RESUMEN POR CAPÍTULOS Los Rios Profundos

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RESUMEN POR CAPÍTULOS

LOS RÍOS PROFUNDOS


I.- EL VIEJO. El relato empieza cuando el narrador (Ernesto) cuenta su llegada al Cuzco, acompañando a
su padre Gabriel, quien era abogado y viajaba continuamente buscando dónde ejercer su profesión. En la
antigua capital de los incas visitan a un pariente rico al que conocen como El Viejo, para solicitarle
alojamiento y trabajo, pero este resulta ser un tipo avaro, tosco y con fama de explotador, por lo que
deciden abandonar la ciudad y buscar otros rumbos. Pero antes pasean por la ciudad. Ernesto se
deslumbra ante los majestuosos muros de los palacios de los incas, cuyas piedras finamente talladas y
perfectamente encajadas le parecen que se mueven y hablan. Luego pasan frente a la Iglesia de la
Compañía y visitan la Catedral, donde oran frente a la imagen del Señor de los Temblores. Allí se
encuentran nuevamente con el Viejo, quien estaba acompañado de su sirviente indio o pongo, símbolo de
la raza explotada. Ernesto no puede contener el desagrado que le produce el Viejo y lo saluda secamente.
II.- LOS VIAJES. En este capítulo el narrador relata los viajes de su padre como abogado itinerante por
diversos pueblos y ciudades de la sierra y de la costa, viajes en los que le acompaña desde muy niño.
Cuenta anécdotas curiosas que les toca vivir a ambos en algunos pueblos. Llegan por ejemplo a un pueblo
cuyos niños salían al campo a cazar aves para que no causaran estragos en los trigales. En ese mismo
pueblo, había una cruz grande en la cima de un cerro, que durante una festividad religiosa era bajada por
los indios en hombros. En otra ocasión llegan a Huancayo, donde casi se mueren de hambre pues sus
habitantes, que odiaban a los forasteros, impidieron que los litigantes (clientes) fueran a verlos. En otro
pueblo las personas los miran con rabia, a excepción de una joven alta y de ojos azules, que parecía más
amigable. Ernesto se venga en esa ocasión cantando huaynos a todo pulmón en las esquinas. En
Huancapi, cerca de Yauyos, contempla cómo unos loros que posaban en los árboles son muertos a balazos
por unos tiradores, siendo lo extraño que dichas aves no se animaran a alzar vuelo y cayeran así
mansamente, una tras otra. De allí pasan a Cangallo y siguen hacia Huamanga, por la pampa de los
morochucos, célebres jinetes de quienes se decía que eran descendientes de los almagristas.
III.- LA DESPEDIDA. Cuenta el narrador cómo su padre le promete que sus continuos viajes acabarían en
Abancay, pues allí vivía un notario, viejo amigo suyo, quien sin duda le recomendaría muchos clientes.
También le promete que le matricularía en un colegio. Llegan pues a Abancay y se dirigen a la casa del
notario, pero este resultó ser hombre enfermo y ya inútil para el trabajo, y para colmo, con una mujer e hijos
pequeños. Descorazonado, el padre prefiere alojarse en una posada, donde coloca su placa de abogado.
Pero los clientes no llegan y entonces decide reemprender sus viajes. Pero esta vez ya no le podrá
acompañar Ernesto, pues ya estaba matriculado de interno en un colegio de religiosos de la ciudad, cuyo
director era el Padre Linares. Su decisión se apresura cuando un tal Joaquín, un hacendado de
Chalhuanca, llega a Abancay a solicitarle sus servicios profesionales. Ernesto se despide entonces de su
padre y se queda en el internado.

IV.- LA HACIENDA. En este capítulo el narrador cuenta la vida de los indios en la hacienda colindante a
Abancay, Patibamba, a donde solía ir los domingos tras salir del internado, pero a diferencia de los indios
con quienes había pasado su niñez, estos parecían muy huraños y vivían encerrados. Relata también las
misas oficiadas por el Padre, y cómo este predicaba el odio hacia los chilenos y el desquite de los peruanos
por la guerra de 1879 (recordemos que eran los años de 1920, en plena tensión peruano-chilena por motivo
del litigio por Tacna y Arica) y elogiaba a la vez a los hacendados, a quienes calificaba como el fundamento
de la patria, pues eran, según su juicio, los pilares que sostenían la riqueza nacional y los que mantenían el
orden.

