Lord Gabriel

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Romance Histórico

© Jane Mackenna, [2020]


1 ra Edición Digital y Paperback
Título de la Obra: Lord Gabriel (El regreso de la Condesa)
Diseño de Portada: Leydy García.
Corrección y edición: Kahera Nox
Maquetación: Leydy García
©EdicionesAL.

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda
rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares de Copyright, la
reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, sea
electrónico, mecánico, por fotocopias, por grabación u otros, así como la distribución de
ejemplares mediante alquiler préstamos públicos.
Índice
Pag.

Sinopsis 5
Capítulo I 7
Capítulo II 19
Capítulo III 31
Capítulo IV 45
Capítulo V 57
Capítulo VI 69
Capítulo VII 81
Capítulo VIII 93
Capítulo IX 107
Capítulo X 121
Capítulo XI 135
Capítulo XII 149
Capítulo XIII 163
Capítulo XIV 177
Capítulo XV 189
Capítulo XVI 205
Capítulo XVII 219
Capítulo XVIII 231
Capítulo XIX 247
Capítulo XX 265
Capítulo XXI 279
Capítulo XXII 293
Epílogo 307
Sinopsis
Gabriel, Conde de Oxford, vive su vida rodeado de toda la opulencia de la
alta sociedad londinense. Disfruta de las fiestas, los juegos de mesa y de las
mujeres. Con veinticinco años disfruta de su libertad sin tapujos, la gente
parece olvidar el escándalo que protagonizó hace tres años, cuando su esposa
lo abandonó la misma noche de bodas.
Beatriz, con solo dieciocho años, se vio obligada a casarse con Gabriel
Hamilton, Conde de Oxford; un matrimonio arreglado, pues su padre
conseguía para su hija un condado, y los condes una suma importante por su
dote. Gabriel no la amaba, pero para su gran desgracia ella sí lo hacía.
Incumplió el único juramento que se hizo desde muy niña: no amar a ningún
hombre, pues son seres traicioneros, y así pudo comprobarlo la misma noche
de su boda.
Viéndose traicionada por el que ya era su esposo, huyó. ¿Qué más podía
hacer? Habían pasado tres años y él nunca la buscó, eso le confirmaba lo
poco que le importaba. Ella había rehecho su vida en las Tierras Bajas de
Escocia, pasando la frontera de Inglaterra. Él seguía su vida como si nada,
pero ¿era eso cierto?
El destino tiene algo preparado para estas dos personas atormentadas. ¿Qué
ocurrirá cuando los caminos de ambos vuelvan a coincidir?
Capítulo I
Frontera de Inglaterra con Escocia, 1500

El cansancio me hacía muy difícil continuar de pie, debería estar


acostumbrada, trabajar en una posada significaba hacerlo de sol a sol por
unas míseras monedas y un pequeño cuarto. Pero cuando hui de mi hogar no
tenía nada ni a nadie a quien acudir, no me quedó más remedio que
enfrentarme sola al mundo.
Aunque, en realidad, no estoy completamente sola, desde hace dos años y
pocos meses Rose es mi única compañía. Mi amada hija, lo único bueno y
puro que conseguí de mi matrimonio con Gabriel.
Nadie sabía dónde estaba, al menos nadie se había preocupado por
buscarme, ni siquiera mi traicionero esposo. ¿Para qué? Si así él podía
continuar su amorío con Lady Diana, su amante durante años, y a la que creí
que él dejaría de frecuentar cuando nos casáramos. ¡Qué ilusa fui! Ni siquiera
me respetó la noche de nuestra boda. Una vez consumado el matrimonio, me
dejó. Sola, llorando y sintiéndome más miserable que nunca, pues me había
entregado a él gustosa. Lo amaba, pero para Gabriel solo era una obligación,
algo que debía hacerse, y una vez cumplido, se marchó junto a la mujer que
amaba.
Tenía dieciocho años y lo único en lo que pensé fue en huir; no quería
acabar como mi madre. Ella se suicidó, es el secreto mejor guardado de mi
familia, pero así fue; no pudo soportar que su marido le fuera infiel una y otra
vez. Cuando tenía cinco años, la encontré en su cama, pensé que estaba
dormida, pero se había tomado un frasco entero de láudano.
Nunca se lo perdoné a mi padre.
Y nunca le perdonaré a Gabriel lo que fue capaz de hacerme, ni siquiera
pudo respetarme una noche. ¿Tan mal lo hice? ¿No le complací? Esas dudas
me han carcomido durante años, supongo que nunca encontraré respuestas
para ellas. Con el paso del tiempo, dejaron de tener importancia, me centré en
criar a mi hija sola. Todo aquel que conocí después de marcharme de casa
cree que soy viuda, y así me siento. Gabriel Hamilton murió la noche que
decidió serme infiel.
Me marché de Londres dispuesta a dejar toda mi vida atrás, a las personas
falsas que rodean el esplendor de la clase alta. ¿Creen que no sabía lo que
decían de mí o de mi familia? Todos se preguntaban si estaría igual de loca
que mi madre, o si sería igual de arpía que mi madrastra. Porque sí, mi padre
se volvió a casar pocos meses después de la muerte de mi madre, otra ofensa
que no pude tolerar. Asistí a su boda obligada, tras recibir una paliza por mi
negativa a acudir, no me quedó más remedio si quería seguir viviendo.
Después de eso, fui una intrusa en mi propio hogar. Tuve la esperanza de
que mi matrimonio con Gabriel me diera un hogar y una familia que me
amara. Pero muy pronto me di cuenta de que él no me podía ofrecer lo que
tanto ansiaba, pues ya había entregado su corazón a otra mujer, y esa no era
yo.
Me dolió, creí morir, pero tuve que salir adelante por mi hija. Cuando hui
de Londres, no podía saber que, en la única noche que mi esposo me hizo
suya, habíamos creado juntos al ser más hermoso que ha existido jamás.
Rose...
Con el pelo tan rubio como el mío y los ojos azules de su padre, siempre
con una sonrisa en su rostro regordete. Ha sido un bebé muy sano, apenas
llora, es un verdadero ángel.
Muchas veces, cuando todo parecía perdido, estuve a punto de volver a
Londres, pero mi orgullo pudo más que el miedo o el cansancio, y poco a
poco construí un hogar aquí en Escocia, para mí y mi hija. Tanto que ya no
me siento inglesa, considero a Escocia mi patria.
Casi es de noche, rezo para poder subir a mi alcoba lo más pronto posible,
llevo dos noches que Rose no me deja dormir, le están saliendo los dientes y
para ella está siendo muy doloroso.
La puerta de la posada se abre una vez más, un caballero entra por ella. Por
su vestimenta sé de inmediato que es alguien con dinero y título, pero no
puedo ver su rostro. Me dirijo hacia él mientras toma asiento en una de las
mesas más apartadas y con menos luz del lugar, lo que me hace suponer que
busca pasar desapercibido.
—Buenas noches, mi señor, ¿qué puedo ofrecerle? —hablo en inglés, pues
estoy casi segura de que no es de por aquí. Veo como se tensa en su asiento y
cómo poco a poco gira su rostro hacia mí.
Cuando sus ojos se encuentran con los míos, ahogo un grito y dejo caer la
jarra de whisky que llevo entre las manos. No puedo creer lo que estoy
viendo.
Esos ojos, que no veía desde hacía tres años, me miran asombrados y me
recorren de la cabeza a los pies. Ambos estamos sin habla, comienzo a
temblar y mi instinto me grita que corra, que me aleje de nuevo de este
hombre, pues solo traerá a mi vida más dolor.
—¿Beatriz? —grazna, levantándose despacio.
Yo retrocedo y sin pensarlo salgo corriendo. Escucho como me llama a los
gritos, pero no me detengo, el miedo casi no me deja respirar y un millar de
pensamientos llenan mi mente.
«¿Qué hace aquí? ¿Cómo me ha encontrado? ¿Por qué ahora? ¿Sabrá de
Rose?»
Llego hasta mi pequeña alcoba, y cierro la puerta con llave mientras me
apoyo en ella intentando recuperar el aliento. Parezco reaccionar al mirar
hacia el pequeño lecho que comparto con mi hija; verla dormida con tanta
paz me llena los ojos de lágrimas.
¿Qué vamos a hacer ahora? No puedo permitir que Gabriel descubra que
tengo una hija, si me quita a Rose no podré seguir viviendo.
El cansancio ha desaparecido y el terror me invade. Me dejo caer en el
suelo al lado del lecho, para poder contemplar al ser que más amo en el
mundo, sin poder dejar de imaginar mil escenas donde el que sigue siendo mi
marido por ley me arrebata a mi hija.
Cierro los ojos intentando tranquilizarme. Con seguridad, Gabriel está de
paso, tal vez pueda pedirle a Duncan que me deje ir un día o dos... ¿Pero a
dónde iría con un bebé? No. No puedo volver a huir, pero haré todo lo
posible porque no descubra a Rose.
Los ojos me pesan, pero temo dormir y encontrar el lecho vacío; así que
me acuesto a su lado y la abrazo contra mi pecho, y así, ambas abrazadas, al
fin me abandono al sueño.
La mañana siguiente, despierto con brusquedad, bañada en sudor y
temblorosa, me tranquilizo al ver a mi hija durmiendo a mi lado, me levanto
sin hacer ruido, me aseo y me cambio de vestido. No es que tenga mucho de
donde elegir, pero aprendí rápido que las mejores propinas se ganan
enseñando algo de piel, así que mis vestidos suelen ser algo escotados; cosa a
la que hace unos años no estaba nada acostumbrada, pero por darle de comer
a mi hija soy capaz de todo.
Bajo a la posada, no sin antes pedirle a mi única amiga aquí que cuide
durante un rato de Rose. Debo asegurarme de que Gabriel se ha marchado o
de que lo hará muy pronto, de lo contrario, tendré que irme de aquí, aunque
este haya sido mi hogar durante estos últimos años.
A estas horas todo está en relativa paz, muy pocos hombres están
levantados. Es casi ya una costumbre; todas las noches beben y se acuestan
con prostitutas, para después caer rendidos hasta el mediodía.
Cuando estoy dispuesta a empezar mi jornada, una sombra me intercepta,
haciendo que jadee por el susto.
—Te estaba esperando, Beatriz. —La voz grave de mi marido me eriza la
piel, y no de deseo precisamente.
Intento mantener el control que perdí ayer, pues no pienso mostrarme débil
ante este hombre nunca más. Me observa esperando una reacción de mi parte,
tal vez cree que volveré a salir corriendo, y eso es lo que tenía pensado hasta
el momento en que lo he vuelto a ver. ¿Por qué tengo que huir? No fui yo la
que hizo mal, la que rompió sus votos, a la que le importo tan poco la vida
del otro que jamás me busco.
—¿Para qué, mi señor? —pregunto con fingida indiferencia.
Veo como aprieta su mandíbula y frunce el ceño. Parece que no le ha
gustado mi contestación, y una agradable sensación me recorre el cuerpo.
—¡No te hagas la estúpida, Beatriz! —exclama, cogiéndome con fuerza
por el brazo y arrastrándome hasta una de las mesas más apartadas. Intento
forcejear, pero es en vano—. Lo sabes perfectamente.
—¡Suéltame, maldito patán! —ordeno, siseando de rabia, me obliga a
sentarme y después lo hace él.
—Ese no es modo de hablar, condesa —replica con burla.
—¿Qué deseas, Gabriel? —pregunto, perdiendo la paciencia—. ¿Cuándo te
marchas?
—Eso depende de ti, mi querida condesa —vuelve a responder con ironía.
Parece muy tranquilo, y disfruta burlándose de mí.
—No soy tu querida condesa —espeto, levantándome con brusquedad,
cansada ya de este juego.
Gabriel se levanta con la misma rapidez, pero ha perdido todo rastro de
burla, ahora parece furioso incluso.
—Siéntate inmediatamente —ordena con una voz helada que hace que un
escalofrió me recorra la espalda, le obedezco sin dudar—. Compórtate como
la dama que eres, no como una maldita tabernera.
Guardo silencio, tal vez si obedezco se marche pronto.
—Así me gusta —asiente complacido ante mi obediencia, chirrió los
dientes y aprieto mis puños bajo la mesa—. Vas a venir conmigo de
inmediato, me dirijo a la tierra de los Mackencie, pero una vez hable con
Lord Darlington, volveremos a Londres.
Lo miro con la boca abierta, sin poder creer que con una simple orden
piense que voy a marcharme con él después de tres años separados.
—¿Qué opinará Lady Diana de esto, mi señor? —pregunto mordaz.
Veo cómo palidece y me mira sorprendido. No sé si es porque desconocía
el hecho de que yo sabía de su amante, o porque he tenido el valor de sacarlo
a relucir, pues una buena esposa hace la vista gorda ante los deslices de su
esposo.
—Diana no tiene nada que opinar al respecto, al igual que no lo haces tú —
responde con la voz algo temblorosa—. Tu lugar no está aquí.
—Mi lugar está donde yo decido, Gabriel —respondo con rapidez—. Me
marché de tu hogar al día siguiente de nuestra boda, eso debería haberte dado
una pista de mis sentimientos al respecto.
Veo como aprieta con fuerza sus puños sobre la mesa, pero no habla, así
que decido dejar clara mi postura.
—No voy a volver a Londres, ahora mi vida está aquí —hablo con toda la
tranquilidad de la que soy capaz.
—¿Tu lugar está aquí? —inquiere—. ¿Entre putas y borrachos? ¿Acaso, mi
querida esposa, eres una de ellas? Porque tal vez debería pagar por tu
compañía...
Estiro mi brazo sin apenas darme cuenta, y mi bofetada hace que su
aristocrático rostro voltee hacia un lado.
—Para eso ya tienes a tu ramera —siseo al ponerme de pie, dispuesta a
marcharme de una vez por todas.
Echo a correr con todas mis fuerzas, quiero alejarme de él, que se dé por
vencido y se marche.
—¡Beatriz, detente! —ordena mi esposo.
Por desgracia debo detener mi carrera, no porque él me lo haya ordenado,
sino porque, para mí horror, veo como a lo lejos aparece mi pequeña Rose
acompañada por mi mejor y única amiga aquí.
Me detengo de golpe al ver como Rose se dirige hacia mí con su sonrisa y
sus manitas alzadas, preparada para que la reciba en mis brazos. Por un
instante cierro los ojos, pidiendo a Dios que me ayude.
—¡Mami! —grita al echarse en mis brazos. La aprieto fuerte contra mí, no
quiero girarme y ver a Gabriel—. No estabas cuando desperté—dice en su
forma de hablar, pero la entiendo a la perfección.
Su mohín me hace gracia, así que rio sin poderlo evitar. Cuando hace ese
gesto se parece tanto a su padre… El hombre que está detrás de nosotras,
puedo sentirlo, así que me armo de valor para enfrentarlo. Nos observa
inmóvil, ha perdido el color en el rostro, tanto es así que parece que va a
desmayarse de la impresión.
Rose lo observa igual de extrañada, está acostumbrada a estar rodeada de
personas extrañas, pero no a que la miren con tal intensidad.
—¿Quién es él, mami? —susurra lo bastante alto como para que Gabriel
reaccione.
—¿Qué significa esto, Beatriz? —Su voz baja no me engaña, está furioso.
Una locura pasa por mi mente y decido llevarla a cabo, tal vez logre que se
marche si le miento.
—Es mi hija, Gabriel —respondo con aparente tranquilidad—. Al llegar
aquí me enamoré de un muchacho y concebimos a Rose.
Rezo para que mi mentira surta efecto y, creyéndose traicionado, se marche
para siempre. Nadie acepta al bastardo de otro de buen grado, y mucho
menos Gabriel. Él es el mayor hipócrita que conozco, no sabe lo que es el
significado de la lealtad y la fidelidad, pero él la exige para sí mismo.
—Estás mintiendo —dice muy seguro, después de varios minutos de
silencio en los que observa a mi pequeña—. Es mi hija—gruñe—. Es mía y
me la has ocultado.
El miedo me paraliza, no sé qué hacer ni qué decir para mantener la
mentira que he dicho, pero ¿qué sentido tiene? Gabriel ya está convencido de
que Rose es su hija.
—Rose es mía —contesto apretando a mi hija más fuerte contra mí, pues la
siento temblar, no sé si de frío o de miedo, y eso es algo que no voy a
permitir—. Mi niña, vas a ir dentro a desayunar, ¿de acuerdo?
Rose asiente un poco asustada y, guiada por mi amiga que no se ha
mantenido lejos de nosotros, se adentra en la taberna. Miro de nuevo a
Gabriel que me devuelve la mirada, furioso.
—Dime, esposo, ¿qué es lo que más te molesta? ¿Qué te haya ocultado su
existencia, o que exista? —pregunto dispuesta a todo.
Con rapidez se acerca a mí y me coge con fuerza por el brazo, apretándome
contra su fuerte pecho, lucho para que me libere, pero es en vano.
—¡Me has ocultado a mi hija! —sisea furioso—. Has permitido que viva
rodeada de miseria y escoria, cuando por derecho le pertenecen los mejores
lujos.
—¡No te oculté nada! —espeto igual de furiosa que él—. Cuando me
marché no sabía que estaba encinta. Después no tenía intención de volver a tu
lado para vivir una vida miserable, relegada a ser la madre de tus hijos,
mientras tu amante llenaba tu vida. No seas hipócrita, Gabriel, no me
buscaste, ni siquiera te molestaste en saber si estaba viva o muerta.
—¡Sí te busqué! —exclama en voz demasiado alta. Veo como estamos
llamando la atención de la poca gente que ya se ha levantado—. Te busqué
durante un año, pero habías desaparecido, jamás pensé que llegarías tan lejos.
—¡Vaya! —Aplaudo cuando consigo soltarme—. Me buscaste durante un
miserable año, eso es todo lo que se merecía tu mujer. Estoy segura de que
Lady Diana hubiera recibido otro trato.
Por un momento creo que va a estrangularme, pero se contiene.
—Vais a venir conmigo —espeta. Sé que habla muy en serio, y no sé cómo
hacer que se marche y siga con su vida como hasta ahora.
—No —respondo con firmeza.
—¿Crees que ahora que sé que tengo una hija voy a dejar que te quedes
aquí? —inquiere con ironía—. Si antes estaba dispuesto a llevarte a rastras
todo el camino, ahora lo estoy mucho más.
—No voy a moverme de aquí, Gabriel. —Intento mantener una pose de
seguridad ante él, una seguridad que no siento; solo estoy rezando para que
ocurra un milagro.
El brazo por el cual me tiene sujeta me duele horrores, intento que me
suelte, pero de nuevo fracaso. Hasta que una voz nos interrumpe y cierro los
ojos agradecida. Es Duncan, el dueño de la taberna donde trabajo, y el
hombre que, junto a su esposa, me dio un hogar cuando no tenía nada.
—Suelta a la muchacha, inglés —ordena con voz fría y controlada.
Gabriel no le obedece, lo mira como si estuviera pensando en atravesarle
con su espada y, por un pequeño instante, temo por su vida.
—Esto es entre mi mujer y yo, viejo, no se meta —sisea, mirándome de
nuevo.
—Si Beatriz ya le dijo que no se marcha con usted, Rose y ella no saldrán de
aquí —dice cruzándose de brazos.
Duncan ya es un hombre mayor, pero es el más grande que he visto. Sus
fuertes brazos lanzan troncos a millas de distancia, sus grandes manos son
capaces de partir leña sin mucho esfuerzo y su altura impone para alguien tan
bajita como yo.
—¡Maldición! —gruñe—. No me hagas esto, Beatriz, ya voy muy
retrasado, no tengo tiempo para luchar contra escoceses.
—Entonces no dejes que te entretenga más, milord —suelto con
brusquedad, liberándome al fin de su fuerte agarre.
Me mira durante lo que parece una eternidad.
—Esto no va a quedar así, Beatriz, volveré —promete con firmeza—. Y tú
y mi hija volverán al lugar que pertenecen.
Dicho eso se marcha con rapidez hacia su caballo, monta, me mira por
última vez y se aleja a todo galope.
Cierro los ojos dándole las gracias a Dios, y a Duncan por aparecer en el
preciso momento en el que pensé que todo estaba perdido y que sería llevada
a la fuerza a Londres, el sitio al que juré no volver jamás.
—Volverá. Lo sabes, ¿verdad? —pregunta Duncan.
Asiento, estoy convencida de ello y no sé qué demonios hacer. Si vuelvo a
huir, tendré que volver a comenzar mi vida de nuevo, alejar a Rose de la
seguridad que conoce desde que nació; si me quedo, Gabriel nos llevará con
él.
Decida lo que decida, mi vida y la de Rose cambiarán para siempre.
—Sé que estás pensando en volver a huir, temes a esa ramera —gruñe—.
Demuéstrales que no eres la niña que salió corriendo de allí. Vuelve donde
perteneces, pelea, y deja que tu hija disfrute de los privilegios que por
derecho le corresponden.
Sus palabras calan en mí con fuerza, sé que tiene razón.
—Ahora eres más fuerte, date el lugar que tú sola le dejaste a esa
mujerzuela, y dale a Rose la vida que merece. —Sonríe—. Y haz la vida de
ese bastardo un infierno. Sé que puedes, muchacha.
Asiento, convencida por fin de dar batalla a ese par. Que se preparen,
porque la nueva Beatriz no va a dejarse vencer.
Capítulo II
Lord Gabriel. Camino a Eilean Donan, 1500

Ver de nuevo a mi esposa ha sido un duro golpe. La creía muerta, durante


estos años he llevado sobre mi conciencia su muerte, y ahora sé que siempre
ha estado viva, sana y salva. No solo eso, ha salido adelante ella sola junto a
mi hija.
Me siento frustrado. Me he visto obligado a dejarlas de nuevo; no por
cobardía, ese grandullón escocés no me da miedo, sino porque necesito llegar
a Eilean Donan lo antes posible y darle a Eric, mi mejor amigo, la noticia de
que su padre ha muerto. Pero a mi regreso volverán conmigo a Londres, no
me importa si debo llevar a rastras a mi mujer durante todo el camino, pero
regresarán al lugar al que pertenecen.
Mientras recorro las millas que aún me separan de mi destino, voy
pensando en todo lo que en su día hice mal, en lo cambiada que está la
jovencita asustadiza que fue antaño Beatriz y en el dolor que me causa
haberme perdido los primeros años de vida de mi hija. A pesar de no amar a
su madre, su nacimiento hubiera sido una alegría para mí, y aunque para mi
absoluta desgracia soy un completo desconocido para ella, ya la amo con
todo mi corazón.
Mi única preocupación es cómo se lo tomará Diana, hace meses sufrió un
aborto y el médico ya nos dijo que sería casi imposible que volviera a quedar
encinta. En aquel entonces me enfadé con ella por ese embarazo, pues sabe
muy bien que no puedo ofrecerle matrimonio. Para bien o para mal, estoy
casado con Beatriz y, aunque a Diana le encanta pensar que soy viudo, ahora
sé que no lo soy. Muy en el fondo siempre lo supe, pero fui un bastardo
egoísta.
Cuando me obligaron a casarme no pensé en deshacerme de Diana, a pesar
de que mi buen amigo Eric me aconsejó que lo hiciera. No lo vi necesario,
pues me casaba por obligación, no amaba a Beatriz, nunca lo he hecho. Lo
que siento por Diana es lo más parecido al amor que he sentido en mi vida, y
según Eric no lo es. No puedo discutir con él sobre eso, pues mi buen amigo
entregó su corazón tiempo atrás a una mujer y la ha amado desde entonces.
Diana ha sido mi amante durante años, no he sentido la necesidad de
cambiar, aunque no le he sido fiel, claro está, pero ella sabe bien a qué
atenerse conmigo. No me gusta sentirme atado y ella me da cierta libertad,
creo que es lo que me hace regresar a su lado; eso y que siempre ha estado
apoyándome en mis malos momentos. Y así, lo que empezó como un juego,
un pasatiempo, se trasformó en algo mucho más profundo que ni yo mismo
sé explicar.
Ahora, me encuentro con que tengo una hija y una mujer que me odia por
la que no siento nada... ¿O sí? Cuando la vi en la posada me fascinó y, al
descubrir que era la joven con la que me casé hace años, quedé impresionado.
No podía creer que la jovencita que por aquel entonces podía considerarse
bonita, tímida y mojigata, se hubiese convertido en toda una mujer.
Mi mujer... La mujer que no ha querido venir conmigo, que ha preferido
seguir en una mugrienta posada, trabajando de sol a sol por unos peniques, a
merced de borrachos malolientes, sin nadie que las proteja. Debe odiarme
muchísimo.
Nunca quise hacerle daño, pero está claro que lo hice. Lo que yo y media
sociedad vemos como algo normal, para ella no lo es. Nunca llegué a pensar
que tener una amante iba a hacer que mi esposa huyera lejos de su hogar, que
preferiría la más absoluta miseria antes que soportar tal humillación.
Ahora me encuentro en camino a Eilean Donan, el nuevo hogar de mi buen
amigo Eric Darlington, para decirle que su padre acaba de morir, y que,
quiera o no, debe volver a Inglaterra para arreglar algunas cosas.
Él sí sabe lo que es amar. Cuando hace unos meses vino a verme y me dijo
que se marchaba a buscar a la mujer que siempre había amado, al principio
me burlé, creí que estaba gastándome una broma de mal gusto. Porque,
seamos sinceros, ¿quién en su sano juicio dejaría todas las comodidades y
privilegios propios de su título, para irse a un lugar dejado de la mano de
Dios?
Solo Eric.
Así que, en su ausencia, me he encargado de todo como me pidió, pero al
fallecer su padre, hay muchas cosas que no puedo hacer por él. Mi lealtad y
aprecio hacia mi amigo son los únicos motivos que me impulsan a seguir
hacia delante, si no, en estos momentos estaría de nuevo en esa mugrienta
posada llevándome a rastras a mi mujer hasta Londres si fuera necesario.
Pero una vez más antepongo a otra persona por encima de ella, y esta será la
última vez. ¡Lo juro!
Recorro veloz la distancia que me separa de mi destino, ni siquiera paro a
dormir aprovechando que la luna llena alumbra el camino. Sé que estoy
poniendo en peligro la vida de mi caballo y la mía propia, pero nada me
importa más que llegar hasta Eric, cumplir con mi cometido y poder volver lo
más rápido posible a por Beatriz y mi hija.
Cuando al fin veo Eilean Donan estoy cansado y mi caballo casi
desfallecido, pero me siento al fin tranquilo, sabiendo que he llegado a mi
destino y muy pronto cumpliré con mi misión. No sé cómo Eric pueda
tomarse la muerte de su padre, solo espero que no sufra más de lo necesario.
Nunca han estado unidos, los duques de Darlington nunca fueron unos padres
abnegados.
Al llegar frente al gran portón que me impide el paso, espero, no demoran
en abrirme y dejarme entrar a la gran fortaleza que ya me había descrito Eric,
y debo reconocer que es cierto, es magnífica.
Mientras desmonto veo que mi mejor amigo se acerca, y por su expresión
me doy cuenta de que ya sabe que su padre ha muerto, el cómo… no lo sé.
—Gracias por ser tú quien me trae las malas noticias, amigo —me dice
mientras se acerca hacia mí—. ¿Cómo está mi madre?—pregunta, no voy a
perder tiempo en condolencias.
—Tranquila y tan fría como un témpano. Parece que no conoces a tu
madre, querido amigo —respondo mientras lo abrazo.
—¿Sufrió? —sigue interrogando.
Niego con la cabeza, ¿para qué decirle que sí lo hizo? No serviría de nada.
—Bienvenido a Eilean Donan, mi señor —saluda con respeto la que ya es
esposa de mi amigo y futura duquesa.
—Encantado de volver a verte, Lady Marian. —Beso su mano en señal de
afecto y respeto, parece avergonzada por tal agasajo—. Siento que sea en
estas circunstancias.
De inmediato, Lady Marian da órdenes de que preparen una alcoba para
que pueda darme un baño y descansar. Cuando Eric me dice que quiere partir
al alba no me opongo, cuanto antes solucionemos todo en Londres y pueda
volver a por mi esposa, mejor, pues temo que vuelva a huir.
Cuando cae la noche y todos duermen, le cuento todo lo que ha ocurrido en
su ausencia. Los temores de que su padre dilapidara lo poco que él había
conseguido ahorrar de la fortuna familiar casi se hicieron realidad, pero supe
pararlo a tiempo. Eso y su repentina muerte han hecho que Eric no esté en la
ruina más absoluta.
Después de hablar largo rato, Eric parece comprender que algo me sucede
y me despido de él para irme a dormir. Estoy agotado, pero no sé si seré
capaz de conciliar el sueño. Aunque, al contrario de lo que pensaba, caigo
rendido ante el cansancio, pero mi sueño está plagado de pesadillas que me
atormentan durante las horas donde la oscuridad es mi aliada.
Al despuntar el alba me levanto y en pocos minutos estoy más que listo
para partir. Cuando salgo al patio veo a Sebastien, el padre de Marian, que
me saluda con una inclinación de cabeza. Por lo poco que he podido apreciar,
es un hombre parco en palabras, pero justo y leal con su familia.
Cuando aparece Eric se despide de él, monto a mi caballo y me doy cuenta
de que dos hombres Mackencie nos acompañarán al menos hasta la frontera,
no creo que estos highlanders pisen suelo inglés.
Intento tranquilizar a mi amigo diciéndole que antes de lo que cree volverá
con su esposa, puedo ver que para él no es fácil alejarse de nuevo de Marian.
Si pudiera hacer todo por mí mismo no lo alejaría de ella, pero es algo que
debe hacer él.
—He visto a Beatriz después de tres años —suelto de golpe. Lo miro, no
puedo descifrar si mi confesión lo ha conmocionado o simplemente no sabe
qué decir—. Tengo una hija, se llama Rose.
—Cielo santo —susurra—. ¿Qué piensas hacer?—pregunta en voz más
alta.
—No lo sé —respondo, enfadado conmigo mismo, asustado y avergonzado
a partes iguales.
Ambos guardamos silencio, mi amigo respeta mi necesidad de pensar y se
lo agradezco, porque en estos momentos no sé qué hacer. ¿Cómo lograr que
mi esposa vuelva conmigo? No porque la ame, porque no lo hago. No lo hice
hace tres años ni lo hago ahora, pero tengo una hija, la cual ya me ha robado
el corazón, y una responsabilidad con Beatriz. Ya le debo mucho, es hora de
que subsane el error que cometí hace años.
Gracias a los hombres Mackencie hemos cogido un atajo por el cual solo
nos ha llevado un día llegar a la frontera con Inglaterra. No hemos seguido el
mismo camino que yo recorrí, así que no hemos pasado por la taberna donde
trabaja Beatriz. Eso me preocupa un poco, pero hemos ganado tiempo.
Nos despedimos de nuestros acompañantes y seguimos nuestro camino,
ahora en soledad. Solos Eric y yo, como en los viejos tiempos. Él me cuenta
todo lo que ha vivido durante los meses en los que hemos estado separados;
cómo ha sido integrarse en el clan y los celos que siente por Cameron, el
hombre que ayudó a Marian y Sofia a llegar hasta Eilean Donan. Lo escucho
en silencio, comprendiendo todos sus sentimientos y alegrándome por él, ya
que ha conseguido lo que siempre soñó.
Cuando termina su relato, me pide que yo le hable de mis preocupaciones y
no puedo evitarlo, necesito expresar todo lo que he sentido y todo lo que me
está matando por dentro.
—Al principio no la reconocí —hablo mirando al frente—. No reconocí a
mi propia mujer. Cuando me casé con Beatriz era casi una niña. Era bonita,
sí, pero no despertaba en mí ni el más mínimo deseo. Ahora es toda una
mujer, y muy hermosa. Tendrías que haberla visto, Eric.—Le miro con el
tormento reflejado en mis ojos—. ¿Qué clase de hombre soy? Durante todos
estos años delegué en alguien la tarea de buscarla y muy pronto la dejé en el
olvido, sin ningún remordimiento de conciencia.
—Gabriel, éramos unos niños por aquel entonces... —Intenta ayudar a que
todo el remordimiento y el dolor que debí sentir en el momento en que
Beatriz desapareció, disminuya un poco, pero sé que ni él mismo es capaz de
creer lo que dice, es imperdonable lo que hice.
—No, Eric, sé lo que intentas hacer, pero no tengo perdón.—Niego con la
cabeza—. La abandoné a su suerte porque para mí era más fácil que ella
desapareciera de mi vida y poder seguir con Diana. ¿Sabes dónde ha estado
durante todo este tiempo?—pregunto con los dientes apretados.
Niega con la cabeza, sin saber muy bien qué decir.
—En una taberna en las Tierras Bajas. ¡Mi esposa es una tabernera! —
exclamo con furia—. Tuvo que trabajar para mantener a mi hija, ¡mi hija!
Vestida con harapos cuando es hija de un conde.
Mi voz se quiebra, no puedo evitarlo, siento como las lágrimas fluyen de
mis ojos y bañan mis ásperas mejillas, sollozo sin importarme que Eric me
vea, necesito sacar todo lo que llevo dentro o me volveré loco.
—No ha querido venir conmigo —susurro más calmado después de unos
minutos—, y no me sentí capaz de obligarla. ¿Cómo ejercer unos derechos
que he obviado durante años?
—¿Puedes culparla, Gab? —pregunta con seriedad—. Eres mi mejor
amigo, como mi hermano, pero no voy a decirte lo que deseas escuchar.
Abandonaste a su suerte a esa muchacha sin saber que ya estaba embarazada.
Ha tenido mucha suerte de seguir con vida, ambas la han tenido.
—Lo sé —reconozco derrotado—. No me merezco nada, ni siquiera la hija
tan hermosa que tengo. Si la hubieras visto, Eric, ella es... —Me quedo mudo,
sin ser capaz de describir a la pequeña.
—Debe ser preciosa —dice sonriendo. De inmediato siento deseo de poder
tener entre mis brazos a mi bebé, ver su rostro, poder sentir su pequeño
cuerpo contra el mío.
—Es más que eso, Eric, es hermosa. —Sonrío a pesar del rastro de
lágrimas en mis ojos—. Su cabello es rubio rizado como el de Beatriz, pero
tiene mis ojos. Cuando me miró con total indiferencia, sin saber que soy su
padre, se me partió el corazón y, aun así, fui tan estúpido que mis
pensamientos también fueron para Diana. ¿Qué pensará?
—¿Qué pensará tu amante de que tengas una hija con tu legítima esposa?
—pregunta incrédulo. Sé que no aprueba mi relación con Diana, nunca lo
hizo cuando estaba soltero, mucho menos ahora.
—¡Lo sé, Eric! —exclamo—. Sé que soy el mayor imbécil de Inglaterra, que
poseo más de lo que merezco, pero le hice una nueva promesa a Beatriz, una
que no pienso romper. Cuando vuelvas a Eilean Donan, yo te acompañaré, al
menos hasta donde ella se encuentra, y mi esposa y mi hija volverán al sitio
al que pertenecen.
—Es hora de que hagas lo correcto, Gabriel —asiente complacido—. Y
sabes qué es lo correcto respecto a Diana.
Sé qué es lo correcto, pero no estoy tan seguro de estar listo para dejar
atrás a una persona que ha sido importante para mí durante muchos años,
incluso en los peores momentos me he apoyado en ella. ¿Cómo voy a
abandonarla a su suerte?
No volvemos a hablar sobre el tema, sé que está recordando la única gran
pelea que tuvimos, y fue justamente el día que Beatriz desapareció. Ese día,
el bueno y tranquilo Eric me golpeó, me acusó de muchísimas cosas, de las
cuales tenía razón, e incluso estuvimos varios días sin hablarnos.
Llegamos a una posada donde cenamos, nos damos un baño y descansamos
para recorrer el último tramo de nuestro viaje. No hablamos, estamos
inmersos en nuestros pensamientos y preocupaciones.

***

Al despuntar el alba partimos, queremos llegar hoy mismo a nuestro


destino. Eric debe encargarse de mucho en su hogar, y yo debo ir al mío para
preparar todo para Beatriz y Rose. Y debo hablar con Diana, no quiero
ocultarle nada.

Las horas pasan, las millas son recorridas y cuando casi está anocheciendo
llegamos a Darlington Manor. Decido acompañar a mi amigo una noche más,
sé que me va a necesitar. Una de las criadas me conduce a la que será mi
alcoba por esta noche, solicito un baño para quitarme el sudor del viaje y el
olor a caballo y después de eso ya me siento un poco más persona.
Estoy un poco intranquilo por la reunión que está teniendo mi buen amigo
con su madre. Esa mujer es una víbora, escupe veneno cuando habla, y Eric
nunca había sido capaz de enfrentarse a ella hasta hace muy poco. Sé que es
capaz de todo por Marian y que, aunque él intente ocultarlo, las palabras de
su madre le hieren muy profundo.
Para mi mala suerte todo se retrasa y no puedo ir a mi casa y mucho menos
a hablar con Diana, pero no quiero abandonar a Eric. Le ayudo con todo lo
referente a la herencia y demás, y al fin podemos partir hacia Escocia de
nuevo, Eric está ansioso y yo no menos que él.
Su madre no se despide de él y, tras mirar por última vez el lugar donde ha
vivido toda su vida, partimos. Nos queda un largo viaje por delante, no
descansamos y rezamos para que nada ocurra y nos retrase más de lo que ya
estamos. Eric parece impulsado por alguna fuerza sobrenatural, como si algo
más poderoso lo obligara a ir más deprisa, yo sigo su ritmo sin rechistar.
Durante los cuatro días que viajamos, ya que no tomamos el atajo que nos
enseñaron los Mackencie, pues necesito llegar hasta la posada de Beatriz,
prácticamente descansamos lo justo para que los caballos no mueran.
Cuando al fin llegamos a mi destino, el corazón parece que se va a salir de
mi pecho. Estoy nervioso, ni siquiera sé si Beatriz y mi hija seguirán aquí.
Rezo para que así sea.
Desmontamos y nos dirigimos a la entrada.
—Entremos —digo con voz fría, intentando controlar mis nervios e
impaciencia.
Al entrar el olor a bebida, humo y sudor nos sorprende, hay bastante gente
para ser tan temprano. Busco inmediatamente a Beatriz.
—Está sirviendo a la mesa del fondo —informo, mientras miro con una
intensidad abrasadora a la que es mi mujer por derecho.
Puedo ver que Eric también se sorprende por el cambio que ve en Beatriz.
Ella, cuando al fin se da cuenta de nuestra presencia, parece dispuesta a
correr como hace siempre que me encuentro cerca; así que me acerco a ella
con rapidez y se lo impido. Mis actos provocan que comencemos a discutir,
algo que quería evitar a toda costa.
No quería que las cosas fueran así, me había prometido a mí mismo que no
la obligaría a venir conmigo y es justo lo que estoy haciendo ahora mismo.
Ella se empeña en seguir en este sitio y yo me niego a dejarlas aquí un día
más.
Beatriz comienza a llorar, eso me desespera. Al fin Eric viene en su
rescate, o el mío, no lo sé con exactitud.
—Gabriel, basta, mírala —susurra mi amigo—. Está llorando, este no es el
lugar.
Dejo de hablar y miro a mi mujer, aprieto mi mandíbula, suspiro y paso
una mano por mi pelo, ya de por sí desordenado.
—De acuerdo —acepto—. ¿Dónde está mi hija?
Beatriz se limpia las lágrimas y me mira con furia.
—Mi hija —recalca el posesivo con un siseo—, aún duerme. Y no pienso
seguir hablando contigo, Gabriel. Márchate al lugar del que no deberías haber
salido y déjanos seguir con nuestras vidas.
—Eres tú la que no deberías estar aquí. Tanto tú como Rose debéis estar en
mi casa, bajo mi cuidado —espeto con brusquedad. No estoy llevando el
asunto por buen camino, de esta forma es imposible que Beatriz decida
regresar a Londres conmigo.
—Debéis calmaros y hablar como personas civilizadas, pues lo único
importante es vuestra hija. —La voz de mi amigo nos trae de vuelta a la
realidad, parece que hace reaccionar a mi mujer, y olvidar por un momento el
odio que siente por mí.
—Sigue tu camino, amigo mío, déjame solucionar todo esto con mi esposa,
la tuya te espera. —Casi tengo que obligarlo para que se marche, en otro
momento me cobraré el favor que me debe. Así se lo hago saber y, con un
abrazo, nos despedimos.
Ahora me encuentro solo ante Beatriz y por un segundo me siento
desprotegido. Qué estupidez. ¿Cómo voy a lograr que mi mujer vuelva
conmigo al lugar al que pertenece? Pero tengo que conseguirlo, no pienso
rendirme. Desde hoy, ella y mi hija tendrán lo que se merecen, lo que ha sido
suyo por derecho desde el momento en que el sacerdote nos dio su bendición.
Aquel lluvioso día en que ambos pronunciamos unos votos que no he
cumplido en todos estos años. No es que haya tenido una clara referencia de
fidelidad en mi vida, mi padre, Andrew Hamilton, jamás le guardó respeto
alguno a mi madre, Lady Sophie Hamilton.
Pero no es excusa para mis actos...
Capítulo III
Lady Beatriz. Frontera con Inglaterra, Tierras Bajas. 1500

Han pasado casi dos semanas desde que Gabriel se marchó. En un


principio me sentí aliviada, sin embargo, ahora estoy furiosa. ¿Cómo se
atreve a volver a abandonarme? ¿A hacerme promesas que no va a cumplir?
Mientras sirvo las mesas, repaso cada gesto y palabra que me dijo el día
que, después de tres años, volvimos a encontrarnos. Entiendo que no regrese
por mí, pues no me ama, nunca lo ha hecho ni nunca la hará, pero… ¿y su
hija? ¿Cómo puede ser capaz de haberla visto y no volver por ella? Aunque
solo sea por ella, por Rose.
La puerta se abre, reconozco el sonido que hace, me vuelvo hacia los
nuevos clientes y no doy crédito a lo que tengo ante mis ojos. Al fin, un
cansado Gabriel aparece ante mí, acompañado de su mejor amigo, Eric
Darlington, al cual no había vuelto a ver desde que me marché después de mi
boda.
El pobre hombre parece impresionado, sé lo que está pensando, ya no soy
aquel patito feo de antaño, he cambiado, he crecido.
Cuando recobro el buen juicio, a pesar de los consejos de mi buen amigo,
estoy dispuesta a correr, pero mi esposo parece conocer mis intenciones y me
alcanza antes de que pueda dar dos pasos.
—Ni se te ocurra huir de nuevo, Beatriz —ordena en voz baja—. Como te
dije, he venido a por ti y a por Rose, volvemos a Londres.
—Y te dije que ni mi hija ni yo vamos a movernos de aquí —espeto
enfurecida.
—No me hagas obligarte, sabes que puedo hacerlo, eres mi mujer —me
amenaza enfurecido, parece que despierto en él su mal carácter—. Si tengo
que llevarte a rastras lo haré.
Sé que solo son amenazas, sé que ya tenía decidido marcharme con él, pero
no sé por qué demonios comienzo a llorar como una estúpida.
Lord Darlington se acerca e intenta mediar entre ambos, nos recuerda a los
dos que tenemos que pensar en el bien de nuestra hija, y eso hace que
empiece a pensar con la cabeza y no con el corazón. Debo dejar mi odio por
Gabriel a un lado si quiero que Rose disfrute de lo que le pertenece.
Mi esposo se despide de su amigo y al fin nos quedamos solos, sin hablar,
sin mirarnos. Nos comportamos como enemigos más que como marido y
mujer.
—Sentémonos —me pide con mucha amabilidad.
Asiento y me dirijo a una de las mesas más alejadas, me siento, y Gabriel
hace lo mismo frente a mí. Me observa en silencio, pensando qué puede decir
o hacer para convencerme de volver al infierno del que escapé hace años, y al
que ahora me veo obligada a regresar solo por el amor que siento por mi hija.
—Creo que no hemos empezado con buen pie —comienza a hablar con
voz pausada, mirándome a los ojos. Parece muy seguro de sí mismo, así que
solo dejo que exponga lo que desee, después decidiré qué es lo que quiero
para mí y mi hija—. Sé que he cometido muchos errores... —Alzo mi ceja de
modo burlón—. De acuerdo, cometí errores imperdonables, pero no solo
debes pensar en ti, Beatriz, Rose es mucho más importante que tú o yo en
estos momentos.
—¿Más que Lady Diana? —interrogo, interrumpiendo su discurso.
Me mira serio por unos instantes, luego aparta la mirada. Esa es la
respuesta que necesitaba, nunca va a estar dispuesto a abandonar a la mujer
que ama, así que nuestro matrimonio sigue condenado a muerte.
—Beatriz, no sé quién te ha hablado de Diana, pero... —Alzo la mano
interrumpiendo sus patéticas excusas, ni las quiero, ni las necesito.
—Nadie me hablo de tu ramera, fui testigo de vuestra relación durante
nuestro corto compromiso. Hice como que era estúpida, pero nunca lo he sido
Gabriel, nunca vuelvas a subestimarme —espeto, intentando controlar mi ira.
—No lo haré, pues me has demostrado de lo que eres capaz. Has salido
adelante, has criado a mi hija, y ni una sola vez acudiste a mí por ayuda. —
No logro descifrar si es orgullo lo que tiñe su voz o es un reclamo, sea lo que
sea, no me importa.
—Lo único que necesité de ti fue respeto y lealtad, algo que no sabes lo
que significa —respondo con rapidez—. No te necesité nunca, Gabriel, y no
lo hago ahora. Eres tú el que se empeña en obligarme a volver a un lugar al
que no pertenezco, nunca lo hice.
—¿Cómo puedes decir eso? Tú naciste para ser condesa, nuestros destinos
fueron unidos por nuestros padres desde que éramos demasiado jóvenes
como para entender qué significaba. Fuiste criada para ser mi esposa —dice
sorprendido por mis palabras, incrédulo ante el hecho de que no signifiquen
nada para mí el dinero y la opulencia de la clase alta.
—Créeme, Gabriel, que no nací para ser tu esposa. —Estoy a punto de
reírme por su cara de sorpresa, pero me contengo—. Nací para ser la esposa
de un hombre que me ame, que me respete y me sea fiel, no me importa si es
un conde o un simple campesino. No me importan tu título, tus tierras ni tu
dinero, lo único que deseaba era que me amaras, y eso nunca voy a poder
conseguirlo. Así que, ya ves, soy feliz con muy poco. Desde que te abandoné
he vivido en la más absoluta pobreza y he sido más feliz que nunca; lejos de
la hipocresía, de la maldad de la alta aristocracia, lejos de los cuchicheos y las
burlas. No, Gabriel, en Londres no hay nada para mí.
—Beatriz, cuando nos casamos éramos unos niños, yo...
—¡Yo era una niña! —exclamo, perdiendo la paciencia—. Tenía dieciocho
años, Gabriel, y estaba enamorada de ti desde que fui lo suficiente mayor
como para entender que tú eras mi prometido. Una cosa sí es cierta, me
enseñaron a amarte. Pero no estaba dispuesta a convertirme en una sombra de
mi madre, soportando humillación tras humillación hasta que finalmente se
quitó la vida. Ya me habían arrebatado muchas cosas, tú no ibas a acabar
conmigo, Gabriel, si no lo consiguió mi padre, no lo ibas a lograr tú.
Ahora me mira atormentado, tal vez sea de los pocos que aún se cree la
mentira que mi padre hizo creer a todo el mundo, otra de las cosas que jamás
pude perdonarle.
—¿No me digas que te creíste el cuento de que mi madre murió de
tuberculosis? —pregunto con incredulidad—. Encontré a mi madre el día de
mi quinto cumpleaños, entré a su alcoba y la encontré dormida en su lecho, al
menos eso pensé. —Cierro los ojos intentando alejar esa dolorosa imagen—.
Pero estaba muerta, se había bebido un frasco entero de láudano.
—Lo siento —susurra, intentando alcanzar mis manos que tiemblan
encima de la mesa. Las aparto, no quiero que me toque, si lo hace no podré
soportarlo, me romperé en pedazos frente a él.
—No necesito tu lástima —siseo, conteniendo las lágrimas.
—¡Basta! —ordena—. Has hablado suficiente, ahora es mi turno y tú
guardarás silencio.
Me cruzo de brazos intentando darme calor, pues me siento fría por dentro.
Aparto la mirada, no puedo mirarlo mientras me miente una y otra vez.
—Reconozco que me casé contigo por obligación, no te amaba, incluso por
momentos te odiaba. —Guarda silencio, intento que no me duelan sus
palabras, pero me están matando—. No era mucho mayor que tú, Beatriz.
Puede que hubiera vivido más cosas que tú, lo reconozco, pero no te veas
como la jovencita virgen casada con un anciano decrépito. Apenas tenía
veintidós años y no me enteré de los planes que tenían nuestros padres hasta
un par de años antes de casarnos. Para ese entonces ya conocía a Diana, era
alguien importante para mí. —De nuevo el silencio nos envuelve, sigo sin
mirarlo—. No pensé en dejarla cuando me casé contigo porque no sentía nada
por ti. Para mí eras una desconocida, Beatriz, Diana había estado en mis
peores momentos, tenemos una historia en común, le debo mucho.
—Si me hubieras dado la oportunidad también habría estado en tus buenos
y malos momentos, Gabriel. A mí también me debías respeto, aunque solo
fuera porque era tu mujer. —No puedo evitar responder, sé que me ha
ordenado guardar silencio, pero me es imposible cuando me está hablando de
la mujer que ama.
—Eres mi mujer —me rectifica de inmediato—. ¿Te has parado a pensar
en que no me diste tiempo?—pregunta con intensidad—. Huiste el mismo día
de nuestra boda, no me permitiste conocerte.
—Admítelo, Gabriel —sonrío con tristeza—, no querías conocerme. Si me
hubiera quedado todo seguiría igual, tú con tu amante y yo sola con nuestros
hijos. No es lo que quería para mí, no es lo que quiero que Rose vea, deseo
que crezca rodeada de amor.
—¿Crees que no quiero a mi hija? —pregunta ceñudo.
—Sé que la quieres y que serás un padre magnifico, pero eso no significa
que seas un buen esposo.
—No me has dado la oportunidad, Beatriz —insiste de nuevo—. Danos
una oportunidad, podemos lograrlo. Vuelve conmigo a nuestro hogar, permite
que Rose disfrute de la vida que merece.
Está jugando conmigo, utilizando el amor que siento por mi hija para
hacerme de volver. Sé que nada va a cambiar, pero es hora de cumplir con mi
deber, es hora de volver al infierno.
—De acuerdo, volveré contigo, pero con unas condiciones —respondo
dejándolo con la boca abierta.
—Me alegra que hayas recobrado el buen juicio. Tú tienes condiciones y yo
tengo las mías.
No me gusta su respuesta, no quiero verme sujeta a ninguna condición que
él proponga, pero si yo las impongo no puedo negárselo a él.
—Tengo varias, pero como puedes imaginar, la más importantes es que
dejes a tu amante —digo sin vacilar, con la cabeza alta—. Otra de mis
condiciones es que deseo vivir en el campo, no quiero volver a Londres, y la
última, es que Rose no conocerá a mi padre, no quiero a ese hombre cerca de
mi hija.
No parece sorprendido, pero puedo darme cuenta de que no está contento,
algo que esperaba y que estoy disfrutando. Tal vez ahora no le parezca tan
buena idea que regrese a su lado, con toda seguridad no será capaz de
abandonar a su adorada Diana.
—De acuerdo, he escuchado tus condiciones y me parecen razonables,
incluso las esperaba —asiente cruzándose de brazos—. Ahora van las mías:
quiero compartir tu lecho. —Siento como el mundo se tambalea.
—¿Compartir mi cama? —pregunto trémula—. ¿Por qué?
—Bueno, te has convertido en una mujer muy hermosa y eres mía y, como
una de tus condiciones es que deje a mi amante, tendrás que ocupar tu su
lugar. ¿Estás dispuesta? —pregunta, divirtiéndose a mi costa. En estos
momentos solo siento ganas de abofetearlo.
Lo pienso durante lo que parecen horas, pero creo que es un precio justo si
así consigo que Lady Diana desaparezca de nuestras vidas para siempre.
—De acuerdo —asiento—. Hasta que conciba a tu heredero compartiré tu
lecho.
—Creo que no me has entendido, esposa —niega riendo—. No solo quiero
compartir tu lecho para que me des hijos, quiero hacerle el amor a mi esposa
por el simple hecho de disfrutar de ello.
Siento cómo me sonrojo y un calor extraño recorre mi cuerpo, pues vienen
a mí los recuerdos de la única noche que estuve entre sus fuertes brazos; a
pesar de mi inexperiencia sentí un placer sublime.
Me niego a dejarle ver cómo sus palabras son capaces de hacer que mi
cuerpo reaccione ante él como no es capaz de hacerlo ante otro hombre. No
pienso permitir que me utilice como sustituta de su amante, no quiero ser
comparada constantemente con otra, no podría soportar pensar que Gabriel
piensa en Diana cuando posee mi cuerpo.
—Si debo soportar compartir tu lecho a cambio de que tu ramera salga de
nuestras vidas, lo haré. —Alzo el mentón y observo con satisfacción como mi
esposo está a punto de estallar ante mis palabras.
—¿Soportar? —sisea, entrecerrando sus hermosos ojos azules—. Voy a
hacer que te tragues tus palabras, querida esposa.
Más que una promesa, para mí es una amenaza que hace que por un
momento esté dispuesta a disculparme por mi insolencia, pero dura poco. La
antigua Beatriz jamás hubiera osado replicar, mucho menos contestar
semejante insolencia, pero eso era antes, Más vale que mi esposo entienda
que no soy la estúpida con la que se casó.
Ya que mi marido está cansado por el viaje, decide que hoy será la última
noche que pasaremos en esta posada, según él, tiempo suficiente para que
Rose lo conozca y yo pueda tener todo listo para partir. Eso no me preocupa,
tenemos muy poco que empacar, pero me da miedo abandonar el único sitio
al que he sido capaz de considerar mi hogar.
No sé cómo voy a ser capaz de despedirme de las personas que me
ayudaron cuando más lo necesité, fueron la familia que jamás tuve, el apoyo
que pensé que no lograría encontrar, y ahora debo irme. Sé que no los volveré
a ver, pues regreso a mi cárcel de oro rodeada de lujos y comodidades que no
necesito, por cada privilegio estaré pagando un precio muy alto.
Mi libertad, mi dignidad...
Pero todo lo hago por Rose, por ese ángel que ha sido el único motivo por
el cual he luchado cada día desde que nació, y por el que vuelvo con su
padre. Si ella no existiera no habría poder sobre la faz de la Tierra que me
hiciera regresar.
Las horas que quedan por delante se me hacen eternas. Cuando mi hija
despierte tendré que decirle que Gabriel es su padre, y no sé cómo se lo va a
tomar.
El momento llega antes de lo que esperaba al ver que Fiona baja con una
Rose muy sonriente. Enseguida mi hija me busca, y al encontrarme corre
hacia mí como es su costumbre.
—¡Mami! —Ríe feliz, aunque calla de golpe al ver el hombre que está tras
de mí—. ¿Quién es ese? —pregunta con su forma tan peculiar de hablar.
—Es Lord Oxford, viene desde muy lejos, desde Inglaterra —empiezo a
explicarle con tranquilidad—. Su nombre es Gabriel. ¿No quieres saludarlo?
—Hola —susurra avergonzada. Puedo ver como mi esposo aprieta sus
puños, no le ha gustado nada que su hija no sea capaz de reconocerlo.
—Puedes llamarme Gabriel, Rose. —Su voz ronca me hace estremecer,
cierro los ojos para intentar controlar las sensaciones que me produce este
hombre—. Aunque preferiría que me llamaras papá.
Contengo la respiración, siento ganas de matarlo. ¿Cómo se atreve a
decírselo así?
Rose me mira a mí esperando que le diga la verdad y sonrío, fingiendo una
alegría que no siento.
—Sí, pequeña, Gabriel es tu padre, él es mi esposo —respondo—. Ha
estado mucho tiempo lejos, pero ahora ha vuelto a por nosotras.
Nuestra hija nos mira sin comprender, aún es demasiado pequeña...
—Os quiero mucho, no podía seguir viviendo sin vosotras a mi lado, en
nuestra casa —responde con rapidez Gabriel. Siento mi sangre arder ante
tales infamias—. ¿No quieres venir a casa? Tengo muchos caballos, y
prepararemos una hermosa alcoba para ti con muchos juguetes.
Tiemblo antes sus palabras, ya está intentando ganar su cariño con cosas
materiales, sin darse cuenta de que lo más importante es el amor. El amor que
vea reflejado en sus padres, algo que ella no podrá ver jamás.
—¿Perrito? —pregunta mi hija, esperanzada.
—No —responde de inmediato—, pero si mi pequeña Rose quiere un
perro, pues tendrá el perro más hermoso de todos.
Eso es lo único que ha necesitado decir para que mi hija se lance hacia su
pecho. Gabriel la recibe entre sus poderosos brazos con amor, algo que no
puedo negar.
Durante el resto del día veo como Rose no se separa ni por un momento de
su padre y mi esposo parece encantado con ello. Me siento desplazada,
abandonada, hasta hace unas horas Rose era solo mía, ahora hasta eso me ha
arrebatado.
Al fin cae la noche y acuesto a una eufórica Rose que no para de contarme
cosas sobre su padre. Debo aparentar felicidad cuando lo que siento es una
furia inmensa, y no puedo decirle nada a ese maldito bastardo porque ya está
en su alcoba y me niego a entrar allí. No quiero que malinterprete la situación
y decida que es hora de hacer valer sus derechos como esposo.
Casi no puedo dormir, así que, cuando el alba comienza a despuntar, me
levanto y observo por la ventana el paisaje que durante tres años me ha
acompañado. ¿Cuántas noches he pasado en vela mirando por esta misma
ventana? Pensando en Gabriel…
Despierto a Rose y la visto con su mejor ropa, aunque no me avergüenzo
de haber sido capaz de sacar adelante a mi hija sola. Guardo nuestras pocas
pertenencias en un saco y miro por última vez estas cuatro paredes que han
sido mi refugio desde que dejé todo atrás. Mi pequeña me observa, extrañada
por mi comportamiento, y no puede evitar preguntar con su dulce vocecilla.
—¿Qué te ocurre, mami? —dice cogiéndome la mano. Un nudo se instala
en mi garganta y debo hacer un esfuerzo sobrehumano para no llorar.
—Nada, mi cielo. —Sonrío intentando convencerla de que estoy feliz por
los cambios que nuestra vida va a experimentar. A partir de hoy debo
convertirme en una magnifica mentirosa, porque en eso se ha vuelto a
transformarse mi vida, en una mentira—. Solo que a partir de ahora ya no
viviremos más aquí, como te dijo ayer tu padre, debemos volver a Inglaterra.
Mi pequeña frunce el ceño sin entender...
—¿Por qué? —pregunta angustiada—. A mí me gusta vivir aquí, me
gustan Duncan y Fiona, no quiero dejar de verlos. —Puedo ver que está a
punto de llorar, la abrazo y le recuerdo todo lo que Gabriel le dijo ayer, así
parece que se conforma.
Cierro los ojos recordando la primera vez que vi a Duncan MacDowell.
Llevaba días vagando sin rumbo, cansada, asustada y hambrienta, él fue el
único que me ofreció un lugar donde vivir y un trabajo digno, por ello le
estaré agradecida toda mi vida.
Un suave golpe en la puerta nos sorprende y una Fiona con una mirada de
tristeza inmensa entra y cierra la puerta.
—Tu esposo me manda a preguntarte por qué tardas tanto —susurra
intentando que Rose no nos oiga.
Asiento y sonrío, cojo a mi hija en brazos y el saco con mi única mano
libre. Sé que debo despedirme de Fiona aquí, no quiero testigos, no quiero
que Gabriel se regocije aún más por el dolor que esto me está causando.
—Fiona, no sé cómo agradecerte todo lo que has hecho por mí y por Rose.
—Se me quiebra la voz al ver como la buena mujer rompe a llorar—. No, por
favor, no llores—suplico intentando guardar la compostura—. No quiero que
Gabriel vea el daño que esto me hace.
—Has sido para nosotros como la hija que perdimos tanto tiempo atrás —
solloza—. Prométeme que serás feliz, que no volverás a dejarte pisotear por
nadie, recuerda quién eres. Para nosotros eres una MacDowell; compórtate
como tal —me ordena con firmeza.
—Lo juro, voy a hacer que os sintáis orgullosos de mí. —La abrazo, ambas
lloramos en silencio. Rose está muda por el miedo, al no comprender por qué
estamos llorando—. Prometo que volveremos a vernos.
Niega con la cabeza...
—Sabes tan bien como yo que no volveremos a vernos, niña. —Intenta
recomponerse—. Sé feliz, haz que Rose sea feliz, para Duncan y para mí eso
es suficiente.
Fiona mira a mi hija, Rose se lanza en sus brazos como tantas veces ha
hecho desde que nació.
—Mi pequeña Rose, debes ser fuerte y portarte muy bien, sé feliz y no nos
olvides nunca. —La besa en la frente—. Tá grá agam duit —susurra te
quiero en gaélico. Después de tres años en estas tierras sé bastante del
idioma.
No nos demoramos más y bajamos las escaleras que conducen a la taberna,
no veo a Gabriel por ningún lado, solo a un Duncan más ceñudo de lo
normal.
—El inglés esta fuera, está ansioso paseándose arriba y abajo como un loco
—dice con un gruñido—. Estás haciendo lo correcto, niña.
Es su forma de despedirse de mí, no es un hombre que muestre sus
sentimientos.
—Pórtate bien, pequeña Rose —le dice a mi hija mientras la sostiene entre
sus fuertes brazos—. Sé feliz.
Ambos nos acompañan hasta la entrada y veo asombrada que Gabriel ha
conseguido una pequeña carreta para que no viajemos a caballo, algo que
debo agradecerle.
—Buenos días, mis hermosas damas —saluda muy contento—. He
conseguido esta pequeña carreta, sé que no es un carruaje, pero...
—Esto está perfecto, Gabriel —interrumpo—. Gracias.
Por la mirada que me dirige puedo ver que no le gusta que lo llame por su
nombre, como si fuera un simple desconocido.
Miro de nuevo a Duncan y Fiona, ambos asienten con la cabeza, sé que esa
es la señal que me indica que debo seguir adelante, que estoy siguiendo el
camino correcto.
Abrazo por última vez a los MacDowell, pero es Duncan quien me
sorprende al abrazarme. Sé que he prometido que volveré para verlos, pero en
el fondo de mi corazón sé que no es verdad. Lo que me espera al volver a mi
antigua vida no me permitirá viajar a las Tierras Bajas para visitar a unos
simples campesinos.
Rose comienza a llorar y Gabriel la coge en brazos para consolarla; no sé
cómo lo hace, pero en pocos segundos mi hija sonríe feliz. Me dirijo hacia la
carreta apretando fuerte el saco que contiene lo poco que me pertenece entre
mis manos, mi esposo ya ha dejado a Rose dentro. Me giro para ver a mis
salvadores por última vez, ambos sonríen y, por inercia, también lo hago.
Entro en la carreta para no alargar más esta agonía, escucho como Gabriel se
despide y agradece toda la hospitalidad.
Poco después los caballos emprenden la marcha, alejándome del que he
considerado mi hogar desde que llegué, el que me ha robado una parte de mi
corazón y el que espero volver a ver un día no muy lejano.
Capítulo IV
Lord Gabriel Hamilton. Conde de Oxford

Volver a verla ha sido un mazazo para mí.


