Lord Gabriel
Lord Gabriel
Lord Gabriel
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda
rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares de Copyright, la
reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, sea
electrónico, mecánico, por fotocopias, por grabación u otros, así como la distribución de
ejemplares mediante alquiler préstamos públicos.
Índice
Pag.
Sinopsis 5
Capítulo I 7
Capítulo II 19
Capítulo III 31
Capítulo IV 45
Capítulo V 57
Capítulo VI 69
Capítulo VII 81
Capítulo VIII 93
Capítulo IX 107
Capítulo X 121
Capítulo XI 135
Capítulo XII 149
Capítulo XIII 163
Capítulo XIV 177
Capítulo XV 189
Capítulo XVI 205
Capítulo XVII 219
Capítulo XVIII 231
Capítulo XIX 247
Capítulo XX 265
Capítulo XXI 279
Capítulo XXII 293
Epílogo 307
Sinopsis
Gabriel, Conde de Oxford, vive su vida rodeado de toda la opulencia de la
alta sociedad londinense. Disfruta de las fiestas, los juegos de mesa y de las
mujeres. Con veinticinco años disfruta de su libertad sin tapujos, la gente
parece olvidar el escándalo que protagonizó hace tres años, cuando su esposa
lo abandonó la misma noche de bodas.
Beatriz, con solo dieciocho años, se vio obligada a casarse con Gabriel
Hamilton, Conde de Oxford; un matrimonio arreglado, pues su padre
conseguía para su hija un condado, y los condes una suma importante por su
dote. Gabriel no la amaba, pero para su gran desgracia ella sí lo hacía.
Incumplió el único juramento que se hizo desde muy niña: no amar a ningún
hombre, pues son seres traicioneros, y así pudo comprobarlo la misma noche
de su boda.
Viéndose traicionada por el que ya era su esposo, huyó. ¿Qué más podía
hacer? Habían pasado tres años y él nunca la buscó, eso le confirmaba lo
poco que le importaba. Ella había rehecho su vida en las Tierras Bajas de
Escocia, pasando la frontera de Inglaterra. Él seguía su vida como si nada,
pero ¿era eso cierto?
El destino tiene algo preparado para estas dos personas atormentadas. ¿Qué
ocurrirá cuando los caminos de ambos vuelvan a coincidir?
Capítulo I
Frontera de Inglaterra con Escocia, 1500
***
Las horas pasan, las millas son recorridas y cuando casi está anocheciendo
llegamos a Darlington Manor. Decido acompañar a mi amigo una noche más,
sé que me va a necesitar. Una de las criadas me conduce a la que será mi
alcoba por esta noche, solicito un baño para quitarme el sudor del viaje y el
olor a caballo y después de eso ya me siento un poco más persona.
Estoy un poco intranquilo por la reunión que está teniendo mi buen amigo
con su madre. Esa mujer es una víbora, escupe veneno cuando habla, y Eric
nunca había sido capaz de enfrentarse a ella hasta hace muy poco. Sé que es
capaz de todo por Marian y que, aunque él intente ocultarlo, las palabras de
su madre le hieren muy profundo.
Para mi mala suerte todo se retrasa y no puedo ir a mi casa y mucho menos
a hablar con Diana, pero no quiero abandonar a Eric. Le ayudo con todo lo
referente a la herencia y demás, y al fin podemos partir hacia Escocia de
nuevo, Eric está ansioso y yo no menos que él.
Su madre no se despide de él y, tras mirar por última vez el lugar donde ha
vivido toda su vida, partimos. Nos queda un largo viaje por delante, no
descansamos y rezamos para que nada ocurra y nos retrase más de lo que ya
estamos. Eric parece impulsado por alguna fuerza sobrenatural, como si algo
más poderoso lo obligara a ir más deprisa, yo sigo su ritmo sin rechistar.
Durante los cuatro días que viajamos, ya que no tomamos el atajo que nos
enseñaron los Mackencie, pues necesito llegar hasta la posada de Beatriz,
prácticamente descansamos lo justo para que los caballos no mueran.
Cuando al fin llegamos a mi destino, el corazón parece que se va a salir de
mi pecho. Estoy nervioso, ni siquiera sé si Beatriz y mi hija seguirán aquí.
Rezo para que así sea.
Desmontamos y nos dirigimos a la entrada.
—Entremos —digo con voz fría, intentando controlar mis nervios e
impaciencia.
Al entrar el olor a bebida, humo y sudor nos sorprende, hay bastante gente
para ser tan temprano. Busco inmediatamente a Beatriz.
—Está sirviendo a la mesa del fondo —informo, mientras miro con una
intensidad abrasadora a la que es mi mujer por derecho.
Puedo ver que Eric también se sorprende por el cambio que ve en Beatriz.
Ella, cuando al fin se da cuenta de nuestra presencia, parece dispuesta a
correr como hace siempre que me encuentro cerca; así que me acerco a ella
con rapidez y se lo impido. Mis actos provocan que comencemos a discutir,
algo que quería evitar a toda costa.
No quería que las cosas fueran así, me había prometido a mí mismo que no
la obligaría a venir conmigo y es justo lo que estoy haciendo ahora mismo.
Ella se empeña en seguir en este sitio y yo me niego a dejarlas aquí un día
más.
Beatriz comienza a llorar, eso me desespera. Al fin Eric viene en su
rescate, o el mío, no lo sé con exactitud.
—Gabriel, basta, mírala —susurra mi amigo—. Está llorando, este no es el
lugar.
Dejo de hablar y miro a mi mujer, aprieto mi mandíbula, suspiro y paso
una mano por mi pelo, ya de por sí desordenado.
—De acuerdo —acepto—. ¿Dónde está mi hija?
Beatriz se limpia las lágrimas y me mira con furia.
—Mi hija —recalca el posesivo con un siseo—, aún duerme. Y no pienso
seguir hablando contigo, Gabriel. Márchate al lugar del que no deberías haber
salido y déjanos seguir con nuestras vidas.
—Eres tú la que no deberías estar aquí. Tanto tú como Rose debéis estar en
mi casa, bajo mi cuidado —espeto con brusquedad. No estoy llevando el
asunto por buen camino, de esta forma es imposible que Beatriz decida
regresar a Londres conmigo.
—Debéis calmaros y hablar como personas civilizadas, pues lo único
importante es vuestra hija. —La voz de mi amigo nos trae de vuelta a la
realidad, parece que hace reaccionar a mi mujer, y olvidar por un momento el
odio que siente por mí.
—Sigue tu camino, amigo mío, déjame solucionar todo esto con mi esposa,
la tuya te espera. —Casi tengo que obligarlo para que se marche, en otro
momento me cobraré el favor que me debe. Así se lo hago saber y, con un
abrazo, nos despedimos.
Ahora me encuentro solo ante Beatriz y por un segundo me siento
desprotegido. Qué estupidez. ¿Cómo voy a lograr que mi mujer vuelva
conmigo al lugar al que pertenece? Pero tengo que conseguirlo, no pienso
rendirme. Desde hoy, ella y mi hija tendrán lo que se merecen, lo que ha sido
suyo por derecho desde el momento en que el sacerdote nos dio su bendición.
Aquel lluvioso día en que ambos pronunciamos unos votos que no he
cumplido en todos estos años. No es que haya tenido una clara referencia de
fidelidad en mi vida, mi padre, Andrew Hamilton, jamás le guardó respeto
alguno a mi madre, Lady Sophie Hamilton.
Pero no es excusa para mis actos...
Capítulo III
Lady Beatriz. Frontera con Inglaterra, Tierras Bajas. 1500
***
***
Recuerdo aquellos días en lo que todo me parecía perdido. Qué ilusa fui al
pensar que podría huir de mi pasado para siempre. El destino la tiene tomada
conmigo, de todas las posadas donde mi esposo podría buscar refugio, fue a
parar a donde yo vivía. Tal vez es la forma que tiene Dios de decirme que es
hora de ocupar el lugar que me corresponde por derecho, y de que mi hija
disfrute de otra clase de vida, una muy distinta a la que está acostumbrada.
Mis pensamientos se detienen cuando me doy cuenta de que Gabriel ha
vuelto a parar. Me asomo y veo que estamos frente a una pequeña posada y
que casi ha oscurecido. Me duele el cuerpo de estar todo el día metida en esta
pequeña carreta, y no sé cómo va a pasar la noche Rose con tantas siestas
como ha dormido.
—Ya casi ha anochecido, debemos pasar la noche a cobijo —informa mi
esposo más serio de lo normal, él mismo se encarga de los caballos.
—Puedo ayudarte —me ofrezco. Aunque lo deteste no puedo evitar querer
ayudarle.
—No hace falta, Beatriz, entra con Rose y ve pidiendo dos habitaciones y
algo para cenar. —Sigue sin mirarme y eso me hace enojar, así que no intento
llamar su atención de nuevo, pronto ha dejado de interpretar al esposo
devoto.
Con mi pequeña en brazos entro a la posada e inmediatamente soy
atendida, aunque puedo ver en los ojos de la posadera un deje de desprecio;
cree que soy una simple campesina por mi vestimenta y la de mi hija. Alzo el
mentón dispuesta a no dejarme intimidar por esta mujer.
Parece algo sorprendida cuando le pido dos habitaciones y cena para tres,
pero no dice nada. Al menos con su boca, porque sus ojos lo dicen todo sin
necesidad de palabras. Cuando al fin Gabriel hace acto de presencia ya estoy
con los nervios crispados. Me hallo sentada a la mesa frente a una cena
miserable, unas simples gachas que huelen fatal. ¿Qué se ha creído la maldita
mujer para ofrecerme algo tan asqueroso?
Mi esposo se sienta y nada más contempla lo que hay de cena frunce el
ceño, me mira pidiendo una explicación por mi parte.
—Parece que la posadera cree que somos míseras campesinas —digo en
voz alta, no me importa que me escuche, ya que desde que mi esposo entró
ella no ha apartado sus ojos de él.
—¿Cómo? —pregunta incrédulo—. ¡Sabina! —grita, la mujer acude de
inmediato como un perro a su amo.
Así que se conocen... ¿Cómo no?
Tal vez sea otra de sus amantes...
—Mi señor —saluda con muchísima educación y voz melosa.
—¿Crees que esta es una cena digna de los Condes de Oxford? —pregunta
mortalmente serio.
—Mi señor, yo no sabía... —La mujer está avergonzada y aterrorizada a
partes iguales.
—Ellas son mi esposa Beatriz y mi hija Rose —nos presenta sonriendo con
una frialdad que asusta—. Llévate de inmediato esta porquería y trae lo mejor
que tengas —ordena despidiéndola con un ademán de su mano.
—Enseguida, mi señor. —Recoge todo con una velocidad increíble y se
marcha casi corriendo a cumplir las órdenes dadas.
Se me ha quitado el apetito, ¿cómo se atreve a traerme hasta aquí para que
tenga que ver a una de sus muchas amantes?
—Te agradecería que, en el futuro, no me restregaras a tus fulanas por la
cara, Gabriel —susurro para que solo él me escuche, no quiero que mi hija
sea testigo de esta discusión.
Mi esposo alza una de sus perfectas cejas oscuras, le divierto, puedo verlos
en sus ojos.
—¿Celosa, esposa? —pregunta risueño, no le contesto—. Sabina no ha
sido nunca mi amante. Solo la conozco porque he venido por aquí estos
últimos meses que he estado a caballo entre Inglaterra y Escocia, nada más.
Cenamos en silencio, al fin la tal Sabina nos trajo un guiso que está
estupendo. Mi hija come con ganas todo lo que le ofrezco y juega con su
padre mientras les observo de reojo.
Pasado un rato, veo como Rose comienza a dormirse y la cojo en brazos,
eso es lo único que le hace falta para cerrar sus ojos y dormirse plácidamente.
—Mañana pasaremos la frontera y estaremos en nuestra patria —suspira
mi esposo, como si eso significara que un gran peso desaparece de sus
hombros.
—Tu patria, no la mía —respondo sin mirarle.
—Beatriz, aunque te empeñes en negarlo, eres y siempre serás inglesa —
insiste con un gruñido.
—Puede que naciera allí, pero nunca la sentí como mía —replico—. Mi
corazón pertenece a estas tierras y a esta gente, los cuales me acogieron
cuando no tenía nada. Por tanto, esposo, me considero más escocesa que
inglesa.
No vuelve a insistir, tal vez porque no es capaz de entender la lealtad que
puede unir a las personas a pesar de no compartir la misma sangre. No creo ni
que conozca el significado de tal sentimiento.
—¿Estás nerviosa por volver a reencontrarte con tu familia? —pregunta,
mientras bebe de su copa de vino.
—No tengo familiares ni amistades en Londres, Gabriel —corrijo con
rapidez—. Mi única familia son los McDowell, y Rose, por supuesto.
Deja de golpe su copa sobre la mesa y me observa con irritación. Me
complace poder sacarlo de sus casillas, sé lo que intenta, quiere llevarme a su
terreno, pero no lo va a conseguir con tanta facilidad.
—Me lo estás poniendo muy difícil, Beatriz. Tal vez si dejaras de
comportarte como una niña, esto podría funcionar —gruñe mirándome con
intensidad.
—¿Debo hacerte fácil el qué, esposo? —interrogo—. ¿Creías que todo
sería como antes? Lo siento, pero ya no soy aquella chiquilla que, en las
contadas ocasiones en las que te veía, intentaba agradarte. No me interesa en
absoluto hacerte la vida más agradable, esposo; es más, desde ahora te
advierto que voy a hacer de ella un infierno.
—¿Te has vuelto loca? —exclama incrédulo.
—Al contrario, Gabriel, estoy más cuerda que nunca; por eso te lo advierto
desde este momento, por si cambias de parecer. No hallaras la paz a mi lado,
así que, si deseas regresar y dejarme donde me encontraste, estaré encantada
por ello —digo con la pequeña esperanza de que mis palabras le hagan
reaccionar y me deje de nuevo con los McDowell.
Por el brillo que detecto en su mirada sé que es una esperanza vana, pero
no es hasta que escucho sus palabras, que las siento como una sentencia a
muerte.
—Siento desilusionarte, esposa, pero no me importa lo que puedas llegar a
hacer. Tanto tú como mi hija volveréis al lugar que os corresponde, seremos
la familia que siempre debimos ser.
Dicho eso se levanta y se marcha, dejándome con Rose dormida encima de
mí y más furiosa que nunca.
Me levanto y me dirijo a la habitación que comparto con mi hija, la acuesto
en la cama y me desvisto pensando en las palabras de Gabriel, en su fiera
mirada, y un escalofrío recorre mi cuerpo dejándome helada. Me cubro con
las mantas y me abrazo al pequeño cuerpo de Rose, cierro los ojos intentando
tranquilizar a mi corazón.
No sé en qué momento el cansancio me vence, pero no me despierto hasta
que Gabriel llama a mi puerta. Me levanto con celeridad y preparo a mi
pequeña, que se marcha con él mientras recojo todo y me visto.
En pocos minutos estoy lista, bajo las pocas escaleras que separan las
habitaciones del salón. No me sorprende ver cómo la tal Sabina está
prácticamente sobre mi marido, pero sí me deja impresionada su reacción.
—Creo que anoche fui muy claro, Sabina —sisea mientras la aleja de él—.
Respeta a mi esposa y a mi hija.
La mujer se marcha furiosa, pero no intenta siquiera replicar. Algo muy
dentro de mí se enciende, ¿y si ha cambiado? Dejo esos estúpidos
pensamientos y me encamino hacia Gabriel y Rose, quienes ríen mientras mi
esposo le da el desayuno a mi hija, como si hace unos minutos no hubiera
pasado nada.
—Buenos días —saludo mientras tomo asiento y comienzo a servirme el
desayuno. Gabriel me contesta sonriente y mi hija está feliz de verme como si
no lo hiciera desde hace horas. Es un amor tan puro e incondicional…
—Buenos días, esposa. ¿Has dormido bien? —pregunta solícito. Parece
que es sincero, no hallo en sus palabras un segundo significado, así que
intento relajarme, algo que no consigo del todo en su presencia.
—Sí, aunque no me diera cuenta, estaba cansada y no me costó mucho
conciliar el sueño —respondo—. Gracias. —Asiente complacido.
En poco tiempo acabamos y se levanta para pagar. Mientras, cojo a mi hija
en brazos y salgo de la posada, no creo que soporte ver cómo esa mujer
vuelve a arrastrarse ante Gabriel.
Hoy el día es soleado a pesar de que es temprano, pero el frío característico
de estas tierras nunca nos abandona. Las montañas, aún bañadas por la niebla,
ofrecen un espectáculo magnifico.
—Podemos emprender camino. —La voz de Gabriel, tan cercana a mí, me
sorprende y me giro de inmediato para poner distancia entre nosotros.
Veo que carga un saco y no puedo evitar preguntar.
—¿Qué es eso?
—Sabina ha tenido a bien abastecernos con un poco de comida para el
largo viaje que nos espera —explica mientras prepara los caballos. Siento
ganas de replicar, pero me guardo mi opinión.
Mientras Gabriel se encarga de todo, subo de nuevo con Rose en la carreta.
Pocos minutos después, esta comienza a moverse indicando que continuamos
nuestro viaje.
Capítulo VI
Lord Gabriel Hamilton. Camino hacia Inglaterra, 1500
La noche ha sido la más larga de mi vida; tener a mi esposa tras una puerta
y no poder ir a ella, ha sido una tortura. Escuchar el relato de cómo llegó casi
muerta a la puerta de los McDowell me ha dejado ver su fortaleza, y la
admiro por ello, no muchas mujeres han conseguido mi admiración.
Durante toda la noche le he dado vueltas a mi cabeza a diferentes ideas
para ganarme de nuevo su confianza, pero todas las he desechado porque
quiero más, lo necesito.
Cuando el alba despunta me obligo a levantar mi cuerpo, tenso y dolorido
por una noche de insomnio, pensamientos nada castos y frustración. Con
celeridad me lavo con agua fría y me visto, me dirijo hacia la alcoba de
Beatriz para despertarla. No tarda en contestarme y poco después me tiende a
mi hija para que ella pueda vestirse. Está hermosa, con su cabello rubio suelto
y su cara sonrojada por el sueño, o la vergüenza de que la vea en camisón.
Parece olvidar que conozco su cuerpo, aunque no tanto como quisiera, mis
recuerdos de nuestra noche juntos están confusos por mi estupidez.
Bajo con mi hija en brazos y me siento en una mesa cercana al fuego, hace
frío y no quiero que Rose enferme. Sabina no tarda en aparecer gustosa por
servirnos, no puedo olvidar el agravio que ayer sufrieron Beatriz y mi hija a
manos de esta mujer que, en las contadas ocasiones que he pasado noche
aquí, ha intentado compartir mi lecho. No lo ha conseguido, ayer fui sincero
con mi esposa.
No me esperaba que fuera capaz de nuevo de intentar sus artimañas
conmigo y mucho menos delante de mi pequeña. Eso me enfurece
sobremanera, y así se lo hago saber cuando pierdo la paciencia, sin
importarme que sea una mujer. Si ella misma no es capaz de respetarse, no
seré yo quien lo haga.
—Quítate de encima, Sabina —ordeno mientras la aparto de mi regazo—.
Respeta a mi hija y a mi esposa.
