Clase Federici y Marx Prof. Silvana Vignale

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Universidad del Aconcagua

Facultad de Psicología
Antropología Filosófica y Sociocultural

La acumulación originaria del capital, encierro y caza de brujas


Silvana Vignale

Acumulación originaria del capital

Vamos a comenzar este tema poniendo las cosas en perspectiva. En primer lugar,
respecto de cierta naturalización en lo que se refiere a los modos en que vivimos.
Al trabajo como medio de supervivencia, a la circulación del dinero, a la propiedad
privada, al esfuerzo que es necesario realizar para alcanzar determinadas metas.
Hemos interiorizado las ideas de libertad e igualdad modernas, así como la
percepción de ser “individuos” (con todo lo que eso supone, que va desde lo
ontológico hasta lo político). Pero también en lo que respecta a nuestra circulación
por lo que denominamos “espacios de formación”, por instituciones educativas,
médicas, hospitalarias (Foucault los llamaba espacios de encierro), nuestro modo
de construir y congregarnos en torno a la familia… todo lo que atañe a nuestros
modos de vida tiene una genealogía. Una historia que es la historia política,
económica y cultural en torno a dispositivos teológico-políticos como el de la
persona o el de la deuda. Y también una historia más reciente, moderna, de la
emergencia del individuo en el marco del naciente capitalismo y de la
consolidación de los Estados Nación.

Aunque muchas veces cuando se habla de historia, se la asume como una: y así,
estudiamos la aparición del capital como producto de la conformación de la burguesía,
que comienza a adquirir poder económico en cuanto artesanos y comerciantes se
nuclearon en aldeas, en las afueras de los feudos, y comenzó un mercado de
intercambio de bienes. Desde una visión puramente europea, se nos ha contado cómo
desaparece el feudalismo –donde sólo había dos clases sociales,
la nobleza y los siervos– y surge el capitalismo, gracias a esta tercera clase que
produce el cambio. Como vemos, aquello supone la idea del intercambio como
motor del comercio y del surgimiento de un nuevo sistema económico y político,
que permite financiar los primeros pasos de la Revolución Industrial. Asimismo, la
Revolución Industrial posibilitó que la producción creciera, y permitió la separación
de la burguesía, como propietaria de los medios de producción, del proletariado –
que no era propietario de nada, excepto de su tiempo y de su fuerza de trabajo–.
Mientras más acumulación del capital, mayor necesidad de inversión del mismo, lo
que exige producir más bienes, pero también conseguir más mercados para el
intercambio y para colocar la producción: se puede adivinar que el colonialismo
fue indispensable para el desarrollo del capitalismo, entre otras cosas, porque de
las colonias extraían las materias primas de las que sacaban grandes ventajas. El
garante de la burguesía no fue otro que el Estado, que aparece para salvaguardar
los intereses individuales y la propiedad privada. De modo que en esta historia
pueden encontrarse varias transformaciones del capitalismo: se origina como un
capitalismo mercantil, hacia fines del siglo XVI; continúa como capitalismo
industrial, desde el siglo XVIII y luego en el siglo XX con el fordismo (modelo
productivo que se basa en la cadena de montaje en serie, y debe su nombre a la
fabricación del Ford T, en 1908); y actualmente, desde la Segunda Guerra
Mundial, en su fase financiera, donde rige la especulación de las grandes
corporaciones financieras.

De modo que nada de esto es “natural”. El hecho que se nos presenten como
naturales los modos de producción, la propiedad privada, la penalización de
determinadas conductas que atentan contra ella, o los mismos espacios
disciplinarios por los que circulamos (que hoy se encuentran en crisis), no es otra
cosa que la obturación del pensamiento crítico, la manera en que seguimos
cultivando la propia obediencia a una moral que permanentemente nos exige:
“desea lo que te imponemos”, “sé feliz”, “just do it”, “invierte sobre tí mismo”, etc.

