Cuento La Tortuga de Patricia Highsmith
Cuento La Tortuga de Patricia Highsmith
Cuento La Tortuga de Patricia Highsmith
Patricia Highsmith
Víctor oyó la puerta del ascensor, los rápidos pasos de su madre en el pasillo y cerró el
libro de un golpe. Lo escondió debajo del almohadón del sofá y maldijo por lo bajo cuando
oyó que el libro se resbalaba entre el sofá y la pared y caía al piso con un ruido sordo. La
llave ya giraba en la cerradura.
-¡Vííííctor! -gritó su madre, agitando un brazo en el aire. Con el otro sostenía una bolsa
grande de papel madera y de su mano colgaban una o dos bolsitas-. Fui adonde mi editor y
al mercado y a la pescadería -le dijo-. ¿Por qué no estás jugando? ¡Es un día lindísimo!
-Salí -dijo él- un ratito. Me dio frío.
-¡Uf! -la madre descargó la bolsa del almacén en la pequeña cocina detrás del vestíbulo-.
Debes de estar enfermito. ¡Tener frío en el mes de octubre! He visto a todos los niños
jugando en la vereda. Hasta ese nene que te gusta, creo, ¿cómo se llama?
-No lo sé -dijo Víctor. De todos modos, su madre no estaba prestándole verdadera atención.
Metió las manos en el bolsillo de sus pantalones cortos, que ya le ajustaban, y empezó a
caminar sin rumbo por la sala, mirándose los zapatones gastados. Su madre podría haberle
comprado zapatos que le quedaran bien por lo menos. A ella le gustaban ésos porque tenían
las suelas más gruesas que jamás hubiera visto y la punta cuadrada, un poquito levantada,
como botas de alpinista. Víctor se detuvo frente a la ventana y miró el edificio de enfrente,
de color tostado. Vivía con su madre en el piso dieciocho, cerca de la azotea. El edificio al
otro lado de la calle era aún más alto que el de ellos. A Víctor le gustaba más el
departamento donde habían vivido en Riverside Drive. También le gustaba más la escuela
de ahí. En la nueva se reían de la ropa que usaba. En la otra se había cansado de reírse de él.
-¿No quieres salir? -preguntó su madre, entrando en la sala mientras se secaba las manos
con energía con una bolsa de papel. Se olió las manos-. ¡Puaj! ¡Qué olor horrible!
-No, mamá -dijo Víctor con paciencia.
-Hoy es sábado.
-Ya lo sé.
-¿Ya sabes los días de la semana?
-Por supuesto.
-¿A ver?
-No quiero decirlos. Los sé -los ojos se le pusieron vidriosos-. Hace años que los sé. Hasta
nenes de cinco años saben los días de la semana.
Pero su madre no estaba escuchando. Estaba inclinada sobre el tablero de dibujo en un
rincón de la habitación. Había estado trabajando hasta tarde la noche anterior. Víctor estuvo
en su sofá cama en el rincón opuesto de la habitación sin poder dormirse hasta las 2, cuando
ella fue a acostarse en el sofá cama.
-Ven acá, Víííctor. ¿Ves esto?
Víctor se acercó arrastrando los pies, con las manos aún en los bolsillos. No, ni siquiera
había echado un vistazo al tablero esa mañana; no había querido.
