No Huyo - Solo Vuelo Alejandro Schujman
No Huyo - Solo Vuelo Alejandro Schujman
No Huyo - Solo Vuelo Alejandro Schujman
CRÉDITOS EDITORIALES
AGRADECIMIENTOS
ACLARACIÓN
INTRODUCCIÓN
I
Yo puedo solito
Si es posible…
II
El arte de poner límites
III
“Quiero tiempo, pero tiempo no apurado. Tiempo de jugar, que es el mejor”
El sabor del encuentro
Es un grito de gol
IV
Desde el amor, estamos enfermando a nuestros niños
V
Tecnología y crianza
VI
¿Cómo te explico que el amor se termina?
VII
La adolescencia no es una enfermedad
VIII
Endulzar el crecimiento sin allanar el sufrimiento
Los hijos coquetean con la muerte con la autorización firmada de los padres
IX
Miedo a crecer
Miedo a fracasar
X
Construir la mejor libreta como padres, el desafío. Difícil, no imposible
Schujman, Alejandro
No huyo, solo vuelo : el arte de soltar a los hijos / Alejandro Schujman. - 1a ed . - Ciudad
Autónoma de Buenos Aires : Hojas del Sur, 2020.
Libro digital, EPUB
A mi compañera,
que me ayudó a desplegar mis propias alas.
AGRADECIMIENTOS
Los niños nacen en medio del entramado de las historias familiares. Son
el resultado de las intersecciones de vidas que han vivido los que los
preceden. Mucho antes de su primer llanto, ese que termina de prepararlo
para esta tierra, ese que abre pulmones, ese que es marca de origen, mucho
antes, ya está atravesado por cada una de las historias que se tejieron sobre
él, los sueños que cada uno de los integrantes de la familia y aun los amigos
han proyectado. “Les vamos transmitiendo nuestras frustraciones con la
leche templada y en cada canción”.
Es maravilloso ser padres, y es complejo. No lo hemos hecho nunca antes
de hacerlo, suena a verdad de Perogrullo, pero es así. Mafalda1 le decía a
Guille, su hermanito, señalando a sus padres, en la entrañable e
imprescindible historieta de Quino: “Tienes que entender, Guille, que esta
pobre gente antes que a nosotros, nunca educó a nadie”. Y así es, así fue y
así será.
No somos padres hasta que lo somos.
Podemos leer todos los libros sobre crianza, pero nunca sabremos lo que
nos va a suceder cuando nuestro hijo, allá desde los primeros días, nos
convoque desde el sentir, desde nuestras historias no resueltas, desde el
amor. Desde el más profundo de los amores.
Digo y aclaro: llevo treinta y dos años en la profesión y veinticinco como
padre. Mi hijo menor, hoy de dieciocho, me regaló una frase fantástica,
dura, cierta, implacable. En una oportunidad, hace unos años me acompañó
a una gira de charlas por el interior de nuestro país. Estábamos en un
encuentro con la comunidad de padres de una localidad cuando dije:
“Más allá de nuestras indicaciones, reglas de la casa, órdenes y demás
yerbas, nuestros hijos tomarán decisiones, nos guste o no… Estudiarán
cuando ellos lo decidan, y aprenderán. Aprenderán que todo en la vida
tiene consecuencias.
¿Qué es lo peor que puede pasar si un domingo descubrimos que tienen
prueba de historia, que no estudiaron y que no tienen ninguna intención de
hacerlo? Se sacarán un uno. ¿Y si no estudian para la próxima? Dos
unos… ¿Y si no lo hacen para ninguna? Se llevarán la materia. ¿Y si no la
rinden? Repetirán de año y aprenderán. Aprenderán; a un costo
relativamente alto pero no de vida o muerte, aprenderán”.
Ese mismo día, a la hora de la cena, le pregunté a Santi —en ese
momento estaba en su segundo año del ciclo medio— si tenía algo para
estudiar. Me respondió que sí, pero que no había traído el material que
necesitaba en la valija. Su respuesta fue el comienzo de un sermón tan
estéril como conocido para mi hijo. Al cabo de unos segundos, me miró, se
sonrió —hoy tengo esa sonrisa como marca de agua—, y sentenció:
“¿Conmigo no te sale lo que escribís en los libros y les decís a los padres
en las charlas, no?”. Aplaudí de pie, morí de amor, y aprendí.
Santi terminó el secundario de la manera en que él lo decidió, llevándose
a diciembre varias materias por año y rindiendo previas, pero lo logró.
Actualmente está transitando los primeros años de su carrera universitaria,
la que él eligió. Hoy aprendí que el estudio no ocupa un lugar enorme en la
relación con él. Y transmito este aprendizaje: en la relación con nuestros
hijos, muchas veces a los padres se nos mezclan emociones, deudas, viejas
rencillas con nosotros mismos.
“No quiero que sufra lo que yo sufrí”.
“Me gustaría que no pase por cosas que yo puedo evitarle”.
“Le duele a él, me duele a mí”.
“No comprendo por qué no puede entender, si está tan claro”.
Son algunas de las frases que repetimos, modelos para armar, y para amar.
Los padres hacemos las cosas de la mejor manera posible. Seguramente nos
equivocamos, no obstante, nuestros hijos van transitando el camino de la
vida gracias y a pesar de nosotros.
En este libro que aquí comienza están invitados a recorrer una travesía
que espero los ayude a acompañar a sus hijos en el camino del crecimiento.
Un viaje que comienza desde que nos anoticiamos de que nuestras vidas
cambiarán a partir del nacimiento de nuestro hijo y termina… ¿Cuándo
termina? Podemos pensar en un punto de inflexión: el momento en que
nuestros hijos vuelan —no huyen, vuelan—. Esto es, dejan la casa de los
padres. Construyen un camino de planes propios. Poseen una economía
relativamente autónoma en función de lo que las crisis emergentes
permitan. Y sobre todo, tienen un proyecto de vida propio, sólido y apoyado
en las herramientas que pudieron recolectar en los primeros años de vida.
Ni más, ni menos. Difícil, pero no imposible. Y esta es quizás mi frase de
cabecera, la cual leerán muchas veces en este libro.
Desde la cuna hasta que construyan su propio nido. Desde los pañales
hasta la “ropa de grandes”. Haremos un recorrido por cuestiones que creo
esenciales en esta tarea maravillosa de criar y crear:
La construcción de la libertad y de la autonomía como categoría esencial en el vivir.
El arte de poner límites, los que dicen “esto no” pero “todo esto otro sí”.
La construcción de momentos maravillosos en el crecimiento, momentos de padres e hijos,
la verdadera herencia.
La pasión como legado, la pasión que se educa, que se contagia. El brillo en los ojos que se
transmite de generación en generación como la llama olímpica de la vida.
La tecnología como condicionante en nuestras vidas y en el cotidiano de la relación padres-
hijos. Cómo maniobrar con ella, cómo introducirla como aliada y no como niñera
involuntaria en la vida de nuestros niños.
Los grandes temas de la humanidad: cómo hablar de ellos con nuestros hijos, cómo
maniobrar con nuestras emociones, nuestros fantasmas y nuestros miedos sin que sean
yunques en sus cabecitas.
La adolescencia, señales para que pueda ser una etapa maravillosa y no un calvario.
Y me detengo un instante en lo que sigue. Mal de época, razón de muchas de las
aflicciones de estos tiempos: la tibieza amorosa de los padres.
Serán temas de un capítulo entero los adultos que negocian sin saberlo con la salud de los
hijos, y los miedos al servicio de lo tóxico y en contra de nuestros niños.
