branto que, ya en viaje, le anunciaba que esa tarde llegaría a la
capital. El telegrama corrió la misma suerte que la carta anterior, y cuando
la patrona volvió a la habitación, fingiendo buscar en el suelo algo que no
se había caído, Fariña le preguntó:
—¿Tiene usted alguna habitación desocupada?
—No, ninguna. Pero ¿para quién es?
—Para un amigo que tal vez se hospede aquí.
—¡Ah! Si es un amigo suyo, yo veré de habilitar la de al lado.
—Pero él llega esta tarde.
—Bueno, cuente usted con ella.
Y la huéspeda salió precipitadamente dando voces a una mujer del
servicio.
En la tarde, cuando Branto bajó al andén, buscó inútilmente a Ricardo
entre los que esperaban la llegada del tren. Por primera vez Ricardo había
faltado.
—¡Qué raro! —se dijo Branto, y luego entró en un coche dirigiéndose al
centro de la ciudad.
Ya el coche llevaba recorrido largo trayecto y Venancio, cansado de ver
a todos lados, se resignaba a no encontrar al amigo, cuando, al doblar una
esquina, descubrió a Ricardo, que al reparar en él bajó precipitadamente la
vista fingiendo leer en un libro que tenía abierto, mientras escudriñaba de
reojo desde la puerta de un botiquín situado en el trayecto de la estación el
interior de los coches que pasaban cargados de viajeros y equipajes.
Ricardo entró en el coche; respondió con frialdad a las expansiones del
amigo, contestando con evidente malhumor las preguntas que éste le hacía.
Al pasar por el hotel dejaron los equipajes en la habitación preparada para
Branto y siguieron el paseo recorriendo la ciudad. Al día siguiente
regresaron; Branto, ebrio aún. Ricardo apenas podía tenerse en pie y tenía
en la mejilla izquierda una huella amoratada con la forma de un paréntesis
muy cerrado. Aquel paréntesis volvió a aparecer por todos los días
consecutivos en diversas partes de su cuerpo. Poco después el nombre de
Fariña rodó hecho una piltrafa en una crónica de escándalo.

VII
Las campanas de Santa Luz repicando en la noche; el agudo grito del
hombre despavorido ante el fantasma blanco, repercutían al cabo de doce
años en el alma de Ricardo Fariña. Inútilmente la flaca voluntad del
estudiante había pretendido rebelarse; aquella lucha de largos días había
sido el último esfuerzo desesperado, la vergonzosa derrota definitiva tras de
la cual sólo había puesto para la abdicación de la propia personalidad. Al
principio se debatió bajo la presión de las invisibles garras, luego no pensó
más en resistir y dejó que se cumplieran en él los designios fatales. Estaba
abrumado; aquella caída, la última, había sido el remate
del eterno bamboleo de su vida, el derrumbe final de lo que había
vacilado en él continuamente. Después no sintió nada, no experimentó
ninguna interna zozobra, ningún escozor; fue como si le hubieran amputado
algún miembro dolorido. Nuevamente había perdido los exámenes del curso
y esta vez el amor de Olimpia además y la salud… Y en sus horas de atonía
pasaban por la memoria los recuerdos de estas cosas perdidas y quizás para
siempre, borrosamente, como pudieran pasar los restos del navio
destrozado, sobre la pupila inerte del náufrago, abierta en el fondo del agua.
Y Ricardo Fariña, aligerado del peso de la conciencia que había
gravitado hostilmente sobre su vida, experimentaba un horrible bienestar,
una liviandad de cosa vacía por dentro.
Una noche bailaba en un prostíbulo en compañía de Venancio. Un
pendenciero, famoso entre los frecuentadores del sitio, comenzó por
lanzarle soeces indirectas. Fariña, un tanto amilanado, fingió al principio no
haberse percatado de ello y luego, como para desarmar al chocarrero,
tomando a chanza lo que era abierta provocación, le dijo con acento que se
había esforzado en ser amable: “Está bueno, compañero”; y al mismo
tiempo vio que Venancio, soltando de pronto la pareja, con un tremendo
puñetazo, despachurraba sobre la boca del patán el dicterio hiriente y vil
que éste había comenzado a proferir.
Otra vez había caído en su defensa la mano que se irguiera amenazante
en la escuela de Santa Luz, y Ricardo Fariña volvió a sentir con más
violencia que minea aquella impresión de un golpe en el cerebro que era en
él característica.
VIII

En el silencio de la noche se escuchaba el ritmo singular de la respiración


de Branto, que en la habitación contigua a la de Fariña dormía
profundamente. Las dos piezas estaban comunicadas por una puerta
siempre abierta. Ricardo tendió los oídos hacia aquel ruido intermitente y
un espeluzno le recorrió todo el cuerpo… “Si yo lo hiciera esta noche”, y se
dio a imaginar el acto liberador de aquella larga servidumbre. Muchas veces
había pensado lo mismo, pero aquella noche, el resquemor de la reciente
humillación y el alcohol ingerido hicieron estallar brutalmente en su
desvarío de sangre su viejo encono y sus imaginaciones tuvieron una
plasticidad inusitada.
Se vió a sí mismo tanteando en la sombra la puerta que comunicaba con
la suya la habitación de Venancio, luego agacharse y pasar arrastrando
frente a la ventana abierta hacia el patio; incorporarse de nuevo, llegar
conteniendo la respiración al borde de la cama, inclinarse sobre el
durmiente, agarrarlo de pronto por el cuello y apretar…, apretar…, apretar.

IX

A la mañana siguiente—como si la energía de aquel esfuerzo mental,


exprimida a la impotencia de toda una vida, hubiera aniquilado su
organismo—le hallaron muerto sobre el lecho, en todo el cuerpo
estereotipado el último estremecimiento agónico, y en una crispadura
espantosa aferradas las manos al cuello ensangrentado.

Caracas, 1910
UNA ABERRACION CURIOSA[3]
Uno no sabría decir por qué está aquel pueblecito en aquel lugar,
precisamente. Bien podría estar un poco más allá o más acá, en uno
cualquiera de aquellos áridos rincones de tierra rojiza, donde no hay agua,
ni sombra de arbolado, ni promesa de fertilidad. Y está allí como un refugio
de sencillez y silencio, entre el cerro y la hacienda que le presta por igual:
nombre, agua y sustento, aglomerado sobre un repecho, humilde, cordial y
apacible con su iglesia demasiado grande, sin torre y con jardín a la entrada,
su plazoleta de ordinario sola y su cementerio naturalmente cerrado siempre
y lleno por dentro de paz, sol radiante y fronda que derrama sus gajos por
encima de las paredes blancas.
A primera vista no parece que allí se puede echar raíces; ser del pueblo
es hacerle demasiado honor a aquel rincón poblado que para pertenecer a la
ciudad no está tan cerca, ni tan lejos tampoco, para dejar de ser parte de
ella. Sin embargo, allí hay gente del lugar, aborigen, arraigada; gente que
tal vez no ha salido nunca del pueblo, y gente que sin duda no lo
abandonará nunca, ni aun después de la muerte, porque el pueblo tiene su
cementerio, propio, exclusivo, como para que no falte al confort de sus
habitantes esta póstuma comodidad de yacer en el propio terruño, o para
conservar su autonomía de pueblo junto con las cenizas de sus muertos.
Pero, no obstante la gravedad que importa, esto de tener un cementerio
es para mí una ocurrencia feliz únicamente, la más graciosa jactancia del
lugar. Aventurando un poco creo que me costaría trabajo reprimir una
sonrisa si viera enterrar allí a alguien, a tal punto se me antoja imposible
que en aquella placidez aldeana quepa otra cosa que un remedo pueril y
discreto de la vida, como si por apacible, la que allí discurre no fuera la
misma vida de la ciudad, igualmente grave o pueril, llena de los mismos
insignificantes menesteres e idénticas zozobras grandes y pequeñas, grata a
veces y a ratos aburrida. Y a tal extravagancia me ha llevado esta
idiosincrasia, que a menudo me ha ocurrido sorprenderme con ingenua
sorpresa. de la propiedad y circunspección con que se afanan las gentes del
lugar en el tráfago de su vivir cuotidiano, tan inverosímil para mí como un
juego de niños.
Sin duda esta aberración se originó en la circunstancia en que conocí el
pueblo, después de haber gustado de su contemplación muchas veces, desde
lejos, imaginándomelo como un refugio ideal, siempre propicio a mis
ensoñaciones habituales: borroso fondo de sueño que a poco tiempo,
necesariamente enturbiaría el color de la realidad, dejándome de ella sólo
una impresión equívoca, abstrusa, absurda.
Conocí el pueblo, en la mañana de un domingo, día ya remoto, de gran
sol y buen humor. Por estar de buen humor, temiéndole al aburrimiento del
domingo ciudadano, mis compañeros y yo buscábamos lugar propicio
donde escaparnos; uno de ellos propuso irnos al pueblecito recomendándolo
como un exquisito rincón de paz, y a él nos fuimos, a expandir libres
nuestra jovialidad bajo el cielo azul, derramándola de antemano por la
avenida que al pueblo conduce, blanca y radiante bajo aquel sol meridiano.
Recuerdo que para almorzar improvisamos una fonda en la única pulpería
del lugar, y luego, satisfechos, tanto del reír como del comer, nos fuimos a
las afueras, a sestear, bajo un cují, junto a la acequia y allí fue un largo
divagar a propósito del sol, del paisaje y del arte propios: discutimos
valores, hablamos de esperanzas defraudadas, comentamos ajenos fracasos
vislumbrando tal vez el propio; excitándonos hacíamos frases rotundas
algún tanto huecas: el paisaje nos agota; este sol nos devora… Yo entrevía
asuntos para dramas probables, y quizás, por entretener las manos como de
costumbre, arrojaba hojas muertas a la corriente.

***

Del pueblo mismo, recuerdo vagamente un gran silencio, una quietud


inefable en un mediodía ardoroso; la plaza sola, las calles solas y en todas
partes el sol; un chorro de agua tibio fluyendo de la alcantarilla, dentro del
cántaro de alguien que quizás esperaba al lado; en algún corredor alguno
que dormitara; tal vez algún perro, al arrimo de una pared en la sombra
exigua y caliente del alero, durmiendo; dentro de los zaguanes,
probablemente un monótono zumbido de moscas… Y quien sabe qué más,
impreciso… Torpe impresión de siesta, de marasmo, que me llevé como
único recuerdo del pueblo, de cuya vida tenía derecho a dudar luego,
porque no la había visto.
Después, pasado mucho tiempo —el suficiente para que la más viva
impresión de realidad se descolore, y reste en la memoria como una
desvaída tinta de sueño— volví al pueblecito, esta vez con ánimo de
percibir lo que se me escapara antes: la vida del lugar, su fisonomía propia.
También era mañana azul de sol y jovialidad, lluvias recientes habían
lavado el follaje renovándolo con un grato verdor. Camino del pueblo, en el
paseo, dentro de los jardines, estallaban voces claras de niños invitándose
mutuamente a juegos locos, y voces agrias de ayas reconviniéndolos; entre
los árboles, en el ambiente apacible una estatua agredía con bélico gesto
feroz; más allá se prolongaba la avenida hasta donde terminando las aceras,
comenzaba el camino, entre hileras de plátanos, a través de las vegas.
Distante, detrás de un torreón trunco, volteaba lento un molino de aspas
ennegrecidas. De trecho en trecho airosas chaguaramas destacaban sus
ágiles tallos iluminados, sobre un fondo violáceo de cerros en sombra y
sobre el aire azul las cimeras; luego tras un recodo, el pueblo. Primero un
aspecto indígena: ranchos de palma en las faldas del cerro; luego: la iglesia
con sus techos de teja superpuestos a modo de las antiguas construcciones
coloniales y en torno a la iglesia un arbolado, un amontonamiento de casas,
algunas calles, y después de todo, en el fondo, la fábrica, enorme en la
perspectiva, cuya construción extraña y su color gris, no sé por qué me
recuerdan algo de países invernales que he visto mucho en ilustraciones.
Ganado el pequeño repecho que se empina a la entrada, el caserío se
insinúa con la indisciplina de un arrabal sobre el terreno quebrado, entre
tunas y cardones que se erigen como alardes de un gran esfuerzo sobre la
tierra rojiza, alternando con cujíes de aplanadas copas entre cuyas ásperas
ramas lucen las menudas flores como gotas de sol coaguladas. Por el
caserío circula gente desarrapada; en la tierra escarban animales y
muchachos indistintamente. Al llegar, un perro nos saluda con un gruñido
hostil, mientras un chico desnudo y sucio corre a ponerse en salvo a la
puerta del rancho, desde donde luego nos mira hurañamente, junto con la
que, avisada por su recelo y por el gruñido del animal, se ha asomado a
vemos pasar. Esta, probablemente, madre del chico y si no tan desnuda, tan
mugrienta como él, nos ve de tal modo que el saludo se impone a manera de
venia para que se nos permita el paso; hecho esto, seguimos:
indefectiblemente hay ropa blanca secándose en las empalizadas; en los
interiores: diverso trajín e idéntica miseria; aquí una mujer que lava
batiendo ruidosamente; otra que allí, arremangada, amasija con un rápido
movimiento alternativo de las manos expertas; a veces es una que se
entretiene en hurgarle a una chica la cabeza erizada de espirales rebeldes; o
una que más desocupada, desde la puerta del cubil habla hacia el interior
como si hablara sola. Entre todos los oficios esta holganza es lo más
frecuente, en casi todos los bohíos misérrimos hay gente ociosa, inmóviles
de ordinario horas enteras, como en una suprema abstracción, y este
sinquehacer condensa en los interiores un ambiente de paz imperturbable,
asidero propicio de todo sentimentalismo inexperto. Sin embargo, al pasar
cerca de los ranchos se advierte algo que hace acelerar el paso y espanta al
Sueño; algún mal olor: leña que adentro arde, el charco en que se revuelca
el cerdo. No obstante, siempre es conveniente pasar junto a ellos, sobre todo
si ha sido grato verlos desde lejos.
Más adelante va apareciendo el pueblo propiamente; hay menos
muchachos en el camino y por consiguiente más silencio; dentro de las
casas gente blanca y distinto quehacer.
Este aspecto del poblado me es familiar; es el mismo de los arrabales
ciudadanos. Como en éstos, allí predomina el ocre; en la calle de tierra
desnuda, en las fachadas de las casas inconclusas, porque allí como en los
arrabales, abundan las casas en fábrica que nunca serán concluidas, por los
huecos de cuya puertas y ventanas se entrevé un cielo siempre azul o trozos
de un paisaje cuya tinta adquiere por la virtud del marco, un prestigio
singular. Esto último que es en sí apenas un simple efecto de contraste, me
sugiere pensamientos muy vagos, tan vagos que quizás no son sino
espejismos de ideas, inaferrables impresiones subliminares a las que aún no
corresponde ninguna expresión humana o a las que tal vez sólo podrá
acordarse la vaguedad sugerente de la música. Y a fuerza de estar ligado a
tan íntimas ideologías, el hecho sencillo ha adquirido para mí un sentido
profundo, que he querido interpretar como una máxima de arte: hacer ver a
través de un alma la angustia o la alegría ajenas, como por el hueco de una
destartalada pared, un trozo jovial de paisaje o por una puerta indiscreta,
una escena de vida íntima.
En esto también se parecen el pueblo y los suburbios ciudadanos; como
en éstos, en aquél todas las puertas se abren indiscretas hacia la calle
soleada divulgando el secreto de los interiores; frente a ellas nos detenemos
invariablemente a ver hacia adentro, y sucede entonces que el asombro y la
curiosidad de adentro proporcionan motivos estupendos para cuadros
probables. A veces es un grupo de niños que se asoman a vernos mirarlos; a
veces el cuadro está hecho ya: son mujeres que hablan con palabras que no
oímos, en los comedores, mientras trabajan. Todas se sorprenden de nuestra
expectación y probablemente se preguntarán: ¿Qué verán tanto para
adentro?; y nos miran a su vez. como para que no les robemos sin darse
ellas cuenta el secreto de su vida interior. Algunas veces sonríen, quizás
burlándose de nosotros, pero nosotros agradecemos la sonrisa, que también
supo ser bella. Sin embargo, preferimos verlos sin que nos descubran,
seguramente porque tenemos algo de ladrones; algunos lo han comprendido
y han mandado cerrar las puertas; otras veces no hemos podido ver la vida,
pero siempre hemos encontrado algo bello; patios bañados de sol. un poco
de azul sobre los tejados, adentro; un gajo, no sé por qué siempre creo que
ha de ser Cayena con una flor muy roja y muy grande, por encima de una
pared en un aire claro. Qué explosión de alegría, la nuestra, si por la
claridad de adentro, atraviesa, bañándose de ella, una figura armoniosa, de
mujer!
Como nuestros ojos, nuestros oídos también han sorprendido algo al
pasar: trozos de conversaciones familiares, de uno de esos diálogos sin
asunto empezados nadie sabe cuándo y que concluyen con la vida misma.
Esta vez, como de costumbre, las que hablan son mujeres; dos que cosen en
la sala, cerca de la puerta:
—Pues él me dijo que desde ese día, no volvió a vería más.
—Eso tenía que suceder.
Y siguen comentando el suceso sin referirlo, mientras nosotros que lo
ignoramos, entrevemos interesantes episodios, tragedias quizá, donde
seguramente no hubo sino un acontecimiento vulgar; pero el claro
destacarse de las figuras sobre el fondo en penumbra de la sala y los valores
del escorzo sobre las caras inclinadas, tienen tal virtud escénica que
convierten la frase más sencilla en frase trascendental. Así. no es extraño
que aguzada la perspicacia, tome por un maniático a quien en el cuarto
vecino de la sala donde las mujeres hablan, repitió dos veces: maldito sea,
maldito sea…
Más adelante, en una ventana un enfermo toma el sol; detrás de él, de
pies, una mujer nos ve pasar; luego: la escuela; en un banco se apretujan los
muchachos, por turnos leen, ruidosa y atropelladamente trozos de historia
patria; uno: el trágico episodio de Berruecos; otro: algo a propósito de una
batalla anónima; entre uno y otro, habla el maestro: a ver usted, siga
usted… En las paredes hay mapamundis y una pizarra donde se adivina una
fabulosa cantidad que por una ironía del azar, sin duda analizó el más
mísero de los escolares…
Más adelante, al extremo de la calle que llevamos, la plazoleta cercada
con palizada de alambre, entre la iglesia de un lado y la jefatura civil al
otro. En la plaza, sola, silenciosa, discurren por los senderos enarenados dos
palomas picoteando solícitas. A riesgo de ahuyentarlas traspasamos el
cercado, dentro de cuyo recinto se hace más grata la quietud aldeana; un
momento el vuelo de las palomas crepita en el aire, luego se restablece el
silencio, inefable. Para gozarlo mejor nos sentamos en un canto de piedra
tumbado bajo un cedro a manera de banco.
Afuera, junto a la alcantarilla esperan pacientemente mujeres y
muchachos mientras un hilo de agua turbio y moroso, va llenando una a una
las cántaras; los que esperan miran en silencio fijamente al agua.
Hacia la iglesia pasa una mujer con medallas eucarísticas al pecho;
dentro de la jefatura se conversa monótonamente; a intervalos entran y
salen de la pulpería compradores diversos; desde las puertas de las casas
próximas se nos observa con la misma expresión azorada y furtiva con que
nos miran las palomas que han regresado a la plaza; por la calle dos
Hermanitas de los Pobres van de puerta en puerta, recogiendo perdones y
una que otra limosna. En el aire diáfano los colores tienen una nitidez y una
frescura de cromo; de aldea donde apenas falta la típica figura del cura
bonachón y vejete, en la socorrida actitud paternal: bendiciendo a un niño
arrodillado.
¡Qué fracaso si hubiera aparecido! Por momentos espero verlo asomarse
y me lo imagino paseándose por el altozano de la iglesia, dentro del
jardincito, pergeñando un sermón, porque entre las jactancias de la aldea no
es la de menos ésta de tener un cura elocuente, tribunicio, y nada más
natural que siéndolo éste, saliera a componer el sermón al jardín de la
iglesia, en una mañana tan fresca… "La paz sea con vosotros”… ¿De qué
manera mejor podría comenzar el sermón? Es tan apacible el lugar, discurre
allí la vida tan serena! Pero seguramente el orador ha agotado este bíblico
motivo y hay que buscar otro, nuevo y más humano… Si sucediera algo…
un escándalo… Yo sé que el orador discurre a menudo sobre los sucesos de
la parroquia, sobre todo si le dan oportunidad de fustigar a los feligreses
con una máxima de moral cristiana… Pero, ¿qué escándalo se atrevería a
profanar aquella quietud? Si apareciera al extremo de cualquier calle una
mujer hermosa, lasciva, con un traje de vivo color, para la mayor eficacia
del efecto, bajo una sombrilla, que por esta vez podría no ser roja… ¿Qué
hay en esto de imposible? La pecadora ha ido al pueblo en busca de
descanso o de salud; como es de suponerse, en el pueblo no se habla si no
de ella; sus trajes, su sombrilla, el colorete que gasta, el desenfado con que
se recoge la falda y aquella diabólica manera de mirar a los hombres. Las
madres cristianas y timoratas temen por sus hijos en peligro, las muchachas
no dejan de pensar en ella y a veces se asustan de sus propios pensamientos.
Lo que significaría para tantas de ellas, aquella perdida! La vida anodina
aburridora; la semana para el trabajo, el domingo para la misa y el
fastidio… ¡Marta y María! Si conocieran la evangélica elección de Jesús.
¡Cuántas Marías!… A menos que en la tarde en el sermón, el cura se
decidiera por Marta, aun a riesgo de desacreditar a Jesús. En esto podría
pensar mientras paseara por el jardín. en el altozano de la iglesia…
Mas la pecadora no aparecía al extremo de ninguna calle, ni el cura se
asomaba al altozano, y en el interior de las casas, las Martas estaban en paz,
con sus pensamientos inaccesibles, mientras las manos hacían su labor
cuotidiana.
Pero de aquélla, la verdadera, la vida de todos los días, a la vez
interesante y trivial, yo aún no poseía el secreto. ¿Cómo lograrlo? ¿Tomarlo
por asalto? ¿Abrir aquellas puertas cerradas, insinuarme en las almas para
sorprender en ellas el minúsculo pensamiento que alegra o tortura?
Hubiera sido inútil, la vida, huraña, se hubiera escapado a sus refugios
inabordables y no hubiera encontrado angustia que no sonriera para
engañarme, ni alegría que se atreviera a ser risueña… Si el azar me revelara
el secreto! Yo entre tanto hacía conjeturas, y por afición al contraste
imaginaba emociones intensas bajo pasividad exterior.
Un vendedor de billetes apareció de pronto; gritó unas cifras
recomendándolas de la manera acostumbrada. Nadie lo llamó para
comprarle y él, después de varios gritos inútiles, se dirigió hacia la salida
del pueblo. Sin embargo nadie podía asegurarse que no era la Suerte quien
había pasado…
De la escuela próxima salieron en tropel los muchachos; un grupo de
ellos se encaminaron a la plaza; hablaban y gesticulaban alborotadamente,
alegando los derechos que todos a la vez tenían. Por una calle cercana
pasaron carretas hacia la fábrica. Los muchachos fueron entrando en sus
casas, las carretas se alejaron y volvió a quedar en silencio la plaza. En
torno a ella, circulaban los vecinos, atento cada cual a su quehacer. Viendo
la circunspección con que lo hacían, me acordé de la gravedad que gastan
los niños cuando juegan a vivir.

***

Cuando regresamos, mientras mi compañero hablaba, yo me decía para mis


adentros: Es curioso; que no me convenza de que la vida aquí es tan grave y
pueril como en todas partes. ¿Por qué ha de parecerme juegos de niños, que
este pueblecito tenga su iglesia, su plaza y su cementerio?… Sobre todo: un
cementerio… Es una aberración.

Septiembre 1910. Caracas.


LAS NOVIAS DEL MENDIGO[4]

Tenía una singular manera de pedir limosnas; jamás imploraba exponiendo


su miseria del modo como suelen hacerlo los mendigos vulgares para
apiadar a las gentes, ni propiamente las imploraba nunca, porque él no era
un pordiosero vulgar que suplicaba un pedazo de pan o un centavo para su
hambre, sino un mendigo de oraciones; y aun éstas no las pedía para
servirse de ellas en su propio provecho, sino para hacerles la caridad de
enseñárselas a las muchachas de su campo, siempre expuestas a las
malignidades de los echadores y a las mordeduras de los animales
venenosos.
Por este motivo muchos le cobraron recelo y hasta mala voluntad
algunos, pero a él no se le daba cuidado porque en cambio muchas también
lo querían, y el cariño de éstas, como que era de almas puras y tiernas, tenía
que ser para él más dulce que amarga era la malevolencia de los otros.
Estos, los hombres, por natural condición recelosos y mezquinos, le tenían
ojeriza; menos por aquel aspecto suyo de vagabundo y embaucador, tan
sospechoso, que por el cariño que le profesaban las mujeres, a quienes el
mendigo sabía interesar en su favor, explotando la natural curiosidad de
ellas, con aquel mismo aspecto suyo y aquella costumbre, tan inusitada
como aquellas palabras que empleaba en su conversación siempre
disparatada y pintoresca. Y como él sabía que los hombres le aborrecían,
esperaba que ellos no estuvieran en sus casas para ir a ellas, donde siempre
era bien recibido por las mujeres que invariablemente acogían su aparición
con grandes clamores y aspavientos de burlona jovialidad, y se sentaban
luego en torno suyo haciéndole preguntas diversas para hacerle hablar y
gozarse con oirlo, a lo que él correspondía gustoso y satisfecho, mirándolas
a la cara y sonriendo con una evidente expresión de voluptuosidad que le
remozaba de modo singular la faz vetusta, como si aquellos agasajos que
ellas le hacían y con los que él les retribuía llamándolas cariñosamente mis
niñas, disfrutara de un placer idéntico al que proporciona a un niño el
furtivo saboreo de una golosina mal habida.
De esta manera tomaba el mendigo la revancha contra la malquerencia
de los hombres, regocijándose de su artería con un sentido no exento de
innobleza, porque si bien había mucho de niño en el modo candoroso como
se preciaba de aquel amor de las mujeres, había también mucho de seductor
en la maña que se daba para lograrlo.

II

Mas, como siempre sucede, no todas le querían con igual entusiasmo, ni a


todas él de la misma manera. Tenía sus preferidas, suerte de favoritas de
aquel raro amador, para las que reservaba como dones especiales los más
bonitos cuentos de encantamientos y las anécdotas más inverosímiles de
cuantas le habían sucedido, y con las que ellas se divertían lo indecible. En
cambio, ellas le tenían siempre oraciones muy curiosas y eficaces amuletos
propicios contra toda maligna asechanza, con la añadidura de algo que
comer y una que otra prenda de vestir de cuando en cuando; todo lo cual,
aunque nunca lo exigiera, aceptaba él gustosamente. Las otras, las
indiferentes, nunca le tenían una oración ni una reliquia bendita, cuando
más un pedazo de pan o un centavo era lo que le daban, y esto, sacando
apenas el brazo por la puerta entornada, sin invitarle a entrar y muchas
veces sin detenerse a escuchar el cariñoso saludo y los votos con que él
retribuía la limosna que le daban. Verdad que tampoco él tenía para ellas
cuentos ni anécdotas; pero esto mismo más que suya era culpa de ellas que
nunca tenían tiempo ni paciencia para oírlos. ¡Tan ocupadas estaban
siempre! La razón era obvia, pero él atribuía a desamor aquella desatención
y siempre salía refunfuñando sin agradecer la limosna que se le daba tan
desabridamente, como a un pobre cualquiera, y que él aceptaba por no
desairar.
—No tienen caridá. Como si uno por más pobre que juera no le tuviera
más estima al cariño que al piazo e pan.
Y una vez le dijo a otra:
—Mi niña; su perdone consuela más que too el pan de la tierra. Dios le
bendiga la boca.
Sin duda, aquella boca había sabido darle la verdadera limosna porque
no era sólo pan lo que necesitaba aquel mendigo. Y como no lo estimara
por sobre toda otra cosa, en el pueblo se decía que no era tal pobre, sino un
avaro que se estaba pudriendo de sordidez y dinero, por lo que muchos
señores prohibieron terminantemente en sus casas que se le dieran limosnas.
Otros decían que era un truhán, un redomado embaucador, y muchos lo
tenían por brujo por el hecho, así explicable, de mendigar oraciones; y así,
unos por sólo esto, otros por aquello, todos le tenían aprensión.

III

Y era que, en efecto, aquel hombre tenía una cosa extraña que inspiraba
recelo; cierta dureza en la mirada, más propia del malhechor que de
pordiosero, su mismo aspecto bien pareciente de persona de rango venida a
menos, nadie sabría por qué, aquella pulcritud y cuidado de las manos y de
la cara que se avenía tan mal con los harapos del vestido y la tosquedad de
los pies maltratados por el andar descalzo, y sobre todo, aquella manera
picaresca de guiñar los ojos como si se burlara de los que le compadecían, y
aquel gesto notoriamente lascivo de enarcar la boca haciendo converger en
los pómulos agudos todos los pliegues de la cara, en una sonrisa de sátiro en
acecho, expresión de senil voluptuosidad que ponía escuchando a las
mujeres que le agasajaban y que se le quedaba en el rostro, largamente,
como estereotipada.
Este gesto había sido en veces tan decidor que muchas se ruborizaron de
haberlo provocado y desde entonces tuvieron más comedimiento en su trato
con el mendigo a quien creyeran incapaz de un pensamiento impuro. De
esta manera fue perdiendo el favor que un tiempo le dispensaron todas las
muchachas del pueblo, hasta que al fin eran muy contadas las que le
permanecían fieles a pesar de la sonrisa.
Entre éstas las más eran temporadistas de las que todos los años por la
época de los calores iban al pueblo, para quienes el raro mendigo era uno de
tantos motivos de esparcimiento, una de las tantas cosas que había que ver
en el lugar. Y como le descubrieran la graciosa chifladura, se divertían a
más y mejor haciéndose las enamoradas de él, tanto por la fruición que les
procuraba alimentar una hoguera que no habría de quemarlas, como por
preciarse de listas y pulidas no incurriendo en la pudibundez cursi de las
muchachas del pueblo a quienes asustaba un amor tan inofensivo como el
de aquel pobre hombre.

IV

De aquí que el mendigo terminara no bajando al pueblo sino por la época de


la temporada. Todo el resto del año se lo pasaba en el campo, enseñándoles
a las muchachas de allá las oraciones que a su vez aprendía de boca de las
señoritas de la capital, y esperando la estación calurosa como un enamorado
el regreso de la novia. Y en realidad era un enamorado en la espera de
muchas novias; algunas, ya conocidas y no olvidadas todavía; otras,
ignoradas y de antemano queridas, todas las que por agosto venían a las
quintas de los alrededores del pueblo a congregarse, como en un serrallo,
para aquel peregrino sultán, y a quienes él aguardaba ansioso, allá en su
campo, contando los días y mirando continuamente hacia el camino desde
la puerta de su rancho.
Esto le valía la diaria y continua regañina de los de su familia, que no
podían ver con agrado que él se estuviera todo el día, mano sobre mano y
entretenido en tan ociosos pensamientos, mientras ellos, encorvados sobre
el barbecho, soportaban, abrasador y pesado, el azote del sol y la carga de la
casa. Verdad que ya él estaba viejo, pero en el campo muchos había tan
viejos como él y de mayor provecho; y además, si no lo era para el trabajo
tampoco dejaba de serlo para no estar sirviendo de diversión a los vecinos
que se le reían en las propias barbas, cuando él les contaba lo mucho que lo
querían sus niñas y las cosas tan buenas que le decían; y si bien era cierto
que la amistad con tales personas le producía beneficios efectivos para los
hijos, tenía que ser bochornoso que su padre las mendigara.
Pero ni la reprimenda de los suyos ni la burla de los extraños le hacían
apartar la vista del camino ni el pensamiento de la grata abstracción, y así
estaba, hasta que en el camino aparecían los carros colmados de muebles,
anunciando el advenimiento de la temporada, y los trenes más llenos que de
costumbre, pasaban hacia el pueblo llevando gente siempre alegre que
agitaba las manos fuera de las ventanillas en un tropel de adioses para todos
los que veían pasar, adioses que eran para el mendigo saludos de buen
augurio. Entonces tomaba su bastón y se iba al pueblo, a pesar de las
protestas de los hijos que de buena gana lo encerrarían en un manicomio,
todos los años por aquel tiempo, y en el pueblo reemprendía su romería de
todos los años, en busca de novias, de casa en casa. A muchas de las ya
conocidas encontraba transformadas: en mujeres, las que niñas dejara de ver
en el pasado año; en enfermas, las que se despidieron buenas y sanas, y
como por una y otra causa habían cambiado mucho, a menudo le costaba
trabajo recordarlas, mientras que ellas lo reconocían al punto.
—¡Crisanto! ¡Todavía vive usted!
—Entoavía, mi niña, a pesar de toas las fragilidades que he atravesao
este año.
En todas partes encontraba gentes desconocidas con quienes entablaba
amistad prontamente y cuando regresaba a su campo se llevaba, junto con
algunas oraciones aprendidas y algún dinero que nunca dejaban de
regalarle, un nuevo amor dentro del alma por una novia nueva; porque su
alma era pavesa de pronto arder en toda chispa de mirada femenina, como
si la edad en vez de aterírsela se la hubiera retostado hasta el punto de
hacerla prodigiosamente inflamable.
Este amor era para él como una reencarnación; de tal manera le animaba
que sólo con ver la soltura y presteza con que se empinaba cuesta arriba
hacia su campo, podía asegurarse que lo llevaba en el pecho, y quien
hubiera ido al lado suyo le habría escuchado musitar: “mi niña, mi
noviecita”, mientras la mirada se le enardecía y se le contraía la boca
enarcándosele hacia los pómulos agudos.
V

A veces, más bien, se llevaba una profunda tristeza y cuando llegaba al


rancho se sentaba sin decir palabra en el tronco donde solía pasarse los días
enteros, mirando el camino, y tapándose con ambas manos la cara, echaba a
llorar como un niño. Era que había perdido una novia: una de las del año
anterior que se había casado en la ciudad o que había muerto, o que había
dado un mal paso.
Esto último no sucedía con frecuencia, pero había ocurrido ya dos
veces, precisamente las dos a quienes había querido más porque habían sido
las más afectuosas y caritativas con él, la primera de las dos, sobre todo.
¡Lo que sufrió el pobre Crisanto cuando supo la determinación que había
tomado aquella muchacha tan virtuosa al parecer! Varios días estuvo
tumbado en un rincón del rancho, sin hablar a nadie, sin mirar a nadie;
llorando a veces, a veces bramando como una bestia herida, imaginando
venganzas insensatas, como sólo un loco podía imaginarlas, afligido con
dolor verdadero y avergonzado como si el desliz de la soñada prometida el
hubiera menoscabado su honor en realidad. Igual le aconteció cuando la
segunda, y como alguno, por mortificarlo, asegurara que esto pasaba porque
él era un hacedor de daños, el pobre hombre se exasperó de modo tal que
fue necesario vigilarle porque en dos ocasiones atentó contra su vida.
¡Un echadaños él, que pedía limosna? de oraciones para enseñar a las
gentes a librarse de las asechanzas del Enemigo Malo y de la mordedura de
los animales venenosos! Y se dolía de que alguien le quisiera tan mal para
calumniarle así, y como la versión se generalizó entre los campesinos y en
el pueblo mismo, al fin Crisanto concluyó por temer que fuera cierto lo que
se murmuraba.

VI

No obstante, cuando vino la temporada y empezaron a ocuparse las quintas


con familias de la capital y al alegrarse los paseos con la ingenua explosión
de las femeniles charlas, Crisanto quebrantó el juramento que hiciera de no
volver a poner más sus ojos malignos sobre mujer alguna, bajando de su
montaña, como de costumbre, en busca de novias nuevas. Y, como siempre,
encontró muchas, porque él tenía la propiedad de agradar a las mujeres, en
cambio de aquella otra correspondiente de desagradar a los hombres; y
entre todas las que encontró una fue la escogida, de cuyo hallazgo se
hubiera alegrado tanto como se afligió con la pérdida de las otras, si no
fuera por aquel decir de las gentes, a lo que él no daba ya crédito, pero que
sin embargo le tenía caviloso, porque quieras que no, estas cosas de
superstición pueden a la postre más que uno. Y de esta manera, por primera
vez, concibió el amor con zozobra, tanto que cuando en la tarde regresó a su
casa, no supo decir si estaba alegre o triste.
Sin embargo, era para alegrarse hasta enloquecer porque ninguna como
aquella novia había sido hermosa y amable; jovencita, porque en los ojos se
le veía la ternura de la edad; buena, porque tenía una sonrisa más fresca y
una voz, tan sabrosa, que daban ganas de quedarse sordo después de haberla
oído.
La gracia que le hizo el curioso mendigar de Crisanto, cuando éste,
llegándose al corredor donde ella junto con las hermanas charlaba, dijo:
—Buenas niñas, a vé si tienen una oración pa el viejo, pa llévala pa mi
campo.
Ella no se explicaba lo que podía hacer un limosnero con una oración y
le dijo:
—¡Ay, mi niña! Cómo se devina . que usté nunca ha conocío otra cosa
que su ciudá y la sabrosura de su riqueza. Quiera el buen Dios que nunca
vaya usté a los campos, buena niña, polque en el campo hay muchos
animales dañosos, y como no hay iglesia, anda el Enemigo suelto. Yo pido
las oraciones pa enseñáselas a las muchachas de allá, que no son tan
civilizás como ustedes, que tienen más desplicación. Usté no sabe, mi niña,
las fragilidades que tiene uno en el campo; el campo está malo, buena niña;
tres fanegas y media de maí sembró el hombre y tres y media perdió; allá le
pasan a uno cosas que no son contables de contá; yo en veces digo: ¡qué
trabajo el mío…! y en el campo todos dicen: ¡qué trabajo el mío…! El año
pasado, una buena niña que vivió en esta quinta, que era quinta de verdá
entonces y ganaba hasta veinte pesos, porque ahora no es sino escombro; a
pué, la buena niña, le digo, me hizo una caridá muy buena; me dio hasta
cuarenta y siete reales juntos de una vez, pa que yo comprara gallinas y
pusiera un comercio: yo hasta me asusté cuando me los vide en la mano,
pero ella me dijo: ésos son pa usté; y con ellos fui y consolé a la mujé que
estaba enferma y a un hijo de la mujé que también estaba dolía del reuma;
¿no es verdad, buena niña, que hice una vida mejor? Dispués la buena niña
se prestaba siempre con una peseta, y pa que usté vea, dispués paró en mal.
Así es la fatalidad de las personas, que no sólo los malos paran, en mal sino
que muchos buenos van a tené a malas partes, caminando su vida.

VII

Desde aquel día, todas las mañanas iba Crisanto a la quinta a referirle sus
raros cuentos a las muchachas que se los retribuían luego con oraciones que
le enseñaban recitándolas, porque él no sabía leer, y era de admirar la maña
que se daban unas y otras por sobrepujar en lo revesado y absurdo, los
cuentos con las oraciones y éstas con aquéllos. Los de Crisanto versaban
casi siempre sobre un obligado tema de apariciones y encantamientos,
referidos como casos sucedidos a él, y con los cuales las prevenía de los
riesgos que tiene el campo; como el de bañarse en los ríos, con prendas de
oro o plata, porque en todo río hay siempre un encanto que por robarse las
prendas estrangula dentro del agua a las personas que las cargan; o el de
pronunciar ciertas palabras, sitios y momentos que nunca decía cuáles eran
por más que los preguntaran. A su vez las de ellas eran disparatadas
advocaciones a deidades de una extraña mitología imaginadas para el caso,
y que le recomendaban como eficaces contra todos aquellos mismos
riesgos. Y de todas las oraciones eran las más estrambóticas las compuestas
por aquella a quien Crisanto prefería a todas las hermanas. A ella, en
tratándose de imaginaciones no había quien le igualara, siendo tales las
atrocidades que se le ocurrían que de ordinario las hermanas tenían que
hacerle señas para que se refrenara, mientras Crisanto la escuchaba alelado
y sonriendo, con su sonrisa terrible.
Pero nunca era tan expresiva esta sonrisa como cuando ella, la novia,
por darle broma, le hablaba de amor, mirándole a los ojos fijamente como
para marearlo, y sosteniendo con toda su juventud, de una manera afrentosa
para aquella senilidad estremecida e impotente. Entonces la dura mirada
habitual del mendigo se iba enterneciendo como acero que se fundiera, en
dos crisoles tan hondos como aquellos ojos de cuencas amplias, calentado
por una llama arrancada a aquella frialdad senil en un supremo espasmo de
ardimiento. Y viendo cómo se derretía dentro de los ojos del viejo aquella
dureza impalpable, y cómo se iba estirando hacia los pómulos agudos
aquella boca de repugnante elasticidad, la muchacha se deleitaba de manera
diabólica, enardeciéndole para luego reírse de él, con una risa que tenía
mucho del chisporroteo del agua sobre las ascuas.
Así pasaron unos días, con lo que ya la flaca razón del mendigo se fue
debilitando hasta el extremo, para quebrantarse de un todo el golpe con que
por tercera vez le hiriera la fatalidad.
Una semana, cuando Crisanto llegó a la quinta, encontró cerrada la
cancela y en inusitado silencio la casa. Sólo estaba el corredor donde
acostumbraban estar de charla las hermanas, y adentro, el sol, como más
blanco. Crisanto saludó dos veces inútilmente y cuando ya se iba vio que se
asomaba un señor huraño, y saludó por tercera vez, preguntando por sus
buenas niñas. El señor le respondió de mala manera y le volvió la espalda
dejándolo con la palabra en la boca. Luego vino una de las niñas de la casa,
y al acercarse al mendigo soltó ruidosamente el llanto que trajera contenido.
Crisanto la dejó llorar y luego le preguntó:
—¿Qué tiene mi buena niña? ¿Qué cosa mala le ha pasao, pa vé si pué
consolala su pobre?
Y como la llorosa no respondiera, volvió a preguntarle:
—¿Y ella dónde está? ¿Por qué no viene a recibirme?
—No está ya, Crisanto, no está ya…

VIII

Cuando Crisanto llegó a su rancho, se tiró al suelo y lloró largamente. En


torno suyo se reunieron los de la familia, no a consolarlo, sino a reprenderlo
con dureza, amenazándolo con encerrarlo como a loco si se le antojaba irse
otra vez al pueblo. Ninguno se informó por el motivo de su duelo, porque
ya se lo suponían sobradamente, ni él se lo hubiera comunicado tampoco,
para que no fueran a reirse de él otra vez, y cuando cansados de amonestarle
le dejaron en paz con su dolor, él se quedó pensando:
—¿Por qué los que son buenos van a pará también a mala parte,
caminando su vida, como los malos? Una niña tan caritativa, que le gustaba
tanto protegé a los pobres, y quererlos con too su cariño, terminá en la
fragilidad en que ha terminao…
Luego, convertido en ira el dolor, estremeciéndose como un
energúmeno continuó:
—¿Por qué me ha dejao? ¿Por qué me ha dejao…? La muy zafá…
Recordó entonces a las dos que habían precedido a esta última en
aquella fuga de novias tan inexplicables, y de súbito le asaltó un
pensamiento cruel: tenían razón los que le aseguraban que así sucedía
porque él era un echadaños… Y se dolió sinceramente de no haber
cumplido el juramento que hiciera de no mirar a ninguna mujer, y en un
supremo arranque de ira se introdujo en las cuencas profundas los dedos
crispados, como para sacarse aquellos ojos malignos, mientras allá, en su
interior, daba su último parpadeo la razón.
EL ULTIMO PATRIOTA[5]
La familia hallábase a la sazón entretenida en diversos ocios en el corredor
de la antigua y noble casa que había sido desde los tiempos de la Colonia,
solar glorioso de la más ilustre pléyade de varones con que se honraron los
fastos de la patria.
La familia se componía del padre, Don Máximo, continuador del
nombre tantas veces esclarecido por sus mayores y señor de ínfula él, de
profesión tenedor de libros en varias casas mercantiles, y persona versada
en heráldicas y un tanto dada a achaques literarios, por afición; la madre,
mujer como todas las demás, con algunas canas y excesivas carnes; el
primogénito, artrítico y jugador de oficio; otro hijo que no estaba presente,
cursante de derecho, literato en agraz e irresistible Don Juan más acicalado
y cuidadoso de su persona, que su misma hermana, que lo era mucho, con
no ser tan apuesta como prognática y tener tantos granos en el cutis, como
vanidad y sosería en el modo de ser.
Además de éstos, estaban en el corredor, un hermano de Don Máximo,
menos señor que él por dejadez y penuria, hombre amigo de chanzonetas y
de maneras vulgares, y, por último, una hija de éste, de doce años, tonta y
clorótica.
No hacía mucho que se habían levantado de la mesa y, como de
costumbre, pasaban las primeras horas de la noche en el corredor, mientras
era la de irse cada cual a su respectivo pasatiempo: Los viejos al dominó,
los mozos a la visita o al club o a la francachela, a la ventana la niña y la
tonta al sofá, a dormir como solía hasta que su padre la despertaba para irse,
terminada la partida con la inevitable discusión. Don Máximo leía con
interés y evidente disgusto un artículo inserto en un diario de aquella tarde;
frente a él, su hija leía, también absorta, a Carlota Braemé; en el otro
extremo del corredor el hijo artrítico charlaba con el tío a propósito del
juego y sus cébalas y artimañas, mientras la señora escuchaba
placiblemente las tonterías de la sobrinita, y por allá dentro silbaba el aria
de “Tosca" el literato, mientras se hacía la toilette.
De pronto don Máximo, quitándose los áureos lentes, y arrojando lejos
de sí el periódico, exclamó, encarándose a los circunstantes:
—¡Habráse visto!
Con tal énfasis lo dijo, que todos, sorprendidos, se volvieron hacia él
inquiriendo, mientras el hermano con su irritante pachorra le preguntaba:
—¿Qué te duele, chico?
—Me duele lo que no te dolería a ti, seguramente. —Y como con esto
aumentara la perplejidad de la familia, agregó explicando:
—Que este país se acabó.
—¿Por qué, Máximo? —Esta vez quien habló fue la señora, seriamente
alarmada con la aseveración de su marido.
—Era lo que nos faltaba. Ya aquí no hay nada sagrado; nada digno de
respeto. No te digo; a este país se lo llevó el demonio. ¡Decir eso de la
única página limpia que tiene nuestra historia! Es hasta donde puede llegar
la corrupción! ¡Que atrevimiento! ¡Qué irreverencia!
Los circunstantes iban de asombro en asombro a medida que el
ofendido patriotismo del noble señor se desahogaba a fuerza de
exclamaciones rotundas que eran como anatemas de la patria misma,
porque sin lugar a dudas se trataba de una injuria inferida a la majestad de
la Patria, por cuyos fueros siempre camparon los Máximos, desde el más
remoto ascendiente, hasta éste, para quien fue siempre una religión el
patriotismo, y que si nunca entró por él en reyertas de sangre, muchas veces
las afrontó en los estadios de la prensa con entereza, sin vacilaciones
desdorosas. Y era tan épico el acento de Don Máximo, tan marcial el gesto,
que los manes de los esforzados abuelos debieron de recrearse, con el santo
orgullo de raza al ver cómo su superviviente se armaba de aquella índole
brava y noble que ellos le legaran, para clamar contra los detractores de la
patria, tremolando como un airón de gloria aquel nombre ilustre que a
tantas hazañas los obligara; y la casa misma se hubiera estremecido como
antaño lo fuera al hospedar tanta grandeza, si aquel barniz verde claro,
aquella luz eléctrica y aquel mosaico del pavimento no le hubieran quitado
con su estolidez moderna, el severo aspecto y la condición señorial.
—No debía permitirse que se escribieran estas cosas. ¡Estos artículos de
difamación, de diatribas! ¡Es inicuo! ¡No debían publicarse!
En este punto apareció en el corredor el hijo literato de Don Máximo.
Aún no había concluido su toilette, porque venía ocupado en hacerse el lazo
de la corbata y estaba en mangas de camisa, pero como se trataba de su
oficio, al oír a su padre referirse a un artículo acudió a hacer acto de
presencia como quien cumple una función imprescindible. Ya sabía él que
iba a llegar como a pedir de boca, y por esto vino como quien no quiere la
cosa, para darse mayor importancia. Apenas lo vio Don Máximo, cuando
enfrentándosele, le dijo:
—¿Has leído el artículo ése?
—No. ¿Cuál?
—¡Caramba! ¿Tú no lees los periódicos?
—Tienen tan pocas cosas que enseñarme.
Los espectadores se veían unos a otros las caras, como para saber si
alguno había descubierto de qué se trataba. Don Máximo estaba que echaba
chispas. El majadero Maximito dio al fin su brazo a torcer:
—¿Trae algo de importancia?
—Un artículo que es una ofensa a nuestro nombre.
—¡Dios mío! ¿Qué dice de nosotros? —terció la esposa alarmada.
—¿De quién es? —preguntó el artrítico.
—¿A nosotros? Pero si ni siquiera nos nombra, papá —dijo la hija de
Don Máximo, que en un santiamén había devorado el artículo en cuestión.
—No es preciso que nos nombre.
—¿Pero qué dice, chico? Desembucha.
—Dice —comenzó Don Máximo, sin reparar por esta vez en el término
vulgar que había empleado su hermano Antonio— dice, que hay que acabar
con la epopeya.
—¿Con quién?
—¿Con la epo… que? —preguntó socarronamente Antonio.
—Poya —completó Don Máximo, en el colmo de la indignación, sin
darse cuenta del ridículo en que lo había hecho incurrir el patriotismo, con
lo cual todos los circunstantes prorrumpieron en risas que dieron al traste
con la poca paciencia que le había dejado el articulista, al irascible señor.
—No es oportunidad para gracejadas; se trata de un asunto grave.
—¡Ah Antonio! —exclamaban los demás entre uno y otro acceso de
risa, para mayor disgusto de Don Máximo que no toleraba que en su casa
fueran celebradas las burdas ocurrencias de su hermano, y mucho menos en
momentos en que se ventilaban asuntos de tanta trascendencia como aquél,
pues se trataba de los sagrados intereses de la Patria, y de la familia misma,
como que muchos Máximos habían tomado parte en aquella epopeya que el
irreverente articulista quería destruir en nombre de la sedicente crítica de la
Historia. Y cuando fatigados de tanto reír se hubieron enseriado los de la
familia, continuó Don Máximo dirigiéndose a Maximito:
—Es preciso que lo leas. Tenemos que rebatirlo; eso no se puede quedar
así. Asentar tan paladinamente tamaño despropósito; decir que nuestra
guerra magna no fue sino una de tantas revoluciones; que la Epopeya no
vale un comino; que los próceres no eran tales dechados de generosidad y
virtudes!
—¡Y por eso te pones tan bravo! —dijo ingenuamente Antonio, para
quien todas las referidas blasfemias no tenían valor alguno—. Mira que tú
puedes ser bien… patriota; molestarte porque digan que los próceres eran
una pandilla de vagabundos.
—Los próceres, Antonio, los Héroes, son la más alta representación de
un pueblo, y no se les debe tocar para desacreditarlos.
—Le voy a decir, papá —argüyó Maximito— la figura del héroe resulta
más imponente mientras más de cerca se le considere.
Nadie contestó, lo cual quería decir que Maximito había perdido su
tiempo, o que Don Máximo no encontraba adecuado para una polémica el
traje del mozo, porque después de una pausa, le dijo:
—Ponte el paltó.
Fue y púsoselo Maximito, volviendo para continuar el empezado
discurso, oído recientemente, de seguro.
—La historia hoy no quiere semidioses; ya eso de los semidioses pasó
de moda.
—Lo sublime no pasa, lo sublime es inmortal, no muere.
—Sí; pero lo sublime de hoy es muy distinto de lo sublime de hace
veinte años, por ejemplo. La figura de nuestros próceres es algo amuñecada,
es necesario restituirles su primitiva humanidad; formarse de ellos un
concepto realista; la sociología enseña, por medio de la crítica de la
Historia…
Nombrarle a Don Máximo la Crítica de la Historia en aquellas
circunstancias era grave imprudencia, casi una provocación.
—¡La Crítica de la Historia! ¿También estás tú creyendo en
paparruchas?
Y fueron tantos los denuestos en que se desató contra ella y sus
secuaces, que en calidad de tal Maximito se vio en grave trance por
defenderla, teniendo que privarse de asistir al recibo para que se preparara
desde el anochecer, por hallarse comprometido en la más acalorada
controversia que jamás tuvieron padre e hijo. Este, haciendo causa común
con el articulista, más por snobismo que por convicción, sustentaba justos y
arbitrarios argumentos, más ajenos que de su cosecha, en defensa de los que
llamaba superiores intereses de la Ciencia moderna, manejándolos con tal
destreza de escamotcador que era imposible distinguir los verdaderos de los
falsos, ni los propios de los que no lo eran. A su vez, el padre sacudía la
polilla de sus raídos conceptos vapuleando al hijo infidente, campando por
su muy amada Epopeya, por la que un tiempo vertieron la procera sangre
tantos Máximos ínclitos y que hoy se hallaba en descrédito, calumniada,
vilipendiada por un articulista de oscura procedencia quizás, y lo que era
peor todavía, atacada por un Máximo de aquella misma esclarecida ralea. Y
todo por causa de la Crítica de la Historia!
Como era natural, aquella noche no se jugó al dominó en la casa, donde
materialmente no tenían espacio los vivos ni siquiera para un pensamiento,
tan lleno estaba el recinto con los hechos gloriosos de los antepasados,
referidos por Don Máximo con una sañuda prolijidad por lo que el plebeyo
Antonio tuvo que irse más temprano que de costumbre y renegando más
que nunca de su casta, de la Epopeya y de la Crítica de la Historia, también.
Al hijo artrítico tampoco se le importaba un ardite saber cómo era que
debía escribirse la Historia, ni lo que había que hacer con los héroes, si
rendirles culto como a seres superiores, como aconsejaba su padre, o
estudiarles como a hombres, según quería su enfático hermanito; ni aun le
interesaba enterarse de quiénes eran ni qué habían hecho en vida aquellos
tan sonados abuelos suyos, cuyos retratos conservaba Don Máximo, como
reliquias sagradas, junto con el archivo de la familia en la única habitación
que conservaba todavía el austero aspecto señorial de antaño; y como tanto
razonamiento y proeza tanta lo aburrieran, optó por aquel lugar donde,
como él decía, se ventilaban libertades de más valía, al golpe del invisible
puntapié con que la Fortuna hacía rodar éxitos y fracasos, sobre campos tan
lóbregos y sangrientos como los que más, de Marte y Belona.
Pero, aunque era mucho lo que se había hablado a propósito del
articulo, la cosa no podía quedar así, ya Don Máximo lo había dicho; mal
continuador de tan famoso nombre hubiera sido él, si no hubiera acudido a
cobrar la ofensa inferida a la Patria y a la Casta, como en efecto acudió al
siguiente día, llevando a la redacción de su periódico favorito, un largo y
bien documentado escrito suyo, en el que desagraviaba a los manes de los
héroes de la Epopeya, atacando a su detractor con el ánimo tradicional en
todos los Máximos de su estirpe.
Publicado que fue éste, llovieron sobre su autor felicitaciones de la
gente campanuda con quienes un mismo interés lo vinculaba, y todo
prometía que la victoria se decidiría por él, cuando he aquí, que una
mañana, aciaga, apareció un nuevo artículo contrarreplicándolo. en el cual
su autor cargaba más que antes la mano, en aquello de la Epopeya y las
mentiras convencionales, agregando, para colmo del enojo de Don Máximo,
que muchos de aquellos abuelos de éste, tenidos por él como patriotas,
fueron más realistas que el Rey y los peores enemigos de la Independencia.
Cuando Don Máximo leyó esta blasfemia, se iba volviendo loco; la
santa ira del patriotismo le enajenó de tal manera que fue necesario llamar
al médico; en la mañana lo habían estado oyendo murmurar palabras
ininteligibles, mientras se paseaba en el archivo donde se encerró, y ya por
la tarde no eran simples murmullos, sino discursos en estilo, imprecaciones
dirigidas a los retratos de los antepasados, en alta y descompasada voz. El
facultativo prescribió bromuro y despreocupación, y a la mañana siguiente,
más sosegado, Don Máximo se dio a la tarea de comprobar las
aseveraciones del articulista reincidente. Se estremecieron los estantes con
el ruido de los innumerables ratones que huían a sus madrigueras,
sorprendidos tan de improviso en aquella tarea que venía siendo desde
muchos años atrás, tradicional entre los que de la especie moraban en la
casa: roer y roer los libros y papeles del archivo, alimentándose con la
gloria escrita de los famosos Máximos; ruido al que se unía el otro análogo
que hurgando los empolvados documentos, hacían los Máximos
supervivientes.
—Estos malditos ratones. ¡Mire cómo han puesto esto… “A su
Excelencia el Libertador Presidente…”. ¡Y ese otro! “Cartas del
Marqués…" ¡Qué animales tan condenados! ¿Qué será bueno para acabar
con ellos?
—Rough-Rats —contestaba Maximito y seguía hurga que hurga.
A veces la importancia del hallazgo y el polvo que lo cubría provocaban
en ellos, una exclamación que iba a parar casi siempre en estornudo, o un
estornudo frustrado que se parecía cómicamente a una exclamación.
Entonces la señora que presenciaba la solemne tarea, sin darse cuenta de lo
que valía, les amonestaba: Les va a dar catarro. Pero a Don Máximo no le
arredraba el catarro y seguía cavando el polvo de los años, impertérrito,
bajo la mirada tutelar de los antepasados, al óleo, que observaban desde las
paredes aquel afán del superviviente, en paz y de soslayo, como quien tiene
la conciencia tranquila.
El trabajo que le costó a Don Máximo descubrir el timo, porque a decir
verdad, el buen señor nunca se había tomado la molestia de registrar aquel
archivo, y ni sabía dónde andaban los papeles, ni sospechaba las cosas que
decían. Lo que él conocía de la historia de la familia no lo aprendió en
lectura sino de boca de sus mayores que le habían dado aquella tradición de
virtudes y proezas sin cuento, y que él había conservado hasta entonces sin
cuidarse de comprobar lo que de cierto tenía, como el cándido guardador de
las botijas del cuento. Y así fue que cuando lo averiguó recibió la mayor
decepción de su vida. Allí estaba, en letras, mal escrita, pero escrita al fin,
la verdad vergonzosa, atenuada en partes por la piedad de los ratones, pero
lo bastante completa para ser dura y cruel e irrebatible. Al principio no
quiso prestarle crédito a aquellos papeles, amarillos de impostura, pero el
sañudo Maximito, como si se cobrara los improperios que le tocaron en la
reciente disputa, leyó tanto y tanto comentó, que no hubo más recurso que
rendirse a la evidencia.
Y fue como si le hubieran arrebatado, con aquella mentira, su propia
razón de ser. Tan orgulloso como estaba él con descender de aquella estirpe
acrisolada de patriotismo y nobleza, con tener en sus venas sangre de
aquélla tantas veces derramada por la patria libertad, y ahora: ¡cuánta
vergüenza para cubrir tanto orgullo! ¡Todo mentira! ¡Convertida en ridicula
farsa la gloriosa leyenda! Pronto se correría por la ciudad la noticia de que
sus antepasados no habían sido tales patriotas, sino pérfidos realistas, y le
señalarían con el dedo y se reirían de él, todos los que hasta entonces lo
envidiaron por su linaje. Todos, la ciudad entera se ocuparía de él para
hacer chacota de su desengaño. Un señor Don Máximo sirviendo de
hazmerreír a la plebe que antes deslumbrara con el esplendor de su nombre.
No, no; había que tomar una determinación, reivindicarse, salvarse siquiera
él solo del desastre de la familia. Sí, sí, a todo trance, a todo trance. Para
empezar había que quitar los retratos de aquel sitio de honor que no
merecían, sacar de allí aquellos papeles vergonzosos, acabar con aquel
archivo que no había sabido continuar siendo santuario de reliquias, para
convertirse en inmunda madriguera de ratones, amontonar todas aquellas
antiguallas y arrumbarlas junto con la plebe de trastos viejos, en el sótano
de la casa o quemarlos; luego componer aquella habitación, empapelarla,
entablarla, ponerle techo-raso…
No bien lo hubo pensado cuando ya estuvo poniéndolo en práctica.
Olvidándose de su condición se subió a una silla y comenzó a descolgar
retratos, y a cada uno que descolgaba le iba diciendo: Realista, realista. Al
invertirlos los retratos parecían sonreír como si a su vez le dijeran: No seas
tonto, Máximo. Pero él no hacía caso y seguía derrocándolos ruidosamente.
Acudieron los de la familia a la batahola, y según los iba viendo les iba
diciendo Don Máximo: Realistas, Mercedes; hija mía, realistas; realistas,
Antonio, ¡Quién iba a creerlo!
Y fue entonces cuando se libró la verdadera última batalla de la
Independencia. Don Máximo empinado sobre la silla, batiendo
triunfalmente aquel escuadrón de realistas rezagados, era el último patriota,
y el primero de su casta.
ENTRE LAS RUINAS[6]
Aunque la mañana estaba metida en agua y a menudo lloviznaba, Céspedes
había salido, como de costumbre, a vagar un poco por los arrabales, y al
doblar una esquina, ya en las afueras, vio que unos pasos más adelante iba
aquel joven con quien venía encontrándose hacía días, en sus habituales
paseos. A poco le dio alcance, y al pasar uno junto al otro, no obstante no
conocerse, se saludaron, y acordado el paso, como de intento, siguieron
calle arriba. Esta, llena de zanjones que ya lo estaban de cascajos y
desperdicios mal olientes, proporcionó los primeros motivos a la engorrosa
conversación de entrambos, pero bien pronto se intimó más y Céspedes se
atrevió a preguntar:
—¿Usted está recién llegado, verdad?
—Tengo tres o cuatro días apenas.
—¿Pero es de aquí, no?
—Sí, pero tenía algún tiempo fuera del país.
—Se lo pregunté porque nunca lo había visto antes, y hace tres días que
venimos encontrándonos.
—¡Hombre! Sí. Parece que nos pusiéramos de acuerdo.
—¿Es usted pintor?
—No, señor.
—¿Poeta, entonces?
—Tampoco… es decir… ¡Vamos! Según y cómo. Usted sí es artista,
¿verdad?
—Pintor, para servirle.
Y luego, descubriéndose y alargando la mano a modo de presentación:
—Rafael Céspedes.
—Manuel Garrido.
Un trecho continuaron en silencio. De la montaña próxima bajaba un
aire húmedo y sutil.
Garrido preguntó:
—¿Sale usted en busca de asuntos por los arrabales?
—Sí, señor.
—Son muy pintorescos, los andurriales estos.
—Lo único bello de la ciudad. Este por donde vamos es estupendo en
las mañanas de sol. Y de tarde son muy bonitos los crepúsculos, por encima
de estas paredes, que parecen ruinas. Ayer, precisamente, estaba Ud.
sentado en una de ellas. Hacia, por cierto, una buena silueta sobre el
crepúsculo.
—Como para un grabado de novela romántica.
El pintor, corrido, bajó los ojos, enrojeciendo como una doncellita.
Era este pintor un niño casi, delgaducho, carilucio, con unos ojos muy
grandes y serenos.
Garrido continuó.
—Amigo Céspedes, puede que algún día no tengan ustedes los pintores,
arrabales tan miserables a donde ir a buscar asuntos y manchas.
—¿Por qué lo cree usted?
—Porque esto tiene que desaparecer. Ya vendrán, en cambio, otros
aspectos: La ciudad floreciente…
—¿Es usted enemigo de los arrabales? Lo único bello que tiene la
ciudad.
—Muy precioso, todo lo pintoresco que usted quiera, pero muy
miserable y antihigiénico.
—Más antihigiénicas son las casas de ocho o diez pisos de Europa.
Siquiera aquí entra sol.
—Sol y gracias. ¡Qué pocilgas! Estas no son casas, sino verdaderos
cubiles. Mire usted, allá dentro.
El sol que a la sazón había logrado escaparse por una repentina rendija
azul del nublado, iluminaba, muy blanco, el interior miserable que desde la
calle Garrido mostraba al pintor. Este empezó a ver, sonriendo, pero a
medida que veía, se fue poniendo serio, de atención. Garrido que lo notara,
dijo jovialmente, quitándose de frente a la puerta:
—Vamos, amigo, que todo quiera verlo usted en artista.
Sonrojóse de nuevo Céspedes, arriba se cerró el nublado escamoteando
el rayo de sol, en el interior mísero se apagó la viva mancha, y cuando
ambos paseantes se hubieron alejado un poco, tres muchachos sucios y
curiosos se asomaron a la puerta del rancho que aquéllos observaran;
cuchichearon algo entre sí, y luego estallaron de pronto en una gritería a la
que hicieron coro en seguida todos los perros de la vecindad, con verdadero
encono. El más energúmeno de éstos, un perrillo hosco, puro huesos y
sarna, se fue tras los paseantes por buen espacio, hecho una furia,
enseñando los dientes afilados.
—Este —dijo Garrido— ha tomado la cosa muy a pecho; se ve que los
perros de por aquí hacen buena causa con los muchachos.
Céspedes, lívido de ira y nervioso con el inofensivo acosamiento del
animal murmuró algo a regañadientes, y cuando el perro se hubo cansado
de ladrar y perseguirlos, Garrido que se había quedado serio y pensativo de
repente, dijo, recuperando su habitual buen humor:
—Pues, lo que le digo: Esto tiene que desaparecer tarde o temprano;
será el triunfo de la ciudad.
—Pero no negará usted que hay belleza en esto, argüía tímidamente
Céspedes.
—Belleza hay en todo; y luego, que en estos casos hay intereses
superiores a la Belleza, dicho sea con su perdón: la higiene, por ejemplo, y
otros que valen casi tanto: el ornamento, la decencia.
—Creí que usted era artista.
—Sí lo soy, a mi manera.
—Pero…
—Mire usted, una vez me dijo un tonto, muy enfático: amigo, es preciso
que se convenza que los postes de teléfono serán los árboles de la poesía del
porvenir.
—¡Futurismos! —dijo Céspedes con un brusco gesto de desagrado y
Garrido se interrumpió, prudentemente.
Al cabo de un rato el pintor sacó cigarros para ambos, y mientras lo
hacía, pudo observar Garrido que las manos muy delgadas y casi azules, le
temblaban de modo que daba angustia verlo.
Garrido tuvo piedad de él, experimentó un sentimiento de ternura casi
paternal por aquel niño, le dieron ganas de quitarle el cigarro de la boca;
secarle, él mismo, aquel sudor, de seguro frío, que le empapaba la frente y
las manos; decirle, por algo que no podía precisar qué era, pero que creía
adivinar: déjate de eso, esa vida que llevas te está matando…
Pensando así, anduvo un buen espacio detrás de Céspedes. pues lo
angosto del último sendero transitable en toda la anchura de rota y sucia
calle, no les permitía ir de otra manera, y así pudo apreciar detenidamente
todos los síntomas de aquel niño enfermo.
Este podría tener diez y ocho años; era magro y encanijado; tenía el
cuello largo, las orejas transparentes y muy separadas del cráneo, el pelo
lacio y escaso; le sudaba la cabeza; bajo la ropa podían ser contados los
huesos del torso agobiado ya, su paso era flaqueante y si al andar volteaba
la cabeza para mirar a los lados, inmediatamente perdía la línea recta, y
hasta el equilibrio a veces, como si le acometieran vértigos.
Viéndolo, Garrido hacía reflexiones que terminaron poniéndole sombrío
el humor y, no obstante, hallaba placer en ello. Una ternura extraña lo
conmovía, se le ocurrían pensamientos inusitados, lo asaltaban, en tumulto,
emociones tan pueriles que ni un niño las experimentaría y todo de manera
tan inaferrable, que para explicarse aquel estado de ánimo, se dijo que si
fuera místico creería que algo sobrenatural le iba a ser revelado. ¿Por qué la
sola vista de aquel desconocido excitaba así su emotividad?… Luego
recordó haber experimentado análoga sensación ante el paisaje, que desde
su regreso a la patria le movía, como nunca antes, hasta el extremo de
haberle saltado lágrimas a los ojos, en un acceso de ternura violentísimo,
sólo porque viera en las cumbres del Avila, apagarse el último fulgor
crepuscular. Y se decía para sus adentros: quién quita que esto no sea el
nacimiento de una vocación.
En tales cavilaciones iba, cuando oyó que Céspedes le decía:
—Será porque yo soy romántico…
—Todos lo somos, al fin y al cabo…
Caminaban uno detrás del otro, por el arrabal silencioso y solo bajo la
llovizna que desmenuzaba el viento en grumos muy finos. En la calle y
dentro de las casas había una paz imperturbable. Garrido ya no pensaba que
había que destruir aquellas afueras inmundas y pintorescas que le traían
recuerdos singularmente gratos, ahora… Por aquellos arrabales merodeó
cuando niño, en son de guerra, en compañía de otros, capitaneados por él,
cargados los bolsillos de piedra para el diario avance que en los canjilones y
sabanas entablaban con sus irreconciliables enemigos de la cuerda
arrabaleña… y más tarde, desbastado de aquella condición belicosa, fue en
aquellos mismos arrabales donde tuvo las primeras revelaciones de su
naturaleza artística, en aquel inexpresable bienestar que le producían la
placidez de las tardes pálidas o la suntuosidad de los crepúsculos, sobre la
sencillez y la paz de la barriada, cerca de la montaña azul… Ahora, otra vez
encontraba en el arrabal una nueva relación, que había de influir
poderosamente en su vida desde entonces en adelante.
Pensando en estas cosas iba, cuando a pocos pasos más adelante, en la
puerta de una de aquellas zahúrdas, apareció una moza rolliza, joven,
fresca, color de canela, bien puesta de carnes y algo desaliñada de ropas.
Traía en la cara encendido el color y el brillo en la mirada de manera
diabólica y alegre, y venía bulliciosamente huyendo de un muchacho
zangarullón que la perseguía en juegos, el cual la alcanzó así que ella,
inmutada por la presencia de los que por la calle iban, se detuvo en la
puerta, agazapándose, y procurando recatarse disimuladamente con ambas
manos, lo que del busto mórbido dejaba ver demasiado un cendal, que fue
de gasa, indiscreto y astroso como alcahuete venido a menos. Y aquellas
manos, que sin ser cuidadas eran bonitas, no sólo le sirvieron para hurtar
sus provocaciones a la curiosidad de los paseantes, sino que tuvo que
usarlas contra las del muchacho enardecido que parecía que quisiera tomar
con las propias, a puñados, lo que se le ofrecía a los ojos, mórbido y
bullente.
A Garrido le pareció que su compañero quería detenerse a ver en qué
paraba aquel asedio y, tal vez porque viera algo más expresivo en la mirada
de Céspedes, sin dominar su repugnancia, le dijo, empujándolo:
—Aquí no hay asunto para un cuadro. Sigamos.
—¡Qué buena es! —exclamó distraído Céspedes echando a andar y
volviéndose todavía a mirar a la moza, lo que le hizo perder el equilibrio de
tal manera que a no haber acudido Garrido a sostenerlo, hubiera ido a dar
con todo su cuerpo sobre el basurero.
Compadeciólo de nuevo Garrido, esta vez no tanto por lo del bamboleo,
como por la expresión repugnantemente lasciva que tenía al volverse a
mirar a la mujer y tal cara de desagrado debió de poner, que Céspedes
comprendiendo. gruñó enojado:
—Esta maldita cabeza mía que se me va a cada momento.
Y al cabo de un rato, como para justificarse, tímidamente :
—Quizás sí había asunto.
Pero ya Garrido no le oía, otra vez absorto en su pensamiento.
Llegaron al extremo de la calle. Desde allí la tierra yerma y quebrada se
extiende hasta los bordes de un barranco próximo formando una planicie
irregular. Recientemente quemada, la sabana tiene bajo el aire gris un tinte
azulado, manchando a trechos de ocre donde la tierra desnuda se muestra
aridísima.
Por los senderos que surcan la sabana transitan mujeres afanadas o
muchachos ociosos; otros de éstos escarbaban en un basurero, junto con los
perros famélicos y alguna vieja que tiene aspecto de bruja, bajo las torvas
miradas de los zamuros que los observan desde un cardonal próximo.
Garrido y Céspedes atravesaron la sabana y fueron a sentarse sobre los
escombros de una alfarería destruida por el fuego, al borde mismo del
barranco. Se sentaron sin hablar palabra en el hueco de una puerta sin dintel
y así estuvieron largo rato. Céspedes miró en torno buscando motivos para
romper aquel silencio embarazoso.
Entre tanto. Garrido pensaba en Céspedes: Su compañía le estorbaba un
poco, pero en el fondo celebraba de haberlo conocido: adivinaba en el joven
uno a quien era menester salvar, y él, que sentía necesidad de salvar a
alguno, aceptó desde un principio como un deber suyo, imprescriptible, el
de no dejar que se perdiera aquella inteligencia en riesgo, que adivinaba en
el pintor. Pero esta voluntad no era producto de la simpatía que le hubiera
despertado el recién conocido, porque, al contrario, hallaba que en el fondo.
Céspedes le era antipático, casi repulsivo. Recordaba de él, con grima, el
sudor de las manos y aquella tersura lustrosa de la piel, y respecto de su
conducta se sentía inclinado a hacer suposiciones poco favorables y
bastante arbitrarias.
En dilucidar, ante sí mismo, la mezcla de aversión y simpatía que había
en este sentimiento, ponía Garrido gran interés; él mismo no hubiera podido
decir por qué. Además, parecía tener empeño en demostrarse que aquella
voluntad de salvar no se limitaba al caso individual y aislado de Céspedes,
sino que era, aunque todavía muy imprecisa, una aspiración superior y
trascendental que hacía tiempo venía incubándose en él. Esta aspiración, se
decía, era la que por no estar bien definida, con objeto determinado, había
producido aquel feroz diletantismo en que había vivido hasta entonces. Y,
aunque todavía nada podía sacar en limpio de estas cavilaciones, ellas le
placían íntimamente, porque le devolvían el goce del aprecio de sí mismo
que no le dejara disfrutar a todo su talante el pensamiento de no tener para
el íntimo gobierno de su vida un principio trascendental y prestigioso, ni
una empresa bastante noble y de gloria a qué consagrarle su acción.
Y llevado del halago que le proporcionaba pensar que ya tenía aquel
principio y pronto tendría esta empresa, se entregaba, todo entero, a la
alegría de la propia recuperación, como él decía, terminando por
encontrarse bueno, en el dominio de sus facultades íntegras, ya ante una
obra de gran esfuerzo y esplendor.
En este punto le distrajo de su ensimismamiento, el apercibirse de la
atención con que Céspedes miraba algo que sucedía del otro lado del
barranco.
—Mire aquello —le dijo el pintor, mostrándole en las laderas de
enfrente, un campo donde aún humeaba la roza.
Al principio Garrido no se dio cuenta, sólo veía una columna de humo
luchando contra el viento por erigirse sobre un campo estrecho, entre dos
collados de arenisco.
—Fíjese en los sembradores, —volvió a decir Céspedes.
—¡Ah!
Eran tres mendigos de un asilo cercano al campo.
En el extremo de este, cerca del fuego que consumía sin llama la paja
hacinada, apoyado sobre dos muletas, estaba uno, mútilo; otro recorría el
campo, con paso senil, cruzadas las manos bajo las espaldas doblegadas; el
tercero, en un rincón del barbecho, iba arrojando la semilla en la tierra ya
limpia y propicia.
Tal vez junto con ella, sembraban a la hora de la siega la última
esperanza… En derredor la campiña tenía un tono igual, amarillento; en el
fondo: la montaña ennubarrada, toda blanca. Sobre ella se destacó un
momento la figura del más anciano de los tres mendigos, desmesurada y
espectral y precisamente en el punto en que se marcaba la vena de un
sendero que se empina, muy solo, cuesta arriba, hacia las nubes cimeras en
cuya blancura se perdía. A veces el humo del fuego sin llama envolvía el
mutilo que lo avivaba removiendo la paja con una muleta mientras se
apoyaba en la otra y entonces el campo más parecía de batalla que de
labranza. Era que la pierna trunca del mendigo evocaba la guerra donde la
perdió, seguramente… ¡La guerra!… ¡Qué solo se veía el campo! ¡Qué
blancura esquelética cobraba sobre los calvos collados, la tierra, caliza!
Sobre el barbecho un zamuro trazaba círculos avizores; un momento
parecía rozar con sus alas la cabeza del sembrador, que, paso a paso, iba
echando puñados de granos en la tierra rota recientemente…
—¿Qué le parece, para un cuadro? —dijo de pronto Céspedes, con
entusiasmo, disponiéndose a hacer un boceto.
—¡Estupendo, estupendo! Hará usted una obra de arte, intenso,
profundo, de verdadero arte. ¡Una siembra hecha por mendigos! Es de los
asuntos que se traen lo suyo, que tienen punta, como dice un amigo mío.
¡Cuántas cosas deja entrever! ¡Y luego, lo que significa para nosotros!
¡Caramba! Si esos mendigos son nuestro pueblo mismo, nuestra raza,
¡vamos! Despojos de guerras y ruinas sembrando puñados de esperanza…
Y exaltándose con sus propias palabras, seguía Garrido haciendo
comentarios trascendentales a propósito del probable cuadro de Céspedes,
mientras éste, sin escucharlo, para ser todo ojos, hacía precipitadamente su
primer boceto.
A tiempo que lo terminaba, sonaron tres campanadas en el Asilo, y los
mendigos abandonaron el campo, bajando uno tras otro, lentísimamente,
por un sendero fragoso, y como a la sazón había salido el sol, cada uno
caminaba con su propia sombra al lado, en una compañía sugerente.
Garrido y Céspedes en el opuesto borde del barranco esperaron hasta
verlos entrar en el Asilo, en torno al cual había otros mendigos ociosos; y
luego de mirar, por última vez el campo donde ahora, en pleno sol, se erigía
solitaria la columna de humo, se encaminaron hacia la ciudad.
—Por fin tengo un asunto para mi cuadro —decía Céspedes alborozado.
Mire que tenía tiempo buscándolo.
—¡Y qué asunto! Le digo a usted que se lo envidio de todo corazón. Ha
tenido usted una mañana feliz… Yo también tengo por qué alegrarme.
También he encontrado algo que buscaba hace tiempo, y últimamente sin
esperanza de hallarlo: mi camino…
LOS AVENTUREROS[7]

A la legua trascendía que el doctor Jacinto Avila no estaba hecho para


aquella suerte de andanzas; peñas arriba, por un camino angosto y fragoso,
sobre una mala bestia alquilona, bajo un sol que abrasaba, a mediodía en
punto, Avilita —como le llamaba todo el mundo— debía sufrir mucho con
el zangoloteo de la cabalgadura, el rigor del meridiano, la desazón del
fastidio, y con aquellas ingratas caricias que al pasar le hacían en el rostro
las ásperas ramas de la maleza que tapaba el sendero de la montaña, por el
que iba, paso entre paso, y tal debía de tener de quebrantados los miembros
y molidas las carnes, que no hallaba ni qué cara poner ni cómo acomodarse
en la silla. Además, no parecía llevarlas todas consigo, cual se colegía por
las recelosas miradas que a menudo echaba en derredor y por la
significativa precaución de llevar la mano a la cañonera de la montura cada
vez que se acercaba a algún recodo o desfiladero sospechoso del camino o
percibía rumor como de acecho entre los jarales.
Sin embargo, Avilita no iba todo lo mohíno que fuera esperarse. Por
momentos se le desenfadaba la faz, iluminándosele con una expresión de
complacencia maligna, como quien se regodea con el pensamiento de la
propia maldad. A veces el contentamiento subía hasta entusiasmo, y
dejando el arzón y la rienda, con perjuicio del equilibrio, se restregaba las
manos, con lo que dejaba ver a las claras que algo llevaba entre ellas, y
luego, olvidando los riesgos y molimientos que le traía el andar por aquellas
escarpas, se engolfaba en gratos pesares, a media voz y risueño, dejando a
la mal andariega muía concertar el paso a lo que buenamente
le dieran sus flaquezas, hasta que uno de los peor dados de ella le
devolviera en sí con gran sobresalto. Pero entonces le acontecía descubrir a
uno que lo observara desde lejos y que de pronto desaparecía, como por
encanto, con lo que volvía Avilita a la querencia de su recelo y por buen
espacio se mantenía sobre aviso.
Iba este que lo espiaba, a lo que la distancia dejaba ver, montado en una
muía blanca, tan diestra en el encaramarse sobre los más eminentes riscales
como ágil en el desaparecer por no sospechados atajos, de la baquía de cuyo
jinete era la suya señal poco tranquilizadora, dada la circunstancia de que,
según todos los indicios, éste no hacía camino determinado, ni andaba por
ninguno propiamente, sino por arrezafes y vericuetos y con el solo objeto de
espiar al que venía por el sendero. Así, unas veces aparecía a buena
distancia por delante de Avilita; otras a sus espaldas y tan próximo que era
como estar entre sus manos; y tan pronto estaba a la derecha como a la
izquierda del camino, sin que nunca pudiera descubrirse cuándo ni por
dónde lo cruzara. La última vez que apareció pasó tan cerca de Avilita, que
éste recibió en la cara el resoplido caliente de la bestia que, como un
disparo, saltó de improviso de entre la maleza del camino, ágil lo atravesó
como al vuelo, de un salto ganó el talud opuesto, y desapareció Otra vez,
hendiendo el gamelotal, tan alto y tupido que tapaba al jinete.
Tan brusco y rápido fue todo esto que Avilita apenas si tuvo tiempo de
refrenar su bestia para no ser arrollado en el ímpetu de la otra; y lejos iba ya
ésta y su jinete, mientras él, no bien repuesto de la sorpresa, permanecía en
el propio lugar de ella, esperando por momentos el asalto inminente, sin
quitar la vista del gamelotal que ya no se movía. Y así estuvo hasta que a lo
lejos, sobre una cumbre rotunda, apareció la mancha roja de la cobija que
llevaba extendida sobre el arzón el supuesto espía, cuya silueta luego
desfiló sobre el cielo a todo lo largo de la cresta roqueña en que remataba
por aquel lado la serranía, y desapareció, finalmente, entre las neblinas
cimeras.

