Cuentos Completos - Romulo Gallegos
Cuentos Completos - Romulo Gallegos
Cuentos Completos - Romulo Gallegos
ROMULO GALLEGOS
Visión de época
Actitud inicial
Cronología
En los doce años que median entre el primer cuento de Gallegos (Sol de
antaño) y los últimos (Los inmigrantes y La rebelión), se encuentran
variadas proyecciones formales y temáticas.
A cuentos breves se unen otros de regular y amplia extensión sin que
pueda en realidad hablarse de trayectoria hacia la novela, como podría
hacer suponer la circunstancia de que el cuento más largo y novelesco de
Gallegos, La rebelión, figure al final de la sucesión cronológica. De hecho
hay que considerar esta última producción como lo que es: una adaptación
de capítulos de un proyecto de novela que Gallegos adelantaba en esos días
y que iba a titularse La casa de los Cederlos. (Cosa aparte es la de discutir
sus aciertos o deficiencias como cuento).
En lo estilístico puede verse, de primer intento, un movimiento
evolutivo: globalmente hay un desarrollo que parte de la expresión densa,
detallada y cargada de giros y palabras castizas, hacia modos más aireados,
más sobrios y originales con la incorporación de formas y vocablos
venezolanos. Tanto el período como la frase se va acortando y surge una
mayor agilidad sugerente, menos explicativa y más sutil. Bastaría con
pensar en la ruta señalada por Sol de antaño. La liberación. Los
aventureros, El piano viejo, El crepúsculo del Diablo, Pataruco y Los
inmigrantes. (Desde otro ángulo de interés habría que considerar los claros
tintes naturalistas de cuentos como Paz en las alturas y sobre todo Marina}.
Pero, en el fondo no se trata de una evidente y radical evolución. Más
propio sería hablar de tendencia que de proceso evolutivo.
Hay una base mantenida y definidora del estilo en los cuentos de
Gallegos que no permite señalar una auténtica transformación: lenta
integración de elementos, descripción acumulativa fragmentada,
consideraciones discursivas y didácticas, diálogos cargados de conceptos,
ambientación densa.
Otro tanto habría que decir en cuanto a la motivación creadora derivada
de personajes o de ambientes: no hay predominancias temporales sino
coexistencia (junto a Una resolución enérgica y Pataruco surgen Pegujal y
Marina) o coincidencia en un mismo cuento (Los aventureros, El
crepúsculo del Diablo. La ciudad muerta, Los inmigrantes).
En lo temático no puede hablarse de una línea evolutiva propiamente,
sino más bien de tópicos persistentes. Si al comienzo parece Gallegos darse
al análisis psicológico en especial, ya en 1912 aparece Los aventureros,
evidenciando una poderosa preocupación social y política. Y es que de
hecho se presentan dos grandes proyecciones temáticas: el análisis de
penetración psicológica y el planteamiento reformista social; mantenidas a
lo largo de la línea de creación en el tiempo: El apoyo y El milagro del año.
El análisis y Un caso clínico. El paréntesis y La ciudad muerta, Un místico
y Paz en las alturas. Y de otra parte no deja de ser frecuente la integración
de las dos vertientes en un mismo cuento: El último patriota, Estrellas
sobre el barranco. La esfinge, Los Mengánez. El crepúsculo del Diablo,
Pataruco, El maestro.
En general el desarrollo de los cuentos galleguianos hace patente un
camino que se aleja dejos temas decadentes y modernistas (mal del siglo, el
fracaso, el asfixiante spleen) y de las poses intelectualistas muy al gusto de
la época, hacia un amplio realismo vigoroso. (Una línea semejante a la que
va a trazar su propia obra novelística).
Puede concebirse toda la cuentística de Gallegos como el producto de
un espíritu afecto a las posiciones positivistas; aunque al final se percibe
(Los inmigrantes, La rebelión) cierto optimismo —opuesto al fatal
pesimismo positivista— que revela el comienzo de una evolución, o por lo
menos de una ampliación ideológica.
En conjunto, los aspectos señalados ratifican la idea anotada desde el
comienzo: más que una precisa y contrastada línea evolutiva, en la
cuentística de Gallegos se advierten constantes, preocupaciones y
tendencias mantenidas. Continuidad estética y conceptual donde se afirma
—al margen de su obra novelística— su significación como uno de los
mejores cuentistas venezolanos de la época.
II
De pronto, como un grito, surgió la nota roja de la falda sobre el tono verde
de los herbazales.
Fue una luminosa aparición que encendió un súbito destello en la pupila
somnolienta del pintor. Hilario Altares se incorporó de un salto, como si
algo nuevo y vigoroso hubiera penetrado en su organismo, luego avanzó
unos pasos hasta colocarse bajo el dintel de la puerta que daba al camino,
murmurando:
—Va a incendiarlo todo.
Gallardeaba bajo el haz de centellas que arrancaba el sol al bruñido
espejo de la cántara, que rebosante de agua sostenía sobre la cabeza
colocando debajo los desnudos brazos, apoyadas ambas manos en la nuca
para soliviar la carga, la campesina se detuvo un momento, luego abandonó
el sendero que traía, ahuyentando a sus pasos vocingleras bandadas de
capanegras y tordos, ascendió por el repecho que subía al camino y se
dirigió hacia la puerta donde la observaban atentos los ojos del pintor.
Era una sabrosa muchacha de vigorosas formas, apenas mujer, con una
flor de sangre por boca y dos ojos negros, vivarachos e inquietos que en la
trigueña faz parecían dos tordos retozando en un maizal. En una gruesa
crineja caía el cabello revuelto sobre sus espaldas, y, como con ambos
brazos levantados sostuviera la cántara, bajo la cota prensada se
evidenciaba la graciosa ondulación del naciente seno y la curva del talle
gallardo y vigoroso.
—Buenos días.
Dijo con gárrula voz al pasar junto a Altares, erguida,
con la altivez a la que la obligaba la carga, y mirándolo a la cara
valerosamente.
—Buenos días: ¿qué traes ahí, niña?
—Agua, señor.
—¡Agua! ¡Qué agua más dulce!
Respondió el pintor después de un momento de súbita perplejidad,
viéndola alejarse, todo el cuerpo estremecido por las ondulaciones que su
menudo y majestuoso andar producía en su apretada carne rozagante. Y
como para saborear la exquisita sonoridad que había en la voz de la zagala,
Hilario Altares quedó repitiendo sus palabras, modulándolas
voluptuosamente:
—¡Agua! ¡Agua! ¡Qué voz más sabrosa!
De pronto, como si algo hubiera estremecido en su interior, una
expresión de sorpresa se marcó en su rostro y, mordiéndose el índice
derecho en su habitual actitud evocadora, se dijo:
—Yo conozco esa voz, la he oído mucho… pero, ¿cuándo… y en
dónde…?
III
Hilario Altares, el pintor “de cuyas lívidas tintas parecía brotar un fuerte
olor de recinto clínico”—al decir de un camarada suyo—regresaba a la casa
paterna después de una ausencia de varios años. Un grave incidente
ocurrido en la familia le había hecho acceder a las reiteradas súplicas de la
madre, que, en cada una de sus cartas, le manifestaba los grandes deseos
que tenía de verle antes de morirse, pues ya ella estaba poco menos que
vieja. Pero todas aquellas cartas tan llenas de amorosos requerimientos se
quedaban sin respuesta o la tenían lacónica y defectuosa, cuando no eran
rotas sin ser siquiera leídas. La última, escrita con mano más temblorosa
que de ordinario y en papel enlutado, conservaba huellas de lágrimas
vertidas al escribirla y le daba noticia de la muerte del padre a quien la edad
y la malaventura habían rendido finalmente en un pueblecito de provincia,
sobre el último palmo de tierra que de sus antiguas y extensas posesiones le
dejaran los azares de la guerra y sus fracasos políticos.
Y sea que juzgara deber suyo acceder al materno llamamiento, o que el
hastío de la vida ociosa y libertina le hubiera mordido en el alma y anhelara
un poco de paz en un ignorado rincón, Hilario Altares se resolvió a partir.
Vendió muebles y cuadros, todo cuanto formaba sus escasos haberes de
artista mediocre y despilfarrador y sin despedirse de los amigos, se
embarcó, rumbo a la tierra nativa donde le esperaban en el apacible rincón
provinciano los brazos de la madre; ¡y quién sabe qué más! Tal vez el
último, definitivo hastío liberador.
Durante la travesía, la misma que hiciera quince años atrás, entre
nostálgico y ansioso, por la sabrosa vida abandonada y la nueva halagadora
y arcana, asaltáronlo inusitadas reflexiones.
¡Cómo se había ido! ¡Cómo regresaba ahora! ¡Cuántos sueños,
esperanzas y proyectos: ¡Qué confianza en sí mismo, a los dieciocho años,
en la plenitud del aliento, pura el alma todavía…! ¡Qué sordidez ahora…!
¡Qué desgana de todo: de su arte, de la gloria, de la vida, de sí mismo…!
Sobre todo, qué profundo disgusto de sí mismo… Defraudada la esperanza
de su talento, depravado a fuerza de refinamientos malsanos el sentimiento
artístico, la vida gastada en orgías, corrompida el alma, el hastío sobre
ella…
Y por primera vez el diente de una duda dolorosa ataraceó su alma. Una
interrogación abrumadora, en un momento de rara lucidez, surgió de su
conciencia, y por largas horas gravitó sobre él como un remordimiento:
había perdido toda una vida. Experimentó una inenarrable sensación de
vacío, sintió que sordamente se derrumbaba en su alma algo por mucho
tiempo querido y en la oquedad repentina vio cómo se hundían los que una
vez habían sido su entusiasmo, su aspiración y su fe.
IV
VI
—¿Es su hija?
Preguntaba Altares luego que hubo concluido de almorzar al dueño de
la posada, refiriéndose a la muchacha, que en un extremo del corredor cosía
rodeada de otras chicas menores que ella y que la importunaban con sus
preguntas.
—Es decir, es como si juera, la he tenido conmigo dende pequeñita y
además es hija de mi mujé, a quien Dios tenga en descanso.
Respondió el hombre descubriéndose a la última frase.
—¿Es usted viudo?
—Sí. señó, hace una año que me dejó solo ella.
—Por fortuna, Eugenia es ya una mujer.
—Y muy hacendosa y sufría, como la madre, manque mesté mal el
decilo. Cuida los chicos como si juera Marcolina, y se le parece más…
—Es buenamoza, de veras…
—Sí, eso dicen toos…—y después de un silencio agregó—: Por parte e
pae, Ugenia es de sangre fina, como se dice.
—¿Lo conoció usted?
—No. Cuando yo vine a “El Moral”, que era del pae dél, ya él se había
dio pal extranjero. Ugenia tenía pa entonces dos años.
Y cambiando el acento súbitamente continuó:
—Mire usté, ella es, como si dijésemos, hermana de aquella pintura.
Y mostró un cuadro que, entre una colección de estampas de reyes y
cromos anunciadores de productos industriales, adornaba los encalados
muros del corredor.
Irrefrenable impulso llevó a Hilario Altares a mirar más de cerca el
cuadro hermano, de Eugenia, la muchacha cuya sonora voz cantaba aún en
sus oídos remembrando viejas cosas amadas.
El cuadro ostentaba, bajo una capa de polvo, un manojo de rosas
bañadas de sol, un sol desvaído que parecía enfermo.
El posadero terminó de hablar:
—Y pa que vea usté cómo son las cosas de la vida; son dos hijos de otro
hombre que no doy por ná del mundo.
Con la punta del pañuelo, tembloroso de emoción, Hilario Altares
limpió el ángulo de la tela donde, bajo el tamiz de polvo, parecían
adivinarse un nombre y una fecha, y allí sus ojos ansiosos leyeron: Hilario
Altares…
VII
Una hija y un ramo de rosas bañadas al sol; sol de antaño, mustio y remiso
que desde el fondo de un cuadro desvaído, calentaba de nuevo su alma
aterida. Una flor de su sangre; otra flor de su arte; lo mejor de sí mismo: su
alma de adolescente, su antigua alma pura, sana y alegre, encontrada al
azar, cuando agobiado bajo las tristezas y el hastío de su nueva alma
enferma pensaba en la muerte como una liberación.
Abandonadas las bridas, lentamente iba la cabalgadura por la carretera
sobre la cual la occidua luz desmesuraba las sombras de las cosas, y
apoyadas ambas manos sobre las piernas, Hilario Altares rumiaba antiguos
placeres disfrutados, con un poco de nostalgias, con algo de escozor de
remordimientos… Pero ya no surgía en su conciencia la interrogación
abrumadora ni experimentaba aquella pesadumbre que gravitara sobre su
alma largas horas. El pasado le redimía, de él brotaba iluminado aquella
oquedad tenebrosa donde una vez viera perderse su entusiasmo, su
aspiración y su fe…, un rayo de sol…
LA LIBERACION[2]
II
En mala hora había caído en sus manos aquel papelejo doblado, pringado y
mal escrito, cargado de soserías, en el cual Venancio Branto le comunicaba
su viaje a la capital,
donde se pasaría todo el tiempo necesario para gastar en despilfarras lo
que él, con su característico descaro, llama el fruto de sus ahorros y
privaciones, adquirido en los tres meses que estuvo desempeñando un cargo
en la Administración de Aduana. Sin embargo, la noticia era para alegrar al
más sombrío, pues el adinerado Branto prometía expresamente de antemano
costear él solo lo que ambos, reviviendo la antigua camaradería,
derrocharon a tajo y destajo, lo cual no era protemerle a quien, como
Fariña, se veía constreñido a equilibrar sus dispendios con la mezquina
pensión que en su calidad de estudiante percibía de sus padres. Pero otras
más poderosas razones pesaban en el ánimo de Fariña, convirtiendo aquella
promesa en aciaga amenaza de males incalculables…
Branto, Branto, suerte de demonio tentador que venía a destruir lo que
era preciosa conquista de su voluntad: la normalidad de la vida a costa de
tantos esfuerzos lograda; el íntimo contentamiento de sí mismo y su libertad
sobre todo… ¿Por qué venía otra vez y quizás cuando más peligrosa podía
serle su compañía? Y Fariña tuvo tentaciones de escribirle diciéndole que
no aceptaba su ofrecimiento, que bien podía irse a despilfarrar su dinero a
otra parte…
Luego pensó que más prudente era ponerse en guardia contra el
advenedizo, y formuló la resolución de no ir a recibirlo cuando llegara,
organizando un plan de conducta según el cual a cada atención y deferencia
del amigo, habría de corresponder él con un desaire. Y en tales
elucubraciones estuvo hasta mediar la noche. Preimaginaba las
oportunidades que habían de presentársele para poner en práctica su
proyecto de represalias; evocaba actitudes y palabras con las que él,
siempre insolente y altanero, humillaba al pobre Branto y gozaba con esto
de tan intenso placer que todos sus nervios vibraban sacudidos por la
exacerbación, ciego frenesí que rayaba en insensatez cuando un momento
se hacía luz en su cerebro la certidumbre de la superioridad que el valiente
y vigoroso Branto tenía sobre él, medroso y débil, mal que pesara a su
excitada fantasía. Entonces, en su desvarío establecía que, como por virtud
de hechicerías se había operado en él una transformación prodigiosa y se
veía dotado de descomunal vigor y coraje, ahogando entre sus manos al
robusto amigo que nunca era. por otra parte, lo bastante audaz para inferirle
la más leve ofensa.
III
Sin embargo, Branto había sido una vez su salvador. De eso hacía mucho
tiempo. El tendría entonces de diez a doce años. Fue el día de su ingreso en
la escuela, allá en la ciudad natal. Cuando Ricardo entró en el salón lleno de
alumnos se hizo un repentino silencio y todos se fijaron en él y fue como si
mil avispas le picaran el rostro. El maestro, un viejo larguirucho que tenía
un lobanillo en mitad de la frente, lo miró de pies a cabeza como si fuera a
valorarlo y luego, satisfecho de su experticia, le asignó un puesto, allá en el
fondo del salón, el último. Y Ricardo, con la cabeza encajada sobre el
pecho, sin atreverse a ver a nadie, tuvo que atravesar entre dos filas de
colegiales atentos, que por reglamentario deber de cortesía se habían puesto
de pie. ¡Qué largo le pareció el trayecto! Andaba y nunca llegaba al lugar
señalado; le parecía que su andar era torpe, se veía a sí mismo dando
traspiés de ebrio y su turbación crecía de punto. Cuando iba llegando
tropezó con un banco y estuvo en riesgo de caer; entonces oyó un murmullo
de risas ahogadas que, leve al principio, fue creciendo hasta convertirse en
deshecha algarada de pitos y zumbidos. Aquello fue el rebosamiento: sintió
dentro del cráneo la percusión violenta de la sangre, todo su cuerpo se
bamboleó y hubiera ido a dar de bruces sobre el suelo enladrillado a no ser
que unos brazos lo sostuvieran en el aire.
Venancio Branto, un muchacho fornido, chato y moreno que
representaba algunos años más que Fariña, sentó a éste al lado suyo en el
lugar señalado por el maestro, luego le recogió los libros que se habían
dispersado por el suelo y entre indignado y pesaroso le preguntó:
“—¿Qué te ha pasado?”
Fariña respondió inconscientemente algo de lo cual jamás se pudo
acordar, y mientras guardaba los libros que le devolviera su inesperado
protector vio de soslayo que éste, alzando el puño cerrado en actitud de
amenaza, retaba a los que aún reían. Desde aquel día Ricardo Fariña y
Venancio Branto fueron inseparables camaradas: zozobras y alborozos se
compartían entre ambos por igual y una misma travesura les acarreaba
común reprimenda porque, aunque Ricardo protestara de los riesgos a que
lo exponía el carácter audaz y camorrista de Venancio, no se dio
barrabasada que a éste se le antojara y de la cual se excluyera aquél, más
prudente o pusilánime.
—Yo te defiendo de los golpes de los demás y tú me libras de los
palmetazos del maestro—había propuesto Venancio—y cerrado el pacto
desde aquel día Ricardo estudió por los dos y por ambos peleó Venancio, y
como quiera que éste sentaba plaza de peleador y gastaba fama de guapo,
entre la rapacería de Santa Luz, Ricardo Fariña, acogido al prestigio del
amigo gozaba de absoluta impunidad. Pero, si bien es verdad que el tal
procedimiento lo libró en muy difíciles trances de la vindicta de los puños
suspendidos sobre él, cierto es también que produjo desgarraduras
dolorosas en el alma de Fariña, de natural orgulloso y altivo, despertando en
él aquel sentimiento de conmiseración y menosprecio de sí mismo, como
una interna rebeldía dé los nobles ímpetus de su espíritu contra la fatalidad
abrumadora de la propia flaqueza. Y aunque por instintiva delicadeza nunca
Venancio hiciera alarde de su valor o audacia de modo que se resintiera la
susceptibilidad en exceso quisquillosa del amigo, éste, poco a poco, y a
medida que se daba cuenta de lo poco digno de su actitud, fue
experimentando un sentimiento de humillación cada vez más oneroso y
pensó romper pacto y amistad definitivamente. Pero una irresistible
influencia parecía ejercer sobre él el atolondrado Branto y siempre Ricardo,
después de haber sufrido la férula y el arresto que casi diariamente y de
común acuerdo le propinaba la madre y el maestro, hacía entre
escarmentado e iracundo, juramento de no reunirse más con Venancio un
ciego impulso le traicionaba obstinadamente y al fin y al cabo Ricardo
hacía lo que Venancio se antojara, eso: fingiendo hacerlo con el mayor
placer.
De este modo conoció el azaroso deleite de jubilarse de la escuela,
yéndose a la escapada de un merodeo angustioso por los campos cercanos,
armado de la china, al acecho de los pájaros o de las frutas y aunque nunca
pudo habituarse al raro placer de aquellas jornadas de expectativa que
producían en Venancio una suerte de embriaguez, al cabo de tres meses
había perdido todo el prestigio de alumno estudioso y contraído y hubiera
llegado a mayor descrédito a no haber sido expulsado Venancio de la
escuela, como lo fue a especiales instancias del padre de Ricardo, que era
persona de influencia en el lugar.
Sin embargo, y a pesar de cuantas otras medidas de precaución se
tomaron para disolver aquella perniciosa camaradería, Ricardo continuó
siendo el inevitable inocente cómplice de Venancio, y poco después
apareció en él la primera manifestación de aquella terrible enfermedad que
siempre estuvo aferrada a su organismo. Para entonces, las versiones
populares acerca de aparecidos y fantasmas habían desarrollado en
Venancio una macabra afición. Le comunicó su nuevo proyecto a Ricardo;
éste le rechazó aterrorizado; aquello era una cosa horrible y peligrosa; a
Venancio únicamente le parecía divertido y muy sencillo además. No se
necesitaba gran aparato, apenas un par de sábanas blancas y unos zancos
altos; y así se irían luego a la calle trasera del pueblo, una calleja estrecha y
obscura, sembrada de baches y llena de monte; el efecto sería sorprendente,
y Venancio saltaba de alegría al imaginarse el espanto de los transeúntes en
presencia de los desmesurados fantasmas blancos, y como agregara para
tranquilizar al amigo, que sólo asustarían a mujeres y muchachos, Ricardo
cedió al fin tocado en su amor propio, y fue.
Pegados a la pared, en un estrecho donde no había casas, se apostaron
los pseudofantasmas. Debajo de la sábana blanca, aterido de miedo, se
estremecía Ricardo. Venancio también temblaba sacudido por la ansiedad
lancinante y placentera del momento esperado. De pronto apareció una
silueta humana al extremo de la calle, avanzó, se acercó silbando a los
fantasmas inmóviles.
—Es un hombre—dijo Ricardo—. Vámonos.
—Cállate—respondió Venancio.
Y cuando el transeúnte estuvo cerca dio un paso y estiró el cuerpo
encogido, agrandando su estatura espectral. El hombre dio un gran grito y
retrocedió espantado, desapareciendo en la sombra; al mismo tiempo, como
fulminado por el grito, Ricardo cayó presa de un ataque epiléptico.
IV
VI
VII
Las campanas de Santa Luz repicando en la noche; el agudo grito del
hombre despavorido ante el fantasma blanco, repercutían al cabo de doce
años en el alma de Ricardo Fariña. Inútilmente la flaca voluntad del
estudiante había pretendido rebelarse; aquella lucha de largos días había
sido el último esfuerzo desesperado, la vergonzosa derrota definitiva tras de
la cual sólo había puesto para la abdicación de la propia personalidad. Al
principio se debatió bajo la presión de las invisibles garras, luego no pensó
más en resistir y dejó que se cumplieran en él los designios fatales. Estaba
abrumado; aquella caída, la última, había sido el remate
del eterno bamboleo de su vida, el derrumbe final de lo que había
vacilado en él continuamente. Después no sintió nada, no experimentó
ninguna interna zozobra, ningún escozor; fue como si le hubieran amputado
algún miembro dolorido. Nuevamente había perdido los exámenes del curso
y esta vez el amor de Olimpia además y la salud… Y en sus horas de atonía
pasaban por la memoria los recuerdos de estas cosas perdidas y quizás para
siempre, borrosamente, como pudieran pasar los restos del navio
destrozado, sobre la pupila inerte del náufrago, abierta en el fondo del agua.
Y Ricardo Fariña, aligerado del peso de la conciencia que había
gravitado hostilmente sobre su vida, experimentaba un horrible bienestar,
una liviandad de cosa vacía por dentro.
Una noche bailaba en un prostíbulo en compañía de Venancio. Un
pendenciero, famoso entre los frecuentadores del sitio, comenzó por
lanzarle soeces indirectas. Fariña, un tanto amilanado, fingió al principio no
haberse percatado de ello y luego, como para desarmar al chocarrero,
tomando a chanza lo que era abierta provocación, le dijo con acento que se
había esforzado en ser amable: “Está bueno, compañero”; y al mismo
tiempo vio que Venancio, soltando de pronto la pareja, con un tremendo
puñetazo, despachurraba sobre la boca del patán el dicterio hiriente y vil
que éste había comenzado a proferir.
Otra vez había caído en su defensa la mano que se irguiera amenazante
en la escuela de Santa Luz, y Ricardo Fariña volvió a sentir con más
violencia que minea aquella impresión de un golpe en el cerebro que era en
él característica.
VIII
IX
Caracas, 1910
UNA ABERRACION CURIOSA[3]
Uno no sabría decir por qué está aquel pueblecito en aquel lugar,
precisamente. Bien podría estar un poco más allá o más acá, en uno
cualquiera de aquellos áridos rincones de tierra rojiza, donde no hay agua,
ni sombra de arbolado, ni promesa de fertilidad. Y está allí como un refugio
de sencillez y silencio, entre el cerro y la hacienda que le presta por igual:
nombre, agua y sustento, aglomerado sobre un repecho, humilde, cordial y
apacible con su iglesia demasiado grande, sin torre y con jardín a la entrada,
su plazoleta de ordinario sola y su cementerio naturalmente cerrado siempre
y lleno por dentro de paz, sol radiante y fronda que derrama sus gajos por
encima de las paredes blancas.
A primera vista no parece que allí se puede echar raíces; ser del pueblo
es hacerle demasiado honor a aquel rincón poblado que para pertenecer a la
ciudad no está tan cerca, ni tan lejos tampoco, para dejar de ser parte de
ella. Sin embargo, allí hay gente del lugar, aborigen, arraigada; gente que
tal vez no ha salido nunca del pueblo, y gente que sin duda no lo
abandonará nunca, ni aun después de la muerte, porque el pueblo tiene su
cementerio, propio, exclusivo, como para que no falte al confort de sus
habitantes esta póstuma comodidad de yacer en el propio terruño, o para
conservar su autonomía de pueblo junto con las cenizas de sus muertos.
Pero, no obstante la gravedad que importa, esto de tener un cementerio
es para mí una ocurrencia feliz únicamente, la más graciosa jactancia del
lugar. Aventurando un poco creo que me costaría trabajo reprimir una
sonrisa si viera enterrar allí a alguien, a tal punto se me antoja imposible
que en aquella placidez aldeana quepa otra cosa que un remedo pueril y
discreto de la vida, como si por apacible, la que allí discurre no fuera la
misma vida de la ciudad, igualmente grave o pueril, llena de los mismos
insignificantes menesteres e idénticas zozobras grandes y pequeñas, grata a
veces y a ratos aburrida. Y a tal extravagancia me ha llevado esta
idiosincrasia, que a menudo me ha ocurrido sorprenderme con ingenua
sorpresa. de la propiedad y circunspección con que se afanan las gentes del
lugar en el tráfago de su vivir cuotidiano, tan inverosímil para mí como un
juego de niños.
Sin duda esta aberración se originó en la circunstancia en que conocí el
pueblo, después de haber gustado de su contemplación muchas veces, desde
lejos, imaginándomelo como un refugio ideal, siempre propicio a mis
ensoñaciones habituales: borroso fondo de sueño que a poco tiempo,
necesariamente enturbiaría el color de la realidad, dejándome de ella sólo
una impresión equívoca, abstrusa, absurda.
Conocí el pueblo, en la mañana de un domingo, día ya remoto, de gran
sol y buen humor. Por estar de buen humor, temiéndole al aburrimiento del
domingo ciudadano, mis compañeros y yo buscábamos lugar propicio
donde escaparnos; uno de ellos propuso irnos al pueblecito recomendándolo
como un exquisito rincón de paz, y a él nos fuimos, a expandir libres
nuestra jovialidad bajo el cielo azul, derramándola de antemano por la
avenida que al pueblo conduce, blanca y radiante bajo aquel sol meridiano.
Recuerdo que para almorzar improvisamos una fonda en la única pulpería
del lugar, y luego, satisfechos, tanto del reír como del comer, nos fuimos a
las afueras, a sestear, bajo un cují, junto a la acequia y allí fue un largo
divagar a propósito del sol, del paisaje y del arte propios: discutimos
valores, hablamos de esperanzas defraudadas, comentamos ajenos fracasos
vislumbrando tal vez el propio; excitándonos hacíamos frases rotundas
algún tanto huecas: el paisaje nos agota; este sol nos devora… Yo entrevía
asuntos para dramas probables, y quizás, por entretener las manos como de
costumbre, arrojaba hojas muertas a la corriente.
***
***
II
III
Y era que, en efecto, aquel hombre tenía una cosa extraña que inspiraba
recelo; cierta dureza en la mirada, más propia del malhechor que de
pordiosero, su mismo aspecto bien pareciente de persona de rango venida a
menos, nadie sabría por qué, aquella pulcritud y cuidado de las manos y de
la cara que se avenía tan mal con los harapos del vestido y la tosquedad de
los pies maltratados por el andar descalzo, y sobre todo, aquella manera
picaresca de guiñar los ojos como si se burlara de los que le compadecían, y
aquel gesto notoriamente lascivo de enarcar la boca haciendo converger en
los pómulos agudos todos los pliegues de la cara, en una sonrisa de sátiro en
acecho, expresión de senil voluptuosidad que ponía escuchando a las
mujeres que le agasajaban y que se le quedaba en el rostro, largamente,
como estereotipada.
Este gesto había sido en veces tan decidor que muchas se ruborizaron de
haberlo provocado y desde entonces tuvieron más comedimiento en su trato
con el mendigo a quien creyeran incapaz de un pensamiento impuro. De
esta manera fue perdiendo el favor que un tiempo le dispensaron todas las
muchachas del pueblo, hasta que al fin eran muy contadas las que le
permanecían fieles a pesar de la sonrisa.
Entre éstas las más eran temporadistas de las que todos los años por la
época de los calores iban al pueblo, para quienes el raro mendigo era uno de
tantos motivos de esparcimiento, una de las tantas cosas que había que ver
en el lugar. Y como le descubrieran la graciosa chifladura, se divertían a
más y mejor haciéndose las enamoradas de él, tanto por la fruición que les
procuraba alimentar una hoguera que no habría de quemarlas, como por
preciarse de listas y pulidas no incurriendo en la pudibundez cursi de las
muchachas del pueblo a quienes asustaba un amor tan inofensivo como el
de aquel pobre hombre.
IV
VI
VII
Desde aquel día, todas las mañanas iba Crisanto a la quinta a referirle sus
raros cuentos a las muchachas que se los retribuían luego con oraciones que
le enseñaban recitándolas, porque él no sabía leer, y era de admirar la maña
que se daban unas y otras por sobrepujar en lo revesado y absurdo, los
cuentos con las oraciones y éstas con aquéllos. Los de Crisanto versaban
casi siempre sobre un obligado tema de apariciones y encantamientos,
referidos como casos sucedidos a él, y con los cuales las prevenía de los
riesgos que tiene el campo; como el de bañarse en los ríos, con prendas de
oro o plata, porque en todo río hay siempre un encanto que por robarse las
prendas estrangula dentro del agua a las personas que las cargan; o el de
pronunciar ciertas palabras, sitios y momentos que nunca decía cuáles eran
por más que los preguntaran. A su vez las de ellas eran disparatadas
advocaciones a deidades de una extraña mitología imaginadas para el caso,
y que le recomendaban como eficaces contra todos aquellos mismos
riesgos. Y de todas las oraciones eran las más estrambóticas las compuestas
por aquella a quien Crisanto prefería a todas las hermanas. A ella, en
tratándose de imaginaciones no había quien le igualara, siendo tales las
atrocidades que se le ocurrían que de ordinario las hermanas tenían que
hacerle señas para que se refrenara, mientras Crisanto la escuchaba alelado
y sonriendo, con su sonrisa terrible.
Pero nunca era tan expresiva esta sonrisa como cuando ella, la novia,
por darle broma, le hablaba de amor, mirándole a los ojos fijamente como
para marearlo, y sosteniendo con toda su juventud, de una manera afrentosa
para aquella senilidad estremecida e impotente. Entonces la dura mirada
habitual del mendigo se iba enterneciendo como acero que se fundiera, en
dos crisoles tan hondos como aquellos ojos de cuencas amplias, calentado
por una llama arrancada a aquella frialdad senil en un supremo espasmo de
ardimiento. Y viendo cómo se derretía dentro de los ojos del viejo aquella
dureza impalpable, y cómo se iba estirando hacia los pómulos agudos
aquella boca de repugnante elasticidad, la muchacha se deleitaba de manera
diabólica, enardeciéndole para luego reírse de él, con una risa que tenía
mucho del chisporroteo del agua sobre las ascuas.
Así pasaron unos días, con lo que ya la flaca razón del mendigo se fue
debilitando hasta el extremo, para quebrantarse de un todo el golpe con que
por tercera vez le hiriera la fatalidad.
Una semana, cuando Crisanto llegó a la quinta, encontró cerrada la
cancela y en inusitado silencio la casa. Sólo estaba el corredor donde
acostumbraban estar de charla las hermanas, y adentro, el sol, como más
blanco. Crisanto saludó dos veces inútilmente y cuando ya se iba vio que se
asomaba un señor huraño, y saludó por tercera vez, preguntando por sus
buenas niñas. El señor le respondió de mala manera y le volvió la espalda
dejándolo con la palabra en la boca. Luego vino una de las niñas de la casa,
y al acercarse al mendigo soltó ruidosamente el llanto que trajera contenido.
Crisanto la dejó llorar y luego le preguntó:
—¿Qué tiene mi buena niña? ¿Qué cosa mala le ha pasao, pa vé si pué
consolala su pobre?
Y como la llorosa no respondiera, volvió a preguntarle:
—¿Y ella dónde está? ¿Por qué no viene a recibirme?
—No está ya, Crisanto, no está ya…
VIII
II
El doctor Jacinto Avila tenía sobradas razones para temer una asechanza en
aquellos apartados parajes por donde a la sazón merodeaba en son de guerra
el famoso y temido insurgente Matías Rosalira, cuyo feudo y correderos
eran desde mucho los riscos, vertientes, caminos, bosques, rastrojos,
caseríos y todo cuanto se encerraba en la vasta serranía, en la que, mejor
conocido con el nombre de El Baquiano, gozaba de mucho prestigio.
Decíase de él que tenía un exterior atractivo, y que por las buenas era
una excelente persona, afable en su trato, medido con los extraños,
generoso con los suyos y hasta noble y leal: y aun bien que por lo que se.
daba a entender tales lealtad e hidalguía no le obligaban a mucho y sólo
consistían en no haber herido nunca, a mansalva, ni cometido traición o
alevosía, ni en el débil haberse ensañado, a ellas debía el gran ascendiente
que tenía sobre los montañeses. Además, era gran derrochador, servicial,
obsequioso y tan amigo de tener la casa llena de los suyos en fiesta, como
de acudir donde las ajenas con su socorro cuando fuera menester. Todas las
que, con otras cualidades suyas, le hacían tan popular que no había persona
de las que le trataran que no le fuera afecta, no siendo parte a disminuirle el
que le tenían sus adictos, ni la autoridad que sobre ellos ejercía, ni el
vasallaje a que los obligaba. Disfrutaba, asimismo, del favor de las mujeres,
aunque era cosa sabida que no las trataba blandamente así que le
pertenecían, ni les era fiel por mucho tiempo; mas, como era insinuante,
buen mentidor y amigo de enamorarlas y adquirirlas por modos
extraordinarios, casi siempre novelescos, nunca hubo una a quien requiriera
inútilmente.
Su última aventura galante tuvo gran resonancia.. Era ella de una de las
más acomodadas y campanudas familias de un pueblo de los que había a las
faldas de un monte, y enamoróse de él con tanta vehemencia que no
valieron razones, ni ruegos, ni amenazas de los suyos, y así, cuando El
Baquiano quiso tomarse lo que no querían darle buenamente, encontró la
voluntad de la muchacha tan rendida a la suya, que a poco de proponérselo
ya estaba ella con él, camino de la montaña.
En ésta la noche era tan cerrada y tan espesa, que daba trabajo avanzar
por entre ellas; largos truenos rebotaban de cumbre en cumbre y caían
dentro de los barrancos rebosándolos de ruido, por las torrenteras bajaban
mugidoras aguas, llovía, y a ratos se oía venir derrumbes. Con tales rigores,
además de sus zozobras, iba la, robada transida de pavor y lloriqueando
para que no siguieran, con cuyos melindres y el continuo resbalar de las
bestias, que repinaban trabajosamente la cuesta barrial, comenzaba Rosalira
a perder la paciencia y a renegar de la aventura. De pronto un derrumbe.
Matías, más experto, obligando a la bestia a un salto desesperado, púsose en
salvo, pero la mujer fue arrollada por el alud y arrastrada al barranco entre
un fragor de peñascos que rodaban desgajando los matorrales. Fue la única
vez que la montaña estuvo en contra de El Baquiano; pero él no le guardó
rencor por ello.
