El Cuento Urbano 1
El Cuento Urbano 1
El Cuento Urbano 1
El cuento urbano I
El cuento urbano aborda personajes de la ciudad de los años cincuenta, forjados desde las zonas
marginales pobladas por provincianos.
Emerge un espacio representativo,
Surge a partir de los años 50. de identidad social, política y
moral: la ciudad
El cuento
urbano
Características
Representantes principales
• Los personajes están referidos
al mundo de la ciudad. • Julio Ramón Ribeyro
• La ciudad es vista como algo • Carlos Eduardo Zavaleta
horrendo.
• Enrique Congrains
• Privilegian la visión de las
barriadas. • Alfredo Bryce Echenique
volvió a poner el disco los golpes se hicieron insistentes. “¿Va a quitar esa música
de porquería?” Memo quedó helado. Nadie en la vida lo había interpelado de esa
manera. No solo era un insulto pérfido contra su persona sino una ofensa a su cantor
favorito. Sin hacer caso continuó escuchando a su Caruso. Pero la voz de contralto de
su vecina se impuso: “Pedazo de malcriado, ¿no se da cuenta que me molesta con esos
chillidos?” Memo quedó un momento callado y al fin apretando los puños y los dientes
gritó: “¡Aguántelos!”.
A mala hora. Ya no fueron golpes esporádicos los que removieron la pared, sino
un martilleo insoportable, hecho seguramente con el metal de una cacerola. Memo
estuvo a punto de ceder, pero adivinando que una primera concesión lo llevaría al
sometimiento absoluto, aumentó el volumen de su vitrola y prosiguió escuchando
impasible su ópera. La vieja continuó golpeando y refunfuñando y al fin cansada se fue
de su casa tirando la puerta.
Este primer incidente alarmó un poco a Memo, pero al mismo tiempo halagó su vanidad,
no se había dejado impresionar por esas bravatas y al final había salido con su gusto.
Una vecina vieja y gorda no iba a mudar su rutina ni a menguar su tranquilidad. En los
días siguientes continuó escuchando óperas, sin que la vecina pudiera impedírselo.
Después de algunas protestas como “¡Ya empieza usted con su fregadera! ¡Me quiere
volver loca!”, optaba por irse de paseo hasta el atardecer. Memo tuvo la impresión de
que el enemigo cedía terreno y que esa primera batalla estaba prácticamente ganada.
Una tarde vio llegar a doña Pancha con una enorme caja de cartón, que lo intrigó.
Estuvo tentado primero a salir al corredor y espiarla por la ventana, pero finalmente
optó por pegar el oído a la pared. La escuchó canturrear y deambular por la pieza
desplazando muebles. Al poco rato una voz de hombre llenó la habitación vecina. Era
alguien que hablaba de las ventajas del fijador de cabello Glostora. Memo se desplomó
en su sillón: ¡un aparato de radio! El locutor anunciaba ahora el programa “Una hora
en el trópico” Y la hora en el trópico empezó con la voz aflautada de un cantante de
boleros. Memo escuchó dos o tres canciones sin atinar a moverse, pero cuando se
inició la siguiente avanzó hacia la vitrola y colocó su Caruso. Su vecina aumentó el
volumen y Memo la imitó. Aún no se habían dado cuenta, pero había empezado la
guerra de las ondas.
Esta duró interminables días. Doña Pancha había descubierto un arma más poderosa
que la música bailable: el radioteatro. Su habitación se llenó de exclamaciones, llantos,
quejidos, mallas de una historia que se prolongaba de tarde en tarde y en la cual,
mal que bien, Memo había terminado por reconocer algunos personajes siempre
arruinados o atacados por enfermedades intocables, pero incapaces de morir. Como le
pareció indecente enfrentar a Verdi con tales adefesios, hizo una inspección por una
disquera y llegó cargado de viejas marchas militares. Desde entonces cada vez que
doña Pancha prendía su aparato para sintonizar un episodio de su novela, Memo hacía
sonar los clarines de la marcha de Uchumayo o los redobles de tambor de la carga de
Junín. Fue una lucha grandiosa. Doña Pancha hacía esfuerzos inútiles por evitar que
bombos y cornetas contaminaran el monólogo dramático de la hija abandonada o los
lamentos del viejo padre ofendido en su honra. La equiparidad de fuerzas hizo que esta
guerra fuera insostenible. Ambos terminaron por concluir un armisticio tácito. Memo
fue paulatinamente acortando sus emisiones y bajando el volumen, lo mismo que doña
Pancha. Al fin optaron por escuchar sus aparatos discretamente o por encenderlos
cuando el vecino había salido. En definitiva, había sido un empate. Este conflicto fue
seguido por un largo periodo de calma, en el cual cada contrincante, después de tanto
esfuerzo desplegado pareció entregarse con delicia a los placeres de la paz recobrada.
