Antologia de Cuentos de Fausto Burgos 1

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ANTOLOGÍA DE CUENTOS DE FAUSTO BURGOS

“Rumi y Huamán”

Rumi, el cargador de piedras de cantería, el inca que pasaba diariamente por la calle de casa,
descalzo, con su chucllo viejo en la cabeza, con el poncho pallay empolvado, llevando a cuestas
una carga de ochenta, de cien kilogramos; Rumi, el indio de pelo cimbado, se había empezado
a secar. Un viejo que curaba a la manera antigua, exclamó al verle: “¡Machusca! ¡Machusca!”.
Rumi pensó para sí: ninguna vez me agarró la tierra. No me senté jamás en tierra de
machucuna.

¿Lo habría embrujado Huaman, el laika viejo? Hija de Huaman era la moza con quien, en
pecado, vivía Rumi. El viejo, al no encontrar a su hija, echó al amante de ella esta maldición:
“Manan hinallachu ckepainki”.

¿Qué hizo el laika? ¿Cómo fue el ensalmo? ¿Dio algún bebedizo al seductor? El cargador
de piedras de cantería se quedaba en los huesos.

Pasó algún tiempo. Rumi buscó y encontró remedio: Allcamari, un brujo más viejo que
Huaman, en secreto se lo dio: “Le darás de puñetes en las narices y le beberás la sangre;
entonces él cogerá tu mal y quedará machusca” –le dijo.

Puesto en cuclillas, Huamana majaba en su marán el maíz brotado para la chicha de jora,
cuando a hurto, Rumi penetró en la pieza y le asió por os cabellos. Huaman puso en alto la
piedra de moler. Tanto lo zamarreaba Rumi que el laika empezó a llorar.

-¡Sajrac! ¡Sajrac! ¿Qué has hecho conmigo?

Vino a ver lo que acaecía la mujer del brujo.

-¿Qué has hecho conmigo, laika?

Plañía Huaman como una guagua depecho.

-¡Te secarás tú ahora! –dijo y empezó a darle de puñetazos en las narices; luego lo
abatió sin mucho trabajo y muy a su placer púsose a beber la sangre que por entreambas fosas
le mánaba, cálida y roja.

De La cabeza del Huiracocha (1932)


“Naatuchic, el médico”

Esta tarde se irá al centro, Naatuchic –me dijo Pablo, un toba lengua.

- ¿Me curará?

- ¡Pero cómo no!... El paisano mío ya sabe que te ha de sanar.

- Naatuchic no tendrá vergüenza y se pondrá su gorro de plumas de ñandú, su faja con


botoncitos y sus collares de uñas de ciervo.

- Yo tampoco le tendré vergüenza.

- Él no habla el idioma delos cristianos, pero ni una palabra, che…

- De toba algunas sé: cotapic, ipac, tegüe, etc.

Tanto se alegró Pablo, que se puso a hablarme de corrido en su lengua natal; le paré el
coche con esto:

- ¡Sohual! (ya estoy mañero) ¡Sohual!

- Rompió a reír; se acordó de sus tiempos de hachero, cunado todo rendido, tiraba el
hacha y exclamaba ¡sohual!

- ¡Sohual!, repite el toba, cuando ya no puede más y se va a su toldo; y durante todo ese
día no vuelve a tomar el hacha, aunque lo muelan a palos.

- - Naatuchic se pone enojadito cuando va a curar.

- - ¿Y si me río delante de él?

- - No te has de reír, che.

- - No te lo aseguro.

- - Naatuchic se irá esta tarde al Centro, mirá que son cincuenta leguas, él se va a pie,
por la vía, solito. Dice que anoche soñó que la china del cacique Saiboloc estaba enferma y que
lo llamaba.

- -¿De qué mal?

- - Del corazón.

- - También soñó que la picaba la yarará.

- - ¿Cobra caro?

- - Has de llevarle una camisa vieja y un sombrero; tus pantalones no sirven; mirá, es
alto como una puerta y gordo.

- Cerca dela fábrica de tanino “La Formoseña”, en Formosa, hay algunas chozas de
tobas; son chozas mezquinas, hechas de paja brava. Antes de llegar a la de Carlitos Viejo, nos
salió al encuentro un mozo que hacía poco que había vuelto del Centro; se llamaba Tesalctac.

