Santiago López-Ríos. Es Necesario Algo Más. Cómo Enseñar Literatura Según Américo Castro. Bulletin of Hispanic Studies, 100.1 (2023), Pp. 47-60.

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Bulletin of Hispanic Studies, 100.

1 (2023)

‘Es necesario algo más’: cómo enseñar


literatura según Américo Castro (1922)

SANTIAGO LÓPEZ-RÍOS
Universidad Complutense de Madrid

Para Javier Huerta Calvo

Resumen
Este artículo analiza el ensayo de Américo Castro ‘La enseñanza de la literatura’,
aparecido en 1922 en Revista de Pedagogía, una publicación dirigida por Lorenzo
Luzuriaga. Subrayando la fuerte influencia del pensamiento institucionista, en este
estudio se resalta la modernidad de las propuestas educativas de Castro. Destaca su
encendida defensa de desterrar todo ejercicio memorístico en las clases de literatura
en escuelas e institutos para dejar paso a lo más importante: leer bien los textos,
entenderlos, pensar, hablar, escribir sobre ellos y disfrutar de su belleza. Aunque
Castro opinaba que el progreso del país exigía que los jóvenes leyeran a los clásicos,
su intención en este ensayo no era aprovechar las clases de literatura para inculcar la
adhesión a una identidad española determinada. Algunas reflexiones de Castro sobre
las pésimas escuelas españolas del Norte de África en esta época arrojan luz también
sobre el papel transcendental que para él tenía la educación primaria y secundaria
en la sociedad.
Abstract
This article analyses a forgotten essay by Américo Castro, ‘La enseñanza de la litera-
tura’, published in 1922 in Revista de Pedagogía, a periodical edited by the educator
Lorenzo Luzuriaga. While emphasizing the strong influence of institucionista thought,
this study highlights the modernity of many of Castro’s educational proposals.
What stands out are his fierce defence of banishing rote learning in literature
classes in Spanish schools and institutos and making way for the most important
thing according to Castro: reading texts well, understanding, thinking about and
discussing them, while enjoying their beauty. Although he considered that progress
in Spain demanded that young generations read the Spanish classics, his intention in
his essay was not to take advantage of literature classes to indoctrinate an adherence
to a particular Spanish identity. Some of Castro’s reflections on the dismal state of
Spanish schools in North Africa at this time shed light on his views of the importance
of primary and secondary education in any society.

En mayo de 1922 Américo Castro publicó en Revista de Pedagogía, fundada unos


meses antes por Lorenzo Luzuriaga, un artículo titulado ‘La enseñanza de la
literatura’ (Castro 1922b). Radical en sus planteamientos, insuflaba aire fresco al

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problema de cómo enfocar la enseñanza de los clásicos en las escuelas e institutos


públicos españoles. Leído cien años después de que viera la luz, sorprende la actua-
lidad de sus reflexiones, a contracorriente del ejercicio memorístico, del culto al
libro de texto, de la indiferencia por las humanidades y de los límites a la libertad
de pensamiento que reinaban, salvo excepciones, en las míseras aulas españolas
de primaria y secundaria de aquella época, tan tuteladas por la Iglesia católica. El
tema le había interesado ya a su maestro, Francisco Giner de los Ríos (Pedrazuela
Fuentes 2016), pero el filólogo avanzaba más lejos y en otras direcciones. Combi-
nando los principios pedagógicos institucionistas con su profundo conocimiento
de la literatura española y con su experiencia como alumno y profesor (en España
y en Francia), abogaba por un cambio total de paradigma. Sus ideas para hacer
vivir la literatura a niños y a adolescentes y desarrollar su pensamiento crítico
se asemejan, toute proportion gardée, a modelos que continúan hoy en boga y, por
ejemplo, su apología de la ‘utilidad’ de la literatura cabe considerarla precedente
del manifiesto de Nuccio Ordine sobre la ‘utilidad de lo inútil’ (2013):
La literatura sirve fundamentalmente para proporcionarnos un placer de orden
elevado. Es un lujo de la sensibilidad y de la inteligencia que, como todos los
lujos, es índice de la civilización de un pueblo. Lo mismo logramos esa finalidad
con un autor moderno que con los pretéritos. Pero, así como la historia general
nos permite ampliar nuestras nociones vitales más allá del momento presente, así
también el conocimiento de las formas supremas de belleza de otras épocas permite
que ampliemos nuestra visión del mundo, en contacto con lo que la sensibilidad, la
fantasía y la inteligencia produjeron antes en grado más exquisito. (Castro 1922b: 163)