Algo debe ver en mi mirada, tal vez mi férrea decisión de no acostarme con
ella, y desaparece furiosa, dejando ver su verdadero rostro. Anoche se
comportó sumisa ante mi esposa, pero ahora ya no debe fingir, conozco a las
de su calaña.
Intento relajarme y disfrutar de mi pequeña, comienzo a darle de comer y
disfruto del momento. Poco después mi esposa nos deleita con su presencia,
aunque no lleve un vestido propio de su posición, algo que pienso solucionar
nada más lleguemos a Londres. Está hermosa, el color verde de su modesta
vestimenta resalta sus ojos y su cabello rubio, hoy sujeto con una trenza que
le llega casi hasta sus caderas.
«¿Qué se sentirá al tocarlo?»
Niego con la cabeza mientras me intereso por su descanso. Ella parece que
está sopesando si soy sincero o tengo segundas intenciones, al parecer decide
confiar en mí y me contesta con mucha educación y más relajada que de
costumbre.
Acabamos de desayunar en silencio, me levanto dispuesto para pagar y
marcharnos. Beatriz se adelanta con Rose y suspiro aliviado, pues no estoy
seguro de si Sabina se habrá dado por vencida al fin, así le ahorro un mal
momento a mi mujer y tener que retorcerle el pescuezo a otra. Porque sí, por
defender a Beatriz, ahora, en este momento de mi vida, soy capaz de
cualquier cosa. Se lo debo, le debo mucho por estos años de soledad donde ha
sabido criar a mi hija, se lo debo por la poca lealtad que le mostré en el
pasado.
Gracias a Dios parece que ha comprendido que nunca obtendrá nada de mí,
y me sorprende más aún cuando me entrega un saco con comida para el viaje;
se lo agradezco y me marcho para siempre de este lugar.
Comienzo a preparar los caballos. Beatriz sube sin más a la carreta junto
con mi pequeña y sin perder más tiempo emprendo la marcha, hace frío y me
alegro de haber conseguido esta pequeña carreta que las resguarde.
Pocas millas nos separan de Inglaterra, una vez cruzada la frontera, calculo
que en dos o tres días podríamos llegar a Oxfordshire, a mi mansión en el
campo. Allí espero descansar y poder avanzar en nuestra relación antes de
volver a Londres y enfrentarnos contra todos los que allí nos esperan.
Aunque fui astuto, nadie sabe que Beatriz está conmigo, solo Eric y él
nunca me traicionaría. Sé que el primer paso al llegar a Londres será ir al
encuentro de Diana y explicarle que no podemos continuar nuestra aventura,
no se lo tomará bien, pero seré generoso con ella como lo he sido siempre.
Después el padre de Beatriz, ese miserable que nunca movió un dedo por
buscar a su hija. Y ahora entiendo el motivo, nunca la quiso, solo fue el
medio para un fin.
Hoy me gustaría detenerme menos, si fuéramos solos Beatriz y yo este
viaje sería más rápido, pero con mi pequeña Rose, temo que si sigo un ritmo
más veloz podría enfermar, y eso me aterroriza.
Las horas avanzan, las millas menguan en completo silencio, es como si
viajara solo, pues en ningún momento he escuchado un llanto o queja de mi
pequeño ángel. Sonrío como un estúpido, pues ningún hombre podría
merecer el honor de tener a Rose como hija, mucho menos alguien como yo.
Casi cae la noche cuando puedo anunciar a mi pequeña familia que
estamos en suelo inglés. No estaremos seguros hasta llegar a mis tierras, pero
al menos ya no me encuentro en un país donde me consideran enemigo solo
por ser inglés.
No quisiera detenerme, pues estamos muy lejos de la próxima posada, lo
que significa que tendremos que dormir a la intemperie, algo peligroso
teniendo en cuenta que no estoy solo. Si lo estuviera no me importaría, puedo
enfrentarme a ladrones, pero no quisiera poner en peligro a Beatriz y Rose.
Por desgracia, debo hacerlo, pasaré la noche en vela, protegiéndolas, y con
las primeras luces del alba seguiremos nuestro viaje. Con suerte la última
noche antes de llegar a mis tierras la pasaremos en una posada.
Mi esposa no tarda en aparecer al darse cuenta de que al fin nos hemos
detenido. La veo cansada, ojerosa, y me siento como el peor de los patanes
por hacerles pasar por este terrible viaje. A pesar de que he intentado que
estén lo más cómodas y descansadas posibles, sé que no es fácil.
—Lo siento —me disculpo—. Hoy no podremos dormir en ninguna
posada. La más próxima está a millas de distancia y ya está oscureciendo,
pero no tenéis nada que temer, haré guardia durante toda la noche.
—Eso no me preocupa —contesta con aparente tranquilidad—. ¿Cuánto
falta para llegar a nuestro destino? Rose es muy pequeña y, aunque es una
niña tranquila, el viaje le está afectando.
—Llegaremos a Oxfordshire pasado mañana —informo.
—¿Oxfordshire? —pregunta extrañada—. Creía que íbamos a Londres.
—Creo que es mejor que pasemos un tiempo en la campiña, descansemos y
Rose se habitúe a su nueva vida, a mí. —Doy las razones por las que creo que
mi decisión es la más acertada, rezando para que Beatriz no vea segundas
intenciones en ello—. ¿Prefieres ir a Londres?
—¡No! —exclama en voz demasiado alta, tarde se da cuenta de su pérdida
de control—. Prefiero ir a Oxfordshire, es un lugar más adecuado para Rose.
Sabes de sobra lo que opino sobre tu querido Londres, es una ciudad repleta
de alimañas y todos los vicios posibles. Para ti es como estar en la gloria,
pero para mí es el infierno en la Tierra.
—Sabes que no podéis vivir escondidas del mundo, Rose crecerá, tendrá su
debut en la alta sociedad... —guardo silencio al ver cómo mi esposa palidece
aún más, si eso es posible.
—Si pudiera lo haría —sentencia firme—, pero soy realista. Sé que Rose
debe debutar como en su día lo hice yo, pero tengo una súplica que hacerte.
—¿De qué se trata, Beatriz? Me estás asustando —inquiero con
impaciencia.
—Deja que sea ella quien escoja a su marido, no la obligues a tener que
soportar lo que nosotros soportamos. —Se acerca a mí, algo muy extraño,
pues ella intenta mantener las distancias—. Te ruego que dejes que sea ella
quien escoja a quién amar, quiero para ella lo que no tuve y lo que nunca
tendré.
Sus palabras son como un puñal en mi corazón, su súplica me llega directa
al alma, veo en sus ojos el dolor y el miedo por Rose. ¿Cuánto daño le
hicimos?
—Beatriz... —Quiero decirle tantas cosas… Quiero aliviar el sufrimiento
que refleja su hermoso rostro, pero no me lo permite, coge mi mano con
fuerza y vuelve a suplicar.
—Por favor, Gabriel, si la amas, deja que sea ella quien decida con quién
quiere pasar el resto de sus días, que sea ella quien decida a quién amar. No
la condenes a una vida sin amor.
Guardo silencio, no porque esté en contra de lo que me pide, en ningún
momento se me pasaría por la cabeza obligar a mi hija a casarse con alguien a
quien no pueda amar, mi silencio es por otros motivos. Me quedo callado
porque no sé cómo hacerle entender que ella es una hermosa mujer que se
merece todo el amor del mundo. Pero ¿cómo decirle algo así cuando en el
pasado no supe apreciarla?
—Te lo prometo, Rose tendrá completa libertad para elegir el hombre que
será su esposo. —Es un juramento que tengo muy claro que cumpliré, la
tradición de casarnos sin amor morirá con nosotros.
—Gracias —susurra con lágrimas en sus preciosos ojos. Ahora, parece más
tranquila y necesito dejar de ver ese dolor en ella, me está matando.
—Vamos a encender un buen fuego y a comer algo —digo, mientras me
encamino a buscar leña con la que hacer una buena hoguera.
Mientras tanto Bea coge a Rose y juegan un poco en los alrededores, sin
alejarse demasiado, pues el Sol está a punto de ocultarse tras las montañas.
En poco tiempo el fuego prende y nos permite calentarnos, cojo el saco que
Sabrina me dio y me sorprende ver que hay carne, pan, queso y miel. Asamos
la carne mientras Rose come pan con miel y un poco de queso. Al terminar
viene corriendo hacia mí para jugar sobre mis rodillas, mientras Beatriz
termina de cocinar la carne que huele deliciosa. No he comido en todo el día
y estoy muerto de hambre.
Cuando nuestra cena está lista y me dispongo a comer, me doy cuenta de
que Rose se ha dormido encima de mí. Tendemos una de las mantas entre
ambos junto al fuego y la observo embelesado, por su hermosura, por su
bondad, parece un ángel.
—Es preciosa. —No puedo evitar suspirar, agradecido con la vida y con
Beatriz por este regalo maravilloso—. ¿Fue difícil? —Mi esposa me mira
interrogante—. Me refiero a saber que estabas encinta, el parto, los primeros
meses...
—Muy difícil, pero no estaba sola, los McDowell estaban conmigo —
responde mientas come pequeños bocados de su trozo de carne.
—Cuéntame. —Le pido con la esperanza de que se sincere, de que me deje
llegar de nuevo a ella.
—¿Por qué? —pregunta con desconfianza.
—Porque no estuve en los momentos que más me necesitaste, porque me
perdí el nacimiento y los primeros años de mi hija, es algo que no podré
recuperar. —Si busco que ella se sincere, yo debo hacer lo mismo.
—Como ya te dije, cuando llegué al hogar de Duncan y Fiona McDowell
estaba enferma. Ellos me cuidaron y me dieron un techo y comida a cambio
de mi ayuda en la posada.
Asiento, pues esa parte de la historia ya la conozco, y la animo a que
continúe.
—Pasaban las semanas y el cansancio y las náuseas no desaparecían.
Comenzaba a pensar que tenía alguna enfermedad y que me estaba muriendo,
hasta que un día Fiona me preguntó si cabía la posibilidad de que estuviera
encinta. En un principio me negué a creer que fuera posible, solo fue una
noche, Gabriel, pero esa noche obramos un milagro de toda esa locura que
fue nuestro matrimonio.
—Es cierto, cada vez que la miro sé que los milagros existen. —Sonrío
mirando a mi hija una vez más.
—Cierto, ella es hermosa. ¿Quién lo hubiera dicho? Que algo tan hermoso
podría nacer de una unión nefasta como la nuestra.
Estoy dispuesto a replicar, pues, aunque no empezamos con buen pie, estoy
más que dispuesto a que eso cambie en un futuro próximo.
—No intentes negarlo —interrumpe mi inminente réplica—. Como te iba
diciendo, cuando al fin no me quedaron dudas de que estaba encinta me sentí
la mujer más feliz del mundo. Al fin tendría a alguien que me querría sin
condiciones, un amor puro y sincero, es lo que más añoraba desde que mi
madre murió. Los meses pasaron rápido, en todo momento me sentí apoyada
por los McDowell, y cuando Rose nació, aquella noche, fue la mejor de toda
mi vida. Desde ese momento ella ha sido mi razón de vivir, mi fortaleza.
—Puedo entender ese sentimiento pues, a pesar de que no sabía de su
existencia hasta hace poco, una vez supe que tenía una hija, algo cambió
dentro de mí. Ella es la razón por la que deseo ser mejor de lo que he sido
hasta ahora.
Asiente sonriente, aunque la oscuridad que siempre ensombrece sus ojos
sigue ahí.
—Los primeros meses con Rose fueron muy duros, tuve un parto bastante
complicado, perdí demasiada sangre y por un momento creí que moriría. —
Sigue relatándome cómo fueron esos años en los que hemos estado separados
—. Si eso hubiera sucedido, Duncan habría llevado a Rose hasta ti, así se lo
hice jurar en el momento en que pensé que mi vida había llegado a su fin.
Saber que Beatriz estuvo a punto de morir al dar a luz a mi hija, y que no
estuve en esos momentos a su lado, es algo más que pesará sobre mi
conciencia toda mi vida, otro pecado más para el pecador.
—Pero no morí, me aferré a la vida por ella. —La mira mientras acaricia su
pelo, sigue dormida—. Muy en el fondo no quería dejarla contigo, una forma
de castigarte, supongo.
—Me alegro de que lo hicieras —respondo con sinceridad, aliviado de que
ella aún siga viva—. Nunca deseé tu muerte, Beatriz.
—No, supongo que no —dice mirando ahora a lo lejos—. Pero no te
importaba si vivía o moría, no era lo suficientemente importante para ti.
—No digas eso —gimo como si me hubiera apuñalado—. ¿Cómo puedo
hacerte entender? No encuentro las palabras para explicarte lo complicado
que era todo cuando nos casamos...
—Déjalo, Gabriel. —Se levanta y la imito, no quiero dejar esta
conversación de este modo—. Estoy cansada, y supongo que mañana querrás
emprender marcha temprano.
Coge a Rose sin que esta se inmute, y ambas desaparecen en la carreta.
Cierro los ojos y froto mi frente, siento un dolor intenso en las sienes, sé que
es el cansancio y la presión.
Avivo el fuego y me siento frente a la entrada de la carreta, de modo que
nadie pueda dañar a las dos mujeres que custodio. Queda una larga noche por
delante, y a pesar de que estoy cansado, no pienso dormir, no podría soportar
que algo les ocurriera por mi culpa.
Las horas trascurren lentas, donde revivo una y otra vez la primera ocasión
en que vi a Beatriz.
***
***
No sé cómo pude ser tan idiota, fui un cobarde, y ahora, tres años después,
lo estoy pagando.
Al fin veo los primeros rayos del Sol despuntar tras las altas montañas. Me
duele todo el cuerpo, me siento entumecido y me encantaría darme un baño
con agua caliente, pero para eso aún falta un poco.
Apago los rescoldos del fuego y preparo los caballos. Un ruido me
sobresalta, me giro pensando que será mi esposa, pero se trata de dos
hombres de aspecto andrajoso, que se acercan a la carreta con una mirada
enloquecida.
—¡Alto! —grito empuñando mi espada, gracias a Dios que nunca me
separo de ella.
Los hombres se detienen y sonríen entre sí, me preparo para combatir
contra ellos...
Los dos atacan a la vez, ¡malditos tramposos!
—¡Gabriel! —escucho que grita Beatriz—. ¿Qué ocurre?
—¡Métete dentro! —ordeno mientras peleo contra mis atacantes—. No
salgas pase lo que pase.
Clavo mi espada en el estómago de uno de ellos, su acompañante brama
enfurecido y me ataca de nuevo hiriéndome en el hombro, no puedo evitar
gemir ante el ardor.
—¡Gabriel, no! —Vuelvo a escuchar a mi esposa gritar horrorizada, por
desgracia no puedo ocuparme de tranquilizarla.
Mi herida me impide mover con fuerza el brazo izquierdo. Por primera
vez, me asusta no poder defender a mi familia.
Capítulo VII
Lady Beatriz. Camino hacia Inglaterra, 1500
***
***
Ese fue el motivo principal por el que tomé la decisión de huir. No era solo
por mi orgullo herido, era el pánico a acabar como lo hizo mi madre lo que
me impulsó a marcharme como una ladrona en mitad de la noche. Ni siquiera
pensé en los peligros a los que me podría enfrentar. Fui impulsiva y muy
estúpida, pero apenas era una niña, una que había visto y soportado
demasiadas cosas a manos de un padre violento que jamás fue capaz de
demostrar amor.
Aún acostada, escuchando la respiración tranquila de mi pequeña, me hago
la misma pregunta que llevo años repitiéndome a mí misma. ¿Qué hubiera
ocurrido si le hubiera plantado cara a Gabriel? A mi mente siempre acuden
dos opciones; o bien se hubiera reído de mí, incluso golpeado como hacia mi
padre, y me habría dejado muy claro que Lady Diana iba a ser una constante
en su vida; o tal vez, solo tal vez, nos hubiera dado una oportunidad.
Pero muy en el fondo de mi corazón, sé cuál es la respuesta. Diana no
hubiera desaparecido. Incluso ahora, que tengo la palabra de mi esposo de
que esa mujer saldrá de nuestras vidas, es un fantasma constante entre
nosotros. Vivo llena de miedos y dudas, temo no ser capaz de perdonarlo
nunca, de odiarlo o amarlo demasiado, de perderme a mí misma. Me
aterroriza que Rose deba vivir lo que padecí desde que tengo uso de razón.
Pero lo que de verdad me aterra es volver a entregarme a él. Dejar de
nuevo que mi corazón le pertenezca, para descubrir que todo ha sido de
nuevo una farsa; que solamente soy una obligación más para mi esposo. No
podría soportar pasar por lo mismo de nuevo.
Escucho como Gabriel se levanta y comienza a organizar todo, pero aún no
tengo el valor para enfrentarlo, me siento demasiado vulnerable. Ante él
siempre debo mostrarme fuerte y, en estos momentos, recordar la noche que
pasé entre sus brazos me ha dejado los sentimientos a flor de piel.
Intento alejar todos los pensamientos negativos, todos los recuerdos, y
mientras tanto comienzo a vestirme; no puedo esconderme eternamente y
debemos partir. Deseo llegar a nuestro destino lo antes posible, el viaje está
siendo agotador para Rose, a pesar de que es un angelito que no se ha
quejado en ningún momento. Me siento tan orgullosa de ella, es hermosa,
cariñosa y risueña, y sé que también es muy inteligente. Cada vez que me
imagino a mi preciosa hija ya adulta, la imagino fuerte, hermosa, feliz...
Escucho a Gabriel ordenar a alguien que se detenga, frunzo el ceño sin
saber con quién está hablando. No tardo en escuchar el sonido del acero,
¿espadas?
Me asomo aterrada para ver a mi esposo combatiendo con dos hombres de
aspecto sucio; vagabundos, ladrones de caminos.
—¡Gabriel! —No puedo evitar gritar por el miedo que siento en estos
momentos por él, lucha solo ante dos hombres.
Me ordena que vuelva dentro y estoy dispuesta a obedecerle. Rose se ha
despertado llorando ante el alboroto y percibe el miedo en mí, por eso está
tan aterrada.
Gabriel mata a uno de los ladrones, pero el que aún queda con vida le hiere
en el brazo. Eso hace que decida desobedecer las órdenes de mi esposo y baje
de la carreta, no sin antes rogarle a mi pequeña que se mantenga dentro sin
hacer ruido.
Cierro la manta que nos protege del frío, rezando a Dios que sea suficiente
para mantener a mi hija oculta y a salvo. Veo que mi esposo está perdiendo
bastante sangre y ha perdido la movilidad de su brazo izquierdo.
El bastardo va a matar a Gabriel, eso me enfurece y me hace sacar fuerzas
de donde no las tengo para coger un tronco que ha quedado casi intacto, al
lado de la hoguera. Es grueso y pesa, pero no me importa. Me acerco en
silencio a ellos, mi marido al verme me lanza una mirada de pánico e ira al
mismo tiempo, pero no pienso permitir que lo maten.
El ladrón asesta otro golpe a Gabriel haciendo que caiga al suelo. Contengo
un grito de terror, el atacante está tan inmerso en la lucha y en su victoria que
no se da cuenta de que estoy detrás de él. Alzo el tronco sobre mi cabeza y
con un grito desgarrador, le asesto un golpe en la suya. Su espada, alzada
para asestar el golpe mortal a mi marido, queda suspendida en el aire, todo
parece detenerse.
