Tema 16. Filosofía Oposiciones
Tema 16. Filosofía Oposiciones
Tema 16. Filosofía Oposiciones
El término “principio” hace referencia a lo que es fundamento, origen y comienzo tanto del pensamiento (aspecto epistemológico y lógico) como
del aparecer de las cosas (aspecto ontológico). Esta duplicidad de aspectos del principio surge desde el primer momento en que empieza la
filosofía: arkhé (GDPZ), principio o comienzo entre los presocráticos, es el elemento material (orden ontológico) del que surge y al que se reduce la
naturaleza, y que ha de ser conocido (orden epistemológico) como realidad última para poder explicarla; Platón atribuye a la idea del Bien la
doble cualidad de ser causa y origen del mundo inteligible y paradigma del mundo visible; Aristóteles distingue entre los primeros principios del
conocimiento, principios del cambio y primeros principios y las primeras causas de todas las cosas; los primeros son lógicos, los segundos
gnoseológicos y los terceros metafísicos u ontológicos. Kant denominará a la pregunta por el principio «búsqueda de lo incondicionado», legítima
en el orden del pensamiento, por lo que puede ser buscado y pensado como principio explicativo, pero ilegítima en el orden de lo existente,
porque nunca puede ser hallado o conocido, al estar más allá de toda experiencia posible.
Los principios lógicos reciben el nombre de leyes generales del pensamiento y se consideran como tales los principios de identidad, no-
contradicción y tercero excluso, así como los axiomas y definiciones, las leyes de la lógica y las premisas de los razonamientos. Los principios que
se refieren a la realidad los describen las ciencias, con la denominación adecuada de leyes de la naturaleza; sin embargo, la afirmación de que
todo fenómeno obedece a leyes (causales o no) es un principio de orden metafísico. En ética o moral a los principios se los llama normas.
Se traduce con frecuencia el término griego GDPZ por “principio”. A la vez se dice que en el supuesto de que algunos presocráticos hubiesen
usado dicho término para describir el carácter del elemento al cual se reducen todos los demás, tal elemento sería, en cuanto realidad
fundamental, “el principio de todas las cosas”. En este caso, GDPZo “principio” sería “aquello de lo cual derivan todas las demás cosas”. “Principio”
sería, pues, básicamente, “principio de realidad”.
Pero en vez de mostrar una realidad y decir de ella que es el principio de todas las cosas, se puede proponer una razón por la cual todas las
cosas son lo que son. Entonces el principio no es el nombre de ninguna realidad, sino que describe el carácter de una cierta proposición: la
proposición que “da razón de”.
Con ello tenemos dos modos de entender el “principio”. El principio como realidad es principium essendi o principio del ser. El principio como
razón es principium cognoscendi o principio del conocer. Si damos primacía al principium essendi sobre el principium cognoscendi tenemos un
pensamiento fundamentalmente “realista”, según el cual el principio del conocimiento sigue fielmente al principio de la realidad; si se da el
primado al principium cognoscendi sobre el principium essendi, tenemos un pensamiento filosófico de “idealista”, según el cual los principios del
conocimiento de la realidad determinan la realidad en cuanto conocida, o cognoscible.
Las expresiones principium cognoscendi y principium essendi proceden de los escolásticos. Aristóteles había ya dado varias significaciones de
“principio”: punto de partida del movimiento de una cosa; el mejor punto de partida; el elemento primero e inmanente de la generación; la causa
primitiva y no inmanente de la generación; premisa, etc. Los escolásticos hablaron de “principio ejemplar”, “principio consustancial”, “principio
formal”, etc. Al mismo tiempo, Aristóteles y los escolásticos trataron de ver si había algo característico de todo principio como principio. Según
Aristóteles, «el carácter común de todos los principios es el ser la fuente de donde derivan el ser, o la generación, o el conocimiento” (Metafísica,
1013 a 16-18). Para muchos escolásticos, “principio es aquello de donde algo procede”, pudiendo tal “algo” pertenecer a la realidad, al movimiento,
o al conocimiento. Ahora bien, aunque un principio es un “punto de partida”, no parece que todo “punto de partida” pueda ser un principio. Por
este motivo se ha tendido a reservar el nombre de “principio” a un “punto de partida” que no sea reducible a otros puntos de partida, cuando
menos a otros puntos de partida de la misma especie o pertenecientes al mismo orden. Así, si una ciencia determinada tiene uno o varios
principios, éstos serán tales sólo en cuanto no haya otros a los cuales puedan reducirse. En cambio, puede admitirse que los principios de una
determinada ciencia, aunque “puntos de partida” de tal ciencia, son a su vez dependientes de ciertos principios superiores y, en último término,
de los llamados “primeros principios”, es decir, “axiomas” o dignitates. Si nos limitamos a los principia cognoscendi, podremos dividirlos en dos
clases: los “principios comunes a todas las ciencias del saber” y los “principios propios” de cada clase de saber.
En lo que toca a la naturaleza de los principios, y suponiendo que éstos siguen siendo principia cognoscendi, se puede preguntar si se trata de
“principios lógicos” o de “principios ontológicos” (entendiendo estos últimos no como realidades, sino como principios relativos a realidades).
Algunos autores manifiestan que sólo los principios lógicos (principios como el de identidad, no-contradicción y tercio excluso) merecen llamarse
verdaderamente “principios”, pero en este caso no parecen ser principios de conocimiento, sino principios del lenguaje mediante el que se
expresa el conocimiento. Otros autores indican que los principios lógicos son, en el fondo, principios ontológicos, ya que los principios lógicos no
regirían de no estar de alguna manera fundados en la realidad. En cuanto a la relación entre principios primeros y los “principios propios” de una
ciencia, puede tratarse de una relación asimismo fundada en la naturaleza de las realidades consideradas. Además, mientras algunos autores
estiman que los principios de cada ciencia son irreductibles a los principios de cualquier otra ciencia, no habiendo más relación entre conjuntos
de principios que el estar todos sometidos a “principios lógicos”, otros autores indican que pueden ser irreductibles de hecho, pero que no
necesitan serlo en principio. Justamente, la diferencia entre la tradición aristotélica y el cartesianismo en este respecto consistió en que mientras
la primera defendía la doctrina de la pluralidad de los principios, Descartes trató de encontrar primeras causas, es decir, “principios” que llenasen
las siguientes dos condiciones: el ser tan claros y evidentes que el espíritu humano no pudiese dudar de su verdad, y el ser principios de los cuales
pudiese depender el conocimiento de las demás cosas, y de los cuales pueda deducirse tal conocimiento.
Cuando se habla de los primeros principios como “instancias últimas”, “leyes supremas”, etc., ¿qué es lo que pretende significar en última
instancia a través de tales expresiones?. Se trata sencillamente de mostrar de qué modo tales “primeros principios” deben ser concebidos en
términos de nociones constitutivas de lo real más allá de las cuales no es posible hallar otras bajo las que las anteriores pudieran ser subsumidas
(o reducidas a ellas). Esto significa esencialmente que un primer principio es, por esencia no demostrable, es decir, no derivable a partir de
principios superiores a él o explicable a partir de otros inferiores. En efecto, desde el punto y hora en que “demostrar” significa formalmente “poner
en evidencia como derivado a partir de otro”, se impone palmariamente que un primer principio. En efecto si alguien pretende solicitar
demostración acerca de un principio último debe saber de antemano que el éxito de tal pretensión destruiría el principio (supuestamente
concebido en términos de prioridad o ultimidad absoluta) en tanto que principio; es decir, desde el momento en que el primer principio fuese
efectivamente demostrado dejaría inmediatamente de poseer legitimidad para presentarse como principio último, pasando tal investidura de
ultimidad a vencer sobre la instancia a partir de la cual se demostrase que derivaban el supuesto primer principio, con lo que nos
encontraríamos en análoga posición y en el horizonte teórico comenzaría a aparecer un evidente caso de regresus ad indefinitum. Todas estas
dificultades fueron previstas ya por Aristóteles (el primer gran introductor de primeros principios filosóficamente justificados) y consideradas
fundamentalmente en lo referente al principio de no-contradicción. La solución a la aporía–en caso de haber tal, cosa que no sucede,
evidentemente– no puede ser otra que apuntar a que a la esencia del buen discernimiento pertenece esencialmente al ser capaz de discriminar
los ámbitos en los cuales resulta pertinente y posible solicitar demostración y aquellos en los que -(no por limitación del alcance cognoscitivo
humano, sino en virtud de las cosas mismas, auto to pragma acerca de las cuales versa la consideración teórica)- tal pretensión resulta no
solamente contradictoria con la naturaleza absurda y carente de fundamento. Demostrar equivale a tornar condicionado y mediato y esto
aparece de inmediato en contradicción con la naturaleza de todo “primer principio” propiamente tal (Dios, el yo absoluto, el ser, etc.).