Castro escribía en una España aún conmocionada por el desastre de Annual


(1921) y sumida en una crisis que desembocaría en el golpe de estado de Primo de
Rivera (1923), una situación que le preocupaba y que agudizaba su compromiso
educativo, pero, en lo académico y profesional, él atravesaba un momento de
plenitud. Desde 1915, era catedrático de Historia de la Lengua Castellana en la
Universidad de Madrid, puesto que compaginaba con una intensa actividad inves-
tigadora al lado de su maestro Ramón Menéndez Pidal en el Centro de Estudios
Históricos. Muy bien conectado entre las clases dirigentes, gracias sobre todo a
sus amistades institucionistas, gozaba de un notable prestigio social en España y
de un claro reconocimiento académico que transcendía fronteras. Sus conferen-
cias y sus colaboraciones en la prensa, en especial en el diario progresista El Sol,
acentuaban su proyección pública. Además de pertenecer al Centro de Estudios
Históricos, permanecía vinculado a otros proyectos de la Junta para Ampliación
de Estudios (JAE) de carácter institucionista como la Residencia de Estudiantes
(una gran amistad le unía a Alberto Jiménez Fraud) y el Instituto-Escuela, donde
estudiaban sus hijos Carmen y Luis (Moreno 2019: 286) y donde él mismo era
asesor de lenguas vivas (Palacios Bañuelos 1988: 194).
Asimismo, llevaba años involucrándose en cuestiones de política educativa y
cultural. ‘Si no me preocuparan las cosas públicas, probablemente no haría lo
que hago en otros órdenes’ le explicó Américo Castro a Ramón Menéndez Pidal
en una ocasión (Castro 1924). La frase ilustra los principios por los que se guiaba
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el filólogo en esta década y demuestra cómo las distintas facetas de su trayectoria


están conectadas y se condicionan unas a otras. En efecto, porque a Castro en
los años 20 le preocupaba una ‘cosa pública’ tan vital como la escuela, no solo
se lanzó a teorizar sobre la didáctica de la lengua y literatura a niños y adoles-
centes, sino que también soñó con reformar su Facultad de Letras, sabiendo que
repercutiría positivamente en la formación de futuros maestros y profesores
(Castro 1920b; López-Ríos 2015b: 51–58), publicó una antología de Lope de Vega
para jóvenes en la ‘Biblioteca Literaria del Estudiante’ (Vega Carpio 1923; Álvarez
de Miranda 2019: 482, 485), o viajó al Norte de África para inspeccionar escuelas
españolas e informar al Ministerio de Estado (López-Ríos 2015a). Más que consi-
derar estas actuaciones como una desatención de su trabajo en la universidad y
en el Centro de Estudios Históricos, convendría verlas como la otra cara de este,
ya que lo iluminan desde otro ángulo.
Las ‘cosas públicas’ atrajeron a otros intelectuales de la llamada generación del
14, pero para Castro se acabaron convirtiendo en una pasión irrefrenable, reves-
tida de un especial idealismo, el idealismo de un convencido de que modernizar la
educación hacía progresar a un país, según le habían inculcado, siendo muy joven,
Francisco Giner de los Ríos y Manuel Bartolomé Cossío (Marichal 1984; López-Ríos
2014). Si bien la fe en la capacidad transformadora de la educación le aproxima
a otros institucionistas, Castro asimiló los principios de la Institución Libre de
Enseñanza (ILE) con una personalidad tan acusada que le llevó a enfrentarse con
otros pedagogos de su círculo. Según le confesaba a Federico de Onís en una carta,
todavía en 1922 –el mismo año en que se publica su artículo sobre la enseñanza de
la literatura– continuaba su ‘combate áspero y diario’ con José Castillejo (Castro
1922c). Los roces se remontaban a 1918, cuando la JAE creó ese extraordinario
experimento de vanguardia educativa que fue el Instituto-Escuela. Castro recelaba
de la forma de seleccionar la plantilla docente y quería que se convocaran oposi-
ciones para evitar ‘la acusación de que el profesorado está formado por pania-
guados de la Institución’. ‘Llámense –le decía a Castillejo– a personas de toda
España, tengamos un poco de fe, y si sale un buen profesor –aunque tenga las
uñas negras y no juegue al fútbol–, si sabe, que se le nombre’ (Castro 1918).
Estas líneas al secretario de la JAE ponen de manifiesto un rasgo definitorio
de las convicciones pedagógicas irrenunciables de Castro, expresado con el estilo
y falta de tacto que tan a menudo le distinguen: evitar que el legado institucio-
nista quedara circunscrito a grupos elitistas cerrados, casi clientelares. El filólogo
defendía que las aptitudes del docente primasen sobre cualquier otro tipo de
consideración a la hora de contratarlo; habría que buscar excelencia pedagógica
allá donde la hubiera. No podría ser más expresivo al formularlo con esa broma
burlona sobre la higiene y los modelos anglosajones en el deporte, muy propios
del ideario educativo de la Institución.1 En el fondo, Américo Castro se mostró

1  Quizás la broma sobre el modelo educativo anglófilo entre Castillejo y Castro venía de muy
atrás. Escribiendo desde Granada, el 2 de marzo de 1908, Castillejo le comentaba a Cossío:
‘Américo Castro es una adquisición. Tiene aún una flexibilidad y blandura que le hacen
capaz de todo. Y parece enterado de sus cosas de literatura. Habrá que procurar que no se
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más partidario de lo que Luis de Zulueta, para reivindicar que el legado de Giner
de los Ríos traspasara los muros de la sede del Paseo del Obelisco y adquiriera vida
propia, bautizó como la ‘Institución difusa’:
En el último rincón de España vive, a lo mejor ignorado de todos y casi de sí mismo,
un maestro, un médico rural, que conoció a Giner o quizás tan solo a alguno de sus
amigos, y que ahora, en la aldea, reúne a las gentes para intentar con toda modestia
una obra de cultura o mejoramiento.
Esa es la Institución difusa, Ecclesia dispersa. Ningún estatuto la junta, ningún
convenio la mantiene, ningún vínculo jurídico la liga.
Esta Institución, comunidad espiritual, es el natural complemento de la otra, de
la Institución escuela. Toda escuela que tenga interna vida, producirá espontánea-
mente, tan espontáneamente como el hogar irradia calor, un movimiento general en
torno suyo. (Zulueta 1969: 125)

