Con Dias y Ollas Venceremos
Con Dias y Ollas Venceremos
Con Dias y Ollas Venceremos
I
San Martín, por juiciosas razones que la historia consigna y aplaude, no quería
deber la ocupación de Lima al éxito de una batalla, sino a los manejos y ardides de
la política. Sus impacientes tropas, ganosas de habérselas cuanto antes con los
engreídos realistas, rabiaban mirando la aparente pachorra del general; pero el
héroe argentino tenía en mira, como acabamos de apuntarlo, pisar Lima sin
consumo de pólvora y sin lo que para él importaba más, exponer la vida de sus
soldados; pues en verdad no andaba sobrado de ellos.
En correspondencia secreta y constante con los patriotas de la capital, confiaba
en el entusiasmo y actividad de éstos para conspirar, empeño que había producido
ya, entre otros hechos de importancia para la causa libertadora, la defección del
batallón Numancia.
Pero con frecuencia los espías y las partidas de exploración o avanzadas
lograban interceptar las comunicaciones entre San Martín y sus amigos, frustrando
no pocas veces el desarrollo de un plan. Esta contrariedad, reagravada con el
fusilamiento que hacían los españoles de aquellos a quienes sorprendían con cartas
en clave, traía inquieto y pensativo al emprendedor caudillo. Era necesario
encontrar a todo trance un medio seguro y expedito de comunicación.
Preocupado con este pensamiento, paseaba una tarde el general, acompañado
de Guido y un ayudante, por la larga y única calle de Huaura, cuando, a
inmediaciones del puente, fijó su distraída mirada en un caserón viejo que en el
patio tenía un horno para fundición de ladrillos y obras de alfarería. En aquel
tiempo, en que no llegaba por acá la porcelana hechiza, era éste lucrativo oficio;
pues así la vajilla de uso diario como los utensilios de cocina eran de barro cocido
y calcinado en el país, salvos tal cual jarrón de Guadalajara y las escudillas de
plata, que ciertamente figuraban sólo en la mesa de gente acomodada.
San Martín tuvo una de esas repentinas y misteriosas inspiraciones que acuden
únicamente al cerebro de los hombres de genio, y exclamó para sí: «¡Eureka! Ya
está resuelta la X del problema».
II
Vivía el Sr. D. Francisco Javier de Luna Pizarro, sacerdote que ejerció desde
entonces gran influencia en el país, en la casa fronteriza a la iglesia de la
Concepción, y él fue el patriota designado por San Martín para entenderse con
el ollero. Pasaba éste a las ocho de la mañana por la calle de la Concepción
pregonando con toda la fuerza de sus pulmones: ¡Ollas y platos! ¡Baratos!
¡Baratos!, que, hasta hace pocos años, los vendedores de Lima podían dar tema
para un libro por la especialidad de sus pregones. Algo más. Casas había en que
para saber la hora no se consultaba reloj, sino el pregón de los vendedores
ambulantes.
Lima ha ganado en civilización; pero se ha despoetizado, y día por día pierde
todo lo que de original y típico hubo en sus costumbres.
Yo he alcanzado esos tiempos en los que parece que, en Lima, la ocupación
de los vecinos hubiera sido tener en continuo ejercicio los molinos de masticación
llamados dientes y muelas. Juzgue el lector por el siguiente cuadrito de cómo
distribuían las horas en mi barrio, allá cuando yo andaba haciendo novillos por
huertas y murallas y muy distante de escribir tradiciones y dragonear de poeta,
que es otra forma de matar el tiempo o hacer novillos.
La lechera indicaba las seis de la mañana.
La tisanera y la chichera de Terranova daban su pregón a las siete en punto.
El bizcochero y la vendedora de leche-vinagre, que gritaba ¡a la cuajadita!,
designaban las ocho, ni minuto más ni minuto menos.
La vendedora de zanguito de ñajú y choncholíes marcaba las nueve, hora de
canónigos.
La tamalera era anuncio de las diez.
A las once pasaban la melonera y la mulata de convento vendiendo ranfañote,
cocada, bocado de rey, chancaquitas de cancha y de maní, y fréjoles colados.
A las doce aparecían el frutero de canasta llena y proveedor de empanaditas
de picadillo.
La una era indefectiblemente señalada por el vendedor de ante con ante,
la arrocera y el alfajorero.
A las dos de la tarde la picaronera, el humitero y el de la rica causa de
Trujillo atronaban con sus pregones.
A las tres el melcochero, la turronera y el anticuchero o vendedor de bisteque
en palito clamoreaban con más puntualidad que la Mariangola de la Catedral.
A las cuatro gritaban la picantera y el de la piñita de nuez.
A las cinco chillaban el jazminero, el de las caramanducas y el vendedor de
flores de trapo, que gritaba: ¡Jardín, jardín! ¿Muchacha, no hueles?
A las seis canturreaban el raicero y el galletero.
A las siete de la noche pregonaban el caramelero, la mazamorrera y
la champucera.
A las ocho el heladero y el barquillero.
Aún a las nueve de la noche, junto con el toque de cubrefuego, el animero o
sacristán de la parroquia salía con capa colorada y farolito en mano pidiendo para
las ánimas benditas del purgatorio o para la cera de Nuestro Amo. Este prójimo
era el terror de los niños rebeldes para acostarse.
Después de esa hora, era el sereno del barrio quien reemplazaba a los relojes
ambulantes, cantando, entre piteo y piteo: «¡Ave María Purísima! ¡Las diez han
dado! ¡Viva el Perú, y sereno!». Que eso sí, para los serenos de Lima, por mucho
que el tiempo estuviese nublado o lluvioso, la consigna era declararlo ¡sereno! Y
de sesenta en sesenta minutos se repetía el canticio hasta el amanecer.
Y hago caso omiso de innumerables pregones que se daban a una hora fija.
¡Ah, tiempos dichosos! Podía en ellos ostentarse por pura chamberinada un
cronómetro; pero para saber con fijeza la hora en que uno vivía, ningún reloj más
puntual que el pregón de los vendedores. Ése sí que no discrepaba pelo de segundo
ni había para qué limpiarlo o enviarlo a la enfermería cada seis meses. ¡Y luego la
baratura! Vamos; si cuando empiezo a hablar de antiguallas se me va el santo al
cielo y corre la pluma sobre el papel como caballo desbocado. Punto a la digresión,
y sigamos con nuestro insurgente ollero.
Apenas terminaba su pregón en cada esquina, cuando salían a la puerta todos
los vecinos que tenían necesidad de utensilios de cocina.
III
Pedro Manzanares, mayordomo del señor Luna Pizarro, era un negrito retinto,
con toda la lisura criolla de los budingas y mataperros de Lima, gran decidor de
desvergüenzas, cantador, guitarrista y navajero, pero muy leal a su amo y muy
mimado por éste. Jamás dejaba de acudir al pregón y pagar un real por una olla de
barro; pero al día siguiente volvía a presentarse en la puerta, utensilio en mano,
gritando: «Oiga usted, so cholo ladronazo, con sus ollas que se chirrean toditas...
Ya puede usted cambiarme esta que le compré ayer, antes de que se la rompa en
la tutuma para enseñarlo a no engañar al marchante. ¡Pedazo de pillo!».