Aristóteles distingue entre los primeros principios del conocimiento, principios del cambio y primeros principios y las primeras causas de todas las
cosas; los primeros son lógicos, los segundos gnoseológicos y los terceros metafísicos u ontológicos. El principio es el punto de partida de un
movimiento o de una producción cualquiera; es también la causa externa de un proceso o de un cambio; lo que con su decisión provoca
movimientos o cambios (como la promulgación de una ley); y el comienzo de un proceso de conocimiento (como las premisas de una
demostración).
En la filosofía moderna el término “principio” tiende a quedar restringido al ámbito del conocimiento. Así, Wolff define el principio como “aquello
que contiene en sí la razón de cualquier cosa”, y Kant utiliza este término para referirse a cualquier proposición general que pueda servir de
premisa mayor en un silogismo. Kant denominará a la pregunta por el principio “búsqueda de lo incondicionado”, legítima en el orden del
pensamiento, por lo que puede ser buscado y pensado como principio explicativo, pero ilegítima en el orden de lo existente, porque nunca puede
ser hallado o conocido, al estar más allá de toda experiencia posible.
Con Aristóteles, el aspecto lógico de los principios presupone el metafísico por cuanto las leyes del pensamiento son leyes del ser. Ello está en
función del carácter metafísico de la lógica aristotélica que permitía la consideración de que los principios del conocer no tienen un sentido
psicológico, sino ontológico, ya que su contenido no lo constituye la modalidad del pensar, sino la estructura de los objetos inventados por el
pensamiento.
Por ello vamos a observar cómo el marco de la filosofía tradicional los primeros principios se originan de las propiedades trascendentales del
ente y cómo por él son denominados principios ontológicos.
Esta vinculación entre primeras ideas y primeros principios halla su explicación en el hecho de que los primeros principios están formados por los
primeros conceptos. Nuestro interés se centra ahora en determinar por un lado
Los maestros parisinos del s. XIII, agustinianos y teólogos, estructuraron la teoría de los trascendentales.
Llamamos trascendentales a los modos del ser, obtenidos desde el ser por una especial consideración de la existencialidad. La tradicional
división de éstos es en: cosa, uno, algo, verdad y bondad. Sobre estos trascendentales se asienta todo el planteamiento metafísico de los
primeros principios. Habrá pues que examinar las propiedades trascendentales del ente y los primeros principios seguidos de ellos.
1. Principios comunes y propios. Principios comunes, primeros o metafísicos, son las verdades inmediatas y certísimas que se refieren a las
propiedades del ente, o en todo caso, a algunas características básicas de la realidad. Así, se puede observar que cualquier juicio presupone el
principio de no-contradicción: “algo no puede ser y no ser a la vez, en el mismo sentido”. Quien no admita esta verdad ni siquiera podría hacer
una afirmación con sentido. Otros principios de este orden son, por ejemplo, el de causalidad, presupuesto de las ciencias físicas, el de identidad
comparada (dos cosas idénticas a una tercera son iguales entre sí), que se aplica especialmente en las matemáticas; el de finalidad, que es muy
claro en los vivientes y en el obrar humano; el de bondad moral, primer principio práctico (hay que hacer el bien y evitar el mal), del conocimiento
de la verdead, o persuasión de que el hombre puede conocer algunas verdades, lo cual es presupuesto de cualquier conocimiento o ciencia. Los
principios comunes son asumidos por cada ciencia demostrativa de una manera analógica, en la medida en que se proporcionan a ella.
Algunos, como en de no-contradicción del ente, son presupuestos de cualquier ciencia; en este sentidos los primeros principios desde los que se
demuestra son comunes a todas las ciencias, pues los principios segundos reciben su fuerza de los primeros.
2. Principios segundos o propios de las ciencias particulares. Son tesis fundamentales acerca del objeto formal de una disciplina particular, o con
relación a sus nociones primitivas. Entre éstos hay una jerarquía interna, ya que unos abarcan toda la ciencia, mientras que otros se refieren más
bien a algunas de sus ramas.
3. Principios de las ciencias prácticas. Se denominan normas, leyes o reglas. Un principio operativo es una regulación de los actos humanos en
orden a un determinado fin: la norma no expresa lo que es, sino lo que debe ser o, mejor, lo que el hombre ha de hacer para conseguir una
finalidad. Las leyes pueden ser humanas, cuando son establecidas por los hombres; divino-naturales, cuando responden a una inclinación
natural puesta por la naturaleza, etc.
Ontología es “estudio de lo que existe”. La ontología se ocupa de la característica más común de todo cuanto existe, el ser, e intenta responder a
la pregunta de qué es necesario para que algo sea o exista y si hay diversas maneras de existir o ser. Aunque pueda confundirse a veces con la
metafísica y, de hecho, “el estudio del ente en cuanto ente” es la manera como Aristóteles define a la filosofía primera, la ontología ha conseguido
su objeto propio de estudio a lo largo de la historia. La filosofía escolástica atribuyó a la metafísica general el estudio del ser en general, y se fue
confiando a otras metafísicas más específicas el estudio de entes particulares (Dios, el lama humana, el mundo, etc.)
Wolff usó indistintamente los nombres de ontología, metafísica general y filosofía primera. Para Kant es la ciencia del conocimiento sintético a
priori de las cosas, es decir, de aquellos principios del entendimiento que hacen posible el conocimiento de las cosas. Por lo mismo, se identifica
con su filosofía trascendental, y no con el conocimiento de objetos que estén más allá de la experiencia.
Tras introducir Husserl, a comienzos del s. XX, la noción de “ontologías regionales”, que consisten en la descripción de la esencia de la naturaleza,
la sociedad, la moral y la religión, Hartmann intenta una nueva fundamentación de la ontología: distingue dos maneras básicas de ser, los
particulares –el ser real– y los universales –el ser ideal–, y dentro de cada manera varios estratos de ser: por un lado, lo orgánico, lo inorgánico, lo
consciente, lo cultural o supraindividual y, por el otro, las esencias, los valores, los números o las relaciones lógicas. Heidegger se apoya en la triple
pregunta de Kant acerca de qué podemos conocer, qué debemos hacer y qué nos es dado esperar, resumidas en una cuarta, qué es el hombre,
para referirse a una ontología que ha de servir de fundamento a la metafísica: esta ontología no es otra que el conocimiento del ser del hombre, o
ser-ahí. El positivismo lógico considerará carente de sentido cualquier supuesto enunciado metafísico y, por ello mismo, las preguntas de tipo
ontológico no tienen, para estos autores, así como para los autores de la denominada corriente analítica de la filosofía, más finalidad que
plantearse qué tipos de entidades son los referentes de las palabras usadas en un enunciado; son preguntas acerca del significado. Quine, quien
define la ontología como el estudio de “lo que hay”, habla del compromiso ontológico que implica que toda teoría, y todo lenguaje, debe decidir
qué tipo de entidades o cosas constituyen sus referentes; en palabras suyas, “lo que una teoría dice que existe”.
El principio de identidad suele formularse en su versión lógica del siguiente modo A = A. Correctamente entendido esto no significa que un objeto
A sea idéntico en todas sus notas características a otro objeto A dotado de nota características absolutamente equivalentes, sino que hace
referencia a la interna coincidencia absoluta entre un cierto objeto A y él mismo. Formulado, pues, ontológicamente, el principio de identidad
enuncia que todo ente es idéntico a sí mismo, o si se prefiere, en el seno de ningún objeto es posible discernir presencia alguna de alteridad
consigo mismo, de diferencia con respecto a sí. En última instancia, el principio de identidad A = A expresa la imposibilidad de concebir, pensar,
formular o explicitar la no-identidad, la no absoluta coincidencia ontológica de un ente consigo mismo.