Por lo demás, era en extremo supersticioso, buen devoto de la Virgen
del Carmen, en cuyo nombre lo mismo daba una limosna que una puñalada
y se sabía una porción de oraciones y ensalmos en cuya eficacia creía a pie
juntiñas; profesaba un respeto inviolable a la madre, a quien nunca hablaba
puesto el sombrero ni alterada la Voz, y un odio profundo, feroz e
invencible, al extranjero. Podría tener cuarenta años y nunca se le conoció
padre, lo que daba pie a multitud de curiosas versiones a propósito de su
origen, siendo voz general que descendía de gente de rango venida a menos,
y los más fantaseadores aseguraban que venía, por línea de varón, de un
remoto señor que según las leyendas, de la montaña, habitó en un castillo
roquero, ya en ruinas, y que, aunque nadie lo había visto, existía entre unos
riscos inaccesibles que a manera de almenas había en las crestas más altas
de la sierra entre nieblas perennes. Y como Matías desaparecía de tiempo en
tiempo, sin que se supiera dónde se metía, los montañeses aseguraban que
era en el castillo fantástico, cuyo camino sólo él conocía y donde,
naturalmente, había tesoros escondidos.
III
IV
En tan buen acuerdo se pasaron algunos años, hasta que una mañana se
presentaron en sus dominios varios individuos provistos de instrumentos,
cintas y otros accesorios, y comenzaron a echar visuales, tomar medidas y
apuntar cifras. Todo lo cual visto por Rosalira se puso sobre aviso, y al día
siguiente cuando los intrusos volvieron a sus mirares y sus medires, él se
encaminó donde ellos y les preguntó quiénes eran y qué lo que hacían por
allí. Dijéronle que eran, ingenieros de una compañía extranjera que hacían
el trazo de un ferrocarril que pronto atravesaría la montaña, con lo que
Matías se enfureció tanto que por poco abofetea al que tal dijo, pero no se
quedó sin jurarles que no llevarían a cabo su empresa.
Terminado su quehacer se fueron los ingenieros, mas no por esto se
tranquilizó El Baquiano, sino que se lo pasaba preocupado con la idea del
ferrocarril. Era éste un enemigo inusitado para él y comprendía que el día
que entrara en la montaña se acabaría su dominio sobre ella y hasta tendría
que abandonarla. Y tan cierto estaba de que por más que se lo estorbara
terminarían los extranjeros saliéndose con la suya—cosa que le exasperaba
hasta el extremo—que aquel año, último quizá de su señorío, dobló los
derechos de paso a los traficantes y cobró adelantados los impuestos de
bosques y cultivos del año próximo. Además se la pasaba vagueando por el
monte, explorando veredas y escudriñando los bosques; y a veces se pasaba
los días enteros metido entré ellos, sin que se supiera por dónde andaba ni
qué hacía, aunque se sospechaba que se ocupaba en desenterrar y reunir el
armamento y municiones de guerra que tenía escondidos por allí.
Entre tanto, de la ciudad venían noticias alarmantes: el ferrocarril
adelantaba, los trabajos iban ya entrando a la montaña. Y entraron por fin.
Fue una invasión inusitada: todo el día estuvieron llegando cuadrillas de
peones y se diseminaban por las laderas, a lo largo del trazo, y comenzaron
a plantar campamentos. Después empezaron los trabajos: centenares de
picos rompían las tierra, los petardos explotaban a cada rato despedazando
los macizos roqueños; talaban las selvas, en los barrancos comenzaron a
levantarse parapetos audaces, por las laderas bajaban continuamente aludes
devastadores, con un clamor como de aplausos formidables que subía hasta
las cumbres. En las noches, en los campamentos había algazara y guitarras,
hasta que Matías empezó a cumplir lo que había prometido, y ya no los
hubo más sino expectación y silencio, porque desde entonces no hubo
noche sin asalto. Todo el día se lo pasaba El Baquiano viendo los trabajos
desde su alto riscal, maquinando planes para la noche, y cuando ésta
cerraba, él bajaba con su montonera a atacar los campamentos, o a destruir
las obras, muchas veces con los mismos petardos de los que las construían.
Después, ya no esperaba la noche, sino que los atacaba en pleno día, con lo
que se pasaba la mayor parte de éste en expectación y refriega, y el trabajo
no adelantaba, y a poco se suspendió por falta de braceros. Matías parecía
salirse con la suya. La Compañía envió comisionados a ofrecerle acciones
de la Empresa para que la dejara en paz, pero él no las aceptó; llegaron a
ofrecerle una suma considerable y la rechazó también. Lo que quería no era
dinero, con lo que le daba la montaña tenía de sobra; su punto era no dejar
pasar el ferrocarril, porque era cosa de extranjeros, y él los odiaba
cordialmente. Recurrieron éstos a otros arbitrios, y el Gobierno mandó
gente armada para proteger las obras. Recomenzaron éstas y con ellas el
estado de guerra en la montaña. Matías Rosalira fue declarado faccioso.
V
Avilita lo sabía. La fama del caudillo montañés había cundido por todas
partes y sus hazañas y fechorías eran objeto de toda suerte de comentarios.
Conocía también el peligro que había en aventurarse por sus correderos en
tiempos como aquéllos, de guerra sin cuartel, y aunque las cosas que se
contaban de El Baquiano, eran para atemorizar al más impávido, así las
oyera en poblado y a buen recaudo, a Avilita no le asustaba la idea de
encontrárselo, sino más bien lo deseaba, como que iba en busca de él.
Atravesaba a la sazón una enmarañada selva; sin sendero y tan
pendiente, que por aliviar a la rendida bestia .echóse a pie, y á más andar
ganó la linde, en la cumbre misma. La neblina era tan densa que a pocos
pasos apenas se distinguían siluetas borrosas; subía de los barrancos, cálida
como un aliento, en borbollones silenciosos, desflecábase contra los riscos
de aristas cortantes, rodaba sobre las lomas, y se metía, bosque adentro,
blanqueando la sombra azul o violada de la umbría. De entre ella, en una
engañosa perspectiva de lejanía emergían afilados picachos, roquedos
colados sobre el abismo blanco, aguileras crispadas sobre las cuales se
cernían grandes aves rapaces, en un vuelo avizor, lento y majestuoso. A
veces, cortado por las alas, vibraba el aire sonoramente, como una
clarinada; del mar venía, con las brumas, un viento recio y crudo que
pasaba sobre las lomas y se sometía por los quebrajones, tal una manada de
lobos marinos, todos blancos, que invadiera la montaña.
Avilita, al azar cogió hacia la derecha; caminaba sobre el filo de la
montaña por un terreno de rocas entre las que crecían frailejones y
heléchos, tan pulidas como si el suave y perenne rodar de las nieblas las
hubiera aromado. De allí a poco, desvaneciéndose las brumas, apareciendo
primero el mar, a lo lejos, desmesurado y azul, y luego el macizo de
montañas; las hondonadas vertiginosas, los cangilones donde se apretujaban
almácigos de selvas vírgenes, los caseríos esparcidos por las laderas, los
plantíos surcados de valladares de piedras, y luego, por encima de la cresta
rispida, hasta donde alcanzaba la vista, la formidable cordillera que se
metía, tierra adentro, en una sucesión de cumbres y de azules, hasta el más
desvaído sobre la más remota; y la llanura urente, al fin, como un celaje.
De pronto, detrás de un peñón que lo guarecía de los vientos marinos,
un paraje donde había casas, al extremo de la travesía que de allí para
adelante, dejando la fila, descendía hacia los lados del mar. Pasaba el
camino por dentro de una de las casas, cerrada a la sazón, y estaba ésta en
lo más escarpado y angosto del sitio, plantada de tal manera que no había
otra de pasar sino por dentro de ella. Reconoció Avilita por estas trazas el
lugar en que estaba, que no era otro que el paradero de Matías Rosalira, y
aunque parecía deshabitado, tan cerradas estaban las puertas y en silencio
las casas, se decidió a llamar. Al cabo de un rato abrióse el portalón, que
dejaba el paso del camino franco, y apareció un hombre, hasta de cuarenta
años, vigoroso, alto y bien plantado en quien Avilita reconoció al punto al
espía de antes. Sonrióse éste como para inspirarle confianza viendo la
turbación en que su presencia lo puso, y le preguntó si quería pasar,
pidiéndole excusas por haberse demorado en abrirle. Repuesto, Avilita le
contestó que mejor quisiera no pasar todavía, porque iba muerto de
cansancio y con mucha hambre, como que era bien pasada la hora del
almuerzo, y así más le agradecería que le dijera si podía encontrar en la
posada algo de comer.
Mirólo el otro de pies a cabeza, y luego, sin verle la cara, contestó:
—Lo que es aquí no hay gente y no se halla nada; pero véngase
conmigo. Puede ser que por ahí se encuentre.
Volvió a cerrar la puerta así que pasó Avilita y luego acudió a abrir otra
que había al extremo del pasadizo, que no más era aquello, y mientras
pasaba el cerrojo le dijo:
—Vaya andando, joven…, por ahí, a su derecha, yo voy con usté.
Comprendiendo el otro que quería conservarse a sus espaldas y aunque
tal espaldero no era para inspirar confianza, echó a andar con todo el recelo
que era del caso. A poco, su acompañante le preguntó:
—Dígame una cosa, joven, y usté perdone el entremetimiento: ¿qué
busca usté por aquí?
—Busco al General Matías Rosalira.
—Entonces ya pué usté parase.
—¿Es usted?
—Pa servile. Pero nada más que Coronel, por lo pronto.
—Jacinto Avila, doctor en leyes.
VI
VII
IX
X
Al día siguiente, con las primeras sombras de la noche, comenzaron a llegar
a la posada de la cumbre los amigos del Baquiano. Eran muchos, de todos
los contornos y venían sin armas algunos, pero todos en tren de campaña.
Así que estuvieron reunidos, Avilita, a nombre del General Matías Rosalira,
les explicó el motivo de la convocatoria y les leyó la proclama de guerra, en
el cual se mentaban las Instituciones, la Soberanía nacional, los fueros
sagrados de la Patria y otras cosas más, altisonantes y arrebatadoras, que
nunca habían oído nombrar los montañeses, a quienes, sin embargo, les
pareció muy bueno todo. Pero no dieron muestras de entusiasmo, sino que
se quedaron viéndose unos a otros, aprobando con la cabeza y a
regañadientes, hasta que Matías tomó la palabra y les dijo, lisa y
llanamente:
—Muchachos, lo que les ha dicho el doctor es la pura verdad, y por eso
yo los he convocao pa que nos alcemos contra el Gobierno, porque el
Gobierno ha faltao a las leyes y nos quiere quitá la montaña de nosotros pa
vendésela a los musiúes.
—¡Abajo el ferrocarril! ¡Muera el Gobierno! ¡¡Mueran los musiúes!! —
gritaron entonces los amotinados, y con gran tumulto salieron al camino.
Luego, armados ya los que no estaban y borrachos todos, se pusieron en
marcha, apenas comenzaron a perfilarse sobre la incierta claridad albar las
recias siluetas del monte, y con esto empezó la aventura.
Matías a la cabeza y a su lado el doctor Jacinto Avila, ahora bien
montado y convertido en respaldero intelectual del Caudillo, bajaba la
horda por los senderos fragosos como un alud que nadie sabía adonde iría a
parar, ni cuántos estragos haría, mientras que en la noche remisa de las
hondonadas los gallos desperezaban sus clarines en dianas triunfales.
Sobre los picos enhiestos en la fría claridad, suaves oros de sol; abajo:
la madrugada azul, blancura de brumas sobre la llanura y sobre las ciudades
hacia donde bajaba la montonera bisoña, ávida de sangre y botín…
EL APOYO[8]
II
III
IV
“Hace tiempo que no recibo una sola letra tuya y no sé decirte qué te
agradecería más: que me siguieras escribiendo o que no te ocuparas más de
mí. No te enojes porque te lo diga así, lisa y llanamente. Son cosas que se
me ocurren en este continuo batallar conmigo mismo. Las pienso, las
escribo y luego me arrepiento de ellas. ¿Dirás que soy un neurasténico? Si
te parece no me hagas caso y escríbeme, pero si te cuesta dificultades o si
no te provoca no lo hagas. ¿Quién sabe qué será lo que me conviene? Otra
vez te repito que soy un desgraciado. Mi salud se empeora cada día, ya no
puedo trabajar ni siquiera dos horas de seguida; me acometen vértigos.
Tengo mucho que contarte pero los insomnios y estas batallas mías no me
dejan poner orden en mis ideas. En veces se me ocurre matarme. No lo
haré; no hay cuidado. El otro día me subí a la azotea resuelto. El Avila
estaba precioso, tenía unos efectos de sol tan suaves y dorados. Me acordé
mucho de ti. ¡La herencia que me dejaste! ¡Qué horrible es no tener
voluntad! Ahora estoy ocupado en prepararme para la ordenación. Alea
jacta est.”
VI
¡Qué verdaderos son estos versos bellos y amargos! Por eso te admiro;
tú has salvado tu virtud. A fuerza de arriar la bestia de tu noria espiritual
tienes agua para regar tu huerto. ¿Dices que reconoces que es un
romanticismo pueril lo que has hecho encerrándote en una ermita que no es
sino uno de tantos adornos de un paseo? Bien; romanticismo es, como
también lo es encerrarse en un claustro e irse a la China a convertir infieles.
Ese es tu huerto místico; cultívale con amor y no te importe pasar
inadvertido, porque a veces la obscuridad y el silencio son garantía de
virtud. En cuanto a tus sermones, que he leído con cariño, tú sabes mi
opinión, Manuel. Efectivamente, no eres predicador. En el estilo te
descuidas mucho. Por lo pronto he de decirte que haces mal en incluir el
rocío entre los elementos naturales. El efímero y frágil sudor de la noche ha
debido asustarse mucho al encontrarse en la intranquilizadora compañía de
entes tan terroríficos como son los elementos naturales. Cuídate más el
estilo, carísimo Manuel, y perdóname esta humorada perversa. Por lo
demás, describes bien. Tus cartas me hacen ver el cuadro: el sol de la
mañana dentro de la ermita, el grupo de rústicas mujeres de las del barrio y
alguna señorita del centro que fue de paseo y entró a la ermita porque la vio
abierta, con la misma curiosidad indiferente que la llevara a pararse ante el
estanque de las garzas o las jaulas de las fieras, y sobre el auditorio tu
palabra inflamada de misticismo franciscano, en tanto que en la vaga
lontananza se yergue la cumbre avileña, diáfana y joyante. En cuanto a lo
que me dices de tu incapacidad para las altas concepciones místicas, ya te
he dicho que no debieras mortificarte tanto por ello, primero: porque ya me
pareces bastante místico; y luego: porque tu verdadero valor no estaría en
esa capacidad que tanto te obsesiona, sino en tu deseo de perfección y en la
virtud de esa tenacidad obscura y heroica con que has venido dándole a tu
alma la forma de tu ideal. ¿Que tu obra es pequeña, inútil? ¿A qué llamas tu
obra? ¿Crees acaso que tu obra debe andar por el mundo alborotándolo,
pasmándolo con tus portentos, llenándolo de tu nombre? ¿Crees que sólo a
una grande empresa puede llamarse obra? Pues mira: la tuya es meritoria
sin ser sonada, y por io mismo que ha pasado inadvertida para el mundo yo
admiro la tenacidad y tu heroísmo. Has sido un obscuro escultor de tu alma,
paciente y fuerte. ¡Cuánto te envidio, Manuel! Siempre había reconocido y
admirado en ti esa rara forma de la voluntad enérgica: la forma de la
debilidad, de la aparente falta de carácter. En cambio, yo, el fuerte, el
impasible, ¡a qué miseria he venido a parar! Es el socorrido caso de la
paradoja de las tormentas del agua tranquila. Eran corrientes silenciosas y
traidoras que en el fondo de mi alma pasaban hacia una vorágine mientras
en la superficie el más leve rizo no denunciaba la recóndita violencia.
Comprendo que esto que te digo tiene que ser tremendo para ti, y reconozco
que hago mal en quitarte tu mentira. Tú te habías formado una gran idea de
mí, de la energía de mi carácter, de la elevación de mi alma, y en esa
mentira te habías apoyado, confiado y tranquilo. Yo te la dejé formar sin
atreverme a desvanecértela, pero ya no necesitas de sostén extraño; has
probado ser fuerte. Lo que tenías era miedo de acometer la empresa. Si te
hubiera dicho que hicieras solo el camino que has hecho, seguramente no te
habrías atrevido. Yo lo comprendí así desde el principio. Pues bien, solo lo
has hecho; el compañero que traías, tu sostén y tu guía era una vana
sombra, un espejismo de tu propia voluntad. Entre nosotros—¿quién lo
creyera?—, el fuerte, el capaz de grandes cosas eres tú. Hazme justicia
creyendo esto que te digo: yo nunca me engañé respecto a nuestra mutua
situación en el mundo. Has de saber que abandoné el claustro y por lo
mismo que abandoné el Seminario: por no haber encontrado tampoco en él
lo que buscaba. ¡No encontrar lo que se busca! Parece que esto quisiera
decir que el Ideal que perseguimos es tan alto que en ninguna parte se
alcanza. Ahora bien: ¿sabes por qué no encontré en el claustro lo que
buscaba? Por lo que no lo encontré tampoco en el Seminario: porque yo no
busco nada. Soy una voluntad muerta que va por el mundo sin rumbo fijo,
sin objeto ni fin, haciéndose la ilusión de que persigue alguno inalcanzable.
¡Y tú creías que lo horrible era tener luchas! ¡Cómo envidio las tuyas!
¡Cuánto no daría yo por una de esas torturas que ocupan toda una vida, en
cambio de este atroz vacío del alma! Así, pues, no creas más en mí, no
pienses más en mí, deséchame, como se desecha por roto e inservible el
bordón en que nos hemos apoyado alguna vez.”
VII
El alba. Regresaban las barcas. Todos los años, por aquel tiempo, se las veía
venir desde todos los puntos del mar; aquella vez por el Sur aparecieron las
primeras.
Mala temporada habían tenido los pescadores, escasa pesca y mucho
dolor, que es pesadumbre ingrata, traían a bordo las barcas. Eran muchas:
balandras, trespuños, faluchos, piraguas veloces; todo el mar cubierto de
velas: blancas rosadas o de un suave tinte violeta o de oro violento algunas:
el alba de las velas.
Desde el otro lado del horizonte las avienta el Sur, fresco y sutil;
enfrente a las proas la isla en el amanecer: oro y rosa. Cercana la tierra
frente al abrupto riscal en que remata un cabo que se interna mar adentro
como un brazo de nervuda anatomía que enseñara a las olas el puño
crispado, el agua hace danzar los bajeles a compás de crujidos. A bordo los
pescadores atentos a la maniobra; en el timón de la María del Mar que
estela el rumbo de la flotilla, el Chavalo, absorto, bajo el amplio sombrero
de palma la dura mirada fija en el oleaje que tiene reflejos de aceros y se
encresta aguzando afiladas aristas, como un airado blandir de hachas contra
las bordas. La recia mano aferrada a la barra pone rumbo al cabo,
inconscientemente.
Diez voces gritan:
—¡Eh, Chavalo! ¡El cabo!
El patrón, sin decir palabra, le quita la barra, y el hombre, mohíno, se
retira.
—¿Qué iría a hacer por ahí? —murmura uno.
Otro agrega:
—Este no está bueno.
Y otro:
—¿Cuándo lo ha sido él?
Y uno que sobre unas redes está tendido, todo cubierto de vendas y
quejumbroso y con muchas manchas de sangre, ya negra, en la ropa, se lo
queda viendo largamente.
II
III
Arriadas las velas clavadas las anclas. Los pescadores saltan a tierra con sus
caras sombrías y sus infaustas noticias.
Cuenta uno:
—Estábamos calando una mancha de jurel que acababan de voceá,
cuando se apareció un bote en que venían el Chavalo y Andrés, que venía
como está, too herío, y luego que arribaron dijeron que cuando pasaban por
la Escollera, de vuelta pal Morro donde estábamos arranchaos, a media
noche la Gaviota en que venían, trompezó contra un recife y empezó a
hundirse ahí mismo. En la Gaviota venían: Antoñico, el hijo de don
Antonio, el Ñato y Pedro Gómez, junto con el Chavalo y Andrés; y dice el
Chavalo que él se salvó porque la Virgen del Mar le hizo el milagro de
sacarlo del mal paso y que encontró a Andrés que nadaba pa tierra y lo
recogió en el bote de la balandra. Que a Antoñico y el Ñato no los oyeron
gritá.
—En la Gaviota venía la plata del pescao que había dio a vendé
Antoñico, y la plata no ha apareció…
—¿Y por qué viene herío Andrés?
—Dice que fue en las ansias de la desesperación que el mar lo tiró
contra las peñas.
—¿Las peñas? Afilás debían de está pa córtalo como lo han cortao, que
más parece jierro.
Primero: la unánime exclamación de sorpresa; luego la explosión de los
llantos; luego el silencio; después, poco a poco, los murmullos de
comentarios.
Ya se han callado las campanas que repicaban como locas. Por la cuesta
que conduce de la playa al pueblo suben grupos cabizbajos: el dueño de la
flota a quien acompaña y consulta el cura; el Chavalo rodeado de mujeres
curiosas que quieren saber cómo fue el milagro; el herido, en una camilla
improvisada; algunos pescadores; todo el pueblo que había bajado a la
playa.
IV
VI
VII
VIII
IX
XI
Pero el delirio fanático no vino a culminar hasta la tarde cuando apareció en
el altozano la imagen de la Virgen del Mar, sobre la simbólica barca
resplandeciente, que traían en hombros diez pescadores fornidos. La
imagen, negruzca y contrahecha, apenas se distinguía entre los pomposos
arrequives recamados de oro y aljófares, y extendía los brazos sobre la
constelación de los candelabros sosteniendo los innumerables exvotos entre
los que abundaban las perlas nativas, de clarísimo oriente. En una de las
manos, colgaba de una cinta azul el del último milagro: la barca de plata,
minuciosa y grande como un puño.
—¡La Virgen del Mar! ¡La Virgen del Mar!
La muchedumbre, la misma de todos los años, acogía con entusiasmo
siempre igual la aparición de la querida imagen, suerte de Venus cristiana,
que un día, muy remoto, llegó del mar, señeramente, en una barca azul que
nadie gobernaba, y que vino a encallar frente al pueblo. Y cosa cierta es
esto
que cuentan las tradiciones, porque allí mismo, en el acantilado, se ven
a flor del agua los mástiles de la barca escotera, y cuando la marea baja,
asoma una punta de la proa, todavía azul.
Hacia allá se dirige la procesión, como siempre.
A todo lo largo de la calle se extiende la doble hilera de cirios; por
delante de la imagen vienen regando puñados de flores silvestres rústicas
canéforas ataviadas de Hijas de María, en tanto que, otras de ellas, con
improvisados turíbulos inciensan el ambiente en el que flota una polvareda
de oro crepuscular. Al tardío paso de los anderos la muchedumbre se mueve
rumorosamente.
Detrás de la imagen, desmarrido y pálido, viene el atormentado cura;
untuoso sudor cúbrele la frente a la que se pegan los aladares grises y
mustios; dentro de las cuencas huesudas, profundas como nunca, arden los
ojos febriles. Seis marinos endomingados, de lo mejor del pueblo, lo
cobijan bajo el áureo palio que al desigual andar de los que lo sustentan se
arruga lastimosamente como un pellejo. Cerca del cura el Chavalo camina
de rodillas. En torno suyo se apiñan las mujeres comentando con
aspavientos la extremosa piedad del pecador, al paso que los hombres lo
miran de soslayo, hostilmente.
Míralo Payito, de cuando en cuando, y en la incoherencia de la fiebre
que zumba dentro de su cráneo va pensando:
—Dios mío. ¿Será esta criatura tuya o hechura del demonio? ¿Cómo es
posible? Cualquiera que lo ve lo toma por santo, y en el fondo, mi Dios, es
el mismísimo Satanás. ¿O será que se habrá arrepentido de su crimen? Todo
el día ha hecho penitencia, ¡y qué penitencia! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
Permite que sea verdadera esa piedad. ¡Permite que se cumpla el milagro!
En vano ha esperado el pobre hombre; durante todo el día no ha
apartado los ojos del Chavalo, atisbando aquella expresión de piedad,
arcana para su sencillez y que sólo se explica como artimaña diabólica, sin
ver aparecer en la recia faz del hermano la blandura que indique el abrirse
del alma a la contrición verdadera, y a medida que se acerca el término que
la fe le dio a su esperanza le va invadiendo una recóndita tristeza. El
milagro no se realizará.
La procesión atraviesa el pueblo, desciende la cuesta, llega a la playa.
Sobre el mar: el crepúsculo. Resplandece el ocaso como una enorme
plancha de oro bruñido. En medio: el sol, sangriento. Oro y sangre es todo:
el arenal, la multitud, las rispidas crestas de los escollos en la bahía, el
fastigio del monte, más allá del pueblo.
La procesión avanza con un gran silencio, solemne como un atardecer,
hacia el acantilado donde está la barca legendaria encallada. Cruje la arena.
El Chavalo desfallecido cae de bruces; algunas mujeres acuden a levantarlo
y una le enjuga el rostro.
—El Demonio… El mismísimo Demonio que imita a Cristo. Las
pezuñas, el rabo. Vade retro! ¡Ave María Purísima!
La multitud corea maquinalmente:
—Sin pecado original concebida.
XII
Llegaron al anochecer bajo una lluvia clamorosa que arrastraba con fragor
los pedruscos, cuestas abajo. Los vecinos los oyeron lamentarse de la
malaventura cuando bajaban por el sendero que se desgajaba bajo sus
pasos: él maldecía el agua y la obscuridad y la flaqueza traicionera de sus
piernas; ella le ofrecía sus hombros para que se apoyara y le suplicaba que
se callara, no fuera a castigarlos Dios. Llegaron al rancho de la cañada: un
cobertizo escombroso, resto de una tejería que destruyera el fuego y que
estaba en el fondo de una barranca caliza junto a una vieja acacia que ya no
daba flores. Por lo que hablaron al llegar se entendía que el agua llovediza
se había metido al rancho antes que ellos. El inquilino reanudó su salmodia
maldiciente, renegando del rancho y del mendigo que se lo alquilara; la
mujer se impacientaba y gemía llamando a Dios… Encendieron luz y el
viento que se metía zumbando por las rendijas de las paredes se la apagó…
Encendiéronla de nuevo… Unos murciélagos que allí tenían su guarida
huyeron chillando… Asustada, la mujer dio un grito y rompió a llorar.
A poco llegó quien les traía los pocos cachivaches de su mensaje y los
fue tirando al suelo, renegando también de la hora, de la lejanía de donde
los trajera, y de aquella tierra escurridiza que se le iba bajo los pies; y así
que los hubo arrumbado todos, cuando fueron a pagarle, protestó alzando la
gruesa voz aguardentosa, por la miseria con que le salían después de tanto
trabajo como habían tenido su bestia y él.
—Mire; es que no tenemos sino esto… Haga el favor. Insistía la mujer
con la suya suplicante, velada de angustia y vergüenza, mientras su
compañero, en un rincón, mascullaba sus vagas maldiciones.
Fuese por fin el carretero iracundo y pesándose de haberse metido con
gente muerta de hambre como aquélla; oyóse luego en el camino que por
arriba pasaba el ruido desapacible de la carreta que se alejaba; rodó perdido
entre el susurro de la lluvia apaciguado el bronco rumor del último trueno
lejano… Sobrevino la noche de un todo, y se cerró espesa y fría sobre el
rancho de la cañada.
Después escampó. Sopló un viento crudo barriendo el nublado. Por el
naciente, detrás de las siluetas obscuras de las lomas, una vaga claridad
anunció el orto lunar. Oíase el fragor del agua llovediza por las torrenteras
de la montaña próxima… Sobre los cerros apareció el menguante abollado
y mustio… Subió por el cielo donde el viento había asendereado un camino
de nubecillas redondas y blancas, como guijarros lavados… Azuleó las
sabanas ateridas, lució sobre las lomas en el pedrisco de los peladeros,
sobre los tejados del caserío… Resbaló por los taludes…, a media noche
alumbró las hondonadas, donde haciendo el silencio nocturno, cuchicheaba
el murmurio de los arrecifes.
El tronco desnudo y rugoso de la acacia de la cañada brillaba iluminado
suavemente…, en torno revoloteaban sin ruido una bandada de
murciélagos… Lejano oyóse el gañido de un perro y el canto de un gallo…
De la puerta del rancho se quitó una forma blanca de mujer.
II
Al día siguiente se supo en el vecindario que los que habían llegado durante
el chubasco del anochecer eran dos hermanos de buena gente descaecida
que venían huidos de la ciudad, a refugiarse, por hambre y por desventura,
en aquel arrabal apartado y en aquel rancho miserable, guarida de
murciélagos, que les alquilara, por catorce reales al mes, un ciego
mendicante, cuyo había sido el antiguo horno de tejas. El hermano padecía
una terrible dolencia y estaba a punto de volverse idiota: era un joven
avejentado que andaba arrastrando los pies, apoyado en un palo, y tenía la
mirada torcida y sin expresión: la hermana era una muchacha en quien
maduraba la mujer, con unos ojos zarcos y serenos velados de una sombra
dulce de taciturnidad. Ambos tenían hambre y dolor de vivir; efectivo dolor
de la carne lacerada el hermano gafo; tristeza recóndita la hermana a quien
abandonara el novio por aquellos mismos días porque ella también, como le
dijo, debía tener la sangre propensa al mal de la familia. Vivían de lo poco
que ella ganaba en un taller donde trabajaba, ayudándose con la escasa
caridad que unos amigos le hacían al enfermo. Este dinero apenas daba el
acedo pan que se comían, adobado con maldiciones de él y lágrimas de ella,
y así, entre azares y vergüenzas, arrojados de todas las casas, que nunca
podían pagar, habían ido, por fin, a parar a una de vecindad donde
convivieron con rufianes y toda suerte de gente de la peor condición, en una
pieza que les alquilaran. Pero de allí mismo tuvieron que salir muy pronto,
debido a que la dolencia del hermano era tan notoria y repulsiva que nadie
quería vivir en su compañía. Despidiólos la dueña de la casa a pretexto de
que tenía noticias de que la higiene iba a buscarlo para recluirlo en el
hospital, y ante la inminencia de este peligro aquel día lo pasaron en la más
angustiosa ansiedad, llorando y abrazados, en un abrazo angustioso, como
si fuera el último que se dieran en su vida. Al día siguiente la hermana se
echó a la calle, anduvo por los arrabales y recovecos, y escudriñe los más
apartados escondrijos, hasta dar con aquel rancho de la cañada, adecuado a
su menester por lo apartado de toda otra vivienda, como estaba entre
aquellas breñas.
III
—Hizo muy bien, niña—decíale una vieja de por allí a quien le contaba sus
desventuras.
—Dios se lo conserve por muchos años, que enfermo y todo le servirá
de mucho su hermanito. Y no se apene usté.
que ha caído entre gente que no es mala, por más pobre que sea, y no
dejará que le hagan ningún daño.
Y otra agregaba, suspirando:
—Lástima si es que haya venío a pará a este lugar que está como
maldecío de Dios, asina como se lo digo y El me perdone. Contimás que
usté no está hecha para esto.
—Por eso le digo, vecina: que Dios le guarde a su hermanito.
—Usté no sabe, niña, aquí habernos muchas madres desgraciás. Por
estos andurriales como que anda suelto Mandinga: toas las muchachas se
pierden en cuántico no más se les proporciona la mala manera.
—Y no está de más que se lo digamos, niña, porque, como dicen, la
mocedad es creída y no malicia de la maldad del mundo, que es mucha, sí,
señó. Mire: si, en una comparación, algunas de estas noches tardes, más que
otras, se presenta por aquí una mujer que va ya para vieja y anda todavía
muy peripuesta y le viene a dar conversación, no se la oiga, niña, que esa
mujer es muy mal intencionada y muy perdicionera…
Fuéronse las viejas como oyeran al enfermo que rezongando sus
habituales denuestos, llamaba a la hermana para que le diera de comer.
Sirviólo ésta y luego salió a la cañada invadida del dulce atardecer y se
puso a pasear llevada de un recóndito deseo de soledad. Caminando, pronto
su pensamiento recayó en el amor acabado días antes de manera tan cruel, y
viniéronle ganas de llorar, de llorar mucho hasta secar la fuente de sus
lágrimas a ver si con ellas también se secaban y ya secas, se desprendían las
raíces de aquel amor que tenía clavadas en el alma como unas garras…
Después, sosegada, se acordó de lo que le habían dicho poco antes las
vecinas y procuró distraerse de ello, porque en aquella soledad del barranco
por donde iban tales pensamientos le daban miedo. Pero ¿en qué podía
pensar que no fuera su desamparo, la desgracia contumaz que desde niña se
ensañara con ella, su orfandad, su miseria, su rango perdido, el amor
frustrado, la pena siempre renovada de aquella enfermedad del hermano?
Y por este camino de pensamientos crueles ¿adonde iba a parar sino al
miedo al porvenir, al horror de lo que sería de ella cuando el hermano
hubiera muerto o cuando se lo hubieran llevado al hospital?
Así, la idea loca y tenaz que venía amenazándola desde que oyera la
conseja de las viejas a propósito de las mozas idas o descarriadas acabó por
dominarla:
—¡Quien sabe lo que tendrá dispuesto Dios que me puso en este
lugar…!
De pronto, volteó, asustada de unos pasos que la seguían; por la arena
húmeda del cauce, arrastrando los pies venía el hermano gafo. Acercósele
sonriendo como un idiota. Ella lo cogió del brazo y siguieron mudos y
fraternales por la barranca silenciosa en la dulzura de la tarde…
Unos bueyes lentos atravesaron la cañada seguidos del gañán que los
picaba apurándolos a subir por un martillado hacia una loma donde lucía un
maizal pardisco y un rancho entre naranjos. A ratos traía el viento un hedor
de curtiembre o un son de bocinas broncas… Una mujer voceaba sobre el
barranco llamando a sus gallinas… Se oía la voz del gañán persuadiendo a
los bueyes… Apurando la cuesta, uno de ellos daba ya cornadas en el cielo
zarco con la enorme cornamenta taciturna… En el aire tranquilo reposaban
las aspas inmóviles de unos molinos.
Caminando, caminando, el enfermo y la hermana llegaron a un
recuenco donde había un pozo de agua clara y profunda. Los altos taludes
de greda llenos de curiosos relieves de estalactitas y vagas arquitecturas,
resquebrajados y yermos, con sus matojos saliendo de entre las grietas y
con su soledad de abandono, remedaban enormes ruinas fantásticas.
Encima, un borrico taciturno enjaezado de crepúsculo caminaba
mordisqueando el pajonal; sobre el cual se levantaban al borde del
barranco, magueyes en flor, como candelabros encendidos… Algunos
zamuros iban llegando a sus dormideros; otros estaban ya sobre unas
escarpas blanquecinas que parecían grandes osarios, peleándose a picotazos
los mejores sitios.
Los hermanos se detuvieron cerca del pozo bajo las torvas miradas de
los zamuros… Un grillo rompió a cantar… El enfermo, dando un gemido
de dolor, se extendió por la arena, húmeda y blanda, mientras la hermana,
distraída, miraba los arreboles que teñían la tajada de cielo volteada sobre el
barranco.
—Petra, ¿por qué no te sientas? Mira: la arena está sabrosa.
—No. Vámonos. Es de noche ya.
Y echaron a andar, de regreso a la casa, por el barranco anochecido,
bajo las primeras estrellas…
IV
VI
VII
VIII
IX
Lloró largo rato. Como siempre, el llanto le hizo bien; pasado el acceso le
invadió el bienestar del cansancio, y poco a poco la dulce y tranquila
resignación fue brotando en su alma, como una luz de estrella…
El hermano permanecía inmóvil en un rincón. Petra aguzó el oído hacia
él. No oyó nada. Asustada, corrió al rincón olvidándose de todo.
—¡Genaro! ¡Genaro!
El pobre hombre sonreía plácidamente. Ya no tenía en la cara aquella
expresión de sátiro; los ojos miraban serenos, y de aquel rostro y de
aquellos ojos subía hasta la hermana inclinada sobre ellos ansiosamente,
como una súplica propiciatoria, la dulce sonrisa de la demencia.
Gritando, Petra salió del cuarto.
Anochecía. Del barranco subía con el canto de los grillos la solemnidad
de la sombra, por el ambiente mortecino del cielo, donde lucían como
refugios de toda luz condensada las claras estrellas…
EL ANALISIS[11]
“Te aseguro que nada hay peor que tener dos conceptos sobre una misma
cosa y créeme que envidio de todo corazón tu manera de apreciarlas desde
el punto de vista único, personal y a veces candoroso en que te coloca tu
ingenuidad de alma. Puede ser que tú sufras en la vida más de una
decepción, porque juzgas los hombres y las cosas según el espontáneo
impulso de tu naturaleza, sin sutilezas ni reservas de criterio; pero
seguramente no conocerás el desasosiego de vacilar entre dos opiniones
distintas y muchas veces opuestas, sin que dejen de ser ambas legítimas,
como ahora me está sucediendo a mí. La intranquilidad de espíritu que no
proporciona esta falta de noción única, equivale a la más mortificante
decepción y en algunos casos llega a ser una verdadera y completa tortura
moral, sobre todo cuando uno de estos conceptos corresponde a alguna
necesidad sentimental nuestra y la satisface, él solo, plenamente.
