CASTELLO I - Se Inicia La Aventura de La Ciudad de

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Se inicia la aventura de la ciudad de “Las Siete Corrientes”

Antonio Emilio Castello. Novísima Historia de corrientes. Tomo 1. Pp. 19 a 52


Así como la prehistoria argentina terminó cuando Juan Díaz de Solis y los expedicionarios que lo acompañaron
pisaron tierra en la pequeña isla llamada luego Martín García, comenzando, a partir de ese instante, la historia de
nuestra Patria: la Prehistoria de Corrientes terminó cuando Sebastián Gaboto y sus compañeros desembarcaron en
las costas del norte de nuestra provincia y dieron comienzo a la Historia.
Fue Gaboto el primer europeo que navegó los ríos que los nativos llamaban Paraná y Paraguay, y el que los
españoles llamaron Bermejo. De lo vivido y observado por los españoles en esta expedición nos quedan noticas
gracias a una carta de uno de sus miembros, Luis Ramírez, que con fecha 10 de julio de 1528, contaba a su padre
que, durante ella, pasaron hambre y penalidades, siendo auxiliados oportunamente por el cacique Yaguarú (en
guaraní: lobo grande), jefe de un caserío guaraní que se encontraba en las proximidades del actual pueblo de Itatí.
Sus súbditos eran agricultores pacíficos y hospitalarios. Gaboto, que llegó allí el 26 de febrero de ese año, denominó
santana al puerto; luego mandó explorar río arriba y sus hombres encontraron, también, pueblos pacíficos y
generosos. La carta cuenta que los aborígenes usaban 2orejeras y planchas de muy buen oro y plata” que adquirían a
otros pueblos aguas arriba del río Paraguay. Los viajeros no intentaron apoderarse de estos objetos, a pesar de que
su codicia se acrecentó –no olvidemos que Gaboto había abandonado la misión que tenía, que era seguir el
derrotero de Magallanes para llegar a las islas Molucas, internándose en el río de Solis (actual Río de la Plata) en
busca de las Sierras de la Plata-, pues prefirieron conservar la amistad de los indios para que les indicaran donde
poder encontrar esos metales. Posteriormente la expedición, ya provista de alimentos, continuó su exploración por
los ríos Paraguay y Bermejo. Cuando ya estaba de regreso, pues se habían tenido noticias de la llegada de otras
naves al río de Solis, los españoles volvieron a recibir ayuda en alimentos de parte de los indios de las costas
correntinas. En esa oportunidad encontraron el pueblo de los mepenes, asentado en la región entre los ríos Santa
Lucía y Corriente. Ramíres dice que comían pescado, carne, arroz, y algunos otros frutos de la tierra, pero no carne
humana; que no hacían daño a los cristianos y que se portaban como amigos de éstos. Por otra parte, al referirse a
los indios de Yaguarú, decía que eran parientes de los que estaban con ellos en el fuerte de Sancti Spitirus, en la
actual costa santafesina, perteneciendo estos últimos, al pueblo de los timbús.
Pasaron alrededor de nueve años hasta que volvieron expedicionarios europeos a tierras correntinas. Esta vez el que
nos dejó sus recuerdos fue el lansquenete alemán Ulderico Schmidel, llegado al Plata con la expedición el primer
Adelantado don Pedro de Mendoza. Schmidel integró el contingente, capitaneado por Juan de Ayolas, que remontó
el Paraná, y, llegado a las costas correntinas, se internó en el territorio en persecución de los mepenes que habían
llevado a cabo actos hostiles contra ellos. Según cuenta Schmidel en su obra “Viaje al Río de la Plata. 1534 – 1554”,
unos días antes de esto habían encontrado “gente petiza y gruesa”, que vivía en el interior del territorio y que comía
pescados, productos de la caza y miel, andaba totalmente desnuda y se calculaba que llegaban a un número
alrededor de 2.000 individuos. El historiador Mantilla conjetura que pueden haber sido guaiquirás, pueblo
establecido a orillas del Guaiquiraró. Luego, el alemán relata que los mepenes eran “fuertes como de 10.000
hombres, viven en todas partes de aquella tierra, que se extiende por unas cuarenta millas (leguas) a uno y otro
viento, pero se los puede reunir a todos por tierra y por agua en dos días; tienen más canoas y esquifes que
cualquiera otra nación de las que hasta allí habíamos visto; en cada una de estas canoas o esquifes cabían hasta
veinte personas (…)más cuando llegamos a sus casas no le pudimos sacar ventaja alguna, porque el lugar distaba una
milla (legua) de camino del agua Paraná, donde teníamos los navíos, y los pueblos estaban rodeados de aguas muy
profundas a todos vientos, así que no le pudimos hacer mal alguno, ni quitarles nada, y como hallamos 250 canoas o
esquifes, las quemamos y destruimos”. Luego Schmidel relata lo que encontraron unas cuarenta leguas más al norte,
cuando permanecieron unos tres días en el caserío de los curúmias, situado en la banda norte de un río del cual no
da el nombre, pero que Mantilla presume que pudiera ser el Pindoy, llamado hoy riachuelo, y, antiguamente, de las
Palmas: “Allí encontramos muchísima gente (que se llaman) kueremagbeis, que no tienen más de comer que
pescado y carne y Pan de San Juan o cuerno de cabra (algarrobo), de lo que hacen vino; esta gente nos trató muy
bien y nos proporcionó cuanto nos faltaba. Son altos y corpulentos, así hombres como mujeres. Estos hombres se
horadaban las narices y en la abertura meten una pluma de papagayo; las mujeres se pintan la parte inferior de la
cara con unas rayas largas de azul, que les duran por toda la vida, y se tapan las vergüenzas con un pañito de algodón
desde el ombligo hasta las rodillas”.
Estos son los testimonios que quedan de los primeros encuentros entre los españoles y los aborígenes del actual
territorio correntino, y el valor de Ulderico Schmidel es el de haber sido el primer cronista de nuestro pasado, tanto
nacional como provincial. Pero, desde ese encuentro pasaron largos años hasta que en ese territorio se llevará a
cabo el primer asentamiento de los colonizadores.
El año en que se llevó a cabo la primera fundación en la actual provincia mesopotámica fue 1588, y ésta, que fue la
última del siglo XVI en la región de influencia de la corriente colonizadora del este de nuestro país, fue concretada
por el último Adelantado del Río de la Plata, el Licenciado don Juan Torres de Vera y Aragón. Sólo dos ciudades
argentinas tienen el orgullo de haber sido fundadas por la máxima autoridad enviada a estas tierras por la Corona
española antes de la creación del Virreinato del Río de la Plata. Buenos Aires, en 1536, por el Primer Adelantado don
Pedro de Mendoza, y Corrientes, en 1588, por el Último Adelantado, como ya dijimos.
Antesala del proyecto.
En 1587 llegó a Asunción, en el Paraguay, don Juan de Torres, procedente de Charcas, en el Alto Perú, luego de que
el rey lo designara Adelantado Interino, hasta tanto justificara legalmente ante el Consejo de Indias sus condiciones y
pretensiones para la titularidad. Allí pretendió concretar el proyecto de poblar la costa del Brasil –que no había
podido llevar a la práctica su sobrino don juan torres de Navarrete- para acortar por tierra el largo viaje que se
requería para unir por el mar y los ríos de La Plata, Paraná y Paraguay a España con Asunción, Pero siempre los
proyectos ambiciosos encuentran muchos obstáculos, y éste los encentró de parte de los oficiales reales que
consiguieron doblegar los deseos del adelantado. De Haberlo concretado, el sur del Brasil hubiera sido ocupado por
los españoles, pues estaba dentro de su jurisdicción de acuerdo con el tratado de Tordesillas, y no por los
portugueses, quedando para España y, posteriormente para la Argentina o la República Oriental del Uruguay.