“Identidad” no es, por otro lado, un término unívoco, sino equívoco. Esto significa que la mitad puede ser entendida de formas diferentes y
dependientes del punto de vista adoptado en cada momento de la consideración teórica. Tradicionalmente se suele adoptar la división tripartita
del principio de identidad que distingue las siguientes acepciones:
1. Identidad ontológica: se trata de la identidad del ser en términos absolutos, es decir, hace referencia a la naturaleza esencialmente homogénea
de lo existente.
2. Identidad en la multiplicidad: se refiere a la unidad resultante del proceso en virtud del cual se genera un resultado unitario a partir de la
adición, de la suma o acumulación de elementos inicialmente múltiples, dispersos o inconexos.
3. Identidad óntica: se trata de aquella que surge al considerar un ente individual como unitario, haciendo abstracción de la composición de
——— partes merced a las cuales se configura, se ———– (por ejemplo: un caballo es un ente uno, idéntico a sí mismo a pesar de hallarse
compuesto por partes inicialmente “separables”: cabeza, patas, ojos, etc.).
El principio de identidad siempre ha llevado aparejado el concepto de unidad. La aplicación del principio de identidad comparte de ordinario, la
reducción de múltiple, de lo plurívoco, de lo disperso a lo unitario y lo unívoco y lo unidireccional. A este respecto, ciertos pensadores (Nietzsche,
por ejemplo) han insistido en el carácter “simplificador” y “engañador” subyacente a tal principio. En efecto, la reducción de lo real discontinuo, no
coincidente consigo mismo, en perpetuo flujo y devenir, etc. a lo idéntico, a lo igual a lo determinado y petrificadamente reconocible por
inmutable aparece a esta luz como una tendencia innata inherente al mecanismo teórico-conceptual metafísico en occidente en virtud del cual
el pensamiento filosófico privilegia lo momificado y lo no cambiante (no mutable) señalando tales características los atributos de lo verdadero
por excelencia y en detrimento de la exposición carente de componendas gnoseológico-teóricos al océano imprevisible de lo no idéntico, de lo
múltiple, lo cambiante, lo caótico, en suma.
La primera (y más hondamente radical) formulación del principio de identidad en la historia de la filosofía occidental aparece en Parménides.
Aquí, la identidad se traslada desde el plano lógico al ontológico (to gar aotu noein estin te kai einai – lo mismo es, pues, pensar y ser). Si el ser
cuenta entre sus atributos fundamentales el ser ageneton y atelesteuon, es decir, “ingénito” e “imperecedero” entonces debe ser forzosamente
inmutable, es decir, carente de cambio, de devenir y por lo tanto, esencialmente idéntico a sí mismo (lo ente toca a lo ente – eon gar esti pelacei).
También Platón concebirá su eidos trascendentes en términos de unitas analogize, es decir, en términos de univocidad esencial (ligada al
concepto de ousia) subyacente a la pluralidad indeterminada de los accidentes –por un lado– y a la pluralidad de modos de decirse el ser (los
cuatros modos bien conocidos). Bajo esta aparente multiplicidad y dispersión de sentidos y significados del ser subyace una significación
unitaria -idéntica- que traspasa a todos ellos sin identificarse propiamente con ninguno. La noción común de sustancia o entidad desempeña
aquí el papel de instancia fundamentante e identificadora de tal aparente irreductible multiplicidad (pollacos). Tal es el sentido aristotélico o el
significado que Aristóteles confiere y concede a la noción de identidad. Común a los tres casos (Parménides, Platón y Aristóteles) es el énfasis y la
palmaria preeminencia concedida a la noción de identidad sobre su opuesta (la alteridad, la diferencia). Se trata de un rasgo –una vez más–
definitorio y aún constitutivo del bagaje ontológico y axiológico característico de la metafísica occidental, en cuyo transcurso histórico siempre ha
concedido la prioridad en todos los aspectos a la identidad sobre la diferencia, a la mismidad en detrimento de la alteridad y, en definitiva, a la
posibilidad (determinación, igualdad a sí mismo y a otros) sobre la disolución, la negatividad y la alteridad. La excepción a esta regla común
aparece en el seno de la filosofía contemporánea de la mano de la teoría llamada “postmoderna” o también autocaracterizada como
“pensamiento de la diferencia”. Tal título resulta ya, por sí mismo, altamente significativo. Se trata, en efecto de contrarrestar el influjo tradicional
centrado en el prejuicio dirigido contra le primado de lo otro, de la no-mismidad, de la absolución de la identidad. Frente a ello, la filosofía de la
diferencia (o di-ferencia – Derrida) propugna la apología del fragmento, de la dispersión irreductible a unidad y mismidad en virtud del principio
metodológico general “nada es igual a nada”. Se trataría, pues, del absoluto primado de la negatividad sobre todo intento “lógico” de reunir y
reducir lo múltiple a la unidad y lo uno a la identidad.
En Aristóteles, el principio de identidad no afirma la igualdad en sí de todo ente particular, sino que establece que no es posible que un mismo
predicado pertenezca y no pertenezca al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto a un mismo sujeto. En realidad, ésta es la formulación que da
Aristóteles del principio de no-contradicción; Aristóteles, pues, reduce la defensa del principio de identidad a la evidencia de que “es imposible ser
y no ser al mismo tiempo”, que es como decir –según Aristóteles– “todo ente es él mismo”.
Hay un principio, en las cosas que son, acerca del cual no es posible caer en error, sino que siempre se hace necesariamente lo contrario, o sea,
estar en la verdad: que “no es posible que lo mismo sea y no sea a un mismo tiempo”, e igualmente en el caso de los otros predicados que se
oponen entre sí de este modo.
De tales principios no hay demostración en absoluto, pero sí que la hay como refutación ad homine, en efecto, no es posible deducirlos
silogísticamente a partir de un principio más cierto, lo cual debería hacerse, sin embargo, si se tratara de una demostración en absoluto. Ahora
bien, contra quien afirme las proposiciones opuestas, si uno quiere demostrar su falsedad, ha de proponer algo que sea idéntico al axioma de
que “no es posible que lo mismo sea y no sea a un mismo tiempo”, pero que no parezca que es idéntico a él. Y es que solamente de este modo
cabe demostración contra quien dice que las proposiciones opuestas pueden ser verdaderas acerca del mismo sujeto.
Pues bien, los que pretenden participar conjuntamente en una discusión tienen que estar de acuerdo en algo. En efecto, si esto no se produce,
¿cómo les será posible participar conjuntamente en una discusión? Cada palabra, por tanto, ha de ser comprensible y ha de tener un significado,
no muchos, sino uno solo. Y en caso de que tenga más de un significado, ha de aclararse a cuál de ellos se refiere la palabra. Ahora bien, el que
dice que “es y no es esto”, niega aquello que afirma y, por consiguiente, dice que la palabra no significa aquello que significa. Pero tal cosa es
imposible. Por consiguiente, si algo significa “ser esto”, es imposible que el enunciado contradictorio sea verdadero (Metafísica, 1061b34-1062a20)
Desde el punto de vista lógico, Aristóteles afirma que no es posible afirmar cosas contrarias de lo mismo:
El principio más firme de todos es, a su vez, aquel acerca del cual es imposible el error. Y tal principio es, necesariamente, el más conocido (todos
se equivocan, en efecto, sobre las cosas que desconocen), y no es hipotético. No es, desde luego, una hipótesis aquel principio que ha de poseer
quien conozca cualquiera de las cosas que son. Y aquello que necesariamente ha de conocer el que conoce cualquier cosa es, a su vez, algo que
uno ha de poseer ya necesariamente cuando viene a conocerla. Es, pues, evidente que un principio tal es el más firme de todos.
Digamos a continuación cuál es este principio: es imposible que lo mismo se dé y no se dé en lo mismo a la vez y en el mismo sentido (ibid.,
105b10 ss.)
Leibniz formulaba este principio como “Cada cosa es lo que es”, y Locke (contra su empirismo), sostenía que era un principio innato, formulándolo
así: «Lo que es es, y es imposible que la misma cosa sea y no sea».