Desde luego, tú dirás, que en esos casos lo sensato es quedarse con ese
solo concepto y desechar el que sólo sirve para intranquilizarnos, pero es el
caso que el otro puede ser tan legítimo y no seríamos consecuentes con
nosotros mismos si atendiéramos únicamente a nuestro flaco sentimental,
en detrimento de los fueros del pensamiento … Pero me alejo con estas
especulaciones del caso concreto a que me quiero referir, y es, sábelo de
una vez, porque, aunque parezco decidido a esta confidencia, mil
escrúpulos me detienen a última hora. Lo confieso para hacer constar que
todo yo no soy absolutamente responsable de la atrocidad que voy a
cometer; ten en cuenta que he vacilado, y si a pesar de esto incurro en la
culpa es porque, indudablemente, he perdido la serenidad y el dominio de
mí mismo. Voy a tratar de una de esas cuestiones en que se hace evidente la
tortura de la lucha entre las dos maneras que se tengan de apreciarlas: del
amor conyugal, viejo tema de toda suerte de comentarios y filosofías. Todos
los que hemos sido educados por nuestro medio en las ideas morales de
nuestros antepasados, tenemos, para juzgar el amor conyugal, un punto de
vista común; es a esto a lo que llamamos prejuicios, son, en efecto, ideas
elaboradas por otros cerebros y pensadas por generaciones que nos han
antecedido y que se han estratificado en nuestros espíritus; así creemos, sin
discutirlo ni comprobarlo, que la felicidad conyugal es la única manera de
ser moral y que el amor es posesión absoluta de un alma por otra que la
llena, sin dejar cabida en aquélla para ningún otro pensamiento. Contra tales
prejuicios se nos dice, en nombre del buen sentido, que debemos luchar y
los que tenemos un espíritu paradójico emprendemos la lucha tratando de
poner en lugar de ellos, ideas nuestras, cuyo valor de verdad y de justicia
hayamos comprobado por nosotros mismos… Yo creía que había realizado
en mi espíritu esta reconstrucción original y que sólo había en él los
conceptos míos que yo había verificado por cuenta propia; pero he aquí que
acabo de descubrir que en él permanecían solapados y con todo su vigor los
prejuicios seculares. Te referiré el caso concreto. Como tú sabes desde los
primeros días de mi matrimonio emprendí la tarea de rehacer por mi cuenta
y de acuerdo con mis convicciones la educación de mi mujer, que apenas
había recibido en la casa paterna, por todo bastimento educativo, los dos o
tres principios de moral católica que se da entre nosotros a las mujeres y
éstos barajados entre tal fárrago de prejuicios y preocupaciones ridículas
que apenas componen una mentalidad menos que mediocre. Mi empresa era
difícil, pero no fue imposible, mi mujer asimiló mis ideas y a poco tiempo
las más libertarias de las mías arraigaban en su espíritu como en medio
natural y propio, sin resistencias ni reservas. A primera vista parece que
este éxito ha debido llenarme de orgullo y contribuir a la mayor felicidad de
mi matrimonio, puesto que establecía una efectiva comunidad de ideales y
sentimientos entre mi esposa y yo, que es el ideal de todo amor; pero, por lo
contrario, entonces fue cuando comenzó a verificarse en mí un raro
fenómeno inesperado: empecé a perder la confianza en mi mujer; la libertad
de su pensamiento me asustaba, viéndola sin sus prejuicios temí por su
moralidad y sobre todo me intranquilizaba su concepto, que no era sino el
mío mismo y que yo le había inculcado a propósito del amor. ¿Has visto tú
nada más insensato? Las ideas de mi mujer, es decir, las mías propias,
repetidas por ella y acaso sólo para complacerme, me parecían atrocidades
reveladoras de una carencia absoluta de principios morales; oyéndola hablar
experimentaba una repulsión inconsciente que poco a poco me fue alejando
de ella y creciendo hasta convertirse en antipatía profunda, acaso en odio. Y
para merecerlo, ¿qué era lo que había hecho ella? Ser buena, fiel y amorosa
conmigo y haberme sacrificado acaso la tranquilidad del espíritu, junto con
los fundamentos de su antigua moral católica y de su fe, que era ciega y
firme. Sí, satisfago una imperiosa necesidad de mi corazón y de mi
conciencia, diciendo que mi mujer es la esposa ideal, lo creo firmemente,
estoy más seguro de ella que de mí mismo, y sin embargo yo he dudado de
ella. Y todo por haber pretendido destruir los prejuicios de mi mujer cuando
todavía no había logrado desvanecer los míos propios. Dispénsame estas
divagaciones, considera lo que me pasa: tengo a la vez necesidad y
vergüenza de contártelo. Es inicuo, de todo punto insensato, y si no fueras
tú para mí más que un amigo, no me hubiera atrevido a hacerte esta
confidencia. La hago sobre todo para ensayar de disiparme esta
preocupación analizándola. Que nunca sepa mi mujer que yo he pensado
estas cosas, no se lo cuentes a la tuya, ya sabes que son amigas que no se
guardan secretos. Te decía, pues, que hace algún tiempo venía
experimentando un sentimiento de desconfianza, completamente
inmotivada, respecto a la probable conducta futura de mi mujer, dado el
hecho de la modificación de sus ideas, ahora en un todo de acuerdo con las
mías respecto a religión y moral; yo no podría expresar lo que pasaba por
mí cuando oía a mi mujer defender ciertos postulados libertarios, como la
legitimidad del amor libre, por ejemplo. Naturalmente este estado de ánimo
tema que producir la suspicacia y así cada palabra suya me daba, muchas
veces contra mi querer, mucho qué pensar; en una palabra: me fui
volviendo celoso, ridículamente celoso. Un día acabé de serlo con toda la
brutalidad de esta pasión primitiva. Fue una tarde, creo que había llegado a
mi casa de mal humor por algún contratiempo de la profesión, y entonces
mi mujer, como siempre que me veía en tal estado de ánimo, se puso a
distraerme agotando sus infinitos recursos de ternura y amor, y yo, en pago
y por necesidad sentimental, porque la ternura es acaso la única virtud que
poseo, le di un beso. ¡Qué bienestar experimentaba yo después de los
disgustos de un día de tribunales y querellas, al lado de aquella mujer
buena, déjamelo decir aunque la palabra sea cursi: angelical, que sabía
endulzarme la vida con el arte sin malicia de su gran corazón! Seguramente
en aquel momento la voz de la preocupación interior me había dado una
tregua y yo podía entregarme todo entero a la delicia de la confianza. De
pronto ella me preguntó: ¿no has sabido de Jacinto? Nada más natural que
mi mujer me preguntara por ti que eres más que un amigo y ella sabe cómo
te quiero. Pues bien, aquella pregunta fue para mí como una bofetada.
Déjamelo decir con toda la brutalidad con que se me ocurrió; me he
impuesto la vergüenza de esta confesión como una penitencia saludable:
tuve celos de ti. Bien sé que si mi boca estuviera en este momento al
alcance de tu mano, la bofetada no se haría esperar; me la darías tú y yo la
merezco. ¡Ah sí! Me abofetearías. Te conozco bien y porque te conozco te
refiero esto tal como sucedió ¡Dudar de mi esposa! ¡Tener celos de ti! Yo
he debido estar loco, no podían ser sino síntomas de locura aquella lucidez
y presteza mentales con que analicé la ocurrencia, descubriendo entre el
beso dado por mí y la alusión a tu persona, la trama de una asociación de
ideas que debía corresponder a un sentimiento desleal, infidente, que
existiera en el corazón de mi esposa. ¡Maldita manía de analizarlo todo!
¡Maldita ciencia del espíritu con la que me he encariñado y que no me ha
proporcionado otro resultado práctico que la tortura de esta suspicacia!
Porque has de saber que no fue ocurrencia pasajera sino que todavía es idea
fija, tenaz, insoportable ya. Para librarme de ella recurrí inútilmente a mi
concepto moderno sobre el amor y la fidelidad conyugal, esperando que él
me devolviera la paz del ánimo perdida, y me hice esta reflexión: es
imposible, de todo punto absurda, la creencia de que el amor es una
posesión espiritual tan absoluta que impida que por el alma de la mujer
amada, en ningún momento y en ninguna situación, pueda pasar un
pensamiento que no sea el del hombre a quien ama. Y generalizando, a
guisa de psicólogo concluí: ¡Cuántas ideas, apenas breves relámpagos de
pensamiento, comparables a esos que la gente de nuestro tiempo llama
fusiles y que en las noches claras de verano aparecen sobre los cerros y no
anuncian tormenta, ideas perversas, monstruosas a veces, no atraviesan
continuamente nuestro espíritu sin que en él haya ningún sentimiento,
ningún instinto que las produzca o las favorezca, y pasan sin dejar en él
ninguna huella! ¿Acaso habrá mujer, la más fiel a su amor, la que merezca
llamarse la fidelidad misma y que esté exenta siquiera de uno solo de estos
relámpagos de infidelidad, completamente ilógicos, que por muchos que
fueran no mancharían la pureza de su amor, ni la nobleza de su alma? Estoy
seguro de que no existe, como de que tampoco hay un hombre que pueda
decir que en ningún instante de su vida una idea innoble de robo, de
violación o de crimen no haya pasado por su mente. ¿De dónde vienen estas
ideas ilógicas que ninguna disposición espiritual nuestra produce ni
favorece? Acaso de la psicología prehistórica, como los fusiles de las
noches de verano, de una tempestad remota; pero de ningún modo somos
responsables de ellas y a nadie que no sea un loco se le ocurriría pedirnos
cuenta y juzgarnos por ellas. Era de esperarse, pues, que yo, profesando tal
manera de apreciar el hecho, no le daría ninguna importancia a la inocente
pregunta de mi mujer; pero he aquí que interviene el otro concepto, el
tradicional, el que se ha estratificado en nuestros cerebros, la infidelidad de
un momento acaba con el amor que es sentimiento perenne y exclusivo:
donde cupo la infidelidad era porque no había amor. Y por más que luche,
como he luchado, contra este prejuicio estúpido, contra esta evidente sin
razón, no puedo vencerlos y en mi subconsciencia se levantan ideas y
sentimientos que hace tiempo no pienso ni siento, pero que estaban en ella
como cosas abandonadas que se pudren y pudriéndose envenenan el
ambiente. Qué batalla conmigo mismo para volver a ser como antes
amoroso, tierno, delicado y complaciente con mi pobrecita mujer que se
desvive por disiparme lo que cree mal humor producido por los sinsabores
de la profesión, como yo le digo cuando se me acerca cariñosa y
poniéndome su mano en la cabeza me pregunta como una madre a un hijo
triste: ¿qué tienes? Créelo, te lo digo de todo corazón, lo proclamaría ante el
mundo entero, aun ante la evidencia contraria de los hechos: ¡mi mujer es
una santa! ¡Y ya yo no la puedo amar como antes! ¡Maldito análisis!”
“…De mi vida, noticias que no son muy gratas. Mi marido que siempre
fue bueno y amoroso conmigo, anda ahora despegado de mí como con una
preocupación constante; me habla poco, responde con frialdad a mis
cariños, huye de mi compañía; temo que empiezo a fastidiarle. No sé a qué
atribuir esto: ¿otros afectos? El no es persona capaz de una liviandad de esa
naturaleza. Yo no sé qué es lo que le pasa; se ha puesto muy raro: está
contento, empieza a hacerme cariños como antes y de pronto se pone serio;
le pregunto la causa y me responde agriamente: nada, mal humor; y con un
pretexto cualquiera se va para la calle. Así son los hombres, se cansan muy
ligeramente de queremos, mientras que nosotros no nos cansamos nunca.
¡Qué se hace! Ellos no tienen la culpa de ser así. A nosotros no nos queda
otra satisfacción que quererlos con toda el alma, aunque ellos no nos
quieran tanto. ¡Si yo tuviera un hijo! A veces pienso que es lo que le hace
falta y por no haber podido dárselo me siento avergonzada como de una
culpa".
Tercera carta
Carta final
II
Un día recibió una esquela exquisita. Una señora elegante. celebrada por su
belleza y aventuras, esposa de un hombre rico y tonto, le suplicaba que
fuera a verla pronto.
El corazón de Ecija dio un vuelco de alegría maligna: aquella mujer le
había causado, sin saberlo, las más amargas horas de despecho. Cuando era
interno del Hospital estuvo enamorado de ella, la veía casi todas las tardes
en la ventana, pues vivía en la calle por donde él acostumbraba pasar, y
aunque sus miradas fueron siempre demasiado insinuantes, ella pareció no
advertirlas y se las retribuía con otras, frías, desdeñosas, que le hicieron
sentir en toda su enormidad, la distancia que lo separaba de la posesión de
aquella belleza fina y preciosa. Ahora, las frases de la esquela, demasiado
vehementes para exigencia de enferma, contenían, casi, una promesa, y
considerándose apetecido, se gallardeó al leerlas con un divino gesto de
triunfador. Era el amor que caía rendido a sus pies, como había caído la
Fama, como caería la Fortuna …
Pensó hacerse esperar, pero no supo vencer la impaciencia del primerizo
y se presentó puntual a la cita.
La bella enferma lo recibió con mohines de romántica.
Ecija se inició con una galantería:
—¡Es usted la enferma! No lo parece.
—¿De veras? Será del alma, doctor.
—¡Ah! Señora. Mi pobre ciencia no llega hasta allá. Los ojos de los
médicos son ojos humanos que sólo ven la grosera costra del cuerpo…
Se mordió los labios, comprendiendo que había dicho una barbaridad y
las ideas se le disiparon como chiquillas corridas que se alejan riendo de
una indiscreción.
La mujer lo advirtió y contenta de la turbación en que lo ponía su
presencia lo hizo sentar al lado suyo.
—No me diga eso, doctor. Usted cura los males más recónditos. No me
quite la esperanza, tan dulce, que tengo puesta en usted. Yo me entrego… a
su ciencia.
Jugaba con estas palabras ambiguas, dichas lánguidamente, con una
audacia análoga a la que dan los antifaces.
Ecija se sentía disparado a las mayores vehemencias; pero no
encontraba las palabras. Estaba escarmentado de su estreno de galanteador.
Sonrió, fingiendo modestia.
Ella lo miraba con los bellos ojos entornados, reclinada la cabeza sobre
un brazo de líneas perfectas que apoyaba en el respaldo de la mecedora. Su
condición de enferma permitía aquella actitud de abandono, adoptada para
turbar al joven doctor que le había caído en gracia. Por capricho elegante, o
extravagancia refinada se había enamorado, como una adolescente de aquel
rústico encumbrado por el lauro, que era además buen mozo, y quería
saborear aquel amor rústico, como el turista los groseros manjares del país
bárbaro que pasca. Mezclábase a la vez con este capricho, un impulso de ser
generosa con aquel héroe de su propia epopeya a quien celebraba tanto la
ciudad.
Ecija habló por fin, como medico:
—A ver. ¿Qué le pasa a usted, señora?
—¡Ay, doctor! Creo que estoy enferma del corazón.
La auscultó minuciosamente, con ayuda de su estetoscopio nuevo.
—Señora. No hay tal. ¡Qué buen corazón tiene usted!
En esta frase se colaba una galantería tímida.
Ella la acogió con un mohín encantador.
—Gracias.
Una vez más, puesto en el terreno de seductor, el médico se turbaba.
Comprendió que allí estaba su ciencia haciendo el papel de comparsa, pues
no había tal enfermedad, pero resolvió continuar la comedia de aquel raro
caso clínico que le deparaba su buena estrella, porque así, desde el campo
de la profesión que dominaba mejor, podía atacar a mansalva al contrario de
la galantería, donde no se atrevía a moverse. Volvió a tomarle el pulso y
mientras tanto, miró en derredor, valorando la riqueza de su cliente con un
golpe de vista de ladrón experto. Sonrió halagado, pero inmediatamente una
reflexión disipó su júbilo. Aquella mujer rica y elegante, debía tener
caprichos costosos que él no podía satisfacer. No estaba en condiciones de
gastar, sino por lo contrario, de adquirir.
Ella volvía a hablar:
—¿Qué es lo que tengo, entonces, doctor? Esta tristeza … Este
cansancio. Será que me estoy poniendo vieja.
Y sonreía, segura de la respuesta galante que iba a obtener.
—Todavía no.
La mujer contrajo la boca, y Ecija, dándose cuenta de que había dicho
otra vez una torpeza, se apresuró a repararla:
—Neurastenia, fenómenos nerviosos.
Todavía le pareció ruda aquella salida y dijo, con toda la dulzura de que
era capaz:
—Debe ser que usted sufre alguna pena oculta.
Sus dedos oprimían el punto palpitante de la muñeca de la enferma; ella
lo miraba con los ojos húmedos, su boca se entreabría mostrando los dientes
finos, y él, arrebatado por aquel abandono, inició una caricia sobre la mano
suave y carnosa, resplandeciente de pedrería.
Entonces comprendió ella que estaba dado el primer paso y, sabiamente,
no quiso pasar adelante de una vez:
—¿Volverá usted a verme? No me abandone, doctor. Yo me siento mal.
Sólo usted puede curarme.
—¡Señora… mi pobre ciencia! Qué valgo yo.
—No repita eso. Todos sabemos lo que usted vale. ¡Cuántos envidian
sus triunfos!
Ecija se hallaba en una situación ambigua; volvía a ocuparle el
pensamiento la reflexión que se hiciera al apreciar la riqueza de su cliente, y
esta idea le sugirió otra. Necesitaba dinero, debía ganarlo pronto y a todo
trance, entonces podría realizar uno de sus sueños: viajar por Europa.
Mientras tanto no podía pensar en disfrutar aquella belleza fina y preciosa.
Dominado por sus reflexiones comenzó a decir, con secreta intención:
—¿Qué valen mis triunfos? Me falta lo principal. El médico no termina
de aprender nunca, necesita renovar a diario los conocimientos, ir a
enterarse de los adelantos de la ciencia adonde se están produciendo
continuamente: a Europa.
—¿Piensa usted ir a Europa?
—Lo pienso siempre, pero desespero de realizarlo. Me hace falta
dinero.
Y sin darse cuenta de la situación, se intrincó en este tema inoportuno y
ridículo con una vehemencia desagradable. A poco su acento era el de un
pedigüeño hablando de dinero con aquella mujer rica que adivinaba descosa
de amarlo, se le había ocurrido que podría obtenerlo de ella. Sabía que era
pródiga con sus caprichos, y le demostraba su necesidad, como enseña un
pordiosero su lepra para conmover a la limosna.
El orgullo de la mujer se resintió de aquella escena grotesca. En un
momento se desvaneció el romántico antojo que la impulsara, rendida,
hacia aquel hombre famoso y comprendiendo que éste no había dejado de
ser el panadero que fue antes, se levantó desdeñosa.
Ecija se la quedó viendo sorprendido. Ella le explicó, secamente.
—Ya estoy buena. Usted me ha curado. Tenga la bondad de decirme
cuánto le debo.
El médico se turbó. Se sintió anulado, humillado brutalmente, y
perdiendo la conciencia de la situación, respondió:
—Diez bolívares, señora.
LA ESFINGE[14]
Arrellanado en la silla de extensión, cubierta la cabeza con un gorro
primorosamente bordado en oro y los anchos pies metidos en pantuflas de
lo mismo, viejo, pero todavía membrudo y fuerte, el rostro atravesado por
un espantoso costurón, la derecha manca y lo que no se veía de su cuerpo
todo surcado de cicatrices, gajes todos y trofeos de aquellos legendarios
asaltos al machete que le habían dado tanta fama, el bravo guerrillero en
reposo tenía la majestad de los volcanes apagados.
Adormecíase en paternal complacencia oyendo a sus hijos que. todavía
en la mesa, entre el humazo de los cigarros, un tanto desvanecidas las
cabezas por los vapores del vino y por la digestión de la comida abundante,
celebraban la vuelta del mayor.
Regresaba éste de Europa adonde había ido, hacía un año, al doctorarse
de médico, en viaje de estudios, gozando una beca. Su padre y sus tres
hermanos, absortos, lo escuchaban referir las aventuras del bulevar.
En el brillo nuevo y saludable de su piel, en el corte correcto de su traje
y en los aros de concha de los lentes grandes y redondos, trascendía una
civilización superior.
El guerrillero se embobaba oyéndolo:
—¡Este mi hijo el médico!
Luego preguntó:
—¿Y cómo te las compusiste tú para vivir por allá, cuando te quitaron
la beca esa?
—¡Oh! Fue una verdadera odisea. Hice el amor a mi patrona, una buena
mujer metida en años y en carne. ¡Qué diablos! Había que vivir y no podía
pagarle la pensión. ¡Y ella me lo agradeció, ya lo creo! Había que ver
aquellas arrobas de tocino para comprender que tenía que agradecérmelo.
Me mantuvo por espacio de tres meses a cuerpo de rey. Ahora le estará
pesando. Le dije que pensaba establecerme en provincias y me dio dos mil
francos para que comprara instrumentos.
—¿Y tú no los compraste?
—Sí. Pero me los traje. Me despedí a la francesa. A estas horas me
tendrá entablada una demanda por estafa. ¡Ja, ja, ja! Que me eche un galgo.
—¡Ah, muchacho!
El menor de los hermanos observó:
—¿Y si te reclaman las autoridades francesas?
—No pueden —respondió el hermano jurista. No existe tratado de
extradición.
Y con calor de oratoria forense se despepitó clamando contra las leyes
de extradición. Le parecían inicuas, las calificaba de traición.
—¿Y por delitos comunes? —seguía replicando el hermano menor.
—Ni por delitos comunes. Cuando un hombre se acoge a la bandera de
un país, los ciudadanos de ese país no pueden entregarlo sin cometer una
villanía, sin traicionar esa misma bandera que el otro ha reputado
inviolable. Es como si en mi casa se refugiara un delincuente. Yo no lo
entregaría.
El general intervino:
—Tiene razón mi hijo el abogado.
Y para cortar la disputa que se iba agriando por momentos, le dijo a su
hijo el médico:
—Tú no sabes el ruido que ha formado éste con su grado de doctor en
leyes.
—Sí. Ya me han contado. ¿Y que presentaste una tesis revolucionaria?
El jurisprudente sonrió olímpico.
—Y en la colación del grado dije un discurso que todavía lo estarán
oyendo. Concluí parafraseando el célebre estribillo de Catón el censor:
Carthaginem etse delendam.
Citó el párrafo. Un odio inmenso resollaba entre las frases ampulosas de
aquel discurso con que se despidió de la Universidad, en cuyas aulas, decía,
había sufrido su inteligencia humillaciones vergonzosas, estancamientos
mortales, claudicaciones sin número. Vibraba su voz aguda en la violencia
de las imprecaciones, recelábase la bilis suelta en la amarillez de su cara y
toda su contextura de fusta se estremecía en orgasmos de misantropía. El no
tenía que agradecer nada; se debía a sí solo; se encontraba desvinculado,
libre de toda obligación para su medio y su época. Terminó diciendo que él
también sentía el deseo neroniano y su dedo flaco, largo y torcido cortó en
el aire la cabeza de la patria.
El hermano polemista aprobó:
—Sí. Hay que acabar con los falsos valores.
Era éste un joven mediocre que se estaba haciendo famoso a causa de
sus polémicas. Tenía una nariz aguda y grande que iba por delante de él
como diciéndole: sígueme, que yo te voy abriendo el camino, y al hablar,
aunque tartamudeaba, era también rotundo como el hermano jurista,
dogmático, incontrovertible.
En su vida de estudiante no había despuntado ni por el talento ni por la
contracción y pasó por el doctorado por la generosa rendija de un bueno.
En el ejercicio de la profesión tampoco prometía descollar y su nombre
se hubiera quedado oscuro; pero un día se le reveló su destino leyendo un
articulo de divulgación científica que publicó un antiguo condiscípulo suyo.
El trabajo adolecía de algunos gazapos cronológicos y gramaticales y él
lo rebatió por la prensa, al día siguiente, sin ocuparse de combatir la
cuestión capital de doctrina y haciendo hincapié solamente en el apeado
estilo del autor. De la réplica, que sus conocimientos no le permitían
sostener, pasó a la diatriba y haciendo uso de armas poco gallardas
tergiversó el sentido de ciertas frases de su contrincante, haciéndolo
aparecer como autor de afirmaciones peligrosas.
El éxito de esta lid de mala fe le dio a entender que en el ejercicio de
aquella habilidad que acababa de descubrirse estarían el lustre de su nombre
y bienestar que no habría de reportarle la profesión, y desde que lo entendió
se hizo polemista. Ya contaba varias víctimas entre las más acendradas
reputaciones científicas del país y esperaba desquiciarlas todas. Nada le
importaba que la doctrina sustentada por alguno fuera buena y verdadera;
siempre que, a caza de gazapos, encontrara un punto vulnerable, por
insignificante y baladí que fuera, por allí introducía él la gota corrosiva de
su ironía, de su mordacidad enconada, de su odio, aquel odio gratuito que
parecía ser una enfermedad de familia.
La sobremesa se animó con el cuento que cada uno fue haciendo de sus
hazañas y recíprocamente se las celebraban con un divino cinismo. Aquello
parecía más bien un pugilato de trúhanes en que cada quien se esforzara en
demostrar que había sido más villano, más abyecto que el otro; pero para
ellos tales vilezas sólo eran manifestaciones de una fuerza, de una
superioridad que los envanecía y cada cual estaba seguro del éxito de todos.
Oyéndolos, por la recia faz del padre vagaba una sonrisa complacida, que
venía a ser como otro costurón, análogo al que ganara en aquella remota y
feroz escaramuza, y trofeo también, si no de propia hazaña, sí de proezas
que le concernían: las proezas de sus hijos.
Sólo el menor de éstos guardaba silencio y parecía contrariado.
Escuchaba atento la cínica apología que sus hermanos hacían de sí mismos
y sonreía; pero con una sonrisa amarga, hostil, insultante casi. Oleadas de
rencor, pero de un rencor noble y sano, pasaban en tumulto por su alma;
otras veces era un profundo desprecio, una viva sensación de asco; otras, un
sincero horror de toda aquella truhanería familiar, tan celebrada.
Se horrorizó más cuando le oyó decir a su hermano, el jurista:
—Es necesario honrar la patria. Ella nos exige y nos impone la buena
reputación del nombre. No es por vanidad personal que debemos luchar
para darle lustre y esplendor; es por patriotismo.
Tuvo ganas de saltarle encima, agarrarlo por el cuello y gritarle en la
cara: ¿Cómo puedes tú honrar la Patria; ni cómo puede ella sentirse honrada
por tus actos?
El otro continuaba su perorata:
—Nuestros triunfos son triunfos de la Patria; gloria patria será nuestra
gloria.
Y entonces la indignación del hermano menor cedió el puesto a un
sentimiento de asombro, de desconcierto, como si se hallara ante un
enigma. La inconsciencia con que el jurista se reconocía de tal suerte
compenetrado con la patria y capaz de honrarla con sus hechos, le pareció
más funesta que el cinismo con que poco antes se jactaba de sus bribonadas.
Lo miró fijamente al rostro y después, uno a uno, a su padre y a sus
hermanos. Todos se habían puesto serios, graves, austeros. En todas las
caras había la misma inconsciencia y todos eran espantosamente sinceros
cuando decían, al concluir su perorata el abogado:
—Sí. Es necesario honrar la Patria.
El joven no quitaba de ellos sus ojos, como si quisiera arrancar a
aquellas caras de esfinge un secreto terrible, acaso el secreto destino de la
patria, y en un instante de locura le pareció ver en la de sus hermanos el
costurón paterno, pero no como trofeo de valor que mostrara cómo se
arriesgó la vida, sino como blasón hereditario que ahorra el sacrificio y da
derechos al reparto del botín.
Se paró violento, trémulo y les arrojó a las caras estas palabras:
—¿Qué son ustedes y qué van a hacer?
Todos se lo quedaron viendo como a un loco que hubiera aparecido de
improviso entre ellos.
Y el viejo dijo al cabo de un rato, soltando una risotada:
—¿Qué le habrá sucedido a mi hijo el tonto?
EL PIANO VIEJO[15]
Eran cinco hermanos: Luisana, Carlos, Ramón, Ester, María. La vida los
fue dispersando, llevándoselos por distintos caminos, alejándolos,
maleándolos. Primero, Ester, casada con un hombre rico y fastuoso; María,
después, unida a un joven de nombre sin brillo y de fama sin limpieza; en
seguida, Carlos, el aventurero, acometedor de toda suerte de locas
empresas; finalmente Ramón, el misántropo que desde niño revelara su
insana pasión por el dinero y su áspero amor a la soledad; todos se fueron
con una diversa fortuna hacia un destino diferente.
Sólo permaneció en la casa paterna Luisana, la hermana mayor,
cuidando al padre, que languidecía paralítico lamentándose de aquellos
hijos en cuyos corazones no viera jamás ni un impulso bueno ni un
sentimiento generoso. Y cuando el viejo moría, de su boca recogió Luisana
el consejo suplicante de conservar la casa de la familia dispersa, siempre
abierta para todos, para lo cual se la adjudicaba en su testamento, junto con
el resto de su fortuna, a título de dote.
Luisana cumplió la promesa hecha al padre, y en la casa de todos, donde
vivía sola, conservó a cada uno su habitación, tal como la había dejado,
manteniendo siempre el agua fresca en la jarra de los aguamaniles, como si
de un momento a otro sus hermanos vinieran a lavarse las manos, y en la
mesa común, siempre aderezados los puestos de todos.
Tú serás la paz y la concordia, le había dicho el viejo, previendo el
porvenir, y desde entonces ella sintió sobre su vida el dulce peso de una
noble predestinación.
Menuda, feúcha, insignificante, era una de esas personas de quienes
nadie se explica por qué ni para qué viven. Ella misma estaba acostumbrada
a juzgarse como usurpadora de la vida, parecía hacer todo lo posible para
pasar inadvertida: huía de la luz, refugiándose en la penumbra de su alcoba,
austera como una celda; hablaba muy poco, como si temiera fatigar el aire
con la carga de su voz desapacible, y respiraba furtivamente el poquito de
aliento que cabía en su pecho hundido, seco y duro como un yermo.
Desde pequeñita tuvo este humildoso concepto de sí misma: mientras
sus hermanos jugaban al pleno sol de los patios o corrían por la casa
alborotando y atropellando con todo, porque tomaban la vida como cosa
propia, con esa confianza que da el sentimiento de ser fuertes, ella,
refugiada en un rincón, ahogaba el dulce deseo de llorar, único de su niñez
enfermiza, como si tampoco se creyera con derecho a este disfrute
inofensivo y simple. Crecieron, sus hermanas se volvieron mujeres, y
fueron celebradas y cortejadas, y amaron, y tuvieron hijos; a ella, siempre
preterida—que hasta su padre se olvidaba de contarla entre sus hijos—,
nadie le dijo nunca una palabra amable ni quiso saber cómo eran las
ilusiones de su corazón. Se daba por sabido que no las poseía. Y fue así
como adquirió el hábito de la renunciación sin dolor y sin virtud.
Ahora, en la soledad de la casa, seguía discurriendo la vida simple de
Luisana, como agua sin rumor hacia un remanso subterráneo; pero ahora la
confortaba un íntimo contentamiento. ¡Tú serás la paz!… Y estas palabras,
las únicas lisonjeras que jamás escuchó, le habían revelado de pronto
aquella razón de ser de su existencia, que ni ella misma ni nadie encontrara
nunca.
Ahora quería vivir, ya no pensaba que la luz del día se desdeñase de su
insignificancia, y todas las mañanas, al correr las habitaciones desiertas,
sacudiendo el polvo de los muebles, aclarando los espejos empañados y
remudando el agua fresca en las jarras; y cada vez que aderezaba en la mesa
los puestos de sus hermanos ausentes, convencida de que esta práctica
mantenía y anudaba invisibles lazos entre las almas discordes de ellos,
reconocía que estaba cumpliendo con un noble destino de amor, silencioso,
pero eficaz, y en místicos transportes, sin sombra de vanagloria, sentía ya su
humildad había sido buena y que su simpleza era ya santa.
Terminados sus quehaceres y anegada el alma en la dulce fruición de
encontrarse buena, se entregaba a sus cadenetas; y a veces turbada por aquel
silencio de la casa y por aquel claro sol de las mañanas que se rompía en los
patios, se hilaba por las rendijas y se esparcía sin brillo por todas partes
arrebañando la penumbra de los rincones; mareada por aquella paz que le
producía suavísimos arrobos, se sentaba al piano, un viejo piano donde su
madre hiciera sus primeras escalas, y cuyas voces desafinadas tenían para
ella el encanto de todo lo que fuera como ella, humilde y desprovisto de
atractivos.
Tocaba a la sordina unos aires sencillos que fueran dulces. Muchas
teclas no sonaban ya; una, rompiendo las armonías, daba su nota a
destiempo, cuando la mano dejaba de hacer presión sobre ella; o no sonaba,
quedándose hundida largo rato. Esta tecla hacía sonreír a Luisana. Decía:
—Se parece a mí. No servimos sino para romper las armonías.
Precisamente por esto la quería, la amaba, como hubiera amado a un
hijo suyo, y cuando, al cabo de un rato, después que había dejado de tocar,
aquella tecla, subiendo inopinadamente, daba su nota en el silencio de la
sala, Luisana sonreía y se decía a sí misma: “¡Oigan a Luisana! Ahora es
cuando viene a sonar.”
Una mañana Luisana se quedó muerta sobre el piano, oprimiendo
aquella tecla. Fué una muerte dulce que llegó furtiva y acariciadora, como
la amante que se acerca al amado distraído y suavemente le cubre los ojos
para que adivine quién es.
Vinieron sus hermanos; la amortajaron; la llevaron a enterrar. Ester y
María la lloraron un poco; Carlos y Ramón corrieron la casa, registrando
gavetas, revolviendo papeles. En la tarde se reunieron en la sala a tratar
sobre la partición de los bienes de la muerta.
La vida y la contraria fortuna habían resentido el lazo fraternal, y cada
alma alimentaba o un secreto rencor o una envidia secreta. Carlos, el
aventurero, había sido desgraciado: fracasó en una empresa quimérica,
arrastrando en su bancarrota dinero del marido de Ester, el cual no se lo
perdonó y quiso infamarlo, acusándolo de quiebra fraudulenta; María no le
perdonaba a Ester que fuera rica y no partiera con ella su boato y la
estimación social que disfrutaba; Ester se desdeñaba de aceptarla en su
círculo, por la obscuridad del nombre que había adoptado; y todos
despreciaban a Ramón, que había adquirido fama de usurero y los
avergonzaba con su sordidez.
Pero todas estas malas pasiones se habían mantenido hasta entonces
agazapadas, sordas y latentes, pero secretas; había algo que les impedía
estallar, una dulce violencia que acallaba el rencor y desamargaba la
envidia: Luisana. Ella intercedió por Carlos, y porque ella lo exigía, el
marido de Ester no le lanzó a la vergüenza y a la ruina; ella intercedió
siempre para que Ester invitase a María a sus fiestas; ella pidió al hermano
avaro dinero para el hermano pobre, y a todos amor para el avaro; pero
siempre de tal modo, que el favorecido nunca supo que era ella a quien le
debía agradecer, y hasta el mismo que otorgaba se quedaba convencido y
complacido de su propia generosidad.
Ahora, reunidos para partirse los despojos de la muerta, cada uno
comprendía que se había roto definitivamente el vínculo que hasta allí los
uniera, y que iban a decirse unos a otros la última palabra; y en la
expectativa de la discordia tanto tiempo latente, que por fin iba a estallar,
enmudecieron con ese recogimiento instintivo de los momentos en que se
va a echar la suerte, y al mismo tiempo la idea de la hermana pasó por todos
los pensamientos, como una última tentativa conciliadora a cumplir el
encargo paterno: ¡Tú serás la paz y la concordia!
Entonces comprendieron a aquella hermana simple que había vivido
como un ser insignificante e inútil y que, sin embargo, cumplía un noble
destino de amor y de bondad, y fue así como vinieron a explicarse por qué
ellos inconscientemente le habían profesado aquel respeto que los obligaba
a esconder en su presencia las malas pasiones.
En un instante de honda vida interior, temerosos de lo que iba a suceder,
sintieron que se les estremeció el fondo incontaminado del alma, y a un
mismo tiempo se vieron las caras, asustándose de encontrarse solos.
Pero fue necesario hablar, y la palabra dinero violó el recogimiento de
las almas. Rebulleron en sus asientos, como si se apercibieran para la
defensa, y cada cual comenzó a exponer la opinión que debía prevalecer
sobre el modo de efectuar el reparto de los bienes de la hermana y a
disputarse la mejor porción.
La disputa fue creciendo, convirtiéndose en querella, rayando en pelea,
y a poco se cruzaron los reproches, las invectivas, las injurias brutales, hasta
que por fin los hombres, ciegos de ira y de codicia, saltaron de sus asientos,
con el arma en a mano, desafiándose a muerte.
Las mujeres intercedían suplicantes, sin lograr aplacarlos, y entonces, <
n un súbito receso del clamor de aquellas voces descompuestas, todos
oyeron indistintamente el sonido de una nota que salía del piano cerrado.