Tampoco el capitalismo fue natural ni la única respuesta posible a la crisis del


poder feudal. En los Manuscritos Económicos-Filosóficos de 1844, Karl Marx
advierte esto en el apartado dedicado al trabajo enajenado: la economía política
tiene como supuestos la propiedad privada y la separación entre trabajo, capital y
tierra. Dice Marx respecto de ella: “parte de la propiedad privada como de un
hecho elemental. No nos la explica. Concibe el proceso material de la propiedad
privada –proceso que ella experimenta en la realidad– bajo fórmulas universales,
abstractas, que para ella, poseen valor de leyes” (Marx, 2010, 104). Es decir,
concibe la propiedad privada como si fuera un hecho “natural”, cuando en realidad
es el producto, el resultado, la consecuencia necesaria, del trabajo enajenado. La
propiedad privada tiene una historia. Y no es la historia de la libertad de los
artesanos y de los comerciantes respecto del yugo feudal y medieval, como suele
presentarse. Como lo mencionamos en la Introducción, la disolución del mundo
feudal de producción gracias a la emancipación del trabajador obscurece la
“transformación del modo feudal de explotación en el modo capitalista de
explotación” (Marx, 2011, 893).

Nos detendremos un momento en un texto fundamental de Marx, incluido en El


capital, que da cuenta del surgimiento del capitalismo a partir de la denominada
“acumulación originaria del capital”, y que descubre no solamente que la
propiedad privada es el resultado de la enajenación de los trabajadores, sino que
aquel proceso de “liberación” respecto del modelo feudal no fue tal, sino un
violento despojo de los campesinos de las tierras, cuya data es el siglo XVI. El
proceso hace referencia a los momentos “en que se separa súbita y violentamente
a grandes masas humanas de sus medios de subsistencia y de producción y se
las arroja, en calidad de proletarios totalmente libres, al mercado del trabajo”
(Marx, 2011, 895).

En el siglo XV la inmensa mayoría de la población eran campesinos libres que


trabajaban para sí mismos cultivando sus tierras y disfrutaban de la tierra comunal
(como el mismo Marx lo señala, en todos los países de Europa la producción
feudal se caracterizaba por la división de la tierra en el mayor número de
campesinos tributarios; y el poder del señor feudal no residía en las rentas, sino
en el número de sus súbditos o campesinos que trabajaban para sí mismos). Pero
a fines del siglo XV y comienzos del XVI una masa fue arrojada al mercado del
trabajo. Como vemos, el trabajo –tal y como lo conocemos hoy– tampoco es un
hecho “natural”. Mediante una serie de leyes, a lo largo de muchos años, se
perpetró en escala colosal el robo de tierras fiscales, pasando, ni más ni menos,
que de la propiedad comunal al robo por ley, con “decretos mediante los cuales
los terratenientes se donan a sí mismos, como propiedad privada, las tierras del
pueblo; decretos expropiadores del pueblo” (Marx, 2011, 906); expulsando a los
campesinos que las trabajaban, y transformando las tierras de labor en praderas
destinadas al ganado. Es así que aquellos “arrojados”, que se mantenían a sí
mismos y a sus familias mediante el cultivo del suelo donde vivían, se encuentran
obligados a trabajar para otros. Las ciudades crecen porque cada vez más gente
busca trabajo y es empujada hacia ellas. Marx cuenta, de esta manera, la
“prehistoria” del capital, el momento en que el dinero y la mercancía son
transformados en capital, mediante la separación de los propietarios del dinero, y
de los medios de producción y subsistencia, y por otro lado los “trabajadores
libres”, vendedores de lo único que poseen: su fuerza de trabajo.

De modo que la acumulación originaria es el proceso histórico de escisión entre el


productor y los medios de producción. Y por ese mismo proceso es que los medios de
producción y subsistencia se transforman en capital, y los productores en asalariados.
Por eso, si bien formalmente libres, los asalariados no dejan de estar bajo una
relación de trabajo forzado. Como lo señala Sandro Chignola, “el derecho, con su
lógica de imputación, fija el sujeto a una voluntad “libre”, pero solo para plegar sus
resistencias, constreñirlo al trabajo, vincularlo a la forma del salario” (Chignola, 2018,
75). Nos interesa reforzar la paradoja: trabajadores libres, forzados a trabajar. Las
tensiones entre libertad y servidumbre u obediencia se remontan
varios siglos; pero, como veremos en adelante, no desaparecen, sino que, por el
contrario, lo que se presentaba bajo al relación con un patrón, en nuestro tiempo
se ha internalizado en cierta relación consigo mismos.