II
El doctor Jacinto Avila tenía sobradas razones para temer una asechanza en
aquellos apartados parajes por donde a la sazón merodeaba en son de guerra
el famoso y temido insurgente Matías Rosalira, cuyo feudo y correderos
eran desde mucho los riscos, vertientes, caminos, bosques, rastrojos,
caseríos y todo cuanto se encerraba en la vasta serranía, en la que, mejor
conocido con el nombre de El Baquiano, gozaba de mucho prestigio.
Decíase de él que tenía un exterior atractivo, y que por las buenas era
una excelente persona, afable en su trato, medido con los extraños,
generoso con los suyos y hasta noble y leal: y aun bien que por lo que se.
daba a entender tales lealtad e hidalguía no le obligaban a mucho y sólo
consistían en no haber herido nunca, a mansalva, ni cometido traición o
alevosía, ni en el débil haberse ensañado, a ellas debía el gran ascendiente
que tenía sobre los montañeses. Además, era gran derrochador, servicial,
obsequioso y tan amigo de tener la casa llena de los suyos en fiesta, como
de acudir donde las ajenas con su socorro cuando fuera menester. Todas las
que, con otras cualidades suyas, le hacían tan popular que no había persona
de las que le trataran que no le fuera afecta, no siendo parte a disminuirle el
que le tenían sus adictos, ni la autoridad que sobre ellos ejercía, ni el
vasallaje a que los obligaba. Disfrutaba, asimismo, del favor de las mujeres,
aunque era cosa sabida que no las trataba blandamente así que le
pertenecían, ni les era fiel por mucho tiempo; mas, como era insinuante,
buen mentidor y amigo de enamorarlas y adquirirlas por modos
extraordinarios, casi siempre novelescos, nunca hubo una a quien requiriera
inútilmente.
Su última aventura galante tuvo gran resonancia.. Era ella de una de las
más acomodadas y campanudas familias de un pueblo de los que había a las
faldas de un monte, y enamoróse de él con tanta vehemencia que no
valieron razones, ni ruegos, ni amenazas de los suyos, y así, cuando El
Baquiano quiso tomarse lo que no querían darle buenamente, encontró la
voluntad de la muchacha tan rendida a la suya, que a poco de proponérselo
ya estaba ella con él, camino de la montaña.
En ésta la noche era tan cerrada y tan espesa, que daba trabajo avanzar
por entre ellas; largos truenos rebotaban de cumbre en cumbre y caían
dentro de los barrancos rebosándolos de ruido, por las torrenteras bajaban
mugidoras aguas, llovía, y a ratos se oía venir derrumbes. Con tales rigores,
además de sus zozobras, iba la, robada transida de pavor y lloriqueando
para que no siguieran, con cuyos melindres y el continuo resbalar de las
bestias, que repinaban trabajosamente la cuesta barrial, comenzaba Rosalira
a perder la paciencia y a renegar de la aventura. De pronto un derrumbe.
Matías, más experto, obligando a la bestia a un salto desesperado, púsose en
salvo, pero la mujer fue arrollada por el alud y arrastrada al barranco entre
un fragor de peñascos que rodaban desgajando los matorrales. Fue la única
vez que la montaña estuvo en contra de El Baquiano; pero él no le guardó
rencor por ello.
Por lo demás, era en extremo supersticioso, buen devoto de la Virgen
del Carmen, en cuyo nombre lo mismo daba una limosna que una puñalada
y se sabía una porción de oraciones y ensalmos en cuya eficacia creía a pie
juntiñas; profesaba un respeto inviolable a la madre, a quien nunca hablaba
puesto el sombrero ni alterada la Voz, y un odio profundo, feroz e
invencible, al extranjero. Podría tener cuarenta años y nunca se le conoció
padre, lo que daba pie a multitud de curiosas versiones a propósito de su
origen, siendo voz general que descendía de gente de rango venida a menos,
y los más fantaseadores aseguraban que venía, por línea de varón, de un
remoto señor que según las leyendas, de la montaña, habitó en un castillo
roquero, ya en ruinas, y que, aunque nadie lo había visto, existía entre unos
riscos inaccesibles que a manera de almenas había en las crestas más altas
de la sierra entre nieblas perennes. Y como Matías desaparecía de tiempo en
tiempo, sin que se supiera dónde se metía, los montañeses aseguraban que
era en el castillo fantástico, cuyo camino sólo él conocía y donde,
naturalmente, había tesoros escondidos.

III

Revelóse la hombría de El Baquiano cuando tenía veinte años, por Pascuas,


una tarde de joropo, embriaguez y sangre. Dividíanse para entonces las
montañas en dos bandos hostiles: los guarubas de un lado de la fila y del
otro los del Riscal. Reunidos estaban éstos, desde la Noche Buena, en uno
de los ranchos del caserío, donde bailaban, cuando a cosa de las tres,
apareció por los alrededores una partida de los guarubas, entre los cuales
venía Cupertino, negrazo feroz y sanguinario, cacique de ellos y terror de
todos los contornos. Traían mal disimulados bajo las cobijas los relucientes
limeros, y una intención manifiestamente hostil con todo lo cual se
acercaron a la puerta del rancho a ver el joropo.
, En el caney bailaban desprevenidos; en un rincón Matías descabezaba
el sueño y punteaba el arpa a la vez, tan suave y dormidamente que apenas
se oía, chischeaban las maracas unísonas con los pies de los bailadores y al
compás, a intervalos una voz desapacible canturreaba el pasaje intrincado y
sin fin… De pronto cunde un murmullo: el aire que respiran produce
escozor. Estornuda uno, y luego otro, todos después. Los de la barra les
hacen corro de chacotas, provocativamente; la refriega se viene encima, las
mujeres tratan de retener a los hombres que ya no bailaban, sino forcejean;
por momentos la atmósfera se hace irrespirable, es fuego en las fauces y en
los cuerpos sudorosos; el barullo se crece de pronto y ya se oyen afuera
ruido de armas que se aperciben ostensiblemente.
—Pare el golpe, compañero—le grita uno a Matías, que no se había
dado cuenta.
—¿Qué pasa?
—Qué han echao ají.
Soltaron el trapo a reír los de afuera y sus parejas los de adentro, y
pronto en todos los ojos relampagueaban miradas feroces, y en las manos
fierros siniestros. Abriéronse los guarubas a pocos pasos del rancho en
espera del ataque, y como los de adentro no salían, comenzaron luego a
desafiarlos con insultos y rechiflas; y, entre todos, el que más voces daba y
mayores improperios decía era d negro Cupertino, enemigo jurado de los
risqueros y ahora más que nunca por el desaire que le habían hecho no
invitándolo al joropo, como era costumbre y ley de todos los moradores de
la montaña. Oíanlo los de adentro y mirábanse unos a los otros, conteniendo
el aliento, fijos los ojos en la puerta por la que entraba el vozarrón del
Negro, a cuyo reto no atendían aunque amenazaba ya pegarle fuego al
rancho para obligarlos a salir, tal era la sugestión de pánico que ejercía
sobre todos, cuando de pronto Matías, sin decir palabra, de un salto se puso
fuera del caney y tan luego estuvo sobre el Negro, que por no creer que le
salieran perdió la serenidad, que era fama que nunca le había faltado, y con
ella la vida en un santiamén. Desplomóse el Negro, rebanada la cabeza, por
cuya ancha herida se le iba a borbotones toda la sangre, y viéronle caer los
suyos que a pocos pasos más allá se agrupaban, sin que ni uno se moviera a
acudir en su defensa, tal estaban de asombro, mudos y clavados en el suelo,
como de la misma manera en la puerta del rancho los amigos de Matías.
Con lo que había tan gran silencio y tal ansiedad, que daba miedo pensar en
lo que sucedería cuando volvieran en sí.
Y lo que sucedió fue que de repente, a un mismo tiempo, todos se
abalanzaron unos contra otros y se acuchillaron encarnizadamente. El que
más cuchilladas dio fue Matías, y cuando derrotados los guarubas
emprendieron la fuga, él se ensañó en perseguirlos, y los llevó hasta sus
propios ranchos a plan de machete.
Los persiguió luego, a su vez, la Justicia por la muerte del Negro que
era Comisario de la Montaña, y Matías, seguido de unos cuantos, huyó a los
bosques y se hizo bandolero.
Muerto el Comisario, los odios que éste había sembrado y los que
suscitó su muerte, comenzaron a estallar, y se formaron tantos bandos como
caseríos había en la montaña, con lo que empezaron a surgir capataces y
montoneras, y al poco tiempo hubo tantos que no fue posible transitar sin
riesgo por aquellos parajes.
De todos los caciques el más famoso era Matías Rosalira, a quien
llamaban ya El Baquiano. Partía para él la fila de la montaña en amigos y
enemigos a todos sus moradores, pero todos lo acataban como a más fuerte,
más audaz, más aguerrido y baquiano entre todos. Fatigada tenían ya a la
Justicia sus depredaciones y fechorías, pero como no había esperanzas de
cobrárselas, y además, podía ser que conviniera más hacer las paces con él,
la misma autoridad que lo perseguía resolvió hacerlo suyo nombrándolo
como al Negro Cupertino, Comisario General de la montaña.
Juró lealtad Matías, que en el fondo no dejaba de tenerla, a su manera, y
tomó tan a pecho la comisión de pacificar que se le había encomendado,
que no se dio tregua hasta someter a los cabecillas facciosos. Y como tenía
don de mando, y se daba tanta maña para atraer la voluntad de los hombres,
a vuelta de poco no había en todos los contornos sino amigos suyos, porque
a los que por las buenas no habían querido serlo, los exterminó sin piedad,
con lo que quedó la montaña en paz y sólo él dueño de ella.
A fuero de tal, dirimía las querellas, administraba justicia, cobraba
impuestos a los terratenientes, y sin reparo ni consulta, sino a todo su
talante y beneficio, dictaba leyes y repartía privilegios sin que nadie se
atreviera a discutirle el suyo, porque las contadas veces que esto quiso
suceder, dióle al insubordinado tan contundentes razones que por muchos
días le duró el dolor de ellas. Y hasta tanto llegó su señorío que edificó su
casa en el preciso punto por donde pasaba el único camino que era de
recuas, sobre una loma tan escarpada y angosta, que no era posible hacer
rodeos para evitar la casa, por dentro de la cual Rosalira permitía el paso
mediante un peaje estipulado. Quejáronse algunos y las autoridades se
vieron en el caso de amonestarle, a lo que contestó Matías que lo había
hecho para ejercer mejor la policía de la región y que lo del derecho de
puerta podía ser que fuera más bien de agredecérsele que lo cobrara, como
que era para conservar y mejorar los caminos, con lo que dichas autoridades
se hicieron las convencidas, y lo dejaron en paz y a sus anchas.

IV

En tan buen acuerdo se pasaron algunos años, hasta que una mañana se
presentaron en sus dominios varios individuos provistos de instrumentos,
cintas y otros accesorios, y comenzaron a echar visuales, tomar medidas y
apuntar cifras. Todo lo cual visto por Rosalira se puso sobre aviso, y al día
siguiente cuando los intrusos volvieron a sus mirares y sus medires, él se
encaminó donde ellos y les preguntó quiénes eran y qué lo que hacían por
allí. Dijéronle que eran, ingenieros de una compañía extranjera que hacían
el trazo de un ferrocarril que pronto atravesaría la montaña, con lo que
Matías se enfureció tanto que por poco abofetea al que tal dijo, pero no se
quedó sin jurarles que no llevarían a cabo su empresa.
Terminado su quehacer se fueron los ingenieros, mas no por esto se
tranquilizó El Baquiano, sino que se lo pasaba preocupado con la idea del
ferrocarril. Era éste un enemigo inusitado para él y comprendía que el día
que entrara en la montaña se acabaría su dominio sobre ella y hasta tendría
que abandonarla. Y tan cierto estaba de que por más que se lo estorbara
terminarían los extranjeros saliéndose con la suya—cosa que le exasperaba
hasta el extremo—que aquel año, último quizá de su señorío, dobló los
derechos de paso a los traficantes y cobró adelantados los impuestos de
bosques y cultivos del año próximo. Además se la pasaba vagueando por el
monte, explorando veredas y escudriñando los bosques; y a veces se pasaba
los días enteros metido entré ellos, sin que se supiera por dónde andaba ni
qué hacía, aunque se sospechaba que se ocupaba en desenterrar y reunir el
armamento y municiones de guerra que tenía escondidos por allí.
Entre tanto, de la ciudad venían noticias alarmantes: el ferrocarril
adelantaba, los trabajos iban ya entrando a la montaña. Y entraron por fin.
Fue una invasión inusitada: todo el día estuvieron llegando cuadrillas de
peones y se diseminaban por las laderas, a lo largo del trazo, y comenzaron
a plantar campamentos. Después empezaron los trabajos: centenares de
picos rompían las tierra, los petardos explotaban a cada rato despedazando
los macizos roqueños; talaban las selvas, en los barrancos comenzaron a
levantarse parapetos audaces, por las laderas bajaban continuamente aludes
devastadores, con un clamor como de aplausos formidables que subía hasta
las cumbres. En las noches, en los campamentos había algazara y guitarras,
hasta que Matías empezó a cumplir lo que había prometido, y ya no los
hubo más sino expectación y silencio, porque desde entonces no hubo
noche sin asalto. Todo el día se lo pasaba El Baquiano viendo los trabajos
desde su alto riscal, maquinando planes para la noche, y cuando ésta
cerraba, él bajaba con su montonera a atacar los campamentos, o a destruir
las obras, muchas veces con los mismos petardos de los que las construían.
Después, ya no esperaba la noche, sino que los atacaba en pleno día, con lo
que se pasaba la mayor parte de éste en expectación y refriega, y el trabajo
no adelantaba, y a poco se suspendió por falta de braceros. Matías parecía
salirse con la suya. La Compañía envió comisionados a ofrecerle acciones
de la Empresa para que la dejara en paz, pero él no las aceptó; llegaron a
ofrecerle una suma considerable y la rechazó también. Lo que quería no era
dinero, con lo que le daba la montaña tenía de sobra; su punto era no dejar
pasar el ferrocarril, porque era cosa de extranjeros, y él los odiaba
cordialmente. Recurrieron éstos a otros arbitrios, y el Gobierno mandó
gente armada para proteger las obras. Recomenzaron éstas y con ellas el
estado de guerra en la montaña. Matías Rosalira fue declarado faccioso.
V

Avilita lo sabía. La fama del caudillo montañés había cundido por todas
partes y sus hazañas y fechorías eran objeto de toda suerte de comentarios.
Conocía también el peligro que había en aventurarse por sus correderos en
tiempos como aquéllos, de guerra sin cuartel, y aunque las cosas que se
contaban de El Baquiano, eran para atemorizar al más impávido, así las
oyera en poblado y a buen recaudo, a Avilita no le asustaba la idea de
encontrárselo, sino más bien lo deseaba, como que iba en busca de él.
Atravesaba a la sazón una enmarañada selva; sin sendero y tan
pendiente, que por aliviar a la rendida bestia .echóse a pie, y á más andar
ganó la linde, en la cumbre misma. La neblina era tan densa que a pocos
pasos apenas se distinguían siluetas borrosas; subía de los barrancos, cálida
como un aliento, en borbollones silenciosos, desflecábase contra los riscos
de aristas cortantes, rodaba sobre las lomas, y se metía, bosque adentro,
blanqueando la sombra azul o violada de la umbría. De entre ella, en una
engañosa perspectiva de lejanía emergían afilados picachos, roquedos
colados sobre el abismo blanco, aguileras crispadas sobre las cuales se
cernían grandes aves rapaces, en un vuelo avizor, lento y majestuoso. A
veces, cortado por las alas, vibraba el aire sonoramente, como una
clarinada; del mar venía, con las brumas, un viento recio y crudo que
pasaba sobre las lomas y se sometía por los quebrajones, tal una manada de
lobos marinos, todos blancos, que invadiera la montaña.
Avilita, al azar cogió hacia la derecha; caminaba sobre el filo de la
montaña por un terreno de rocas entre las que crecían frailejones y
heléchos, tan pulidas como si el suave y perenne rodar de las nieblas las
hubiera aromado. De allí a poco, desvaneciéndose las brumas, apareciendo
primero el mar, a lo lejos, desmesurado y azul, y luego el macizo de
montañas; las hondonadas vertiginosas, los cangilones donde se apretujaban
almácigos de selvas vírgenes, los caseríos esparcidos por las laderas, los
plantíos surcados de valladares de piedras, y luego, por encima de la cresta
rispida, hasta donde alcanzaba la vista, la formidable cordillera que se
metía, tierra adentro, en una sucesión de cumbres y de azules, hasta el más
desvaído sobre la más remota; y la llanura urente, al fin, como un celaje.
De pronto, detrás de un peñón que lo guarecía de los vientos marinos,
un paraje donde había casas, al extremo de la travesía que de allí para
adelante, dejando la fila, descendía hacia los lados del mar. Pasaba el
camino por dentro de una de las casas, cerrada a la sazón, y estaba ésta en
lo más escarpado y angosto del sitio, plantada de tal manera que no había
otra de pasar sino por dentro de ella. Reconoció Avilita por estas trazas el
lugar en que estaba, que no era otro que el paradero de Matías Rosalira, y
aunque parecía deshabitado, tan cerradas estaban las puertas y en silencio
las casas, se decidió a llamar. Al cabo de un rato abrióse el portalón, que
dejaba el paso del camino franco, y apareció un hombre, hasta de cuarenta
años, vigoroso, alto y bien plantado en quien Avilita reconoció al punto al
espía de antes. Sonrióse éste como para inspirarle confianza viendo la
turbación en que su presencia lo puso, y le preguntó si quería pasar,
pidiéndole excusas por haberse demorado en abrirle. Repuesto, Avilita le
contestó que mejor quisiera no pasar todavía, porque iba muerto de
cansancio y con mucha hambre, como que era bien pasada la hora del
almuerzo, y así más le agradecería que le dijera si podía encontrar en la
posada algo de comer.
Mirólo el otro de pies a cabeza, y luego, sin verle la cara, contestó:
—Lo que es aquí no hay gente y no se halla nada; pero véngase
conmigo. Puede ser que por ahí se encuentre.
Volvió a cerrar la puerta así que pasó Avilita y luego acudió a abrir otra
que había al extremo del pasadizo, que no más era aquello, y mientras
pasaba el cerrojo le dijo:
—Vaya andando, joven…, por ahí, a su derecha, yo voy con usté.
Comprendiendo el otro que quería conservarse a sus espaldas y aunque
tal espaldero no era para inspirar confianza, echó a andar con todo el recelo
que era del caso. A poco, su acompañante le preguntó:
—Dígame una cosa, joven, y usté perdone el entremetimiento: ¿qué
busca usté por aquí?
—Busco al General Matías Rosalira.
—Entonces ya pué usté parase.
—¿Es usted?
—Pa servile. Pero nada más que Coronel, por lo pronto.
—Jacinto Avila, doctor en leyes.
VI

El doctor Jacinto Avila devoraba el almuerzo que le habían aderezado en el


rancho donde lo llevara Matías Rosalira. Acompañábale éste y lo servía una
vieja india, cantinera desde moza, abotagada y aguardentosa, que no cesaba
de gruñir y mirarlo con malicia. Entre tanto, en torno al rancho, que parecía
cuartel, tal estaban los trojes llenos de armas, merodeaban hombres mal
encarados, que tenían aspecto de perros de presa.
—Son mis muchachos.
—Creí que usted tenía su cuartel en la casa del paso de la fila.
—¿En “El Respiro”? Es que ahora tengo la gente trabasjando del otro
lao.
—Raro es que no hayan intentado Ocuparla sus enemigos.
—Lo que es intentao, no se esté usté pensando que no les ha faltao
ganas, la cosa es que, como dicen vulgarmente: toavía no estaban maduras
y se han frunció al clavarles el diente.
—Es inexpugnable, verdaderamente. Y como usted es tan conocedor de
la región…
—Alguna ciencia debe tené uno, doctorcito; pa algo ha vivió uno toa la
vida en estos espeñaeros.
—Debe de ser muy agradable vivir en estos lugares altos.
—Según y conforme. Todo está en el acomodo de uno; pa usté, en
comparación, no sería muy propio, acostumbrao a las comodidades de la
ciudad.
—Tal vez….
—¡Eso sí! Pa la salú le sirve hasta más útil que la ciudad; aquí tiene uno
el pulso y la juerza que estorba. Yo, le soy franco, el día que tuviera que
irme de la montaña, me moriría de rabia, como el querrequerre enjaulao.
—Depende de la manera como salga usted de ella.
—Ahora parece que me quieren sacá por la juerza. Pero, ¡caray!, como
que no les va a sé muy fácil. Usté perdone la interjección, pero es que
cuando me acuerdo… Mire, es que me dan ganas de…, de estrangularlos a
todos… Usté sabe…, los de abajo, losmusiúes esos.
—Los del ferrocarril. Sí.
—Jé…, jé… Esta risa no es ni mía…
Y Matías Rosalira se paseaba atusándose el bigote. Luego salió del
rancho llegando hasta el borde del despeñadero, desde donde se veían, allá
abajo, el peonaje del ferrocarril perforando la montaña y los campamentos
de la tropa que protegía las obras, bajo banderas extrañas.
—Pero, señor, es mi cuestión: por qué vamos a dejar que los musiúes se
cojan la tierra de uno.
—Ahí tiene usted una bandera prestigiosa para una revolución.
—Ahora todos la han cogido con lo de la civilización; como si la
civilización no pudiera andá sino en ferrocarril. Lo que pasará es que se
morirán de hambre los pobrecitos arrieros, para que los musiúes se lleven
todos los ríales pa su extranjero. ¡No digo una revolución!
—¿Por qué no la hace usted?
—¿Yo?
—Es el único que puede hacerla hoy.
—¡Ah! ¡Malaya!
—Si usted quisiera, al dar el grito tendría sobre las armas un pie de
ejército de flor.
—¿Usté lo cree?
—¿Cómo no? Estoy segurísimo; yo sé por qué lo digo.
—La verdad es que yo tengo muchos amigos, aunque me esté mal en
decilo.
—Y los que tiene sin saberlo. Hoy es usted el Caudillo más popular,
todas las esperanzas del país están puestas en usted. Mire, yo vengo de
recorrer la República y sé que toda ella, como un solo hombre, se levantaría
por usted.
—Yo sí lo creo, porque son muchos los descontentos. Pero la cosa es
que eso de una revolución son palabras mayores.
—No hay tal. Audaces fortuna juvat. Quiere decir: que la fortuna ayuda
á los audaces.
—No es que yo le tenga miedo a la guerra, porque en ella he echao los
dientes y las barbas, sino porque después no rae hallaría. Yo no sirvo pa lo
civil.
—Ya encontrará usted colaboradores. Desde luego, me pongo a sus
órdenes. Yo he estudiado mucho, he penetrado las entrañas de este país y sé
cómo se puede gobernar.
—Gracias, doctor.
—Además, que no se dará el caso de que usted necesite de consejeros.
Usted tiene cualidades maravillosas y da lástima que las pierda usted en
escaramuzas sin gloria ni provecho. Usted perdone que se lo diga.
Guardaron silencio un momento. Matías Rosalira se hurgaba la barba
pensando:
—¿De modo que usté cree que la parada es tirable, como dicen?
—Con los ojos cerrados. La patria se lo está reclamando.
—Por ella lo haría, y por ella es que lo hago, créame usté; yo estoy en
guerra porque eso del ferrocarril es contra las leyes; todos los pueblos de la
montaña se arruinarán, y se morirán de hambre los pobres que no viven sino
de sus cargas.

VII

Para Rosalira la Patria era su montaña y el patriotismo no dejar pasar el


ferrocarril. El doctor Jacinto Avila fue a decirle que aquélla era algo más
que la montaña: las ciudades que blanqueaban allá abajo; las llanuras
inmensas que reverberaban a lo lejos; y lo que no se veía: la Patria de
extramuros que estaba detrás de las barreras azules de los montes sin
sospecharlo Matías. Para hacérselo comprender comenzó por despertarle
una ambición que hasta entonces no había tenido, y lo hizo tan
mañeramente que el Caudillo no distinguía cuándo le hablaba de la Patria y
cuándo del rico botín que le aguardaba en la aventura, y lo hizo con tal
éxito que a poco rato no era posible saber quién inducía a quién.
Terminado el almuerzo, Avilita se puso a escribir la proclama de guerra
del General Matías Rosalira, mientras éste recorría la montaña en todas
direcciones convocando a sus amigos.
VIII

El doctor Jacinto Avila estaba ya en su camino; y tal vez muy cerca de


realizar la única y grande aspiración de su vida: llegar.
¡Llegar! Por ello había abandonado su provincia nativa cuando
comprendió que en su pobre ambiente jamás pasaría de ser un talento sin
gloria ni provecho, si era que no se quedaba en la obscura mediocridad, y
enderezó sus pasos a la Capital propicia, y ya en ella, en la Universidad que
da prestigio y esplendor vinculados a un título que abre todas las puertas y
allana todos los caminos; y por ello padeció necesidades; comió mal, vistió
peor, sufrió humillaciones y desprecios, ambicionó mucho y envidió más. Y
logró llegar hasta el título. Graduóse de doctor en leyes y al despedirse de
las aulas donde segara fácil laurel a fuerza de imponer a todo trance el
imperativo categórico de su vanidad inflada de suficiencia, no tuvo palabras
de gratitud sino de encono para aquello que él llamabafatalidad de su
medio, que le había impuesto aquel áspero noviciado de seis largos años de
inactividad y enojoso estudio que pusieron a prueba su energía. Encono que
era tan sincero como había sido insolente y que siempre fue, contenido, el
acicate de su voluntad, y a la hora del triunfo, libre y desbordado, la natural
revancha de su alma en violento desquite por las humillaciones y sinsabores
padecidos.
Graduado ya acudió al periódico y a la tribuna propicios y tanto escribió
y declamó tanto, con el solo objeto de hacer ruido, para lo que era bastante
hueco y vacío, que a vuelta de poco ya tenía una glorióla y era acatado en
todos los círculos de la Capital. Pero no era este llegar a medias todo lo que
él aspiraba, y siguió trabajando con tesón por llegar de un todo hasta donde
fuera posible llegar en su país, sin que su delicadeza estableciera distingos
de escrúpulos que más tarde fueran a amargarle el saboreado disfrute de sus
triunfos. Y con esta acomodada determinación a poco estuvo en la
asendereada política y por ella anduvo buen espacio con éxito bastante
prometedor. Pero, reveses de la fortuna o torpeza para calcular, hiciéronle
dar un paso imprudente y cayó en desgracia.
Entonces fue cuando llegó a sus oídos la fama que cobraba Matías
Rosalira y resolvió ir en su busca para intentar junto con él, y a su amparo,
la gran aventura. Buen conocedor de su medio, por instinto y por
experiencia, sabía que sólo con un apoyo de esta suerte podría hacerse
carrera por los caminos del éxito y para lograrlo resolvió hacerse espaldero
del Caudillo. Este era la fuerza, el instinto cerril, impetuoso y dominador, la
energía acostumbrada a imponerse; la única energía de la raza blindada de
barbarie pero íntegra, pura como un metal nativo; a su vez él se reconocía el
aliento de la gran aspiración, de la audacia aventurera, que también es
fuerza, y si el otro tenía con su instinto la fortaleza de la garra dominadora,
él podía prestar con su inteligencia el ímpetu del vuelo que levanta y dilata
la potencia de la garra.

IX

Esto era lo que el doctor Jacinto Avila venía a proponerle al cacique de la


montaña.
Cayóle bien al montaraz en su ánimo aventurero la propuesta y la
condición del ciudadano, y como además, según era fama, profesaba aquél
un gran acatamiento al saber, Avilita, que se lo sabía de antemano, hizo
alardes del suyo, con lo que desde el primer momento cobró ascendiente
sobre él.
Ya estaba en su camino. Acordóse de los que le negaban méritos, de los
que le escatimaron su aprecio, de los orgullosos que habían sabido estarse
en retiro de dignidad, mientras él iba placenteramente con la maltratada y
peor tenida suya, en subasta, y se complació en pensar que pronto podía
pasearles su triunfo por delante y humillarlos, y no sólo a ellos, sino a la
sociedad entera, a los mismos que le habían dado la mano, porque Avilita
tenía un profundo rencor contra todos, gratuito al parecer y que en el fondo
no era sino un deseo de represabas, en el que se revelaba inconscientemente
la aspiración de virtud que la vida no le había dejado tener: grandeza de
alma, hidalguía en el corazón, ideales, integridad, orgullo.

X
Al día siguiente, con las primeras sombras de la noche, comenzaron a llegar
a la posada de la cumbre los amigos del Baquiano. Eran muchos, de todos
los contornos y venían sin armas algunos, pero todos en tren de campaña.
Así que estuvieron reunidos, Avilita, a nombre del General Matías Rosalira,
les explicó el motivo de la convocatoria y les leyó la proclama de guerra, en
el cual se mentaban las Instituciones, la Soberanía nacional, los fueros
sagrados de la Patria y otras cosas más, altisonantes y arrebatadoras, que
nunca habían oído nombrar los montañeses, a quienes, sin embargo, les
pareció muy bueno todo. Pero no dieron muestras de entusiasmo, sino que
se quedaron viéndose unos a otros, aprobando con la cabeza y a
regañadientes, hasta que Matías tomó la palabra y les dijo, lisa y
llanamente:
—Muchachos, lo que les ha dicho el doctor es la pura verdad, y por eso
yo los he convocao pa que nos alcemos contra el Gobierno, porque el
Gobierno ha faltao a las leyes y nos quiere quitá la montaña de nosotros pa
vendésela a los musiúes.
—¡Abajo el ferrocarril! ¡Muera el Gobierno! ¡¡Mueran los musiúes!! —
gritaron entonces los amotinados, y con gran tumulto salieron al camino.
Luego, armados ya los que no estaban y borrachos todos, se pusieron en
marcha, apenas comenzaron a perfilarse sobre la incierta claridad albar las
recias siluetas del monte, y con esto empezó la aventura.
Matías a la cabeza y a su lado el doctor Jacinto Avila, ahora bien
montado y convertido en respaldero intelectual del Caudillo, bajaba la
horda por los senderos fragosos como un alud que nadie sabía adonde iría a
parar, ni cuántos estragos haría, mientras que en la noche remisa de las
hondonadas los gallos desperezaban sus clarines en dianas triunfales.
Sobre los picos enhiestos en la fría claridad, suaves oros de sol; abajo:
la madrugada azul, blancura de brumas sobre la llanura y sobre las ciudades
hacia donde bajaba la montonera bisoña, ávida de sangre y botín…
EL APOYO[8]

En las afueras de la ciudad, en el campamento de los lazarinos, sobre un


collado donde había una tumba solitaria entre cactus y abrojos, dominando
el mudo paisaje crepuscular, los dos minoristas se detuvieron.
—¡Conque nos deja, Francisco!
—¡Qué se hace, Manuel! No hay remedio. Yo no sirvo para la vida
militante; lo comprendo. Necesito vivir más dentro de mí mismo; en la
concentración del claustro. Será porque la fe y la vocación son en mí algo
tan personal, que casi llegan a ser formas de egoísmo. ¿Me comprendes? De
aquí que no me halague la misión de predicador. Cosas de mi
temperamento. Nuestro Señor me llama por otros caminos. Por eso me
había demorado tanto en recibir las órdenes mayores.
—Tienes razón; debes irte. Yo lo único que te digo es que me vas a
hacer mucha falta. Si tuviera recursos abandonaría también el seminario y
me iría contigo al monasterio, que también me atrae. Pero soy pobre; tú lo
sabes.
—Tampoco resistirías, Manuel; la regla es dura.
—También es duro el aislamiento en que me dejas.
—No digas así.
—Ya no tendré quién me aliente cuando me vengan mis vacilaciones;
esos desmayos de la voluntad, tan frecuentes en mí.
—Nuestro Señor estará contigo y te dará fuerzas. Escríbeme siempre,
con frecuencia; confíame tus angustias y procura ser fuerte. Yo te escribiré
también, tan a menudo como me lo permitan en el monasterio. Y allá
veremos si andando el tiempo podremos reunirnos otra vez.
—Me vas a hacer mucha falta, Francisco.
—¡Vaya! No te desalientes así. Es la voluntad de Nuestro Señor.
Ofrezcámosle esta amargura.
De las barrancas, en la tranquilidad de la tarde subía el monótono canto
del sauce, ululaba el viento sobre las lomas y por entre los enjutos
arcaduces del monte. En su recinto de colinas azules, la campiña, joyante al
capricho pintoresco del sol de los araguatos; sobre el claro ocaso la silueta
de la ciudad: cimeras de chaguaramos, geométricos perfiles de cipreses y
araucarias, distantes, dos cúpulas gemelas; una ceja de monte en la brusca
fuga del abra. Sobre el panorama, altanero y jarifo, el Avila en reposo.
—Tu monte, Francisco; tu símbolo de la voluntad serena y fuerte.
—¡Mi montaña querida! Hoy .se ha puesto la estameña franciscana. Ya
no volveré a verla. Ahí te dejo mi monte, Manuel.

II

Al día siguiente, Francisco partía para un lejano monasterio. El joven


minorista, camino de su ideal, tenía más bien un aire resignado y estaba más
taciturno que de costumbre, de manera que, cuando Manuel, conmovido
hasta las lágrimas, le tendió por última vez los brazos, ya en marcha el tren,
apenas le dijo:
—Adiós, y procura ser fuerte.
De regreso al seminario los compañeros comentaban:
—Es una verdadera amistad.
—¿Qué hará ahora Manuel sin Francisco?
—Era su apoyo en todo.
—No me extrañaría que abandonara el seminario.
—Ese Manuel es un pobre muchacho.
—Se ha propuesto ser místico. Como si eso fuera cosa de proponerse.
Todo el día se lo pasó Manuel encerrado en su celda, sumido en una
obstinada taciturnidad, esquivando la compañía de los que querían
hacérsela para disiparle aquel humor melancólico, lo cual le importó una
áspera reprimenda del Rector, que no hallaba motivo para tanta aflicción en
la partida de un amigo, por íntimo y querido que fuese.
Y con esta primera amargura empezó el minorista a apreciar la falta del
compañero y la dureza de la disciplina, cuyo rigor no le dejaba sentir hasta
entonces el apoyo que su espíritu vacilante hallara siempre en el de
Francisco, sereno y fuerte.

III

A éste le debía su vocación que se le reveló como leyera unos escritos


empapados de misticismo que por aquel tiempo publicara Francisco.
Fue en su pueblo, seis años hacía. Sin duda ya existía en su alma aquella
propensión mística, bebida con el aliento de la desolación de su paisaje
llanero; aquella vaga tendencia a lo sobrenatural y misterioso, que es como
un deseo de andar y que adquirió con el hábito de mirar horizontes,
mientras el lendel de la noria paterna volteaba el jamelgo taciturno
exprimiendo a la tierra la frescura del agua.
Teníala el padre para regar el pegujal de que viviera la familia, y era el
oficio de Manuel, desde muy niño, arriar la bestia para que no parara de
sacar agua. Y allí, bajo el cobertizo, frente a la llanura estuosa, se pasaba
toda la mañana imaginando extraordinarias andanzas por aquellas veredas
sin fin, mientras la tibia agua llenaba en silencio el congilón.
Desde entonces era místico. Sí. Indudablemente, lo era. Misticismo eran
aquellos deseos imprecisos que le absorbían el alma haciéndolo olvidarse
del caballo que, aprovechándose de su ensimismamiento, se paraba a soñar
con la llanura, tal vez con el regalado trotecito de la libertad, a escape por la
tangente del círculo que lo uncía. Y el minorista se complacía en descubrir
en sí mismo, desde la infancia más remota, aquella propensión mística que
es señal de distinción en un espíritu. Recordaba que más tarde, cuando se
preparaba para la primera comunión, la vaga tendencia se convirtió en
deseo, bien preciso, de dedicarse a la Iglesia, de meterse a sacerdote. Poco
después llegaron a sus manos los escritos de Francisco. Prestóselos el cura
de su pueblo recomendándoselos como cosas muy bellas y piadosas que
escribía, allá en la capital, un joven de mucho talento y ejemplar vocación
que tenía un nombre escogido para la santidad. Y con esto se decidió su
vocación. Dijo en la casa que su voluntad era irse a la Capital porque tenía
determinado ingresar al Seminario, y que quería que se lo permitieran, y
que le dieran algo para el viaje. Complacióse la madre, desaprobó el padre,
pero terció favorablemente el cura, y Manuel obtuvo el permiso y algo, muy
poco, para los menesteres del viaje. Con lo cual y con una grande ansiedad,
púsose en camino en la compañía de un amigo de su padre que llevaba un
ganado a vender.

IV

Evocaba aquel viaje interminable a través de la pampa, por los largos


caminos, entre el polvo y el sol, al amoroso andar de la vacada, el
quejumbroso cantar de los llaneros en el silencio de los campos; las garzas
junto al agua dormida del caño; la maja a la intemperie bajo el relente de la
sabana; las siestas a orillas del turbio cilanco del abrevadero; la res
desgaritada que se volvía a la sabana bebiéndose los aires, altiva la
cornamenta, y la que caía a orillas del camino, cansada, aturdida del sol; el
paso por los pueblos del tránsito, melancólicos, desiertos y pobres; la
llegada, por fin, a la Capital. Tenía fresca en la memoria la impresión
gratísima que le produjera la ciudad, al arrimo de su montaña azul, con las
torres y cúpulas de sus templos doradas al sol, con sus almácigos de fronda
por encima de los rojos tejados. Y la noche en la posada, noche más larga
que todas las noches; y el amanecer por fin, y su llegada ¿i Seminario. La
primera conversación con el joven del nombre ungido para la santidad, los
grandes ojos plácidos de Francisco; su hablar reposado entre sonrisas de
una ironía tierna que él no comprendía, aquella manera suya, tímida y
persuasiva, y las cosas que decía a propósito de la vocación.
Y toda su vida de seis años en el Seminario, su vida íntima, la
atormentada vida de su espíritu. Las emociones del día en que vistió por
primera vez el traje talar; la impresión imponente que le produjeron los
primeros oficios a que asistió en la Catedral, su perplejidad al ver los
canónigos en el semicírculo del coro, graves y lívidos en sus sitiales, casi
fantásticos con aquel aparato litúrgico, misterioso para él, en aquel
ambiente que llenaba la rotundidad del canto gregoriano, aquel canto que
despertaba en su alma remembranzas del paisaje nativo. La exaltación de
los primeros meses, las vidas de santos devoradas en las largas vigilias; la
noche en que por fin, después de haberlo meditado mucho y tomado
precauciones para no ser descubierto, se decidió a aplicarse unos
disciplinazos para dominar ciertos ímpetus pecaminosos de la carne, como
era uso y costumbre de santos en tales casos, según lo que había leído. Y el
doloroso desencanto que tuvo al día siguiente cuando contó a Francisco su
proeza, mostrándole las azotadas espaldas, y éste se lo desaprobó, sonriendo
con aquella ironía tierna que tenía para todas las ocurrencias de su amigo. Y
después de aquel desencanto que tan profundamente lo afectara; la primera
duda, la duda perenne ya: el horrible miedo de no servir para aquella altura
que se proponía.

Con estos ingratos soliloquios ocupaba Manuel la ausencia del amigo; a la


que no acababa de acostumbrarse. De tiempo en tiempo recibía cartas
suyas, en las que había siempre una oportuna palabra que reanimaba en su
alma el amortiguado rescoldo de la vocación, y, a su vez, él se las escribía
largas y minuciosas.
En una le decía:

“Es horrible esto. Querer andar y saber que no se puede. ¿Comprendes


lo que te quiero decir? En estos días me he acordado mucho de los tiempos
de mi niñez cuando era mi oficio arriar el caballo de la noria de papá, para
que no dejara de sacar agua. Así estoy otra vez: arriando la flaca bestia de
mi noria espiritual. ¡Qué trabajo, Francisco! ¡Qué trabajo tan arduo! Los
desmayos aquellos que se han hecho más frecuentes y más agudos. En
veces me paso días, semanas, meses enteros, abandonado de Dios, sin fe,
sin voluntad para nada. Sufro lo que no te imaginas. El mes pasado había
hecho la resolución de abandonar el Seminario; ya no podía más e iba a
comunicárselo al Rector cuando recibí tu carta. ¿Para que la escribiste? Si
no, a estas horas estaría yo en mi pueblo, ocupado en un bajo oficio
cónsono con mi condición, como un campesino cualquiera, obscuro,
ignorado, pero tranquilo el espíritu y no con este áspero camino, con esta
aspiración mayor que mis fuerzas. Y todo porque leí tu carta. ¡Qué virtud la
tuya de saber encontrar la palabra que llegue al alma, que decida un
destino! ¿Crees de verdad, que mi fe es superior a la tuya, que mi vocación
es más fuerte que la tuya, por lo mismo que lucha? ¿Lo crees de verdad, o
lo dices para darme bríos tan sólo? Si no lo crees ingenuamente, no debes
decírmelo; podría hacerme un mal muy grande, hacerme tomar un camino
por el cual no pudiera andar después. En todo caso yo prefiero tu serenidad.
¿Que la lucha es más meritoria? ¡Ah! ¡Francisco, Francisco! Veo tu sonrisa.
No debieras jugar así con esta pobre alma mía. ¿Para qué escribiste eso?
Aquí estoy otra vez arriando la flaca bestia de mi noria espiritual, a ver si
puedo al fin sacar un poco de agua para regar mi huerto, mi pobre huerto
místico, abrasado y mustio. ¡Vano empeño! Pero tú lo quieres. ¡Sea pues!
¿De manera que he de continuar? ¿Y la voluntad? Tú no la tienes nunca en
cuenta, no reparas que a la mía no se le pueden pedir grandes esfuerzos
porque es débil y vacilante, y cada vez que me detengo me dices: sigue,
sigue. ¡Cómo si yo tuviera! ¿No será más bien una crueldad lo que haces
conmigo? Tu confianza me fortalece, pero es cosa de momentos; ahí mismo
se me cansa la voluntad, me viene el desmayo mortal. Francisco, yo no
podré resistir mucho tiempo; en este abandono en que me has dejado sólo
me sostiene el saber que en un rincón del mundo hay una voluntad
impasible y fuerte, un alma grande que espera algo de mí; pero en veces se
me ocurre escribirte que me hagas el favor de no esperar nada de mí, porque
yo no sirvo para nada. Mi alma es una pobre alma vulgar, incapaz de esas
elevaciones. ¡No me pidas heroísmos! Soy un palurdo que apenas posee una
humilde fe de carbonero a quien tiene deslumbrado tu misticismo. ¡Qué
miseria la mía! ¡Si supieras el trabajo que me ha costado componer unas
alabanzas de la Eucaristía! ¡Un mes entero! ¡Y si vieras lo que resultó! ¡Qué
ira contra mí mismo! Me parecía estar viendo tus ojos serenos y tu sonrisa.
¡Soy un pobre diablo, Francisco! No se me ocurren sino vulgaridades. ¡No
esperes nada de mí!”

Y en otra, meses después:

“Hace tiempo que no recibo una sola letra tuya y no sé decirte qué te
agradecería más: que me siguieras escribiendo o que no te ocuparas más de
mí. No te enojes porque te lo diga así, lisa y llanamente. Son cosas que se
me ocurren en este continuo batallar conmigo mismo. Las pienso, las
escribo y luego me arrepiento de ellas. ¿Dirás que soy un neurasténico? Si
te parece no me hagas caso y escríbeme, pero si te cuesta dificultades o si
no te provoca no lo hagas. ¿Quién sabe qué será lo que me conviene? Otra
vez te repito que soy un desgraciado. Mi salud se empeora cada día, ya no
puedo trabajar ni siquiera dos horas de seguida; me acometen vértigos.
Tengo mucho que contarte pero los insomnios y estas batallas mías no me
dejan poner orden en mis ideas. En veces se me ocurre matarme. No lo
haré; no hay cuidado. El otro día me subí a la azotea resuelto. El Avila
estaba precioso, tenía unos efectos de sol tan suaves y dorados. Me acordé
mucho de ti. ¡La herencia que me dejaste! ¡Qué horrible es no tener
voluntad! Ahora estoy ocupado en prepararme para la ordenación. Alea
jacta est.”

VI

—Padre Manuel: una carta para usted.


—A ver. ¡De Francisco! ¡Por fin! ¡Por fin!

“Ya sé que has llegado al fin de tu camino, a pesar de todos los


desmayos y vacilaciones. Te imagino ordenado ya y me acuerdo del día que
tocaste a las puertas del Seminario, temblando de miedo. ¡Cómo ha pasado
el tiempo! ¡Cómo hemos cambiado nosotros! Tú. Ya te veo: convertido en
el ermitaño del paseo: Así te llamo desde que sé que luego de ordenado
pediste que te pusieran de Capellán de la ermita, nuestra ermita en cuyo
altozano tantas veces hemos soñado juntos. ¡Qué dulces y tristes los
recuerdos del paisaje familiar que tus cartas evocan! Veo la capillita sobre
la colina, con tu pintoresco ciprés, viejo y siempre verde, el caserío al caer
la tarde, Caracas todo, y el Avila, el querido monte sereno y fuerte. ¡Qué
nostalgia al recordar aquellos tiempos en que te hablaba de mi monte
nativo, proponiéndote como una norma de vida interior su fortaleza
tranquila! ¡No se me quita de la memoria la línea reposada y vigorosa de su
contorno! Y" te veo a ti, en el altozano de la ermita, delgado como siempre
con tu cara larga y pálida y tus ojos asombrados detrás de los cristales
desagradablemente blancos, contemplando el crepúsculo, el estupendo
crepúsculo de nuestro cielo taumaturgo, o viendo el caserío animado con el
trajín de la gente que regresa del trabajo, mientras en la espadaña de la
ermita la campana hacer bajar la bendición del Angelus sobre la paz del
barrio. ¡Manuel! ¡Manuel! ¡Qué ganas de llorar tengo! ¡Cómo pasa el
tiempo! ¡Cómo se va la vida y se lleva lo mejor del alma!

En los zarzales del camino deja


una cosa cada cual: la oveja
su blanca lana; el hombre su virtud.

¡Qué verdaderos son estos versos bellos y amargos! Por eso te admiro;
tú has salvado tu virtud. A fuerza de arriar la bestia de tu noria espiritual
tienes agua para regar tu huerto. ¿Dices que reconoces que es un
romanticismo pueril lo que has hecho encerrándote en una ermita que no es
sino uno de tantos adornos de un paseo? Bien; romanticismo es, como
también lo es encerrarse en un claustro e irse a la China a convertir infieles.
Ese es tu huerto místico; cultívale con amor y no te importe pasar
inadvertido, porque a veces la obscuridad y el silencio son garantía de
virtud. En cuanto a tus sermones, que he leído con cariño, tú sabes mi
opinión, Manuel. Efectivamente, no eres predicador. En el estilo te
descuidas mucho. Por lo pronto he de decirte que haces mal en incluir el
rocío entre los elementos naturales. El efímero y frágil sudor de la noche ha
debido asustarse mucho al encontrarse en la intranquilizadora compañía de
entes tan terroríficos como son los elementos naturales. Cuídate más el
estilo, carísimo Manuel, y perdóname esta humorada perversa. Por lo
demás, describes bien. Tus cartas me hacen ver el cuadro: el sol de la
mañana dentro de la ermita, el grupo de rústicas mujeres de las del barrio y
alguna señorita del centro que fue de paseo y entró a la ermita porque la vio
abierta, con la misma curiosidad indiferente que la llevara a pararse ante el
estanque de las garzas o las jaulas de las fieras, y sobre el auditorio tu
palabra inflamada de misticismo franciscano, en tanto que en la vaga
lontananza se yergue la cumbre avileña, diáfana y joyante. En cuanto a lo
que me dices de tu incapacidad para las altas concepciones místicas, ya te
he dicho que no debieras mortificarte tanto por ello, primero: porque ya me
pareces bastante místico; y luego: porque tu verdadero valor no estaría en
esa capacidad que tanto te obsesiona, sino en tu deseo de perfección y en la
virtud de esa tenacidad obscura y heroica con que has venido dándole a tu
alma la forma de tu ideal. ¿Que tu obra es pequeña, inútil? ¿A qué llamas tu
obra? ¿Crees acaso que tu obra debe andar por el mundo alborotándolo,
pasmándolo con tus portentos, llenándolo de tu nombre? ¿Crees que sólo a
una grande empresa puede llamarse obra? Pues mira: la tuya es meritoria
sin ser sonada, y por io mismo que ha pasado inadvertida para el mundo yo
admiro la tenacidad y tu heroísmo. Has sido un obscuro escultor de tu alma,
paciente y fuerte. ¡Cuánto te envidio, Manuel! Siempre había reconocido y
admirado en ti esa rara forma de la voluntad enérgica: la forma de la
debilidad, de la aparente falta de carácter. En cambio, yo, el fuerte, el
impasible, ¡a qué miseria he venido a parar! Es el socorrido caso de la
paradoja de las tormentas del agua tranquila. Eran corrientes silenciosas y
traidoras que en el fondo de mi alma pasaban hacia una vorágine mientras
en la superficie el más leve rizo no denunciaba la recóndita violencia.
Comprendo que esto que te digo tiene que ser tremendo para ti, y reconozco
que hago mal en quitarte tu mentira. Tú te habías formado una gran idea de
mí, de la energía de mi carácter, de la elevación de mi alma, y en esa
mentira te habías apoyado, confiado y tranquilo. Yo te la dejé formar sin
atreverme a desvanecértela, pero ya no necesitas de sostén extraño; has
probado ser fuerte. Lo que tenías era miedo de acometer la empresa. Si te
hubiera dicho que hicieras solo el camino que has hecho, seguramente no te
habrías atrevido. Yo lo comprendí así desde el principio. Pues bien, solo lo
has hecho; el compañero que traías, tu sostén y tu guía era una vana
sombra, un espejismo de tu propia voluntad. Entre nosotros—¿quién lo
creyera?—, el fuerte, el capaz de grandes cosas eres tú. Hazme justicia
creyendo esto que te digo: yo nunca me engañé respecto a nuestra mutua
situación en el mundo. Has de saber que abandoné el claustro y por lo
mismo que abandoné el Seminario: por no haber encontrado tampoco en él
lo que buscaba. ¡No encontrar lo que se busca! Parece que esto quisiera
decir que el Ideal que perseguimos es tan alto que en ninguna parte se
alcanza. Ahora bien: ¿sabes por qué no encontré en el claustro lo que
buscaba? Por lo que no lo encontré tampoco en el Seminario: porque yo no
busco nada. Soy una voluntad muerta que va por el mundo sin rumbo fijo,
sin objeto ni fin, haciéndose la ilusión de que persigue alguno inalcanzable.
¡Y tú creías que lo horrible era tener luchas! ¡Cómo envidio las tuyas!
¡Cuánto no daría yo por una de esas torturas que ocupan toda una vida, en
cambio de este atroz vacío del alma! Así, pues, no creas más en mí, no
pienses más en mí, deséchame, como se desecha por roto e inservible el
bordón en que nos hemos apoyado alguna vez.”

VII

Las últimas frases de la carta cayeron abrumadoras y desesperantes en el


alma del pobre ermitaño del paseo. Inclinó la cabeza sintiendo el acorador
desaliento que deja un largo esfuerzo inútil, y aquel día la ermita no se
abrió.
EL MILAGRO DEL AÑO[9]

El alba. Regresaban las barcas. Todos los años, por aquel tiempo, se las veía
venir desde todos los puntos del mar; aquella vez por el Sur aparecieron las
primeras.
Mala temporada habían tenido los pescadores, escasa pesca y mucho
dolor, que es pesadumbre ingrata, traían a bordo las barcas. Eran muchas:
balandras, trespuños, faluchos, piraguas veloces; todo el mar cubierto de
velas: blancas rosadas o de un suave tinte violeta o de oro violento algunas:
el alba de las velas.
Desde el otro lado del horizonte las avienta el Sur, fresco y sutil;
enfrente a las proas la isla en el amanecer: oro y rosa. Cercana la tierra
frente al abrupto riscal en que remata un cabo que se interna mar adentro
como un brazo de nervuda anatomía que enseñara a las olas el puño
crispado, el agua hace danzar los bajeles a compás de crujidos. A bordo los
pescadores atentos a la maniobra; en el timón de la María del Mar que
estela el rumbo de la flotilla, el Chavalo, absorto, bajo el amplio sombrero
de palma la dura mirada fija en el oleaje que tiene reflejos de aceros y se
encresta aguzando afiladas aristas, como un airado blandir de hachas contra
las bordas. La recia mano aferrada a la barra pone rumbo al cabo,
inconscientemente.
Diez voces gritan:
—¡Eh, Chavalo! ¡El cabo!
El patrón, sin decir palabra, le quita la barra, y el hombre, mohíno, se
retira.
—¿Qué iría a hacer por ahí? —murmura uno.
Otro agrega:
—Este no está bueno.
Y otro:
—¿Cuándo lo ha sido él?
Y uno que sobre unas redes está tendido, todo cubierto de vendas y
quejumbroso y con muchas manchas de sangre, ya negra, en la ropa, se lo
queda viendo largamente.

II

Doblado el cabo: la ensenada sembrada de islotes. Sobre el agua obscura y


profunda, la blancura del escarceo; en el fondo la playa como una herradura
de plata, a ras del agua el manglar exuberante y encima, en un azul de
montaña, el pueblo, blanco, en las primicias del orto.
Aparecidas en el abra las barcas, un claro repique de lejanas campanas
resbala sobre el mar; son las campanas del pueblo que saludan el retorno de
los pescadores. Ellos las oyen con emoción y sonríen como a las caricias de
una persona querida. Pero alguien las oye con tristeza y piensa:
—Si supieran, más bien doblarían.
Ganada la bahía donde el mar se apacigua y aviva su zafiro a la sombra
de los islotes, una a una se enriscan las barcas. ¡Qué azules están las
avenidas del mar! ¡Qué blancas resultan las velas! Por detrás de la isla el sol
cercano desparrama rútilo haz estriado de sombras, como un enorme
abanico, y a la luz creciente los escollos—vagas manchas—van tomando
extrañas formas caprichosas; a flor de agua algunos, suaves a la vista que
materialmente los palpa blandos y tibios, como ballenas dormidas hasta el
alba; o de violentos cortes otros, en los que rojea, como si sangrara, la
entraña de la roca. En uno el talud evidencia los diferentes estratos del risco
que bajan hasta el mar como una inmensa gradería, las olas quieren treparla
y estallan en un desesperado fracaso de espumas; en otros el agua obscura y
untuosa lame con menudas lenguas los acantilados profundos, bruñidos y
rojizos como de bronce reciente; en otros la escarpa almenada finge muros
derruidos de atalayas, o aguzándose como góticos campaniles sugiere ideas
de antiguos templos abandonados al mar, ante los cuales se eleva, todavía,
una blanca plegaria de grumos.
Súbito, por encima de la isla salta un celaje vivaz cual una llama.
Luego: el sol. Tajante, echa su espada sobre el mar. Despiertan las aristas
dormidas en la penumbra de los taludes; los mástiles de las barcas funden
sus puntas de oro improviso, y fundido, el oro resbala por las velas hasta el
agua que se incendia. Ahora también deben ser de oro las campanas que
celebran el regreso de la flota, así vibran, claras y triunfantes en la onda
luminosa las ondas sonoras, tenues o intensas, como mecidas al vaivén de
las olas. ¡Cómo pasan, atropellándose, empujándose, como niños en festivo
tropel las alegres campanadas sobre el sordo murmullo del mar, sobre el
áspero crujir de los bajeles, sobre el monótono tumbo del viento que
tropieza contra las velas como un ciego que no encontrara su camino en
toda la anchura del cielo!
Ya llegan las barcas. Rota por las quillas van quedando sobre la seda del
agua el rasgón de la estela que viene zurciendo el alba con su pespunte de
oro. Ya se distingue claramente en la playa el alegre gentío que espera a los
pescadores: son mujeres y muchachos casi todos, algunos viejos apenas.
Otros se han echado al mar en sus cayucos al encuentro de los bajeles y ya
los rodean y van de unos a otros, resbalando sobre el agua clarísima.
Se cruzan saludos y preguntas. Los de la flota traen malas noticias: ha
sucedido una desgracia; viene poca pesca.

III

Arriadas las velas clavadas las anclas. Los pescadores saltan a tierra con sus
caras sombrías y sus infaustas noticias.
Cuenta uno:
—Estábamos calando una mancha de jurel que acababan de voceá,
cuando se apareció un bote en que venían el Chavalo y Andrés, que venía
como está, too herío, y luego que arribaron dijeron que cuando pasaban por
la Escollera, de vuelta pal Morro donde estábamos arranchaos, a media
noche la Gaviota en que venían, trompezó contra un recife y empezó a
hundirse ahí mismo. En la Gaviota venían: Antoñico, el hijo de don
Antonio, el Ñato y Pedro Gómez, junto con el Chavalo y Andrés; y dice el
Chavalo que él se salvó porque la Virgen del Mar le hizo el milagro de
sacarlo del mal paso y que encontró a Andrés que nadaba pa tierra y lo
recogió en el bote de la balandra. Que a Antoñico y el Ñato no los oyeron
gritá.
—En la Gaviota venía la plata del pescao que había dio a vendé
Antoñico, y la plata no ha apareció…
—¿Y por qué viene herío Andrés?
—Dice que fue en las ansias de la desesperación que el mar lo tiró
contra las peñas.
—¿Las peñas? Afilás debían de está pa córtalo como lo han cortao, que
más parece jierro.
Primero: la unánime exclamación de sorpresa; luego la explosión de los
llantos; luego el silencio; después, poco a poco, los murmullos de
comentarios.
Ya se han callado las campanas que repicaban como locas. Por la cuesta
que conduce de la playa al pueblo suben grupos cabizbajos: el dueño de la
flota a quien acompaña y consulta el cura; el Chavalo rodeado de mujeres
curiosas que quieren saber cómo fue el milagro; el herido, en una camilla
improvisada; algunos pescadores; todo el pueblo que había bajado a la
playa.

IV

Encaramada sobre un peñascal que a .manera de bastión se levanta frente al


mar, en un fresco vallecito que apretuja su fronda entre los fragosos
collados, como un almácigo en un cangilón, está la aldea arribeña. Manan
del áspero peñón que la sustenta claras aguas que mantienen en perenne
lozanía el apañusco de fronda, única en todos aquellos contornos, y
formando remansos, le dan frescura al suelo y nombre a la aldea.
Llamábanla: Pozuelos, y en ocasiones solemnes: Santa María del Valle de
los Pozuelos.
Santa María del Valle de los Pozuelos es una aldea toda blanca, con una
Iglesia antiquísima, toda de piedra y muy grande, entre un monte riscoso y
un mar muy azul. Puéblala gente marina, ruda y cazurra, pero de muy
apacible condición y muy devota de la Virgen del Mar a quien Pozuelos
debe el favor del agua, brotada por obra de milagro de la sequedad del risco
bravio. La mayor parte del año se lo pasa la aldea muy sola, porque casi
toda la gente anda por el mar en el oficio, pero terminada la temporada, a
vísperas de la fiesta patronal, que es rumbosa, el pueblo se llena de propios
y extraños, porque de todos los contornos de la isla empiezan a llegar
muchedumbres de devotos. Y con el regreso de las primeras barcas
comienza la fiesta.
Pero las primeras barcas, este año, habían traído una carga ingrata, y en
Pozuelos no se hablaba sino del siniestro de la Escollera.
Referíalo cada cual a su manera, y a su guisa lo comentaba, y así había
mil versiones diferentes a propósito del caso. Para algunos era cosa cierta
que el Chavalo había metido su mano en el sedicente naufragio, fundando
sus sospechas en el hecho de que con éste fueran dos los siniestros en que
se encontrara, y saliendo siempre ileso, y en las mismas heridas de Andrés,
que lo eran de hierro cortante, por más que él mismo lo negase. Y aunque
esta supuesta culpabilidad no le pudo ser probada en el indagatorio a que lo
sometiera esa misma tarde el Juez de la Parroquia, muchos de sus
compañeros lo tenían por culpable, fuera de toda duda, debido a que el
Chavalo no era bienquisto entre los hombres de Pozuelos, por la aspereza
de su genio sañudo y rencoroso, y por aquello que se le adivinaba en la
mirada, indudablemente lucubradora.
Pero el Chavalo era hermano del bueno, del santo cura de la aldea, a
quien el filial cariño de los arribeños llamaba Payito, y al arrimo de la
querida virtud .de Payito la malhombría del pescador cazurro se amparaba
como en recinto sagrado. Y como por añadidura era muy probado devoto de
la Virgen del Mar, en cuya fiesta siempre cumplía promesas ejemplares, el
Chavalo tenía partido entre las mujeres de Pozuelos, para quienes todas
aquellas murmuraciones eran pura y gratuita malquerencia de aldea. Y
prueba certísima de que no era tan mal hombre, sino, por el contrario, muy
devoto cristiano, y por ende, muy bueno, era el que la mismísima Virgen
del Cielo se le hubiera aparecido y tomando con sus santísimas manos los
remos, con los cuales en la desesperación de la muerte golpeaba locamente
las olas el pescador, bogara por él toda la noche hasta sacarlo de entre los
arricetes de la Escollera a la mar libre, sano y salvo, mientras los otros
perecían porque no habían tenido fe.
Así refería el Chavalo que había sido salvado por obra y milagro de la
Virgen de su devoción a quien se había encomendado, ofreciéndole, si lo
sacaba con bien y con vida de aquella hora menguada, un rico exvoto que
debía ser una barca de plata maciza y grande como un puño. Y como se
aproximaba la fiesta de la milagrosa Virgen, tan pronto como hubo llegado
encargó el exvoto a un extranjero que tenía tienda en el pueblo y los hacía
muy famosos. Divulgólo el joyero—que no fuera menester que lo divulgara
—y con esto pareció garantizar el Chavalo la verdad de su versión. Con
todo lo cual tenía ocupados los pensamientos y las lenguas y turbada la paz
de la aldea.

Y la paz espiritual del bueno del cura.


—¿Será cierto, Dios mío, lo que murmura esta gente? Lo dicen tantos,
don Antonio mismo que no es ningún malhablado; hasta yo, en veces, me
inclino a creerlo, porque la verdad es que ese muchacho no inspira
confianza… ¡Pero eso, eso! Yo sé de las que puede ser capaz el Chavalo,
porque mira que es maluca tu criatura, mi Dios, pero esto sería el colmo…
No, no debe ser verdad. Un hermano mío. No, no puede ser.
Y después de una pausa llena de pensamientos dolorosos, como
lanzadas, agregaba para tranquilizarse y por no incurrir en el pecado de los
juicios ligeros:
—Y lo que él cuenta, ¿por qué no va a ser verdad? ¿Qué tiene de
extraño? Un sitio peligroso, un descuido… Y del milagro mismo, ¿por qué
no va a ser como él dice? El le tiene devoción a su manera, pero la tiene.
Y como lo asaltara súbita duda:
—¿Por qué va a juzgar Dios las cosas como las juzgamos nosotros que
no vemos las almas?…
Pero la paz perdida no renacía en su alma.
En vano la tarde muere dulce y apacible en un suave desleírse de
amatistas crepusculares, sobre el mar en calma, por encima de los cerros
erizados de cardones, entre los cuales el viento marino ulula quejumbroso;
sobre el silencio y la paz de la barriada que se apretuja en torno a la iglesia
vetusta. La dulcedumbre sedante del atardecer no llega sino como una vaga
congoja hasta el corazón del sacerdote.
Terminada la jornada en el aduar de la playa, los pescadores se
encaminan al pueblo por la cuesta de los uveros. Desde el atrio se Ve cómo
van apareciendo, al extremo de la única calle del pueblo, sobre el repecho
que recorta su trazo violento en la suave desavenencia crepuscular. Payito
los va nombrando uno a uno a medida que aparecen, como buen pastor que
recuenta su rebaño: faltan algunos: los que todavía no han regresado a la
isla, pescadores de otros trenes que aún no han terminado su cosecha,
perleros que se han ido con sus bajeles al otro lado de la isla donde se crían
ostrales; y otros que no regresarán ya más: Antoñico, el Ñato, los que se
quedaron para siempre en el mar de la Escollera; y el que se está mustiando,
malherido y quejumbroso…
Los que llegan se van reuniendo a sus mujeres, que, apurando la escasa
luz que va quedando en la calle, tejen o hilan los alares; éstas: la cabuya
para las redes; aquéllas, esteras ó caireles. Sobre el pueblo: humo y paz de
atardecer aldeano; balidos de chivos que vuelven a los apriscos saltando por
las laderas peladas; abajo: murmullo de mar y algún grito largo, que llama a
alguien que no responde. En el ambiente apacible el afilado campanil de la
iglesia dora su ápice negruzco bajo el creciente lunar remoto y mustio.
En la calle aparece el Chavalo. Trae al hombro un rollo de cuerdas y un
canalete; Payito lo ve venir y se dispone a llamarlo, pero lo deja pasar. No
sabe por qué.
La Oración. Reza el cura por los que ya no volverán y por el hermano.
¡Cuántas veces, en el día, ha rezado y cavilado el pobre hombre!
A la postre, fatigado de tanto cavilar inútil, salióse al altozano para que
el aire fresco de la tarde le oreara la frente martirizada a golpes de
pensamientos acerbos, y abrumado, se recostó en el pretil que rodea el atrio.
La iglesia está edificada en lo alto de un peñasco y de tal manera que los
muros de aquélla no parecen sino un alisamiento de la peña o ésta un
descalabro del muro que bajara a humedecer la aspereza de sus adarajas en
el agua escasa y clara que surte abajo con un suavísimo murmullo.
Por distraerse de su congoja interior pónese el buen cura a oírla surtir, y
poco a poco se le va serenando el alma. Piensa que aquellas gotitas que
destila la peña son como pensamientos buenos salidos de un corazón
amoroso, y así sucede porque la Virgen, cuya es el agua del milagro, quiere
enseñarle a tener más caridad con el prójimo para que no se deje arrastrar
de su celo, tal vez pecaminoso, hasta los extremos de la inmisericordia, sino
que, por el contrario, ablande su corazón al amor, que es delicioso manar de
sabrosas aguas que solazan la santa sed del Señor.
Y entonces fue que la paz de la tarde penetró en el corazón del hombre
de modo que, cuando vino la noche, lo encontró tranquilo, absorto junto al
barandal, y puso sobre él la suave luz de las estrellas, como una madre que
besa, ya dormido, al niño que ha llorado mucho.