Cuando estoy convencida de que el hombre va a caer desplomado, se gira
con rapidez y me golpea con tal fuerza que me lanza al suelo varios metros
lejos de ellos. Escucho a Gabriel gritar mi nombre, a mi hija llorar sin
consuelo, veo borroso, me cuesta hasta respirar con normalidad.
Al fin consigo normalizar mi visión, para ver cómo mi esposo acaba con la
vida del miserable que ha intentado matarnos para robarnos unas míseras
monedas de oro.
—Beatriz —me llama, mientras llega a mi lado y me levanta del suelo. Me
observa, toca mi cuerpo para ver si tengo huesos rotos, me dejo hacer,
necesita convencerse de que estoy bien.
Dolorida y aterrada, pero bien.
—¿Por qué demonios has hecho eso? —gruñe mientras me zarandea
furioso—. Te ordené que te mantuvieras a salvo junto a Rose.
—¡No podía dejar que te mataran! —exclamo de vuelta, intentando
soltarme de su agarre—. ¡Te he salvado la vida, miserable patán!—grito
enfurecida, ni siquiera es capaz de agradecérmelo.
—¡Podían haberte matado, estúpida! —grita de vuelta. Ya no me zarandea,
pero no me suelta, y comienzo a sentir algo muy diferente al miedo que me
embargaba hace unos instantes. Necesito alejarme de él, de su cuerpo.
—Si lo hubieran hecho, tú serías libre. Solo tendrías una hija de la que
ocuparte y mientras tanto podrías seguir tu vida junto a tu adorada Diana —
espeto con los dientes apretados, haciendo el intento de huir de lo que me
provoca de nuevo—. Eso lo solucionaría todo, ¿verdad, Gabriel?
—Nunca sabes cuándo mantener la boca cerrada, ¿verdad? —sisea,
mirando mis labios con furia y algo más que me hace estremecer.
—Vete al infierno —escupo empujando con mis manos su pecho,
intentando sin éxito liberarme de una vez por todas—. ¡Te odio! —grito
histérica.
—He estado allí más tiempo del que puedo recordar, Beatriz —espeta, y
sin más, sin esperármelo, me besa.
¡Mi esposo me está besando!
Me besa con rabia, muerde mi labio inferior, gimo por el dolor y por algo
más que no sé descifrar. Lucho contra él, no quiero que me toque, este no era
el trato que teníamos.
Cuando comienza a suavizar su ataque no puedo evitar gemir, dejarme
vencer por lo que me provoca, y dejo caer todo mi peso contra su cuerpo, me
sujeta con firmeza contra él.
No sé cuánto tiempo trascurre, pro es el llamado de mi hija lo que me saca
del trance en el que me encuentro.
—¡Mami! —Ambos nos separamos con la respiración entrecortada.
Gabriel me observa como si jamás me hubiera visto, no me detengo a meditar
sobre lo que acaba de ocurrir, me aparto y corro hacia la carreta.
Cojo en brazos a mi pequeña que está aterrorizada. Intento tranquilizarla,
culpándome y culpando a Gabriel por haberme besado, haciendo que olvidara
todo a mi alrededor. Me siento la peor madre del mundo, olvidarme de que
mi propia hija estaba sola y asustada. Lloro de vergüenza e impotencia, me
juré cuando decidí regresar a Londres que mi esposo no obtendría nada de
mí, y a la primera oportunidad, respondo ante él como una ramera.
En este instante le odio, pero me odio más a mí misma.
—¿Rose está bien? —pregunta, asomándose por la apertura.
—Sí —respondo con acritud.
—Debemos continuar el viaje —informa, asiento sin mirarle—. Voy a
lavar mi herida y partimos.
Se marcha, dejándome sola de nuevo con nuestra hija. La pobre se duerme
de nuevo entre mis brazos. El llanto y el terror la han dejado agotada de
nuevo, mejor así. Me siento tentada a ayudar a Gabriel a curar su herida, pero
no creo ser capaz de estar a su lado en estos momentos. Solo quiero
quedarme con Rose, oliendo su aroma de bebé, sintiendo su calor.
La carreta emprende su marcha, continuamos con el viaje.
Capítulo VIII
Lord Gabriel Hamilton. Cerca de Oxfodshire, 1500
¡La he besado!
No he podido contenerme, solo con pensar en lo que le podría haberle
ocurrido por ser tan impulsiva, me recorre un escalofrió por mi espalda.
Podía haber muerto, estaba dispuesta a salvar mi vida aun a riesgo de perder
la suya.
No sé si es consciente de lo que eso significa, puede que ella crea odiarme,
pero no lo hace. Puede que no me ame como hizo antaño, pero no le soy
indiferente, y eso me agrada; no quiero su indiferencia por mucho que me la
haya ganado. Sé que no me merezco nada por su parte, no merezco tener la
hija tan hermosa que tengo, ni la oportunidad de formar la familia que nunca
tuve.
Al tenerla tan cerca de mí no he podido dejar de fijarme en sus labios, y a
pesar de estar furioso con ella por desobedecerme poniendo su vida y la de
Rose en peligro, no he podido evitar que mi cuerpo respondiera al suyo. La
deseo, es mi esposa, la cual nunca llegué a imaginar que me provocara tantos
sentimientos encontrados. Desde que la encontré, y volvió de nuevo a mi
vida, no ha hecho más que sorprenderme, desafiarme, y eso me exaspera y
me encanta a partes iguales.
Puede que mi primer pensamiento haya sido callarla, estaba diciendo
estupideces, nunca he deseado su muerte, ¡jamás! Que no la haya querido no
significa que deseara que muriera. Si en algún momento me engañé pensando
que odiaba a la chiquilla a la que desposé, ahora sé que todo fue una mentira
con la que oculté lo que de verdad sentía. Beatriz me asustó... Por eso hui la
noche de nuestra boda. Una simple virgen, a mi parecer nada agraciada, no si
la comparaba con Diana, me había hecho alcanzar un placer inimaginable.
Aquella lejana noche me emborraché siguiendo el consejo de mi padre, según
él me sería más fácil cumplir con mi tarea de engendrar un heredero, vaya si
lo fue.
No he querido pensar en aquella noche, guardé ese recuerdo en lo más
recóndito de mi mente intentando olvidar lo que Beatriz me hizo sentir, y con
el paso del tiempo llegué a pensar que todo fue fruto del alcohol. Ni siquiera
Diana pudo hacerme desearla aquella noche. Mi esposa está convencida de
que salté de su lecho al de mi amante horas después de haberle arrebatado la
virginidad, y puede que esa fuera mi intención, pero no pude. Aquella noche
toda la sensualidad y experiencia de Diana no pudieron hacer que la
poseyera, no después de haber estado con Beatriz.
Todos estos recuerdos han vuelto a mí como una avalancha, besar de nuevo
a mi mujer ha sido como un golpe de realidad. Esta vez no pienso perderla,
no voy a permitir que vuelva a alejarse de mí. No importa lo que deba hacer,
ni el tiempo que me cueste, pero necesito ganarme de nuevo su amor.
Convencido de eso, limpio mi herida y la cubro después con un trozo de mi
destrozada camisa. Beatriz no me ha ayudado a hacerlo, está furiosa. Me
siento como un patán por haberme olvidado de Rose, y sé que mi esposa debe
sentirse igual o peor. Antes de que acabe el día debo dejarle claro que mi hija
no podría tener mejor madre.
Emprendo de nuevo la marcha sintiendo mi brazo dolorido y agarrotado,
pero me niego a permanecer durante más tiempo aquí, temo que puedan
aparecer nuevos asaltantes y pienso llegar hoy mismo a nuestro destino,
aunque me deje la vida en ello.
Necesito llegar a Oxfordshire, quiero convertir mi mansión de campo en el
hogar de Beatriz, sé que ella ama el campo y odia Londres. Llego a entender
sus motivos, en su juventud la alta sociedad no fue benévola con ella, su
padre es un bastardo despreciable. Por ello deseo que mi esposa llegue a
sentir que Oxfordshire es su refugio, un lugar donde se sienta feliz y pueda
llegar a amar.
Miro hacia el cielo, está nublado y el viento es helado; tengo frío, pero lo
soportaré. Rezo para que no comience a llover, el tiempo hasta ahora ha sido
piadoso con nosotros y, aunque no ha hecho calor, no ha sido nada que no se
pudiera soportar, sobre todo para Beatriz y Rose que están guarecidas dentro
de la carreta.
Pasan las horas, recorremos las millas que nos separan de nuestro destino,
me siento cansado, dolorido y ansioso. Necesito ver de nuevo a mi esposa, su
silencio me está sacando de quicio, hace unas horas la oía reír junto a mi hija
y un dolor me atravesó el pecho. Quiero compartir esos momentos con ellas,
me siento excluido, pero no puedo culparla, es algo que me he ganado a
pulso.
Poco a poco el paisaje se me hace conocido, no falta mucho para llegar a
nuestro destino. Eso hace que pueda respirar con alivio, faltan pocas horas
para que anochezca y no quiero estar aún en el camino cuando eso ocurra.
Llamo en voz alta a mi mujer, ya no soporto más este silencio:
—Beatriz, estamos cerca de nuestro destino —informo con la esperanza de
que se asome, poder verla e intentar descifrar algo de lo que está sintiendo en
estos momentos.
—De acuerdo, estamos preparadas —responde en voz alta, pero sin salir de
la carreta. Ni siquiera quiere verme, eso hace que me enfurezca.
¡Solo fue un maldito beso! Es mi esposa, no es como si la hubiera violado
o arrebatado su virginidad.
«Eso ya lo hice», pienso maldiciendo en voz demasiado alta. Dejaré que
siga con este juego hasta que lleguemos a nuestro hogar, pero desde el
momento en que pongamos un pie en Oxfordshire voy a dejarle muy claro
quién manda. No permitiré que me deje en ridículo delante de los criados y
mucho menos de mis amistades. Ella decidió volver conmigo, puso sus
condiciones y estoy dispuesto a cumplirlas, mas para que esto funcione no
puedo dejar que se comporte como una chiquilla caprichosa. Mi matrimonio
no va a fracasar por segunda vez.
Hago que los caballos corran más, las primeras gotas de lluvia caen cuando
estoy entrando en mis tierras. Frente a mí, a unas cuantas millas, se encuentra
Oxford Manor antigua residencia de los Condes de Oxford, pero mi padre
cambió esa tradición a pesar de los ruegos de mi madre, que adoraba estas
tierras. Ella creció muy cerca de aquí y le dolió muchísimo dejar todo esto
atrás. Yo nací en Londres, así que no llegué a apreciar la hermosura de estos
parajes, ni a comprender la nostalgia que mi adorada madre sentía por su
antiguo hogar.
Ante mí, aparece una construcción de piedra gris con dos torreones, la
capilla donde se casaron mis padres tantos años atrás. Puede que no sea la
mansión más grande que tengo, pero ahora que vuelvo al lugar que tanto
amaba mi madre puedo verlo con otros ojos. Veo la belleza que ella me
relataba cada vez que me contaba cosas de su infancia, cómo creció
observando desde lejos Oxford Manor. Los jardines verdes y bien cuidados y
el pequeño lago que los adorna, hacen de este paraje algo parecido al paraíso.
Desciendo y enseguida un mozo de cuadra se acerca para hacerse cargo de
los caballos. Me dispongo a ayudar a Beatriz, pero me sorprende de nuevo
descendiendo ella sola con mi hija dormida entre sus brazos. La insto a correr
para no empaparnos con la lluvia, pues ahora cae con mucha más fuerza, abro
la gran puerta y entramos al fin al calor del hogar.
Una inmensa escalera nos recibe, a la izquierda un salón donde un buen
fuego nos da la bienvenida como si los criados supieran de antemano que
llegábamos hoy. Veo venir con rapidez a un hombre entrado ya en años,
estoy seguro de que es el mayordomo.
—Mi señor, bienvenido a su hogar —observa a Beatriz y a la niña, sin
saber muy bien qué hacer.
—¿Tu nombre? —pregunto—. Estas son Lady Beatriz Hamilton, mi
esposa, y mi hija Rose —explico para que no haya malos entendidos.
—Me llamo Will, mi señor —responde—. Será un honor servirla, milady.
—Gracias, Will. —Le sonríe con franqueza, y me molesta que todos sean
merecedores de sus sonrisas menos yo. Incluso un simple criado merece más
que mi persona.
—Di a las criadas que preparen la habitación principal y la de Rose, que
será la antigua recámara de los niños —comienzo a dar instrucciones—. Que
preparen agua caliente para un baño y algo ligero para cenar.
—No es necesario tanta molestia, Gabriel, yo puedo preparar las camas...
—Guarda silencio al ver mi gesto, alzo la mano para acallarla.
—Tú eres mi esposa, no una criada, para ello les pago —digo más seco de
lo que me hubiera gustado. Me doy cuenta de que no le ha gustado el tono
con el que le he hablado, y mucho menos cómo me he referido a mis
trabajadores, no suelo ser así, pero la frustración bulle dentro de mí desde
hace días.
Will se marcha igual de rápido que llegó a cumplir con mis órdenes,
presiento que ese hombre y yo nos llevaremos bien. Observo todo a mi
alrededor y mi esposa también lo hace en silencio. Me doy cuenta de que
nada ha cambiado por aquí, aunque hace unos quince años que no había
vuelto a poner un pie en esta casa.
—Es muy hermosa. —Rompe el silencio al fin mi pequeña esposa.
—Mi madre así lo pensaba, su corazón siempre perteneció a estas tierras. Mi
padre, sin embargo, las odiaba —confieso, mientras sigo observando cada
cuadro que adorna la galería—. Mejor acerquémonos al fuego mientras los
criados preparan nuestros aposentos.
—Preferiría dormir con Rose, es un lugar extraño para ella y...
—¡No! —interrumpo sus excusas, no voy a permitir que utilice a la niña
como un escudo entre nosotros—. Ella debe aprender a dormir sola, su cuarto
esta justo al lado del nuestro, no le pasará nada.
—¿Cómo puedes ser tan desalmado? —sisea furiosa—. ¡Es de tu hija de
quien estamos hablando!—exclama, alzando un poco la voz, haciendo que
Rose despierte llorando asustada, intenta calmarla, pero sin mucho éxito.
Cojo a mi hija entre mis brazos a pesar de las protestas de Beatriz, que son
acalladas por la llegada de Will informando que ya todo está preparado;
mientras tomamos un baño, la cena estará lista. Agradeciendo su eficiencia
me llevo a Rose hacia su cuarto, se ha vuelto a dormir y eso me tranquiliza.
A pesar de los años trascurridos recuerdo bien dónde se encuentran las
habitaciones, y entro con paso decidido a la alcoba que va a pertenecer a mi
pequeña desde ahora. No está aún decorada para una niña de su edad, pero
eso es algo que arreglaré muy pronto. La acuesto en la cama y Beatriz, que
me ha seguido como una sombra, desnuda a Rose sin que se inmute,
dejándola solo en una fina camisola. Me adelanto para cubrirla con las
mantas, y dejo la chimenea apenas con un poco de fuego para que le de calor
e ilumine la alcoba y no tenga miedo.
Insto a Beatriz a que me siga, aunque se resiste a dejar sola a su pequeña.
Entiendo el sentimiento de protección, pero nunca permitiría que le ocurriera
nada; si la dejo aquí es porque sé que va a estar a salvo y muy cerca de
nosotros. Mi esposa no cierra la puerta que separa ambas alcobas, y me
parece bien, al menos por ahora. Entiendo que mi hija pueda despertarse y
asustarse por no saber dónde se encuentra y porque su madre no está a su
lado como acostumbra.
Cuando al fin estamos solos, quiero dejar claros varios temas, es algo que
he postergado durante el viaje, pero que no estoy dispuesto a alargarlo más.
—Beatriz, creí que antes de salir de Escocia dejé bien claro que tenía toda la
intención de que nuestro matrimonio fuera real en todos los aspectos —
comienzo a decir, mientras me desprendo de mis ropas mojadas—. ¿A qué
viene entonces utilizar a nuestra hija como excusa?
Me giro con mi torso desnudo y la observo, y cuando lo hago debo
contener la risa, pues mi testaruda mujercita me está comiendo con la mirada.
Creo que ni ella misma es consciente de que lo hace, carraspeo para llamar de
nuevo su atención y lo consigo, su mirada pasa del deseo a la furia en
segundos.
—No utilizo a Rose como excusa, solo exponía un hecho, Gabriel. Durante
sus tres años de vida ha dormido conmigo y tú pretendes que de la noche a la
mañana duerma sola, en una habitación que es desconocida para ella, en un
lugar nuevo —explica cruzándose de brazos—. No sabía que tu sucia lujuria
era más importante que el bienestar de tu hija, esa que dices querer tanto.
Gruño furioso por su asquerosa afirmación, asqueado por saber que le
produce repulsa compartir mi lecho, ¡maldita mujer! Cuando me doy cuenta
estoy frente a ella, asiéndola de los brazos con fuerza, pero sé que no estoy
haciéndole daño, nunca sería capaz de dañarla, no físicamente al menos.
—¿Te parezco repulsivo, esposa? —pregunto ofuscado por su olor, por su
cercanía—. Deberías recordar que no todas las mujeres lo hacen. Juraste que
darías una oportunidad a este matrimonio y lo vas a cumplir.
—¡Suéltame, maldito hipócrita! —ordena furiosa revolviéndose entre mis
brazos—. Le di una oportunidad a nuestro matrimonio el día que nos casamos
sabiendo que no me amabas y que tu corazón le pertenecía a otra. Fuiste tú
quien lo echó todo a perder, Gabriel, no yo. Y te recuerdo que también puse
condiciones, revuélcate con tu ramera de nuevo o con cualquier otra, y te juro
que no volverás a vernos en tu miserable vida.
—No vuelvas a amenazarme en tu vida, Beatriz. Ambos hicimos promesas
y es hora de cumplirlas —asevero, soltándola al fin. Ella se aleja unos
cuantos pasos y me mira furibunda; si las miradas mataran, estaría muerto.
—¿Desea que comience a cumplir con mis obligaciones maritales, mi
señor? —pregunta con fingida dulzura.
Su burla me enciende, me hace ver todo rojo, la cojo en volandas y la llevo
hasta el lecho que se supone debemos compartir. Ella no lucha, es como una
muñeca desmadejada entre mis brazos, pero estoy ciego de furia y lujuria. No
puedo creer que para ella sea repugnante, ninguna mujer desde que entré en la
adolescencia me ha hecho ascos, al contrario, y me mata que la única que no
siente deseo por mí, sea mi propia esposa.
La beso con brusquedad, incluso me hago daño contra sus dientes. Ella,
furiosa, me muerde el labio inferior, pero a pesar del gruñido que escapa de
mí, no dejo de besarla, solo que empiezo a seducirla. Mi lengua encuentra la
suya e iniciamos una danza erótica que hace que Beatriz responda a mis
demandas, siento sus pequeñas manos entre mi cabello, estiran con fuerza y
no estoy muy seguro de si es por placer o por ira, rezo porque sea por lo
primero.
Mis manos viajan hacia sus muslos, alzando la falda raída que ha visto
mejores tiempos, su piel es suave como la seda. Ahora, mi esposa ha dejado
de luchar contra mí y parece disfrutar con mis caricias, lo sé por los suaves
gemidos que escucho salir de sus labios mientras beso su cuello y el valle
entre sus firmes pechos.
