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CÉSAR VIDAL, Más que un rabino, B&H, Nashville, 2020, 387 pp.

ISBN: 978-1-5359-8360-0.

Más que un rabino. La vida y las enseñanzas de Jesús el judío (2020) es el último
libro que el Dr. César Vidal ha dedicado al estudio histórico de Jesús de Nazaret.
El propósito de la presente reseña es poner de manifiesto con la mayor claridad
posible lo que César Vidal quiere mostrar en Más que un rabino: por un lado, que las
visiones de Jesús que constituyen el pan de vida de cada día en muchos seguidores y
enamorados de Jesús son, mayoritariamente, equivocadas, tanto desde el punto de
vista de la historia como desde el de la Biblia; al mismo tiempo y por otro lado, que las
visiones heterodoxas provocadoras, historicistas y teoricistas en general que
continúan arrojándose sobre la identidad de Jesús exclusivamente en el campo
académico, son igual de perniciosas y falsas que las primeras.
En las páginas 16-17 de la Introducción cita un largo listado de obras que ha
dedicado a la investigación de Jesús desde un punto de vista histórico, entre las cuales
destacan: El testamento del pescado (2004), Jesús y los documentos del mar muerto
(2006), El Hijo del hombre (2007), Un judío errante (2008) y Jesús el judío (2010),
En la Introducción, explica también de qué trata el libro y la metodología
histórica empleada:

Más que un rabino constituye la culminación, desde una perspectiva


rigurosamente histórica, de años de trabajos dedicados a abordar quién fue Jesús, qué
enseñó y cómo se vio a sí mismo. Este libro no es una obra de teología ni un comentario
de los Evangelios –aunque las referencias a ambas áreas resulten ineludibles–, sino
de historia. Su metodología es la histórica y, de manera muy especial, la utilizada por
la investigación científica en el terreno de la Historia Antigua. Con todo, a pesar de su
carácter histórico, estas páginas, con seguridad, pueden servir de instrumento auxiliar
para las personas que se dedican a esa disciplina. He decidido por eso que
determinadas cuestiones de carácter dogmático, especialmente alguna que solo muy
lejanamente puede considerarse cristológica, sean abordadas en el cuerpo del texto.
(p. 17)

Vidal deja claro, por tanto, desde la Introducción que en la obra también hay
una referencia a la teología y que no solo hay un interés puramente histórico. De
manera que, a lo largo de la obra, se podrá constatar que la metodología histórica
empleada no es incompatible con un estudio de cuestiones teológicas, especialmente
cuestiones cristológicas. Bien al contrario, para Vidal es legítimo combinar, cuando es
necesario, ambos abordajes. Por eso, a lo largo del libro hay una citación de pasajes
bíblicos, tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo Testamento, que se emplean
al mismo tiempo -aunque no siempre- como evidencias y pruebas históricas. Por
ejemplo, en el capítulo dedicado al mesianismo (pp. 169 y ss.), Vidal utiliza episodios
bíblicos para mostrar que, una vez se conocen ciertos hechos históricos en la vida de
Jesús, se hace evidente que se han cumplido en Él las profecías del Antiguo
Testamento sobre el Mesías.

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V. Páramo, reseña de C. Vidal, Más que un rabino La torre del Virrey Nº 33, 2023/1

En el campo de la teología más reciente, detrás del denominado problema del


“Jesús histórico” (en particular, en la tercera búsqueda del Jesús histórico) existe un
problema cristológico, que Jon Sobrino definió como el problema epistemológico en
su conocida obra Jesucristo liberador: ¿Cómo conocer a Jesús? ¿Qué método sirve
mejor para este propósito? ¿Solo la ciencia histórica? ¿No es esto un reduccionismo
ideológico cientificista que contiene infinitas presuposiciones injustificadas? ¿Solo la
ciencia sirve para conocer a Jesús? ¿Existía la ciencia histórica en los tiempos de Jesús
y es aplicable al documento historiográfico fundamental de que se dispone para
conocer a Jesús? ¿Conocer a Jesús es conocer al Jesús de los evangelios bíblicos? ¿Qué
sentido tiene conocer a Jesús solo como conocimiento teórico? ¿Es originalmente la
Biblia un tratado de historia, que, en el caso del Nuevo Testamento, quiere
proporcionar solo principalmente conocimiento histórico sobre Jesús?
Si la respuesta a esta última pregunta fuera negativa, ¿habría entonces que
proceder como propuso Rudolf Bultmann y abandonar todo intento de conocimiento
histórico sobre Jesús? ¿Qué aporta, dentro de la teología, el conocimiento histórico
sobre Jesús? ¿Es el conocimiento histórico sobre Jesús solamente un lugar común de
debate y diálogo con la increencia y el cientificismo?
Estas y otras preguntas son muy antiguas dentro de la teología bíblica,
específicamente dentro de la teología neotestamentaria. César Vidal vuelve a
planteárselas para responder desde un plano histórico al tiempo que bíblico, como
confiesa en la introducción del libro:
Las palabras de la introducción nos dan las coordenadas para comprender el
tipo de investigación que presenta César Vidal en el libro: quiere abordar la extensa
bibliografía tanto bíblica como extrabíblica para historiar al personaje de Jesús. Bajo
su punto de vista, los criterios de veracidad e historicidad del contenido de la Biblia
respecto a Jesús de Nazaret, así como otros métodos que constatan la verdad histórica
de los textos, confirman que hay mucho contenido de la Biblia que puede ser empleado
por la ciencia histórica para conocer a Jesús.
Para la teología bíblica, lejos de constituir un contraejemplo, la citación
constante de la Biblia como documento histórico —concibiendo documento histórico
al modo moderno—, redunda en apoyo de las denominadas verdades de fe. Así
entendido, la citación bíblica (siempre a partir de ediciones actuales con las lenguas
originales del texto) constituye un aspecto positivo, según Vidal, para conocer la
verdadera historia de Jesús.
Quizá, esto —que resulta, de nuevo, positivo desde el punto de vista expuesto—
no gustará a posiciones científico-historicistas como las de Antonio Piñero, que
publicó en 2020 un libro (El Jesús histórico. Otras aproximaciones) recopilatorio de
revisiones de posiciones que él denomina “teológico-históricas”, que no acepta —y da
argumentos para justificar esta afirmación— como verdaderas visiones históricas
sobre Jesús. Además, el sesgo cognitivo y los prejuicios ideológicos (el cientificismo,
que no deja de ser una creencia y no es, en ningún caso, verdadera ciencia) que
confiesan abiertamente Antonio Piñero y otros historiadores representan la
contrapartida y punto de controversia con respecto al de César Vidal, de ahí la
importancia de ambas posiciones para que exista un verdadero debate.
Vidal y Piñero son representantes de dos posiciones respecto al conocimiento
histórico de Jesús, pero hay otros muchos autores, quizá más conocidos
internacionalmente. A su vez, dentro de ambas posiciones hay matizaciones que
pueden dejar en el límite a algunos autores.
La teología bíblica se caracteriza por su estudio de la Biblia como Palabra de
Dios. No le interesa las teologías humanas (ni en su versión filosófica, racional…, ni

