Retiro Foyer Febrero 2024

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Retiro en el Foyer de Charité


2 al 4 de febrero de 2024

1. La confianza

Confianza (heb. hatah, gr. hasah) = apoyarse, refugiarse, acogerse para


perseverar en medio de las pruebas y esperar llegar a la meta

a. Confianza y fe en Dios.

Para discernir el bien del mal (Gén 2,17)


Escoger entre dos sabidurías, fiarse de la de Dios y renunciar a poner la
confianza en el propio sentir (Prov 3,5);
Fiarse de la omnipotencia del Creador (Gén 1,1; Sal 115, 3.15);
Fiarse de una criatura es fiarse de la mentira (Gén 3,4ss; Jn 8,44; Ap 12,9);
Abraham, que confió hasta el sacrificio (Gén 22,8-14; Heb 11,17)
Israel no se fía del todopoderoso (Dt 32,6.10ss);
Desconfianza en el desierto (Éx 16,3
Es vano apoyarse en la riqueza (Prov 11,28; Sal 49, 7s),
En la violencia (Sal 62,11),
En los príncipes (Sal 118,8s; 146,3);
Insensato es quien que se fía de su propio parecer (Prov 28,26).
Jesús recuerda la necesidad de una confianza absoluta (Mt 6,24-34);
No confiar en nuestra propia justicia (Lc 18,9.14),
buscar la del reino (Mt 5,20; 6,33), que viene de solo Dios y sólo es
accesible a la fe (Flp 3,4-9).
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2 al 4 de febrero de 2024

b. Confianza y oración humilde.

La confianza en Dios es fuerte cuanto es más humilde.


No desconocer el mal (Mt 4,8s; IJn 5,19
Reconocer la omnipotencia y la misericordia del Creador (1Tim 2,4)
Hacernos hijos en el Hijo (Ef 1,3ss).
Confianza de Judit (Jdt 8,11-17; 13, 19); (9,11)
la confianza y la humildad son, en efecto, inseparables.
Oración de los pobres que tienen el corazón seguro en Dios (Dan 13,35).
Del fondo del abismo (Sal 130,1)
El Señor piensa en mí, pobre y desgraciado" (Sal 40,18):
"en tu amor confío" (13,6);
"al que confía en Yahveh, le ciñe la gracia" (32,10);
"dichoso el que se refugia en él)) (2,12).
Salmo 131 expresión de esta humilde confianza
Abrirse como niños al don de Dios (Mc 10,15);
La oración al Padre está segura de obtener todo (Lc 11,9-13 p);
Por ella obtiene el pecador la justificación y la salvación (Lc 7,50; 18,13s):
El hombre recobra su poder sobre la creación (Mc 11,22ss; cf. Sab 16,24).
Confianza ante la burla (Mt 27,43; cf. Sab 2,18) (Lc 23,46).

c. Confianza y gozosa seguridad.

El discípulo confía en la gracia (Act 20,32; 2Tes 3,3s; Flp 1,6; ICor 1,7ss).
Aun en las horas de crisis (Gál 5,10),
Seguridad anunciar con libertad (parresía) la Palabra (ITes 2,2; Act 28,31).
La confianza se obtiene por la oración (Act 4,24-31).
Condición de la fidelidad (Heb 3,14)
Da a los testigos de Cristo una seguridad gozosa y valiente (3,6);
Acceso al trono de la gracia (4,16),
Nada nos separará del amor de Dios (Rom 8,38s)
El Señor nos los hace valientes y constantes en la prueba (Rom 5,1-5),
Todo contribuye para nuestro bien (Rom 8,28).
La confianza es condición de la fidelidad
El amor es prueba la fidelidad perseverante (Jn 15,10)
Los fieles estarán seguros en día del juicio(1Jn 2,28; 4,16ss).
Su tristeza presente se cambiará en gozo (Jn 16,20ss; 17,13).
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2. La infancia

a. En el Antiguo Testamento

Los hijos son una bendición


Gen. 15, 5; 16, 10; 22, 17; 26, 4; Salmo 127, 3-5; 128, 3; Prov. 17, 6
A los niños les falta madurez
Prov. 13,24; 22, 15; 23, 1314; Is 3, 4, 12; Ecl. 10, 16.
Dios protege a los huérfanos
Éx 22,21ss; Sal 68, 6
Manifiesta su ternura paterna
Os 11,1-4
Los niños y pequeños alaban a Dios
Sal 8,2s

b. Jesús y los niños

Recién nacido en el pesebre Lc 2,12


Presentado en el templo Lc 2, 27
Nazaret Lc 2,43-51
Los bendice Mc 10,16
Les promete el Reino Mt 19,14; Mc 10,15
Hay que ser como ellos Mt 18,3; Jn 3,5
Hacerse pequeño Mt 18,4
“Pequeño” y “discípulo” Mt 10,42 y Mc 9,41
Bienaventuranza Mt 18,5; 25,40
¡Ay con dañarlos! Mt 18,6.10

c. La infancia en la literatura

"Mi vida fue de día y en enero, al aire libre, bajo un sol redondo, encendido
en la sombra... El murmullo era el sonido de aquel piano y un pequeño
carnaval como trasfondo y andábamos corriendo por el fondo con una
mandarina en cada mano. ¿Qué más puedo pedirle a la alegría, si la vida era
una vuelta a la manzana y nadie estaba muerto todavía?”
Autor desconocido
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Infancia

Llueve
y al árbol le pesan sus hojas,
a los rosales sus rosas.
Llueve
y el jardín huele a infancia,
a cercanía de todos los milagros,
a ausencia de todas las memorias.
Hugo Mujica

Retrato (fragmento)

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla


y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
Y cuando llegue el día del último viaje
y esté a partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.
Antonio Machado

3. La pequeña Teresa

a. Breve biografía

María Francisca Teresa Martin Guérin nació en Alençon (Francia) el 2 de


enero de 1873.
Sus padres fueron los santos Luis Martin y Celia Guérin.
Fue la última de nueve hijos de los que sobrevivieron cinco hijas: María,
Paulina, Leonia, Celina y Teresa.
1877: Muere su madre
1878: La familia se trasladó a Lisieux.
1882: Paulina ingresa en el Carmelo
1883: Enfermedad de los escrúpulos.
1884: Primera comunión
1886: Gracia de Nochebuena
1888: El 9 de abril entra en el Carmelo
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1896; En la Pascua comienza a manifestarse la tuberculosis. Durante 8 meses


vive la llamada “noche de la fe”.
1897: Murió el 30 de septiembre.
1923: Beatificada el 29 de abril (Pío XI)
1925: Canonizada el 17 de mayo (Pío XI)
1997: Doctora de la Iglesia (S. Juan Pablo II)
Su fiesta se celebra el 1 de octubre.

b. Fuentes de su espiritualidad

Lee con profundidad los evangelios y al profeta Isaías.


Los escritos de San Juan de la Cruz la ayudan a profundizar en el camino del
amor.

c. Aspectos destacados de su vida

- Amistad y acompañamiento a través de cartas con dos sacerdotes


misioneros: los padres Roulland y Belliere.
- En una época en que muchos creyentes se ofrecían como víctimas de la ira
de Dios, Teresa se ofrece a su Amor Misericordioso.
- Experiencia del amor incondicional y gratuito de Dios, sintiéndose
llamada a vivir en el agradecimiento y abandono confiado de un niño en
brazos de su madre.

d. Doctrina

- Valor de las más pequeñas obras realizadas por amor en los más mínimos
detalles.
- Busca y descubre que su vocación en la Iglesia es el amor.
- Vive con sencillez, sin hechos extraordinarios, sin éxtasis ni milagros,
- Conoce la aridez en la oración y las incomprensiones.
- No perdió su serena alegría y una paz que cada vez colmaban más su
corazón.

e. Escritos

Cartas, Poemas, obras de teatro, Oraciones, Frases dichas en su enfermedad y


la Historia de un alma.
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4. Exhortación Apostólica C’est la confiance del Papa Francisco sobre la


confianza en el amor misericordioso de Dios con motivo del 150.º aniversario
del nacimiento de Santa Teresa del Niño Jesús y de la santa faz. 15 de octubre
de 2023.

1. Jesús para los demás


Alma misionera
La gracia que nos libera de la autorreferencialidad
2. El caminito de la confianza y del amor
Más allá de todo mérito
El abandono cotidiano
Un fuego en medio de la noche
Una firmísima esperanza
3. Seré el amor
La caridad como trato personal de amor
El amor más grande en la mayor sencillez
En el corazón de la Iglesia
Lluvia de rosas
4. En el corazón del Evangelio
La doctora de la síntesis

“Santa Teresita ha sabido vivir y dar testimonio de esa «infancia espiritual»


que se asimila precisamente meditando, siguiendo la escuela de la Virgen
María, la humildad de Dios que por nosotros se ha hecho pequeño.
Papa Francisco
30 de diciembre de 2015

Oración

Querida santa Teresita, la Iglesia necesita hacer resplandecer el color, el


perfume, la alegría del Evangelio. ¡Mándanos tus rosas! Ayúdanos a confiar
siempre, como tú lo hiciste, en el gran amor que Dios nos tiene, para que
podamos imitar cada día tu caminito de santidad. Amén.
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Confianza

El hombre, que tiene que habérselas con la vida y con sus peligros, necesita
apoyos con que poder contar (heb. hatah), refugios donde acogerse (hasah);
para perseverar en medio de las pruebas y esperar llegar a la meta hay que
tener confianza. Pero ¿en quién habrá que confiar?

1. Confianza y fe en Dios. Desde los principios se plantea el problema, y Dios


revela la respuesta; al prohibir al hombre el fruto del árbol de la ciencia, lo
invita a fiarse de él solo para discernir el bien del mal (Gén 2,17). Creer en la
palabra divina es escoger entre dos sabidurías, fiarse de la de Dios y renunciar
a poner la confianza en el propio sentir (Prov 3,5); es también fiarse de la
omnipotencia del Creador, porque todo es obra suya en el cielo como en la
tierra (Gén 1,1; Sal 115, 3.15); el hombre no tiene, pues, nada que temer de
las criaturas, teniendo más bien la misión de dominarlas (Gén 1,28).
Pero el hombre y la mujer, que prefirieron fiarse de una criatura, aprenden por
experiencia que eso es fiarse de la mentira (Gén 3,4ss; Jn 8,44; Ap 12,9);
ambos gustan los frutos de su vana confianza; tienen miedo de Dios y
vergüenza el uno frente al otro; la fecundidad' de la mujer y de la tierra se
vuelven dolorosas; en fin, pasarán por la experiencia de la muerte (Gén
3,7.10. 16-19).
A pesar del ejemplo de Abraham, que confió hasta el sacrificio (Gén 22,8-14;
Heb 11,17) porque estaba seguro de que ((Dios proveerá)), el pueblo de Israel
no se fía del todo-poderoso que lo ha liberado y de su amor que lo ha
escogido gratuitamente como hijo (Dt 32,6.10ss); privado de todo apoyo
creado en me-dio del desierto (Éx 16,3), añora su servidumbre y murmura. A
lo largo de su historia no quiere fiarse de su Dios (Is 30,15) y prefiere a
ídolos, cuya (impostura" (Jer 13,25) y cuya "nada" (Is 59,4; cf. Sal 115,8)
denuncian los profetas. También los sabios afirman que es vano apoyarse en
la riqueza (Prov 11,28; Sal 49, 7s), en la violencia (Sal 62,11), en los
príncipes (Sal 118,8s; 146,3); insensato es el hombre que se fía de su propio
parecer (Prov 28,26). En una palabra, (maldito el hombre que se fía del
hombre... Dichoso el que se fía de Yahveh" (Jer 17,5.7). Jesús acaba de
revelar la exigencia de esta máxima: recuerda la necesidad de la elección
inicial que desecha a todo señor, fuera de aquel cuyo poder, sabiduría y amor
paterno merecen una confianza absoluta (Mt 6,24-34); lejos de confiar en
nuestra propia justicia (Lc 18,9.14), hay que buscar la del reino (Mt 5,20;
6,33), que viene de solo Dios y sólo es accesible a la fe (Flp 3,4-9).
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2. Confianza y oración humilde. La confianza en Dios, que radica en esta fe,


es tanto más inquebrantable cuanto es más humilde. En efecto, para tener
confianza no se trata de desconocer la acción en el mundo, de los malos
poderes que pretenden dominarlo (Mt 4,8s; IJn 5,19), y menos aún de olvidar
que uno es pecador. Se trata de reconocer la omnipotencia y la misericordia
del Creador, que quiere salvar a todos los hombres (ITim 2,4) y hacerlos sus
hijos adoptivos en Jesucristo (Ef 1,3ss).
Ya Judit predicaba una confianza incondicional, de la que daba un ejemplo
inolvidable (Jdt 8,11-17; 13, 19); es que invocaba a su Dios, a la vez como el
salvador de aquellos cuya situación es desesperada y como el Dios de los
humildes (9,11); la confianza y la humildad son, en efecto, inseparables. Se
expresan en la oración de los pobres que, como Susana, sin defensa y en
peligro mortal, tienen el corazón seguro en Dios (Dan 13,35). "Del fondo del
abismo)) (Sal 130,1) brotan, pues, las llama-das confiadas de los salmos: ((El
Señor piensa en mí, pobre y desgraciado" (Sal 40,18): "en tu amor confío"
(13,6); "al que confía en Yahveh, le ciñe la gracia" (32,10); "dichoso el que se
refugia en él)) (2,12). El salmo 131 es la pura ex-presión de esta humilde
confianza, a la que Jesús va a dar su perfeccionamiento.
Invita, en efecto, a sus discípulos a abrirse como niños al don de Dios (Mc
10,15); la oración al Padre celestial está entonces segura de obtener todo (Lc
11,9-13 p); por ella obtiene el pecador la justificación y la salvación (Lc 7,50;
18,13s): por ella recobra el hombre su poder sobre la creación (Mc 11,22ss;
cf. Sab 16,24). Sin embargo, los hijos de Dios deben contar con que los
impíos hagan mofa de ellos y los persigan precisamente por razón de
confianza filial; Jesús mismo pasó por esta experiencia (Mt 27,43; cf. Sab
2,18) en el momento en que, consumandosu sacrificio, expiraba en un grito de
confianza (Lc 23,46).

