Favre, Henri - El Indigenismo

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 164

NDIGEN

Henri Favre
e
Digitized by the Internet Archive
in 2022 with funding from
Kahle/Austin Foundation

https://archive.org/details/elindigenismo0000favr

oo o
COLECCIÓN POPULAR

547

EL INDIGENISMO
Traducción de
GLENN AMADO GALLARDO JORDÁN
HENRI FAVRE

EL INDIGENISMO

COLECCIÓN

POPULAR

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA


MÉXICO
Primera edición en francés, 1996
Primera edición en español, 1998

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra


—incluido el diseño tipográfico y de portada—,
sea cual fuere el medio, electrónico o mecánico,
sin el consentimiento por escrito del editor.

Título original:
L” indigénisme
Col. Que sais-je?
D.R. O 1996, Presses Universitaires de France
108, boulevard Saint-Germain, 75006 París
ISBN 2-13-047546-9

D. R. O 1998, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA


Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14200 México, D. F.

ISBN 968-16-5331-9
Impreso en México
INTRODUCCIÓN

El indigenismo en América Latina es, para empezar,


una corriente de Opinión favorable a los indios. Se mani-
fiesta en tomas de posición que tienden a proteger a la
población indígena, a defenderla de las injusticias de
las que es víctima y a hacer valer las cualidades o atri-
butos que se le reconocen. Esta corriente de inspira-
ción humanista es antigua, permanente y difusa. Sus
orígenes se remontan a los contactos iniciales que los
europeos establecieron con los habitantes del Nuevo
Mundo. La descripción idealizada que hizo Cristóbal
Colón de la población a la que acababa de encontrarse
del otro lado del Atlántico convierte al descubridor de
América en el primer indigenista.
Aun cuando la personalidad de sus representantes y
los debates que suscita acentúan ciertos periodos con
más fuerza que otros, la corriente indigenista atraviesa
toda la historia latinoamericana. Asimismo, recorre todo
el conjunto de la sociedad. Alimentada por los clérigos
durante la era colonial, más tarde mantenida por asocia-
ciones protectoras del indio que surgen inmediatamente
después de la independencia, penetra en todas las partes
del cuerpo social, de modo que no se le puede identi-
ficar con una clase, una categoría o un grupo determi-
nado. El indigenismo arrastra la mala conciencia que los
conquistadores europeos, los colonos criollos y los mesti-
zos sienten frente a los indios, sin lograr tranquilizarla.
Sin embargo, el indigenismo es también un movi-
miento ideológico de expresión literaria y artística, aun-
que igualmente político y social, que considera al
indio en el contexto de una problemática nacional.
Este movimiento empieza a desarrollarse en la segunda
mitad del siglo XIX, cuando los países de América
Latina notan su fragilidad e intentan constituirse en
naciones, a fin de acrecentar su capacidad de interven-
ción en la escena internacional a la que el capitalismo
naciente las empuja. La clara conciencia de que la
independencia dejó subsistir la separación que estable-
cía la colonia entre indios y no indios conduce a la
percepción de que la nación está todavía por fundarse.
¿Cómo eliminar las diferencias raciales, étnicas y cul-
turales que separan a los dos componentes de la po-
blación a fin de “nacionalizar” la sociedad? ¿De qué
manera se puede reabsorber la otredad india en la tra-
ma de la nacionalidad? Pero, igualmente, ¿de qué ma-
nera asentar la identidad nacional sobre la base de la
indianidad? Éstas son las preguntas aparentemente
contradictorias que el movimiento indigenista se plan-
tea, y a las que se empeña en encontrar respuesta. Así
pues, el indigenismo está estrechamente ligado al na-
cionalismo. Incluso es la forma privilegiada que éste
adopta en América Latina.
Al mismo tiempo que como prueba de la inexisten-
cia de la nación, se ve al indio como al único funda-
mento sobre el cual es posible construirla. Identificado
con el pueblo, se le considera como el depositario de
los valores nacionalizantes. Y si está condenado a abo-
lirse en la sociedad es para difundir en el seno de la
misma esos valores que darán a la nación una especifi-

8
cidad irreductible. De esa manera, el indigenismo se
encasilla en la familia de los populismos. Debido a su
búsqueda de raíces americanas, a su exaltación de la
cultura indígena, a su valoración de la comunidad
agraria, a sus tendencias colectivistas o socializantes, y
a las connotaciones antiurbanas y con frecuencia anti-
occidentales en su busca de autenticidad, se presta a
compararlo con el narodnitchestuo ruso.
Según Luis Villoro, historiador de las ideas, el pro-
ceso intelectual que caracteriza al indigenismo puede
dividirse en tres etapas. Primero, los indigenistas in-
tentan recuperar el universo indio, pero no para en-
cerrarlo dentro de museos o reservas, como si se tratara
de un legado del pasado o de un vestigio anacrónico,
sino para integrarlo al mundo moderno. Después, tratan
de reconocer en este universo algo de ellos mismos y de
descubrir en él un aspecto con el que se identifiquen
totalmente. Por último, tras haberlo recuperado y re-
conocido como parte esencial de sí mismos, se esfuer-
zan en restituirle todo su esplendor. La revaluación de
lo indígena a menudo se realiza en oposición a la cul-
tura occidental, de la que, sin embargo, el indigenismo
es una manifestación. Así pues, la fuerza del indigenis-
mo no reside en la persistencia más o menos conside-
rable de valores culturales indígenas en las sociedades
latinoamericanas. Depende de la significación simbólica
que esos valores puedan adquirir dentro de ellas.
El indigenismo, movimiento progresista, no vislum-
bra el porvenir como un regreso del pasado precolom-
bino. Busca en éste un punto de apoyo para construir
un futuro en ruptura con Europa, lo que haría nacer
una civilización nueva y diferente de la que la conquista

9
ibérica impuso a la región. Combate al hispanismo
que, desde fines del siglo XIX, tiende a unificar las fuer-
zas sociales conservadoras alrededor de la idea de que
la conquista unió para siempre a hispanoamericanos y
españoles en una comunidad de destino fundada en
su participación en una civilización única, latina y cris-
tiana, de la que los segundos no tienen el monopolio y
que los primeros no podrían rechazar sin decaer. Sin
embargo, cuando en los años cuarenta el régimen fran-
quista intentó sacar provecho políticamente de esta
idea de “hispanidad”, el hispanismo ya había entrado
en decadencia en la mayor parte de los países latino-
americanos.
El apogeo del movimiento indigenista se sitúa entre
1920 y 1970. El indigenismo se convirtió entonces en
la ideología oficial del Estado intervencionista y asis-
tencialista, establecido durante la gran depresión y
que se dio los recursos necesarios para llevar a cabo
el proyecto nacional. Al realizar la reforma agraria, este
Estado liberó a la población indígena del yugo tradi-
cional de los poderes de los hacendados. Abrió canales
de movilidad social que favorecían el ascenso masivo de
los indios hacia el interior de la estructura de clases.
Promovió una cultura nacional-popular, cuya produc-
ción, inspirada de manera diversa en la herencia indí-
gena, encontró un mercado en las clases medias en
rápida expansión. Por último, aportó una nueva pro-
fundidad al pasado nacional al anexarle las civilizacio-
nes precolombinas. Durante esos cincuenta años, el
indigenismo orientó el curso de una política, dictó nor-
mas a la sociedad, impuso cánones a las letras y a las
artes, y presidió la reescritura de la historia.

10
El movimiento indigenista no es la manifestación
de un pensamiento indígena, sino una reflexión criolla
y mestiza sobre el indio. De hecho se presenta como
tal, sin pretender en absoluto hablar en nombre de la
población indígena. Esto no impide que tome deci-
siones acerca de su destino en sus propios lugares, se-
gún los intereses superiores de la nación tal y como son
concebidos por los indigenistas. Eso es precisamente
lo que le reprocha el indianismo, desarrollado a partir
del decenio de 1970, el cual pretende ser la expresión
de aspiraciones y reivindicaciones auténticamente
indias. Por el eco que tiene actualmente en el conjunto
de la sociedad, la crítica radical a la que el indigenismo
es sometido por las organizaciones indianistas manifiesta
el derrumbamiento de la coyuntura histórica en la que
aquél se expandió.
Por último, este movimiento que lleva a una cultura
occidental a buscar sus orígenes espirituales fuera de
Occidente es específicamente latinoamericano. Presen-
te en todos los países de colonización ibérica, incluso
en aquéllos cuya población no cuenta sino con un escaso
porcentaje de indios, como Argentina, el indigenismo
no tiene equivalente en América del Norte. Á diferencia
de España y de Portugal, Francia e Inglaterra recono-
cieron derechos de origen a los pueblos que ocupaban
esta parte del continente y fundaron, al margen de esos
pueblos, sociedades neoeuropeas. En esas condicio-
nes, la población indígena no podía ser tomada como
pedestal de la nacionalidad. Habría de parecer incluso
un obstáculo para el desarrollo espacial de la nación
en su desplazamiento hacia el Oeste. Más que una tra-
dición histórica supuestamente hostil al mestizaje, fue

dN
una experiencia histórica diferente la que llevó a los
nacionalismos norteamericanos, tanto en los Estados
Unidos como en Canadá —y en Quebec—, a considerar
al indio como algo que había que excluir, situándolo
fuera del campo de la problemática nacional.
Es importante hacer una última precisión para el
lector francés. “Indigenisme” es quizá una traducción
demasiado literal, aunque universalmente aceptada,
del español indigenismo derivado de indigena, término
neutro que designa al indio. En cambio, indio, a diferen-
cia del francés “Indien”, posee una connotación pe-
yorativa cuyo equivalente semántico es el término que-
bequense “Sauvage”. Sin embargo, esta palabra es objeto
de una apropiación valorizante por parte de las actuales
organizaciones indianistas. El presente libro utiliza las
palabras “indio” e “indígena”; este último debe ser to-
mado en su acepción etimológica.

za
I. LOS ANTECEDENTES COLONIALES

En 1492, Europa desembarcó en América, cuya exis-


tencia no sospechaba. Las relaciones que se estable-
cieron entre los habitantes del Nuevo Mundo y los del
Antiguo, dependían de la percepción que los segun-
dos tenían de los primeros y de la integración de los
unos al universo semiótico e ideológico de los otros. Se
derivan de la respuesta que dan los europeos a las pre-
guntas concernientes a la naturaleza de este ser al que
Colón, creyendo haber pisado la India, llamará “indio”.
¿Es un hombre el indio? ¿Es legítima la conquista de su
territorio? El estado moral en que vive, ¿hace lícito
su avasallamiento? Aun cuando la especie humana no
estuviera todavía por entonces delimitada, y aunque
los escritos de los Padres de la Iglesia permiten creer
en la existencia de seres intermedios entre el hombre
y el animal, como las sirenas, los faunos, los sátiros, las
amazonas, los centauros y otras arpías, la humanidad
del indio no se pone en duda en ningún momento. La
bula Inter caetere de 1493, por la cual el papa Alejandro
VI otorgó a los reyes católicos la posesión de América a
condición de evangelizar a su población, supone que
el indio tiene un alma. La Instrucción que Colón recibió
de sus comanditarios reales en 1497, a fin de satisfacer
la condición del don alejandrino, reconoce que está
destinado a la salvación, con igual derecho que cual-
quier otro descendiente de Adán. La bula Sublimis

15
Deus, publicada por Pablo HI en 1537, no hará sino so-
lemnizar este reconocimiento.
No obstante, mientras que laprinrera cuestión re-
cibe inmediatamente una respuesta inconfundible, las
otras dos dan lugar a debates y a controversias.

LA QUERELLA DEL INDIO

Los debates surgen con las primeras reacciones de


indignación que suscita la suerte a la que parece con-
denarse irremediablemente al indio. En efecto, los
descubridores pronto se transforman en colonos crue-
les y codiciosos. Las poblaciones que se les resisten son
esclavizadas, y las que dan pruebas de sumisión son di-
vididas en “encomiendas” a las que sus “encomende-
ros” obligan a aportar ilimitadamente bienes y trabajo.
El tercer domingo de Adviento de 1511, en Santo Do-
mingo, el dominico Antonio de Montesinos fustiga desde
el púlpito el comportamiento inhumano de estos últi-
mos para con aquellos a los que supuestamente debe-
rían llevar el mensaje evangélico. El sermón de Montesi-
nos, que tuvo una gran repercusión en todo el Caribe,
determinó la vocación Las Casas, el “apóstol de los
indios”.
Llegado a América en 1502, provisto de una enco-
mienda por parte de la familia Colón, Bartolomé de
las Casas (1474-1566) ejerce su ministerio sacerdotal
en Santo Domingo y en Cuba. En 1522 se incorpora a
la orden de los dominicos, dentro de la cual cuentan
los indios con sus principales defensores. Emprende
un trabajo de evangelización pacífica en Venezuela, en

14
la región de Cumaná, después en Guatemala, en la
Verapaz, y por último en Chiapas, lugar del que acaba
siendo el primer obispo en 1543. Por último, se vale de
su influencia en España para ejercer presión sobre el
poder real y hacerle intervenir a favor de una pobla-
ción que gime bajo el yugo de la opresión. Desde 1566,
envía a la Corte informes que preconizan una reforma
de la institución de la encomienda, así como otras me-
didas capaces de frenar el genocidio de que él mismo
es testigo.
Apoyándose en Francisco de Vitoria, otro dominico,
quien en la Universidad de Salamanca enseña que no
hay más guerra justa que la destinada a rechazar una
agresión, Las Casas impugna la legitimidad de la con-
quista. La idolatría, a sus ojos, no representa motivo
suficiente para desposeer de sus Estados a los “señores
naturales” de América. Además, no es resultado de
una elección deliberada, puesto que el continente ame-
ricano no conocía el evangelio antes de que los espa-
noles desembarcaran en él. Así pues, los indios son
“gentiles” y no “infieles”. Aun si lo fueran, no dejarían
por eso de disfrutar de los derechos que la ley natural
reconoce a todos los hombres, como el derecho a la
libertad y a la propiedad.
No es ésa la opinión de Ginés de Sepúlveda, con
quien Las Casas se enfrasca en una larga polémica.
Claro, admite Sepúlveda, la diferencia de religión no
es razón suficiente para justificar la guerra. Con todo, la
conquista de América es legítima, pues los soberanos
indígenas no son señores naturales sino tiranos. Prue-
ba de ello es que sus súbitos se entregan a la sodomía,
al canibalismo y a los sacrificios humanos, actos todos

15
ellos contranaturales. Por esto, los indios no pueden
invocar el beneficio de la ley natural, la que violan de
manera tan flagrante y tan grave.
De tal modo, no po-
drían disponer libremente de su persona y de sus
bienes. Les es necesaria la servidumbre para que olvi-
den sus prácticas abominables y asciendan poco a poco
por la vía de la moral y de la religión.
En 1550, Carlos V reúne en Valladolid una comi-
sión encargada de examinar las dos posiciones. Los
teólogos y juristas que la componen no resuelven, pero
se prohíbe la publicación del libro en el que Sepúlve-
da expone su tesis, mientras que, en 1522, se imprime
la Brevisima relación de la destrucción de las Indias. Esta
denuncia violenta y apasionada, pero sólidamente do-
cumentada, de los irreparables daños causados a Amé-
rica y a sus poblaciones, se convertirá en el arsenal del
que las potencias protestantes de la Europa septen-
trional sacarán las municiones ideológicas necesarias
para sostener su lucha contra el imperio español. Es la
fuente principal de esa “leyenda negra” que Inglaterra
y los Países Bajos, en particular, tejerán alrededor de la
obra colonizadora de España en el Nuevo Mundo, y que
tardará un buen tiempo en disiparse.
Las Casas sueña con una América en la que España
sólo ejercería su soberanía feudal durante el tiempo
necesario para su conversión, y que sería gobernada
por sus tradicionales jefes y soberanos, a los que el
clero daría consejeros espirituales. Observa que, al ser
dulce, humilde, pobre, pacífico y obediente, el indio
practica en forma natural las principales virtudes cris-
tianas. Su experiencia de misionero lo ha convencido
de que la evangelización puede prescindir de la occi-

16
dentalización. La idea de que la cultura indígena no es
fundamentalmente incompatible con la religión católi-
ca, y de que incluso constituye un terreno favorable
para su florecimiento, está por lo demás ampliamente
difundida entre los dominicos, los franciscanos y los
agustinos, antes de ser compartida un poco más tarde
por los jesuitas. Muchos de los misioneros que per-
tenecen a estas órdenes no sólo desean sustraer a los
indios de los ultrajes de los colonos, sino también pro-
tegerlos de las influencias europeas que juzgan moral-
mente perniciosas, a fin de construir con ellos una
sociedad inédita, basada en los principios reconocidos
del cristianismo primitivo. Con frecuencia, al utopis-
mo del Renacimiento se mezcla un milenarismo medie-
val surgido de Joaquín de Fiore, a fin de templar la vo-
luntad de hacer del Nuevo Mundo un mundo nuevo.
Este deseo es el origen del proyecto de Quiroga.
Jurista de formación, Vasco de Quiroga (1470-1565)
viaja en 1530 a la Nueva España, donde abraza tardía-
mente el estado sacerdotal. En Michoacán, del que será
obispo, crea “ciudades hospicio” en provecho de la po-
blación tarasca. En esas aglomeraciones, de las que
está excluida la presencia de todo español, el trabajo es
obligatorio tanto para hombres como para mujeres,
pero se limita a seis horas diarias. La división de las ta-
reas está abolida, pues cada adulto practica, alternati-
vamente, actividades agrícolas, artesanales y artísticas.
La propiedad privada está proscrita. Los recursos se
explotan en común, y los frutos de la labor de todos
se distribuyen a cada uno según sus necesidades. La
comunidad se hace cargo de los cuidados de la salud,
que se dispensan gratuitamente, y de la instrucción,

17
que es obligatoria. La prohibición de poseer objetos
de lujo y de alquilar la fuerza de trabajo de los demás
refuerza la estricta igualdad que reina entre los indi-
viduos. La Utopía de Tomás Moro, que Quiroga leyó y
anotó, parece volverse realidad, por un momento, en
tierras mexicanas.
Si el proyecto fracasa en Michoacán, los jesuitas lo
retoman y lo ponen en práctica en gran escala en la
región de Maynas, en Perú, entre los mojos y los chi-
quitos, en Bolivia, y sobre todo entre los guaraníes de
Paraguay. Unos cincuenta falansterios teocráticos na-
cen a principios del siglo xvI1 en esos confines todavía
inciertos de los imperios español y portugués. Forman
un Estado amortiguador que posee su propia fuerza
militar y al que la cultura planificada y la comerciali-
zación centralizada de la hierba mate habrán de asegurar
la prosperidad, hasta el momento en que España y
Portugal delimiten sus posesiones y expulsen de Amé-
rica a la Compañía de Jesús.
Frente a las pretensiones rivales de los colonos y de
las órdenes religiosas que, con fines opuestos, aspiran
al control exclusivo de la población india, el poder
real hace prevalecer sus derechos a medida que se
consolida en España. En 1512, las leyes de Burgos pro-
híben la esclavitud de los indios y reglamentan el tra-
bajo forzado en América. Las leyes de Barcelona, am-
pliamente inspiradas por Las Casas y promulgadas en
1542, derogan la perpetuidad de las encomiendas,
cuya duración queda limitada a dos vidas. Éstas estipu-
lan que los indios quedarán bajo la tutela de la Corona
tras la muerte del sucesor de sus primeros encomen-
deros. Mientras tanto, los agentes del rey se encargarán

18
de fijar la tasa de los impuestos a los que están someti-
dos los indios y de vigilar que no excedan sus recursos
ni comprometan la reproducción de su fuerza de
trabajo. Por último, el clero regular se ve poco a poco
desplazado en su misión apostólica por sacerdotes se-
culares, de menor autonomía, y a los que la adminis-
tración real puede gobernar más fácilmente. Dirigida
a la manera de la empresa privada, la colonización del
continente es así progresivamente estatizada.
Una abundante legislación, adoptada por el soberano
en su Consejo de Indias, organiza al régimen colonial.
Codificadas y publicadas en 1680, las leyes de Indias
anulan todo título y derecho anteriores a la llegada de
los europeos, a fin de hacer del rey de España el propie-
tario eminente de América. Los indios se convierten
en súbditos de la Corona. Los privilegios y obligacio-
nes específicos que se les confieren los constituyen en
una “república” distinta y separada de la “república de
los españoles”. Esta “república de los indios” descansa
en la institución de la comunidad lugarenña, que está do-
tada de personalidad jurídica y cuya gestión está ga-
rantizada por las autoridades que cada año elige ella
entre sus miembros, en asamblea pública. La comuni-
dad, en la que los no indios no pueden establecerse ni
permanecer más de tres días consecutivos, está pro-
vista de una base hacendaria indivisible e inalienable.
El fondo debe tener una extensión suficiente para res-
ponder a las necesidades de la población. Incluye cam-
pos que son repartidos entre las familias al inicio del
ciclo agrario, áreas que son explotadas colectivamente
con miras a alimentar una caja comunitaria de previ-
sión, además de superficies de bosques y de pastizales

qu
de libre acceso. En cambio, la comunidad está sujeta al
tributo que, dos veces por año, todos los hombres
adultos y sanos pagan como fianza de solidaridad. Cada
año debe adquirir una cierta cantidad de mercancías
con un valor de uso generalmente débil, que los oficiales
del reino están autorizados a repartir entre sus admi-
nistrados indígenas, a fin de poder solventar el costo
de sus gravámenes o devolver su compra. Los comunes
están igualmente obligados a las faenas y al trabajo
forzado asalariado, que realizan rotativamente en
empresas de utilidad pública como minas, talleres tex-
tiles o casetas de correos. Pero están exentos de los im-
puestos comerciales, así como del diezmo. El tribunal
del Santo Oficio no tienejurisdicción sobre ellos, y un
“procurador de Indias” defiende gratuitamente sus
causas ante las instancias judiciales y administrativas.
El sistema de las dos “repúblicas” que las leyes de
Indias establecen, no dejará de ser una ficción jurídica.
Primero, los intercambios sexuales entre indios y espa-
noles, pero también entre españoles y africanos impor-
tados como esclavos, y entre africanos e indios, engen-
dran una creciente población de mestizos, mulatos y
zambos que no encuentra su lugar en ellas. Después, el
flujo continuo de la población india, de sus comuni-
dades lugarenas hacia las aglomeraciones urbanas, los
centros mineros y las haciendas que poseen españoles
y criollos, muy pronto hace imposible cualquier sepa-
ración espacial de los diversos componentes de los
asentamientos. Por último, las fuerzas económicas lle-
van sin remisión a los indios a la dependencia de los
no indios, relegándolos a la base de una sociedad cada
vez más sólidamente integrada. Si el indio se sitúa in-

20
mediatamente después del español y del criollo en el
orden de las categorías legales, está en último lugar en
la jerarquía de los estatutos sociales, después del esclavo
negro al que, por vivir en el entorno de su amo, se le
delegan con frecuencia funciones de autoridad sobre
la mano de obra indígena.
La política colonial de España, cuyo rumbo dirigen
eminentes juristas como Juan de Solórzano Pereira
(1575-1635), garantiza, empero, una verdadera protec-
ción a los indios. Incluso si no son siempre observadas
en su totalidad con un rigor idéntico, las leyes de
Indias permiten que la población indígena escape del
genocidio. Debido a los malos tratos a los que esta po-
blación estaba expuesta, pero aún más como conse-
cuencia de la introducción de gérmenes patógenos
por parte de los europeos, frente a los cuales los indios
estaban desprovistos de defensa inmunitaria, la curva
demográfica de la América india sufre una caída ver-
tiginosa durante el siglo xvi, llegando a estabilizarse en
el siglo XVII, para enderezarse cada vez más vigorosa-
mente en el transcurso del siguiente siglo.

EL PATRIOTISMO CRIOLLO

Las órdenes religiosas renuncian con más facilidad a


su utopía que los conquistadores a su botín. Las leyes
de Barcelona provocan una conmoción considerable
entre estos últimos, quienes se sienten despojados de
los beneficios de su empresa y entre los cuales algunos
se consideran absueltos de su juramento de fidelidad
hacia un soberano culpable de semejante prevaricación

21
E
para con ellos. En Perú, Gonzalo Pizarro, hermano del
conquistador de los Andes, se pone a la cabeza de una
rebelión de encomenderos. Proyecta contraer matri-
monio con una princesa india y restaurar el imperio
inca en provecho de su familia y de sus compañeros de
armas. En 1546, las tropas rebeldes vencen al ejército
real cerca de Quito, durante una batalla en la que el
virrey Blasco Núñez Vela, llegado de España para apli-
car las nuevas leyes, pierde la vida. Si la captura de
Pizarro, ejecutado en Cuzco en 1548, contribuye a res-
tablecer la autoridad de la Corona, no logra en cambio
calmar los ánimos.
El despojo de que se juzgan víctimas los conquista-
dores es la causa del divorcio entre españoles de Amé-
rica, o criollos, y españoles de España; misma que,
lejos de atenuarse con el tiempo, no deja de aumentar
ni de adquirir un cariz cada vez más político tras de ha-
ber sido espiritual y afectivo. Señala el principio de la
búsqueda de un destino diferente del de la metrópoli
europea, emprendida por los criollos, y que la política
discriminatoria de la Corona para con ellos no hace
sino estimular. En efecto, considerados sospechosos
por la administración real, los criollos son excluidos
de los cargos y dignidades civiles, militares y eclesiásti-
cos, que en las colonias de América volvieron comple-
tamente a manos de los peninsulares. Si su situación
económica apenas sufre a causa de esta exclusión, su
amor propio resulta profundamente herido. Como uno
de ellos escribiera con amargura en el siglo xvrt, los es-
pañoles “nacidos en esta tierra son como extranjeros
en su propia patria”.
De hecho, es América la que los criollos consideran

2d
su verdadera patria. Los sentimientos inspirados por el
continente que los vio nacer se vuelcan en obras lite-
rarias. El poeta petrarquizante Carlos de Sigúenza y
Góngora (1645-1700) canta la eterna primavera del
Anáhuac. En la celda de su convento, Juana de Asbaje
(1648-1695), cuyo nombre de religiosa es sor Juana
Inés de la Cruz, celebra con un tono más personal la
generosidad de la tierra mexicana que llena de frutos
a sus hijos, aun cuando la insaciable España le quite
todo cuanto tiene. En la misma época, Francisco
Antonio Fuentes y Guzmán profesa una devoción abso-
lutamente filial por el terruño guatemalteco, al que
elogia en su Recordación florida. Un espíritu patriótico
impregna los trabajos científicos que, a todo lo largo
del siglo xvi, la élite criolla consagra a la refutación del
discurso que los sabios europeos pronuncian acerca
del Nuevo Mundo. Cuando Buffon pretende que Amé-
rica es un continente joven, apenas naciente, más pro-
picio a los reptiles que a los mamíferos; cuando Pauw
sostiene que el clima caliente y húmedo condena toda
forma de vida a la degeneración, Francisco Javier Cla-
vijero en México, Juan Ignacio Molina en Chile, Hipó-
lito Unanue en Perú y Juan de Velasco en Ecuador se
empeñan en mostrar la fuerza de la naturaleza ameri-
cana, la riqueza de la flora y de la fauna, y la grandeza
de las realizaciones del hombre, cuya inteligencia no
es más obtusa, ni su voluntad más débil o su carácter
más indolente que en Europa. Y cuando Martí declara
que es un desierto cultural, Juan José Eguiera em-
prende la formación de un diccionario bibliográfico
de los autores “de nación mexicana”, a fin de ilustrar
la gran tradición de la erudición criolla. Mientras que

23
los colonos angloamericanos responden con un silencio
despreciativo a lo que consideran prejuicios estúpidos,
los españoles de América reaccionan con pasión a los
alegatos ofensivos de la ciencia europea.
Al mismo tiempo que se arraigan en tierra ameri-
cana, los criollos descubren el pasado indígena del con-
tinente, lo valoran y se lo apropian. Elevan a las civiliza-
ciones precolombinas a la dignidad de la Antigúedad
clásica. La construcción de su identidad pasa a través
del establecimiento de una filiación espiritual con azte-
cas e incas, que para ellos acaban siendo lo que griegos
y romanos son para los europeos. En 1680, Sigúenza
decora con la efigie de los emperadores aztecas los
arcos de triunfo erigidos para la llegada del nuevo vi-
rrey, e invita al representante de la Corona a adaptar su
conducta a la de los antiguos soberanos de Anáhuac,
propuestos como modelo de todas las virtudes cívicas.
Clavijero (1721-1787) escribe una Historia antigua de
México “para servir lo mejor posible a [su] patria y res-
tablecer en todo su esplendor una verdad ofuscada
por una multitud de escritores modernos” que afirman,
como Robertson en Inglaterra, Raynal en Francia o
Munoz en España, que ninguna cultura americana lo-
gró elevarse jamás hasta el umbral de la civilización. El
sabio jesuita compara a Cholula con Roma, hace de Tex-
coco la Atenas de Anáhuac, y ve en el rey poeta Neza-
hualcóyotl al Solón americano. Su intención es probar
que la Nueva España no tiene nada que envidiar a la
historia del viejo continente: su pueblo ha conocido
igualmente la grandeza y la gloria, antes de que la coloni-
zación española causara en él el mismo efecto desastroso
que la dominación otomana causó en el pueblo griego.