Wolff fue el primero en distinguir claramente el principio de identidad del principio de no-contradicción; lo expuso denominándolo “principio de
certeza”, aunque lo dedujo del principio de no-contradicción: «Ya que es imposible que una misma cosa sea y no sea al mismo tiempo, toda cosa
es en tanto que es; es decir, si A es, también es verdad que A es» (Ontología, § 55).
En el contexto de la filosofía moderna es en Kant sobre todo donde el concepto de identidad abandona su primitivo significado ontológico y su
sesgo tradicionalmente ligado al objetivismo realista y pasa a formar parte –en cuanto elemento determinante y configurador– del aparato
crítico trascendental en calidad, de auténtica piedra angular de toda construcción epistemológica kantiana. En efecto, se trataría de situar la
noción de identidad en el núcleo medular mismo de la construcción teórica de la “Crítica de la razón pura” tras la deducción y descubrimiento de
todos los principios del entendimiento puro o categorías se plantea Kant el problema de la deducción (es decir, en el lenguaje kantiano, de la
justificación) trascendental de las categorías. Esto significa que es necesario señalar un principio o instancia que dé cuenta o se encuentre en
condiciones de justificar el hecho de que las categorías, inicialmente concebidas en términos de principios absolutamente puros (es decir,
apriorísticos), independientes de toda experiencia, se apliquen y de hecho configuren toda experiencia posible y la experiencia que “de facto”
poseemos acerca de los fenómenos. La explicación que Kant opera a este respecto se centra en la imposibilidad de que la síntesis de
impresiones que posibilita la experiencia presente una naturaleza de carácter empírico. Tal síntesis no puede ser empírica sino “a priori”. Si de
hecho se da una continuidad entre impresiones basada en el hecho del reconocimiento (es decir, la ligación entre datos sensibles diversos por
medio de una unificación basada en la identificación y la semejanza de continuidad), entonces debe haber una instancia que es ya –desde el
principio– ella misma idéntica (que se caracteriza por la identidad). En efecto, el concepto de unificación o identificación presupone el de algo ya
idéntico que prevalece a la multiplicidad diversa que ha de ser unificada. Tal instancia es, según Kant, la apercepción trascendental, es decir, la
absoluta identidad de la autoconciencia del yo trascendental que “ha de acompañar necesariamente a todas mis representaciones”. Así, en
virtud de la identidad absoluta (y epistemológicamente pura) atribuida a la autoconciencia, al yo, erige Kant el punto de apoyo incondicionado
sobre el cual construirá la totalidad de su justificación de su justificación de la aplicación o uso empírico de las categorías y aún la totalidad de su
proyecto teórico. Fichte, sucesor inmediato de Kant, no solamente acepta el principio de unidad de la autoconciencia, sino que coloca el principio
de identidad en su uso lógico en el corazón (y en el umbral) de toda su propuesta teórica. En efecto, la identidad absoluta (A = A) con la que se
abre la primera sección de la primera teoría de la ciencia (Grundluge des gesunten wisssenschufteskehre 1794) es identificada por Fichte con la
autoposición absoluta por parte del yo. El yo (no el yo empírico sino el yo trascendental absoluto) se pone a sí mismo (Sich-setaung), no es
puesto ni derivado por ni de otro, sino que es, más que auto-puesto autoposición absoluta, acto de anteponerse y autofundarse (tesis). Ahora
bien, dado su carácter de acto, su naturaleza eminente no substancial sino activa, actuante, el yo autopuesto debe poner a su vez, ante sí un
escenario, un marco de atracción práctica y moral a partir del cual ejercer su carácter esencialmente práxico y pragmático. Con ello “proyecta”
fuera de sí un no-yo (naturaleza, mundo) como Widerstand o “resistencia” de lo opuesto a la mismidad absoluta de la autoconciencia puesta.
Con ello Fichte sitúa el principio de identidad (formulado tal cual A=A) en el centro de toda tentativa epistemológica y como piedra de toque de
la filosofía en general (concebida aún en términos de ciencia). Schelling (Proteo del idealismo alemán: Schröter) parte de la noción fichteana del
yo idéntico, autopuesto e incondicionado, pero su evolución constante lo conduce desde la filosofía del yo a la filosofía de la naturaleza, la síntesis
entre las intuiciones básicas propias de ambos períodos se produce en forma de la tercera encarnación de su sistema, es la llamada “filosofía de
la identidad” (1801-1804). En la obra de este período Schelling aplica la noción de identidad a lo objetivo y lo subjetivo (o más bien a la síntesis
entre ambas instancias). El leitmotiv de la filosofía de la identidad de Schelling cristalizará en el apotegma: “El espíritu es naturaleza invisible, la
naturaleza, espíritu visible”. Con ello se postula ya no solamente la no dualidad entre lo objetivo y lo subjetivo, sino que ambos son concebidos
como dos aspectos, manifestaciones o aspectos de una realidad unitaria, única, absolutamente una y homogénea. Con ello, el principio de
identidad se aplica, en última instancia, a la totalidad de lo real, puesto que la escisión de las escisiones (la cesura entre espíritu y naturaleza) se
revela a la luz de la identidad absoluta entre objetivo y objetividad como una apariencia que solamente es necesario reconocer como tal en
virtud de la constatación (a partir de esto surgirá la crítica la crítica de Hegel) de que la naturaleza “objetiva”, “inerte”, “exterior”, etc. es el lado
extrínseco o externo del pensamiento de la conciencia “subjetiva”, “pensante”, “espiritual”… y a la inversa. Según Hegel (en el prólogo de
“Fenomenología del espíritu”) tal identidad dada de una vez por todas y omniabarcante, proyecta, eternamente acabada, no es sino “una noche
en la que todos los gatos son pardos” y la forma de constatar tal identidad (descubriéndola simplemente a partir de una intuición inmediata “de
golpe”) es caracterizada en términos despectivos como “un simple pistoletazo”. A esta identidad vacía y muerta opone Hegel “la paciencia y el
trabajo de lo negativo”. “Lo absoluto, dice Hegel, es siempre un resultado”. Esto significa: la identidad no se encuentra ya dada desde siempre y
solamente es necesario descubrirla y constatarla teóricamente (Schelling) sino que en el seno de la identidad debe ser introducida también la
negatividad. Con ello se abre ya un proceso (se abandonan, pues, la inmediatez del “pistoletazo” schellingniano) que habría de culminar en la
eclosión de la reconciliación, es decir, la vuelta, sí, al punto de partida (la identidad) pero tras el via crucis de lo negativo (viaje a través de la
alteridad, “viaje o deseo” – Strauss). La conquista y consecución final de la identidad hace que algo haya ya cambiado. Se trata de una identidad
conquistada en pugna con su contrario (la alteridad) y no dada ya como simple regalo desde el comienzo (sin esfuerzo y poniendo trabajo en lo
negativo). La identidad de Fichte y Schelling era una identidad incontaminada, pura, dada desde el comienzo, la identidad de Hegel es más ardua
y por ello también más radical, es, según sus propias palabras “identidad entre la identidad y la no-identidad”. Síntesis absoluta, pues.
Los principios de identidad y de no contradicción representan, en opinión de Hegel el punto de vista del intelecto abstracto y unilateral, pero no el
punto de vista de la razón, que es el único punto de vista de la verdad.
El principio de identidad afirma […]: todo es idéntico a sí mismo: A = A; y negativamente, A no puede ser al mismo tiempo A y no A. este principio
no es una auténtica ley del pensamiento, sino simplemente la ley del intelecto abstracto.
Para Hegel, la verdadera identidad no debe entenderse del modo indicando antes, sino “como identidad que incluye las diferencias”. La
verdadera identidad es la que se realiza dialécticamente suprimiendo y conservando las diferencias, y que por lo tanto implica “la identidad en la
distinción y la distinción en la identidad”.
La “contradicción” es el mecanismo activador de la dialéctica, y por consiguiente se trata de algo absolutamente necesario.
Habría que decir, por lo tanto: todas las cosas son contradictorias en sí mismas, justamente en el sentido de que esta proposición expresa -en
comparación con las demás y de un modo estricto- la verdad y la esencia de las cosas.