3. Confianza y gozosa seguridad. Por este acto de amor confiado reportaba


Jesús la victoria sobre todos los poderes del mal y atraía a todos los hombres a
sí (Jn 12,31s; 16, 33). No sólo suscitaba su confianza, sino que fundaba su
seguridad. En efecto, el discípulo confiado se con-vierte en testigo fiel;
apoyando su fidelidad en la de Dios, confía que la gracia acabará su obra (Act
20,32; 2Tes 3,3s; Flp 1,6; ICor 1,7ss). Esta confianza que afirma el Apóstol
aun en las horas de crisis (Gál 5,10), le da una seguridad indefectible para
anunciar con toda libertad (parresía) la palabra de Dios (ITes 2,2; Act 28,31).
Si ya los primeros discípulos habían dado testimonio con tanta seguridad, es
que su confianza había obtenido esa gracia por la oración (Act 4,24-31).
Esta confianza inquebrantable, condición de la fidelidad (Heb 3,14), da a los
testigos de Cristo una seguridad gozosa y valiente (3,6); saben que tienen
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acceso al trono de la gracia (4,16), cuya vía se les abre por la sangre de Jesús
(10,19); sus arrestos no tienen nada que temer (13,6); nada los separará del
amor de Dios (Rom 8,38s) que, después de haber-los justificado, les ha sido
comunicado y los hace valientes y constantes en la prueba (Rom 5,1-5), de
modo que todo, lo saben muy bien, contribuye a su bien (Rom 8,28).
La confianza, que es condición de la fidelidad, es de rechazo confirmada por
ésta. Porque el amor, del que es prueba la fidelidad perseverante (Jn 15,10),
da a la confianza su plenitud. Sólo los que permanecen en el amor tendrán
plena seguridad el día del juicio y del advenimiento de Cristo, pues el amor
perfecto des-tierra el temor (IJn 2,28; 4,16ss). Desde ahora saben que Dios
escucha y despacha su oración y que su tristeza presente se cambiará en gozo,
un gozo que nadie les podrá quitar, pues es el gozo del Hijo de Dios (Jn
16,20ss; 17,13).

-> Niño - Esperanza - Fidelidad - Orgullo - Fe - Vergüenza - Humildad.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teología Bíblica, Herder,


Barcelona, 2001
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Niño

Israel, como todos los pueblos sanos, ve en la *fecundidad un signo de la


*bendición divina: los niños son "la corona de los ancianos" (Prov 17,6), los
hijos son "plantas de olivo alrededor de la mesa" (Sal 128,3). Sin embargo,
los autores bíblicos, a diferencia de ciertos modernos, no olvidan que el niño
es un ser inacabado y subrayan la importancia de una *educación firme: la
*locura está arraigada en su corazón (Prov 22,15), su ley es el capricho (cf.
Mt 11,16-19), y para que no se vea agitado a todos los vientos (Éf 4,14) hay
que mantenerlo en tutela (Gál 4,Iss). Frente a estas observaciones son tanto
más de notar las afirmaciones bíblicas sobre la dignidad religiosa del niño.

I. DIOS Y LOS NIÑOS. Ya en el AT aparece el niño, precisamente por razón


de su debilidad y de su imperfección nativas, como un privilegiado de Dios.
El Señor mismo es el protector del huérfano y el vengador de sus derechos
(Éx 22,21ss; Sal 68, 6); manifestó su ternura paterna y su solicitud educadora
para con Israel "cuando era niño", durante la salida de Egipto y su
permanencia en el desierto (Os 11,1-4).
Los niños no están excluidos del culto de Yahveh : incluso participan en las
súplicas penitenciales (Jl 2,16; Jdt 4,10s), y Dios se prepara una alabanza de
la boca de los niños y de los pequeñuelos (Sal 8,2s = Mt 21.16). Lo mismo
sucederá en la Jerusalén celestial, donde los elegidos experimentarán el amor
"materno" de Dios (Is 66,10-13). Ya un salmista, para expresar su abandono
confiado en manos del Señor, no halló mejor imagen que la del niño que se
duerme en el regazo de su madre (Sal 131,2).
Más aún: Dios no vacila en escoger a ciertos niños como primeros
beneficiarios y mensajeros de su *revelación y de su *salvación. El pequeño
Samuel acoge la palabra de Yahveh y la transmite fielmente (lSa 1-3); David
es elegido con preferencia a sus hermanos mayores (lSa 16, 1-13); el joven
Daniel se muestra más juicioso que los ancianos de Israel al salvar a Susana
(Dan 13, 44-50).
Finalmente, una cumbre de la profecía mesiánica es el nacimiento de
Emmanuel, signo de liberación (Is 7,14ss); e Isaías saluda el niño real que
restablecerá, con el reino de David, el derecho y la justicia (9,1-6).

II. JESÚS Y LOS NIÑOS. Así pues, ¿no convenía que para inaugurar la
nueva alianza se hiciera el Hijo de Dios un niño pequeño? Lucas indicó
cuidadosamente las etapas de la infancia así recorridas: recién nacido erg el
pesebre (Le 2,12), niño pequeño presentado en el templo (2, 27), niño sumiso
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a sus padres y, sin embargo, misteriosamente independiente de ellos en su


dependencia frente a su Padre (2,43-51).

Una vez adulto adopta Jesús para con los niños el mismo comportamiento que
Dios. Como había *beatificado a los *pobres. así *bendice a los niños (Mc
10,16), revelando de esta manera que los unos y los otros están plenamente
capacitados para entrar en el reino; los niños simbolizan a los auténticos
*discípulos, "de los tales es el reino de los cielos" (Mt 19,14 p). En efecto, se
trata de "acoger el reino a la manera de un niño pequeño" (Mc 10,15), de
recibirlo con toda simplicidad como don del Padre, en lugar de exigirlo como
un débito; hay que "volver a la condición de niños" (Mt 18,3) y consentir en
"renacer" (Jn 3,5) para tener acceso al reino. El secreto de la verdadera
grandeza está en "hacerse pequeño" como un niño (Mt 18,4): tal es la
verdadera *humildad, sin la cual no se puede ser *hijo del Padre celestial.
Los verdaderos discípulos son precisamente "los pequeñuelos", a quienes el
Padre ha tenido a bien revelar, como en otro tiempo a Daniel, sus secretos
ocultos a los sabios (Mt 11,25s). Por lo demás, en la lengua del Evangelio
"pequeño" y "discípulo" parecen a veces términos equivalentes (cf. Mt 10,42
y Mc 9,41). Bienaventurado quien acoja a uno de estos pequeñuelos (Mt 18,5;
cf. 25,40), pero ¡ay del que los escandalice o los desprecie! (18,6.10).

III. LA TRADICIÓN APOSTÓLICA. Pablo es sensible sobre todo al estado


de imperfección que representa la infancia. Repetidas veces apremia a los
corintios para que abandonen la actitud infantil (ICor 3,lss; 13,11; 14, 20). En
efecto, para los recién nacidos que son los *nuevos bautizados, se trata ya de
*crecer en el Señor (Heb 5,11-14; lPe 2,2). El Apóstol, no obstante, no
desconoce el privilegio de los pequeños, como la hace presente a los
cristianos de Corinto: "lo débil del mundo, eso ha escogido Dios" (ICor
1,27s).
¿No se puede ver una manifestación de la misteriosa sabiduría de Dios
incluso en la matanza de los "santos inocentes" (Mt 2,16)? La suerte de los
niños de Belén muestra hasta dónde puede llegar el desprecio del mundo para
con los "pequeños" y qué puesto escogido tienen en el reino de Dios, porque
también ellos son *perseguidos por causa del "rey de los judíos que acaba de
nacer".

-> Educación - Hijo - Humildad - Leche - Sabiduría - Sencillo.


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Madurez espiritual

SUMARIO: I. Exigencias y signos de la madurez espiritual: 1. Signos de


"infantilismo" espiritual; 2. Signos de madurez espiritual - II. Presupuestos
humanos de la madurez espiritual: 1. Factores de maduración en el hombre; 2.
Características de la madurez humana - III. Itinerario psicológico hacia la
madurez espiritual: 1. El proceso ascético en la vida espiritual; 2. El estado
místico en la vida espiritual; 3. Inmadurez psíquica y vida espiritual.

¿Es acaso posible y legítimo identificar la "personalidad madura" con el


llamado "hombre natural", es decir, con ese tipo de hombre que está atado y
en-cerrado en el aspecto terreno de la naturaleza humana? La respuesta debe
ser necesariamente negativa, ya que personalidad madura significa
personalidad integrada, y es, por tanto, sinónimo de una persona que ha
respondido fielmente a todos los valores. Pues bien, no cabe duda de que
entre esos valores ocupa el primer plano la llamada a lo trascendente, la
apertura a una integración superior. El hombre natural no tiene derecho a ser y
permanecer tal: Ad majora nati sumus! En la historia de la Iglesia nadie,
quizá, mejor que Agustín puede ponerse como ejemplo típico de esa
metamorfosis del hombre "natural" abierto a lo alto, a lo trascendente'.
Esta integración superior no podrá llevarse a cabo a través de un simple
contacto estético. Si el hombre natural quiere elevarse a lo trascendente,
necesita mucho más: una voluntad constante de autosuperación, una voluntad
prácticamente eficaz. Esta elevación es posible; ni siquiera es un hecho
extraordinario; puede estar determinada por diversos factores: un dolor grave,
una gran tentación, una percepción clara y decisiva del fin último de la
existencia; sin embargo, no podrá realizarse plenamente más que a través de
un itinerario psicológico de tipo ascético, entendido como proceso hacia la
"madurez" del hombre.
La madurez psico-afectiva, según los recientes documentos del magisterio
eclesial, debe considerarse como la meta de los esfuerzos personales y
sociales para lograr el desarrollo integral del hombre; como premisa de un
vigoroso desarrollo espiritual, es decir, de la consecución de esa madurez de
vida cristiana a la que san Pablo exhortaba a los Efesios para que llegaran a la
dimensión del hombre maduro "a la medida de la edad de la plenitud de
Cristo" (4,13).
La "madurez humana" debe entenderse como la plenitud consciente de todas
las cualidades físicas, psíquicas y espirituales, bien armonizadas e integradas
entre sí. La invitación a desarrollar una personalidad humana plena, aunque
ha estado siempre presente en los documentos del magisterio, se ha hecho
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especialmente acuciante e insistente en los últimos tiempos, en consonancia


con las conquistas de las ciencias humanas'. El crecimiento humano
constituye una especie de síntesis de nuestros deberes. Pero hay más todavía:
esa armonía de la naturaleza, enriquecida por el trabajo personal y
responsable, está llamada a una superación. Mediante su inserción en Cristo,
el hombre tiene acceso a una dimensión nueva, a un humanismo trascendente.
La educación cristiana no supone solamente la "madurez propia de la persona
humana", sino que tiende a conseguir que los bautizados "se formen para vivir
según el hombre nuevo en justicia y santidad de verdad, y así lleguen al
hombre perfecto, en la edad de la plenitud de Cristo" (GE 2). Por medio de
una educación sabiamente organizada, "hay que cultivar también en los
alumnos la necesaria madurez, cuyas principales manifestaciones son la
estabilidad de espíritu, la capacidad para tomar prudentes decisiones y la
rectitud en el modo de juzgar sobre los acontecimientos y los hombres" (OT
11).

