El Cuento Urbano 1

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Literatura y Redacción

El cuento urbano I

El cuento urbano aborda personajes de la ciudad de los años cincuenta, forjados desde las zonas
marginales pobladas por provincianos.
Emerge un espacio representativo,
Surge a partir de los años 50. de identidad social, política y
moral: la ciudad

El cuento
urbano

Características
Representantes principales
• Los personajes están referidos
al mundo de la ciudad. • Julio Ramón Ribeyro
• La ciudad es vista como algo • Carlos Eduardo Zavaleta
horrendo.
• Enrique Congrains
• Privilegian la visión de las
barriadas. • Alfredo Bryce Echenique

• El personaje principal es el • Mario Vargas Llosa


migrante provinciano.
Leemos y analizamos
Tristes querellas en la vieja quinta
Cuando Memo García se mudó, la vieja quinta era nueva, sus muros estaban
impecablemente pintados de rosa, las enredaderas eran apenas pequeñas matas que
buscaban ávidamente el espacio y las palmeras de la entrada sobrepasaban con las
justas la talla de un hombre corpulento. Años más tarde, el césped se amarilló, las
palmeras, al crecer, dominaron la avenida con su penacho de hojas polvorientas y
manadas de gatos salvajes hicieron su madriguera entre la madreselva, las campanillas
y las lluvia de oro. Memo, entonces, había perdido su abundante cabello oscuro, parte
de sus dientes, su andar se hizo más lento y moroso, sus hábitos de solterón más
reiterativos y prácticamente rituales. Las paredes del edificio se descascararon y las
rejas de madera de las casas exteriores se pudrieron y despintaron. La quinta envejeció
junto con Memo, presenció nacimientos, bodas y entierros, y entró en una época de
decadencia que, por ello mismo, la había impregnado de cierta majestad.
Además, todo el balneario había cambiado. Del lugar de reposo y baños de mar, se
había convertido en una ciudad moderna, cruzada por anchas avenidas de asfalto. Las
viejas mansiones republicanas de las avenidas Pardo, Benavides, Grau, Ricardo Palma,
Leuro y de los malecones, habían sido implacablemente demolidas para construir en
los solares edificios de departamentos de diez y quince pisos, con balcones de vidrio
y garajes subterráneos. Memo recordaba con nostalgia sus paseos de antaño por calles
arboladas de casas bajas, calles perfumadas, tranquilas y silenciosas, por donde rara
vez cruzaba un automóvil y donde los niños podían jugar todavía al fútbol. El balneario
no era ya otra cosa que una prolongación de Lima, con todo su tráfico, su bullicio y su
aparato comercial y burocrático. Quienes amaban el sosiego y las flores se mudaron a
otros distritos y abandonaron Miraflores a una nueva clase media laboriosa y sin gusto,
prolífica y ostentosa, que ignoraba los hábitos antiguos de cortesanía y de paz y que
fundó una urbe vocinglera y sin alma, de la cual se sentían ridículamente orgullosos.
Memo ocupó desde el
comienzo y para siempre
un departamento al fondo
de la quinta, en el pabellón
transversal de dos pisos,
donde se alojaba la
gente más modesta.
Ocupaba en la planta alta
una pieza con cocina y
baño, extremadamente
apacible, pues limitaba
por un lado con el jardín
de una mansión vecina
y por el otro con un
departamento similar al
suyo, pero utilizado como
depósito por un inquilino
invisible. De este modo llevaba allí, especialmente desde que se jubiló, una vida que
se podría calificar de paradisíaca. Sin parientes y sin amigos, ocupaba sus largos días
en menudas tareas como coleccionar estampillas, escuchar óperas en una vieja vitrola,
leer libros de viajes, evocar escenas de su infancia, lavar su ropa blanca, dormir la
siesta y hacer largos paseos, no por la parte nueva de la ciudad, que lo aterraba, sino