Uno de los prejuicios fundamentales de la vieja lógica y de la representación ordinaria consiste en creer que la contradicción no es una
determinación tan esencial e inmanente como la identidad. Por el contrario, cuando sea preciso hablar de un orden de precedencia y mantener
separadas ambas determinaciones, es necesario considerar que la contradicción es la más profunda y la más esencial. Ante ella, la identidad no
es más que la determinación de lo simplemente inmediato, del ser muerto; en cambio, la contradicción es la raíz de todo movimiento y vitalidad;
algo puede moverse o poseer un instinto y una actividad, sólo en la medida en que posee en sí mismo una contradicción.
Sólo lo infinito es no contradictorio, en la medida en que se trata de una perenne superación de la contradictoriedad de lo finito.
En Nietzsche el principio lógico de identidad es señalado como el origen de la, de la superación del ser. En efecto, para Nietzsche el principio de
identidad, el postulado de que algo sea absolutamente idéntico a sí mismo no es una de las múltiples ficciones interesadas que la metafísica y la
lógica occidental han erigido en verdad absoluta en instancias garantes de firmeza y seguridad, de conjura y ocultación del devenir absoluto
donde o en cuyo seno nada es idéntico a nada y todo fluye de forma incesante e inaprehensible. Según Nietzsche la ficción de que en el marco
de este océano embravecido y caleidoscópico del devenir absoluto se dan “de facto”, cosas, entes determinados, idénticos a sí mismos,
aprehensibles mediante la consideración racional, etc… surge a partir de la fe en la identidad del yo (ecos de Kant). En efecto, ha sido la fe en la
identidad del yo y su estructura la que, proyectada a la realidad ha creado la ficción de la existencia de cosas, entes construidos a imagen y
semejanza del yo (es decir, idénticos, determinables, etc.). El principio de identidad (al igual que el de contradicción) no aparecerían a esta luz,
sino como ilusiones de la forma en que la metafísica occidental crea ficciones contrarias al impulso originario de la voluntad de poder y
seguidamente los erige en verdades supremas y fundamentales, es decir, –como en este caso–, los erige en principios.
Si bien, la primera formulación del principio de contradicción suele ser atribuida a Parménides (“El ser es y el no ser no es”) esta es una
formulación sumamente puntual y a la vez excesivamente general (habla acerca de un modo puntual de identidad, pero a la vez los términos
implicados en tal identidad son los términos ontológicos más absolutamente generales) y de hecho, la constitución tradicionalmente aceptada
del principio es la elaborada por Aristóteles en “Metafísica” libro G y enunciada en los términos siguientes: pues, en efecto, es imposible que la
misma cosa sea y no sea (algo) simultáneamente –le convenga y no le convenga un predicado a la vez– al mismo tiempo y en el mismo sentido.
Este principio es caracterizado por Aristóteles como “anhypotheton”, es decir, no “hipotético”, no provisional o postulado con precariedad, sino que
es presentado como principio último y evidente, de tal modo que de él no se derivan demostraciones, sino a la inversa, la totalidad de las
demostraciones deben necesariamente hacer referencia a él y aún presuponerlo. Quienes aceptan la validez universal del principio de no-
contradicción suelen aparecer como pensadores que sitúan en el centro de su reflexión la noción de unicidad, homogeneidad, substancialidad…
(así Parménides o la propia teoría de la ousia aristotélica), mientras que son negadores, o quienes tienden a impugnar la validez (total o parcial)
del principio se escoran más bien hacia una concepción dialéctico-dinámica de lo real en el seno de la cual, las categorías tradicionalmente
agrupadas en forma de opuestos binarios se escinden y a la vez se identifican (mismidad-alteridad, positivo-negativo, verdadero-falso, etc.). Tal
sería salvando las distancias– el caso de filosofías formalmente tan diferentes como las de Heráclito, Hegel o Nietzsche (posiblemente el
triunvirato clásico de los negadores de la validez del principio de no-contradicción).
La armonía heraclítea entre los contrarios (armonía oculta mejor que la manifiesta) invalida avant la lettre la vigencia del principio de
contradicción de forma radical. En efecto, entre los fragmentos conservados abundan las definiciones aparentemente operadas sobre lo
heterogéneo (tauton atribuido a Tales y Dionisos, la identidad entre hemerasy nyx, etc). De hecho, sentencias tan palmariamente destructoras del
principio de no-contradicción como eimen kai ouk eimen (somos y no somos), parecen incluso concebibles como una contrafigura de las
exigencias del principio de contradicción (uparcein kai mh uparcein – aquí le corresponde y no se corresponde a la vez el mismo predicado, a
saber: ser). Este es el camino que seguirán los negadores del principio de la esfera de Nietzsche.
Leibniz convirtió el principio de no-contradicción en un principio de la lógica y lo consideró como fundamento exclusivo de las verdades de razón,
en tanto que las verdades de hecho se fundaban, en su opinión, en el principio de razón suficiente, siendo estos dos principios los fundamentos
de todas las verdades y de todo el conocimiento humano.
Wolff incluía este principio dentro de la ontología, y lo consideraba un principio natural de la mente del hombre. Baumgarten lo ponía a la cabeza
de su ontología y lo formulaba así: “A + no A = 0”
También Kant formula el principio de forma tácita cuando dice “es imposible que el mismo predicado convenga a un objeto y no le convenga
simultáneamente” y añade –esto es lo esencial– el tiempo (la Zeitlichkeit o temporalidad) es la condición de posibilidad de la inherencia de
predicados opuestos en un mismo sujeto”. Con ello Kant introduce la noción central y clave del principio: el tiempo, al que ya Aristóteles se refería
al colocar en lugar central de su formulación del principio el adverbio temporal ama (simultáneamente). El caso de Hegel resulta paradigmático
al respecto. Su construcción dialéctica ejemplifica a la perfección la sospecha contra esa Zärtlichkeit für der Welt (ternura para con el mundo) al
que se alude al final del primer volumen de su Ciencia de la lógica. Ternura que se cuida de que las cosas no se contradigan y prefiere situar tal
contradicción en el ámbito subjetivo, en el ámbito del pensamiento con tal de sustraerlo (de ahí la ternura) a las cosas del mundo. La dialéctica
de Hegel pretende superar ese vuelo tradicional hacia la contradicción: “La contradicción –escribe en la primera parte de su Enciclopedia de las
ciencias filosóficas– es el verdadero motor del mundo”. El momento dialéctico es definido por Hegel –y ahí radica su violación del principio de no-
contradicción– como “el momento peculiar en el cual las determinaciones finitas se autosuprimen y pasan a sus contrarias”. Esto significa que
nada en el mundo es absolutamente negro o blanco, justo o injusto, frío o caliente, etc., sino que cada extremo acoge potencialmente a su
contrario, a su opuesto en su seno y mediante –y esto es lo esencial que liga la teoría de Hegel con el ama aristotélico y la Zeitlichkeit kantiana-
un proceso de intensificación o transcurso temporal deviene fácticamente lo que antes sólo era en potencia, es decir, suopuesto, su
determinación contraria. Con lo cual, es lícito ya decir que la misma característica o el mismo atributo es susceptible de ser predicado
simultáneamente(en cierto modo) del mismo objeto. La lógica hegeliana es, pues, simultáneamente atemporal y sumida en el más radical
devenir.
Como teoría contemporánea favorable a la validez del principio de no-contradicción aparece la de Emmanuele Severino. Para Severino la
metafísica occidental ha violentado el principio en su acepción más radical, es decir, ha puesto su fe en el hecho de que ser y no ser pueden ser
predicados simultáneamente (ama) acerca del mismo objeto, (de cualquier objeto o ente, de hecho). Con ello, la metafísica occidental ha
consumado el parricidio parmenídeo y a la vez ha introducido la temporalidad (es decir, la caducidad, el carácter pasajero, provisional y
mutable) en el seno de lo real, con lo cual ha caído en la fe en el devenir, es decir, en la fe según la cual los entes salen y vuelven a la nada, con lo
cual, –en cierto sentido– mientras son (puesto que no son siempre) son, en cierto modo también, nada. Tal sería, según Severino la razón de que
el olvido del principio de no-contradicción –tal como lo formularon Parménides y Aristóteles– haya desembocado en el nihilismo teórico
contemporáneo y por ende, en el estado de dominación planetaria a gran escala llevada a cabo por la racionalidad técnica moderna. Con ello
abandonamos el principio de no-contradicción.