Mi entrepierna duele, mi piel quema y solo deseo que nuestros cuerpos se
rocen, sentir las pequeñas manos de Beatriz recorrer mi espalda. Así que, sin
más rodeos, arranco el raído corsé dejando al descubierto una fina camisola
que deja ver los pezones oscuros y erectos de mi esposa. Sus pechos, ahora
más plenos que hace años, me dejan con la boca abierta, sin perder el tiempo
los devoro a través de la tela, que no es impedimento para que mi mujer gima
y se arquee contra mí, rozando su centro contra mi miembro hinchado,
haciendo que no pueda evitar gruñir como un animal en celo.
—Gabriel... —sisea, mientras aún lamo y muerdo uno de sus pezones. Su
voz hace que la neblina de deseo que me ofusca desaparezca poco a poco
dejándome pensar de nuevo. ¿Qué demonios estoy haciendo?
Me aparto de ella como si quemara, he estado a punto de violar a mi propia
esposa. Jamás había actuado de este modo con ninguna mujer, ninguna se
merece este trato por parte de ningún hombre, menos de un esposo. ¿Por qué
he tenido que descontrolarme de esta manera?, ¿por qué con Beatriz?
—¿Qué ocurre? —pregunta trémula, intentando cubrir su semidesnudez,
mirándome… ¿asustada?, ¿avergonzada? No lo sé con exactitud, pero tan
solo el pensamiento de que haya podido atemorizarla me horroriza—.
¿Gabriel? —Vuelve a insistir, niego con la cabeza. ¿Cómo puedo explicarle
que me siento el peor bastardo del mundo?
—No puedo, lo siento, pero no puedo —le digo mirando sus hermosos ojos
que ahora los cubre un velo de dolor—. No debería ser así, no de este modo.
Salgo corriendo con los gritos de mi esposa a mis espaldas. No me siento
capaz de mirarla de nuevo a la cara y ver el dolor en su mirada, el dolor que
le he provocado con mis actos, con mi lujuria desmedida, esa que a ella tanto
parece asquearle.
Quiero que sea mía, pero no de ese modo. Quiero saber que ella se entrega
a mí por propia voluntad, no por cumplir con su palabra o con ninguna
obligación para con la sociedad que impone que la mujer solo sirva como cría
para parir a nuevos herederos. Para mí, Beatriz es mucho más que eso,
merece mucho más de lo que estaba dispuesto a darle hace un momento.
Me siento dolorido, el pulsante deseo de mi entrepierna me molesta
mientras bajo las escaleras y salgo disparado hacia las caballerizas para
buscar mi caballo. Necesito alejarme, calmar mi cuerpo y mi mente, y buscar
una manera de que mi esposa me perdone por lo que he estado a punto de
hacer.
Monto a Trueno y me lanzo a una cabalgada por las colinas que rodean mi
hogar. Es noche cerrada, hace frío y el olor de la lluvia llena mis pulmones.
Con cada milla que pongo de distancia entre Bea y yo voy calmándome,
dejando que el frío enfríe mi cuerpo y mi alma. He vuelto a salir huyendo,
esta vez por razones muy distintas a la primera, pero con los mismos
resultados, yo aterrorizado y mi esposa abandonada.
Creo que pasan un par de horas antes de que me sienta con fuerzas para
regresar. ¿Cómo va a perdonarme esta afrenta? Peor, ¿cómo voy a ser capaz
de pedírselo? Solo quería que nuestro matrimonio al fin fuera lo que siempre
tuvo que haber sido, y ahora tengo que rezar porque Beatriz no salga huyendo
de nuevo.
Detengo el caballo de golpe haciendo que relinche y se alce a dos patas, lo
tranquilizo como puedo y doy la vuelta para volver a Oxford Hall. ¿Cómo he
podido ser tan estúpido? La última vez que dejé sola a mi esposa se marchó,
al volver solo encontré una casa vacía. Hago que Trueno corra más veloz,
necesito llegar lo más pronto posible. Después de lo que parecen horas, al fin
diviso mi hogar, dejo con prisas a mi caballo en su cubículo y me marcho
corriendo. Subo los escalones que separan el gran salón de las habitaciones
de dos en dos, no quiero llamarla a gritos, por si ha tenido a bien quedarse, no
despertar a Rose.
Abro la puerta de nuestra alcoba y suelto el aire que no sabía que estaba
conteniendo, mi esposa está dormida en medio del gran lecho, tapada como
una pequeña crisálida. Me acerco sin hacer ruido y se me parte el corazón al
ver el rastro de lágrimas en su bello rostro, soy el responsable de su llanto y
eso hace que sienta ganas de vomitar. Mi instinto me hace reaccionar y le
acaricio el rostro, lo único que quiero ahora es acostarme a su lado y
abrazarla, pero al sentir mi contacto se aparta. Dejo caer mi mano, aun
dormida rechaza mi cercanía.
Cierro los ojos, contengo el dolor y salgo de nuevo, dejándola dormir
tranquila. Entro en la habitación de Rose que duerme plácidamente, parece
que mi hija va a acostumbrarse a su nuevo hogar antes de lo que pensábamos.
No estoy tan seguro de que su madre lo haga con tanta rapidez, o si llegará a
hacerlo algún día. Tengo esperanzas, pues son lo último que se pierde, he
conseguido que regrese conmigo, que me dé otra oportunidad.
Rezo para que así sea y que las luces del alba me iluminen para poder
arreglar todo el dolor que he causado, y me permitan demostrarle lo hermoso
que puede ser la entrega total de los cuerpos.
Capítulo IX
Lady Beatriz. Oxford Hall, 1500
Se ha marchado...
De nuevo me ha dejado sola, ha salido corriendo como si le asqueara lo
que ha estado a punto de ocurrir entre nosotros. ¿Por qué? Si ha sido él quien
ha comenzado, ha sido Gabriel quien se ha abalanzado sobre mí.
Al principio me he resistido, me parecía un ataque fruto de la furia y de
sentirse rechazado, le he mordido buscando liberarme. Pero cuando ha dejado
de hacerme daño y me ha besado como lo hizo ayer, no he podido evitar
corresponder, mi cuerpo ha tomado el control de la situación buscando
reclamar el de mi esposo. Me he dejado llevar por lo que de nuevo Gabriel ha
sido capaz de hacerme sentir, solo él me ha tocado de un modo tan íntimo y
me ha hecho disfrutar de las caricias que solo marido y mujer deberían gozar.
Y cuando más lo necesitaba, cuando estaba dispuesta a entregarme de nuevo
sin reservas, vuelve a abandonarme.
Un terrible pensamiento llega a mi mente, ¿y si de nuevo ha ido a
refugiarse a los brazos de su amante? ¿Y si no ha podido soportar yacer
conmigo y sentir que traicionaba a su amada Diana?
Lágrimas amargas fluyen de mis párpados cerrados con fuerza, intentando
mantener las imágenes de ese par abrazados, besándose con pasión. Niego
con la cabeza mil veces, como si estuviera perdiendo el juicio, me niego a
pensar en cosas tan horribles. Lady Diana está en Londres, a miles de millas
de distancia, ¿o no? Puede que la tenga cerca de aquí, en alguna pequeña y
modesta casita, para poder ir a visitarla cuando le plazca, cuando necesite
saciar su deseo y yo no sea lo suficiente buena para él.
Sigo llorando como una estúpida, decido meterme en la tina para intentar
borrar las caricias de Gabriel, pues aún puedo sentirlas en mi piel. Froto con
fuerza para quitarme su aroma, para alejarlo de mi pensamiento, mi visión es
borrosa pero no me importa, no hay nadie aquí para que vea mi debilidad.
Salgo con rapidez, pues el agua está bastante fría después del tiempo
trascurrido desde que las criadas la han calentado, y me visto con un camisón
de algodón que más parece de una pordiosera que de una condesa, pero no
me importa mi aspecto en lo más mínimo. Salgo de la alcoba y recorro los
pocos pasos que me separan de Rose, sigue dormida, con tanta paz que siento
envidia, no recuerdo que alguna vez pudiera dormir de ese modo, no desde
que mi madre murió al menos.
Beso por última vez su frente y decido irme a dormir, me siento agotada y
solo quiero abandonarme al sueño para escapar de esta pesadilla. Me tumbo
en el gran lecho y cubro mi cuerpo con las mantas, tiemblo y no sé con
exactitud el porqué; siento frío, pero la chimenea desprende calor, me siento
helada, pero no creo que sea por el clima.
Me duermo llorando. Y al despertar me siento como hace años que no me
sentía. Sola, abandonada y como si no valiera nada. Sé que le prometí a
Duncan y Fiona que sería fuerte, que ocuparía el lugar que me corresponde
como esposa del Conde de Oxford; y estoy fallándoles, a ellos, a Rose y a mí
misma. Ni siquiera he sido capaz de complacer a mi esposo. Miro el lado de
mi lecho que está vacío, siento náuseas, no ha venido a dormir. ¿Dónde ha
pasado la noche?
Aún no es de día por completo, pero los rayos del sol se vislumbran tras las
colinas, me visto con rapidez y me dispongo a ir a por Rose. Me preocupa
tanto silencio por su parte, pero me paralizo en la puerta al ver a Gabriel
calmando a mi pequeña, parece que se ha despertado y no la he escuchado.
¿Tan cansada estaba como para desatender a mi propia hija?
Mi esposo me hace una señal para que guarde silencio y, si no fuera porque
la niña está volviéndose a quedar dormida, le diría muy claro lo que puede
hacer con sus órdenes. Ni siquiera verle prodigando amor a Rose hace que mi
furia hacia él disminuya, al contrario, parece aumentar al ver lo hipócrita que
puede llegar a ser.
Con esfuerzo salgo de la alcoba lo más tranquila posible, intentando
contener todos los insultos que deseo lanzar a la cara del hombre más
mentiroso y rastrero que he conocido. Mi padre nunca le fue fiel a mi madre,
pero al menos fue claro y nunca le dio motivos para que ella pensara que
podría llegar a cambiar por su esposa.
Cierro mis manos con fuerza, aprieto los dientes para callar todo lo que
necesito decir. Fiona siempre decía que se atrapan más moscas con miel que
con vinagre, pero mi temperamento es explosivo, aunque Gabriel aún no
conoce esa faceta de mi carácter. Creo que va siendo hora de que la conozca,
pues parece que no le quedó muy claro que no iba a permitir que volviera a
humillarme. Si las amenazas no le dan miedo, veamos si mis acciones lo
hacen.
Cuando al fin sale de la alcoba sin Rose estoy preparada para enfrentarlo, y
algo debe hacerle ver mis intenciones, pues asiente y me pide que le siga; lo
hago para no despertar a mi hija, y mucho menos asustarla. Me lleva a lo que
supongo es un despacho, grandes ventanales cubiertos por cortinas de seda,
estanterías llenas de libros, un gran escritorio de roble oscuro lleno de
papeles… Sí, es su despacho.
—Mi señor, creí ser muy clara en mis condiciones —comienzo a decir,
aparentando una indiferencia que estoy lejos de sentir. Me mira sin
comprender, sabe disimular muy bien, pero a mí no me engaña—. Ya que
parece que no está dispuesto a dejar a su amante, tal vez, ¿debería buscar
también un amante para mí? —Me doy cuenta de que mi pregunta no le ha
gustado nada de nada, sus ojos se oscurecen y su mandíbula se aprieta hasta
que sus labios se tornan blancos.
—¿Qué has dicho? —sisea acercándose a mí, no me muevo, no pienso
retroceder—. ¿Acaso acabas de insinuar que vas a buscar el placer fuera de
nuestro matrimonio? —insiste en un gruñido.
—¿Por qué no? Vos lo hacéis —respondo, negándome a tutearle.
—¡No he hecho nada! —exclama, alejándose de mí con fiereza—. No sé
de dónde sacas que sigo viendo a Diana, hace meses que no la he visto y juré
que al llegar a Londres me desharía de ella.
—¿Entonces dónde pasaste la noche? —grito, perdiendo el poco control que
me queda. Necesito saber la verdad, saber a qué me enfrento, porque luchar
contra fantasmas que solo existen en mi mente va a acabar por volverme loca.
—¡Aquí! —Me señala un gran diván que no tiene pinta de ser muy
cómodo, aún sigue la manta que ha utilizado para cubrirse, a los pies de este
—. Te hice una promesa. ¡No puedes estar desconfiando de mi
continuamente!
—¡También me hiciste promesas ante Dios el día que nos casamos,
Gabriel! —respondo a los gritos—. ¡No cumpliste ninguna!
—¡Porque fui un estúpido, Beatriz! —espeta con furia. Se pasa la mano
por su cabello desordenado, algo que hace muy seguido cuando se siente
frustrado o nervioso—. Esto no va a salir bien si no puedes dejar el pasado
donde pertenece, no podremos avanzar si no dejas tus miedos atrás. ¿Qué
debo hacer para hacerte entender que esta vez sí quiero intentar que nuestro
matrimonio funcione?
«Por nuestra hija...» pienso abatida. Se empeña en este matrimonio solo
por Rose, no porque me ame.
—¿Cómo dejar el pasado atrás si no eres capaz de tocarme sin salir
corriendo? —pregunto, intentando ocultar el dolor que siento—. No eres
capaz de poseerme, eso que tanto exigías como condición para que dejaras a
tu amante. Pero hasta tú te habrás dado cuenta de que te es imposible serle
infiel, la amas demasiado.
Esas palabras son como veneno en mis labios; veo como Gabriel aparta la
mirada, para mí esa es la confirmación de todas mis sospechas. Unas terribles
ganas de llorar me asaltan, pero me niego a hacerlo frente a él.
Me dispongo a salir de aquí, necesito refugiarme en mi alcoba y lamer mis
heridas en soledad; sospecharlo es una cosa, saberlo es mucho peor. Ni
siquiera me consuela que no acudiese a ella anoche, pues sé que no lo ha
hecho porque está a millas de distancia, no porque no lo desee.
—Detente —ordena con voz firme, mientras me sujeta por el brazo con
fuerza pero sin hacerme daño—. Anoche no me marché porque no te deseara,
Beatriz, todo lo contrario. —Guarda silencio, lo miro y veo tormento en su
semblante, eso me deja estupefacta—. Estuve a punto de forzarte, te traté sin
respeto alguno, a ti, a mi esposa.
La vergüenza que siente es palpable, en su voz, en su rostro, en sus gestos.
Gabriel realmente piensa que estuvo a punto de forzarme a yacer con él. ¿De
verdad no sintió que yo correspondía a sus caricias? ¿A sus besos con pasión?
—¿Qué hice mal, Gabriel? —pregunto en voz queda, me mira sin
comprender, frunciendo el ceño.
—No hiciste nada mal, Beatriz, fui yo el que se comportó como un salvaje,
abalanzándome sobre ti como un loco —espeta con asco.
—No —interrumpo con firmeza—. Algo hice mal si tú no te diste cuenta
de que deseaba lo que estaba ocurriendo al igual que tú. —Sé que mi
confesión me condena, me siento muerta de vergüenza ante él. Pero, aunque
me juré a mí misma hacer de su vida un infierno, no soporto ver el dolor en
su bello rostro. La idea de que esté sufriendo por algo que no es cierto me
parte el corazón.
—Crees que lo deseabas, tengo más experiencia que tú y sé cómo tocar a
una mujer, pero no te merecías ese trato. ¡Las cosas no debían pasar así!
Quería que todo fuera como en nuestra noche de bodas —confiesa, para mí es
como si me hubiera golpeado con un mazo.
—En nuestra noche de bodas, apareciste ebrio para poder cumplir con tu
deber, para después dejarme e irte con tu fulana, así que permíteme decirte
que no quiero que nada de eso se repita —espeto con furia. Ahora me siento
como una idiota por confesar algo tan íntimo para evitar verle sufrir, cuando
él me restriega por la cara su experiencia y alaba nuestra noche de bodas.
—No me refería a eso, Bea... me refiero a lo que vivimos aquella noche. A
pesar de mi estado lo recuerdo todo, sé que te traté bien, sé que ambos
disfrutamos —responde acariciando mi mejilla, cierro los ojos para no
enfrentar la verdad que encierran sus palabras.
—No quiero una noche como la de nuestra boda, Gabriel. No, no me
hiciste daño, fuiste suave y gentil, pero tu corazón no estaba conmigo, eras un
cuerpo solamente, un cascarón vacío. Juntos dimos vida a Rose, pero no
quiero volver a sentirme rechazada, no quiero volver a sentir que no valgo
nada para ti. Si eso es lo único que me puedes dar, te suplico que reconsideres
este matrimonio. Te juro que no voy a apartar a Rose de tu lado nuevamente,
pero no me obligues a vivir el infierno que vivió mi madre y por el cual hui
de ti años atrás.
No me importa estar suplicando, no merezco esto. Al tener que valerme
por mí misma he aprendido que merezco mucho más de lo que Gabriel está
dispuesto a ofrecer. Pensé que me conformaría con las riquezas y lujos que su
posición nos puede dispensar tanto a mi hija como a mí, pero me equivocaba.
—No sé con exactitud qué tipo de infancia tuviste, pero puedo darme
cuenta de la huella que dejó en ti el miserable de tu padre. Puede que en
algún momento de mi vida mis acciones me hayan hecho a tus ojos igual que
él… —Coge mi mano con ternura, siento el picotazo de las lágrimas tras mis
párpados e intento ahuyentarlas—. Pero ahora soy más viejo, no cometo dos
veces el mismo error, es hora de dejar mi antigua vida atrás, esa donde solo
importaba yo mismo. Beatriz, también tengo un pasado que me ha marcado,
no intento excusar mi comportamiento, pero tal vez un día no muy lejano,
ambos podamos sincerarnos y entender muchas cosas el uno del otro.
A pesar de sus dulces palabras no ha disipado mi mayor temor, y es que su
corazón pertenezca a otra mujer, pero tendré que conformarme con saber que
está dispuesto a intentarlo esta vez. No se puede cambiar el pasado, solo vivir
el presente y rezar por un futuro mejor.
—Te creo cuando dices que anoche no estuviste con ninguna mujer. —Veo
como suspira aliviado—. Y necesito que dejes de culparte por algo que no
ocurrió, anoche no estuviste a punto de forzarme, deja de flagelarte al
pensarlo.
—Cuando volví de mi paseo con Trueno entre en nuestra alcoba; estuviste
llorando, ¿por qué sino lo harías? —pregunta intentando comprender,
intentando perdonarse a sí mismo.
—Porque habías vuelto a dejarme. De nuevo, no era suficiente para ti —
susurro avergonzada.
—Dios santo... —exclama conmocionado por mis palabras, por lo que ellas
significan—. Eres más de lo que merezco, Beatriz, y te deseo más que a
cualquier cosa. Me fui para no hacerte daño, no porque no quisiera poseerte.
—Al irte me heriste de igual modo —respondo intentando hacerle
comprender.
—Ahora lo sé —asiente y posa su frente contra la mía—. Lo siento.
Asiento aceptando sus disculpas y cierro los ojos. Siento su aliento tan
cerca de mis labios que el deseo de sentir su roce nuevamente me embarga,
pero temo que, como es costumbre en él, salga huyendo. No podría
soportarlo, así que me encuentro dividida, una parte de mí desea sus besos, y
la otra reza para que nada suceda y no vuelva a alejarse de mí.
Pero parece que Gabriel ha tomado su decisión cuando me besa con
delicadeza, como si temiera que fuera a apartarme. No tengo pensado ir a
ningún lado, respondo a sus caricias, me dejo llevar una vez más por lo que
me provoca este hombre, tantos sentimientos encontrados; odio, amor, deseo,
venganza, furia...