La Revista de Pedagogía era, precisamente, ‘parte de la llamada “Institución difusa”’,


según estudió Mérida-Nicolich Gamarro (1983: 63), quien señaló que dicha publi-
cación se adhería a unos ideales muy claros: ‘educación racional, laica, neutra y
predominantemente estatal, de organización única y con régimen escolar de coedu-
cación’ (1983: 75). Américo Castro mantenía una amistad con el fundador y director
de la Revista de Pedagogía, Lorenzo Luzuriaga, desde que ambos eran veinteañeros y
coincidían en actividades de la ILE y en el Museo Pedagógico Nacional.2 Es totalmente
comprensible que el filólogo apoyara al educador en su nueva revista desde el inicio;
era una forma de extender el legado de Giner no solo fuera de la propia ILE, sino
también más allá de proyectos de la JAE de cariz institucionista que beneficiaban,
sobre todo, a ciertas élites. La Revista de Pedagogía, en cambio, ambicionaba llegar a
un amplísimo público lector de maestros y profesores de instituto de toda España.
A pesar del alto grado de idealismo que le estimulaba a Castro, sus aspiraciones
de innovación no perdían de vista la lamentable realidad que ansiaba revertir y
que él mismo había vivido en primera persona:
Yo salí del instituto de Granada sin haber leído una sola obra de ninguna literatura;
en cambio, un señor, el de la ‘Retórica y Poética’, nos hacía aprender eso de la didas-
cálica, la sinécdoque y no sé qué más, en un libro que él había compuesto y que
nosotros, naturalmente, le comprábamos. (Castro 1922b: 168)

haga un exaltado, ni un atormentado, ni un especialista alemán. Le vendría muy bien su


temporada de cura en Inglaterra’ (Arias de Cossío y López Alonso 2014: 605).
2 Tanto Luzuriaga y Castro participaron de jóvenes en las colonias de la ILE: ‘Y esto no se
queda en palabras, el próximo domingo bajaremos al campo para pasar todo el día allí. Al
siguiente iremos a un museo, acaso al de pintura. Américo Castro creo que reunirá algunos
chicos de su colonia y se unirá a nosotros’. Carta de Lorenzo Luzuriaga a Manuel B. Cossío,
Madrid, 1 septiembre 1908 (Arias de Cossío y López Alonso 2014: 637). Una carta de Ricardo
Rubio a Cossío (Madrid, 3 marzo 1909) comenta una visita del subsecretario de Instrucción
Pública al Museo Pedagógico, donde estaban trabajando Castro y Luzuriaga: ‘En el museo
se presentó antes de ayer tarde el subsecretario, Silió, a visitarlo; fue en un buen momento;
estaban [Domingo] Barnés, que le conocía, [Américo] Castro, Luis [Álvarez Santullano], la
biblioteca completamente llena de gente, y en la sala de labores unos treinta niños, porque
era la hora de renovar sus préstamos de la biblioteca para niños (que ya hemos abierto).
Además, Luzuriaga, en tu cuarto haciendo papeletas’ (2014: 655–56).
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Castro opinaba con conocimiento de causa también por otras razones. Curso
tras curso, constataba el bajo nivel de sus estudiantes al llegar a la universidad
(Castro 1920b). Además, tenía la experiencia de formar parte de tribunales exami-
nadores en institutos. En 1925, otra vez en Revista de Pedagogía, contó algunas
anécdotas presenciadas en estos exámenes de literatura:
Una muchacha escogió la Sonatina, de Rubén, por ser eso lo que había preparado
en su colegio. Vamos allá.
La princesa está triste…
y mudo está el teclado de su clave sonoro.

Intentamos que nos explique eso del ‘clave sonoro’. Imposible. Decimos que el clave
es como un piano. A pesar de la aclaración, tardamos mucho en que la niña se diera
cuenta del sentido de ese verso. Pero, al fin, la luz se hizo en su cabeza, y con atinada
expresión dice: ‘¡Ah!, ya sé. Que la princesa no toca el piano porque está triste’. Tal vez
por primera vez en su vida comprendía aquella criatura que lo que se lee en el colegio
es algo que tiene sentido fuera del libro, y que la finalidad de aquellas páginas no
era sólo la de ser recitadas mecánicamente. […] Y de realidades tan concretas como
éstas debemos partir si queremos corregir eficazmente nuestra pedagogía. (Castro
1925: 484)