El principio de contradicción es considerado por Aristóteles en primer lugar como principio constitutivo del ser en cuanto tal; en segundo lugar,
como condición de toda consideración del ser, esto es, de cualquier pensamiento verdadero. Es, por lo tanto, un principio ontológico y lógico. El
aspecto lógico viene dado por la imposibilidad lógica de enunciar el ser y el no ser de un mismo sujeto: «Es imposible que una misma cosa
convenga a una misma cosa, precisamente en cuanto es la misma»; el aspecto ontológico hace referencia a la imposibilidad ontológica de que
el ser sea y no sea: «Es imposible que la misma cosa sea y a la vez no sea».
El principio de contradicción llega a determinar el fundamento por el cual el ser es necesariamente. La fórmula negativa del principio de
contradicción: «Es imposible que el ser no sea», se traduce positivamente con esta otra: El ser, en cuanto tal, es necesariamente. En esta fórmula
el principio revela claramente su capacidad para fundamentar la metafísica. Evidentemente, el ser, que es el objeto de esta ciencia, es aquel
precisamente que no puede no ser, el ser necesario.
¿Cuál es el ser necesario? El ser necesario es el ser sustancial. El ser que el principio de contradicción permite reconocer y asilas en su necesidad
es la sustancia.
Estos -dice refiriéndose a los que niegan el principio de contradicción- destruyen completamente la sustancia y la esencia necesaria, ya que se
ven obligados a decir que todo es accidental y no hay nada como el ser-hombre o el ser-animal. Si, en efecto, hay algo como el ser hombre, éste
no será el ser no hombre o el no ser hombre; sino que éstos serán negaciones de aquél. Uno sólo es, efectivamente, el significado del ser y éste es
la sustancia del mismo. Indicar la sustancia de una cosa no es más que indicar el ser propio de ella (Metafísica, IV, 4, 1007 a, 21-27).
El principio de contradicción, tomado en su alcance ontológico-lógico, conduce directamente a la determinación del ser en cuanto tal, que es el
objeto de la metafísica. Este ser es la sustancia. La sustancia es el ser por excelencia, el ser que es imposible que no sea y, por lo tanto, es
necesariamente, el ser que es primero en todos los sentidos.
Aristóteles mostró que es posible una prueba lógica suprema de estos principios lógicos supremos (el principio de no-contradicción y el de tercio
excluido), mediante la refutación. La refutación consiste en constatar cómo cualquiera que niegue estos principios se ve obligado a utilizarlos,
precisamente para negarlos. Por ejemplo, quien diga que el principio de no-contradicción no es válido, si pretende que tenga sentido su
afirmación, debe excluir la afirmación contradictoria a la suya y, por lo tanto, ha de aplicar el principio de no-contradicción en el momento mismo
en que lo esté negando. Todas las verdades últimas son de esta clase: para negarlas se está obligado a apelar a ellas y, en consecuencia, a
afirmarlas.
La concepción nietzscheana del principio de no-contradicción viene expresada en el siguiente párrafo del fragmento nº. 516 de La voluntad de
poderío:
No conseguimos afirmar y negar una y la misma cosa: ésta es una proposición empírica subjetiva, en ella no se expresa una “necesidad”,sino sólo
una incapacidad
Lo decisivo del principio de no-contradicción es, según Nietzsche. Que es una imposibilidad. Nietzsche entiende este “imposible” en el sentido de
un “no ser capaz de”. Esto quiere decir: que algo no pueda ser al mismo tiempo esto y su contrario depende de que nosotros no somos capaces
de “afirmar y negar una y la misma cosa”. Nuestra incapacidad de afirmar y negar lo mismo tiene por consecuencia que algo no puede
representarse, fijarse, es decir, “ser”, al mismo tiempo como esto y su contrario. Pero nuestro no poder pensar de otro modo no proviene de
ninguna manera de que lo pensado mismo requiera tener que pensar así. Lo “imposible” es una incapacidad de nuestro pensar, o sea un no
poder subjetivo, y de ninguna manera un no admitir objetivo por parte del objeto. Por lo tanto, el principio de no-contradicción sólo tiene validez
“subjetiva”, depende de la constitución de nuestra capacidad de pensar.
En la realidad no hay esencias en espera de ser captadas, ni hay características que sean comunes a ninguna especie. Por no existir, no existen ni
las cosas en tanto que sustancias; no hay propiamente objetos, ya que la consistencia que los hombres atribuimos a los objetos, su permanencia
como seres a través del tiempo no es una cualidad de los objetos mismos, sino un acto de reificación sustancialista que la mente atribuye a las
cosas. Con Heráclito, Nietzsche piensa que todo fluye sin consistencia, en un caos irracional que se resiste a ser aprehendido, porque no hay nada
que descubrir como consistente. La abstracción que la mente realiza prescindiendo de las cualidades transitorias e individuales de las cosas es
un acto ilegítimo que violenta la realidad, que es móvil e inaprehensible. No existen los universales, por tanto, ya que una misma palabra no
puede ser utilizada para referirse idénticamente a dos cosas. Pero la filosofía griega, desde Sócrates, estimó que la realidad puede ser
racionalizada en tanto que pensó que la realidad puede ser atrapada en el concepto; el conceptualismo afirma dogmáticamente que representa
a lo real. Del mismo modo afirma que no puede caerse en contradicciones, sobre todo no puede nada transgredir el principio de no-
contradicción, al sostener que A y ¬A no se pueden sostener simultáneamente y en el mismo sentido. Estas creencias, según Nietzsche, se
fundamentan en la convicción –infundada– de que la razón puede representarse la realidad y que la realidad no es autocontradictoria. Pero,
según Nietzsche, la realidad no es racional, sino irracional, caótica, contradictoria e inaprehensible, por lo que cae de raíz cualquier
conceptualización de la misma. La verdad no existe, sino que sólo es “un error irrefutable”. El principio de no-contradicción no es un principio de la
realidad, sino una expresión de la incapacidad de la razón para dar cuenta de la realidad. El mundo es esencialmente contradictorio, no tiene
ninguna regularidad, sino que es la suma de una infinidad de cosas cambiantes, que no pueden ser conceptualizadas porque son
intrínsecamente irracionales.
En su formulación ontológica, este principio afirma que “Todo enunciado es verdadero o falso”, mientras que en su formulación lógica afirma que
“p o no p”.
Baumgarten lo distinguió del “principio de no-contradicción” y le dio su actual nombre. Antes de Baumgarten Wolff habló de la exclusión del
medio entre dos contradictorios como uno de los corolarios del “principio de no-contradicción”. Su formulación afirma que “todo enunciado es
verdadero o falso”; y entre estos dos valores veritativos (verdadero o falso) no admite un tercer valor, que debe ser “excluido”; es decir, no existe
nada “intermedio” o “tercero” entre verdadero o falso, pues o es una cosa o la otra. Su formulación lógica es (p Ú ¬ p). Este principio ha sido
criticado por la lógica intuicionista, siempre que exista un conjunto infinito de posibilidades; por su parte, Lukasiewicz y Tarski han formulado una
lógica trivalente que admite tres valores de verdad, donde además de lo verdadero y lo falso se admite un tercero: lo posible.
La historia de este principio está relacionada directamente con el principio de no-contradicción. Ya lo encontramos en Aristóteles, cuando afirma
que «de los opuestos, la contradicción no tiene intermedio (pues la contradicción es esto: oposición, uno de cuyos términos necesariamente se
da en toda cosa, sea la que sea, sin que quepa intermedio alguno» (Metafísica, 1057 a 33). La lógica escolástica medieval ignoró este principio,
que comenzó a ser distinguido del principio de no-contradicción por Leibniz. Éste se percató de que este último principio contiene dos enunciados
verdaderos: uno, que enuncia que lo verdadero y lo falso no son compatibles en la misma proposición, es decir, que una proposición no puede ser
verdadera y falsa al mismo tiempo, yotro, que enuncia que lo opuesto o la negación de lo vardadero y de lo falso no son compatibles o que no
existe un medio entre lo verdadero y lo falso o, también, que no es posible que una pop no sea ni verdadera ni falsa. Así, será a mediados del siglo
XVIII, merced a Wolff y Baumgarten, cuando el principio de tercero excluido tomó su sitio, junto con los principios de identidad y de no-
contradicción, entre las leyes fundamentales del pensamiento.