VI

Se acercan los días de la fiesta patronal. Ya han regresado a la isla casi


todos los pescadores y perleros que se habían ido en la acostumbrada
temporada a establecer sus
rancherías en las costas vecinas, donde por entonces era la pesca
copiosa. La bahía está llena de barcas; algunas hay en la playa, con las
quillas al aire. Arde el arenal al sol mañanero; en la estacada del tendero se
secan redes enormes; a trechos rebrillan sobre la arena, como planchas de
acero, cuadros de pescado tendido al sol; en otras partes hay montones de
escamas; en otras blanquea el nácar de las ostras desbulladas, y por todas
partes: grandes coágulos pútridos, sangrientos, viscosos; entrañas de peces,
carne de ostras, horruras del mar; en un lienzo de la playa donde hay un
uvero solitario cerca de unas ruinas de antigua atalaya o prisión, un grupo
de hombres sentados en la arena candial, urden una red. Los campanudos
sombreros arrebujan en una sombra azul, azul como el mar, los rostros
fuertes y rudos, como tallados en piedra, lampiños y curtidos al rojo de las
solanas marinas. Encima de los cuerpos doblegados: el sol ardiente; detrás
del grupo: la ruina, el uvero rugoso y torcido y fondo de mar, de un azul
implacable. A la sombra del uvero un pescador muy viejo remienda una
vela que desgarraron los dientes del viento.

VII

La paga del ajuste. La temporada ha concluido. Todos los trabajos se han


suspendido y los dueños de los trenes van a repartir entre los pescadores el
precio de las cosechas.
Tarde sin escrúpulo. En la playa hay algunas mesas; en torno los
ajusteros esperan la paga. Algunos chinchorreros han hecho pingües
ganancias; forman grupos alegres; otros no lo están tanto. Don Antonio
tuvo la peor suerte del año; para pagar su tren hubo de recurrir a sus ahorros
anteriores. Alrededor de su mesa, donde el dinero es poco y no suena con el
alegre tintineo que se oye en las otras, hay un runrún de enojo.
Pregunta uno:
—¿Y se atreverá a vení?
—Ese es muy lavao.
—El y que iba a vení por su paga, pero Payito y que le dijo que más
vale que no viniera, porque don Antonio y que le dijo que no le quería vé
más y le mandó lo suyo con Payito.
—¿Lo suyo?
—Pero si ya él no es necesitao, dicen que va a dejá el oficio de
chichorrero pa meterse a perlero.
—Pues ya y que le tiene apalabrao a don Clemente el armador, un bajel
grande, con escafandro.
—Oye tú pues.
—Mirá pues.
—¿Qué están desvariando ustés? Pues el Chavalo no viene, eso lo
aseguro yo, que relejo debe está a estas horas que lo digo. Esta madrugada
estaba canteando cuando me lo vide pasá. Y buen noroeste iba corriendo y
que fue largo, sí, señó.
—Ahora está contrabandeando. Tres noches lleva saliendo, y anoche me
formó una ley cuando la botá e la piragua porque le pregunté pa onde iba.
—Pue que ahora pague las que no se le han podio cobrá.
—Ya se las cobraremos: la ley es la ley y el que la ifringe se acarrea su
castigo.
—Ese siempre sale bien; nadie le escucha hablá, pero los siete lenguajes
los sabe él.

VIII

Andrés moría. Mal curada, la herida se le había gangrenado y agonizaba


entre espantosos dolores. En su cerebro, ardido de fiebre, surgían visiones
espeluznantes:
El paso de la Escollera… Noche de luna… Mar tranquilo… La Gaviota
sin gobierno, barquinea entre los arrecifes, que son enormes caras
monstruosas que sonríen… Sobre cubierta hay dos cadáveres…
Atormentado, pidió le llevaran el sacerdote.

IX

Vísperas de la fiesta. El pueblo está lleno de gente que ha venido de todos


los contornos a la romería. Por las calles discurren, desde el anochecer,
grupos de pescadores ebrios. Todos vestidos de limpio, con sus amplios
sombreros de palma, membrudos y cazurros, forman pintorescas comparsas,
tantas como rancherías tiene la isla, y ya del altozano a las tabernuchas
improvisadas en la calle, de un mismo espectáculo al regodeo de un trago
siempre igual. En el altozano atestado de muchedumbre bulliciosa, estalla
ante el asombro aldeaniego una pirotecnia trivial que apesta el ambiente.
Payito escucha desde su casa la alegre alarida que antes le fuera grata.
El año atrás no hubo noche de ferias en que no se viera al bueno del cura,
confundido con el pueblo, prendiendo él mismo con el fuego de su
inseparable tabaco los cohetes, o insuflando, hasta con la propia teja, una
vez, las panzudas bombas que se elevaban en la serena atmósfera nocturna
en candoroso homenaje a la Reina de los Cielos. Este año de buena gana
hubiera impedido la feria, pero todo Pozuelos clamó por su fiesta patronal y
no hubo forma de disuadirlos.
Hundido en la sombra de su cuarto, el pobre cura saborea el ámago de
su íntima congoja.
—¡Qué malucas, qué malucas, mi Dios, son tus criaturas! ¡Pobrecito!
¡Por un puño de centavos, por una miseria de reales, echarse ese pecado
sobre el alma! ¡Qué bruto! Porque lo hace por bruto, por salvaje más que
todo. ¡Ay, mi hermanito, hermanito! Lo que has hecho… ¿Y no habrá,
Virgen Santísima, manera de que se arrepiente ese desgraciado? Dime qué
debo hacer, ilumíname, ilumíname…
Avanzada la noche, poco a poco se ha ido extinguiendo el bullicio
callejero; otra vez domina el murmullo del mar haciendo el silencio
nocturno…
—Ilumíname, ilumíname…
Sobre el horizonte marino despunta incierta alba lunar; culmina la
medianoche sobre la paz de la aldea dormida; vacila una estrella y
desciende trazando un rasgo azul y silencioso…
—Ilumíname, ilumíname.
La puerta se abre empujada con sigilo.
—¿Quién es?
—Yo.
—Chavalo, ¿tú?
—Yo; sí.
—¿De dónde vienes a estas horas, hombre de Dios?
—De la mar.
—¿Y qué hacías por el mar? Nadie trabaja hoy.
—Guá, lo que se hace en la mar.
—A veces se hacen cosas malas. ¿Qué traes ahí?
—Contrabando.
—¿Contrabando? Anoche también llegaste tarde. Chavalo, dime la
verdad, ¿qué hacías en el mar?
—Contrabandeé, Payito, ¿no te lo estoy diciendo?
—Mentira. Espérate, no te vayas; si tenemos que hablar.
—¿Ahora?
—Sí, ahora; te estaba esperando. Ven acá.
Y llevándolo a viva fuerza, frente a la repisa, donde se apabilaba una
lamparita ante un crucifijo de palo, le dijo, sacudiéndolo por los brazos:
—Confiesa, infeliz, tu pecado, para que Dios te lo pueda perdonar.
—Yo no tengo pecado, Payito.
—Sí lo tienes, alma del diablo, y muy horrible. Yo lo sé todo; ya no se
sospecha ni calumnia. Me lo ha confesado Andrés, que murió esta tarde, y
los moribundos no mienten.
En vano buscó Payito en la faz del hermano la señal de la impresión que
debiera producirle aquella revelación, la recia cara, afilada como un hacha,
no se turbó un momento.
Viéndolo, el bueno del cura se desesperaba.
—Me lo contó todo, esta tarde, antes de morir: que era medianoche,
clara y muy tranquilo el mar, que Antoñico mismo gobernaba porque
venían atravesando la Escollera; que tú llegaste y de un hachazo en la
cabeza lo asesinaste; que él, Andrés, te vió con sus propios ojos; que
entonces corriste a donde estaba él y como te comprendió la intención se
tiró al mar; que entonces la balandra sin gobierno barquineaba como loca
entre los escollos; que después no supo nada más porque la corriente lo
arrastró lejos, pero que oía los lamentos de los demás compañeros que te
rogaban que no los mataras; que luego no los oyó más sino unos golpes
como de hacha que él cree que serías tú echando a pique la balandra; que
después te vio que venías en el bote, que él te gritó que lo salvaras porque
ya no podía luchar con la corriente; que entonces te acercaste y cuando él se
agarró de la borda le caíste a machetazos, pero que él te suplicó que no lo
mataras y te ayudaría y que tú lo perdonaste porque era compadre tuyo; que
él vio en el bote unas cajas que eran las que traía Antoñico con el dinero del
pescado que había ido a vender; que en la mañana arribaron a un islote y
enterraron el dinero… ¡Asesino, ladrón, monstruo, desgraciado!
¡Desgraciado!
—No grites, no grites así.
—Ah, malvado. Malvado. ¿Por qué hiciste eso? ¿Tú no tenías todo lo
que necesitabas? ¿No te lo doy yo todo? ¿Cómo te atreviste? ¡Matar a un
compañero por robar unos reales! ¡Miserable! Y eso que traes ahí es el
precio de tu crimen. Pero no lo gozarás, no; yo te denunciaré.
—Tú no puedes; te lo han dicho en confesión.
Exasperado el cura sacudía al hermano, gritándole;
—¡Demonio! ¡Demonio!
Luego lo soltó y aplomándose en el reclinatorio lloró como un niño por
largo rato. Frente a él el Chavalo inmóvil, con la perplejidad del hombre
primitivo que repara el daño que ha hecho, murmuraba:
—Todo esto me sucede por habé querido hacé un bien.
—¿Cuál es el bien que has hecho?
—Perdónale la vida al compae Andrés.
—Criminal, ¿qué estás diciendo? Tú no eres un hombre, sino un
monstruo, un aborto del infierno. Y has cogido el sagrado nombre de la
Virgen para ocultar tu crimen, has contado un milagro. ¿Sabes lo que has
hecho? Pídele perdón porque la has agraviado.
—Yo le tenía pedio a la Virgen del Mar que me facilitara una plata pa
comprá un bajel perlero, y ella…
—¡Cállate, cállate!
Y volviéndose hacia el amoratado crucifijo clamó, desgarrada la voz:
—¡Perdónalo que no sabe lo que hace!
Entre tanto, sobre el brumoso mar, apuntaba el primer arrebol.

El día, afanoso, ha sido de tormenta interior. Payito no ha hecho sino pensar


en el pecado del hermano, sin segundo en la apacible historia de Pozuelos,
que sólo él conoce y que le pesa sobre la conciencia como propio, y entre
los extremos de una disyuntiva martirizante se debate desesperadamente.
Reconoce que por una parte su deber de hombre le impone el denunciar al
hermano para que sea castigado conforme a la humana justicia, pero un
escrúpulo le detiene y es que el crimen le fue revelado en confesión. En tal
alternativa se decidió por consultar al Obispo de la diócesis, y muy
temprano despachó un encomendero a toda prisa; mas. por mucha que se
diera no podría regresar antes de dos días. Entretanto, ¿qué hacer? Si la
Virgen hiciera un milagro, el milagro del año: que el mismo delincuente
confesara su delito y se entregara a la Justicia. De todos modos sería muy
doloroso para él tener que acusar al hermano.
Y el bueno del cura, en medio de su angustia, piensa que la Virgen hará
el milagro de encender la llama del arrepentimiento en aquella alma cerrada
a todo calor que emane del almo fuego del amor divino, porque lo que él
quiere no es solamente que el hermano sea castigado por los hombres, sino
que, sobre todo, sea perdonado por Dios. Y en espera del milagro se pasó
todo el día en una grande y acoradora ansiedad.
En la mañana, en el serón de la misa solemne, habló de un prodigio que
debía realizar en aquel día de su fiesta mayor, la milagrosa Virgen del Mar,
patrona del pueblo y socorro de los afligidos, y fue tal la elocuencia que le
diera la sinceridad de sentimiento, que al clamar el divino auxilio, gritaba,
rota la voz y deshecho en llanto verdadero que se comunicó a la
muchedumbre que llenaba el recinto y que repitió con él, en unánime rumor
de tumbo marino: ¡Milagro! ¡Milagro! ¡Milagro!
Aquel sermón extraño, como nunca lo hubo en la sencilla aldea,
arrebatador a puro grito y llanto de sincero dolor, exaltó de tal manera los
ánimos de aquella ruda gente, que al salir del templo en todos los ojos había
un relampagueo inusitado y en todos los rostros una ansiedad que acentuaba
a punta de espasmo febril la dureza de las facciones, y cuando se hubo
añadido a la fanática la embriaguez del aguardiente profuso, un gentío
exaltado y tambaleante llenaba el pueblo comentando la frase con que el
predicador imploraba el milagro.

XI
Pero el delirio fanático no vino a culminar hasta la tarde cuando apareció en
el altozano la imagen de la Virgen del Mar, sobre la simbólica barca
resplandeciente, que traían en hombros diez pescadores fornidos. La
imagen, negruzca y contrahecha, apenas se distinguía entre los pomposos
arrequives recamados de oro y aljófares, y extendía los brazos sobre la
constelación de los candelabros sosteniendo los innumerables exvotos entre
los que abundaban las perlas nativas, de clarísimo oriente. En una de las
manos, colgaba de una cinta azul el del último milagro: la barca de plata,
minuciosa y grande como un puño.
—¡La Virgen del Mar! ¡La Virgen del Mar!
La muchedumbre, la misma de todos los años, acogía con entusiasmo
siempre igual la aparición de la querida imagen, suerte de Venus cristiana,
que un día, muy remoto, llegó del mar, señeramente, en una barca azul que
nadie gobernaba, y que vino a encallar frente al pueblo. Y cosa cierta es
esto
que cuentan las tradiciones, porque allí mismo, en el acantilado, se ven
a flor del agua los mástiles de la barca escotera, y cuando la marea baja,
asoma una punta de la proa, todavía azul.
Hacia allá se dirige la procesión, como siempre.
A todo lo largo de la calle se extiende la doble hilera de cirios; por
delante de la imagen vienen regando puñados de flores silvestres rústicas
canéforas ataviadas de Hijas de María, en tanto que, otras de ellas, con
improvisados turíbulos inciensan el ambiente en el que flota una polvareda
de oro crepuscular. Al tardío paso de los anderos la muchedumbre se mueve
rumorosamente.
Detrás de la imagen, desmarrido y pálido, viene el atormentado cura;
untuoso sudor cúbrele la frente a la que se pegan los aladares grises y
mustios; dentro de las cuencas huesudas, profundas como nunca, arden los
ojos febriles. Seis marinos endomingados, de lo mejor del pueblo, lo
cobijan bajo el áureo palio que al desigual andar de los que lo sustentan se
arruga lastimosamente como un pellejo. Cerca del cura el Chavalo camina
de rodillas. En torno suyo se apiñan las mujeres comentando con
aspavientos la extremosa piedad del pecador, al paso que los hombres lo
miran de soslayo, hostilmente.
Míralo Payito, de cuando en cuando, y en la incoherencia de la fiebre
que zumba dentro de su cráneo va pensando:
—Dios mío. ¿Será esta criatura tuya o hechura del demonio? ¿Cómo es
posible? Cualquiera que lo ve lo toma por santo, y en el fondo, mi Dios, es
el mismísimo Satanás. ¿O será que se habrá arrepentido de su crimen? Todo
el día ha hecho penitencia, ¡y qué penitencia! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
Permite que sea verdadera esa piedad. ¡Permite que se cumpla el milagro!
En vano ha esperado el pobre hombre; durante todo el día no ha
apartado los ojos del Chavalo, atisbando aquella expresión de piedad,
arcana para su sencillez y que sólo se explica como artimaña diabólica, sin
ver aparecer en la recia faz del hermano la blandura que indique el abrirse
del alma a la contrición verdadera, y a medida que se acerca el término que
la fe le dio a su esperanza le va invadiendo una recóndita tristeza. El
milagro no se realizará.
La procesión atraviesa el pueblo, desciende la cuesta, llega a la playa.
Sobre el mar: el crepúsculo. Resplandece el ocaso como una enorme
plancha de oro bruñido. En medio: el sol, sangriento. Oro y sangre es todo:
el arenal, la multitud, las rispidas crestas de los escollos en la bahía, el
fastigio del monte, más allá del pueblo.
La procesión avanza con un gran silencio, solemne como un atardecer,
hacia el acantilado donde está la barca legendaria encallada. Cruje la arena.
El Chavalo desfallecido cae de bruces; algunas mujeres acuden a levantarlo
y una le enjuga el rostro.
—El Demonio… El mismísimo Demonio que imita a Cristo. Las
pezuñas, el rabo. Vade retro! ¡Ave María Purísima!
La multitud corea maquinalmente:
—Sin pecado original concebida.

XII

El acantilado. La barca sagrada bajo el agua.


Se detiene la procesión. Los anderos depositan en la playa el mesón que
soporta la imagen y se hacen a un lado enjugándose los rostros sudorosos.
Se hace un gran silencio. El sermón de la playa. Payito sube a lo alto del
risco y comienza a hablar, de espaldas al crepúsculo:
—Madre mía. Reina de los Cielos. Aquí estamos ante tu presencia
esperando el milagro. Haz el milagro, haz el milagro, Santísima Virgen del
Mar.
Habla sin quitar los ojos del Chavalo que lo oye impávido. La voz
aguda y vibrante turba la augusta solemnidad del atardecer. Gesticula
extendiendo los brazos temblorosos como un poseído, luego, de pronto,
rompe a llorar, y entonces, como en el sermón de la mañana, el auditorio
exaltado corea:
—¡El milagro! ¡El milagro!
Repuesto, el predicador continúa; pero ya no se doblega como pobre ser
agobiado, sino se yergue amenazante, súbitamente transformado en fuerte,
y mientras habla, sin apartar la vista del hermano, sorda de ira la voz, con la
sangre y el oro del crepúsculo a cuestas, va tomando un aspecto
apocalíptico. Ya no habla de amor ni de perdón, motivos predilectos de sus
pláticas candorosas, sino de la ira divina, de los castigos, de una sañuda e
insaciable sed de venganza que otra vez perseguirá a Caín por todo el
ámbito del mundo, por la haz del mar, por entre las breñas y espeluncas de
la tierra.
Un frémito de espanto sube del gentío. Instintivamente todas las
miradas se clavan en el Chavalo que se incorpora pálido y azorado.
—Lo dice por el hermano—murmura alguien, y todo el mundo lo repite.
Bajamar… Surge en el estuario el roto esperón de la legendaria barca.
Suaves chasquidos del agua contra la horda surgiente. Anochece: ya hay
violetas sobre el mar.
El cura prosigue en el silencio:
—La sangre se ha puesto entre Dios y nosotros; no veremos el milagro.
Un gran crimen nos priva de la gracia divina. Desagraviemos al Señor.
—¡Desagravio, desagravio!
—¡Perdón, Señor, perdón!
Súbito recrudecimiento crepuscular aviva el amortiguado incendio de la
tarde. El gentío se estremece. ¡Qué sangriento está el oro! ¡Qué dorada la
sangre!
Una voz ha gritado:
—El Chavalo.
Previendo la escena había intentado escapar, pero era tarde. Uno lo
detiene y todos se aprestan a no dejarlo huir.
Entonces Payito comprendió que se iba a consumar por el odio el
milagro que él le pidiera al amor, y vencido por el dolor cayó de hinojos en
el risco, gritando entre singultos:
—¡Caín, Caín! ¡Perdón mi Dios, perdón!
Fue la chispa. Súbitamente estallaron el odio y la venganza contenidos,
y la muchedumbre azuzada se precipitó sobre el Chavalo que se debatía
blandiendo su cuchillo.
Otros aceros, muchos a la vez, se ensangrentaron, primero en la dorada
sangre del ambiente, luego en la tibia sangre del pescador.
Las mujeres pedían misericordia, sobrecogidas de espanto; los hombres
jadeaban ensangrentados…
Alguién gritó:
—El milagro. La Virgen no quiere tenerlo.
—Quítenselo; miren cómo estira la mano; no quiere tenerlo.
—¡Milagro! ¡Milagro! ¡Milagro!
—¡Es plata maldita!
—¡Es precio de sangre!
—¡Misericordia, Señor!
—La sangre se paga con sangre.
Ultimado Chavalo, los matadores se desplegaron simultáneamente
dejando libre un espacio en medio del que estaba, tendido sobre un charco
de sangre, el cuerpo destrozado.
—¡Qué horror!
Y entonces se hizo un silencio mortal.
Sobre el risco, abatido, con la sangre del crepúsculo a cuestas, Payito
lloraba.
ESTRELLAS SOBRE EL
BARRANCO[10]

Llegaron al anochecer bajo una lluvia clamorosa que arrastraba con fragor
los pedruscos, cuestas abajo. Los vecinos los oyeron lamentarse de la
malaventura cuando bajaban por el sendero que se desgajaba bajo sus
pasos: él maldecía el agua y la obscuridad y la flaqueza traicionera de sus
piernas; ella le ofrecía sus hombros para que se apoyara y le suplicaba que
se callara, no fuera a castigarlos Dios. Llegaron al rancho de la cañada: un
cobertizo escombroso, resto de una tejería que destruyera el fuego y que
estaba en el fondo de una barranca caliza junto a una vieja acacia que ya no
daba flores. Por lo que hablaron al llegar se entendía que el agua llovediza
se había metido al rancho antes que ellos. El inquilino reanudó su salmodia
maldiciente, renegando del rancho y del mendigo que se lo alquilara; la
mujer se impacientaba y gemía llamando a Dios… Encendieron luz y el
viento que se metía zumbando por las rendijas de las paredes se la apagó…
Encendiéronla de nuevo… Unos murciélagos que allí tenían su guarida
huyeron chillando… Asustada, la mujer dio un grito y rompió a llorar.
A poco llegó quien les traía los pocos cachivaches de su mensaje y los
fue tirando al suelo, renegando también de la hora, de la lejanía de donde
los trajera, y de aquella tierra escurridiza que se le iba bajo los pies; y así
que los hubo arrumbado todos, cuando fueron a pagarle, protestó alzando la
gruesa voz aguardentosa, por la miseria con que le salían después de tanto
trabajo como habían tenido su bestia y él.
—Mire; es que no tenemos sino esto… Haga el favor. Insistía la mujer
con la suya suplicante, velada de angustia y vergüenza, mientras su
compañero, en un rincón, mascullaba sus vagas maldiciones.
Fuese por fin el carretero iracundo y pesándose de haberse metido con
gente muerta de hambre como aquélla; oyóse luego en el camino que por
arriba pasaba el ruido desapacible de la carreta que se alejaba; rodó perdido
entre el susurro de la lluvia apaciguado el bronco rumor del último trueno
lejano… Sobrevino la noche de un todo, y se cerró espesa y fría sobre el
rancho de la cañada.
Después escampó. Sopló un viento crudo barriendo el nublado. Por el
naciente, detrás de las siluetas obscuras de las lomas, una vaga claridad
anunció el orto lunar. Oíase el fragor del agua llovediza por las torrenteras
de la montaña próxima… Sobre los cerros apareció el menguante abollado
y mustio… Subió por el cielo donde el viento había asendereado un camino
de nubecillas redondas y blancas, como guijarros lavados… Azuleó las
sabanas ateridas, lució sobre las lomas en el pedrisco de los peladeros,
sobre los tejados del caserío… Resbaló por los taludes…, a media noche
alumbró las hondonadas, donde haciendo el silencio nocturno, cuchicheaba
el murmurio de los arrecifes.
El tronco desnudo y rugoso de la acacia de la cañada brillaba iluminado
suavemente…, en torno revoloteaban sin ruido una bandada de
murciélagos… Lejano oyóse el gañido de un perro y el canto de un gallo…
De la puerta del rancho se quitó una forma blanca de mujer.

II

Al día siguiente se supo en el vecindario que los que habían llegado durante
el chubasco del anochecer eran dos hermanos de buena gente descaecida
que venían huidos de la ciudad, a refugiarse, por hambre y por desventura,
en aquel arrabal apartado y en aquel rancho miserable, guarida de
murciélagos, que les alquilara, por catorce reales al mes, un ciego
mendicante, cuyo había sido el antiguo horno de tejas. El hermano padecía
una terrible dolencia y estaba a punto de volverse idiota: era un joven
avejentado que andaba arrastrando los pies, apoyado en un palo, y tenía la
mirada torcida y sin expresión: la hermana era una muchacha en quien
maduraba la mujer, con unos ojos zarcos y serenos velados de una sombra
dulce de taciturnidad. Ambos tenían hambre y dolor de vivir; efectivo dolor
de la carne lacerada el hermano gafo; tristeza recóndita la hermana a quien
abandonara el novio por aquellos mismos días porque ella también, como le
dijo, debía tener la sangre propensa al mal de la familia. Vivían de lo poco
que ella ganaba en un taller donde trabajaba, ayudándose con la escasa
caridad que unos amigos le hacían al enfermo. Este dinero apenas daba el
acedo pan que se comían, adobado con maldiciones de él y lágrimas de ella,
y así, entre azares y vergüenzas, arrojados de todas las casas, que nunca
podían pagar, habían ido, por fin, a parar a una de vecindad donde
convivieron con rufianes y toda suerte de gente de la peor condición, en una
pieza que les alquilaran. Pero de allí mismo tuvieron que salir muy pronto,
debido a que la dolencia del hermano era tan notoria y repulsiva que nadie
quería vivir en su compañía. Despidiólos la dueña de la casa a pretexto de
que tenía noticias de que la higiene iba a buscarlo para recluirlo en el
hospital, y ante la inminencia de este peligro aquel día lo pasaron en la más
angustiosa ansiedad, llorando y abrazados, en un abrazo angustioso, como
si fuera el último que se dieran en su vida. Al día siguiente la hermana se
echó a la calle, anduvo por los arrabales y recovecos, y escudriñe los más
apartados escondrijos, hasta dar con aquel rancho de la cañada, adecuado a
su menester por lo apartado de toda otra vivienda, como estaba entre
aquellas breñas.

III

—Hizo muy bien, niña—decíale una vieja de por allí a quien le contaba sus
desventuras.
—Dios se lo conserve por muchos años, que enfermo y todo le servirá
de mucho su hermanito. Y no se apene usté.
que ha caído entre gente que no es mala, por más pobre que sea, y no
dejará que le hagan ningún daño.
Y otra agregaba, suspirando:
—Lástima si es que haya venío a pará a este lugar que está como
maldecío de Dios, asina como se lo digo y El me perdone. Contimás que
usté no está hecha para esto.
—Por eso le digo, vecina: que Dios le guarde a su hermanito.
—Usté no sabe, niña, aquí habernos muchas madres desgraciás. Por
estos andurriales como que anda suelto Mandinga: toas las muchachas se
pierden en cuántico no más se les proporciona la mala manera.
—Y no está de más que se lo digamos, niña, porque, como dicen, la
mocedad es creída y no malicia de la maldad del mundo, que es mucha, sí,
señó. Mire: si, en una comparación, algunas de estas noches tardes, más que
otras, se presenta por aquí una mujer que va ya para vieja y anda todavía
muy peripuesta y le viene a dar conversación, no se la oiga, niña, que esa
mujer es muy mal intencionada y muy perdicionera…
Fuéronse las viejas como oyeran al enfermo que rezongando sus
habituales denuestos, llamaba a la hermana para que le diera de comer.
Sirviólo ésta y luego salió a la cañada invadida del dulce atardecer y se
puso a pasear llevada de un recóndito deseo de soledad. Caminando, pronto
su pensamiento recayó en el amor acabado días antes de manera tan cruel, y
viniéronle ganas de llorar, de llorar mucho hasta secar la fuente de sus
lágrimas a ver si con ellas también se secaban y ya secas, se desprendían las
raíces de aquel amor que tenía clavadas en el alma como unas garras…
Después, sosegada, se acordó de lo que le habían dicho poco antes las
vecinas y procuró distraerse de ello, porque en aquella soledad del barranco
por donde iban tales pensamientos le daban miedo. Pero ¿en qué podía
pensar que no fuera su desamparo, la desgracia contumaz que desde niña se
ensañara con ella, su orfandad, su miseria, su rango perdido, el amor
frustrado, la pena siempre renovada de aquella enfermedad del hermano?
Y por este camino de pensamientos crueles ¿adonde iba a parar sino al
miedo al porvenir, al horror de lo que sería de ella cuando el hermano
hubiera muerto o cuando se lo hubieran llevado al hospital?
Así, la idea loca y tenaz que venía amenazándola desde que oyera la
conseja de las viejas a propósito de las mozas idas o descarriadas acabó por
dominarla:
—¡Quien sabe lo que tendrá dispuesto Dios que me puso en este
lugar…!
De pronto, volteó, asustada de unos pasos que la seguían; por la arena
húmeda del cauce, arrastrando los pies venía el hermano gafo. Acercósele
sonriendo como un idiota. Ella lo cogió del brazo y siguieron mudos y
fraternales por la barranca silenciosa en la dulzura de la tarde…
Unos bueyes lentos atravesaron la cañada seguidos del gañán que los
picaba apurándolos a subir por un martillado hacia una loma donde lucía un
maizal pardisco y un rancho entre naranjos. A ratos traía el viento un hedor
de curtiembre o un son de bocinas broncas… Una mujer voceaba sobre el
barranco llamando a sus gallinas… Se oía la voz del gañán persuadiendo a
los bueyes… Apurando la cuesta, uno de ellos daba ya cornadas en el cielo
zarco con la enorme cornamenta taciturna… En el aire tranquilo reposaban
las aspas inmóviles de unos molinos.
Caminando, caminando, el enfermo y la hermana llegaron a un
recuenco donde había un pozo de agua clara y profunda. Los altos taludes
de greda llenos de curiosos relieves de estalactitas y vagas arquitecturas,
resquebrajados y yermos, con sus matojos saliendo de entre las grietas y
con su soledad de abandono, remedaban enormes ruinas fantásticas.
Encima, un borrico taciturno enjaezado de crepúsculo caminaba
mordisqueando el pajonal; sobre el cual se levantaban al borde del
barranco, magueyes en flor, como candelabros encendidos… Algunos
zamuros iban llegando a sus dormideros; otros estaban ya sobre unas
escarpas blanquecinas que parecían grandes osarios, peleándose a picotazos
los mejores sitios.
Los hermanos se detuvieron cerca del pozo bajo las torvas miradas de
los zamuros… Un grillo rompió a cantar… El enfermo, dando un gemido
de dolor, se extendió por la arena, húmeda y blanda, mientras la hermana,
distraída, miraba los arreboles que teñían la tajada de cielo volteada sobre el
barranco.
—Petra, ¿por qué no te sientas? Mira: la arena está sabrosa.
—No. Vámonos. Es de noche ya.
Y echaron a andar, de regreso a la casa, por el barranco anochecido,
bajo las primeras estrellas…
IV

Muy de mañana salió Petra a su quehacer. Por el camino encontró unas


muchachas del lugar que iban a lo mismo: eran unas compañeras del taller
con quienes hasta entonces no había querido amistar. Hízose que no las veía
para no verse en el caso de atravesar junto a ellas la ciudad, pero pensó que
ya más no era prudente seguir dándose aquellos humos de señorita
orgullosa, puesto que con ellas trabajaba y entre ellas, como una de ellas,
vivía. Al fin tendría que prescindir de aquellos escrúpulos, única cosa que le
restaba de su antiguo rango social. Y por delante de ella caminaban dos de
sus rústicas compañeras, riendo por adelantado se resignó. ¡A tantas cosas
había aprendido a resignarse!, y de prisa. Petra se acordó de la conseja que
la víspera le refirieron las vecinas. Tal alborozo camino del trabajo, al
amanecer de un lunes, con toda una semana por delante de largas caminatas
y enojosas tareas, dióle que pensar y no pudo menos que hacer malos
comentarios: seguramente eran muchachas casquivanas, ocasionadas a caer
a la primera tentación, no tanto por la humildad de su rango como por su
índole. Y aunque la frescura del amanecer, como un sabroso cosquilleo, a
ella misma venía provocándola a risas. Petra enfoscaba el ceño y evadía
ostensiblemente toparse con las que ya juzgaba livianas y perdidizas.
Esta preocupación le duró varios días y ya le importaba la malquerencia
de muchas de sus compañeras de taller y vecindario. Pero, en el fondo,
Petra se interesaba más y más y hasta simpatizaba con muchas de aquellas
con quienes la vinculaban unos mismos azares, y tal vez, un idéntico
descarrío al término de iguales caminos de desventura, porque a fuerza de
pensar en lo que le refirieran las vecinas, concluyó temiéndolo para sí y este
temor se agarró a su alma como una superstición. Tales pensamientos la
volvieron más cavilosa que siempre lo fuera y de sólito la invadían unas
sensaciones muy vagas y confusas que le arrasaban en silenciosas lágrimas
los ojos, no obstante le produjeran cierto bienestar, que era, en presencia de
aquella expectativa de su desvío, ya tenido como cierto, como una tranquila
y dulce resignación que le iba brotando de la natural bondad del alma pura
y serenamente, como brota de la sombra una estrella.
Al fin amistó con las compañeras. Había entre ellas una isleñita vivaz
que se llamaba Aurora y que tenía unos ojos bulliciosos y una perenne
sonrisa, como un cofre abierto para exhibir una joya, enseñando un diente
todo de oro entre los otros menudos y blancos. Era muy presumida y
melindrosa y no dejaba de la boca el cuento de sus amoríos con mozos de lo
principal. Una tarde, cuando regresaba del taller en compañía de Petra,
hablóle de una señora que le hacía muchos cariños y siempre que la
encontraba por la calle la invitaba a ir a su casa. Conocióla esta amiga una
vez que estuvo paseando por el barrio donde Aurora vivía, y desde entonces
no pasaba día sin que la encontrara y la parara a hacerle mil preguntas; a
veces al salir del taller la encontraba esperándola y Aurora, con grandes
reservas, le comunicó a Petra que la víspera no había ido al trabajo porque
su amiga se había empeñado en que se fuera con ella a dar un paseo en
coche. Y como a la sazón pasaban cerca de donde aquélla vivía, Aurora le
propuso a su compañera ir a su casa y con eso se la presentaba, porque,
según le dijera la víspera, tenía también muchos deseos de conocerla.
Indignada la oía Petra y no hallaba qué contestarle, y al llegar a su casa
lloró como si ya le hubiera acontecido la esperada desgracia. Y más que
todo humillábale el saber que ella también, como una palurda cualquiera,
estaba en la mente y en los cálculos de una alcahueta, con la reputación a
precio y perdida de una vez.

—Pues no vuelves más. No vuelves más a la fábrica. Aunque nos muramos


de hambre. ¡Maldita sea!
Decíale el hermano, trémulo de dolor y rabia, bailoteando los ojos
estrábicos y llorando casi.
Aquel acceso acabó de exasperarle los nervios sobreexcitados de sólito,
y en la noche tuvo una crisis aguda y febril. Medio incorporado en el catre,
en el rincón obscuro, el pobre hombre gritaba traspasado de dolores
terebrantes, ardido de fiebre, como si por las venas no le corriera sangre,
sino metal fundido, y levantaba los brazos clamando misericordia, aquellos
brazos crispados y enjutos como ramas de árboles secas.
¿Por qué no venía de una vez la muerte, el supremo descanso, la final
podrición insensible de aquella carne torturada?
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Acaba de quitarme esta maldita vida!
Petra no hallaba qué hacerle ni podía acercársele porque en tales
accesos la sola idea de que se le aproximara alguien le producía dolorosas
hincadas en los miembros, locamente sensibles. Además, él no quería verla
ni oírla siquiera y había puesto al alcance su bastón para tirárselo si ella
entraba al cuarto. Después comenzó a desvariar: amenazaba matar a su
hermana, a aquella mujer asesina que no hacía sino provocarlo, despertarle
deseos insaciables para que sufriera más, para que acabara de condenarse en
vida. Cerca del amanecer, rendido al fin, se quedó dormido, y entonces fue
que Petra pudo acercársele. Respiraba fatigosamente, saltábale la carne
estremecida por los rebrincos de los nervios, dos gruesas lágrimas corríanle
de los ojos cerrados por la cara abogatada, lívida y convulsa. La hermana se
las enjugó con ternura.
Por fin amaneció. Petra, que no había dormido en toda la noche, pensó
no ir al taller, pero él no quiso que se quedara en casa y tuvo que salir.

VI

Ida la hermana, el enfermo se echó a andar por el barranco, cauce arriba.


Saltábanle los nervios todavía, sentía el resquemor de la fiebre pasada y en
el cerebro le remolineaban ideas confusas y absurdas. La brisa que venía de
la montaña producía espeluznos sabrosos. Caminaba olvidado de sí,
insensible al sol ya alto; internándose por las escarpas por donde unos
chivos ariscos iban a saltos ramoneando su áspero pábulo, escudriñando los
mogotes, oteando el cauce silencioso, en un atisbo faunesco, ávido y
jadeante; o por entre el pajonal, furtivo, saboreando lascivamente el
cosquilleo de las espigas sobre la cara… Por fin, tras un recodo descubrió a
una mujer. Al verla sintió dentro del pecho el golpazo del corazón como un
pataleo de bestia fogosa y se le fue acercando, con angustia y cautela.
Descubriólo la mujer y púsose precipitadamente a recoger el haz de
chamizas que cortara. Era una zamba membruda, desgreñada y cubierta de
sucios argamandeles. El enfermo la alcanzó cuando ya ella se echaba a la
cabeza la fagina y quiso agarrarla, estirando los brazos secos y trémulos
como ramas sin savia sacudidas de un viento.
—Estése quieto.
Gruñó la moza, y con todo el cuerpo poderoso lo empujó para que la
dejara pasar.
Cayó él sobre el pedrusco, quejándose como un animal acosado,
mientras ella, gallardeando bajo el haz de chamizas, hirsutas como una
cabellera salvaje, se escapaba desgalgándose por los atajos.
Era lo de siempre. En estas caminatas en pos del amor vedado huía de él
desdeñoso e insultante, pasaba el enfermo días enteros, cauce arriba, cauce
abajo, por su barranco solitario erizado de tentaciones y crueldades, y en las
tardes, al regresar a casa, llevaba el deseo mortificado y más voraz, y
muchas veces heridas en las manos, sangrando los pies y el cuerpo
magullado.
Y entonces su amor atrabiliario estallaba en un implacable enojo contra
la hermana. Encerrábase en su cuarto, y no quería que ella le hablara, ni que
se dejara ver, siquiera. Molestábale el ruido de sus ropas, el olor de su
persona, y no hacía sino denostar de ella que con saña minuciosa lo iba
matando a disgustos: con su manera de hablar, con su silencio, con su risa
cuando reía, con su tristeza y sus lágrimas si lloraba, con sus solicitudes y
ternuras humillantes para él.
Afligíase con esto Petra, y aunque ya estaba acostumbrada a aquella
acrimonia que le venía del sufrimiento mismo, cada vez que lo oía
maldecirla se ponía a llorar, y por las noches, temiendo que en uno de
aquellos arrebatos realizara sus amenazas, se encerraba en su cuarto
paredaño al de él y aseguraba la puerta con muchas precuciones.
Pero esta acrimonia del hermano no venía ahora propiamente de su
nerviosismo, sino de fuente más recóndita y temible, y era como el último
parapeto con el cual se defendía el alma en agudo trance de depravación.
Detrás de aquel odio mordaz estaba el amor insaciado, el deseo acicateado
hasta el vértigo de la locura, acechando el alma reducida a un punto de
pureza que se defendía con la propia substancia incontaminada, como se
defiende entre la zarza devorada por el fuego un arbusto tierno, con la savia
que mantiene su verdura.
—¡Petra! ¡Petra! Pídele a Dios que muera de una vez antes que llegue a
suceder…

VII

Un día Petra amaneció quebrantada. Sentía todo el cuerpo magullado y una


desazón de cabeza como si la tuviera hueca y rumorosa como un caracol.
Tenía sed y escalofríos frecuentes. Durante la noche había tenido fiebre alta
y se la pasó delirando y en un continuo temblor que no podía dominar.
Quiso levantarse, pero se encontró sin fuerzas. Sobrevínole una profunda
tristeza y se puso a llorar. Oyóla el hermano que despertaba de un sueño
tranquilo y al saber que estaba enferma se angustió hasta la desesperación.
En un momento se disiparon los rencores contra ella y en accesos de
ternura, su gran ternura de enfermo, la rodeó de atenciones, lamentándose
de aquella desgracia, mayor que todas: que Petra fuera a enfermarse, a
morirse tal vez.
—Es que trabajas mucho. Ya te he dicho que no debe ser así. Y no
comes, y te lo pasas triste. Yo sé que soy la causa. Yo tengo la culpa. Soy
un desgraciado, debiera morirme de una vez.
Y lloraba como un niño.
Para tranquilizarlo, Petra se levantó. La frescura de la mañana le hizo
bien: se sintió más despejada. Al mediodía se encontró mejor; sólo le
quedaba un desgonzamiento, una laxitud agradable más bien. El hermano,
solícito, la cuidaba del sol y del aire y cada momento le preguntaba cómo se
sentía. En los días siguientes no la dejó ir al trabajo. Para distraerse, ella
bordaba o tejía durante el día. En las horas frescas de la mañana, se sentaba
fuera de la casa, en la puerta, donde cultivaba sus almácigos floridos, junto
al cañizo festonado de pascuas recién abiertas. El hermano, desde la puerta,
la miraba plácidamente y conversaba con ella en paz y cordialidad. Sus
conversaciones eran siempre a propósito de las compañeras del taller;
deleitábase él con las cosas que de ellas le refería Petra y no quería que le
hablara de nada más. A veces le hacía preguntas que la hacían ruborizarse;
entonces tenía invariablemente una sonrisa golosa y los ojos bizcos le
bailoteaban. Petra se callaba o desviaba la conversación, entre contrariada y
compasiva.
Poco a poco el reposo del cuerpo y el sosiego moral, sobre todo, fueron
devolviéndole a Petra la salud y la presencia de ánimo perdidas.
Desaparecían de su rostro amusgado los lívidos círculos de las ojeras y la
mustiedad del semblante, y recobraba la serenidad del alma enajenada de sí
por aquellos sobresaltos de los últimos días.

VIII

Pero este binestar no había de durar mucho. Los fraternales coloquios


fueron acortándose y agriándose paulatinamente. Volvían los silencios
repentinos y las regañinas por motivos fútiles. A veces el enfermo evadía
ostensiblemente la presencia de la hermana y se iba a merodear en torno al
rancho por entre los escombros del viejo horno derruido o se encerraba en
su cuarto, obstinado y huraño. A veces se iba por el barranco, cauce arriba,
cauce abajo.
Una mañana, jubilosa de sol, fresca y sonora de brisas la cañada, Petra
hacía labor junto a la vieja acacia. Tenía los ojos encarnizados por el llanto
reciente, y pensaba, como siempre, en el amor defraudado, en aquel
recuerdo de ilusión a que se agarraba su alma, desesperadamente. Detrás de
ella, desde el quicio de la puerta, el hermano la devoraba con la torva
mirada de sus ojos rampantes de deseo. El desgaire del traje delatando la
frescura de la carne, el sonrojo del llanto, reciente, la misma actitud de
sufrimiento de la hermana, tan adecuada a aquella morbosa necesidad de él
de poseer mortificando, hasta el asco y el horror que le producía su propio
apetito monstruoso—acicates en carne rebelde—encabritábanle la torpe
sensualidad, exasperada de continuo con locas imaginaciones en la soledad
propicia del barranco, alimentada con hambres voraces, como una llama
con ráfagas. Y no era que se dejara llevar de ella, sin resistir. Demasiado
había luchado contra aquellos ímpetus desordenados de la carne que le
enajenaban el alma de todo otro pensamiento. Había sido una lucha
continua en la cual se había relajado, a fuerza de resistir, su energía
nerviosa y sus principios morales, y ya sentía cómo le faltaban aquellos
apoyos, roídos también por la podre, como su carne, y que ya no era ésta
solamente la que lo ponía en el trance de aquel monstruoso deseo de la
hermana, sino el alma, el alma empecinada de lascivia, depravada ya de un
todo. Y pensando que ya había roto definitivamente con toda ley moral,
sentía una horrible satisfacción. Sosteníalo apenas el miedo al temblor de
sus piernas, no atreviéndose a dar un paso hacia la hermana, y así hubo
tiempo para que el último esfuerzo de la voluntad lograra suspender y
salvar la partícula de un alma incontaminada que pudiera quedar en él.
Y se sobrepuso al fin. Fue la última victoria. Loco, desalado, a toda
prisa de sus piernas entorpecidas y temblequeantes, ya en la inminencia de
la parálisis, echó a andar por el barranco, cauce arriba, cuace arriba…
Petra, que de nada se había dado cuenta, lo llamaba para que no se fuera
así, descubierta la cabeza, por aquellos reventaderos de sol. Pero él no la oía
y continuaba caminando, cauce arriba, cauce arriba…

IX

A la hora del almuerzo no había regresado. Esperándolo, Petra no quiso


almorzar y estuvo todo el mediodía en la puerta mirando al barranco que
reverberaba al sol.
Cerca del atardecer llegó el mendigo que les había alquilado el rancho.
Venía por sus catorce reales del primer mes ya vencido. Petra no tenía para
pagarle: no había trabajado en la semana. El hombre se empeñaba en que
debía pagarle porque él no estaba para hacer caridad a nadie, puesto que de
ella vivía, y empezó a rezongar:
—¡Ah! picaros… Picaros… ¡Ja, cariño! Ahora sí se embrolló to esto. Si
yo hubiera devinao…
Era un ciego mal encarado que tenía una barbilla áspera y rala y usaba
anteojos obscuros para taparse las cuencas vacías. Conducíalo un negrito
canijo y dormilón que al llegar se echó al suelo. El ciego se quedó parado
frente a la puerta. La sombra de un aludo sombrero de cogollo le caía sobre
la cara enjuta y cetrina, como de momia: mascujaba una rama negruzca de
tabaco; apoyaba ambas manos en el garrote y se entretenía frotando el
índice derecho contra la palma de la mano, obstinadamente. Después se
acercó al rancho: tanteó las paredes, sobajeó las puertas, alisqueó dentro de
los cuartos, con su palo hurgó los rincones, preguntando por todo lo que
tropezaba a su lazarillo, que le iba respondiendo de mala gana. Petra lo
dejaba hacer entretanto. Fuese por fin, ofreciendo que volvería en la semana
siguiente y que entonces, si no le pagaban, los echaría de su casa.
Veíalo alejarse Petra y se intrincaba en sus habituales cavilaciones :
—Menos que un limosnero… Más desgraciada que todo el mundo…
Miseria, sufrimientos de todo género… Su pobre hermano
empobreciéndose, alejado del mundo, olvidado en aquella barranca
solitaria. Ella, desvanecido el amor, frustradas las ilusiones, torturada su
juventud, en peligro de perderse…
Absorta, no sintió llegar al hermano.
Volvía el mísero empecinado y sangrando por los rasgones que en la
carne túmida le hicieron las asperezas del barranco y con la señal amoratada
de un porrazo en la frente. Y volvía como siempre: ávido y mortificado de
deseo, y más que nunca desbaratada el alma después de una lucha de todo el
día, inútil, porque en aquel organismo empobrecido, o en aquellos nervios
deshechos, no existía ningún apoyo para la voluntad.
Detúvose un momento, el último de vacilación. Luego dio un paso hacia
la hermana… Ya estaba en poder de la fuerza ciega…, temblaba como
aterido…, poco a poco, con cautela felina, se fue acercando a la mujer
vuelta de espaldas.
De pronto el resuello cálido y jadeante de él le dio en la nuca,
produciéndole un espeluzno que la hizo brincar a tiempo que él alargaba,
para agarrarla, los brazos carroñosos y trémulos como ramas podridas.
Mirólo entonces a la cara asustada de aquella expresión, y al punto se dio
cuenta de todo. Quiso huir, pero la turbación entorpecíale las piernas y él
logró agarrarla. Entonces empezó una lucha jadeante y desesperada.
Forcejeaba ella para zafarse de aquellas manos que la apretaban con rabia, y
al fin logró dominarlo. En un arrebato de indignación, violento e
inconsciente, sujetándolo por los brazos. Petra empujó al hermano al
interior del rancho y allí lo tumbó al suelo y lo acogotó en un rincón…
Soltólo al fin. El enfermo se quedó sin moverse y en silencio,
acurrucado en el rincón obscuro, ya al anochecer. Petra, enloquecida,
caminaba por el cuarto llorando. Ocurriósele que debía irse de aquella casa
donde ya no había seguridad para su virtud, y al momento pensó en lo que
le refirieran las vecinas aquella vez, y en Aurora, y en la amiga cariñosa
que, según ella le dijera, tenía muchas ganas de conocerla… En el vértigo
del pensamiento, se vio a sí misma descarriada ya, hecha una perdida…

Lloró largo rato. Como siempre, el llanto le hizo bien; pasado el acceso le
invadió el bienestar del cansancio, y poco a poco la dulce y tranquila
resignación fue brotando en su alma, como una luz de estrella…
El hermano permanecía inmóvil en un rincón. Petra aguzó el oído hacia
él. No oyó nada. Asustada, corrió al rincón olvidándose de todo.
—¡Genaro! ¡Genaro!
El pobre hombre sonreía plácidamente. Ya no tenía en la cara aquella
expresión de sátiro; los ojos miraban serenos, y de aquel rostro y de
aquellos ojos subía hasta la hermana inclinada sobre ellos ansiosamente,
como una súplica propiciatoria, la dulce sonrisa de la demencia.
Gritando, Petra salió del cuarto.
Anochecía. Del barranco subía con el canto de los grillos la solemnidad
de la sombra, por el ambiente mortecino del cielo, donde lucían como
refugios de toda luz condensada las claras estrellas…
EL ANALISIS[11]
“Te aseguro que nada hay peor que tener dos conceptos sobre una misma
cosa y créeme que envidio de todo corazón tu manera de apreciarlas desde
el punto de vista único, personal y a veces candoroso en que te coloca tu
ingenuidad de alma. Puede ser que tú sufras en la vida más de una
decepción, porque juzgas los hombres y las cosas según el espontáneo
impulso de tu naturaleza, sin sutilezas ni reservas de criterio; pero
seguramente no conocerás el desasosiego de vacilar entre dos opiniones
distintas y muchas veces opuestas, sin que dejen de ser ambas legítimas,
como ahora me está sucediendo a mí. La intranquilidad de espíritu que no
proporciona esta falta de noción única, equivale a la más mortificante
decepción y en algunos casos llega a ser una verdadera y completa tortura
moral, sobre todo cuando uno de estos conceptos corresponde a alguna
necesidad sentimental nuestra y la satisface, él solo, plenamente.
Desde luego, tú dirás, que en esos casos lo sensato es quedarse con ese
solo concepto y desechar el que sólo sirve para intranquilizarnos, pero es el
caso que el otro puede ser tan legítimo y no seríamos consecuentes con
nosotros mismos si atendiéramos únicamente a nuestro flaco sentimental,
en detrimento de los fueros del pensamiento … Pero me alejo con estas
especulaciones del caso concreto a que me quiero referir, y es, sábelo de
una vez, porque, aunque parezco decidido a esta confidencia, mil
escrúpulos me detienen a última hora. Lo confieso para hacer constar que
todo yo no soy absolutamente responsable de la atrocidad que voy a
cometer; ten en cuenta que he vacilado, y si a pesar de esto incurro en la
culpa es porque, indudablemente, he perdido la serenidad y el dominio de
mí mismo. Voy a tratar de una de esas cuestiones en que se hace evidente la
tortura de la lucha entre las dos maneras que se tengan de apreciarlas: del
amor conyugal, viejo tema de toda suerte de comentarios y filosofías. Todos
los que hemos sido educados por nuestro medio en las ideas morales de
nuestros antepasados, tenemos, para juzgar el amor conyugal, un punto de
vista común; es a esto a lo que llamamos prejuicios, son, en efecto, ideas
elaboradas por otros cerebros y pensadas por generaciones que nos han
antecedido y que se han estratificado en nuestros espíritus; así creemos, sin
discutirlo ni comprobarlo, que la felicidad conyugal es la única manera de
ser moral y que el amor es posesión absoluta de un alma por otra que la
llena, sin dejar cabida en aquélla para ningún otro pensamiento. Contra tales
prejuicios se nos dice, en nombre del buen sentido, que debemos luchar y
los que tenemos un espíritu paradójico emprendemos la lucha tratando de
poner en lugar de ellos, ideas nuestras, cuyo valor de verdad y de justicia
hayamos comprobado por nosotros mismos… Yo creía que había realizado
en mi espíritu esta reconstrucción original y que sólo había en él los
conceptos míos que yo había verificado por cuenta propia; pero he aquí que
acabo de descubrir que en él permanecían solapados y con todo su vigor los
prejuicios seculares. Te referiré el caso concreto. Como tú sabes desde los
primeros días de mi matrimonio emprendí la tarea de rehacer por mi cuenta
y de acuerdo con mis convicciones la educación de mi mujer, que apenas
había recibido en la casa paterna, por todo bastimento educativo, los dos o
tres principios de moral católica que se da entre nosotros a las mujeres y
éstos barajados entre tal fárrago de prejuicios y preocupaciones ridículas
que apenas componen una mentalidad menos que mediocre. Mi empresa era
difícil, pero no fue imposible, mi mujer asimiló mis ideas y a poco tiempo
las más libertarias de las mías arraigaban en su espíritu como en medio
natural y propio, sin resistencias ni reservas. A primera vista parece que
este éxito ha debido llenarme de orgullo y contribuir a la mayor felicidad de
mi matrimonio, puesto que establecía una efectiva comunidad de ideales y
sentimientos entre mi esposa y yo, que es el ideal de todo amor; pero, por lo
contrario, entonces fue cuando comenzó a verificarse en mí un raro
fenómeno inesperado: empecé a perder la confianza en mi mujer; la libertad
de su pensamiento me asustaba, viéndola sin sus prejuicios temí por su
moralidad y sobre todo me intranquilizaba su concepto, que no era sino el
mío mismo y que yo le había inculcado a propósito del amor. ¿Has visto tú
nada más insensato? Las ideas de mi mujer, es decir, las mías propias,
repetidas por ella y acaso sólo para complacerme, me parecían atrocidades
reveladoras de una carencia absoluta de principios morales; oyéndola hablar
experimentaba una repulsión inconsciente que poco a poco me fue alejando
de ella y creciendo hasta convertirse en antipatía profunda, acaso en odio. Y
para merecerlo, ¿qué era lo que había hecho ella? Ser buena, fiel y amorosa
conmigo y haberme sacrificado acaso la tranquilidad del espíritu, junto con
los fundamentos de su antigua moral católica y de su fe, que era ciega y
firme. Sí, satisfago una imperiosa necesidad de mi corazón y de mi
conciencia, diciendo que mi mujer es la esposa ideal, lo creo firmemente,
estoy más seguro de ella que de mí mismo, y sin embargo yo he dudado de
ella. Y todo por haber pretendido destruir los prejuicios de mi mujer cuando
todavía no había logrado desvanecer los míos propios. Dispénsame estas
divagaciones, considera lo que me pasa: tengo a la vez necesidad y
vergüenza de contártelo. Es inicuo, de todo punto insensato, y si no fueras
tú para mí más que un amigo, no me hubiera atrevido a hacerte esta
confidencia. La hago sobre todo para ensayar de disiparme esta
preocupación analizándola. Que nunca sepa mi mujer que yo he pensado
estas cosas, no se lo cuentes a la tuya, ya sabes que son amigas que no se
guardan secretos. Te decía, pues, que hace algún tiempo venía
experimentando un sentimiento de desconfianza, completamente
inmotivada, respecto a la probable conducta futura de mi mujer, dado el
hecho de la modificación de sus ideas, ahora en un todo de acuerdo con las
mías respecto a religión y moral; yo no podría expresar lo que pasaba por
mí cuando oía a mi mujer defender ciertos postulados libertarios, como la
legitimidad del amor libre, por ejemplo. Naturalmente este estado de ánimo
tema que producir la suspicacia y así cada palabra suya me daba, muchas
veces contra mi querer, mucho qué pensar; en una palabra: me fui
volviendo celoso, ridículamente celoso. Un día acabé de serlo con toda la
brutalidad de esta pasión primitiva. Fue una tarde, creo que había llegado a
mi casa de mal humor por algún contratiempo de la profesión, y entonces
mi mujer, como siempre que me veía en tal estado de ánimo, se puso a
distraerme agotando sus infinitos recursos de ternura y amor, y yo, en pago
y por necesidad sentimental, porque la ternura es acaso la única virtud que
poseo, le di un beso. ¡Qué bienestar experimentaba yo después de los
disgustos de un día de tribunales y querellas, al lado de aquella mujer
buena, déjamelo decir aunque la palabra sea cursi: angelical, que sabía
endulzarme la vida con el arte sin malicia de su gran corazón! Seguramente
en aquel momento la voz de la preocupación interior me había dado una
tregua y yo podía entregarme todo entero a la delicia de la confianza. De
pronto ella me preguntó: ¿no has sabido de Jacinto? Nada más natural que
mi mujer me preguntara por ti que eres más que un amigo y ella sabe cómo
te quiero. Pues bien, aquella pregunta fue para mí como una bofetada.
Déjamelo decir con toda la brutalidad con que se me ocurrió; me he
impuesto la vergüenza de esta confesión como una penitencia saludable:
tuve celos de ti. Bien sé que si mi boca estuviera en este momento al
alcance de tu mano, la bofetada no se haría esperar; me la darías tú y yo la
merezco. ¡Ah sí! Me abofetearías. Te conozco bien y porque te conozco te
refiero esto tal como sucedió ¡Dudar de mi esposa! ¡Tener celos de ti! Yo
he debido estar loco, no podían ser sino síntomas de locura aquella lucidez
y presteza mentales con que analicé la ocurrencia, descubriendo entre el
beso dado por mí y la alusión a tu persona, la trama de una asociación de
ideas que debía corresponder a un sentimiento desleal, infidente, que
existiera en el corazón de mi esposa. ¡Maldita manía de analizarlo todo!
¡Maldita ciencia del espíritu con la que me he encariñado y que no me ha
proporcionado otro resultado práctico que la tortura de esta suspicacia!
Porque has de saber que no fue ocurrencia pasajera sino que todavía es idea
fija, tenaz, insoportable ya. Para librarme de ella recurrí inútilmente a mi
concepto moderno sobre el amor y la fidelidad conyugal, esperando que él
me devolviera la paz del ánimo perdida, y me hice esta reflexión: es
imposible, de todo punto absurda, la creencia de que el amor es una
posesión espiritual tan absoluta que impida que por el alma de la mujer
amada, en ningún momento y en ninguna situación, pueda pasar un
pensamiento que no sea el del hombre a quien ama. Y generalizando, a
guisa de psicólogo concluí: ¡Cuántas ideas, apenas breves relámpagos de
pensamiento, comparables a esos que la gente de nuestro tiempo llama
fusiles y que en las noches claras de verano aparecen sobre los cerros y no
anuncian tormenta, ideas perversas, monstruosas a veces, no atraviesan
continuamente nuestro espíritu sin que en él haya ningún sentimiento,
ningún instinto que las produzca o las favorezca, y pasan sin dejar en él
ninguna huella! ¿Acaso habrá mujer, la más fiel a su amor, la que merezca
llamarse la fidelidad misma y que esté exenta siquiera de uno solo de estos
relámpagos de infidelidad, completamente ilógicos, que por muchos que
fueran no mancharían la pureza de su amor, ni la nobleza de su alma? Estoy
seguro de que no existe, como de que tampoco hay un hombre que pueda
decir que en ningún instante de su vida una idea innoble de robo, de
violación o de crimen no haya pasado por su mente. ¿De dónde vienen estas
ideas ilógicas que ninguna disposición espiritual nuestra produce ni
favorece? Acaso de la psicología prehistórica, como los fusiles de las
noches de verano, de una tempestad remota; pero de ningún modo somos
responsables de ellas y a nadie que no sea un loco se le ocurriría pedirnos
cuenta y juzgarnos por ellas. Era de esperarse, pues, que yo, profesando tal
manera de apreciar el hecho, no le daría ninguna importancia a la inocente
pregunta de mi mujer; pero he aquí que interviene el otro concepto, el
tradicional, el que se ha estratificado en nuestros cerebros, la infidelidad de
un momento acaba con el amor que es sentimiento perenne y exclusivo:
donde cupo la infidelidad era porque no había amor. Y por más que luche,
como he luchado, contra este prejuicio estúpido, contra esta evidente sin
razón, no puedo vencerlos y en mi subconsciencia se levantan ideas y
sentimientos que hace tiempo no pienso ni siento, pero que estaban en ella
como cosas abandonadas que se pudren y pudriéndose envenenan el
ambiente. Qué batalla conmigo mismo para volver a ser como antes
amoroso, tierno, delicado y complaciente con mi pobrecita mujer que se
desvive por disiparme lo que cree mal humor producido por los sinsabores
de la profesión, como yo le digo cuando se me acerca cariñosa y
poniéndome su mano en la cabeza me pregunta como una madre a un hijo
triste: ¿qué tienes? Créelo, te lo digo de todo corazón, lo proclamaría ante el
mundo entero, aun ante la evidencia contraria de los hechos: ¡mi mujer es
una santa! ¡Y ya yo no la puedo amar como antes! ¡Maldito análisis!”

Segunda carta del mismo, días después

“No me has contestado todavía… Haces bien: soy un monstruo a quien


no se debe tratar… Pero no: hiciste mal en no contestar mi carta, tal vez la
tuya hubiera venido a tiempo de evitar esta desgracia… Soy un
desgraciado… ¡Compadéceme! ¡Mi mujer se ha suicidado!… Se envenenó
con cianuro… ¡Qué horror!… ¡Qué horror!… Yo no sé lo que escribo, no
veo las líneas, no gobierno en mis ideas… mis ideas; ¡las asesinas ideas que
me la quitaron! ¡Pobrecita! Me dijo al morir que lo había hecho porque no
podía con su pensamiento. ¡Yo tampoco puedo soportar los míos, y todavía
vivo! Se abrazó a mi cuello y llorando, y entre las angustias de la agonía,
me dio en la boca un beso mortal; no un beso: ¡el alma! Murió abrazada a
mí… Yo no sé cuánto tiempo estuve sin sentido, apoyado sobre ella,
muerta. ¡Qué trabajo me costó zafarme de aquellos brazos que más allá de
la vida todavía me estrechaban, rígidos…! ¡Qué horror! Tengo en los oídos
sus últimas palabras temblorosas: “amor mío… porque no puedo con el
pensamiento”. ¿Qué querría decirme con esto? ¿A qué luchas internas se
refería…? ¿Acaso el pensamiento culpable? ¡No, no, imposible! Esta idea
mortal no me abandona. Yo tampoco puedo con el pensamiento”.

Contestación del amigo

“Infeliz ¡Infeliz! ¡Cómo has destruido tú mismo tu felicidad! Quiero


creer que has estado loco, como dices en tu primera carta; no era posible de
otro modo. ¡Una mujer como aquella que fue tuya! ¿Dónde encontrarás, ni
en la virtud misma, un ser igual? A ti, de tu dolor y el mío, no tengo nada
que decirte porque no se me ocurre nada; el golpe me ha dejado
atolondrado, se me ha ido el mundo debajo de los pies. ¿Cómo es posible
que sucedan estas cosas? De ahora en adelante tendré que creer que los
hombres no podemos vivir sin alguien que nos dirija, que no nos deje
cometer estas atrocidades que se nos ocurren, porque la razón no basta por
sí sola. Tú imaginarás cómo está mi corazón con sólo ver cómo ha quedado
el tuyo. Lo único que puedo decirte es que estuviste loco y te convencerás
de ello leyendo las cartas que tu pobre mujer le escribió a la mía. Yo no
pude conservar el secreto que me recomendaste: era mi deber no
conservarlo y leí tu carta a mi esposa; ella le escribió a la tuya pidiéndole,
en nombre de la amistad que las unía, que le explicara lo sucedido. Ni mi
mujer ni yo, podíamos dar crédito a tus preocupaciones. No te contesté
porque quería demostrarte con pruebas suficientes que habías sido un
insensato para que te curaras en salud. El remedio llega ahora tarde; pero
siempre lo necesitas. Allá van las cartas de tu mujer; la primera la recibió la
mía al mismo tiempo que yo la tuya; las dos últimas también vinieron junto
con la tuya donde me dabas la noticia del desenlace de tu tragedia. Léelas y
si tu dolor es de los que partiéndolos con otra alma se aminoran, tú sabes
que la mía está contigo”.

Primera carta de la suicida a su amiga

“…De mi vida, noticias que no son muy gratas. Mi marido que siempre
fue bueno y amoroso conmigo, anda ahora despegado de mí como con una
preocupación constante; me habla poco, responde con frialdad a mis
cariños, huye de mi compañía; temo que empiezo a fastidiarle. No sé a qué
atribuir esto: ¿otros afectos? El no es persona capaz de una liviandad de esa
naturaleza. Yo no sé qué es lo que le pasa; se ha puesto muy raro: está
contento, empieza a hacerme cariños como antes y de pronto se pone serio;
le pregunto la causa y me responde agriamente: nada, mal humor; y con un
pretexto cualquiera se va para la calle. Así son los hombres, se cansan muy
ligeramente de queremos, mientras que nosotros no nos cansamos nunca.
¡Qué se hace! Ellos no tienen la culpa de ser así. A nosotros no nos queda
otra satisfacción que quererlos con toda el alma, aunque ellos no nos
quieran tanto. ¡Si yo tuviera un hijo! A veces pienso que es lo que le hace
falta y por no haber podido dárselo me siento avergonzada como de una
culpa".

Segunda carta de la misma

“Recibí la tuya donde me das la explicación de lo que yo no había


sabido explicarme. Te agradezco mucho que te hayas apresurado a ponerme
en cuenta del motivo del desamor que hace días me manifiesta mi marido.
Has hecho bien en contármelo todo, de otro modo no me hubiera sido
posible justificarme ante tus ojos y acaso tú hubieras llegado a creer que en
realidad era culpable. No te imaginas lo que he tenido que llorar antes de
ponerme a escribir esta carta. Ahora, después de haber llorado mucho, es
que me siento un poco aliviada y al fin puedo pensar. Tengo tres días que
no pienso y he temido seriamente por mi razón. Yo nunca hubiera
sospechado que fuera yo la causa inocente del desvío de mi marido. ¡Virgen
Santa! ¡Cómo ha podido ser que haya tenido yo un pensamiento de esta
naturaleza! ¡Qué horror! Si no me encontrara inocente de toda culpa diría:
¡Qué vergüenza! ¡Traicionar al esposo que ha sido para mí tan bueno, tan
abnegado, tan tierno! ¡Y traicionar con un mismo pensamiento a la amiga
del corazón! Tú comprendes que eso no puede ser, yo no soy tan mala, tan
depravada, como se necesita ser para eso. Aquella pregunta ha tenido que
ser inocente. Te digo: ha tenido que ser, porque yo no he podido recordar,
por más que le he dado a la cabeza, cuál fue el motivo que me hizo pensar
en tu marido en aquella ocasión a que se refiere el mío. Si es cierto que
aquello sucedió como dice el mío, mi esposo fue ligero al juzgarme; ahora
se me ocurre que si aquella pregunta hubiera sido debida a un mal
pensamiento, yo, ni ninguna mujer, por más torpe que fuera, la hubiera
hecho en esa oportunidad. La malicia se adquiere con el mal y sólo la que
es inocente comete esas indiscreciones, porque como se halla limpia de toda
culpa no se le ocurre que alguno puede descubrírselas. Como dice tu
Jacinto, mi Carlos es demasiado suspicaz, y yo creo que esta vez lo ha sido
hasta la insensatez porque no otra cosa es la causa de su extraño proceder.
Si no lo conociera como lo conozco pensaría que ha querido calumniarme;
pero no, él no puede difamar de mí, y si ha hecho esto es porque me quiere
demasiado. ¡Qué raras somos las mujeres! Tentada estoy de decirte que en
el fondo de mi pena hay, a ratos, un poquito de satisfacción vanidosa que
quiere compensarla; no todo el amor propio ha sido ofendido, mi marido me
quiere y el pensamiento de que yo pueda serle infiel lo mortifica hasta
hacerlo pensar disparates. Del mal, el menor; no creas, sin embargo, que es
sólo por vanidad de mujer que pienso así; estimo mucho mi honra, no sé si
más que mi amor mismo, pero para consolarme quiero buscarle el lado
bueno a esto que tantos malos tiene. Ya me explico pues, el entibiamiento
del amor de Carlos y sé qué debo hacer para recuperarlo. A ti te lo debo y te
agradezco mucho el consejo que me das de no tocarle el asunto y de
hacerme la que lo ignora todo, porque mi primer impulso fue tener una
explicación con mi marido, que me había ofendido en la honra con su
insensata suspicacia. Esto los hubiera perjudicado a ustedes que están
obligados a guardar el secreto, y acaso, como tú dices, sea más prudente no
remover aquello, dejando que el tiempo y la cordura hagan ver a Carlos que
fue un insensato. Pero yo no estoy tranquila y dudo mucho de poder
recuperar la pasada felicidad de mi matrimonio. Dile a Jacinto que no le
deje de escribir a Carlos. En cuanto a mi conducta para lo sucesivo, trataré
de cumplir algo que se me ha ocurrido en estos días, y te seguiré
informando de mi vida".

Tercera carta

"¡Qué mala estoy! ¡Qué mala estoy! La alegría no ha vuelto, he perdido


la tranquilidad para siempre. Ahora no es Carlos que ya me parece haberse
olvidado de aquella locura, y sin decirme una palabra y como para hacerse
perdonar lo que supone que yo ignoro, vuelve a ser amoroso y complaciente
conmigo. Ahora la causa de mi intranquilidad está en mí misma. Estuve
enferma, creo que a la muerte, aunque Carlos me dice que fue un acceso
nervioso de poca importancia. Si yo tuviera un hijo. No es ya para recuperar
a Carlos que lo deseo y ahora más que nunca; lo necesito para salvarme,
sólo un hijo me salvaría en este trance. Es un capricho muy parecido a la
locura; se me ha metido en la cabeza que yo debo dominar mi pensamiento,
para que no me llegue a suceder nunca más eso que Carlos asegura; que
nadie está exento de tales ideas. No te imaginas la lucha que tengo que
sostener diariamente, porque has de saber que yo, que antes no tenía nunca
malos pensamientos, ahora los tengo a cada momento; me estoy volviendo
mala, se me ocurren unas atrocidades que no te puedo contar. Será por lo
mismo de que estoy pelando sin cesar por sujetar mi pensamiento. Yo no sé
qué decir, yo no sé qué es lo que me pasa; sólo sé que antes yo no era así…
En fin. que estoy muy mala, muy mala… Yo no acabaré bien, siento que me
voy volviendo loca”.