- - ¡Ya chupó caña paraguaya mi pobre paisano!...


- Tesalctac caminaba como un borracho; vestía pantalón de casinete, saco de pijama.
Andaba descalzo y con una sola polaina. En viéndonos empezó a gritar. Yo no alcancé ni una
sola palabra suya.

- - ¡Dice que yo los vendo a mis paisanos!

- - No le hagas caso, Pablo.

- Tesalctac, enojadísimo, se aproximó a mi compañero.

- - ¿Queriendo morir los dos?

- - No le hagas caso, Pablo.

- - Dice que a mí me has pagado plata y que a Naatuchic no le llevarás ni una camisa.

- Tesalctac sentóse sobre el pasto húmedo, a la vera del camino, tiró el sombrero y abrió
de parte a parte su saco. Quedó desnudo su busto moreno. Me imaginé que iba a buscar su
arco y sus flechas.

- - ¿Será buen tirador?

- - No yerra tiro…

- Tesalctac no se cansaba de gritar.

- A esa sazón salió Naatuchic, el médico, de su choza. Al salir se dobló como se doblan
los gallos para entrar en una habitación. Su figura daba miedo. Frisaría con los cuarenta años;
era bien plantado; tenía el color del tabaco.

- - El paisano mío te ha de curar. Se pone enojadito.

- No lo saludé. Memiró conojos de víbora. Se había arreglado para recibirme: llevaba


sobre su cabeza un gorro de plumas de ñandú; en el pecho, un banda roja, salpicada de
botoncitos de nácar; en los tobillos, sendos collares de uñas de ciervo.

- A Pablo le habló en lengua toba.

- Sin decirme una palabra me hizo sentar en el suelo limpio; cogió por el mango el
tegüe-tec. Iba yo a cerrar los ojos cuando el médico aplicó sus labios en mi frente. ¿Una
sanguijuela? No sé… no sé… Después… vino un coche a llevarme.

*****

Tendido en el suelo de su choza de paja brava está la mujer de Saiboloc, el cacique toba,
amigo de los cristianos. Dicen que de noche se hace tiras la ropa, vuelve los ojos y grita como
las charatas del bosque. Y para peor delos males, cerca del tobillo la mordió una yarará.

Saiboloc sabe que la picadura de la yarará se cura con la leche de la saripangüi, una
planta cuyas hojas huelen a permanganato; pero… para conseguirla, hay que andar unas veinte
leguas… No le quedaba otro camino que llamar a Forcej, su enemigo, un toba fiero y viejo, que
jamás habló con los Padres, ni con los obrajeros.
Forcej, que era médico, vino preparado para curar a la mujer de Saiboloc. Se puso su
gorro de plumas, sus collares, su babador. En cuanto lo vio el marido de la enferma, arrojó al
suelo su arco, rompió sus flechas de jacarandá y se internó en el bosque.

Forcej mira a la infeliz que está tendida en el suelo, con las piernas hinchadas, el busto
desnudo, los ojos bravíos. Abre dos heridas cerca de los tobillos y empieza a chupar la sangre.
Se cansa, transpira como cuando está al rayo del sol. Ahora ha puesto los labios en el pecho,
cerca del corazón y chupa más recio que una sanguijuela. Cuando se fatiga, mientras la mujer
voltea los ojos, Forcej coge el tegüe-tec, lo sacude a guisa de campanilla y canta con voz grave:

Unagay – tedaisó…
Unagay – tedaisó

“Se está por sanar – la cosa va bien”

Canta hasta que la infeliz se duerme.

*****

En el bosque espeso Naatuchic encontró a Saiboloc.

- - Tu mujer tiene un gusano en el corazón... y la picó la yarará. Yo te la voy a curar.