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tampoco en su versión narrativa, poética, literaria). No le interesa la fenomenología de


la religión ni la teodicea ni la metafísica. Todas estas áreas del conocimiento y
realidades humanas no dejan de ser, como Karl Barth expuso en su conocido
Comentario a la carta a los romanos, un esfuerzo humano por acceder a Dios —ir de
abajo hacia arriba—; mientras que la intención de la Biblia es dejar a Dios hablar por
sí mismo: transmite la Revelación, lo que Dios dice, y es, por tanto, una teología
revelada, un “decir” de Arriba hacia abajo.
A lo largo de Más que un rabino, Vidal parece no parece sustentar o apoyar —
dando por hecho que lo conoce y simplemente no se hace eco de ello porque lo
considera erróneo— la diferencia entre lo que en otro tiempo y todavía hoy algunas
posiciones —como la citada, de A. Piñero— diferencian como “Jesús histórico” y Jesús-
Cristo (o el Cristo bíblico, es decir, la figura de la teología de Jesucristo, en la que, a
partir de cierto sustrato histórico real sobre la vida de Jesús de Nazaret, se ha
proyectado una interpretación teológica en el Nuevo Testamento, principalmente a
partir de ciertas profecías del Antiguo Testamento que los apóstoles, la tradición de la
Iglesia y los autores del Nuevo Testamento han visto cumplida en Jesús de Nazaret.
Ver así la historia, interpretar así los hechos, presupone ciertos conocimientos
teológicos, familiaridad con el Antiguo Testamento, y por tanto, para estos teóricos
ateos, una proyección de conceptos teológicos (especialmente, los que Pedro confiesa
en el Evangelio de Mateo: “tú eres del Cristo, el Hijo del Dios viviente”, Mateo 16, 16)
sobre un personaje histórico.
Así, en un público neófito, es habitual negar la existencia de Jesús de Nazaret;
algo absurdo desde el punto de vista de la ciencia. A esta posición, como destaca Piñero
en el libro citado, ningún historiador ateo o agnóstico podría darle crédito. Se trataría
en este caso solo de señalar la confusión que muchas personas tienen entre el Jesús de
la historia y Jesús como el Cristo. Cuando alguien dice que “Jesús no existió”, es
probable que quiera decir que Jesús como el Cristo (dado que esta ya es una categoría
religiosa y teológica) no pudo existir, sencillamente porque es un concepto de una
tradición religiosa. La verdad del concepto de “Cristo” y la aplicación de “Cristo” al
Jesús de la historia es lo que quieren decir que es “falso” cuando dicen que “Jesús no
existió”.
Así, historiadores serios y abiertamente declarados agnósticos como Piñero —
por quedarnos en el panorama hispanohablante, en el que se inserta el libro de Vidal—
entienden como un absurdo afirmar y tratar de demostrar que “Jesús no existió”,
cuando todos los datos científicos y criterios metodológicos disponibles apuntan no
solo a que existió un hombre llamado “Jesús de Nazaret”, sino a que muchos de los
datos que dan los Evangelios y el Nuevo Testamento son verídicos históricamente.
Incluso hay algunos puntos conflictivos para un historiador, por muy agnóstico que
sea, en el que las hipótesis y los criterios históricos le abandonan y no puede ya explicar
solo empíricamente que un hecho atribuido a Jesús sea cierto históricamente: no
puede afirmarlo, pero tampoco negarlo totalmente.
Los criterios históricos pueden dar crédito al hecho de que Jesús poseía ciertas
habilidades que son difíciles de explicar desde el punto de vista puramente empírico.
Es decir, los propios criterios de historicidad que se aplican a las bases documentales
y materiales historiográficos se ponen a sí mismos en tela de juicio cuando intentan
quedarse solo en el plano empírico de los puros hechos porque no tienen realmente
una razón científica con la que defender tal posición de negar todo lo que esté más allá
del mundo empírico. Así, para ser coherentes, algunos historiadores simplemente
guardan silencio, sin afirmar ni negar, dado que no disponen de los datos suficientes
y parece que una posición escéptica es la más razonable: como mínimo, dudar de que

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no sea cierto un dato histórico que puede ser empíricamente cuestionable, es decir,
que a un historiador ateo le supondría muy complicado aceptar. Por ejemplo, que se
confirmara históricamente que es cierto el relato de la multiplicación de los panes y
los peces. Por eso, el método científico, el verdadero método científico, sobre el que
reflexionan los filósofos y teóricos de la ciencia, cuando no sabe algo a ciencia cierta,
no puede negar su contrario: eso sería dogmático, y la ciencia es todo menos dogma.
El dogmatismo en ciencia sería cientificismo, más parecido a una ideología que al
verdadero conocimiento de la realidad.
Así, como dice el médico Manuel Pérez Alé en el prólogo de su obra ¿Murió
Jesús en la cruz? Fisiopatología de la muerte de Jesús de Nazaret, la ciencia no lo
sabe todo, no solo respecto a Jesús, sino respecto a cualquier objeto de conocimiento:
Aunque no escondo mi condición de creyente y cristiano, tengo una formación
científica donde cuestionar inicialmente un hecho a estudiar y buscar una explicación
razonada al hecho en cuestión es primordial para mí. También hay que tener presente
que el conocimiento científico está en constante expansión y crecimiento y no
debemos caer en la vanidad de pensar que lo que sabemos hoy en día es el
conocimiento absoluto. Si con el conocimiento actual no podemos explicar la
resurrección, no podemos ni debemos negarla de forma categórica, ya que puede
haber una explicación cuya base desconozcamos aún, porque si por algo se caracteriza
a la ciencia es por su continua evolución y desarrollo. Basta echar la vista atrás y ver
la historia de la ciencia para constatar su desarrollo continuo. 1

