El Club de Detectives - Gregg Dunnett
El Club de Detectives - Gregg Dunnett
El Club de Detectives - Gregg Dunnett
menos. Así que no es extraño que abra una agencia de detectives privados en
la solitaria Isla de Lornea. Lo que sí es más raro es que consiga una cliente de
verdad y una socia, pero ambas están un poco locas, a su manera. Casi sin
quererlo, Billy se encuentra investigando el caso de un hombre que
desapareció hace cuarenta años en circunstancias misteriosas. Y aunque
parezca una historia antigua, sus erráticos esfuerzos destapan pistas que
llevaban enterradas mucho tiempo.
Al mismo tiempo, el oculto pasado de Billy regresa para perseguirlo de la
manera que menos se espera. Billy debe usar su combinación de encanto,
optimismo juvenil y astucia científica para resolver dos misterios, antes de
que sea demasiado tarde. Porque al menos una de las personas en las que creía
que podía confiar está dispuesta a acabar con él.
¿Conseguirá Billy identificar al culpable antes de que sea demasiado tarde?
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Gregg Dunnett
El club de detectives
Isla de Lornea - 2
ePub r1.0
Titivillus 28.02.2024
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Título original: Detective Club
Gregg Dunnett, 2019
Traducción: M. L. Chacon
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CAPÍTULO UNO
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gran planta de yuca y según la miro me doy cuenta de que hay una
salamanquesa trepando por el tronco. Bueno creo que es una salamanquesa,
tiene los dedos grandes y desde luego no se parece a ninguna de las especies
de lagartija que tenemos en la isla. Me inclino para observarla de cerca pero
me paro cuando noto que la señora Weston ha dejado de teclear y me está
mirando. Me pregunto de dónde habrá salido. ¿Quizá alguien la tenía de
mascota, se escapó y acabó aquí en el instituto? O a lo mejor siempre ha
vivido en esta planta y nunca nadie se ha dado cuenta. ¿Igual es la mascota de
la señora Weston?
De repente oigo un gran alboroto en el otro extremo del pasillo. Levanto la
vista y veo al profesor Richmond caminando hacia nosotros acompañado de
una estudiante. Parece que está trayendo a regañadientes a una chica a la que
agarra con el brazo en la espalda como si fuera un policía y la hubieran
arrestado. Parece muy enfadado. Pero en realidad, si acaso, la chica parece
aún más enfadada.
—Siéntate aquí y no te muevas —refunfuña el profesor Richmond cuando se
pone a mi altura. Por un momento temo que la chica vaya a desobedecerle
pero se deja caer en una silla, con las piernas abiertas en lo que me parece un
ángulo un poco incómodo. Por desgracia para mí, es la silla que está al lado
de la mía.
Es mi culpa en realidad. Había solo tres sillas y si hubiera sido más inteligente
me habría sentado en la del extremo. Así si alguien viniera se habría sentado
en la silla del otro extremo y todavía quedaría una silla vacía en el medio.
Pero no estoy acostumbrado a venir al despacho de la directora así que no se
me ocurrió pensarlo.
Hago lo posible por no mirar a la chica. En cambio, observo al profesor
Richmond mientras habla con la señora Weston. Supongo que le estará
contando lo que ha hecho la chavala, pero no oigo lo que dice porque está
hablando en voz muy baja. Luego se da la vuelta para irse. Al hacerlo se fija
en mí y da un pequeño respingo de sorpresa. Seguramente es porque soy un
buen estudiante y no se esperaba verme aquí. Me dispongo a explicarle que ha
habido un malentendido pero el profesor Richmond no me pregunta nada,
solo me lanza una mirada de decepción y se va. A continuación, la señora
Weston entra en el despacho de la directora Sharpe, supongo que para decirle
que ha venido otro estudiante. Aprovecho y me muevo a la silla del extremo
para no tener que estar justo al lado de la chica. Me viene bien porque estoy
más cerca de la yuca y tal vez pueda identificar qué tipo de salamanquesa es.
—¿Qué pasa, que huelo mal?
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Es la chica la que habla.
—¿Cómo dices?
—He preguntado si huelo mal.
—¿Qué? Ah. No. Bueno, no lo sé…
La verdad es que no me he percatado de ningún olor pero no voy a inclinarme
y olerla, eso sería raro.
—Creo que no —concluyo.
Me mira a los ojos durante un buen rato y luego aparta la cabeza como si no
me mereciera su atención. Me siento bastante aliviado y me vuelvo para
observar la salamanquesa. No sé qué comen. Supongo que moscas y cosas así,
pero tal vez coman plantas de yuca. Tendré que buscarlo en Internet más
tarde…
—Vaya mierda ¿no? —interrumpe la chica de nuevo.
No respondo. Trato de concentrarme en la salamanquesa. Creo que leí en
alguna parte que se pueden encontrar en cualquier parte del país, debido al
calentamiento global y también a la forma de transportar los plátanos…
—¿Qué has hecho para que te manden a ver a la directora? —Es la chica de
nuevo. Repaso en mi cabeza los últimos días.
—No lo sé.
—¿Qué quieres decir con que no lo sabes? ¿Cómo puedes no saberlo?
—No lo sé.
—¿No sabes cómo no lo sabes?
Recapacito un instante.
—No.
Frunce el ceño ante mi respuesta y luego mueve la cabeza de nuevo.
—En realidad yo tampoco. Solo sé que es todo una puta mierda.
Me giro para mirarla. Entiendo que esté enfadada porque la hayan traído aquí,
pero no creo que decir palabrotas delante del despacho de la directora le vaya
a ayudar, sea lo que sea que haya hecho. La observo durante un momento
mientras mira hacia la pared de enfrente. Es un poco mayor que yo y va
vestida casi toda de negro. Lleva unas enormes botas Dr. Martens y supongo
que su oscuro pelo debe de estar teñido de azul, porque no me parece un color
muy natural. No tengo la oportunidad de ver más porque entonces se vuelve
hacia mí. Desvío la mirada pero durante un buen rato siento como me mira
fijamente.
—Tú eres el chaval ese, ¿no?
Al principio no respondo pero no tiene sentido negarlo.
—Sí.
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No dice nada más pero noto que sigue mirándome. Es todo un alivio cuando
la señora Weston sale del despacho de la directora y se dirige hacia mí.
—¿Billy Wheatley? La directora Sharpe te está esperando.
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CAPÍTULO DOS
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—Y estoy segura de que sabes de sobra que hay procedimientos sólidos y
claros para tratar cualquier… —duda, y por primera vez durante un instante
desvía la mirada—, cualquier problema que sientas que puedes tener en el
instituto. —Vuelve a mirarme a los ojos.
Hay un silencio muy largo.
—Vale.
Empiezo a preguntarme si se va a acabar la conversación y voy a seguir sin
saber de qué va esto. La directora sacude la cabeza y continúa.
—Tiene gracia. Dadas las circunstancias, hay quien podría decir que lo que
has hecho tú constituye acoso escolar. —Inclina la cabeza hacia un lado y
vuelve a guardar silencio.
Por fin tengo una idea de lo que podría tratarse. El término «acoso escolar» y
la forma en que lo ha dicho, haciendo hincapié en la parte «escolar», me dan
una pista. Abro la boca para responder, pero luego cambio de opinión. Me
muerdo el labio.
Esta vez la directora levanta ambas cejas.
Me muerdo el labio de nuevo.
—Ah —digo al final.
—Ah —repite la directora mientras sacude la cabeza—. En realidad estoy
sorprendida, Billy. ¿De verdad pensaste que no me iba a enterar? ¿Pensaste
que no lo iba a descubrir? Tengo verdadera curiosidad. Porque está claro que
no puedes haber pensado que era una buena idea. Te creo más listo que eso.
Antes de seguir adelante, quiero asegurarme de que he entendido bien la
razón por la que está enfadada, así que la interrumpo, pero solo un poquito.
—¿Se trata de la idea de Kickstarter?
La directora suspira de manera exagerada.
—Sí, Billy. Me refiero a tu idea de Kickstarter. —La directora hace una pausa
elaborada antes de continuar—: En la que acusas a varios alumnos de este
centro de ser abusones y describes públicamente que este centro tiene un gran
problema de incidencias de acoso escolar.
Intento recordar. Pasó hace varias semanas y se me ha olvidado exactamente
lo que escribí. No he olvidado la idea, porque era una buena idea. Y quería
llevarla a cabo de inmediato porque, a veces, cuando tengo una buena idea, a
los pocos días se me olvida y esta vez no quería que eso sucediera. Pero no lo
consigo, he olvidado las palabras exactas que utilicé.
—Probablemente no vaya a hacerlo ahora. Me refiero al proyecto.
Abre la boca para responder, pero la vuelve a cerrar. Parece un poco
frustrada.
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—Esa no es la cuestión, Billy. La cuestión es que has nombrado a ciertos
estudiantes en un foro público sin darles la oportunidad de responder a las
acusaciones. Has atacado la reputación de este centro —deja escapar un lento
suspiro—. Tan solo agradezco que me lo hayan hecho saber antes de que
alguno de los chicos implicados se diera cuenta. O de que sus padres lo
vieran.
Será mejor que me explique. Sobre todo porque la directora acaba de describir
Kickstarter como un foro, cuando no lo es. Pero claro, ella es adulta y muchos
adultos no entienden muy bien de Internet. Verás, Kickstarter es una página
web para hacer que las buenas ideas se hagan realidad. Publicas tu idea, por
ejemplo un nuevo invento, un libro o una película, y si hay suficientes
personas de acuerdo con que es una buena idea, te dan el dinero para que se
haga realidad. No tiene nada que ver con un foro. Los foros son lugares en los
que la gente discute en Internet y creo que hoy en día no se utilizan mucho.
—Estoy muy decepcionada contigo, Billy. Tienes una buena reputación en el
Instituto. No eres de los que alborota, pero socavar el buen nombre de este
centro de esa manera… Acusar a tus compañeros. Es incomprensible.
La directora tiene un ordenador en la mesa y mueve el monitor para que yo lo
vea. Me sorprende ver que tiene mi página web de Kickstarter en la pantalla.
Veo, en la parte superior, el logotipo que hice con las palabras «Rastreador de
acosadores» en rojo, junto a una pequeña imagen de una torre de radar
emitiendo pequeñas ondas de radio circulares. Pensé que explicaba muy bien
la tecnología detrás de la idea del rastreador. Consiste en hacer que los
acosadores lleven un dispositivo especial de seguimiento, probablemente una
pulsera en el tobillo que no puedan quitarse, como las que llevan los
delincuentes, y que los que quieran mantenerse alejados de los acosadores
utilicen sus teléfonos móviles para ver dónde están en tiempo real. Incluso se
podría configurar una pequeña alerta para que recibas un mensaje cuando los
acosadores se acerquen demasiado. Es buena idea, ¿a qué sí?
—Aunque aprecio el sentimiento que hay detrás de esta idea, ponerles
nombre a estos chicos está muy mal. Solo espero que podamos bajarlo antes
de que se enteren los padres.
—Seguramente sean también unos matones.
—¿Qué dices?
—Los padres. Al menos parecen matones solo que han crecido…
—¡Billy! ¡No te he llamado para debatir el asunto!
Dudo por un segundo.
—Entonces, ¿por qué me ha dicho que venga?
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La directora Sharpe mira hacia otro lado, como si un pajarillo acabara de
pasar por la ventana y estuviera planeando cómo cazarlo. Luego se vuelve
hacia mí.
—La cuestión es que no le has dado a ninguno de estos chicos la oportunidad
de refutar tus acusaciones. Y la forma en que tergiversas las actuaciones de
este centro es extremadamente perjudicial.
—Pero no es tergiversar si pasa de verdad…
—¡Billy! La razón por la que te he llamado es porque vas a borrarlo, ahora
mismo.
Grita lo suficientemente fuerte como para que la señora Weston pueda oírla
desde fuera. Y la otra chica también. Me quedo callado.
Desliza el teclado hacia mí, pero no es inalámbrico y se atasca porque el cable
no es lo suficientemente largo. Se pelea durante unos momentos con el cable
para extenderlo. Por fin lo pone delante de mí.
—¿Supongo que puedes conectarte desde aquí?
No puedo evitar fruncir el ceño. Ya te dije que los adultos no entienden de
Internet. Tengo una copia de todo en casa así que aunque lo borrase aquí
mismo no pasaría nada. La miro, preguntándome si de verdad es posible que
no sepa este detalle. Pero me devuelve la mirada, con la cara blanca y una
vena gorda palpitándole en el cuello. Así que no digo nada. En su lugar,
tecleo mis datos de acceso. Sigue mirándome y tengo que pasar el brazo por
encima del teclado para evitar que vea mi contraseña mientras pulso las
teclas. Desde el otro lado del escritorio la oigo suspirar.
—En realidad no estoy seguro de cómo borrarlo —le digo, mientras se carga
la página—. Nunca he borrado un proyecto en Kickstarter.
—Eres un chico inteligente Billy, estoy segura de que encontrarás la manera.
No respondo, sino que dirijo mi atención a la pantalla. La verdad es que es
muy fácil. Momentos después la pantalla dice:
«¿Estás seguro? ¡Este Kickstarter ha sido financiado!»
No lo sabía. Levanto la vista para decírselo.
—Ya ha recaudado un 4,2 % de los fondos requeridos.
Espero que esté al menos un poco sorprendida con este dato pero no dice
nada.
—Puse el presupuesto en 50.000 dólares, lo que significa que ya ha recaudado
2.100 dólares…
—Soy muy consciente de cómo funciona Kickstarter —responde la directora
Sharpe. Aunque no lo es, ya que acaba de llamarlo foro. Su voz sale fría como
el hielo, pero persevero. Después de todo, es un detalle importante.
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—Por lo que solo necesita otros 47.900 dólares para que pueda llevarse a
cabo. ¿Sabe una cosa? Creo que este sistema podría ayudar a muchos
estudiantes…
Vuelve a suspirar.
—Billy, ¿has empezado a trabajar en crear el dispositivo? ¿O el programa que
lo haría funcionar?
—No. Pero por eso puse los detalles del instituto. Pensé que tal vez si alguien
de Google lo viera podría querer ayudarme a escribir el programa. Y una vez
preparado necesitarían un lugar para probarlo. Así que pensé que podrían
hacerlo aquí, en el instituto de Newlea.
—¿Y no se te ocurrió consultarlo conmigo primero? —espetó—. ¿Ya que soy
yo la directora del instituto?
No respondo de inmediato. Tal vez debería haberle pedido permiso.
—No pensé que le importara —digo—. Siempre dice que no se debe tolerar el
acoso y todo eso.
La directora suspira muy fuerte.
—Billy, mi trabajo es asegurar que el instituto Newlea sea un entorno seguro
y acogedor para todos los estudiantes…
—Pero no lo es. Hay matones por todas partes. Y nadie hace nada al respecto.
Parece sorprendida. Es como si lo que acababa de decir fuera algo increíble.
—Billy… Billy, eso no es… Simplemente no es el caso. Existen
procedimientos, rigurosos pasos a seguir… —Se recompone antes de
continuar—. Billy, si crees que eres víctima de acoso escolar tienes que
hablar con tu tutor, o con cualquier otro profesor. O puedes venir
directamente a mí.
No digo nada. Si eso funcionara no habría necesitado inventar el «Rastreador
de acosadores», ¿no?
—¿Tienes problemas de acoso escolar, Billy?
Tardo mucho en contestar. No puedo evitar pensar en lo que siempre me dice
papá, que hay que ignorarlo. Que hay que agachar la cabeza y no darle
importancia. Que las cosas, con el tiempo, mejorarán… Aunque nunca lo
hagan.
—No.
Parece exasperada y se frota la frente.
—Muy bien… Entonces sugiero que borres esto y dejemos atrás este
episodio.
Vuelvo a mirar la pantalla. El importe de la financiación aparece en grandes
letras verdes: $2.100. De este dinero no tengo copia en casa. Me parece una
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pena perderlo. Pero no me queda otra opción.
Así que presiono el botón de eliminar.
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CAPÍTULO TRES
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En respuesta, cierra la manguera y señala un saco de plástico justo detrás de la
puerta.
—Gracias —digo, y luego añado—. ¿Cuánto tiempo vas a tardar?
Mira alrededor del almacén.
—Una hora más o menos.
Enseguida enciende la manguera y vuelve a rociar el suelo.
—¡Vale! —grito por encima del ruido—. Te veo en la camioneta.
Agarro el saco; es bastante pesado, pero es sobre todo por el hielo. Me
aseguro de que esté bien cerrado y me lo pongo al hombro. Luego vuelvo a
salir y lo meto en la camioneta de papá al lado de mi mochila.
Papá solía tener un trabajo mucho mejor. Cuidaba las propiedades del Sr.
Matthews, que es también el dueño del Gran Hotel de Silverlea, pero lo
perdió hace un par de años después de todo el asunto de la turista asesinada.
Es una historia un poco larga, pero resumida es así: una adolescente
desapareció y la policía pensó que papá la había matado. Me avergüenza un
poco admitir que yo también lo pensé. Obviamente no fue él pero era la
segunda vez que culpaban a papá de asesinato, así que, bueno, los hay que
piensan que cuando el río suena agua lleva. Supongo que el Sr. Matthews era
uno de ellos, porque le dijo a papá que ya no necesitaba a nadie para cuidar
las propiedades de vacaciones. A las pocas semanas nos dimos cuenta de que
esa no era la verdad ya que oímos que había contratado a otro para ese puesto.
Entonces, durante mucho tiempo, papá no conseguía trabajo porque parecía
que nadie confiaba en él. Dice que solo consiguió este trabajo porque es el
tipo de curro que nadie quiere hacer. Y es un poco desagradable la verdad.
Pero es bueno para Steven.
Como tengo una hora libre salgo del puerto comercial y me dirijo hacia el
puerto deportivo. Me encanta visitar el puerto. Me gusta ver las
embarcaciones. Hay de todos los tamaños y formas, desde pequeñas barcas de
vela hasta enormes yates a motor. En realidad, no está permitido entrar en los
muelles, a menos que tengas un barco, por supuesto, pero no pasa nada
porque sé cuál es el código de entrada. Miro a mi alrededor para asegurarme
de que no haya nadie mirando, abro rápidamente la cancela y la atravieso.
Me gusta cómo se mueve el muelle mientras camino. Es como si ya estuvieras
a bordo de una embarcación incluso antes de subir a una. Vengo bastante a
menudo, me gusta ver los diferentes barcos y decidir qué tipo voy a tener
cuando sea mayor. Probablemente será uno con cabina de los más pequeños
ya que voy a ser científico y ya se sabe que no ganan mucho dinero. Después
de todo lo que pasó con papá, durante una temporada, pensé en ser inspector
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de policía porque noté que a la policía le vendría bien algo de ayuda. Al final
cambié de opinión porque me di cuenta de que la ciencia es más importante.
De todos modos, tampoco creo que los inspectores ganen tanto. Y ciertamente
no tienen tiempo para salir de paseo en barco.
Sigo caminando hacia donde están amarrados los barcos de pesca deportiva
más grandes. Algunos son realmente llamativos, con enormes puentes
volantes y ventanas negras. No es que me gusten pero admito que, a su
manera, son interesantes. A los turistas con dinero les gusta alquilar estos
barcos. Los patrones los llevan a altamar, les ayudan a pescar y les dan
comida y cerveza. Es algo en lo que he estado pensando mucho últimamente.
El barco que a mí me gusta está justo al final. Tiene 39 pies de eslora, es
decir, 11,8 metros y, aunque también es un barco de pesca de alquiler, es un
poco más viejo y parece más bonito por ello. De alguna manera es más
acogedor. Se llama «La Dama Azul». Avanzo por el muelle hasta que estoy
situado justo en frente. Ya que no hay nadie mirando me atrevo a extender la
mano para tocar el barco. Con cuidado acaricio la fría barandilla de acero.
Antes estaba brillante pero ahora se ha vuelto un poco opaca por el tiempo y
el agua salada. Este barco ya no se utiliza para el alquiler porque el
propietario es demasiado viejo. Así que lleva aquí, sin que nadie lo use ni lo
cuide, un montón de tiempo, al menos desde que papá trabaja en el almacén
de pescado.
Echo un vistazo alrededor del puerto. Hay varios camareros sacando mesas
para la cena en varios restaurantes pero parece que no me han visto. Así que,
con mucho cuidado, pongo las dos manos en la barandilla y salto para
atravesar el pequeño hueco de agua azul y transparente que hay entre el barco
y el muelle. Enseguida siento que la embarcación se hunde bajo mi peso pero
lo hace de manera muy tenue ya que es un barco bastante grande. Avanzo con
cuidado y me sitúo en la parte de atrás. El suelo de madera está en buen
estado. Hay una escalera que lleva al puente, donde se sienta el patrón, con
vistas a la parte superior del barco. Y hay puertas de cristal que me permiten
ver el interior de la cabina. Es luminosa y está limpia; hay una modesta zona
para cocinar, una pequeña mesa para las cartas de navegación y unas
escaleras. He visto en Internet que también tiene dos dormitorios y un baño
pero nunca lo he visto por mí mismo. Sé que la puerta está cerrada con llave,
pero lo intento de todos modos, y cuando no se abre aprieto la cara contra la
ventana, tratando de imaginar cómo sería estar dentro de la cabina en mar
abierto. ¿Qué se sentirá al estar al mando de tal embarcación?
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Me quedo así un rato y luego subo por la escalera hasta el puente. Esta es mi
parte favorita de todo el barco. Aquí arriba se puede ver todo alrededor. Hay
un techo de tela que impide el paso del sol y una pantalla de plástico para el
viento, así que está resguardado y te sientes protegido de los elementos. Me
siento en el asiento del capitán y pongo las manos en el timón. Observo los
controles de mando. Hay un GPS, un medidor de profundidad y, el que más
me entusiasma, el buscador de peces. Funciona enviando ondas sonoras al
océano y, si hay algo abajo, como un banco de peces, la onda sonora rebota y
la pantalla muestra la situación del objeto con el que ha chocado. No solo
rebota en los peces, por eso mi idea es tan buena. Podrías usarlo para
encontrar cualquier cosa. Podrías usarlo para encontrar…
—¡Oye chaval! —una voz aguda se interpone de repente desde muy cerca.
Doy un pequeño salto de sorpresa.
—¿Qué leches estás haciendo ahí subido?
Hay un hombre de pie en el muelle justo al lado del barco, lleva el uniforme
azul de la empresa de seguridad privada que patrulla el puerto.
—¿Estás aquí con alguien?
Sopeso la posibilidad de contarle que papá trabaja en el almacén de al lado y
decido no contárselo.
—No.
—Entonces baja de ahí.
Me tienta la idea de ignorar esta interrupción, de seguir soñando que este es
mi barco y estoy muy lejos en el océano haciendo importantes trabajos
científicos…
—¿Eres sordo o tonto? He dicho que te bajes de ahí ahora mismo.
A regañadientes, dejo que la imagen se desvanezca de mi mente y hago lo que
me dice. Bajo la escalera, salgo de «La Dama Azul» y vuelvo a subir al
muelle. No miro al guardia de seguridad pero siento que me está mirando
todo el tiempo. Entonces alarga la mano para cortarme el paso.
—Yo a ti te he visto antes por aquí, ¿no? ¿Merodeando?
No respondo. Intento pasar de nuevo pero me está bloqueando el paso.
—Esto es propiedad privada. No hay acceso público. ¿No sabes leer las
señales?
—Este barco no es privado. Está a la venta. Quieren que la gente lo vea para
poder venderlo.
Esto detiene al hombre por un momento, pero solo un instante.
—¿Y qué? ¿Se supone que debo creer que un gamberro como tú lo va a
comprar? Lárgate, ¿me oyes? Si te vuelvo a ver subir a los botes llamo a la
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policía. ¿Lo entiendes?
Por fin baja el brazo para que pueda pasar pero se queda de pie en medio de la
pasarela, así que tengo que acercarme al bordillo para pasar por su lado.
Tengo la extraña sensación de que va a empujarme al agua, pero no lo hace.
Siento que me sigue de cerca mientras vuelvo a subir por el muelle hasta la
cancela. Durante todo el camino siento que me estoy poniendo colorado.
De vuelta al almacén de pescado espero mientras papá se quita el mono y
cuando sale caminamos juntos hacia su camioneta. Por el camino pasamos
por el escaparate de un corredor de yates que muestra anuncios de barcos a la
venta. Intento acercar a papá mientras pasamos. Cuando estamos a la altura
del anuncio que quiero, lo señalo.
—Mira papá, «La Dama Azul» sigue a la venta.
Pero papá me ignora.
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CAPÍTULO CUATRO
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el pico negro y las patas rosadas. Le encanta el pescado. Por eso nos viene
bien que papá pueda traer sobras del almacén, para alimentarlo.
Le doy más o menos la mitad de los restos de pescado hasta que me indica
que está lleno moviendo la cabeza. Entonces estira las alas, son tan grandes
que casi tocan ambos lados de mi habitación a la vez. Las agita un poco
mientras da saltos por la habitación y después se pone de pie en su caja y
comienza a acicalarse. Steven ya puede volar pero Gerry, que trabaja en el
centro de rescate de aves silvestres y me está ayudando a cuidarlo, me dijo
que debería dejarlo dentro un poco más para que se fortalezcan sus alas antes
de que pueda usarlas. Dentro de nada ya voy a tener que dejarle salir al
exterior porque me tiene la habitación hecha un desastre.
Una vez que he dado de comer a Steven hago la cena para papá y para mí,
luego hago los deberes y después trabajo en mi nuevo proyecto. Aún me
siento un poco deprimido por lo que ha pasado con el guardia de seguridad así
que cojo el portátil y bajo a sentarme con papá en el salón. Es raro porque en
realidad no está viendo la televisión. Tiene el sonido apagado y es una
comedia, y papá no suele ver cosas así.
—¿Estás bien, papá? —le pregunto al rato.
No me mira. Se queda mirando la pantalla.
—¿Papá?
Se gira hacia mí con una débil sonrisa en la cara.
—Sí, me duele un poco. Eso es todo.
A papá le dispararon hace un par de años, cuando pasó lo de la turista
adolescente a la que mataron. Más o menos se lo arreglaron, pero todavía le
duele la cadera a veces.
Vuelve a sonreír, un poco más fuerte esta vez.
—¿Te ha ido bien en el instituto hoy? —me pregunta. Dudo si mencionar lo
de la reunión con la directora y mi idea del «Rastreador de acosadores». Al
final tan solo me encojo de hombros.
—Sí, todo bien —le respondo.
La sonrisa de papá se desvanece y devuelve la mirada a la televisión. Así que
decido contarle otra cosa, ya que parece estar de humor para conversaciones.
—Papá —comienzo—, el otro día, en Internet, estuve investigando préstamos
bancarios.
No le miro, sé que esto no le va a hacer gracia.
—No tendrías que pagar los cincuenta mil dólares de una sola vez. Solo
necesitas dar una parte por adelantado y luego el resto lo pagas a plazos, a
medida que vas consiguiendo clientes, quiero decir.
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Me arriesgo a mirarle y su expresión me resulta familiar. Es muy frustrante.
Es como si se opusiera de lleno a mi idea incluso cuando es un plan bueno de
verdad.
—Solo digo que no necesitarías limpiar el almacén de pescado. Y sería mejor
para tu cadera.
Papá respira con profundidad pero no dice nada.
—He estado trabajando en una página web que te puedo enseñar si quieres —
le digo.
Se me da bien hacer páginas web. Es una especie de afición mía. Creo que es
muy importante que los niños de hoy en día aprendan a hacer estas cosas:
páginas web, codificar, usar Internet.
—He añadido todas las especies que se pueden ver. Y si pinchas en el nombre
de la especie, se abre una ventana nueva con más información. Creo que les
gustará. De verdad que creo que les gustará.
Abro el portátil para enseñárselo y ya tengo cargada la página web. Hay un
montón de fotos del «La Dama Azul», una que he copiado de la página web
del corredor de yates y luego otras que he tomado yo. Alrededor de la imagen
del barco he escrito los tipos de ballenas, delfines y marsopas que se pueden
ver si contratas a papá para que te lleve de crucero.
—Pensé que podría llamarse «Cruceros Dama Azul».
Papá mira la pantalla y por un momento le veo sonreír, pero luego se pone
serio.
—Billy, créeme. Nada me gustaría más que comprar ese barco de pesca con el
que estás obsesionado y dirigir cruceros o rastrear medusas venenosas, o lo
que sea que creas que nos va a hacer ricos.
—Son ballenas —interrumpo—. El plan es llevar a turistas a ver ballenas. Es
muy popular en algunos lugares, pero nadie lo hace aquí en la isla de Lornea.
A pesar de que tenemos un montón de…
—Pero no va a pasar Billy, ahora no. No por unos años al menos.
No respondo. Ya hemos tenido esta conversación antes, así que sé lo que va a
decir.
—Te lo dije. Tengo que demostrar a mis jefes del muelle que soy capaz de
trabajar duro, incluso con esta maldita cadera. —Papá suspira y se vuelve
hacia mí—. Y te lo prometo Billy, estoy cerca de conseguir un puesto en un
barco. En ese trabajo lo único que tendría que hacer es arrastrar las redes
durante unos años. Podría ahorrar un poco todos los meses y después, tal vez
al cabo de unos años…
Papá se gira para volver a ver la televisión.
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—¿Y si te dieran un préstamo?
—Billy, no van a dar un préstamo a un tipo como yo, ¿vale? Ya te lo he
explicado antes. Eso no va a suceder, e incluso si pasara…
Se queda en silencio. Supongo que está cansado, porque a veces se enfada
cuando intento hablar de esto. Y como sé que es inútil, cierro el portátil y me
levanto para irme a mi habitación. Pero según voy saliendo del salón me
llama.
—Oye Billy, no digo que no me guste tu plan. Es un sueño muy bonito, de
verdad que sí. Solo te digo que en esta vida hay que saber distinguir entre los
sueños y la realidad.
Parece tan triste que no quiero entristecerlo más, así que me limito a asentir.
—Claro, papá.
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CAPÍTULO CINCO
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—¿Me lo vas a contar?
Por supuesto que no tengo intención alguna de contárselo pero algo tengo que
decirle.
—Llegué tarde.
—Mentira. Por llegar tarde no te mandan al despacho de la directora.
—¿Ah no? —pregunto. No lo sabía. Decido improvisar—. Es que he llegado
tarde muchas veces.
Me siento incómodo por lo cerca que está de mí. Y por la forma en que está
sentada a mi lado, mirándome en silencio.
—Tengo que hacer los deberes… —empiezo a decir, pero me interrumpe.
—¿Sabes que hay muchos rumores sobre ti? —Luego, cuando no respondo,
continúa—: De cuando eras un bebé, de cómo tu madre se volvió loca y
ahogó a tu hermana y luego trató de ahogarte a ti también.
No respondo. No es un tema del que hable con desconocidos.
—Y de cómo la policía culpó a tu padre, por lo que te secuestró y te trajo aquí
en secreto. ¿Es verdad?
—No es algo de lo que hable con…
—¿Entonces no lo es? Ya me imaginaba que no sería verdad.
—No he dicho que no sea cierto.
—¿Entonces sí lo es?
No le respondo.
—Vale. No tienes por qué contármelo —dice mientras se gira para mirar
hacia el otro lado, como si de repente le aburriese el tema.
Me molesta un poco.
—Es cierto, solo que no me gusta hablar de ello con extraños.
—No me extraña. Es una locura.
Durante un rato no dice nada así que vuelvo a hacer los deberes.
—¿Y dónde está tu madre ahora?
Dejo el bolígrafo y suspiro. Será mejor que se lo cuente, así quizá me deje en
paz.
—Está en un centro médico seguro, en Oregón.
—¿Es como una prisión?
—No. Es un centro médico seguro. Es más bien un hospital, solo que no se le
permite salir. Puedo visitarla, si quiero, pero el juez ha dicho que no estoy
obligado a hacerlo.
—¿Y qué, la has visitado?
—No.
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—No me extraña. Que le jodan. —Miro al profesor Coyne, pero por suerte no
la ha oído. Sigue asintiendo con la cabeza al ritmo de la música—. Quiero
decir, creía que mi madre era mala pero la tuya…
Apoya la mano en el escritorio y repiquetea con los dedos.
—¿Y entonces qué, ahora vives con tu padre?
—Lo cierto es que tengo que hacer los deberes…
—¿Y tu padre fue acusado de matar a esa chica turista? ¿Cómo se llamaba?
—Son para mañana…
—¿Olivia algo? Ah eso, Curran: Olivia Curran. Pero no fue tu padre, ¿a qué
no? Fue esa camarera de Silverlea. Esa jodida psicópata la mató y escondió el
cuerpo en unas cuevas.
—No es lo que se dice una psicópata. Fue más bien un accidente.
—Ya pero ¿no escondió el cuerpo en una cueva? ¿Y luego trató de matarte en
la cueva a ti también?
—Sí. Más o menos.
La chica se ríe, pero en voz baja.
—Mi padre murió —dice de repente. Nos quedamos los dos en silencio
durante un buen rato. Después continúa—: He estado buscando en Google.
Hay un montón de información sobre Olivia Curran, pero no mucho sobre ti.
—Es porque los periódicos no podían publicar mi nombre. Tenía menos de
trece años cuando ocurrió.
—Ya —dice—. Pero sabía cómo te llamabas.
La miro. No entiendo de qué va esto.
—Así que encontré algo interesante.
Hay algo en su tono de voz que me hace sospechar que se está burlando de
mí.
—¿El qué encontraste?
En respuesta se conecta al ordenador que tiene delante. Tarda un poco porque
los ordenadores de aquí van muy lentos. Pero cuando por fin se conecta, veo
cómo teclea el nombre de una página web. Y según lo hace siento que
preferiría que me tragase la tierra de inmediato a tener que quedarme aquí con
la chica a mi lado.
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CAPÍTULO SEIS
Aparece una página web en la pantalla. Está dominada por un gran logotipo
de un hombre que sostiene una lupa. El titular dice:
«Agencia de detectives de la isla de Lornea»
—Seguramente por eso salió cuando busqué tu nombre. —La chica vuelve a
reírse—. Pensé que tal vez solo hiciste el diseño de la página web, que por
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cierto es terrible…
La miro, sorprendido.
—No, de verdad, el diseño está fatal. Mi hermana pequeña podría hacerlo
mejor y tiene tres años.
Siento que se me frunce el ceño. La chica pincha en la página de «Contacto».
—Pero entonces vi esto. La dirección de correo electrónico que han dejado es
[email protected]. Y ese tienes que ser tú.
Me mira, con gesto de triunfo en la cara.
—Eres tú, ¿no? ¿De verdad diriges una agencia de detectives?
—No llevo ninguna… —protesto, pero me detengo. Es difícil de explicar.
—¡Billy Wheatley, detective privado!
—En realidad no dirijo… Quiero decir que no tengo ninguna… —Intento
pensar qué decir, es complicado—. Es que, después de todo lo que pasó con
papá y los asesinatos se me ocurrió que tal vez podría ayudar a la policía.
Pero no salió adelante. Ni siquiera llegué a terminar la página web.
No parece estar escuchándome. Ha pinchado en otro enlace de la página
«Nuestros servicios», que enumera la vigilancia, el seguimiento de vehículos,
las escuchas telefónicas, los equipos para detectar y eliminar teléfonos
pinchados y pruebas poligráficas.
—¿Cómo se hace todo esto?
—¿El qué?
—¿Cómo haces las escuchas telefónicas, las pruebas de polígrafo?
—Ah. No sé.
—Entonces, ¿por qué lo pone?
—Porque copié el texto de una página web de detectives de Los Ángeles.
—¿Copiaste el texto de una agencia de detectives de verdad?
—Sí, más o menos. Aunque lo mejoré un poco.
Se ríe. Y de repente, me tiende la mano.
—Ámbar.
—¿Perdón?
—Ámbar, me llamo Ámbar.
—Ah.
Pone los ojos en blanco.
—Ahora es cuando se supone que debes decir «Encantado de conocerte,
Ámbar».
Por supuesto no digo nada.
—Es un placer conocerte a ti también, Billy. —Me coge la mano y me saluda.
Tiene las manos muy suaves—. ¿Tienes algún cliente?
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—¿Qué? No. Te lo dije, ni siquiera terminé la página web. Me sorprende que
la hayas encontrado. Iba a borrarla, pero se me olvidó. Me gusta hacer
páginas web a veces, es una especie de hobby que tengo.
—A lo mejor no deberías.
—¿No debería qué?
Ámbar me mira. Tiene una expresión extraña en su cara.
—No deberías borrar la página web.
Vuelvo a fruncir el ceño, creo que no me está entendiendo.
—No, verás, durante un tiempo pensé que quería ser inspector de policía, pero
aún soy joven para eso y no quería tener que esperar. Por eso hice la página
de la agencia de detectives. Pero luego decidí que quería concentrarme en mis
investigaciones científicas.
—¿Investigaciones científicas?
—Sí. Soy biólogo marino. O al menos voy a serlo. Total que empecé a hacer
un recuento de la población de focas grises en el cabo de Littlelea y se me
debió olvidar borrar la página de la agencia de detectives.
Me detengo. Todo lo que he dicho es cierto, todo excepto una cosa. La
verdadera razón por la que no borré la página es porque pensaba que era una
de las mejores que había hecho. Estaba bastante orgulloso de ella.
—Es una mierda de página —dice Ámbar.
—¿Perdón?
—Me refiero al diseño. Bueno, en realidad no está diseñada en absoluto.
Parece que echaste en la página todo lo que te vino a la cabeza. Tienes que
revisarla, hacer que parezca profesional.
Es la primera vez en casi un año que veo la página y debo admitir que no es
tan buena como la recordaba.
—Iba a añadir algo más al logotipo —respondo—. No sé, tal vez quedaría
bien poner un ojo en la lupa. Ya sabes, para que se vea realmente grande,
como si estuvieras mirando a través del cristal.
Ámbar reniega con la cabeza sin dudarlo.
—No. Mira, ese es el error que siempre se comete con el diseño. No debes
añadir cosas. Lo que tienes que hacer es quitar, ya tienes demasiado. Deberías
simplificarlo todo un poco.
Sin pedirme permiso coge mi bolígrafo y empieza a dibujar en la portada de
mi carpeta. Estoy a punto de decirle que pare pero me fijo en las líneas que
está trazando y me detengo.
—Mira, lo que hay que hacer es elegir un elemento, el ojo por ejemplo. Es
buena idea, pero…
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Saca la lengua por la comisura de la boca mientras dibuja. Me concentro en su
boca por un instante y luego observo el dibujo.
—Mmmm. Tal vez algo así podría funcionar —sugiere.
La miro y me doy cuenta de que tengo la boca abierta.
—Es solo un borrador. Necesitaría un poco más de tiempo para hacer algo
decente.
—Es increíble. Nunca he visto a nadie dibujar tan bien.
Me mira, con una expresión que aún no había visto en ella. Me doy cuenta de
que está algo avergonzada. Y un poco satisfecha también.
—Esto es lo mío. Me gusta el arte.
Arte es mi asignatura menos preferida. No le veo el sentido.
—No le veo el sentido al arte.
Me mira y ladea la cabeza.
—Bueno, tiene que haber de todo, ¿no? De hecho, por eso estoy aquí —mira
alrededor de la clase donde estamos pasando el castigo—. Pinté en la pared
del gimnasio. La directora lo llamó «vandalismo» pero en realidad es arte.
Tampoco respondo a esto. Me limito a mirar el logotipo que ha dibujado. De
verdad que es alucinante.
—¿Me lo puedo quedar? —Después de todo, está en mi carpeta.
La empuja hacia mí.
—Puedo hacerte uno de verdad si quieres. Y ayudarte a diseñar la página
web. Así igual pillas un cliente y todo.
Estoy a punto de explicarle que sería una tontería puesto que ya no voy a ser
detective privado, cuando el profesor Coyne se levanta y nos dice que
recojamos los libros. Al parecer, el castigo ha terminado. La clase se llena de
ruido y alboroto mientras el resto de los alumnos se prepara para salir. Todos
menos Ámbar y yo que no nos movemos en absoluto.
—Aunque está claro que no lo vas a hacer, lo de pillarte un cliente quiero
decir. Porque lo único interesante que ha pasado en la isla de Lornea ha sido
toda esa mierda que te pasó a ti. Y ahora que ya está solucionado no va a
volver a pasar nada interesante. —Se encoge de hombros—. Pero aun así,
podría ser divertido intentarlo.
Me lo pienso un momento. La mayoría de los estudiantes ya han salido del
aula.
—Venga, Billy y Ámbar —dice el profesor—. Ya es hora de irse.
—De hecho, la tasa media de homicidios en los Estados Unidos es de 4,9
muertes por cada 100.000 habitantes. Dado que la población de la isla de
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Lornea es de 140.000, eso quiere decir que aproximadamente seis personas
mueren asesinadas aquí, cada año. Lo dicen las estadísticas.
Se detiene y me observa durante un buen rato antes de responder.
—¿Te lo sabes de memoria? ¿Sin tener que mirarlo en Internet?
—Lo comprobé cuando estaba haciendo la página web —digo encogiéndome
de hombros.
—Estás jodidamente loco, Billy Wheatley —sonríe.
—¡Ámbar Atherton! Cuida ese lenguaje si no quieres que te castigue mañana
por la tarde también.
Levanta la vista y le dedica una dulce sonrisa al profesor Coyne mientras
dice:
—Lo siento mucho.
Luego vuelve a su asiento y empieza a recoger sus libros. Yo hago lo mismo.
Pero mientras salgo se acerca a mí de nuevo.
—Luego te mando un correo electrónico con un logotipo chulo. Quizá
consigamos un cliente y todo.
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CAPÍTULO SIETE
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quiere ver a sus amigos se va al bar. Así que llamé a papá para que fuera él a
abrir, pero no contestó por lo que tuve que levantarme yo mismo para ir a
abrir la puerta.
Era de noche y solo se veía la silueta de un hombre que estaba de pie en la
puerta. Tuve que entrecerrar los ojos para ver si lo conocía. Pero no me
sonaba.
—¿Hola? —El hombre no respondió pero se veía que estaba algo nervioso—.
¿Puedo ayudarle?
Dio un paso adelante hacia el claro de la puerta. Parecía que estaba intentado
sonreír pero sin mucho éxito que digamos.
—No te acuerdas de mí, ¿a qué no?
Le devolví la mirada por un momento mientras trataba de entender a qué se
referiría. Tendría más o menos la edad de papá, con el pelo rubio, grasiento y
una barba amarillenta. Parecía que no se había afeitado en mucho tiempo.
Estoy seguro de que, si en efecto le conocía, me acordaría de él.
—No.
El hombre intentó sonreír pero seguía pareciendo nervioso.
—¿Está tu padre?
—Sí.
Se hizo un largo silencio mientras nos quedamos de pie, esperando.
—Bueno, ¿vas a ir a buscarlo o qué?
No respondí de inmediato. En su lugar, le miré con más detenimiento.
Llevaba dos bolsas. Una era una pequeña bolsa de deporte, la otra una bolsa
de plástico de la tienda de Newlea. Por la forma en que estaban pegadas a los
lados de la bolsa vi que eran latas de cerveza frías.
—¿Para qué?
Ante esto, el hombre soltó una especie de risa nerviosa, como si le hubiera
contado un chiste. Pero era evidente que no lo había hecho. En eso andaba
pensando yo cuando oí la voz de papá detrás de mí.
—Billy, aléjate de la puerta. —Su voz sonaba tensa, ansiosa. Lo siguiente que
hizo fue apartarme hacia el pasillo. Me sorprendió tanto que traté de
empujarlo—. Billy, he dicho que te alejes de la puerta.
No es que me asustase, es solo que me pilló por sorpresa.
Hubo otro silencio y, a continuación, el hombre empezó a reírse pero no era
una risa normal.
—¡Jamie! Joder. Eres tú de verdad —dijo dejando caer sus bolsas y
extendiendo los brazos, como si pensara que papá fuera a darle un abrazo.
Pero papá no se inmutó.
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Me quedé mirándolos y enseguida me di cuenta de un detalle. Acababa de
llamar «Jamie» a mi padre.
—¿Me vas a invitar a entrar o qué?
Mi padre se llama Sam. O al menos se ha llamado Sam casi toda mi vida.
Antes de que viniéramos a vivir a la isla de Lornea solía llamarse Jamie. Tuvo
que cambiarse el nombre porque la policía lo estaba buscando por todo el
asunto de mi madre.
—¿Qué coño estás haciendo aquí?
La fría voz de papá irrumpió en mis pensamientos pero el hombre de la puerta
se rio. Esta vez sí que se rio con ganas.
—¿Eso es todo lo que tienes que decirme? No te he visto en… ¿cuánto?
¿Diez años? ¿Y eso es todo lo que me sueltas? Joder, Jamie…
—Ya no me llamo así —intervino papá.
El hombre se detuvo y levantó las manos.
—Ya lo he visto. Ahora eres Sam, ¿no? ¿Sam Wheatley?
Papá seguía sin responder, ni siquiera se movió.
—Vamos hombre. Invítame a entrar, ¿o es que acaso me vas a dejar en la puta
puerta? Ha sido un viaje muy largo.
Miré a papá. Seguía tieso como una estatua. No sabía si era de ira o de miedo.
Pero se apartó. El hombre de la puerta sonrió y cogió las bolsas del suelo.
Entró en la cocina y miró a su alrededor.
—Así que, ¿aquí es donde has estado todos estos años? —dijo sonriendo.
Tenía los dientes muy amarillos—. Está muy bien.
Pareció fijarse en mí de nuevo.
—Y a ti, ¿cómo te llamo?
No le contesté.
—Te solías llamar Ben. Recuerdo que eras así de pequeño…
—Billy —dice papá.
—Ah, Billy.
Vi el destello de dientes de nuevo, amarillentos al igual que su perilla. Los
tenía afilados como los de un animal salvaje.
—¿No te acuerdas de mí? ¿Nada de nada?
Le miré de nuevo. Observé su pelo grasiento, sus afilados dientes. Me tendió
una mano para que la estrechase y vi que tenía un tatuaje. Una serpiente
enroscada alrededor de su muñeca y oculta bajo la manga. Estaba seguro de
que si lo hubiera visto antes me acordaría de él.
—Tucker y yo éramos amigos —dijo papá de repente—. Cuando vivíamos en
Crab Creek. Antes de que tú nacieras.
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Ya te conté, cuando estaba hablando con Ámbar antes, de cómo vine a vivir
aquí, a la isla de Lornea, porque mi padre tuvo que huir de la policía de un
lugar llamado Crab Creek. Creían que había asesinado a mi hermana, pero en
realidad había sido mi madre porque sufría de algo llamado depresión
posparto. Pero como la familia de mamá era rica y la de papá no, pues lo iban
a culpar a él de todo. Así que se escapó a vivir aquí donde nadie le conocía.
El hombre, supuse que debía llamarse Tucker, bajó la mano. Luego se rio con
una risa amarga.
—Éramos más que amigos, Billy. Crecimos juntos. Lo hacíamos todo juntos.
Éramos como hermanos.
Miré a papá para ver si era cierto pero no me devolvió la mirada.
—Cuando pasó todo y tu padre tuvo que salir pitando de allí fue a mí a quien
acudió. Os escondí a ambos en mi camión. Tuvimos que ir campo a través
para evitar los controles de policía en las carreteras principales. Estuvimos
conduciendo, día y noche, hasta que atravesamos el país entero. Fue un viaje
inolvidable, ¿a qué sí, Jamie?
Volví a mirar a papá. Se le había salido la vena del cuello lo cual solo le pasa
cuando está muy estresado.
—He dicho que me llamo Sam —dijo en voz baja.
Tucker pareció considerarlo durante unos segundos.
—Claro, Sam —asintió.
Luego se volvió de nuevo hacia mí.
—Te pusimos en una caja de cartón en el asiento trasero… Nos turnamos para
conducir. Te alimentamos a base de galletas… Recorrimos todo el camino
hasta Nueva York y entonces… Bueno.
Tucker miró a papá y sonrió de nuevo, pero esta vez su sonrisa era diferente.
—Esa fue la última vez que te vi. —Se encogió de hombros y sacudió la
cabeza—. ¿Qué pasó, Sam? Cuando llegamos a Nueva York. ¿Adónde fuiste?
¿Qué coño te pasó?
Papá cruzó los brazos sobre el pecho antes de responder.
—Ya sabes lo que pasó. Teníamos que desaparecer, por completo. No podía
permitir que nadie supiera dónde estábamos.
El hombre, Tucker, de repente se volvió loco.
—¡Pero yo no era nadie! Yo era tu maldito mejor amigo. Te llevé cinco días a
través del puto país… ¿Y vas y me abandonas? ¿Ni siquiera me dices que te
vas?
Hubo un momento incómodo en el que ninguno de los dos habló. Los miré en
silencio a ambos.
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—No podía correr el riesgo —respondió papá por fin—. Tenía que empezar
de nuevo. En algún lugar…
—¿Te preocupaba que te entregara? ¿Era eso? ¿Pensaste que me tentaría la
recompensa?
—No, claro que no. —Papá se detuvo antes de continuar—. Pero si supieras
dónde estaba siempre tendría la preocupación de… de que la familia de
Christine te cogiera y te presionara de alguna manera.
Christine es el nombre de mi madre. Casi nunca he oído a papá mencionarlo
en alto.
—Nunca me cayeron bien esos engreídos. —Tucker se detuvo, mirándome—:
Me refiero a la familia de Christine. Debías de saber que nunca te traicionaría.
—Ya —respondió papá—. Pero nunca supe si…
—¿Si qué?
—Si supieras dónde estaba tendría siempre que preocuparme por…
—¿Por qué?
—No sé. Porque te pusieras hasta el culo de drogas y te fueras de la lengua en
cualquier bar.
Noté enseguida que papá puso cara de no haber querido decir eso. Tucker se
le quedó mirando un buen rato, luego agarró una silla y se sentó.
—Joder, vamos hombre —continuó papá—. Crecí contigo. Te conozco. ¡No
podía correr ese riesgo! No podía correr ningún riesgo, sobre todo con la
responsabilidad de tener que cuidar de Billy.
La ira de Tucker parecía haberse evaporado. Tan solo sacudió la cabeza y
murmuró algo.
—Éramos amigos, hombre. Habría cuidado de ti, de tus jodidos intereses. —
Luego, cuando levantó la vista, volvía a sonreír—. Bueno, de todos modos.
Ya estoy aquí. ¿No vas a ofrecerle una cerveza a tu viejo amigo?
Papá volvió a dudar pero no por mucho tiempo. Fue a la nevera y sacó dos
latas de Budweiser. Le dio una a Tucker y agarró una segunda para él.
Tucker abrió la suya de inmediato y le dio un gran trago. Vi cómo se le movía
la nuez mientras la cerveza bajaba por su garganta.
—Sabías que nunca te habría traicionado. Jamás.
Papá volvió a sacudir la cabeza.
—No digo que lo hubieras hecho. Solo pensé… No sé, era difícil pensar con
claridad en ese momento. Pensé que si podía desaparecer por completo esa
era mi mejor oportunidad. —Papá todavía no había abierto su cerveza y ahora
golpeaba la tapa con la uña—. No quería que terminase así. Te lo juro. —No
quitó sus ojos de Tucker mientras se lo dijo.
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Tucker le dio otro trago a la cerveza. Sus manos eran tan fuertes que abolló
los lados de la lata, creo que lo hizo sin darse cuenta.
—Me dolió, colega. Me cago en la leche, que si me dolió, me dolió un huevo.
Te busqué por todas partes. Me recorrí todos los moteles y hoteles de mierda
de todo el estado de Nueva York. Pero… —de nuevo se encogió de hombros
—… Nueva York es muy grande.
Tucker me miró y me echó una gran sonrisa amarillenta.
—El puto viaje de vuelta se me hizo aún más largo.
Nadie dijo nada por un momento hasta que papá rompió el silencio.
—¿Cómo nos has encontrado?
Tucker pareció en un principio sorprendido por la pregunta. Pero luego se rio.
—¡Has salido en las noticias, colega! Quiero decir, ya eras famoso tras tu
anterior acto de desaparición y de que te acusaran de matar al chico…
Me sonrió y se encogió de hombros.
—Lo único que sé es que una noche estoy sentado tan tranquilo viendo la
televisión sin meterme con nadie y de repente sale Jamie Stone en las
noticias.
Se volvió hacia mí para explicarme.
—Así es como se llama tu padre, o al menos así se llamaba. Hasta que le
acusaron de ahogar a tu hermana y de intentar ahogarte a ti. Por eso fue
noticia cuando, diez años después, volvió a aparecer. Decían que estaba
implicado en el asunto de la turista asesinada, en un lugar llamado Isla de
Lornea. No había oído hablar de Lornea en mi puta vida. —Se detuvo, rio con
amargura y se volvió hacia papá—. Supongo que esa era tu intención, ¿no,
Sam?
Sonrió a papá, esperando que le respondiera, pero papá no dijo nada.
—Sabía que era imposible, igual que la primera vez. Es imposible que Jami…
De ninguna manera Sam haría algo así. Pero por lo menos me sirvió para
averiguar dónde estabais.
Tucker se detuvo para beber más cerveza y papá se limitó a golpear la anilla
de su lata.
—Así que durante un tiempo, sales en las noticias cada noche. Al principio
contaban que la policía de la Isla de Lornea te tenía por un asesino psicópata y
luego cuando por fin te atraparon, descubrieron que no eras tú después de
todo. Y entonces, como por arte de magia, toda la mierda de Crab Creek se
aclara también. Hablan con Christine y lo admite todo…
Se detuvo y me miró de nuevo.
—Esa es tu madre. ¿Sabes de ella?
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No era mi intención pero hice un pequeño gesto con la cabeza. Me observó
como si no supiera qué hacer con mi respuesta. Luego continuó.
—Depresión posparto lo llamaron. Un caso muy grave, supongo. Lo que sea.
Ahí está de repente mi viejo amigo, inocente de todo y yo pensando que esto
significaba que Jamie iba por fin a llamar a su mejor amigo en todo el jodido
mundo ahora que no hay nada que se lo impida.
Tucker volvió a beber y a aspirar con fuerza. Papá seguía sin moverse.
—Total que espero, porque no he cambiado mi número ni nada. Pero no
recibo ninguna llamada. Al final pienso para mis adentros «bueno, Jamie
siempre fue un tipo tranquilo al que no le gusta llamar la atención». Y decido
que si quiero verte, tendré que venir yo mismo a buscarte.
Inclinó la lata de cerveza y apuró el resto, luego estrujó la lata en un puño y la
golpeó con fuerza sobre la mesa.
—¡Así que aquí estoy!
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CAPÍTULO OCHO
Acto seguido papá me dijo que me fuera a la cama, que al día siguiente había
clase. Pero eran solo las 11:00, así que en realidad era porque quería hablar
con Tucker en privado. Intenté seguir la conversación desde arriba pero
estaban susurrando demasiado bajo. Incluso cuando puse el vaso del cepillo
de dientes del cuarto de baño en el suelo solo pude oír que charlaban sin parar
pero no lo que decían. Así que al final me fui a dormir.
Cuando bajé las escaleras esta mañana me pregunté si todo habría sido un
extraño sueño pero enseguida vi que había un montón de latas de cerveza en
la cocina, muchas más de las que papá se tomaría normalmente. Según habían
dejado el salón parecía que habían estado bebiendo toda la noche. Eso me
hizo preguntarme a qué hora se habría marchado Tucker. Entonces noté que el
salón estaba más oscuro de lo habitual y que en el sofá había un bulto del que
sobresalían un par de pies. Ahí fue cuando supe que no estaba soñando. Y que
Tucker no se había ido. Todavía seguía aquí.
Procedí a recoger las latas de cerveza y a ponerlas en el reciclaje, ya que de lo
contrario hacen que la cocina huela mal. Luego me preparé el desayuno. Se
me ocurrió la idea de buscar a Tucker en Google para ver si podía averiguar
quién era y por qué estaría durmiendo en nuestro salón. Pero no podía porque
no me dijo su apellido. Así que busqué Crab Creek, el lugar donde nací.
Nunca hemos regresado y para ser sincero no he pensado mucho en ello, ya
que está muy lejos, a papá no le gusta hablar de ello y no conozco a nadie de
allí. Así que estaba mirando el mapa de Google, vi que está a 5,084
kilómetros o 49,8 horas (sin tráfico) de la isla de Lornea (más la travesía en
ferry que son cuatro horas), cuando de repente Tucker entra en la cocina.