Pero en estas tierras estaba todo por hacer y pronto se embarcó en otro proyecto que era la concreción de una de
las obligaciones que había contraído su suegro, el Adelantado don Juan Ortiz de Zárate: la fundación de una
población.
Ortiz de Zárate se había comprometido, cuando firmó las capitulaciones con el Rey Felipe II, a fundar cuatro ciudades
y, a esta altura, ya tres lo estaban: Santa Fe de la Veracruz y la ciudad de la Trinidad (Buenos Aires), que se debían al
emprendedor don Juan de Garay y concepción de Nuestra Señora del Río Bermejo, fundación realizada por uno de
los sobrinos del Adelantado Vera y Aragón, que se encontraba por estas comarcas. Alonso de Vera, el “Cara de
Perro”, como lo llamaban para diferenciarlo de su primo homónimo, al que denominaban “El Tupí” (en guaraní
significaba cuero negro).
El lugar donde se decidió levantar la nueva población no fue producto de una decisión arbitraria, ni de una idea
original del adelantado, ya que el franciscano fray Juan de Rivadeneira había aconsejado, varios años atrás, en 1581,
el lugar conocido con la denominación de las siete Corrientes, porque era necesario contar con un puerto intermedio
entre Santa Fe y Asunción para proteger a los navegantes que hacían el recorrido en uno y otro sentido, debido a
que los belicosos indígenas de la región chaqueña salían en canoas “a robar y matar a los españoles que de las
ciudades de Santa Fe y Buenos Aires venían a la ciudad de Asunción”, como lo expresaba el Cabildo de corrientes en
un memorial elevado al rey con fecha 5 de abril de 1588.
Asunción “Madre de Ciudades”-que comparte esa merecida denominación en estas tierras con Santiago del Estero-,
oyó el redoble de tambores y la voz de los pregoneros que anunciaban la nueva empresa y que llamaban sobre todo
a los jóvenes y emprendedores, para iniciar otra de las tantas aventuras civilizadoras. Como ocurrió antes, cuando se
convocó para las otras expediciones fundadoras, los que acudieron en gran mayoría fueron los “mancebos de la
tierra”, hombres por cuyas venas corría la sangre española de sus padres y la indígena de sus madres, o sea el
producto de mestizaje que se dio en los dominios de la Corona española en América. El llamado tuvo éxito, y esto lo
podemos constatar en un segundo memorial elevado por el Cabildo de corrientes al Rey, también el 5 de abril de
1588, en el que se afirmaba que debido al celo que por el bien del monarca sentían los pobladores de las Provincias
del Río de la Plata , habían respondido con entusiasmos al llamamiento que hiciera “el licenciado Juan torres de Vera
y Aragón, Adelantado y Gobernador de ellas, (y) salimos de la Ciudad de Asunción en su compañía ciento y cincuenta
soldados los más de ellos con mujeres e hijos, armas, caballos y todo género de ganados”.
La expedición fundadora partió fraccionada desde Asunción.
El primer grupo de cuarenta hombres, al mando de Hernando Arias de Saavedra, inició el viaje por tierra el 25 de
enero de 1588. Debían arrear 1.500 cabezas de ganado vacuno y otras tantas de ganado caballar, esperándose
también que fueran los primeros en llegar a destino y que el joven Hernandarias, de apenas 24 años, pero en cuyo
juicio se confiaba, eligiera un lugar adecuado para levantar la población. A tal efecto el magnífico criollo fue
designado “Capitán de su Majestad para todas las cosas que se ofrecieran proveer de esta ciudad (Asunción) hasta
las dichas provincias de “Las Siete Corrientes”.
El segundo contingente, al mando de Alonso de Vera, “El tupí”, partió de Asunción a fines de febrero, haciendo el
viaje por el río, y cuatro semanas después partió el grueso de la población que habitaría en la nueva población con el
Adelantado a la cabeza. Entre los notables que acompañaban a éste se encontraba su soibrino Juan Torres de
Navarrete, el maese de campo don Diego Gallo de Ocampos y el alférez general Felipe de Cáceres. En pleno viaje el
Adelantado recibió una Real Provisión de la eal audiencia de charcas en la que se le conminaba a quitar de los
empleos públicos a sus sobrinos, debiendo haberse originado esto en una denuncia de nepotismo. En un primer
momento intentó una propuesta, pero luego, con muy buen criterio, hizo caso omiso de la comunicación y continuó
adelante, confiando en la capacidad de sus parientes que, en honor a la verdad, no lo defraudaron.
El primero en llegar a las Siete Corrientes, a mediados de marzo, fue “El Tupí y, a continuación, lo hizo don Juan
Torres, el 2 de abril. Los nativos de la zona se mostraron pacíficos en todo momento, acercándose a los viajeros,
observándolos con curiosidad y hasta proveyéndoles de alimentos y leña. El último en llegar fue Hernandarias con su
pequeño grupo y los animales que arreaban, después de un agotador viaje de casi tres meses por las dificultades del
camino y, en ciertos pasajes, por la hostilidad postrada por los naturales.
El Adelantado no perdió tiempo y seguramente decidió levantar la población en el lugar que le debe haber
aconsejado Alonso de Vera, que había tenido tiempo, desde su llegada, para recorrer la zona y elegir un sitio
adecuado.
El lugar se acomodaba perfectamente por las Ordenanzas de Población y, en el Acta de fundación, se mencionaban
sus calidades: “La cual y dicha parte parece ser mejor e buen sitio donde la gente puede estar y poblar por tener
como tierras de labor, leña, pesquería, casa, aguas e pastos e montes para sustanciación de los dichos pobladores y
de sus ganados, para la perpetuación de dicha ciudad, con muchas tierras para estancias para repartir a los
pobladores y vecinos de ella, como su Majestad lo manda por sus reales cédulas, con protestación que si se hallare
otro sitio mejor se pueda trasladar la ciudad con el propio nombre donde convenga más al servicio de Dios y de su
Majestad y utilidad de los pueblos….”. La ciudad posteriormente no fue trasladada, lo que confirmó las bondades del
lugar elegido. Éste estaba comprendido entre dos arroyos que desaguaban en el Paraná y este mismo río, teniendo
estos límites naturales la misión de servir de obstáculos a posibles ataques de los indios. La curva que hacía en ese
sitio el río aseguraba al poblado por el norte y por el oeste, formando las pequeñas lenguas de tierra que se
adentraban en él formando abrigadas y cómodas ensenadas que servían de excelente puerto natural.
La solemne ceremonia de fundación tuvo lugar el 3 de abril de 1588 y conocemos en qué consistió gracias a la copia
del Acta de fundación que se encuentra en el Archivo de Indias de Sevilla y que en su primera parte dice lo siguiente:
“En nombre de la Santísima Trinidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero y de la
Santísima Virgen María su madre y del Rey Don Felipe nuestro señor, yo eel Licenciado Juan Torres de Vera y Aragón,
Adelantado, gobernador y Capitán General y Justicia Mayor y Alguacil Mayor de todas estas provincias del Río de la
Plata por su Magestad: en cumplimiento de las capitulaciones que hizo el Adelantado den Juan Ortiz de Zárate,
caballero de la Orden de Señor Santiago, mi suegro, con Su Magestad, dee que poblaría ciertos pueblos en estas
provincias como más largamente se contiene en la dicha capitulación a que me reiero en cumplimiento de ella fundo
y asiento y pueblo la Ciudad de Vera en el sitio que llaman de las Siete Corrientes, Provincia de Paraná y Tapé…..”.