La demostración científico-histórica de la Resurrección de Jesús de Nazaret es


otra gran cuestión en este ámbito, pero en la que Vidal no entra de pleno y, por eso, no
entraremos a discutirlo.2
La ciencia es un lugar común, no individual, y avanza poco a poco. Lo que hoy
se considera falso mañana puede ser cierto. Las teorías científicas no son definitivas,
sino que van modificándose y algunas se abandonan por completo y son sustituidas
por otras.
La posición científica en historia no puede, cuando no dispone de todas las
pruebas que lo certifiquen, negar cierto dato histórico sobre Jesús, del mismo modo
que tampoco puede utilizarse ciertos datos arbitrariamente para afirmar la
historicidad de un hecho de la vida de Jesús.
El historiador agnóstico de la vida de Jesús, en realidad, debe permanecer en el
silencio wittgensteniano respecto a lo que considera “que se puede hablar”, sobre un
mundo que existe realmente. Por el hecho de que la ciencia no lo alcance no quiere
decir que no exista. Lo místico, aquello de lo que no se puede hablar según el Tractatus
de Wittgenstein, no deja de existir por no poder ser sometido al lenguaje científico.
Ahora bien, en este caso, se trata más bien de escepticismo científico sobre algo que es
posible conocer pero que todavía no se conoce, más que de una realidad
científicamente incognoscible.
Hay muchos textos evangélicos que narran actos de Jesús que, por el hecho
mismo de hablar de asuntos sobrenaturales o milagrosos, al lector agnóstico en
seguida le surge la duda de que sean ciertos. La duda ya no es sobre si existe material
que confirme que el texto es verídico en términos de crítica textual —es decir, que hay
probabilidad de que el texto que tenemos entre manos estuviera en el original, dadas
las copias disponibles más antiguas en los códices de referencia. Pero este pre-juicio

1 MANUEL PÉREZ ALÉ, ¿Murió Jesús en la cruz? Fisiopatología de la muerte de Jesús de Nazaret,
Samarcanda, Sevilla, 2018, p. 17
2 Nos remitimos al libro de ANTONIO MACAYA PASCUAL, Un latido en la tumba. Demostración histórica

de la Resurrección de Jesús, Voz de Papel, Madrid, 2019.

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respecto a la imposibilidad de la existencia de lo sobrenatural es otro pre-juicio más y,


en términos científicos, se equipararía a la posición contraria —a la que la posición
cientificista acusa de ser falsa—. Aunque esto no pasa con todos los episodios
evangélicos, sí que se puede aplicar a algunos en los que no hay manera de demostrar
que sean falsos. Es como cuando alguien dice: “Dios no existe”. En la ciencia se tienen
que demostrar todas las afirmaciones, de manera que, si no es demostrada, no se
puede considerar una afirmación científica. Si alguien dice “Dios no existe”, tendrá que
demostrarlo, por tanto. Y, como han expuesto algunos científicos agnósticos, cuando
se trata de una cuestión tan transcendental, no vale con decir que el que tiene que
demostrar que su posición es cierta es el que afirma algo, no el que niega algo: en una
cuestión tan decisiva como es la existencia de Dios, es el que dice “Dios no existe” el
que tendría que aportar una demostración de esa afirmación.
Esto no quiere decir que, en determinados momentos, el historiador agnóstico
debe guardar silencio respecto a lo que se dice en el texto y no dedicarse a negar la
historicidad posible de los hechos que supuestamente se refiere el texto, y además no
por razones científico-históricas, sino porque todavía le falta mucha conciencia de su
ignorancia. Reconocer que “no sabe nada” (como Sócrates proponía) es mucho más
prudente, racional y científico que pretender tener la razón sobre algo que en realidad
desconoce.
Por ejemplo, su falta de formación filológica le puede conducir rápidamente a
un historiador ateo a la falsa asunción de que cierto episodio evangélico tiene una
intención histórica, cuando, en realidad, esa es su forma de leer el texto, es decir,
cuando, en realidad, esa supuesta intención histórica del texto no está como tal. Así, al
asumir ideológicamente que tiene una intención histórica, es fácil que pueda decir:
“miren este texto, es falso históricamente por A, por B o por C”.
Pero, por eso, desde hace algunas décadas, y como reconoció un documento
importante de la Pontificia Comisión Bíblica, todo estudio de un episodio bíblico debe
obligatoriamente hacer uso del “método literario” 3 para no llegar a conclusiones
precipitadas y engañarse a sí mismo y a sus lectores en términos científicos. Porque es
fácil que, partiendo ya de la intención de demostrar la falsedad histórica de un texto
bíblico (es decir, que lo que narra no se corresponde con hechos de la historia), el
filósofo o el historiador proyecten sobre el texto una intención histórica que en
realidad no tiene. Atribuírsela, sin más, es un acto del dogmatismo ideológico, del
historicismo radical, y no de la verdadera ciencia histórica.
Ese salto abismal exegético está en las obras clásicas de muchos “historiadores”
—entrecomillado porque ni siquiera tenían formación histórica, pero se
autodenominaban de esa manera— modernos, especialmente románticos alemanes y
franceses del siglo XIX, que se lanzaron al vacío a componer sus “vidas de Jesús” sin
conocimiento filológico alguno de los textos.
Casi todas las Vidas de Jesús que durante cierto tiempo causaron furor en
Europa por haber convencido ideológicamente de algo que hoy la ciencia histórica
reconoce imposible4 —conocer al verdadero Jesús, recuperar hoy, a partir de ciertos
textos, la historia exacta y verídica de Jesús—, ya sirven solo como piezas de museo,
tanto para historiadores ateos o agnósticos como para historiadores creyentes.
Es el caso de E. Renan, ante cuya famosa Vida de Jesús no podemos evitar
sonreír, por la falta continua y abundante de criterios filológicos en su interpretación

3PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, La interpretación de la Biblia en la iglesia, PPC, Madrid, 1993.


4Sobre la imposibilidad de conocer al “Jesús histórico” en los términos planteados por el romanticismo,
véase John P. MEIER, Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico (Tomo I), Verbo Divino,
Estella, 1997, pp. 42 y 22.

