La Niña de La Bolsa
La Niña de La Bolsa
La Niña de La Bolsa
Florencia Etcheves
Capítulo 1
El gallo tropical
Todas las mañanas, mnutos antes del amanecer, se para en el medio del
playón del barrio. Cierra los ojos, respira hondo, abre los brazos en cruz y mueve
las caderas siguiendo un compás que sólo está en su imaginación.
Honorio Santillán, asi se llama ahora, fue el bailantero con mayor proteccion
internacional.
2
a los piques por el Acceso Oeste y ahí, justo ahí, la veo. Fue como una aparición, yo
la vi clarito, eh, era la Virgen de Lourdes. Se reflejaba en el vidrio pero estaba en el
cielo. Le dije a Meteoro que frenara, que estaba la virgen en la ruta, y no me dio
bola. En un momento me estiré, lo agarré del hombro y lo empecé a zarandear. Que
Meteoro frená, que dejate de joder, que con la virgen no se jode y no me acuerdo
más. Cuando me desperté, estaba en el hospital. Fue una maldición, eh, no hubo
otra cosa, una maldición”.
Ahora mira hacia arriba con el unico ojo que le queda sano; el otro es una
cicatriz, una raya finita al costado del nacimiento de la nariz.
El ojo sano repasa, como todas las mañanas, las casitas que se fueron
construyendo con el sudor, el esfuerzo, las chapas, los ladrillos, el cemento, la cal y
las manos de los pobres diablos que encontraron alrededor de una bailanta
abandonada y a cielo abierto un pedazo de tierra para vivir.
Levanta una pierna y pisa la tierra apelmazada del playón; hace lo mismo
con la otra. Vuelve al primer paso y, después, al segundo. Cadera para la derecha,
cadera para la izquierda.
-Y… no sé, tienen que ir a la escuela. Mi vieja es muy firme con eso de la
escuela.
3
-Está muy bien lo que dice tu vieja, pero ¿sabés una cosa, pibe? La escuela
no sirve para los pibes de este barrio. Lo estudiado no quita lo negro, eh. Lo que
sirve es saber hacer guita, Rubenciyo. Vos lo sabes, yo lo sé.
Ya había el Sol y nadie dejaba la pista, todos querían hacer durar ese
apocalipsis para siempre. Fue la policial la que dio por finalizado el asunto; algunos
vecinos habían tellazos en la vereda.
4
Manuel Ibarra, el líder de la toma, encontró en un armario, el único mueble
que quedó en pie, un pilón de folletos, “El Gallo Tropical, el dueño de la bailanta”,
decían en letras azules.
-Sí, sí, la maldición –rectificó Manuel Ibarra-: me dicen que usted fue el Gallo
Tropical, y la verdad es que yo usurpador, pero no ladrón, ¿me entiende? Acá hay
unos papeles que dicen que usted es el dueño de la bailanta.
Honorio agarró con desgano los folletos que el hombre le entregó con
sumisión. Inclinó la cabeza para que el unico ojo pudiera leer.
-Claro, mi amigo –dijo sin creer en la racha de buena suerte que le había
tocado justo a él, al que nunca le venía una buena-, yo soy el dueño de la bailanta.
Desde ese dpia cada uno de los habitantes de La Luna Loca le paga a
Honorio un alquiler mensual.
Una bendición.
5
Capítulo 2
De gallos y niños
Se olvidaba de ir a la escuela.
Sin embargo, era muy bueno para cumplir órdenes a corto plazo; mentir
también se le daba bien.
Asi que en la esquina les hizo esconder los delantales en sus mochilas y
jurar, a cambio de caramelos, que no iban a contar nada en la cas. Los mellizos
Lucila y Jaime se rieron encantados con la aventura.
Entraron al complejo por la parte de atrás, una abertura que había sido la
salida de emergencia de bailanta. A pocos metros estaba el gimnasio.
-Hola, amiguitos, qué suerte tenerlos acá. El deporte es bueno para la salud,
eh –le da un beso rápido a cada uno y le arrabata el caramelo a Lucila que estaba
por comer-. No, no, no, chiquita, si te ponés gorda no vas a poder pelear.
Los mellizos se suman al grupo de seis chicos que los esperaban formados
en fila.