Si todo va bien en todas estas instancias, estaremos listos para los pasos
finales. Nuestros jóvenes se embarcarán en sus propios proyectos de su
vida, enfrentarán sus miedos y allá irán. ¡Listos para volar! Si el trabajo
estuvo bien hecho, si pudimos gestionar amorosamente y dando cuenta de
nuestros errores, allí irán. Y nosotros estaremos cerca, lo suficientemente
cerca para acompañarlos, pero no tanto para que no puedan hacer lo suyo.
Maravilloso, complejo, doloroso, quizás lo más intenso del vivir. La vida
está servida, están todos invitados, por nuestros chicos, por nosotros, ¡al
infinito y más allá!
. Mafalda es el nombre de una tira de prensa argentina desarrollada por el humorista gráfico Quino de
1964 a 1973, protagonizada por la niña homónima, «espejo de la clase media argentina y de la
juventud progresista», que se muestra preocupada por la humanidad y la paz mundial y se rebela
contra el mundo legado por sus mayores. (https://es.wikipedia.org/wiki/Mafalda)
I
Yo puedo solito
Beautiful Boy,
John Lennon
Yo puedo solito
“Yo puedo solito”, decía desde la sillita de comer y pedía la cuchara de la
papilla.
“Yo puedo solito”, con sus dieciocho meses, dando los primeros pasos en
el living de la casa natal.
“Yo solito”, a los tres años, cuando la tozudez de sus padres mantenía las
rueditas de la bicicleta como reaseguro de los miedos de los grandes —¡los
chicos no tienen tantos miedos!—.
“Déjame a mí. Yo solito”, a los seis, abrochándose los botones del
guardapolvo en primer grado.
“Yo solo ordeno mi habitación”, a los ocho, cuando en el afán de guardar
y guardar cada cosa en su lugar, mamá y papá ponían los autitos en el lugar
de las piezas de las torres para construir.
“Déjame a mí, déjame que me equivoque”, parecía decir en la escuelita
de fútbol, cuando a sus once años su padre asumía el rol de “técnico de
facto”.
Estas cosas, que desde el amor hacemos los padres sin darnos cuenta, a
nuestros hijos les genera presión.
Daba ternura mirarlo con su máquina de afeitar, afeitándose esos cuatro
pelos rebeldes, anarquistas, que le salieron desparramados en su carita de
púber. Y vino el viaje de egresados, el primer despegue grande... “¡Cómo se
lo extraña! ¿Estará bien? ¿Sufrirá mucho? ¿Qué va a ser de ti lejos de
casa?”. Los primeros destetes, los primeros despegues, ¡y cómo asusta!
“Yo solo pa, no hinches”, a sus dieciséis, mientras estaba cocinando y el
padre, olvidando el tamaño y edad de su hijo, le daba indicaciones como si
no supiera, como si no pudiera equivocarse.
“Yo solito”, “yo solo”, “yo puedo”. Le crecieron las alas, hoy ya es un
hombre, y está pintando —con ayuda, pero él solo— las paredes de su casa.
Tiene veinticinco años, esos cuatro pelos ya son barba, y está volando. No
huye, solo vuela, porque le crecieron alas, y se las dimos nosotros.
Y sufrirá, y nosotros estaremos ahí, como la torre de control del
aeropuerto. El avión despega y va él solito, pero acá estamos. Y cómo
cuesta. Y cómo asusta. Pero qué lindo, qué lindo que vuele. Y te amo, hijo,
y por eso aplaudo tu vuelo.
En una de mis charlas, una joven me dijo unas palabras que me
parecieron hermosas, y quiero compartirlas con ustedes: “Que nos suelten
las riendas, pero jamás las manos”.
EQUILIBRIO
Si es posible…
“Para ellos la zona tibia de la cama en el invierno,
el lado fresco de la almohada en los veranos.
Para ellos empezar la primera hoja del cuaderno,
para mí, el despertador que suena bien temprano.
[…]
Las espinas del pescado atragantadas
los esguinces, las fracturas, los desplantes,
la fiebre, las toses, las patadas,
el mal modo, las respuestas humillantes,
los dolores de muela, lo terrible,
la inacción, las contracturas en el cuello.
Al tratarse de mis hijos, si es posible,
que me duela todo a mí en vez de a ellos”.
Sebastián Monk
A los dos años, por ejemplo, un niño podrá ayudar a guardar los juguetes.
Es más rápido si lo hacemos los grandes solos, pero eso será pan para hoy y
hambre para mañana. Responsabilidad y capacidad de decisión tempranas y
crecientes, la fórmula de crecer.
Es un clásico ver a padres que anticipan lo que su hijo está por hacer para
garantizar el resultado “exitoso”. Pero después tenemos adolescentes que
temen crecer por miedo al fracaso. ¿Está claro, no?
Producto de la racionalidad.
Sostenido en el tiempo.
Objetivo y calmo.
¿Qué quiero decir con esto de que el límite debe ser objetivo y calmo? Es
común que los padres en los tiempos de ajetreo en los que vivimos
respondamos apresuradamente a las demandas de nuestros hijos, sin
terminar de escuchar de qué se trata el asunto que nos están planteando. La
generación de equívocos es frecuente, y a veces tomamos decisiones
erradas o damos respuestas que no tienen relación con la información
solicitada. Repito: escuchemos, pensemos y tomémonos el tiempo necesario
para responder.
“Cortito y al pie”.
Regalitos,
Juan Quintero
Marcha de Osías,
María Elena Walsh
Tiene apenas tres años, y levanta metro diez del suelo. La cama grande es
un universo a explorar. Representa el reencuentro de cada mañana de
domingo con sus padres.
El chiquitín venía en puntas de pie, silencioso, como si su presencia no
fuera visible. De repente, el grito de júbilo y el salto:
—¡Acá viene el chiquitito!
Y se zambulle en el colchón, se mete bajo las frazadas —porque el
recuerdo tiene olor a invierno y a estufa encendida—. Luego, la segunda
parte del juego:
—A la cuevita —sentencia.
La cueva en cuestión no es otra cosa que la semioscuridad de estar bajo
las sábanas en medio de sus padres, los exploradores que lo acompañaban
en el juego. Bajo esa carpa tenían lugar historias fantásticas. Los padres
debían recurrir a todo el amor que sentían para poner en marcha su
imaginación, un domingo a la mañana y todavía semidormidos, e inventar
cada vez un cuento distinto.
Transcurrió el tiempo y el juego siguió vigente. El chiquito pedía una y
otra vez alguno de los cuentos que más le había gustado. “Dailan Kifki” era
el favorito de esos tiempos, en versión libre, claro está. Bajo las sábanas, en
esa cuevita que habían creado, pasaban situaciones maravillosas, momentos
de encuentro que seguían con el desayuno todos juntos.
El día domingo era una fiesta. Al mediodía, su abuelo, iba a comprar
cosas ricas para el postre del almuerzo. Domingos mágicos. Ese niño era
yo.
Y los tiempos no han cambiado: los niños precisan adultos que los
inviten a soñar, a soñar despiertos, adultos que se animen a jugar, a
movilizar todo el universo maravilloso de la infancia. La imaginación es el
tesoro más valioso, lo fue, y lo seguirá siendo.
Es un grito de gol
7 de agosto de 2014. El padre en el trabajo, el hijo mayor llama, angustiado,
y dice:
—Pa, se agotaron las plateas sur. Me faltan tres horas de fila más o
menos.
El padre lo tranquiliza:
—Algo vas a conseguir.
Una hora más tarde, nuevamente:
—Dicen que quedan pocas populares, me quiero morir, me falta un tirón,
tengo como tres cuadras de fila todavía.