Continuando con el acto de fundación el adelantado procedió a delimitar la jurisdicción que le correspondería,
siendo en su amplitud, en rigor de verdad, bastante exageradas, dadas las escasas posibilidades de ejercer dominio
efectivo sobre ellas: por el norte se extendía hasta las jurisdicciones de las ciudades de Asunción, Villa Rica y Ciudad
Real, por el este hasta las de San Francisco Mbiaza en la costa del mar del Norte (Océano Atlántico); por el sur hasta
la jurisdicción de San Salvador; por el suroeste hasta la de Santa Fe de la Veracruz; y por el noroeste hasta los límites
de Concepción del Bermejo. Trasladando estas jurisdicciones a los tiempos actuales comprendería a toda la Provincia
de Corrientes, noreste de Entre Ríos, una angosta franja costera de Santa Fe y del Chaco, una ancha franja desde el
río Tebicuary hacia el sur, en el Paraguay; toda la Provincia de Misiones, los Estados Brasileños casi completos, de
Santa Catarina y Río Grande del Sur, el sur del de Paraná y el Noroeste de la República Oriental del Uruguay.
Prosiguiendo con la ceremonia de fundación, como era habitual, nombró a las autoridades del Cabildo y dispuso que
las elecciones para elegirlas se llevaran a cabo el primer día de cada año. Los nombrados en cada cargo fueron: (….).
Algo para destacar es que entre estos funcionarios habían algunos mestizos que, al igual que en Santa Fe, Buenos
Aires y Concepción del Bermejo, fueron considerados vecinos por ser fundadores, aunque en épocas posteriores,
lamentablemente, se los despojó de esos privilegios por ser considerados inferiores.
El paso siguiente de la ceremonia fue la señalización, por parte del Adelantado, del lugar en que estaría ubicada la
iglesia, colocándose allí una cruz en señal de posesión y colocándose a aquella bajo la advocación de Nuestra Señora
del Rosario. Luego se plantó el rollo de la justicia y, ante él, el Adelantado desenvainó su espada y dándole dos
golpes con ella pronunció la fórmula ritual: “Por el Rey don Felipe Nuestro Señor”. Por último, fue señalado el ejido
de la ciudad con lo cual terminó la ceremonia, de la que quedó testimonio por mano del Escribano Público y del
Cabildo, don Nicolás de Villanueva, firmando como testigos don Juan de Torres y las flamantes autoridades
nombradas.
El escudo dado a la ciudad fue el del Adelantado: un águila que apoya sus garras en dos torres. Pero tiempo después
se adoptó otro, del que, lamentablemente, falta el comprobante de su creación. Las primeras referencias a este
escudo son de mediados del siglo XVII y consistía en una cruz incombustible, abrasada por llamas, en medio de siete
lenguas de tierra. Esa Cruz es la Cruz del Milagro, a la que ya nos referiremos. Debe aclararse que este escudo no es
de la provincia sino el de la ciudad capital.
Torres de Vera y Aragón no permaneció mucho tiempo en Vera, porque debía continuar viaje hacia España para
conseguir la revalidación de su título de Adelantado. Antes de partir dejó organizada la defensa de la población para
prevenir eventuales ataques de los aborígenes y para ello realizó el nombramiento de autoridades con sobradas
condiciones para el mando. Para el gobierno civil nombró a Alonso de Vera “El Tupí” y para el militar, pacificación de
los naturales y conquista, a Hernandarias, encargando a este último la construcción de un fuerte sobre la plaza y una
empalizada que rodeara a la ciudad. Por fin, partió el 6 de abril de 1588, viendo por última vez a lo que había sido el
fruto de su acción pues nunca más volvió a Vera.
El 7 de abril Alonso de Vera prestó juramento ante el Cabildo como teniente de gobernador y no caben dudas de que
su gestión debe haber sido muy satisfactoria porque, cuatro meses después, hubo una solicitud de la corporación
comunal al Rey para que se lo confirmara en el cargo. El pedido debe haber sido bien despachado porque “El Tupí”
desempeñó sus funciones hasta mediados de 1596, al margen de otros avatares políticos que tuvo que vivir en
Asunción. Otro prohombre de aquéllos primeros tiempos fue Hernandarias, que se dedicó de lleno a la pacificación
de los indios y consiguió que muchos de ellos trabajaran en las chacras de los colonizadores para llevar a cabo el
cultivo del maíz y la mandioca, especialmente. Pero la armonía y el equilibrio de las relaciones entre los nuevos y los
antiguos pobladores de la región se quebró cuando los primeros comenzaron a hacer el reparto de los segundos en
las encomiendas, hacia octubre de 1588. Sesenta y un repartimientos fueron los primeros que se realizaron y
tuvieron una particularidad con respecto a los de otros lugares: se comprendió en ellos a cincuenta y una mujeres
que se encontraban entre los fundadores. Algo curioso es que Hernandarias no obtuvo ningún repartimiento. Estos
no se terminaron de otorgar hasta el 29 de julio de 1598, fecha en que el gobernador del Río de la Plata, justamente
Hernandarias, otorgó ochenta y tres en la banda norte del río Paraná.
Los primeros tiempos de Vera comenzaron a ponerse difíciles porque los naturales, mansos y amistosos al principio,
pasaron a tener una actitud hostil y luego, de abierta rebelión, cuando los colonizadores, de amigos pasaron a amos.
Los ataques de las tribus del Alto Paraná y otras tribus más cercanas comenzaron a sucederse sobre la ciudad. A
principios de 1589 ésta se salvó milagrosamente de un violento ataque gracias a que un pequeño grupo de sus
pobladores consiguió llegar a Asunción en canoas y Hernandarias, al frente de 80 hombres, acudió presto y no sólo
hizo reconstruir el destruido fuerte sino que llevó a cabo una sorpresiva acción ofensiva que le dio una victoria
fulminante, le permitió tomar una cantidad de prisioneros –que luego fueron repartidos entre los habitantes de Vera
y Asunción- y echar lejos a los restantes atacantes. Luego, el valiente Hernandarias tuvo que partir para defender a
Concepción del Bermejo atacada por los guaycurúes, y, aprovechando la ausencia del hombre, por el cual
comenzaron a sentir gran respeto, los guaraníes volvieron a atacar a Vera que esta vez pudo defenderse
exitosamente gracias al fuerte hecho construir por Hernandarias.
A pesar de los escarmientos llevados a cabo por los colonizadores contra los indígenas, estos no cejaron por sus
intentos por desalojarlos y las guerras se hicieron interminables, siendo el origen de ellas las odiadas encomiendas.
En una de estas guerras, que nadie ha podido determinar con precisión, tuvo lugar el suceso de la Cruz del Milagro,
al que los historiadores tampoco se han puesto de acuerdo para calificarlo, pero, que sin ninguna duda, debe haber
sucedido aunque en él se entremezclen la historia y la leyenda.