24
La mistificación valorizante de la historia antigua
del Perú se realiza desde los inicios del siglo XVII. Gar-
cilaso de la Vega [el Inca] (1539-1616) es su autor. Este
hijo de un conquistador español y de una mujer de la
alta aristocracia indígena, impone de manera perdu-
rable la visión de un imperio inca sometido por la
sabiduría de sus soberanos a las leyes de la razón y cuya
prudente administración organiza el bienestar de todos
y vela por la felicidad general; en donde el robo, la
mentira y la pereza son tan desconocidos como la indi-
gencia. Sus Comentanios reales de los incas llevan a pensar
que la Arcadia existía en los Andes antes de la llegada de
los europeos. Publicada en 1723, la segunda edición
del libro circuló por toda Sudamérica. Ahí fue objeto de
una lectura militante tanto entre los círculos criollos
como en el seno de la pequeña nobleza india, la que
sobrevivió mejor que en México, y que intentó frenar su
inexorable decadencia restableciendo una tradición
cultural que había repudiado inmediatamente después
de la conquista española. En 1782, la administración del
reino, consciente de que la obra de Garcilaso alimenta-
ba la disidencia de las mentes y de los corazones al im-
putar a España el fin de una edad de oro andina, prohi-
birá la venta de los Comentarios reales en América y hará
retirar el libro de todas las bibliotecas americanas.
El entusiasmo que suscitan los incas se extiende a
algunos rasgos de cultura con los que se les asocia. De
esa manera, el quechua se convierte en lengua literaria
luego de las tentativas efectuadas por Juan de Espinoza
Medrano (1632-1688), llamado “El Lunarejo”, para ple-
garlo a las reglas de la prosodia española. Algunos éxitos
teatrales del siglo XVIII, como Usca Paucar, de inspira-

25
ción calderoniana, u Ollantay, escenifican a personajes
de la historia inca que expresan en versos quechuas
sentimientos muy europeos. En las provincias del inte-
rior andino los criollos también utilizan con frecuencia
el quechua en la vida de todos los días, a fin de acentuar
aún más la distancia a la que se sitúan respecto de los
chapetones, los odiados peninsulares. Los temibles mar-
queses de Valle Umbroso sólo aceptan responder en
esta lengua a las autoridades españolas, contra las que
azuzan de manera permanente a la clase humilde de la
región de Cuzco. Uno de ellos, inventándose un ante-
pasado inca, renuncia al título nobiliario europeo para
hacerse llamar apu (“señor”). Otro pide que se haga el
árbol genealógico de los antiguos emperadores andi-
nos y patrocina a los artistas que cultivan el estilo incai-
zante, entonces en gran boga. Sin embargo, todos dan
muestras de una crueldad idéntica frente a la pobla-
ción indígena, a la que tienen avasallada en sus inmen-
sas propiedades. Y es que los criollos sólo se identifican
con los indios muertos. El neoincaísmo y el neoazte-
quismo, cuya moda promueven, manifiestan un indi-
genismo puramente arqueológico. Los dos movimien-
tos nacen de una desviación del pasado indígena que
utiliza en su provecho una categoría etnosocial cuyos
intereses son contrarios a los de los legítimos herede-
ros de ese pasado. Al final de la era colonial, Francisco
de Miranda consagra esta captación hereditaria cuan-
do hace de sus compatriotas “los sucesores de aquellos
indios ilustres que, al no querer sobrevivir a la esclavitud
de su patria, prefirieron una muerte gloriosa [...] ante
los muros de México, de Cuzco o de Bogotá, antes que
arrastrar las cadenas de la opresión”. De los indios

26
vivos envilecidos por la explotación, nadie dice pala-
bra. Basado como está en una concepción de la patria
que no les reserva ningún sitio, el patriotismo criollo
difícilmente puede desembocar en un verdadero mo-
vimiento nacional.
Dos grandes mitos de carácter sincrético, sin embar-
go, van a hacer del reconocimiento de la tierra ameri-
cana, en su dignidad y en sus derechos, una reivindi-
cación popular. El primero se elabora hacia mediados
del siglo XVII, a partir de la creencia según la cual la
Virgen de Guadalupe-apareció en 1531, cerca de la ca-
pital de México, en el lugar en que antes se erigía el
templo de la diosa madre Tonantzin. Los criollos ven
en esta aparición milagrosa, cuya realidad refutan las
autoridades civiles y eclesiásticas españolas, la prueba
de que el Nuevo Mundo no está abandonado por Dios,
así como no está condenado por la naturaleza. El culto
que organizan frente al de la Virgen del Pilar de Zara-
goza, venerada por los peninsulares, celebra el carisma
con que la mariofanía ha dotado al continente ameri-
cano y que lo coloca en el mismo rango que a Europa
en el plano de la gracia. Rápidamente adquiere el
aspecto de un culto patriótico, mismo que tiene hasta
hoy en México, convirtiéndose en la expresión religiosa
de una disidencia que aún no puede manifestarse po-
líticamente.
El segundo mito, por la misma época, cristaliza alre-
dedor de la figura de Santo Tomás. Según una tradición
paleocristiana, el apóstol Tomás habría partido hacia
la India después de la muerte de Cristo. Un fraile agus-
tino del Perú, Antonio de la Calancha, presupone que
estuvo en las Indias Occidentales, es decir en América,

2
cuyas poblaciones había convertido. La creencia en
una evangelización del continente americano dieciséis
siglos antes de la llegada de los europeos se propaga
por todo el continente. Se señala el paso de Santo To-
más por México, en donde los aztecas habrían hecho
del apóstol su héroe cultural divinizado, Quetzalcóatl; en
los Andes, donde los incas lo deificarían con el nom-
bre de Huiracocha; en Brasil, donde sería el dios Pay
Zumé. El jesuita Manuel de Nobrega afirma haber visto
la huella de su pie en territorio tupinamba. Vistas como
parodias demoniacas por el clero peninsular, las seme-
janzas que ofrecen las religiones indígenas con el cris-
tianismo —la noción de trinidad, el símbolo de la cruz,
la práctica del ayuno y de la penitencia, el culto de una
virgen milagrosamente madre existen entre muchas
de ellas— son consideradas por los criollos como otros
tantos vestigios de una antigua cristianización que se
remontaba a los tiempos apostólicos. Tales semejanzas
acreditan una creencia que introduce la disidencia en
la vía del separatismo. Si América recibió efectivamen-
te el evangelio de Santo Tomás, en el mismo momento
en que España lo recibía de Santiago, la conquista de
aquélla por los españoles, en virtud de la misión evan-
gelizadora de la que se juzgaban investidos, pierde
toda legitimidad, y la tutela que le impone la metró-
poli europea está desprovista de fundamento legal. Es
lo que sostiene el dominico fray Servando Teresa de
Mier, quien combina subversivamente el mito de la
Virgen de Guadalupe y el de Santo Tomás en un céle-
bre sermón pronunciado en 1794, luego del cual será
forzado al exilio.
Las grandes insurrecciones que, la víspera de la In-

28
dependencia, sacuden hasta sus cimientos al imperio
español de América, demuestran la capacidad movili-
zadora de esos mitos, al mismo tiempo que señalan el
estancamiento en el que desembocó el patriotismo
criollo. En 1780, la región de Cuzco se subleva contra
el poder español. La rebelión se extiende por todos los
Andes para llegar, por el norte hasta Venezuela, y por
el sur hasta las provincias de la Plata, en la actual Ar-
gentina. Los insurgentes exigen la destitución de las
corruptas autoridades peninsulares, la abolición del
trabajo forzado, la supresión del tributo y de las obliga-
ciones de compra, pero no ponen en tela de juicio la
propiedad patrimonial ni los grandes intereses priva-
dos. Su jefe, José Gabriel Condorcanqui, que tiene un
antepasado inca, se propone efectivamente consolidar
su alianza con el sector criollo, en cuyo seno ha madu-
rado el movimiento. Conjuntamente con el nombre
de Tupac Amaru Il, que adopta en recuerdo del sobera-
no —una de cuyas hijas había contraído matrimonio
con un bisabuelo suyo—, utiliza el de José 1 con miras a
hacerse reconocer por los no indios. No obstante su
captura y su ejecución en 1781, la insurrección se radica-
liza. Los indios, que toman el control de la misma, com-
baten a los individuos y los bienes de todos los blancos.
En la ciudad de Oruro hacen una matanza de españo-
les, pero también de criollos y de mestizos —quienes
sin embargo los habían acogido como libertadores—.
No sin dificultades las fuerzas del reino, bajo cuya pro-
tección acabó por alinearse toda la población india,
llegan a restaurar en 1783 una aparente calma.
La insurrección que estalla en México en 1810 sufre
la misma evolución. Dirigida por un cura de provincia,

23
Miguel Hidalgo, al que sucederá otro sacerdote, José
María Morelos, parte de la región del Bajío y abarca
todo el centro y el oeste del país. Los insurgentes com-
baten bajo el estandarte de la Virgen de Guadalupe
para establecer una república del Anáhuac. Pero esta
lucha, de carácter político, adquiere poco a poco un
fuerte contenido social que le arrebata los apoyos de
que disfrutaba entre los colonos.
Estas insurrecciones, en las que la historiografía
tradicional ve los movimientos precursores de la inde-
pendencia, en realidad producen el efecto contrario
del que comúnmente se les atribuye. Inhiben las ten-
dencias secesionistas que desde mucho tiempo atrás se
han puesto en práctica en la sociedad colonial. Al obli-
gar a los criollos a aproximarse a los peninsulares para
hacer frente al peligro que representan las masas indí-
genas en movimiento, contribuyen a atrasar la ruptura
del lazo que mantiene dependiente de Europa al con-
tinente americano.

Los PORVENIRES DE LA INDEPENDENCIA

Cuando llega la independencia, la tradición del pa-


triotismo criollo ya se ha extinguido, y el pensamiento
nacionalista no le pedirá nada prestado. En 1816, el
general Belgrano había recomendado al congreso de
Tucumán la instauración de una monarquía moderada
en los Andes, con los incas como soberanos. Pero la
idea de “restablecer esa casa desposeída en la forma
más inicua”, como decía Belgrano, no prospera. Los
diferentes proyectos que pretenden poner a un des-

30
cendiente de Moctezuma al frente de México, el últi-
mo de los cuales es fraguado por dos sacerdotes en
Ecatzingo, en 1834, fracasan uno tras otro.
La América independiente vuelve con decisión la
espalda a su pasado precolombino. El Alto Perú se
convierte en Bolivia, como muestra de agradecimiento
a su libertador Simón Bolívar, y la Nueva Granada
adopta el nombre de Colombia en homenaje a Cristó-
bal Colón, mientras que la Nueva España opta por lla-
marse oficialmente México en lugar de Anáhuac. De
todos los símbolos de los que se rodean los Estados
nacidos sobre las ruinas del imperio español, muy pocos
evocan a las antiguas civilizaciones indígenas, cuyo
recuerdo parece haberse desterrado repentinamente.
Esas jóvenes repúblicas hacen tabla rasa de la historia
para construir la nación sobre la base de principios
abstractos inspirados en los Estados Unidos jefferso-
nianos y en la Francia revolucionaria. Las élites que
toman en mano su destino conciben la nación como
una simple asociación contractual de individuos libres
e iguales que viven según las leyes que voluntaria-
mente se otorgaron. Al plantear la cuestión nacional
en términos puramente político-jurídicos, sólo recono-
cen al indio en tanto que sujeto de derecho. La india-
nidad representa a sus ojos la proyección social de uno
de esos estatutos personales con los que España ha in-
vestido a blancos, mestizos e indígenas, en el seno de
una sociedad de categorías. La nueva planificación
legal que instaura la igualdad entre los ciudadanos,
supuestamente habrá de eliminar esta secuela del colo-
nialismo, así como todas las diferencias étnicas, en una
sociedad de clases.

31
Conforme al principio de igualdad, el general San
Martín decreta en Perú, en 1821, que, en lo sucesivo, los
indígenas no estarán ya sometidos a los servicios per-
sonales y no deberá más llamárseles “indios”. El Con-
greso mexicano, que igualmente expulsó ese término
del vocabulario oficial, al año siguiente prohibió toda
referencia étnica en los actos públicos o privados. Ex-
cepto en Ecuador, donde las leyes de Indias fueron
provisionalmente prorrogadas en 1830, el sistema de
protección del que disfrutaban los ex indios es des-
mantelado en todas partes. Las comunidades indíge-
nas, consideradas un arcaísmo colonial, pierden su
personalidad jurídica y su existencia legal. El decreto
firmado por Bolívar el 4 de julio de 1825, en Cuzco,
prevé que sus bienes raíces sean repartidos y distribui-
dos, en medio de la propiedad, entre todos los comu-
nes que eran sus usufructuarios colectivos. Este texto,
que reposa sobre la idea de que la propiedad colectiva
combate el esfuerzo individual, se propone crear una
clase de pequeños productores independientes, capaz
de garantizar la prosperidad de la economía y la esta-
bilidad de las instituciones políticas. Señala el principio
de un vasto movimiento de privatización territorial
que será sostenido por las legislaciones agrarias nacio-
nales en todos los países de América Latina en el trans-
curso del siglo XIX.
El indio se convierte así en ciudadano, y deja de exis-
tir. En México, el gran ideólogo del liberalismo, José
María Luis Mora, advierte con regocijo que ya no hay
criollos ni indígenas, sino sólo ricos y pobres. Carlos
María de Bustamante no se deja engañar por seme-
jante ilusión. Antiguo compañero de armas de More-

02
los, se burla de la reiterada afirmación de que la india-
nidad se disuelve en la ciudadanía. Con mayor grave-
dad, hace notar el elevado precio con el que esta ciu-
dadanía, por lo demás completamente teórica, se
adquiere. Pero aquellos que, como él, denuncian las
consecuencias, imprevistas aunque bastante reales, de
la legislación liberal a propósito del destino de la po-
blación india, son acusados de simpatizar con el anti-
guo régimen colonial.
No obstante, tales consecuencias son de peso. Los
indios casi no aprovechan las parcelas que se les atri-
buyen. Mal informados acerca de sus nuevos derechos,
mal armados para hacerlos valer y defenderlos desde
que dejaron de disponer de un procurador titulado,
con frecuencia se ven despojados de sus tierras por las
fincas aledañas y reducidos al estado de siervos expul-
sados. La privatización de los fondos comunitarios, en
lugar de multiplicar el número de pequenos propie-
tarios, contribuye a consolidar el latifundio colonial y a
extender el vasallaje indígena. La coyuntura depresiva
en que la independencia hace entrar por largo tiempo
a América Latina, y que trae consigo la reorganiza-
ción de la vida económica en el marco comunal, acen-
túa por lo demás la concentración de la tierra. Favo-
rece la constitución de poderes territoriales regionales
que usurpan las prerrogativas que un Estado débil es
incapaz de ejercer. Los grandes terratenientes ponen a
circular su propia moneda, hacen su propia justicia,
son dueños de sus propios ejércitos. Son también los
amos de una multitud de indios, a los que ponen bajo
su dependencia directa concediéndoles tenencias en
condiciones precarias, otorgándoles préstamos con

93
réditos de usura o vendiéndoles a crédito bienes a pre-
cios aumentados. La deuda del indio, que crece al paso
de los años, pasa de una generación a otra, ligando defi-
nitivamente a la gleba al deudor y su descendencia. La
práctica del endeudamiento, que se generaliza, garan-
tiza la mano de obra a la propiedad, sin la cual no ten-
dría ningún valor.
Los indios que logran conservar sus tierras pierden
la autonomía de la que disfrutaban en el marco de las
antiguas comunidades. Los cargos edilicios, que les
correspondían por derecho, en lo sucesivo ya no son
suyos; por haberse vuelto legalmente accesibles a todos,
indios y no indios sin distinción, son acaparados por
mestizos u otros elementos importunos que los utili-
zan para someter la población local a toda clase de
prestaciones en su provecho. Á pesar de las leyes, los
decretos y las circulares, la prohibición de los servicios
personales no pasa de ser efectivamente letra muerta.
Las obligaciones de compra a los funcionarios del reino
sólo desaparecen para permitir que cualquier posee-
dor de una parcela de autoridad establezca con los
indios relaciones dispares de intercambio con carácter
coercitivo. En cuanto al tributo, abolido al día siguiente
de la independencia, muy pronto se restablece en tanto
que “contribución indígena” bajo la presión de rudas
necesidades financieras. Esta capitación, junto a los
derechos de aduana, será durante mucho tiempo la
principal fuente de ingresos del Tesoro público en las
repúblicas andinas. Paralelamente, las franquicias fis-
cales de las que gozaban los indios bajo el régimen es-
pañol son suprimidas, mientras que el servicio militar,
al que nunca habían sido forzados, se vuelve obligatorio.

34
De hecho, son los únicos en cumplir con él. Será, no
obstante, necesario entregarse a una verdadera perse-
cución para obligarlos, dado lo odiado de este impues-
to de sangre.
La independencia se traduce en todas partes en una
degradación sensible de la condición del indio. El régi-
men republicano refuerza el sistema de explotación
en el que España había hecho entrar a la población in-
dígena, despojándola de sus defensas mediante la in-
tensificación de sus aspectos “feudales”. El colonialis-
mo externo es reemplazado por una forma brutal de
neocolonialismo interno que se mantendrá localmente
en algunos países de América Latina hasta la mitad del
siglo XX, sin experimentar entre tanto considerables
modificaciones estructurales.

35
IL EL PENSAMIENTO INDIGENISTA

LA PERSISTENCIA de la indianidad, a pesar de todas las


leyes liberales y dentro de una sociedad de clases, se
manifiesta repentinamente hacia mediados del siglo
xIx. En México, la guerra con los Estados Unidos, que
principia en 1846 y va muy pronto a la catástrofe, se
termina dos años más tarde con la pérdida de la mitad
del territorio nacional. El resquebrajamiento del pouer,
provocado por la intervención extranjera, incita a los
indios a sacudirse el yugo de los hacendados y de las
autoridades locales. Se producen levantamientos en
todo el país, particularmente en el sur, donde los mayas
se apoderan de la mayor parte de Yucatán. En Perú, la
desastrosa guerra con Chile, que opone a los dos países
entre 1879 y 1883, degenera igualmente en guerra so-
cial. En varias regiones, los indios que se organizan en
guerrillas para combatir al invasor chileno, vuelven sus
armas contra los peruanos blancos y mestizos. En Bo-
livia, la guerra civil de 1898 sufre el mismo desvío. Las
multitudes indígenas, movilizadas por el partido libe-
ral con miras a arrebatarle el poder a los conservadores,
no tardan en emanciparse para llevar a cabo su propia
lucha contra todos los no indios. Esas “guerras de co-
lores”, también llamadas “guerras de castas”, sistemática-
mente interpretadas como guerras de la barbarie con-
tra la civilización, no representan sino los momentos
cumbre de una agitación india que se desarrolla a todo

36
lo largo de la segunda mitad del siglo xIX y que en los
países andinos se prolongará hasta los años veinte del
actual.

EL RACISMO

Al surgir en medio de la violencia, el indio desgarra el


velo de la ficción en que vivía la América Latina desde
la independencia. Francisco Pimentel (1832-1893)
señala que en México “hay dos pueblos en un mismo
territorio, y lo peor es que esos dos pueblos son hasta
cierto punto enemigos [...] El hombre de la raza de
bronce vislumbra con gran placer la destrucción de las
otras razas, y espera que la hora propicia para salir de
su letargo y restablecer en el país la supremacía que
siente pertenecerle llegue lo más pronto posible”. Y
concluye: “Mientras los indígenas sigan en el estado en
que se encuentran actualmente, México no podrá as-
pirar verdaderamente al rango de nación”. Estará
expuesto de manera permanente al riesgo de convulsio-
nes internas que lo hacen tan vulnerable a cualquier
agresión extranjera. De esa manera, las “guerras de
castas” hacen tomar conciencia de que el indio plantea
un problema y de que la nación todavía está por ha-
cerse. Esos conflictos llevan a una consideración que
sitúa el problema indio en el centro de la cuestión na-
cional, de cuya solución depende el advenimiento de
la nacionalidad. El indigenismo, en sus diferentes ver-
siones, nace de la búsqueda de esta solución.
El proyecto nacional puesto entonces en marcha se
inspira en el positivismo, al que se adhieren los círcu-
los intelectuales de América Latina a partir de 1860.

37
Se basa en una definición renovada de la nación. Se-
gún Pimentel, la nación es una “agrupación de hom-
bres que profesan creencias comunes, que están domi-
nados por una misma idea y que tienden a un mismo
fin”. Deja de ser esa asociación contractual cuya gene-
ración desde la independencia se había esforzado por
establecer estatutos para convertirla en un cuerpo, en
una comunidad de pensamiento, en una colectividad
solidaria y homogénea, irreductible a la suma de sus
miembros, y que se proyecta en la historia para realizar
un destino. Semejante concepción de la nación crea
entre nacionalidad e indianidad una relación de incom-
patibilidad que hace a estos dos términos mutuamente
exclusivos.
En cuanto al indio, es interpretado en función del
paradigma racista que regía en ese entonces. La pobla-
ción indígena representa a una raza que los indigenis-
tas reconocen inferior. Pero a diferencia de los racis-
tas, quienes hacia finales del siglo XIX ven reforzada su
posición con la llegada del darwinismo social, aquéllos
no reconocen un carácter natural en esa inferioridad.
En su Memoria sobre las causas que han originado la situa-
ción actual de la raza indígena y medios de remediarla
(1864), Pimentel la atribuye a la colonización española
que, al mantener a los indios al margen de la corriente
civilizada, contribuyó a aumentar el retraso histórico
que mostraban los pueblos americanos respecto de
Europa en el momento de la conquista. La raza india
no es, entonces, inferior por naturaleza; es una raza
inferiorizada por la dominación depreciadora que ha
padecido. Si no ha podido progresar, no por ello es
inepta para el progreso. Pimentel presenta como prue-

38
ba de sus capacidades intelectuales el ángulo facial del
indio, que se parece al de la raza más inteligente, la raza
europea.
Treinta años más tarde, el peruano Javier Prado re-
curre a los mismos argumentos. Efectivamente, la situa-
ción en que la raza india permanece estancada no
tiene para los indigenistas un auténtico fundamento
biológico. Consecuencia de un proceso histórico deter-
minado por la política de España en América, tal si-
tuación resulta del régimen instaurado por las leyes de
Indias, que se juzgó discriminatorio y segregacionista a
despecho de las intenciones protectoras que hayan po-
dido animarlo. Una vez debilitados los sentimientos
antihispánicos luego de la derrota militar que los Esta-
dos Unidos infligieron en 1898 a la antigua metrópoli
europea, se buscarían otras explicaciones en la in-
fluencia del ambiente, en las costumbres alimentarias
o en el estado social, por ejemplo. Sin embargo, nin-
guna habría de poner en duda que, colocado en las
mismas condiciones que el blanco, el indio pudiera
tarde o temprano igualarlo.
Aun cuando sus aptitudes en tanto que ser cultural
están plenamente admitidas, el indio no deja de estar
condenado a desaparecer en tanto que ser racial. El
destino que los indigenistas le asignan es el de su fu-
sión con la población criolla, con objeto de engendrar
una raza mestiza que sea la raza auténticamente nacio-
nal. El mestizaje biológico ofrece la solución definitiva
al problema indio, al mismo tiempo que la de la cues-
tión nacional en todos sus aspectos. La miscibilidad no
sólo abatirá en la realidad cotidiana las barreras que
aíslan a los diversos componentes de la población, sino

39
que además resolverá las contradicciones políticas y
sociales que desgarran al país y amenazan su existen-
cia. Gracias a ella, el pueblo al fin “nacionalizado” po-
drá avanzar con seguridad por la vía del progreso.
De esa manera se consuma la ruptura entre el indi-
genismo y el darwinismo social. Spencer y sus discí-
pulos latinoamericanos, como Carlos Octavio Bunge o
José Ingenieros, sostienen que la mezcla del pueblo
conquistador con el pueblo conquistado conduce de
manera infalible a la degeneración física y moral, y
hacen el inventario de todas las taras que supuesta-
mente afligen al mestizo. Justo Sierra (1848-1912) pro-
testa con vehemencia contra semejante afirmación, la
que juzga dogmática y desprovista de valor científico,
ya que procede de una deficiente observación de los
hechos. Según Sierra, la familia mestiza, a propósito de
la cual comprueba con regocijo que “empieza a remo-
ver las riquezas enterradas en nuestro suelo”, repre-
senta “el factor dinámico de nuestra historia”. Por ese
motivo, está llamada a “reabsorber en su seno los ele-
mentos que la engendraron”, a fin de terminar de cons-
truir la nación. El mestizo es el hombre nuevo en que
el país tiende a proyectar su concepción totalizante del
destino colectivo y a quien confía el estandarte de la
nacionalidad.
La apología más argumentada, cuando no la mejor
apuntalada, sobre el mestizo, se encuentra en Los gran-
des problemas nacionales. Andrés Molina Enríquez (1866-
1940), quien publica este libro en el año de 1909, en
México, intenta demostrar la superioridad del mestizo
frente al indio, pero también frente al criollo. En efec-
to, los criollos pertenecen a una raza, la raza europea,

40
que no ha dejado de luchar con otras razas a todo lo
largo de su historia. Debido a la selección operada por
la competencia interracial, se sitúan en un alto grado de
civilización, lo que se traduce en una gran eficacia
para la acción. En cambio, están mal adaptados al
medio americano, que no es el suyo, de lo que resulta
una escasa capacidad de resistencia. Inversamente, los
indios pertenecen a una raza que ha vivido en el aisla-
miento hasta principiar el siglo XVI, al margen de la
competencia interracial. Poco evolucionados, están no
obstante bien adaptados, de suerte que su capacidad
de resistencia es considerable. Las cualidades comple-
mentarias de las dos razas se trasladan al mestizo, que
hereda la eficacia para la acción del criollo y la resis-
tencia del indio. Según semejante construcción lógica,
la raza mestiza que se forma en América Latina no
puede dejar de ser superior a la nueva raza blanca que,
al mismo tiempo, toma forma en los Estados Unidos.
Esta última está compuesta por elementos raciales dis-
tintos pero emparentados, provenientes en esencia de
Europa y por lo tanto muy evolucionados, pero que
carecen de resistencia debido a que no están adapta-
dos a su tierra de adopción, lo que permite que Mo-
lina Enríquez se lance a esta profecía optimista: “Los
mestizos terminarán por absorber a los indios y com-
pletarán la fusión de los criollos y de los residentes
extranjeros dentro de su propia raza y, por consi-
guiente, la raza mestiza se desarrollará con toda liber-
tad. Una vez que así sea, no sólo resistirá a la inevitable
colisión con la raza americana del norte, sino que sur-
girá victoriosa de ese conflicto”.
Sin embargo, el gran cantor del mestizaje es otro

41
mexicano, José Vasconcelos (1881-1959). En La raza cós-
mica de 1925, e Indología, una interpretación de la cultura
iberoamericana de 1926, este filósofo lírico y visionario
invoca a Mendel contra Darwin y Spencer para afirmar
que los cruces genéticos mejoran a todas las especies,
incluyendo a la humana. El hombre que desea per-
durar en su situación, dice, en realidad declina. De esa
manera, el mestizaje es “la esperanza del mundo” y el
evangelio que América Latina, en donde las razas no
han cesado nunca de cruzarse, ha de predicar a la hu-
manidad. La raza latinoamericana en formación repre-
senta el crisol en el que todas las otras razas están des-
tinadas a fundirse. “El destino ha querido que las razas
que viven en América Latina no se mantengan sepa-
radas, sino que mezclen su sangre. El mestizo de indio
y de blanco y el mulato de blanco y de negro nacidos
de esa mezcla constituyen los gérmenes de un tronco
humano que remplazará a todas las demás razas cono-
cidas hasta hoy.” Como Gobineau, Vasconcelos piensa
que las razas tienden a fusionarse. Pero mientras que
para Gobineau la fusión racial conduce a la especie
humana a su pérdida, para Vasconcelos deberá llevar a
la humanidad hacia su plenitud. La quinta y última
raza, la “raza cósmica, fruto de todas las razas anterio-
res y superación de todo el pasado”, creará una civiliza-
ción universal cuyo centro estará localizado en los tró-
picos americanos. Su llegada señalará el paso al estadio
supremo de la historia, al estadio espiritual o estético,
en el que todos los hombres comulgarán en la contem-
plación de la belleza.
Sin embargo, una dificultad subsiste. Si la raza na-
cional resulta del cruce entre criollos e indios, algunos

412
rasgos físicos de estos últimosdeberían reaparecer,
más o menos atenuados, en su nuevo fenotipo. Ahora
bien, en una época en que la raza blanca encarna el
progreso y en países que tienen como modelo a Euro-
pa, semejante perspectiva es inaceptable. De esa ma-
nera, aparece una contradicción entre la necesidad
reconocida del mestizaje y la intención manifiesta de
crear a través de él una nación blanca. Esta contradic-
ción no escapa a Pimentel, quien la formula y la
resuelve de un solo impulso: “Pero la mezcla de indios
y de blancos, dirán algunos, ¿no produce acaso una
raza bastarda, una raza mixta? La raza mixta, respon-
demos nosotros, será una raza de transición; al cabo
de un breve tiempo, todo el mundo será blanco”. En
otros términos, los caracteres somáticos de los indios
tendrían que ser recesivos, mientras que los caracteres
somáticos de los criollos serían dominantes. En el es-
pacio de unas cuantas generaciones, el mestizaje habrá
de borrar los primeros y de difundir los segundos en
toda la población. Vicente Riva Palacio (1832-1896) se
propone fundar científicamente “la ley de la prepon-
derancia del blanco en la transmisión de los carac-
teres”. Según él, el indio, a diferencia del criollo, no
posee caninos; en su lugar, tiene premolares. Pero el
mestizo, por su parte, no deja de tener caninos. Del
mismo modo, el mestizo presenta siempre una cierta
vellosidad, mientras que el indio está desprovisto de
todo vello corporal. Riva Palacio calcula entre uno o
dos siglos el tiempo que le hará falta a México para
purgarse de su fondo biológico indio y “blanquearse”
completamente. Al término de este periodo de transi-
ción todos los mexicanos serán de raza europea, sin

43
que su ascendencia indígena se revele de otro modo que
a través de algún pequeño detalle que los distinguirá
como nación entre las demás naciones blancas, de la
misma manera que los italianos se distinguen de los
españoles y de los alemanes.
Si bien el indigenismo racista domina todo el pen-
samiento nacionalista en México hasta la revolución
de 1910, no ocurre lo mismo en varios países de Amé-
rica del Sur, en donde prevalecerá durante mucho
tiempo un darwinismo criollizado. Argentina, en donde
la población indígena es muy minoritaria, puede recha-
zar el mestizaje sin comprometer sus oportunidades de
convertirse en una nación dentro de la perspectiva que
le trazaron Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino
Sarmiento, sus “padres fundadores”. Pero semejante
rechazo condena a otros países, en los que la presencia
está más afirmada, a renunciar a todo porvenir nacio-
nal y a quedarse por eso mismo al margen del progre-
so. De ahí el pesimismo desesperado de toda una serie
de ensayos, con nombres generalmente reveladores,
surgidos a la luz apenas llegado el siglo xx, como El
continente enfermo del venezolano César Zumeta, o
Pueblo enfermo del boliviano Alcides Arguedas. Fuera
del mestizaje, no hay salvación.