Aunque a Castro no se le escapa que será inviable que, en la práctica, se adopte


de forma inmediata y general su plan de reforma (‘casi pienso que es inútil dar a
estas páginas otro valor que el de un ensayo teórico’ [Castro 1922b: 167]), se esmera
en su articulación y justificación, inspirado en la máxima gineriana del ‘siempre
adelante’ (García Morente y De los Ríos 1996: 87). Esta enérgica tenacidad con la
que persigue reformas pedagógicas revolucionarias, sospechando que será difícil
materializarlas, es uno de los rasgos que mejor definen a Castro como educador.
Sin olvidar quiénes pueden ser los lectores de los primeros números de Revista de
Pedagogía y muy en la línea del espíritu de esta publicación, intenta persuadirlos
apelando al sentido común, con razonamientos lógicos, expuestos con claridad y
aplomo desde el inicio:
Como tantos otros, este problema [la enseñanza de la literatura] destaca sobre
un fondo de complejidades; pero las propias del caso son para mí singularmente
arduas. Dos cuestiones distintas se ofrecen, sin que por ahora vayamos más adelante:
1ª Desde el punto de vista general, ¿es útil, es conveniente enseñar literatura en la
escuela o el instituto? 2ª Desde un punto de vista español, ¿cómo debería establecerse
la enseñanza literaria o modificarse la rudimentaria que poseemos? (Castro 1922b:
161)

A ambas preguntas, responderá afirmativamente, pero urgiendo a un giro


copernicano en el enfoque de la cuestión que consiste en desterrar por completo el
estudio memorístico para dejar espacio a lo único importante con niños y jóvenes:
leer bien los textos, entenderlos, pensar sobre ellos, comentarlos y disfrutar de
su belleza. Parte de la base de que el profesor de arte o literatura debe cultivar
una sensibilidad especial que ha de transmitir a sus alumnos. No bastará con ‘dar
explicaciones eruditas y objetivas’ (Castro 1922b: 161); ‘es necesario algo más’, de
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donde se deriva una exigente responsabilidad para el que enseña estas materias:
Todos los días, a hora fija, hay que vivir el mundo de emoción que vibra en torno a
los temas que tratemos; como el tesoro de la propia sensibilidad y de las ocurrencias
personales no es ilimitado, puede suceder que los juicios ajenos, las fórmulas hechas,
mecanizadas y aun triviales, reemplacen lo que debiera ser intenso reflejo de los
mejores momentos en la vida de los mejores. La enseñanza de una técnica científica
tolera que el maestro inhiba su ser más íntimo: el profesor de arte, si lo hace, decae
gravemente en el cumplimiento de su menester. (1922b: 163)

El buen maestro debe ayudar primero a sus alumnos a entender el sentido


literal del texto literario (detalle muy revelador de la personalidad filológica del
autor), para después enseñarles a apreciar su belleza, ‘que en cada espíritu prepa-
rado causará un reflejo distinto’ (1922b: 162). Castro, que adopta la definición de
Descartes de que ‘la lectura de los escritores antiguos’ es ‘una conversación con las
más selectas personas de los siglos pasados, en la cual nos entregan lo mejor de su
espíritu’ (1922b: 164), interpreta que la buena enseñanza de la literatura desarrolla
la capacidad de discurrir de los estudiantes y les enriquece como personas. Estas
ideas habían empezado a calar en él durante su estancia en París (1905–1908) y, de
hecho, la definición que dio Descartes de la literatura la había tomado de Gustave
Lanson, a quien le dedicó un artículo en El Sol en enero de 1920, después de que
se le nombrase director de la École normale supérieure de la Rue d’Ulm. En esa
pieza periodística dejaba claro que ‘los clásicos no son cosa muerta para las clases
[en Francia], sino que viven sin esfuerzo en el alma de un contemporáneo’ (Castro
1920a).
Por otro lado, es muy característico del lenguaje institucionista este uso reite-
rado del término ‘espíritu’, ‘la “palabra bandera” de los intelectuales y pedagogos
3
de la Institución Libre de Enseñanza’ (Laín Martínez 2016: 80). En el caso particular
de este ensayo, dicho uso habría que relacionarlo con el hecho de que Américo
Castro comprende el binomio ‘instrucción-educación’ como algo muy imbricado.
No se trata solo de que el estudiante asimile nuevos conocimientos, sino también
de que crezca como persona y ciudadano. ‘¿Mas quién será tan duro de ánimo
que no perciba la transcendencia de que la juventud se instruya y eduque en sitio
apacible y rodeado de decoro?’ escribirá en 1933, celebrando el nuevo edificio de
la Facultad de Letras que se estrenaba en Ciudad Universitaria de Madrid (Castro
1933; énfasis mío). En tanto que la enseñanza literaria sirve para ‘hacer hablar y
escribir con dignidad’ (1922b: 163), contribuye igualmente a educar a ciudadanos:
expresarse con corrección, precisión y elegancia conlleva un beneficio social indis-
cutible. Sin embargo, hay algo más profundo, que afecta a esferas más íntimas de
la persona. La encendida apología del goce estético de la literatura obedece a un
convencimiento de que la contemplación de la belleza, sea la de una obra de arte
o la de un paisaje, aporta una espiritualidad, pero, por supuesto, de tipo laico, una
idea muy institucionista sobre la que Antonio Machado construyó su espléndida