6
Uno detrás de otro empiezan a correr por el borde del salón. Mirando hacia
adelante, con la cabeza erguida y los ojos abiertos. La nuca que ven es la del
enemigo.
El sueño de Amadeo es tener una hija mujer. Las campeonas ganan más
plata.
-Che, guachito – insiste Amadeo -, hay que armar una pelea entre mi pibe y
tu hermana. Nos llenamos de guita.
7
-Hablemos con Honorio. Él sabe mucho de peleas.
Amadeo asiente.
Honorio Santillán sabe mucho de todo. “En el mundo de los ciegos, el tuerto
es rey” suele repetir hundido en las carcajadas que le provoca su chiste.
Durante varios años pudo subsistir bastane bien con la plata que sacaba de
las riñas de gallos.
Los sábados, por la noche eran una fiesta. Por momentos, la pista de la vieja
bailanta volvía a brillar: música con parlantes que unos chicos habían traído vaya
uno a saber de donde, baila, cerveza y gallos.
Cuando las canciones de Gilda dejaban de sonar, todos sabían que arrancaba
la cosa.
Algunos traían sus gallos en jaulas; otros, en bolsos. Los tiraban de a pares
en el medio de la pista y arrancaban minutos de plumas, cacareos agudos,
aplausos, vítores y sagre. Mucha sangre.
8
Honorio recuerda con mucho cariño esa época en la que gracias a su idea
tantas familias se llevaban unos pesos para arancar la semana con la leche de los
chicos comprada. La pobreza se mide por litros de leche comprada, le había
enseñado, también, su abuela.
Ella era la encargada, junto con sus cuatro hijas, de limpiar los restos de la
fiesta. Los domingos a media mañana, las cinco llegaban con escobas, baldes,
trapos y lavandina a limpiar la sangría. La orden era clara: tenían que meter a los
gallos muertos en bolsas de residuos negras, prender una fogata y quemar los
restos. Un crematorio de gallos, decía una de las hijas, mientras las otras, muy
católicas, rezaban un padrenuestro para que se fueran con Dios.
Así lo hizo durante varios meses hasta que un día una patrulla policial,
alertada por un cartonero que pasaba por la zona, descubrió la maniobra.
Lo que no supo Honorio, ni doña Matilda, ni las cuatro hijas de doña Matilda,
es que un hombre se acercaba a la zanja cada domingo para ver el momento exacto
en el que las bolsas se hundían en el agua estancada.
9
Capítulo 3
Yamila y la bolsa
Lucila está nerviosa. Después del entrenamiento Rubencito los llevó a ella y
a Jaime a comer unos sanguches de queso y apleta al bar de Cayetano. También les
comproó una botella de Coca-Cola de litro para compartir entre los tres.
Eso le dijo Honorio: “Vos tranquila, nena, saltá de un lado a otro, sos buena
para escabullirte. Cuando el boludito se canse le pegas una piña en la nariz, esas
piñas lindas que das vos. Pero acertale a la nariz, eh, que es boludito pero si te
emboca, te mata. Vos fíjate que ser mujer tiene su ventaja, si notas que no podes
más, ahí mismo le das un patadón en los huevos y se termina la cosa. Yo te cubro y
no cobro la falta, eh, ¿entendiste? Bien fuerte en los huevos, que pim, que pam, y
ganás vos. Hay muchas apuestas Lulita, y todas a tu favor. Sos la favorita esta
noche. Dormite una siesta y no cenes pesado, no sea cosa que me vomites la pista,
eh”.
Piensa que no va a dormir siesta porque está nerviosa. Decide ir a dar una
vuelta por el barrio; si tiene suerte la señora que vive en la última manzana del
complejo le convida algún buñuelo de esos con azúcar que cocina para vender en el
tren.
Ella corre más rápido, para eso también es buena, y los alcanza en el
momento exacto en el que, asustados, se esconden debajo del chapón donde
duerme el ciruja. El ciruja no está.
10
Achina los ojos y distingue a Patito, Julián, Marisa, Sabrina y Martincito, el
hijo de Amadeo. Marisa tiembla, llora; los mocos le hacen un surco brillante entre
la nariz y la boca.
Hace tiempo que en el barrio nadie nombra a Ymila, pero los chicos
aseguran que el fantasma de la nena, que muchos no conocieron, anda por las
calles. El olvido está formado por una cantidad enorme de muertos no
pronunciados. Y a Yamila Guzmán no se la pronuncia.