Volvieron a verse las caras y, sobrecogidos del temor a lo misterioso,
guardaron las armas, así como antes escondían las torpes pasiones en
presencia de Luisana: todos sintieron que ella había vuelto, anunciándose
con aquel suave sonido, dulce, aunque destemplado, como su alma simple,
pero buena.
Era la nota de Luisana, sobre cuya tecla se había quedado apoyado su
dedo inerte, y que de pronto sonaba, como siempre, a destiempo.
Y Ester dijo, con las mismas palabras que tanto le oyera a la hermana,
cuando en el silencio de la sala gemía aquella nota solitaria:
—¡Oigan a Luisana!
LOS MENGANEZ[16]
Vendió unos cocales que poseía en las costas del Golfo de Paria y compró
en Caracas, en la parroquia aristocrática de Altagracia, una casa antigua,
para reformarla y constituirla en hogar de su familia. Al estudiar las
escrituras resultó que la casa había sido solar ilustre, fundado por un
auténtico marqués de la Colonia y este descubrimiento llenó de legítimo
orgullo a don Alberto Mengánez.
No era don Alberto persona propensa a la vanagloria del linaje. Sus
manos habían encallecido en el laboreo de la tierra y la acomodada
situación monetaria que derivara de él ni lo desbastó completamente de la
esencial campechanía, ni mucho menos lo hizo olvidar el origen humilde.
Cifraba su orgullo en esos rudos conceptos de la hombría de bien y del
esfuerzo propio, pecualiares de las razas trabajadoras, y esto era como un
callo más en su persona, un callo del espíritu, con todas las ventajas y los
inconvenientes de estas excrecencias córneas con las cuales la piel se
defiende endureciéndose; pero por muy curado que estuviese de vanidades
mobiliarias, el abolengo de su casa fue para él motivo de justas
satisfacciones: en primer lugar porque un marqués es siempre para un
plebeyo algo que inspira cierto supersticioso respeto y porque al adquirir la
mansión marquesil su instinto democrático se complacía, como si ejerciese
represalias por resentimientos dormidos en la inconsciencia, pero latentes
en su sangre; en segundo lugar, y esto sí era perfectamente consciente y
justificado, porque sabía que su mujer, “la incomparable Suncha”, como la
llamaba cariñosa y respetuosamente, iba a darse el mayor gusto de su vida,
habitando en la casa que fue solar de un marqués.
Era Asunción Sotomayor de Mengánez una de esas matronas que saben
hacer valer sus merecimientos y que están siempre como sentadas en un
trono, recibiendo el homenaje de propios y extraños. Poseía el arte de la
amabilidad lisonjera y vivía decantando las ejemplares virtudes que
resplandecían en su hogar, hecho en el molde de los hogares antiguos;
modelos de hijos respetuosos y amorosos eran, en su boca, los suyos, y
dechado y pasmo de maridos el sin par Alberto. De esta manera, retenidos y
obligados por la suave violencia de la lisonja, hijos y esposos estaban
siempre prosternados ante la mayestática persona de doña Suncha. Hablaba
ésta en verso—como decía don Alberto para ponderar la propiedad y
corrección gramatical, cuasi castiza, de los parlamentos, que no simples
conversaciones de su mujer— y poseía una evidente debilidad por los
achaques de linajes. Aseguraba que descendía de cierto vago y remoto
noble español, un tal de Sotomayor, de quien venía hasta ella un claro
chorro de sangre azul, tan derechamente que no había necesidad de
demostrarlo; aunque en realidad no lo hacía jamás a causa de un abuelo
pulpero que estaba atravesado por allá y mejor era no menearlo, porque no
sabía lo que podía haber detrás de él.
Seguíala don Alberto, sumiso, en estas incursiones genealógicas y
cuando la veía sortear el abuelo pulpero, acudía, con muestras de exquisita
delicadeza, a cambiar el tema de la conversación pesaroso de aquel
contratiempo que impedía a su incomparable Suncha pasarse a sus anchas,
cauce arriba, hasta las propias fuentes del claro chorro de sangre azul que
llevaban las venas de los Sotomayor, porque, aunque a su manera de ver,
eminentemente práctica, esto de las genealogías le parecía cosa muy
discutida y sin mayor valor efectivo, también era cierto que a una mujer
como Suncha, tan persona, debía perdonarle cualquier debilidad él, que se
sentía reconocido hacia ella, y hasta cierto punto se avergonzaba por
haberla hecho madre de una chusma incontable de hijos, lo que, viéndolo
bien, era una brutalidad de su parte.
Así pues, pensando en la satisfacción que iba a experimentar Suncha,
don Alberto estaba que no cabía en sí con la adquisición de la casa del
marqués. Gastó un dineral en las obras de modernización y bajo una
profusión de molduras, relieves, adornos y pinturas de pésimo gusto,
desapareció el noble aspecto de la sencilla construcción antigua. Reemplazó
a la comodidad la lindura; las gruesas paredes que mantenían en las
habitaciones un confortable frescor fueron substituidas por delgados y
calurosos muros de cemento armado; en el patio donde había cuadros de
tierra para el jardín, reverberaba ahora el sol tórrido de los mediosdías el
mosaico abigarrado y reluciente; costosas romanillas con escandalosos
vidrios rojos y azules y exceso de carpintería de pura apariencia,
centelleaban en la cruda luz y le daban al interior un aspecto de jaula de
fantasía; la fachada, más que obra de arquitecto parecía de repostero, y en
todas partes había sobrado sitio para que el polvo se depositase. Luego los
muebles por el mismo estilo: mucha vanidad de enchapado, mucha
ebanistería barata, exceso de dorado y sobra de cortinaje impropio del
clima, mucho cuadro de quincallería, entre los cuales estaban los inevitables
Napoleones, mucha estatua de falsa terracota y fementidos jarrones
chinescos. Pero todo aquello estaba hecho a la medida del gusto de los
Mengánez.
Llegaron éstos a Caracas cuando la casa estuvo concluida. Eran cuatro
muchachas—la menor de las cuales rayaba en los quince años—, dos niñas
en edad escolar y un jovencito que se afeitaba el naciente bigote.
Ponderaron el exquisito gusto con que don Alberto había decorado y
amueblado la casa, haciendo coro a los gramaticales elogios de doña
Suncha, quien prudentemente dejaba los reparos que tenía que hacer para el
cordial palique que, según costumbre, mantenían ella y su marido en el
lecho conyugal mientras venía el sueño; pero el júbilo de los Mengánez
desbordó en cantarínas exclamaciones cuando don Alberto les dijo que les
había comprado un soberbio automóvil de siete pasajeros, con
resplandecientes farolas de cobre que parecían de oro y lujosa carrocería de
color broncíneo. En la tarde del mismo día de la instalación de los
Mengánez abrieron las ventanas y en dos de ellas, en sendas parejas, se
sentaron a exhibirse, cruzando entre sí miradas tímidas y maliciosas, que
indudablemente decían:
—¡Qué te parece! ¡Estamos dando el palo!
En la ventana de romanilla, a guisa de guardián, se estableció doña
Suncha con su marido. Estrenaba éste un gorro de paño negro con vistosos
bordados de seda; aquélla atisbaba entre las celosías la impresión que sus
niñas estaban causando en los transeúntes, y cuando alguno, varón en edad
nupcial, y de aspecto distinguido, se volteaba a mirar los graciosos rostros
desconocidos, ella sentía un delicioso escarabajeo en las entrañas
maternales. Pero decía a don Alberto:
—¡Estos jóvenes de Caracas! Parece que se imaginaran que las
muchachas son objeto de exhibición. ¡Cómo se las quedan viendo!
¡Seguramente no abundan aquí las muchachas bonitas!
Al día siguiente estrenaron el automóvil. Doña Suncha atrás, entre las
hijas mayores, las otras dos en los asienticos y don Alberto al lado del
chauffeur. A las pequeñas les ofrecieron llevarles dulces a cambio del
paseo. La velocidad de la máquina les producía angustia fisiológica y
sobresalto: respiraban afanosamente, temían volcarse a cada momento, se
garraban con disimulo a las bandas del carro, no hallaban qué hacer con los
sombreros. Doña Suncha fingía admirablemente estar acostumbrada a aquel
género de locomoción. Eso sí, juraba que no lo usaría más.
—Una y no más, Santo Tomás.
Entraron en la Avenida del Paraíso. Don Alberto ordenó al chauffeur
que disminuyese la velocidad para que la familia pudiese admirar las
bellezas del paseo; pero las Mengánez se limitaron a mirar con los rabillos
de los ojos, por temor a que la admiración las hiciese parecer como
pueblanas. Sólo en los sitios donde no había transeúntes aventurábanse a
contemplar las quintas aristocráticas que lucían su arquitectura exótica entre
jardines bien cuidados. En cambio, miraban con un aire de suprema
distinción a las personas que paseaban en otros automóviles o en coches y
con esa eficacia de la rápida atención femenina a trajes y maneras de moda,
aprendieron, a las primeras ojeadas, que las mujeres de tono cruzaban las
piernas y adquirieron la dolorosa convicción de que sus vestidos y
sombreros estaban demodados y no eran lo bastante lujosos. Desde
entonces acabóseles el placer del paseo y quisieron volver a casa. Pero don
Alberto, que iba orgullosísimo de su familia y de su automóvil, se
empeñaba en que debían continuar cogiendo aire.
Alguien que pasaba en un coche les gritó manoteando:
—¡Adió!
Doña Suncha inquirió, dignísima:
—¿Quién es ese negrito que las saluda con tanta confianza?
—¡Mamá! ¡Si es José Luis!
—¿Mi hijo? ¡Ay Dios grande! ¡Cómo he podido confundirlo! Es que
esta carrera no le deja a una ni ver las personas.
Rieron las Mengánez: pero doña Suncha se puso muy seria. El haber
confundido a su hijo José Luis con un negrito no le hacía gracia.
Instintivamente miró a don Alberto, al mismo tiempo que pasó por su mente
el pensamiento de aquel abuelo que estaba tan inoportunamente atravesado
con su pulpería en la línea genealógica de los Sotomayor.
Entre tanto José Luis Mengánez se sentía poeta: mejor dicho; era poeta.
Paseaba las errabundas miradas por los suaves lomos de las colinas
dormidas, en una dulce paz eglógica, en la luz espesa y dorada del
crepúsculo de enero y echaba el alma a derretirse de emociones estéticas en
lo que él llamaba muy orgulloso de la novedad de la metáfora, la copa
volcada de los cielos.
Teñía apremiantes urgencias de concebir su poema, pues por aquellos
días acababa de promover una revista de Caracas un certamen literario. Era
necesario que él concurriese, estaba seguro de que iba a triunfar y a
imponerse. El necesitaba imponerse. Ya sus hermanos mayores, el médico y
el abogado, habían ganado para el apellido Mengánez sendos lauros que
hicieron época en los anales universitarios y a consecuencia de ello estaban
en Europa, perfeccionando los estudios, pensionados por el Gobierno. El
también era un Mengánez, poseedor de un positivo talento, en cuya alma
ardía el fuego sagrado de la poesía.
II
III
La noticia voló de boca en boca: hacía varios días que venía apareciendo en
Caracas un tipo raro. Una tarde le vieron en El Paraíso cruzar veloz el
paseo, jineteando a la europea y con un traje exótico, un caballo enjaezado
de la manera más pintoresca; otra tarde recorría las calles de la urbe en un
victoria de lujo, en compañía de un hermoso galgo blanco.
—¿Te fijaste en ése que va ahí? —preguntó una, desde su ventana a la
vecina de enfrente.
—Sí. Ese debe de ser el extranjero de quien tanto se habla en Caracas.
—¿No sabes cómo se llama?
—No. Parece que nadie lo conoce.
—Dicen que es argentino o mexicano y muy rico y de lo principal.
—¡Anjá!
—El padre y que es millonario. Dicen que lo mandó a viajar porque y
que tenía unos amores con una mujer inferior a él.
—Pero, si nadie lo conoce, ¿cómo saben esos detalles? —¡Ay chica! Tú
sabes que en Caracas todo se descubre al vuelo.
Y así comenzó la leyenda que dio al extranjero una buena porción de su
resonante fama.
El resto de ella debióselo a la intachable elegancia de su persona.
Curiosos hubo que se pusieron a la tarea de contar los diversos temas que
ostentaba, siempre adecuados a la hora y a las circunstancias y todos
flamantes, de esmerado corte y finas telas de buen gusto; pero perdieron la
cuenta. Renunciando entonces al deseo pueblano de inventariarle la
percha, concluyeron imitándosela, con lo cual vino a ser el elegante
desconocido algo así como un maniquí que divulgó por Caracas la moda de
los paltos cortos y entallados y de los pantalones de vuelos vueltos.
Imitáronse también sus maneras peculiares: su andar mesurado, con el
busto ligeramente inclinado hacia adelante, apoyándose a cada paso en el
bastón que siempre llevaba en la diestra, con los guantes manteniendo el
brazo izquierdo en flexión, la mano casi a la altura del pecho portando el
cigarro con el fuego vuelto hacia arriba, lo cual lo obligaba a hacer
complicadas pero airosas manipulaciones para llevárselo a la boca.
No obstante, el extranjero no gozaba de simpatía general entre los
jóvenes de Caracas. Todavía no se le había visto darle a nadie una hermosa
bofetada que acreditara su hombría; se sospechaba que, con aquella
cimbreante figura tan análoga a la de la galga, no podría ser capaz de
semejante proeza, y como entre nosotros todo se le perdona al valiente y
nada se le concede a quien no ha demostrado serlo, negáronsele cualidades
varoniles y pusiéronsele injuriosos remoquetes.
En cambio, la fama de dandy fue entre las mujeres sol sin mancha.
Rebullían en sus femeniles corazones deliciosas esperanzas y después de
exhibir su gallarda persona por calles, paseos y salones, el extranjero
adquiría vida ubicua y fantástica en los ensueños de las muchachas que
vieron en él una promesa de marido ideal.
Eran, sobre todo, los de Marisa Reinoso los sueños más tenaces.
Pertenecía ésta a una larga familia de muchachas casaderas y todas muy
aceptables. Marisa era bonita y graciosa, pero la habían echado a perder a
fuerza de tanto decirle que tenía una nariz griega y unos ojos
enloquecedores. Un poeta de postales la llamó princesa y ella se lo creyó.
Cuando iba al teatro procuraba llegar tarde, cosa de que la sala estuviese
llena y entonces atravesaba taconeando fuerte, con el busto erguido y la
mirada desafiadora, concediendo mimosas sonrisas a las amigas que la
saludaban y graciosas inclinaciones de la cabeza griega a los jóvenes, que la
envolvían con sus miradas no siempre exentas de maliciosos pensamientos,
a tiempo que se decían unos a otros y no tan callado que no los oyera ella:
—¡Qué buena es! ¡Hoy está imperial!
Intimas afinidades, perfectamente comprensibles, hicieron que el
extranjero se enamorase de Marisa. Por otra parte, obra fue de ésta que puso
todas sus armas a la conquista de aquel árbitro de la elegancia cuyo nombre,
Lope Arriólas, andaba envuelto en una sabrosa leyenda de millones y
aventuras donjuanescas. Y las manejó con tanta destreza que, a poco, Lope
Arriólas visitaba la casa de las Reinoso. Agitóse en torno a ella el
desapacible escarceo de las envidias y hasta hubo quienes la enviaran
pérfidos anónimos aconsejándole desistir de aquellos amores peligrosos,
pues ya se comenzaba a murmurar que Arriólas era un aventurero que había
salido de su país huyendo a las persecuciones de la justicia a causa de un
sucio asunto de fraude y seducción. Pero, naturalmente, Marisa atribuyó
tales maleantes especies al despecho de las otras que, junto con ella,
emprendieron el asedio del extranjero.
Y a trueque del sinsabor que aquello le causaba, se entregaba a
deliciosas preimaginaciones de su porvenir. Veíase recorriendo el mundo
del brazo de Arriólas, agasajada y admirada de todos, opulenta en su
riqueza, feliz en su amor.
II
Así transcurrió el tiempo y llegó el que había sido señalado para la boda. La
casa de las Reinoso andaba toda revuelta con los preparativos que se hacían.
Una cuadrilla de artesanos pulía los suelos, pintaban o empapelaban las
paredes, barnizaban los muebles, tendían una complicada red de cables para
la suntuosa iluminación eléctrica que convertiría la morada nupcial en una
mansión de hadas. La modista iba casi a diario, a probar a la desposada las
prendas del ajuar, las vecinas acudían a curiosear las novedades y en la
sobremesa de la familia no se hablaba sino de las familias que debían asistir
a la boda clasificándolas cuidadosamente en las dos categorías de padrinos
y simples invitados. Todo esto costaba al señor Reinoso un ojo de la cara,
pero estaba dispuesto a hacer mayores sacrificios a fin que la fiesta
resultase digna de la altísima calidad del novio y de la elevada posición
social que la familia ocupaba en el “mundo elegante” de Caracas.
Entre tanto Gertrudis, tía materna de Marisa, que la había tomado a su
cargo desde la temprana orfandad de ésta, erraba mustia, suspirante.
Abandonados de la diaria mano de cosméticos, sus cabellos encanecían de
las noches a las mañanas, grandes ojeras de inquietos tasnochos cercaban
sus ojos miopes en los cuales asomaban a menudo lágrimas furtivas que se
enjugaba con la punta de un pañuelo que no dejaba de la mano, como si
estuviera en un mortuorio. Cuando entraba la noche su cuerpo empezaba a
sufrir sacudimientos de miedo, en previsión de los que la asaltarían cuando
faltándole la compañía de Marisa se acostara sola a dormir en aquel cuarto
de enfrente en cuyo techo raso los ratones emprendían carrreras
pavorizantes.
A veces hacía fúnebres reflexiones que encogían los corazones
excitados, y don Juan Reinoso, que profesaba una aversión incontenible e
injusta a la cuñada que lo había ayudado a sobrellevar la carga de la
viudedad, la mandaba a callarse ásperamente.
En cuanto a Arriólas, no se le veía hacer mayores preparativos a causa
de que no pensaba fundar por el momento casa en Caracas, pues el mismo
día de la boda emprenderían viaje a Italia, bajo la legendaria belleza de
cuyo cielo pasarían la luna de miel.
La víspera de la boda fue a casa de las Reinoso y llamando a parte a don
Juan le exigió una entrevista, pues tenía algo grave que comunicarle.
Encerróse con él el señor Reinoso en su escritorio y allí estuvieron largo
espacio.
Cuando salieron de allí y Arriólas se hubo despedido, don Juan
congregó a las hijas y a Gertrudis, la cuñada, para decirles:
—¿Saben lo que pasa? Este Arriólas ha resultado ser un aventurero, un
vagabundo.
—¡Cómo va a ser posible, Juan! —exclamó Gertrudis, sintiendo que el
mundo se desplomaba sobre las cabezas de todos ellos.
—¡Siéndolo! Me ha confesado que todo lo que nos ha contado de su
familia es pura leyenda. Que su padre no tiene más dinero que el que le
produce una charcuterie, es decir: una salchichería. Que lo mandó a
Venezuela porque las autoridades mexicanas lo perseguían a causa de una
locura que cometió por allá. Imagínense lo que será. Que no tiene un
centavo para hacer los gastos del civil, porque su padre no le manda sino lo
necesario para comer. En fin, que es un bribón, un caballero de industria.
Estas palabras, dichas con voz trémula de ira, cayeron abrumadoras
sobre las Reinoso. Sucedió un silencio mortal. De pronto Marisa rompió a
llorar, con un llanto entrecortado de singultos angustiosos, estrangulado por
la violencia misma de su fuerza, gritado, inquietante como un preludio de
ataque nervioso. Acudió la tía a consolarla, mientras las hermanas, con los
ojos arrasados en lágrimas, no se atrevían a mirarla siquiera.
Don Juan Reinoso apretaba los puños hasta clavarse las uñas en las
palmas de las manos, en el cuello congestionado la yugular se le brotaba de
una manera alarmante.
Las solicitudes maternales de la tía Gertrudis y un poco de valeriana
apaciguaron al cabo de un rato la dolorosa tormenta de Marisa. Cerró los
ojos y reclinando la cabeza en el pecho de la tía, duro y estéril como la
tierra del yermo, se abandonó a la implacable realidad de sus desengaños.
—Bien, Juan. ¿Qué has pensado hacer? —preguntó luego Gertrudis.
—¡Mandarlo a paseo con mil demonios! ¡No faltaba más! Lo que es ese
bribón no pisa más esta casa.
Saltó Marisa:
—No, papá. No. Así y todo, yo lo quiero y estoy dispuesta a casarme
con él.
—Pero, hija…, ¿te has vuelto loca?
—Yo lo quiero, papá. Yo lo quiero y me caso con él, cueste lo que
cueste…
—¡Lo que cueste! ¡Qué sabes tú lo que me va a costar a mí!
—Lo quiero y me caso, me caso, me caso.
—Sí. Ya comprendo lo que te sucede. Por no dar tu brazo a torcer, por
no quedar en ridículo entre tus amiguitas, serías capaz de sacrificar tu
felicidad, hasta tu vida. Así son ustedes las mujeres. Y después se quejan.
—Yo no me quejaré nunca. Acepto la vida que él me ofrezca; si es
necesario trabajar como una negra, trabajaré.
—Muy laudable resolución. Eso se llama hacer sacrificios.
—Los haré y si tú no convienes en el matrimonio, yo…
—¡Cállate! ¿Qué vas a decir, desgraciada?
—¡Papá…! —comenzaron a suplicar las otras…
Y Gertrudis intervino:
—Reflexiona, Juan. Ella está enamorada. Porque sea pobre no va a ser
malo Arriólas. El la quiere y trabajará; tú mismo, en el almacén, puedes
emplearlo. Quién te asegura que ésa no sea la felicidad de tu hija.
—Tú también le temes al qué dirán.
—Y es natural que se le tema. Es muy desagradable saber que la gente
está haciendo chacota de uno. A ti mismo no puede agradarte pensar que si
este matrimonio se desbaratara mañana tu familia estará en ridículo, siendo
objeto de murmuraciones y de calumnias.
Hubo una pausa.
Don Juan se debatía como bajo el imperio de una lucha interior. Al
cabo, preguntó:
—Bien. ¿Y qué hacemos?
—Hacer como si no hubiera pasado nada.
—¿Y dónde va a vivir esta infeliz? Porque ya he dicho que Arriólas me
ha confesado que no tiene un centavo.
—¿Y el viaje a Italia?
—¡Qué viaje de los demonios! ¿Eres sorda? ¡Que no tiene un centavo!,
¿lo oyes bien?, ¡ni un centavo! ¡Ha tenido la desvergüenza de confesarme
que tuvo que vender el galgo para pagar la quincena vencida del hotel,
porque en este mes todavía no ha recibido la pensión que le manda el padre.
¡El padre! ¡Ni padre tendrá ese badulaque!
Nueva pausa y luego Gertrudis providente:
—Ya encontré la solución. Se quedan a vivir aquí. Se les arregla el
cuarto de enfrente. Yo paso mi cama para la piececita de los corotos viejos.
El cuarto de enfrente es muy cómodo. Y para un matrimonio está que ni
mandado hacer.
Marisa pensó en el soñado viaje de bodas bajo el cielo de Italia y
rompió a llorar de nuevo.
Una hora después la tía Gertrudis pasaba su cama para el cuarto de los
trastos viejos.
En el borde de una pila que muestra su cuenca seca bajo el ramaje sin
fronda de los árboles de la plaza, de la cual fuera ornato si el agua fresca y
cantarína brotase de su caño, está sentado el Diablo presenciando el desfile
carnavalesco.
La turba vocinglera invade sin cesar el recinto de la plaza, se apiña en
las barandas que dan a la calle por donde pasa “la carrera”, se agita en
ebrios hormigueos alrededor de los tarantines donde se expenden amargos,
frituras, refrescos y cucuruchos de papelillos y de arroz pintado, se
arremolina en torno a los músicos, trazando rondas dionisíacas al son del
joropo nativo, cuya bárbara melodía se deshace en la crudeza del ambiente
deslucido por la estación seca, como un harapo que el viento deshilase.
Con ambas manos apoyadas en el aguaraney primorosamente
encabullado, el sombrero sobre la nuca y el tabaco en la boca, el Diablo oye
aquella música que despierta en las profundidades de su ánimo, no sabe qué
vagas nostalgias. A ratos melancólica, desgarradora, como un grito perdido
en la soledad de las llanuras; a ratos, erótica, excitante, aquella música era
el canto de la raza obscura, llena de tristeza y de lascivia, cuya alegría es
algo inquietante que tiene mucho de trágico.
El Diablo ve pasar ante su mente trozos fugaces de paisajes desolados y
nunca vistos, sombras espesas de un dolor que no sintió su corazón,
relámpagos de sangre que otra vez, no sabe cuándo, atravesaron su vida. Es
el sortilegio de la música que escarba en el corazón del Diablo, como un
nido de escorpiones. Bajo el influjo de esos sentimientos
se va poniendo sombrío; sus mejillas chupadas se estremecen
levemente, su pupila quieta y dura taladra en el aire una visión de odio, pero
de una manera siniestra. Probablemente la causa inconsciente de todo esto
es la presencia de la multitud que le despierta diabólicos antojos de
dominación; sobre encabullado del araguaney, sus dedos ásperos de uñas
filosas, se encorvan en una crispatura de garras.
Al lado suyo, uno de los que junto con él están sentados en el borde de
la pila, le dice:
—Ah, compadre Pedro Nolasco, ¿no es verdad que ya no se ven
aquellos disfraces de nuestro tiempo?
El Diablo responde malhumorado:
—Ya esto no es carnaval ni es ná.
El otro continúa evocador:
—¡Aquellos volatines que ponían la cuerda de ventana a ventana!
¡Aquellas pandillas de negritos que se daban ese agarrás al garrote! ¡Y que
se zombaban de veras! ¡Aquellos diablos!
Por aquí andaban las nostalgias de Pedro Nolasco.
Era él uno de los diablos más populares y constituía la nota típica
dominante, de la fiesta plebeya. A punto de mediodía echábase a la calle
con su disfraz infernal, todo rojo, y su enorme “mandador” y de allí en
adelante, toda la tarde, era un infatigable ambular por los barrios de la
ciudad, perseguido por la chusma ululante, tan numerosa que a veces
llenaba cuadras enteras y contra la cual se revolvía de pronto blandiendo el
látigo, que no siempre chasqueaba ocioso en el aire para vanas amenazas.
Buenos verdugones levantó más de una vez aquella fusta diabólica en
las pantorrillas de chicos y grandullones. Y todos la sufrían como merecido
castigo por sus aullidos ensordecedores, sin protesta ni rebeldía, tal que si
fuera un flagelo de lo Alto. Era la tradición: contra los latigazos de los
diablos nadie apelaba a otro recurso sino al de la fuga.
Posesionado de su carácter, dábalos Pedro Nolasco con verdadera
indignación, que le parecía la más justa de las indignaciones, pues una vez
que se vestía de diablo y se echaba a la calle, olvidábase de la farsa y
juzgaba como falta de lesa majestad los irreverentes alaridos de la
chiquillería.
Esta, por su parte, procedía como si se hiciese estas reflexiones: un
diablo, es un ente superior; todo el que quiere no puede ser diablo, pues esto
tiene sus peligros y al que sabe serlo como es debido hay que soportarle los
latigazos.
Pedro Nolasco era el mejor de los diablos de Caracas. Su feudo era la
parroquia de Candelaria y sus aledaños y allí no había muchacho que no
corriese detrás de él aullando hasta enronquecer y arriesgando el pellejo.
Respetábanlo como a un ídolo. Cuando se aproximaba el carnaval
empezaban a hablar de él y su misteriosa personalidad era objeto de
entusiastas comentarios. La mayor parte no lo conocían sino de nombre y
muchos se lo forjaban de la manera más fantástica. Para algunos, Pedro
Nolasco no podía ser un hombre como los demás, que trabajaba y vivía la
vida ordinaria, sino un ente misterioso, que no salía de su casa durante todo
el año, y sólo aparecía en público en el carnaval, en su carácter
absurdamente sagrado de diablo. Conocer a Pedro Nolasco, saber cuál era
su casa y estar al corriente de sus intimidades, era motivo de orgullo para
todos; haber hablado con él era algo como poseer la privanza de un
príncipe. Se podía llenar la boca quien tal afirmaba, pues esto solo adquiría
gran ascendiente entre la chiquillería de la parroquia.
Aumentaba este prestigio una leyenda en la cual Pedro Nolasco aparecía
como un héroe tutelar. Referíase que muchos años atrás, en la tarde de un
martes de Carnaval, Pedro Nolasco había realizado una proeza de
consagración a “su cuerda”. Había para entonces en Caracas un diablo rival
de Pedro Nolasco, el diablo de San Juan, que tenía tanto partido como el de
Candelaria y que había dicho que ese día invadiría los dominios de éste para
echarle cuero a él y a su turba. Súpolo Pedro Nolasco y fue en busca de él,
seguido de su hueste ululante. Topáronse los dos bandos y el diablo de San
Juan arremetió contra la turba del otro, con el látigo en alto; acudió en su
defensa el de Candelaria y antes que el rival bajase el brazo para
“cuerearlo” le asestó en la cara un formidable cabezazo que a él le estropeó
los cuernos y al otro le destrozó la boca. Fue un combate que se hubiera
desdeñado de cantar el Dante.
Desde entonces fue Pedro Nolasco el diablo único contra quien nadie se
atrevía, temido de sus rivales vergonzantes, que arrastraban por las calles
apartadas irrisorias turbas, admirado y querido de los suyos, a pesar del
escozor de las pantorrillas y quizás por esto mismo, precisamente.
Pero corrió el tiempo y el imperio de Pedro Nolasco empezó a
bambolear. Un foetazo mal dado, marcó las espaldas de un muchacho de
influencia, y lo llevó a la policía; y como Pedro Nolasco se sintiese
deprimido por aquel arresto que autorizaba el hecho insólito de una protesta
contra su férula, hasta entonces inapelable, decidió no disfrazarse más,
antes que aceptar tal menoscabo de su majestad.
II
II
En el pueblo, en la única calle ancha y llana que era la de la entrada y cuyos
cruceros estaban cerrados por talanqueras, se sentía el bullicio de la fiesta
típica y primitiva. El gentío, encaramado sobre las empalizadas, agrupado
en las puertas, ambulante por el medio de la calle, excitado por el
aguardiente, por el sol y por la expectativa del rudo espectáculo, prorrumpía
en griterías a cada momento, silbaba a los espectadores de a caballo, se
agitaba en un júbilo febril o enmudecía de pronto en un silencio unánime
que le comunicaba mayor intensidad al cuadro, como si hiciera resaltar más
el colorido del sol y la animación de las figuras. Desbordados los instintos,
a cada rato, en simulacros de riña al garrote los hombres se daban
acometidas entre las aclamaciones de los espectadores que celebraban los
ágiles saltos, las paradas y las puntas de aquella esgrima bárbara y
fachendosa; mientras los muchachos estremecidos de júbilo aclamaban a los
coleadores que iban llegando ufanos, haciendo caracolear los caballos en
alardes de destreza gallardía. En las ventanas y sobre los pretiles de los
corredores, jarifos grupos de mujeres reían y se agitaban locamente. Ardía
la sangre en todas las venas, chispeaba el sol en el metal de los arneses,
gritaba el color en todas partes y entre el clamor unánime de una
embriaguez dionisíaca, gemía el joropo nativo o vibraba el aire español.
Cuando Reinaldo apareció, un rumor confuso de hostilidad y
admiración fue recorriendo el coso de un extremo a otro y desde la ventana
de las Peñas los ojos de América lo saludaron con una mirada cálida que
acabó de excitarlo.
Se detuvo frente al tranquero del toril donde se agrupaban los
coleadores. Una voz le gritó:
—¿El patiquín como que va a coleá?
—Si se puede.
E instintivamente miró a un jinete que lo observaba con fijeza.
Era Guaicaipuro Peña, un indiazo membrudo de negras patillas que le
bajaban hasta las comisuras de la boca confundidas con el bigote. Un
sombrero de pelo de guama de anchas alas le cubría de sombra el rostro
bien parecido en el cual Reinaldo descubrió las mismas facciones de
América y la misma expresión sensual.
Es un bello ejemplar de la raza —pensó, mientras soportaba la mirada
impertinente del hombre temible, satisfecho de sí mismo al comprobar que
en sus músculos no había un estremecimiento de miedo.
Transcurrieron unos minutos. Iban a soltar el primer toro y Ja
expectativa hacía enmudecer al gentío que llenaba el coso. Todas las
miradas estaban fijas en la puerta del corralón de donde había de salir la res
y los coleadores se apercibían para el arranque de la carrera. La emoción
puso trémulo a Reinaldo; bajo sus piernas tensas sentía vibrar los nervios
fogosos del potro que paraba las orejas atentas, resoplando y piafando.
De pronto un estremecimiento, un clamor que se propagó rápido a lo
largo de la calle, un súbito arremolinarse del gentío, un bufido del toro y el
arranque simultáneo de los coleadores pugnando por apoderarse de la cola,
en cuyo extremo la mota de cerdas era un señuelo que bien valía una vida.
Reinaldo iba entre ellos, ciego, tendido fuera de la silla, la mano
izquierda aferrada a las crines del caballo, la derecha rozando ya el bárbaro
trofeo. En pos de él iba Guaicaipuro empeñado en atravesarle la bestia,
empujándolo, y detrás, entre la polvareda, un tumulto de cuerpos que
chocaban y de brazos que se alargaban, en un vértigo de lucha y de carrera.
Por fin Reinaldo se apoderó de la cola del toro y con un solo
movimiento se la arrolló en el puño, se tendió sobre el caballo que saltó al
sentir la espuela y cargando la res, con un esfuerzo de locura, la derribó
patas arriba en la mitad de la calle.
La gritería se hizo ensordecedora; el potro, enardecido, se iba tascando
el freno y Reinaldo, perdida la conciencia de sí mismo, llegó sin contenerlo
casi hasta el extremo de la calle. A pocos pasos de la talanquera recobró las
riendas y empinándose sobre los estribos, con un golpe de consumado
jinete, paró en seco la bestia.
En seguida se revolvió en medio de una ovación y cuando se acercaba a
la ventana de las Peñas, Guaicaipuro, que lo esperaba, le gritó:
—¡Así se tumba, compañero!
Y luego a la hermana:
—¡América, póngale usté misma la mejor cinta que tenga. Eso es coleá!
EL PARENTESIS[21]
En la casa todo estaba en olor de santidad. Vieja casa solariega de una
familia cuya propiedad fuera tradicional, allí, con la vetustez no remozada y
la huella de almas que conservaban algunas viviendas que tenían historias
piadosas, compadecíanse muy bien esa atmósfera de sacristía que trasciende
a incienso, a pezgua y a olor de vinajeras y de óleos.
En las habitaciones que no ocupaba la familia campaban una porción de
cachivaches sagrados: doseles raídos, candelabros inútiles, tabernáculos
desvencijados que mostraban la vil madera a través de la carroña del
sobredorado antiguo, una infinidad de bártulos de sacristía dados de. baja en
el templo parroquial. En el extremo de uno de los corredores había un
oratorio en donde se guardaba, desde tiempo inmemorial, uno de los “Pasos
de la Semana Santa” acerca del cual corría entre el beaterío de la parroquia
una leyenda milagrera, y constantemente entraban en aquella casa
sacristanes y monagos que iban por brasas para el incensario o por albas y
sobrepellices que se lavaban en una especie de santificado lavadero y que
luego se oreaban en una cuerda que tenía este privilegio.
Carmen Rosa hacía este oficio y lo hacía con una pulcritud devota. En
el resto del día refugiábase en su dormitorio, austero como una celda
monjil, limpio, claro y lleno del silencio de aquella casa donde vivía con su
madre y su hermano, y allí poníase a recamar interminables vestiduras para
las imágenes de la parroquia y casullas y dalmáticas para uso del párroco.
Todo esto enfurecía al hermano incrédulo. A veces le daban ganas de
romper violentamente con toda consideración. Pero no hacía sino
enfurecerse, gritar, amenazar.
La madre, que hasta la salvación de su alma desistiera, si en trance de
ello la pusieran, por complacer a su hijo, amedrentada con aquellas
bravatas, temerosa de que la ira le hiciese daño, empezaba a suplicarle:
—¡Hijo! ¡Por Dios! No te molestes así. Haz lo que quieras. Di tú lo que
debe hacerse.
Y luego a Carmen Rosa:
—Ya lo estás viendo, hija. ¡Y todo porque te encuentra bordando esa
casulla!
Carmen Rosa, invariablemente, abandonaba la labor sin responder
palabra.
Cierta vez, a raíz de una de estas escenas se presentó Clarita Estévez.