I. Exigencias y signos de la madurez espiritual

Tanto en el AT como en el NT es continua la invitación al progreso espiritual


(Jer 6,16; Sal 26,12; 2 Cor 4,16; Heb 3,7; 4,10; 2 Pe 3,18; Ef 4,13ss; Col
1,10). La madurez o perfección cristiana es el desarrollo pleno de todas las
potencialidades de la gracia en todos los niveles del organismo sobrenatural.
Tiene ya en la fe su propia orientación, su significado y su impulso (Jn 6,29;
Ef 3,17), pero se realiza esencialmente en la caridad (Mt 5,44ss; 1 Cor 13,1
ss; Jn 17,21). La fe y la esperanza teologales están relacionadas con la
caridad, como preparación inmediata para ella; de tal modo que el dominio de
la caridad en la vida del hombre no puede llegar a ser perfecto si al mismo
tiempo no se hace perfecto el ejercicio de la fe y de la esperanza. Recibidas
como gérmenes de vida eterna, estas tres virtudes están destinadas a crecer, a
dar vitalidad al cristiano, a lograr su perfección.
San Pablo habla de ellas como de fuerzas dinámicas que tienen un papel
decisivo en la maduración de la vida espiritual (1 Tes 1,3; 5,6s). Supone que
hay un comportamiento cristiano "infantil", y lo opone a la conducta
verdaderamente "adulta". Con frecuencia usa las antítesis "niños-adultos" o
"imperfectos-perfectos" (1 Cor 2.6; 13,10s; 14,20; Flp 3,15; Col 1,28). Según
san Pablo, "niño" es aquel que está en los comienzos de la vida cristiana,
dando sus primeros pasos, todavía indecisos, y balbuciendo las primeras
palabras; "adulto" o "perfecto" es el cristiano en el que los gérmenes de vida
nueva recibidos en el bautismo se han desarrollado y han alcanzado aquella
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plenitud que poseían sólo en potencia y cuya personalidad está en constante


apertura a nuevas profundizaciones.

Una etapa decisiva en la maduración de la personalidad cristiana la constituye


el abandono del comportamiento pueril, para empezar a actuar como adultos,
es decir, asumiendo las nuevas responsabilidades de la fe y de la gracia (Gál
4,1ss; 1 Cor 13,11).

1. SIGNOS DE "INFANTILISMO" ESPIRITUAL

¿Cuáles son las expresiones de infantilismo espiritual de las que tiene que
librarse el cristiano? ¿Cómo es posible reconocerlas? De los escritos del NT
se deducen especialmente éstas:

a) La incapacidad de aceptar el evangelio en su totalidad de contenido y de


exigencias (1 Cor 3,1ss). Es la señal de que uno está todavía demasiado atado
a las concepciones religiosas naturalistas. Se portan aún como niños los
corintios, que "van en busca de la sabiduría" humana en vez de buscar la
"sabiduría de Dios", anunciada por "la locura de la predicación" (1 Cor 1,21s).
b) El dejarse mover por la "carne" y no por el "Espíritu". La oposición entre
"hombres carnales" y "hombres espirituales" en san Pablo es paralela a la
oposición "niños-adultos" (1 Cor 3,1; 1,10ss). Es señal de este infantilismo el
dejarse llevar por motivos humanos, por envidias y rencores.
c) La falta de toma de conciencia de la posición exacta del creyente ante Dios;
uno se cree ya sabio, conocedor de los caminos y de los secretos de Dios; en
consecuencia, piensa que no tiene ya nada que aprender, siendo así que los
secretos del reino no los "ha revelado la carne ni la sangre" sino Dios (Mt
16,17), que se los manifiesta a los humildes (Mt 13,11).
d) La autosuficiencia y la presunción del que cree demasiado en sus propias
fuerzas y no reconoce que todo es don de Dios. El seguidor de Cristo, adulto
en la fe, tiene que poseer ciertos aspectos positivos. del espíritu de infancia,
que lo hagan capaz de sencillez, de acogida gozosa de la gracia, de ausencia
de cálculos, de generosidad, de sinceridad y de inmediatez (Mt 19,14; 18,3s;
Le 12,32).
e) El poner la atención en uno mismo más que en Dios; una afectividad
centrada en uno mismo, en vez de una afectividad libre para poderse dar al
Otro, que "nos ha amado primero" (1 Jn 4,10).
f) La concepción de la libertad como libertinaje (1 Cor 8,9; 9,4s; 10,29),
siendo así que hemos de estar en disposición de discernir las cosas y las
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acciones según los criterios de Cristo, puesto que todo nos pertenece a
nosotros y nosotros pertenecemos a Cristo (1 Cor 3,23).

g) Dejarse llevar del afán de los carismas visibles, en vez de aspirar a los
dones más altos y comprometerse por ese otro "camino muy superior", que es
el de la caridad (1 Cor 12,31; 13,1ss).
h) La inestabilidad y la volubilidad de una fe no anclada sólidamente en el
evangelio (Ef 4,14) y que por eso se ve sacudida por ciertas corrientes
espirituales que no nacen de la pureza evangélica. Las convicciones sólidas,
propias del adulto, son fundamento de la firmeza de la personalidad cristiana
y de la comunidad entera.

2. SIGNOS DE LA MADUREZ ESPIRITUAL

La superación de los infantilismos es sólo el aspecto negativo del proceso de


maduración espiritual. Este no es solamente renuncia a lo imperfecto, sino
desarrollo positivo hacia la vitalidad y la expresión más plenas de la gracia.
Los signos de esta madurez espiritual son múltiples. Como no podemos hacer
una lista completa, señalaremos los más manifiestos:

a) El convencimiento seguro (Rom 14,5) o la convicción plena (1 Tes 1,5),


que engendra una especie de evidencia de la existencia de Dios y de su
providencia (Rom 4,21). De este modo el hombre profundiza en sus
relaciones con Dios y toma progresivamente conciencia del plan salvífico de
Dios que se realiza en él.
b) La transformación y renovación de la mente y del corazón, es decir, de la
personalidad en su centro más profundo (Rom 12,2), que permite un perfecto
"discernimiento del bien y del mal" (Heb 5,14; 1 Cor 14,20); más aún, un
discernimiento de "cuál es la voluntad de Dios, lo bueno, lo agradable a él, lo
perfecto" (Rom 12,2). Esta "voluntad de Dios", esta "perfección" no se
identifica ya con un código de leyes dado de una vez para siempre. La
"perfección" del cristiano se caracteriza por la docilidad y sumisión a una
voluntad divina que hay que buscar y discernir y cuyas exigencias no se
pueden medir de antemano.
c) La docilidad al Espíritu Santo y la iniciativa para discernir lo que más
agrada al Señor nos lleva a estar "llenosdel conocimiento de su voluntad con
toda sabiduría e inteligencia espiritual", y de este modo a "fructificar en toda
obra buena y crecer en el conocimiento de Dios" (Col 1,9s). Así también nos
llevará a una abundante producción de los "frutos del Espíritu" y a un
constante "caminar en el Espíritu" (cf Gál 5,22s).
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d) Son cristianos maduros los que tienen la capacidad espiritual de penetrar


hasta el fondo en el misterio de Cristo y de aceptarlo (1 Cor 2,6s; Ef 1,9; Col
1,27), abriéndose para ello a la edificación de la Iglesia, que es el sacramento
de Cristo (Ef 2,20ss). Esto quiere decir capacidad para entrar en diálogo
constructivo con los demás: diálogo con Dios, con los hermanos y con el
mundo.
e) En la madurez cristiana, "el hombre entero" se compromete de forma
radical y total por Dios y por la salvación del mundo. En efecto, una vida
teologal madura hace salir al hombre definitivamente de una visión
egocéntrica de la vida; le hace vivir la experiencia de que ya no se pertenece a
sí mismo, sino a aquel que lo ha llamado a la salvación y pide su colaboración
para la salvación del mundo. La fuerza sobrenatural de la gracia y de las
virtudes teologales ordena de forma unitaria el entendimiento y la voluntad
hacia un centro de unidad más alto, totalmente nuevo, que es Dios en si
mismo; toda la persona se siente en tensión hacia ese único término que es
Dios, suma verdad y sumo bien: "¡Señor mío y Dios mío!" (Jn 20,28).
f) Otro signo de la madurez cristiana es la "estabilidad de la conversión" de la
mente y del corazón. El compromiso del adulto no es como la promesa de un
niño, sujeta a caprichos y veleidades, sino una toma de posición de la que no
se vuelve uno atrás. Es un pacto serio con Dios, con el cual queda uno
obligado no en virtud de una coacción, sino por una opción realizada en el
encuentro del amor salvífico de Dios y de la libre voluntad del hombre que
quiere ser salvado. Solamente el que ha llegado a la madurez espiritual es
capaz de esa "desmundanización" estable. que significa renuncia a los
cálculos terrenos y alejamiento del mal, así como de aquella "existencia
escatológica", igualmente estable, que califica al cristiano como orientado
definitivamentehacia Dios en Cristo (Mt 8,21) l-'Escatologíal.
g) Signo de madurez cristiana es la "integración" de la propia personalidad en
Cristo, es decir, el hecho de que la vida entera del cristiano reciba su
vertebración mediante las mismas virtudes de Cristo (1 Tes 5,23). La vida
teologal, desarrollada en todas sus virtualidades, da unidad dinámica a los
pensamientos, afectos, deseos y acciones. El cristiano adulto se ha purificado
de aquellas tendencias afectivas que hacen de Cristo más bien una necesidad
psicológica que una persona a la que uno se entrega libremente y, en
consecuencia, está en disposición de mantener su decisión sean cuales fueren
las circunstancias de la vida. El cristiano adulto "está en pie por la fe" (Rom
11,20), apartado del mal y orientado a Dios, que lo salva continuamente. Esta
es la tensión que "integraba" en Cristo la existencia de san Pablo: "Si al
presente vivo en carne, vivo en la fe, en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó
y se entregó a sí mismo por mí" (Gál 2,20).
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h) Finalmente, es también un signo de madurez cristiana el "compromiso por


la Iglesia y el mundo", es decir, la capacidad de superar los estrechos límites
del propio "yo" y de entrar en relación constructiva y creadora con los demás.
Esta apertura a los demás la realiza el cristiano en la caridad, en el
compromiso eclesial y en el empeño por salvar al mundo. La madurez
cristiana no consiste en vivir la gracia de manera abstracta y desencarnada,
sino en el encuentro de la vida teologal y del compromiso temporal. En la
Iglesia y por la Iglesia, el cristiano adulto vive el compromiso de la santidad y
de la comunión de la caridad, sabiendo aceptar incluso los defectos de la
propia Iglesia y asumiendo el empeño de trabajar para que la Iglesia se
acerque cada vez más a Cristo, su modelo y su cabeza (Flp 1,27; 1 Tes 1,7s;
Ef 4,13ss).
El cristiano adulto da expresión a su vida en los actos externos del testimonio,
del apostolado, de la vida moral (Sant 1,22; 1 Tes 1,3); no puede tener callado
aquello que ha experimentado (He 4,20); no puede menos de repetir la palabra
escuchada (2 Cor 4,13; 2 Tim 4,2). Y de este modo crece no sólo la vida de
cada cristiano, sino también la de la Iglesia como totalidad. La Iglesia entera
va tomando cada vez mayor conciencia de las implicaciones del evangelio
para la salvación del mundo y va adaptando su misión al desarrollo del
mismo. Así, la vida de los individuos y de la Iglesia se expresa como
"servicio" o "ministerio", a ejemplo de Jesucristo (Mc 10,45). [>Misterio
pascual IV, 4].

II. Presupuestos humanos de la madurez espiritual

La persona humana es un ser distinto, "incomunicable", autónomo; constituye


una unidad sustancial. De esta singularidad y unidad de la persona se deriva la
singularidad y la unidad de la personalidad. Y es precisamente este carácter
específico el que convierte a la desunión o desintegración de la personalidad -
por ejemplo, en el caso de la doble personalidad- en un fenómeno tan
impresionante.

1. FACTORES DE MADURACIÓN EN EL HOMBRE - Con la situación


concreta de cada individuo, que se expresa en una mayor o menor integración
de la personalidad y, correlativamente, de un mayor o menor desarrollo de la
misma, está íntimamente relacionado el problema educativo de la vida
espiritual.
El concepto de "integración" significa esencialmente unidad funcional;
significa armonía en el interior de la personalidad del individuo: armonía
entre deseos, tendencias, pensamientos, ambiciones y propósitos, entre
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mentalidad y comportamiento °. La integración se refleja en la unidad de


intencionalidad, así como también en la unidad de acción; se manifiesta en la
capacidad de tomar decisiones sin una excesiva perplejidad frente a las
dificultades que es preciso afrontar.