por calles como Alcanfores, La Paz, que aún conservaban, si no la vieja prestancia
señorial, algo de placidez provinciana.
Su vida, en una palabra, estaba definitivamente trazada. No esperaba de ella ninguna
sorpresa. Sabía que dentro de diez o veinte años tendría que morirse y solo además,
como había vivido solo desde que desapareció su madre. Y gozaba de esos años
póstumos con la conciencia tranquila: había evitado todos los problemas relativos al
amor, el matrimonio, la paternidad, no conocía el odio ni la envidia ni la ambición ni
la indigencia y, como a menudo pensaba, su verdadera sabiduría había consistido en
haber conducido su existencia por los senderos de la modestia, la moderación y la
mediocridad.
Pero, como es sabido, nada en esta vida está ganado ni adquirido, en el recodo más
dulce e inocente de nuestro camino puede haber un áspid escondido. Y para Memo
García los proyectos edénicos que se había forjado para su vejez se vieron alterados
por la aparición de Francisca Morales.
Primero fue el ruido de un caño abierto, luego un canturreo, después un abrir y cerrar de
cajones lo que le revelaron que había alguien en la pieza vecina, esa pieza desocupada
cuyo silencio era uno de los fundamentos de su tranquilidad. Ese día había estado
ausente durante muchas horas y bien podía entretanto haberse producido, sin que él lo
presenciara, alguna mudanza en la quinta. Para comprobarlo salió al balcón que corría
delante de los departamentos, justo en el momento en que una señora gorda, casi
enana, de cutis oscuro, asomaba con un pañuelo amarrado en la cabeza y una jaula
vacía en la mano. Le bastó verla para dar media vuelta y entrar nuevamente a su casa
tirando la puerta, al mismo tiempo que ella lo imitaba. Apenas habían tenido tiempo de
mirarse a los ojos, pero les había bastado ese fragmento de segundo para reconocerse,
identificarse y odiarse.
Memo permaneció un momento
indeciso, poseído por un sentimiento
nuevo, acompañado de vagos y
puramente teóricos deseos homicidas,
pero luego resolvió que el único
partido a tomar era espiar a su vecina.
Por intuición sabía que la única manera
de derrotar al enemigo ­—y esa señora
gorda lo era— consistía en conocer
escrupulosamente su vida, dominar
por el intelecto sus secretos más
recónditos y descubrir sus aspectos más
vulnerables.
Al cabo de una semana de observación
descubrió que se levantaba a las seis
de la mañana para ir a misa. Que había
puesto una tarjeta en la puerta donde
se leía Francisca Viuda de Morales, que
hacía sus compras en la pulpería de la
esquina, que no recibía visitas, que
algunas tardes iba a curiosear tiendas
al parque, que usaba un sombrero de anchas alas y un traje negro muy largo para ir
probablemente al cementerio y que el resto del día dormía, cosía, leía y canturreaba en
su cuarto o en el balcón sentada en una vieja mecedora.
Mal que bien comenzó a sospechar que se trataba de una vecina soportable, que
alteraba apenas sus hábitos y dotaba más bien a su soledad de un decorado sonoro
hecho de los muros más inocuos, hasta la vez que se lo ocurrió, como sucedía cada
diez o quince días, escuchar una de sus óperas en su vitrola de cuerda. Apenas Caruso
había atacado su aria preferida sintió en la pared un ruido seco.
¿Algún descuido de su vecina? Pero al poco rato el ruido se repitió y cuando Memo
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volvió a poner el disco los golpes se hicieron insistentes. “¿Va a quitar esa música
de porquería?” Memo quedó helado. Nadie en la vida lo había interpelado de esa
manera. No solo era un insulto pérfido contra su persona sino una ofensa a su cantor
favorito. Sin hacer caso continuó escuchando a su Caruso. Pero la voz de contralto de