Según la tradición, en un momento que nadie ha podido determinar exactamente, los salvajes sitiaron la ciudad de
Vera y, ante la imposibilidad de rendir o destruir a los defensores, decidieron quemar una gran cruz que se
encontraba plantada a unos doscientos metros del fuerte y a la que consideraron un protector de los asediados. La
cantidad de veces que lo intentaron también varían con los diferentes autores, pero todos coinciden en que la cruz
no se quemó y el indio encargado de encender o avivar el fuego cayó fulminado por un rayo o por un tiro de arcabuz.
La tradición religiosa pretende más lo primero que lo segundo, pero, lo verdaderamente importante, parece haber
sido la sumisión y conversión en masa de los salvajes, impresionados por el suceso. Lo relatado anteriormente es
analizado, según óptica ideológica, por los distintos autores que lo tratan. Comenzaremos con lo que dice el Padre
José Guevara, S.J. en su “Historia del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán” sobre la muerte del indígena: “…. Pero las
llamas espetaron la cruz, y el sacrílego cayó muerto de un balazo. Conservándose hasta el día de hoy el sagrado leño,
que en memoria del suceso, se llama Cruz del Milagro”.
A su vez, el Padre Lozano, en su “Historia de la conquista del Paraguay”, coincide con Guevara en la muerte del indio:
“…. Uno más atrevido quiso vengarse en la Señal de Nuestra Redención, que adoraban, porque habiendo bien
distante del fuerte una Cruz, se fue a pegarle fuego. Al aplicar el fuego le acertó un balazo que le quitó la vida,
cayendo muerto al pie de la misma cruz, que pretendió reducir a cenizas, la cual, hasta hoy, se conserva con el
nombre de la Cruz del Milagro por este suceso que llenó de asombro a los sitiadores y lesobligó a retirarse sin lograr
sus designios….”.
Ambos sacerdotes coinciden en la época en que tuvo lugar el suceso: los primeros tiempos de la ciudad. También
coinciden en que la cruz estaba algo distante del fuerte, pero no mencionan que este fuerte fuera otro distinto al
que se levantó para protección de la ciudad, como pretende el doctor Manuel F. Mantilla, cuando dice que el ataque
no ocurrió donde estaba el fuerte, sino en el límite de la jurisdicción real de la ciudad. Ambos hablan de suceso y no
de milagro, lo que no quiere decir que no lo consideren esto último, pues, en definitiva, un milagro es un suceso y
esta palabra se suele utilizar para nombrar algo que ha salido de lo común.
El militar, abogado y escritor extremeño Francisco Antonio Cabello y Mesa, en su “Relación histórica de la Ciudad de
Corrientes”, aparecida en el primer periódico que tuvo Buenos Aires, del cual era fundador, “El Telégrafo Mercantil,
rural…….” dice lo siguiente: “a corta distancia del fuerte había clavada una cruz como de cuatro y medio a cinco varas
de alto. Atribuyendo el infiel la resistencia de los españoles a hechizo de la cruz, trató de acabar con él, y, poniéndole
por obra, le amontonó leña con abundancia y arrimándole fuego, se consumió en cenizas quedando la Santa Cruz
intacta. Al día siguiente, se le arrimó más leña, hasta cubrirla, y estando tres indios pendiendo el fuego, cayó un rayo
del cielo, que, dejándolos cadáveres y a los demás aturdidos, fue bastante para reducirse a nuestra fe…..”. Con esta
versión coincide Martín de Moussy, en su “Descripción de la Confederación Argentina”, agregando que los caciques
que rindieron sumisión a la cruz fueron: Paraguarí, Aguará, Coembá y Moboipú.
Mantilla niega terminantemente la existencia del milagro partiendo del siguiente principio: “…la historia no admite
ni puede admitir milagros, porque jamás los hubo en el mundo”.
Afirma que la leyenda se debe a que los conquistadores y colonizadores eran ignorantes y crédulos, explotando los
españoles, a su vez, la inocencia y credulidad de los indios. Por su parte, Manuel V. Figuerero admite el episodio de
la tradición, pero no acepta el milagro, intentando explicar el hecho por las normas de la filosofía positivista. A su
vez, Ramón contreras, Esteban Bajac y Ángel Navea admiten la intervención divina, extraordinaria, conforme al
dogma católico. Por último, Hernán F. Gómez considera que no fue uno sólo el milagro, sino que, al primero del
fuerte Arazatí, por el que a la cruz se la llamó Cruz del Milagro, siguieron otros similares que salvaron a la ciudad en
distintas ocasiones y por eso después se la denominó Cruz de los Milagros. No precisa fecha porque no es posible en
base a lo que se sabe, pero la da como antes de la fundación del 3 de abril de 1588. Lo que no consigna Gómez es la
descripción de los hechos y, en consecuencia, no entra en el análisis de ellos.
Nuestras conclusiones, por fin, son las siguientes.
Creemos que el acontecimiento debe haberse producido entre fines de mayo y fines de julio de 1588, cuando los
ataques de los indios se fueron haciendo más peligrosos y obligaron a Alonso de Vera, bajo pena de la vida, la salida
de los pobladores de Vera. La colocación de la cruz, por parte de los colonizadores, en algún lugar fuera del fuerte,
está fuera de toda duda. No olvidemos que los españoles llevaron a cabo la conquista de América con la espada y
con la cruz, porque no sólo conquistaban para la Corona, sino también para Dios. Las cruces que levantaban podían
simbolizar la toma de posesión del territorio, pero también simbolizaban la toma de posesión de las almas. En
cuanto a la distancia que estaba la cruz del fuerte, creemos que no debió estar muy distante de él, pues si el indígena
que prendió el fuego para quemarla murió de un balazo, debemos tener en cuenta que los mosquetes y arcabuces
del siglo XVI no tenían un alcance superior a los 90 metros, así que no a más de esa distancia debía estar colocada.
Pasamos ahora al interrogante de si la cruz fue, en realidad, atacada por los aborígenes y el porqué de esta acción.
La afirmación que hace de Mossay que los indios quedaron convencidos de que la cruz que se encontraba frente al
fuerte era un talismán que protegía a los españoles, es una razón bastante valedera pues debemos tener en cuenta
que los guaraníes eran supersticiosos y la pueden haber tomado por un signo de hechicería. Al respecto nos dice el
Padre Lozano: “Sobre la más leve acción levantaban figuras para tener mil males fantásticos; si tocaban el ñancurutú
pensaban que se les pegaría la pereza; si la mujer preñada comía dos espigas de maíz, se persuadían daría a luz
gemelos; entrar un venado al pueblo y salir libre era señal de que moriría alguno del barrio por donde salía el animal;
saltar un sapo a una embarcación, pronosticaba que uno de los navegantes debía morir en breve; terror les
inspiraban los fenómenos celestes, y del rayo y del trueno hacían autor a Añá”.
(……)
Los agradecidos pobladores de Vera erigieron una ermita en el mismo lugar donde se encontraba la cruz, para
preservarla y venerarla. Mucho tiempo después, en 1720, por disposición del Cabildo de la Ciudad, se construyó la
primera iglesia destinada a guardarla, recibiéndola el 4 de marzo de 1730. En 1708 (1808), bajo la administración del
Teniente Gobernador de Corrientes, don Pedro de Fondevila, la iglesia fue reedificada por iniciativa del Cabildo. Pero
los correntinos, ni aún en las etapas más difíciles de nuestra historia, y sobre todo para la provincia, dejaron de
pensar en levantar para la Cruz un gran santuario, y un nuevo templo de estilo gótico, con una torre a la izquierda,
fue construido en 1845, durante el gobierno de Joaquin Madariaga. Más tampoco este sería el definitivo, pues en
1897 se levantó un nuevo santuario con recursos provenientes de una colecta popular. Y, por fin, en 1939 se colocó
la piedra fundamental del quinto y último templo de la serie, al cual se le dio el carácter de Basílica y Monumento
Histórico.