3 Para un panorama sobre distintas corrientes pedagógicas en la España del primer tercio del
siglo XX que pretenden una educación integral del niño, es muy importante la aportación
de Kendrick (2020).
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elegía a Francisco Giner de los Ríos (Machado 1994: 235–36). Por todo esto, Castro
en su ensayo invita a esforzarse ‘por percibir esa especial luz ultravioleta que
circunda la obra literaria’ (1922b: 162) y cita el ejemplo de la capacidad seductora
del misterioso verso final del romance del conde Arnaldos (‘Yo no digo esta mi
canción sino a quien conmigo va’), ante el cual es inútil apelar a la erudición histó-
rica o filológica. Imagina, en cambio, que cualquier estudiante puede conectar en
su interior con el poema, proceso que evoca con un lenguaje poético permeado
de espiritualidad:
Nada impide que hagamos a los alumnos aprender de memoria el pequeño romance
o relatar su fugaz asunto. Pero si no contamos con algo más, la delicada composición
pasará por la mente y la fantasía de quien la aprenda como el rayo de sol por el
cristal. Puede, en cambio, suceder que, sin maestro alguno, influyendo condiciones
propicias, alguien, con instintiva delicadeza, sorprenda un buen día el sutil destello
que condensa todo el encanto de nuestra poesía.
Quizá aconteció el hallazgo en plena naturaleza, junto al mar, cuando el espíritu,
dispuesto al vago ensueño, unió a las mágicas nubes del poniente el recuerdo de
aquella incitación a abandonarlo todo para lanzarnos en pos de lo inefablemente
bello: ‘Yo no digo esta canción sino a quien conmigo va’. También el Cristo exigía una
entrega total para seguirle en la gloriosa senda. (Castro 1922b: 162)

Este espiritualizado lirismo se conjuga con una voluntad práctica muy insti-
tucionista de facilitar pautas concretas para modificar una penosa situación.
Castro, predispuesto siempre a ser útil, ataca el problema en su raíz, la deficiente
formación de los futuros maestros y profesores, un asunto que preocupó mucho
a Cossío:
La reforma, mejor dicho, la instauración en la escuela de la enseñanza literaria
debería prepararse con esmero en las normales; a su vez, los profesores de normal
tendrían que formarse en la universidad. ¡Pero qué enseñanza literaria damos en la
universidad! Rutina, librito de texto aprendido de memoria; en los mejores casos, una
labor fugaz y fragmentaria, con alumnos mal preparados, que apenas guardan huella
4
de lo poco que recibieron. (Castro 1922b: 165)

Motivado por este afán de ‘corregir eficazmente nuestra pedagogía’ (Castro


1925: 484), aporta lo que para él sería el principio de la solución, un programa
de lecturas para los futuros docentes. Una selección equilibrada de estas lecturas
realizadas por los profesores debería ser lo que ellos, a su vez, dieran a leer a sus
propios alumnos. Castro pretende –y aquí está lo verdaderamente primordial y
revolucionario– que se deje por completo de memorizar preceptiva literaria e
historia de la literatura en escuelas e institutos españoles y se empiece a leer:
Sí, no cabe duda, debiera sustituirse por lo pronto toda preceptiva, toda historia de
nuestra literatura –que ineficazmente se aprenden de memoria los alumnos– por un
programa de lecturas, más o menos en el sentido que antes indicaba. No importa
nada que no se sepa cuándo estuvo prisionero Cervantes en Argel; en cambio es
indispensable que figure entre nuestros gratos recuerdos la acción sutil de El curioso

4 La palabra ‘rutina’ formaba parte del vocabulario habitual de los institucionistas (Laín
Martínez 2005).
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impertinente y el fuerte eco del Romancero. Con nada se reemplaza su lectura, en nada
mejor se emplea el tiempo en la clase de literatura que en leer, y en hablar y escribir
sobre lo leído. (Castro 1922b: 168)