V.- PUENTE SOBRE EL MUNDO. El título de este capítulo alude al significado del nombre quechua de
Pachachaca, el río cercano a Abancay, sobre el cual los conquistadores españoles construyeron un puente
de piedra y cal que hasta hoy sobrevive. Con la esperanza de poder encontrar a algún indio colono de la
hacienda, Ernesto aprovecha los domingos para visitar Huanupata, el barrio alegre de Abancay, poblado de
chicherías, arrabal pestilente donde también se podían encontrar mujeres fáciles. Para su sorpresa no
encuentra a ninguno de los colonos, y solo ve a muchos forasteros y parroquianos. De todos modos,
continúa frecuentando dicho barrio, pues los fines de semana iban allí músicos y cantantes a tocar arpa y
violín y cantar huaynos, lo que le recordaba mucho a su tierra. Luego pasa a describir la vida en el
internado; en primer lugar, cuenta como el Padre organizaba a los alumnos en dos bandos, uno de
«peruanos» y otro de «chilenos» y lo hacía enfrentar en el campo, a golpes de puño y empellones, como
una manera de «incentivar» el espíritu patriótico. Luego menciona a los alumnos, refiriendo sobre sus
orígenes y características: el Lleras y el Añuco, que eran los más abusivos y rebeldes de los alumnos; el
Palacitos, el de menor edad, y a la vez el más tímido y débil de todos; el Romero, el Peluca y otros más.
También se menciona a una joven demente, la opa Marcelina, que era ayudante en la cocina y que solía
ser desnudada y abusada sexualmente por los alumnos mayores, sobre todo por el Lleras y el Peluca. El
Lleras incluso trata de forzar al Palacitos para que tenga relaciones sexuales con la opa, mientras esta era
sujetada en el suelo con el vestido levantado hasta el cuello. El Palacitos se resiste, llorando y gritando. El
Romero, hastiado de los abusos del Lleras, le reta a pelear, pero el encuentro no se produce.

VI.- ZUMBAYLLU. Esta vez Ernesto relata como uno de los alumnos, el Ántero o Markask’a, rompe la
monotonía de la escuela al traer un trompo muy peculiar al cual llaman zumbayllu, lo que se convierte en la
sensación de la clase. Para los mayores solo se trata de un juguete infantil pero los más chicos ven en ello
un objeto mágico, que hace posible que todas las discusiones queden de lado y surja la unión. Ántero le
regala su zumbayllu a Ernesto y se vuelven desde entonces muy amigos. Ya con la confianza ganada,
Ántero le pide a Ernesto que le escriba una carta de amor para Salvinia, una chica de su edad a quien
describe como la niña más linda de Abancay. Luego, ya en el comedor, Ernesto discute con Rondinel, un
alumno flaco y desgarbado, quien le reta a una pelea para el fin de semana. Lleras se ofrece para entrenar
a Rondinel mientras que Valle alienta a Ernesto. En la noche, los alumnos mayores van al patio interior; allí
el Peluca tumba a la opa Marcelina y yace con ella. De lejos, Ernesto ve que el Lleras y el Añuco amarran
sigilosamente algo en la espalda del Peluca. Cuando este vuelve al dormitorio, Ernesto y el pampachirino
se espantan al ver unas tarántulas o apasankas atadas en su saco, pero los otros internos se ríen; el
mismo Peluca arroja y aplasta sin temor a los bichos.