su vecina se impuso: “Pedazo de malcriado, ¿no se da cuenta que me molesta con esos
chillidos?” Memo quedó un momento callado y al fin apretando los puños y los dientes
gritó: “¡Aguántelos!”.
A mala hora. Ya no fueron golpes esporádicos los que removieron la pared, sino
un martilleo insoportable, hecho seguramente con el metal de una cacerola. Memo
estuvo a punto de ceder, pero adivinando que una primera concesión lo llevaría al
sometimiento absoluto, aumentó el volumen de su vitrola y prosiguió escuchando
impasible su ópera. La vieja continuó golpeando y refunfuñando y al fin cansada se fue
de su casa tirando la puerta.
Este primer incidente alarmó un poco a Memo, pero al mismo tiempo halagó su vanidad,
no se había dejado impresionar por esas bravatas y al final había salido con su gusto.
Una vecina vieja y gorda no iba a mudar su rutina ni a menguar su tranquilidad. En los
días siguientes continuó escuchando óperas, sin que la vecina pudiera impedírselo.
Después de algunas protestas como “¡Ya empieza usted con su fregadera! ¡Me quiere
volver loca!”, optaba por irse de paseo hasta el atardecer. Memo tuvo la impresión de
que el enemigo cedía terreno y que esa primera batalla estaba prácticamente ganada.
Una tarde vio llegar a doña Pancha con una enorme caja de cartón, que lo intrigó.
Estuvo tentado primero a salir al corredor y espiarla por la ventana, pero finalmente
optó por pegar el oído a la pared. La escuchó canturrear y deambular por la pieza
desplazando muebles. Al poco rato una voz de hombre llenó la habitación vecina. Era
alguien que hablaba de las ventajas del fijador de cabello Glostora. Memo se desplomó
en su sillón: ¡un aparato de radio! El locutor anunciaba ahora el programa “Una hora
en el trópico” Y la hora en el trópico empezó con la voz aflautada de un cantante de
boleros. Memo escuchó dos o tres canciones sin atinar a moverse, pero cuando se
inició la siguiente avanzó hacia la vitrola y colocó su Caruso. Su vecina aumentó el
volumen y Memo la imitó. Aún no se habían dado cuenta, pero había empezado la
guerra de las ondas.
Esta duró interminables días. Doña Pancha había descubierto un arma más poderosa
que la música bailable: el radioteatro. Su habitación se llenó de exclamaciones, llantos,
quejidos, mallas de una historia que se prolongaba de tarde en tarde y en la cual,
mal que bien, Memo había terminado por reconocer algunos personajes siempre
arruinados o atacados por enfermedades intocables, pero incapaces de morir. Como le
pareció indecente enfrentar a Verdi con tales adefesios, hizo una inspección por una
disquera y llegó cargado de viejas marchas militares. Desde entonces cada vez que
doña Pancha prendía su aparato para sintonizar un episodio de su novela, Memo hacía
sonar los clarines de la marcha de Uchumayo o los redobles de tambor de la carga de
Junín. Fue una lucha grandiosa. Doña Pancha hacía esfuerzos inútiles por evitar que
bombos y cornetas contaminaran el monólogo dramático de la hija abandonada o los
lamentos del viejo padre ofendido en su honra. La equiparidad de fuerzas hizo que esta
guerra fuera insostenible. Ambos terminaron por concluir un armisticio tácito. Memo
fue paulatinamente acortando sus emisiones y bajando el volumen, lo mismo que doña
Pancha. Al fin optaron por escuchar sus aparatos discretamente o por encenderlos
cuando el vecino había salido. En definitiva, había sido un empate. Este conflicto fue
seguido por un largo periodo de calma, en el cual cada contrincante, después de tanto
esfuerzo desplegado pareció entregarse con delicia a los placeres de la paz recobrada.
Como cada cual conocía los hábitos del otro, procuraban no encontrarse jamás en
las escaleras ni en la galería. Esto los obligaba, sin embargo, a vivir continuamente