Lleva solo la ropa interior, se detiene y toca el techo al estirarse justo delante
de mí. Tiene músculos por todas partes, incluso en lugares donde ni siquiera
sabía que se podían tener. Y tatuajes que le cubren no solo la mano sino el
resto del cuerpo. Tiene un gran dragón verde que empieza en el estómago y le
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rodea hasta la espalda. Parece el tipo de marca que llevan los mafiosos o los
matones de una banda.
—Buenos días, Billy —me dice. Termina de estirarse y gira el cuello. Le
crujen las articulaciones y suenan como palomitas de microondas. Empieza a
hurgar en la cocina—. ¿Tienes café?
Al principio no respondo, pero cuando se gira y me mira siento que no me
queda otra opción.
—Sí.
—Muy bien. ¿Por qué no le haces un café al buen amigo de tu padre? —
pregunta sonriendo.
Dudo un momento y luego suelto la cuchara mientras empujo la silla hacia
atrás. Vuelve a sonreír y se acerca a la ventana.
—Vaya… Qué pedazo de vista tenéis aquí —exclama Tucker.
No respondo, finjo concentrarme en hacer el café.
—No las vi anoche. Las oí. Oí el mar, pero había demasiada oscuridad para
apreciar las vistas. —Siento que se vuelve hacia mí—. Estáis justo en la cima
del acantilado. Se puede ver a kilómetros de distancia.
No sé por qué me lo explica. No es que no me hubiera dado cuenta…
—¿Haces surf? —pregunta—. ¿Como tu viejo?
Me pongo un poco rígido ante esto. Tuve una mala experiencia surfeando con
papá.
—No.
Continúa como si no hubiera dicho nada.
—Solíamos ir todo el tiempo, tu padre y yo. Cuando éramos niños. Nos
saltábamos las clases si las olas eran grandes, bueno y si no lo eran también…
—Papá ya no puede hacer surf —le interrumpo—. Cuando le dispararon le
afectó a la flexibilidad.
Tucker se detiene.
—Sí. Ya me lo contó. Mala suerte. —Se aleja de la ventana—. ¿Y tú qué? ¿A
qué te dedicas?
No sé qué quiere decir con esto, así que no respondo. En lugar de eso, le doy
su café y me guiña un ojo.
—¿Vas a clase hoy? —me pregunta. Debería ser bastante obvio ya que tengo
trece años y es jueves. ¿A dónde voy a ir sino?
—Sí.
—Nunca se me dio bien el colegio, la verdad —dice Tucker sorbiendo su
café. Luego lo levanta, como indicando que está bueno—. Y no es que yo le
gustara mucho a la escuela tampoco.
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Parece que se va a reír pero no lo hace. En su lugar, me hace una pregunta que
me pilla un poco por sorpresa.
—¿Te importa si uso tu ordenador? —Señala mi portátil, que he cerrado para
que no vea que le estaba buscando en Google—. Solo quiero comprobar algo
en Inter… ¡Buah! ¿Qué coño es eso?
Grita porque justo en ese momento ha pasado algo que no se esperaba. Steven
se ha despertado. Suele estar adormilado por las mañanas y yo bajo su caja
para que me acompañe mientras desayuno. Se acaba de despertar y se pone a
graznar mientras levanta las alas y las bate con fuerza.
—¡Me cago en la puta!
—Es Steven.
—¿Steven? ¿Le has puesto nombre? Qué chalado eres. ¿Tu mascota es una
gaviota?
—No es una gaviota, es una gaviota argéntea. Y tampoco es una mascota. Es
ilegal tener aves silvestres como mascotas en los Estados Unidos. En cuanto
pueda volar de nuevo la dejaré ir.
Steven se acomoda ahora y vuelve a plegar sus alas. Entonces Tucker se
inclina hacia su caja. Con una sonrisa desagradable estira la mano como si
fuera a tocarla. Steven lo observa con un ojo y, justo antes de que Tucker lo
toque, bate las alas con fuerza y levanta el vuelo. Es tan grande que causa un
gran revuelo en nuestra pequeña cocina y Tucker salta hacia atrás, lo que no
ayuda. Steven aterriza en el armario donde guardamos las tazas.
—¡No me jodas! —Tucker dice de nuevo, cuando se recupera un poco—. A
mí me parece que ya puede volar.
No le contesto.
—Bueno, a lo que íbamos —me sonríe mirando de nuevo al ordenador—. No
te importa ¿no? Es que tengo que consultar algo en Internet.
Me había olvidado de su pregunta pero ahora tengo que deliberar. No es que
me encante la idea. No solo porque he metido su nombre en Google, es
porque tengo un montón de cosas en mi ordenador que no quiero que se vean.
Le da un sorbo al café, el vapor oculta su rostro por un segundo. Intento
pensar rápido.
—¿No tienes un teléfono que puedas usar? —digo por fin—. Tenemos buena
cobertura, incluso aquí arriba.
—No tengo móvil —Tucker me echa una gran sonrisa—. No te puedes fiar de
esos chismes. ¿Me entiendes?
—¿Entender el qué?
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Entonces me doy cuenta de que igual era una especie de broma porque
levanta las manos como si se rindiera.
—Vale, no pasa nada. Siento haberte preguntado. Hablaré con tu padre
cuando se levante.
Todavía estoy tratando de entender de qué está hablando cuando deja el café
de golpe.
—Voy a mear. —Aspira por la nariz con fuerza y se encamina al baño de
abajo. Mientras se va, le oigo hablar consigo mismo.
—Steven la gaviota… ¡Ah! Ya lo pillo, como el actor de Alerta máxima,
Steven Seagal. Joder, me encantaba esa película…
Durante unos instantes no me muevo, todavía estoy un poco aturdido por lo
extraño que es todo: que Tucker siga aquí, deambulando en calzoncillos tras
dormir en nuestro salón, y que yo no sepa nada de él. Miro hacia el salón. Veo
su ropa toda desordenada en la silla. Estoy a punto de apartar la mirada
cuando se me ocurre una idea. Siempre que necesito algo de la cartera de
papá, como dinero en efectivo para la compra o su tarjeta de crédito, tengo
que sacarla del bolsillo de atrás de sus vaqueros. Si Tucker lleva la cartera en
el bolsillo igual pueda ver su apellido en una tarjeta de crédito. Una vez
descubra su apellido tal vez tenga un poco más de suerte en Google.
Es solo una idea y sé que probablemente no debería hacerlo, pero a su vez me
planteo que no le va a molestar a nadie, ¿no? No es que vaya a robarle la
cartera. Simplemente tengo derecho a saber quién está en mi casa.
De repente, se oye un ruido bastante desagradable de orina golpeando la taza
del váter, lo que significa que solo tengo un par de segundos antes de que
vuelva. Pero creo que con eso será suficiente así que me levanto y corro hacia
el salón. Las cortinas están cerradas y hay un olor a humedad que no he
notado antes. De repente me preocupo porque desde aquí no se oye el baño,
así que no sé si todavía está haciendo pipí o si ya habrá terminado. Pero ya
estoy decidido así que me agacho para agarrar los vaqueros. Por el peso noto
que hay algo en los bolsillos. Es difícil encontrar los bolsillos porque las
piernas están revueltas y no quiero tocar la parte que rodea la bragueta porque
me da mucho asco.
Así que, con mucho cuidado, desenredo los vaqueros y enseguida noto algo
duro y cuadrado en el bolsillo trasero. Extiendo la mano para sacarlo pero me
detengo sorprendido. Porque lo que he sacado no es una cartera sino un
teléfono móvil.
Me quedo alucinado mirándolo. Es de verdad, con pantalla táctil y todo, no
uno de esos que usan los viejos que no se conecta a Internet. ¿Pero no me
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acaba de decir que no tenía móvil? Intento rebobinar en mi mente. Sí. Dijo
que no se fiaba de ellos, ¿o algo así? Si así es, ¿por qué lleva uno en el
bolsillo?
Pulso el botón para activarlo. No sé por qué, seguro que lo tiene bloqueado
con un código de seguridad, pero lo hago de todos modos. No ocurre nada. Ni
siquiera se enciende. Después de un momento me doy cuenta de por qué. El
teléfono está apagado. O tal vez no tenga batería. Quizá por eso quería usar
mi ordenador. Pero ¿por qué no me dijo que se le había quedado el móvil sin
batería? ¿O por qué no me preguntó si tenía un cargador? Lo cierto es que
tengo muchos. Decido que debería intentar encenderlo para comprobarlo pero
me doy cuenta de que no me va a dar tiempo ya que los móviles tardan
muchísimo en arrancar. Así que, en su lugar, me vuelvo hacia sus vaqueros,
todavía confundido, deseando que aún pueda obtener su apellido de su
cartera.
En ese momento, justo encima de mí, oigo el chirrido de las escaleras.
Conozco ese ruido, sé lo que significa. Es papá, bajando. Normalmente
duerme hasta más tarde entre semana. Pero supongo que se ha levantado
temprano porque Tucker está aquí.
Debería desistir, me quedan pocos segundos antes de que papá me vea, pero
aun así no me detengo. Me han entrado aún más ganas de saberlo y solo
necesito echar un vistazo a las tarjetas de crédito de Tucker para ver su
apellido. Vuelvo a rebuscar en los vaqueros y esta vez encuentro la cartera. La
abro y saco a tientas una tarjeta de plástico mientras oigo la voz de papá. La
tarjeta que saco es un carné de conducir. Es difícil verlo con la media luz de la
habitación, pero tiene una foto. Tucker, pero con traje y con un aspecto
mucho más elegante que en la vida real. Ya estoy metiendo la tarjeta en la
cartera mientras leo el nombre. Me detengo porque no tiene sentido. No tiene
ningún sentido.
El nombre de Tucker es Peter Smith.
Vuelvo a leer el nombre de nuevo y observo la foto. Definitivamente pone
Peter Smith.
Lo meto todo de vuelta en los vaqueros y los tiro al suelo. Intento regresar a la
cocina con toda la calma posible. Pero papá ya está allí. Me mira de forma
extraña, como si se preguntara qué estaría haciendo allí.
—Me había dejado la mochila —le digo. Luego me vuelvo a sentar en la
mesa de la cocina y ruego porque no me diga nada.
Siento que sus ojos me estudian.
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—Ya sabes que Tucker se quedó a dormir anoche ¿no? Tal vez deberías darle
un poco de espacio.
Entonces oigo la cadena del cuarto de baño y Tucker vuelve a entrar en la
habitación, silbando. O al menos, el hombre que mi padre dice que se llama
Tucker vuelve a entrar en la habitación.
Ya te dije que era muy raro.
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CAPÍTULO NUEVE
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Atentamente,
Señora Barbara Jacobs».
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—Ah, vale. —Dudo—. ¿Te refieres a si debemos aceptar el caso o no?
—No. —Ámbar me mira—. Me refiero a cómo vamos a encontrar a este tío.
No cabe duda de que vamos a aceptar el caso.
Vuelvo a vacilar.
—Yo no estoy tan seguro —digo por fin.
—Esperaba que encontrásemos algo en Google que pudiéramos seguir, como
una pista… —Se detiene y se gira para mirarme—. ¿Qué has dicho?
—He dicho que no estoy seguro de que debamos involucrarnos. Quiero decir,
no somos detectives privados de verdad y si esto es importante para esta
señora, y parece que lo es, ¿no debería acudir a una agencia de detectives de
verdad?
Ámbar frunce el ceño.
—¿Y por qué tendría que hacer eso?
Estoy un poco confundido con la actitud de Ámbar. Quiero decir, ¿no es
obvio? Supongo que estoy distraído con el asunto de Tucker/Peter en casa.
¿Por qué papá le llama Tucker, o finge que se llama Tucker, si su verdadero
nombre es Peter? Ya tengo algunas teorías: que es una especie de agente
secreto, o que vive una doble vida, o que está en el Programa de Protección a
Testigos…
—Joder, Billy. Si esta es tu actitud ¿por qué me hiciste perder el tiempo
haciendo una página web para una agencia de detectives privados?
—¡Tú no la hiciste! ¡Fui yo quien la hizo!
—¡Yo la mejoré!
Me sorprende su respuesta.
—Estaba bien…
—Era una mierda. Y de todos modos, soy yo quien la anunció.
—¿La has anunciado?
—Pues claro que sí. De lo contrario nadie la vería y no conseguiríamos ni un
cliente.
—¡No quería ningún cliente!
—¿Qué? ¿Para qué abres una agencia de detectives si no quieres clientes?
Hay que ser imbécil.
Abro la boca para decirle que solo lo hice porque me gustaba hacer páginas
web. Pero de repente no me parece una buena razón. Vuelvo a cerrar la boca.
Ámbar me mira a los ojos un buen rato y luego se da la vuelta.
—Joder, Billy. Eres un raro de cojones, ¿lo sabías?
Pero se gira hacia mí de nuevo.
—En cualquier caso ya es demasiado tarde porque ahora tenemos un cliente.
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No nos dirigimos la palabra durante unos minutos. Observo como pincha en
algunos de los enlaces de Google que tiene delante. Uno de ellos muestra a
Henry Jacobs, el director de un club de golf en Arizona; otro, un médico en
Vancouver. Mira ambos y luego cierra las pestañas, descartándolos.
—La cosa es —digo—, no va a querer contratarnos, ¿a qué no? Una vez que
sepa que somos adolescentes va a querer contratar a adultos.
—Ya lo había pensado —responde enseguida Ámbar—. Lo haremos todo por
correo electrónico. Le diremos que, por nuestra propia seguridad, tendremos
que hacerlo así para que nadie pueda descubrir nuestra verdadera identidad.
Por seguridad.
Me quedo asombrado mirándola.
—¿Tú contratarías a un detective privado sin conocerlo antes en persona?
—Por supuesto que sí —asegura Ámbar—. Así es como lo hacen la mayoría
de las agencias. Es una práctica habitual.
Siento que mi cara se tensa en un ceño.
—¿Ah sí?
—Ni idea. Pero ahí está el truco. Tú no sabes si es así por lo que ella tampoco
lo sabrá. Además ya ha dicho que quería contratarnos. Ha tomado su decisión.
Resoplo con lentitud. Supongo que podría funcionar. Temo que está refutando
todas y cada una de mis objeciones de una manera un poco injusta.
—Dime, ¿cómo vamos a encontrarlo? No parece que Google sea de mucha
ayuda.
Ámbar se vuelve hacia mí. De repente, parece entusiasmada de nuevo, y algo
nerviosa.
—Para eso estás aquí. Tú eres el que encontró a esa turista. Resolviste ese
caso, ¿cómo lo hiciste?
Lo pienso por un momento. Es cierto. Incluso me condecoraron con una
medalla.
—Lo deduje.
—Muy bien, haz eso de nuevo. —La cara de Ámbar se convierte en una
amplia sonrisa—. Vamos, Billy. Es una oportunidad genial. Es increíble.
Tenemos un caso real que investigar. Como pasa en la televisión. ¡Como en
las películas! Va a ser muy divertido.
Lo dudo. Una cosa que sé por todo lo que ha pasado antes es que hacer el
trabajo de detective no es para nada como lo que ponen en la televisión.
Supongo que la duda se me nota en la cara.
—Mira, incluso si no podemos encontrarlo, nos van a pagar igual. Doscientos
dólares al día. Incluso si no lo encontramos.
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—¿De verdad?
—Sí. Eso es lo que pone en las condiciones del contrato. Piensa en lo que
podrías hacer con ese dinero.
No digo nada. Pero sí que lo pienso.
—Venga, Billy. No seas aguafiestas.
Al final no digo explícitamente que sí pero tampoco digo que no. Nos
ponemos a escribir un correo electrónico para responder a la señora Jacobs.
Pero es muy difícil saber qué decir. Si hay una remota posibilidad de que lo
encontremos, tenemos que hacer un montón de preguntas sobre su marido,
pero es casi imposible hacerlas por correo electrónico porque las preguntas
que tenemos que hacer dependen de las respuestas que nos dé a las preguntas
anteriores. Y lo que es peor, es muy difícil trabajar con Ámbar porque no
hace más que sugerir preguntas superestúpidas. Así que cuando suena el
timbre de la clase de la tarde apenas hemos avanzado nada. Al final le digo a
Ámbar que esta noche trabajaré en nuestra respuesta a la señora Jacobs.
Pero incluso mientras salgo de la biblioteca, no estoy seguro de haber dicho la
verdad. Creo que sería mejor responder a la señora Jacobs y decirle que acuda
a una agencia de detectives en condiciones, porque parece que se trata de algo
muy importante para ella y no de un simple juego.
Total que eso es lo que acabo de hacer, ahora mismo. Le he dicho que sentía
lo de su marido y he mentido un poco diciendo que había trabajado con otra
agencia y que eran muy buenos, y que estaba seguro de que si alguien podía
encontrar a su marido eran ellos. Sé que se supone que no hay que mentir
pero creo que dadas las circunstancias está permitido.
Copié a Ámbar en el correo electrónico, así que ella también lo sabe. Seguro
que mañana cuando la vea en el instituto va a estar muy enfadada. Mala
suerte. No puedo hacer todo lo que la gente quiera.
Ah. Casi se me olvida. Tucker/Peter (como se llame) sigue en casa. Estaba
con papá en el salón cuando volví de clase, tomándose unas cervezas y viendo
el fútbol. Papá me dijo que me sentara con ellos a verlo pero le dije que tenía
que hacer deberes. Más tarde, papá me llamó para cenar, pero le dije que no
tenía hambre. Eso también era mentira porque en realidad estoy hambriento.
Pero no quería sentarme al lado de Tucker. Por su culpa el salón huele raro y
no me fío de él.
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CAPÍTULO DIEZ
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se alegrara de verme pero a la vez le molestara. Lo cual no tiene ningún
sentido porque estaba seguro de que iba a estar enfadada por haberle dicho a
la señora Jacobs que no íbamos a aceptar su caso.
—Hola Ámbar —le digo. Aparta el teléfono para que no pueda ver lo que
estaba mirando.
—Hola Billy —me contesta. Luego mira más allá de mí, como si no quisiera
pararse a hablar conmigo.
No entiendo nada, estaba convencido de que iba a estar enfadada.
—¿Sigues enfadada por el correo electrónico que envié?
Vuelve a mirar más allá de mí pero parece cambiar de opinión. Estamos al
lado de la puerta de un aula y asoma la cabeza para comprobar si está vacía.
Está terminantemente prohibido entrar en aulas a menos que tengamos una
clase allí.
—Ven —me dice—. Tenemos que hablar.
—No está permitido entrar en… —empiezo a decirle, pero me agarra por las
correas de la mochila y me empuja hacia el interior.
Cierra la puerta tras de sí y me doy cuenta de que está nerviosa por algo, pero
parece no saber por dónde empezar.
—He recibido otro correo electrónico —dice por fin—. Estaba leyéndolo
ahora mismo.
Frunzo el ceño, sin entender.
—Es de la señora Jacobs, la vieja.
Sigo sin pillarlo.
—Le envié un correo electrónico la semana pasada pidiéndole más
información sobre su marido.
—No —la corrijo, después de pensarlo un poco—. Yo le envié un correo
electrónico diciéndole que no podíamos ayudarla y aconsejándola que
acudiera a la otra agencia de la ciudad.
—Ya, ya lo sé. Me copiaste en el mensaje. —Ámbar parece molesta por un
momento—. Pero ella no quiere una agencia en el continente. Quiere que
seamos nosotros los que investiguemos.
—¿Cómo lo sabes?
La mirada de Ámbar pasa de estar molesta a estar incómoda.
—Porque me lo dijo. Le envié un correo electrónico justo después de que tú
lo hicieras, explicándole que pensabas que estábamos demasiado ocupados
pero que a lo mejor podíamos mover a un par de clientes y hacer hueco para
ella. Y me dijo lo importante que era para ella que fuera alguien de la isla
quien investigara el caso.
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—¿Ah sí?
—Y es un verdadero misterio. Me lo ha contado todo. Resulta que su marido
se fue a la tienda hace cuarenta años y desapareció. No tiene ni idea de lo que
le pasó. Tan solo se desvaneció. ¿No estaría genial poder resolver este
misterio?
Pienso por un segundo.
—Supongo… ¿Pero cómo lo vamos a hacer? Cuando intentamos averiguar
cosas por Internet no avanzamos nada.
—Por eso he quedado en verla. Hoy, después de las clases. ¿Por qué no
vienes conmigo?
Me quedo con la boca abierta. Ámbar está dos cursos por encima de mí en el
instituto, debería ser más inteligente.
—Pero… no puedes quedar con ella en persona. Va a ver de inmediato la
edad que tienes.
—Ya —reconoce Ámbar—. Es un poco lío la verdad. Estaba pensando que
igual podría ponerme mucho maquillaje para parecer mayor. Si eso no
funciona podríamos decirle que tenemos un jefe que es mayor pero que tiene
que mantener su identidad en secreto. Para que pueda trabajar de incógnito y
todo eso.
Me quedo mirándola un buen rato. Al final parece que está un poco
avergonzada.
—Vale, de acuerdo, olvídate de ese plan. Pero ¿sabes una cosa? Lo raro de
todo esto es que… —continúa Ámbar—, que en realidad tengo la sensación
de que no le importa.
—¿El qué no le importa?
—La edad que tengamos. Me da la sensación de que desvaría un poco.
Bueno, lo suficiente como para no darse cuenta de la edad que tenemos.
Es ridículo, así que no digo nada.
—Y podría significar que el caso tampoco es tan difícil. Quiero decir, igual el
problema es que no entiende de la vida moderna, no controla Internet y esas
cosas. Lo mismo podemos resolver el caso tan solo porque entendemos de
eso. Porque somos jóvenes.
A mí me parece muy poco probable, la verdad.
—En cualquier caso, ¿por qué no deberíamos investigarlo? Es verdad que tú
averiguaste lo que le había pasado a la turista que asesinaron. La encontraste,
resolviste el caso que la policía no había sido capaz de resolver.
Todo eso es cierto, pero aun así sacudo la cabeza y voy a darme la vuelta
cuando Ámbar me detiene.
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—¿Qué piensas?
—¿Qué pienso de qué?
—¿Crees que es una buena idea?
—No. Creo que estás como una cabra.
Ámbar me regala una gran sonrisa.
—Lo sé. Pero ¿vas a venir?
—¿A dónde?
—A conocerla. Estaba pensando que si vamos juntos parecerá…
—Ni hablar —la interrumpo—. Estás loca. Además, tengo otras cosas que
hacer. Cosas importantes.
—¿Qué cosas? —pregunta de inmediato.
Me pilla por sorpresa y pienso en la verdadera respuesta. Tengo que trabajar
en el proyecto de «La Dama Azul», luego tengo que darle más clases de vuelo
a Steven. Tengo que ponerme al día con los deberes… Pero entonces me
acuerdo de la situación en casa. Tucker/Peter seguirá allí y no me quedará
más remedio que esconderme en mi habitación para no tener que hablar con
él. Teniendo en cuenta que Ámbar está completamente chiflada no me
apetece contarle nada de esto.
—Nada.
—Bueno, pues entonces anímate. Ven conmigo. A ver qué te parece. Sabes
que podríamos ayudarla. Está preocupada de verdad. Si pudiéramos encontrar
a su marido realmente la ayudaría. Y sé que quieres…
No respondo.
—Va a estar genial, Billy. Vamos a tener un verdadero misterio que
investigar.
Ámbar me mira con los ojos redondos como dos lunas llenas. Junta las manos
como si estuviera rezando. Al final tengo que apartar la mirada.
—Nos va a mandar a la porra cuando vea la edad que tenemos.
Ámbar niega con la cabeza.
—No, no va a hacer eso. Pero incluso si lo hace, no perdemos nada. —Inclina
la cabeza hacia un lado, igual que Steven cuando quiere algo—. Y de todas
maneras ya hemos quedado con ella. No vamos a dejarla plantada.
Me rindo. Y tengo que admitir que tal vez esté un poco interesado por ver qué
pasa.
—De acuerdo —digo por fin—. Voy contigo. Pero solo para decirle que no
podemos aceptar el caso.
—Ya —responde Ámbar.
—Pues eso.
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De verdad que es una idea descabellada.
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CAPÍTULO ONCE
Ámbar no tiene coche pero me dice que podemos usar el de su madre. Así que
cuando terminamos las clases nos vamos a su casa. Me hace esperar en la
cocina mientras se cambia de ropa. Por suerte no hay nadie en casa y
aprovecho para echar un vistazo. Hay juguetes de plástico por todas partes y
huele un poco mal, como a una especie de mezcla de papilla y pañal usado.
Cuando Ámbar vuelve está muy maquillada y se ha puesto un traje de
chaqueta. Parece mucho mayor. Parece bastante… bueno, supongo que parece
muy profesional.
—¿Qué miras? Bicho raro.
—Nada, estás muy…
—¿Muy qué? —Se alisa la falda sobre sus muslos y se pone de lado—. ¿Te
ponen cachondo los trajes de chaqueta?
No sé muy bien lo que quiere decir y no me gusta el tono en el que lo dice, así
que me alegro cuando cambia de tema.
—Lo he tomado prestado de mi madre, ¿vale? Solía trabajar en una agencia
de publicidad y tenía que vestirse así para las reuniones con los clientes.
Aunque todo eso fue antes de que llegara el bicho. —Señala una fotografía en
la pared que muestra a una bebé rubia. En realidad, hay un montón de fotos de
ella por todas las paredes de la casa por lo que veo—. Es mi hermanastra,
Grace. Mi madre se casó de nuevo tras la muerte de mi padre y al poco
apareció esta. Dejó de trabajar y decidió convertirse en la madre del año. —
Ámbar le da una patada a un xilófono de plástico para apartarlo de su camino
—. ¡Ah! Nunca sintió la necesidad de dejar el trabajo cuando yo era pequeña,
apenas la veía.
No digo nada.
—Pero bueno —continúa Ámbar después de un momento—, será mejor que
salgamos antes de que llegue a casa. Si queremos llevarnos el coche claro.
Eso me hace levantar la cabeza.
—¿Pensé que habías dicho que podías tomarlo prestado?
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—No, dije que podíamos usarlo, no que nos lo prestara.
Así que nos apresuramos a salir y abre un viejo Toyota Corolla que está
aparcado en la entrada. Estoy mirando a mi alrededor con ansiedad, temo ver
a su madre aparecer y que empiece a gritarnos, pero no viene nadie. Ámbar
enciende el motor torpemente y retrocede del camino de entrada.
—He metido la dirección en el móvil. —Ámbar conduce con una mano
mientras abre la aplicación de mapas de su móvil. Se queda mirando la
pantalla mientras retrocede hacia la carretera. Una furgoneta se acerca a
nosotros, veo al conductor frunciendo el ceño mientras retrocedemos
lentamente hacia su camino.
—Erm, Ámbar… —Empiezo, pero me interrumpe la furgoneta tocando el
claxon.
—¡Ay joder! —Ámbar levanta la vista justo a tiempo para apartarse del
camino. Luego me lanza el teléfono—. ¿Por qué no te encargas tú del móvil?
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o peor.
—¿Sabes una cosa? Creo que esto no es muy buena idea —digo.
—Ya, yo tampoco —responde Ámbar. Aun así ha parado el coche, ha echado
el freno de mano y me está mirando. Le brillan los ojos de la emoción—. Pero
ya que hemos venido…
Se baja del coche y, al cabo de un momento, yo también me bajo. Me imagino
que la señora Jacobs nos va a echar de su casa en cuanto nos vea. Y por lo
menos entonces se acabará esta locura.
Para cuando llego a la puerta principal Ámbar ya ha llamado al timbre.
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CAPÍTULO DOCE
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delgada, pero elegante. Excepto que parece llevar dos blusas y tiene los
botones mezclados de manera que están en los agujeros equivocados.
—¿Quién es este? ¿Es tu amiguito?
Se dirige a mí tan de repente que me hace saltar y no soy capaz de responder
antes de que Ámbar hable por encima de mí.
—Este es Billy, Billy Wheatley. También trabaja para la agencia. Es uno de
nuestros investigadores junior. —Me mira con un gesto para que le siga la
corriente. Me dispongo a hablar pero cuando vuelvo a mirar a la señora
Jacobs, algo raro ha sucedido. Es como si de repente hubiera una persona
diferente aquí de pie. O tal vez sea que solo ahora me doy cuenta de otros
detalles. Parece frágil y mucho más encorvada. Le ha cambiado la cara, ahora
parece más triste. No dice nada durante un rato. Cuando lo hace es como si
volviéramos a empezar.
—Lo siento, ¿quién dijiste que eras?
Así que Ámbar se lo dice por segunda vez y ella asiente.
—Ah sí, Ámbar, don Billy. De la agencia de detectives. Sí, por supuesto. Por
favor, pasad. Os estaba esperando.
Es muy extraño. Es como si hubiera dos personas completamente diferentes
contenidas en el mismo cuerpo.
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—Qué alegría que hayáis venido a verme —dice, con la voz frágil de nuevo
—. Había pasado tanto tiempo.
No sé qué decir a esto, así que me limito a sonreír y a mirar a Ámbar, que
levanta un poco las cejas. Se vuelve hacia la anciana.
—Venimos de la agencia de detectives, señora Jacobs. ¿Se puso en contacto
con nosotros por lo de su marido?
Por un segundo, el rostro de la señora Jacobs se cubre con una mirada
extraña. Continúa vertiendo el té en su vaso y no se detiene ni siquiera cuando
está lleno, de modo que se derrama por la mesa donde fluye hacia el borde y
de ahí cae al suelo. Tarda un buen rato en darse cuenta y dejar de verter.
Cuando por fin lo hace deja la jarra en la mesa y nos mira de nuevo.
—Sí, por supuesto. Discúlpame. Se me había olvidado. —La anciana sonríe
con una sonrisa triste, parece perdida—. Sí. Es todo un misterio.
—¿Podría decirnos exactamente qué pasó? —pregunta Ámbar. Saca un
cuaderno y lo apoya en sus rodillas.
Pero la señora Jacobs no parece escuchar. En cambio, me mira a mí.
—Si lo hubiera sabido habría sacado unas galletas. No tenía ni idea de que
ambos fuerais tan jóvenes.
—En realidad somos más mayores de lo que aparentamos. —Empieza
Ámbar, y yo me pongo rígido. Este es el momento que he temido y espero
que Ámbar no intente su idea de decir que tenemos un jefe mayor que no
quiere revelar su identidad. Es una idea bastante estúpida.
—Ah, no te preocupes por eso, querida. Será como en el caso de los policías.
—¿Perdón?
—Los detectives privados son como los policías. Cada vez son más jóvenes.
La señora Jacobs me sonríe y me doy cuenta de que Ámbar tenía razón.
Nuestra edad no es un problema porque la señora Jacobs está completamente
chiflada.
—Lo siento, todo esto es bastante difícil para mí. Llevo mucho tiempo
pensando en esto.
—No pasa nada, señora Jacobs —dice Ámbar—. ¿Por qué no nos cuenta lo
que pasó, con sus propias palabras?
Me da la sensación de que Ámbar se ha pasado toda la noche practicando esta
frase, pero parece que funciona porque la señora Jacobs asiente. Se toma un
momento para recomponerse y luego comienza.
—Era el 8 de diciembre de 1979. Recuerdo que acabábamos de poner el árbol
y todos los adornos y los niños estaban muy emocionados, todavía eran lo
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suficientemente jóvenes como para creer en Papá Noel y en la magia de los
regalos.
Me sonríe por un momento, casi como si no estuviera segura de tener que
fingir que Papá Noel es real. Enseguida su rostro vuelve a ponerse serio.
—Era de noche, los niños estaban en la cama y Henry dijo que se iba a la
tienda de Newlea. Normalmente hacía yo la compra pero estábamos
preparando la Navidad y me di cuenta de que faltaban algunas cosas, así que
se ofreció a ir. Se montó en el coche y se marchó. Y eso fue lo último que se
supo de él.
Me mira de nuevo y se encoge de hombros como si eso fuera todo. Ámbar
está ocupada tomando notas, así que me decido a hacer la siguiente pregunta.
—¿Tal vez tuvo un accidente? ¿Comprobaron los hospitales?
—Pues no. —De repente, me dedica una gran sonrisa—. Es una pregunta muy
astuta don Billy. Ya veo por qué eres detective. Pero no, llamamos a todos los
hospitales y no estaba en ninguno.
Me complace que me diga que soy astuto así que lo vuelvo a intentar.
—¿Localizaron el coche?
—Otra excelente pregunta. Sí. El coche volvió. Pero Henry no lo hizo.
Ámbar parece haber decidido que va a ser ella la que va a tomar notas por lo
que sigo haciendo preguntas.
—¿A qué se refiere?
—Como ya dije, el coche volvió de la tienda. O al menos cuando me fui a la
cama, pensaba que tal vez Henry había parado a tomar algo en algún sitio y
no volvería hasta tarde, alguna vez lo hacía. Cuando me desperté por la
mañana, el coche estaba de vuelta, pero sin compra ni Henry.
—Bueno, tal vez regresó y luego se fue de nuevo, ¿pero no en su coche?
—Supongo que es posible. El hecho es que nadie lo ha visto ni oído desde
entonces.
Me observa con atención, quizá demasiada lo que me hace sentir incómodo.
Intento pensar en otra pregunta.
—¿Fueron a la policía? ¿Qué le dijeron?
Miro a Ámbar para asegurarme de que lo está anotando todo y cuando vuelvo
a mirar a la señora Jacobs parece haber cambiado de nuevo. Tiene la postura
encorvada, parece más frágil. Y se le ha apagado el rostro.
—Señora Jacobs, ¿me ha oído? ¿Qué dijo la policía?
Sigue sin responder.
Miro a Ámbar y vuelvo a fruncir el ceño. No entiendo en absoluto lo que está
pasando aquí.
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—Señora Jacobs, ¿acudió a la policía para notificar la desaparición de su
marido?
—¿Cuánto tiempo hace que no nos vemos? —pregunta de repente la señora
Jacobs—. No consigo acordarme.
Ámbar y yo nos miramos, totalmente confundidos.
—Señora Jacobs, esta es la primera vez que nos vemos —digo por fin.
—¿De verdad? —Nos mira a los dos, como si le costara reconocer quiénes
somos—. ¿Y quién eres?
Ámbar interviene de nuevo, pero esta vez su voz es diferente, menos segura.
—Somos de la agencia de detectives —repite—. Nos ha pedido que
averigüemos qué le pasó a su marido.
Entonces la señora Jacobs frunce el ceño, como si intentara desesperadamente
darle sentido a esto, antes de continuar.
—Sí, por supuesto. —Se lleva una mano a la cabeza y la deja allí,
presionando contra su sien. Vuelvo a deslizar mis ojos hacia Ámbar—. Lo
siento mucho. Debo parecer bastante… confundida. Parece que hoy en día no
consigo recordar nada. Quiero saber qué pasó pero se me olvida todo.
—Está bien, señora Jacobs —dice Ámbar—. ¿Nos estaba contando si fue a la
policía? ¿Qué dijeron?
La señora Jacobs parece reflexionar durante un buen rato. Cuando por fin
habla sacude la cabeza.
—Lo siento. No… no consigo acordarme. Es como si lo tuviera todo aquí —
se da un golpecito en la cabeza—, pero no fuera capaz de acceder a la
información. Es muy frustrante. Es por eso por lo que pensé que ustedes
podrían ayudarme por lo de trabajar en una agencia tan profesional como la
suya.
Miro a Ámbar. Intento transmitirle el mensaje de que no deberíamos estar
aquí ya que no somos una agencia de detectives en absoluto.
—¡Cocos! —suelta la señora Jacobs de repente.
—¿Cómo dice? —pregunta Ámbar de la manera más educada posible.
—Cocos. Recuerdo algo sobre los cocos.
—¿Qué pasa con los cocos?
—No lo sé. Eran importantes, de alguna manera.
—¿En qué sentido?
Hay una pausa.
—No lo sé. Tal vez tenga algo que ver con palmeras… No consigo
acordarme… —La señora Jacobs se detiene. Parece frustrada.
Ámbar lo intenta de nuevo.
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—¿Dice que no recuerda si fueron a la policía, o que no recuerda lo que le
dijeron?
—Había nieve en el suelo. No mucha, no lo suficiente como para ir en trineo.
¿Te gusta montar en trineo, don Billy?
No tengo ni idea de qué responder así que me quedo callado.
—¿Quieres más té? —Vierte té en mi vaso. Ya está lleno, así que se desborda
de nuevo y fluye por la mesa una segunda vez.
Ya he visto todo lo que había que ver. La señora Jacobs está loca de remate y
de ninguna de las maneras voy a involucrarme en esta investigación. No tengo
tiempo para estas tonterías.
—Señora Jacobs —empiezo—, la verdadera razón por la que hemos venido
hoy es para decirle que no podemos encargarnos del caso. —Siento que
Ámbar me clava la mirada, pero me da igual—. Le recomendamos que acuda
a la agencia de la ciudad ya que nosotros estamos muy ocupados…
—Ah, no, ni hablar. —La señora Jacobs me interrumpe, y hay algo en su voz
que me hace parar—. Tenéis que ser vosotros.
Se hace un silencio.
—¿Por qué?
—Porque tengo un presentimiento. —Se da un golpecito en la nariz, como si
eso lo explicara todo. Por supuesto que no lo hace—. Lo supe en cuánto vi
vuestra página web tan maravillosa. Tuve el mismo presentimiento cuando tu
colega organizó esta reunión y ahora lo sigo teniendo. Tengo la sensación de
que vosotros sois los únicos que podéis ayudarme.
No tengo ni idea de qué responder, así que no digo nada.
—Y no voy a aceptar un «no» por respuesta.
Trago saliva.
—Sí, bueno, le agradezco que diga eso y demás, pero…
—Y si es por el dinero don Billy, como podéis ver no me falta.
—No es por eso…
—Don Billy, he leído con detenimiento las condiciones de contrato
publicadas en la página web. Entiendo que no se da ninguna garantía de éxito
y estoy dispuesta a correr ese riesgo. Toma.
Se agacha y junto a su silla hay un bolso en el que no había reparado antes.
Lo lleva a su regazo y saca un talonario de cheques envuelto en un estuche de
cuero. Arranca el cheque superior y me lo tiende.
—Cinco mil dólares. Debería ser suficiente para empezar. Obviamente, habrá
más cuando descubráis lo que pasó. —Sonríe y pone el cheque delante de mí,
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lo suficientemente cerca como para que pueda leer su enrevesada letra.
Vuelvo a tragar saliva—. Toma, cógelo.
No es mi intención pero hago lo que ella dice. Son cinco mil dólares después
de todo. Más dinero del que he visto nunca.
—Me canso con facilidad así que si no os importa me voy a retirar.
Abro la boca para decirle de nuevo que no podemos aceptar el caso. Pero no
me sale ninguna palabra. No puedo dejar de pensar que no debería aceptar el
dinero: está claro que la anciana está loca. Pero ¿cinco mil dólares? Y lo
único que tenemos que hacer es encontrar a su marido. Recapacito, ¿cómo
vamos a hacer eso? Podría haberle pasado cualquier cosa, fue hace cuarenta
años después de todo. Pero la señora Jacobs interrumpe mis pensamientos.
—¿Sabes una cosa? A veces me pregunto si sé lo que le pasó a Henry pero se
me ha olvidado.
La miro fijamente y luego vuelvo la mirada hacia Ámbar, que sonríe
encantada.
—Muy bien, me voy a echar la siesta.
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CAPÍTULO TRECE
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—¿Cómo qué no? ¿Qué son cinco mil dólares para alguien con una casa así?
—Ámbar se vuelve hacia mí, de modo que ya no está mirando a la carretera.
—No se trata de cuánto tiene —digo con más firmeza de la que siento en
realidad—. Se trata de si es lo correcto aceptar dinero de una persona que no
está bien del todo. No sé si es ético, quiero decir.
Ámbar no dice nada durante un rato. Luego repite la palabra «ético» con tono
burlón.
—¿A qué te refieres con ético?
No le contesto.
—Mira, Billy —Ámbar lo intenta de nuevo—. No estoy sugiriendo que no lo
busquemos. Vamos a desempeñar el trabajo por el que nos van a pagar. Y
como ya te he dicho, igual es fácil y todo. Si luego resulta que se le había
olvidado lo que pasó en realidad, o si nunca pasó nada, y es solo que está un
poco chiflada pues entonces va a ser muy fácil de resolver. Le contamos lo
que pasó y que ella, no sé, que lo escriba en una nota y la pegue al cabecero
de la cama, para que lea la verdad cada mañana cuando se levante.
Tardo unos instantes en comprender por qué no me gusta su lógica.
—Sí, pero no está un poco loca, ¿a qué no? Como tú dices, está como una
verdadera cabra.
Ámbar se ríe a carcajadas.
—Vamos, Billy. Tenemos que intentarlo al menos… Te propongo un plan.
No cobres el cheque. Si no podemos ayudarla se lo devolvemos y punto. Así
no hay ningún problema ético.
De nuevo pienso en lo que podría hacer con el dinero. Como podría usarlo
para encaminar el futuro de papá. Me doy cuenta de que Ámbar sigue
mirándome, ignorando por completo la carretera por la que conduce.
—Venga, Billy —Aletea las pestañas, aunque sé que lo hace de broma.
—¿Te importa mantener la vista en la carretera, por favor?
Me ignora.
—Por favor, Billy, porfi porfa —me sonríe de nuevo. Creo que es una suerte
que estemos en un tramo recto de la carretera y que Ámbar no nos haya tirado
ya por el precipicio, pero nos estamos acercando a una curva.
—¡Ámbar!
—Billy… —Ha entornado los ojos y pone una mueca como si fuera a darme
un beso.
—Vale. Vale, ¡mira a la carretera, por favor!
Por fin Ámbar se ríe y vuelve a mirar hacia adelante.
Y sin más, hemos aceptado el caso.
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CAPÍTULO CATORCE
Papá no está cuando llego a casa así que cojo algo para comer y subo a mi
habitación.
Estoy a punto de abrir la puerta de mi cuarto cuando me acuerdo del pelo, el
que pegué en el marco como lo hicieron en la película de James Bond. Casi
no me molesté en comprobarlo ya que estaba concentrado en el caso de la
señora Jacobs, pero algo me hace detenerme. Dejo el plato en el suelo y
examino cuidadosamente el marco de la puerta. Al principio no lo entiendo,
porque ni siquiera encuentro el pelo que había puesto. Enseguida me doy
cuenta de lo que significa. Esa era la razón de ponerlo. Significa que han
entrado en mi habitación mientras yo no estaba. No puede haber sido papá.
Ya sabe que no debe entrar y de todos modos ha estado trabajando todo el día.
Así que solo queda una posibilidad. Tucker. O Peter. O como se llame.
Me quedo un rato de pie en el pasillo, pensando. Entonces las cosas
empeoran. Empiezo a oír un ruido extraño que parece provenir del interior de
mi habitación. No sé qué será pero estoy seguro de que viene de dentro del
cuarto. Suena… no sé… suena como un ruido extraño de respiración.
Empiezo a preocuparme un poco, ya que estoy solo en casa. Me pregunto qué
será lo que esté ahí dentro. Se me ocurre que igual debería buscar una especie
de arma, para defenderme. Estoy seguro de que tenemos un bate de béisbol en
el cobertizo. Pero recapacito y me doy cuenta de que es ridículo: no puedo
tener miedo de entrar en mi propia habitación. Así que me digo a mí mismo
que no sea estúpido y agarro el pomo de la puerta.
—¿Hola? —Llamo, intentando sonar lo más valiente posible. El ruido se
detiene, pero nadie responde. Al cabo de unos segundos vuelvo a oír el ruido.
Siento como los músculos de la cara se tensan. Agarro el pomo de la puerta,
lo giro con rapidez y empujo la puerta para abrirla. Entonces me llevo un
buen susto.
Por un instante no veo nada raro pero enseguida oigo un fuerte chillido y una
gran bola de plumas grises se lanza hacia mí y comienza a picotear mi cara.
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Las largas alas me golpean las orejas.
—¡Ay! ¡Steven, déjame en paz!
Intento apartarlo pero está tan contento de verme que casi me tira al pasillo.
Debe de estar hambriento, aquí solo. Consigo que se siente en mi brazo y
entro en la habitación. Descubro la causa del ruido; Steven ha estado
intentando comerse la esquina de mi escritorio, arañándola con el pico. Ya es
hora de que lo suelte. Se está volviendo loco encerrado aquí todo el día.
Comparto la cena con Steven, lo que significa que se come la mayor parte. Y
mientras tanto me pongo a investigar sobre Henry Jacobs. Hay tanta gente con
ese nombre que no encuentro nada, ni siquiera cuando añado otras palabras
clave como «Isla de Lornea», «desaparecido» o «asesinato». Me llevo un gran
chasco y por eso me alegro cuando oigo que papá vuelve a casa, igual él me
distrae. Me levanto para ir a verlo pero en ese momento oigo otra voz, la de
Tucker. O como se llame. No quiero ver a Tucker así que me quedo arriba.
Papá grita por las escaleras para ver dónde estoy y le respondo a gritos que
tengo que hacer deberes. Al cabo de un rato me voy a la cama.
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A continuación sucedió lo siguiente. Yo estaba intentando ignorarles mientras
cogía apuntes cuando sentí que algo me golpeaba en la nuca. Cuando me
toqué el cuello para ver qué era no se trataba de una simple golosina sino de
un montón de botellas a medio masticar, pegajosas y enredadas en el pelo. Me
giré para ver quién lo había hecho y vi a James Drolley mirándome. Es el
jefecillo de los idiotas de la clase. Varios de sus amigotes estaban también
mirando y riéndose. Total que no pude decirle a la profesora quién había sido.
Mejor no digo más. Supongo que será una de esas cosas que no te queda más
remedio que aguantar pero aun así me ha fastidiado la mañana.
Cuando por fin llega la hora de comer voy a la biblioteca y veo a Ámbar
sentada junto a los ordenadores. No sé por qué pero en ese momento me
alegro un montón de verla. Cuando estoy a punto de llegar a su lado me
detengo. No me ha mandado ningún mensaje esta mañana y he asumido que
estaría aquí trabajando en nuestro caso, pero ¿y si no fuera así? ¿Y si en
realidad está haciendo deberes y no se ha tomado en serio lo de investigar el
caso de la señora Jacobs?
Así que vacilo un rato, no estoy seguro de si debería ir a hablar con ella o no.
Estoy a punto de darme la vuelta para irme cuando levanta la vista y me ve.
—¡Hola Billy! Ven, siéntate aquí.
Normalmente no me gusta que se hable en la biblioteca pero hoy no me
importa. Me acerco a ella y veo que, en efecto, no estaba haciendo ningún
trabajo de clase sino investigando a la señora Jacobs. Me alegro un montón.
—¿Por qué estás tan contento? —pregunta Ámbar.
—No lo estoy.
—Sí, te he visto.
Estoy bastante seguro de que no estaba sonriendo pero, por si acaso, me
aseguro de cambiar el gesto.
—¿Y ahora qué haces? ¿Te encuentras bien?
—¡Pues claro! —Me concentro en poner cara seria.
—Así está mejor. Siéntate, tenemos mucho que hacer. —Empuja la silla que
está a su lado y me siento—. He estado buscando a Henry Jacobs…
Me inclino y examino su pantalla.
—El problema es que hay un montón de gente en Facebook con ese nombre.
Así que vamos a tener que estudiarlos uno por uno hasta que…
—No, eso no va a funcionar.
—¿Qué? ¿Por qué no?
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—Ya lo hice anoche. Hay siete mil trescientas cuarenta y siete personas con
el nombre Henry Jacobs en Facebook. Y habrá más que no sepan usar
ordenadores.
—¿Cómo lo sabes?
—He encontrado una página web que te lo dice. Escribes un nombre y cuenta
cuántos perfiles de Facebook hay bajo ese nombre. También los habrá que
tengan los ajustes de seguridad en modo privado, lo que quiere decir que no
podremos ver esos perfiles.
—Vaya mierda —dice Ámbar.
—Y aunque se pudieran ver es poco probable que nuestro Henry, si lo que
quería era desaparecer, haya creado una cuenta de Facebook con ese nombre.
Ámbar frunce el ceño.
—Vale, entonces ¿qué hacemos?
—Podrías añadir otros términos a la búsqueda.
—¿Por ejemplo?
—Pues escribes «Henry Jacobs + Isla de Lornea + desaparecido» y eso igual
ayuda a reducir los resultados.
Ámbar empieza a teclear en el ordenador de inmediato.
—Pero tampoco te va a servir de nada —le digo. Se detiene y suspira.
—¿Por qué no?
—Bueno, es obvio, ¿no?
Ámbar vacila.
—Sí. Es porque cuando el señor Jacobs desapareció aún no se había
inventado Internet.
Vuelve a fruncir el ceño tanto que se le arruga la frente por completo.
—Internet no se inventó hasta 1983. Bueno, en realidad hay quien dice que no
entró en funcionamiento hasta los años 90, cuando Tim Berners Lee inventó
la world wide web, pero de cualquier manera no va a haber ninguna
información sobre alguien que desapareció en 1979.
—Ya, ya lo pillo. —Ámbar parece abatida—. Entonces ¿qué hacemos?
Hurgo en la mochila para sacar una carpeta.
—Puede que no podamos buscar a Henry Jacobs, pero podemos buscar a
Barbara Jacobs. —Abro la carpeta y empiezo a leer—: Barbara June Jacobs es
la nieta de Charles Bennett, que abrió la primera mina de plata en Northend,
en la isla de Lornea, en 1899. Aunque la mina de Northend cerró tras la
catástrofe de 1950, Northend Mining Corporation sigue siendo una de las
empresas más importantes de extracción de minerales en todo el mundo,
sobre todo en África. Barbara Jacobs formó parte del consejo de
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administración de la empresa hasta el 2005, año en el que abandonó su
puesto.
—¿Cómo sabes todo eso? —me pregunta Ámbar. Le entrego el papel que
estaba leyendo. En él hay una foto de la señora Jacobs, solo que sale bastante
más joven, con un vestido rojo de fiesta.
—Pertenecía a una asociación que se llamaba «Consejo de la Isla de Lornea».
Cuando pinchas en la foto, esa es la información que te sale.
Ámbar se pasa un buen rato leyendo todas las páginas que he imprimido.
Delante de ella hay una fiambrera con un par de bocadillos. Esta mañana no
he tenido tiempo de hacerme nada para comer y ahora con solo mirarlos me
entra hambre. Para ser más exactos, no es solo que no haya tenido tiempo, es
que entre Tucker y Steven no nos queda mucha comida en casa.
—¿Me puedo comer un bocadillo? —me animo a preguntar.
—¿Qué? —Ámbar levanta la vista—. Sí, claro. Aunque no están muy buenos
que digamos. Son de atún con mayonesa, pero el atún está un poco pasado
creo. Era lo único que encontré en la despensa.
Se vuelve a la lectura. Y como yo ya lo he leído todo, cojo un bocadillo y
empiezo a comérmelo.
—Vale. Sabemos que viene de una familia buena de la isla y que le gustaba ir
a actos benéficos. Total, que tiene pasta, pero eso ya lo sabíamos. Lo que no
sabemos es nada acerca de su marido, y mucho menos de cómo desapareció.
O incluso si ha desaparecido de verdad. Así que ¿cómo vamos a encontrarlo?
Ámbar tiene razón con lo del atún. Sabe bastante raro. Decido envolver lo que
queda para dárselo a Steven más tarde. Ámbar levanta la vista.
—Tengo una idea —digo con la boca todavía medio llena de comida.
—Dime.
No puedo evitar sonreír un poco, porque es muy buena idea.
—Ya sabes que dije que Internet no se inventó hasta el 1983, excepto para la
gente que no lo considera el verdadero Internet hasta que Tim Berners Lee…
—Ya, ya…
—Bueno. Conoces el Island Times, el periódico más importante de la isla de
Lornea ¿no? ¿Sabes que se pueden buscar ediciones antiguas del periódico en
Internet?
—¡Sí! —responde Ámbar que ya está abriendo la página web del periódico.
Sonrío de nuevo.
—Entonces sabrás que las ediciones digitales solo se remontan al año 2000,
porque antes de esa fecha no existía Internet.
Ámbar se detiene.
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—Ah. Ya, sí, también lo sabía.
Está claro que no lo sabía.
—Pero aun así, todavía salía el periódico. Quiero decir, el Island Times lleva
publicándose desde mucho antes de que se inventara Internet.
—¿Y?
—Por lo tanto, todavía se pueden buscar ediciones antiguas, pero no en
Internet. Hay que ir a la oficina del periódico y hacer las búsquedas allí.
Tienen una sala especial para ello, con una máquina de microfichas. Lo pone
en la página web.
Ámbar me mira a los ojos durante un momento con aire pensativo.
—Enséñamelo.
Me inclino para usar el teclado, sigo hablando mientras escribo la dirección y
la página se carga.
—Es como en esas películas —continúo, porque no estoy seguro de que me
esté entendiendo del todo.
—¿Qué películas?
—Ya sabes el tipo de películas, cuando buscan en los archivos en algún
remoto lugar, siempre les lleva una eternidad, pero luego, justo al final
encuentran lo que quieren. Aquí lo tienes.
Ámbar lee acerca de la sala de archivos del Island Times en la página web. En
un instante se levanta y se pone a recoger todos sus papeles a la vez.
—Vamos.
—¿A dónde vamos?
—A la oficina del periódico. Tengo el coche de mi madre.
Me pilla por sorpresa ya que tan solo tenemos una hora para comer y ya han
pasado quince minutos. No nos va a dar tiempo a ir y volver.
—¿Qué pasa con las clases?
—¿Qué pasa?
—Bueno, no podemos faltar.
—Anda, Billy. Esto es mucho más importante.
Me he quedado boquiabierto. Y Ámbar ya se ha ido.
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CAPÍTULO QUINCE
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presentimiento de que no van a pasar de largo. Al fin y al cabo es la hora de
comer y tienen mucho tiempo.
En efecto, tengo razón. Se detienen y me rodean en un círculo. A
continuación James se acerca mucho a mí.
—¿Para qué te metes en mi camino? —pregunta Drolley. Me empuja en el
pecho. Es uno de los chicos más pequeños de la clase, no es mucho más
grande que yo. Creo que eso le molesta un poco.
—¿En el camino de quién? —pregunto.
—¡Antes, en clase, capullo! Estaba apuntando a la profesora y te pusiste en
todo el medio. —Me empuja de nuevo, más fuerte esta vez. Los otros se ríen.
—Vamos James —le dice uno de sus amigos—. Dale una hostia. —El chico
se llama Paul. Me solía llevar bien con Paul, hasta que se juntó con James
Drolley y su pandilla.
No vale la pena responderles, así que me alejo y vuelvo a mirar el tablero de
madera, aún sin creerme lo que vi antes. Pero entonces me empujan muy
fuerte por detrás y casi me caigo.
—No me des la puta espalda, Wheatley —dice Drolley. Apenas consigo
mantenerme en pie pero de alguna manera se me cae la mochila por el
hombro. En un instante Drolley la ha agarrado. Me doy cuenta de que me
duele el hombro.
—Oye —digo. Siento que tengo que concentrarme o las cosas se van a poner
feas—. Devuélvemela.
—¿Por qué? —noto el reto en el tono de James—. ¿Me vas a obligar? —
Sacude la mochila—. ¿Tienes algo de comida para mí, Wheatley? Tengo un
poco de hambre.
—No —respondo—, no tengo nada.
Drolley me mira por un segundo.
—Vamos a comprobarlo, ¿vale? Vamos a asegurarnos de que estás diciendo
la verdad. —Abre la cremallera y mira dentro. Mientras lo hace, me acuerdo
del bocadillo de atún con mayonesa que guardé para Steven.
—Bueno, bueno, mira lo que hemos encontrado… —Drolley lo saca y abre el
paquete—. Mmmm. Bocata de atún. Mi favorito. Así que nos estabas
mintiendo ¿no, Wheatley? Cabroncete, ¿crees que puedes mentirnos así
porque sí? —Le lanza el bocadillo a uno de sus amigos, pero con el paquete
abierto los dos trozos de pan se separan y caen al suelo, donde Paul los pisa.
—Ay, joder —dice Drolley—. Ahora ya no me lo puedo comer. ¿Tienes algo
más? —Vuelve a hurgar en la mochila, saca mis libros y carpetas para
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comprobar si hay algo más. Entonces saca la carpeta que hice anoche. Se me
encoge el estómago cuando lo hace.
—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí?