EL CULTURALISMO

La fascinación que Europa ejercía en América Latina


toca a su fin con la primera Guerra Mundial. El mode-
lo que los europeos habían propuesto o impuesto al
resto del mundo durante el siglo XIX pierde su valor

44
ejemplar. Por lo demás, ellos mismos reconocen que
Occidente declina y que su civilización es mortal, como
lo escribe Spengler en libros que tienen una amplia
difusión del otro lado del Atlántico. En México, Manuel
Gamio (1883-1960), en Forjando patria (1916), confirma
el fracaso en el que desemboca la imitación servil de lo
extranjero. Todos los esfuerzos desplegados por los
países de América Latina para hacerse semejantes a
Europa los han convertido en caricaturas de nación.
La crítica a ese mimetismo estéril es tan fructífera, que
la revolución a la que se lanzó México parece abrir una
vía auténticamente latinoamericana hacia lo que aún
entonces se conoce como progreso, y que muy pronto
será designado con el nombre de modernidad. En sín-
tesis, a partir de la primera década de este siglo, América
Latina tiende a replegarse en sí misma para buscar en
su seno la identidad que verdaderamente le pertenece.
Se produce un retorno al pasado indígena, que se
redescubre y recobra. La arqueología, que empieza a
constituirse como disciplina científica, hace retroceder
los límites temporales de ese pasado. Las ruinas explo-
radas por Gamio, en Teotihuacán, durante la revolu-
ción mexicana; por Alfonso Caso (1898-1970) en Monte
Albán, en los años treinta; por el peruano Julio César
Tello (1880-1947) en Chavín, hacia la misma época,
en los Andes, son reconstruidas —más que restau-
radas— por el Estado, que las integra al patrimonio
nacional e invita al pueblo a contemplarse en el espejo
de su grandeza. Los resultados de las búsquedas de las
que son objeto circulan más allá de las aulas académi-
cas, adquiriendo una significación política y cargándose
de un contenido ideológico.

45
Sin embargo, ese pasado que se había mantenido a
distancia nunca fue totalmente olvidado. En 1880, Ma-
nuel Orozco y Berra había hecho aparecer incluso una
documentada Historia antigua y de la conquista de México.
El libro desglosaba minuciosamente la antigua cultura
mexicana en sus elementos constitutivos, que eran
clasificados según categorías universales explicadas en
función de leyes universales que rigen la evolución de
todas las sociedades humanas. Los aztecas eran una
muestra suplementaria de pueblo semibárbaro que
ofrecía todos los caracteres típicos de los pueblos situa-
dos en el mismo nivel de evolución. La disección a la
que se les sometía los mostraba también como un pue-
blo muerto cuyos restos no podían ser reivindicados
por la posteridad.
Muy distinta es la perspectiva que adopta Gamio en
La población del valle de Teotihuacán (1922). En princi-
pio, Gamio no intenta situar a los antiguos mexicanos
en una escala evolutiva de la humanidad con la inten-
ción de compararlos con otros pueblos. Adepto del
“particularismo histórico” que le fue enseñado por el
antropólogo Franz Boas en la Universidad Columbia
de Nueva York, se aplica por el contrario a señalar lo
que es específico de su cultura, y la hace propiamente
incomparable. Después, demuestra que esta cultura es
muy anterior a los aztecas, quienes son sus tardíos
herederos. Posee una muy larga historia cuyos humil-
des orígenes se remontan a la época lítica y cuyos hitos
fundamentales fueron la invención de la agricultura,
la aparición de las ciudades y la formación del Estado.
Por último, Gamio observa que semejante tradición
cultural, tan hondamente arraigada en la profundi-

46
dad del tiempo, sobrevivió a la conquista europea, se
mantiene clandestinamente durante toda la domina-
ción española y aún en la actualidad permanece viva
entre la población india. Las ideas religiosas de los in-
dios —senñala como ejemplo de esta singular continui-
dad— son las mismas que las de sus antepasados pre-
colombinos, aunque embozadas bajo la apariencia del
catolicismo.
De esa manera, la historia de América Latina no
empieza con la llegada de los europeos, ni tampoco
con el advenimiento de los aztecas y de los incas, sino
siglos y milenios atrás. El indio es el artesano oscuro
que teje su trama. Al volver a atar los hilos que los
acontecimientos rompen una y otra vez, le propor-
ciona una notable unidad. Criollos y mestizos están
obligados a identificarse con la obra histórica del in-
dio, una vez que la hayan aceptado plenamente. En
efecto, la cultura indígena, que se consideraba extran-
jera, aparece como el único elemento particular de los
países latinoamericanos y que los distingue del extran-
jero. El peruano Víctor Raúl Haya de la Torre (1895-
1979) propone por otra parte, con no poco éxito en su
momento, sustituir con el nombre de Indoamérica la
apelación de Iberoamérica o Latinoamérica para desig-
nar a toda la región.
El indio es la cara que América Latina siempre re-
pudió u ocultó de sí misma, o que en todo caso devaluó.
Sin embargo, él representa “la carne de nuestra carne,
los huesos de nuestros huesos”, como dice Moisés
Sáenz (1888-1941). Al aceptar reconocerse en él y al
incorporarlo como parte esencial de sí mismos, los lati-
noamericanos accederán a la nacionalidad. Incorporar

47
al indio no significa europeizarlo. En su búsqueda de
un México íntegro (1939), Sáenz declara que, si bien hay
que incorporar al indio a la familia mexicana, es igual-
mente necesario incorporar a México a la familia indí-
gena. Pero tampoco se trata de indianizar a los no in-
dios. Sáenz es claro: “Yo no pertenezco al grupo de los
sentimentales que quieren conservar al indio como
indio; no comparto la ilusión romántica y pueril de
aquellos que tratan de indianizar a México; como tam-
poco quiero conservarlo en un pintoresquismo para
turistas”. Lo que él quiere es combinar la tradición
india con la tradición europea, de tal modo que se
produzca una cultura enteramente nueva y poderosa-
mente original que acabe por ser la cultura nacional.
“Al elaborar una cultura fiel a la vena indígena y en-
riquecida por las aportaciones occidentales, podremos
realizar el milagro de engendrar en esta nuestra tierra
un modelo de civilización indolatina” que Gamio, por
su parte, sospecha que “maravillará al mundo por sus
grandes valores”.
En comparación con el indigenismo racista del
siglo XIX, el enfoque del problema indio y de la cues-
tión nacional cambia de eje. El indio es aprehendido
en función de un nuevo paradigma según el cual las
divisiones significantes de la humanidad no son de na-
turaleza racial sino de carácter cultural. Ya en 1904, José
López Portillo y Rojas, al final de un estudio por lo
demás muy spenceriano de La raza indígena, llegó a la
conclusión de que el individuo pertenece a la raza cuya
civilización comparte. Gamio muestra que el criterio de
la raza distingue mal a la indianidad, al evocar el caso de
esos blancos de sangre aparentemente pura que viven

48
como los indios cuya lengua incluso hablan. Sáenz
hace notar igualmente la incongruencia de ese crite-
rio, al señalar que el indígena que cambia de condi-
ción social e intelectual y que emigra a la ciudad no se
considera ya indio y deja de ser considerado como tal.
Esto llevará a Caso a formular una definición fenome-
nológica de la indianidad sobre la base de la cultura
tal y como ésta se ofrece a los ojos de los demás y tal y
como se la vive desde el interior: “Es indio todo aquél
que sienta pertenecer a una comunidad indígena, es
decir, a una comunidad en la que predominan los ras-
gos somáticos no europeos, que hable de preferencia
una lengua indígena, cuya cultura material y espiritual
incluya una proporción considerable de elementos
indígenas y, por último, que posea el sentimiento so-
cial de constituir una colectividad aislada entre las
demás colectividades a su alrededor y de saberse dis-
tinta de las aglomeraciones de blancos y mestizos”.
El mestizaje todavía es considerado como la so-
lución de la cuestión nacional, pero su concepción se
modifica. Aun cuando Gamio sigue situando durante
mucho tiempo la fusión racial entre las condiciones
que es necesario satisfacer para edificar la nación, el
término de mestizaje no se refiere ya a la amalgama de
las razas sino a la mezcla de las culturas. Al perder su
sentido inicial de miscibilidad, adquiere el de acultu-
ración. Concepto clave que Gonzalo Aguirre Beltrán
(nacido en 1908) explicitará en El proceso de acultura-
ción (1957), la aculturación se define como el proceso
mediante el cual la cultura india y la cultura occiden-
tal, que por principio se plantean como complemen-
tarias, deben interpenetrarse, intercambiar entre ellas

49
préstamos, y reducir poco a poco sus diferencias, hasta
el momento en que formen una sola y misma cultura.
A estas dos culturas se les tiene por iguales, al no atrli-
buirse ninguna superioridad de una frente a la otra.
Sin embargo, los indigenistas están de acuerdo en reco-
nocer que la cultura india sufre de graves carencias de
orden científico y técnico, causantes de la pobreza de la
población indígena así como de la precariedad de su
existencia. Caso escribe en Indigenismo (1958) que la
aculturación tiene precisamente como objetivo el de
“cambiar los aspectos arcaicos, deficientes y, en nume-
rosos casos, nocivos de esta cultura, en aspectos más
útiles para la vida del individuo y de la colectividad”,
especialmente en el terreno de la economía y de la
salud.
Pero la aculturación no debe funcionar en un solo
sentido. La transferencia de técnicas occidentales que
realiza en provecho de los indios, supuestamente debe
ir acompañada de una transferencia inversa, la de la
cultura indígena hacia la cultura de los criollos y los
mestizos. Los indigenistas retienen los elementos cul-
turales indios que estiman positivos y dignos de ser
difundidos por todo el cuerpo social: el sentido de la
organización colectiva, la manera de percibir y de sen-
tir, la manera de estar en el mundo que se expresa por
medio de una producción artística cuyas cualidades
son unánimemente celebradas. Al mismo tiempo en
que Europa se entusiasma por el arte negro, América
Latina descubre el valor estético del arte indio que el
indigenismo señala como la única fuente posible de
un arte auténticamente nacional.
En el proceso de aculturación, la educación está

50
destinada a desempeñar una función capital. Al reco-
nocérsele al indio aptitudes intelectuales idénticas a
las del blanco, los indigenistas racistas admitían de en-
trada que se le podía educar. Pero algunos, como Pi-
mentel, pensaban que la educación no destruiría for-
zosamente el muro de incomprensión y de odio que
separa a las dos razas, y temían que al poner al indio
en igualdad respecto del blanco, dicha educación no
desembocara en la posibilidad de que la raza conquis-
tada se vengara de los innumerables ultrajes que sus
conquistadores le infligieron durante tantos siglos.
Otros no la preconizaban más que para acercar social-
mente a los indios con los blancos a fin de favorecer los
intercambios matrimoniales y contribuir indirecta-
mente a la amalgama biológica. En cambio, el cultura-
lismo hace de ella el instrumento esencial del mestizaje
cultural. Liberado de toda determinación racial, el in-
dio puede ser formado y transformado íntegramente
por la educación, a la que los culturalistas atribuyen
un poder soberano.
Aun cuando el pensamiento culturalista esté íntima-
mente ligado a la Revolución mexicana, la que lo hará
proyectarse en toda América Latina, la ruptura con
el siglo XIX no es total. El indigenismo culturalista pro-
longa la tradición del positivismo latinoamericano
debido tanto a su pretensión de cientificidad como a su
afán de hacer desembocar la reflexión intelectual en
la acción política y social. En efecto, aquél se construye
a partir de un análisis de la realidad india y nacional
que se quiere científica. Se alimenta de las aportacio-
nes de la antropología, estudiada por la generalidad
de los indigenistas en los Estados Unidos y que se

51
desarrolla localmente tras el ejemplo de las búsquedas
exitosas de algunos universitarios norteamericanos,
como Robert Redfield. Para finalizar; ejerce una in-
fluencia determinante en la concepción, la formula-
ción y la ejecución de la política que las instancias
gubernamentales, las instituciones panamericanas y el
sistema de las Naciones Unidas habrían de aplicar a las
poblaciones indias en la totalidad de la región hasta la
década de los setenta.

EL MARXISMO

Si Marx es conocido en América Latina desde el siglo


xIx, el marxismo latinoamericano no adquiere real-
mente fuerza sino a partir de la Revolución rusa de
1917, y bajo su influencia. Antes de esta fecha, la impug-
nación radical del orden social se funde en las doctri-
nas del socialismo llamado “utópico”, y luego adopta
de preferencia la ideología anarcosindicalista. Así, so-
cialistas “utópicos” y anarcosindicalistas tienden ge-
neralmente a considerar al indio como el componente
indiferenciado de un “pueblo” o de un “proletariado”
uniformemente oprimido, sin reconocer nunca un
carácter particular a su situación.
Sin embargo, un libertario, Manuel González Prada
(1848-1918), fue quien puso los cimientos sobre los
que el indigenismo marxista habría de edificarse más
tarde. Al meditar acerca de la humillante derrota que
los peruanos sufrieron durante la guerra con Chile,
González Prada descubre la causa de la misma en la
ausencia de todo sentimiento patriótico entre los in-

52
dios. La servidumbre en la que los mantienen los gran-
des terratenientes y que contribuye a apartarlos del
resto de la población, impide que las masas indígenas,
reducidas a la condición de parias, accedan a ese sen-
timiento de pertenecer a una patria. Tal servidumbre
hace que Perú no sea más que un “territorio habitado”.
Para que se convierta en una nación, es necesario que
el indio se emancipe y que sea destruido el poder terri-
torial al que está sujeto. Así pues, el problema indio no
es un problema racial. Tampoco es un problema cultu-
ral que encuentre su posible solución en la educación.
Es un problema esencialmente económico y social. Tal
es la conclusión a la que, en 1904, desemboca la larga
meditación de González Prada acerca de la cuestión
nacional.
José Carlos Mariátegui (1894-1930) parte del lugar
al que su compatriota llegó. En sus Siete ensayos de inter-
pretación de la realidad peruana (1928), también él sos-
tiene que “el problema indígena procede de nuestra
economía. Se origina en el régimen de la propiedad
de la tierra. Toda tentativa por resolverlo mediante me-
didas administrativas o policiales, mediante métodos
de enseñanza o a través de la construcción de caminos,
seguirá siendo un trabajo infructuoso o accesorio, en
tanto subsista la feudalidad de los grandes propieta-
rios”. La propiedad subproductiva, cuya continua
expansión desde la era colonial estudia Mariátegui, es
un factor de estancamiento. La explotación a la que
somete al indio lo empobrece y deprime, empobre-
ciendo y deprimiendo al mismo tiempo a la nación. La
opresión que hace pesar sobre él lo disminuye como
hombre y lo devalúa como trabajador. Cuando el indio

53
ejerza libremente su actividad, sólo entonces podrá
adquirir la calidad de productor y de consumidor que
la economía moderna exige de todos. En resumen,
mientras no se le desligue de estas “feudales” relacio-
nes sociales de producción, no será útil al progreso, y
Perú seguirá siendo una “nación en formación”.
La línea de fractura con el indigenismo culturalista
es franca. Según los culturalistas, los indios forman co-
lectividades aisladas que viven al margen de los centros
de la vida moderna, con los que sería conveniente
ponerlos en comunicación para que, a su vez, se moder-
nizaran. Los culturalistas no ignoran el aspecto econó-
mico del problema indio, pero piensan tratarlo me-
diante la difusión de nuevas y más eficaces técnicas y
mediante la integración al mercado. Tampoco ignoran
las relaciones de dominación y de dependencia que
unen a los indígenas con los criollos y los mestizos. Sin
embargo, Aguirre Beltrán, quien intenta tardíamente
hacer su descripción en Regiones de refugio (1967), los ve
como vestigios locales de un pasado colonial que desa-
parece y no les atribuye mayor importancia. Para los
marxistas, en cambio, esas relaciones caracterizan en
última instancia una formación social que es segura-
mente arcaica, pero cuya desaparición nada hace su-
poner. Por otra parte, Mariátegui muestra cómo los
grandes terratenientes se apoyan en el capital extran-
Jero para consolidar y perennizar su poder. Esta alianza
entre el feudalismo y el imperialismo, que le permite
calificar a América Latina de “semifeudal” y de “se-
micolonial”, se opone al surgimiento de una burguesía
y bloquea el desarrollo de un capitalismo nacional.
Por esto es imposible la transición al socialismo por la

54
vía democrática burguesa. El socialismo resultará nece-
sariamente de una ruptura revolucionaria. Y tal rup-
tura será efectuada por el indio, sustituto funcional del
proletariado.
Los incas ejercen en el indigenismo marxista una
fascinación fácilmente comprensible. La visión de la
antigua civilización de los Andes, heredada de Garci-
laso de la Vega, se presta a una interpretación que
muestra a los indios como a los fundadores del comu-
nismo perfecto. En Lajusticia del Inca (1926), el boli-
viano Tristán Marof (seudónimo de Gustavo Navarro,
1898-1979) destaca que ellos “formaban un pueblo
que nadaba en la abundancia. Sus leyes eran rígidas,
severas, pero justas. La economía estaba maraviilosa-
mente prevista y regulada. Los años buenos permitían
atravesar los malos. La cosecha se repartía escrupulosa-
mente y el Estado administraba un sistema armonioso
[...] Todo mundo comía como era debido y cada cual
era feliz. Se desconocía el crimen y la sombra tutelar
del honor flotaba sobre todo el imperio. Sólo había un
delito: la pereza”. Mariátegui comparte ampliamente
esta interpretación idílica, pero, no obstante, habrá de
utilizar términos más sobrios para ofrecer su propia
versión. Por una parte, esta interpretación hace de
América Latina, y más exactamente de los Andes, el
lugar de aparición de la organización comunista primi
tiva más avanzada conocida hasta entonces en el mundo,
como dice Mariátegui. Por otra parte, postula una íra-
dición latinoamericana de comunismo con modalida-
des y orientaciones particulares, como lo sostiene Marotf.
Así, responde indirectamente a la acusación, a menudo
hecha a los marxistas latinoamericanos, de propagar

55
una ideología exótica incompatible con la idiosincra-
sia de la región.
El porvenir no se encuentra desde luego en el regreso
al pasado. Pero, si bien el comunismo primitivo no
tiene nada que ver con el socialismo “científico”, puede
conducir a él. Más aún cuando ha sobrevivido a todas
las vicisitudes de la historia para venir a refugiarse en
el seno de la comunidad indígena en la que aún hoy día
manifiesta una singular vitalidad. En Nuestra comunidad
indigena (1924) que influiría de manera importante en
Mariátegui, y luego en Del ayllu al cooperativismo socia-
lista (1936), el peruano Hildebrando Castro Pozo
(1890-1945) analiza el funcionamiento de la institución
comunitaria en la que se perpetúa el ayllu precolombi-
no. Ni la agresión constante de las haciendas ni la le-
gislación agraria liberal pudieron acabar con esta uni-
dad social que pone en ejecución, dentro de las tierras
de propiedad colectiva, formas de organización de la
producción basadas en la emulación y la cooperación.
La persistencia de la comunidad da prueba de la ten-
dencia natural del indio al comunismo. Manifiesta
igualmente la gran adaptabilidad de la institución. La
comunidad no sólo es capaz de resistir, sino también
de evolucionar y, por consiguiente, de modernizarse.
Castro Pozo cita como ejempio el caso de Muquiyauyo,
comunidad que se transformó espontáneamente en
cooperativa de producción, de consumo y de crédito.
El caso de Muquiyauyo puede generalizarse. Sólo hay
que transferir la antigua tradición indígena del comu-
nismo agrario a un marco institucional moderno de
carácter cooperativo, y dar un nuevo contenido ideo-
lógico a la conciencia de las masas indígenas. El coo-

56
perativismo, es decir, “el ayllu rejuvenecido por el es-
píritu de Marx”, implantará un socialismo con los colo-
res de América Latina.
Todas estas ideas parecen muy poco ortodoxas a la
Tercera Internacional, la que trata de tomar las riendas
de los partidos comunistas de la región hacia finales de
los años veinte. En la Conferencia Comunista Latino-
americana que se lleva a cabo en Buenos Aires en 1929
y que examina particularmente si la lucha antiimpe-
rialista debe incluir la lucha de los indios en favor de
sus nacionalidades aprimidas, los representantes del
Komintern afirman que la revolución habrá de modifi-
car forzosamente las fronteras de los diferentes países,
a fin de permitir el nacimiento de repúblicas indias.
Sus interlocutores, nacionalistas en el más alto grado y
que, en primer lugar y antes que nada, ven en el socialis-
mo el medio más rápido y seguro de construir la na-
ción, no pueden aceptar semejante tesis. Algunos es-
grimen que, según la definición que de ella da Stalin,
la nacionalidad no sólo es un grupo humano poseedor
de un territorio, de una historia, de una lengua y de
una cultura, sino que es también un mercado. De esa
manera, como los indios no constituyen mercados
internos, no podrían ser reconocidos en tanto que na-
cionalidades. Mariátegui declara que sólo forinan una
clase explotada. El reconocimiento de nacionalidades
indias, dice, retomando la tesis defendida antaño por
Radek y Luxemburgo desembocaría en la creación de
Estados burgueses y tendría como única consecuencia
la de retrasar la revolución. Si bien el Komintern logra
hacer que la emancipación de las nacionalidades in-
dias se inscriba por un tiempo en el programa oficial de

57
los partidos comunistas latinoamericanos, no conseguirá
en cambio alinear a los voceros del indigenismo mar-
xista en su propia posición. TS
El mexicano Vicente Lombardo Toledano (1894-
1968) se siente, empero, fuertemente impresionado
por el método que la Unión Soviética emplea para
resolver el problema de sus nacionalidades, al que cali-
fica de “genial” en Un viaje al mundo del porvenir (1936).
Pero, aun si se inspira en este método, se.niega —es
cierto que después de algunas vacilaciones— a definir
a México como Estado multinacional. Los únicos in-
dios que, a sus ojos, podrían representar una naciona-
lidad son los mayas de Yucatán, aunque observa que el
regionalismo yucateco no es tanto el reflejo de una
reivindicación nacional indígena como la expresión
de los intereses de una oligarquía criolla. Según él, lo
que permitiría a los indios ejercer el poder ahí donde
son numéricamente mayoritarios, sería una reforma
administrativa que hiciera coincidir los límites de las
colectividades territoriales con las de los grupos étni-
cos. El aprendizaje del español, cuya generalización
estima indispensable, debería efectuarse en las lenguas
vernáculas, para las que se establecería un sistema de
transcripción. Por otra parte, la castellanización no le
parece incompatible con una revaluación de las culturas
indígenas, lo que devolvería al indio toda su dignidad
y su orgullo. Sin embargo, confía en que la verdadera
solución del problema indio provenga de la industria-
lización proletarizante. Al guardar sus distancias de la
tendencia ruralista que domina al indigenismo, Lom-
bardo Toledano preconiza la implantación de grandes
centros industriales dentro del ámbito indígena, que

58
explotarían y transformarían los recursos locales,
como sucede en el Cáucaso sovietizado. Dichos cen-
tros arrancarían a los indios del campo, proletarizándo-
los, y los despertarían a la conciencia revolucionaria.
En América del Sur el indigenismo marxista com-
bate frontalmente al culturalismo, mientras que en Mé-
xico la Revolución, y la reforma agraria que acarrea, lo
limitan a hacer una crítica generalmente tímida del
mismo. El pensamiento de Mariátegui es emblemático
del primero, como el de Gamio lo es respecto del indi-
genismo culturalista. Sin embargo, tal pensamiento no
se proyectará realmente fuera del Perú sino a partir de
los años sesenta, una vez que se pongan en evidencia
las convergencias que ofrece con la doctrina maoísta.

EL TELURISMO

Se designa con el nombre de telurismo a una corriente


difusa del indigenismo que atribuye la formación de la
nación a la acción de fuerzas de la naturaleza y que
hace del indio, producto original de esas fuerzas a las
que está sometido, el más auténtico representante de
la nacionalidad. Esta corriente se origina en los países
andinos, para después propagarse en América del Sur
y llegar incluso a México, en donde Alfonso Reyes
escribirá que el entorno del Anáhuac hace que los me-
xicanos de la actualidad se sientan más cerca de los
aztecas que de ningún otro pueblo contemporáneo. El
ensayo de pretensión literaria o filosófica más que
científica, constituye el vehículo privilegiado de los te-
mas que el indigenismo telurista cruza entre sí y a pro-

16)
pósito de los cuales entreteje diversas variaciones. Uno
de esos temas, tal vez el que ocupa la posición central, es
que el mestizaje biológico o cultural es inútil, si no hasta
pernicioso, y que, por el contrario, es necesario des-
pertar en el criollo y en el mestizo el espíritu del indio
que el genio de la tierra americana les ha insuflado.
Según el boliviano Franz Tamayo (1879-1956), el
hombre, al igual que el árbol, depende del entorno en
el cual vive. No sólo son los animales, los vegetales y los
minerales que utiliza, el aire que respira, el agua que
bebe o el sol con el que se calienta lo que lo liga al me-
dio. Es la energía que brota de la tierra, que la tierra le
transmite y que él transforma en voluntad. La tierra
ejerce un poder tal, que unifica las etnias y las razas que
la ocupan conjuntamente. Ella les da rasgos comunes,
una voluntad única; en una palabra: un carácter na-
cional. Por eso, aquellos que pretenden que Bolivia no
se convertirá nunca en una nación porque dentro de sus
fronteras cohabitan blancos, mestizos e indígenas, están
equivocados. La nación boliviana existe ya en el indio,
que es el depositario de su energía. Se realizará plena-
mente cuando blancos y mestizos, vueltos receptivos al
influjo de los Andes, hayan interiorizado los valores que
el entorno andino ha inculcado a las masas indígenas.
En Creación de una pedagogía nacional (1910), Tamayo
pide con este fin que se suprima el sistema de educación
importado de Europa, empeñado en occidentalizar a los
indios, en provecho de otro sistema educativo que se
aplicaría a la “andinización” de los no indios.
Otro boliviano, Jaime Mendoza (1874-1939), en El
macizo boliviano (1935), y el argentino Ricardo Rojas
(1882-1957) en una serie de libros por lo demás incon-

60
clusos, inaugurada por Blasón de plata (1910), reconocen
el mismo poder al genius loci. Rojas se propone disipar
la ilusión, cara a sus compatriotas, de que la Argentina
es un país neoeuropeo. Las “fuerzas eternas de la natu-
raleza” que modelan la psicología de los pueblos, dice,
producen en los inmigrantes españoles, italianos o ale-
manes un efecto nacionalizante. Si el indio fue física-
mente exterminado, regresó a la tierra que lo formó
para renacer en el alma de los nuevos llegados. “Su
forma se desvaneció para siempre, pero el espíritu que
lo animaba perdura en la emoción de los paisajes, flota
sobre las montañas y las llanuras que antes habitara,
arde en el amor patriótico que inflama nuestros cora-
zones y se hace todavía más noble en los ideales de
fraternidad que nosotros ponemos en práctica.” El te-
rritorio establece un lazo de parentesco espiritual entre
todos los que lo habitan y entre todas las generaciones
que ahí se suceden. Crea una emoción, es decir, un sen-
timiento compartido, que representa el verdadero fun-
damento de la nacionalidad. Es en esta “emoción terri-
torial”, anteriormente experimentada por los indios
como primeros ocupantes de la Argentina, donde se
descubre la “argentinidad”.
En Perú, Luis Valcárcel (1893-1987) en Tempestad en
los Andes (1927) y José Uriel García (1889-1965) en El
nuevo indio (1930), cada uno a su manera, ven en la cor-
dillera andina la espina dorsal de la nación. El primero
sueña con una purificación étnica de la costa criolla a
través de las masas indias poseedoras de la fuerza te-
lúrica de los Andes. En un estilo menos brillante, el
segundo sólo preconiza la andinización espiritual del
litoral a fin de provocar el nacimiento de la “peruani-

61
dad”. La revista La Sierra, fundada en Lima por provin-
cianos, confronta a estas dos regiones antagónicas. Los
Andes representan supuestamente el lado masculino,
viril y perenne de Perú; el litoral, su aspecto femenino,
frívolo y exótico. Mientras que Lima se abre a todas las
penetraciones extranjeras, la sierra india permanece
cerrada en la tradición nacional de la que es su celosa
guardiana. En esta exaltación de lo andino, hay sin
duda tanto de nostalgia por la provincia que se ha
abandonado, como desconcierto frente a la moderni-
zación de la región costera que parece efectuarse a
expensas del interior del país. :
La idea central del telurismo, según la cual las for-
maciones nacionales son el producto de su entorno
físico, coincide con la noción spengleriana de “alma
del paisaje”, de la que probablemente se deriva. Pero
las relaciones que los teluristas mantienen con el pen-
samiento alemán no se limitan a este préstamo. Du-
rante un viaje a Bolivia, el filósofo germanobáltico
Hermann von Keyserling se dejó seducir por el pen-
samiento de Tamayo, que desarrollará después en sus
Súdamerikanische Meditationen (1932) [Meditaciones su-
damericanas]. Desde la cima de los Andes, América se le
aparece como “el continente del tercer día de la Crea-
ción”, día en que, según el Génesis, la vida empezó a
desprenderse de la mineralidad. “El hombre es ahí
tierra, y fuerza pura de la tierra.” La indolencia y la
inercia de los indios, su insensibilidad, su natural desa-
tención a la historia, su sorda melancolía que no llega
a la simple noción de esperanza, escribe, todo ello es
verdaderamente inorgánico. El indio, en suma, cariátide
aún integrada a la roca, sería absolutamente hombre

62
telúrico. Por esa razón, encarna el polo opuesto al del
hombre penetrado y condicionado por el Espíritu. Re-
presenta la inmutabilidad. El libro de Keyserling tuvo
tal éxito en América del Sur que contribuyó conside-
rablemente a afirmar y a divulgar en ella las ideas
teluristas de las que se alimentó.