VII.- EL MOTIN. A la mañana siguiente, Ernesto le entrega a Ántero la carta que escribió para Salvinia;
Ántero la guarda sin leerla. Luego le cuenta a su amigo su desafío con Rondinel. Ántero se ofrece para
amistarlos y lo logra, haciendo que los dos rivales se den la mano. Luego todos se van a jugar con los
zumbayllus. Al mediodía escuchan una gritería en las calles y divisan a un tumulto conformado por las
chicheras del pueblo. Algunos internos salen por curiosidad, entre ellos Ántero y Ernesto, que llegan hasta
a la plaza, la que estaba copada por mujeres indígenas que exigían que se repartiera la sal, pues a pesar
de que se había informado que dicho producto estaba escaso, se enteraron que los ricos de las haciendas
las adquirían para sus vacas. Encabezaba el grupo de protesta una mujer robusta llamada doña Felipa,
quien conduce a la turba hacia el almacén, donde encuentran 40 sacos de sal cargados en mulas. Se
apoderan de la mercancía y lo reparten entre la gente. Felipa ordena separar tres costales para los indios
de la hacienda de Patibamba. Ernesto la acompaña durante todo el camino hacia dicha hacienda, coreando
los huaynos que cantaban las mujeres. Reparten la sal a los indios, y agotado por el viaje Ernesto se queda
dormido. Despierta en el regazo de una señora blanca y de ojos azules, quien le pregunta extrañada quién
era y qué hacía allí. Ernesto le responde que había llegado junto con las chicheras a repartir la sal. Ella por
su parte le dice que es cusqueña y que se hallaba de visita en la hacienda de su patrona; le cuenta además
cómo los soldados habían irrumpido y a zurriagazos arrebataron la sal a los indios. Ernesto se despide
cariñosamente de la señora y luego se dirige hacia el barrio de Huanupata, donde se mete en una chichería
para escuchar a los músicos. Al anochecer le encuentra allí Ántero, quien le cuenta que el Padre Linares
estaba furioso por su ausencia. Ambos van a la alameda a visitar a Salvinia y a su amiga Alcira; esta última
estaba interesada en conocer a Ernesto, según Ántero. Pero al llegar solo encuentran a Salvinia, quien se
despide al poco rato pues ya era tarde. Ántero y Ernesto vuelven al colegio.

VIII.- QUEBRADA HONDA. Ya en el colegio Ernesto es llevado por el Padre a la capilla. Luego de azotarlo
el Padre le interroga severamente. Ernesto se atreve a responderle que solo había acompañado a las
mujeres para repartir la sal a los pobres. El Padre le replica diciéndole que, aunque fuese por los pobres se
trataba de un robo. Finalmente castiga a Ernesto prohibiéndole sus salidas del domingo. Al día siguiente
Ernesto acompaña al Padre al pueblo de los indios de la hacienda. El Padre se sube a un estrado y
empieza a sermonear a los indios en quechua. Les dice que todo el mundo padece, unos más que otros,
pero que nada justifica el robo, que el que roba o recibe lo robado es igual condenado. Pero se alegraba
que ellos hubieran devuelto la mercancía y que ahora la recibirían en mayor cantidad. Ante esta prédica
ardiente las mujeres rompen en llanto y todos se arrodillan. Terminada su prédica, el Padre ordena a
Ernesto volver al colegio, mientras que él se quedaría a dar la misa. Ernesto aprovecha para averiguar
sobre la señora de ojos azules. El mayordomo de la hacienda le responde que conocía a la tal señora pero
que ella se iría con su patrona al día siguiente, por temor al arribo del ejército, que venía a imponer el
orden. Ernesto regresa al colegio y le recibe el hermano Miguel, quien le da el desayuno y le cuenta que
esa mañana dedicaría a los alumnos a jugar vóley en el patio. Luego irrumpe Ántero trayendo un Winku, un
trompo o Zumbayllu especial, al cual calificaba de layka o «brujo» por tener, según su creencia,
propiedades mágicas, como enviar mensajes a personas lejanas. Convencido, Ernesto hace bailar el winku
mandándole un mensaje a su padre, diciéndole que estaba soportando bien la vida en el internado.
Entretenidos estaban así cuando de pronto oyen gritos en el patio. Se acercan y ven al hermano Miguel
ordenando caminar de rodillas al Lleras, de quien manaba sangre por la nariz. Se enteran que el Lleras
había primero empujado al hermano insultándole soezmente, solo porque le había marcado un foul en el
juego; en respuesta el hermano le dio un puñetazo tumbándolo al suelo. En medio del tumulto arriba el
Padre director, quien pregunta qué ocurría. El hermano Miguel, luego de contar el incidente, explica que
reaccionó así al ver mancillado en su persona el hábito de Dios. El Padre ordena al Lleras a ir a la capilla;
los demás internos se quedan en el patio y discuten entre ellos; el Palacitos teme que ocurra una desgracia
en el pueblo por la ofensa hecha a un religioso; el Valle y el Chipro se pelean, quedando muy malparado el
primero. Al día siguiente se esparce la noticia de que el ejército entraría en Abancay para imponer orden. El
Padre ordena que todos los alumnos se reconcilien con el hermano Miguel, quien les pide perdón y abraza
a cada uno de ellos, pero cuando se acerca al Lleras, este le hace un gesto de repulsión y se corre a
esconderse. No lo vuelven a ver más; después supieron que aquella misma noche huyó del colegio. El
Añuco también se alista para irse del colegio, aunque reconciliado con todos. El Palacitos se alegra pues
cree que con la reconciliación ya no ocurrirán más desgracias en el pueblo.