En la parte delantera de la carpeta que sostiene Drolley está el logotipo que
Ámbar diseñó para la agencia de detectives, solo que lo he coloreado y lo he
mejorado. Alrededor del logotipo hay una frase dentro de un círculo alrededor
de la imagen de la lupa. Drolley gira la cabeza mientras intenta leerlas.
—Isla Newlea… ¿Agencia de detectives?
Se le ilumina la cara de alegría, porque, aunque sea estúpido, sabe cuándo ha
dado con algo que puede utilizar para meterse conmigo.
—¿Eres tú, Wheatley? ¿Has creado la mierda de la Agencia de Detectives de
la Isla de Newlea?
Abre la carpeta, lo que hace que se caigan unas hojas al suelo, y empieza a
leer mis notas. Presiento que va a explotar todo cuando se oye un grito desde
el otro lado del vestíbulo.
—Dejadlo en paz, maricones de mierda.
Antes de darme cuenta de lo que está pasando Ámbar ya está a mi lado,
parece una gata salvaje. Le da un empujón en el pecho a James con tanta
fuerza que se cae de culo. Antes de que pueda levantarse hace amago de
pegarle una patada con esas enormes botas negras que lleva. James se
escabulle como puede, parece un escarabajo, y al final ella no lo patea. En su
lugar, se dirige a los amigotes. Se hace un silencio repentino pero al momento
los chicos se agrupan, siguen siendo cinco contra dos aunque Ámbar sea
mayor que ellos.
—¿Qué coño tiene que ver esto contigo, gótica de mierda? —pregunta Paul,
pero lo dice murmurando y está bastante atrás así que no sé si Ámbar le habrá
oído. Pero se vuelve contra él.
—¡Qué te jodan! ¡Cabrón! —le grita mientras da un paso hacia él. Paul casi
se tropieza de lo rápido que retrocede—. A que te arranco la polla y te la meto
en el culo, cabrón.
Aprovecho el repentino silencio para recoger mis papeles y meterlos en la
mochila. Cuando vuelvo a mirar, Drolley se ha puesto de pie y está intentando
hacerse el valiente.
—¿Tú también eres parte de esto, gótica? —pregunta Drolley con valentía
ahora que está rodeado de nuevo por sus amigos—. ¿El puto club de
detectives de Billy Wheatley?
—Ya te he dicho que te jodan, pichacorta. —Y Ámbar va y le escupe. No me
lo puedo creer. Pero Drolley se ha escondido detrás de sus amigos y el
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escupitajo aterriza en la mochila de Paul. Parece que igual Paul va a
reaccionar pero Ámbar se arremete hacia delante como si fuera a matarlos a
todos y se apartan de inmediato. Los amigos se dan cuenta de que pueden
volverse contra Paul y reírse de él, por lo de tener la mochila manchada con la
flema de Ámbar. Total que pueden seguir siendo matones y fingir que no le
tienen miedo a Ámbar. Paul no parece muy contento al respecto pero al
menos se están yendo. Mientras lo hacen Drolley grita por encima de su
hombro.
—Te veo en clase, Wheatley. No siempre vas a tener a tu amiguita la
vampiresa cerca para protegerte.
Hay un silencio incómodo mientras Ámbar y yo los vemos desaparecer,
empujándose unos a otros y riéndose a carcajadas como si no hubieran estado
preocupados en absoluto.
—Odio a los matones hijos de puta —me dice Ámbar—. Les odio con todas
mis ganas, ¡joder!
Se me ocurre explicarle mi idea del rastreador de matones pero decido que
igual ahora no es un buen momento.
—Venga. Nos piramos —continúa Ámbar.
—Espera —le pongo la mano en el brazo para detenerla y se gira sorprendida.
A continuación le señalo el tablero en el que me fijé antes.
—¿Qué pasa?
El instituto de Newlea es muy antiguo. No te lo había dicho, pero lo es. Lleva
en funcionamiento desde hace más de cien años. Así que la lista de personas
importantes se remonta bastante. El cuadro de honor los enumera a todos, en
grandes letras doradas. Uno de esos nombres, que brilla con fuerza por un
rayo de sol que se ha colado por el tragaluz, es el nombre que llevamos varios
días buscando.
—Mira el cuadro de honor.
—¿Por qué?
—Mira la lista de directores del centro.
Ámbar vuelve a fruncir el ceño, pero veo que sus ojos empiezan a escudriñar
la lista. Entonces llega a 1972-1979, donde el director figura como «Henry
Arthur Jacobs».
—¡No me jodas! —exclama Ámbar—. ¿Era director del instituto?
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CAPÍTULO DIECISÉIS
No está lejos pero el viaje es aterrador por lo mal que conduce Ámbar en
tráfico de ciudad. Casi atropella a tres personas y a un perro. Cuando
llegamos aparca con medio coche en la acera. No sé qué me preocupa más, si
haber salido del instituto a la hora de comer o morir en un accidente de coche.
La oficina del Island Times es uno de los grandes edificios de piedra del
centro de Newlea. Nunca he entrado pero lo he visto por fuera muchas veces.
Tiene ese aspecto de lugar que solía ser muy importante pero que ya no lo es.
En cualquier caso, tiene una puerta giratoria por la que es bastante divertido
pasar.
Dentro hay dos señoras detrás de un largo mostrador en la recepción. Hay
ejemplares de la edición de esta semana del periódico dispuestos
ordenadamente y un anciano está dando los detalles de un listado para la
sección de anuncios de segunda mano. No sé por qué está aquí ya que se
puede hacer por Internet.
—Queremos ver ediciones antiguas del periódico —dice Ámbar cuando una
de las recepcionistas se dirige a nosotros—. En su página web dice que se
pueden ver aquí. ¿Tienen una especie de sala de lectura?
—Así es. —Nos estudia por un momento, parece sospechar—. ¿Es para un
proyecto escolar?
—En realidad no —responde Ámbar sonriendo. La mujer no le devuelve la
sonrisa.
—Si es con fines comerciales tengo que cobrarte.
—Ah no. Definitivamente es para un proyecto escolar —dice Ámbar mientras
me pisa con fuerza.
No digo nada. De verdad, a veces me pregunto si Ámbar se pensará que soy
tonto.
La mujer se levanta y nos conduce a una puerta en la esquina de la recepción
que lleva a una sala muy pequeña donde hay una terminal de ordenador y un
par de sillas.
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—¿Dónde está la máquina de microfichas? —pregunto.
—Los registros han sido digitalizados. Jamás dejaríamos a niños usar los
archivos originales. —Mueve el ratón para activar el ordenador—. Ahí se
ponen los términos de búsqueda. —Señala la pantalla—. ¿Seguro que es para
un proyecto escolar?
—Por supuesto que sí —responde Ámbar y al momento la mujer nos deja
solos. Todavía estoy un poco decepcionado por no poder utilizar la máquina
de microfichas, pero Ámbar se sienta y empieza a escribir. Pone las palabras:
«Henry Jacobs»
Tras unos instantes, el ordenador carga los resultados y los hojeamos. Hay
muchas menciones de «Henry» y bastantes «Jacobs», pero ninguna entrada
los menciona juntos. Así que le digo que lo escriba bien, así:
«Henry + Jacobs»
«Las obras en la carretera hacen que los alumnos pierdan hasta una hora de
educación a la semana, confirma el director del centro».
Pinchamos en el artículo para leerlo pero no sucede como en una página web
normal. Nos lleva a un ejemplar real del periódico, maquetado en 1979. Hay
una única mención a Henry Jacobs por lo que tardamos en encontrarla.
Cuando lo hacemos dice así:
«El director del centro, Henry Jacobs, advirtió que los autobuses escolares no pueden
llevar a los alumnos al instituto debido a las obras de mejora del enlace principal
entre Silverlea y Newlea».
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El artículo incluye una imagen, que en lugar de ser una fotografía es una
impresión artística de niños, con pantalones cortos de uniforme a la antigua,
en un gimnasio. Es interesante porque no es que sea un gimnasio cualquiera.
Es nuestro gimnasio. Es el gimnasio que usamos de verdad en el instituto.
—¿Instalaciones de primera categoría? Joder, ¡qué optimista! —dice Ámbar
—. A ver, vuelve otra vez. Mira el siguiente.
Hago lo que me dice y pincho en el último enlace.
«La señora Clarke ocupa la vacante dejada cuando Henry Jacobs dejó su puesto de
director en la Navidad del año pasado».
Estoy nervioso mientras lo leo, esperando que diga lo que le pasó al antiguo
director pero no dice nada. Tan solo pone que la nueva directora quiere hacer
avanzar el centro y preparar a los alumnos para el mundo laboral, y cosas así.
—¿Eso es todo? —pregunta Ámbar—. ¿No hay más?
Buscamos un poco más, probando diferentes palabras clave. Pero no aparece
nada. Es un poco decepcionante después de un comienzo tan prometedor.
Tras otra media hora de búsqueda nos damos por vencidos.
—No puedo creer que no haya nada más. ¿Cómo puede desaparecer alguien,
no cualquiera sino el director del instituto, y que no salga en el periódico?
—No lo sé —respondo—. Pero al menos coincide con lo que dijo la señora
Jacobs. Nos contó que su marido desapareció en la Navidad de 1979, al
menos sabemos que recuerda bien esa parte.
—Sí, supongo que sí —responde Ámbar, pero está claro que no está
satisfecha.
Sin embargo, a mí me preocupa algo más.
—Oye, ¿no crees que deberíamos volver? Sino, nos vamos a meter en líos por
hacer pellas.
Si Ámbar me ha oído desde luego que ha decidido ignorarme.
—Es que ya me han mandado al despacho de la directora una vez este mes…
—No quiero tener que decirlo, ya que Ámbar obviamente ya lo sabe, pero se
me escapa. No pasa nada porque Ámbar no me hace caso de todas formas.
—¿Qué sabemos? —pregunta en su lugar. Agarra el cuaderno y pasa a una
nueva página—. ¿Qué sabemos acerca de lo que pasó en realidad?
No le contesto, pero de nuevo me ignora. Responde a su propia pregunta.
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—Sabemos que la señora Jacobs dice que su marido desapareció en 1979, en
las navidades. Dijo que estaban poniendo las decoraciones cuando se fue a
comprar y nunca regresó.
Ámbar escribe en la página en blanco «Navidad 1979» y lo rodea.
—Y sabemos, por el cuadro honorífico que hemos visto en el vestíbulo hoy,
que Henry fue director del instituto de 1973 a 1979. Por el Island Times
sabemos que el nuevo director comenzó en 1980. —Me mira, como si fuera
mi turno de añadir algo a la lista de datos.
—Sabemos que la señora Jacobs está loca. Así que podría no haber
desaparecido en absoluto. Puede que simplemente se haya… marchado.
Ámbar me lanza una astuta mirada.
—Entonces, ¿por qué cree que ha desaparecido? No nos habría contratado si
no fuera un misterio para ella.
No tengo respuesta y le doy vueltas en la cabeza. Supongo que debe contar
como prueba, aunque no sea muy evidente.
—Bueno, tal vez, pero no sabemos nada más —concluyo.
—Te equivocas —dice Ámbar mientras empieza a sonreír.
—Ah, ¿sí?
—Sí. Hay algo más que sabemos.
Frunzo el ceño y trato de entender lo que quiere decir. No me gusta mucho la
cara de satisfacción que pone.
—Venga, Billy, piensa. Hemos buscado en el periódico, ¿verdad?
¿Encontramos algo sobre la desaparición?
—No.
—¿Qué significado tiene ese detalle?
De verdad que quiero resolverlo antes de que me lo diga y estoy a punto de
hacerlo cuando me interrumpe.
—Significa que lo que sea que le pasara no fue algo importante. Si hubiera
sido víctima, no sé, de un asesino en serie, o si hubiera muerto en un trágico
accidente de coche, habría salido en todos los periódicos y lo habríamos
encontrado. Dado que no hay nada publicado lo que sabemos es que cuando
desapareció no fue un acontecimiento importante. No fue noticia.
Abro la boca para protestar pero me doy cuenta de que no puedo. Lo cierto es
que es una sugerencia muy inteligente.
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CAPÍTULO DIECISIETE
Cuando volvemos al instituto es media tarde. Anticipo que nos van a echar la
bronca en cuanto pasemos por la recepción, pero las recepcionistas están en
su oficina en la parte de atrás y no salen a vernos. Me veo raro de pie en el
vestíbulo mirando el cuadro de menciones honoríficas. Me fijo en el nombre
de Henry Jacobs. Por un momento es como si me transportase al centro de
aquella época. Alguien debe de saber lo que le pasó, por qué se fue…
—Venga, Billy —Ámbar interrumpe mis pensamientos—. No te quedes ahí
parado, te van a pillar.
—Ah, vale.
—Cuando llegues a clase di que has tenido cita con el médico. Si te preguntan
di que es una cuestión personal, así no podrán interrogarte.
Asiento con la cabeza y Ámbar se va a la clase que tenga, y yo me voy a
Matemáticas. Decido decirle al profesor Duncan que tenía cita con el dentista
y me dispongo a fingir que tengo dolor de muelas, pero no parece importarle
y simplemente me dice que me siente. Después de mates tengo Valores
Éticos. Cuando termino las clases cojo el autobús de vuelta a casa. Me paso
todo el viaje pensando en cómo podemos averiguar más sobre Henry Jacobs.
Se me ocurren algunas ideas también. Sin embargo cuando llego a casa, todo
cambia para peor.
Parece una emboscada. Cuando entro en la cocina, papá y Tucker me están
esperando.
—Billy —comienza papá—. ¿Te puedes sentar, por favor? Tenemos que
hablar.
Por el sonido de su voz creo que estoy metido en un lío. Por un segundo me
pregunto si se habrá enterado de que he hecho pellas, pero ¿cómo es posible?
¿Se dio cuenta el profesor de que estaba mintiendo sobre lo del dentista?
Luego se me ocurre que quizá sea Tucker el que tenga problemas. Tal vez
papá se ha dado cuenta de que nos mintió sobre su nombre, o con lo de que no
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tenía móvil. Pero por la forma en que Tucker sonríe, dando un sorbo a una
cerveza, tampoco parece ser eso.
—Venga, Billy, siéntate.
Todavía no me había quitado la mochila, por lo que me la quito ahora y la
deslizo por detrás de la mesa de la cocina. Papá está sentado frente a mí. Me
sonríe, pero no es una sonrisa natural. Es falsa.
—¿Qué pasa? —le pregunto.
La sonrisa de papá desaparece.
—Tengo que contarte algo. Tengo noticias, buenas noticias.
—¿Qué ha pasado? —pregunto de nuevo.
Papá mira hacia otro lado y se frota la barba de la cara, así que sé que no son
buenas noticias después de todo.
—¿Qué noticias?
—¿Sabes que dije que Tucker se iba a quedar aquí un par de días? —
comienza.
—Sí. Eso fue el jueves pasado, así que se supone que se tenía que haber
marchado hace dos días…
—Ya —papá levanta la mano para interrumpirme—. Ya lo sé. La cuestión es
que todavía necesita… —Papá se detiene y vuelve a frotarse la barbilla.
Cuando continúa ha cambiado de tema—. Mira, me ha llamado Frank. ¿Te
acuerdas de Frank, el que trabaja en el puerto?
Espero. Supongo que yo también debo fruncir el ceño, ya que papá sigue
explicándome.
—¿Te acuerdas o no? Es el capitán del buque pesquero Alba.
Por un segundo no sé de qué habla, pero luego lo recuerdo. El Alba es uno de
los barcos de pesca, uno de los grandes. Aunque a decir verdad no me
acuerdo muy bien de Frank. Creo que una vez me dejó subir a bordo para
hacer un recuento de las especies de peces que habían pescado.
—Ha surgido una vacante, para un trabajo.
Parpadeo.
—Es solo una prueba, pero pagan bien. Si conseguimos una buena pesca, me
pagarían lo suficiente como para poder ahorrar y todo. Podemos empezar a
guardar un poco para… bueno para lo que sea.
Tanto él como Tucker me miran con atención. Deslizo los ojos de uno a otro.
—¿Pero el Alba es un buque de altamar?
—Sí que es verdad que faena un poco más lejos —asiente papá—. Claro que
sí. Pero ahí es donde está el dinero. Es un barco moderno, Billy. Es totalmente
seguro. Lo único es que significa que estaré fuera un poco más de tiempo. —
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Papá deja que su voz se desvanezca. Así que tengo que preguntar para
entender lo que quiere decir.
—¿De cuánto tiempo hablas?
Papá pone un gesto raro, como si fuera esta la peor parte.
—Frank calcula que se tarda un día y medio en llegar a las zonas de pesca. Lo
mismo para volver. Así que depende de las capturas, podrían ser cuatro
noches. Una semana como mucho.
—¿Una semana? ¿Y quién va a cuidar de mí?
Enseguida me enfado conmigo mismo por soltar eso. No necesito que nadie
me cuide. La mayor parte del tiempo soy yo quien cuida de papá. Pero una
semana es mucho tiempo.
Entonces me vuelvo hacia Tucker. O Peter. O cualquiera que sea su verdadero
nombre. Veo que me devuelve la mirada, observando mi reacción.
—Como te iba diciendo, Tucker… —continúa papá, pero apenas le oigo—…
necesita un lugar para dormir. Solo para quedarse un tiempecito.
—Pero me dijiste que se iba a quedar un par de días —le interrumpo—.
Debería haberse ido ya hace tres días.
—¡Billy! Es una buena solución. Tucker puede cuidarte mientras se establece.
Necesito demostrarle a Frank que puede confiar en mí. Es la oportunidad que
estábamos esperando desde hace mucho tiempo.
—¿Mientras se establece?
—Sí. Tucker se va a quedar en Lornea una temporada. Va a buscar trabajo.
—¿A buscar trabajo? —Siento que mi voz se eleva de nuevo. Siento que me
traiciona.
—Venga, Billy. Ya sé que esto es una sorpresa. Pero también sabes que llevo
un buen tiempo esperando que me salga trabajo en un barco de pesca. Lo
habíamos hablado.
—Ya, ¡pero no en uno de los barcos grandes que van a altamar! Hablamos de
embarcaciones que se quedan en la bahía.
—Ya no hay peces en la bahía, Billy. Y lo sabes.
No respondo. De repente me doy cuenta de que estoy respirando muy fuerte.
—Billy, por favor. Necesitamos esta oportunidad. Necesitamos que entre
dinero, tenemos facturas que pagar. Y si puedo ahorrar un poco podemos…
—papá no termina su frase. Pero intuyo lo que iba a decir. Tiene que ver con
mi idea de comprar «La Dama Azul» y hacer excursiones de avistamiento de
ballenas para los turistas.
Intento pensar rápido. Tal vez sea una buena idea. Entonces me acuerdo de
Tucker. O de Peter. Pienso que voy a quedarme a solas con él, cuando ni
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siquiera sé cuál es su verdadero nombre. ¿Cómo se le ocurre a papá pensar
que es buena idea? Tengo que decir algo.
Pero no lo hago.
—¿Cuándo te marchas? —pregunto en su lugar.
Esta vez papá no responde de inmediato. Respira hondo y exhala. Como si
esta parte fuera a ser complicada.
—Zarpamos en la próxima marea alta.
Dirijo los ojos a la ventana. Como estoy sentado en la mesa no puedo ver la
playa, pero ni siquiera lo necesito. Siempre sé lo que hace la marea.
—¿La próxima altamar? Es esta noche —he alzado la voz de nuevo.
—Sé que es poco tiempo, Billy. Uno de los miembros de la tripulación llamó
para decir que estaba enfermo. Por eso Frank me ha llamado. Por eso quería
hablar contigo ahora, tan pronto como volvieras de clase. Quería hablar
contigo antes de irme.
Calculo en mi cabeza. La próxima marea alta es en dos horas. Es una media
hora de viaje hasta Holport, desde donde zarpa el Alba. Tendrá que marcharse
en una hora y media.
—Tengo que ayudar a cargar —continúa papá como si estuviera leyendo mi
mente—. Tengo que salir ahora.
—¿Ahora?
¿Por qué me sigue saliendo la voz tan alta?
Vuelvo a mirar por la ventana. Veo el cielo suspendido sobre el mar. La luz se
está desvaneciendo y resalta las grises nubes que se agrupan en cúmulos de
tormenta. Me imagino a papá navegando hacia la tormenta, a cientos de
kilómetros de distancia.
—Se acerca una tormenta —suelto. No sé por qué lo digo, porque en realidad
no es cierto. Es solo un poco de lluvia. Al menos, lo es aquí. Es verdad que no
sé cómo será a cientos de kilómetros en altamar.
—Es un barco nuevo, Billy. Es seguro. Y… eficiente. Si consigo trabajo fijo
en el Alba, va a ser un sueldo seguro.
En ese momento Tucker se une a la conversación. Hasta ahora no había dicho
ni una palabra, solo estaba ahí bebiendo cerveza.
—Va a estar bien, Billy —su voz suena rara. Es espeluznante—. Nos va a dar
la oportunidad de conocernos un poco mejor. —Me sonríe, y noto que sus
incisivos son muy largos. Están amarillentos en la punta, y marrones por
donde se unen a la encía porque no se los cepillará bien. Le da un trago a la
cerveza. Siento que se me llenan los ojos de lágrimas y no quiero que Tucker
las vea. De verdad que eso es lo último que quiero. Me vuelvo hacia papá.
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—Me voy a mi habitación. Tengo que hacer deberes.
Papá vuelve a acariciarse la barbilla un par de veces y luego se limita a
asentir.
—Muy bien.
No me lo esperaba. Creía que me detendría, pero ahora que no lo hace no
tengo otra opción. Recojo la mochila del suelo y me dirijo a las escaleras.
Mientras subo sigo esperando que papá me llame. Pero no lo hace. Así que al
final entro en mi habitación y tengo que lidiar con Steven saltando sobre mí y
picoteándome la cara. Y encima se me ha olvidado su bolsa de pescado en la
cocina. No voy a volver a por ella, ni hablar.
Así que espero. Estoy bastante seguro de que papá vendrá a verme antes de
irse. Espero atento el chirrido de las tablas del suelo en las escaleras, el sonido
que me indica que papá está subiendo. Decido que, cuando lo haga, se lo voy
a contar todo. Voy a contarle que Tucker no se llama Tucker de verdad y que
me mintió diciendo que no tenía móvil, cuando en realidad sí lo tiene. Y
según lo pienso, me acuerdo del pelo en la puerta y de que no estaba allí
cuando volví, lo que demuestra que ha estado rebuscando en mi habitación.
Sé que cuando le cuente todo esto a papá se dará cuenta de que no puede
dejarme aquí con Tucker. Papá lo solucionará. Se dará cuenta de quién es
Tucker en realidad y se asegurará de que no vuelva a entrar en casa jamás. Sé
que ha estado tratando de conseguir un puesto en un barco durante mucho
tiempo. Sé que necesita el dinero. Pero se dará cuenta de que no puede
hacerlo así.
Pero en lugar del chirrido de las escaleras oigo otro ruido: un portazo. Me
acerco a la ventana y me asomo con sigilo, ya que puede que sea Tucker el
que esté fuera y no quiero que me vea.
Pero no es Tucker. Es papá. Ha echado su bolsa en la parte trasera de la
camioneta y ahora se está subiendo al asiento del conductor. Tucker se sube al
otro asiento, riéndose mientras lo hace. Oigo el ruido del motor
encendiéndose. Creo ver a papá mirando hacia mi ventana mientras empieza a
dar la vuelta, y me aparto de su vista. Cuando vuelvo a mirar, ya se están
alejando por el camino.
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CAPÍTULO DIECIOCHO
Se dirige a 077 grados a una velocidad de diez nudos. Lo que quiere decir que
están a unas sesenta millas náuticas de distancia y siguen navegando hacia
altamar. El tiempo no es muy malo. El viento es de fuerza cuatro y se prevé
que baje. Eso no es nada. Aquí es peor.
Así que decidí que el problema más urgente era el estar en casa a solas con
Tucker. O cualquiera que sea su verdadero nombre.
Entonces me puse a pensar. Intenté utilizar la lógica para resolverlo, partiendo
de lo que sé con seguridad. Por ejemplo: sé que papá cree que se llama
Tucker. Pero también sé que tiene una tarjeta en su cartera donde pone que se
llama Peter Smith. No puede llamarse de las dos formas a la vez, así que uno
debe de ser falso. Igual piensas que la identificación oficial, la que muestra su
licencia de conducir, es la más probable que sea la verdadera, pero te olvidas
de un detalle. Papá y Tucker crecieron juntos en Crab Creek. Si papá cree que
se llama Tucker debe ser cierto. Lo que significa que Peter Smith podría ser
un nombre nuevo, o un alias.
Hago una lista de las razones por las que usar un alias. Esto es lo que escribo:
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Luego miro en Google y encuentro varias posibilidades más. Agrego lo
siguiente:
Tacho las ideas que son imposibles y las que son muy improbables. La única
que queda es la última. Total que Tucker es un criminal que quiere ocultar su
identidad.
A continuación, echo un buen vistazo a mi habitación, para ver si falta algo
después de que entrara. No creo que falte nada. Tengo la sensación de que
algunas cosas estaban fuera de lugar: los cajones de mi escritorio no estaban
cerrados como yo los había dejado, ese tipo de cosas, pero para ser sincero,
podría haber sido Steven. Entonces se me ocurre una buena idea. Empiezo a
pensar en por qué Tucker podría haber intentado entrar en mi habitación en
primer lugar. La respuesta obvia es que estaba buscando cosas para robar ya
que es un criminal. Pero dado que está viviendo en nuestro salón, no tiene
mucho sentido que robe cosas de mi habitación y se las lleve abajo. ¿Así que
tal vez no estaba buscando robar algo, sino haciendo otra cosa? Pero si ese es
el caso, ¿entonces qué estaba haciendo?
Por fin lo resuelvo. ¿Recuerdas que la mañana siguiente a su llegada me
preguntó si podía usar mi ordenador? Dijo que lo quería para acceder a
Internet, porque no tenía teléfono pero luego descubrí que mentía acerca de lo
de no tener móvil. Tenía uno, pero lo tenía escondido. En ese momento no
entendí por qué. Pero creo que ahora lo entiendo. Tiene que ver con el
funcionamiento de los teléfonos móviles.
He visto un documental sobre ello. Es bastante complicado de entender pero
la idea básica es la siguiente: Los teléfonos móviles se conectan a las
estaciones base mediante ondas de radio que transmiten de ida y vuelta. Cada
vez que se enciende un teléfono móvil, este envía mensajes que se llaman
saludos, a la estación de base más cercana, como si dijera «Hola, estoy aquí».
Lo hace para que la compañía telefónica sepa a dónde enviar todas las
llamadas y mensajes que recibes. De lo contrario, tendrían que enviar cada
llamada y cada mensaje a cada estación base, por si acaso sus clientes
estuvieran al lado de ella. Eso sería una locura, porque las estaciones base se
llenarían y probablemente explotarían. Lo cual implica que cuando tienes tu
teléfono móvil encendido tu compañía telefónica sabe dónde estás. Y la
policía también lo sabe. Tienen acceso al mismo sistema y lo utilizan para
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localizar a delincuentes. Lo hacen a menudo. Y no es que sea un gran secreto:
los delincuentes también lo saben. Quizá porque vieron el mismo documental
que yo.
La razón por la que esto es importante es la siguiente. Cuando los
delincuentes huyen de la policía tienen que dejar sus teléfonos apagados. Ni
siquiera pueden utilizarlos para buscar en Internet, porque el mero hecho de
encender el teléfono significa que enviará un mensaje de saludo a la estación
base más cercana, diciendo «¡aquí estoy!».
Por eso Tucker/Peter mintió diciendo que no tenía teléfono: porque no podía
encenderlo. También explica por qué quería entrar en mi habitación. Debe
haber necesitado usar Internet de nuevo. Así que entró en mi habitación para
usar mi ordenador. Por suerte lo tenía conmigo en ese momento.
Y entonces, parece que las buenas ideas vienen de cuatro en cuatro, tengo otra
buena idea. Me doy cuenta de que si Tucker no quiere encender su teléfono
porque la policía lo está usando para buscarlo, entonces hay una manera muy
fácil de deshacerse de él. Lo único que tengo que hacer es encontrar su
teléfono y encenderlo. Enviará un saludo a la estación base más cercana, la
policía lo verá y sabrá exactamente dónde está. Vendrán y lo arrestarán.
Como ni siquiera sabrá lo que ha pasado le pillará por sorpresa. Y lo mejor de
todo es que nadie sospechará que fui yo.
Sin embargo, ahora no puedo hacerlo por dos razones. En primer lugar, no
quiero meter a papá en un lío. No estoy seguro de si es ilegal o no, pero no
creo que a Asuntos Sociales les parezca bien que me haya dejado una semana
en casa con un violento criminal. La otra razón es que no sé dónde está el
teléfono de Tucker. No lo he visto desde aquella vez que registré sus
vaqueros. Así que tendré que vigilarle con atención para ver si encuentro
alguna pista de dónde lo ha escondido.
Entonces se me ocurre otra idea. Incluso mejor que lo de encender el teléfono
de Tucker.
Al principio no estaba seguro de si funcionaría, así que tuve que consultar
Internet, y para entonces ya era casi medianoche. Lo sé porque fue entonces
cuando oí que la camioneta de papá volvía, miré por la ventana y vi a Tucker
bajándose. Debió de haber ido al bar después de dejar a papá. Lo observé con
la luz apagada, para ver si estaba borracho. Pero era difícil saberlo.
Volví a trabajar. Encontré un programa que ofrecía un período inicial gratis
por lo que no me iba a costar nada. Luego borré del ordenador todo lo que era
importante, por si acaso. De todos modos, tengo una copia de seguridad de
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todo. A continuación hice un par de pruebas para comprobar que funcionaba.
Eran las dos de la mañana cuando por fin me fui a la cama.
Cuando me vaya hoy a clase no me voy a llevar el portátil. Se me va a
olvidar. Lo voy a dejar en la mesa de la cocina, encendido, con la contraseña
desactivada. Como si hubiera querido meterlo en la mochila pero en el último
momento se me hubiera olvidado.
Por supuesto que jamás haría algo así.
Le he tendido una trampa.
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CAPÍTULO DIECINUEVE
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foto sí que parecía un experto en informática. Si Tucker/Peter es un experto
en esos temas seguro que sabrá que le he tendido una trampa.
Empiezo a sentir que me falta el aire. ¿Estará ahí dentro ahora, sabiendo que
he descubierto quién es, que sé que la policía lo busca? Me vienen a la cabeza
todos esos músculos que le cubren el cuerpo entero. Me estoy poniendo fuerte
pero ni por asomo estoy tan cachas como él.
Me obligo a pensar con lógica. Está claro que no es un experto en
informática, no sé ni porqué se me ha ocurrido tal tontería. Los expertos en
informática no tienen esos músculos, ni siquiera cuando van de camuflaje. Si
Tucker/Peter es un delincuente, y me recuerdo a mí mismo que aún no lo sé al
100 %, entonces será de los que se pelean y usan la violencia. O, más
probable aún, seguro que es de los mediocres, ya que la policía lo anda
buscando.
Total que, aunque no tenga forma de saberlo a ciencia cierta, decido que es
poco probable que Tucker se haya dado cuenta de que dejarle el portátil en
casa era una trampa. Así que tomo dos bocanadas de aire fresco y me preparo
para abrir la puerta de casa.
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—Cuéntame, ¿qué tal tu día? ¿Le has dicho tres verdades a tus profes? Venga,
no seas tímido, hablemos.
Levanto la vista y me doy cuenta de que ha seguido mi mirada. No estoy
seguro al cien por cien, pero creo que por un momento parece culpable.
—Vamos, chico. Siéntate.
No me queda otra, así que hago lo que me dice. Le observo mientras va a la
nevera.
—¿Quieres una cerve? No te preocupes, no se lo voy a contar a tu viejo.
—No me gusta la cerveza.
Tucker se encoge de hombros y coge una para él. Le da una patada a la puerta
de la nevera para cerrarla, coge dos platos y sirve dos raciones de arroz
enormes cubierto de lo que fuera que estaba cocinando. Resulta que son
judías con tomate. Pone un plato delante de mí y se sienta en el otro extremo
de la mesa. Me pregunto si va a intentar entablar una conversación, pero en su
lugar se pone a comer, engullendo la comida con rapidez. Pruebo un poco de
la salsa y, aunque es muy picante, está buena. Lo que quiero hacer de verdad
es subir a mi cuarto con el portátil para ver si mi trampa ha funcionado pero
aun así empiezo a comer.
—¿Sabes algo de tu viejo? —me pregunta al cabo de unos minutos. Levanto
la vista y veo que ya ha terminado.
—No.
—¿Sabes dónde está?
Esta pregunta podría ser una especie de prueba. He dejado la aplicación
«Buscador de Barcos» abierta en mi portátil. ¿Es esta su manera de hacerme
saber que ha usado el ordenador?
—No, la verdad es que no lo sé. —Me concentro en la cena. La verdad es que
está muy rica. Jamás me hubiera imaginado que un tío como Tucker cocinara
tan bien.
—Me dijo a dónde iban. Parece muy lejos pero en realidad no lo es. Y les está
haciendo bueno, mejor allí que la mierda de tiempo que tenemos aquí.
No le respondo. Pero le miro a la cara y me dedica otra media sonrisa. Bajo la
mirada de nuevo.
—¿Te gusta el deporte? —me pregunta a cuento de nada.
—¿Perdón?
—¿Que si te gusta el deporte? ¿Juegas al fútbol o al baloncesto? No sé, ¿al
bádminton?
—Ah. No, no mucho.
Tucker se ríe.
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—No eres muy hablador, ¿no, Billy? —dice Tucker de nuevo. Sigo sin decir
nada—. Has salido a tu padre, supongo. Me acuerdo de que era el típico tipo
duro y callado. Tal vez fue eso lo que tu madre vio en él. Desde luego que ella
venía de una familia muy habladora. Panda de charlatanes. En mi humilde
opinión tienes suerte de haber salido a él.
Me acerco a la boca otro tenedor cargado de cena pero esta vez no la pruebo.
Nunca he conocido a nadie, aparte de papá, que conociera a mi madre. En
cierto modo, me gustaría saber más sobre ella. Pero no creo que este sea el
momento de preguntar.
En ese momento mi móvil da un pitido. Es el tono que indica que he recibido
un mensaje. Lo saco, miro la pantalla y veo que es de Ámbar. Está claro que
no voy a ponerme a leerlo en la mesa delante de Tucker.
—Es importante —le digo a Tucker, asegurándome de que no pueda ver la
pantalla—. Voy a…
—Por supuesto —dice inclinando la cabeza, como para darme permiso para
irme.
—Es de… —me detengo, molesto conmigo mismo. No tengo porqué darle
explicaciones a Tucker pero ahora que he empezado no me queda más
remedio que terminar la frase—… de un trabajo para el instituto —suelto por
fin, suena un poco patético la verdad.
—No te preocupes. Vete a trabajar, yo me encargo de recoger la cocina. —Se
reclina en la silla y se golpea el pecho con los puños, como si fuera un gorila.
Me meto otro par de bocados en la boca y suelto el tenedor. Guardo el móvil
en el bolsillo de los pantalones y cojo el ordenador. Estoy a punto de subir las
escaleras cuando me doy la vuelta para mirarle.
—Muchas gracias —le digo—. Por la cena, estaba muy buena. —Solo porque
sea un criminal no quiere decir que tenga que ser maleducado con él.
—De nada, chaval. Ya le dije a tu viejo que te iba a cuidar bien.
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CAPÍTULO VEINTE
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mientras lo hace. Ahora sí que estoy seguro de que, sea cual sea el tipo de
delincuente que es, no es un experto en informática.
Con el «Cazador de espías» no veo lo que está escribiendo pero no me
preocupa porque lo puedo mirar luego con el otro programa que instalé. De
momento sigo observando las imágenes y durante un rato largo me mira
fijamente a través de la pantalla. Veo que sus ojos se mueven de izquierda a
derecha, así que supongo que estará leyendo algo. También veo que mueve
los labios.
Entonces de repente, se levanta. No estoy seguro pero parece enfadado. Creo
que es por la forma en la que se aparta de la mesa. A continuación sale del
encuadre durante un rato y estoy a punto de darle al botón para adelantar
cuando vuelve. Se sienta de nuevo y está sacudiendo la cabeza. Luego hay
una sección muy larga de la grabación en la que se sujeta la cabeza con las
manos. Después se frota la cara por todas partes, cubriéndose los ojos.
Cuando veo su rostro de nuevo hay un momento en el que parece que está
llorando.
De repente se vuelve loco. Empieza a insultar. Grita tan fuerte que me entra el
pánico, pero enseguida me acuerdo de que solo grita en los auriculares. No
voy a repetir la palabrota, pero la suelta una y otra vez. Es la que empieza por
«J». La grita muy fuerte.
Pasan un par de minutos en los que se levanta de la silla varias veces. Cuando
vuelve noto de inmediato que tiene el móvil en la mano. Presto atención.
Parece que se ha calmado. Se queda sentado mirando el teléfono, no como si
lo estuviera usando, sino como si estuviera decidiendo si usarlo o no, porque
veo que sigue apagado. De vez en cuando, su pulgar pasa por encima del
botón de encendido, como si quisiera encenderlo pero hubiera algo que se lo
impide. Entonces hay un momento que me hace dar un bote.
¡Cataplum!
Sin venir a cuento ha golpeado la mesa con fuerza con el móvil. Debe de
haber hecho saltar también al portátil porque la imagen cambia, como si la
pantalla se hubiera golpeado y el ángulo de la cámara hubiera cambiado.
Ahora muestra la puerta de la cocina y no veo a Tucker. De repente lo veo de
nuevo, cruzando el umbral de la puerta del patio.
Estoy desconcertado. Sigue sin llevar camiseta, lleva solo los vaqueros por lo
que no debe estar yendo a ningún sitio. Estoy a punto de darle al botón de
avance cuando veo que regresa a la cocina. Después Tucker cierra el portátil
de golpe, lo que hace que termine la grabación.
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Rebobino y lo vuelvo a ver. Esta vez intento fijarme en si lleva algo en la
mano mientras sale de la cocina. No estoy muy seguro pero parece que lleva
algo negro en la mano, quizá el móvil. Y cuando vuelve está claro que no
tiene nada en las manos ya que las veo con perfecta claridad cuando se acerca
al portátil para cerrarlo.
Minimizo la pantalla de «Cazador de espías» y cavilo. Tengo una estación
meteorológica en el tejado encima de mi habitación desde hace un par de
años. También tengo una cámara que apunta hacia la playa y que está
conectada a Internet para que se vea el tiempo y las condiciones de surf en la
playa de Silverlea. La primera que instalé no era muy buena y solo sacaba una
foto por hora y encima, tras una tormenta, le entró agua por el objetivo, por lo
que salía la imagen empañada. Así que hace un año me compré una cámara
mejor en eBay, una que graba vídeos de verdad. Se supone que puedo
conectarme desde cualquier parte del mundo y ver la vista desde la ventana de
mi habitación, en tiempo real y en alta definición. El problema es que la
cámara era de segunda mano y no funcionaba muy bien así que no conseguí
que se conectase a Internet. Sin embargo, la sigo teniendo. Conseguí usar el
mismo soporte que tenía para la anterior, así que la instalé en el tejado y
funciona. En este mismo momento estará grabando.
Me voy a la mesa y enciendo el otro ordenador. Me conecto a la aplicación de
la cámara y rebobino la grabación hasta las 08:47 de ayer. Debo admitir que
me sorprende que todavía funcione, pero así es. La imagen no muestra
movimiento alguno durante un rato, tan solo se ve la vista de la cima del
acantilado, la camioneta de papá y la playa de abajo. Pero entonces, a las
08:56:12, Tucker aparece de repente en el encuadre. Es bastante pequeño, ya
que la cámara está alejada, pero no hay duda de que es él. Sale al frente, junto
al borde del acantilado. Se queda ahí durante un par de segundos. Luego echa
el hombro hacia atrás y lanza algo por el borde del acantilado hacia el
horizonte.
No se ve lo que lanza ya que es un objeto demasiado pequeño. Pero ya sé lo
que es por las imágenes de dentro que ha mostrado el portátil.
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CAPÍTULO VEINTIUNO
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Internet. Así que copio lo que escribió y lo pego en la barra de búsqueda de
Google.
El resultado de la búsqueda muestra que hay más de 3 millones de resultados.
En ese momento temo que voy a tener el mismo problema que antes, el no
saber qué página abrir. Pero me doy cuenta de algo. En la primera página de
los resultados de la búsqueda algunos de los enlaces tienen otro color. ¿Sabes
a lo que me refiero? ¿Has notado cómo cambia el color de un enlace cuando
ya lo has mirado? Pues así es como sé en qué enlaces ha pinchado Tucker. El
primero que abrió es del periódico Noticias del Oeste. Nunca he oído hablar
de él, pero cuando pincho para abrirlo esto es lo que dice:
«Un padre de dos hijos ha muerto esta noche tras recibir tres disparos durante un
asalto a mano armada a una joyería en Playa de Los Perros. El asalto tuvo lugar el
martes por la mañana en la joyería Clásica de Playa de Los Perros, una tienda
familiar que lleva más de 50 años abierta. Se cree que un hombre enmascarado entró
con una pistola en la tienda y exigió artículos de las vitrinas. Adam Smith, empleado
de seguridad de la joyería desafió al asaltante, quien abrió fuego. El Sr. Smith recibió
tres disparos y murió a las pocas horas en el hospital. La tienda ha emitido un
comunicado en el que confirma que sufrió un robo esta mañana y que permanecerá
cerrada hasta nuevo aviso. Los dueños ofrecen sus condolencias a la señora Smith y a
su familia, y afirman que rezan por los afectados».
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CAPÍTULO VEINTIDÓS
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él. Pero intento no pensarlo mucho. Desayuno, doy de comer a Steven y luego
hago ver que voy a tomar el autobús escolar, como todas las mañanas.
Pero en lugar de llevar a Steven a mi habitación, saco la caja afuera. Tucker
ya está despierto, así que le grito que me voy a clase. En vez de bajar por el
camino hacia el autobús, cojo la caja de Steven y comienzo a caminar por el
sendero costero en dirección contraria, hacia la playa. Cuando estoy seguro de
que ya no se me ve desde casa abro la caja y saco a Steven.
Steven es bastante manso ahora, así que no hay peligro de que salga volando
y no vuelva. Por el contrario, lo que más me preocupa es que cuando tenga
que volar no quiera hacerlo. Ahora mismo está quieto delante de mí, con las
alas estiradas esperando a que le lance trozos de pescado al aire para que los
coja. Pero no lo hago.
En su lugar, saco el móvil del bolsillo y se lo enseño a Steven. Dejo que lo
vea bien, ha inclinado la cabeza hacia un lado y lo inspecciona con un ojo.
También lo picotea con cuidado.
—Muy bien, Steven —le digo.
Cuando parece que va a perder interés en el móvil, lo cojo y hago amago de
tirarlo. Me lo escondo en la espalda para que Steven no sepa dónde está.
Parece un poco confuso por mi actitud y se vuelve para mirarme, graznando
un poco.
—¡Búscalo! —le digo. Pero Steven me ignora. Lo intento de nuevo. Consigo
que se interese por el teléfono y luego hago como si lo tirara por el acantilado.
Esta vez Steven se limita a mantener la cabeza de lado y a observarme, como
si creyera que me he vuelto loco.
Lo intento de nuevo, esta vez untando un poco de paté de pescado en la parte
posterior del móvil. Siempre tenemos unas latas de paté por si papá no trae
pescado del puerto. Steven muestra mucho más interés ahora que he sacado el
paté. Al principio picotea el teléfono con entusiasmo, y luego me mira con
enfado cuando lo tiro.
Se posa a un par de metros sobre unas malas hierbas. Me mira durante unos
segundos y luego se acerca al teléfono y empieza a picotearlo de nuevo,
llenándose el pico de paté cada vez que puede.
—Tráemelo, Steven. Aquí.
Saco un pescadito de la fiambrera que tenía en la mochila y se lo muestro a
Steven. En un instante, vuela hacia mí para cogerlo, pero niego con la cabeza.
—No. Tráeme el teléfono primero. —Steven intenta picotearme el puño pero
no le dejo. En su lugar me dirijo al teléfono y lo señalo—: Primero tráeme el
teléfono. Luego te doy el pescado.
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No sé si habrás intentado alguna vez entrenar a una gaviota argéntea, pero se
necesita mucha paciencia. Pasa una hora antes de que consiga que haga lo que
quiero, que es agarrar el teléfono con el pico y volar de vuelta hacia mí para
devolvérmelo. Le doy muchos elogios y salta arriba y abajo graznando,
agitando un pez arriba y abajo en el pico antes de inclinar la cabeza hacia
atrás y tragárselo. Pasa otra hora y ya he conseguido que salga volando detrás
del móvil, me lo traiga y lo deje caer en el suelo antes de que le de otro pez.
Así que paso a la siguiente parte de mi plan. Recojo el teléfono del suelo y,
esta vez, finjo que lo tiro. Pero en realidad no lo hago. Solo finjo que se ha
salido volando en la misma dirección en la que vi a Tucker lanzar su teléfono
en el vídeo. Esta vez me escondo bien el teléfono, me lo meto en el bolsillo de
la chaqueta y cierro la cremallera.
—¡Vamos, Steven! Busca, busca —le espoleo para que salga volando. Al
principio se limita a agitar las alas sobre mi cabeza pero le sigo haciendo
señas con los brazos para que se aleje. Al final se hace a la idea y levanta el
vuelo, pero empieza a planear de un lado a otro por encima de mí, usando las
corrientes de aire que suben por la pared del acantilado. Vuelvo a hacer señas
hacia donde debe estar el teléfono de Tucker, en la parte más empinada del
acantilado. Pero Steven no va hacia allá. Se limita a dar vueltas por encima de
mí y, al cabo de un rato, aterriza y me observa.
Pasada otra hora me rindo. Y no es solo porque me haya quedado sin pescado.
Vuelvo a subir por el sendero del acantilado. Voy más despacio según me
acerco a la cima, pero en cuanto veo mi casa me doy cuenta de que la
camioneta de papá no está. Eso es buena señal porque indica que Tucker debe
de haberse ido a algún sitio. Lo que quiere decir que puedo ir a la cima del
acantilado, al lugar desde donde Tucker lanzó su teléfono, e intentar ver
dónde puede haber aterrizado el móvil.
Me quedo ahí un rato, observando. Considero la posibilidad de tirar mi
teléfono e intentar recrear el lanzamiento de Tucker, esta vez con Steven
mirando… Pero no me fío de Steven, así que no lo hago.
En su lugar voy al cobertizo que tenemos en el jardín y rebusco hasta
encontrar algo de cuerda. Tengo un buen trozo que rescaté hace unos años de
la playa después de que una tormenta arrastrara unos aparejos de pesca hasta
las rocas del otro lado del cabo. Me costó mucho, pero conseguí recuperar
unos cuarenta metros. Una vez en casa no supe qué hacer con ella así que
acabó en el cobertizo. Ato un extremo con cuidado alrededor del poste de la
puerta, dándole un buen tirón para asegurarme de que es sólido. Luego hago
nudos en el resto de la cuerda para que sea más fácil trepar. Lanzo el extremo
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abierto por el acantilado hasta que lo pierdo de vista. Y bajo la atenta mirada
de Steven, empiezo a descender hacia donde Tucker ha debido tirar el
teléfono.
Llevo unos cinco metros de descenso cuando deseo haber cogido un arnés. No
es por el esfuerzo de aguantar mi peso, es porque me empiezan a sudar las
manos de los nervios, y me doy cuenta de que, si se me resbalan por la
cuerda, no habrá nada que me impida caerme y acabar como una de esas
ovejas. Pero ya he empezado así que me obligo a seguir.
Poco a poco voy bajando, pisando los salientes del acantilado o simplemente
apoyándome en la tierra. Unas cuantas veces desprendo trozos sueltos de
barro y piedras, que caen por debajo de mí, algunos quedan atrapados en otros
salientes y otros desaparecen por el borde. Esto hace que me suden aún más
las manos.
A unos cinco metros por debajo de mí hay un gran saliente y ahí es a dónde
me dirijo. Creo que igual es ahí donde aterrizó el móvil. Voy echando más
cuerda, agarrándola con cuidado ya que cada vez tengo las manos más
resbaladizas. Al final llego y puedo relajarme un poco. Miro alrededor de los
pies, esperando ver el plástico negro de un teléfono incrustado en algún lugar
de la hierba, pero no veo nada. Al final decido que tendré que bajar más.
Mientras voy bajando por la cornisa me doy cuenta de que he cometido un
gran error. Por encima de mí no se ve más que el acantilado, así que no puedo
vigilar la casa y ver cuándo vuelve Tucker. Es una idea horrorosa. Podría
estar ya allí, en lo alto del acantilado, viendo esta cuerda que se extiende
desde el marco de la puerta del cobertizo hasta el borde del acantilado. Si la
ve sabrá enseguida que soy yo quien está colgado en el otro extremo de la
soga ya que, desde que cerraron el sendero de la costa, nadie más viene a esta
parte del acantilado. Y también sabrá lo que estoy haciendo, porque
obviamente sabe que tiró su teléfono y sabe que se quedó atascado en el
acantilado, así que deducirá que lo estoy buscando.
Si lo deduce sabrá que sospecho que es un criminal. Y lo peor de todo es que
le he puesto muy fácil como detenerme. Lo único que tiene que hacer es
cortar la cuerda.
Intento convencerme de que es una locura: si corta la cuerda, me caeré y
moriré. Y no querrá matarme de verdad ¿no? Pero cuanto más lo pienso, más
me preocupa la respuesta. Si fue capaz de asesinar a un guardia de seguridad
para escapar cuando robó la joyería, ¿qué diferencia hay entre eso y
asesinarme a mí? Y mi muerte ni siquiera parecería un asesinato. La policía
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podría pensar que estaba contando nidos o algo así y que simplemente me
resbalé.
En ese momento me entran unas ganas terribles de volver hacia arriba y
ponerme a salvo de la caída al vacío que se extiende bajo mis pies. No dejan
de sudarme las manos por lo que la cuerda está cada vez más resbaladiza.
Trato de calmarme y desciendo unos cuantos pasos hasta llegar a otro
pequeño saliente donde puedo apoyarme y descansar un rato. Intento
ralentizar mi respiración. Me miro los pies, escudriño la cornisa, esperando
contra toda esperanza que tal vez vea el teléfono y pueda subir hacia la cima
del acantilado. Pero no hay nada más que los restos de nidos de charranes y
algunos trozos de hierba. En realidad ya no me importa. Lo único que quiero
es salir de aquí.
Entonces siento que la cuerda se mueve, como si la estuvieran agarrando
desde arriba.
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CAPÍTULO VEINTITRÉS
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de la cuerda no soy capaz de alcanzarlo. Tendría que soltar la cuerda del todo
y si lo hiciera no habría nada que me impidiera caer al vacío. La marea está
alta pero aun así no golpearía el agua, sino que caería sobre las rocas.
Miro hacia abajo y observo la franja dentada de granito y el azul del océano
en calma. Trago saliva.
Me pregunto si podré aguantar con una sola mano y estirar así la otra para
alcanzar el teléfono. No quiero hacerlo, me sudan las manos, pero me obligo.
Me agacho y deslizo la mano por la cara del acantilado, tanteando la roca y la
tierra. Pero no sirve de nada. Sigo estando demasiado alto.
En su lugar intento alcanzar con el pie y esta vez llego a un par de metros del
teléfono, pero no más cerca. Empiezo a sentirme muy frustrado cuando
Steven de repente aterriza en la misma cornisa que el teléfono. Supongo que
se habrá aburrido de sobrevolar alrededor de mi cabeza.
Sin esfuerzo ninguno, se acerca al teléfono de Tucker. Picotea la pantalla un
par de veces y luego me mira. Contengo la respiración, casi sin poder mirar.
—Vamos Stevencito. ¡Cógelo!
Lo picotea de nuevo. Lo levanta con el pico con cuidado y le da la vuelta. Al
hacerlo, lo empuja casi hasta el borde.
—Cuidado chico. Solo tienes que pillarlo con el pico.
Pero entonces parece perder interés. Levanta una de sus patas, la mete entre
las plumas más suaves que rodean su vientre y cierra un ojo.
—¡Steven! —le grito, y me mira de nuevo.
Finjo que tengo pescado para él. Me toco el bolsillo de la chaqueta. Steven
parece interesado.
—Vamos Steven, coge el teléfono.
Todo el entrenamiento definitivamente le enseñó algo, pero no está seguro de
qué es lo que quiero que haga. Me gustaría poder hablar un poco mejor el
idioma de las gaviotas. Me acaricio el bolsillo de nuevo, le señalo el teléfono
y por fin vuelve a acercarse a él y le da un zarpazo con una garra.
—¡Agárralo!
Por fin Steven hace lo que le he pedido. Agarra suavemente el teléfono con el
pico, al principio casi se le escapa, pero consigue equilibrarlo, y luego echa la
cabeza hacia atrás. A continuación estira las alas y, antes de que pueda
detenerlo, despega, alejándose del borde del acantilado.
Vuela unos cinco metros antes de que se le escape del pico y se caiga. Steven
se lanza tras él de inmediato, tratando de arrancarlo del aire, pero acaba
chocando con él. El teléfono se aleja de la pared del acantilado y en un
instante cae al mar. Por un momento espero que Steven se lance a por él. O
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que el móvil flote en la superficie del mar, pero no ocurre nada de eso. En su
lugar, no queda nada más que la superficie del agua en calma como un espejo,
interrumpida únicamente por un pequeño anillo de ondas que crece desde el
lugar donde se ha hundido el teléfono.
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CAPÍTULO VEINTICUATRO
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Un par de lubinas me observan mientras desciendo. Alargo la mano y me
agarro a una roca. Antes no me gustaba tocar cosas bajo el agua, sentía que
me iban a agarrar y no dejarme salir, pero ahora no me importa. Incluso las
largas hebras de algas que parecen que te van a envolver los pies, ahora sé
que son solo plantas. Plantas submarinas.
Me agarro a una roca. Miro a mi alrededor. El agua está fría aquí abajo, a
diferencia de la de la superficie, donde está templada por el sol. Siento mi
pelo flotando en el agua mientras miro de un lado a otro. Veo algo en el fondo
del mar, en un trozo de arena. Nado en esa dirección pero me quedo sin aire y
tengo que volver a salir a la superficie antes de llegar al objeto.
Me duelen los pulmones cuando llego a la superficie y tengo que flotar un
rato para recuperar el aliento antes de estar listo para volver a sumergirme.
Vuelvo a respirar con fuerza y meto la cabeza bajo el agua. Nado hacia abajo
dando fuertes brazadas. Cuando voy por la mitad tengo que taparme la nariz y
soplar con fuerza para igualar la presión en los oídos.
Pero esta vez llego hasta el fondo y allí, frente a mí, está el teléfono de
Tucker. Lo agarro con ambas manos, asegurándome de que no se me vuelva a
caer como le pasó a Steven. Entonces doy una patada desde el fondo y dejo
que un chorro de burbujas fluya por mi nariz mientras asciendo a la
superficie.
Nado hasta las rocas y salgo con cuidado. Me seco con una toalla. Estoy un
poco frustrado por el esfuerzo que me ha llevado, pero al mismo tiempo estoy
satisfecho con mi trabajo del día. Me llevo el teléfono a mi habitación.
La parte trasera de cristal y la pantalla están totalmente destrozadas y tiene un
par de rozaduras en la parte de aluminio. Ni siquiera me molesto en intentar
encenderlo. Es imposible que funcione. En su lugar, abro el cajón y rebusco
hasta encontrar un clip. Aprieto el botón para liberar la bandeja de la tarjeta
SIM y sale enseguida. Entonces no puedo evitar esbozar una amplia sonrisa.
¿Recuerdas que te dije que había visto un documental sobre teléfonos
móviles? Hablaba de que la mayoría de los teléfonos móviles de Estados
Unidos no usan tarjetas SIM porque utilizan la red CDMA. Eso significa que
los datos se almacenan en el teléfono mismo. Así que si el teléfono se rompe,
digamos por ejemplo que se le da un fuerte golpe contra una mesa y luego se
lanza por un acantilado al mar, los datos se pierden. Pero algunos teléfonos,
sobre todo los de las compañías de T-Mobile y AT&T, utilizan una red
celular diferente que se llama GSM. Los teléfonos GSM almacenan toda la
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información en un pequeño chip electrónico que se introduce en el teléfono y
que se llama tarjeta SIM. En estos teléfonos no importa lo dañado que esté el
móvil porque toda la información está en la SIM.