63
TIL LAS LETRAS YLAS ARTES
INDIGENISTAS

DEspDE el siglo XIX, la preocupación de crear una litera-


tura y un arte nacionales se manifiesta dentro de ciertos
medios intelectuales latinoamericanos o en los círculos
de algunas personalidades como Manuel Ignacio Alta-
mirano. No se trata aún de romper con la estética cuyos
cánones han sido establecidos soberanamente por Euro-
pa, sino de tratar temas extraídos de la realidad histó-
rica, geográfica o social de América Latina y que sean
capaces de suscitar el interés del público por su propio
país. Tal es la intención con la que el brasileño José de
Alencar pone en escena al indio en varias de sus novelas,
así como el uruguayo Alejandro Magarinos Cervantes
en Caramarú, o el ecuatoriano Juan León Mera en Cu-
manda, libro influenciado de manera demasiado visible
por Chateaubriand y en el que, sin duda, sólo los nom-
bres de los personajes son auténticamente indígenas.
En pintura, los mexicanos José María Obregón y Ro-
drigo Gutiérrez evocan, respectivamente, La invención
del pulque y El senado de Tlaxcala en un estilo académico
un tanto ramplón que subraya la intención patriótica
de estas obras inspiradas en el pasado precortesiano. En
el terreno musical, el peruano José María Valle Riestra
convierte el drama quechua Ollantay, en una ópera ver-
diana en cuya partitura intercala artificialmente algu-
nos fragmentos pentatónicos de origen indígena.

64
La emancipación frente a las convenciones literarias y
las formas artísticas europeas vendrá más tarde. Será
obra del movimiento indigenista.

LA LITERATURA

Se está de acuerdo en ver en Aves sin nido, publicado


en 1889 por la peruana Clorinda Matto de Turner
(seudónimo de Grimanesa Martina Torres Usandivaras,
1852-1909), la primera manifestación del indigenismo
literario. En efecto, el verdadero tema de esta novela
no es la historia melodramática de dos niños abando-
nados por una pareja de indios tras ser asesinada por
pequeños notables locales, ni el relato del tierno y des-
dichado idilio que liga a una de las huérfanas con un
estudiante mestizo. Es el choque que se produce entre
el pueblo andino de Killac, con su gobernador, su cura,
sus comerciantes y sus campesinos indígenas, y un in-
geniero llegado de Lima en compañía de su esposa con
el propósito de hacer fructificar un yacimiento meta-
lífero. La autora, por boca de sus protagonistas limeños
—quienes representan al progreso y que con estupor e
indignación descubren un sistema de explotación tan
arcaico como despiadado cuya existencia ni siquiera
sospechaban—, denuncia con vehemencia las humilla-
ciones, rapiñas y sevicias de todo tipo de que son vícti-
mas inocentes los indios del interior.
Lo que caracteriza a la literatura indigenista es la
intención social que contiene y que se afirma ya de
manera muy notable en Aves sin nido. Al tomar resuel-
tamente el partido de los indios, esta literatura com-

65
prometida se entrega a la crítica de la sociedad que los
oprime y los explota. Pretende ser históricamente ver-
dadera, sociológicamente exacta, moralmente edificante
y políticamente eficaz, con una preocupación por la
eficacia que en algunos autores priva sobre cualquier
otra. Su género de predilección es la novela, apartada
por el indigenismo de la corriente romántica y conver-
tida a un realismo que en ocasiones resbala hacia el
naturalismo. Sin embargo, la influencia del romanti-
cismo irá desdibujándose lentamente. Los suntuosos
cuadros que el boliviano Alcides Arguedas (1879-1946)
bosqueja con una naturaleza majestuosa y bella aun-
que insensible al destino humano en Raza de bronce
(1919) todavía lo revelan, y las descripciones que el
peruano Ciro Alegría (1909-1967) dedica a los paisajes
en El mundo es ancho y ajeno (1941) llevan su tardía
huella.
El indigenismo libera con mayor dificultad a la no-
vela latinoamericana del costumbrismo español cuya tra-
dición hace evolucionar hacia un folklorismo etnolo-
gizante. Los novelistas del indigenismo encuentran
generalmente satisfacción en la narración de leyendas
indígenas, en el relato de hábitos ancestrales, en la
descripción de ritos extraños que incorporan a su obra.
En Nayar (1940), el mexicano Miguel Angel Menéndez
(1905-1982) realiza una exploración casi sistemática,
aunque eminentemente superficial, de la cultura de
los coras, mediante dos bandidos con honor que buscan
refugio en la sierra de Nayarit y que experimentan como
observadores participantes el ritmo de la vida colectiva
de los habitantes de la región. El objetivo consiste quizá
menos en cautivar al lector por medio de una sucesión

66
de evocaciones pintorescas en que la trama de la novela
acaba disolviéndose, que de convencerlo del íntimo
conocimiento del ambiente indígena por parte del autor
y que, en consecuencia, está perfectamente capacitado
para hablar en nombre de los indios, a fin de que aquél
admita con mayor convicción la legitimidad de su críti-
ca social.
Con Huasipungo (1934), del ecuatoriano Jorge Icaza
(1906-1978), la novela indigenista desemboca en el
más crudo naturalismo. No hay un solo rasgo de pinto-
resquismo, ningún estremecimiento de emoción en
esta obra que revela, mediante un lenguaje narrativo
sometido a alteraciones violentas y cuyo desencadena-
miento torrencial desarticula la sintaxis, el universo
deshumanizante de la gran hacienda en que el indio,
escarnecido, engañado, esquilmado, se ve reducido a
una existencia puramente zoológica. En este universo
de miserias materiales y morales, de sórdida pobreza, de
enfermedades purulentas y de hambruna, que destruye
hasta el más elemental lazo social, toda solidaridad
está ausente y cada quien lucha individualmente por
sobrevivir. Los siervos hambreados por su amo acaban
disputándose un buey muerto cuya osamenta putrefacta
desenterraron a fin de poder alimentarse. Este repug-
nante festín es la causa de una epidemia de disentería
cuyos síntomas clínicos nos son descritos con un nausea-
bundo lujo de detalles. Semejantes escenas impiden
que el lector se identifique completamente con los
indios e incluso pueden suscitar en él una duda infun-
dada en cuanto al verdadero propósito del autor.
Aun cuando en su mayoría fueran de origen provin-
ciano, contrariamente a sus predecesores, los novelistas

67
indigenistas eran citadinos y trataban al indio desde
una perspectiva urbana. En uno u otro momento de su
existencia, con frecuencia en la niñez, pudieron haber
entrado en contacto con el mundo indígena, pero la
distancia insalvable que los separaba de éste, dada su
procedencia etnosocial, les impidió definitivamente
penetrar con profundidad en él. El problema central
de la literatura indigenista se deriva precisamente del
hiato existente entre el mundo que la produce y el
mundo al que ella se refiere. Al no poder resolver tal
problema, se esfuerza en superar las dificultades esta-
bleciendo, con más o menos éxito, diversos procedi-
mientos que crean un efecto de realidad. El más común
consiste en saturar la narración de palabras tomadas
de la lengua indígena y en introducir en los diálogos
formas sintácticas regionales o expresiones locales. De
esa manera se inventa un habla, con su propia pronun-
ciación, y cuya comprensión presupone recurrir al glo-
sario que el autor coloca al fin de su obra y que tiende
a reforzar la ilusión de tener entre las manos un docu-
mento etnográfico.
El personal novelesco se compone de tipos, de este-
reotipos, incluso de arquetipos fácilmente identifica-
bles, más que de personajes vívidamente individualiza-
dos. Los protagonistas tienen una identidad social que
los constituye en representantes o voceros de grupos
determinados, pero están desprovistos de todo espesor
psicológico. En el mejor de los casos, se imponen más
por las funciones que realizan y por las conductas que
los obligan a adoptar, que por su misma presencia. En
suma, desempeñan papeles en un juego de sociedad
cuyas reglas están estrictamente definidas. El mexicano

68
Gregorio López y Fuentes (1897-1966), al asumir esta
incapacidad general de hacer vivir a personajes desde
el interior, toma deliberadamente la opción de dejar a
los suyos en el más absoluto anonimato. En El indio
(1935), donde lleva la esquematización hasta el extre-
mo, no aparece en efecto un solo nombre propio. El
autor traza con grandes pinceladas los movimientos
evolutivos de una comunidad indígena durante sus
relaciones cada vez más estrechas con el mundo de
blancos y mestizos que la circunda, desde el siglo XIX y
a través de las diferentes etapas de la Revolución. Más
que en las acciones individuales, su interés se centra
en el desarrollo de las fuerzas sociales de las que el libro
ofrece una ilustración que aspira a ser ejemplar, en un
lugar indeterminado de México aunque en un tiempo
señalado con toda precisión.
En definitiva, el personal empleado en todas las no-
velas indigenistas es numéricamente limitado. Se reduce
esencialmente al gran terrateniente, que es por fuerza
ambicioso, arrogante y violento, seguro de su superio-
ridad étnica y del poder que ésta le confiere sobre las
cosas y sobre los hombres; al administrador mestizo de
la finca, que es obligadamente oportunista cuando no
hasta francamente trapacero; al alcalde, inevitablemente
autoritario y duro con sus administrados indígenas; al
cura, obviamente libidinoso; al comerciante, codicioso;
al abogado, turbio. Frente a semejantes fantoches y sus
comparsas, los indios forman una masa indiferenciada
de la que a veces se desprende la figura de un viejo jefe,
siempre prudente y sabio, como Choquehuanka en
Raza de bronce, o Rosendo Maqui en El mundo es ancho y
ajeno. Los demás no son sino siluetas apenas esbozadas.

69
Se funden en la comunidad, ser colectivo que es eleva-
do a la categoría de principal protagonista del relato.
La novela se.construye sobre la base. de una serie de
oposiciones contrastantes: oposiciones entre indios y
población no india; entre comunidad y predio; entre
la comunidad antihistórica que aún no ha padecido la
agresión de los blancos y de los mestizos, y la comu-
nidad historiada por esa intervención exterior que
provoca su descomposición y la desdicha de sus miem-
bros. Rumi, la comunidad de El mundo es ancho y ajeno,
vive en la armonía primitiva y en la felicidad rústica.
No la atraviesa un solo conflicto hasta el momento en
que al terrateniente de la propiedad vecina se le ocurre
despojarla de sus tierras, a fin de poder disponer a su
antojo de la fuerza de trabajo de los comuneros. Contra
las maniobras de este temible adversario, quien com-
pra la complicidad de las autoridades locales, soborna
a los testigos y corrompe al abogado que presta costosa-
mente sus servicios a Rumi, todos los recursos de la tra-
dición se revelan impotentes. El santo patrono de la
comunidad parece dejar a sus devotos en manos del
infortunio, de suerte que el culto colectivo que se le
prodigaba cae en desuso. Las prácticas y los practicantes
de la magia, que contribuían a la imposición de la cos-
tumbre y al mantenimiento del orden moral, caen en
el mismo descrédito a causa de su ineficacia. Y cuando,
de manera fraudulenta, el terrateniente obtiene a su
favor una decisión de justicia que lleva a ejecución
mediante la fuerza pública, la población de Rumi, des-
moralizada, dividida, se dispersa en todas direcciones.
La comunidad debe constituir un universo armonioso
y feliz para que sea posible apreciar en toda su magni-

70
tud la injusticia que ésta sufre y en toda su profundi-
dad los sufrimientos que los indios padecen.
Las situaciones casi no cambian entre una y otra no-
vela. El novelista pone su arte, no en la invención, sino
en la práctica de la variación sobre un tema obligado
y en la utilización de las técnicas de la suspensión y de
la revelación. Su intención de dar una descripción
totalizante de la vida indígena lo lleva a incluir en su
obra relatos anexos que representan otras tantas uni-
dades narrativas independientes. Estos relatos dentro
del relato, que no están ligados sino gracias al soste-
nido artificio de un narrador oculto, perjudican la
continuidad de la narración y retrasan el desarrollo de
la acción.
El desenlace es más trágico cuanto que parece dictado
por una fatalidad social y no abre ninguna perspectiva
a la esperanza. Nayar llega a la conclusión de la inco-
municabilidad entre la cultura indígena y la cultura de
los blancos y los mestizos. El incendio del predio con
el que termina Raza de bronce deja presagiar enfrenta-
mientos todavía más graves pero igualmente estériles
entre los indios y los demás. La rebelión a la que los
siervos de Huasipungo son empujados por la desespe-
ración, acaba ahogada en sangre. El mismo destino
aguarda a la insurrección de los comuneros de El mundo
es ancho y ajeno, a la que, no obstante, el joven y acultu-
rado indio que la encabeza logró hacer que se adhi-
rieran los mestizos pobres de la región. Lo que en apa-
riencia se sugiere, es que la emancipación de los indios
supone la transformación global del orden social. Y
también que semejante transformación no puede ser
obra de los mismos indios, ni el resultado de una alianza

71
en la que indios y otros sectores desfavorecidos se alían.
¿Habría entonces que concluir que procederá de la
acción de una élite surgida, como el escritor, de las cla-
ses medias que aspiran al poder? Sin embargo, incluso
ahí donde esas clases se han apoderado ya del aparato
de Estado para modernizar la sociedad, como es el
caso de México, El indio muestra que las formas de
dominación se han transformado pero que la domina-
ción subsiste. En este sentido, el ciclo novelístico de
inspiración jdanoviana que inaugura el boliviano Jesús
Lara (1898-1980) en 1937, y al cual pertenece Yanakuna
(1952), se destaca tanto por su ausencia de ambigúe-
dad como por su optimismo. Los héroes positivos que
lo pueblan se desprenden de su condición indígena
para unirse a las filas del proletariado, en las que des-
cubren, gracias al sindicalismo revolucionario, el hori-
zonte radiante de los mañanas sonrientes.
El peruano José María Arguedas (1911-1969) anun-
cia ya el fin de esta literatura, actualmente abandona-
da a la crítica universitaria, pero que conoció una gran
popularidad en la década que va de 1930 a 1940, si to-
mamos en cuenta el número de premios y recompen-
sas que coronaron su producción durante esta época.
No sin motivo, Arguedas siempre se ha negado a ser
clasificado entre los novelistas indigenistas. De estos
últimos, se distingue tanto por su lirismo como por el
nivel en el que se sitúa su crítica social, y sobre todo
por el sentido que ésta encierra. En Yawar fiesta (1941),
su Obra maestra, profesa un amor nostálgico por la cul-
tura que comparten indígenas, mestizos y “blanquitos”
en lo más profundo de los Andes. El campo social está
delimitado, como en Aves sin nido, de manera que no

12
sean los indios y la población no indígena los que se
enfrenten, sino la gente humilde andina y los criollos
de la región costera. Pero mientras que Matto de Tur-
ner, en nombre del progreso, la emprende contra los
arcaísmos sociales de la sierra, Arguedas condena a la
modernidad del litoral por sus efectos destructores
entre las comunidades poliétnicas del interior del país.
Este conservadurismo cultural se acusa todavía más en
estas dos últimas novelas, en las que el autor manifiesta
un rechazo al mismo tiempo que una incomprensión
de los cambios que se efectúan en la sociedad en su
conjunto. El hecho de que el nombre de Arguedas, des-
pués de muerto, figure entre los de los héroes tutelares
de los movimientos progresistas, pone de manifiesto el
desconcierto ideológico de la izquierda peruana.
El proceso de modernización al que toda América
Latina está sometida tiende a borrar la realidad social
denunciada por la novela indigenista. El indigenismo
literario inicia entonces su reflujo. El indio, que no
entró en la literatura latinoamericana con él, no desapa-
rece sin embargo de ésta. Pero los novelistas a quienes
todavía interesa lo tratan de otra manera. La mexicana
Rosario Castellanos lo convierte en el soporte de una
reflexión existencialista en Oficio de tinieblas (1962),
mientras que el peruano Manuel Scorza toma del realis-
mo mágico de Gabriel García Márquez la manera de
transfigurar su universo en la pentalogía La guerra silen-
ciosa (1970-1979). No obstante, los autores del “boom”
literario de los sesenta, que descubren la literatura
norteamericana y sufren la influencia de Faulkner y de
Hemingway, tomarán nota de los cambios sociales. Al
explotar las nuevas situaciones que éstos producen,

73
preferirán abandonar el decorado y plantar a los per-
sonajes de sus novelas en un ambiente urbano.
Con el indigenismo, la literatura latinoamericana
accede a la autonomía, pero no alcanza la universali-
dad. Sin dejar de reconocer a los novelistas indige-
nistas el mérito de haber sido los primeros en revelar
las terribles condiciones en las que todavía vivían los
indios cuatro siglos después de la conquista europea,
Mario Vargas Llosa habrá de reprocharles haber dejado
sólo libros regionalistas, poco inteligibles para quienes
no están familiarizados con el mundo que describen.
Por su parte, Octavio Paz pensará que la intención
nacionalista que los animaba condenaba de antemano
su tentativa al fracaso. “El nacionalismo no es sólo una
aberración moral”, afirmará, “es también una estética
falaz”. Sin embargo, la razón por la que la literatura
indigenista ofrece hoy en día un interés más histórico
que propiamente literario, probablemente no depende
tanto de la naturaleza de su proyecto como de los limi-
tados recursos con los que el escritor lo ha llevado a la
práctica.

LA PINTURA Y LAS ARTES PLÁSTICAS

Mucho más favorecido por el talento que en el terreno


de las letras, el indigenismo lleva el arte latino-
americano a la vanguardia internacional. Las orienta-
ciones del arte indigenista se afirman en 1922, en la
Declaración de los principios sociales, políticos y estéticos que
en México firma un grupo de artistas dirigidos por
Rivera, Siqueiros y Orozco, la formidable trinidad me-
xicana que dominará la expresión plástica en todo el

74
continente y cuya inmensa obra conocerá una proyec-
ción mundial. La declaración combate el arte que la
burguesía importa de Europa, porque falsifica la vida
estética nacional al despreciar la herencia de arte clásico
que el pasado precolombino legó a la nación. Exalta la
tradición artística del pueblo que se arraiga en la pro-
fundidad inmemorial de los tiempos y cuyo vigor y
fecundidad actuales son visibles en la artesanía india.
Por último, compromete a los artistas a recuperar esa
tradición para extraer de ella nuevas formas, dueñas
de una significación universal. Frente a la soberanía
indiscutible de la Escuela de París, los firmantes de ese
manifiesto proclaman la independencia estética de
América Latina.
Los artistas indigenistas honran los valores estéticos
que subyacen a las realizaciones plásticas indias de ayer
y de hoy. Rivera, avisado coleccionista de cerámicas pre-
colombinas, participa en el movimiento folklorista de
los veinte y los treinta, buscando, tanto en los exvotos
de las iglesias rurales como en la decoración de las
cantinas de barrio, las manifestaciones de un arte po-
pular que lo maravilla y cuya rehabilitación emprende.
Sabogal, en Perú, recorre la sierra a fin de estudiar los
retablos de Ayacucho, las calabazas pirograbadas de
Huanta, los toros de arcilla de Pucará, que en su sor-
prendente continuidad le revelan la admirable capaci-
dad creadora del pueblo.
Sin embargo, no basta que el arte provenga del
pueblo. También es necesario que se dirija al pueblo y
esté completamente consagrado a él. La pintura, según
Rivera, ofrece la ventaja de hablar un lenguaje más
fácilmente comprensible que del libro, para los trabaja-

do
dores y los campesinos del mundo entero. Los pinto-
res indigenistas explotan esta ventaja adoptando un es-
tilo realista en ocasiones teñido de primitivismo, aunque
por lo general señalan fuertes tendencias expresio-
nistas. Abandonan el caballete y la tela por los anda-
mios y los muros de los edificios públicos, desde donde
muestran al pueblo la imagen heroica de su condición
presente, de sus luchas pasadas y de sus triunfos fu-
turos. Su compromiso con las masas los lleva a restau-
rar, renovándola, la tradición de la pintura mural que
se remonta al arte rupestre de la prehistoria y cuyo
transcurrir continuo a lo largo de los siglos y de los
milenios sólo ha sido interrumpido por las exigencias
de la estética burguesa. “La forma más alta de pintura,
la más lógica, la más pura y la más fuerte es la pintura
mural”, escribe Orozco. “Es también la forma más de-
sinteresada, pues la obra no puede ser convertida en
objeto de lucro personal; no puede ocultarse para pro-
vecho de unos cuantos privilegiados. Es para el pueblo.
Es para todos.”
Este arte nacional, popular, fácilmente monumental,
que se expone en el espacio público de manera que
pueda llegar a las multitudes en la cotidianeidad de su
existencia, es también un arte oficial. En todo caso, es
promovido por los regímenes populistas que descu-
bren rápidamente la importancia del mecenazgo de
Estado. El muralismo mexicano debe su impulso inicial
a José Vasconcelos, secretario de Educación de 1920 a
1924, quien confía a los artistas la decoración de la
Escuela Nacional Preparatoria (ENP). Su desarrollo
posterior dependerá de los encargos que los gobiernos
surgidos de la revolución harán a los pintores. Sabogal,

76
que dirige la escuela de Bellas Artes de Lima, antes de
ser puesto a la cabeza de la sección de arte del Museo
de la cultura peruana, será respaldado en sus acciones
por Luis Valcárcel, también llamado a desempeñar
funciones ministeriales en la década de los cuarenta.
Debido a los estrechos lazos que lo unen a la política,
el arte indigenista corre el riesgo de poner al servicio
del poder que lo subvenciona la contundente imagi-
nería creada por él, y de transformarse en instrumento
de propaganda.
Tras haber incursionado en el puntillismo y en el
cubismo en París, Diego Rivera (1886-1957) estudia los
frescos del Renacimiento en Italia, en donde se adhiere
al movimiento futurista, después regresa a México en
la secuela de la Revolución. La creación, historia del
doloroso parto de la raza mestiza, pintado por él en la
ENP en 1922, revela todavía la influencia de los artistas
del Quattrocento. Pero rápidamente se afirma un estilo
personal en los ciento veinticuatro frescos ejecutados
en la Secretaría de Educación entre 1923 y 1928, con
el tema del pueblo que lleva en sí su propia liberación.
Ese estilo se desarrolla en la escuela de agricultura de
Chapingo; en la evocación de las fuerzas de la natu-
raleza que actúan en el hombre y lo llevan hacia la Re-
volución (1926-1927), como en el Palacio de Cortés en
Cuernavaca; en la representación de la Conquista espa-
ñola con sus escenas de horror pero también con sus
actos de valentía (1929-1930). No obstante, es la deco-
ración del Palacio Nacional, emprendida entre 1929 y
1935 y continuada en la década siguiente —en la que
el artista liga el pasado y el porvenir de México a través
de sorprendentes escorzos— lo que constituye la obra

EY
maestra de Rivera. La epopeya del pueblo está repre-
sentada, no mediante los héroes mitológicos o políti-
cos, sino por medio de masas en movimiento, con un
agudo sentido para condensar los acontecimientos his-
tÓricos.
En 1927, Rivera, que oscila entre stalinismo y trots-
kismo, visita la Unión Soviética. Lo impresiona el po-
derío de su aparato revolucionario, pero lo decepciona
el conformismo de su arte. El encargo que recibe del
Club del Ejército Rojo no es satisfecho, a raíz del re-
chazo opuesto por los militares a su intención de des-
truir los estucos y las molduras del palacio zarista del
que se habían adueñado. Para Rivera, la revolución no
debe instalar al pueblo entre los muebles de la burgue-
sía, sino engendrar su propia estética. Semejantes ideas
tienen mejor acogida en los Estados Unidos, lugar
donde reside este feroz cruzado del pincel durante los
años treinta y donde principalmente ejecuta La marcha
de la humanidad hacia el progreso en el instituto de arte de
Detroit. Sin embargo, esas ideas suscitan algunas polé-
micas, y La aventura humana desde la caída de los dioses
hasta la toma del poder por el pueblo del Radio City Hall
en Nueva York, será incluso destruida por orden de
Nelson Rockefeller, escandalizado.
David Alfaro Siqueiros (1898-1974) es un revolu-
cionario en el arte como en la vida. Apenas salido de la
adolescencia, se une a los combatientes de la Revolu-
ción mexicana, después hace el viaje a Italia en el que,
también él, se impregna de la pintura renacentista. Al
regresar a México, colabora en la decoración de la ENP,
al mismo tiempo que milita sin gran sentido crítico en
el Partido Comunista, en cuyo honor edita periódicos,

78
organiza sindicatos y dirige huelgas. Durante los años
treinta y cuarenta lucha en España al lado de los repu-
blicanos, participa en el atentado contra Trotski que
vive refugiado en México, pasa de la prisión al exilio,
dejando en todas partes, de Chile a California, de Bue-
nos Aires a Nueva York y a La Habana, la deslumbrante
prueba de su excepcional vitalidad artística. En el trans-
curso de la siguiente década, pinta El hombre, amo de la
máquina en el Instituto Politécnico Nacional, El pueblo
para la universidad, la universidad para el pueblo en la
rectoría de la ciudad universitaria, así como La revolu-
ción contra la dictadura en el castillo de Chapultepec. A
partir de 1965, se consagra a una composición gigan-
tesca de 4 000 m? formada por tableros articulados
que representa La marcha de la humanidad. La obra de
Siqueiros está hecha a imagen de su existencia: audaz,
violenta, colorida y, a pesar de la retórica que a veces
la acecha, fascinante tanto por su vigor como por su
dramatismo. Siqueiros se aparta del primitivismo azte-
quizante, que le reprocha a Rivera, para crear un len-
guaje pictórico expresionista, sin duda cargado de
metáforas, aunque límpido y directo. Su arte llega a la
plenitud en La historia de la medicina, con la que el pintor
orna el vestíbulo del hospital de la Raza hacia el final
de su vida.
Igualmente militante, pero más distanciada, es la
pintura de José Clemente Orozco (1883-1949), una pin-
tura rigurosa y clara, de líneas puras e incisivas, con
colores menos violentamente constrastados, cuyos grises
son objeto de un hábil dominio. Los frescos que Orozco
ejecuta en la ENP entre 1922 y 1927 celebran la Revo-
lución mexicana pero la tratan bajo el aspecto de una

79
tragedia humana. Mientras que la decoración de la
Universidad de Guadalajara, posterior unos diez
años, trasluce el temor de que ese gran movimiento
popular acabe siendo traicionado, y el de la Suprema
Corte, realizado en 1941, es un llamado a la vigilancia
lanzado al pueblo por la conciencia social del artista.
Lejos de idealizar el pasado indígena como lo hace
Rivera, Orozco subraya el carácter sanguinario de la
civilización azteca en el Darmouth College, durante
la estancia que realiza en los Estados Unidos de 1927 a
1934. A diferencia de Siqueiros, que vislumbra el porve-
nir con un optimismo inquebrantable, él expresa toda
la inquietud que le inspira un mundo deshumanizado
por el maquinismo industrial en la Catarsis del Palacio
de Bellas Artes de la ciudad de México, en 1934. La
distancia que toma frente a la historia de México puede
calcularse por los cuarenta frescos que pinta en el hos-
picio Cabañas de Guadalajara entre 1936 y 1939, y que
representan su obra más acabada.
No puede haber arte revolucionario sin técnicas revo-
lucionarias para estos pintores, quienes no sólo redes-
cubren el fresco y la encáustica, sino que también
inventan nuevos procedimientos, emplean nuevos ma-
teriales, utilizan nuevos instrumentos, recurren a nuevos
colorantes. Orozco y Rivera construyen sus tableros
alrededor de inmensas estructuras de acero sobre las
que tienden enrejados capaces de soportar varias
capas de cemento, de cal y de arena, o de polvo de
mármol. Uno y otro componen mosaicos con lozas
pegadas previamente, de piedras de color, de fibra de
vidrio o de metal, como el de Diego Rivera que decora
la fachada circular del teatro de los Insurgentes, de

80
1953, y que representa la historia de las artes del es-
pectáculo en México. Siqueiros, que fundó en Nueva
York un centro experimental de técnicas artísticas en
1936, y que abre un taller de experimentación de
materiales plásticos en México, en 1945, indaga ince-
santemente, en el mundo de la industria, los medios
para profundizar su arte mediante nuevas innovacio-
nes. Después de haber hecho fresco en cemento, pasa
a la pintura con pistola, después abandona la piroxilina
para adoptar las resinas sintéticas que son más brillan-
tes y le ofrecen una gama de tonos y de matices más
extenso.
Desde antes de que los muralistas mexicanos se dieran
a conocer en América del Sur, José Sabogal (1888-
1956) abre solitario la vía de la pintura indigenista. De
regreso de Europa en 1919, se instala por un tiempo
en Cuzco de donde lanza el movimiento Redescu-
brimiento que habría de entablar la primera batalla por
el arte moderno en Perú. Aquél en quien Mariátegui
ve al primer pintor peruano, se propone convertir al
indio, hasta entonces simple elemento decorativo del
cuadro, en el tema mismo de la obra. Una estancia en
México, donde Rivera reconoce en él a un precursor, lo
reafirma en sus convicciones políticas y estéticas. Sin
embargo, a diferencia de los mexicanos, que tienen una
percepción insurgente de lo real, Sabogal desarrolla
una visión integradora de la realidad basada en el sen-
timiento de la continuidad de las creaciones populares
a través del tiempo. A ese mismo carácter integrador en
su nacionalismo artístico deberá el éxito inmediato de su
producción. Sin embargo, su obra pintada, que por lo
general carece de vibración, de sustancia y de fuerza, se