IX.- CAL Y CANTO. A la ciudad llega un regimiento de soldados para reprimir a las indias revoltosas. Los
soldados ocupan las calles y plazas. Instalan el cuartel en un edificio abandonado. Ernesto pide al Padre
que lo dejara regresar donde su papá, pero el Padre se niega, dándole permiso en cambio para salir el
sábado a la ciudad, con el Ántero. Ernesto le pide al Romerito que por medio del canto de su rondín envíe
un mensaje a su padre. Los alumnos comentan los chismes de la ciudad: las chicheras capturadas son
azotadas en el trasero desnudo, y al responder a los militares con su lenguaje soez, les meten excremento
en la boca. Cuentan también que doña Felipa y otras chicheras habían huido cruzando el puente del
Pachachaca, donde dejaron a una mula degollada, con cuyas tripas cerraron el paso atándola a los postes.
La cabecilla dejó su rebozo en lo alto de una cruz de piedra, a manera de provocación. Al acercarse los
soldados, estos reciben disparos de lejos y no se atreven por lo pronto a perseguirlas, pues las chicheras
ya iban con ventaja. Llegado el sábado, Ernesto y Ántero conversan en el patio del colegio. Ántero cuenta
que el Lleras había huido del pueblo, junto con una mestiza; el Ernesto señala que no podría seguir más
allá del Apurímac pues el sol lo derretiría. En cuanto al Añuco, comentan que los Padres planeaban hacerle
fraile. También mencionan el temor de la gente de que doña Felipa retornase con los chunchos (selváticos)
a atacar las haciendas y revolver a los colonos; ante esa situación, el Ántero dice que estaría de parte de
los hacendados. Ambos van a la alameda, a visitar a Salvinia y a su amiga Alcira. Al ver a esta última,
Ernesto nota que se parecía mucho a Clorinda, una jovencita del pueblo de Saisa, de quien en su niñez se
había enamorado y de la que jamás volvió a saber. Pero nota que Alcira tiene las pantorrillas muy anchas y
eso le desagrada. Al poco rato Ernesto se despide, y corriendo llega al barrio de Huanupata, metiéndose en
una chichería, que estaba llena de soldados. Uno de estos afirma que Felipa estaba muerta. Cuando
Ernesto pregunta a una de las mozas si era cierto eso, esta se ríe y lo empuja, botándole de la chichería.
Ernesto se va corriendo hacía el puente del Pachachaca, para ver los restos de la mula muerta y el rebozo
de doña Felipa que flameaba en la cruz. Al llegar, divisa al padre Augusto que bajaba cuesta abajo, seguido
sigilosamente por la opa Marcelina. Esta, al ver el rebozo, se detiene frente la cruz. Se sube en ella y ya
con la prenda en su poder se deja caer, resbalando hasta el suelo. Se coloca el rebozo con alegría y
continúa siguiendo al padre Augusto, quien iba a dar misa a Ninabamba, una hacienda aledaña. Ernesto
retorna a la ciudad y ya al atardecer regresa al colegio donde se entera que al día siguiente partiría Añuco
hacia el Cuzco.