Pero antes de continuar, reparemos en los efectos de la acumulación originaria en


términos de procesos de subjetivación, o para decirlo de un modo más claro, en
los sujetos que emergen a partir de allí. Resulta una fábrica tanto del trabajador
asalariado, como de mendigos y vagabundos.

La fábrica de los asalariados y la de los mendigos y vagabundos

Marx habla de una “creación violenta de proletarios enteramente libres” y de la


“disciplina sanguinaria que los transforma en asalariados” (Marx, 2011, 929). Hay
una fábrica del trabajador asalariado, en cuanto “para el trabajador es mortal la
separación entre capital, renta de la tierra y trabajo” (Marx, 2010, 47). En el
sistema capitalista, como lo señala Marx, una de las formas de enajenación del
hombre reside en que al vender su fuerza de trabajo, se convierte en una
mercancía. “El trabajador se torna tanto más pobre cuanta más riqueza produce
(…). La desvalorización del mundo del hombre crece en proporción directa a la
valorización del mundo de las cosas” (Marx, 2010, 106). Porque el trabajador se
produce a sí mismo como mercancía, permitiéndole existir no sólo como
trabajador, sino como sujeto físico. ¿Por qué? Porque de eso depende su
subsistencia y supervivencia. “El coronamiento de esta servidumbre –dice Marx–
es que sólo en cuanto trabajador se mantiene como sujeto físico, y que solo como
sujeto físico es trabajador” (Marx, 2010, 108). Como lo señala Chignola:

si algún sentido tiene el término biopolítica que pueda asumir un valor “categorial”
por afuera y más allá del canon textual foucaultiano, es exactamente en esta
dirección en la que ha sido utilizado. La potencia de trabajar, comprada y vendida al
igual que cualquier otra mercancía, es trabajo aún no objetivado y sin embargo –
aquí la segunda consecuencia– inseparable de la existencia corporal inmediata del
obrero (Chignola, 2018, 68).

Y si lo extrapolamos al pensamiento de Giorgio Agamben, es considerar al


hombre sólo en cuanto zoé, mera vida, vida despojada de su humanidad y
considerada solamente en cuanto cuerpo viviente. Y hacia eso nos dirigimos en
lo próximo: a determinar en qué medida la biopolítica es el modo en que se
gestiona la vida a favor del desarrollo del capitalismo: seres humanos
disponibles para su explotación: live and let die.

En cuanto a la fábrica de mendigos y vagabundos, se debe a que la sola


expropiación de las tierras comunes del campesinado no fue suficiente para forzar
a los desposeídos al trabajo asalariado. Éstos

no podían ser absorbidos por la naciente manufactura con la misma rapidez con que
eran puestos en el mundo. Por otra parte, las personas súbitamente arrojadas de su
órbita habitual de vida no podían adaptarse de manera tan súbita a la disciplina del
nuevo estado. Se transformaron masivamente en mendigos, ladrones, vagabundos,
en parte por inclinación, pero en los más de los casos forzados por las
circunstancias (Marx, 2011, 918).

Se produce así en toda Europa una “legislación sanguinaria contra la vagancia”,


persiguiendo y castigando a vagabundos e indigentes, que los trataba como
“delincuentes voluntarios”. ¡Sí! Delincuentes voluntarios, como todavía se piensa
hoy de todos aquellos excluidos de la educación y del mundo del trabajo. Y esto
porque “suponía que de la buena voluntad de ellos dependía el que continuaran
trabajando bajo las viejas condiciones, ya inexistentes” (Marx, 2011, 918). Aunque
pareciera ser un texto actual sobre la igualdad como punto de partida o la igualdad
como punto de llegada, se trata de las palabras del mismo Marx que, analizando
la prehistoria del capitalismo, advierte cómo aquellos que no supieron acomodarse
a las nuevas condiciones, aquellos que quedaron outsiders por el cambio en los
modos de producción, eran culpabilizados de su propia situación. Una vez más,
como en la conquista, la modernidad también se inicia trocando víctima y
victimario, y responsabilizando a los propios desvalidos, violentados, marginados,
sobre su propia condición. Invisibilizando así el despojo, la expropiación, los
crímenes.