pendientes el uno del otro. Y fue así como Memo notó que su vecina había iniciado un
vasto plan de embellecimiento de su habitáculo. El interior debía haberlo remozado,
pues la vio pasar con latas de pintura. Pero luego —y esto fue imposible no verlo—
amplió sus proyectos decorativos hacia la galería. Su vieja mecedora la forró con una
cretona floreada y en la baranda que corría frente a su departamento colocó una docena
de macetas vacías. Estas fueron progresivamente llenándose de plantas. Detrás del
visillo, Memo vio surgir con asombro claveles, rosas, siemprevivas, dalias y geranios.
Doña Pancha no cumplía esta labor en silencio, sino repitiendo entre dientes que
algunas personas no sabían lo que era “vivir decentemente”, que tenían su casa como
unos “verdaderos chanchos” y que cuando vivía su marido había estado acostumbrada
siempre a tener un jardín.
Memo escuchaba estas palabras sin inmutarse, pero terminó por darse cuenta que eran
el inicio de hostilidades muchísimo más sutiles. Doña Pancha quería imponerse a él,
ya que no por la fuerza, al menos por el gusto y la ostentación. Memo no tenía ninguna
pasión por las flores, de modo que renunció a emular a su vecina en ese sentido, pero
recordó haber visto en sus libros de viajes fotografías de arbustos exóticos. En una
florería del parque descubrió un helecho sembrado en su caja de madera y haciendo
un dispendio lo adquirió. Como era imposible ponerlo sobre la baranda, no tuvo más
remedio que colocarlo en la galería, al lado de su puerta. Durante horas esperó que
doña Pancha llegara de la calle. Al fin la vio subir pufando las escaleras y deteniéndose
asombrada ante el arbusto que inesperadamente adornaba el balcón. Largo rato estuvo
examinando la planta con una expresión de asco y al fin soltando la carcajada se retiró
a su cuarto.
Memo, que esperaba verla palidecer de envidia, se sintió decepcionado. Haciendo
una nueva pesquisa por las florerías compró, esta vez, un pequeño ciprés que instaló
también en la galería, al otro lado de la puerta, lo que tampoco pareció impresionar a
doña Pancha. Finalmente, completo su colección con un cactus serrano que instaló en
su macetón contra la balaustrada. Fue solo esta planta la que provocó en doña Pancha
un fruncimiento de nariz, una mueca de estupor y un ademán de abatimiento, que
Memo interpretó como la más inconfesable envidia. Y para redondear su ofensiva,
cada vez que regaba su huerta portátil no dejaba de decir en voz alta: “Geranios,
florecitas de pacotilla. Dalias que apestan a caca. Hay que ser huachafo, tener el gusto
estragado. La distinción está en los arbustos de otros climas, en la gran vegetación que
nos da la idea de estar en la campiña. Las plantas en maceta, para los peluqueros”.
La rivalidad de las plantas se hubiera limitado a una simple escaramuza sin mayor
consecuencia, si es que para llegar a su departamento doña Pancha no tuviera que
pasar frente al de Memo. Y sus plantas iban creciendo. El ciprés había engrosado y
tendía a dirigir sus ramas hacia el centro del pasaje, mientras el cactus serrano prolongó
sus brazos en la misma dirección. De este modo, lo que antes era un corredor amplio
y despejado se había convertido en una pequeña selva que era necesario atravesar con
precauciones.
Una mañana que doña Pancha salió apurada a misa se enganchó el vestido con una
espina. Memo fue despertado por sus gritos: “¡Esto no puede seguir así! ¡EI viejo me
quiere asfixiar con sus árboles! Quiere cerrarme el paso de mi casa. Ha llenado esto
de cosas inmundas”. Y al notar que el vuelo de su traje tenía una rasgadura voló de un
carterazo una rama del cactus.
Memo esperó pacientemente que bajara las escaleras. Cuando la vio desaparecer, salió