Nos detenemos por falta de aire, y por los golpes que suenan en la puerta
cerrada.
—Mi señor, el desayuno ya está listo y Lady Rose ha despertado y
pregunta por Lady Beatriz. —La voz amortiguada de Will nos devuelve a la
realidad.
—Y pensar que me caía bien Will... —susurra más para sí mismo,
haciéndome reír por primera vez. Él me mira y sonríe también—. Me gusta
verte reír, nunca lo había hecho.
—No tuve ocasión en el poco tiempo que compartimos juntos —respondo
con tristeza, el momento de las risas ha pasado con solo mencionar el pasado
—. Voy a por Rose, nos vemos ahora en la mesa para desayunar.
Asiente no muy convencido, pero no le doy tiempo para que me detenga.
Salgo con rapidez y subo las escaleras para dirigirme hacia la alcoba de mi
pequeña, a la cual encuentro en compañía de una criada joven, diría que más
joven que yo. Pero al verme, mi hija se lanza a mis brazos sonriente; feliz, la
aprieto contra mí con fuerza.
—Buenos días, mi tesoro. —Beso su mejilla regordeta—. Vamos a
desayunar.
Asiente y esconde su carita entre mi cuello y hombro mientras bajamos
hacia el salón donde imagino que tomaremos el desayuno. Al menos, cuando
vivía en la casa de mi padre, mi madrastra siempre insistía en que todas las
comidas se hicieran en el salón, una de sus muchas manías y al parecer una
que Gabriel comparte, pues nos espera en la mesa.
Al vernos se levanta y sonríe con amor a Rose quien al verlo ríe feliz
moviendo sus manitas regordetas para llamar su atención, y mi esposo parece
disfrutar de ello. Se acerca y la coge entre sus brazos, me siento donde me
indica, a su lado, y Rose encima de sus piernas.
—Parece que se ha levantado contenta —comenta feliz—. ¿Lo ves? Te dije
que ella estaría bien. Los niños sienten dónde van a estar a salvo, y ella sabe
que a nuestro lado jamás le ocurrirá nada malo.
Asiento de mala gana, no me gusta que tenga razón respecto a Rose. Para
mí está siendo también un cambio difícil tener que compartirla con él y ver
como mi hija, desde la llegada de su padre a su vida, está haciéndose más
independiente; su mundo ya no se reduce solo a mí.
Desayunamos en silencio, bueno, la única que habla a su manera e intenta
ser el centro de atención es nuestra hija, y ambos se lo permitimos. En este
instante parecemos una familia feliz, al menos así me siento, y el brillo en los
ojos de mi esposo así me lo indican. Esta es la estampa familiar con la que
siempre soñé y que nunca llegué a disfrutar, tal vez ahora sí sea posible, tal
vez ha llegado nuestro momento.
Al terminar, Gabriel se ofrece a enseñarnos tanto la mansión como los
alrededores. Decidimos comenzar por la casa, para luego disfrutar del paisaje
y del calor del sol, gracias a Dios ha dejado de llover. Una a una recorremos
las habitaciones, cocina, un pequeño salón privado que según me explica será
para mi uso exclusivo, la biblioteca, su despacho, que tan bien conozco, y un
gran salón de baile donde se hacían antiguamente las fiestas; ya puedo
imaginarme los magníficos bailes que se podrían organizar aquí.
—Sé lo que estás pensando, querida esposa —dice con picardía—, y sí,
muy pronto tendrás que organizar un gran baile, todos deben venir a conocer
a mi preciosa Rose.
—Será un placer gastar tu dinero, milord —replico igual de pícara, lo que
hace que Gabriel ría y yo no puedo evitar imitarlo.
Por último, visitamos la gran terraza que da a un enorme y bello jardín,
cuidado con auténtico mimo. Todo es verde hasta donde me alcanza la vista y
en el centro está el lago, con sus aguas cristalinas. Bajamos las escaleras que
nos separan de este pequeño paraíso privado y nos adentramos en él.
Rose corre delante de nosotros maravillada, observa todo a su alrededor,
las flores, las mariposas, verla así de feliz es mi recompensa, esto es lo que
quería para ella. No es que en Escocia no fuera feliz, porque lo era, es donde
nació, donde ha pasado sus primeros años de vida, ama a Duncan y Fiona,
para ella son sus abuelos y nunca diré lo contrario.
—Es una niña feliz —dice Gabriel, sacándome de mis ensoñaciones—.
Gracias.
Lo miro sin comprender porque me está agradeciendo.
—Gracias por haberle dado la vida, por criarla tú sola, por hacer de ella
una niña feliz, por darme este regalo que no merezco, por volver a mi vida —
enumera cada una de las razones, haciendo que mi corazón se aceleré cada
vez más.
—Hice lo que me dictaba el corazón, Gabriel. Puede que nuestro
matrimonio no funcionase, puede que no lo haga nunca, pero entre los dos le
dimos vida a Rose, solo por eso estoy agradecida. Ahora nunca más estaré
sola, alguien me querrá incondicionalmente, así que soy yo la que debe
agradecerte.
—Nunca más volveremos a estar solos. —Coge mi mano y observo cómo
la suya, más grande y morena que la mía, acaricia con suavidad el interior de
mi muñeca—. Pocos saben que también he sentido esa soledad de la que
hablas; cuando mi madre murió sin poder despedirme de ella, algo
desapareció en mí. Tú y yo tenemos más cosas en común de lo que crees,
Beatriz.
Me sorprende que abra su corazón de esa manera ante mí. Sabía que su
madre murió cuando él era un adolescente, pero no que estuviera tan unido a
ella como para que su muerte le marcara de tal modo. No llegué a conocerla,
aunque todos dicen que fue una mujer hermosa y elegante y que su hijo se
parece mucho a ella. Me gusta que Gabriel me cuente cosas de su pasado,
quiero conocer todo de él, sus miedos, sus tristezas, sus alegrías… Quiero ser
su esposa, su amiga, su amante, su confidente.
Puede que este viaje y este regreso al hogar del que me marché, no se trate
de venganza sino de redención, de esperanza. Por más que duela, el pasado es
el que es, y el futuro es un lienzo en blanco preparado para que nosotros
guiemos los pinceles y demos color a nuestras vidas. Solo nosotros podemos
decidir si serán oscuros, con días de tristeza y melancolía por lo vivido y que
no se pueden cambiar; o por el contrario tendrá colores claros, llenos de luz y
alegría.
Ambos guardamos silencio y disfrutamos de ver a nuestra hija jugar,
observando cómo conoce palmo a palmo su nuevo hogar. Será mejor que
disfrutemos de estos momentos, pues tengo el presentimiento de que no todo
será un cuento de hadas, aún tengo enemigos a los que enfrentarme antes de
que pueda disfrutar de la vida en paz y armonía. Tengo varios fantasmas a los
que enterrar y no creo que pueda avanzar hasta que no lo haya hecho, pero
para eso aún queda tiempo. Mientras tanto disfrutaré de todo lo que me rodea,
ya habrá tiempo para la lucha.
Capítulo X
Lord Gabriel Hamilton. Oxford Hall, 1500
Subo por su cuello hasta sus labios que me aceptan ansiosos y responden a
mis demandas, la alzo contra mi cuerpo y al hacerlo, gimo por el placer que
me provoca el roce en mi dolorido miembro. Beatriz se aferra a mi cabello y,
sin querer alargar más este tormento, camino con ella en brazos hasta el
lecho, donde con sumo cuidado, la tiendo para acomodarme sobre ella sin
aplastarla con mi peso.
Seguimos besándonos, es como una lucha de poder, ninguno quiere dejarse
dominar por el otro, pero claramente yo tengo las de ganar. Antes de que
despunte el alba mi esposa estará gimiendo mi nombre, entregándose en
cuerpo y alma, y a la vez también estaré haciéndolo yo. Solo espero que ella
sea capaz de verlo, de sentirlo.
Quiero darle todo lo que no le di en nuestra primera vez, y en esta ocasión
despertaré a su lado, no saldré corriendo como el cobarde que fui en el
pasado. Porque este es nuestro presente y la base para nuestro futuro. Beatriz
es mi futuro, siempre debió serlo.
Capítulo XI
Lady Beatriz. Oxford Hall, 1500
«Siento no ser tan experimentada como las mujeres con las que
acostumbra a compartir cama» Estoy tan furioso que necesito salir de esta
habitación antes de que diga o haga algo de lo que me pueda arrepentir. Sabía
al traer de vuelta a Beatriz que no iba a ser fácil ganarme su confianza, pero
jamás llegué a imaginar que unas simples palabras dichas con tanta saña
pudieran doler tanto.
Después de lo ocurrido anoche me siento extraño, fue la mejor noche de mi
vida, incluso mucho mejor que la primera vez que estuvimos juntos, y ella
una vez más lo echa todo a perder por no ser capaz de dejar el pasado donde
pertenece. Intento calmarme, hago mi mayor esfuerzo por comprenderla. No
le he dado motivos para que desconfíe de mí desde que nos hemos vuelto a
reencontrar, pero el peso del desastroso matrimonio de sus padres y nuestros
terribles inicios, han dejado en ella una huella difícil de borrar.
Respiro hondo, cuento mentalmente hasta diez y me dirijo hacia la alcoba
de Rose. Encuentro a una de las criadas ya ayudándola a vestirse, es increíble
cómo ha sabido adaptarse a su nueva vida, parece mentira que sea su madre
la que más esté luchando contra todo esto.
Mi pequeña, al darse cuenta de mi presencia, comienza a emitir sonidos de
alegría y a llamarme, ansiosa; no se calma hasta que no la alzo en brazos, y
solo lo hago cuando la criada me confirma que ya está lista. Me encanta
sentir su pequeño cuerpo contra el mío, su olor a bebé, su inocencia.
Sin pensar mucho en mis acciones, me encamino con ella hacia el salón
donde no tardará en servirse el desayuno, al ver que los sirvientes están
trabajando en ello, decido salir a la terraza para que Rose vea el hermoso
jardín bañado por los primeros rayos de Sol. Parece encantada ante el
espectáculo que nos ofrece este maravilloso paisaje, cada vez comprendo
mejor por qué mi madre nunca quiso marcharse de este lugar. El rocío de la
noche aún baña la hierba, hace un poco de frío, pero no pretendo estar mucho
tiempo aquí fuera, no quiero que mi pequeña enferme; y con toda seguridad
Beatriz me culparía de ello con sobrados motivos.
Rose acaricia mi rostro con su pequeña manita, me mira sonriente, y no
puedo evitar imitarla. La alzo sobre mi cabeza haciéndola volar y ella ríe a
carcajadas, cuando me detengo, ella pide más y más. No es hasta que mi
pequeña traviesa grita “mamá” que me doy cuenta de que Beatriz está
observándonos. No parece enfadada, más bien avergonzada, solo con su
presencia ha hecho que vuelva la ira que mi hija había conseguido que
olvidará por unos instantes.
Mi esposa intenta ocultar sus sentimientos, pero no se le da muy bien, pues
soy consciente de que vuelve a sentirse incomoda con mi presencia, con la
estrecha relación que he conseguido en tan poco tiempo con nuestra hija.
Rose, ajena a todo, se lanza ansiosa a los brazos de su madre, contándole
en su propio idioma qué estábamos haciendo antes de que nos interrumpiera.
Sé que me estoy comportando como un niño, pero no puedo evitarlo, no soy
capaz de olvidar lo que ocurrió anoche con Beatriz, lo que sentí, y ella lo tira
todo por la borda. Hubiera querido volver a hacerle el amor a mi esposa,
comenzar el día acariciando su cuerpo, impregnarme de su aroma, y todo se
ha ido al infierno.
Intento controlarme, saludo con cortesía y frialdad y ella me responde del
mismo modo. Creo que ya está todo solucionado y podremos desayunar en
aparente tranquilidad, cuando Rose vuelve a sorprenderme, reclamando
nuestra atención con una simple palabra.
Miro incrédulo a mi esposa cuando me explica que nuestra hija quiere que
nos saludemos con un beso. Miles de imágenes de Beatriz besando a otro
hombre llegan a mi mente, nublándome la razón, y no puedo contener un
estúpido comentario; que nada más sale de mi boca sé que ha sido de muy
mal gusto.
—Por supuesto que no —responde—. Siempre le he dado los buenos días
con un beso, y siempre veía como Fiona besaba a Duncan cada mañana.
Su explicación es lógica y me hace sentir un completo imbécil. Así que no
añado nada más rezando para que Rose se olvide de su absurda petición.
Hace unas horas no me hubiera importado besarla, pero aún persiste en mí el
enfado.
—No va a parar, ¿cierto? —pregunto con una voz más ronca de lo normal,
siento mi garganta como serrín. Beatriz niega como respuesta y cierro los
ojos intentando sacar valor, pues sé que en el momento en que mis labios
rocen los de mi esposa, todo mi enfado se irá al infierno—. Hagámoslo
entonces.
Observo como Bea deja con cuidado a nuestra hija en el suelo. La pequeña
nos mira con una felicidad en su bello rostro por la cual merece la pena todo
lo que estamos dispuestos a hacer por ella. Me acerco poco a poco, noto todo
el peso del cansancio acumulado, me siento derrotado en estos momentos, mi
cuerpo en tensión, expectante por lo que está próximo a ocurrir.
Pretendía que fuera un simple roce, pero todas mis intenciones se van al
diablo cuando mis labios rozan los de mi esposa, tan llenos y dulces, y pierdo
el control cuando veo como Beatriz cierra los ojos, se acerca más a mi cuerpo
y se deja llevar. Gimo por el placer que me provoca su rendición, saber que, a
pesar de su desconfianza y su supuesto odio hacia mí, su cuerpo responde al
mío como si fueran uno solo.
Tengo que recurrir a toda mi fuerza de voluntad para interrumpir el beso y
alejarme, cuando mi cuerpo lo que desea es tomar el control y que me lleve
lejos a mi mujer para volver a disfrutar del placer que ambos compartimos
anoche.
Cuando miro de nuevo a Beatriz parece tan afectada como yo, solo que no
es capaz de disimularlo. Me encierro otra vez en mi coraza de hielo, esa que
tan bien he sabido construir a lo largo de los años, la que impide que me deje
vencer por lo que me daña. Siempre me he ocultado tras la fachada de la
indiferencia y es difícil romper con las antiguas costumbres.
Soy el primero en encaminarme hasta el salón cuando me informan de que
el desayuno ya está listo. Necesito alejarme de Beatriz, ahora mismo estar en
la misma habitación que ella me está volviendo loco. De reojo la observo
mientras espero a que tome asiento, las buenas costumbres y la
caballerosidad no deben perderse por ningún motivo.
Cuando ambas están sentadas, lo hago yo y doy la orden para que
comiencen a servirnos. Mi esposa, tan callada como siempre, escucha atenta
el parloteo de Rose, hasta que la atención de la pequeña pasa a mí y me
pregunta si podemos salir a cabalgar. A pesar de que tengo mucho trabajo
atrasado no puedo negarme, me niego a no disfrutar de mi hija ahora que la
tengo en mi vida, demasiados momentos me he perdido ya.
—¿Vendrás con nosotros, mami? —La dulce voz de mi hija, me hace
cerrar los ojos por unos instantes. Rezo para que la respuesta de mi esposa
sea negativa, necesito pensar, y con ella cerca mi juicio se nubla y siempre
acabo cometiendo errores.
El silencio me pone de los nervios, rezo una y otra vez para que se invente
cualquier excusa que convenza a mi hija de que su madre no puede
acompañarnos hoy a cabalgar. Me parece una eternidad lo que tarda en
contestar, por eso no puedo evitar hablar.
—Tu hija te ha hecho una pregunta, Beatriz —espeto haciéndola
reaccionar al fin.
—Claro, querida —sonríe—. Me encantaría acompañaros a ti y a papá.
Sus palabras son como un puñetazo en el pecho, no es que no desee su
compañía, es que temo demasiado mis reacciones.
—Muy bien. —Me levanto con rapidez, necesito terminar el trabajo
atrasado, pero necesito más aún alejarme de Beatriz—. Nos honras con tu
presencia, querida esposa —digo con ironía, no puedo evitar seguir
representando mi papel—. Id preparándoos para el paseo, en una hora me
reuniré con vosotras en los establos. Abrigaos, hoy el día es muy frío —les
ordeno mientras me marcho.
Al llegar a mi despacho cierro la puerta, me dirijo hacia la pequeña mesa
donde están los licores y me sirvo un vaso, lo necesito. Desde hace mucho
tiempo no sentía esta necesidad apremiante de beber, pero necesito calmar
mis nervios y no dejar que mi matrimonio, que es un caos en estos
momentos, me desequilibre emocionalmente.
Solo me ha ocurrido una vez en mi vida y fue cuando mi madre murió y mi
padre creyó que no era importante avisarme; ni siquiera pude ir a su entierro.
Esa etapa de mi vida fue una locura que no quiero volver a repetir. La única
persona que pudo en realidad ayudarme a salir del pozo en el que había caído
fue Diana, ni siquiera Eric pudo hacerlo. Aunque nunca se dio por vencido
conmigo, nunca me abandonó a pesar de que por aquel entonces me comporté
como un estúpido en innumerables ocasiones.
Con el segundo vaso vacío entre mis manos me siento más tranquilo y me
dispongo a trabajar respondiendo cartas y mirando las cuentas. Intento ir lo
más rápido que puedo, pero veo que no todo va tan bien como debería, el año
pasado tuvimos mala cosecha y el frío de este año no está ayudando mucho.
Redacto una carta para enviarla a Londres de inmediato, necesito dinero para
pagar varias cosas y reparar otras, me aseguraré de que a esta casa nunca le
falté de nada.
Cuando me doy cuenta ha trascurrido más de una hora. Me levanto con
rapidez y siento la espalda y los músculos del cuello agarrotados, pero no
presto atención a molestias tan insignificantes. Enseguida una de las criadas
me informa de que tanto mi esposa como mi hija ya están en el establo
esperándome.
En el poco tiempo que conozco a Rose he podido darme cuenta de que es
una niña tranquila, pero impaciente cuando se trata de algo que desea, así que
con seguridad está volviendo loca a Beatriz. Me apresuro a llegar a mi
destino y ya puedo escuchar el incesante parloteo que caracteriza a mi hija,
doy a conocer mi presencia y sin demorarme más, ayudo a Bea a montar,
coloco a Rose sobre mi caballo y subo detrás de ella.
Comenzamos nuestro paseo en silencio, decido salir de los terrenos de la
mansión y llevarlas por los alrededores, los cuales también me pertenecen.
Les explico a mi esposa e hija que todo lo que podemos contemplar ha
pertenecido a mi familia por generaciones. Aunque mi padre estuvo a punto
de venderlo, era lo suficiente mayor e inteligente para aquel entonces y me
opuse en rotundo.
Creo que fue la primera vez en mi vida que luché realmente por algo, pero
no podía permitir que se deshiciera del único lugar que mi madre amaba, en
el que aún me parecía ser capaz de escucharla, podía incluso sentir su
presencia más cerca de mí que nunca.