- - Cuatro cueros de lobo te daré y un sombrero y un revólver.
- - No quiero.
- - ¿Qué es lo que pides?
- - Nada. Yo soñé queme llamabas.
- - Te daré seis cueros de lobo y una carabina.
- - No quiero. Ya voy a verla. ¿Sabes que está por morir?
- - Si la curas, no se morirá.
- - Yo no sé…
- - ¿Qué?
- - Anoche la via la Muerte.
- - ¿Y no la espantaste?
- - Sí, pero en sueños… Yo,para espantarla, le decía:

“Cavem chipagám
Cavem chipagám”

*****

Naatuchic es quien ahora chupa la herida que hay abierta en el costado izquierdo; de
ella extrae sangre gruesa y negruzca. La mujer ya tiene las piernas amoratadas. Forcej, el otro
médico, mira a Naatuchic y todo asombrado coge su tegüe-tec, lo sacude a guisa de campanilla
y empieza a cantar con voz grave:

“Cavem chipagám
Cavem chipagám”

De Naatuchic, el médico (1932)


“Serenata”

Noche de luna. Cielo de mar. Se clavado la Cruz del Sud y han trastornado las cresterías
próximas las Siete Cabrillas. La estrella cordillerana, diamante en el cielo marino, se ha
hundido.

Se ladeó el chorro de la Vía Láctea y el ojo de Marte, a quedo, pierde su tonalidad roja.

Los labriegos que tienen turno de agua, miran la hora en su reloj celeste. Las dos, las tres
dela mañana. ¡Cuidado con dejarse robar algunos minutos, que el agua de regadío viene a los
veinticuatro días!

Los cerros cercanos, tan cercanos que sus primeras cuestas empiezan en el fondo del
bancal de La Capellanía, casona que habitaos, están negros: la cadena de Ambato parece
bañada de un celeste nebuloso. Muchedumbre de copas negras. Terebintos, algarrobos, talas
pispitas, biscotes, naranjos y nogales.

El callejón, espolvoreado de luna.

Siento los compases de un bombo; el bombo campesino es el fiel compañero del violín
de arco de naranjo y de dos o tres cuerdas de guitarra. Bombo y violín de las juergas
carnavaleras, bombo y violín de las sencillas fiestas religiosas.

Con música de bombo y de violín bajan desdelas macías cerreras el santo tutelar dela
familia, para hacerle decir misa.

“¡Patrono San Sebastián, Patrono San Sebastián, a ver si este año nos das buena
cosecha”.

Las Tres Marías han quedado tiradas en el cielo marino. El Choike o Suri, constelación
que da clarita la hora, queda lejos.

[…] Dos hombres vienen por el callejón a cuyos lados crecen talas y shinkis. Traen un
violín y un bombo. Vienen fumando sendos cigarrillos armados en chala […]

De Pomán; Estampas serranas (1933)


“Juan el descubador”

En la punta de un camino de carros, siempre polvoriento y señalado por profundas


huellas, se ve el rancho de chilca y totora de Juan el descubador. A una mano, tierra labrantía;
a la otra, campos cubiertos de blancos carrizales.

Invierno. Blancas están las acequias; blancos los canales, y de trecho en trecho, blanco
se ha puesto el polvo de los viejos caminos.

Debajo de una ramada de chilca, Rosario, la mujer de Juan, teje en un telar parado.
Cerca, los chicuelos de la casa, unos rapaces morenos y descalzos, se están tiesos, a la hila dela
quincha, gozando dela tibieza del sol mañanero.

La tejedora se da vuelta y mira hacia la única pieza de su chozo. Son las ocho y Juan no
se ha levantado.

Rosario: – Juan ¿hasta cuándo vas a dormir? ¡Así vamos a tener plata para comprar algo
para los niños!… Sudar y sudar… ¿para qué? Para que el señor se lleve la plata y se la gaste con
otros borrachines. ¡Juan! Ha venido el compadre: ¿que no van a arar la viña?

El hombre, entre sueños escucha la voz de Rosario y pugna por darse vuelta. ¿Qué le
ocurre?

Legó a deshora, tentó la cama donde dormían su mujer y los hijos; tentó las cobijas
cálidas, luego tendió en el suelo limpio los ristros, las matras, los pellones de su montura y se
acostó. Afuera hacía un frío que agarrotaba las manos, que endurecía la cara… Ni se había
puesto el poncho; traía el pecho casi desnudo.

Rosario: - Juan, ¿que no vas a arar la viña?

Los chicuelos, que están calladitos a la hila de la quincha, vuelven la cabeza.

Andrés: - ¿Quiere que lo vaya a’dispertar?

Rosario: - ¡Así vamos a tener plata con qué comprar algo para los niños!