¡La deseo! Deseo a mi esposa. Está sentada frente a mí, gracias a Eric he
conseguido tranquilizarme y pensar con claridad. Estoy seguro de que no voy
a conseguir nada amenazándola o empleando la fuerza con Beatriz, y para ser
francos no quiero hacerlo, nunca he tenido que golpear o amenazar a ninguna
mujer, no está en mi carácter.
Me doy cuenta por sus palabras del daño que le hice, el dolor que vivió a
manos de su padre, la muerte de su madre supuso un antes y un después en su
vida. No solo soy culpable de haberle sido infiel, sino que también soy
culpable de no haberme interesado por conocerla incluso antes de casarnos.
Si lo hubiera hecho, tal vez...
A sus ojos soy como su padre, ahora entiendo su odio desmedido hacia mí.
Maldigo mil veces a su progenitor, no solo por lo que le hizo a su esposa,
pues sería un hipócrita ya que he hecho lo mismo durante años, y lo hubiera
seguido haciendo si Beatriz no hubiera aparecido, sino porque lo que le hizo
a su propia hija es imperdonable.
Fui uno de los muchos imbéciles que se creyeron, o prefirieron creer, que
la madre de mi esposa había muerto tras una larga enfermedad, pero saber la
verdad por boca de Beatriz me horroriza. Me espanta el hecho de que fuera
ella quien encontrase el cuerpo sin vida de su madre, nadie debería pasar por
ese trance, mucho menos una niña.
Dejo que ella hable, que se libere de todo lo que guarda en su interior, tal
vez así podamos llegar a algún acuerdo. En muchas ocasiones tengo deseos
de responder a sus acusaciones, pero o bien me impide hablar, o soy yo quien
hago el mayor esfuerzo por guardar silencio.
Finalmente accede a volver a nuestro hogar. Me sorprende por lo fácil que
me lo ha puesto, esperaba tener que luchar mucho más para conseguir que
entrara en razón, pero me complace observar que Beatriz es inteligente.
Cuando me dice que tiene condiciones, sé de antemano que la más
importante es que Diana desaparezca de nuestras vidas, algo que Eric me ha
aconsejado que haga durante años, y tal vez sea esta la ocasión perfecta para
hacerlo. Quizás esta es la señal del destino que me indica que el tiempo entre
Diana y yo hace mucho que debería haber acabado.
No tenía pensada ninguna condición para mi esposa, pero ya que ella tiene
sus exigencias, aprovecharé eso a mi favor para exponer las mías. Le dejo
bien claro que deseo compartir su lecho y no porque vaya a dejar de
frecuentar el de Diana, sino porque la deseo, algo que no quiero admitir ante
ella. Me enfurecen sus palabras, pues no me gusta pensar que mi esposa tenga
que soportar mis caricias y atenciones, necesito que me desee tanto como yo
a ella, y lo hará.
Estoy agotado, han sido semanas de viajes, de reuniones y peleas
constantes con Lady Margaret. Eso, sumado a mi preocupación por no saber
si encontraría a Beatriz aún aquí y la lucha constante con ella hasta que he
conseguido que vuelva a mi lado.
Pero todo queda olvidado cuando veo como mi hija aparece en brazos de
Fiona, quien al ver que todo se ha aclarado, se marcha para preparar la
habitación que voy a ocupar por esta noche. No me gusta que mi esposa esté
dando tantos rodeos para decirle a Rose que soy su padre, por lo que,
ganándome una mirada asesina por parte de Beatriz, le cuento de golpe a mi
pequeña quién soy.
Parece que no se lo toma mal, los niños son seres increíbles, capaces de
entender y sobreponerse a cambios bruscos en su corta vida, y parece ser que
mi pequeña es así de inteligente y fuerte. Le he prometido un perrito y eso es
lo que tendrá, nada más lleguemos a Londres encontraré al perro más bonito
del mundo. Quiero darle eso y más, todo lo que durante sus cortos años de
vida le ha faltado.
Para mi completa satisfacción, en todo el día Rose no quiere separarse de
mí, puedo ver cómo eso enfurece a mi esposa, veo el dolor y el temor en sus
ojos. Seguro que piensa que quiero arrebatarle a Rose, pero nunca sería capaz
de hacer semejante cosa, nunca alejaría a una madre de su hija por mucho que
odiara a esa persona, y a Beatriz no la odio, ahora sé que en realidad nunca lo
he hecho.
Al caer la noche, es ella quien se encarga de acostar a Rose. Me marcho a
mi alcoba para evitar la discusión que mi esposa está deseando tener, pues sé
que acallaré sus protestas cubriendo sus labios con los míos, llevo horas
imaginando cómo sería besarla. Debo reconocer, algo avergonzado, que la
noche que le arrebaté su virtud había bebido, no estaba borracho, pero no
estaba en mis cinco sentidos.
Quería entumecerme, no sentir nada en el momento de consumar nuestro
matrimonio. En aquel entonces, no fui capaz de reconocerlo, intenté ocultarlo
en lo más recóndito de mi mente, pero esa noche, Beatriz llegó a mí de una
forma que ni siquiera Diana, con toda su experiencia, había conseguido. Me
asusté, hui...
Y fui al mismo lugar que tantas veces me sirvió de refugio, los brazos de
Diana. No pensé, actúe por instinto, por costumbre.
Y pagué caro esa decisión.
Tres años en los que no sabía si la joven con la que me vi forzado a
casarme estaba viva o muerta, tres años en los que no supe que había sido
padre. Fui un egoísta y un completo bastardo cobarde. Pero después de esa
noche estaba aterrorizado, pues no comprendía cómo una virgen pudo darme
un placer como no había experimentado. No hablo del placer de yacer con
una mujer, es algo más profundo, la paz del final, el deseo de abrazarla y no
dejarla marchar. Por ese motivo intenté odiarla, y pensaba que lo había
conseguido.
Hasta ahora, en estos momentos sé que nunca la odié. Aún no tengo muy
claros los motivos por los que ella me afectó tanto, tal vez el alcohol hizo
estragos en mi mente y mi cuerpo, mas en todo este tiempo no he logrado
comprender el porqué. ¡Por Dios!, ni siquiera me gustaba.
Caigo rendido por el sueño, reviviendo lo que tanto intenté olvidar…
Al despertar me siento ansioso, y me doy cuenta que una parte de mi
cuerpo está muy, muy despierta y deseosa de que mi esposa le preste
atención, ¡maldición! Me levanto furioso conmigo mismo por parecer un
muchacho. Ni siquiera puedo controlar mi cuerpo ahora, ¿cómo voy a hacerlo
con Beatriz viviendo bajo el mismo techo?
Aún no es de día por completo, pero decido bajar ya, comer algo y preparar
todo para nuestra marcha. Ayer conseguí comprar una pequeña carreta, está
en mal estado, pero será mejor que llevar a Rose a caballo todo el viaje.
Duncan me observa como si quisiera matarme y estoy cansado de sus
miradas desafiantes.
—Si deseas decir algo, hazlo, anciano —le desafío mientras preparo los
caballos.
Sigue en silencio, observando, como si estuviera intentando descifrar mis
pensamientos.
Se acerca hacia mí con paso tranquilo…
—Si tú o tu ramera, volvéis a hacer daño a Beatriz juro por lo más sagrado
que iré a tu maldito país para atravesarte con mi espada. —No grita, no gruñe
ni muestra furia, solo una tranquilidad que sería capaz de aterrar a cualquiera,
pero no a mí.
—No me amenaces, viejo —respondo intentando mantener la calma—. Mi
mujer es asunto mío.
—También es asunto mío desde que apareció ante mi puerta, casi muerta y
con el corazón hecho trizas por tu culpa. —Me señala con el dedo—. No me
importa quién eres, tus títulos no sirven aquí, no me importa que seas más
joven, si vuelves a dañarla te mataré.
Se marcha hacia el interior de la posada, como si no acabara de
amenazarme de muerte. No puedo evitar reír, pero muy en el fondo me
reconforta que Beatriz haya tenido quien la cuidara y defendiera, aunque
ahora ya no es necesario, me tiene a mí.
¿Por qué tarda tanto? ¿No se habrá arrepentido? No quiero tener que
obligarla.
La mujer de Duncan pasa ante mí y le pido que vaya a buscar a mi esposa y
a mi hija, apenas me mira y se marcha con rapidez para cumplir mi orden.
Rato después al fin salen, puedo darme cuenta de que tanto la mujer de
Duncan como Beatriz han llorado. Mi hija, las mira un poco asustada y sin
entender qué sucede, no había pensado que mi esposa estuviera tan apegada a
estas personas, a este lugar.
Me siento culpable por volver a hacerla llorar, pero necesito que ellas estén
conmigo. Amo a mi hija y Beatriz es mi esposa; ambas tienen que estar en mi
casa, bajo mi protección.
Se despiden por última vez y ayudo a mi mujer y a mi hija a subir a la
carreta, algo avergonzado por lo poco que puedo ofrecerle en estos
momentos, aunque ella me asegura que está bien. Y le creo, pues es una
mujer que se conforma con muy poco. No puedo evitar compararla con Diana
ya que, a la que hasta ahora ha sido mi amante, le encanta estar rodeada de
lujos y comodidades.
Emprendo el viaje, observo como todo a nuestro alrededor es verde y
grandes montañas nos rodean. Parece mentira, llevo semanas viajando entre
estos parajes y nunca me había permitido observar la belleza que poseen.
Puedo entender por qué Beatriz decidió quedarse aquí, además de por la
ayuda que recibió de Duncan y su mujer; algo que, a su debido tiempo,
cuando todo vuelva a su lugar, cuando esté seguro de que mi esposa no
volverá a abandonarme, les agradeceré. Espero que me permitan demostrarles
que no soy el bastardo que creen, al menos no ahora.
Mientras avanzamos escucho cómo mi hija parlotea sin cesar y mi esposa
responde con toda la tranquilidad una a una todas sus preguntas. No puedo
evitar sonreír, parezco estúpido, pero ver cómo ellas dos tienen ese
maravilloso vínculo entre madre e hija, me encanta y enorgullece a partes
iguales.
Cuando el Sol está en lo más alto decido hacer un alto en el camino, los
caballos necesitan descansar, y nosotros también. Me detengo junto a un
arroyo para que los caballos beban. Beatriz, al notar que me he detenido,
asoma su rubia cabeza con una mirada interrogante.
—¿Qué ocurre? —pregunta en voz baja—. ¿Por qué nos detenemos?
—Necesitamos descansar, tenemos que comer algo —respondo.
—Rose se acaba de dormir... —me informa, mientras desciende sin mi
ayuda.
Me ayuda con los caballos a pesar de que le ordeno que no lo haga, ¡mujer
testaruda! Veo como se dirige hacia el pequeño arroyo y se arrodilla en la
orilla para lavarse las manos, dejandome con la boca abierta y con cierta parte
de mi anatomía algo ansiosa cuando observo cómo se hecha agua en la cara y
el cuello. Puedo apreciar varias gotas descender entre sus senos, de los cuales
puedo ver sus tersas cimas por el escote de su traje color marrón claro.
Aunque dista mucho de lo que estoy acostumbrado a ver en mujeres, a ella le
queda como si fuera seda.
Cierro los ojos intentando tranquilizarme, cuando los vuelvo a abrir,
Beatriz me mira como si estuviera loco, aunque veo una chispa de
preocupación en sus ojos. No creo que entienda lo que me ocurre, porque si
no, con toda seguridad, habría huido o gritado mil improperios.
—Estás muy raro —dice mientras pasa por mi lado, gruño sin poder evitarlo
—. ¿Qué demonios te ocurre?
¿Realmente es tan ingenua como para no darse cuenta de su aspecto y de lo
que puede producir en un hombre? ¿O tal vez está jugando conmigo?
—No puedes ser tan inocente, mujer —inquiero sin comprender por qué
estoy perdiendo los nervios. Ella no tiene la culpa, es demasiado inocente,
pero lo recuerdo muy tarde, cuando sus ojos ya están lanzándome dagas
mortales—. Lo siento, no me hagas caso.
Ella me mira furiosa, pero no dice nada, se marcha con rapidez hacia la
carreta y decido ir a buscar troncos para encender un fuego con el que
cocinar. Antes de partir le compré varias cosas a Duncan, que no me cobro al
precio justo, y sé que lo hizo por Beatriz.
En pocos minutos recojo lo necesario y lo dispongo cerca de la carreta,
enciendo un fuego y Beatriz se sienta frente a él, pero muy pendiente de
donde duerme nuestra hija. Sin decir palabra saco el pan y el queso, también
un poco de leche y miel para Rose.
He conseguido tranquilizarme y pensar con la cabeza fría, lo achaco a que
llevo mucho tiempo sin estar con una mujer y tener a la mía tan cerca y a la
vez tan lejos, está volviéndome loco.
Beatriz no habla, solo come sin siquiera mirarme a los ojos, y no sé qué
decir para que me hable, no me gusta su silencio, su frialdad.
—Rose debería comer algo... —Es lo único que se me ocurre para romper el
hielo, hablar sobre nuestra hija.
—No tardará en despertarse, entonces comerá —dice sin más.
—Beatriz... —suspiro derrotado, no sé qué diablos me ocurre—. Esto no
tiene por qué ser de este modo.
—Eres tú quien te comportas como un patán conmigo —espeta, alzando la
vista por primera vez, veo furia en sus ojos, pero también dolor.
He vuelto a dañarla...
Creía que le era indiferente, pero tal vez no sea así, y eso hora mismo me
hace muy feliz. Intento ocultar una sonrisa de triunfo, pues no quiero que
piense que me estoy burlando de ella o que sus sentimientos no me importan.
—¿Cómo conociste a los McDowell? —pregunto en un intento por saber
más de ella, de que se abra a mí.
Por un instante creo que no va a contestar, pero al fin me mira con una
sonrisa triste en su semblante.
—Llevaba semanas vagando sin rumbo, cansada, hambrienta y
aterrorizada. —Guarda silencio, como si intentara controlarse—. Tuve mucha
suerte, ¿sabes? No me encontré a nadie en el camino que quisiera hacerme
daño. Ambos sabemos que me podían haber violado o matado, pero eso no
me detuvo para alejarme más y más de Inglaterra.
—¿Valía la pena correr el riesgo? —interrumpo su relato.
Me mira como si estuviera pensando seriamente la respuesta.
—En ese momento así era —asiente convencida—. ¿Si me preguntas si
volvería a hacerlo ahora? La respuesta es no. —Sonríe y siento un escalofrío
recorrer mi espalda—. Ahora no sería yo quien abandonara mi hogar y todo
lo que por derecho me pertenece. Te aseguro que no huiría de nuevo, pero sí
haría de tu vida un completo infierno, Gabriel.
La observo incrédulo por sus palabras, quiero estar enfadado por esa
amenaza, pero por estúpido que pueda parecer, me enorgullece.
—Como te iba diciendo, no tuve ningún problema en mi viaje, es como si
mi ángel de la guarda estuviera guiando mis pasos. Cuando crucé la frontera
me sentía enferma, agotada y más sola que nunca, pero el odio que sentía por
ti y por Diana fue lo que me mantuvo con vida. Caía la noche y llovía a
cántaros cuando vi ante mí la posada de Duncan y Fiona, entré sin saber muy
bien qué iba a hacer o a dónde podría ir, Fiona vio algo en mí que hizo que
me tomara bajo su protección, desde ese momento no me dejaron marchar.
Asiento para alentarla a seguir, quiero saber más, mucho más.
—Desde un principio me negué a quedarme con ellos si no podía pagarles
de algún modo, así que les ayudaba en la posada. Cuando tiempo después
comprendí que estaba embarazada, me cuidaron con todo el amor que ya no
podían dar a su hija, a la que perdieron tiempo atrás.
—Tengo mucho que agradecerles —suspiro, solo de pensar en todo lo que
Beatriz hubiera tenido que pasar si los McDowell no llegan a aparecer en su
vida se me encoge el corazón—. Te cuidaron cuando yo no lo hice, han
cuidado a mi hija dándole un hogar, aunque no fuera lo que le correspondía.
—Si vas a enumerar todas las cosas materiales que tú podías ofrecerle y yo
no, ahórratelo —ordena, levantándose con rapidez; la imito y la detengo.
—No es solo eso, Beatriz. No puedes odiarme por ser rico, por tener título y
todo lo que es mío desde el día que nací.
—No te odio por eso, Gabriel, ni siquiera estoy segura de odiarte. El odio es
un sentimiento muy fuerte, y tú ni siquiera mereces que sienta algo tan
profundo por ti —responde con frialdad. Sus ojos, antaño tan dulces, ahora
son fríos como el hielo.
La suelto a desgana cuando escucho a Rose llamándola, pues lo que más
deseo en este momento es mostrarle algunos sentimientos profundos que
puedo despertar en ella.
Se marcha con rapidez e intento calmarme, no recuerdo que Beatriz
provocara en mí tantos sentimientos. Cuando nos casamos me era indiferente,
no conseguía despertar en mí emoción alguna, ¿por qué ahora sí?
Veo como mi esposa baja de la carreta con mi pequeña en brazos, aún
quedan restos del sueño en su sonrojado rostro, pero se bebe la leche con miel
que Beatriz le ofrece. Es un espectáculo digno de ver, en este instante me
siento el hombre más afortunado del mundo.
Cuando lleguemos a casa afrontaremos los problemas que sé que se van a
presentar. Diana no va a dejarme marchar tan fácilmente, ni siquiera estoy
seguro de si yo podré hacerlo, y mi pasado, los errores cometidos, esos que
no se pueden borrar, pueden seguir haciendo daño.
Sin detenerme a pensar más de la cuenta en problemas que ahora mismo no
puedo solucionar, decido que es hora de volver al camino. Si nos detenemos
por tanto tiempo retrasaremos el viaje, y deseo llegar a Londres lo antes
posible.
Capítulo V
Lady Beatriz. Camino hacia Inglaterra, 1500.

Cuando Gabriel decide emprender la marcha de nuevo, no me opongo, eso


me permite mantenerme lejos de él. Dentro de la carreta intento entretener a
Rose contándole cuentos, jugando con ella. Es una niña muy inteligente para
su edad y, aunque habla a su manera, se hace entender. Intento que el viaje
que nos espera por delante no sea traumático, aunque no es el camino lo que
me preocupa, sino el destino.
Soy muy consciente de que mi llegada va a suponer un duro golpe para la
amante de mi esposo, la cual se ha creído la ama y señora de todo lo que le
pertenece a Gabriel; no solo se ha conformado con su cuerpo y su corazón, y
no va a dejarlo marchar con tanta facilidad.
Después estarán los chismorreos. Todo Londres va a murmurar a mi paso,
algo que siempre tuve que soportar, pero a lo que ahora no estoy
acostumbrada y no voy a volver a permitir. No soy la misma niñita estúpida
que salió huyendo en plena noche de su hogar. Si algo he aprendido estos
años en los que he tenido que salir yo sola hacia delante, es a no temer
enfrentarme a quien sea por lo que quiero. Y no pienso enfrentarme a Diana
por Gabriel, ya no lo amo, pero sí lucharé porque se me respete, y eso
significa que esa mujerzuela salga de nuestras vidas de una vez por todas.
Me asomo un poco para ver el paisaje que nos rodea, sonrío con nostalgia
solo de pensar que en Londres no estaré rodeada de estas verdes montañas, de
este aire tan puro. Me entristece que Rose ya no podrá salir a correr entre
verdes prados, ni jugar con las gallinas y conejos de Duncan. Quería para ella
una vida así, pero ahora la llevo directa a una jaula de oro, la misma en la que
yo crecí.
Con una única diferencia, que soy más fuerte de lo que lo fue mi madre, no
voy a dejarla, no voy a tomar el camino fácil. Estoy preparada para
enfrentarme a lo que sea y contra quien sea. Si Gabriel piensa que lleva de
regreso a la jovencita con la que se casó, va a llevarse una gran desilusión.
Con cada milla que recorro noto mi corazón más pesado, pues me siento
más lejos de Duncan y Fiona, y eso significa acercarme a Londres a pasos
agigantados; una ciudad que nunca logré amar, que no siento como mi patria
y que me trae muy malos recuerdos.
Todo lo que le conté hace unas horas a Gabriel es cierto, llegué a las
Tierras Bajas huyendo, quería alejarme lo máximo posible de Inglaterra. Mi
idea era llegar a las Tierras Altas, pero cuando llegué hasta la posada de los
McDowell ya me sentía fatal. Tras semanas de viaje, no contaba con un
caballo, pues en una de las primeras posadas en las que hice noche me lo
robaron; fue el único percance que tuve durante todo el viaje, pero desde ese
punto tuve que ir caminando, así que todo se me hizo más pesado y largo.
Cuando sentí el cariño con el que Fiona me cuidó durante el tiempo que
tuve fiebre por el frío que había cogido los días de lluvia, me di cuenta de que
nunca me podría marchar, y no lo hice. Cuando un par de meses después,
descubrí que los malestares que aún achacaba al terrible resfriado que había
padecido no eran otra cosa que un embarazo, entré en pánico. Pensé que ya
no querrían que trabajara para ellos, pero tampoco quise mentirles, así que
cuando les conté lo que realmente me ocurría creí que tendría que
marcharme. Nada más lejos de la realidad; me cuidaron y fueron los abuelos
que Rose necesitaba.
Cuando me doy cuenta lagrimas bañan mis mejillas, cierro los ojos
intentando controlarme para que Rose, que ahora mismo vuelve a estar
dormida, no se despierte por mis sollozos.
Con los ojos cerrados vuelvo atrás en el tiempo, al momento que hace unas
horas le relaté a Gabriel como algo que había sido fácil vivir. El muy idiota
me creyó...

***

Llueve como si el mundo estuviera a punto de acabar, estoy empapada, mi


falda pesa muchísimo y, si no tuviera tanto frío, me la habría quitado. Siento
cómo tiemblo sin poder contenerme, mis dientes castañean, estoy
hambrienta, cansada y aterrorizada, pues noto que la muerte me pisa los
talones.
Cuando miro frente a mí veo una taberna, solo observo el humo salir por
la chimenea, el que me indica que un buen fuego calienta el interior de esta.
Saco fuerzas de donde no las tengo y camino trastabillando hasta poder
llegar a la entrada, mi mano empuja casi sin fuerzas. Doy gracias a Dios
cuando se abre sin mucho problema, el calor es lo primero que siento; cierro
los ojos, incluso parece que he gemido en voz alta. Después me doy cuenta
de que huele a comida, tal vez un buen caldo o gachas, no sé lo que es, pero
mi estómago hambriento gruñe por un poco de alimento. Hace días que el
poco dinero que conseguí al vender el anillo de boda que llevaba encima se
me acabó, así que no he podido comer gran cosa.
—¡Dios santo, muchacha! —exclama una voz de mujer con un fuerte
acento escocés. Suerte que he estudiado el idioma.
|Noto como alguien se acerca a mí, una mujer bajita pero robusta, su pelo
oscuro bañado por canas; cuando me toca, siento cómo pierdo el control
sobre mi cuerpo, cómo mis piernas fallan.
—¡Duncan, se desmaya! —grita la buena mujer. Pierdo la consciencia,
pero no sin antes darme cuenta de que alguien ha impedido que caiga al
suelo.
Cuando vuelvo en mí algo caliente me cubre, ya no siento la ropa mojada
pegada a mi cuerpo, pero de igual modo no puedo dejar de temblar. Aunque
sienta que las mismísimas llamas de infierno queman mi piel, noto el sudor
que escurre por mi rostro y cuello y mis ojos pesados, aun así, hago un
esfuerzo y los abro.
No reconozco nada de lo que me rodea, hasta que en mi campo de visión
aparece la buena mujer que me ayudó a no caer.
—Al fin despiertas, niña. —Pasa un paño sobre mi frente y gimo por el
placer que me produce el agua fría en mi piel ardiente—. Estás ardiendo en
fiebre, por un momento pensé que no ibas a lograrlo, pero ahora que estás
despierta sé con seguridad que saldrás de esta.
Cierro los ojos de nuevo, demasiado cansada como para hablar y rebatir
lo que dice, pues me siento más cercana a la muerte que a poder
recuperarme. Luego, de nuevo caigo en la inconsciencia donde vuelvo a
tener la misma pesadilla que me atormenta cada noche: Gabriel en brazos de
Diana, ambos riéndose de mí y, junto a ellos, toda la alta sociedad
señalándome mientras las burlas y las risas me persiguen.
Cuando vuelvo en mí otra vez ya no me abrasa el calor de la fiebre. Me
siento débil, pero mejor de lo que me he sentido en mucho tiempo. Me noto
hambrienta, miro a mi alrededor y me encuentro sola, aunque en la misma
habitación que la vez anterior, no estoy segura de cuánto tiempo ha
trascurrido.
Intento levantarme, pero me siento mareada, incluso con náuseas, desisto
y me vuelvo a recostar.
No pasa mucho tiempo cuando la puerta se abre dejando ver a mi
salvadora, que entra cargada con una bandeja repleta de comida por lo que
mi nariz me indica. Me relamo ansiosa, ella al verme despierta sonríe, no
puedo evitar imitar su gesto, esta mujer es la ternura y fortaleza
personificada.
—Tienes cara de estar muriéndote de hambre, y Dios es testigo de que
hace falta mucha comida para llenar ese cuerpo, eres un saco de huesos
—me riñe, abro los ojos sorprendida, pues hacía mucho tiempo que nadie se
preocupaba así por mí.
Devoro con gusto el caldo y el pan con mantequilla, está todo delicioso.
Después, Fiona, que así se llama la mujer, me ayuda a bañarme, cuando
acabamos me siento una persona de nuevo, siento que puedo con todo.
—¿De qué huyes, niña? —pregunta de repente, y ni siquiera se me pasa
por la cabeza mentirle, les debo tanto que no se merecen menos por mi parte
que la verdad.
—Me casé con el hombre con el que mi padre deseaba que me casara.
Para mí no fue un gran sacrificio, pues Gabriel es el hombre más apuesto
que he conocido, pero todas mis ilusiones fueron destruidas la misma noche
de bodas —cuento acongojada.
—¿Acaso te hizo daño? —cuestiona espantada.
—No —respondo con rapidez—. Fue gentil, dulce, no podía haber pedido
mejor primera vez para una mujer. Pero ni siquiera esperó a que su lado de
la cama se enfriara antes de correr a los brazos de su amante. No soy
estúpida, sabía que él no era virgen, que no me amaba, pero esperaba
respeto.
La observo, y sé lo que piensa, lo que pasa por su cabeza...
—Puede que sea una insensata por dejar la protección y los lujos que mi
marido puede proveerme, solo porque mi orgullo y dignidad fueron
pisoteados. Pero no quiero acabar como mi pobre madre, enloquecida de
dolor hasta que no vio otra salida más que quitarse la vida. —Intento que me
comprenda, solo quiero que no me juzguen más, estoy cansada de que la
gente comente lo que cree que soy. Nadie me conoce realmente, ni yo misma.
—No voy a juzgarte, niña. —Le agradezco—. No tienes dónde ir, ni nadie
que te proteja, puedes quedarte aquí y ayudarnos a mi esposo y a mí en la
taberna. Desde que mi hija murió estamos muy solos.
Le agradezco una y otra vez tanta amabilidad, después de todo soy una
completa extraña, una inglesa. No soy tonta, sé de la enemistad que hay
entre ingleses y escoceses. Siempre les estaré agradecida por darme un
hogar cuando no tenía absolutamente nada.

***

Recuerdo aquellos días en lo que todo me parecía perdido. Qué ilusa fui al
pensar que podría huir de mi pasado para siempre. El destino la tiene tomada
conmigo, de todas las posadas donde mi esposo podría buscar refugio, fue a
parar a donde yo vivía. Tal vez es la forma que tiene Dios de decirme que es
hora de ocupar el lugar que me corresponde por derecho, y de que mi hija
disfrute de otra clase de vida, una muy distinta a la que está acostumbrada.
Mis pensamientos se detienen cuando me doy cuenta de que Gabriel ha
vuelto a parar. Me asomo y veo que estamos frente a una pequeña posada y
que casi ha oscurecido. Me duele el cuerpo de estar todo el día metida en esta
pequeña carreta, y no sé cómo va a pasar la noche Rose con tantas siestas
como ha dormido.
—Ya casi ha anochecido, debemos pasar la noche a cobijo —informa mi
esposo más serio de lo normal, él mismo se encarga de los caballos.
—Puedo ayudarte —me ofrezco. Aunque lo deteste no puedo evitar querer
ayudarle.
—No hace falta, Beatriz, entra con Rose y ve pidiendo dos habitaciones y
algo para cenar. —Sigue sin mirarme y eso me hace enojar, así que no intento
llamar su atención de nuevo, pronto ha dejado de interpretar al esposo
devoto.
Con mi pequeña en brazos entro a la posada e inmediatamente soy
atendida, aunque puedo ver en los ojos de la posadera un deje de desprecio;
cree que soy una simple campesina por mi vestimenta y la de mi hija. Alzo el
mentón dispuesta a no dejarme intimidar por esta mujer.
Parece algo sorprendida cuando le pido dos habitaciones y cena para tres,
pero no dice nada. Al menos con su boca, porque sus ojos lo dicen todo sin
necesidad de palabras. Cuando al fin Gabriel hace acto de presencia ya estoy
con los nervios crispados. Me hallo sentada a la mesa frente a una cena
miserable, unas simples gachas que huelen fatal. ¿Qué se ha creído la maldita
mujer para ofrecerme algo tan asqueroso?
Mi esposo se sienta y nada más contempla lo que hay de cena frunce el
ceño, me mira pidiendo una explicación por mi parte.
—Parece que la posadera cree que somos míseras campesinas —digo en
voz alta, no me importa que me escuche, ya que desde que mi esposo entró
ella no ha apartado sus ojos de él.
—¿Cómo? —pregunta incrédulo—. ¡Sabina! —grita, la mujer acude de
inmediato como un perro a su amo.
Así que se conocen... ¿Cómo no?
Tal vez sea otra de sus amantes...
—Mi señor —saluda con muchísima educación y voz melosa.

—¿Crees que esta es una cena digna de los Condes de Oxford? —pregunta
mortalmente serio.
—Mi señor, yo no sabía... —La mujer está avergonzada y aterrorizada a
partes iguales.
—Ellas son mi esposa Beatriz y mi hija Rose —nos presenta sonriendo con
una frialdad que asusta—. Llévate de inmediato esta porquería y trae lo mejor
que tengas —ordena despidiéndola con un ademán de su mano.
—Enseguida, mi señor. —Recoge todo con una velocidad increíble y se
marcha casi corriendo a cumplir las órdenes dadas.
Se me ha quitado el apetito, ¿cómo se atreve a traerme hasta aquí para que
tenga que ver a una de sus muchas amantes?
—Te agradecería que, en el futuro, no me restregaras a tus fulanas por la
cara, Gabriel —susurro para que solo él me escuche, no quiero que mi hija
sea testigo de esta discusión.
Mi esposo alza una de sus perfectas cejas oscuras, le divierto, puedo verlos
en sus ojos.
—¿Celosa, esposa? —pregunta risueño, no le contesto—. Sabina no ha
sido nunca mi amante. Solo la conozco porque he venido por aquí estos
últimos meses que he estado a caballo entre Inglaterra y Escocia, nada más.
Cenamos en silencio, al fin la tal Sabina nos trajo un guiso que está
estupendo. Mi hija come con ganas todo lo que le ofrezco y juega con su
padre mientras les observo de reojo.
Pasado un rato, veo como Rose comienza a dormirse y la cojo en brazos,
eso es lo único que le hace falta para cerrar sus ojos y dormirse plácidamente.
—Mañana pasaremos la frontera y estaremos en nuestra patria —suspira
mi esposo, como si eso significara que un gran peso desaparece de sus
hombros.
—Tu patria, no la mía —respondo sin mirarle.
—Beatriz, aunque te empeñes en negarlo, eres y siempre serás inglesa —
insiste con un gruñido.
—Puede que naciera allí, pero nunca la sentí como mía —replico—. Mi
corazón pertenece a estas tierras y a esta gente, los cuales me acogieron
cuando no tenía nada. Por tanto, esposo, me considero más escocesa que
inglesa.
No vuelve a insistir, tal vez porque no es capaz de entender la lealtad que
puede unir a las personas a pesar de no compartir la misma sangre. No creo ni
que conozca el significado de tal sentimiento.
—¿Estás nerviosa por volver a reencontrarte con tu familia? —pregunta,
mientras bebe de su copa de vino.
—No tengo familiares ni amistades en Londres, Gabriel —corrijo con
rapidez—. Mi única familia son los McDowell, y Rose, por supuesto.
Deja de golpe su copa sobre la mesa y me observa con irritación. Me
complace poder sacarlo de sus casillas, sé lo que intenta, quiere llevarme a su
terreno, pero no lo va a conseguir con tanta facilidad.
—Me lo estás poniendo muy difícil, Beatriz. Tal vez si dejaras de
comportarte como una niña, esto podría funcionar —gruñe mirándome con
intensidad.
—¿Debo hacerte fácil el qué, esposo? —interrogo—. ¿Creías que todo
sería como antes? Lo siento, pero ya no soy aquella chiquilla que, en las
contadas ocasiones en las que te veía, intentaba agradarte. No me interesa en
absoluto hacerte la vida más agradable, esposo; es más, desde ahora te
advierto que voy a hacer de ella un infierno.
—¿Te has vuelto loca? —exclama incrédulo.
—Al contrario, Gabriel, estoy más cuerda que nunca; por eso te lo advierto
desde este momento, por si cambias de parecer. No hallaras la paz a mi lado,
así que, si deseas regresar y dejarme donde me encontraste, estaré encantada
por ello —digo con la pequeña esperanza de que mis palabras le hagan
reaccionar y me deje de nuevo con los McDowell.
Por el brillo que detecto en su mirada sé que es una esperanza vana, pero
no es hasta que escucho sus palabras, que las siento como una sentencia a
muerte.
—Siento desilusionarte, esposa, pero no me importa lo que puedas llegar a
hacer. Tanto tú como mi hija volveréis al lugar que os corresponde, seremos
la familia que siempre debimos ser.
Dicho eso se levanta y se marcha, dejándome con Rose dormida encima de
mí y más furiosa que nunca.
Me levanto y me dirijo a la habitación que comparto con mi hija, la acuesto
en la cama y me desvisto pensando en las palabras de Gabriel, en su fiera
mirada, y un escalofrío recorre mi cuerpo dejándome helada. Me cubro con
las mantas y me abrazo al pequeño cuerpo de Rose, cierro los ojos intentando
tranquilizar a mi corazón.
No sé en qué momento el cansancio me vence, pero no me despierto hasta
que Gabriel llama a mi puerta. Me levanto con celeridad y preparo a mi
pequeña, que se marcha con él mientras recojo todo y me visto.
En pocos minutos estoy lista, bajo las pocas escaleras que separan las
habitaciones del salón. No me sorprende ver cómo la tal Sabina está
prácticamente sobre mi marido, pero sí me deja impresionada su reacción.
—Creo que anoche fui muy claro, Sabina —sisea mientras la aleja de él—.
Respeta a mi esposa y a mi hija.
La mujer se marcha furiosa, pero no intenta siquiera replicar. Algo muy
dentro de mí se enciende, ¿y si ha cambiado? Dejo esos estúpidos
pensamientos y me encamino hacia Gabriel y Rose, quienes ríen mientras mi
esposo le da el desayuno a mi hija, como si hace unos minutos no hubiera
pasado nada.
—Buenos días —saludo mientras tomo asiento y comienzo a servirme el
desayuno. Gabriel me contesta sonriente y mi hija está feliz de verme como si
no lo hiciera desde hace horas. Es un amor tan puro e incondicional…
—Buenos días, esposa. ¿Has dormido bien? —pregunta solícito. Parece
que es sincero, no hallo en sus palabras un segundo significado, así que
intento relajarme, algo que no consigo del todo en su presencia.
—Sí, aunque no me diera cuenta, estaba cansada y no me costó mucho
conciliar el sueño —respondo—. Gracias. —Asiente complacido.
En poco tiempo acabamos y se levanta para pagar. Mientras, cojo a mi hija
en brazos y salgo de la posada, no creo que soporte ver cómo esa mujer
vuelve a arrastrarse ante Gabriel.
Hoy el día es soleado a pesar de que es temprano, pero el frío característico
de estas tierras nunca nos abandona. Las montañas, aún bañadas por la niebla,
ofrecen un espectáculo magnifico.
—Podemos emprender camino. —La voz de Gabriel, tan cercana a mí, me
sorprende y me giro de inmediato para poner distancia entre nosotros.
Veo que carga un saco y no puedo evitar preguntar.
—¿Qué es eso?
—Sabina ha tenido a bien abastecernos con un poco de comida para el
largo viaje que nos espera —explica mientras prepara los caballos. Siento
ganas de replicar, pero me guardo mi opinión.
Mientras Gabriel se encarga de todo, subo de nuevo con Rose en la carreta.
Pocos minutos después, esta comienza a moverse indicando que continuamos
nuestro viaje.
Capítulo VI
Lord Gabriel Hamilton. Camino hacia Inglaterra, 1500

La noche ha sido la más larga de mi vida; tener a mi esposa tras una puerta
y no poder ir a ella, ha sido una tortura. Escuchar el relato de cómo llegó casi
muerta a la puerta de los McDowell me ha dejado ver su fortaleza, y la
admiro por ello, no muchas mujeres han conseguido mi admiración.
Durante toda la noche le he dado vueltas a mi cabeza a diferentes ideas
para ganarme de nuevo su confianza, pero todas las he desechado porque
quiero más, lo necesito.
Cuando el alba despunta me obligo a levantar mi cuerpo, tenso y dolorido
por una noche de insomnio, pensamientos nada castos y frustración. Con
celeridad me lavo con agua fría y me visto, me dirijo hacia la alcoba de
Beatriz para despertarla. No tarda en contestarme y poco después me tiende a
mi hija para que ella pueda vestirse. Está hermosa, con su cabello rubio suelto
y su cara sonrojada por el sueño, o la vergüenza de que la vea en camisón.
Parece olvidar que conozco su cuerpo, aunque no tanto como quisiera, mis
recuerdos de nuestra noche juntos están confusos por mi estupidez.
Bajo con mi hija en brazos y me siento en una mesa cercana al fuego, hace
frío y no quiero que Rose enferme. Sabina no tarda en aparecer gustosa por
servirnos, no puedo olvidar el agravio que ayer sufrieron Beatriz y mi hija a
manos de esta mujer que, en las contadas ocasiones que he pasado noche
aquí, ha intentado compartir mi lecho. No lo ha conseguido, ayer fui sincero
con mi esposa.
No me esperaba que fuera capaz de nuevo de intentar sus artimañas
conmigo y mucho menos delante de mi pequeña. Eso me enfurece
sobremanera, y así se lo hago saber cuando pierdo la paciencia, sin
importarme que sea una mujer. Si ella misma no es capaz de respetarse, no
seré yo quien lo haga.
—Quítate de encima, Sabina —ordeno mientras la aparto de mi regazo—.
Respeta a mi hija y a mi esposa.
Algo debe ver en mi mirada, tal vez mi férrea decisión de no acostarme con
ella, y desaparece furiosa, dejando ver su verdadero rostro. Anoche se
comportó sumisa ante mi esposa, pero ahora ya no debe fingir, conozco a las
de su calaña.
Intento relajarme y disfrutar de mi pequeña, comienzo a darle de comer y
disfruto del momento. Poco después mi esposa nos deleita con su presencia,
aunque no lleve un vestido propio de su posición, algo que pienso solucionar
nada más lleguemos a Londres. Está hermosa, el color verde de su modesta
vestimenta resalta sus ojos y su cabello rubio, hoy sujeto con una trenza que
le llega casi hasta sus caderas.
«¿Qué se sentirá al tocarlo?»
Niego con la cabeza mientras me intereso por su descanso. Ella parece que
está sopesando si soy sincero o tengo segundas intenciones, al parecer decide
confiar en mí y me contesta con mucha educación y más relajada que de
costumbre.
Acabamos de desayunar en silencio, me levanto dispuesto para pagar y
marcharnos. Beatriz se adelanta con Rose y suspiro aliviado, pues no estoy
seguro de si Sabina se habrá dado por vencida al fin, así le ahorro un mal
momento a mi mujer y tener que retorcerle el pescuezo a otra. Porque sí, por
defender a Beatriz, ahora, en este momento de mi vida, soy capaz de
cualquier cosa. Se lo debo, le debo mucho por estos años de soledad donde ha
sabido criar a mi hija, se lo debo por la poca lealtad que le mostré en el
pasado.
Gracias a Dios parece que ha comprendido que nunca obtendrá nada de mí,
y me sorprende más aún cuando me entrega un saco con comida para el viaje;
se lo agradezco y me marcho para siempre de este lugar.
Comienzo a preparar los caballos. Beatriz sube sin más a la carreta junto
con mi pequeña y sin perder más tiempo emprendo la marcha, hace frío y me
alegro de haber conseguido esta pequeña carreta que las resguarde.
Pocas millas nos separan de Inglaterra, una vez cruzada la frontera, calculo
que en dos o tres días podríamos llegar a Oxfordshire, a mi mansión en el
campo. Allí espero descansar y poder avanzar en nuestra relación antes de
volver a Londres y enfrentarnos contra todos los que allí nos esperan.
Aunque fui astuto, nadie sabe que Beatriz está conmigo, solo Eric y él
nunca me traicionaría. Sé que el primer paso al llegar a Londres será ir al
encuentro de Diana y explicarle que no podemos continuar nuestra aventura,
no se lo tomará bien, pero seré generoso con ella como lo he sido siempre.
Después el padre de Beatriz, ese miserable que nunca movió un dedo por
buscar a su hija. Y ahora entiendo el motivo, nunca la quiso, solo fue el
medio para un fin.
Hoy me gustaría detenerme menos, si fuéramos solos Beatriz y yo este
viaje sería más rápido, pero con mi pequeña Rose, temo que si sigo un ritmo
más veloz podría enfermar, y eso me aterroriza.
Las horas avanzan, las millas menguan en completo silencio, es como si
viajara solo, pues en ningún momento he escuchado un llanto o queja de mi
pequeño ángel. Sonrío como un estúpido, pues ningún hombre podría
merecer el honor de tener a Rose como hija, mucho menos alguien como yo.
Casi cae la noche cuando puedo anunciar a mi pequeña familia que
estamos en suelo inglés. No estaremos seguros hasta llegar a mis tierras, pero
al menos ya no me encuentro en un país donde me consideran enemigo solo
por ser inglés.
No quisiera detenerme, pues estamos muy lejos de la próxima posada, lo
que significa que tendremos que dormir a la intemperie, algo peligroso
teniendo en cuenta que no estoy solo. Si lo estuviera no me importaría, puedo
enfrentarme a ladrones, pero no quisiera poner en peligro a Beatriz y Rose.
Por desgracia, debo hacerlo, pasaré la noche en vela, protegiéndolas, y con
las primeras luces del alba seguiremos nuestro viaje. Con suerte la última
noche antes de llegar a mis tierras la pasaremos en una posada.
Mi esposa no tarda en aparecer al darse cuenta de que al fin nos hemos
detenido. La veo cansada, ojerosa, y me siento como el peor de los patanes
por hacerles pasar por este terrible viaje. A pesar de que he intentado que
estén lo más cómodas y descansadas posibles, sé que no es fácil.
—Lo siento —me disculpo—. Hoy no podremos dormir en ninguna
posada. La más próxima está a millas de distancia y ya está oscureciendo,
pero no tenéis nada que temer, haré guardia durante toda la noche.
—Eso no me preocupa —contesta con aparente tranquilidad—. ¿Cuánto
falta para llegar a nuestro destino? Rose es muy pequeña y, aunque es una
niña tranquila, el viaje le está afectando.
—Llegaremos a Oxfordshire pasado mañana —informo.
—¿Oxfordshire? —pregunta extrañada—. Creía que íbamos a Londres.
—Creo que es mejor que pasemos un tiempo en la campiña, descansemos y
Rose se habitúe a su nueva vida, a mí. —Doy las razones por las que creo que
mi decisión es la más acertada, rezando para que Beatriz no vea segundas
intenciones en ello—. ¿Prefieres ir a Londres?
—¡No! —exclama en voz demasiado alta, tarde se da cuenta de su pérdida
de control—. Prefiero ir a Oxfordshire, es un lugar más adecuado para Rose.
Sabes de sobra lo que opino sobre tu querido Londres, es una ciudad repleta
de alimañas y todos los vicios posibles. Para ti es como estar en la gloria,
pero para mí es el infierno en la Tierra.
—Sabes que no podéis vivir escondidas del mundo, Rose crecerá, tendrá su
debut en la alta sociedad... —guardo silencio al ver cómo mi esposa palidece
aún más, si eso es posible.
—Si pudiera lo haría —sentencia firme—, pero soy realista. Sé que Rose
debe debutar como en su día lo hice yo, pero tengo una súplica que hacerte.
—¿De qué se trata, Beatriz? Me estás asustando —inquiero con
impaciencia.
—Deja que sea ella quien escoja a su marido, no la obligues a tener que
soportar lo que nosotros soportamos. —Se acerca a mí, algo muy extraño,
pues ella intenta mantener las distancias—. Te ruego que dejes que sea ella
quien escoja a quién amar, quiero para ella lo que no tuve y lo que nunca
tendré.
Sus palabras son como un puñal en mi corazón, su súplica me llega directa
al alma, veo en sus ojos el dolor y el miedo por Rose. ¿Cuánto daño le
hicimos?
—Beatriz... —Quiero decirle tantas cosas… Quiero aliviar el sufrimiento
que refleja su hermoso rostro, pero no me lo permite, coge mi mano con
fuerza y vuelve a suplicar.
—Por favor, Gabriel, si la amas, deja que sea ella quien decida con quién
quiere pasar el resto de sus días, que sea ella quien decida a quién amar. No
la condenes a una vida sin amor.
Guardo silencio, no porque esté en contra de lo que me pide, en ningún
momento se me pasaría por la cabeza obligar a mi hija a casarse con alguien a
quien no pueda amar, mi silencio es por otros motivos. Me quedo callado
porque no sé cómo hacerle entender que ella es una hermosa mujer que se
merece todo el amor del mundo. Pero ¿cómo decirle algo así cuando en el
pasado no supe apreciarla?
—Te lo prometo, Rose tendrá completa libertad para elegir el hombre que
será su esposo. —Es un juramento que tengo muy claro que cumpliré, la
tradición de casarnos sin amor morirá con nosotros.
—Gracias —susurra con lágrimas en sus preciosos ojos. Ahora, parece más
tranquila y necesito dejar de ver ese dolor en ella, me está matando.
—Vamos a encender un buen fuego y a comer algo —digo, mientras me
encamino a buscar leña con la que hacer una buena hoguera.
Mientras tanto Bea coge a Rose y juegan un poco en los alrededores, sin
alejarse demasiado, pues el Sol está a punto de ocultarse tras las montañas.
En poco tiempo el fuego prende y nos permite calentarnos, cojo el saco que
Sabrina me dio y me sorprende ver que hay carne, pan, queso y miel. Asamos
la carne mientras Rose come pan con miel y un poco de queso. Al terminar
viene corriendo hacia mí para jugar sobre mis rodillas, mientras Beatriz
termina de cocinar la carne que huele deliciosa. No he comido en todo el día
y estoy muerto de hambre.
Cuando nuestra cena está lista y me dispongo a comer, me doy cuenta de
que Rose se ha dormido encima de mí. Tendemos una de las mantas entre
ambos junto al fuego y la observo embelesado, por su hermosura, por su
bondad, parece un ángel.
—Es preciosa. —No puedo evitar suspirar, agradecido con la vida y con
Beatriz por este regalo maravilloso—. ¿Fue difícil? —Mi esposa me mira
interrogante—. Me refiero a saber que estabas encinta, el parto, los primeros
meses...
—Muy difícil, pero no estaba sola, los McDowell estaban conmigo —
responde mientas come pequeños bocados de su trozo de carne.
—Cuéntame. —Le pido con la esperanza de que se sincere, de que me deje
llegar de nuevo a ella.
—¿Por qué? —pregunta con desconfianza.
—Porque no estuve en los momentos que más me necesitaste, porque me
perdí el nacimiento y los primeros años de mi hija, es algo que no podré
recuperar. —Si busco que ella se sincere, yo debo hacer lo mismo.
—Como ya te dije, cuando llegué al hogar de Duncan y Fiona McDowell
estaba enferma. Ellos me cuidaron y me dieron un techo y comida a cambio
de mi ayuda en la posada.
Asiento, pues esa parte de la historia ya la conozco, y la animo a que
continúe.
—Pasaban las semanas y el cansancio y las náuseas no desaparecían.
Comenzaba a pensar que tenía alguna enfermedad y que me estaba muriendo,
hasta que un día Fiona me preguntó si cabía la posibilidad de que estuviera
encinta. En un principio me negué a creer que fuera posible, solo fue una
noche, Gabriel, pero esa noche obramos un milagro de toda esa locura que
fue nuestro matrimonio.
—Es cierto, cada vez que la miro sé que los milagros existen. —Sonrío
mirando a mi hija una vez más.
—Cierto, ella es hermosa. ¿Quién lo hubiera dicho? Que algo tan hermoso
podría nacer de una unión nefasta como la nuestra.
Estoy dispuesto a replicar, pues, aunque no empezamos con buen pie, estoy
más que dispuesto a que eso cambie en un futuro próximo.
—No intentes negarlo —interrumpe mi inminente réplica—. Como te iba
diciendo, cuando al fin no me quedaron dudas de que estaba encinta me sentí
la mujer más feliz del mundo. Al fin tendría a alguien que me querría sin
condiciones, un amor puro y sincero, es lo que más añoraba desde que mi
madre murió. Los meses pasaron rápido, en todo momento me sentí apoyada
por los McDowell, y cuando Rose nació, aquella noche, fue la mejor de toda
mi vida. Desde ese momento ella ha sido mi razón de vivir, mi fortaleza.
—Puedo entender ese sentimiento pues, a pesar de que no sabía de su
existencia hasta hace poco, una vez supe que tenía una hija, algo cambió
dentro de mí. Ella es la razón por la que deseo ser mejor de lo que he sido
hasta ahora.
Asiente sonriente, aunque la oscuridad que siempre ensombrece sus ojos
sigue ahí.
—Los primeros meses con Rose fueron muy duros, tuve un parto bastante
complicado, perdí demasiada sangre y por un momento creí que moriría. —
Sigue relatándome cómo fueron esos años en los que hemos estado separados
—. Si eso hubiera sucedido, Duncan habría llevado a Rose hasta ti, así se lo
hice jurar en el momento en que pensé que mi vida había llegado a su fin.
Saber que Beatriz estuvo a punto de morir al dar a luz a mi hija, y que no
estuve en esos momentos a su lado, es algo más que pesará sobre mi
conciencia toda mi vida, otro pecado más para el pecador.
—Pero no morí, me aferré a la vida por ella. —La mira mientras acaricia su
pelo, sigue dormida—. Muy en el fondo no quería dejarla contigo, una forma
de castigarte, supongo.
—Me alegro de que lo hicieras —respondo con sinceridad, aliviado de que
ella aún siga viva—. Nunca deseé tu muerte, Beatriz.
—No, supongo que no —dice mirando ahora a lo lejos—. Pero no te
importaba si vivía o moría, no era lo suficientemente importante para ti.
—No digas eso —gimo como si me hubiera apuñalado—. ¿Cómo puedo
hacerte entender? No encuentro las palabras para explicarte lo complicado
que era todo cuando nos casamos...
—Déjalo, Gabriel. —Se levanta y la imito, no quiero dejar esta
conversación de este modo—. Estoy cansada, y supongo que mañana querrás
emprender marcha temprano.
Coge a Rose sin que esta se inmute, y ambas desaparecen en la carreta.
Cierro los ojos y froto mi frente, siento un dolor intenso en las sienes, sé que
es el cansancio y la presión.
Avivo el fuego y me siento frente a la entrada de la carreta, de modo que
nadie pueda dañar a las dos mujeres que custodio. Queda una larga noche por
delante, y a pesar de que estoy cansado, no pienso dormir, no podría soportar
que algo les ocurriera por mi culpa.
Las horas trascurren lentas, donde revivo una y otra vez la primera ocasión
en que vi a Beatriz.

***

Me encuentro en el amplio despacho de mi padre, pocas veces he sido


llamado aquí, y ninguna de esas ocasiones ha sido buenas. Mi progenitor me
mira imponente tras su gran escritorio de roble, sus fríos ojos no reflejan
nada, están vacíos de todo.
—Ya va siendo hora de que cumplas con tu deber, Gabriel —dice con voz
potente, esa que de pequeño me aterraba escuchar—. Sabes desde hace años
que estás comprometido con Lady Beatriz Eastwood.
—Padre, apenas conozco a la muchacha, desearía que me permitierais
casarme con Lady Diana Prescott —confieso, armándome de valor.
El silencio que reina entre las cuatro paredes llega a asfixiarme, hasta que
mi padre lo rompe estallando en carcajadas.
—¿De verdad creerías que permitiría que mi hijo y heredero se desposara
con una cortesana? —inquiere aún con un deje de risa.
—Es la mujer que amo, padre —espeto furioso, no solo por sus burlas
hacia mí, sino por los insultos hacia Diana.
—¿Amor? —gruñe—. Eres tan estúpido como lo fue tu pobre madre. No
te deshagas de ella si tanto la deseas, pero te casarás con Lady Beatriz, ella
sí es una dama.
La discusión se alargó durante horas, pero no conseguí nada, esa misma
noche se anunciaría mi compromiso con Lady Beatriz Eastwood. Y fue allí,
en el baile de los Honore, cuando tuve cara a cara a mi futura esposa. No
era una gran belleza, era tímida y sumisa. Nada en ella llamaba mi atención,
era tan distinta a Diana...
Al fin nuestros padres anunciaron nuestro compromiso y la muchacha a mi
lado no parecía molesta, incluso parecía… ¿feliz? Era una completa locura.
En pocas horas mi vida había cambiado por completo y me vi inmerso en mi
peor pesadilla.

***

No sé cómo pude ser tan idiota, fui un cobarde, y ahora, tres años después,
lo estoy pagando.
Al fin veo los primeros rayos del Sol despuntar tras las altas montañas. Me
duele todo el cuerpo, me siento entumecido y me encantaría darme un baño
con agua caliente, pero para eso aún falta un poco.
Apago los rescoldos del fuego y preparo los caballos. Un ruido me
sobresalta, me giro pensando que será mi esposa, pero se trata de dos
hombres de aspecto andrajoso, que se acercan a la carreta con una mirada
enloquecida.
—¡Alto! —grito empuñando mi espada, gracias a Dios que nunca me
separo de ella.
Los hombres se detienen y sonríen entre sí, me preparo para combatir
contra ellos...
Los dos atacan a la vez, ¡malditos tramposos!
—¡Gabriel! —escucho que grita Beatriz—. ¿Qué ocurre?
—¡Métete dentro! —ordeno mientras peleo contra mis atacantes—. No
salgas pase lo que pase.
Clavo mi espada en el estómago de uno de ellos, su acompañante brama
enfurecido y me ataca de nuevo hiriéndome en el hombro, no puedo evitar
gemir ante el ardor.
—¡Gabriel, no! —Vuelvo a escuchar a mi esposa gritar horrorizada, por
desgracia no puedo ocuparme de tranquilizarla.
Mi herida me impide mover con fuerza el brazo izquierdo. Por primera
vez, me asusta no poder defender a mi familia.
Capítulo VII
Lady Beatriz. Camino hacia Inglaterra, 1500

No he podido dormir casi nada en toda la noche a pesar de estar agotada.


La conversación que mantuve con Gabriel frente al fuego, donde le resumí lo
que había sido mi vida desde que me marché de su lado, ha reabierto las
viejas heridas que creía cerradas.
Nada es comparable a lo que viví, al miedo, al dolor, el sufrimiento, la
soledad, el llanto por las noches cuando sentía que no iba a ser capaz. Pero
gracias a Dios eso cambió cuando sostuve por primera vez a Rose entre mis
brazos, por ella dejé todo el dolor atrás y comencé una nueva vida para
ambas.
No fue fácil, pero el odio que sentí por Gabriel me ayudo a salir hacia
delante y, a pesar de que no le he perdonado, al estar con él día tras día, me
doy cuenta de que me está costando seguir odiándolo, pues es muy distinto
del hombre que recordaba, al menos al que creí conocer. Si cierro los ojos,
aún puedo verlo tal y como la primera vez que lo tuve frente a mí, la noche
que nuestros padres anunciaron nuestro compromiso.
Para mí no fue una sorpresa, desde muy jovencita supe que mi destino era
casarme con él, casi fui educada para ser su esposa. Acabé amándole, mejor
dicho, amando un sueño, en realidad no conocía a Gabriel Hamilton y,
cuando aquella noche de hace más de tres años lo tuve frente a mí, creí que
mis mejores sueños se hacían realidad. Mi príncipe azul llegaba para
salvarme, para apartarme de mi padre y llevarme lejos, donde nunca más
pudiera dañarme.
Me equivoqué. Esa misma noche pude comprender que para mi futuro
esposo era una carga. Me miró con una indiferencia que fue más dolorosa que
el desprecio de mi progenitor. Lo que acabó de matar mis ilusiones fue el ver
como observaba a una mujer mayor que yo, con un pelo rojizo y un hermoso
rostro. Era voluptuosa y supe de inmediato que era la amante del que iba a ser
mi esposo.
Esa noche lloré como una niña, no quería vivir la vida que vivió mi amada
madre. Así que, a la mañana siguiente, le dije a mi padre que no pensaba
casarme con el conde de Oxford. Esa fue la última paliza que me dio.
Un mes más tarde, contraje matrimonio con Gabriel. A pesar de que mis
ilusiones estaban destrozadas, mi padre me aseguró que mi esposo había
dejado a su ramera. Fui una necia, una estúpida, pero muy en el fondo,
necesita creer esa mentira para poder soportar la realidad.
La boda fue hermosa, toda la alta sociedad londinense estaba allí, y por
unas cuantas horas me permití soñar despierta; a pesar de que mi esposo
apenas me miraba y me había dirigido solo un par de palabras. Pero la noche
de bodas llegó y no pude seguir viviendo una mentira.