X.- YAWAR MAYU. Los alumnos se enteran que la banda del regimiento dará retreta en la plaza de la
ciudad después de la misa del día siguiente, domingo. El Chipro reta al Valle a pelear ese día. Ya muy de
noche vienen a recoger al Añuco, y todos lo despiden; el Añuco regala suoks «daños» o canicas rojas al
Palacitos. Todos se sienten conmovidos. Al día siguiente se levantan muy temprano y deciden que no haya
ya pelea entre el Chipro y Valle. Van todos a ver la retreta en la plaza. La banda militar la conforman
reclutados que tocan instrumentos musicales de metal; el Palacitos estalla de alegría al reconocer en el
grupo al joven Prudencio, de su pueblo natal. Ernesto se retira para buscar a Ántero y a Salvinia y Alcira.
Encuentra a las dos chicas, pero ve que un joven, que se identifica como hijo del comandante de la
Guardia, invita a Salvinia a caminar, tomándola del brazo. Tras ellos va otro muchacho. De pronto aparece
Ántero furioso, quien increpa a los dos jóvenes. Les dice que la chica es su enamorada. Se produce una
gresca. Ernesto deja a Ántero con su lío y se dirige al barrio de Huanupata. Entra a una chichería donde se
estaba un arpista, a quien todos admiran y llaman el papacha Oblitas. Al local ingresa luego un cantor, que
había llegado a la ciudad acompañando a un kimichu (indio recaudador de limosnas para la Virgen);
Ernesto recuerda haberlo visto, años atrás, en el pueblo de Aucará, durante una fiesta religiosa. Conversan
ambos. El cantor dice llamarse Jesús Waranka Gabriel y relata su vida errante. Ernesto le invita un picante.
Una moza empieza a cantar una canción en la que ridiculiza a los guardias, apodados «guayruros» (frijoles)
por el color de su uniforme (rojo y negro). El arpista le sigue el ritmo. Un guardia civil que pasaba cerca
escucha e ingresa al local, haciendo callar a todos. Se produce un tumulto y los guardias se llevan preso al
arpista. Los demás se retiran. Ernesto se despide del cantor Jesús y regresa a la plaza. Ve al Palacitos,
alegre y orgulloso, que no dejaba al Prudencio. También encuentra a Ántero, quien se había amistado con
el joven con quien peleara poco antes. Se lo presenta: se llamaba Gerardo y era natural de Piura. El otro
joven que le acompañaba era su hermano Pablo. Ernesto les estrecha las manos. Luego se despide y se
encuentra con el Valle, paseando orondo con su ridículo k’ompo o corbata y escoltado por señoritas.
Decide volver al colegio pero antes quiere visitar al papacha Oblitas, que estaba en la cárcel. El guardia de
la entrada no lo deja ingresar; solo le informa que el arpista sería liberado pronto. Ernesto retorna entonces
al colegio y se topa con Peluca, a quien encuentra muy angustiado pues ya no encontraba a la opa. La
cocinera le cuenta a Ernesto que la opa se había subido a la torre que dominaba la plaza. Ernesto va a
buscarla, y efectivamente, encuentra a la opa echada en lo alto de la torre, mirando sonriente y feliz a la
gente de abajo. Llevaba aún el rebozo de doña Felipa. No queriendo turbar su breve rato de alegría,
Ernesto la deja y sigilosamente baja de la torre y retorna al colegio.

