La Niña de La Bolsa

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La niña de la bolsa

Florencia Etcheves
Capítulo 1
El gallo tropical

Todas las mañanas, mnutos antes del amanecer, se para en el medio del
playón del barrio. Cierra los ojos, respira hondo, abre los brazos en cruz y mueve
las caderas siguiendo un compás que sólo está en su imaginación.

Honorio Santillán, asi se llama ahora, fue el bailantero con mayor proteccion
internacional.

Eso le decia su manager: “Pibe, la vas a romper en Perú y Paraguay, te vas


para arriba”. Nunca se fue para arriba y nunca conoció ni Perú ni Paraguay.

El Gallo Tropical, asi se llamaba en ese entonces , tenia talento, carisma y un


as en la manga: unos ojos celestes que guiñaba con pericia seductora. Cantaba mal,
desentonaba, pero nadie parecia notar la falla en las cuerdas vocales. El Gallo
llenaba boliches, varios por noche, y hasta llegó a tener un club de fans.

Fue la desgracia lo que truncó su carrera, o la maldición, como le gistaba


decir a aquien quisiera escuchar.

Con la voz áspera de fumador empedernido, repetía: “Esa noche terminados


el show en Gonzalez Catán y arrancamos para Merlo. Era verano, hacía un calor
inhumano. Nos metimos en la Trafic y sacamos es escabio que escondíamos debajo
de los asientos. Era escabio del bueno, eh. Cuando se chupa mucho hay que chupar
bien, el cuerpo es sabio. Me acuerdo de la pibitas que querian entrar a la
camioneta; gritaban y apoyaban las tetas en el vidrio de las ventanillas. No les
abrimos. Hay que tener conducta, eh, mi vieja siempre decia que donde se come no
se caga y tenía razon. Ibamos a los pedos, había poco tiempo entre presentación y
presentación y en el medio habia que cruzar medio conurbano; por suerte
teníamos un chofer que era un avión. Le deciamos Meteoro, qué maravilla,
Meteoro, eh, me acuerdo y se me caen las lagrimas. Bueno, la cosa es que le
metimos viaje hasta Merlo y cuando me toqué el cuello para desabotonarme la
camisa se me paró el corazón: me había olvidado o había perdido, nunca supe, la
cadenita con la medallita de la virgen de Lourdes que me había dado mi vieja de
pibe. Empecé a putear como un loco, que Meteoro volvamos, que la puta que los
parió, que alguno de ustedes me robó la virgencita, que yo no canto hasta que no
aparezca, que pim, que pam. Los pibes de la banda se cagaban de risa, no por malos
eh, se cagaban de risa porque estaban empinados, veníamos chupando desde la
tarde. Yo gritaba y puteaba, todo junto, de repente veo por la ventana que íbamos

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a los piques por el Acceso Oeste y ahí, justo ahí, la veo. Fue como una aparición, yo
la vi clarito, eh, era la Virgen de Lourdes. Se reflejaba en el vidrio pero estaba en el
cielo. Le dije a Meteoro que frenara, que estaba la virgen en la ruta, y no me dio
bola. En un momento me estiré, lo agarré del hombro y lo empecé a zarandear. Que
Meteoro frená, que dejate de joder, que con la virgen no se jode y no me acuerdo
más. Cuando me desperté, estaba en el hospital. Fue una maldición, eh, no hubo
otra cosa, una maldición”.

Ahora mira hacia arriba con el unico ojo que le queda sano; el otro es una
cicatriz, una raya finita al costado del nacimiento de la nariz.

El ojo sano repasa, como todas las mañanas, las casitas que se fueron
construyendo con el sudor, el esfuerzo, las chapas, los ladrillos, el cemento, la cal y
las manos de los pobres diablos que encontraron alrededor de una bailanta
abandonada y a cielo abierto un pedazo de tierra para vivir.

Levanta una pierna y pisa la tierra apelmazada del playón; hace lo mismo
con la otra. Vuelve al primer paso y, después, al segundo. Cadera para la derecha,
cadera para la izquierda.