Carta final

“¿Recibiste mi carta? Esta será la última que recibirás de tu pobre


amiga. Ya no puedo luchar más con mi pensamiento. ¡Estoy horrorizada de
mí misma! ¡He llegado al último grado de la depravación! ¡Ideas, nada más
que ideas; pero qué ideas! ¡Qué pensamientos tan feos! Me comparo con
una perdida y me encuentro peor aún. ¡Qué desgraciada soy! Yo no sabía
que en el fondo fuera tan liviana tan corromp… no, no lo escribo; yo no
estoy corrompida, yo he salvado mi virtud, no son sino pensamientos que
me asaltan sin yo poder evitarlo; ¡pero ya no puedo más! ¡Temo perderme
del todo y yo quiero salvar mi virtud… ¡Me mato! Me mato cuando más
deseo la vida, pero yo quiero salvar mi virtud. Perdóname este dolor que te
voy a causar. Que Carlos, mi amor, mi único amor, mi amor más grande me
lo perdone también … Pero no puedo… me horroriza la idea de caer…
Compadece a esta amiga que se quita la vida, dejando en el mundo el amor
y la. felicidad, por salvar su virtud”…
CUENTO DE CARNAVAL[12]
La algarada de las primeras comparsas empezaba a turbar la nocturna
quietud de la parroquia, ya se oía el tintineo de los cascabeles en los arneses
de los coches, y los chicos del vecindario ululaban sin cesar a los primeros
diablos.
Desde la sala de su casa de anticuario, Don Juan Manuel Vidosa
escuchaba aquellos ruidos precursores de la baraúnda carnavalesca y una
emoción dulcísima se levantaba en su pecho. Todo aquel año se lo pasó
esperando el Carnaval. Suprema ridiculez, locura sin justificación le había
parecido siempre aquella fiesta de cuya vana alegría no disfrutó ni cuando
joven, por idiosincrasia y por austeridad, que a fuerza de ser tanta la suya,
llegaba a los mayores extremos de dureza. Conservaba todos los resabios de
los viejos tiempos, en los cuales la conducta estaba regida por principios
rígidos, que no permitían la disipación, ni reconocían la necesidad, tan
proclamada ahora, de la alegría, y sin embargo el rumor callejero le parecía
ahora grato. Sonreía benévolo cuando oía la voz atiplada de los disfraces y
empezaba a convenir en que, realmente, la alegría, así fuera loca y vana, era
buena siempre y necesaria.
¡Pobre vida la suya de viejo desamparado de cariño, en aquella casa
donde se apolillaban juntamente, su espíritu y los objetos de su colección de
anticuario! Ni siquiera el claro trino de los canarios que antes alegraban el
silencio de los días largos en aquel caserón donde vivía solo. Ya empezaba
a cansarlo, como una actitud molesta, su propia severidad, echaba de menos
al lado suyo algo tierno y en los momentos de abandono espiritual
imaginaba las delicias de unas manos pequeñitas de nieto que se
escondieran, jugando, entre sus barbas, como liebrecillas mellizas en un
jaral bravío…
Acaso tenía nietos… Pero este pensamiento renovaba un dolor no
olvidado: Rosa María, la hija única… La deshonra.
Era bella, tenía una alma alegre y un corazón de oro. Su risa perenne
resonaba en la casa como una campana llamando a fiesta, su imaginación
era una llama que ardía en joviales hogueras de locura y su corazón conocía
todos los registros de la ternura; pero llegaba también a las mayores
vehemencias de la pasión. Se enamoró perdidamente de un hombre vulgar,
sin nombre ni dignidad, casi un tahúr. Don Juan Manuel fue implacable:
amonestó primero, regañó luego, terminó amenazando. Con esto creció la
pasión de Rosa María. Una mañana, al levantarse, como de costumbre, muy
de madrugada. Don Juan Manuel encontró el portón abierto… Llamó a la
hija, pero nadie respondió… Sus gritos de rabia y dolor, llenaron la casa y
aquella mañana fue la última vez que nombró a Rosa María.
De allí para adelante una vida áspera de solitario, llena de vergüenza, de
rabia y de dolor. Aumentó hasta convertirse en manía su afición por las
cosas viejas e históricas: pero una pasión yerma, sin compensaciones…
Sólo el trino de sus canarios para el silencio de los días largos de soledad…
Corrió el tiempo. Vino una carta de Rosa María pidiendo perdón… Más
tarde otra, suplicando, como una limosna, que le permitiera ir un momento
siquiera, a verlo… Ambas quedaron sin respuesta y con esta insolencia de
la hija deshonrada aumentó el rencor del viejo. Así pasó un año y llegó el
Carnaval. Una noche tres disfraces invadieron con risas y cantos el retiro
del solitario. Eran tres muchachas. Don Juan Manuel las recibió
ásperamente. Una de las disfrazadas guardó silencio todo el rato y no quitó
los ojos de mirar al viejo… Cuando salieron, al cerrar tras de ellas la puerta,
el anticuario oyó que la disfrazada silenciosa rompía a llorar, mientras las
otras callaban sus risas, de improviso…
—¡Es Rosa María! ¡Insolente! —rugió el inflexible Don Juan Manuel, y
por varios días, renovada la herida de su duro corazón, lo dominó un —
sordo rencor contra la hija.
Pensó que seguramente las dos compañeras de Rosa María, eran como
ella, otras perdidas, y para lavar las manchas que aquellas plantas habían
dejado en la austera casa de los Vidosa, fregó con ira los suelos repetidas
veces…
Aquel acceso de áspera dignidad se fue disipando al fin y un
sentimiento paternal y compasivo le fue cobrando el corazón.
¿Qué vida llevaría su hija? ¿Acaso totalmente corrompida? ¿Acaso
pura, a pesar de todo? En toda caso la dura vida de la deshonra, con el
estigma indeleble y su inevitable cortejo de miseria… La historia de
siempre, el caso vulgar de seducción, luego la promesa no cumplida, el
abandono final… ¡Pobrecita! ¡No, pobrecita, no! ¿Para qué están la
dignidad, la virtud, la religión y el nombre, el respeto al nombre en que él la
educó? Culpa suya fue, solamente suya. ¡La mujer que cae engañada es
porque quiere dejarse engañar!
Don Juan Manuel volvió a cerrar, con toda la fuerza de su seguridad y
de su orgullo, aquella rendija de compasión paternal que se venía abriendo
en su corazón subrepticiamente.
Pero los furtivos pensamientos volvieron:
Acaso un hijo inocente de todo, condenado a la infamia y a la
corrupción. Sangre suya era al fin y al cabo… llevaría su mismo apellido, el
apellido materno: un Vidosa tahúr, rufián… una Vidosa… ¡Pobrecita Rosa
María!… Las mujeres no tienen la culpa siempre, a veces caen por excesiva
bondad… Rosa María tuvo siempre el corazón en la mano…
Pasó otro año y volvió otro carnaval y otra vez los mismos disfraces, la
misma disfrazada silenciosa que no hacía sino verlo, mientras las otras reían
y charlaban, acaso por distraerlo, para que se dejara ver…
Don Juan Manuel las recibió más amable, pero todavía altivo,
guardando las conveniencias. Comprendió que Rosa María aprovechaba
aquella ocasión para ir a verlo y esta muestra del amor de la hija lo ablandó
hasta hacerlo convenir en aquella farsa, donde él también estaba disfrazado.
Pero su orgullo no le permitía más de aquella concesión… Que Rosa María
siguiera creyendo siempre que él no la había reconocido y que por eso la
recibía en su casa. Y cuando al cerrar la puerta volvió a oír el llanto de la
hija entre la risa de las compañeras, él también, por primera vez lloró…
Nunca, como desde entonces, le pareció tan triste su soledad y sintió
tanto la falta de Rosa María en la casa… Aquella risa perenne que resonaba
como una campana llamando a fiesta… aquella imaginación traviesa que
era una llama ardiendo en hogueras de divinas locuras… aquella alma
buena que sabía tanto hacer grata una vida… y… ¿quién sabe?… acaso
unas manos pequeñitas de nieto que se esconderían retozando, entre sus
barbas…
Tales pensamientos cobraron por completo su corazón. Resolvió buscar
a Rosa María. Indagó y no logrando obtener noticias de ella tuvo una
determinación heroica: preguntarle por su hija al villano que se la había
quitado y deshonrado. Fue un esfuerzo supremo en el cual se quebró para
siempre el resto de entereza de ánimo que le quedaba y fue un esfuerzo
inútil: el seductor de Rosa María le respondió, insolente, que hacía años que
no tenía nada que ver con aquella mujer, que ni sabía si vivía.
En otro tiempo el altivo señor hubiera arrancado la vil lengua a aquel
miserable que lo había escarnecido dos veces; pero ya él no era el Juan
Manuel Vidosa de antes y cuando el tahúr le volvió la espalda, con
desprecio, él se retiró llorando, por la hija acaso muerta.
Los meses siguientes fueron para él de angustias mortales. Lo dominó
una profunda tristeza vacía de pensamiento. Abandonados, los canarios que
alegraban la casa, murieron de hambre en su jaula…
Otra vez venía el carnaval y con él la esperanza. ¡Qué grato el rumor de
las risas locas y de los cascabeles! Bendita alegría la que de año en año
entraba con los disfraces en aquel caserón tan callado, tan solo…
Poco a poco se fue disipando la tristeza del viejo y con emocionada
impaciencia esperaba la noche en que, un rumor de frescas risas sonara en
el zaguán, anunciándole que allí estaba, por fin, Rosa María, la hija buena
que venía de año en año a verlo solamente y que luego, al irse, rompía a
llorar, con el pobre corazón destrozado…
¡Qué duro había sido con ella! ¡Cómo le dolía su severidad! ¿Por qué el
año pasado no la llamó a sus brazos, rompiendo con todo, olvidándolo
todo? Este año lo haría. Rosa María se quedaría en su casa. Ya le había
preparado su habitación, todas las mañanas salía a comprar flores y las
colocaba en el tocador de Rosa María, por si llegaba aquella noche.
Por fin, una noche, resonaron en el zaguán las benditas risas. Don Juan
Manuel corrió a abrir. Esta vez las disfrazadas eran dos y al ver que faltaba
una, el viejo experimentó una angustia mortal; pero se recobró pronto,
como viera que una de las disfrazadas se retiraba de él y alejada, en
silencio, se quedaba viéndolo, largamente.
¡Era Rosa María! ¡Por fin la tenía allí y ahora para siempre!
Quiso acercarse, sin atreverse a hablar, dominado por la emoción, pero
la disfrazada huyó por los corredores.
—¡Quiero verla! ¡Quiero verte!
La otra lo atajaba riendo como loca, con una risa extraña que Don Juan
Manuel no había oído nunca.
—No, no señor.
—¡Sí, sí… quiero verla! Es mi hija. Es Rosa María. Desde un principio
te conocí… te he perdonado… Mejor dicho: te pido perdón y eres tú la que
tiene que perdonar.
Y la perseguía, fuera de sí, con una agilidad que no era suya,
enardeciéndose por momentos.
—Quiero verte. No me huyas…
—No, no, por Dios…
Pero él no oía y llorando casi, corría detrás de la disfrazada.
Por fin la alcanzó. La mujer luchaba por no dejarse quitar el antifaz;
pero al fin, rendida, se entregó.
El viejo, jadeante de emoción y de cansancio, apoyó sus manos ásperas
y gruesas sobre los hombros de la mujer y se quedó viéndola, todavía
cubierta con el antifaz, como para apurar hasta el fin aquella ansiedad del
año largo y triste.
La mujer temblaba con todo su cuerpo bajo aquellas manos y bajaba los
ojos, no pudiendo soportar aquella mirada que la envolvía, que quería
llegarle hasta el alma. La compañera, inmóvil y ansiosa también,
presenciaba el cuadro, sin atreverse a hablar.
Por fin el viejo pudo decir:
—Rosa María…
La disfrazada se apartó de él, evitando el abrazo.
—Perdón. No soy Rosa María.
Y se quitó el antifaz, mostrando su cara fea y mustia.
Los brazos del viejo se desplomaron, como los últimos restos de una
ruina y la mirada que estaba llena de amor, se hizo dolorosa y poco a poco
fue perdiendo la expresión.
Compadecidas de aquel desengaño, las mujeres empezaron a decir:
—Perdónenos, señor. No hemos querido burlarnos de usted.
—Rosa María murió…
—Y antes de morir, me suplicó que mientras usted viviera, viniera todos
los años en el Carnaval e hiciera su papel. Ella comprendió el año pasado
que usted la había conocido…
El viejo oía impasible, completamente inconsciente. La mujer se volvió
a cubrir con el antifaz y salió con la compañera…
Don Juan Manuel las siguió hasta la puerta y así que ellas salieron,
cerró, como el año pasado…
En la calle, la algarada de las comparsas turbaba la nocturna quietud.
UN CASO CLINICO[13]

Era un joven de méritos. Se había levantado a esfuerzos propios y heroicos


desde la humilde condición de panadero hasta la cumbre del doctorado. Por
el camino probó más de una ocasión, la firmeza de sus propósitos y el
temple de su carácter.
Cuando decidió abrazar los estudios estaba agobiado de cargas: la
madre; una muchacha a quien había dado palabra de matrimonio; la cesta
de pan. Con una misma resolución se aligeró de todas a la vez. La madre,
desamparada, pero gozosa ante las perspectivas del hijo doctor, se fue al
arrimo de un hermano que trabajaba en un campo distante; la novia
despechada, lloró, se enfureció y olvidó y él protestando que todo aquello le
arrancaba pedazos del alma, puso sobre sus amores de palurdo una loza
lírica: una canción que empezaba:
Lo quiere el Destino. ¡Ay del ay!
Y así terminó el panadero.
Protegido por uno de sus marchantes, hombre de influencia, a quien
conmovió al comunicarle su proyecto, obtuvo una plaza en el servicio de la
Universidad y empezó a estudiar.
Su situación le granjeaba la benevolencia de los profesores y llegó a
bachiller a paso triunfal. En el anfiteatro, ante los cadáveres de estudio se
reveló su instinto médico y desde un principio demostró su gran
inteligencia. Antonio Ecija estaba en su camino.
Uno de los profesores que tenía pupila sagaz, valoró las condiciones del
estudiante y como comprendiera que era hombre de empuje y de pocos
escrúpulos, previo su éxito y para arrimarse con tiempo a la buena sombra
futura del discípulo, sacó a colación las trajinadas anécdotas de genios
surgidos de improviso del pueblo y redobló para él sus esmeros de maestro.
Entre tanto, la madre de Antonio Ecija, olvidada y pobre, moría allá en
el campo de su hermano. La noticia la recibió el hijo una tarde, en la
Universidad. Estaba solo, sus compañeros se habían ido al paseo vespertino.
La sombra se metía por los largos corredores claustrales. Sobre los patios
claros volaban las golondrinas.
Antonio acabó de leer la carta mal escrita y disparatada del tío, llena de
invectivas y luego la rompió, tranquilo, impasible. Nada de común había ya
entre aquella palurda y él, y en vez de afligirlo, aquella noticia lo
tranquilizaba. A menudo, pensando en su porvenir, en el éxito que lograría,
en la estimación social que habría de rodearlo y agasajarlo, el recuerdo de
su madre fue una sombra. El color oscuro, la condición campechana de
aquella mujer, iban a ser obstáculos que le impedirían a él. ilustrado, pulido
y ennoblecido por el saber, realizar sus legítimas aspiraciones de figurar
con brillo y mezclarse en la alta sociedad. Muerta la madre que lo podía
avergonzar, él, que al fin y al cabo era hijo sólo de su esfuerzo, no tenía ya
nada que temer.
Hecha esta reflexión, se adueñó de su alma un desordenado sentimiento,
mezcla de satisfacción de sí mismo y de desdén por todo, que, rápidamente,
en el curso sin control de sus emociones de arribista, se transformó en
rencor y en deseo de venganza. Ya estaba próximo el día en que la sociedad
le habría de pagar los esfuerzos realizados, el desgarramiento de alma que
le produjo el abandono de su antigua vida, la sumisión de nueve años a la
disciplina abominable del estudio, la humillación de la gratitud a quienes le
habían allanado el nuevo camino, la del mismo deseo de subir, puesto que
implica el reconocimiento de la bajeza original, la alegría misma con que
acababa de recibir la noticia de la muerte de su madre; y como si todo
fueran injurias recibidas, se propuso cobrarlas con saña. Si le estaba
reservado el éxito, no lo aceptaba desde luego como premio generoso, ni
siquiera como justa retribución, sino que lo disfrutaría como trofeo
arrebatado en guerra de abierto rencor.
Era que temía ser rechazado por aquella sociedad a la cual aspiraba, y
anticipadamente, enemigo natural de ella, almacenaba odio para la hora de
las represalias.
En cambio, la sociedad quiso ser generosa con él. Apenas graduado, la
fama de sus triunfos universitarios trascendió, rápida, por toda la ciudad y
bien pronto el doctor Ecija debía recuperar la clientela del antiguo
repartidor de pan en la parroquia aristocrática, porque la gente de tono
consideró muy chic introducir en las alcobas de sus enfermos a quien diez
años antes tocaba en los portones, al hombro la cesta colmada de olorosos
panes. Y de allí a poco, la prestancia de la distinguida clientela aventó la
fama de curaciones estupendas, de todo punto milagrosas, realizadas por
aquel pasmo de la ciencia médica, surgido de improviso, entre la sorpresa
unánime.

II

Un día recibió una esquela exquisita. Una señora elegante. celebrada por su
belleza y aventuras, esposa de un hombre rico y tonto, le suplicaba que
fuera a verla pronto.
El corazón de Ecija dio un vuelco de alegría maligna: aquella mujer le
había causado, sin saberlo, las más amargas horas de despecho. Cuando era
interno del Hospital estuvo enamorado de ella, la veía casi todas las tardes
en la ventana, pues vivía en la calle por donde él acostumbraba pasar, y
aunque sus miradas fueron siempre demasiado insinuantes, ella pareció no
advertirlas y se las retribuía con otras, frías, desdeñosas, que le hicieron
sentir en toda su enormidad, la distancia que lo separaba de la posesión de
aquella belleza fina y preciosa. Ahora, las frases de la esquela, demasiado
vehementes para exigencia de enferma, contenían, casi, una promesa, y
considerándose apetecido, se gallardeó al leerlas con un divino gesto de
triunfador. Era el amor que caía rendido a sus pies, como había caído la
Fama, como caería la Fortuna …
Pensó hacerse esperar, pero no supo vencer la impaciencia del primerizo
y se presentó puntual a la cita.
La bella enferma lo recibió con mohines de romántica.
Ecija se inició con una galantería:
—¡Es usted la enferma! No lo parece.
—¿De veras? Será del alma, doctor.
—¡Ah! Señora. Mi pobre ciencia no llega hasta allá. Los ojos de los
médicos son ojos humanos que sólo ven la grosera costra del cuerpo…
Se mordió los labios, comprendiendo que había dicho una barbaridad y
las ideas se le disiparon como chiquillas corridas que se alejan riendo de
una indiscreción.
La mujer lo advirtió y contenta de la turbación en que lo ponía su
presencia lo hizo sentar al lado suyo.
—No me diga eso, doctor. Usted cura los males más recónditos. No me
quite la esperanza, tan dulce, que tengo puesta en usted. Yo me entrego… a
su ciencia.
Jugaba con estas palabras ambiguas, dichas lánguidamente, con una
audacia análoga a la que dan los antifaces.
Ecija se sentía disparado a las mayores vehemencias; pero no
encontraba las palabras. Estaba escarmentado de su estreno de galanteador.
Sonrió, fingiendo modestia.
Ella lo miraba con los bellos ojos entornados, reclinada la cabeza sobre
un brazo de líneas perfectas que apoyaba en el respaldo de la mecedora. Su
condición de enferma permitía aquella actitud de abandono, adoptada para
turbar al joven doctor que le había caído en gracia. Por capricho elegante, o
extravagancia refinada se había enamorado, como una adolescente de aquel
rústico encumbrado por el lauro, que era además buen mozo, y quería
saborear aquel amor rústico, como el turista los groseros manjares del país
bárbaro que pasca. Mezclábase a la vez con este capricho, un impulso de ser
generosa con aquel héroe de su propia epopeya a quien celebraba tanto la
ciudad.
Ecija habló por fin, como medico:
—A ver. ¿Qué le pasa a usted, señora?
—¡Ay, doctor! Creo que estoy enferma del corazón.
La auscultó minuciosamente, con ayuda de su estetoscopio nuevo.
—Señora. No hay tal. ¡Qué buen corazón tiene usted!
En esta frase se colaba una galantería tímida.
Ella la acogió con un mohín encantador.
—Gracias.
Una vez más, puesto en el terreno de seductor, el médico se turbaba.
Comprendió que allí estaba su ciencia haciendo el papel de comparsa, pues
no había tal enfermedad, pero resolvió continuar la comedia de aquel raro
caso clínico que le deparaba su buena estrella, porque así, desde el campo
de la profesión que dominaba mejor, podía atacar a mansalva al contrario de
la galantería, donde no se atrevía a moverse. Volvió a tomarle el pulso y
mientras tanto, miró en derredor, valorando la riqueza de su cliente con un
golpe de vista de ladrón experto. Sonrió halagado, pero inmediatamente una
reflexión disipó su júbilo. Aquella mujer rica y elegante, debía tener
caprichos costosos que él no podía satisfacer. No estaba en condiciones de
gastar, sino por lo contrario, de adquirir.
Ella volvía a hablar:
—¿Qué es lo que tengo, entonces, doctor? Esta tristeza … Este
cansancio. Será que me estoy poniendo vieja.
Y sonreía, segura de la respuesta galante que iba a obtener.
—Todavía no.
La mujer contrajo la boca, y Ecija, dándose cuenta de que había dicho
otra vez una torpeza, se apresuró a repararla:
—Neurastenia, fenómenos nerviosos.
Todavía le pareció ruda aquella salida y dijo, con toda la dulzura de que
era capaz:
—Debe ser que usted sufre alguna pena oculta.
Sus dedos oprimían el punto palpitante de la muñeca de la enferma; ella
lo miraba con los ojos húmedos, su boca se entreabría mostrando los dientes
finos, y él, arrebatado por aquel abandono, inició una caricia sobre la mano
suave y carnosa, resplandeciente de pedrería.
Entonces comprendió ella que estaba dado el primer paso y, sabiamente,
no quiso pasar adelante de una vez:
—¿Volverá usted a verme? No me abandone, doctor. Yo me siento mal.
Sólo usted puede curarme.
—¡Señora… mi pobre ciencia! Qué valgo yo.
—No repita eso. Todos sabemos lo que usted vale. ¡Cuántos envidian
sus triunfos!
Ecija se hallaba en una situación ambigua; volvía a ocuparle el
pensamiento la reflexión que se hiciera al apreciar la riqueza de su cliente, y
esta idea le sugirió otra. Necesitaba dinero, debía ganarlo pronto y a todo
trance, entonces podría realizar uno de sus sueños: viajar por Europa.
Mientras tanto no podía pensar en disfrutar aquella belleza fina y preciosa.
Dominado por sus reflexiones comenzó a decir, con secreta intención:
—¿Qué valen mis triunfos? Me falta lo principal. El médico no termina
de aprender nunca, necesita renovar a diario los conocimientos, ir a
enterarse de los adelantos de la ciencia adonde se están produciendo
continuamente: a Europa.
—¿Piensa usted ir a Europa?
—Lo pienso siempre, pero desespero de realizarlo. Me hace falta
dinero.
Y sin darse cuenta de la situación, se intrincó en este tema inoportuno y
ridículo con una vehemencia desagradable. A poco su acento era el de un
pedigüeño hablando de dinero con aquella mujer rica que adivinaba descosa
de amarlo, se le había ocurrido que podría obtenerlo de ella. Sabía que era
pródiga con sus caprichos, y le demostraba su necesidad, como enseña un
pordiosero su lepra para conmover a la limosna.
El orgullo de la mujer se resintió de aquella escena grotesca. En un
momento se desvaneció el romántico antojo que la impulsara, rendida,
hacia aquel hombre famoso y comprendiendo que éste no había dejado de
ser el panadero que fue antes, se levantó desdeñosa.
Ecija se la quedó viendo sorprendido. Ella le explicó, secamente.
—Ya estoy buena. Usted me ha curado. Tenga la bondad de decirme
cuánto le debo.
El médico se turbó. Se sintió anulado, humillado brutalmente, y
perdiendo la conciencia de la situación, respondió:
—Diez bolívares, señora.
LA ESFINGE[14]
Arrellanado en la silla de extensión, cubierta la cabeza con un gorro
primorosamente bordado en oro y los anchos pies metidos en pantuflas de
lo mismo, viejo, pero todavía membrudo y fuerte, el rostro atravesado por
un espantoso costurón, la derecha manca y lo que no se veía de su cuerpo
todo surcado de cicatrices, gajes todos y trofeos de aquellos legendarios
asaltos al machete que le habían dado tanta fama, el bravo guerrillero en
reposo tenía la majestad de los volcanes apagados.
Adormecíase en paternal complacencia oyendo a sus hijos que. todavía
en la mesa, entre el humazo de los cigarros, un tanto desvanecidas las
cabezas por los vapores del vino y por la digestión de la comida abundante,
celebraban la vuelta del mayor.
Regresaba éste de Europa adonde había ido, hacía un año, al doctorarse
de médico, en viaje de estudios, gozando una beca. Su padre y sus tres
hermanos, absortos, lo escuchaban referir las aventuras del bulevar.
En el brillo nuevo y saludable de su piel, en el corte correcto de su traje
y en los aros de concha de los lentes grandes y redondos, trascendía una
civilización superior.
El guerrillero se embobaba oyéndolo:
—¡Este mi hijo el médico!
Luego preguntó:
—¿Y cómo te las compusiste tú para vivir por allá, cuando te quitaron
la beca esa?
—¡Oh! Fue una verdadera odisea. Hice el amor a mi patrona, una buena
mujer metida en años y en carne. ¡Qué diablos! Había que vivir y no podía
pagarle la pensión. ¡Y ella me lo agradeció, ya lo creo! Había que ver
aquellas arrobas de tocino para comprender que tenía que agradecérmelo.
Me mantuvo por espacio de tres meses a cuerpo de rey. Ahora le estará
pesando. Le dije que pensaba establecerme en provincias y me dio dos mil
francos para que comprara instrumentos.
—¿Y tú no los compraste?
—Sí. Pero me los traje. Me despedí a la francesa. A estas horas me
tendrá entablada una demanda por estafa. ¡Ja, ja, ja! Que me eche un galgo.
—¡Ah, muchacho!
El menor de los hermanos observó:
—¿Y si te reclaman las autoridades francesas?
—No pueden —respondió el hermano jurista. No existe tratado de
extradición.
Y con calor de oratoria forense se despepitó clamando contra las leyes
de extradición. Le parecían inicuas, las calificaba de traición.
—¿Y por delitos comunes? —seguía replicando el hermano menor.
—Ni por delitos comunes. Cuando un hombre se acoge a la bandera de
un país, los ciudadanos de ese país no pueden entregarlo sin cometer una
villanía, sin traicionar esa misma bandera que el otro ha reputado
inviolable. Es como si en mi casa se refugiara un delincuente. Yo no lo
entregaría.
El general intervino:
—Tiene razón mi hijo el abogado.
Y para cortar la disputa que se iba agriando por momentos, le dijo a su
hijo el médico:
—Tú no sabes el ruido que ha formado éste con su grado de doctor en
leyes.
—Sí. Ya me han contado. ¿Y que presentaste una tesis revolucionaria?
El jurisprudente sonrió olímpico.
—Y en la colación del grado dije un discurso que todavía lo estarán
oyendo. Concluí parafraseando el célebre estribillo de Catón el censor:
Carthaginem etse delendam.
Citó el párrafo. Un odio inmenso resollaba entre las frases ampulosas de
aquel discurso con que se despidió de la Universidad, en cuyas aulas, decía,
había sufrido su inteligencia humillaciones vergonzosas, estancamientos
mortales, claudicaciones sin número. Vibraba su voz aguda en la violencia
de las imprecaciones, recelábase la bilis suelta en la amarillez de su cara y
toda su contextura de fusta se estremecía en orgasmos de misantropía. El no
tenía que agradecer nada; se debía a sí solo; se encontraba desvinculado,
libre de toda obligación para su medio y su época. Terminó diciendo que él
también sentía el deseo neroniano y su dedo flaco, largo y torcido cortó en
el aire la cabeza de la patria.
El hermano polemista aprobó:
—Sí. Hay que acabar con los falsos valores.
Era éste un joven mediocre que se estaba haciendo famoso a causa de
sus polémicas. Tenía una nariz aguda y grande que iba por delante de él
como diciéndole: sígueme, que yo te voy abriendo el camino, y al hablar,
aunque tartamudeaba, era también rotundo como el hermano jurista,
dogmático, incontrovertible.
En su vida de estudiante no había despuntado ni por el talento ni por la
contracción y pasó por el doctorado por la generosa rendija de un bueno.
En el ejercicio de la profesión tampoco prometía descollar y su nombre
se hubiera quedado oscuro; pero un día se le reveló su destino leyendo un
articulo de divulgación científica que publicó un antiguo condiscípulo suyo.
El trabajo adolecía de algunos gazapos cronológicos y gramaticales y él
lo rebatió por la prensa, al día siguiente, sin ocuparse de combatir la
cuestión capital de doctrina y haciendo hincapié solamente en el apeado
estilo del autor. De la réplica, que sus conocimientos no le permitían
sostener, pasó a la diatriba y haciendo uso de armas poco gallardas
tergiversó el sentido de ciertas frases de su contrincante, haciéndolo
aparecer como autor de afirmaciones peligrosas.
El éxito de esta lid de mala fe le dio a entender que en el ejercicio de
aquella habilidad que acababa de descubrirse estarían el lustre de su nombre
y bienestar que no habría de reportarle la profesión, y desde que lo entendió
se hizo polemista. Ya contaba varias víctimas entre las más acendradas
reputaciones científicas del país y esperaba desquiciarlas todas. Nada le
importaba que la doctrina sustentada por alguno fuera buena y verdadera;
siempre que, a caza de gazapos, encontrara un punto vulnerable, por
insignificante y baladí que fuera, por allí introducía él la gota corrosiva de
su ironía, de su mordacidad enconada, de su odio, aquel odio gratuito que
parecía ser una enfermedad de familia.
La sobremesa se animó con el cuento que cada uno fue haciendo de sus
hazañas y recíprocamente se las celebraban con un divino cinismo. Aquello
parecía más bien un pugilato de trúhanes en que cada quien se esforzara en
demostrar que había sido más villano, más abyecto que el otro; pero para
ellos tales vilezas sólo eran manifestaciones de una fuerza, de una
superioridad que los envanecía y cada cual estaba seguro del éxito de todos.
Oyéndolos, por la recia faz del padre vagaba una sonrisa complacida, que
venía a ser como otro costurón, análogo al que ganara en aquella remota y
feroz escaramuza, y trofeo también, si no de propia hazaña, sí de proezas
que le concernían: las proezas de sus hijos.
Sólo el menor de éstos guardaba silencio y parecía contrariado.
Escuchaba atento la cínica apología que sus hermanos hacían de sí mismos
y sonreía; pero con una sonrisa amarga, hostil, insultante casi. Oleadas de
rencor, pero de un rencor noble y sano, pasaban en tumulto por su alma;
otras veces era un profundo desprecio, una viva sensación de asco; otras, un
sincero horror de toda aquella truhanería familiar, tan celebrada.
Se horrorizó más cuando le oyó decir a su hermano, el jurista:
—Es necesario honrar la patria. Ella nos exige y nos impone la buena
reputación del nombre. No es por vanidad personal que debemos luchar
para darle lustre y esplendor; es por patriotismo.
Tuvo ganas de saltarle encima, agarrarlo por el cuello y gritarle en la
cara: ¿Cómo puedes tú honrar la Patria; ni cómo puede ella sentirse honrada
por tus actos?
El otro continuaba su perorata:
—Nuestros triunfos son triunfos de la Patria; gloria patria será nuestra
gloria.
Y entonces la indignación del hermano menor cedió el puesto a un
sentimiento de asombro, de desconcierto, como si se hallara ante un
enigma. La inconsciencia con que el jurista se reconocía de tal suerte
compenetrado con la patria y capaz de honrarla con sus hechos, le pareció
más funesta que el cinismo con que poco antes se jactaba de sus bribonadas.
Lo miró fijamente al rostro y después, uno a uno, a su padre y a sus
hermanos. Todos se habían puesto serios, graves, austeros. En todas las
caras había la misma inconsciencia y todos eran espantosamente sinceros
cuando decían, al concluir su perorata el abogado:
—Sí. Es necesario honrar la Patria.
El joven no quitaba de ellos sus ojos, como si quisiera arrancar a
aquellas caras de esfinge un secreto terrible, acaso el secreto destino de la
patria, y en un instante de locura le pareció ver en la de sus hermanos el
costurón paterno, pero no como trofeo de valor que mostrara cómo se
arriesgó la vida, sino como blasón hereditario que ahorra el sacrificio y da
derechos al reparto del botín.
Se paró violento, trémulo y les arrojó a las caras estas palabras:
—¿Qué son ustedes y qué van a hacer?
Todos se lo quedaron viendo como a un loco que hubiera aparecido de
improviso entre ellos.
Y el viejo dijo al cabo de un rato, soltando una risotada:
—¿Qué le habrá sucedido a mi hijo el tonto?
EL PIANO VIEJO[15]
Eran cinco hermanos: Luisana, Carlos, Ramón, Ester, María. La vida los
fue dispersando, llevándoselos por distintos caminos, alejándolos,
maleándolos. Primero, Ester, casada con un hombre rico y fastuoso; María,
después, unida a un joven de nombre sin brillo y de fama sin limpieza; en
seguida, Carlos, el aventurero, acometedor de toda suerte de locas
empresas; finalmente Ramón, el misántropo que desde niño revelara su
insana pasión por el dinero y su áspero amor a la soledad; todos se fueron
con una diversa fortuna hacia un destino diferente.
Sólo permaneció en la casa paterna Luisana, la hermana mayor,
cuidando al padre, que languidecía paralítico lamentándose de aquellos
hijos en cuyos corazones no viera jamás ni un impulso bueno ni un
sentimiento generoso. Y cuando el viejo moría, de su boca recogió Luisana
el consejo suplicante de conservar la casa de la familia dispersa, siempre
abierta para todos, para lo cual se la adjudicaba en su testamento, junto con
el resto de su fortuna, a título de dote.
Luisana cumplió la promesa hecha al padre, y en la casa de todos, donde
vivía sola, conservó a cada uno su habitación, tal como la había dejado,
manteniendo siempre el agua fresca en la jarra de los aguamaniles, como si
de un momento a otro sus hermanos vinieran a lavarse las manos, y en la
mesa común, siempre aderezados los puestos de todos.
Tú serás la paz y la concordia, le había dicho el viejo, previendo el
porvenir, y desde entonces ella sintió sobre su vida el dulce peso de una
noble predestinación.
Menuda, feúcha, insignificante, era una de esas personas de quienes
nadie se explica por qué ni para qué viven. Ella misma estaba acostumbrada
a juzgarse como usurpadora de la vida, parecía hacer todo lo posible para
pasar inadvertida: huía de la luz, refugiándose en la penumbra de su alcoba,
austera como una celda; hablaba muy poco, como si temiera fatigar el aire
con la carga de su voz desapacible, y respiraba furtivamente el poquito de
aliento que cabía en su pecho hundido, seco y duro como un yermo.
Desde pequeñita tuvo este humildoso concepto de sí misma: mientras
sus hermanos jugaban al pleno sol de los patios o corrían por la casa
alborotando y atropellando con todo, porque tomaban la vida como cosa
propia, con esa confianza que da el sentimiento de ser fuertes, ella,
refugiada en un rincón, ahogaba el dulce deseo de llorar, único de su niñez
enfermiza, como si tampoco se creyera con derecho a este disfrute
inofensivo y simple. Crecieron, sus hermanas se volvieron mujeres, y
fueron celebradas y cortejadas, y amaron, y tuvieron hijos; a ella, siempre
preterida—que hasta su padre se olvidaba de contarla entre sus hijos—,
nadie le dijo nunca una palabra amable ni quiso saber cómo eran las
ilusiones de su corazón. Se daba por sabido que no las poseía. Y fue así
como adquirió el hábito de la renunciación sin dolor y sin virtud.
Ahora, en la soledad de la casa, seguía discurriendo la vida simple de
Luisana, como agua sin rumor hacia un remanso subterráneo; pero ahora la
confortaba un íntimo contentamiento. ¡Tú serás la paz!… Y estas palabras,
las únicas lisonjeras que jamás escuchó, le habían revelado de pronto
aquella razón de ser de su existencia, que ni ella misma ni nadie encontrara
nunca.
Ahora quería vivir, ya no pensaba que la luz del día se desdeñase de su
insignificancia, y todas las mañanas, al correr las habitaciones desiertas,
sacudiendo el polvo de los muebles, aclarando los espejos empañados y
remudando el agua fresca en las jarras; y cada vez que aderezaba en la mesa
los puestos de sus hermanos ausentes, convencida de que esta práctica
mantenía y anudaba invisibles lazos entre las almas discordes de ellos,
reconocía que estaba cumpliendo con un noble destino de amor, silencioso,
pero eficaz, y en místicos transportes, sin sombra de vanagloria, sentía ya su
humildad había sido buena y que su simpleza era ya santa.
Terminados sus quehaceres y anegada el alma en la dulce fruición de
encontrarse buena, se entregaba a sus cadenetas; y a veces turbada por aquel
silencio de la casa y por aquel claro sol de las mañanas que se rompía en los
patios, se hilaba por las rendijas y se esparcía sin brillo por todas partes
arrebañando la penumbra de los rincones; mareada por aquella paz que le
producía suavísimos arrobos, se sentaba al piano, un viejo piano donde su
madre hiciera sus primeras escalas, y cuyas voces desafinadas tenían para
ella el encanto de todo lo que fuera como ella, humilde y desprovisto de
atractivos.
Tocaba a la sordina unos aires sencillos que fueran dulces. Muchas
teclas no sonaban ya; una, rompiendo las armonías, daba su nota a
destiempo, cuando la mano dejaba de hacer presión sobre ella; o no sonaba,
quedándose hundida largo rato. Esta tecla hacía sonreír a Luisana. Decía:
—Se parece a mí. No servimos sino para romper las armonías.
Precisamente por esto la quería, la amaba, como hubiera amado a un
hijo suyo, y cuando, al cabo de un rato, después que había dejado de tocar,
aquella tecla, subiendo inopinadamente, daba su nota en el silencio de la
sala, Luisana sonreía y se decía a sí misma: “¡Oigan a Luisana! Ahora es
cuando viene a sonar.”
Una mañana Luisana se quedó muerta sobre el piano, oprimiendo
aquella tecla. Fué una muerte dulce que llegó furtiva y acariciadora, como
la amante que se acerca al amado distraído y suavemente le cubre los ojos
para que adivine quién es.
Vinieron sus hermanos; la amortajaron; la llevaron a enterrar. Ester y
María la lloraron un poco; Carlos y Ramón corrieron la casa, registrando
gavetas, revolviendo papeles. En la tarde se reunieron en la sala a tratar
sobre la partición de los bienes de la muerta.
La vida y la contraria fortuna habían resentido el lazo fraternal, y cada
alma alimentaba o un secreto rencor o una envidia secreta. Carlos, el
aventurero, había sido desgraciado: fracasó en una empresa quimérica,
arrastrando en su bancarrota dinero del marido de Ester, el cual no se lo
perdonó y quiso infamarlo, acusándolo de quiebra fraudulenta; María no le
perdonaba a Ester que fuera rica y no partiera con ella su boato y la
estimación social que disfrutaba; Ester se desdeñaba de aceptarla en su
círculo, por la obscuridad del nombre que había adoptado; y todos
despreciaban a Ramón, que había adquirido fama de usurero y los
avergonzaba con su sordidez.
Pero todas estas malas pasiones se habían mantenido hasta entonces
agazapadas, sordas y latentes, pero secretas; había algo que les impedía
estallar, una dulce violencia que acallaba el rencor y desamargaba la
envidia: Luisana. Ella intercedió por Carlos, y porque ella lo exigía, el
marido de Ester no le lanzó a la vergüenza y a la ruina; ella intercedió
siempre para que Ester invitase a María a sus fiestas; ella pidió al hermano
avaro dinero para el hermano pobre, y a todos amor para el avaro; pero
siempre de tal modo, que el favorecido nunca supo que era ella a quien le
debía agradecer, y hasta el mismo que otorgaba se quedaba convencido y
complacido de su propia generosidad.
Ahora, reunidos para partirse los despojos de la muerta, cada uno
comprendía que se había roto definitivamente el vínculo que hasta allí los
uniera, y que iban a decirse unos a otros la última palabra; y en la
expectativa de la discordia tanto tiempo latente, que por fin iba a estallar,
enmudecieron con ese recogimiento instintivo de los momentos en que se
va a echar la suerte, y al mismo tiempo la idea de la hermana pasó por todos
los pensamientos, como una última tentativa conciliadora a cumplir el
encargo paterno: ¡Tú serás la paz y la concordia!
Entonces comprendieron a aquella hermana simple que había vivido
como un ser insignificante e inútil y que, sin embargo, cumplía un noble
destino de amor y de bondad, y fue así como vinieron a explicarse por qué
ellos inconscientemente le habían profesado aquel respeto que los obligaba
a esconder en su presencia las malas pasiones.
En un instante de honda vida interior, temerosos de lo que iba a suceder,
sintieron que se les estremeció el fondo incontaminado del alma, y a un
mismo tiempo se vieron las caras, asustándose de encontrarse solos.
Pero fue necesario hablar, y la palabra dinero violó el recogimiento de
las almas. Rebulleron en sus asientos, como si se apercibieran para la
defensa, y cada cual comenzó a exponer la opinión que debía prevalecer
sobre el modo de efectuar el reparto de los bienes de la hermana y a
disputarse la mejor porción.
La disputa fue creciendo, convirtiéndose en querella, rayando en pelea,
y a poco se cruzaron los reproches, las invectivas, las injurias brutales, hasta
que por fin los hombres, ciegos de ira y de codicia, saltaron de sus asientos,
con el arma en a mano, desafiándose a muerte.
Las mujeres intercedían suplicantes, sin lograr aplacarlos, y entonces, <
n un súbito receso del clamor de aquellas voces descompuestas, todos
oyeron indistintamente el sonido de una nota que salía del piano cerrado.
Volvieron a verse las caras y, sobrecogidos del temor a lo misterioso,
guardaron las armas, así como antes escondían las torpes pasiones en
presencia de Luisana: todos sintieron que ella había vuelto, anunciándose
con aquel suave sonido, dulce, aunque destemplado, como su alma simple,
pero buena.
Era la nota de Luisana, sobre cuya tecla se había quedado apoyado su
dedo inerte, y que de pronto sonaba, como siempre, a destiempo.
Y Ester dijo, con las mismas palabras que tanto le oyera a la hermana,
cuando en el silencio de la sala gemía aquella nota solitaria:
—¡Oigan a Luisana!
LOS MENGANEZ[16]

Vendió unos cocales que poseía en las costas del Golfo de Paria y compró
en Caracas, en la parroquia aristocrática de Altagracia, una casa antigua,
para reformarla y constituirla en hogar de su familia. Al estudiar las
escrituras resultó que la casa había sido solar ilustre, fundado por un
auténtico marqués de la Colonia y este descubrimiento llenó de legítimo
orgullo a don Alberto Mengánez.
No era don Alberto persona propensa a la vanagloria del linaje. Sus
manos habían encallecido en el laboreo de la tierra y la acomodada
situación monetaria que derivara de él ni lo desbastó completamente de la
esencial campechanía, ni mucho menos lo hizo olvidar el origen humilde.
Cifraba su orgullo en esos rudos conceptos de la hombría de bien y del
esfuerzo propio, pecualiares de las razas trabajadoras, y esto era como un
callo más en su persona, un callo del espíritu, con todas las ventajas y los
inconvenientes de estas excrecencias córneas con las cuales la piel se
defiende endureciéndose; pero por muy curado que estuviese de vanidades
mobiliarias, el abolengo de su casa fue para él motivo de justas
satisfacciones: en primer lugar porque un marqués es siempre para un
plebeyo algo que inspira cierto supersticioso respeto y porque al adquirir la
mansión marquesil su instinto democrático se complacía, como si ejerciese
represalias por resentimientos dormidos en la inconsciencia, pero latentes
en su sangre; en segundo lugar, y esto sí era perfectamente consciente y
justificado, porque sabía que su mujer, “la incomparable Suncha”, como la
llamaba cariñosa y respetuosamente, iba a darse el mayor gusto de su vida,
habitando en la casa que fue solar de un marqués.
Era Asunción Sotomayor de Mengánez una de esas matronas que saben
hacer valer sus merecimientos y que están siempre como sentadas en un
trono, recibiendo el homenaje de propios y extraños. Poseía el arte de la
amabilidad lisonjera y vivía decantando las ejemplares virtudes que
resplandecían en su hogar, hecho en el molde de los hogares antiguos;
modelos de hijos respetuosos y amorosos eran, en su boca, los suyos, y
dechado y pasmo de maridos el sin par Alberto. De esta manera, retenidos y
obligados por la suave violencia de la lisonja, hijos y esposos estaban
siempre prosternados ante la mayestática persona de doña Suncha. Hablaba
ésta en verso—como decía don Alberto para ponderar la propiedad y
corrección gramatical, cuasi castiza, de los parlamentos, que no simples
conversaciones de su mujer— y poseía una evidente debilidad por los
achaques de linajes. Aseguraba que descendía de cierto vago y remoto
noble español, un tal de Sotomayor, de quien venía hasta ella un claro
chorro de sangre azul, tan derechamente que no había necesidad de
demostrarlo; aunque en realidad no lo hacía jamás a causa de un abuelo
pulpero que estaba atravesado por allá y mejor era no menearlo, porque no
sabía lo que podía haber detrás de él.
Seguíala don Alberto, sumiso, en estas incursiones genealógicas y
cuando la veía sortear el abuelo pulpero, acudía, con muestras de exquisita
delicadeza, a cambiar el tema de la conversación pesaroso de aquel
contratiempo que impedía a su incomparable Suncha pasarse a sus anchas,
cauce arriba, hasta las propias fuentes del claro chorro de sangre azul que
llevaban las venas de los Sotomayor, porque, aunque a su manera de ver,
eminentemente práctica, esto de las genealogías le parecía cosa muy
discutida y sin mayor valor efectivo, también era cierto que a una mujer
como Suncha, tan persona, debía perdonarle cualquier debilidad él, que se
sentía reconocido hacia ella, y hasta cierto punto se avergonzaba por
haberla hecho madre de una chusma incontable de hijos, lo que, viéndolo
bien, era una brutalidad de su parte.
Así pues, pensando en la satisfacción que iba a experimentar Suncha,
don Alberto estaba que no cabía en sí con la adquisición de la casa del
marqués. Gastó un dineral en las obras de modernización y bajo una
profusión de molduras, relieves, adornos y pinturas de pésimo gusto,
desapareció el noble aspecto de la sencilla construcción antigua. Reemplazó
a la comodidad la lindura; las gruesas paredes que mantenían en las
habitaciones un confortable frescor fueron substituidas por delgados y
calurosos muros de cemento armado; en el patio donde había cuadros de
tierra para el jardín, reverberaba ahora el sol tórrido de los mediosdías el
mosaico abigarrado y reluciente; costosas romanillas con escandalosos
vidrios rojos y azules y exceso de carpintería de pura apariencia,
centelleaban en la cruda luz y le daban al interior un aspecto de jaula de
fantasía; la fachada, más que obra de arquitecto parecía de repostero, y en
todas partes había sobrado sitio para que el polvo se depositase. Luego los
muebles por el mismo estilo: mucha vanidad de enchapado, mucha
ebanistería barata, exceso de dorado y sobra de cortinaje impropio del
clima, mucho cuadro de quincallería, entre los cuales estaban los inevitables
Napoleones, mucha estatua de falsa terracota y fementidos jarrones
chinescos. Pero todo aquello estaba hecho a la medida del gusto de los
Mengánez.
Llegaron éstos a Caracas cuando la casa estuvo concluida. Eran cuatro
muchachas—la menor de las cuales rayaba en los quince años—, dos niñas
en edad escolar y un jovencito que se afeitaba el naciente bigote.
Ponderaron el exquisito gusto con que don Alberto había decorado y
amueblado la casa, haciendo coro a los gramaticales elogios de doña
Suncha, quien prudentemente dejaba los reparos que tenía que hacer para el
cordial palique que, según costumbre, mantenían ella y su marido en el
lecho conyugal mientras venía el sueño; pero el júbilo de los Mengánez
desbordó en cantarínas exclamaciones cuando don Alberto les dijo que les
había comprado un soberbio automóvil de siete pasajeros, con
resplandecientes farolas de cobre que parecían de oro y lujosa carrocería de
color broncíneo. En la tarde del mismo día de la instalación de los
Mengánez abrieron las ventanas y en dos de ellas, en sendas parejas, se
sentaron a exhibirse, cruzando entre sí miradas tímidas y maliciosas, que
indudablemente decían:
—¡Qué te parece! ¡Estamos dando el palo!
En la ventana de romanilla, a guisa de guardián, se estableció doña
Suncha con su marido. Estrenaba éste un gorro de paño negro con vistosos
bordados de seda; aquélla atisbaba entre las celosías la impresión que sus
niñas estaban causando en los transeúntes, y cuando alguno, varón en edad
nupcial, y de aspecto distinguido, se volteaba a mirar los graciosos rostros
desconocidos, ella sentía un delicioso escarabajeo en las entrañas
maternales. Pero decía a don Alberto:
—¡Estos jóvenes de Caracas! Parece que se imaginaran que las
muchachas son objeto de exhibición. ¡Cómo se las quedan viendo!
¡Seguramente no abundan aquí las muchachas bonitas!
Al día siguiente estrenaron el automóvil. Doña Suncha atrás, entre las
hijas mayores, las otras dos en los asienticos y don Alberto al lado del
chauffeur. A las pequeñas les ofrecieron llevarles dulces a cambio del
paseo. La velocidad de la máquina les producía angustia fisiológica y
sobresalto: respiraban afanosamente, temían volcarse a cada momento, se
garraban con disimulo a las bandas del carro, no hallaban qué hacer con los
sombreros. Doña Suncha fingía admirablemente estar acostumbrada a aquel
género de locomoción. Eso sí, juraba que no lo usaría más.
—Una y no más, Santo Tomás.
Entraron en la Avenida del Paraíso. Don Alberto ordenó al chauffeur
que disminuyese la velocidad para que la familia pudiese admirar las
bellezas del paseo; pero las Mengánez se limitaron a mirar con los rabillos
de los ojos, por temor a que la admiración las hiciese parecer como
pueblanas. Sólo en los sitios donde no había transeúntes aventurábanse a
contemplar las quintas aristocráticas que lucían su arquitectura exótica entre
jardines bien cuidados. En cambio, miraban con un aire de suprema
distinción a las personas que paseaban en otros automóviles o en coches y
con esa eficacia de la rápida atención femenina a trajes y maneras de moda,
aprendieron, a las primeras ojeadas, que las mujeres de tono cruzaban las
piernas y adquirieron la dolorosa convicción de que sus vestidos y
sombreros estaban demodados y no eran lo bastante lujosos. Desde
entonces acabóseles el placer del paseo y quisieron volver a casa. Pero don
Alberto, que iba orgullosísimo de su familia y de su automóvil, se
empeñaba en que debían continuar cogiendo aire.
Alguien que pasaba en un coche les gritó manoteando:
—¡Adió!
Doña Suncha inquirió, dignísima:
—¿Quién es ese negrito que las saluda con tanta confianza?
—¡Mamá! ¡Si es José Luis!
—¿Mi hijo? ¡Ay Dios grande! ¡Cómo he podido confundirlo! Es que
esta carrera no le deja a una ni ver las personas.
Rieron las Mengánez: pero doña Suncha se puso muy seria. El haber
confundido a su hijo José Luis con un negrito no le hacía gracia.
Instintivamente miró a don Alberto, al mismo tiempo que pasó por su mente
el pensamiento de aquel abuelo que estaba tan inoportunamente atravesado
con su pulpería en la línea genealógica de los Sotomayor.
Entre tanto José Luis Mengánez se sentía poeta: mejor dicho; era poeta.
Paseaba las errabundas miradas por los suaves lomos de las colinas
dormidas, en una dulce paz eglógica, en la luz espesa y dorada del
crepúsculo de enero y echaba el alma a derretirse de emociones estéticas en
lo que él llamaba muy orgulloso de la novedad de la metáfora, la copa
volcada de los cielos.
Teñía apremiantes urgencias de concebir su poema, pues por aquellos
días acababa de promover una revista de Caracas un certamen literario. Era
necesario que él concurriese, estaba seguro de que iba a triunfar y a
imponerse. El necesitaba imponerse. Ya sus hermanos mayores, el médico y
el abogado, habían ganado para el apellido Mengánez sendos lauros que
hicieron época en los anales universitarios y a consecuencia de ello estaban
en Europa, perfeccionando los estudios, pensionados por el Gobierno. El
también era un Mengánez, poseedor de un positivo talento, en cuya alma
ardía el fuego sagrado de la poesía.

II

Automóvil propio, abonos a las temporadas del Municipal, vecindario


aristocrátiso y un decidido propósito de llegar a las más altas esferas
sociales, sin parar mientes en escrúpulos ni en delicadezas, allanaron a los
Mengánez todos los caminos. Aprendieron a jugar al tenis, a dar las gracias
en inglés, a beber té sin hacer grimas, aunque les parecía un brebaje
horrible, a andar candenciosamente, como la Bertini, y a llevar con una
relativa elegancia un bastón casi tan grande como el de Fiera Tosca. Y con
esto, y con la gracia de las caras bonitas, a poco llegaron a ser algo así
como las niñas mimadas de la high lije caraqueña.
Pero fue José Luis el factor principal de aquella benévola acogida que
hallaron desde un principio en los salones del buen tono. Obtuvo el poeta en
agraz una plaza de cronista galante en uno de los periódicos más leídos y
halagando desde allí la vanidad de la gente anónima que se desvive por ver
publicada en los periódicos sus idas y venidas, quebrantos y
convalecencias, José Luis se convirtió en un personaje importantísimo del
pasatiempo social y al arrimo suyo introdujéronse las hermanitas, y
naturalmente, doña Suncha. En cuanto a don Alberto, éste procuraba estar
fuera de Caracas el mayor tiempo posible. No se sabía en dónde, ni por qué;
pero es lo cierto que don Alberto casi siempre estaba ausente.
Llegó el término del plazo señalado para el concurso literario, al cual
envió José Luis Mengánez un poema en alejandrinos titulado “Ambares
resplandecientes” y por uno de tantos motivos que hacen en estos casos
salir premiada una obra, el poema de José Luis obtuvo el primer premio. Un
día aparecieron su nombre y su retrato en todos los periódicos de la capital
y quedó consagrada su reputación de altísimo poeta.
El triunfo coincidió con la vuelta de Europa del Mengánez médico y del
Mengánez abogado. Los amigos de ambos les hicieron un suntuoso
recibimiento en el Club Venezuela y los periódicos echaron a volar los
nombres famosos, afirmando que de ahí en adelante iba a haber en el país
verdadera ciencia, porque los Mengánez venían a romper la cerrazón
intelectual y los moldes caducos en los cuales yacía, con siglos de atraso, el
aprendizaje de la medicina y de la jurisprudencia, divulgando los
avanzadísimos conocimientos que habían adquirido en el íntimo contacto
con las eminencias mundiales, durante su estada en Europa.
Bajo el influjo de esta aura favorable que cargaba sin fatiga el glorioso
peso del apellido Mengánez, aumentó el prestigio social de que ya gozaba
la familia. Recibos y saraos congregaban en la antigua casa del marqués a
lo más florido de la sociedad de Caracas, y Mengánez para acá, y Mengánez
para allá, este nombre estaba “en el vuelco de todos los corazones”, como
dijera un croniquier de una de aquellas fiestas, profanando la divina frase
del Libertador.
Pero transcurrió el tiempo y a pesar de los Mengánez, la medicina y la
jurisprudencia permanecían en el mismo estado de antes, y se descubrió y
se divulgó que el médico no había hecho sino pasear los bulevares de París
y a la hora del regreso comprar aparatos e instrumentos para montar en
Caracas una de tantas clínicas; y el abogado otro tanto, o acaso menos, pues
en su maleta sólo trajo dos o tres ejemplares de esos que se venden en los
muelles para matar el fastidio de los viajes y de los cuales libritos de
bolsillo el Mengánez jurista sacó, sin más trabajo que el de una traducción
galicada, un artículo sobre penalogía que sorprendió a los incautos.
En cuanto a José Luis, su altísimo numen, después de un tiroteo de
sonetos insustanciales y de páginas de álbumes donde había muchos cisnes,
cayó en un irremediable mutismo que no permitió ni darle la bienvenida a
María Guerrero ni ponerle letra a las danzas de la Pawlova.
De este modo, ya porque el positivo talento de los Mengánez hubiera
dado todo lo que podía dar en aquella momentánea conflagración de
hogueras de papel que fue el éxito de los Mengánez doctores y del que
alcanzó José Luis con su poema en esa faz del proceso de indigestión
literaria, en la cual se vomitan, tal como se ingieren, todas las lecturas; o ya
porque la inconstancia característica de nuestros entusiasmos apartara de la
casa de los Mengánez aquella corriente de admiración que fuera hacia allí,
como los ríos hacia el mar, lo cierto fue que la ciudad empezó a fastidiarse
de no verles hacer nada notable y con la misma facilidad con que cerró en
torno a ellos las filas del prestigio, le hizo el juego del vacío.
Disminuida la clientela, el médico tuvo que mudar la clínica a una casa
menos lujosa y más pequeña; el abogado, cansado de perder pleitos
defendiéndolos, se dedicó a sentenciarlos, como Juez de Primera Instancia;
José Luis perdió su plaza de cronista galante porque ya sus crónicas se
estaban haciendo fastidiosas y nadie las leía, y de este fracaso de la familia,
ni siquiera se salvaron las muchachas. A fuerza de aspirar a maridos
ideales, naturalmente extranjeros, porque, con razón o sin ella, todos los
“jóvenes de aquí” les parecían “cualquier cosa”, se quedaron sin
pretendientes y hasta sin amigos. Empezaron a correr a propósito de ellas
especies maliciosas, ahora se las encontraba ridículas y se las calificaba de
advenedizas. Sus recibos y saraos empezaron a quedarse desiertos; ya había
personas que no las trataban.
A todo esto se añade el desmejoramiento de la situación económica.
Don Alberto vendió el automóvil y para hacer ahorros se vio en el caso de
alquilar la casa del marqués y mudarse a una más pequeña. Doña Suncha
sufrió por sí y por las hijas; pero como siempre sabía hacerse dueña de la
situación, soltó una máxima edificante.
—Esto les prueba, hijos míos, que todo en el mundo es vanidad de
vanidades y pasa como el viento.
Poco más o menos al mismo tiempo decía un joven en el Club Paraíso:
—¡Cómo se acabaron los tes de las Mengánez! ¡Tanto que nos
divertíamos en la casa del marqués!
Y otro, mordaz:
—Ya ellas no toman té. Ahora lo que toman es café. Como antes: su
cafecito aguarapado.

Caracas, 9 de febrero de 1919


UNA RESOLUCION ENERGICA[17]

Martín Garcés se separó de sus compañeros cerca de la medianoche. Como


de costumbre, se había quedado hasta tales horas bebiendo bocks y
refiriendo, entre bocanadas de “egipcios” sus aventuras amorosas, que eran
muchas y diversas, pues él se jactaba de tener un gran partido entre las
mujeres y vivía para eso solamente.
Dos cocheros de esos coches que en el argot caraqueño se denominan
“lechuzas” y que estaban apostados a la sombra de la Catedral, le ofrecieron
sus servicios.
—¿Te llevamos, Martincito?
—Estoy a tu orden, Martín.
—Hum, valecitos—les respondió el elegante—. Lo que es a mí no me
sacan esta noche ni agua.
—¿Estás limpio? Eso no importa.
—¡Guá, chico! Pagas después. Tú sabes que…
—No, no. Me voy en mi auto; de dos cilindros. ¡De lo más famoso!
Celebraron los cocheros el burdo gracejo en el cual el joven había
agotado todo el ingenio de eso que llaman sprit caraqueño y uno le gritó:
—¡Cuidado como pierdes la dirección!
—Yo no la pierdo ni perdiéndola, vale. ¡Está siempre como un chey!
Y continuó pedestremente, calle abajo, muy orondo de su popularidad,
como oyera a uno de los cocheros hacerle el elogio:
—¡Ah Martincito! ¡Es un tipazo! Y tan decente. No tiene nada suyo;
cuando uno lo necesita siempre lo encuentra.
Una leve sonrisa dio a la faz barbilinda de Martín un
aire de superioridad. Sus acompasados taconazos resonaban imperiosos
en las aceras que el silencio nocturno hacía sonoras y, aunque no era capaz
de sutilezas mentales, se complacía en oir el ruido que su marcha levantaba
en la soledad de las calles. Esto le producía la vaga conciencia de una
afirmación de su personalidad sobre el alma de la ciudad natal, cuyo
carácter burlón y alegre, chispeante de ingenio y de mordacidad, se
condensaba en el suyo.
Para Martín Garcés esto era uno de los más sabrosos fundamentos de su
orgullo. Llenábase la boca con decir que él era un caraqueño neto, que no
tomaba nada en serio y que vivía en una perenne “mamadera de gallo”,
gastando la vida donosamente, en alegría y en francachela, tirando el dinero
a manos llenas y captándose las simpatías de todo el mundo. Prueba de ello
era aquella popularidad que tenía entre chóferes y botiquineros.
Hubiera podido agregar: tahúres y rufianes, pues si las palabras no
acudieron a su mente en aquella revista que pasaba a las filas de su
prestigio, sí se le ocurrieron las ideas; pero un imprevisto pudor, uno de
esos chispazos del alma que atraviesan por momentos las vidas más
obscuras y envilecidas que podía ser la instantánea rebelión de alguna
ancestral nobleza, dormida en su sangre, lo hizo agregar, siempre para sus
adentros y a manera de desagravio:
—Y entre la gente chic también tengo mi cuartel. Si no, que lo diga
Luisa Teresa Avila, que es de lo mejor de Caracas, y está chinga porque yo
le diga algo. Y Altagracia Arguíndegui, y la otra…, y la otra.
Efectivamente, era un predilecto. La corrección en el vestir, la
inmaculada pulcritud de su persona, la soberana elegancia de sus maneras,
hacían de él una gentilísima figura que volvía en seso a las jovencitas que
atraviesan esa edad pizpireta, en la cual se oyen los primeros galanteos y se
paladean, a hurtadillas, los primeros amoríos; y como para complacer el
gusto goloso de tales criaturas se requiere, precisamente, la almibarada
insustancialidad de un bombón, nada más natural que esta confitura fuese
Martín Garcés, el peripuesto y amartelado Martincito, tan cuidadoso de su
traje, en el cual nunca se podía encontrar ni una arruga ni una mota, que
fumaba cigarrillos egipcios y olía a las propias rosas.
No obstante, Martín Garcés no iba aquella noche todo lo satisfecho que
a tan privilegiado caraqueño convenía. Uno de sus amigos, Joaquín
Arizaleta, su mejor compañero de parrandas, lo había dejado esperando.
Díjole que pasaría por la cervecería a buscarlo, en su automóvil, entre las
nueve y las diez de la noche, y no fue.
Esto lo contrariaba, no sólo por la frustrada noche de jolgorio, sino
también porque ya él venía notando que, desde algunos días atrás, Arizaleta
evitaba su compañía. Algo se le alcanzaba de la causa de esta conducta, tan
extraña en el amigo; pero Martín hacía esfuerzos para no pensar en aquello.
Mas, como no hay peor manera de librarse de una idea que negarle
acogida en la mente, el ingrato pensamiento que no quería pensar Martín,
estaba allí dándole vueltas, acosándolo, metiéndosele de lleno y por
sorpresa en la plena luz de la conciencia: Arizaleta evitaba su encuentro
porque estaba enamorándole una hermana, Clarita, la menor de las Garcés.
Ante esta certidumbre —que adquiriera una noche sorprendiendo a
Arizaleta parado en la ventana de su casa, conversando con Clarita—
Martín no había sabido qué actitud adoptar. Hacer el hermano celoso era
soberanamente ridículo —pensaba— en un hombre civilizado como él;
continuar en la camaradería de antes era también hacer un papel desairado.
—¡Qué diablos! Después de todo a mí no me corresponde. Ahí está el
viejo, que es el representante de las niñitas. Y el responsable.
—¿Y el responsable? ¿Por qué pronunció esta palabra? ¿Había acaso
algo de qué responder? Arizaleta era un Caballé… ¡Hum! Arizaleta…
Y al cabo de un indescriptible vaivén de pensamientos, concluyó a
media voz, tirando el cigarrillo y encogiendo los hombros, como para echar
lejos de sí aquella inoportuna preocupación, incompatible con la esencia
caraqueña de su carácter:
—Lo dicho: ahí está el viejo… A mí no me corresponde meterme en
estos líos. No tengo el derecho…
Como todo buen venezolano, confundía la noción del deber con la del
derecho. Mejor dicho: no pensaba que tenía deberes, sino derechos.
II

Llegado a su casa se sorprendió de encontrar el portón abierto a tales horas.


Un súbito terror, completamente inconsciente, lo hizo detenerse en la acera.
Espió ruidos interiores. ¡Nada! En la sala, que estaba iluminada, no se oían
voces. Luego no había visitas. El corazón se le encogió, sin que él supiese
por qué. Buscó qué pensar, pues aquella ausencia de ideas le producía una
angustia mortal. Comprendió que tenía miedo de sus pensamientos. Por fin,
una idea:
—¿Será que le ha dado otra vez el síncope al viejo?
La sospecha no tenía nada de tranquilizadora y, sin embargo, se sintió
aliviado cuando la formuló. Al cabo se resolvió a entrar.
En el corredor estaban las dos hermanas mayores. Con las mejillas en
las manos, doblaban las cabezas abrumadas, manteniendo fijas en el suelo
las miradas que no veían. Se sentía en torno de ellas un hálito siniestro: algo
estaba pasando sobre aquellas frentes abatidas: el vuelo invisible de la vida
trazaba allí agoreros círculos de fatalidad.
Martín se detuvo en el umbral de la antepuerta, sin atreverse a
trasponerlo, presa de un súbito temblor de todo el cuerpo. Era un frío
mortal, convulsivo, que le estremecía los miembros y le clavaba en la
garganta una garra dolorosa.
Una de las hermanas salió a su encuentro, como si tuviera algo que
decirle; pero no hizo sino quedárselo viendo a los ojos, con una expresión
animal, indescriptible. Martín hizo un esfuerzo enorme para preguntarle:
—¿Qué pasa aquí?
Y la hermana respondió con voz velada, como un tambor funeral, a la
sordina:
—Que Clarita salió después de la comida, diciendo que iba ahí mismo,
casa de las Orozco, y no ha vuelto.
—¿Y por qué no la han mandado a buscar? Ya son más de las doce.
Replicó Martín sin saber lo que decía, pero movido por una secreta
necesidad de creer que su hermana estaba todavía en casa de las Orozco, a
pesar de que acababa de ver que la casa de éstas, situada frente a la suya,
estaba cerrada.
La hermana estalló sollozante:
—¡Clarita se fue, Martín!
Martín permaneció clavado en el sitio, con la boca entreabierta, como si
las inútiles palabras que iba a decir se le hubiesen helado en los labios. Ya
no sabía para qué engañarse con pensamientos tranquilizadores; la verdad
estaba dicha. El vago presentimiento que lo asaltara al llegar a la casa, se
acababa de confirmar plenamente. Tuvo una idea absurda: preguntar con
quién se había ido la hermanita; pero se arrepintió cuando ya iba a
formularla. ¡Bien sabía él con quién se había ido! ¡Ése canalla de Arizaleta!
Vaciló un momento, todavía en la entrepuerta; luego echó a andar,
como un autómata hacia su cuarto. No se atrevía a arrostrar la presencia de
sus padres; tenía una vaga noción de la culpabilidad que le pertenecía en lo
que acababa de sucederles a todos. Al cabo de un rato oyó la voz paterna
que decía:
—Bien. Cierren el portón.
Un sentimiento filial le llenó de lágrimas los ojos. Rauda y eficaz como
una centella, había pasado por su mente la comprensión de la horrible
significación de aquella frase de su padre: ¡Ya pueden cerrar la puerta! Es
decir: ¡Ya no hay nada que esperar; ya está consumada la desgracia
irremediable!
Sintió un impulso generoso: acercarse a los padres, echarse en sus
brazos, llorar con ellos el infortunio de todos. Pero algo más recóndito, más
firmemente afincado en su ser se lo impedía. No quería pensar por qué, pero
se reconocía culpable.
Fumó copiosamente, sentado en la orilla de la cama, todavía con el
sombrero puesto. Su pensamiento era una rueda movida por una fuerza
loca. A ratos giraba frenéticamente, abriendo en su alma vértices de locura;
a ratos se detenía de súbito y era entonces como si toda su vida se hundiese
definitivamente en vorágines de absoluta indiferencia, de total abyección…
¡La honra! La reparación del agravio sufrido, la infamia lavada con sangre,
con la sangre del traidor Arizaleta, con quien había parrandeado tanto. Ya
una vez, completamente borrachos ambos, se lo había dejado entender
aquel canalla.
—No, valecito. Yo no me caso ni a tiros. La vida es para gozarla y las
mujeres son una parte de la vida.
—¿Todas, Arizaleta?
—Todas, todas. Uno propone y la que acepta es porque quiere. Y la que
no acepta lo agradece.
¡Qué vergüenza! ¡Qué ignominia! Cómo no le dio entonces una
bofetada a aquel depravado que, sabiendo por quién se lo preguntaba, le
había respondido: ¡Todas…! Su deshonra, la de él, estaba consumada desde
entonces… Esto era evidente. No era ahora cuando venía a comprenderlo;
él lo había sentido con toda la fuerza de una convicción; pero no había
querido nunca proceder en consecuencia. ¡Qué miserable era!
Y entonces Martín Garcés, por primera vez en la vida, sintió que del
fondo de su alma envilecida por los hábitos licenciosos surgía, como aguas
claras de un pozo obscuro, un deseo de purificación espiritual.
Pero no fue sino un deseo fugaz. Inmediatamente se desvistió y se metió
en la cama.

III

Al día siguiente, bastante avanzada la mañana, despertó de un sueño lleno


de terribles pesadillas, muchas de las cuales eran de la cerveza que había
ingerido en la noche. Se lavó, se empapó la cabeza con agua de colonia,
experimentando la deliciosa sensación del desembargamiento del cerebro y
comenzó a afeitarse. De pronto se dió cuenta de la situación. ¿Para qué se
afeitaba si no iba a salir a la calle?
Y fue entonces cuando el verdadero Martín, el Martín Garcés de todos
los días, apreció la magnitud de la desgracia que había caído sobre ellos.
¡No salir a la calle! Privarse de la exhibición dominical de su persona, en la
Plaza Bolívar en la mañana, en la vespertina del cinematógrafo o en el
paseo por el Paraíso en un automóvil, en la retreta de la noche; renunciar,
quién sabe por cuánto tiempo, a la compañía de sus amigos, enterrarse en
vida, anularse tal vez para siempre… ¡Qué lata!
La entrada de la madre interrumpió su soliloquio. La atribulada mujer,
con los ojos encarnizados por el llanto y por el insomnio, se echó en sus
brazos, deshecha en lágrimas.
Entonces, como si en el tibio contacto del pecho materno el dolorido
corazón de ella hubiese transfundido en el del hijo la sangre generosa,
Martín exclamó:
—¡Mataré a ese canalla!
—No, hijo, por Dios. Ni lo pienses. Dios te libre de hacerlo.
—¿Y la deshonra, mamá? ¿Crees que yo podré soportarla?
—¡Ay hijo! No harás sino añadir una sobre otra. Y me matarías. Me
acabarías de matar. No se te ocurra tal cosa.
—Eso es. ¡Que no se me ocurra! ¡Que se ría de nosotros el muy canalla!
No, mamá: me pides un imposible. Mi dignidad se rebela. ¡Se rebela!
Y, repitiéndolo, Martín acabó por creer que era verdad. Luego, con
reminiscencias de sus escasísimas lecturas, comenzó a declamar: “¡La vida
rota! ¡La vida rota!”, mientras se paseaba por el cuarto, como un actor por
la escena para oir mejor al apuntador.
Pero como los hombres no son de una sola pieza, ni para el bien ni para
el mal, Martín tuvo de pronto un acceso laudable: ¡pegarse un tiro!
Saltó la madre al oírselo decir y echándose encima empezó a suplicarle:
—Martín, ¡por Dios! Evítame este sufrimiento más. Mira que ya
tenemos bastante con lo que nos ha sucedido. Piensa en tu pobre padre, que
está enfermo. Le darías una puñalada.
—No me queda otro camino, mamá. Piensa tú lo que será la vida para
mí, de ahora en adelante. Yo no puedo dejarme ver con nadie. Yo no puedo
vivir más aquí.
—Te irás, Martín. Te irás de Caracas.
—¿Y para dónde voy a irme? ¿A meterme en un pueblo de ésos? No.
Prefiero pegarme un tiro.
—Te irás al extranjero, a Europa. Anoche hemos estado hablando de
eso tu padre y yo. Comprendíamos que para ti iba a ser muy duro quedarte
en Caracas. El hará un sacrificio; te dará lo necesario para el viaje. Aunque
nos lo quitemos de la boca. Yo sé cómo eres tú, y si te encuentras con ese
bandido, ¡quién sabe qué desgracia va a suceder! Ya sabes, hijo, no te
opongas; lo hacemos por tu bien. Te suplico que no te opongas.
¡Irse a Europa! ¡A Europa! ¡Su sueño dorado! ¡Cuántas veces suspiró
por aquello, cuando la vida anodina, aburridora, vulgarísima, de Caracas,
pesó sobre su espíritu como duras prisiones! Precisamente la noche anterior,
en la Cervecería, había estado hablando de eso con sus amigos. Quién le iba
a decir que horas más tarde se decidiría contra su voluntad.
Frunció el ceño, adoptó una actitud desolada y exclamó:
—¡Mamá!
Y le salió como un balido, triste, quejumbroso.
—Sí, hijo. Tu padre lo ha resuelto, después de haberlo pensado mucho.
Fue la Virgen quien se lo inspiró.
Martín pareció reflexionar. Al cabo, dijo:
—Está bien, mamá. Me iré.
Y continuó afeitándose…

Caracas, febrero de 1919


EL CUARTO DE ENFRENTE[18]

La noticia voló de boca en boca: hacía varios días que venía apareciendo en
Caracas un tipo raro. Una tarde le vieron en El Paraíso cruzar veloz el
paseo, jineteando a la europea y con un traje exótico, un caballo enjaezado
de la manera más pintoresca; otra tarde recorría las calles de la urbe en un
victoria de lujo, en compañía de un hermoso galgo blanco.
—¿Te fijaste en ése que va ahí? —preguntó una, desde su ventana a la
vecina de enfrente.
—Sí. Ese debe de ser el extranjero de quien tanto se habla en Caracas.
—¿No sabes cómo se llama?
—No. Parece que nadie lo conoce.
—Dicen que es argentino o mexicano y muy rico y de lo principal.
—¡Anjá!
—El padre y que es millonario. Dicen que lo mandó a viajar porque y
que tenía unos amores con una mujer inferior a él.
—Pero, si nadie lo conoce, ¿cómo saben esos detalles? —¡Ay chica! Tú
sabes que en Caracas todo se descubre al vuelo.
Y así comenzó la leyenda que dio al extranjero una buena porción de su
resonante fama.
El resto de ella debióselo a la intachable elegancia de su persona.
Curiosos hubo que se pusieron a la tarea de contar los diversos temas que
ostentaba, siempre adecuados a la hora y a las circunstancias y todos
flamantes, de esmerado corte y finas telas de buen gusto; pero perdieron la
cuenta. Renunciando entonces al deseo pueblano de inventariarle la
percha, concluyeron imitándosela, con lo cual vino a ser el elegante
desconocido algo así como un maniquí que divulgó por Caracas la moda de
los paltos cortos y entallados y de los pantalones de vuelos vueltos.
Imitáronse también sus maneras peculiares: su andar mesurado, con el
busto ligeramente inclinado hacia adelante, apoyándose a cada paso en el
bastón que siempre llevaba en la diestra, con los guantes manteniendo el
brazo izquierdo en flexión, la mano casi a la altura del pecho portando el
cigarro con el fuego vuelto hacia arriba, lo cual lo obligaba a hacer
complicadas pero airosas manipulaciones para llevárselo a la boca.
No obstante, el extranjero no gozaba de simpatía general entre los
jóvenes de Caracas. Todavía no se le había visto darle a nadie una hermosa
bofetada que acreditara su hombría; se sospechaba que, con aquella
cimbreante figura tan análoga a la de la galga, no podría ser capaz de
semejante proeza, y como entre nosotros todo se le perdona al valiente y
nada se le concede a quien no ha demostrado serlo, negáronsele cualidades
varoniles y pusiéronsele injuriosos remoquetes.
En cambio, la fama de dandy fue entre las mujeres sol sin mancha.
Rebullían en sus femeniles corazones deliciosas esperanzas y después de
exhibir su gallarda persona por calles, paseos y salones, el extranjero
adquiría vida ubicua y fantástica en los ensueños de las muchachas que
vieron en él una promesa de marido ideal.
Eran, sobre todo, los de Marisa Reinoso los sueños más tenaces.
Pertenecía ésta a una larga familia de muchachas casaderas y todas muy
aceptables. Marisa era bonita y graciosa, pero la habían echado a perder a
fuerza de tanto decirle que tenía una nariz griega y unos ojos
enloquecedores. Un poeta de postales la llamó princesa y ella se lo creyó.
Cuando iba al teatro procuraba llegar tarde, cosa de que la sala estuviese
llena y entonces atravesaba taconeando fuerte, con el busto erguido y la
mirada desafiadora, concediendo mimosas sonrisas a las amigas que la
saludaban y graciosas inclinaciones de la cabeza griega a los jóvenes, que la
envolvían con sus miradas no siempre exentas de maliciosos pensamientos,
a tiempo que se decían unos a otros y no tan callado que no los oyera ella:
—¡Qué buena es! ¡Hoy está imperial!
Intimas afinidades, perfectamente comprensibles, hicieron que el
extranjero se enamorase de Marisa. Por otra parte, obra fue de ésta que puso
todas sus armas a la conquista de aquel árbitro de la elegancia cuyo nombre,
Lope Arriólas, andaba envuelto en una sabrosa leyenda de millones y
aventuras donjuanescas. Y las manejó con tanta destreza que, a poco, Lope
Arriólas visitaba la casa de las Reinoso. Agitóse en torno a ella el
desapacible escarceo de las envidias y hasta hubo quienes la enviaran
pérfidos anónimos aconsejándole desistir de aquellos amores peligrosos,
pues ya se comenzaba a murmurar que Arriólas era un aventurero que había
salido de su país huyendo a las persecuciones de la justicia a causa de un
sucio asunto de fraude y seducción. Pero, naturalmente, Marisa atribuyó
tales maleantes especies al despecho de las otras que, junto con ella,
emprendieron el asedio del extranjero.
Y a trueque del sinsabor que aquello le causaba, se entregaba a
deliciosas preimaginaciones de su porvenir. Veíase recorriendo el mundo
del brazo de Arriólas, agasajada y admirada de todos, opulenta en su
riqueza, feliz en su amor.