El teléfono de Tucker es de la compañía T-Mobile y la SIM sigue ahí dentro.
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CAPÍTULO VEINTICINCO
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—Más vale que no. Somos compañeros, ¿a qué sí?
Asiento a medias con la cabeza.
—Tengo que ir a clase.
—Que le den por culo a las clases, tenemos que trabajar.
Me resulta muy difícil acostumbrarme al lenguaje que utiliza Ámbar.
—No puedo… No puedo no ir a clase.
—Sí que puedes. ¿Qué clase tienes?
—Geografía, con el profesor Parker.
—El profesor Parker es un cretino. Haz pellas. Venga, vamos.
Y así, sin quererlo, me veo dándome la vuelta y siguiendo a Ámbar en
dirección contraria al instituto. Hay bastantes estudiantes que están aún
llegando y siento que deben estar mirándome. Pero nadie dice nada y en un
instante doblamos la esquina y nos perdemos de vista.
—¿A dónde vamos?
—A Smithson.
Espero a que me explique más, pero no lo hace.
—¿Qué es Smithson?
—Ya te lo dije. Te envié un mensaje —responde Ámbar, y luego no dice más,
solo camina muy rápido para que no pueda seguirla.
—Bueno, ¿puedes recordármelo? —le pregunto, cuando la alcanzo.
—Los has leído, ¿verdad?
—Por supuesto que sí.
—Muy bien.
Sigue caminando muy rápido.
—¿Me lo puedes recordar? Dame una pista…
Ámbar se detiene, pero solo por un segundo. Luego suspira.
—Eres increíble, Billy. Smithson es el taller de coches que está al final de la
calle principal. Lleva abierto un montón de años.
Ámbar se gira para empezar a caminar de nuevo. Pero la detengo.
—¿Y por qué vamos allí? —Me pregunto si tal vez ha estrellado el coche de
su madre. No me sorprendería.
—Vamos a hablar con Gerry Smithson.
—Vale. ¿Por qué?
—Pensé que habías dicho que habías leído mis mensajes.
—Tal vez me salté uno o dos. He tenido algunos… problemas.
Esto hace que Ámbar se detenga por segunda vez.
—¿Qué quieres decir? —ladea la cabeza. Me recuerda un poco a Steven,
cuando cree que escondo un pescado en la espalda.
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—Nada.
No deja de mirarme.
—¿Quieres que los lea ahora? —Lo pregunto solo para que deje de mirarme
así.
—A la mierda. Léelos más tarde. Por ahora tan solo presta atención.
Entonces empieza a caminar de nuevo, tan rápido como antes. Tengo que
medio correr para seguir su ritmo.
—Se me ocurrió una idea. Si Henry Jacobs fue el director del centro de
secundaria de Newlea en 1979, entonces debe de haber un montón de gente
en la isla que fue al instituto ese mismo año. Estudiantes, quiero decir. Y
puede que se acuerden de él y de lo que le pasó.
Pienso por un momento. Tiene sentido.
—Así que hice cálculos, necesitamos personas que, hace cuarenta años,
tuvieran entre 13 y 17 años. Gente que hoy en día tenga entre 53 a 57 años.
Busqué en Facebook a gente que haya puesto que su colegio es el Instituto de
Educación Secundaria de Newlea y con una fecha de nacimiento entre 1963 y
1967.
Me mira y espera, como si supiera que voy a comprobar sus cálculos. Lo
resuelvo en un par de segundos y asiento con la cabeza.
—Con la excepción de que, como ya sabrás, en realidad eso no se puede
hacer ya que Facebook no te muestra la edad de la gente.
Me dedica una sonrisa de satisfacción.
—Aun así, puedes hacerte una idea bastante clara de la edad de la gente. Así
que empecé a enviar mensajes a todos los que encontré que parecían tener la
edad adecuada y que habían asistido al instituto de Newlea. Les pregunté si
recordaban al director, Henry Jacobs, o si conocían a alguien que lo recordara.
Gerry Smithson, del taller de la calle principal, me respondió que se acordaba
de él. Así que por eso vamos a verlo. ¿Vale?
Hago lo que puedo para procesar toda esta información.
—Vale.
—Muy bien.
El taller no está lejos y a pesar de que me surgen un millón de preguntas no
tengo la oportunidad de hacerlas.
El taller de Smithson está justo al lado de la carretera, tras una verja azul. Para
acceder hay que atravesar unas puertas de doble ancho también en azul.
Dentro del taller hay un par de coches alzados en el aire. La música está
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puesta y hay un hombre con un mono azul grasiento inclinado sobre el motor
de un destartalado coche familiar. Dado que esta idea es de Ámbar, dejo que
tome la iniciativa.
—Disculpe, ¿es usted Gerry Smithson? —pregunta.
—Sí. —Tiene las manos metidas en el motor, pero incluso así sostiene un
cigarrillo entre los labios—. ¿Qué quieres?
—Soy Ámbar. Le envié el mensaje de Facebook.
El Sr. Smithson estrecha los ojos. Parece confundido.
—¿Eres la detective?
—Así es.
Frunce el ceño.
—En la foto del ordenador pareces más mayor.
Ámbar sonríe ante esto, pero el hombre no le corresponde.
—Gracias —dice Ámbar. El Sr. Smithson no se mueve. No estoy seguro de
que lo haya dicho como un cumplido—. ¿Dijo que recordaba a Henry Jacobs,
de cuando iba a la escuela? Me comentó que no le importaría reunirse… Para
hablar de ello.
El Sr. Smithson aún no se ha movido, sigue trabajando en el motor.
—¿Qué leches es esto? ¿Una especie de proyecto de instituto?
Ámbar me mira y se quita el bolso del hombro. Durante un momento rebusca
dentro del bolso y tras unos instantes saca una pequeña tarjeta rectangular.
Vuelve a mirarme y la sostiene para que el Sr. Smithson pueda verla. Tengo
que inclinarme hacia delante para ver lo que pone.
—En absoluto. Como ya dije, trabajamos para la Agencia de Detectives de la
Isla Lornea. Estamos investigando la desaparición de un tal Henry Jacobs en
1979. Me dijo que quizá podría ser de ayuda.
Es una tarjeta de visita en toda regla y ha puesto el logotipo de nuestra página
web en el centro. Debajo está su nombre.
Ámbar Atherton
Investigadora Privada
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trapo y se limpia la mano. Luego se vuelve hacia Ámbar.
—Sí, lo recuerdo.
Ámbar se muerde el labio e intenta no parecer emocionada.
—¿Podría decirnos que le pasó al director? —pregunta. Pero el señor
Smithson se limita a fruncir el ceño un rato y luego se encoge de hombros.
—Que yo sepa, no le pasó nada.
—¿Pero dejó de ser el director? Una mujer se hizo cargo en su lugar.
¿Recuerda a la directora Clarke?
El señor Smithson sigue limpiándose las manos un rato y cuando acaba se
encoge de nuevo de hombros.
—Si tú lo dices. Yo no la recuerdo. Fue hace mucho tiempo. —Se detiene, y
creo que eso es todo lo que va a decir, pero luego continúa—. Pero sí
recuerdo a Jacobs. —No explica la mirada que nos dirige, y no continúa.
—¿Qué recuerda de él? ¿Había algo… memorable? —pregunta Ámbar.
No he dicho ni una sola palabra desde que llegamos aquí y quizá el señor
Smithson se haya dado cuenta ya que se vuelve hacia mí para mirarme.
Todavía tiene la tarjeta de Ámbar en la mano y la estudia de nuevo.
—Así que vosotros sois ¿el qué? ¿detectives? —vacila, suena bastante
inseguro—. A ver, ¿de qué va esto? Este chico es demasiado joven para
trabajar en una agencia de detectives.
Sin dudarlo, Ámbar responde.
—¿Recuerda el caso de Olivia Curran, la chica turista que asesinaron hace
dos años?
Mira a Ámbar, confundido.
—Sí, lo recuerdo.
—Mi colega puede parecer joven, pero le aseguro que fue absolutamente
decisivo para resolver el caso. —Ámbar hace una pausa y me mira, como si
debiera decir algo. Pero no sé qué decir, así que me limito a asentir de una
forma que espero parezca significativa—. Desde entonces ha resuelto muchos
crímenes. Es un investigador con mucha valía.
Me pongo muy serio y asiento un poco más con la cabeza.
El señor Smithson parece no saber si Ámbar está hablando en serio o le está
gastando una broma. Pero al final se decanta por lo primero, o quizá
simplemente decide que quiere deshacerse de nosotros lo antes posible.
—¿Qué edad tendría el tipo ahora?
—¿A quién se refiere?
—A Jacobs.
Ámbar tarda una eternidad en calcular, así que decido intervenir.
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—Setenta y dos años.
Al principio no estoy seguro de que el señor Smithson me haya oído porque
no responde de inmediato. Pero cuando lo hace se dirige a Ámbar de nuevo.
—Y sigue… Me refiero… —baja la voz, supongo que intentando que solo le
oiga Ámbar—. ¿Sigue haciéndolo? ¿A esa edad? ¿Es por lo que has venido
con este chaval?
Ámbar y yo nos miramos.
—¿Qué quiere decir? ¿Haciendo el qué? —dice Ámbar al fin.
El señor Smithson nos mira fijamente.
—Nada.
Y se da la vuelta.
—Señor Smithson, sea lo que sea que esté tratando de decirnos, necesitamos
saberlo. —Ámbar suena un poco desesperada, como si se muriera por saber
qué es lo que quería decir. Pero el señor Smithson se limita a mirarnos de uno
a otro. Tengo que admitir que no sé lo que está pasando.
Al cabo de un rato el señor Smithson vuelve a hablar.
—¿Me prometes que no tiene nada que ver con la policía? No quiero meterme
en ningún lío.
—Lo prometo. Por supuesto que no, de ninguna manera. —Ámbar sacude la
cabeza con firmeza—. Puede contarnos cualquier cosa en la más estricta
confidencialidad. Solo lo usaremos para profundizar en el caso. —Le dedica
otra sonrisa, pero no parece tranquilizarle mucho.
—Mira, no estoy seguro de querer hablar de esto. Pasó hace mucho tiempo…
—¿Qué es lo que pasó hace mucho tiempo, señor Smithson? —parece que a
Ámbar se le van a salir los ojos de las órbitas, toda su cara le suplica—.
Cuéntenoslo, señor Smithson, por favor. Podría ser increíblemente
importante.
Vuelve a mirar a su alrededor. Como si esperara que hubiera alguna manera
de alejarse de esta chica que lo mira con sus grandes ojos sombríos, pero ella
se inclina hacia él, pendiente de cada palabra.
—A mí no me pasó nada, ¿vale? Nunca me pasó nada, pero sabía lo que
sucedía. Todo el mundo lo sabía en realidad.
—¿Saber el qué? —pregunta Ámbar—. ¿Qué es lo que sabía todo el mundo?
Hincha las mejillas y luego sacude la cabeza.
—Jesús. No me puedo creer que esté diciendo esto. Fue hace cuarenta años.
¿Para qué quieres revolver en el pasado? —Respira con lentitud, pero Ámbar
es implacable.
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—Por favor, señor Smithson. Es importante. Estamos trabajando para alguien
relacionado con Henry Jacobs. Están desesperados por descubrir lo que le
pasó. Contarnos lo que sabe es hacer lo correcto. Lo que sea que aún sienta, le
ayudará hablar de ello.
Se ríe, pero le sale más bien una tos.
—No necesito ninguna ayuda. No he pensado en la escuela en cuarenta años.
Y no veo por qué debería mencionarlo ahora. Especialmente a un par de
chavales que parecen estar todavía en edad de colegio.
Me mira mientras dice esto. Tengo la sensación de que no va a decir nada.
Mira hacia otro lado y exhala con lentitud. Luego parece tomar una decisión.
—De acuerdo. Pero no te has enterado de nada de esto por mí, ¿vale?
—Por supuesto, claro que no. —Ámbar hace ademán de cerrar la boca con
cremallera y él la observa, con el rostro inexpresivo.
—Muy bien. —Empieza a caminar de vuelta al coche que estaba arreglando
cuando entramos—. Cuando estaba en el instituto el director Jacobs tenía
mala reputación. Eso es lo que recuerdo. La gente decía que le gustaban
demasiado sus alumnos, en especial los chicos.
—¿A qué se refiere? —Me sorprende mucho que sea yo quien haga esta
pregunta. Y creo que el señor Smithson también lo está porque me mira por
un momento antes de continuar.
—¿No decís que sois detectives? Pues a ver si lo descifráis: le llamaban
«Henry el Manitas».
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CAPÍTULO VEINTISÉIS
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era un pedófilo. También yo asumí que lo era. Y pensé que eso probaba que
era el asesino. Pero resultó que no lo era. Ni siquiera era un pedófilo. La gente
lo pensaba por su aspecto. Por eso creo que debemos tener cuidado. Eso es
todo.
Ámbar no responde pero intuyo lo que está pensando.
—Muy bien.
Asiente con la cabeza y volvemos a caminar, esta vez en silencio.
—¿Te ha gustado la tarjeta? —me pregunta al rato.
Me encojo de hombros.
—Las encargué por Internet. Pensé que podrían ayudar a convencer a la gente
de que vamos en serio.
—Están bien. —Siento que mi cara está aún tensa porque estoy frunciendo el
ceño.
—Fue una buena idea, ¿no?
Me vuelvo a encoger de hombros.
—¿Te ha gustado el diseño? ¿Crees que está bien?
De verdad que no sé por qué no lo deja.
De repente, Ámbar se detiene en seco en la acera y avanzo un par de pasos
antes de darme cuenta de que ya no está a mi lado. Me doy la vuelta y la veo
rebuscando en su bolso. Entonces saca una pequeña caja.
—Aquí tienes. —Me entrega una caja y, un poco dudoso, la cojo. Quito la
tapa y dentro hay otra pila de tarjetas de visita. Pero esta vez tienen un
nombre diferente en el frente.
William Wheatley
Investigador privado
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Nos ponemos en marcha de nuevo y pronto estamos de vuelta en el instituto.
La única manera de entrar es a través de recepción. Ámbar asoma la cabeza
por la puerta para echar un vistazo y se aparta enseguida.
—Mierda. Las recepcionistas están ahí, tendremos que esperar hasta que se
metan en la oficina.
Siento una punzada de ansiedad pero Ámbar se apoya en la pared, esperando.
Parece totalmente relajada.
—¿Te han pillado alguna vez haciendo esto? —pregunto después de un rato.
—¿Haciendo el qué?
—¿Pellas?
—Últimamente no muchas —se encoge de hombros.
Tengo la extraña sensación de que tal vez quiere que le pregunte más. Pero no
lo hago.
—Dime —dice Ámbar unos momentos después—, si Henry toqueteaba a
niños, ¿no sería un motivo bastante fuerte para que alguien acabase con él? —
Me mira y ladea la cabeza.
—Supongo.
—Por ejemplo, un padre enfadado que descubre lo que está haciendo. ¿No
crees que podría perder el control cuando descubriera que habían abusado de
su hijo? ¿Tal vez lo mataron? —La luz de los ojos de Ámbar baila mientras
dice esto y es obvio que ya se lo cree a medias. Respiro un par de veces con
profundidad y trato de mantener mis pensamientos claros.
—Tal vez.
Supongo que no suena lo suficientemente entusiasta para ella.
—Vamos Billy, tienes que admitir que es bastante probable.
—Supongo que es posible —acepto—. Pero aun así, había cientos de alumnos
en el centro y fue hace cuarenta años. No veo cómo vamos a averiguar de
quiénes abusó, y quién podría haberlo descubierto.
Ámbar mira hacia otro lado, considerando mi respuesta.
—Supongo que podríamos ir a la policía —reflexiona y enseguida empiezo a
pensar en eso también, ya que lo he estado considerando para resolver mi
problema con Tucker. Pero es un poco complicado ya que papá sigue en el
barco…
—¿Pero qué les diríamos? —continúa Ámbar—. Ni siquiera sabemos con
seguridad que ha desaparecido. Necesitamos más pruebas, algo concreto.
De repente, Ámbar se acerca y me coge la mano. En un principio no tengo ni
idea de lo que está haciendo pero entonces me da la vuelta a la muñeca y lee
Página 119
la hora en mi reloj. Es raro que me toquen así. No me gusta, pero a la vez, en
cuanto me suelta la muñeca, me gustaría que la siguiera sujetando.
—Vamos. Es la hora del descanso. Vamos a arriesgarnos. Mándame un
mensaje si averiguas qué hacer a continuación.
Sin decir nada más cruza el umbral con confianza. Yo no me siento tan
seguro, pero la sigo de todos modos.
Llegamos a la mitad del vestíbulo, casi nos hemos unido al flujo de
estudiantes que van hacia su próxima clase. Pero en ese momento oímos una
llamada desde el interior de la oficina de la recepcionista.
—¿Srta. Atherton?
Ámbar se congela, pero su voz sale tranquila y clara. No se inmuta.
—¿Sí?
Una de las recepcionistas sale y tengo la sensación de que ha estado
escondida allí, donde sabía que no podíamos verla.
—La directora Sharpe te ha estado buscando. Debes ir a su oficina de
inmediato.
—¿Para qué?
Ámbar ya no parece tan segura y la recepcionista ignora la pregunta. Para mi
sorpresa, se dirige a mí.
—Y tú eres Billy Wheatley, ¿verdad? La directora quiere hablar contigo
también.
Miro a Ámbar, como si de alguna manera esperase que tenga algún truco
secreto para sacarnos de este lío. Pero, por supuesto, no tiene nada.
—Venga, poneos en marcha por favor. Os está esperando en su oficina.
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CAPÍTULO VEINTISIETE
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—De verdad que no sabía qué pensar cuando lo vi. Puedo decirlo con
sinceridad, en todo el tiempo que llevo enseñando, nunca me he visto
enfrentada a una situación así. —Mira hacia la ventana, y cuando nos vuelve a
mirar está sonriendo—. Así que bien hecho, por eso al menos.
Supongo que, como yo, Ámbar ha decidido que no debemos decir nada.
Parece que a la directora Sharpe le gustan mucho las preguntas retóricas.
—Ámbar Atherton, tengo entendido que has estado enviando mensajes en las
redes sociales a antiguos alumnos de este centro, haciéndote pasar por una
especie de investigadora, y pidiendo información sobre antiguos directores.
En particular sobre Henry Jacobs. ¿Es correcto?
Ámbar levanta la vista con brusquedad a mitad de la pregunta. Cuando la
directora Sharpe termina, Ámbar duda un poco pero enseguida se encoge de
hombros y asiente. La directora espera para ver si Ámbar va a decir algo más
y, al no hacerlo, se sirve un poco de agua de una jarra que tiene en su
escritorio.
—Me enviaron uno de estos mensajes esta mañana. ¿Quieres que lo lea en
voz alta?
Ámbar vuelve a encogerse de hombros.
—¿Quieres que lo lea?
Resulta que esa pregunta no era retórica después de todo.
—La verdad es que no —dice Ámbar.
En respuesta, la directora coge el papel y empieza a leer.
—Soy detective privada y estoy buscando a Henry Jacobs, que fue director
del instituto Newlea y que desapareció —por cierto, desapareció lleva acento
en la o— en 1979. En su perfil de Facebook dice que fue al instituto de
Newlea por esa época, así que pensé que podría recordarlo. Si es así, por
favor, póngase en contacto conmigo, bla, bla —la directora Sharpe deja caer
el papel sobre su escritorio—, bla.
Se hace el silencio.
—¿Una detective privada? Sé que muchos alumnos de tu curso tienen trabajos
a tiempo parcial —sonríe con frialdad—, de hecho yo les apoyo a que lo
hagan. Pero nunca he oído que ninguno trabaje como detective privado.
La directora Sharpe espera en silencio hasta que Ámbar empieza a decir algo,
pero no oigo lo que es, porque la corta de inmediato.
—Y entonces me pregunté, qué interés podrías tener en un hombre que fue
director de este centro hace cuarenta años. ¿Te importaría explicármelo? —Se
sienta de nuevo en su silla y espera.
Ámbar es más cuidadosa esta vez, pero por fin responde.
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—No se lo tome a mal, directora Sharpe, pero no podemos hablar de ello.
—¿No podéis hablar de ello?
—No. Porque tenemos un cliente y…
Se oye un ruido seco cuando la directora Sharpe golpea con la palma de la
mano sobre su escritorio. Hace que Ámbar se detenga. Casi me hace saltar de
la silla.
—Tenéis un cliente —repite la directora—. ¿Y quién podría ser? Te ruego
que me lo digas.
—Tampoco podemos decirlo.
—Por supuesto que no. Por supuesto que no. Porque eso sería una violación
de la confidencialidad, ¿no? —Se inclina de nuevo hacia delante—. Bueno,
tal vez podría preguntarte esto: ¿se puso el cliente en contacto con vosotros
sobre este asunto? ¿O fuisteis vosotros los que la contactasteis? —La
directora nos observa con atención.
—Lo hizo ella —responde Ámbar—. Quería saber qué le ha pasado al tal
Henry. Se lo ha estado preguntando todos estos años y ahora está
envejeciendo… —Ámbar se detiene y se queda con la boca abierta por un
momento—. ¿Cómo sabía que era una mujer? —pregunta.
—¿Cómo? Tengo que decir que no me estás impresionando en absoluto como
detective, Ámbar Atherton. Ninguno de los dos de hecho. —Me mira por un
segundo—. Decidme, ¿cuándo pensabais entrevistarme sobre este asunto?
Ámbar levanta la vista.
—¿A usted? ¿Por qué?
Parece imposible, pero las cejas de la directora Sharpe suben aún más.
—Bueno, pensé que yo habría sido un testigo clave por quien empezar. Como
actual directora del centro… —hace una pausa y luego continúa—, y dado
que Henry Jacobs era mi padre.
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CAPÍTULO VEINTIOCHO
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satisfacer vuestra curiosidad. Pero cuando acabe de hablar este asunto quedará
cerrado y no saldrá de este despacho. ¿Está claro?
Ni yo ni Ámbar decimos nada, así que la directora lo repite.
—¿He dicho que si está claro?
Asiento rápidamente con la cabeza y luego miro a Ámbar para ver si hace lo
mismo, pero si lo hizo me lo perdí.
La directora Sharpe respira con profundidad.
—Muy bien. —Se sienta de nuevo detrás del escritorio—. Mi madre tiene
setenta y cinco años y, por desgracia, sufre una rara forma de demencia. La
pérdida de memoria es el síntoma más evidente, pero también afecta a su
personalidad. Puede pasar de una versión de sí misma a otra. No sé si os
habréis dado cuenta.
Vuelvo a asentir con la cabeza. La directora parece molesta por la
interrupción. Pero luego me sonríe.
—Las personas con esa enfermedad tienden a perder primero sus recuerdos
más antiguos o traumáticos. No es raro que se angustien bastante y dediquen
tiempo y esfuerzo a intentar recuperar esos recuerdos. Sienten que hay un
vacío importante que hay que llenar. —Se ríe de repente—. La ironía es que a
menudo hay otra parte de su personalidad que todavía guarda esas memorias.
Así que a veces sabe lo que pasó y otras veces no. Pero las dos partes ya no se
conectan.
Ámbar y yo esperamos en silencio.
—Mi madre siempre ha llevado una vida muy activa, desde luego no es de las
que se sientan a angustiarse. Parece que, cuando una parte de ella perdió la
memoria de lo que le había ocurrido a mi padre, esa misma parte llegó a la
conclusión de que era un gran misterio. Decidió buscar ayuda para resolverlo
y, de alguna manera, se topó con vosotros dos haciéndoos pasar por
detectives…
Me mira a los ojos. No sé lo que está pensando.
—Entonces, ¿qué le pasó? —pregunta Ámbar.
La mira, parece molesta.
—Nada.
—Bueno, ¿dónde está entonces?
—No hay ningún misterio, señorita Atherton. Siento mucho decepcionarte.
—Pero… Descubrimos que fue director hasta el año 1979, luego desapareció
y nadie sabe qué pasó con él. —Ámbar hace una pausa, tal vez se haya dado
cuenta de que eso podría no ser del todo correcto—. Al menos, no pudimos
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encontrar nada sobre lo que le pasó. No había nada en el Island Times sobre
él.
La directora frunce el ceño.
—¿Por qué habría de aparecer algo en el Island Times?
—No sé… Pensamos… Bueno, si algo ocurrió debió de ser noticia.
El ceño se frunce aún más.
—Entonces, ¿qué le pasó? —reitera Ámbar.
—Te lo dije. No pasó nada, al menos nada dramático. Mis padres se
separaron y él se fue de la isla.
Por un momento parece que la directora Sharpe va a decir algo más, pero no
lo hace. Hay unos momentos de silencio antes de que Ámbar vuelva a hablar.
—Pero la señora Jacobs dijo que había desaparecido. Que salió una noche y
nunca regresó.
—No. No fue así como sucedió. —La directora Sharpe tamborilea con los
dedos sobre el escritorio—. Tal vez esa sea la demencia… —Se detiene y nos
observa. Unos momentos después continúa—. Hay un elemento de verdad en
ello. Tal vez por eso…
Pero entonces se detiene de nuevo y suspira, antes de continuar.
—Mi padre se fue, es cierto. Sucedió unas navidades. Podría haber sido en
1979, no estoy segura. —Respira con profundidad—. No me puedo creer que
esté explicando mi infancia a dos de mis alumnos. —Toma un sorbo de su
agua—. Tenía nueve años, y sí, durante unas semanas no supimos dónde
estaba. Pero no era la primera vez que se marchaba. Mi madre pensaba que
volvería, como siempre, pero esta vez no lo hizo. Entonces recibimos una
postal de Hawái. Mi padre explicaba que había conocido a otra persona y se
había mudado con ella a la isla de Maui. Siguió enviando cartas y tarjetas de
cumpleaños durante unos años. Al tiempo cesaron de llegar. Fue muy duro
para mi madre. Fue muy duro para todos nosotros. Pero no hay ningún
misterio. Nunca lo hubo.
Hay un silencio durante un rato. Entonces Ámbar habla.
—Palmeras —dice sin más.
—¿Perdón?
—La señora Jaco… Su madre dijo que recordaba algo sobre las palmeras.
Que eran importantes.
—Hmmm. Quizás. Es posible que aparecieran en las postales.
Me desconecto por un rato. Tengo una sensación muy extraña al ver a la
directora Sharpe. Todo el tiempo que la he conocido ha sido una figura de
autoridad aterradora, pero ahora es como si pudiera ver más allá. Que no
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siempre fue así. En un pasado no muy lejano fue tan solo una niña a la que le
pasaron cosas malas. Pero Ámbar no parece pensar lo mismo.
—¿Sabe si sigue allí? —pregunta.
La directora Sharpe tarda en contestar.
—¿Perdón?
—Me refiero a su padre. ¿Sigue allí ahora? ¿En Hawái?
—No lo sé. A los pocos años de marcharse se acabaron las cartas. Y para ser
honesta, después de la forma en que nos trató, no me importaba gran cosa de
cualquier manera.
Hay un largo silencio mientras toma otro sorbo de agua y veo cómo le
tiemblan las manos. Al dejar el vaso se derrama una gota que cae sobre el
papel que leyó antes. La tensión superficial la sostiene como una mancha
translúcida antes de que finalmente se desplome, absorbida por el papel.
No puedo quitarle los ojos de encima.
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CAPÍTULO VEINTINUEVE
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Me refiero a la señora Jacobs. Sospechábamos que estaba un poco loca pero
la Sharpe lo ha confirmado ahora. ¿Qué pasa si está loca de verdad? ¿Y si se
lo cargó y le contó a la hija que se había largado con otra? Es posible ¿no?
Sopeso estas teorías por un instante. No estoy seguro de que sean posibles.
—¿Qué me dices? ¿Es posible o no?
—Supongo que podría serlo. ¿Pero no es más probable que se haya ido a vivir
a Maui, como dice la directora Sharpe?
Ámbar parece molesta y gira la cabeza lo que hace que me sienta un poco
incómodo. Le doy un mordisco a mi perrito caliente, lo mastico con cuidado y
trago. Luego abro la boca para hablar.
—Vi un documental sobre Maui…
—¡No se fue al puto Maui!
—¿Qué? —casi me atraganto del susto.
—Que no se fue a Maui. No me puedo creer que seas tan tonto. Era un
pedófilo que desapareció. ¿No te parece una gran coincidencia?
—Pero ¿y las postales que recibieron? ¿Las tarjetas de cumpleaños?
—Es muy fácil falsificar postales, Billy —dice Ámbar, como si fuera una
experta en ello.
—¿Ah sí? —pregunto sorprendido—. Yo pensaba que sería difícil. ¿No hay
que ir a Maui para enviar la postal desde allí y que le pongan el matasellos
correcto?
—¡Vamos Billy! ¿Qué coño te pasa? —me interrumpe Ámbar de nuevo—.
¿No se supone que eres tú el experto en estas cosas? ¿No te mintió tu padre
sobre tu madre durante años? ¿No te dijo que estaba muerta, cuando en
realidad estaba encerrada en un psiquiátrico? No entiendo cómo, pasándote lo
que te ha pasado, no seas capaz de aceptar que le haya sucedido lo mismo a la
Sharpe.
No respondo. De hecho, me quedo paralizado, el único movimiento que hago
es un ligero temblor de manos que hace que el perrito tiemble sobre mi plato.
Ámbar me mira durante un rato y luego suspira.
—Lo siento, no quería ser tan brusca. Debe de ser duro tener tanta mierda en
tu familia. —Me ofrece una sonrisa—. Pero ¿no lo ves? Si te puede pasar a ti
le puede pasar a otros también ¿no?
Sigo sin responder. Pero se equivoca. No me importa que hable de todo lo que
pasó en el pasado. El problema es que ahora están pasando muchas cosas, con
papá a cientos de kilómetros en medio del océano y yo en casa con un
asesino. Tal vez tenga razón y he estado demasiado distraído para ver la
realidad de este caso.
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—¿De verdad que no crees a la directora Sharpe?
Me observa durante mucho tiempo antes de responder.
—No sé qué creer. Pero creo que debemos seguir investigando. Es posible
que Henry Jacobs nunca haya salido de la isla. O al menos, que no saliera con
vida.
Resoplo con fuerza. Al salir de la oficina de la directora de verdad que pensé
que este asunto con la señora Jacobs se había terminado y podría
concentrarme en resolver el asunto de Tucker. De repente me siento
abrumado por todo lo que está pasando.
No puedo contenerme. Me meto la mano en el bolsillo y saco la tarjeta SIM
que encontré ayer mismo en el teléfono de Tucker. Me parece que hayan
pasado semanas.
—¿Qué es eso? —pregunta Ámbar.
—Es una tarjeta SIM.
—Ya lo veo. ¿Por qué me la enseñas?
Entonces se lo cuento, se lo suelto todo de golpe. Le explico que un viejo
amigo de papá se presentó en nuestra casa hace un par de semanas, de forma
totalmente inesperada, y que no se quiere ir. Le explico que sospecho que es
un delincuente y por eso lo engañé para que usara mi ordenador cuando yo
estaba en clase, y cómo descubrí que había asesinado al guardia de seguridad
de una joyería mientras la atracaban. Le cuento que papá se ha ido en un
barco pesquero y me ha dejado con él en casa. Y cómo vi que rompió su
teléfono y lo tiró por el acantilado y cómo fui a buscarlo bajando por la
cuerda. Cuando termino, el perrito caliente se ha quedado helado en el plato y
Ámbar tiene la boca abierta de asombro. De repente suelta una carcajada.
—Joder, Billy. Ahí estaba yo pensando que eras un inútil en esto de ser
detective cuando en realidad tienes este lío en casa. No me extraña que andes
distraído.
Esto me anima bastante.
—¿Qué vas a hacer? —me pregunta interesada.
Le cuento que la policía tendrá el móvil vigilado y que si pongo su tarjeta en
mi teléfono parecerá que lo han encendido. Entonces la policía verá que está
aquí en la isla de Lornea, vendrán y lo arrestarán.
—Joder —dice Ámbar de nuevo. Luego piensa un poco—. ¿A qué esperas?
—pregunta—. Mete la tarjeta.
Le brillan los ojos de la emoción.
—Aquí no puedo.
Frunce el ceño.
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—¿Por qué no?
—Porque entonces la policía vendría aquí, al instituto. Tengo que hacerlo en
casa. Para que la policía sepa que es allí donde está.
—¿Cuándo lo vas a hacer?
—Esta tarde, supongo. En cuanto llegue a casa meteré la tarjeta de Tucker en
mi teléfono. No importa qué teléfono uses, siempre y cuando esté
desbloqueado para que pueda enviar la señal a la estación de base.
—Vale. —Ámbar parece pensativa. Luego vuelve a hablar—. Tengo una
idea. —Le brillan los ojos aún más—: Hoy tengo el coche de mi madre. ¿Por
qué no te llevo a casa? Así podré ayudarte a hacerlo. Y conoceré a un asesino
de verdad…
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CAPÍTULO TREINTA
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Ámbar se da la vuelta y parece fijarse en la camioneta por primera vez. Luego
observa la casa y el patio.
—¿Qué es eso? —pregunta.
Frunzo el ceño sin saber a qué se refiere, pero dirijo los ojos hacia donde está
señalando.
—Ah, eso. Es el hueso de la mandíbula de un cachalote. En realidad no es…
—¿De dónde leches lo has sacado?
—Lo encontré en la playa, pero no tiene importancia. Tenemos que entrar en
casa.
Los ojos de Ámbar se detienen en el hueso por un momento, pero luego se da
la vuelta.
—Vale. —Entonces me mira y sonríe. Sus ojos brillan de emoción. De verdad
que no sé por qué está tan emocionada por conocer a un asesino.
Entramos. Tucker no está en la cocina pero oigo que la televisión está
encendida en la habitación de al lado.
—¿Eres tú, Billy? —Tucker llama desde el salón. Ámbar y yo nos miramos.
—Sí —respondo, pero no muy alto.
—He hecho una lasaña vegetal. Me parece que habéis estado comiendo
demasiada carne… —aparece en la cocina. Enseguida se fija en Ámbar—…
roja. Vaya, hola.
Sus ojos se fijan en ella. No se centran en su pelo, que por cierto, ahora es
verde oscuro. En cambio, recorren su cuerpo de arriba abajo.
—Vaya, Billy, no me dijiste que ibas a traer a una amiga.
Tampoco me gusta la forma en que Ámbar lo mira, como si fuera un tigre
blanco en un zoológico. Peligroso y raro, pero bonito.
—¿Entonces qué? ¿No vas a presentarnos? —La sonrisa de Tucker se amplía.
Mientras pienso qué decir, Ámbar se adelanta.
—Me llamo Ámbar. Soy amiga de Billy. —Se aparta un mechón de pelo de la
cara y se lo coloca detrás de la oreja. Sus ojos brillan con gran intensidad.
—Y yo soy Tucker.
—Billy me ha hablado mucho de ti.
—¿Ah sí? —Tucker levanta las cejas—. ¿Nada malo, espero?
Ámbar se encoge de hombros, pero sonríe para mostrar que está bromeando.
Ambos se limitan a mirarse, como si yo no estuviera presente.
—Ámbar necesitaba que la ayudara con los deberes —digo para romper el
extraño silencio—. Así que vamos a subir… —Ya sé que dije que no la quería
en mi habitación. Pero cuando los planes salen mal, hay que adaptarlos.
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—Por supuesto —Tucker me mira, pero luego se vuelve hacia Ámbar—.
Dime, Ámbar, te quedas a cenar, ¿verdad? He hecho bastante —Tucker se ríe
—. No tiene pinta pero aquí el amigo come por siete.
—No puede porque tiene que… —empiezo a decir, pero Ámbar me
interrumpe.
—Claro, me encanta la lasaña vegetal.
—Fenomenal. Una chica que comparte mis gustos —sonríe. Ahora sí que
parece un tigre de verdad, o un gato ronroneando—. Dentro de un rato pongo
la mesa y os aviso cuando esté lista la cena.
Se miran a los ojos un poco más.
—Vamos, Ámbar —le digo. Y como no se mueve, la agarro de la manga y
tiro de ella hacia las escaleras, con tanta fuerza que casi se tropieza.
Subimos las escaleras y noto que Ámbar está estudiando todo lo que hay en
nuestra casa. Mete la cabeza en el baño y luego en la habitación de papá. Me
detengo antes de dejarla entrar en la mía.
—Puede que te sorprendas un poco —digo—, por lo que vas a ver en mi
cuarto.
—¿Por qué? ¿Qué tienes ahí? ¿Un museo lleno de huesos de dinosaurio? ¿O
tienes una colección entera de revistas porno? No me sorprendería, Billy.
Nada de ti me sorprendería…
No termina lo que está diciendo porque en ese momento Steven se despierta.
Se oye un fuerte graznido y luego un gran golpe en la puerta.
—No. No es nada de eso.
Abro la puerta y, de repente, me asalta una gaviota argéntea juvenil que agita
sus alas y trata de frotar su cuello contra el mío. La atrapo, le aliso las plumas
para calmarla y le digo que enseguida le traigo la cena. Al final consigo que
se siente en mi antebrazo, graznando ruidosamente. Entonces miro a Ámbar.
Se ha quedado boquiabierta mirando a Steven.
—Tienes… ¿una gaviota como mascota?
—No es una gaviota. Y no es una mascota. No está permitido tener pájaros
salvajes como mascotas. La estoy cuidando hasta que esté lista para que la
libere.
Ámbar echa un vistazo a la habitación. Veo que se fija en mi colección de
estrellas de mar secas, mis pósteres de peces y el nido de Steven, que está en
una cama de plástico para perros, con su nombre escrito con rotulador negro
en la parte superior.
—¿Steven? —pregunta—. ¿Así se llama?
—Sí.
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—¿Por qué? —pregunta.
—Fue idea de mi padre. Hay un actor que se llama Steven Seagal y le pareció
divertido.
Ámbar me mira, arrugando la nariz.
—Joder. Los padres son tan patéticos a veces.
Al menos estamos de acuerdo en eso.
—¿Muerde? ¿Puedo acariciarlo?
—Si eres cuidadosa no te hará nada.
Le tiendo a Steven. Ámbar lo rodea con las manos y lo levanta.
—Pesa un montón. ¡Hola Steven! —dice—. ¡Me encantan tus ojos! Tienes los
ojos enormes y muy marrones. Eres muy guapo, ¿a qué sí?
De repente me siento un poco raro. De verdad que no puedo explicarlo. Es
como si… no son celos, ni nada de eso. Es solo que, la forma en que se dirige
a Steven. Me gustaría que me hablara así a mí. Sacudo la cabeza, qué idea tan
ridícula. Me siento en el escritorio.
—¿Qué estabas haciendo? ¿Cuándo estábamos abajo? ¿No te dije que es un
asesino? Es peligroso, ¿y quieres cenar con él?
—¡Claro que sí! No me contaste que estaba muy bueno.
Ese extraño pensamiento se me vuelve a cruzar por la cabeza. Steven capta mi
inquietud y se revuelve con torpeza en el brazo de Ámbar.
—Oye, no pasa nada, guapo —lo tranquiliza Ámbar.
Desvío la mirada y me dirijo a mi equipo de música. Lo enciendo y lo pongo
a todo volumen, aunque la canción es de algún rapero. Ámbar levanta la vista,
interrogante.
—Nunca me hubiera imaginado que fueras fan del hip hop.
—No es eso. Es que no quiero que Tucker nos oiga mientras hablamos.
—Ah. Vale. Bueno, de todos modos, tú vas a cenar con él.
—Sí, pero a mí no me queda más remedio.
—Ya. —Se encoge de hombros—. Pero dime, ¿qué clase de asesino hace
lasaña vegetal para cenar? —Le hace la pregunta más a Steven que a mí, lo sé
por el tono cursi que pone—. ¿Eh, expertito en pájaros? No es un asesino tan
peligroso ¿a qué no?
Así que tengo que hablarle con bastante brusquedad para recuperar su
atención.
—¡Ámbar! Es posible ser asesino y buen cocinero a la vez. Los dos atributos
no son mutuamente excluyentes.
Ámbar me ignora, acariciando el plumaje de Steven. Pero luego, con mucho
cuidado, lo deja en el suelo. Steven se queda en la alfombra mirándola y
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ofreciéndole una de sus patas tal y como le he enseñado.
Ámbar juega con él un rato, cogiendo su pata y sacudiéndola como si
estuviera saludándole.
—Entonces, Sherlock —dice al fin—, ¿vas a meter la tarjeta o no?
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CAPÍTULO TREINTA Y UNO
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no están mis números. En su lugar hay un montón de nombres que no
reconozco. Ámbar se inclina hacia mí para poder ver la pantalla. Noto su
fragancia y siento su pelo rozando mi cara. Sostengo el teléfono un poco más
lejos, para que no tenga que acercarse tanto.
—Comprueba los mensajes —sugiere Ámbar, inclinándose de nuevo.
—Vale.
Esta vez no me alejo.
Pero cuando los compruebo noto que son mis mensajes. Un par de papá y
muchos de la propia Ámbar.
—¿Cómo es que…? —Ámbar comienza, pero sé lo que va a decir.
—Es porque los mensajes se almacenan en el teléfono una vez que se han
entregado —le digo—. Esperan en la red hasta que se entregan, pero luego se
quedan en el teléfono. Sino, las estaciones base de telefonía se llenarían,
incluso podrían explotar.
—Vaya —parece confundida por esto, pero luego se anima—. ¿Qué hay de
las fotos?
Sacudo la cabeza de inmediato. En realidad no estoy seguro de la respuesta,
pero lo que sí sé es que no voy a mostrarle mis fotos a Ámbar.
—¿Qué hacemos entonces? ¿Esperar? —Se sienta de nuevo en mi cama y
cruza las piernas.
Es curioso, en realidad nunca he estado con nadie más en esta habitación.
Obviamente papá sí ha entrado y supongo que Tucker también, pero no
porque yo le invitase. Y quizás cuando la policía registró la casa, cuando
buscaban a papá, debieron de entrar. Pero aparte de eso, nunca ha habido
nadie más en mi habitación. Y ahora hay una chica. Una chica que tiene
dieciséis años. No sé por qué, pero ese pensamiento me viene a la cabeza. Me
arriesgo a mirar a Ámbar, no entiendo por qué de repente me parece un
riesgo. Está inclinada sobre mi mesita de noche, hurgando en mis estrellas de
mar.
—¡Puaj! —exclama frunciendo la nariz. Nunca lo había notado, pero hay algo
realmente interesante en la forma de su nariz. No puedo dejar de mirarla.
De repente se aleja de mí y se dirige a la ventana. Es un alivio, al menos, eso
creo.
—Me gustaría tener una vista como esta —dice—. Se ve toda la playa. —
Aparta las cortinas para poder ver mejor.
Se medio gira hacia mí, todavía de cara a la ventana, pero con la cabeza y el
cuello hacia mí. Eso significa que su pecho está de perfil, y no puedo evitar
notar cómo su blusa está tensa sobre sus tetas. No me había fijado en que
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tuviera tetas, a ver, sabía que las tenía pero no había pensado en ellas. No sé
por qué estoy pensando en eso ahora.
Intento dejar de pensar en ellas.
—¿Es verdad que las cerraron? —pregunta.
—¿De qué me hablas?
—De las cuevas. ¿Las cerraron por lo que te pasó?
—Ah. —Me encojo de hombros—. No lo sé.
Me lanza una mirada divertida, una especie de media sonrisa, y de nuevo me
doy cuenta de lo interesante que me resulta su rostro. Es un rostro bonito en
realidad.
—¿Billy? ¿Estás bien? Tienes la cara rara.
—Sí, sí… estoy bien.
Me doy la vuelta de inmediato, pero me doy cuenta de que aún puedo verla en
el reflejo de la pantalla de mi ordenador. Se aleja de la ventana dando un
pequeño bote. Sus tetas también rebotan. Me gustaría poder dejar de mirarlas.
—Bueno, vamos pues.
—¿Vamos a dónde?
—Abajo. Ya estará lista la lasaña. Trae el teléfono.
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CAPÍTULO TREINTA Y DOS
La cena es realmente extraña. Tucker ha puesto tres platos, tres vasos y una
jarra de agua en la mesa. Nos ofrece cerveza y Ámbar dice que sí y me lanza
una mirada inocente mientras Tucker saca dos latas de la nevera. Una vez que
Ámbar y yo estamos sentados, Tucker saca una gran bandeja de lasaña del
horno, y tengo que admitir que tiene muy buena pinta, la capa de queso que la
cubre está crujiente y burbujea por el calor del horno. La pone en el centro de
la mesa y sirve primero a Ámbar, luego a mí y por último se sirve una gran
porción.
Está superbuena. Creo que puede que sea la mejor lasaña de verduras que he
tomado nunca lo cual me molesta un poco ya que es una de las recetas que
hago yo de vez en cuando.
—¡Mmmmm, está increíble! Señor… —dice Ámbar cuando lo ha probado,
sin decir su apellido aunque sepa cuál es porque se lo he dicho.
—Llámame Tucker —dice—. El secreto es asar las berenjenas en el horno
antes de ponerlas en la lasaña. Así quedan tiernas y sabrosas.
—Está deliciosa. Ojalá mi padrastro cocinara así.
Los ojos de Tucker se dirigen a Ámbar.
—¿Padrastro?
—Sí, mi verdadero padre murió.
Recuerdo que Ámbar mencionó esto una vez antes. No sé por qué lo vuelve a
mencionar.
—Vaya, lo siento —dice Tucker. Luego continúa—. ¿Qué le pasó?
Ámbar no responde de inmediato. De hecho, suena un poco extraña cuando
responde.
—Cáncer de páncreas. Hace cuatro años. Mi madre se volvió a casar y han
tenido un bebé, así que no tienen mucho tiempo para mí.
—Joder —dice Tucker. Luego piensa un rato—. El cáncer es una puta mierda.
Esta vez Ámbar no responde. Al rato asiente con la cabeza.
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No digo nada durante el intercambio. Pienso que tal vez podamos cenar
rápido y salir al patio. Podría decirle a Tucker que queremos que Steven
practique el vuelo, o que tenemos que terminar el trabajo que estábamos
haciendo, pero entonces Ámbar vuelve a abrir la boca.
—Así que tú eres… ¿Eres el tío de Billy o algo así? —Le mira a la cara, sus
ojos redondos. Aletea las pestañas un poco y todo.
—Más o menos. El padre de Billy y yo somos amigos desde que éramos
pequeños. —Duda un momento—. ¿Sabes algo de lo que le pasó a Billy?
—Sí, me lo ha contado todo —dice Ámbar, como si quisiera que siguiera.
Pero no lo hace.
—Entonces sabrás que no es fácil hablar de ello. —Tucker aspira entre
dientes, como si deseara poder decir más pero algo le detuviera. Luego le
regala una sonrisa. Se hace el silencio por un momento.
—¿Y tú? No creo que vayas a su clase, pareces mucho mayor…
Ámbar parece encantada con este comentario.
—No, yo… decidí ayudarle, hace unas semanas, con un proyecto.
—¿Ah sí?
—Sí, estamos trabajando en ello juntos. —Se vuelve hacia mí—. ¿A qué sí,
Billy?
Me pregunto qué es lo que quiere que diga, no creo que sea una buena idea
explicarle a un asesino en fuga que en realidad somos detectives privados.
Pero al final me salvo de decir nada cuando suena un fuerte pitido en mi
bolsillo. He recibido un mensaje en mi móvil, solo que ya no es mi teléfono.
Tanto Ámbar como Tucker me miran, expectantes, pero supongo que por
motivos diferentes.
Decido que es mejor fingir que no he oído nada.
—Sí, es para Biología —digo, un poco demasiado alto y luego, para
disimular, me invento rápidamente algo—. Estamos haciendo un recuento de
focas grises en el cabo. Su número sigue disminuyendo así que vamos a
vigilarlas. —En realidad ya hice este proyecto hace un tiempo, así que podría
hablar de ello durante horas si lo necesitara.
Tucker termina de masticar un bocado de comida.
—Ya veo —dice cuando termina.
—Sí. Hay unas cien en este momento. O, mejor dicho, cincuenta parejas
reproductoras —continúo. Y eso también es cierto—. Tienen sus crías más
adelante en el año, en octubre por lo general, así que tal vez el número
volverá a subir. Eso espero, porque el número de focas es una buena
indicación de la salud general de los océanos.
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Tucker asiente con seriedad y luego su rostro se ilumina.
—Oye, se me olvidó decírtelo. Hoy he visto una ballena en la bahía.
—¿En serio? —Esto es bastante interesante—. ¿Sabes de qué tipo?
—No lo sé, estaba muy lejos. Solo vi el soplo y tal vez la mitad de su cola.
—La aleta caudal querrás decir.
—¿Qué?
—Que se llama aleta caudal —le explico.
—¿De qué hablas? —Tucker suena un poco enfadado, como si le estuviera
acusando de algo, así que tengo que volver a explicarle.
—La cola de las ballenas no es más que otra aleta, que se llama aleta caudal y
está formada por dos partes. La gente siempre se equivoca y lo llaman cola.
—Ya veo —dice Tucker. Y entonces mi teléfono, con su tarjeta dentro,
vuelve a pitar. No ha terminado de dar el tono cuando vuelve a pitar. Así que
supongo que habrán llegado dos mensajes más. Al poner la nueva tarjeta debe
de haber restablecido el teléfono a su configuración de mensajes, porque el
mensaje de notificación suena muy alto.
—Estás muy solicitado esta noche, ¿no, Billy? —dice Tucker.
No respondo, se me acaba de ocurrir que tal vez la tarjeta de Tucker contenga
la notificación que Tucker ha elegido para sus mensajes. Si es así, podría
reconocer el ruido que hace mi teléfono.
Antes de que termine ese pensamiento llega otro mensaje.
Hay otro silencio.
—¿Seguro que no quieres mirar el móvil? Podría ser tu viejo —dice Tucker.
Entonces, obviamente, tengo que mirar. Deslizo los ojos hacia Ámbar,
esperando que se le ocurra alguna excusa, pero se limita a sonreírme con
picardía.
Así que tengo que sacar el teléfono del bolsillo y, con mucho cuidado, usando
la otra mano para proteger la pantalla y que Tucker no pueda verla, le echo un
vistazo. No se ven todos los mensajes, pero me dice que he recibido cuatro
mensajes, todos de la misma persona. Y por lo que veo, son bastante raros.
—No son de papá —digo mientras lo meto de nuevo en el bolsillo. Al hacerlo
vuelve a sonar.
Me como el resto de la comida tan rápido como puedo, pero no puedo subir
hasta que Ámbar deja de hablar. Está hablando de su padre con Tucker y
siguen hablando hasta que Tucker termina de lavar y secar todos los platos.
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CAPÍTULO TREINTA Y TRES
El siguiente pone:
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De nuevo sacudo la cabeza.
—No lo creo.
—Y ¿aún quieres hacerlo? —me pregunta Ámbar—. Quiero decir, ¿estás
seguro de que es un asesino de verdad? A mí me parece un tío genial.
La miro, un poco molesto.
—¿Quieres leer los artículos sobre el hombre que mató? —Esto la hace callar,
se vuelve a la cama y se sienta. Luego mira el reloj—. Voy a tener que
marcharme pronto.
No la respondo. Todavía estoy un poco molesto.
—¿Por qué no le llamas por teléfono? Así salimos de dudas.
—¿Llamar a quién?
—Pues a Vinny, ¡a quién va a ser! Parece que tiene muchas ganas de hablar
con Tucker. Oye… —vacila y se da la vuelta para mirarme—, tal vez sea de
la policía, o su oficial de libertad condicional o algo así. Tendría sentido, por
cómo suenan los mensajes.
Los leo de nuevo, tratando de ver lo que quiere decir. No me convencen.
—Yo le llamo si quieres.
Es una idea tan estúpida que ni siquiera la considero. Pero se me ocurre otra
cosa.
—Podríamos devolverle el mensaje. ¿Preguntarle qué quiere? ¿Quizás así nos
diga algo más?
Ámbar se muerde el labio mientras lo piensa.
—Venga, vale.
—¿Qué ponemos?
Tras deliberar un poco al final nos ponemos de acuerdo en escribir esto:
«¿Qué quieres?»
Parece simple, pero en realidad es una pregunta muy astuta. No revela nada
acerca de quiénes somos, pero obliga a Vinny, sea quien sea, a decirnos qué
es lo que quiere. Y en caso de que Vinny sea el agente de la condicional de
Tucker, lo cual me sigue pareciendo improbable, le alertará de que ha vuelto a
conectar el teléfono y así podrá informar a la policía para que lo rastreen.
Le explico todo esto a Ámbar, que está toqueteando el teléfono en la cama, y
mientras lo hago empiezo a preguntarme si de verdad es tan buena idea. Lo
cierto es que no sabemos nada del tal Vinny ni de lo que quiere y estamos
metiéndonos en asuntos de Tucker que quizá no deberíamos. Me pregunto
cómo explicarle esto a Ámbar cuando me interrumpe.
—Hecho. Mensaje enviado.
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—¿Qué?
Tira el teléfono sobre la cama y se encoge de hombros.
—Ya lo he mandado.
Así que eso es todo.
Ámbar se queda mirando el teléfono, como si esperara que ocurriera algo de
inmediato, cosa que obviamente no pasa. Me doy la vuelta y abro el portátil.
Lo enciendo, pongo la contraseña para que deje de grabar y a continuación
saco la lista de palabras clave que ha utilizado Tucker.
—¿Qué estás haciendo? —me pregunta Ámbar mientras se acerca a mí.
Empiezo a explicarle cómo funcionan los programas que he instalado, el
«Cazador de espías» y el «Grabador de teclados» pero noto que pierde interés.
—¿Así que puedes espiar el historial de búsqueda en Internet de alguien?
Dudo.
—No, no exactamente.
—Lo hago con mi padrastro todo el tiempo. Siempre se le olvida borrar su
historial de búsqueda. Por lo que veo, juega bastante al póker. Y a veces
navega por páginas porno, parece que le van las asiáticas. No tengo ni idea de
por qué está con mi madre.
No sé qué responder, así que le muestro los artículos de periódicos que hablan
del atraco en la joyería de Playa de Los Perros.
—Joder —exclama cuando termina de leerlos—. Es muy fuerte.
Me siento un poco mejor con esa reacción. Abajo estaba actuando como si
Tucker fuera el mismo Bruce Willis en La jungla de cristal.
—¿Qué más ha buscado desde entonces?
—¿Hmmm?
—¿Ha utilizado tu ordenador desde entonces? ¿Le has grabado mirando algo
más?
—Ah eso. —Es bastante difícil responder. He utilizado mi portátil desde que
instalé el programa espía, además de dejarlo como trampa para Tucker, así
que sus páginas estarán mezcladas con las mías. Aun así, pongo la lista en la
pantalla y ambos nos inclinamos para mirar. Ordeno los resultados por hora
del día, seleccionando las horas en las que estaba en el instituto. Eso lo reduce
a unos quince resultados en la pantalla. Quince páginas web que Tucker ha
visitado. Pero incluso entonces hay un problema. La mayoría de ellas son
imposibles de leer. Puedes ver que hay algo escrito pero el programa ha
difuminado las palabras para que no puedas leerlas.
—¿Por qué no se ve lo que dice? —pregunta Ámbar.
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—Porque instalé la versión gratis que solo funciona durante unos días y luego
hay que pagar.
—¿Y tampoco puedes pinchar en ellas? ¿Para ver a dónde van?
—No, solo se pueden leer.
Ámbar se queda callada estudiando la lista con atención. Pone la mano en el
ratón del portátil y coloca el puntero sobre el primer nombre legible de la
lista. Se expande para mostrar la dirección web completa. Luego se desplaza
hacia abajo, va al segundo nombre legible y luego al tercero.
—Billy, todas estas páginas son de joyerías…
—¿Ah sí?
Entonces pincha en el enlace en el que tenía el cursor.
La ventana de Internet se abre y se carga una página con exasperante lentitud.
Comienza a reproducirse un vídeo que muestra a una pareja feliz bailando en
la playa de Silverlea y en un primer plano de sus manos se ven anillos en los
dedos. Es de una tienda que se llama 18 Quilates.
—Esa es la joyería de Newlea, la que está al final de la calle principal.