***

El gran momento ha llegado, estoy nerviosa y aterrada al mismo tiempo.


Mis doncellas me han bañado, perfumado, peinado el cabello hasta dejarlo
brillante y sedoso, y vestido con un fino camisón.
Y aquí me hallo, sentada en el lecho, con las sábanas cubriéndome hasta
la cintura y mirando impaciente hacia la puerta esperando que esta se abra y
entre mi esposo. Hace rato que espero y los nervios me están volviendo loca,
¿por qué tarda tanto?
Al fin la puerta se abre dejándome ver a un Gabriel bastante ebrio. Algo
en mí se desmorona, ¿se supone que debo perder mi virginidad con un
marido que está ebrio?
—¿Milord, estáis bien? —pregunto como una estúpida, pues no sé cómo
debo dirigirme a él.
—Dejad el formulismo, mi señora, ahora somos marido y mujer —dice
mientras se aproxima al lecho y se deja caer, para comenzar a quitarse las
botas.
—Todavía no —susurro. Me arrepiento enseguida por mis palabras,
cierro los ojos esperando su reacción.
—¡Cierto! —exclama riéndose como un tonto—. Es nuestra noche de
bodas, mi virginal mujercita me espera ansiosa.
Me sonrojo por sus burlas, sin embargo, él no parece avergonzado por
desvestirse frente a mí. Y desnudo, como su madre lo trajo al mundo, se
dirige hacia la tina llena de agua que hace rato ha debido enfriarse.
—¡Está helada! —exclama. Se sumerge y vuelve a salir con velocidad, se
enjabona y sale al fin de la tina. Ha sido el baño más corto que haya
presenciado, no sé si reírme o llorar.
No se molesta en cubrirse y no puedo evitar apartar la mirada
avergonzada. Nunca he visto el cuerpo de un hombre desnudo. Siento como
sube a la cama, huelo su aroma a limpio, pero aún puedo percibir el olor a
alcohol.
—No debes avergonzarte, Beatriz —dice, mientras acaricia mi rostro y lo
gira hacia él. No aparto los ojos de los suyos, no quiero mirar la parte baja
de su cuerpo.
—Lo siento, no tengo experiencia. Yo... —susurro aún más avergonzada,
¿y si lo decepciono?
—No debes pedirme perdón por ser virgen, para mí es un honor que me
has otorgado, uno que no merezco. —Ambos nos observamos, veo que algo
cambia en el semblante de mi esposo antes de que me bese por primera vez.
No sé muy bien cómo corresponder, pero me dejo guiar. Siento como poco
a poco va bajando los tirantes de mi fino camisón. Me avergüenza pensar
que pueda no gustarle mi cuerpo, soy muy distinta a la mujer que compartía
su lecho, apenas tengo pechos, mis caderas son estrechas, mis piernas largas
y delgadas.
Cierro con fuerza los ojos cuando siento que se tumba sobre mí. Noto algo
duro entre sus piernas y, al rozar mi zona más sensible, no puedo evitar
gemir, siento calor.
Me tenso cuando siento cómo sus dedos tocan un punto sensible de mi
cuerpo, uno que nunca nadie había rozado.
—Tranquila, no voy a hacerte daño, debes relajarte —susurra con voz
ronca—. Debo prepararte para que mi invasión, no te cause más dolor del
necesario.
Gimo por el placer que siento, y por el terror que me embarga.
—Confía en mí —ordena con ternura, y al fin me dejo llevar por sus
expertas manos.
Me siento volar, muevo mis caderas buscando el contacto con sus dedos,
gimo en protesta cuando se detiene, pero el vacío que me dejan sus dedos es
llenado por algo más grande y grueso, contengo la respiración.
—Mírame, Beatriz. —Obedezco, y en el mismo instante en que mis ojos
conectan con los suyos, siento como entra en mí con firmeza. Siseo ante el
ardor, pero no siento dolor alguno.
Y todo queda olvidado con rapidez cuando comienza a moverse en mi
interior, llenando el vacío que ni siquiera sabía que existía.
El dolor desaparece tan rápido como ha llegado, ahora mis gemidos son
debido al placer que me provoca mi marido cada vez que me penetra. Algo
que no sé muy bien qué es lo que es, se concentra en mi bajo vientre, me
retuerzo buscando una liberación a todo lo que estoy sintiendo. Sollozo
cuando todo estalla, el placer me ciega y no puedo evitar gritar el nombre de
mi esposo.
Mi liberación provoca que Gabriel se mueva más rápido y más fuerte y
poco después gruña mi nombre un par de veces, mientras culmina en mi
interior. Siento frío cuando se aparta de mí. Sin decirme una palabra y sin
dirigirme la mirada se viste con rapidez. Me cubro con vergüenza mi cuerpo,
espero impaciente que hable, que me diga alguna palabra tierna, solo quiero
que me abrace.
—Gabriel —lo llamo en un susurro, sigue sin mirarme mientras se calza
sus botas—. ¿Acaso hice algo mal? —pregunto angustiada ante esa
posibilidad.
—No hiciste nada mal —responde, mirándome por primera vez. Jadeo al
ver la mirada tan helada con la que lo hace, tan distinta a la que hace unos
minutos poseían sus ojos al estar dentro de mí—. Debo marcharme.
Acto seguido sale por la puerta dejándome sola la noche de bodas. Hace
menos de doce horas que juramos ante Dios nuestro señor, y Gabriel ha
tardado menos de un día en abandonarme a mi suerte.
Me levanto tambaleante, observo la mancha de sangre que cubre la
sábana blanca bajo mi cuerpo, miro entre mis muslos y también los
encuentro manchados. No me importa que el agua de la tina esté congelada,
me sumerjo en ella, deseo borrar el roce del cuerpo de Gabriel, su aroma,
sus caricias. En estos instantes me siento sucia, utilizada, rechazada.
Lloro en silencio mientras acabo de lavarme y salgo para volver a vestir
mi fino camisón, me cubro con la bata y decido salir de esta alcoba, entre
estas cuatro paredes siento que me ahogo.
Baja las escaleras y no sé muy bien hacia dónde me dirijo, ya que mi
esposo no ha tenido a bien siquiera enseñarme su hogar. Veo una gran
puerta entornada iluminada, así que por el alboroto que escucho doy por
sentado que es la cocina y que los criados, a pesar de la hora, aún siguen
trabajando. Me dispongo a entrar, cuando escucho algo que me petrifica.
—Lord Oxford ni siquiera ha respetado su noche de bodas, hace un rato lo
vi salir como alma que lleva el diablo con su caballo, y puedo asegurar que
iba a refugiarse a los brazos de Lady Diana.
—¡Eso es una completa vergüenza! —escucho una voz de mujer, parece
mayor—. Si Lady Sophie viviera le daría un escarmiento a ese jovencito.
Me cubro la boca para que nadie escuche mis sollozos, la vergüenza que
siento ahora mismo me está ahogando. Corro hacia la habitación y me
encierro de nuevo. Me acuesto en la cama, no sin antes arrancar las sábanas
para que desaparezca el olor de Gabriel. ¿Cómo ha podido hacerme esto?
Mi padre me había jurado que ya no tenía ninguna amante. Ambos me han
mentido, no solo eso, mi esposo está en estos momentos compartiendo cama
con su ramera. ¡La misma noche de bodas! ¿Qué es lo que hecho mal? ¿No
soy lo suficiente mujer para retener a mi esposo? Si ni siquiera ha podido
respetar nuestra noche de bodas, ¿qué me espera durante los años
venideros?
Sin poderlo evitar los recuerdos de las continuas discusiones de mis
padres, cómo yo desde las escaleras observaba sus gritos y reproches, la
indiferencia de mi padre para con mi amada madre, sus llantos… Y
finalmente su muerte.
No voy a acabar como ella, no voy a permitir que Gabriel destroce mi
vida.

***

Ese fue el motivo principal por el que tomé la decisión de huir. No era solo
por mi orgullo herido, era el pánico a acabar como lo hizo mi madre lo que
me impulsó a marcharme como una ladrona en mitad de la noche. Ni siquiera
pensé en los peligros a los que me podría enfrentar. Fui impulsiva y muy
estúpida, pero apenas era una niña, una que había visto y soportado
demasiadas cosas a manos de un padre violento que jamás fue capaz de
demostrar amor.
Aún acostada, escuchando la respiración tranquila de mi pequeña, me hago
la misma pregunta que llevo años repitiéndome a mí misma. ¿Qué hubiera
ocurrido si le hubiera plantado cara a Gabriel? A mi mente siempre acuden
dos opciones; o bien se hubiera reído de mí, incluso golpeado como hacia mi
padre, y me habría dejado muy claro que Lady Diana iba a ser una constante
en su vida; o tal vez, solo tal vez, nos hubiera dado una oportunidad.
Pero muy en el fondo de mi corazón, sé cuál es la respuesta. Diana no
hubiera desaparecido. Incluso ahora, que tengo la palabra de mi esposo de
que esa mujer saldrá de nuestras vidas, es un fantasma constante entre
nosotros. Vivo llena de miedos y dudas, temo no ser capaz de perdonarlo
nunca, de odiarlo o amarlo demasiado, de perderme a mí misma. Me
aterroriza que Rose deba vivir lo que padecí desde que tengo uso de razón.
Pero lo que de verdad me aterra es volver a entregarme a él. Dejar de
nuevo que mi corazón le pertenezca, para descubrir que todo ha sido de
nuevo una farsa; que solamente soy una obligación más para mi esposo. No
podría soportar pasar por lo mismo de nuevo.
Escucho como Gabriel se levanta y comienza a organizar todo, pero aún no
tengo el valor para enfrentarlo, me siento demasiado vulnerable. Ante él
siempre debo mostrarme fuerte y, en estos momentos, recordar la noche que
pasé entre sus brazos me ha dejado los sentimientos a flor de piel.
Intento alejar todos los pensamientos negativos, todos los recuerdos, y
mientras tanto comienzo a vestirme; no puedo esconderme eternamente y
debemos partir. Deseo llegar a nuestro destino lo antes posible, el viaje está
siendo agotador para Rose, a pesar de que es un angelito que no se ha
quejado en ningún momento. Me siento tan orgullosa de ella, es hermosa,
cariñosa y risueña, y sé que también es muy inteligente. Cada vez que me
imagino a mi preciosa hija ya adulta, la imagino fuerte, hermosa, feliz...
Escucho a Gabriel ordenar a alguien que se detenga, frunzo el ceño sin
saber con quién está hablando. No tardo en escuchar el sonido del acero,
¿espadas?
Me asomo aterrada para ver a mi esposo combatiendo con dos hombres de
aspecto sucio; vagabundos, ladrones de caminos.
—¡Gabriel! —No puedo evitar gritar por el miedo que siento en estos
momentos por él, lucha solo ante dos hombres.
Me ordena que vuelva dentro y estoy dispuesta a obedecerle. Rose se ha
despertado llorando ante el alboroto y percibe el miedo en mí, por eso está
tan aterrada.
Gabriel mata a uno de los ladrones, pero el que aún queda con vida le hiere
en el brazo. Eso hace que decida desobedecer las órdenes de mi esposo y baje
de la carreta, no sin antes rogarle a mi pequeña que se mantenga dentro sin
hacer ruido.
Cierro la manta que nos protege del frío, rezando a Dios que sea suficiente
para mantener a mi hija oculta y a salvo. Veo que mi esposo está perdiendo
bastante sangre y ha perdido la movilidad de su brazo izquierdo.
El bastardo va a matar a Gabriel, eso me enfurece y me hace sacar fuerzas
de donde no las tengo para coger un tronco que ha quedado casi intacto, al
lado de la hoguera. Es grueso y pesa, pero no me importa. Me acerco en
silencio a ellos, mi marido al verme me lanza una mirada de pánico e ira al
mismo tiempo, pero no pienso permitir que lo maten.
El ladrón asesta otro golpe a Gabriel haciendo que caiga al suelo. Contengo
un grito de terror, el atacante está tan inmerso en la lucha y en su victoria que
no se da cuenta de que estoy detrás de él. Alzo el tronco sobre mi cabeza y
con un grito desgarrador, le asesto un golpe en la suya. Su espada, alzada
para asestar el golpe mortal a mi marido, queda suspendida en el aire, todo
parece detenerse.
Cuando estoy convencida de que el hombre va a caer desplomado, se gira
con rapidez y me golpea con tal fuerza que me lanza al suelo varios metros
lejos de ellos. Escucho a Gabriel gritar mi nombre, a mi hija llorar sin
consuelo, veo borroso, me cuesta hasta respirar con normalidad.
Al fin consigo normalizar mi visión, para ver cómo mi esposo acaba con la
vida del miserable que ha intentado matarnos para robarnos unas míseras
monedas de oro.
—Beatriz —me llama, mientras llega a mi lado y me levanta del suelo. Me
observa, toca mi cuerpo para ver si tengo huesos rotos, me dejo hacer,
necesita convencerse de que estoy bien.
Dolorida y aterrada, pero bien.
—¿Por qué demonios has hecho eso? —gruñe mientras me zarandea
furioso—. Te ordené que te mantuvieras a salvo junto a Rose.
—¡No podía dejar que te mataran! —exclamo de vuelta, intentando
soltarme de su agarre—. ¡Te he salvado la vida, miserable patán!—grito
enfurecida, ni siquiera es capaz de agradecérmelo.
—¡Podían haberte matado, estúpida! —grita de vuelta. Ya no me zarandea,
pero no me suelta, y comienzo a sentir algo muy diferente al miedo que me
embargaba hace unos instantes. Necesito alejarme de él, de su cuerpo.
—Si lo hubieran hecho, tú serías libre. Solo tendrías una hija de la que
ocuparte y mientras tanto podrías seguir tu vida junto a tu adorada Diana —
espeto con los dientes apretados, haciendo el intento de huir de lo que me
provoca de nuevo—. Eso lo solucionaría todo, ¿verdad, Gabriel?
—Nunca sabes cuándo mantener la boca cerrada, ¿verdad? —sisea,
mirando mis labios con furia y algo más que me hace estremecer.
—Vete al infierno —escupo empujando con mis manos su pecho,
intentando sin éxito liberarme de una vez por todas—. ¡Te odio! —grito
histérica.
—He estado allí más tiempo del que puedo recordar, Beatriz —espeta, y
sin más, sin esperármelo, me besa.
¡Mi esposo me está besando!
Me besa con rabia, muerde mi labio inferior, gimo por el dolor y por algo
más que no sé descifrar. Lucho contra él, no quiero que me toque, este no era
el trato que teníamos.
Cuando comienza a suavizar su ataque no puedo evitar gemir, dejarme
vencer por lo que me provoca, y dejo caer todo mi peso contra su cuerpo, me
sujeta con firmeza contra él.
No sé cuánto tiempo trascurre, pro es el llamado de mi hija lo que me saca
del trance en el que me encuentro.
—¡Mami! —Ambos nos separamos con la respiración entrecortada.
Gabriel me observa como si jamás me hubiera visto, no me detengo a meditar
sobre lo que acaba de ocurrir, me aparto y corro hacia la carreta.
Cojo en brazos a mi pequeña que está aterrorizada. Intento tranquilizarla,
culpándome y culpando a Gabriel por haberme besado, haciendo que olvidara
todo a mi alrededor. Me siento la peor madre del mundo, olvidarme de que
mi propia hija estaba sola y asustada. Lloro de vergüenza e impotencia, me
juré cuando decidí regresar a Londres que mi esposo no obtendría nada de
mí, y a la primera oportunidad, respondo ante él como una ramera.
En este instante le odio, pero me odio más a mí misma.
—¿Rose está bien? —pregunta, asomándose por la apertura.
—Sí —respondo con acritud.
—Debemos continuar el viaje —informa, asiento sin mirarle—. Voy a
lavar mi herida y partimos.
Se marcha, dejándome sola de nuevo con nuestra hija. La pobre se duerme
de nuevo entre mis brazos. El llanto y el terror la han dejado agotada de
nuevo, mejor así. Me siento tentada a ayudar a Gabriel a curar su herida, pero
no creo ser capaz de estar a su lado en estos momentos. Solo quiero
quedarme con Rose, oliendo su aroma de bebé, sintiendo su calor.
La carreta emprende su marcha, continuamos con el viaje.
Capítulo VIII
Lord Gabriel Hamilton. Cerca de Oxfodshire, 1500

¡La he besado!
No he podido contenerme, solo con pensar en lo que le podría haberle
ocurrido por ser tan impulsiva, me recorre un escalofrió por mi espalda.
Podía haber muerto, estaba dispuesta a salvar mi vida aun a riesgo de perder
la suya.
No sé si es consciente de lo que eso significa, puede que ella crea odiarme,
pero no lo hace. Puede que no me ame como hizo antaño, pero no le soy
indiferente, y eso me agrada; no quiero su indiferencia por mucho que me la
haya ganado. Sé que no me merezco nada por su parte, no merezco tener la
hija tan hermosa que tengo, ni la oportunidad de formar la familia que nunca
tuve.
Al tenerla tan cerca de mí no he podido dejar de fijarme en sus labios, y a
pesar de estar furioso con ella por desobedecerme poniendo su vida y la de
Rose en peligro, no he podido evitar que mi cuerpo respondiera al suyo. La
deseo, es mi esposa, la cual nunca llegué a imaginar que me provocara tantos
sentimientos encontrados. Desde que la encontré, y volvió de nuevo a mi
vida, no ha hecho más que sorprenderme, desafiarme, y eso me exaspera y
me encanta a partes iguales.
Puede que mi primer pensamiento haya sido callarla, estaba diciendo
estupideces, nunca he deseado su muerte, ¡jamás! Que no la haya querido no
significa que deseara que muriera. Si en algún momento me engañé pensando
que odiaba a la chiquilla a la que desposé, ahora sé que todo fue una mentira
con la que oculté lo que de verdad sentía. Beatriz me asustó... Por eso hui la
noche de nuestra boda. Una simple virgen, a mi parecer nada agraciada, no si
la comparaba con Diana, me había hecho alcanzar un placer inimaginable.
Aquella lejana noche me emborraché siguiendo el consejo de mi padre, según
él me sería más fácil cumplir con mi tarea de engendrar un heredero, vaya si
lo fue.
No he querido pensar en aquella noche, guardé ese recuerdo en lo más
recóndito de mi mente intentando olvidar lo que Beatriz me hizo sentir, y con
el paso del tiempo llegué a pensar que todo fue fruto del alcohol. Ni siquiera
Diana pudo hacerme desearla aquella noche. Mi esposa está convencida de
que salté de su lecho al de mi amante horas después de haberle arrebatado la
virginidad, y puede que esa fuera mi intención, pero no pude. Aquella noche
toda la sensualidad y experiencia de Diana no pudieron hacer que la
poseyera, no después de haber estado con Beatriz.
Todos estos recuerdos han vuelto a mí como una avalancha, besar de nuevo
a mi mujer ha sido como un golpe de realidad. Esta vez no pienso perderla,
no voy a permitir que vuelva a alejarse de mí. No importa lo que deba hacer,
ni el tiempo que me cueste, pero necesito ganarme de nuevo su amor.
Convencido de eso, limpio mi herida y la cubro después con un trozo de mi
destrozada camisa. Beatriz no me ha ayudado a hacerlo, está furiosa. Me
siento como un patán por haberme olvidado de Rose, y sé que mi esposa debe
sentirse igual o peor. Antes de que acabe el día debo dejarle claro que mi hija
no podría tener mejor madre.
Emprendo de nuevo la marcha sintiendo mi brazo dolorido y agarrotado,
pero me niego a permanecer durante más tiempo aquí, temo que puedan
aparecer nuevos asaltantes y pienso llegar hoy mismo a nuestro destino,
aunque me deje la vida en ello.
Necesito llegar a Oxfordshire, quiero convertir mi mansión de campo en el
hogar de Beatriz, sé que ella ama el campo y odia Londres. Llego a entender
sus motivos, en su juventud la alta sociedad no fue benévola con ella, su
padre es un bastardo despreciable. Por ello deseo que mi esposa llegue a
sentir que Oxfordshire es su refugio, un lugar donde se sienta feliz y pueda
llegar a amar.
Miro hacia el cielo, está nublado y el viento es helado; tengo frío, pero lo
soportaré. Rezo para que no comience a llover, el tiempo hasta ahora ha sido
piadoso con nosotros y, aunque no ha hecho calor, no ha sido nada que no se
pudiera soportar, sobre todo para Beatriz y Rose que están guarecidas dentro
de la carreta.
Pasan las horas, recorremos las millas que nos separan de nuestro destino,
me siento cansado, dolorido y ansioso. Necesito ver de nuevo a mi esposa, su
silencio me está sacando de quicio, hace unas horas la oía reír junto a mi hija
y un dolor me atravesó el pecho. Quiero compartir esos momentos con ellas,
me siento excluido, pero no puedo culparla, es algo que me he ganado a
pulso.
Poco a poco el paisaje se me hace conocido, no falta mucho para llegar a
nuestro destino. Eso hace que pueda respirar con alivio, faltan pocas horas
para que anochezca y no quiero estar aún en el camino cuando eso ocurra.
Llamo en voz alta a mi mujer, ya no soporto más este silencio:
—Beatriz, estamos cerca de nuestro destino —informo con la esperanza de
que se asome, poder verla e intentar descifrar algo de lo que está sintiendo en
estos momentos.
—De acuerdo, estamos preparadas —responde en voz alta, pero sin salir de
la carreta. Ni siquiera quiere verme, eso hace que me enfurezca.
¡Solo fue un maldito beso! Es mi esposa, no es como si la hubiera violado
o arrebatado su virginidad.
«Eso ya lo hice», pienso maldiciendo en voz demasiado alta. Dejaré que
siga con este juego hasta que lleguemos a nuestro hogar, pero desde el
momento en que pongamos un pie en Oxfordshire voy a dejarle muy claro
quién manda. No permitiré que me deje en ridículo delante de los criados y
mucho menos de mis amistades. Ella decidió volver conmigo, puso sus
condiciones y estoy dispuesto a cumplirlas, mas para que esto funcione no
puedo dejar que se comporte como una chiquilla caprichosa. Mi matrimonio
no va a fracasar por segunda vez.
Hago que los caballos corran más, las primeras gotas de lluvia caen cuando
estoy entrando en mis tierras. Frente a mí, a unas cuantas millas, se encuentra
Oxford Manor antigua residencia de los Condes de Oxford, pero mi padre
cambió esa tradición a pesar de los ruegos de mi madre, que adoraba estas
tierras. Ella creció muy cerca de aquí y le dolió muchísimo dejar todo esto
atrás. Yo nací en Londres, así que no llegué a apreciar la hermosura de estos
parajes, ni a comprender la nostalgia que mi adorada madre sentía por su
antiguo hogar.
Ante mí, aparece una construcción de piedra gris con dos torreones, la
capilla donde se casaron mis padres tantos años atrás. Puede que no sea la
mansión más grande que tengo, pero ahora que vuelvo al lugar que tanto
amaba mi madre puedo verlo con otros ojos. Veo la belleza que ella me
relataba cada vez que me contaba cosas de su infancia, cómo creció
observando desde lejos Oxford Manor. Los jardines verdes y bien cuidados y
el pequeño lago que los adorna, hacen de este paraje algo parecido al paraíso.
Desciendo y enseguida un mozo de cuadra se acerca para hacerse cargo de
los caballos. Me dispongo a ayudar a Beatriz, pero me sorprende de nuevo
descendiendo ella sola con mi hija dormida entre sus brazos. La insto a correr
para no empaparnos con la lluvia, pues ahora cae con mucha más fuerza, abro
la gran puerta y entramos al fin al calor del hogar.
Una inmensa escalera nos recibe, a la izquierda un salón donde un buen
fuego nos da la bienvenida como si los criados supieran de antemano que
llegábamos hoy. Veo venir con rapidez a un hombre entrado ya en años,
estoy seguro de que es el mayordomo.
—Mi señor, bienvenido a su hogar —observa a Beatriz y a la niña, sin
saber muy bien qué hacer.
—¿Tu nombre? —pregunto—. Estas son Lady Beatriz Hamilton, mi
esposa, y mi hija Rose —explico para que no haya malos entendidos.
—Me llamo Will, mi señor —responde—. Será un honor servirla, milady.
—Gracias, Will. —Le sonríe con franqueza, y me molesta que todos sean
merecedores de sus sonrisas menos yo. Incluso un simple criado merece más
que mi persona.
—Di a las criadas que preparen la habitación principal y la de Rose, que
será la antigua recámara de los niños —comienzo a dar instrucciones—. Que
preparen agua caliente para un baño y algo ligero para cenar.
—No es necesario tanta molestia, Gabriel, yo puedo preparar las camas...
—Guarda silencio al ver mi gesto, alzo la mano para acallarla.
—Tú eres mi esposa, no una criada, para ello les pago —digo más seco de
lo que me hubiera gustado. Me doy cuenta de que no le ha gustado el tono
con el que le he hablado, y mucho menos cómo me he referido a mis
trabajadores, no suelo ser así, pero la frustración bulle dentro de mí desde
hace días.
Will se marcha igual de rápido que llegó a cumplir con mis órdenes,
presiento que ese hombre y yo nos llevaremos bien. Observo todo a mi
alrededor y mi esposa también lo hace en silencio. Me doy cuenta de que
nada ha cambiado por aquí, aunque hace unos quince años que no había
vuelto a poner un pie en esta casa.
—Es muy hermosa. —Rompe el silencio al fin mi pequeña esposa.
—Mi madre así lo pensaba, su corazón siempre perteneció a estas tierras. Mi
padre, sin embargo, las odiaba —confieso, mientras sigo observando cada
cuadro que adorna la galería—. Mejor acerquémonos al fuego mientras los
criados preparan nuestros aposentos.
—Preferiría dormir con Rose, es un lugar extraño para ella y...
—¡No! —interrumpo sus excusas, no voy a permitir que utilice a la niña
como un escudo entre nosotros—. Ella debe aprender a dormir sola, su cuarto
esta justo al lado del nuestro, no le pasará nada.
—¿Cómo puedes ser tan desalmado? —sisea furiosa—. ¡Es de tu hija de
quien estamos hablando!—exclama, alzando un poco la voz, haciendo que
Rose despierte llorando asustada, intenta calmarla, pero sin mucho éxito.
Cojo a mi hija entre mis brazos a pesar de las protestas de Beatriz, que son
acalladas por la llegada de Will informando que ya todo está preparado;
mientras tomamos un baño, la cena estará lista. Agradeciendo su eficiencia
me llevo a Rose hacia su cuarto, se ha vuelto a dormir y eso me tranquiliza.
A pesar de los años trascurridos recuerdo bien dónde se encuentran las
habitaciones, y entro con paso decidido a la alcoba que va a pertenecer a mi
pequeña desde ahora. No está aún decorada para una niña de su edad, pero
eso es algo que arreglaré muy pronto. La acuesto en la cama y Beatriz, que
me ha seguido como una sombra, desnuda a Rose sin que se inmute,
dejándola solo en una fina camisola. Me adelanto para cubrirla con las
mantas, y dejo la chimenea apenas con un poco de fuego para que le de calor
e ilumine la alcoba y no tenga miedo.
Insto a Beatriz a que me siga, aunque se resiste a dejar sola a su pequeña.
Entiendo el sentimiento de protección, pero nunca permitiría que le ocurriera
nada; si la dejo aquí es porque sé que va a estar a salvo y muy cerca de
nosotros. Mi esposa no cierra la puerta que separa ambas alcobas, y me
parece bien, al menos por ahora. Entiendo que mi hija pueda despertarse y
asustarse por no saber dónde se encuentra y porque su madre no está a su
lado como acostumbra.
Cuando al fin estamos solos, quiero dejar claros varios temas, es algo que
he postergado durante el viaje, pero que no estoy dispuesto a alargarlo más.
—Beatriz, creí que antes de salir de Escocia dejé bien claro que tenía toda la
intención de que nuestro matrimonio fuera real en todos los aspectos —
comienzo a decir, mientras me desprendo de mis ropas mojadas—. ¿A qué
viene entonces utilizar a nuestra hija como excusa?
Me giro con mi torso desnudo y la observo, y cuando lo hago debo
contener la risa, pues mi testaruda mujercita me está comiendo con la mirada.
Creo que ni ella misma es consciente de que lo hace, carraspeo para llamar de
nuevo su atención y lo consigo, su mirada pasa del deseo a la furia en
segundos.
—No utilizo a Rose como excusa, solo exponía un hecho, Gabriel. Durante
sus tres años de vida ha dormido conmigo y tú pretendes que de la noche a la
mañana duerma sola, en una habitación que es desconocida para ella, en un
lugar nuevo —explica cruzándose de brazos—. No sabía que tu sucia lujuria
era más importante que el bienestar de tu hija, esa que dices querer tanto.
Gruño furioso por su asquerosa afirmación, asqueado por saber que le
produce repulsa compartir mi lecho, ¡maldita mujer! Cuando me doy cuenta
estoy frente a ella, asiéndola de los brazos con fuerza, pero sé que no estoy
haciéndole daño, nunca sería capaz de dañarla, no físicamente al menos.
—¿Te parezco repulsivo, esposa? —pregunto ofuscado por su olor, por su
cercanía—. Deberías recordar que no todas las mujeres lo hacen. Juraste que
darías una oportunidad a este matrimonio y lo vas a cumplir.
—¡Suéltame, maldito hipócrita! —ordena furiosa revolviéndose entre mis
brazos—. Le di una oportunidad a nuestro matrimonio el día que nos casamos
sabiendo que no me amabas y que tu corazón le pertenecía a otra. Fuiste tú
quien lo echó todo a perder, Gabriel, no yo. Y te recuerdo que también puse
condiciones, revuélcate con tu ramera de nuevo o con cualquier otra, y te juro
que no volverás a vernos en tu miserable vida.
—No vuelvas a amenazarme en tu vida, Beatriz. Ambos hicimos promesas
y es hora de cumplirlas —asevero, soltándola al fin. Ella se aleja unos
cuantos pasos y me mira furibunda; si las miradas mataran, estaría muerto.
—¿Desea que comience a cumplir con mis obligaciones maritales, mi
señor? —pregunta con fingida dulzura.
Su burla me enciende, me hace ver todo rojo, la cojo en volandas y la llevo
hasta el lecho que se supone debemos compartir. Ella no lucha, es como una
muñeca desmadejada entre mis brazos, pero estoy ciego de furia y lujuria. No
puedo creer que para ella sea repugnante, ninguna mujer desde que entré en la
adolescencia me ha hecho ascos, al contrario, y me mata que la única que no
siente deseo por mí, sea mi propia esposa.
La beso con brusquedad, incluso me hago daño contra sus dientes. Ella,
furiosa, me muerde el labio inferior, pero a pesar del gruñido que escapa de
mí, no dejo de besarla, solo que empiezo a seducirla. Mi lengua encuentra la
suya e iniciamos una danza erótica que hace que Beatriz responda a mis
demandas, siento sus pequeñas manos entre mi cabello, estiran con fuerza y
no estoy muy seguro de si es por placer o por ira, rezo porque sea por lo
primero.
Mis manos viajan hacia sus muslos, alzando la falda raída que ha visto
mejores tiempos, su piel es suave como la seda. Ahora, mi esposa ha dejado
de luchar contra mí y parece disfrutar con mis caricias, lo sé por los suaves
gemidos que escucho salir de sus labios mientras beso su cuello y el valle
entre sus firmes pechos.
Mi entrepierna duele, mi piel quema y solo deseo que nuestros cuerpos se
rocen, sentir las pequeñas manos de Beatriz recorrer mi espalda. Así que, sin
más rodeos, arranco el raído corsé dejando al descubierto una fina camisola
que deja ver los pezones oscuros y erectos de mi esposa. Sus pechos, ahora
más plenos que hace años, me dejan con la boca abierta, sin perder el tiempo
los devoro a través de la tela, que no es impedimento para que mi mujer gima
y se arquee contra mí, rozando su centro contra mi miembro hinchado,
haciendo que no pueda evitar gruñir como un animal en celo.
—Gabriel... —sisea, mientras aún lamo y muerdo uno de sus pezones. Su
voz hace que la neblina de deseo que me ofusca desaparezca poco a poco
dejándome pensar de nuevo. ¿Qué demonios estoy haciendo?
Me aparto de ella como si quemara, he estado a punto de violar a mi propia
esposa. Jamás había actuado de este modo con ninguna mujer, ninguna se
merece este trato por parte de ningún hombre, menos de un esposo. ¿Por qué
he tenido que descontrolarme de esta manera?, ¿por qué con Beatriz?
—¿Qué ocurre? —pregunta trémula, intentando cubrir su semidesnudez,
mirándome… ¿asustada?, ¿avergonzada? No lo sé con exactitud, pero tan
solo el pensamiento de que haya podido atemorizarla me horroriza—.
¿Gabriel? —Vuelve a insistir, niego con la cabeza. ¿Cómo puedo explicarle
que me siento el peor bastardo del mundo?
—No puedo, lo siento, pero no puedo —le digo mirando sus hermosos ojos
que ahora los cubre un velo de dolor—. No debería ser así, no de este modo.
Salgo corriendo con los gritos de mi esposa a mis espaldas. No me siento
capaz de mirarla de nuevo a la cara y ver el dolor en su mirada, el dolor que
le he provocado con mis actos, con mi lujuria desmedida, esa que a ella tanto
parece asquearle.
Quiero que sea mía, pero no de ese modo. Quiero saber que ella se entrega
a mí por propia voluntad, no por cumplir con su palabra o con ninguna
obligación para con la sociedad que impone que la mujer solo sirva como cría
para parir a nuevos herederos. Para mí, Beatriz es mucho más que eso,
merece mucho más de lo que estaba dispuesto a darle hace un momento.
Me siento dolorido, el pulsante deseo de mi entrepierna me molesta
mientras bajo las escaleras y salgo disparado hacia las caballerizas para
buscar mi caballo. Necesito alejarme, calmar mi cuerpo y mi mente, y buscar
una manera de que mi esposa me perdone por lo que he estado a punto de
hacer.
Monto a Trueno y me lanzo a una cabalgada por las colinas que rodean mi
hogar. Es noche cerrada, hace frío y el olor de la lluvia llena mis pulmones.
Con cada milla que pongo de distancia entre Bea y yo voy calmándome,
dejando que el frío enfríe mi cuerpo y mi alma. He vuelto a salir huyendo,
esta vez por razones muy distintas a la primera, pero con los mismos
resultados, yo aterrorizado y mi esposa abandonada.
Creo que pasan un par de horas antes de que me sienta con fuerzas para
regresar. ¿Cómo va a perdonarme esta afrenta? Peor, ¿cómo voy a ser capaz
de pedírselo? Solo quería que nuestro matrimonio al fin fuera lo que siempre
tuvo que haber sido, y ahora tengo que rezar porque Beatriz no salga huyendo
de nuevo.
Detengo el caballo de golpe haciendo que relinche y se alce a dos patas, lo
tranquilizo como puedo y doy la vuelta para volver a Oxford Hall. ¿Cómo he
podido ser tan estúpido? La última vez que dejé sola a mi esposa se marchó,
al volver solo encontré una casa vacía. Hago que Trueno corra más veloz,
necesito llegar lo más pronto posible. Después de lo que parecen horas, al fin
diviso mi hogar, dejo con prisas a mi caballo en su cubículo y me marcho
corriendo. Subo los escalones que separan el gran salón de las habitaciones
de dos en dos, no quiero llamarla a gritos, por si ha tenido a bien quedarse, no
despertar a Rose.
Abro la puerta de nuestra alcoba y suelto el aire que no sabía que estaba
conteniendo, mi esposa está dormida en medio del gran lecho, tapada como
una pequeña crisálida. Me acerco sin hacer ruido y se me parte el corazón al
ver el rastro de lágrimas en su bello rostro, soy el responsable de su llanto y
eso hace que sienta ganas de vomitar. Mi instinto me hace reaccionar y le
acaricio el rostro, lo único que quiero ahora es acostarme a su lado y
abrazarla, pero al sentir mi contacto se aparta. Dejo caer mi mano, aun
dormida rechaza mi cercanía.
Cierro los ojos, contengo el dolor y salgo de nuevo, dejándola dormir
tranquila. Entro en la habitación de Rose que duerme plácidamente, parece
que mi hija va a acostumbrarse a su nuevo hogar antes de lo que pensábamos.
No estoy tan seguro de que su madre lo haga con tanta rapidez, o si llegará a
hacerlo algún día. Tengo esperanzas, pues son lo último que se pierde, he
conseguido que regrese conmigo, que me dé otra oportunidad.
Rezo para que así sea y que las luces del alba me iluminen para poder
arreglar todo el dolor que he causado, y me permitan demostrarle lo hermoso
que puede ser la entrega total de los cuerpos.
Capítulo IX
Lady Beatriz. Oxford Hall, 1500

Se ha marchado...
De nuevo me ha dejado sola, ha salido corriendo como si le asqueara lo
que ha estado a punto de ocurrir entre nosotros. ¿Por qué? Si ha sido él quien
ha comenzado, ha sido Gabriel quien se ha abalanzado sobre mí.
Al principio me he resistido, me parecía un ataque fruto de la furia y de
sentirse rechazado, le he mordido buscando liberarme. Pero cuando ha dejado
de hacerme daño y me ha besado como lo hizo ayer, no he podido evitar
corresponder, mi cuerpo ha tomado el control de la situación buscando
reclamar el de mi esposo. Me he dejado llevar por lo que de nuevo Gabriel ha
sido capaz de hacerme sentir, solo él me ha tocado de un modo tan íntimo y
me ha hecho disfrutar de las caricias que solo marido y mujer deberían gozar.
Y cuando más lo necesitaba, cuando estaba dispuesta a entregarme de nuevo
sin reservas, vuelve a abandonarme.
Un terrible pensamiento llega a mi mente, ¿y si de nuevo ha ido a
refugiarse a los brazos de su amante? ¿Y si no ha podido soportar yacer
conmigo y sentir que traicionaba a su amada Diana?
Lágrimas amargas fluyen de mis párpados cerrados con fuerza, intentando
mantener las imágenes de ese par abrazados, besándose con pasión. Niego
con la cabeza mil veces, como si estuviera perdiendo el juicio, me niego a
pensar en cosas tan horribles. Lady Diana está en Londres, a miles de millas
de distancia, ¿o no? Puede que la tenga cerca de aquí, en alguna pequeña y
modesta casita, para poder ir a visitarla cuando le plazca, cuando necesite
saciar su deseo y yo no sea lo suficiente buena para él.
Sigo llorando como una estúpida, decido meterme en la tina para intentar
borrar las caricias de Gabriel, pues aún puedo sentirlas en mi piel. Froto con
fuerza para quitarme su aroma, para alejarlo de mi pensamiento, mi visión es
borrosa pero no me importa, no hay nadie aquí para que vea mi debilidad.
Salgo con rapidez, pues el agua está bastante fría después del tiempo
trascurrido desde que las criadas la han calentado, y me visto con un camisón
de algodón que más parece de una pordiosera que de una condesa, pero no
me importa mi aspecto en lo más mínimo. Salgo de la alcoba y recorro los
pocos pasos que me separan de Rose, sigue dormida, con tanta paz que siento
envidia, no recuerdo que alguna vez pudiera dormir de ese modo, no desde
que mi madre murió al menos.
Beso por última vez su frente y decido irme a dormir, me siento agotada y
solo quiero abandonarme al sueño para escapar de esta pesadilla. Me tumbo
en el gran lecho y cubro mi cuerpo con las mantas, tiemblo y no sé con
exactitud el porqué; siento frío, pero la chimenea desprende calor, me siento
helada, pero no creo que sea por el clima.
Me duermo llorando. Y al despertar me siento como hace años que no me
sentía. Sola, abandonada y como si no valiera nada. Sé que le prometí a
Duncan y Fiona que sería fuerte, que ocuparía el lugar que me corresponde
como esposa del Conde de Oxford; y estoy fallándoles, a ellos, a Rose y a mí
misma. Ni siquiera he sido capaz de complacer a mi esposo. Miro el lado de
mi lecho que está vacío, siento náuseas, no ha venido a dormir. ¿Dónde ha
pasado la noche?
Aún no es de día por completo, pero los rayos del sol se vislumbran tras las
colinas, me visto con rapidez y me dispongo a ir a por Rose. Me preocupa
tanto silencio por su parte, pero me paralizo en la puerta al ver a Gabriel
calmando a mi pequeña, parece que se ha despertado y no la he escuchado.
¿Tan cansada estaba como para desatender a mi propia hija?
Mi esposo me hace una señal para que guarde silencio y, si no fuera porque
la niña está volviéndose a quedar dormida, le diría muy claro lo que puede
hacer con sus órdenes. Ni siquiera verle prodigando amor a Rose hace que mi
furia hacia él disminuya, al contrario, parece aumentar al ver lo hipócrita que
puede llegar a ser.
Con esfuerzo salgo de la alcoba lo más tranquila posible, intentando
contener todos los insultos que deseo lanzar a la cara del hombre más
mentiroso y rastrero que he conocido. Mi padre nunca le fue fiel a mi madre,
pero al menos fue claro y nunca le dio motivos para que ella pensara que
podría llegar a cambiar por su esposa.
Cierro mis manos con fuerza, aprieto los dientes para callar todo lo que
necesito decir. Fiona siempre decía que se atrapan más moscas con miel que
con vinagre, pero mi temperamento es explosivo, aunque Gabriel aún no
conoce esa faceta de mi carácter. Creo que va siendo hora de que la conozca,
pues parece que no le quedó muy claro que no iba a permitir que volviera a
humillarme. Si las amenazas no le dan miedo, veamos si mis acciones lo
hacen.
Cuando al fin sale de la alcoba sin Rose estoy preparada para enfrentarlo, y
algo debe hacerle ver mis intenciones, pues asiente y me pide que le siga; lo
hago para no despertar a mi hija, y mucho menos asustarla. Me lleva a lo que
supongo es un despacho, grandes ventanales cubiertos por cortinas de seda,
estanterías llenas de libros, un gran escritorio de roble oscuro lleno de
papeles… Sí, es su despacho.
—Mi señor, creí ser muy clara en mis condiciones —comienzo a decir,
aparentando una indiferencia que estoy lejos de sentir. Me mira sin
comprender, sabe disimular muy bien, pero a mí no me engaña—. Ya que
parece que no está dispuesto a dejar a su amante, tal vez, ¿debería buscar
también un amante para mí? —Me doy cuenta de que mi pregunta no le ha
gustado nada de nada, sus ojos se oscurecen y su mandíbula se aprieta hasta
que sus labios se tornan blancos.
—¿Qué has dicho? —sisea acercándose a mí, no me muevo, no pienso
retroceder—. ¿Acaso acabas de insinuar que vas a buscar el placer fuera de
nuestro matrimonio? —insiste en un gruñido.
—¿Por qué no? Vos lo hacéis —respondo, negándome a tutearle.
—¡No he hecho nada! —exclama, alejándose de mí con fiereza—. No sé
de dónde sacas que sigo viendo a Diana, hace meses que no la he visto y juré
que al llegar a Londres me desharía de ella.
—¿Entonces dónde pasaste la noche? —grito, perdiendo el poco control que
me queda. Necesito saber la verdad, saber a qué me enfrento, porque luchar
contra fantasmas que solo existen en mi mente va a acabar por volverme loca.
—¡Aquí! —Me señala un gran diván que no tiene pinta de ser muy
cómodo, aún sigue la manta que ha utilizado para cubrirse, a los pies de este
—. Te hice una promesa. ¡No puedes estar desconfiando de mi
continuamente!
—¡También me hiciste promesas ante Dios el día que nos casamos,
Gabriel! —respondo a los gritos—. ¡No cumpliste ninguna!
—¡Porque fui un estúpido, Beatriz! —espeta con furia. Se pasa la mano
por su cabello desordenado, algo que hace muy seguido cuando se siente
frustrado o nervioso—. Esto no va a salir bien si no puedes dejar el pasado
donde pertenece, no podremos avanzar si no dejas tus miedos atrás. ¿Qué
debo hacer para hacerte entender que esta vez sí quiero intentar que nuestro
matrimonio funcione?
«Por nuestra hija...» pienso abatida. Se empeña en este matrimonio solo
por Rose, no porque me ame.
—¿Cómo dejar el pasado atrás si no eres capaz de tocarme sin salir
corriendo? —pregunto, intentando ocultar el dolor que siento—. No eres
capaz de poseerme, eso que tanto exigías como condición para que dejaras a
tu amante. Pero hasta tú te habrás dado cuenta de que te es imposible serle
infiel, la amas demasiado.
Esas palabras son como veneno en mis labios; veo como Gabriel aparta la
mirada, para mí esa es la confirmación de todas mis sospechas. Unas terribles
ganas de llorar me asaltan, pero me niego a hacerlo frente a él.
Me dispongo a salir de aquí, necesito refugiarme en mi alcoba y lamer mis
heridas en soledad; sospecharlo es una cosa, saberlo es mucho peor. Ni
siquiera me consuela que no acudiese a ella anoche, pues sé que no lo ha
hecho porque está a millas de distancia, no porque no lo desee.
—Detente —ordena con voz firme, mientras me sujeta por el brazo con
fuerza pero sin hacerme daño—. Anoche no me marché porque no te deseara,
Beatriz, todo lo contrario. —Guarda silencio, lo miro y veo tormento en su
semblante, eso me deja estupefacta—. Estuve a punto de forzarte, te traté sin
respeto alguno, a ti, a mi esposa.
La vergüenza que siente es palpable, en su voz, en su rostro, en sus gestos.
Gabriel realmente piensa que estuvo a punto de forzarme a yacer con él. ¿De
verdad no sintió que yo correspondía a sus caricias? ¿A sus besos con pasión?
—¿Qué hice mal, Gabriel? —pregunto en voz queda, me mira sin
comprender, frunciendo el ceño.
—No hiciste nada mal, Beatriz, fui yo el que se comportó como un salvaje,
abalanzándome sobre ti como un loco —espeta con asco.
—No —interrumpo con firmeza—. Algo hice mal si tú no te diste cuenta
de que deseaba lo que estaba ocurriendo al igual que tú. —Sé que mi
confesión me condena, me siento muerta de vergüenza ante él. Pero, aunque
me juré a mí misma hacer de su vida un infierno, no soporto ver el dolor en
su bello rostro. La idea de que esté sufriendo por algo que no es cierto me
parte el corazón.
—Crees que lo deseabas, tengo más experiencia que tú y sé cómo tocar a
una mujer, pero no te merecías ese trato. ¡Las cosas no debían pasar así!
Quería que todo fuera como en nuestra noche de bodas —confiesa, para mí es
como si me hubiera golpeado con un mazo.
—En nuestra noche de bodas, apareciste ebrio para poder cumplir con tu
deber, para después dejarme e irte con tu fulana, así que permíteme decirte
que no quiero que nada de eso se repita —espeto con furia. Ahora me siento
como una idiota por confesar algo tan íntimo para evitar verle sufrir, cuando
él me restriega por la cara su experiencia y alaba nuestra noche de bodas.
—No me refería a eso, Bea... me refiero a lo que vivimos aquella noche. A
pesar de mi estado lo recuerdo todo, sé que te traté bien, sé que ambos
disfrutamos —responde acariciando mi mejilla, cierro los ojos para no
enfrentar la verdad que encierran sus palabras.
—No quiero una noche como la de nuestra boda, Gabriel. No, no me
hiciste daño, fuiste suave y gentil, pero tu corazón no estaba conmigo, eras un
cuerpo solamente, un cascarón vacío. Juntos dimos vida a Rose, pero no
quiero volver a sentirme rechazada, no quiero volver a sentir que no valgo
nada para ti. Si eso es lo único que me puedes dar, te suplico que reconsideres
este matrimonio. Te juro que no voy a apartar a Rose de tu lado nuevamente,
pero no me obligues a vivir el infierno que vivió mi madre y por el cual hui
de ti años atrás.
No me importa estar suplicando, no merezco esto. Al tener que valerme
por mí misma he aprendido que merezco mucho más de lo que Gabriel está
dispuesto a ofrecer. Pensé que me conformaría con las riquezas y lujos que su
posición nos puede dispensar tanto a mi hija como a mí, pero me equivocaba.
—No sé con exactitud qué tipo de infancia tuviste, pero puedo darme
cuenta de la huella que dejó en ti el miserable de tu padre. Puede que en
algún momento de mi vida mis acciones me hayan hecho a tus ojos igual que
él… —Coge mi mano con ternura, siento el picotazo de las lágrimas tras mis
párpados e intento ahuyentarlas—. Pero ahora soy más viejo, no cometo dos
veces el mismo error, es hora de dejar mi antigua vida atrás, esa donde solo
importaba yo mismo. Beatriz, también tengo un pasado que me ha marcado,
no intento excusar mi comportamiento, pero tal vez un día no muy lejano,
ambos podamos sincerarnos y entender muchas cosas el uno del otro.
A pesar de sus dulces palabras no ha disipado mi mayor temor, y es que su
corazón pertenezca a otra mujer, pero tendré que conformarme con saber que
está dispuesto a intentarlo esta vez. No se puede cambiar el pasado, solo vivir
el presente y rezar por un futuro mejor.
—Te creo cuando dices que anoche no estuviste con ninguna mujer. —Veo
como suspira aliviado—. Y necesito que dejes de culparte por algo que no
ocurrió, anoche no estuviste a punto de forzarme, deja de flagelarte al
pensarlo.
—Cuando volví de mi paseo con Trueno entre en nuestra alcoba; estuviste
llorando, ¿por qué sino lo harías? —pregunta intentando comprender,
intentando perdonarse a sí mismo.
—Porque habías vuelto a dejarme. De nuevo, no era suficiente para ti —
susurro avergonzada.
—Dios santo... —exclama conmocionado por mis palabras, por lo que ellas
significan—. Eres más de lo que merezco, Beatriz, y te deseo más que a
cualquier cosa. Me fui para no hacerte daño, no porque no quisiera poseerte.
—Al irte me heriste de igual modo —respondo intentando hacerle
comprender.
—Ahora lo sé —asiente y posa su frente contra la mía—. Lo siento.
Asiento aceptando sus disculpas y cierro los ojos. Siento su aliento tan
cerca de mis labios que el deseo de sentir su roce nuevamente me embarga,
pero temo que, como es costumbre en él, salga huyendo. No podría
soportarlo, así que me encuentro dividida, una parte de mí desea sus besos, y
la otra reza para que nada suceda y no vuelva a alejarse de mí.
Pero parece que Gabriel ha tomado su decisión cuando me besa con
delicadeza, como si temiera que fuera a apartarme. No tengo pensado ir a
ningún lado, respondo a sus caricias, me dejo llevar una vez más por lo que
me provoca este hombre, tantos sentimientos encontrados; odio, amor, deseo,
venganza, furia...
Nos detenemos por falta de aire, y por los golpes que suenan en la puerta
cerrada.
—Mi señor, el desayuno ya está listo y Lady Rose ha despertado y
pregunta por Lady Beatriz. —La voz amortiguada de Will nos devuelve a la
realidad.
—Y pensar que me caía bien Will... —susurra más para sí mismo,
haciéndome reír por primera vez. Él me mira y sonríe también—. Me gusta
verte reír, nunca lo había hecho.
—No tuve ocasión en el poco tiempo que compartimos juntos —respondo
con tristeza, el momento de las risas ha pasado con solo mencionar el pasado
—. Voy a por Rose, nos vemos ahora en la mesa para desayunar.
Asiente no muy convencido, pero no le doy tiempo para que me detenga.
Salgo con rapidez y subo las escaleras para dirigirme hacia la alcoba de mi
pequeña, a la cual encuentro en compañía de una criada joven, diría que más
joven que yo. Pero al verme, mi hija se lanza a mis brazos sonriente; feliz, la
aprieto contra mí con fuerza.
—Buenos días, mi tesoro. —Beso su mejilla regordeta—. Vamos a
desayunar.
Asiente y esconde su carita entre mi cuello y hombro mientras bajamos
hacia el salón donde imagino que tomaremos el desayuno. Al menos, cuando
vivía en la casa de mi padre, mi madrastra siempre insistía en que todas las
comidas se hicieran en el salón, una de sus muchas manías y al parecer una
que Gabriel comparte, pues nos espera en la mesa.
Al vernos se levanta y sonríe con amor a Rose quien al verlo ríe feliz
moviendo sus manitas regordetas para llamar su atención, y mi esposo parece
disfrutar de ello. Se acerca y la coge entre sus brazos, me siento donde me
indica, a su lado, y Rose encima de sus piernas.
—Parece que se ha levantado contenta —comenta feliz—. ¿Lo ves? Te dije
que ella estaría bien. Los niños sienten dónde van a estar a salvo, y ella sabe
que a nuestro lado jamás le ocurrirá nada malo.
Asiento de mala gana, no me gusta que tenga razón respecto a Rose. Para
mí está siendo también un cambio difícil tener que compartirla con él y ver
como mi hija, desde la llegada de su padre a su vida, está haciéndose más
independiente; su mundo ya no se reduce solo a mí.
Desayunamos en silencio, bueno, la única que habla a su manera e intenta
ser el centro de atención es nuestra hija, y ambos se lo permitimos. En este
instante parecemos una familia feliz, al menos así me siento, y el brillo en los
ojos de mi esposo así me lo indican. Esta es la estampa familiar con la que
siempre soñé y que nunca llegué a disfrutar, tal vez ahora sí sea posible, tal
vez ha llegado nuestro momento.
Al terminar, Gabriel se ofrece a enseñarnos tanto la mansión como los
alrededores. Decidimos comenzar por la casa, para luego disfrutar del paisaje
y del calor del sol, gracias a Dios ha dejado de llover. Una a una recorremos
las habitaciones, cocina, un pequeño salón privado que según me explica será
para mi uso exclusivo, la biblioteca, su despacho, que tan bien conozco, y un
gran salón de baile donde se hacían antiguamente las fiestas; ya puedo
imaginarme los magníficos bailes que se podrían organizar aquí.
—Sé lo que estás pensando, querida esposa —dice con picardía—, y sí,
muy pronto tendrás que organizar un gran baile, todos deben venir a conocer
a mi preciosa Rose.
—Será un placer gastar tu dinero, milord —replico igual de pícara, lo que
hace que Gabriel ría y yo no puedo evitar imitarlo.
Por último, visitamos la gran terraza que da a un enorme y bello jardín,
cuidado con auténtico mimo. Todo es verde hasta donde me alcanza la vista y
en el centro está el lago, con sus aguas cristalinas. Bajamos las escaleras que
nos separan de este pequeño paraíso privado y nos adentramos en él.
Rose corre delante de nosotros maravillada, observa todo a su alrededor,
las flores, las mariposas, verla así de feliz es mi recompensa, esto es lo que
quería para ella. No es que en Escocia no fuera feliz, porque lo era, es donde
nació, donde ha pasado sus primeros años de vida, ama a Duncan y Fiona,
para ella son sus abuelos y nunca diré lo contrario.
—Es una niña feliz —dice Gabriel, sacándome de mis ensoñaciones—.
Gracias.
Lo miro sin comprender porque me está agradeciendo.
—Gracias por haberle dado la vida, por criarla tú sola, por hacer de ella
una niña feliz, por darme este regalo que no merezco, por volver a mi vida —
enumera cada una de las razones, haciendo que mi corazón se aceleré cada
vez más.
—Hice lo que me dictaba el corazón, Gabriel. Puede que nuestro
matrimonio no funcionase, puede que no lo haga nunca, pero entre los dos le
dimos vida a Rose, solo por eso estoy agradecida. Ahora nunca más estaré
sola, alguien me querrá incondicionalmente, así que soy yo la que debe
agradecerte.
—Nunca más volveremos a estar solos. —Coge mi mano y observo cómo
la suya, más grande y morena que la mía, acaricia con suavidad el interior de
mi muñeca—. Pocos saben que también he sentido esa soledad de la que
hablas; cuando mi madre murió sin poder despedirme de ella, algo
desapareció en mí. Tú y yo tenemos más cosas en común de lo que crees,
Beatriz.
Me sorprende que abra su corazón de esa manera ante mí. Sabía que su
madre murió cuando él era un adolescente, pero no que estuviera tan unido a
ella como para que su muerte le marcara de tal modo. No llegué a conocerla,
aunque todos dicen que fue una mujer hermosa y elegante y que su hijo se
parece mucho a ella. Me gusta que Gabriel me cuente cosas de su pasado,
quiero conocer todo de él, sus miedos, sus tristezas, sus alegrías… Quiero ser
su esposa, su amiga, su amante, su confidente.
Puede que este viaje y este regreso al hogar del que me marché, no se trate
de venganza sino de redención, de esperanza. Por más que duela, el pasado es
el que es, y el futuro es un lienzo en blanco preparado para que nosotros
guiemos los pinceles y demos color a nuestras vidas. Solo nosotros podemos
decidir si serán oscuros, con días de tristeza y melancolía por lo vivido y que
no se pueden cambiar; o por el contrario tendrá colores claros, llenos de luz y
alegría.
Ambos guardamos silencio y disfrutamos de ver a nuestra hija jugar,
observando cómo conoce palmo a palmo su nuevo hogar. Será mejor que
disfrutemos de estos momentos, pues tengo el presentimiento de que no todo
será un cuento de hadas, aún tengo enemigos a los que enfrentarme antes de
que pueda disfrutar de la vida en paz y armonía. Tengo varios fantasmas a los
que enterrar y no creo que pueda avanzar hasta que no lo haya hecho, pero
para eso aún queda tiempo. Mientras tanto disfrutaré de todo lo que me rodea,
ya habrá tiempo para la lucha.
Capítulo X
Lord Gabriel Hamilton. Oxford Hall, 1500