El padre a esta altura entró en el mismo circuito nervioso, se concentró
en su tarea, y dos horas más tarde, un audio victorioso, casi un grito de gol:
—¡Tengo las entradas!
Un codo de la popular, de pie, como se tienen que ver estos
acontecimientos. Tres entradas, padre e hijos, final de la Copa Libertadores
de América, San Lorenzo de Almagro vs. Nacional de Paraguay.
Posibilidad para el club de Boedo de ganar su primera copa continental, uno
de los dos motivos de cargadas en la cancha y en el barrio. Falta esa copa…
Largas horas de fila para entrar el 13 de agosto a “El Nuevo Gasómetro”.
Mucha gente, mucha más de la que entra, pero están todos.
Los pies apoyados de puntitas, no entran enteros en el cemento. El padre,
cincuenta años, los huesos gimen, y entonces le dice al hijo mayor:
—¿Sabes qué? Faltan tres horas todavía, yo no voy a aguantar. Mejor
bajo y lo veo desde el alambrado.
El pibe le agarra la cara, lo mira a los ojos y le dice aquello que el padre
no se olvidará más:
—Pa, final de la Copa Libertadores, es San Lorenzo. ¡Te quedas acá! ¡No
bajas ni soñando!
Y el padre se queda. Los corazones no laten, galopan. La espera es
inmensa; la tensión, maravillosamente insoportable.
La maravilla del fútbol, más allá de las barras bravas y de los negociados
que se cocinan en las oficinas, lo que sucede en las tribunas es único.
A esta altura, el cuerpo duele, pero vale la pena. El grito de gol, el más
lindo del mundo, con ese penal en el minuto 35 del segundo tiempo. El
padre se acuerda y se le hace un nudo en la garganta.
La emoción más intensa y el abrazo interminable con sus hijos. El
corazón estalla. Ahora a festejar todos a Boedo. Los pies, ya veremos qué
hacer con ellos, ¡hay que festejar! ¡San Lorenzo, campeón!
Y es de padres e hijos, ¡sí señor!, porque ese padre se hizo hincha del
club de Boedo cuando tenía apenas siete años, por intermedio de un vecino
amigo, Luisito, que lo convenció, cosas de pibes. Su hijo más grande le
pidió ir a la cancha a los catorce, y ahí mismo empezó la historia.
Se sumó el más chico al poco tiempo y el club pasó a ser una unión entre
los tres, un ritual de ellos, de padre e hijos. Pasaron los años, el mayor ya
vuela, con sus veinticinco, el menor bate alas con sus dieciocho. El padre,
por su parte, va menos a la cancha por cosas del trabajo y de la vida, pero su
corazón sigue estando allí. Los hijos van todo lo que pueden, y una tarde de
domingo, hace unos días, el padre le dijo al benjamín:
—Voy a tratar de ir a la cancha en estos meses, me dieron ganas. Voy a
ver si me hago tiempo, y vamos juntos.
El hijo hace silencio. Luego de unos segundos, dice:
—Sabes, ahora es programa de amigos… Si quieres puedes venir con
nosotros, pero primero vamos a almorzar todos los chicos y recién después
vamos a la cancha. No sé… Es como si yo fuera al coro contigo…
El padre escucha, traga saliva y entiende. Con sus dieciocho años, el
muchacho precisa tomar distancia para después volver. No huye, solo vuela.
Y le duele al padre, no va a mentir, pero entiende. Es un tiempo, después
podrán compartir amigos, padres e hijos esta maravilla del tablón. Hoy tiene
que estar lejos para no asfixiarlo, y está muy bien. Los abrazos de gol
quedarán para siempre guardados en el cajón de los recuerdos, adentro muy
adentro en el alma.
. Bebida típica argentina. Con el nombre de “mate” nos referimos a la infusión de hojas de yerba
mate secadas y molidas, servidos en un recipiente del mismo nombre. La infusión por lo común se
toma sola, y ocasionalmente puede ser acompañada con yerbas medicinales o aromáticas.
. Comida típica de Argentina que consiste en asar carne de vacuno, cordero, chivo o cabrito a las
brasas. En algunos casos se utiliza también pollo y cerdo.
IV
Los padres no estamos dejando que los niños sean niños; no estamos
permitiendo que, además de las obligaciones que lógicamente deben tener,
exista como patrón el criterio de divertirse, y hacer una transición gradual y
saludable hacia el mundo adulto.
Responsabilidad
Umbral de frustración
Capacidad de decisión
Que estos sean solo un momento en el que son evaluados por sus
profesores de forma oral o escrita. Ni más ni menos. No es en absoluto un
momento de vida o muerte.
Modificar la cultura de las evaluaciones es un tema pendiente a plantear
en el ámbito de la educación y la crianza. La mayoría de los chicos y de los
jóvenes sufren mucho más de la cuenta en estas instancias.
Esto parece obvio, pero cada vez con más frecuencia escucho desarreglos
del sueño de los niños como consecuencia del descontrol en la puesta de
límites. Trasnochadas con monitores encendidos y adolescentes que
estudian de noche y duermen en bloques de tres o cuatro horas antes y
después del colegio. Disparates de la post modernidad, y una vez más, esta
posición resignada de los adultos que dicen: “¿Y qué puedo hacer?”, como
si la crianza de nuestros hijos no fuera responsabilidad absoluta de los
padres.
. TED es un evento anual donde algunos de los pensadores y emprendedores más importantes del
mundo están invitados a compartir lo que más les apasiona. “TED” significa Tecnología,
Entretenimiento y Diseño, tres grandes áreas que en conjunto están dando forma a nuestro futuro. De
hecho, el evento da cabida a una temática más amplia mostrando “ideas que merece la pena
explicar”, sea cual sea su disciplina. (https://www.tedxbarcelona.com/about_ted_x/)
Tecnología y crianza
“Besos por celular
Las momias de este amor
Piden el actor de lo que fui
Cíclope de cristal
Devora ambición
Vomita modelos de ficción”
Sugiero que los niños tengan su primer teléfono móvil a partir de que
empiezan a moverse autónomamente de los adultos. Primeros pasos solos,
ir y volver del colegio, lo habitual. Allí tiene sentido la presencia de un
teléfono celular como medio de contacto, y por tranquilidad tanto de los
padres como de ellos. Antes de esto será solo una tableta más de juegos con
todo lo que esto implica como sentido de pertenencia poco saludable a los
grupos de pares.
Los niños pequeños no debieran estar más de dos horas por día frente a la
pantalla. En la adolescencia sugiero la misma medida, aunque sea más
difícil la gestión de los límites al tratarse de hijos más grandes. La clave, el
secreto, el antídoto para la adicción a las pantallas es que los chicos tengan
pasiones en su vida. Si, por ejemplo, forman parte de una banda de música,
ensayos semanales, y presentaciones en distintos clubes, poco les importará
el magnetismo de las pantallas, ya que estarán ocupados en todo lo que
tienen por delante. Los proyectos saludables ocuparán el centro de sus
pensamientos y de sus corazones.
Cuando el aburrimiento es rey,
las pantallas son la anestesia por excelencia.
Los chicos deben dormir entre siete y ocho horas por la noche durante el
calendario escolar. La eterna discusión entre padres e hijos —o una de ellas
— es a qué hora los adolescentes deben dejar/apagar su teléfono celular.
En una entrevista familiar, conversaba con una joven de quince años,
padre y madre presentes. Esta última me pidió que los ayudara a destrabar
el tema al que estamos haciendo referencia:
La muchacha dijo:
—Yo quiero apagar el celular a las 23:30. Ustedes no pueden obligarme a
hacerlo antes. ¡Tengo derechos!