Era ésta una mujeruca insignificante, de piel rosaducha y fina como la de un
recién nacido, cabellos descoloridos como hoja de plata que no recibe sol.
ojos bailoteantes. agudo mentón, dientes cariados v espalda gibosa. Estaba
plantada en la linde de la juventud más hacia el lado de la vejez y gastaba la
vida terrenal en amontonar merecimientos para la de ultratumba, que ya
tenía por segura, pues era proveedora del aceite de las lámparas del
Santísimo, esclava de la Virgen, sierva de San José, y hermana de leche de
un diácono que estaba por ordenarse. Representaba un papel ambiguo cerca
de Carmen Rosa, quien la llamaba su amiga de prueba, queriendo así
significar que no le profesaba amistad, pero que soportaba la suya como una
de esas tantas cosas desagradables con que acostumbra el buen Dios probar
a sus criaturas elegidas.
Sin embargo, aquel día Carmen Rosa no estaba para merecimientos y la
recibió de mal humor.
Clarita comenzó a farfullar su habitual andanada de palabras:
—Chica, vengo a buscarte para que vayamos a la iglesia y regañes al
sacristán. Se roba el aceite de la Majestad.
Carmen Rosa no pudo contenerse:
—Pues no vengas nunca a buscarme para esas cosas.
—¿Y dejamos que el sacristán se robe el aceite impúdicamente?
—Impunemente, querrás decir. Pues que se lo robe, que se lo coja como
te lo coges tú para alumbrar los santos de tu casa.
La beatuca, sorprendida más que ofendida, pues nunca había visto
enojada a Carmen Rosa, empezó a hacer visajes y a balbucir:
—¡Chica!… ¿Yo?… ¡Cómo me dices eso…!
—Ya te digo: que no se te ocurra más venir a contarme lo que pasa en la
sacristía. Ya me tienes hasta la coronilla.
Clarita detuvo un momento sobre la amiga el absurdo bailoteo de sus
ojos y salió ahogándose de ira.
Cuando Carmen Rosa se halló otra vez sola, se sorprendió de lo que
había hecho. Sin duda aquel estallido de cólera se venía preparando en su
ánimo desde mucho tiempo. Era la reacción inopinada y violenta de una
voluntad apática que había sufrido Varias presiones, sin protestar, pero
cargándose de rebeldía para dejarla escapar de un golpe.
Desde algún tiempo venía advirtiendo que su confesor redoblada para
con ella su celo de director espiritual, y tenía condescendencias respetuosas
para sus pecadillos, como si le reconociera una grandeza de alma que
supliera por las pequeñas flaquezas, llegando a veces hasta la adulación,
aun a riesgo de envanecerla de su piedad. Al principio no se dio perfecta
cuenta del hecho, pero cierto era que había caído en el halago de aquello
que había venido a convertir la confesión en un flirt raro y grato, donde su
mística, pero siempre femenil coquetería, se holgaba sobradamente. Poco
después el confesor había empezado a insinuarle la idea de coronar con una
acción de mayor merecimiento ante los ojos de Dios la devota vida que
hacía en su casa. Un día en la sobremesa —pues el Cura de la parroquia
comía una vez a la semana en casa de la familia—dijo, como idea cogida al
vuelo y sin intención remota:
—No extrañaría que Carmen Rosa la diera, el día menos pensado, por
meterse a fundadora de una orden religiosa. Seguramente escogería un
nombre poético: ¡María de la Luz!
—Pero ¿de dónde saca usted eso? —replicó Carmen Rosa
ruborizándose—. Sería una extravagancia.
—A los grandes imaginativos no los seduce sino lo que se sale de lo
ordinario. Mientras más fantástico, mejor. Imagínese: fundadora de una
orden nueva. Ya me parece estar viéndolo: Cuando Sor María de la Luz…
Cambió Carmen Rosa la conversación, temerosa del ceño que ponía su
hermano, pero ya la idea insidiosa había encontrado asidero propicio en su
espíritu. Muy lejos estaba todavía de ser un propósito definido; sólo era una
grata ensoñación a la cual se entregaba en esos estados de abandono mental
en los cuales la fantasía enreda los más caprichosos motivos; cuando más,
vago anhelo, como de cosa imposible; pero allí estaba la idea aquella, como
levadura en masa fácil de fermentar, turbándole el sueño, empujándola a
todo rincón de sombra y silencio… ¡Teresa de Jesús! Nunca se le había
ocurrido que ella pudiese servir para aquello… Pero… Puesto que el padre
lo decía… ¿Quién sabe…? ¡Cuando Sor María de la Luz…!
Y era tan pertinaz la dulce violencia de esta obsesión, que a poco andar
Carmen Rosa no tuvo vida sino para consumirla en la lumbre voraz de su
deseo.
La madre y hermano diéronse cuenta de la situación y le declararon una
guerra abierta y sin tregua; pero ni amenazas del uno. ni súplicas ni
lloriqueos de la otra, lograron más sino afirmarla en su terco y escondido
empeño.
¿De dónde salía ahora, a raíz del disgusto que por causa de su hermano
acababa de tener, aquel impulso de rebeldía que la hizo ser injusto y brutal
con Clarita?
***
Era así la vida en aquella casa, cuando una mañana, de improviso, entró la
alegría.
Pablo Lagañez, un pariente lejano a quien la familia no conocía y que se
había educado en el Norte desde niño, había llegado a Caracas por aquellos
días. Era un joven moreno, vigoroso, casi hercúleo y tenía un carácter
franco, expansivo y bullicioso.
Desde el primer momento Carmen Rosa experimentó viva simpatía
hacia aquel joven que tanto elogiara su hermano. Por otra parte, ella
encontró otras excelencias: Pablo Lagañez tenía un corazón sensible, jugoso
de ternura.
Una mañana llegó clamoroso, con una niñita en los brazos, rubia y linda
como una muñeca.
—¡Prima! ¡Prima! Mira lo que te traigo.
La había encontrado al pasar, jugando en la plazoleta de la iglesia
cercana. Y sin cuidarse del rubor que hacía estallar en las mejillas de
Carmen Rosa, le dijo maliciosamente:
—Es necesario, prima, que en este patio haya pronto una criaturita tan
mona como ésta…
El intruso alegró la vida de Carmen Rosa. Una alegría fugaz, pero
dulcísima, metiósele alma adentro, como una lumbrada de sol en rincón
obscuro y frío, desentumeciendo alborozos y ansias juveniles que se
precipitaron ávidamente en aquel rayo cálido, que fue veloz y certero hasta
lo hondo del corazón aterido por los grandes hielos del divino amor.
Asimismo, el sol verdadero creó el blancucho color de su faz en los
paseos que Pablo Lagañez inventó para ella en los claros días de mayo. Ora
en las mañanas en los campos cercanos, ora en las tardes por las barriadas
capitalinas; o entre días por los pueblecitos próximos, aquellas jubilosas
excursiones, donde su hermano hacía de Cicerone y que para ella eran tan
inusitadas como para Pablo Lagañez, fueron un brusco paréntesis de vida
casera y una vacación espiritual deliciosa. Corrientes y frescas aguas,
cálidos aires y tibias sombras, el caliente olor del paisaje y la lumbrada azul
de los cielos, el olor agreste y los campesinos rumores, todo aquello,
contemplado y sentido otras veces como recóndita invitación al
arrobamiento místico, era entonces nuevo y sabroso. Adobábalo Pablo
Lagañez con su charla amable y alegre y gustábalo ella con fruición golosa,
un poco turbada por aquel violento cambio de vida, por aquella repentina
sumersión en el mundo, precisamente cuando acariciaba la idea de
renunciar a él para siempre. A veces su hermano y Pablo se engolfaban en
una conversación seria sobre motivos de orden práctico o trascendental y a
ella entonces le tocaba callar. Ella en medio de los dos, silenciosa y sin
pensamientos suyos, sólo cruzando por su mente las ideas que ellos
expresaban, experimentaba bienestar inefable, hondo y calmoso.
Pero eran los más dulces y turbadores momentos aquellos de la jornada.
En el vagón del tren o del tranvía donde regresaban de la diaria excursión,
fatigados ellos del mucho hablar, cansada ella de la larga caminata,
quedábase a menudo en silencio y entonces Pablo Lagañez la miraba
largamente, con una sonrisa tan afable, con una mirada tan honda y
luminosa y preguntábale luego: ¿estás cansada? con un tono de protección
¡tan insinuante!, de ternura varonil ¡tan subyugador!, que ella se sentía
conmovida hasta lo más profundo de su ser, y experimentaba un mimoso
deseo de perpetuar aquellas puras caricias con que, así, tan deliciosamente,
un alma fuerte y alegre iba sorbiéndose la de ella tan necesitada del
rescoldo de amor.
A veces Pablo le preguntaba en un improntus de su humor expansivo:
—Prima, ¿no tienes novio?
Turbábase ella y respondía:
—¿Quién va a enamorarse de mí?
—¡Dianche! Cualquiera que tenga ojos y corazón. Hay que buscar uno.
A ti te está haciendo falta un novio.
Y soltábale una risotada clamorosa al verla sonrojarse.
Un día, recorriendo el jardín del corral, le preguntó:
—¿No tienes orquídeas? Pues voy a, buscártelas. Son preciosas:
llenaremos el corral. Verás qué bosque fantástico voy a formarte.
Y como lo prometió lo cumplió. Compró muchas y encargó a los
vendedores que le llevasen cuantas tuvieran. Pocos días después el corral de
Carmen Rosa estaba poblado de cepas de orquídeas que florecían
profusamente, adheridas a los troncos de los árboles o dentro de rústicas
cestas que el mismo Pablo construyó en sabrosa y fraternal colaboración
con la muchacha.
—Ah, prima. Ya tenemos de qué vivir—decíale elogiando la obra—.
Ponemos una fábrica de cestos para matas y te aseguro que no nos morimos
de hambre.
Esta chancera previsión de un porvenir común, de una vida compartida
entre los dos, encendía fugaces sonrojos en las mejillas de Carmen Rosa y
la llenaba el corazón de una dulce zozobra.
Pero Pablo Lagañez debía desaparecer como había aparecido: de pronto,
intempestivamente. Un día llegó diciendo:
—Parientes, vengo a despedirme de ustedes. Salgo para el Yuruary,
como ingeniero de una compañía que se ha formado, para emprender la
explotación científica, en grande, de una vasta región cauchera.
Era el primer dinero que le producía su profesión y esto le llenaba de
desbordada alegría infantil. Habló de su porvenir con optimismo entusiasta
y luego salió, tan clamorosamente como llegara la primera vez, gritando, ya
en la puerta:
—¡Adiós! ¡Hacia el porvenir! ¡Hacia la vida!
Carmen Rosa y la madre, que habían ido a despedirlo hasta la puerta,
volvieron maquinalmente a sentarse en el recibimiento del corredor. Las
últimas palabras del ingeniero habían dejado en sus oídos esa
intranquilizadora sensación de súbito silencio. Permanecieron un rato sin
hablarse. Carmen Rosa con los ojos bajos, plegando y desplegando alforzas
en la tela de su falda como un símbolo de aquel juego del destino con su
vida; la madre con el mentón en el hueco de la mano, pestañeando repetidas
veces. Luego la hija se levantó de su asiento y se fue, a lo largo del
corredor, a su rincón de bordar: la madre la siguió con las miradas y
murmuró, moviendo la cabeza:
—¡No estaba de Dios!…
Meses después recibían cartas de Pablo. Dábales noticia del fracaso de
su empresa y de su internación en el Brasil, en busca de campo más
propicio a sus ambiciones.
Al final de la carta dedicaba un largo párrafo a Carmen Rosa,
recomendábale el cuidado de las orquídeas y recordándole lo que tanto le
había dicho, a propósito del novio que debía procurarse.
Después no se supo nada más de él. ¿Sería el amor lo que había pasado?
Carmen Rosa volvió a sus labores y a sus pensamientos piadosos, que
recuperaron todo su corazón con una violencia desesperada. Al año
siguiente, por mayo, cuando florecieron las orquídeas, se nombró en la casa
a Pablo Lagañez: luego murieron las flores y nadie volvió a nombrarlo.
Entre tanto, la voz insinuante volvía a decir:
—Cuando Sor María de la Luz…
LA CIUDAD MUERTA[22]
Manuel Alcor era un joven de propósitos firmes y tenaces. Tenía veintiún
años; era recio, fuerte, de facciones angulosas, corazón ingenuo y pocas
palabras. Sus simpatías y sus aversiones andaban siempre por los extremos,
pues no conocía las medias tintas del sentimiento, mostrábase remiso a la
persuasión y era agresivo con la convicción propia. A estas asperezas del
carácter se añadían la desmaña del provinciano y el fondo del recelo
ingénito del indio que hubo entre sus antepasados. Pero Manuel Alcor era
una excelente persona.
Nació en una vieja ciudad del oriente de Venezuela que se esconde
entre cardonales y ruinas de un pasado mejor, a orillas de un río que fue
navegable y cerca de unas llanuras de terreno salitroso.
Su padre era uno de esos personajes sin mayor importancia efectiva que
caracterizan tan bien la vida de nuestros pueblos. Asistió cuando era
adolescente a las postrimerías de la guerra federal, de la parte de los
vencidos. Por esto, y por practicar una intolerancia implacable para con
hombres, sucesos y cosas, tenía fama de godo. Llamábanle don Pedro el
Godazo. Pero su intolerancia era hija genuina de su temperamento
atrabiliario; no tenía de convicción política sino el cariz que le daban las
palabras con que la expresaba, para don Pedro Alcor todo lo malo era
federación y con la misma facilidad llamaba federalote a un enemigo
político como a un objeto inservible o a una cliente maula.
De este modo venía a resultar chusco este hombre que era la hosquedad
en persona y a este contraste debíale la mayor parte de la popularidad de
que disfrutaba; el resto de ello
debíaselo a un amargo de cortezas de naranjas que fabricaba y al cual
llamaban torco. Tenía don Pedro una farmacia de pocas ventas y en la
rebotica el expendio del famoso torco, centro y calor de una tertulia de
elegidos, porque en aquel sagrado lugar sólo penetraban las contadas
personas a quienes don Pedro tenía por amigos.
La madre de Manuel, bastante menor que el marido, era mujer
angelical, silenciosa, dulce y mansísima. Rendíase al peso de una
maternidad que la había aniquilado en plena juventud y sobrellevaba con
paciencia al áspero de don Pedro, quien sólo ante ella se ablandaba, pero no
antes de ver lágrimas en sus ojos. Lidiaba todo el día con la chusma de sus
hijos; entre ratos ayudaba al marido en la botica y todavía le quedaban
fuerzas, sacadas de flaquezas, para cuidar a un tío que había sido su amparo
cuando quedó huérfana y que vivía: para ella.
Y era el tío don Emiliano, un viejo alto y grave que nunca había
sonreído y poseía un carácter hecho de una sola pieza, puntilloso v
rectísimo. Fue el maestro de todos los hijos de su sobrina Amelia y tuvo
predilección por Manuel, punto el único en que estuvieron de acuerdo él y
su yerno, porque ambos veían en el carácter del niño el propio: don
Emiliano, la gravedad: don Pedro, la adustez.
Tenía el viejo en la casa de la sobrina una pieza aislada, con una
ventana para la calle, frente a la plaza sin árboles frente a la cual se
elevaban los escombros de una ruina histórica, que era orgullo pero no
cuidado de la ciudad. En aquella habitación, dormitorio y biblioteca a la
vez. había muchos objetos que impresionaron la mente caviladora de
Manuel: daguerrotipos borrosos de antepasados maternos; gruesos tomos de
amarillentas pastas de pergamino que contenían manuscritos ilegibles; un
sillón de suela estampada con las águilas de Carlos V en el respaldar; un
medallón cubierto con un vidrio convexo en el que representaba una tumba,
bajo un ciprés hecho con cabello de mujer—de una mujer que don Emiliano
no había querido decirle nunca quién fue y que a Manuel se le antojaba
debió ser alguna novia cuya muerte fuera causa de la melancólica soltería
de aquél—cosas todas que hablaban de un pasado que en la imaginación del
muchacho se presentaba revestido de misterio y de dolor.
En aquella pieza, mientras sus hermanos correteaban afuera, pasaba
Manuel la mayor parte del día; ya recibiendo las lecciones que le daba don
Emiliano; o conversando con él, cuando el estudio concluía; o asomado a la
ventana, cuando el viejo, más taciturno que de ordinario, se recogía al sillón
de las águilas imperiales, y reclinando la cabeza, dejaba vagar por las cosas
que le rodeaban una tierna mirada de despedida.
Fueron aquellas horas muertas las que más influyeron en la vida de
Manuel. A través de los gruesos barrotes de la ventana poníase a
contemplar el paisaje, largamente. La plaza sin árboles, de tierra seca y dura
donde reverberaba un sol tórrido, la ruina histórica del antiguo convento
convertido en fortaleza en un trance de la guerra de la Independencia, y por
detrás de los muros derruidos, a través de los boquetes abiertos en ellos, las
varas desnudas y rispidas del cardonal, alzándose sobre la tierra brava y
yerma, como brazos de sedienta multitud que implora el agua del cielo.
¡Aquel cielo impasible! ¡Azul! ¡Azul!
Entonces la imaginación de Manuel se abandonaba invariablemente al
mismo fantaseo; era una llanura salitrosa donde centelleaba el sol como
sobre un vidrio; él corría por ella, aprisa, desesperadamente, para no sentir
el fuego de la tierra que abrasaba sus plantas; a veces pasaba una nube y él
se guarecía en su sombra movible, corriendo dentro de ella, hasta que la
nube se deshacía carmenada por el viento de las alturas y la sombra se
desvanecía bajo sus pies.
Don Emiliano, que en sus mocedades había sido poeta, interpretó este
pertinaz fantaseo del muchacho:
—Esa sombra de nube es tu imaginación que te llevará tarde o temprano
lejos de aquí. Tú eres también del número de esos que necesitan irse.
Y fue así como prendió en el cerebro de Manuel, desde muy temprano,
la idea de abandonar la ciudad natal.
Por las tardes, a la hora del torco, los amigos de don Pedro Alcor
formaban tertulia frente a la botica. Sentábanse en sillas de cuero en el
medio de la calle, porque por allí no había tráfico que pudiera interrumpir y
hablaban generalmente del pasado, puesto que el presente de aquella ciudad
no daba asunto para media hora de conversación, como no fuera sobre
motivo triste o desagradable.
—Se está muriendo ya Juan Alcober.
—La hermaturia está jugando garrote con nosotros: hoy cayó enfermo
Matías Hernández.
—Este verano nos va a dejar en la ruina: se han perdido todas las
siembras.
—Acabo de recibir carta de los muchachos donde me dicen que en esta
semana han muerto treinta reses. El gusano está destruyendo la cría.
—Se declaró en quiebra Cosmito Ruiz.
—Hoy se fue el hijo de Jerónimo Hortal. Mañana se van los de Tomás
Fuentes. ¡Los pobres viejos! Los muchachos nos están dejando solos.
Manuel, como oyera estos lamentos, sentía que el pecho se le oprimía y
se alejaba de allí, echando a andar invariablemente por un sendero que se
perdía entre los cardonales, en donde la brisa del mar cercano parecía cantar
motivos de sirena.
Y don Pedro Alcor, viéndolo alejarse, decía, ahogándose en ira su dolor:
—Este también me dejará. ¡Federación! ¡Federación!
En este ambiente formóse el carácter de Manuel, alimentándose de
amarguras; así llegó a la adolescencia con un inmoderado hábito de soledad
y un propósito único, absorbente: escapar de aquella ciudad mortal de
donde emigraban todos los hombres fuertes.
Era una desbandada trágica que iba dejando sin cerebro y sin brazos la
provincia, en la cual, a la postre, sólo quedaría el regazo de los incapaces y
de los mediocres: marchábanse a las selvas caucheras del interior los que se
sentían aptos para arrostrar peligros y fatigas físicas e iban a hacerse ricos,
poniendo en la aventura el riesgo de las vidas; a Caracas, los que se
encontraban fuertes por la inteligencia y aspiraban a imponerla y a triunfar
en las ciencias, en las artes o en la política.
Manuel los veía escapar y esperaba su turno, encerrándose en sí mismo,
refugiándose en la esperanza de su liberación, a fin de que aquel ambiente
letal no alcanzara su espíritu, lleno de grandes ambiciones para las cuales
era irrisorio teatro el mezquino recinto de la ciudad muerta.
Por las tardes se reunía con unos amigos y sentados en el malecón de un
antiguo puerto, a orillas del río, hablaban de aquel tema único: la fuga, la
necesidad de la fuga, mientras el agua dorada de crepúsculo resbalaba
suavemente ante sus ojos, como una lenta sangría que vaciase el herido
corazón de la tierra.
Eran sus amigos un literato y Juez de Distrito, casado y con hijos, que
trabajaba hacía años, en las horas que la profesión le dejaba libres, en una
novela de la época de los solitarios de la Tebaida, y un hombre de acción
que en la ciudad pasaba por chiflado. El novelista y juez era un producto
esporádico de soledad y aislamiento que había levantado y nutrido su
inteligencia sobre el ras de la incultura ambiente, a costa de un silencioso y
heroico tesón, y hablaba dolorosamente de su vida fracasada, de la atrofia
de su voluntad depauperada por la falta de estímulos, de la tristeza de su
torre de marfil, en la cual estaba condenado a permanecer, como los
solitarios de Tebaida, viviendo de la aspereza del yermo. El hombre de
acción era un haz de nervios siempre vibrante y la persona más cerril del
mundo. Marino en sus mocedades y de profesión mecánico, merecía las
rechiflas de sus conciudadanos por haberle dado por construir un barco de
vapor en un astillero improvisado por él mismo a orillas del río. El yate, en
el cual trabajaba hacía varios años, estaba concluido y sin embargo nadie
creía en él; el escepticismo de la ciudad no permitía dar crédito a los ojos y
a la obra del compatriota que era comidilla de las burlas de todos.
La diversidad de propósitos no impedía la buena inteligencia entre
Manuel, el novelista y el armador, pues los mancunaba el ansia de los más
amplios horizontes para sus actividades. Cada cual esperaba su hora: el
mecánico, la de la botadura del yate que lo llevaría río abajo, hacia el mar
libre; Manuel Alcor, la de la muerte del tío Emiliano que le había suplicado
que no los abandonara mientras él no concluyese su vida… Sólo el
novelista pensaba sin esperanzas en la posible liberación: ¡tenía cinco hijos!
¡Su suerte estaba echada.
Así transcurrió el tiempo. El tío llegó a su término con el corazón
dilatado por la hipertrofia y murió, agradeciendo a Manuel el sacrificio que
había hecho, pues sabía cómo era de incontenible su deseo de escapar. Días
después éste comunicó a sus padres su determinación de marcharse a
Caracas, en busca de su porvenir.
Don Pedro Alcor le respondió, poniendo en sus manos un poco de
dinero que sacara de uno de los tarros vacíos de la botica:
—Ya lo esperaba. Toma, hijo. Esto lo he ahorrado para tu viaje. Que
Dios te ayude—y luego a su mujer, que se enjugaba las lágrimas—: Es
natural, Amelia. Los muchachos no se pueden inutilizar aquí.
Pero a la tarde en la hora del torco, dijo a sus amigos, restregándose los
ojos que le hacían traición:
—¡Se va Manuel el mío!
Para entonces el yate acababa de ser echado al agua y su dueño se
proponía hacer un viaje de prueba hasta La Guaira. Manuel aceptó la
invitación que le hiciera, pues esto le ahorraba un gasto gravoso para su
escaso peculio.
Una tarde levaron anclas ante una multitud de curiosos que todavía no
querían convencerse de que la obra del coterráneo fuese una embarcación
como otra cualquiera y habían acudido a presenciar la tentativa, seguros del
fracaso, y apercibidos para reírse a sus anchas.
Entre ellos sólo uno tenía fe: el novelista de Tebaida, a quien impidiera
emprender aquel viaje, ni siquiera por ida y vuelta, la circunstancia
intempestiva de hallarse su mujer en trance de alumbramiento; y cuando el
barco desapareció tras una vuelta del río, dejando sobre el agua obscura la
humareda que brotaba triunfal por su chimenea, entre los espectadores
burlados y atónitos, se oyó su voz descorazonada que decía:
—¡Los últimos fuertes! ¡Ya se han ido todos!
Caracas, 1919
LA ENCRUCIJADA[23]
Ante el escritorio donde la hermana, después de poner orden en la baraúnda
de la papelada, acababa de colocar un búcaro colmado de frescas rosas.
Reinaldo se disponía a la tarea de aquel día, que al despertar había saludado
como a uno de los más felices de su vida.
Sentía retozar en sus nervios y en sus músculos el ansia de jubilosos
esfuerzos; mas, para aquella ansiedad deseaba, en vez de la labor tranquila
y pensativa del escritorio, el convite de una cresta del Avila coronado de
azul; o de un trozo de mar con brisas y horizontes hacia los cuales romper,
con la quilla del pecho ufano, en poderosas brazadas, la blanda y fresca
resistencia del agua; o también una aventura galante, discreta y escabrosa,
en el término de la cual estuviese una segura promesa de amor,
resplandeciendo en los ojos ardientes de una mujer, como una bandera
sobre una cumbre; o ya la bandera misma, la bandera de la Patria, sobre una
altura erizada de riesgos mortales y que él debiera coronar a fuerza de
egoísmo y de sangre, invitándolo al asalto, como una promesa de amor en
los ojos de una mujer.
Pero había que terminar aquel Manifiesto, darle forma definitiva. Su
triunfo de la víspera —porque su conferencia había sido un triunfo cabal—
y la promesa que hiciera en la última frase, le imponían la obligación de
trabajar, de presentar cuanto antes lo que había ofrecido dar como una
contribución suya en aquella obra que se proponía realizar la Asociación de
Conferencistas. “…Y yo prometo grandes cosas”. Así había rematado su
conferencia, entre los aplausos entusiásticos del auditorio que llenaba la
sala de la Academia de Bellas Artes y que desde las primeras palabras
habíase mostrado subyugado por aquel joven que se erguía, bello y
tribunicio, sobre el fondo de epopeya de la “Penthesilea” de Arturo
Michelena y que sabía decir cosas hermosas y audaces.
No estaba bien seguro Reinaldo de lo que prometía cuando pronunció
aquellas palabras, y ahora, pasada la fiebre de la elocuencia, parecíanle
bizarra jactancia un tanto ridicula. Pero no podía tanto este resquemor como
para que turbase el íntimo saboreo de un sentimiento que estaba llenándole
el corazón, bullente como el agua en la cuenca sonora del cántaro.
Reteníale este sentimiento la pluma en las manos ociosas y parábale el
pensamiento en un ápice de orgullo, como un pájaro cumbreño sobre la
cresta de un picacho, en cuya dureza roquiza finca y prueba el temple de la
garra. Complacencia de sí mismo, certidumbre del propio valer,
sustentábanle el ala de ambición presta a tenderse por el dorado aire de la
gloria y dilatábanle la fantasía, ávida de dominio. Ya había dado el zarpazo
que le aseguraba la posesión de la presa: su triunfo fue el de un hombre ya
prestigioso y el de una inteligencia cuya revelación causó sorpresa y cuyo
señorío fincóse desde el primer momento en la opinión de la gente.
Pero tanto como esta aura de éxito, o más aún, acariciábale la juvenil
vanidad otra que empezaba a levantarse en su alma, olorosa como la brisa
que durmió en el jardín y el primer rayo de sol mueve y levanta. Recordaba
que cuando despejábase la sala de la Academia de Bellas Artes, mientras
los hombres se arremolinaban en las puertas pugnando por salir, y las
mujeres esperaban formando grupos alegres bajo los cuadros que cubrían
las paredes, él fue presentado en varios de aquellos grupos y en todos oyó
las mismas palabras galantes y triviales, con que lo felicitaban las mujeres,
mirándolo lánguidamente.
En uno de aquellos grupos el Ministro del Uruguay le presentó a unos
compatriotas suyos, recién llegados a Caracas.
—Doña Roxana Mendeville, poetisa. Su hermano Don Miguel
Mendeville.
Reinaldo cumplimentó:
—Ya la conocía de nombre. El periódico los saludó esta mañana.
La mujer sonrió haciendo un gesto gracioso. Tenía una belleza de esas
que no se advierten a primera vista. Un poco dura y desdeñosa la expresión,
así como la mirada de los ojos azules; pero cuando sonreía mostrábase su
belleza, como una bandera que se despliega.
El hermano era feo y repulsivo: alto, desgarbado, huraño, con una
arruga torva en mitad de la frente, la nariz enorme y asimétrica, y unos ojos
sombríos, de color indeciso, que no se fijaban nunca en el interlocutor.
Roxana Mendeville retribuyó la galantería de Reinaldo:
—Hacía tiempo que ardía en deseos de oír cosas tan bellas y cálidas
como las que usted acaba de decirnos.
Hablaba con una voz cantarína, ceceando graciosamente.
El Ministro agregó:
—Y sólidas, sesudas. ¡Oh! Si todos los hombres tuviésemos el
entusiasmo y la fe en los grandes ideales que posee el señor Solares.
Reinaldo se inclinó.
—Es mi único mérito.
—Que vale por todos —dijo Roxana—, Para mí no hay virtud mayor.
—Ya, ya —murmuró el hermano con voz desapacible—. Roxana quiere
que todos seamos héroes.
Aquellas palabras no disimulaban ser el desahogo de un secreto
despecho del hombre torvo, y Reinaldo vislumbró tragedias a través de
ellas.
—¡Vamos! Exageras un poquitín. ¿Héroes? Bueno; cuando se puede
ser, mejor es.
—Siempre se puede ser —díjole Reinaldo—. Cuando no se puede se ha
de procurar por lo menos.
—Estamos de acuerdo.
Y la mirada de los ojos azules se hizo relampagueante.
Miguel Mendeville chasqueó la lengua, visiblemente contrariado. La
hermana púsole una mano en el hombro huesudo y dijo con mimo maternal:
—Mi hermano es un sincero, señor Solares. Manifiesta a todo trance lo
que siente. Y es nirvanista. Créame usted. Asegura que la suma sabiduría
está en no hacer nada.
Y concluyó riendo, con una risa sonora que le arreboló las mejillas,
echando hacia atrás la cabeza y poniendo la diestra enjoyada sobre el
descote que dejaba ver la carne suave y blanca del seno.
—La filosofía da para todo —dijo el Ministro. Y reparando que la sala
había quedado sola:
—Han de cerrar. ¿Vamos?
Mientras salían, Roxana hablaba:
—Mire usted, señor Solares: Mi hermano ha exagerado un poco al decir
que pretendo que todos los hombres sean héroes. Pero, le diré a usted, son
tan escasos los hombres verdaderamente hombres que he encontrado, que
tengo hambre de toparme con uno que… ¡Vaya! ¡Que sea hombre de veras!
Y como ya habían llegado a la puerta donde el coche los esperaba:
—En fin, señor Solares. Espero que tendremos el placer de verlo por
nuestra casa. Por lo pronto en el hotel. No sabemos si después cambiamos
de domicilio, porque, a la verdad, aquello… ¿Pero qué iba a decir? Mire
usted que ponerme a hablar mal… ¡Ja, ja, ja! Buenas noches, señores.
Reinaldo permaneció hablando con el Ministro. Este decíale:
—Es una mujer singular. Acaso un poco aventurera; pero inteligente.
¡Exquisita! La conocí en el Perú, el año pasado, y esta es la segunda vez
que me la encuentro en el camino.
Y cuando Reinaldo se separó del Ministro llevóse en los oídos la
sensación persistente de aquella voz cantarína y en el alma, más que nunca,
el deseo de ser héroe.
Ahora, ante el escritorio, con la pluma ociosa en una mano y la frente
apoyada en la otra, luchaba por enderezar sus pensamientos hacia el
Manifiesto que habría de escribir; pero las ideas escurríansele de la mente y
la visión de unos ojos azules en los cuales resplandecía una promesa
arrobadora, llenábanle el alma con un largo y dulce mirar.
Imposible pensar…
Los días anteriores habían sido laboriosos… ¡Y aquella mañana de
sol!… ¡Qué limpia la cumbre del Avila!… ¡Ea! ¡Ya habría tiempo para
escribir!
Telefoneó pidiendo que le mandasen el caballo. Sentía la necesidad
orgánica de gastar en violentos esfuerzos aquella superabundancia de
energías que electrizaba sus nervios.
Bajó por una de las calles que conducen a El Paraíso y una vez allí puso
la bestia al galope. Bien pronto, aprovechando la soledad del paseo y
enardecido por la frescura de la mañana abrileña, plena de luz gloriosa,
lanzóse en una carrera desenfrenada por la avenida larga y ondulante, a
trechos entoldada de árboles que de una a otra acera unían sus copas, a
trechos en pleno sol, y ya llegaba al extremo del paseo cuando vio que por
allí venía, en dirección opuesta, una amazona al galope.
Era Roxana Mendeville.
Reconociéronse al pasar y ambos detuvieron los caballos para mirarse.
Reinaldo saludó. Acercáronse al paso de las bestias jadeantes. Y Reinaldo,
empinado sobre el estribo, con el sombrero en una mano y la otra tendida
hacia la que ella le ofrecía, díjole:
—Está escrito que ha de ser usted para mí la mujer de las sorpresas.
—¿Sí? Usted dirá por qué.
—Anoche se me reveló en una faz inesperada de su personalidad; hoy
en otra.
—Efectivamente, mi personalidad tiene faces muy distintas.
—Anhelo conocerlas todas. Seguramente no tendré por qué
arrepentirme.
—Es usted galante.
El traje de amazona sentábale divinamente. Montaba con elegancia y
soltura de jinete experto y poniéndose la mano a la altura de los ojos para
resguardárselos del sol que le daba de lleno en el rostro, manteníase en una
actitud que hacía resaltar la gallardía de su cuerpo hecho de líneas puras. En
la sombra de la mano, la sonrisa refugiábase como un pájaro en la fronda.
—Celebro la casualidad de este encuentro —díjole Reinaldo—. Aunque
debo lamentar que haya sido tardío. ¿Va usted de regreso ya?
—¡Oh! No. La mañana me pertenece. Si usted quiere ser tan amable nos
llegaremos hasta ese pueblecito que se ve desde aquí y así me servirá usted
de cicerone.
—No habrá cosas dignas de mostrárselas.
—Desde luego dicho está que se compromete usted a no hablar mal de
su tierra.
—Por oírsela defender a usted hablaría mal de ella.
Miráronse a los ojos. Una mirada rápida y eficaz como una centella.
Entregándose a sus especulaciones habituales, Reinaldo pensó que aquel
súbito encuentro de las miradas, llenas de mutuas revelaciones, había sido
decisivo: acaso desde aquel momento toda su vida giraría en torno de la
lumbre alucinante que despidieran los ojos misteriosos de aquella mujer,
que se le había aparecido la víspera en el preciso momento en que, al cabo
de tantas vacilaciones y desviaciones, su voluntad parecía haber tomado por
fin el rumbo definitivo.
Este pensamiento trajo a su mente el recuerdo de una frase dicha por él
a otra mujer, allá por los años de la adolescencia: “—Busco el rumbo de mi
vida; la definitiva orientación de mi espíritu”.
Reconstruyó el momento; fue a orillas del mar. El agua infinita y
resonante se movía bajo el ala del viento y todo el mar parecía correr hacia
el poniente incendiado en el resplandor de la puesta de sol. contra cuya viva
lumbre destacaban sus mástiles desnudos dos barcas que estaban al pairo
cerca de la costa. ¡Ni una vela en el horizonte! ¡Ni un rumbo marcado en
aquella desolación de infinitos! ¡Tan sólo aquellas dos barcas cuyos
mástiles trazaban sobre el crepúsculo los signos vacilantes de los destinos
detenidos!
Vio en ello un símbolo de su vida y sintió la angustia de los que
descubren de pronto en las tinieblas de la noche que han perdido el camino.
Ahora, al cabo de tantos años gastados en buscar la senda por donde lo
llamaba su destino, otra vez se encontraba en la encrucijada, en la perenne
encrucijada de la incertidumbre de sí mismo.
Estas reflexiones comenzaban a ensombrecerle el ánimo cuando la voz
cantarina y melindrosa de la extranjera resonó:
—¿En marcha?
Pusieron los caballos al paso, hacia el pueblecito que se divisaba desde
allí entre los cañaverales de la hacienda que le da nombre, agua y sustento.
A la entrada del pueblo un caserío desparramado sobre el terreno
sequizo: sórdidos ranchos de techumbre de paja entre cercados de tunas y
cardones. Circulaba por allí gente desarrapada, en la tierra escarbaban
animales y muchachos en hambrienta camaradería.
En las empalizadas secábanse lamentables harapos; en los interiores,
diverso trajín e idéntica miseria: aquí una mujer que lavaba batiendo
ruidosamente los trapos percudidos, contra las piedras del embostadero; allí
otra que, arremangada, amasijaba el pan con rápido movimiento de las
manos; a veces una que se entretenía en hurgarle los piojos a una
muchachita de cabellos hirsutos, como un haz de chamizas; o una que. más
desocupada, sentada a la puerta del cubil, hablaba hacia dentro a alguien
que no respondía, dando la impresión de que hablase a solas. Entre todos
los oficios, esta holganza era lo más frecuente; en casi todos los bohíos
había gente ociosa, sentadas a la sombra exigua de los aleros o en los
escaños de las puertas, mano sobre mano y la mirada hundida como en una
suprema abstracción dolorosa. Y este sinquehacer de la absoluta miseria
condensaba en los interiores un ambiente de paz imperturbable.