Tendríamos que decir más: y es que la acumulación originaria fue posible gracias
a la producción de pobres y vagabundos, y de proletariado forzado a trabajar por
un salario. Y que por lo tanto, la migración y los crímenes contra la propiedad bien
pueden entenderse como parte de la resistencia a la que habían sido sometidos
los desposeídos.

Cabe decir que son estos mismos mendigos, vagabundos y locos, errantes y
outsiders del nuevo sistema quienes caen luego en las instituciones disciplinarias
descritas por Michel Foucault. La docilidad y utilidad de los cuerpos, no pueden
dejar de estar presentes en la fábrica del proletariado. Como lo señala Foucault en
el último capítulo de La voluntad de saber, el capitalismo industrial “no pudo
afirmarse sino al precio de la inserción controlada de los cuerpos en el aparato de
producción y mediante un ajuste de los fenómenos de población a los procesos
económicos” .

Pero más importante aún es comprender la relación entre los dos siglos de errancia
de estos sujetos fabricados por el cambio en los modos de producción y su reclusión a
formas de encierro y disciplinamiento. La propia locura, cambia de estatuto, en cuanto
a partir de un determinado momento se vuelve intolerable, contrariamente a lo que
sucedía en la Edad Media. Los grandes hospitales que se abren en Francia e
Inglaterra a fines del siglo XVIII “habían sido organizados en el siglo XVII
esencialmente para aparcar a las personas que no eran capaces de trabajar en el
momento de la formación de las grandes sociedades capitalistas, comerciales y pronto
industriales. En este ámbito, en el terreno en cierto modo de los ociosos, de los
irreductibles al trabajo, se había comenzado a identificar, a aislar,
y a encerrar a los locos” (Foucault, 1999, 81). Que la locura sea considerada a
partir del siglo XVIII como una “enfermedad metal” es para justificar su estatus de
exclusión respecto del trabajo y al mismo tiempo ser integrada a los procesos de
generación de dinero, resituándola en el mercado del trabajo, con la aparición del
hospital mental y la figura del psiquiatra. Otro tanto podríamos decir respecto del
surgimiento de la prisión, como queda referido en Vigilar y castigar. El encierro no
es solamente a los locos, sino a esa masa de individuos ociosos que tienen como
rasgo común

ser estorbos en relación con la organización de la sociedad según las normas


económicas formuladas en esa época. Aparece un internamiento esencialmente
económico. Si es objeto de esta medida de internamiento lo es en tanto y sólo en
tanto que pertenece a la familia mucho más vasta, mucho más amplia y general de
los individuos que obstaculizan la organización económica y social del capitalismo
(Foucault, 1999, 91).

Con lo dicho hasta aquí, podemos advertir que nuestros modos de vida son
históricos. Esto quiere decir, claro, que no podemos pretender mirar las cosas
fuera de la propia perspectiva. Pero además, que aquella violencia descrita por
Marx en el Tomo I de El capital, con la que se expropia y pauperiza a los
campesinos, se actualiza permanentemente en el capitalismo. Quien no trabaja,
es “porque no quiere”, fue el señalamiento a los miles de vagabundos que
quedaron errantes una vez que fueron arrojados del mundo que les permitía
cultivar su propia tierra. Porque fueron despojados forzosamente de sus modos de
vida, violentados, perseguidos, segregados, marginados. Violencia, marginación,
persecución, segregación, que se reproducen desde hace siglos en cada una de
las vidas sin los privilegios de los dueños de los medios de producción, pero
también sin las condiciones forzosas del trabajo asalariado. Las vidas que el
Estado no protege, las que formalmente incluye el derecho en su abstracción,
pero que materialmente no gozan de la igualdad de quienes se encuentran dentro
del círculo de la producción y del consumo. Retomaremos esto un poco más
adelante. De momento, tenemos que ser justas, y completar lo descrito por Marx
respecto de la acumulación originaria del capital. Y es que el capitalismo fue
posible además gracias al colonialismo y al patriarcado.1