En la personalidad bien integrada se dan a menudo conflictos; pero esos


conflictos no se resuelven nunca en formas de inadaptación o de neurosis. La
solución del conflicto se verifica siempre de tal manera que queda preservada
la unidad y se restablece la armonía entre las tendencias en conflicto. La
personalidad bien integrada es aquella en la que los diversos rasgos y
necesidades de la naturaleza humana se organizan en un todo que funciona
como unidad. La integración es esencialmente una característica del proceso
de desarrollo. Pero el desarrollo fisiológico no garantiza por sí mismo esta
integración, debido a las múltiples influencias disgregadoras que ha de
soportar el individuo durante la edad evolutiva.
El concepto de "desarrollo" es fundamental en psicología; significa progreso
hacia una meta; y la meta que hay que alcanzar a través del desarrollo es
precisamente la "madurez". Una personalidad madura es aquella en que se ha
llevado a cabo un desarrollo completo de las capacidades y de los atributos
requeridos por sus condiciones de ser adulto. La madurez, por consiguiente,
es algo que se va adquiriendo gradualmente a lo largo del camino de la vida.
Esto no quiere decir que el niño carezca de personalidad, sino solamente que
hay una gran diferencia entre la personalidad del niño y la del adulto. El
estudio de los factores responsables de este cambio nos permite comprender
el desarrollo de la personalidad.
Podríamos inclinarnos a pensar que la personalidad madura de un individuo
es el resultado final de las determinantes psíquicas y sociales junto con las
cualidades físicas del organismo. Semejante conclusión sería un error muy
grave, del que, sin embargo, está impregnada gran parte de la literatura
psicológica. El hombre es la expresión compleja de múltiples influencias,
tanto internas como externas; pero es también en gran medida lo que él hace
de sí mismo. Además de la herencia, la motivación, la afectividad y el
ambiente, está en el individuo la capacidad innata de elegir, de
autodeterminarse en una línea de conducta, de trazar su propio destino. Si es
verdad que los rasgos, las aptitudes y las características de un individuo no
son materia de opción libre, también lo es que los factores personales pueden
verse influidos grandemente por el proceso de autodeterminación y por la
capacidad de autocontrol'.
Para que pueda darse un hombre "maduro", es menester que las fuerzas
afectivas, integradas entre sí, se integren plenamente con la razón, de manera
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que ésta pueda utilizar dichas fuerzas de modo verdaderamente racional. De la


fusión armónica de la razón y de la afectividad sin bloqueos, represiones o
defensas, se obtiene el grado más alto de madurez y el mayor provecho del
hombre. De este modo, la razón puede disfrutar de la aportación de energía y
de gozo provenientes de la afectividad y, al mismo tiempo, asume a ésta en su
propio nivel; el sujeto goza de unidad armónica interior y se encuentra en las
mejores condiciones para alcanzar sus objetivos.
En el plano ontológico, la madurez afectiva es la plenitud de la afectividad
espiritual y su integración con la afectividad sensible. Si falta esta integración,
es decir, esta capacidad de la afectividad espiritual de asumir en su propio
nivel a la sensible, entonces el hombre se verá arrastrado por las pasiones o
quedará dividido en sí mismo. Se puede decir también, partiendo de una
concepción inspirada en el pensamiento cristiano, que la madurez afectiva
coincide con la madurez moral e incluso con la madurez del hombre en
cuanto tal. Hay que observar igualmente que la falta de integración moral de
la persona puede llevar a una "desintegración" cada vez mayor, agravando el
conflicto entre el alma y el cuerpo y entre sus funciones relativas. Esta
indicación coincide, en el plano propiamente científico, con las observaciones
de la psicología dinámica y clínica, para las cuales cualquier parada en el
crecimiento del hombre, o sea, en el proceso de maduración y de integración,
coincide con una "regresión" a niveles más inmaduros y, por tanto, menos
"humanos" del comportamiento.
La personalidad madura, para ser tal, tiene que alcanzar la madurez en todos
sus aspectos, incluido desde luego de manera especial el aspecto afectivo. En
efecto, el papel de la afectividad es considerado como elemento fundamental
en la construcción de la personalidad, ya que es uno de los procesos que más
contribuyen a su integración. Precisamente porque la afectividad es
considerada como dimensión fundamental de la personalidad, la madurez
afectiva se puede considerar requisito indispensable del funcionamiento
óptimo de la personalidad misma.
En relación con la afectividad, adquiere una importancia particular la
"dimensión sexual" del hombre. Aunque se lo entiende de diversas maneras,
no es posible negar el estrecho vínculo que existe entre afectividad y
sexualidad. ni su interdependencia en la integración de la personalidad. Lutte
habla de la sexualidad como de un elemento esencial en el proceso hacia la
madurez'. Según Callieri, la vida sexual humana debe considerarse como el
indicador más sensible de las tendencias de base de cada individuo, incluso de
las más controladas y menos expresadas.
Para que pueda hablarse de persona madura, el instinto sexual tiene que
superar dos formas típicas de inmadurez: el narcisismo y la homosexualidad.
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y alcanzar la heterosexualidad. Es ésta una primera fase del desarrollo sexual;


pero es necesaria, además, una segunda fase: el amor tiene que convertirse en
don, no en búsqueda de sí mismo. Una sexualidad madura supone no sólo la
aceptación del valor sexual integrado en el conjunto de los valores humanos,
sino también la afectividad madura y la consiguiente capacidad de renuncia
física, como un modo de perfección de la personalidad en otra dirección.
2. CARACTERÍSTICAS DE LA MADUREZ HUMANA

Con la expresión "madurez humana", usada para calificar la personalidad


madura, queremos referirnos en general al hecho de que un individuo ha ido
realizando una transición gradual desde la desorganización psíquica,
característica de los primeros años de vida, a la integración, la coherencia, la
constructividad y la creatividad de la edad adulta, cuyos problemas está en
situación de arrostrar y cuya responsabilidad es capaz de asumir de forma
racional. En este sentido, la madurez representa la cima de la vida humana.
La madurez se caracteriza por la armonía de todos los elementos de la
personalidad de un individuo, de donde se deriva la adaptación a sí mismo y a
los demás, la integración en la propia personalidad, el sentido de
responsabilidad y la capacidad de autocontrol. Se trata de condiciones
psicológicas altamente positivas, que llevan al equilibrio físico y psíquico, a
la posibilidad de enfrentarse serenamente con cualquier situación nueva en la
vida y que representan la meta final de todo educador.
La madurez humana se traduce, o debería traducirse, en la superación
equilibrada de la antítesis juvenil "yo-ambiente", a través de una adaptación
social constructiva y gradual, de la completa actuación de las potencialidades
instintivas sublimadas de varias maneras, y viceversa, con la liquidación
rápida y completa de las tendencias características de la edad más joven.
El diagnóstico sobre la obtención de esta madurez psicoflsica resulta
sumamente complejo. Los rasgos de la personalidad que pueden representar
esquemáticamente el perfil psicológico del hombre maduro son los siguientes:

a. La capacidad de adaptarse a determinadas condiciones, modificaciones y


responsabilidades en el contexto social en que puede encontrarse el individuo.
b. La capacidad para cooperar con sus semejantes y de subordinarse a los
planes de una autoridad en el ámbito familiar y social.
c. La capacidad de. especializarse y, por tanto, de tener confianza en los
propios recursos personales en un determinado campo de acción.
d. La capacidad de afrontar de manera realista los problemas de la vida con un
autocontrol adecuado de los propios impulsos.
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El concepto de "madurez" así entendido se identifica sustancialmente con el


concepto de "normalidad". En este sentido escribe M. Eck lo siguiente: "El
hombre normal, equilibrado, no es para mí el soñador inactivo; dentro
siempre de una vida de fe y de esperanza, es aquel cuyo equilibrio puede
soportar el esfuerzo y el riesgo; el que camina sobre el alambre, el que
reconstruye su casa destruida antes de la paz..., el que se niega a escribir la
palabra fin".

Podemos hacer nuestra la descripción de la personalidad madura que nos


ofrece G. Zunini, ateniéndose a los criterios de madurez propuestos por AII-
port: "La personalidad madura es aquella que ha superado la referencia
privilegiada a sí misma, abriéndose a la comprensión de los demás y
participando activamente de su vida en una relación afectiva de intimidad y de
respeto. Respecto a sí misma, la persona madura ha alcanzado capacidad de
dominio, que no consiste en la eliminación de los impulsos y de los contrastes
ni es beatífica y establemente serena, sino que es capaz de soportar las
contrariedades, tanto las que vienen de los demás como las que nacen de su
intimidad, con un sentimiento fundamental de seguridad que logra incluso
moderar los entusiasmos y los temores desproporcionados. Tiene del mundo
un conocimiento realista, adecuado a las circunstancias y es capaz de tratarlo
adecuadamente, y con un compromiso efectivo en su trabajo. Puede
observarse sin perderse en un análisis excesivo o deprimente, dándose
perfecta cuenta de lo que depende de ella y de lo que tiene, en cambio, que
tolerar con cierto sentimiento de despego, sin duda interesado, pero sabiendo
sonreír también en medio de las vicisitudes propias y ajenas. Es capaz de
mantener una línea coherente de su vida en referencia a principios de
conducta, a valores directivos, de los que uno ocupa el puesto dominante'.
Una personalidad formada y. por tanto. madura exige el "equilibrio ordenado
de los instintos bajo el dominio de la razón, en conformidad con la ley
moral"". Pero semejante equilibrio no se podrá adquirir más que teniendo en
cuenta la triple primacía de las leyes de la vida psíquica:

1. La primacía de lo total sobre lo parcial. Partiendo del presupuesto ya


enunciado, de que el psiquismo es un todo orgánico, compacto y coherente, se
sigue que las diversas actividades, tanto de orden cognoscitivo como de
carácter volitivo, tienen que subordinarse a la finalidad del todo; y se sigue
también que las diversas facultades no pueden desarrollarse más de lo que
requiere su funcionalidad dentro del todo orgánico del psiquismo humano.
2. La primacía de lo objetivo sobre lo subjetivo. Todas las facultades humanas
están orientadas al orden de los valores objetivos; por tanto, la sana psicología
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tiende a la victoria sobre el yo cerrado egoístamente, a la mortificación como


condición normal de equilibrio vital; entregarse a la verdad y al bien,
renunciando a las vanas satisfacciones del egoísmo, no es agotarse, sino
participar de la naturaleza y de la riqueza de la verdad y del bien en sus
múltiples manifestaciones e implicaciones.
3. La primacía de la evolución creadora. La tendencia al desarrollo y al
potenciamiento propios es la ley de todos los vivientes, en especial del
hombre; por consiguiente, seguir este impulso es una garantía de salud y de
integridad; también se sigue de aquí que, estando la persona humana
orientada especialmente a lo trascendente, el automatismo de los instintos
tendrá que sujetarse a la libertad del espíritu. Todo proceso de formación
humana es la realización de una nueva expansión y de una nueva
consolidación de todo el ser, es decir, un hacerse algo más y mejor a través de
la expansión armónica y del robustecimiento de todas las facultades del
hombre; y es un proceso orgánico, en el que cada factormadura en provecho
propio y en provecho de la totalidad. Una personalidad será tanto más madura
cuanto más eficientes sean sus potencialidades y sus funciones, consideradas
en sí mismas y en relación con el todo.
El proceso de formación podrá decirse tanto más logrado y, por tanto, la
personalidad estará tanto más adecuadamente desarrollada y psíquicamente
madura, cuanto más se verifiquen en ella estas condiciones: a) toda actividad
está ordenada al servicio del espíritu; b) la entrega generosa a los demás
prevalece sobre el egoísmo; c) domina el impulso a perfeccionarse
continuamente. Tales son las leyes fundamentales de la madurez humana; y
tales también los ejes en que se asienta la formación en la madurez espiritual.

III. Itinerario psicológico hacia la madurez espiritual

En la actualidad se acentúa el aspecto positivo del aumento de las virtudes


frente al aspecto negativo de la mortificación [>'Ascesis IV]. Pero hemos de
desconfiar de una concepción puramente mecanicista de la formación y del
desarrollo de las virtudes. Para combatir un vicio, no basta cultivar el hábito
contrario. Este procedimiento es la base del adiestramiento; pero no basta para
adquirir las virtudes del cristiano, ya que éstas suponen necesariamente una
motivación adecuada y el control de la razón. Las exigencias propias de la
virtud superan con mucho las exigencias de un simple hábito de obrar de una
manera determinada. No estará de más subrayar aquí que la perfección del
cristiano se mide por el grado de caridad que gobierna e inspira sus acciones.
En el empeño cotidiano por adquirir la santidad, el cristiano se esfuerza en
incrementar todas las virtudes, tanto las infusas como las adquiridas. Hay que
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tener presente que también las virtudes infusas pueden permanecer estáticas y
estériles si el individuo no cultiva las virtudes adquiridas para poder utilizar
las facultades sobrenaturales de que dispone, ya que la gracia obra siempre
por medio de la naturaleza. Las virtudes adquiridas deberían alcanzar tal
grado de perfección que pudieran combinarse armoniosamente con las
virtudes infusas.
La vida espiritual es, en su esencia, una vida de crecimiento, de desarrollo y
de evolución. El alma recorre diversas fases en su camino desde la conversión
a la santidad; pero esas fases no han de considerarse como compartimientos
estancos. La recepción de la gracia y su crecimiento hasta la plenitud no
eliminan la iniciativa del individuo ni anulan su personalidad. Al contrario, la
gracia perfecciona y diviniza a la persona humana con todas sus
características. El camino hacia la santidad es estrictamente personal; los
santos describen su ascensión personal hacia la perfección, pero su camino no
es necesariamente el que todos los hombres pueden y deben seguir.
En este contexto resulta muy interesante el pensamiento de Erikson, el cual
analiza la "fuerza del ego", recurriendo al antiguo término de "virtud" y pone
de relieve, a partir de su misma experiencia clínica, las virtudes
fundamentales cuya formación solicita y requiere cada una de las etapas del
desarrollo: la esperanza, la voluntad (control e iniciativa), la tensión hacia el
futuro y la plenitud, que hay que desarrollar sobre todo en la niñez y que
habrán de constituir la base de toda la vida moral futura; la fidelidad o lealtad,
como virtud de la adolescencia; el amor y la preocupación por lo que se ha
engendrado (personas o ideas), como virtudes de la edad adulta; finalmente, la
prudencia, virtud de la madurez plena, que permite descubrir el sentido último
de la vida'.
Lo que sorprende en la concepción de Erikson es el puesto de honor que
asigna a la virtud de la >esperanza. Es evidente que el término "virtud". que
emplea para indicar un aspecto del psiquismo, asume el significado de una
actitud (o un conjunto de valoraciones y expectativas) que tiene un efecto
constructivo en el desarrollo de la conducta de una persona. La virtud de la
esperanza es la confianza constante de que nuestros deseos y necesidades más
profundas quedarán saciados, a pesar de las inevitables desilusiones y
frustraciones parciales. El fruto de esta virtud es un optimismo fundamental,
que permite al sujeto considerar como "benévola" la realidad con que entra en
contacto, apreciar y amar esa realidad, permitiéndole, por consiguiente, salir
del aislamiento y de la alienación del egoísmo. La opción fundamental,
humanamente madura, a saber, la de aceptar la realidad y adecuarse a ella, se
hace entonces posible gracias, sobre todo, a esta virtud de la esperanza. Y es
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esta mismavirtud, en el sentido que aquí le damos, el principio y estimulo


para la actuación del itinerario psicológico hacia la madurez espiritual.