En su mente suena la cancion que lo hizo famoso. En esa pista, devenida en


triste patio de juegos para los chicos del barrio, el Gallo Tropical fue feliz, fue casi
famoso, casi conoció Perú y Paraguay.

Baja los brazos y da por finalizado el ritual.

El bar, que en su momento fue la barra de la bailanta, queda a pocos metros


del playón. Cayetano, el autoproclamado dueño del lugar, montó con unos paneles
de durlock un espacio bastante amplio donde lleva delante todo tipo de negocios:
café con leche o chocolatada para los más chicos, medialunas y bolas de fraile para
el que tenga hambre; ginebra, cerveza y cigarrillos para los adultos, y sobrecitos de
cocaína envuelta en papel glasé de colores para los que saben guardar lugares.

Apenas cruza la puerta, Honorio pide lo de siempre y se acoda en la bacha.


Rubén, un muchacho de buenas intenciones, enjuaga con un chorro desgarbado de
agua turbia los vasos sucios de la noche anterior.

-Sentime, Rubencito, en un rato enpezamos con el entrenamiento; ¿me vas a


traer a tus hermanitos? –pregunta Honorio y lo mira fijo con el único ojo que le
queda.

-Y… no sé, tienen que ir a la escuela. Mi vieja es muy firme con eso de la
escuela.

Los vasos chocan en la pileta. El ruido los distrae. Honorio insiste.

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-Está muy bien lo que dice tu vieja, pero ¿sabés una cosa, pibe? La escuela
no sirve para los pibes de este barrio. Lo estudiado no quita lo negro, eh. Lo que
sirve es saber hacer guita, Rubenciyo. Vos lo sabes, yo lo sé.

Rubencito asiente con la cabeza, no se anima a mirar a Honorio. El ojo


solitario siempre le dio miedo; todavía recuerda las pesadillas que tuvo hace años
cuando lo conoció en uno de los pasillos del complejo. Honorio sigue-

-Entonces, lo que podemos hacer es lo siguiente –toma aire-: vos vas a la


escuela, los buscás, decís que sos el hermano, que te los tenes que llevar porque
hubo, no se, una desgracia familiar y que pim, que pam, te los llevás.

La mano caliente de Honorio se apoya firma en el hombro huesudo de


Rubencito. El chico pega un salto casi imperceptible y vuelve a asentir con la
cabeza.

Muy pocos en el barrio conocieron al Gallo Tropical. Las nuevas


generaciones se afincaron despues de la maldición. A pesar de eso, Honorio
Santillán se hizo poderoso de casualidad. Una bendición, como le gustaba decir.

Finales de los 90, el esplendor de los bailanteros empezaba a perder brillo;


solo algunos habían sobrevivido a la devoción del público, al alcohol, a las drogas o
a los accidentes en esas Trafic que cruzaban el conurbano a tonas y a ciegas. Con el
ocaso de esos muchachos de pelos largos, rulos y camisas de lamé, empezaron a
cerrarse muchos locales bailables. Los predios eran enormes y dificiles de
mantener; los arreglos con los municipios o las comisarias locales se llevaban casi
el setenta por ciento de las recaudaciones. En esa época La Luna Loca tuvo que
cerrar sus puertas.

La última noche quedó en el recuerdo de muchos. Los tragos fueron gratis


y, en un gesto inédito, don Zacarías, el encargado, repartió sanguches de milanesa
en la puerta. Hubo karaoke, coreografías y las mujeres se animaron al baile del
caño.

Ya había el Sol y nadie dejaba la pista, todos querían hacer durar ese
apocalipsis para siempre. Fue la policial la que dio por finalizado el asunto; algunos
vecinos habían tellazos en la vereda.

A media mañana, con el local ya desalojado, la gente del municipio puso


cadenas en el portón de chapa con la misma solemnidad con la que se tiran
puñados de tierra sobre el cajón de una tumba fresca.

Tres años después el predio fue usurpado. Los primeros habitantes


voltearon las paredes y dejaron la pista como playón de juegos.

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Manuel Ibarra, el líder de la toma, encontró en un armario, el único mueble
que quedó en pie, un pilón de folletos, “El Gallo Tropical, el dueño de la bailanta”,
decían en letras azules.