El principio de tercero excluido no ha tenido la aceptación de los otros principios. Así, Kant intentó establecer una excepción al mismo en la
discusión sobre las antinomias cosmológicas. Kant distingue entre una oposición analítica, que es la de la “no-contradicción” y que excluye el
tercero o el medio, y la oposición dialéctica que sí soporta un tercero o un término medio. Si las dos proposiciones: “El mundo respecto a la
magnitud, es infinito”, y “el mundo, respecto a la magnitud, es finito”, se consideran en oposición analítica, el mundo no puede ser más que infinito
o finito. Sin embargo, pueden ser consideradas en oposición analítica sólo en caso de admitirse que el mundo es un noúmeno, es decir, sólo en
caso de admitirse como válida la idea del mundo. Kant afirma negar esta validez y, por ello, las dos proposiciones llegan a oponerse
dialécticamente, de tal forma que el mundo “no existe ni como un todo infinito en sí ni como un todo finito en sí”. Esto significa que el principio de
tercero excluido no es válido en el caso de la oposición dialéctica e introduce, junto a lo verdadero y lo falso, un nuevo valor: lo indeterminado.
En la lógica contemporánea, Lukasiewicz y Tarski han construido una lógica trivalente, cuyos valores de verdad son lo verdadero, lo falso y lo
posible. En esta lógica no tiene lugar el principio de tercero excluido, en el sentido de que el principio no es expresable con los símbolos de la
lógica misma y no constituye un teorema de ésta. En la lógica intuicionista de Heyting existen tres valores de verdad: verdadero, falso e
indeterminado, lo que implica la renuncia a la demostración recurriendo a la reducción al absurdo.
Según C. I. Lewis el principio de tercero excluido no es un dogma inmutable, sino que muestra más bien una cierta obstinación en adherirnos al
más simple de todos los modos de división y nuestro interés predominante por los objetos concretos, en oposición a los conceptos abstractos. Las
razones por las cuales elegimos un sistema de lógica no surgen de la misma lógica.
Genéricamente, el principio de razón suficiente se refiere a la causa o razón de ser de las cosas existentes. Se remonta a Aristóteles, quien indica
que conocemos verdaderamente una cosa cuando conocemos la causa por la que una cosa es lo que es y no es otra cosa; para Hegel se refiere
al fundamento de una cosa, que hace que su existencia sea racionalmente necesaria. Para Leibniz este principio, junto con el principio de no-
contradicción son los más importantes en los que se basa nuestro razonamiento para alcanzar las certezas de las cosas. Dice Leibniz:
Nuestros razonamientos se fundan en dos grandes principios. Uno es el de contradicción, en virtud del cual juzgamos falso lo que encierra
contradicción, y verdadero lo que es opuesto a, o contradictorio con, lo falso. El otro es el de razón suficiente, en virtud del cual consideramos que
no puede hallarse ningún hecho verdadero o existente ni ninguna enunciación verdadera sin que haya una razón suficiente para que sea así y no
de otro modo, aun cuando esas razones nos puedan resultan, en la mayoría de los casos, desconocidas (Monadología, § 32)
En otra formulación dice: «Jamás ocurre algo sin que haya una causa o al menos una razón determinante, es decir, algo que pueda servir para
dar razón a priori de por qué algo existe y por qué existe de esta manera más bien que de otra manera».
La causa de una cosa es su razón de ser y existir; esto es, no es sólo la causa de que sea, sino de que sea de un modo determinado, pues según
sea la causa de algo así es también su efecto. Según el racionalismo leibniziano no existe ningún hecho verdadero que no posea una razón
suficiente para que sea o exista exactamente del modo en que lo hace, ni existe ningún enunciado que sea verdadero que no posea una razón
para que sea así, pues nada sucede sin que exista una razón para ello en este mundo, que es “el mejor de los posibles”. Si existe algo, en lugar de
existir nada, es porque existe una razón suficiente.
Para el racionalista Wolff este principio es aquél por el cual entendemos por qué algo es y es de ese modo concreto que es. Para Heidegger este
principio tiene dos formas, una positiva (todo ser existe por una razón), y una negativa (nada existe sin que tenga una razón para existir).
Este principio fue desarrollado por Leibniz, a propósito de la noción de “causa” o “fundamento” de las cosas, al distinguir entre “causa esencial” o
“sustancia necesaria”. De este modo, pasa a designar una relación privada de necesidad y aun la que da a entender o justificar la cosa; el
principio de esta relación es denominado por Leibniz principio de razón suficiente, o también principio del fundamento. Leibniz llegó a la
formulación de este principio a través de la oposición entre la relación libre, pero determinante, y la relación necesaria. Para Leibniz la relación o
concatenación es de dos especies: una es completamente necesaria, de tal forma que su contrario implica caer en contradicción, y tal relación
se verifica en las “verdades eternas” como son las de la geometría; la segunda no es necesaria, sino que es ex hipótesis, es decir, “por accidente”,
y es contingente en sí misma, pues su contrario no implica caer en contradicción.
Para Leibniz las verdades de hecho son contingentes y concernientes a la realidad efectiva. Limitan, en el dominio vastísimo de lo posible, aquél
mucho más restringido de la realidad en acto. Estas verdades no están fundadas en los principios de identidad y de no-contradicción; lo cual
quiere decir que su contrario es posible. Están fundadas, en cambio, en el principio de razón suficiente. Este principio significa que nada se verifica
sin una razón suficiente, esto es, sin que sea posible al que conozca suficientemente las cosas, dar una razón que baste para determinar por qué
es así y no de otro modo.
Pero esta razón no es una causa necesaria: es un principio de orden, de concatenación, por medio del cual las cosas que suceden se enlazan
unas con otras sin formar, sin embargo, una cadena necesaria. Es un principio de inteligibilidad que garantiza la libertad o contingencia de las
cosas reales. Es el principio propio de aquel orden que Leibniz se esfuerza constantemente por encontrar en todos los aspectos del universo: un
orden que implique y haga posible la libertad de elección.
Este principio postula inmediatamente una causa libre del universo. En efecto, hace legítimo preguntarse: ¿por qué hay algo y no nada? Y desde
el momento en que las cosas contingentes no tienen en sí mismas razón de ser, es menester que esta razón esté fuera de ellas y se encuentre en
una sustancia que no sea a su vez contingente sino necesaria, esto es, que tenga en sí la razón de su existencia. Y esta sustancia es Dios. Pero, si
además se nos pregunta por qué Dios ha creado, entre todos los mundos posibles, éste que es así y determinado de esta manera, será menester
encontrar la razón suficiente de la realidad del mundo en la elección que Dios ha hecho de él, y la razón de esta elección será que es el mejor de
todos los mundos posibles y que Dios debía escoger éste. Pero decir que debía no significa aquí una necesidad absoluta, sino el acto de la
voluntad de Dios que ha elegido libremente en conformidad con su naturaleza perfecta. La razón suficiente, dice Leibniz, inclina sin suponer
necesidad; explica lo que sucede de un modo infalible y cierto, pero sin necesidad, porque lo contrario de lo que sucede es siempre posible.
Será Wolff quien reconoce al principio del fundamento el rango de principio de la filosofía en su totalidad y en su método. Wolff definió la filosofía
como “ciencia de las cosas posibles en cuanto pueden existir”. El objetivo básico de la filosofía consiste en “determinar el fundamento” o ratio: la
razón por la cual algo es o sucede”. Wolff distinguió entre el principium essendi (contiene la razón de la posibilidadde la cosa) y el principium
fiendi (o del suceder), que contiene la razón de la realidad. Y por otro lado, distinguía el principium cognoscendi, con el cual entendía la
proposición mediante la cual se entiende la verdad de otra proposición. Tanto el principio del suceder (que es el principio de causalidad) como el
principio del conocer (que luego será la demostración) tienen ambos un carácter necesario.