Los padres, enfervorizados, dirigiéndose a mí, señalaron:
—¿Ves? ¡Así es imposible! No se puede discutir con ella. Siempre quiere
un poco más.
—A las 23:30 está bien —aseguró, casi a los gritos, la protagonista.
En menos de un minuto se armó tremenda batahola en donde la madre
gritaba, la hija sollozaba y el padre miraba resignado. Los dejé
aproximadamente un cuarto de hora. Conforme pasaban los minutos, el
griterío empeoraba. Ahora la madre ya sollozaba y la muchacha estaba cada
vez más plantada en sus “derechos y principios”. Intervine y dije: “El
trabajo de ustedes es poner límites, el de ella, romperlos. Así de sencillo. Te
despiertas a las 6.30 para ir al colegio y tienes que estar durmiendo a las
22:30, por lo tanto, el celular se apaga a las 22:15, de manera que puedas
ir bajando decibeles. Es tu decisión si vas a apagarlo tú o si vas a discutir
todos los días con tus padres para que eso pase”. Elaboramos un
documento que firmamos los cuatro. Yo oficié de escribano. Y eso fue todo,
¡cerrado el tema!
Redes sociales.
La mayoría de los padres que les dan a sus hijos pequeños un teléfono a
muy corta edad porque en el colegio “todos lo tienen”, lo hacen, en su gran
mayoría, no por convicción —porque no se puede estar convencido del
disparate—, sino por la presión social que experimentan y por el miedo de
dejar a su hijo como Tom Hanks en “Náufrago”. Si cada uno pudiera decidir
por la creencia más genuina, otra sería la historia, y los padres harían ellos
mismos redes saludables para gestionar la salud emocional de los niños,
porque de eso se trata.
Sin que sea necesario revisar los celulares y las aplicaciones que usan
nuestros hijos, prestemos atención a las señales que siempre dan cuando
están metiéndose en algún lío, por dentro o por fuera de las pantallas. Los
padres tendemos a negar cuando vemos que algo no está dentro de lo
esperable. Pensamos: “no puede ser, ¡mi hijo, no!”, “no me puede pasar a
mí”.
Escuchar, abrir los ojos, hablar con ellos y pedir ayuda profesional si la
situación nos desborda, es el desafío. Difícil, pero no imposible.
Los distintos indicadores que nos provean las apps por las que nos
comunicamos con nuestros hijos pueden ser fuentes de alivio para la
ansiedad parental o el detonante de nuestra angustia.
“Hace tres horas que no se conecta… Le mandé mensaje y tiene una sola
tilde. Seguramente, se le acabó la batería...”. Y así es como nuestra cabeza
empieza a girar como locomotora rumbo a los lugares más siniestros.
Usemos prudentemente los recursos tecnológicos, que sean nuestros aliados
y no usinas de nuestros temores más arcaicos. Y no abusemos de los
“mecanismos de control parental”, terminan intoxicando las relaciones. En
mis tiempos había teléfonos a cospeles y el mundo giraba igual.
Una vez más, pantallas apagadas y miradas encendidas. Que no
perdamos nunca la costumbre de guardar los álbumes de fotos de papel, los
objetos entrañables con olor a infancia, los recuerdos en cajitas con
celofán para que no se ajen, los libros con aroma a libros, las historias no
en Instagram o Facebook, sino en nuestras memorias, en el arcón de los
recuerdos. Lo digo una vez más, los tiempos han cambiado, pero la esencia
sigue siendo, afortunadamente, la misma.
. Voz inglesa que significa: “información anticipada”. Se utiliza para describir un texto que anticipa
la trama de una película, un libro u otra obra.
. Aplicaciones. Según la RAE: Programas preparados para una utilización específica, como el pago
de nóminas, el tratamiento de textos, etc.
VI
Este fue el relato de una jovencita de trece años que entiende finalmente por
qué los últimos cuatro años dentro de su casa el aire era espeso, muy
espeso, y las caras, tristes, muy tristes.
La pregunta de muchas parejas cuando la amenaza de la separación pisa
firme en el cotidiano de la relación es: “¿Cómo van a estar los chicos?”. Y
la afirmación como resultado del temor que encierra la respuesta temida a
ese interrogante, en muchos casos es: “Seguimos juntos por ellos, por
nuestros hijos. Tenemos miedo por ellos, por cómo estarán después de que
nos separemos”.
Me atrevo a decir que muchas veces los padres temen, sin saberlo, no por
los niños, no por el desamparo que sufran por la separación de sus padres,
sino que temen por ellos mismos. El temor que experimentan se debe al
miedo que sienten frente a la propia soledad, a esa ausencia del marco
familiar que los contiene.
La foto de todos juntos se rompe, se quiebra. Ya no estarán reunidos a la
mesa familiar cada noche, ya no tendrán todos los días el recibimiento de
los hijos. Llegarán, padre y madre alternadamente, a la casa vacía, cuando
los hijos estén con el otro progenitor.
Los niños nunca estarán solos.
No deberían estarlo. O con uno, o con el otro.
Los que estarán en soledad son los adultos.
La casa vacía de niños por primera vez,
los dormitorios sin ocupar, y eso, eso sí asusta.
El miedo no es por los niños, es por nosotros, los padres.
Los chicos pueden soportar sin demasiado conflicto el embate de la
noticia. Si los padres saben maniobrar bien, los niños podrán sobrellevar el
malestar que toda separación produce hasta con un cierto alivio. Los
momentos difíciles llegan a descomprimirse con esta decisión. El miedo
instalado suele ser el factor que retrasa lo que sería una decisión saludable.
Si la felicidad no es un horizonte posible para la pareja, decir no sin miedo,
no sin dolor: “hasta acá llegamos”, es lo más saludable para todos. Si el
cansancio domina la escena, si no hay resto para seguir peleando, disolver
la pareja no es sencillo, pero no es un hecho de vida o muerte. La vida
sigue, y seguramente seguirá de otra manera, quizás mejor.
Cuando les pregunto a mis pacientes que están en ese trance cuáles son
las situaciones más angustiantes en relación a la determinación de
separarse, la primera respuesta que aparece en el ranking de las más temidas
es el momento de comunicarles a sus hijos la decisión. Analicemos
entonces algunas sugerencias para poder gestionar ese momento sin tanta
angustia y temor, no sin antes recordarles que siempre que diseñamos un
plan de acción tenemos por un lado nuestras mejores intenciones y el
camino diseñado, y por otro lado la realidad, que muchas veces nos fuerza a
hacer el trabajo del GPS: recalcular. Lo que describo a continuación son una
serie de sugerencias que bien llevadas a cabo serían el ideal, según mi
criterio. A menudo, la brecha entre lo ideal y lo posible es más grande de lo
que quisiéramos. Hechas estas aclaraciones, ¡allá vamos!
Los padres deben evitar cualquier discusión frente a los hijos que les dé
señales de angustia que no pueden decodificar. Tengamos en cuenta que los
niños entienden, no son tontos, son niños. A menudo los padres suelen
pensar: “son chiquitos, no entienden”, pero esto es un error. Ellos tienen una
increíble percepción acerca de lo que nos sucede a los padres. Actúan y
enferman por nuestros padeceres. Cambios en el colegio, trastornos del
sueño, de la alimentación, dolores de estómago, suelen ser el resultado de
malestares no identificados.
Quiero explicar lo siguiente: Los hijos tienen un “saber no sabido”, una
percepción que es solo la sensación de un conflicto que está allí, pero que
no saben de dónde proviene. Esto es mucho más doloroso y angustiante que
saber la verdad de lo que ocurre. Imaginen un dolor físico inespecífico que
nos persigue y “acompaña” durante un tiempo sin saber de qué se trata. Es
terrible, porque no podemos ponerle palabras al malestar. En cambio, el
peor de los diagnósticos tendrá algún tratamiento. Las fantasías que se
generan suelen ser mucho más terribles que, en definitiva, la verdad.