Ámbar frunce el ceño y pincha en la siguiente página de la lista. Enseguida
veo que es otra joyería, también de la isla. Pincha en la tercera búsqueda de la
lista y se abre otra página web de otra joyería.
—¿Por qué está buscando solo joyerías?
—Ahora que lo pienso papá dijo, antes de marcharse en el barco, que Tucker
estaba buscando oportunidades aquí en la isla de Lornea.
Ámbar se gira para mirarme, con el ceño fruncido.
—¿Oportunidades para trabajar?
—Eso es lo que pensé pero… Tal vez lo que quería decir era que iba a atracar
otra tienda.
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CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO
Ámbar tiene que irse a casa poco después, así que no tenemos oportunidad de
hablar sobre qué hacer a continuación. Pero me promete que me va a ayudar.
Ya sea a conseguir más pruebas que nos ayuden a demostrar que Tucker está
planeando atracar joyerías o a contactar a la policía para explicarles lo que
sabemos. Sea lo que sea lo que decidamos, me va a ayudar.
Baja las escaleras mientras miro por la ventana. Tarda un rato en salir y la
oigo reírse abajo. Por fin aparece, se sube al coche y se va. Entonces me
aseguro de que el escritorio esté bien colocado frente a la puerta de mi
habitación y me voy a la cama.
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Supongo que debo estar acostumbrándome un poco más a vivir con un
delincuente o quizá sea que estoy agotado. En cualquier caso me duermo con
bastante facilidad y cuando me despierto a la mañana siguiente estoy de
bastante buen humor. Será porque, para variar, me despierto de forma natural,
en lugar de con la alarma del móvil ya que obviamente no funciona porque no
tiene mi tarjeta.
Enciendo la radio. Está sintonizada en la cadena Isla de Lornea FM. Es una
emisora de música que solía escuchar cuando era pequeño, pero lo cierto es
que me había olvidado de ella, hasta anoche, cuando encendí la radio para
asegurarme de que Tucker no pudiera escuchar lo que estábamos diciendo.
Me doy cuenta de que me agrada escuchar música y dicen que es bueno para
el cerebro, que ayuda a las neuronas a conectarse entre sí. No creo que los
resultados de los estudios que han hecho sean contundentes, pero aun así es
agradable.
Después de un rato me levanto y echo un vistazo al «Buscador de Barcos» y
mi estado de ánimo mejora aún más porque veo que el barco de papá está
volviendo de los caladeros. Me doy cuenta de que va a llegar esta noche, es
decir, antes de lo que había dicho. Eso es doblemente bueno, porque los
barcos solo regresan antes si vienen cargados de peces, lo que quiere decir
que papá va a ganar un buen sueldo.
Me apuro a hacer los deberes porque he estado tan ocupado con todo el lío de
Tucker, y de la señora Jacobs, que no he tenido ocasión de hacerlos y tengo
dos trabajos que tengo que entregar esta mañana. Así que ahí estoy, ocupado
haciendo los deberes cuando de repente suena mi teléfono.
Sé lo que estaréis pensando, pero supongo que estaba pensando en papá aún
por lo que asumo que debe de ser él, que tal vez ha vuelto a tener cobertura
ahora que está más cerca de la costa. Por eso, sin darme cuenta de lo que
estoy haciendo, contesto la llamada.
—¡Hola, papá!
—¿Quién es? —dice una voz extraña. Enseguida me doy cuenta de lo que he
hecho.
Bajo el teléfono para mirar la pantalla. El identificador de llamadas pone
«Vinny».
—He dicho que quién es —vuelve a decir una voz que suena un poco
enfadada.
—Nadie —respondo, tratando de averiguar qué hacer a continuación.
—¡Cómo que nadie! Serás alguien. Y ese alguien tiene el teléfono de Tucker.
—El hombre continúa—, ¿sabes dónde está?
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No respondo, pero no puedo evitar que la respuesta me venga a la cabeza.
Está abajo en el sofá, durmiendo. Enseguida se me ocurre otra cosa, puede
que en realidad ya no esté abajo. Llevo un tiempo haciendo los deberes y a
veces Tucker se levanta temprano y tiene la costumbre de subir a ducharse sin
que nadie le haya dado permiso. Si está aquí arriba y me oye hablar por
teléfono se va a preguntar con quién estoy hablando. Así que, por si acaso,
giro el botón del volumen para poner la radio más alta.
—¿Qué me dices? ¿Sabes dónde está? —repite el hombre del teléfono.
—No —miento—, no está aquí.
El hombre, supongo que debería llamarlo Vinny ya que sé que ese es su
nombre, no responde, y me pregunto si debería colgar. Pero paso demasiado
tiempo pensando en ello y pierdo mi oportunidad.
—Dime, ¿dónde es «aquí»?
—Erm. No lo sé.
Me pregunto si Vinny podría ser de verdad el agente de la condicional de
Tucker, como sugirió anoche Ámbar, pero sé que no lo es. No suena para
nada como lo haría un agente de libertad condicional.
—Dime chaval, ¿cómo es que tienes el teléfono de Tucker?
Ahora ya no estoy tan seguro, parece que suena más simpático. ¿Qué pasaría
si es un oficial de libertad condicional o un policía? ¿Cómo podría saberlo?
—Mira chico. Solo quiero hablar con él. No tiene nada de qué preocuparse,
no le voy a hacer daño.
Trago saliva porque la forma en que lo dice me hace pensar exactamente lo
contrario.
—¿Dónde estás, chico? No pareces de por aquí. ¿De dónde es ese acento?
Dime dónde está Tucker…
No cuelgo y empiezo a entender por qué. Me estoy envalentonando. Me doy
cuenta de que, sea quien sea, no hay forma de que con una llamada telefónica
sea capaz de averiguar dónde estoy. Por eso sigue preguntándome, porque
necesita que se lo diga. Así que, siempre y cuando tenga cuidado con lo que
diga, estaré a salvo. No solo eso, también puedo empezar a hacerle preguntas
lo cual podría ayudar cuando hable con la policía.
—¿Quiénes eres y por qué buscas a Tucker?
Hace una larga pausa y al final se ríe.
—¿Qué quién soy yo? Manda huevos. ¿Y quién dice que estoy buscando a
Tucker? Lo único que estoy intentando hacer es cuidar de él, ¿me entiendes?
No contesto.
—Venga, chaval, ¿dime dónde estás? ¿De dónde es ese acento que tienes?
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No respondo. Sé lo que está tratando de hacer.
—¿Me suena que es de algún sitio de la costa este?
Una vez más, guardo silencio. No va a conseguir liarme para que revele nada.
—Tucker es amigo tuyo, ¿verdad?
—No. Conoce a mi padre, eso es todo. —Enseguida me doy cuenta de que no
debería haber dicho eso. Lo sé por su forma de responder, cortante y rápida.
—¿Quién es tu padre?
Intento no responder pero Vinny se limita a esperar a que hable. Es curioso lo
difícil que es no decírselo, con la pregunta flotando en el aire. Temo que estoy
a punto de responder, aunque no quiera hacerlo, cuando vuelve a hablar.
—¿Quién es tu padre, chaval? ¿Cómo se llama?
De alguna manera eso hace que sea más fácil no contestarle. No debería haber
dejado escapar lo de papá, pero no es suficiente para que Vinny sepa dónde
estamos y no voy a cometer un segundo error.
—¿De dónde es ese acento? No parece que seas de por aquí… —le ha
cambiado la voz ahora. No suena malo, más bien como alguien ofreciendo
caramelos a un niño.
Decido que, para estar seguros, lo mejor es colgar. Pero entonces sucede algo
malo de verdad. Algo muy desafortunado. Justo antes de pulsar el botón para
terminar la llamada, la canción de la radio termina y el presentador empieza a
hablar. Sé lo que va a decir, porque lo he oído antes, cuando escuchaba esta
emisora con frecuencia. Hay una película muy antigua, quizá la hayas visto.
Es sobre la guerra de Vietnam y va de un presentador de radio en el ejército
que siempre saluda de la misma manera, lo interpreta un actor antiguo que se
llama Robin Williams. Creo que el DJ de esta emisora ha debido ver la
película porque siempre saluda igual.
—Gooooooooood moooooorning… —me entra el pánico. Debería colgar,
pero en lugar de hacerlo me lanzo al otro lado de la habitación para apagar la
radio. Pero no llego a tiempo—… ¡Isssssssla de Looooooooooornea!
La habitación se queda en silencio de repente. El teléfono se me ha caído al
suelo y me agacho para recogerlo, rezando para que se haya roto o se haya
cortado la llamada al caerse al suelo. Entonces me doy cuenta de que Vinny
sigue hablando.
—¿Qué era eso, chaval? ¿Estás ahí…?
No espero lo suficiente para escuchar el resto de la frase. Tanteo los botones
hasta que la pantalla del teléfono se queda en blanco.
Durante unos instantes no dejo de mirar al teléfono y entonces la pantalla se
ilumina y el identificador de llamadas muestra que Vinny ha vuelto a llamar.
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Tan rápido como puedo, y con bastante dificultad porque me tiemblan las
manos, consigo deslizar la parte trasera y sacar la batería. A continuación
saco también la tarjeta y la lanzo tan lejos de mí como puedo. Corta el aire,
como cuando tiras un naipe, pero luego golpea la pared y cae al suelo en seco.
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CAPÍTULO TREINTA Y CINCO
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—No.
—¿Por qué no? ¿Te gustan los chicos?
—¡No!
—No pasa nada. A mí no me importa.
—Yo no…
—Mira, lo que quiero decir es que a la gente le suele gustar una cosa o la otra.
Excepto a los bisexuales, supongo. Y los hay que les gustan las ovejas, tal vez
les gusten las cabras también, no lo sé.
Abro la boca para replicar, pero sigue hablando.
—Si a Henry Jacobs le gustaban los chicos, entonces creo que eso prueba que
no se fue con otra mujer. O si no lo prueba, entonces casi lo hace. ¡Porque no
le gustaban las mujeres! No en un sentido sexual.
No sé qué decir. Creo que quiero que termine esta conversación. Por fin lo
hace, pero no de la manera que esperaba.
—En cualquier caso, —dice Ámbar— me tengo que ir a clase. He tenido una
idea buenísima sobre lo que deberíamos hacer con la señora Jacobs. Te lo
cuento en la hora de la comida.
Y desaparece.
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Me duele el doble porque no me lo esperaba. Me doblo del dolor. Sigo de pie,
pero me ha dejado sin aliento y no consigo volver a respirar. Empiezo a sentir
pánico, trato de respirar, pero es como si mis pulmones se hubieran roto.
—Hoy no te va a proteger tu vampiresa, ¿eh, Wheatley? —me dice Drolley y
enseguida siento una nueva ola de dolor cuando me da otro puñetazo, seguido
de un tercero.
Esta vez no me mantengo en pie. No sé cómo pero estoy en el suelo, con
polvo en las mejillas.
—Friki de mierda —le oigo murmurar por encima de mí. Luego noto un
golpe en la espalda, creo que me está dando patadas. Me hago un ovillo, las
patadas no me duelen tanto como los puñetazos por lo que, por fin, vuelvo a
tomar aire.
Es horrible, pero al menos pasa rápido, porque enseguida se van, riéndose por
el pasillo hasta que entran en el aula. Poco a poco el dolor disminuye y al
menos comienzo a respirar sin que me duela. Me empujo contra la pared del
pasillo con los pies y, al cabo de un rato, consigo sentarme. Algunos de mis
compañeros de clase han pasado por mi lado pero ninguno ha hecho nada. En
realidad no pueden, porque Drolley se metería con ellos si lo hicieran, así que
se limitan a pasar de largo, como si fingieran no haber visto nada. Sé que
tengo que levantarme antes de que el profesor venga a dar clase, porque sino
me preguntará qué estoy haciendo aquí en el suelo. Y si le dijera lo que ha
pasado, Drolley sabría que me he chivado y volvería a darme de palos.
Ya estoy de pie cuando llega el profesor Edwards. Me mira de forma extraña.
—¿Todo bien, Billy?
Sigo sin poder hablar, así que asiento con la cabeza y me responde con una
mueca. Nunca me he llevado bien con este profesor.
—Bueno, no te quedes aquí como un pasmarote. Entra en clase. —Espera a
que entre delante de él en el aula. Normalmente llego temprano para poder
reservar un pupitre en la primera fila pero como llego tarde no queda ninguno
y tengo que sentarme al fondo, al lado de Drolley que me sonríe con maldad.
Así que la siguiente clase no es que sea muy agradable, la verdad.
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—¿Por qué?
—Porque descubrió que era un pedófilo, no le hizo ninguna gracia y ¡pum! —
imita la acción de darme un tiro en la cabeza.
—¿Y qué hay de las cartas? ¿De las tarjetas de cumpleaños que la directora
Sharpe recibió de su padre, explicando que vivía con otra mujer en Maui?
—Todo falso.
No dejo de mirarla.
—¿Pero por qué nos contrataría para encontrarlo, si fue ella quien lo mató?
—Ya, es de locos, ¿verdad? Pero ¿qué pasa si se le ha olvidado? ¿Si su estado
senil, o como se llame, la hizo olvidar pero en realidad quiere saberlo todo?
—¿Te refieres a la demencia senil?
—Sí, eso.
Me doy cuenta de que estoy sacudiendo la cabeza.
—Mira Billy, lo único que digo es que es una posibilidad. Así es como se
investigan estas cosas. Haces una hipótesis y luego buscas pruebas.
—¿Y cómo vas a probarlo?
—Vamos a probarlo así, compañero: vamos a ir a verla para explicarle que
hemos descubierto la verdad, que sabemos que fue ella quien lo mató. Si es
cierto la hará recordar. No será capaz de ocultarlo. Y lo grabaremos todo, para
tener las pruebas.
—Pero… —Hay tantas razones por las que esto es una locura que no sé por
dónde empezar—. La directora Sharpe nos dijo que no podíamos volver a
hablar con ella.
—También nos mintió acerca de que Henry Jacobs se mudara a Maui. ¿De
verdad vas a hacerle caso?
—No sabemos si mintió y es la directora de nuestro instituto…
—Yo no voy a hacerle caso. ¿No lo ves? Estaba encubriendo a su madre. Esa
es la razón por la que no quiere que hablemos con ella. Porque sabe muy bien
lo que le pasó a Henry Jacobs. No quiere que lo descubramos.
—O quizá no quiera que molestemos a su madre porque tiene… ¿demencia
mental?
Ámbar sacude la cabeza para descartar esta posibilidad de inmediato, pero
luego se detiene.
—En realidad es un problema bastante gordo para la Sharpe, ¿no? Aquí está
su madre con este oscuro secreto, que ahora se está volviendo loca y podría
soltárselo a cualquiera.
Abro la boca para protestar de nuevo, para explicar que la directora Sharpe
tiene cartas de su padre que prueban que su madre no lo mató, pero me doy
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cuenta de que no voy a llegar a ninguna parte. Ámbar se ha convencido a sí
misma. Así que intento otro enfoque.
—¿Cómo vas a hacerlo? No tenemos ningún equipo de grabación secreto.
Ámbar se inclina hacia su bolsa con una amplia sonrisa.
—Amigo, te equivocas, sí que tenemos. —Saca una maraña de cables negros
—. He tomado esto prestado del departamento de música. Lo único que hay
que hacer es pegarte este cable al pecho debajo de la camiseta y conectarlo a
un teléfono. No nos va a registrar, ¿no?
Mientras habla, no puedo evitar imaginarme un micrófono secreto en
miniatura, como los que se ven en las películas de espías. Pero el micrófono
que saca no es de esos. Es de los que se enganchan a la camisa, como los que
llevan los presentadores de noticias. Supongo que podrías llamarlo discreto,
pero de ninguna manera es secreto.
—¿Por qué yo? ¿Por qué tengo que ser yo quien lo lleve?
—Porque yo voy a hacer las preguntas, así que me mirará a mí y puede que lo
vea.
—No lo veo claro —digo, tras considerar todo esto.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué es lo que hay que ver?
—No sé si deberíamos hacerlo. Quiero decir, después de lo que dijo la
directora. ¿Y si la señora Jacobs le dice que hemos ido a hablar con ella de
nuevo?
—No puede impedir que hablemos con ella. Es nuestra clienta. Además, ya
has visto que es una anciana solitaria. Estará encantada de vernos. Si estamos
equivocados nos dará la oportunidad de informarla de los avances en la
investigación. Podemos decirle que descubrimos que su marido se mudó a
Maui. Si es verdad, deberíamos decirle eso al menos.
Lo pienso un rato. Supongo que, así puesto, tiene sentido.
—No puedo ir esta noche —le digo—. Papá ha vuelto y quiero verlo.
—Vale. —Por primera vez Ámbar parece razonable—. ¿Vas a contarle lo de
Tucker? ¿Lo de que está estudiando las joyerías de la zona?
Asiento con la cabeza. No sé cómo voy a decírselo pero sé que tengo que
hacerlo.
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los cálculos correctamente, deduzco que el Alba atracará sobre las diez de la
noche. Supongo que tendrá que ayudar a descargar así que igual no vuelve
hasta pasada la medianoche. No podré hablarle de Tucker a esas horas así que
tendrá que ser por la mañana, antes de ir al instituto. Entonces por fin papá
podrá echarlo y yo ni siquiera estaré presente.
Al menos Tucker no está aquí esta noche. Todavía queda la mitad de la lasaña
de verduras en la nevera y ha dejado una nota en la mesa diciendo que ha
tenido que salir y que me la coma.
Me pongo al día con los deberes y ordeno un poco la casa, para papá. No va a
ser fácil contarle lo de Tucker. Me preguntará cómo lo he averiguado y se
imaginará que he estado fisgoneando, cosa que odia. Solo deseo que, dado lo
que he terminado descubriendo, entienda que he hecho lo correcto. Pero con
papá nunca se sabe.
Todavía estoy pensando en esto cuando, justo antes de irme a la cama, me
meto en el correo electrónico de papá. Lo hago de vez en cuando, no porque
me esté entremetiendo o porque sea un cotilla, no es nada de eso, es para estar
al tanto de las cosas. Casi todas las facturas de la casa llegan por correo
electrónico y necesito saber si papá está al día. Así que ojeo su bandeja de
entrada un poco distraído y estoy a punto de pinchar en otra pantalla cuando
veo algo que me detiene en seco. Es un correo electrónico de Tucker, que está
en la bandeja de entrada de papá. Ya lo han abierto, supongo que papá estará
cerca de la costa y lo ha visto en su teléfono. Pincho en el mensaje para ver lo
que dice y tras un momento se abre.
Es muy corto, contiene un enlace a una página web y cuatro palabras:
«¿Qué te parece esta?»
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CAPÍTULO TREINTA Y SEIS
Hay una cosa que quiero dejar bien clara y es que mi padre no es mala
persona. Es solo que ha tenido una vida muy dura. Cuando era pequeño sus
padres no tenían dinero por lo que no pudo ir a la universidad, ni siquiera
terminó el instituto porque tuvo que ponerse a trabajar para que tuvieran
suficiente para comer. Debió de haber pensado que le iba a cambiar la vida al
conocer a mi madre, ya que venía de una familia adinerada con negocios y
propiedades. Pero mi madre se volvió loca, asesinó a mi hermana, intentó
matarme a mí y su familia le echó la culpa de todo a papá. No tuvo más
remedio que huir conmigo y vivir en secreto. Total que le cambió la vida pero
para peor.
Y si no fuera suficiente con eso, papá se vio involucrado en todo el lío de
Olivia Curran. Eso sí que fue mala suerte. Empezó a salir con una chica que
por fuera parecía muy maja pero que resultó ser una asesina. Culparon a papá
del asesinato que en realidad había cometido su novia y, aun hoy, medio
pueblo sospecha que tuvo algo que ver con el asesinato a pesar de que
cogieran a la novia y la metieran en la cárcel. Por eso creo que si está metido
en el tema de Tucker de robar una joyería es porque estará desesperado. Lo
único que quiere es ganar el dinero suficiente para que podamos vivir
tranquilos y que nos dejen en paz.
Aun así, no consigo dormir por la preocupación. Sigo tratando de decidir qué
hacer. No tiene sentido que le cuente a papá lo de Tucker porque está claro
que papá ya lo sabe.
Tampoco puedo ir a la policía porque si vienen a arrestar a Tucker
investigarán sus correos electrónicos y descubrirán que papá también está
involucrado en el plan.
Ni siquiera puedo hablar con Ámbar, porque… Bueno, porque Ámbar está
prácticamente pirada.
Ya sé que las preocupaciones siempre parecen peores por la noche pero aun
así no puedo dejar de llorar. Una vez que empiezo no puedo contenerme y
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enseguida noto que la almohada está empapada de mis lágrimas.
Tengo que admitir que al rato me siento un poco mejor. Justo a tiempo
además porque entonces oigo un ruido fuera, me asomo a la ventana y veo a
papá y a Tucker saliendo de la camioneta de papá. Se están riendo y papá
parece muy contento. No sé qué sentir al respecto. Me alegro de volver a ver a
papá y quiero que sea feliz. Pero me aterra lo que va a hacer.
Me lavo la cara con rapidez y vuelvo a la cama. Finjo estar leyendo un libro
para que cuando entre para decirme que ha vuelto y que ha ido todo bien, no
se dé cuenta de que he estado llorando. Los oigo abajo, siguen riéndose
durante un buen rato y por fin oigo pasos en la escalera. Me froto la cara de
nuevo y me preparo para cuando entre papá.
Pero no lo hace. Oigo ruidos en el baño seguidos de la puerta de su habitación
abriéndose y cerrándose de nuevo. Y luego nada. Así que me quedo allí,
sujetando el libro que en realidad no estoy leyendo.
Al cabo de un buen rato dejo el libro en la mesita de noche y trato de dormir.
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CAPÍTULO TREINTA Y SIETE
Al día siguiente estoy un poco distraído en el instituto así que cuando Ámbar
me alcanza y me dice que hagamos pellas por la tarde para ver a la señora
Jacobs, ni siquiera intento discutir. Lo más fácil es ir con ella. Hay una
profesora de pie junto a la verja de entrada pero solo controla a los alumnos
que entran y nosotros vamos en el coche de la madre de Ámbar, en dirección
contraria.
Cuando salimos de Newlea se detiene y me dice que me quite la camiseta.
Una vez más, hago lo que me dice sin discutir. Tiene un poco de esa cinta
aislante de color gris que se pega a cualquier cosa. Arranca largas tiras de
cinta y las utiliza para pegarme los cables del micrófono alrededor del torso y
por la espalda. Colocamos el micrófono justo debajo del cuello de la
camiseta. Cuando me la vuelvo a poner, no puedo moverme porque la cinta
me tira la piel.
—¿Te ha respondido el tal Vinny? —pregunta Ámbar mientras presiona la
cinta de nuevo contra el pecho—. ¿Al mensaje que le mandamos?
Siento que se me tensa el cuerpo y me obligo a relajarme. Me había olvidado
de ese asunto.
—No.
—¿Qué tal tu padre? ¿Volvió anoche? ¿Le has contado que Tucker planea
robar la joyería?
—No.
—Relájate, ¿quieres? Vas a rasgar la cinta.
—Estoy relajado. Deja de meterte conmigo.
Ámbar no lo vuelve a mencionar.
Entiendo por qué, es porque está distraída. Está superemocionada con lo que
estamos haciendo. He descubierto cómo saber si está nerviosa por algo, lo sé
por la forma en que le brillan los ojos. Está convencida de que la señora
Jacobs asesinó a su marido y no cree que sucediera lo que dijo la directora. Y
de verdad parece que va a intentar persuadir a la señora Jacobs para que
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confiese. Es una idea ridícula, tal y como lo es Ámbar casi todo el tiempo.
Supongo que sí estoy de acuerdo en decirle a la señora Jacobs lo que hemos
descubierto. Igual la señora Jacobs está demasiado chiflada para entendernos,
pero a lo mejor no lo está y ¿quién sabe? Tal vez acabemos ayudándola y
todo. Si es así quizá podamos quedarnos con el cheque de 5,000 dólares.
Todavía no he decidido qué hacer con él.
Aparcamos en frente de la casa de la señora Jacobs y antes de que salgamos
del coche Ámbar no deja de toquetearme los cables hasta que le quito la mano
de un golpe. La señora Jacobs nos habrá oído llegar y puede estar mirando por
la ventana.
—Vale, tranquilo Billy —dice Ámbar. A continuación pulsa el botón de
grabar en el iPhone y me lo da para que me lo meta en el bolsillo. Me echa
una mirada cargada de emoción, salimos del coche y nos dirigimos a la puerta
principal.
Ámbar toca el timbre y esperamos un rato, pero no pasa nada. Empiezo a
sentirme un poco aliviado porque, ahora que me veo aquí, me doy cuenta de
que no quiero continuar con el plan. Me parece una estupidez y creo que
puede traernos muchos problemas.
—Venga, vámonos a clase —digo enseguida—. No está. Incluso si estuviera,
no nos va a contar nada.
Ámbar vuelve a pulsar el timbre y no contenta con eso, golpea la puerta con
el puño.
—Joder —murmura.
—Venga —digo de nuevo—. Volvamos antes de que nos echen de menos…
—Pero entonces la puerta se abre, solo un poquito hasta donde la cadena lo
permite. Se oye un crujido desde el interior y vemos una franja de la cara de
la señora Jacob. Lo suficiente para ver sus ojos lechosos y un poco asustados.
—¿Señora Jacobs? Soy Ámbar de la agencia de detectives. Quedamos en que
volveríamos hoy…
Parpadea los ojos con lentitud, parece confusa.
—¿De qué agencia de detectives?
No la recordaba tan mayor como la veo ahora.
—La agencia que contrató, señora Jacobs —Ámbar ha subido el tono de voz
y la pobre anciana hace una mueca, como si le dolieran los oídos por los
gritos—. Para averiguar qué le pasó a su marido.
Le veo los ojos de nuevo, parpadeando. Aunque no le puedo ver la cara al
completo aun así me da pena y deseo que no nos deje pasar ya que me
preocupa lo que pueda decirle Ámbar.
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—Lo que le pasó a Henry, señora Jacobs. ¿Se acuerda? ¿Se acuerda de su
esposo Henry? Desapareció unas navidades. Nos pidió que averiguáramos
qué le sucedió.
Entonces los ojos de la señora Jacobs se mueven con rapidez mientras
inspeccionan primero a Ámbar y luego a mí. Me siento incómodo al estar tan
cerca, es como si sintiera los cables del micrófono sobresaliendo a través de la
fina tela de mi camiseta.
—¿Mi marido?
—Así es, señora Jacobs. Tenemos noticias. —Ámbar se muerde el labio con
esperanza—. ¿Podemos entrar, por favor?
De repente, la puerta se cierra y, durante un instante, siento la ligera
esperanza de que no nos va a dejar entrar. Pero, por supuesto, está quitando la
cadena de seguridad. Hace un ruido sordo durante mucho tiempo, como si le
estuviera costando y a continuación la puerta vuelve a abrirse con lentitud
pero por completo.
Había olvidado lo encorvada que está. Y lo loca que está. Hoy lleva una blusa
con dos botones desajustados encima de una chaqueta de lana. La hace
parecer más rellena. Ámbar me echa una mirada rápida.
—Gracias, señora Jacobs. Se lo agradecemos.
La señora Jacobs echa una especie de sonrisa y se aparta de la puerta. Ámbar
entra y yo no tengo más remedio que seguirla.
Recuerdo el gran pasillo, las pinturas al óleo. Todo parece más oscuro esta
vez. Se me ocurre un extraño pensamiento; de repente me imagino a la
directora Sharpe corriendo por aquí como una niña de nueve años que acaba
de perder a su padre. Pero en mi cabeza no es una niña de nueve años, es una
especie de directora Sharpe en miniatura, reducida al tamaño de una niña.
A continuación la señora Jacobs cierra la puerta lo que hace la entrada más
oscura todavía. Vuelve a poner la cadena de seguridad. Tarda una eternidad y
mientras lo hace, Ámbar y yo nos quedamos esperando. Por fin lo consigue y
eso es un alivio en sí mismo. Me pregunto si esta vez nos va a llevar a algún
sitio loco para hablar, como al baño. Pero, al igual que la otra vez, nos lleva al
jardín.
—¿Queréis tomar algo? ¿Un café o un té helado? —nos pregunta y ambos
decimos que no de inmediato, pero no parece oírnos—. Estoy segura de que
tengo un refresco en alguna parte. No tardo nada. —Hace un gesto con la
mano y Ámbar y yo nos quedamos mirando de nuevo el jardín.
—¿Qué le vas a decir? —pregunto. La verdad es que he estado un poco
distraído todo el día, con todo el tema de papá y Tucker y no he tenido tiempo
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de pensar lo que vamos a hacer aquí.
—Ya te lo dije —responde Ámbar—. Vamos a decirle lo que hemos
descubierto y hacer que confiese.
—Pero qué pasa con… —No termino lo que estoy diciendo porque en ese
momento la señora Jacobs vuelve con dos latas de limonada en una bandeja.
Pone la bandeja en la mesa y nos obliga a usar posavasos.
—Ya sé cómo sois los jóvenes con las bebidas —dice guiñándome un ojo.
Cojo la limonada y me doy cuenta de que la pestaña ya está abierta. La huelo
de manera sospechosa pero parece estar bien, siento el cosquilleo de las
burbujas en la nariz, así que le doy un sorbo.
—A ver, querida —le dice la señora Jacobs a Ámbar—. ¿Dijiste que habías
descubierto algo sobre Henry?
Me alegro de que le haya preguntado a Ámbar porque no sé lo que debemos
decir. No veo cómo le vamos a contar que la directora Sharpe, su propia hija,
nos ha contado que el señor Jacobs se fue con otra mujer. Ni cómo ella, la
señora Jacobs, debe haber sabido la verdad todo este tiempo pero se le había
olvidado porque está un poco loca. ¿Cómo la hará sentir? Resulta que
tampoco creo que Ámbar sepa qué decir, porque empieza explicando cómo
descubrimos que Henry era el director del instituto de Newlea cuando
desapareció y que buscamos en los archivos del periódico información al
respecto. Y todo el tiempo la señora Jacobs se queda sentada con toda una
serie de miradas en su cara, desde confundida hasta enfadada.
—¡Pero yo ya sé todo esto! —exclama cuando Ámbar termina. Luego me
mira a mí.
Y eso hace que Ámbar me mire también. Así que tengo que decir algo.
—Hablamos con su hija. O mejor dicho, ella habló con nosotros. Es la
directora de nuestro instituto.
Hay un momento en el que la señora Jacobs sonríe, supongo que por la
mención de su hija, pero luego parece desconcertada.
—¿La directora de vuestro instituto?
—Sí. Nosotros vamos al instituto de Newlea. ¿Sabe que ella es la directora
allí, no?
—Bueno, sí. Por supuesto. Pero… —levanta una mano frágil y me señala—,
¿eres un estudiante del centro de Wendy?
—Ambos lo somos.
Hay un momento de silencio y luego intento sonreír. Ámbar no parece muy
contenta. ¿Pero qué se suponía que debía decir?
—La directora nos dijo…
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—Pero ¿no erais detectives? Ella me dijo que eráis detectives. —La señora
Jacobs gira en su silla y vuelve a mirar a Ámbar, pero está más confundida
que enfadada.
—Somos detectives y también somos estudiantes.
Hay un momento extraño en el que no sé cómo se lo va a tomar la señora
Jacobs, pero luego se ríe.
—¡Ay madre! Ya pensaba yo que parecíais demasiado jóvenes. —La señora
Jacobs hace una pausa y tuerce la cara de nuevo como si se le acabara de
ocurrir algo—. Pero Wendy no sabe lo que le pasó a Henry.
No estoy seguro de lo que quiere decir con eso, así que decido corregirla.
—En realidad, señora Jacobs, eso es lo que queríamos… —Pero no llego a
terminar la frase porque hay un cambio repentino en la señora Jacobs. De
repente se sienta más recta en su silla, parece menos frágil. Y se le endurece
la voz. Es como lo que pasó la primera vez que estuvimos aquí.
—Esa niña no tiene ni idea de nada. Nunca ha sabido nada.
Es como si alguien hubiera hecho desaparecer por arte de magia a la señora
Jacobs y la hubiera sustituido por otra persona. Todo en ella es diferente.
Incluso la opacidad de sus ojos ha desaparecido.
—¿Qué te contó? —exige la señora Jacobs—. ¿Qué te dijo la tonta esa?
Miro a Ámbar, quiero que se haga cargo de nuevo de la conversación, pero se
limita a asentir con los ojos muy abiertos, instándome a seguir. Siento los
penetrantes ojos de la señora Jacobs. De repente me parecen malvados. Sigo
adelante, con todo el cuidado que puedo.
—Nos contó que su marido se fue de la isla con otra señora. Que empezó una
nueva vida con ella en Hawái. Que les mandó cartas. Por eso sabe lo que le
pasó.
Los ojos de la señora Jacobs se entornan quizá por sorpresa, o duda. Pero no
dice nada.
—Lo siento mucho —empiezo a decir.
—¡Y una mierda que se fue de la isla! —estalla de repente—. No hay manera
de que ese hombre fuera a abandonarme. Ya me aseguré yo de ello.
Se hace un largo silencio. Lo único que oigo es el piar de los pájaros y el
oleaje de fondo en los acantilados.
—¿Podría repetir eso, señora Jacobs? —oigo a Ámbar preguntar, pero parece
que habla desde muy lejos.
—¿Repetir el qué? —responde de mala manera.
—Lo que acaba de decir, lo de que se aseguró de que no la abandonara. ¿Qué
ha querido decir con eso?
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Hay otro cambio en la señora Jacobs y por un momento creo que la dulce
anciana ha vuelto. O tal vez sea que espero que eso ocurra, porque esta
versión me da miedo. Pero me equivoco. Vuelve a ser otra persona. Menos
enfadada, pero más lúcida.
—Henry nunca iba a dejarme. Yo hacía que fuera respetable. Mi familia tenía
dinero. Ah no… —levanta la mano de nuevo e incluso ese gesto parece de
alguna manera menos frágil que antes—. No. Yo lo maté. —Se sienta y
sonríe, sus labios se retraen para mostrar sus viejos dientes manchados y sus
encías rojas como la sangre.
Ámbar se gira para mirarme y hay toda clase de miradas en su cara, desde un
«te lo dije» hasta un «más te vale estar grabando esto».
—Usted… ¿hizo el qué? —pregunta Ámbar volviéndose hacia ella.
La señora Jacobs le lanza una mirada de lástima a Ámbar. Es como si no
tuviera tiempo para la estupidez de Ámbar.
—Lo maté, querida. Le advertí que lo haría. Si seguía con el toqueteo le avisé
lo que pasaría. Pero no me quiso escuchar. Así que lo maté.
Se vuelve hacia mí y vuelve a sonreír. Soy medio consciente de que tengo la
boca abierta.
—Tú le habrías gustado, don Billy. Estoy segura de ello. Habrías sido uno de
su «alumnos favoritos». Pero no, no podía dejar que siguiera así. Nos habría
arruinado cuando saliera a la luz. Y habría salido a la luz. Tarde o temprano.
—¿Entonces qué pasó? —pregunta Ámbar. Su voz aún me suena distante.
—¡Te lo acabo de decir! Me prometió que no volvería a pasar. Pero yo sabía
no sería así. Me di cuenta. Y en efecto ahí estaba, volviendo a casa tarde del
instituto. ¡Trabajando hasta tarde! Ya sabía yo qué significaba eso. Así que
fui a confirmar mis sospechas al centro. Llegué justo a tiempo para ver a un
chico salir, con la ropa revuelta. Entré. Se sorprendió de verme allí.
Nos mira a cada uno de nosotros a los ojos y hay una extraña expresión en su
rostro. Orgullo. Arrogancia.
—¿Le disparó? —pregunta Ámbar casi sin aliento.
—Por supuesto que no. ¿De dónde iba a sacar yo una pistola? —Pone los ojos
en blanco y se vuelve hacia mí—. Fingí que no pasaba nada, que solo venía
de paso. Le pedí que me enseñara las obras, el nuevo gimnasio que estaban
construyendo, ya que parte del dinero venía de mi familia. Accedió, más que
nada porque se sentía culpable por lo que había estado haciendo unos
momentos antes. Entonces, cuando estaba de espaldas, le golpeé en la cabeza
con un ladrillo. Cayó como un saco de patatas. Fue bastante fácil. Arrastré el
cuerpo por el suelo hasta que cayó al fondo de un hoyo que habían excavado
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para las obras y lo cubrí con escombros. Al día siguiente vertieron hormigón
en el hoyo y lo cubrieron por completo.
La señora Jacobs se gira y me sonríe.
—Y así fue como acabó mi Henry.
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CAPÍTULO TREINTA Y OCHO
—¿Dime que lo has grabado todo? ¡No se te ocurra decirme que te sentaste en
el teléfono y dejaste de grabar! Por favor, dime que lo tienes todo.
Estamos en el coche de Ámbar, conduciendo de vuelta hacia el instituto. No
sé cómo describir el ambiente. Nos hemos quedado, no sé, alucinados.
Después de que la señora Jacobs nos contara que mató a su marido, se
transformó en la dulce anciana asustada de antes, con la misma mirada
confusa en sus lechosos ojos. Cuando Ámbar le pidió más detalles, no parecía
saber quién era el señor Jacobs y mucho menos lo que le había pasado. Ni
siquiera estoy seguro de que supiera quiénes éramos nosotros.
Desbloqueo el teléfono con cuidado, asegurándome de no hacer nada estúpido
como borrar el archivo. Y luego le doy al play. Es un poco difícil oír con el
ruido del motor de fondo, pero se nos oye bien, a los dos saliendo del coche y
yendo a la puerta.
—Vamos, volvamos al instituto —oigo mi voz de antes—. Creo que no nos
va a decir nada más.
Supongo que Ámbar no oye bien porque gira el volante con brusquedad para
aparcar en una zona de aparcamiento al lado de la carretera y una vez allí
frena tan fuerte que las ruedas derrapan en la grava.
—Sube el volumen —dice.
Hago lo que me dice y también ajusto el control en la parte inferior de la
pantalla para avanzar a la parte en la que la señora Jacobs confiesa.
«Lo maté, querida. Le advertí que lo haría. Si seguía con el toqueteo le avisé
lo que pasaría».
—Joder —exclama Ámbar—. No me lo puedo creer.
No respondo. Me quedo mirando por el parabrisas. El aparcamiento es uno de
esos que tienen vistas al mar. A lo lejos, la capital es una sombra gris en el
horizonte. A cierta distancia pasa un buque de carga con enormes
contenedores rojizos por el óxido. Más cerca aún, una bandada de alcatraces
se alimenta en las frías corrientes que se arremolinan alrededor del extremo
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sur de la isla de Lornea, plegando sus largas y delgadas alas y sumergiéndose
en el agua como flechas. Veo los pájaros, el buque, pero apenas registro nada
de ello.
—Tenemos que ir a la policía —dice Ámbar. No respondo—. No nos queda
otra opción. Sabemos que se ha cometido un crimen, un asesinato. No
podemos no ir a la policía.
Todavía no digo nada. Estoy pensando.
—¡Y pensar que enterró el cuerpo bajo el jodido gimnasio! Todavía estará
allí. Ayer mismo estuve en el gimnasio en clase de Educación Física. Qué
asco.
Me detengo a observar los alcatraces. Me he quedado hipnotizado
mirándolos. Cuando llegan al agua son capaces de bucear hasta veinte metros,
como si pudieran volar bajo el agua. Me gustaría criar un polluelo de alcatraz
algún día pero no anidan en la isla, prefieren islotes aislados en mar abierto.
—¡Billy!
Mi cabeza se gira para mirarla.
—Tenemos que ir a la policía.
Abro la boca para responder pero no digo nada. El caso es que no puedo
quitarme de la cabeza lo que pasó la última vez que fui a la policía cuando
Olivia Curran había desaparecido y pensé que tal vez el cojo de Silverlea la
había secuestrado y asesinado. De hecho, saqué una foto de lo que pensé que
era él sacando el cuerpo de la casa enrollado en una alfombra. Con la pequeña
diferencia de que no era ella en absoluto. Estaba renovando su casa. Era solo
una alfombra.
Sin decir nada vuelvo a pulsar el play en el teléfono. La voz de la señora
Jacobs vuelve a sonar. Por el tono se puede decir que la que habla es su
versión desagradable.
«Le golpeé en la cabeza con un ladrillo. Cayó como un saco de patatas. Fue
bastante fácil. Arrastré el cuerpo por el suelo hasta que cayó al fondo de un
hoyo que habían excavado para las obras y lo cubrí con escombros. Al día
siguiente vertieron hormigón en el hoyo y lo cubrieron por completo…»
Se oye una risotada. En su momento no me di cuenta pero se oye muy clara
en la grabación. Es más un cacareo que una risa, como si la señora Jacobs
fuera una bruja de verdad.
—¿Billy? Tenemos que ir a la policía.
Asiento con la cabeza.
—Sí, lo sé.
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CAPÍTULO TREINTA Y NUEVE
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en breve. Es aún más extraño estar de nuevo aquí: es la misma sala en la que
estuve la última vez. Todavía tiene las antiguas grabadoras que tenían antes,
las que usan cintas. Se las señalo a Ámbar pero frunce el ceño como si no le
interesara.
—¡Son analógicas! —le digo.
Sigue frunciendo el ceño y luego murmura, más para sí misma que para mí.
—Vaya puto lío.
Entonces se abre la puerta de golpe y entra un hombre a grandes zancadas.
Está a punto de cerrar la puerta cuando se detiene al verme. Mantiene la
cabeza quieta durante unos instantes.
—¡Wheatley! Sabía que recordaba ese nombre. —Luego cierra la puerta, pero
lo hace con lentitud como si se estuviera tomando tiempo para recordar todo
lo que pasó hace dos años.
Me doy cuenta de que yo también lo conozco. Era uno de los agentes con los
que no me llevé bien hace dos años. Aunque en realidad sí que hubo muchos
con los que no congenié. Se sienta frente a nosotros. Antes de volver a hablar
mira a Ámbar con curiosidad, pero luego vuelve a dirigirse a mí.
—Billy Wheatley.
No respondo. No recuerdo su nombre. Después de un tiempo debe caer en
eso.
—Soy el inspector jefe James Langley. Ya nos conocemos. —Se vuelve hacia
Ámbar—. ¿Y tú eres?
Mientras le dice su nombre recuerdo un poco más sobre él. Era el encargado
de la investigación de la chica desaparecida, pero no era muy bueno que
digamos. Le molestó bastante que intentase ayudar.
—Frank me dice que tenéis algo que debo escuchar. —No pone en marcha la
grabadora del escritorio, así que no parece que haya mejorado como
inspector. Se me ocurre indicarlo pero al final no lo hago. En su lugar, vuelvo
a reproducir el audio de la confesión de la señora Jacobs.
El inspector Langley escucha en silencio con la mirada severa. Cuando
termina se rasca la oreja.
—¿Esto qué es, una especie de broma?
—No. —Estoy un poco confundido con su sugerencia. ¿Por qué iba a hacer
esto como una broma?
Langley reflexiona un rato más.
—¿Y quién es la que habla?
—Se llama Barbara Jacobs —dice Ámbar. Parece bastante nerviosa. Había
olvidado que nunca había estado dentro de una comisaría.
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—¿Y de quién está hablando?
—De su marido, Henry Jacobs. Fue el director del instituto de Newlea hasta
1979, cuando lo mató.
Ámbar se calla y Langley nos mira a los dos durante un rato, uno tras otro.
—¿Dices que fue en 1979? Hace…
—Hace cuarenta años —tengo que interrumpir. Puedo verle contando en su
cabeza.
—Bien —asiente con la cabeza y se vuelve hacia Ámbar.
—¿Cómo conseguiste la grabación?
Ámbar duda antes de responder.
—Hemos estado… Hemos estado investigando lo que le pasó.
Langley no se mueve.
—¿Por qué?
—Porque… Pensamos que… bueno… —está claro que Ámbar no sabe qué
decir, así que vuelvo a interrumpir.
—Hemos abierto una agencia de detectives —confieso. Se va a enterar tarde o
temprano así que mejor decírselo—. Y la señora Jacobs nos ha contratado. Ya
es muy mayor y no quiere morir sin averiguar qué le pasó a su marido.
Resulta que lo mató y se le había olvidado porque tiene demencia.
Siento que los ojos de Langley se posan en mi cara, como si estuviera
absorbiendo toda esta información, procesándola pieza por pieza.
—¿Quién dices que ha abierto una agencia de detectives?
Me señalo a mí mismo y a Ámbar.
—Nosotros.
Le cambia la cara al inspector. Se pone rígido, tratando de no mostrar en qué
está pensando.
—¿Habéis abierto una agencia de detectives?
—Así es.
—¿Tú? ¿Billy Wheatley? ¿Una agencia de detectives?
—Sí. Y luego Ámbar se incorporó también.
Hay una pausa.
—¿Por qué?
—Creo que porque estaba aburrida. No hay mucho que hacer en la isla de
Lornea y su madre está más interesada…
—No. ¿Por qué has montado tú una agencia de detectives?
—Ah —hago una pausa—. Bueno, en realidad no era mi intención. Estaba
practicando cómo hacer páginas web y una cosa llevó a la otra… —Me callo.
No necesita saber todos los detalles.
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Ahora Langley parece perplejo. Empieza a parpadear sin parar y sacude la
cabeza.
—Y esta señora… esta tal Barbara Jacobs. ¿De verdad que te contrató como
detective?
Miro a Ámbar, ya le había dicho antes de entrar que acabaríamos
respondiendo las mismas preguntas una y otra vez.
—Sí.
—¿Por qué? ¿Qué quería?
—Quería que encontráramos a su marido.
—¿El que admitió haber matado?
Intento explicarlo de nuevo.
—Se le olvidó la causa de la desaparición porque tiene problemas de
demencia, así que nos contrató para averiguarlo. Pero entonces lo
descubrimos… Y, bueno —señalo el teléfono que hay sobre la mesa.
—Entonces cómo… —se detiene—, ¿cómo habéis conseguido la grabación?
—Dedujimos que debió haber sido ella y decidimos hacerla confesar.
—Lo deduje yo —interrumpe Ámbar.
—Sí, Ámbar lo resolvió —admito, porque es lo justo.
El inspector Langley se sienta en silencio un momento, golpeando la mesa
con los nudillos. No nos mira. Por fin se levanta.
—Esperad aquí.
Llega hasta la puerta, se da la vuelta y vuelve. Coge el teléfono de la mesa.
—¿Te importa?
Tanto Ámbar como yo sacudimos la cabeza.
—Vuelvo enseguida.
Tan pronto como se ha ido me siento un poco nervioso. Acaba de llevarse la
única prueba que tenemos y no nos ha dado ni siquiera un recibo. Creo que
Ámbar está igual de nerviosa así que nos sentamos en silencio, sin mirarnos.
Acabamos esperando un buen rato. El inspector Langley vuelve en varias
ocasiones para hacernos nuevas preguntas aunque también repite las mismas
de vez en cuando. A veces viene solo y otras veces entra con compañeros. En
un momento dado, el Comisario de Policía se asoma. Lo conocí cuando me
dieron la medalla, así que lo saludo con la mano pero no me devuelve el
saludo, ni siquiera dice nada, tan solo nos mira y se marcha de nuevo.
Luego nos dicen que han llamado a nuestros padres porque tienen que hacer
entrevistas formales. Sabía que esta parte iba a llegar y no me apetecía, pero
no se puede evitar. Al menos papá ha vuelto del barco, así que no se va a
meter en problemas por dejarme solo. Me pregunto si el hecho de tener que
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venir a la comisaría de nuevo le recordará que el atraco que está tramando con
Tucker es mala idea. Si así fuera sería una ventaja inesperada.
El padrastro de Ámbar llega primero. No le había conocido. Lleva un traje y
es muy educado con los agentes, pero parece muy enfadado con Ámbar, como
si fuera una molestia pero esto ya fuera otro nivel. Ámbar se tiene que ir con
él y el agente que me espera me explica que quieren entrevistarnos por
separado. Quieren comprobar si nuestras historias coinciden, pero no me
preocupa porque estamos diciendo la verdad.
Entonces entra papá. Hace más de una semana que no lo veo. No ha debido
afeitarse en el barco porque tiene barba de varios días que me araña la cara
mientras me abraza. Parece más preocupado que enfadado. Me pregunta en un
susurro en qué lío me he metido esta vez pero no tengo la oportunidad de
responderle porque enseguida entran el inspector Langley y otro agente. Se
sientan para empezar el interrogatorio formal.
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CAPÍTULO CUARENTA
Tengo que repetir una y otra vez lo que ya les había contado. Luego, cuando
terminamos, quieren volver a hablar de partes concretas, como por ejemplo,
lo que yo creía que había querido decir el tipo del taller cuando nos dijo que a
Henry le gustaban los chicos. Es agotador. Siguen parando y pausando la
cinta, luego salen y nos quedamos allí esperando durante mucho tiempo antes
de que empiecen de nuevo.
Papá sigue preguntando cuándo nos podremos ir a casa, pero siempre tienen
una pregunta más, hasta que se hace muy tarde y estoy tan cansado que no
puedo mantener los ojos abiertos. Entonces papá insiste y al final acceden,
pero dicen que tenemos que volver mañana a primera hora. Nos llevan a casa
en un coche de policía. Hay un ambiente raro en casa, con papá y Tucker y
todo eso, así que me voy a la cama. A la mañana siguiente regresamos a la
comisaría y todo sigue igual que el día anterior. Al cabo de un rato me
desconecto de todo hasta que, a la hora de comer, me entra mucha hambre.
Tengo un hambre que no veo. Anoche no cené y esta mañana he desayunado
solo un par de tostadas. Por fin se lo digo a uno de los detectives. No era mi
intención, simplemente me sale así.
—¿Puedo comer algo?
Eso los detiene en seco. Uno de los inspectores, el que está al cargo de
nosotros, da un golpe en la mesa.
—Claro. ¿Te gustan las hamburguesas?
—Sí.
—De acuerdo entonces. —Se levanta y se va.
Eso fue hace una hora. Desde entonces estamos solos, papá y yo, sin hablar.
Me ha hecho algunas preguntas sobre la agencia de detectives y se le nota que
no le gusta la idea pero no me regaña. Aquí no puede.
Por fin se abre la puerta y el inspector vuelve con una bolsa de comida para
llevar del Burger King. Huele increíble. Normalmente no me gusta mucho el
Burger King pero ahora mismo me comería cualquier cosa.
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Antes de que pueda empezar a comer el inspector Langley regresa a la sala.
Era el único agente que no habíamos visto esta mañana. En una mano lleva
una carpeta de plástico llena de papeles. Le dice algo en voz baja al otro
inspector, luego le quita la bolsa del Burger King y cierra la puerta tras de sí,
de modo que estamos tan solo papá, él y yo en la sala. Se sienta y aparta las
hamburguesas a un lado. Luego abre su cartera de plástico y saca los papeles.
—Billy, tenemos que hablar de algo —dice el inspector Langley.
Es muy difícil no mirar las hamburguesas, pero aparto los ojos y le miro.
—Acabo de volver de hablar con Barbara Jacobs. —Me mira a los ojos, su
cara no delata nada. Miro a las hamburguesas, esperando que se dé cuenta.
Pero no lo hace—. Niega haber matado a su marido. Nos ha dicho que
desapareció en 1979 y que no sabe qué le pasó después.
De nuevo miro a las hamburguesas. Puedo hablar y comer bastante bien. Me
pregunto si debería explicárselo al inspector Langley.
—Bueno, eso no significa nada —oigo que responde papá—. No ahora que ya
ha confesado en la cinta que grabó Billy.
—Esa grabación se hizo sin su conocimiento ni consentimiento. No podemos
usarla.
—¿Entonces van a dejarla marchar? —pregunta papá—. Ya han oído lo que
ha dicho…
—No he dicho que vayamos a dejarla marchar. Estamos buscando en los
registros para ver si hay alguna entrada de Henry Jacobs después de 1979. En
Maui o en cualquier otro lugar.
—¿Y las hay?
Sé que debería seguir esto con más atención, pero es que no puedo con tanta
hambre. De repente, me rugen las tripas y el inspector Langley se calla y me
mira. Por fin lo entiende y vuelve a poner las hamburguesas delante de él.
Mira dentro de la bolsa.
—¿Tienes hambre, Billy? —me pregunta y yo me contengo la respiración.
Me rugen las tripas de nuevo, esta vez más fuerte aún.
Me pasa la bolsa. Enseguida meto la mano y saco una hamburguesa doble con
queso y beicon. Está aún mejor de lo que me había imaginado.
No presto atención durante el siguiente rato ya que estoy demasiado ocupado
comiendo. Cuando termino me doy cuenta de que papá y el inspector Langley
llevan un buen rato hablando y ya parecen estar terminando.
—Y entonces ¿qué pasa ahora? —pregunta papá.
—Te llevas a Billy a casa y te aseguras de que no se entrometa más en este
caso. Eso es lo que pasa.
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CAPÍTULO CUARENTA Y UNO
El resto del día lo paso en una especie de trance, me siento un poco mareado.
No estoy seguro de lo que es real y lo que no. Tengo la sensación de que papá
tampoco sabe cómo reaccionar. Parece creer que debería enfadarse conmigo
pero sin saber muy bien por qué o incluso si esa es la mejor opción. Después
de todo, no es que sea una situación muy normal.
No para de intentar entablar conversación conmigo pero una vez que empieza
parece no saber cómo continuar. Sacude la cabeza varias veces, me pregunta
si estoy bien y luego no sabe qué decir. En cierto modo, se lo está tomando
bastante bien; tanto es así que me planteo decirle que lo sé todo sobre Tucker
y sus planes. Pero quizá sea demasiado, no voy a tentar la suerte. Así que me
callo.
Paso el resto del día con Steven, intentando liberarlo. En realidad es algo que
debería haber hecho hace tiempo, ya que es obvio que está listo. Lo pongo
fuera, en una especie de jaula que papá ha construido para este fin. Está
cubierta por una malla de gallinero para que Steven no pueda salir volando así
que remuevo la malla porque en realidad quiero que Steven salga volando si
quiere. Por supuesto, no lo hace. Cuando vuelvo a casa me sigue y se sienta
en el alféizar de la ventana. Cierro las cortinas para que no pueda verme pero
sé que sigue ahí.
Entonces me doy cuenta de lo cansado que estoy. Bueno, cansado no,
agotado. Me voy a la cama temprano y, por una vez, ni enciendo el ordenador
ni nada. Me meto en la cama y me duermo.
Al día siguiente me despierta el teléfono, hace unos días le puse mi tarjeta de
vuelta y veo que es Ámbar.
—No te lo vas a creer —dice cuando contesto.
—¿El qué? —respondo. Todavía estoy medio dormido.
—La policía está en el Instituto. Van a levantar el suelo del gimnasio.
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CAPÍTULO CUARENTA Y DOS
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máquinas rompiendo hormigón. Y los rumores siguen corriendo como la
dinamita.
Veo la entrevista entera con la presentadora del vestido rojo más tarde en casa
con papá y Tucker. Pero no hay noticias como tal. Solo que la policía está
buscando algo pero aún no lo han encontrado. Lo mismo ocurre al día
siguiente, y al siguiente. Luego es sábado, así que no voy a clase pero
continúo pendiente de las páginas web de noticias para ver qué pasa. El
domingo por la noche estoy arriba y papá me llama para que baje a ver algo
en la tele con él. Casi no me molesto, pero dice que es importante. Así que
bajo. Esta vez hay noticias de verdad, hay novedades.
Pero no son las que me espero.
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CAPÍTULO CUARENTA Y TRES
Paso el resto del día tratando de darle sentido a todo. Es posible que la policía
no haya mirado bien. O que la señora Jacobs nos mintiera. O tal vez que se
confundiera y en realidad no matara a su marido. No consigo ver cuál de esas
opciones es la correcta.
Al día siguiente la policía quiere verme de nuevo, lo cual me alegra porque al
menos me explicarán lo que está pasando. El agente del mostrador de la
entrada nos lleva a papá y a mí a una antesala al lado de la recepción.
Anticipo que nos va a llevar a la sala de interrogatorios como de costumbre,
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pero en su lugar subimos a una sala llena de escritorios en el primer piso.
Continuamos hasta el fondo de la sala hasta que llegamos a un pequeño
cubículo.
—El inspector jefe Langley llegará en cualquier momento —dice el agente
antes de marcharse.