-Oiga, Honorio, me dicen en el barrio que usted antes del accidente…

-La maldición –interrumpió Honorio.

-Sí, sí, la maldición –rectificó Manuel Ibarra-: me dicen que usted fue el Gallo
Tropical, y la verdad es que yo usurpador, pero no ladrón, ¿me entiende? Acá hay
unos papeles que dicen que usted es el dueño de la bailanta.

Honorio agarró con desgano los folletos que el hombre le entregó con
sumisión. Inclinó la cabeza para que el unico ojo pudiera leer.

-Claro, mi amigo –dijo sin creer en la racha de buena suerte que le había
tocado justo a él, al que nunca le venía una buena-, yo soy el dueño de la bailanta.

Desde ese dpia cada uno de los habitantes de La Luna Loca le paga a
Honorio un alquiler mensual.

Una bendición.

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Capítulo 2
De gallos y niños

Rubencito no era un chico de grandes habilidades. Malo para los deportes,


pésimo para el estudio, peor para trabajar. Su familia catalogaba de vagancia lo que
en realidad eran olvidos.

Se olvidaba de ir a la escuela.

Se olvidaba de ir a jugar un picadito con los amigos.

Se olvidaba de los turnos en el bar.

Sin embargo, era muy bueno para cumplir órdenes a corto plazo; mentir
también se le daba bien.

La maestra le creyó el cuento de que su madre se había quebrado y lo dejó


retirar a sus hermanitos del colegio.

Asi que en la esquina les hizo esconder los delantales en sus mochilas y
jurar, a cambio de caramelos, que no iban a contar nada en la cas. Los mellizos
Lucila y Jaime se rieron encantados con la aventura.

Entraron al complejo por la parte de atrás, una abertura que había sido la
salida de emergencia de bailanta. A pocos metros estaba el gimnasio.

Honorio los esperaba en la puerta.

-Hola, amiguitos, qué suerte tenerlos acá. El deporte es bueno para la salud,
eh –le da un beso rápido a cada uno y le arrabata el caramelo a Lucila que estaba
por comer-. No, no, no, chiquita, si te ponés gorda no vas a poder pelear.

La nena frunce el ceño, pero no hace ningún berrinche. Aprendió a


desquitarse la bronca con los puños, no con la lengua.

El gimnasio es un galpón con piso de tierra y techo de chapa. En las paredes


cuelgan algunos posters viejos de Carlos Monzón y del Potro Rodrigo; en una
esquina hay una mesa de plástico con botellas de agua y una frutera de vidrio con
algunas naranjas abolladas; el centro del salón es un cuadrado casi perfecto
formado por una sogas sostenidas con palos en cada punta.

Los mellizos se suman al grupo de seis chicos que los esperaban formados
en fila.

Uno, dos, tres, ya, grita Honorio.

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Uno detrás de otro empiezan a correr por el borde del salón. Mirando hacia
adelante, con la cabeza erguida y los ojos abiertos. La nuca que ven es la del
enemigo.

Después de casi media hora de trote, abdominales y flexiones de brazos,


llega un descanso de diez minutos. Agua y una naranja por cabeza. Sólo una.

Rubencito espera a sus hermanos afuera. Se siente con la espalda apoyada


contra una de las paredes y calcula cuánta plata va a ganar esa noche. Si Jaime gana
la pelea y Lucila sale segunda, tal vez, junte cuatrocientos pesos. Ya ni recuerda
cuándo fue la última vez que tuvo cuatrocientos pesos. Pero si la que gana es
Lucila, la cosa es bien distinta: setecientos pesos, todos juntos, un billete arriba del
otro.

Una voz áspera interrumpe sus cavilaciones.

-Qué haces, guachito, ¿todo joya?

Amadeo es el padre de Martincito y Martincito es el campeón. Con ocho


años recien cumplidos, pega y patea como si fuera adolescente.

Se comenta que Martincito aprendió a pelear en defensa propia. Las palizas


de Amadeo y de sus hermanos mayores le enseñaron eso de que el que pega
primero pega mejor. Y, ademas, cuando sus piñas empezaron a cotizar en el barrio,
ya nadie le pegó más en su casa. Negocio redondo para todos.