Decido dormir o, mejor dicho, pasar la noche en el diván que tengo en el


despacho, si es que aún no lo han cambiado. Para mi buena suerte no es así, y
me tapo con la manta que he cogido del cuarto de Rose; es pequeña pero
suficiente, ya que el calor de la chimenea hace que no sienta el frío de la
noche.
Cierro los ojos, pero cada vez que lo hago el rostro bañado en lágrimas de
Beatriz aparece y siento como mi corazón se resquebraja. Estoy volviendo a
cometer errores y eso me está volviendo loco, sé que no voy a poder dormir,
así que empiezo a beber un poco de wiskhy para olvidar mi maldito
comportamiento.
Un vaso, dos vasos..., pierdo la cuenta, pero me detengo antes de perder el
conocimiento; no quiero que Beatriz me encuentre borracho, solo faltaba que
piense que también soy un maldito alcohólico. El licor al fin me permite
conciliar un sueño intranquilo.
Los primeros rayos del Sol me dan justo en los ojos y eso hace que me
despierte a pesar del sueño que tengo y del dolor de cabeza que siento,
incluso me cuesta abrir los parpados.
Me levanto quedando sentado, pues me siento algo mareado. ¿Por qué tuve
que beber tanto? No quiero que Beatriz me encuentre así, decidido, salgo
hacia la cocina y encuentro a varias mujeres ya trabajando; les pido que
preparen una tina, pero no en mi alcoba, sino en alguna que esté desocupada,
no quiero que nadie me vea en estos momentos.
En poco tiempo las mujeres cumplen con sus obligaciones y me sumerjo en
el agua, quitando así la suciedad que aún no había limpiado de mi cuerpo y el
hedor a borracho que desprendo. No me demoro, me visto con un pantalón y
camisa limpia y salgo de la habitación, al pasar por el cuarto de Rose escucho
un llanto amortiguado y se me paraliza el corazón. Entro y veo a mi pequeña
sentada en el centro del lecho mirando a su alrededor, sin comprender dónde
se encuentra.
Al verme en la puerta parece dispuesta a llorar con más ímpetu, así que me
adentro con rapidez en el cuarto y la cojo en brazos para calmar su temor.
—Tranquila, mi pequeña —susurro meciéndola—. Estás en casa, en tu
alcoba. Papá y mamá están aquí, muy cerca de ti, no tienes nada que temer.
Sé que es muy pequeña, pero ella parece entender lo que le digo. Al menos
ahora ha dejado de llorar y ha vuelto a cerrar los ojos; me doy cuenta de que
mi voz la tranquiliza, así que sigo hablando.
—Nunca permitiré que te hagan daño, puedes estar segura de que entre
estos muros solo conocerás el amor y la paz del hogar. Nunca estarás sola, mi
pequeña Rose. —Su respiración cada vez es más tranquila, indicándome que
está quedándose de nuevo dormida.
La puerta al abrirse me sorprende, y ver a Beatriz ante ella lo hace aún
más. La intuyo nerviosa, pero al ver que estoy con Rose parece tranquilizase,
aunque en sus ojos veo un destello de ira mal disimulada. Sé lo que quiere, lo
que necesita; asiento para que comprenda que ahora, nada más pueda volver a
dejar a Rose en su lecho, saldré y podremos hablar. O gritar, o golpear,
porque por la mirada que me dirige sé que nada bueno puede salir de esta
nueva confrontación.
Pero me lo merezco, todo lo que mi esposa quiera gritarme debo aceptarlo.
Se lo debo por mi comportamiento de anoche, el cual solo pude olvidar con
alcohol. Aún me duele la cabeza, pero lo soportaré.
Al fin dejo a Rose de nuevo dormida en su cama, la tapo y beso su frente,
mi mayor temor es que Beatriz decida marcharse, y ahora sí, no tendría cara
para impedírselo. Tal posibilidad me aterroriza, no quiero perder a mi hija de
nuevo, ni a mi esposa. Esa revelación me golpea como un puño, nunca me he
permitido ahondar en el cúmulo de sentimientos encontrados que siempre me
ha producido mi esposa.
Cuando salgo de la alcoba, la encuentro paseándose de un lado a otro, con
sus pequeñas manos apretadas en fuertes puños y murmurando no sé qué
cosas. Decidido a no prolongar más esta agonía, le indico que me siga, mi
despacho es un buen lugar para hablar. Cuando llegamos cierro la puerta,
espero que todo estalle, veo como Bea mira a su alrededor, pero muy pronto
centra su atención en mí.
Con aparente tranquilidad, me recuerda una vez más sus condiciones para
regresar a Inglaterra conmigo, me cuesta comprender por qué saca eso a
colocación en estos momentos, pero lo que hace que me enfurezca es su
insinuación de buscar un amante. Solo el pensarla en brazos de otro hombre
siento ganas de asesinar a quien sea tan estúpido como para osar tocar lo que
es mío.
No puedo evitar en dos pasos estar frente a ella y cogerla con fuerza por los
brazos, no quiero hacerle daño, pero parece que ella disfruta haciéndomelo a
mí.
Rápidamente, me doy cuenta de que Beatriz cree que no he dormido en la
casa y está convencida de que he pasado la noche con Diana. ¡No puedo
creerlo! Hice una promesa y así se lo recuerdo. Pero como siempre, la lengua
afilada de mi mujercita me responde con rapidez y sarcasmo, echándome en
cara que en el pasado también hice promesas que no cumplí, y es cierto, no
puedo negarlo. Por aquel entonces, cuando pronuncié mis votos ante Dios, no
tenía ninguna intención de cumplirlos. Me avergüenza reconocerlo, pero
ahora todo es diferente, yo intento ser un hombre diferente.
—¿Cómo dejar el pasado atrás, si no eres capaz de tocarme sin salir
corriendo? —pregunta, intentando ocultar el dolor, pero sus ojos siempre han
sido como un libro abierto para mí—. No eres capaz de poseerme, eso que
tanto exigías como condición para que dejaras a tu amante. Pero hasta tú te
habrás dado cuenta de que te es imposible serle infiel, la amas demasiado.
La amas demasiado...
Mi esposa cree que amo a Diana y que por ese motivo anoche no pude
hacer el amor con ella. ¿Amo a Diana? No. No lo sé. Hubo un tiempo en el
que estuve convencido de ello, fue mi primera mujer, ella siempre ha estado a
mi lado cuando la he necesitado, ha habido otras, mas siempre he vuelto a su
lado. Pero ahora ya no estoy tan seguro. Cuando Beatriz se marchó intenté
que todo siguiera igual, y en apariencia lo hizo, pero para mí algo había
cambiado, algo que nunca quise entender.
Al principio pensé que el sentimiento de culpa desaparecería, no obstante,
me equivoqué. Hubo un tiempo en el que siempre estaba pensando en ella,
gasté mucho dinero buscándola durante el primer año, mas después, Diana
me convenció de que posiblemente mi esposa había huido con otro hombre.
Eso hirió mi orgullo, por eso dejé de buscarla e intenté hacer como que
Beatriz nunca había entrado en mi vida para ponerla patas arriba, y lo único
que me quedó fue refugiarme en la única mujer que había demostrado serme
leal.
Pero si debo definir lo que siento por Diana no podría asegurar si es amor.
Después de todo, ¿qué sé yo de esos sentimientos? En estos momentos no
estoy seguro de nada que no sea que quiero conseguir que Beatriz sea feliz a
mi lado. Si eso significa renunciar a Diana lo haré sin importar lo que cueste,
sin importar si me duele o no.
Cuando llegue el momento lo descubriré.
Me dan ganas de golpearme contra la pared cuando me doy cuenta de que
mi silencio me ha condenado. Veo el dolor en los ojos de mi esposa, pero
como el bastardo que soy no desmiento sus palabras. ¿Por qué? No lo sé.
Cuando me doy cuenta de que está dispuesta a marcharse, la detengo. Esto
no puede quedar así, no puede huir de nuevo y seguir pensando que no la
deseo. Y así se lo hago saber, aunque para ello deba abrir mi corazón y
explicarle qué pasó en realidad anoche en nuestra alcoba. Me parte el alma
cuando escucho su voz rota por el dolor preguntarme qué es lo que ha hecho
mal…, ¡ella!
Le intento explicar con claridad que no fue su culpa, que no hizo nada
malo, pero saber por su boca que me deseaba tanto como yo a ella casi me
hace perder la razón. Solo deseo abrazarla y asegurarle que todo va a salir
bien, pero me juré a mí mismo que nunca volvería a mentirle.
Cuando queda todo más o menos aclarado no puedo detener el impulso de
besarla, y su respuesta hace que esté a punto de perder el control de no ser
por la interrupción de Will. Gruño con frustración, pero, aunque no lo quiera
reconocer en voz alta, agradezco su aparición. Quiero que la próxima vez que
mi esposa y yo hagamos el amor ambos estemos seguros, que nuestros
cuerpos se deseen mutuamente y no haya malos entendidos.
Dejo que se marche para poder calmar mi ansia mientras va a por mi hija,
me dirijo hacia el salón donde ya la mesa está preparada con el desayuno, me
siento intentando disimular mi pantalón abultado. No pasa mucho tiempo
antes de que Beatriz aparezca con una Rose feliz en sus brazos que, al verme,
reclama mi atención. Sonrío y la cojo para sentarla en mi regazo mientras
desayunamos en completa tranquilidad.
Me ofrezco a enseñarle la casa y alrededores para pasar más tiempo con
ella, pues sé que a la mínima oportunidad se encerrará en nuestras
habitaciones intentando evitarme, pero es algo que no le pienso poner tan
fácil. Rose juega feliz, y puedo ver como mi esposa está más que complacida
con todo lo que nos rodea. No puedo olvidar que en los últimos años ha
vivido muy alejada de todas estas comodidades y lujos a los que estaba
acostumbrada desde que nació.
Caminamos en silencio vigilando de cerca a la pequeña. Bueno, es Beatriz
quien pone auténtico celo en ello, pues yo me veo como un adolescente, sin
poder apartar la mirada de mi esposa. A pesar de que aún no han llegado los
vestidos que encargué ayer mismo y de que sus ropas han conocido días
mejores, eso no opaca su belleza.
Si hace años me hubieran dicho que la muchacha que se casó conmigo iba
a convertirse en un cisne, no me lo hubiera creído. Ahora, no puedo hacer
otra cosa que admirarla, por su belleza, por su fortaleza, por su valentía.
¿Cómo pude ser capaz de dejar escapar a esta mujer?, ¿cómo pude no darme
cuenta de su valor?
—¿Qué ocurre? —pregunta sacándome de mis ensoñaciones. Veo como
me observa con… ¿desconfianza? —. Estás mirándome demasiado, sé que no
luzco como debería lucir tu esposa, pero...
—Silencio —ordeno deteniéndome y obligándola a ella a imitarme—. No
estoy mirándote porque tu ropa no sea la adecuada, lo hago porque no puedo
evitarlo. Eres hermosa, Beatriz.
Me complace ver cómo se ruboriza, aparta la mirada y observa de nuevo
cómo a lo lejos nuestra hija disfruta de la naturaleza.
—No hace falta que me endulces los oídos, Gabriel, soy consciente de mi
aspecto, sé cómo luzco y también que nunca llegaré a ser una gran belleza.
No como la que acostumbras tú a elegir. —Su baja autoestima me duele, pues
sé que he contribuido a que se sienta de ese modo.
—¿Qué tengo que hacer para que me creas, para que no dudes de cada
palabra que sale de mi boca, de cada gesto que tengo hacia ti? —inquiero,
cansado de no saber cómo llegar hasta ella.
—La confianza debe ganarse, Gabriel, tú la perdiste hace mucho tiempo.
Ni siquiera te conozco —responde con tranquilidad.
—Pues permite que nos conozcamos, Beatriz. Me pides que me gane tu
confianza, pero no me das la oportunidad de acercarme lo suficiente a ti —
intento convencerla.
Guarda silencio mientras volvemos a caminar para no alejarnos demasiado
de Rose. Espero con paciencia su respuesta, rezando para que dé su brazo a
torcer, porque me he dado cuenta de que puede ser muy testaruda. Pero yo
también, y cuando quiero algo lo consigo sin importar el tiempo que me
cueste.
—Lo haré, Gabriel. —No dice nada más, ni siquiera me mira porque sale
corriendo tras Rose que se ha caído. Al ver que no hay peligro, pues mi hija
se ríe mientras se levanta de nuevo, no puedo evitar sonreír, tengo una
oportunidad y no pienso desaprovecharla.
El día pasa con rapidez y mi esposa, fiel a su palabra, parece menos
encerrada en sí misma. Noto que disfruta más, que no está constantemente en
tensión, esperando que yo cometa un error para salir huyendo. También
puedo darme cuenta de que conforme la noche se va acercando ella va
poniéndose más y más nerviosa; intuyo que es por tener que compartir el
lecho conmigo, pero en esta ocasión no puedo prometerle que no me
acercaré, es algo que no podré evitar.
Después de una tarde también muy divertida, donde hemos dado un
agradable paseo a caballo, la cena trascurre con bastante tranquilidad. Rose
está muy cansada así que le pido a una de las criadas que la acueste. Sé que a
mi esposa no le hace ninguna gracia, pero para mi sorpresa no dice nada,
mientras ambos observamos como nuestra pequeña se marcha prácticamente
dormida en brazos de Clare. Continuamos cenando, el fuego del hogar nos da
calor y la luz de las velas confiere un toque romántico a esta cena ahora que
estamos solos.
—Odio el silencio —digo bebiendo de mi copa, mi esposa alza la vista
sorprendida—. Cuéntame algo sobre ti, por favor.
—¿Por qué no me cuentas tú algo sobre ti? —responde con rapidez. No me
niego a ello, pues ella ya me ha contado varias cosas sobre sí misma.
—¿Qué deseas saber? —pregunto indeciso, no sé qué contarle sobre mí
que no agrave la mala opinión que ya tiene.
—Cuéntame sobre tu infancia —pide mientras me mira fijamente.
Respiro hondo, intentando buscar algún recuerdo agradable que poderle
contar, pues no quiero su lástima.
—Mi infancia fue normal, desde muy pequeño fui educado para el
condado, mi padre es un hombre muy estricto, mi madre no lo era tanto. —
Sonrío al recordarla con nostalgia. Aunque la sonrisa dura poco cuando a mi
mente acude el recuerdo de no haberme podido despedir de ella—. Estudié en
los mejores internados, viajé por Europa...
—Describes una vida muy vacía, muy solitaria —me interrumpe con el
ceño fruncido—. Pensé que tú habrías tenido más suerte que yo, pero veo que
nacer en cuna de oro es más un castigo que un privilegio.
—¿Hubieras preferido nacer pobre? —pregunto incrédulo, pero sabiendo la
repuesta.
—Sí —asiente—. He sido pobre estos últimos años y he sido más feliz que
en toda mi vida, Gabriel. No he tenido que regirme por normas de etiqueta
absurdas, ni soportar falsedades de nadie; he sido libre.
—Para ti la riqueza es una cárcel —asiento comprendiéndola, pues
pertenecer a la clase alta conlleva un alto precio—, pero no tiene por qué ser
así. Ahora estás muy lejos del control de tu padre, no voy a permitir que te
moleste. —Intento reconfórtala de alguna forma, darle esperanzas de que no
todo tiene que ser como fue en el pasado—. Sabes que por nuestra posición
debemos ir a Londres con frecuencia, pero por lo demás, si tú decides que
este sea nuestro hogar, así será.
—¿Harías eso por mí? —pregunta asombrada, y con una sombra de duda
en sus preciosos ojos que brillan esperanzados.
—Haría todo por ti —respondo sin dudar, sin pensar. Al ver sus ojos
abiertos como platos me doy cuenta de lo que he dicho y del enorme
significado que tienen mis palabras. Carraspeo y me muevo incómodo en mi
silla, incluso puedo sentir un calor subiéndome hacia mi rostro. ¡Maldita sea!
Me estoy ruborizando como una niña. Necesito escapar de esta situación—.
Tengo papeles que revisar en mi despacho.
Me levanto con rapidez y me marcho a grandes zancadas para escapar de la
intensa mirada de mi esposa. Cuando llego a mi despacho, cierro la puerta y
respiro hondo. Lo hice de nuevo, hui como un cobarde. ¿Cómo se me ha
ocurrido decir semejante tontería? «Porque es lo que sientes...», pienso de
inmediato.
Me siento en la gran silla frente al escritorio de caoba, no sin antes
servirme un vaso de whisky, el cual me bebo de un trago. Eso me calma los
nervios, en muchos momentos de mi vida he recurrido a la bebida para
evadirme, no soy ningún alcohólico, pero es algo que debo aprender a
dominar.
Tengo mucho papeleo atrasado ya que estos últimos meses han sido un
caos, porque he estado ayudando a Eric con todo lo referente a su familia y
títulos, pero es algo que he hecho con mucho gusto. Él es como el hermano
que nunca tuve y sé que siente lo mismo hacia mí.
Cuando Jonathan murió se refugió en nuestra amistad, hasta el punto en
que nos consideramos hermanos, aunque no compartamos la misma sangre.
Y a pesar de saberlo, no puedo concentrarme, no puedo olvidar la intensa
mirada de mi esposa, ni las palabras dichas con una sinceridad que hasta a mí
me aterra.
No sé cuánto tiempo paso escondido, no sé si han sido minutos u horas. No
he bebido más, porque cuando he estado a punto de tomar mi segundo vaso,
he recordado las palabras de Beatriz: «No quiero una noche como la de
nuestra boda, donde tuviste que emborracharte para poder acudir a mi
lecho».
Si ella supiera...
Decidido me levanto y salgo de mi escondite, todo está en completo
silencio. En semipenumbra, me dirijo hacia las escaleras y subo los escalones
de uno en uno. Mi corazón late desbocado, me siento ridículo, no es como si
fuera un jovenzuelo ante su primera vez, de eso ya hace muchísimos años.
Al llegar ante la puerta cerrada de la alcoba que comparto con mi esposa
me detengo indeciso, cierro los ojos, respiro hondo y abro para quedarme
anonadado por la visión que tengo frente a mí.
Beatriz lanza un pequeño grito he intenta cubrirse con una tela blanca que
no ayuda mucho a ocultar su desnudez. Su pelo rubio mojado por el baño, su
piel rosada, sus pechos tersos y sus pezones inhiestos, no sé si a causa del frío
o de mi mirada. Estoy sin palabras, ni siquiera puedo moverme, y solo
reacciono ante sus palabras, que me sacan de mi letargo.
—¡Date la vuelta, Gabriel! —ordena muerta de vergüenza—. Pensé que
esta noche tampoco dormirías aquí —dice mientras sale de la tina, dejando un
charco de agua a su alrededor.
—Esta es mi alcoba, esposa —respondo con voz ronca. Siento la boca
seca, no me vendría mal un trago.
—¡Gírate! —ordena de nuevo, ahora alzando aún más la voz, mientras
intenta cubrir su desnudez sin mucho éxito.
—No debes sentir vergüenza, mujer. —Me aproximo a ella como en trance
—. Eres lo más hermoso que han visto mis ojos.
Se ruboriza e intenta alejarse, pero no hay sitio donde pueda esconderse de
mí, no hoy, no ahora.
—Gabriel, permíteme vestirme y continuamos con esta conversación —
suplica acalorada, mirando a su alrededor buscando una escapatoria que no
tiene.
—No quiero hablar, querida, quiero sentir —respondo al llegar ante ella.
Rozo su brazo hasta su clavícula y cuello, puedo apreciar cómo su piel se
pone de gallina y cómo se estremece ante mi toque—. ¿Tienes frío? —
pregunto con un poco de ironía, pues sé que no es por el frío que su cuerpo
reacciona así, ya que en esta habitación hace más calor que en el infierno.
—No —susurra.
No se aparta y eso me hace sonreír como un bobo. Ni siquiera parece darse
cuenta de que con su respuesta se ha condenado, sé que es mi cercanía, mi
toque, lo que hace reaccionar su cuerpo.
Me acerco un poco más, puedo ver el pulso desbocado en su cuello y un
increíble deseo de besarlo me asalta. Sin pensar lo hago, escucho un pequeño
gemido por parte de mi esposa y siento cómo sus manos se aferran a mí; no
puedo estar más complacido por su respuesta.

Subo por su cuello hasta sus labios que me aceptan ansiosos y responden a
mis demandas, la alzo contra mi cuerpo y al hacerlo, gimo por el placer que
me provoca el roce en mi dolorido miembro. Beatriz se aferra a mi cabello y,
sin querer alargar más este tormento, camino con ella en brazos hasta el
lecho, donde con sumo cuidado, la tiendo para acomodarme sobre ella sin
aplastarla con mi peso.
Seguimos besándonos, es como una lucha de poder, ninguno quiere dejarse
dominar por el otro, pero claramente yo tengo las de ganar. Antes de que
despunte el alba mi esposa estará gimiendo mi nombre, entregándose en
cuerpo y alma, y a la vez también estaré haciéndolo yo. Solo espero que ella
sea capaz de verlo, de sentirlo.
Quiero darle todo lo que no le di en nuestra primera vez, y en esta ocasión
despertaré a su lado, no saldré corriendo como el cobarde que fui en el
pasado. Porque este es nuestro presente y la base para nuestro futuro. Beatriz
es mi futuro, siempre debió serlo.
Capítulo XI
Lady Beatriz. Oxford Hall, 1500

«Haría todo por ti»


Esa frase se repite una y otra vez en mi cabeza mientras me baño. Al
escucharla me quedé sin saber cómo responder o reaccionar, pues Gabriel, sin
pensar, había expresado mucho con esas simples cuatro palabras. Pero mi
felicidad cayó al pozo cuando lo vi marcharse a toda prisa al darse cuenta del
significado de lo que había dicho, no sé por qué me sigo sorprendiendo.
Supongo que esta noche también dormiré sola, y no puedo definir si lo que
siento es alivio o fastidio. Aunque ahora sé la verdad de lo que ocurrió
anoche eso no me hace sentir mejor, como mujer anhelo sentirme deseada.
Intento apartar de mi mente tales pensamientos y me dispongo a salir de la
tina, cojo la fina tela para cubrirme y me quedo inmóvil cuando veo que la
puerta se abre dejándome ver a un Gabriel petrificado. Mortificada, intento
cubrirme lo mejor que puedo, pero soy consciente de que esta fina tela deja
ver todo mi cuerpo, y me convenzo de ello al ver la mirada de fiero deseo que
tienen los ojos de mi esposo. Eso hace que un calor abrasante recorra mi
cuerpo, descendiendo por mi bajo vientre hasta mi centro.
Le grito para que se gire y me permita vestirme, pero no reacciona, al
menos no a la velocidad que me gustaría. Cuando al fin se mueve es para
acercarse a mí con una decisión que me asusta y me complace a partes
iguales; y escucharle decir que soy hermosa me hace enrojecer más aún si eso
es posible.
Cuando siento el roce de sus dedos ascendiendo sobre mi brazo y escucho
su voz ronca diciéndome que el tiempo de las palabras ha pasado y lo único
que desea es sentir, estoy a punto de arder como el fuego que crepita en la
gran chimenea y que mantiene el calor en la alcoba. Aunque si en este
instante se apagara estoy segura de que no me daría cuenta.
Estoy como en un trance y cuando su voz enronquecida por el deseo me
pregunta si tengo frío, no se me ocurre mentirle y puedo ver como mi
respuesta le satisface en demasía. Sé que le he permitido saber lo que su
cercanía provoca en mi cuerpo, pero ahora mismo no me importa, no quiero
pensar en nada ni en nadie más que en nosotros, esta noche solo seremos
Gabriel y Beatriz.
Cuando sus labios toman posesión de los míos dejo la poca voluntad que
aún me quedaba atrás, y respondo con ardor a sus deseos. En el momento en
que me siento alzada entre sus fuertes brazos no dudo en dejarme llevar y, al
notar el lecho en mi espalda, mis dedos se enredan entre el cabello de mi
esposo, mientras gimo su nombre al sentir el placer que sus labios y lengua
están provocando en mi cuerpo.
Las manos de Gabriel recorren mi cuerpo dejando una estela de fuego a su
paso. Sus labios solo abandonan los míos para descender por mi mandíbula y
cuello hasta el nacimiento de mis senos, los cuales están sensibles y doloridos
ansiando su toque.
Cuando Gabriel llega hasta estos me noto al borde de las lágrimas, todo lo
que estoy sintiendo es tan intenso que me siento aterrada y maravillada al
mismo tiempo. No quiero que se detenga, pero también temo continuar para
acabar como las anteriores ocasiones, usada, sola y sintiéndome menos que
nada.
Pero me dejo llevar rezando para que en esta ocasión todo sea diferente.
Alejo los malos pensamientos que casi se han apoderado de mí y sigo
disfrutando de las sensaciones, de la ilusión de que mi esposo me ama. Al
menos mientras estamos así, los dos explorando nuestros cuerpos, puedo
imaginar que el amor nos une y esto es la demostración de ello.
No sé en qué momento mi esposo se ha despojado de sus ropas, me doy
cuenta cuando el espeso vello que adorna su pecho, fuerte y marcado, hace
cosquillas en mis sensibles senos; y cuando su miembro, erguido y orgulloso,
roza mi muslo haciendo que separe las piernas como una clara y silenciosa
invitación a su invasión. Pero para mi sorpresa no lo hace, sigue
acariciándome y besándome.
Comienzo a desesperarme, tiro con fuerza de su cabello, ya que está a mi
alcance, y me parece escucharlo reír. Eso acaba de sacarme de mis casillas,
así que le araño en la espada buscando estar lo más cerca posible, fundir
nuestros cuerpos de una vez por todas.
—Tranquila, pequeña fiera —sisea mientras al fin posiciona su cuerpo
encima del mío.
—Gabriel —gruño su nombre. Al sentirlo adentrarse en mí, alzo las
caderas en un acto reflejo que no puedo controlar, puesto que mi cuerpo ya
no me pertenece.
Mi esposo se detiene una vez está por completo en mi interior, tiembla y yo
no estoy mucho mejor. Recorro su espalda perlada de sudor, él apoya su
frente en la mía y cierra los ojos, creo que busca encontrar algo del control
perdido hace unos momentos. No quiere dañarme, y eso hace que mis ojos se
empañen, pestañeo para alejar la humedad y es el roce de los labios de
Gabriel sobre los míos lo que hace que pueda controlar mi inminente llanto.
Correspondo a su beso, y parece que para él es la señal que estaba
esperando, pues comienza a moverse, con lentitud al principio, hasta ir
acelerando sus acometidas, haciendo que sea incapaz de contener los gemidos
de placer. Escuchar a Gabriel susurrar una y otra vez mi nombre, acariciar
con veneración cada rincón de piel de mi cuerpo, me hace sentirme amada.
No sé cuánto tiempo trascurre mientras me encuentro en este limbo de
placer, pero vuelvo a la realidad de golpe cuando Gabriel sale de mi interior y
sin darme tiempo, me alza dejándome encima de él. Me sonríe con picardía y
yo no sé qué debo hacer, qué es lo que espera de mí.
—Móntame, esposa —me ordena con su voz enronquecida por el deseo, y
yo me ruborizo ante su petición, así que es él quien toma el mando una vez
más. Guía su miembro hacia mi centro y me hace descender sobre toda su
longitud, haciéndome cerrar los ojos y sisear por el placer que me provoca
esta nueva postura, pues lo siento más profundamente en mi interior.
Y comienzo a moverme por instinto, buscando aliviar la presión que siento
en mi vientre. Gabriel me observa con sus hermosos ojos oscurecidos por el
deseo, sus párpados semicerrados, sus manos guiando mis movimientos,
acelerando cada vez más el vaivén de nuestros cuerpos. No creo poder
soportar mucho más este tormento.
—Gabriel... —susurro temblorosa, asustada por la marea de sensaciones
que siento. No puedo parar de subir y bajar sobre el miembro de mi esposo
que ahora gruñe como si estuviera siendo torturado, su respiración es
trabajosa dejándome saber que él también está al borde del precipicio.
Sé cuándo todo está a punto de explotar, es cuando Gabriel toma por
completo el mando de mi cuerpo y con su fuerza es él quien guía las
penetraciones, cada vez más rápidas, más profundas. Solo puedo cerrar los
ojos, echar mi cuello hacia atrás y gritar por el placer tan intenso que estoy
experimentando, ni siquiera nuestra primera noche juntos fue así, ni me había
preparado para algo parecido.
—¡Beatriz! —exclama casi gritando mientras se hunde una última vez en
mi interior, dejándome sentir su semilla inundándome.
Mi cuerpo ya no responde y me dejo caer sobre el pecho sudoroso de mi
esposo, quien me abraza con fuerza contra él. Aún permanece en mi interior
mientras ambos intentamos recuperar el aliento, intentando volver a la
realidad.
No sé cuánto tiempo transcurre hasta que podemos respirar con relativa
tranquilidad. En la alcoba solo se escucha el crepitar del fuego, ahora todo ha
quedado en silencio, cuando hace unos minutos todo eran gemidos y susurros
de placer.
Cuando siento que Gabriel comienza a trazar círculos sobre mi espalda,
cierro los ojos y me dejo vencer por el cansancio que me invade hasta caer en
un profundo sueño reparador; sin importarme aún estar unida a mi esposo de
la manera más íntima posible.
No sé con exactitud cuánto tiempo ha trascurrido, cuando siento unas
caricias sobre mi espalda que me despiertan de mi sueño profundo. No puedo
evitar sonreír como una tonta al recordar lo que ha ocurrido entre mi esposo y
yo hace solo unas horas. Entreabro los párpados, que siento aún pesados por
el letargo, y ante mí puedo observar lo que nunca pude imaginar, un Gabriel
risueño, con ojos velados aún por el cansancio, pero que brillan con deseo
renovado.
—Buenos días, esposa —susurra ronco, acercándose a mi rostro y
besándome con una ternura que me provoca un nudo en la garganta difícil de
tragar.
Su mirada tan intensa, recorriendo lo que las mantas no están cubriendo,
hace que me sonroje sin poder remediarlo. Y me siento aún más mortificada
cuando mi esposo, al darse cuenta de mi vergüenza, se ríe, haciéndome
reaccionar de una forma inmadura. Queriendo imitar las costumbres de mi
marido intento huir, pero su fuerte agarre me lo impide haciendo que me
enfurezca.
—Me alegra ser una buena diversión para usted, milord —siseo, intentando
levantarme del lecho—. Siento no ser tan experimentada como las mujeres
con las que acostumbra a compartir cama.
—No seas estúpida, Beatriz —espeta con los dientes apretados y furia en
su semblante. Sé que mis palabras han sido de muy mal gusto y mi reacción
desproporcionada. ¿Por qué he tenido que estropear este bello momento? —.
No me estaba burlando de ti, solo que me parece tierno que aún seas capaz de
sonrojarte después de lo que ocurrió anoche entre nosotros; entre marido y
mujer no debe existir la vergüenza.
Guardo silencio a pesar de saber que debería disculparme por mi
comportamiento, pero no puedo; han sido mis celos y mi inseguridad hacia
los sentimientos de Gabriel los que me han hecho reaccionar de ese modo.
No soporto pensar que, a pesar de la experiencia tan hermosa de la que me
hizo disfrutar anoche, él puede estar siempre comparando a Lady Diana
conmigo. Todo lo que ha vivido con ella pesa más que lo que ahora pueda
hacer o decir al respecto, pues es la mujer que su corazón escogió, y yo solo
soy la esposa que le fue impuesta.
Cuando al fin suelta su agarre para levantarse con brusquedad de la cama,
es cuando en realidad me doy cuenta de la magnitud de mi silencio y lo que
ello puede significar para nuestra relación. Así que dejo mi orgullo a un lado,
algo que juré que no haría jamás, pero que no puedo evitar en estos
momentos en los que veo como Gabriel está a punto de marcharse. Lo que
con toda seguridad significaría volver a poner un muro entre nosotros, abrir
una brecha que puede que no podamos volver a cerrar.
—Lo siento —suelto con rapidez, soy incapaz de alzar la mirada, pero mi
esposo ha detenido su intención de marcharse—. Sé que mis palabras han
estado fuera de lugar.
—No sé a qué se ha debido tu ataque hacia mí, Beatriz. Después de lo que
ocurrió anoche entre los dos pensé que podríamos volver a empezar, tener
una oportunidad de verdad, pero ahora ya no estoy tan seguro de ello.
Dicho lo cual, sale cerrando con suavidad la puerta y dejándome de nuevo
sola, pero ahora me siento la más estúpida de las mujeres.
Cuando desperté en sus brazos me sentía la más feliz, mas ahora me siento
miserable. Y no estoy enfadada con Gabriel, lo estoy conmigo misma por mi
estupidez, por mi comportamiento guiado por los celos. Con toda
probabilidad he estropeado lo poco que habíamos avanzado en nuestro
matrimonio.
Poco después, cuando todavía sigo culpándome, llaman a la puerta, doy
permiso para que, quien sea que esté tras de la maciza madera, pase y dos
criadas jóvenes no tardan en entrar con todo lo necesario para que me dé un
baño.
—Buenos días, señora —saluda la que parece un poco más mayor de las
dos—. Mi señor nos ha ordenado prepararle su baño.
Asiento en respuesta, pues me ha dejado sin palabras. Gabriel, aun furioso
conmigo después de lo que fui capaz de decir, sigue pensando en mi
comodidad. Deseo preguntar dónde se encuentra mi esposo en estos
momentos, pero temo la respuesta, me aterroriza pensar que se haya
marchado, que se haya dado cuenta de que tal vez nunca sea nuestro
momento; no con tantos fantasmas del pasado que aún están muy presentes.
Las criadas están dispuestas a ayudarme tanto en el baño como con la
vestimenta, pero me niego con toda amabilidad. Llevo tanto tiempo
haciéndolo todo sola, que ya no sabría cómo quedarme quieta mientras otros
hacen todo por mí.
No me entretengo mucho, no dejo que los malos pensamientos, ni las
ensoñaciones recordando la noche que he compartido con Gabriel, me alejen
de la realidad y de lo que debo hacer con urgencia. Me dirijo hacia la
habitación de Rose, pero me sorprende encontrarla vacía, el corazón
comienza a golpear con fuerza dentro de mi pecho y un sudor frío perla mi
frente, mis manos tiemblan y salgo corriendo por el largo pasillo alfombrado.
Bajo las escaleras con la misma rapidez, aun sabiendo que puedo dar un
mal paso y romperme el cuello, no es algo que ahora mismo me importe, solo
necesito encontrar a mi hija. No permito que las diferentes razones por las
que puede no estar en su dormitorio me hagan volverme loca, no puede ser
que Gabriel se la haya llevado. ¿Tal vez para castigarme? No, no lo creo, no
puede ser tan malvado.
Detengo mi carrera cuando escucho la risa de mi pequeña, me guío por el
sonido y la encuentro en la terraza que da al hermoso jardín que tanto nos
gustó a las dos. La causa de sus carcajadas es su padre, que está alzándola en
el aire mientras sonríe con una felicidad que nunca antes había visto en él. No
puedo evitar que me dé un vuelco el corazón, la mira con tanto amor, con
tanta adoración, a mí nunca nadie me ha mirado así.
—¡Mami! —grita Rose cuando se da cuenta de mi presencia. Alejo de mí
la tristeza y la saludo con todo el amor que siento por mi pequeño ángel—.
Papá..., vuela —intenta explicar con emoción a lo que estaba jugando con
Gabriel hasta que he llegado.
—Lo he visto, querida. —La beso mientras aún es sostenida por mi esposo,
ni siquiera soy capaz de mirarlo.
—Buenos días, Beatriz —saluda como si nada hubiera sucedido. Me
sorprende, pero le sigo el juego, supongo que no desea que Rose se dé cuenta
de nada. Él me prometió una vida feliz para mi hija y lo está cumpliendo, no
tengo nada que reprocharle.
—Buenos días, Gabriel —respondo, escucho como mi pequeña se ríe y
ambos la miramos interrogantes.
—Beso —dice sin más.
La miro con la boca abierta, sé lo que está pidiendo. Gabriel me mira
buscando una explicación que no estoy segura de querer dar, pero cuando
Rose se pone más ansiosa no me queda más remedio que hablar.
—Quiere que también te dé los buenos días con un beso, es a lo que está
acostumbrada, lo que ha visto desde que era un bebé —aclaro en voz baja.
—¿Acostumbrabas a besar a hombres delante de mi hija? —espeta furioso.
Lo miro ofendida, ¿cómo se le ocurre semejante desatino?
—Por supuesto que no —respondo intentando controlar mi carácter. Me
recuerdo que Rose está presente y que me juré que mi hija no presenciaría
jamás ninguna discusión entre sus padres—. Siempre le he dado los buenos
días con un beso, y siempre veía como Fiona besaba a Duncan cada mañana.
Gabriel rehúye mi mirada después de mi explicación, pero Rose, con lo
terca que es, no deja de insistir. Ella no entiende la incomodidad que ahora
reina en el ambiente, para ella, somos un matrimonio como el de Duncan y
Fiona. Ojalá fuera así, pero ellos no fueron obligados a casarse, se eligieron
mutuamente, el suyo fue un amor a primera vista, y después de treinta años
juntos, esa llama aún perdura.
—No va a parar, ¿cierto? —pregunta con una voz más ronca de lo normal,
como si le costara hablar. Niego como respuesta, pues estoy convencida de
que mi voz sería demasiado temblorosa—. Hagámoslo entonces.
Deja a nuestra hija en el suelo expectante, observando nuestras reacciones
con una bella sonrisa en su rostro de querubín. Se acerca cada vez más, puedo
ver el cansancio en su rostro. Está tenso, puedo notarlo, a él tampoco le gusta
esta encerrona que nos ha hecho nuestra hija, y en el fondo me duele que no
sea capaz de darme un simple beso, cuando anoche no podía saciarse de mí.
Pensé que sería un beso corto, prácticamente ni me daría tiempo a sentirlo,
pero una vez más, con Gabriel me equivoco. En el momento en que nuestros
labios se unen, cierro los ojos porque de nuevo mi cuerpo reacciona como de
costumbre. Me acerco todo lo posible a Gabriel que me sostiene entre sus
brazos, gime muy bajito, pero lo escucho y eso me produce un placer
indescriptible; a pesar de estar enfadado conmigo no puede controlarse, no le
soy tan indiferente después de todo.
Pero aunque el deseo se ha apoderado de ambos, es mi esposo quien
consigue controlarse y es el primero en apartarse, dejándome una sensación
de vacío que no me agrada lo más mínimo. A pesar de cómo me siento, debo
continuar representando el papel de amante esposa y llena de felicidad por mi
hija, quien observa nuestras reacciones con una sonrisa que ilumina todo su
pequeño rostro, haciendo que cada cosa que deba enfrentar valga la pena.
Su felicidad lo es todo para mí, y con ese pensamiento en mente para no
olvidar ni flaquear, me siento con ella a mi lado y Gabriel en la cabecera de la
mesa como corresponde al cabeza de familia. Mientras desayunamos intento
prestar atención al incesante parloteo de Rose, que le pide a su padre salir a
cabalgar, y como no es de extrañar, él no es capaz de negar nada a su hija, así
que promete salir con ella después de dejar zanjados algunos asuntos con sus
hombres. Lo que ocurre a continuación no es algo que me esperara.
—¿Vendrás con nosotros, mami? —La dulce voz de mi pequeña me
sorprende, miro de reojo a mi esposo para intentar descifrar si sería
bienvenida mi presencia, pero parece ajeno a la pregunta que me acaba de
hacer Rose.
Guardo silencio sin estar muy segura de qué contestar. ¿Quiero ir? Por
supuesto que sí, me encanta montar a caballo, me fascina el paisaje que nos
rodea y hoy, por imposible que parezca, solo quiero estar al lado de Gabriel
en compañía de nuestra hija. Darle los momentos que hasta ahora ella no ha
podido disfrutar, ofrecerle hermosos recuerdos que pueda atesorar en su
memoria. Para que cuando nosotros ya no estemos en esta tierra, pueda
rememorar tiempos mejores, tiempos que la ayuden a aliviar su tristeza en
momentos de zozobra.
—Tu hija te ha hecho una pregunta, Beatriz. —La imperiosa voz de mi
esposo me hace reaccionar, lo miro y me doy cuenta de que ambos están
callados aguardando mi respuesta.
—Claro, querida —sonrío—. Me encantaría acompañaros a ti y a papá.
—Muy bien —exclama Gabriel mientras se levanta—. Nos honras con tu
presencia, querida esposa. —Sé que lo dice con ironía, pero gracias a Dios
Rose es demasiado pequeña para darse cuenta de ello—. Id preparándoos
para el paseo, en una hora me reuniré con vosotras en los establos. Abrigaos,
hoy el día es muy frío. —Dicho lo cual se marcha dejándonos solas.
Rose está impaciente y no quiere comer mucho, así que, como he perdido
también el apetito, decido subir a la recámara de mi hija y prepararla. No es
que tengamos ropa de montar apropiada, pero algo encontraré. Sé que Gabriel
ha tenido que ocuparse ya de todo lo referente a nuestro vestuario, y no
tardaremos en recibir desde Londres los mejores vestidos; mientras tanto nos
las apañaremos como hemos hecho hasta ahora.
Visto a Rose con un vestido azul oscuro y trenzo su cabello, está hermosa y
va de un lado para otro mientras yo acabo de alistarme. También me trenzo el
cabello, buscando la comodidad a la hora de cabalgar, o tal vez es una vieja
costumbre. Mi padre siempre me obligaba a hacerlo si quería montar a
caballo, era una forma más de dominarme, de moldearme a su antojo.
Debía vestir, peinarme y actuar como él dijera, fui un títere en sus malditas
manos hasta el punto de que finalmente accedí a casarme con Gabriel no por
la terrible paliza que me dio, ni por la amenaza de matarme si no lo hacía,
sino porque solo quería algo de libertad y buscar el amor que siempre me
había faltado. Una lástima pensar que el hombre que mi padre escogió para
mí sería capaz de amarme.
Son los llamados de mi hija los que me sacan de mis malos recuerdos. Sin
poder entretenerla mucho más, bajamos las escaleras y, como temía, no hay
ni rastro de Gabriel. Espero que no haya ocurrido nada que le haga retrasarse
o posponer el paseo, porque entonces va a tener que lidiar con una niña
enfurruñada. Cuando pasan los minutos y sigue sin aparecer cojo a mi
pequeña de la mano y nos dirigimos hacia el establo con la esperanza de que
este allí como prometió, por desgracia, el entrar me doy cuenta de que
tampoco está aquí.
«¿Dónde demonios estás, Gabriel Hamilton?»
Veo a un mozo y le ordeno que vaya preparando los caballos, miro en
todas direcciones para ver si aparece. Los nervios están haciendo mella en mí,
Rose está ansiosa, es una niña tranquila, pero al fin y al cabo una niña que no
entiende de tiempos ni de esperas.
—¿Dónde está papá? —pregunta por quinta vez en menos de diez minutos.
Cojo aire, e intento tranquilizarme para responderle sin alzar la voz.
—Enseguida vendrá, Rose, papá es un hombre ocupado y debes ir
acostumbrándote a que no siempre podrá estar disponible cuando tú quieras.
—Intento que mi tono de voz no sea de regaño, pero debe entender desde este
momento que Gabriel no solo es su padre, es el Conde de Oxford y mucha
gente depende de él. Para mí un título no supone nada bueno, solo una pesada
carga con muchas responsabilidades.
Asiente no muy convencida, sin haber entendido mucho de lo que le he
dicho, de eso estoy segura. Al fin escucho pasos apresurados y, por cómo
reacciona mi cuerpo, sé que es Gabriel el que se acerca.
—Siento la demora —dice al vernos esperando ya con los caballos
preparados—. Bellas damas, disfrutemos del paseo.
Dicho esto, me ayuda a montar a mí y después sube a Rose a su caballo,
con rapidez monta y comienza a guiarnos. No pregunto qué es lo que le ha
entretenido, pues no sé si quiero conocer el motivo.
Capítulo XII
Lord Gabriel Hamilton. Oxford Hall, 1500

«Siento no ser tan experimentada como las mujeres con las que
acostumbra a compartir cama» Estoy tan furioso que necesito salir de esta
habitación antes de que diga o haga algo de lo que me pueda arrepentir. Sabía
al traer de vuelta a Beatriz que no iba a ser fácil ganarme su confianza, pero
jamás llegué a imaginar que unas simples palabras dichas con tanta saña
pudieran doler tanto.
Después de lo ocurrido anoche me siento extraño, fue la mejor noche de mi
vida, incluso mucho mejor que la primera vez que estuvimos juntos, y ella
una vez más lo echa todo a perder por no ser capaz de dejar el pasado donde
pertenece. Intento calmarme, hago mi mayor esfuerzo por comprenderla. No
le he dado motivos para que desconfíe de mí desde que nos hemos vuelto a
reencontrar, pero el peso del desastroso matrimonio de sus padres y nuestros
terribles inicios, han dejado en ella una huella difícil de borrar.
Respiro hondo, cuento mentalmente hasta diez y me dirijo hacia la alcoba
de Rose. Encuentro a una de las criadas ya ayudándola a vestirse, es increíble
cómo ha sabido adaptarse a su nueva vida, parece mentira que sea su madre
la que más esté luchando contra todo esto.
Mi pequeña, al darse cuenta de mi presencia, comienza a emitir sonidos de
alegría y a llamarme, ansiosa; no se calma hasta que no la alzo en brazos, y
solo lo hago cuando la criada me confirma que ya está lista. Me encanta
sentir su pequeño cuerpo contra el mío, su olor a bebé, su inocencia.
Sin pensar mucho en mis acciones, me encamino con ella hacia el salón
donde no tardará en servirse el desayuno, al ver que los sirvientes están
trabajando en ello, decido salir a la terraza para que Rose vea el hermoso
jardín bañado por los primeros rayos de Sol. Parece encantada ante el
espectáculo que nos ofrece este maravilloso paisaje, cada vez comprendo
mejor por qué mi madre nunca quiso marcharse de este lugar. El rocío de la
noche aún baña la hierba, hace un poco de frío, pero no pretendo estar mucho
tiempo aquí fuera, no quiero que mi pequeña enferme; y con toda seguridad
Beatriz me culparía de ello con sobrados motivos.
Rose acaricia mi rostro con su pequeña manita, me mira sonriente, y no
puedo evitar imitarla. La alzo sobre mi cabeza haciéndola volar y ella ríe a
carcajadas, cuando me detengo, ella pide más y más. No es hasta que mi
pequeña traviesa grita “mamá” que me doy cuenta de que Beatriz está
observándonos. No parece enfadada, más bien avergonzada, solo con su
presencia ha hecho que vuelva la ira que mi hija había conseguido que
olvidará por unos instantes.
Mi esposa intenta ocultar sus sentimientos, pero no se le da muy bien, pues
soy consciente de que vuelve a sentirse incomoda con mi presencia, con la
estrecha relación que he conseguido en tan poco tiempo con nuestra hija.
Rose, ajena a todo, se lanza ansiosa a los brazos de su madre, contándole
en su propio idioma qué estábamos haciendo antes de que nos interrumpiera.
Sé que me estoy comportando como un niño, pero no puedo evitarlo, no soy
capaz de olvidar lo que ocurrió anoche con Beatriz, lo que sentí, y ella lo tira
todo por la borda. Hubiera querido volver a hacerle el amor a mi esposa,
comenzar el día acariciando su cuerpo, impregnarme de su aroma, y todo se
ha ido al infierno.
Intento controlarme, saludo con cortesía y frialdad y ella me responde del
mismo modo. Creo que ya está todo solucionado y podremos desayunar en
aparente tranquilidad, cuando Rose vuelve a sorprenderme, reclamando
nuestra atención con una simple palabra.
Miro incrédulo a mi esposa cuando me explica que nuestra hija quiere que
nos saludemos con un beso. Miles de imágenes de Beatriz besando a otro
hombre llegan a mi mente, nublándome la razón, y no puedo contener un
estúpido comentario; que nada más sale de mi boca sé que ha sido de muy
mal gusto.
—Por supuesto que no —responde—. Siempre le he dado los buenos días
con un beso, y siempre veía como Fiona besaba a Duncan cada mañana.
Su explicación es lógica y me hace sentir un completo imbécil. Así que no
añado nada más rezando para que Rose se olvide de su absurda petición.
Hace unas horas no me hubiera importado besarla, pero aún persiste en mí el
enfado.
—No va a parar, ¿cierto? —pregunto con una voz más ronca de lo normal,
siento mi garganta como serrín. Beatriz niega como respuesta y cierro los
ojos intentando sacar valor, pues sé que en el momento en que mis labios
rocen los de mi esposa, todo mi enfado se irá al infierno—. Hagámoslo
entonces.
Observo como Bea deja con cuidado a nuestra hija en el suelo. La pequeña
nos mira con una felicidad en su bello rostro por la cual merece la pena todo
lo que estamos dispuestos a hacer por ella. Me acerco poco a poco, noto todo
el peso del cansancio acumulado, me siento derrotado en estos momentos, mi
cuerpo en tensión, expectante por lo que está próximo a ocurrir.
Pretendía que fuera un simple roce, pero todas mis intenciones se van al
diablo cuando mis labios rozan los de mi esposa, tan llenos y dulces, y pierdo
el control cuando veo como Beatriz cierra los ojos, se acerca más a mi cuerpo
y se deja llevar. Gimo por el placer que me provoca su rendición, saber que, a
pesar de su desconfianza y su supuesto odio hacia mí, su cuerpo responde al
mío como si fueran uno solo.
Tengo que recurrir a toda mi fuerza de voluntad para interrumpir el beso y
alejarme, cuando mi cuerpo lo que desea es tomar el control y que me lleve
lejos a mi mujer para volver a disfrutar del placer que ambos compartimos
anoche.
Cuando miro de nuevo a Beatriz parece tan afectada como yo, solo que no
es capaz de disimularlo. Me encierro otra vez en mi coraza de hielo, esa que
tan bien he sabido construir a lo largo de los años, la que impide que me deje
vencer por lo que me daña. Siempre me he ocultado tras la fachada de la
indiferencia y es difícil romper con las antiguas costumbres.
Soy el primero en encaminarme hasta el salón cuando me informan de que
el desayuno ya está listo. Necesito alejarme de Beatriz, ahora mismo estar en
la misma habitación que ella me está volviendo loco. De reojo la observo
mientras espero a que tome asiento, las buenas costumbres y la
caballerosidad no deben perderse por ningún motivo.
Cuando ambas están sentadas, lo hago yo y doy la orden para que
comiencen a servirnos. Mi esposa, tan callada como siempre, escucha atenta
el parloteo de Rose, hasta que la atención de la pequeña pasa a mí y me
pregunta si podemos salir a cabalgar. A pesar de que tengo mucho trabajo
atrasado no puedo negarme, me niego a no disfrutar de mi hija ahora que la
tengo en mi vida, demasiados momentos me he perdido ya.
—¿Vendrás con nosotros, mami? —La dulce voz de mi hija, me hace
cerrar los ojos por unos instantes. Rezo para que la respuesta de mi esposa
sea negativa, necesito pensar, y con ella cerca mi juicio se nubla y siempre
acabo cometiendo errores.
El silencio me pone de los nervios, rezo una y otra vez para que se invente
cualquier excusa que convenza a mi hija de que su madre no puede
acompañarnos hoy a cabalgar. Me parece una eternidad lo que tarda en
contestar, por eso no puedo evitar hablar.
—Tu hija te ha hecho una pregunta, Beatriz —espeto haciéndola
reaccionar al fin.
—Claro, querida —sonríe—. Me encantaría acompañaros a ti y a papá.
Sus palabras son como un puñetazo en el pecho, no es que no desee su
compañía, es que temo demasiado mis reacciones.
—Muy bien. —Me levanto con rapidez, necesito terminar el trabajo
atrasado, pero necesito más aún alejarme de Beatriz—. Nos honras con tu
presencia, querida esposa —digo con ironía, no puedo evitar seguir
representando mi papel—. Id preparándoos para el paseo, en una hora me
reuniré con vosotras en los establos. Abrigaos, hoy el día es muy frío —les
ordeno mientras me marcho.
Al llegar a mi despacho cierro la puerta, me dirijo hacia la pequeña mesa
donde están los licores y me sirvo un vaso, lo necesito. Desde hace mucho
tiempo no sentía esta necesidad apremiante de beber, pero necesito calmar
mis nervios y no dejar que mi matrimonio, que es un caos en estos
momentos, me desequilibre emocionalmente.
Solo me ha ocurrido una vez en mi vida y fue cuando mi madre murió y mi
padre creyó que no era importante avisarme; ni siquiera pude ir a su entierro.
Esa etapa de mi vida fue una locura que no quiero volver a repetir. La única
persona que pudo en realidad ayudarme a salir del pozo en el que había caído
fue Diana, ni siquiera Eric pudo hacerlo. Aunque nunca se dio por vencido
conmigo, nunca me abandonó a pesar de que por aquel entonces me comporté
como un estúpido en innumerables ocasiones.
Con el segundo vaso vacío entre mis manos me siento más tranquilo y me
dispongo a trabajar respondiendo cartas y mirando las cuentas. Intento ir lo
más rápido que puedo, pero veo que no todo va tan bien como debería, el año
pasado tuvimos mala cosecha y el frío de este año no está ayudando mucho.
Redacto una carta para enviarla a Londres de inmediato, necesito dinero para
pagar varias cosas y reparar otras, me aseguraré de que a esta casa nunca le
falté de nada.
Cuando me doy cuenta ha trascurrido más de una hora. Me levanto con
rapidez y siento la espalda y los músculos del cuello agarrotados, pero no
presto atención a molestias tan insignificantes. Enseguida una de las criadas
me informa de que tanto mi esposa como mi hija ya están en el establo
esperándome.
En el poco tiempo que conozco a Rose he podido darme cuenta de que es
una niña tranquila, pero impaciente cuando se trata de algo que desea, así que
con seguridad está volviendo loca a Beatriz. Me apresuro a llegar a mi
destino y ya puedo escuchar el incesante parloteo que caracteriza a mi hija,
doy a conocer mi presencia y sin demorarme más, ayudo a Bea a montar,
coloco a Rose sobre mi caballo y subo detrás de ella.
Comenzamos nuestro paseo en silencio, decido salir de los terrenos de la
mansión y llevarlas por los alrededores, los cuales también me pertenecen.
Les explico a mi esposa e hija que todo lo que podemos contemplar ha
pertenecido a mi familia por generaciones. Aunque mi padre estuvo a punto
de venderlo, era lo suficiente mayor e inteligente para aquel entonces y me
opuse en rotundo.
Creo que fue la primera vez en mi vida que luché realmente por algo, pero
no podía permitir que se deshiciera del único lugar que mi madre amaba, en
el que aún me parecía ser capaz de escucharla, podía incluso sentir su
presencia más cerca de mí que nunca.
Desde aquel momento mi padre se dio cuenta de que había dejado de ser
un títere en sus manos, que ya no era aquel muchacho que callaba, que
respetaba y aprobaba todo lo que él hacía. La muerte de mi madre fue el
punto de quiebre entre mi progenitor y yo, nada volvió a ser igual, la relación
casi inexistente y carente de amor y cariño, dio paso a una de frialdad y
desapego por mi parte.
Me avergüenza admitir que no tengo ningún tipo de sentimiento puro por
mi padre, todo el amor fue para la mujer que me dio la vida, aquella que tanto
temía que me convirtiera en un ser tan frío y déspota como su marido.
Y me temo que durante un tiempo fui digno hijo de Andrew Hamilton, por
ello me encuentro intentando recuperar a mi familia. Inmerso en un triángulo
amoroso al que no estoy muy seguro de cómo darle fin, pues conozco muy
bien a Diana; ella no va a dejar que la haga a un lado con tanta facilidad.
Intento dejar esa preocupación al margen, igual que la sensación de que todo
puede irse al garete sin que pueda evitarlo.
Es Rose quien, como siempre, con su particular modo de hablar, pues
apenas es casi un bebé, me saca de mis cavilaciones, de mis malos recuerdos
y de los presentimientos que se apoderan de mí sin poder evitarlo.
—Rose lleva rato intentando captar tu atención —explica mi esposa con
algo de reproche en su voz.
La miro y me contengo para no contestarle de malas maneras. Me
concentro en mi hija, no entiendo por qué no puedo olvidar las palabras de
Beatriz, después de todo me merezco eso y mucho más.
Desde ese mismo instante me centro en Rose, ella hace que este paseo no
sea del todo incómodo, pues su alegría hace que tanto su madre como yo
olvidemos por un tiempo nuestras diferencias y el oscuro pasado que nos ha
llevado a encontrarnos en esta encrucijada. Intento disimular y sé que mi
esposa también lo hace, aunque yo soy mejor actor que ella. Llevo años
mintiendo a todos, incluso a mí mismo, no es de extrañar que sea capaz de
seguir esta charada sin mucha complicación.
Después de casi dos horas nos damos cuenta de que nuestra pequeña
muestra síntomas de cansancio; casi se le cierran los ojos, pero lucha contra
ello, tan entusiasmada por todo lo que le rodea. Decido que ya es hora de
regresar, el camino de vuelta lo hacemos con más rapidez y al llegar a nuestro
destino, me despido de Rose y dejo que uno de los mozos guarde mi caballo.
Ni siquiera vuelvo a dirigirle la palabra a mi mujer, me marcho sin mirar
atrás para volver a encerrarme en mi despacho.
Sé que estoy actuando de un modo ridículo, pero no puedo evitarlo, no
quiero que Beatriz se pase los próximos veinte o treinta años echándome en
cara mi turbio pasado, es algo que no puedo cambiar, es más, ¡no quiero
hacerlo! Solo cambiaría mi modo de actuar con ella, no volvería a herir su
orgullo. En aquel entonces lo hice a sabiendas de que podría dañarla y tan
egoísta y miserable era que no me importaba lo más mínimo.
La puerta abriéndose de golpe hace que me voltee con rapidez sin soltar el
vaso lleno de whisky que estaba a punto de beber. Me sorprendo al encontrar
a una Beatriz roja por la ira, su respiración rápida, sus pupilas dilatadas, su
cuerpo temblando y sus puños apretados me dejan saber que está a punto de
estallar, está conteniéndose y no sé cuánto más va a aguantar.
Suspiro y me preparo mentalmente para la batalla que voy a librar.
—Cierra la puerta. —Me doy cuenta demasiado tarde de que mi petición
ha sonado más como una orden. Creo que puedo oír desde aquí cómo los
dientes de mi esposa chirrían, pero me obedece. Cierra de un portazo que
hace que hasta los cristales tiemblen.
—¿Hasta cuándo vais a castigarme con vuestra indiferencia, milord? —
pregunta con un tono de voz tan gélido que me sorprende.
—No digas tonterías —replico intentando hacerla estallar, quiero ver el
fuego que sé que se esconde en su interior.
—¿Soy yo la que dice tonterías? —exclama, acercándose peligrosamente a
mí—. Eres tú el que te has comportado como un patán. Gracias a Dios Rose
no se ha dado cuenta de nada. ¿Así es como quieres que sea nuestra vida,
Gabriel? Creo que fui muy clara, y estoy cansada de recordártelo, no quiero
vivir el calvario que vivió mi madre.
—¡Deja de compararme con el bastardo de tu padre! —Alzo la voz porque
es mi mayor temor, ser como nuestros progenitores.
—¡Pues deja de comportarte como tal! —responde en voz aún más alta.
Eso es lo que me hace reaccionar, hago desaparecer el poco espacio que nos
separa, la cojo por su larga trenza para acercar su rostro al mío. A pesar de la
rabia que siento, me contengo para no dañarla.
—No grites —susurro—. ¿Quieres que Rose nos escuche?
Eso hace que guarde silencio y se quede inmóvil, pero si las miradas
mataran ya estaría bajo tierra. No puedo evitar sonreír a pesar de la furia, ver
a mi pequeña mujercita enfurecida es un regalo para la vista. Harto de
revolcarme en mi miseria, decido que todo debe quedar en el pasado. ¡Todo!
¿Y qué mejor forma de dejar todo olvidado que un beso?
Sin esperar su aprobación dejo que mis labios saboreen los suyos. Al
principio se resiste, incluso intenta morderme, pero, conteniendo mis ganas
de reír a carcajadas por la fiera con la que me casé, la contengo lo suficiente
como para que el deseo que se prende siempre entre nosotros haga su
aparición. Cuando deja de luchar contra mí, todo deja de existir, me siento
como la noche anterior. Mi cuerpo cobra vida propia, parece que nunca tiene
suficiente de Beatriz, nunca está lo bastante cerca.
Sin soltar su cabello, con mi otro brazo rodeo su cintura para alzarla contra
mí. Ya no lucha, es más, gustosa, pasa sus delgados brazos por mi cuello y
empieza a meter sus finos dedos por mi pelo. De vez en cuando el placer la
ciega, incluso siento unos pequeños tirones que no me son molestos en
absoluto.
Sé que ambos hemos perdido el control de la situación, que la furia que
sentimos se ha trasformado en deseo y que debería ser yo quien detuviera esta
locura. No es que me importe hacerle el amor a mi esposa en pleno día, pero
estamos en el despacho, donde cualquiera puede venir a interrumpirnos y no
quiero eso. No quiero que nada empañe la pasión que sentimos en estos
momentos, pues sé que, si eso ocurriera, Beatriz se encerraría en sí misma y
no volvería a dejarme entrar. Es ahora o nunca.
Decido seguir adelante y rezo para que mi esposa quede satisfecha y no
utilice lo que está a punto de ocurrir en mi contra. Con ella aún entre mis
brazos la llevo hasta el diván que ocupa una de las esquinas más alejadas de
la estancia. La dejo con suavidad sobre él, y cuando comienzo apartarme, mi
apasionada mujercita gime en protesta, le indico que guarde silencio y corro
hasta la puerta para cerrarla con llave.
Me doy cuenta en ese instante de que Beatriz está dispuesta a huir, pero
con rápidos pasos llego de nuevo a su lado y actúo como mejor sé hacerlo;
vuelvo a besarla mientras comienzo a recorrer su cuerpo. Gracias a Dios las
ropas que encargué para ella aún no han llegado, así que su corsé es
demasiado fino y me permite sentir sus curvas, me permite poder acariciar
sus pechos y darme cuenta con gran placer de que sus pezones están duros,
deseando ser acariciados con mi lengua y así lo hago.
Sin dejar de besarla y de susurrarle lo mucho que la deseo y lo hermosa
que es, desabrocho uno a uno los botones que recorren su espalda, mientras
mi esposa me hace detenerme un instante para quitarme la chaqueta de
montar y luego la camisa. Cuando al fin nuestras pieles se rozan ambos
gemimos, me gustaría poder disfrutar de ella con más calma, pero no estamos
en el lugar más adecuado. Así que, aunque quisiera desvestirla por completo
para poder gozar de cada centímetro de su piel, alzo su falda hasta su cintura
y desgarro sus raídos calzones.
Sin perder tiempo bajo mis pantalones y me guío hasta su centro que me
llama con su húmedo calor, gimo como si fuera un hombre muriendo, y lo
estoy, de puro placer...
—Gabriel... —gime mi esposa mientras sus uñas se clavan en mi espalda,
haciéndome penetrar en ella con más fuerza y rapidez.
Todo acaba demasiado deprisa para mi gusto, que me pasaría horas y horas
adorando a mi mujer, pero no por ello es menos satisfactorio. Ambos
alcanzamos el éxtasis, dejando nuestros cuerpos sudorosos y agotados.
Aunque quisiera estar de este modo para siempre, pues es el único momento
en el que me siento cerca de mi esposa, y no solo físicamente, es hora de
regresar a la realidad, y espero que esta sea mejor de lo que lo era hace un par
de horas.
Me separo de Beatriz y puedo apreciar un suave rubor en su rostro que no
sé si es por el calor del momento de pasión compartido o porque la vergüenza
ya ha hecho acto de presencia en ella. No sé muy bien qué decir, así que me
apresuro a recomponer mi apariencia y a ayudarla a hacer lo mismo. El
silencio me está volviendo loco, y que ni siquiera alce los ojos para mirarme
a la cara me hace temer lo peor, al menos no ha salido corriendo.
—Dime que no estás arrepentida de esto, Beatriz —le pido, intentando que
no suene como el ruego que es en realidad.
Tarda lo que me parecen siglos en alzar su rostro y mirarme con esos ojos
tan hermosos que tiene.
—No me arrepiento de lo que ha sucedido, Gabriel, pero sí de lo que nos
ha llevado hasta este punto —responde serena, y libero el aire que no sabía
estaba conteniendo—. ¿Por qué no somos capaces de dejar atrás el pasado?
—Yo sí soy capaz de hacerlo, esposa. Tal vez para mí es más sencillo
porque soy quien ha cometido los errores. Pero me es fácil hacerlo porque
quiero tener un futuro contigo, no quiero estar mirando hacia atrás. —No sé
qué más decir para convencerla realmente de que he cambiado, de que voy a
continuar cambiando todo lo que pueda seguir dañándola.
Asiente, se gira dándome la espalda y se dirige al gran ventanal desde
donde se puede contemplar el inmenso jardín que rodea esta propiedad. Me
doy cuenta de que los botones de su vestido siguen desabrochados y me
acerco despacio, no quiero que se aparte de mi contacto, no después de lo que
hemos vivido. Si volviera a hacer lo mismo que esta mañana creo que ya no
tendría fuerzas para seguir luchando por ella, no si en su corazón no hay ni
una mínima parte que aún me pertenezca.
—Es hora de que también ponga todo de mi parte para lograrlo, Gabriel —
susurra mientras abrocho sus ropas—. Ha llegado el momento de luchar
juntos contra todo aquello que una vez consiguió separarnos.
Aunque no me mira cuando dice esas palabras las siento sinceras, y ruego a
Dios que seamos capaces de lograrlo, por Rose…
Pero sobre todo por nosotros.
Capítulo XIII
Lady Beatriz. Oxford hall, Inglaterra. 1500