Deslomarse… ¿para qué? Para que el señor se llévela plata y se la acabe chupando?

Cuando él llegó tambaleante, aterido, ella, que dormía con los chicuelos, sintió el roce
de las manos. ¿Por qué no se acostó a su lado? Pensando en él no pudo dormir; lo veía
acodado en el mostrador de la taberna o tendido a la orilla de un canal…

Rosario: - ¡Juan, Juan!

Andrés, el mayor de los chicuelos, corriendo va a despertar a su padre. Pásale su manita


por la frente, le alisa los cabellos y le dice algunas palabras al oído. El hombre respira a quedo y
se está inmóvil. Tiene la cara salpicada de lodo, el cabello polvoriento.

Andrés: - Vino su compadre José; ya pasaron los bueyes; los llevó arreando el Felipe…
¿Que no van a arar la viña?

El rapaz fija su ingenua mirada en el rostro pálido de su padre. Él también lo sintió


llegar, tarde la noche; pensó que iba a acostarse, como siempre, en la cama común.
Andrés: - ¡Levantesé; el Felipe ya pasó arreando los bueyes!

Rosario: - Deslomarse… ¿para qué? Para que el señor se quede durmiendo; para que el
señor se vaya al boliche y se gaste la plata... Así vamos a tener plata para comprar algo para los
niños…

Andrés lo sacude cariñosamente.

Andrés: - Papá… papá…

Juan: - Ya voy, hijo…

El hombre se incorpora, abre los ojos encendidos, abotagados.

Juan: - ¿Ya pasaron los bueyes de mi compadre?

Andrés: - Esta mañanita.

Juan: - ¿Las tres yuntas?

Andrés: - Sí.

Se levanta, se quita el polvo del traje, luego dobla los ristros, la matra, los pellones.

Juan: - ¿Y la Rosario?

Andrés: - Allá está.

El rapaz señala con la boca la ramada bajo la cual la chamantera teje desde temprano.

Rosario: - ¡A qué hora!... Ya está el sol alto y vos durmiendo… ¿que no van a arar la viña?

Juan: - Así pensábamos… ¿Y los bueyes?

Rosario: - Pasaron tempranito.

Juan: - ¡Arar con bueyes flacazos!

Rosario: - Con ellos estará arando el compadre.

Juan: - ¿Habrá conseguido arados nuevos?

Rosario: - Yo no sé…

Juan: - Los que tiene, para todo sirven, menos para arar…

Juan contempla las tierras labrantías y le parece que va a la zaga de unos bueyes negros,
viejos, ronceros, de ojos enormes y perezosos.

Juan: - Que are solo mi compadre. Viejazas son sus viñas. Yo que él, ya hubiera sacado
unas cuantas carradas de tronquerío.

Se sienta al amor del sol ¡Tas!, ¡tas!, hace la pala de la Rosario. La chamantera teje un
ristro de lana de guanaco. Cuando se da cata de que su marido se ha sentado, dice para sí:
“¿Para qué deslomarse? ¡Ahora no quiere ir a ararla viña!”. Y piensa en los chicuelos rubios de
los vecinos de enfrente; los niños esos andan vestidos de limpio, calzan zapatos, llevan
sombrero; en la casa tienen camas, sillas, mesas. Mira a los suyos: Andrés, el mayor, gasta
sombrero de brin, va descalzo, lleva viejos calzones remendados; es flaco, no tiene color en las
mejillas. Rosita y Julio parecen hijos de mendigos.
Por la carretera pasan hasta cuatro muchachitos que llevan atados muchos trozos de
totora; son los de Salvini, el contratista. Vuelven de la ciénaga, a donde fueron cuando
amanecía.

Andrés: - Ya vuelven.

Rosita: - Ya vuelven.

Juan les mira y piensa: “Cuatro hijos tiene Salvini, el contratista, y los cuatro ya le ganan
plata. ¡Si los míos trabajaran! Diez centavos pagan agora por atar una línea!...

Y ve los ataditos de amarilla totora y ve a los chicuelos que se dan prisa para sacar
hebras con que atar los sarmientos.

Andrés: - ¿Querís que vayamos nosotros también?

Rosario: - ¡Eso solo faltaba!