a la galería, inspeccionó detenidamente las macetas y eligiendo los claveles dio un
golpe con la mano y el tiesto cayó al jardín de los bajos.
Al día siguiente, notó que a su cactus le faltaba otro de sus brazos y esa misma noche,
esperando que doña Pancha se durmiera, echó a los bajos su maceta con dalias. Las
represalias no se hicieron esperar: Memo comprobó que a su ciprés le habían cortado
la guía, condenándolo en adelante a ser un ciprés enano. Presa de furor envió esa
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noche al jardín las dos macetas de siemprevivas. A la mañana siguiente —doña Pancha
debía haber madrugado— su helecho estaba partido por la mitad. Memo vaciló entonces
si valía la pena proseguir esa guerra secreta de golpes de mano nocturnos y silenciosos:
ella los conducía a la destrucción recíproca. Pero jugándose el todo por el todo esperó
como de costumbre que llegara la medianoche y salió a la galería dispuesto a destruir
esta vez la más preciada joya de su vecina: su maceta con rosas. Cuando se acercaba
a la balaustrada la puerta del lado se abrió y surgió doña Pancha en bata: “¡Ya lo vi
sinvergüenza, viejo marica, quiere hacer trizas mi jardín!” “Me estoy paseando zamba
grosera. Todo el mundo tiene derecho a caminar por el balcón”. “Mentira, si ya estaba
a punto de empujar mi maceta. Lo he visto por la ventana, pedazo de mequetrefe.
Ingeniero dice la tarjeta que está en su puerta. ¡Qué va a ser usted ingeniero! Habrá sido
barrendero, flaco asqueroso”. “Y usted es una zamba sin educación. Debían echarla
de la quinta por bocasucia”. “Soy yo la que lo voy a hacer echar. Lo voy a llevar a
los tribunales por daños a la propiedad”. Los insultos continuaron, subiendo cada vez
más de tono. Algunas luces se encendieron en la quinta. Memo, temeroso siempre del
escándalo optó por retirarse, después de lanzar una última injuria que había tenido
hasta entonces en reserva: “¡Negra!” Cuando entraba en su cuarto la vieja se deshacía
en improperios, amenazándolo con un hijo que vivía en Venezuela y que estaba a
punto de llegar: “¡Lo va a hacer pedazos, empleadito de mierda!”.
Memo concilió tarde el sueño, temiendo que doña Pancha arrasara esa noche el resto
de su boscaje. Pero a la mañana siguiente comprobó que no había pasado nada. Él
tampoco tuvo ánimo para reanudar la contienda. Los intercambios de insultos parecía
haberlos aliviado. Entraron a un nuevo periodo de paz.
Memo pasó unos días sosegados, observando por la ventana a su vecina ocupada en
sus trajines cotidianos, regar el resto de sus flores, barrer y baldear la galería, ir de
compras o a misa. Una mañana la vio salir con sombrero, llevando en la mano una
pequeña maleta. En vano esperó que llegara al atardecer o en la noche. La habitación
vecina estaba terriblemente silenciosa. Memo coligió que doña Pancha debía haber
partido hacia alguna de esas estaciones de baños termales, uno de esos lugares donde
los viejos se reúnen en pandilla con la esperanza de retardar la hora de la cita con la
muerte. Entonces respiró a sus anchas, pudo poner de nuevo sus operas a todo volumen,
pasearse en pijama por la galería, fumar hasta tarde apoyado en la balaustrada y hasta
darse el lujo de sentarse una tarde en la mecedora de su vecina.
La tranquilidad de Memo no duró, sin embargo, mucho tiempo. Doña Pancha apareció
un día con su maleta, rozagante y cobriza, lo que pareció corroborar que había estado
de vacaciones. Ese día Memo no salió de su casa y se dedicó a espiarla, deseando
casi lo provocara con alguna impertinencia, a fin de tener un pretexto para elevar la
voz y demostrar que estaba allí, intacto y vigilante. Pero su vecina no le concedió