Entré dispuesta a presentar batalla, y Gabriel ha sido capaz de hacerme


olvidar todos los motivos por los cuales estaba furiosa; con solo un roce de
sus labios he caído en su embrujo. ¿Cómo voy a ser capaz de hacerle pagar
todo lo que antaño me hizo si ni siquiera soy capaz de pensar con claridad
cuando lo tengo cerca? Por eso soy sincera cuando le digo que voy a dejar de
luchar contra la corriente.
En el tiempo que llevamos juntos desde que me encontró he sido
consciente de que ha puesto de su parte, que ha sido él quien más ha luchado,
así que voy a romper la promesa que le hice a Duncan. Pero sí tengo algo
muy claro: mi venganza contra Lady Diana y contra mi padre continúa. Lo
que tuve que vivir junto a mi progenitor no seré capaz de olvidarlo nunca, y
Diana es mi mayor temor hecho carne. Así que no voy a dejar pasar, así como
así, cada lágrima que he derramado por el dolor de la traición, por el miedo
cuando hui lejos del que por derecho era mi hogar, por cada humillación; ella
me las va a pagar.
—¿En qué piensas? —cuestiona mi esposo mientras al fin me hace girar,
para quedar ambos cara a cara—. ¿Acaso me has mentido? ¿Te arrepientes?
Sus dudas, sus temores, me enternecen, por eso me niego a decirle la
verdad, pues yo misma me avergüenzo de los pensamientos tan viles que
puedo llegar a tener con las personas que más daño me hicieron en el pasado.
—He sido sincera con mis palabras, Gabriel —respondo mirando con
fijeza sus ojos—. Creo que va siendo hora de que dejemos la desconfianza a
un lado, si queremos que esto funcione, tanto por mi parte como por la tuya.
Asiente sonriente, es tan apuesto... Me besa, un beso corto que me sabe a
poco, pero no hago nada por seguir sintiendo su contacto, pues sus palabras
me dejan sorprendida.
—¿Qué te parece que organicemos un gran baile aquí, en Oxford Hall? —
pregunta ilusionado—. Hace mucho tiempo que esta mansión no brilla como
se merece. Podríamos invitar a toda la alta sociedad, quiero que todos sepan
que mi esposa está de regreso y que conozcan a mi hermosa hija.
Por desgracia no puedo compartir su entusiasmo, sé que lo que dice es
lógico y cualquier otra esposa estaría loca de contenta, pero un baile donde se
concentre toda la alta sociedad londinense significa ver a todas aquellas
personas que en su día fueron testigo de mi humillación.
Todas saben que mi marido, el hombre que tendría que haberme respetado
al menos, nunca lo hizo, y que fui yo quien tuvo que salir huyendo; y que no
me merecí siquiera que mi esposo se preocupara por mí lo suficiente.
Intento controlar la furia que amenaza de nuevo con gobernarme, pues
estoy convencida de que Gabriel no lo ha hecho con mala intención. Es más,
creo que es todo lo contrario, está tan contento por mi regreso y tan orgulloso
de Rose, que si ahora vuelvo a poner trabas todo volverá a estallar. Acabo de
prometer que pondría todo de mi parte para que nuestro matrimonio funcione,
y mi propósito es no darle la satisfacción a Lady Diana de volver a rendirme
sin luchar.
Ella ganó la batalla hace tiempo, pero la guerra voy a ganarla yo.
—Es una maravillosa idea, esposo. —Hago mi mayor esfuerzo para que
parezca que mi sonrisa es de sincera alegría—. Mañana mismo me pondré a
ello, las invitaciones deben salir pronto.
—Te ayudaré, tal vez no recuerdes a todo el mundo, y en el tiempo que has
estado fuera muchos se han casado —informa sin perder la sonrisa, mientras
se dirige hacia el gran escritorio y se sienta tras él.
—No quisiera quitarte mucho tiempo, debes estar muy ocupado —niego—.
Soy más que capaz de enviar unas invitaciones.
Me mira en silencio, su sonrisa ha desaparecido de nuevo. Me contengo
para no abofetearme cuando me doy cuenta de que he vuelto a hablar sin
pensar y debe creer que no quiero su ayuda o que no deseo su compañía, lo
cual no es cierto.
—Sé que eres muy capaz de hacerlo, Beatriz —responde con seriedad—.
Disculpa si deseaba pasar más tiempo con mi esposa —replica mordaz.
—Lo siento —suspiro acercándome—. He hablado sin pensar, Gabriel,
durante mucho tiempo he sido autosuficiente, pero agradeceré toda la ayuda
que puedas prestarme.
Sigue sin hablar, me observa con su entrecejo aún fruncido, pero al fin
asiente con brusquedad. De nuevo el ambiente se siente en tensión y no sé
qué hacer; decido marcharme, tal vez alejándonos durante un rato mi lengua
afilada quede olvidada.
—Voy a ir a ver cómo está Rose —informo—. Nos vemos en la cena.
No dice nada más, pero siento su mirada sobre mí hasta que cierro la
puerta. Suspiro y me dirijo hacia las escaleras para ir al cuarto de Rose, donde
he dejado a una de las criadas al cuidado, pues mi furia era tal que no podía
pensar con claridad.
Ahora me siento mal por haberla dejado con una persona extraña, ella
siempre ha estado a mi cuidado o al de Fiona, aunque desde que
emprendimos el viaje me he dado cuenta de que mi hija es más fuerte e
independiente de lo que pensaba, y ha sido gracias a Gabriel. Si no fuera por
él, aún estaría sobreprotegiendo a mi hija de una manera asfixiante.
Lo que sí tengo claro es que aún es muy pequeña y ciertas cosas no van a
cambiar, no voy a dejar su cuidado a cargo de otros porque ahora haya vuelto
al lugar al que según mi esposo pertenezco. Sé que la clase alta no cría a sus
hijos, mi madre ya rompió esa regla en su día y yo pienso seguir su ejemplo.
Sé que tendré obligaciones, pero siempre encontraré el modo de que mi hija
esté a mi lado y sienta que puede contar conmigo a cualquier hora y en
cualquier momento. No quiero que se sienta abandonada, desplazada, Rose
siempre será mi prioridad.
Cuando llego hasta la alcoba de mi pequeña me alegra verla jugando feliz.
Al verme, como siempre se le ilumina su pequeño y hermoso rostro.
—¡Mami! —grita corriendo hacia mí. Rio como si fuera igual de niña que
ella, la cojo entre mis brazos y la beso con amor.
—¿Te estás divirtiendo, mi ángel? —pregunto, ella asiente con fervor y eso
hace que todos mis temores desaparezcan.
—Mi señora, su hija es una niña muy buena —dice sonriente la criada que
ha estado al cuidado de Rose.
—Me alegra que vuestro tiempo juntas haya sido divertido y no haya
habido llantos —intento bromear.
—Para nada, mi señora —niega la joven.
Asintiendo le doy permiso para retirarse, y así lo hace, dejándonos a solas.
Paso todo lo que queda de tarde con ella, contándole cuentos y jugando con
sus juguetes nuevos. Al fin logro convencerla para que se dé un baño y cene
algo ligero antes de irse a dormir, hoy he decidido que es mejor que Gabriel y
yo cenemos solos.
Cuando al fin Rose se duerme, me dirijo a mis aposentos esperando
encontrar a mi esposo, pero solo encuentro a dos criadas preparando el baño
que ordené hace un rato. Agradezco su trabajo y pido que me dejen a solas,
quiero tranquilidad. Aunque quisiera disfrutar más tiempo de mi baño, salgo
del agua y en poco tiempo estoy lista para bajar a cenar. Los nervios me han
quitado el apetito, pero a la vez me siento ansiosa por ver a Gabriel.
Utilizo el único vestido que aún no me ha visto, uno de color rojo oscuro
que una vez me regaló una de las mujeres que se hospedó en la posada.
Nunca lo he utilizado, pues me parece muy atrevido, pero estoy segura de que
en la corte mi esposo está más que acostumbrado a contemplar los atributos
femeninos, que tan despreocupadamente las mujeres disfrutan en mostrar.
Es muy distinto a lo que acostumbro a vestir, ni siquiera cuando debuté me
atreví a llevar algo como esto. El corpiño se amolda a mis caderas y mis
pechos, la falda cae envolviendo mis piernas, espero que al fin Gabriel
comprenda que no soy la estúpida niña con la que se vio obligado a casarse
años atrás. Sé que las veces que hemos hecho el amor ha sido consciente de
los cambios en mi cuerpo, pero también en mi comportamiento desinhibido.
Ahora soy capaz de abandonarme a sus caricias y muy pronto Lady Diana
Prescott solo será un mal recuerdo.
Unos suaves golpes en la puerta me sacan de mis cavilaciones, respiro
hondo para conseguir algo de valor y me dirijo con pasos calmados hacia la
puerta que en estos momentos me separa de mi marido. Porque estoy
convencida que es él quien ha venido en mi busca, mi corazón me lo dice.
Abro y mi saludo muere al ver la reacción de Gabriel, que me mira con la
boca y los ojos abiertos como si no fuera capaz de creer que soy yo quien está
frente a él.
—Beatriz —susurra observando mi cuerpo con lentitud, haciendo que un
escalofrió me recorra. Es como si su mirada fuera capaz de acariciarme,
haciendo que un fuego se encienda en mi interior.
—Gabriel —respondo en un suave jadeo cuando, sin esperármelo, me coge
con sus fuertes manos por mi pequeña cintura y me acerca a su cuerpo muy
despacio; como si esperara que mi reacción fuera de repulsa.
Nada más lejos de la realidad, pues desde el instante en que decidí utilizar
este vestido, deseaba este momento, rezaba por ser capaz de causar en mi
esposo emociones que no sea capaz de controlar. Quiero conocer al
verdadero Gabriel.
Su beso es voraz, como si quisiera devorarme, y yo estoy dispuesta a
dejarme. Para mí el tiempo se detiene, me siento flotando en una nube de
deseo. Ni en mis mejores sueños pude llegar a imaginar que entre Gabriel y
yo pudiera existir este sentimiento tan desgarrador. Es mi esposo quien se
detiene y se aparta con rapidez, casi con brusquedad, ambos jadeamos,
buscando el aire que le hemos negado a nuestro cuerpo durante nuestro
instante de pasión.
—¡Dios santo! —exclama asombrado. Se pasa con nerviosismo una mano
temblorosa por su cabello, dejándolo desordenado, y tengo que hacer mi
mejor esfuerzo para no sonreír; pues es algo tan fuera de lugar en mi esposo,
siempre capaz de mantener la fachada de frialdad, que casi parece un
chiquillo indefenso—. Beatriz, siento mucho mi comportamiento de hace
unas horas, y el de ahora mismo, me he abalanzado sobre ti como un
salvaje…
—¡Detente! —exijo—. Creo que esta conversación ya la hemos tenido, si
no es así, vuelvo a repetir que no me molesta que me desees, es más, yo lo
hago con la misma intensidad. —Puedo ver que mi confesión lo deja con la
boca abierta, supongo que no esperaba que la vieja Beatriz quedará ya tan en
el pasado—. Y sobre lo que ha ocurrido antes, sí, fuiste un patán, pero yo
volví a comportarme como una necia. Estoy acostumbrada a hacerlo todo por
mí misma, pero me encantaría contar con tu ayuda para la celebración.
Ambos sonreímos como unos críos, mi marido me ofrece su brazo y
bajamos a cenar. Una paz que no recuerdo cuándo fue la última vez que sentí
me envuelve y soy capaz de disfrutar de la deliciosa comida que nuestra
cocinera ha preparado.
Hablamos durante horas, Gabriel me habla sobre sus años en el internado,
de su mejor amigo, Eric Darlington, quien se ha casado recientemente con la
mujer que siempre había sido la dueña de su corazón, y que resultó ser Lady
Marian Mackencie, nieta de un poderoso Laird de las Tierras Altas. Por esa
razón Lord Darlington lo acompañaba cuando fue a buscarme por segunda
vez, el viejo duque había muerto y Gabriel, como abogado y mejor amigo de
Eric, había ayudado en todo lo posible.
Escuchando la bella historia de amor entre Marian y Eric mi corazón
comienza a golpear fuerte en mi pecho con la esperanza de que nuestro
matrimonio tenga un futuro.
Cansado, supongo, de hablar sobre él, me pregunta sobre mi infancia y
juventud, algo que nunca hizo en el pasado; tampoco es que hubiéramos
tenido tiempo para conocernos. Intento alejar los pensamientos que siempre
acaban atormentando mi mente y respondo a sus preguntas. Le hablo sobre
mi madre, sobre mi pasión por el piano y los caballos, y evitamos a toda costa
hablar sobre mi padre; aunque estoy segura de que está muriéndose por saber
más sobre la relación que he tenido con mi progenitor.
Cuando siento que el sueño hace que mis párpados pesen, intento disimular
lo mejor posible, pero Gabriel es observador, se levanta y se acerca a mí con
lentitud, acaricia mi rostro con sumo cuidado y coge mi mano para
levantarme.
—Estás cansada, vayamos a la cama —susurra, y me levanto con piernas
trémulas por la promesa que sus palabras encierran.
La corta distancia que separa la primera planta, donde se encuentra el
comedor, y la segunda, donde están todas las habitaciones, se me hace eterna;
y sin darme apenas cuenta, reacciono cuando mi esposo cierra tras de sí la
puerta de nuestra alcoba, dejándonos al fin aislados de todos los que aquí
habitan.
—Parece que estás asustada, mujer, no voy a hacerte daño alguno —intenta
tranquilizarme Gabriel, mientras comienza a desvestirse sin pudor, sin
importarle que esté presente. Por mucho que haya cambiado sigo siendo una
mojigata.
—No, solo un poco nerviosa, aún no logro acostumbrarme a esto, a
compartir tu lecho —respondo intentando ser lo más sincera posible.
Se detiene y me observa por un momento, parece sorprendido por mi
respuesta, pero más desconcertada quedo con la suya.
—Créeme que para mí también es algo nuevo. —Alzo mi ceja sin poder
controlar mi gesto, poniendo en duda su afirmación—. Sí, es nuevo, Beatriz,
no he dormido con ninguna mujer. Ni siquiera con Diana, que con toda
seguridad es lo que estás pensando.
No puedo evitar sonrojarme por la facilidad que tiene para leer mi mente,
para saber en todo momento lo que pienso o siento. Eso me deja en clara
desventaja ante él, que siempre se muestra frío y controlado, solo en las
ocasiones que compartimos el lecho siento que estoy frente al verdadero
Gabriel y al que querría tener siempre a mi lado.
—Me gusta cuando te sonrojas, no muchas mujeres poseen aún ese signo
de inocencia. —Sonríe y se acerca de nuevo a mí, poniéndome todavía más
nerviosa.
—No soy inocente —respondo como una estúpida, provocando que mi
esposo sonría más.
—No lo dudes, esposa, sigues siendo inocente, aunque ya no seas virgen.
Esa es una de tus virtudes, que espero no pierdas nunca. Que nadie consiga
hacer desaparecer eso, ni siquiera yo.
No entiendo por qué de repente se ha puesto serio, siento como el ambiente
a nuestro alrededor cambia. Antes había una tensión extraña entre nosotros,
solo deseaba que tomará de nuevo la iniciativa y me hiciera suya una vez
más, ahora siento frío.
—¿Qué ocurre, Gabriel? —pregunto asustada.
Tarda en responder, y cuando lo hace no me gusta nada su respuesta, ni su
distanciamiento.
—Nada. —Se aleja y dirige hacia el lecho—. Es tarde, deberíamos
descansar.
Intento contener el llanto, no comprendo su reacción ni qué he podido
hacer o decir para que se distancie de mí de un modo tan brusco. Cuando
decidí regresar con él me juré que no le daría el poder de volver a dañarme,
pero me temo que es algo que jamás podré controlar. Gabriel tiene el poder
de destruirme, siempre lo ha tenido y mi mayor temor es que si lo descubre,
algún día lo utilice en mi contra. Acabaría conmigo, pues sería solo un
cascaron vacío como en su día lo fue mi pobre madre.
Decidida a ser fuerte y no darle armas que pueda usar, como mi absurda
debilidad por él, me desnudo intentando controlar el temblor de mis manos,
que no se debe al frío, sino a los nervios y la vergüenza; pues siento sus ojos
fijos en mi cuerpo desnudo mientras me cubro lo más rápido posible con mi
simple camisón blanco.
Me acerco al lecho y me acuesto, lo más alejada de mi esposo como me es
posible y con mi cuerpo tan tenso como la cuerda de un arco a punto de ser
disparado. Cuando al fin apaga la vela cierro los ojos y dejo que las lágrimas
fluyan silenciosas por mis mejillas, no entiendo por qué siempre se repite la
misma historia; nos acercamos, parece que todo queda solucionado, que
podemos tener una oportunidad, y un instante después uno de los dos se aleja.
Giro sobre mi costado e intento tranquilizarme y dormir. Como decía mi
madre, mañana será un nuevo amanecer, una nueva oportunidad de encontrar
la felicidad, de luchar por ella con uñas y dientes, pues vida solo hay una.
No sé si lograré alcanzarla algún día, pero debo luchar por conseguirlo. Por
ella a quien le fue negada en vida; por mí, pues me merezco más de lo que la
vida me ha brindado hasta ahora; y por mi hija Rose, ella debe creer en los
cuentos de hadas, no se merece menos que eso.
Jadeo sorprendida cuando los fuertes brazos de mi esposo me rodean.
Siento su rostro entre mi cabello trenzado y mi cuello, su barba de un par de
días me hace cosquillas y su aliento me eriza la piel.
—Lo siento —susurra en mi oído—. Siento ser un miserable bastardo, odio
tener el poder de dañarte, de hacerte llorar.
—No te comprendo —respondo intentando tranquilizar mi corazón y mi
llanto.
—Ni siquiera yo soy capaz de comprenderme. Hace unos minutos solo
deseaba enterrarme en ti, disfrutar de tu cuerpo y dormir abrazados y saciados
hasta el amanecer. —Sus palabras encienden en mí un calor abrasador que
amenaza con consumir mis entrañas—. Pero después he sido consciente del
daño que puedes hacerme, Beatriz, ha sido como una revelación. Nunca,
desde que murió mi madre, me he permitido tener una debilidad, pero no sé
en qué momento tú te has convertido en una.
Su confesión me deja sin palabras, hasta parece que soy incapaz de
conseguir suficiente aire para respirar.
Me giro para quedar frente a él en la penumbra que nos envuelve, no puedo
verle con claridad, pero adivino dónde se encuentra su rostro y lo acaricio
recibiendo como respuesta un ronco gemido que me alienta, que me hace ser
valiente y seguir adelante.
—Mi temor es igual que el tuyo, pero tendremos que arriesgarnos. Puedo
prometerte que jamás haré nada para dañarte intencionadamente. Voy a serte
fiel, puedo ser una buena esposa, Gabriel —digo muy convencida, pues muy
en el fondo de mi ser, siempre supe que él era el hombre destinado para mí.
—Todavía no puedo prometerte que no te haré daño, pues mi pasado aún
no está solucionado. Pero sí puedo prometer que jamás volveré a hacerlo
intencionadamente. —Cierro los ojos agradecida, pues es más de lo que
esperaba por su parte—. Te seré fiel como antes no supe serlo. Voy a intentar
ser un buen marido, Beatriz, quiero ser el hombre que mereces.
Sin esperármelo, pues sus dulces palabras, sus promesas llenas de
esperanza, me tienen obnubilada, siento como sus labios se apoderan de los
míos, que responden sin titubeos.
Con celeridad Gabriel me desviste y hace lo propio con sus calzones. En
pocos segundos yacemos desnudos, abrazados, acariciando nuestros cuerpos
con absoluta devoción. No hay un solo centímetro de piel que quede sin
descubrir, sin acariciar, sin besar.
Cuando llega el esperado momento en que ambos unimos nuestros cuerpos
y nos fundimos en un solo ser, estoy más allá del paraíso. Siempre he
disfrutado del acto de amor con Gabriel, pero esta vez es diferente, es
mágico, más intenso si eso es posible. Sé que ambos susurramos palabras que
para mí ahora mismo no tienen sentido, pero que necesito decir y escuchar y
eso solo hace que todo sea más placentero.
Cuando siento que no voy a ser capaz de soportar más placer suplico a mi
esposo que me ayude a acabar con esta maravillosa tortura, y lo hace
llevándonos a ambos a lo más alto.
El cansancio me vence en brazos de mi esposo, el hombre a quien entregué
mi corazón años atrás y que nunca he podido recuperar. Solo que tal vez,
ahora, yo también consiga el suyo de vuelta.
Capítulo XIV
Lord Gabriel Hamilton. Oxford Hall, Inglaterra. 1500. Dos meses
después...

Han pasado dos meses desde aquella maravillosa noche en la que fui capaz
de abrir mi corazón a mi esposa, en la que me liberé de muchas de las
cadenas que desde mi adolescencia me apresaban y dejé atrás el temor a
necesitar de nuevo tanto a alguien. Aunque el terror a que Rose o Beatriz
sufran algún daño que las separe de mí para siempre es algo que siempre me
va a atormentar; pues no puedo controlar el destino que estoy convencido
cada uno tiene escrito desde el momento de su nacimiento.
Dejando de lado todos mis temores y traumas, los días que he compartido
con mi familia han sido maravillosos; días de picnic, tardes de montar a
caballo, lectura al calor de la chimenea. Incluso los días lluviosos han sido
dignos para recordar, pues me han hecho retroceder a mi infancia, cuando mi
madre vivía y daba vida a esta casa. Ahora, es Beatriz quien ha traído de
nuevo la luz, la alegría, la felicidad; y mi pequeña Rose, ella es la inocencia y
el amor en estado puro.
Esa pequeña personita me ama por encima de todas las cosas, el pequeño
ser que creamos Bea y yo en nuestra primera noche juntos es lo más hermoso
que he contemplado jamás, y lo único bueno que he hecho en la vida, algo de
lo que sentirme realmente orgulloso.
En los momentos en los que Rose duerme, descansa o simplemente está
con su nana, puedo disfrutar de mi mujer. No solo en el lecho, que lo hago, y
mucho, sino que he conseguido conocer mucho de ella en estos meses. Le
encanta tocar el piano y podría pasarme horas viéndola, le encanta galopar y
que el viento despeine su cabello, le encantan las puestas de sol, sobre todo
cuando la luz del ocaso baña el lago.
Me asombra la devoción que siente por nuestra hija, verlas juntas es una
experiencia extraordinaria, si Beatriz es especial como esposa, como madre
es la mejor; no podría haber pedido una mejor para mis hijos. Porque tengo
claro que quiero muchos más, más niños felices que llenen de risas y juegos
Oxford Hall.
Estoy convencido de que mi madre estaría feliz de ver cómo mi esposa ha
vuelto a trasformar esta fría mansión abandonada en el hogar que ella tanto
amaba, y yo ahora soy más feliz de lo que lo he sido en años. Durante mucho
tiempo pensé que sabía lo que era la felicidad, pero me equivocaba.
Era un estúpido jugando a pensar que lo sabía todo de la vida, que podía
controlar sentimientos y emociones a mi antojo, y en ese proceso dañé a
muchas personas. Pero a la que hice más daño, y pasaré toda mi vida
esforzándome por recompensar, es a mi esposa.
En estos meses que he convivido con ella, me he dado cuenta de todo lo
que no llegué a apreciar; no le di la más mínima oportunidad, ni ella a mí, a
decir verdad. Ambos tenemos carácter, discutimos, no lo niego, pero después,
cuando cae la noche, las reconciliaciones son increíbles; pues tenemos una
norma: nunca acabar el día sin hablarnos, ni dormir dándonos la espalda. Eso
ya lo hicimos todos estos años, intentar aparentar que no existíamos el uno
para el otro.
Y así han ido pasando los días, las semanas y los meses y aquí me
encuentro, en mi despacho, escuchando las risas y juegos de mi hija en el
jardín. Eso me calma, me da serenidad, algo que en estos momentos necesito
mucho. El gran baile se acerca, solo faltan cuatro días, y algunos de los
invitados llegarán antes, como mi gran amigo Lord Eric Darlington y su
esposa, Lady Marian. Pero en realidad no es eso lo que me preocupa, sino la
llegada de visitantes indeseados que no pueda controlar.
Llevo unas semanas recibiendo cartas de Diana, solo contesté la primera
para dejarle claro que todo había acabado entre nosotros. Me hubiera gustado
hacerlo a la cara, pues después de tantos años juntos no se merecía menos por
mi parte. Pero al ver que en su misiva me dejaba saber que pensaba
presentarse en la fiesta, tuve que tomar cartas en el asunto. No la quiero cerca
de Beatriz ni de Rose; Diana representa mi sórdido pasado y no la quiero
junto a las personas que son mi presente y mi futuro.
Después de enviarla sabía que Diana no se iba a conformar con una simple
carta, que no iba a permitir verse apartada. Ella no es de las mujeres que se
rinden sin luchar, y está más que dispuesta a presentar batalla. No he vuelto a
contestar a ninguna de las misivas que han seguido a la primera, cada una de
ellas más intimidante; viendo que con dulces palabras no iba a conseguir
nada, ha comenzado a amenazarme.
Juro que no reconozco a la mujer que leo entre esas líneas plagadas de
tanta rabia, así que me encuentro asustado de que, en su locura, ahora intente
atentar contra la vida de mi esposa o mi hija. Estoy casi seguro de que la
noche del baile va a presentarse e intentar dejar claro a Beatriz que ella sigue
en mi vida; cuando en realidad es todo lo contrario y ahora me siento más
libre que nunca.
No le importa que no haya sido invitada y así me lo dejó claro en su
segunda carta, donde me reclamaba por ser capaz de dejarla fuera de un baile
en el que toda la sociedad londinense iba a estar presente. Lo sé porque yo
mismo ayudé a Bea con las invitaciones, pasamos varias tardes con esa tarea,
y reímos mucho gracias a que yo le contaba varias anécdotas que se había
perdido al no estar en Inglaterra cuando ocurrieron.
No le he dicho nada a mi esposa, no porque quiera ocultarle cosas, sino
porque sé que el tema de Diana es difícil para Beatriz. Se ve amenazada por
ella, aún no he sido capaz de convencerla de que es hermosa y que, aunque en
el pasado no quise darle una oportunidad, ahora, con la madurez que me da
ser más viejo, soy capaz de reconocer que cometí el error más grande de mi
vida.
Y ahora, no sé cómo advertirle de que tal vez el baile en el que tanto ha
trabajado se va a ver mancillado por la presencia de mi antigua amante, la
cual ella piensa que sigue siendo alguien importante para mí. Como si los
meses vividos junto a ella y mi hija no fueran importantes, lo suficiente como
para hacerme ver que ninguna amante vale la pena teniéndola a ella en mi
cama y en mi vida.
Muchas veces he estado tentado a cancelarlo todo, incluso viajar a Escocia
y visitar a mi buen amigo Eric, pero me niego a huir por una mujer. Si se
atreve a aparecer en mi hogar se arrepentirá, y lo hará más todavía si se atreve
a dañar a mi esposa. Solo me queda rezar por un milagro.
Intento concentrarme en mis tareas, pero tras horas mirando a la nada,
desisto, me levanto y me dirijo al encuentro de mis mujeres, que disfrutan
como niñas. Hoy hace un día esplendido, el sol brilla y no hay ni una sola
nube que empañe su calor.
—¡Papi! —grita mi hija nada más se da cuenta de que las observo y corre
hacia mí, preparada para lanzarse a mis brazos.
La cojo al vuelo dándole vueltas mientras ambos reímos como niños. Al
detenerme, puedo ver como Beatriz sonríe, feliz de vernos disfrutar, de ver
cómo Rose se ha acostumbrado a mí con tanta rapidez.
—Siento si nuestros juegos te han molestado —dice mientras camina hacia
nosotros.
—En absoluto —aclaro para dejarla tranquila—. Solo que me sentía algo
desplazado en ese lóbrego despacho, mientras mis mujeres disfrutaban de
este magnífico día.
—Pobre papi —dice Rose acariciando mi mejilla y haciéndome sonreír
como un bobo—. Juega con nosotras.
Ante su petición tan dulce no puedo negarme, así que pasamos varias horas
jugando antes de entrar para la cena, de la que disfrutamos los tres juntos
como es nuestra costumbre. Al principio Rose siempre cenaba más temprano
y yo sentía que no disfrutaba lo suficiente de ella; así que llegamos a un
acuerdo y ahora mi pequeña cena con nosotros tres veces por semana.
—Estoy muy nerviosa, Gabriel, los primeros invitados no tardarán en
llegar —dice mi esposa en mitad de la cena. No me sorprenden sus palabras,
ya lo sabía, he llegado a ser capaz de leer sus hermosos ojos.
—No debes estarlo, has sido educada para esto. Además, los primeros en
llegar serán Eric y Marian, él es como mi hermano. —Intento tranquilizarla lo
mejor que puedo, tal vez la presencia de Marian sea capaz de apaciguarla—.
Además, no voy a apartarme de tu lado.
—No siempre vas a poder estar a mi lado, ni lo pretendo —replica—. He
sido educada para esto, pero llevo años sin codearme con la alta sociedad.
—No te tortures antes de hora, esposa —aconsejo. Si llego a saber que
todo esto del baile iba a traer tantos problemas, jamás hubiera dicho una
palabra.
Intento distraerla con otros temas, contándole anécdotas sobre Eric y sobre
mí, ya que sé que le encantan. Ella muchas veces me ha dicho que le hubiera
encantado vivir su juventud con tanta libertad. Como si ahora fuera una
anciana.
Hoy decido acostar a Rose, le cuento un viejo cuento que me contaba mi
madre y se duerme en pocos minutos. Verla dormir tan plácidamente me da
mucha paz, rezo cada día para que nada ni nadie empañe la felicidad de mi
niña.
Mataré al hombre o mujer que sea capaz de apagar el brillo en su mirada,
su inocencia, su amor por la vida. Y en este instante me doy cuenta de que el
miserable de mi suegro debió venir en mi busca y retarme a duelo por la
desaparición de su hija. Pero nunca me exigió nada, para él fue como si
Beatriz se hubiera esfumado y nunca hubiese existido.
No he querido decirle nada a mi esposa, pero tiene un hermano pequeño.
Hace poco más de un año que nació y su padre está loco de felicidad por su
hijo varón; hasta presumía en los salones sobre eso. En su momento estuve
tentado a recordarle que tenía una hija, pero no me ha merecido nunca la pena
discutir con ese hombre. No a menos que se acerque a mi esposa o a mi
pequeño ángel, porque si llegara el caso no lo pensaría dos veces, soy capaz
de lo inimaginable por ellas.
Dándole un beso de buenas noches, salgo de su alcoba y me dirijo a la mía
intentando desechar los oscuros pensamientos de mi mente. Nada complicado
al encontrarme a mi hermosa mujer cepillando su sedoso cabello, como lo
hace cada noche antes de irse a dormir. Contemplarla me tranquiliza, incluso
varias veces he sido yo quien la ha peinado solo por el placer de sentir su
cabello del color del sol en mis manos.
—Has tardado. ¿Rose ha tenido problemas para dormirse? —pregunta
preocupada—. Temo que le esté saliendo algún diente.
—En absoluto —aclaro cerrando la puerta para comenzar a desvestirme—.
Le conté uno de mis cuentos preferidos que trata de una valiente princesa que
consigue a su príncipe azul.
—No deberías contarle esos cuentos, luego crece y la realidad golpea duro,
esposo —replica, pero no con mucha firmeza.
—Mataré al hombre que se atreva a hacerle daño —respondo muy en serio.
Deja de cepillar su cabello y lo trenza antes de girarse hacia mí y mirarme
con mucha gravedad.
—Sé que es tu amor de padre quien habla, créeme que yo sería capaz de lo
mismo y soy mujer, pero por desgracia eso no evitará que Rose sufra por
amor si llega el caso.
—Veremos...
No deseo continuar con esta conversación porque temo acabe en una
discusión que nos llevará a que ella me reproche mis errores pasados; y no sé
si en este momento de nuestra relación sería capaz de soportar sus palabras
sin que me hirieran profundamente.
Sin decir nada más ambos nos acostamos y, como es costumbre, lo
hacemos mirándonos. Nos observamos durante unos instantes, veo el
cansancio en los ojos color miel de mi esposa y, aunque lo que más deseo es
hundirme en su cuerpo y disfrutar del placer que solo ella puede ofrecerme,
decido que por esta noche me conformaré con que duerma entre mis brazos.
Y no tarda mucho en dejarse vencer por el cansancio.
A mí, claro está, me cuesta un poco más, pues cierta parte de mi anatomía
se reúsa a darse por vencida, pero al final consigo que el sueño se apodere de
mí también.
Cuando despierto lo hago sobresaltado y miro a mi lado donde mi esposa
duerme plácidamente. Suspiro intentando calmarme, pero la pesadilla que
acabo de tener está tan presente y ha sido tan vívida, que el corazón martillea
en mi pecho. Estoy empapado en sudor y sé que no voy a poder dormir por
mucho que lo intente.
Esta no es la primera vez que la tengo, siempre es lo mismo, veo a Beatriz
y a Rose alejarse más y más de mí, no importa lo que corra para alcanzarlas,
nunca es suficiente; al fin ambas desaparecen dejándome solo. Grito
llamándolas, suplicando su regreso, pero no vuelven, y cuando miro a mi
alrededor me encuentro rodeado de todas las personas que me han
acompañado a lo largo de mi vida, mi padre, mis tías, la clase alta londinense
y por último Diana, quien me sonríe triunfal.
Odio la sensación de miedo e impotencia que siento tanto en la pesadilla
como cuando despierto, pues los recuerdos de ese mal sueño me persiguen
durante horas. Intentando dejar el malestar que me genera, me levanto
silencioso, me visto y salgo de la alcoba, no sin antes observar de nuevo el
apacible sueño de mi esposa.
Necesito aire fresco, así que salgo presuroso hacia el jardín trasero para
poder perderme durante un rato entre sus árboles. El rocío baña la tierra y yo,
que camino descalzo, lo agradezco. Es una vieja costumbre que tenía
olvidada, ya que me fue prohibida cuando fui lo bastante mayor para
enviarme a un internado, alejándome, según mi padre, de la mala influencia
femenina de mi madre.
Temía que me convirtiera en un afeminado y creo que ese fue uno de los
motivos por los que comencé a tan temprana edad a yacer con mujeres, para
demostrarle a mi padre que podría ser como él o mejor, sin darme cuenta de
que eso no era una victoria.
Un año después, mi madre moría sola. No volví a verla con vida...
No me gusta pensar en aquellos tiempos, ni en lo avergonzada que estaría
ahora mi amada madre al ver el trato que le he dispensado en el pasado a
Beatriz. Pero estoy seguro de que, esté donde esté, puede verme ahora y está
feliz por mí, por la familia que tengo. En ocasiones, cuando observo a Rose la
veo a ella, entonces sé que no la he perdido por completo.
El sol finalmente comienza a salir tras las colinas que nos rodean. No sé
cuánto tiempo he estado aquí fuera ni si Beatriz ha despertado, así que vuelvo
tras mis pasos y regreso a la casa. Al entrar por la pequeña puerta de servicio,
me doy cuenta de que los criados ya se han levantado y puesto a trabajar.
Saludo a la cocinera, que se sorprende al verme entrar en sus dominios, y
sigo mi camino hacia mi alcoba con la esperanza de despertar a mi esposa de
una forma deliciosa, tal pensamiento me hace sonreír con malicia.
Para mi gran suerte, mi esposa aún sigue dormida, sin saber que desde
hacer rato lo hace sola, me alegro de que mi marcha no la haya despertado
porque así puedo cumplir con mis propósitos. Me acerco con sigilo y me
tumbo a su lado, comienzo a acariciar su brazo, su cuello, y ella enseguida
responde a mi tacto; su piel se eriza y se remueve intranquila. Sonrío como
un idiota, pero no me detengo, continúo, apartando un poco la sábana de lino
blanca para así seguir disfrutando del tacto de la piel tan sedosa que tiene
Beatriz.
Al fin despierta algo desorientada, pero al ver que soy yo quien le prodiga
las caricias sonríe medio adormilada y me recibe con los brazos abiertos.
Sigo mi camino, recorro su cuerpo a placer escuchando sus jadeos y gemidos
de goce y, aunque me siento a punto de estallar, no me apresuro; quiero
adorarla, venerarla.
Mi esposa se ha vuelto bastante descarada en el lecho, cosa que me gusta, y
no es capaz de permanecer quieta mucho tiempo. Me ayuda a desprenderme
de mi vestimenta, si le extraña verme vestido no lo dice, o tal vez el deseo le
haya nublado tanto la vista que no sea capaz ni de darse cuenta.
Cuando ambos yacemos desnudos no me queda mucho autocontrol, no
creo poder soportar muchas más caricias a manos de mi esposa sin
comportarme como un puberto sin experiencia. Así que decido actuar y,
alzándola, la dejo sobre mi regazo para que sea ella la que me monte, la que
lleve el ritmo. No es una postura que utilice mucho, pues me gusta llevar las
riendas del acto, pero hoy siento la necesidad de que sea ella quien me posea
a mí.
Al principio no sabe muy bien qué hacer, pero cuando me adentro en ella y
ambos gemimos, rápidamente su cuerpo comienza una danza tan sensual que
amenaza con hacerme perder la cordura. Mi esposa parece una sirena
bailando sobre mí, danzando a placer sobre mi cuerpo. No sé cuánto tiempo
transcurre, pero no me siento capaz de seguir quieto; mis manos alcanzan la
cintura de Bea y comienzo a alzarla con más rapidez y más fuerza, haciendo
que ella grite y que yo gruña como un animal rabioso.
Pocas estocadas más tarde ambos llegamos a la cima del placer. Beatriz cae
desmadejada sobre mi pecho sudoroso, su cabello esta empapado, los dos
necesitamos un baño y me parece una buena forma de continuar este hermoso
día. Así se lo hago saber y le encanta la idea, por lo que me visto de nuevo y
me marcho para ordenar a los criados que preparen la tina con mucha agua
para el baño, y que la perfumen con su aceite preferido.
Hoy quiero que esté más hermosa que nunca, con toda seguridad Eric y
Marian llegarán antes del anochecer y quiero presumir de mi mujercita. Aún
tengo para ella una sorpresa más, ya que han llegado de Londres los vestidos
que pedí. Se han retrasado porque hice un pedido muy grande, un
guardarropa al completo para mi condesa y para mi pequeño ángel también,
ninguna de ellas tiene nada que envidiar a una reina.
El baño no dura tanto como yo deseo, nuestras obligaciones nos llaman.
Beatriz debe atender a nuestra hija y dar los últimos retoques para que todo
esté preparado para la llegada de nuestros primeros invitados; y yo debo dejar
todo listo con las cuentas y demás tareas, de modo que estos días pueda
dedicarme por completo a mi familia e invitados.
Cuando salimos de la alcoba Beatriz está radiante, su sonrisa podría
eclipsar el sol y yo me siento el hombre más feliz de la tierra. Los momentos
mágicos que acabo de compartir con mi esposa me han ayudado a espantar a
los fantasmas del terrible sueño que me acosa cada noche, y me siento capaz
de cualquier cosa.
—Bueno, esposa, es hora de que nos separemos por un rato —intento
despedirme de ella, aunque un temor que me acompaña hace un tiempo se
instala de nuevo en mí—. Nos volveremos a ver a la hora de la comida. No te
olvides de controlar esos nervios, recuerda que son solo Eric y Marian
quienes nos acompañarán estos días.
—No es necesario esto, Gabriel, vamos a estar en la misma casa. —Rueda
los ojos, me cree un loco. Tal vez lo esté, pero por ella—. Sé quiénes son,
pero no por ello son menos importantes, quiero ser una buena anfitriona,
causarles buena impresión.
—Y lo harás —afirmo convencido. Ella es tan elegante, tan
perfeccionista... y no es capaz de verlo—. Te adorarán.
Dicho esto, la beso por última vez y me marcho. No miro hacia atrás, pues
si la veo allí de pie, observándome, no seré capaz de irme.
Cuento las horas para poder disfrutar de nuevo de mi esposa. Si años atrás
me hubieran dicho que esto era estar casado no hubiera cometido ninguna
estupidez.
Bendito matrimonio...
Capítulo XV
Lady Beatriz. Oxford Hall, Inglaterra. 1500

Despertar con las caricias de mi esposo ha sido un maravilloso comienzo,


al principio pensé que estaba soñando, pero la realidad ha superado cualquier
sueño. En estos dos meses Gabriel me ha hecho disfrutar en el lecho como
jamás pensé que fuera posible, pero no todo ha sido hacer el amor; me ha
escuchado, se ha molestado en conocerme en realidad, y yo a él. Estamos
dándole a nuestro matrimonio la oportunidad que en su día ninguno de los
dos le dio.
He conocido al verdadero Gabriel, al padre tierno y amoroso pero firme a
la vez, al esposo atento, al amante apasionado. Todo es tan perfecto que temo
que ocurra algo que me despierte de este sueño en el que se ha convertido mi
vida. Temo que todo esto cambie ahora que faltan menos de cuatro días para
el gran baile, donde todo Londres viene para conocer a Rose.
Aunque la mayoría viene porque le intriga mi regreso, solo quieren cotillear y
esparcir su veneno. Me he encargado personalmente de las invitaciones con
ayuda de Gabriel y, aunque mi esposo en ningún momento me obligó a
invitar a nadie que no quisiera, soy consciente de que ni mi padre ni el suyo
han sido invitados, una falta de cortesía imperdonable.
Como si me importase lo que pueda pensar mi progenitor o mucho menos mi
suegro. Estoy segura de que ese par aparecerán esa noche para hacer su
actuación, sobre todo mi padre y su esposa. Presiento que mi marido me
oculta algo sobre él, aunque no sé lo que puede ser y, para ser sincera, no
puede importarme menos.
Mientras desayuno en la gran terraza con los primeros rayos del sol,
pensando en todo lo que ha ocurrido en estos meses, escucho a Rose y a su
padre jugar. Sé que dentro de poco darán su paseo matutino, siempre me uno
a ellos, pero hoy no me siento muy bien, temo que sean los nervios los que
me tienen con el estómago revuelto. No he querido decirle nada a Gabriel
para no preocuparlo, por eso mismo hoy solo tomaré una tisana para
desayunar, y rezo para que eso me calme y me encuentre mejor para recibir a
nuestros primeros invitados.
Sé que para mi marido la llegada de su mejor amigo es importante. Por
cómo habla de él al contarme sus anécdotas juveniles, sé que lo quiere como
el hermano que nunca tuvo. Aunque en mi debut y corto compromiso con
Gabriel, no me dio tiempo a conocer a Lord Darlington siempre he pensado
que es un buen hombre, aunque siempre le ha rodeado un halo de tristeza.
Creo, por lo poco que me ha contado mi esposo, que Eric y yo tenemos
bastante en común en lo que a padres déspotas se refiere, y me alegra que por
fin tuviera el valor de dar la espalda a todo y a todos por amor.
Lady Marian es una mujer afortunada, no muchas pueden decir que un
duque ha sido capaz de renunciar a lo que le corresponde por derecho, dejarlo
todo, y partir hacia una tierra extraña para estar con la mujer amada.
Sabemos por sus cartas que le va muy bien, está completamente integrado
en su nueva familia, en su clan como se suele decir, envidio eso, su libertad.
Echo de menos Escocia, y eso que no viví en las Tierras Altas, que según
dicen son más hermosas y salvajes que las Tierras Bajas; que según muchos
higlanders, son más inglesas que escocesas por estar más cerca de la frontera
con Inglaterra.
Esperamos su llegada para el anochecer y desde que me he levantado he
dado órdenes para que todo este impoluto, preparado y haya una buena cena
para nuestros invitados. Mi única preocupación es que no sé qué ponerme, no
tengo ningún vestido digno que mostrar ante los Duques de Darlington, sé
que Gabriel me ha comprado un guardarropa completo, pero su llegada debe
haberse retrasado y me encuentro sin nada adecuado que vestir esta noche.
Solo puedo rezar para que todo llegue antes del gran baile.
Pasan las horas mientras superviso que todo marche a la perfección, yo
misma salgo al jardín a recoger las flores que quiero que adornen el salón, el
comedor y la habitación de invitados. Mi pequeña me ayuda entre risas,
cuando no dejo que duerma su acostumbrada siesta para que esta noche me
permita acostarla y no se despierte durante la cena.
Decido que ya es hora de que me dé un buen baño y me arregle el cabello,
poco más puedo hacer. Dejo a Rose al cuidado de su nana, como ella ha
comenzado a llamar a Mery, la criada que desde que llegamos a estado
ayudándome. Mi pequeña le ha tomado cariño así que me quedo tranquila
siempre que la dejo bajo su cuidado. Es joven, apenas unos años mayor que
yo, pero el amor que le profesa a mi hija es más que suficiente para mí.
Cuando entro en mi alcoba todo está ya preparado, me desnudo, deshago el
moño con el que hoy he llevado recogido mi cabello para impedir que me
estuviera molestando, y me meto en la tina de agua caliente. No puedo evitar
gemir por el placer de sentir el agua perfumada con mi aceite favorito al
bañar mi cuerpo dolorido por un día de duro trabajo.
Aunque desearía poder quedarme durante horas así, sé que no puedo, así
que lavo mi cabello y salgo sin perder tiempo. Cuando estoy secando mi
cuerpo y poniéndome la fina camisola, la puerta se abre dejando paso a mi
esposo, quien se queda inmóvil mirándome tan intensamente que me ruborizo
como una virgen.
Me remuevo inquieta, intentando aliviar el ardor que comienzo a sentir
entre mis muslos, y justo en el momento en que estoy a punto de decirle que
deje de mirarme de ese modo, pone fin a mi agonía y entra, dejando de
observarme como si fuera su próxima presa.
—Traigo una sorpresa para ti, esposa. —Tan ensimismada estaba en lo que
sentía mi cuerpo que no me he dado cuenta de lo que lleva en sus brazos—.
¿Creías que iba a permitir que esta noche estuvieras menos que
deslumbrante?
Se acerca a nuestro lecho y sobre él deja un paquete, lo miro extrañada,
pero sin ser capaz de moverme o hablar para preguntar de qué se trata.
—¿No vas a acercarte? —pregunta curioso y frunce el ceño, gesto que
siempre hace cuando está confundido o contrariado.
Comienzo a acercarme, porque no quiero que piense que sería capaz de
rechazar cualquier regalo que él me hiciera. Sonríe cuando llego hasta su lado
y me hace un gesto para que abra el paquete, le correspondo con una tímida
sonrisa.
No sé por qué en estos momentos me siento tan cohibida junto a él, pero si
lo nota no comenta nada y lo agradezco. Mientras comienzo a abrir mi
presente me hubiera encantado poder estar más presentable, pues puedo sentir
su mirada abrasadora sobre mi piel desnuda, ya que la fina camisola no es
barrera alguna.
Siento frío y mis pezones están duros, sé que son visibles para mi esposo
que comienza a respirar más fuerte y a removerse inquieto, intento obviar ese
hecho y seguir con mi propósito, cuando lo consigo, frente a mí veo lo más
hermoso que he visto en mucho tiempo.
Un vestido de color azul cielo de seda, con las mangas, el corpiño y el bajo
de la falda bordado en blanco y zapatos de tacón a juego. Es precioso. Lo
rozo con mis dedos, sintiendo el fino tacto de la seda entre mis manos, hace
años que no veía ni tocaba algo tan costoso.
—Es hermoso, Gabriel —digo, girándome para quedar frente a él. Estoy
tan emocionada que actuó por instinto, sin pensar, y me lanzo para darle un
fuerte abrazo y un beso que pronto se torna apasionado.
Cuando nos separamos ambos jadeamos por aire, sé que mi esposo se está
conteniendo, y sus palabras me lo confirman.
—Si Eric y su esposa no estuvieran a punto de llegar te aseguro que no
saldríamos de esta habitación hasta mañana, pero como no es así, mejor me
doy un buen baño de agua fría, que temple mi sangre —dice con su voz más
ronca de lo normal.
Se desnuda con rapidez, dejándome ver la prueba de su deseo, no le turba
que esté presente, parece que no le avergüenza la desnudez, mientras que a
mí, a pesar de todo lo que ha ocurrido entre nosotros, es algo que aún me
atormenta.
—Gracias, esposo —digo cuando me siento lo suficiente tranquila después
de nuestro beso. Él gira su cabeza hacia mí y me sonríe con picardía.
—Para mi hermosa esposa lo que haga falta, todo tu guardarropa ha
llegado junto a ese vestido, pero quería darte una sorpresa —confiesa dejando
de mirarme, mientras comienza a lavarse.
—Ha sido una sorpresa muy grata en realidad, pues me sentía muy mal por
no poder lucir nada adecuado ante tus amigos —admito mientras sigo
vistiéndome.
—Siento que te hayas sentido de esa forma, si lo hubiera sabido te habría
dicho que la ropa había llegado hace unos días. —Parece apenado o
avergonzado, y me siento como una tonta por hacerle sentir de ese modo
cuando lo único que ha hecho ha sido darme una sorpresa maravillosa.
—No lo cambiaría por nada, esposo —respondo con sinceridad y puedo
ver cómo se relaja.
El corsé que acompaña a esta pequeña obra de arte es más complicado que
los que acostumbro a llevar. Es como los que llevé en mi juventud, antes de
casarme, y los que no me he podido permitir durante estos años. Gabriel no
va a poder ayudarme, así que espero a que él se vista, con su traje de color
negro que le sienta de maravilla, para llamar a Mery para que me ayude.
Gabriel nos deja a solas, aunque promete volver porque, según me confiesa,
las sorpresas todavía no terminan; eso me pone muy nerviosa.
Con ayuda de Mery me visto en poco tiempo, me siento asfixiada por lo
apretado del corsé, a lo que ya no estoy acostumbrada, pero cuando Mery
sonríe complacida diciéndome que parezco la misma reina, intento olvidarme
de las molestias y seguir arreglándome. Para el cabello me decido por un
recogido sencillo, ojalá tuviera algunas joyas para adornar mi cuello y orejas,
pero no puedo pedir más.
La puerta vuelve a abrirse dejando paso a mi esposo que, con una
inclinación de cabeza, ordena a Mery que nos deje solos y esta lo hace con
rapidez.
—Eres lo más hermoso que he visto en mi vida, pareces un ángel —susurra
mientras se acerca y me pide que cierre los ojos. Le obedezco y siento como
se mueve para colocarse tras de mí, a pesar de tener los ojos cerrados frunzo
el ceño cuando siento algo frío rodear mi cuello y después cómo coloca algo
en mis orejas.
—Abre los ojos, Beatriz —obedezco igual de rápido que antes y me mueve
para quedar frente al espejo de mi tocador. Jadeo ante la sorpresa, me llevo
una mano temblorosa a mi cuello, donde un collar de zafiros brilla en
contraste con mi blanca piel y de mis orejas cuelgan unos pendientes a juego,
los acaricio embelesada por tanta belleza. Es lo que faltaba para completar mi
atuendo, ahora sí me siento como la misma reina de Inglaterra—. Ahora sí
estás lista para recibir a nuestros invitados.
Mis ojos se humedecen, todo esto es mucho más de lo que había soñado.
Cuando decidí volver con Gabriel lo hice con la esperanza de tener un
matrimonio civilizado, pero esto que tenemos ahora es mucho más, y no
quiero que nunca termine.
—No era mi intención hacerte llorar, Bea —acaricia mi mejilla y me besa
la frente—. Bajemos, no creo que Eric y su esposa tarden en llegar. —
Asiento y acepto su brazo para acompañarme hasta el salón donde
esperaremos la llegada de los Duques de Darlington.
Observo a mi alrededor para comprobar una vez más que todo está en
orden y tal como quiero. Las flores que he escogido están en bellos jarrones
distribuidas como yo misma ordené, sonrío complacida y acaricio de nuevo la
seda de mi falda, aún algo aturdida por la gran sorpresa que Gabriel me acaba
de dar. A pesar de los nervios estoy muy feliz.
—Parece que escucho un carruaje —exclama mi esposo sin poder ocultar
su alegría.
Camina raudo hacia la entrada principal, la abre y ambos nos detenemos en
las escaleras, observando cómo un carruaje, sencillo pero bonito, se acerca a
paso ligero. Dos caballos bellísimos lo conducen, ambos negros y con un
porte regio, se nota que son de las Tierras Altas.
Cuando al fin el carruaje se detiene frente a la escalinata, el primero en
descender es Lord Darlington, quien va vestido de negro igual de formal que
Gabriel, y que antes de girarse para darse cuenta de que estamos esperándole,
ayuda a bajar a su mujer.
No la había visto nunca y mi esposo no me había dicho que Marian
Darlington era una belleza. Tiene el pelo tan negro como la noche, al igual
que sus ojos, que me contemplan como si fueran capaces de ver mi alma. Nos
sonríe y me doy cuenta de la bondad que habita en esa pequeña mujer.
Al lado de su esposo aún parece más pequeña, es más bajita que yo, y su
traje, a pesar de estar un poco arrugado por el viaje, es hermoso y contrasta
con su piel morena y su pelo negro al ser de un color morado claro con
bordados más oscuros. Lleva un escote bastante recatado, como el mío, y un
hermoso medallón a juego con unos pendientes que, junto a su sencillo
recogido, hacen de ella una dama muy elegante.
Reacciono cuando Gabriel suelta una profunda carcajada y coge mi mano
para que ambos recibamos a los recién llegados. Los dos amigos olvidan las
formalidades y se abrazan con cariño, mientras nosotras los observamos
sonriendo, es Marian quien se acerca a mí y se presenta, sacándome de mis
ensoñaciones.
Viendo a mi marido con Eric, me doy cuenta de que nunca tuve una amiga,
Fiona fue lo más parecido, y fue más una madre que una amiga a quien poder
contarle cualquier cosa.
—Tú debes ser Beatriz, Eric me dijo que eras bonita, pero se ha quedado
corto, eres hermosa. —Me ruborizo sin poderlo evitar—. Soy Marian
Mackencie, si no me presento yo, este par nos va a dejar toda la noche aquí.
—Darlington, esposa —la corrige Eric mientras se acerca a nosotras—.
Marian Darlington.
—Disculpa, parece que nunca me acostumbraré. —Sonríe a su esposo con
una mirada llena de amor y adoración, que parece mutua—. Eric, no seas
grosero—reprende.
—Discúlpeme, Lady Hamilton. —Coge mi mano y la besa con suavidad—.
Encantado de volvernos a encontrar, esta vez en mejores condiciones.
Asiento feliz.
—Bienvenidos a Oxford Hall, espero que el viaje haya sido tranquilo.
Deben estar cansados, todo está listo por si quieren refrescarse y la cena será
servida a las ocho —recito lo que una y mil veces he memorizado.
—Por favor, no hay motivo para tanta formalidad —dice Marian—. El
viaje ha sido largo pero tranquilo, gracias a Dios. Hay una posada a pocas
millas de aquí, pudimos descansar y darnos un baño para vestirnos para la
ocasión.
—Entremos en casa —ordena Gabriel. Los primeros en entrar son el
matrimonio Darlington, mi esposo cierra la puerta y soy yo quien los guía al
salón para ofrecerles algún refrigerio—. Ahora sí, bienvenidos a nuestro
humilde hogar. Estamos felices de que seáis vosotros los primeros en llegar.
—Y nosotros felices de serlo, amigo mío, no sabes cuánto te he echado de
menos. —Eric parece incluso un poco emocionado, su mujer acaricia su
espalda como intentando calmarlo.
Gabriel se acerca a él con una copa de oporto para cada uno, y Marian se
acerca a mí para dejarles privacidad. Los dos tienen mucho que hablar pues
hace meses que se vieron por última vez, y sé muy bien cuándo fue, pues
ambos llegaron juntos a la posada.
—Ambos necesitan hablar, son como hermanos —ríe y asiento algo
avergonzada—. Espero que tú y yo lleguemos a ser como hermanas, yo
nunca tuve una. Bueno, tengo un hermano, pero cuando nos reencontramos
por primera vez él casi era un hombre, aunque ese vacío lo llenó mi mejor
amiga, que ahora es mi cuñada —explica. Es muy parlanchina y me encanta,
nunca se me ha dado bien hablar con la gente.
Calla de repente y parece perdida en sus recuerdos, se ha puesto pálida,
tanto que me asusta, estoy a punto de alertar a los hombres cuando su mano
se posa sobre mi brazo y me detiene.
—Dios santo... —susurra, me mira con… ¿lástima? No entiendo qué le
ocurre—. No te asustes, ni preocupes a mi esposo, solo ha sido una de tantas
visiones que tengo —continúa susurrando, y yo sigo sin entender nada de lo
que dice.
—¿Visiones? —pregunto en voz igual de baja, ya que parece que no quiere
que nadie escuche esta conversación—. No entiendo nada, Lady Darlington.
—¡Por Dios! Nada de formalismos, por favor, soy Marian, simplemente
Marian —niega risueña—. Voy a contarte un secreto, Beatriz. Tengo un don,
veo visiones del pasado o del futuro, tengo sueños...
Calla cuando ve que soy yo quien está perdiendo el color, lo noto porque
me siento incluso mareada. ¿Cómo es posible?
—¿Qué es lo que has visto? —pregunto asustada.
—Han sido varias visiones, te he visto a ti entrando a una habitación, tu
madre parecía dormida, pero no lo estaba —niega con tristeza.
—¿Cómo lo sabes? —interrumpo su explicación, quiero saber cómo puede
estar tan segura. Quiero creer lo que dice, pero todo me parece un cuento o
una forma de reírse de mí.
—Porque ella estaba junto a su cuerpo, estaba tranquila hasta que te vio
aparecer, entonces la embargó la tristeza por lo que había hecho en un
momento de desesperación; te había dejado sola a manos de un hombre
incapaz de amar. —Coge mi mano, sé que intenta darme consuelo —. Tu
madre está en un lugar mejor, un lugar donde no hay pena, solo alegría, algún
día volveréis a estar juntas.
Intento contener el llanto, no quiero que Gabriel se dé cuenta y nos
interrumpa.
—¿Qué más viste? —sigo insistiendo.
—Varias visiones donde se aprecia que tu padre es un maldito bastardo, al
igual que tu madrastra —responde furiosa—. Sé que tienes una cicatriz bajo
la nalga izquierda, te lo hizo con una fusta.
—¡Basta! —jadeo, rezando para que los hombres no se den cuenta—.
Gabriel no sabe nada de todo esto, no quiero que lo sepa.
—Nunca diría nada, solo quería que supieras lo de tu madre. Ella estaba
allí, contigo, y tienes que saber que ahora es feliz, al fin consiguió la paz que
no pudo tener en esta vida. —Sus palabras me consuelan, estoy muy segura
de que Marian y yo acabamos de forjar un lazo que nunca podrá ser roto.
—Gracias. —Sonrío intentando dejar a un lado las confesiones de Marian,
no sé cómo seré capaz de aguantar la cena. Con suerte ellos estarán cansados
y se retirarán pronto, de esa manera tendré tiempo para asimilar todo lo que
en poco rato me ha confesado—. Pasemos al comedor —digo en voz alta
para que los hombres también me escuchen, ya que una de las criadas ha
llegado para avisarnos de que la cena está servida.
Nos sentamos, Gabriel a la cabecera, yo a su derecha y Eric a su izquierda
con su mujer al lado, nos sirven el vino y sacan el primer plato, cordero con
verduras. No tengo mucho apetito, pero hago lo posible por comer y no
levantar sospechas.
—¿Cómo está el pequeño Jonathan? —pregunta Gabriel mientras degusta
su plato.
—Bien, es un niño muy bueno. No lo hemos podido traer porque es un
viaje largo, pero cuando sea más mayor, lo haremos, así Rose y él podrán ser
muy buenos amigos —responde Eric.
—Por supuesto —asiente mi esposo—. Incluso podríamos casarlos —dice
riendo.
Su idea descabellada hace que me atragante con el vino que estaba
bebiendo. Todos me miran espantados, creo que es Gabriel el primero en
comprender mi reacción, pero es Marian con su gran intuición quien
interviene.
—Discúlpame, Gabriel, pero creo que son demasiado pequeños como para
pensar en algo así —dice con seriedad—. Sé que en vuestro círculo esto es lo
normal, pero Eric y yo estuvimos de acuerdo en que nuestro hijo tendrá total
libertad para escoger a la mujer con la que quiera compartir su vida. —Veo
como Eric asiente, dándole la razón a su esposa—. Si cuando sean mayores
ellos mismos deciden que quieren unir sus vidas, estaré más que encantada de
que Rose sea mi nuera.
—Tienes razón, Marian, disculpa mi estupidez. —Al escuchar la disculpa
de Gabriel siento que puedo respirar con tranquilidad—. Por un momento
olvidé la promesa que yo mismo le hice a mi esposa. Beatriz me hizo la
misma petición, Rose jamás será obligada a desposarse con un hombre que
ella no desee por propia voluntad.
Al decir esas palabras me está mirando a mí, y sus hermosos ojos están
pidiendo disculpas silenciosas por haber olvidado nuestro trato.
Pasamos al segundo plato hablando sobre cómo les va la vida en las tierras
de los Mackencie, lo describen con tanto lujo de detalles que me parece estar
viendo esas hermosas tierras.
Eric, emocionado, nos explica que ya es uno más de los hombres que
pelean para proteger al clan, y Marian, al igual que lo hizo su madre, ayuda a
todo aquel que se hiere o enferma. Están muy contentos, pues a pesar de que
Eric es inglés, la gente se ha acostumbrado a su presencia y ha llegado a
respetarles; y Marian, a pesar de no haber crecido entre su gente, es una más
de ellos desde el mismo día en que puso un pie en Eilean Donan.
Llega el postre y soy incapaz de seguir comiendo, así que mi trocito de
pudin queda intacto en mi plato, me doy cuenta de que Marian no prueba
tampoco mucho el postre, pero nuestros hombres le hacen justicia y no dejan
ni las migajas; sonrío complacida.
—La cena ha sido magnifica, estoy lleno —alaba Eric haciendo que me
sienta orgullosa de mi cocinara y sirvientas; y de mí misma, por supuesto.
—Desde luego —afirma su mujer—, felicita a la cocinera. Ahora, sin ser
descortés, después de este banquete solo deseo dormir, el viaje ha sido largo.
—Por supuesto, mañana tendremos tiempo de seguir charlando, os
presentaremos a Rose y podremos salir a cabalgar —ofrece Gabriel.
—Me parece una idea excelente —aplaude Marian.
Los acompañamos hasta sus aposentos, que se encuentran a poca distancia de
los nuestros, y después de desearles buenas noches, los dejamos solos y
marchamos hacia nuestra alcoba. Nada más la puerta se cierra tras de mí,
suelto una gran bocanada de aire. La noche ha salido perfecta, pero aún no
puedo olvidarme de las palabras de Marian, ni siquiera del pequeño olvido de
Gabriel, y él parece que me lee el pensamiento.
—Sé que estás molesta por mis palabras, te juro que no lo dije con maldad,
era una broma. Aunque no puedo negarte que me encantaría algún día que la
familia de Eric y la mía sean una —confiesa mientras comienza a desvestirse.
—No estoy molesta, Gabriel, sé que no vas a faltar a tu palabra, y como ha
dicho Marian, si eso algún día llega a pasar estaré encantada —respondo con
sinceridad.
—¿Crees que no te conozco, esposa? En los meses que llevamos
conviviendo creo que he llegado a conocerte muy bien, y algo te preocupa —
insiste.
—Son cosas que aún no estoy lista para contarte, Gabriel —respondo en
voz baja, agotada por las emociones—. Solo quiero cerrar los ojos y dormir.
—Está bien, esposa. Algún día cuando estés preparada, me lo dirás. —Se
mete en la cama y me hace un gesto con su mano, invitándome a unirme a él
—. Ven junto a mí, Bea.
No lo dudo y me acuesto a su lado, suspirando por el puro placer de estar
abrazada a su cuerpo, oliendo su aroma. Cierro los ojos sabiéndome a salvo
entre sus fuertes brazos.
Capítulo XVI
Lord Gabriel Hamilton. Oxford Hall, Inglaterra. 1500