1. EL PROCESO ASCÉTICO EN LA VIDA ESPIRITUAL

Este itinerario se puede identificar con un proceso ascético que tiende no ya a


contrariar y a reprimir las tendencias normales del hombre, sino a regular y
dirigir sus mejores energías, tanto biológicas como psicológicas. Se confunde
muchas veces la ascesis con las exageraciones del ascetismo; sale a relucir a
menudo el viejo prejuicio de que la ascesis se reduce en el fondo a un
fenómeno patológico. La verdad es, sin embargo, que el ejercicio ascético es
perfectamente normal y que cierta forma de ascesis constituye un requisito
esencial para el pleno desarrollo de la personalidad humana. El tender a la
perfección psíquica no es más que un proceso ascético, entendido no como
fenómeno extraordinario y reservado a unos pocos, sino como experiencia
común y necesaria para todos.
En sentido restringido, es decir, limitado al aspecto puramente negativo del
fenómeno, se concibe la ascesis esencialmente como "renuncia". a saber,
como represión de las tendencias perniciosas del hombre, como mortificación
y penitencia. En sentido más amplio, que abarca tanto el aspecto negativo
como el positivo, la ascesis asume el significado de "esfuerzo metódico" o de
ejercicio que se propone, bien el desarrollo de las actividades virtuosas, bien
la regulación de las tendencias desordenadas [>Ascesis I-III].
Sobre la base de esta concepción más positiva del proceso ascético, los
preceptos de la moral cristiana y los mismos consejos evangélicos parecen
adquirir una mayor eficacia formativa. En esta perspectiva, el acto de
purificación interior y de entrega altruista nace de una doble necesidad
fundamental:

1. La necesidad típicamente "natural" de restablecer la armonía entre las


tendencias contrarias que se agitan en el ser humano.
2. La necesidad tendencialmente "sobrenatural" de abrirse por completo al
influjo y a la acción divina de la gracia.

La existencia de un conflicto interior del ser humano es un dato reconocido no


sólo por la religión y la moral, sino también por la experiencia psicológica de
cada individuo. No es necesario indicar aquí el origen de este estado de cosas;
baste decir que, sea cual fuere su explicación, siempre permanece en pie el
hecho indiscutible de este equilibrio roto o por lo menos inestable, propio de
la personalidad humana. En su aspecto natural, la ascesis es el esfuerzo
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metódico para restablecer este "equilibrio psíquico"; en su aspecto


sobrenatural, la ascesis es igualmente el esfuerzo metódico para alcanzar la
"perfección cristiana". Pues bien, como la cima de la perfección cristiana
consiste en la entrega total a la voluntad de Dios, se impone necesariamente
un trabajo previo de despego de la propia voluntad.
Partiendo del presupuesto de que la ascesis es un esfuerzo dirigido al
cumplimiento más perfecto posible de la voluntad de Dios, podemos asignar a
la ascesis estas tres tareas: a) descubrir el ideal asignado por Dios; b) mirar
hacia este ideal como objetivo de la vida; e) realizar este ideal según las leyes
normales de la psicología. Tanto en esta tensión como en la adecuación
progresiva a un ideal, la ascesis supone necesariamente un esfuerzo metódico
por parte de cada individuo".
Según J. Maréchal, la ascesis es, sobre todo, un "obligar positivamente a las
actividades inferiores a someterse con perfecta docilidad a las órdenes del
espíritu". Pues bien, es evidente que "someter" no quiere decir "aniquilar". En
efecto, estas actividades seguirán siendo siempre la condición, el apoyo y el
instrumento de toda eficiencia. El ascetismo auténtico no conculca los
recursos providenciales de la sensibilidad humana, no mutila ni reniega de las
bellezas de la naturaleza.
Esta orientación es eminentemente positiva, en el sentido de que se pone el
acento en el concepto de integración; pero ésta no puede realizarse sin cierto
grado de renuncia, sin la eliminación de todo lo que no puede ser integrado.
El esfuerzo que supone la ascesis no está exigido solamente por la necesidad
de perfección del hombre, sino que es congénito a la actuación de todas las
posibilidades dinámicas del individuo; es equilibrio de las diversas y a
menudo desordenadas fuerzas emotivas, que no mutila en el hombre sus
potencialidades ni le impone ningún tipo de antagonismo con sus deberes
sociales.
En consecuencia, hablar de educación ascética está plenamente indicado
cuando se quiere realizar a fondo la propia humanidad, precisamente porque
la ascesis cristiana es una condición espiritual totalmente conforme con la
naturaleza del hombre y que respeta todas sus leyes. Sin embargo, esto no
debe llevarnos a desconocer que la ascesis ocupa una posición privilegiada en
la vida del hombre y que, por tanto, aun dentro de la perspectiva de una
espiritualidad plena, no siempre puede proponerse con facilidad, sobre todo
en la edad adolescente, debido a las dificultades y resistencias que presenta la
crisis evolutiva. Con esto se quiere afirmar que la educación ascética es una
forma de educación que puede tener un éxito más seguro cuando el equilibrio
psicofísico ha alcanzado una mayor consistencia y la madurez personal
consiente opciones más comprometidas y ponderadas.
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Muchas veces el ascetismo de la adolescencia se mira como síntoma


patológico de una neurosis y no como un mecanismo normal de defensa de un
sujeto todavía inmaduro frente al dominio de los impulsos. Este mecanismo
de defensa, siempre que no presente signos patológicos evidentes, puede
constituir "un medio de maduración humana y sobrenatural cuando la
seriedad de las motivaciones y la acción de un sabio educador corrigen
comienzos espúreos eventuales y guían la lucha contra los instintos
reforzando el yo del adolescente y abriéndolo a un cuadro completo de
valores"".

2. EL ESTADO MÍSTICO EN LA VIDA ESPIRITUAI

El estado místico, en su esencia, consiste en una "vibración espiritual" que


sacude el espíritu de arriba abajo, y en una "aspiración" a trascender todo tipo
de preocupaciones conceptuales para captar lo divino a través del
conocimiento y del amor. De este modo, lo divino penetra en lo más íntimo
del alma, transformando la personalidad en sus modos de pensar, de obrar y
de sentir ". Para llegar a esta unión que lo transforma, el místico tiene que
superar muchas etapas, algunas de las cuales exigen un gran esfuerzo
ascético. Si es verdad que la vida mística tiene momentos de gozo
incomparables, también lo es que puede estar sembrada de fenómenos
inquietantes y perturbadores. En la vida mística es menester distinguir entre lo
que forma parte del impulso por llegar a lo divino y lo que ha de considerarse
como el precio que se debe pagar a la debilidad de la naturaleza humana. "Por
muy alto que estén -escribe Pascal de los místicos-, también ellos se parecen
un poco a los más pequeños de los hombres". Se trata de distinguir entonces
en la vida mística entre lo que es esencial y lo que es solamente accidental,
entre lo que es normal y lo que es patológico.
Todo hecho místico es una experiencia, un acontecimiento, una vivencia,
cuya trama viva y activa se encuentra en continuo desarrollo. La experiencia
mística tiene como principio directivo una evolución incesante, que no se
detiene prácticamente nunca; teóricamente se realiza en el llamado
"matrimonio espiritual".
El camino real de la mística no es el razonamiento, sino la "fe". A través de la
oración otorgada por la gracia, el místico llega al "conocimiento
experimental" de Dios; es decir, Dios es sentido y podríamos decir como
"tocado" por un sentido especial. La oración de recogimiento va acompañada
de un sentimiento de certeza de la presencia de Dios. De la oración de unión
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pasa el místico al éxtasis, cuya última etapa se manifiesta mediante el rapto o


arrobamiento del espíritu. Entonces el encadenamiento de los sentidos llega
hasta el punto de quedar abolidas o, por lo menos, muy reducidas las
funciones de relación con los demás.
El verdadero místico no aspira a estos transportes, sino a la unión espiritual
con Dios. El místico se presenta como poseído realmente por Dios; como si
fuese objeto de una "teopatía". En un estado místico auténtico, pueden
presentarse a veces algunos desórdenes mentales, algunas enfermedades
físicas, confundiendo sus elementos de tal manera que hacen muy delicada la
distinción entre lo que pertenece al factor místico y lo que se deriva del factor
patológico. A estas dificultades se añaden las que provienen de las
falsificaciones de la vida mística, que con frecuencia hacen muy difícil
separar lo verdadero de lo falso".

No faltan quienes, impresionados negativamente por el descubrimiento de


sustratos sexuales en la ascesis y en la contemplación, toman pie de ello para
considerar dichos fenómenos como mera forma de sublimación de la "libido"
sexual y para ridiculizar la religión y sus ritos. A este propósito es necesario
observar que semejante actitud es injustificada e injusta. Podría quizá valer en
las formas de ascetismo desencarnado y de pseudo-misticismo, pero no en
una concepción personalista del hombre, según la cual el camino de acceso a
su conocimiento es el del descubrimiento de las admirables capacidades que
revela el cuerpo cuando se ve invadido por la animación espiritual de la
racionalidad. Por tanto, no debería extrañarnos que el hombre, en el ejercicio
de sus facultades espirituales y en el deseo de elevarse hasta Dios, arrastre en
esta ascensión a todo lo que en él hay de profundamente humano en su
corporeidad racional.
Se les puede reprochar a muchos eruditos no haber sabido distinguir
suficientemente lo esencial de lo accesorio, los temas fundamentales de los
detalles patológicos. Según De Sinéty, se pueden distinguir cuatro categorías
de místicos: a) los místicos afectados de graves formas psicopatológicas; b)
los místicos neuróticos y psicópatas; c) los místicos auténticos con ligeras
anomalías psíquicas; d) los místicos auténticos y plenamente normales.
El caso del misticismo estudiado, por ejemplo, por Janet pertenece a las
experiencias del misticismo patológico que alternan con experiencias de
misticismo casi normal. En este caso, como en algunos otros recogidos por
Lhermitte, se trata de sujetos afectados por formas morbosas de carácter
religioso, pero que en nada se diferencian de las comunes; su interés es
relativo. Bastante más interesantes resultan los sujetos de la segunda
categoría; se trata de personas virtuosas y devotas, con una vida
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espiritualmente rica, pero que presentan ciertas perturbaciones mentales más o


menos graves, incluso formas ligeras y parciales de psicosis; esas
perturbaciones pueden ser pasajeras y sin consecuencias serias, o pueden
durar mucho tiempo junto con una vida espiritual intensa. Es típico en este
último sentido el caso de P. Surin, autor de obras valiosas, apreciado director
espiritual, constante y paciente en el ejercicio de las virtudes cristianas, pero
que presenta un cuadro bastante variado de síntomas patológicos.