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de los textos. Solo los criterios nacidos de su imaginación y fantasía, y no del


conocimiento real del sentido del texto, le hacen permitirse el lujo de lanzar hipótesis
y afirmaciones que les sacarían los colores a quienes sostienen en esencia la misma
posición que ellos (que el Jesús evangélico, el que se narra en los Evangelios, no
coincide con el Jesús real, el Jesús de la historia).
Volviendo sobre el libro de Vidal, cabe destacar que en el capítulo XVIII, “La
crucifixión”, hay un tema extremadamente importante al que dedica apenas unas
páginas (pp. 280-284) bajo el epígrafe titulado “La vergüenza de la cruz”. El tema
constituye el objeto de investigación histórica de otros libros de Vidal y de
investigadores tanto confesionales como independientes sobre del “Jesús histórico”.
En los evangelios refleja la conciencia apostólica de cómo Jesús se puso en el
lugar que no le correspondía en absoluto, pero hay una peculiaridad de la crucifixión
que no se observa —más que simbólicamente— en humillaciones puntuales anteriores,
dado que éstas que no implican ningún problema serio —y menos aún la tortura y la
pérdida de la vida— y se realizan con el objeto de dar una enseñanza. En la crucifixión,
específicamente, como nunca antes, Jesús se torna completamente marginado en un
significado social y teológico al mismo tiempo, añadido al dolor insoportable.
El significado de marginación se mezcla aquí, dado que a los que había
perdonado los pecados —incluyendo los enfermos— eran considerados religiosamente
como “impuros” y, por eso mismo, eran aislados, separados, estigmatizados en la
sociedad judía.
En el terreno teológico, dentro de la religión de Israel, eran considerados
indignos de una relación con Dios. Pero Jesús presenta la visión opuesta: todos tienen
derecho a tener relación con Dios, incluso esos que la sociedad considera como los
peores y más indignos de recibir la bendición de Dios. Él viene a anunciar no un Juicio,
sino un perdón de los pecados: “no he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al
arrepentimiento” (Lucas 5, 32).
Este versículo muchas veces se cita con la intención fundamentalista y a-
exegética de que Jesús no trae Juicio de Dios. Pero nada más lejos de la realidad: el
juicio ya lo está haciendo al considerarlos pecadores. Precisamente por llamar a los
pecadores al “arrepentimiento”, ya los está juzgando, y les está diciendo que “son
pecadores”, y les está diciendo lo que tienen que hacer a los ojos de Dios: arrepentirse.
Lo que dice en realidad ese versículo del evangelio de Lucas es, al menos en un
sentido, que no existen los justos, y mucho menos aún son justos los que se
autodenominan justos. El que no se reconoce como pecador, lo tiene muy crudo,
porque nadie es perfecto, nadie es justo ante Dios. Todo el mundo necesita
reconciliación con Dios, confesión del pecado. Porque auto-considerarse justo es auto-
considerarse que no se tiene pecados, en la religión de Israel, precisamente, esos que
se creen justos —los más puros en la religión de Israel—, son los más necesitados de
ayuda espiritual porque no tienen conciencia de pecado; no tienen conciencia del bien
y el mal realmente, al no poder ver sus propias malezas en su corazón, estercoleros en
su mente y sus putrefactas acciones.
Jesús dice que como todos son pecadores, son igual de pecadores, merecen el
mismo castigo de Dios y, al mismo tiempo, por su misericordia, merecen también la
misma oportunidad de perdón. En realidad, no “merecen” nada, porque no es por sus
méritos, sino por la Gracia de Dios que reciben el perdón.
Jesús, en términos puramente históricos, vivió y se preocupó por los últimos de
su sociedad,5 y por eso la teología neotestamentaria dice que se pone en ese lugar

5 Cf. SANTOS BENETTI, Jesús y el cambio social, Lohlé-Lumen, Buenos Aires, 1998.

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último, marginado y vituperado en la cruz. Pero para entender esto hay que entender
también que hay otro significado que está en la historia de Roma, y no en la de Israel,
historia de la que Israel se apropia para hundir, si cabe, más a Jesús; es el significado
social de la crucifixión que quieren los enemigos de Jesús que se le dé con el objeto de
“desacreditarlo para siempre” (p. 284).
Este significado histórico es importante para entender qué es la cruz como
marginalidad real desde una óptica teológica (Jesús poniéndose en el lugar de los
últimos, los crucificados por el ser humano: los injustamente asesinados, los inocentes
que sufren una enfermedad dolorosa y que les quita el sentido de la vida), pero también
para entender que históricamente era verdaderamente la intención que se tenía por
parte de sus enemigos: con la crucifixión, el mensaje de Jesús caería en desgracia y
bancarrota. ¿Quién seguiría a un crucificado?
Los enemigos judíos de Jesús veían en la crucifixión una oportunidad única no
solo de erradicarlo a él, sino a todo el que quisiera continuar siguiéndolo después de
muerto:
La crucifixión no solo implicaba un doloroso suplicio reservado a lo que se
consideraba la hez de la sociedad —los reos eran clavados en la cruz y no pocas veces
torturados con anterioridad—, sino la suma humillación. El crucificado era un
verdadero desecho social ante el cual, los testigos de la ejecución solo podían mostrar
desprecio y asco. (p. 282)

Históricamente, se considera actualmente que Juan ayudó e instruyó a Jesús.


Pero en el texto, cuando dice “Enderezad sus sendas”, se refiere a Jesús, sí, pero no a
que Juan estaba enderezando —o, en todo caso, tenía que enderezar— las sendas de
Jesús, sino a que enderezara en Israel las sendas rotas, las sendas perdidas, porque,
de lo contrario, Jesús —el “mensajero” enviado por Dios (Mc 1, 2)— no pasaría por
ellas. Había que enderezar las sendas de Israel, y Juan estaba haciendo exactamente
eso en el desierto (o eso es lo que cree el texto y es lo que nos dice), bautizando en el
Jordán: “Bautizaba Juan en el desierto, y predicaba el bautismo de arrepentimiento
para perdón de los pecados” (Mc 1, 4).
Como apunta Vidal, este es el enclave del evangelio anunciado por Jesús: la
buena noticia no es otra que anunciar que Dios perdona los pecados, para lo cual es
necesario un arrepentimiento genuino, y que es perdón de Dios a partir de un
arrepentimiento genuino es necesario que se haya producido para cuando llegue el
Reino de Dios:
El mensaje de Jesús, […] se trataba de un mensaje de Evangelio, es decir, de
buenas noticias, que es lo que significa la palabra en griego. Este [el mensaje de Jesús]
consistía esencialmente en anunciar que había llegado la hora de la teshuvah, de la
conversión. Ya se había producido el momento en que todos debían volver hacia dios
y la razón era verdaderamente imperiosa. Su Reino estaba cerca. Ya se había
producido el momento de anunciar aquella Buena Nueva y el primer escenario de su
predicación, como siglos antes había señalado el profeta Isaías, la religión de Galilea
(Isaías 9, 1-2). (p. 48)