Como cada cual conocía los hábitos del otro, procuraban no encontrarse jamás en
las escaleras ni en la galería. Esto los obligaba, sin embargo, a vivir continuamente
pendientes el uno del otro. Y fue así como Memo notó que su vecina había iniciado un
vasto plan de embellecimiento de su habitáculo. El interior debía haberlo remozado,
pues la vio pasar con latas de pintura. Pero luego —y esto fue imposible no verlo—
amplió sus proyectos decorativos hacia la galería. Su vieja mecedora la forró con una
cretona floreada y en la baranda que corría frente a su departamento colocó una docena
de macetas vacías. Estas fueron progresivamente llenándose de plantas. Detrás del
visillo, Memo vio surgir con asombro claveles, rosas, siemprevivas, dalias y geranios.
Doña Pancha no cumplía esta labor en silencio, sino repitiendo entre dientes que
algunas personas no sabían lo que era “vivir decentemente”, que tenían su casa como
unos “verdaderos chanchos” y que cuando vivía su marido había estado acostumbrada
siempre a tener un jardín.
Memo escuchaba estas palabras sin inmutarse, pero terminó por darse cuenta que eran
el inicio de hostilidades muchísimo más sutiles. Doña Pancha quería imponerse a él,
ya que no por la fuerza, al menos por el gusto y la ostentación. Memo no tenía ninguna
pasión por las flores, de modo que renunció a emular a su vecina en ese sentido, pero
recordó haber visto en sus libros de viajes fotografías de arbustos exóticos. En una
florería del parque descubrió un helecho sembrado en su caja de madera y haciendo
un dispendio lo adquirió. Como era imposible ponerlo sobre la baranda, no tuvo más
remedio que colocarlo en la galería, al lado de su puerta. Durante horas esperó que
doña Pancha llegara de la calle. Al fin la vio subir pufando las escaleras y deteniéndose
asombrada ante el arbusto que inesperadamente adornaba el balcón. Largo rato estuvo
examinando la planta con una expresión de asco y al fin soltando la carcajada se retiró
a su cuarto.
Memo, que esperaba verla palidecer de envidia, se sintió decepcionado. Haciendo
una nueva pesquisa por las florerías compró, esta vez, un pequeño ciprés que instaló
también en la galería, al otro lado de la puerta, lo que tampoco pareció impresionar a
doña Pancha. Finalmente, completo su colección con un cactus serrano que instaló en
su macetón contra la balaustrada. Fue solo esta planta la que provocó en doña Pancha
un fruncimiento de nariz, una mueca de estupor y un ademán de abatimiento, que
Memo interpretó como la más inconfesable envidia. Y para redondear su ofensiva,
cada vez que regaba su huerta portátil no dejaba de decir en voz alta: “Geranios,
florecitas de pacotilla. Dalias que apestan a caca. Hay que ser huachafo, tener el gusto
estragado. La distinción está en los arbustos de otros climas, en la gran vegetación que
nos da la idea de estar en la campiña. Las plantas en maceta, para los peluqueros”.
La rivalidad de las plantas se hubiera limitado a una simple escaramuza sin mayor
consecuencia, si es que para llegar a su departamento doña Pancha no tuviera que
pasar frente al de Memo. Y sus plantas iban creciendo. El ciprés había engrosado y
tendía a dirigir sus ramas hacia el centro del pasaje, mientras el cactus serrano prolongó
sus brazos en la misma dirección. De este modo, lo que antes era un corredor amplio
y despejado se había convertido en una pequeña selva que era necesario atravesar con
precauciones.
Una mañana que doña Pancha salió apurada a misa se enganchó el vestido con una
espina. Memo fue despertado por sus gritos: “¡Esto no puede seguir así! ¡EI viejo me
quiere asfixiar con sus árboles! Quiere cerrarme el paso de mi casa. Ha llenado esto
de cosas inmundas”. Y al notar que el vuelo de su traje tenía una rasgadura voló de un
carterazo una rama del cactus.