Los padres debemos hacer todo el esfuerzo necesario para contener a
nuestros hijos. Ellos son el elemento sensible a cuidar, sin embargo, no
podemos ocultar una pena que es natural, y en la mayoría de los casos,
saludable. Los adultos debemos recordar que lo que no expresamos a través
de la palabra o de la expresión, nos enferma, va directo a nuestro cuerpo. A
los hijos no les daña ver padres tristes, en cambio sí lo hace que sean ollas
de presión a punto de explotar, que estén irritables, infelices y sin
esperanza.
Es saludable que los niños sean parte activa de este proceso de cambio.
Muchos padres prefieren esperar a tener el lugar equipado para no mostrar
precariedad, pero creo que esto es un error. A los hijos les tranquiliza ser
parte de esta etapa, elegir junto a ellos los muebles, buscar colores en la
paleta de la pinturería para el nuevo lugar que será con el tiempo otra casa
para ellos.
No, por favor, se los suplico, ¡no lo hagan! Estas frases literalmente
rompen el aparato psíquico de los hijos, y a pesar de que los terapeutas
intentamos reparar las cicatrices, les puedo asegurar que estas permanecen
por los siglos de los siglos. Nuevamente les digo a los padres: la separación
no es para los hijos una terrible noticia si se la maneja con criterio.
Conversando sobre el armado de este título con un querido amigo que
acaba de pasar hace unos meses por el trance de la separación, después de
un matrimonio de varios años y dos niños pequeños, le pedí aportes desde
su experiencia reciente. Me respondió: “Yo seguí tus consejos, y la verdad
es que todo fluye, y del tema hablamos muy poco con los chicos”. Me
alegró mucho por él —debo aclarar que mis palabras no son un método,
sino el resultado de mi experiencia profesional en este tema— y refuerzo la
convicción de que siendo los adultos ordenados, nada grave debiera pasar
en las cabecitas de los niños. Lo que ellos precisan es que los padres
mantengan la parentalidad compartida, eso no se diluye con la separación
de la pareja. Al contrario, muchas veces funcionan mejor como padres
después de separados, ya que se mueven sin la tensión y la angustia de tener
que mantener viva una historia que se apagó hace tiempo.
Seamos claros, concisos, manejemos la emocionalidad con criterio
adulto, y estaremos educando hijos que en el futuro podrán disponer de
herramientas para pisar esta tierra con la sana intención de ir tras sus
sueños. Maravillosa y compleja tarea tenemos los padres. Difícil, pero no
imposible.
Frente a las preguntas acerca de por qué a veces mueren los niños,
podremos hablar de lo cruel e injusto del destino, si quisiéramos. Que los
hijos tengan que pasar por la muerte de sus mayores está dentro de lo que
esperamos. De ninguna manera queremos considerar que sean los mayores
quienes entierren a los más pequeños. La explicación desde la fe religiosa
podrá ser una alternativa en aquellas personas que así lo sientan. Cuando no
hay respuesta, también podremos responder simple y dolorosamente con un
abrazo o un “no sé”, y con nuestra tristeza, que en la empatía con nuestros
niños también se genera.
Una vez más, los adultos, no escondamos nuestra tristeza. Recuerdo que
una pequeña de siete años me decía en la sesión: “Mi mamá llora mucho
estos días, está muy triste, extraña a mi abuelito. Yo le preparo tostadas con
dulce y le hago mimos en el pelo, porque a ella le gusta mucho. Yo también
lo extraño”. Nada tiene de malo en los tiempos normales de los duelos
manifestar nuestro sentir frente a nuestros hijos.
Como filosofía de vida y como doctrina en lo profesional, suelo decir:
“Porque la muerte existe, vivamos. Porque no somos inmortales,
eduquemos a nuestros hijos para que sean adultos apasionados, hombres y
mujeres que ‘honren la vida’. Contagiemos pasión, que la vida vivida sea de
la mejor calidad que podamos construir. Lo mejor que podemos hacer por
nuestros hijos para ‘compensar’ de alguna forma la existencia de la muerte
es mostrarles padres ‘militantes’ de la vida y de la salud.”
Mi hijo estaba muy angustiado a sus ocho años por mi condición de
fumador. Yo fumaba diariamente en aquellos tiempos casi dos atados de
cigarrillos, ¡un disparate! Un día, Ignacio, me despertó llorando: “No
quiero que mueras de cáncer por esa porquería que fumas”. Ahí entendí
que estaba haciendo las cosas doblemente mal. Por mí, ya que me estaba
dañando, y por la angustia irreparable que le generaba a mi hijo. Así fue
como decidí dejar de fumar. Me costó mucho, pero lo logré. Y es una de las
tantas cosas que le agradezco a mi hijo, aunque lamento haberlo hecho
pasar por ese trance.
No podemos evitarles a nuestros hijos que sufran, porque la muerte
existe. Pero sí podemos allanarles el camino y el sufrir respecto de ver
cómo los adultos nos complicamos la vida. No es poco, ¿no? Mostrarles
que podemos decidir saludablemente, tomar caminos y decisiones que nos
hagan bien, mostrarles que crecer está bueno, que ser grande no es un
castigo, que el paso del tiempo puede —y debe— sumar experiencia y no
agregar pesares en cada día. Entonces, la idea de la muerte pesará un poco
menos, porque estamos haciendo del vivir un tiempo bueno para disfrutar.
Porque mañana puede ser tarde, entonces vivamos, sin dudarlo, con la
menor cantidad de miedos que podamos, vivamos. Y eduquemos hijos para
la libertad, con la palabra, con la pasión y la esperanza, y así la vida tendrá
otro sentido y la idea de la muerte será algo más liviana de soportar. Ni más,
ni menos.
Palabras más, palabras menos, esta mujer y madre, con sus cuarenta años,
llora y desde el diván me cuenta este diálogo imaginario con su pequeño de
tres años. Y remata:
“Somos la primera generación que está peor que sus propios padres. La
historia de la humanidad se trata de superar a los mayores, y no… Son
ellos los que nos tienen que hacer el cuartito en el fondo para que volvamos
a vivir a la casita de los viejos”.
Y los libros no me alcanzan. En general, a mí que me sobran palabras,
pero escribir estas líneas me cuesta, me entristece. “Me duele el país”, decía
Mafalda, y lo mismo digo yo.
Siempre afirmo que los padres tenemos que lograr no taponarle la
posibilidad de sufrimiento a nuestros hijos, porque en la vida se sufre.
Tenemos que enseñarles a que puedan gestionar el dolor. Sufrirán por amor,
en algún momento de sus vidas serán lastimados. La distancia entre lo que
sueñan y lo que les sucede realmente será más o menos grande. Las cosas
no siempre salen como esperamos. Verán morir a sus abuelos y también a
sus padres. Y eso duele, desgarra, pero es parte de lo esperable, de una u
otra forma nos vamos preparando para la muerte de quienes amamos. De
una u otra forma tendremos recursos para digerir el hecho de no ser
elegidos por aquellos que deseamos que lo hagan, pero me cuesta poner en
palabras cómo acompañar a los padres para que puedan gestionar con sus
hijos la falta de trabajo, la angustia real, cruel, de vivir en un país
imprevisible.
No tener trabajo no porque no se busque, no porque no se sea idóneo, no
porque no se quiera trabajar, sino porque la crisis atraviesa de manera
despiadada, injusta y canalla la historia argentina. Tenemos un país
grandioso, rico, y la gente pasa hambre, y cada vez es peor, y cada vez más
es doloroso.
