Vigilia en Paris JMJ 1997
Vigilia en Paris JMJ 1997
Vigilia en Paris JMJ 1997
1. Al empezar os saludo a todos vosotros que estáis aquí reunidos repitiendo las
palabras del profeta Ezequiel, pues contienen una maravillosa promesa de Dios y
expresan la alegría de vuestra presencia: "Os recogeré de entre las naciones (...) os daré
un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el
corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu y haré que
caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos (...). Vosotros
seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios" (Ez 36,24-28).
2. Saludo a los Obispos franceses que nos acogen y a los Obispos venidos de todo el
mundo. Dirijo asimismo mi saludo cordial a los distinguidos representantes de otras
confesiones cristianas con las cuales compartimos el mismo bautismo y que han querido
asociarse a esta celebración de la juventud.
3. Los textos litúrgicos de nuestra vigilia son, por una parte, los mismos de la Vigilia
pascual. Se refieren al bautismo. El Evangelio de san Juan narra el diálogo nocturno de
Cristo con Nicodemo. Viniendo a encontrarse con Cristo, este miembro del Sanedrín
expresa su fe: "Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie
puede realizar las señales que tú realizas si Dios no está con él" (Jn 3,2). Jesús le
respondió: "En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el
Reino de Dios" (Jn 3,3). Nicodemo le pregunta: "¿Cómo puede uno nacer siendo ya
viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?" (Jn 3,4).
Respondió Jesús: "el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de
Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu" (Jn 3, 5-6).
Jesús hace pasar a Nicodemo de las realidades visibles a las invisibles. Cada uno de
nosotros ha nacido del hombre y de la mujer, de un padre y una madre; este nacimiento
es el punto de partida de toda nuestra existencia. Nicodemo piensa en esta realidad
natural. Por el contrario, Cristo ha venido al mundo para revelar otro tipo de nacimiento,
el nacimiento espiritual. Cuando profesamos nuestra fe, decimos quién es Cristo: "Creo
en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los
siglos: engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre, consubstantialis
Patri; por quien todo fue hecho, per quem omnia facta sunt; que por nosotros los
hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó
de María, la Virgen, y se hizo hombre, descendit de caelis et incarnatus est de Spiritu
Sancto ex Maria virgine et homo factus est". Sí, jóvenes, amigos míos, ¡el Hijo de Dios
se ha hecho hombre para todos vosotros, para cada uno de vosotros!
4. "El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios" (Jn 3, 5).
Así, para entrar en el Reino, el hombre debe nacer de nuevo, no según las leyes de la
carne sino según el Espíritu. El bautismo es precisamente el sacramento de este
nacimiento. El Apóstol Pablo lo explica en profundidad en el pasaje de la carta a los
Romanos que hemos escuchado: "¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en
Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el
bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los
muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva"
(Rm 6, 3-4). El Apóstol nos revela aquí el sentido del nuevo nacimiento; nos explica por
qué el sacramento tiene lugar por medio de la inmersión en el agua. No se trata de una
inmersión simbólica en la vida de Dios. El bautismo es el signo concreto y eficaz de la
inmersión en la muerte y la resurrección de Cristo. Comprendemos entonces por qué la
tradición ha unido el bautismo a la Vigilia pascual. En este día, y sobre todo en esta
noche, es cuando la Iglesia revive la muerte de Cristo, cuando la Iglesia entera se siente
abrumada por el cataclismo de esta muerte de la cual surgirá una vida nueva. De este
modo, la Vigilia, en el sentido exacto de la palabra, es espera: la Iglesia espera la
resurrección; espera la vida que será la victoria sobre la muerte y que llevará al hombre
hacia esa vida.