El sueño de Amadeo es tener una hija mujer. Las campeonas ganan más
plata.

Rubencito es el hermano de una campeona. Lucila es una campeona.

-Che, guachito – insiste Amadeo -, hay que armar una pelea entre mi pibe y
tu hermana. Nos llenamos de guita.

-¿Te parece? – contesta el chico sin dejar de mirar el piso.

-Me parece, sí. Tendriamos que hablar con el Honorio.

-No sé. Tu pibe pega duro, me la va a romper toda a la Luli.

-Nahh, ponemos reglas claras y si mi pibe se va al carajo, lo acomodo yo. A


las mujeres no se les pega mucho.

Rubencito inclina la cabeza interesado.

-¿De cuánta guita hablamos? –pregunta.

-Y… no sé –piensa en voz alta Amadeo mientras se acaricia la mejila-, unos


mil pesos, puede ser eh.

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-Hablemos con Honorio. Él sabe mucho de peleas.

Amadeo asiente.

Honorio Santillán sabe mucho de todo. “En el mundo de los ciegos, el tuerto
es rey” suele repetir hundido en las carcajadas que le provoca su chiste.

Sabe de música tropical, de ciudades de la provincia de Buenos Aires, de


negocios y, como dice Amadeo, de peleas.

Después de la maldición arrancó con las riñas de gallos. La gente llegaba al


barrio con carros destartalados en los que metian lo poco que tenían: muebles
viejos, ropa usada, cochecitos de bebés, latas de leche en polvo y paquetes de
polenta de los programas del gobierno, juguetes sucios y rotos y gallos.

Los gallos siempre le llamaron la atención a Honorio. “Estos cirujas, que ni


tienen para alimentar a la pila de hijos que acumulan, juntan gallos. Ni siquiera
gallinas, que algun huevo te pueden dar, no, eh. Juntan gallos”, repetía.

Las mañanas de Honorio arrancaban antes del amanecer. Los gallos no se


ponian de acuerdo y cantaban a destiempo; muchas veces en plena noche cerrada.
Para dormir de corrido, les había tenido que matar los gallos a dos vecinos; pero
por cada gallo que acogotabam caían familias con más.

Como su abuela desde chico le decía que la si la vida te da limones lo mejor


es hacer limonada, Honorio aprovechó las horas en vela para idear un plan.

Durante varios años pudo subsistir bastane bien con la plata que sacaba de
las riñas de gallos.

Los sábados, por la noche eran una fiesta. Por momentos, la pista de la vieja
bailanta volvía a brillar: música con parlantes que unos chicos habían traído vaya
uno a saber de donde, baila, cerveza y gallos.

Cuando las canciones de Gilda dejaban de sonar, todos sabían que arrancaba
la cosa.

A trabajar, decía Honorio.

Algunos traían sus gallos en jaulas; otros, en bolsos. Los tiraban de a pares
en el medio de la pista y arrancaban minutos de plumas, cacareos agudos,
aplausos, vítores y sagre. Mucha sangre.

Se corrió la voz y desde otros barrios se acercaban muchos a preguntar si


podían hacer pelear a sus gallos. Todos eran bienvenidos. Cuantas más apuestas,
más plata se ganaba.

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Honorio recuerda con mucho cariño esa época en la que gracias a su idea
tantas familias se llevaban unos pesos para arancar la semana con la leche de los
chicos comprada. La pobreza se mide por litros de leche comprada, le había
enseñado, también, su abuela.

Fue Doña Matilde la que arruinó todo.

Ella era la encargada, junto con sus cuatro hijas, de limpiar los restos de la
fiesta. Los domingos a media mañana, las cinco llegaban con escobas, baldes,
trapos y lavandina a limpiar la sangría. La orden era clara: tenían que meter a los
gallos muertos en bolsas de residuos negras, prender una fogata y quemar los
restos. Un crematorio de gallos, decía una de las hijas, mientras las otras, muy
católicas, rezaban un padrenuestro para que se fueran con Dios.

Harta de prender el fuego y de tener que soportar durante todo el domingo


a sus hijas meta rezo por el alma de los gallos, doña Matilde tomó una decisión:
revolear las olsas negras con los animales sangrantes en la zanja que atravesaba la
calle de tierra fuera del complejo.