Memo esperó pacientemente que bajara las escaleras. Cuando la vio desaparecer, salió
a la galería, inspeccionó detenidamente las macetas y eligiendo los claveles dio un
golpe con la mano y el tiesto cayó al jardín de los bajos.
Al día siguiente, notó que a su cactus le faltaba otro de sus brazos y esa misma noche,
esperando que doña Pancha se durmiera, echó a los bajos su maceta con dalias. Las
represalias no se hicieron esperar: Memo comprobó que a su ciprés le habían cortado
la guía, condenándolo en adelante a ser un ciprés enano. Presa de furor envió esa
Literatura y Redacción
noche al jardín las dos macetas de siemprevivas. A la mañana siguiente —doña Pancha
debía haber madrugado— su helecho estaba partido por la mitad. Memo vaciló entonces
si valía la pena proseguir esa guerra secreta de golpes de mano nocturnos y silenciosos:
ella los conducía a la destrucción recíproca. Pero jugándose el todo por el todo esperó
como de costumbre que llegara la medianoche y salió a la galería dispuesto a destruir
esta vez la más preciada joya de su vecina: su maceta con rosas. Cuando se acercaba
a la balaustrada la puerta del lado se abrió y surgió doña Pancha en bata: “¡Ya lo vi
sinvergüenza, viejo marica, quiere hacer trizas mi jardín!” “Me estoy paseando zamba
grosera. Todo el mundo tiene derecho a caminar por el balcón”. “Mentira, si ya estaba
a punto de empujar mi maceta. Lo he visto por la ventana, pedazo de mequetrefe.
Ingeniero dice la tarjeta que está en su puerta. ¡Qué va a ser usted ingeniero! Habrá sido
barrendero, flaco asqueroso”. “Y usted es una zamba sin educación. Debían echarla
de la quinta por bocasucia”. “Soy yo la que lo voy a hacer echar. Lo voy a llevar a
los tribunales por daños a la propiedad”. Los insultos continuaron, subiendo cada vez
más de tono. Algunas luces se encendieron en la quinta. Memo, temeroso siempre del
escándalo optó por retirarse, después de lanzar una última injuria que había tenido
hasta entonces en reserva: “¡Negra!” Cuando entraba en su cuarto la vieja se deshacía
en improperios, amenazándolo con un hijo que vivía en Venezuela y que estaba a
punto de llegar: “¡Lo va a hacer pedazos, empleadito de mierda!”.
Memo concilió tarde el sueño, temiendo que doña Pancha arrasara esa noche el resto
de su boscaje. Pero a la mañana siguiente comprobó que no había pasado nada. Él
tampoco tuvo ánimo para reanudar la contienda. Los intercambios de insultos parecía
haberlos aliviado. Entraron a un nuevo periodo de paz.
Memo pasó unos días sosegados, observando por la ventana a su vecina ocupada en
sus trajines cotidianos, regar el resto de sus flores, barrer y baldear la galería, ir de
compras o a misa. Una mañana la vio salir con sombrero, llevando en la mano una
pequeña maleta. En vano esperó que llegara al atardecer o en la noche. La habitación
vecina estaba terriblemente silenciosa. Memo coligió que doña Pancha debía haber
partido hacia alguna de esas estaciones de baños termales, uno de esos lugares donde
los viejos se reúnen en pandilla con la esperanza de retardar la hora de la cita con la
muerte. Entonces respiró a sus anchas, pudo poner de nuevo sus operas a todo volumen,
pasearse en pijama por la galería, fumar hasta tarde apoyado en la balaustrada y hasta
darse el lujo de sentarse una tarde en la mecedora de su vecina.
La tranquilidad de Memo no duró, sin embargo, mucho tiempo. Doña Pancha apareció
un día con su maleta, rozagante y cobriza, lo que pareció corroborar que había estado
de vacaciones. Ese día Memo no salió de su casa y se dedicó a espiarla, deseando
casi lo provocara con alguna impertinencia, a fin de tener un pretexto para elevar la
voz y demostrar que estaba allí, intacto y vigilante. Pero su vecina no le concedió
ninguna importancia. Se dedicó a reanimar su mustio jardín, a coser nuevas cortinas
para su ventana y a escuchar sus radionovelas, pero a media voz, como si su periodo
de descanso la hubiera persuadido de las ventajas de la convivencia pacífica.