-Este es Pedro, el burrito. Lo inventé anoche. ¿Qué te parece? Y éste es Miguel, el nene
mexicano que lo monta. Andan y andan por todo México y Miguel piensa que están
perdidos, pero Pedro sabe cómo volver a casa todo el tiempo y…
Víctor no escuchaba. Deliberadamente pensaba en otra cosa, acto que había aprendido al
cabo de muchos años de práctica. Pero el aburrimiento y la frustración -sabía lo que quería
decir la palabra frustración; había leído todo al respecto- le pesaban como una piedra sobre
los hombros, sentía el odio y las lágrimas amontonadas en sus ojos, como un volcán a punto
de estallar en su interior. Había tenido la esperanza de que su madre captara la alusión
cuando le dijo que tenía frío en sus estúpidos pantaloncitos cortos. Había tenido la
esperanza de que su madre recordara lo que le había contado días antes, que el chico que
había querido jugar, que parecía tener su misma edad, once años, se había reído de sus
pantalones cortos el lunes por la tarde. “¿Te hacen usar los pantalones de tu hermano o algo
así?” Víctor se había alejado lleno de mortificación. ¿Qué habría pasado si el otro se
hubiese enterado de que ni siquiera tenía un par de knickers y menos aún un par de
pantalones largos, aunque fueran vaqueros? Su madre, por alguna razón disparatada, quería
que pareciera como un francés y le hacía usar pantaloncitos cortos y medias tres cuartos y
camisas tontas con cuellos redondos. Su madre quería que él siguiera teniendo seis años
toda su vida. Le gustaba mostrarle sus dibujos a él. “Víctor es mi tabla de armonía -les
decía a veces a sus amigos-. Le muestro mis dibujos y sé de inmediato si a los niños les
gustarán o no.” A veces Víctor simulaba que le gustaba algunos cuentos que en realidad no
le gustaban o dibujos que sentía que le resultaban indiferentes, porque sentía lástima por su
madre y porque ella se ponía de mejor humor si él le decía esas cosas. Ya estaba cansado de
las ilustraciones de cuentos infantiles, si es que alguna vez le habían gustado -en realidad
no podía acordarse- y ahora tenía dos preferidos: las ilustraciones de Howard Pyle en
algunos de los libros de Robert Louis Stevenson y las de Cruikshan en los de Dickens.
Víctor pensaba que era una desgracia para él que fuera la última persona a la que su madre
pedía opinión, pues simplemente odiaba las ilustraciones infantiles. Y era un milagro que
su madre no se diera cuenta de ello, porque hacía años y años que no había podido vender
ninguna ilustración para libros; nada desde Wimple-Dimple. Un ejemplar de ese libro cuya
sobrecubierta lucía agrietada y amarilla estaba ubicado en el estante central de la biblioteca
en un espacio libre, para que todos pudieran verlo. Víctor tenía siete años cuando se publicó
ese libro. Su madre siempre le contaba a la gente que él le había dicho lo que quería que
ella dibujase, la había observado hacer cada dibujo, le había dado su opinión y, en fin, la
había guiado totalmente. Víctor tenía sus serias dudas acerca de esto, primero porque el
cuento era de otra persona y había sido escrito antes de que su madre hiciera los dibujos y,
naturalmente, los dibujos debieron adaptarse a la historia. Desde entonces, su madre sólo
había publicado unas pocas ilustraciones para revistas infantiles y preparado calabazas y
gatos negros de papel para Halloween, la fiesta de las brujas, aunque siempre llevaba su
carpeta de dibujos de editor en editor. Su padre les mandaba dinero. Era un rico hombre de
negocios que vivía en Francia, un exportador de perfumes. Su madre decía que era muy
rico y muy apuesto. Pero él se había vuelto a casar, nunca escribía y Víctor no tenía interés
en él, ni siquiera le interesaba ver una foto de su padre. Su padre era un francés con algo de
polaco y su madre era húngara francesa. La palabra húngara le hacía pensar a Víctor en
gitanos, pero cuando una vez le preguntó a su madre, ella replicó enfáticamente que no
tenía nada de sangre gitana. Se había mostrado muy molesta con Víctor por esa pregunta.
-¡Escucha! ¿Cuál te gusta más? “En todo México no había un burro más inteligente que
Miguel, el burrito de Pedro.” O si no: “Miguel, el burrito de Pedro, era el más inteligente de
todo México.”
-Creo… que prefiero la primera.
-¿Cómo era? -preguntó su madre, cubriendo con la palma de la mano la ilustración.