Este programa de literatura clásica que propone como ‘minimum’ abarcaría


desde la Edad Media hasta la época contemporánea, pues ‘es evidente que no
pueden omitirse autores como Rubén Darío, Machado, Azorín, Valle-Inclán,
Unamuno, Baroja, Blasco Ibáñez, que desde ahora figuran entre los valores
seguros de nuestra historia literaria, junto a otros muchos que en la actualidad
están labrándose una reputación perenne’ (Castro 1922b: 166). Esta lista plantearía
lógicas dudas hoy a cualquier profesor de literatura española a jóvenes. Y no solo
porque se haya quedado anticuada, transcurrido un siglo desde que se confeccionó.
No se menciona de manera específica a san Juan y santa Teresa, por ejemplo. En
el siglo XIX, aparecen poetas como Ruiz Aguilera o Núñez de Arce, que hoy casi
nadie lee, y falta el nombre esencial de Rosalía de Castro. De Zorrilla propone
Granada y Leyendas y no Don Juan Tenorio. La única escritora que recomienda es
5
Emilia Pardo Bazán; el único escritor hispanoamericano, Rubén Darío.
No hay nada de literatura en catalán, gallego o vasco y tampoco opina sobre
ello. Quizás esto obedezca a que ese mismo año había analizado por extenso el
‘problema de las lenguas regionales’ en la escuela en La enseñanza del español en
España (Castro 1922a: 81–108), un libro que dedicó a su amigo pedagogo Lorenzo
Luzuriaga. Ahí sostenía sin ambages que la vida de esas tres lenguas ‘es inseparable
de nuestra civilización [y] deben conservarse y prosperar culturalmente cuanto
sea posible’, pero aclaraba que ‘estas lenguas deben vivir dentro de una armonía
hispánica, cuya superior unidad no puede ser otra que la lengua española’ (1922a:
83). Partía de la base de que el español, además de ser ‘el único lazo sólido’ con
Hispanoamérica, era un idioma ya muy apreciado como un ‘medio de expresión
mundial’ en Europa y EE.UU. (1922a: 85). Dada la importancia transcendental de
este hecho para él, llegará al extremo de afirmar que la exclusión intransigente
del castellano no era ‘un crimen de lesa patria –¡la deshonesta patriotería!–, sino
sencillamente un error pernicioso’ (1922a: 85). Intentando ceñirse a una argumen-
tación de tipo lingüístico (más que político), aseguraba para aclarar su punto de
vista:
[S]i por un azar de la historia, las gentes de Madrid tuvieran como lengua habi-
tual, además del español, el inglés, el francés o el alemán, consideraría insigne falta
no cultivar intensamente en nuestro pueblo ese admirable instrumento de vida y
de cultura concediéndole toda la importancia del caso. Figuraos, pues, lo que he
de pensar de los que intentan nacionalizar a Cataluña a base de la supremacía del
6
catalán sobre el español. (Castro 1922a: 87)

5 Sobre las complejas relaciones entre el canon de la literatura española y la enseñanza de la


misma (aunque más bien centrado en universidades británicas) puede verse el iluminador
trabajo de Stuart Davis (2010).
6 A pesar de su empeño en evitarlo, entra en el terreno de la política en alguna digresión,
demostrando un patriotismo muy sui generis: ‘cualquier español imparcial estimará justas
las aspiraciones de Cataluña a afirmar el carácter de su región dentro de la unidad española.
Y voy más lejos: las gentes de espíritu verdaderamente liberal, no tendrían sino rendirse a
bhs, 100 (2023) ‘Es necesario algo más’ 55

En suma, Castro no se oponía de entrada, sin más, a que se enseñasen las


‘lenguas regionales’ en la escuela, pero esto para él jamás podría hacerse a costa
de sacrificar el castellano, que defendía como la lengua común y de la que, con
sentido práctico, no se cansaba de reivindicar sus millones de hablantes y su
creciente prestigio internacional. Por otro lado, tratando de ser realista, recor-
daba las enormes dificultades que supondría la enseñanza generalizada de dichas
lenguas en las escuelas de la España de principios de los años 20, dificultades de
tipo lingüístico (elección de un gallego o vasco estándar, por ejemplo) (1922a: 105)
y, sobre todo, de índole económica: habiendo solo en Madrid nada menos que
unos 40.000 niños sin escolarizar, ‘es casi ocioso plantearse esta cuestión de si
además del español hay que enseñar alguna lengua regional’ (1922a: 107).
Aunque Castro estaba convencido de que la enseñanza del español debería primar
sobre las ‘lenguas regionales’ en las escuelas de España, nada más lejos de su inten-
ción en este artículo en Revista de Pedagogía que animar a emplear las clases de litera-
tura para inculcar una identidad española determinada.7 De hecho, titula su ensayo
‘La enseñanza de la literatura’, y no ‘La enseñanza de la literatura nacional’ o ‘La
enseñanza de la literatura española’. La referencia a Miguel de Cervantes antes citada
es, de por sí, expresiva: ‘no importa nada’ su vida; lo fundamental estriba en que los
niños y adolescentes guarden ‘gratos recuerdos’ de la lectura de ciertos pasajes del
Quijote. Consciente de cómo la vida de dicho escritor se prestaba en España a la mitifi-
cación y manipulación, llegará a decir: ‘me parece suprema necedad que un chico de
trece o catorce años dedique horas a aprenderse la vida de Cervantes’ (Castro 1922b:
168). En este punto, Castro se distancia de políticos liberales que buscaron ‘convertir
a Cervantes en símbolo nacional’ (Pozo Andrés 2000: 194).
‘La niñez es propicia al sentimiento de vanidad y orgullo patrios’ declararía en
otra ocasión Castro (1972b: 134), en coherencia con lo cual no dudó en ridiculizar
el llamado Libro de la Patria, una iniciativa del Ministerio de Instrucción Pública de
convocar un concurso para elegir ‘un libro oficial de patriotismo para imponer su
lectura dogmáticamente a los niños, en forma tiránica y antipedagógica’ (1921b).8
En este artículo de El Sol se distancia con nitidez de cualquier tipo adoctrinamiento
nacionalista en la escuela pública:
El patriotismo no se aprende místicamente leyendo libros. […] Patriotismo quiere
decir cosas muy diversas. […] El hecho de prestar adhesión cordial a una comunidad
de hombres depende naturalmente de infinitas causas; pero es imposible que sea
honda e inteligente la simpatía que meramente proceda de que a uno le han contado
que debe sentir dicha simpatía. Si tan fáciles fueran las cosas, no habría más que
enseñar a todos los españoles a que fuesen buenos, veraces y amantes de la justicia,
cualidades para mí muy superiores a la noción de patria […].