Desde aquel momento mi padre se dio cuenta de que había dejado de ser
un títere en sus manos, que ya no era aquel muchacho que callaba, que
respetaba y aprobaba todo lo que él hacía. La muerte de mi madre fue el
punto de quiebre entre mi progenitor y yo, nada volvió a ser igual, la relación
casi inexistente y carente de amor y cariño, dio paso a una de frialdad y
desapego por mi parte.
Me avergüenza admitir que no tengo ningún tipo de sentimiento puro por
mi padre, todo el amor fue para la mujer que me dio la vida, aquella que tanto
temía que me convirtiera en un ser tan frío y déspota como su marido.
Y me temo que durante un tiempo fui digno hijo de Andrew Hamilton, por
ello me encuentro intentando recuperar a mi familia. Inmerso en un triángulo
amoroso al que no estoy muy seguro de cómo darle fin, pues conozco muy
bien a Diana; ella no va a dejar que la haga a un lado con tanta facilidad.
Intento dejar esa preocupación al margen, igual que la sensación de que todo
puede irse al garete sin que pueda evitarlo.
Es Rose quien, como siempre, con su particular modo de hablar, pues
apenas es casi un bebé, me saca de mis cavilaciones, de mis malos recuerdos
y de los presentimientos que se apoderan de mí sin poder evitarlo.
—Rose lleva rato intentando captar tu atención —explica mi esposa con
algo de reproche en su voz.
La miro y me contengo para no contestarle de malas maneras. Me
concentro en mi hija, no entiendo por qué no puedo olvidar las palabras de
Beatriz, después de todo me merezco eso y mucho más.
Desde ese mismo instante me centro en Rose, ella hace que este paseo no
sea del todo incómodo, pues su alegría hace que tanto su madre como yo
olvidemos por un tiempo nuestras diferencias y el oscuro pasado que nos ha
llevado a encontrarnos en esta encrucijada. Intento disimular y sé que mi
esposa también lo hace, aunque yo soy mejor actor que ella. Llevo años
mintiendo a todos, incluso a mí mismo, no es de extrañar que sea capaz de
seguir esta charada sin mucha complicación.
Después de casi dos horas nos damos cuenta de que nuestra pequeña
muestra síntomas de cansancio; casi se le cierran los ojos, pero lucha contra
ello, tan entusiasmada por todo lo que le rodea. Decido que ya es hora de
regresar, el camino de vuelta lo hacemos con más rapidez y al llegar a nuestro
destino, me despido de Rose y dejo que uno de los mozos guarde mi caballo.
Ni siquiera vuelvo a dirigirle la palabra a mi mujer, me marcho sin mirar
atrás para volver a encerrarme en mi despacho.
Sé que estoy actuando de un modo ridículo, pero no puedo evitarlo, no
quiero que Beatriz se pase los próximos veinte o treinta años echándome en
cara mi turbio pasado, es algo que no puedo cambiar, es más, ¡no quiero
hacerlo! Solo cambiaría mi modo de actuar con ella, no volvería a herir su
orgullo. En aquel entonces lo hice a sabiendas de que podría dañarla y tan
egoísta y miserable era que no me importaba lo más mínimo.
La puerta abriéndose de golpe hace que me voltee con rapidez sin soltar el
vaso lleno de whisky que estaba a punto de beber. Me sorprendo al encontrar
a una Beatriz roja por la ira, su respiración rápida, sus pupilas dilatadas, su
cuerpo temblando y sus puños apretados me dejan saber que está a punto de
estallar, está conteniéndose y no sé cuánto más va a aguantar.
Suspiro y me preparo mentalmente para la batalla que voy a librar.
—Cierra la puerta. —Me doy cuenta demasiado tarde de que mi petición
ha sonado más como una orden. Creo que puedo oír desde aquí cómo los
dientes de mi esposa chirrían, pero me obedece. Cierra de un portazo que
hace que hasta los cristales tiemblen.
—¿Hasta cuándo vais a castigarme con vuestra indiferencia, milord? —
pregunta con un tono de voz tan gélido que me sorprende.
—No digas tonterías —replico intentando hacerla estallar, quiero ver el
fuego que sé que se esconde en su interior.
—¿Soy yo la que dice tonterías? —exclama, acercándose peligrosamente a
mí—. Eres tú el que te has comportado como un patán. Gracias a Dios Rose
no se ha dado cuenta de nada. ¿Así es como quieres que sea nuestra vida,
Gabriel? Creo que fui muy clara, y estoy cansada de recordártelo, no quiero
vivir el calvario que vivió mi madre.
—¡Deja de compararme con el bastardo de tu padre! —Alzo la voz porque
es mi mayor temor, ser como nuestros progenitores.
—¡Pues deja de comportarte como tal! —responde en voz aún más alta.
Eso es lo que me hace reaccionar, hago desaparecer el poco espacio que nos
separa, la cojo por su larga trenza para acercar su rostro al mío. A pesar de la
rabia que siento, me contengo para no dañarla.
—No grites —susurro—. ¿Quieres que Rose nos escuche?
Eso hace que guarde silencio y se quede inmóvil, pero si las miradas
mataran ya estaría bajo tierra. No puedo evitar sonreír a pesar de la furia, ver
a mi pequeña mujercita enfurecida es un regalo para la vista. Harto de
revolcarme en mi miseria, decido que todo debe quedar en el pasado. ¡Todo!
¿Y qué mejor forma de dejar todo olvidado que un beso?
Sin esperar su aprobación dejo que mis labios saboreen los suyos. Al
principio se resiste, incluso intenta morderme, pero, conteniendo mis ganas
de reír a carcajadas por la fiera con la que me casé, la contengo lo suficiente
como para que el deseo que se prende siempre entre nosotros haga su
aparición. Cuando deja de luchar contra mí, todo deja de existir, me siento
como la noche anterior. Mi cuerpo cobra vida propia, parece que nunca tiene
suficiente de Beatriz, nunca está lo bastante cerca.
Sin soltar su cabello, con mi otro brazo rodeo su cintura para alzarla contra
mí. Ya no lucha, es más, gustosa, pasa sus delgados brazos por mi cuello y
empieza a meter sus finos dedos por mi pelo. De vez en cuando el placer la
ciega, incluso siento unos pequeños tirones que no me son molestos en
absoluto.
Sé que ambos hemos perdido el control de la situación, que la furia que
sentimos se ha trasformado en deseo y que debería ser yo quien detuviera esta
locura. No es que me importe hacerle el amor a mi esposa en pleno día, pero
estamos en el despacho, donde cualquiera puede venir a interrumpirnos y no
quiero eso. No quiero que nada empañe la pasión que sentimos en estos
momentos, pues sé que, si eso ocurriera, Beatriz se encerraría en sí misma y
no volvería a dejarme entrar. Es ahora o nunca.
Decido seguir adelante y rezo para que mi esposa quede satisfecha y no
utilice lo que está a punto de ocurrir en mi contra. Con ella aún entre mis
brazos la llevo hasta el diván que ocupa una de las esquinas más alejadas de
la estancia. La dejo con suavidad sobre él, y cuando comienzo apartarme, mi
apasionada mujercita gime en protesta, le indico que guarde silencio y corro
hasta la puerta para cerrarla con llave.
Me doy cuenta en ese instante de que Beatriz está dispuesta a huir, pero
con rápidos pasos llego de nuevo a su lado y actúo como mejor sé hacerlo;
vuelvo a besarla mientras comienzo a recorrer su cuerpo. Gracias a Dios las
ropas que encargué para ella aún no han llegado, así que su corsé es
demasiado fino y me permite sentir sus curvas, me permite poder acariciar
sus pechos y darme cuenta con gran placer de que sus pezones están duros,
deseando ser acariciados con mi lengua y así lo hago.
Sin dejar de besarla y de susurrarle lo mucho que la deseo y lo hermosa
que es, desabrocho uno a uno los botones que recorren su espalda, mientras
mi esposa me hace detenerme un instante para quitarme la chaqueta de
montar y luego la camisa. Cuando al fin nuestras pieles se rozan ambos
gemimos, me gustaría poder disfrutar de ella con más calma, pero no estamos
en el lugar más adecuado. Así que, aunque quisiera desvestirla por completo
para poder gozar de cada centímetro de su piel, alzo su falda hasta su cintura
y desgarro sus raídos calzones.
Sin perder tiempo bajo mis pantalones y me guío hasta su centro que me
llama con su húmedo calor, gimo como si fuera un hombre muriendo, y lo
estoy, de puro placer...
—Gabriel... —gime mi esposa mientras sus uñas se clavan en mi espalda,
haciéndome penetrar en ella con más fuerza y rapidez.
Todo acaba demasiado deprisa para mi gusto, que me pasaría horas y horas
adorando a mi mujer, pero no por ello es menos satisfactorio. Ambos
alcanzamos el éxtasis, dejando nuestros cuerpos sudorosos y agotados.
Aunque quisiera estar de este modo para siempre, pues es el único momento
en el que me siento cerca de mi esposa, y no solo físicamente, es hora de
regresar a la realidad, y espero que esta sea mejor de lo que lo era hace un par
de horas.
Me separo de Beatriz y puedo apreciar un suave rubor en su rostro que no
sé si es por el calor del momento de pasión compartido o porque la vergüenza
ya ha hecho acto de presencia en ella. No sé muy bien qué decir, así que me
apresuro a recomponer mi apariencia y a ayudarla a hacer lo mismo. El
silencio me está volviendo loco, y que ni siquiera alce los ojos para mirarme
a la cara me hace temer lo peor, al menos no ha salido corriendo.
—Dime que no estás arrepentida de esto, Beatriz —le pido, intentando que
no suene como el ruego que es en realidad.
Tarda lo que me parecen siglos en alzar su rostro y mirarme con esos ojos
tan hermosos que tiene.
—No me arrepiento de lo que ha sucedido, Gabriel, pero sí de lo que nos
ha llevado hasta este punto —responde serena, y libero el aire que no sabía
estaba conteniendo—. ¿Por qué no somos capaces de dejar atrás el pasado?
—Yo sí soy capaz de hacerlo, esposa. Tal vez para mí es más sencillo
porque soy quien ha cometido los errores. Pero me es fácil hacerlo porque
quiero tener un futuro contigo, no quiero estar mirando hacia atrás. —No sé
qué más decir para convencerla realmente de que he cambiado, de que voy a
continuar cambiando todo lo que pueda seguir dañándola.
Asiente, se gira dándome la espalda y se dirige al gran ventanal desde
donde se puede contemplar el inmenso jardín que rodea esta propiedad. Me
doy cuenta de que los botones de su vestido siguen desabrochados y me
acerco despacio, no quiero que se aparte de mi contacto, no después de lo que
hemos vivido. Si volviera a hacer lo mismo que esta mañana creo que ya no
tendría fuerzas para seguir luchando por ella, no si en su corazón no hay ni
una mínima parte que aún me pertenezca.
—Es hora de que también ponga todo de mi parte para lograrlo, Gabriel —
susurra mientras abrocho sus ropas—. Ha llegado el momento de luchar
juntos contra todo aquello que una vez consiguió separarnos.
Aunque no me mira cuando dice esas palabras las siento sinceras, y ruego a
Dios que seamos capaces de lograrlo, por Rose…
Pero sobre todo por nosotros.
Capítulo XIII
Lady Beatriz. Oxford hall, Inglaterra. 1500
Han pasado dos meses desde aquella maravillosa noche en la que fui capaz
de abrir mi corazón a mi esposa, en la que me liberé de muchas de las
cadenas que desde mi adolescencia me apresaban y dejé atrás el temor a
necesitar de nuevo tanto a alguien. Aunque el terror a que Rose o Beatriz
sufran algún daño que las separe de mí para siempre es algo que siempre me
va a atormentar; pues no puedo controlar el destino que estoy convencido
cada uno tiene escrito desde el momento de su nacimiento.
Dejando de lado todos mis temores y traumas, los días que he compartido
con mi familia han sido maravillosos; días de picnic, tardes de montar a
caballo, lectura al calor de la chimenea. Incluso los días lluviosos han sido
dignos para recordar, pues me han hecho retroceder a mi infancia, cuando mi
madre vivía y daba vida a esta casa. Ahora, es Beatriz quien ha traído de
nuevo la luz, la alegría, la felicidad; y mi pequeña Rose, ella es la inocencia y
el amor en estado puro.
Esa pequeña personita me ama por encima de todas las cosas, el pequeño
ser que creamos Bea y yo en nuestra primera noche juntos es lo más hermoso
que he contemplado jamás, y lo único bueno que he hecho en la vida, algo de
lo que sentirme realmente orgulloso.
En los momentos en los que Rose duerme, descansa o simplemente está
con su nana, puedo disfrutar de mi mujer. No solo en el lecho, que lo hago, y
mucho, sino que he conseguido conocer mucho de ella en estos meses. Le
encanta tocar el piano y podría pasarme horas viéndola, le encanta galopar y
que el viento despeine su cabello, le encantan las puestas de sol, sobre todo
cuando la luz del ocaso baña el lago.
Me asombra la devoción que siente por nuestra hija, verlas juntas es una
experiencia extraordinaria, si Beatriz es especial como esposa, como madre
es la mejor; no podría haber pedido una mejor para mis hijos. Porque tengo
claro que quiero muchos más, más niños felices que llenen de risas y juegos
Oxford Hall.
Estoy convencido de que mi madre estaría feliz de ver cómo mi esposa ha
vuelto a trasformar esta fría mansión abandonada en el hogar que ella tanto
amaba, y yo ahora soy más feliz de lo que lo he sido en años. Durante mucho
tiempo pensé que sabía lo que era la felicidad, pero me equivocaba.
Era un estúpido jugando a pensar que lo sabía todo de la vida, que podía
controlar sentimientos y emociones a mi antojo, y en ese proceso dañé a
muchas personas. Pero a la que hice más daño, y pasaré toda mi vida
esforzándome por recompensar, es a mi esposa.
En estos meses que he convivido con ella, me he dado cuenta de todo lo
que no llegué a apreciar; no le di la más mínima oportunidad, ni ella a mí, a
decir verdad. Ambos tenemos carácter, discutimos, no lo niego, pero después,
cuando cae la noche, las reconciliaciones son increíbles; pues tenemos una
norma: nunca acabar el día sin hablarnos, ni dormir dándonos la espalda. Eso
ya lo hicimos todos estos años, intentar aparentar que no existíamos el uno
para el otro.
Y así han ido pasando los días, las semanas y los meses y aquí me
encuentro, en mi despacho, escuchando las risas y juegos de mi hija en el
jardín. Eso me calma, me da serenidad, algo que en estos momentos necesito
mucho. El gran baile se acerca, solo faltan cuatro días, y algunos de los
invitados llegarán antes, como mi gran amigo Lord Eric Darlington y su
esposa, Lady Marian. Pero en realidad no es eso lo que me preocupa, sino la
llegada de visitantes indeseados que no pueda controlar.
Llevo unas semanas recibiendo cartas de Diana, solo contesté la primera
para dejarle claro que todo había acabado entre nosotros. Me hubiera gustado
hacerlo a la cara, pues después de tantos años juntos no se merecía menos por
mi parte. Pero al ver que en su misiva me dejaba saber que pensaba
presentarse en la fiesta, tuve que tomar cartas en el asunto. No la quiero cerca
de Beatriz ni de Rose; Diana representa mi sórdido pasado y no la quiero
junto a las personas que son mi presente y mi futuro.
Después de enviarla sabía que Diana no se iba a conformar con una simple
carta, que no iba a permitir verse apartada. Ella no es de las mujeres que se
rinden sin luchar, y está más que dispuesta a presentar batalla. No he vuelto a
contestar a ninguna de las misivas que han seguido a la primera, cada una de
ellas más intimidante; viendo que con dulces palabras no iba a conseguir
nada, ha comenzado a amenazarme.
Juro que no reconozco a la mujer que leo entre esas líneas plagadas de
tanta rabia, así que me encuentro asustado de que, en su locura, ahora intente
atentar contra la vida de mi esposa o mi hija. Estoy casi seguro de que la
noche del baile va a presentarse e intentar dejar claro a Beatriz que ella sigue
en mi vida; cuando en realidad es todo lo contrario y ahora me siento más
libre que nunca.
No le importa que no haya sido invitada y así me lo dejó claro en su
segunda carta, donde me reclamaba por ser capaz de dejarla fuera de un baile
en el que toda la sociedad londinense iba a estar presente. Lo sé porque yo
mismo ayudé a Bea con las invitaciones, pasamos varias tardes con esa tarea,
y reímos mucho gracias a que yo le contaba varias anécdotas que se había
perdido al no estar en Inglaterra cuando ocurrieron.
No le he dicho nada a mi esposa, no porque quiera ocultarle cosas, sino
porque sé que el tema de Diana es difícil para Beatriz. Se ve amenazada por
ella, aún no he sido capaz de convencerla de que es hermosa y que, aunque en
el pasado no quise darle una oportunidad, ahora, con la madurez que me da
ser más viejo, soy capaz de reconocer que cometí el error más grande de mi
vida.
Y ahora, no sé cómo advertirle de que tal vez el baile en el que tanto ha
trabajado se va a ver mancillado por la presencia de mi antigua amante, la
cual ella piensa que sigue siendo alguien importante para mí. Como si los
meses vividos junto a ella y mi hija no fueran importantes, lo suficiente como
para hacerme ver que ninguna amante vale la pena teniéndola a ella en mi
cama y en mi vida.
Muchas veces he estado tentado a cancelarlo todo, incluso viajar a Escocia
y visitar a mi buen amigo Eric, pero me niego a huir por una mujer. Si se
atreve a aparecer en mi hogar se arrepentirá, y lo hará más todavía si se atreve
a dañar a mi esposa. Solo me queda rezar por un milagro.
Intento concentrarme en mis tareas, pero tras horas mirando a la nada,
desisto, me levanto y me dirijo al encuentro de mis mujeres, que disfrutan
como niñas. Hoy hace un día esplendido, el sol brilla y no hay ni una sola
nube que empañe su calor.
—¡Papi! —grita mi hija nada más se da cuenta de que las observo y corre
hacia mí, preparada para lanzarse a mis brazos.
La cojo al vuelo dándole vueltas mientras ambos reímos como niños. Al
detenerme, puedo ver como Beatriz sonríe, feliz de vernos disfrutar, de ver
cómo Rose se ha acostumbrado a mí con tanta rapidez.
—Siento si nuestros juegos te han molestado —dice mientras camina hacia
nosotros.
—En absoluto —aclaro para dejarla tranquila—. Solo que me sentía algo
desplazado en ese lóbrego despacho, mientras mis mujeres disfrutaban de
este magnífico día.
—Pobre papi —dice Rose acariciando mi mejilla y haciéndome sonreír
como un bobo—. Juega con nosotras.
Ante su petición tan dulce no puedo negarme, así que pasamos varias horas
jugando antes de entrar para la cena, de la que disfrutamos los tres juntos
como es nuestra costumbre. Al principio Rose siempre cenaba más temprano
y yo sentía que no disfrutaba lo suficiente de ella; así que llegamos a un
acuerdo y ahora mi pequeña cena con nosotros tres veces por semana.
—Estoy muy nerviosa, Gabriel, los primeros invitados no tardarán en
llegar —dice mi esposa en mitad de la cena. No me sorprenden sus palabras,
ya lo sabía, he llegado a ser capaz de leer sus hermosos ojos.
—No debes estarlo, has sido educada para esto. Además, los primeros en
llegar serán Eric y Marian, él es como mi hermano. —Intento tranquilizarla lo
mejor que puedo, tal vez la presencia de Marian sea capaz de apaciguarla—.