Más adelante comenzaba el pueblo, propiamente. Predominaba el ocre
en la calle sin empedrar y en las fachadas de las casas inconclusas y de las
que nunca serían concluidas, por los huecos de cuyas puertas y ventanas
entreveíase un cielo de añil crudo o trozos de un paisaje que adquiría, por la
virtud del marco, un prestigio singular. Excitado por el violento ejercicio
que hiciera y por la presencia de la mujer, Reinaldo habló copiosamente.
—¿Quería usted que yo le sirviese de cicerone? Para desempeñar mi
papel tendría necesidad de mostrarle, como única cosa importante, la
sencillez misma de esta vida y de estas almas. Mire usted: todas las puertas
se abren indiscretas divulgando el secreto de los interiores, al pasar nos
detenemos a mirar hacia adentro y ya habrá visto usted, cómo el asombro y
la curiosidad de adentro proporcionan motivos estupendos para cuadros
sugerentes. Allí fue un grupo de niños que se' asomaron a vernos; aquí,
estas mujeres que hablan con palabras que no oímos, mientras trabajan.
Todas se sorprenden de nuestra espectación y probablemente se
preguntarán: ¿Qué verán tanto para adentro? Y nos miran a su vez, como
para que no les robemos sin darse ellas cuenta, el secreto de su vida interior,
y algunas sonríen, quizás burlándose de nosotros; pero les agradecemos la
sonrisa, que también supo ser bella. Sin embargo, preferimos verlas trabajar
sin que nos sorprendan, seguramente porque tenemos algo de ladrones.
Algunas lo han comprendido y han mandado a cerrar las puertas… Otras
veces no hemos podido ver la vida; pero siempre hemos encontrado algo
sencillamente bello: patios bañados de sol, un poco de azul por encima de
los tejados, un gajo florido en el aire claro! Y como nuestros ojos, nuestros
oídos también han sorprendido algo, al pasar: trozos de conversaciones
familiares, de uno de esos diálogos sin asunto, empezados nadie sabe
cuándo y que concluyen con la vida misma. Rendijas del alma a través de
las cuales entrevemos interesantes episodios, tragedias quizá, donde
seguramente no hubo sino un acontecimiento vulgar; pero el claro
destacarse de las figuras sobre el fondo en penumbra de la sala y los valores
del escorzo en los rostros inclinados sobre la labor cotidiana, tienen tal
virtud escénica que convierten la frase más sencilla en frase trascendental.
No hemos visto nada todavía y sin embargo hace rato que estamos viendo la
única cosa interesante que existe sobre la tierra: la vida simple, la vida de
todos los días, hermética en su sencillez; pero colmada de sugerencias. La
que no tiene finalidad aparente ni se manifiesta con aparato, la que asemeja
al hombre con el tallo de hierba que da su flor sin saberlo ni desearlo. Pero
de esta vida, a la vez interesante y trivial, no poseeremos jamás el secreto.
Abrimos las puertas cerradas, nos insinuaríamos para sorprender en las
almas el minúsculo pensamiento que alegra o tortura; pero nada
lograríamos. La vida, huraña, se escaparía a sus refugios inabordables y no
encontraríamos angustia que no sonriera para engañarnos, ni alegría que se
atreviese a ser risueña.
Roxana lo escuchó sorprendida. Aquellas extrañas palabras le habían
infundido un sentimiento inefable. Preguntóse para sus adentros, ¿quién
sería aquel hombre que hablaba así?
En esto habían llegado a una plazoleta cercada con palizada de alambre,
entre la iglesia y la jefatura civil. Reinaldo la invitó a bajar y ella accedió.
En la plazuela, sola, silenciosa, discurrían por los senderos abiertos
entre las hierbas, dos palomas picoteando, solícitas. Aún a riesgo de
ahuyentarlas traspasaron el cercado dentro de cuyo recinto se hacía más
grata la quietud aldeana. Un momento el vuelo de las palomas asustadas
crepitó en el aire; luego se restableció el silencio. Para gozarlo mejor,
sentáronse en un canto de piedra tumbado bajo un cedro, a manera de
banco.
En la calle, junto a una alcantarilla, esperaban pacientemente mujeres y
muchachos mientras un hilillo de agua, turbio y moroso, iba llenando, uno a
uno, los cántaros. Los que esperaban su turno miraban en silencio y
fijamente el agua. De la iglesia salió una mujer con medallas al pecho;
dentro de la jefatura se conversaba monótonamente; desde las puertas de las
casas próximas los moradores del lugar observaban a los forasteros con la
misma expresión azorada y furtiva de las palomas que habían vuelto al
sendero. En el aire diáfano los colores tenían una nitidez y una frescura de
cromo; cromo de aldea donde apenas faltaba la típica figura del cura
bonachón y vejete, en la socorrida actitud paternal: bendiciendo a un niño
arrodillado.
Reinaldo, cuyo había sido este pensamiento, tornó a decir:
—¡Qué fracaso si apareciera! Por momentos espero verlo asomarse y
me lo imagino paseándose por el altozano, o dentro del jardincillo,
componiendo un sermón, porque entre las jactancias de esta parroquia no es
la de menos ésta de tener un cura elocuente, tribunicio, y nada más natural
que, siéndolo, saliera a componer el sermón al jardín de la iglesia, en una
mañana tan fresca… “La paz sea con vosotros” ¿de qué manera mejor
podría comenzar el sermón? ¡Es tan apacible el lugar! ¡Discurre aquí la vida
tan serenamente! ¡Pero de cierto que el orador ha agotado este evangélico
motivo y hay que buscar otro, nuevo y más humano. Si sucediera algo…
¡Un escándalo! Yo sé que el cura discurre de preferencia sobre los sucesos
de la parroquia, sobre todo si le dan oportunidad para fustigar a los
feligreses con una dura máxima de moral cristiana. ¿Pero, qué escándalo se
atrevería a profanar esta quietud?
Roxana lo interrumpió para colaborar en aquel juego de la fantasía de
Reinaldo que le era grato a ella:
—Supongamos que una mañana aparece en el pueblo una mujer
hermosa… ¡Vamos! Y casquivana.
—Justamente. La pecadora ha venido en busca de descanso, ¿no es eso?
—Y en el pueblo no se habla sino de ella: sus trajes vistosos y
descocados, sus coloretes, la manera de recogerse las faldas, sus sombrillas
rojas como las amapolas…
—Perdón. Como las cayenas. Tiene más color local.
—Pues como las cayenas. Las madres cristianas y timoratas temen por
sus hijos en peligro…
—Y las muchachas no dejan de pensar en ella, y a veces se asustan de
sus propios pensamientos. ¡Lo que significaría para tantas de ellas aquella
perdida! La vida anodina, aburridora; la semana para el trabajo, el domingo
para la misa y el fastidio…
Y Roxana:
—Marta y María.
—Y si conocieran la evangélica elección de Jesús, ¡cuántas Marías! A
menos que en el sermón el cura se decidiera por Marta, aun a riesgo de
desacreditar a Jesús.
Roxana rió largamente y poniéndose de pie díjole a Reinaldo, como si
hablara a un camarada.
—Pues ahí tiene el sermón del señor cura que tantos quebraderos de
cabeza estaba costándole.
—Si no me ayuda usted no salgo del atolladero. Usted proporcionó el
motivo. En nombre del señor cura le doy las gracias.
Pero Roxana atendía a otra cosa.
—¡Calle! —dijo—. Todas las pueblanas se han asomado a sus puertas a
verme.
Una misma idea atravesó la mente de ambos y guardaron silencio. Al
cabo de un rato volvieron a un tiempo las cabezas. Miráronse a los ojos y
Roxana dijo:
—¿Nos volvemos?
—Si usted lo desea.
—Creo que ya hemos visto todo lo que había que ver.
—Y hemos sabido todo lo que había que saber.
Tornaron a mirarse largo espacio, hondamente. Turbóse ella y apartando
sus miradas cerró los ojos.
Reinaldo pensó en el brillo interior de aquellos ojos ocultos bajo los
párpados sedeños, como los diamantes dentro de los joyeles y vio su vida
entera girando en torno de aquella lumbre, frustrado el sueño, preterido el
ideal, que eran la sustancia misma de su ser.
Púsose en pie y echó a andar tras de Roxana, quien se había parado de
pronto diciendo:
—Vámonos.
PATARUCO[24]
Pataruco era el mejor arpista de la Fila de Manches. Nadie como él sabía
puntear un joropo, ni nadie daba tan sabrosa cadencia al canto de un pasaje,
ese canto lleno de melancolía de la música vernácula. Tocaba con
sentimiento, compenetrado en el alma del aire que arrancaba a las cuerdas
grasientas sus dedos virtuosos, retorciéndose en la jubilosa embriaguez del
escobillao del golpe aragüeño, echando el rostro hacia atrás, con los ojos en
blanco, como para sorberse toda la quejumbrosa lujuria del pasaje, vibrando
en el espasmo musical de la cola, a cuyos acordes los bailadores jadeantes
lanzaban gritos lascivos, que turbaban a las mujeres, pues era fama que los
joropos de Pataruco, sobre todo cuando éste estaba medio “templao”,
bailados de la “madrugá p’abajo”, le calentaban la sangre al más apático.
Por otra parte el Pataruco era un hombre completo y en donde él tocase
no había temor de que a ningún maluco de la región se le antojase “acabar
el joropo” cortándole las cuerdas al arpa, pues con un araguaney en las
manos el indio era una notabilidad y había que ver cómo bregaba.
Por estas razones, cuando en la época de la cosecha del café llegaban las
bullangueras romerías de las escogedoras y las noches de la Fila
comenzaban a alegrarse con el son de las guitarras y con el rumor de las
“parrandas”, al Pataruco no le alcanzaba el tiempo para tocar los joropos
que “le salían” en los ranchos esparcidos en las haciendas del contorno.
Pero no había de llegar a viejo con el arpa al hombro, trajinando por las
cuestas repechosas de la Fila, en la obscuridad de las noches llenas de
consejas pavorizantes y cuya negrura duplicaban los altos y coposos
guamos de los cafetales, poblados de siniestros rumores de crótalos,
silbidos de macaureles y gañidos espeluznantes de váquiros sedientos que
en la época de las quemazones bajaban de las montañas de Capaya,
huyendo del fuego que invadiera sus laderas, y atravesaban las haciendas de
la Fila, en manadas bravias en busca del agua escasa.
Azares propicios de la suerte o habilidades o virtudes del hombre,
convirtiéronle, a la vuelta de no muchos años, en el hacendado más rico de
Mariches. Para explicar el milagro salía a relucir en las bocas de algunos la
manoseada patraña de la legendaria botijuela colmada de onzas enterradas
por “los españoles”; otros escépticos y pesimistas, hablaban de chivaterías
del Pataruco con una viuda rica que le nombró su mayordomo y a quien
despojara de su hacienda; otros por fin, y eran los menos, atribuían el caso a
la laboriosidad del arpista, que de peón de trilla había ascendido
virtuosamente hasta la condición de propietario. Pero, por esto o por
aquello, lo cierto era que el indio le había echado para siempre “la colcha al
arpa” y vivía en Caracas en casa grande, casado con una mujer blanca y fina
de la cual tuvo numerosos hijos en cuyos pies no aparecían los formidables
juanetes que a él le valieron el sobrenombre de Pataruco.
Uno de los hijos, Pedro Carlos, heredó la vocación por la música.
Temerosa de que el muchacho fuera a salirle arpista, la madre procuró
extirparle la afición; pero como el chico la tenía en la sangre y no es cosa
hacedera torcer o frustrar las leyes implacables de la naturaleza, la señora se
propuso entonces cultivársela y para ello le buscó buenos maestros de
piano. Más tarde, cuando ya Pedro Carlos era un hombrecito, obtuvo del
marido que lo enviase a Europa a perfeccionar sus estudios, porque, aunque
lo veía bien encaminado y con el gusto depurado en el contacto con lo que
ella llamaba la “música fina”, no se le quitaba del ánimo maternal y
supersticioso el temor de verlo, el día menos pensado, con un arpa en las
manos punteando un joropo.
De este modo el hijo de Pataruco obtuvo en los grandes centros
civilizados del mundo un barniz de cultura que corría pareja con la acción
suavizadora y blanqueante del clima sobre el cutis, un tanto revelador de la
mezcla de sangre que había en él, y en los centros artísticos que frecuentó
con éxito relativo, una conveniente educación musical.
Así, refinado y nutrido de ideas, tornó a la Patria al cabo de algunos
años y si en el hogar halló, por fortuna, el puesto vacío que había dejado su
padre, en cambio encontró acogida entusiasta y generosa entre sus
compatriotas.
Traía en la cabeza un hervidero de grandes propósitos: soñaba con
traducir en grandiosas y nuevas armonías la agreste majestad del paisaje
vernáculo, lleno de luz gloriosa; la vida impulsiva y dolorosa de la raza que
se consume en momentáneos incendios de pasiones violentas y pintorescas,
como efímeros castillos de fuegos artificiales, de los cuales a la postre y
bien pronto, sólo queda la arboladura lamentable de los fracasos tempranos.
Estaba seguro de que iba a crear la música nacional.
Creyó haberlo logrado en unos motivos que compuso y que dio a
conocer en un concierto en cuya expectativa las esperanzas de los que
estaban ávidos de una manifestación de arte de tal género, cuajaron en
prematuros elogios del gran talento musical del compatriota. Pero salieron
frustradas las esperanzas: la música de Pedro Carlos era un conglomerado
de reminiscencias de los grandes maestros, mezcladas y fundidas con
extravagancias de pésimo gusto que, pretendiendo dar la nota típica del
colorido local sólo daban la impresión de una mascarada de negros
disfrazados de príncipes blondos.
Alguien condensó en un sarcasmo brutal, netamente criollo, la
decepción sufrida por el público entendido:
—Le sale el pataruco; por mucho que se las tape, se le ven las plumas
de las patas.
Y la especie, conocida por el músico, le fulminó el entusiasmo que
trajera de Europa.
Abandonó la música de la cual no toleraba ni que se hablase en su
presencia. Pero no cayó en el lugar común de considerarse incomprendido y
perseguido por sus coterráneos. El pesimismo que le dejara el fracaso,
penetró más hondo en su corazón, hasta las raíces mismas del ser. Se
convenció de que en realidad era un músico mediocre, completamente
incapacitado para la creación artística, sordo en medio de una naturaleza
muda, porque tampoco había que esperar de ésta nada que fuese digno de
perdurar en el arte.
Y buscando las causas de su incapacidad husmeó el rastro de la sangre
paterna. Allí estaba la razón: estaba hecho de una tosca substancia humana
que jamás cristalizaría en la forma delicada y noble del arte, hasta que la
obra de los siglos no depurase el grosero barro originario.
Poco tiempo después nadie se acordaba de que en él había habido un
músico.
Una noche, en su hacienda de la Fila de Manches, a donde había ido a
instancias de su madre, a vigilar las faenas de la cogida del café, paseábase
bajo los árboles que rodeaban la casa, reflexionando sobre la tragedia muda
y terrible que escarbaba en su corazón, como una lepra implacable y tenaz.
Las emociones artísticas habían olvidado los senderos de su alma y al
recordar sus pasados entusiasmos por la belleza, le parecía que todo aquello
había sucedido en otra persona, muerta hacía tiempo, que estaba dentro de
la suya emponzoñándole la vida.
Sobre su cabeza, más allá de las copas obscuras de los guamos y de los
bucares que abrigaban el cafetal, más allá de las lomas cubiertas de suaves
pajonales que coronaban la serranía, la noche constelada se extendía llena
de silencio y de serenidad. Abajo alentaba la vida incansable en el rumor
monorrítmico de la fronda, en el perenne trabajo de la savia que ignora su
propia finalidad sin darse cuenta de lo que corre para componer y sustentar
la maravillosa arquitectura del árbol o para retribuir con la dulzura del fruto
el melodioso regalo del pájaro; en el impasible reposo de la tierra, preñado
de formidables actividades que recorren su círculo de infinitos a través de
todas las formas, desde la más humilde hasta las más poderosas.
Y el músico pensó en aquella obscura semilla de su raza que estaba en
él pudriéndose en un hervidero de anhelos imposibles. ¿Estaría acaso
germinando, para dar a su tiempo, algún sazonado fruto imprevisto?
Prestó el oído a los rumores de la noche. De los campos venían ecos de
una parranda lejana: entre ratos el viento traía el son quejumbroso de las
guitarras de los escogedores. Echó a andar, cerro abajo, hacia el sitio donde
resonaban las voces festivas: sentía como si algo más poderoso que su
voluntad lo empujara hacia un término imprevisto.
Llegado al rancho del joropo, detúvose en la puerta a contemplar el
espectáculo. A la luz mortal de los humosos candiles, envuelto en una
polvareda que levantaba el frenético escobilleo del golpe, los peones de la
hacienda giraban ebrios de aguardiente, de música y de lujuria.
Chischeaban las maracas acompañando el canto dormilón del arpa, entre
ratos levantábase la voz destemplada del “cantador” para incrustar un
“corrido” dedicado a alguno de los bailadores y a momentos de un silencio
lleno de jaleos lúbricos, sucedían de pronto gritos bestiales acompañados de
risotadas.
Pedro Carlos sintió la voz de la sangre; aquélla era su verdad, la
inmisericorde verdad de la naturaleza que burla y vence los artificios y las
equivocaciones del hombre: él no era sino un arpista, como su padre, como
el Pataruco.
Pidió al arpista que le cediera el instrumento y comenzó a puntearlo,
como si toda su vida no hubiera hecho otra cosa. Pero los sones que salían
ahora de las cuerdas pringosas no eran, como los de antes, rudos,
primitivos, saturados de dolorosa desesperación que era un grañido de
macho en celo o un grito de animal herido; ahora era una música extraña,
pero propia, auténtica, que tenía del paisaje la llameante desolación y de la
raza la rabiosa nostalgia del africano que vino en el barco negrero y la
melancólica tristeza del indio que vio caer su tierra bajo el imperio del
invasor. Y era aquello tan imprevisto que, sin darse cuenta de por qué lo
hacían, los bailadores se detuvieron a un mismo tiempo y se quedaron
viendo con extrañeza al musitado arpista.
De pronto uno dio un grito: había reconocido en la rara música, nunca
oída, el aire de la tierra y la voz del alma propias. Y a un mismo tiempo,
como antes, lanzáronse los bailadores en el frenesí del joropo.
Poco después camino de su casa, Pedro Carlos iba jubiloso, llena el
alma de música. Se había encontrado a sí mismo; ya oía la voz de la
tierra…
En pos de él camina en silencio un peón de la hacienda.
Al fin dijo:
—Don Pedro, ¿cómo se llama ese joropo que usted ha tocao?
—Pataruco.
Abril de 1919.
PEGUJAL[25]
Un día:
Honda modorra bajo la cruda luz canicular: la hoja está inmóvil en la
rama del árbol, se hace visible la reverberación de la tierra pedriscosa, se
siente cómo se va cerrando en torno al poblado el anillo de silencio de los
desiertos circundantes. Adormecen los perezosos ruidos que ahondan la
quietud aldeana: el mozo del talabartero; el canto del martillo sobre el
yunque del herrador; una conversación soporosa, que no se sabe de dónde
sale y parece llenar todo el pueblo, confundida con el bordoneo de las
moscas en el bochorno del resol; el monótono tictaqueo del telégrafo
denunciando el paso de mensajes que nunca se detienen allí, porque Pegujal
está olvidado del resto del mundo; el soñoliento tintinear de los cencerros
de las recuas que van levantando el polvo del camino; la honda melancolía
del cantar de los llaneros que vienen del llano adentro conduciendo la vaca
cansina:
¡despídete de tu comederooooo!.
que te llevan pa Caracas a cambiate por dineroooo…
Una noche.
Es la noche de las tierras misteriosas bajo cuyo feérico esplendor
duerme la pampa solitaria y resuena la salvaje melodía de las selvas
vírgenes, la inquietante noche de las tierras malditas en cuyo alto silencio se
oye el gañido de la fiera en la espelunca, el grito de la víctima que cayó en
la emboscada, el anheloso reclamo de la lujuria infecunda y en cuya negrura
fosforecen los espantosos dientes de la sayona que aguarda al nocharniego a
la orilla del camino y lo invita a seguirlo.
Los hombres forman corrillos en los corredores de las pulperías. Se
cuentan sus trabajos: el arriero habla de los que pasó en los barrizales donde
se le atascaron los burros; el ganadero de las reses que se desgaritaron en la
sabana y de las que dejó despeadas a lo largo de su viaje de días y días
desde el hato remoto; el conuquero, de la candelilla que le destruyó las
siembras o del maizal que no cuajó las mazorcas porque no llovió
demasiado.
Y así todas las noches. Y cuando se recogen a sus casas, por el camino
que blanquea a la luz de las estrellas, alguno va diciendo:
—Pues sí, cámara, las mujeres son malas. Yo a la mía la quiero, pero le
ando adelante pa que no se me enrisque. Porque a las mujeres haceles sentí
la condición del hombre. ¡Ah, sí! Esa que le digo me tenía miedo: la
condená cargaba amarré en la pretina una cabulla de mi tamaño, pa que no
me le juera. ¡No me venga! Le saqué la zurda y toavía se está sobando la
jeta. Las mujeres son malas.
Así se ama en Pegujal.
Otras veces es una escena de sangre:
—Pues el hombre llegó y dijo: ¿Por aquí y que anda un tal Gregorio
Pinto, a quien no hay quién se le pare? ¡Ja, caramba! ¡Más vale que no lo
hubiera dicho! El indio Gregorio se le encimó y le dijo: Ese tal Gregorio
Pinto es éste. Y diciéndolo le zumbó el puñal por aquí, Dios me salve el
lugar. No dijo ni ñé… Pero digo yo: ¿qué necesidá tiene nadie de injurié a
los hombres?
Así se odia en Pegujal.
Otras veces, camino del velorio del amigo que ha muerto:
—Eso fue daño que le echaron. Dicen que fue el brujo de “Los
Lechozos”.
Así piensan en Pegujal.
II
Por mayo, cuando la Cruz del Sur se endereza en los cielos y con las
primeras lluvias comienza a llenarse el antiguo cauce del río y los cerros
carbonizados por el fuego de las rosas a revestirse del verde tierno de los
maizales, Pegujal sacude la murria que pesa sobre él durante todo el año,
como la pátina de polvo sobre las techumbres hasta que llega el invierno y
las lava.
Las campanas repican alborozadas y de los contornos acuden romerías
jubilosas. Es la fiesta del Santo Patrono. Fiesta religiosa y pagana a la vez,
que enfervoriza los ánimos taciturnos, provocando inquietantes explosiones
de alegría. En la iglesia el mujerío atento al sermón o al gangoso canturreo
de la misa; en la calle la fiebre del regocijo, amenazando a cada momento
convertirse en tragedia: gritos de borrachera, zumbido del populacho en los
garitos improvisados por dondequiera, en torno a las ruletas y montes de
dado, la algarabía de las galleras en las mañanas, la embriaguez de la
coleadera de toros en las tardes, el estruendo de los fuegos que se queman
por las noches en el altozano de la iglesia, dentro de un círculo de palurdos
que contemplan embobados la elevación de las bombas cuyas candilejas les
llenan de lívidos reflejos los rostros de pómulos filosos, el rumor de las
parrandas que recorren las calles al son decuatros y maracas, hasta el filo
de medianoche.
Una vez llegó a Pegujal una cuadrilla de toreros trashumantes de esos
que van de pueblo en pueblo, poniendo el miedo al servicio del hambre.
Eran matarifes desarraigados a quienes la casualidad de un lance feliz que
nunca pudieron repetir, sacó de sus mataderos. Entre ellos iba un español
que hacía el Tancredo.
Era un hombre bonito y presumido que gastaba perfumes, hablaba con
voz cantarína y tenía ambiguos modales afeminados. Por otra parte, era lo
que en Pegujal se llamaba un pretencioso: se desdeñaba codearse con el
populacho y hacía ascos a las groseras bebidas que le ofrecían, jactándose
de no tomar sino brandy Biscuit. A causa de esto le cambiaron el alias
torero que usaba, por el mote despectivo de El Biscuí.
Y comenzaron a odiarlo con la vehemencia de sus pasiones violentas,
que eran como el fuego sobre las sabanas tostadas por el verano rápido:
rápidas, arrolladoras, fugaces.
Tenían los pegujaleros un rudo concepto de la hombría y jamás se había
dado allí el caso de un varón que no lo fuese plenamente, con toda la
aspereza de los machos bravios y por lo tanto no podían soportar los
ambiguos modales del Biscuí; pero menos que todo podían perdonarle la
desdeñosa petulancia que usaba para con ellos, porque allí todo el mundo
tenía una exagerada noción de sí mismo y una idea brutal de la dignidad.
Así, pues, cuando supieron que el españolito haría al día siguiente la suerte
del Tancredo, suerte que, por lo demás, ellos no conocían y por lo tanto no
les parecía que valiese la pena, decidieron jugarle una broma pesada para
ponerlo en ridículo, que le sirviese de escarmiento para toda la vida,
“porque a los hombres no se les injuria así”.
Poniendo manos a la obra, una vez enterados del truco de la suerte,
fuéronse al corral donde estaba el ganado que los toreros habían de lidiar al
día siguiente, provistos del Judas de trapo que, según costumbre tradicional,
se quemaba en el pueblo para fin de las fiestas patronales, y escogiendo el
toro más bravo, que era el que le iban a soltar al Biscuí, pusiéronse a
amaestrarlo a fin de que embistiera al bulto inmóvil y blanco que le
inspiraba instintivo recelo.
La lumbre espectral de la luna bañaba el corral, en cuyo recinto el toro
embravecido derrotaba al espantajo, sostenido en el medio por una cuerda
amarrada en los tranqueros, sobre los cuales estaban los iniciadores de la
broma, restregándose las manos, satisfechos de su ingenio, experimentando
por adelantado la bestial voluptuosidad de la escena que al día siguiente
habrían de presenciar todos.
III
II
III
IV
Han pasado años y años… Están viejas y solas… Gustavo Adolfo las ha
abandonado… Se revolvió del zaguán donde oyó la vergonzosa revelación
de su misterio y no volvió más a la casa… Lo esperaron en vano, aderezado
el puesto en la mesa, abierto el portón durante las noches… ¡Ni una noticia
de él! Tal vez había muerto…
Todavía lo aguardaban. El ruido de un coche que se detuviera cerca de
la casa les hacía saltar los corazones…, esperaban conteniendo el aliento,
aguzados los oídos hacia el silencio del zaguán… y pasaban largos ratos
bajo las puertas de sus dormitorios que daban al patio en una espera
anhelosa…, luego se metían de nuevo en sus habitaciones a llorar…
¡La vida rota! Destrozada en un momento de violencia por un motivo
baladí: años de sacrificio, dos existencias de heroica abnegación frustrada
de pronto porque a una se le cayó una copa de las manos y la otra profirió
una palabra dura. Así comenzó aquella disputa vulgar y estúpida en la cual
se fueron enardeciendo hasta concluir sacándose a las caras la mutua
vergüenza; y así terminó para ellas, de una vez por todas, la felicidad que
disfrutaban en torno al hijo común, y la santa complacencia de sí mismas,
que experimentaban cuando medían el sacrificio que cada una había hecho
y se encontraban buenas.
Ahora las atormentaba la soledad…, el silencio de días enteros,
martirizándose con el inútil pensamiento:
—¿Por qué se me ocurrió decir aquello?
—¡Dios mío! ¿Por qué no me quitaste el habla9 —¡Y todo por una copa
rota! ¡Quién pudiera recoger las palabras que no debió pronunciar!
—¡La hora menguada…!
II
Días después, el nombre de Eduardo Real era en el Valle de los Delirios una
bandera suelta al viento de las vehementes pasiones de aldea. Había
asegurado el médico, en una conferencia, que el agua que allí se bebía era
algo comparable a un caldo de cultivos bacteriológicos a fuerza de estar
plagada de infinito número de gérmenes nocivos. Esto no había sido
afirmado nunca en el Valle de los Delirios en lenguaje categórico y
científico, pero estaba en la convicción de todo el mundo; sin embargo,
bastó que el médico lo dijera para que todos dejasen de creerlo.
Por otra parte, el doctor Artemio salió en defensa de lo que él llamaba
los fueros del lugar, desvirtuando la afirmación de su colega fundada en
estudios hechos con buena voluntad y proclamando—sin dar razones—que
el agua que allí se bebía no sólo era buena, sino que era la mejor del mundo.
Naturalmente el pueblo se puso de su parte y so capa de indignación
patriótica desatáronse contra Real las iras populares, hasta el punto de
formarse motines para apedrear al forastero que pagaba con la injuria la
hospitalidad que se le había brindado.
No obstante, Eduardo Real no desistió de su empeño de procurar el
mejoramiento del agua que bebían y que era causa de aquella fiebre
mortífera que diezmaba la población. Buen conocedor del medio y
suficientemente sagaz para que no se le escapase cuanto había de bribón en
aquel doctor Artemio, llamólo un día a su casa y le dijo, sin preámbulos:
—Colega, usted está cometiendo una tontería impropia de un hombre de
sus alcances. En esto del agua no hay de mi parte nada de lo que usted ha
querido ver. Tan forastero es usted entre estas gentes como lo soy yo, por lo
tanto 'no tiene motivos patrióticospara tomar la cosa a pechos. Yo voy a
decirle la verdad sin eufemismos: mi conferencia no ha sido una
propaganda comercial. Dije que el agua del río no es potable y usted sabe
que no lo es…
—Pero esto equivale a una injuria lanzada a la faz de un pueblo
hospitalario… — comenzó a declarar el medicadlo.
—Dejémonos de sentimentalismos, estimable colega. Y déjeme decir lo
que tampoco me dejaron exponer en mi conferencia. Cuando ustedes se
levantaron indignados dejándome con la palabra en la boca, iba a decir que
más arriba del pueblo cae al río un arroyo de agua excelente…
—La quebrada que nace en la posesión de don Luis López.
—Justamente.
—¡Ah! En efecto, es excelente.
—Pues bien: si don Luis López, que por su riqueza es, como si
dijéramos, el amo del pueblo, tiene el agua verdaderamente potable y
suficiente dinero para construir un acueducto que la traiga hasta aquí, lo
más natural es que pretenda venderla para el consumo de la población. Pero
habría necesidad de obligar a la gente a comprársela y eso es lo que he
tratado de hacer yo: recabar de la autoridad la prohibición terminante de
coger el agua del río para el consumo. Usted con sus réplicas ha echado a
perder el negocio…
Artemio se rascó largo espacio la áspera pelambre de sus barbas y al fin
dijo:
—No se ha perdido nada, colega. Al contrario, se ha ganado. Ya verá
usted: mañana o pasado daré yo una conferencia y diré que, habiendo
estudiado bien el asunto mediante análisis bacteriológicos, he encontrado
que efectivamente el agua del río es un caldo de cultivos, es decir: veneno
líquido.
Eduardo Real se quedó viéndolo, admirado de la estupenda
desvergüenza de aquel bribonazo.
Y Artemio se apresuró a agregar:
—Con lo cual no traiciono a mi conciencia, doctor. Por que como usted
ha comprendido perfectamente, yo sé que el agua del río no es potable y la
prueba es que en mi casa no se bebe; pero usted se da cuenta, este pueblo ha
sido muy generoso conmigo y no podría faltar a los dictados de la gratitud.
Sabía que decirles que estaban bebiendo un agua emponzoñada era
avergonzarlos; yo los conozco muy bien: tienen una susceptibilidad
excesivamente quisquillosa y lo tomarían a injuria.
—Pues bien: ya está usted al cabo de la calle. Yo me voy de aquí muy
pronto y usted se quedará; justo es que sea usted y no yo quien se beneficie
con la participación que don Luis López me ha ofrecido en el negocio.
—Es demasiada generosidad la suya, querido colega. Yo…
—Sí. Usted es el hombre—le dijo Eduardo Real tocándolo en el hombro
y cortando así aquella lamentable entrevista, en la cual él había tenido
necesidad de exhibirse como un picaro para desarmar al que lo era de veras.
III
Junio de 1919.
LA FRUTA DEL CERCADO AJENO[30]
Acodado en la ventanilla del vagón, Reinaldo contemplaba la mancha azul
y serena del mar que se extendía al pie de la montaña, ribeteando de
blanquísimas espumas la costa yerma y sinuosa. Por su mente pasaban,
como bajo arcos de triunfo, ideas de victoria y de dominación; iba a la costa
a emprender el más heroico combate de su vida: a luchar contra su propia
flaqueza. El mar le inspiraba un miedo bestial y él iba a desafiar sus
peligros para vencer definitiva y radicalmente el ciego instinto. El se había
propuesto un hermoso plan de acción y de luchas en las cuales habría de
imponer, inexorablemente, el imperativo categórico de su voluntad y
aquella flaqueza de ánimo, si no la combatía y la domeñaba a tiempo,
concluiría por reflejar en su espíritu incapacitándolo para todo cuanto
requiriese temple y fortaleza varoniles.
Pero, entregándose a estas especulaciones, gratas para él, trataba de
engañarse diciéndose mentalmente que ése era el único verdadero motivo
de su viaje a la costa. En realidad, también iba por una mujer; pero no
quería confesárselo a sí mismo.
Algunas semanas antes, Antonio Menéndez, su íntimo amigo, había
empezado a cortejar una mujer que tenía una cara fresca y picara y unos
ojos largos que miraban a veces con la expresión de la Gioconda, de Vinci,
y que era esposa de un hombrecito enclenque, abogado de pocos y torcidos
pleitos: el doctor Orosimbo Sojo. De pronto aquella mujer desapareció. Un
día Menéndez encontró cerrada la casa, pensó que se habrían mudado y no
se ocupó más de la
aventura. Poco después Reinaldo descubrió que temperaban en
Maiquetia; pero se guardó de decírselo al amigo.
Rumbo al pueblecito costeño, veníasele a ratos a la mente el
pensamiento de que estaba cometiendo una deslealtad con el amigo; pero
inmediatamente musitaba para alejar de sí tímidos escrúpulos:
—Struggle for lije! —y se quedaba en paz.
Llegado al pueblo, bajó por la calle que conduce al mar. Se sentó en una
peña, encendió un cigarrillo y echando la vista por toda la anchura del agua,
empezó a decir:
—Nos veremos. ¡A ver quién de los dos podrá más!
Una risa de mujer interrumpió su monólogo. Volvió la cabeza: era la
Gioconda que paseaba la playa del brazo de Orosimbo. Quedósele viendo
ella y, continuando su paseo, todavía volteó dos veces para mirarlo por
encima del hombro del marido. Reinaldo se dijo: “¡Esto también es un
hecho!”
Al día siguiente al amanecer bajó a la playa provisto de su traje de baño,
“a tener la primera entrevista con el espantajo”. Caminaba por entre uveros
buscando un sitio cómodo para desnudarse, cuando volvió a oir la risa de la
víspera y una voz masculina que gritaba: “¡Romelia! ¡Ah, caramba, niña!
¡Mira que te va a llevar la ola!”
Era el doctor Orosimbo Sojo. Estaba acurrucado al abrigo de una peña
por encima de la cual rebosaba de cuando en cuando el espumarajo de las
olas, y como el agua apenas le cubría las piernas, se bañaba el resto del
cuerpo con una totuma. Más adelante la mujer se entregaba a las caricias
del mar, que se arrojaba sobre ella bramando, como macho en celo. A
intervalos la envolvía en blancura la reventazón del oleaje, arrancándole
gritos de júbilo infantil y cuando la resaca bajaba, quedábansele temblando
en el regazo unos grumos que hacían pensar en el divino cisne de Leda.
Viéndola Reinaldo sintió unas ganas atroces de saltar a las rompientes,
cogerla entre sus brazos y escapar con ella, mar afuera, hacia el horizonte,
ante el marido estupefacto, a quien ya se imaginaba recorriendo la playa,
furibundo y desnudo con la totuma en la mano pidiendo socorro.
Pero no era él tan excelente nadador como se requería para tamaña
empresa, y hubo de continuar su camino, por entre los uveros, en busca de
un sitio apartado y discreto. Detúvose en uno donde había ropas de hombres
que se bañaban. Su inusitado traje de baño encargado a Europa, llamó la
atención de los que tomaban el suyo en cueros y la palabra “patiquín” llegó
distinta a sus oídos desde el mar. Se arrepentía ya de haberse detenido allí,
pues no estaba seguro de sí mismo y temía quedar en el mayor ridículo si el
horrible miedo instintivo lo asaltaba a las primeras brazadas, como siempre
le acontecía, cuando oyó que uno de los bañistas gritaba, afanándose para
acercarse a la orilla: “¡Una manta! ¡Una manta!”, con lo cual sus
compañeros comenzaron a nadar hacia tierra. Reinaldo se dijo: “Ahora es
cuando te quiero, Voluntad.” Y sin más pensar se arrojó al agua y nadó
hacia el sitio del peligro a grandes y veloces brazadas.