Después de la maravillosa experiencia de hacerle el amor a mi esposa, y


cuando nuestras obligaciones nos fuerzan a separarnos, me marcho dispuesto
a comenzar con mi trabajo. Pero mi pequeña Rose reclama mi atención y
decido que no pasará nada porque comience a trabajar unas horas más tarde.
Juego con ella como si volviera a ser un chiquillo, me encanta hacerla reír,
verla tan feliz es un regalo. Me he jurado que jamás me convertiré en mi
padre, quien nunca tenía un momento para prestarme tención, no recuerdo
que nunca jugara conmigo, ni que me leyera ningún cuento, nada. Nunca
pude comprenderlo cuando era niño, y mucho menos ahora que soy padre.
A pesar de no haber estado junto a Rose desde el principio, la amo desde el
instante en que mis ojos se posaron en ella, estupefactos al darme cuenta de
que era padre, de que esa dulce niñita era mía, tenía mi sangre. Así que no,
nunca podré comprender el proceder de mi padre y mucho menos perdonarlo.
Alejo los malos recuerdos y los pensamientos tan oscuros que
ensombrecen esta bella mañana y me dedico a disfrutar de mi hija hasta que
Mery, la chica que la cuida, viene a por ella para que pueda volver a mis
quehaceres.
Me mantienen ocupado gran parte del día y cuando termino, voy a las
cuadras para asegurarme de que todo está en orden. Sé que Beatriz tiene todo
a punto en la casa, pero no se le ha ocurrido mirar los establos para que
nuestros huéspedes puedan disfrutar también de unas buenas cabalgadas si les
apetece; durante su estadía en mi hogar, quiero que se sientan como en casa.
Cuando termino ya es hora de que me prepare, no creo que tarden en llegar
y quiero darle la sorpresa a Beatriz. Primero le entregaré el vestido, y más
tarde las joyas que he comprado para ella, las primeras de muchas. Debí de
haberle regalado el colgante y los pendientes de diamante que pertenecieron a
mi madre, y a mi abuela antes que a ella. También debí haberle regalado
alguna joya cuando nació Rose. Debería haber hecho tantas cosas que no
hice…
En momentos como este intento que no me amarguen los errores que
cometí en el pasado, pero es muy difícil. Tendré que aprender a vivir con la
sensación de culpa que en ocasiones amenaza con ahogarme, es mi
penitencia.
Me dirijo a una de las habitaciones donde he guardado los arcones llenos
de ropa, menos mal que Mery ha sido mi cómplice y toda está lavada y
planchada. Sé que ha trabajado muy duro junto a las demás para tenerlo todo
listo y sin que mi esposa lo supiera. Sobre todo, me urgía que el traje que he
elegido para esta noche estuviera listo, estoy seguro de que el azul va a
resaltar su piel blanca y su cabello rubio, va a estar preciosa. Siempre es
hermosa, pero hoy quiero que esté resplandeciente.
Recorro los pocos pasos que me separan de nuestras habitaciones y, al abrir
la puerta, me quedo inmóvil por un momento al ver a mi esposa recién salida
de la tina; mojada y con solo una fina camisola cubriéndole el cuerpo.
Reacciono obligándome a controlar mi deseo, aunque quisiera hacerle el
amor ahora mismo como un loco, sé que Eric y Marian no tardarán en llegar,
pero después...
Ese pensamiento me hace sonreír como un estúpido, necesito todo mi
autocontrol, así que hablo para romper la tensión. Puedo darme cuenta de que
mi esposa está esperando, o deseando más bien, que me abalance sobre ella,
pero eso tendrá que esperar.
—Traigo una sorpresa para ti, esposa —digo con mi voz ronca. Siento
hasta mi boca seca, necesito beber algo pronto—. ¿Creías que iba a permitir
que esta noche estuvieras menos que deslumbrante?
Me acerco con lentitud a nuestro lecho y dejo el paquete con cuidado de no
arrugarlo. Beatriz parece una estatua, creo que ni respira, y eso hace que me
ponga nervioso.
—¿No vas a acercarte? —pregunto curioso. ¿Y si no le gustan las
sorpresas?...
Finalmente se acerca despacio y le sonrío cuando llega a mi lado. Le hago
un gesto, insistiendo para que descubra de una vez su regalo, siento que el
corazón va a estallarme en cualquier momento. Al fin lo hace y ve lo que
escondía el envoltorio, jadea y se lleva una mano a su pecho. Está
impresionada, espero que para bien, pues no sale una sola palabra de sus
labios.
Cuando al fin habla y me dice que es hermoso siento que puedo volver a
respirar. Me alegra, me hace feliz saber que la ha complacido, pero más me
complace a mí su forma de agradecérmelo. Cuando me besa no puedo evitar
corresponder con un ardor fruto de la pasión que llevo conteniendo desde que
he entrado en esta alcoba.
Y aunque me cuesta horrores separarme, soy yo quien pone fin a nuestro
beso. Pienso en la llegada de nuestros invitados y me alejo de mi mujer para
darme un baño de agua fría, necesito intentar apagar el fuego que recorre mi
cuerpo. Me desnudo sin pudor alguno y, mientras estoy lavándome, Bea
vuelve a agradecerme por el regalo y me explica que ha estado muy
preocupada pensando que no tendría nada decente que ponerse para esta
noche.
Por un momento maldigo mi estupidez, debería haber pensado en eso, pero
no lo hice. Solo quise sorprenderla y no pensé en que ella podría sentirse
angustiada por la falta de un guardarropa adecuado. Le pido disculpas, pero
me quedo más tranquilo cuando ella no le da tanta importancia como yo
esperaba. Así que olvido el pequeño fallo que he tenido y me deleito
observando cómo intenta vestirse.
El corsé le está dando problemas y yo no voy a poder ayudarla, por lo que
me visto con rapidez y llamo a Mery para que le ayude; así, mientras ella se
prepara, voy a por mi segundo regalo.
Cuando regreso ya está vestida y peinada y me quedo impresionado por su
belleza. Siempre está hermosa, pero ahora está vestida como siempre debería
haberlo estado. Tengo tanto que compensarle que no sé si una vida será
suficiente. El azul de su vestido realza, como ya suponía, su piel clara y sus
ojos, su pelo recogido, dejando algunos rizos sueltos, el rubor que tiñe sus
mejillas… Es la visión más hermosa que he visto en mucho tiempo. Ordeno a
Mery que se marche y obedece con rapidez.
—Eres lo más hermoso que he visto en mi vida, pareces un ángel —
confieso mientras me acerco y le pido que cierre los ojos. Obedece a pesar de
las dudas que veo en su mirada, me coloco en su espalda y abrocho el
colgante, después le pongo los finos pendientes en sus pequeñas orejas—.
Abre los ojos, Beatriz.
La muevo para que quede frente al espejo de su tocador y cuando hace lo
que le he pedido jadea, llevando su pequeña mano hasta donde descansa el
colgante de zafiros que le acabo de regalar; después hace lo mismo con los
pendientes.
Me angustio cuando veo que comienza a llorar, no era esa mi intención.
Rezo para que sea de felicidad y le ofrezco mi brazo para bajar juntos al salón
y esperar a nuestros invitados. Cuando llegamos a nuestro destino y me doy
cuenta de cómo observa de nuevo a su alrededor para comprobar que todo
está en orden, pongo los ojos en blanco, qué mujer tan perfeccionista tengo.
El sonido de lo que parece un carruaje acercándose me impide decirle que
se relaje de una vez, no hay tiempo, Eric y Marian ya están aquí. Camino con
rapidez, tengo muchas ganas de ver a mi amigo, mi hermano, ese que la
sangre no me ha dado. Cuando lo veo descender del carruaje suelto una
carcajada y cojo la mano de Beatriz para que me acompañe a recibirlos.
Olvido las formalidades y el decoro y abrazo a Eric con cariño, sé que
debería haber presentado a mi esposa en primer lugar, pero hace meses que
no nos vemos y tengo tanto que contarle. Necesito sus sabios consejos, él
siempre ha sido mi voz de la razón, aunque a lo largo de nuestra amistad le
haya hecho poco caso a sus consejos, tal vez me hubiera ido mejor.
Escucho como Marian se presenta y Eric la corrige. Ambos bromean
mientras mi esposa los observa sonriente, antes de que mi amigo se presente
con cortesía a Beatriz. Se la ve entre feliz y avergonzada por tanta atención,
parece que vuelve a ser la jovencita con la que me casé años atrás, pero con
más confianza en sí misma. Les da la bienvenida mientras entramos en casa
y, al llegar al salón, ofrezco una bebida a Eric y dejo que las mujeres se
conozcan mientras yo me pongo al día con mi mejor amigo.
—¿Cómo te tratan los escoceses? —pregunto muy interesado en su nueva
vida, al fin y al cabo, soy yo quien le llevo todo lo referente a su título y
propiedades aquí en Inglaterra. Pero lo más importante para mí es que él esté
bien, no me gustaría saber que aún no lo han aceptado como parte de su
familia. Aunque en su última carta me asegurara que sí, no puede mentirme
mirándome a los ojos, el mentiroso siempre he sido yo.
—Como te dije en mi última carta al principio fue complicado, entendí el
comportamiento de los Mackencie hacia mí, pues estaban convencidos, al
igual que lo estaba Marian, de que yo no la amaba, de que solo la había
utilizado —me explica mientras bebemos frente al fuego—. Pero desde el
momento en que comprendieron que la amaba, me han recibido con los
brazos abiertos. Unos fueron más recelosos y me costó más ganarme su
confianza y respeto, pero ahora estoy por completo integrado en el clan. Para
ellos soy uno más, y yo por fin siento que pertenezco a algún sitio. Por fin
siento que tengo una familia.
—No sabes cuánto me alegro, amigo mío —le digo con completa
sinceridad. Creo comprender de lo que me está hablando, pues desde que
llegamos a Oxford Hall, es como si hubiera regresado al hogar después de
años vagando por el mundo.
—¿Y tú? En tus cartas no explicas mucho, siempre has sido parco en
palabras. Te es difícil decir y mostrar lo que sientes en realidad, pero sabes
que a mí no puedes mentirme, Gabriel —dice serio, observándome como si
quisiera leer mi alma—. Y si debo ser completamente sincero, hoy te he visto
como nunca antes. La forma en que miras a Beatriz es muy distinta a
cualquiera que haya podido ver antes en ti, ni siquiera a Diana; y me
complace, me complace sobremanera.
Al escuchar el nombre de la que fue mi amante hasta hace unos meses,
vuelve a mí el recuerdo de las cartas recibidas, aquellas que están llenas de
amenazas y de las que no he hablado con Beatriz. Eso me está carcomiendo
por dentro, no quiero mentirle cuando hemos jurado siempre hablarnos con la
verdad, pero no quiero ni asustarla ni preocuparla. Solo rezo para que Diana
me obedezca por una vez y se resigne por fin a que nuestra relación forma
parte del pasado, y allí debe quedarse.
—¿Qué ocurre, Gabriel? Te has puesto pálido cuando he nombrado a
Diana. —Baja la voz y vuelve a la carga—. ¿Acaso me has mentido? ¿Sigues
viéndola? —Me atosiga con su interrogatorio y me ofende que dude de mí, él
mejor que nadie me conoce. Aunque, pensándolo bien, tal vez sea por eso, en
el pasado muchas veces le dije que había dejado a Diana, cuando en realidad
siempre volvía a ella.
—No —respondo firme, intentando controlar mi genio, porque, aunque
tiene sobradas razones para dudar de mí, en el fondo me duele—. Te dije que
ya había decidido darle la oportunidad a mi matrimonio, esa que le negué
años atrás, y sigo manteniendo mi palabra.
—¿Solo se trata de eso? ¿De mantener tu palabra? —Sigue con su
interrogatorio y me siento acorralado, porque no estoy preparado para
afrontar todas las preguntas para las cuales aún no tengo respuesta. Veo que
observa con preocupación a su esposa, y yo lo imito al ver a Beatriz algo
pálida y nerviosa.
Mery llega para avisarnos de que la cena está servida y eso me salva de
tener que contestar las preguntas de mi mejor amigo.
La cena trascurre tranquila, todo está delicioso y el tiempo pasa raudo.
Cuando terminamos el delicioso postre, Marian y Eric se excusan pues están
cansados, algo que es comprensible después del viaje tan largo que han
hecho. Los acompañamos hasta su alcoba y lo único que deseo en estos
momentos es hablar con Bea, durante la cena he dicho una estupidez que
puede afectar en nuestros avances. Sé que le prometí a mi esposa que Rose
elegirá el hombre con el que se casará y cumpliré mi promesa, pero la ilusión
de que algún día la familia de Eric y la mía se unan me hizo hablar más de la
cuenta.
Aunque mi esposa me asegura que no ocurre nada, durante la cena la he
visto pálida, al igual que en este momento, y me asusto. ¿Estará enferma?
Cuando me dice que solo quiere dormir, olvido lo que he estado deseando
durante toda la noche y le ofrezco mis brazos para descansar. Aunque me
cuesta horas dormirme, preocupado por lo que puede tenerla de este modo, al
fin el cansancio me vence y no despierto hasta que comienzo a escuchar el
sonido de los sirvientes trabajando.
Dejo a Bea dormir, parece agotada, no tiene buen aspecto y me preocupa
que mi estupidez pueda haberla afectado de algún modo. Tal vez los
preparativos de todo lo referente al baile la hayan agotado. Salgo de la
habitación sintiéndome un completo imbécil, voy en busca de mi pequeña y
la encuentro dormida también, así que decido bajar a desayunar, o al menos
hacer el intento.
Al llegar al comedor, me sorprende encontrar a Eric y Marian levantados.
—Buenos días —saludo, intentando alejar mis pensamientos—. Me
sorprende veros levantados tan temprano.
—Buenos días, Gabriel. En casa estamos acostumbrados a levantarnos
temprano, así que no hemos podido evitar hacerlo aquí también —explica
Marian mientras se sirve un poco de té—. Espero que no sea ningún
inconveniente.
—Por supuesto que no —respondo con rapidez. Me siento y comienzo a
servir mi desayuno, aunque todo lo que me llevo a la boca me sabe a serrín.
—¿Beatriz no nos acompaña? —pregunta mi amigo, parece algo
preocupado también.
—Suele levantarse temprano, pero desde anoche parece no sentirse bien.
La verdad es que estoy preocupado —confieso sin poder esconder mi
angustia.
—Beatriz está bien, estará bien —dice Marian con tranquilidad—. Deja de
ver fantasmas donde no los hay, Gabriel, ella es fuerte.
Eric mira con intensidad a su esposa y esta le devuelve la mirada. Es como
si pudieran comunicarse sin necesidad de palabras; y a mí me ponen más
nervioso de lo que estaba hace unos minutos.
—Creo que lo mejor es que, si Beatriz no se encuentra bien, pospongamos
nuestra cabalgada —habla Eric.
—No hace falta que pospongáis nada por mí, Lord Darlington. —La voz
suave de Bea nos sobresalta a los tres, que la observamos entrar en el
comedor en silencio—. Me siento algo cansada, pero no es nada importante,
puedo salir a caballo. Además, quiero hacerlo.
Me levanto y la ayudo a sentarse a mi lado, casi no me mira, sonríe a
nuestros invitados y solo se sirve un poco de té. Me siento de nuevo y le
ofrezco algo más para comer, pero niega con la cabeza. Estoy a punto de
replicar, cuando Marian me detiene.
—Ya escucharon a la dama, caballeros. Vosotros podéis ir delante y
nosotras iremos detrás con más tranquilidad. Además, estoy deseando
conocer a la pequeña Rose —afirma con alegría.
Beatriz parece aliviada por su interrupción y decido dejarlo pasar por el
momento. Desayunamos en un silencio que solo es roto por la llegada de mi
pequeño rayo de sol. Mi pequeña Rose está preciosa con el traje de montar
color rosa que le he comprado, sus rizos rubios tan rebeldes como siempre y
su típica sonrisa en los labios.
—¡Vaya, amigo, no exagerabas! Parece un ángel —exclama Eric al verla,
todos reímos por sus palabras.
La pequeña está encantada por las atenciones recibidas y nos contagia su
entusiasmo, tanto que Bea parece por completo repuesta. Eso me alivia un
poco, pero decido que nos tomaremos con calma el paseo a caballo.
Después de que Rose desayune, ya no hay quien la pare y nos dirigimos a
las caballerizas. Aún no estoy muy seguro de que sea prudente que Beatriz
monte y así se lo hago saber.
—No digas tonterías, Gabriel. Anoche estaba cansada, nada más, fue un
día duro —responde mientras ayuda a Rose a montar su caballo—. Estoy
bien.
Vuelvo a dejarlo pasar, monto mi caballo y junto a Eric emprendo el
camino. Pienso dar un paseo por la propiedad y los prados adyacentes y de
vuelta a casa, creo que por hoy será más que suficiente.
—Deja de preocuparte y de echarte la culpa —espeta de repente mi amigo,
mientras miro por décima vez hacia atrás, para ver a las mujeres—. No tiene
nada que ver con lo que dijiste anoche. Si Beatriz asegura que se encuentra
bien, no tiene ningún motivo para mentir.
—Me conoces demasiado bien, amigo mío, pero no me gusta verla
enferma, cansada o triste —confieso casi sin darme cuenta.
—No sabes la magnitud que tienen esas palabras, su gran significado, creo
que ni tú mismo te has parado a pensar en lo que en realidad sientes por tu
esposa.
—Sé lo que siento por mi esposa, Eric —espeto molesto—. Me parece una
mujer fuerte, inteligente, honesta, cariñosa y una madre y esposa ejemplar. La
deseo como un desquiciado, no es consciente de su belleza, es demasiado
buena para mí.
—¿Y ya está? ¿Todo lo reduces a simple deseo? —interroga frustrado—.
¡Dios Santo, Gabriel! ¡No puedes estar tan ciego! La amas, amas a tu esposa.
Estoy convencido de que si hace tres años, en vez de huir como un cobarde
en tu noche de bodas, te hubieras quedado, hubieras vivido feliz con ella y
con Rose. Pero no, tenías que meter la pata, ir corriendo a refugiarte en los
brazos de Diana, una mujer que solo te ha ofrecido consuelo físico y a la que
tú le has pagado con creces. Tú siempre has pensado que era tu amante, para
mí es una fulana que se vende al mejor postor y ese fuiste tú; un pobre
muchacho que buscaba el amor que se le había negado desde que su madre
murió. Diana supo encontrar tus puntos débiles y los ha exprimido durante
años. Tú confundiste eso con amor, pero no lo es, nunca lo ha sido.
—¡Basta, Eric! —ordeno en voz baja, no quiero que nadie nos oiga, mucho
menos mi mujer.
—¡No! —responde enérgico—. He callado durante años, viendo como
cometías una y otra vez el mismo error, eso se ha terminado, Gabriel. El amor
no es solo gozar del lecho, el amor es mirar a la otra persona como tú miras a
tu esposa, el amor es preocuparte por su salud o sus sentimientos. El amor es
esconderte en Oxford Hall para que nada la dañe, cuando tú tienes mucho
trabajo en Londres, el amor es tener el valor de dejar todo atrás y terminar
con algo que sabes que le hace daño. Amar significa sacrificio, amigo mío.
Amar y ser amado es un regalo que no se puede desperdiciar, el matrimonio
puede ser el cielo o el infierno en la tierra, y solo tú puedes decidir en cuál de
los dos deseas pasar lo que te queda de vida.
Después de su discurso ambos nos quedamos callados, él esperando mi
respuesta y yo... no sé por qué no me salen las palabras. ¿Amo a mi esposa?
Eric está en lo cierto, durante toda mi vida he estado buscando el amor.
Creyendo que lo había encontrado en brazos de Diana estaba tremendamente
equivocado, y solo me ha faltado pasar estos meses al lado de Bea para darme
cuenta de cuán diferente puede ser todo con la mujer adecuada.

—Era un maldito niño, Eric —espeto—, cuando me obligaron a casarme


con Bea. Ambos lo éramos. Puede que yo hubiera vivido más que ella, pero
los dos estábamos obligados a un matrimonio con un completo desconocido.
No hice bien, eso lo sé, le he pedido perdón mil veces y lo seguiré haciendo
mientras viva y, aun así, no lo mereceré jamás. Pero no puedo asegurarte que
lo que siento por ella es amor, porque como tú bien has dicho, no sé siquiera
lo que es ese sentimiento.
Sus palabras me han dolido, no estoy enfadado con él, pues es la única
persona que escucho y a la que le permito hablarme de ese modo. Ahora soy
yo quien no se encuentra muy bien, sus duras acusaciones son como cuchillos
clavados en mi estómago. Las mujeres llaman nuestra atención, decidimos
regresar y solo puedo agradecer a Dios por ello.
No vuelvo a hablar ni Eric tampoco, necesito procesar todo lo que me ha
dicho, todo lo que he confesado yo; pero por encima de todo, necesito aclarar
todos estos sentimientos que amenazan con ahogarme.
Capítulo XVII
Lady Beatriz. Oxford Hall, Inglaterra. 1500

Caigo rendida ante el cansancio y agradezco a mi esposo que no me


atormente con preguntas, ni intente ningún acercamiento para hacer el amor.
No es porque no desee sus atenciones, sino porque no me siento bien, espero
que sea por el cansancio acumulado y por las emociones de este día.
Cuando abro los ojos de nuevo, parece que hace varias horas que ha
amanecido. Me parece raro haber dormido tanto, Gabriel no se encuentra a mi
lado y me siento la peor anfitriona de todas; tengo invitados a los que atender
y yo levantándome más tarde de lo normal.
Salgo de la cama con rapidez y una sensación de mareo horrorosa me
embarga, tanto que debo volver a sentarme para no caer al suelo. Las náuseas
llegan tan rápido que me sorprende que haya sido capaz de llegar hasta la
jofaina y vomitar. Cuando ya no tengo nada más que expulsar me dejo caer
de nuevo en la cama, no sé qué me ocurre, pero me siento como si fuera a
morir.
Con el pasar de los minutos, parece que poco a poco vuelvo a la
normalidad y, cuando Mery aparece como cada mañana para decirme que
Rose se está despertando, no puedo levantarme con la energía acostumbrada.
—¿Se encuentra bien, mi señora? —pregunta preocupada. Intento sonreír y
levantarme para aparentar una normalidad que no siento, aunque las náuseas
han desaparecido aún me encuentro débil—. ¿Llamo a Lord Hamilton?
—¡No! —exclamo asustada, no quiero preocupar a nadie sin motivos, con
toda seguridad es por la tensión y el cansancio acumulado y en unos días
estaré bien—. Estoy bien.
Me mira por unos largos instantes, dudosa, y por un momento creo que
tendré que ser más brusca con ella si quiero que guarde el secreto, pero
finalmente asiente y me ayuda a vestirme. Mi nuevo traje de montar es de un
precioso color marrón con botas a juego, y cuando veo que mi pequeña
también va vestida con su nuevo traje de montar, los ojos se me llenan de
lágrimas que no sé siquiera de dónde han salido.
—Mi pequeño ángel —susurro enternecida—. Estás hermosa.
—Tú también, mami —responde feliz acariciando mi mejilla, es algo que
suele hacer desde que era un bebé.
—Quédate un poco más con Mery mientras te arregla el cabello, voy a ver
si nuestros invitados están levantados, y después puedes venir a conocerlos
—explico.
Asiente y se queda conforme con su nana, bajo las escaleras y por las voces
me doy cuenta de que, como ya temía, soy la última en levantarme. Escucho
como Eric intenta convencer a su esposa y a Gabriel de posponer el paseo a
caballo, y me niego a ser la culpable. Por lo que entro decidida a evitarlo.
—No hace falta que pospongáis nada por mí, Lord Darlington —
interrumpo sobresaltándolos. Marian me recibe con una sonrisa, mi esposo
me mira preocupado y su mejor amigo no dice nada más—. Me siento algo
cansada, pero no es nada importante, puedo salir a caballo. Además, quiero
hacerlo.
—Ya escucharon a la dama, caballeros, vosotros podéis ir delante y
nosotras iremos detrás con más tranquilidad. Además, estoy deseando
conocer a la pequeña Rose —afirma con alegría mi nueva amiga, a la que
agradezco en silencio su intervención.
Parece que Gabriel no está de acuerdo, pero la llegada de nuestra hija le
impide protestar, sobre todo, porque los Darlington quedan prendados de mi
pequeña. ¿Cómo no iban a hacerlo?
Nos dirigimos hacia las caballerizas, el mozo ya tiene los caballos
preparados y emprendemos el camino por el cual nos guía Gabriel. Marian no
para de hablar con Rose, mi pequeña está encantada con toda la atención que
recibe, y yo estoy muy pendiente de lo que mi esposo y su mejor amigo están
hablando. No alcanzo a escuchar de lo que hablan, pero parece muy
importante y Gabriel no se muestra muy contento. Espero que no estén
discutiendo por mi causa, no quiero que su amistad se vea afectada por mi
culpa.
—No te preocupes, Beatriz, la conversación que están manteniendo es
necesaria —dice Marian como si fuera capaz de saber lo que pienso. Algo en
mi cara le debe dar una pista de lo preocupada que me encuentro en este
momento, pensando que uno de sus dones sea ese—. No querida, no puedo
leer las mentes, pero eres como un libro abierto. Eric solo está abriendo los
ojos de Gabriel. Mi esposo estaba muy preocupado por él, por vosotros.
—No comprendo... —Suspiro cansada, desearía poder volver a dormir—.
Solo no quiero que su amistad se destruya por culpa mía.
—Créeme, eso no ocurrirá —asegura—. Gabriel y Eric son inseparables, y
así seguirá siendo.
No vuelve a pronunciar palabra, ni yo tampoco, así que decido darme por
vencida y le pido a Gabriel regresar. Él, aunque parece que está muy lejos de
aquí, asiente y todos emprendemos el camino de vuelta a casa en silencio,
incluso parece que el tiempo empeora, unas nubes negras se aproximan y el
viento comienza a soplar fuerte y helado.
—Después dicen que en mi país hace frío —dice Marian con brusquedad,
mirando a su alrededor—. Se avecina tormenta.
Nos apresuramos a llegar a casa, como Rose aún no es capaz de seguir
nuestro ritmo, Gabriel la sube a su caballo, y el caballito de mi pequeña es
llevado por Eric junto al suyo. Parece que está acostumbrado a montar, yo
hacía tiempo que no lo hacía y Marian parece que hace poco que ha
aprendido. Cuando las primeras gotas de lluvia caen, estamos entrando en las
caballerizas, Gabriel me entrega a Rose y ordena en voz alta, los truenos casi
me impiden escucharlo.
—¡Volved dentro! Eric y yo nos ocupamos de los caballos.
Dudo, pues no me parece seguro, pero Marian me coge del brazo y ambas,
con Rose entre mis brazos asustada, emprendemos la carrera para llegar a la
puerta principal. Todo está embarrado, en pocos minutos ha pasado de
lloviznar a diluviar, corremos, pero con cuidado de no caer.
Abro la puerta con un fuerte estruendo y nos guarecemos en el calor del
hogar, estoy muerta de frío y Rose llora aterrada. Llamo a gritos a Mery y le
ordeno que prepare la tina y mucha agua caliente, la vamos a necesitar.
—Vamos a mi alcoba —le digo a Marian para que me siga, no parece muy
afectada—. Allí nos podemos calentar junto al fuego, debemos bañarnos con
rapidez, los hombres también necesitaran la tina, lamento solo disponer de
una en esta casa.
—Tranquila, querida, sé que esta casa ha estado abandonada por años, pero
tú las has devuelto a la vida —responde la mujer mientras entramos en mi
alcoba.
Desvisto a Rose con rapidez y la tapo con una manta, la dejo junto al
fuego, mientras yo imito a Marian que solo se ha quedado con los calzones y
la camisola que también están empapados.
—Baña primero a la pequeña, métete tú con ella. —Dudo, pero insiste—.
Estoy bien, vosotras lo necesitáis más que yo, en mi patria esto es lo más
normal. —Sonríe con nostalgia.
Le obedezco porque así acabaremos más rápido, aunque me siento
avergonzada por desnudarme frente a una mujer que conozco desde hace
menos de dos días. Parece darse cuenta porque desvía la mirada y se tapa con
una de las mantas que he dejado preparadas. No me entretengo mucho, en
cuanto Rose y yo entramos en calor y nos lavamos, salimos, Mery se la lleva
para vestirla, dos criadas entran con más agua caliente, y les digo que no
dejen de hacerlo hasta que no les ordene lo contrario.
Llega el turno de Marian que suspira agradecida por sentir el agua caliente
llevándose el frío que le calaba los huesos. Me visto y no sé qué más hacer,
desearía poder tumbarme y dormir.
—¿Desde cuándo te sientes mal, Beatriz? —inquiere de repente. Veo cómo
sale del agua sin vergüenza, no la miro, y me cuesta encontrar una respuesta
sincera a su pregunta.
—No lo sé con exactitud, Marian. —Opto por la sinceridad, no sé por qué,
pero confió en esta mujer—. Pero estoy segura de que ha sido por estos días
tan ajetreados, organizar un baile de tal magnitud yo sola ha sido más difícil
de lo que pensaba.
No responde, está más seria de lo normal, como si su mente estuviera muy
lejos de aquí, ni siquiera sé si me ha escuchado. Su silencio me pone
nerviosa, se viste con uno de los trajes que he mandado buscar a una de las
criadas.
—Voy a ordenar, con tu permiso, que cambien la tina y la lleven a nuestras
habitaciones, allí se pueden bañar Eric y tu esposo —explica—. Y tú vas a
descansar un poco. —Me coge de la mano y me lleva hasta el lecho. De golpe
se detiene, aprieta mi mano casi sin ser consciente—. Sí, no me equivocaba.
—Acaricia mi estómago y frunzo el ceño—. No estás enferma, Beatriz.
—No pensaba que lo estuviera … —respondo dudosa.
—Estás encinta —me interrumpe—. Por ese motivo te encuentras más
cansada y sientes malestar.
—No puede ser —exclamo entre asustada y emocionada.
Me mira intentando contener la risa.
—¿Acaso no compartes el lecho de tu esposo? —pregunta.
—Sí —contesto, avergonzada por tratar tales temas con tanta naturalidad.
—Entonces sí es posible, y lo es —asegura convencida—. ¿Quieres saber
lo que he visto? —interroga emocionada.
Callamos cuando las criadas entran de nuevo, soy yo misma quien les
ordena que cambien la tina de sitio. Si quiero hablar con más tranquilidad con
Marian necesito a los hombres lejos, sobre todo a Gabriel.
Cuando volvemos a quedarnos solas, asiento, necesito saber qué es lo que
ha visto.
—Vas a tener un niño, Beatriz, un niño fuerte y sano —responde. Yo no
puedo evitar romper en llanto, me emociona saber que vuelvo a estar encinta,
que tendré un hijo sano, y que esta vez Gabriel estará a mi lado—. No llores,
mi intención no era hacerte llorar. En ocasiones como esta, olvido que mi don
es más una maldición que un milagro.
—¡No! —exclamo, intentando controlarme—. No digas eso, debe ser
magnifico saber qué es lo que va a ocurrir... No lloro porque esté triste, lloro
de felicidad.
—Créeme, es una maldición —niega afligida—. No siempre son buenas
noticias las que tengo para dar.
De repente comprendo lo que quiere decir y me compadezco por ella,
intento consolarla y me sonríe, niega y me ayuda a acostarme.
—No te compadezcas por mí, querida, debo aprender a sobrellevar estar
carga. Descansa, yo me ocupo de los hombres.
La veo salir de la habitación y los ojos se me cierran, intento luchar contra
el letargo, pero me es imposible. Cuando despierto, lo primero de lo que me
doy cuenta es que Gabriel está sentado a mi lado, parece cansado. Su pelo
está revuelto como si no se hubiera peinado o sus manos se hubieran paseado
entre sus hebras, no se ha dado cuenta todavía de que he despertado y eso me
permite observarlo a placer, pero no me gusta verlo de este modo.
No sé cuánto he dormido, pero desde la última vez que lo he visto parece
que ha envejecido, ¿qué ha podido ocurrir para que esté en este estado?
La alcoba se encuentra en silencio, solo el crepitar del fuego se escucha.
Tarde, me doy cuenta de que la tormenta ha cesado, o al menos ya no es tan
violenta como al principio. No sé con exactitud si he suspirado o me he
movido sin darme cuenta, pero Gabriel me mira y por un instante parece que
no es capaz de respirar, eso aún me asusta más que su aspecto.
—Estás despierta —jadea acercándose a mí—. ¿Qué es lo que te ocurre,
pequeña? —pregunta preocupado, lo veo reflejado en su rostro.
—No me ocurre nada, Gabriel, solo estoy algo cansada. —Intento restarle
importancia, porque no estoy segura de cómo vaya a tomarse mi embarazo.
Durante este tiempo no hemos hablado de tener más hijos, y me asusta su
reacción.
—No me mientas, Beatriz —espeta—. Si todo lo referente al baile te ha
llevado a estar así, lo siento mucho, no quise hacerte enfermar. —Lo veo tan
afligido…— Sigo siendo un bastardo egoísta.
—Estoy embarazada —confieso de golpe. No soporto verlo así, prefiero su
furia antes que su tristeza.
Calla de repente y veo como sus ojos reflejan sorpresa, contengo el aliento
esperando su estallido, o que se levante y salga por la puerta. Gabriel es único
huyendo. Cuando siente que algo se escapa a su control, reacciona huyendo,
pero está muy equivocado si piensa que en esta ocasión se lo voy a permitir.
—¿Estás embarazada? —interroga con duda—. ¿Desde cuándo lo sabes?
—¿Cuánto he dormido? —pregunto, y aunque pueda parecerle una locura
mi pregunta la contesta.
—Casi tres horas —responde con rapidez,
—Pues desde hace tres horas. Ha sido Marian quien me lo ha dicho, yo no
lo había sospechado, lo achacaba al cansancio por la preparación del baile, a
los nervios...
Me observa, y me parece extraño que no pregunte cómo es que la esposa
de su mejor amigo puede estar tan segura de mi estado, así que me hace
suponer que está al corriente del don que posee. Y si no es así, no seré yo
quien se lo cuente, Marian ha confiado en mí y no voy a defraudar esa
confianza.
—Estás embarazada —repite de nuevo. Parece que no es capaz de asimilar
la noticia, me temo lo peor, pero cuando vuelve a mirarme y veo que sonríe,
siento que mi corazón va a salir de mi pecho—. ¡Estas embarazada! Esta vez
estaré a tu lado en cada momento, no volveré a perderme nada de la vida de
mis hijos.
Cuando me doy cuenta estoy llorando de felicidad, de alivio; Gabriel está
feliz por la noticia. En mi corazón renace la esperanza de que mi esposo me
ame o puede llegar a amarme, mi matrimonio no tiene que ser como fue el de
mis padres, no tendré que vivir en mis carnes ese infierno.
Me abraza sin apretarme demasiado, tendré que aclararle que no es mi
primer embarazo y que no voy a romperme, pero por ahora solo disfruto de
su felicidad y de su gesto de cariño.
Mi esposo no es un hombre dado a las muestras de afecto fuera del lecho,
así que no pienso abrir la boca y romper este momento. Cuando se separa
siento frío, pero intento que mi decepción no sea visible, por mucho que lo
ame, no estoy preparada todavía para dejárselo saber, dándole un poder sobre
mí que sería capaz de destruirme.
—Debes descansar, nada de cabalgadas, nada de pasar horas y horas
supervisando la labor de las criadas. Mery te ayudará con Rose y yo también
—dice con el ceño fruncido por la preocupación.
—Estoy encinta, no muriéndome. Cuando estuve embarazada de Rose
trabajé casi hasta el día que di a luz. —Intento tranquilizarlo, aunque mis
palabras parecen tener el efecto contrario cuando veo dolor en sus ojos.
Tarde, me doy cuenta de lo que he dicho—. Gabriel, no te hagas esto, no nos
hagas esto, quedamos en dejar el pasado atrás.
—Es difícil olvidar todo el mal que causé a las personas que no lo
merecían —responde cabizbajo—. Pero voy a pasar lo que me quede de vida
compensándotelo.
—Ya lo estás haciendo, Gabriel, me conformo con lo que tenemos ahora.
—Intento convencerme a mí más que a él con estas palabras—. Me conformo
con el respeto y cariño mutuo, y con la confianza, esa que es tan difícil
conseguir y tan fácil de destruir. Pensé que jamás confiaría en ti, pero estos
meses me has demostrado lo equivocada que estaba, me has dejado conocer
al verdadero Gabriel.
Solo rezo para ser capaz de conformarme con tan poco, pues desearía tener
todo de él. Su amor, su respeto, su alma y su corazón.
Sigue sin mirarme y un mal presentimiento hace que comience a temblar,
vuelven las náuseas, comienzo a respirar más rápido intentando controlarlas,
Gabriel alza su mirada ahora asustada hacia mí.
—¿Qué ocurre, Beatriz? —interroga— ¿Te duele algo?
—Siento ganas de vomitar —susurro, cerrando los ojos, necesito
tranquilizarme, me siento como una estúpida.
Se levanta con rapidez mira a nuestro alrededor y, no sé de dónde, sale con
uno de los cubos de madera que las criadas utilizan para traer el agua del
baño, pero lo agradezco cuando llega a mi lado justo a tiempo para que mi
estómago vuelva a vaciarse. Sentir a mi esposo a mi lado no sé si me
reconforta o me avergüenza, pero no puedo hacer nada para que se marche,
me siento fatal, no recuerdo haberme sentido así cuando estuve embarazada
de Rose.
Cuando mi cuerpo se rinde al cansancio y ya no tengo nada más que echar
por la boca, me dejo caer contra los almohadones y cierro los ojos intentando
olvidar el malestar. Pero lo que intento olvidar con desesperación es la
sensación de que Gabriel me oculta algo.
El mal presentimiento que ha llegado a mí con tanta fuerza como para
enfermarme otra vez, no puede ser solo imaginación mía. Tengo miedo de
romper el silencio que nos envuelve, siento la mano de mi esposo acariciarme
el brazo, está ofreciéndome consuelo, o intentando conseguir mi perdón, lo
hace en silencio, pero no puedo evitar sentir que está disculpándose por algo.
—Gabriel —llamo su atención y me mira ansioso, preocupado... —¿Hay
algo que deba saber? ¿Algo que te preocupe o te aflija?
«Por favor que me conteste con la verdad...»
No me gusta la sombra que cubre su mirada, niega con la cabeza.
—No ocurre nada, esposa, solo estoy preocupado por ti, no sé si es normal
que te sientas tan enferma —responde. Cierro los ojos, porque en el fondo de
mi corazón, sé que está mintiéndome.
—¿Seguro que es solo eso? —insisto—. Porque no hay que preocuparse
por mis síntomas, son completamente normales. No recordaba estar tan
enferma con el embarazo de Rose, pero supongo que cada uno es distinto al
anterior.
—Lo siento —se disculpa, y por un momento creo que voy a conseguir que
me confiese lo que le preocupa—. Siento que por mi culpa tengas que pasar
por todo esto de nuevo, pero te prometo que esta vez será diferente, esta vez
voy a cuidar de ti.
Es una hermosa promesa, pero no es lo que quería escuchar. Siento ganas
de volver a llorar, hace unos minutos era la mujer más feliz del mundo y
ahora siento que todo se está desmoronando a mi alrededor. ¿Cómo puede
cambiar todo tan deprisa? ¿Qué es lo que me ocultas, Gabriel?
Me acurruco en la cama dándole la espalda, ahora mismo no sé si quiero
verlo, si puedo soportar su mirada. Le he dado más de una oportunidad para
que sea sincero conmigo y no lo ha sido, eso me asusta y me enfada a partes
iguales.
Solo se me ocurre una razón por la que él guarde silencio y sea capaz de
mentirme, y tiene que ver con Diana. Ojalá me equivoque, pido a Dios que
así sea, pues no soportaría un dolor semejante de nuevo.
Capítulo XVIII
Lord Gabriel Hamilton. Oxford Hall, Inglaterra. 1500

Cuando entramos al fin en casa estamos empapados y muertos de frío. Veo


como los sirvientes llevan cubos de agua a mi alcoba, supongo que las
mujeres se están bañando allí. Eric y yo no hemos vuelto a hablar desde que
él ha dicho todo lo que nadie había tenido el valor de decirme durante todos
estos años.
Veo como una de las criadas se acerca a mí.
—Mi señor, su esposa nos ha mandado deciros que la tina está preparada
en la alcoba de Lord Darlington.
—¿Mi esposa, mi hija y Lady Darlington ya se han bañado? —pregunto.
—Sí, mi señor, Lady Rose esta con Mery —informa solícita.
—Gracias, enseguida subimos. —Le doy permiso para marcharse a seguir
con sus tareas—. ¿Quieres algo de beber? —pregunto a mi amigo. Aunque
aún me duelen sus palabras, no puedo estar enfadado con él mucho tiempo,
mucho menos por decirme la verdad.
Acepta con un gesto de su cabeza. Ambos estamos empapados, pero
mientras preparan todo para que nos podamos dar un baño, el fuego de la
chimenea y un buen brandy deberán bastar para hacernos entrar en calor.
Ambos bebemos en silencio al calor del fuego, mirando las llamas, cada
uno pensando en sus cosas. Hasta que Eric, que nunca ha sido capaz de
permanecer mucho rato callado, rompe el silencio.
—Siento haber sido tan duro antes —susurra. Niego con la cabeza—. Sí, lo
siento. No tenía ningún derecho a hablarte como lo he hecho, pero no soporto
ver cómo vuelves a tirar todo lo bueno que puede ofrecerte la vida por la
borda.
—Eso son tonterías, Eric, eres de las únicas personas a las que les
permitiría hablarme así. En realidad solo hay dos a las que les permitiría algo
así, tú eres una de ellas, la segunda es mi esposa —intento explicarle que no
me siento ofendido, sino dolido—. ¿Si no eres tú, quién lo va a hacer?
—Cierto, ¿quién lo va a hacer? —pregunta, mirándome preocupado—. Te
conozco, Gabriel, sé que algo te preocupa. A pesar de verte más feliz que en
todos estos años, algo empaña tu mirada. ¿Acaso Beatriz sigue reacia a darte
una oportunidad? ¿Me he equivocado y no albergas en tu corazón ningún
sentimiento por ella?
—No se trata de eso, Eric. Se trata de que los problemas del pasado no
desaparecen tan fácilmente como pensé, y ahora mi temor a perder a Beatriz
es más fuerte que antaño, pues nada me unía a ella en realidad. Cuando nos
casamos éramos dos desconocidos y no le di ninguna oportunidad. Pero ahora
que la conozco, que sé la mujer que es, no puedo permitirme perderla. Me
aterra perder a mi hija, ver la mirada de amor que me profesa convertida en
odio es algo que no podría soportar.
—¿Y todavía no te has parado a pensar por qué? —insiste mi amigo. Sé lo
que espera, sé lo que intenta hacer, lo que no estoy tan seguro es que sea
capaz de conseguirlo.
—Sé que estás esperando que te confiese que la amo, y puede que sea así,
no lo niego, pero ¿qué se yo del amor? También creí amar a Diana y desde
hace meses ni siquiera pienso en ella, no la echo de menos, no ansío verla.
Así que, mi querido amigo, ¿y si me equivoco de nuevo? —pregunto
aterrado.
Me siento impotente como un niño, estúpido por no saber realmente lo que
es el amor. Tal vez mi padre ganó la batalla y me convirtió en alguien incapaz
de amar.
—¿Qué te aflige? —sigue con su interrogatorio y me rindo.
—Diana lleva unas semanas escribiéndome cartas —confieso al fin,
sintiéndome un poco mejor por sacar este secreto a la luz, pues me estaba
consumiendo cada día un poco más—. Se enteró, naturalmente, de que iba a
celebrar un baile y se sintió ofendida porque no fue invitada. Pensó que era
cosa de Beatriz, pero le dejé claro que lo nuestro había terminado, que mi
esposa estaba de vuelta y que quería este matrimonio. No le sentó nada bien
—resumo, pues no quiero explayarme mucho en el salón donde todo el
mundo puede escucharnos.
—No se lo has dicho a tu esposa. —No pregunta, es una afirmación, me
conoce demasiado bien—. Eso es lo que te está carcomiendo por dentro,
sabes que ella se lo va a tomar como una traición, como que de nuevo estás
anteponiendo a tu amante.
—¡Sí, maldita sea! —exclamo furioso conmigo mismo y con Diana—. No
he sido capaz de hacerle entender que no deseo seguir con nuestro romance,
temo que dentro de dos días se presente aquí.
—Debes decírselo a Beatriz, debes advertirla de lo que puede ocurrir —
aconseja con calma—. Si no lo haces y Diana se presenta aquí la noche del
baile, puede llegar a pensar que tú las has invitado, que sigues manteniendo
una relación con esa ramera.
Si no estuviera tan furioso y preocupado me reiría del lenguaje de mi
amigo, pues en raras ocasiones dice palabras malsonantes.
—¿Crees que no lo sé? —espeto—. Pero el tema de Diana es espinoso para
mi esposa. Juramos dejarlo todo atrás, pero el problema es que mi examante
no quiere quedarse en el pasado.
Somos interrumpidos por la misma criada que hace un rato nos informó de
que todo estaba siendo preparado para nosotros. Ahora que todo está listo al
fin podemos darnos un baño y quitarnos esta ropa mojada.
Subimos con rapidez y dejo que Eric entre primero, sigo pensando cómo
demonios le voy a decir a mi esposa que, con toda seguridad, Diana se
presentará en el baile que con tanto trabajo, esfuerzo e ilusión ha preparado
durante semanas. Si se lo digo sé que voy a arruinar la ocasión y mi relación
con ella, pero si no lo hago, el baile de igual modo se irá al infierno y la
perderé para siempre, no creo que sea capaz de recuperarla de nuevo.
Mis pensamientos son interrumpidos por Eric, cuando él sale de la tina es
mi turno, me enjabono con rapidez y no me demoro mucho más dentro del
agua. No entiendo por qué, pero siento la imperiosa necesidad de reunirme
con mi esposa. Es hora de hablarle con la verdad, rezar para que pueda
comprender que he hecho todo lo posible para que Diana entienda que no
deseo seguir con ella, y que entre los dos presentemos un frente unido para
derrotar a mis errores del pasado.
Ambos salimos en busca de nuestras esposas, pero nos detenemos al ver
salir a Marian de la habitación con sigilo. Al vernos sonríe y se acerca hacia
nosotros.
—Veo que ya habéis entrado en calor vosotros también —dice mientras se
alza de puntillas para recibir un casto beso de su esposo.
Un mal presentimiento me estremece al no ver a Beatriz con Marian.
—¿Dónde está mi esposa? —pregunto ansioso.
—Está descansando —responde sin más.
—Beatriz no suele dormir tanto, mucho menos a estas horas. ¿Qué le
ocurre? ¿Se encuentra mal? —insisto, mientras me dirijo hacia la habitación
que compartimos.
—No le ocurre nada, Gabriel, pero deberías estar a su lado —aconseja
Marian.
Su respuesta es para mí un enigma. Sin esperar más, entro sin hacer mucho
ruido y cierro la puerta, dejando el mundo fuera de estas paredes, donde solo
existimos ella y yo.
Me acerco al lecho donde descansa, parece muy pequeña en una cama tan
grande. De nuevo está pálida, no sé si ha sido por el frío que hemos pasado o
por el susto de la tormenta, y el no saber qué le ocurre me está matando. Me
siento a su lado dispuesto a velar su sueño, solo con el rumor de la tormenta
de fondo y el crepitar del fuego.
Deben pasar más de dos horas antes de que un pequeño movimiento llame
mi atención y me dé cuenta de que mi esposa está despierta al fin. Me siento
tan aliviado.
Pero cuando le pregunto qué es lo que le ocurre, intenta mentirme restando
importancia a su estado. Eso me hace pensar que soy el culpable, yo quise
hacer el maldito baile, quise presumir de mujer e hija, de que había
encontrado a mi familia y mi felicidad con ellas, y por esas mezquinas
razones, ella se encuentra en este estado. Mas lo que no me esperaba son sus
siguientes palabras:
—Estoy embaraza —su confesión me golpea con fuerza.
«Embarazada...»
No lo puedo creer, está tan segura que no lo dudo ni por un momento. La
felicidad me embarga, en este instante me siento el hombre más afortunado
del mundo, cuando hace unas horas me sentía el más miserable. Le advierto
que se terminaron los paseos a caballo y todo lo demás, me niego a que se
pongan en peligro ella o el bebé, en este momento nada más importa.
Salí de la alcoba de Eric decidido a decirle la verdad a mi esposa, quería
sincerarme, hablarle con el corazón en la mano y hacerle entender que Diana
no significa nada para mí y que no voy a permitir que le haga daño ni a ella ni
a mi hija. Eso significa que no voy a dejar que la humille, o la ponga en
evidencia presentándose en nuestro hogar. No sé cómo voy a impedirlo, pero
lo haré.
Ahora me es imposible mirarla a la cara, me siento culpable, sé lo que
tengo que hacer, pero temo que todo el tema de mi examante pueda afectar a
Bea de manera negativa y que le ocurra algo al bebé. No sé mucho sobre
embarazos, pero lo poco que he escuchado es que las embarazadas deben
estar tranquilas, sin sobresaltos ni malas noticias, sin mucho esfuerzo físico
sobre todo los primeros meses. ¿Cómo voy a cuidarla si no sé cómo puedo
protegerla?
Insiste e insiste, sé que sospecha algo, pero prefiero condenarme ante sus
ojos, a poner en peligro a mi hijo o hija que está por nacer. Puede que dentro
de dos días vuelva a odiarme, pero eso la hizo fuerte en el pasado, volverá a
ocurrir. Y si todo sale bien y consigo impedir que Diana cumpla su cometido,
dentro de unos meses podré contarle al fin la verdad, rezando para que
comprenda mis motivos y sea capaz de volver a perdonarme. Porque en esta
ocasión no estoy traicionándola, estoy anteponiendo su bienestar a mi propia
felicidad.
En este mismo instante me he dado cuenta de que la amo. Eric tenía razón,
tal vez la amo desde hace tiempo. No sé con exactitud cuándo me enamoré de
ella, solo sé que me arriesgo a que me condene eternamente, a que vuelva a
odiarme, incluso a verla partir con mis hijos. Pero estará viva, nunca podría
perdonarme si ella muriera.
Le pido perdón por todo, por hacer que se encuentre en este estado, por las
veces que no estuve a su lado, por no amarla cuando debería haberlo hecho,
pero sobre todo por mentirle. La dejo seguir descansando, por un momento
recuerdo la cabalgada de hoy, pienso en todo lo malo que podía haber pasado
y me aterroriza pensarlo. No puedo culparla pues no lo sabía, y para
complicarlo más, la lluvia que nos ha sorprendido calándonos hasta los
huesos no creo que sea muy recomendable en su estado.
Tendré que hablar con Marian, ella ya ha sido madre al igual que Beatriz,
pero además es muy buena curandera, no solo por su don, del cual tengo
conocimiento porque Eric me lo explicó en una de sus cartas. Una que
después de leer quemé, mantendré el secreto tan celosamente como ellos lo
hacen, para mí, Marian es mi familia; y puedo tener muchas fallas, pero
protejo a los míos.
No sé si Beatriz ha vuelto a dormirse o es que no quiere seguir hablando
conmigo. Me ha dado la espalda y esta tan quieta, que espero esté sumida en
un sueño reparador que le permita olvidar mi estupidez y recupere fuerzas. La
miro por última vez antes de salir de la alcoba.
«Lo siento, mi amor, pero esta vez no te miento por egoísmo, espero que
puedas llegar a comprenderlo.»
Cierro la puerta y por un momento me cuesta hacer que mis pies me lleven
lejos. Necesito hablar con Marian. Tal vez ella pueda ayudarme, tal vez su
don le permita decirme qué va a ocurrir antes de que suceda algo que haga
que mi matrimonio sea herido de muerte.
Por suerte la encuentro con facilidad, está con Eric tomando un licor junto al
fuego. Los dos charlan, pero al darse cuenta de mi presencia callan, me
acerco a ellos con la sensación de que hablaban de mí y Beatriz, eso me da
esperanzas.
—Por tu cara deduzco que, o bien no le has contado nada, o no se lo ha
tomado muy bien —saluda mi amigo, que parece preocupado, y en esta
ocasión no puedo tranquilizarlo.
—Beatriz está embarazada, cosa que ya sabrás. Así que, he decidido no
poner ni su vida ni la de mi hijo en peligro por una persona que no se merece
ni la preocupación que me está haciendo pasar —respondo, controlando la
furia que me embarga al pensar en Diana.
—Bea está embarazada, Gabriel, pero te aseguro que no se está muriendo
—replica Marian—. Puedo llegar a comprender qué estás sintiendo, pero
como mujer y esposa, te aconsejo que seas sincero con ella.
—Marian, necesito que me digas qué va a ocurrir, te suplico que me
ayudes. —Me acerco a ella, incluso me arrodillo, ella parece azorada, Eric
gruñe—. Por favor, la amo, no quiero perderla.
—¡Por amor de Dios, levanta! —exclama—. No puedo ayudarte aunque
quiera, Gabriel —suspira con pesar—. Mi don no funciona así, las visiones o
sueños llegan a mí sin esperarlo.
Me siento ahora más perdido que antes. Puede que me esté equivocando,
puede que sea un cobarde, pero sigo convencido de no decirle nada a mi
esposa y rezo para no pagar las consecuencias toda mi vida.
***

Ya han pasado dos días, en los cuales mi esposa ha estado más en cama
que fuera de ella, tuvo un poco de fiebre debido al frío que pasó, pero gracias
a Marian no ha sido nada peor. Hoy al fin se ha levantado con mejor cara y
de mejor ánimo. Eso me hace feliz, pues estos días han sido duros; había
vuelto a ser la Beatriz de antes, fría, distante, pero desde esta mañana parece
que vuelve a ser la mujer de la que me he enamorado como un tonto.
Dentro de unas horas comenzaran a llegar los invitados y estoy muy
nervioso; toda la alta sociedad estará aquí esta noche. Sé que todo saldrá
perfecto, confió en Beatriz, pero no confío en que los fantasmas del pasado
no se hagan presentes esta noche. He encargado a uno de los lacayos que me
informe en todo momento de quién llega a la propiedad, con la esperanza de
interceptar a Diana antes de tiempo.
—Deja de dar vueltas. —La voz de mi amigo me sobresalta—. Estás más
nervioso que tu esposa, aunque creo que por diferentes motivos.
Tranquilízate, Gabriel, yo te ayudaré con Diana si llega a tener la desfachatez
de presentarse en tu casa con tu esposa presente.
—Sabes que Diana es muy capaz, a ella no le importa el decoro, solo le
interesa seguir teniéndome como amante, y no creo que la mueva ningún
sentimiento romántico —espeto de mal humor.
—Estoy convencido de que solo la mueve el resentimiento y el deseo
malsano de dañar a tu esposa, y por ende a ti —responde con tranquilidad. Él
siempre ha sido así, el más tranquilo de los dos, mientras que yo tengo un
carácter más explosivo—. Por eso, tanto Marian como yo, te hemos insistido
en que advirtieras a Beatriz.
—Ya di mis razones, voy a intentar proteger a mi familia —digo ceñudo,
no entiendo por qué es tan difícil de comprender.
—Siempre has sido un terco —gruñe mi amigo—. De acuerdo, se hará
como tú quieres, recemos para que no se vaya todo al demonio.
Asiento y miro al horizonte, quedan apenas unas horas para que lleguen los
primeros invitados. Sé con seguridad que las mujeres estarán preparándose,
los criados están trabajando desde la salida del sol, y a mí ya no me queda
nada más por hacer que arreglarme y, como dice Eric, rezar para que todo
salga bien.
Durante estos días me he maldecido infinidad de veces por ser yo quien
insistió en este maldito baile.
—Vayamos a prepararnos —dice Eric mientras su mano se posa en mi
hombro en señal de apoyo—. Por mucho que observes el horizonte, no vas a
ver a tus enemigos llegar.
—No. Conociendo a Diana, llegará por la espalda —asiento cabizbajo.
Ambos nos dirigimos hacia nuestros respectivos dormitorios, nos
despedimos, entro a mi alcoba y me sorprende verla vacía. La tina me espera,
así que me baño con rapidez pues sé que Eric debe utilizarla después, me
visto con mi traje de gala negro, me peino y afeito.
Unos golpes en la puerta me sobresaltan, no tarda en aparecer Eric con su
ropa en las manos, lo miro extrañado.
—Nuestras esposas han unido fuerzas, me acaban de echar de mi alcoba.
Ambas están arreglándose el cabello y demás —explica exasperado.
No puedo evitar estallar en carcajadas y, tras mirarme con furia, él no
puede evitar seguirme.
—Vencidos por nuestras mujercitas —digo intentando controlar la risa—.
Anda, báñate, yo ya estoy preparado. Y date prisa, porque necesito beber
algo.
Recuerdo el regalo que le tengo preparado a mi esposa y llamo a Mery, que
aparece enseguida.
—Mery, necesito que le lleves esto a mi esposa. —Le entrego el estuche
con el collar y los pendientes a juego—. Dile que es mi regalo por volverme a
hacer el hombre más feliz del mundo.