Después del incidente de la Cruz del Milagro, y reducidos los indígenas, las autoridades de Vera dispusieron que,
para evitar cualquier nueva sorpresa, ningún poblador durmiera fuera de su casa y que cada uno tuviera su caballo
atado a la puerta para acudir presto al primer llamado de alarma.
Por último haremos referencia al nombre de la ciudad y a la evolución que experimentó a lo largo del tiempo.
Como hemos visto en el Acta de Fundación, el nombre que se le dio fue Vera; creemos que don Juan de Torres de
Vera y Aragón lo hizo, como solía ser costumbre de los españoles, con la intención de perpetuar su apellido en su
obra. Posteriormente, se le antepuso San Juan al nombre de Vera, suponiéndose que esto ocurrió entre los años
1625 y 1630, aunque el documento más antiguo que lo contiene, de los que quedan de aquellos tiempos, y donde la
fecha se lee con claridad, es un acta capitular de 30 de mayo de 1633. Sin embargo, hay otra , en la cual ya figura San
Juan, del mes de diciembre de mil seiscientos –el día y año no se leen- que figura antes que la otra en la Recopilación
de las Actas Capitulares de la Ciudad de Corrientes, llevada a cabo por la Academia Nacional de la Historia. A su vez,
el historiador Hernán F. Gómez cita un documento del 20 de diciembre de 1598 en el qque consta la designación de
Jacome Antonio como Teniente de Gobernador en la ciudad de San Juan de Vera, hecha por Hernando Arias de
Saavedra. Nuestra opinión es que este aditamento, hecho después de la partida del Adelantado, se realizó en
homenaje a su santo, como también era práctica corriente en la época. Transcurrido el tiempo, y sin que mediara
una resolución oficial, el uso popular le agregó la denominación del lugar en que se encontraba la población de las
Siete Corrientes, pasando a tener el extenso nombre de San Juan de Vera de las Siete Corrientes. Pero, con el
tiempo, esta larga denominación, como las de otras de nuestro territorio, se abrevió, aunque, en lugar de volver al
primer nombre que tuvo la ciudad, comenzó a llamarse Corrientes a secas. Y así se la sigue llamando1.
Así comenzaba la vida de Corrientes, comienzo agitado, como la mayor parte de su existencia, comienzo heroico y
sufrido, también como la mayor parte de su existencia. Finalizaba el siglo XVII
Las primeras órdenes religiosas que establecieron en Vera fueron, hacia fines del siglo XVI y principios del XVII, las
de los franciscanos y mercedarios. Justamente, el cura y vicario fray Baltasar Godínez, perteneciente a la primera de
ellas, fue puesto en posesión del terreno en el que se levantaría la Iglesia Matriz, comenzando los trabajos de
construcción de inmediato, pero no pudiendo ser concluidos hasta principios del siglo XVIII por la falta de recursos,
tal fue la pobreza en que se debatió nuestra ciudad en su primer siglo de vida. La primera construcción, que sirvió de
iglesia parroquial a la población, fue una pequeña capilla levantada en la parte sudoeste de la Punta de San
Sebastián, que había sido terminada después de muchos trabajos a principios de 1593, y a la que se denominaba
“Ermita de San Sebastián”. Más tarde los jesuitas la demolieron después de construir su primer templo cerca de ella.
Pero parece que en sus primeros tiempos Vera careció de sacerdotes, porque en el Acta del Cabildo del 4 de abril de
1588 –de la reunión mantenida por el Adelantado con los cabildantes- se dejaba constancia de que, entre otras
cosas, se decidía enviar al procurador de la ciudad, -Antonio de la Madrid, a la de Asunción para traer
mantenimientos y sacerdotes.
De acuerdo con esto parece que en las tres expediciones que llegaron para realizar la fundación no habría llegado
ningún sacerdote, aunque al respecto dice Francisco Manzi que llegaron dos frailes franciscanos llamados Juan de
Dios Aranda y Diego de Santa Cruz, que, según el historiador y genealogista Arturo de Carranza, luego deben haber
seguido viaje con el adelantado.
Como hemos dicho, los primeros tiempos de la población fueron muy duros, pero, en cuanto tuvieron algún respiro,
los colonizadores casados trajeron a sus familias y eso estimuló la llegada de otros pobladores. Sobre eso, Mantilla
dice lo siguiente: “El aumento de los habitantes por ese medio está representado hasta el fin del siglo por las
siguientes cifras: año 1591: varones 35, mujeres29; año 1595: varones 11, mujeres 12; año 1598: varones 7, mujeres
15”.
En esos primeros años, la edificación era muy pobre y consistía en simples ranchos de madera, barro y paja,
levantados con cierto desorden. Pero la higiene de la ciudad parece que trataba de mantenerse, pues existía la
obligación para los vecinos de limpiar las calles y la plaza semanalmente, siendo multados con dos pesos los que no
lo hicieran.
El origen de la ganadería correntina estuvo en el ganado traído por Hernandarias en 1588 para la fundación. Más
tarde, el hijo del Adelantado, Juan Alonso de Vera y Zárate, en presentación hecha al rey, reivindicaba la pertenencia
de esas 1.500 vacas y bueyes, y 1.500 caballos y yeguas para su padre, quien, según decía, las había puesto al
servicio de la población, aunque reservándose el derecho de dominio. Pero el historiador Raúl Labougle, en
“Orígenes de la ganadería en Corrientes”, dice que el ganado vacuno pertenecía a Alonso de Vera, “El Tupí”, por eso
su hijo, Pedro de Vera y Aragón, como heredero suyo y propietario de todo el ganado existente, fue Accionero
Mayor del Ganado Vacuno.
Más debido a los continuos ataques de los aborígenes, muy difícil resultó cuidar ese ganado y muchos animales
escaparon lejos de la población, quedando fuera del alcance de los colonos y, con el tiempo, se multiplicaron y
dieron origen al ganado cimarrón. El Cabildo decidió tomar medidas para que eso no ocurriera y mandó construir un
gran corral para encerrar en él al ganado, encargándole su cuidado a vecinos de reconocida calidad moral, recayendo
la designación en Gaspar Portillo y Asencio Gonzáles, quienes estarían a cargo de os equinos y los vacunos
respectivamente. Como garantes de ambos fueron designados Héctor Rodríguez y Rafael Javel que, en una
oportunidad, el 7 de noviembre de 1598, fueron apercibidos por la Sala Capitular al haberse escapado parte de los
animales. En las primeras épocas, estas pérdidas provocaron escasez de carne y cueros para el sustento de la
población, solucionándose el problema vaqueando en la zona del río Tebicuary –actual territorio paraguayo-, donde

1
Pero, también, poéticamente se la denomina Taraguí. El historiador Mantilla nos explica de donde proviene esa
denominación. Significa pueblo cercano y se la daban los nativos de la región. La palabra se compone de taba, pueblo; y de
aguí, cerca, próximo. La b de taba se muda en r, por singularidad de la lengua guaraní, y, por la misma causa, desaparece
después una a.
había gran cantidad de ganado cimarrón. Con el tiempo este ganado se multiplicó notablemente y no sólo hubo
equinos y vacunos, sino también ovinos y caprinos.