El evangelio comienza, así, presentando un acontecimiento histórico como el


acontecimiento predicho por Isaías, y a Juan como a la persona en quien se cumplen
las palabras: “Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor;
Enderezad sus sendas” (Mc 1, 2).
Con este ejemplo del comienzo del evangelio de Marcos podemos entender ya
lo que hace el texto por sí mismo, donde se presuponen las profecías sobre el Mesías
en el Antiguo Testamento y donde se hace —otra cosa es que se crea en ello o no— una

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identificación entre una profecía y dos personajes históricos (Juan y Jesús). Para
entender el texto del evangelio, no podemos pensar que el libro quiere describir la
historia de Juan y Jesús, sino entender los actos que Dios ha hecho en ellos, y que
estaban pre-dichos siglos antes en el libro de Isaías. Si cita hechos históricos, es para
constatar que la profecía se ha cumplido y para “demostrar” que se está cumpliendo
en Jesús esa profecía. Esa es la dinámica con la que comienza el texto.
Teniendo esto claro a modo de ejemplo, ¿qué hará un historiador moderno con
este texto? ¿Lo considerará útil para la ciencia histórica? ¿Lo considerará verdad
histórica? ¿Lo utilizará como un documento historiográfico que sirva para describir
los hechos de la vida de Juan y Jesús? ¿Lo tendrá solamente por una construcción
literaria que lee los hechos de la historia de manera subjetiva, partidaria y conforme a
pre-conceptos religiosos propios de los judíos? ¿Lo entenderá como una manera
fundamentalista religiosa de entender hechos en los que, fuera de una mentalidad de
fe, no se habría nunca pensado? ¿Declarará el texto, finalmente, como un documento
propio de una religión de oriente medio que habla más de la confusión del autor del
texto —inducida por su educación y mentalidad religiosa— que fuerza los hechos
históricos, que los tergiversa y los describe conforme a sus propios propósitos o, al
menos, conforme a sus propias creencias? Sin conocer el Antiguo Testamento y sin
creer que Dios enviaría un mensajero, ¿podría un historiador jamás haber visto en esos
hechos lo que el autor del evangelio ve? ¿Habría llegado a la misma conclusión que el
texto un ciudadano romano ateo que viera a Juan bautizando en el desierto? Ni un
historiador ni tampoco una persona cualquiera fuera de la religión de Israel habrían
podido entender nada de lo que estaría sucediendo en esa escena según el autor. Pero
peor aún que no entenderlo es querer imponer una forma de entender esa escena —no
solo la escena histórica que presuntamente describe el texto, sino la forma en que el
texto describe esa escena histórica— que nada tenga que ver con lo que realmente está
diciendo y que, además, se autoproclame como autoridad científica sobre lo que dice
el texto.
Podemos entender así ahora que hablar de la “historicidad” de esos hechos —
del hecho de que Juan predice en el desierto como cumplimiento de la profecía de
Isaías— es problemático porque hay primero que precisar qué entendemos por
historicidad. Para el autor del evangelio de Marcos, la forma en que presenta los
hechos es perfectamente la de un “historiador”, donde hablar de Dios y su Enviado
forma parte de la descripción histórica. Su principal objetivo no es demostrar la
historicidad de los hechos ocurridos —como si la descripción de hechos históricos
fuera en sí mismo el fin—, sino evidenciar que esos hechos ocurridos demuestran por
sí mismos que Jesús es el Cristo, el Mesías, el Enviado, el Mensajero: ¡Porque se está
cumpliendo la profecía en acontecimientos históricos concretos! ¿Qué historiador hoy
podría hacer historia implicando la acción del Dios de Israel en la vida de las personas,
o su presencia en ciertos hechos, y el hecho de que en ciertos acontecimientos veamos
perfectamente que se ha cumplido una profecía? Para el Evangelio de Marcos,
presentar de esta manera los hechos es totalmente plausible. No hay ninguna falla en
cuanto al método histórico —si así se puede llamar— que emplea: el propósito de ese
método no es describir hechos sin más, sino mostrar mediante la descripción de
hechos que en ellos se cumplen las promesas de Dios. Además, no una promesa
cualquiera, sino la del envío de su mensajero. Por eso es tan importante que Israel
“enderece sus caminos”, porque, si no los endereza, Jesús no pasará por ellos y no
causará restauración, no ocurrirá el propósito para el que ha sido enviado. Por eso, de
manera urgente, Juan está llamando al “arrepentimiento de los pecados”, que es la
manera de “enderezar sus caminos”, para que cuando venga Jesús puedan recibirlo.

