La Sunamita
La Sunamita
La Sunamita
Aquella voz cariñosa se iba haciendo queda y pronto enmudecería del todo.
– Aquí estoy, tío.
Más pequeño que antes, enjuto, sin dientes, perdido en la cama enorme y
sobrenadando sin sentido en lo poco que le quedaba de vida, atormentaba
como algo superfluo, fuera de lugar, igual que tantos moribundos. Esto se
hacía evidente al salir al corredor caldeado y respirar hondamente, por
instinto, la luz y el aire.
– Tráeme el cofrecito ese que hay en el ropero grande. Sí, ése. La llave está
debajo de la carpeta, junto a San Antonio, tráela también.
La luz del sol poniente hizo centellar las piedras jóvenes y vivas en sus
manos esclerosadas.
– Pero tío…
Otras veces me hablaba del “año del hambre”, del “año del maíz amarillo”,
de la peste, y me contaba historias muy antiguas de asesinos y aparecidos.
Alguna vez hasta canturreó un corrido de su juventud que se hizo pedazos
en su voz cascada. Pero me iba heredando su vida, estaba contento.
El médico decía que sí, que veía una mejoría, pero que no había que hacerse
ilusiones, no tenía remedio, todo era cuestión de días más o menos.
– Vete a buscar al médico…. ¡No! Iré yo… llama a doña Clara para que te
acompañe mientras vuelvo.
Obedecí yendo hasta los pies de la cama, sin atreverme a mirar ni las
sábanas.
– Es la voluntad de tu tío, si no tienes algo que oponer, casarse contigo in
articulo mortis, con la intención de que heredes sus bienes, ¿Aceptas?
Ahogué un grito de terror. Abrí los ojos como para abarcar todo el espanto
que aquel cuarto encerraba. “¿Por qué me quiere arrastrar a la tumba?”…
Sentí que la muerte rozaba mi propia carne.
– Luisa…
Era don Apolonio. Tuve que mirarlo: casi no podía articular las sílabas,
tenía la quijada caída y hablaba moviéndola como un muñeco de
ventrílocuo.
Si no te casas, los sobrinos de México no te van a dar nada. ¡No seas tonta!
– Y luego te quedas viuda y rica y tan virgen como ahora –rio nerviosamente
una prima jovencilla y pizpireta.
– Si me necesita, llámeme. Dele mientras tanto las gotas cada seis horas.
– Feliz noche de bodas –susurró a mi oído con una risita mezquina la prima
jovencita.
No. Lejos, en la sombra, hay una rosa; sola, única y viva. Está ahí,
recortada, nítida, con sus pétalos carnosos y leves, resplandeciente. Es una
presencia hermosa y simple. La miro y mi mano se mueve y recuerda su
contacto y loa acción sencilla de ponerla en el vaso. La miré entonces, ahora
la conozco. Me muevo un poco, parpadeo, y ella sigue ahí, plena, igual a sí
misma.
Pero ahora comienza a amanecer y en el cielo limpio veo, ¡al fin!, que los
días de lluvia han terminado. Me quedo largo rato contemplando por la
ventana cómo cambia todo al nacer el sol. Un rayo poderoso entra y la
agonía me parece una mentira; un gozo injustificado me llena los pulmones
y sin querer sonrío. Me vuelvo a la rosa como a una cómplice, pero no la
encuentro: el sol la ha marchitado. Volvieron los días luminosos, el calor
enervante; las gentes trabajaban, cantaban, pero don Apolonio no se moría,
antes bien parecía mejorar. Yo lo seguí cuidando, pero ya sin alegría, con los
ojos bajos y descargando en el esmero por servirlo toda mi abnegación
remordida y exacerbada: lo que deseaba, ya con toda claridad, era que
aquello terminara pronto, que se muriera de una vez. El miedo, el horror
que me producían su vista, su contacto, su voz, eran injustificados, porque el
lazo que nos unía no era real, no podía serlo, y sin embargo yo lo sentía
sobre mí como un peso, y a fuerza de bondad y de remordimientos quería
desembarazarme de él.
Precisamente la mañana en que lo senté por primera vez recargado sobre los
almohadones sorprendí aquella mirada en los ojos de mi tío. Hacía un calor
sofocante y lo había tenido que levantar casi en vilo. Cuando lo dejé
acomodado me di cuenta: el viejo estaba mirando con una fijeza estrábica
mi pecho jadeante, el rostro descompuesto y las manos temblonas
inconscientemente tendidas hacia mí. Me retiré instintivamente, desviando
la cabeza.
– Sí, tío –me senté encogida a los pies de la cama, sin mirarlo.
– No me llames tío, dime Polo, después de todo ahora somos parientes más
cercanos. Había un dejo burlón en el tono con que lo dijo.
– Sí tío.
– Polo, Polo –su voz era otra vez dulce y tersa-. Tendrás que perdonarme
muchas cosas; soy viejo y estoy enfermo, y un hombre así es como un niño.
– Sí.
– Sí, Polo.
– ¡Qué! ¿No eres mi mujer ante Dios y ante los hombres? Ven, tengo frío,
caliéntame la cama. Pero quítate el vestido, lo vas a arrugar.
Lo que siguió ya sé que es mi historia, mi vida, pero apenas lo puedo
recordar como un sueño repugnante, no sé siquiera si muy corto o muy
largo. Hubo una sola idea que me sostuvo durante los primeros tiempos:
“Esto no puede continuar, no puede continuar.” Creí que Dios no podría
permitir aquello, que lo impediría de alguna manera. Él personalmente.
Antes tan temida, ahora la muerte me parecía la única salvación. No la de
Apolonio, no, él era un demonio de la muerte, sino la mía, la justa y
necesaria muerte para mi carne corrompida. Pero nada sucedió. Todo
continuó suspendido en el tiempo, sin futuro posible. Entonces una mañana,
sin equipaje, me marché.
– ¿Y yo?
Pero yo no pude volver a ser la que fui. Ahora la vileza y la malicia brillan
en los ojos de los hombres que me miran y yo me siento ocasión de pecado
para todos, pero acaso la más abyecta de las prostitutas. Sola, pecadora,
consumida totalmente por la llama implacable que nos envuelve a todos los
que, como hormigas, habitamos este verano cruel que no termina nunca.