Una cosa interesante es que el primer veterinario del que se tiene noticias en los anales correntinos fue Pedro de la
Rotela, a quien el Cabildo encargó en 1604, además de cuidar a los equinos, la misión de curar a los animales de
gusanos y cualesquiera otra enfermedad.
Labougle afirma que el correntino fue un pueblo agricultor desde sus orígenes, y que luego fue ganadero, basándose
en lo siguiente: “….Durante esos primeros años, hasta comienzos del siglo XVII, siendo corto el número de
pobladores, estuvieron éstos limitados al cultivo de la tierra en los alrededores de la ciudad”. Los sembrados se
extendían desde las orillas de la ciudad hasta casi dos leguas a la redonda y fueron incrementándose a medida que
los territorios se fueron pacificando. A las chacras se las rodeaba de palizadas para proteger los cultivos de los daños
que podía causar el ganado suelto.
Don Pedro de Vera y Aragón –casado con doña Inés Arias de Mansilla, hija de fundadores de la ciudad-, heredó, a la
muerte de su padre, don Alonso de Vera y Aragón, todo el ganado que había, domesticado o cimarrón. El nuevo
dueño del ganado tuvo un destacado gesto de generosidad cuando, en enero de 1611, el Visitador de la Audiencia
de Charcas, Francisco de Alfaro, estuvo en Vera y vio la extrema pobreza en que se debatía el vecindario y, como
contrapartida, la gran cantidad de ganado que había, pidiéndole entonces que permitiese a los vecinos “libremente,
entra en sus ganados a vaquear y charquear, pagándole la cuarta parte de la matanza que hiciesen o recogiesen”.
Recogida era el arreo del ganado cimarrón con el fin de concentrarlo en una estancia. Vera y Aragón firmó con Alfaro
una escritura concediendo el permiso y, desde entonces, comenzaron las recogidas y vaquerías en la campaña
correntina.
El siglo XVII comenzó con más tranquilidad para los habitantes de Vera de lo que habían sido los duros años que transcurrieron
desde la fundación hasta casi el fin del siglo XVI. En esos años la población había tenido que pasar momentos de gran peligro y
miseria debido a los continuos ataques de los naturales que querían sacudirse el yugo de las encomiendas. El cansancio de
muchos colonizadores, por los continuos sobresaltos y padecimientos, , los llevó a emigrar, argumentando algunos que la única
forma de poder llevar una existencia más tranquila era cambiar el emplazamiento de la ciudad. Las noticias del agravamiento de
la situación llegaron al gobernador de las Provincias del Paraguay y del Río de la Plata, don Juan Ramírez de Velazco, quien,
inmediatamente, se trasladó a Vera con el propósito de solucionar los problemas. Pero llegó a la conclusión de que el lugar
donde se encontraba la ciudad era inmejorable y, por medio de un bando fechado el 6 de septiembre de 1596, ordenó “vuelvan
a ella los vecinos que la abandonaron, so pena de perder sus solares y chacras si no vuelven y edificar en seis meses”. Después
tomó medidas para asegurar la protección de los pobladores, llevó a cabo una rápida expedición contra los belicosos aborígenes
y aumentó la guarnición con más soldados, proveyéndola también de mayor cantidad de armamentos. El optimismo renació en
los sufridos habitantes al ver que los ataques cesaron.
A su vez Hernandarias, sucesor de Ramírez de Velazco en el gobierno, realizó una visita a la ciudad en 1598 y también tomó una
serie de medidas para asegurar la tranquilidad, realizó algunas expediciones para escarmentar a los indios más belicosos y
celebró tratados de amistad con los vencidos. Este gobernante, sin dudas, fue un verdadero estadista y supo encontrar
soluciones a los problemas que se presentaban en los territorios que estaban bajo su administración. Sus afanes fueron
beneficiosos para Vera a la que hizo traer más ganado de Asunción, estimuló el cultivo de la tierra y promovió la construcción de
casas. Todo lo anterior permitió a Vera comenzar el nuevo siglo con más optimismo. Igualmente se produjo un cambio en la
forma de proceder de los colonos con los naturales que estaban encomendados, dándoles un trato más generoso. Las ciento
veintitrés encomiendas repartidas habían sido concedidas por tres vidas, y los encomenderos tenían la obligación de dar
doctrina cristiana a los encomendados, debían, además, residir en la ciudad, poseer armas y caballos para la conquista, no
ausentarse sin permiso durante el término de cinco años y retornar a ella una vez finalizado el plazo que se les hubiera otorgado.
Cuando Hernandarias volvió a partir, dejó en el gobierno de Vera a Diego Martínez de Irala, hijo de Domingo Martínez de Irala y
una indígena guaraní. Irala impulsó la actividad productiva y estimuló las buenas relaciones con los indios. Los cultivos se
llevaron a cabo en pequeña escala debido a la escasez de semillas, de útiles de labranza y de los animales adecuados para esa
actividad. Siendo magro el rendimiento para el consumo general. “Fue reputada cosecha de prodigio la de Hernando de la
Cueva, que recogió en el año 1602 veinte fanegas de trigo; el Cabildo lo obligó a venderlas a los pobres” 2. El dominio de los
colonizadores se extendió hasta el límite de las tierras repartidas porque, debido a las necesidades que se tenían, muchos
tuvieron que salir de la ciudad y dedicarse a las actividades rurales. Irala repartió nuevas tierras para el cultivo del trigo, la vid y
el algodón. El comercio con otras poblaciones se incrementó pese a que en esa primitiva Corrientes se usaban como moneda –
porque el dinero era prácticamente inexistente- el plomo, el hierro y el azufre, practicándose también el trueque. Por otra parte

2
Manuel Florencio Mantilla, op cit, p. 46
se empezó a tratar de expandir hacia el interior del territorio y, para hacerse más seguro los caminos y proteger a los viajeros y
comerciantes que con frecuencia solían ser atacados por los indígenas, se construyeron dos pequeños fuertes: uno, llamado San
Juan, sobre la costa del Río Paraná a tres leguas al nordeste de Vera; y el otro, denominado San Lorenzo, en la ribera norte del
río Santa Lucía. Cada uno de ellos contaría con guarnición de veinte soldados. Estos asentamientos favorecieron que una buena
cantidad de colonos se animaran y se adentraran en el territorio para poblarlo.
También durante el gobierno de este progresista hijo de la tierra comenzó la educación en Vera cuando el Cabildo, por acuerdo
del 10 de marzo de 1603 designó maestro de escuela a Ambrosio de Acosta, al que se pagaría un peso plata por cada niño al que
le enseñara a leer, escribir, contar y la doctrina cristiana, la enseñanza básica en la América española en los primeros siglos de
colonización.
Pero, nuevamente, la tranquilidad lograda con los aborígenes en los últimos años se vio perturbada, aunque, esta vez, los que
reanudaron los ataques fueron tribus chaqueñas que, en pequeños grupos, pasaban el Paraná subrepticiamente y atacaban
especialmente las chacras, donde sabían que no encontrarían resistencia. Estos grupos estaban compuestos por abipones,
guaycurúes y payaguás, cuyo nombre significaba “los de los pantanos”, y llegaban de zonas ubicadas en el actual Chaco
paraguayo.