II

Así transcurrió el tiempo y llegó el que había sido señalado para la boda. La
casa de las Reinoso andaba toda revuelta con los preparativos que se hacían.
Una cuadrilla de artesanos pulía los suelos, pintaban o empapelaban las
paredes, barnizaban los muebles, tendían una complicada red de cables para
la suntuosa iluminación eléctrica que convertiría la morada nupcial en una
mansión de hadas. La modista iba casi a diario, a probar a la desposada las
prendas del ajuar, las vecinas acudían a curiosear las novedades y en la
sobremesa de la familia no se hablaba sino de las familias que debían asistir
a la boda clasificándolas cuidadosamente en las dos categorías de padrinos
y simples invitados. Todo esto costaba al señor Reinoso un ojo de la cara,
pero estaba dispuesto a hacer mayores sacrificios a fin que la fiesta
resultase digna de la altísima calidad del novio y de la elevada posición
social que la familia ocupaba en el “mundo elegante” de Caracas.
Entre tanto Gertrudis, tía materna de Marisa, que la había tomado a su
cargo desde la temprana orfandad de ésta, erraba mustia, suspirante.
Abandonados de la diaria mano de cosméticos, sus cabellos encanecían de
las noches a las mañanas, grandes ojeras de inquietos tasnochos cercaban
sus ojos miopes en los cuales asomaban a menudo lágrimas furtivas que se
enjugaba con la punta de un pañuelo que no dejaba de la mano, como si
estuviera en un mortuorio. Cuando entraba la noche su cuerpo empezaba a
sufrir sacudimientos de miedo, en previsión de los que la asaltarían cuando
faltándole la compañía de Marisa se acostara sola a dormir en aquel cuarto
de enfrente en cuyo techo raso los ratones emprendían carrreras
pavorizantes.
A veces hacía fúnebres reflexiones que encogían los corazones
excitados, y don Juan Reinoso, que profesaba una aversión incontenible e
injusta a la cuñada que lo había ayudado a sobrellevar la carga de la
viudedad, la mandaba a callarse ásperamente.
En cuanto a Arriólas, no se le veía hacer mayores preparativos a causa
de que no pensaba fundar por el momento casa en Caracas, pues el mismo
día de la boda emprenderían viaje a Italia, bajo la legendaria belleza de
cuyo cielo pasarían la luna de miel.
La víspera de la boda fue a casa de las Reinoso y llamando a parte a don
Juan le exigió una entrevista, pues tenía algo grave que comunicarle.
Encerróse con él el señor Reinoso en su escritorio y allí estuvieron largo
espacio.
Cuando salieron de allí y Arriólas se hubo despedido, don Juan
congregó a las hijas y a Gertrudis, la cuñada, para decirles:
—¿Saben lo que pasa? Este Arriólas ha resultado ser un aventurero, un
vagabundo.
—¡Cómo va a ser posible, Juan! —exclamó Gertrudis, sintiendo que el
mundo se desplomaba sobre las cabezas de todos ellos.
—¡Siéndolo! Me ha confesado que todo lo que nos ha contado de su
familia es pura leyenda. Que su padre no tiene más dinero que el que le
produce una charcuterie, es decir: una salchichería. Que lo mandó a
Venezuela porque las autoridades mexicanas lo perseguían a causa de una
locura que cometió por allá. Imagínense lo que será. Que no tiene un
centavo para hacer los gastos del civil, porque su padre no le manda sino lo
necesario para comer. En fin, que es un bribón, un caballero de industria.
Estas palabras, dichas con voz trémula de ira, cayeron abrumadoras
sobre las Reinoso. Sucedió un silencio mortal. De pronto Marisa rompió a
llorar, con un llanto entrecortado de singultos angustiosos, estrangulado por
la violencia misma de su fuerza, gritado, inquietante como un preludio de
ataque nervioso. Acudió la tía a consolarla, mientras las hermanas, con los
ojos arrasados en lágrimas, no se atrevían a mirarla siquiera.
Don Juan Reinoso apretaba los puños hasta clavarse las uñas en las
palmas de las manos, en el cuello congestionado la yugular se le brotaba de
una manera alarmante.
Las solicitudes maternales de la tía Gertrudis y un poco de valeriana
apaciguaron al cabo de un rato la dolorosa tormenta de Marisa. Cerró los
ojos y reclinando la cabeza en el pecho de la tía, duro y estéril como la
tierra del yermo, se abandonó a la implacable realidad de sus desengaños.
—Bien, Juan. ¿Qué has pensado hacer? —preguntó luego Gertrudis.
—¡Mandarlo a paseo con mil demonios! ¡No faltaba más! Lo que es ese
bribón no pisa más esta casa.
Saltó Marisa:
—No, papá. No. Así y todo, yo lo quiero y estoy dispuesta a casarme
con él.
—Pero, hija…, ¿te has vuelto loca?
—Yo lo quiero, papá. Yo lo quiero y me caso con él, cueste lo que
cueste…
—¡Lo que cueste! ¡Qué sabes tú lo que me va a costar a mí!
—Lo quiero y me caso, me caso, me caso.
—Sí. Ya comprendo lo que te sucede. Por no dar tu brazo a torcer, por
no quedar en ridículo entre tus amiguitas, serías capaz de sacrificar tu
felicidad, hasta tu vida. Así son ustedes las mujeres. Y después se quejan.
—Yo no me quejaré nunca. Acepto la vida que él me ofrezca; si es
necesario trabajar como una negra, trabajaré.
—Muy laudable resolución. Eso se llama hacer sacrificios.
—Los haré y si tú no convienes en el matrimonio, yo…
—¡Cállate! ¿Qué vas a decir, desgraciada?
—¡Papá…! —comenzaron a suplicar las otras…
Y Gertrudis intervino:
—Reflexiona, Juan. Ella está enamorada. Porque sea pobre no va a ser
malo Arriólas. El la quiere y trabajará; tú mismo, en el almacén, puedes
emplearlo. Quién te asegura que ésa no sea la felicidad de tu hija.
—Tú también le temes al qué dirán.
—Y es natural que se le tema. Es muy desagradable saber que la gente
está haciendo chacota de uno. A ti mismo no puede agradarte pensar que si
este matrimonio se desbaratara mañana tu familia estará en ridículo, siendo
objeto de murmuraciones y de calumnias.
Hubo una pausa.
Don Juan se debatía como bajo el imperio de una lucha interior. Al
cabo, preguntó:
—Bien. ¿Y qué hacemos?
—Hacer como si no hubiera pasado nada.
—¿Y dónde va a vivir esta infeliz? Porque ya he dicho que Arriólas me
ha confesado que no tiene un centavo.
—¿Y el viaje a Italia?
—¡Qué viaje de los demonios! ¿Eres sorda? ¡Que no tiene un centavo!,
¿lo oyes bien?, ¡ni un centavo! ¡Ha tenido la desvergüenza de confesarme
que tuvo que vender el galgo para pagar la quincena vencida del hotel,
porque en este mes todavía no ha recibido la pensión que le manda el padre.
¡El padre! ¡Ni padre tendrá ese badulaque!
Nueva pausa y luego Gertrudis providente:
—Ya encontré la solución. Se quedan a vivir aquí. Se les arregla el
cuarto de enfrente. Yo paso mi cama para la piececita de los corotos viejos.
El cuarto de enfrente es muy cómodo. Y para un matrimonio está que ni
mandado hacer.
Marisa pensó en el soñado viaje de bodas bajo el cielo de Italia y
rompió a llorar de nuevo.
Una hora después la tía Gertrudis pasaba su cama para el cuarto de los
trastos viejos.

Caracas, febrero de 1919


EL CREPUSCULO DEL DIABLO[19]

En el borde de una pila que muestra su cuenca seca bajo el ramaje sin
fronda de los árboles de la plaza, de la cual fuera ornato si el agua fresca y
cantarína brotase de su caño, está sentado el Diablo presenciando el desfile
carnavalesco.
La turba vocinglera invade sin cesar el recinto de la plaza, se apiña en
las barandas que dan a la calle por donde pasa “la carrera”, se agita en
ebrios hormigueos alrededor de los tarantines donde se expenden amargos,
frituras, refrescos y cucuruchos de papelillos y de arroz pintado, se
arremolina en torno a los músicos, trazando rondas dionisíacas al son del
joropo nativo, cuya bárbara melodía se deshace en la crudeza del ambiente
deslucido por la estación seca, como un harapo que el viento deshilase.
Con ambas manos apoyadas en el aguaraney primorosamente
encabullado, el sombrero sobre la nuca y el tabaco en la boca, el Diablo oye
aquella música que despierta en las profundidades de su ánimo, no sabe qué
vagas nostalgias. A ratos melancólica, desgarradora, como un grito perdido
en la soledad de las llanuras; a ratos, erótica, excitante, aquella música era
el canto de la raza obscura, llena de tristeza y de lascivia, cuya alegría es
algo inquietante que tiene mucho de trágico.
El Diablo ve pasar ante su mente trozos fugaces de paisajes desolados y
nunca vistos, sombras espesas de un dolor que no sintió su corazón,
relámpagos de sangre que otra vez, no sabe cuándo, atravesaron su vida. Es
el sortilegio de la música que escarba en el corazón del Diablo, como un
nido de escorpiones. Bajo el influjo de esos sentimientos
se va poniendo sombrío; sus mejillas chupadas se estremecen
levemente, su pupila quieta y dura taladra en el aire una visión de odio, pero
de una manera siniestra. Probablemente la causa inconsciente de todo esto
es la presencia de la multitud que le despierta diabólicos antojos de
dominación; sobre encabullado del araguaney, sus dedos ásperos de uñas
filosas, se encorvan en una crispatura de garras.
Al lado suyo, uno de los que junto con él están sentados en el borde de
la pila, le dice:
—Ah, compadre Pedro Nolasco, ¿no es verdad que ya no se ven
aquellos disfraces de nuestro tiempo?
El Diablo responde malhumorado:
—Ya esto no es carnaval ni es ná.
El otro continúa evocador:
—¡Aquellos volatines que ponían la cuerda de ventana a ventana!
¡Aquellas pandillas de negritos que se daban ese agarrás al garrote! ¡Y que
se zombaban de veras! ¡Aquellos diablos!
Por aquí andaban las nostalgias de Pedro Nolasco.
Era él uno de los diablos más populares y constituía la nota típica
dominante, de la fiesta plebeya. A punto de mediodía echábase a la calle
con su disfraz infernal, todo rojo, y su enorme “mandador” y de allí en
adelante, toda la tarde, era un infatigable ambular por los barrios de la
ciudad, perseguido por la chusma ululante, tan numerosa que a veces
llenaba cuadras enteras y contra la cual se revolvía de pronto blandiendo el
látigo, que no siempre chasqueaba ocioso en el aire para vanas amenazas.
Buenos verdugones levantó más de una vez aquella fusta diabólica en
las pantorrillas de chicos y grandullones. Y todos la sufrían como merecido
castigo por sus aullidos ensordecedores, sin protesta ni rebeldía, tal que si
fuera un flagelo de lo Alto. Era la tradición: contra los latigazos de los
diablos nadie apelaba a otro recurso sino al de la fuga.
Posesionado de su carácter, dábalos Pedro Nolasco con verdadera
indignación, que le parecía la más justa de las indignaciones, pues una vez
que se vestía de diablo y se echaba a la calle, olvidábase de la farsa y
juzgaba como falta de lesa majestad los irreverentes alaridos de la
chiquillería.
Esta, por su parte, procedía como si se hiciese estas reflexiones: un
diablo, es un ente superior; todo el que quiere no puede ser diablo, pues esto
tiene sus peligros y al que sabe serlo como es debido hay que soportarle los
latigazos.
Pedro Nolasco era el mejor de los diablos de Caracas. Su feudo era la
parroquia de Candelaria y sus aledaños y allí no había muchacho que no
corriese detrás de él aullando hasta enronquecer y arriesgando el pellejo.
Respetábanlo como a un ídolo. Cuando se aproximaba el carnaval
empezaban a hablar de él y su misteriosa personalidad era objeto de
entusiastas comentarios. La mayor parte no lo conocían sino de nombre y
muchos se lo forjaban de la manera más fantástica. Para algunos, Pedro
Nolasco no podía ser un hombre como los demás, que trabajaba y vivía la
vida ordinaria, sino un ente misterioso, que no salía de su casa durante todo
el año, y sólo aparecía en público en el carnaval, en su carácter
absurdamente sagrado de diablo. Conocer a Pedro Nolasco, saber cuál era
su casa y estar al corriente de sus intimidades, era motivo de orgullo para
todos; haber hablado con él era algo como poseer la privanza de un
príncipe. Se podía llenar la boca quien tal afirmaba, pues esto solo adquiría
gran ascendiente entre la chiquillería de la parroquia.
Aumentaba este prestigio una leyenda en la cual Pedro Nolasco aparecía
como un héroe tutelar. Referíase que muchos años atrás, en la tarde de un
martes de Carnaval, Pedro Nolasco había realizado una proeza de
consagración a “su cuerda”. Había para entonces en Caracas un diablo rival
de Pedro Nolasco, el diablo de San Juan, que tenía tanto partido como el de
Candelaria y que había dicho que ese día invadiría los dominios de éste para
echarle cuero a él y a su turba. Súpolo Pedro Nolasco y fue en busca de él,
seguido de su hueste ululante. Topáronse los dos bandos y el diablo de San
Juan arremetió contra la turba del otro, con el látigo en alto; acudió en su
defensa el de Candelaria y antes que el rival bajase el brazo para
“cuerearlo” le asestó en la cara un formidable cabezazo que a él le estropeó
los cuernos y al otro le destrozó la boca. Fue un combate que se hubiera
desdeñado de cantar el Dante.
Desde entonces fue Pedro Nolasco el diablo único contra quien nadie se
atrevía, temido de sus rivales vergonzantes, que arrastraban por las calles
apartadas irrisorias turbas, admirado y querido de los suyos, a pesar del
escozor de las pantorrillas y quizás por esto mismo, precisamente.
Pero corrió el tiempo y el imperio de Pedro Nolasco empezó a
bambolear. Un foetazo mal dado, marcó las espaldas de un muchacho de
influencia, y lo llevó a la policía; y como Pedro Nolasco se sintiese
deprimido por aquel arresto que autorizaba el hecho insólito de una protesta
contra su férula, hasta entonces inapelable, decidió no disfrazarse más,
antes que aceptar tal menoscabo de su majestad.

II

Ahora está en la plaza viendo pasar la mascarada. Entre la muchedumbre de


disfraces atraviesan diablos irrisorios, puramente decorativos, que andan en
comparsas y llevan en las manos inofensivos tridentes de cartón plateado.
En ninguna parte el diablo solitario, con el tradicional mandador que era
terror y fascinación de la chusma. Indudablemente el Carnaval había
degenerado.
Estando en estas reflexiones Pedro Nolasco vio que un tropel de
muchachos invadía la plaza. A la cabeza venía un absurdo payaso, portando
en una mano una sombrilla diminuta y en la otra un abanico con el cual se
daba aire en la cara pintarrajeada, con un ambiguo y repugnante ademán
afeminado. Era esto toda la gracia del payaso y en pos de la sombrilla corría
la muchedumbre fascinada, como tras un señuelo.
Pedro Nolasco sintió rabia y vergüenza. ¿Cómo era posible que un
hombre se disfrazase de aquella manera? Y sobre todo, ¿cómo era posible
que lo siguiera una multitud? Se necesita haber perdido todas las virtudes
varoniles para formar en aquel séquito vergonzoso y estúpido. Miren qué
andar de un payaso que se abanica como una mujerzuela! ¡Es el colmo de la
degeneración carnavalesca!
Pero Pedro Nolasco amaba su pueblo y quiso redimirlo de tamaña
vergüenza. Por su pupila quieta y dura pasó el relámpago de una resolución.
Al día siguiente, martes de Carnaval, volvió a aparecer en las calles de
Caracas el diablo de Candelaria.
Al principio pareció que su antiguo prestigio renacía íntegro, pues a
poco ya tenía en su seguimiento una turba que alborotaba las calles con sus
siniestros ¡aús! Pero de pronto apareció el payaso de la sombrillita y la
mesnada de Pedro Nolasco fue tras el irrisorio señuelo, que era una promesa
de sabrosa diversión sin los riesgos a que exponía el mandador del diablo.
Quedó solo éste y bajo su máscara de trapo coronada por dos auténticos
cuernos de chivo, resbalaron lágrimas de doloroso despecho.
Pero inmediatamente reaccionó y movido por un instinto al cual la
experiencia había hecho sabio, arremetió contra la turba desertora,
confiando en que el imperativo legendario de su látigo la volvería a su
dominio sumisa y fascinada.
Arremolinóse la chusma y hubo un momento de vacilación: el Diablo
estaba a punto de imponerse, recobrando, por la virtud del mandador, los
fueros que le arrebatase aquel ídolo grotesco. Era la voz de los siglos que
resonaba en sus corazones.
Pero el payaso conocía las señales del tiempo y tremolando su sombrilla
como una bandera prestigiosa, azuzó a su mesnada contra el diablo.
Volvió a resonar como en los buenos tiempos el ululato ensordecedor
que fingía una trailla de canes visionarios, pero esta vez no expresaba
miedo sino odio.
Pedro Nolasco se dio cuenta de la situación; ¡estaba irremisiblemente
destronado! Y, sea porque un sentimiento de desprecio le hiciese abdicar
totalmente el cetro que había pretendido restablecer sobre aquella patulea
degenerada, o porque su diabólico corazón se encogiese presa de auténtico
miedo, lo cierto fue que volvió las espaldas al payaso y comenzó a alejarse
para siempre a su retiro.
Pero el éxito enardeció al payaso. Arengando a la pandilla, gritó:
“¡Muchachos! ¡Piedras con el diablo!”
Y esto fue suficiente para que todas las manos se armasen de guijarros y
se levantasen vindicatorias contra el antiguo ídolo en desgracia.
Huyó Pedro Nolasco bajo la lluvia del pedrisco que caía sobre él, y en
su carrera insensata atravesó el arrabal y se echó por los campos de los
aledaños. En su persecución la mesnada redoblaba su ardor bélico, bajo la
sombrilla tutelar del payaso. Y era en las manos de éste el abanico
fementido el sable victorioso de aquella jornada.
Caía la tarde. Un crepúsculo de púrpuras se desgranaba sobre los
campos como un presagio. El diablo corría, corría, a través del paraje
solitario por un sendero bordeado de montes de basura, sobre los cuales
escarbaban agoreros zamuros que al verlo venir alzaban el vuelo, torpe y
ruidoso, lanzando fatídicos gruñidos, para ir a refugiarse en las ramas
escuetas de un árbol que se levantaba espectral sobre el paisaje sequizo.
La pedrea continuaba cada vez más nutrida, cada vez más furiosa. Pedro
Nolasco sentía que sus fuerzas le abandonaban. Las piernas se le doblaban
rendidas; dos veces cayó en su carrera; el corazón le producía ahogos
angustiosos.
Y se le llenó de dolor, como a todos los redentores cuando se ven
perseguidos por las criaturas amadas. ¡Porque él se sentía redentor,
incomprendido y traicionado por todos! El había querido libertar a “su
pueblo” de la vergonzosa sugestión de aquel payaso grotesco, levantarlo
hasta sí, insuflarle con su látigo el ánimo viril que antaño los arrastrara en
pos de él, empujados por ésa voluptuosidad que produce el jugar con el
peligro.
Por fin una piedra, lanzada por un brazo más certero y poderoso, fue a
darle en la cabeza. La vista se le nubló, sintió que en torno suyo las cosas se
lanzaban en una ronda vertiginosa y que bajo sus pies la tierra se le
escapaba. Dio un grito y cayó de bruces sobre el basurero. Detúvose la
chusma, asustada de lo que había hecho y comenzó a desbandarse.
Sucedió un silencio trágico. El payaso permaneció un rato clavado en el
sitio, agitando maquinalmente el abanico. Bajo la risa pintada de albayalde
en su rostro, el asombro adquiría una intensidad macabra. Desde el árbol
fatídico los zamuros alargaban los cuellos hacia la víctima que estaba
tendida en el basurero.
Luego el payaso emprendió la fuga.
Al pasar sobre el lomo de un collado, su sombrilla se destacó
funambulesca contra el resplandor del ocaso.

Caracas, marzo de 1919


ALMA ABORIGEN[20]

Los ojos negros rasgados, ardientes; la boca carnosa, de labios sensuales,


rojos como la pulpa de las cundeamores; el espíritu jacarandoso y
apasionado. América Peña era el bocado más apetitoso de Pueblo Abajo.
Sus amores con Reinaldo Solares, el propietario de la hacienda situada
en los aledaños del pueblo, eran envidia de muchas y hablilla de todas. La
varonil belleza de aquel joven rico y de familia distinguida, y sobre todo, la
gallardía y el aplomo con que sabía tenerse en el brioso potro, cuyos
escarceos acreditaban la pericia del jinete, habían despertado en el alma
primitiva de la muchacha una pasión tumultuosa; luego las vehemencias de
él la volvieron más loca que lo que ya era, prendiendo en su imaginación
brava y virgen llamaradas sensuales.
La madre, que era llanera zamarra y desconfiaba de los propósitos del
patiquín, como llamaba a Reinaldo, contrarió esos amores, primero con
amables razones persuasivas y enseguida a pescozada limpia; pero no logró
sino empecinarla más y apenas se descuidaba, cuando América,
acompañada de una amiga complaciente y con cualquier pretexto, corría al
sitio ya convenido donde el novio la esperaba.
La amiga, una soltera pasada de tiempo, se volvía sorda y ciega cuando
regresaban a la casa, mientra los labios de América parecían sangrar, los
suyos, descarnados y exangües, suspiraban…
El sitio propicio a estos abandonos vehementes era el jardín de una
quinta deshabitada que había en la calle trasera del pueblo, en la parte más
oscura y solitaria de él. Un bambual muy frondoso cobijaba bajo su sombra
alcahueta los besos de los enamorados y los suspiros de la amiga.
Una noche Reinaldo, que empezaba a fastidiarse de aquellos amores
furtivos que ya iban siendo ridículos, espetaba a América para plantearle la
determinación que había tomado: O se escapaba con él o se acababan los
amoríos. La espera lo impacientaba; la soledad y el silencio excitaban sus
nervios tensos.
—¿Pues no me he enamorado como un mentecato? Sólo me falta
ponerme sentimental y quejarme en versos.
Por fin aparecieron en la sombra de la arboleda las siluetas conocidas.
Anhelosa, vibrante de pasión y sin reparos por la amiga, América se echó
en sus brazos.
—¡Mi rico! ¡Mi riquito! Perdóname que te haya hecho esperar.
—No importa.
—Fue que mi hermano…
—Te repito que no importa.
—¡Jesús! ¡Qué desabrimiento! ¿Estás bravo?
Reinaldo se ponía de mal humor y respondió ásperamente:
—Hasta allá no llega mi tontería.
—Dispensa.
Y siguieron en silencio hacia el banco donde acostumbraban sentarse.
Al cabo de un rato, Reinaldo empezó a decir:
—Ya que has venido, hablemos formalmente.
—¿Ya que he venido? ¿Y si no hubiera venido?
—Pues no habríamos hablado nada. ¡Qué necedad!
América se mordió los labios.
—¿Sabes que te encuentro muy complaciente esta noche?
—Aprende a serlo tú también.
—¿Cómo?
—No hablando tonterías. Te he dicho que tenemos que hablar
formalmente. Dejemos las carantoñas para luego.
Ella se desprendió de su brazo y le dijo con despecho que le
comunicaba a su voz un tono desagradable, vulgar, insolente:
—¿Y por qué no me dices, pues, lo que tienes que decirme?
Reinaldo se la quedó viendo con la cólera en los ojos. Ella volvió a
decir en el mismo tono:
—Ya supongo lo que será.
—Que esto no puede continuar así. Te lo he dicho ya: no sirvo para
esto. Estoy haciendo un papel ridículo.
—Y yo sí sirvo, ¿no es verdad?
—Tú sabrás.
El tono despectivo de Reinaldo acabó de indignarla y en la indignación
su vulgaridad estallaba afeándole el rostro, haciéndola insoportable.
—Pues mira: más pierdo yo. Y sin embargo… Pero, ya lo creo, como tú
eres mejor que yo, crees que te rebajas queriéndome. De seguro en tu casa
te han dicho que yo no soy digna de ti. Allá dirán que mi familia es una
gentuza.
A su vez, Reinaldo se encolerizaba por momentos. A menudo, junto a
aquella mujer que era su obsesión de todos los instantes, había sentido
impulsos locos de maltratarla, de hacerla pagar con lágrimas aquella
consagración de todo su ser, como si ella fuera culpable del abandono que
él había hecho de todo cuanto no fuera pensar en ella; pero tales arrebatos
habían terminado siempre en caricias ardorosas o en ternuras intempestivas.
Ahora sentía que la odiaba cordialmente por todo esto: Por haberle
inspirado una pasión absurda y voraz, por haberlo turbado y zarandeado
como un adolescente que amara por primera vez.
Ella seguía hablando, ofendida por sus propias palabras:
—Pero yo tengo la culpa. He debido comprender que tú eres demasiado
alto para mí. Tu gente es mantuana.
—Deja las ironías. No te quiero oír en ese tono sarcástico.
—¿Y en qué tono quieres que te hable?
—En ninguno.
Y se paró del banco donde se había sentado, dispuesto ya a concluir de
una vez.
—¿Te vas?
Su voz se quebraba en una inminencia de llanto. Su despecho se
convirtió en dolor y luego, de pronto, en cólera.
—Razón tenía Guaica, mi hermano. Todos ustedes son iguales.
—¿En qué? Di…
—En lo canallas.
No había concluido de decirlo cuando el puño de Reinaldo, con un
movimiento rápido, cayó sobre su boca. Dio un grito y mordiéndose la
mano que se había llevado a los labios rotos, se dejó caer sobre el banco.
Un violento temblor sacudía todo su cuerpo, en su garganta se producía un
ruido áspero de llanto contenido.
El la miraba experimentando una satisfacción malsana.
¡Se había emancipado!…
América, con la voz desgarrada por los sollozos, decía por fin:
—Por qué te quiero__ Por qué te quiero… Yo no
he debido enamorarme de ti como me he enamorado: como una loca.
Yo te he entregado mi voluntad y sería capaz de hacer por ti todos los
sacrificios y sin embargo …
Una súbita ternura se apoderó del corazón de Reinaldo. Abandonándose
a este sentimiento, arrepentido de su violencia, desistió de su propósito. No
le propondría la fuga; comprendía que una palabra suya habría bastado para
que América se le entregase sin poder resistir y no quiso abusar de ello. A
él le bastaba con saber que había inspirado una pasión capaz de llevar al
sacrificio.
Pero América empezó a decir, con súbita decisión:
—Reinaldo, desiste de mí. Te lo suplico.
—A ver. ¿Por qué?
—Porque yo no quiero que por mi culpa vayas a tener una desgracia. Mi
hermano ha jurado anoche que si nuestros amores no se acaban hoy mismo,
el va a terminarlos por la fuerza; ha dicho que si él te vuelve a ver en la
ventana de la casa, no responde de lo que suceda.
Reinaldo sintió en el corazón la lanza del miedo. Guaicaipuro Peña no
era hombre que se gastaba en vanas amenazas. Con una sonrisa que
procuraba disimular su turbación, exclamó:
—¡Hombre! No es tan fácil.
—¡Reinaldo, por Dios! Desiste de mí. Tú no sabes quién es mi
hermano.
—Una fiera. Sí. sí. Ya me han contado. Pero ya que nos declara la
guerra, no nos queda más camino sino…
Ella no lo dejó concluir. Le rodeó el cuello con sus brazos y acercando
mucho su boca a la de él, continuó suplicante:
—No vuelvas más al pueblo… Hasta que mi hermano se vaya. El se va
en estos días para el Llano. Sobre todo, no vengas mañana a los toros;
Guaicaipuro va a colear y me ha dicho que si te ve te va a dar unos
chaparrazos.
La dignidad ofendida volcó en el encogido corazón de Reinaldo una
sangre viril y corajuda.
Se zafó lentamente de los brazos de la mujer y dijo, calmoso:
—Mañana, después de los toros, te vas conmigo. ¿Estas dispuesta?
—Por Dios, mi amor.
—Es inútil suplicar: es una determinación irrevocable. Piénsalo bien. Al
anochecer te espero aquí.
Y se despidió de ella.
Camino de su casa iba pensando en el probable encuentro con
Guaicaipuro Peña, cuya fama de pendenciero y matachín era bien conocida
de él. Por momentos experimentaba un vago malestar físico que era un
evidente síntoma de miedo y entonces hacía reflexiones claudicantes: ¿tenía
derecho a exponer su vida en manos de aquel bárbaro por una aventura
estúpida? ¡Si fuese por un propósito elevado, vaya!… ¡Pero, por una mujer
a quien en el fondo, no lo ligaba sino el lazo vergonzoso de unos deseos
espurios!
Ocupado con estas cavilaciones estuvo a punto de desistir de su
empeño; pero una súbita reacción de su ánimo tenso le hizo exclamar:
—Sofismas del miedo. Aquí no se trata de una mujer, sino de un
hombre que ha amenazado y a quien se le teme.
Y resolvió ir al pueblo al día siguiente y tomar parte en la fiesta de toros
coleados que había organizado Guaicaipuro Peña para celebrar su santo.

II
En el pueblo, en la única calle ancha y llana que era la de la entrada y cuyos
cruceros estaban cerrados por talanqueras, se sentía el bullicio de la fiesta
típica y primitiva. El gentío, encaramado sobre las empalizadas, agrupado
en las puertas, ambulante por el medio de la calle, excitado por el
aguardiente, por el sol y por la expectativa del rudo espectáculo, prorrumpía
en griterías a cada momento, silbaba a los espectadores de a caballo, se
agitaba en un júbilo febril o enmudecía de pronto en un silencio unánime
que le comunicaba mayor intensidad al cuadro, como si hiciera resaltar más
el colorido del sol y la animación de las figuras. Desbordados los instintos,
a cada rato, en simulacros de riña al garrote los hombres se daban
acometidas entre las aclamaciones de los espectadores que celebraban los
ágiles saltos, las paradas y las puntas de aquella esgrima bárbara y
fachendosa; mientras los muchachos estremecidos de júbilo aclamaban a los
coleadores que iban llegando ufanos, haciendo caracolear los caballos en
alardes de destreza gallardía. En las ventanas y sobre los pretiles de los
corredores, jarifos grupos de mujeres reían y se agitaban locamente. Ardía
la sangre en todas las venas, chispeaba el sol en el metal de los arneses,
gritaba el color en todas partes y entre el clamor unánime de una
embriaguez dionisíaca, gemía el joropo nativo o vibraba el aire español.
Cuando Reinaldo apareció, un rumor confuso de hostilidad y
admiración fue recorriendo el coso de un extremo a otro y desde la ventana
de las Peñas los ojos de América lo saludaron con una mirada cálida que
acabó de excitarlo.
Se detuvo frente al tranquero del toril donde se agrupaban los
coleadores. Una voz le gritó:
—¿El patiquín como que va a coleá?
—Si se puede.
E instintivamente miró a un jinete que lo observaba con fijeza.
Era Guaicaipuro Peña, un indiazo membrudo de negras patillas que le
bajaban hasta las comisuras de la boca confundidas con el bigote. Un
sombrero de pelo de guama de anchas alas le cubría de sombra el rostro
bien parecido en el cual Reinaldo descubrió las mismas facciones de
América y la misma expresión sensual.
Es un bello ejemplar de la raza —pensó, mientras soportaba la mirada
impertinente del hombre temible, satisfecho de sí mismo al comprobar que
en sus músculos no había un estremecimiento de miedo.
Transcurrieron unos minutos. Iban a soltar el primer toro y Ja
expectativa hacía enmudecer al gentío que llenaba el coso. Todas las
miradas estaban fijas en la puerta del corralón de donde había de salir la res
y los coleadores se apercibían para el arranque de la carrera. La emoción
puso trémulo a Reinaldo; bajo sus piernas tensas sentía vibrar los nervios
fogosos del potro que paraba las orejas atentas, resoplando y piafando.
De pronto un estremecimiento, un clamor que se propagó rápido a lo
largo de la calle, un súbito arremolinarse del gentío, un bufido del toro y el
arranque simultáneo de los coleadores pugnando por apoderarse de la cola,
en cuyo extremo la mota de cerdas era un señuelo que bien valía una vida.
Reinaldo iba entre ellos, ciego, tendido fuera de la silla, la mano
izquierda aferrada a las crines del caballo, la derecha rozando ya el bárbaro
trofeo. En pos de él iba Guaicaipuro empeñado en atravesarle la bestia,
empujándolo, y detrás, entre la polvareda, un tumulto de cuerpos que
chocaban y de brazos que se alargaban, en un vértigo de lucha y de carrera.
Por fin Reinaldo se apoderó de la cola del toro y con un solo
movimiento se la arrolló en el puño, se tendió sobre el caballo que saltó al
sentir la espuela y cargando la res, con un esfuerzo de locura, la derribó
patas arriba en la mitad de la calle.
La gritería se hizo ensordecedora; el potro, enardecido, se iba tascando
el freno y Reinaldo, perdida la conciencia de sí mismo, llegó sin contenerlo
casi hasta el extremo de la calle. A pocos pasos de la talanquera recobró las
riendas y empinándose sobre los estribos, con un golpe de consumado
jinete, paró en seco la bestia.
En seguida se revolvió en medio de una ovación y cuando se acercaba a
la ventana de las Peñas, Guaicaipuro, que lo esperaba, le gritó:
—¡Así se tumba, compañero!
Y luego a la hermana:
—¡América, póngale usté misma la mejor cinta que tenga. Eso es coleá!
EL PARENTESIS[21]
En la casa todo estaba en olor de santidad. Vieja casa solariega de una
familia cuya propiedad fuera tradicional, allí, con la vetustez no remozada y
la huella de almas que conservaban algunas viviendas que tenían historias
piadosas, compadecíanse muy bien esa atmósfera de sacristía que trasciende
a incienso, a pezgua y a olor de vinajeras y de óleos.
En las habitaciones que no ocupaba la familia campaban una porción de
cachivaches sagrados: doseles raídos, candelabros inútiles, tabernáculos
desvencijados que mostraban la vil madera a través de la carroña del
sobredorado antiguo, una infinidad de bártulos de sacristía dados de. baja en
el templo parroquial. En el extremo de uno de los corredores había un
oratorio en donde se guardaba, desde tiempo inmemorial, uno de los “Pasos
de la Semana Santa” acerca del cual corría entre el beaterío de la parroquia
una leyenda milagrera, y constantemente entraban en aquella casa
sacristanes y monagos que iban por brasas para el incensario o por albas y
sobrepellices que se lavaban en una especie de santificado lavadero y que
luego se oreaban en una cuerda que tenía este privilegio.
Carmen Rosa hacía este oficio y lo hacía con una pulcritud devota. En
el resto del día refugiábase en su dormitorio, austero como una celda
monjil, limpio, claro y lleno del silencio de aquella casa donde vivía con su
madre y su hermano, y allí poníase a recamar interminables vestiduras para
las imágenes de la parroquia y casullas y dalmáticas para uso del párroco.
Todo esto enfurecía al hermano incrédulo. A veces le daban ganas de
romper violentamente con toda consideración. Pero no hacía sino
enfurecerse, gritar, amenazar.
La madre, que hasta la salvación de su alma desistiera, si en trance de
ello la pusieran, por complacer a su hijo, amedrentada con aquellas
bravatas, temerosa de que la ira le hiciese daño, empezaba a suplicarle:
—¡Hijo! ¡Por Dios! No te molestes así. Haz lo que quieras. Di tú lo que
debe hacerse.
Y luego a Carmen Rosa:
—Ya lo estás viendo, hija. ¡Y todo porque te encuentra bordando esa
casulla!
Carmen Rosa, invariablemente, abandonaba la labor sin responder
palabra.
Cierta vez, a raíz de una de estas escenas se presentó Clarita Estévez.
Era ésta una mujeruca insignificante, de piel rosaducha y fina como la de un
recién nacido, cabellos descoloridos como hoja de plata que no recibe sol.
ojos bailoteantes. agudo mentón, dientes cariados v espalda gibosa. Estaba
plantada en la linde de la juventud más hacia el lado de la vejez y gastaba la
vida terrenal en amontonar merecimientos para la de ultratumba, que ya
tenía por segura, pues era proveedora del aceite de las lámparas del
Santísimo, esclava de la Virgen, sierva de San José, y hermana de leche de
un diácono que estaba por ordenarse. Representaba un papel ambiguo cerca
de Carmen Rosa, quien la llamaba su amiga de prueba, queriendo así
significar que no le profesaba amistad, pero que soportaba la suya como una
de esas tantas cosas desagradables con que acostumbra el buen Dios probar
a sus criaturas elegidas.
Sin embargo, aquel día Carmen Rosa no estaba para merecimientos y la
recibió de mal humor.
Clarita comenzó a farfullar su habitual andanada de palabras:
—Chica, vengo a buscarte para que vayamos a la iglesia y regañes al
sacristán. Se roba el aceite de la Majestad.
Carmen Rosa no pudo contenerse:
—Pues no vengas nunca a buscarme para esas cosas.
—¿Y dejamos que el sacristán se robe el aceite impúdicamente?
—Impunemente, querrás decir. Pues que se lo robe, que se lo coja como
te lo coges tú para alumbrar los santos de tu casa.
La beatuca, sorprendida más que ofendida, pues nunca había visto
enojada a Carmen Rosa, empezó a hacer visajes y a balbucir:
—¡Chica!… ¿Yo?… ¡Cómo me dices eso…!
—Ya te digo: que no se te ocurra más venir a contarme lo que pasa en la
sacristía. Ya me tienes hasta la coronilla.
Clarita detuvo un momento sobre la amiga el absurdo bailoteo de sus
ojos y salió ahogándose de ira.
Cuando Carmen Rosa se halló otra vez sola, se sorprendió de lo que
había hecho. Sin duda aquel estallido de cólera se venía preparando en su
ánimo desde mucho tiempo. Era la reacción inopinada y violenta de una
voluntad apática que había sufrido Varias presiones, sin protestar, pero
cargándose de rebeldía para dejarla escapar de un golpe.
Desde algún tiempo venía advirtiendo que su confesor redoblada para
con ella su celo de director espiritual, y tenía condescendencias respetuosas
para sus pecadillos, como si le reconociera una grandeza de alma que
supliera por las pequeñas flaquezas, llegando a veces hasta la adulación,
aun a riesgo de envanecerla de su piedad. Al principio no se dio perfecta
cuenta del hecho, pero cierto era que había caído en el halago de aquello
que había venido a convertir la confesión en un flirt raro y grato, donde su
mística, pero siempre femenil coquetería, se holgaba sobradamente. Poco
después el confesor había empezado a insinuarle la idea de coronar con una
acción de mayor merecimiento ante los ojos de Dios la devota vida que
hacía en su casa. Un día en la sobremesa —pues el Cura de la parroquia
comía una vez a la semana en casa de la familia—dijo, como idea cogida al
vuelo y sin intención remota:
—No extrañaría que Carmen Rosa la diera, el día menos pensado, por
meterse a fundadora de una orden religiosa. Seguramente escogería un
nombre poético: ¡María de la Luz!
—Pero ¿de dónde saca usted eso? —replicó Carmen Rosa
ruborizándose—. Sería una extravagancia.
—A los grandes imaginativos no los seduce sino lo que se sale de lo
ordinario. Mientras más fantástico, mejor. Imagínese: fundadora de una
orden nueva. Ya me parece estar viéndolo: Cuando Sor María de la Luz…
Cambió Carmen Rosa la conversación, temerosa del ceño que ponía su
hermano, pero ya la idea insidiosa había encontrado asidero propicio en su
espíritu. Muy lejos estaba todavía de ser un propósito definido; sólo era una
grata ensoñación a la cual se entregaba en esos estados de abandono mental
en los cuales la fantasía enreda los más caprichosos motivos; cuando más,
vago anhelo, como de cosa imposible; pero allí estaba la idea aquella, como
levadura en masa fácil de fermentar, turbándole el sueño, empujándola a
todo rincón de sombra y silencio… ¡Teresa de Jesús! Nunca se le había
ocurrido que ella pudiese servir para aquello… Pero… Puesto que el padre
lo decía… ¿Quién sabe…? ¡Cuando Sor María de la Luz…!
Y era tan pertinaz la dulce violencia de esta obsesión, que a poco andar
Carmen Rosa no tuvo vida sino para consumirla en la lumbre voraz de su
deseo.
La madre y hermano diéronse cuenta de la situación y le declararon una
guerra abierta y sin tregua; pero ni amenazas del uno. ni súplicas ni
lloriqueos de la otra, lograron más sino afirmarla en su terco y escondido
empeño.
¿De dónde salía ahora, a raíz del disgusto que por causa de su hermano
acababa de tener, aquel impulso de rebeldía que la hizo ser injusto y brutal
con Clarita?

***

Era así la vida en aquella casa, cuando una mañana, de improviso, entró la
alegría.
Pablo Lagañez, un pariente lejano a quien la familia no conocía y que se
había educado en el Norte desde niño, había llegado a Caracas por aquellos
días. Era un joven moreno, vigoroso, casi hercúleo y tenía un carácter
franco, expansivo y bullicioso.
Desde el primer momento Carmen Rosa experimentó viva simpatía
hacia aquel joven que tanto elogiara su hermano. Por otra parte, ella
encontró otras excelencias: Pablo Lagañez tenía un corazón sensible, jugoso
de ternura.
Una mañana llegó clamoroso, con una niñita en los brazos, rubia y linda
como una muñeca.
—¡Prima! ¡Prima! Mira lo que te traigo.
La había encontrado al pasar, jugando en la plazoleta de la iglesia
cercana. Y sin cuidarse del rubor que hacía estallar en las mejillas de
Carmen Rosa, le dijo maliciosamente:
—Es necesario, prima, que en este patio haya pronto una criaturita tan
mona como ésta…
El intruso alegró la vida de Carmen Rosa. Una alegría fugaz, pero
dulcísima, metiósele alma adentro, como una lumbrada de sol en rincón
obscuro y frío, desentumeciendo alborozos y ansias juveniles que se
precipitaron ávidamente en aquel rayo cálido, que fue veloz y certero hasta
lo hondo del corazón aterido por los grandes hielos del divino amor.
Asimismo, el sol verdadero creó el blancucho color de su faz en los
paseos que Pablo Lagañez inventó para ella en los claros días de mayo. Ora
en las mañanas en los campos cercanos, ora en las tardes por las barriadas
capitalinas; o entre días por los pueblecitos próximos, aquellas jubilosas
excursiones, donde su hermano hacía de Cicerone y que para ella eran tan
inusitadas como para Pablo Lagañez, fueron un brusco paréntesis de vida
casera y una vacación espiritual deliciosa. Corrientes y frescas aguas,
cálidos aires y tibias sombras, el caliente olor del paisaje y la lumbrada azul
de los cielos, el olor agreste y los campesinos rumores, todo aquello,
contemplado y sentido otras veces como recóndita invitación al
arrobamiento místico, era entonces nuevo y sabroso. Adobábalo Pablo
Lagañez con su charla amable y alegre y gustábalo ella con fruición golosa,
un poco turbada por aquel violento cambio de vida, por aquella repentina
sumersión en el mundo, precisamente cuando acariciaba la idea de
renunciar a él para siempre. A veces su hermano y Pablo se engolfaban en
una conversación seria sobre motivos de orden práctico o trascendental y a
ella entonces le tocaba callar. Ella en medio de los dos, silenciosa y sin
pensamientos suyos, sólo cruzando por su mente las ideas que ellos
expresaban, experimentaba bienestar inefable, hondo y calmoso.
Pero eran los más dulces y turbadores momentos aquellos de la jornada.
En el vagón del tren o del tranvía donde regresaban de la diaria excursión,
fatigados ellos del mucho hablar, cansada ella de la larga caminata,
quedábase a menudo en silencio y entonces Pablo Lagañez la miraba
largamente, con una sonrisa tan afable, con una mirada tan honda y
luminosa y preguntábale luego: ¿estás cansada? con un tono de protección
¡tan insinuante!, de ternura varonil ¡tan subyugador!, que ella se sentía
conmovida hasta lo más profundo de su ser, y experimentaba un mimoso
deseo de perpetuar aquellas puras caricias con que, así, tan deliciosamente,
un alma fuerte y alegre iba sorbiéndose la de ella tan necesitada del
rescoldo de amor.
A veces Pablo le preguntaba en un improntus de su humor expansivo:
—Prima, ¿no tienes novio?
Turbábase ella y respondía:
—¿Quién va a enamorarse de mí?
—¡Dianche! Cualquiera que tenga ojos y corazón. Hay que buscar uno.
A ti te está haciendo falta un novio.
Y soltábale una risotada clamorosa al verla sonrojarse.
Un día, recorriendo el jardín del corral, le preguntó:
—¿No tienes orquídeas? Pues voy a, buscártelas. Son preciosas:
llenaremos el corral. Verás qué bosque fantástico voy a formarte.
Y como lo prometió lo cumplió. Compró muchas y encargó a los
vendedores que le llevasen cuantas tuvieran. Pocos días después el corral de
Carmen Rosa estaba poblado de cepas de orquídeas que florecían
profusamente, adheridas a los troncos de los árboles o dentro de rústicas
cestas que el mismo Pablo construyó en sabrosa y fraternal colaboración
con la muchacha.
—Ah, prima. Ya tenemos de qué vivir—decíale elogiando la obra—.
Ponemos una fábrica de cestos para matas y te aseguro que no nos morimos
de hambre.
Esta chancera previsión de un porvenir común, de una vida compartida
entre los dos, encendía fugaces sonrojos en las mejillas de Carmen Rosa y
la llenaba el corazón de una dulce zozobra.
Pero Pablo Lagañez debía desaparecer como había aparecido: de pronto,
intempestivamente. Un día llegó diciendo:
—Parientes, vengo a despedirme de ustedes. Salgo para el Yuruary,
como ingeniero de una compañía que se ha formado, para emprender la
explotación científica, en grande, de una vasta región cauchera.
Era el primer dinero que le producía su profesión y esto le llenaba de
desbordada alegría infantil. Habló de su porvenir con optimismo entusiasta
y luego salió, tan clamorosamente como llegara la primera vez, gritando, ya
en la puerta:
—¡Adiós! ¡Hacia el porvenir! ¡Hacia la vida!
Carmen Rosa y la madre, que habían ido a despedirlo hasta la puerta,
volvieron maquinalmente a sentarse en el recibimiento del corredor. Las
últimas palabras del ingeniero habían dejado en sus oídos esa
intranquilizadora sensación de súbito silencio. Permanecieron un rato sin
hablarse. Carmen Rosa con los ojos bajos, plegando y desplegando alforzas
en la tela de su falda como un símbolo de aquel juego del destino con su
vida; la madre con el mentón en el hueco de la mano, pestañeando repetidas
veces. Luego la hija se levantó de su asiento y se fue, a lo largo del
corredor, a su rincón de bordar: la madre la siguió con las miradas y
murmuró, moviendo la cabeza:
—¡No estaba de Dios!…
Meses después recibían cartas de Pablo. Dábales noticia del fracaso de
su empresa y de su internación en el Brasil, en busca de campo más
propicio a sus ambiciones.
Al final de la carta dedicaba un largo párrafo a Carmen Rosa,
recomendábale el cuidado de las orquídeas y recordándole lo que tanto le
había dicho, a propósito del novio que debía procurarse.
Después no se supo nada más de él. ¿Sería el amor lo que había pasado?
Carmen Rosa volvió a sus labores y a sus pensamientos piadosos, que
recuperaron todo su corazón con una violencia desesperada. Al año
siguiente, por mayo, cuando florecieron las orquídeas, se nombró en la casa
a Pablo Lagañez: luego murieron las flores y nadie volvió a nombrarlo.
Entre tanto, la voz insinuante volvía a decir:
—Cuando Sor María de la Luz…
LA CIUDAD MUERTA[22]
Manuel Alcor era un joven de propósitos firmes y tenaces. Tenía veintiún
años; era recio, fuerte, de facciones angulosas, corazón ingenuo y pocas
palabras. Sus simpatías y sus aversiones andaban siempre por los extremos,
pues no conocía las medias tintas del sentimiento, mostrábase remiso a la
persuasión y era agresivo con la convicción propia. A estas asperezas del
carácter se añadían la desmaña del provinciano y el fondo del recelo
ingénito del indio que hubo entre sus antepasados. Pero Manuel Alcor era
una excelente persona.
Nació en una vieja ciudad del oriente de Venezuela que se esconde
entre cardonales y ruinas de un pasado mejor, a orillas de un río que fue
navegable y cerca de unas llanuras de terreno salitroso.
Su padre era uno de esos personajes sin mayor importancia efectiva que
caracterizan tan bien la vida de nuestros pueblos. Asistió cuando era
adolescente a las postrimerías de la guerra federal, de la parte de los
vencidos. Por esto, y por practicar una intolerancia implacable para con
hombres, sucesos y cosas, tenía fama de godo. Llamábanle don Pedro el
Godazo. Pero su intolerancia era hija genuina de su temperamento
atrabiliario; no tenía de convicción política sino el cariz que le daban las
palabras con que la expresaba, para don Pedro Alcor todo lo malo era
federación y con la misma facilidad llamaba federalote a un enemigo
político como a un objeto inservible o a una cliente maula.
De este modo venía a resultar chusco este hombre que era la hosquedad
en persona y a este contraste debíale la mayor parte de la popularidad de
que disfrutaba; el resto de ello
debíaselo a un amargo de cortezas de naranjas que fabricaba y al cual
llamaban torco. Tenía don Pedro una farmacia de pocas ventas y en la
rebotica el expendio del famoso torco, centro y calor de una tertulia de
elegidos, porque en aquel sagrado lugar sólo penetraban las contadas
personas a quienes don Pedro tenía por amigos.
La madre de Manuel, bastante menor que el marido, era mujer
angelical, silenciosa, dulce y mansísima. Rendíase al peso de una
maternidad que la había aniquilado en plena juventud y sobrellevaba con
paciencia al áspero de don Pedro, quien sólo ante ella se ablandaba, pero no
antes de ver lágrimas en sus ojos. Lidiaba todo el día con la chusma de sus
hijos; entre ratos ayudaba al marido en la botica y todavía le quedaban
fuerzas, sacadas de flaquezas, para cuidar a un tío que había sido su amparo
cuando quedó huérfana y que vivía: para ella.
Y era el tío don Emiliano, un viejo alto y grave que nunca había
sonreído y poseía un carácter hecho de una sola pieza, puntilloso v
rectísimo. Fue el maestro de todos los hijos de su sobrina Amelia y tuvo
predilección por Manuel, punto el único en que estuvieron de acuerdo él y
su yerno, porque ambos veían en el carácter del niño el propio: don
Emiliano, la gravedad: don Pedro, la adustez.
Tenía el viejo en la casa de la sobrina una pieza aislada, con una
ventana para la calle, frente a la plaza sin árboles frente a la cual se
elevaban los escombros de una ruina histórica, que era orgullo pero no
cuidado de la ciudad. En aquella habitación, dormitorio y biblioteca a la
vez. había muchos objetos que impresionaron la mente caviladora de
Manuel: daguerrotipos borrosos de antepasados maternos; gruesos tomos de
amarillentas pastas de pergamino que contenían manuscritos ilegibles; un
sillón de suela estampada con las águilas de Carlos V en el respaldar; un
medallón cubierto con un vidrio convexo en el que representaba una tumba,
bajo un ciprés hecho con cabello de mujer—de una mujer que don Emiliano
no había querido decirle nunca quién fue y que a Manuel se le antojaba
debió ser alguna novia cuya muerte fuera causa de la melancólica soltería
de aquél—cosas todas que hablaban de un pasado que en la imaginación del
muchacho se presentaba revestido de misterio y de dolor.
En aquella pieza, mientras sus hermanos correteaban afuera, pasaba
Manuel la mayor parte del día; ya recibiendo las lecciones que le daba don
Emiliano; o conversando con él, cuando el estudio concluía; o asomado a la
ventana, cuando el viejo, más taciturno que de ordinario, se recogía al sillón
de las águilas imperiales, y reclinando la cabeza, dejaba vagar por las cosas
que le rodeaban una tierna mirada de despedida.
Fueron aquellas horas muertas las que más influyeron en la vida de
Manuel. A través de los gruesos barrotes de la ventana poníase a
contemplar el paisaje, largamente. La plaza sin árboles, de tierra seca y dura
donde reverberaba un sol tórrido, la ruina histórica del antiguo convento
convertido en fortaleza en un trance de la guerra de la Independencia, y por
detrás de los muros derruidos, a través de los boquetes abiertos en ellos, las
varas desnudas y rispidas del cardonal, alzándose sobre la tierra brava y
yerma, como brazos de sedienta multitud que implora el agua del cielo.
¡Aquel cielo impasible! ¡Azul! ¡Azul!
Entonces la imaginación de Manuel se abandonaba invariablemente al
mismo fantaseo; era una llanura salitrosa donde centelleaba el sol como
sobre un vidrio; él corría por ella, aprisa, desesperadamente, para no sentir
el fuego de la tierra que abrasaba sus plantas; a veces pasaba una nube y él
se guarecía en su sombra movible, corriendo dentro de ella, hasta que la
nube se deshacía carmenada por el viento de las alturas y la sombra se
desvanecía bajo sus pies.
Don Emiliano, que en sus mocedades había sido poeta, interpretó este
pertinaz fantaseo del muchacho:
—Esa sombra de nube es tu imaginación que te llevará tarde o temprano
lejos de aquí. Tú eres también del número de esos que necesitan irse.
Y fue así como prendió en el cerebro de Manuel, desde muy temprano,
la idea de abandonar la ciudad natal.
Por las tardes, a la hora del torco, los amigos de don Pedro Alcor
formaban tertulia frente a la botica. Sentábanse en sillas de cuero en el
medio de la calle, porque por allí no había tráfico que pudiera interrumpir y
hablaban generalmente del pasado, puesto que el presente de aquella ciudad
no daba asunto para media hora de conversación, como no fuera sobre
motivo triste o desagradable.
—Se está muriendo ya Juan Alcober.
—La hermaturia está jugando garrote con nosotros: hoy cayó enfermo
Matías Hernández.
—Este verano nos va a dejar en la ruina: se han perdido todas las
siembras.
—Acabo de recibir carta de los muchachos donde me dicen que en esta
semana han muerto treinta reses. El gusano está destruyendo la cría.
—Se declaró en quiebra Cosmito Ruiz.
—Hoy se fue el hijo de Jerónimo Hortal. Mañana se van los de Tomás
Fuentes. ¡Los pobres viejos! Los muchachos nos están dejando solos.
Manuel, como oyera estos lamentos, sentía que el pecho se le oprimía y
se alejaba de allí, echando a andar invariablemente por un sendero que se
perdía entre los cardonales, en donde la brisa del mar cercano parecía cantar
motivos de sirena.
Y don Pedro Alcor, viéndolo alejarse, decía, ahogándose en ira su dolor:
—Este también me dejará. ¡Federación! ¡Federación!
En este ambiente formóse el carácter de Manuel, alimentándose de
amarguras; así llegó a la adolescencia con un inmoderado hábito de soledad
y un propósito único, absorbente: escapar de aquella ciudad mortal de
donde emigraban todos los hombres fuertes.
Era una desbandada trágica que iba dejando sin cerebro y sin brazos la
provincia, en la cual, a la postre, sólo quedaría el regazo de los incapaces y
de los mediocres: marchábanse a las selvas caucheras del interior los que se
sentían aptos para arrostrar peligros y fatigas físicas e iban a hacerse ricos,
poniendo en la aventura el riesgo de las vidas; a Caracas, los que se
encontraban fuertes por la inteligencia y aspiraban a imponerla y a triunfar
en las ciencias, en las artes o en la política.
Manuel los veía escapar y esperaba su turno, encerrándose en sí mismo,
refugiándose en la esperanza de su liberación, a fin de que aquel ambiente
letal no alcanzara su espíritu, lleno de grandes ambiciones para las cuales
era irrisorio teatro el mezquino recinto de la ciudad muerta.
Por las tardes se reunía con unos amigos y sentados en el malecón de un
antiguo puerto, a orillas del río, hablaban de aquel tema único: la fuga, la
necesidad de la fuga, mientras el agua dorada de crepúsculo resbalaba
suavemente ante sus ojos, como una lenta sangría que vaciase el herido
corazón de la tierra.
Eran sus amigos un literato y Juez de Distrito, casado y con hijos, que
trabajaba hacía años, en las horas que la profesión le dejaba libres, en una
novela de la época de los solitarios de la Tebaida, y un hombre de acción
que en la ciudad pasaba por chiflado. El novelista y juez era un producto
esporádico de soledad y aislamiento que había levantado y nutrido su
inteligencia sobre el ras de la incultura ambiente, a costa de un silencioso y
heroico tesón, y hablaba dolorosamente de su vida fracasada, de la atrofia
de su voluntad depauperada por la falta de estímulos, de la tristeza de su
torre de marfil, en la cual estaba condenado a permanecer, como los
solitarios de Tebaida, viviendo de la aspereza del yermo. El hombre de
acción era un haz de nervios siempre vibrante y la persona más cerril del
mundo. Marino en sus mocedades y de profesión mecánico, merecía las
rechiflas de sus conciudadanos por haberle dado por construir un barco de
vapor en un astillero improvisado por él mismo a orillas del río. El yate, en
el cual trabajaba hacía varios años, estaba concluido y sin embargo nadie
creía en él; el escepticismo de la ciudad no permitía dar crédito a los ojos y
a la obra del compatriota que era comidilla de las burlas de todos.
La diversidad de propósitos no impedía la buena inteligencia entre
Manuel, el novelista y el armador, pues los mancunaba el ansia de los más
amplios horizontes para sus actividades. Cada cual esperaba su hora: el
mecánico, la de la botadura del yate que lo llevaría río abajo, hacia el mar
libre; Manuel Alcor, la de la muerte del tío Emiliano que le había suplicado
que no los abandonara mientras él no concluyese su vida… Sólo el
novelista pensaba sin esperanzas en la posible liberación: ¡tenía cinco hijos!
¡Su suerte estaba echada.
Así transcurrió el tiempo. El tío llegó a su término con el corazón
dilatado por la hipertrofia y murió, agradeciendo a Manuel el sacrificio que
había hecho, pues sabía cómo era de incontenible su deseo de escapar. Días
después éste comunicó a sus padres su determinación de marcharse a
Caracas, en busca de su porvenir.
Don Pedro Alcor le respondió, poniendo en sus manos un poco de
dinero que sacara de uno de los tarros vacíos de la botica:
—Ya lo esperaba. Toma, hijo. Esto lo he ahorrado para tu viaje. Que
Dios te ayude—y luego a su mujer, que se enjugaba las lágrimas—: Es
natural, Amelia. Los muchachos no se pueden inutilizar aquí.
Pero a la tarde en la hora del torco, dijo a sus amigos, restregándose los
ojos que le hacían traición:
—¡Se va Manuel el mío!
Para entonces el yate acababa de ser echado al agua y su dueño se
proponía hacer un viaje de prueba hasta La Guaira. Manuel aceptó la
invitación que le hiciera, pues esto le ahorraba un gasto gravoso para su
escaso peculio.
Una tarde levaron anclas ante una multitud de curiosos que todavía no
querían convencerse de que la obra del coterráneo fuese una embarcación
como otra cualquiera y habían acudido a presenciar la tentativa, seguros del
fracaso, y apercibidos para reírse a sus anchas.
Entre ellos sólo uno tenía fe: el novelista de Tebaida, a quien impidiera
emprender aquel viaje, ni siquiera por ida y vuelta, la circunstancia
intempestiva de hallarse su mujer en trance de alumbramiento; y cuando el
barco desapareció tras una vuelta del río, dejando sobre el agua obscura la
humareda que brotaba triunfal por su chimenea, entre los espectadores
burlados y atónitos, se oyó su voz descorazonada que decía:
—¡Los últimos fuertes! ¡Ya se han ido todos!