81
encara con limitaciones técnicas que nunca serán del
todo superadas.
Más tarde, en la Colombia de los años treinta, Ignacio
Gómez Jaramillo (1910-1970) y los artistas del grupo
Bachué centran sus creaciones plásticas en el mundo
indio y rural del que traducen la nobleza y la miseria.
Por la misma época, el boliviano Cecilio Guzmán de
Rojas (1900-1950) pinta la terrible majestad que el he-
roísmo, el sufrimiento y la muerte dan a los soldados
indígenas atrapados en la tormenta de la guerra del
Chaco. Pero son el brasileno Cándido Portinari (1903-
1962) y el ecuatoriano Oswaldo Guayasamín (nacido
en 1919), cuyas primeras telas manifiestan una estabili-
dad completamente clásica, quienes concilian con mu-
cha más facilidad el sentido del volumen y la fuerza de
la expresión formal o cromática, entre los que toda la
pintura indigenista busca un difícil equilibrio.
El compromiso político que empuja a los artistas a
trabajar sobre amplias superficies, los lleva al mismo
tiempo a realizar cantidad de volantes y de carteles para
las organizaciones populares, así como innumerables
ilustraciones para la prensa progresista y la edición
indigenista. El arte gráfico, que recibe un gran impulso,
da preferencia a la técnica del grabado sobre madera,
pero sobre todo a la del linóleo, en virtud de la rapi-
dez de ejecución que permite y de la eficacia que su
aplicación confiere a la obra. En los años veinte, Sabo-
gal adorna con grabados las entregas de la revista de
Mariátegui Amauta, quien le debe también la maqueta
de su portada y un surtido de caracteres incaizantes.
Las xilografías de Orozco y de Siqueiros ilustran las
páginas de El Machete, órgano del Partido Comunista

82
Mexicano, en el que Rivera hace aparecer caricaturas
sociales dentro de la tradición inaugurada por el dibu-
jante José Guadalupe Posada en vísperas de la Revolu-
ción. La influencia de Posada, en quien Rivera reconoce-
rá a su único maestro, es de hecho visible en algunas
de sus pinturas, como Sueño dominical en la Alameda
solicitada por el Hotel del Prado para el salón de su
restaurante en 1947.
La reacción contra la pintura indigenista aparece
precozmente en los países andinos. En Perú, Ricardo
Grau, apenas regresado de París, organiza una Van-
guardia pictónica y de beligerancia antiindigenista en 1937
para combatir a Sabogal, quien reina como amo y señor
de las artes, pero cuyos discípulos se entregan ya a la
nostalgia y al sentimentalismo de un folklorismo repe-
titivo. Surgido del surrealismo, César Moro se une a este
combate en nombre de la libertad del artista para
entregarse a nuevas experiencias plásticas y de la voca-
ción del arte a edificarse en valores puramente estéticos.
Sólo más tarde se impugnará en México la hegemonía
del indigenismo. En un artículo, significativamente
redactado en inglés y publicado en una revista norte-
americana en 1959, José Luis Cuevas hace una denun-
cia contra “la cortina de maguey” que aísla a la pintura
latinoamericana de las nuevas corrientes artísticas,
mientras que Juan Soriano, que acusa a Rivera de haber
prostituido el arte pictórico, compara las grandes com-
posiciones murales con gigantescos carteles para agen-
cias de turismo. Obviamente excesivas, esas acusacio-
nes no dejan, sin embargo, de estar del todo fundadas.
La multitud de pintores que surge de los talleres de
Rivera, de Siqueiros y de Orozco, y que se favorecen

83
con todos los encargos públicos, no tienen en su mayor
parte ni la inspiración ni la fuerza creadora de sus ma-
estros. Sus obras, por lo general más ornamentales que
realistas, caen en una nueva forma de academicismo.
La joven generación pictórica que, tras la segunda
Guerra Mundial, se propone practicar el arte por el
arte, se atribuye la misión de liberar a la pintura de
toda obligación política o social. Se vale de la abstrac-
ción en los diferentes estilos que provienen de los Es-
tados Unidos, particularmente del expresionismo abs-
tracto, cuya ola muy pronto habrá de afluir por toda
América Latina. En 1961, más del 80% de las telas colga-
das en la Bienal de Sao Paulo son abstractas. Sin em-
bargo, el vigor de las polémicas no puede disimular la
existencia de continuidades subyacentes, mismas que
admitirá por otra parte Jackson Pollock, al reconocer
todo lo que su arte debe a los muralistas mexicanos.
Rufino Tamayo, cuya sosegada pintura desemboca en
un onirismo poético, asegura la transición hacia lo no
figurativo. Otros artistas modifican su trayectoria inicial
para forjarse un muy personal estilo. Es el caso de Gua-
yasamín, quien, vuelto hacia Europa, se abre a la tardía
influencia de Picasso y sin duda también a la de Buffet.
Da a su grafismo un carácter cada vez más nervioso y
acerado que descarna a los cuerpos y despoja a los ros-
tros de cualquier referencia étnica. A partir del inicio
de los cincuenta, su expresionismo social evoluciona
hacia un miserabilismo universalista a partir del cual
construirá el pintor su prestigio internacional.
El indigenismo ejerce una influencia semejante en
todas las demás artes plásticas, pero no produce obras
de la misma calidad. La estatuaria precolombina inspira

84
a los escultores de la época, entre los que merecen ser
mencionados el colombiano Ramón Barba (1894-1964)
y la boliviana Marina Núnez del Prado (1911-1955).
Con éxito desigual, los arquitectos reconsideran la tra-
dición arquitectónica azteca e inca, y tratan de revita-
lizarla mediante el empleo de nuevos materiales, como
el hormigón y el vidrio. Aconsejado por Alfonso Caso,
Rivera concibe y decora al final de su vida una pirámide
quimérica en los suburbios de la ciudad de México, el
Anahuacalli (“la casa del Anáhuac”), en la que hace su
casa, su estudio y su museo personales. La extrema in-
tegración de la pintura, de la escultura y de la arquitec-
tura desemboca en un notable resultado en este edificio
que expone hoy día las colecciones privadas del artista.
Pero es el Museo Nacional de Antropología de la ciudad
de México, magnífico templo elevado a la gloria del
pasado indígena por Pedro Ramírez Vázquez y un equi-
po de ingenieros, de historiadores y de etnólogos a
principios de los años sesenta, el que, debido a la pureza
de sus líneas horizontales, la austera desnudez de sus
fachadas y la armonía de sus volúmenes interiores,
representa lo mejor que ha dado la arquitectura indi-
genista. En cambio, el Museo de la Cultura Peruana de
Lima es una muestra de lo peor que esta arquitectura
es capaz cuando zozobra en el remedo precolombino.

LA MÚSICA, EL CANTO Y LA DANZA

El indigenismo imprime a la música latinoamericana


las mismas orientaciones que a la pintura. Al mismo
tiempo nacional y popular, tradicional por su inspira-

85
ción e innovadora por su expresión, social por sus
intenciones y con frecuencia politizada por su institu-
cionalización estatal, la música indigenista se deriva
discretamente del movimiento folklorista, sin que sus
ambiciones sean anunciadas por ningún manifiesto ni
sus desarrollos anticipados por alguna obra en particu-
lar. Se origina en el interés que los medios musicales
ponen en las melodías indigenistas y en los aires popu-
lares desde principios de este siglo. En el momento en
que Bartok recorre el campo húngaro en busca de una
música auténticamente magiar, el peruano Daniel Alo-
mía Robles (1870-1942) recopila, entre las comunida-
des indias, huaynos, yaravís, cashuas, durante incesantes
viajes que realiza por el interior de los Andes hasta 1917.
Descubre en esos dos modos, mayor y menor, la escala
pentatónica que caracteriza a la música andina y a la
que él mismo recurre en sus composiciones. El con-
cierto de música “inca” que ofrece en Lima en 1912,
representa la primera tentativa hecha en América La-
tina por devolver dignidad a las producciones sonoras
del pueblo y elevarlas a la altura del arte.
Al igual que Alomía Robles, el ecuatoriano Segundo
Moreno Andrade (1882-1972) es tan etnomusicólogo
como músico. De 1915 a 1937, también realiza en la
sierra una abundante recolección de cantos rituales o
festivos, cuya transcripción publica en Música y danzas
autóctonas del Ecuador (1949) y que le inspiran una obra
personal que no será favorecida por las condiciones
locales para su completo desarrollo. Por la misma época,
el mexicano Manuel M. Ponce (1882-1948) graba jara-
bes, corndos, huapangosyotros sones de provincia, juzgan-
do que es deber de todo compositor garantizar la con-

86
servación de las músicas populares que son una expre-
sión del alma nacional. Sus dos Rapsodias mexicanas, en
las que la materia prima del subsuelo nacional toma el
lugar de aquella que la música culta importaba por lo
general de Europa, manifiestan un gran virtuosismo
en la estilización de las melodías y de los ritmos tradi-
cionales, basadas en un vocabulario armónico moderno.
El mismo virtuosismo aparece en las dos Suites sinfóni-
cas (1939), así como en el poema sinfónico En las ruinas
del templo del Sol (1940), del peruano Teodoro Valcár-
cel (1900-1942). Yuxtapuestos durante mucho tiempo
a popurrís o a zarzuelas, en los que se alternaban aires
vernáculos, pasacalles, canciones, vestigios indígenas e
himnos patrióticos, los materiales de origen indígena y
de origen europeo son integrados y fusionados tanto por
Ponce como por Valcárcel, en obras de una profunda
unidad.
Con el mexicano Candelario Huízar (1888-1970), la
música indigenista confiere abiertamente al motivo
indio los atributos de la nacionalidad y se vuelve así
emblemática. La segunda sinfonía de Huízar, Ochpaniztl
(1935), evoca en tres movimientos las ceremonias cele-
bradas en honor de la diosa Xochiquetzal: el cortejo
que acompaña a la víctima al sacrificio, la danza de los
indios que son encarnaciones de pájaros y mariposas, y
el baile con el que termina el rito de sacrificio. Igual-
mente evocadora de un ceremonial precortesiano, la
cuarta sinfonía, Cora (1942), se refiere a un mundo pri-
mordial expresado con una gran sencillez melódica
por la chirimía, mientras que el ritmo es subrayado me-
diante percusiones indígenas.
Por muy interesantes que sean los resultados en los

87
que desemboca la culta reelaboración del material
indio o popular, el indigenismo no se siente por eso
satisfecho. Vuelve a ajustar todas las coordenadas de la
invención sonora, las dimensiones, los temp1, las tex-
turas, las dinámicas, las intensidades, las estructuras
rítmicas, la selección de los timbres, la concepción de
la tonalidad, para crear un nuevo lenguaje musical,
modernista, disonante y mecánico, que rompa con la
noción puramente sensorial de la música. Las primeras
obras de Stravinski, particularmente La consagración de
la primavera, ejercen una influencia sin duda decisiva,
aunque generalmente no confesada, respecto de esta
empresa a la que el mexicano Carlos Chávez (1899-
1978) y su escuela habrán de consagrarse. Chávez no
pretende “civilizar” la música india, ni utilizar un estilo
refinado que atenúe o suavice los temas populares. Al
contrario, desea captar el vigor y la pureza de la raza
indígena, a fin de dar a su música, como él dice, “cuali-
dades éticas y estéticas alejadas del concepto occiden-
tal de lo bello en el terreno musical”. Rigorista, esque-
mática, desencarnada, esta música apunta a lo esencial.
Sus tendencias primitivistas se afianzan en El fuego nuevo
(1921) y en Los cuatro soles (1925) encargados por Vas-
concelos para ballets de tema azteca. El refuerzo de las
percusiones y la intervención de un conjunto más am-
plio de instrumentos indígenas, como el teponaxtla, hue-
huetl o cencerro, contribuyen a acentuarlas todavía más
en Caballo de vapor (1927), ballet de inspiración cons-
tructivista que se estrena con una escenografía de Rivera
y cuyo argumento opone la exuberante espontaneidad
de la vida en la América Latina a la mecanización de
la existencia en la América anglosajona. Es todavía

88
mayor la austeridad melódica y rítmica de la Sinfonía
india (1936), cuyo allegro combina temas huicholes y
yaquis, mientras que el finale descansa en una monótona
melodía de los seris de la isla de Tiburón. Basándose
en el estudio de instrumentos precolombinos, las des-
cripciones de las crónicas españolas y algunos ejemplos
de cantos indígenas contemporáneos, Chávez, que con
toda naturalidad se presenta en el extranjero como un
compositor “mitad indio”, inventa una música “azteca”
con Xochipilli (1940). Producto de hábiles cálculos,
esta pieza corta da la impresión de una extraña pro-
fundidad étnica y crea la ilusión de que la voz de un
gran pueblo se deja oír con una elocuencia infinita.
Chávez es respecto de la música lo que Rivera de la
pintura. Compositor y director de orquesta, es también
funcionario y político de la cultura. Crea la Orquesta
Sinfónica de México en 1928, dirige el Conservatorio
Nacional hasta 1933, se convierte en ese entonces en
el director de Bellas Artes en la Secretaría de Educa-
ción y el gobierno deja a su cargo la fundación del
Instituto Nacional de Bellas Artes, del que será director
hasta 1952. En los años veinte, con motivo de un primer
viaje a los Estados Unidos, se relaciona con Copland,
Cowell y Varese, quienes intentan igualmente liberarse
del dominio musical europeo. No deja de ser sensible
a la influencia de la Worker's Music League, que pre-
coniza el empleo de las artes musicales como instru-
mento de la lucha de clases. Sus ideas sobre la función
pedagógica del arte y sobre la responsabilidad social y
política del artista, que desarrolla en Finalidades de las
bellas artes en la educación general y dentro de la necesidad
de bienestar
y justicia social (1933), son por lo demás

89
generalmente compartidas por todos los indigenistas.
Desde 1913, Alomía Robles hace una aplicación de las
mismas en una zarzuela que exalta la-lucha siempre
recomenzada del indio, encarnación del pueblo, con-
tra el imperialismo norteamericano. Mucho tiempo
después de la muerte del compositor, un elemento —la
cashua— de la obra intitulada El cóndor pasa habría de
conocer un éxito mundial en la meliflua versión de
Simon € Garfunkel.
En todos los puestos oficiales que ocupa, Chávez
milita a favor de una música sana y robusta, innovadora
pero abierta, que él se empeña en promover para las
masas. En tanto que Prokofiev regresa a Moscú y renun-
cia al vanguardismo con la intención de hacerse com-
prender mejor por el pueblo ruso, Chávez desea elevar
al pueblo mexicano hacia la inteligibilidad de sus crea-
ciones. Semejante voluntarismo, que extrae de los ce-
náculos el resultado de las experiencias más audaces a
fin de que participe en la educación estética de la na-
ción, destruye la noción misma de vanguardia que, por
otro lado, Chávez rechaza formalmente.
El indigenismo da un gran impulso a la música vocal
y coral que había sido dejada de lado hasta entonces.
En provecho de los compositores, el ballet desplaza a
la Ópera, género éste considerado demasiado burgués
por los partidarios de una música proveniente del pue-
blo y que se dirige al pueblo, pero que no obstante es
objeto de algunas tentativas de renovación a fin de
cuentas poco convincentes. Los ballets rusos que
Diaghilev lleva de gira por Sudamérica retienen las
nuevas posibilidades de combinación entre el sonido,
el color, la forma y el movimiento, explotadas por los

90
creadores durante los años veinte y treinta. Se agregan,
a las Obras compuestas por Chávez para el espectáculo
coreográfico —y cuya serie es completada en 1961 por
Pirámide—, entre otras cosas Amerindia, del boliviano
José María Velasco Maidana, y Suray Surita (1939), de
Valcárcel, que manifiestan una misma búsqueda de arte
total. Más tarde aparecen compañías permanentes de
ballets folklóricos en casi todos los países de la región.
Consagradas primeramente al reencuentro patriótico
de las masas con sus propios orígenes, después serán
utilizadas por los poderes públicos para promover el
turismo en el extranjero.
A partir de los años cuarenta, la música indigenista
evoluciona lentamente hacia un formalismo de tipo
neoclásico, cuando no tiende incluso a perderse en
redundancias grandilocuentes. Daniel Ayala, uno de
los cuatro grandes discípulos de Chávez, la hace volver
al folklorismo de sus principios con la composición de
la partitura para el espectáculo de Luz y Sonido, inau-
gurado en las ruinas mayas de Uxmal en 1970. Los
jóvenes compositores la abandonan sin muchos aspa-
vientos para adherirse a las nuevas corrientes que
atraviesan el arte musical, como el dodecafonismo, el
serialismo, el atonalismo, la música electrónica. El in-
digenismo ha cumplido ya su cometido. Después de
haber arrancado a la vida artística latinoamericana
de su dependencia provinciana de Europa, la abrió a
la modernidad, elevándola, a veces no sin audacia, hasta
el umbral de una cultura internacional cuyos grandes
impulsos provienen cada vez más de los Estados Unidos.
En ese sentido, representa un movimiento esencial en
la historia de las artes en América Latina.

91
IV. LA POLÍTICA INDIGENISTA

EN LA medida en que frena la expansión del capitalismo


incipiente en América Latina durante el último tercio
del siglo xIx, la formación social de origen colonial
que la independencia ha dejado subsistir se presenta
como un anacronismo cada vez menos tolerable a par-
tir de 1900. Bajo la presión de los nuevos intereses
económicos, que refuerzan progresivamente su repre-
sentación política a expensas de los tradicionales po-
deres territoriales, pero también bajo la influencia cre-
ciente de los sectores ya modernizados de la sociedad,
los gobiernos acaban por tomar medidas legislativas o
reglamentarias que tienden a rehabilitar las relaciones
entre indios y población no india y a modificar la con-
dición indígena. Aún tímidas y en general puntuales
hasta 1930, esas medidas, ampliamente inspiradas en
la obra pionera de la Revolución mexicana, se coordi-
nan y se radicalizan más allá de esta fecha. Los regíme-
nes populistas, nacidos de la gran depresión, las ins-
criben en una política cuyos principios y métodos se
establecen entonces, política que es aplicada invaria-
blemente a toda la población indígena, de manera
uniforme pero con cadencias variables.
La política indigenista constituye un capítulo dentro
de una política más general de modernización de la
sociedad. Pero también representa un medio a través
del cual el Estado, cuya misión se precisa de manera

92
distinta y cuyo campo de intervención se amplía con-
siderablemente, pretende convertir a esta sociedad en
nación.

ORÍGENES

El capitalismo, que saca a América Latina del estan-


camiento económico en el que había entrado con la
independencia, ofrece tres características. Primero,
afecta al sector de las actividades primarias, es decir, la
agricultura y la industria extractiva. Después, los pro-
ductos que se derivan de esas actividades, como el al-
godón, el café, el azúcar, el tabaco, el cacao, el cobre y
otros minerales, se destinan esencialmente al mercado
mundial. Por último, la producción se localiza con
más frecuencia en la periferia de los espacios de anti-
gua colonización y siempre al margen de las grandes
concentraciones humanas que la economía del Estado
inmoviliza. Las regiones en las que se desarrolla el
nuevo modo de producción —las estepas del México
septentrional, la planicie litoral de Ecuador o la franja
costera de Perú, por ejemplo— son zonas subpobladas,
cuando no vacías de hombres. La penuria de brazos que
se hace sentir en ellas constituye el principal obstáculo
para hacerlas fructificar. En México, la prolongada
dictadura de Porfirio Díaz, anterior a la Revolución,
consigue no obstante dar al capitalismo emergente la
fuerza de trabajo que requiere, al organizar autorita-
riamente transferencias interregionales de población.
Pero, en otras partes, los grupos capitalistas se ven obli-
gados a disputarles a las posesiones tradicionales la
mano de obra que les hace falta, apelando a la aboli-

93
ción del vasallaje y a la instauración de la libertad de
trabajo.
Estas reivindicaciones son asumidas y ampliadas por
las clases medias en formación dentro de las grandes
ciudades, y por los intelectuales que surgen de ellas.
En 1909, universitarios y abogados fundan en Lima la
Asociación pro Indígena, la que abre emisoras radiales
en las provincias andinas para recoger informaciones
sobre la condición india. La asociación denuncia cons-
tantemente ante los tribunales los abusos que cometen
los terratenientes, y asegura gratuitamente la defensa
legal de los que son sus víctimas. Las Ligas pro Indias,
que aparecen un poco más tarde en Bolivia, establecen
igualmente lazos entre el sector urbano y moderno y
las masas a las que la opresión mantiene en el mayor
arcaísmo en lo profundo del campo. Los primeros sin-
dicatos que organizan un proletariado naciente parti-
cipan en la instauración de redes de solidaridad inter-
étnica, en cuyo seno la población india adquiere
conciencia de sus derechos, así como capacidad para
hacerlos valer. La agitación agraria que se propaga en
el sur de Perú y en el altiplano boliviano en las déca-
das de 1910 y 1920 revela que ciertas situaciones, que
se consideraban normales, ya no son aceptadas con
resignación y fatalismo por quienes las sufren. En vista
de la violencia controlada a la que recurren y de los
modestos aunque bien apuntados objetivos que se fi-
jan, los movimientos descentralizados que mantienen
esta agitación se distinguen ya de las insurrecciones
del siglo xIX. Con todo, contribuyen a reforzar la opi-
nión de que los terratenientes, por otra parte incapaces
de sacar partido racionalmente de la mano de obra

94
indígena que monopolizan, embrutecen a los indios, los
conducen a la rebelión y ponen de esa manera en peli-
gro toda la sociedad.
El Estado interviene prudentemente como árbitro
de esos intereses en competencia. Las decisiones que
toma, y que son el resultado de convenios por lo general
difíciles, tienden en primer lugar a desligar a los indios
de la gleba, a fin de favorecer su movilidad, y a crear
un mercado de trabajo. En el momento en que la Re-
volución mexicana libera la mano de obra rural, el
Congreso peruano promulga una ley que prohíbe
mantener a los trabajadores en las posesiones contra
su voluntad y secuestrar bienes y personas por causa de
deuda. Esta ley de 1916 obliga también a los patronos
a remunerar en efectivo la fuerza de trabajo que utili-
zan. Además, instituye un salario mínimo cuyo monto
corresponde a la tasa promedio de los salarios practica-
dos en las plantaciones modernas de la costa. En 1918,
el gobierno ecuatoriano abolió a su vez el sistema de
endeudamiento de los trabajadores, localmente cono-
cido con el nombre de concertaje, con miras a generali-
zar la práctica del salario y extender a la totalidad del
país las relaciones sociales de producción capitalistas que
privan en la planicie litoral.
Al mismo tiempo que empieza a constituirse un
mercado de trabajo, se manifiesta la preocupación por
garantizar a la población india la formación necesaria
para que pueda llevar a cabo nuevas funciones en la
producción. Desde 1907, el gobierno boliviano estable-
ce un cuerpo de institutores ambulantes al que confía la
tarea de alfabetizar y de castellanizar a los indios, sin
dejar de transmitirles los rudimentos de un conoci-

95
miento práctico e inmediatamente utilizable. Las “mi-
siones culturales” itinerantes que crea Vasconcelos en
México en 1923 son más ambiciosas. Según la inten-
ción de su fundador, no sólo deben combatir el analfa-
betismo, difundir la lengua española y dispensar una
enseñanza básica, sino también contribuir a la promo-
ción material, moral e intelectual del mundo indígena.
Cada misión se compone de un institutor, un agróno-
mo, un médico, una partera y un experto en albanilería,
carpintería o mecánica, actuando en equipo en la zona
a su cargo. La fundación de “brigadas voladoras de cul-
turización indígena” del Perú, en 1939, basadas en el
modelo de las misiones culturales mexicanas, repre-
senta otra de esas primeras tentativas que los poderes
públicos realizan para modernizar al indio y para trans-
formarlo en productor eficaz para beneficio de la eco-
nomía capitalista.
Paralelamente, el Estado se dedica a atender los de-
rechos de los indios dentro de las tierras que éstos
lograron arrancar a la codicia de los blancos y de los
mestizos. La legislación agraria que había sido promul-
gada a todo lo largo del siglo XIX, con miras a liquidar
la propiedad colectiva, es revisada con este fin. La nueva
Constitución adoptada por Perú en 1920 reconoce la
existencia de las comunidades indígenas, cuyas tierras
ya no pueden ser objeto de transacciones comerciales
y a las que les será restituida la personalidad jurídica
por medio del Código Civil de 1936. La ley boliviana
de 1925 retira igualmente del mercado los fondos co-
munitarios indios con la prohibición de su venta, su
embargo y su hipoteca. En 1937, una ley ecuatoriana
los volverá inalienables, mientras que el estatuto del

96
que la comunidad está dotada la facultará a promover
acción en justicia. Al devolver a la organización colectiva
la vía legal que la independencia le había hecho per-
der un siglo antes, el poder público no tiene la intención
de reconocer a los indios una especificidad cultural
cualquiera. Su objetivo es contener definitivamente la
ofensiva de las haciendas que han entrado en una nue-
va y última fase de expansión. En ese tiempo, efectiva-
mente, los terratenientes tradicionales que no pueden
aumentar su productividad, buscan la manera de acre-
centar su producción y de elevar sus ganancias al mismo
nivel de las realizadas por el sector moderno de la eco-
nomía, mediante la extensión de sus propiedades pa-
trimoniales.
Todas estas medidas y disposiciones correrían el
riesgo de ser letra muerta si no fuera porque una vo-
luntad política, en la que se refleja una nueva relación
de fuerzas en las estructuras nacionales del poder,
vela por su aplicación. La administración pública, que
adquiere consistencia y está mejor controlada por el
gobierno central, interviene con una imparcialidad
creciente en los litigios que oponen las comunidades a
las posesiones. En 1918, prefectos y subprefectos perua-
nos reciben la instrucción de prestar ayuda y asistencia
legales a los indios. El aparato estatal comienza a otor-
garse ramificaciones especializadas en los asuntos in-
dígenas que prefiguran una burocracia indigenista
destinada a proliferar en lo sucesivo. Es así como, a
iniciativa del futuro mariscal Cándido de Silva Ron-
dón, se establece el Servicio de Protección del Indio
(sPI) en 1910. Hasta el momento de su remplazo por la
Fundación Nacional del Indio (FUNAI) en 1967, el sP1,

97
que depende del ministerio de la Agricultura, tratará de
sedentarizar a los pobladores indígenas a los que los
militares descubren al tender los cables telegráficos a
través del Amazonas, y convertirlos a la agricultura
para que puedan emanciparse de la tutela del Estado
en que los colocó el estatuto del indio en 1928. En
1921, el gobierno peruano crea el Departamento de
Asuntos Indígenas dentro del Ministerio del Desarro-
llo a fin de vigilar las disposiciones constitucionales
concernientes a las comunidades y, al año siguiente,
funda el Patronato Nacional de la Raza Indígena con
la finalidad de zanjar las diferencias entre indios y no
indios, evitando así a los demandantes los gastos de justi-
cia y las demoras del proceso legal.