Así lo hizo durante varios meses hasta que un día una patrulla policial,
alertada por un cartonero que pasaba por la zona, descubrió la maniobra.

“Allanamiento, secuestro de gallos, que quién arma esto, que la sociedad


protectora de animales, que la salud publica, que pim, que pam. Se terminaron las
riñas de gallos”, contaba Honorio con una mezcla de enojo y resignación.

Lo que no supo Honorio, ni doña Matilda, ni las cuatro hijas de doña Matilda,
es que un hombre se acercaba a la zanja cada domingo para ver el momento exacto
en el que las bolsas se hundían en el agua estancada.

La escena germminó en su cabeza con forma de idea y de pregunta: ¿un


cadaver dentro de una bolsa negra se hundiría tan rapido como una bolsa de
gallos?.

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Capítulo 3
Yamila y la bolsa

Lucila está nerviosa. Después del entrenamiento Rubencito los llevó a ella y
a Jaime a comer unos sanguches de queso y apleta al bar de Cayetano. También les
comproó una botella de Coca-Cola de litro para compartir entre los tres.

Ahora, sentada en la puerta de su casa, piensa cosas. Piensa que su mamá se


va a dar cuenta de que se fueron antes del colegio, no sabe cómo, pero su mamá
siempre descubre las mentiras. Piensa que su papá lo va a retar a Jaime porque se
le despegó la suela de goma de la zapatilla. Piensa que en el fondo de la mochila le
quedaron escondidos tres caramlos de limpon de la bolsita que le dio Rubencito.
Piensa que no tiene ganas de hacer la tarea. Piensa que su compañera de banco
tiene una cartuchera lindísima que ella nunca va a tener. Piensa que en unas horas,
cuando sus padres se duerman, se va a escapar por la ventana y va a matar al hijo
de Amadeo.

Eso le dijo Honorio: “Vos tranquila, nena, saltá de un lado a otro, sos buena
para escabullirte. Cuando el boludito se canse le pegas una piña en la nariz, esas
piñas lindas que das vos. Pero acertale a la nariz, eh, que es boludito pero si te
emboca, te mata. Vos fíjate que ser mujer tiene su ventaja, si notas que no podes
más, ahí mismo le das un patadón en los huevos y se termina la cosa. Yo te cubro y
no cobro la falta, eh, ¿entendiste? Bien fuerte en los huevos, que pim, que pam, y
ganás vos. Hay muchas apuestas Lulita, y todas a tu favor. Sos la favorita esta
noche. Dormite una siesta y no cenes pesado, no sea cosa que me vomites la pista,
eh”.

Piensa que no va a dormir siesta porque está nerviosa. Decide ir a dar una
vuelta por el barrio; si tiene suerte la señora que vive en la última manzana del
complejo le convida algún buñuelo de esos con azúcar que cocina para vender en el
tren.

Se distrae mientras camina y sigue pensando cosas. Unos gritos agudos la


sorprenden; mira a un lado, mira al otro y los ve. El grupito de chicos de la escuela
corre por una de las calles diagonales. Lucila, sin dudar, los sigue.

Ella corre más rápido, para eso también es buena, y los alcanza en el
momento exacto en el que, asustados, se esconden debajo del chapón donde
duerme el ciruja. El ciruja no está.

-¿Qué pasa? –pregunta mientras se agacha para mirarlos.

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Achina los ojos y distingue a Patito, Julián, Marisa, Sabrina y Martincito, el
hijo de Amadeo. Marisa tiembla, llora; los mocos le hacen un surco brillante entre
la nariz y la boca.

-Vimos el espectro – murmura Julián. Tiene los ojos demasiados abiertos,


como si se fueran a salir de las cuencas.

-Sí, lo vimos – agrega Patito y se refriega las manos.

Lucila busca la mirada de Martincito. Es al único al que le cree. Martincito le


clava los ojos y con la cabeza dice que sí.

-¿Dónde vieron a la Yamila? –pregunta Lucila.

Los cinco chicos al mismo tiempo pegaron un brinco y, agitados, repitieron


a coro.