Momentos después, sin haber visto por ninguna parte al temible animal,
abordó un peñón que se alzaba más allá de las rompientes, en agua honda, y
sobre el cual un enjambre de cangrejos tomaba el sol. Se extendió supino,
abandonándose a la plenitud de la intensa emoción de sí mismo que estaba
experimentando: ¡Se sentía héroe! ¡Se había vencido definitivamente! El sol
ya alto le calentaba los miembros calambreados envolviéndolo en una
deliciosa sensación, y Reinaldo pensó que aquel día no podía tener mejor
ocupación la lumbre del mundo: ¡él también era un centro de gravitación
universal!
Luego evocó el cuadro presenciado desde los uveros y al pensar en el
invencible miedo al mar de Orosimbo Sojo, una perversa satisfacción le
hizo pararse, brusco, sobre el limoso lomo del escollo.
En la playa la gente lo miraba. Sin duda habían acudido a la voz de su
hazaña. Resplandecían los blancos trajes de las mujeres en un grupo, cerca
de la caseta de los baños; un poco más allá, bajo una sombrilla roja,
distinguió a la Gioconda, del brazo de Orosimbo. Volvió la cara al sol,
arqueó el tórax, se golpeó los pectorales tensos para evidenciar su fortaleza,
y con un salto Acrobático, se zambulló al agua gritando:
—¡Hurra! ¡Por struggle for life!
En la tarde fumaba su eterno cigarro sentado en la misma piedra donde
la víspera lanzara su reto al mar; pero ahora lo contemplaba con olímpico
desdén. ¡Bien vencido estaba el espantajo! ¡Y bien puesta había quedado,
de una vez por todas, con aquel triunfo, su garra imperiosa sobre todo lo
que pudiese ser, de allí en adelante, presa de orgullo o de dominación!
Entretanto, los temporadistas acudían a la vespertina contemplación del
mar. Bulliciosos grupos de muchachas esparcíanse por las rocas de la playa,
ahogando en risas el malicioso rubor de la marcha contra el viento, bajo las
miradas de los jóvenes que iban a la caza de aquellos revuelos de faldas.
Muchas de ellas volvíanse a mirar a Reinaldo y hablaban entre sí, bajando
la voz; él lo advertía y hacía verdaderos esfuerzos heroicos para no decirse:
“Están hablando de eso.”
La aparición de Romelia le puso toda la sangre en un solo vuelco del
corazón. Y cosa extraña, al ver a Orosimbo, que venía agarrado del brazo
de ella, no sintió la tentación de risa que él esperaba de sus recuerdos de la
mañana, sino un sentimiento de malestar intraductible, mezcla de
compasión y de odio. Orosimbo quería seguir adelante; pero Romelia se
detuvo cerca del joven diciendo al marido, con una voz melindrosa:
—¿Nos sentamos aquí? Más allá no hay piedras.
—Como tú quieras—le respondió de mala gana.
Ella escogió sitio la primera en la piedra más próxima a Reinaldo. Se
pasó las manos por el peinado, hecho con esmero, moviendo mucho y sin
necesidad los dedos empedrados de cuanto era o parecía piedras preciosas;
se alisó la blusa una y otra vez, con un malicioso correr de las manos por el
pecho opulento y alzando los ojos de la contemplación de lo que dejaba ver
el descote, lanzó un suspiro para decir:
—¡Ay! ¡Qué divino es el mar! ¡Me trastorna! Te aseguro, Orosimbo,
que yo sería feliz si supiera nadar. ¡Qué rico debe de ser! Yo envidio a los
que saben nadar. ¡Si yo supiera, me iría lejote, lejote…!
Orosimbo, con las miradas clavadas en el horizonte, parecía no
escucharla. Reinaldo comprendió que aquellas palabras habían sido dichas
para él y esto le causó un vago sentimiento de repulsa. Había en todo
aquello, en la elección del sitio y en el tema de la conversación, cierto
descaro irrespetuoso, tanto para con el marido como para con él. Pero se
dijo en seguida: es una ingenua. Entretanto, ella, excitada por el ambiente
marino y por la presencia del joven que no quitaba sus ojos de la
contemplación de toda su incitante persona, seguía despotricando con ese
afán característico de las mujeres insubstanciales por lucir gracia y agudeza
de ingenio en presencia de los varones de quienes pueden esperar algo. Pero
no acertaba con nada que no fuese de una infinita vulgaridad:
—Cuando veo el mar me dan ganas de ser pescado.
Y como todavía no había logrado su objeto v no se le ocurrían otras
cosas más eficaces para romper el silencio de Reinaldo, volvió a su tema,
mirándolo a los ojos abiertamente:
—No hay nada como el mar.
Reinaldo vaciló, sorprendido y cohibido. Luego musitó:
—Nada.
El sonido de su voz sacó a Orosimbo de su obstinada contemplación.
Miró a Reinaldo con un gesto intraducible. Reinaldo lo saludó
descubriéndose. Ella le devolvió el saludo doblando la cabeza de una
manera que le parecía la pura esencia de la gracia y de la gentileza. Para
entonces comenzaban a hacer furor en Caracas los dramas de alcoba de las
“películas finas”. Luego. Orosimbo. que estaba sobre espinas, se paró v le
ofreció el brazo. Ella se colgó de él, echando otro suspiro que le salió muv
romántico. Mientras se alejaban. Orosimbo le decía algo, sin mirarla, y
Reinaldo la oyó responder:
—¿Y eso qué tiene? ¡Jesús contigo!
Reinaldo se quedó reflexionando; pero seguramente sus pensamientos
no lo complacían, porque luego dijo:
—A la vida hay que tomarla como es. Además, ¿qué otra cosa se puede
dar a la convivencia con un hombre como ese Orosimbo, que,
indudablemente, no es una octava maravilla? La mujer es un reflejo del
hombre que la desea.
Y Reinaldo se complació con preimaginar los inusitados destellos que
iba a tener el alma de Romelia cuando penetrase en ella la lumbrada de su
idealidad, y se decía a sí mismo, con una insistencia sospechosa, que la
deseaba más pura para un puro acercamiento espiritual que para una
posesión torpe.
Otra tarde iba ella por el sendero costeño que conduce a Cabo Blanco,
acompañada de una niña como de diez años. Reinaldo se hizo el
encontradizo, y reuniéndosele, la abordó:
—Hoy se ha decidido usted a pasear largo.
—Sí. ¡Está tan sabrosa la tarde! Pensamos llegar hasta Cabo Blanco.
—Es lejos. Pero, de todos modos, es un bonito paseo.
Romelia preguntó a la niña:
—¿Quieres, Teresita?
La niña, roja de rubor, escondió la cabeza bajo el brazo de ella, riendo.
Romelia explicó:
—Es mi sobrina, hija de una hermana mía que vive aquí en Maiquetia.
Es mi compañera cuando Orosimbo está en Caracas. Aquí donde la ve, con
su carita de mosca muerta, no se puede imaginar lo tremenda que es,
señor…
—Reinaldo Solares…
—Ya lo había oído nombrar; pero no hallaba cómo decirle.
Y dulcificando la voz:
—Como no hemos sido presentados…
—Una buena amistad siempre comienza bien y a su hora.
—Es verdad—asintió amablemente. Luego, con un mohín de timidez—:
Pero…
Ahora se hacía la timorata. Sin duda le agradaba pensar que Reinaldo se
había atrevido a mucho; para ella esto debía de tener su voluptuosidad. A su
vez, Reinaldo se hizo el desentendido y cambió la conversación, movido
por un sentimiento de delicadeza: no quería que Teresita se diera cuenta de
la situación. Se dirigió a ella aniñándose:
—Teresita va a divertirse mucho. Cuando se oculte el sol empieza a
oírse el canto de las sirenas. ¿No las has visto nunca? Las sirenas son unas
mujeres muy bonitas que viven en el fondo del mar.
—¡Adiós, Coroto! Si en el fondo del mar no vive gente. Se ahogarían.
—Gente como tú y como nosotros no puede vivir; pero sí otra gente que
no se ahoga porque es inmortal. Vive en palacios de perlas y corales…
—¡Qué va! Acaso yo no sé.
Y Reinaldo se entretuvo buen espacio en este diálogo infantil que en
aquel momento le era singularmente grato. Romelia lo interrumpió,
diciendo:
—¡Ay Dios! Los muchachos son una diversión.
El observó con intención remota:
—Una diversión de la cual, desgraciadamente, nos fastidiamos muy
pronto. La vida nos estraga el gusto de las cosas puras y sencillas.
—Pues para que vea; a mí me gustan mucho los muchachos. Y desearía
no haber pasado nunca de esa edad. ¡Son tan felices! No se dan cuenta de
nada.
—Eso creemos nosotros; pero hay que ver cómo miran los niños;
¡tienen una manera de fijarse en las cosas! Seguramente las ven tales como
son; nosotros somos los verdaderos inconscientes.
De pronto, zafándose del brazo de Romelia, Teresita echó a correr por
la playa. Reinaldo enmudeció: aquel acto de la niña a raíz de sus palabras,
¿sería una simple coincidencia, un movimiento impulsivo de la
intranquilidad infantil o un acto producido por una secreta intuición de lo
que iba a suceder?
Romelia se quedó esperando sus palabras, y, atribuyendo a timidez su
silencio, sonrió con maligna complacencia la supuesta cortedad del galán
primerizo que, al hallarse a solas con ella, enmudecía asustado de sus
propias audacias, prometía a su sagaz instinto de amorosa futuras y
arrebatadoras vehemencias. Aquel joven era todo un buen mozo, tenía en el
rostro un signo inmancable: una nariz que sorbía el aire de una manera
provocativa y sensual que hacía pensar que tenía todo el aire olor de
voluptuosidad, y una boca… Tenía razón aquella amiga de su hermana—
que por cierto nada tenía de gazmoña—a quien oyera decir: “{Jesús, niña!
A ese joven no se le puede ver la cara sin pecar con el pensamiento. Parece
que la hubiera hecho el mismo diablo.”
Por su parte, Reinaldo pensaba que “era llegado el momento de
pronunciar las palabras decisivas”, cosa que parecía tener para él uña
trascendencia como seguramente no la tuvo para Dios el “hágase la luz”, y
en la inminencia de aquel supremo instante recogía toda su lucidez mental
para hacerse esta pregunta: “¿Soy perfectamente libre?”
Con estos mutuos pensamientos caminaron buen espacio sin verse las
caras y ya llegaban a una punta de la costa detrás de la cual había
desaparecido Teresita. Romelia arrebató con las impacientes miradas la
soledad del paraje; Reinaldo advirtió la insinuación y sintió que las ideas
que ya iban a convertirse en palabras, se le helaban súbitamente.
Y como en la alta presión de su atmósfera espiritual la brizna del
sencillo acontecimiento estaba ocasionada a inflamarse y a resplandecer
como una estrella, aquel vulgar entibiamiento del desencanto producido por
la evidente urgencia de la mujer, fue interpretado en estilo místico: una
negación de la “hora llegada”, un salto del destino por encima de su vida.
Era la influencia de lo subconsciente, el halo de pensamientos
inaferrables producidos por la distraída contemplación del paisaje marino.
En aquella actividad del mar, sin término ni confín, ¡ni un movimiento que
no fuera la inmensa inquietud de las ansias que se han quedado irrealizadas
dentro del colmo de las medidas!
Romelia murmuró, aburrida del silencio:
—¡El mar!
Y Reinaldo, con un vago acento de trasueño:
—¡Sí! ¡El mar! ¡El mismo mar de siempre!
—¡Guá! ¿Y cuál quiere usted que sea?
Reinaldo experimentó algo semejante a lo que siente el que, habiendo
reunido todas sus fuerzas para levantar un objeto que juzga de hierro
macizo, se encuentra con que es de cartón hueco. La supina estolidez de
aquella mujer se había escapado, toda entera, en aquellas palabras.
La vuelta de Teresita resolvió la embarazosa situación. Venía jadeante y
jubilosa, gritando:
—¡Tía Romelia! ¡Mira qué preciosidades! —y mostraba una porción de
piedras y caracoles que traía en el regazo.
Romelia entregóse a la contemplación de ellos, con mimosos
aspavientos de admiración. Teresita hizo que Reinaldo se acercase también
a admirar sus preciosidades. Puestos a complacer el deseo infantil, las
piedras y los caracoles iban pasando de las manos de Romelia a las manos
de Reinaldo, y esta inocente ocupación que él contemplaba con visible
agrado, los retuvo buen espacio, en absoluto olvido de sus mutuos
pensamientos. Al cabo, movidos por un idéntico impulso y a un tiempo
mismo, sus manos fueron a posarse sobre los cabellos de la niña. Los dedos
de Reinaldo quedaron sobre los de Romelia. Ella hizo el gesto reflejo de los
contactos voluptuosos v sin retirar la mano, buscó los ojos del joven; él
apartó la suya. súbitamente; ¡resultábale indecorosa aquella impensada
caricia sobre la inocente cabeza!
Romelia dijo, disimulando:
—¿Nos revolvemos, Teresita?
—Espérese. Déjeme coger unas conchas de erizo que hay por allí. Ya
vengo.
Ambos guardaron silencio, siguiendo con las miradas a la niña, que se
alejaba, dejándolos otra vez solos. Reinaldo volvió a entregarse a sus
cavilaciones, experimentando una desgana invencible del amor que se le
ofrecía fácil; su consustancial misoginismo le hacía arrepentirse de su
estúpida aventura. Entretanto. Romelia, con una visible impaciencia de las
frases de pasión que Reinaldo no quería pronunciar, clavaba en el mar las
miradas incitadoras que sublevaban su dignidad de varón. Luego,
convencida de la inutilidad de sus esfuerzos, haciendo un gesto de
despecho, gritó a Teresita:
—¡Vente, chica; es mejor que nos vayamos! —y en seguida, a media
voz—: ¡Ya esto fastidia!
Reinaldo tuvo un impulso de ira y acercándose a ella con súbita
decisión, comenzó a decirle, reticente y mordaz:
—¿Revolvernos? ¿No sería desaprovechar esta soledad tan discreta, este
apartamiento tan propicio?
Ella no comprendió, pero sí se dio cuenta de que empezaba a requerirla
de amores. Quiso entonces adoptar una actitud inabordable de honestidad,
pero no encontró las palabras apropiadas y al cabo de una corta vacilación,
en la cual, sin embargo, perdió mucho terreno ante el asedio de las miradas
de Reinaldo, dijo, enrojeciendo súbitamente:
—Es que ya va a ser de noche.
Fue una desgraciada ocurrencia que la traicionó y la entregó.
Reinaldo se enardeció más, como el combatiente ocasional a la vista de
la sangre derramada por sus manos, y exclamó, ya con la voz enronquecida
y casi sobre el rostro de ella:
—¡Tanto mejor! ¡Tanto mejor!
E inclinábase ya para estampar dos besos restallantes, como dos
bofetadas, sobre la boca de la mujer, en despique de lo que para él había
sido un ultraje a su dignidad de varón; pero, como si el caliente olor de
aquel rostro—en el cual un anhelo de emoción entreabría la boca carnosa y
tentadora, así como la plena madurez revienta la pulpa rezumante de las
frutas—hubiese clavado súbitamente un eficaz acicate en el moroso ijar de
su deseo, doblóse rendido también y apretó sus labios contra los de aquélla
en un beso largo y ardiente, su primer beso de amor.
***
Luego una pausa espiritual, una total ausencia del ángel. Al cabo, una
deplorable reacción.
El canto de las cosas se extendía sobre los árboles como una cúpula
sonora, el aire ardiente de la siesta vibraba sobre la tierra rojiza de los
cerros costeños. El taladro de una idea fija torturaba la mente de Reinaldo:
—¡Y esto era lo que había oculto en mí! ¡Esto era mi verdad! ¿Cómo ha
sido posible que yo estuviese engañándome a mí mismo tanto tiempo?
¡Estoy irremisiblemente perdido!
De pronto Teresita interrumpió, roja y jadeante, en la soledad de la
plaza. Traía un libro en las manos.
—Señor Solares. Aquí le manda mi tío el libro que usted le prestó.
—¿Tu tío? ¿De cuándo acá tienes tío?
La niña soltó la risa que contenía sujetándose el mentón.
—Es mi tía Romelia. Pero ella me dijo que si usted estaba acompañado
le dijera que era mi tío el que se lo manda. A mí me da risa porque yo no sé
qué tío será ése. Cosas de ella, que se la pasa inventando para que yo me
ría.
Reinaldo puso el libro sobre el banco y, cogiendo las manos de la niña,
la miró fijamente a los ojos.
—¡Jum! ¿Por qué me ve usted así? ¿Yo le debo algo?
—¡Quizás, Teresita! ¡Ojalá me equivoque! —y luego, soltándola—:
Mira: por allí acaban de caer unos almendrones. Ve a recogerlos.
La niña salió de estampía en dirección al sitio señalado. Reinaldo abrió
el libro y buscó entre las páginas. Dentro de ellas había una tira de papel
manuscrita que decía: “Orosimbo no viene hasta mañana.”
—¡Esta mujer no respeta nada! ¡Servirse así de esa criatura!
Teresita volvió diciendo:
—¡Embustero! No hay ningunos almendrones.
—Los habrán recogido.
—¡Sí, oh! Déme el libro, pues.
—¿Cuál?
—El que le va a mandar a ella. ¿Usted no sabe?
Y como Reinaldo volviera a clavar en sus ojos la mirada escrutadora:
—¡Ah, caramba! ¿Por qué me ve así? ¿Tengo algo en los ojos?
—No, Teresita. No tienes nada. Todavía no tienes nada.
La niña volvió el índice en ademán de advertencias:
—¡Jum, cuidado pues! Ustedes van a parar en locos.
—¿Quiénes?
—Tú y mi tía Romelia. ¿Acaso yo no sé?
—¿Qué sabes, Teresita? —y la voz de Reinaldo se quebró en un anhelo
angustioso.
—Que tú y mi tía son novios y se besan cuando están solos. Yo los he
visto. Yo los he visto.
Reinaldo sintió la subitánea impresión de los cataclismos mentales:
primero, un brusco aceleramiento de la vida interior, un torbellino de ideas
inaferrables, en seguida una violenta sumersión en una vorágine de
inconsciencia. Se levantó del banco y echó a andar como un autómata.
De aquella sumersión abismal su pensamiento salió, al cabo de un rato,
con un recuerdo de olvidadas impresiones: ¡Ay de aquel que escandalice a
un niño! Experimentó el fanático horror de las culpas que no tienen
remisión: el tremendo anatema del Cristo que había caído sobre su vida:
¡había corrompido a un niño! Representábase a Teresita perdiendo la
inocencia en el infantil atisbo de aquellas escenas de concupiscencia;
aquella prematura visión del pecado no se borraría jamás de la memoria de
la niña, cuya suerte estaba echada. ¡Y él había sido el corruptor de su alma!
¿Qué hacía el rayo de las tremendas iras divinas, que no acababa de caer
sobre su cabeza? De allí en adelante, ¡para toda su vida, estaba condenado a
llevar en el pensamiento el recuerdo de aquella cosa execrable!
Junio, 1919.
EL MAESTRO[31]
Había en la ciudad un hombre a quien todo el mundo conocía y celebraba;
llamábanlo el Maestro. Era un truhán desharrapado, gran bebedor y amigo
de exhibir a todo trance su trasnochada erudición. Arrastraba por plazas y
cantinas su bohemianismo nocharniego y en el día recogíase a dormir sus
borracheras en la caseta donde el vigilante de un paseo guardaba sus
herramientas, cerca de las jaulas de los tigres.
De las piltrafas destinadas a éstos reservábale el guarda algunos trozos,
que él guisaba en la tarde, cuando se levantaba, con abundante cantidad de
ajos, diciendo que para que no fuese de bofes y asaduras todo el mar olor
que aquello exhalaba. Y mientras engullía su pitanza, peroraba
invariablemente así:
—He aquí el tributo de la ciudad que me alimenta en este jardín, como
antaño hiciera Atenas con sus héroes en el Pritáneo. La Municipalidad me
sostiene lo mismo que a las fieras, porque ellas y yo desempeñamos una
idéntica función social, imprescindible para la ética colectiva: recordarle a
nuestros semejantes cuanto tienen de felinos y de simios.
Con esta sal prieta de cinismo y de erudición barata acababa el Maestro
de adobar sus manjares, y fue tan ponderado el humorismo que dieron en
ver en ello quienes lo escuchaban y presumían de zahoríes, que había gente
que subía todas las tardes a los jardines de la colina a presenciar el banquete
del cínico, alabar sus deliciosas paradojas y desmigajarse de risa con sus
crudos sarcasmos. Y aunque en realidad en las sátiras del Maestro el
humorismo remaba
como forzado en galeras, su regocijante fama se extendió por todas
partes, y llegó a decirse que en aquel burlón descreído y escéptico se
encarnaba el alma deliciosamente frívola de la ciudad, que siempre había
tenido un famoso epígrafe en despique de las calamidades de todo género
que lloviesen sobre ella.
Dicho y creído esto, la ciudad se sintió orgullosa de poseer tal
representativo. Mimábasele y agasajábasele en todas partes; tolerábase su
mordacidad y muchos erigieron en norma de la propia conducta su cinismo
y su. desdén por todo lo que fuese cosa digna de meditación y respeto.
Y era en los barrios habitados por la hez de la ciudad, en los corrillos
nocturnos de picaros y matones, donde el Maestro ejercía con mayor
imperio su grotesca hegemonía. Su parla enfática y llena de sabiduría de
relumbrón embobaba a los palurdos; su brutal mordacidad les halagaba el
grosero gusto; su absoluta amoralidad era para ellos una justificación y
consuelo que parecía pedirles el alma envilecida.
Pero una tarde, al descender de la colina, el Maestro sintió que el alma
se le llenaba de tristes presentimientos: algo flotaba sobre la ciudad que le
anunciaba que su grotesco reinado bamboleaba en sus cimientos.
Los últimos resplandores del crepúsculo se deshacían en suaves tintas
sobre los patinosos tejados; apenas quedaban algunas chispas de sol en las
torres y sobre las copas de los árboles. Las calles se veían solas y quietas, y
se sentía subir un beato silencio.
Algo grave debía de estar sucediendo allá; en la ciudad disipada y
burlona la vida parecía haberse retirado a las insondables profundidades
donde impera el ritmo solemne del universo invisible.
El Maestro atravesó las avenidas desiertas, encaminándose al centro de
la población. Allí también la soledad y el silencio. Las calles estaban
sembradas de pétalos de flores: en el aire flotaba un dulce olor de nardos y
todo tenía un sello de inusitada austeridad, de religioso recogimiento. Era el
alma de la ciudad que había surgido por fin, estampando en las cosas más
vulgares su inefable fisonomía.
El Maestro experimentó la angustia que produce la presencia del
misterio, pero hizo un esfuerzo supremo por librarse de aquella inquietante
presión de su propia vida interior y preguntó a un tullido que estaba en el
escaño de una puerta:
—¿Qué se ha hecho la gente de la ciudad?
—¡Qué! ¿No sabe usted? Todo el mundo se ha ido al cementerio a
enterrar al santo.
Y como por la abotagada faz del Maestro pasase un gesto de extrañeza,
el mendigo continuó:
—¿No sabe usted que ha muerto un justo? Dicen que era la misma
virtud. Mientras vivía parece que nadie se ocupara de él, pero al morir todo
el mundo ha sentido que lo llevaba dentro de su corazón. ¡Era de verse!
¡Era de verse! Hoy han sucedido cosas estupendas; se han oído palabras que
ya no se pronunciaban; ha hablado el dios mudo que cada uno lleva dentro
de sí mismo.
—Vaya, vaya, buen hombre. Usted debe ser presa de la fiebre: está
delirando. Quede usted con Dios. Es verdaderamente lamentable lo que me
ha referido. ¡Toda la ciudad! ¡Quién iba a decírmelo!
Y se alejó con la mueca del sarcasmo en los labios, monologando: “¡Un
homenaje a la virtud! Me habría gustado ver las caras de los ejecutores de la
justicia divina. Indudablemente el mundo se acerca a su fin; ya empiezan a
trastornarse las leyes naturales. ¿Quién iba a creer que la ciudad escéptica y
burlona cayera en la sandez de tomar algo por lo serio?”
En la noche lo vieron abandonar la ciudad. Un hombre que estaba a
orillas del camino gozando de la tibia dulzura de las sombras, le dijo al
reconocerlo:
—Maestro, ¿para dónde la lleva?
—Acaba usted de repetir en sabrosa jerga vernácula la evangélica
interpretación de Pedro—le respondió—. Y a fe mía que viene aquí de
perlas, pues me acontece algo muy semejante a lo que pasaba por el alma
del divino andarín:
abandono la ciudad porque mis discípulos me han traicionado: se han
vuelto personas formales.
Sucedía esto en un barrio donde el Maestro tenía sus mejores
admiradores. Garitos y mancebías arrojaban sobre la obscuridad del camino
la lumbre rojiza de sus sórdidos interiores; pero no se sentía esta vez la
típica animación de los lugares del vicio. No se oía el zumbido de los
garitos y de las cantinas, ni el desapacible canturreo de las mozas turbaba el
recogimiento de la noche. Seguramente hasta allí había llegado el
misterioso soplo que pasara sobre la ciudad, haciendo huir la vida al fondo
de las almas.
El Maestro proseguía su perorata:
—Ganas he tenido de sacudir el polvo de mis zapatos, a la manera de
los profetas bíblicos, así que hube traspuesto los términos de la ciudad, para
que sobre ellos recayesen, no las iras, porque no son, ciertamente, las
históricas lluvias de fuego el castigo que la necia ciudad merece, pero sí el
desdén y el sarcasmo de los dioses de la olímpica carcajada que saque a los
rostros de sus pobladores el resquemor de la vergüenza de la estupenda
sandez en que han incurrido.
Y, soltando una ruidosa risotada, prosiguió su camino.
—Ahí viene ése.
Oyó que alguien decía a un grupo instalado en medio de la carretera,
dentro del halo mortecino de un farol.
Componíanlo rufianes y truhanes de los que por allí merodeaban; una
moza en cuyo rostro soflamado por los coloretes quedaban restos de
frescura juvenil y una vieja de facha repelosa, mitad bruja, mitad celestina,
que miraba torvamente y llevaba sobre las espaldas, a manera de alforja de
sus pecados, una giba que armonizaba bien con el andar camelluno.
El Maestro los interpeló:
—¿Por ventura fueron ustedes del número de los que llevaron a
hombros la urna del santo?
—Sí. ¿Por qué? —contestó uno de los rufianes encarándosele.
—¡Bienaventurados los limpios de corazón! Ustedes verán a Dios,
porque han sido purificados.
—Mire, Maestro, no se juegue con estas cosas—atajó el hombre
ásperamente.
Y otro agregó con acento de franca hostilidad:
—Sí. Mejor es que se vaya con su música a otra parte. Hoy no estamos
para burlas.
El Maestro se quedó mirándolos buen espacio. Algo inusitado había en
aquellos rostros: una huella del alma, un destello de luz interior, algo que
parecía anunciar que una humanidad nueva estaba naciendo en ellos. Y el
Maestro volvió a sentir el sobresalto que produce la brusca aparición de lo
sobrenatural.
Se habían congregado allí a comentar el suceso. Hacía rato que no
hablaban, pero ninguno se atrevía a separarse del círculo que formaban,
como si una fuerza misteriosa los retuviese. Sentían que una vez que se
dispersaran cada uno volvería a su vida manchada y envilecida y
experimentaban un supersticioso temor de encontrarse a solas con sus
obras, fuera de aquel círculo donde habían pasado una hora pura,
comentado las virtudes del justo a quien llevaran, sobre los hombros, a
enterrar. Sabían que en torno de ellos rondaba el horror de sus existencias
abyectas y que al separarse unos de otros volverían a ser presa de las bestias
invisibles que habían alimentado con sus acciones y con sus pensamientos
en los sitios de disolución donde siempre vivieran. Era imposible librarse
definitivamente de la lógica que regía sus destinos; pero al menos querían
retardar el momento de la vuelta al camino trazado. Hablando de cosas
puras y hermosas habían visto un rayo de la lumbre espiritual que a ratos
brillaba sobre el mundo y querían prolongar el hechizo, seguros de que
jamás volvería a encenderse para ellos.
Con esta mezcla inefable de sentimientos que no habían experimentado
antes, cada cual cuidaba del silencio como de un frágil cristal que amenaza
romperse. Presentían que la primera palabra que alguno pronunciase
desvanecería el encanto y los arrojaría otra vez, definitivamente, al cieno
donde los retenía el lazo de las obras cumplidas. Por eso cuando oyeron la
voz del Maestro que se acercaba por el obscuro camino sintieron miedo.
Aquel hombre que se burlaba de todo venía a romper el encanto.
Molestos y apercibidos contra él, oyeron en silencio las sátiras que
destilaban los labios ponzoñosos. No sabían por qué, pero sentían que
comenzaban a odiar a aquel hombre que había ejercido sobre ellos una
dominación incontrastable.
De pronto un brazo se alzó en el aire y cayó, airado, sobre la boca del
humorista que acababa de proferir un sarcasmo atroz.
Fue la señal. Todos los brazos se levantaron movidos por un impulso
unánime, y el cuerpo del Maestro, tundido a golpes, molido a palos, se
desplomó sobre el camino.
Sorprendidos de su obra, los ejecutores de aquel inexplicable desagravio
la interrumpieron súbitamente y se miraron unos a otros, como si no se
conociesen. Luego uno formuló una interrogación que había en las miradas
llenas de asombro:
—¿Por qué hemos hecho esto?
Entonces se produjo un fenómeno misterioso comprendieron que habían
sido instrumentos ciegos de una fuerza avasalladora; en un instante de
honda vida interior sintieron la presencia del alma que acababa de resurgir
en ellos y asaltados por el miedo bestial ante aquel huésped de otro mundo
que se aposentara en sus corazones inopinadamente, pusiéronse en fuga.
Al fin se detuvieron. Tornaron a mirarse las caras demudadas por el
espanto, y uno exclamó:
—¿Y ahora cómo viviremos?
Nadie respondió. Cada cual presentía que su vida había sido
transformada; pero ya la luz interior se había extinguido y sólo veían
sombras dentro de sus almas.
Rompiendo el silencio, alguien preguntó, sin saber si lo deseaba o lo
temía:
—¿Habremos muerto al Maestro?
MANO CARLOS
II
LA OTRA EFIGENIA
Han transcurrido unos días. Un viajero que viene de Caracas se detiene
en la casa de Efigenia y habla con ella. —Bueno, comadre. Yo cumplí su
encargo. Pero francamente le digo que me ha pesao, porque aquellas
señoras tías suyas, en cuanto no más les dije a lo que iba me saltaron
encima, como unas macaureles. Y usté perdone la comparación.
A Juan Lorenzo le hizo mucha gracia y estuvo riendo largo rato.
—¡Como unas macaureles! ¡Ja, ja, ja!…
El hombre sonreía mirándolo tan regocijado.
—¡Ríete! Que ya vas a sabé tú pa qué naciste.
Efigenia sonreía también; pero su sonrisa era algo muerto sobre su
rostro alelado. Luego dijo, sin haber recogido todavía aquella sonrisa que se
le había quedado olvidada en la faz triste:
—¿Quiere decir que no están dispuestas a recibirme?
—Tanto como dispuestas no creo yo que puea decí; pero después que
me tupieron con sus desahogos contra usté y contra el difunto mi compae,
que en paz descanse, me dijeron que podía decirle a usté que qué iba a hacé;
que por lo visto ellas no tenían más misión en el mundo que estala
recogiendo a usté y a lo que usté quisiera llevarles pa su casa. Porque sin yo
estásela preguntando me soltaron toa la historia suya: que si su padre de
usté se enredó con una mujer que no era igual a él y la tuvo a usté por
trascorrales; que si un día se presentó caje de ellas con usté chiquitita,
porque se le había muerto la mujé ,y que ellas, como al fin y al cabo eran
las hermanas d’él y les dio lástima vela a usté desamparé, la recibieron y la
criaron como hija, pa que después usté y que les pagara too el cariño que le
tuvieron saliéndose de la casa con el zambo Carlos Jerónimo. Asina mismo
me lo dijeron.
Chupó el tabaco, haciéndolo girar entre los dedos, y concluyó:
—Francamente, son bien espesas las señoritas esas.
A lo que respondió Efigenia:
—En el fondo no son malas.
—Ya ve, lo que es en eso ni quito ni pongo. Lo que hago es decile lo
que me dijeron, sin ganale naa, pa que
mañana no tenga usté que haceme cargos por no habele hablao con
franqueza.
Guardó silencio. Efigenia lo miraba, con su mirada fija y distraída a la
vez de persona ausente de la realidad exterior. Cohibido, el hombre bajó la
suya, y luego, poniéndose de pies, dijo, sin ver la cara de Efigenia, con la
áspera voz enternecida:
—¿Quiere decí que usté está dispuesta a dirse pa Caracas?
—¿Qué voy a hacer?
—Bueno. Que le resulte bien, comae. Yo sentiré mucho perderla de
vista, porque la noche del velorio se lo juré al difunto que no la abandonaría
a usté y al muchacho; pero no es de mi incumbencia atravesame en su
voluntad. Y naa más tengo que decile, sino que si, en una comparación,
alguna vez necesita usté de mí no tiene sino que llámame.
Y ya en la puerta, despidiéndose:
—El mes que viene tengo viaje pa Caracas. Como usté y el chavalo no
pueen hacé el viaje a caballo, si usté quiere dirse conmigo, yo le hago
prepará una de las carretas pa que vaya más cómoda.
—Si usted quiere también hacerme ese favor.
—Es mi deber. Naa tiene que agradecerme.
Desde aquel día, Juan Lorenzo, ajeno al sufrimiento perennemente
pintado en el rostro de la madre, no hace sino anhelar por el viaje a la
capital y se ríe sabrosamente cuando piensa que va a conocer a las
macaureles, que sólo de este modo llamaba ya a las tías de su madre.
Por fin llegó el día de la partida. En una lluviosa madrugada salió de
Villa de Cura el convoy de carretas de Ramón Fuentes que hacía el tráfico
entre los pueblos más próximos del llano y Caracas. Iban cargadas de
quesos y de cueros de ganado, menos una en la cual, bajo un toldo formado
con el encerado y sobre colchones que amortiguaban los batacazos, se
colocaron Efigenia y su hijo.
Estuvo lloviznando casi toda la mañana. La marcha era lenta y
trabajosa. Los carreteros corrían continuamente a lo largo del convoy
acudiendo a sacar las carretas de los atolladeros o a ayudar a las muías a
repechar las cuestas resbaladizas. El tintineo de los arneses, el traqueteo de
las ruedas en los baches, el perenne caer de la llovizna lenta y menuda; el
dejo melancólico de los cantos de la tierra, a ratos en boca de los carreteros,
aumentaban la monotonía del camino. A mediodía levantó el tiempo y roto
el brumoso velo de la llovizna lució el verde tierno de los sembrados y el
suave azul de los montes lejanos. Luego comenzó a calentar el sol, con lo
cual se hizo más fuerte la pestilencia de los cueros que iban en las carretas.
Bajo el toldo de la última del convoy, caliente como un horno, Efigenia
y Juan Lorenzo, molidos por el traqueteo de la marcha, entontecidos por la
modorra, guardaban silencio. En pos de ellos iba Ramón Fuentes, en un
macho rucio. Durante las primeras horas del viaje había ido hablando con
Efigenia cosas de su negocio, cosas del camino; pero ahora callaba también,
bajo el peso del mediodía. De pronto dijo, dando curso a sus pensamientos:
—Comadre. ¿Y cuando Julián Camejo llegó proguntando por el
compadre, usté no cayó en malicia?
—No.
—¡Caramba! ¿Y usté no sabía que ellos tenían un pique viejo?
—Yo nunca supe nada de las cosas de Carlos Jerónimo.
—Sí. Ellos tenían un pique desde cuando Mano Carlos fue jefe civil de
la villa. Parece que el Julián Camejo ese tenía una mujercita y el compadre
se la enamoró.
Y después de una pausa:
—¡Caramba! Si usté cuando vio que Mano Carlos salió acomodándose
el revólver, se le atraviesa y no lo deja salir, quizá se evita la desgracia.
Efigenia lo miró largo espacio, y al cabo murmuró:
—Ya no era tiempo.
Nuevo silencio. Ramón Fuentes no se explicaba cómo Efigenia podía
hablar de aquello con tanta impasibilidad.
—¡Caramba! No me explico yo cómo un zoquete como Julián Camejo
haya podido pegase al compadre. ¡Un hombre como Mano Carlos, tan
defenso! ¡Ah, hombre macho y facultado que era el compadre! ¡Y pa que
vea! Vino a pegáselo un zoquete que era la sopa de too el mundo en La
Villa.
Efigenia oyó aquel bárbaro panegírico del marido como si se tratase de
persona extraña. ¡Estaba tan distante de participar, ni aun de comprender
aquella admiración del carretero!