EL DESARROLLO

La crisis económica de los años treinta precipita la


evolución iniciada y conduce a la adopción de una ver-
dadera política indigenista. El malestar social que ésta
engendra se expresa a través de poderosos movimientos
que articulan las reivindicaciones de las clases medias
con las del campesinado y del proletariado. Así, la Alian-
za Popular Revolucionaria Americana (APRA) que funda
en México el peruano Víctor Raúl Haya de la Torre y
que durante un buen tiempo someterá a su influencia
la vida política de Perú pero también la de otros países
latinoamericanos, reúne a intelectuales desclasados, a
pequeños empresarios en bancarrota, a campesinos sin
tierra y a Obreros desempleados, en un solo frente de
lucha antioligárquica. Esos movimientos llevan al po-

98
der a gobiernos autoritarios, nacionalistas y moderniza-
dores, como los que se suceden en Bolivia tras la guerra
del Chaco y que preparan la revolución de 1952. Ins-
tauran regímenes que se apoyan en la movilización de
las masas —cuyo sentimiento nacional tanto como su
resentimiento social manipulan— y en la adhesión de
la población a partidos y organizaciones sindicales cor-
porativistas o semicorporativistas ligadas al Estado.
Socializantes siempre en sus discursos, fascizantes con
frecuencia en la práctica, estos regímenes, que son
calificados de “populistas” y cuyo prototipo fue crea-
do en México por Plutarco Elías Calles y Lázaro Cár-
denas entre 1929 y 1940, anuncian la intención de con-
cluir la unificación nacional incorporando al indio a la
nación.
Las repercusiones económicas a largo plazo de la
crisis no son menos importantes que sus consecuencias
sociales y políticas. La caída del precio de las materias
primas y de los productos agrícolas de los que es ex-
portadora América Latina, reduce considerablemente
la capacidad financiera de los países de la región para
importar los productos industriales que necesitan. El
segundo conflicto mundial revalúa y reactiva conside-
rablemente las exportaciones latinoamericanas, pero
hace desaparecer del mercado mundial los bienes ma-
nufacturados, que han dejado de ser producidos por
los países industriales debido a que su potencial econó-
mico está enteramente orientado hacia el esfuerzo de
guerra. Semejante coyuntura incita a América Latina
a producir en su propio territorio lo que no puede
comprar en el extranjero, tanto a causa de su insolvencia
como en razón del agotamiento de la oferta. Se inicia

99
un proceso de industrialización mediante sustitución
de importaciones, sostenido y dirigido por el Estado
populista por medio de intervenciones que se multipli-
can en la vida económica. Se organiza un nuevo modelo
de desarrollo, cuya elaboración teórica será emprendida
por la Comisión Económica de las Naciones Unidas
para América Latina (CEPAL) a principios de los años
cincuenta, pero que ya había ampliado desde los treinta
el campo del capitalismo latinoamericano, del sector
primario al sector secundario de las actividades econó-
micas, volviendo a someter a debate la división inter-
nacional de las labores. La aplicación de ese modelo
implica no sólo la extensión del mercado de trabajo,
que debe responder a una oferta creciente de empleos
industriales relativamente especializados, sino también
la creación de un mercado interno que sea capaz de
absorber la producción de la industria nacional na-
ciente. No basta, pues, con que el indio se convierta en
productor; también es necesario que, dueño de un in-
greso, se incluya entre la demanda solvente y se trans-
forme en consumidor.
La política indigenista se despliega sobre un fondo
de reforma agraria. En México, que da el ejemplo en
la materia, se aplica en grande escala durante la presi-
dencia de Cárdenas la reforma prevista por la ley de
1915 y que se inscribe en la Constitución de 1917. En
Bolivia, que seguirá, las masas indias, movilizadas por
el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), la
realizan espontáneamente invadiendo las posesiones
en 1952, de manera que la ley promulgada el año si-
guiente no hará sino ratificar el hecho consumado. En
los demás países será necesario esperar hasta princi-

100
pios de los años sesenta para que se efectúe una redis-
tribución de la propiedad territorial, misma que los
Estados Unidos ponen como condición para la aporta-
ción de ayuda en el marco de la Alianza Para el Pro-
greso. Con la reforma agraria, que liquida los vestigios
de los poderes territoriales tradicionales, el indio es de-
finitivamente liberado de todas las antiguas formas de
vasallaje. Pero, con frecuencia, cae bajo la dependen-
cia del partido que le ha abierto un acceso a la tierra, o
bien bajo la del régimen que lo mantiene en la incerti-
dumbre de una posesión en términos jurídicamente
mal definidos; o si no bajo la del Estado, al cual está
obligado a pagar durante muchos años una parte del
valor de la parcela que ha obtenido. Los beneficiarios
de la reforma agraria mexicana no disponen más que
del usufructo de las parcelas que reciben dentro de los
ejidos, mientras que en Perú no gozan más que de un
derecho teórico de propiedad sobre las grandes em-
presas agrícolas de carácter parapúblico o cooperativo
establecido por la ley-decreto de 1969, y de las que en
realidad son asalariados.
Aun cuando el Ecuador crea además un Servicio Am-
bulante de Extensión Cultural en el Ministerio de la
Educación, en 1950, la enseñanza ambulatoria revela
los límites de sus capacidades, de modo que la red es-
colar se va extendiendo poco a poco de las ciudades
hacia el campo. En México, donde todo ejido está obli-
gado a construir una escuela a la que el Estado da auto-
máticamente un maestro, la escolarización del mundo
rural e indígena progresa al ritmo de la reforma agraria.
A partir de los años cuarenta, la parte del presupuesto
nacional destinada a la educación muestra una fuerte

101
tendencia al alza en todos los países de la región. Di-
versas experiencias se llevan a cabo con la finalidad de
definir una pedagogía apropiada a las condiciones del
ámbito indígena. Una de las más interesantes es la que
intenta Elizardo Pérez en Bolivia, con la “escuela-ayllu”
que inaugura en Huarisata en 1931, y de la que quiere
hacer el instrumento mediante el cual la población
local se hará cargo de su propia modernización. La
escuela no se limita a proporcionar al indio un bien
cultural estratégico, la lengua española, cuya adquisi-
ción le estaba hasta entonces vedada. Al difundir los
modelos de comportamiento mestizo y urbano, incluso
ahí donde pretende adaptarse a las realidades locales,
la escuela despierta nuevas aspiraciones sociales y sus-
cita nuevas necesidades económicas a las que los go-
biernos se esfuerzan por responder.
Durante la Revolución mexicana, Manuel Gamio se
había ya empeñado en modificar la condición de los
pobladores del valle de Teotihuacán, aprovechando
los conocimientos que le proporcionaban sus investiga-
ciones etnológicas. El equipo de maestros, enfermeros y
técnicos que había reunido a su alrededor, se obligó a
una acción al mismo tiempo colectiva, íntegra y sin
ruptura. Colectiva, pues dicha acción apuntaba a pro-
mover al grupo y no a los individuos. Integra, porque
pretendía mejorar todos los aspectos de la vida social.
Sin ruptura, porque el desarrollo inducido debía reali-
zarse sobre la base de la tradición. La tentativa pionera
de Gamio se vuelve a poner en práctica con la Estación
Experimental de Incorporación del Indio, fundada por
Moisés Sáenz en Carapán, entre los tarascos de Michoa-
cán en 1932. Este centro de observación, de experi-

102
mentación y de acción pretende aislar las diferentes
variables sociales a partir de las que es conveniente in-
tervenir, a fin de sacar a la comunidad de su estado de
postración y, según los resultados obtenidos, definir
una metodología del desarrollo comunitario capaz de
ser aplicada invariablemente al nivel nacional en todas
las zonas indígenas. La estación interrumpe sus activi-
dades demasiado pronto para que una empresa tan am-
biciosa tenga tiempo de dar todos sus frutos. Sin em-
bargo, representa un hito importante en el proceso
que conduce a los indigenistas a salir del campo de la
reflexión especulativa para internarse en la acción con
el apoyo de los poderes públicos. Y no es sino un ejem-
plo de las diversas tentativas que se efectuaron en Amé-
rica Latina por la misma época, con la idea de contro-
lar el cambio social y de utilizar las técnicas con miras a
incorporar al indio a la vida moderna.
En 1938, la vn? Conferencia Panamericana que tiene
lugar en Lima sugiere proceder a un intercambio de
información referente al problema indio y a una con-
frontación de experiencias realizadas para darle una
solución. A raíz de esta sugestión, el gobierno mexica-
no convoca a un Congreso Indigenista Interamericano
en 1940. El Congreso, que se lleva a cabo en Pátzcuaro,
lugar en el que cuatro siglos antes Vasco de Quiroga
había fundado uno de los “pueblos-hospitales”, movido
por una generosa utopía, reúne a las delegaciones de
dieciocho países del continente. Los congresistas emiten
un diagnóstico sobre la condición de los indios, cuyos
diferentes aspectos examinan, y después proponen a
los gobiernos una serie detallada de medidas concretas
para cambiar tal situación y, finalmente, abolirla: redis-

103
tribución de la tierra, alfabetización y educación,
saneamiento del medio ambiente, dignificación de la
mujer, protección de la infancia, desarrollo de la agri-
cultura y del artesanado, mejoramiento del régimen
alimentario y de las condiciones de alojamiento y de tra-
bajo, etcétera.
El pensamiento culturalista mexicano domina los
trabajos del congreso. Inspira los tres grandes principios
que son solemnemente proclamados en el acto final
y que habrían de guiar toda la política indigenista. El
primero de esos principios es que el problema indio
ofrece un interés público y reviste un carácter de ur-
gencia. El Estado debe hacerse directamente cargo de
él, y todos los gobiernos se encuentran en la imperiosa
obligación de tratarlo con prioridad. El segundo prin-
cipio es que ese problema no es de índole racial, sino
de naturaleza cultural, social y económica. Cualquier
práctica derivada de conceptos o de teorías que justi-
fiquen la desigualdad entre las razas es formalmente
condenada, cuando el objetivo de la práctica indige-
nista radica en poner a los indios en verdadera situa-
ción de igualdad con la población no india. Por último,
el tercer principio es que, para alcanzar tal objetivo,
los derechos de los indios deben ser protegidos y de-
fendidos en el marco del sistema legal en vigor, su pro-
greso económico asegurado y su acceso a los recursos
de la técnica moderna y de la civilización universal ga-
rantizado, en el respeto de sus valores positivos y de su
personalidad histórica y cultural. La cultura indígena
es explícitamente reconocida como factor de enrique-
cimiento de la cultura de cada país y de consolidación
de la nación.

104
De conformidad con la recomendación del congreso
de Pátzcuaro, es creado un Instituto Indigenista Inter-
americano (11) en tanto que instancia continental de
concertación de las políticas nacionales aplicadas a la
población india. Confiado a Gamio, que será su director
hasta su muerte, en 1960, el 111 se convierte en una
agencia especializada de la Organización de los Esta-
dos Americanos (OEA) en 1948. Con diversas categorías
y competencias, que van del simple consejo hasta la
realización de programas, otros institutos indigenistas
nacionales aparecen en Colombia, en Ecuador y en
Nicaragua en 1943, en Costa Rica en 1944, en Guate-
mala en 1945, en Perú en 1946, en Argentina en 1947,
en Bolivia en 1949 y en Panamá en 1952. El Instituto
Nacional Indigenista (INI) establecido en México por
la ley de 1948 y bajo la dirección de Antonio Caso, es
el más notable de todos. Agencia federal dotada de auto-
nomía financiera y de personalidad jurídica, el INI es
un organismo de investigación, de consulta, de ejecu-
ción y de información que desempeña una función
fundamental en la elaboración y la aplicación de la po-
lítica indigenista mexicana. Tiene vocación de coordi-
nar a los departamentos ministeriales en su conjunto y
otros servicios gubernamentales en las zonas indias.
Esta coordinación se realiza a través de “centros coor-
dinadores”, el primero de los cuales se abrió entre los
tzotziles y los tzetzales de Chiapas, en el antiguo obis-
pado de Bartolomé de Las Casas, en 1951, y el segun-
do entre los tarahumaras al año siguiente. En 1954, se
fundaron otros tres centros en Oaxaca, entre los mix-
tecos y los mazatecos. Especie de misión cultural se-
dentarizada y provista de acrecentados medios y de

105
ampliadas prerrogativas, el centro coordinador sigue
estando dirigido por un antropólogo, lo que subraya la
importancia que la política indigenista atribuye al fac-
tor humano y social. Incluye cincó departamentos que
representan los grandes campos de intervención del
INT: educación, salud, agricultura, comunicaciones y
asuntos jurídicos. Cada departamento dispone de un
equipo técnico que actúa bajo la responsabilidad de
un experto.
En América del Sur, los países que no poseen los
mismos recursos financieros y humanos que México
recurren a la ayuda multilateral para poner en práctica
su política indigenista. La Oficina de la Asistencia Téc-
nica (BAT) de las Naciones Unidas encomienda a la
Organización Internacional del Trabajo (OIT), que
desde 1921 ha acumulado una amplia experiencia en el
mejoramiento de las condiciones de vida y de trabajo
de las poblaciones indígenas en los países indepen-
dientes, la creación de una Misión Andina en la que
participan la Organización para la Alimentación y la
Agricultura (FAO), la Organización Mundial de la Salud
(oms), la Organización para la Educación, la Ciencia y
la Cultura (UNESCO), el Fondo Internacional para la
Infancia (UNICEF) y el Programa Mundial de Alimen-
tación (PAM). La Misión Andina empieza a operar en
Perú y en Bolivia en 1953, y en Ecuador en 1954, a par-
tir de “bases de acción” constituidas según el modelo
de los centros coordinadores mexicanos y animados
por equipos multidisciplinarios de expertos nacionales
e internacionales. En Perú, apoya un programa que
apunta al descongestionamiento de las superpobladas
tierras altas de la zona de Puno, suscitando una co-

106
rriente migratoria hacia el terreno aluvial amazónico
de los Andes (proyecto Puno-Tampobata). Después
amplía su campo de actividad a las zonas de Ayacucho,
de Apurimac y de Cuzco, que forman, con Puno, el área
de mayor concentración india del país. En Bolivia,
sostiene otro programa de colonización de tierras bajas,
en la zona de Santa Cruz, por emigrantes llegados de
las riberas del lago Titicaca (proyecto Cotoca), mientras
realiza tres proyectos de desarrollo comunitario, uno
de los cuales está principalmente centrado en el coope-
rativismo (proyecto Pillapi), otro en la educación (pro-
yecto Playa Verde) y el último en la salud (proyecto
Otavi). En Ecuador, emprende la modernización de la
economía de la zona de Otavalo, tradicionalmente
basada en la industria artesanal del tejido, antes de im-
plantarse en Riobamba en 1956 y de difundirse por
toda la sierra a partir de 1959.
La Misión Andina extiende sus operaciones a Co-
lombia, por las zonas del Cauca y de la Guajira, en 1958;
en Chile, en la zona de Arica, y en Argentina, en las altas
estepas de Jujuy, en 1961; y por último en Venezuela,
entre los guajiros situados en la frontera de este país
con Colombia, en 1963. Pero, desde principios de los
años sesenta, la responsabilidad de los programas se
transfiere progresivamente a los Estados. Los funciona-
rios nacionales entran al relevo de los expertos inter-
nacionales, y las administraciones públicas absorben
las estructuras establecidas bajo la égida de las Nacio-
nes Unidas. En 1961, Perú incorpora la Misión Andina
al Plan Nacional de Integración de la Población Abo-
rigen (PNIPA) que habrá de sostener Cooperación Po-
pular, la agencia nacional de desarrollo. Bolivia la integra

107
al servicio nacional de desarrollo de las comunidades
en 1967, y Colombia al Plan Nacional Indigenista, ese
mismo año. En 1973, la Misión Andina, completamente
nacionalizada, es oficialmente disuelta.
La política indigenista alcanza una consagración
internacional con la Convención 107 sobre las pobla-
ciones indígenas, tribales y semitribales que elabora la
OIT en 1957. Este texto vuelve a los principios enuncia-
dos por el Congreso Indigenista Interamericano en
Pátzcuaro en 1940, y les confiere un alcance universal.

CARACTERÍSTICAS

La política indigenista puede definirse como la acción


sistemática emprendida por el Estado por medio de
un aparato administrativo especializado, cuya finalidad
es inducir un cambio controlado y planificado en el seno
de la población indígena, con objeto de absorber las dis-
paridades culturales, sociales y económicas entre los
indios y la población no indígena. Esta política esta-
blece su propio marco legal. Sin dejar de favorecer al
terreno educativo, se basa en una metodología del des-
arrollo y genera una ingeniería social destinada a po-
ner en práctica esta metodología.

La legislación

La legislación indigenista no apunta a dotar al indio


de una categoría personal, y de ninguna manera infrin-
ge el principio de igualdad en que descansa el régimen

108
republicano. Lejos de resucitar el sistema al mismo
tiempo proteccionista y discriminatorio de las leyes de
Indias, pretende por el contrario hacer efectivos los
derechos de ciudadanía que la población india adquirió
con la independencia y que nunca ha podido ejercer
debido a su condición. Las disposiciones protectoras
que contiene no van más allá de las que disfrutan otras
categorías de la población, como los niños, las mujeres
y los obreros, en razón de la particular posición que
ocupan en el cuerpo social. Los argumentos que los
conservadores han esgrimido durante mucho tiempo
en contra de la adopción de medidas en favor de los
indios, arguyendo que tales disposiciones volverían
legal la segmentación de la sociedad sobre una base
étnica, están, por ello, totalmente infundados. No se
trata de volver al pasado colonial, sino de liquidar defi-
nitivamente su herencia.
Por lo demás, la legislación indigenista está funda-
mentalmente concebida para los indios campesinos de
las altas tierras que desde el siglo XVI sufren la domi-
nación de los blancos y de los mestizos. No toma mu-
cho en cuenta la situación particular de las poblacio-
nes seminómadas de las tierras bajas que, ciertamente,
representan un muy bajo porcentaje del total de la
población indígena de América Latina. Excepto tal vez
en Brasil, los grupos étnicos del Amazonas todavía se
hallan privados de existencia legal. Por otra parte, la
mayoría de ellos escapa al dominio de los poderes
públicos que, como en Colombia o Venezuela, en oca-
siones siguen delegando a congregaciones misioneras
la autoridad de excepción que el Congreso indigenista
interamericano les ha invitado, no obstante, a ejercer.

109
Sólo hacia finales de los años sesenta, los Estados ri-
bereños de la cuenca del Amazonas, por iniciativa del
gobierno brasileño, empezarán a tomar posesión efec-
tiva de su territorio amazónico y a extraer a estas etnias
de los limbos legales, en el marco de una política de
consolidación fronteriza. El Tratado de Cooperación
Amazónica que concluyen en 1978 señala el fin de la
conquista de América iniciada cinco siglos antes, como
también la pérdida definitiva de la autonomía de la
que aún disfrutaban algunas pequeñas comunidades
indígenas diseminadas en las profundidades de la selva.

La educación

Frente a las fuerzas conservadoras que desean dar a los


indios una educación específica, el indigenismo de-
fiende el principio de la enseñanza única, gratuita y
obligatoria. Los débiles esfuerzos hechos a favor de la
educación indígena antes de los años veinte apuntaban
a despojar al indio de su “barbarie”, para hacer de él
un ciudadano sometido a la autoridad pública y res-
petuoso de la propiedad privada. Estaban destinados a
prevenir las “guerras de castas”, cuidándose de no de-
sencadenar un proceso de movilidad ascensional que
pudiera modificar la jerarquía de las razas y de las
clases en la sociedad. Los indigenistas, que reaccionan
alradamente a esa concepción de la enseñanza, ven en
la educación tanto un medio de emancipación y de
ascenso individuales como un instrumento de moder-
nización social, y militan para que los indios reciban la
misma formación que los blancos y los mestizos. El

110
espíritu universalista que los anima conduce a Vascon-
celos a dotar a cada misión cultural de una biblioteca
que incluya a los clásicos de la literatura mundial, cuyo
formato fue especialmente estudiado para que pu-
diera sostenerse sobre la albarda de un mulo y de esa
manera llegara hasta las aldeas más alejadas. En reali-
dad, el universalismo se combina con el nacionalismo
para confiar a la escuela una doble misión: poner la
cultura al alcance de todos, pero también dar a todos
la misma cultura.
Por ello, con mucha prudencia se ponen en prácti-
ca las adaptaciones que requiere el sistema educativo
nacional para acercarse a las realidades cotidianas de
la vida indígena, así como los métodos pedagógicos
particulares, necesarios para hacer que el contenido
de la enseñanza sea más fácilmente asimilable por los
indios. La idea de que es más fácil enseñar el español a
los alumnos que han sido previamente alfabetizados
en su lengua materna se abre paso con dificultad. La
utilización de las lenguas vernáculas en la enseñanza
no sólo encuentra una oposición de naturaleza política
e ideológica, sino también dificultades técnicas. Implica
la codificación de las lenguas indígenas, el estableci-
miento de sistemas de transcripción y la elaboración de
materiales didácticos. No obstante, la tarea es empren-
dida especialmente por el Instituto de Alfabetización
en Lenguas Indígenas, creado en México en 1945, pero
sobre todo por el Instituto Lingúístico de Verano (ILV)
que el gobierno mexicano introduce en América La-
tina, sellando con él un convenio en 1937. Dependen-
cia de una organización protestante norteamericana
de Oklahoma (la Wycliffe Bible Translators, que pre-

dl
tende poner la Biblia al alcance de todos los pueblos
del mundo), el ILV es convocado a Perú en 1945, a
Ecuador en 1953 y a Colombia en 1961, donde pone al
servicio de los programas educativos la capacidad de
sus lingúistas. Pero el bilingúismo y el biculturalismo
que éste practica con fines misionales, lo exponen
muy pronto a numerosas críticas. La única forma de
bilingúismo que el indigenismo tolera es el de transi-
ción, es decir, un bilingúismo que facilita el paso a la
lengua nacional. Antes de los años setenta, las lenguas
vernáculas habrán de ser empleadas dentro de la ense-
ñanza sólo en algunos países, donde, por otra parte, el
recurso al bilingúismo de transición casi no rebasará
el estadio experimental.
En cambio, se acepta muy pronto que la escuela no
debe limitarse a transmitir un conocimiento académico
a los niños, ni a inculcar la cultura nacional a las jó-
venes generaciones indígenas. Se le pide que irradie
en todos los puntos de la comunidad en donde se im-
plante, organizando cursos nocturnos, campañas de
alfabetización para adultos, programas de economía
doméstica para mujeres, proyectos de extensión agrí-
cola e incluso actividades culturales, artísticas y depor-
tivas. En los ejidos mexicanos, por ejemplo, la escuela
dispone de una parcela en la que los alumnos, una vez
terminada la clase, experimentan nuevos cultivos y téc-
nicas agrícolas modernas. La cosecha obtenida se re-
parte entre los padres que de esa manera pueden juz-
gar los resultados de la innovación y la importancia de
su adopción. El concepto de educación fundamental
que formula la UNESCO en 1947 y que ésta desarrolla en
el seno del Centro Regional de Educación Funda-

na
mental (CREFAL), establecido en México en 1951, debe
mucho, sin duda, a los experimentos de formación de
base realizados en América Latina desde los años
veinte, en el marco de una escuela abierta no sólo a su
entorno, sino también completamente integrada al sis-
tema institucional de la comunidad y verdaderamente
convertida en propiedad de la población local.

El desarrollo comunitario

La política indigenista concentra su acción sobre la


comunidad indígena. Aun cuando tienen influencia
en la totalidad de una zona, los centros coordinadores
del INI mexicano, las bases de acción de la Misión An-
dina —y todos los programas de desarrollo— inter-
vienen en el plano del espacio comunitario, donde
normalmente se localizan todos los factores del estan-
camiento y que al mismo tiempo contiene los elemen-
tos del progreso. El desarrollo comunitario consiste en
la acción sobre esos factores y elementos, con objeto
de iniciar un proceso de modernización. Así pues, el
cambio no se impone desde el exterior, sino que se
produce en el mismo seno de la comunidad, en particu-
lar por medio de un reacondicionamiento institucio-
nal debidamente controlado para que no engendre
fenómenos de desestructuración social.
El desarrollo comunitario recurre a las instituciones
tradicionales reorientadas por él mismo y a las que
asigna nuevas funciones. De esa manera, la asamblea
pública (cabildo abierto) de origen colonial, que reúne a
los comuneros y toma las decisiones que colectivamente

113
les atañen, se convierte en la instancia en la que se dis-
cuten los proyectos innovadores. El papel del agente
de desarrollo consiste en presentar los proyectos a la
asamblea de manera no directiva, en escuchar las reac-
ciones que provocan, y en realzar las ventajas que
pueden ofrecer. Pero es la comunidad la que tiene
siempre la última palabra. Ella escoge los que le con-
vienen, determina el orden de prioridad en función
de sus propios criterios y define el ritmo con el que
serán ejecutados.
Otra institución tradicional puesta al servicio del
desarrollo comunitario es la que, con diferentes nom-
bres (mita, faena, república, etc.), moviliza periódica-
mente, en el transcurso del año, la fuerza de trabajo
de los comunes en tareas de interés colectivo. Sin que
por ello se les desvíe de sus fines habituales, estas for-
mas de trabajo cooperativo son utilizadas para cons-
truir el local escolar o el centro médico, o para construir
un sistema de distribución de agua potable que con-
tribuirá a sanear el ambiente, o incluso para cavar
una red de irrigación que librará a la cosecha de los
azares de la temporada de lluvias. Uno de los principios
del desarrollo comunitario exige que la población, que
decide sobre los proyectos, participe en su ejecución
mediante una aportación de trabajo, en tanto que la
agencia de desarrollo proporciona solamente el apoyo
financiero y el marco técnico. El esfuerzo hecho por la
comunidad dentro de esta repartición de tareas nor-
malmente debe asegurar que el proyecto se acepte en
realidad como una necesidad y que la realización en la
que debe desembocar no será dejada sin uso, una vez
terminado.

114
La reorientación y la refuncionalización de la an-
tigua organización colectivista indígena son, asimismo,
bases para fundar las cooperativas de producción, de
consumo o de crédito. En cambio, la introducción de la
medicina moderna es más difícil, en la medida en que
pone en entredicho el sistema de creencias de la co-
munidad, así como la categoría de los curanderos
tradicionales cuyas prácticas curativas se inscriben en
una visión del mundo radicalmente distinta de la con-
cepción occidental del universo. Especialistas de lo
sobrenatural, los curanderos manipulan las fuerzas
cósmicas a favor del bienestar físico y moral de la po-
blación. Ejercen una autoridad difusa y participan en
el control social. Por esto, las agencias de desarrollo
tratan de ganárselos proporcionándoles una forma-
ción paramédica que pueden utilizar conjuntamente
con sus conocimientos empíricos. Eventualmente son
empleados como socorristas o como auxiliares durante
las campañas de erradicación de las enfermedades
endémicas.
Desde muy temprano se dejó sentir la necesidad de
disponer de contactos y de relevos permanentes en la
comunidad para que la acción indigenista tenga en
ella una eficacia Óptima. A partir de 1926 se crea en
México la Casa del Estudiante, con la intención de for-
mar a jóvenes indios que, una vez devueltos a sus co-
munidades de origen, podrían reflejar las aspiraciones
y las necesidades de la población local y convertirse en
los vectores del cambio. Sin embargo, estos indios
aculturados experimentan muchas dificultades en el
cumplimiento de la función de mediadores que les ha
sido asignada, o bien porque han dejado de ser consi-

115
derados como indios por sus pares, o bien porque
ellos mismos ya no se consideren como tales. Estos
“promotores culturales” suelen ver en el empleo que
ocupan el punto de partida de un ascenso social que,
al cabo de un cierto tiempo, los lleva a romper definiti-
vamente con su medio, y a fundirse entre los mestizos
urbanos, con los que se han identificado culturalmente.
Sólo al final de los años sesenta, las posibilidades de
movilidad social comienzan a reducirse, momento en
que las agencias de desarrollo podrán constituir cuerpos
estables de promotores culturales completamente pro-
fesionalizados.
El desarrollo comunitario atribuye particular impor-
tancia al desenclave de las comunidades y a su articula-
ción a las metrópolis regionales mediante una red de
caminos. Las carreteras son indispensables para que
los excedentes creados en la comunidad por el aumento
de la productividad y de la producción se vendan direc-
tamente en los mercados urbanos. Sin embargo, tam-
bién son necesarias para que los nuevos bienes que el
mercado ofrece lleguen hasta la comunidad e inciten
indirectamente a los comunes a producir todavía más,
con tal de poder adquirirlos. Como efecto esperado
del cambio, la inserción de la comunidad en la eco-
nomía mercantil, debida a una especie de deriva econo-
micista, suele por otra parte considerarse como condi-
ción suya. Incluso, se convierte en el principal objetivo
del desarrollo rural integrado, de inspiración liberal,
que, durante los años setenta, y bajo la influencia del
Banco Mundial, habrá de desalojar al desarrollo comu-
nitario como metodología de la modernización del
campo.

116
La ingentería social

La última característica, y quizá la más original, de la


política indigenista, es la ingeniería social que pro-
duce para alcanzar sus objetivos. La acción indigenista
presupone un conocimiento del medio en que aquélla
se aplica. Sin este previo conocimiento, dice Gamio,
“las necesidades de la población jamás podrán ser sa-
tisfechas, si no es de manera unilateral y por lo tanto
ineficaz”. De ahí la importancia que los indigenistas
atribuyen a las ciencias sociales, y particularmente a la
antropología, a la que Gamio exige “proporcionar un
conocimiento sobre la población, que es la materia
prima con la que se gobierna y por la que se gobierna”,
a fin de permitir “el ejercicio de un buen gobierno”. Re-
conocida su utilidad pública, la antropología es elevada
hasta la condición de ciencia “política” y puesta al ser-
vicio del proyecto nacional. El Departamento de Antro-
pología que Gamio funda en la Secretaría de Agricul-
tura en 1917, y que es el primero de América Latina,
recibe por misión, según los estatutos, la de “preparar
la reconciliación racial, la fusión cultural, la unifica-
ción lingúística y el equilibrio económico de la po-
blación, de modo que puedan formar una nacionali-
dad coherente y definida y una verdadera patria”.
La principal vocación de la Escuela Nacional de An-
tropología, creada por Caso en 1942, en la ciudad de
México; la del Instituto de Etnología fundado por Val-
cárcel en 1946, en Lima; y la de diversas instituciones
de enseñanza y de investigaciones etnológicas que
salen a la luz en otras partes por la misma época, no es
tanto la de formar a investigadores desinteresados,

1x7
como la de propocionar al indigenismo los expertos y
directivos que le hacen falta. Si no existen indigenistas
que no sean también antropólogos, tampoco existen
antropólogos que no sean indigenistas, aunque sólo
sea porque la profesión carece de otras salidas. La an-
tropología se desarrolla en función de las necesidades
de la política indigenista, la que le imprime sus orien-
taciones teóricas, le impone su problemática y le asigna
su temática. La dependencia a la que se le somete no
sólo tuvo consecuencias negativas. Particularmente,
condujo a los antropólogos latinoamericanos a traba-
jar en los fenómenos de aculturación mucho antes de
que la comunidad científica, en 1936, reconociera fi-
nalmente la validez de este concepto.
La antropología no se limita a reunir y elaborar la
información relativa a la población india para la eficaz
intervención de la política indigenista. Los antropólogos
acompañan esta intervención a todo lo largo de sus di-
ferentes fases, aplicándose a forjar sus instrumentos. Si
bien observa el cambio, la Estación Experimental, de
Sáenz a Carapán, pretende asimismo producirlo y de-
finir las técnicas capaces de controlarlo. La producción
del cambio social, en condiciones de laboratorio, y el
establecimiento de una tecnología social que garantice
su dominio, se sitúan igualmente en el corazón de las
investigaciones realizadas en este centro, que asocia
indigenistas peruanos a antropólogos de la Univer-
sidad de Cornell a partir de 1951, en Vicos, lugar de
los Andes. Las experiencias latinoamericanas en el cam-
po de la ingeniería social han contribuido de manera
significativa a la constitución de la antropología aplicada
en tanto que subdisciplina de la ciencia antropológica.