Mery se sonroja, pero corre a cumplir con su cometido, es una de mis más
fieles criadas.
—Vaya, vaya, vaya... quién lo iba a decir —se burla mi amigo mientras
sale de la tina y comienza a secarse—. Mi mejor amigo, el que no creía en el
amor, mandando mensajes románticos a través de sus criadas.
—¡Deja de reírte y acaba! —ordeno con tono firme. Mi amigo me hace un
gesto burlón y comienza a vestirse, se peina su rubio cabello, que ahora lleva
más largo que de costumbre, y ya estamos listos para bajar a esperar a
nuestras damas.
Bajamos y voy directo a servirme un buen vaso de brandy, le ofrezco otro a
Eric y comenzamos a charlar para pasar el rato. No sé exactamente cuánto
tiempo llevamos hablando cuando escucho el primer carruaje, me parece
extraño porque en las invitaciones se dejaba claro que era un baile con cena,
así que aún es temprano. Ambos nos miramos preocupados y salgo raudo a
ver quién es nuestro primer invitado, rezando para que no sea Diana, pero a la
vez rezando para que sea ella y poder echarla de aquí antes de que mi esposa
baje por esas escaleras.
Pero no es Diana, no sé quién es peor, si los dos hombres mayores que
tengo frente a mí, o mi examante. ¿Qué demonios hacen aquí? No los
invitamos a pesar de saber que era una falta de respeto no hacerlo, pero tanto
Beatriz como yo estábamos de acuerdo en que no queríamos a unas personas
tan llenas de odio a nuestro alrededor.
—¿Qué diablos estáis haciendo aquí? —pregunto de malos modos.
—Hola a ti también, hijo mío —responde mi padre con desdén. Si tanto me
desprecia no sé qué hace aquí—. Tanto tu suegro como yo supimos de tu gran
baile, donde se suponía ibas a mostrarnos a tu esposa y a tu hija, y por
supuesto quisimos venir y ser testigos de tan buena nueva.
—Padre... —respondo con toda la amabilidad de la que soy capaz—, no se
os envió invitación alguna, lo cual significa que no sois bienvenidos —aclaro,
por si tenían la falsa esperanza de que, por no crear escándalo, iba a dar mi
brazo a torcer.
—¿Cómo osas hablarnos así? —interviene mi suegro.
—Tranquilízate, Frederick, mi hijo no tiene suficientes agallas para
cumplir su amenaza —se burla mi padre—. Parece olvidar que no es quien
manda aquí.
—Tengo las agallas suficientes para mandar al infierno a dos hombres que
pueden alterar la paz de mi esposa —gruño—. Y el que parece olvidar algo
aquí eres tú, padre; esta casa me pertenece, mi madre me la dejó tras su
muerte.
—¿Así que te has enamorado de la insípida de mi hija? —se carcajea el
padre de Bea—. Al fin ha hecho algo bien.
Me abalanzo contra él para matarlo a golpes, pero mi amigo me detiene.
Me intenta tranquilizar, pero lo único que consigue que la furia se apague es
la voz que escucho a mis espaldas.
—¡Basta! —ordena mi esposa. Cierro los ojos, desesperado, no he
conseguido protegerla—. Déjalos, Gabriel, si han llegado hasta aquí, lo
menos que podemos hacer es recibirlos en nuestro hogar.
—Vaya, hija mía, pareces otra mujer. Ahora entiendo por qué tu esposo
desea conservarte —sigue burlándose. Después de años sin verla, sin saber si
estaba viva, esto es lo único que tiene para decirle. Solo deseo matarlo, pero
Eric todavía no me suelta.
—Frederick —responde ella con aparente tranquilidad—, Lord Hamilton,
pasen a nuestro humilde hogar, sean bienvenidos.
Eric me suelta cuando se da cuenta de que quiero ir hasta donde esta
Beatriz, que está acompañada por una Marian bastante preocupada
—¿Estás bien? —susurro—. Puedo echarlos a patadas de aquí, no me
importa nada más que tú.
—Estoy bien. Estaré bien —me responde con entereza—. Gracias, Gabriel
—me sonríe con alivio, sabiéndose protegida—. Estabas dispuesto a un
escándalo por protegerme, por defenderme de las crueles palabras de mi
padre, pero créeme, sus palabras ya no pueden hacerme daño, hay actos que
duelen mucho más.
No comprendo muy bien a qué se refiere, pero no me gusta lo que puede
significar, porque si llego a enterarme algún día de que el miserable de su
padre le hizo algo más grave que escupir su veneno, lo mataré.
Todos entramos y al fin me permito contemplar a mi esposa, que viste el
traje rojo que yo habría escogido para ella. Sus pechos parecen más grandes
de lo que en realidad son gracias al corsé que le aprieta la fina cintura y realza
su busto, donde descansa el colgante de rubís que le he regalado hace unas
horas.
Su cabello rizado está recogido haciendo que en sus orejas pueda lucir los
pendientes a juego con el collar que adorna su blanca piel entre sus senos.
Está hermosa. Sus ojos, a pesar del velo de dolor que los cubre por culpa de
su padre, cuando me miran se iluminan, y eso hace que mi corazón brinque al
pensar que ella siga amándome como lo hizo tiempo atrás.
No puedo seguir intentando averiguar lo que esconden sus palabras, porque
los primeros carruajes están llegando. Mi esposa pone su mejor sonrisa y no
me queda más remedio que acompañarla para recibir a nuestros invitados. No
sin antes mirar a Eric que asiente entendiendo lo que le pido, va a mantener a
mi padre y a mi suegro a raya, los controlará por mí hasta que yo pueda
hacerme cargo.
Tuve la pequeña esperanza de que este baile pudiera salir bien, pero me
equivocaba. Solo es cuestión de tiempo que Diana aparezca, porque estoy
seguro de que la llegada de mi progenitor y el padre de Beatriz no son más
que el principio del fin.
Capítulo XIX
Lady Beatriz. Oxford Hall, Inglaterra. 1500

Después de que Gabriel abandonara nuestra alcoba dejándome sola y


dolida por su falta de sinceridad, tuve mucho tiempo para pensar, y decidir
que no quiero vivir mi vida viendo fantasmas donde no los hay. Aunque estos
dos días que he tenido que pasar en cama por la fiebre no han servido para
mejorar mi humor, y debo reconocer que ha sido mi esposo quien se ha
llevado la peor parte. Pero hoy, cuando al despuntar el alba me doy cuenta de
que la fiebre ha desaparecido, llevándose con ella todos mis males, alejo todo
pensamiento negativo de mi mente y me levanto dispuesta a volver a ser la
Beatriz de días atrás; no quiero seguir castigando a Gabriel.
Estos dos días Marian ha demostrado tener un dominio de las hierbas y de
la curación fabuloso. En ningún momento bajó la guardia, estuvo a mi lado al
igual que mi esposo, y en los pocos momentos que nos dejaba a solas, me
daba sabios consejos que no voy a olvidar.
Me visto con algo sencillo y bajo a desayunar, segura de que todos, incluso
mi pequeño rayo de sol, están ya en la terraza disfrutando del buen tiempo.
Intento alejar los nervios por el baile de esta noche y, como dice Marian,
disfrutar el momento, o como dice ella en su lengua materna, beò an dràsta.
Incluso me está enseñando gaélico, una lengua que me encanta y que, en el
tiempo que estuve en las Tierras Bajas, no llegué a dominar.
—Buenos días —saludo contenta. Todos me reciben con una sonrisa y
Rose corre hacia mí. Durante estos días no he querido estar muy cerca de ella,
para no ponerla enferma, y la he echado mucho de menos—. Hola, mi amor
—saludo abrazándola fuerte contra mí, oliendo su aroma a bebé.
Los hombres, como es costumbre, se levantan de sus asientos y no vuelven
a sentarse hasta que yo lo hago. Todo unos caballeros, es muy difícil olvidar
las viejas costumbres en las que nos han criado. Aunque durante mis años en
las Tierras Bajas no seguí por completo las normas del decoro inglesas y me
di cuenta de cuán diferentes son ambos países.
—¿Cómo te encuentras, esposa? —pregunta Gabriel, es la preocupación
que tiñe su voz la que me saca de mis cavilaciones.
Cuando observo, me doy cuenta de que todos me miran expectantes
esperando mi respuesta, mi reacción hacia mi esposo. Haciéndome ver lo
arpía que he sido durante estos días, en los cuales él me ha soportado en
silencio y sin perder la paciencia; ni un solo grito, ni un solo mal gesto ha
tenido hacia mí. En un principio creí que era porque sentía remordimientos
por mentirme, ahora tengo serias dudas, tal vez todo fueron imaginaciones
mías. Tal vez sí me parezco a mi madre más de lo que quiero reconocer,
viendo fantasmas donde no los hay; al final de su vida su mente estaba
bastante trastornada.
—Bien —respondo intentando no sonar brusca—. Por primera vez en días
puedo decir que me siento bien.
Todos sonríen, incluso puedo escuchar a Marian suspirar aliviada por mi
comportamiento. Durante mi convalecencia ella ha estado a mi lado, no solo
aliviando mi malestar, sino demostrándome que, a pesar de ser joven, tiene la
sabiduría de quien ha vivido mil vidas. Y puede que piense que no me he
dado cuenta, pero ella sabe más de lo que me dice, con toda seguridad su don
le ha permitido ver algo que para mí es desconocido.
Al principio estuve tentada a exigirle respuestas, a suplicarle que desvelara
mi futuro, pero como me explicó el primer día en el que confió lo suficiente
en mí para dejarme conocer su secreto, uno que es muy peligroso, sé que sus
visiones no son continuas, que no puede predecir nada a su antojo. Las cosas
no funcionan de ese modo. Así que me he convencido a mí misma
diciéndome que, si ella no me ha dicho nada es, o bien porque no sabe nada,
o porque no me corresponde saberlo, y confió en Marian más que en mí
misma.
El desayuno trascurre sin problemas y, cuando los hombres deciden ir a
cabalgar, estoy deseando imitarlos. Les pido que esperen por mí para
acompañarlos, pero mi esposo parece tener otros planes.
—Ni hablar —espeta más serio de lo normal—. Estás embarazada, has
estado enferma y debes reponerte, en pocas horas comenzará el baile. —Sé
que se preocupa por mí, pero no estoy acostumbrada a que me dé órdenes y
seguirlas a rajatabla. Estoy tentada a discutir, pero como siempre, Marian
intercede.
—Creo que Gabriel tiene razón, querida amiga. —Sonríe y se levanta de su
asiento—. Creo que lo más conveniente es que tú y yo nos quedemos dando
los últimos toques a la fiesta y juguemos un poco con la pequeña Rose.
—Sí —susurro imitándola—. Tal vez sea lo mejor.
Ambas salimos del salón dejando a nuestros hombres atrás. No sé por qué
a pesar de saber que Gabriel tiene razón, que lo más sensato para mí ahora es
no montar a caballo, que aunque sea algo que me apasiona me está prohibido
en este momento y entiendo el motivo, yo misma sería incapaz de poner en
peligro la vida de mi bebé, pero reconozco que me cuesta conformarme.
Disfrutaba de los paseos con Gabriel, escuchar como relataba los pocos
recuerdos que tiene de este lugar, me ha ayudado a comprender mejor al
hombre con el que estoy casada.
—No debes ver la orden de tu esposo como que él no quiere pasar tiempo
contigo, sino que se preocupa por ti y por el bebé —aconseja una vez más mi
amiga.
—Lo sé, eso nunca lo he puesto en duda —suspiro—. Solo que me es
difícil dejar de disfrutar de esos momentos a su lado.
—Encontraréis otros —afirma resuelta. Hay tanta confianza en su voz, que
no puedo más que pensar que está en lo cierto.
Nos dirigimos al cuarto de juegos de Rose, donde mi pequeña puede
pasarse horas jugando, muchas veces yo la acompaño y vuelvo a ser niña otra
vez. Disfruto de su compañía, crece tan rápido que estoy segura de que, en
apenas unos años, estos momentos que compartimos desaparecerán, dejando
paso a otros juegos, a otras costumbres. Ojalá pudiera detener el tiempo, temo
tanto no poder protegerla, que alguien la dañe. Es algo que tarde o temprano
ocurrirá, pues debe crecer, enamorarse, casarse…, y por más que quiera no
podré protegerla.
Al entrar, como ya imaginaba, mi pequeña tiene a la pobre Mery tomando
el té. Marian y yo nos miramos divertidas y no podemos evitar reírnos,
llamando la atención de Rose y su compañera de juegos.
—Mery, de verdad, eres un tesoro —alaba Marian—. Si no supiera que
sería imposible alejarte de la pequeña Rose, te llevaría conmigo a Eilean
Donan, para que cuidaras a mi pequeño Jonathan.
—De eso ni hablar, querida amiga —exclamo con rapidez—. Mery es muy
especial para todos nosotros, sobre todo para mi pequeño ángel, ¿verdad,
Rose? —pregunto, mientras me siento a su lado. Ella solo asiente y sigue
jugando.
Nos unimos a ellas mientras Rose es quien hace de anfitriona de su
pequeño castillo. No sé cuánto tiempo trascurre hasta que una de las criadas
requiere de mi presencia en la cocina, dejo a Marian con Mery y Rose y me
dirijo a solucionar cualquier problema que haya podido surgir, algo que me
pone muy nerviosa. Faltan pocas horas para que los invitados lleguen y lo
último que necesitamos es que algo salga mal.
Al llegar suspiro aliviada al darme cuenta de que ningún contratiempo
importante va retrasar ni los refrigerios, ni la cena. La cocinera solo quería
estar segura de que todo estaba tal cual yo lo había ordenado. Agradezco que
haya pensado en eso antes de continuar preparando todo, de esta forma,
sabemos con exactitud que está todo saliendo a la perfección.
Le pido que prepare algo ligero para la comida y que tengan preparada
mucha agua caliente para los baños, así como los trajes, enaguas y demás
prendas de vestir, limpias y planchadas. Decido, ya que el día está
espléndido, comer en la terraza y así se lo hago saber a las criadas.
Vuelvo a la habitación de juegos para avisar a Rose y Marian de que
comeremos fuera, y decidimos, ya que no puedo dar un paseo a caballo,
hacerlo a pie, aunque sea por la propiedad.
Así lo hacemos, disfrutamos del cálido clima, del olor de las flores, del
canto de los pájaros. Rose corre y salta riendo, es feliz, siempre lo ha sido,
pero ahora tengo la seguridad de proporcionarle todo lo que ella desee, y lo
más importante es que Gabriel la adora y para mí ella es mi mundo entero.
Ella crecerá con el amor de sus padres, algo que tanto a mi esposo como a mí
nos faltó mientras crecíamos, haciendo de nosotros lo que somos hoy día.
—¿Te sientes bien? —pregunta Marian—. ¿Estás cansada? Deberíamos
volver, es casi la hora de comer, y recuerda que esta tarde tenemos que
arreglarnos, debemos estar divinas.
—Estoy bien, algo fatigada nada más —informo para tranquilizarla—.
Volvamos, estoy nerviosa y ¿qué mejor que una buena tarde arreglándonos
como reinas? —bromeo.
Regresamos a paso lento, y al llegar vemos que nuestros esposos están
esperando por nosotras. Puedo darme cuenta de que Gabriel me mira
preocupado, le sonrío y eso parece tranquilizarlo. Espero que durante los
meses que faltan para la llegada de nuestro segundo hijo no vaya a estar
tratándome como si estuviera sentenciada a muerte.
—¿Dónde estaban, bellas damas? —interroga Eric, mientras besa a su
esposa. Yo me quedo inmóvil, sin saber cómo debo proceder con mi esposo
ya que los últimos días han sido difíciles. Nos hemos vuelto a distanciar; por
mi culpa, pero lo hemos hecho. Ella le contesta feliz por saberse amada.
Gabriel, como siempre, me sorprende y es él quien se acerca con rapidez y
me besa. Es un beso corto pero intenso, que me deja temblando y roja de
vergüenza. Me sonríe sabiendo lo que provoca en mí, y por un instante siento
deseos de golpearle, pero todo queda olvidado cuando me coge de la mano y
comenzamos a caminar hacia el salón, acompañados por Rose y por nuestros
amigos.
Nos sentamos en la mesa y comemos entre charlas. Nuestros esposos no
parecen estar nerviosos, en realidad no tiene ningún motivo para ello, están
acostumbrados, ellos no han huido de su antigua vida. Sé lo que la gente va a
pensar al verme, seguirán las burlas, pero lo que toda esa gente no sabe es
que no soy la misma Beatriz de antaño. Ahora no permitiré ni una sola ofensa
más, haré valer mi posición como señora de esta casa para echar a patadas a
cualquiera que lo merezca.
Al terminar, Mery se lleva a Rose para que duerma su pequeña siesta, esta
noche solo estará con nosotros unas horas, no quiero cambiar sus hábitos. Los
hombres se retiran al despacho de Gabriel alegando que tienen cosas
importantes de las que hablar. No veo nada extraño en ello, ya que mi esposo
es el abogado de Eric, así que Marian y yo nos dirigimos a mis aposentos
para comenzar a prepararnos.
Los trajes ya están limpios y planchados, para esta ocasión he elegido uno
rojo oscuro con bordados en negro, tanto en el escote cuadrado, como en la
cintura, puños y falda. Las enaguas y los cancanes darán el efecto deseado,
llevaré los zapatos a juego y, para completar el atuendo, tengo pensado lucir
las perlas que me dejo mi madre. Es lo único de valor que me llevé conmigo
y que tuve la suerte de que no me robaran.
Marian ha escogido un vestido azul, que resalta su piel morena y su cabello
negro como la noche. Su escote es cuadrado como el mío, con la diferencia
de que no tiene ningún bordado, salvo en sus puños. Según me ha explicado
es el escudo de su familia, con su lema “Luceo non uro” que significa, “yo
brillo, no me quemo”.
—Tengo pensado ya cómo quiero que Mery me recoja el cabello —
exclama mi amiga mientras se desnuda sin ningún pudor, será la primera en
darse el baño—. Y, si me permites, también tengo un hermoso peinado
pensado para ti.
—Por supuesto —respondo—. Confió en tu buen gusto.
El silencio nos envuelve a ambas, no puedo evitar conforme se acerca la
hora del baile sentir un dolor sordo en el pecho, es como un mal
presentimiento, y que Marian de repente esté tan callada no augura nada
bueno. Por desgracia sé que, si le pregunto, ella no va a responder lo que
necesito saber a no ser que crea conveniente decírmelo.
—Algo te perturba, amiga mía —susurra mientras me observa con esos
ojos negros que parecen haber vivido mil vidas—. Tu silencio no es bueno,
casi puedo sentir tu preocupación, tu temor.
—Dentro de poco esta casa estará llena de gente que en el pasado se
burlaba de mí, me despreciaba —confieso acongojada—. Nunca dije nada,
era la estúpida que se callaba todo. Una dama, como me enseñó mi padre;
muchas veces a golpes.
—Sé lo que se siente, Beatriz. Fui criada por dos personas que odiaban a
mis padres y por ende a mí —narra mientras sale de la tina y comienza a
secarse—. Después tuve que vivir con el desprecio de la gente que creía ser
mejor que yo por su posición social. Créeme, eso solo nos hace más fuertes o
nos destruye, solo tú puedes decidir qué camino escoger.
Como siempre sus palabras logran calmarme, aunque no son los invitados
lo que me preocupan...
—No son solo los invitados, es un mal presentimiento, Marian —susurro
aún más asustada al decirlo en voz alta.
—¿Mal presentimiento? —pregunta, mientras se cubre con las enaguas y
una fina camisola—. No hagas caso de malos augurios, no te dejes embargar
por esas malas sensaciones, recuerda que la bruja aquí soy yo —bromea,
haciéndome reír.
Me sumerjo en el agua caliente, cierro los ojos e intento relajarme, escucho
como la puerta se abre y Marian conversa con Mery quien ha venido a
ayudarnos a vestirnos y peinarnos. Dejo que primero ayude a mi amiga,
mientras intento alejar de mí los temores y los malos pensamientos.
Salgo del agua para no arrugarme, me seco y me cubro con mis enaguas, la
camisola y mis medias de lino, para después cubrirlas con un fino cancán. Me
calzo con mis hermosos zapatos y espero mi turno para ser torturada con el
maldito corsé.
Marian ya está vestida y peinada y está colocándose unos hermosos
diamantes que destacan en su piel cremosa y morena. Una vez aprisionada
por el maldito corsé, Marian y Mery me ayudan con el vestido y el cabello,
estoy a punto de colocarme mis perlas, cuando mi criada me detiene.
—Mi señora, su esposo me mandó entregarle esto —dice, mientras me
entrega un pequeño estuche de terciopelo azul oscuro.
Ambas mujeres guardan silencio, expectantes, a la espera de que abra la
tapa y ver qué es lo que contiene; y no les hago esperar. Al abrirlo no puedo
evitar jadear ante el asombro, es lo más hermoso que he visto en mi vida, más
aún que el collar que me regaló hace solo tres días.
Un collar de rubíes descansa entre el terciopelo azul, unos pendientes en
forma de lágrima le hacen juego, pronto llaman mi atención dos papeles, uno
parece más antiguo que el otro, así que cojo el que parece más nuevo y no
tardo en reconocer la caligrafía de mi esposo.

Querida esposa:
Te envío este presente esperando que sea de tu agrado. Esto es algo que te
pertenece desde el momento en que nos casamos; eran de mi amada madre y
ella quería que fueran para la mujer con quien compartiera mi vida.
Dentro de este presente también encontrarás una carta de ella, de mi madre.
No la he abierto, no sé qué es lo que dice, eso solo te corresponde a ti.
Espero te gusten y lo lleves con el mayor de los orgullos, eres digna sucesora
de ellos.
Gabriel.

En el momento en el que acabo de leer la nota, siento cómo mis ojos se


empañan por las lágrimas, pero las contengo para leer la carta de la madre de
Gabriel.

Querida esposa de mi hijo:


Si estás leyendo esto, significa que no estoy con vosotros, es algo muy
probable. Solo te pido que ames a mi hijo, espero que sea el hombre que
siempre he soñado, que aún quede lo suficiente del niño que fue, y que mi
esposo no haya conseguido moldearlo a su imagen y semejanza. Si es así, no
voy a pedirte que soportes lo que he soportado yo, nunca podría hacerlo,
pero si observas cualquier pequeña pizca de esperanza en mi hijo, sálvalo,
ayúdalo, haz lo que yo no puedo hacer.
Estas joyas pertenecieron a mi madre, ahora son tuyas.
Amaos, sed felices, la vida es demasiado corta para desperdiciarla.
Con amor…
Sophie Hamilton.

Ahora me es imposible contener el llanto. Mery ha desaparecido y Marian,


preocupada, me mira sin saber muy bien qué hacer, ni por qué me encuentro
en este estado, le tiendo ambas cartas e intento tranquilízame.
—Es un presente muy hermoso. No por la joya en sí, sino por el valor
sentimental que conlleva —dice Marian—. Gabriel te ama, Beatriz.
¿Amor? Mi esposo jamás me ha dicho que me ame, puede que ahora sus
actos sean todo lo contrario a como me trataba en nuestro breve compromiso
y aún más breve boda, pero no estoy segura de que Gabriel sea capaz de
entregarme algo que pertenece a otra mujer.
Estoy dispuesta a contestar, pero el sonido de un carruaje nos interrumpe,
frunzo el ceño, extrañada, aún es demasiado temprano para que lleguen los
invitados. Me asomo al gran ventanal y siento como el suelo se mueve bajo
mis pies cuando reconozco el carruaje y el escudo. Es el de mi familia.
Mi padre ha tenido la osadía de presentarse en mi hogar, y no viene solo,
junto a él desciende mi suegro. Reacciono cuando veo que Gabriel está
furioso, no puedo escuchar lo que dicen, pero debo bajar enseguida y evitar
que pierda los papeles. Por mucho que me gustaría echarlos de aquí, ahora no
es posible, no pienso montar un escándalo. Estoy segura de que nuestros
padres disfrutarían de ello y nosotros quedaríamos ante nuestros invitados
como lo peor mientras ellos serían las víctimas. No pienso darles el gusto.
Me apresuro a bajar las escaleras, escucho a Marian correr tras de mí, pero
no puedo detenerme para explicarle cuál es la urgencia. Ya puedo oír a
Gabriel echándolos de nuestro hogar y, como siempre, mi padre tiene que
esparcir su veneno, haciendo que mi marido pierda los papeles y esté a punto
de golpearlo, es Eric quien lo detiene.
Debo intervenir de inmediato. Detengo mi carrera e intento recuperar el
aliento antes de hablar.
—¡Basta! —ordeno, intentando aparentar una frialdad que no siento.
Intento llevar las riendas de este encuentro, les doy la bienvenida, aunque no
es lo que siento.
—¿Estás bien? —susurra mi esposo preocupado—. Puedo echarlos a
patadas de aquí, no me importa nada más que tú.
—Estoy bien. Estaré bien —respondo con entereza—. Gracias, Gabriel. —
Mis palabras son sinceras, le agradezco que esté dispuesto a tanto por mí—.
Estabas dispuesto a un escándalo por protegerme, por defenderme de las
crueles palabras de mi padre, pero créeme, sus palabras ya no pueden
hacerme daño, hay actos que duelen mucho más.
Sé que desea saber a qué me refiero, pero la llegada de más carruajes nos
interrumpe. Es la hora de la función. Pongo mi mejor sonrisa y me dispongo
a recibir uno a uno a mis invitados.
Uno a uno, van llegando, condes, duques, marqueses, barones...
En ningún momento soy capaz de relajarme, Gabriel parece notarlo porque
me mira preocupado. Le sonrío intentando tranquilizarlo, no necesito su
protección en este momento, no quiero verme como la mujer débil del
pasado.
Largo tiempo después, cuando todos han llegado y tomado su refrigerio,
pasamos al salón. Gracias a Dios, mi padre y mi suegro se han sentado lejos
de nosotros y yo disfruto de estar acompañada por Eric y Marian.
En el último momento he decido que Rose no baje esta noche, no quiero
que mi padre y mi suegro estén cerca de mi ángel. Con suerte, si se marchan
hoy mismo, mañana no tendré que esconderla; no es lo que pretendía, pero
protegerla es lo más importante para mí en este momento.
Cuando la cena termina y el baile está a punto de comenzar, Gabriel se
acerca a mí, ha sido difícil, pues siempre alguien reclama su atención y como
anfitrión no puede negarse.
—¿Estás bien? —pregunta ansioso—. Qué estupidez, claro que no lo estás.
Me he dado cuenta de que Mery no ha traído a Rose, mejor, no quiero que
esté cerca de tu padre o del mío.
—Me alegro de que estemos de acuerdo sobre eso —respondo aliviada, por
un momento he creído que Gabriel querría que nuestra hija bajará para ser
presentada—. Estoy bien, Gabriel, soy más fuerte de lo que crees.
—Lo sé, es solo que en ocasiones como esta se me olvida tu fortaleza. —
Se acerca más a mí, nuestros cuerpos rozándose—. Debemos abrir el baile.
Asiento, pasamos al gran salón de baile, que no ha sido utilizado en años, y
comienza a sonar la música. Ambos nos movemos como si bailáramos todos
los días, aunque lo cierto es que no bailo desde el día de mi boda; después de
huir estuve demasiado ocupada intentando sobrevivir. Pero mi mente no ha
olvidado las clases de baile a las que asistí desde muy pequeña, y Gabriel y
yo danzamos como si fuéramos uno.
Cuando la música termina el hechizo que nos envolvía se rompe, nuestros
invitados comienzan a bailar y nosotros nos separamos por la llegada
indeseada de mi padre.
—Me gustaría bailar con mi hija —pide cínico—. Hace años que no la veo
y deseo saber qué ha sido de su vida.
Gabriel se tensa, me doy cuenta de que está a punto de explotar, y es algo
que debo evitar.
—Por supuesto, padre —asiento con una sonrisa forzada. Mi esposo me
mira como si me hubiera vuelto completamente loca, pero espero que mi
mirada sea suficiente para trasmitirle un poco de tranquilidad.
Permito que mi padre me aleje de Gabriel, que se queda inmóvil, apretando
con fuerza sus puños y siendo retenido por Eric, que se ha dado cuenta de que
su amigo necesitaba ayuda para controlar su ira.
—Así que has vuelto... —Comienza la batalla, lo presiento—. ¿Dónde has
estado? Gabriel no fue capaz de encontrarte. Tampoco hizo mucho esfuerzo,
todo hay que decirlo.
Cierro los ojos, siempre ha disfrutado haciéndome daño, tanto físico como
emocional. No voy a permitirle ganar, no esta vez.
—En Escocia —respondo sin darle más información—. ¿A qué se debe
esta preocupación, padre? Nunca te ha interesado si estaba viva o muerta.
—Cierto, y no me interesa —responde con tranquilidad—. Mucho menos
ahora que tengo el heredero que la inútil de tu madre, nunca me pudo dar.
Tropiezo, y casi caigo sino fuera por el firme agarre de mi progenitor, lo
miro asombrada, no sabía que mi madrastra le había dado un hijo, un niño...
—Tan torpe como siempre —se burla—. John es mi mayor orgullo, mi
heredero.
—Enhorabuena —respondo, intentando aparentar indiferencia, pero saber
que tengo un hermano al que posiblemente nunca me sentiré unida me
entristece, más sabiendo cómo es nuestro padre. Rezo para que su maldad no
lo envenene y lo moldee a su imagen y semejanza. Rezo para que la maldad
de Frederick Eastwood muera con él.
—Y dime... ¿ya has crecido lo suficiente como para entender que tu marido
jamás va a amarte? —pregunta como si fuera lo más natural del mundo—.
Porque Lady Diana es y siempre será el gran amor de Gabriel Hamilton.
Sus palabras me hieren, mis temores se vuelven más reales. Es como
volver a la infancia y escuchar un día tras otro lo poco que valgo y que nunca
nadie va a amarme por ser demasiado poca cosa.
—Puede que te equivoques, Frederick —respondo con la voz más firme de
lo que me imaginaba—. Lady Diana solo es un mal recuerdo. Gabriel ya debe
haberle dejado claro que ella ahora pertenece al pasado, ni siquiera ha sido
invitada al baile.

La música al fin termina y me dispongo a salir huyendo, su maldad está


asfixiándome, pero sus últimas palabras me detienen.
—¿De verdad? Porque mientras bailábamos, juraría que Lady Diana ha
entrado y ha sido acompañada por tu esposo hacia lo que supongo es su
despacho —responde con los ojos brillando por la malicia. Disfruta con mi
dolor, pero me niego a creerle.
—¡Mientes! —exclamo con voz ahogada por el miedo.
—Ve a comprobarlo... —Alza sus hombros, como si no le importase que
me estuviera rompiendo el corazón. Si es mentira, me odia más de lo que
imaginaba, si es verdad, no seré capaz de perdonar a Gabriel por segunda
vez.
Pero me armo de valor para salir andando con tranquilidad y la cabeza en
alto, no quiero que nadie se dé cuenta de nada. Un mal presentimiento, ese
que me acompaña desde hace horas, se hace más fuerte cuando varios
invitados me miran y cuchichean, y sin necesidad de llegar a mi destino, sé
que mi padre no me ha mentido, por mucho que desearía que así fuera.
Los dos hablan en voz baja pero parecen nerviosos, al verme llegar callan,
y ambos me miran con algo que odio, compasión.
Me apresuro hacia la puerta, dispuesta a todo, a echar a esa ramera de mi
casa y a decirle a Gabriel lo que pienso de sus falsas promesas. Pero Eric se
interpone y, en silencio, me ruega que no lo haga, que confié en su amigo.
—Apártate, Eric —ordeno con frialdad. Marian en susurros me suplica que
no lo haga—. Hazlo.
Se aparta a regañadientes y, sin pensarlo, abro la puerta de par en par,
encontrándome una escena que jamás hubiera imaginado. Diana está
demasiado cerca de Gabriel que se ha girado sobresaltado, al verme ha
palidecido, observo como su amante sonríe complacida.
—Quiero a tu ramera fuera de aquí ahora mismo, si no quieres que monte
un escándalo que la alta sociedad nunca olvidará. —Mi voz es hueca, fría,
vacía, sin vida, así me siento.
Sin decir ni hacer nada más, salgo y me dirijo hacia la alcoba de mi hija, no
escucho ni los ruegos de Marian y Eric, ni los gritos de Gabriel. Para mí todo
ha terminado incluso antes de comenzar, Gabriel no volverá a jugar con mis
sentimientos nunca más.
Capítulo XX
Lord Gabriel Hamiltom. Oxford Hall, Inglaterra 1500

Toda la gente de la que me he rodeado desde que tengo uso de razón se


encuentra esta noche aquí. La cena ha sido un éxito, a pesar de que no puedo
evitar mirar hacia la puerta esperando ver la llegada de Diana. Mi padre
parece que se ha dado cuenta de mi nerviosismo y sonríe burlón desde la otra
punta de la mesa.
En breve comenzará el baile y somos mi esposa y yo, como anfitriones,
quienes debemos abrirlo. No bailo con ella desde el día de nuestra boda, así
que cuando la cojo entre mis brazos y las primeras notas comienzan a sonar,
me sorprende descubrir que parece que bailemos a diario juntos. Supongo
que, como toda señorita de la clase alta, recibió clases de baile, música y
dibujo, pero estoy convencido de que en los años que pasó fuera no tuvo
tiempo de poner esos conocimientos en práctica.
Dejando el asombro a un lado, tener a mi esposa pegada a mi cuerpo con
este vestido que me deja ver gran porción de sus pechos turgentes, su olor a
jazmín, hace que sienta que la piel blanca y sedosa de su cuello me invita a
posar mis labios sobre ella, pero me contengo. No podemos dar un
espectáculo, aunque cierta parte de mi cuerpo esté muy despierta y
descontenta por mi autocontrol.
La música cesa y el hechizo que nos envolvía es roto por la llegada de mi
suegro. Me tenso con solo tenerlo cerca, sonríe con cinismo, sé que se trae
algo entre manos al igual que mi progenitor. Ellos no han venido a ver a sus
hijos, sino a destruirnos, estoy seguro de ello.
—Me gustaría bailar con mi hija —pide cínico—. Hace años que no la veo
y deseo saber qué ha sido de su vida.
Estoy dispuesto a saltar sobre él, hacer o decir cualquier cosa antes que
permitir que se acerque a Beatriz, pero mi esposa me sorprende una vez más
al escucharla decir:
—Por supuesto, padre —asiente con una sonrisa forzada, me dirige una
mirada para tranquilizarme, para hacerme entender que es lo suficientemente
fuerte como para hacerle frente. Puede que tenga razón, pero no puedo evitar
este instinto sobreprotector.
Los veo alejarse y es Eric quien aparece para retenerme y hacerme
reaccionar, intentando que me tranquilice.
—¡Tranquilízate, maldita sea! —gruñe ejerciendo su fuerza para retenerme
—. Deja de comportarte como un salvaje, solo es un maldito baile, dale un
voto de confianza a tu esposa.
Bufo, ofuscado, nos les quito ojo. Aunque veo a Frederick sonreír como la
serpiente venenosa que es, desde donde me encuentro soy capaz de ver que
Beatriz está haciendo un gran esfuerzo por soportar a su padre.
—¡Maldición! —exclama mi amigo mirando hacia la distancia, y por el
temor que veo en sus ojos, estoy casi seguro de lo que me voy a encontrar al
darme la vuelta—. Los problemas siempre vienen de tres en tres, amigo mío.
Y sí, cuando me doy la vuelta, Diana está haciendo su entrada triunfal con
una sonrisa pintada en sus labios. Me da la impresión de que me busca y
cuando nuestras miradas se encuentran, no dudo de sus intenciones al venir
aquí: recuperarme o vengarse, con ella todo es blanco o negro.
Me encamino hacia ella para impedirle que entre en el salón y que la gente
la vea, mucho menos mi esposa. Necesito que se marche de inmediato.
—¿Qué demonios haces aquí? —espeto cuando llego a su lado—. Creía
que te había dejado muy claro que no eras bienvenida en mi hogar, que todo
había acabado entre nosotros.
—¿Qué formas son estas de recibir a tu amada, querido? —pregunta
elevando la voz, busca un escándalo y es algo que no le voy a dar.
La cojo con fuerza del brazo y la arrastro hasta mi despacho, cierro de un
portazo y solo siento ganas de estrangularla cuando me sonríe como si
estuviera dispuesta a meterse en mi lecho.
—Sé lo que pretendes, Diana, pero no lo vas a conseguir —espeto—. Vas a
salir inmediatamente hacia Londres y no vamos a volver a vernos.
—Pero, querido, ya he conseguido lo que pretendía —exclama, soltando
una carcajada que la hace parecer una desquiciada.
—¿Qué demonios quieres decir? —grito, recorriendo el poco espacio que
nos separa, solo quiero sacarla de aquí.
—Ya estoy en tu casa, en una habitación, a solas contigo —alza la ceja con
burla—. ¿Qué crees que pensarán tus invitados? ¿Tu esposa?
Palidezco, he sido un estúpido, he caído en su trampa, cierro los ojos
derrotado, recordando las palabras de Eric y Marian. Ojalá hubiera hecho
caso a sus consejos y hubiera sido sincero con Beatriz, es lo único que ella
me pedía. Ahora no me encontraría en esta maldita situación donde frente a
todos quedaré como el marido infiel, que no ama a su esposa y que ni
siquiera puede respetar el hogar que compartimos.
De repente la puerta se abre con brusquedad, dejándome ver a una Beatriz
furiosa que observa y sentencia, ni siquiera me permite hablar antes de
ordenar con una frialdad que me paraliza:
—Quiero a tu ramera fuera de aquí ahora mismo, si no quieres que monte
un escándalo que la alta sociedad nunca olvidará. —Se da la vuelta y se
marcha, ni mis gritos, ni los ruegos de Marian y Eric, la detienen.
—¿Lo ves, querido? —cuestiona Diana, sabiéndose victoriosa.
La miro derrotado, preguntándome qué demonios he visto en ella durante
todos estos años. Su belleza se está marchitando, y ahora que he visto su lado
más malvado, nada me une a ella. Lo poco que podía sentir acaba de
desaparecer, ahora solo el odio más profundo es lo que me domina al tenerla
frente a mí.
—No quiero volver a verte en lo que me quede de vida —siseo, vuelvo a
cogerla del brazo con fuerza, pero de nuevo se resiste a marcharse.
—No me importa —espeta ahora dejando ver su maldad, su odio frente a
mi rechazo. Sabe que ha perdido, pero en su retirada se ha llevado mi vida
entera—. He conseguido mi propósito y, por mí, ahora puedes irte al infierno.
—¡Eric! —grito sin pensar en que lo mejor es no llamar la atención. Mi
amigo no está muy lejos y acude a mi llamada de inmediato—. Sácala de
aquí.
Eric no dice nada y, como un caballero, invita a Diana a que lo acompañe
sin ponerle una mano encima. Al pasar junto a su esposa, Marian la mira de
una manera muy extraña, y Diana le devuelve el gesto, mirándola como si
fuera un insecto al que pudiera aplastar.
Cuando ambos se marchan me sirvo un whisky, buscando calmar mis
nervios y pensar con claridad para ir a hablar con Beatriz. No va a ser fácil, y
solo rezo para que en estos momentos no esté preparando todo para salir
huyendo como hizo en el pasado.
—Ella no se va a marchar. —La voz queda de Marian me sorprende—.
Pero no va a ser fácil que la convenzas de que lo que ha visto con sus propios
ojos, y que es exactamente lo que tu amante quería que ella creyera.
—Diana ya no es mi amante, hace meses que no lo es —aclaro. Pensé que
eso había quedado claro por cómo me comporto con mi esposa, pero tal vez
no debería dar las cosas por sentado.
—Lo sé, ahora solo debes convencer a Beatriz —responde. Que ella crea
en mí me da un poco de valor, tal vez consiga que mi esposa también lo haga
—. Pero ten cuidado, Gabriel, algo oscuro se avecina. No puedo ver lo que
es, aún no se me ha revelado, pero tiene algo que ver con Diana. Esa mujer
está llena de maldad, lo he percibido.
El miedo y la preocupación aparecen, ¿y si Diana tiene algún plan
macabro? Me encamino con premura hasta las escaleras que conducen a
nuestros aposentos. Quiero asegurarme de que mi hija y mi esposa están bien,
que están a salvo, pero la voz de mi padre me detiene.
—Veo que las viejas costumbres no cambian, ¿cierto, hijo mío? —
pregunta con burla—. Acabo de ver a tu amante siendo escoltada por tu
amigo Eric. ¿Qué ocurre, ahora lo usas como alcahuete?
Algo en su actitud burlona, en su forma de mirarme, me dice que este
hombre que debería haberme amado desde el momento en que fui concebido,
ha tenido algo que ver con la aparición de Diana, no tengo ninguna duda al
respecto.
—Tú has tenido algo que ver con todo esto, ¿verdad? —interrogo,
sabiendo de antemano la respuesta.
—Bueno... Ya sabes, hijo mío, que nunca he podido negarle la ayuda a una
mujer hermosa —comienza diciendo—. Y Diana sabe muy bien cómo
mantener a un hombre satisfecho, tú mismo lo sabes bien.
—Eres un maldito enfermo, sois tal para cual —espeto con asco—. Lárgate
junto con Frederick, no sois bienvenidos aquí.
—Con gusto —asiente complacido—. Mi trabajo aquí está terminado.
—¿Por qué me odias tanto? —pregunto sin poder evitarlo—. He intentado
ser lo que tú querías, me casé para obedecerte, he estudiado leyes por ti... —
enumero algunas de las muchas cosas que he hecho buscando su aprobación.
—Nunca serás el hijo que siempre soñé —escupe furioso—. Deja de
arrastrarte, los hombres no lo hacen.
Alzo el mentón orgulloso.
—No te equivoques, viejo —respondo—. Hace mucho tiempo que dejó de
importarme, para mí estás muerto.
Me doy la vuelta y no miro hacia atrás, he dicho muy en serio mis palabras.
No tengo padre, nunca lo he tenido, y no puede importarme menos en este
momento. Con sus acciones de hoy acaba de terminar nuestra precaria
relación. Le permitía una y otra vez dañarme a mí, pero no voy a consentir
que, por su odio hacia mi persona, Beatriz resulte dañada.
Subo los escalones con lentitud, de repente me siento un anciano, como si
el peso de toda una vida malgastada estuviera aplastándome. Tal vez quiero
dilatar lo máximo posible el encuentro con mi esposa porque no va a ser fácil
convencerla. Mi mayor miedo es no ser capaz de hacerlo.
—¡Gab! —me llama mi amigo que corre hacia mí. De nuevo alguien
detiene mi propósito de hablar con Beatriz—. Diana ya ha abandonado la
propiedad, pero no confiaría en ella. Mucho me temo que trama algo, y que
no está sola.
—Sé que no está sola —asiento—. Mi propio padre me ha explicado cómo
ha conseguido sus afectos —explico riéndome, pues la situación parece tan
irreal que roza lo cómico.
—Sabía que su llegada solo presagiaba algo mucho peor —asiente, no muy
sorprendido—. Ve y habla con tu esposa. Pero recuerda, ten paciencia, es
algo que te falta —aconseja, y se marcha dejándome solo de nuevo.
Me armo de valor y consigo recorrer la distancia que me separa de Beatriz.
Entro sin llamar, esperando que se encuentre en nuestra alcoba y que no esté
preparándose para marcharse, pero lo que me sorprende es encontrarla frente
al tocador, peinándose su cabello, como si lo que ha ocurrido hace un rato no
hubiera pasado.
—Esposa... —comienzo, no sé muy bien qué le voy a decir, ni cómo
expresar lo que hace tiempo tenía que haberle contado—. Lo que has visto no
es lo que parecía.
Me sorprende mucho más cuando comienza a reír como una desquiciada,
sigue peinándose y cuando termina se vuelve hacia mí. Su mirada me
congela, en sus ojos solo veo el desprecio que podía contemplar los primeros
días de nuestra convivencia.
—Esa frase es la más utilizada de la historia para intentar ocultar lo
miserable y rastrero que puedes llegar a ser —escupe furiosa—. Hace unas
horas me regalabas unas joyas que fueron de tu madre, me permitías leer lo
que ella, tantos años atrás, dejó escrito para la mujer que tuviera la desgracia
de contraer matrimonio contigo. No conforme con eso, de tu puño y letras
escribes más falacias, para completar la sarta de mentiras que has dicho
durante todos estos meses.
—¡Eso no es cierto! —exclamo, me duele que piense que todo lo que ha
ocurrido entre nosotros ha sido una mentira—. Estos meses a tu lado han sido
los mejores de mi vida, Beatriz.
—Deja de mentir, Gabriel —ordena, acercándose a mí. Parece estar más
que dispuesta a abofetearme, y si lo hiciera no la detendría, pues me merezco
eso y más. Soy culpable de ocultarle información para no preocuparla, pero
no de serle infiel, no de nuevo—. Nunca me has amado, ni nunca lo harás,
porque jamás serás capaz de dejar a Diana. Pero esta vez va a ser diferente,
vas a ser tú quien saldrá por esa puerta para no volver. Rose y yo nos
quedaremos aquí, lejos de las víboras, tú volverás a Londres y a tu miserable
vida, pero nosotras no vamos a perder lo que nos corresponde, no está vez.
—¡Deja de decir estupideces, Beatriz! —exijo, perdiendo mi poca
paciencia, intento controlarme, pues recuerdo el consejo de Eric—. Ni tú ni
yo vamos a salir de esta alcoba hasta que no resolvamos esto, si de algo soy
culpable es de protegerte.
—¿Protegerme? —interroga—. ¿De qué? ¿De ser incapaz de amarme?
Deberías haberte ahorrado el trabajo, eso lo he sabido siempre.
—Protegerte de las preocupaciones. Sí, soy culpable por no decirte que
Diana no se había tomado bien que no la invitara, y mucho menos que le
dejara muy claro que lo que hubo entre nosotros había terminado —intento
aclararle, rezando para que me crea—. Durante semanas recibí cartas,
primero suplicando, después, cuando se dio cuenta de que mi decisión era
definitiva, llegaron las amenazas. No te dije nada para no angustiarte, no
quiera poner en peligro la vida de nuestro hijo, no quería perder la paz y la
armonía que habíamos conseguido, no podía perderte —confieso,
entendiendo al fin que, si quiero que se quede, debo abrir mi corazón.
Su silencio me da esperanzas, a pesar de ver la desconfianza en sus
hermosos ojos, así que continuo.
—Hasta esta noche tuve la esperanza de que sus amenazas fueran en vano
—suspiro derrotado—. Pero cuando nuestros padres llegaron, supe que ella
no andaba muy lejos. Mi propósito al llevarla a mi despacho, era que nadie la
viera, dejarle de nuevo las cosas claras y echarla de la propiedad antes de que
nos pusiera en evidencia; fracasé. —La miro intentando descifrar qué es lo
que piensa, lo que siente, pero sigue sin dejarme saber, sigue protegiéndose
tras su coraza—. Lo siento mucho, Beatriz, juré que nunca volvería a hacerte
daño y he faltado a mi promesa. Pero en esta ocasión te juro que no te he sido
infiel, ni siquiera lo fui en nuestra noche de bodas, no pude compartir el lecho
de Diana después de haber conocido la gloria en tus brazos.
La escucho jadear, y veo como abre los ojos incrédula, ahora no puedo
detenerme.
—Nunca me lo dijiste... —susurra.
—No, nunca lo hice, y es uno más de mis errores —reconozco—. Aunque
debes recordar que nunca me diste tiempo, cuando regresé a casa tú ya no
estabas.
—¿Puedes reprocharme mi proceder? —sisea.
—No, pero me hubiera gustado que esa noche me hubieras esperado como
hoy, aunque solo fuera para mirarme como lo haces ahora —reconozco.
—Ahora no tengo dieciocho años, y no estoy sola. —Alza el mentón con
orgullo—. Nunca expondría a Rose a ningún peligro y mucho menos volvería
a privarla de lo que le pertenece. Puede que nunca abandones a Diana, pero
ella no ocupará el lugar que me corresponde por derecho.
—¡Ya la he dejado! —grito, harto de que no me escuche, de que no me dé
ni el beneficio de la duda—. Por eso ha venido esta noche, es su venganza, y
lo ha conseguido, ¡míranos! —exclamo alzando los brazos—. Discutiendo,
reprochándonos cosas, perdiendo lo que hemos compartido durante meses.
—Solo te pedí una cosa —dice mirándome, ahora ya con una tristeza que
me parte el alma—. Sinceridad.
—Beatriz, por favor —suplico, acortando la distancia que nos separa. Cojo
entre mis manos su rostro, está helada, sus ojos están llenos de lágrimas
contenidas. Cierro los míos, porque no he podido cumplir mi palabra, la he
vuelto a destrozar y eso me está rompiendo el corazón—. Tienes que
creerme.
Me observa como si estuviera intentando leer mi mente, conocer mis
sentimientos. Veo dudas, dolor, pero por primera vez desde que he entrado en
la habitación siento que duda, que puedo tener una oportunidad.
—¿Por qué no me lo dijiste? —solloza—. ¿Por qué vuelves a destruir la
confianza que había depositado en ti?
—Si pudiera volver atrás en el tiempo lo haría, lo juro —siento como mi
voz tiembla—. Perdóname, perdona mi terquedad. Tanto Marian como Eric
me advirtieron, no les hice caso y ahora ambos estamos pagando las
consecuencias de mi estupidez.
—No puedo, Gabriel... —niega con pesar, se aparta de mi contacto y siento
como si me arrancaran una parte de mi ser—. Lo siento, pero no creo ser
capaz de volver a confiar en ti. Puede que me estés diciendo la verdad, que
tus intenciones fueran nobles, pero no puedo vivir de este modo.
Sé que en el momento en que Beatriz descubrió a Diana, que mi
matrimonio había terminado, que como en el pasado, fracasé. Pero esta vez
no voy a marcharme por miedo, no saldré de esta habitación sin abrir mi
corazón, ya no puedo ni quiero callar.
—Te amo, Beatriz —confieso con voz rota, aterrorizado por saber cómo va
a reaccionar. Puedo vivir con su desconfianza, pero no con su indiferencia—.
La noche de nuestra boda hui como el cobarde que he sido siempre,
tambaleaste mi mundo, mis creencias, y me refugié en la mujer que en el
pasado me había ayudado. Cuando regresé ya no estabas, te busqué, aunque
reconozco que no con mucho ahínco, y al no encontrarte intenté seguir con
mi vida como si nada, pero me engañaba.
—No, Gabriel, no utilices palabras que no sientes, de las que ni siquiera
conoces su significado —niega alejándose todavía más de mí—. Si el destino
no nos hubiera vuelto a juntar, seguirías con esa mujer. No te importé en el
pasado y ahora lo único que te une a mí es Rose y este hijo que llevo en mis
entrañas. Eso es lo que amas, no a mí.
—Amo a mi hija, y ya amo a ese pequeño ser que crece en tu vientre —
intento aclararle—. Pero lo que siento por ti va mucho más allá de nuestros
hijos, esposa. Durante estos meses he conocido a la verdadera Beatriz,
inteligente, cariñosa, leal, una madre magnifica y una esposa ideal. No pude
evitar enamorarme, te amo como nunca he amado a ninguna mujer, ni
siquiera a Diana. —Eso es algo que quiero dejarle muy claro.
—Vete, por favor —susurra dándome la espalda, por su voz sé que está
contendiendo el llanto.
—Te amo —vuelvo a repetir, lo haré una y mil veces si hace falta—. Por
favor, no nos hagas esto, no dejes que ella gane —suplico, sin importarme
perder mi orgullo.
—Déjame sola —replica de nuevo—. Te lo imploro.