Y sin embargo, aquel hombre de quien se trataba había sido su
compañero durante seis años, y, lo que era todavía más absurdo: ¡había sido
el amor de su corazón, la ilusión de su vida, durante algún tiempo! ¿Dónde
había estado ella, la verdadera Efigenia, durante todo ese tiempo? ¿Quién
había reemplazado a la ausente, a la verdadera Efigenia, a la que se crió en
la casa de las tías Cedeño, en Caracas, que tocaba el piano, por fantasía, la
Serenata de Schubert y cantaba con verdadero sentimiento romántico
aquello de “Volverán las obscuras golondrinas”, de Bécquer? ¿Cómo era
posible que fuesen la misma persona aquella muchacha sentimental de antes
y esta mujer embrutecida que venía ahora de La Villa, entre carreteros,. en
una carreta, con un hijo tenido de la unión con el zambo Carlos Jerónimo
Figuera, hombre rudo y brutal a quien asesinaron de un lanzazo en la puerta
de su casa por haber quitado la mujerzuela a otro?
Entretanto, Juan Lorenzo ha estado oyendo la conversación; pero
aunque sabe perfectamente de qué se trata tampoco se da cuenta cabal de la
situación. La muerte d:e su padre lo impresionó por su aparato trágico, pero
luego se convirtió para él en un hecho tan sencillo o tan sorprendente como
son para los niños todo los hechos. En realidad, para él nada había
cambiado en la vida: antes había en su casa un hombre que llenaba el
ámbito con sus intelecciones groseras y en las horas de buen humor se las
enseñaba a proferir a él; ahora ya no estaba; pero para él las cosas
esenciales seguían como antes: su pensamiento incansable, el espectáculo
del mundo siempre atravente, su pequeño cuerpo ávido de correr, saltar, su
risa siempre dispuesta a derramarse en carcaiadas…, y allá, en el término de
aquel viaje que por más aburrido que fuera nunca llegaría a fastidiarlo, unas
perspectiva nueva: Caracas, y en ella una cosa sumamente divertida: las tías
Cedeño, ¡bravas como macaureles! ¡Ya tenía maquinadas una buena
porción de travesuras para hacerlas rabiar!
Al atardecer el convoy se detuvo en una ranchería del camino. Ramón
Fuentes se ocupó en preparar cómodo alojamiento para Efigenia; los
carreteros despegaron las bestias y luego acudieron al trago en la pulpería,
dejando a la orilla del camino la hilera de carretas cargadas. Efigenia se
embelesó en la contemplación del plácido crepúsculo que doraba la jugosa
campiña aragueña.
Entretanto, Juan Lorenzo andaba por los corrales, conversando con unos
arrieros que lo conocían. Cacareaban las gallinas, subiéndose a las ramas de
un totumo; un arreo de burros se abrevaba plácidamente en torno al
estanque; las muías de Ramón Fuentes se refocilaban en el revolcadero; el
acre olor del estiércol saturaba el aire; cortando malojo en los pesebres,
unos arrieros cantaban un corrido aragüeño.
Tal espectáculo removía dentro del alma de Juan Lorenzo obscuras
afinidades, burdos anhelos de la sangre plebeya. Para expresarlos fue en
busca de Efigenia, y le dijo:
—Mamá: cuando yo esté grande, voy a ser arriero. ¿Sabes?
—Véalo, pues—dijo Ramón Fuentes—, cómo desde chiquito tiene
inclinación al trabajo. ¡Eso está bueno!
Contemplando la estrella de la tarde, Efigenia, la otra Efigenia, la que
cantaba antes la Serenata de Schubert, le pidió a Dios que no se realizara el
deseo del niño.
III
LAS MACAURELES
EL ESCULTOR INVISIBLE
VI
MANO JUAN
El escultor invisible que tallaba en el alma del niño los duros rasgos
paternos ha concluido ya su obra. Juan Lorenzo es ahora un muchacho
fornido, malcarado, de trato áspero y violento. Las riñas callejeras le han
endurecido hasta volverlo cruel; las costumbres plebeyas lo han convertido
en una criatura desagradable, ante quien su madre ha terminado por adoptar
la misma actitud medrosa que observaba con el comandante Figuera; le
apuntaba el bozo, está mudando la voz y ya tiene el gesto desfachatado y en
las maliciosas miradas la marca ruin de los torpes apetitos, de los vicios
precoces.
A pesar de las reprimendas de Antonia Cedeño—única que se atreve a
encarársele—, ha adquirido una fiera independencia y se pasa todo el día en
la calle. Ya no es útil para nada y sólo ocasiona disgustos y sobresaltos a la
familia: varias veces ha estado en la Policía, y una noche se presentó con el
paltó cortado por navajazos que le tirara un muchacho a quien poco antes
había aporreado.
En la parroquia su nombre de guerra es una voz de alarma: “¡Que viene
Mano Juan!”, y ya las madres están llamando a sus hijos, temerosas de que
se los maltrate por quítame allá esas pajas.
Entre la granujería camorrista de El Guarataro, la Cañada de Luzón,
Palo Grande, El Calvario, su personalidad era discutida y convertida en
bandera de discordias: “¡A que tú no te pegas con Mano Juan! —se le
responde siempre a las bravatas de los fanfarrones—. ¡Qué vas a agarrarte
tú con Mano Juan! ¡Con ése sí que se acabó el carbón!”
Y no pasa día sin que venga uno a decirle:
—Por allá por donde yo vivo hay uno que dice que tú y que le tienes
miedo.
Juan Lorenzo no respondía una palabra; pero ya era cosa sabida: no
pasaría mucho tiempo sin que el que tal dijese tuviera la nariz rota o un ojo
hinchado por los tremendos cabezazos que tan famoso lo habían hecho.
No era menester tampoco que viniesen a azuzarlo: bastaba con que
descubriese que en alguna parte había un guapo, así fuera de la cuerda de
otro barrio de la ciudad, para que él se encaminara en su busca y, en
topándolo, se le encaraba y le decía, de buenas a primeras:
—¿Tú y que eres el más guapo de por aquí?
—¡Guá, chico! ¡Yo no sé leé, pero me escriben! A mí todavía nadie me
ha pisao el petate.
—Pues mira que yo te lo puedo pisá„ Soy Mano Juan.
¿No me has oído nombrá? ¿Quieres echate una agarraíta conmigo?
A veces se iban en seguida a las manos; pero, generalmente, se daban
cita para un lugar solitario, fuera del poblado y en campo neutral, donde ni
hubiese el peligro de la Policía ni el singular combate degenerase en una
riña de cayapas a causa de la intervención de las respectivas cuerdas. Pero
cuando trascendía la noticia de estos desafíos, los amigos de ambos
contendores se trasladaban al sitio convenido para presenciar la pelea.
Juan Lorenzo solía presentarse vestido de limpio y con lo mejor de su
indumentaria, como para darle al acontecimiento toda la importancia que
para él tenía. Y como alguno de sus amigos le dijese:
—¡Vale! ¡Vienes como un papel de coge moscas!
El respondía, fanfarrón:
—¡Es que yo me enjoyo pa peleá!
Del sitio casi siempre regresaba vencedor, seguido de la turba de los
admiradores, que iban comentando a grandes voces su habilidad y destreza
de gran tirador de cabezazos. Fiero y ceñudo, vibrantes los músculos de la
cara por la contracción tetánica del maxilar, caminaba largos trechos
todavía con los puños apretados y el pecho hirviente de cólera. Un día,
después de una riña difícil y encarnizada que duró cerca de dos horas, cayó
en medio de la calle presa de un ataque de epilepsia, a consecuencia del
cual estuvo una semana en cama con un mareo constante y una absoluta
pérdida de voluntad.
De este modo, Juan Lorenzo acabó con todos los prestigios parroquiales
y llegó a ser, él solo, el guapo caraqueño, en torno de cuya fiera
personalidad se formó muy pronto una pintoresca leyenda. Eco de ella se
hacían especialmente los chicos que se iniciaban en la vida azarosa de las
cuerdas; en el calor de sus ponderaciones. Mano Juan aparecía con las
características del bandido generoso: protector de los débiles, amparo de los
pequeños, terror de los roncones, azote de las cayapas, pasmo de los
policías, de cuyas manos —decíase—había arrebatado muchas veces a los
muchachos que llevaban arrestados, así fuesen enemigos suyos; hazañas
éstas que principalmente fueron las que más simpatías le conquistaron en el
ámbito de la chiquillería sediciosa. En los juegos, todos querían ser
manojuanes, y hubo muchos que, para conocerlo, se aventuraron a
internarse en sus peligrosos dominios de la parroquia de San Juan.
Sólo de uno se sospechaba que podía rivalizar con él: Gregorio el
Maneto, un zambo de más edad y cuerpo que Juan Lorenzo, muchacho de
verdaderas averías, más malo que Guardajumo, capataz de una de las
cuerdas de El Teque, nombre que se le daba a un barrio de la parroquia de
Altagracia, donde tenían su feudo los más temidos facinerosos de Caracas.
Pero ambos habían hecho siempre buenas migas, porque el Maneto era hijo
de una antigua lavandera de las Cedeño y desde chicos habían sido vales
corridos, suerte de pacto de alianza contra la cual nada habían podido
insidias de sus respectivos secuaces, por mucho que vinieran azuzándolos.
—Ese es vale corrido mío—respondía siempre—. Nosotros no nos
tiramos.
Sin embargo, en el fondo de esta camaradería existía un mutuo recelo:
ambos se temían y se vigilaban, y ya esto era una semilla de odio que un día
u otro habría de reventar.
El curso de los acontecimientos dio lugar a ello muy pronto. Un día
fueron a decirle a Maneto:
—¿Tú sabes? Mano Juan como que se quiere volteá pa los patiquines.
Hace noches que están yendo a la plaza de los Capuchinos unos de la
cuerda del Capitolio, que le hacen muchas fiestas y él se las deja hacé.
Nombrarle al Maneto la cuerda del Capitolio era tocarle en lo más vivo
y vehemente de sus odios. Movido por los implacables instintos de su
sangre mulata, había jurado guerra sin tregua a los jovencitos de aquella
cuerda aristocrática que se reunían en los alrededores del Capitolio, y casi
todas las noches, a la cabeza de la horda de El Teque, los atacaba en sus
dominios, sin que todavía hubieran podido parársele una sola vez: tal era la
violenta pedrea con que les caía encima por sorpresa. Ahora venían a
decirle que Mano Juan, que al fin y al cabo era su rival, ¡hacía causa con
sus enemigos naturales! Y el Maneto respondió, con una sonrisa siniestra:
—¡Ah, malaya sea verdá! Eso va a sé su perdición.
VII
LA REBELIÓN
Era cierto. Y no sólo que. Juan Lorenzo recibía con agrado las visitas de
aquellos parlamentarios que le enviaba la cuerda del Capitolio para
ganárselo a partido, sino también que hubo noches que faltó al corrillo de la
plaza de Capuchinos para asistir a la del Capitolio.
Entre éstos había muchos jóvenes que conocían por propia experiencia
lo tremendo de los cabezazos de Mano Juan, no obstante lo cual lo
recibieron con grandes agasajos. El se dejó seducir y le cogió el gusto a las
tertulias de aquella granujería más refinada y hasta más audaz que tenía el
campo de sus fechorías en el corazón de la ciudad y era el azote de los
transeúntes y el brete de la Policía.
Frecuentándolo, sufrió la influencia del grupo que a la larga lo
descentraría de su medio natural, que era el pueblo, y adquirió compromisos
que modificaron su conducta. Las Cedeño se sorprendieron grandemente un
domingo como le viesen muy empeñado en sacar lustre a los zapatos y
dispuesto a ponerse el flux de casinete que ellas le habían regalado el día de
su santo y todavía no había querido estrenarse, receloso de que lo llamasen
patiquín de orilla sus desharrapados amigos.
Estos, cuando lo vieron con aquel flamante traje ominoso, decidieron
separarse de su amistad y camaradería, y, en efecto, cuando Juan Lorenzo,
en la noche, pasó por la plaza de Capuchinos, los que allí estaban se
dispersaron al verlo, con lo cual él comprendió que ya no eran amigos
suyos. Por su parte, el Maneto, sintiéndose fieramente dueño absoluto de
todas las voluntades agresivas de su cuerda, planea el golpe definitivo y
acecha la ocasión. Un día se le vio acompañado de su estado mayor,
recorriendo el campo que ya había escogido para el avance de piedras
decisivo, al cual desafiaría a la cuerda enemiga, sitio que era la Sabana del
Blanco. Tomaba posiciones, trazaba el plan de asalto, y en lugares
disimulados por mogotes hacían esconder buenas provisiones de guarataras.
Su mesnada le obedecía sin discutir sus órdenes, entusiasmada, fanatizada
por el rencoroso ardor en que hierve el caudillo.
No así Juan Lorenzo. En aquel grupo de jovencitos de familias
distinguidas y adineradas hay dos que son los que verdaderamente ejercen
el mando de la cuerda: los Arizaleta. Ellos son los que dan la orden de salir
a batir esta o aquella parroquia, y en las noches de paz ellos son quienes
ponen los juegos y dirigen el tema de la conversación Por tradición de
familia, los Arizaleta estaban acostumbrados a dominar en las agrupaciones
de que formaban parte. En la cuerda del Capitolio se les calificaba de
recalcitrantes.
Como todos los demás de aquel grupo, Juan Lorenzo se sometió al
dominio tácito de los Arizaleta, y aunque no se les escapaba que él era allí
una fuerza efectiva, especie de brazo armado que la cuerda tenía dispuesto a
esgrimir contra el enemigo natural que era el Maneto, cosa que le ponía en
verdaderos compromisos, pues no quería verse en el caso de pelear con
aquel compañero de la infancia, aceptaba que lo postergaran y hasta
prescindieran de él cuando no se trataba de repartir cabezazos o
entendérselas con agentes de Policía.
Sin embargo, a veces se le encrespa la índole levantisca y dominadora e
intenta imponer su voluntad; pero se discuten sus ideas, se rebaten sus
argumentos, se le acorrala con razones más elocuentes, se le aturde
haciéndole notar los disparates que sostiene, y entonces, reconociendo su
inferioridad, abochornado de la pobreza de su inteligencia, calla y se plega
a la voluntad autoritaria de los Arizaleta.
En estos momentos experimenta la nostalgia de su antiguo señorío de la
plaza de Capuchinos, donde no había quien le chistara, y echa de menos la
reunión de la plebe zafia y brutal, como un váquiro enjaulado la compañía
de la manada cerril; pero no es capaz de las resoluciones enérgicas; ni
imponerse ni liberarse. Algo le han echado allí dentro del alma que lo está
transformando y produciéndole sentimientos que él no podría discernir,
pero que le dejan en el ánimo un fondo turbio de inquietudes sin nombre, de
anhelos sin forma, de aspiraciones concretas, de áspera taciturnidad, de
tristeza de sí mismo.
Una noche dice uno de los Arizaleta, contemplando la fachada de la
Universidad:
—Dentro de dos meses estaremos nosotros ahí, estudiando Derecho.
Juan Lorenzo no sabe lo que es eso de estudiar Derecho, y lo pregunta
ingenuamente.
—¡Guá, chico! Lo que se estudia para ser abogado. Para defender
pleitos, ¿no sabes? Con esa profesión se gana mucha plata. Si no, que se lo
pregunten al viejo de nosotros, que con tres pleitos que defendió en
Barlovento se puso en las tres mejores haciendas de cacao de por allí. ¡A
hacienda por pleito!
La marejada de la ambición comienza a subir en el corazón de Juan
Lorenzo. Después de los Arizaleta, todos los de la cuerda han ido
exponiendo sus aspiraciones para el porvenir: uno va a trabajar en la casa de
comercio de su padre, que es de las más fuertes de Caracas; otro se propone
hacer un viaje a Europa; otro tira hacia la política, y asegura que llegará a
ministro, por lo menos, como su tío… Juan Lorenzo se pregunta
interiormente: “Y yo, ¿qué seré?” Pero no halla qué responderse, y la
marejada de la ambición sin propósitos concretos se le encrespa y le pone el
humor áspero y sombrío.
Otra noche faltan a la tertulia los Arizaleta porque hay baile en su casa.
Casi todos los compañeros han sido invitados. Juan Lorenzo va a verlo por
la barra.
El lujo de la casa lo deslumbra, el espectáculo de las mujeres
lujosamente aderezadas lo turba, la animación de sus postizos compañeros
que están en el baile le produce envidias que lo deprimen; pero todo se lo
hacen olvidar las miradas dulces y las ingenuas sonrisas que le dirige Mary,
la hermanita menor de los Arizaleta, que está sentada, junto a otra niñita, en
la ventana donde él forma barra.
La había conocido una de aquellas tardes. Iba con él Manuel Arizaleta y
entró en su casa a dejar los libros. Mary se asomó al portón. Era una
chiquita encantadora, de ocho o nueve años a lo más. Rubios crespos le
bailaban en torno al gracioso cuello; llevaba un traje color crema, con una
faldita muy corta con muchos pliegues y faralaes, que hizo pensar a Juan
Lorenzo que se parecía a un pollito. Mary, que ya sabía por su hermano
quién era él, le preguntó, candorosa e ingenua:
—¿Tú eres Mano Juan?
Lorenzo le había respondido, todo cortado:
—Así me llaman.
Y ella:
—A mí me dicen Mary; pero mi nombre es María Margarita.
Aquella tarde a Juan Lorenzo le había acontecido algo muy singular: se
había quedado viendo el crepúsculo, que tenía unos colores muy tiernos, de
oros pálidos, rosas suaves y dulcísimos azules, y no sabía por qué, pero le
recordaron a Mary.
Ahora ella le dice a su amiguita, en secreteos que Juan Lorenzo oye
claramente:
—Mira. Ese es Mano Juan.
Y sonríe, viéndolo con inocente picardía.
Cuando ella se quita de la ventana, Juan Lorenzo abandona la barra.
Calle abajo se va cavilando cosas gratas, cosas desapacibles, que le forman
en el alma una sola masa turbia de sentimientos melancólicos. A intervalos
experimenta oleadas de ternura hacia la niñita que lo admira y le sonríe
cariñosa; luego le pasan por el ánimo tufaradas de amargura, de tristeza de
sí mismo, de rabia insensata que él no sabe contra quiénes la siente.
De pronto, al doblar una esquina, se encuentra con el Maneto, que viene
con unos de su cuerda, seguramente de alguna fechoría:
—¡Guá, Mano Juan! ¡Qué caro te vendes ahora!
—¡Chico! Me vendo por el mismo precio.
—¡Jummm! ¿No me estarás queriendo ganá mucho?
Y lo mira de pies a cabeza con aire insolente.
—¿Qué me quieres decí con eso?
—Que como tú ahora andas reuniéndote con la crema, se me figura que
debes creé que estás montao al aire.
—¿Y a ti qué te importa?
—No es que me importe; es que me da risa.
Pero como advirtiese que Juan Lorenzo, movido por un reflejo
maquinal, con un golpe eficaz y rápido del índice se había echado hacia
atrás el sombrero, lo que anunciaba que estaba presto a disparar el célebre
cabezazo volado con que se abría siempre en pelea, agregó, tratando de
coger algo del veneno de sus insidias:
—Yo no comprendo, valecito, cómo un muchacho tan completo y tan
macho como tú se pué encurruñá con esos patiquines que no paran ni
papelón.
Juan Lorenzo se ablandó al halago, y el turbio despecho de sí mismo,
que ya lo traía propenso, estuvo a punto de salírsele en una explicación de
la conducta que le vituperaba el Maneto y que en aquel momento valía por
su arrepentimiento de haberse alejado de su medio natural que era el
pueblo; pero su interlocutor, que ya se había preparado y cambiado con los
suyos una mirada inteligente, volvió al terreno de las provocaciones:
—¡Busca tu cuerda, chico! Ca uno debe andá con los suyos y no está
echándosela de que pué mirá más arriba de sus ojos. Esos patiquines te
quedan grandes. Sapo no vuela ni que gavilán lo eleve.
La injuria era de las que debe despachurrar sobre la boca del que las
profiere; pero Juan Lorenzo vaciló y perdió tiempo, por primera vez en su
vida.
Viéndolo tan indeciso y turbado, el Maneto lo atribuyó a miedo, y cargó
resuelto:
—Acuérdate del dicho: Cuando un blanco se encuentra de un negro en
la compañía…
—Eso es contigo.
—¡Y contigo, valecito! ¿Qué te estás pensando tú? ¿Tú crees que todos
no sabemos quién eres tú?
Juan Lorenzo tuvo una nueva debilidad:
—¿Quién soy yo? ¿Qué saben ustedes?
Y el otro, manoteándole en la cara:
—En tu casa hacen dulces, como en la mía, y tú los sacabas a vendé a la
calle, como yo. Bastantes quesadillas te compré. Y, últimamente, tu familia
no es mejor que la mía.
—No te metas con mi familia, porque no te lo aguanto.
—¡Que no me lo aguantas! ¿Tú quieres que te hable más claro? Tu taita
no era sino un cantador de canciones de El Empedrado.
Juan Lorenzo sintió en el rostro como si lo picasen avispas. Su historia
estaba en boca de aquellos muchachos de la calle, rodando por la calle, y
aleo que no era miedo pero que era más poderoso v abrumador que el
miedo, detuvo el impulso que iba a lanzarlo contra el Maneto.
Este seguía diciendo, envalentonado y con la mala sangre hirviente de
odio:
—;.Qué vas a hacé? Zúmbame pa que te saques tu lotería. Si hace días
que yo andaba buscándote para decite too esto. Y más te digo: tu mamá…
Pero no concluyó la frase, porque Juan Lorenzo se le arrojó encima,
lívido de cólera y de dolor, y sujetándole por las muñecas le descargó dos
tremendos cabezazos que le imposibilitaron para defenderse.
Aturdido, gemía cobarde el zambo:
—¡No me tires más, valecito!
Juan Lorenzo lo soltó con un gesto de asco. Y encarándose con los
compañeros del Maneto:
—¡Sálganme ahora ustedes uno a uno!
—No, Mano Juan. Nosotros no nos metemos contigo.
Viéndoles las caras lívidas de miedo, Juan Lorenzo les volvió la
espalda, diciéndoles:
—Eso es lo que son ustedes. ¡Cobardes! ¡Faramalleros! Y fue así como
Juan Lorenzo Figuera, el hijo de Mano Carlos, que era un hombre de la
plebe, rompiendo con el Maneto, se rebeló contra su casta.
Caracas, 1922.
LOS INMIGRANTES[33]
II
III
Un buen día, al terminar el inventario anual, vio que tenía ya una suma
apreciable de riqueza adquirida y pensó que era tiempo de regresar a su
tierra. Anunció que estaba dispuesto a vender el negocio y participó a sus
empleados su determinación.
En la tarde, a la hora de cerrar, cuando ya se habían ido todos los
dependientes del detal, notando Abraham que Domitila, la encargada del
taller de sombreros, no había salido todavía, pasó al interior de la tienda,
llamándola:
—Criatura. ¿Usted se va a quedar a dormir aquí?
La mujer, que estaba de codos frente a su mesa de trabajo, con la cara
hundida entre las manos y como absorta en sus pensamientos, se levantó
sorprendida por la voz de Abraham, y como éste notase su aire
apesadumbrado y le preguntara afectuoso:
—¿Qué le pasa, Domitila? Está usted triste.
—¡Qué ha de pasarme! Que estoy obstinada de la vida.
Y parándose frente al espejo del taller comenzó a arreglarse el peinado.
Ya la tienda estaba cerrada y sólo quedaban dentro Abraham y
Domitila. Aquél la contemplaba en silencio; ella dándole la espalda lo
miraba con disimulo por el espejo.
Era una muchacha buena moza, que se vestía bien y hasta con alguna
elegancia, en lo cual invertía casi todo el sueldo que ganaba en “La Bonita”.
Abraham la distinguía entre todas sus empleadas por la discreción y la
inteligencia con que desempeñaba su trabajo; pero nunca le había sucedido,
como ahora le acontecía, detenerse a mirarla como a una mujer. Ocupado
siempre con el pensamiento del negocio ni había podido fijarse en el juego
de sus seducciones que hacía algún tiempo venía desplegando Domitila en
torno suyo, esmerándose en el trabajo, excediéndose en agradarlo,
rodeándolo de atenciones y solicitudes por las cuales sus compañeras de
taller la llamaban adulanta; pero nunca se le había ocurrido a Abraham
pensar que aquello fuese inspirado por algo más que por el deseo de
conservar el puesto de la casa y lograr aumento de sueldo. Ahora todo
aquello adquiría para él un sentido claro y preciso, al mismo tiempo que se
abría paso en su corazón, inconfundible, un sentimiento que hasta entonces
ignoraba que existiese en él.
Lo expresó sin ambages:
—Domitila. ¡Usted me gusta, criatura!
Pasada la sorpresa que tales palabras le causaron, la mujer rió y dijo:
—Tarde piaste.
—¿Qué quiere decir con eso, mujer?
—Que ya no es tiempo porque usted se va para su tierra.
—Si tú quieres no me voy.
—¡Guá! Eso es cosa suya.
Y volvió a reir, arreglándose todavía el peinado.
—Pues ya está resuelto. No vendo el negocio. Me quedo.
Y la unión quedó concertada aquella misma noche. Abraham prometió
que se casaría al cabo de un mes. Domitila, que quería desempeñar con toda
corrección su papel de novia, abandonaría su empleo en el taller.
Entretanto, éste sería reformado e instalado a todo lujo, porque si había de
seguir siendo modista, Domitila no quería serlo sino en grande, para
clientela aristocrática, cosa que a Abraham le pareció razonable y ventajosa.
Durante el noviazgo fueron apareciendo los parientes de Domitila: dos
hermanos, un tío, un primo, finalmente. Todos eran pobres y se
manifestaban tan deseosos de hacer dinero por medio del trabajo y tanto
demostraron estar orgullosos de que Abraham fuese a entrar en la familia,
que éste, por darle a Domitila una muestra de afecto, les suministró dinero
para que se establecieran, cada cual en el ramo que decía que era su oficio.
Uno de los hermanos puso una zapatería en La Guaira, donde vivía; el otro
una barbería lujosamente montada en uno de los sitios más céntricos de
Caracas; el tío abrió un portal en el mercado; el primo, finalmente, obtuvo
una suma para irse al Llano a comerciar en ganados.
No volvió ni se supo más de él. El zapatero se presentó en quiebra, la
cual resultó fraudulenta, envolviendo a Abraham en nuevos compromisos
con el comercio de la capital por fianzas que le prestara; el de la barbería no
cumplía los suyos y se daba una vida regalada, descaradamente, y el tío
botaba cuanto ganaba en la semanas en las borracheras que cogía los
domingos.
Al fin comprendió Abraham que se habían confabulado para estafarlo y
aunque no había esperanzas de recuperar lo perdido no quiso hacer el papel
de tonto y les echó a la cara su mala fe en cartas donde los llamaba
tramposos. Indignáronse ellos y le respondieron cubriéndole de
improperios, estando todos de acuerdo en afirmar que, si bien se miraba, el
dinero de Abraham les pertenecía de todo derecho, pues era dinero
venezolano, ganado en el país, y que el ladrón era un turco, el perro judío,
que se había enriquecido
exprimiendo al pueblo, mientras ellos, los criollos, las eternas víctimas
del extranjero, no salían de la miseria.
—Domitila, como lo supiera, aprovechó la coyuntura para romper con
aquellos parientes que la avergonzaban con sus bajos oficios y su condición
plebeya, y que, de seguir tratándolos, iban a ser un obstáculo a los nuevos
proyectos que estaban rebullendo en su cabeza.
Era el caso que ya no quería seguir siendo modista. Su trabajo al frente
del taller de modas de “La Bonita” y el impulso que su carácter audaz y
emprendedor había sabido imprimir a la marcha de los negocios, segura y
firme, pero un poco lenta en las manos de Abraham, que no era comerciante
de grandes vuelos, habían hecho en poco tiempo de la antigua tienda
modesta uno de los primeros establecimientos del ramo, frecuentado por la
gente de dinero y de buen tono; pero Abraham era rico y era tiempo de que
ella entrase a disfrutar de aquel bienestar, de manera más cónsona con sus
aspiraciones. Siempre había pensado, aun cuando era la humilde y pobre
empleada a sueldo en la tienda del turco, que ella no había nacido para
llevar vida obscura y mezquina, sino para figurar en las alturas, para brillar
en la sociedad. Por otra parte, ya sus hijos estaban creciendo y ella quería
que se acostumbrasen desde pequeños a la buena vida, en esfera de
comodidad y de distinción. Confundiendo la vanidad con el amor maternal,
se proponía introducirlos en la aristocracia por el camino de la ostentación
de la riqueza. Un día, como Abraham dijera que ya Samuelito estaba en la
edad de trabajar, iba a emplearlo en “La Bonita”, para que fuese
aprendiendo, ella atajó, inflada de soberbia:
—¡Mi hijo tendero! ¡Qué mano!
Y el hombre tuvo que desistir de la idea. Poco después tuvo que
prescindir de la colaboración de Domitila, cosa que hizo con gusto pues
reconocía que ella tenía bastante trabajo con el cuidado y la educación de
las criaturas.
Pero Domitila no era mujer fácilmente contentadiza y cuando se le
metía un propósito en la cabeza no estaba tranquila hasta que no lo veía
plenamente realizado. Antojárasele que ella debía vivir en parroquia
aristocrática, frente a la plaza de Altagracia que reputaba ser el centro de la
distinción y del dinero, y Abraham, para complacerla en todo, compró allí
una casa y la montó con lujo y esplendidez, gastando en ello crecidas sumas
de las cuales no pudo separarse sin dolor.
Instalada en su nueva casa, en medio de un vecindario aristocrático,
puso manos a la obra de adquirir relaciones. Un instinto certero y la
experiencia de casos semejantes la guiaron en los pasos que había que dar
para introducirse en aquella esfera. Lo primero ofrecerse ai vecindario y
esperar a que las señoras del alto mundo de la cuadra viniesen a hacerla la
visita de costumbre. Era apenas todo lo que necesitaba para vencer las
primeras resistencias del orgullo. Bien sabía ella que al principio la
tragarían pero no la mascarían; pero todo era saber ir introduciéndose poco
a poco. No era el primer caso.
En efecto, las primeras visitas que recibió fueron tardías y de puro
cumplimiento. Orgullosas señoras fueron a visitarla escogiendo las horas
del mediodía, con lo cual entendían establecer una diferencia de
tratamiento; pero Domitila no se dio por enterada y se valió de sus
habilidades. A una de aquellas señoras, la de más alto rango, la detuvo
amablemente hasta la hora de abrir las ventanas, a fin de que los transeúntes
y el vecindario se enterasen de que la visitaba. La estratagema dio sus
resultados: puesto que aquella escrupulosa dama no se desdeñaba de
visitarla a la vista de todo el mundo, la amistad de Domitila podía ser
aceptada y correspondida, y las más reacias fueron llegando de una manera
más ostensible. El primer paso estaba dado.
Luego fueron las invitaciones a los niños de la cuadra, a las fiestas
dadas para celebrar el santo de Sarita. Se presentaba la sirvienta en las casas
del vecindario.
—Que manda decirle misia Domitila que cómo están por aquí y que hoy
es el santo de Sarita y quiere que le mande a los niñitos a la piñata. Que no
deje de mandarlos.
Y los niñitos de la aristocracia iban a la piñata de Sarita.
De este modo la familia de Domitila se fué introduciendo en el gran
mundo, furtivamente, por sorpresa al principio y luego al amparo de una
tolerancia benévola a la cual no le faltaban buenas justificaciones: era
meritorio levantarse de un origen obscuro a esfuerzos propios. Y aunque
todavía no era acogida sino en una penumbra de tolerancia y a títulos de
vecina, ya vendría lo demás. Todo era proponérselo.
VI
VII
VIII
Del mismo modo, allá en uno de los pueblos aragüeños, Giácomo, el hijo de
musiú Domingo, nada iba sacando de las características de éste.
Tan botarate, como amasador de dinero el padre; tan amigo de ocios y
parrandas, como tesonero en el trabajo el padre, era Giácomo un simpático
mozo que parecía unido a su medio por profundas raíces ancestrales.
Gallero, coleador de novillos y gran aficionado a joropos, nadie más
popular y querido que él en todos los valles de Aragua, donde se decía,
como para elogiarlo, que era venezolano neto, criollo purito, aunque fuesen
italianos el padre y la madre.
No obstante, musiú Domingo estaba satisfecho de tal hijo, le encontraba
condiciones y con el conocimiento que había adquirido del medio donde
viviera por más de veinte años, pensaba, complacido, que Giácomo sería
persona en el país y lo dejaba formarse libremente.
Verdad era que lo amaba mucho y no sabía oponerse a sus gustos e
inclinaciones. Para que coleara a sus anchas le había regalado el mejor
caballo de sus potreros; para que tuviese la mejor cuerda de gallos le daba
cuanto le pedía y para que compusiera joropos y golpes aragüeños le había
dado, con ..su sangre italiana, la disposición musical.
Y como no tenía más hijos, ni le quedaban parientes en el mundo
después que se le murió la mujer, le fue dando, a puñados, toda la fortuna
que había logrado amasar en Venezuela, y a medida que así la iba
perdiendo decía, fatalista y jovial:
—¡Tierrita brava! ¡Tierrita brava! ¡Tu me la diste, tú me la quitas!
IX
Siguieron pasando los años. Ya han pasado muchos. Musiú Domingo está
viejo; Abraham está, además, pobre.
Un día el azar los reúne en uno de los paseos de Caracas No se conocen,
pero cruzan un saludo al sentarse a la vez en un mismo banco.
—¿Es usted del país?
—No, señor. Pero como si lo fuera. Soy de Italia, de un pueblo de
Calabria, pero tengo más de treinta años en Venezuela, me gusta esta tierra
y puedo decir que soy venezolano.
—Yo también vine al país hace muchos años—dijo Abraham con el
acento de las tristezas consoladas.
—¿Y cómo lo ha tratado la tierra brava?
—A mí, muy mal.
—Pero se ha quedado en ella.
—No solamente me he quedado sino que he vuelto. ¡Qué sé yo lo que
tiene esta tierra; pero la cosa es que trata mal y sin embargo agarra!
—Que se hace querer.
—Aquí trabajó uno y aquí sufrió uno…
Y Abraham cuenta sus tristezas, primero, y luego, sus consolaciones: el
bienestar perdido, el desamor de la familia, la repatriación desesperada, la
soledad y el aislamiento en el país natal, donde nadie ya lo conocía, como
un extranjero entre los suyos… Vivía triste, echando de menos a la patria
adoptiva, que, sin embargo, había sido cruel y dura con él… ¡Erró después
por otros países de la tierra, pero en ninguna parte pudo aplacar su ansia de
volver a ésta, donde había dejado a sus hijos, que, a pesar de todo, eran sus
hijos! Regresó a terminar en ella sus tristes días. Llegó, como la primera
vez, pobre. Un paisano suyo le dio un paquete de medias para que ganase
algo vendiéndolas por las calles… Otra vez el duro ambular de puerta en
puerta. Pero no se comienza dos veces, y ya porque la fortuna no quisiera
ayudarlo más o porque ya él no tenía ni fe ni fuerzas, lo cierto era que
vagaba inútilmente por las calles sin encontrar quién quisiese comprarle la
mercancía. Un día se tropezó con su mujer, con la que tanto lo hizo sufrir
con sus desprecios. El quiso seguir de largo, haciéndose el distraído; pero la
mujer lo detuvo, le habló con cariño, le contó su vida, que también había
sido triste: Samuel la había abandonado; Sara dio por fin un mal paso, y ella
había tenido que poner un taller de costura para ganarse el sustento. Ahora
le iba bien. Además, Sarita, que se había casado con el hombre con quien se
fugó, que tenía dinero, le mandó una suma de regalo y ella compró una
casita… Andando, mientras hablaban, llegaron a la casa y Domitila le dijo:
“Entra.” El entró olvidado de lo pasado. Allí vivía unido de nuevo a su
mujer, que ahora era con él buena y cariñosa, y viéndolo viejo y enfermo no
quería que trabajase. Sarita, que siempre preguntaba por él en sus cartas a la
madre, al saber que había vuelto, escribió que vendría con su marido a
verlo, cuando pasase el invierno. Vivía en San Fernando, donde el marido
tenía hatos y casa de comercio. Un hombre del país, un criollo que se había
metido en una revolución y después fue Jefe Civil de San Fernando y ahora
vivía de su trabajo, con plata bastante…, un tal Giácomo Albano.
—¡Ese es mi hijo! ¡Giácomo! ¡Venezolano neto! ¡Criollo puro! ¡Un
palo de hombre! Como dicen aquí.
Y musiú Domingo se enternecía hasta las lágrimas al hablar del hijo.
Ya obscurecía cuando abandonaron el banco del paseo. Estaban viejos,
se arrastraban penosamente por los caminos de la tierra, de aquella tierra
que había sido dura y cruel con ellos, pero allá en el corazón del país,
sangre de su sangre corría, transformada, vigorosa y fecunda por los cauces
infinitos de la vida.
Abraham, el del Líbano; Domenico, el calabrés. la tierra ajena les barrió
del corazón el amor a la propia y Ies quitó los hijos que ellos le dieron…
Ya obscurecía. Ya no se veían las caras…