ninguna importancia. Se dedicó a reanimar su mustio jardín, a coser nuevas cortinas
para su ventana y a escuchar sus radionovelas, pero a media voz, como si su periodo
de descanso la hubiera persuadido de las ventajas de la convivencia pacífica.
Como lo temía Memo —y en el fondo lo esperaba— esto era solo apariencia. La vieja
debía haber urdido durante su retiro alguna nueva estrategia. En esos días Memo había
contratado a una muchacha para que viniera una vez a la semana a lavarle la ropa.
Era casi una niña, un poco retardada y dura de oído. Cada vez que venía, Memo se
instalaba en su sillón, cogía un libro de viajes y mientras la fámula laboraba, la vigilaba
con un aire paternal y jubilado.
Doña Pancha no se percató de esta novedad. Pero a la tercera semana, al ver entrar
donde su vecino a una mujer sola y permanecer allí largo rato, concibió un montaje
obsceno, se sintió vicariamente ultrajada en su virtud y puso el grito en el cielo: “¡Véanlo
pues al inocentón! Tiene su barragana. A la vejez, viruelas. ¡Trae mujeres a su cuarto!”
“¡Silencio, boca de desagüe!” “¡No me callaré. Si quiere hacer cochinadas, hágalas
en la calle. Pero aquí no. Este es un lugar decente”. “¡Zamba grosera, chitón!” “¡Es el
baldón de la quinta!”, añadió doña Pancha y no contenta con vociferar en su cuarto
salió al balcón, justo cuando la muchacha se retiraba. “¡No vuelvas donde ese viejo,
es un corrompido! Ya verás, te va a hundir en el fango”. La muchacha, sin entender
bien, se alejó haciendo reverencias, mientras Memo, que había salido a la puerta de
su casa, se enfrentó por primera vez directamente con su vecina: “¡Es mi lavandera,
vieja malpensada! Tiene usted el alma tan sucia como su boca. ¡Cuídese del demonio!”
Ambos levantaron la voz a tal extremo que apenas se escuchaban. Como de costumbre
terminaron por darse la espalda y refugiarse en sus cuartos tirando la puerta.
Desde entonces doña Pancha no cejó. Cada vez que venía la lavandera se deshacía
en insultos contra Memo. Nosotros los habitantes de la quinta; comenzamos a
darnos cuenta que esa banal enemistad entre vecinos hollaba el terreno del delirio.
Probablemente doña Pancha había terminado por comprender que esa visitante era
una inocente empleada, pero embarcada en su nueva ofensiva no quería dar marcha
atrás. Memo se limitaba a parar los golpes, pero su arsenal de injurias, parecía haberse
agotado. La situación, objetivamente, los condenaba y tenía que mantenerse a la
defensiva. Hasta que se le presentó la ocasión de pasar al ataque.
Fue cuando se le atoró a doña Pancha el lavadero de la cocina. Por más esfuerzos que
hizo no pudo reparar el desperfecto y se vio obligada a llamar al gasfitero. Una tarde
apareció un japonés con su maletín de trabajo. Memo supuso que era una artesano
del barrio y sospechaba a qué venía, pero no quiso desperdiciar la oportunidad de
vengarse. Cuando el obrero se fue, salió a la galería e imitando a sus tenores preferidos
improvisó un aria completamente destemplada: “¡La vieja tiene un amante! ¡Trae un
hombre a su casa! Un japonés además. ¡Y obrero! ¡Y en la iglesia se da golpes de
pecho, la hipócrita! Que se enteren todos aquí, doña Francisca Viuda de Morales con
un gasfitero!” Doña Pancha ya estaba frente a él, más cerca que nunca. Cara contra cara
sin tocarse, gruñían, babeaban, enronquecían de insultos, se fulminaban con la mirada,
buscando cada cual la palabra mortal, definitiva. “¡Cobarde, pestífero, empleaducho!”,
logró articular doña Pancha, cuando Memo disparaba su último cartucho: “¡Vieja puta!”
Doña Pancha estuvo a punto de desplomarse. “¡Eso no! Ya verá cuando llegue mi hijo!
Viene a vivir conmigo. Es rico además, no un pobretón como usted. ¡Lo aplastará como
a una cucaracha!”…