Caracas, 1919
LA ENCRUCIJADA[23]
Ante el escritorio donde la hermana, después de poner orden en la baraúnda
de la papelada, acababa de colocar un búcaro colmado de frescas rosas.
Reinaldo se disponía a la tarea de aquel día, que al despertar había saludado
como a uno de los más felices de su vida.
Sentía retozar en sus nervios y en sus músculos el ansia de jubilosos
esfuerzos; mas, para aquella ansiedad deseaba, en vez de la labor tranquila
y pensativa del escritorio, el convite de una cresta del Avila coronado de
azul; o de un trozo de mar con brisas y horizontes hacia los cuales romper,
con la quilla del pecho ufano, en poderosas brazadas, la blanda y fresca
resistencia del agua; o también una aventura galante, discreta y escabrosa,
en el término de la cual estuviese una segura promesa de amor,
resplandeciendo en los ojos ardientes de una mujer, como una bandera
sobre una cumbre; o ya la bandera misma, la bandera de la Patria, sobre una
altura erizada de riesgos mortales y que él debiera coronar a fuerza de
egoísmo y de sangre, invitándolo al asalto, como una promesa de amor en
los ojos de una mujer.
Pero había que terminar aquel Manifiesto, darle forma definitiva. Su
triunfo de la víspera —porque su conferencia había sido un triunfo cabal—
y la promesa que hiciera en la última frase, le imponían la obligación de
trabajar, de presentar cuanto antes lo que había ofrecido dar como una
contribución suya en aquella obra que se proponía realizar la Asociación de
Conferencistas. “…Y yo prometo grandes cosas”. Así había rematado su
conferencia, entre los aplausos entusiásticos del auditorio que llenaba la
sala de la Academia de Bellas Artes y que desde las primeras palabras
habíase mostrado subyugado por aquel joven que se erguía, bello y
tribunicio, sobre el fondo de epopeya de la “Penthesilea” de Arturo
Michelena y que sabía decir cosas hermosas y audaces.
No estaba bien seguro Reinaldo de lo que prometía cuando pronunció
aquellas palabras, y ahora, pasada la fiebre de la elocuencia, parecíanle
bizarra jactancia un tanto ridicula. Pero no podía tanto este resquemor como
para que turbase el íntimo saboreo de un sentimiento que estaba llenándole
el corazón, bullente como el agua en la cuenca sonora del cántaro.
Reteníale este sentimiento la pluma en las manos ociosas y parábale el
pensamiento en un ápice de orgullo, como un pájaro cumbreño sobre la
cresta de un picacho, en cuya dureza roquiza finca y prueba el temple de la
garra. Complacencia de sí mismo, certidumbre del propio valer,
sustentábanle el ala de ambición presta a tenderse por el dorado aire de la
gloria y dilatábanle la fantasía, ávida de dominio. Ya había dado el zarpazo
que le aseguraba la posesión de la presa: su triunfo fue el de un hombre ya
prestigioso y el de una inteligencia cuya revelación causó sorpresa y cuyo
señorío fincóse desde el primer momento en la opinión de la gente.
Pero tanto como esta aura de éxito, o más aún, acariciábale la juvenil
vanidad otra que empezaba a levantarse en su alma, olorosa como la brisa
que durmió en el jardín y el primer rayo de sol mueve y levanta. Recordaba
que cuando despejábase la sala de la Academia de Bellas Artes, mientras
los hombres se arremolinaban en las puertas pugnando por salir, y las
mujeres esperaban formando grupos alegres bajo los cuadros que cubrían
las paredes, él fue presentado en varios de aquellos grupos y en todos oyó
las mismas palabras galantes y triviales, con que lo felicitaban las mujeres,
mirándolo lánguidamente.
En uno de aquellos grupos el Ministro del Uruguay le presentó a unos
compatriotas suyos, recién llegados a Caracas.
—Doña Roxana Mendeville, poetisa. Su hermano Don Miguel
Mendeville.
Reinaldo cumplimentó:
—Ya la conocía de nombre. El periódico los saludó esta mañana.
La mujer sonrió haciendo un gesto gracioso. Tenía una belleza de esas
que no se advierten a primera vista. Un poco dura y desdeñosa la expresión,
así como la mirada de los ojos azules; pero cuando sonreía mostrábase su
belleza, como una bandera que se despliega.
El hermano era feo y repulsivo: alto, desgarbado, huraño, con una
arruga torva en mitad de la frente, la nariz enorme y asimétrica, y unos ojos
sombríos, de color indeciso, que no se fijaban nunca en el interlocutor.
Roxana Mendeville retribuyó la galantería de Reinaldo:
—Hacía tiempo que ardía en deseos de oír cosas tan bellas y cálidas
como las que usted acaba de decirnos.
Hablaba con una voz cantarína, ceceando graciosamente.
El Ministro agregó:
—Y sólidas, sesudas. ¡Oh! Si todos los hombres tuviésemos el
entusiasmo y la fe en los grandes ideales que posee el señor Solares.
Reinaldo se inclinó.
—Es mi único mérito.
—Que vale por todos —dijo Roxana—, Para mí no hay virtud mayor.
—Ya, ya —murmuró el hermano con voz desapacible—. Roxana quiere
que todos seamos héroes.
Aquellas palabras no disimulaban ser el desahogo de un secreto
despecho del hombre torvo, y Reinaldo vislumbró tragedias a través de
ellas.
—¡Vamos! Exageras un poquitín. ¿Héroes? Bueno; cuando se puede
ser, mejor es.
—Siempre se puede ser —díjole Reinaldo—. Cuando no se puede se ha
de procurar por lo menos.
—Estamos de acuerdo.
Y la mirada de los ojos azules se hizo relampagueante.
Miguel Mendeville chasqueó la lengua, visiblemente contrariado. La
hermana púsole una mano en el hombro huesudo y dijo con mimo maternal:
—Mi hermano es un sincero, señor Solares. Manifiesta a todo trance lo
que siente. Y es nirvanista. Créame usted. Asegura que la suma sabiduría
está en no hacer nada.
Y concluyó riendo, con una risa sonora que le arreboló las mejillas,
echando hacia atrás la cabeza y poniendo la diestra enjoyada sobre el
descote que dejaba ver la carne suave y blanca del seno.
—La filosofía da para todo —dijo el Ministro. Y reparando que la sala
había quedado sola:
—Han de cerrar. ¿Vamos?
Mientras salían, Roxana hablaba:
—Mire usted, señor Solares: Mi hermano ha exagerado un poco al decir
que pretendo que todos los hombres sean héroes. Pero, le diré a usted, son
tan escasos los hombres verdaderamente hombres que he encontrado, que
tengo hambre de toparme con uno que… ¡Vaya! ¡Que sea hombre de veras!
Y como ya habían llegado a la puerta donde el coche los esperaba:
—En fin, señor Solares. Espero que tendremos el placer de verlo por
nuestra casa. Por lo pronto en el hotel. No sabemos si después cambiamos
de domicilio, porque, a la verdad, aquello… ¿Pero qué iba a decir? Mire
usted que ponerme a hablar mal… ¡Ja, ja, ja! Buenas noches, señores.
Reinaldo permaneció hablando con el Ministro. Este decíale:
—Es una mujer singular. Acaso un poco aventurera; pero inteligente.
¡Exquisita! La conocí en el Perú, el año pasado, y esta es la segunda vez
que me la encuentro en el camino.
Y cuando Reinaldo se separó del Ministro llevóse en los oídos la
sensación persistente de aquella voz cantarína y en el alma, más que nunca,
el deseo de ser héroe.
Ahora, ante el escritorio, con la pluma ociosa en una mano y la frente
apoyada en la otra, luchaba por enderezar sus pensamientos hacia el
Manifiesto que habría de escribir; pero las ideas escurríansele de la mente y
la visión de unos ojos azules en los cuales resplandecía una promesa
arrobadora, llenábanle el alma con un largo y dulce mirar.
Imposible pensar…
Los días anteriores habían sido laboriosos… ¡Y aquella mañana de
sol!… ¡Qué limpia la cumbre del Avila!… ¡Ea! ¡Ya habría tiempo para
escribir!
Telefoneó pidiendo que le mandasen el caballo. Sentía la necesidad
orgánica de gastar en violentos esfuerzos aquella superabundancia de
energías que electrizaba sus nervios.
Bajó por una de las calles que conducen a El Paraíso y una vez allí puso
la bestia al galope. Bien pronto, aprovechando la soledad del paseo y
enardecido por la frescura de la mañana abrileña, plena de luz gloriosa,
lanzóse en una carrera desenfrenada por la avenida larga y ondulante, a
trechos entoldada de árboles que de una a otra acera unían sus copas, a
trechos en pleno sol, y ya llegaba al extremo del paseo cuando vio que por
allí venía, en dirección opuesta, una amazona al galope.
Era Roxana Mendeville.
Reconociéronse al pasar y ambos detuvieron los caballos para mirarse.
Reinaldo saludó. Acercáronse al paso de las bestias jadeantes. Y Reinaldo,
empinado sobre el estribo, con el sombrero en una mano y la otra tendida
hacia la que ella le ofrecía, díjole:
—Está escrito que ha de ser usted para mí la mujer de las sorpresas.
—¿Sí? Usted dirá por qué.
—Anoche se me reveló en una faz inesperada de su personalidad; hoy
en otra.
—Efectivamente, mi personalidad tiene faces muy distintas.
—Anhelo conocerlas todas. Seguramente no tendré por qué
arrepentirme.
—Es usted galante.
El traje de amazona sentábale divinamente. Montaba con elegancia y
soltura de jinete experto y poniéndose la mano a la altura de los ojos para
resguardárselos del sol que le daba de lleno en el rostro, manteníase en una
actitud que hacía resaltar la gallardía de su cuerpo hecho de líneas puras. En
la sombra de la mano, la sonrisa refugiábase como un pájaro en la fronda.
—Celebro la casualidad de este encuentro —díjole Reinaldo—. Aunque
debo lamentar que haya sido tardío. ¿Va usted de regreso ya?
—¡Oh! No. La mañana me pertenece. Si usted quiere ser tan amable nos
llegaremos hasta ese pueblecito que se ve desde aquí y así me servirá usted
de cicerone.
—No habrá cosas dignas de mostrárselas.
—Desde luego dicho está que se compromete usted a no hablar mal de
su tierra.
—Por oírsela defender a usted hablaría mal de ella.
Miráronse a los ojos. Una mirada rápida y eficaz como una centella.
Entregándose a sus especulaciones habituales, Reinaldo pensó que aquel
súbito encuentro de las miradas, llenas de mutuas revelaciones, había sido
decisivo: acaso desde aquel momento toda su vida giraría en torno de la
lumbre alucinante que despidieran los ojos misteriosos de aquella mujer,
que se le había aparecido la víspera en el preciso momento en que, al cabo
de tantas vacilaciones y desviaciones, su voluntad parecía haber tomado por
fin el rumbo definitivo.
Este pensamiento trajo a su mente el recuerdo de una frase dicha por él
a otra mujer, allá por los años de la adolescencia: “—Busco el rumbo de mi
vida; la definitiva orientación de mi espíritu”.
Reconstruyó el momento; fue a orillas del mar. El agua infinita y
resonante se movía bajo el ala del viento y todo el mar parecía correr hacia
el poniente incendiado en el resplandor de la puesta de sol. contra cuya viva
lumbre destacaban sus mástiles desnudos dos barcas que estaban al pairo
cerca de la costa. ¡Ni una vela en el horizonte! ¡Ni un rumbo marcado en
aquella desolación de infinitos! ¡Tan sólo aquellas dos barcas cuyos
mástiles trazaban sobre el crepúsculo los signos vacilantes de los destinos
detenidos!
Vio en ello un símbolo de su vida y sintió la angustia de los que
descubren de pronto en las tinieblas de la noche que han perdido el camino.
Ahora, al cabo de tantos años gastados en buscar la senda por donde lo
llamaba su destino, otra vez se encontraba en la encrucijada, en la perenne
encrucijada de la incertidumbre de sí mismo.
Estas reflexiones comenzaban a ensombrecerle el ánimo cuando la voz
cantarina y melindrosa de la extranjera resonó:
—¿En marcha?
Pusieron los caballos al paso, hacia el pueblecito que se divisaba desde
allí entre los cañaverales de la hacienda que le da nombre, agua y sustento.
A la entrada del pueblo un caserío desparramado sobre el terreno
sequizo: sórdidos ranchos de techumbre de paja entre cercados de tunas y
cardones. Circulaba por allí gente desarrapada, en la tierra escarbaban
animales y muchachos en hambrienta camaradería.
En las empalizadas secábanse lamentables harapos; en los interiores,
diverso trajín e idéntica miseria: aquí una mujer que lavaba batiendo
ruidosamente los trapos percudidos, contra las piedras del embostadero; allí
otra que, arremangada, amasijaba el pan con rápido movimiento de las
manos; a veces una que se entretenía en hurgarle los piojos a una
muchachita de cabellos hirsutos, como un haz de chamizas; o una que. más
desocupada, sentada a la puerta del cubil, hablaba hacia dentro a alguien
que no respondía, dando la impresión de que hablase a solas. Entre todos
los oficios, esta holganza era lo más frecuente; en casi todos los bohíos
había gente ociosa, sentadas a la sombra exigua de los aleros o en los
escaños de las puertas, mano sobre mano y la mirada hundida como en una
suprema abstracción dolorosa. Y este sinquehacer de la absoluta miseria
condensaba en los interiores un ambiente de paz imperturbable.
Más adelante comenzaba el pueblo, propiamente. Predominaba el ocre
en la calle sin empedrar y en las fachadas de las casas inconclusas y de las
que nunca serían concluidas, por los huecos de cuyas puertas y ventanas
entreveíase un cielo de añil crudo o trozos de un paisaje que adquiría, por la
virtud del marco, un prestigio singular. Excitado por el violento ejercicio
que hiciera y por la presencia de la mujer, Reinaldo habló copiosamente.
—¿Quería usted que yo le sirviese de cicerone? Para desempeñar mi
papel tendría necesidad de mostrarle, como única cosa importante, la
sencillez misma de esta vida y de estas almas. Mire usted: todas las puertas
se abren indiscretas divulgando el secreto de los interiores, al pasar nos
detenemos a mirar hacia adentro y ya habrá visto usted, cómo el asombro y
la curiosidad de adentro proporcionan motivos estupendos para cuadros
sugerentes. Allí fue un grupo de niños que se' asomaron a vernos; aquí,
estas mujeres que hablan con palabras que no oímos, mientras trabajan.
Todas se sorprenden de nuestra espectación y probablemente se
preguntarán: ¿Qué verán tanto para adentro? Y nos miran a su vez, como
para que no les robemos sin darse ellas cuenta, el secreto de su vida interior,
y algunas sonríen, quizás burlándose de nosotros; pero les agradecemos la
sonrisa, que también supo ser bella. Sin embargo, preferimos verlas trabajar
sin que nos sorprendan, seguramente porque tenemos algo de ladrones.
Algunas lo han comprendido y han mandado a cerrar las puertas… Otras
veces no hemos podido ver la vida; pero siempre hemos encontrado algo
sencillamente bello: patios bañados de sol, un poco de azul por encima de
los tejados, un gajo florido en el aire claro! Y como nuestros ojos, nuestros
oídos también han sorprendido algo, al pasar: trozos de conversaciones
familiares, de uno de esos diálogos sin asunto, empezados nadie sabe
cuándo y que concluyen con la vida misma. Rendijas del alma a través de
las cuales entrevemos interesantes episodios, tragedias quizá, donde
seguramente no hubo sino un acontecimiento vulgar; pero el claro
destacarse de las figuras sobre el fondo en penumbra de la sala y los valores
del escorzo en los rostros inclinados sobre la labor cotidiana, tienen tal
virtud escénica que convierten la frase más sencilla en frase trascendental.
No hemos visto nada todavía y sin embargo hace rato que estamos viendo la
única cosa interesante que existe sobre la tierra: la vida simple, la vida de
todos los días, hermética en su sencillez; pero colmada de sugerencias. La
que no tiene finalidad aparente ni se manifiesta con aparato, la que asemeja
al hombre con el tallo de hierba que da su flor sin saberlo ni desearlo. Pero
de esta vida, a la vez interesante y trivial, no poseeremos jamás el secreto.
Abrimos las puertas cerradas, nos insinuaríamos para sorprender en las
almas el minúsculo pensamiento que alegra o tortura; pero nada
lograríamos. La vida, huraña, se escaparía a sus refugios inabordables y no
encontraríamos angustia que no sonriera para engañarnos, ni alegría que se
atreviese a ser risueña.
Roxana lo escuchó sorprendida. Aquellas extrañas palabras le habían
infundido un sentimiento inefable. Preguntóse para sus adentros, ¿quién
sería aquel hombre que hablaba así?
En esto habían llegado a una plazoleta cercada con palizada de alambre,
entre la iglesia y la jefatura civil. Reinaldo la invitó a bajar y ella accedió.
En la plazuela, sola, silenciosa, discurrían por los senderos abiertos
entre las hierbas, dos palomas picoteando, solícitas. Aún a riesgo de
ahuyentarlas traspasaron el cercado dentro de cuyo recinto se hacía más
grata la quietud aldeana. Un momento el vuelo de las palomas asustadas
crepitó en el aire; luego se restableció el silencio. Para gozarlo mejor,
sentáronse en un canto de piedra tumbado bajo un cedro, a manera de
banco.
En la calle, junto a una alcantarilla, esperaban pacientemente mujeres y
muchachos mientras un hilillo de agua, turbio y moroso, iba llenando, uno a
uno, los cántaros. Los que esperaban su turno miraban en silencio y
fijamente el agua. De la iglesia salió una mujer con medallas al pecho;
dentro de la jefatura se conversaba monótonamente; desde las puertas de las
casas próximas los moradores del lugar observaban a los forasteros con la
misma expresión azorada y furtiva de las palomas que habían vuelto al
sendero. En el aire diáfano los colores tenían una nitidez y una frescura de
cromo; cromo de aldea donde apenas faltaba la típica figura del cura
bonachón y vejete, en la socorrida actitud paternal: bendiciendo a un niño
arrodillado.
Reinaldo, cuyo había sido este pensamiento, tornó a decir:
—¡Qué fracaso si apareciera! Por momentos espero verlo asomarse y
me lo imagino paseándose por el altozano, o dentro del jardincillo,
componiendo un sermón, porque entre las jactancias de esta parroquia no es
la de menos ésta de tener un cura elocuente, tribunicio, y nada más natural
que, siéndolo, saliera a componer el sermón al jardín de la iglesia, en una
mañana tan fresca… “La paz sea con vosotros” ¿de qué manera mejor
podría comenzar el sermón? ¡Es tan apacible el lugar! ¡Discurre aquí la vida
tan serenamente! ¡Pero de cierto que el orador ha agotado este evangélico
motivo y hay que buscar otro, nuevo y más humano. Si sucediera algo…
¡Un escándalo! Yo sé que el cura discurre de preferencia sobre los sucesos
de la parroquia, sobre todo si le dan oportunidad para fustigar a los
feligreses con una dura máxima de moral cristiana. ¿Pero, qué escándalo se
atrevería a profanar esta quietud?
Roxana lo interrumpió para colaborar en aquel juego de la fantasía de
Reinaldo que le era grato a ella:
—Supongamos que una mañana aparece en el pueblo una mujer
hermosa… ¡Vamos! Y casquivana.
—Justamente. La pecadora ha venido en busca de descanso, ¿no es eso?
—Y en el pueblo no se habla sino de ella: sus trajes vistosos y
descocados, sus coloretes, la manera de recogerse las faldas, sus sombrillas
rojas como las amapolas…
—Perdón. Como las cayenas. Tiene más color local.
—Pues como las cayenas. Las madres cristianas y timoratas temen por
sus hijos en peligro…
—Y las muchachas no dejan de pensar en ella, y a veces se asustan de
sus propios pensamientos. ¡Lo que significaría para tantas de ellas aquella
perdida! La vida anodina, aburridora; la semana para el trabajo, el domingo
para la misa y el fastidio…
Y Roxana:
—Marta y María.
—Y si conocieran la evangélica elección de Jesús, ¡cuántas Marías! A
menos que en el sermón el cura se decidiera por Marta, aun a riesgo de
desacreditar a Jesús.
Roxana rió largamente y poniéndose de pie díjole a Reinaldo, como si
hablara a un camarada.
—Pues ahí tiene el sermón del señor cura que tantos quebraderos de
cabeza estaba costándole.
—Si no me ayuda usted no salgo del atolladero. Usted proporcionó el
motivo. En nombre del señor cura le doy las gracias.
Pero Roxana atendía a otra cosa.
—¡Calle! —dijo—. Todas las pueblanas se han asomado a sus puertas a
verme.
Una misma idea atravesó la mente de ambos y guardaron silencio. Al
cabo de un rato volvieron a un tiempo las cabezas. Miráronse a los ojos y
Roxana dijo:
—¿Nos volvemos?
—Si usted lo desea.
—Creo que ya hemos visto todo lo que había que ver.
—Y hemos sabido todo lo que había que saber.
Tornaron a mirarse largo espacio, hondamente. Turbóse ella y apartando
sus miradas cerró los ojos.
Reinaldo pensó en el brillo interior de aquellos ojos ocultos bajo los
párpados sedeños, como los diamantes dentro de los joyeles y vio su vida
entera girando en torno de aquella lumbre, frustrado el sueño, preterido el
ideal, que eran la sustancia misma de su ser.
Púsose en pie y echó a andar tras de Roxana, quien se había parado de
pronto diciendo:
—Vámonos.
PATARUCO[24]
Pataruco era el mejor arpista de la Fila de Manches. Nadie como él sabía
puntear un joropo, ni nadie daba tan sabrosa cadencia al canto de un pasaje,
ese canto lleno de melancolía de la música vernácula. Tocaba con
sentimiento, compenetrado en el alma del aire que arrancaba a las cuerdas
grasientas sus dedos virtuosos, retorciéndose en la jubilosa embriaguez del
escobillao del golpe aragüeño, echando el rostro hacia atrás, con los ojos en
blanco, como para sorberse toda la quejumbrosa lujuria del pasaje, vibrando
en el espasmo musical de la cola, a cuyos acordes los bailadores jadeantes
lanzaban gritos lascivos, que turbaban a las mujeres, pues era fama que los
joropos de Pataruco, sobre todo cuando éste estaba medio “templao”,
bailados de la “madrugá p’abajo”, le calentaban la sangre al más apático.
Por otra parte el Pataruco era un hombre completo y en donde él tocase
no había temor de que a ningún maluco de la región se le antojase “acabar
el joropo” cortándole las cuerdas al arpa, pues con un araguaney en las
manos el indio era una notabilidad y había que ver cómo bregaba.
Por estas razones, cuando en la época de la cosecha del café llegaban las
bullangueras romerías de las escogedoras y las noches de la Fila
comenzaban a alegrarse con el son de las guitarras y con el rumor de las
“parrandas”, al Pataruco no le alcanzaba el tiempo para tocar los joropos
que “le salían” en los ranchos esparcidos en las haciendas del contorno.
Pero no había de llegar a viejo con el arpa al hombro, trajinando por las
cuestas repechosas de la Fila, en la obscuridad de las noches llenas de
consejas pavorizantes y cuya negrura duplicaban los altos y coposos
guamos de los cafetales, poblados de siniestros rumores de crótalos,
silbidos de macaureles y gañidos espeluznantes de váquiros sedientos que
en la época de las quemazones bajaban de las montañas de Capaya,
huyendo del fuego que invadiera sus laderas, y atravesaban las haciendas de
la Fila, en manadas bravias en busca del agua escasa.
Azares propicios de la suerte o habilidades o virtudes del hombre,
convirtiéronle, a la vuelta de no muchos años, en el hacendado más rico de
Mariches. Para explicar el milagro salía a relucir en las bocas de algunos la
manoseada patraña de la legendaria botijuela colmada de onzas enterradas
por “los españoles”; otros escépticos y pesimistas, hablaban de chivaterías
del Pataruco con una viuda rica que le nombró su mayordomo y a quien
despojara de su hacienda; otros por fin, y eran los menos, atribuían el caso a
la laboriosidad del arpista, que de peón de trilla había ascendido
virtuosamente hasta la condición de propietario. Pero, por esto o por
aquello, lo cierto era que el indio le había echado para siempre “la colcha al
arpa” y vivía en Caracas en casa grande, casado con una mujer blanca y fina
de la cual tuvo numerosos hijos en cuyos pies no aparecían los formidables
juanetes que a él le valieron el sobrenombre de Pataruco.
Uno de los hijos, Pedro Carlos, heredó la vocación por la música.
Temerosa de que el muchacho fuera a salirle arpista, la madre procuró
extirparle la afición; pero como el chico la tenía en la sangre y no es cosa
hacedera torcer o frustrar las leyes implacables de la naturaleza, la señora se
propuso entonces cultivársela y para ello le buscó buenos maestros de
piano. Más tarde, cuando ya Pedro Carlos era un hombrecito, obtuvo del
marido que lo enviase a Europa a perfeccionar sus estudios, porque, aunque
lo veía bien encaminado y con el gusto depurado en el contacto con lo que
ella llamaba la “música fina”, no se le quitaba del ánimo maternal y
supersticioso el temor de verlo, el día menos pensado, con un arpa en las
manos punteando un joropo.
De este modo el hijo de Pataruco obtuvo en los grandes centros
civilizados del mundo un barniz de cultura que corría pareja con la acción
suavizadora y blanqueante del clima sobre el cutis, un tanto revelador de la
mezcla de sangre que había en él, y en los centros artísticos que frecuentó
con éxito relativo, una conveniente educación musical.
Así, refinado y nutrido de ideas, tornó a la Patria al cabo de algunos
años y si en el hogar halló, por fortuna, el puesto vacío que había dejado su
padre, en cambio encontró acogida entusiasta y generosa entre sus
compatriotas.
Traía en la cabeza un hervidero de grandes propósitos: soñaba con
traducir en grandiosas y nuevas armonías la agreste majestad del paisaje
vernáculo, lleno de luz gloriosa; la vida impulsiva y dolorosa de la raza que
se consume en momentáneos incendios de pasiones violentas y pintorescas,
como efímeros castillos de fuegos artificiales, de los cuales a la postre y
bien pronto, sólo queda la arboladura lamentable de los fracasos tempranos.
Estaba seguro de que iba a crear la música nacional.
Creyó haberlo logrado en unos motivos que compuso y que dio a
conocer en un concierto en cuya expectativa las esperanzas de los que
estaban ávidos de una manifestación de arte de tal género, cuajaron en
prematuros elogios del gran talento musical del compatriota. Pero salieron
frustradas las esperanzas: la música de Pedro Carlos era un conglomerado
de reminiscencias de los grandes maestros, mezcladas y fundidas con
extravagancias de pésimo gusto que, pretendiendo dar la nota típica del
colorido local sólo daban la impresión de una mascarada de negros
disfrazados de príncipes blondos.
Alguien condensó en un sarcasmo brutal, netamente criollo, la
decepción sufrida por el público entendido:
—Le sale el pataruco; por mucho que se las tape, se le ven las plumas
de las patas.
Y la especie, conocida por el músico, le fulminó el entusiasmo que
trajera de Europa.
Abandonó la música de la cual no toleraba ni que se hablase en su
presencia. Pero no cayó en el lugar común de considerarse incomprendido y
perseguido por sus coterráneos. El pesimismo que le dejara el fracaso,
penetró más hondo en su corazón, hasta las raíces mismas del ser. Se
convenció de que en realidad era un músico mediocre, completamente
incapacitado para la creación artística, sordo en medio de una naturaleza
muda, porque tampoco había que esperar de ésta nada que fuese digno de
perdurar en el arte.
Y buscando las causas de su incapacidad husmeó el rastro de la sangre
paterna. Allí estaba la razón: estaba hecho de una tosca substancia humana
que jamás cristalizaría en la forma delicada y noble del arte, hasta que la
obra de los siglos no depurase el grosero barro originario.
Poco tiempo después nadie se acordaba de que en él había habido un
músico.
Una noche, en su hacienda de la Fila de Manches, a donde había ido a
instancias de su madre, a vigilar las faenas de la cogida del café, paseábase
bajo los árboles que rodeaban la casa, reflexionando sobre la tragedia muda
y terrible que escarbaba en su corazón, como una lepra implacable y tenaz.
Las emociones artísticas habían olvidado los senderos de su alma y al
recordar sus pasados entusiasmos por la belleza, le parecía que todo aquello
había sucedido en otra persona, muerta hacía tiempo, que estaba dentro de
la suya emponzoñándole la vida.
Sobre su cabeza, más allá de las copas obscuras de los guamos y de los
bucares que abrigaban el cafetal, más allá de las lomas cubiertas de suaves
pajonales que coronaban la serranía, la noche constelada se extendía llena
de silencio y de serenidad. Abajo alentaba la vida incansable en el rumor
monorrítmico de la fronda, en el perenne trabajo de la savia que ignora su
propia finalidad sin darse cuenta de lo que corre para componer y sustentar
la maravillosa arquitectura del árbol o para retribuir con la dulzura del fruto
el melodioso regalo del pájaro; en el impasible reposo de la tierra, preñado
de formidables actividades que recorren su círculo de infinitos a través de
todas las formas, desde la más humilde hasta las más poderosas.
Y el músico pensó en aquella obscura semilla de su raza que estaba en
él pudriéndose en un hervidero de anhelos imposibles. ¿Estaría acaso
germinando, para dar a su tiempo, algún sazonado fruto imprevisto?
Prestó el oído a los rumores de la noche. De los campos venían ecos de
una parranda lejana: entre ratos el viento traía el son quejumbroso de las
guitarras de los escogedores. Echó a andar, cerro abajo, hacia el sitio donde
resonaban las voces festivas: sentía como si algo más poderoso que su
voluntad lo empujara hacia un término imprevisto.
Llegado al rancho del joropo, detúvose en la puerta a contemplar el
espectáculo. A la luz mortal de los humosos candiles, envuelto en una
polvareda que levantaba el frenético escobilleo del golpe, los peones de la
hacienda giraban ebrios de aguardiente, de música y de lujuria.
Chischeaban las maracas acompañando el canto dormilón del arpa, entre
ratos levantábase la voz destemplada del “cantador” para incrustar un
“corrido” dedicado a alguno de los bailadores y a momentos de un silencio
lleno de jaleos lúbricos, sucedían de pronto gritos bestiales acompañados de
risotadas.
Pedro Carlos sintió la voz de la sangre; aquélla era su verdad, la
inmisericorde verdad de la naturaleza que burla y vence los artificios y las
equivocaciones del hombre: él no era sino un arpista, como su padre, como
el Pataruco.
Pidió al arpista que le cediera el instrumento y comenzó a puntearlo,
como si toda su vida no hubiera hecho otra cosa. Pero los sones que salían
ahora de las cuerdas pringosas no eran, como los de antes, rudos,
primitivos, saturados de dolorosa desesperación que era un grañido de
macho en celo o un grito de animal herido; ahora era una música extraña,
pero propia, auténtica, que tenía del paisaje la llameante desolación y de la
raza la rabiosa nostalgia del africano que vino en el barco negrero y la
melancólica tristeza del indio que vio caer su tierra bajo el imperio del
invasor. Y era aquello tan imprevisto que, sin darse cuenta de por qué lo
hacían, los bailadores se detuvieron a un mismo tiempo y se quedaron
viendo con extrañeza al musitado arpista.
De pronto uno dio un grito: había reconocido en la rara música, nunca
oída, el aire de la tierra y la voz del alma propias. Y a un mismo tiempo,
como antes, lanzáronse los bailadores en el frenesí del joropo.
Poco después camino de su casa, Pedro Carlos iba jubiloso, llena el
alma de música. Se había encontrado a sí mismo; ya oía la voz de la
tierra…
En pos de él camina en silencio un peón de la hacienda.
Al fin dijo:
—Don Pedro, ¿cómo se llama ese joropo que usted ha tocao?
—Pataruco.

Abril de 1919.
PEGUJAL[25]

Pegujal es un poblacho triste y pobre, lleno de polvo y de moscas, lleno de


silencio y de modorra, lleno de infinitas amarguras grandes y pequeñas. Lo
rodean unos cerros tiñosos, de tierra empedernida y rojiza que van morir allí
en la entrada de los llanos, lo atraviesa un camino por donde se siente pasar
la taciturnidad de las pampas desiertas y antaño estuvo sentado en las
márgenes de un río que arrastraba un limpio caudal de mansas y abundosas
aguas.
En los cerros, mientras dura la estación de las lluvias, verdean y se
doran precarios maizales; por el camino transitan, de cuando en cuando,
quejumbrosos convoyes de polvorientas carretas, tardos arreos de burros
cansinos que marchan dejando en el aire un son de cencerros llenos de
melancolía o morosas puntas de ganado, con el cantar de cuyos pastores
pasa por el pueblo el alma doliente de las llanuras; del río, que buscó otro
cauce por tierras más generosas y se fue por él, sin que de la negligencia de
los pegujaleros pudiese salir un pequeño esfuerzo para retenerlo, poniendo
una mala estacada en la orilla que las aguas desbordadas lamieron y
desmoronaron durante años y años del río que espejeó la riente verdura de
la tierra feraz y por cuyas ondas se deslizaron las canoas colmadas como
cuernos de abundancia, sólo queda el lecho enjunto y fangoso que las
avenidas del invierno anegan de mortíferos cilancos.
La gente de Pegujal es gente hosca, pachorrenta, roída por minúsculos
rencores de una hoguera de odios ancestrales en cuyo rescoldo escarban los
espectros de las razas irreductibles, minada por un pesimismo hecho de
indolencia y misantropía, propensa a las marejadas de las pasiones violentas
y fugaces, trágica hasta en la alegría.
La vida de Pegujal es como un mollejón donde se amellan los filos
mejor templados del espíritu. Dentro de las casas: la muda tragedia de las
mujeres marchitas que tienen el aire triste de los animales amansados y
sufren, sin darse cuenta, la nostalgia de la ternura que no conocen; fuera de
las casas, la taciturnidad de los hombres royendo el hueso del trabajo sin
fruto; un perezoso golpe de azadón, de rato en rato, allá en el soleado
silencio del conuco; un sofocante trajinar por la encendida soledad de las
sabanas apacentando el rebaño famélico, a lo largo de los polvorientos
caminos conduciendo el arreo; un caviloso sinquehacer detrás del mostrador
de la pulpería por cuyas desiertas armaduras corren en paz los ratones.

Un día:
Honda modorra bajo la cruda luz canicular: la hoja está inmóvil en la
rama del árbol, se hace visible la reverberación de la tierra pedriscosa, se
siente cómo se va cerrando en torno al poblado el anillo de silencio de los
desiertos circundantes. Adormecen los perezosos ruidos que ahondan la
quietud aldeana: el mozo del talabartero; el canto del martillo sobre el
yunque del herrador; una conversación soporosa, que no se sabe de dónde
sale y parece llenar todo el pueblo, confundida con el bordoneo de las
moscas en el bochorno del resol; el monótono tictaqueo del telégrafo
denunciando el paso de mensajes que nunca se detienen allí, porque Pegujal
está olvidado del resto del mundo; el soñoliento tintinear de los cencerros
de las recuas que van levantando el polvo del camino; la honda melancolía
del cantar de los llaneros que vienen del llano adentro conduciendo la vaca
cansina:

¡despídete de tu comederooooo!.
que te llevan pa Caracas a cambiate por dineroooo…

Y así todos los días.

Una noche.
Es la noche de las tierras misteriosas bajo cuyo feérico esplendor
duerme la pampa solitaria y resuena la salvaje melodía de las selvas
vírgenes, la inquietante noche de las tierras malditas en cuyo alto silencio se
oye el gañido de la fiera en la espelunca, el grito de la víctima que cayó en
la emboscada, el anheloso reclamo de la lujuria infecunda y en cuya negrura
fosforecen los espantosos dientes de la sayona que aguarda al nocharniego a
la orilla del camino y lo invita a seguirlo.
Los hombres forman corrillos en los corredores de las pulperías. Se
cuentan sus trabajos: el arriero habla de los que pasó en los barrizales donde
se le atascaron los burros; el ganadero de las reses que se desgaritaron en la
sabana y de las que dejó despeadas a lo largo de su viaje de días y días
desde el hato remoto; el conuquero, de la candelilla que le destruyó las
siembras o del maizal que no cuajó las mazorcas porque no llovió
demasiado.
Y así todas las noches. Y cuando se recogen a sus casas, por el camino
que blanquea a la luz de las estrellas, alguno va diciendo:
—Pues sí, cámara, las mujeres son malas. Yo a la mía la quiero, pero le
ando adelante pa que no se me enrisque. Porque a las mujeres haceles sentí
la condición del hombre. ¡Ah, sí! Esa que le digo me tenía miedo: la
condená cargaba amarré en la pretina una cabulla de mi tamaño, pa que no
me le juera. ¡No me venga! Le saqué la zurda y toavía se está sobando la
jeta. Las mujeres son malas.
Así se ama en Pegujal.
Otras veces es una escena de sangre:
—Pues el hombre llegó y dijo: ¿Por aquí y que anda un tal Gregorio
Pinto, a quien no hay quién se le pare? ¡Ja, caramba! ¡Más vale que no lo
hubiera dicho! El indio Gregorio se le encimó y le dijo: Ese tal Gregorio
Pinto es éste. Y diciéndolo le zumbó el puñal por aquí, Dios me salve el
lugar. No dijo ni ñé… Pero digo yo: ¿qué necesidá tiene nadie de injurié a
los hombres?
Así se odia en Pegujal.
Otras veces, camino del velorio del amigo que ha muerto:
—Eso fue daño que le echaron. Dicen que fue el brujo de “Los
Lechozos”.
Así piensan en Pegujal.
II

Por mayo, cuando la Cruz del Sur se endereza en los cielos y con las
primeras lluvias comienza a llenarse el antiguo cauce del río y los cerros
carbonizados por el fuego de las rosas a revestirse del verde tierno de los
maizales, Pegujal sacude la murria que pesa sobre él durante todo el año,
como la pátina de polvo sobre las techumbres hasta que llega el invierno y
las lava.
Las campanas repican alborozadas y de los contornos acuden romerías
jubilosas. Es la fiesta del Santo Patrono. Fiesta religiosa y pagana a la vez,
que enfervoriza los ánimos taciturnos, provocando inquietantes explosiones
de alegría. En la iglesia el mujerío atento al sermón o al gangoso canturreo
de la misa; en la calle la fiebre del regocijo, amenazando a cada momento
convertirse en tragedia: gritos de borrachera, zumbido del populacho en los
garitos improvisados por dondequiera, en torno a las ruletas y montes de
dado, la algarabía de las galleras en las mañanas, la embriaguez de la
coleadera de toros en las tardes, el estruendo de los fuegos que se queman
por las noches en el altozano de la iglesia, dentro de un círculo de palurdos
que contemplan embobados la elevación de las bombas cuyas candilejas les
llenan de lívidos reflejos los rostros de pómulos filosos, el rumor de las
parrandas que recorren las calles al son decuatros y maracas, hasta el filo
de medianoche.
Una vez llegó a Pegujal una cuadrilla de toreros trashumantes de esos
que van de pueblo en pueblo, poniendo el miedo al servicio del hambre.
Eran matarifes desarraigados a quienes la casualidad de un lance feliz que
nunca pudieron repetir, sacó de sus mataderos. Entre ellos iba un español
que hacía el Tancredo.
Era un hombre bonito y presumido que gastaba perfumes, hablaba con
voz cantarína y tenía ambiguos modales afeminados. Por otra parte, era lo
que en Pegujal se llamaba un pretencioso: se desdeñaba codearse con el
populacho y hacía ascos a las groseras bebidas que le ofrecían, jactándose
de no tomar sino brandy Biscuit. A causa de esto le cambiaron el alias
torero que usaba, por el mote despectivo de El Biscuí.
Y comenzaron a odiarlo con la vehemencia de sus pasiones violentas,
que eran como el fuego sobre las sabanas tostadas por el verano rápido:
rápidas, arrolladoras, fugaces.
Tenían los pegujaleros un rudo concepto de la hombría y jamás se había
dado allí el caso de un varón que no lo fuese plenamente, con toda la
aspereza de los machos bravios y por lo tanto no podían soportar los
ambiguos modales del Biscuí; pero menos que todo podían perdonarle la
desdeñosa petulancia que usaba para con ellos, porque allí todo el mundo
tenía una exagerada noción de sí mismo y una idea brutal de la dignidad.
Así, pues, cuando supieron que el españolito haría al día siguiente la suerte
del Tancredo, suerte que, por lo demás, ellos no conocían y por lo tanto no
les parecía que valiese la pena, decidieron jugarle una broma pesada para
ponerlo en ridículo, que le sirviese de escarmiento para toda la vida,
“porque a los hombres no se les injuria así”.
Poniendo manos a la obra, una vez enterados del truco de la suerte,
fuéronse al corral donde estaba el ganado que los toreros habían de lidiar al
día siguiente, provistos del Judas de trapo que, según costumbre tradicional,
se quemaba en el pueblo para fin de las fiestas patronales, y escogiendo el
toro más bravo, que era el que le iban a soltar al Biscuí, pusiéronse a
amaestrarlo a fin de que embistiera al bulto inmóvil y blanco que le
inspiraba instintivo recelo.
La lumbre espectral de la luna bañaba el corral, en cuyo recinto el toro
embravecido derrotaba al espantajo, sostenido en el medio por una cuerda
amarrada en los tranqueros, sobre los cuales estaban los iniciadores de la
broma, restregándose las manos, satisfechos de su ingenio, experimentando
por adelantado la bestial voluptuosidad de la escena que al día siguiente
habrían de presenciar todos.

III

Y fue como lo habían previsto. Todo el pueblo se apiñaba sobre las


empalizadas coreando los lances de los toreros, celebrando con frenéticas
griterías las intenciones asesinas del toro que buscaba el cuerpo del lidiador
tras el engaño de la capa, insultando al que huía ante las astas mortales,
como si experimentasen la necesidad del espectáculo de la sangre saltando
en chorros hasta salpicarles las caras.
Por fin tocó el turno al Bisan. Apareció envuelto en un capote de seda
roja recamado de oro que lanzó, a la usanza toreril, a una ventana colmada
de mujeres bonitas, quedando en un traje de malla todo blanco que le ceñía
el cuerpo gallardo y bien formado.
De las empalizadas salió una lluvia de silbidos y de invectivas procaces;
pero el Biscuí no se inmutó y con una desdeñosa sonrisa en los labios fue a
subir en un escabel de madera también blanca que había hecho colocar en
mitad de la calle, frente a la puerta del toril.
Hubo un momento de expectativa; palpitaban los recios corazones de
los pegujaleros apercibidos para la emoción desconocida. De pronto un
estruendo de maderas que ceden a un empuje formidable: ha salido el toro.
Un toro lebruno, de enhiesto testuz coronado de astas agudas como
puñales. Se detiene un momento como si buscara al adversario, le vibra el
cuello en una crispación de los nervios tensos, le salta en los ojos la lumbre
de la fiereza; pasea las miradas por el gentío encaramado en las talanqueras
y las fija por fin en la estatua inmóvil que se levanta en mitad de la calle. Es
el adversario, lo reconoce: el mismo que excitó su furor en el claro de luna
del corral. Rápido se lanza sobre él, al acercarse vacila un momento,
gazapea, parece que va a huir, pero de súbito engrifa el pescuezo, se recoge
sobre sí mismo con los cuernos a ras del suelo, se dispara sobre el bulto
inmóvil y lo lanza por el aire…
Una gritería de espanto…, otros gritos que no se oyen…, la mueca de la
risa estereotipada en un gesto de horror…, un tropel de gente que se desgaja
de las talanqueras…
Unos, los que prepararon la broma, bracean y gritan al toro que acude a
recoger al Biscuí. El toro se detiene para encarárseles y los derrota contra la
empalizada; saltan los hombres atemorizados.
Fue cosa de segundos, pero bastaron para que los compañeros del Biscuí
le recogiesen del suelo y se lo llevasen al burladero manando sangre.
La noche. Se comenta el suceso. Uno pregunta:
—¿Tú lo viste?
—Sí. Está destrozado. No amanece.
Y otro, el que dio la idea de adiestrar el toro:
—Es que con los toros de aquí no se pueen hacé morisquetas. Ese toro
lebruno es una fiera.
Y los que sostuvieron la cuerda de donde pendía el Judas:
—Y diga usté que si no es por nosotros que le llamamos la atención al
toro, lo suelta frío ahí mismo.

Caracas, abril de 1919.


LA HORA MENGUADA[26]

—¡Qué horror! ¡Qué horror!


Clamaba Enriqueta, con las manos sobre las sienes consumidas por el
sufrimiento, paseándose de un extremo a otro de la sala, impregnada
todavía del dulce y pastoso aroma de nardos y azucenas del mortuorio
reciente.
—Ya me lo decía el corazón. No era natural que tú te desesperaras tanto
por la muerte de Adolfo. Si parecía que eras tú la viuda y no yo. ¡Y yo tan
ciega, tan cándida! ¿Cómo es posible que no me hubiera dado cuenta de lo
que estaba pasando? ¡Traicionada por mi propia hermana, en mi propia
casa…!
Amelia la oía sin protestar. Tenía el aire estúpido de un alelamiento
doloroso; sus ojos, que un leve estrabismo bañaba de languidez y dulzura,
encarnizados por el llanto y por el insomnio, seguían el ir y venir de la
hermana con esa distraída persistencia del idiotismo. Parecía abrumada por
el dolor de su culpa; pero no reflexionaba sobre ella; ni siquiera pensaba en
el infortunio que había caído para siempre sobre su vida.
Atormentada por los celos, trémula de indignación y de despecho,
Enriqueta escarbaba con implacable saña en aquella herida que era dolor de
ambas, arrancándole las más crueles confesiones a la hermana, quien las iba
diciendo dócilmente con la sencillez de un niño, llegando a un inquietante
extremo de exageración cuando Amelia le confesó que era madre.
¡Ella, que tanto lo deseara, no había podido serlo durante su
matrimonio! ¿No era el colmo de la crueldad del destino para con ella, que
tuviese que amargar más aún, con
el despecho de su esterilidad su dolor y su ira de esposa ofendida, de
hermana traicionada? ¡Esto sólo le faltaba: tener de qué avergonzarse!
Al cabo, la violencia misma de sus sentimientos la rindió. Lloró largo
rato, desesperadamente; luego más dueña de sí misma y aquietada por el
saludable estrago de su tormenta interior, le dijo a la hermana con una
súbita resolución:
—Bien. Hay que tratar ahora de ver si se salva algo: siquiera el
concepto de los demás. Nos iremos de aquí, donde todo el mundo nos
conoce y nos sacarían a la cara esta vergüenza. Nos instalaremos en el
campo hasta que tu hijo haya nacido. Y será mío. Yo mentiré y me prestaré
a la comedia para salvarte a ti de la deshonra.. 1 y…
Pero no se atrevió a expresar su verdadero sentimiento, agregando: y
para librarme yo de las burlas de la gente. Porque en aquel rapto de heroica
abnegación no podía faltar, para que fuese humana, el flaco impulso de una
pequeña pasión.
Amelia la oyó con sorpresa y se le llenaron de lágrimas los ojos que
parecían haber olvidado el llanto: su instinto maternal midió un instante la
enormidad del sacrificio que se le exigía. Respondió resignada:
—Bueno, Enriqueta. Como tú lo digas. Será tuyo.

II

Confundiéndolas en un mismo amor creció Gustavo Adolfo al lado de


aquellas dos mujeres que se veían y se deseaban para colmarlo de ternuras.
Era un pugilato de dos almas atormentadas por el secreto, para
adueñarse plenamente de la del niño que era dé ambas y a ninguna
pertenecía.
—¡Mi hijo! ¡Mi hijito…!
Decía Enriqueta, comiéndoselo a besos, con el corazón torturado por el
anhelo maternal que se desesperaba ante la evidencia de su mentira.
—¡Muchacho! ¡Muchachito!
Exclamaba Amelia, sufriendo la pena de Tántalo por no poder satisfacer
su orgullo materno ostentando la verdad de su amor.
Y a medida que el niño crecía aumentaba el conflicto sentimental que
cada una llevaba dentro del alma. Celábanse y espiábanse mutuamente:
Enriqueta siempre temerosa de que Amelia descubriese algún día la verdad
al niño; Amelia de continuo en acecho de las extremosas ternuras de la
hermana para superarlas con las suyas.
Por momentos esta perenne tensión de sus ánimos se resolvía en crisis
de odio recíproco. Acontecíales muy a menudo pasar días enteros sin
dirigirse palabra, cada cual encerrada en su habitación, para no tener que
sufrir la presencia de la otra, y cuando se sentaban a la mesa o, por las
noches, se reunían en la sala en torno al niño que charlaba copiosamente
hasta caer rendido de sueño sobre el sofá, una y otra lanzábanse feroces
reojos a hurtadillas de la criatura que hacía las veces de intérprete entre
ambas. A veces un simultáneo impulso de ternura reunía sobre la infantil
cabecita las manos de ellas que se encontraban y tropezaban en una misma
caricia: bruscamente las retiraban a tiempo que sus bocas contraídas por
duros gestos de encono, dejaban escapar gruñidos que unas veces
provocaban la hilaridad y otra la extrañeza del niño.
Pero la misma fuerza de la abnegación con que sobrellevaban la enojosa
situación no tardaba en derramar su benéfico influjo sobre aquellos espíritus
exasperados por el amor y roídos por el secreto. Bastaba que un donaire del
niño sacase a las bocas endurecidas por la pasión rencorosa, la ternura de
una sonrisa; mirábanse entonces largamente, hasta que se les humedecían
los ojos, y reconociéndose mutuamente buenas y sintiéndose confortadas
por el sacrificio, olvidaban sus mutuos recelos para decirse:
—¡Lo que debes sufrir tú…!
—¡Tú eres quien más sufre… y por mi culpa!
Eran momentos de honda vida interior que a veces no llegaba a sus
conciencias bajo la fotma de un pensamiento;
pero que estaba allí, como el agua de los fondos, dándoles la
momentánea intuición de algo inefable que atravesara sus existencias
revelando cuanto de divino tiene la entraña de la grosera substancia
humana; instantes de una intensa felicidad sin nombre que les levantaba las
almas en una suspensión de arrobamientos. Eran horas de santidad.
Y eran entonces los ojos del niño los que parecían que acertasen a ver
mejor estos relámpagos del ángel en las miradas de ellas, porque siempre
que aquello aconteció, Gustavo Adolfo se quedó súbitamente serio,
viéndolas a las caras transfiguradas, con un aire inexpresable.

III

Así transcurrió el tiempo y Gustavo Adolfo llegó a hombre.


Mansa y calmosa, su vida discurría al arrimo de las extremadas ternuras
de aquellas dos mujeres que eran para él una sola madre y en cuyas almas el
fuego del sacrificio parecía haber consumido totalmente las escorias del
recelo egoísta y del amor codicioso. Pero un día—él nunca pudo decir
cuándo ni por qué—, una brusca eclosión de subconciencia le llenó el
espíritu de un sentimiento inusitado y extraño; era como una expectativa de
algo que hubiese pasado ya por su vida y que, de un momento a otro,
hubiera de volver.
De allí en adelante acontecióle sentir esto muy a menudo, sobre todo
cuando viniendo de la calle, ponía el pie en su casa. En veces fue tan lúcida
esta visión inmaterial que llegó a adquirir la convicción de que toda su vida
estaba sostenida sobre un misterio familiar, que él no podía precisar cuál
fuese, a pesar de que. en aquellos momentos, estaba seguro de haber tenido
en el inequívocas revelaciones, allá en su niñez. Sobrecogido de este
sentimiento, que no se ocupaba de analizar, cada vez que entraba en su casa
deteníase en el zaguán, con el oído contra la puerta, espiando el silencio
interior, convencido de que algún día terminaría por oir la palabra que
descorriese el velo de su inquietante misterio.
Y la escuchó por fin.
A tiempo que él entraba en el zaguán oyó la voz airada de Enriqueta
diciéndole a Amelia:
—Y si no hubiera sido por mí, ¿qué sería de ti? Ni tu hijo te querría,
porque Gustavo Adolfo no te hubiera perdonado el que lo hayas hecho hijo
de una culpa. Me traicionaste, me quitaste el amor de mi marido…
—Pero te di mi hijo…, ¿qué más quieres? Te he dado lo que tú no
supiste tener. Me debes la mayor alegría de una mujer; oir que la llamen
madre. Y te la he dado a costa mía…
—¡Traidora…! ¡Mala mujer…!
—¡Estéril…!

IV

Han pasado años y años… Están viejas y solas… Gustavo Adolfo las ha
abandonado… Se revolvió del zaguán donde oyó la vergonzosa revelación
de su misterio y no volvió más a la casa… Lo esperaron en vano, aderezado
el puesto en la mesa, abierto el portón durante las noches… ¡Ni una noticia
de él! Tal vez había muerto…
Todavía lo aguardaban. El ruido de un coche que se detuviera cerca de
la casa les hacía saltar los corazones…, esperaban conteniendo el aliento,
aguzados los oídos hacia el silencio del zaguán… y pasaban largos ratos
bajo las puertas de sus dormitorios que daban al patio en una espera
anhelosa…, luego se metían de nuevo en sus habitaciones a llorar…
¡La vida rota! Destrozada en un momento de violencia por un motivo
baladí: años de sacrificio, dos existencias de heroica abnegación frustrada
de pronto porque a una se le cayó una copa de las manos y la otra profirió
una palabra dura. Así comenzó aquella disputa vulgar y estúpida en la cual
se fueron enardeciendo hasta concluir sacándose a las caras la mutua
vergüenza; y así terminó para ellas, de una vez por todas, la felicidad que
disfrutaban en torno al hijo común, y la santa complacencia de sí mismas,
que experimentaban cuando medían el sacrificio que cada una había hecho
y se encontraban buenas.
Ahora las atormentaba la soledad…, el silencio de días enteros,
martirizándose con el inútil pensamiento:
—¿Por qué se me ocurrió decir aquello?
—¡Dios mío! ¿Por qué no me quitaste el habla9 —¡Y todo por una copa
rota! ¡Quién pudiera recoger las palabras que no debió pronunciar!
—¡La hora menguada…!

Caracas, abril de 1919.


MARINA[27]
La costa, calcinada por el sol, se extiende larga y solitaria entre unos cerros
de tierra roja y árida como el yermo y el mar azul, de un azul pastoso que,
en violento contraste, luce sombrío bajo el resplandor del cielo blanquecino
y ardiente como una cúpula de zinc.
Más allá de los cocales, más allá de los uveros, cerca de la mole blanca
del cabo, en un paraje desolado y aspérrimo donde sólo medran recios
cardonales y breñas rastreras, cerca de la desembocadura de un torrente que
en la estación de las lluvias baja las montañas arrastrando un fango rojizo,
hay una vivienda solitaria con techumbre de palmas y cercado de tunas
bravas que la guarecen de los vientos del mar.
Cae a plomo la lumbre estante del meridiano: centellea en la arena de la
playa, vibra en el aire que tiembla a ras del suelo por entre las varas
espinosas de los cardos, reverbera en el caliche del promontorio, blanco y
siniestro como un osario y en el ocre violento de los cerros que, secos,
desnudos y agrietados, se internan costa adentro, y bajo aquella luz cruda la
salvaje majestad del paisaje desolado sugiere la abrumadora impresión de
las tierras por donde ha pasado el soplo de las maldiciones bíblicas.
Llena el ámbito el trueno del mar; a lo largo de la playa resuena
interminable el fragor del pedrusco arrastrado por la resaca… A intervalos
reposa el oleaje y entonces se oye hervir la espuma en las rompientes, y se
siente, tierra adentro, el angustioso silencio que asusta: por momentos
parece que se va a escuchar el terrible grito de un enorme dolor humano.
En la desembocadura del arroyo, semienterrada en el fango que arrastra
la última avenida, está la osamenta de un asno. En los costillares
descarnados quedan todavía adheridos unos cartílagos sanguinolentos, las
cuencas vacías de los ojos están vueltas hacia el mar, la dentadura enorme
sugiere la dolorosa expresión del último rebuzno. En torno crascitan y
sacuden las alas unos zamuros disputándose las últimas piltrafas. El hedor
de la osamenta se mezcla en el aire con las emanaciones marinas. Zumba en
el sol un enjambre de moscardones verdes.
En la orilla del mar están tres cabras negras: sus torvas pupilas exploran
el horizonte atentamente.
En el rancho, cerca de la puerta, está una mujer con las mejillas en las
manos, viendo hacia el mar, con la misma expresión estúpida de las cabras.
Como éstas, ella también se encuentra en presencia del misterio que no
escrutará jamás.
Adentro, tendido sobre una estera, yace un hombre muerto. La lumbre
vacilante de una vela le arroja sobre la faz, ya surcada de manchas
violáceas, una temblorosa claror macilenta y dentro de aquel halo espectral
que flota en la diurna obscuridad del cubil, como una aguamala, se levanta
bajo el sórdido harapo de la mortaja la comba del vientre, enorme, rotunda,
inquietante…
De cuando en cuando la mujer voltea para mirarlo y dice
invariablemente con la persistencia del idiota:
—Ya él descansó. Los pobres jacemos carrera muriéndonos.
Y vuelve a sumirse en su absorción, con las consumidas mejillas entre
las palmas de las manos y la vista clavada en un vago punto que parece no
estar en el espacio.
Bajo la garra de la tragedia no sentía la tortura del sufrimiento que
acelera y agudiza la vida espiritual; su alma primitiva y ruda como el
paisaje permanecía impasible en presencia del dolor y no había en su
corazón una fibra que diese la nota humana. Había sido la compañera de
aquel hombre que estaba pudriéndose ya sobre la estera, con él había
compartido la sórdida miseria y de él había tenido hijos; luego, cuando él
comenzó a tullirse y a hincharse, porque a causa de aquel daño que le
echaron las carnes le crecían día por día hasta reventar, ella trabajó por
ambos sin rebelarse, y, sin embargo, cuando lo vio morir no sintió que la
muerte le había arrebatado un amor. Ella no sabía lo que era un amor; su
vida estaba regida por instintos puramente animales; sobre su alma pesaba
el embrutecimiento de una raza que no tiene vida interior.
Así, cuando vio muerto al compañero, le echó encima todo cuanto
poseía, que era aquella colcha de retazos, encendió la vela del alma que
para el caso le había dado la comadre que vivía en el cerro y se sentó a velar
el cadáver, rezando de cuando en cuando el Credo, que era la única oración
que medio sabía. Así pasó la noche, sola, porque los muchachos estaban
muy pequeños y se echaron a dormir desde que obscureció, y la pasó
escuchando el tumbo del mar impasible y obscuro como su alma sepultada,
y pidiendo—no sabía precisamente a quién—que le deparase la manera de
enterrar al marido, cada vez que veía una exhalación desprenderse del cielo
y apagarse en el silencio al caer en el agua, porque ella había oído decir que
las exhalaciones son las almas que se escapan de los cuerpos de los que se
mueren y que, si al verlas se les pide algo antes de que se apaguen, siempre
lo conceden.
Pero ya había pasado el mediodía y aún no se lo habían concedido. Ni
un alma había transitado por aquellos sitios y ella había estado horas sobre
horas a la puerta del rancho esperando a que alguien pasase para suplicarle
que la ayudara en aquella necesidad.
Era todo cuanto se le había ocurrido para salir del trance.
Por otra parte, no podía hacer otra cosa: los muchachos estaban muy
pequeñitos y no sabían ir solos hasta el pueblo, muy distante de allí, y en
cuanto a ir ella misma a hacer las diligencias necesarias para el
enterramiento no era posible. ¿Cómo dejar solo al cadáver? Ella había oído
decir que cuando al lado de los muertos no hay una persona que rece “para
ahuyentar al enemigo malo” éste se apodera del alma que ronda en torno de
la casa mientras está el cuerpo en ella.
Por momentos le asaltaba un miedo bestial. Sentía pasar por encima de
su cabeza algo así como una racha helada y silenciosa que no soplara ni de
la tierra ni del mar, como un viento de otro mundo lleno de horribles
alaridos que no se oían y que le hacían la impresión de una ronda de
espectros que volaran en torno del rancho, con las siniestras bocas airadas,
gritando sin voz…
Sobre el cráneo se le erizaban las ásperas greñas y un friolento temblor
le sacudía el cuerpo sarmentoso; sus pupilas, dilatadas por el terror,
arrebañaban la soledad del paraje y se fijaban luego en el cuadro interior, en
el centro del cual iba creciendo y creciendo la comba del vientre del
muerto…
El viento marino había caído y la calma se hacía cada vez más pesada y
bochornosa. Las olas se retiraban antes de estrellarse en las rompientes con
un receloso murmullo de aguas prestas a hervir: la lumbrarada del sol iba
palideciendo en el aire; en la montaña se arremolinaban vapores
caliginosos; el vaho de la tierra sofocaba como el aliento de un horno; en el
ambiente aplomado las varas espinosas de los cardos se erigían más rectas;
más inmóviles… A lo lejos se escuchaban medrosos balidos de chivos que
bajaban corriendo por los peladeros… Dentro del rancho la llama de la vela
se alzaba derecha y larga, estremecida de abajo a arriba por una alucinante
vibración.
—¡La caldereta! —murmuró la mujer con un acento de angustia, presa
del malestar fisiológico de la sofocación que exacerbaba sus nervios tensos.
Se estremeció el aire; se levantaron de la tierra pequeños remolinos
fugaces de polvo; comenzó a hervir el agua en las rompientes, gimió el
cardonal y empezó a pasar la racha violenta y ardorosa…
La vela se apagó… En la semiobscuridad del rancho se destacaba
enorme la comba del vientre…
La mujer huyó atemorizada y corrió desesperadamente en busca de
alguien que la ayudase a salir de aquel trance. ¡Nadie! La costa solitaria se
extendía como el yermo bajo el soplo infernal de la caldereta. ¡Tan sólo
aquellas tres cabras negras que permanecían mirando el mar de una mañera
enigmática, que llegaba a ser inquietante a fuerza de ser absurda!
La mujer sintió que el espanto le helaba la sangre en las venas, y sin
poder quitar los ojos del extraño cuadro que formaban aquellos animales,
que no recordaba haber visto nunca por allí, comenzó a vocear llamando a
los hijos, que seguramente andaban por entre el cardonal, recogiendo las
frutas caídas para matar el hambre de dos días. Entretanto, adelantaba la
diestra hacia las cabras haciendo con los dedos la señal de la cruz.
—¡Bicho! ¡Bicho! ¡Toma la cruz!…
A sus voces acudieron los chicos. Eran dos arrapiezos ventrudos y
canijos en cuyas cabezotas se erizaban salvajes cabelleras de greñas hirsutas
y rojizas. Tenían los cuerpecitos cubiertos de costras de mugre y las caras
llenas de jugo meloso de las pitahayas. Uno de ellos traía en las manos
varias, que ofreció a la madre.
Esta los cogió por los brazos y le dijo al mayorcito, mostrándole las
cabras que eran para ella animales diabólicos:
—Tírales piedras pa que se vayan. A ti te juye el “enemigo malo”
porque eres inocente.
El niño no entendió las extrañas palabras y comenzó a lanzar piedras
contra las cabras; mas como no las alcanzara, éstas seguían inmóviles de
cara al mar.
—Vamos a rezá—dijo entonces la mujer, temblando bajo la violencia
de aquel terror supersticioso.
Arrodillada en la tierra y oprimiendo contra su pecho los fláccidos
cuerpecitos de los hijos, que la miraban asombrados de aquel espanto que
tenía pintado en el rostro salvaje, farfullaba con voz atropellada y anhelosa
la única oración que sabía, mirando alternativamente hacia el diabólico
grupo de la playa y hacia la puerta del rancho, a través de la cual se veía el
cuerpo tendido sobre la estera, con el enorme vientre creciendo,
creciendo…
Y en torno al grupo, la ardiente ráfaga del terral, maligna, ponzoñosa…
Cayó la tarde, el añil crudo del mar se trocó en púrpuras, en ópalos
resplandecientes, en suaves violetas, en opaco color plomizo, y vinieron las
sombras resbalando sobre las aguas y envolvieron la costa y treparon por la
montaña, hasta los picos más altos que se cernían allá, serenos y firmes, en
el azul puro del anochecer de las alturas…
Ya las cabras se habían ido a su aprisco y había, acabado de pasar la
caldereta; una brisa fresca soplaba de nuevo sobre la costa abrasada; pero
dentro del rancho, en torno al cadáver solitario, se espesaba la noche
horrible.
La mujer permanecía afuera, abrazada a sus hijos, viendo en su
imaginación enloquecida la comba fatídica del vientre, creciendo,
creciendo…
Sobre el mar, dulcemente, caían exhalaciones…

Caracas, mayo de 1919.


PAZ EN LAS ALTURAS[28]
En un paraje agreste y montuoso, al borde de una profunda barranca
festoneada de bravas malezas, hay una cabaña destartalada sobre cuya
pajiza techumbre hace tiempo que no se eleva el humo del hogar. En el
umbral está sentado un muchacho.
Es una criatura miserable y lastimosa: una cabezota sostenida por un
pescuezo inverosímil y erizada de sórdida pelambre sobre un cuerpo
desmirriado; el abdomen abultado, los brazos esqueléticos, las piernas
llenas de costras purulentas, con las rodillas enormes y los pies deformados
por el edema palúdico; el rostro impresionante, de piel mortecina y pegada
a los huesos, la boca descarnada y descubriendo la dentadura, las
escleróticas horriblemente amarillas en el fondo de las cuencas clavadas y
una sombra de dolor sordo y rabioso en las pupilas terrosas.
Permanece inmóvil y silencioso mirando por encima del mar de lomas
que llenan la inmensidad de la hoyada que se extiende ante su vista, hasta
una barrera de montes azules, lejanos y esfumados en los dorados celajes
del horizonte. Una pena agria y tenaz escarba implacablemente su pequeño
corazón, ya maleado por un odio irreflexivo a todo lo que vive y se agita en
torno suyo. Este sentimiento mantiene perennemente en su garganta un
nudo como de llanto presto a correr, pero las lágrimas nunca asoman a sus
ojos. A menudo salta de su pecho una oleada de rabia y entonces se le ve
crispar los puños y castañetear los dientes de una manera inquietante, hasta
que destrozando lo que cae al alcance de sus manos, el feroz acceso se
aplaca dejándole en un estado de somnolencia; otras veces son días enteros
dé humor sombrío que los pasa sin hablar, sentado en el quicio de la puerta
o tendido sobre la dura tierra, mirando derecha y fijamente algo fascinador
y terrible que parece estar delante de sus ojos. En tales estados de
hipocondría las sensaciones de su cuerpo minado por la enfermedad se
atropellan en su conciencia y acaban por hacerle perder la noción de sí
mismo. Primero un hormigueo que empieza en las plantas de los pies y va
invadiéndole todo el cuerpo, y son miríadas de bichos que le devoran, ya
muerto; luego una sensación horrible de plenitud interior, cual si las
entrañas empezaran a crecerle de pronto y aprisa, como él oye crecer los
cerros dentro del barranco en el silencio de las noches obscuras, cuando la
sofocación de su abdomen no le deja dormir; finalmente el vacío dentro de
su cabeza: un chirrido de millones de grillos que se van acercando, una
ronda loza de estrellas en torno de sus ojos; por último, un silencio
repentino, definitivo, que parece que no se va a acabar nunca… Y en medio
de todo esto, la visión pertinaz de un hombre, el carbonero, abrazando a la
madre de él que está tirada en un rincón del rancho, tiritando con el frío
precursor de la calentura…
Esta escena, presenciada ñor Felipe poco después de la muerte de su
padre, se había grabado en su memoria de tal manera, que, sin saber por qué
—puesto que nunca había reflexionado sobre lo que aquello significaba—
no podía ver a lá madre sin que se le representase como aquella noche la
vio, estrechada entre los brazos del carbonero, que le tenía las negras
manazas puestas sobre la espalda.
De aquí la sorda repulsa que Felipe abrigaba contra su madre, en su
pequeño corazón ya maleado. En vano se esforzaba ella por sacarlo del
mutismo en que se encerraba y como, por otra parte, jamás lo procuraba de
manera afectuosa, sino dirigiéndole palabras duras o descargando recios
golpes sobre sus quebrantadas carnes, la secreta repulsa del muchacho se
fue convirtiendo en odio feroz, que a veces se le encrespaba dentro del
pecho con una violencia tal que lo lanzaba contra ella, enceguecido con los
puños crispados y mostrando los dientes que le crujían con un ruido
siniestro.
Al principio, cuando esto sucedía, la madre le sofocaba la ira bajo una
lluvia de golpes que, por fuertes que fuesen, no le arrancaban nunca una
lágrima: aullaba como un animal acosado y se revolcaba en el suelo, al cabo
de lo cual se quedaba horas enteras inmóvil como un muerto; pero después
la madre adoptó otra actitud que lo exasperaba más; dejó de pegarle,
limitándose a cogerle los brazos, hasta que vencido por la violencia de la
cólera que derramaba en su organismo un soporoso tóxico, se desplomaba
sobre la tierra y caía en su enfermiza somnolencia. Entonces la mujer se
alejaba de él, murmurando con un acento medroso:
—¡Ave María Purísima!
Al mismo tiempo comenzaron a ser más y más largas las ausencias de la
mujer fuera del rancho. Días enteros se pasaba en el monte, adonde se iba
de mañana en busca de un haz de leña o de los jojotos que robaba en los
conucos para venderlos en el poblado próximo y muchas veces regresaba al
anochecer, con el exiguo producto de sus ventas convertido en ásperas
tortas de cazabe y uno que otro pedazo de pescado salado, sobre lo cual
Felipe se lanzaba con la voracidad de su hambre, aquella hambre insaciable
y nunca satisfecha que ocupaba la soledad de sus días y los insomnios en
las noches con la torturante imaginación de fantásticos y sabrosos
hartazgos.
Un día Felipe adquirió un amigo. Desde la mañana había estado oyendo
ladrar un perro que vagaba por el monte, olisqueando los senderos como si
buscase al amo perdido. En la tarde se acercó al rancho y viéndolo a él
sentado en el umbral de la puerta, se le plantó enfrente moviendo la cola y
luego se echó a sus pies, jadeante, sin apartar los ojos de la contemplación
compasiva de la horrible carita del enfermo. Era un perro negro, de largas y
lustrosas lanas. Felipe lo miró, a su turno, largamente, pero como a un
amigo que se está esperando y cuando llega se le recibe sin sorpresa. No se
movió para acariciarlo, ni le dirigió una palabra; para él era lo más natural
que aquel perro hubiese llegado y se hubiese echado en su presencia. No lo
pensaba, pero lo sentía: el amo a quien buscara todo el día a través de los
sembrados y a lo largo de los senderos era él. Ya lo había encontrado y
estaba seguro de que el perro no se separaría jamás de él. Al cabo de un rato
una reflexión inusitada rozó la inmovilidad de su pensamiento: ideas
inaferrables, de esas innominadas que se sienten pasar por la conciencia, sin
que se las vea, como se siente que se acerca en la sombra la mano que va a
acariciarnos o a hacernos daño. Pensó, sin darse cuenta de que estaba
pensándolo, que aquel perro había venido de lo desconocido, de aquello que
se cernía sobre su cabeza y que él no había podido verlo, pero sí lo había
visto el gallo que lanzaba entonces un grito medroso estirando el cuello y
siguiendo con la asustada pupila el vuelo agorero; y pensó que había venido
en busca suya para salvarlo de algo que le iba a suceder.
Rompiendo su mutismo dijo por fin:
—Ya te oí ladrar esta mañana en aquel conuco; yo sabía que tú me
estaban buscando.
Él perro comenzó a latir y su latido era amistoso y juguetón. Pero de
pronto se paró y empezó a gruñir recelosamente. Felipe, que también había
oído el ruido de pasos por entre el matorral, le dijo:
—Es mamá. Quédate quieto.
A Plácida no le agradó encontrar aquel perro allí y quiso ahuyentarlo,
pero el animal se acurrucó entre las piernas de Felipe gruñéndole y
mirándola con ojos amenazantes. Ella le tuvo miedo y no insistió en
espantarlo; pero se veía que no estaba tranquila.
Depositó en el rancho el envoltorio de las provisiones para la cena
frugal, poniéndolo fuera del alcance de Felipe, sacó de él una torta de
cazabe, y fue a comérsela al fondo del barranco.
El muchacho, excitado por el hambre, se le acercó ávidamente. Ella no
lo dejó llegar, arrojándole, para detenerlo a distancia, un trozo de cazabe
que fue a caer cerca del matorral, que festoneaba el barranco. Felipe lo
recogió y se sentó en el suelo a comérselo. A su lado el perro movía la cola.
El muchacho le ofreció un pedazo de lo que comía, pero el animal, después
de chisquearlo, se echó a un lado y se echó despreciativamente con la
cabeza vuelta hacia la mujer.
Entretanto ésta no apartaba la vista de la cara del hijo, afeada más por
los gestos grotescos que hacía al masticar. Parecíale horrible como nunca; y
a medida que lo contemplaba, su pecho se iba llenando de un rencor bestial.
Aquella repugnante criatura, que parecía un pingajo suspendido del garfio
de la muerte y sin embargo no cesaba nunca de vivir era la causa de su
miseria. Por el no encontró colocación cuando fue al pueblo ofreciéndose
para servir, porque nadie quería tener en su casa un ente tan repelente y a
causa de él, Crisanto, el carbonero que la requebraba de amores, no había
querido unírsele. Aquel mismo día le había dicho:
—Negra, si no juera por ese muchacho, tú no estarías pasando trabajos,
porque a mí no me falta la comía y la casa, y si tú te resuelves a viví
conmigo no tienes necesidá de andá po el monte robando jojotos o
recogiendo chamizas por esos espeñaeros. Pero lo que es ese muchacho, ni
que me lo pinten de oro. ¡Ja, nicho malo ese carricito! Si no aguaítate los
ojos. Tiene la malignidá pintá en ellos… ¡Pa mí que ese carricito es hijo de
Mandinga! ¡Ave María Purísima! Si no es un muchacho; tiene cosas de
hombre. A los muchachos no se les ocurren los pensamientos que se le
ocurren a ése. A mí me hace el efecto de un hombre agazapado dentro del
cuerpo de un muchacho pa que uno se descuide con él y entonces saltále.
Si, en una comparación, yo me lo topo de noche en un camino de esta
montaña, te aseguro que no me lo paro… ¡Ah! ¡Sí!… Ese es hijo de
Mandinga. Yo como tú…
Llegando a este punto de su discurso, apareció en el fondo del barranco
donde se encontraban aquel perro que ahora encontraba allí echado al lado
de Felipe. El animal, que parecía que hubiese perdido de vista al amo y lo
buscaba desesperadamente, se había acercado a ellos y después
de olisquearles los pies se había puesto a ladrar rabiosamente, a tiempo
que Plácida respondía a Crisanto:
—¿Y si me descubren, chico?
—¡Qué van a descubrirte! Lo más fácil es que un muchacho que ni puee
sostenerse sobre sus piernas se esbarranque por aquel espeñaero…!
Ahora, contemplando la faz cadavérica del hijo aborrecido a quien le
atribuía la miseria de su vida, Plácida rumiaba la insinuación de Crisanto:
—¿Quién lo va a descubrir?…
Echó en torno miradas recelosas. Todo por allí parecía solo y vacío. La
inmensa hoyada llena de lomas verdeantes se extendía silenciosa hasta los
remotos confines. Abajo, muy lejos, se veían unos ranchos esparcidos entre
los sembrados y matorrales, pero estaban tan distantes que era imposible
distinguir personas cerca de ellos; sólo se alcanzaba a ver los tenues humos
de los hogares elevándose lentos en el aire, por encima de las techumbres.
Esta exploración del solitario paisaje apretó en su garganta un nudo de
angustia. Sobre el barranco pesaba una atmósfera pesada que le producía
anhelos de asfixia; por el cielo rodaban negras masas de nubes que iban
llenando de sombras violáceas la cuenca de la hoyada; allá en el horizonte,
sobre la barrera de las últimas lomas, se veía correr la mancha azulosa de la
lluvia que venía acercándose; un sordo rumor de truenos lejanos gemía en
el ámbito cargado de presagios.
Plácida se sentía irremisiblemente atraída hacia la vorágine de un mal
pensamiento.
—¿Verdá que parece que dentro de ese muchacho estuviera agazapado
el mismo diablo? ¡Cómo me ve! ¡Cómo le blanquean los ojos y le crujen los
dientes! ¡Dios me salve el lugar! ¡Y pa lo que gana viviendo así, que es un
pudridero de enfermedades…! ¡Esos bichos que tiene en el estómago se lo
están comiendo vivo! Y ese frío que le da cuando le va a entrá la calentura.
Pa viví siempre así, mejor es morirse…
El perro la miraba, gruñendo.
—¿Y este perro quién será…? ¡Ave María Purísima! Miren que la vida
tiene cosas que una no se explica.
Felipe acababa de devorar el pedazo de cazabe y encarándose con la
madre le dijo ásperamente:
—Dame más. ¡Yo tengo hambre! ¡Yo lo quiero todo porque tengo
hambre!
La mujer lo miró asustada. Las escleróticas horribles habían
relampagueado de una manera siniestra. Sintió que una fuerza misteriosa
rebosaba imponente en las palabras del muchacho; al mismo tiempo que la
imperiosa exigencia de éste coincidía con un pensamiento que acababa de
cruzarle por la mente.
Anhelante, temblorosa, arrojó el pedazo de cazabe que le quedaba en la
mano, de modo que fuera a caer sobre el matorral suspendido en el vacío al
borde del despeñadero.
Felipe se puso en pie y clavó en los ojos de ella una mirada rabiosa,
penetrante, que la hizo turbarse. Había comprendido la intención; si se
acercaba a coger el trozo de cazabe el matorral cedería bajo su peso y se
despeñaría en el barranco. Transcurrió un instante infinito. Plácida sintió
girar en torno suyo la ronda de la locura. Luego Felipe con una súbita
resolución dio un paso hacia el matorral.
Al mismo tiempo el perro saltó rápidamente sobre el trozo de cazabe
suspendido en la maleza, lanzando un aullido extraño. Cedió el matorral
bajo su peso y el cuerpo del animal rodó barranco abajo.
La noche horrible. Cae furiosamente la lluvia bajo los campos lóbregos;
un interminable fragor de deslumbrantes centellas tabletea en la soledad de
la hoyada; se oye rodar el agua por las torrenteras, como serpientes
rabiosas… Durante largo rato se estuvo escuchando el ladrido lastimero del
perro, que tal vez quedó enredado en las malezas del barranco, pero hace
tiempo que ha dejado de latir…
En el rancho por cuya techumbre se filtra a chorros el agua que cae de
las nubes, están Plácida y Felipe distanciados y silenciosos. A la lumbre de
los relámpagos que esclarecen el interior, Plácida ve brillar siniestramente
las horribles escleróticas de Felipe. No se atreve a dormir; le teme a aquel
muchacho que lleva dentro, agazapado, algo que asusta y fascina.
Y éste dice, de cuando en cuando, con una insistencia implacable, que la
tiene ya a punto de enloquecer:
—Mamá, ¿por que quiere tú que me muera…?

Caracas, mayo de 1919.


UN MISTICO[29]

—¿Conque decididamente te quedas entre nosotros? —decía el padre Juan


Solís a su amigo el doctor Eduardo Real, reanudando la amigable plática
que sostuvieran durante el almuerzo con que obsequiara al médico, recién
llegado al pueblo.
—Sí. Hay aquí una buena calidad de enfermos que prometen abundante
clientela.
—Desgraciadamente, es así. Este es un pueblo de enfermos. El nombre
poético con que lo has designado le viene de perlas: Valle de los delirios.
¡Y qué delirios, querido Eduardo, qué delirios! Ya irás viendo.
—No podía ocurrírseme otro nombre mejor. Imagínate: los primeros
seres vivientes que encuentro a mi llegada son tres enfermos que están
tendidos en la tierra, a orillas del camino, delirando. ¡Qué cuadro!
—Y los que te quedan por ver. Pobre gente. Pero créeme a mí, ellos
mismos son la causa de sus males. Tú dices que la causa de esta mortífera
enfermedad está en el agua que bebemos; yo creo que por detrás de esta
causa material e inmediata, hay otra, la verdadera: estos desgraciados viven
así porque no tienen un momento de elevación espiritual que los limpie de
la podre en que se revuelcan. Si lo sabré yo que les hurgo la conciencia. Son
unos infelices. No voy a hablarte de la fe de esta gente, que es una horrible
mezcla de burdas supersticiones que ni siquiera se pueden justificar por el
lado poético; tampoco quiero referirme a la pecaminosa indiferencia con
que miran los deberes de su religión. Nada de esto sería para ti —positivista
y posiblemente incrédulo—, razón de peso; me limito a echar de menos en
iré mis feligreses eso que se llama idealidad. Son almas privadas del
don de la visión superior que va más allá de las cosas materiales.
—Observo que no se ha extinguido en ti el aliento místico.
—A Dios gracias.
Respondió el sacerdote reclinando la cabeza, ya pintada de canas
precoces que brillaban como hilos de plata, y guardó un prudente silencio.
Eduardo Real lo imitó, entreteniéndose en contemplar las
desvanescentes coronas que el humo de su cigarro iba formando en el
calmoso ambiente del caluroso mediodía, bajo el verde y sombroso toldo de
la troje de parchas granadinas que se rendía al peso de sus olorosos frutos
en la huerta de la casa parroquial.
Un mismo pensamiento los ocupaba. Evocaban los años de la
adolescencia, cuando se conocieron en el colegio. Juan Solís era objeto de
burla de sus condiscípulos, a causa de la angelical delicadeza de su espíritu
y su acendrada piedad; pero atraído por la beata dulzura que bañaba la faz
cavada de aquel joven, en el fondo de cuyos ojos había un brillo singular,
Eduardo Real se aficionó desde el primer momento a su apacible compañía.
Recíprocamente Solís le cobró afecto, tierno y extremoso, y se consagró a
ayudarle en el aprendizaje de las materias inaccesibles para Real, y en
fraternas confidencias, tímidas y unciosas, fue abriendo ante los ojos de éste
místicas puertas de relampagueantes claridades.
Pero fueron emociones fugaces que otras influencias más largas y más
enérgicas borraron bien pronto del alma de Eduardo Real. Concluidos los
estudios en el colegio, cada cual escogió el camino de su vocación: Solís
pasó al Seminario; Real ingresó en la Universidad a cursar Medicina.
Ahora se encontraban de nuevo. Una irreductible antinomia de
principios separaba sus espíritus. Ejerciendo el curato en aquel pueblo
internado en el corazón de fragosas y desoladas tierras, Juan Solís había
aquilatado su misticismo de tal modo que Eduardo Real no dudaba que
aquellos ojos febriles estuviesen acostumbrados a la celeste visión; por su
parte el médico ajustaba su vida a las claras normas de la ciencia y creía que
sólo este camino era terreno firme y transitable.
Rompiendo la pausa dijo, como si respondiera a las reflexiones que
debía estar haciendo el sacerdote:
—Al fin y al cabo, el positivismo tiene también su idealidad. No todos
servimos para los grandes vuelos del espíritu; pero todos tenemos una
hermosa misión que cumplir en este valle de los delirios.
—Así es—asintió el cura, dando suaves golpecitos a su cigarro para
tumbarle la ceniza—. Y la tuya, a más de útil es en este caso necesaria: en
este pueblo ia muerte ha sentado sus reales y no hay quien le dispute sus
víctimas.
—¿Y el doctor Artemio?
—Que mi lengua no quite honras ni mengüe reputaciones; pero parece
que el doctor Artemio no ha encontrado todavía el remedio para esa fiebre
que está diezmando la población. Quiera Dios que tú seas más afortunado.
Eso sí, dinero no le falta, porque se hace pagar caro. Pero te advierto que
aunque los enfermos abunden no te será fácil allegarte clientela, porque tu
rival es hombre de recursos y mantiene buenas relaciones con los
personajes de la localidad. Andate, pues, con tiento, que no sea que vayas a
caer en un mal paso. No quiero desalentarte, pero la empresa en que te has
metido es muy escabrosa; veo tu camino sembrado de contratiempos y de
peligros.
Hizo una pausa. Eduardo Real permaneció pensativo, dejando vagar las
miradas por el panorama que desde allí se divisaba. En redor de la huerta
del cura, arbolada y jugosa, se extendían las vegas de las márgenes del río,
llenas de silencio y de sol, hasta una barrera de pardas colinas en cuyos
flancos lucían los rojizos tajos de solitarios caminos. El vaho caliente de la
tierra soleada, el campesino silencio y la cruda luz que caía a plomo sobre
todas las cosas producían en la sensibilidad del médico una sabrosa
sensación, tónica y soporosa a la vez, que, acelerando el ritmo de su juvenil
vitalidad le llenaba la conciencia con el sano deleite de la propia fortaleza.
A través de este sentimiento de sí mismo, los sombríos presagios del
sacerdote se trocaron para él en enérgicos estímulos: veía desarrollarse ante
sus ojos una perspectiva de luchas y de victorias.
El sacerdote volvió a hablar, ahora de pie, con el brazo vibrando en el
aire, como una rama sacudida por el viento que precede a las tormentas y el
rostro lleno de verdes reflejos, súbitamente transfigurado por la violencia de
la cólera mística:
—Quién asegura que nuestro deber no sea aumentar los males que
afligen a este pueblo, en vez de disminuirlos. Nuestra desgracia no es el
hambre ni la peste, sino la falta de vida espiritual. Este pueblo tiene el alma
sepultada, totalmente abolida. Los males del cuerpo son males precarios de
los cuales no vale la pena ocuparse: lo que debemos procurar es sacar el
espíritu del letargo en que duerme, insuflarle la vida que se le extingue
gradualmente por falta de ideales. Tráigannos ustedes ideales, cualesquiera
que ellos sean, y ya verán cómo los cuerpos sanan y se fortalecen. La salud
y el bienestar no son el remedio que necesitamos; por el contrario, siempre
ha sido el dolor el abono de las mejores flores espirituales. ¡Que siga
echando Dios dolores en el surco hasta que revienten las semillas! Pero ésa
es nuestra desgracia, nuestro mal incurable; por más sufrimientos que haya,
en este pueblo no acaba de surgir el alma sepultada.
Eduardo Real lo miró sin decir palabra. Parecía acometido por una
fiebre violenta; en el fondo de sus ojos negros y circundados de ojeras
violáceas relampagueaba una lumbre alucinante; su silueta alargada y
escuálida, iluminada por los reflejos de la huerta bañada de sol, se
agrandaba trémula bajo la enramada, como si el soplo místico que agitaba
su espíritu lo levantase del suelo en ascensión de arrobamientos.