3. INMADUREZ PSÍQUICA Y VIDA ESPIRITUAL

Las diversas fases de la historia personal de un individuo dejan detrás de sí


estratos de interés que mantienen a menudo fuertes cargas afectivas. Incluso
cuando esos intereses llevan ya mucho tiempo caducados, pueden seguir
manifestándose. A veces están modificados intrínsecamente y se integran sin
dificultad en las motivaciones más maduras y matizadas del individuo. A
veces, por el contrario, vuelven a aparecer más o menos en su forma primitiva
y siguen ejerciendo influencia independientemente de la síntesis mental del
sujeto. con riesgo de falsear a su vez la rectitud de los juicios.
En la historia personal de un individuo se pueden dar "retrasos" en el
desarrollo, formas de "regresión" o bien "desfases" y "conflictos", además de
verdaderas "desviaciones". Estos diversos modos del comportamiento son
todos ellos expresión de inmadurez psíquica y hacen más dificil, por no decir
imposible, el itinerario hacia la madurez espiritual.
La inmadurez neurótica y caracterial puede manifestarse en todos los terrenos
de la actividad humana; consecuentemente, también en el ámbito de la
realidad religiosa, tanto más que la religión y sus problemas son muy densos
en carga afectiva, en sentimientos de gozo y de temor. etc. En general, se
puede decir que el neurótico transferirá a Dios las necesidades afectivas
frustradas por las figuras parentales y vivirá en relación con él sus problemas
conflictivos inconscientes. El sujeto inmaduro vivirá la realidad religiosa, por
ejemplo, como dependencia materna o como necesidad de afecto y de
seguridad; esto le llevará a descargar en Dios la ambivalencia afectiva
respecto al padre, odiado y querido al mismo tiempo. En particular, la
relación con Dios puede vivirla una persona inmadura como necesidad de
seguridad frente a la angustia o a los impulsos instintivos, percibidos como
amenaza debido a la debilidad del propio yo; o bien como necesidad de
castigo (por ejemplo, en los "ascetismos" adolescentes de sujetos atenazados
por el sentimiento de culpa).
El inmaduro vivirá a Dios como poder mágico distribuidor de bienes, o como
un ser lejano que lo ha abandonado, o como una autoridad protectora o
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punitiva a la que hay que tener propicia con sacrificios exagerados. También
la confianza inquebrantable en la Providencia puede ser una defensa contra la
angustia, si bien es verdad que, junto a esta motivación neurótica, puede
coexistir y desarrollarse una motivación auténtica de fe, sostenida por la
gracia. Para todos estos sujetos, el sentimiento religioso será fruto de
racionalización; seráun sistema de defensa contra el temor, el abandono, el
disgusto, la vergüenza, etc.
Nos encontramos entonces con todas las deformaciones de la religiosidad,
vivida a menudo sin fe verdadera y sin amor auténtico, sin alegría ni
esperanza, a veces como esclavitud formalista de unas prácticas entendidas de
ordinario en sentido supersticioso o mágico. La religión podrá ser también
una inversión privilegiada, acompañada unas veces por un perfeccionismo
obsesivo y otras por las innumerables manifestaciones de neurosis fóbica y
obsesiva, que se conocen con el nombre de escrúpulos; de esta manera el
fóbico se sentirá protegido de su miedo a la muerte o a la condenación; el
deprimido podrá acusarse de su indignidad; el masoquista podrá torturarse
confesando con los más mínimos detalles culpas reales o imaginarias, o bien
entregarse a penitencias inauditas.
Algunos sujetos neuróticos se refugian en la religión para soslayar las
dificultades y los compromisos terrenos; pero tarde o temprano se dan cuenta
de que tampoco allí encuentran la satisfacción de sus exigencias
inconscientes. Esto puede suceder, por ejemplo, cuando se encuentran ante los
defectos de las personas que para ellos encarnan la religión. Entonces afirman
que "pierden la fe" y llegan a enfriarse realmente en la práctica religiosa, ya
que se trata de una fe basada en motivaciones eminentemente neuróticas y,
por tanto, carentes de autenticidad.
Otros sujetos desequilibrados parece como si tuvieran una vida de fe y de
caridad envidiable, pero no la pueden injertar en los hechos de la vida, que de
este modo siguen estando en disonancia con el ideal. El plano psicológico y el
plano espiritual deberían unirse y armonizarse en un ser adulto normalmente
evolucionado. En el neurótico, por el contrario, persisten la inmadurez del
carácter y residuos de la afectividad infantil, que son la fuente de la neurosis,
pero que pueden coexistir, por otra parte, con elementos indiscutibles de
madurez. La persona adulta neurótica puede tener una vida espiritual válida y
auténtica, pero a menudo presenta ciertos elementos equívocos en relación
con la madurez espiritual entendida globalmente [>Patología espiritual].
De todo lo que llevamos dicho creemos que es posible sacar estas
deducciones: si no existe ninguna relación entre la "salud física" y la madurez
espiritual, sí que existe una relación, y determinante, entre la "salud psíquica"
y la madurez espiritual [>Psicología y espiritualidad]. Las condiciones
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humanas de la vida espiritual serán tanto más idóneas para colaborar con la
gracia cuanto más se acerque la persona que las posea a la perfección de su
salud psíquica. "Cuanto mayor sea -escribe A. Snoeck- la parte de la libertad
que se deje a salvo en el hombre, tanto mayor será la disponibilidad a la
expansión del valor más alto de la humanidad: la oblación totalmente personal
y plenamente libre al amor del Padre en Cristo"
La salud psíquica, en su forma más madura, es la que está abierta por
completo a los demás mediante el amor; nos lo repite en varios tonos la
psicología profunda de las diversas escuelas. El egoísmo cerrado lleva
fácilmente al desequilibrio psíquico y está destinado necesariamente a desecar
el ser personal, apartándolo de las fuentes de la expansión vital, que tienen su
sede en la comunicación efectiva con los otros. De esto hemos de deducir que
la verdadera normalidad, que se identifica con la madurez psíquica, reside en
la relación dinámica entre el yo y el otro, es decir, en la realización plena del
carácter bipolar de la personalidad.

Las condiciones humanas que favorecen la vida espiritual hasta su expresión


más cualificada, se pueden resumir en el concepto de "madurez humana".
Pues bien, intentar la maduración de la propia personalidad, ayudar a los
demás a que maduren la suya, significa colaborar con la acción divina de la
gracia para construir el edificio espiritual del hombre. Procurar la realización
de la madurez humana del individuo quiere decir sentar las bases que hacen
posible su "madurez espiritual".
En la medida en que el hombre es capaz de hacer de un modo verdaderamente
responsable su opción fundamental frente a la gracia, se encuentra
virtualmente en condiciones de poder realizar la expresión más perfecta del
consentimiento a la misma, esto es, la santidad; al contrario, en la medida en
que no es capaz de ser plenamente consciente y responsable, esto es, de ser
verdaderamente humano -o por falta de desarrollo intelectual o por alteración
mental-, también habrá de ser necesariamente limitada la expresión de la
gracia. Decimos limitada, perosiempre existente. Creemos que en estos
últimos términos se debe plantear el 'problema de la relación real entre
madurez psíquica y madurez espiritual.

R. Zavalloni

BIRL.-AA. VV.. Hacia la madurez moral, Studium. Madrid 1974.-Alves, R. A, Hijos del
mañana: imaginación, creatividad y renacimiento cultural. Sígueme, Salamanca 1976.-
Andrés Martín, M. Los recogidos. Nueva visión de la mística española (1500-1100), FUE,
Madrid 1975.-Artaud, G. Conocerse a sí mismo. La crisis de adulto, Herder, Barcelona
1981.-Barrón, F, Personalidad creadora y proceso creativo, Marova, Madrid 1976.-
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Retiro en el Foyer de Charité
2 al 4 de febrero de 2024

Colomb, J, El crecimiento de la fe, Marova, Madrid 1980.-Dieckmann, H, Problemas en la


madurez de la vida, Sígueme. Salamanca 1976.-Dominian, J, Maturité affective et vie
chrétienne, Cerf, Parls 1978.-Guardini, R, La aceptación de sí mismo. La crisis de
identidad de la vida, Cristiandad. Madrid 1977.-Katz, D. Psicología de las edades (del
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Madrid 1977.-Merani, A. L, Psicología de la edad evolutiva, Grijalbo, Barcelona 1976.-
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1976.-Pentcost, J. D. Marchando hacia la madurez espiritual, Portavoz Evangélico,
Barcelona 1978.-Tresmontant. C, La mística cristiana y el porvenir del hombre, Herder,
Barcelona 1980.-Zavalloni, R, Le strufture umane delta viga spirituale, MorceIliena,
Brescia 1971.

S. de Fiores - T. Goffi - Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad,


Ediciones Paulinas, Madrid 1987
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2 al 4 de febrero de 2024

NIÑO

Diccionario Católico de Teología Bíblica RAVASI

Sumario:
I. El niño en la cultura bíblica.
II. Someterse a Dios como niños.
III. El niño Jesús:
1. Interpretación de los evangelios de la infancia;
2. La infancia de Jesús y el imperativo de hacerse como niños.
IV. Ya no niños.

1. EL NIÑO EN LA CULTURA BÍBLICA.

La razón por la que este artículo comienza con una breve presentación de las
ideas comunes en el ambiente bíblico depende del hecho de que hemos de
saber cómo era considerado el niño en la opinión pública para poder explicar
la palabra de Jesús, según la cual “el que no reciba el reino de Dios como un
niño no entrará en él” (Mc 10,15). Esta frase, que examinaremos más adelante
junto con sus paralelos, supone que se sabe lo que es un niño y lo que
significa ser como él. Y puesto que se trata de una condición “sine qua non”
para participar de la salvación, resulta de importancia primordial el estudio
sobre el niño en la cultura del mundo bíblico.
Corresponde sustancialmente a la verdad la afirmación corriente de que el
niño, a diferencia de lo que sucede en nuestra cultura occidental
contemporánea, no constituía en el mundo bíblico el centro de atención y de
cuidado de los adultos. Podría decirse que, algo así como ocurría en nuestros
antiguos ambientes campesinos, los niños eran queridos, tratados y educados
de forma conveniente, pero al mismo tiempo se les trataba con cierta
negligencia o despego. La verdadera vida era la de los adultos, y de los niños
se esperaba que llegasen a serlo.
Sin embargo -para corregir parcialmente una afirmación simplista sobre la
escasa importancia que se le habría concedido al niño en el mundo hebreo-,
hay que subrayar que el amor de los padres a sus hijos más pequeños es un
factor constante también en el mundo bíblico y que -cosa todavía más
interesante- siempre fue mirado con simpatía por los autores que tuvieron
ocasión de hablar de él en sus narraciones. Estos episodios no están presentes
de modo uniforme en toda la literatura bíblica, sino que se concentran sobre
todo, aunque no exclusivamente, en las tradiciones sobre los patriarcas y en
las historias de la sucesión del primero y segundo libro de Samuel. Si se
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2 al 4 de febrero de 2024

acepta la hipótesis de que estas últimas nacieron en el ambiente de los


escribas de la corte de Jerusalen, habrá que reconocer que debemos también
esta simpatía por los niños probablemente a ese típico interés humanista por
los hechos, los caracteres y las peculiaridades de las personas humanas que
animó a aquellos círculos de sabios. Por eso precisamente resultan preciosos
estos textos. Su fiabilidad como documentos veraces de una mentalidad
generalizada se basa en que provienen de un ambiente en donde se observa y
se describe de buen grado al hombre tal como es, sin instrumenta-lizar las
narraciones en orden a una finalidad catequética, aun cuando -como es lógico-
no estén ausentes las intenciones teológicas. También las tradiciones sobre los
patriarcas conservan, incluso en la redacción E, su sabor de sagas de clan
destinadas a hablar del hombre, aunque la reinterpretación de fe inspirada en
el éxodo y en la alianza hizo de ellas informes sobre las etapas de la
realización de la promesa. Si se tiene en cuenta la elevada proporción de
humanismo que circula en estas tradiciones, se reconocerá también que son
éstas las fuentes primarias y más ricas de informaciones objetivas para
conocer lo que pensaba de verdad la gente de aquel tiempo.
Los textos a que nos referimos son no sólo aquellos en los que se expresa el
gozo por el nacimiento de un hijo surgido de la admiración ante el misterio de
la fecundidad o, más prosaicamente, de la esperanza en la futura aportación de
trabajo que supondrá el hijo, sino también aquellos en que se narra -con
evidente complacencia por parte de los narradores- la felicidad que sienten los
padres y las madres por la belleza del niño o por el hecho de ser fruto de su
amor. La madre de Moisés tiene a su hijo escondido porque había visto que
era hermoso (Ex 2,2). El relato de ? de Agar, que esconde a su hijo bajo un
matorral porque no tiene ánimos para verlo morir de sed (Gn 21,16), revela
una sensibilidad espontánea y al mismo tiempo refinada (que probablemente
le viene al moralista de la tradición) ante los temas del amor maternal y del
cariño que suscita una criatura pequeña, bonita e indefensa. Consideraciones
análogas podrían hacerse sobre las delicadas tramas de afecto que el autor va
tejiendo en la historia de José a propósito de él, de Benjamín y del anciano
padre Jacob. Son narraciones en las cuales el objeto del interés no es sólo la
descendencia o la dinastía, sino el hijo en cuanto niño, más frágil y más bello
que los demás hermanos, que ha llegado en la vejez de los padres, y por eso
mismo es más querido. Cuando David ayuna para salvar la vida del niño que
le ha dado Betsabé, la motivación no es ciertamente dinástica en el momento
en que esto ocurre, sino profundamente humana. Creemos que los hebreos,
desde los comienzos de su historia hasta los tiempos de Jesús, veían a los
niños en esta perspectiva, que está más cerca de la nuestra de lo que se piensa
muchas veces.
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La reticencia de otros filones de la tradición en el tratamiento de estos temas


afectivos puede depender de la prevalencia de intenciones didácticas o
teológicas, que acabaron sofocando todo realismo. Citamos, a modo de
ejemplo, dos textos muy lejanos entre sí por época y por cultura, pero los dos
relativos a los niños. El relato paradójico y severo de 2M 7 contiene
ciertamente una gran lección sobre el valor de la fe monoteísta y del martirio,
pero va más allá de todo realismo y hasta del buen gusto; ninguna madre ni
ningún niño puede vivir su santidad de forma tan sobrehumana. Se trata de
una escena forzada producida por una mala literatura, aun cuando la palabra
de Dios pasa también con su mensaje a través de esas líneas. El otro episodio,
más ligero y pintoresco, es el de Elíseo haciendo que dos osas despedazasen a
cuarenta y dos rapazuelos, culpables de haberse burlado de su calvicie (2R
2,23). A un profeta de tamaña estatura no pueden bastarle dos bofetones, ya
que la narración quiere poner de relieve el valor único de su misión para la
historia de Israel. Pero el episodio no nos dice absolutamente nada de lo que
pensaba Elíseo de los niños y del valor más o menos precioso de su vida.
Tampoco el hecho de que semejante anécdota pudiese circular sin suscitar
repulsas nos autoriza a deducir gran cosa sobre la escasa consideración en que
se tendría a los niños. Nos hace comprender únicamente, en qué aprecio eran
tenidos los profetas, precisamente porque se trataba de una historia profética
con intenciones didácticas y no de una descripción de la vida de la época. De
forma análoga, las insistencias de los sabios en la necesidad de una educación
rigurosa y severa de los niños (p.ej. Pr 22,15) pagan tributo a su típico género
literario. Los padres y los parientes que, según Mc 10,13, presentan los niños
a Jesús para que los haga fuertes tocándolos y los bendiga expresan la
preocupación común por su crecimiento, el afecto de la gente del pueblo a
todos los niños que viven en él, la esperanza de que su vida sea mejor que la
de sus padres. Y los discípulos ciertamente no los apartan por desprecio, sino
sólo porque quieren mantener una zona de respeto y un poco de tranquilidad
en torno a su maestro. El niño no importa mucho por lo que es, sino que es
querido y tratado con vistas a lo que será: así pensaban los contemporáneos de
Jesús, y también ciertamente él mismo.