los hechos, si la inmensa mayoría de los que hablan catalán quisieran constituir un grupo
nacional aparte; en este caso ninguna conciencia honrada podría apelar a la violencia para
forzar a un grupo de ciudadanos a permanecer donde no quieren estar’ (Castro 1922a: 101).
7 Pozo Andrés (2000) aborda con rigor el complicado asunto de la identidad nacional y la
escuela pública en la España del primer tercio del siglo XX.
8 Estudia la iniciativa ministerial del Libro de la Patria de Pozo Andrés (2000: 215–18).
56 Santiago López-Ríos bhs, 100 (2023)

En fin, obra verdaderamente patriótica sería impedir que en pleno Madrid haya
unos 40.000 muchachos que no tienen forma de recibir la menor instrucción, por no
tener el Estado bastantes maestros ni escuelas que puedan dársela. (Castro 1921b: 5)
Castro sí profesaba un intenso amor a su país y, en ese sentido de ‘adhesión
cordial a una comunidad de hombres’, era un verdadero patriota, pero a la manera
krausista.9 En el fondo, la reforma pedagógica que anhela en este ensayo responde
a un intento de trasladar a las generaciones más jóvenes la esencia del resul-
tado del trabajo (no la erudición filológica) del Centro de Estudios Históricos por
recuperar y conocer mejor la cultura española, empezando por su lengua común
y su literatura. El que, para ilustrar sus argumentaciones, acudiera al romancero
viejo es, ya de por sí, paradigmático. Si la literatura para Castro ‘es índice de la
civilización de un pueblo’ (1922b: 163), el progreso de España para él pasaba por
que sus niños y jóvenes leyeran a sus clásicos, tal y como se hacía en Francia,
Italia, Alemania o Inglaterra. Siendo él un filólogo especializado en literatura
española y heredero del legado institucionista, veía que esto le incumbía como un
deber moral. Recuérdese aquí cómo le hablaba a Menéndez Pidal, el director del
Centro de Estudios Históricos, de su preocupación por ‘las cosas públicas’ (Castro
1924). Este ‘patriotismo’ no tiene nada que ver con un nacionalismo exaltado y,
por puesto, para él no habría mayor aberración que subordinar la literatura a
dicho objetivo. Lo dijo con claridad en 1925: ‘[Es] inmoral […] usar a los niños para
fines de política nacionalista, según suele hacerse en casi todas partes olvidando
la bella admonición de Juvenal, magna debetur puero reverentia’ [al niño se le debe
el mayor respeto] (Castro 1972b: 134). Todo lo contrario, en el más genuino estilo
krausista, al hablar de enseñanza literaria en la escuela, repite varias veces el
adjetivo esencial: ‘libre’.10
Aporta información sobre los matices del patriotismo pedagógico de Castro
un artículo suyo en el periódico progresista La Libertad en 1921. Adelantando una
idea crucial en su pensamiento histórico de posguerra (las funestas consecuen-
cias de construir una identidad nacional desde la religión), denunciaba una real
orden que presionaba a profesores judíos y musulmanes a examinarse de religión
católica si querían ejercer en escuelas españolas en el Norte de África (Castro
1921a), una denuncia que es exponente claro de una españolidad nada excluyente.
Tampoco lo era el reconocer las deudas de España con el hispanismo extranjero,
tema muy habitual en sus escritos y hacia el que se desvía en el párrafo que cierra
su ensayo sobre la enseñanza de la literatura:
El tiempo que el profesor gasta en conferencias seudouniversitarias o a tomar la
lección, sería infinitamente mejor que lo dedicara a explicar a cada chico lo que no
haya entendido de sus lecturas. Es realmente absurdo que ante el tesoro artístico de
nuestras letras vengan interponiéndose sistemáticamente, a modo de compacta tela-

9 Sobre el tema del krausismo, la ILE y el ‘nacionalismo’ español, es imprescindible Pérez-


Villanueva Tovar (1997).
10 ‘Lo que debiera ser visión directa de la obra y libre juego de la fantasía y de la emotividad de
los alumnos y maestro se convierte en un trabajo cuartelario para aprender tales o cuales
noticias. […] Tales lecturas constituirían un recinto libre en el que cada cual definiría sus
gustos y preferencias’ (Castro 1922b: 164–65; énfasis mío).
bhs, 100 (2023) ‘Es necesario algo más’ 57

raña, la prosa de nuestros profesores de instituto o de universidad. Y luego hay quien


se asombra de que hayan sido los extranjeros quienes descubrieran nuestro pasado
literario y formularan por primera vez las leyes gramaticales de nuestra lengua.
(Castro 1922b: 169)