Adaptado de Tristes querellas en la vieja quinta de Ribeyro

Sabías que... Recuerda que... Glosario


Vocinglera: que habla mucho y vanamente.
Prolífica: que tiene gran descendencia.
Antaño: en tiempo pasado.
Habitáculo: habitación, edificio o parte de lo destinado a ser
habitado.
Literatura y Redacción

Comprensión lectora

1. Describe la quinta cuando Memo se mudó.

2. Establece las diferencias.

Miraflores de antaño Miraflores actual

3. ¿Cómo era Memo? ¿A qué se dedicaba?

4. ¿Cómo se llama su nueva vecina? ¿Qué impresión tuvo de ella?

5. ¿Qué hecho dio inicio al conflicto entre los vecinos?

6. ¿Qué compró la vecina para contrarrestar la música de Memo?

7. ¿A qué se denomina “la guerra de las ondas”?

8. Menciona los cambios que realizó doña Pancha para embellecer su habitáculo.

9. ¿Qué compró Memo para que doña Pancha muera de envidia?

10. ¿Cómo reaccionó doña Pancha?

11. ¿Quién dio inicio a la “guerra de las plantas”?

12. ¿Con quién amenazaba constantemente doña Pancha a Memo?

13. ¿Cómo reaccionó doña Pancha cuando vio a la muchacha que Memo contrató para lavar la ropa?

14. ¿Cómo se vengó Memo?

Juicio crítico

15. ¿Estás de acuerdo con las discusiones entre vecinos? ¿Por qué?

Creatividad

16. Dibuja una de las discusiones entre doña Pancha y Memo.


Precisión léxica I
La precisión del lenguaje exige el empleo de las palabras en un sentido exacto. El facilismo léxico es el
que nos lleva a emplear verbos vacíos como poner, tener, hacer y cosa, que trae como consecuencia la
monotonía y la pobreza léxica.

Reemplaza la palabra poner por una más precisa.

1. Poner 200 árboles.

2. Poner dinero en el banco.

3. Poner dificultades en la tareas.

4. Poner a hervir un litro de leche.

5. Poner a fuego lento.

6. Poner nuestras ideas ante ustedes.

7. Poner a mis hijos en un nuevo colegio.

8. Poner atención a las instrucciones.

9. Poner en mi agenda todas las tareas.

10. Poner en mi cuaderno el dictado.

11. Poner una banderilla al toro.

12. Poner el gol del triunfo.

13. Poner el automóvil cerca del colegio.

14. Poner los ejercicios en el nuevo libro.

15. Poner una inyección intramuscular.

16. Poner las ideas en orden.


Literatura y Redacción

Reemplaza la palabra tener por una más precisa.

1. Tiene acciones en la compañía.

2. Tiene una enfermedad muy grave.

3. Tiene 50 metros de largo.

4. El rompecabezas tiene 100 piezas.

5. Tiene los mejores jugadores del medio.

6. Tiene todas las garantías del caso.

7. Tiene un vestido muy elegante.

8. Tiene un collar de perlas.

9. Tiene una responsabilidad importante.

10. Tiene una posición clara.

11. La medida tiene efecto en corto plazo.

12. El veneno tiene efecto en un segundo.

13. Ese paciente tiene una enfermedad


incurable.

14. Esa empresa tendrá al mejor representante


de ventas.

15. Esa dama tenía puesta una blusa floreada.

16. Mi padre tiene un cargo muy importante en


esa empresa.
Tarea domiciliaria
1. ¿Cómo se define el cuento urbano?
2. ¿Cuáles son las características del cuento urbano?
3. Menciona a los principales representantes del cuento urbano.
4. ¿Por qué es importante la precisión léxica?
5. Reemplaza la palabra poner por una más precisa.

a) Poner problemas matemáticos.

b) Poner queso rallado.

c) Poner mantequilla al pan.

d) Me pondré mi mejor traje.

e) Poner el proyecto en discusión.

f) Poner un castigo.

g) Pongan atención a la clase.

h) Me pondré de rodillas.

6. Reemplaza la palabra tener por una más precisa.

a) Esa política tiene efecto grave.

b) Tiene la misma opinión de siempre.

c) Ese artista tiene invitaciones.

d) El drogadicto tiene alucinaciones.

e) Tiene confianza en el nuevo profesor.

f) Tiene buena salud.

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