Cierro los ojos, me guardo mi dolor, y decido darle tiempo y espacio. Es lo


menos que puedo hacer.
—De acuerdo —concedo, aunque me esté muriendo por dentro—. Te daré
tiempo, pero cree que te amo más que a mi vida, y que no veo mi futuro si no
es contigo a mi lado.
Escucho un sollozo estrangulado, pero me obligo a salir de la alcoba,
aunque lo que más deseo es abrazarla, consolarla.
Rezo para que regrese a mí…
Capítulo XXI
Lady Beatriz. Oxford Hall, Inglaterra. 1500

Llego a la habitación que durante estos meses he compartido con mi


marido, la que ha sido para mí nuestro refugio, el lugar donde he aprendido a
disfrutar del acto de hacer el amor, donde he vuelto a enamorarme de él. O tal
vez nunca pude dejar de amarlo y me engañaba a mí misma para poder
afrontar el día a día lejos de Gabriel.
Me siento igual de estúpida que cuando me casé, con la diferencia que,
ahora, lo he llegado a conocer, o al menos eso creía hasta esta noche. Por eso
el dolor de la traición en esta ocasión es más fuerte, pero toda la decepción y
vergüenza que sentí en el pasado, se ha transformado en odio.
Me arranco con furia las joyas que solo hace unas horas recibía con alegría,
me arranco el vestido sin importarme romperlo en el proceso, deshago mi
recogido y me visto con un camisón para sentarme frente al espejo y
comenzar a peinarme. Lo hago con fuerza, pero apenas siento dolor, me
siento entumecida, muerta. No sé cuánto tiempo trascurre mientras, como en
trance, sigo castigando mi cabello, hasta que al fin la puerta se abre con
estrépito. Ni siquiera dirijo una mirada en su dirección, sé lo que ha venido a
decir y no estoy dispuesta a caer de nuevo en sus mentiras, en sus juramentos
que no tienen ninguna valía.
Como esperaba intenta convencerme con absurdeces, ahora se excusa en
que quiso… ¿protegerme? Me río porque no puedo evitarlo, intento que sus
palabras no me afecten, pero mi corazón da un vuelco cuando me confiesa
que la noche de nuestra boda no compartió cama con Diana. No sé si eso
hace alguna diferencia a estas alturas pero, aunque no lo quiera reconocer, me
da un poco de paz. Mas no permito que su confesión, que llega años tarde,
me ciegue hasta el punto de olvidar que Diana ha estado en mi casa, que me
ha mentido una vez más, así sea para protegerme.
—Te amo —vuelve a repetir—. Por favor, no nos hagas esto, no dejes que
ella gane —suplica, sin que parezca importarle su orgullo.
—Déjame sola —pido a punto de romperme—. Te lo imploro.
—De acuerdo —concede—. Te daré tiempo, pero cree que te amo más que
a mi vida, y que no veo mi futuro si no es contigo a mi lado.
Cuando escucho cerrarse la puerta, me dejo caer y rompo en llanto. El
dolor en mi pecho es tan grande que siento como si fuera a morir en este
instante. Han ocurrido tantas cosas que me han dolido: La llegada de mi
padre con su veneno, la traición de Gabriel, ver a la mujer que más odio en
mi casa con esa sonrisa triunfal en sus labios, y ahora, las palabras de mi
esposo retumbando en mi cabeza.
«Te amo...»
Dos palabras tan poderosas, que soñé mil veces escucharlas antaño, y
mentiría si dijera que hoy en día no deseaba oír esa declaración de su boca.
Pero no después de lo que ha ocurrido, no como última opción para
retenerme, para no perder a sus hijos, así que escucharlas me duele como
nunca pensé que lo haría.
Lloro y lloro hasta que me siento muerta por dentro, entumecida, me
levanto como puedo y me acuesto en el gran lecho, que hoy está más vacío
que nunca, y dejo que el cansancio me lleve lejos de todo el dolor
Mi sueño es intranquilo, tengo pesadillas donde tanto Gabriel como Rose
me abandonan, los veo marchar y dejarme sola a pesar de mis gritos.
Despierto sobresaltada, bañada en sudor y lágrimas, con una sensación muy
extraña de desasosiego que me asfixia, como si algo horrible fuera a pasar.
Me levanto y sin siquiera vestirme, solo con el camisón, me dirijo a
comprobar que mi hija está bien y que solo son imaginaciones mías. Todo
está bastante oscuro así que me doy cuenta de que todavía no ha amanecido y
algo me ha despertado. Recorro los pocos pasos que me separaran del cuarto
de Rose y al entrar me doy cuenta de que no está, pero lo que me hace temer
lo peor es ver a Mery en el suelo, rodeada por un charco de sangre. No sé si
está muerta, sollozo porque temo que sea así, solo de ese modo permitiría que
alguien se llevará a Rose.
Grito sin poderlo evitar, llamo a gritos a Gabriel, a Eric, a Marian. A
cualquiera que pueda ayudarme y decirme que mi hija está a salvo. Ver su
cama vacía me está matando de dolor, sigo gritando mientras salgo por la
puerta para pedir auxilio y golpeo algo duro con fuerza. Me doy cuenta de
que es mi esposo cuando me zarandea para que reaccione, no soy capaz, y no
lo consigo hasta que siento como me abofetean con fuerza.
Cierro los ojos y cuando los abro veo a Marian frente a mí y a Eric y a
Gabriel ya en el interior de la alcoba intentando hacer reaccionar a Mery.
—¿Dónde está Rose? —demanda mi esposo
—No lo sé —sollozo—. Me he despertado con un mal presentimiento, por
eso he venido, y he encontrado a Mery en el suelo y no hay ni rastro de mi
hija.
—Nuestra hija —corrige. Deja a Mery en manos de Marian, quien sin decir
palabra se ha hecho cargo de la situación, y se marcha gritando órdenes,
despertando a todos los criados e invitados que se han quedado a pasar la
noche. Son pocos, pero los hay.
—No está muerta, le han dado un fuerte golpe en la cabeza —informa
Marian—. Que alguien me ayude a llevarla a su habitación —ordena y, al
pasar a mi lado, me mira pidiéndome perdón por el golpe—. Encontraremos a
Rose.
Lo dice tan convencida que lloro aún con más fuerza. Estoy muy asustada,
avanzo por el pasillo que se ha llenado de gente preguntando qué ocurre, los
hombres están preparándose para salir en busca de Rose bajo las órdenes de
Gabriel y Eric.
Despierto de mi letargo y me cambio con rapidez para salir con ellos en su
busca, no sé muy bien cómo soy capaz de vestirme sola y con tanta celeridad.
Bajo corriendo las escaleras suspirando aliviada por encontrar todavía a los
hombres agrupándose, alistándose para salir. Cuando Gabriel se da cuenta de
mi presencia se acerca a mí.
—¿Qué haces vestida, Beatriz? —pregunta con el entrecejo fruncido
—Voy con vosotros —respondo y veo como niega con la cabeza.
—Ni hablar —contesta con rapidez—. Es noche cerrada y no conoces bien
esta zona. No voy a poner en peligro tu vida y la del bebé, ¿o no recuerdas tu
estado? —cuestiona furioso.
—¡Es mi hija la que está desaparecida! —grito perdiendo los papeles. La
preocupación va a volverme loca si no hago algo.
—También la mía, Beatriz —exclama—. La traeré de vuelta, lo juro.
—Tus juramentos no tienen mucha validez, Gabriel. —En el momento en
que esas duras palabras salen por mi boca me arrepiento, pero el daño está
hecho. Veo como mi esposo palidece más de lo que ya está y da varios pasos
hacia atrás, como si le hubiera golpeado, pero se repone de inmediato.
—No vas a salir de esta casa. —Sin más, se marcha dejándome sola,
rodeada del silencio más absoluto. Estoy dispuesta a desobedecer su orden,
pero Marian me lo impide, no sé en qué momento ha aparecido, ni siquiera la
he escuchado.
—No salgas, Beatriz —repite la misma orden que hace unos instantes me
ha dicho mi esposo, estoy comenzando a enfurecerme—. No serás de ayuda
allí fuera.
—¿Y aquí sí? —pregunto irónica—. No soporto esta incertidumbre,
Marian, el terror de no saber si mi hija está viva o muerta.
—Está viva —me interrumpe—. Al menos de momento.
—¿Sabes algo? ¿Has visto dónde está? —pregunto angustiada, y el rayo de
esperanza que comenzaba a brillar se apaga cuando la veo negar apenada.
—No, pero puedo asegurar que no está muerta, lo sabría —insiste, y me
pregunto cómo puede estar tan convencida de eso... pero me aterra saber más
—. Mery ha despertado, he cosido la herida de su cabeza y está muy
nerviosa, ya le di unas yerbas para tranquilizarla, quiere verte.
Asiento y ambas nos encaminamos hacia las habitaciones de los criados,
todas están vacías, incluso la de las mujeres. Todos han salido en busca de mi
hija menos yo, que soy su madre. Eso me carcome por dentro, debería estar
allí fuera recorriendo cada milla en busca de mi pequeña, debe estar aterrada,
tendrá frío y...
No puedo seguir avanzando, me tambaleo hasta apoyarme en la pared más
próxima, de nuevo los sollozos me impiden respirar, siento como si me
faltara el aire; escucho a Marian gritar mi nombre, pero no soy capaz de
responderle. Coge mi rostro entre sus frías manos y me obliga a mirarla, tiene
unos ojos tan negros que me hipnotizan, poco a poco soy capaz de entender
lo que me está diciendo, y parece que lentamente soy capaz de volver a
respirar con cierta normalidad.
—Eso es, Beatriz —asiente tranquila—. Respira, concéntrate solo en mí,
en mis ojos.
Cierro los míos cuando soy capaz de volver a respirar sin sentir esa
sensación de asfixia tan horrible, que hace unos minutos me hacía sentir que
iba a morir.
—¿Estás mejor? —pregunta preocupada. Asiento porque no creo ser capaz
de hablar—. Bien, vamos a ver a Mery antes de que la pobre se muera de la
preocupación. Está dispuesta a ofrecerte su cabeza por haber fallado en
proteger a Rose.
No respondo a esa tontería y me dejo llevar, quiero llegar cuanto antes y
dejarle muy claro a Mery que en ningún momento he pensado que sea
culpable de que Rose haya desaparecido, mucho menos estoy enfadada con
ella.
Al llegar entramos y me impresiona lo débil que parece la muchacha
acostada en su camastro. Con su cabeza vendada, pálida como está, con los
ojos hinchados por el llanto, que regresa nada más me ve entrar. Sin poderlo
evitar corro a su lado e intento reconfortarla.
—No llores, Mery, tú no eres culpable de la desaparición de mi pequeña —
intento hacerle entender que no la culpo.
—Mi señora, les he fallado —solloza—. Me dormí durante unos minutos,
me despertó el ruido de la puerta al abrirse, pero no le di importancia,
pensando que sería usted o Lord Hamilton —explica con esfuerzo—. Pero
algo me alertó, no sé con exactitud qué fue. Cuando fui a girarme me
golpearon en la cabeza y lo último que vi antes de desmayarme fue cómo se
llevaban a la pequeña Rose aún dormida.
—¿Viste quién era? —pregunto esperanzada, pero dura poco porque
enseguida niega con pesar.
—No, mi señora, aunque casi podría jurar que era una mujer —afirma.
Nada más esa afirmación sale de sus labios, Marian y yo nos observamos,
comunicándonos con la mirada. Ambas sospechamos en el acto de quién se
puede tratar, solo se me ocurre una mujer con tanta maldad y que me odie
tanto como para atentar contra la vida de mi hija.
Me despido con rapidez de Mery, intentando dejarle claro que ella no es
culpable de nada, y que muy pronto Rose regresará a casa para que ambas
jueguen juntas. Dejamos que descanse y al salir por la puerta, Marian expresa
lo que yo también pienso.
—Ha sido Diana —afirma—. Nada más vi a esa mujer supe que la maldad
predominaba en ella. Es el diablo disfrazado.
—¿Dónde puede estar? —pregunto desesperada. Mi amiga me mira de un
modo extraño antes de responder.
—Vayamos a la alcoba de Rose, quiero probar una cosa... —Nada más lo
dice echa a correr y yo la sigo.
Ambas llegamos jadeando, pero no perdemos tiempo. Marian es la primera
en entrar, todavía el charco de sangre que rodeaba a Mery empaña la
alfombra, huele a sangre y por un momento siento que voy a vomitar, pero
consigo controlarme.
Veo como Marian comienza a recorrer la estancia, a observar a su
alrededor, cierra los ojos y la escucho murmurar algo que no logro
comprender. Pero no es hasta que llega hasta la cama de mi pequeña y toca
una de sus mantitas, que siento como contiene el aire y se tensa. Me asusto
porque, aunque la llamo en voz baja, parece no reaccionar.
—Marian —insisto—. ¿Estás bien? ¿Qué ocurre?
Al fin abre sus ojos, me mira y veo terror en sus ojos.
—Sé dónde está Diana —espeta—. Rose está con ella, todavía no le ha
hecho daño.
—¿Dónde están? —pregunto—. Tenemos que ir enseguida...
—Parece un viejo molino, está medio derrumbado y parece abandonado,
no sé dónde queda con exactitud...
—¡Yo sí! —exclamo—. Debo ir allí enseguida.
Me dispongo a salir corriendo cuando Marian me detiene de nuevo.
—Detente, Beatriz, es de noche, ha comenzado a llover, esperemos a que
vuelvan Eric y Gabriel ellos irán por Rose —intenta convencerme, pero es en
vano.
—Tú eres madre, ¿te quedarías de brazos cruzados sabiendo dónde está tu
hijo? —espeto ya perdiendo los nervios.
Suelta mi brazo y asiente.
—No, no podría hacerlo —sonríe con tristeza—. Dame unos minutos, iré a
cambiarme. ¿No pensarías que ibas a irte sola?
—Marian, no puedo permitir que arriesgues tu vida. Diana está loca, es
malvada, no sé cómo va a reaccionar —intento que entre en razón.
—No voy a dejar que vayas sola —niega con firmeza—, no me lo
perdonaría jamás. La familia está para lo bueno y lo malo, y tú te has
convertido en una hermana más para mí.
No puedo evitar sonreír antes sus palabras, ante su lealtad hacia mí y mi
familia, es algo que nunca olvidaré. Tras prometerle que la esperaré se
marcha con paso raudo, cuando veo que desaparece, salgo de la habitación
dispuesta a marcharme sin ella, aunque eso signifique romper mi promesa.
Solo estoy pensando en su seguridad, no puedo permitir que arriesgue su
vida. Ella tiene un esposo, un hijo y una familia con la que regresar. Si esto
sale mal, si no consigo salir con vida de mi encuentro con Diana, nadie me
echará de menos.
Marian tenía razón, está lloviendo con fuerza y el frío me cala hasta los
huesos, pero no dejo que eso me detenga. Entro en las caballerizas, que están
prácticamente vacías después de que todos hayan partido, busco mi caballo y
no tardo en montarlo y salir hacia mi destino.
Las nubes han tapado la Luna, ni siquiera su tenue luz alumbra el camino y
el agua no me deja ver casi nada. Guío a mi caballo prácticamente por
instinto, el pobre está muy nervioso y asustado por los truenos que de vez en
cuando surcan el cielo.
—Tranquilo, pequeño —intento calmarlo, a pesar de que yo misma estoy
aterrada y muerta de frío, me preocupa perderme y no ser capaz de encontrar
el viejo molino—. Debemos encontrar a Rose, venga, pequeño, ayúdame.
Y como si fuera capaz de comprender, comienza a galopar. Lo guío hasta
donde creo que se encuentra nuestro destino. No dejo que el frío y el miedo
me detengan de mi propósito, debo llegar hasta mi hija, salvarla de las garras
de una loca que es capaz de dañarla solo por venganza.
No sé cuánto tiempo pasa hasta que veo el maldito molino frente a mí. Ato
al caballo en un árbol bastante alejado, no quiero alertar de mi presencia a esa
desquiciada, así que la poca distancia que me separa de mi hija, la recorro a
pie.
Entro en el molino, las maderas crujen, no sé cuánto resistirá este viejo
edificio, está en ruinas y las lluvias no ayudan. Solo rezo para que resista lo
suficiente como para sacar a Rose de aquí. Miro a mi alrededor y me doy
cuenta de que aquí abajo no están, subo las escaleras despacio, pues están
podridas, y casi cuando estoy en la primera planta mi pie pisa una de las
tablas en peor estado y estoy a punto de caer. Me sujeto con fuerza, la cual no
sé de dónde ha salido, y consigo llegar hasta un lugar seguro. Recorro la
estancia y nada, todo está vacío.
Estoy comenzando a pensar que Marian se ha equivocado, o que Diana se
ha marchado, cuando escucho un llanto.
—¡Rose! —grito sin poderlo evitar. Comienzo a subir a la carrera las
escaleras que me faltan para llegar a lo más alto, algo me dice que está allí.
Tropiezo y caigo, siento cómo la sangre resbala por mi rodilla, pero no me
detengo. Continúo subiendo, y no paro hasta llegar a mi destino, y lo que ven
mis ojos cuando llego me hiela la sangre.
Diana parece una desquiciada que mira a su alrededor buscando una vía de
escape, tiene en sus brazos a mi hija que llora y grita desconsoladamente, eso
me parte el corazón.
Rose, al verme, comienza a llamarme, a intentar llegar hasta mí, pero
Diana la aprieta con más fuerza, tanta que temo que le haga daño. Rompo a
llorar por la imagen que tengo frente a mí, no sé qué hacer, ya que si doy un
paso en falso esta maldita mujer puede cometer una locura.
—¡Diana! —grito para llamar su atención y que se olvide de la niña—.
Suelta a mi hija —ordeno con aparente calma.
Ríe como loca y se acerca más hacia el borde por el cual la lluvia entra, ya
que toda esa parte está derruida, dejando solo el abismo bajo nuestros pies.
—¡No te acerques, Beatriz! —grita de vuelta—. O tu hija esparcirá sus
sesos contra el suelo.
—Déjala a ella y tómame a mí. —Con gusto cambiaria mi vida por la suya
—. Ella no te ha hecho nada, solo es una niña.
—¡Existir! —espeta—. Si ella no existiera, Gabriel volvería conmigo.
Todo es culpa de esta mocosa, pero cuando ella muera, él volverá a mis
brazos.
Me doy cuenta de que esta mujer ha perdido la cabeza por completo, así
que decido no perder más tiempo intentando convencerla. Ella está dispuesta
a matar a mi hija y no pienso consentirlo. Me acerco a ellas, muy atenta a
cada movimiento, dispuesta a actuar a pesar de las consecuencias. No me
importa perder mi vida si con ello salvo la de Rose.
—¡Detente o la tiro! —Me congelo al ver que mantiene el pequeño cuerpo
de Rose en el aire, si la suelta, caerá al vacío.
—Mátame a mí —ofrezco desesperada—. Por favor, suelta a mi hija y
mátame a mí, Gabriel volverá contigo.
No responde, y veo el momento exacto en el que ella decide que va a soltar
a Rose. Salto hacia ella justo cuando mi pequeña grita, Diana me empuja y
quedo colgando de un madero, con mi hija cogida de mi mano, resbaladiza
por la lluvia
—¡Beatriz! —Un alarido que reconozco como el de mi esposo rompe el
momento—. ¡Aguanta!
Desconozco qué tan lejos pueda estar, pero no sé si voy a ser capaz de
soportar mucho más. Busco a Diana pues no la veo, y cuando escucho unos
gruñidos, miro un poco más lejos, a mi derecha. Ella también cuelga de una
madera, en el forcejeo debe haber caído también, pero no siento
remordimiento alguno.
—Rose —llamo a mi hija para que me preste atención—. Mamá va a
impulsarte hacia arriba, papá estará allí para recibirte.—Una pequeña
mentira, pues no sé qué tan lejos está... — Quiero que en el momento en que
estés arriba, corras.
Ella asiente asustada, no quiero que vea el instante en el que me precipite
al vacío, porque estoy segura de que la fuerza que gaste para impulsarla me
hará caer a mí, pero no me importa.
—Prepárate —advierto—. Te quiero, pequeño ángel —me despido por
última vez de ella.
Reúno las pocas fuerzas que me quedan, cierro los ojos y con un fuerte
impulso subo a mi pequeña. En el momento en que siento que ella está a
salvo, noto como el brazo que me sostiene en el madero pierde firmeza y dejo
que mi destino se cumpla.
Mi hija está a salvo y puedo irme tranquila.
Capítulo XXII
Lord Gabriel Hamilton. Oxford Hall, Inglaterra. 1500

Al cerrar la puerta y dejar a Beatriz, es como si una parte de mí me fuera


arrancada, escuchar su llanto y no poder reconfortarla es un castigo para mí.
A paso lento comienzo a descender las escaleras, el baile ha terminado y los
pocos invitados que se quedaban a dormir ya están en sus respectivas
habitaciones. Muy pocos lo han hecho, gracias a Dios, y la mayoría son de mi
familia.
Me dirijo de nuevo a mi despacho y cojo una botella de licor, estoy
dispuesto a emborracharme para olvidar esta maldita noche por unas horas.
Cuando ya he dado buena cuenta de una de las botellas escucho:
—El alcohol no va a solucionar tus problemas. —La voz de la razón ha
vuelto a aparecer.
—¿No te cansas nunca, Eric? —pregunto cansado—. ¿No te cansas de
tener que recoger mis pedazos? ¿De tener que cubrir mis mierdas?
—¿No te cansas tú de meter la pata? —devuelve la pregunta, mientras
cierra la puerta para darnos privacidad.
—Lo tenías todo, Gab —suspira—, y de nuevo te ves sin nada por cometer
los mismos errores que antaño.
—¿Crees que no lo sé? —gruño frustrado, furioso conmigo mismo—.
¡Acabo de confesarle a mi esposa que la amo y su respuesta ha sido echarme
de nuestra alcoba!
—No puedes culparla —responde, quitándome la botella de la mano—. Se
siente traicionada, es difícil que crea ahora mismo en una declaración de
amor por tu parte.
—No la culpo, ni siquiera estoy enfadado con ella —explico—. Por eso le
he dado el tiempo y el espacio que me ha pedido, aunque lo que más deseaba
era quedarme a su lado y demostrarle con hechos, y no solo palabras, mi
amor.
—No sé si en esta ocasión eso servirá —dice pesaroso, sé que mi amigo
tiene en alta estima a mi mujer—. Rezo para que así sea, para que al fin
encuentres la paz que tú mismo te has negado durante años.
—Créeme que en este momento también rezaría con gusto si supiera que
Dios va a escuchar mis plegarias, pero temo que me olvidó hace tiempo…
Eric está a punto de contestar cuando un grito desgarrador rompe el
silencio, ambos nos levantamos con rapidez y salimos del despacho
corriendo.
—¡Beatriz! —grito aterrado. Sé que es ella quien está gritando como si
estuviera siendo atacada. El efecto que el alcohol había producido en mi
mente, desaparece como por arte de magia.
Soy el primero en llegar seguido de Eric y Marian, que ha salido de su
alcoba; los pocos invitados que ya dormían están en el pasillo, asustados y sin
comprender lo que ocurre. Me quedo inmóvil en la puerta sin saber cómo
reaccionar cuando veo el cuerpo de Mery rodeado de sangre, no sé si está
muerta, me dirijo hacia mi esposa que está histérica.
—¿Dónde está Rose? —pregunto
—No lo sé —solloza—. Me he despertado con un mal presentimiento, por
eso he venido, y he encontrado a Mery en el suelo y no hay ni rastro de mi
hija.
Le recuerdo que también es mía, pero no tengo tiempo para discutir eso, o
regodearme en el daño que me hacen sus palabras. Mientras Marian se hace
cargo de la situación, Eric y yo comenzamos a movilizar tanto a hombres
como a mujeres para encontrar a mi hija. Es de noche y hace frío, espero que
mis peores temores no lleguen a cumplirse.
Somos veinte personas, pido al mozo que ensille los caballos. Las mujeres
irán por parejas para que no vayan solas, los hombres nos dividiremos. Me
doy cuenta de que algo ocurre cuando las personas que me rodean guardan
silencio, expectantes. Me giro y veo a mi esposa, vestida, dirigirse hacia mí.
¿Qué pretende?
—¿Qué haces vestida, Beatriz? —pregunto, rezando para que no sea tan
necia como para querer salir con nosotros.
—Voy con vosotros —responde, niego con la cabeza.
—Ni hablar —espeto con rapidez—. Es noche cerrada, no conoces bien
esta zona, no voy a poner en peligro tu vida y la del bebé, ¿o no recuerdas tu
estado? —pregunto perdiendo la paciencia.
—¡Es mi hija la que está desaparecida! —grita perdiendo los papeles.
Todos nos miran, y ordeno que se retiren y monten en sus respectivos
caballos, así lo hacen, dejándonos al fin solos—. También la mía, Beatriz —
exclamo, cansado de su tozudez—. La traeré de vuelta, lo juro.
—Tus juramentos no tienen mucha validez, Gabriel. —Sus palabras son
como un mazazo para mí, pero no me puedo permitir perder el tiempo, así
que ordeno—: No vas a salir de esta casa. —Sin más, salgo, rezando para que
no nos siga, que sea sensata y cuide de nuestro bebé, porque voy a traer a mi
hija sana y salva. En el fondo de mi corazón sé que no está muerta.
Monto en mi caballo y me dirijo hacia el norte, allí hay un lago y quiero
asegurarme de que no ha llegado tan lejos. Sé que no ha sido capaz de irse
sola, alguien ha tenido que llevársela, y mi miedo es que intenten hacerle
daño. En el instante en que supe de la desaparición de Rose pensé en mi
padre; me odia tanto que sería capaz de arrebatarme a mi hija, a su propia
nieta, sangre de su sangre.
Cabalgo veloz, el viento frío azota mi rostro, incluso varias ramas me
golpean, pero casi ni noto el dolor, no es nada comparado con el que siento
ahora mismo. He perdido la confianza que Beatriz había depositado en mí,
puede que para siempre, y ahora siento la amenaza de perder a mi amada hija
a manos de un desalmado que la utiliza para vengarse y causarme el peor
daño inimaginable. Porque perder a mi esposa sería un golpe para mí, pero la
muerte de Rose sería algo que no podría soportar.
Recorro cada milla, la negrura de la noche no ayuda, así que, al llegar al
lago, desmonto. Miro en los alrededores y grito el nombre de mi hija mil
veces, pero nadie responde ni veo evidencias de que hayan podido estar aquí.
Vuelvo a montar sobre mi caballo y emprendo el regreso con una sensación
de fracaso asfixiante, rezando para que Eric o alguien hayan tenido más
suerte y mi hija esté en casa sana y salva.
Cuando estoy a punto de llegar, me niego a darme por vencido y me dirijo
hacia el este, donde comienzan las montañas y, a medio camino, me
encuentro con Eric que regresa solo, no me gusta.
—¿Por qué regresas tú solo? —pregunto aún a bastante distancia—.
¿Habéis encontrado algo?
—He dejado a los demás recorriendo el lugar, pero no parecía que hubiera
señales —responde al llegar a mi lado. Lo veo preocupado, ansioso—.
Regresaba porque tengo la sensación de que Marian me necesita. Llámame
loco, pero en ocasiones mi mujer logra comunicarse de alguna manera
conmigo.
—Nunca voy a dudar de ti o del don de tu esposa —respondo—.
¡Volvamos!
Cabalgamos raudos, cuando a lo lejos vislumbramos la mansión. No veo
que haya vuelto nadie, pero sí observo como Marian sale corriendo de la casa
hacia nosotros. Su rostro no me revela nada nuevo, temo que la preocupación
haga enfermar a Beatriz.
—¡Al fin llegáis! —exclama jadeante —¡Beatriz hace rato que se fue!
—¿Cómo que se fue? —interrogo sin desmontar de mi corcel, algo me dice
que debo salir de nuevo—. ¿Dónde está mi esposa? ¿Por qué ha
desobedecido mis órdenes?
—Tuve una visión —explica sollozando—. Vi que fue Diana quien
secuestro a Rose, la tiene en un viejo molino. Beatriz me dijo que sabía
dónde estaba, que no estaba lejos de aquí, le rogué que esperara, pero se
negó, dijo que vosotros tardaríais demasiado…
—Sé dónde están —asiento, miro a Eric y solo con mirarnos sé que él me
acompaña—. Voy por ellas.
Rezo a Dios porque esa loca no les haya tocado un pelo, porque si no, la
mataré con mis propias manos.
—Eric, no me dejes aquí —ruega su esposa. No escucho ya la contestación
de mi amigo, sé que me seguirá, y yo no puedo perder más tiempo.
Emprendo la marcha sin mirar atrás y no me detengo hasta que veo el
molino frente a mis ojos. No sé cuánto tiempo ha trascurrido ni si habré
llegado demasiado tarde, cuando escucho un chillido y veo cómo mi esposa
está a punto de caer al vacío mientras sostiene a Rose con una sola mano.
La lluvia que ha comenzado a caer hace imposible que vea bien..., pero sé
que Beatriz no podrá aguantar mucho más. Me aterroriza la idea de verlas
caer, azuzo a mi caballo y recorro la poca distancia que nos separa, salto de
mi montura nada más llegar a la entrada, grito el nombre de mi esposa para
que sepa que no está sola, que voy a por ella, que necesito que aguante un
poco más.
Cuando estoy subiendo las escaleras en ruinas, escucho el grito de Marian.
—¡Dios santo! —exclama—. ¡Ayúdalo, Eric!
Escucho a mi amigo tras de mí y, cuando al fin llego a lo alto del molino,
observo con estupor como mi hija aparece ante mis ojos. En un último
esfuerzo, mi esposa ha alzado a nuestra pequeña, que solloza atemorizada y
empapada. Aunque quiero abrazarla y consolarla, en el mismo instante en que
veo como la mano de Beatriz desaparece de mi vista, salto hacia delante,
dejando caer mi cuerpo casi por completo al precipicio y, gracias a Dios, mi
mano alcanza la suya con fuerza. Escucho su grito de sorpresa y como todo
su cuerpo convulsiona con sus sollozos.
—No voy a soltarte, esposa —grito para que me escuche—. Voy a subirte.
En el proceso, escucho como alguien más grita mi nombre.
—Gabriel, por favor ayúdame —giro y veo como Diana también está a
punto de caer—. No quiero morir. ¡Tú no puedes dejarme morir!
—Me juré a mí mismo que si dañabas a mi esposa o a mi hija, te mataría
yo mismo —digo con frialdad, mientras alzo a Beatriz que cada vez está más
cerca—. Has intentado matar a ambas, Diana, no pienso soltar al amor de mi
vida, para salvarte a ti.
Finalmente tengo a mi esposa entre mis brazos, la aprieto fuerte contra mí
y susurro su nombre una y otra vez. Mientras, de fondo se escuchan los
ruegos de Diana por unos instantes más, hasta que un grito desgarrador nos
anuncia su muerte, por la cual no siento ningún remordimiento ni pesar.
—Has preferido salvarme a mí —susurra Beatriz mientras mira hacia el
vacío que se ha tragado a Diana.
—¿Cómo puedes dudarlo? —pregunto asombrado. Noto como dos
lágrimas brotan de mis ojos, por lo aliviado que me siento de tener a mi
esposa e hija sanas y salvas—. Te amo, nunca pondría tu vida por debajo de
ninguna otra.
—En verdad me amas —solloza y acaricia mi mejilla—. ¿Qué te ha
ocurrido? —pregunta, no sé a qué se refiere hasta que me muestra sus dedos
manchados de sangre.
—Debe de ser de algún golpe, varias ramas me han golpeado en mi
búsqueda —respondo, la observo porque aún no puedo creer lo cerca que he
estado de perderla—. Si algo te hubiera pasado... Todo esto es mi culpa.
Mi esposa niega con la cabeza.
—Tú no tienes la culpa de los desvaríos de una loca. —Guarda silencio
una vez más, y cuando vuelve a mirarme, puedo ver que algo ha cambiado en
su rostro—. Llévame a casa, Gabriel, llévame junto a mi hija.
La beso y me lo permite, por lo que cierro los ojos, agradecido. La ayudo a
levantarse y bajar las ruinosas escaleras, cuando llegamos al final, se suelta
de mi agarre y sale presurosa por la puerta hasta llegar a Marian, quien
sostiene a una Rose más calmada.
—Está bien —intenta tranquilizarla—. Ella está bien.
Bea coge a nuestra hija en brazos y la aprieta contra su pecho sollozando
sin control, meciéndose y susurrando cosas sin sentido. Mi pequeña se deja
abrazar, tranquila al fin, entre los protectores brazos de su madre. Me acerco
a ellas y las rodeo con los míos, besando el cabello rubio de mi pequeño
ángel, diciéndoles una y otra vez cuánto las amo a ambas.
—Regresemos a casa —digo, monto en mi caballo y también lo hacen mi
esposa y mi hija, me niego a separarme de ellas.
Rose se duerme acurrucada en nuestros brazos, tanto yo como Bea estamos
temblando de frío, pero nuestra pequeña esta resguardada con una manta que
Marian tuvo la previsión de traer. La lluvia ha cesado dejando un cielo
despejado y una luna llena que nos alumbra en nuestro regreso al hogar.
A nuestra llegada, nos reciben nuestros invitados, muertos de
preocupación. Agradezco de corazón que la mujer de un primo lejano haya
dispuesto todo para nuestra llegada; la tina está preparada, el fuego arde en
nuestras alcobas y un buen caldo caliente nos espera.
Tanto Eric como yo dejamos que las mujeres se cambien primero, cuento
resumidamente lo ocurrido y mando a dos de mis hombres a recoger el
cadáver de Diana. No tiene familia, así que me ocuparé de su entierro en
Londres, dejaré que un buen amigo en la ciudad se haga cargo. No se merece
nada por mi parte, pero ya que ha muerto por mi culpa, lo menos que puedo
hacer es darle sepultura y rezar para que Dios la acoja en su seno.
Tiempo después, cuando Eric y yo estamos bañados, se despide de mí para
ir junto a su esposa, a la cual tengo mucho que agradecer. El alba está
despuntando, pero tanto Beatriz como Rose duermen abrazadas en nuestro
lecho. Contemplar tal escena me conmueve sobremanera y debo contener las
lágrimas de felicidad, pues esta noche podría haberlas perdido a ambas.
Verlas frente a mí es un regalo, se me ha concedido una segunda oportunidad
de ser feliz y no pienso volver a desaprovecharla.
Sin querer despertarlas, me tumbo junto a Beatriz, la abrazo y junto a ella a
mi pequeña, poso mi mano en el vientre aún plano de mi esposa. Agradezco a
nuestro Señor una vez más la bendición que me ha concedido y me duermo
por el cansancio acumulado.
Cuando vuelvo a abrir los ojos, me encuentro cara a cara con mi esposa,
que me observa de una manera que me hace reaccionar a su presencia.
—¿Dónde está Rose? —pregunto con la voz ronca por él sueño.
—He ido temprano a ver a Mery y a tranquilizarla —explica con
tranquilidad—. Ambas han querido quedarse juntas.
Asiento acariciando su hermoso rostro. Ella me lo permite, no solo eso,
sino que reacciona al instante ante mi toque, algo que pensé que no ocurriría
de nuevo, no al menos en un futuro cercano. No pierdo el tiempo intentando
analizar su cambio de actitud, solo quiero volver a sentirla, reafirmar que
estamos vivos, vivir el momento, sentir el éxtasis que solo he conocido en sus
brazos.
Me acerco con lentitud hacia ella, sintiendo su calor, oliendo su fragancia,
escuchando su respiración agitada que me demuestra que me desea con tanta
pasión como yo a ella. Cuando al fin mis labios se apoderan de los suyos,
volvemos a crear magia, me olvido del mundo y de todo lo ocurrido y
comienzo a hacerle el amor a la mujer de mi vida; a demostrarle que la amo y
que lo haré hasta el día de mi muerte.
Volver a tenerla entre mis brazos es algo indescriptible, escuchar su placer
aumenta el mío. No sé cuánto tiempo paso adorando su cuerpo, recorriendo
con mis manos y mis labios cada rincón de su piel. Le susurro una y mil
veces lo hermosa que es, que la amo, que la adoro. No quiero que cuando este
hermoso momento que estamos compartiendo acabe, ella tenga una sola duda
sobre mis sentimientos.
Cuando ambos alcanzamos el éxtasis y creo que he muerto y llegado al
cielo, escucho que mi esposa confiesa en voz muy baja y jadeando por el
esfuerzo:
—Te amo. —Nos miramos a los ojos, y en los suyos solo veo sinceridad y
un amor absoluto, ya no hay barreras entre nosotros—. Hace unas horas
podría haber muerto sin confesártelo, no pienso permitir que el miedo y el
orgullo vuelvan a gobernar mi vida.
—No pensemos en eso —exijo, intentando apartar las imágenes que
invaden mi cabeza—. Estás aquí, y no voy a permitir que te alejes de mí otra
vez. Jamás volveremos a separarnos.
—Ahora ya nada nos separa, Gabriel. —Sonríe, aunque veo una sombra de
tristeza en sus hermosos ojos—. Te amo y ya no temo decirlo, nunca dejé de
hacerlo.
Escuchar sus palabras me llenan de dicha, entiendo los recelos que ella
haya podido tener, pues soy culpable de ellos. Y aunque nunca hubiera
querido vivir lo que hace unas horas casi me mata de terror, la experiencia
nos ha ayudado a derribar todos los muros que ambos construimos a nuestro
alrededor. Beatriz me ha perdonado todos los errores que cometí, todas las
lágrimas que le hice derramar; perdonarme a mí mismo no va a ser tan fácil,
esas son culpas que me acompañarán de por vida.
No saldría nunca del lecho, de la intimidad que nos conceden estas cuatro
paredes, pero también necesito abrazar de nuevo a mi pequeño ángel, quiero
compartir con ellas cada día de mi vida. Y no puedo olvidarme de mis
obligaciones, debemos despedir a nuestros invitados y agradecerles su ayuda
en la búsqueda de mi hija.
Nos levantamos y no permito que nadie ayude a Bea a vestirse, lo hago yo
mismo, un placer del que también quiero disfrutar siempre que sea posible.
Cuando al fin abandonamos nuestra alcoba, puedo escuchar las voces de
nuestros invitados que ya están almorzando. No hemos sido unos anfitriones
ejemplares, pero espero sepan entender nuestra situación y el infierno por el
que pasamos anoche.
Una vez más tendrán que esperar. Me dirijo junto a Beatriz hacia el cuarto
de Mery, la cual he decidido que una vez esté recuperada, será la nana de mi
hija y de todos los que lleguen en el futuro, por lo que su alcoba estará
cercana a la de ellos. Una noticia que le daré cuando esté mejor.
Al entrar veo como mi pequeña está sentada al lado de una Mery con mejor
aspecto que la última vez que la vi, Rose al verme corre hacia mí y la abrazo
fuerte contra mi pecho, diciéndole cuánto la amo una y otra vez.
Nos despedimos de Mery, pues no podemos demorar más nuestra presencia
ante nuestros invitados; les debo una disculpa y mi agradecimiento eterno.
Como suponía, al entrar junto con mi esposa e hija, la gran mesa está llena de
gente. Gracias a Dios mi amigo Eric está presente al igual que su esposa, les
debo tanto, que no sé cómo se lo podré pagar algún día. Todos, al vernos
llegar, detienen sus conversaciones, veo rostros cansados, preocupados...
—Buenos días —saludo—. Quería en primer lugar disculparme si la
estancia en nuestro hogar no ha sido la más acogedora. Tanto el baile que mi
esposa y yo preparamos con tanto esmero, como vuestra estadía aquí ha sido
un completo desastre por causas que escapaban de nuestro control. —Intento
ser directo y no andarme con rodeos—. Mi esposa y yo os agradecemos la
ayuda prestada para encontrar a nuestra querida hija, es algo que no
olvidaremos jamás.
Parecen aceptar mis disculpas incluso mejor de lo que esperaba. Por
supuesto, entienden que lo ocurrido nada tiene que ver con nosotros y
procedemos a compartir el almuerzo con ellos, antes de que todos marchen
hacia sus respectivos hogares.
Horas más tarde vemos partir todos los carruajes, quedando solo en la casa
Marian y Eric, quienes han decidido posponer su viaje un día más. Creo que
Beatriz lo agradece, pues ha creado un vínculo muy especial con Marian,
como en su día lo hice yo con su esposo.
—Anoche no tuve ocasión de agradecerte, Marian —digo cogiendo su
mano—. Nunca podré olvidar que, si no fuera por ti, mi esposa y mi hija no
estarían hoy junto a mí.
—No hay nada que agradecer —responde avergonzada—. Ojalá hubiera
podido evitar el secuestro de Rose.
—No debes culparte —exijo—. Para mí eres, a partir de este momento, la
hermana que jamás pude tener.
—Será un honor tener otro hermano, en mi corazón siempre habrá sitio
para más —dice riendo. La abrazo agradeciéndole de nuevo—. Solo puedo
pediros que seáis felices, vuestro amor es puro, pude verlo incluso antes de
que vosotros mismos lo reconocierais. Es el amor que tanto mis abuelos
como mis padres se profesan, el amor que Eric y yo sentimos el uno por el
otro. Me era imposible no reconocerlo.
—Lo seremos —afirmo convencido—. Formaremos una hermosa y unida
familia, la que ninguno de los dos pudo tener.
—Lo sé —asiente con una mirada enigmática. Esta mujer parece que
siempre guarda un gran secreto, pero no le pregunto nada—. No dejéis que
los errores pasados, ni los de vuestras familias, definan vuestro futuro.
—Jamás —respondo abrazando contra mí a Beatriz que ha permanecido
callada pero sonriente—. Sobra decir que este siempre será vuestro hogar.
—Eilean Donan siempre será vuestro hogar también, me gustaría que
algún día pudierais conocer a mi familia —comenta Marian.
—Cuando Beatriz dé a luz, y él bebe sea lo bastante fuerte, no dudéis que
os haremos una visita —acepto—. Entremos, compartamos junto al fuego,
pronto nos despediremos y pasará algún tiempo antes de volver a vernos.
Entramos dejando atrás el frío y el pasado. Ante nosotros un nuevo futuro
se vislumbra lleno de luz y felicidad.
Epílogo
Lady Beatriz. Oxford Hall, Inglaterra. 1501

Han pasado meses desde aquel fatídico día en el que creí que perdería a mi
hija, en el que estuve dispuesta a dar mi propia vida por salvar la suya. Pero
Gabriel nos encontró a tiempo y la única que salió perdiendo fue Diana, que
ahora descansa eternamente en un pequeño cementerio, olvidada por las
personas que en otros tiempos la utilizaron de una forma u otra.
En vida la odié, ella tenía lo que yo ansiaba, el amor de Gabriel, o al menos
los tres lo pensábamos. Mi esposo porque no sabía lo que era en realidad el
amor, Diana porque era una mujer incapaz de amar, que solo se obsesionó
con el jovencito que pasados los años la dejó a un lado, tanto así que prefirió
la muerte, y yo..., ansiaba tanto el amor que ni siquiera le di tiempo a Gabriel
para conocerme.
Di por hechas las palabras de mi padre, esperaba que como por ensalmo un
hombre con el que solo había intercambiado contadas palabras me amara.
Tan acostumbrada estaba al rechazo que mendigaba amor a cualquiera que
pudiera dármelo, sin entender que el amor no nos viene dado en estas bodas,
y que lo que Gabriel y yo tenemos ahora muy pocos lo consiguen.
He sido bendecida encontrando el amor verdadero dentro del matrimonio.
Me costó muchas lágrimas, sufrimiento y miedo llegar hasta donde estoy hoy,
en mi casa de campo, junto al fuego, acompañada por mi amado esposo que
me observa de una forma que hace que mi cuerpo reaccione aun estando
embarazada casi de nueve meses. Nuestro bebé puede nacer en cualquier
momento y por ello decidí regresar a Oxford Hall; aquí es donde quiero que
mis hijos nazcan y crezcan.
—Estas muy pensativa, esposa —dice con preocupación—. ¿Algo te
perturba?
—Nada, esposo, solo pensaba —respondo—. Los meses han pasado
raudos, y mucho ha ocurrido.
—Cierto —asiente mientras deja de escribir, siempre ha trabajado en su
despacho, pero ahora me acompaña allá donde voy—. ¿Pensabas en tu padre?
—No... —niego con rapidez—. Intento no pensar en él.
—¿Ni siquiera en tu hermano? —insiste, me conoce demasiado bien...
—No conozco a ese niño, Gabriel, sin embargo, es mi hermano, y no
puedo negarte que cuando hace unas semanas recibí la noticia de la muerte de
mi padre y su esposa, mi primer pensamiento fue para él. Pero sé que junto a
sus abuelos maternos crecerá con más amor del que hubiera recibido junto a
sus progenitores —respondo con toda sinceridad.
Hace apenas dos meses me llegó la noticia de la muerte de mi padre y su
esposa en un accidente de carruaje. Mi padre murió en el acto, su mujer
estuvo varios días luchando por su vida, perdió la batalla y ahora reposan
juntos para toda la eternidad. No puedo ser hipócrita y decir que sentí pesar
por sus muertes y eso me convierte en una hija horrible, pero mi padre jamás
hizo un esfuerzo por ganar mi afecto.
Él me odio siempre, así que intento no pensar mucho en ello, no puedo
echar de menos lo que nunca tuve. Cuando mi hermano sea más mayor y
pueda comprender el lazo que nos une no dudaré en visitarlo y en que me
visite. No voy a abandonarlo, solo hago lo que creo que es más conveniente,
y sus abuelos ahora mismo son las personas que mejor pueden cuidar de él ya
que han sido un referente en su vida desde que nació.
—Entiendo lo que dices, pero te conozco, sé que llegado el momento tu
hermano será alguien muy presente en tu vida. —Sonríe a sabiendas de que
tiene razón, me conoce mejor que yo misma, y eso en ocasiones me asusta.
Me remuevo inquieta ya que siento molestias en la espalda. Estos últimos
días ni siquiera he podido jugar con mi pequeña Rose, a la cual ya no puedo
ver como un bebé; crece tan rápido, que siento nostalgia por esos días que
nunca podremos recuperar.
No quiero asustar a Gabriel, pero recuerdo muy bien cómo comenzó el
parto de Rose, durante días las molestias en mi espalda me impedían realizar
mis tareas con tranquilidad, en mi ignorancia, lo achacaba al duro trabajo al
cual no estaba acostumbrada. Me equivoqué y pocos días después mi
pequeña llegó al mundo, y mucho me temo que su hermano seguirá su mismo
camino.
Estoy a punto de decirle a mi esposo lo que ocurre cuando el ruido de un
carruaje nos sorprende a ambos, pues no esperamos invitados. Hace poco
regresamos de Londres, ciudad de la cual no he podido huir como hubiera
querido, pero que ahora ya no se me antoja tan horrible como antaño, por ese
motivo no sabemos quién puede ser.
Nos levantamos, yo con bastante dificultad, y ambos nos encaminamos
hacia la puerta, que se encuentra abierta pues nuestro mayordomo ha salido a
recibir a los inesperados visitantes. Mi esposo es el primero en darse cuenta
de quién se trata, por su sonrisa y saludo jovial adivino de inmediato y no
puedo evitar sentir una inmensa dicha y un gran sentimiento de tranquilidad.
Con ella aquí nada puede pasarme.
Y sí... no me equivocaba. Mi querida Marian desciende de su carruaje
ayudada por su amante esposo, sonrío de felicidad y me apresuro a descender
la escalinata de la entrada para darle un fuerte abrazo. Mi esposo me sigue,
preocupado por que pueda caerme, y así me lo hace saber con un gruñido que
demuestra lo frustrado que se siente por no poder tenerme entre algodones, y
eso que aún no sabe que nuestro bebé viene en camino.
—¡Querida amiga! —exclamo aliviada—. Es como si te hubiera conjurado
con el pensamiento.
—Casi, querida —responde risueña—. Hace unos días tuve un sueño, sé
que me necesitas en este duro trance, así que obligué a Eric a emprender viaje
sin demora, y me complace haber llegado a tiempo.
Sus palabras me dejan saber que ella, tan bien como yo, sabe en qué
condiciones me encuentro. Voy a responder cuando un dolor fuerte atraviesa
mi hinchado estómago, tal es el dolor que no puedo evitar gritar, Marian me
coge antes de que caiga al suelo, y mi esposo corre a mi lado, el único que no
parece sorprendido es Eric.
—¡Beatriz! —exclama mi esposo—. ¿Qué te ocurre? —pregunta preso del
pánico.
—Él bebé ya viene —responde por mí Marian, ya que no puedo recuperar
el habla—. Debe estar en su alcoba, necesitaremos agua muy caliente y paños
limpios.
Gabriel reacciona con rapidez, me coge entre sus brazos y me lleva hasta
nuestro lecho. Me besa en la frente, susurrándome una y otra vez que todo va
a estar bien. Creo que intenta convencerse a sí mismo y alejar el miedo.
—Voy a estar bien, mi amor, ambos vamos a estar bien. —Intento
tranquilizarlo, a pesar de que el dolor vuelve a arremeter con fuerza—. No es
la primera vez que salgo indemne de un parto.
—¡Salid todos! —ordena mi amiga, haciéndose cargo de la situación.
Observo, tras la bruma que me envuelve, que Gabriel se rehúsa a salir y es
Eric quien debe llevárselo a la fuerza. No tengo energía en estos momentos
para malgastarla intentando hacerle entender que él no debe estar en este
instante, necesito concentrarme en la difícil tarea que tengo por delante.
—De acuerdo, Beatriz, empecemos. —Escucho que Marian dice mientras
se sitúa entre mis piernas y siento sus manos frías sobre mí. Intento relajarme
para hacerle más fácil la exploración, pues es cuidadosa y la sensación no
pasa de una pequeña molestia, pero cuando un nuevo dolor me atraviesa el
vientre no puedo evitar gemir—. Lo sé, querida. Puedo tocar la cabeza del
bebé, esto no debería durar mucho más, necesito que empujes con todas tus
fuerzas.
Obedezco gritando cuando siento una presión enorme en mis partes,
conocedora de lo que ello significa; mi hijo está a punto de llegar al mundo.
El miedo me invade, solo espero que nazca sano y salvo. Marian me anima
durante horas, me siento agotada, solo quiero que esta tortura acabe y poder
descansar, dormir durante días.
—Algo no va bien —jadeo tras un nuevo empujón—. No voy a lograrlo —
sollozo muerta de miedo.
—No digas sandeces, Beatriz —exclama. Veo que ella está agotada al
igual que yo, y una sombra en sus ojos me dice que también está asustada—.
No debería ser así —susurra acongojada.
No sé a qué se refiere, pero una nueva oleada de dolor más intensa que
todas las anteriores me hace gritar. Estoy perdiendo la batalla, lo sé, y rompo
a llorar perdiendo el control por completo, la puerta se abre con un estrépito
que nos hace sobresaltarnos a las dos.
—¡Se acabó! —exclama mi esposo entrando como un loco seguido de un
Eric preocupado—. No resisto estar más tiempo alejado de mi esposa,
escuchando como grita de dolor.
Se acerca a mi lado, coge mi mano y me alienta aterrado.
—Mi amor, debes aguantar —implora—. Sé que puedes conseguirlo.
Empujo de nuevo porque no puedo evitarlo, lo hago con las pocas fuerzas
que aún me quedan, aprieto fuerte la mano de Gabriel sin importarme si le
hago daño o no.
—¡Ya sale! —grita Marian—. ¡No pares!—ordena. Siento como una
presión enorme se abre paso por mis partes, como si mi bebé fuera a partirme
en dos. Suelto un último alarido de dolor, y lo siguiente que escucho es un
llanto. Sollozo aliviada, pues el dolor tan terrible que he padecido durante
horas a merecido la pena si mi hijo está sano y salvo—. ¡Es un niño!
Gabriel me besa una y otra vez y, de pronto, cuando abro los ojos, que me
pesan una tonelada, veo como sostiene a nuestro hijo entre sus poderosos
brazos. No contengo las lágrimas de felicidad, pues cuando Rose nació no
pudo ser sostenida por su padre, es un sentimiento de culpa que no puedo
hacer desaparecer por mucho tiempo que trascurra.
Me doy cuenta de que Marian se acerca para coger a mi hijo y se lo entrega
a una de las criadas, le dice algo a Gabriel y veo como palidece, se me encoge
el corazón al pensar que algo le puede ocurrir a mi hijo. Hablan entre
susurros y no consigo escuchar nada, pero por sus rostros sé que algo malo
ocurre.
—¿Qué sucede? —pregunto casi sin fuerzas—. ¿Le ocurre algo a Eric?
Así decidimos llamar a mi hijo hace tiempo, sé que para mi esposo es
importante, pues su amigo es casi como un hermano para él.
—Tu hijo está bien —responde Marian—. Has perdido mucha sangre,
Beatriz —solloza. Ahora lo entiendo, no es Eric quien está en peligro de
muerte, soy yo. Sonrío intentando aliviar el dolor que veo en el rostro de
todos—. Te juro que voy a salvarte, no voy a permitir que la muerte te lleve.
Esto no debería estar ocurriendo, lo siento tanto.
—No te culpes, amiga mía, has hecho todo lo que has podido. Me has
ayudado a traer al mundo a mi hijo, mi alma está tranquila. Si mi destino es
este, lo acepto.
Escucho como mi esposo maldice y Eric intenta calmarlo.
—Este no es tu destino, Beatriz —exclama—. ¡No lo era! Vi una muerte,
pero no era la tuya ni la de tu hijo.
No entiendo a qué se refiere y siento que ya no soy capaz de contener mis
ganas de dormir, solo necesito descansar unas horas.
—¡No te duermas, Beatriz! —Oigo que me ordena mi esposo, pero ya es
tarde. Su voz, que está teñida de pánico, es lo último que escucho.
No sé dónde me encuentro, pero ya no siento cansancio ni dolor alguno,
solo una profunda tristeza. Morir no es mi deseo, quiero ver crecer a mis
hijos, envejecer junto a Gabriel, disfrutar del amor que durante mi infancia
me fue negado.
¡No quiero dejarlos!

***

Desde la distancia escucho cómo me llaman, me suplican que regrese,


pero no encuentro el modo de hacerlo, me encuentro perdida entre esta
bruma. No sé si es un sueño o una pesadilla hasta que frente a mí aparece
una mujer menuda, a la que no veía desde que era una niña.
—¿Madre? —pregunto asustada, veo como sonríe, pero no recorre la poca
distancia que nos separa—. ¿Dónde estoy?
—Donde no te pertenece, querida —responde con tranquilidad, toda ella
trasmite una paz que no halló en vida—. No ha llegado tu hora, tu familia te
necesita, debes regresar.
—Yo te necesitaba y te fuiste —inquiero, necesito respuestas, las que no
obtuve de ella en su momento. Veo como su semblante se ensombrece.
—Lo siento, mi niña, no podía soportar más. Pero tú no eres yo, nunca lo
fuiste. —Sin encontrar explicación, mi madre está frente a mí, la distancia
que nos separa ha desaparecido—. Sé feliz por las dos, llegado el momento
estaré aquí esperando por ti. Siempre te amé, eras lo único hermoso de mi
vida.
—Pero no fui suficiente. —No puedo evitar contestar con dolor.
—Yo no era suficiente para ti. Estaba enferma, hija, este era mi lugar —
acaricia mi rostro—. Ahora... ¡Vuelve! Te amo, hija mía.

***

Regreso a la realidad, aunque mis ojos se niegan a abrirse. Escucho


sollozar a Gabriel, rezando por mi vida, escucho a Marian intentando hacerle
entender que despertaré cuando mi cuerpo esté lo bastante fuerte y sé que
Eric, aunque guarde silencio, se encuentra apoyando tanto a su esposa, como
a su mejor amigo. Es hombre de pocas palabras, pero leal hasta la muerte.
—Ella va a estar bien, el sangrado ha cesado y, aunque ha perdido mucha
sangre, sé que se recuperará. Es normal en un parto tan difícil como ha sido el
suyo —escucho el susurro de Marian muy cerca de mí—. Dije que no era su
momento, y no lo es. Vi una muerte y se trataba de tu padre, ahora que ya
llegó la misiva con la noticia puedo decírtelo. No sabía cómo hacerlo.
Aunque sé que jamás fue un padre amoroso contigo, me era difícil darte la
noticia de que tu padre se había suicidado.
¿El padre de Gabriel se ha suicidado? ¡Debo despertar!, apoyarlo en este
momento. Sé que nunca estuvo unido a ese hombre, que no se merece
siquiera recordar su nombre, pero queramos o no, por sus venas corre su
sangre.
—No puede importarme menos ese hombre. El poco respeto que le tenía
murió la noche que me confesó que se había aliado con Diana, y aunque
nunca podré probarlo, sé que ayudo a secuestrar a mi hija. Su mal muere con
él, fui huérfano desde que mi madre se fue, tuvo que ser él y no ella quien
muriera primero. —Escucho que responde indiferente, parece otra persona,
no mi esposo.
—Nacemos con el futuro trazado, querido amigo —explica Marian—. El
de tu hijo está ligado a mi familia. —Me congratula escuchar esas palabras,
pues sé que tanto Eric como Gabriel sueñan con ello—. Pero en un futuro
lejano. Ni tú ni yo, ni siquiera nuestros nietos, verán esa unión, pero te
aseguro que, en otro tiempo, tu familia y la mía serán una.
No entiendo sus palabras, pero hace tiempo que aprendí a no discutirlas.
Intento moverme para llamar su atención, y parece que lo logro pues siento a
Gabriel acercarse y coger mi mano, siento su calidez.
—¿Beatriz? —me llama esperanzado—. Mi amor, ¿puedes oírme?
Asiento porque no me salen las palabras, siento mi boca muy seca y una
sed terrible.
—Necesita beber algo —escucho decir a Eric seguido de ruido alrededor.
—Abre tus hermosos ojos para mí, esposa —suplica—. Deja que te dé un
poco de agua.
Al fin soy capaz de abrir mis pesados párpados. Me siento como si hubiera
dormido durante días, me cuesta enfocar la vista. Veo tres rostros borrosos
frente a mí, como suponía, Marian y Eric no nos han abandonado en este
duro trance.
—Bienvenida, querida. —Sonríe una Marian demacrada, con grandes
ojeras y pálido rostro—. Durante tres días nos has tenido muy preocupados,
pero sabía que llegado el momento regresarías con nosotros.
¿Tres días? Me sorprende haber dormido tanto, enseguida intento
incorporarme, ¡mis hijos!
—¡Quieta! —me sujeta con fuerza mi esposo—. ¿Dónde crees que vas?
—Mis hijos —hablo por primera vez, con una voz ronca que hasta a mí me
sorprende.
—Están bien, dentro de un rato podrás verlos —tranquiliza Eric—. Mery
los ha cuidado muy bien.
Intento tranquilizarme, bebo el agua que me ofrece Gabriel y vuelvo a
tumbarme, todo me da vueltas, me siento débil e indefensa. ¿Qué clase de
mujer soy si no puedo traer al mundo a mis hijos?
—He pasado tanto miedo —susurra mi esposo en mi oído, haciendo que mi
cuerpo tiemble.
Escucho como Marian le dice a su marido que deben dejarnos solos
durante un rato. Cuando oigo la puerta cerrarse dándonos privacidad, miro a
los ojos a mi atormentado amor. En ellos veo el cansancio y el sufrimiento
padecido durante estos días en los que no sabía si iba a morir.
—Lo siento —respondo, avergonzada por todo lo que he ocasionado—.
Con Rose estuve débil unos días, pero nunca pensé que pudiera ocurrirme
nada malo. Soy joven, se supone que debo ser capaz de parir a tus hijos.
—¡No te disculpes! —ordena frunciendo el ceño—. Eric es un bebé muy
grande y venía en mala posición —explica, supongo que para animarme—.
No pienso poner de nuevo tu vida en peligro, Marian me ha explicado que
hay unas hierbas para evitar la concepción.
—¡No pienso vivir con miedo, Gabriel! —exclamo con las pocas fuerzas
que voy recuperando—. No quiero vivir mi vida de ese modo, siempre he
soñado con tener una familia numerosa, no tiene por qué volver a ocurrir
esto.
—¿Y debo vivir con el temor constante a perderte? —interroga frustrado
—. Tenemos dos hijos, mi amor, para mí es más que suficiente.
—Dejemos que el tiempo decida —sentencio, no quiero discutir, y seguir
con este tema solo nos conducirá a eso.
Gabriel es interrumpido cuando la puerta se abre de golpe y aparece mi
pequeño ángel corriendo hacia mí.
—¡Mami! —Antes de que se tire sobre mi dolorido cuerpo, Gab la sujeta y
la sienta a mi lado, me abraza y le correspondo impregnándome de su olor, de
su tibio cuerpecito—. Te he echado de menos —susurra acongojada, nuevas
lagrimas bañan mi rostro.
—Lo siento, pequeña, siento haberte asustado así. —Beso su rostro mil
veces antes de ser capaz de separarme de ella.
Entonces es cuando me doy cuenta de que Marian lleva entre sus brazos a
mi bebé, arropado con su mantita y muy quietecito. Ya no puedo contener las
lágrimas, y cuando al fin puedo tenerlo entre mis brazos y abre sus ojos para
fijarlos en mí, siento como la dicha más grande se apodera de mí a pesar del
llanto, que no es otra cosa que alivio, por poder seguir junto a mi familia, y
felicidad plena.
Se parece tanto a su padre… Miro a la gente que tengo alrededor, mi
esposo y mi hija, mis mejores amigos, que son como hermanos para mí. La
familia no siempre es aquella que comparte nuestra sangre, muchas veces el
destino nos tiene preparado algo mucho mejor; personas que llegan a tu vida
para quedarse, para traer luz, paz y mucho amor.
Hace un año estaba sola en las Tierras Bajas, con mi hija como única
compañía. Si no hubiera sido por Fiona y Duncan no sé qué habría sido de
mí. Ellos son los padres que nunca tuve y a los que estoy deseando volver a
ver, y espero hacerlo pronto, les hice una promesa y pienso cumplirla. Sé que
Gabriel no puede negarme nada, y él mejor que nadie debe entender mi
necesidad de seguir en contacto con ellos. Me hubiera gustado escribirles,
pero no saben leer, muchas veces intenté convencerles para que me dejaran
enseñarles, pero fue en vano.
Los echo de menos, y me hubiera gustado que Fiona me hubiese
acompañado en el nacimiento de Eric como lo hizo con el de Rose. Debo
alejar los pensamientos tristes, pues hoy es un día para celebrar, para dar
gracias a Dios por darme una segunda oportunidad, por permitirme seguir
con los míos, viendo crecer a mis hijos y, si la salud me lo permite, a mis
nietos, rodeados de amor y amistad.
—Hace un rato se lo dije a Gabriel, pero es importante que tú lo sepas —
dice mi amiga sentándose a mi lado muy despacio—. Tu familia y la mía un
día serán una, lo supe en el mismo instante en que lo vi llegar al mundo. No
será en esta vida, ni en las venideras, pero llegará el día.
Al igual que antes, no entiendo muy bien a qué se refiere, pero el llanto de
Eric nos llama la atención a todos. Debe estar hambriento y procedo a darle
de mamar, mientras mi esposo y su amigo se retiran con la pequeña Rose.
—Marian, mientras estuve dormida soñé con mi madre —confieso,
relatándole todo lo vivido.
—No fue un sueño, querida, tu alma estaba entre dos mundos, por eso tu
madre pudo comunicarse contigo —explica.
Asiento aliviada, observo cómo Eric se alimenta, mientras ambas
guardamos un silencio que es interrumpido solo por el crepitar del fuego. El
sueño comienza a invadirme y Marian se lleva al pequeño Eric. No quiero
separarme de él, pero mi cuerpo necesita recuperarse, quiero volver a ser la
de antes, estar fuerte y sana para mi marido y mis hijos.

***

Pasan varios días durante los cuales voy cogiendo fuerzas. Cuando al fin
puedo levantarme, darme un baño en condiciones y vestirme, me siento como
nueva. Bajo al comedor ayudada por mi esposo que me ha cuidado y
consentido en todo momento, nuestros invitados están esperándonos y
sonríen al verme levantada. Una vez todos estamos sentados comenzamos a
desayunar, como con ganas, pues el apetito ha vuelto a mí de forma voraz. Sé
que hoy parten hacia su hogar, tienen una familia que los espera ansiosa y yo
no puedo ser tan egoísta como para retenerlos por más tiempo.
—Antes de que os marchéis quiero pediros algo, que tanto como a Gabriel
y a mí nos haría muy felices. —Llamo la atención de todos, aunque intento
controlar la emoción—. Queremos que seáis los padrinos de Eric.
—¡Por supuesto que sí! —exclama Marian—. Estaremos muy honrados.
—Para mí será un honor ser el padrino de mi tocayo —asiente complacido
Eric.
Aunque intentamos alargar el desayuno, el momento de las despedidas ha
llegado, ambas estamos emocionadas por volvernos a separar. Nuestros
maridos lo llevan mejor, están acostumbrados y, por supuesto, son hombres.
Dios los libre de demostrar alguna emoción.
—Volveremos a vernos muy pronto —dice Marian antes de subirse al
carruaje—. Quiero que mi ahijado sea bautizado en la capilla de Eilean
Donan, así que no tardéis demasiado en emprender viaje.
—Será un honor —asiente Gabriel—. En cuanto Beatriz recupere sus
fuerzas por completo, quiero llevarla a ver a Fiona y Duncan, después
continuaremos el viaje hasta vuestro hogar. Por supuesto, los niños nos
acompañarán.
Los vemos alejarse, yo con la vista borrosa por el llanto contenido, sé que
muy pronto volveremos a vernos. Gabriel me abraza y nos quedamos largo
rato mirando a lo lejos, por donde nuestros amigos han desaparecido hace
tiempo.
Ambos nos observamos, sonreímos y Gabriel desciende para besarme. Un
beso que comienza siendo tranquilo y en pocos segundos se convierte en uno
apasionado, es el primero en retirarse.
—Lo siento. —Cierra los ojos buscando la tranquilidad perdida, se por qué
se contiene, todavía estoy convaleciente, pero no significa que mi deseo por
él haya desaparecido—. Te amo.
—Lo sé —asiento feliz, me apoyo en su hombro—. También te amo.
—Volvamos a casa —sugiere en voz baja, obedezco dejándome guiar
hacia el interior.
Y así, más enamorados que nunca, y felices como jamás llegamos a soñar
que seríamos, entramos al calor del hogar, donde de lejos se escucha un llanto
de un bebé reclamando su alimento y las risas de una niña jugando feliz,
sabiéndose rodeada del amor de los suyos.
Es todo lo que un día soñé y vi tan lejano en el pasado. Esto es lo que he
deseado durante toda mi vida, una casa a la que llamar hogar, un esposo que
me ame por encima de todas las cosas, en el que encontrar un amigo, un
confidente y una amante apasionado, unos hijos sanos y felices. No puedo
pedir más.
Doy gracias a Dios cada noche por lo bendecida que me siento, no me
arrepiento ni un solo día de haberle dado una segunda oportunidad a Gabriel.
Ambos luchamos contra los fantasmas del pasado, vencimos, y ahora solo
nos queda ser felices.
El amor es sacrificio, es darse el uno al otro, es confiar y entregarse sin
reservas. Cuando lo entendí y me atreví a creer en las palabras de mi esposo,
todo encajó por fin. Ni el mal de las personas que una vez nos odiaron
pudieron separarnos, ahora todos ellos están muertos, nosotros estamos vivos
y con muchos años por delante para disfrutar de nuestra familia.
El amor es la mayor de las bendiciones, solo espero que mis hijos, cuando
llegue el día, puedan encontrar lo que yo y su padre tenemos. Rezo para que
sean bendecidos con el mayor de los amores.
Mi amor por Gabriel no morirá conmigo, perdurará en nuestros hijos, en
nuestros nietos. Lo amé cuando era una muchachita inexperta sedienta de
cariño, lo amé cuando era una joven asustada, lejos de su hogar, lo amé
incluso cuando lo odiaba y tuve que aprender a quererme más a mí que a él.
Así que, cuando el destino nos quiso volver a reunir, fui capaz de luchar por
lo que quería.
Gabriel supo ganarse su oportunidad, mi perdón, supo transformarse en el
hombre que siempre supe que era, pero que él se negaba a aceptar. Dejó atrás
el miedo, el pasado y las viejas costumbres para darnos la oportunidad que
merecíamos desde hace muchos años. En aquel entonces no fue el momento,
juntos lo logramos y es algo que no desperdiciaremos.
Nunca dudéis en luchar por lo que realmente amáis, no deis nunca un paso
atrás, pues el amor es lo que nos mueve, lo que nos une y nos mantiene
cuerdos. Sin él, solo seríamos almas vacías, carentes de sentimientos puros.
No hay nada más hermoso que amar y ser amados.

FIN.

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