Juan: - Dame mate, Rosario.

La chamantera deja la pala entre los tupidos planos de la urdimbre, luego va a la ramada
y ceba la lumbre.

Empieza a darle mate. El hombre se está sentado junto a la quincha, al amor del sol, y
mira perezosamente las tierras labrantías, los montes dorados y los montes blancos de la
apartada cordillera…

Regador… -decía Juan para sus adentros- ¿qué gana un regador? El contratista lo tiene
de aquí para allí… A veces toca de noche el turno de agua y hay que regar muchos cuarteles. El
regador tiene que estarse alerta… y después… andar siempre con los pantalones a la rodilla y
las alpargatas llenas de barro.

Estaba de pie, junto a la prensa, en uno de los galpones de la bodeguita de Aldo Franzini;
miraba, a la sazón, los cuarteles plantados de uva criolla, por cuyos largos callejones andaba
una lechigada de chicuelos.

- ¡Qué silencio –exclamaba para sí.


- Dos meses antes, un ir y venir de carros llenos de bordelesas cargadas de racimos, un ir
y venir de carros que levantaban blanca polvareda, el zumbido del motor, los gritos de los
carreteros, Juan veía patente la densa polvareda blanca. Aldo Franzini salió del cuadro
principal de la bodeguita, todo salpicado de sulfato de cal.
- - Eh… don juan ¿en qué está pensando?... ¡A trabacar, a trabacar… que el que mucho
trabaca mucho gana!...
- (Juan le asió cariñosamente de la manga de la camisa y le dijo a media voz).
- - Vea, don Aldo… ¿por qué no se busca otro descubador?... Yo ya no sirvo para este
trabajo… Hace un ratito, me quise descomponer al entrar en una cuba… Casi me volteó el gas.
- - Eh… eh.. Juan… usted tiene muquer y tres hicos y hay que trabacar… Ahora ¿qué otro
trabaco le damo? No hay otro trabaco…
- - Vea, don Aldo…
- - Cuando yo era mozo como usted, también me entraba en las cubas. Y entonces había
una señoras cubas…
- - Yo ya no sirvo, don Aldo…
- - Eh… don Juan… usted tiene muquer y tres hicos; ¡hay que trabacar!
- Me quedaré adentro como se quedó mi compadre Emeterio
- - Eh… su compadre… su compadre andaba trabacando curao; no lo volteó el gas: se
cayó él solito…
- - Otro descubador lo sacó.
- - Se cayó él solito. Era un borrachín.
- - Y se lo llevaron en unas angarillas… Por ganar tres pesos…
- - Se cayó él solito.
- Emeterio González, un descubador, mientras paleaba dentro de una cuba, cayó boca
abajo y como dormido quedó.
- Juan cogió su cesta; tenía la cara, las manos, la ropa, manchadas de la tinta del orujo.
¡Cuántas cestadas había sacado ya! El trabajo era penoso. A cada instante el gas quería
asfixiarlo. Subía a las cubas por una escalera, bajaba por otra; después, salía de prisa con la
cesta llena e una pasta morada, mezcla de pellejos de uva, de semillas y de escobajo. Juan
penetró en el cuadro principal dela bodega. ¡Qué silencio! Y evocó nuevamente el bullicio de la
cosecha, el zumbido del motor, el aroma de la uva molida. El gran salón estaba penumbroso,
frío, oliendo a mosto, a madera de álamo. A la hila de los altos muros, enormes toneles y cubas
de fermentación.
- Dejó el cesto en el suelo y miró de alto a bajo la última cuba que tenía que limpiar.
Cuando puso el pie en el tercer barrote de la escalera, tuvo miedo y tembló, tembló… “¿Y la
mujer? ¿Y los hijos flacos y descalzos?”… Se le cayó la cesta de las manos; bajó a levantarla;
tornó a subir con ella y arriba, arriba, en el filo de la última cuba que tenía que limpiar se
quedó un instante. Bajó, cogió la pala. No había llenado aún la cesta, cuando sintió un vahído,
le faltó el aire y vio una nube negra. Soltó la pala y cayó boca abajo, sobre la superficie
húmeda, oliente a mosto. El gran salón quedó como antes: penumbroso, silencioso, frío…

De Cara de tigre (1928)

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