-Shhhhhhhhhhhh, no la nombres. Nunca digas su nombre.

Hace tiempo que en el barrio nadie nombra a Ymila, pero los chicos
aseguran que el fantasma de la nena, que muchos no conocieron, anda por las
calles. El olvido está formado por una cantidad enorme de muertos no
pronunciados. Y a Yamila Guzmán no se la pronuncia.

La primera que vio el fantasma fue Ermelinda, la abuela de Yamilita. Erme,


como se la conoce, es vidente natural. Segpun cuenta, tiene una habilidad que le
viene de familia en la sangre. Su abuela, su madre y ella pueden predecir el futuro y
mantener conversaciones con los que ya no están.

Cuando Yamila desapareció, hasta la policia la pidió a Ermelinda que se


concentrara en adivinar dónde podía estar su nieta. Y ella intentó, intentó, intentó,
y nada. Ni una señal. Nada de nada.

Todo el barrio salió a buscar a la nena. Casa por casa, galpón por galpón.
Honorio se puso el caso al hombro. Juntó a los vecinos en la pista y parado en una
silla dijo unas palabras muy sabias: “Acá solo nos tenemos nosotros, eh. Para la
Justicia somos negros; para la policia somos chorros. La Yami no le importa a
nadie. O nos unimos o nos cagamos”.

Se unieron. Armaron grupos que rastrillaron el complejo palmo a palmo.


Las mujeres entraron en cada casa. Miraron debajo de los catres, adenro de los
roperos y, por consejo de doña Sabrina, hasta revisaron heladeras y lavarropas.
Los varones usaron otros métodos: entre dos o tres se iban llevando por turnos a
los nuevos del barrio y, sin mediar excusa, los cacheteaban. Que dónde está la nena,
que te vieron hablarle, que si no te creemos te vamos a cortar las pelotas, que
dónde estabas anoche y decenas de preguntas más que, entre sopado y sopapo,

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eran contestadas. Los padres de Yamila repetian la historia una y otra vez ante los
micrófonos de la television y de la radio.

La Yami había ido sola a la mercería a comprar unos botones que le hab+ia
encargado su madre; en la merceria aseguraban que la nena se había llevado un
puñadito de botones chicos color azul de dos agujeritos y que la dependienta le
había regalado un metro de cinta de gross con brillitos color violeta.

Los botones aparecieron esparcidos en la calle a pocos metros del complejo;


de la cinta violeta no se supo nada.

Honorio sacó plata de sus ahorros y mandó a empapelar el barrio con la foto
de Yamila; abajo escribió: Yamila Guzmán, ocho años, morocha de pelo por los
hombros, ojos marrones, vestía jardinero de jean y remera roja. La estamos
buscando.

Durante días la cara sonriente de la nena fue lo primero que los vecinos
veían en la parada del colectivo por la mañana y lo último, en las puertas de sus
casas, por la noche.

Se enteraron por televisión; los madrugadores, los primeros. El periodista,


con cara de dormido, dio la noticia. Entre los datos del pronostico y el detalle de las
calles cortadas, dijo “La policía trabaja trabajando de identificar el cuerpo sin vida
que, envuelta en una bolsa de residuos negra, fue encontrado esta madrugada en
una zanja. Creen que podría tratarse de Yamila, la nena perdida la semana pasada.
Vamos a ampliar”.

En procesiónm los vecinos se acercaron a la zanja. Algunos lloraban; otros


rezaban. Ninguno se animó a poner en palabras los que todos sabían: era Yamila.

Ese día, antes de que saliera el sol Yamila Guzmán se convirtió en la niña de
la bolsa. Ese día dejó de ser pronunciada.

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Capítulo 4
La pelea

Ni el frescos del atardecer ni la noche cerrada lograron bajar una


temperatura abrasadora. Honorio pasó la tarde mojando la pista a manguerazos.
Quedó lisita y firme. Está satisfecho.

De a poco los vecinos se van acercando. Todos hombres.