Además, no voy a apartarme de tu lado.
—No siempre vas a poder estar a mi lado, ni lo pretendo —replica—. He
sido educada para esto, pero llevo años sin codearme con la alta sociedad.
—No te tortures antes de hora, esposa —aconsejo. Si llego a saber que
todo esto del baile iba a traer tantos problemas, jamás hubiera dicho una
palabra.
Intento distraerla con otros temas, contándole anécdotas sobre Eric y sobre
mí, ya que sé que le encantan. Ella muchas veces me ha dicho que le hubiera
encantado vivir su juventud con tanta libertad. Como si ahora fuera una
anciana.
Hoy decido acostar a Rose, le cuento un viejo cuento que me contaba mi
madre y se duerme en pocos minutos. Verla dormir tan plácidamente me da
mucha paz, rezo cada día para que nada ni nadie empañe la felicidad de mi
niña.
Mataré al hombre o mujer que sea capaz de apagar el brillo en su mirada,
su inocencia, su amor por la vida. Y en este instante me doy cuenta de que el
miserable de mi suegro debió venir en mi busca y retarme a duelo por la
desaparición de su hija. Pero nunca me exigió nada, para él fue como si
Beatriz se hubiera esfumado y nunca hubiese existido.
No he querido decirle nada a mi esposa, pero tiene un hermano pequeño.
Hace poco más de un año que nació y su padre está loco de felicidad por su
hijo varón; hasta presumía en los salones sobre eso. En su momento estuve
tentado a recordarle que tenía una hija, pero no me ha merecido nunca la pena
discutir con ese hombre. No a menos que se acerque a mi esposa o a mi
pequeño ángel, porque si llegara el caso no lo pensaría dos veces, soy capaz
de lo inimaginable por ellas.
Dándole un beso de buenas noches, salgo de su alcoba y me dirijo a la mía
intentando desechar los oscuros pensamientos de mi mente. Nada complicado
al encontrarme a mi hermosa mujer cepillando su sedoso cabello, como lo
hace cada noche antes de irse a dormir. Contemplarla me tranquiliza, incluso
varias veces he sido yo quien la ha peinado solo por el placer de sentir su
cabello del color del sol en mis manos.
—Has tardado. ¿Rose ha tenido problemas para dormirse? —pregunta
preocupada—. Temo que le esté saliendo algún diente.
—En absoluto —aclaro cerrando la puerta para comenzar a desvestirme—.
Le conté uno de mis cuentos preferidos que trata de una valiente princesa que
consigue a su príncipe azul.
—No deberías contarle esos cuentos, luego crece y la realidad golpea duro,
esposo —replica, pero no con mucha firmeza.
—Mataré al hombre que se atreva a hacerle daño —respondo muy en serio.
Deja de cepillar su cabello y lo trenza antes de girarse hacia mí y mirarme
con mucha gravedad.
—Sé que es tu amor de padre quien habla, créeme que yo sería capaz de lo
mismo y soy mujer, pero por desgracia eso no evitará que Rose sufra por
amor si llega el caso.
—Veremos...
No deseo continuar con esta conversación porque temo acabe en una
discusión que nos llevará a que ella me reproche mis errores pasados; y no sé
si en este momento de nuestra relación sería capaz de soportar sus palabras
sin que me hirieran profundamente.
Sin decir nada más ambos nos acostamos y, como es costumbre, lo
hacemos mirándonos. Nos observamos durante unos instantes, veo el
cansancio en los ojos color miel de mi esposa y, aunque lo que más deseo es
hundirme en su cuerpo y disfrutar del placer que solo ella puede ofrecerme,
decido que por esta noche me conformaré con que duerma entre mis brazos.
Y no tarda mucho en dejarse vencer por el cansancio.
A mí, claro está, me cuesta un poco más, pues cierta parte de mi anatomía
se reúsa a darse por vencida, pero al final consigo que el sueño se apodere de
mí también.
Cuando despierto lo hago sobresaltado y miro a mi lado donde mi esposa
duerme plácidamente. Suspiro intentando calmarme, pero la pesadilla que
acabo de tener está tan presente y ha sido tan vívida, que el corazón martillea
en mi pecho. Estoy empapado en sudor y sé que no voy a poder dormir por
mucho que lo intente.
Esta no es la primera vez que la tengo, siempre es lo mismo, veo a Beatriz
y a Rose alejarse más y más de mí, no importa lo que corra para alcanzarlas,
nunca es suficiente; al fin ambas desaparecen dejándome solo. Grito
llamándolas, suplicando su regreso, pero no vuelven, y cuando miro a mi
alrededor me encuentro rodeado de todas las personas que me han
acompañado a lo largo de mi vida, mi padre, mis tías, la clase alta londinense
y por último Diana, quien me sonríe triunfal.
Odio la sensación de miedo e impotencia que siento tanto en la pesadilla
como cuando despierto, pues los recuerdos de ese mal sueño me persiguen
durante horas. Intentando dejar el malestar que me genera, me levanto
silencioso, me visto y salgo de la alcoba, no sin antes observar de nuevo el
apacible sueño de mi esposa.
Necesito aire fresco, así que salgo presuroso hacia el jardín trasero para
poder perderme durante un rato entre sus árboles. El rocío baña la tierra y yo,
que camino descalzo, lo agradezco. Es una vieja costumbre que tenía
olvidada, ya que me fue prohibida cuando fui lo bastante mayor para
enviarme a un internado, alejándome, según mi padre, de la mala influencia
femenina de mi madre.
Temía que me convirtiera en un afeminado y creo que ese fue uno de los
motivos por los que comencé a tan temprana edad a yacer con mujeres, para
demostrarle a mi padre que podría ser como él o mejor, sin darme cuenta de
que eso no era una victoria.
Un año después, mi madre moría sola. No volví a verla con vida...
No me gusta pensar en aquellos tiempos, ni en lo avergonzada que estaría
ahora mi amada madre al ver el trato que le he dispensado en el pasado a
Beatriz. Pero estoy seguro de que, esté donde esté, puede verme ahora y está
feliz por mí, por la familia que tengo. En ocasiones, cuando observo a Rose la
veo a ella, entonces sé que no la he perdido por completo.
El sol finalmente comienza a salir tras las colinas que nos rodean. No sé
cuánto tiempo he estado aquí fuera ni si Beatriz ha despertado, así que vuelvo
tras mis pasos y regreso a la casa. Al entrar por la pequeña puerta de servicio,
me doy cuenta de que los criados ya se han levantado y puesto a trabajar.
Saludo a la cocinera, que se sorprende al verme entrar en sus dominios, y
sigo mi camino hacia mi alcoba con la esperanza de despertar a mi esposa de
una forma deliciosa, tal pensamiento me hace sonreír con malicia.
Para mi gran suerte, mi esposa aún sigue dormida, sin saber que desde
hacer rato lo hace sola, me alegro de que mi marcha no la haya despertado
porque así puedo cumplir con mis propósitos. Me acerco con sigilo y me
tumbo a su lado, comienzo a acariciar su brazo, su cuello, y ella enseguida
responde a mi tacto; su piel se eriza y se remueve intranquila. Sonrío como
un idiota, pero no me detengo, continúo, apartando un poco la sábana de lino
blanca para así seguir disfrutando del tacto de la piel tan sedosa que tiene
Beatriz.
Al fin despierta algo desorientada, pero al ver que soy yo quien le prodiga
las caricias sonríe medio adormilada y me recibe con los brazos abiertos.
Sigo mi camino, recorro su cuerpo a placer escuchando sus jadeos y gemidos
de goce y, aunque me siento a punto de estallar, no me apresuro; quiero
adorarla, venerarla.
Mi esposa se ha vuelto bastante descarada en el lecho, cosa que me gusta, y
no es capaz de permanecer quieta mucho tiempo. Me ayuda a desprenderme
de mi vestimenta, si le extraña verme vestido no lo dice, o tal vez el deseo le
haya nublado tanto la vista que no sea capaz ni de darse cuenta.
Cuando ambos yacemos desnudos no me queda mucho autocontrol, no
creo poder soportar muchas más caricias a manos de mi esposa sin
comportarme como un puberto sin experiencia. Así que decido actuar y,
alzándola, la dejo sobre mi regazo para que sea ella la que me monte, la que
lleve el ritmo. No es una postura que utilice mucho, pues me gusta llevar las
riendas del acto, pero hoy siento la necesidad de que sea ella quien me posea
a mí.
Al principio no sabe muy bien qué hacer, pero cuando me adentro en ella y
ambos gemimos, rápidamente su cuerpo comienza una danza tan sensual que
amenaza con hacerme perder la cordura. Mi esposa parece una sirena
bailando sobre mí, danzando a placer sobre mi cuerpo. No sé cuánto tiempo
transcurre, pero no me siento capaz de seguir quieto; mis manos alcanzan la
cintura de Bea y comienzo a alzarla con más rapidez y más fuerza, haciendo
que ella grite y que yo gruña como un animal rabioso.
Pocas estocadas más tarde ambos llegamos a la cima del placer. Beatriz cae
desmadejada sobre mi pecho sudoroso, su cabello esta empapado, los dos
necesitamos un baño y me parece una buena forma de continuar este hermoso
día. Así se lo hago saber y le encanta la idea, por lo que me visto de nuevo y
me marcho para ordenar a los criados que preparen la tina con mucha agua
para el baño, y que la perfumen con su aceite preferido.
Hoy quiero que esté más hermosa que nunca, con toda seguridad Eric y
Marian llegarán antes del anochecer y quiero presumir de mi mujercita. Aún
tengo para ella una sorpresa más, ya que han llegado de Londres los vestidos
que pedí. Se han retrasado porque hice un pedido muy grande, un
guardarropa al completo para mi condesa y para mi pequeño ángel también,
ninguna de ellas tiene nada que envidiar a una reina.
El baño no dura tanto como yo deseo, nuestras obligaciones nos llaman.
Beatriz debe atender a nuestra hija y dar los últimos retoques para que todo
esté preparado para la llegada de nuestros primeros invitados; y yo debo dejar
todo listo con las cuentas y demás tareas, de modo que estos días pueda
dedicarme por completo a mi familia e invitados.
Cuando salimos de la alcoba Beatriz está radiante, su sonrisa podría
eclipsar el sol y yo me siento el hombre más feliz de la tierra. Los momentos
mágicos que acabo de compartir con mi esposa me han ayudado a espantar a
los fantasmas del terrible sueño que me acosa cada noche, y me siento capaz
de cualquier cosa.
—Bueno, esposa, es hora de que nos separemos por un rato —intento
despedirme de ella, aunque un temor que me acompaña hace un tiempo se
instala de nuevo en mí—. Nos volveremos a ver a la hora de la comida. No te
olvides de controlar esos nervios, recuerda que son solo Eric y Marian
quienes nos acompañarán estos días.
—No es necesario esto, Gabriel, vamos a estar en la misma casa. —Rueda
los ojos, me cree un loco. Tal vez lo esté, pero por ella—. Sé quiénes son,
pero no por ello son menos importantes, quiero ser una buena anfitriona,
causarles buena impresión.
—Y lo harás —afirmo convencido. Ella es tan elegante, tan
perfeccionista... y no es capaz de verlo—. Te adorarán.
Dicho esto, la beso por última vez y me marcho. No miro hacia atrás, pues
si la veo allí de pie, observándome, no seré capaz de irme.
Cuento las horas para poder disfrutar de nuevo de mi esposa. Si años atrás
me hubieran dicho que esto era estar casado no hubiera cometido ninguna
estupidez.
Bendito matrimonio...
Capítulo XV
Lady Beatriz. Oxford Hall, Inglaterra. 1500
Ya han pasado dos días, en los cuales mi esposa ha estado más en cama
que fuera de ella, tuvo un poco de fiebre debido al frío que pasó, pero gracias
a Marian no ha sido nada peor. Hoy al fin se ha levantado con mejor cara y
de mejor ánimo. Eso me hace feliz, pues estos días han sido duros; había
vuelto a ser la Beatriz de antes, fría, distante, pero desde esta mañana parece
que vuelve a ser la mujer de la que me he enamorado como un tonto.
Dentro de unas horas comenzaran a llegar los invitados y estoy muy
nervioso; toda la alta sociedad estará aquí esta noche. Sé que todo saldrá
perfecto, confió en Beatriz, pero no confío en que los fantasmas del pasado
no se hagan presentes esta noche. He encargado a uno de los lacayos que me
informe en todo momento de quién llega a la propiedad, con la esperanza de
interceptar a Diana antes de tiempo.
—Deja de dar vueltas. —La voz de mi amigo me sobresalta—. Estás más
nervioso que tu esposa, aunque creo que por diferentes motivos.
Tranquilízate, Gabriel, yo te ayudaré con Diana si llega a tener la desfachatez
de presentarse en tu casa con tu esposa presente.
—Sabes que Diana es muy capaz, a ella no le importa el decoro, solo le
interesa seguir teniéndome como amante, y no creo que la mueva ningún
sentimiento romántico —espeto de mal humor.
—Estoy convencido de que solo la mueve el resentimiento y el deseo
malsano de dañar a tu esposa, y por ende a ti —responde con tranquilidad. Él
siempre ha sido así, el más tranquilo de los dos, mientras que yo tengo un
carácter más explosivo—. Por eso, tanto Marian como yo, te hemos insistido
en que advirtieras a Beatriz.
—Ya di mis razones, voy a intentar proteger a mi familia —digo ceñudo,
no entiendo por qué es tan difícil de comprender.
—Siempre has sido un terco —gruñe mi amigo—. De acuerdo, se hará
como tú quieres, recemos para que no se vaya todo al demonio.
Asiento y miro al horizonte, quedan apenas unas horas para que lleguen los
primeros invitados. Sé con seguridad que las mujeres estarán preparándose,
los criados están trabajando desde la salida del sol, y a mí ya no me queda
nada más por hacer que arreglarme y, como dice Eric, rezar para que todo
salga bien.
Durante estos días me he maldecido infinidad de veces por ser yo quien
insistió en este maldito baile.
—Vayamos a prepararnos —dice Eric mientras su mano se posa en mi
hombro en señal de apoyo—. Por mucho que observes el horizonte, no vas a
ver a tus enemigos llegar.
—No. Conociendo a Diana, llegará por la espalda —asiento cabizbajo.
Ambos nos dirigimos hacia nuestros respectivos dormitorios, nos
despedimos, entro a mi alcoba y me sorprende verla vacía. La tina me espera,
así que me baño con rapidez pues sé que Eric debe utilizarla después, me
visto con mi traje de gala negro, me peino y afeito.
Unos golpes en la puerta me sobresaltan, no tarda en aparecer Eric con su
ropa en las manos, lo miro extrañado.
—Nuestras esposas han unido fuerzas, me acaban de echar de mi alcoba.
Ambas están arreglándose el cabello y demás —explica exasperado.
No puedo evitar estallar en carcajadas y, tras mirarme con furia, él no
puede evitar seguirme.
—Vencidos por nuestras mujercitas —digo intentando controlar la risa—.
Anda, báñate, yo ya estoy preparado. Y date prisa, porque necesito beber
algo.
Recuerdo el regalo que le tengo preparado a mi esposa y llamo a Mery, que
aparece enseguida.
—Mery, necesito que le lleves esto a mi esposa. —Le entrego el estuche
con el collar y los pendientes a juego—. Dile que es mi regalo por volverme a
hacer el hombre más feliz del mundo.
Mery se sonroja, pero corre a cumplir con su cometido, es una de mis más
fieles criadas.
—Vaya, vaya, vaya... quién lo iba a decir —se burla mi amigo mientras
sale de la tina y comienza a secarse—. Mi mejor amigo, el que no creía en el
amor, mandando mensajes románticos a través de sus criadas.
—¡Deja de reírte y acaba! —ordeno con tono firme. Mi amigo me hace un
gesto burlón y comienza a vestirse, se peina su rubio cabello, que ahora lleva
más largo que de costumbre, y ya estamos listos para bajar a esperar a
nuestras damas.
Bajamos y voy directo a servirme un buen vaso de brandy, le ofrezco otro a
Eric y comenzamos a charlar para pasar el rato. No sé exactamente cuánto
tiempo llevamos hablando cuando escucho el primer carruaje, me parece
extraño porque en las invitaciones se dejaba claro que era un baile con cena,
así que aún es temprano. Ambos nos miramos preocupados y salgo raudo a
ver quién es nuestro primer invitado, rezando para que no sea Diana, pero a la
vez rezando para que sea ella y poder echarla de aquí antes de que mi esposa
baje por esas escaleras.
Pero no es Diana, no sé quién es peor, si los dos hombres mayores que
tengo frente a mí, o mi examante. ¿Qué demonios hacen aquí? No los
invitamos a pesar de saber que era una falta de respeto no hacerlo, pero tanto
Beatriz como yo estábamos de acuerdo en que no queríamos a unas personas
tan llenas de odio a nuestro alrededor.
—¿Qué diablos estáis haciendo aquí? —pregunto de malos modos.
—Hola a ti también, hijo mío —responde mi padre con desdén. Si tanto me
desprecia no sé qué hace aquí—. Tanto tu suegro como yo supimos de tu gran
baile, donde se suponía ibas a mostrarnos a tu esposa y a tu hija, y por
supuesto quisimos venir y ser testigos de tan buena nueva.
—Padre... —respondo con toda la amabilidad de la que soy capaz—, no se
os envió invitación alguna, lo cual significa que no sois bienvenidos —aclaro,
por si tenían la falsa esperanza de que, por no crear escándalo, iba a dar mi
brazo a torcer.
—¿Cómo osas hablarnos así? —interviene mi suegro.
—Tranquilízate, Frederick, mi hijo no tiene suficientes agallas para
cumplir su amenaza —se burla mi padre—. Parece olvidar que no es quien
manda aquí.
—Tengo las agallas suficientes para mandar al infierno a dos hombres que
pueden alterar la paz de mi esposa —gruño—. Y el que parece olvidar algo
aquí eres tú, padre; esta casa me pertenece, mi madre me la dejó tras su
muerte.
—¿Así que te has enamorado de la insípida de mi hija? —se carcajea el
padre de Bea—. Al fin ha hecho algo bien.
Me abalanzo contra él para matarlo a golpes, pero mi amigo me detiene.
Me intenta tranquilizar, pero lo único que consigue que la furia se apague es
la voz que escucho a mis espaldas.
—¡Basta! —ordena mi esposa. Cierro los ojos, desesperado, no he
conseguido protegerla—. Déjalos, Gabriel, si han llegado hasta aquí, lo
menos que podemos hacer es recibirlos en nuestro hogar.
—Vaya, hija mía, pareces otra mujer. Ahora entiendo por qué tu esposo
desea conservarte —sigue burlándose. Después de años sin verla, sin saber si
estaba viva, esto es lo único que tiene para decirle. Solo deseo matarlo, pero
Eric todavía no me suelta.
—Frederick —responde ella con aparente tranquilidad—, Lord Hamilton,
pasen a nuestro humilde hogar, sean bienvenidos.
Eric me suelta cuando se da cuenta de que quiero ir hasta donde esta
Beatriz, que está acompañada por una Marian bastante preocupada
—¿Estás bien? —susurro—. Puedo echarlos a patadas de aquí, no me
importa nada más que tú.