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Estando en pecado, no pueden recibirlo. Y, como señala Vidal, esa será la forma misma
que adoptará Jesús cuando predique la venida del Reino de Dios: “el mensaje de Jesús,
como Mesías, como Hijo de Dios, sería semejante al que había proclamado durante
cerca de medio año Juan el Bautista (Marcos 1:14,15)” (p. 48).
La descripción histórica con la que comienza el evangelio de Marcos se hace
bajo la óptica de las promesas del Antiguo Testamento y la óptica de la fe. Mezclar la
fe con la historia no es problema para el evangelio. Cuadra totalmente con su
concepción de la historicidad del relato —que el relato se ajuste a y describa los hechos
sucedidos verdaderamente—, que apoya la historicidad de los hechos (que no es la de
demostrar que los hechos han ocurrido, sino que los hechos ocurridos —y relatados
ahí, dando por hecho, al relatarlos, que han ocurrido— demuestran que Jesús es el
Mesías).
El evangelista no tiene en mente intentar ser lo más objetivo y neutral posible
para que los lectores no piensen que está implicando sus propias creencias. ¡Al
contrario, implica hasta el fondo sus propias creencias, y no trata de ocultarlo! El solo
hecho de creer que se le presenta el dilema de tener o no tener que ocultarlo, de creer
que tendría que ocultarlo, es aplicar inconscientemente nuestras propias categorías
modernas historicistas, que no tienen en cuenta en absoluto que Marcos se dirige a
una comunidad de creyentes conversos, en su mayoría no judíos de origen, donde ya
se da por hecho que es cierto eso mismo que se está narrando, eso que se ha comenzado
a narrar (que Jesús es el Hijo de Dios, como anuncia el texto al principio). El texto solo
trata de fundamentarlo más, de manera que los creyentes de esa comunidad tengan
una fe más firme y no duden ante el sufrimiento.
Así, el propio Evangelio tiene una estructura en dos partes realizada bajo esa
misma intención: en la primera se habla de un aparente Mesías triunfalista —lo que
ellos quieren que sea Jesús y lo que ellos quieren que sea su propia vida al seguir a
Jesús—, para continuar con una segunda parte que muestra la identidad verdadera de
Jesús (el Mesías sufriente), para lo cual vuelve —como al principio del evangelio— a
citar al profeta Isaías.
Arrebatar al propio texto la materia de la que está hablando, así como sacarlo
de su propio contexto histórico y literario, fueron estrategias filológicas exentas de
verdadera exégesis bíblica muy habituales por parte de los primeros eruditos que
iniciaron la denominada “primera búsqueda del Jesús histórico”.
En algunas interpretaciones de los textos evangélicos por parte de historiadores
agnósticos contra los que se posiciona Vidal, hay demasiadas asunciones previas
injustificadas, como la de que el texto evangélico se escribe bajo un género literario
histórico y tiene como última intención describir hechos. Si el texto de suyo, por sí
mismo, no tiene la intención de historiar el pasado, ¿cómo va a servir como material
historiográfico? Realmente, los materiales historiográficos que le sirven a la ciencia
histórica para conocer el pasado no siempre o casi nunca se hicieron bajo la conciencia
de ser un material histórico, un material que sirviera a los futuros historiadores para
conocer hechos del pasado. Así, los fósiles, papiros, rollos y códices descubiertos por
la arqueología bíblica estaban ahí porque estuvieron en el pasado, y sirven a la ciencia
histórica para sus propósitos.
Ahora bien, eso es muy distinto —servirse de un material con fines históricos, a
pesar de que ese material no tuviera como intención servir para que los historiadores
futuros conocieran su tiempo— a leer un texto con las gafas del historicismo y
adscribirle solamente una intención histórica. Porque esto significa, en términos
exegéticos, falsificar lo que un texto dice por sí mismo. Eso es más bien la lectura que
hace del texto, para Vidal, una mentalidad moderna historicista, mentalidad que, en

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V. Páramo, reseña de C. Vidal, Más que un rabino La torre del Virrey Nº 33, 2023/1

lugar de fijarse en el mensaje y significado teológico del texto, se fija solo en lo que a
ella le interesa y en lo que, dentro de su bagaje hermenéutico, puede comprender del
texto. Si no tiene una mente abierta —como mínimo, abierta a reconocer que el texto
no trata de lo que quiere que trate el historiador agnóstico—, es casi imposible que
pueda comprender el texto conforme a la comprensión que tiene de sí mismo,
conforme a lo que Leo Strauss, en distintos trabajos, entendió como comprender “a los
autores como se comprendían a sí mismos”.
Como previamente a esa lectura historicista del texto no cree en Dios ni en los
milagros, lo único en lo que le va a interesar fijarse a esa forma de leer es en si ese texto
es histórico, es decir, si realmente está narrando hechos del pasado o si, en realidad,
no hay una conexión ni referencia verdadera a los hechos reales. Si constata que el
texto no contiene historicidad —no narra hechos del pasado tal y como fueron o de una
manera aproximada a como fueron, siempre bajo la consideración de subjetividad de
todo testimonio del pasado—, entonces ese texto “no sirve”. ¡Vaya juicio! Ha
sentenciado a muerte un texto por el solo hecho de no servirle al historiador para
conocer el pasado, lo cual significa proyectar y asumir injustificadamente que ese texto
quiere historiar el pasado, pero, en realidad, no lo hace. Así, se da una contradicción
en las conclusiones del lector historicista: asume que el texto quiere historiar el pasado
—cuando, en realidad, al menos en el contexto evangélico, casi nada quiere
simplemente narrar un hecho del pasado, sino más bien transmitir un hecho por su
significado teológico, por el significado teológico que le da su autor—, pero como
constata que no lo hace, lo acusa de “engañarle” y de ser un texto inventado.
En realidad, todo este enjuiciamiento que acaba con una sentencia historicista
en contra de la veracidad del texto evangélico —tema que le preocupa mucho a Vidal,
dado que al fin y al cabo su libro trata sobre la historia de Jesús de Nazaret narrada en
los evangelios y en otras fuentes extrabíblicas— es solo un producto imaginario de esa
mente que solo busca datos históricos en el texto, es decir, datos verídicos sobre el
pasado, porque se asume, antes de leerlo, que el texto quiere historiar el pasado y
luego, una vez lo lee, busca en el texto datos históricos que, lógicamente, no va a
encontrar (porque, en realidad, el texto, por sí y en sí mismo, no tiene una intención
histórica): como este lector constata que lo que narra el texto evangélico sobre la vida
de Jesús no pueden ser datos históricos, concluye rápidamente que el texto es falso
históricamente.
Pero esta “constatación” —entrecomillada porque no tiene ningún fundamento
filológico—, hecha tanto por medio de un supuesto método científico como por medio
de la sola asunción de que no puede ser histórico porque cuenta datos milagrosos —
datos que son imposibles en términos históricos—, se ha hecho, evidentemente, bajo
un pre-juicio injustificado: como si, realmente, para el autor del texto evangélico, el
hecho de que no estuviera describiendo un hecho histórico fuera algo dramático o
perjudicial para la transmisión del mensaje que trata de enseñar.
Así, estas interpretaciones con pre-juicios historicistas se acometen
abiertamente con la previa intención de negar que un milagro narrado en el texto sea
posible y que, por tanto, no hay posible historicidad del texto, puesto que los milagros,
bajo su concepción, no son posibles, de manera que se deduce lógicamente la no
historicidad del texto. Así, concluyen sencillamente: si los milagros no son posibles,
un texto que describe como hecho histórico un milagro, no puede ser un texto verídico.
No sirve como material historiográfico, porque la referencia a un hecho del pasado se
ve claramente como falsa, porque lo que dice que ha sucedido es imposible
empíricamente.