"Misterio y esperanza del mundo que vendrá" (S. Cirilo de Jerusalén, Procatequesis 10,
12), el bautismo es el más bello de los dones de Dios, invitándonos a convertirnos en
discípulos del Señor. Nos hace entrar en la intimidad con Dios, en la vida trinitaria,
desde hoy y hasta en la eternidad. Es una gracia que se da al pecador, que nos purifica
del pecado y nos abre un futuro nuevo. Es un baño que lava y regenera. Es una unción,
que nos conforma con Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey. Es una iluminación, que
esclarece y da pleno significado a nuestro camino. Es un vestido de fortaleza y de
perfección. Revestidos de blanco el día de nuestro bautismo, como lo seremos en el
último día, estamos llamados a conservar cada día su esplendor y a recuperarlo por
medio del perdón, la oración y la vida cristiana. El Bautismo es el signo de que Dios se
ha unido con nosotros en nuestro caminar, que embellece nuestra existencia y
transforma nuestra historia en una historia santa.
Habéis sido llamados, elegidos por Cristo para vivir en la libertad de los hijos de Dios y
habéis sido también confirmados en vuestra vocación bautismal y visitados por el
Espíritu Santo para anunciar el Evangelio a lo largo de toda vuestra vida. Recibiendo el
sacramento de la Confirmación os comprometéis con todas vuestras fuerzas a hacer
crecer pacientemente el don recibido por medio de la recepción de los sacramentos, en
particular de la Eucaristía y de la Penitencia, que conservan en nosotros la vida
bautismal. Bautizados, dais testimonio a Cristo por vuestro esfuerzo de una vida recta y
fiel al Señor, que se ha de mantener con una lucha espiritual y moral. La fe y el obrar
moral esta unidos. En efecto, el don recibido nos conduce a una conversión permanente
para imitar a Cristo y corresponder a la promesa divina. La palabra de Dios transforma
la existencia de los que la acogen, pues ella es la regla de la fe y de la acción. En su
existencia, para respetar los valores esenciales, los cristianos experimentan también el
sufrimiento que pueden exigir las opciones morales opuestas a los comportamientos del
mundo y a veces incluso de modo heroico. Pero la vida feliz con el Señor tiene ese
precio. Queridos jóvenes, vuestro testimonio tiene ese precio. Confío en vuestro valor y
en vuestra fidelidad.
7. En medio de vuestros hermanos tenéis que vivir como cristianos. Por el Bautismo
Dios nos da una madre, la Iglesia, con la que crecemos espiritualmente para avanzar en
el camino de la santidad. Este sacramento nos integra en un pueblo, nos hace partícipes
de la vida eclesial y os da hermanos y hermanas que amar, "ya que todos vosotros sois
uno en Cristo Jesús"(Ga 3,28). En la Iglesia no hay ya fronteras; somos un único pueblo
solidario, compuesto por múltiples grupos con culturas, sensibilidades y modos de
acción diversos, en comunión con los Obispos, pastores del rebaño. Esta unidad es un
signo de riqueza y vitalidad. Que dentro de la diversidad, vuestra primera preocupación
sea la unidad y la cohesión fraterna, que consientan el desarrollo personal de modo
sereno y el crecimiento del cuerpo entero.
Con todo, el Bautismo y la Confirmación no alejan del mundo, pues compartimos los
gozos y las esperanzas de los hombres de hoy en día y aportamos nuestra contribución a
la comunidad humana en la vida social y en todos los campos técnicos y científicos.
Gracias a Cristo estamos cerca de todos nuestros hermanos y llamados a manifestar la
alegría profunda que se tiene al vivir con Él. El Señor nos llama a llevar a cabo nuestra
misión allí donde estamos, pues "el lugar que Dios nos ha señalado es tan hermoso que
no nos está permitido desertar de él" (cf. Carta a Diogneto, VI,10). Cualquier cosa que
hagamos en nuestra vida, es para el Señor; en Él esta nuestra esperanza y nuestro título
de gloria. En la Iglesia la presencia de los jóvenes, de los catecúmenos y de los nuevos
bautizados es una riqueza y una fuente de vitalidad para toda la comunidad cristiana,
llamada a dar cuenta de su fe y a testimoniarla hasta los confines de la tierra.