Víctor trató de recordar las palabras, pero se dio cuenta de que sólo estaba mirando las
marcas de lápiz en el borde del tablero de dibujo. El dibujo colorido del centro no le
interesaba en absoluto. No estaba pensando. Esa era una sensación frecuente y familiar en
él; había algo emocionante e importante en el no pensar. Víctor sentía que algún día iba a
encontrar algo que hablara sobre eso -quizá con otro nombre- en la biblioteca pública o en
los libros de psicología que había en su casa y que él hojeaba cuando su madre no estaba.
-¡Víííctor! ¿Qué estás haciendo?
-Nada, mamá.
-Eso justamente. ¡Nada! ¿No puedes pensar siquiera?
Una ola caliente de vergüenza lo envolvió. Era como si su madre pudiera leerle los
pensamientos, acerca del no pensar.
-¡Pero estoy pensando! -protestó-. Estoy pensando acerca del no pensar -su tono era
desafiante. ¿Qué podía hacer ella en cuanto a eso, después de todo?
-¿Qué? -su madre inclinó la cabeza negra y enrulada y lo enfrentó con los ojos maquillados
entrecerrados.
-El no pensar.
Su madre apoyó las manos llenas de anillos en las caderas.
-¿Sabes, Víííctor, que tienes unas ideas medio raras? Estás enfermo. Enfermo mentalmente.
Y eres un retardado. ¿Sabes lo que quiere decir eso? Que tienes la mentalidad de un nenito
de cinco años -dijo con lentitud, acentuando las palabras-. Es mejor que pases las tardes de
los sábados encerrado. Quién sabe, a lo mejor, si sales, puede pisarte un auto. Pero es por
eso que te quiero, mi pequeñito Víííctor. -Le pasó el brazo sobre los hombros y lo atrajo
hacia ella. Por un instante, la nariz de Víctor permaneció apretada contra su pecho grande y
suave. Ella llevaba su vestido color piel, el que se transparentaba un poco a la altura del
busto.
Víctor alejó la cabeza con brusquedad, confundido por las emociones. No sabía si deseaba
reír o llorar.
Su madre reía alegremente, con la cabeza echada hacia atrás.
-¡Estás enfermo! ¡Mírate! Mi neniiito, con pantalonciiitos. ¡Ja, ja!
Entonces las lágrimas asomaron en los ojos de él, ¡y su madre se comportaba como si
estuviera disfrutándolo! Víctor giró la cabeza para que ella no pudiera verle los ojos. Luego
la miró repentinamente.
-¿Te crees que me gustan estos pantalones? A ti te gustan, no a mí, entonces, ¿por qué
tienes que burlarte?
-Un neniiito que llora -continuó ella, riendo.
Víctor salió corriendo hacia el cuarto de baño, pero se desvió en el camino y se arrojó de
cabeza en el sofá, con la cara contra los almohadones. Cerró los ojos con fuerza y abrió la
boca, llorando pero sin llorar, de una manera que había aprendido con la práctica también.
Con la boca abierta, la garganta cerrada, sin respirar por casi un minuto, podía en cierto
modo sentir la satisfacción de llorar, hasta de gritar, sin que nadie se diera cuenta. Hundió
la nariz, la boca abierta, los dientes en el almohadón rojo del sofá y, si bien siguió oyendo
la voz de su madre, el tono burlón y la risa, imaginaba que esos sonidos se iban apagando y
alejándose. Se imaginaba que estaba muriendo. Pero la muerte no era un escape; sólo un
hecho concentrado y doloroso, el clímax de su no llorar. Luego, volvió a respirar y a oír la
voz de su madre.
-¿Me oíste? ¿Me oíste? La señora Badzerkian vendrá a tomar el té. Quiero que te laves la
cara y que te pongas una camisa limpia. Y también que le recites algún versito. ¿Qué verso
vas a recitarle?
-Cuando me voy a la cama en el invierno -dijo Víctor. Ella le había hecho memorizar cada
poema de El jardín de versos infantiles. Víctor dijo el primero que se le cruzó por la
cabeza, pero eso le causó problemas porque ya lo había recitado en la última visita.
-¡Dije ése porque no podía pensar otro en el momento! -gritó Víctor.