Como lo temía Memo —y en el fondo lo esperaba— esto era solo apariencia. La vieja
debía haber urdido durante su retiro alguna nueva estrategia. En esos días Memo había
contratado a una muchacha para que viniera una vez a la semana a lavarle la ropa.
Era casi una niña, un poco retardada y dura de oído. Cada vez que venía, Memo se
instalaba en su sillón, cogía un libro de viajes y mientras la fámula laboraba, la vigilaba
con un aire paternal y jubilado.
Doña Pancha no se percató de esta novedad. Pero a la tercera semana, al ver entrar
donde su vecino a una mujer sola y permanecer allí largo rato, concibió un montaje
obsceno, se sintió vicariamente ultrajada en su virtud y puso el grito en el cielo: “¡Véanlo
pues al inocentón! Tiene su barragana. A la vejez, viruelas. ¡Trae mujeres a su cuarto!”
“¡Silencio, boca de desagüe!” “¡No me callaré. Si quiere hacer cochinadas, hágalas
en la calle. Pero aquí no. Este es un lugar decente”. “¡Zamba grosera, chitón!” “¡Es el
baldón de la quinta!”, añadió doña Pancha y no contenta con vociferar en su cuarto
salió al balcón, justo cuando la muchacha se retiraba. “¡No vuelvas donde ese viejo,
es un corrompido! Ya verás, te va a hundir en el fango”. La muchacha, sin entender
bien, se alejó haciendo reverencias, mientras Memo, que había salido a la puerta de
su casa, se enfrentó por primera vez directamente con su vecina: “¡Es mi lavandera,
vieja malpensada! Tiene usted el alma tan sucia como su boca. ¡Cuídese del demonio!”
Ambos levantaron la voz a tal extremo que apenas se escuchaban. Como de costumbre
terminaron por darse la espalda y refugiarse en sus cuartos tirando la puerta.
Desde entonces doña Pancha no cejó. Cada vez que venía la lavandera se deshacía
en insultos contra Memo. Nosotros los habitantes de la quinta; comenzamos a
darnos cuenta que esa banal enemistad entre vecinos hollaba el terreno del delirio.
Probablemente doña Pancha había terminado por comprender que esa visitante era
una inocente empleada, pero embarcada en su nueva ofensiva no quería dar marcha
atrás. Memo se limitaba a parar los golpes, pero su arsenal de injurias, parecía haberse
agotado. La situación, objetivamente, los condenaba y tenía que mantenerse a la
defensiva. Hasta que se le presentó la ocasión de pasar al ataque.
Fue cuando se le atoró a doña Pancha el lavadero de la cocina. Por más esfuerzos que
hizo no pudo reparar el desperfecto y se vio obligada a llamar al gasfitero. Una tarde
apareció un japonés con su maletín de trabajo. Memo supuso que era una artesano
del barrio y sospechaba a qué venía, pero no quiso desperdiciar la oportunidad de
vengarse. Cuando el obrero se fue, salió a la galería e imitando a sus tenores preferidos
improvisó un aria completamente destemplada: “¡La vieja tiene un amante! ¡Trae un
hombre a su casa! Un japonés además. ¡Y obrero! ¡Y en la iglesia se da golpes de
pecho, la hipócrita! Que se enteren todos aquí, doña Francisca Viuda de Morales con
un gasfitero!” Doña Pancha ya estaba frente a él, más cerca que nunca. Cara contra cara
sin tocarse, gruñían, babeaban, enronquecían de insultos, se fulminaban con la mirada,
buscando cada cual la palabra mortal, definitiva. “¡Cobarde, pestífero, empleaducho!”,
logró articular doña Pancha, cuando Memo disparaba su último cartucho: “¡Vieja puta!”
Doña Pancha estuvo a punto de desplomarse. “¡Eso no! Ya verá cuando llegue mi hijo!
Viene a vivir conmigo. Es rico además, no un pobretón como usted. ¡Lo aplastará como
a una cucaracha!”…
Comprensión lectora
8. Menciona los cambios que realizó doña Pancha para embellecer su habitáculo.
13. ¿Cómo reaccionó doña Pancha cuando vio a la muchacha que Memo contrató para lavar la ropa?
Juicio crítico
15. ¿Estás de acuerdo con las discusiones entre vecinos? ¿Por qué?
Creatividad
f) Poner un castigo.
h) Me pondré de rodillas.