II. SOMETERSE A DIOS COMO NIÑOS.

El pensamiento de Jesús sobre los niños y sobre la ejemplaridad de la infancia


respecto a la justa relación con Dios en el reino se deduce de dos grupos
distintos de tradiciones sinópticas. El primer grupo lo constituyen Mc 10,13-
16 y paralelos (Mt 19,13-15; Lc 18,15-17); el segundo, Mc 9,33-37 y
paralelos Mt 18,1-5; Lc 9,46-48). Debemos considerarlos por separado.
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La primera tradición se presenta en su redacción más arcaica en Marcos. Los


niños, según la narración de Mc 10,13-16, son presentados porsus padres a
Jesús para que los bendiga y los toque. Esta iniciativa es históricamente
verosímil: la gente de una aldea palestina quiere aprovecharse de la presencia
de un maestro y de un taumaturgo como Jesús a fin de obtener en favor de los
niños una protección divina especial para su futuro y su crecimiento. El
reproche de los discípulos, como ya hemos indicado, no denota desprecio para
los niños, sino más bien estima por su maestro y preocupación por la
tranquilidad y el respeto que se debe a Jesús. El es un rabbí que no pierde el
tiempo con los niños, ya que tiene la misión de instruir a los que están ya en
edad de comprender el valor de la ley y de la educación en la fe. Detrás de
esta anécdota se observa un interés cris-tológico; se desea dejar bien clara la
consideración que hay que tener con Jesús y los fines y motivaciones por los
que hay que acudir a él. La tradición marciana se interesa sobre todo en
definir progresivamente quién es de verdad Jesús y en corregir las
aproximaciones equivocadas de la gente y de los discípulos. También este
episodio pretende aclarar cuál es la misión auténtica de Jesús, y por
consiguiente qué actitud se requiere para acudir a él como discípulo. Esto es
precisamente lo que se tiene en cuenta en la frase de Jesús: “Dejad que los
niños se acerquen a mí; no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es
el reino de Dios” (Mc 10,14). La frase griega “de los que son como ellos, o
más literalmente “de los tales” (idéntica en el griego de los tres sinópticos,
aunque inexplicablemente traducida de forma distinta en algunas ediciones),
aclara que no son ya los niños en cuanto tales los que pueden ir a Jesús, sino
también aquellos que, sin ser niños por su edad, se hacen como ellos.
Mientras que los discípulos pensaban que para llegar a Jesús era adecuada
sólo la condición personal del adulto, él invierte la posición recordando a los
adultos la necesidad de volver a ser como niños. Está implícita la idea de una
conversión necesaria, explicitada en la frase inmediatamente posterior (que
sólo Mt traslada a otro contexto): “Os aseguro que el que no reciba el reino de
Dios como un niño no entrará en él” (Mc 10,15). La determinación de lo que
caracteriza al niño y debe ser recuperado por el adulto se ha de orientar en
este párrafo precisamente ante todo hacia el no ser todavía adulto, hacia la
indeterminación respecto al propio futuro y hacia la consiguiente
disponibilidad a ser educado y crecer, para llegar a lo que no se es o no se es
todavía. Se trata, en otras palabras, de la apertura fundamental a la
conversión, no como conquista humana, sino como recepción de un don y
como obediencia a un guía. El verdadero sentido de la expresión “recibir el
reino de Dios como un niño’, transmitida por esta tradición sinóptica,
equivale al concepto expresado de otra forma en la tradición joanea, en Jn
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3,5.7s. Es interesante que en Jn Jesús esté dialogando con un adulto que es


maestro en Israel y que no concibe tener que comenzar de nuevo a formar su
cultura y su personalidad humana y religiosa. A este adulto, sabio y
justamente seguro de su recta formación, le dice Jesús que tiene que hacerse
de nuevo discípulo y aceptar una nueva instrucción de quien habla de lo que
sabe y de lo que ha visto (Jn 3,11). El nuevo nacimiento del Espíritu exige
una disponibilidad total a dejarse reconstruir como hombres, lo cual equivale
al ser como niños de la tradición sinóptica. En esta línea, el Pablo de Ph 3,4-
14 es el modelo de quien ha vuelto a ser niño, ya que, incluso después de
varios años de misión, se olvida del pasado y tiende hacia el porvenir
siguiendo “la vocación celestial de Dios en Cristo Jesús” (Flp 3,13-14). La
segunda tradición de frases sobre el niño ha conservado probablemente su
forma más arcaica en Lc 9,47 + 48b (48a es una ampliación redaccional que
inserta una frase dicha originalmente en otro contexto). Aquí se trata ante
todo de una problemática eclesiológica (quien es el mayor”). Por eso el niño
es un símbolo claro de carencia de poder, de fuerza y de autoridad; es el
prototipo de la humildad y del servicio. Pero también este principio
eclesiológico tiene un fundamento cristológico -así lo demuestran los
desarrollos paralelos de este tema en Lc 22,24-27 y en Jn 13,1-20, colocados
ambos significativamente en el contexto de la última cena-, ya que la razón
última de por qué en la Iglesia el más pequeño es el más grande consiste en el
hecho de que el plan divino hace pasar el camino de la salvación a través de la
humillación del Hijo hasta la posición de siervo crucificado. Por tanto, la
tradición que insertó en la perícopa lucana y marciana la frase: “El que acoge
a este niño en mi nombre me acoge a mí, y el que me acoge a mí acoge al que
me ha enviado’ (Lc 9,48; Mc 9,37), explícito una teología perfectamente
coherente. La referencia a la teología del siervo, subyacente en esta tradición,
hace menos central la figura del niño de lo que era en la otra tradición
anteriormente examinada. Aquí el niño es una simple imagen provocativa,
una especie de símbolo más; pero la clave para la determinación de las
funciones eclesiales justas no se sigue tanto de la comprensión de la
condición natural del niño (como en el caso anterior), sino más bien de
aquella posición en que el adulto Jesús se situó en obediencia a Dios,
asumiendo la configuración del siervo que da su vida. Puede encontrarse una
confirmación indirecta de esta interpretación en el hecho de que,
especialmente en la redacción de Mateo, viene enseguida un deslizamiento
conceptual y terminológico desde el niño (paidíon) al pequeño (mikrós, o
moteros en Lc 22,26).
Para intentar una síntesis de lo que quería decir Jesús a sus discípulos
sirviéndose de la figura del niño, aunque el procedimiento no parezca
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rigurosamente exegético, podríamos partir del gesto de Jesús de “tomar a un


niño y ponerlo a su lado” (Lc 9,47). Visualmente tenemos así la
contraposición entre Jesús y el niño por un lado y los adultos por otro.
Ninguno de esos adultos -aunque, como se ha dicho, no se infravalore el valor
de un niño-, desea volver a serlo. El adulto está orgulloso de serlo, y
justamente se niega a volver a la condición infantil. Se negaría también a
seguir a Jesús si éste no se le presentase como fuerte y señor de sí mismo,
como más adulto que él. Pues bien, Jesús se pone de parte del niño y exige
que se haga lo mismo. En este gesto desconcertante traduce visiblemente la
necesidad de negarse a sí mismo, de renunciar a toda autosuficiencia y
autorregulación (en el sentido paulino de la palabra), e invita al hombre a una
conversión radical y a una obediencia ilimitada al plan salvífico de Dios.
Cuando la tradición sinóptica elaboró este cuadro en el que Jesús y un niño
están frente a los adultos, creó un equivalente visual de la teología paulina de
la salvación mediante la fe en la bondad gratuita de Dios que justifica.

III. EL NINO JESUS.

Si hay que considerar a Jesús prototipo del pequeño -que invita a sus
discípulos a acoger el don del nuevo nacimiento y a permanecer durante toda
la vida en la condición voluntaria de hijos de Dios, hechos hombres
continuamente por él y en él-, puede ser interesante releer la presentación
bíblica de la infancia de Jesús, a fin de descubrir qué revelación salvífica
puede surgir de aquella fase de su vida en la cual también él fue físicamente
niño. El modo como la palabra de Dios interpreta los sucesos de la infancia de
Jesús nos transmite realmente el sentido que tiene para toda la historia de la
salvación ese modo de referirse a Dios y a la vida que vivió el salvador como
niño. Pero antes de recoger estas indicaciones teológicas, la delicadeza de la
materia y la amplitud de la investigación exegética y hermenéutica reciente
imponen la necesidad de abrir un breve paréntesis para concretar la situación
actual de la interpretación de los llamados “evangelios de la infancia”.

1. Interpretación de los evangelios de la infancia.

El problema que con mayor frecuencia se asoma en primer lugar es el de la


historicidad. Son aún muchos los cristianos, en todos los ambientes, que al
leer los primeros capítulos de Mt y de Lc perciben a veces de forma
subconsciente, que el carácter “maravilloso” de esas narraciones sugiere una
analogía, que ellos valoran enseguida como una peligrosa tentación contra la
fe, con los géneros literarios de la leyenda o de la narración edificante. La
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misma existencia de la tradición del belén confirma que estamos en un terreno


en donde la creatividad y la expresividad artística o sentimental tienen más
peso que la documentada sobriedad de la actitud historio-gráfica. Esta
sensación, que se teme como peligrosa, parece provocar una especie de
reacción psicológica que lleva a querer defender, a veces de manera acrítica,
como absolutamente históricos todos los detalles de los relatos sobre la
infancia de Jesús. Especialmente para la narración lucana se insiste en la
posibilidad de que María fuese la que informó al evangelista y se excluye
apríori toda propuesta exegética que parezca poner en discusión la facticidad
material de todos los detalles del texto. El peligro más grave de esta actitud es
que se cierra, en general, a la posibilidad de ir más allá del problema
positivista de la historicidad para apreciar los valores teológicos de las
narraciones sobre la infancia. De hecho, la exége-sis reciente está más
interesada en éstos que en la simple verificación de la veridicidad histórica.
La historicidad sustancial de los hechos que suponen los textos actuales es
perfectamente admisible, aunque difícilmente se puede ir más allá de un
simple veredicto de verosimilitud o de inde-mostrabilidad de su no
historicidad. Para el análisis de estos problemas hay que recurrir
evidentemente a estudios específicos. Lo que importa señalar es que la
reducción de la investigación a la verificación de la historicidad traiciona la
verdadera intención de los textos. Estos no pertenecen, como género literario,
a la historiografía. Si se sigue con fidelidad la intención que manifiestan los
autores con su modo de componer las narraciones, nos damos cuenta de que
muchas veces la pregunta sobre la historicidad acaba siendo necesariamente
soslayada (o dejada a un análisis ulterior de aquellas informaciones que
contiene el texto, aunque no sea su intención primaria transmitirlas como
mensaje específico), para dejar sitio a una reflexión teológica que representa
la verdadera intención de los textos. La cosa resultará más clara todavía tras
una breve exposición de las características de / Mateo y de / Lucas.
El texto de Mateo comprende, después de la genealogía, cinco escenas
caracterizadas por una cita profética de cumplimiento. Tres de ellas tienen en
el centro un sueño de José, cuyo fin es mostrar el origen divino de los
acontecimientos. Los hechos que se narran son: el anuncio a José del
nacimiento de Jesús, la venida de los magos, la huida a Egipto, la matanza de
los inocentes, el regreso de Egipto. Las referencias al Antiguo Testamento
van más allá de las citas explícitas, y comprenden el tema del nacimiento del
rey mesías, de la adoración de los pueblos, del reconocimiento proféti-co de
Balaán, del intento del faraón de matar a Moisés.
El objetivo primordial de estos episodios cargados de simbologías y de
alusiones parece ser la creación de un vínculo entre lo que nosotros llamamos
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AT y la misión salvífica de Jesús. El es el mesías de Israel, como lo