II

Días después, el nombre de Eduardo Real era en el Valle de los Delirios una
bandera suelta al viento de las vehementes pasiones de aldea. Había
asegurado el médico, en una conferencia, que el agua que allí se bebía era
algo comparable a un caldo de cultivos bacteriológicos a fuerza de estar
plagada de infinito número de gérmenes nocivos. Esto no había sido
afirmado nunca en el Valle de los Delirios en lenguaje categórico y
científico, pero estaba en la convicción de todo el mundo; sin embargo,
bastó que el médico lo dijera para que todos dejasen de creerlo.
Por otra parte, el doctor Artemio salió en defensa de lo que él llamaba
los fueros del lugar, desvirtuando la afirmación de su colega fundada en
estudios hechos con buena voluntad y proclamando—sin dar razones—que
el agua que allí se bebía no sólo era buena, sino que era la mejor del mundo.
Naturalmente el pueblo se puso de su parte y so capa de indignación
patriótica desatáronse contra Real las iras populares, hasta el punto de
formarse motines para apedrear al forastero que pagaba con la injuria la
hospitalidad que se le había brindado.
No obstante, Eduardo Real no desistió de su empeño de procurar el
mejoramiento del agua que bebían y que era causa de aquella fiebre
mortífera que diezmaba la población. Buen conocedor del medio y
suficientemente sagaz para que no se le escapase cuanto había de bribón en
aquel doctor Artemio, llamólo un día a su casa y le dijo, sin preámbulos:
—Colega, usted está cometiendo una tontería impropia de un hombre de
sus alcances. En esto del agua no hay de mi parte nada de lo que usted ha
querido ver. Tan forastero es usted entre estas gentes como lo soy yo, por lo
tanto 'no tiene motivos patrióticospara tomar la cosa a pechos. Yo voy a
decirle la verdad sin eufemismos: mi conferencia no ha sido una
propaganda comercial. Dije que el agua del río no es potable y usted sabe
que no lo es…
—Pero esto equivale a una injuria lanzada a la faz de un pueblo
hospitalario… — comenzó a declarar el medicadlo.
—Dejémonos de sentimentalismos, estimable colega. Y déjeme decir lo
que tampoco me dejaron exponer en mi conferencia. Cuando ustedes se
levantaron indignados dejándome con la palabra en la boca, iba a decir que
más arriba del pueblo cae al río un arroyo de agua excelente…
—La quebrada que nace en la posesión de don Luis López.
—Justamente.
—¡Ah! En efecto, es excelente.
—Pues bien: si don Luis López, que por su riqueza es, como si
dijéramos, el amo del pueblo, tiene el agua verdaderamente potable y
suficiente dinero para construir un acueducto que la traiga hasta aquí, lo
más natural es que pretenda venderla para el consumo de la población. Pero
habría necesidad de obligar a la gente a comprársela y eso es lo que he
tratado de hacer yo: recabar de la autoridad la prohibición terminante de
coger el agua del río para el consumo. Usted con sus réplicas ha echado a
perder el negocio…
Artemio se rascó largo espacio la áspera pelambre de sus barbas y al fin
dijo:
—No se ha perdido nada, colega. Al contrario, se ha ganado. Ya verá
usted: mañana o pasado daré yo una conferencia y diré que, habiendo
estudiado bien el asunto mediante análisis bacteriológicos, he encontrado
que efectivamente el agua del río es un caldo de cultivos, es decir: veneno
líquido.
Eduardo Real se quedó viéndolo, admirado de la estupenda
desvergüenza de aquel bribonazo.
Y Artemio se apresuró a agregar:
—Con lo cual no traiciono a mi conciencia, doctor. Por que como usted
ha comprendido perfectamente, yo sé que el agua del río no es potable y la
prueba es que en mi casa no se bebe; pero usted se da cuenta, este pueblo ha
sido muy generoso conmigo y no podría faltar a los dictados de la gratitud.
Sabía que decirles que estaban bebiendo un agua emponzoñada era
avergonzarlos; yo los conozco muy bien: tienen una susceptibilidad
excesivamente quisquillosa y lo tomarían a injuria.
—Pues bien: ya está usted al cabo de la calle. Yo me voy de aquí muy
pronto y usted se quedará; justo es que sea usted y no yo quien se beneficie
con la participación que don Luis López me ha ofrecido en el negocio.
—Es demasiada generosidad la suya, querido colega. Yo…
—Sí. Usted es el hombre—le dijo Eduardo Real tocándolo en el hombro
y cortando así aquella lamentable entrevista, en la cual él había tenido
necesidad de exhibirse como un picaro para desarmar al que lo era de veras.

III

Al día siguiente, listo ya para marcharse del pueblo, le contaba a su amigo


el cura el resultado de sus gestiones. Y finalizó, parándose para despedirse:
—No había más remedio, querido amigo. Hay que combatir con las
armas que nos ponen en las manos. En cuanto que me di cuenta de que por
el camino recto no iba al resultado apetecido, porque a estas gentes nadie
las convencería con razones desinteresadas, me dejé de lirismos y me fui al
tal don Luis López a desarrollarle la perspectiva del pingüe negocio del
acueducto. Maneras había de procurar agua buena y gratuita para el
consumo de la población, a costa de un pequeño esfuerzo de todos; pero
habría sido necesario el poder de Dios para entrar en cordura a tan
obcecados feligreses. Ahora la tendrán que pagar a la fuerza; don Luis la
suministrará a buen precio, de acuerdo con Artemió, que va a dedicarse a
buscarle milagrosas virtudes medicinales para todas las dolencias. Ya lo
creo que las encontrará, y todos creerán en ellas. Ha sido necesario que un
bribón las pregone y que un poderoso se las imponga como una obligación
ineludible. Allá ellos se las entiendan. Yo me marcho en seguida.
—¿Con la conciencia tranquila, Eduardo? —preguntó el sacerdote,
clavando en él la mirada buida de sus ojos febriles.
—¿Por qué no? Me llevo las manos vacías. Les dejo un beneficio que
me ha costado algunos días de estudio y otros tantos de sinsabores, sin que
me haya reportado ni un centavo.
—Pero tú lo acabas de decir: cuando te diste cuenta de que por el
camino recto no irías al fin deseado.
—Culpa mía no es que no haya bastado mi buena intención para llevar a
cabo una empresa de utilidad general. Fue menester que un bribón metiera
las manos en el negocio. Después de todo, lo mismo da: lo que interesa a la
salud de la población es que el agua que se beba sea potable. Y es justo que
se la compren a quien la ofrece.
—Después de todo y antes de todo lo que interesa es que los corazones
no se perviertan más de lo que están—replicó el padre Solís con una voz
que resonó de una manera extraña en la umbrosa paz del jardincillo, al cual
los muros del templo paredaño, patinosos y dorados por un sol suave,
comunicaban una unciosa quietud de rincón sagrado.
Y continuó con acento velado de melancolías:
—Y ésa es tu obra, querido Eduardo. Me duele decírtelo, porque tú no
has tenido mala intención. Nos dejas un beneficio precario en cambio de un
daño irreparable: has añadido un horror más a la suma, ya enorme, de los
males que nos afligen. ¡Qué importa el bien si viene de manos del mal!
Sanarán los cuerpos, pero para eso ha sido necesario que una persona
abyecta se hunda un poco más en el lodo donde se revuelca, como un cerdo
impuro, y que otras criaturas, todo un pueblo, acepte como tiránica
imposición lo que han debido recibir de buen grado, como un don o como
un derecho. ¿No ves cómo has pervertido los corazones, en vez de
levantarlos?
En seguida, volviendo sus miradas hacia la informe masa de tejados del
pueblo:
—¡Valle de los Delirios! ¿Hasta cuándo serás desdichado? ¿Por qué
será que en tu suelo toda semilla de bien se pudre y se malea? ¿Qué mano
diabólica se entretiene en torcer tu destino, que sólo tú te alejas de la
verdadera salud cuando todos marchan hacia ella derechamente? ¡En vano
he esperado año tras año que tu alma sepultada surja y florezca! ¿Será que
todavía no ha caído en el surco todo el divino abono de dolor necesario?
¡No te canses de llover saludables calamidades sobre este pueblo impuro!
Eduardo Real interrumpió sus imprecaciones para despedirse; pero
cuando hubo traspuesto la cancela, el alma se le llenó de desapacibles
pensamientos: aquellos ojos del padre Solís, ojos febriles de criatura
torturada por una idea fija, ¿no serían aquellos ojos videntes que habían
alcanzado la inaccesible visión espiritual?
Se volteó para mirar por última vez al pueblo. Una luz suave y dorada
flotaba sobre sus obscuros tejados tiñendo las copas de los árboles de los
corrales; entre la verdura de las vegas el río arrastraba mansamente su agua
mortífera, llena de azul de los altos cielos.
Vínosele a la boca la imprecación del cura:
—¡Valle de los Delirios! ¿Por qué será que en tu suelo toda semilla de
bien se pudre o se malea?
Y en la soledad del paraje sus extrañas palabras tuvieron el melancólico
acento de los clamores inútiles…

Junio de 1919.
LA FRUTA DEL CERCADO AJENO[30]
Acodado en la ventanilla del vagón, Reinaldo contemplaba la mancha azul
y serena del mar que se extendía al pie de la montaña, ribeteando de
blanquísimas espumas la costa yerma y sinuosa. Por su mente pasaban,
como bajo arcos de triunfo, ideas de victoria y de dominación; iba a la costa
a emprender el más heroico combate de su vida: a luchar contra su propia
flaqueza. El mar le inspiraba un miedo bestial y él iba a desafiar sus
peligros para vencer definitiva y radicalmente el ciego instinto. El se había
propuesto un hermoso plan de acción y de luchas en las cuales habría de
imponer, inexorablemente, el imperativo categórico de su voluntad y
aquella flaqueza de ánimo, si no la combatía y la domeñaba a tiempo,
concluiría por reflejar en su espíritu incapacitándolo para todo cuanto
requiriese temple y fortaleza varoniles.
Pero, entregándose a estas especulaciones, gratas para él, trataba de
engañarse diciéndose mentalmente que ése era el único verdadero motivo
de su viaje a la costa. En realidad, también iba por una mujer; pero no
quería confesárselo a sí mismo.
Algunas semanas antes, Antonio Menéndez, su íntimo amigo, había
empezado a cortejar una mujer que tenía una cara fresca y picara y unos
ojos largos que miraban a veces con la expresión de la Gioconda, de Vinci,
y que era esposa de un hombrecito enclenque, abogado de pocos y torcidos
pleitos: el doctor Orosimbo Sojo. De pronto aquella mujer desapareció. Un
día Menéndez encontró cerrada la casa, pensó que se habrían mudado y no
se ocupó más de la
aventura. Poco después Reinaldo descubrió que temperaban en
Maiquetia; pero se guardó de decírselo al amigo.
Rumbo al pueblecito costeño, veníasele a ratos a la mente el
pensamiento de que estaba cometiendo una deslealtad con el amigo; pero
inmediatamente musitaba para alejar de sí tímidos escrúpulos:
—Struggle for lije! —y se quedaba en paz.
Llegado al pueblo, bajó por la calle que conduce al mar. Se sentó en una
peña, encendió un cigarrillo y echando la vista por toda la anchura del agua,
empezó a decir:
—Nos veremos. ¡A ver quién de los dos podrá más!
Una risa de mujer interrumpió su monólogo. Volvió la cabeza: era la
Gioconda que paseaba la playa del brazo de Orosimbo. Quedósele viendo
ella y, continuando su paseo, todavía volteó dos veces para mirarlo por
encima del hombro del marido. Reinaldo se dijo: “¡Esto también es un
hecho!”
Al día siguiente al amanecer bajó a la playa provisto de su traje de baño,
“a tener la primera entrevista con el espantajo”. Caminaba por entre uveros
buscando un sitio cómodo para desnudarse, cuando volvió a oir la risa de la
víspera y una voz masculina que gritaba: “¡Romelia! ¡Ah, caramba, niña!
¡Mira que te va a llevar la ola!”
Era el doctor Orosimbo Sojo. Estaba acurrucado al abrigo de una peña
por encima de la cual rebosaba de cuando en cuando el espumarajo de las
olas, y como el agua apenas le cubría las piernas, se bañaba el resto del
cuerpo con una totuma. Más adelante la mujer se entregaba a las caricias
del mar, que se arrojaba sobre ella bramando, como macho en celo. A
intervalos la envolvía en blancura la reventazón del oleaje, arrancándole
gritos de júbilo infantil y cuando la resaca bajaba, quedábansele temblando
en el regazo unos grumos que hacían pensar en el divino cisne de Leda.
Viéndola Reinaldo sintió unas ganas atroces de saltar a las rompientes,
cogerla entre sus brazos y escapar con ella, mar afuera, hacia el horizonte,
ante el marido estupefacto, a quien ya se imaginaba recorriendo la playa,
furibundo y desnudo con la totuma en la mano pidiendo socorro.
Pero no era él tan excelente nadador como se requería para tamaña
empresa, y hubo de continuar su camino, por entre los uveros, en busca de
un sitio apartado y discreto. Detúvose en uno donde había ropas de hombres
que se bañaban. Su inusitado traje de baño encargado a Europa, llamó la
atención de los que tomaban el suyo en cueros y la palabra “patiquín” llegó
distinta a sus oídos desde el mar. Se arrepentía ya de haberse detenido allí,
pues no estaba seguro de sí mismo y temía quedar en el mayor ridículo si el
horrible miedo instintivo lo asaltaba a las primeras brazadas, como siempre
le acontecía, cuando oyó que uno de los bañistas gritaba, afanándose para
acercarse a la orilla: “¡Una manta! ¡Una manta!”, con lo cual sus
compañeros comenzaron a nadar hacia tierra. Reinaldo se dijo: “Ahora es
cuando te quiero, Voluntad.” Y sin más pensar se arrojó al agua y nadó
hacia el sitio del peligro a grandes y veloces brazadas.
Momentos después, sin haber visto por ninguna parte al temible animal,
abordó un peñón que se alzaba más allá de las rompientes, en agua honda, y
sobre el cual un enjambre de cangrejos tomaba el sol. Se extendió supino,
abandonándose a la plenitud de la intensa emoción de sí mismo que estaba
experimentando: ¡Se sentía héroe! ¡Se había vencido definitivamente! El sol
ya alto le calentaba los miembros calambreados envolviéndolo en una
deliciosa sensación, y Reinaldo pensó que aquel día no podía tener mejor
ocupación la lumbre del mundo: ¡él también era un centro de gravitación
universal!
Luego evocó el cuadro presenciado desde los uveros y al pensar en el
invencible miedo al mar de Orosimbo Sojo, una perversa satisfacción le
hizo pararse, brusco, sobre el limoso lomo del escollo.
En la playa la gente lo miraba. Sin duda habían acudido a la voz de su
hazaña. Resplandecían los blancos trajes de las mujeres en un grupo, cerca
de la caseta de los baños; un poco más allá, bajo una sombrilla roja,
distinguió a la Gioconda, del brazo de Orosimbo. Volvió la cara al sol,
arqueó el tórax, se golpeó los pectorales tensos para evidenciar su fortaleza,
y con un salto Acrobático, se zambulló al agua gritando:
—¡Hurra! ¡Por struggle for life!
En la tarde fumaba su eterno cigarro sentado en la misma piedra donde
la víspera lanzara su reto al mar; pero ahora lo contemplaba con olímpico
desdén. ¡Bien vencido estaba el espantajo! ¡Y bien puesta había quedado,
de una vez por todas, con aquel triunfo, su garra imperiosa sobre todo lo
que pudiese ser, de allí en adelante, presa de orgullo o de dominación!
Entretanto, los temporadistas acudían a la vespertina contemplación del
mar. Bulliciosos grupos de muchachas esparcíanse por las rocas de la playa,
ahogando en risas el malicioso rubor de la marcha contra el viento, bajo las
miradas de los jóvenes que iban a la caza de aquellos revuelos de faldas.
Muchas de ellas volvíanse a mirar a Reinaldo y hablaban entre sí, bajando
la voz; él lo advertía y hacía verdaderos esfuerzos heroicos para no decirse:
“Están hablando de eso.”
La aparición de Romelia le puso toda la sangre en un solo vuelco del
corazón. Y cosa extraña, al ver a Orosimbo, que venía agarrado del brazo
de ella, no sintió la tentación de risa que él esperaba de sus recuerdos de la
mañana, sino un sentimiento de malestar intraductible, mezcla de
compasión y de odio. Orosimbo quería seguir adelante; pero Romelia se
detuvo cerca del joven diciendo al marido, con una voz melindrosa:
—¿Nos sentamos aquí? Más allá no hay piedras.
—Como tú quieras—le respondió de mala gana.
Ella escogió sitio la primera en la piedra más próxima a Reinaldo. Se
pasó las manos por el peinado, hecho con esmero, moviendo mucho y sin
necesidad los dedos empedrados de cuanto era o parecía piedras preciosas;
se alisó la blusa una y otra vez, con un malicioso correr de las manos por el
pecho opulento y alzando los ojos de la contemplación de lo que dejaba ver
el descote, lanzó un suspiro para decir:
—¡Ay! ¡Qué divino es el mar! ¡Me trastorna! Te aseguro, Orosimbo,
que yo sería feliz si supiera nadar. ¡Qué rico debe de ser! Yo envidio a los
que saben nadar. ¡Si yo supiera, me iría lejote, lejote…!
Orosimbo, con las miradas clavadas en el horizonte, parecía no
escucharla. Reinaldo comprendió que aquellas palabras habían sido dichas
para él y esto le causó un vago sentimiento de repulsa. Había en todo
aquello, en la elección del sitio y en el tema de la conversación, cierto
descaro irrespetuoso, tanto para con el marido como para con él. Pero se
dijo en seguida: es una ingenua. Entretanto, ella, excitada por el ambiente
marino y por la presencia del joven que no quitaba sus ojos de la
contemplación de toda su incitante persona, seguía despotricando con ese
afán característico de las mujeres insubstanciales por lucir gracia y agudeza
de ingenio en presencia de los varones de quienes pueden esperar algo. Pero
no acertaba con nada que no fuese de una infinita vulgaridad:
—Cuando veo el mar me dan ganas de ser pescado.
Y como todavía no había logrado su objeto v no se le ocurrían otras
cosas más eficaces para romper el silencio de Reinaldo, volvió a su tema,
mirándolo a los ojos abiertamente:
—No hay nada como el mar.
Reinaldo vaciló, sorprendido y cohibido. Luego musitó:
—Nada.
El sonido de su voz sacó a Orosimbo de su obstinada contemplación.
Miró a Reinaldo con un gesto intraducible. Reinaldo lo saludó
descubriéndose. Ella le devolvió el saludo doblando la cabeza de una
manera que le parecía la pura esencia de la gracia y de la gentileza. Para
entonces comenzaban a hacer furor en Caracas los dramas de alcoba de las
“películas finas”. Luego. Orosimbo. que estaba sobre espinas, se paró v le
ofreció el brazo. Ella se colgó de él, echando otro suspiro que le salió muv
romántico. Mientras se alejaban. Orosimbo le decía algo, sin mirarla, y
Reinaldo la oyó responder:
—¿Y eso qué tiene? ¡Jesús contigo!
Reinaldo se quedó reflexionando; pero seguramente sus pensamientos
no lo complacían, porque luego dijo:
—A la vida hay que tomarla como es. Además, ¿qué otra cosa se puede
dar a la convivencia con un hombre como ese Orosimbo, que,
indudablemente, no es una octava maravilla? La mujer es un reflejo del
hombre que la desea.
Y Reinaldo se complació con preimaginar los inusitados destellos que
iba a tener el alma de Romelia cuando penetrase en ella la lumbrada de su
idealidad, y se decía a sí mismo, con una insistencia sospechosa, que la
deseaba más pura para un puro acercamiento espiritual que para una
posesión torpe.
Otra tarde iba ella por el sendero costeño que conduce a Cabo Blanco,
acompañada de una niña como de diez años. Reinaldo se hizo el
encontradizo, y reuniéndosele, la abordó:
—Hoy se ha decidido usted a pasear largo.
—Sí. ¡Está tan sabrosa la tarde! Pensamos llegar hasta Cabo Blanco.
—Es lejos. Pero, de todos modos, es un bonito paseo.
Romelia preguntó a la niña:
—¿Quieres, Teresita?
La niña, roja de rubor, escondió la cabeza bajo el brazo de ella, riendo.
Romelia explicó:
—Es mi sobrina, hija de una hermana mía que vive aquí en Maiquetia.
Es mi compañera cuando Orosimbo está en Caracas. Aquí donde la ve, con
su carita de mosca muerta, no se puede imaginar lo tremenda que es,
señor…
—Reinaldo Solares…
—Ya lo había oído nombrar; pero no hallaba cómo decirle.
Y dulcificando la voz:
—Como no hemos sido presentados…
—Una buena amistad siempre comienza bien y a su hora.
—Es verdad—asintió amablemente. Luego, con un mohín de timidez—:
Pero…
Ahora se hacía la timorata. Sin duda le agradaba pensar que Reinaldo se
había atrevido a mucho; para ella esto debía de tener su voluptuosidad. A su
vez, Reinaldo se hizo el desentendido y cambió la conversación, movido
por un sentimiento de delicadeza: no quería que Teresita se diera cuenta de
la situación. Se dirigió a ella aniñándose:
—Teresita va a divertirse mucho. Cuando se oculte el sol empieza a
oírse el canto de las sirenas. ¿No las has visto nunca? Las sirenas son unas
mujeres muy bonitas que viven en el fondo del mar.
—¡Adiós, Coroto! Si en el fondo del mar no vive gente. Se ahogarían.
—Gente como tú y como nosotros no puede vivir; pero sí otra gente que
no se ahoga porque es inmortal. Vive en palacios de perlas y corales…
—¡Qué va! Acaso yo no sé.
Y Reinaldo se entretuvo buen espacio en este diálogo infantil que en
aquel momento le era singularmente grato. Romelia lo interrumpió,
diciendo:
—¡Ay Dios! Los muchachos son una diversión.
El observó con intención remota:
—Una diversión de la cual, desgraciadamente, nos fastidiamos muy
pronto. La vida nos estraga el gusto de las cosas puras y sencillas.
—Pues para que vea; a mí me gustan mucho los muchachos. Y desearía
no haber pasado nunca de esa edad. ¡Son tan felices! No se dan cuenta de
nada.
—Eso creemos nosotros; pero hay que ver cómo miran los niños;
¡tienen una manera de fijarse en las cosas! Seguramente las ven tales como
son; nosotros somos los verdaderos inconscientes.
De pronto, zafándose del brazo de Romelia, Teresita echó a correr por
la playa. Reinaldo enmudeció: aquel acto de la niña a raíz de sus palabras,
¿sería una simple coincidencia, un movimiento impulsivo de la
intranquilidad infantil o un acto producido por una secreta intuición de lo
que iba a suceder?
Romelia se quedó esperando sus palabras, y, atribuyendo a timidez su
silencio, sonrió con maligna complacencia la supuesta cortedad del galán
primerizo que, al hallarse a solas con ella, enmudecía asustado de sus
propias audacias, prometía a su sagaz instinto de amorosa futuras y
arrebatadoras vehemencias. Aquel joven era todo un buen mozo, tenía en el
rostro un signo inmancable: una nariz que sorbía el aire de una manera
provocativa y sensual que hacía pensar que tenía todo el aire olor de
voluptuosidad, y una boca… Tenía razón aquella amiga de su hermana—
que por cierto nada tenía de gazmoña—a quien oyera decir: “{Jesús, niña!
A ese joven no se le puede ver la cara sin pecar con el pensamiento. Parece
que la hubiera hecho el mismo diablo.”
Por su parte, Reinaldo pensaba que “era llegado el momento de
pronunciar las palabras decisivas”, cosa que parecía tener para él uña
trascendencia como seguramente no la tuvo para Dios el “hágase la luz”, y
en la inminencia de aquel supremo instante recogía toda su lucidez mental
para hacerse esta pregunta: “¿Soy perfectamente libre?”
Con estos mutuos pensamientos caminaron buen espacio sin verse las
caras y ya llegaban a una punta de la costa detrás de la cual había
desaparecido Teresita. Romelia arrebató con las impacientes miradas la
soledad del paraje; Reinaldo advirtió la insinuación y sintió que las ideas
que ya iban a convertirse en palabras, se le helaban súbitamente.
Y como en la alta presión de su atmósfera espiritual la brizna del
sencillo acontecimiento estaba ocasionada a inflamarse y a resplandecer
como una estrella, aquel vulgar entibiamiento del desencanto producido por
la evidente urgencia de la mujer, fue interpretado en estilo místico: una
negación de la “hora llegada”, un salto del destino por encima de su vida.
Era la influencia de lo subconsciente, el halo de pensamientos
inaferrables producidos por la distraída contemplación del paisaje marino.
En aquella actividad del mar, sin término ni confín, ¡ni un movimiento que
no fuera la inmensa inquietud de las ansias que se han quedado irrealizadas
dentro del colmo de las medidas!
Romelia murmuró, aburrida del silencio:
—¡El mar!
Y Reinaldo, con un vago acento de trasueño:
—¡Sí! ¡El mar! ¡El mismo mar de siempre!
—¡Guá! ¿Y cuál quiere usted que sea?
Reinaldo experimentó algo semejante a lo que siente el que, habiendo
reunido todas sus fuerzas para levantar un objeto que juzga de hierro
macizo, se encuentra con que es de cartón hueco. La supina estolidez de
aquella mujer se había escapado, toda entera, en aquellas palabras.
La vuelta de Teresita resolvió la embarazosa situación. Venía jadeante y
jubilosa, gritando:
—¡Tía Romelia! ¡Mira qué preciosidades! —y mostraba una porción de
piedras y caracoles que traía en el regazo.
Romelia entregóse a la contemplación de ellos, con mimosos
aspavientos de admiración. Teresita hizo que Reinaldo se acercase también
a admirar sus preciosidades. Puestos a complacer el deseo infantil, las
piedras y los caracoles iban pasando de las manos de Romelia a las manos
de Reinaldo, y esta inocente ocupación que él contemplaba con visible
agrado, los retuvo buen espacio, en absoluto olvido de sus mutuos
pensamientos. Al cabo, movidos por un idéntico impulso y a un tiempo
mismo, sus manos fueron a posarse sobre los cabellos de la niña. Los dedos
de Reinaldo quedaron sobre los de Romelia. Ella hizo el gesto reflejo de los
contactos voluptuosos v sin retirar la mano, buscó los ojos del joven; él
apartó la suya. súbitamente; ¡resultábale indecorosa aquella impensada
caricia sobre la inocente cabeza!
Romelia dijo, disimulando:
—¿Nos revolvemos, Teresita?
—Espérese. Déjeme coger unas conchas de erizo que hay por allí. Ya
vengo.
Ambos guardaron silencio, siguiendo con las miradas a la niña, que se
alejaba, dejándolos otra vez solos. Reinaldo volvió a entregarse a sus
cavilaciones, experimentando una desgana invencible del amor que se le
ofrecía fácil; su consustancial misoginismo le hacía arrepentirse de su
estúpida aventura. Entretanto. Romelia, con una visible impaciencia de las
frases de pasión que Reinaldo no quería pronunciar, clavaba en el mar las
miradas incitadoras que sublevaban su dignidad de varón. Luego,
convencida de la inutilidad de sus esfuerzos, haciendo un gesto de
despecho, gritó a Teresita:
—¡Vente, chica; es mejor que nos vayamos! —y en seguida, a media
voz—: ¡Ya esto fastidia!
Reinaldo tuvo un impulso de ira y acercándose a ella con súbita
decisión, comenzó a decirle, reticente y mordaz:
—¿Revolvernos? ¿No sería desaprovechar esta soledad tan discreta, este
apartamiento tan propicio?
Ella no comprendió, pero sí se dio cuenta de que empezaba a requerirla
de amores. Quiso entonces adoptar una actitud inabordable de honestidad,
pero no encontró las palabras apropiadas y al cabo de una corta vacilación,
en la cual, sin embargo, perdió mucho terreno ante el asedio de las miradas
de Reinaldo, dijo, enrojeciendo súbitamente:
—Es que ya va a ser de noche.
Fue una desgraciada ocurrencia que la traicionó y la entregó.
Reinaldo se enardeció más, como el combatiente ocasional a la vista de
la sangre derramada por sus manos, y exclamó, ya con la voz enronquecida
y casi sobre el rostro de ella:
—¡Tanto mejor! ¡Tanto mejor!
E inclinábase ya para estampar dos besos restallantes, como dos
bofetadas, sobre la boca de la mujer, en despique de lo que para él había
sido un ultraje a su dignidad de varón; pero, como si el caliente olor de
aquel rostro—en el cual un anhelo de emoción entreabría la boca carnosa y
tentadora, así como la plena madurez revienta la pulpa rezumante de las
frutas—hubiese clavado súbitamente un eficaz acicate en el moroso ijar de
su deseo, doblóse rendido también y apretó sus labios contra los de aquélla
en un beso largo y ardiente, su primer beso de amor.
***

Luego una pausa espiritual, una total ausencia del ángel. Al cabo, una
deplorable reacción.
El canto de las cosas se extendía sobre los árboles como una cúpula
sonora, el aire ardiente de la siesta vibraba sobre la tierra rojiza de los
cerros costeños. El taladro de una idea fija torturaba la mente de Reinaldo:
—¡Y esto era lo que había oculto en mí! ¡Esto era mi verdad! ¿Cómo ha
sido posible que yo estuviese engañándome a mí mismo tanto tiempo?
¡Estoy irremisiblemente perdido!
De pronto Teresita interrumpió, roja y jadeante, en la soledad de la
plaza. Traía un libro en las manos.
—Señor Solares. Aquí le manda mi tío el libro que usted le prestó.
—¿Tu tío? ¿De cuándo acá tienes tío?
La niña soltó la risa que contenía sujetándose el mentón.
—Es mi tía Romelia. Pero ella me dijo que si usted estaba acompañado
le dijera que era mi tío el que se lo manda. A mí me da risa porque yo no sé
qué tío será ése. Cosas de ella, que se la pasa inventando para que yo me
ría.
Reinaldo puso el libro sobre el banco y, cogiendo las manos de la niña,
la miró fijamente a los ojos.
—¡Jum! ¿Por qué me ve usted así? ¿Yo le debo algo?
—¡Quizás, Teresita! ¡Ojalá me equivoque! —y luego, soltándola—:
Mira: por allí acaban de caer unos almendrones. Ve a recogerlos.
La niña salió de estampía en dirección al sitio señalado. Reinaldo abrió
el libro y buscó entre las páginas. Dentro de ellas había una tira de papel
manuscrita que decía: “Orosimbo no viene hasta mañana.”
—¡Esta mujer no respeta nada! ¡Servirse así de esa criatura!
Teresita volvió diciendo:
—¡Embustero! No hay ningunos almendrones.
—Los habrán recogido.
—¡Sí, oh! Déme el libro, pues.
—¿Cuál?
—El que le va a mandar a ella. ¿Usted no sabe?
Y como Reinaldo volviera a clavar en sus ojos la mirada escrutadora:
—¡Ah, caramba! ¿Por qué me ve así? ¿Tengo algo en los ojos?
—No, Teresita. No tienes nada. Todavía no tienes nada.
La niña volvió el índice en ademán de advertencias:
—¡Jum, cuidado pues! Ustedes van a parar en locos.
—¿Quiénes?
—Tú y mi tía Romelia. ¿Acaso yo no sé?
—¿Qué sabes, Teresita? —y la voz de Reinaldo se quebró en un anhelo
angustioso.
—Que tú y mi tía son novios y se besan cuando están solos. Yo los he
visto. Yo los he visto.
Reinaldo sintió la subitánea impresión de los cataclismos mentales:
primero, un brusco aceleramiento de la vida interior, un torbellino de ideas
inaferrables, en seguida una violenta sumersión en una vorágine de
inconsciencia. Se levantó del banco y echó a andar como un autómata.
De aquella sumersión abismal su pensamiento salió, al cabo de un rato,
con un recuerdo de olvidadas impresiones: ¡Ay de aquel que escandalice a
un niño! Experimentó el fanático horror de las culpas que no tienen
remisión: el tremendo anatema del Cristo que había caído sobre su vida:
¡había corrompido a un niño! Representábase a Teresita perdiendo la
inocencia en el infantil atisbo de aquellas escenas de concupiscencia;
aquella prematura visión del pecado no se borraría jamás de la memoria de
la niña, cuya suerte estaba echada. ¡Y él había sido el corruptor de su alma!
¿Qué hacía el rayo de las tremendas iras divinas, que no acababa de caer
sobre su cabeza? De allí en adelante, ¡para toda su vida, estaba condenado a
llevar en el pensamiento el recuerdo de aquella cosa execrable!

Junio, 1919.
EL MAESTRO[31]
Había en la ciudad un hombre a quien todo el mundo conocía y celebraba;
llamábanlo el Maestro. Era un truhán desharrapado, gran bebedor y amigo
de exhibir a todo trance su trasnochada erudición. Arrastraba por plazas y
cantinas su bohemianismo nocharniego y en el día recogíase a dormir sus
borracheras en la caseta donde el vigilante de un paseo guardaba sus
herramientas, cerca de las jaulas de los tigres.
De las piltrafas destinadas a éstos reservábale el guarda algunos trozos,
que él guisaba en la tarde, cuando se levantaba, con abundante cantidad de
ajos, diciendo que para que no fuese de bofes y asaduras todo el mar olor
que aquello exhalaba. Y mientras engullía su pitanza, peroraba
invariablemente así:
—He aquí el tributo de la ciudad que me alimenta en este jardín, como
antaño hiciera Atenas con sus héroes en el Pritáneo. La Municipalidad me
sostiene lo mismo que a las fieras, porque ellas y yo desempeñamos una
idéntica función social, imprescindible para la ética colectiva: recordarle a
nuestros semejantes cuanto tienen de felinos y de simios.
Con esta sal prieta de cinismo y de erudición barata acababa el Maestro
de adobar sus manjares, y fue tan ponderado el humorismo que dieron en
ver en ello quienes lo escuchaban y presumían de zahoríes, que había gente
que subía todas las tardes a los jardines de la colina a presenciar el banquete
del cínico, alabar sus deliciosas paradojas y desmigajarse de risa con sus
crudos sarcasmos. Y aunque en realidad en las sátiras del Maestro el
humorismo remaba
como forzado en galeras, su regocijante fama se extendió por todas
partes, y llegó a decirse que en aquel burlón descreído y escéptico se
encarnaba el alma deliciosamente frívola de la ciudad, que siempre había
tenido un famoso epígrafe en despique de las calamidades de todo género
que lloviesen sobre ella.
Dicho y creído esto, la ciudad se sintió orgullosa de poseer tal
representativo. Mimábasele y agasajábasele en todas partes; tolerábase su
mordacidad y muchos erigieron en norma de la propia conducta su cinismo
y su. desdén por todo lo que fuese cosa digna de meditación y respeto.
Y era en los barrios habitados por la hez de la ciudad, en los corrillos
nocturnos de picaros y matones, donde el Maestro ejercía con mayor
imperio su grotesca hegemonía. Su parla enfática y llena de sabiduría de
relumbrón embobaba a los palurdos; su brutal mordacidad les halagaba el
grosero gusto; su absoluta amoralidad era para ellos una justificación y
consuelo que parecía pedirles el alma envilecida.
Pero una tarde, al descender de la colina, el Maestro sintió que el alma
se le llenaba de tristes presentimientos: algo flotaba sobre la ciudad que le
anunciaba que su grotesco reinado bamboleaba en sus cimientos.
Los últimos resplandores del crepúsculo se deshacían en suaves tintas
sobre los patinosos tejados; apenas quedaban algunas chispas de sol en las
torres y sobre las copas de los árboles. Las calles se veían solas y quietas, y
se sentía subir un beato silencio.
Algo grave debía de estar sucediendo allá; en la ciudad disipada y
burlona la vida parecía haberse retirado a las insondables profundidades
donde impera el ritmo solemne del universo invisible.
El Maestro atravesó las avenidas desiertas, encaminándose al centro de
la población. Allí también la soledad y el silencio. Las calles estaban
sembradas de pétalos de flores: en el aire flotaba un dulce olor de nardos y
todo tenía un sello de inusitada austeridad, de religioso recogimiento. Era el
alma de la ciudad que había surgido por fin, estampando en las cosas más
vulgares su inefable fisonomía.
El Maestro experimentó la angustia que produce la presencia del
misterio, pero hizo un esfuerzo supremo por librarse de aquella inquietante
presión de su propia vida interior y preguntó a un tullido que estaba en el
escaño de una puerta:
—¿Qué se ha hecho la gente de la ciudad?
—¡Qué! ¿No sabe usted? Todo el mundo se ha ido al cementerio a
enterrar al santo.
Y como por la abotagada faz del Maestro pasase un gesto de extrañeza,
el mendigo continuó:
—¿No sabe usted que ha muerto un justo? Dicen que era la misma
virtud. Mientras vivía parece que nadie se ocupara de él, pero al morir todo
el mundo ha sentido que lo llevaba dentro de su corazón. ¡Era de verse!
¡Era de verse! Hoy han sucedido cosas estupendas; se han oído palabras que
ya no se pronunciaban; ha hablado el dios mudo que cada uno lleva dentro
de sí mismo.
—Vaya, vaya, buen hombre. Usted debe ser presa de la fiebre: está
delirando. Quede usted con Dios. Es verdaderamente lamentable lo que me
ha referido. ¡Toda la ciudad! ¡Quién iba a decírmelo!
Y se alejó con la mueca del sarcasmo en los labios, monologando: “¡Un
homenaje a la virtud! Me habría gustado ver las caras de los ejecutores de la
justicia divina. Indudablemente el mundo se acerca a su fin; ya empiezan a
trastornarse las leyes naturales. ¿Quién iba a creer que la ciudad escéptica y
burlona cayera en la sandez de tomar algo por lo serio?”
En la noche lo vieron abandonar la ciudad. Un hombre que estaba a
orillas del camino gozando de la tibia dulzura de las sombras, le dijo al
reconocerlo:
—Maestro, ¿para dónde la lleva?
—Acaba usted de repetir en sabrosa jerga vernácula la evangélica
interpretación de Pedro—le respondió—. Y a fe mía que viene aquí de
perlas, pues me acontece algo muy semejante a lo que pasaba por el alma
del divino andarín:
abandono la ciudad porque mis discípulos me han traicionado: se han
vuelto personas formales.
Sucedía esto en un barrio donde el Maestro tenía sus mejores
admiradores. Garitos y mancebías arrojaban sobre la obscuridad del camino
la lumbre rojiza de sus sórdidos interiores; pero no se sentía esta vez la
típica animación de los lugares del vicio. No se oía el zumbido de los
garitos y de las cantinas, ni el desapacible canturreo de las mozas turbaba el
recogimiento de la noche. Seguramente hasta allí había llegado el
misterioso soplo que pasara sobre la ciudad, haciendo huir la vida al fondo
de las almas.
El Maestro proseguía su perorata:
—Ganas he tenido de sacudir el polvo de mis zapatos, a la manera de
los profetas bíblicos, así que hube traspuesto los términos de la ciudad, para
que sobre ellos recayesen, no las iras, porque no son, ciertamente, las
históricas lluvias de fuego el castigo que la necia ciudad merece, pero sí el
desdén y el sarcasmo de los dioses de la olímpica carcajada que saque a los
rostros de sus pobladores el resquemor de la vergüenza de la estupenda
sandez en que han incurrido.
Y, soltando una ruidosa risotada, prosiguió su camino.
—Ahí viene ése.
Oyó que alguien decía a un grupo instalado en medio de la carretera,
dentro del halo mortecino de un farol.
Componíanlo rufianes y truhanes de los que por allí merodeaban; una
moza en cuyo rostro soflamado por los coloretes quedaban restos de
frescura juvenil y una vieja de facha repelosa, mitad bruja, mitad celestina,
que miraba torvamente y llevaba sobre las espaldas, a manera de alforja de
sus pecados, una giba que armonizaba bien con el andar camelluno.
El Maestro los interpeló:
—¿Por ventura fueron ustedes del número de los que llevaron a
hombros la urna del santo?
—Sí. ¿Por qué? —contestó uno de los rufianes encarándosele.
—¡Bienaventurados los limpios de corazón! Ustedes verán a Dios,
porque han sido purificados.
—Mire, Maestro, no se juegue con estas cosas—atajó el hombre
ásperamente.
Y otro agregó con acento de franca hostilidad:
—Sí. Mejor es que se vaya con su música a otra parte. Hoy no estamos
para burlas.
El Maestro se quedó mirándolos buen espacio. Algo inusitado había en
aquellos rostros: una huella del alma, un destello de luz interior, algo que
parecía anunciar que una humanidad nueva estaba naciendo en ellos. Y el
Maestro volvió a sentir el sobresalto que produce la brusca aparición de lo
sobrenatural.
Se habían congregado allí a comentar el suceso. Hacía rato que no
hablaban, pero ninguno se atrevía a separarse del círculo que formaban,
como si una fuerza misteriosa los retuviese. Sentían que una vez que se
dispersaran cada uno volvería a su vida manchada y envilecida y
experimentaban un supersticioso temor de encontrarse a solas con sus
obras, fuera de aquel círculo donde habían pasado una hora pura,
comentado las virtudes del justo a quien llevaran, sobre los hombros, a
enterrar. Sabían que en torno de ellos rondaba el horror de sus existencias
abyectas y que al separarse unos de otros volverían a ser presa de las bestias
invisibles que habían alimentado con sus acciones y con sus pensamientos
en los sitios de disolución donde siempre vivieran. Era imposible librarse
definitivamente de la lógica que regía sus destinos; pero al menos querían
retardar el momento de la vuelta al camino trazado. Hablando de cosas
puras y hermosas habían visto un rayo de la lumbre espiritual que a ratos
brillaba sobre el mundo y querían prolongar el hechizo, seguros de que
jamás volvería a encenderse para ellos.
Con esta mezcla inefable de sentimientos que no habían experimentado
antes, cada cual cuidaba del silencio como de un frágil cristal que amenaza
romperse. Presentían que la primera palabra que alguno pronunciase
desvanecería el encanto y los arrojaría otra vez, definitivamente, al cieno
donde los retenía el lazo de las obras cumplidas. Por eso cuando oyeron la
voz del Maestro que se acercaba por el obscuro camino sintieron miedo.
Aquel hombre que se burlaba de todo venía a romper el encanto.
Molestos y apercibidos contra él, oyeron en silencio las sátiras que
destilaban los labios ponzoñosos. No sabían por qué, pero sentían que
comenzaban a odiar a aquel hombre que había ejercido sobre ellos una
dominación incontrastable.
De pronto un brazo se alzó en el aire y cayó, airado, sobre la boca del
humorista que acababa de proferir un sarcasmo atroz.
Fue la señal. Todos los brazos se levantaron movidos por un impulso
unánime, y el cuerpo del Maestro, tundido a golpes, molido a palos, se
desplomó sobre el camino.
Sorprendidos de su obra, los ejecutores de aquel inexplicable desagravio
la interrumpieron súbitamente y se miraron unos a otros, como si no se
conociesen. Luego uno formuló una interrogación que había en las miradas
llenas de asombro:
—¿Por qué hemos hecho esto?
Entonces se produjo un fenómeno misterioso comprendieron que habían
sido instrumentos ciegos de una fuerza avasalladora; en un instante de
honda vida interior sintieron la presencia del alma que acababa de resurgir
en ellos y asaltados por el miedo bestial ante aquel huésped de otro mundo
que se aposentara en sus corazones inopinadamente, pusiéronse en fuga.
Al fin se detuvieron. Tornaron a mirarse las caras demudadas por el
espanto, y uno exclamó:
—¿Y ahora cómo viviremos?
Nadie respondió. Cada cual presentía que su vida había sido
transformada; pero ya la luz interior se había extinguido y sólo veían
sombras dentro de sus almas.
Rompiendo el silencio, alguien preguntó, sin saber si lo deseaba o lo
temía:
—¿Habremos muerto al Maestro?

Caracas, julio de 1919.


LA REBELION[32]

MANO CARLOS

Esto fue cuando Juan Lorenzo tenía cinco años.


Una noche, a las primeras horas, estaba él en las piernas de la madre,
que le cantaba para dormirlo, cuando llegó un hombre a la puerta y dijo:
—Señora, dígale a Mano Carlos que aquí está Julián Camejo que viene
a cumplile lo ofreció.
Efigenia dejó al niño en la mecedora y entrando en el cuarto del marido
se acercó a la hamaca donde él estaba y le dijo, con su voz de sierva sumisa
que habla al amo que acaba de azotarla:
—Que ahí está Julián Camejo que viene a cumplirte lo ofrecido.
El hombre saltó de la hamaca y se precipitó fuera del cuarto a grandes
pasos, a tiempo que desabrochaba la tirilla del revólver en la faja que
llevaba siempre al cinto.
Efigenia comprendió entonces lo que iba a suceder, pero no hizo nada
por evitarlo, paralizada por el terror. Juan Lorenzo, que estaba mancornado
en la mecedora, se enderezó rápidamente, cuando el padre atravesó el
corredor, dirigiéndose a la calle.
Transcurrieron los instantes precisos para que el comandante Carlos
Jerónimo Figuera atravesara el zaguán; pero a Efigenia le parecieron
infinitos, porque durante ellos estallaron en su cerebro un tropel de
pensamientos que, para sucederse unos a otros, habían requerido largo
espacio de tiempo. Esperando oir el disparo inevitable le pareció que
se dilataba tanto, que se preguntó mentalmente: “¿Cuándo sonará?”
Por fin oyó. Algo espantoso que no se borraría jamás de su memoria: un
quejido estrangulado, corto, angustioso como un hipo mortal, y luego el
ruido del portón contra el cual había caído algo muy pesado.
Mucho tiempo después Efigenia recordó que entonces había dicho ella,
lentamente y a media voz: “¡Ya lo mataron!”, y que afuera, en la calle, en
todo el pueblo, en el aire, había un silencio horrible.
Luego comenzaron a oírse voces de los vecinos agrupados en la puerta.
Lamentaciones de mujeres que parecía que hablaban tapándose las bocas
con las manos trémulas de espanto:
—¡Ave María Purísima! ¡Dios me salve el lugar!
Un hombre que decía:
—¡Lo sacó de pila!
Una voz autoritaria:
—No lo toquen. Hasta que no venga el Juzgao no se pué levantá el
cuerpo.
Voces lejanas:
—¡Cójanlo! ¡Cójanlo!
Poco después, Juan Lorenzo, que se había quedado inmóvil en su
asiento del corredor, vio que unas mujeres abrían la entrepuerta para dar
amplio paso a los que traían el cadáver del comandante Figuera.
Cautelosamente fue deslizándose en el asiento hasta alcanzar el suelo y sin
quitar la vista de la puerta por donde iba a aparecer aquella cosa horrible.
Luego echó a correr hacia donde estaba la madre.

II

LA OTRA EFIGENIA
Han transcurrido unos días. Un viajero que viene de Caracas se detiene
en la casa de Efigenia y habla con ella. —Bueno, comadre. Yo cumplí su
encargo. Pero francamente le digo que me ha pesao, porque aquellas
señoras tías suyas, en cuanto no más les dije a lo que iba me saltaron
encima, como unas macaureles. Y usté perdone la comparación.
A Juan Lorenzo le hizo mucha gracia y estuvo riendo largo rato.
—¡Como unas macaureles! ¡Ja, ja, ja!…
El hombre sonreía mirándolo tan regocijado.
—¡Ríete! Que ya vas a sabé tú pa qué naciste.
Efigenia sonreía también; pero su sonrisa era algo muerto sobre su
rostro alelado. Luego dijo, sin haber recogido todavía aquella sonrisa que se
le había quedado olvidada en la faz triste:
—¿Quiere decir que no están dispuestas a recibirme?
—Tanto como dispuestas no creo yo que puea decí; pero después que
me tupieron con sus desahogos contra usté y contra el difunto mi compae,
que en paz descanse, me dijeron que podía decirle a usté que qué iba a hacé;
que por lo visto ellas no tenían más misión en el mundo que estala
recogiendo a usté y a lo que usté quisiera llevarles pa su casa. Porque sin yo
estásela preguntando me soltaron toa la historia suya: que si su padre de
usté se enredó con una mujer que no era igual a él y la tuvo a usté por
trascorrales; que si un día se presentó caje de ellas con usté chiquitita,
porque se le había muerto la mujé ,y que ellas, como al fin y al cabo eran
las hermanas d’él y les dio lástima vela a usté desamparé, la recibieron y la
criaron como hija, pa que después usté y que les pagara too el cariño que le
tuvieron saliéndose de la casa con el zambo Carlos Jerónimo. Asina mismo
me lo dijeron.
Chupó el tabaco, haciéndolo girar entre los dedos, y concluyó:
—Francamente, son bien espesas las señoritas esas.
A lo que respondió Efigenia:
—En el fondo no son malas.
—Ya ve, lo que es en eso ni quito ni pongo. Lo que hago es decile lo
que me dijeron, sin ganale naa, pa que
mañana no tenga usté que haceme cargos por no habele hablao con
franqueza.
Guardó silencio. Efigenia lo miraba, con su mirada fija y distraída a la
vez de persona ausente de la realidad exterior. Cohibido, el hombre bajó la
suya, y luego, poniéndose de pies, dijo, sin ver la cara de Efigenia, con la
áspera voz enternecida:
—¿Quiere decí que usté está dispuesta a dirse pa Caracas?
—¿Qué voy a hacer?
—Bueno. Que le resulte bien, comae. Yo sentiré mucho perderla de
vista, porque la noche del velorio se lo juré al difunto que no la abandonaría
a usté y al muchacho; pero no es de mi incumbencia atravesame en su
voluntad. Y naa más tengo que decile, sino que si, en una comparación,
alguna vez necesita usté de mí no tiene sino que llámame.
Y ya en la puerta, despidiéndose:
—El mes que viene tengo viaje pa Caracas. Como usté y el chavalo no
pueen hacé el viaje a caballo, si usté quiere dirse conmigo, yo le hago
prepará una de las carretas pa que vaya más cómoda.
—Si usted quiere también hacerme ese favor.
—Es mi deber. Naa tiene que agradecerme.
Desde aquel día, Juan Lorenzo, ajeno al sufrimiento perennemente
pintado en el rostro de la madre, no hace sino anhelar por el viaje a la
capital y se ríe sabrosamente cuando piensa que va a conocer a las
macaureles, que sólo de este modo llamaba ya a las tías de su madre.
Por fin llegó el día de la partida. En una lluviosa madrugada salió de
Villa de Cura el convoy de carretas de Ramón Fuentes que hacía el tráfico
entre los pueblos más próximos del llano y Caracas. Iban cargadas de
quesos y de cueros de ganado, menos una en la cual, bajo un toldo formado
con el encerado y sobre colchones que amortiguaban los batacazos, se
colocaron Efigenia y su hijo.
Estuvo lloviznando casi toda la mañana. La marcha era lenta y
trabajosa. Los carreteros corrían continuamente a lo largo del convoy
acudiendo a sacar las carretas de los atolladeros o a ayudar a las muías a
repechar las cuestas resbaladizas. El tintineo de los arneses, el traqueteo de
las ruedas en los baches, el perenne caer de la llovizna lenta y menuda; el
dejo melancólico de los cantos de la tierra, a ratos en boca de los carreteros,
aumentaban la monotonía del camino. A mediodía levantó el tiempo y roto
el brumoso velo de la llovizna lució el verde tierno de los sembrados y el
suave azul de los montes lejanos. Luego comenzó a calentar el sol, con lo
cual se hizo más fuerte la pestilencia de los cueros que iban en las carretas.
Bajo el toldo de la última del convoy, caliente como un horno, Efigenia
y Juan Lorenzo, molidos por el traqueteo de la marcha, entontecidos por la
modorra, guardaban silencio. En pos de ellos iba Ramón Fuentes, en un
macho rucio. Durante las primeras horas del viaje había ido hablando con
Efigenia cosas de su negocio, cosas del camino; pero ahora callaba también,
bajo el peso del mediodía. De pronto dijo, dando curso a sus pensamientos:
—Comadre. ¿Y cuando Julián Camejo llegó proguntando por el
compadre, usté no cayó en malicia?
—No.
—¡Caramba! ¿Y usté no sabía que ellos tenían un pique viejo?
—Yo nunca supe nada de las cosas de Carlos Jerónimo.
—Sí. Ellos tenían un pique desde cuando Mano Carlos fue jefe civil de
la villa. Parece que el Julián Camejo ese tenía una mujercita y el compadre
se la enamoró.
Y después de una pausa:
—¡Caramba! Si usté cuando vio que Mano Carlos salió acomodándose
el revólver, se le atraviesa y no lo deja salir, quizá se evita la desgracia.
Efigenia lo miró largo espacio, y al cabo murmuró:
—Ya no era tiempo.
Nuevo silencio. Ramón Fuentes no se explicaba cómo Efigenia podía
hablar de aquello con tanta impasibilidad.
—¡Caramba! No me explico yo cómo un zoquete como Julián Camejo
haya podido pegase al compadre. ¡Un hombre como Mano Carlos, tan
defenso! ¡Ah, hombre macho y facultado que era el compadre! ¡Y pa que
vea! Vino a pegáselo un zoquete que era la sopa de too el mundo en La
Villa.
Efigenia oyó aquel bárbaro panegírico del marido como si se tratase de
persona extraña. ¡Estaba tan distante de participar, ni aun de comprender
aquella admiración del carretero!
Y sin embargo, aquel hombre de quien se trataba había sido su
compañero durante seis años, y, lo que era todavía más absurdo: ¡había sido
el amor de su corazón, la ilusión de su vida, durante algún tiempo! ¿Dónde
había estado ella, la verdadera Efigenia, durante todo ese tiempo? ¿Quién
había reemplazado a la ausente, a la verdadera Efigenia, a la que se crió en
la casa de las tías Cedeño, en Caracas, que tocaba el piano, por fantasía, la
Serenata de Schubert y cantaba con verdadero sentimiento romántico
aquello de “Volverán las obscuras golondrinas”, de Bécquer? ¿Cómo era
posible que fuesen la misma persona aquella muchacha sentimental de antes
y esta mujer embrutecida que venía ahora de La Villa, entre carreteros,. en
una carreta, con un hijo tenido de la unión con el zambo Carlos Jerónimo
Figuera, hombre rudo y brutal a quien asesinaron de un lanzazo en la puerta
de su casa por haber quitado la mujerzuela a otro?
Entretanto, Juan Lorenzo ha estado oyendo la conversación; pero
aunque sabe perfectamente de qué se trata tampoco se da cuenta cabal de la
situación. La muerte d:e su padre lo impresionó por su aparato trágico, pero
luego se convirtió para él en un hecho tan sencillo o tan sorprendente como
son para los niños todo los hechos. En realidad, para él nada había
cambiado en la vida: antes había en su casa un hombre que llenaba el
ámbito con sus intelecciones groseras y en las horas de buen humor se las
enseñaba a proferir a él; ahora ya no estaba; pero para él las cosas
esenciales seguían como antes: su pensamiento incansable, el espectáculo
del mundo siempre atravente, su pequeño cuerpo ávido de correr, saltar, su
risa siempre dispuesta a derramarse en carcaiadas…, y allá, en el término de
aquel viaje que por más aburrido que fuera nunca llegaría a fastidiarlo, unas
perspectiva nueva: Caracas, y en ella una cosa sumamente divertida: las tías
Cedeño, ¡bravas como macaureles! ¡Ya tenía maquinadas una buena
porción de travesuras para hacerlas rabiar!
Al atardecer el convoy se detuvo en una ranchería del camino. Ramón
Fuentes se ocupó en preparar cómodo alojamiento para Efigenia; los
carreteros despegaron las bestias y luego acudieron al trago en la pulpería,
dejando a la orilla del camino la hilera de carretas cargadas. Efigenia se
embelesó en la contemplación del plácido crepúsculo que doraba la jugosa
campiña aragueña.
Entretanto, Juan Lorenzo andaba por los corrales, conversando con unos
arrieros que lo conocían. Cacareaban las gallinas, subiéndose a las ramas de
un totumo; un arreo de burros se abrevaba plácidamente en torno al
estanque; las muías de Ramón Fuentes se refocilaban en el revolcadero; el
acre olor del estiércol saturaba el aire; cortando malojo en los pesebres,
unos arrieros cantaban un corrido aragüeño.
Tal espectáculo removía dentro del alma de Juan Lorenzo obscuras
afinidades, burdos anhelos de la sangre plebeya. Para expresarlos fue en
busca de Efigenia, y le dijo:
—Mamá: cuando yo esté grande, voy a ser arriero. ¿Sabes?
—Véalo, pues—dijo Ramón Fuentes—, cómo desde chiquito tiene
inclinación al trabajo. ¡Eso está bueno!
Contemplando la estrella de la tarde, Efigenia, la otra Efigenia, la que
cantaba antes la Serenata de Schubert, le pidió a Dios que no se realizara el
deseo del niño.

III

LAS MACAURELES

Las Cedeño estaban en la ventana de su casa de la calle de San Juan


cuando vieron detenerse junto a la puerta el convoy de carretas de Ramón
Fuentes, en la última de las cuales venía Efigenia, bajo el aparatoso toldo
que llamó la atención del vecindario.
Reconocer a la sobrina y cerrar la ventana, con gran estrépito y
demostración de desagrado, todo fue uno. Antonia, la mayor de las dos
solteronas, con las venas del cuello ingurgitadas, decía, ahogándose,
mientras se alisaba el cabello, que parecía que se lo hubiera despeinado el
viento de la cólera que respiraba:
—¡Esto es el colmo! ¡Presentarse en una carreta, en una cuadra como
ésta!
—¡Y a la hora en que todo el vecindario está en las ventanas! —agregó
Mercedes, completando el pensamiento de la hermana, a tiempo que
revisaba apresuradamente el orden y limpieza de la sala, como si preparase
recibimiento a persona de categoría.
Entretanto, Ramón Fuentes decíale a Juan Lorenzo, al bajarlo de la
carreta:
—Ahora es que te quiero, ahijado. Prepara las nalgas que ya vas a sabé
lo que es bueno.
Cosa extraña, Juan Lorenzo se había puesto muy serio, tal vez a causa
de lo mucho que le había recomendado la madre que no fuera a reírse de las
tías, y parecía emocionado.
En cuanto a Efigenia, no podría asegurarse lo que pasaba en su alma,
porque su rostro conservaba puesta aquella máscara de impasibilidad que le
daba un aire de total embrutecimiento. Con la mayor naturalidad penetró en
la casa, como si volviese a ella al cabo de una corta visita al vecindario.
Pero cuando vio el patio familiar, fresco y penumbroso, con los viejos
granados floridos, los ladrillos cubiertos de musgo, y en los tiestos de barro
esparcidos por el suelo las macetas de novios del humilde jardín de la tía
Mercedes, todo tal como estaba cuando ella abandonó la casa, la madrugada
de aquel funesto día remoto, para irse con el comandante Figuera, dilató los
ojos dolorosamente, como si fuese a echarse a llorar, y cuando llegó al
umbral de la entrepuerta su corazón palpitaba con violencia esperando el
asalto de las tías.
Pero las Cedeño no estaban en el corredor. Dominado el golpe de
emoción, Efigenia tocó la puerta como una extraña. Nadie le respondió. La
casa parecía sola, las puertas de los dormitorios estaban cerradas y no se
apercibía un rumor.
Ramón Fuentes acudió:
—A ver, comadre, déjeme tocá a mí, pa que vea si lo que hace falta en
esta casa es mano de hombre.
Y golpeó tres veces la puerta con los recios nudillos de sus dedos de
carretero. El silencio de la casa retumbó, y oyóse dentro la voz de Antonia
Cedeño:
—Están tumbando la casa. ¡Qué escándalo!
A tiempo que aparecía en el corredor, poniéndose los espejuelos para
preguntar:
—¿Qué se les ofrece?
—Gente de paz—respondió Efigenia—. Soy yo.
Y Antonia, con un olímpico desdén:
—¡Ah! Eres tú. Pasa para adentro.
Detrás de Antonia acababa de aparecer Mercedes. Parecía muy ocupada
en arreglarse una boa de plumas engrifadas que llevaba al cuello, aunque en
realidad lo hacía para no ver a los recién llegados.
Juan Lorenzo, pegado a las faldas de la madre, pasaba y repasaba sus
miradas de una a otra de las Cedeño. Y observó que Antonia tenía cara de
pájaro picudo coronada de un copete de cabellos revueltos y mal teñidos, y
que a Mercedes le acontecía más o menos lo mismo en cuanto al cabello,
pero tenía más tersa y suave la piel de la cara y un aire más dulce en la
fisonomía. Pero lo que estuvo a punto de desbordar su contenido deseo de
reírse de las tías fue el haber descubierto la cantidad de venas que se
marcaban, gordas y tensas, en el pescuezo de Antonia. Seguramente era por
aquello que su padrino decía que se parecían a unas macaureles, porque, en
efecto, aquel pescuezo era un haz de culebritas paradas.
Mientras él estaba en esto, Mercedes había iniciado la conversación,
preguntándole a Efigenia, por decir algo:
—¿Y tú viniste desde La Villa en esa carreta?
A lo que respondió Antonia, antes que lo hiciera la interpelada, con un
tono sarcástico verdaderamente inaguantable :
—¡Guá! ¿Y por qué te extraña, niña? ¡Es una carreta muy bonita y muy
limpia, con su toldo muy gracioso! ¿No te has fijado? Es un lujo. Hasta
tiene unas ramas de sauce que la adornan mucho.
Ramón Fuentes intervino, porque ya no podía contenerse:
—De sauce, no, señorita; de lecherito. Usté como que no conoce las
matas.
—¡Ah! ¿Tú ves, Mercedes? De lecherito. Son de lecherito las ramas
esas.
Plantándose de un modo que parecía que ahora pesaban más sobre el
suelo, con las piernas separadas y flexando las rodillas, Ramón Fuentes
buscaba pelea, dispuesto a no quedarse con aquellas pullas:
—Sí, señor. De lecherito.
Efigenia oía el diálogo, inmóvil en medio del corredor y sin que un
gesto se dibujase en su máscara trágica. Más que nunca parecía el cuerpo
vacío de una persona ausente.
Mercedes Cedeño fingía estar muy interesada en quitarle algo que
tuvieran las hojas de una mata de novios; pero se llevaba las manos a los
ojos muy a menudo.
—Bueno, comadre—dijo, por fin, Ramón Fuentes—. Yo ya cumplí mi
misión. Le digo adiós. Quizá no nos volvamos a vé más.
La abrazó campechano sin verla a la .cara, dio unas palmadas en las
mejillas de Juan Lorenzo, mientras sacaba de la faja del cinto unas monedas
que puso en las manos del ahijado, diciéndole:
—Tome, pa que tenga pa sus dulces.
Y tomó la salida, soltando a las Cedeño un áspero:
—Buenas tardes.
—Que lo pase usted bien—respondió Antonia, con afectada cortesía.
Entretanto, Efigenia le decía a su hijo:
—Pídele la bendición a tu padrino.
—Que Dios lo bendiga—contestó Ramón Fuentes desde el zaguán.
Y ya en la calle:
—Y lo saque con bien.
Juan Lorenzo seguía observando a las tías, y como reparase que a
Antonia se le estaban poniendo más gordas y tensas las venas del cuello, se
dijo, mentalmente:
“¡Concho! ¡Mírale las culebritas!”
Y estuvo a punto de soltar la carcajada.
Pero algo inesperado y sorprendente acababa de suceder. Las Cedeño
rompieron a llorar simultáneamente y se precipitaron en los brazos de
Efigenia, que por fin lloraba también.
Luego, sonándose, Antonia dijo, con una voz nueva en ella, mientras se
llevaba a Efigenia hacia adentro, todavía abrazada:
—¡Muchacha! ¡Tú no sabes lo que nos has hecho sufrir!
Mercedes cargó con Juan Lorenzo y se lo llevó al comedor,
comiéndoselo a besos:
—¿Quieres comerte un bizcochito?
Juan Lorenzo se dejaba besuquear dócilmente. Aquello no era lo que él
esperaba de las tías. ¿Por qué habría dicho su padrino que eran bravas como
macaureles?
IV

QUESADILLAS DE LAS CEDEÑO

Ha pasado esa hora viva y profunda de la cual toda alma da la suma


entera de su bondad esencial en una acción, en una palabra, en un gesto. Las
Cedeño vivieron esa hora cuando se arrojaron en los brazos de la infeliz
Efigenia. olvidando lo pasado y poniendo por encima de los prejuicios que
les endurecían los corazones un noble y generoso sentimiento humano.
Ahora rueda la turbia corriente de las horas muertas, en las cuales el alma
yace sepultada bajo esa corteza que forma la vida y que se llama el carácter.
Pasaron los días de llantos y ternuras. Efigenia ha contado parte de sus
tristezas, pero se adivina que no ha querido volcar completamente todo su
doloroso secreto conyugal, y por más que las tías la han acosado con sus
preguntas, todavía lo guarda, con un noble pudor, en el fondo del hermético
corazón dolorido.
Esto aviva la curiosidad de las Cedeño. A menudo se las hubiera podido
oir, cuchicheando entre sí acerca de lo que ellas se imaginaban que haría
con Efigenia aquel bárbaro comandante Figuera, siendo tan firme la
convicción que fundaban de sus gratuitas hipótesis, que cuando a una se le
ocurría decir:
—A mi nadie me quita de la cabeza que cuando el demonio ese salía a
sus fechorías en la calle le metía a Efigenia el moño entre las hojas del
escaparate y se llevaba la llave, para que no pudiera moverse mientras él
estuviera afuera.
La otra comentaba, como de cosa perfectamente averiguada:
—¿De veras, niña? ¡Lo mismo que el viejo Guzmán!
Y cuando hubieron inventado una buena porción de estas especies
quedáronse satisfechas como si ya conocieran el íntimo secreto de Efigenia.
Por su parte, las Cedeño tampoco han referido a la sobrina muchas
novedades.
—Nosotras, lo mismo que siempre. Llevando nuestra vida, que es muy
tranquila, y, a Dios gracias, no tiene capítulos feos.
Y Antonia Cedeño, revistiéndose de fiera majestad, reforzaba el
pensamiento insidioso de Mercedes:
—Eso sí, tendremos que agradecerle siempre a la Divina Providencia:
nos moriremos sin dejar una historia.
Y miraba de soslayo a Efigenia para cerciorarse del efecto que le
produjeran sus palabras.
Pero Efigenia no se daba por aludida y permanecía en su actitud
enigmática, mirándolas serenamente, con aquellos ojos que habían
presenciado el horror indecible.
Sin embargo, las Cedeño tenían también su misterio: un misterio de
orden económico que administraba Antonia. Sin haber abundancia de nada,
en aquella casa de mujeres solas no se sufrían privaciones mayores. El
diario amanecía todos los días en poder de Antonia; pero no se veía por
dónde entraba en la casa aquel dinero tan oportuno, que nunca faltaba ni
sobraba. Si alguien hubiese intentado averiguarlo, Antonia Cedeño habría
respondido, echando a andar, como para evitar preguntas indiscretas:
—Esos son unos realitos que me quedaban por ahí.
Y siempre le quedaban precisamente los del día siguiente. Habría de ser
Juan Lorenzo quien descubriera que con este misterio administrativo tenían
relaciones las visitas que, entre semanas, hacía aquel señor Noguera que,
siempre cerrado de negro, de paltó-levita y pumpá, se presentaba con pasos
menuditos y en llegando al corredor, de ordinario solo, tocaba con el bastón
en la mesa, y decía:
—Por aquí estoy yo, doña Antonia.
Antonia—nunca era Mercedes quien lo recibía—dejaba lo que estuviera
haciendo, se alisaba el pelo, cambiaba los espejuelos de diario, que tenían
aros de alambre, por los que lo tenían de oro, y hacía pasar al señor
Noguera a la sala. Allí estaba largo rato hablando paso, de manera que ni
detrás de la puerta se podía descubrir lo que se decían, al cabo de lo cual
salía el señor Nogueras diciendo, invariablemente:
—Despídeme de Merceditas y de la muchacha.
Al oírlo por primera vez después de su regreso a la casa, Efigenia pensó
que durante seis años el señor Noguera había tenido que suprimir en su
despedida aquellas palabras que se referían a ella: y la muchacha. ¡Y esto le
pareció tan doloroso! No por ella, sino por el señor Noguera, a quien tal
cambio debió hacerlo sufrir mucho, pues era de esas personas inmutables a
quienes no se puede concebir sino como son y repitiendo toda la vida unas
mismas palabras y unos mismos gestos.
Ahora el señor Noguera se había visto obligado a agregar unas palabras
más en su despedida; pero para no modificar su costumbre las añadía
cuando ya estaba en la puerta, poniéndose el pumpá:
—¿Y el trivilín? ¿Muy travieso?
—¡Insoportable!
Acto seguido aparecía Mercedes, porque se trataba de Juan Lorenzo y
éste era su debilidad:
—¡De comérselo crudo! ¿Sabe usted lo que se le ocurrió ayer a esa
criatura?
Y contaba la última travesura del muchacho.
El señor Noguera se desmigajaba suavemente de risa.
—¡Ji, ji, ji! Vaya, pues, ya tiene ustedes con qué divertirse. Dénmele un
coscorroncito de mi parte.
Y el señor Noguera se iba.
Pero llegó un sábado—era su día habitual—y el señor Noguera no
apareció en la casa de las Cedeño. Tres días después, Juan Lorenzo vio que
las tías se vestían de negro para salir y notó que Antonia tenía los ojos
encarnizados.
Cuando ellas salieron, preguntó a la madre:
—¿Para dónde van?
—¿No sabes? El señor Noguera se murió. Van al entierro.
Juan Lorenzo permaneció un momento reflexionando, y al cabo dijo:
—Y ahora, ¿quién va a traer los churupos?
—¿Qué es eso? ¿Qué estás diciendo?
—¡Guá! ¿Tú no sabes? Los churupos de la comida. El señor Noguera
era el que los traía.
—Qué sabes tú. No hables tantos disparates.
—¿Que no? Yo lo vi un día. Me asomé por el agujerito de la llave y vi
que él daba a mi tía Antonia un paquetito de ríales.

En los días siguientes flotó en el aire de la casa de las Cedeño una


sombra de singular tristeza. Parecía que faltaba algo esencial, sin lo cual no
era posible la existencia, como si el señor Noguera hubiera pasado allí todos
los días de la suya, ocupando un amplio espacio, desempeñando una
importante función.
A menudo decía Antonia, enjugándose una lágrima tenaz:
—¡Dónde volveré a encontrar otro señor Noguera!
Y Mercedes se entregaba a una inquietante actividad que tenía
interesado a Juan Lorenzo. Abría baúles que siempre estuvieron cerrados,
sacaba objetos nunca vistos por él: cucharillas de plata, pertenecientes a una
fantástica vajilla que, según ella contaba, figuró en el banquete que un vago
antepasado de ella dio en obsequio del general Boves, el año catorce; un
cofrecito lleno de corales y azabaches, trozos de prendas viejas, hasta un
pañolón de seda negra con grandes y descoloridas ramazones bordadas, que
era precisamente el mismo que lucía en los hombros la abuela materna de
las Cedeño, en el retrato que estaba en la sala.
Exhumando aquellos objetos que tenían historias, Mercedes hacía largas
excursiones por el pasado brillante de las Cedeño para que Juan Lorenzo
fuera conociendo los anales de la familia, que un tiempo fuera de las más
mantuanas de Caracas.
Juan Lorenzo, con ambas manitas entrelazadas y metidas entre las
rodillas, la escuchaba embobado, mientras la traviesa imaginación se le iba
tras las sombras de los fantásticos abuelos de los cuentos de Mercedes, que
tenían sangre azul en las venas, cosa que le parecía sumamente divertida, y
dejaron enterradas botijuelas repletas de onzas de oro, cosa que lo hacía
olvidarse de que la tía Mercedes era muy embustera.
Por su parte, Efigenia, dándose cuenta de que aquel continuo rebuscar
de Mercedes en los baúles objetos de algún valor era el anuncio de malos
tiempos que habían de venir, se entregó también a la misma inquietante
actividad. Una vez se presentó en el cuarto donde estaba la tía Antonia
revolviendo un fajo de papeles, y le dijo, mostrándole un collar de oro,
grueso y pesado, que era el único regalo que le había hecho el comandante
Figuera:
—Madrina, aquí tengo yo esto, que debe valer algo y no me sirve a mí
para nada. Disponga de él.
—No, hija. Guarda tus cositas. Todavía no hay gran necesidad; por ahí
me quedan unos realitos. Aquí estoy jurungando estos papeles a ver qué es
lo que se puede cobrar. Yo tenía unos centavitos de mis ahorros y el señor
Noguera me aconsejó que los pusiera a premio. El mismo hacía las
evoluciones y con el producto de eso es que hemos ido viviendo hasta
ahora. ¡Imagínate la falta que nos irá a hacer el señor Noguera!
Efígenia tuvo una idea:
—Y por qué no buscamos, madrina, algún trabajo que podamos hacer
en la casa. Yo sé coser de sastre y eso lo pagan bien.
—No, hijita. ¡Trabajar tú! ¡Y con lo delicada que andas siempre!
Mercedes acudió providencial. Las quesadillas que ella hacía cuando
necesitaba dar una cuelga tenían fama de ser las mejores de Caracas. Ya
una amiga del vecindario le había insinuado la idea de hacerlas para la
venta.
Antonia rechazó, orgullosa. ¡Las Cedeño haciendo quesadillas! ¡Ella
sabía ser pobre sin perder la dignidad!
—¡Cuándo! ¡Ni por un pienso!
Mercedes dijo que ella conocía muchas familias muy decentes y de lo
principal que vivían de hacer hallacas para la venta y afirmó que no
encontraba diferencia entre una hallaca y una quesadilla; pero todo fue
inútil: Antonia no convenía en que anduviera rondando por las calles su
apellido, que era de los pocos apellidos respetables que quedaban en
Caracas.
—¡Imagínense! ¡Que vayan a saber las Perales, esa gentuza de aquí al
lado, que nosotras estamos haciendo granjerias! ¡Cómo se reirían de
nosotras, que no hemos querido hacerles la visita de vecinas, para no
enguachafitarnos! ¡No, no! ¡Déjense de eso!
Pero transcurrieron unos días, se fueron mermando los realitos que le
quedaban por ahí y la perspectiva de amanecer un día sin el diario le
quebrantó el orgullo. No obstante, como ella no daba nunca el brazo a
torcer, esperó a que Mercedes insistiese en lo de las quesadillas, dispuesta
—¡qué iba a hacer! —a dejarse convencer, de que no era deshonroso aquel
trabajo.
Insistió Mercedes. Antonia se defendió débilmente. Efigenia adujo
razones muy sensatas y el punto previo quedó resuelto: nada de particular
tenía que se ganaran la vida haciendo granjerias.
—¿Y ustedes creen que eso dé para vivir?
—Por lo menos para ayudarnos.
—Pero, ¿quién las saca a vender?
—Juan Lorenzo.
—¡Pobrecito! —dijo Antonia, pasando la mano por los cabellos del niño
—. Quién iba a decirle que la muerte del señor Noguera…
Pero se enterneció hasta el extremo de no poder continuar la frase.
Mercedes completó el pensamiento trunco:
—Ahora va a ser él el hombre de la casa.
Y quedó decidido que desde el día siguiente comenzarían a hacer
quesadillas que Juan Lorenzo sacaría a la venta.
Este acogió el proyecto con muestras de éntusiasmo y prometió que iba
a vender una cantidad fabulosa de quesadillas. En la noche, al dormirse,
soñó qué iba por unas calles nunca vistas, muy largas y muy anchas,
gritando su mercancía, con un canto muy bonito, parecido al que entonaba
aquel muchacho que pasaba al obscurecer por la calle de San Juan
pregonando pandehorno, abizcochado, caliente. Un canto de notas largas y
melancólicas que le recordaba también el cantar de los llaneros que pasaban
por La Villa con puntas de ganado.
Al día siguiente, después del almuerzo, le puso Mercedes en las manos
un platón colmado de doradas y olorosas quesadillas.
—Ya sabes—le dijo, mientras le abrochaba el saco para que no se
pareciera a los muchachos del pueblo y establecer con la compostura del
traje la conveniente distinción del rango social—. Ya sabes. No te vayas
muy lejos. Coges por la acera de enfrente y caminas hasta la acera de Los
Angelitos; de allí te devuelves por esta acera. No se te ocurra cruzar en las
esquinas, porque te pierdes.
Y Efigenia:
—Mucho fundamento, Juan Lorenzo. Ten cuidado con el platón, no lo
vayas a tumbar.
Y Antonia:
—Oye una cosa: no entres a las casas de esta cuadra, porque en todas te
conocen y van a descubrir que son de aquí las quesadillas. Ya lo sabes. Y
cuidado como se te ocurra decir en alguna parte que las hacemos nosotras.
Juan Lorenzo sentía palpitar con violencia su pequeño corazón. Era un
momento decisivo de su vida y él lo vivía con la honda emoción de su
trascendencia.
Todavía Antonia lo amonestaba, a punto de arrepentirse de haber
convenido en aquella vergüenza:
—Oyeme bien. Casa de las Perales, aquí al lado, no entres ni que te
llamen.
—¡Sí, hombre! ¡Yo sé! ¡Hasta cuando!
Por fin se vio libre del asedio de las mujeres y salió a la calle. Todo
cuanto le habían recomendado se le olvidó. Tomó una dirección que no era
la que le había dado la tía Mercedes y en el primer portalón que encontró —
¡en el de las Perales!— pegó un grito:
—¡Quesadillas de las Cedeño!
Las Cedeño lo oyeron claramente y les pareció que el mundo se les
venía encima.