El escritorio del inspector jefe Langley es como cualquier escritorio normal,
como los que tienen las secretarias del instituto. Hay varios montones de
papeles ordenados en un lado, una taza de café y un marco de fotos con la
espalda hacia nosotros. No puedo ver la foto así que me inclino hacia delante
para verlo mejor.
—Ahí quieto Billy. No toques nada.
—Yo no… No iba a…
No continúo. Papá parece más enfadado hoy. Creo que hasta ahora me había
dado el beneficio de la duda porque pensaba que podría haber resuelto un
asesinato. Si así fuera no le quedaría otro remedio. Sin embargo, ahora que la
policía no ha encontrado ningún cadáver, papá ya no parece tan paciente.
Supongo que lo averiguaré más tarde, ya que ahora mismo entra el inspector
Langley a grandes zancadas, con el mismo traje marrón de siempre y su placa
de inspector en el cinturón. Cierra la puerta de su cubículo de cristal y se
dirige a papá.
—¿Quieres un café?
—Vale.
Hay un armario junto a la pared con una cafetera medio llena. Langley sirve
dos tazas y pone una delante de papá. A mí no me ofrece nada.
—¿Has visto las noticias?
Miro a papá y me devuelve la mirada.
—No encontramos nada. —Langley sacude la cabeza—. Levantamos todo el
suelo, el hormigón, hasta que llegamos a la tierra. —Me mira—. Supongo que
no vas a dar clases en el gimnasio por un tiempo…
—No me importa —interrumpo, y frunce el ceño como si le hubiera
molestado que hablase. Luego se sienta detrás del escritorio.
—Mira, chico. La razón por la que te he traído es que ya hemos estado en esta
situación otras veces y de verdad no quiero verme en estas de nuevo.
Me mira muy serio pero no sé qué quiere decir.
—Esa página web que hiciste, esa agencia de detectives… —se detiene y
suspira—, ¿eras consciente de que necesitas una licencia para operar como
investigador privado en la isla de Lornea? Además tienes que ser mayor de
edad. Te podríamos poner una multa de diez mil dólares. Podríamos presentar
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cargos por fraude. Si Barbara Jacobs quisiera, podría presentar una demanda
civil.
No estoy del todo seguro de lo que significa todo esto pero me pone nervioso.
No me atrevo a mirar a papá, pero es él quien habla.
—¿La señora Jacobs va a poner una demanda?
Langley vacila.
—Todavía no lo ha hecho.
—¿Y qué hay de vosotros? ¿Vais a presentar cargos?
Langley no responde de inmediato.
—Tampoco. En su lugar vamos a tener una pequeña charla para asegurarnos
de que no nos encontremos en esta situación de nuevo. Y quiero decir nunca
jamás. —Se vuelve hacia mí—. ¿Te enteras, Billy? Esto se acaba aquí. Nada
de meterse en asuntos ajenos. Nada de agencias de detectives. Se acabó.
Punto pelota.
Abro la boca para hablar pero me lo pienso mejor.
—Porque si esto vuelve a suceder no te vas a escapar con una charleta.
Vamos a ir a por ti con todas las de la ley.
Sigo sin responder.
—¿Lo entiendes?
Asiento con la cabeza.
—Necesito oírte, Billy.
—Sí. Lo entiendo.
—Muy bien. —El inspector Langley toma un trago de su café.
—¿Y qué pasa ahora con la señora Jacobs?
—¡Billy! —Langley pone su taza de café en la mesa con un golpe—. ¿No has
entendido lo que te acabo de decir?
—Sí, pero quiero saber qué va a pasar con la señora Jacobs…
—No parece que me hayas entendido. Esto no es asunto tuyo. Escúchame y
presta atención. La comisaría de Policía de la Isla de Lornea te agradece que
nos hayas alertado sobre este asunto. Y ahora te pedimos que te apartes de
nuestro camino. Como me entere de que no lo haces yo mismo me encargaré
personalmente de presentar todos los malditos cargos que podamos contra ti.
Se hace el silencio y es papá quien lo rompe esta vez.
—Lo entiende perfectamente, ¿a que sí, Billy?
Al final asiento con la cabeza.
—Claro. Lo entiendo.
Después, papá me lleva al instituto. Pensaba que me iba a dejar así que me
desabrocho el cinturón de seguridad en la carretera, pero me sorprende
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cuando sigue adelante hasta el aparcamiento.
—¿Qué estás haciendo? —le pregunto—. ¿A dónde vas?
—A ver a la directora —dice papá dando un volantazo para meterse
demasiado rápido en un hueco.
—¿Por qué? —pregunto, pero lo único que hace es tirar con fuerza del freno
de mano—. ¿Por qué quieres ver a la directora Sharpe? —insisto.
—¿Qué te hace pensar que quiero verla?
Y así, por tercera vez en un mes, me encuentro citado en el despacho de la
directora Sharpe. Con la diferencia de que esta vez entro con papá.
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CAPÍTULO CUARENTA Y CUATRO
Está muy enfadada. Lo veo enseguida. Tiene que esforzarse por ser educada
con papá, porque no se le permitirá gritar a los padres de la misma manera
que lo hace a los alumnos. Pero aun así habla con labios apretados, lo que
hace evidente que lo odia a muerte.
—¿Sabe qué es esto? —Sostiene una carpeta llena de documentos.
La vena del lado del cuello sobresale y palpita.
—¿Señor Wheatley?
Es raro estar aquí con papá. Cuando entramos pensé que tal vez papá exigiría
respuestas sobre lo que le pasó a Henry Jacobs, pero ahora tiene pinta de que
le están regañando a él también.
—Esta es la póliza de seguros del centro. He pasado la mañana leyéndola. Así
como la jurisprudencia sobre el artículo 12 de la Ley de Derechos Civiles de
1983. ¿Sabe por qué?
Papá la mira y, por un instante, parece que va a pelear pero luego suspira.
—No.
—Ya, ¿le gustaría saberlo?
Papá hace un gesto con la mano, como si supiera que se lo va a decir de todos
modos.
—Lo he estado leyendo porque durante la última semana la policía, gracias al
acoso de su hijo a mi madre, ha destruido completamente el gimnasio del
centro. Con un coste estimado de… —se detiene y busca un papel en su
escritorio—… más de trescientos mil dólares. Y al parecer ni la policía ni la
aseguradora lo van a pagar. Lo que significa que tendrá que salir del
presupuesto del instituto. Lo que implica que la educación de todos los
estudiantes de este centro se verá afectada.
Deja caer la carpeta sobre el escritorio.
—¿Y bien?
Papá solo sacude la cabeza.
—¿Y bien, señor Wheatley?
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—¿Y bien, qué?
—Bueno, ¿no tiene nada que decir?
Al principio parece que no lo hace. Me imagino que no querrá meterse en una
pelea con la directora de mi instituto. Pero luego responde, con voz tranquila
y casi casual.
—La policía tenía una orden de registro, lo que significa que debían tener
motivos para hacer lo que hicieron. Tal y como lo veo yo, esto no es culpa de
Billy.
—Ah, sí, claro señor Wheatley. Se me olvidaba que usted es un experto en
asuntos legales. No me sorprende, dados sus antecedentes penales.
Le mira a los ojos con dureza y papá le sostiene la mirada.
—Lo que me pasó no tiene nada que ver con esto.
—¿No? ¿No lo cree? Porque me pregunto si en realidad es parte del
problema. No es una vida muy estable la que le está dando a su hijo, ¿no le
parece? ¿Era usted consciente de que Billy estaba operando una supuesta
agencia de detectives ilegal?
Los ojos de papá se dirigen a mí y luego vuelven a mirar a la directora.
—No.
—Tengo entendido por el inspector jefe Langley que es un delito hacerlo sin
licencia pero que, por razones que no consigo entender, no van a presentar
cargos. Ya les he hecho saber que estoy en total desacuerdo con esa decisión.
Hace una pausa durante un rato en el que ni papá ni yo nos atrevemos a
hablar.
—También me he asesorado acerca de si es adecuado o no que Billy siga
asistiendo a este centro. Como estoy segura de que podrá apreciar, en
circunstancias normales lo que Billy ha hecho está muy por encima del nivel
necesario para expulsarlo del centro, mucho más allá, de hecho.
Esto me hace levantar la mirada. No creí que te pudieran expulsar si eras un
buen estudiante como yo.
—Y sinceramente dudo, si eso ocurriera, que cualquier otro centro de la isla
lo aceptara.
Ahora dirige su mirada a mí, como si me odiara de verdad y empiezo a
sentirme bastante preocupado. No me gusta mucho el instituto de Newlea,
pero tengo que sacar buenas notas. Sino, no podré seguir estudiando para ser
científico. Y terminaré como papá, con trabajillos sin futuro. Si ni siquiera
puedo ir a clases en la isla entonces no sé qué haremos. Tendremos que irnos.
—Sin embargo —y de repente parece decepcionada de verdad—, el equipo
directivo y el consejo escolar me han convencido de que podría parecer
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inapropiado que tomara la decisión en este caso dada la implicación de mi
familia. —Me mira fijamente—. No les quepa la menor duda de que me
opuse a esa decisión con rotundidad. Pero hemos llegado al siguiente acuerdo.
En este caso la junta directiva no tomará ninguna medida. Sin embargo, si
Billy continúa con su invasión de mi privacidad, o la de mi madre, entonces
lo expulsaré, inmediatamente, sin más advertencias y con todas las
repercusiones que eso conlleva. ¿Está claro?
Miro a papá, para ver si va a discutir pero está mirando al suelo. Siento los
ojos de la directora clavados en mí, vuelvo a levantar la vista y la veo
sonriendo.
—Billy, quiero que escuches con mucha atención.
No respondo.
—Te pedí muy clarito que dejaras en paz a mi madre. Te expliqué la
enfermedad que padece. Sin embargo, me ignoraste. Al hacerlo, has causado
un daño incalculable a este centro, tanto en términos financieros como de
reputación. Además, has causado mucha ansiedad y estrés a una señora mayor
que no ha hecho nada malo. Si te vuelves a pasar de la raya, Billy, si se te
ocurre pasarte de la raya, te expulsaré con mucho gusto. Y si vuelves a
acercarte a mi madre te perseguiré en los tribunales hasta que compenses el
daño que has causado. ¿Entendido?
Al cabo de un rato asiento con la cabeza.
Pero después de eso nos deja ir. No me castiga ni nada, lo cual me parece aún
más extraño. Me mandan a clase como si nada hubiera pasado. Y luego la
tarde es como una tarde de lunes normal y corriente. Excepto que la clase de
Educación Física la damos en el patio en vez de en el gimnasio.
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CAPÍTULO CUARENTA Y CINCO
Hace más de una semana que ocurrió todo aquello, aunque parece que haya
pasado más tiempo. Papá volvió a decirme que teníamos que hablar como es
debido y que tenían que cambiar las cosas para que no volviera a pasar nada
parecido, pero luego salió con Tucker y no volvió hasta tarde. Cuando
volvieron noté que estaban un poco borrachos. A los pocos días me dijo que
le habían llamado para otro viaje en el Alba y que era muy importante que
fuera porque la última vez había ganado un buen sueldo. Cuando le pregunté
quién iba a cuidar de mí me dijo que Tucker y que esta vez se aseguraría de
vigilarme mejor. Me dieron ganas de señalar que no necesitaríamos tanto
dinero si no estuviera aquí comiéndose nuestra comida y viviendo sin pagar
alquiler ninguno. Pero no podía decir eso así que tuve que morderme la
lengua.
Tampoco he visto a Ámbar. Su madre la castigó sin salir y la directora Sharpe
la castigó a quedarse en clase todas las horas de la comida. Además, tiene que
presentarse en la recepción del instituto antes de cada clase para vigilar que
no haga pellas. Es un rollo porque de verdad necesitaba verla. Si Henry
Jacobs no está enterrado bajo el gimnasio después de todo, deberíamos hablar
acerca de lo que le pasó en realidad.
Al final decido que tal vez es para bien. Quizá debería dejar este tema y
olvidarlo todo.
Pero entonces ocurre algo, algo bastante malo.
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CAPÍTULO CUARENTA Y SEIS
Ocurre cuando estoy haciendo los deberes, son unos deberes bastante
aburridos así que decido hacer una pausa para echar un vistazo a los correos
electrónicos de papá.
Lo normal sería pensar que, cuando te vas en un barco de pesca no puedes
enviar correos electrónicos, pero en realidad es la mejor manera de
mantenerse comunicado. Cuando están en altamar pasan mucho tiempo sin
hacer nada, esperando mientras las redes están en el agua o cuando van de un
sitio a otro. Y, aunque los teléfonos móviles no suelen funcionar tan lejos,
tienen una red especial que les permite rebotar la señal de Internet de un barco
a otro, hasta cubrir sesenta millas. Es un poco como el Internet de antaño, no
se pueden descargar vídeos pero las páginas web y los correos electrónicos
funcionan bien.
Total, a lo que voy: Papá utiliza el correo electrónico todo el rato cuando está
en el barco. Le envío mensajes recordándole que tome fotografías y vídeos si
ve alguna ballena y que anote las coordenadas del sitio donde las ha visto.
Así que, cuando miro en su bandeja de entrada, ahí arriba están los mensajes
míos, algunos de ellos aún sin abrir. También tiene los típicos correos de
propaganda. Estoy a punto de cerrar la página cuando aparece un nuevo
correo electrónico, como si lo acabaran de enviar en ese momento. Es de
Tucker.
Lo miro sorprendido. Tucker está abajo viendo el béisbol. Me llamó hace un
rato para ver si quería verlo con él pero obviamente le ignoré.
El asunto del correo electrónico es el siguiente:
«La mierda del Whatsapp no para de caerse…»
Luego, justo debajo, incluso sin abrirlo veo las primeras palabras que ha
escrito:
«De acuerdo. Vamos a por ello…»
Así que ahora tengo un problema. Tengo curiosidad por saber de qué están
hablando pero para averiguarlo tengo que pinchar en el mensaje. Si lo hago, el
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estado del mensaje cambiará de «no leído» a «leído». Y si da la casualidad de
que papá está mirando su correo en este mismo momento, le alertará el hecho
de alguien está leyendo sus correos. En circunstancias normales esto no es un
gran problema ya que puedo volver a cambiar los correos a no leídos una vez
que los haya mirado. Pero con papá en el barco no puedo hacerlo en caso de
que esté mirando sus mensajes en este preciso momento.
Así que espero treinta segundos para ver si papá abre el correo electrónico.
No pasa nada. Eso significa que, o bien está fuera de cobertura o no está
mirando su teléfono. Tal vez han tenido que recoger las redes o algo así. Así
que tomo una decisión y pincho en el mensaje. Lo leo tan rápido como puedo
y lo vuelvo a cambiar a «no leído». Con un poco de suerte, papá nunca lo
sabrá. Pero justo en ese momento, como sucede a veces, nuestro Internet se
cae. La pantalla se queda en blanco y luego se abre un cuadro en la pantalla,
pero sin ningún texto. Pasan casi treinta segundos antes de que la página se
cargue por fin, lo que me pone un poco nervioso. Cuando por fin se restablece
la conexión, esto es lo que dice el mensaje.
«De acuerdo. Vamos a por ello el día que vuelvas. A primera hora, antes de
que se llene. Será mucho más fácil que intentarlo en un banco y el efectivo es
mejor. No te preocupes. Va a salir genial».
Hay un enlace de la Joyería 18 Quilates en Newlea.
Lo leo dos veces para asegurarme de que lo he entendido bien. Y luego,
apresuradamente, cierro el mensaje y pincho en el botón derecho del ratón
para restablecerlo y que parezca que no está abierto. Me tiembla la mano de lo
nervioso que estoy y justo entonces se corta el Internet haciendo que la
pantalla se ponga en blanco otra vez. Aparece un mensaje en el medio que
dice:
«¡Oh no! No hemos podido cargar esta página».
Así que tengo que reiniciar el rúter, lo que me lleva unos cuatro minutos,
durante los cuales no dejo de pensar si he conseguido cambiar el mensaje a
«no leído» antes de que se cortara la conexión. Si no lo hice y papá vuelve a
conectarse verá que ya han leído el mensaje y descubrirá que le están
espiando.
Cuando por fin vuelve Internet vuelvo a entrar en el correo de papá. Y estoy
en lo cierto. El mensaje sigue ahí, marcado como «leído». Estoy a punto de
cambiar su estado cuando me doy cuenta de algo más. Hay un pequeño
símbolo de una flecha junto al correo electrónico lo que significa que algo
más ha cambiado. Alguien ha respondido al mensaje. Papá ha debido ver el
mensaje y ha respondido a Tucker. Puedo ver la respuesta si quiero, lo único
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que tengo que hacer es ir a la carpeta de enviados. Cuando lo hago, esto es lo
que pone:
«No puedo creer que esté diciendo esto. Pero adelante, hagámoslo».
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CAPÍTULO CUARENTA Y SIETE
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tenemos a medio pueblo que sospecha que papá es un criminal. Ay madre…
Pincho en el mensaje de Tucker de nuevo para releerlo. Esta vez me fijo en
cuándo lo van a hacer: pasado mañana, una vez que papá haya regresado.
Tengo dos días para decidir cómo detenerlo.
Supongo que podría ir a la policía. Considero esta opción durante un buen
rato pero me imagino lo que diría el inspector Langley si les dijera que creo
que papá está planeando un robo a mano armada. No creo que me hiciera caso
pero aunque lo hiciera lo único que conseguiría sería que arrestaran a papá. Y
¿qué ayuda va a ser esa?
Entonces se me ocurre que podría ir a la policía y contarles solo lo de Tucker.
Nadie vino a detenerlo cuando activé su tarjeta SIM. ¿Tal vez no tuve el
móvil encendido suficiente tiempo? Aun así, no quiero encenderlo de nuevo
por si el tal Vinny vuelve a llamar.
Al final decido llamar por teléfono a Ámbar. Contesta de inmediato y se lo
suelto todo; lo que he averiguado acerca del plan de Tucker y papá y todo lo
demás. Una vez que termino se queda callada durante mucho tiempo.
—Joder, Billy —dice por fin.
No continúa.
Parece que tampoco sabe qué hacer.
Página 191
CAPÍTULO CUARENTA Y OCHO
A veces me pregunto si debería ser abogado cuando sea mayor. Creo que se
me daría bien. O tal vez reportero de un periódico, eso si todavía hay
periódicos cuando sea mayor claro. Tal vez si nos inundamos por el cambio
climático no quedará un mundo en que ser algo. Tal vez eso sea lo mejor.
Ayer no fui a clase. Lo que estaba haciendo era mucho más importante. En un
momento dado oí sonar el teléfono en el piso de abajo, debió de ser la oficina
del instituto preguntándose dónde me había metido, pero no contesté. Tucker
no estaba, habría salido a investigar la joyería. Por mí puede investigar todo lo
que quiera porque su plan no va a salir adelante. No va a atracar ninguna
joyería y papá por supuesto tampoco.
Cuando terminé de trabajar lo imprimí todo y lo organicé en tres carpetas. O
tal vez dosieres sea la palabra correcta. No estoy muy seguro de lo que es un
dosier pero suena mejor. He decidido que así es como voy a llamarlos:
dosieres. En cada dosier me aseguré de que todo estuviera en orden, que las
imágenes estuvieran debidamente etiquetadas y todo lo demás. Me llevó un
buen rato y por eso no pude ir a clase. Tenía que estar terminado para esta
tarde.
A las siete Tucker grita por las escaleras para decirme que ha llamado papá y
que va a ir a recogerlo al muelle. Se tarda una media hora en ir y volver.
Aprovecho el tiempo para repasar mi plan pero antes de darme cuenta oigo el
rugido del motor de la camioneta en el camino. Me pongo nervioso. Podría
decir que estoy cansado o que tengo que hacer deberes y a papá no le
parecería raro. Incluso no le importaría, porque querrá repasar el plan con
Tucker. Pero no puedo hacer eso. Si finjo que esto no está pasando, papá va a
acabar atracando la joyería. Y todo lo que hemos construido aquí se arruinará.
Así que recojo los dosieres y bajo las escaleras.
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CAPÍTULO CUARENTA Y NUEVE
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Sigo quieto en la puerta, como si fuera a volver a subir a mi cuarto en
cualquier momento. Es tan tentador hacerlo. No quiero seguir con esto. Pero
si desisto ahora, papá va a atracar una joyería y una vez hecho ya no habrá
marcha atrás. A partir de ese momento será un verdadero criminal. Tengo que
detenerlo.
—Papá —empiezo.
—Dime.
Doy un paso adelante y dejo caer el dosier sobre la mesa.
—Papá, sé lo que estáis planeando para mañana y no voy a permitir que lo
hagáis.
El silencio retumba en la cocina, es como estar al lado de una catarata. Ambos
se han girado para observarme. Papá se ha quedado paralizado con el tenedor
cargado de comida a medio camino de la boca.
—¿Qué dices, Billy? —pregunta papá con voz tranquila excepto por un ligero
titubeo que no puede controlar.
—He dicho que sé lo que estás planeando hacer en la joyería.
Papá vuelve a bajar el tenedor al plato. Tiene el rostro preocupado y también
un poco confuso.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque te he estado espiando. Bueno, a los dos. Sé que Tucker es un
criminal. Sé que usa un nombre falso y que está huyendo de la policía. Sé que
asesinó a un guardia de seguridad en un sitio que se llama Playa de Los
Perros… —Cuando digo esto Tucker escupe la cerveza que estaba bebiendo,
se derrama por el suelo y parte de ella también cae sobre papá. Pero no me
detengo. Ahora que he empezado no puedo parar—. Y sé que estáis
planeando atracar la joyería 18 Quilates en Newlea mañana. Iba a llamar a la
policía pero no creo que me hagan caso así que he pensado que lo mejor es
contarte que lo sé todo y rogarte que no lo hagas…
Otra vez retumba el silencio. Pero esta vez es más ensordecedor. Papá se gira
para mirar a Tucker, como si no se pudiera creer todo lo que he soltado.
Luego se vuelve hacia mí.
—¿De qué coño estás hablando, Billy?
Me fulmina con la mirada y luego lanza una mirada desesperada a Tucker. No
me lo quiero creer pero veo que va a negarlo. Solo yo sé la verdad y sabía que
lo intentaría negar. Por eso preparé los dosieres. Le entrego uno a Tucker, le
doy otro a papá y luego abro mi copia.
—Vale. Primera página: cuando Tucker llegó por primera vez mintió al decir
que no tenía teléfono móvil. Cuando investigué, descubrí que tenía
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documentos de identidad a nombre de Peter Smith. Ese es el nombre con el
que se presenta ahora, pero no puede usarlo contigo, porque tú sabes cuál es
su verdadero nombre de cuando erais pequeños. Por eso no lo usa aquí.
Segunda página: Tucker debía mantener el teléfono apagado porque la policía
lo estaría rastreando, por eso ha estado entrando en mi habitación para usar
Internet en mi ordenador. Instalé un programa que hacía que grabara en vídeo
a quien lo usara.
Expongo una imagen a toda página de Tucker sentado ante mi portátil.
Deliberadamente elegí una no muy halagadora, se estaba hurgando la nariz en
ese momento.
—Tercera página: estas son las páginas web que Tucker ha estado mirando.
Son noticias de un atraco a una joyería en Playa de Los Perros. ¿Por qué está
tan interesado en este atraco, si no es porque estuviera involucrado?
Lo que he puesto en esta página son todos los artículos de periódicos que
cuentan lo que le pasó al guardia de seguridad. Los primeros son de cómo le
dispararon y después de cómo murió en el hospital.
—La cuarta página muestra…
—Ey, ey, ey, ¡Billy! ¿Qué leches es esto? ¿Pero qué narices has estado
haciendo? —Papá me interrumpe y tiene que hacerlo en voz muy alta porque
no le oigo muy bien. Parece que me he emocionado un poco.
—La cuarta página muestra… —Intento continuar pero me resulta difícil ver
con tanta lágrima.
—¡Billy, para!
—… es otra foto de la cámara de mi ordenador. Muestra a Tucker con el viejo
teléfono que pretendía no tener. Y luego, en la siguiente página, se ve cómo lo
destroza. También están los mensajes que tiene en el teléfono que encontré
cuando recuperé la tarjeta SIM…
—Billy, ya está bien.
—… Son… Son de un tal Vinny que está desesperado por saber dónde está
Tucker. Y me pregunté si igual era el oficial de libertad condicional de
Tucker o algo así. Aunque dijo que no era un oficial de libertad condicional
cuando hablé con él, sonaba más como un matón o algo así…
—¡Billy!
—Y la última página tiene todos los mensajes que Tucker te ha estado
enviando. Sobre la joyería en Newlea y vuestro plan de atracarla…
Siento que me arrancan el dosier de las manos y el impacto me hace
retroceder contra la pared.
Página 195
—Papá, no lo hagas. Por favor, no lo hagas. Si lo haces te van a pillar y esta
vez van a tener razón. Piensa en la gente que se cree que eres un asesino y un
criminal. Acabarás en la cárcel. Y no quiero que te manden a la cárcel.
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CAPÍTULO CINCUENTA
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—¿Por qué necesitas un préstamo?
Papá vacila y luego da un profundo suspiro.
—Para un barco, Billy. Vamos a ir a medias y comprar el Alba.
La cabeza me da vueltas. ¿Se lo estará inventando en el momento, para
ocultar lo que de verdad están planeando? Si es así, ¿cómo es que se le ha
ocurrido tan rápido? No es que papá sea el tío con más imaginación del
mundo.
—¿Quieres comprar el Alba?
—Sí. No quería decírtelo hasta estar seguro de que podríamos conseguir el
dinero. Desde que somos pequeños Tucker y yo hemos soñado con que un día
tendríamos un barco juntos. Con dos patrones para hacer turnos te aseguras de
que el barco esté siempre en funcionamiento. Es un buen negocio.
Miro a papá a los ojos, aún no sé si creerle.
—Billy, sé que no te gusta cuando me voy, así que pensé que ayudaría si
Tucker pudiera vigilarte, cuando yo esté en altamar. No va a vivir siempre
aquí. Se alquilará algún sitio tan pronto como tengamos el barco funcionando
y consigamos algo de dinero. Pero podrá venir de vez en cuando para
asegurarse de que estás bien.
Sigo mirándole. Me doy cuenta de que tengo la boca abierta, pero no me
siento capaz de cerrarla.
—Vamos, Billy… No te lo vas a creer pero fuiste tú quien me dio la idea. ¿Te
acuerdas de lo que me contaste de «La Dama Azul»? Bueno, eso nunca iba a
salir adelante. No tengo cuentas que un banco pueda analizar para decidir si
soy una buena inversión. Pero esta joyería, a ellos no les preocupa tanto eso.
Si puedes dar algo de depósito, unos ahorros o lo que sea. Yo tengo algún
dinerillo y Tucker tiene unas joyas, por eso creemos que igual hacen una
excepción. La joyería cobra más intereses pero pensamos que podremos ganar
suficiente si tenemos una buena racha en el mar. —Se pasa la mano por el
pelo de nuevo—. No me puedo creer que pensaras que yo… que iba a intentar
atracar una joyería.
Me quedo en silencio durante unos instantes, y papá también. De hecho, tan
solo se oye el tictac del reloj en la pared.
—¿Y qué hay de Tucker? —protesto de repente—. ¿Qué pasa con todo lo he
descubierto sobre él? ¿El nombre falso? ¿El atraco en la Playa de Los Perros?
Eso pasó de verdad. El guardia de seguridad acabó muerto.
—Eso es… —comienza papá, pero enseguida se detiene. Se vuelve hacia
Tucker, que no ha dicho ni pío desde que escupió la cerveza—… ¿Tucker?
¿De qué se trata eso?
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Tucker no responde, pero sus ojos van de un lado a otro. Como si tratara de
ver una forma de salir de aquí.
—Tucker, dile a Billy de qué se trata. Dile que no has tenido nada que ver
con… con lo que sea eso.
Sigue sin responder y tras unos momentos papá se da la vuelta para mirarle a
los ojos.
Tucker sigue sin responder. Y entonces papá sacude la cabeza.
—Ay joder —dice papá—. Ay Tucker, ¿qué coño has hecho?
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CAPÍTULO CINCUENTA Y UNO
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Entonces, de repente, Tucker suena muy enfadado.
—¿Contártelo? Venga no me jodas. ¿Cómo coño te lo iba a contar cuando te
desvaneciste como un puto fantasma?
Papá abre la boca. La cierra de nuevo.
—Sabes que tenía que hacerlo. Tenía que proteger a mi familia… Lo que
quedaba de mi familia.
—¿Y yo no soy tu familia? Venga hombre, que te jodan.
Durante un largo rato se miran, ambos respirando con dificultad.
—Me abandonaste, colega. Atravesé el país contigo y me dejaste en la acera
como a un puto perro abandonado. ¿Y sabes lo que es peor? Lo hiciste porque
no confiabas en mí, joder.
Tucker respira como si acabara de terminar una carrera de atletismo.
—Así que tal vez por todo eso no te he mantenido al tanto de lo bien que me
va en mi jodida vida.
Se da la vuelta. Papá le mira la nuca y, al cabo de un rato, habla. Se ha
calmado. Suena derrotado.
—¿De qué se trata? El asunto este de la Playa de Los Perros, ¿qué pasó?
Tucker se da la vuelta. Se frota una mano en la cara.
—Ya te lo he dicho. Tenía facturas que pagar. Vinny me contó que había
encontrado a este guardia de seguridad en una pequeña joyería familiar, que
se había topado con él de pura casualidad y que comenzó a observarlo. Se
supone que los guardias de seguridad tienen que tomar descansos, tomarse el
bocata, ir al baño, todo eso. Pero deben variar la rutina. Ya sabes, un día van a
las diez, al día siguiente a las doce, al día siguiente no se mueven del puesto.
Lo importante es que no mantengan el mismo patrón. Pero este guardia era un
pelín vago y le encantaba su rutina. Siempre se tomaba un descanso de quince
minutos a las diez y media de la mañana, sin falta. Fui y lo observé para
comprobarlo por mí mismo. Y Vinny tenía razón. A las diez y media salió a la
calle y dejó a una dependienta sola detrás del mostrador.
La cara de papá no revela nada.
—Lo único que teníamos que hacer era entrar, enseñar la pistola y salir con
suficiente oro como para no tener que preocuparnos por encontrar trabajo
durante una buena temporada.
Tucker se calla y papá se levanta. Camina hacia el fregadero y se sirve un
vaso de agua. Lo sostiene en el aire pero no bebe.
—¿Oro? ¿Estoy en lo cierto al pensar que ese oro es el que vamos a poner
mañana como garantía para nuestro préstamo?
Tucker no responde al principio. Luego asiente con la cabeza.
Página 201
Papá toma un sorbo de agua.
—Así que cuando me dijiste que te lo había dejado tu tía en herencia, ¿era
una puta mentira?
El movimiento es leve pero Tucker asiente de nuevo. Papá hace girar su
mandíbula, como si le hubieran dado un puñetazo. Luego continúa.
—Bueno, ¿qué salió mal entonces? ¿En la joyería?
Tucker se frota la cara con su mano tatuada.
—Este tío, Vinny. Es… bueno, ya sabes cómo es. Pensé que igual había
cambiado. Pensé que se había reformado. Pero resulta que no ha cambiado en
absoluto.
Se detiene. Ahora ni siquiera puede mirar a papá.
—Mira, lo hablamos de antemano. Le dije que no estaba interesado a menos
que me jurara que no habría violencia. Ni siquiera quería llevar armas, pero él
insistió en que las necesitábamos aunque solo fuera para aparentar. —Le
cambia el tono de voz—. Pero una vez que entramos allí…
—¿Qué pasó, Tucker? ¿Qué es lo que hizo Vinny?
Tucker sacude la cabeza con lentitud.
—Todo iba bien. Llegamos a la tienda y tal como lo habíamos planeado
estaba la dependienta sola. El guardia de seguridad ya estaba fuera en el
descanso. Así que teníamos quince minutos, tiempo de sobra. Entramos. Le
decimos a la dependienta que se aparte del mostrador no vaya a ser que
intente apretar el botón de alarma. Vinny la apunta con la pistola. Lleno las
bolsas. Es un buen alijo: cadenas de oro, anillos y relojes. Bueno tú ya lo has
visto. Nos damos prisa y va todo bien. En total no vamos a tardar ni cinco
minutos. De repente el guardia regresa diez minutos antes de lo que se supone
que debería volver. No sé si estará miope o qué porque entra y casi se choca
con nosotros. Va silbando, como si fuera el día más feliz de su vida… No sé.
Tal vez le atendieron en el bar antes de lo normal. No sé qué coño pasaría.
—¿Y luego qué pasó? —pregunta papá.
Tucker suelta una carcajada atormentada.
—Es una puta pena, ¿sabes? Cuando apareció el guardia se le notaba que no
quería problemas. No era el típico héroe. Levantó las manos en cuanto vio lo
que estaba pasando. Pero Vinny se asustó igual. Empezó a amenazarle con
ejecutarlo. Pensé que se estaba tirando un farol, le dije varias veces que nos
teníamos que largar de allí. Pero entonces Vinny le disparó. Como si fuera un
juego. Como si no fuera nada.
Se hace un silencio durante unos instantes y me pregunto quién va a hablar a
continuación. Al final es papá quien lo hace.
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—¿Y después qué hicisteis?
—Me entró el pánico. Me puse a correr, salí pitando y me metí en el coche.
Juro por Dios que pensé que Vinny estaba conmigo. Al rato me di cuenta de
que todavía estaba dentro de la maldita tienda. Seguía agitando su puta pistola
como si estuviera en una película. Así que me puse a conducir. Me largué de
allí. Fue más tarde cuando me di cuenta de que seguía sosteniendo la puta
bolsa llena de joyas en la mano.
Por primera vez soy capaz de anticipar lo que va a decir.
—Y por eso vine aquí.
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CAPÍTULO CINCUENTA Y DOS
—Vaya lío —dice papá tras un buen rato—. Vaya puto desastre.
Ojea el dosier que estaba en la mesa de la cocina. Llega a la parte del nombre
falso de Tucker y donde aparecen mis resultados de la búsqueda de todos los
posibles «Peter Smith».
—¿Qué hay de esto? ¿Cómo es que tienes una identificación falsa?
Tucker suspira antes de responder.
—No es falsa.
Papá comienza a sostener el dosier pero Tucker continúa.
—De verdad que no tengo una identificación falsa, lo juro.
—Entonces, ¿quieres explicar por qué Billy piensa lo contrario?
Tucker tarda un siglo en contestar.
—Ya no la tengo. La tiré a la basura, la eché a un cubo de basura en Newlea.
—Vale. La has tirado, pero ¿cómo es que la tuviste en primer lugar?
Tucker vuelve a suspirar y se mira los pies. Luego levanta la cabeza y mira a
papá.
—La robé. Tras el atraco no tenía nada encima; ni identificación, ni dinero en
efectivo ni nada. Solo una bolsa llena de putas cadenas de oro con las que no
sabía qué hacer. No podía ir a casa. No sabía quién podía estar esperándome
allí, Vinny o la policía. Así que me dediqué a conducir sin destino fijo. Traté
de entenderlo todo. Fue entonces cuando decidí venir aquí. Para buscarte.
Pero no podía llegar aquí sin dinero. Entonces me topé con una cafetería, una
de esas pequeñas que tienen mesas afuera. Había un pringado sentado allí.
Estaba hablando muy alto por el móvil, presumiendo de un negocio que
acababa de adquirir. Pensé que igual se parecía un poco a mí, incluso mientras
se comportaba como un capullo. —Tucker esboza una triste sonrisa—. Total,
que ahí estaba el tío tomándose un frapuccino de mierda, tan jodidamente
concentrado en su conversación que no se dio ni cuenta de que tenía la cartera
en la mesa, a plena vista. La cogí y seguí caminando como si nada.
Tucker se detiene un momento antes de continuar.
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—Mira, no estoy orgulloso ¿vale? No estoy orgulloso de nada. Pero no me
quedaba otra opción. Lo entiendes, ¿verdad?
Papá no responde, así que Tucker continúa.
—El pringado tenía unos doscientos dólares en la cartera, lo suficiente para
llegar hasta aquí. Y también tenía el permiso de conducir. Mira, no te voy a
decir que pareciésemos gemelos ni nada de eso. Pero nos parecíamos lo
suficiente para que pudiera pasarme por él si se diera el caso. Así que me lo
guardé. Pensé que me podría ser útil. Cuando dejaste que me instalara aquí
cambié de opinión. Por eso lo tiré a la basura.
Papá sigue sin decir nada, pero me mira a mí y a los dosieres que están
esparcidos por la mesa de la cocina. No sé lo que está pensando, pero no
puedo entender cómo he podido equivocarme de esta manera. Todo lo que
contienen está mal, otra vez. Entonces Tucker continúa.
—Sabes que aún podemos hacerlo —dice en voz baja.
—¿Hacer el qué?
—Podemos seguir adelante con nuestro plan. Comprar el barco. Empezar de
nuevo. No van a venir a buscarnos hasta aquí.
—Eso es lo que pensaba yo —responde papá, sin mirarlo—, cuando llegué a
Lornea por primera vez.
Se hace el silencio durante un rato.
—Y funcionó, ¿no? —dice Tucker—. Nadie te encontró. Funcionó hasta que
pasó toda la mierda esa de la chica desaparecida. Y eso fue… —se encoge de
hombros—, ¿mala suerte?
Papá no responde. No sé lo que está pensando.
—¿Quién no va a venir? —dice al final. Veo el parpadeo de confusión en los
ojos de Tucker.
—¿Cómo?
—¿Quién no va a venir a buscarnos aquí?
Tucker no parece querer responder pero papá le mira con dureza así que no
tiene elección.
—La policía. No me buscan a mí. Será Vinny el que les interese.
Recuerdo el momento en el que puse la tarjeta SIM de Tucker en mi teléfono.
Para alertar a la policía de dónde se escondía. Entonces Tucker continúa.
—Nadie sabe que estoy aquí. Y las joyas están limpias. He estado
investigando, no las pueden rastrear. No veo por qué no podemos seguir con
el plan. Las entregamos a cambio de efectivo, ponemos el efectivo como
depósito y compramos el barco. Como siempre habíamos planeado cuando
éramos chavales. Como si nada de esto hubiera ocurrido.
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Papá se queda en silencio un rato, pero al final se vuelve hacia mí.
—Teníamos este sueño —me dice—. Cuando éramos niños, Tucker y yo nos
sentábamos durante horas a hablar de él. No teníamos dinero. Así que
solíamos poner los cebos en las cajas de cangrejo y los pescadores nos
pagaban. Nos sentábamos allí, cortando cabezas de peces o rompiendo
mejillones hablando de que cuando fuéramos mayores haríamos esto mismo
pero en nuestro barco. Iríamos a pescar y a hacer surf y no tendríamos que
preocuparnos de nada.
Una sonrisa se dibuja en su rostro.
—Supongo que me he dejado llevar por ese sueño estas últimas semanas.
Pensé que esta era nuestra oportunidad. Mi amigo de la infancia aparece de
repente y como si fuera un milagro viene cargado de joyas. Una herencia dice.
No me molesté en preguntar detalles de este milagro. Quiere comprar el barco
con las joyas, ir a medias conmigo. Pensé que así es como siempre tuvo que
ser. Una segunda oportunidad. —Papá sacude la cabeza lentamente—. Pero
no existen las segundas oportunidades.
Mira a Tucker.
—¿A qué no, Tucker?
Tucker parece ansioso cuando responde.
—Ya te lo dije. No tenemos que cambiar nada. Podemos seguir adelante…
—No podemos. En realidad nunca fue posible.
—¿A qué te refieres?
—A las joyas. Cuando me dijiste que las habías heredado de una tía de la que
nunca había oído hablar en realidad no te creí. Pero no me importó. Pensé que
si no sabía la verdad entonces no importaba de dónde las habías sacado Pero
no es cierto. Sí que importa.
—¿Por qué? La tienda estará asegurada. Nadie pierde. Y vamos a construir
algo con lo que he robado. Vamos a hacer una inversión…
—Porque va en contra de la ley. Y porque un pobre hombre murió en el
atraco.
Hay otro largo silencio, luego Tucker lo intenta de nuevo.
—No va a venir nadie, la policía no va a venir hasta aquí. Están buscando a
Vinny. Y él no sabe dónde estoy, gracias a Dios…
De repente, papá coge uno de los dosieres de la mesa. Lo hojea un momento y
se vuelve hacia mí.
—Billy, ¿no dijiste que habías hablado con el tal Vinny?
Siento que ambos me miran.
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—Lo dijiste hace un momento. Que en su momento te preguntaste si sería el
oficial de libertad condicional de Tucker, pero que te sonaba más como un
matón. ¿Qué quisiste decir con eso?
Tengo que decírselo.
—Cuando Tucker tiró su teléfono por el acantilado, bajé y lo rescaté. Quería
saber qué es lo que escondía. Saqué la tarjeta SIM y la puse en mi teléfono.
Levanto la vista, preguntándome si tengo que explicarle cómo funcionan los
teléfonos, pero no parece que tenga que hacerlo.
—Cuando llegaron todos estos mensajes de texto de Vinny, los contestamos.
—Me detengo. No quería haber dicho «nosotros».
Pero papá no parece darse cuenta.
—Continúa —dice.
—Pensé que tal vez me devolvería el mensaje, me explicaría quién era y por
qué Tucker estaba huyendo de él. Pero en lugar de eso, llamó por teléfono.
—¿Y respondiste a la llamada? —pregunta papá.
Dudo. No quiero explicarle que pensaba que era él quien llamaba y que me
hacía ilusión porque no me había llamado en todo el tiempo que había estado
en el barco. Al final asiento con la cabeza.
—¿Qué te dijo?
Respiro con profundidad antes de responder.
—Parecía… Parecía estar tratando de averiguar dónde estaba Tucker.
Hay un momento de silencio. Tucker se levanta. Se acerca a la ventana y mira
hacia afuera. Está oscuro, no sé qué estará buscando.
—No se lo dije —continúo con rapidez, pero no puedo dejar de pensar en lo
que pasó con la radio—. Pero hubo… —Me detengo, trago saliva.
—¿Qué? —dice papá de inmediato—. ¿Qué pasó?
Tengo que seguir. Tengo que contárselo, así que les explico cómo no estaba
seguro de haber llegado a la radio a tiempo, antes de que el presentador dijera
«Buenos días, isla de Lornea» de esa forma tan divertida.
—Ay madre de Dios —dice Tucker, mirando de nuevo hacia afuera.
—¿Cuándo fue esto? —pregunta papá.
—Hace una semana más o menos. Antes del asunto del gimnasio.
Papá mira a Tucker. Se pasa las manos por el pelo una y otra vez.
—¿Quién es este Vinny? —pregunto, ya que ninguno de los dos dice nada.
Se miran el uno al otro. Al final papá se dirige a mí.
—Es un viejo conocido del instituto. Nunca tuve mucho que ver con él,
incluso entonces era obvio que era un maldito psicópata.
Mira a Tucker, que no le mira a los ojos.
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—¿De quién estabas huyendo? Has venido hasta aquí. ¿Estabas huyendo de la
policía o de Vinny?
—No sé, no estaba necesariamente huyendo…
—Mentira. Vienes hasta aquí para empezar una nueva vida. Tiras tu teléfono
por el acantilado. ¿A quién le tenías más miedo? ¿A la policía o a Vinny?
—No veo que importe. Vinny no va a venir hasta aquí a buscarme, al igual
que la poli.
—Entonces, ¿por qué estaba presionando a Billy para sacarle información
sobre tu paradero?
Tucker no tiene respuesta.
—Joder, te fuiste de un robo sin él. Le dejaste allí, abandonado. ¿No crees
que eso te convierte en alguien de quien querrá vengarse?
Tucker se encoge de hombros y sacude la cabeza.
—Pero no hay manera de que lo sepa. Es decir, aunque haya oído el nombre
de la isla, es imposible que me encuentre aquí. Nadie en el continente ha oído
hablar de la Isla de Lornea, al menos no hasta que pasó lo de la chica…
—Ya. Y cuando la chica desapareció todo el puto país se enteró de que me
culpaban a mí. Piénsalo. Él sabe que tú y yo éramos amigos. Sabe que
desaparecí para esconderme en la Isla de Lornea. ¿Cuánto tiempo pasará hasta
que lo relacione? ¿Eh? Incluso el mismo Vincent McDonald es capaz de
deducirlo.
Hay un largo silencio.
—Ay, mierda —dice por fin Tucker.
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CAPÍTULO CINCUENTA Y TRES
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—Voy a echar un vistazo para asegurarme de que está todo bien. Luego
decidiremos qué diablos vamos a hacer a continuación. —Esta vez Tucker no
lo detiene—. Quédate aquí con Billy.
No me muevo, sino que observo la luz de la linterna que parpadea en el
exterior. Tucker y yo permanecemos callados. No sé él, pero yo estoy
bastante nervioso, casi espero oír el disparo de una pistola. Unos minutos
después, papá vuelve a entrar.
—¿Y bien? —pregunta Tucker, mientras papá cierra la puerta.
—Nada —responde papá—. No hay nadie. Pero tenemos que hacer un plan.
Tenemos que decidir qué hacer.
La ventana de la cocina no tiene persianas y creo que nos sentimos un poco
nerviosos con la luz encendida y expuestos a la negra noche, así que nos
vamos al salón. Ahora que se ha convertido en la habitación de Tucker
llevaba mucho tiempo sin entrar aquí.
—¿Qué hay de la policía? ¿Hay alguna forma de decirles dónde está Vinny?
—pregunta papá.
Tucker tarda en responder, pero por fin se decide a hablar.
—No sé dónde está.
Ante eso, papá tampoco dice nada durante un buen rato.
—¿Y qué hay de ti? Crees que tal vez deberías…
—¿Qué insinúas? —dice Tucker, cuando papá no termina su frase.
Papá suspira.
—No lo sé. ¿Tal vez deberías ir a hablar con ellos? Para contar tu versión de
las cosas. Si no estuviste involucrado en el asesinato de este tipo… tal vez sea
mejor que te entregues.
Se hace una pausa muy larga mientras Tucker mira alrededor de la habitación.
Tamborilea con los dedos sobre la mesa de centro y se rasca la barba
incipiente de la barbilla.
—No estoy seguro. Creo que tal vez sea demasiado tarde para eso. Tengo
antecedentes. ¿Y qué va a pasar contigo? Van a querer saber dónde he estado
este último mes. ¿De verdad crees que no te van a detener por albergar a un
fugitivo?
—¿Entonces qué sugieres?
Tucker vuelve a hacer una pausa.
—No es que haya muchas opciones, ¿a qué no? —dice al final—. Tendré que
irme. Escaparme de aquí. —Casi se le quiebra la voz al decirlo lo cual me
sorprende porque parecía un tipo tan duro, y ahora, de repente, está casi
sollozando.
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Aprieta la palma de la mano contra los ojos, como si tratara de forzarlos para
que detengan las lágrimas, y cuando baja las manos me pregunto si me he
equivocado porque allí no hay lágrimas ni nada.
—No era solo tu sueño, ¿sabes? —mira a papá—. Lo del barco, yo también
soñaba con eso. Cuando huiste, ese sueño me ayudó a seguir adelante. —Su
cara está tensa porque está tratando de evitar llorar—. Pero supongo que
tienes razón. La idea de que a tipos como nosotros se les dé una segunda
oportunidad, está claro que es imposible.
Papá parece incómodo pero cuando habla está tranquilo.
—Mañana te llevo a Goldhaven. Desde ahí puedes tomar el ferry que sale de
la isla. Busca un lugar alejado y establécete… No es fácil, pero —mira
alrededor del salón—, joder, yo lo logré. Debe de ser posible.
Papá se vuelve hacia mí.
—Será mejor que te acuestes un rato.
—¿Qué va a pasar con Vinny? —le pregunto asustado.
—Tucker y yo vamos a hacer turnos para vigilar. Lo más probable es que esté
a miles de kilómetros de aquí.
No estoy tan seguro, pero estoy agotado. Me siento bastante mal. Me vuelvo
hacia Tucker.
—Lo siento mucho —le digo—. Lo he estropeado todo.
El rostro de Tucker se pone rígido por un momento, pero luego se suaviza en
una sonrisa triste y amarga.
—No has hecho nada malo, chaval. Me lo he buscado yo solito.
—Pero he sido yo quien le ha dicho a Vinny dónde estabas.
—Lo habría averiguado tarde o temprano —dice Tucker sacudiendo la cabeza
—. En el pueblo se sabía que tu padre y yo éramos inseparables. Cuando
desaparecí, al final habría caído. No es tu culpa.
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CAPÍTULO CINCUENTA Y CUATRO
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—Eres un buen detective, Billy. Estoy seguro de que me encontrarás.
Después tengo que ir al instituto.
Se me hace muy raro estar en clase hoy. Quiero decir, ya era raro estar en el
instituto con todo lo que había pasado con la señora Jacobs, la directora
Sharpe y el gimnasio, sin tener que añadir la preocupación de qué estarán
haciendo papá y Tucker. Pero a la vez es un alivio saber que no tengo que
preocuparme de si papá va a intentar atracar la joyería o no. Tengo que
mentirle a mi tutor acerca de dónde he estado los dos últimos días pero papá
ya había pensado en eso y me escribió una nota diciendo que estaba enfermo.
Por suerte, solo necesitas una nota del médico si faltas más de tres días
seguidos.
—Oye, te necesito.
Ámbar me agarra de los brazos mientras habla y me arrastra detrás del banco
de taquillas del pasillo principal.
—¿Qué haces?
—¿Dónde has estado? Te he estado buscando, llevas sin venir a clase mil
años.
Ah, ¿será eso lo que le preocupa?
—Y tampoco contestas al teléfono.
—Lo siento. He estado un poco liado.
—¿Haciendo qué?
Es la hora de comer, así que la llevo a la biblioteca y cuando encontramos un
rincón tranquilo le explico todo lo que ha pasado.
—¡Joder! —dice varias veces mientras se lo voy contando. Se le abren los
ojos de par en par y le brillan como siempre lo hacen cuando se emociona.
—¿Así que se marcha en el ferry de esta noche?
—Así es.
—Eso significa que no podré volver a verlo —dice Ámbar y la chispa se
apaga un poco—. Y no iban a robar la joyería, ¿solo querían un préstamo?
No contesto.
—Nunca creí que lo fueran a hacer —dice—. Tucker es un buen tipo.
En cierto modo, creo que comparto su opinión. Quiero decir, tiene una pinta
malísima, ha participado en un atraco a mano armada y es casi un asesino,
pero al mismo tiempo, una vez que lo conoces no está tan mal. Y creo que, en
cierto modo, era bastante bueno para papá. Quiero decir, está claro que papá
debería haberse dado cuenta de que las joyas eran robadas, pero al menos
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formuló un plan para darles buen uso. Al menos tuvo algo de ambición.
¿Ahora qué va a pasar con papá? Va a volver a fregar suelos en el almacén de
pescado, eso es lo que va a pasar.
Estoy tan absorto pensando en todo esto que tardo un buen rato en darme
cuenta de que hay algo más que preocupa a Ámbar.
—¿Quieres hacer el favor de prestarme atención?
—¿Qué pasa?
—Tenemos que hablar del caso de la señora Jacobs.
Escucho a medias lo que dice, pero me cuesta seguirle el hilo. En parte,
porque todo eso parece haber pasado hace mucho tiempo, y no es muy
importante de todos modos, no comparado con papá. Pero además, no
podemos hacer nada al respecto o sino nos expulsarán. Se lo recuerdo a
Ámbar pero lo ignora como si no tuviera importancia. Así que se lo vuelvo a
decir.
—¡Billy! —Ámbar me interrumpe, se está enfadando conmigo—. La Sharpe
solo lo dice porque está asustada. Porque estamos demasiado cerca de
descubrir la verdad.
La miro con detenimiento, creo que se ha vuelto loca. Pero entonces me doy
cuenta de que tiene razón. Tenemos que terminar este asunto.
—¿Entonces qué pasa? —pregunto.
Los ojos de Ámbar vuelven a brillar con intensidad.
—He recordado algo: cometimos un error.
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CAPÍTULO CINCUENTA Y CINCO
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—¿Qué más dijo la señora Jacobs?
Me esfuerzo por recordar, pero no sirve de nada.
—No lo sé. Hace demasiado tiempo.
Entonces Ámbar saca su cuaderno.
—Permíteme que te lo recuerde —dice, abriendo el libro y hojeando las
páginas—. Aquí está.
Me tiende el cuaderno para que lo vea. No soy capaz de leer la mitad porque
su letra es muy mala, pero puedo distinguir estas palabras:
«Antes de Navidad, los niños entusiasmados, desapareció»
—¿Y? —pregunto.
—Mira de nuevo. ¿No lo ves?
Sé lo mucho que está disfrutando Ámbar con esto, pero no sé lo que me está
mostrando. Me encojo de hombros.
—Niños —dice emocionada—, en plural. La directora Sharpe tiene un
hermano o hermana.
Lo pienso por un momento. Creo que ya lo sabía.
—¿Y? —vuelvo a preguntar.
—¿Cómo qué «y»? Hay otro testigo con el que podemos hablar. Alguien que
no esté loco como la señora Jacobs o mintiendo como la Sharpe.
Espero a que Ámbar continúe, pero no parece haber nada más. No puedo
evitar sentirme decepcionado.
—¿Eso es todo? —pregunto al final.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Quiero decir que no tienes más… Como por ejemplo, ¿dónde estará ahora,
este hermano o hermana que tiene la directora? —No me molesto en
preguntar si es probable que quiera hablar con nosotros. Aunque la respuesta
me parece bastante obvia. Para mi sorpresa, Ámbar no suena molesta, sino
esperanzada.
—He estado investigando —dice Ámbar señalando el ordenador, pero no he
podido encontrar nada.
Me inclino para ver la pantalla con más claridad. Tiene abiertas varias páginas
con términos de búsqueda como «hermana de Wendy Sharpe Lornea Island»,
pero ninguno de los resultados parece ayudar.
—El problema es, creo, el no saber qué nombre hay que buscar…
Ámbar continúa hablando pero no le hago caso y leo los resultados de la
búsqueda. Uno de ellos, más o menos a la mitad de la lista, es de una página
web de genealogía. Eso me da una idea.
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—Estaba pensando que tal vez podríamos preguntarle a la Sharpe —está
diciendo Ámbar cuando vuelvo a sintonizar con ella—. Pero supongo que no
nos lo dirá. No si ha estado mintiendo sobre todo hasta ahora.
Me incorporo de nuevo. Tratando de captar la idea que se está formando en
mi cabeza. O quizás la idea a medias.
—Sé que eres bastante bueno con este tipo de cosas y me preguntaba si tenías
alguna idea de cómo encontrar al hermano.
Tiro del teclado hacia mí y empiezo a escribir.
—¿Qué estás haciendo? —pregunta Ámbar, pero estoy demasiado ocupado
para responder.
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—Para algunas cosas… Ahora lo estoy comprobando. —Me reclino de nuevo
en la silla—. No. Tienes que ir allí en persona.
—Ay, mierda. Bueno, ¿podemos ir? ¿Nos dejarán entrar?
Me acuerdo de cómo la señora Richards traía bandejas de brownies
especialmente para cuando teníamos citas. Me ponía uno en un plato y luego
insistía en que me llevara el resto a casa en una sandwichera. Estaban muy
ricos.
—Creo que sí.
Empiezo a meter mis cosas en la mochila, pensando que vamos a salir
enseguida, pero entonces hay un problema. Nada importante, solo un
contratiempo.
—Tendremos que ir después de clase —dice Ámbar.
—¿Por qué no ahora?
—No puedo. La Sharpe tiene todas mis clases vigiladas para ver si me
presento o no. Cualquier excusa le valdrá para echarme del instituto.
—Pero la oficina de registros cierra a las cuatro.
Guardamos silencio por un momento.
Ámbar se vuelve hacia el ordenador, frustrada.
—Bueno, ¿qué tal mañana?
—Siempre cierra a las cuatro. Abre de diez a cuatro, de lunes a viernes.
Ámbar parece irritada. Chasquea la mandíbula.
—Entonces tendrás que ir tú solo. Puedes escabullirte ahora antes de que
empiecen las clases de por la tarde.
No sé por qué pero no me gusta la idea, no me gusta nada en absoluto.
—Yo tampoco puedo faltar a clase —le recuerdo.
—Ya, pero no están controlando tu asistencia —dice Ámbar—. Así que no te
van a pillar.