1. Es un principio lógico. El principio ofrece varios aspectos. Por un lado aparece como un principio lógico, que dice: para toda verdad no conocida
por sí misma, por tanto verdad sólo de hecho, debe darse una razón que sea su “fundamento”, pues nada se funda en la nada; es decir, todo
predicado, si se apura suficientemente el análisis, cosa en absoluto sólo posible a un entendimiento infinito, puede demostrarse idéntico con el
sujeto. En esta identidad consiste la razón suficiente, de forma que por esta parte el principio de razón suficiente coincide con el principio de
contradicción.
2. Es un principio ontológico. Puede verse también en el principio un significado real-ontológico, con el que Leibniz quiere decir que toda esencia
es fundamento del ser en el sentido de que toda esencia posible tiende a la existencia. Aun sin Dios, y de haber sólo mónadas, sería ello así: “lo
que puede existir y es compatible con otro, existe; porque la razón de existir uno más bien que otro también posible, por ninguna otra cosa puede
ser limitada mas que por la sola incompatibilidad”.
3. Es un principio teológico-teleológico. En tercer lugar, significa el principio de razón suficiente un principio teológico-teleológico, que quiere
simplemente decir que Dios es la razón suficiente del mundo realmente existente; no es que dé Leibniz como respuesta al por qué de las cosas la
idea de un Dios ya conocido por otras vías, sino que es justamente al contrario, planteándose el problema de la razón suficiente de las cosas,
llega hasta Dios.
4. Es un principio empírio-lógico. Este principio afecta al mundo de la pura facticidad, y tiene el cometido de explicar los juicios de existencia
como tales, dar razón de ellos.
Como sucederá con la verdad, la metafísica clásica ha considerado la bondad como una relación de apetibilidad a la voluntad. “Bueno es
aquello que todos apetecen”. Como entonces diremos que esta relación no es más que la consecuencia de la riqueza del ser de su esencial
acabamiento, de su perfectividad, que es el origen de la apetibilidad.
De esta propiedad trascendental (Todo ente es bueno) se deriva el “principio de conveniencia”, que ha tenido diversas formulaciones de la que
parece más exacta: “El bien es superior al mal”.
Así como decíamos que el principio de causalidad era una derivación del principio de razón suficiente, podemos afirmar que el principio de
finalidad (Todo ser obra por un fin) es una derivación del principio de conveniencia. Precisamente todo ser obra por un fin, porque ese fin es
perfectivo porque es bueno, y superior por tanto al mal.
Otra derivación al campo ético de este principio de conveniencia la tenemos en el primer principio moral: “El bien ha de ser hecho, el mal ha de
ser evitado”, que tiene el mismo valor primero y primordial en el orden de la acción que el principio de no-contradicción tiene en el orden del
pensamiento.
El valor metafísico de este principio radica en las nociones de bien y de mal. El bien está incardinado al ser, en la perfección del ser, su
acabamiento. El mal es la falta de ser, en privación. Por ello el bien es superior al mal, como el ser es superior al no–ser. Y así el bien es apetecible,
preferible al mal. Por consiguiente, el valor del principio es inmediato, en cuanto se basa en dos nociones primeras convertibles con las nociones
de “ser” y de “no–ser”, respectivamente.
El problema se plantea en el marco de la pregunta por cual sea el auténticamente primero de los llamados principios. En este punto no existe un
acuerdo unánime ni incluso entre los escolásticos. La polémica se centra, no tanto entre todos los principios, sino:
A.– Entre el principio de contradicción y el de identidad, ya que el principio de tercio excluso es una variante del de contradicción y de igual forma
sucede con el de razón suficiente reductible al principio de contradicción.
Lo que preocupa a los escolásticos es la primacía entre esos dos primeros principios, el de identidad y el de contradicción. La respuesta más
comúnmente aceptada es la de Manser, al defender la primacía de no-contradicción aduciendo cuatro razones: de orden psicológico,
ontológico, lógico y criteriológico.
Primacía ontológica. El principio de contradicción se basa en la consideración de que el contenido ontológico de este principio lo constituye la
oposición interna del ente con el no–ente, lo que permitirá la fundamentación del resto de principios. A esto puede oponerse que también el
principio de identidad se basa no en la oposición de la idea de ente, sino en la afirmación de la misma. En tal caso no constituiría un principio sino
una tautología. Salvando la tautología, lo único que conseguiríamos es explicitar su dependencia del principio de contradicción.
Esta razón ontológica es la fundamental, para que el ser sea ser y no no–ser, tiene que ser evidente que el ser no puede ser no–ser, de lo contrario
sería y no sería simultáneamente. Por tanto, la razón óntica del principio de identidad reside en el principio de contradicción (no-contradicción).
Por eso, refiriéndose a este último dice Sto. Tomás: “sobre este principio se fundan todos los demás”.
Primacía psicológica. Del principio de no-contradicción encuentra su fundamento también en la filosofía escolástica, en las afirmaciones de Sto.
Tomás en el “De Potentia”, cuando tratando el problema de la unidad y la indivisibilidad del ente supone las ideas del ente y no–ente, así como la
distinción entre ambas, distinción que sólo la conoce quien sabe que el ente y el no–ente no pueden ser simultáneamente lo mismo. De ahí que el
conocimiento de la identidad del ente supone el conocimiento del principio de contradicción (no-contradicción). Este es genéticamente
hablando anterior al principio de identidad.
Primacía lógica. Los escolásticos también consideran la primacía del principio de no-contradicción sobre el principio de identidad, pese a que el
principio de identidad es el principio de la demostración directa y el de contradicción lo es de la indirecta. La afirmación de esta supremacía la
fundamentan en afirmaciones de Aristóteles y Sto. Tomás que hablan del principio de no-contradicción como primer principio de demostración
señalando que el principio de identidad, tanto en la prueba directa como en la indirecta, tiene como supuesto al principio de contradicción, ya
que sin él no sería posible darse ninguna identidad.
Primacía criteriológica. Se señala la máxima seguridad del principio de no-contradicción sobre otros principios, en tanto que el principio de
contradicción excluye de sí toda posibilidad de error. Esta imposibilidad de error y su categoría de supuesto de todo posible conocimiento
otorgan al principio de contradicción la primacía también en el ámbito criteriológico.
B.– Relación entre el principio de razón suficiente con el principio de identidad. Es muy difícil decidir si para Leibniz el principio de razón suficiente
es reducible al de identidad. A veces los presenta como distintos. Pero, en otras ocasiones, afirma que toda verdad, incluso las verdades de
hecho, puede reducirse a una proposición “idéntica”. Por tanto, toda verdad es analítica(verdad, en el principio de razón suficiente se relaciona
con esta propiedad trascendental). El predicado está incluido en el sujeto. Solo que, en las verdades contingentes, sería necesario un análisis
infinito para mostrar esta inclusión: Dios es el único capaz de hacerlo.
La reducción del principio de razón suficiente al de identidad la realizaría Wolff. Esta reducción la criticará Kant, para quien el principio de
identidad es analítico y base de todo análisis, mientras que el de razón suficiente es sintético a priori y base de toda síntesis.
Aparte de las críticas de Hume que se orientan más al principio de causalidad, es famosa la crítica de Brunschicg desde la propia perspectiva
racionalista. Según él, el principio depende de una imaginación antropomórfica que ve el mundo como algo completamente hecho, cuando en
verdad lo que se trata es de hacerlo, de construirlo racionalmente.
Entre los neoescolásticos se discute su relación con el principio de identidad, unos por temor al kantiano, intentarán reducirlo a este principio,
como Garrigou–Lagrange, otros no dudarán en admitir que se trata de un juicio sintético a priori, aunque no lo entiendan en un sentido
puramente kantiano; otros como Gilson no aceptan el principio de razón suficiente al que identifican con el de causalidad.
Lo que parece claro es que no se puede reducir al principio de identidad. En este sentido no analítico. Para que lo fuese sería preciso que el
concepto del predicado estuviera formalmente incluido en el del sujeto. Pero el concepto de ser expresa simplemente “lo que es”, sin decir nada
en torno a una razón suficiente, por tanto el principio en cuestión no es analítico.
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