1 Por razones de tiempo, nos limitaremos a dejar aquí un extracto de Las venas abiertas de
América Latina de Eduardo Galeano, y la recomendación de su lectura completa:

“Es América Latina, la región de las venas abiertas. Desde el descubrimiento hasta nuestros
días, todo se ha trasmutado siempre en capital europeo o, más tarde, norteamericano, y como tal
se ha acumulado y se acumula en los lejanos centros de poder. Todo: la tierra, sus frutos y sus
profundidades ricas en minerales, los hombres y su capacidad de trabajo y de consumo, los
recursos naturales y los recursos humanos. El modo de producción y la estructura de clases de
cada lugar han sido sucesivamente determinados, desde fuera, por su incorporación al engranaje
universal del capitalismo. A cada cual se le ha asignado una función, siempre en beneficio del
desarrollo de la metrópoli extranjera de turno, y se ha hecho infinita la cadena de las
dependencias sucesivas, que tiene mucho más de dos eslabones, y que por cierto también
comprende, dentro de América Latina, la
Las mujeres y la reproducción de la fuerza del trabajo

Silvia Federici, feminista y activista, es contundente al decir: “en la sociedad


capitalista, el cuerpo es para las mujeres lo que la fábrica es para los trabajadores
asalariados varones: el principal terreno de su explotación y resistencia, en la
misma medida en que el cuerpo femenino ha sido apropiado por el estado y los
hombres, forzado a funcionar como un medio para la reproducción y la
acumulación del trabajo” (Federici, 2016, 28). Según su tesis en Calibán y la bruja,
el desarrollo del capitalismo fue posible gracias a la persecución y disciplinamiento
de las mujeres, mediante la “caza de brujas”, en los siglos XVI y XVII. La crítica
que realiza a Marx es haber descripto el proceso de acumulación originaria desde
la perspectiva del proletariado industrial asalariado, pero sin atender las profundas
transformaciones que el capitalismo introdujo en la reproducción de la fuerza de
trabajo por parte de las mujeres y en su posición social. Otro tanto demanda a
Foucault por la omisión de la caza de brujas y de un análisis exclusivo al
disciplinamiento de los cuerpos de las mujeres. Federici vuelve a relatar la
transición del feudalismo al capitalismo en clave feminista, con atención a las
mujeres y al cuerpo de las mujeres.

Como efecto del proceso de acumulación originaria del capital, hay una gran
migración a las ciudades es por la expulsión de los campesinos, pero al mismo
tiempo, se produce una de las consecuencias más criminales: en Europa (aunque fue
exponencial en América por el “holocausto americano”), en el siglo posterior, la
población cayó drásticamente, en parte por la Revolución de los Precios, aunque
puede tener diversos factores. Lo cierto es que quienes morían no eran los ricos. Al
introducirse el trabajo asalariado forzoso, se produce una de las hambrunas más
grandes de la historia, y la población disminuye de modo dramático. Aparece el
vagabundeo, en un porcentaje altísimo de gente que durante dos siglos (¡dos siglos!)
no encontraban lugar en el nuevo sistema o se rehusaban al trabajo forzado: se
trataba del cambio de una economía de subsistencia a una economía monetaria,
donde se empieza a trabajar por un salario. El hecho es que esa merma en la
población (merma que no era conveniente para un sistema que necesitaba sobre todo
de vidas y de cuerpos a los cuales poder extraerles la fuerza de trabajo) dio lugar a la
penalización de las mujeres y a la caza de brujas, con penas cada vez más severas a
la anticoncepción y al aborto. Las “brujas” no eran sino aquellas mujeres que tenían
conocimiento de plantas y extractos de hierbas que les permitían tener un control
sobre la fecundación e interrupción de procesos de embarazo, entre otras cosas.
Hubo una intensificación de la persecución de las “brujas” con el fin