demuestra la genealogía, pero es también el Hijo de Dios vivo; más aún, el
Dios con nosotros. El carácter extraordinario de su nacimiento es signo de la
unicidad de su persona y de su doble procedencia de Dios y de la historia de
Israel. En cierto sentido, Jesús reencarna y revive algunos episodios
esenciales de la vida de Israel, sobre todo la salvación de Egipto. En conexión
con esta profunda solidaridad con Israel está el drama que Mateo anticipa en
los sucesos de la infancia, aunque sólo llegue a revelarse plenamente en los
episodios pospas-cuales. Los dirigentes de Israel, prefigurados aquí en los
sacerdotes y en Herodes, se niegan a reconocerlo, a diferencia de los paganos,
prefigurados en los magos, que lo proclaman precisamente rey de Israel y, en
cuanto tal, Señor suyo. La amenaza de muerte que Jesús logra esquivar es ya
una prefiguración de su liberación por obra de Dios de aquella cruz que le
impondrá otra autoridad, extranjera como Herodes, pero apoyada en las
autoridades judías. José es el símbolo del pueblo de Israel, que reconoce en
Jesús al Hijo de Dios y consigue ofrecerlo a la adoración tanto de los
israelitas como de los paganos creyentes. Por eso la historia de la infancia
concluye con el viaje a Nazaret, a aquella Galilea de los gentiles de la que
partirá más tarde la misión del Jesús adulto. La narración ma-teana de la
infancia tiene, por consiguiente, como finalidad servir de quicio entre la fe del
antiguo Israel y la salvación definitiva que se lleva a cabo enJesús; intenta
mostrar cómo en Jesús llega Israel al cumplimiento de su vocación,
precisamente porque todas las gentes vienen a adorarlo, a pesar de los
obstáculos que las mismas autoridades judías se empeñan en poner. Es un
relato que supone la pascua, la misión y una cristología ya madura. Proviene
de una comunidad que ha sufrido el drama de la incredulidad de los grupos
judíos.
La narración de Lucas es totalmente distinta. Como forma, está estructurada
en escenas paralelas (los dípticos de las anunciaciones y de los nacimientos) y
se enriquece con la inserción de tres cánticos de alabanza. Los personajes son
más numerosos y están más caracterizados. Las alusiones al AT son muy
numerosas, pero no tienen la forma de citas de cumplimiento, sino más bien
de alusiones cultas y refinadas, que evocan una atmósfera, insertan a un
personaje en una tipología, evocan valores y perspectivas. Así se encuentra en
la pareja Zacarías-Isabel el recuerdo de Abrahán y Sara; María evoca a la hija
de Sión y quizá el arca de la alianza; los cánticos reflejan la espiritualidad de
los ‘anawim (los pobres del Señor); las anunciaciones recuerdan a Sansón, y
la infancia de Jesús la de Samuel. Una multitud de valores, de formas
expresivas y de experiencias humanas del pasado se funden ahora entre sí y
rodean la figura de Jesús de una especie de amorosa comprensión, que se
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expresa en la alabanza y en la acción de gracias. El drama de la incredulidad


de Israel está lejos de las perspectivas de Lucas. Para él Jerusalén no es el
lugar de la hostilidad a Jesús, sino más bien la ciudad en donde se lleva a cabo
la obra salvífica definitiva de Dios. El relato lucano de la infancia se abre en
Jerusalén con la escena del anuncio a Zacarías, de la que surge la idea de que
la antigua tradición no está todavía plenamente madura para la fe. Pero
cuando Jesús en persona se dirige a la ciudad, las fuerzas más antiguas del
antiguo Israel, personificadas en Simeón y en Ana, lo reconocen como
salvación de Israel y como luz de los gentiles. Significativamente, la sección
lucana sobre la infancia concluye con la visita de Jesús al templo a los doce
años de edad. Aquí Jesús se revela, al mismo tiempo, como el que supera la
sabiduría y los valores de la tradición, pero también como el que los asume en
sí mismo mediante la total obediencia a la voluntad del Padre. Así pues, la
aparición de Jesús en Lucas crea, en cualquier sitio en que él se coloque, la
posibilidad real de que explote gozosamente una acogida grata y plena de fe.
Los episodios de la infancia son de este modo el signo premonitor de que
habrá de imponerse en la historia, fuerte y dulce al mismo tiempo, la
salvación cristiana. Se vislumbra ya la Iglesia, porque el Espíritu está
operando en estos comienzos de la vida de Jesús lo mismo que actuará en el
comienzo de los Hechos. María unifica en sí misma a Israel y a la Iglesia, ya
que con la misma actitud de sierva del Señor que acoge su gracia está presente
en el antiguo Israel como lo estará en la Iglesia naciente.

2. La infancia de Jesús y el imperativo DE HACERSE COMO NIÑOS.

La pregunta que ahora nos planteamos es si la infancia de Jesús podrá


iluminar quizá esa teología del volver a hacerse como niños, que exponíamos
en el segundo párrafo. Aunque pudiera parecer obvio, se puede empezar con
la constatación de que, en su infancia, Jesús es descrito precisamente y tan
sólo como un niño (el episodio de Jesús en el templo no es una excepción, ya
que habla como muchacho de doce años que entra en el mundo de los
adultos), en torno al cual se realizan grandes acontecimientos que él, como
cualquier niño, tiene que asumir, porque son otros los que deciden por él. La
falta de toda anticipación legendaria de poderes excepcionales o propios del
adulto (que se encuentran, por el contrario, en los textos apócrifos), además
de ser una señal de la fidelidad histórica de base de los evangelistas, es
también señal de una correcta cristología. Jesús es el Hijo de Dios desde su
nacimiento; pero lo es en la auténtica condición de hombre o, más
bíblicamente, de carne, es decir, de hombre en su debilidad creatural [1
Corporeidad II]. Esta toma de posición consciente preserva las narraciones de
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la infancia de la contaminación de exageraciones milagreras inadecuadas. La


condición de niño de Jesús aparece como un estado que él vive con suma
naturalidad, igual en todo a los demás niños. Semejante economía de
encarnación prepara para Jesús la existencia del siervo, que no sólo no toma
nada para sí, sino que renuncia a su vida por los demás y anticipa la
enseñanza general sobre el valor del pequeño y del humilde en la economía de
la salvación. En esta misma línea no carece de importancia el hecho de que
este niño
-cuya grandeza reconocen muchos, especialmente en el evangelio de Lucas-
viva en realidad una existencia modesta y hasta dolorosa y perseguida -en la
concepción de Mateo-.
Otra característica, propia de cualquier niño, pero presente de manera muy
especial en Jesús, es la de la obediencia. Esta se dirige ante todo a los padres,
con diversos matices en Mt y en Lc; pero mediante ellos el niño Jesús
obedece a Dios y a sus planes. En Mt pasa a través de la decisión de José el
proyecto divino de hacer revivir a Jesús experiencias análogas a las del
antiguo Israel; de esta manera el niño Jesús queda colocado en estado de
obediencia incluso frente a la historia ya vivida por su pueblo y se ve
sometido a Dios y a los padres. Vive así aquella experiencia de dejarse educar
que, como hemos visto, es característica de la condición infantil normal. El
tema de la obediencia está aún más directamente presente en Lucas, en el que
el crecimiento de Jesús en sabiduría, edad y gracia se identifica con su
reconocimiento progresivo del Padre, de quien solamente ha de ocuparse. Si
en Mateo prevalece la dimensión histórico-salvífica, en Lucas se acentúa más
la atención del crecimiento psicológico de Jesús hacia el reconocimiento
pleno de Dios como Padre, que se traduce en la sumisión temporal a su
familia como signo de obediencia a la que nosotros llamamos la economía de
la encarnación. En toda la narración de Lucas se palpa una atmósfera llena de
signos divinos, evangélicos, maravillosos, en la que resuenan vanados y
numerosos temas salvíficos más antiguos y se vislumbra un futuro que, a
pesar de la profecía de Simeón (Lc 2,34s), es de luz y de salvación para todas
las gentes. Casi acunado en esta atmósfera, el Jesús de Lucas crece para Dios
como la nueva criatura totalmente orientada hacia el futuro, cargado de
misterio, pero también de gozo y de seguridad, que Dios está preparando. El
niño Jesús se convierte entonces en el signo consolador de lo que puede
significar para cada uno de los hombres comenzar de nuevo a existir dentro
del ámbito del Espíritu del Dios que salva, el signo de la infancia continua a
la que está llamada la Iglesia en cada una de las etapas de su vida.
Precisamente por esto la atmósfera que envuelve las narraciones de los
Hechos sobre la Iglesia naciente se parece tanto, en algunos pasajes, a la de
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los relatos sobre la infancia de Jesús, ya que está impregnada de los mismos
sentimientos de pobreza, de gozo, de sencillez. El nuevo mundo de los pobres
totalmente confiados en Dios, de los ‘anawim cristianos, pequeños y niños en
el Espíritu, es la continuación, por obra del Espíritu, de ese gozo de existir
para el Padre dentro de esta humilde historia que revelan los textos sobre la
infancia de Jesús.
Lógicamente, no hay que exagerar demasiado la conexión entre los
evangelios de la infancia y la temática del volver a ser como niños, para no
caer en el error metodológico de querer a toda costa hacer coincidir unos
textos que tienen un origen y una finalidad distintos. Sin embargo, después de
cuanto hemos dicho, no parece infundado afirmar que -para responder a la
pregunta de qué es lo que se entiende por niño cuando se dice que hay que
hacerse como ellos para entrar en el reino- se puede atender también al modo
de ser niño que la tradición evangélica atribuyó a Jesús. También aquí nos
encontramos con el tema de dejarse formar como hombres por Dios
solamente en la obediencia y en la humildad, lo cual confirma el acierto de la
interpretación que se dio a los textos sinópticos sobre el niño.

IV. YA NO NIÑOS.

Para ser completos, hemos de aludir a un último uso de la imagen del niño,
que difiere del modelo con que nos hemos encontrado hasta ahora. Se trata de
textos en los que, en vez de hacerse de nuevo como niños, se invita a superar
los límites de la condición infantil. La primera carta de Pedro (2,2) exhorta así
a los neófitos: “Como niños recién nacidos apeteced la leche espiritual no
adulterada, para que alimentados con ella crezcáis en orden a la salvación”.
Este texto es sólo aparentemente distinto del de los sinópticos. Suponiendo
que la conversión cristiana es un nuevo nacimiento, es lógico decir que el
recién convertido vuelve a partir de cero como un recién nacido y se deja
alimentar por la leche de la catequesis cristiana (de la que podría ser muy bien
un ejemplo esta primera carta de Pedro) para crecer como hombre nuevo. Una
vez hecho adulto en Cristo, no dejará de ser niño en el sentido de totalmente
dependiente de Dios.
Es análoga, aunque ligeramente más peyorativa, la calificación de niños que
Pablo da a los corintios en 1 Cor 3,1, ya que la leche de que aquí se habla es
imagen de una educación, necesaria, ciertamente, pero imperfecta.
En otros dos casos, por el contrario, la analogía con el niño se refiere a la
inmadurez y a la indecisión del sujeto (Ef 4,14)0 a la imperfección del
conocimiento (1Co 13,11). En ambos casos el niño indica carencia, mientras
que el adulto denota madurez y plenitud. Pero se trata de aquella madurez que
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proviene de la dependencia de Cristo y que los sinópticos comparan con el


volver a ser como niños. En efecto, el meollo del mensaje no es que hay que
seguir siendo lo que se es, sino que hay que disponerse para ser una nueva
criatura en Cristo. No hay ninguna contradicción temática, sino simple
diversidad en la aplicación de una metáfora distinta.

BIBL.: Hendrick.x H., Los relatos de la infancia, Paulinas, Madrid 1986;


Krause G., Dic Kinderim Evangelium, Klotz, Stuttgart-Gotinga 1973;
Legasse 5., Jésus etl’enfant: “enfant”, “petit “el “simples “dans la tradition
synoplique, Gabalda, París 1969; Weber H.R., Gesueibam-bini, Ed. Paoline,
Roma 1981. Es muy extensa la bibliografía sobre la infancia de Jesús y se
puede encontrar un elenco en los estudios de G. Leonardi y O. da Spinetoli,
que citamos más abajo. Nos limitamos aquí a algunos textos especialmente
significativos: Brown R.E., Elnaci-mienlo del Mesías. Comentario a los
relatos de la infancia, Cristiandad, Madrid 1982; Lau-rentin R., /
Vangelidell’infanziadi Cristo, Ed. Paoline, Roma 19862; Leonardi G.,
L’infanziadi Gesú nei VangelidiMatleo e Luca, Gregoriana, Padova 1975;
Perrot Ch., Los relatos dela infancia de Jesús, Verbo Divino, Estella 1978;
Pikaza J., Los orígenes de Jesús, Sigúeme, Salamanca, 351-361; Salas ?., Los
evangelios de la infancia, Biblia y Fe, Madrid 1976; Spinetoli O. da,
lnterpretazione dei Van geli deIl’infanzia, Cittadella, Asís 1976.
R. Cavedo

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