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V. Páramo, reseña de C. Vidal, Más que un rabino La torre del Virrey Nº 33, 2023/1

En este tipo de interpretaciones agnósticas respecto a la posibilidad de los


milagros supuestamente narrados en los textos —es decir, interpretaciones hechas
bajo la asunción de que el texto quiere hacer pasar por hecho histórico un milagro,
cuando ese concepto de lo que quiere hacer el texto y el concepto mismo de milagro
solo existe en la mentalidad moderna que lee el texto, y no en el texto mismo—, no solo
se está dando por hecho que el texto tiene la intención de describir históricamente
hechos, sino que también describe de hecho históricamente hechos, es decir, que esa
historia que describe quiere ser cierta históricamente: que se corresponde con hechos
de la historia.
Por eso, esta lectura historicista asume que el texto evangélico funciona de tal
manera, para luego negarle la veracidad y fiabilidad histórica. En realidad, los pre-
juicios historicistas no permiten a este tipo de lector comprender lo que realmente dice
el texto y entender que lo de menos en el texto es la simple, “pura” u “objetiva”
narración de hechos históricos.
Solo el prólogo del evangelio de Lucas declara una intención histórica, 6 pero es
una declaración histórica que hay que leer atentamente, y hay que prestar atención a
los detalles para poder comprender que esa intención histórica no es como la del
historiador moderno, sino que, en todo caso, se corresponde con los géneros literarios
biográficos de “ensalzamiento del héroe” propios de la literatura griega.
Además, como en el resto de evangelios canónicos, si hay una tarea histórica, si
hay una intención de historiar el pasado, es por razones teológicas, religiosas…, como
deja claro el primer final del evangelio de Juan:
Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales
no están escritas en este libro. Pero estas se han escrito para que creáis que Jesús es el
Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre. (Juan 20, 30-
31)

La intención del evangelio no ha sido narrar puros hechos del pasado, sino
narrarlos para llevar a la fe a las personas que lo lean.
El propio César Vidal ha confesado en distintos lugares que su conversión fue a
través de la lectura del Nuevo Testamento; en concreto, de la carta a los Romanos. De
manera que esa intención de llevar a la fe a personas es la verdadera intención del
texto, y no la de historiar el pasado. Otra cosa es que esto nos guste o no “sirva” a la
ciencia histórica.
Por eso, cualquier lectura historicista de los evangelios bíblicos cae en
contradicciones tras contradicciones.
Así, la historia de Jesús que narran los evangelios es cierta —es decir, que es
una narración que relata hechos históricos— para quienes confiesan previamente a la
Biblia como Palabra de Dios (así como otras asunciones previas demasiado evidentes
en el autor del texto, como la de que cree en Dios, y no en cualquier Dios, sino en el
Dios de los judíos). Pero ¿es realmente necesario que esos hechos descritos sean
hechos históricos para quienes confiesan a la Biblia como Palabra de Dios, así como
que el texto bíblico tenga una intención histórica al contarlos? Para el historiador
“neutral”, que no cree que la Biblia sea Palabra de Dios, puede suscitarle esta narración
dudas sobre la historicidad de los hechos que narra, lógicamente. Quizá puede no

6 “Puesto que ya muchos han tratado de poner en orden la historia de las cosas que entre nosotros han
sido ciertísimas, tal como nos lo enseñaron los que desde el principio lo vieron con sus ojos, y fueron
ministros de la palabra, me ha parecido también a mí, después de haber investigado con diligencia todas
las cosas desde su origen, escribírtelas por orden, oh excelentísimo Teófilo, para que conozcas bien la
verdad de las cosas en las cuales has sido instruido” (Lucas 1, 1-4).

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V. Páramo, reseña de C. Vidal, Más que un rabino La torre del Virrey Nº 33, 2023/1

dudar de la intención histórica del relato, pero sí de que esos relatos ocurrieran tal y
como los describe y, por tanto, de la historicidad exacta de los hechos relatados: de que
eso que se relata sucediera verdaderamente tal y como se relata. Pero, de nuevo, eso
es leer el texto simplemente con una mentalidad ajena al que tiene el texto, y esto
llevará a no comprender por sí mismo el relato. No se trata de exigir la fe para
comprender el relato, sino de que, incluso sin fe, el exegeta científicamente honesto
tiene que comprender el texto por sí mismo, incluso comprendiéndolo a partir de los
pre-juicios del texto y no a partir de sus propios pre-juicios. Porque se trata, como
tarea primera, de comprender correctamente el texto. Después ya hablaremos de
historia y de fe: primero va la exégesis.
Un aspecto importante en este punto es que hay otros historiadores
“agnósticos” que creen que en la narración de estos hechos no se puede ni confirmar
ni des-confirmar nada porque no hay hechos históricos que contrastar con
documentos historiográficos verídicos: es sencillamente imposible que Jesús fuera
tentado en el desierto, por ejemplo, porque para el agnosticismo no existen dioses, ni
ángeles, ni seres superiores. ¿Para qué molestarse en comprobar si el texto
verdaderamente es auténtico y describe hechos de la historia cuando los hechos que
narran son aceptados desde el principio como imposibles? Pero este historiador debe
caer en la cuenta de que la creencia en la imposibilidad de esos hechos constituye,
valga la redundancia, el objeto de una creencia. Ese es el pre-juicio oculto del
historiador agnóstico: da por sentado que esos hechos son imposibles, de manera que
cualquier historia que hable de esos hechos será tomada de antemano —sin
justificación alguna de esa creencia en que los hechos sobrenaturales son imposibles
más que el decir mismo que los hechos sobrenaturales son imposibles— como relato
de ficción.7
Así, argumentan que por detrás y por debajo de la narración está implicada la
fe, el creer, porque está hablando de situaciones que son, a priori, solo de índole
teológico-bíblica, esto es, de acontecimientos leídos bajo categorías propias de la
religión de Israel. Si un historiador no cree en el Dios de Israel, ¿qué pensará entonces
respecto a este episodio según el cual Jesús fue tentado en el desierto? Esa es la
falsedad, la falacia involucrada del historiador: dice que no tiene creencias, pero sí las
tiene, y además muy manifiestas. A pesar de manifestarlas a plena luz del día, consigue
que pasen desapercibidas.
La finalidad de señalar estos prejuicios del historiador agnóstico de los
evangelios no es, en absoluto, que se exija a este historiador que para poder entender
el texto correctamente tenga que aceptar la historicidad de los hechos, tenga que tener
fe en el Dios de Israel, sino de hacerle percibir que él también está involucrado en una
clase de creencia ya, una ideología, que le impide estar verdaderamente abierto a lo
que narra el texto, a saber, la creencia de que para ser verídico en algún sentido tiene
que ser previamente verídico en términos históricos. Más aún, la creencia de que el
texto quiere por sí mismo ser un texto verídico en términos históricos, la creencia de
que el texto tiene la intención siempre de historiar el pasado.
Lo más conveniente es hacer una epojé de los pre-juicios, tanto agnósticos como
confesionales, porque la predisposición a no aceptar de antemano nada de lo que diga
el texto es, cuanto menos, una lectura acrítica: significa estar aferrado a unas creencias
y no estar dispuesto a cambiarlas. Eso no es ciencia, es dogmatismo. El historiador
agnóstico también es presa de sus propias creencias y dioses —esos que dice que no

7 Esta sencilla argumentación constituye la base declarada de libros como el de JAVIER ALONSO, La
resurrección de Jesús. De hombre a Dios, Arzalia Ediciones, Madrid, 2018, p. 16.