EL ESCULTOR INVISIBLE

—¡Pónganle preparo a su muchachito!


Era la queja perenne en la puerta de las Cedeño, en la boca de todos los
chicos que para vengarse de las maldades que les hacía Juan Lorenzo
corrían detrás de él, y cuando no lograban alcanzarlo, porque se metía veloz
en la casa, pegaban en la puerta aquel grito para que la familia lo castigase.
—Juan Lorenzo: vente para acá. ¿No te he dicho que no te metas con
los muchachos de la calle?
—Esos son embustes, mamá. Yo estoy aquí muy tranquilo.
Efectivamente, cuando lo decía estaba muy quieto y fundamentoso,
haciendo como si leyera en un libro que encontrara en la mesa del corredor,
o como si contemplara las matas de novia de la tía Mercedes.
Esta, riéndole la travesura, acudía siempre en su defensa:
—Es verdad, niña. El está aquí muy tranquilito.
Y luego, a Juan Lorenzo, bajando la voz:
—¿Qué le hiciste, mandinga?
—Que le metí una zancadilla, porque me estaba trabajando, y lo tumbé
patas arriba.
—¡Ah diablito!
Pero cuando no estaba Mercedes por allí y era Antonia la que
intervenía, el diablillo las pasaba amargas.
—¡Sí, muy tranquilo que estás, grandísimo hipócrita! Siéntate aquí, en
mi cuarto, y ponte a leer.
Y lo hacía sentarse al lado suyo, en el dormitorio donde ella pasaba
horas enteras, revisando una y mil veces los vales y pagarés que le
otorgaron las personas a quienes ahora ella prestaba dinero directamente y
con mayores ganancias que las que obtenía cuando era el señor Noguera el
intermediario.
Entretanto, Juan Lorenzo, sometido a la tortura del Mantilla, bostezaba
y desperazábase, sintiendo picazones en todo el cuerpo desde las primeras
líneas. Para vengarse de la tía interrumpía a menudo la lectura verdadera y
comenzaba a silabear, como si le costase trabajo leer la palabra que no
estaba en el libro.
—U-na ma-cau-rel. ¡Una macaurel!
—¿Dónde dice eso? —inquiría Antonia severamente, intrigada ya por
aquellas macaureles que a cada página estaba viendo Juan Lorenzo, en tanto
que Efigenia, que estaba en el secreto de la ocurrencia, soltaba la risa,
tapándose la boca para que no la oyese la tía y cayese en la bellaquería del
muchacho.
Este leía unas líneas más, y de repente preguntaba, invariablemente ;
—Y hoy, ¿no voy a sacar las quesadillas?
—¡Eso sí te gusta a ti, vagabundito! Para estar en la calle reunido con
todos los percucios, aprendiendo picardías.
En efecto, Juan Lorenzo había hecho rápidos progresos en la materia.
Conocía ya todos los juegos plebeyos, de lo cual daban fe metras, chapas,
bonetes y baratijas de cigarrillos que llenaban sus faltriqueras. Y había
adquirido un extenso y procaz repertorio de refranes y calembures, que
escandalizaban a las mujeres de. su casa, especialmente a Efigenia, que veía
con horror casi supersticioso cómo estaban apareciendo en su hijo, bajo la
acción del ejemplo callejero, los mismos modales groseros del padre.
Un día llegó a la puerta un muchacho preguntando por Juan Lorenzo:
—¿Quí está Mano Juan?
En la conciencia de Efigenia se produjo una aberración inquietante.
Aquel momento presente había sido vivido por ella hacía mucho tiempo. Y
hasta las mismas palabras con que respondió: “No, él salió desde esta
mañana”, aunque eran sencillas y apropiadas a las circunstancias actuales,
le parecieron que estaban ya pronunciadas en su vida.
En efecto, era el pasado que volvía. Al día siguiente de haberse
instalado en La Villa, en la casa del comandante Carlos Jerónimo Figuera,
su marido, había llegado Ramón Fuentes, preguntando:
—¿Aquí está Mano Carlos?
Y ella había respondido:
—No. El salió desde esta mañana.
La coincidencia no tenía nada de misteriosa, salvo que los amiguitos de
Juan Lorenzo, casi todos de la granujería de la Cañada de Luzón, por
llamarlo hermano le dijesen Mano Juan: como al comandante Figuera
decían Mano Carlos los suyos; pero sí era extraño que fuese ahora cuando
ella venía a darse cuenta cabal de lo que pasó por su espíritu cuando oyó
llamar de ese modo a su marido.
En realidad, desde aquel momento comenzó a comprender qué clase de
hombre era aquel a quien ella se había entregado; pero entonces estaba bajo
la misteriosa acción de aquella fuerza que le enajenara totalmente la
voluntad desde el día en que, estando ella de visita en casa de unas amigas
de El Empedrado, le acompañó en la guitarra una canción a Carlos
Jerónimo Figuera, que se hallaba también allí.
Ahora recomenzaba la historia. ¡Ya su hijo era también Mano Juan! ¡Y
cómo iban apareciendo, día a día, en la faz del niño, los rasgos paternos,
reveladores del alma burda y brutal! ¡Ya ella había experimentado vagas
zozobras desde que empezó a darse cuenta de que, sobre el rostro del niño,
estaba trabajando un escultor invisible para reconstruir la obra destruida por
el puñal de Julián Camejo!
La noche de aquel día, cuando desnudaba a Juan Lorenzo para que se
acostara, le preguntó, tímidamente:
—¿Por qué dejas que te llamen Mano Juan?
—¡Guá! Me dicen así por cariño.
—¿Y es que te quieren mucho esos muchachos?
—Sí. Pero es porque yo les tengo a monte a todos.
—¿Qué quieres decir con eso? Tienes unas maneras de hablar que no
me gustan.
—¡Guá! Eso quiere decir que les mando grueso. ¿Tú crees que si yo no
fuera así con ellos me querrían? Harían su sopa conmigo.
—¿Y por qué no buscas otros amiguitos? Hay por aquí muchos niñitos
decentes que te querrían sin que tuvieras necesidad de ser malo con ellos.
—¿Los patiquines? ¡Hum! Esos no sirven pa na.
Efigenia pensó, con dolor: “¡Lo mismo que su padre!”
Y le pareció que era inútil insistir en arrancarle de aquellos sentimientos
plebeyos que estaban ya tan profundamente arraigados. Por otra parte, no se
atrevía tampoco a hacerlo, asaltado de pronto su ánimo por el temor
supersticioso a la presencia invisible del comandante Figuera, redivivo en
las palabras del hijo.
Y mientras éste dormía, siguió cavilando ella. Nada de su ser había
puesto para formar el del hijo. Sólo la sangre paterna estaba ejecutando la
obra.
Y no podía ser de otro modo—pensaba—, si cuando ella
lo llevaba en sus entrañas no era propiamente una persona, sino un
cuerpo vacío, en el cual el alma—totalmente abolida la voluntad—era tan
inútil como una luz que se queda olvidada en una sala cerrada y sola. ¿No
había renunciado ella a sus derechos más legítimos sobre el hijo que iba a
nacerle, puesto que había aceptado, sin protestar, que fuese su marido quien
dispusiera de él, como si fuera suyo solamente, para escoger el nombre que
había de llevar, la educación que se le daría y hasta el oficio a que se
dedicaría? ¡Natural era, pues, que Juan Lorenzo no tuviese nada de ella, ni
un rasgo en la fisonomía, ni un sentimiento delicado en el alma!
Y pensando así, Efigenia tuvo, por la primera vez en su vida, la clara
noción de su responsabilidad respecto al destino del hijo.
Mercedes Cedeño se acercó a ella, y púsose a contemplar la cara de
Juan Lorenzo.
—¡Qué cosa más rara! —dijo—. ¿Tú no te has fijado en que este niño
tiene dos caras? Una cuando está despierto: cara de malo; otra cuando está
dormido. Entonces se parece mucho a ti. Fíjate. Es tu vivo retrato cuando
estabas pequeña.
Una amplia ola de ternura maternal llenó el corazón de Efigenia.
Agradeció las palabras de la tía, que tan sabroso y oportuno consuelo
habían venido a darle, y bendijo los ojos que habían sabido verla a ella en la
faz dulce y plácida del niño dormido.

VI

MANO JUAN

El escultor invisible que tallaba en el alma del niño los duros rasgos
paternos ha concluido ya su obra. Juan Lorenzo es ahora un muchacho
fornido, malcarado, de trato áspero y violento. Las riñas callejeras le han
endurecido hasta volverlo cruel; las costumbres plebeyas lo han convertido
en una criatura desagradable, ante quien su madre ha terminado por adoptar
la misma actitud medrosa que observaba con el comandante Figuera; le
apuntaba el bozo, está mudando la voz y ya tiene el gesto desfachatado y en
las maliciosas miradas la marca ruin de los torpes apetitos, de los vicios
precoces.
A pesar de las reprimendas de Antonia Cedeño—única que se atreve a
encarársele—, ha adquirido una fiera independencia y se pasa todo el día en
la calle. Ya no es útil para nada y sólo ocasiona disgustos y sobresaltos a la
familia: varias veces ha estado en la Policía, y una noche se presentó con el
paltó cortado por navajazos que le tirara un muchacho a quien poco antes
había aporreado.
En la parroquia su nombre de guerra es una voz de alarma: “¡Que viene
Mano Juan!”, y ya las madres están llamando a sus hijos, temerosas de que
se los maltrate por quítame allá esas pajas.
Entre la granujería camorrista de El Guarataro, la Cañada de Luzón,
Palo Grande, El Calvario, su personalidad era discutida y convertida en
bandera de discordias: “¡A que tú no te pegas con Mano Juan! —se le
responde siempre a las bravatas de los fanfarrones—. ¡Qué vas a agarrarte
tú con Mano Juan! ¡Con ése sí que se acabó el carbón!”
Y no pasa día sin que venga uno a decirle:
—Por allá por donde yo vivo hay uno que dice que tú y que le tienes
miedo.
Juan Lorenzo no respondía una palabra; pero ya era cosa sabida: no
pasaría mucho tiempo sin que el que tal dijese tuviera la nariz rota o un ojo
hinchado por los tremendos cabezazos que tan famoso lo habían hecho.
No era menester tampoco que viniesen a azuzarlo: bastaba con que
descubriese que en alguna parte había un guapo, así fuera de la cuerda de
otro barrio de la ciudad, para que él se encaminara en su busca y, en
topándolo, se le encaraba y le decía, de buenas a primeras:
—¿Tú y que eres el más guapo de por aquí?
—¡Guá, chico! ¡Yo no sé leé, pero me escriben! A mí todavía nadie me
ha pisao el petate.
—Pues mira que yo te lo puedo pisá„ Soy Mano Juan.
¿No me has oído nombrá? ¿Quieres echate una agarraíta conmigo?
A veces se iban en seguida a las manos; pero, generalmente, se daban
cita para un lugar solitario, fuera del poblado y en campo neutral, donde ni
hubiese el peligro de la Policía ni el singular combate degenerase en una
riña de cayapas a causa de la intervención de las respectivas cuerdas. Pero
cuando trascendía la noticia de estos desafíos, los amigos de ambos
contendores se trasladaban al sitio convenido para presenciar la pelea.
Juan Lorenzo solía presentarse vestido de limpio y con lo mejor de su
indumentaria, como para darle al acontecimiento toda la importancia que
para él tenía. Y como alguno de sus amigos le dijese:
—¡Vale! ¡Vienes como un papel de coge moscas!
El respondía, fanfarrón:
—¡Es que yo me enjoyo pa peleá!
Del sitio casi siempre regresaba vencedor, seguido de la turba de los
admiradores, que iban comentando a grandes voces su habilidad y destreza
de gran tirador de cabezazos. Fiero y ceñudo, vibrantes los músculos de la
cara por la contracción tetánica del maxilar, caminaba largos trechos
todavía con los puños apretados y el pecho hirviente de cólera. Un día,
después de una riña difícil y encarnizada que duró cerca de dos horas, cayó
en medio de la calle presa de un ataque de epilepsia, a consecuencia del
cual estuvo una semana en cama con un mareo constante y una absoluta
pérdida de voluntad.
De este modo, Juan Lorenzo acabó con todos los prestigios parroquiales
y llegó a ser, él solo, el guapo caraqueño, en torno de cuya fiera
personalidad se formó muy pronto una pintoresca leyenda. Eco de ella se
hacían especialmente los chicos que se iniciaban en la vida azarosa de las
cuerdas; en el calor de sus ponderaciones. Mano Juan aparecía con las
características del bandido generoso: protector de los débiles, amparo de los
pequeños, terror de los roncones, azote de las cayapas, pasmo de los
policías, de cuyas manos —decíase—había arrebatado muchas veces a los
muchachos que llevaban arrestados, así fuesen enemigos suyos; hazañas
éstas que principalmente fueron las que más simpatías le conquistaron en el
ámbito de la chiquillería sediciosa. En los juegos, todos querían ser
manojuanes, y hubo muchos que, para conocerlo, se aventuraron a
internarse en sus peligrosos dominios de la parroquia de San Juan.
Sólo de uno se sospechaba que podía rivalizar con él: Gregorio el
Maneto, un zambo de más edad y cuerpo que Juan Lorenzo, muchacho de
verdaderas averías, más malo que Guardajumo, capataz de una de las
cuerdas de El Teque, nombre que se le daba a un barrio de la parroquia de
Altagracia, donde tenían su feudo los más temidos facinerosos de Caracas.
Pero ambos habían hecho siempre buenas migas, porque el Maneto era hijo
de una antigua lavandera de las Cedeño y desde chicos habían sido vales
corridos, suerte de pacto de alianza contra la cual nada habían podido
insidias de sus respectivos secuaces, por mucho que vinieran azuzándolos.
—Ese es vale corrido mío—respondía siempre—. Nosotros no nos
tiramos.
Sin embargo, en el fondo de esta camaradería existía un mutuo recelo:
ambos se temían y se vigilaban, y ya esto era una semilla de odio que un día
u otro habría de reventar.
El curso de los acontecimientos dio lugar a ello muy pronto. Un día
fueron a decirle a Maneto:
—¿Tú sabes? Mano Juan como que se quiere volteá pa los patiquines.
Hace noches que están yendo a la plaza de los Capuchinos unos de la
cuerda del Capitolio, que le hacen muchas fiestas y él se las deja hacé.
Nombrarle al Maneto la cuerda del Capitolio era tocarle en lo más vivo
y vehemente de sus odios. Movido por los implacables instintos de su
sangre mulata, había jurado guerra sin tregua a los jovencitos de aquella
cuerda aristocrática que se reunían en los alrededores del Capitolio, y casi
todas las noches, a la cabeza de la horda de El Teque, los atacaba en sus
dominios, sin que todavía hubieran podido parársele una sola vez: tal era la
violenta pedrea con que les caía encima por sorpresa. Ahora venían a
decirle que Mano Juan, que al fin y al cabo era su rival, ¡hacía causa con
sus enemigos naturales! Y el Maneto respondió, con una sonrisa siniestra:
—¡Ah, malaya sea verdá! Eso va a sé su perdición.

VII

LA REBELIÓN

Era cierto. Y no sólo que. Juan Lorenzo recibía con agrado las visitas de
aquellos parlamentarios que le enviaba la cuerda del Capitolio para
ganárselo a partido, sino también que hubo noches que faltó al corrillo de la
plaza de Capuchinos para asistir a la del Capitolio.
Entre éstos había muchos jóvenes que conocían por propia experiencia
lo tremendo de los cabezazos de Mano Juan, no obstante lo cual lo
recibieron con grandes agasajos. El se dejó seducir y le cogió el gusto a las
tertulias de aquella granujería más refinada y hasta más audaz que tenía el
campo de sus fechorías en el corazón de la ciudad y era el azote de los
transeúntes y el brete de la Policía.
Frecuentándolo, sufrió la influencia del grupo que a la larga lo
descentraría de su medio natural, que era el pueblo, y adquirió compromisos
que modificaron su conducta. Las Cedeño se sorprendieron grandemente un
domingo como le viesen muy empeñado en sacar lustre a los zapatos y
dispuesto a ponerse el flux de casinete que ellas le habían regalado el día de
su santo y todavía no había querido estrenarse, receloso de que lo llamasen
patiquín de orilla sus desharrapados amigos.
Estos, cuando lo vieron con aquel flamante traje ominoso, decidieron
separarse de su amistad y camaradería, y, en efecto, cuando Juan Lorenzo,
en la noche, pasó por la plaza de Capuchinos, los que allí estaban se
dispersaron al verlo, con lo cual él comprendió que ya no eran amigos
suyos. Por su parte, el Maneto, sintiéndose fieramente dueño absoluto de
todas las voluntades agresivas de su cuerda, planea el golpe definitivo y
acecha la ocasión. Un día se le vio acompañado de su estado mayor,
recorriendo el campo que ya había escogido para el avance de piedras
decisivo, al cual desafiaría a la cuerda enemiga, sitio que era la Sabana del
Blanco. Tomaba posiciones, trazaba el plan de asalto, y en lugares
disimulados por mogotes hacían esconder buenas provisiones de guarataras.
Su mesnada le obedecía sin discutir sus órdenes, entusiasmada, fanatizada
por el rencoroso ardor en que hierve el caudillo.
No así Juan Lorenzo. En aquel grupo de jovencitos de familias
distinguidas y adineradas hay dos que son los que verdaderamente ejercen
el mando de la cuerda: los Arizaleta. Ellos son los que dan la orden de salir
a batir esta o aquella parroquia, y en las noches de paz ellos son quienes
ponen los juegos y dirigen el tema de la conversación Por tradición de
familia, los Arizaleta estaban acostumbrados a dominar en las agrupaciones
de que formaban parte. En la cuerda del Capitolio se les calificaba de
recalcitrantes.
Como todos los demás de aquel grupo, Juan Lorenzo se sometió al
dominio tácito de los Arizaleta, y aunque no se les escapaba que él era allí
una fuerza efectiva, especie de brazo armado que la cuerda tenía dispuesto a
esgrimir contra el enemigo natural que era el Maneto, cosa que le ponía en
verdaderos compromisos, pues no quería verse en el caso de pelear con
aquel compañero de la infancia, aceptaba que lo postergaran y hasta
prescindieran de él cuando no se trataba de repartir cabezazos o
entendérselas con agentes de Policía.
Sin embargo, a veces se le encrespa la índole levantisca y dominadora e
intenta imponer su voluntad; pero se discuten sus ideas, se rebaten sus
argumentos, se le acorrala con razones más elocuentes, se le aturde
haciéndole notar los disparates que sostiene, y entonces, reconociendo su
inferioridad, abochornado de la pobreza de su inteligencia, calla y se plega
a la voluntad autoritaria de los Arizaleta.
En estos momentos experimenta la nostalgia de su antiguo señorío de la
plaza de Capuchinos, donde no había quien le chistara, y echa de menos la
reunión de la plebe zafia y brutal, como un váquiro enjaulado la compañía
de la manada cerril; pero no es capaz de las resoluciones enérgicas; ni
imponerse ni liberarse. Algo le han echado allí dentro del alma que lo está
transformando y produciéndole sentimientos que él no podría discernir,
pero que le dejan en el ánimo un fondo turbio de inquietudes sin nombre, de
anhelos sin forma, de aspiraciones concretas, de áspera taciturnidad, de
tristeza de sí mismo.
Una noche dice uno de los Arizaleta, contemplando la fachada de la
Universidad:
—Dentro de dos meses estaremos nosotros ahí, estudiando Derecho.
Juan Lorenzo no sabe lo que es eso de estudiar Derecho, y lo pregunta
ingenuamente.
—¡Guá, chico! Lo que se estudia para ser abogado. Para defender
pleitos, ¿no sabes? Con esa profesión se gana mucha plata. Si no, que se lo
pregunten al viejo de nosotros, que con tres pleitos que defendió en
Barlovento se puso en las tres mejores haciendas de cacao de por allí. ¡A
hacienda por pleito!
La marejada de la ambición comienza a subir en el corazón de Juan
Lorenzo. Después de los Arizaleta, todos los de la cuerda han ido
exponiendo sus aspiraciones para el porvenir: uno va a trabajar en la casa de
comercio de su padre, que es de las más fuertes de Caracas; otro se propone
hacer un viaje a Europa; otro tira hacia la política, y asegura que llegará a
ministro, por lo menos, como su tío… Juan Lorenzo se pregunta
interiormente: “Y yo, ¿qué seré?” Pero no halla qué responderse, y la
marejada de la ambición sin propósitos concretos se le encrespa y le pone el
humor áspero y sombrío.
Otra noche faltan a la tertulia los Arizaleta porque hay baile en su casa.
Casi todos los compañeros han sido invitados. Juan Lorenzo va a verlo por
la barra.
El lujo de la casa lo deslumbra, el espectáculo de las mujeres
lujosamente aderezadas lo turba, la animación de sus postizos compañeros
que están en el baile le produce envidias que lo deprimen; pero todo se lo
hacen olvidar las miradas dulces y las ingenuas sonrisas que le dirige Mary,
la hermanita menor de los Arizaleta, que está sentada, junto a otra niñita, en
la ventana donde él forma barra.
La había conocido una de aquellas tardes. Iba con él Manuel Arizaleta y
entró en su casa a dejar los libros. Mary se asomó al portón. Era una
chiquita encantadora, de ocho o nueve años a lo más. Rubios crespos le
bailaban en torno al gracioso cuello; llevaba un traje color crema, con una
faldita muy corta con muchos pliegues y faralaes, que hizo pensar a Juan
Lorenzo que se parecía a un pollito. Mary, que ya sabía por su hermano
quién era él, le preguntó, candorosa e ingenua:
—¿Tú eres Mano Juan?
Lorenzo le había respondido, todo cortado:
—Así me llaman.
Y ella:
—A mí me dicen Mary; pero mi nombre es María Margarita.
Aquella tarde a Juan Lorenzo le había acontecido algo muy singular: se
había quedado viendo el crepúsculo, que tenía unos colores muy tiernos, de
oros pálidos, rosas suaves y dulcísimos azules, y no sabía por qué, pero le
recordaron a Mary.
Ahora ella le dice a su amiguita, en secreteos que Juan Lorenzo oye
claramente:
—Mira. Ese es Mano Juan.
Y sonríe, viéndolo con inocente picardía.
Cuando ella se quita de la ventana, Juan Lorenzo abandona la barra.
Calle abajo se va cavilando cosas gratas, cosas desapacibles, que le forman
en el alma una sola masa turbia de sentimientos melancólicos. A intervalos
experimenta oleadas de ternura hacia la niñita que lo admira y le sonríe
cariñosa; luego le pasan por el ánimo tufaradas de amargura, de tristeza de
sí mismo, de rabia insensata que él no sabe contra quiénes la siente.
De pronto, al doblar una esquina, se encuentra con el Maneto, que viene
con unos de su cuerda, seguramente de alguna fechoría:
—¡Guá, Mano Juan! ¡Qué caro te vendes ahora!
—¡Chico! Me vendo por el mismo precio.
—¡Jummm! ¿No me estarás queriendo ganá mucho?
Y lo mira de pies a cabeza con aire insolente.
—¿Qué me quieres decí con eso?
—Que como tú ahora andas reuniéndote con la crema, se me figura que
debes creé que estás montao al aire.
—¿Y a ti qué te importa?
—No es que me importe; es que me da risa.
Pero como advirtiese que Juan Lorenzo, movido por un reflejo
maquinal, con un golpe eficaz y rápido del índice se había echado hacia
atrás el sombrero, lo que anunciaba que estaba presto a disparar el célebre
cabezazo volado con que se abría siempre en pelea, agregó, tratando de
coger algo del veneno de sus insidias:
—Yo no comprendo, valecito, cómo un muchacho tan completo y tan
macho como tú se pué encurruñá con esos patiquines que no paran ni
papelón.
Juan Lorenzo se ablandó al halago, y el turbio despecho de sí mismo,
que ya lo traía propenso, estuvo a punto de salírsele en una explicación de
la conducta que le vituperaba el Maneto y que en aquel momento valía por
su arrepentimiento de haberse alejado de su medio natural que era el
pueblo; pero su interlocutor, que ya se había preparado y cambiado con los
suyos una mirada inteligente, volvió al terreno de las provocaciones:
—¡Busca tu cuerda, chico! Ca uno debe andá con los suyos y no está
echándosela de que pué mirá más arriba de sus ojos. Esos patiquines te
quedan grandes. Sapo no vuela ni que gavilán lo eleve.
La injuria era de las que debe despachurrar sobre la boca del que las
profiere; pero Juan Lorenzo vaciló y perdió tiempo, por primera vez en su
vida.
Viéndolo tan indeciso y turbado, el Maneto lo atribuyó a miedo, y cargó
resuelto:
—Acuérdate del dicho: Cuando un blanco se encuentra de un negro en
la compañía…
—Eso es contigo.
—¡Y contigo, valecito! ¿Qué te estás pensando tú? ¿Tú crees que todos
no sabemos quién eres tú?
Juan Lorenzo tuvo una nueva debilidad:
—¿Quién soy yo? ¿Qué saben ustedes?
Y el otro, manoteándole en la cara:
—En tu casa hacen dulces, como en la mía, y tú los sacabas a vendé a la
calle, como yo. Bastantes quesadillas te compré. Y, últimamente, tu familia
no es mejor que la mía.
—No te metas con mi familia, porque no te lo aguanto.
—¡Que no me lo aguantas! ¿Tú quieres que te hable más claro? Tu taita
no era sino un cantador de canciones de El Empedrado.
Juan Lorenzo sintió en el rostro como si lo picasen avispas. Su historia
estaba en boca de aquellos muchachos de la calle, rodando por la calle, y
aleo que no era miedo pero que era más poderoso v abrumador que el
miedo, detuvo el impulso que iba a lanzarlo contra el Maneto.
Este seguía diciendo, envalentonado y con la mala sangre hirviente de
odio:
—;.Qué vas a hacé? Zúmbame pa que te saques tu lotería. Si hace días
que yo andaba buscándote para decite too esto. Y más te digo: tu mamá…
Pero no concluyó la frase, porque Juan Lorenzo se le arrojó encima,
lívido de cólera y de dolor, y sujetándole por las muñecas le descargó dos
tremendos cabezazos que le imposibilitaron para defenderse.
Aturdido, gemía cobarde el zambo:
—¡No me tires más, valecito!
Juan Lorenzo lo soltó con un gesto de asco. Y encarándose con los
compañeros del Maneto:
—¡Sálganme ahora ustedes uno a uno!
—No, Mano Juan. Nosotros no nos metemos contigo.
Viéndoles las caras lívidas de miedo, Juan Lorenzo les volvió la
espalda, diciéndoles:
—Eso es lo que son ustedes. ¡Cobardes! ¡Faramalleros! Y fue así como
Juan Lorenzo Figuera, el hijo de Mano Carlos, que era un hombre de la
plebe, rompiendo con el Maneto, se rebeló contra su casta.
Caracas, 1922.
LOS INMIGRANTES[33]

Vinieron, expatriados por la miseria, en busca del oro de América:


Abraham, del monte Líbano; Domenico, el calabrés. Ambos eran fuertes,
jóvenes y capaces de amontonar fortunas y fundar razas nuevas y vigorosas.
Abraham se alojó en el barrio turco de Camino Nuevo, donde, en
viviendas comunes, hacían vida promiscua, sórdida y laboriosa los
buhoneros de Caracas, Domenico fue a vivir, con otros compatriotas suyos,
en una casa de vecindad, llena también, a toda hora, de la bulliciosa
confusión de los varios oficios de los inmigrantes.
Pocos días después Abraham apareció por las calles de Caracas con el
cajón de buhonero a cuestas. Sabía decir, apenas:quincalla, marchante,
bonito y barato; pero con estas cuatro palabras y con su infatigable caminar
de puerta en puerta, a pasos lentos, pero seguros, de bestia fuerte, bajo su
carga pesada, y con la extenuada sobriedad de su vida, sólo enderezada al
propósito de hacer dinero, fue amontonándolo día tras día.
Luego extendió el radio de su actividad a las parroquias foráneas y
pueblos cercanos de la capital: los lunes El Valle y Baruta, los miércoles a
Petare y los pueblecitos del trayecto; los viernes a Antímano y Macarao.
De madrugada abandonaba su tugurio de la turquería de Camino Nuevo,
y por las carreteras, sabrosas de andar en la frescura del amanecer, que a
todas aquellas poblaciones conducen por entre haciendas de caña y de café,
a cuestas el cajón de las baratijas y el fardo de las telas, balanceando el
andar ligero con el apoyo de la vara de medir terciada sobre los hombros y
sostenida con ambas manos por los extremos, el inmigrante recorría las
distancias tarareando un aire suave y dulzón de su remota montaña
legendaria, a tiempo que iba soñando con el oro fantástico de América.
En la mañana recorría el poblado y los caseríos del contorno, vendiendo
su mercancía cara y fiada para que se la pagasen por cuotas semanales de
un real, o de dos, o de cuatro, a lo sumo, sin tomar otra preocupación que la
de anotar en una gruesa y mugrienta libreta de bolsillo tantas rayas como
reales fuese el importe de la venta y bajo una denominación arbitraria, en
caracteres hebraicos, y que sólo para él equivalía al nombre, casi siempre
ignorado del cliente. Así explotaban ellos el inmoderado gusto del criollo
por comprar al fiado y con una confianza inconcebible iban dejando su
mercancía como en manos seguras, en las del primer comprador que. a
cambio de las facilidades del pago y casi siempre con la dolorosa intención
de no acabar de satisfacerlo, apenas regateaba el precio excesivo.
A mediodía el almuerzo frugal bajo los árboles de la plaza del pueblo o
a la sombra de algún zaguán espacioso. A veces se reunían varios
buhoneros que por allí anduvieran de recorrida o que vinieran de pueblos
más distantes: armenios corpulentos, sirios de cráneos cortos y rostros
cuadrados, sombríos y feroces, judíos de tipos bíblicos, turcas de ojos
hermosos, árabes de rostro cálido y miradas soñadoras. Platicaban en su
lengua ruda y sonora mientras almorzaban con pan y aguacates o cambures;
alguno que venía de tierra adentro, a través de los desiertos de los llanos,
refería las zozobras del viaje, pero sus fabulosas ganancias, y cuando
pasaba el bochorno del mediodía y comenzaba a caer la tarde fresca,
emprendían juntos la tornada hacia la vivienda común, alegres, optimistas.
Abraham caminaba siempre alejado y silencioso, más ligera la carga de los
hombros, tintineando en sus bolsillos el producto del trabajo del día, y
mientras las mujeres de la pequeña tropa bohemia, tocadas por la dulzura
del dorado atardecer, iban murmurando cantares melancólicos del lejano y
fantástico país natal, él iba contando mentalmente, come tesoro que ya
empezaba a ser suyo, el oro fácil de América.
Después, la animación de la anochecida en la barriada turca de Camino
Nuevo. De todos los extremos de la ciudad y de los pueblos de los
alrededores van llegando los buhoneros. Depositan su mercancía bajo el
camastro propio del dormitorio común. Algunos salen a cenar en la posada
que por allí tiene un turco viejo en el país; otros se quedan aderezándola en
la casa, en el patio, en anafes encendidos y puestos en el suelo, sobre los
cuales las ollas de barro criollo, llenas de la humilde comida exótica,
despiden el olor penetrante del aceite cocido. Satura este olor el ambiente
ya cargado con el pastoso aroma de los perfumes ordinarios que exhala la
tienda del buhonero y con las emanaciones de los cuerpos sudorosos y el
tufo acre de las cáscaras de frutas que se pudren en el suelo y de la mugre
de la vida promiscua en la sórdida vivienda.
Luego que cenaba, Abraham, el taciturno, solía alejarse un poco del
barrio bullicioso e iba a fumar su pipa de oloroso tabaco turco sentado en el
pretil de un puentecito que por allí había, en el camino de Agua Salud. Allí
permanecía horas enteras contemplando el pintoresco caserío suspendido al
borde del camino, sobre los taludes, o diseminado aquí y allá, sobre rojas
colinas desnudas de vegetación que al atardecer iba ungiendo de dulzura y
de paz y que, cuando la noche ya era entrada, comenzaban a decorarse con
luces de oro de las lámparas encendidas en los interiores humildes, mientras
arriba fulgía, callado y misterioso, el polvo de plata de las constelaciones
del trópico.
Y mientras la pipa se consumía en los labios pensaba en su aldea del
Líbano y se preguntaba qué estarían haciendo allá los que quedaron.
Mitigábale, es cierto, el acerbo dolor de las nostalgias, tanto como el halago
de la fortuna que ya comenzaba a amasar, la emoción de un amor nuevo que
le estaba naciendo en el alma, gustábale aquel paisaje y miraba con simpatía
el espectáculo de la vida, todavía extraña para él, de los hombres de la raza
autóctona, en el torrente de cuya sangre la suya estaba destinada a
confundirse y transformarse.

II

Domenico, el calabrés, recorría todas las mañanas las calles de Caracas,


cargado con dos grandes cestas, rebosantes de frutas.
Duraznos de las montañas de Galipán, piñas y naranjas de los cerros de
El Hatillo, cambures de las tierras ardientes de la costa, aguacates de
Guarenas, mangos de las riberas del Sebucán, olorosos membrillos de Los
Altos, fresas de los cangilones del Avila, húmedos y sombrosos, donde la
sinfonía de los grillos prolongaba el suave rumor de la noche hasta la mitad
del día… Todo el dulce jugo de la tierra nuestra, que el sol nuestro cuaja y
acendra, iba despidiendo su olorosa madurez en las cestas del inmigrante,
llenas de todos los encendidos colores, por las calles de Caracas, de puerta
en puerta, al grito musical y gracioso de: ¡Frutero, marchante!
Y a medida que se vaciaban, el dinero iba cayendo, fácil y abundante,
en los bolsillos del amplio pantalón de pana burda de musiúDomingo.
En las noches el calabrés infatigable se echaba a cuestas un organillo y
emprendía otra vez la corrida de la ciudad, ahora por las parroquias de las
afueras, por las calles humildes de los arrabales, de esquina en esquina,
dándole al manubrio para solaz de la chiquillería y gusto de la plebe. A
veces los pulperos le pagaban algo, o lo obsequiaban con un vaso de vino
para que tocase más de las dos piezas con que él solía regalar al vecindario,
y con este menudeo de centavos y con la ganancia de mayor monto que
hacía cuando lo llamaban en alguna casa de la vecindad o de familias
humildes para que tocase un bailecito de santo o amenizase un velorio de
cruz, la hucha del inmigrante se iba inflando rápidamente.
El pianito de musiú Domingo era el preferido. Los muchachos lo
conocían desde lejos y lo anunciaban con gritos de júbilo, y para oírlo tocar
se formaban corrillos en las esquinas. Las estampas de vivos colores que lo
decoraban, entre ellas una grande de los reyes de Italia que musiú Domingo
había rodeado de flores de trapo y cintajos de la bandera de su patria, traían
y embelesaban la curiosidad de los pequeños; su música sencilla, su variado
repertorio y, sobre todo, la jovialidad simpática y atrayente de su dueño y el
gustoartístico con que éste le daba al manubrio, acentuando los pasajes de
sabor sentimental con una expresión, entre sincera y burlona, de
arrobamiento que le daba a su rostro, le conquistaron muy pronto la
popularidad.
Música inocente de aquellos pianitos de antaño que congregaba en las
esquinas gente de la plebe embobada por su sabrosa cadencia, sacaba a las
puertas, jubilosos, a los niños pobres que sólo aquello tenían para divertirse
y detenía, para mecerlo en ingenuos arrobamientos, el furtivo idilio de los
novios humildes en las ventanas. Aires melancólicos de músicos anónimos
que nos fueron propicios a los balbuceos de la ensoñación—¿por qué no
confesarlo?—, y después hemos recordado siempre con cariño porque
iluminaron nuestra turbia edad de niños pobres y tristes con la primera
concepción de la belleza, tosca y humilde, pero ingenua y sabrosa de
añorar… ¡Música de aquellos pianitos que ya no suenan en las noches de
esta ciudad que se va quedando sin costumbres pintorescas, antes de
tiempo, como un adolescente precoz que pierde el candor y se vuelve
desagradable, escéptico y malicioso antes de que pueda ser realmente malo;
música de la fiesta nocturna de las alcabalas, anunciada con júbilo por los
muchachones, cuando en la semiobscuridad de las cuadras mal alumbradas
por los farolitos de gas o kerosene, se divisaba la silueta de musiú, con el
pianito a cuestas y el catrecillo en la mano, acercándose doblegando por el
medio de la calle!… ¡No sé por qué me recuerdan, especialmente, las
noches azarosas de los tiempos de guerra, cuando a la voz de que estaban
reclutando gente, las calles se quedaban desiertas y en el silencio de las
esquinas gemían los organillos indiscernibles tristezas nuestras!

III

Pasaron los años. Musiú Domingo abandonó el pianito y las cestas de


frutas. Ya tenía una base de fortuna y se fue a uno de los pueblos de Aragua
a establecer una fábrica de pastas italianas.
Abraham, por su parte, abandonó también la turquería de Camino
Nuevo. En viajes que anualmente hiciera al Llano ganó crecidas sumas y
dejando el duro trabajo de buhonero abrió una quincalla frente al mercado
de Caracas, en un zaguán: “La Bonita”.
Ambos negocios progresaron rápidamente, gracias a la infatigable
laboriosidad de aquellos hombres sobrios, fuertes y codiciosos de riqueza
bien lograda. Musiú Domingo compró unos potreros en Aragua y más
adelante una hacienda de café; pero no abandonó la fábrica de pastas, a la
cual atendía Francisca, una compatriota suya con la cual casara. Abraram
ensanchó poco a poco la quincalla y al cabo ésta se convirtió en una de las
tiendas de moda más concurridas de Caracas.
IV

Un buen día, al terminar el inventario anual, vio que tenía ya una suma
apreciable de riqueza adquirida y pensó que era tiempo de regresar a su
tierra. Anunció que estaba dispuesto a vender el negocio y participó a sus
empleados su determinación.
En la tarde, a la hora de cerrar, cuando ya se habían ido todos los
dependientes del detal, notando Abraham que Domitila, la encargada del
taller de sombreros, no había salido todavía, pasó al interior de la tienda,
llamándola:
—Criatura. ¿Usted se va a quedar a dormir aquí?
La mujer, que estaba de codos frente a su mesa de trabajo, con la cara
hundida entre las manos y como absorta en sus pensamientos, se levantó
sorprendida por la voz de Abraham, y como éste notase su aire
apesadumbrado y le preguntara afectuoso:
—¿Qué le pasa, Domitila? Está usted triste.
—¡Qué ha de pasarme! Que estoy obstinada de la vida.
Y parándose frente al espejo del taller comenzó a arreglarse el peinado.
Ya la tienda estaba cerrada y sólo quedaban dentro Abraham y
Domitila. Aquél la contemplaba en silencio; ella dándole la espalda lo
miraba con disimulo por el espejo.
Era una muchacha buena moza, que se vestía bien y hasta con alguna
elegancia, en lo cual invertía casi todo el sueldo que ganaba en “La Bonita”.
Abraham la distinguía entre todas sus empleadas por la discreción y la
inteligencia con que desempeñaba su trabajo; pero nunca le había sucedido,
como ahora le acontecía, detenerse a mirarla como a una mujer. Ocupado
siempre con el pensamiento del negocio ni había podido fijarse en el juego
de sus seducciones que hacía algún tiempo venía desplegando Domitila en
torno suyo, esmerándose en el trabajo, excediéndose en agradarlo,
rodeándolo de atenciones y solicitudes por las cuales sus compañeras de
taller la llamaban adulanta; pero nunca se le había ocurrido a Abraham
pensar que aquello fuese inspirado por algo más que por el deseo de
conservar el puesto de la casa y lograr aumento de sueldo. Ahora todo
aquello adquiría para él un sentido claro y preciso, al mismo tiempo que se
abría paso en su corazón, inconfundible, un sentimiento que hasta entonces
ignoraba que existiese en él.
Lo expresó sin ambages:
—Domitila. ¡Usted me gusta, criatura!
Pasada la sorpresa que tales palabras le causaron, la mujer rió y dijo:
—Tarde piaste.
—¿Qué quiere decir con eso, mujer?
—Que ya no es tiempo porque usted se va para su tierra.
—Si tú quieres no me voy.
—¡Guá! Eso es cosa suya.
Y volvió a reir, arreglándose todavía el peinado.
—Pues ya está resuelto. No vendo el negocio. Me quedo.
Y la unión quedó concertada aquella misma noche. Abraham prometió
que se casaría al cabo de un mes. Domitila, que quería desempeñar con toda
corrección su papel de novia, abandonaría su empleo en el taller.
Entretanto, éste sería reformado e instalado a todo lujo, porque si había de
seguir siendo modista, Domitila no quería serlo sino en grande, para
clientela aristocrática, cosa que a Abraham le pareció razonable y ventajosa.
Durante el noviazgo fueron apareciendo los parientes de Domitila: dos
hermanos, un tío, un primo, finalmente. Todos eran pobres y se
manifestaban tan deseosos de hacer dinero por medio del trabajo y tanto
demostraron estar orgullosos de que Abraham fuese a entrar en la familia,
que éste, por darle a Domitila una muestra de afecto, les suministró dinero
para que se establecieran, cada cual en el ramo que decía que era su oficio.
Uno de los hermanos puso una zapatería en La Guaira, donde vivía; el otro
una barbería lujosamente montada en uno de los sitios más céntricos de
Caracas; el tío abrió un portal en el mercado; el primo, finalmente, obtuvo
una suma para irse al Llano a comerciar en ganados.
No volvió ni se supo más de él. El zapatero se presentó en quiebra, la
cual resultó fraudulenta, envolviendo a Abraham en nuevos compromisos
con el comercio de la capital por fianzas que le prestara; el de la barbería no
cumplía los suyos y se daba una vida regalada, descaradamente, y el tío
botaba cuanto ganaba en la semanas en las borracheras que cogía los
domingos.
Al fin comprendió Abraham que se habían confabulado para estafarlo y
aunque no había esperanzas de recuperar lo perdido no quiso hacer el papel
de tonto y les echó a la cara su mala fe en cartas donde los llamaba
tramposos. Indignáronse ellos y le respondieron cubriéndole de
improperios, estando todos de acuerdo en afirmar que, si bien se miraba, el
dinero de Abraham les pertenecía de todo derecho, pues era dinero
venezolano, ganado en el país, y que el ladrón era un turco, el perro judío,
que se había enriquecido
exprimiendo al pueblo, mientras ellos, los criollos, las eternas víctimas
del extranjero, no salían de la miseria.
—Domitila, como lo supiera, aprovechó la coyuntura para romper con
aquellos parientes que la avergonzaban con sus bajos oficios y su condición
plebeya, y que, de seguir tratándolos, iban a ser un obstáculo a los nuevos
proyectos que estaban rebullendo en su cabeza.
Era el caso que ya no quería seguir siendo modista. Su trabajo al frente
del taller de modas de “La Bonita” y el impulso que su carácter audaz y
emprendedor había sabido imprimir a la marcha de los negocios, segura y
firme, pero un poco lenta en las manos de Abraham, que no era comerciante
de grandes vuelos, habían hecho en poco tiempo de la antigua tienda
modesta uno de los primeros establecimientos del ramo, frecuentado por la
gente de dinero y de buen tono; pero Abraham era rico y era tiempo de que
ella entrase a disfrutar de aquel bienestar, de manera más cónsona con sus
aspiraciones. Siempre había pensado, aun cuando era la humilde y pobre
empleada a sueldo en la tienda del turco, que ella no había nacido para
llevar vida obscura y mezquina, sino para figurar en las alturas, para brillar
en la sociedad. Por otra parte, ya sus hijos estaban creciendo y ella quería
que se acostumbrasen desde pequeños a la buena vida, en esfera de
comodidad y de distinción. Confundiendo la vanidad con el amor maternal,
se proponía introducirlos en la aristocracia por el camino de la ostentación
de la riqueza. Un día, como Abraham dijera que ya Samuelito estaba en la
edad de trabajar, iba a emplearlo en “La Bonita”, para que fuese
aprendiendo, ella atajó, inflada de soberbia:
—¡Mi hijo tendero! ¡Qué mano!
Y el hombre tuvo que desistir de la idea. Poco después tuvo que
prescindir de la colaboración de Domitila, cosa que hizo con gusto pues
reconocía que ella tenía bastante trabajo con el cuidado y la educación de
las criaturas.
Pero Domitila no era mujer fácilmente contentadiza y cuando se le
metía un propósito en la cabeza no estaba tranquila hasta que no lo veía
plenamente realizado. Antojárasele que ella debía vivir en parroquia
aristocrática, frente a la plaza de Altagracia que reputaba ser el centro de la
distinción y del dinero, y Abraham, para complacerla en todo, compró allí
una casa y la montó con lujo y esplendidez, gastando en ello crecidas sumas
de las cuales no pudo separarse sin dolor.
Instalada en su nueva casa, en medio de un vecindario aristocrático,
puso manos a la obra de adquirir relaciones. Un instinto certero y la
experiencia de casos semejantes la guiaron en los pasos que había que dar
para introducirse en aquella esfera. Lo primero ofrecerse ai vecindario y
esperar a que las señoras del alto mundo de la cuadra viniesen a hacerla la
visita de costumbre. Era apenas todo lo que necesitaba para vencer las
primeras resistencias del orgullo. Bien sabía ella que al principio la
tragarían pero no la mascarían; pero todo era saber ir introduciéndose poco
a poco. No era el primer caso.
En efecto, las primeras visitas que recibió fueron tardías y de puro
cumplimiento. Orgullosas señoras fueron a visitarla escogiendo las horas
del mediodía, con lo cual entendían establecer una diferencia de
tratamiento; pero Domitila no se dio por enterada y se valió de sus
habilidades. A una de aquellas señoras, la de más alto rango, la detuvo
amablemente hasta la hora de abrir las ventanas, a fin de que los transeúntes
y el vecindario se enterasen de que la visitaba. La estratagema dio sus
resultados: puesto que aquella escrupulosa dama no se desdeñaba de
visitarla a la vista de todo el mundo, la amistad de Domitila podía ser
aceptada y correspondida, y las más reacias fueron llegando de una manera
más ostensible. El primer paso estaba dado.
Luego fueron las invitaciones a los niños de la cuadra, a las fiestas
dadas para celebrar el santo de Sarita. Se presentaba la sirvienta en las casas
del vecindario.
—Que manda decirle misia Domitila que cómo están por aquí y que hoy
es el santo de Sarita y quiere que le mande a los niñitos a la piñata. Que no
deje de mandarlos.
Y los niñitos de la aristocracia iban a la piñata de Sarita.
De este modo la familia de Domitila se fué introduciendo en el gran
mundo, furtivamente, por sorpresa al principio y luego al amparo de una
tolerancia benévola a la cual no le faltaban buenas justificaciones: era
meritorio levantarse de un origen obscuro a esfuerzos propios. Y aunque
todavía no era acogida sino en una penumbra de tolerancia y a títulos de
vecina, ya vendría lo demás. Todo era proponérselo.

Y he aquí que ahora es cuando comienzan, verdaderamente, el infortunio y


las tribulaciones del pobre Abraham.
Domitila, que hasta allí fuera afectuosa y buena con él, se volvió áspera
y desdeñosa: no toleraba sus gustos y costumbres, le causaba todo género
de contrariedades, lo irrespetaba y lo deprimía en presencia de los hijos y
hasta lo desautorizaba ante el servicio.
Un día estalló abiertamente el conflicto.
Era la víspera del Kipur, cerca de anochecido. Abraham, que era fiel
observador de la ley hebraica, había cerrado temprano la tienda, la cual no
se abriría durante todo el día siguiente, y estaba en su casa tomando una
pequeña colación, antes de entrar en el ayuno y en las oraciones de aquella
solemnidad, que celebraban todos los años los miembros de la colonia
israelita en Caracas, en la casa de un comerciante marroquí que era el
rabino.
Samuelito, envalentonado por lo que tantas veces le oyera decir a su
madre acerca de la ceremonia judía, comenzó a hacer burla y escarnio del
Kipur y de la religión paterna, y como Abraham le exigiese respeto a su fe,
así como él respetaba la de ellos, y viendo que no lo lograba, lo amenazó
con castigarlo y lo mandó que se retirara de su presencia. Domitila apoyó al
muchacho y le dio ánimos para que siguiera molestando e irrespetando al
padre. Protestó Abraham, más con resentimiento que con energía y ella
respondió cubriéndolo de oprobios.
—¡Bueno está, mujer! ¡Bueno está! —decía el pobre hombre, manso y
resignado, tratando de aplacar la cólera de Domitila.
Pero ésta no lo oía y metida en sus habitaciones junto con Samuelito,
por allá dentro clamaba y decía que bien merecida tenía su suerte por
haberse casado con un judío. ¡Razón tenía Dios para castigarla!
—¡Partida de hipócritas! ¡Quién los viera! ¡Y esperando al Mesías!
¡Seguramente para crucificarlo otra vez!
El dolor detuvo en el corazón de Abraham el movimiento subitáneo de
la cólera y la secular resignación de su raza maldita ahogó en su alma el
deseo de la protesta. Se paró de la mesa, pálido y vacilante, y se metió en su
cuarto sin ánimos para ir a reunirse con los demás hombres de su fe que lo
esperaban. Ayunaría y haría las oraciones del Kipur allí en su casa; aquel
año, para el día de la purificación espiritual tenía un gran sacrificio que
ofrecer a su Dios: ¡una injuria grave que perdonar!
Pero desde aquel día llevaría para siempre en el fondo de su pecho una
incurable amargura: ¡él en su casa, como su raza en el mundo, no tenía un
sitio de amor en los corazones!

VI

Pero no era solamente la antinomia inconciliable de las creencias religiosas


lo que separaba a Abraham de su mujer y de sus hijos.
Causas mezquinas, flaquezas humanas, obraban en el ánimo de
Domitila entibiándole, hasta extinguírselo totalmente, el afecto al marido.
Cuando se casó con Abraham, ella era una palurda, una humilde obrera,
cuya condición inferior respecto al hombre no podía menos de hacerle
considerar aquel matrimonio como un ascenso que la libraría de la pobreza
y del trabajo; pero ahora los términos se habían invertido: Abraham seguía
siendo el hombre humilde, de una raza despreciada, mientras que ella,
gracias al influjo del dinero y como resultado de su tenaz empeño de
introducirse en esferas más altas, comenzaba a saborear los halagos de una
distinción social que le daba derechos para ir olvidando ya su pasado
obscuro y para comenzar a considerarse como una gran señora. Para
lograrlo de un todo lo único que le estorbaba, pensaba ella, era
precisamente lo que antes había sido una ventaja: ser la esposa de un
antiguo buhonero de quien todo Caracas se acordaba todavía de haberlo
conocido con el cajón a cuestas, no tanto porque fuese pasado reciente, sino
porque Abraham no se había propuesto que lo olvidaran, haciendo lo que
tanto le aconsejara Domitila que lo sabía por instinto y por experiencia
propia: introducirse en los altos círculos sociales, hacerse miembro de los
Clubs de buen tono. Pero el hombre, consecuente con su humildad
primitiva, se había conservado siempre como antes era: modesto en sus
aspiraciones, humilde en sus costumbres, sencillo y chabacano en su traje y
en sus modales. Y Domitila reventaba de despecho contra aquel obstáculo,
¡ella, que no le parecía ninguno insuperable cuando se le metía en la cabeza
un propósito!
En cuanto a los hijos, éstos crecían formándose con todas las
características de la madre, presuntuosos, dominados por un ansia
inmoderada de aparentar más de lo que eran, careciendo en absoluto de las
virtudes paternas de adquisición lenta y laboriosa, pero segura y legítima,
gobernados solamente por un afán de asalto, de apropiación por sorpresa y
por mañas, a zarpazos traicioneros sobre la presa descuidada.
La madre, puesta a olvidarse de su obscura condición primitiva, les
fomentaba el deseo desordenado de figurar en las primeras líneas, en los
rangos más altos de la sociedad, y sembrándole en los corazones la peste de
la vana soberbia y la ruindad de la envidia, les inculcaba el menosprecio de
la humildad paterna, el desdén por el trabajo, que todos les parecían
indignos para ellos, el amor inmoderado por el lujo y el derroche y la
ostentación de la riqueza.
Con Samuelito, a quien había puesto en un colegio concurrido por la
aristocracia caraqueña para que en el seno de ella escogiese amistades, este
plan estaba produciendo los resultados apetecidos. Fatuo y petulante, el
mocito no tenía más
preocupaciones que la corrección de la línea y última moda del traje: en
suma, que tenía todo lo que se necesita para ser lo que ahora se llama un
hombre bien.
De este hijo, especialmente, Abraham sentía que lo separaba una
invencible aversión, tal si una voz secreta le anunciase que habría de
negarlo. Samuelito se desdeñaba de dirigirle la palabra en la casa, y en la
calle evitaba su encuentro, para que no lo avergonzase ante los jóvenes bien
con los cuales sólo se reunía.
En cuanto a Sara, la hija bonita como una rosa, las mismas ternuras
fieles que le prodigaba tenían algo de compasivo y deprimente para él. Más
que amor, Sarita parecía tenerle lástima de verlo repudiado de los suyos,
siempre solo y silencioso, y cuando le decía con mimos acariciándole el
rostro: —¡Pobrecito viejo! —Abraham sufría el dolor sin medida y a veces
se le humedecían de lágrimas los ojos, al pensar que tal vez ni aquel amor
tan dulce de la hija predilecta venía al encuentro de su corazón, orgulloso y
franco, sino furtivo y vergonzoso, disfrazado de compasión.
Con Sarita, Domitila había refinado sus solicitudes maternales a fin de
colocarla en una ventajosa posición social: la puso en el Colegio de las
Hermanas francesas, le buscó maestro de piano, la improvisó para señorita
distinguida, le aventó la frívola vanidad, le afiló las armas de la seducción.
Pero, no obstante, Sarita no le daba a aquello toda la importancia que (para
Domitila tenía: no había sabido descubrir la diferencia que existía entre la
gente bien y la que no lo es y, por el contrario, daba muestras de una
inclinación hacia los humildes, con los cuales era compasiva y cariñosa.
Domitila sufría algo con esto y la llamaba “mi hija la populachera”.
De alma ardiente y apasionada, Sarita era también para Abraham un
tormento perenne. Amasados con sangre de dos razas lujuriosas e
imaginativas, mezcla de árabe y de indio, sus encantos se desenvolvían
inquietantes como se desenroscan los anillos lucientes de la víbora. Sensual,
frívola y envanecida de su belleza; aún no había cumplido los quince años
la Turquita, como se la llamaba, y ya su fama corría entre los grupos de
jóvenes que andaban a la caza de amores fáciles, encendiendo deseos,
despertando apetitos.
Viéndola crecer tan hermosa y amiga del mundanismo —como decía
Abraham—el pobre hombre experimentaba secretos temores que le
llenaban de dolor el corazón; pero se abstenía de comunicárselos a
Domitila, acatando así la terminante prohibición que ella le hiciera de
inmiscuirse en la dirección de los hijos. Apenas se atrevía a darle tímidos
consejos a la muchacha, pero siempre era desarmado por aquella respuesta:
—¡Jesús! ¡Papá! Tú no sabes de eso; tú eres de otro mundo.
Domitila, en cambio, veía con satisfacción que ya estaban en camino de
realizarse sus planes respecto a la hija: una porción de mocitos de las
familias distinguidas de Caracas le hacían la corte a Sara, paseándole la
cuadra cuando se asomaba a la ventana y siguiéndola a todas partes cuando
salía a la calle.
No se le escapaba a la experta mujer que todas no eran buenas
intenciones en los galanteadores de la hija; pero confiaba mucho en sí
misma y estaba segura de que sacaría de allí un buen marido para Sarita.
Con tal fin redoblaba la vigilancia sobre ella a tiempo que ponía en juego
sus habilidades para atraer a la formalidad del noviazgo a aquellos jóvenes
que más prometían.
De este modo, muy pronto la casa de Abraham comenzó a ser el centro
de unas reuniones todavía heterogéneas, a las cuales asistían jóvenes de la
crema, que iban atraídos por la esperanza de ver a la Turquita rendida por
fin al asedio de sus galanterías, por mitad burlonas y mal intencionadas.
Domitila saboreaba una intensa satisfacción al pasar revista a los
nombres más encopetados de Caracas, que sonaban en la sala de su casa
como timbres de la distinción que ya su familia empezaba a disfrutar en los
círculos de la alta sociedad, y para corresponder a ello prodigaba el dinero
de Abraham a manos llenas. Ardía la casa en el resplandor molesto y de
pésimo gusto de la profusa iluminación eléctrica, se derramaba en las mesas
un obsequio opíparo de festines, corría el champagne, y todo, hasta la
cortesía, tenía allí esa insolente abundancia con que se desborda el mal tono
por los cauces de la riqueza advenediza, pues Domitila, orgullosa de la
fama de gran señora espléndida que quería crearse ella misma, no estaba
satisfecha hasta que no veía a la concurrencia harta de comer y beber.
Entretanto, Abraham se esforzaba en ser afable y atento con los
invitados de su mujer, no suyos, porque bien sabía él que los separaba de
ellos un abismo de diferencias sociales ante el cual él se detenía respetuoso
de las distancias, con un sentimiento, mezclado de orgullo y de humildad,
sentimiento que, por lo demás, era el mismo que lo alejaba de los suyos,
entre los cuales él vivía como un forastero.
Sufría lo indecible el pobre hombre en aquellas fiestas desatentadas en
las cuales su familia se precipitaba a esa nivelación de las alturas, que es el
ansia fundamental del mulato, en parte porque no podría menos de ver con
dolor cómo se estaba derrochando vanamente el fruto de veinte años de
duro trabajo y negras privaciones suyas; en parte, y con más hondo y
humano dolor, porque comprendía que aquéllos eran los pasos de perdición
de su hija Sarita.
La veía codiciada por los hombres para mal jin—como él decía—, la
veía, cegada por la vanidad, entregarse, rendida materialmente, entre los
brazos del joven que la sacaba a bailar, y había oído varias veces que,
cuando terminaba la danza, el pareja le decía irrespetuoso:
—¡Qué sabroso, marchantica!
Ella fingía no comprender la insolente alusión a la condición paterna o
no comprendía en realidad, porque la cegaban la vanidad y el gusto
complacidos; pero Abraham recogía el agravio y lo guardaba en el fondo de
su dolorido corazón, donde había guardado las injurias y el desprecio de los
suyos, donde su raza ha venido guardando todo el oprobio y la vejación del
mundo, a través de los siglos.

VII

Ya ha terminado el baile. La concurrencia se ha despedido y la familia se ha


recogido a sus habitaciones. Abraham vaga solo por la casa, sembrada con
los restos del festín. Pensativo y triste, la recorre apagando las luces y llega
finalmente a la sala. Es más de medianoche. Hace frío. El silencio
iluminado de la sala desierta da una sensación misteriosa de espera de algo
que ha de suceder, inevitable y terrible como las leyes del destino.
El ánimo deprimido de Abraham se llena de una vaga ansiedad en la
cual, poco a poco, van tomando forma tristes presentimientos: su hogar será
destruido, su familia dispersada por una dura fatalidad, su memoria
olvidada, como una cosa despreciable, su mujer se librará del oprobio de su
nombre, sus hijos lo negarían como un origen vergonzoso… Y Abraham,
sintiendo que su hora ha llegado y está presta a cumplirse en él la voluntad
del destino, se sienta a esperarla y llora sobre la ruinas de sus ilusiones.
Contraria la fortuna que hasta allí le ayudara en sus negocios, al hacer la
liquidación de aquel año aciago se convenció de lo que ya presentía: ¡estaba
arruinado! No obstante, Domitila se empeñó en celebrar rumbosamente los
quince años de Sarita.
Aquel día rebosaron la medida. Fue la última fiesta: el sacrificio
supremo de Abraham, el esfuerzo desesperado de Domitila por prolongar la
apariencia de la riqueza. Viendo que ya se le iba a acabar, un despecho
rabioso la impulsaba a derrochar hasta el último centavo del turco.
¡Después, ella vería lo que habría que hacer!
Abraham lo presentía y un dolor sordo y tenaz le devoraba el corazón.
¡Si a pesar del bienestar que le procuraba con su dinero su mujer lo
despreció siempre, haciendo escarnio de sus sentimientos, burla de sus
aficciones y hasta rechazando su amor como una cosa manchada de
indignidad, si para ella y para sus hijos él siempre fue un turco, el paria, qué
podía esperar de ellos ahora que la pobreza se le venía encima y_ tal vez
tendría necesidad de comenzar otra vez la dura persecución del pan, a lo
largo de las calles, de puerta en puerta, al hombro el cajón de buhonero!
Y Abraham, el del monte Líbano, decidió aquella noche repatriarse. Si
aquél era su destino, si su mujer había de repudiarlo y sus hijos lo negarían,
que se cumpliera todo después que él se hubiera ido. No se sentía con
ánimos para arrostrar el dolor supremo.
Apagó las luces de la sala y se dirigió a su habitación. Al pasar por la
puerta del dormitorio de Sarita se detuvo, y sin saber qué se proponía con
ello, llamó suavemente.
Y al sentir cuánto amaba a aquella hija que lo negaría, se echó a llorar
como un niño.
Sarita dormía y no lo oyó, pero la voz desdeñosa de Domitila resonó en
el silencio de la casa:
—¡Hombre de Dios! ¿Hasta cuándo estás por ahí? Anda, vete a dormir.

VIII

Del mismo modo, allá en uno de los pueblos aragüeños, Giácomo, el hijo de
musiú Domingo, nada iba sacando de las características de éste.
Tan botarate, como amasador de dinero el padre; tan amigo de ocios y
parrandas, como tesonero en el trabajo el padre, era Giácomo un simpático
mozo que parecía unido a su medio por profundas raíces ancestrales.
Gallero, coleador de novillos y gran aficionado a joropos, nadie más
popular y querido que él en todos los valles de Aragua, donde se decía,
como para elogiarlo, que era venezolano neto, criollo purito, aunque fuesen
italianos el padre y la madre.
No obstante, musiú Domingo estaba satisfecho de tal hijo, le encontraba
condiciones y con el conocimiento que había adquirido del medio donde
viviera por más de veinte años, pensaba, complacido, que Giácomo sería
persona en el país y lo dejaba formarse libremente.
Verdad era que lo amaba mucho y no sabía oponerse a sus gustos e
inclinaciones. Para que coleara a sus anchas le había regalado el mejor
caballo de sus potreros; para que tuviese la mejor cuerda de gallos le daba
cuanto le pedía y para que compusiera joropos y golpes aragüeños le había
dado, con ..su sangre italiana, la disposición musical.
Y como no tenía más hijos, ni le quedaban parientes en el mundo
después que se le murió la mujer, le fue dando, a puñados, toda la fortuna
que había logrado amasar en Venezuela, y a medida que así la iba
perdiendo decía, fatalista y jovial:
—¡Tierrita brava! ¡Tierrita brava! ¡Tu me la diste, tú me la quitas!

IX

Siguieron pasando los años. Ya han pasado muchos. Musiú Domingo está
viejo; Abraham está, además, pobre.
Un día el azar los reúne en uno de los paseos de Caracas No se conocen,
pero cruzan un saludo al sentarse a la vez en un mismo banco.
—¿Es usted del país?
—No, señor. Pero como si lo fuera. Soy de Italia, de un pueblo de
Calabria, pero tengo más de treinta años en Venezuela, me gusta esta tierra
y puedo decir que soy venezolano.
—Yo también vine al país hace muchos años—dijo Abraham con el
acento de las tristezas consoladas.
—¿Y cómo lo ha tratado la tierra brava?
—A mí, muy mal.
—Pero se ha quedado en ella.
—No solamente me he quedado sino que he vuelto. ¡Qué sé yo lo que
tiene esta tierra; pero la cosa es que trata mal y sin embargo agarra!
—Que se hace querer.
—Aquí trabajó uno y aquí sufrió uno…
Y Abraham cuenta sus tristezas, primero, y luego, sus consolaciones: el
bienestar perdido, el desamor de la familia, la repatriación desesperada, la
soledad y el aislamiento en el país natal, donde nadie ya lo conocía, como
un extranjero entre los suyos… Vivía triste, echando de menos a la patria
adoptiva, que, sin embargo, había sido cruel y dura con él… ¡Erró después
por otros países de la tierra, pero en ninguna parte pudo aplacar su ansia de
volver a ésta, donde había dejado a sus hijos, que, a pesar de todo, eran sus
hijos! Regresó a terminar en ella sus tristes días. Llegó, como la primera
vez, pobre. Un paisano suyo le dio un paquete de medias para que ganase
algo vendiéndolas por las calles… Otra vez el duro ambular de puerta en
puerta. Pero no se comienza dos veces, y ya porque la fortuna no quisiera
ayudarlo más o porque ya él no tenía ni fe ni fuerzas, lo cierto era que
vagaba inútilmente por las calles sin encontrar quién quisiese comprarle la
mercancía. Un día se tropezó con su mujer, con la que tanto lo hizo sufrir
con sus desprecios. El quiso seguir de largo, haciéndose el distraído; pero la
mujer lo detuvo, le habló con cariño, le contó su vida, que también había
sido triste: Samuel la había abandonado; Sara dio por fin un mal paso, y ella
había tenido que poner un taller de costura para ganarse el sustento. Ahora
le iba bien. Además, Sarita, que se había casado con el hombre con quien se
fugó, que tenía dinero, le mandó una suma de regalo y ella compró una
casita… Andando, mientras hablaban, llegaron a la casa y Domitila le dijo:
“Entra.” El entró olvidado de lo pasado. Allí vivía unido de nuevo a su
mujer, que ahora era con él buena y cariñosa, y viéndolo viejo y enfermo no
quería que trabajase. Sarita, que siempre preguntaba por él en sus cartas a la
madre, al saber que había vuelto, escribió que vendría con su marido a
verlo, cuando pasase el invierno. Vivía en San Fernando, donde el marido
tenía hatos y casa de comercio. Un hombre del país, un criollo que se había
metido en una revolución y después fue Jefe Civil de San Fernando y ahora
vivía de su trabajo, con plata bastante…, un tal Giácomo Albano.
—¡Ese es mi hijo! ¡Giácomo! ¡Venezolano neto! ¡Criollo puro! ¡Un
palo de hombre! Como dicen aquí.
Y musiú Domingo se enternecía hasta las lágrimas al hablar del hijo.
Ya obscurecía cuando abandonaron el banco del paseo. Estaban viejos,
se arrastraban penosamente por los caminos de la tierra, de aquella tierra
que había sido dura y cruel con ellos, pero allá en el corazón del país,
sangre de su sangre corría, transformada, vigorosa y fecunda por los cauces
infinitos de la vida.
Abraham, el del Líbano; Domenico, el calabrés. la tierra ajena les barrió
del corazón el amor a la propia y Ies quitó los hijos que ellos le dieron…
Ya obscurecía. Ya no se veían las caras…

ESTE LIBRO SE TERMINO DE


IMPRIMIR EL DIA 26 DE MARZO
DE MIL NOVECIENTOS OCHENTA
Y UNO EN LAS PRENSAS VENE-
ZOLANAS DE EDITORIAL ARTE,
EN LA CIUDAD DE CARACAS
NOTAS
[1] Publicado por primera vez con el título de “Las rosas” en El Cojo
Ilustrado el 19 de enero de 1910. Luego fue incluido en Los aventureros.
Caracas, 1913.
[2] Publicado por primera vez en El Cojo Ilustrado el 1“ de marzo de
1910 y luego incluido en: Los Aventureros, Caracas, 1913.
[3] Fue publicado por primera vez en El Cojo Ilustrado el 15 de octubre
de 1910 y luego incluido en La doncella y el último patriota. México, 1957.
[4] Publicado por primera vez en El Cojo Ilustrado el 1° de diciembre
de 1910 y luego incluido en Los aventureros. Caracas, 1913.
[5] Se publicó por primera vez en El Cojo Ilustrado el 15 de enero de
1911 y se incluyó en La doncella y el último patriota. México 1957.
[6] Fue publicado por primera vez en El Cofa Ilustrado el 15 de agosto
de 1911 y luego incluido en La doncella y el último patriota. México 1957.
[7] Publicado por primera vez en El Cojo Ilustrado el 1° de febrero de
1911 y luego incluido en el volumen Los aventureros. Caracas, 1913.
[8] Publicado por primera vez en El Cojo Ilustrado el 1° de octubre de
1911 y luego incluido en el volumen Los aventureros. Caracas, 1913.
[9] Publicado por primera vez en el volumen Los aventureros. Caracas,
1913.
[10] Publicado por primera vez en Los Aventureros. Caracas. 1913.
[11] Apareció publicado por primera vez en El Cojo Ilustrado el 1S de
abril de 1914 y luego incluido en La doncella y el último patriota. México,
1957.
[12] Publicado por primera vez en El Cojo Ilustrado el 15 de febrero de
1914 y luego incluido en La doncella y el último patriota. México, 1957.
[13] Apareció publicado por primera vez en La Revista el 20 de junio de
1915 y luego incluido en el volumen La doncella y el último patriota.
México, 1957.
[14] Apareció publicado por primera vez en La Revista el 26 de
setiembre de 1915 y luego incluido en La doncella y el último patriota.
México, 1957.
[15] Apareció publicado por primera vez en La Revista en 1916 y luego,
incluido en La rebelión y otros cuentos. Caracas, 1946.
[16] Fue publicado por primera vez en Actualidades el 9 de febrero de
1919 y luego en La rebelión y oíros cuentos. Caracas, 1946.
[17] Se publicó por primera vez en Actualidades el 16 de febrero de
1919 y luego se incluyó en La rebelión y otros cuentos. Caracas, 1946.
[18] Se publicó por primera vez en Actualidades el 23 de febrero de
1919 y luego se incluyó en La rebelión y otros cuentos. Caracas, 1946.
[19] Se publicó por primera vez en Actualidades el 2 de marzo de 1919
y se incluyó en el volumen La rebelión y otros cuentos. Caracas, 1946.
[20] Fue publicado por primera vez en Actualidades el 9 de marzo de
1919 y fue incluido en el tomo La doncella y el último patriota. México,
1957.
[21] Se publicó por primera vez en Actualidades el 16 de marzo de 1919
y se incluyó en La rebelión y otros cuentos. Caracas, 1946.
[22] Se publicó por primera vez en Actualidades el 23 de marzo de 1919
y luego se incluyó en La rebelión y otros cuentos. Caracas, 1946.
[23] Fue escrito en 1913 pero se publicó por primera vez en
Actualidades el 30 de marzo de 1919 y se incluyó en el volumen La
doncella y el último patriota. México, 1957.
[24] Se publicó por primera vez en Actualidades el 6 de abril de 1919 y
luego se incluyó en La rebelión y otros cuentos. Caracas, 1946.
[25] Fue publicado por primera vez en Actualidades el 20 de abril de
1919 y luego fue incluido en La rebelión y otros cuentos. Caracas, 1946.
[26] Se publicó por primera vez en Actualidades el 27 de abril de 1919
y se incluyó en el volumen La rebelión y otros cuentos. Caracas, 1946.
[27] Se publicó por primera vez en Actualidades el 11 de mayo de 1919
y luego se incluyó en La rebelión y otros cuentos. Caracas, 1946.
[28] Se publicó por primera vez en Actualidades el 18 de mayo de 1919
y luego se incluyó en La rebelión y otros cuentos. Caracas, 1946.
[29] Se publicó por primera vez en Actualidades el IV de junio de 1919
y se incluyó en La rebelión y otros cuentos. Caracas, 1946.
[30] Se publicó por primera vez en Actualidades el 8 de junio de 1919 y
se incluyó en el volumen La rebelión y otros cuentos. Caracas, 1946.
[31] Se publicó por primera vez en Actualidades el 27 de julio de 1919
y luego se incluyó en La rebelión y otros cuentos. Caracas, 1946.
[32] Se publicó por primera vez en La Lectura Semanal el 30 de de abril
de 1922 y luego se incluyó en La rebelión y otros cuentos. Caracas, 1946.
[33] Se publicó por primera vez en La Novela Semanal el 9 de
setiembre de 1922. Y luego se incluyó en La rebelión y otros cuentos.
Caracas 1946.

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