—Estoy bien. Estaré bien —me responde con entereza—. Gracias, Gabriel
—me sonríe con alivio, sabiéndose protegida—. Estabas dispuesto a un
escándalo por protegerme, por defenderme de las crueles palabras de mi
padre, pero créeme, sus palabras ya no pueden hacerme daño, hay actos que
duelen mucho más.
No comprendo muy bien a qué se refiere, pero no me gusta lo que puede
significar, porque si llego a enterarme algún día de que el miserable de su
padre le hizo algo más grave que escupir su veneno, lo mataré.
Todos entramos y al fin me permito contemplar a mi esposa, que viste el
traje rojo que yo habría escogido para ella. Sus pechos parecen más grandes
de lo que en realidad son gracias al corsé que le aprieta la fina cintura y realza
su busto, donde descansa el colgante de rubís que le he regalado hace unas
horas.
Su cabello rizado está recogido haciendo que en sus orejas pueda lucir los
pendientes a juego con el collar que adorna su blanca piel entre sus senos.
Está hermosa. Sus ojos, a pesar del velo de dolor que los cubre por culpa de
su padre, cuando me miran se iluminan, y eso hace que mi corazón brinque al
pensar que ella siga amándome como lo hizo tiempo atrás.
No puedo seguir intentando averiguar lo que esconden sus palabras, porque
los primeros carruajes están llegando. Mi esposa pone su mejor sonrisa y no
me queda más remedio que acompañarla para recibir a nuestros invitados. No
sin antes mirar a Eric que asiente entendiendo lo que le pido, va a mantener a
mi padre y a mi suegro a raya, los controlará por mí hasta que yo pueda
hacerme cargo.
Tuve la pequeña esperanza de que este baile pudiera salir bien, pero me
equivocaba. Solo es cuestión de tiempo que Diana aparezca, porque estoy
seguro de que la llegada de mi progenitor y el padre de Beatriz no son más
que el principio del fin.
Capítulo XIX
Lady Beatriz. Oxford Hall, Inglaterra. 1500
Querida esposa:
Te envío este presente esperando que sea de tu agrado. Esto es algo que te
pertenece desde el momento en que nos casamos; eran de mi amada madre y
ella quería que fueran para la mujer con quien compartiera mi vida.
Dentro de este presente también encontrarás una carta de ella, de mi madre.
No la he abierto, no sé qué es lo que dice, eso solo te corresponde a ti.
Espero te gusten y lo lleves con el mayor de los orgullos, eres digna sucesora
de ellos.
Gabriel.
Han pasado meses desde aquel fatídico día en el que creí que perdería a mi
hija, en el que estuve dispuesta a dar mi propia vida por salvar la suya. Pero
Gabriel nos encontró a tiempo y la única que salió perdiendo fue Diana, que
ahora descansa eternamente en un pequeño cementerio, olvidada por las
personas que en otros tiempos la utilizaron de una forma u otra.
En vida la odié, ella tenía lo que yo ansiaba, el amor de Gabriel, o al menos
los tres lo pensábamos. Mi esposo porque no sabía lo que era en realidad el
amor, Diana porque era una mujer incapaz de amar, que solo se obsesionó
con el jovencito que pasados los años la dejó a un lado, tanto así que prefirió
la muerte, y yo..., ansiaba tanto el amor que ni siquiera le di tiempo a Gabriel
para conocerme.
Di por hechas las palabras de mi padre, esperaba que como por ensalmo un
hombre con el que solo había intercambiado contadas palabras me amara.
Tan acostumbrada estaba al rechazo que mendigaba amor a cualquiera que
pudiera dármelo, sin entender que el amor no nos viene dado en estas bodas,
y que lo que Gabriel y yo tenemos ahora muy pocos lo consiguen.
He sido bendecida encontrando el amor verdadero dentro del matrimonio.
Me costó muchas lágrimas, sufrimiento y miedo llegar hasta donde estoy hoy,
en mi casa de campo, junto al fuego, acompañada por mi amado esposo que
me observa de una forma que hace que mi cuerpo reaccione aun estando
embarazada casi de nueve meses. Nuestro bebé puede nacer en cualquier
momento y por ello decidí regresar a Oxford Hall; aquí es donde quiero que
mis hijos nazcan y crezcan.
—Estas muy pensativa, esposa —dice con preocupación—. ¿Algo te
perturba?
—Nada, esposo, solo pensaba —respondo—. Los meses han pasado
raudos, y mucho ha ocurrido.
—Cierto —asiente mientras deja de escribir, siempre ha trabajado en su
despacho, pero ahora me acompaña allá donde voy—. ¿Pensabas en tu padre?
—No... —niego con rapidez—. Intento no pensar en él.
—¿Ni siquiera en tu hermano? —insiste, me conoce demasiado bien...
—No conozco a ese niño, Gabriel, sin embargo, es mi hermano, y no
puedo negarte que cuando hace unas semanas recibí la noticia de la muerte de
mi padre y su esposa, mi primer pensamiento fue para él. Pero sé que junto a
sus abuelos maternos crecerá con más amor del que hubiera recibido junto a
sus progenitores —respondo con toda sinceridad.
Hace apenas dos meses me llegó la noticia de la muerte de mi padre y su
esposa en un accidente de carruaje. Mi padre murió en el acto, su mujer
estuvo varios días luchando por su vida, perdió la batalla y ahora reposan
juntos para toda la eternidad. No puedo ser hipócrita y decir que sentí pesar
por sus muertes y eso me convierte en una hija horrible, pero mi padre jamás
hizo un esfuerzo por ganar mi afecto.
Él me odio siempre, así que intento no pensar mucho en ello, no puedo
echar de menos lo que nunca tuve. Cuando mi hermano sea más mayor y
pueda comprender el lazo que nos une no dudaré en visitarlo y en que me
visite. No voy a abandonarlo, solo hago lo que creo que es más conveniente,
y sus abuelos ahora mismo son las personas que mejor pueden cuidar de él ya
que han sido un referente en su vida desde que nació.
—Entiendo lo que dices, pero te conozco, sé que llegado el momento tu
hermano será alguien muy presente en tu vida. —Sonríe a sabiendas de que
tiene razón, me conoce mejor que yo misma, y eso en ocasiones me asusta.
Me remuevo inquieta ya que siento molestias en la espalda. Estos últimos
días ni siquiera he podido jugar con mi pequeña Rose, a la cual ya no puedo
ver como un bebé; crece tan rápido, que siento nostalgia por esos días que
nunca podremos recuperar.
No quiero asustar a Gabriel, pero recuerdo muy bien cómo comenzó el
parto de Rose, durante días las molestias en mi espalda me impedían realizar
mis tareas con tranquilidad, en mi ignorancia, lo achacaba al duro trabajo al
cual no estaba acostumbrada. Me equivoqué y pocos días después mi
pequeña llegó al mundo, y mucho me temo que su hermano seguirá su mismo
camino.
Estoy a punto de decirle a mi esposo lo que ocurre cuando el ruido de un
carruaje nos sorprende a ambos, pues no esperamos invitados. Hace poco
regresamos de Londres, ciudad de la cual no he podido huir como hubiera
querido, pero que ahora ya no se me antoja tan horrible como antaño, por ese
motivo no sabemos quién puede ser.
Nos levantamos, yo con bastante dificultad, y ambos nos encaminamos
hacia la puerta, que se encuentra abierta pues nuestro mayordomo ha salido a
recibir a los inesperados visitantes. Mi esposo es el primero en darse cuenta
de quién se trata, por su sonrisa y saludo jovial adivino de inmediato y no
puedo evitar sentir una inmensa dicha y un gran sentimiento de tranquilidad.
Con ella aquí nada puede pasarme.
Y sí... no me equivocaba. Mi querida Marian desciende de su carruaje
ayudada por su amante esposo, sonrío de felicidad y me apresuro a descender
la escalinata de la entrada para darle un fuerte abrazo. Mi esposo me sigue,
preocupado por que pueda caerme, y así me lo hace saber con un gruñido que
demuestra lo frustrado que se siente por no poder tenerme entre algodones, y
eso que aún no sabe que nuestro bebé viene en camino.
—¡Querida amiga! —exclamo aliviada—. Es como si te hubiera conjurado
con el pensamiento.
—Casi, querida —responde risueña—. Hace unos días tuve un sueño, sé
que me necesitas en este duro trance, así que obligué a Eric a emprender viaje
sin demora, y me complace haber llegado a tiempo.
Sus palabras me dejan saber que ella, tan bien como yo, sabe en qué
condiciones me encuentro. Voy a responder cuando un dolor fuerte atraviesa
mi hinchado estómago, tal es el dolor que no puedo evitar gritar, Marian me
coge antes de que caiga al suelo, y mi esposo corre a mi lado, el único que no
parece sorprendido es Eric.
—¡Beatriz! —exclama mi esposo—. ¿Qué te ocurre? —pregunta preso del
pánico.
—Él bebé ya viene —responde por mí Marian, ya que no puedo recuperar
el habla—. Debe estar en su alcoba, necesitaremos agua muy caliente y paños
limpios.
Gabriel reacciona con rapidez, me coge entre sus brazos y me lleva hasta
nuestro lecho. Me besa en la frente, susurrándome una y otra vez que todo va
a estar bien. Creo que intenta convencerse a sí mismo y alejar el miedo.
—Voy a estar bien, mi amor, ambos vamos a estar bien. —Intento
tranquilizarlo, a pesar de que el dolor vuelve a arremeter con fuerza—. No es
la primera vez que salgo indemne de un parto.
—¡Salid todos! —ordena mi amiga, haciéndose cargo de la situación.
Observo, tras la bruma que me envuelve, que Gabriel se rehúsa a salir y es
Eric quien debe llevárselo a la fuerza. No tengo energía en estos momentos
para malgastarla intentando hacerle entender que él no debe estar en este
instante, necesito concentrarme en la difícil tarea que tengo por delante.
—De acuerdo, Beatriz, empecemos. —Escucho que Marian dice mientras
se sitúa entre mis piernas y siento sus manos frías sobre mí. Intento relajarme
para hacerle más fácil la exploración, pues es cuidadosa y la sensación no
pasa de una pequeña molestia, pero cuando un nuevo dolor me atraviesa el
vientre no puedo evitar gemir—. Lo sé, querida. Puedo tocar la cabeza del
bebé, esto no debería durar mucho más, necesito que empujes con todas tus
fuerzas.
Obedezco gritando cuando siento una presión enorme en mis partes,
conocedora de lo que ello significa; mi hijo está a punto de llegar al mundo.
El miedo me invade, solo espero que nazca sano y salvo. Marian me anima
durante horas, me siento agotada, solo quiero que esta tortura acabe y poder
descansar, dormir durante días.
—Algo no va bien —jadeo tras un nuevo empujón—. No voy a lograrlo —
sollozo muerta de miedo.
—No digas sandeces, Beatriz —exclama. Veo que ella está agotada al
igual que yo, y una sombra en sus ojos me dice que también está asustada—.
No debería ser así —susurra acongojada.
No sé a qué se refiere, pero una nueva oleada de dolor más intensa que
todas las anteriores me hace gritar. Estoy perdiendo la batalla, lo sé, y rompo
a llorar perdiendo el control por completo, la puerta se abre con un estrépito
que nos hace sobresaltarnos a las dos.
—¡Se acabó! —exclama mi esposo entrando como un loco seguido de un
Eric preocupado—. No resisto estar más tiempo alejado de mi esposa,
escuchando como grita de dolor.
Se acerca a mi lado, coge mi mano y me alienta aterrado.
—Mi amor, debes aguantar —implora—. Sé que puedes conseguirlo.
Empujo de nuevo porque no puedo evitarlo, lo hago con las pocas fuerzas
que aún me quedan, aprieto fuerte la mano de Gabriel sin importarme si le
hago daño o no.
—¡Ya sale! —grita Marian—. ¡No pares!—ordena. Siento como una
presión enorme se abre paso por mis partes, como si mi bebé fuera a partirme
en dos. Suelto un último alarido de dolor, y lo siguiente que escucho es un
llanto. Sollozo aliviada, pues el dolor tan terrible que he padecido durante
horas a merecido la pena si mi hijo está sano y salvo—. ¡Es un niño!
Gabriel me besa una y otra vez y, de pronto, cuando abro los ojos, que me
pesan una tonelada, veo como sostiene a nuestro hijo entre sus poderosos
brazos. No contengo las lágrimas de felicidad, pues cuando Rose nació no
pudo ser sostenida por su padre, es un sentimiento de culpa que no puedo
hacer desaparecer por mucho tiempo que trascurra.
Me doy cuenta de que Marian se acerca para coger a mi hijo y se lo entrega
a una de las criadas, le dice algo a Gabriel y veo como palidece, se me encoge
el corazón al pensar que algo le puede ocurrir a mi hijo. Hablan entre
susurros y no consigo escuchar nada, pero por sus rostros sé que algo malo
ocurre.
—¿Qué sucede? —pregunto casi sin fuerzas—. ¿Le ocurre algo a Eric?
Así decidimos llamar a mi hijo hace tiempo, sé que para mi esposo es
importante, pues su amigo es casi como un hermano para él.
—Tu hijo está bien —responde Marian—. Has perdido mucha sangre,
Beatriz —solloza. Ahora lo entiendo, no es Eric quien está en peligro de
muerte, soy yo. Sonrío intentando aliviar el dolor que veo en el rostro de
todos—. Te juro que voy a salvarte, no voy a permitir que la muerte te lleve.
Esto no debería estar ocurriendo, lo siento tanto.
—No te culpes, amiga mía, has hecho todo lo que has podido. Me has
ayudado a traer al mundo a mi hijo, mi alma está tranquila. Si mi destino es
este, lo acepto.
Escucho como mi esposo maldice y Eric intenta calmarlo.
—Este no es tu destino, Beatriz —exclama—. ¡No lo era! Vi una muerte,
pero no era la tuya ni la de tu hijo.
No entiendo a qué se refiere y siento que ya no soy capaz de contener mis
ganas de dormir, solo necesito descansar unas horas.
—¡No te duermas, Beatriz! —Oigo que me ordena mi esposo, pero ya es
tarde. Su voz, que está teñida de pánico, es lo último que escucho.
No sé dónde me encuentro, pero ya no siento cansancio ni dolor alguno,
solo una profunda tristeza. Morir no es mi deseo, quiero ver crecer a mis
hijos, envejecer junto a Gabriel, disfrutar del amor que durante mi infancia
me fue negado.
¡No quiero dejarlos!
***
***
***
Pasan varios días durante los cuales voy cogiendo fuerzas. Cuando al fin
puedo levantarme, darme un baño en condiciones y vestirme, me siento como
nueva. Bajo al comedor ayudada por mi esposo que me ha cuidado y
consentido en todo momento, nuestros invitados están esperándonos y
sonríen al verme levantada. Una vez todos estamos sentados comenzamos a
desayunar, como con ganas, pues el apetito ha vuelto a mí de forma voraz. Sé
que hoy parten hacia su hogar, tienen una familia que los espera ansiosa y yo
no puedo ser tan egoísta como para retenerlos por más tiempo.
—Antes de que os marchéis quiero pediros algo, que tanto como a Gabriel
y a mí nos haría muy felices. —Llamo la atención de todos, aunque intento
controlar la emoción—. Queremos que seáis los padrinos de Eric.
—¡Por supuesto que sí! —exclama Marian—. Estaremos muy honrados.
—Para mí será un honor ser el padrino de mi tocayo —asiente complacido
Eric.
Aunque intentamos alargar el desayuno, el momento de las despedidas ha
llegado, ambas estamos emocionadas por volvernos a separar. Nuestros
maridos lo llevan mejor, están acostumbrados y, por supuesto, son hombres.
Dios los libre de demostrar alguna emoción.
—Volveremos a vernos muy pronto —dice Marian antes de subirse al
carruaje—. Quiero que mi ahijado sea bautizado en la capilla de Eilean
Donan, así que no tardéis demasiado en emprender viaje.
—Será un honor —asiente Gabriel—. En cuanto Beatriz recupere sus
fuerzas por completo, quiero llevarla a ver a Fiona y Duncan, después
continuaremos el viaje hasta vuestro hogar. Por supuesto, los niños nos
acompañarán.
Los vemos alejarse, yo con la vista borrosa por el llanto contenido, sé que
muy pronto volveremos a vernos. Gabriel me abraza y nos quedamos largo
rato mirando a lo lejos, por donde nuestros amigos han desaparecido hace
tiempo.
Ambos nos observamos, sonreímos y Gabriel desciende para besarme. Un
beso que comienza siendo tranquilo y en pocos segundos se convierte en uno
apasionado, es el primero en retirarse.
—Lo siento. —Cierra los ojos buscando la tranquilidad perdida, se por qué
se contiene, todavía estoy convaleciente, pero no significa que mi deseo por
él haya desaparecido—. Te amo.
—Lo sé —asiento feliz, me apoyo en su hombro—. También te amo.
—Volvamos a casa —sugiere en voz baja, obedezco dejándome guiar
hacia el interior.
Y así, más enamorados que nunca, y felices como jamás llegamos a soñar
que seríamos, entramos al calor del hogar, donde de lejos se escucha un llanto
de un bebé reclamando su alimento y las risas de una niña jugando feliz,
sabiéndose rodeada del amor de los suyos.
Es todo lo que un día soñé y vi tan lejano en el pasado. Esto es lo que he
deseado durante toda mi vida, una casa a la que llamar hogar, un esposo que
me ame por encima de todas las cosas, en el que encontrar un amigo, un
confidente y una amante apasionado, unos hijos sanos y felices. No puedo
pedir más.
Doy gracias a Dios cada noche por lo bendecida que me siento, no me
arrepiento ni un solo día de haberle dado una segunda oportunidad a Gabriel.
Ambos luchamos contra los fantasmas del pasado, vencimos, y ahora solo
nos queda ser felices.
El amor es sacrificio, es darse el uno al otro, es confiar y entregarse sin
reservas. Cuando lo entendí y me atreví a creer en las palabras de mi esposo,
todo encajó por fin. Ni el mal de las personas que una vez nos odiaron
pudieron separarnos, ahora todos ellos están muertos, nosotros estamos vivos
y con muchos años por delante para disfrutar de nuestra familia.
El amor es la mayor de las bendiciones, solo espero que mis hijos, cuando
llegue el día, puedan encontrar lo que yo y su padre tenemos. Rezo para que
sean bendecidos con el mayor de los amores.
Mi amor por Gabriel no morirá conmigo, perdurará en nuestros hijos, en
nuestros nietos. Lo amé cuando era una muchachita inexperta sedienta de
cariño, lo amé cuando era una joven asustada, lejos de su hogar, lo amé
incluso cuando lo odiaba y tuve que aprender a quererme más a mí que a él.
Así que, cuando el destino nos quiso volver a reunir, fui capaz de luchar por
lo que quería.
Gabriel supo ganarse su oportunidad, mi perdón, supo transformarse en el
hombre que siempre supe que era, pero que él se negaba a aceptar. Dejó atrás
el miedo, el pasado y las viejas costumbres para darnos la oportunidad que
merecíamos desde hace muchos años. En aquel entonces no fue el momento,
juntos lo logramos y es algo que no desperdiciaremos.
Nunca dudéis en luchar por lo que realmente amáis, no deis nunca un paso
atrás, pues el amor es lo que nos mueve, lo que nos une y nos mantiene
cuerdos. Sin él, solo seríamos almas vacías, carentes de sentimientos puros.
No hay nada más hermoso que amar y ser amados.
FIN.