118
EVALUACIÓN

El análisis crítico de la política indigenista revela algu-


nas debilidades, insuficiencias o fallas que, sin duda,
han reducido su alcance. Esta política tiende a ejercer
una acción íntegra. Sin embargo, la coordinación entre
los servicios administrativos que semejante acción im-
plica ha encontrado dificultades que no siempre han
sido fáciles de superar. Así, la agencia no ha conseguido
mantener en ningún país un cierto dominio sobre la
variable territorial, que no ha dejado de estar bajo el
exclusivo control del organismo encargado de la refor-
ma agraria. Incluso en México, el INI, que no obstante
goza de competencias particularmente extensas, no ha
podido integrar la redistribución de la tierra a su es-
trategia de desarrollo comunitario.
El afán de no causar la destrucción del marco de
vida tradicional ha hecho que la política indigenista
inscriba la modernización en un proceso evolutivo cuya
culminación se difiere al largo plazo. Los cambios a los
que la población indígena está expuesta son general-
mente inferiores a los que sería capaz de absorber, así
como a los que serían necesarios para transformar ra-
dicalmente su posición. Por otro lado, al actuar dentro
de la comunidad —cuya organización es para ella ori-
gen de todos los bloqueos presentes, así como porta-
dora de todos los dinamismos futuros— la política in-
digenista descuida los factores externos que tanto
condicionan el desarrollo. Especialmente, deja intactas
las estructuras regionales de explotación que refuer-
zan el tradicionalismo indígena y que constituyen sin
duda el mayor obstáculo para el cambio. Las redes de

119
desigual intercambio que animan los comerciantes
mestizos siguen por lo general captando los exceden-
tes producidos por las comunidades que se modernizan,
de manera quellos comunes siguen tan pobres como
antes y sus esfuerzos se ven desalentados. La creación
de caminos que llevan directamente al mercado y la
fundación de cooperativas no siempre han permitido
pasar por encima de la rapacidad de los intermedia-
rios, pero tampoco han bastado para acarrear el dete-
rioro de sus actividades. En el Chiapas mexicano, así
como en el Chimborazo ecuatoriano, se ha podido
observar que la ayuda dada a los indios beneficiaba
finalmente a la población no indígena que los explota-
ba, y que en algunos lugares contribuía a reforzar los
antiguos mecanismos de extorsión, todavía más renta-
bles que antes.
Por último, los gobiernos, que siempre dan a su
acción indigenista una gran publicidad y que buscan
derivar de ella un complemento de legitimidad, pocas
veces le han proporcionado los recursos materiales
necesarios para la realización de sus objetivos. La ex-
tensión del campo de aplicación de la política indige-
nista se ha hecho generalmente a un ritmo lento y, de
manera considerable, se ha visto expuesta a los azares
de la coyuntura financiera. En 1966, en Perú, Coopera-
ción Popular vio repentinamente cortados sus créditos
por un congreso escaso de dinero, de suerte que hubo
que aplazar el Plan Nacional de Integración de la
Población Aborigen. Y en 1968, en México, la asigna-
ción presupuestaria del IN1, que está a cargo de cinco o
seis millones de indios, sigue siendo menor a la suma
consagrada a la decoración floral de la ciudad de

120
México, como entonces lo señalara con amargura un
indigenista.
De todos los recursos que el Estado destina a la mo-
dernización del mundo rural, las comunidades indíge-
nas no recibirán nunca sino una ínfima parte. Todos
los gobiernos tienden a canalizar lo esencial de esos
recursos a las explotaciones agrícolas que pueden ser
tecnificadas y que pueden aumentar su productividad
gracias a una capitalización intensiva. Mediante un
otorgamiento de créditos de tasas de interés reducidas,
a veces inferiores a la tasa de inflación, mediante dis-
posiciones fiscales que permitan un amortizamiento
acelerado, mediante la desgravación de la energía, tales
gobiernos incitan a la mecanización agrícola y al em-
pleo de delegados industriales en la agricultura. Estas
medidas, que las comunidades son incapaces de apro-
vechar debidamente, contribuyen a aumentar la dis-
tancia que separa al pequeño productor indio del me-
diano y gran explotador. La “revolución verde” en la
que, antes que nadie, México se inscribe tras la reforma
agraria cardenista, se refleja en una orientación de los
fondos públicos, del sector reformado de la agricultura
hacia el sector privado, que al mismo tiempo se encarga
de satisfacer la demanda alimentaria interna y de con-
currir al equilibrio de la balanza comercial mediante
la exportación de excedentes.
La contradicción entre la política indigenista y las
grandes opciones económicas del Estado se acentúa
más a partir de los años cincuenta, cuando el peso de-
mográfico y político que empiezan a adquirir las
aglomeraciones urbanas lleva a las autoridades guber-
namentales a prestar una atención creciente al aprovi-

121
sionamiento de las ciudades al menor costo. A fin de
que los productos alimenticios de primera necesidad
se mantengan accesibles a todos los ciudadanos, de
evitar los conflictos sociales debidos al encarecimiento
de la vida, de frenar el alza de los salarios industriales
y de contener la inflación, los gobiernos abren cada
vez más las fronteras a la entrada de productos agríco-
las de gran consumo llegados del extranjero, que en
ocasiones son subvencionados. El pequeño productor
indio que estaba relativamente bien protegido, queda
expuesto a los efectos de una competencia interna-
cional a la que no le es fácil enfrentarse. Su situación
económica se vuelve todavía más precaria cuando la
administración o los centros de comercialización que
el Estado ha creado para abastecer mejor los mercados
urbanos, lo obligan a vender sus cosechas a un precio
que, en ocasiones, no cubre siquiera el costo de pro-
ducción.
El impulso dado a la capitalización de la agricultura
y la presión ejercida directa o indirectamente sobre los
precios de las mercancías agrícolas, anulan los efectos
que la acción indigenista pudiera tener a favor del des-
arrollo comunitario. En todas partes, las comunidades
entran en crisis. El campesinado indígena se descom-
pone y se deja arrastrar por las corrientes migratorias
hacia las ciudades, en las que los indios, en número
cada vez mayor, desaparecen entre la masa de un pro-
letariado mestizo. Iniciadas durante los años cuarenta,
estas migraciones alcanzan con rapidez una intensidad
tal que, en el transcurso de las tres décadas siguientes,
la relación entre la población rural y la población
urbana se invierte en toda la región. Desplazan el cen-

122
tro de gravedad demográfico de Perú de la sierra al
litoral costero, y hacen de Lima, orgullosa ciudad blanca
que los indios invaden al descender de los Andes, un
crisol racial, étnico y cultural.
Resueltamente ruralista, el indigenismo pretendía
modernizar a la población indígena en su hábitat. Sin
embargo los terruños indígenas, más que modernizarse,
se vacían. Asimismo, los indigenistas deseaban conser-
var la cultura india en lo que reconocían de positivo
en ella, remplazando con elementos occidentales los
que les parecían negativos. Su concepción de la cul-
tura era, sin duda, demasiado mecanicista para que se-
mejante tentativa pudiera desembocar en el resultado
esperado. Una cultura, efectivamente, es una totalidad
integrada a la que no es posible cambiarle una parte
sin que las demás resulten afectadas y sin que se per-
turbe el orden de su disposición. La creación de un
sistema de riego, por ejemplo, provoca un aumento de
la producción. Pero también conlleva una diferencia-
ción entre los comunes que tienen acceso a ese sistema
y quienes no lo tienen. Conduce, igualmente, al aban-
dono de los ritos propiciatorios de la lluvia y a la des-
aparición de la creencia en las divinidades que pro-
tegían la actividad agrícola. Por muy modesta que sea,
la innovación modifica las relaciones sociales, las prác-
ticas culturales y hasta la visión del mundo. En reali-
dad, la modernización se produjo a la par de una occi-
dentalización que empieza en la comunidad, en los
pupitres de la escuela rural, pero que termina en las
ciudades, en donde desemboca simple y sencillamente
en una asimilación. Tanto más cuanto que el indio, al
huir del campo, y a fin de subir más fácilmente por la

123
escala social, en el ámbito urbano intenta deshacerse
de su cultura de origen, misma que asocia a su antigua
condición, en lugar de perpetuar sus vestigios.
Algunas cifras muestran las dimensiones de este
proceso. Mientras que la población de América Latina
se multiplica con un coeficiente del orden de 2.5 entre
1920 y 1970, y que rebasa los 250 millones en la última
de estas fechas, la población censada como indígena
permanece estable alrededor de los 30 millones. Por
consiguiente, la proporción de indios en el total de los
efectivos demográficos de la región desciende a 12%.
En México, país en el que una larga práctica censual
proporciona datos estadísticos relativamente precisos y
confiables, desciende incluso de 30% a menos de 8%,
de manera que Caso puede prever legítimamente, pro-
longando la tendencia, que la solución definitiva del
problema indígena no es más que una cuestión de años.
Si el descenso es menos espectacular en algunos países,
como Guatemala, Ecuador o Bolivia, no deja de ser
cierto que, en su conjunto, todo el aumento de la de-
mografía indígena latinoamericana es enteramente
captado por la sociedad nacional. Así pues, en el trans-
curso de los cincuenta años considerados, varias dece-
nas de millones de indios escapan de una condición
cultural, social y económica que permitiría identificar-
los como tales. Este gran movimiento de reabsorción
de la indianidad en la nacionalidad, resulta esencial-
mente de tres factores que participan en el seno de la
formación social: la escolarización del campo, la emi-
gración de los rurales —y en principio aquéllos que
pasaron por la institución escolar y hablan la lengua
nacional— hacia las aglomeraciones urbanas, y la pro-

124
letarización de los emigrantes en una estructura de
clases muy ampliamente abierta a la que se integran y
que les garantiza grandes posibilidades individuales de
ascenso social. De esa manera el proyecto nacional,
formulado un siglo antes, está a punto de cuajar a fi-
nales de los años sesenta.

125
V. DEL INDIGENISMO AL INDIANISMO

EN EL momento mismo en que parece estar a punto de


alcanzar sus objetivos, el indigenismo es vigorosamente
puesto en entredicho. Algunas voces se elevan para
denunciar, en nombre de los derechos imprescripti-
bles de la indianidad, la integración social y la asimila-
ción cultural a las que tienden sus prácticas. Tales vo-
ces surgen de organizaciones que se erigen en voceros
de “pueblos” indígenas o de “nacionalidades” indias
que desean perseverar en su ser cultural y que rechazan
la fusión “etnocida” en el seno de una nación mestiza.
Las reivindicaciones que expresan son escuchadas por
sectores cada vez mayores de la sociedad y son respal-
dadas por instituciones nacionales y extranjeras que
les otorgan una caución moral o un apoyo material.
Los dirigentes y los altos empleados de esas organiza-
ciones indianistas son generalmente de origen rural e
indio, no obstante estar urbanizados, educados y occi-
dentalizados. ¿Los indios desaparecen del campo para
renacer en las ciudades? ¿La occidentalización tendrá
como efecto el darles conciencia de su identidad y el
proporcionarles los medios para afirmarla en toda su
diferencia?
En realidad, el actual resurgimiento de la indianidad
es la manifestación latinoamericana de ese reconoci-
miento étnico que acompaña, en escala internacional,
el proceso de mundialización. Está ligado al agota-

126
miento del modelo nacional de desarrollo y a la quie-
bra del Estado intervencionista y asistencialista que
implica. El paso del indigenismo al indianismo corres-
ponde al final de la era populista y a la entrada de Amé-
rica Latina en una nueva edad liberal.

EL AGOTAMIENTO DEL MODELO DE DESARROLLO

La modernización de la sociedad y la nacionalización


de la población india son prueba de la eficacia del
modelo de desarrollo basado en la industrialización
sustitutiva de importaciones que subyace a estos mo-
vimientos. Entre 1940 y 1970, el producto interno bruto
(PIB) aumenta en un promedio anual de 5.5%. En
cuanto a la producción industrial, aumenta en una tasa
ampliamente superior, que alcanza o rebasa el 8% anual
en algunos países como México. No obstante, desde el
final de los años sesenta el modelo de desarrollo em-
pieza a dar señales de agotamiento. Por una parte, los
índices de crecimiento económico tienden a disminuir.
Protegidas por barreras aduanales que se erigen frente
a la competencia de los productos manufacturados
provenientes del extranjero —y que se abaten con la
entrada de las mercancías agrícolas—, pierden su di-
namismo las empresas públicas fundadas por el Estado
populista y las firmas privadas que prosperan en el re-
gazo gubernamental. Gozan de rentas situadas dentro
de un mercado cautivo cuya capacidad de absorción,
por otro lado, llega a sus límites a causa de una insufi-
ciente redistribución del ingreso nacional. El recurso
invariable al déficit público, financiado por créditos

127
internacionales, permitirá mantener el modelo en vigor
a lo largo de los años setenta, pero contribuirá final-
mente a hundir a América Latina en una de las peores
crisis financieras de su historia al inicio de la década
siguiente.
Por otra parte, el aparato económico se revela cada
vez menos capaz de ocupar la mano de obra que se
ofrece en el mercado de trabajo. Una de las razones de
ello es que la industrialización no repite el mismo pro-
ceso que se desarrolló el siglo pasado en Europa y en
los Estados Unidos. Incluso si empieza en el sector de los
bienes acabados no duraderos para continuar en el
sector de los bienes duraderos y desembocar en el sector
de los bienes de capital, en cada uno de esos sectores
siempre aplica las técnicas más modernas, las que re-
quieren de fuertes inversiones pero que generan rela-
tivamente pocos empleos. Es capital intensivey labor sa-
ving (intensiva en capital y ahorradora de mano de
obra). De hecho, la producción industrial de América
Latina se sextuplica entre 1945 y 1980, mientras que la
mano de obra, indispensable para garantizarla, ni si-
quiera se triplica. En el transcurso de este periodo, la
cantidad de empleos creados por unidad de capital
invertido tiende a disminuir de manera constante.
Pero también la incapacidad del aparato económico
para responder a la demanda de trabajo depende del
crecimiento considerable de la población en edad acti-
va, derivado de la explosión demográfica sin prece-
dentes que sufre la región. En 1970, el índice de au-
mento de la población latinoamericana se eleva a 2.8%,
e incluso a 3.4% en los países de la América intertropi-
cal, por los efectos combinados del descenso de la

128
mortalidad —debido a la extensión de los servicios de
salud— y del mantenimiento de una gran fecundidad
ligada a los obstáculos sociales y culturales a los que se
enfrenta el control de la natalidad. Si bien estos ín-
dices tienden a estabilizarse, y a disminuir lentamente
a partir de 1975, los efectivos de la fuerza de trabajo
disponible continúan incrementándose. El aumento
anual en promedio del número de personas que ingre-
san al mercado de trabajo era de 1.3 millones en los
años cincuenta, y de 1.9 millones en los años sesenta.
Asciende a 3.1 millones en los años ochenta, para
alcanzar los 3.9 millones en los noventa.
Por todo ello, la situación del empleo se degrada
notablemente. Las encuestas llevadas a cabo por diver-
sos organismos nacionales e internacionales, como el
Programa Regional para el Empleo (PREALC) de la OIT,
revelan que el porcentaje de la población en edad activa
adecuadamente ocupada varía entre 35 y 65% según el
país. Es decir que, el desempleo y el subempleo afec-
tan a más de la tercera parte de la fuerza de trabajo
disponible, según la hipótesis más favorable, y a cerca
de las dos terceras partes, en el peor de los casos. Los
enclaves de marginalidad que se creía poder eliminar
al cabo de un tiempo mediante una mejor formación
profesional de la mano de obra no sólo se mantienen,
sino que se incrementan, y adquieren proporciones
tales que a veces llegan a concentrar a la mayor parte
de la población nacional. En esas condiciones, la mo-
vilidad ascendente disminuye y finalmente se detiene.
Si bien subsisten los canales a través de los cuales ésta
se realizaba, ya no llevan a ninguna parte. La educa-
ción y la emigración que desembocaban en la proleta-

129
rización ahora lo hacen en el vacío social. Los indios
que siguen siendo arrastrados hacia los centros indus-
triales y urbanos por los flujos migratorios, ya no tie-
nen posibilidad alguna de integrarse-a la estructura de
clases, ni ninguna esperanza de ver que sus hijos
asciendan, como antes, en la sociedad. Una vez que la
integración se ha vuelto imposible, el indigenismo
pierde toda funcionalidad.
Las sociedades latinoamericanas presentan una nue-
va configuración. La separación fundamental que las
atraviesa ya no pasa por las clases. En adelante, opone
un sector que permanece estratificado, organizado y
asociado directamente a la producción, contra un sec-
tor periférico, inorgánico y masificado que el aparato
económico mantiene al margen del proceso productivo.
Este sector masificado excede, no obstante, en mucho
las dimensiones de un “ejército de reserva” destinado a
influir en los salarios. Representa a una población
supernumeraria, económicamente inútil y ya ni siquie-
ra socialmente explotable, de tal suerte que, aún ofre-
ciendo gratuitamente su fuerza de trabajo, no encontra-
ría empleo.
Quienes componen el sector masificado viven en la
mayor precariedad y en la más total incertidumbre
respecto al manana. Dentro de los inmensos cintu-
rones de miseria que rodean las capitales, las metrópo-
lis regionales e incluso las ciudades medianas, viven en
la miseria material y moral, de la que ni las estrategias
de supervivencia a muy corto plazo, a las cuales se ven
obligados a recurrir, y que ponen en práctica con un
individualismo furioso, son capaces de salvarlos. Si ya no
son gente rural, no por eso son urbanos. Ya no se trata

130
de campesinos, pero tampoco se transforman en pro-
letarios. Ya no son indios, pero no consiguen apro-
piarse de otra cultura. Habiendo perdido su condición
de campesinos, de indios y su cultura, sólo se definen
por lo que han dejado de ser. La sociedad los man-
tiene en un estado de ingravidez en que los más ele-
mentales lazos interpersonales se erosionan y se di-
suelven a partir del momento en que dejan de ser
aplicables. La amplitud de la delincuencia, pero tam-
bién la frecuencia de los abandonos de niños y la gran
inestabilidad de la familia —que suele reducirse a la
mujer y a la progenitura— abandonada por compa-
neros sucesivos, indican el grado de descomposición
social en el seno de esta población privada de toda
perspectiva futura.
Es precisamente en este sector masificado donde
aparecen y se desarrollan las organizaciones indianis-
tas. Conjuntamente con las sectas religiosas que pro-
liferan en ese mismo ambiente, se dedican a combatir
el desarraigo y el aislamiento, creando un cálido senti-
miento de pertenencia sobre la base de la indianidad.
Remiendan la desgarrada trama del tejido social y es-
tablecen entre los individuos atomizados relaciones
nuevas, de carácter multifuncional, que son todavía
más fuertes en la medida en que son de naturaleza
étnica e intensamente cargadas de afectividad. Por ini-
ciativa de abogados sin causa, de médicos convertidos
en maestros de escuela o en choferes de taxis “piratas”,
en una palabra: profesionales demasiado preparados
para los empleos humildes y precarios que ocupan,
reaniman una cultura capaz de ofrecer a quienes han
perdido su marco de referencias, un sistema de valores,

131
así como una identidad. La vuelta a la indianidad, rea
lizada bajo la guía de una intelligentsia “lampenizada”
representa un repliegue estratégico para que una po
blación que deriva en la anomia $e reconozca y sez
reconocida, y encuentre de esa manera una capacidad
de acción colectiva.
Entre la identidad india tradicional y la que las orga:
nizaciones indianistas tratan de hacer brotar, la dife-
rencia es considerable. La primera es una identidad
objetiva impuesta desde el exterior a una categoría
social. Corresponde a una condición subordinada visi
ble gracias al uso de cierta vestimenta, de una cierta
lengua y, en forma más general, al de la práctica de un
cierto modo de vida. La segunda es una identidad sub
jetiva que, en una situación inédita de marginalidad y
de exclusión, construyen los mismos que se liberaron de
tal condición, hasta el grado en que han perdido tod:
señal del mismo. El paso de una a otra supone la abo
lición de la condición de indio, y toma necesariamente
el camino de la aculturación occidentalizante. Así, la:
tomas de conciencia de identidad que se producer
actualmente en América Latina no se inscriben en l:
continuidad de una indianidad milenaria en la que
nunca hubieran tenido efecto las vicisitudes de la histo
ria. No se les puede abstraer de las circunstancias er
que tales tomas de conciencia se producen, sin corre;
el riesgo de ignorar su profunda originalidad y su ver
dadera significación.

132
LAS ORGANIZACIONES INDIANISTAS

El florecimiento de las organizaciones indianistas está


caracterizado por la exuberancia y la diversidad. Algu-
nas Organizaciones corresponden a etnias particulares.
Tal es el caso de Ecuarunari, en Ecuador. Otras, como
la Unión de Naciones Indias (UNI) de Brasil o la Con-
federación de las Nacionalidades Indias de Ecuador
(CONAIE), federan a estas organizaciones de base a
escala nacional. Y otras más, como la Coordinación Re-
gional de los Pueblos Indios de México y de América
Central (CORP1), la Coordinación de las Organizaciones
Indias de la Cuenca del Amazonas (COICA) o el Consejo
Indio Sudamericano (CISA), coordinan a las federa-
ciones nacionales en un plano internacional o transna-
cional. Pero estas federaciones, confederaciones y coor-
dinaciones de federaciones son muy débiles, y las
organizaciones intermediarias que se escalonan entre
la cima y la base no dejan tener una gran autonomía, e
incluso una total independencia. Por otra parte, con
frecuencia entran en competencia en todos los escala-
fones. La Coordinación Nacional de los Pueblos In-
dios de México (CNPI) impugna la representatividad de
la Confederación Nacional de los Pueblos Indios de
México (CNPI) de la que surgió, mientras que la Asocia-
ción de los Indios de Colombia (AICO) disputa a la Or-
ganización Nacional de los Indios de Colombia (ONIC)
el monopolio de la representación indígena que ésta
pretende arrogarse. Son igualmente frecuentes las di-
sidencias que llevan a escisiones. En Bolivia, el Movi-
miento Indio Tupak Katari explotó en toda una galaxia
de organizaciones rivales.

133
Lo que reúne a las organizaciones indianistas es su
común hostilidad al Estado-nación, al que juzgan cul-
pable de etnocidio con respecto a los indios. Blancos y
mestizos son acusados de utilizar el aparato estatal
para destruir las nacionalidades representadas por los
pueblos indios y para rebajar a estos últimos al rango
de población indiferenciada, con la intención de ha-
cerlos desaparecer. Existe una total incompatibilidad
entre la nación concebida por el indigenismo y estas
nacionalidades indias cuya perennidad exaltan los in-
dianistas. Procede de una diferencia cultural que los
indianistas suelen sobrevaluar en el momento mismo
en que desaparece, y la cual desean defender y profun-
dizar condenando todo mestizaje. La cultura india será
a sus ojos tanto más fuerte cuanto más pura permanezca
o vuelva a serlo. Para ello, es necesario que vuelva a los
auténticos orígenes de su tradición y que se preserve
de los contactos aculturativos indeseables.
El instrumento privilegiado de transmisión cultural,
o sea la lengua, debe ser, en principio, recuperado y
desarrollado. Todas las organizaciones indianistas
coinciden en reclamar en forma prioritaria el recono-
cimiento de las lenguas indígenas y el establecimiento
de un sistema de educación bilingúe y bicultural. Pero
a esta reivindicación se añade otra que no es menos
fundamental. Tiene que ver con la atribución de un
territorio a cada pueblo indígena, en que la cultura in-
dia podrá expandirse con entera libertad. Estos territo-
rios, en cuyas fronteras se detendría la autoridad de la
ley nacional, gozarían de una posición de autonomía
administrativa y política. Los poderes étnicos que se
ejercerían en ellos, según un derecho consuetudinario

134
que habría que codificar, garantizarían la administra-
ción de los recursos naturales y su aprovechamiento.
Se erigirían en los agentes del “etnodesarrollo”, no-
ción nueva y mal definida, pero que hace referencia a
un modelo económico conforme con los valores in-
dios de solidaridad e intercambio, que implica el re-
torno a las técnicas tradicionales o a la creación de
una tecnología “suave”, sin efectos destructores en el
ambiente.
Aun cuando algunas de ellas se hayan constituido en
partidos, sin obtener hasta la fecha resultados elec-
torales convincentes, las organizaciones indianistas
generalmente evitan inscribir sus luchas en favor de
tales derechos culturales, territoriales o político-eco-
nómicos en el marco de las instituciones políticas na-
cionales. Más bien, intentan negociar directamente
con el gobierno por encima de las asambleas parla-
mentarias, con miras a establecer relaciones “de na-
ción a nación” sobre una base de igualdad. Además,
los intelectuales indianistas más radicales rechazan el
sistema representativo y el régimen democrático por
pertenecer a la cultura occidental. Oponen a éste una
forma indígena de democracia orgánica en la que el
poder, bajo el control de los mayores, siempre toma
decisiones sabias. Igualmente es rechazado el cristianis-
mo en sus versiones católica y protestante, por ser la
religión del blanco. La verdadera religión indígena
habrá de cristalizarse alrededor de cultos ancestrales
que harán entrar al indio en comunicación con la Ma-
dre Tierra y las fuerzas cósmicas. Desde hace ya varios
años, algunas organizaciones dependientes del movi-
miento Tupak Katari celebran en las ruinas de Tia-

135
huanaco, en Bolivia, en la época del solsticio de verano,
un culto solar que es presentado como algo tradicional,
pero cuyo origen no se ha podido rastrear. Es demasiado
pronto para prever si semejantes tentativas de recons-
trucción o invención de una tradición cultural habrán
de inclinarse hacia un folklore turístico o si alimentarán
un proceso de etnogénesis.
Ya sea que se le restaure, se le reconstruya o se le
invente, la cultura india se muestra en el discurso india-
nista como el doble invertido de la cultura occidental.
Más que exacerbar las tendencias del individualismo,
esta cultura debería satisfacer plenamente las as-
piraciones individuales, subordinándolas a las nece-
sidades de la colectividad. Sustituiría, en todo, el or-
den y las relaciones de equilibrio por los conflictos y
las rivalidades, de modo que ignoraría el expansionis-
mo depredador. Sería respetuosa de la naturaleza, a la
que no trataría de dominar sino de comprender me-
diante un conocimiento intuitivo que evitaría los sofis-
mas de la razón y que llevaría a la simbiosis del hombre
con el universo, del que no es más que un elemento.
Armoniosa y pacífica, comunitarista y antirracionalista,
aparece también como impregnada de un panteísmo
difuso e intensamente teñido de ecología. Semejantes
ideas, más que reflejar una realidad empíricamente
observable, expresan un rechazo global de Occidente.
Cercanas en algunos puntos al telurismo de los años
veinte y treinta, son aptas para seducir a aquellos que,
en Europa y en América del Norte, buscan nuevos
sistemas de valores, nuevos modelos de relaciones en-
tre los hombres o nuevos tipos de relaciones con el
medio. Los contactos que las organizaciones indianis-

136
tas mantienen con los diversos movimientos europeos
y norteamericanos, del ecologismo al New Age, favore-
cen por otra parte una evidente ósmosis intelectual de
doble sentido entre unos y otros.
Más difícil parece establecer contactos permanentes
y relaciones estables entre los indianistas y los indios
que sufren de su situación en el campo. Generalmente
mal implantadas en el medio rural, muchas organiza-
ciones indianistas son vistas como vanguardias que
abren una vía por la que la población india no nece-
sariamente desea comprometerse. Más que reflejar sus
aspiraciones, pretenden dirigir hacia sus propios obje-
tivos a aquellos a quienes supuestamente representan.
Su capacidad de movilización es por lo general escasa,
y el éxito que pueden esperar depende de su aptitud
para captar movimientos que ellas no siempre pueden
suscitar. Así, en 1990, los campesinos indígenas de la
sierra ecuatoriana, cuyo ingreso se degradó a causa de
una baja en los precios de los productos agrícolas, auna-
da a un alza de los insumos utilizados en la agricultura,
solicitaron a la CONAIE que organizara una “huelga
agraria”. La CONAIE, que estaba negociando con el go-
bierno las modalidades de aplicación de la ley relativa
a la enseñanza bicultural, juzgó inoportuna semejante
acción. Pero al no poder convencer a los campesinos
indígenas de aplazarla, se resignó a ponerse al frente
de ella. Al hacerlo, la canalizó y le dio un tinte étnico
que no tenía en un principio. La “huelga agraria” se
convirtió en un “levantamiento indio” cuya plataforma
reivindicativa diluyó las demandas sociales y económi-
cas de la base entre las demandas culturales introduci-
das por la CONAIE.

137
Los indios, en su mayoría, ven en las organizaciones
indianistas un instrumento como cualquier otro, útil
tal vez para la obtención de sus fines. Las utilizan con
gran pragmatismo en el marco de sus propias estrate-
gias, haciéndolas generalmente competir entre sí y pa-
sando de una a otra según los resultados que son capa-
ces de obtener, sin prestar nunca juramento de fidelidad
ni entrar en alianza con ellas si no es de manera tácti-
ca. No obstante, el indianismo se difunde poco a poco
en lo que queda del campesinado indígena. Es trans-
mitido por los migrantes, a quienes la precariedad de
la existencia en las ciudades obligó a volver a su lugar
de origen y cuyas ideas son cada vez mejor aceptadas
en las comunidades, las que, un poco por todas partes,
tienden a replegarse en sus tradiciones desde que el
Estado las abandonó a su suerte.
En espera de que su base social se amplíe y adquieran
la representatividad que reclaman, las organizaciones
indianistas siguen siendo excesivamente tributarias del
apoyo que les llega de un mundo exterior cuya evolu-
ción les es favorable. Con frecuencia, las Iglesias han
desempeñado un papel decisivo en su expansión. Una
de las primeras, la Federación de los centros shuars,
fue fundada en Ecuador por sacerdotes salesianos ita-
lianos a mediados de los años sesenta. Un poco más tar-
de, la jerarquía eclesiástica ecuatoriana patrocina la
creación del Ecuarunari, mientras que el Consejo Misio-
nero Brasileno preside la constitución del UNI, al que
sigue prestando asistencia. Por último, el Consejo Ecu-
ménico de las Iglesias organiza el primer encuentro
latinoamericano de dirigentes indianistas en Barba-
dos, en 1977.