-¡No me grites! -exclamó su madre, lanzándose hacia él. Víctor recibió una bofetada antes
de que se diera cuenta de lo que estaba sucediendo.
Quedó apoyado en un brazo del sofá, de espaldas, con las delgadas piernas de rodillas
huesudas extendidas. “Está bien -pensó-, si así son las cosas, así son las cosas.” La miró
con odio. No iba a hacerle ver que la bofetada le había dolido, que aún le dolía. “Basta de
lágrimas por hoy -juró-, basta de no llorar.” Terminaría el día, soportaría el té como una
piedra, como un soldado, sin pestañear siquiera. Su madre caminaba por el cuarto,
toqueteándose los anillos sin cesar, mirándolo de vez en cuando, desviando la mirada
rápidamente. La mirada de Víctor estaba fija en ella. Él no tenía miedo. Ella podía
golpearlo otra vez, pero a él no iba a importarle.
Por fin ella anunció que se iría a lavar la cabeza y se escurrió al baño.
Víctor se levantó del sofá y vagó por el cuarto. Hubiera querido tener un cuarto propio para
poder estar solo. El departamento de Riverside Drive tenía tres ambientes: la sala, su cuarto
y el de su madre. Cuando ella estaba en la sala, él podía estar en su dormitorio o viceversa,
pero luego decidieron derrumbar el viejo edificio de Riverside Drive. No era algo en lo que
le gustaba pensar.
De pronto recordó dónde había caído el libro, empujó el sofá y lo alcanzó. Era La mente
humana, por Menninger, un libro lleno de historias clínicas fascinantes. Víctor no lo
devolvió al estante donde estaba, entre un libro de astrología y otro de cómo dibujar. A su
madre no le gustaba que leyera libros de psicología, pero a Víctor le encantaban; sobre todo
los que tenían historias clínicas. Los pacientes hacían lo que querían. Se comportaban con
naturalidad. Nadie les daba órdenes. Víctor pasaba horas en la biblioteca del barrio,
hojeando los libros de psicología. Estaban en la sección para adultos, pero al bibliotecario
no le molestaba que se sentara allí porque se comportaba decentemente.
Víctor fue a la cocina y se sirvió un vaso de agua. Mientras estaba de pie bebiendo, oyó un
crujido en una de las bolsas de papel de su madre. Un ratón, pensó, pero cuando movió las
bolsas no vio ningún ratón. El sonido provenía del interior de una de las bolsas. La abrió
con cuidado y esperó que algo saltara. Miró el interior y vio una cajita de cartón blanco. La
sacó con lentitud. El fondo estaba húmedo. Se abría como una caja de masitas. Al hacerlo,
Víctor dio un salto de sorpresa. Se encontró con una tortuga, viva y volcada sobre su
caparazón. Las patas se agitaban en el aire, el animal intentaba darse vuelta. Víctor se
humedeció los labios y, frunciendo el ceño con concentración, tomó la tortuga por los borde
del caparazón con las dos manos, le dio vuelta y la volvió a colocar con suavidad en la caja.
La tortuga encogió las patas, estiró la cabeza un poco y lo miró con fijeza. Víctor sonrió.
¿Por qué su madre no le había dicho que tenía un regalo para él? Los ojos de Víctor
brillaron, mientras pensaba en sacar la tortuga a pasear, quizá con una correa alrededor del
cuello, para mostrársela al que se había reído de sus pantalones cortos. Quizá cambiara de
parecer acerca de ser su amigo si descubría que él tenía una tortuga.
-¡Eh, mamá, mamá! -gritó Víctor, apoyado contra la puerta del baño-. ¿Me trajiste una
tortuga?
-¿Una qué? -había cesado el ruido de la ducha.
-¡Una tortuga! ¡En la cocina! -Víctor saltaba mientras pronunció estas palabras. De pronto
se detuvo.
Su madre había dudado, también. La ducha volvió a oírse. Su madre gritó con voz chillona.
–C’est une terrapène! Pour un ragoût! *
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