XI.- LOS COLONOS. Los guardias que fueron en persecución de doña Felipa no logran capturarla. Poco
después los militares se retiran de la ciudad y la Guardia Civil ocupa el cuartel. Ernesto no entiende a
muchas señoritas de la ciudad, quienes se habían deslumbrado con los oficiales y lloraban su partida. Se
decía que algunas habían sido deshonradas «voluntariamente» por algunos oficiales. En el colegio,
Gerardo, el hijo del comandante se convierte en una especie de héroe. Supera a todos en diversas
disciplinas deportivas. Solo al Romero no logra ganarle en salto. El Ántero se convierte en su amigo
inseparable. Ernesto se enoja cuando ambos, Gerardo y Ántero, empiezan a hablar de las chicas como si
fueran trofeos de conquista, jactándose que cada uno tenía ya dos enamoradas al mismo tiempo. En
cuanto a Salvinia, Ántero ya la había dejado, por coquetear, según él, con Pablo, pero junto con Gerardo la
tenían «cercada» y no dejaban que ningún chico se le acercara. Mientras que ambos tenían a su
disposición todas las mujeres que quisieran, pues ellas se les entregaban. Ernesto se molesta y les dice
que ambos son unos perros iguales al Lleras y al Peluca. Se alteran y en el calor de la discusión Ernesto
insulta y patea a Gerardo; Ántero los contiene. Aparece el Padre Augusto y ante él Ernesto trata de
devolver a Ántero su zumbayllu, pero Ántero no lo acepta pues se trataba de un regalo. El Padre les pide
que resuelvan entre ellos su problema. Desde entonces Ántero y Gerardo no volvieron a hablar con
Ernesto. Este entierra el zumbayllu en el patio interior del colegio, sintiendo profundamente el cambio de
Ántero, a quien compara con una bestia repugnante. Por su parte Pablo, el hermano de Gerardo, se amista
con el Valle, y junto con otros jóvenes forman el grupo de los más elegantes y cultos del colegio. Otro día
Ernesto se encuentra con el Peluca, quien estaba preocupado porque la opa ya no aparecía. Decían que
estaba enferma, con fiebre alta. Los alumnos comentan el rumor de que la peste de tifo causaba estragos
en Ninabamba, la hacienda más pobre cercana a Abancay, y que podía llegar a la ciudad. A la mañana
siguiente Ernesto se levanta con un presentimiento y va corriendo a la habitación de la opa: la encuentra ya
agonizante y llena de piojos. Muy cerca la cocinera lloraba. El Padre Augusto ingresa de pronto y ordena
severamente a Ernesto que se retire.
El cuerpo de la opa es cubierto con una manta y sacado del colegio. A Ernesto lo encierran en una
habitación, temiendo que se hubiera contaminado con los piojos, transmisores del tifo. Le lavan la cabeza
con creso pero luego le revisan el cabello y no le encuentran ningún piojo. El Padre le comunica que
suspendería las clases por un mes y que le dejaría volver donde su papá. Pero debía permanecer todavía
un día encerrado. Todos los alumnos se retiran, sin poder despedirse de Ernesto, a excepción del
Palacitos, quien se acerca a su habitación y por debajo de la puerta le deja una nota de despedida y dos
monedas de oro «para su viaje o para su entierro». El portero Abraham y la cocinera también presentan
síntomas de la enfermedad. Abraham regresa para morir a su pueblo, y la cocinera fallece en el hospital. El
Padre al fin decide soltar a Ernesto, al tener ya el permiso de su papá de enviarlo donde su tío Manuel
Jesús, «el Viejo». Ernesto le desagrada al principio la idea, pero al saber que, en las haciendas del Viejo,
situadas en la parte alta del Apurímac, laboraban cientos de colonos indios, decide partir cuanto antes.
Libre al fin y ya en la calle, Ernesto decide ir primero a la hacienda Patibamba, la más cercana a Abancay,
para ver a los colonos. Al cruzar la ciudad, la encuentra solitaria y con todos los
negocios cerrados. Entra en una casa y encuentra a una anciana enferma echada
en el suelo, abandonada por su familia y esperando la muerte. Ya en la salida de la
ciudad se topa con una familia que huía con todos sus enseres. Se entera que pronto la
ciudad sería invadida por miles de colonos (peones indios de las haciendas)
contagiados de la peste, los cuales venían a exigir que el Padre les oficiara una misa
grande para que las almas de los muertos no penaran. Ernesto llega al puente sobre el
Pachachaca y lo encuentra cerrado y vigilado por los guardias. Pero él sale de la
ciudad por los cañaverales y llega hasta las chozas de los colonos de Patibamba. Pero
ninguno de ellos lo quiere recibir. A escondidas observa a una chica de doce años
extrayendo nidos de piques o pulgas de las partes íntimas de otra niña más pequeña,
sin duda su hermanita. Conmovido por tal escena, Ernesto se retira corriendo, y termina
tropezándose con una tropa de guardias encabezada por un sargento. Tras
identificarse ante estos, el Sargento le dice que Gerardo, el hijo del comandante, le
había encargado protegerlo mientras se hallara en la ciudad. Ernesto responde que
Gerardo no era igual que él, pero el Sargento no le entiende. Aprovecha la ocasión
ofreciéndose para llevar un mensaje del Sargento para el Padre, por el cual el oficial
avisaba que tenía la orden de sus superiores de dejar pasar a los colonos; que los
guardias se retirarían a medida que avanzaran estos y que a medianoche estarían
llegando los indios a la ciudad. Ernesto vuelve entonces al colegio, dando el mensaje al
Padre. Este le dice estar ya dispuesto a dar la misa y que ordenaría dar tres
campanadas a medianoche, para reunir a los indios. Solo en caso de que no llegara el
sacristán solicita a Ernesto que le ayude en la misa. Pero aquel llega y Ernesto se
queda entonces a dormir en el colegio; escucha las campanadas y se da cuenta que
la misa es corta. Al día siguiente se levanta temprano y parte, esta vez ya
definitivamente, de la ciudad. Se da tiempo de dejar una nota de despedida en la puerta
de la casa de Salvinia, junto con un lirio. Cruza el puente del Pachachaca y contempla
las aguas que purifican al llevarse los cadáveres a la selva, el país de los muertos, tal
como debieron arrastrar el cuerpo del Lleras. Así concluye el relato.
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