Dudo. Si me pillan, es muy probable que la directora Sharpe me expulse. Pero
más que eso, papá me dijo que tenía que quedarme en clase. No le he contado
a Ámbar lo de Vinny. No quería admitir la parte en la que respondí a su
llamada telefónica. Y ahora ya es demasiado tarde para decírselo.
Ámbar se vuelve hacia mí y me suplica.
—Vamos, Billy. Solo ve y averigua. Tenemos que saberlo. Esta podría ser la
clave que lo explique todo.
Me recuerdo que no me debo preocupar por cosas que no van a suceder y
asiento con la cabeza.
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CAPÍTULO CINCUENTA Y SEIS
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—Está estupendo —sonríe al pensarlo—. Travieso como siempre. Como otro
que yo me conozco… —Me mira expectante—. ¿Qué te trae por aquí? Creía
que lo habíamos arreglado todo.
Entonces, de repente, no sé qué decir. Cuando vine antes era siempre para
revisar mis registros. No estoy seguro al cien por cien de poder pedir los de
otras personas de la misma manera.
—Pues, estoy metido en otro proyecto —empiezo.
—¿Ah sí? —me sonríe y pienso con rapidez.
—Es un proyecto de genealogía… Para el instituto. Tenemos que hacer un
árbol genealógico de alguien importante y… —dudo un instante—, he
decidido hacerlo sobre la directora del instituto.
—Ya veo. —Noto la duda en su voz, como si nadie le hubiera preguntado
esto antes, pero no le dura mucho. Supongo que, para ser honestos, he hecho
cosas más raras—. Así que se me ocurrió que quizá me podría ayudar.
—Bueno… —se reclina en su asiento—, puedo mostrarte cualquier cosa que
forme parte del registro público, para eso está —dice la señora Richards de
manera animada—. ¿Qué te gustaría averiguar?
Le pregunto si puede buscar los registros del señor y la señora Jacobs y los de
los hijos que tuvieron. Al poco tiempo estamos los dos detrás de su escritorio
revisando documento tras documento, todo sobre la familia.
—Pues bien, Henry Arthur Jacobs y Barbara June Bennett se casaron en
1970, aquí mismo en Newlea, en la iglesia de San Ricardo. Luego, cuatro
años más tarde, en 1974, hay un nacimiento. Una niña llamada Wendy
Amanda Jacobs…
—Esa es la directora Sharpe —digo en voz alta. La señora Richards asiente,
parece que está disfrutando con esto.
—Así es. Se cambia el apellido a Wendy Sharpe cuando se casa. —Vuelve a
los registros anteriores—. Pero esto es lo que querías saber: dos años después
del nacimiento de Wendy, el 12 de marzo de 1976, hay otro nacimiento, un
niño esta vez, un tal Eric Henry Jacobs.
Siento una oleada de satisfacción y emoción. Ámbar tenía razón. La directora
Sharpe tiene un hermano, un hermano secreto. Esa es precisamente la
información que necesitaba. Y a diferencia de la directora Sharpe, el hermano
no se habrá cambiado el apellido al casarse, así que en teoría seremos capaces
de encontrarlo en Google. Eso si no consigo averiguar dónde está aquí
mismo.
—¿Puede decirme si todavía vive aquí en la isla de Lornea? —le pregunto.
La señora Richards no me mira, sigue estudiando la pantalla.
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—Tal vez, podría haber algo más reciente… Aquí está…
—¿El qué?
—Hay un registro vinculado al niño, a Eric. Déjame comprobarlo…
Espero impaciente y entonces la señora Richards exclama.
—¡Ah!
—¿Qué ha encontrado?
—Es un… Es un certificado de defunción con fecha del 8 de agosto de 1992.
—¿Su hermano murió?
—Me temo que sí. Cuando tenía tan solo… —Ambos vemos su pantalla, pero
es más rápida que yo en leer la parte correcta de los registros—, dieciséis
años. Qué triste.
—¿Pone cómo murió?
—Bueno, hay una causa de muerte pero… —se detiene, parece de repente
preocupada—. ¿Dices que es para un proyecto escolar?
—Así es. —Intento estirar el cuello para ver la pantalla pero la señora
Richards parece intuir que quizá no debería verlo y se inclina hacia delante
para dificultar mi visión.
—¿Wendy Sharpe es la directora del instituto al que vas? —me pregunta la
señora Richards.
—Ejem, así es.
—¿No ha salido en las noticias la semana pasada? Algo de que la policía
había estado excavando en el gimnasio… Oye, no tendrá nada que ver con
eso ¿no?
—No —respondo, aún tratando de ver la pantalla—. ¿Dice cómo murió o no?
—Vuelvo a preguntar. Me muero por preguntar si fue asesinato, pero eso
podría hacerla sospechar más.
—¿No deberías estar en clase?
—Ya le he dicho que es un proyecto escolar. Así que puedo hacerlo en horas
de clase.
Está claro que no me cree.
—Billy —dice después de un momento—, es un placer verte aquí, pero creo
que debería consultar con la directora antes de darte más información. Dada la
naturaleza personal de tu consulta.
—No hace falta —digo con toda la alegría que puedo—, de verdad que no es
necesario. En cualquier caso ya tengo todo lo que necesito.
Sonrío, porque es verdad. Acabo de leer la pantalla. Eric Henry Jacobs murió
ahogado.
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Casi no puedo contener la emoción según camino de vuelta al instituto. Lo
que Ámbar descubrió fue útil, pero ahora se ha puesto interesante de verdad.
La directora Sharpe no solo tenía un hermano, sino que murió en
circunstancias misteriosas. Es un rollo en el sentido de que no podremos
hablar con él, pero por otro lado son buenas noticias porque habrá bastante
información en Internet sobre eso. Sucedió en 1992, Internet ya se había
inventado para entonces, y un joven de dieciséis años que muere ahogado va a
ser noticia sin duda. Así que tengo prisa por volver al instituto de inmediato y
meterme en el ordenador.
Pero entonces me doy cuenta de que estoy siendo tonto. No tengo que esperar
hasta que vuelva al instituto. Tengo el móvil en el bolsillo y puedo buscar en
Google. Así que lo saco y empiezo a escribir mientras camino.
Escribo «Eric Henry Jacobs» y «ahogado en 1992» en Google. No hay tanto
como esperaba, tan solo veo un par de resultados. El primer resultado es un
artículo del Island Times, de la versión más antigua de su página web.
Camino con lentitud, teléfono en mano, mientras comienzo a leer la primera
línea.
«La búsqueda del adolescente desaparecido Eric Jacobs se ha suspendido hoy
después de que la policía revelara que…»
Pero no llego más lejos, porque justo entonces comienza la locura.
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CAPÍTULO CINCUENTA Y SIETE
No es que lo vea, porque tengo los ojos fijos en la pantalla del teléfono, pero
soy consciente del movimiento. Un coche blanco sube a la acera delante de
mí. Sucede tan rápido que ni siquiera me da tiempo a levantar la cabeza antes
de que se abra la puerta del conductor y salga un hombre. Está demasiado
cerca de mí. Estoy a punto de gritar cuando me agarra. Me gira y me rodea el
cuello con la otra mano, cortándome el aire para que no pueda respirar.
—Ven conmigo —gruñe—. Vamos a dar un paseo.
Siento un dolor agudo debajo de las costillas. Me duele tanto que creo que
igual me ha apuñalado y no puedo evitar gritar, pero en el momento en que lo
hago me tapa la boca con la mano. Entonces, siento un golpe en la cabeza.
Estoy aturdido, asustado y me cuesta entender lo que está pasando, pero veo
lo suficiente como para darme cuenta de que es una pistola.
—Entra en el coche.
Me clava la pistola en las costillas con fuerza y me hace daño. Ni siquiera sé
si hago lo que me dice o si es él quien me empuja hacia el coche. De lo que sí
me doy cuenta es de que se me cae el teléfono en la acera. No me da tiempo a
recogerlo. De repente estoy dentro del coche, al volante.
—Échate a un lado —me dice el hombre. Durante un instante no sé lo que
quiere decir, pero entonces levanta la pistola y me apunta a la cara. Veo el
agujero del cañón. Siento que la bala que hay dentro se va a disparar y va a
salir volando hacia mí. No hay espacio para apartarse, ni tiempo para moverse
aunque lo hubiera—. ¡Que te eches a un lado!
Me apresuro a hacer lo que me dice. Entonces se sube y cierra la puerta. El
motor ya estaba en marcha y, antes de que haya cerrado la puerta, nos
ponemos en movimiento. Se aleja de la acera y, segundos después, pasamos la
entrada del instituto y comenzamos a salir de la ciudad.
Durante un rato seguimos conduciendo, un millón de pensamientos se me
pasan por la cabeza. Me pregunto si podría escapar empujando la puerta y
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salir rodando, pero ya vamos demasiado rápido. Miro al hombre. Enseguida
me devuelve la mirada.
Miro hacia otro lado pero intento procesar lo que he visto. No se me da bien
juzgar la edad de los adultos, pero tiene más o menos la edad de papá. Tiene
el pelo corto, oscuro y una barba de varios días. Lleva unos vaqueros, con la
pistola apoyada en la pierna apuntando en mi dirección. Siento una nueva ola
de terror. Ya me han apuntado una vez con una pistola, pero esto me da más
miedo aún. Me agobia pensar que basta con que pasemos por un bache para
que la dispare, aunque sea por accidente. Vuelvo a mirar a hurtadillas. Me
devuelve la mirada. Está atento.
—Es un coche de alquiler. No hagas nada estúpido ni me hagas ensuciarlo
todo.
Parpadeo y me fijo en la pegatina del parabrisas: «Coches de alquiler
Lornea». Es la compañía que solíamos recomendar a los turistas.
—¿Quién eres?
—Cállate —responde. Sigue conduciendo. Rápido, pero no a lo loco, y
deduzco que no quiere llamar la atención. Estamos atravesando Newlea y
pronto saldremos de la ciudad.
—¿Qué quieres?
—Quiero que te quedes callado para no tener que meterte un tiro. —Vuelve a
colocar la pistola en su regazo. Me gustaría que dejara de apuntarme. Una y
otra vez imagino lo que se debe sentir cuando la bala penetre en el cuerpo. No
puedo evitarlo. Y luego los últimos momentos de tu vida, en agonía, mientras
te mueres. De hecho, me duele solo de pensarlo.
Trato de distraerme observando hacia dónde vamos. No sé si servirá de algo,
pero no sé qué más hacer. Ya hemos salido a las afueras de Newlea y solo
quedan un par de edificios antes de que la carretera atraviese la parte vacía del
centro de la isla de Lornea. Pasamos por la gasolinera a toda velocidad y
luego nos adentramos en el bosque. Hay un par de curvas más adelante y
luego está el largo tramo recto que lleva hacia Silverlea. Pero en lugar de
acelerar, el hombre reduce la velocidad a medida que nos adentramos en los
árboles y cuando llegamos a un carril a la izquierda se mete en él. Pasados
unos treinta metros salimos del carril hacia el bosque.
Entonces detiene el coche, apaga el motor y se vuelve hacia mí.
—Sal.
Estoy demasiado asustado para hacer lo que dice, así que lo repite. Esta vez
más fuerte.
—Sal del coche. Y no hagas ninguna tontería.
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Esta vez aferro el pomo de la puerta y me sorprendo cuando se abre a la
primera. Pensaba que estaría cerrada con llave.
Cuando salgo del coche me hace adentrarme en el bosque. La mayoría de los
árboles son pinos y crecen bastante espesos, así que no hay mucha luz.
Tropiezo un par de veces y en ambas ocasiones siento el arma en la espalda
empujándome para que vaya hacia adelante. Las dos veces me aprieta con
mucha fuerza. Es como si quisiera hacerme daño.
—Vale, para —dice por fin—. Date la vuelta.
Hago lo que me dice y veo que está de pie a unos metros de distancia,
sujetando la pistola a la altura de su cintura. Estoy tan confuso que no puedo
evitar fruncir el ceño. No sé por qué estamos aquí. ¿A lo mejor no quiere
matarme?
—¿Quién eres? —vuelvo a preguntar.
No responde, solo me mira.
—¿Qué quieres? ¿Por qué me has traído aquí? —¿Tal vez no vaya a
matarme? Decido que tengo que hacerle hablar—. Eres Vinny, ¿a qué sí?
Sabía que ibas a venir. Te diste cuenta de dónde estábamos por la radio.
Al final, el hombre esboza una sonrisa.
—¡Gooooooooood moooooorning… Isssssssla de Looooooooooornea! Sí, soy
Vinny. Fue todo un detalle decirme dónde estabas. —Tiene los dientes muy
blancos como los actores de Hollywood.
—¿Pero cómo me has encontrado? —pregunto unos instantes después,
cuando vuelve a limitarse a observarme. En realidad no me importa la
respuesta. Necesito que siga hablando.
Le cuesta un poco, pero responde.
—Tucker y tu viejo eran muy amigos de pequeños. Cuando tu padre se vio
envuelto en el caso de la chica desaparecida hace un par de años salió en
todas las noticias y así fue como oí que había venido aquí. Cuando escuché
que el teléfono de Tucker había acabado también en la isla de Lornea no me
costó mucho deducir que habría acudido a su viejo amigo. Así que volé hasta
aquí y empecé a preguntar por ahí, a ver si encontraba a alguien que supiera
dónde vive el tal Sam Wheatley. La dependienta del supermercado fue muy
amable, me dijo que su hijo iba al instituto de Newlea y que conocía de vista
al hijo de Sam. Me describió su aspecto y llevo desde entonces vigilando el
centro. Y mira por dónde que hoy has decidido hacer unas pellas por la tarde,
¡qué suerte la mía!
Su voz se apaga, pero la sonrisa permanece en su rostro.
—Entonces, ¿qué quieres?
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Vinny no responde. Ladea la cabeza hacia la derecha y levanta la pistola, la
gira y me apunta. Luego frunce el ceño, como si no estuviera contento con
algo, y gira la pistola para que apunte hacia el otro lado.
—¡Que qué quieres!
—Ya te he oído, chaval.
Vuelve a cambiar de posición, esta vez pasando la pistola de una a otra mano.
Al cabo de un rato levanta el brazo y me apunta de cerca.
—Estamos aquí, en este agradable claro del bosque, para que puedas
comprender con total claridad la gravedad de la situación en la que te
encuentras. Antes de seguir adelante debo preguntarte ¿entiendes la gravedad
del asunto?
No respondo. La forma en que está hablando me está asustando.
—Quiero decir, podrías correr. Podrías intentar escaparte de mí. Como hizo tu
colega Tucker, pero no me parece buena idea porque si lo intentas voy a tener
que dispararte.
Me sonríe de nuevo, mostrando los dientes.
—¿Te animas a intentarlo? ¿Quieres escapar? —Baja el arma, como si me
diera una oportunidad. Le miro a los ojos, muevo el pie, no preparándome
para huir sino considerando la opción. De repente, su brazo se tensa y, antes
de que pueda pensar, sale un destello del cañón de la pistola. En el mismo
momento siento que algo corta el aire junto a mi mejilla y a continuación oigo
una enorme explosión que rebota entre los pinos.
Me llevo la mano a la nuca, sin estar seguro de si voy a palpar el agujero que
ha dejado la bala. Pero cuando retiro la mano solo veo astillas de madera. La
bala impactó en un árbol justo detrás de mí. No ha debido de pasar a más de
un par de centímetros de mi cabeza.
—Estoy dispuesto a apostar que tengo suficiente puntería como para detenerte
—continúa Vinny con una sonrisa en su rostro. Vuelve a relajar el brazo,
dejando que el arma, ahora humeante, apunte al suelo del bosque—. Así que
no tengamos ningún malentendido, ¿de acuerdo? Porque, si decides no
cooperar, tengo otras maneras de conseguir lo que quiero.
Estoy demasiado sorprendido y asustado para hablar, pero poco a poco me
doy cuenta de que en realidad está esperando una respuesta, así que intento
asentir, pero tengo el cuello tan tenso que no puedo ni moverlo. Si en algún
momento se me había cruzado por la cabeza la idea de huir ahora desde luego
que la he abandonado por completo. Siento un miedo tan intenso que apenas
puedo respirar.
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—Muy bien. Ahora vas a decirme dónde está tu amigo Tucker y luego vamos
a hacerle una pequeña visita. Si sale todo bien igual no tengo que meterte un
tiro. ¿Qué te parece el plan?
Espera a que responda y de nuevo consigo forzar mi rígido cuello a que haga
algo parecido a un asentimiento. Intento responderle con la voz también pero
tan solo me sale un gemido.
—Vale. —Vuelvo a verle los dientes. Son como los de una estrella de cine,
pero por alguna razón lo hacen aún más aterrador—. Empieza a hablar.
De nuevo endereza el brazo y la pistola me apunta a la cara. Su brazo está
rígido, como si lo tuviera clavado en un asta.
—Uno… Dos…
No espera. No me da tiempo pero, aun así, no me salen las palabras.
—Tres.
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CAPÍTULO CINCUENTA Y OCHO
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secuestrado? Pero incluso si lo hicieran, no sabrían quién me ha cogido ni a
dónde me lleva.
¿Tal vez Ámbar descubra que he tardado más de lo debido en volver de la
oficina de registros? ¿Quizás descubra lo que ha pasado? No, no creo que esa
sea una solución para mí. Miro el reloj del salpicadero del coche, todavía
estará en clase. Ni por asomo podría averiguar dónde estoy de todos modos. Y
aun si lo hiciera no le daría tiempo de hacer nada.
—¿Cómo es que acabaste con el teléfono de Tucker? —me pregunta Vinny
de repente devolviéndome al presente.
—Lo encontré —oigo responder a mi voz. Consigo pararme antes de contarle
lo del acantilado, así que simplemente le digo—: Lo tenía apagado y
escondido pero lo encontré. Quería averiguar por qué había venido a vernos.
—¿Ah sí? —Vinny sonríe—. Bueno, qué suerte la mía una vez más. Parece
que te debo mucho. —Se queda en silencio durante unos instantes antes de
continuar—. ¿Y qué? ¿Averiguaste a qué había venido?
Dudo. Soy consciente de que está obteniendo información de mí, cuando lo
que yo quería era que fuera al revés. Pero no hay manera de no responderle.
—Sé lo del atraco.
Vinny se gira con brusquedad hacia mí y me estudia durante un largo rato.
—¿Sabes lo que hizo?
Quiero decir que sé lo que hizo él, Vinny, lo de disparar al guardia de
seguridad, pero tengo demasiado miedo para entrar en detalles.
—Sé que se fue y te abandonó allí —digo al rato.
—Así es —comienza Vinny, pero luego se calla.
El silencio me inquieta, así que sigo hablando.
—Pero no lo hizo a propósito. Le entró el pánico después de que tú…
Vinny me mira y arquea una ceja.
—¿Eso es lo que te ha contado?
No respondo, me limito a asentir.
—A mí no me pareció que le entrara el pánico. Me pareció más bien que
había decidido dejarme allí tirado para que me pillara la policía. —Vuelve a
sonreír—. Pero lo que no sabe es que tengo un buen par de pulmones que
empleé a fondo para huir de allí corriendo. Fue duro pero lo conseguí. —El
tono de voz de Vinny se vuelve oscuro—. ¿Qué más te contó nuestro amigo
Tucker?
Pienso por un momento, sin entender a qué se refiere. Luego caigo.
—Que se llevó las joyas que habíais robado de la joyería de Playa de Los
Perros.
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—Correcto. —Vinny se vuelve hacia mí—. Por eso ahora he venido para
reclamar lo que me corresponde.
Estamos llegando al desvío de Littlelea. ¿Lo ignoro y pasamos de largo? Pero
entonces acabaremos en Silverlea, lo cual es peor todavía. Y de todos modos
el desvío está claramente anunciado con una señal.
—Littlelea —lee en voz alta—. ¿Es esta nuestra salida?
Asiento con la cabeza.
Tengo una idea repentina. No sé si es buena idea, no tengo tiempo ni de
pensarlo. Se me escapan las palabras de la boca antes de que tenga
oportunidad de pararme.
—Sé dónde están las joyas.
Por un segundo pienso que tal vez Vinny no me ha oído, y en realidad me
siento aliviado porque, obviamente, no sé dónde están las joyas, ni tampoco
ayudaría mucho si lo supiera. Pero entonces se vuelve hacia mí, con la ceja
arqueada de nuevo.
—¿Cómo es eso?
Ahora que me ha preguntado tengo que seguir adelante.
—Las escondió y vi dónde las ponía. Están en las rocas, en la playa donde
vivimos. Fue una de las primeras cosas que hizo cuando llegó. Por eso
sospechaba de él. Por eso recuperé su móvil del acantilado.
Vinny parece sopesar esta información durante mucho tiempo. Decido seguir
adelante con el plan. Todavía no estoy muy seguro de hacia dónde me va a
llevar, pero ahora ya no hay vuelta atrás.
—Puedo llevarte al sitio donde están escondidas. Tucker no te va a decir
dónde están. Si lo matas, nunca las encontrarás. Pero podrías hacerte con
ellas, ahora mismo. —Señalo frente a nosotros al camino que lleva al extremo
de Littlelea de la playa de Silverlea. Está al pie del acantilado donde está
nuestra casa. Allí no hay nada más que un aparcamiento de tierra y la playa.
—No creo que tenga problemas para hacer que Tucker confiese…
—Ya, pero no hace falta. Puedo llevarte a las joyas, hay un montón de oro.
Las he visto. —No es verdad, pero recuerdo que Tucker nos contó en qué
consistía el alijo. La mención del oro parece funcionar.
—¿Las escondió?
—Sí. Supongo que pensaría que no era seguro guardarlas en nuestra casa.
Ya casi estamos en la curva y creo que Vinny va a pasar de largo. De repente
estoy desesperado porque no lo haga. No es un gran plan el que tengo, pero es
mejor que nada, y ahora mismo, nada es lo que tengo. Parece sospechar que
sea una trampa y continúa conduciendo. Estamos a la altura de la curva,
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pasamos de largo y conduce con su cabeza ladeada, mirándome. De repente
frena.
—Será mejor que no estés tramando nada, Billy. Como ya te dije, voy a
encontrar a Tucker con o sin tu ayuda. No te necesito vivo.
Detiene el coche y con mucha calma, mete la marcha atrás y retrocede hasta
quedar a la altura de la curva. Entonces me mira de nuevo, una mirada
interrogante. Asiento con la cabeza. Gira el volante y nos ponemos de nuevo
en marcha, avanzando hacia el aparcamiento de la playa de Littlelea.
Trato de pensar en lo que estoy haciendo. Lo de traerlo aquí no era un plan
completo que digamos. Fue más bien una intuición. Pero en ese momento
resuelvo mis dudas. Recuerdo que no sabrá dónde está Littlelea. No conoce la
isla. No conoce la playa. Y yo sí. La conozco mejor que nadie. Así que si
puedo llevarlo a la playa, tal vez pueda perderlo allí. Conozco cada roca, cada
grieta de nuestros acantilados. Si pudiera llevarlo hasta las rocas tengo una
buena posibilidad de escapar. Enseguida decido dónde voy a fingir que
Tucker escondió las joyas y escojo el mejor camino por el acantilado para
huir de allí. Con un poco de suerte igual pillo a papá y a Tucker antes de que
se vayan al ferry. Nos podríamos escapar juntos y una vez fuera de la isla ya
tendremos tiempo de decidir qué hacer después.
—Parece un lugar bastante público para esconder una bolsa llena de cadenas
de oro —dice Vinny. Ha detenido el coche justo a la entrada al aparcamiento.
Está vacío, pero a mediados de verano los cuarenta espacios que hay se
llenan. Golpea el volante con los dedos.
—La verdad es que no —respondo—. Casi nadie viene hasta aquí. —Siento
que mi cuerpo se llena de adrenalina, preparándose para la carrera. Estoy
desesperado por que me deje salir—. Aparca ahí delante, hay que caminar un
rato.
Siento que me mira a los ojos durante un buen rato, parece desconfiado, pero
pone el coche en marcha de nuevo y aparca donde le he dicho. Es el primero
en salir. Mira a su alrededor, estudiando el pequeño riachuelo que fluye junto
al aparcamiento, observando el escarpado acantilado que tenemos detrás. Es
fácil cruzar el riachuelo, ya que cuando llega a la playa se divide en varios
arroyos cada uno de ellos salpicado de rocas. Decido que ahí es por donde
cruzaremos.
Salgo del coche, tratando de parecer confiado.
—Es por aquí, por la playa.
Siento que está siendo más cuidadoso aquí que en el coche o en el bosque. Se
me acerca por detrás y vuelvo a sentir que me aprieta la pistola en la espalda.
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Pero ahora lo hace de forma diferente, como si tratara de ocultarla, por si
vemos a alguien aunque yo sé que es poco probable a estas alturas de la
temporada.
—Dime, ¿a dónde nos dirigimos?
Señalo a un tramo de la playa, donde cientos de rocas de todos los tamaños
yacen apiladas y semienterradas bajo la arena en la zona de la marea baja. Me
las conozco todas.
—Ahí —digo, y sigo caminando. Vinny no responde.
Le guio a través del riachuelo saltando de una piedra a otra. A veces, cuando
los turistas vienen de vacaciones hacen una presa en el agua, o las tormentas
hacen que las olas muevan las rocas, haciendo difícil cruzar el río, pero
siempre vengo y las vuelvo a poner en su sitio. Oigo que Vinny suelta una
palabrota detrás de mí, me giro y veo que ha metido un pie en el agua. Me
llena de esperanza. No conoce la playa. Puedo perderlo aquí.
Una vez superado el riachuelo hay un pequeño tramo de arena antes de llegar
a la base del acantilado. No se ve mi casa desde aquí, está demasiado alejada
de la cima del acantilado, pero sé que está justo encima de nosotros. Rezo en
silencio para que papá no se haya ido aún.
—Chaval, ¿me estás tomando el pelo? —me pregunta Vinny—. Porque como
seas capaz…
—No, no. Lo prometo. Está más adelante. Tuvo que esconderlas más allá de
la zona de la marea alta —le interrumpo. Me giro un poco para volver a subir
por la playa, hacia donde las malas hierbas cubren parte de las rocas. El mar
no llega hasta aquí, pero hay desprendimientos de los acantilados por lo que
hay muchas rocas esparcidas. Apunto hacia el centro y me preparo para
correr.
Ahora que he llegado hasta aquí, la idea no me parece tan inteligente después
de todo. Supuse que Vinny se limitaría a seguirme por detrás, pero en realidad
me está sujetando, con una mano en el hombro y con la otra apuntándome la
pistola contra la parte baja de la espalda. Pensé que cuando llegara aquí
podría correr, y hacerlo lo suficientemente rápido como para refugiarme
detrás de una roca antes de que pudiera dispararme. Ahora me doy cuenta de
que es imposible. Intento soltarlo, solo un poco, haciendo ver que necesito
librarme de su peso para equilibrarme, pero me agarra con más fuerza.
Llegamos a la roca a la que apuntaba. Empezamos a rodearla. Mi plan era
salir corriendo cuando llegásemos aquí, pero no tengo oportunidad de hacerlo.
—¿Y bien? —pregunta Vinny cuando me detengo—. ¿Dónde están las joyas?
—Me doy cuenta por su tono de que está casi a punto de no creerme, así que
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miro a mi alrededor, desesperado por encontrar algo que pueda ayudarme.
Veo piedras en el suelo, ¿podría agarrar una y golpearle con ella? Pero Vinny
es el doble de grande que yo y tiene un arma apretada contra mis riñones. No
va a funcionar.
Entonces veo algo: un trozo de alga seca. No es mucho, pero me da una idea.
Le doy la vuelta al trozo de alga con el pie.
—Me he equivocado —le digo—. No es esta roca, es aquella. —Señalo un
poco más abajo en la playa, esta vez hacia un montón de rocas grandes y
apiladas sobre una losa escarpada que conecta el acantilado con la arena a
unos cuarenta y cinco grados de pendiente, parece una pista de tenis inclinada
hacia un lado. Contengo la respiración, rezando para que no vea lo que estoy
pensando—. Lo siento.
Al principio no reacciona, pero entonces me da la vuelta y me clava la pistola
en la cara.
—Última oportunidad, Billy —le brillan los dientes blancos a la luz del sol
consecuencia de una mueca más que una sonrisa—. O vas a acabar de comida
para peces.
Seguimos caminando, Vinny me está agarrando aún más fuerte que antes para
impedirme que encuentre forma alguna de escapar. Me doy cuenta de que
Vinny anticipaba que querría escaparme. Pero esta vez lo guío de forma más
decidida. La roca a la que nos dirigimos era una de mis favoritas cuando era
pequeño. Cuando era pequeño até una soga a la cima del acantilado y solía
jugar a que era un escalador subiendo el Everest. En algunos tramos era muy
difícil subir porque las rocas estaban cubiertas de algas. En realidad hay
diferentes tipos de algas a medida que subes el acantilado por el efecto de las
mareas que cubren la parte baja por más tiempo. Algunas de las algas resaltan
contra las rocas pero otras son translúcidas, por lo que no se ven. Pero son
igual de resbaladizas.
Llegamos a la base de la roca, que desaparece bajo la arena. En la parte
superior, donde se conecta con el acantilado, hay una franja de hierba. Tengo
que admitir que no es mal lugar para esconder algo. Percibo el interés de
Vinny.
—Es ahí arriba —digo, señalando la cornisa. Por un segundo me suelta, y me
pregunto si este será mi momento, pero no soy lo suficientemente rápido y en
un instante noto la pistola en el estómago—. Hay que subir —continúo.
—Bueno, adelante entonces —responde Vinny.
Así que me doy la vuelta y con mucho cuidado pongo un pie en la parte
inferior de la roca.
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—Ten cuidado —le aviso—, está resbaladizo.
Pero no le digo cómo subir.
La parte inferior de la pendiente está completamente cubierta de fuco. La
mejor técnica aquí es usar las lapas. Se agarran como pequeñas pirámides a la
superficie del acantilado y se pueden utilizar de puntos de apoyo para los pies
y asas para las manos. Me agarro a las dos primeras de manera automática y
escalo el primer tramo con facilidad. Me giro para ver si Vinny me sigue y
veo que le cuesta mantener el arma apuntada en mi dirección a la vez que
prestar atención a sus movimientos. Me muevo un poco más rápido,
ascendiendo más alto y alejándome de él. Las lapas no llegan más arriba y el
fuco deja paso a las algas translúcidas. Su verdadero nombre es Ulva lactuca
o algo así, pero yo la llamo Papel de Bruja porque es blanca cuando está seca
y casi invisible cuando se moja. Se puede trepar solo por las partes secas y
tengo suerte porque me quedan suficientes parches blancos para subir a la
cima.
La otra cosa que solía hacer, cuando era niño, era deslizarme por el Papel de
Bruja. Necesitas un trozo de roca que no tenga percebes ni lapas para no
hacerte daño, por eso nunca lo hice aquí. Pero eso no me va a detener ahora.
Miro hacia atrás y veo el tramo que acabo de escalar. Estoy a unos diez
metros de la arena y casi en el saliente donde le he dicho que estaban las joyas
escondidas. No puedo permitir que lleguemos allí, porque si lo hacemos será
obvio que he estado mintiendo y no creo que logre convencerle de que
vayamos a otro lugar. Así que respiro con profundidad, preparándome. Vinny
está a unos cinco metros por debajo de mí, a la altura de la parte superior del
fuco y parece más concentrado en el ascenso que en mí. Si voy a hacerlo, este
es mi momento.
Con un grito que se me escapa, me lanzo de repente por las resbaladizas algas
translúcidas y me dirijo hacia Vinny. Levanta la vista y veo que levanta el
brazo, no para disparar, sino para protegerse, pero no le da tiempo. Le golpeo
con los pies y perdemos el equilibrio lo que hace que nos deslicemos el resto
de la pendiente. Siento punzadas de dolor cada vez que me arrastro por las
lapas. A los pocos segundos aterrizamos de nuevo en la playa.
Vinny empieza a gritar pero no me quedo a ver qué dice. Ya estoy de pie,
corriendo por la playa.
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CAPÍTULO CINCUENTA Y NUEVE
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Cuando por fin llego al sendero noto que está aún más cerca. Está a unos
pocos pasos de distancia. Me doy cuenta de que, en cualquier momento,
podría detenerse y pegarme un tiro. Creo que la única razón por la que no lo
hace es porque sabe que me va a alcanzar. Más adelante, el sendero asciende
por el acantilado en una serie de zigzags escalonados, y no hay ningún tipo de
refugio, no hasta más arriba, donde las zarzas ofrecen algo de protección.
Paso por delante de la señal que dice «Peligro, camino cerrado». Me pregunto
si ese detalle le hará desistir, pero lo dudo.
Cuando llego a la pendiente voy más despacio, no se puede evitar cuando se
empieza a subir, y Vinny se acerca aún más hasta que ambos estamos
subiendo, él a tan solo un metro por debajo de mí. Es tan rápido que está a
punto de alcanzarme. Pero en mi prisa por escalar estoy soltando piedras y
pequeñas rocas y enviándolas en cascada por el acantilado. Y ahora Vinny
tiene que lidiar con ellas además de subir los desiguales escalones. Hago todo
lo posible por desprender más rocas a medida que subo y durante unos
instantes la distancia entre nosotros incluso se amplía un poco. Pero entonces
oigo a Vinny soltar un rugido de rabia. Debe de acelerar de nuevo, porque lo
noto detrás de mí, cada vez más cerca. No he subido ni un tercio del
acantilado cuando siento que me agarra la pierna con la mano. Trato de
quitármela de encima, pero me aprieta con fuerza tirándome hacia él.
Me doy la vuelta para estar de espaldas al acantilado y clavo las manos en la
tierra para anclarme en el sitio. Entonces arqueo el pie para intentar soltarlo,
por un segundo Vinny se queda sujetando mi zapato y al instante se desliza un
metro por la pendiente con él en la mano. Entonces vuelve a gruñir y lanza el
zapato al aire. Lo veo rebotar por la pendiente debajo de él.
Veo que Vinny empieza a acercarse de nuevo, pero esta vez estoy preparado
para su llegada. Clavo las palmas de las manos en la tierra para anclarme y
tenso las piernas. Cuando Vinny me alcanza, le doy una patada, golpeándole
la cara con el único zapato que me queda. Veo que su barbilla se inclina hacia
un lado cuando conecto con su cara y suelta un grito de rabia. Intento hacerlo
de nuevo, pero esta vez fallo, así que en su lugar le doy una patada en la mano
mientras escarbo tierra con las manos. Él retrocede y yo me arrastro hacia
atrás por el acantilado unos metros más. Por un momento ambos nos
detenemos.
—Me cago en la puta —gruñe, palpando su mandíbula—. Eres hombre
muerto. —Y entonces, torpemente, levanta la pistola frente a él. Su rostro no
muestra duda alguna y noto como se concentra en el instante previo a apretar
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el gatillo. En ese momento grito y le lanzo a los ojos el puñado de arena y
piedras que había escarbado.
No espero. Le oigo gritar y mientras me giro veo la suciedad que le salpica la
cara. Entonces me doy la vuelta y comienzo a escalar de nuevo hacia la cima
del acantilado donde está mi casa, rezando para que papá no se haya ido
todavía.
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CAPÍTULO SESENTA
Consigo sacarle ventaja cuando por fin llego al final del sendero en la cima
del acantilado. Echo un vistazo rápido y no le veo detrás de mí. Me duele la
pierna y ahora también el hombro, pero la adrenalina es tan fuerte que apenas
me frena. Debajo de mí, no muy lejos, le oigo de nuevo.
Solo llevo un zapato y el calcetín se me resbala en la hierba, lo que me hace
cojear. Estoy agotado. Quiero parar para tomar aire, pero no me atrevo.
Avanzo a trompicones por la cima del acantilado hacia casa y allí veo que la
camioneta de papá sigue aparcada en la entrada. Todavía no se han ido. Siento
un enorme alivio. Intento gritar pero no tengo aliento.
Veo que la puerta principal de casa se abre y sale papá. Lleva la bolsa de
Tucker y la mete en la parte trasera de la camioneta. Luego se vuelve hacia
casa.
—¡Papá! —intento gritar, pero me falta tanto el aire que no me sale ningún
sonido. No me oye. Es como en las pesadillas. Soy consciente del espacio
detrás de mí, donde sé que Vinny aparecerá en cualquier momento. Para
llegar a casa tengo que cruzar un terreno abierto donde no hay ningún refugio
que me proteja de las balas.
Entonces algo hace volverse a papá, tal vez sea el movimiento de mis brazos,
y me ve. Tiene cara de sorpresa. Espera unos instantes, mientras yo me acerco
a él, agitando los brazos con desesperación.
—¿Billy? ¿Qué demonios estás haciendo aquí? —Da un paso adelante para
llegar a mí, saliendo del refugio que le da la camioneta.
—Está aquí. Vinny está aquí. Tiene un arma —intento decir, pero las palabras
no me salen en voz alta. Me quedo sin aliento.
—Voy a llevar a Tucker al ferry —dice papá, avanzando aún más, con una
media sonrisa de confusión—. ¿Por qué no estás en el instituto…?
Vuelvo a agitar los brazos, intentando que dé un paso atrás. Por fin se da
cuenta de que algo va mal.
—¡Billy! ¿Qué te ha pasado en la pierna? Estás sangrando…
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Por fin lo alcanzo y me choco con él, empujándolo hacia atrás para que al
menos estemos detrás de la camioneta. Vinny ya debe haber llegado a la cima
del acantilado. Temo que esté preparándose para disparar. Pero papá se me
resiste. Intento hablar de nuevo, aspirando desesperadamente el aire para
poder formar las palabras.
—Tenemos… —jadeo—. Mover… Tenemos que…
—¿Qué demonios estás diciendo? —interviene papá, que empieza a parecer
preocupado.
Sigo sin poder decir más de dos palabras, me falta el aire.
—¿Qué te pasa, Billy?
Pero antes de que pueda intentar explicarme se oye un disparo. Siento que me
invade el pánico y, por un segundo, estoy seguro de que me ha dado de lleno
en la espalda. Enseguida me doy cuenta de que no me han dado, sino que he
tensado la espalda de tal manera que hasta me ha dolido.
Veo fragmentos de papá, tratando de entender lo que está pasando. Veo su
cara, las emociones que fluyen por su rostro. Sorpresa, confusión, miedo.
Oigo más disparos. Dos. Tres. Ni siquiera sé cuántos. Mientras observo casi
puedo ver la parte trasera de la cabeza de papá estallando y la sangre saliendo
a borbotones. Estoy tan convencido de que va a suceder. Tengo tanto miedo
que tardo en darme cuenta de que no pasa nada. Sé que estoy gritando y lo
único que me detiene es una bota que en un instante me golpea con fuerza en
las costillas.
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CAPÍTULO SESENTA Y UNO
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—Cállate —gruñe Vinny. Papá toma una bocanada de aire, como si fuera a
decir algo más, pero luego hace lo que le dice. Vinny vuelve a mirar a su
alrededor.
—¿Dónde coño está?
Papá tarda un segundo en contestar y cuando lo hace, su voz suena rara.
Cautelosa. Tensa.
—¿Quién?
Y entonces, tan rápido que no lo veo, Vinny me rodea el cuello con el codo y
me aprieta el cañón de la pistola contra la sien.
—¡Quién va a ser! Tu amiguito Tucker —Vinny espeta y yo noto motas de
saliva en la cara.
Veo a papá tenso, a punto de saltar hacia adelante, pero se detiene al ver que
no hay salida.
—¿Tucker Nolan? Hace años que no le veo.
—¿Ah no? Pues cómo es que tu chico me ha dicho que ha estado viviendo
aquí. Como dos putas ratas. Dime, ¿dónde coño está?
Papá se queda callado un segundo.
—Vale, ha estado aquí. Salió de la isla esta mañana. Hay un ferry en media
hora, si te vas ahora puedes ir tras él…
—Mentira. Dime la verdad o le vuelo los sesos al chaval.
Cierro los ojos, preguntándome si oiré el estallido, o si mi cerebro explotará
antes de que el sonido lo alcance. Es curioso que sea eso lo que uno piensa en
momentos como este.
—Está bien —se calma papá, tratando de tranquilizar a Vinny—. Está en
casa. Ha ido al baño.
Siento que se afloja el agarre alrededor de mi cuello y abro los ojos. Llego
justo a tiempo para ver cómo Vinny extiende su brazo y hace caer la pistola
sobre la cabeza de papá. Es tan rápido que no hay nada que pueda hacer, ni
tiempo para apartarse. Se oye un chasquido nauseabundo de metal contra
hueso y papá se desploma hacia atrás. Luego, debido a la forma en que está
arrodillado, no puede caer hacia atrás, sino que se balancea y se cae hacia un
lado. No sé si está inconsciente o muerto. Supongo que debo volver a gritar,
porque lo siguiente que sé es que Vinny también me grita que me calle.
—¡A menos que quieras que te haga lo mismo! —gruñe y levanta la pistola
para amenazarme.
Consigo callarme. Miro a papá. Está tumbado de lado en la calzada. No se
mueve, no sé si respira, y le sale sangre de una herida en la frente. Me vuelvo
para mirar a Vinny, con los ojos muy abiertos por el terror.
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Pero Vinny no parece interesado en papá. Vuelve a clavarme la pistola en la
espalda y me obliga a moverme, medio arrastrándome para que la camioneta
de papá se interponga entre nosotros y la fachada de la casa.
—Sé que estás ahí, Tucker —dice Vinny en voz alta. Ahora ya no me presta
atención pero mantiene la pistola apretada contra mí con mucha fuerza. Su
antebrazo me rodea el cuello, restringiéndome la toma de aire. Pienso que tal
vez podría bajar la cabeza y morderle el brazo, pero mi barbilla está en medio,
impidiéndome moverme. Y entonces cambia su agarre, más fuerte de nuevo,
para que sea imposible.
—Tucker, hijo de puta. Mueve tu lamentable culo y sal de ahí.
Nos quedamos esperando, observando la puerta principal. No se mueve. Ni
siquiera sé si quiero que lo haga. De repente sé que me equivoqué al traer a
Vinny aquí. Pensé que me salvaría, pero no ha servido de nada.
—Tucker… No me hagas entrar a por ti —grita ahora Vinny.
Entonces, en un instante, me quita la pistola del cuello y apunta a la casa.
Dispara tres tiros, destrozando la ventana de la cocina y luego las del salón. El
ruido se eleva y retumba en la cima del acantilado. Cuando el eco se apaga,
nada ha cambiado.
—Tucker. Sal ahora mismo o me cargo al chaval —Vinny grita al silencio.
No hay ni un movimiento en casa. Papá sigue tumbado. Empiezo a
preguntarme si Tucker se habrá escapado por la parte de atrás. Es lo que yo
haría, al menos eso creo.
—Sabes de sobra que soy capaz de hacerlo, Tucker. Voy a contar hasta tres.
Siento que empiezo a parpadear, estoy desesperado por encontrar una salida.
Pero Vinny me sigue agarrando con fuerza. Aprieta aún más la pistola contra
mi sien. Me obliga a ponerme de pie para que se nos vea bien desde casa. Si
es que hay alguien dentro para vernos, claro.
—Uno.
¿Y si no está? ¿Y si se ha ido? No quiero morir, así no.
—Dos —grita.
Se dirige a mí.
—Despídete chaval.
Respira con profundidad. Lucho, pero él se tensa y me detiene, no parece que
le cueste ningún esfuerzo.
—Tres.
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CAPÍTULO SESENTA Y DOS
Cierro los ojos. No espero volver a abrirlos. Para mi sorpresa, cuando los abro
no estoy muerto. En su lugar veo mi casa. La puerta está abierta y Tucker está
de pie. Tiene las manos levantadas y, de inmediato, Vinny le apunta con la
pistola.
—¿Estás armado? —grita Vinny.
—No —responde Tucker.
—Mentira. Levántate la camisa.
Pero en cuanto Tucker empieza a mover las manos, Vinny le vuelve a gritar.
—Despacio. Hazlo muy despacio.
Entonces, moviendo sus manos con exagerada lentitud, Tucker hace lo que le
dice, desabrochándose los botones uno a uno y abriendo su camisa hasta que
queda expuesto el torso cubierto por el tatuaje.
—Quítate la camisa. Tírala al suelo.
Tucker se baja la camisa por los hombros y la deja caer.
—Ahora date la vuelta. Hazlo despacio.
Así lo hace, dando un giro completo hasta que vuelve a mirar hacia delante.
No hay pistola ni arma alguna en su torso.
—Ahora bájate los pantalones.
—¿Qué?
—Que te bajes los putos pantalones.
Veo que una mirada oscura recorre a Tucker, pero empieza a desabrocharse el
cinturón y luego se baja los vaqueros por las piernas. Le llegan a las rodillas y
se queda en calzoncillos.
—Quítatelos del todo, los zapatos también. Con mucho cuidado.
Tucker tarda en responder. Supongo que decide que no le queda otra porque
entonces se agacha y se quita un zapato y luego el otro. Mientras lo hace, saca
lentamente un cuchillo de cocina que debía de haber metido en el calcetín
antes de salir. Lo levanta, con el mango por delante, para que Vinny pueda
verlo.
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—Tíralo. —Con sus ojos, Vinny indica la dirección en la que quiere que
Tucker lo lance, hacia el patio.
Observo cómo el cuchillo traza un pequeño arco y aterriza en la hierba. Me
pregunto si hay alguna forma de llegar a él, pero Vinny sigue sujetándome y,
aunque no lo hiciera, no sé qué podría hacer yo con un cuchillo. Intento
imaginarme usándolo, pero no puedo.
—Sigue —dice Vinny. Su atención no se ha movido de Tucker. Cuando me
vuelvo, Tucker sigue desvistiéndose, hasta que se queda en calzoncillos.
—Esto no tiene nada que ver con el chico —comienza Tucker. Suena muy
tranquilo, como si esta no fuera más que una conversación normal—. Ni con
Jamie tampoco.
—Cuando te escondiste aquí hiciste que tuviera que ver con ellos, y mucho.
Tucker no responde. Parece que está a punto de hacerlo, pero no le salen las
palabras.
—Sabías que vendría a por ti. Por eso huiste. Elegiste esconderte aquí.
Miro a Tucker mientras Vinny dice esto y por un segundo me devuelve la
mirada. Pero se da la vuelta. Veo que sacude la cabeza con ligereza.
—No hui. Al menos, no quise hacerlo. Habíamos terminado nuestro trabajo.
Todo iba como lo habíamos planeado. No es mi culpa que decidieras disparar
al guarda de seguridad.
—Habría venido a por nosotros. Solo estaba haciendo el trabajo
correctamente. Como lo habíamos planeado, joder.
Incluso desde aquí puedo ver que las fosas nasales de Tucker se agitan con
frustración. De nuevo no tiene respuesta.
—Lo que tú digas, colega. No creo que vayamos a estar de acuerdo en ese
detalle.
—Da un paso adelante —dice Vinny y Tucker vacila—. He dicho que un
paso adelante —repite Vinny.
—Si lo que buscas son las joyas están en la camioneta. Puedes llevártelas.
—Ah, ya lo sé —dice Vinny—. Pero también sabrás que no he venido hasta
aquí solo por unas cadenas de oro. Puedo pillar oro donde quiera. Esto es una
cuestión de principios. No te puedes pirar así sin más y esperar que no te
traiga consecuencias…
Siento que Vinny aprieta aún más el agarre alrededor de mi cuello. Todavía
tiene la pistola apuntando a Tucker. Ahora tiene el brazo extendido. Veo en la
cara de Tucker cómo le afecta la visión del arma. Ni siquiera puede mover los
ojos. Supongo que es porque conoce a este tipo. Sabe de lo que es capaz.
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—Arrodíllate —dice Vinny. El ambiente ha cambiado. Es como si
supiéramos que no hay más que hablar. Tucker tarda mucho en moverse, veo
que analiza sus opciones. Si se arrodilla, Vinny le va a disparar. Pero si no lo
hace, Vinny le disparará igual. De repente me doy cuenta de que voy a tener
que mirar. Voy a tener que ver cómo la cabeza de Tucker se abre y sus sesos
salen disparados. Y luego ¿qué me va a pasar a mí?
En ese momento noto que hay otro par de ojos observando lo que está
pasando. Ojos inciertos, nerviosos. Parpadeo, sin saber si puedo confiar en lo
que estoy viendo. Pero sí que puedo. Intento establecer contacto con esos
ojos. Intento enviar un mensaje. Pero los ojos solo miran.
—Arrodíllate hijo de puta —grita Vinny—. Y tal vez deje al niño vivo.
Siento que Tucker se vuelve hacia mí, pero no le miro. Estoy totalmente
concentrado en el otro par de ojos. Ojos que pertenecen a una gaviota
argéntea juvenil sentada en lo alto de nuestra casa observando la escena. Una
gaviota argéntea a la que no le gusta verme amenazado. Miro a Steven,
desesperado por que me entienda. Frente a mí, Tucker se arrodilla despacio en
la tierra. Vinny me agarra del cuello con más fuerza aún y me arrastra hacia
delante, de modo que la punta del arma queda a unos metros de la cabeza de
Tucker que permanece inclinada para no tener que afrontar su destino con la
mirada.
—Mmmmmmmm —digo de repente, tan alto como me atrevo—.
Hmmmmmmmmmmmm.
Vinny me sacude.
—Cierra el pico, chaval.
Pero no lo hago.
—Hmmmmmmmmm. Mmmmnnnggg. —Esta vez hablo más alto y veo la
reacción que tiene en Steven. Su cabeza se detiene y lo veo inclinarse hacia
adelante desde donde está encaramado, como si estuviera contemplando
despegar. Sopesando si estoy en apuros. Pero no se mueve. Sigue ahí sentado.
Sé que tengo que hacer que Vinny me haga daño. Es la única manera de hacer
que Steven se mueva.
Así que vuelvo a gemir y empujo a Vinny, desviando su objetivo de Tucker
por un segundo. No es el tiempo suficiente para que Tucker reaccione, pero
molesta a Vinny. No tiene ni idea de lo que está pasando. Responde
sacudiéndome, con más fuerza.
—¡Que te calles! ¿A menos que quieras que te dispare a ti primero?
—Mmmmhhhhhmmmggghhh —grito esta vez, y forcejeo aún más. Esta vez
Vinny pierde el control. El lado de la pistola hace contacto con mi cabeza,
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pero es más un empujón que un golpe ya que no hay retroceso. Aun así, veo
la reacción de Steven. Se adelanta desde la cresta del tejado y sus alas se
abren al hacerlo.
No dudo. Sé exactamente lo que va a pasar y trato con todas mis fuerzas de
liberarme del agarre de Vinny. Por un segundo le resulta fácil mantenerme
dominado y me doy cuenta de que ha llegado a su límite. Comienza a girar el
arma para dispararme, para librarse del pesado del niño. Pero justo en ese
momento una criatura gris blanquecina se estrella contra él. No tiene tiempo
ni de soltar un grito antes de que lo golpeen dos kilos de pájaro, cortándole
con el pico y las tres garras que tiene en el extremo de cada una de sus patas.
Entonces pasa todo tan rápido que casi no soy capaz de seguir lo que sucede.
Siento que estoy libre y ruedo hacia atrás. Por un momento veo a Steven en la
cara de Vinny, que está tumbado de espaldas en el suelo. Luego Tucker
también se une. Veo un momento horrible en el que el ala de Steven queda
atrapada en un extraño ángulo y Vinny rueda sobre él, aplastándolo bajo su
cuerpo. Cuando se libera del pájaro tiene la cara cortada y llena de sangre.
Pero para entonces Tucker está de pie sobre él con la pistola en la mano.
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CAPÍTULO SESENTA Y TRES
Han pasado solo unos segundos, pero todo ha cambiado. Parpadeo ante la
nueva realidad que tengo delante. Tucker sujeta la pistola con temblorosas
manos. Steven está graznando en voz alta mientras arrastra un ala detrás de él
hacia su antiguo corral.
Me apresuro a acercarme a papá. No sé por qué pero no quiero tocarlo, tengo
miedo de que tenga la piel fría. Sé que es una estupidez, si estuviera muerto
no habría tenido tiempo de enfriarse. Aun así… De repente ya no tengo que
preocuparme por eso porque veo que su pecho se mueve. Oigo su respiración
entrecortada. Tiene un corte en la cabeza, pero parece que está durmiendo.
—¿Está bien? —grita Tucker.
Miro hacia arriba. Tiene a Vinny sentado en el suelo, apuntándole a la cabeza
con la pistola. Tiene sangre en la mejilla.
—Creo que sí.
—Ponlo de lado —chilla Tucker de nuevo, pero yo ya lo sé. He asistido a
muchas charlas en el Club de Salvamento y socorrismo de Silverlea sobre
cómo ayudar a la gente que casi se ahoga. Lo sé todo sobre la posición lateral
de seguridad y me apresuro a colocar a papá. Es más difícil hacerlo con una
persona de verdad que con los maniquíes con los que practiqué.
Cuando ya no puedo hacer más por papá me dirijo corriendo hacia Steven. Se
ha sentado con un ala plegada y la otra tendida en el suelo. Está claro que
tiene el ala rota y es obvio que le duele, pero los animales no son tan quejicas
como los humanos. Dejo que me picotee la mano y le susurro con
tranquilidad. Le prometo que voy a curarle y que podrá volver a volar.
—¿Esa es tu gaviota, Billy? —me pregunta Vinny bajo la vigilancia de
Tucker—. ¿Tu gaviota domesticada? —Se ríe, como si no se pudiera creer la
pregunta que acaba de hacer, o lo que acaba de suceder. No le respondo—.
Porque es jodidamente raro —continúa—, dedicarse a entrenar putas gaviotas.
Sigo sin contestarle, pero me giro para mirarle.
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—A tu edad deberías estar acostándote con chavalas, no jugando con gaviotas
de mierda.
Hay algo en la voz de Vinny que todavía me asusta. Suena muy confiado.
Miro a Tucker, justo cuando se cambia el arma de una temblorosa mano a la
otra. Me doy cuenta de que esto no ha terminado del todo. Me sorprendo al
desear que Tucker le dispare. Un tiro en las piernas o algo así, no es que
quiera que Vinny muera es que aún le tengo miedo. De hecho estoy
aterrorizado. Es como si pudiera ver lo que va a pasar. No sé cómo, pero de
alguna manera se va a hacer con la pistola. Vinny es el único que sigue
tranquilo, demasiado tranquilo.
—¿Tienes más animales de los que me tenga que preocupar? —continúa
Vinny. Parece que esté disfrutando—. No sé, ¿un puto conejo ninja? —Se ríe
de la idea y veo que empieza a doblar las piernas como si se preparara para
levantarse.
—No te muevas —le avisa Tucker, pero le traiciona la voz. No parece tener la
situación bajo control.
—Tranqui, solo me estoy poniendo cómodo. No te voy a causar ningún
problema. —Vinny ralentiza su movimiento pero no se detiene. Está
poniendo a prueba a Tucker, y dado que Tucker no lo detiene, falla la prueba.
«Pégale un tiro» quiero gritar, pero no lo hago. Ahora que sujeta el arma en la
mano empiezo a entender el problema de Tucker. Si dispara a Vinny, estará
disparando a un hombre desarmado. Eso tiene consecuencias. Consecuencias
que duran para siempre. Veo la duda en la cara de Tucker. Veo la
incertidumbre en sus brazos, que ahora le tiemblan. Empiezo a pensar que,
aunque apretara el gatillo, podría fallar.
Vinny se queda quieto. Deja de mirarnos a Steven y a mí y se gira hacia
Tucker. Tiene toda su atención en él. Está buscando una oportunidad para
desarmarle y me aterra que vaya a conseguirla.
Mira de reojo hacia el lugar donde reposa el cuchillo que Tucker había tirado.
Tucker parece no darse cuenta de ello.
—Así que —Vinny parece haber llegado a una decisión. Tiene un plan—,
tienes mi pistola. La pregunta es ¿vas a usarla? Porque tal y como yo lo veo
esa es tu única salida.
Tucker no le responde. Se limita a apuntar a Vinny como si esperara algo. No
sé el qué.
—Y me parece que cuanto más tiempo estemos aquí sentados, menos
posibilidades tienes de usarla. ¿No sé si me entiendes?
Tucker sigue sin responder. Solo espera, sin decir nada.
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—Claro que podemos sentarnos aquí todo el tiempo que quieras. Las vistas
son preciosas y eso. Pero tarde o temprano tendrás que tomar una decisión. —
Vinny sonríe de nuevo, se está volviendo más confiado con cada momento
que pasa. Comienza a mover las piernas de nuevo.