No hay queja aquí de que España estuviese sufriendo una suerte de colonia-
lismo cultural por parte de hispanistas extranjeros. Castro siempre apreció lo
que se debía a los grandes especialistas en lengua y literatura españolas de otros
países. Sin embargo, le dolía que, exceptuando lo que se hacía desde la JAE, dichos
estudios tuvieran en España un nivel más bajo que en el extranjero. Le indignaba,
asimismo, que no se estudiasen lenguas y literaturas extranjeras en la universidad
española, de la misma forma que florecía el hispanismo en Europa y EE.UU. La
comparación con el exterior funcionaba para él como acicate constante, en parti-
cular en lo relativo a cuestiones educativas:
Cuando comparamos nuestros míseros centros de formación de la juventud con los
del resto de Europa, sentimos una gran vergüenza. Pero cuando esa sensación toma
caracteres intensos es cuando comparamos, uno junto al otro, nuestro menguado
bachillerato con el tipo europeo. (Castro 1922d)

Castro escribió el ensayo para Revista de Pedagogía influido por la punzante


experiencia de visitar, por encargo del Ministerio de Estado, las escuelas españolas
del Norte de África, un viaje que había realizado solo unos meses antes, en enero
de 1922. ‘Junto a lo hecho por Francia en Tánger, la obra educativa de España nos
sonrojaba’, recordaría con desolada amargura, cincuenta años después, añadiendo
casi a continuación:
Ni entonces, ni antes, ni luego se consiguió dar a los marroquíes de la zona española
la impresión de que nuestra lengua y nuestra cultura merecían ser adoptadas por
ellos junto a las arábigo-musulmanas. (Castro 1972a: 76)11

En esta afirmación se desliza una contundente denuncia de la aventura colonial


española en Marruecos desde el punto de vista educativo. Algo similar dijo en una
conferencia el mismo año de su viaje: ‘Mientras España no mejore su enseñanza,
¿qué derecho tenemos sobre Tánger?’ (Conferencia 1922), observación que, en sí
misma, es suficientemente explicativa de por qué Castro ni entra en cuestiones
de mayor calado sobre política colonial española en el Norte de África. Aunque
sea de forma sintética, en esas líneas de De la España que aún no conocía antes trans-
critas, Américo Castro (1972b: 76) deja traslucir su muy particular visión sobre
el asunto de la enseñanza de la lengua y cultura españolas en Marruecos. Estos
juicios constituyen un curioso testimonio de un temprano, genuino y auténtico
interés de Castro —poco habitual entre los filólogos de su entorno— por lo que se
terminaría conociendo como ‘Global Hispanophone’ (Campoy-Cubillo y Sampedro
Vizcaya 2019). La crítica de Castro a la labor educativa de España no podría ser más

11 Comparando el despilfarro que suponía la política colonial en Marruecos con la escasa finan-
ciación de las escuelas españolas, escribirá en 1925: ‘¿No cuesta un millón diario mantener
el compromiso internacional de Marruecos? ¿Y no merecían los millones de niños españoles
que gastásemos en ellos dos o tres millones de pesetas?’ (Castro 1925: 486).
58 Santiago López-Ríos bhs, 100 (2023)

demoledora (‘Ni entonces, ni antes, ni luego…’ [1972a: 76]). Y está muy claro lo
que él siente: vergüenza. Asimismo, debe apreciarse que en ningún momento
habla de ‘desplazar’ la lengua y cultura locales, para ‘imponer’ el español. Habla
de ‘adoptar’ [la lengua y cultura españolas] ‘junto a las arábigo-musulmanas’ y deja
clarísimo que a España le incumbía la responsabilidad de haber dado la impresión
de que ‘adoptar’ dicha lengua y cultura merecía la pena, empresa en la que se
fracasó.
El hecho de encontrar estas reflexiones pedagógicas en un libro publicado en
México el mismo año de su muerte (1972a) pone de relieve cómo mantuvo Castro
la coherencia con sus valores hasta el final de sus días. Firme creyente en el poder
taumatúrgico de una educación buena y eficaz, estaba convencido de que cultivar
en niños y adolescentes la sensibilidad literaria y la afición a los clásicos era casi
sagrado, pues les dotaba de algo espiritualmente valiosísimo: una vida interior. El
amor a la patria, en este sentido, pasaba a un segundo plano: ‘Para mí la patria
no es el ideal absoluto; el amor a ella me parece que debe estar condicionado,
como todo en el mundo, por motivos de índole racional y elevada’ (Castro 1922a:
84–85). ‘Motivos de índole racional y elevada’ –y no otros– fueron justamente
los que animaron a Américo Castro a escribir su ensayo sobre la enseñanza de la
literatura, que, leído un siglo después, debe ser estimado como uno de sus textos
más memorables.12

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12 Agradezco a Isabel Pérez-Villanueva Tovar y Carlos Sanz Simón sus comentarios a una
versión preliminar de este trabajo. Asimismo, doy las gracias por sus sugerencias a Anna
Kathryn Kendrick y Parker Lawson, editores de este número monográfico del Bulletin of
Hispanic Studies en el año del centenario de esta benemérita revista. Que dicho aniversario
prácticamente coincida con los cien años de la publicación del artículo de Castro ‘La ense-
ñanza de la literatura’, donde no falta el reconocimiento al hispanismo internacional, no
deja de ser simbólico.
bhs, 100 (2023) ‘Es necesario algo más’ 59

—, 1922a. La enseñanza del español en España (Madrid: Victoriano Suárez), reimpr. Hacia la mejor
España, coord. Santiago López-Ríos, Barcelona: Edicions Bellaterra, 2015, pp. 174–209.
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