opresión de los países pequeños por sus vecinos mayores y, fronteras adentro de cada
país, la explotación que las grandes ciudades y los puertos ejercen sobre sus fuentes
internas de víveres y mano de obra. (Hace cuatro siglos, ya habían nacido dieciséis de las
veinte ciudades latinoamericanas más pobladas de la actualidad).”
de regular la procreación y quebrar el control de las mujeres sobre la reproducción.
“No puede ser pura coincidencia que al mismo tiempo que la población caía y se
formaba una ideología que ponía énfasis en la centralidad del trabajo en la vida
económica, se introdujeran sanciones severas en los códigos legales europeos
destinadas a castigar a las mujeres culpables de crímenes reproductivos” (Federici,
2016, 155). Se trata de la política reproductiva del capitalismo, se necesitaba poblar
nuevamente el mundo de fuerza de trabajo, por eso leyes sobre el matrimonio, la
importancia de la familia como institución clave que aseguraba la transmisión de la
propiedad y la reproducción de la fuerza del trabajo. Se marginó a las parteras y
comenzó a tener absoluta injerencia la figura del médico (varón, claro) sobre la
gestión de los embarazos y partos. Se trató de un enorme dispositivo para instalar la
procreación al servicio de la acumulación capitalista.

Es a partir de ese momento que tiene lugar la reclusión de la mujer al hogar y al


cuidado, a partir de una división sexual del trabajo, claramente degradando,
devaluando, el trabajo de las mujeres. Es a partir de allí que nuestros cuerpos son un
territorio político de disputa, a partir de aquél momento ¡hace 5 siglos! el cuerpo de las
mujeres se volvió instrumento para la reproducción del trabajo. No hemos nacido
naturalmente como una máquina natural de procreación y reproducción. Hay que
subrayarlo: sobre el conocimiento de nuestro cuerpo, sobre las prácticas sociales que
asignan determinadas funciones a las mujeres, sobre el lugar social al que se nos
confina, no es metafísica, no es ontología, no hay ningún naturalismo. De lo que se
trata es de hacer historia, de conocerla. De saber cómo los valores morales en torno a
la posición social de las mujeres y a sus roles en la familia tienen una genealogía, se
han construido al fragor de la emergencia del capitalismo.

Finalmente, podemos decir que la violencia, el despojo, la violencia específica


contra la mujer son las precondiciones para la acumulación desigual de la riqueza,
y en tal sentido, siguen funcionando desde hace cinco siglos. Marx pensó que se
trataban de precondiciones históricas del desarrollo del capitalismo, y que
tenderían a ser superadas. Pero como lo señala Federici: “la similitud fundamental
entre estos fenómenos y las consecuencias sociales de la nueva fase de
globalización de la que hoy somos testigos nos dicen algo distinto. El
empobrecimiento, las rebeliones y la escalada “criminal” son elementos
estructurales de la acumulación capitalista” (Federici, 2016, 146).

Por último, queremos subrayar lo que ha estado presente a lo largo de esta clase,
tesis que aparece en el libro de Federici –y que se encuentra muy en consonancia
con Foucault–: y es que la primera máquina desarrollada por el capitalismo fue el
cuerpo humano y no la máquina de vapor, como habitualmente se cuenta.

Bibliografía citada

FEDERICI, Silvia (2016). Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria.


Buenos Aires, Tinta Limón.
CHIGNOLA, Sandro (2018). Foucault más allá de Foucault. Una política de la filosofía.
Buenos Aires, Cactus.
GALEANO, Eduardo. Las venas abiertas de América Latina, 1ªed. 7ª reimp. Buenos
Aires: Siglo Veintiuno Editores).
FOUCAULT, Michel (1999). “La locura y la sociedad”. En: Estética, ética y
hermenéutica. Barcelona, Paidós.
MARX, Karl (2011). El capital; el proceso de producción del capital. Buenos Aires,
SigloXXI.
MARX, Karl (2010). Manuscritos Económicos-Filosóficos de 1844. Buenos
Aires, Colihue.

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