El Cabildo tomó medidas defensivas y ordenó a los vecinos que no salieran desarmados y, a la primera señal de alarma,
concurrieran a reforzar las guardias. En 1609, ante un nuevo levantamiento de los guaraníes, otra vez Hernandarias tuvo que
trasladarse desde Asunción con un contingente de doscientos hombres. Logró varias victorias sobre los rebeldes, llegó hasta el
río Aguapey y estableció la paz con quince caciques. Pero estos últimos no respetaron el compromiso y en 1610 volvieron a las
andadas y atacaron a pueblos amigos de los españoles, destruyendo completamente a los ahomas (sic) y presentándose en gran
número ante la ciudad de Vera. Otra vez hubo que recurrir a Hernandarias quien, como siempre, llegó a tiempo y salvó la ciudad
alejando a los atacantes. Después de estas peligrosas experiencias se llegó al convencimiento de que, para que no se repitieran,
había que reunir a los indígenas en Reducciones vigiladas por los espaloles, y así preservar la paz. De esta decisión surgieron las
reducciones de Itatí, Guacarás y Ohomá.
Y, por fin, fue nuevamente el valeroso criollo el que logró la paz definitiva cuando, durante su cuarto y último gobierno en el Río
de la Plata, iniciado el 26 de mayo de 1615, llevó a cabo una campaña con fuerzas formadas con contingentes de Asunción,
Santa Fe y Vera y sometió a los guerreros naturales. Acordando la paz con ellos. En cumplimiento de lo pactado se establecieron
en territorio correntino los franciscanos y los jesuitas haciendo que los indios vivieran en comunidades organizadas. Pero claro
que todo esto no se logró sin antes haber soportado violentos enfrentamientos, como surge de las informaciones que se
labraron en Corrientes en 1635 por pedido del procurador general de la ciudad, Capitán Mateo González de Santa Cruz: “Los
testigos declararon que era una falsedad decir que con una sola palabra evangélica se había reducido a los indios, pues era
público y notorio que lograrlo había costado a los vecinos y moradores de la ciudad, muchas muertes y trabajos, y gastos de sus
haciendas”3. No faltaron en estos episodios de la conquista las épicas acciones de caballeros andantes, como la que se desarrolló
unos años antes de la fundación de la Reducción de Itatí. Había sido mandada una expedición de veinticinco hombres contra los
guaraníes que vivían en esa región. Embarcada en balsa remontó el Paraná hasta dar con los indígenas y el Capitán, Juan Gómez
de Mesa, los intimó a someterse en nombre del Rey. Como la respuesta fue una rotunda negativa, se instaló la lucha y el capitán
español se trabó en un combate individual con el cacique Guaracupí “con una espada ancha en la mano y una rodela”,
invocando a su Rey y dando con el cacique en tierra, maniatándolo luego. Al ver vencido a su jefe los indígenas fueron presa del
temor y se sometieron. Posteriormente, en número cercano a los quinientos, fueron conducidos con sus mujeres e hijos a la
ciudad de San Juan de Vera, poniéndoselos en Reducción junto a la Cruz del Milagro y con guardia de soldados 4. Con estos
naturales y otros que se sometieron algunos años después, al capitán Antón de Figueroa, se formó la población de la Reducción
de Itatí. Sobre la fecha de su instalación no hay datos concretos, pero se cree que fue el 7 de diciembre de 1615, y el encargado
de llevarla a cabo fue el franciscano fray Luis de Bolaños, conocedor del idioma guaraní y de gran influencia entre españoles e
indios, denominándola Reducción de la Pura y Limpia Concepción de Itatí5.
La Reducción de Itatí tuvo como base a cien indios guaraníes de la nación yaguá. Posteriormente, cuando Bolaños se traslada a
Buenos Aires, debido a su avanzada edad, quedó al frente de ella fray Luis Gámez quien, a su muerte, fue sucedido por fray Juan
de Ortega y, a su vez, éste lo fue por el paraguayo Juan de Gamarra que trasladó la reducción al lugar que ocupa actualmente el
pueblo y al antiguo sitio se le dio la denominación de Tabacué (pueblo que fue).Más tarde, otros pueblos traídos de distintos
lugares del territorio correntino, de Apipé y del Paraguay, pasaron a engrosar su población. De lo que era en sus primeros años
nos dejó una descripción don Diego de Góngora, gobernador del Río de la Plata, que la visitó en 1621: “tenía iglesia nueva, y
casa para el adoctrinante; los indios eran guaraníes y andaban vestidos; vivían en casa de tapia y madera, tenían estancias de
3
Labougle, Raúl de, Historia de San Juan…..
4
Ibidem, pp. 22-23
5
Según Labougle el fundador fue fray Luis Gámez, no existiendo pruebas de que lo fuera fray Luis de Bolaños o el R.P. Roque
González de Santa Cruz S.J. Para Manuel Florencio Mantilla y Hernán Feliz Gómez el fundador fue Bolaños, aunque el último
reconozca que Gámez fue quien puso los cimientos de la reducción. Federico Palma también se inclina por Bolaños.
ganado vacuno del cual como de maíz y de pescado se alimentaban; tenían bueyes y herramientas para la labranza. Algunos
sabían leer, escribir y contar, con maestros que les enseñaban esos ramos en su misma lengua”. Lamentablemente los caciques
con sus vasallos no eran libres –ccomo lo fueron los de las misiones jesuíticas- puesto que pertenecían a encomiendas que eran
propiedad de vecinos de la ciudad de Vera o de la Corona española. El régimen social era el impuesto en la vida comunitaria y el
gobierno era ejercido, con amplias facultades, por el cura doctrinero. Y esa condición diferente con los que estaban en las
reducciones jesuíticas llevó a que un día los indígenas de Itatí se rebelaran contra los sacerdotes franciscanos y pidieron bajo la
dirección de los jesuitas.
En esas primeras décadas del siglo XVII se fueron instalando otras reducciones en territorio correntino. Una fue la de Guácaras,
nombre propio de los indios chaqueños que le habían sido adjudicados en encomienda a “El Tupí”, por su primo homónimo “El
Cara de Perro”, cuando éste fundó concepción del Bermejo, y aquél los trasladó a Corrientes, asentándolos en lo que
actualmente es el pueblo de Santa Ana, dando origen, más tarde, a la reducción mencionada. Otro asentamiento similar fue
Nuestra Señora de la Candelaria de Ohóma, significando esta última palabra “desapareció”, “él fue” o “él pasó”, perteneciendo
sus habitantes a la nación guaycurú del chaco.
También a principios de este siglo comenzaron su obra en la zona del Alto Paraná, en lo que es la actual provincia de Misiones,
los miembros de la Compañía de Jesús, cosa qque fue vista con buenos ojos por los habitantes de Vera que consideraron que
esto beneficiaría a su ciudad con la pacificación y civilización de los aborígenes de esos lugares. Además se instalaron en
Corrientes los franciscanos y los mercedarios que fundaron conventos en los terrenos cedidos por el fundador de la ciudad y,
más tarde, obtuvieron de Alonso de Vera, la cesión de tierras para chacras y estancias”.
En 1617, al producirse la división en dos de la gran gobernación que abarcaba estos territorios, las del Río de la Plata y del
Guayrá o Paraguay, por Real Cédula del rey Felipe III, de la primera pasaron a depender Santa fe, Vera, Buenos aires y
concepción del Bermejo. De todas estas ciudades la más importante ya era Buenos Aires, siguiéndola Vera. Las razones de esto
último era que su población era estable y crecía lentamente; una industria agrícola y pastoril que la sustentaba; la paz lograda
con muchos sacrificios con los nativos de las zonas aledañas y, por último, su situación estratégica que la comunicaba por agua
con las dos ciudades importantes de la región y con las misiones políticas.