Cayetano no pierde ocasión y monta una mesita de plástico blanco. Ordena,


como si fueran los naipes de un solitario, sánguches de milanesa y latas de cerveza.
Las noches en las que el espectáculo son las riñas de chicos no se pasa música. Las
únicas dos noches al mes en lo que lo único que se escicha son las arengas de
padres que buscan esos pesitos que ayudan a empujar hasta el día 30 o 31.

Las reglas son claras. Las peleas no duran más de cinco minutos, no valen a
golpes bajos ni las patadas en la cabeza, a la primera sangre se corta todo y gana el
lesionado. Honorio es el juez, el que junta y reparte la plata d las apuestas y el
encargado de arreglar las cosas sí, al otro día, algún padre se cobra con una pliza el
fracasp de su hijo. “El derecho de los niños se respeta, eh”, dice.

Lucila quiere ganar. No le importa la cartuchera que le prometió Rubencito;


quiere ganar. Está sentada en la esquina de la pista, en el piso y con las piernas
cruzadas. Su mellizo Jaime le prestó los shorcitos de futbol y una remera azul. Se
ató el pelo bien tirante y se enroscó la trenza en un rodete. No le va a dar a
Martincito la posibilidad de arrastrarla tirando de la cola de caballo.

En una punt, Lucila -otro aplauso-, ella es la campeona de las mujeres. No


pierde nunca, eh. En la otra punta, Martincito –otro aplauso más tímido-, otro
campeón. Otro que nunca pierde. “Las reglas son las mismas y las voy a hacer
cumplir por las buenas o por las malas, eh”.

Lucila escucha a Honorio, está parado en el medio de la pista. Sus hermanos


Jaime y Rubencito le frotan los brazos y la espalda como vieron hacer tantas veces
en las peleas que pasan por televisión.

Martincito, frene a ella, la mira. Su padre le había dicho que tenía que
mirarla con odio para meterle miedo, que si el contrincante tiene miedo se arranca
el combate ganado.

Pero Lucia no tiene miedo, sólo quiere ganar.

Honorio sopla un silbato. Un pitido fuerte y agudo da el arranque de la


pelea.

Martincito, de tan concentrado en mirar a la chica, no lo escicha, el grito de


Amadero lo pone en acción. “Dale, boludo”.

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Es tarde. Lucila dando saltitos se acerca y le pega una piña con el puño
cerrado, como le enseñó Honorio, tantas veces, en el galpón.

Martincito se toca la nariz esperanzado. Si sangra, gana. No sangra. Sigue.

Pega un brinco con bastante habilidad y, con ambas manos, empuja a Lucila.
La nena cae al piso.

El público arenga. Campeona, campeona, campeona.

La campeona se levana rápido. Tener hermanos varones es una ventaja.


Sabe recibir golpes.

El rodete se desarma. No le importa. La trenza le cuelga por la espalda.

Ya no da saltitos, ahora corre y embiste a Martincito con todo el peso de su


cuerpo.

Los dos caen al piso y se revuelcan.

Él intenta, desesperado, agarrar la trenza y tirar como si fuera una soga. No


puede.

Ella estpa encima y golpea. Uno. Dos. Tres.

Los golpes son precisos pero débiles.

Martincito se recupera. Logra agarrarla de las muñecas, tiene fuerza.

El público traiciona. Campeón, campeón, campeón.

Rubencito grita: “Parate, boluda, parate”.

Escucha a su hermano y logra pararse. Se distrae y mira a su mellizo. Jaime


llora.

Lucila siente que las lagrimas de Jaime son por culpa de Martincito. Se llena
de furia. La furia sirve.

Levanta la pierna y con el talón intenta dar el patadón que le había


recomendado Honorio. No consigue llegar a las pelotas del chico, pero el impacto
en la rodilla lo hace gritar de dolor.

Campeona, campeona, campeona.

Martincito empieza a llorar. “Dejá de llorar, maricón, parate y pegá”, grita


Amadeo. Escupe cuando grita.

El nene intenta patear. Lo consigue.

Lucia grita y se dobla. El estomágo le arde.


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Campeón, campeón, campeón.

Honorio mira el reloj como si con el poder de la mirada pudiera adelantar


las agujas. No puede.