Viajo gracias a mi trabajo —y soy muy afortunado por ello— por cada
una de las provincias de mi Argentina, y veo chicos con hambre, veo padres
que quieren y no pueden, y cada día son más. ¿Cómo tramitar con los hijos
estas amargas verdades? Muchos padres eligen el silencio, y guardan el
conflicto puertas adentro del dormitorio. Y los hijos saben, no entienden,
pero saben que hay algo que está mal. Ven a sus padres tristes, preocupados,
y tramitan el malestar como pueden, hacen síntoma, se enferman, sufren sin
saber por qué.
Los papás necesitamos saber que “saber” tranquiliza. Lo más prudente,
en estos casos, es decir la verdad. Ya sea que el papá, la mamá o ambos se
hayan quedado sin trabajo, deben hacerles saber a los hijos que harán lo
posible por conseguir otro empleo. Quizás sea necesario cambiar de colegio
y recortar gastos, pero lucharán juntos. Los padres no deben tener
vergüenza. Ese sentir debería ser de otros, y no lo es…
Recuerdo el caso de un paciente. Este joven profesional había perdido su
trabajo, y como estaba avergonzado de mostrar a sus hijos pequeños su
“fracaso”, durante semanas se fue de su casa “como si fuera a trabajar” al
mismo horario en el que salía antes de perder el empleo. A la noche, volvía
a la misma hora de siempre. En el transcurso del día, en bares como oficina,
se dedicaba a buscar trabajo. Un día, su hija mayor llamó a su vieja oficina,
y entonces se enteró de lo sucedido. No somos menos como padres si
nuestros hijos saben de una situación como esta. La imagen no se cae, no se
derrumba. Son los tiempos que corren…
No vivimos en Suiza o en un algún país de aquellos en los que no tener
trabajo no es parte de la triste coyuntura, sino responsabilidad de quienes lo
sufren. En nuestra querida Argentina la falta de empleo es moneda
corriente. Lo que abunda es la escasez, y ¡cómo duele! A pesar de los
pesares, hay cosas que podemos hacer. A continuación les dejo una serie de
ideas para que podamos gestionar con nuestros hijos situaciones como
estas:
Que sepan que hay cosas que ahora no son posibles, pero que los padres
están sanos y decididos a buscar soluciones. Los papás necesitamos quitar
el dramatismo a las situaciones difíciles. Duele, sí, pero la vida sigue.
Quebrado,
Pedro Aznar
Dos afirmaciones claves para entender las épocas que corren en relación a
los hijos:
El despertar sexual
“Ale, una compañera del colegio me mandó una foto medio desnuda. Me
invita a su casa, está sola, los padres se fueron de viaje. A mí me dan
muchas ganas, pero también miedo, mucho miedo…”. Medía un metro y
medio, y tenía apenas catorce años. Desde el diván me pedía ayuda. Y por
supuesto, la tuvo. Ese día fue directo desde mi consultorio a su
entrenamiento de básquet en el club.
A esa edad yo jugaba a “Verdad Consecuencia”10 o a “La botellita”11. Y
cuando bailábamos lento lo hacíamos con los brazos extendidos y tensos
como distancia inexorable con nuestra pareja de baile. Si en “Verdad o
consecuencia” tocaba “consecuencia”, a lo sumo podía indicarse un beso
“prudente” en la mejilla, la boca no era ni remotamente una opción. Nos
transpiraba el rostro, y nuestros corazones latían fuerte y tan rápido como
podían. Salíamos del horror de la dictadura: la desnudez de los cuerpos era
cosa prohibida, las revistas eróticas —y ni hablar las de pornografía—
venían tapadas en sugestivos plásticos negros. Nuestros bailes eran los
famosos “asaltos” en el garaje de alguna casa o en la terraza de la casa de
un compañero. Los varones llevábamos alguna gaseosa para beber y las
niñas algo para comer. Jugábamos a descubrirnos, en nuestro tenso y calmo
erotismo naive12, exultante y temeroso. Mientras nos descubríamos, el
fantasma del VIH acechaba. Eran tiempos complejos, pero en verdad,
¿cuáles no lo son? En 1983, finalmente, regresó a Argentina nuestra querida
y anhelada democracia.
Casi cuarenta años después, los tiempos y los juegos han cambiado, pero
la esencia es la misma. Los chicos de hoy no juegan a “Verdad o
consecuencia” ni a “La botellita” y los cuerpos desnudos en todas sus
variantes pueden verse sin censura alguna a través de las redes sociales. Los
chicos “juegan” sin nada de ternura y, lejos de lo naive, lo hacen muchas
veces cerca del horror La despersonalización del encuentro íntimo con el
otro me produce mucha tristeza. Hoy no juegan, viven un “como si” fueran
grandes, pero no con afecto, galantería y delicadeza. Actúan lo más
descarnado de una adultez sin tapujos, límites, ni tabúes. Saltan de los
autitos y las muñecas al vértigo sin fin ni sentido. Corren con los tiempos de
las hormonas, pero desoyen los de su maduración emocional. Así, los chicos
juegan con un riesgo que desconocen.
Más allá de embarazos claramente no deseados, contagio de
enfermedades de transmisión sexual y HIV entre tantos riesgos, lo que
queda al desnudo, además de los cuerpos, es la inocencia. Lo que queda
desprotegido son las cabecitas de estos jovencitos y jovencitas que siguen
los designios de los impulsos hormonales, del mandato grupal y cultural,
para los cuales no tienen herramienta alguna para poder procesar lo que
viven. Niñas que ofrecen sexo oral a cambio de tragos en los boliches y la
virtualidad como vidriera, la importancia del encuentro entre cuerpos queda
muchas veces reducida a la simple satisfacción.
Si tengo vergüenza y soy tímido, entonces me emborracho e
inmediatamente me desinhibo. Si la excitación sexual es la urgencia, pues
entonces tengo que resolverlo rápidamente: no con la autosatisfacción
propia de la adolescencia, sino con encuentros desprovistos de afecto y en
el marco del frenesí. Esta cultura de la inmediatez que propicia la urgencia
y la utopía de la satisfacción inmediata como premisa da como resultado
niños puro principio de placer, frustración y capacidad de espera CERO.
Para que haya un adicto en una familia es imprescindible que haya padres
que no pueden oír lo que los hijos tienen por decir. Esta chiquita tardó
varios años en llegar al punto en el que la encontré, y aun así, la negación
de su madre la privó de la ayuda que ella misma pedía.
Una adicción es un proceso gradual. Los chicos nos dan a los adultos
señales suficientes. Nos tiran el humo de sus cigarros en la cara, y si no
podemos darnos cuenta de ello, ¡pobres los hijos, entonces!
Los padres niegan porque se angustian
con la enfermedad de sus hijos, porque tienen miedo,
porque no pueden ver que a “sus nenes” también le pasa. Y la negación consolida y
fortalece la adicción,
que es justamente la ausencia de palabra.
Ejercitemos el “NO”.
. Juego de adolescentes en el que los chicos y chicas forman un círculo, alguien gira la botella, y las
dos personas señaladas por la boca y la base de la botella se tienen que dar un beso.
La pibita,
Gabriel Nazar - Sasha Nazar
¿Qué no estamos haciendo los adultos que los ojos de nuestros chicos no
brillan? Veo miradas desafiantes que esconden tristeza profunda y pedido
de ayuda. No confundamos los padres “confrontación” con “autonomía”.
Nos necesitan de pie, con la llama vital flameando vivida y los brazos
prestos para el abrazo, aquello que no nos pueden pedir pero que
necesitan.