El ordenamiento institucional funcionaba perfectamente. El mando político y militar era ejercido por un teniente de
gobernador que residía en la ciudad. Los asuntos de justicia, policía y administración estaban a cargo del Cabildo,
que era integrado por dos alcaldes y doce regidores, aunque sus sesiones eran presididas por el teniente de
gobernador. El cuadro de las rentas comunales de esa época se consignaba en pesos, pero esta estimación era
simplemente nominal para facilitar la contabilidad, pues no circulaba dinero debido a su escasez. Se tiene un somero
conocimiento de la inversión de la renta de acuerdo al reparto que hizo en 1622 (reproduce cifras de Mantilla).
La vida en aquellos tiempos era dura y sacrificada, debiendo los pobladores cumplir funciones como auténtica carga
pública.
El servicio militar, si bien no era permanente, era obligatorio, y los hombres, además de tener que abandonar sus
ocupaciones habituales cuando se los requería, debían costearse ellos mismos toido lo que precisaran en guarnición
o en campaña, sin recibir remuneración alguna. Esto, sin duda, perjudicaba el progreso de la población y nos
demuestra que el gobierno central no ponía demasiado interés en ayudar a Corrientes, acordándose de ella
solamente cuando precisaba a sus hombres, que, por otra parte, estaban muy conceptuados como soldados.
Y, volviendo al viaje de inspección que realizó por el territorio de su jurisdicción el gobernador don Diego de
Góngora, luego de visitar Concepción del Bermejo visitó a Vera y en su informe a la Corona dejó traslucir la bastante
mala impresión que le causó esta última ciudad, considerándola pobre con respecto a Concepción. Estimó que su
población alcanzaba a 91 vecinos o sea alrededor de 500 personas, aunque resaltó que había muy buenas tierras y
abundancia de ganado cimarrón. Hizo notar que todavía quedaban algunos viejos mestizos pertenecientes al grupo
de los primitivos pobladores, señalando que no encontró negros ni mulatos, y que eran más las mujeres que los
hombres que habitaban la ciudad. Hemos dicho ya que visitó también la reducción de Itatí, quedando muy conforme
con la vida que llevaban allí los aborígenes, y luego hizo lo propio con Santa Lucía de los Astos. A ésta la encontró
bastante abandonada, y entonces hizo reunir a sus habitantes para escuchar cuáles eran las causas de eso. Se le
respondió que el alejamiento se debió a que la población se vio azotada por varias pestes, que se sucedieron una
tras otra y atemorizaron a la gente.
En este siglo XVII la sociedad correntina comenzó su estratificación.
Los fundadores y sus sucesores se preciaban de descender de los colonizadores que llegaron en 1536 con don Pedro
de Mendoza y, por eso, se consideraban de superior prosapia que el resto de la población. Dice Eduardo Rial que
había tres vecinos que tenían el derecho al Don y eran Francisco de Agüero (….). También dice que podrían incluirse
dentro de esa “mentalidad aristocrática” a vecinos de la estatura de los Cabral de Alpoín (…), a quienes les fue
reconocida su nobleza de sangre, (…).
Más adelante dice Rial que la “élite” que conformaba el grupo dirigente eran los beneméritos de la conquista, los
eclesiásticos y los funcionarios de la Corona. Sin embargo no deben ser confundidos con la nobleza, ya que, si bien
hubo entre ellos troncos familiares de mejor linaje, ello era la excepción y no la regla.
A fines del siglo se produjo la apertura del grupo social aristócrata a través de sucesivos enlaces matrimoniales con la
burguesía, que de esa manera inició su ininterrumpido ascenso. Se produjo así un proceso de cambio pues los
encomenderos desaparecieron como cabeza de la sociedad, los primitivos pobladores conservaron su posición en la
medida en que se hicieron terratenientes, aunque el estanciero no apareció todavía como potencia económica.
Durante este siglo la clase burguesa no llegó a adquirir todavía un rol importante en la sociedad correntina,
adquiriendo su número cierta importancia a fines de la centuria por la llegada especialmente de personas extrañas a
la ciudad: portugueses, asuncenos, santafesinos y bonaerenses, que formaron un importante núcleo de mercaderes
y comerciantes quienes, por medio de enlaces matrimoniales, fueron adquiriendo importancia, propiedades y cargos
públicos.
Hacia 1633 la cantidad de habitantes de San Juan de Vera aumentó inesperadamente con la inmigración de los
sobrevivientes del Concepción del Bermejo, que había sido destruida por los indígenas. La situación de esta pobre
gente fue lamentable y el Jesuita Antonio Ruíz de Montoya dijo al respecto “Los vi tan miserables que pedían
limosna”. El gobernador del Río de la Plata, Pedro Esteban Dávila, quiso repoblar la ciudad destruida y para ello envió
dos expediciones dde correntinos que fueron rechazadas por los nativos haciendo que los intentos se abandonaran.
Hacia 1621 llegó a Corrientes la noticia de que la Corona había expedido una Real Cédula, el 8 de septiembre de
1618, otorgando permiso por tres años a las Provincias del Río de la Plata y del Paraguay para que enviasen dos
navíos al puerto de Sevilla con productos de la tierra. Autorizaba el envío de 2.500 cueros, correspondiéndole la
mitad a cada provincia, lo que resultaba insuficiente para el Río de la Plata que tenía alrededor de 1.500 habitantes.
A los vecinos de Concepción del Bermejo y Corrientes les correspondía exportar a razón de dos cueros por persona.
Esta mezquindad oficial lo único que logró fue estimular el contrabando, llegando a practicarlo en muchas
oportunidades hasta las mismas autoridades. En Corrientes los contrabandistas utilizaron los llamados
“arrimaderos”, puertos naturales que ofrecía, en gran cantidad, la ribera izquierda del Paraná.
En la tercera década del siglo XVII urgió en San Juan de Vera la figura de un hombree que fue importante en aquellos
tiempos de consolidación de la ciudad. Fue MANUEL CABRAL DE ALPOIN, que llegó en 1625 y no mucho tiempo
después se casó con doña Inés Arias de Mansilla, viuda de “El Tupí”.
Mandó construir, de su propio peculio, la Iglesia Matriz, frente a la Plaza Mayor, y la puso bajo la advocación de
Nuestra Señora del Rosario. Una cosa que puede llamar la atención es que, siendo portugués, ocupó en 1629 el
cargo de teniente de gobernador, pero esto se explica porque, en esos tiempos, Portugal se hallaba anexada a la
Corona española (…). Mandó amurallar la ciudad para protegerla de posibles ataques de los indios y de sus
compatriotas portugueses. Completó el plan defensivo mandando construir dos fuertes, unos a tres leguas al
nordeste de la ciudad, y otro, a igual distancia, pero al sudeste, estando ambos sobre el Río Paraná. En 1627 compró
sus derechos de Accionero Mayor del Ganado Vacuno a Pedro de Vera y Aragón, pasando a ejercer de esta manera,
el derecho a cobrar la cuarta parte de lo faenado por los vecinos, provocando esto no pocos pleitos en los que,
generalmente, salió ganancioso. P. 52 ……….En una oportunidad…..

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