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tiene— cuando él cree ser libre de pre-juicios e ideas impuestas. Lo más irónico es esta
falsa libertad, libertad que el historiador cree firmemente que tiene.
En el otro extremo, podemos considerar que, para algunos lectores creyentes
fundamentalistas, es en la Biblia donde está la propia intención de historiar el pasado:
no perciben que en realidad no es para la propia Biblia sino para ellos mismos y su
lectura de la Biblia, que lo que se está narrando cuando se habla de la vida de Jesús es
una historia verdaderamente histórica, en la que se narran acontecimientos históricos
reales.
Por su parte, el lector historicista agnóstico siempre va a pensar que esos
acontecimientos son imposibles, que nunca sucedieron más que en la mente de los
autores de los textos o, a lo sumo, en la mente de esas personas que protagonizan los
relatos y que dan testimonio (oral y escrito) de lo sucedido, en lo cual se basa el
evangelista para construir su historia. Que es una historia subjetivamente narrada y
que se edifica a partir de una lectura religiosa de la historia que no coincide con la
realidad, con la verdad histórica. ¿Por qué? Porque es la historia del Hijo de Dios, la
historia que hace Dios Padre con su Hijo, en la que se dice que hay acontecimientos
históricos reales. Pero, si se piensa de antemano que Dios no existe, ¿qué se pensará
del relato y de los supuestos hechos históricos que narra? El escepticismo frente a la
verdad de estos hechos narrados, no obstante, no lleva a pensar a todos los
historiadores agnósticos que en los evangelios no hay datos históricos.
Un párrafo importante de Más que un rabino lo encontramos en la página 51,
respecto al propio episodio de Juan 3, 1-12, donde Jesús habla del nacer de nuevo a
propósito de las preguntas de Nicodemo:
El texto precedente [a saber, Juan 3, 1-12] —referido al nacer del agua y del
Espíritu— ha sido señalado en repetidas ocasiones como una referencia de Jesús al
bautismo como sacramento regenerador. Semejante interpretación resulta
absolutamente imposible y denota fundamentalmente la triste ignorancia de algunos
exégetas con relación al trasfondo judío de Jesús y, muy especialmente, la deplorable
tendencia a proyectar dogmas posteriores sobre un texto bíblico que nada tiene que
ver. (p. 51)

Vidal se queja, como historiador protestante, de lo que ha hecho la propia


Historia de la Iglesia al decir que ella hace algunas prácticas porque las hacía Jesús y
que así están reflejadas en el Nuevo Testamento; cuando, en realidad, eso es
totalmente falso. Ni Jesús hizo nada de eso ni está justificada la explicación que hace
la iglesia de sus prácticas en referencia a hechos de la vida de Jesús.
La afirmación citada de Vidal es tan lapidaria como polémica, porque la Biblia
misma es Tradición de la iglesia, tradición de la iglesia antigua, primitiva u originaria,
la llamada iglesia apostólica, la de los que Jesús llamó en vida a seguirle, a la que se
sumaron otros. La Biblia misma es fruto de una tradición, la tradición de la Iglesia
original. Ahora bien, Vidal tiene razón cuando señala que no hay rastro en la acción y
palabras del Jesús bíblico de un sacramento del bautismo tal y como se empezó a
realizar posteriormente. Es la tradición de la iglesia la que edifica y fortalece ese
sacramento: pero ¿qué problema genera esto? ¿Por qué se considera que esto es un
contra-argumento contra la existencia del propio sacramento? ¡La Biblia misma, y lo
que se dice sobre Jesús y se pone en boca de Jesús, es fruto de la misma tradición
eclesial! Esa es la falacia fundamental: pensar que lo que tenemos delante en la Biblia
es un dictado literal divino, o una obra de historia sin más que recoge solo datos
objetivamente descritos y hechos expuestos de manera neutral, como si en sí mismo el
texto bíblico —especialmente el evangélico— no fuera también obra de la tradición de
la iglesia. Que la tradición posterior edifique un sacramento sobre ese texto bíblico no

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tiene nada de extraño: ¡lo que se dice en la Biblia sobre Jesús ya es un acto de la
tradición! ¡No es el Jesús real, el de la historia, sino el Jesús bíblico el que habla! Y en
esto no hay problema: Jesús escogió a discípulos para que llevaran su noticia por
doquier y les confirió una autoridad para hacerlo (Marcos 16, 15-18), y esa misma
autoridad elaboró los documentos que más tarden formarían un Nuevo Testamento.
¡Es una falacia pensar que la Tradición que compuso el Nuevo Testamento es más
legítima que la que viene después! Jesús edificó una Iglesia de vida eterna, no solo una
iglesia a la que pertenecería la tradición apostólica: si la generación que viene después
de la apostólica es falsa y no tiene importancia alguna —como ve una visión radical
protestante—, ¿qué Iglesia eterna será esa? ¿Qué legitima desechar la tradición
posterior y que solo la apostólica valga? La falacia reside en pensar que la Biblia no
tiene una tradición —la apostólica— y que todo lo que sea acto de la tradición de la
Iglesia es sencillamente falso o tergiversa la Biblia. ¡Si la Biblia misma es fruto de esa
tradición! Se garantizaron formas religiosas y culturales para que los apóstoles
tuvieran discípulos, porque no había otra manera de seguir existiendo que sumando
personas nuevas y jóvenes.
Ahora bien, es lógico que Vidal ataque a lo largo del libro, en distintos
momentos cruciales, no solo a historiadores agnósticos, sino también interpretaciones
que la Iglesia específicamente romana ha hecho de la vida de Jesús; porque también
en ese ambiente se han cometido muchos errores y falsas interpretaciones de las
palabras (legómena, “lo que se dice”) y acciones (drómena, “lo que se hace”8) de Jesús
narradas en los evangelios, que han caído en los mismos errores de interpretación que
hemos señalado con respecto a los historiadores agnósticos.

Víctor Páramo Valero

8 José Luis Calvo, Los cuatro evangelios. Edición bilingüe, Trotta, Madrid, 2022, p. 17

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