Me preocupan los hijos de padres tibios...
¿Recuerdan el axioma del arte de enseñar a nuestros hijos a andar en
bicicleta? Cerca para cuidarlos, lejos para no asfixiarlos. En una
oportunidad, dando una charla en la provincia argentina de San Luis, le pedí
a un padre que estaba allí que nos contara cómo fue el proceso de
aprendizaje que tuvo con su hijo acerca de este menester. Recuerdo que me
respondió:
—Sencillo: me fui a una barranquita que tenemos por acá, y al segundo
día con la bicicleta lo afirmé arriba, le dije: “Hijo mío, ya es hora”, y ¡solté!
Aprendía o aprendía…”.
Un método extremo el de este hombre, casi al límite de una mala praxis
paterna.
En estos últimos tiempos, algo está sucediendo con las generaciones de
padres a los que llamo “padres amorosamente tibios”. Desde el amor, y
verdaderamente no dudo que este sea el motor de cada uno de sus actos, y
sin saberlo —a diferencia de este padre puntano que tenía un plan—, están
soltando a sus hijos barranca abajo desde la ausencia absoluta de algunos
límites necesarios y desde el estado de resignación de que “así son los
tiempos en los que les toca criar a sus niños”.
Padres amorosamente tibios, padres que han bajado los brazos y miran
cómo sus hijos los desafían replicando la apuesta y pidiendo límites cada
vez más complejos de tramitar. Me preocupan los hijos de padres tibios. Me
preocupan y me ocupan. Armemos redes y guardemos la impotencia en el
ropero. Es tiempo de levantar miradas y escuchar señales.
Actualmente hay muchos padres que delegan autoridades,
que transfieren lo esencial del ser padres: poner el cuerpo, poner el alma. Sin inmolarse
claro, pero la tibieza no está permitida en el ejercicio de la crianza.
Les comparto, a modo de ejemplo, una de las situaciones que en mis casi
treinta años de profesión me impactó más en el ejercicio de orientación a
familias. Mientras estaba dando una charla para la comunidad educativa, un
hombre, con su celular en mano —nunca había levantado la vista del
aparato en toda la actividad— y actitud desafiante, me dijo: “Yo en mi casa
tengo un indoor (sic)”. Lo miré asombrado. Mi cara delataba claramente mi
ignorancia respecto a qué era lo que este señor tenía en su casa.
Rápidamente me explicó que se trataba de un invernadero de cannabis, un
cultivo de estas plantas puertas adentro. A lo que agregó de un modo
provocador después que yo enunciara los motivos por los cuales NO
negocio con el consumo de cannabis en los jóvenes: “Si mi hijo va a fumar,
que sea algo bueno, que no se arruine la salud”.
Esto sucedió hace algunos años, sin embargo, a lo largo de este tiempo
escuché varios argumentos similares, y aunque ya no me asombra,
ciertamente me horroriza, me preocupa, pero no puedo y no quiero
naturalizarlo.
Recientemente, en mi consultorio escuché una frase demoledora de un
hombre desesperado, es decir, con lo que la ausencia de esperanza significa:
“Yo no puedo hacer absolutamente nada si ella me golpea. Si respondo con
la misma moneda, terminamos en una pelea callejera. ¿Esa sería la
indicación? Ya va a crecer, y podremos llevarnos de otra manera”.
Estas fueron las palabras de un padre que recibía castigos corporales de
su hija adolescente, quien, furiosa, descargaba impotencia y pedía a gritos
que los adultos recuperaran el mando perdido. Hija tirana, padre rehén,
padre tibio; y sufre él, sufre ella.
Los límites alivian, no son ni deben ser penitencias, castigos, revanchas, ni nada que se
instrumente desde lo punitivo, son medidas de cuidado.
Pero como si todo esto fuera poco, “las previas” tienen otros
condimentos. Uno de ellos son las peleas entre estudiantes de diferentes
colegios. El día del evento los chicos son “los dueños de casa”, y como
tales, ese día invitan a chicos y chicas de otros colegios a su fiesta. Esto me
parece muy bien, y lo digo sin ironías, sin embargo, el problema es que muy
frecuentemente el escenario de la fiesta es aquel donde se intentan
“resolver” viejas rencillas pendientes entre grupos de diferentes colegios.
Los conflictos los resuelven a piedrazos y botellazos. Los chicos que no
participan de todas maneras esperan ese momento como si fuera la pelea de
fondo de una velada de boxeo. Por supuesto que esto transcurre puertas
afuera del boliche, con lo cual, los chicos quedan en la calle a horas de
madrugada expuestos a múltiples situaciones de riesgo.
Otra modalidad en algunos grupos sociales es alquilar quintas o
residencias, habilitando en muchos casos la “canilla libre”, lo cual se
equipara a ponerle un revólver en la mano a un infante. Los padres
acompañantes van unas horas, y después los hijos quedan a merced del
destino. No puedo dejar de sorprenderme con la inacción de algunas
comunidades de padres.
Recuerdo que en una ocasión, mientras daba una charla taller en el
interior, una de las madres me comentó su preocupación porque en ese
preciso momento los chicos estaban en la ruta, trasladándose de una
localidad a otra en sus pequeñas motos, y la “costumbre” era que mientras
viajan, llevan un tanquecito con Fernet y bebida cola para ir bebiendo a
través de una manguerita. ¡Aquello era una conducta suicida! ¡No podía dar
crédito a lo que me contaba!
Acabábamos de ver un video de una campaña de prevención de las
adicciones. Tenía ganas de decirles: “Suspendemos la charla ahora. ¡Vayan
YA a buscar a sus hijos!”.
Nos toca ser padres en tiempos complicados,
¡pero no nos resignemos!
Como frutilla del postre, los estudiantes suelen llegar a la fiesta en micros
alquilados, los “party buses”. Descontrol sobre ruedas. En muchos casos
los últimos tragos del alcohol se toman allí.
Hay mucho para hacer, mucho y difícil, pero de ninguna manera es una
batalla perdida. Algunos pueden pensar: “Este hombre exagera, en la
mayoría de las fiestas nada terrible sucede”. Y tal vez así sea, pero que por
año un chico muera o quede con lesiones de por vida por accidentes a causa
del consumo de alcohol y sustancias psicoactivas, a mi entender, es mucho.
La fiesta debe ser exactamente eso, una fiesta,
y no una cornisa en donde nuestros hijos hacen equilibrio.
Nuestros chicos precisan que estemos allí cerca para cuidarlos, nada ha
cambiado aunque así parezca. Son pichones que precisan aún de una mirada
adulta, amorosa y responsable.
Lo he dicho muchas veces, estamos frente a una generación de padres
“amorosamente tibios”. Subrayo el “amorosamente” porque no se trata de
falta de amor sino de herramientas para enfrentar los desafíos que los
tiempos y nuestros hijos nos plantean.
¿Y si deja de quererme?
Creo en mi experiencia que los padres sueltan riendas mucho más de lo que
debieran por un temor oculto a que sus hijos dejen de prodigarles amor.
Suena raro, pero es así. A menudo temen plantarse amorosamente firmes
frente a sus hijos por miedo a perder su cariño. Las cabezas afirmativas
cuando en las charlas pregunto a este respecto validan esta hipótesis.
Ciertamente, muchos padres tienen miedo a que sus hijos se enojen, se
frustren o sufran.
La suma de todos estos miedos da como resultado padres amorosamente
tibios en un rincón e hijos que los desafían en el lugar y en el momento que
no tienen que hacerlo, y que se quedan tiesos cuando deben accionar y
pararse firmes. Nuestros hijos no dejarán de querernos si hacemos las cosas
bien y si los cuidamos. Tal vez se vayan unas horas, pero volverán, porque
necesitan de nuestros límites que son amor, prudencia y refugio, aunque a
menudo les dé mucha bronca e impotencia. Sí, ellos aprenderán.