Todo el barrio salió a buscar a la nena. Casa por casa, galpón por galpón.
Honorio se puso el caso al hombro. Juntó a los vecinos en la pista y parado en una
silla dijo unas palabras muy sabias: “Acá solo nos tenemos nosotros, eh. Para la
Justicia somos negros; para la policia somos chorros. La Yami no le importa a
nadie. O nos unimos o nos cagamos”.
11
eran contestadas. Los padres de Yamila repetian la historia una y otra vez ante los
micrófonos de la television y de la radio.
La Yami había ido sola a la mercería a comprar unos botones que le hab+ia
encargado su madre; en la merceria aseguraban que la nena se había llevado un
puñadito de botones chicos color azul de dos agujeritos y que la dependienta le
había regalado un metro de cinta de gross con brillitos color violeta.
Honorio sacó plata de sus ahorros y mandó a empapelar el barrio con la foto
de Yamila; abajo escribió: Yamila Guzmán, ocho años, morocha de pelo por los
hombros, ojos marrones, vestía jardinero de jean y remera roja. La estamos
buscando.
Durante días la cara sonriente de la nena fue lo primero que los vecinos
veían en la parada del colectivo por la mañana y lo último, en las puertas de sus
casas, por la noche.
Ese día, antes de que saliera el sol Yamila Guzmán se convirtió en la niña de
la bolsa. Ese día dejó de ser pronunciada.
12
Capítulo 4
La pelea
Las reglas son claras. Las peleas no duran más de cinco minutos, no valen a
golpes bajos ni las patadas en la cabeza, a la primera sangre se corta todo y gana el
lesionado. Honorio es el juez, el que junta y reparte la plata d las apuestas y el
encargado de arreglar las cosas sí, al otro día, algún padre se cobra con una pliza el
fracasp de su hijo. “El derecho de los niños se respeta, eh”, dice.
Martincito, frene a ella, la mira. Su padre le había dicho que tenía que
mirarla con odio para meterle miedo, que si el contrincante tiene miedo se arranca
el combate ganado.
13
Es tarde. Lucila dando saltitos se acerca y le pega una piña con el puño
cerrado, como le enseñó Honorio, tantas veces, en el galpón.
Pega un brinco con bastante habilidad y, con ambas manos, empuja a Lucila.
La nena cae al piso.
Lucila siente que las lagrimas de Jaime son por culpa de Martincito. Se llena
de furia. La furia sirve.
Muchos de los que nunca asisten a las riñas de chicas, esta vez fueron a ver.
Alrededor de la pista se forman en tres filas. La primera, familiares y concursantes
habituales; se forman tres filas. La primra, familiares y concursantes habituales; la
segunda, los vecinos del gimnasio; la tecera, cursiosos y novatos.
Honorio agarra, otra vez, el megáfono. “Así están las cosas, un combate muy
duro, qué maravilla de deporte, vecinos, eh. Ganó el machito, pero la Lulita dejó
todo en la pista. Les pido un aplauso para la Lulita –aplauso-; les recuerdo que los
entrenamientos son en mi galpón, si quieren me traen a los pibes y yo se los
convierto en campeones, eh. Nieno, ahora vamos a poner los parlantes con un poco
de música. Cayetano tiene a la venta unos sanguchitos y unas birritas. Celebremos,
vecinos. Gracias por venir”.
15
Los tres se ponen en la fila que se forma frente a la mesa de Cayetano. Jaime
dice que no tiene hambre, que prefiere un helado. Rubencito le dice que helados no
hay. Jaime acepta resignado.
-Me hiciste perder una fortuna, Lulita, yo aposté por vos –murmura
Cayetano.
Lucila siente que las mejillas se le encienden, le arden, pero no llora. Ella
queria ganar y perdió. Tironea la manode Rubencito y se zafa. Corre.
De lejos, muy de lejos, escucha la música tropical que sale de los parlantes
de Honorio.
Por su cabeza se cruza la idea de la niña de la bolsa. Esa tarde anduvo por el
barrio, Martincito la vio. Y Martincito es el campeón. Los campeones no mienten.
16
El hombre sonríe de costado, con la mitad de la cara. Un mechón de pelo le
tapa los ojos.
En una mano tiene una bolsa de residuos color negra. En la otra, nada.
17