Muchos de los que nunca asisten a las riñas de chicas, esta vez fueron a ver.
Alrededor de la pista se forman en tres filas. La primera, familiares y concursantes
habituales; se forman tres filas. La primra, familiares y concursantes habituales; la
segunda, los vecinos del gimnasio; la tecera, cursiosos y novatos.

Sólo una persona ocupa la cuarta fila. Es un hombre.

Llegó sobre la hora, con el combate empezado. No quiere llamar la atención.

Hace días que sigue a Lucila. En la puerta de la escuela. En la panadería. De


la mano de su mellizo. Del brazo de Rubencito. Nunca está sola.

No puede dejar la mirarla. Le recuerda a Yamila. Se parece a Yamila.

Con la palma de la manos se acomoda un mechón de pelo sucio que le cae


sobre los ojos. No quiere que nada interrumpa su faena: mirar a Lucila, que se
parece a Yamila.

Campeón, campeón, campeón.

Los gritos de los vecinos lo sacan de la ensoñacion.

En la pista, Martincito levanta los brazos y se ríe.

Amadeo agita un pilon de billetes.

Rubencito, con un brazo, abraza a Jaima; con el otro, a Lucila.

Honorio agarra, otra vez, el megáfono. “Así están las cosas, un combate muy
duro, qué maravilla de deporte, vecinos, eh. Ganó el machito, pero la Lulita dejó
todo en la pista. Les pido un aplauso para la Lulita –aplauso-; les recuerdo que los
entrenamientos son en mi galpón, si quieren me traen a los pibes y yo se los
convierto en campeones, eh. Nieno, ahora vamos a poner los parlantes con un poco
de música. Cayetano tiene a la venta unos sanguchitos y unas birritas. Celebremos,
vecinos. Gracias por venir”.

Honorio sale de la pista y se acerca a Rubencito, le mete en el bolsillo un


billete de cien pesos.

-Tomá, comprale a la pibe un sanguche o un pedazo de pastafrola. La


próxima gana seguro.

-Bueno- contesta el chico y agarra a sus hermanos de las manos.

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Los tres se ponen en la fila que se forma frente a la mesa de Cayetano. Jaime
dice que no tiene hambre, que prefiere un helado. Rubencito le dice que helados no
hay. Jaime acepta resignado.

Lucila dice que no quiere nada, que tiene el estómago cerrado

-¿Te duele?- pregunta Rubencito.

La nena dice que no con la cabeza. La fila avanza rápido.

Les toca el turno. Un vaso de coca, un sanguche de milanesa y un pedazo de


torta para compartir.

-Me hiciste perder una fortuna, Lulita, yo aposté por vos –murmura
Cayetano.

Lucila siente que las mejillas se le encienden, le arden, pero no llora. Ella
queria ganar y perdió. Tironea la manode Rubencito y se zafa. Corre.

-Lucila, volvé para acá – grita Rubencito.

Ésa fue la ultima vez que escuchó la voz de su hermano mayor.

Corre dos cuadras. Es buena para correr.

La tercera cuadra la hace caminando. Ahora sí le duele la boca del estomago.


La patada de Martincito se hace sentir.

Respira prfundo. El aire fresco entrando en los pulmones la alivia.

Sigue caminando, dobla a la izquierda y se mete en uno de los pasillos del


complejo. Está oscuro. La semana pasada unos chicos más grandes, a pedradas,
rompieron los focos de las luces comunitarias.

De lejos, muy de lejos, escucha la música tropical que sale de los parlantes
de Honorio.

Clava las zapatillas en el piso y deja de caminar. Un ruido a sus espaldas la


pone en alerta.

Por su cabeza se cruza la idea de la niña de la bolsa. Esa tarde anduvo por el
barrio, Martincito la vio. Y Martincito es el campeón. Los campeones no mienten.

Se da vuelta despacio. Y ve una sombra.

No es la niña de la bolsa. Es un hombre. Es alto y se acerca.

Quiere correr y no puede.

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El hombre sonríe de costado, con la mitad de la cara. Un mechón de pelo le
tapa los ojos.

En una mano tiene una bolsa de residuos color negra. En la otra, nada.

Los fantasmas no existen, piensa Lucila.

Los monstruos sí.

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