Aprenderán ni más ni menos que a crecer.
. Ser un/a manija: ser una persona muy ansiosa e intensa con ciertas cosas. “¿Te viste todas las
películas de Star Wars en un día? Sos re manija”. https://portenisima.com.ar/notadetalle.php?
notaid=56
“Tarda en llegar
y al final, al final
hay recompensa”
Zona de promesas,
Gustavo Cerati
Miedo a crecer
Hace varias décadas que doy distintas charlas a los jóvenes en colegios
secundarios de todo mi país, y cuando estoy con ellos les hablo del águila.
Expongo la información que compartí con ustedes en el Capítulo VI de este
libro y al finalizar les pido que, aunque tengan miedos, se animen a ser
águilas. Crecer asusta, aquí, en Shanghái o en España. Lo conocido
tranquiliza, y lo nuevo genera ansiedades y temores. Es inevitable que
suceda. El pasaje al mundo adulto les genera a los jóvenes temores
ineludibles. Los adultos podemos, entonces, acompañarlos y hacer cosas
distintas de las que habitualmente hacemos. Luego, les pido a los chicos
que escriban qué les pedirían a los adultos que hicieran para acompañarlos
en el camino del crecer. Esto es lo que responden:
Apoyo.
Seguridad.
Que nos muestren las cosas buenas del crecer, y no solo lo malo.
Que nos cuenten también lo lindo de ser grande.
Poner límites cuando corresponda (sí, los chicos piden límites).
Que hagan cumplir la ley: no podemos tomar alcohol hasta los
dieciocho años.
Que nos eduquen sobre el consumo de alcohol y drogas.
Que nos motiven.
Que sean estrictos con el uso de las redes sociales.
Que nos escuchen.
Que sean comprensivos.
Y la lista sigue…
Le pedí a una muchachita de dieciséis años que les escriba una carta a los
adultos en general pidiéndoles lo que ellos, los protagonistas de nuestra
historia, más necesitan de nosotros. Esto escribió:
“Les pido que intenten generar con nosotros un vínculo en el que
podamos mostrarnos tal como somos, sabiendo que no seremos juzgados.
Que nos ayuden a encontrar la pasión interna, ese motor que moviliza al
alma, que cura las heridas que produce la vida.
Que nos entreguen sus conocimientos para que los pongamos en duda y
busquemos nuestro camino.
Que podamos compartir momentos juntos en los que el encuentro sea
gozar una caminata, unos mates, un diálogo.
Que traten de no controlar, sí de acompañar, de guiarnos hacia un
cuidado del cuerpo, también hacia el afuera, concientizando el cuidado del
planeta, aunque solo sea evitando tirar ese papel de más que está en el
bolsillo, creando una mirada global o sacando estereotipos y mandatos
familiares.
Que nos muestren las diferentes versiones que hay de este mundo, para
que así nos encontremos con la propia, para que entienda el hombre el
lugar que habita.
Porque es así, somos ínfimos comparado con el vasto universo en el que
estamos.
Que el amor invada a cualquier vínculo que generemos en la vida. Que
inculquen historias en nuestras venas, haciéndonos cuerpos pensantes. Que
podamos elegir por estar dentro de una búsqueda constante para hallar esa
pasión”.
Los chicos dicen, los chicos piden.
Si tan solo pudiéramos oírlos...
Miedo a fracasar
Mientras escribo este libro estoy desarrollando un ciclo de charlas en la
Provincia de Neuquén, al sur de mi país, Argentina. Y estoy impactado,
realmente muy impactado, por el desamparo de los chicos y por la inacción
de los adultos. Podría agregar que también estoy enojado, pero con el enojo
no hago nada. Hay muchos que se suman a mi impresión, pero otros tantos
han bajado los brazos. Hablo de los grandes, claro está, porque los chicos
no se rinden hasta que terminan de crecer, y ahí ya es tarde. Me conmovió
profundamente una visita, la que hice al CPEM 22 de la ciudad de
Neuquén, un colegio secundario de modalidad nocturna. El día después de
conversar con esos alumnos, escribí en mis redes sociales:
Pablo Neruda
Je Vole,
Soundtrack de La Famille Bélier
Eduardo Galeano decía que “solo los tontos creen que el silencio es un
vacío, no está vacío nunca. Y a veces la mejor forma de comunicarse es el
silencio”.
De la misma manera, en estos tiempos en que taponamos todos los
agujeros, les completamos todos los álbumes de “cromos” a nuestros hijos.
Les hacemos sus deberes del colegio, hablamos en lugar de ellos... En estos
tiempos líquidos en los que intentamos tapar todos los agujeros y vacíos, la
ausencia de palabras incomoda, por eso, hay que hablar, de algo hay que
hablar. Emparchamos la imaginación con monitores, intentamos que nada
les falte, y no entendemos que si nada les falta nada querrán gestionar.
Cuando no hay nada por decir,
el silencio es una opción inteligente, maravillosa.
Como GPS de sus vidas, los padres debemos ser certeros en gestionarles el
camino para que puedan comenzar a ser sus propios garantes. Cuando
pequeños, lo básico, y algo más si podemos, corren por nuestra cuenta.
Casa, comida, educación, ropa, salud, están a cargo de los padres.
Lentamente, y como punto de inflexión en la finalización de los estudios
secundarios, ellos deben comenzar a transformarse en sus propios gestores,
a garantizarse que tendrán lo que precisan para caminar por el mundo
adulto. Si no tienen el andamiaje nada podrán hacer, y estarán deambulando
por el malestar como la muchachita del inicio del capítulo.
No demos la vida por nuestros hijos, no precisan tanto, o mejor dicho,
precisan algo diferente.
Que les falten figuritas.
Que se aburran, ya que del aburrimiento salen los mejores momentos del
vivir.
Que tengan en sus dormitorios algunos juguetes que no estén, porque no
pudimos comprarles o sencillamente porque decidimos no hacerlo.
Que la última mochila que les armemos sea la que les permita dar el
salto.
Es tiempo de volar, tiempo de animarse a soñar, de desafiar los miedos,
los propios y los nuestros también, porque crecer asusta, pero ya están listos
si les dimos lo necesario.
Y se acaba este libro, y qué maravilla ser padres, pero qué difícil
también. Pero es menos complicado de lo que parece. Solo tenemos que
escuchar y percibir las señales que nuestros hijos nos dan desde la cuna
hasta que vuelan solos. Ellos son nuestros maestros, y el éxito dependerá de
nuestra capacidad de aprender. Es un maravilloso interjuego, como una
danza: la del crecer, la del amar, la del vivir…
Son maestros, ya desde el llanto de bebés y el decodificar si es por
hambre, por dolor o simplemente mañas. Son maestros en la construcción
de su mundo privado, cuando piden límites —aunque disimulen—, cuando
piden espacios, un abrazo, una distancia o que nos acerquemos. Son
maestros cuando nos devuelven en espejo lo que de nosotros mismos se nos
dificulta ver.
Ellos son nuestros maestros, y nosotros somos sus puntales. los brazos y
miradas que los sostienen desde el momento en que rompen en llanto y
abren sus pulmones al mundo. Todas las emociones están en juego, toda
nuestra historia, que se entrecruza con la de ellos.
Cerca para cuidarte, lejos para no asfixiarte,
y dame la mano que daremos la vuelta al mundo.
IG Alejandro Schujman
FB Ale Schujman
TW Alejandro Schujman
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