—Ni te atrevas —dice Tucker de inmediato y, esta vez, Vinny se detiene.
Pero solo por un segundo.
—No vas a dispararme, ¿a qué no? No tienes lo que hay que tener. Y no
puedes llamar a la policía, porque ¿cómo les explicarías todo este follón? ¿Y
lo de la bolsa de oro en tu camioneta? Así que tienes que tomar una decisión
Tucker. Dispárame. O no me dispares. Y si no lo haces, me voy a levantar y
me voy a ir de aquí.
—No se te ocurra levantarte del puto suelo —mientras lo dice mira hacia
atrás.
En la distancia se oye un nuevo sonido. Al principio no lo identifico.
—Ya he tomado una decisión —confirma Tucker.
Vinny parece confundido. Él también ha oído el sonido y ambos deducimos lo
que es en el mismo instante. Es el sonido de un coche, tal vez más de un
coche.
—Iba a tomar el ferry hoy —explica Tucker—, para seguir huyendo. Pero
cuando apareciste por el acantilado con Billy cambié de opinión.
En ese momento aparecen dos coches de policía por la curva y se detienen.
Dos agentes salen del primer coche y se refugian detrás de las puertas
abiertas, con las armas desenfundadas y apuntando a Tucker. Le gritan que
suelte el arma.
Mira a Vinny y suelta una amarga carcajada, luego deja que la pistola se
balancee y caiga al suelo.
—Pensaste que no querría llamar a la policía. Pues te equivocas porque ya la
había llamado.
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CAPÍTULO SESENTA Y CUATRO
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qué conozco a Vinny y cómo sabía que buscaba unas joyas. Recuerdo lo que
me dijo Tucker acerca de ser honesto y aunque no sepa si es lo correcto o no,
una vez que empiezo el relato no me queda otra que decir la verdad.
Luego, como ya es tarde y no puedo ir a casa solo, me llevan a un hotel con
una mujer que se llama Gill. Trabaja para Asuntos Sociales de protección de
menores. Ya me los conozco bastante bien. Reserva dos habitaciones
contiguas, con una puerta que las comunica, y empieza a explicarme que va a
dormir allí mismo y que no tengo nada por lo que preocuparme, pero yo lo
único que quiero es que me deje en paz para poder pedir la cena al servicio de
habitaciones y tomármela en la cama viendo la televisión.
Al día siguiente, Gill me lleva de nuevo al hospital y papá está mucho mejor,
se sienta y come. Sin embargo, no le dejan irse a casa todavía, porque aún
quieren observarlo por si sufre una conmoción cerebral. Así que me paso un
día muy largo dando vueltas por el hospital con Gill, respondiendo a las
mismas preguntas una y otra vez.
Por fin le dan el alta a papá y Gill me deja ir a casa con él. Cogemos un taxi,
pero no hablamos mucho durante el trayecto. Creo que ninguno de los dos
queremos decir nada que el conductor pueda escuchar.
Es extraño estar en casa de nuevo. Papá pone unos tablones de madera para
cubrir las ventanas rotas. Y mientras lo hace, observo su camioneta. Tiene
varios agujeros de bala en los laterales. Algunas balas atravesaron por un lado
y salieron por el otro.
Me pregunto si papá querrá hablar, pero en lugar de eso nos prepara algo de
comida, y cuando terminamos de cenar, lava los platos y me dice que me vaya
a la cama a descansar un poco. Así lo hago y debo estar muy cansado, porque
no tardo nada en dormirme.
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CAPÍTULO SESENTA Y CINCO
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—Para —me interrumpe papá, con voz firme—. No tienes nada por lo que
disculparte. —Toma asiento frente a mí. Sostiene su taza de café, apretándola
fuertemente con ambas manos, pero aun así puedo ver que le tiemblan las
manos—. Soy yo quien debe disculparse.
De verdad que no entiendo nada.
—Pero si no hubiera usado el teléfono de Tucker, Vinny no habría sabido que
estaba aquí.
Papá aspira con profundidad.
—Os habrían dado el préstamo y seríais los dueños del Alba.
Pero papá niega con la cabeza.
—¿Sabes una cosa? Pasar dos días en una cama de hospital te da un poco de
tiempo para pensar —comienza papá y me doy cuenta de que debo callarme.
Tengo que dejarle hablar—. Te he decepcionado y mucho. —Hace una pausa,
como si estuviera eligiendo sus palabras con cuidado—. Tucker, en el fondo,
es un buen tío. Pero cuando alguien como él aparece, sin avisar, con una bolsa
llena de collares de perlas y cadenas de oro, diciendo que quiere usarlas para
empezar de nuevo… Tienes que preguntarte ¿de dónde viene eso? Y yo no
me lo pregunté. No lo hice porque no quería saber la respuesta. Pero tú lo
hiciste. Tú te lo preguntaste, Billy. Me lo preguntaste a mí también y como yo
no te lo expliqué te lanzaste a descubrirlo por ti mismo. Como siempre haces.
Deja de hablar, pero durante mucho tiempo no deja de mirarme. Empiezo a
sentirme un poco avergonzado. Ni siquiera sabía si había oro de verdad o no.
—Pero aun así lo he estropeado todo. Tucker va a ir a la cárcel por culpa de
mis investigaciones.
Tarda unos instantes, pero al final papá asiente.
—Sí. Pero eso es lo que debería pasar. Él tomó la decisión de robar esa
joyería. Nadie le obligó a hacerlo. Y encima lo hizo con un tipo como Vinny.
Espero que no le echen una condena muy larga pero le vendrá bien pasar un
poco de tiempo reflexionando sobre el asunto.
Nos quedamos callados por un momento. Es curioso, papá ha preparado este
desayuno pero ninguno de los dos estamos comiendo nada.
—¿Y cuál era su alternativa? ¿Ser un fugitivo? Eso no es vida.
Pienso durante unos instantes, hasta que algo me llama la atención.
—Pero tú te diste a la fuga —digo—. ¿Cómo es posible que eso estuviera
bien entonces y ahora no lo esté? —Creo que es la primera vez que le he
preguntado a papá sobre este tema, sobre lo que pasó con mamá y todo lo
demás cuando yo era un bebé. Me observa, con la mirada tranquila.
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—Era diferente. Nos dimos a la fuga porque no éramos culpables. Tucker
huía porque sí lo era.
Lo considero durante unos instantes. Supongo que veo la lógica.
—Venga, termina de desayunar. Voy a llevarte al instituto pero tenemos que
parar en un sitio de camino.
Levanto la vista, sorprendido.
—¿A dónde vamos?
—Termina. Ya lo verás.
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CAPÍTULO SESENTA Y SEIS
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En ese momento pasa otro barco y una pequeña ola sacude a «La Dama Azul»
en su amarre. La siento moverse de lado a lado bajo mis pies y ya casi no
escucho a papá ni al vendedor.
—¿Hablas en serio? —le pregunto a papá, mientras el vendedor abre la puerta
del camarote—. ¿Y el dinero?
—No te puedo prometer nada, tenemos que repasar ese plan de negocios tuyo
y también tengo que hablar con el banco. Pero se me ocurrió que no estaría
mal echarle un vistazo para ver en qué estado está. —Duda y mira a su
alrededor—. Y la verdad es que es un barco precioso.
Papá sube la escalera al puente de mando y el vendedor le sigue. Así que
entro en el salón por mi cuenta. El interior es luminoso ya que tiene grandes
ventanas. Hay una pequeña zona de navegación como la que había visto antes
y luego unos escalones que bajan a la cabina propiamente dicha. Desciendo
con cuidado, dejando que mis dedos rocen la madera barnizada. Arriba oigo
hablar a papá y al vendedor, pero no oigo lo que dicen. Ni siquiera quiero
hacerlo. Enseguida me pierdo en mi propio mundo. Estoy aquí abajo mientras
nosotros estamos en el mar. Estoy explicando a un grupo de turistas
emocionados que podríamos ver ballenas jorobadas, o minke, o rorcuales, o
cachalotes o tal vez ballenas azules o incluso quizás orcas. Solo he visto orcas
una vez, desde lo alto del acantilado. Pero eso es porque nunca he tenido un
barco. Nunca he tenido manera de salir a donde les gusta estar, fuera de la
plataforma continental.
Hace calor aquí abajo y huele un poco raro. Es un olor rancio, supongo, pero
será porque hace tiempo que no abren las ventanas. Oigo un sonido repentino
debajo de mí, y dudo por un segundo, pero me doy cuenta de que deben ser
papá y el vendedor encendiendo el motor para comprobar que funciona. Noto
un ligero olor a diésel, pero me gusta, es agradable. Me siento en la cama,
justo en la parte delantera del barco y me imagino lo que debe ser dormir
aquí, mientras el motor impulsa el barco, cortando el agua, a miles de
kilómetros de la costa.
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CAPÍTULO SESENTA Y SIETE
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—No fue divertido Ámbar. Me secuestraron. Me dispararon, casi me matan.
Pensé que iba a morir.
—Ya, ya lo has dicho, varias veces.
Se aparta de mí, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Entonces, ¿qué averiguaste?
No entiendo a qué se refiere.
—¿Qué quieres decir?
—¿Descubriste algo? En esta oficina de registros tuya.
—Ah, eso. No es mi oficina de registros.
—Lo que sea, Billy. Solo quiero saber si encontraste algo útil.
Siento que mi frente comienza a arrugarse como me pasa cuando estoy un
poco molesto.
—Sí —digo—. Descubrí que la directora Sharpe tenía un hermano pequeño.
Nació tres años después que ella y se llamaba Eric.
Por la expresión de su cara, diría que Ámbar hubiera preferido que no
descubriera nada.
—Y supongo que ya habrás hablado con él, ¿a qué sí?
Miro a Ámbar, sintiendo como se me arruga la frente aún más.
—¿No me has oído? Me secuestraron, me llevaron a punta de pistola y luego
he estado en el hospital contándoselo todo a la policía una y otra vez. ¿De
dónde voy a sacar el tiempo para trabajar en el caso?
—Ya estamos otra vez con el secuestrito.
Desvío la mirada con frustración. No sé qué problema tiene.
—De todas formas —continúo—, no podría hablar con él porque está muerto.
—¿Que está qué?
—Muerto. El hermano de la directora murió ahogado.
—¿Ahogado? Me cago en la leche, Billy. No me puedo creer que no me lo
hayas contado.
Suspiro, muy fuerte.
—Ámbar, he estado secuestrado…
—¿Cómo se ahogó?
La miro a los ojos.
—Dame tu teléfono —digo al final. Me mira, recelosa.
—¿Para qué?
—Necesito buscar en Internet y perdí el móvil cuando me secuestraron a
punta de pistola. —Muevo la mano y cojo el móvil que ha puesto en la mesa
delante de ella. Abro el buscador de Internet y escribo el mismo término de
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búsqueda que puse para Eric Jacobs. No tardo mucho en localizar el artículo
que encontré momentos antes de que me viera Vinny.
—Aquí tienes. —Inclino el teléfono para que ambos podamos leerlo—.
Vamos a averiguarlo juntos.
Ámbar me mira una vez que terminamos de leer. Sigue con gesto enfadado.
—¿Qué significa esto?
Me desplazo un poco por la pantalla.
—Mira. Hay un número al que llamar si necesitas ayuda, el Teléfono de la
Esperanza.
—¿Así que se suicidó? —Ámbar sacude la cabeza—. Pues no es que sea muy
útil, la verdad.
No respondo, de hecho apenas la oigo. En su lugar, pienso en Eric. Tendría
más o menos mi edad. Ahora que lo pienso, igual también venía a este
instituto. Se habría sentado aquí, en esta misma cafetería. Habría visto las
mismas cosas que yo veo, y sin embargo, eligió suicidarse. Decidió que
prefería nadar en las frías aguas del estrecho de Lornea y dejarse hundir en las
profundidades. Es un pensamiento aterrador.
—Me pregunto por qué lo hizo —empiezo a decir, pero Ámbar me sorprende
de nuevo.
—¿O tal vez no lo hizo? ¿Tal vez también le asesinaron? Piénsalo… Si se
enteró de lo que le pasó a su padre, ¿entonces tal vez la vieja también se lo
cargó? Para mantener el silencio. Apuesto a que la directora Sharpe también
lo sabe, por eso nunca nos contó que tenía un hermano…
—Ay, Ámbar. ¿Por qué no te callas?
No era mi intención gritarle así de esta manera, pero creo que ya he llegado a
mi límite.
—Tranqui tronco, ¿qué mosca te ha picado?
—A mí no me ha picado nada. Eres tú, que no paras. La directora no nos
ocultó que tuviera un hermano, fuimos nosotros los que nunca le
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preguntamos. Y su hermano está muerto. Se suicidó. ¡No sabes lo qué es eso!
—¿Lo que es el qué?
—Cuando le pasan cosas malas a tu familia. Está claro que no lo entiendes.
Ámbar me lanza una mirada extraña que desaparece en un instante, luego su
rostro se endurece de nuevo.
—A menos que no lo hiciera. A menos que lo hubieran matado porque iba a
revelar lo que de verdad había sucedido con el padre.
—¡Basta ya! Ya te lo he dicho, esto no es un juego. Es la vida de la gente. Es
la vida de la directora Sharpe. Nunca debimos involucrarnos. No es asunto
nuestro.
Ámbar me mira con dureza. Le devuelvo el teléfono a través de la mesa y a
continuación agarro la mochila.
—Todo este asunto, no es más que un malentendido. Nos equivocamos en
todo. Nunca fue un gran misterio, no hubo tragedia ninguna. Hemos estado
equivocados desde el principio.
Ámbar tiene la cara pálida de rabia y los ojos oscuros y hundidos bajo las
cejas. La fulmino con la mirada, queriendo seguir luchando. Pero estoy
demasiado enfadado hasta para eso. Me pongo de pie y me marcho. Siento sus
ojos en mi espalda según salgo de la cafetería.
Estoy tan nervioso que camino sin rumbo fijo por el instituto, cosa que
normalmente nunca hago, ya que hay muchos sitios a los que no puedo, o no
debería, ir. Como por ejemplo, la parte de detrás del bloque de ciencias donde
están las canchas de baloncesto. No me gusta el baloncesto, ni ningún deporte
en realidad, pero no es por eso por lo que evito venir aquí. Es porque aquí es
donde James Drolley y sus amigotes suelen pasar la hora del almuerzo. Y lo
hacen porque a ninguno de los profesores les gusta venir aquí, así que pueden
hacer lo que quieran. Pero estoy tan enfadado con la reacción de Ámbar a lo
que le pasó al pobre Eric que no estoy pensando con claridad. Y así voy
cuando me topo con Drolley.
—¡Hola Wheatley! —De hecho, casi me choco con él antes de darme cuenta
de quién es—. ¿Vienes a por tu puñetazo de todos los días?
Tiene la costumbre de darme un golpe en el brazo. Parece creer que es una
especie de juego, casi como si ambos lo disfrutáramos. Más o menos ya te lo
he contado.
—¿Cuál quieres hoy, el izquierdo o el derecho? —Me sonríe, y noto por su
aliento que lleva un par de días sin lavarse los dientes.
Normalmente hablo con él, pero no creo que hoy pueda aguantarme. Intento
pasar de largo, pero se interpone en mi camino, bloqueándome.
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—¿Dónde crees que vas, Wheatley? Llevo sin verte toda la semana. Te debo
tres días, quizás cuatro. —Comienza a remangarse y sus amigos abandonan la
cancha y se acercan para ver lo que va a pasar.
Pero hoy no estoy de humor.
—¿Por qué no hacemos los dos brazos? ¿Eh, Billy? —Drolley vuelve a
sonreír y se prepara para el golpe. Me tiene entrenado, así que ni siquiera me
muevo, solo quiero que acabe de una vez.
No sé qué me pasa a continuación. Es algo que nunca me había pasado antes.
Siento que mi mano se aprieta en un puño y se mueve hacia atrás. Entonces,
mientras Drolley sigue sonriendo como un idiota, me doy la vuelta y lanzo el
brazo hacia delante con todas mis fuerzas. Papá trató de enseñarme una vez a
dar puñetazos, y recuerdo que no hay que apuntar al objetivo, sino a través de
él. Detrás de él. Eso es lo que hago ahora. Noto un intenso dolor en los
nudillos cuando se estrellan contra la cara de Drolley y continúan hacia
delante. Oigo un grito y me doy cuenta de que soy yo, gritando a Drolley que
ya no está de pie, sino tirado en el suelo de espaldas.
—¿Por qué no me dejas en paz? ¿Por qué no te vas a freír espárragos? Estoy
harto de ti. No eres más que un idiota. Haciéndole perder el tiempo a todo el
mundo. Los demás tratamos de ser sensatos, esforzarnos en clase y hacer algo
útil con nuestras vidas. ¿Por qué no te vas a tomar…?
Me detengo. Estoy a punto de decir una palabrota y no quiero hacerlo, porque
estaría mal. Y me sorprende la escena que me rodea. Estoy jadeando como si
hubiera corrido una maratón y Drolley sigue en el suelo. Tiene la nariz partida
y le chorrea sangre por la boca y la barbilla.
—Ay joder —dice alguien, no sé quién—. Wheatley le ha roto la nariz a
James.
—No quería pegarle —le digo a sus amigos, que me miran con la boca abierta
—. No quiero pegar a nadie. Estoy harto de violencia. Solo quiero que me
dejéis en paz, ¡todos!
Y recojo la mochila del suelo y sigo caminando.
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CAPÍTULO SESENTA Y OCHO
—¿Supongo que conoces la política del centro sobre las peleas? —comienza
el señor Evans cuando estoy de pie frente a su escritorio. En realidad no la
conozco, ya que nunca he tenido que considerarlo antes.
—¿Las peleas no están permitidas?
—Así es, no lo están. Este centro no tolera la violencia, bajo ninguna
circunstancia —responde el señor Evans. Luego me mira a los ojos y
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mantiene la mirada hasta que tengo que bajar la vista a mis pies. Entonces
hace una pausa que se me hace eterna antes de continuar—. Sin embargo,
tengo entendido que, según los amigos de James Drolley, fue él quien dio el
primer puñetazo y que tú solo respondiste a la provocación. ¿Es eso cierto,
Billy?
Levanto la vista en un instante, confundido.
—No, él no… —Pero no llego a decir más porque el señor Evans me
interrumpe.
—He dicho, Billy, que tengo entendido que Drolley inició el ataque y que tú
tan solo te estabas defendiendo. Si es así, ciertamente cambiaría tu papel en el
asunto. Entonces, ¿puedes confirmar que eso es lo que ocurrió?
Entrecierro los ojos, no entiendo nada. Estoy bastante seguro de que esta vez
Drolley ni siquiera me tocó.
—Si tú lo dices.
—Muy bien. La violencia nunca es la solución, Billy. Nunca. —Mantiene sus
ojos en mí—. Ni siquiera cuando parezca que lo pueda ser, no lo es.
¿Hablamos el mismo idioma?
No sé cómo responder a esto. No sé en absoluto en qué idioma estamos
hablando.
—Así que si tienes más problemas con James Drolley, en lugar de tomar el
asunto en tus propias manos, vienes a mí y me lo cuentas. ¿Entendido?
Para ser sinceros, no he entendido nada pero asiento de todos modos.
—Muy bien —dice de nuevo el señor Evans—. Tengo muchas cosas que
hacer esta tarde, así que te sugiero que vuelvas a clase y nos aseguremos de
que este sea el fin del asunto. ¿De acuerdo?
Y ese es el fin del asunto.
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CAPÍTULO SESENTA Y NUEVE
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confesión de verdad. Fue solo una vieja loca que se confundió porque está
perdiendo la memoria. Siento la vergüenza en la boca del estómago.
Entonces recuerdo el cheque.
Los cinco mil dólares de la señora Jacobs. Lo acepté, pero con la condición de
que solo lo cobraría si averiguábamos lo que le había pasado al señor Jacobs.
Supongo que ahora nunca lo haremos. Rebusco en el cajón de mi escritorio
hasta que lo encuentro. Observo la letra de araña. Cinco mil dólares escritos
en tinta negra. Debería romperlo. Estoy a punto de hacerlo cuando algo me
detiene. Es el pensar que tiene mucho dinero.
No estoy pensando en cobrarlo. Honestamente, es lo opuesto a eso. Estoy
pensando en que tiene tanto dinero que probablemente no se haya dado cuenta
de que no lo hemos cobrado todavía. Habrá tantos miles de dólares en su
cuenta bancaria que no sabrá si faltan cinco mil. Lo que significa que podría
pensar que la hemos estafado. Pensará que la engañamos para que diga a la
policía que mató a su marido y que le robamos un montón de dinero.
Imagino cómo me haría sentir eso si me pasase a mí. Si yo fuera una
ancianita, quiero decir, y mi marido hubiera huido y mi hijo se hubiera
suicidado. No hay duda de que me sentiría aún peor si además de todo eso
pensara que me han estafado unos investigadores privados que no eran más
que dos chavales.
Sé lo que tengo que hacer. Introduzco el cheque en un sobre y lo meto en el
bolsillo de mis pantalones cortos.
Así ya lo tengo listo para mañana.
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CAPÍTULO SETENTA
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Me agacho y trato de empujar el sobre a través del buzón, pero es endeble, así
que tengo que usar los dedos para echar la placa de metal hacia atrás y hacer
pasar el sobre. Y en eso estoy, cuando de repente siento que el metal me
aprieta los dedos contra los nudillos.
Doy un salto hacia atrás, sorprendido, pero tengo la mano atrapada. Entonces
me doy cuenta de lo que está pasando. Es la puerta que se abre. Debe de
haberme oído. O tal vez estaba de pie junto a una de las ventanas, mirando.
Saco la mano y me pongo de pie. Veo a la señora Jacobs mirándome desde
detrás de la puerta.
—¿Don Billy? —pregunta—. ¿Pero qué estás haciendo aquí?
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CAPÍTULO SETENTA Y UNO
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Reflexiono antes de responder. Pienso en el cheque, que me he vuelto a
guardar en el bolsillo, en todos los problemas que he causado yendo a la
policía. En cómo debe mirar todos los días al horizonte y ver las aguas
arremolinadas del estrecho de Lornea.
—Quería decirle que lo siento —le digo. La observo durante un segundo,
pero luego no puedo continuar. Bajo la mirada.
—¿Perdón? ¿Por qué te estás disculpando? —responde la señora Jacobs.
—Por todo, en realidad. Verá —dudo. No sé si merece la pena que se lo
explique, pero de momento hoy no ha hecho ninguna locura evidente, así que
quizá esté teniendo un buen día—. Ámbar y yo, no éramos detectives de
verdad —le digo—. Pensamos que podríamos serlo, pero en realidad el
mundo es mucho más complicado de lo que creemos. Somos tan solo un par
de adolescentes.
La señora Jacobs responde acercándose y sirviendo dos vasos de té helado.
Miro para ver si lo va a derramar por el suelo como la última vez, pero se para
con los dos vasos llenos exactamente en tres cuartas partes.
—Sois unos chicos bastante listos —dice.
No sé cómo responder a esto, así que le doy una media sonrisa y bebo un
trago. Es refrescante ahora que ha salido el sol de nuevo y sobre todo después
del paseo en bici.
—Y creo que has demostrado ser un buen detective, don Billy.
De nuevo no tengo ni idea de lo que quiere decir con esto, así que intento
seguir con lo que he venido a decir.
—Quería pedirle perdón por lo de la policía.
Se detiene mientras levantaba el vaso a sus agrietados y finos labios. Veo
como le cuelga la fina y arrugada piel del brazo. Debe ser raro ser viejo y
tener tu cuerpo y tu mente decayendo de esa manera.
—Más bien me lo he buscado yo. A veces me dejo llevar, atrapada aquí sola,
me confundo.
Toma un pequeño sorbo y deja el vaso. Hay posavasos en la mesa y me doy
cuenta de que lo pone en el centro del que tiene delante. Yo también enderezo
mi vaso para que no sobresalga del posavasos que me ha dado.
—Los médicos me dicen que tengo demencia —frunce el ceño al oír la
palabra—. Es un poco pesado. Espero que hayan encontrado una cura antes
de que llegues a mi edad. Me hace olvidar cosas. Cuando te llamé por primera
vez, había olvidado lo que le había pasado a Henry. Me he metido en un buen
lío.
Se detiene, así que le pregunto.
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—¿Pero ahora se acuerda?
—Ah, sí.
Quiero preguntarle si se fue a Maui, pero no sé si está bien recordarle a
alguien que su marido huyó.
—Ahora me acuerdo de dónde lo enterré.
Sé que no me vas a creer, pero en ese preciso momento otra nube realmente
grande cubre el sol, y todo se vuelve muy oscuro. O tal vez solo lo siento así
porque, sentado aquí afuera con la señora Jacobs y nadie más en kilómetros a
la redonda, estoy un poco aterrorizado.
—¿Perdón?
—Ahora recuerdo dónde lo enterré.
Trago con cuidado.
—¿Dónde? —pregunto, porque ¿qué otra cosa puedo preguntar?
Pero entonces cambia de tema y me pregunto si me habré imaginado lo que
ha dicho.
—Sabes, cuando Wendy y Eric eran pequeños les encantaba estar aquí.
Jugaban todo el verano. Peleas de agua, les encantaban las peleas de agua.
¿Te gustan las peleas de agua, don Billy?
Abro la boca y la vuelvo a cerrar. Al final me encojo de hombros.
—No mucho.
—A Eric le encantaban, era su juego favorito. Siempre acababa empapado.
Wendy era una niña muy seria, pero eso era algo que le hacía relajarse.
Se pierde por un momento, absorta en sus propios recuerdos. Intento recordar
que, diga lo que diga, es solo la locura la que habla. No es verdad que
recuerde dónde lo enterró, porque no lo enterró. Son solo palabras.
—Por eso te dije que Henry estaba debajo del gimnasio del centro. Porque eso
era lo que le decía a Wendy cuando era pequeña. Pensé que sino, sería
extraño para ella el jugar aquí.
La señora Jacobs mira alrededor del jardín y luego sonríe.
Sé que son solo palabras pero no puedo evitar tratar de descifrar su
significado.
—¿El qué sería extraño?
La señora Jacobs espera hasta que ve que mis ojos se fijan en los suyos y
entonces mira hacia el suelo. Parece que lo hace aposta.
—Venga, don Billy —desliza los ojos hacia abajo por segunda vez y esta vez
los sigo, y entonces noto el suelo bajo mis pies por primera vez. Está formado
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por grandes losas de piedra, cada una de ellas de medio metro cuadrado, con
la parte superior blanqueada por el sol—. Habría sido extraño, ¿no crees?
Crecer jugando aquí, sabiendo que tu padre está enterrado justo debajo de tus
pies.
No la creo. O tal vez no quiero creerla.
—Está en Maui. O se fue a Maui, eso es lo que nos dijo la directora Sharpe.
—Eso es lo que le contamos a todos los que preguntaron. Aunque en realidad
casi nadie se atrevía a preguntar. En aquellos tiempos no se preguntaba. Era
más bien una insinuación por aquí, un codazo por allá de todos los cotillas de
la isla. Lo suficiente como para que todo el mundo supiera dónde estaba de
verdad, pero nadie se sintiera capaz de hablar de ello. —Se ríe de repente—.
¿Sabes que incluso viajé a Maui? Envié por correo tarjetas de cumpleaños,
para que tuvieran la marca postal correcta, en caso de que la policía
sospechara alguna vez. Pero nunca lo hicieron. No hasta que te involucraste
tú, por supuesto.
No respondo.
—¿No me crees? O, ¿ya no estás seguro de qué creer? —Parece entristecida
—. Has venido a disculparte conmigo don Billy, pero soy yo quien debería
disculparse. Por todo lo que he hecho. Mírame, don Billy y dime qué ves.
Hago lo que me dice, la primera parte al menos. Veo a una anciana frágil, con
carne que le cuelga de los brazos y la piel escamosa y agrietada.
—¡Dímelo!
Doy un respingo sorprendido por la ferocidad de su tono.
—¿Veo a una anciana?
Sonríe y se echa un poco hacia atrás en la silla.
—Una anciana que ha mentido toda su vida adulta. ¿Sabes lo que es eso?
¿Una vida llena de engaños? He conspirado, maquinado y encubierto,
creyendo siempre que tanto mis hijos como yo estábamos al borde de un
terrible peligro si la verdad salía a la luz. ¿Pero sabes qué es peor que ser
descubierto? —Mira hacia otro lado de repente y veo que se le humedecen los
ojos. Cuando vuelve a mirar, sonríe entre lágrimas—. Que no te descubran.
Que te desvanezcas, solo, y que te des cuenta de que nunca le importó a
nadie. Don Billy, asesiné a mi marido, escondí su cuerpo y me propuse
salirme con la mía. Hasta que me di cuenta de que no quería salirme con la
mía, no para siempre.
Es imposible que no la crea ahora. No sé qué le pasa, pero no está loca. No es
una locura. Me está diciendo la verdad, estoy seguro de ello. Solo que no
tengo ni idea de qué hacer al respecto.
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La señora Jacobs empieza a dar golpecitos con el pie, como si se
impacientara.
—Hay una pala en el cobertizo —señala—. ¿Serías tan amable de ir a
buscarla?
No me muevo.
—¿Por qué?
—Porque te he puesto en un aprieto. Sabes dónde está Henry, pero no puedes
decírselo a nadie, no después de haber ido una vez a la policía con tu historia
de que estaba debajo del gimnasio del instituto. Nadie te creerá sin pruebas.
No respondo, solo escucho.
—Seguro que llevas uno de esos teléfonos móviles ¿a qué sí? Es lo único que
parece mirar la gente joven hoy en día. ¿Tiene cámara?
Asiento con la cabeza.
—Pues mejor. Un joven fuerte como tú podrá levantar estas losas con
facilidad y así obtendrás la prueba que necesitas. Supongo que ya no quedarán
más que huesos. Pero puedes tomar una fotografía. Y así no tendrás que
preocuparte de que no te crean.
Sigo sin moverme mientras se limita a mirarme con una extraña y horrible
sonrisa en la cara. Y aunque no quiero, comienzo a ponerme de pie con
lentitud.
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CAPÍTULO SETENTA Y DOS
Dentro del oscuro cobertizo hace frío. Está bien organizado. Huele a hierba
cortada, producto de un gran cortacésped de gasolina que ocupa casi todo el
suelo. Encuentro la pala enseguida, apoyada en la puerta. La agarro,
evaluando su peso. Vuelvo con ella y espero sus instrucciones.
—Igual tienes que levantar primero unas cuantas losas, don Billy —dice la
señora Jacobs. Ha puesto la bandeja con las bebidas en el césped y ha
arrastrado la mesa hacia un lado—. Creo que deberías empezar por esta.
Durante un buen rato no soy capaz de moverme. Me quedo ahí, con la pala
delante de mí, preguntándome cómo me he podido meter en este lío y cómo
voy a salir de él. Quiero tirar la pala al suelo, atravesar corriendo la casa y
alejarme de aquí lo más rápido que pueda. Y sería posible. No creo que la
señora Jacobs pudiera hacer mucho para detenerme. Pero si huyo ahora la
incertidumbre va a ser imposible e incluso después de todo lo que he pasado,
quiero averiguar la verdad.
—Pon el filo de la pala entre dos losas para levantarlas haciendo palanca. —
Se acerca a mí. Noto de nuevo su fragilidad lo cual me da confianza para
hacer lo que dice. Doy un paso adelante y rasco la suciedad que se ha
acumulado entre las baldosas del patio.
—Así es, don Billy. Muy bien.
Pongo el pie en la parte superior de la pala y la fuerzo a bajar entre las losas.
Me inclino hacia atrás con el mango, empujando mi peso para apalancar la
primera losa. Se resiste durante un instante y luego se libera, agrietando el
barro a su alrededor. Veo la arena amarilla que hay debajo antes de que el
peso de la misma tire de la losa hacia abajo. Temo encontrar algo horrible
pero solo hay arena.
—Vas a tener que meter las manos debajo, querido y así las puedes arrastrar
hasta la hierba. Percibo un extraño entusiasmo en su voz.
Vuelvo a levantar la losa y esta vez pongo el pie en el mango de la pala,
manteniendo la plancha bajo el hormigón para poder meter los dedos debajo
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de cada lado. Pesa un poco, pero no demasiado. La alejo hacia un lado y la
dejo caer sobre el césped. Entonces miro hacia atrás. Ha quedado un agujero
cuadrado de arena aplastada y plana en el patio. Las hormigas han excavado
canales que parecen un río visto desde el aire.
—Tendrás que levantar más losas y cavar un hoyo, no hace falta que sea muy
grande —dice la señora Jacobs.
Con la primera losa levantada es más fácil continuar y el cuadrado de arena
amarilla se duplica en tamaño con rapidez. Enseguida se cuadruplica. Estoy
tan concentrado levantando losas que casi me olvido de lo que estoy
haciendo, casi. Cuando he movido seis losas me dice que pare y entonces
recuerdo qué estamos haciendo aquí.
—Ahora ponte a excavar, con cuidado.
Vuelvo a agarrar la pala y rasco suavemente la arena, cortando las huellas de
las hormigas. Me obligo a pensar en ellas, en lugar de en lo que estoy
buscando en realidad. Hay varios nidos que parecen viejos, lo cual me alegra.
No quiero perturbar ningún nido vivo…
—Vamos don Billy, échale fuerza. Tienes que excavar un poco más.
Sus palabras me devuelven a la realidad. Me detengo por un momento, pero
luego me obligo a vaciar mi mente por completo y hago crujir la pala en el
suelo. Cargo la pala de arena y la apilo en el patio. Por extraño que parezca
me pongo a pensar que hace años que no hago un castillo de arena en la playa.
Cuando era pequeño los hacía a menudo con papá en verano.
No tardo en hacer un montón de arena. Un par de veces doy con una piedra y
me aterroriza que sea otra cosa. Apenas puedo mirar el agujero que estoy
cavando. Imagino que en cualquier momento voy a ver el rostro parcialmente
descompuesto de Henry Jacobs y ahora desearía no haber empezado esto.
Pero es difícil parar. Entonces la pala da con algo duro.
La señora Jacobs me da una palmada y se inclina sobre mí.
—Creo que lo has encontrado. Raspa la arena con cuidado, don Billy.
Hago lo que me dice y enseguida revelo algo enterrado en el agujero.
El color es el blanquecino que adquieren los huesos cuando son viejos. Lo sé
bien por haber identificado cráneos de animales que he encontrado otras
veces. Y por la forma que tiene también sé que es un cráneo humano aunque
no había visto uno antes. Es la parte de atrás de un cráneo. Con mucho
cuidado, introduzco la pala hacia un lado y extraigo más arena para que
queden al descubierto más huesos. Procedo de esta manera un par de veces
más, hasta que queda bastante claro lo que es: la parte trasera de un cráneo y
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un fragmento de un hueso de la mandíbula. Me detengo y miro a la señora
Jacobs.
Está de pie junto al agujero, observando lo que hago con las manos apretadas
contra el pecho. Y está llorando de nuevo.
—Ay, mi Henry —solloza mientras me lanza una mirada loca.
Entonces dejo la pala y saco el móvil para hacer una foto. Me preocupa un
poco que intente detenerme, pero no parece darse cuenta. Saco el teléfono de
la mochila, encuadro una foto para que se vea con claridad lo que es y pulso
el botón de la pantalla. Luego hago otra foto, esta vez retrocediendo para que
salga el hoyo y la casa de la señora Jacobs en el fondo, para que la policía
sepa exactamente dónde está enterrado el cuerpo. Luego, como la señora
Jacobs sigue ignorándome, adjunto la foto a un mensaje de texto para Ámbar.
Escribo lo siguiente con rapidez:
«Tenías razón. Lo siento».
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CAPÍTULO SETENTA Y TRES
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trastornada. Lo correcto era mantener la boca cerrada.
Tiene la mirada loca con los ojos girando hacia un lado y al otro.
—Eres tan egoísta. Crees que puedes excusar tu parte en esto para poder
marcharte con la conciencia tranquila. Pero no piensas en los demás, ¡nunca
lo has hecho!
La pistola ya no me apunta a mí. La directora Sharpe la agita por todas partes
y tiene toda su atención puesta en la señora Jacobs. Miro detrás de ella, hacia
la puerta. Si pudiera esquivarla quizás llegase a tiempo. Tal vez pueda
perderla en algún lugar de la casa.
—¿Has considerado que podrías ser tú en quien estoy pensando? —La voz de
la señora Jacobs se eleva ahora, como si ya no estuviera tranquila—. Pensabas
que podías mantener esto oculto toda tu vida, pero créeme, en realidad no
quieres que así sea.
—¿Ah no? Ahora resulta que sabes lo que quiero, que sabes lo que es mejor
para mí. Ya te lo dije, quería que te tomaras las putas medicinas y no te
metieras en este absurdo…
—¡No digas palabrotas! —El tono de voz de la señora Jacobs hace que la
directora Sharpe se detenga de inmediato. Hace que yo también me congele,
justo cuando estoy a punto de pasar a hurtadillas por la espalda de la directora
—. No te he educado para que digas palabrotas en mi casa.
La señora Jacobs se gira hacia mí lo cual hace que Sharpe se fije en mí y
mueva su brazo para apuntarme de nuevo con su arma.
—Don Billy, deberíamos explicarte todo esto, ya que te has convertido en
testigo de una incómoda discusión familiar.
La directora Sharpe me mira, quiero decir que me mira de verdad. Creo que
se da cuenta de que está apuntando con un arma a uno de sus alumnos. Eso no
es un comportamiento normal en directores de instituto. Va a ser difícil que
nos olvidemos de esto. Hay un momento en el que parece reconocerlo con
una mueca de su boca. Luego la señora Jacobs sigue hablando.
—Wendy era solo una niña cuando ocurrió. Tuvo la mala suerte de
interrumpir a Henry haciendo lo que hacía con su hermano. No tengo que
contarte detalles, ¿a qué no, Billy? No me gusta hablar de ello.
No respondo. No quito los ojos de la directora Sharpe.
—Lo sabía, por supuesto. Lo de Henry y sus gustos. Sabía lo que ocurría con
algunos niños del centro, pero él siempre me prometía que iba a dejar de
hacerlo, o me intentaba convencer de que a los chavales les gustaba. Me decía
que sería discreto… o cualquier cosa que pensara que yo necesitaba oír. Y
eran otros tiempos. No había tantos escándalos como hoy en día.
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—¡Madre! —El tono de la directora Sharpe es de advertencia a la señora
Jacobs para que se detenga, pero la anciana continúa.
—Me enfrenté a él por ello, y… Bueno, puedes ver por ti mismo lo que pasó.
Hace un gesto para señalar el agujero del patio, donde el cráneo de Henry
Jacobs sigue parcialmente al descubierto.
—Eric era demasiado joven para saber lo que había pasado. Le dije que
Henry se había marchado y le dije lo mismo a todo el mundo. Pero nunca iba
a funcionar con Wendy. Así que lo convertí en nuestro secreto. Le dije que su
padre había sido tan travieso que había tenido que ponerlo debajo del
gimnasio de la escuela y que nadie podría saberlo nunca. Y podrías pensar
que una niña pequeña no sería capaz de guardar un secreto así, pero Wendy lo
hizo. Lo guardó dentro de sí misma. Lo absorbió. Ese secreto se convirtió en
parte intrínseca de su personalidad. Incluso decidió convertirse en maestra,
para poder aceptar un trabajo en la antigua escuela de Henry y asegurarse de
que el gimnasio nunca fuera desenterrado. Ya era un poco tarde por aquel
entonces para decirle que nunca estuvo allí enterrado.
Al oír eso, la directora Sharpe mira a la señora Jacobs y el dolor es visible en
sus ojos.
—Y eso debería haber sido el final del asunto —continúa la señora Jacobs—.
Pero Eric empezó a hacer preguntas indiscretas.
—¡Cállate, madre! —la directora Sharpe le advierte de nuevo. Pero no surte
efecto.
—Quería saber en qué parte de Maui estaba Henry, por qué había dejado de
mandar tarjetas de cumpleaños. No podía seguir haciendo escapadas a Hawái
para mandar cartas. Me di cuenta de que debería haber escogido un lugar más
cerquita —sonríe—. Preguntar sobre su padre se convirtió en un hábito
obsesivo para el pobre Eric… Y presentía que había algo que no le estábamos
contando, algo que tanto Wendy como yo sabíamos. No sé, ¿quizás una parte
de él se acordaba de lo que había pasado cuando era pequeño?
—Madre, te lo advierto. No dudaré en usar la pistola. —La directora Sharpe
deja de apuntarme ahora con el arma y apunta a la señora Jacobs.
Pero la anciana o no ve o no le importa.
—Por supuesto, para entonces, Wendy era una mujer joven. Había crecido
con nuestro secreto y con la creencia de que había que mantenerlo costara lo
que costara. —Se detiene un momento, con una mirada triste—. Intenté
convencerla de que era mejor que Eric compartiera nuestro secreto. Una vez
que supiera la verdad dejaría de hacer preguntas. Wendy no estaba de
acuerdo, ¿no es así, querida?
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Observo a la directora Sharpe, su largo y estrecho pecho se agita.
—Eric era débil. No habría conseguido mantener la boca cerrada.
—Eso no lo sabes, querida. No le diste la oportunidad.
Se miran a los ojos con dureza. Y en ese momento noto algo. En la oscuridad
del salón de la señora Jacobs hay un movimiento, un movimiento sutil y
cuidadoso. Miro a los ojos de Sharpe y Jacobs, pero no lo han visto. Están
demasiado ocupadas mirándose la una a la otra. Así que enfoco la mirada
detrás de ellas y trato de distinguir lo que es. Cuando lo veo bien se me corta
la respiración. Es una figura que me resulta familiar, de una persona,
moviéndose, de espaldas a la pared, deslizándose lenta y cautelosamente
hacia la puerta. Y entonces la figura llega a la puerta. La luz capta el pelo
morado.
Es Ámbar.
Se detiene. Sus ojos se encuentran con los míos y se lleva un dedo a los
labios. Tengo que esforzarme para no mirar. Miro a su alrededor, esperando
ver otras figuras, la policía quizás, pero no hay nadie. Está sola. Ámbar mira a
la directora Sharpe durante un instante y me devuelve la mirada,
advirtiéndome que no la delate.
—Decidimos que fuera Wendy la que se lo explicara todo —continúa la
señora Jacobs, ajena a lo que acabo de ver—. Así que se lo llevó a dar un
paseo, justo al fondo del jardín, aquí, a lo largo de la cima del acantilado.
¿Quizás te gustaría explicar lo que hiciste después, querida? ¿Lo que le hiciste
a tu hermanito?
La directora Sharpe no dice nada. Al cabo de unos momentos, la señora
Jacobs continúa.
—No sé por qué se ha vuelto tan tímida ahora. En aquel momento estaba más
fresca que una lechuga. Siempre tan seria. —Su gesto muestra una sonrisa
forzada—. Tenemos un cobertizo para embarcaciones al otro lado del jardín
así que pudimos remolcar el cuerpo hasta el estrecho y echarlo por la borda. Y
luego fingir que todo era una gran tragedia, que el pobre Eric llevaba siendo
infeliz durante algún tiempo, aunque esa parte era bastante cierta…
—Era como papá —dice de repente la directora Sharpe—. Eric habría salido
como papá.
—Y tú saliste más bien a mí —interrumpe la señora Jacobs.
Las observo de una a otra. No me miran, así que me vuelvo hacia Ámbar para
ver qué está haciendo. Veo que sostiene el atizador de la chimenea en una
mano. Supongo que estará planeando utilizarlo para quitarle la pistola de la
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mano a la directora Sharpe. Asiento con la cabeza, para hacerle ver que he
entendido su mensaje.
—¿Qué estás haciendo? —De inmediato vuelvo a mirar a la directora Sharpe.
Después de todo, debe haber estado observándome. Se da la vuelta y Ámbar
está allí, a la vista. No está lo suficientemente cerca como para blandir el
atizador. Ámbar se congela, atrapada.
—¡Suelta eso! —grita la directora Sharpe—. Tíralo al suelo.
Por un segundo Ámbar no lo hace y casi me quedo sin respiración. Sé lo que
Ámbar está pensando, quiere echarse hacia adelante para tratar de enfrentarse
a Sharpe, y estoy desesperado porque no lo haga ya que sé el daño que
pueden hacer las armas. Si da un paso más morirá, justo frente a mí.
—¡Suéltalo!
Ámbar hace lo que dice. El atizador cae al suelo con un ruido metálico.
—Ponte al lado de tu amigo.
La atención de la directora Sharpe está ahora en Ámbar. Y me doy cuenta de
que tal vez podría hacer algo. ¿Pero qué? Si trato de atraparla igual dispara a
Ámbar, o gira el brazo y me dispara a mí. Y no hay otras armas que pueda
usar, no hay nada cerca de donde estoy parado. En el momento en el que
Ámbar se pone a mi lado cualquier oportunidad se desvanece. Oigo a Ámbar
respirando de manera corta y temerosa y veo que tiene ambas manos
levantadas en el aire.
—No vais a saliros con la vuestra, ninguno de los dos. Os dije que os alejarais
de mi familia y me ignorasteis. Puede que penséis que será difícil explicar
vuestra desaparición, pero encontraremos la manera, ¿verdad, madre? Eso es
lo que hacemos en esta familia.
Se dirige a la señora Jacobs y en ese instante me doy cuenta de que mientras
no mirábamos a la anciana la situación se ha dado la vuelta. En algún
momento la señora Jacobs debió haber cogido la pala y se la ha colocado lista
para blandirla como un hacha. Y eso es lo que hace.
Un destello brilla en la pala según corta el aire.
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CAPÍTULO SETENTA Y CUATRO
Gira la hoja de la pala hacia un lado lo que hace que corte el aire al ras.
Aterriza con un golpe seco en la nuca de la directora Sharpe. Suelta un corto y
seco gemido, se cae y se le ponen los ojos en blanco. Entonces se le doblan
las rodillas y cae al suelo. A través de su pelo veo una grieta negruzca de la
que comienza a salir sangre. Enseguida se forma un charco a su alrededor.
Creo que Ámbar grita, o puede que sea yo. No estoy seguro. Pero lo siguiente
que sé es que la señora Jacobs ha cogido la pistola. La sostiene en la mano
sopesando su peso, como si estuviera escogiendo patatas en el supermercado.
—Ha sido más fácil de lo que me esperaba —dice la señora Jacobs. Tiene la
voz tranquila, casi feliz—. Siento que hayáis tenido que ver esto, pero me
temo que Wendy se lo andaba buscando desde hace un tiempo. —Se adelanta
y, con lentitud, se inclina para tantear el pulso en el cuello de la directora
Sharpe.
—¿Cómo es que has llegado tan rápido? —le pregunto a Ámbar.
—He estado siguiendo a la Sharpe —dice—. Estaba justo en su calle
vigilando la casa cuando la vi salir. Condujo hasta aquí tan rápido que casi la
pierdo un par de veces. Entonces vi tu mensaje.
—¿Has llamado a la policía?
Ámbar duda si contestar o no, pero sacude la cabeza. Cierro los ojos con
fuerza.
Al momento siguiente hay una explosión de ruido. Mis ojos se abren justo a
tiempo para ver el cuerpo de la directora Sharpe sacudiéndose en el suelo y la
señora Jacobs casi perdiendo el control del arma. El ruido del disparo rebota
en la casa. Entonces se vuelve hacia nosotros.
—Tan solo me estaba asegurando —nos dice.
La punta de la pistola sigue echando humo, como el agua que sale de una
tubería, solo que sube en lugar de bajar. Me quedo paralizado, mirándola.
Luego nos apunta a nosotros, a algún lugar entre medio de los dos, y me
pregunto a cuál de los dos disparará primero. Y a cuál quiero que dispare
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primero. Es curioso, la importancia que parece tener en este momento. No sé
por qué lo pienso. Pero entonces, baja el arma con torpeza y gira la
empuñadura del arma hacia nosotros.
—A ver —dice un segundo después—, ¿quién quiere la pistola? —Da un
paso hacia adelante, sosteniendo el arma frente a ella.
—He llamado a la policía —balbucea Ámbar.
—Eso esperaba. No cabe duda de que esto es un asunto policial.
La señora Jacobs sonríe. Luego toma una decisión. Le da la pistola a Ámbar,
retrocede y mira el cuerpo de su hija y el agujero donde yace enterrado su
marido.
—¿Nos tomamos un té helado mientras esperamos?
Ámbar llama a la policía mientras la señora Jacobs va a preparar el té.
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EPÍLOGO (1)
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—No nos van a dar el préstamo —dice cuando está a mi lado.
—No me lo creo, estás de broma ¿no? —No puedo dejar de sonreír.
—No, Billy, es verdad.
Me doy cuenta por sus ojos. No está bromeando después de todo.
—Pero, podemos devolverlo, ¡lo dice la hoja de cálculo!
Papá cierra la puerta de la camioneta y se queda sentado, sin moverse.
Finalmente, habla.
—No están dispuestos a prestar la cantidad que pedimos. Nos darán menos,
pero no es suficiente. No nos llega para comprar el barco. —Se queda
mirando a través del parabrisas y luego se gira para mirarme—. Lo siento,
chaval…
—¿Pero por qué?
—Porque somos… Porque no somos su tipo de cliente. Ya te lo dije Billy. No
tengo historial financiero, no tengo nadie que me avale. Ya te advertí de que
esto podría pasar. —Pone las manos en el volante, lo agarra con fuerza.
—Bueno, ¿cuánto nos falta?
—Lo suficiente. Lo suficiente para que no ocurra. —Sigue sin arrancar el
motor.
—¿Pero qué pasa si gastamos menos en publicidad? Todo eso del seguro que
has añadido, ¿quizás no lo necesitemos? Tal vez podamos…
—Les gusta la idea —me interrumpe papá—. En general no tenían
objeciones. Dijeron que el plan de negocios era sólido, bien pensado. Pero
parece que hoy en día ya no toman las decisiones ellos. Se limitan a seguir lo
que dice el ordenador. Y con mi historial de crédito hay un límite que no
pueden sobrepasar. Y no es lo suficientemente alto. —Se gira para mirarme
—. Mira, podemos intentarlo de nuevo, en un año o dos, cuando hayamos
ahorrado algo de dinero.
—¿Pero qué pasa con «La Dama Azul»? ¿Y si alguien la compra mientras
tanto? Dentro de un año no podremos hacerlo.
Papá sacude la cabeza.
—Lo siento hijo, de verdad.
—Yo puedo comprar el barco. Puedo conseguir cinco mil dólares.
—Billy, de dónde diablos vas a sacar…
—¿Con eso llega? ¿Con cinco mil dólares será suficiente?
Papá duda. Al final se encoge de hombros.
—Sí, si de verdad tuvieras cinco mil dólares sería un buen comienzo.
A continuación enciende el motor y sin decir nada más me lleva de vuelta al
instituto.
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Pero no voy a mi clase. Tengo cosas mucho más importantes que hacer. Voy
flechado a la biblioteca y me meto en el ordenador más cercano. Una vez allí
no sé qué poner. Tratar de averiguar a quién pertenece de verdad el cheque de
cinco mil dólares que me dio la señora Jacobs no es la típica pregunta que
pones en Google que digamos. Quiero decir, en primer lugar, acaba de
cometer un asesinato en primer grado delante de dos testigos, y ha admitido
otro asesinato, así que no sé si la policía confiscará todo su dinero. Y luego,
incluso si eso no sucediera, cuando nos dio el cheque al principio no es que
fuéramos una agencia de detectives legal ya que no obtuvimos licencia para
operar. Por si todo eso no fuera suficiente, la mitad del dinero es de Ámbar.
Es muy complicado.
Pero ya se ha visto que soy bastante bueno para resolver problemas
complicados.
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EPÍLOGO (2)
Ámbar aparca en las afueras del puerto ocupando dos espacios a la vez y solo
mueve el coche cuando le llamo la atención. Salimos del coche, saca la nevera
del maletero mientras yo cojo a Steven y nos acercamos a la cancela que da
acceso al pontón. Veo que el guardia de seguridad se acerca a toda prisa y sé
lo que va a decir, pero no tiene oportunidad porque Ámbar le pregunta si no le
importaría sujetar la verja para que ella pueda pasar la nevera. Se queda
mirando cómo bajamos por el pontón como si no supiera qué decir. Y aunque
hubiera intentado decir algo, el siguiente que aparece es papá.
Al final no fue tan difícil. Encontré una página web que trataba sobre lo que
pasa con el dinero de los presos cuando van a la cárcel. Al parecer, la policía
solo confisca tus bienes gananciales en algunos delitos financieros como el
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fraude. Así que aunque la señora Jacobs asesinara a Henry Jacobs, dado que
el dinero que tenían provenía de su familia seguía siendo su dinero. Fue un
poco más difícil desentrañar el problema de que la agencia de detectives no
fuera legal del todo. Significaba que las condiciones de contrato que teníamos
en la página web tampoco eran del todo legales, lo que al final fue útil, porque
todavía había un par de errores de los que no nos habíamos dado cuenta. Tuve
que ponerme en contacto con la señora Jacobs, en una cárcel de la capital
donde está en prisión preventiva, para que confirmara si teníamos que
devolver el dinero. Y ahí fue cuando insistió en que habíamos hecho
exactamente lo que nos había pedido y que los cinco mil dólares del cheque
eran el primer pago. Así que rellenó un segundo cheque e insistió en que
Ámbar debía cobrárselo.
Bueno, resultó que cinco mil dólares no eran suficientes para el banco
después de todo, necesitábamos casi el doble. Quizás ya te imaginas lo que
propuso Ámbar.
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—Billy, ve y coge una cerveza de la nevera, ¿quieres?
Hago lo que me dice. Abajo se está realmente bien. Oigo el reconfortante
sonido del motor y también se oye el chapoteo del agua que salpica a ambos
lados del barco. Desde aquí abajo también se ve el agua, de un azul intenso, a
través de las ventanas de los ojos de buey. Cojo una cerveza y un par de latas
de refresco de la nevera y vuelvo a salir. Subo la escalera, hasta donde está
papá sentado con Ámbar a su lado. Abro las bebidas y las reparto. Papá da un
sorbo y se dirige a mí.
—Entonces, Billy —dice mientras despejamos el último tramo del rompeolas
—, ¿dónde están esas ballenas de las que tanto nos has hablado?
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Agradecimientos
Cuando escribí La isla de los ausentes no tenía pensado escribir una secuela.
Pero lectores por todo el mundo me contactaron para preguntarme si iba a
escribir más libros con Billy como protagonista. Mi inicial reticencia se
convirtió en entusiasmo al pensar que podía pasar los próximos meses de
aventuras en el mundo de Billy.
Una vez tomada la decisión era cuestión de encontrar una trama que tuviese
credibilidad: ¿Es posible que una pequeña isla en la costa este de EEUU se
enfrente con otro turbio crimen? Y si es así, ¿qué posibilidades hay de que
Billy se vea envuelto? Esas preguntas las sopesé en silencio y también con
amigos y familiares en varias ocasiones. Gracias por vuestra paciencia y
vuestras sugerencias, sabéis quienes sois. Cuando por fin se nos ocurrió, la
solución era tan obvia como era ingenua. Billy iba a ir en busca de esos
crímenes. Así nació El club de detectives. Por eso debo agradecer a todos los
lectores que me escribieron para alentarme y animarme. Esta novela es por y
para vosotros.
También quiero agradecer a mi maravilloso equipo de lectores cero que con
gran entusiasmo y buen ojo me han ayudado a eliminar casi todos los errores
que había en esta novela. Cualquier error que quede es solo mi culpa. Muchas
gracias por ayudarme a mejorar esta novela a Yolanda Castillo de Granada,
Carmen Losada de Madrid, Julio Turrell de Uruguay, Elisabeth Poincot de
Venezuela, Arturo y Cristina de Madrid, Gabriela Coronado y Claudia Vargas
Maseda de México, Silvia Riccio de Buenos Aires y Resu de Sevilla.
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GREGG DUNNETT es un autor británico que escribe thrillers psicológicos e
historias sobre viajes y aventuras, normalmente relacionadas con la costa o
los océanos. Antes de dedicarse a la escritura trabajó como periodista durante
diez años en una revista de windsurf.
La primera novela de Gregg fue un best seller en el Reino Unido y en los
Estados Unidos. Desde entonces Gregg ha publicado varias novelas más.
Vive en la costa sur del Reino Unido con su pareja María y sus dos hijos.
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