138
Tras el segundo concilio del Vaticano (1962-1965),
la Iglesia católica, que siempre pretendió ser el cimiento
de la nación en América Latina, adopta una nueva
política de “inculturación” de la fe, que permite que
las comunidades culturales se apropien del mensaje
evangélico. La fuerte competencia que las sectas pro-
testantes fundamentalistas hacen al catolicismo, con-
duce a la III Conferencia del episcopado latinoameri-
cano —la que se lleva a cabo en Puebla en 1979— a
declarar que la evangelización debe respetar las cul-
turas indias y contribuir a la expansión de sus valores.
El papa Juan Pablo Il irá más lejos al afirmar frente a
los mapuches que lo reciben en Temuco, en 1987, que
la defensa de su identidad cultural es, más que un de-
recho, una obligación.
El mismo nuevo espíritu anima a las Naciones Uni-
das y a sus agencias especializadas al dar a los dirigen-
tes indianistas una prominencia internacional y a sus
reivindicaciones una resonancia mundial. La ONU con-
fiere categoría consultiva al Consejo Mundial de los
Pueblos Indígenas (CMPI) al que las organizaciones
indianistas están directa o indirectamente afiliadas. En
el marco de la Subcomisión para la Prevención de las
Discriminaciones y la Protección de las Minorías, la ONU
forma un grupo de trabajo que prepara una declara-
ción universal de los derechos de los pueblos indíge-
nas con la participación de esas organizaciones. En
forma paralela, la OIT remplaza a la Convención 107
relativa a las “poblaciones” indígenas, de inspiración
integracionista, por la Convención 169 relativa a los
“pueblos” indígenas, en 1989. El nuevo instrumento
internacional reconoce a los indígenas el derecho de

139
disponer de un territorio y de autoadministrar su des-
arrollo a fin de mantener y de fortalecer su identidad
cultural. En todo el mundo, pero de manera particular
en Europa, en cuyo pensamiento el indió siempre ha
ocupado un sitio privilegiado, se movilizan redes de
organizaciones no gubernamentales, como Survival
International, en favor de la causa indianista, cuya de-
fensa e ilustración son coronadas con la entrega del
Premio Nobel de la Paz a una militante quiché de los
derechos humanos en 1992, año del quinto centenario
del desembarco de Colón en América.
En la legitimación del discurso indianista frente a la
opinión pública, la antropología desempeña una
función fundamental. Al romper brutalmente con el
indigenismo avasallante, una nueva generación de
antropólogos coloca al poder ideológico y político tra-
dicionales de su disciplina al servicio de la indianidad,
tal y como lo desea ese colectivo mexicano que publica
con gran estrépito un manifiesto titulado De eso que lla-
man antropología mexicana en 1970. Mientras que sus
mayores se adherían a un evolucionismo demasiado
unilineal pero bastante de acuerdo con las teorías de
la modernización de la época, ellos se alían a las posi-
ciones sostenidas por el relativismo cultural. Sus inte-
reses no apuntan ya al cambio, sino a las continuida-
des y a las permanencias que indagan en el universo
simbólico, siguiendo a Claude Lévi-Strauss, o cuya causa
descubren en las adaptaciones al medio natural bajo la
influencia de Marvin Harris. Algunos antiguos concep-
tos son vueltos a formular y cambian de valor: la acul-
turación se convierte en etnocidio, mientras que el mi-
soneísmo campesino se vuelve resistencia étnica. Pronto

140
se da el paso que conduce a ontologizar la indianidad,
y por consiguiente a absolutizar la diferencia entre in-
dios y población no indígena. La antropología indi-
genista planteaba, sin razón, a la cultura india y a la
cultura occidental como complementarias. Sin más
justificación, la antropología indianista las hace total-
mente incompatibles. De allí se deriva que su coexis-
tencia supone el reconocimiento del multiculturalis-
mo y la adopción de medidas apropiadas para hacer
posible su expresión.

EL ESTADO Y LA GESTIÓN DE LA ETNICIDAD

En la profunda crisis social cuyo avance no puede


impedir, el Estado se aleja del indigenismo integrador,
que ha dejado de ser viable. Adopta un discurso cada
vez más indianista y retoma progresivamente por su
cuenta ciertas reivindicaciones de los militantes de la
indianidad. Al renunciar a homogeneizar el cuerpo
social cuyo control pierde, se une a una concepción
multicultural de la sociedad, de la que hace el funda-
mento de su nueva práctica para con los indios.
Desde 1971, el gobierno mexicano somete su políti-
ca indigenista a un examen crítico, al término del cual
ésta es condenada definitivamente. Con miras a flexi-
bilizar la acción de la que en adelante serán objeto los
indios, autoriza a las entidades federativas a desarrollar
sus propios programas, a los que se subordinan los
centros coordinadores del INI. El Instituto Nacional In-
digenista, debilitado por la pérdida de su monopolio,
es rápidamente integrado a un vasto plan nacional de

141
ayuda a las zonas deprimidas y las poblaciones mar-
ginales (COPLAMAR) cuya dirección se le va de las manos.
Mientras que el dispositivo de intervención estatal en
el ámbito indígena vuelve a desplegarse, las comu-
nidades indias son reunidas según criterios lingúísticos
para la formación de pueblos indios. Cada pueblo es
dirigido por un “consejo supremo” cuyos miembros,
designados según procedimientos supuestamente tra-
dicionales, en realidad son instructores bilingúes, es
decir, funcionarios públicos. Estos consejos se reúnen
en parlamento por primera vez en Pátzcuaro, en 1974,
a fin de deliberar sobre las necesidades de sus pueblos
y de sugerir a las autoridades gubernamentales las
medidas adecuadas para satisfacerlas. En el lugar en el
que, cuarenta años antes, los indigenistas decidían
soberanamente el destino de la población india, los
indios deben supuestamente hacerse cargo de su pro-
pio destino. El parlamento indio proclama el carácter
poliétnico y multicultural de la sociedad mexicana que
será inscrito en el artículo 4 revisado de la Constitu-
ción en 1991.
Sacando autoritariamente las consecuencias de la
nueva situación, México es el primer país de Amé-
rica Latina en pasar de una política integracionista a
una política de gestión étnica. Este paso se da más
lentamente en otras partes, más tardíamente y en gene-
ral por la vía de la negociación con las organizaciones
indianistas. Sin embargo, en ningún caso se refleja un
forcejeo entre el Estado y estas organizaciones, dema-
siado débiles para obligar a un gobierno a entrar en
sus planes, y demasiado divididas por sus rivalidades
para no cederle un amplio margen de maniobra. La

142
política de gestión étnica tiende a generalizarse a par-
tir del inicio de los años ochenta, cuando la crisis fi-
nanciera y económica viene de pronto a agravar la crisis
social. De esa manera el Estado, al borde de la banca-
rrota, abjura el populismo, renuncia al agotado modelo
de industrialización sustitutiva de importaciones, y se
somete a las leyes del mercado bajo la férula del Fondo
Monetario Internacional. En pleno desastre, repliega
precipitadamente, y en general de manera desordena-
da, sus redes y sus mecanismos que habían terminado
por ser tentaculares. Despeja los campos sociales y te-
rritoriales en los que se había extendido en exceso.
Privatiza, pero también desconcentra, descentraliza,
regionaliza, remitiendo todas las capacidades que ya
no le es posible ejercer, sobre todo en el terreno de
la educación, de la salud, e incluso de lajusticia y de la
seguridad pública, a cada organismo. En este contexto
de gran liquidación neoliberal se establecen, de ma-
nera empírica y después de algunos intentos, errores y
correcciones, los instrumentos para la gestión estatal
de la etnicidad.
En Colombia, donde el Estado vive bajo la amenaza
de los cárteles de la droga, que ocupan amplios secto-
res sociales, y de las guerrillas, que acaparan vastos te-
rritorios, los gobiernos que se suceden en el poder a
partir de 1980 tratan de poner en juego a nuevos actores
en los que el régimen pueda apoyarse. Con la inten-
ción de que surja un actor étnico, capaz de contribuir
a que adquieran una nueva legitimidad —y que además
pueda disputar el control social y territorial a otros
actores que se mueven en la ilegalidad— esos gobier-
nos establecen una nueva política con los indios, cuyos

143
principios y orientaciones están fijados en la Constitu-
ción de 1991. El nuevo texto constitucional admite la
diversidad cultural del país y garantiza su protección.
Reconocea los indios el derecho de recibir una edu-
cación que respete y desarrolle su identidad. Crea te-
rritorios indígenas que disponen de autonomía admi-
nistrativa y cuyas autoridades, nombradas según la
costumbre, gozan de amplias prerrogativas, en particular
en el terreno económico. Se ha instituido una circuns-
cripción electoral especial para que los indios puedan
ser representados como tales, con cinco diputados y
dos senadores. A fin de favorecer la reunificación de
las etnias divididas por las fronteras internacionales, se
ha previsto otorgar el pasaporte colombiano a sus
miembros residentes en el extranjero, a reserva de re-
ciprocidad.
En Bolivia, el mismo partido y el mismo hombre que
habían construido el Estado populista en 1952, em-
prenden su desmantelamiento en 1985. Los mecanis-
mos estatales que se retraen hacia las ciudades, conde-
nan el mundo rural al abandono o lo entregan a la
improvisación humanitaria de unas mil organizaciones
no gubernamentales de todas las nacionalidades y reli-
giones. Pero, sobre todo, dejan el campo libre a los
narcotraficantes. En 1990, el nuevo gobierno trata de
estabilizar una situación que se le va de las manos, or-
ganizando territorios étnicos cuyos recursos naturales
no pueden ser explotados por personas que no per-
tenezcan a la etnia. Cada territorio mantiene una
guardia india que vela por la conservación del ambien-
te y que debe luchar contra la extensión de los cultivos
ilegales de coca que llevan materia prima a la industria

144
clandestina de los estupefacientes. De hecho, los pri-
meros cuatro territorios indios salen a la luz en la re-
gión de Beni, donde se concentra la parte más impor-
tante de la producción nacional de cocaína.
Tras Colombia y Bolivia, Perú reconoce igualmente
a las autoridades étnicas una capacidad jurisdiccional,
admitiendo así la aplicación de un derecho consuetu-
dinario en forma paralela al derecho nacional. Como
la Constitución guatemalteca de 1985, la Constitución
peruana de 1993 ratifica el principio del multicultura-
lismo, pero, a diferencia de Guatemala, donde la ley
de 1987 instituye un sistema de educación bilingúe y
bicultural comparado al de Ecuador, aún no se han
manifestado todas las consecuencias de ese principio
en el terreno de la enseñanza.
Nuevas instituciones multilaterales entran al relevo
de las antiguas para afianzar a los indios, antaño con-
siderados como un elemento constitutivo del pueblo y
fundamento de la nación, en su nueva condición de
minoría étnica. En 1989, los ocho países firmantes del
Tratado de Cooperación Amazónica forman una Co-
misión Especial para los asuntos indígenas, la que ela-
bora un plan de cesión territorial a las etnias del
Amazonas, que llega a los 120000 km?. La Comisión, a
cuyas labores viene a asociarse la Coordinación de las
Organizaciones Indias de la Cuenca del Amazonas, pre-
vé la realización de programas de etnodesarrollo en
esos territorios. La Conferencia Iberoamericana, reu-
nida en Guadalajara en 1991, crea una Fundación del
Indio administrada por los Estados, las instituciones
donadoras y las organizaciones indianistas. Esta fun-
dación, establecida en La Paz y tendiente a desplazar

145
al decrépito Instituto Indigenista Interamericano, está
calificada para financiar el etnodesarrollo. Con este fin,
recibe préstamos no reembolsables del Banco Inter-
americano de Desarrollo (BID) y goza del apoyo del
Banco Mundial. Sin embargo, es necesario señalar que,
en los dos bancos, el etnodesarrollo no depende de
la División para el Desarrollo económico y Social, sino
del Departamento de Recursos Naturales y del Medio
Ambiente...
El Estado neoliberal encuentra en el indianismo la
ideología que el Estado populista encontraba en el in-
digenismo. De ahí se deriva una política que le garan-
tiza un control indirecto al menor costo sobre pobla-
ciones y territorios que ya no le es posible administrar
directamente. Los legatarios de esos territorios deben
hacer reinar ahí el orden y la seguridad y aprender a
vivir en ellos en la autonomía, es decir, sin contar con
servicios públicos cuya oferta se agota. Los guajiros de
Colombia reciben la autorización de crear el sistema
de educación bilingue y bicultural que reclaman; queda
a cargo de ellos tratar de convencer a la filial del grupo
petrolero Exxon, que opera en la región, para finan-
ciar su funcionamiento. Algunas demandas sociales
elementales, cuya satisfacción se ha vuelto imposible,
pueden incluso ser descalificadas por razón de no ha-
llarse en conformidad con las normas de la cultura
india o reorientadas hacia una instancia indígena que
normalmente debe responder a ellas de manera más
apropiada. Mientras que la red sanitaria mexicana se
descompone —y en el campo reaparecen enferme-
dades que habían sido erradicadas desde los años cin-
cuenta—, los curanderos indios son elevados a la dig-

146
nidad de médicos indígenas y organizados en un or-
den que ha sido puesto en condiciones de igualdad con
el de los practicantes de la medicina llamada occiden-
tal. Realizan su primer congreso nacional en Oaxte-
pec, en 1989, bajo los auspicios del gobierno.
La tendencia a la reindianización que se observa en
algunos segmentos de la población y las tentativas que
se realizan para compenetrar a ciertos sectores sociales
en algunas tradiciones étnicas, participan en la organi-
zación de una marginalidad tan masiva como irreme-
diable. Tales tentativas se orientan hacia la institucio-
nalización de una sociedad de varios planos que se
desnacionaliza al mismo tiempo que se multiplica,
bajo el efecto de una nueva y sin duda durable coyun-
tura. De su éxito dependerá, en parte tal vez nada des-
denable en algunos países, la estabilidad política de
América Latina dentro del mundo transnacionalizado
en el que ha penetrado.

147
CONCLUSIÓN '

En América Latina, el Estado precede a la nación. Los


países latinoamericanos proclaman su independencia
dejando intactas las estructuras de dominación interna
que mantienen en un mismo orden de cosas la divi-
sión de la población, sobre una base étnica establecida
de derecho por el antiguo régimen colonial. Pero muy
pronto, minadas por las insurrecciones indias que se
desencadenan a todo lo largo de la segunda mitad del
siglo XIX, esas antiguas estructuras de dominación son
también impugnadas cada vez con más intensidad por
el capitalismo naciente. El indigenismo viene entonces
a justificar ideológicamente su acusación en nombre
de un ideal nacional.
Como todo nacionalismo, el indigenismo intenta
reducir lo múltiple a la unidad. Sin embargo, no pre-
tende identificar la unidad con lo idéntico, incluso si
el “blanqueamiento” de la población india entra por
un tiempo en el esbozo de sus primeros proyectos. Pre-
coniza la fusión del indio y del blanco, a fin de que,
por la vía del mestizaje, nazca una sociedad de síntesis,
ni indígena ni criolla, a la que la indianidad haría to-
talmente original y singular. Si los indios están conde-
nados a desaparecer como tales, la diferencia que
manifiestan debe ser apoyada por la nación entera y
convertirse en el fundamento de su identidad. El Es-
tado autoritario, nacionalista y modernizador que en

148
el siglo xx se adueña del proyecto indigenista, se em-
peña en forjar esta identidad nacional que se presenta
como la condición de la autonomía de los países lati-
noamericanos frente a la Europa colonizadora, y como
la garantía de su pleno desarrollo en el concierto de las
naciones.
Pueden ser fácilmente rastreadas las grandes ten-
dencias en el inventario del indigenismo. Desde el final
de la primera Guerra Mundial, las afirmaciones nacio-
nales han acentuado de manera progesiva la diferen-
ciación interna de América Latina, hasta el grado de
convertirla en simple expresión geográfica. Por otra
parte, la influencia que Europa ejercía tradicional-
mente en la región, no ha dejado de reducirse. Pero si
América Latina ha roto sus amarras europeas, única-
mente ha sido para insertarse más en la dependencia
con respecto a los Estados Unidos. Ni la retórica gustosa-
mente imperialista de sus dirigentes, ni tampoco el
modelo nacional de desarrollo de carácter autártico
que han adoptado, han impedido que esos países, cada
vez más diferenciados unos de otros, cayeran colectiva-
mente no sólo en la dependencia económica y política,
sino también intelectual y moral, de su gran vecino del
norte.
Tanto como en la forma de vida de los acomodados,
la norteamericanización se revela en las aspiraciones
de los más humildes y en los sueños de los más desfa-
vorecidos. El indigenismo veía en el hispanismo a su
adversario, y es el panamericanismo el que finalmente
lo ha derrotado.
Hoy en día, la “globalización” del mundo y su triba-
lización hacen caduco cualquier proyecto nacional. La

149
mundialización hace pasar al indigenismo a la historia.
En cuanto a la tribalización, ésta garantiza, dentro de
las sociedades fragmentadas, el renacimiento de la in-
dianidad; o, más exactamente, el nacimiento de una
nueva indianidad.

150
BIBLIOGRAFÍA

Bonfil Batalla, Guillermo (ed.), Utopía y revolución. El


pensamiento político contemporáneo de los indios en
América Latina, Nueva Imagen, México, 1981.
Davies, Thomas M., Indian Integration in Peru. A Half
Century of Experience, University of Nebraska Press,
Lincoln, 1974.
Fell, Eve-Marie, Les Indiens. Sociétés et idéologies en
Amérique Latine, Armand Colin, París, 1973.
Graham, Richard (ed.), The Idea of Race in Latin
America, 1870-1940, University of Texas Press,
Austin, 1990.
Kristal, Efraín, The Andes Viewed from the City. Literary
and Political Discourse on the Indian in Peru, 1848-1930,
Peter Lang, Nueva York, 1987.
Lafaye, Jacques, Quetzalcoatl et Guadalupe. La formation
de la conscience nationale au Mexique, Gallimard, París,
1974.
Moreno Rivas, Yolanda, Rostros del nacionalismo en la
música mexicana. Un ensayo de interpretación, Fondo de
Cultura Económica, México, 1989.
Rens, Jef, Le programme andin: contribution de VOIT a un
projet pilote de coopération technique multilaterale,
Bruselas, 1987.
Rodríguez-Luis, Julio, Hermenéutica y praxis del indigenis-
mo. La novela indigenista de Clorinda Matto a José María
Arguedas, Fondo de Cultura Económica, México, 1980.

151
Stabb, Martin S., In Quest of Identity. Patterns in the
Spanish American Essay of Ideas, 1890-1960, The Uni-
versity of North Carolina Press, Chapel Hill, 1967.
Urban, Greg, y Joel Sherzer (ed.), Nations-States and In-
dians in Latin America, University of Texas Press,
Austin, 1991.
Villoro, Luis, Los grandes momentos del indigenismo en
México, El Colegio de México, México, 1950.
Wolfe, Bertram D., The Fabulous Life of Diego Rivera,
Stein 8: Day, Nueva York, 1963.
, América Latina, etnodesarrollo y etnocidio, Facultad
Latinoamericana de Ciencias Sociales, San José de
Costa Rica, 1982.
, Campesinado e indigenismo en América Latina,
Centro Latinoamericano de Trabajo Social, Lima,
1978.
, Indianité, ethnocide et indigénisme en Amérique
Latine, Centre National de la Recherche Scientifique,
París, 1982.

152
ÍNDICE
Introducción .

L Los antecedentes coloniales .


La querella del indio
El patriotismo criollo
Los porvenires de la HulScamtado ,
JU El pensamiento indigenista .
El racismo .
El culturalismo .
El marxismo .
El telurismo . E
TIT. Las letras y las artes ROA :
La literatura .
La pintura y las artes da
La música, el canto y la danza .
La política indigenista .
Orígenes
El desarrollo.
Características . 108
La legislación, 108; La don: 110; El desarrollo.
comunitario, 113; La ingeniería social, 117
Evaluación. AE 119
Del indigenismo al indianismo . 126
El agotamiento del modelo de ista : 127
Las organizaciones indianistas. 133
El Estado y la gestión de la etnicidad . 141
Conclusión . 148
Bibliografía . 151

153
+5 bh dE
y ¡ete Cad, TÍMAS
e ticas > Lat had Us
. - um o
al
¡e

Mir ttm De He A
Wero o Ea RP | |
o rs Ls mayor AA,
cmo de Ebeniias
Ci “y, HE: -
e 2 e AS
Mos ne e de TIA
Sd gis mod ob sE:
E o o ¿Mais CÍA bl A ne JA .p q

co
Hariri ete O AE A A ó

' > ab y au ol q ]

"firmada DL A o proce ES
A
. . >» cul vL Y

0%), ce rca le caia 0


LES a eS
ae ! ariba oia |
12 EAN

E
Ss o
Este libro se terminó de imprimir en febrero de
1998 en los talleres de Impresora y Encuader-
nadora Progreso, S. A. de C. V. (1EPSA), Calz. de
San Lorenzo, 244; 09830 México, D. F. En su
composición, parada en el Taller de Composi-
ción del FCE, se usaron tipos New Baskerville de
12, 10:12 y 8:9 puntos. La edición es de 2000
ejemplares.
OTROS TÍTULOS DE LA

COLECCIÓN POPULAR
Ajami, Fouad. Los árabes del mundo moderno.
Azuela, Mariano. Los de abajo.
Azuela, Mariano. Mala yerba y Esa sangre.
Azuela, Mariano. Páginas autobiográficas.
Azuela, Mariano. Tres novelas.
Báez, Carmen. La robapájaros.
Barre, Raymona. El desarrollo económico.
Beiner, Ronald. Eljuicio político.
Bellonci, Maria. Delito de Estado.
Bellonci, Maria. Secretos de los Gonzaga.
Bobbio, Norberto y Michelangelo Bovero. Sociedad y Estado en la
filosofía moderna.
Bourrinet, Jacques y Maurice Torrelli. Las relaciones exteriores de la
Comunidad Económica Europea.
Braudel, Fernand. Una lección de historia deFernand Braudel.
Braudel, Fernand. El Mediterráneo. El espacio y la historia.
Braudel, Fernand y Georges Duby. El Mediterráneo.
Burckhardt, Jacob. Reflexiones sobre la histona universal.
Buron, Thierry y Pascal Gauchon. Los fascismos.
Campbell, Jeremy. El hombre gramatical. Información, entropía, lenguaje
vida.
LR Bartolomé de las. Del único modo de atraer a todos los pueblos a la
verdadera religión.
Caso, Alfonso. El pueblo del Sol.
Cassirer, Ernst. Antropología filosófica.
Cassirer, Ernst. El mito del Estado.
Castaneda, Carlos. Las enseñanzas de don Juan.
Castaneda, Carlos. Una realidad aparte.
Castaneda, Carlos. Relatos de poder.
Castellanos, Pablo. Horizontes de la música precortestana.
Castellanos, Rosario. Balún Canán.
Castellanos, Rosario. El eterno femenino.
Castro Leal, Antonio. El laurel de San Lorenzo.
Davidson, Eugene. ¿Cómo surgió Adolfo Hitler?
Darío, Rubén. Cuentos completos.
Diel, Paul. Dios y la divinidad. Historia y significado de un símbolo.
Diel, Paul. Los símbolos de la Biblia. La universalidad del lenguaje sim-
bólico y su significación psicológica.
Djordjevich, Jovan. Yugoslavia, democracia socialista.
Dobb, Maurice Herbert. Introducción a la economía.
Dore, Ronald P. La fiebre de los diplomas. Educación, cualificación y
desarrollo.
Dunayevskaya, Raya. Rosa Luxemburgo, la liberación femenina y la
filosofía marxista de la revolución.
Dyson, Freeman John. Armas y esperanza.
Escarpit, Robert G. Teoría de la información y práctica política.
Fromm, Erich. El corazón del hombre.
Fuentes, Carlos. Las buenas conciencias.
Fuentes, Carlos. La muerte de Artemio Cruz.
Fuentes, Carlos. La región más transparente.
Fuentes Mares, José. Don Sebastián Lerdo de Tejada y el amor.
Furtado, Celso. El Brasil después del “milagro”.
Galindo, Sergio. El bordo.
Gilligan, Carol. La moral y la teoría.
Goethals, Gregor T. El ntual de la televisión.
Gómez, Marte R. Pancho Villa. Un intento de semblanza.
Gorz, André. Historia y enajenación.
Gottfried, Robert S. La Muerte Negra. Desastres naturales y humanos en
la Europa medieval.
Groethuysen, Bernhard. Filosofía de la Revolución francesa.
Groethuysen, Bernhard. /.-J. Rousseau.
Halliday, Fred. Irán: dictadura y desarrollo.
Harrington, Michael. La cultura de la pobreza en los Estados Unidos.
Harrington, Michael. Socialismo.
Haug, Wolfgang Fritz. Publicidad y consumo. Crítica de la estética de
mercancías.
Horowitz, Irving Louis. Revolución en el Brasil.
Horsman, Reginald. La raza y el Destino Manifiesto. Orígenes del
anglosajonismo racial norteamericano.
Hume, David. Diálogos sobre la religión natural.
Jahn, Janheinz. Muntu: las culturas neoafricanas.
Kahler, Erich. Los alemanes.
Kant, Immanuel. Filosofía de la historia.
Kissinger, Henry Alfred. Un mundo restaurado.
Las Cases, Emmanuel, conde de. Memorial de Napoleón en Santa
Helena.
Laski, Harold Joseph. Karl Marx.
León-Portilla, Miguel. Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas )
cantares.
LIBRO de los libros de Chilam Balam, EL.
Lienhardt, Godfrey. Antropología social.
Lowe, Norman. Guía ilustrada de la historia moderna.
Mannheim, Karl. Diagnóstico de nuestro tiempo.
Marcovic, Mihailo. El Marx contemporáneo.
Martin, Alfred von. Sociología del Renacimiento.
Martínez, Jean-Claude. El comercio de armas.
Meadows, Donella H. y otros. Los límites del crecimiento.
Merad, Alí. El Islam contemporáneo.
Mesarovic, Mihajlo y Eduard Pestel. La humanidad en la encrucijada.
Milton, David y otros. China popular (2 vols.)
Milton, John. Areopagítica.
Mojarro, Tomás. Bramadero.
Mojarro, Tomás. Cañón de Juchipila.
Mojarro, Tomás. Yo, el valedor (y elJerásimo).
Moore, Joan Willard y Alfredo Cuéllar. Los mexicanos de los Estados
Unidos y el movimiento chicano.
Munoz, Rafael F. Santa Anna. El dictador resplandeciente.
Murray, Margaret, El dios de los brujos.
Nash, Gary B. Pieles rojas, blancas y negras.
Naville, Pierre. ¿Hacía el automatismo social?
Nee, Victor y David Mozingo (comps.). Estado y sociedad en la China
contemporánea.
Nicholas, Herbert G. La naturaleza de la política norteamericana.
Novo, Salvador. Seis siglos de la ciudad de México.
Petersen, William. Malthus.
Picón-Salas, Mariano. De la Conquista a la Independencia.
Pizano Salazar, Diego. Algunos creadores del pensamiento económico con-
temporáneo.
Poirier, Jean. Una historia de la etnología.
POPOL Vuh. Las antiguas historias del Quiche.
Price, Glenn Warren. Los orígenes de la guerra con México: la intriga
Polk-Stockton.
Proudhon, Pierre-Joseph. Apuntes autobiográficos.
Redfield, Robert. El mundo primitivo y sus transformaciones.
Reed, John. Hija de la Revolución y otras narraciones.
Reyes, Alfonso. Antología. Prosa, leatro, poesía.
Reyes, Alfonso. La experiencia literaria.
Reyes, Alfonso. Letras de la Nueva España.
Reszler, André. La estética anarquista.
Reszler, André. Mitos políticos modernos.
Rials, Stéphane. Textos políticos franceses.
Riesman, David. Abundancia ¿para qué?
Rivet, Paul. Los orígenes del hombre americano.
Rojas González, Francisco. Cuentos completos.
Rojas González, Francisco. El diosero.
Rojas González, Francisco. La Negra Angustias.
Rojas González, Francisco. Lola Casanova.
Rulfo, Juan. El llano en llamas.
Rulfo, Juan. Pedro Páramo.
Ruz Lhuiller, Alberto. Los antiguos mayas.
Salinas de Gortari, Carlos. Producción y participación política en el campo.
Schurmann, Herbert Franz y Orville Schell. China comunista.
Schurmann, Herbert Franz y Orville Schell. China imperial.
Schurmann, Herbert Franz y Orville Schell. China republicana.
Senarclens, Pierre de. Yalta.
Seurot, Francois. Las economías socialistas.
Shackle, George Lennox Sharman. Para comprender la economía.
Silva Herzog, Jesús. Breve historia de la Revolución mexicana. (2 vols.)
Smith, Adam. Teoría de los sentimientos morales.
Smith, Anthony. La política de la información.
Snow, Edgar. Alborada de la Revolución en Asia.
Southey, Robert. Nelson.
Sprott, Walter John Henry. Introducción a la sociología.
Stoddard, Philip H. y otros. Cambio y tradición en el mundo musulmán.
Tibón, Gutierre. El ombligo como centro erótico.
Toscano, Salvador. Cuauhtémoc.
Trotski, León. El joven Lenin.
UTOPIAS del Renacimiento.
Valcárcel, Carlos Daniel. La rebelión de Tupac Amaru.
Veblen, Thorstein Bunde. Teoría de la clase ociosa.
Vuscovic, Pedro, et al. El golpe de Estado en Chile.
Wilson, Edward O. Sobre la naturaleza humana.
Williams, William Appleman. El imperio como forma de vida. Un ensayo
sobre las causas y el carácter de la actual circunstancia de los Estados
Unidos, seguido de algunas consideraciones.
Yánez, Agustín. La creación.
Yánez, Agustín. La tierra pródiga.
Zaid, Gabriel. La poesía en la práctica.
Zaid, Gabriel. Leer poesía.
A

'

A
NM

yMN
NU
| FAN
''
Henri Favre
EL INDIGENISMO

De acuerdo con Luis Villoro, historiador de las ideas, el


proceso intelectual que caracteriza al indigenismo intenta
recuperar el universo indio para integrarlo al mundo
moderno y restituirle todo su esplendor. Siguiendo estas
premisas y en un marco que considera a América Latina
en su conjunto, Henri Favre desarrolla en este libro los
antecedentes coloniales, el pensamiento propiamente
indigenista (con un capítulo por demás interesante dedicado a
las letras y las artes indigenistas), así como las políticas
puestas en práctica, interna y externamente, y termina su
estudio con un capítulo justamente titulado “Del indigenismo
al indianismo”, toda vez que el indigenismo no se caracterizó
por ser una manifestación del pensamiento indígena, sino
una reflexión criolla y mestiza sobre el indio.
De esta manera, el autor subraya en su estudio que
la crítica radical a la que el indigenismo es sometido
por las organizaciones indianistas manifiesta
el derrumbamiento de la coyuntura histórica en la que aquél
se expandió. Como libro de difusión que puede ser utilizado
en la docencia y como excelente auxiliar para especialistas,
resulta equilibrado, bien documentado y sólido,
características avaladas por la trayectoria del autor, quien
posee una prolongada experiencia en el campo general
del indigenismo y, en particular, en el estudio
de grupos chiapanecos contemporáneos.

y FONDO DE CULTURA

AMA
e ECONOMICA
. TLF: 71-92-47
PvP
Bs

E e

COLECCIÓN POPULAR
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA ¿3
8Y9
LM
Romer
Gumá
reses
seño:
MEXICO

También podría gustarte