La Nueva Democracia
La Nueva Democracia
La Nueva Democracia
Un triunfo dudoso
La DEMOCRACIA es una idea nueva. Como el Este y en el Sur se derrumbaron los regímenes
autoritarios y Estados Unidos ganó la guerra fría contra una Unión Soviética que, después de haber
perdido su imperio, su partido todopoderoso y su adelanto tecnológico, terminó por desaparecer,
creemos que la democracia ha venció y que hoy en día se impune como la forma normal de
organización política, como el aspecto político de una modernidad cuya forma económica es la
economía de mercado y cuya expresión cultural es la secularización. Pero esta idea, por más
tranquilizadora que pueda ser para los occidentales, es de una ligereza que debería inquietarlos.
Un mercado político abierto, competitivo, no es plenamente identificable con la democracia, así
como la economía de mercado no constituye por sí misma una sociedad industrial. En los dos
casos, puede decirse que un sistema abierto, político o económico, es una condición necesaria
pero no suficiente de la democracia o del desarrollo económico; no hay, en efecto, democracia sin
libre elección de los gobernantes por los gobernados, sin pluralismo político, pero no puede
hablarse de democracia si los electores sólo pueden notar entre dos facciones de la oligarquía, del
ejército o del aparato del Estado. Del mismo modo, la economía de mercado asegura la
independencia de la economía con respecto a un Estado, una Iglesia o una casta, pero hace falta un
sistema jurídico, una administración pública, la integración de un territorio, empresarios y agentes
de redistribución del producto nacional para que deuda hablarse de sociedad industrial o de
crecimiento endógeno (
self-sustainning growth
). En la actualidad muchos signos pueden llevarnos a pensar que los regímenes llamados
democráticos se debilitan tanto como los regímenes autoritarios, y están sometidos a exigencias
del mercado mundial protegido y regulado por el poderío de Estados Unidos y por acuerdos entre
los tres principales centros de poder económico. Este mercado mundial tolera la participación de
unos países que tienen gobiernos autoritarios fuertes, de otros con regímenes autoritarios en
descomposición, de otros, aún, con regímenes oligárquicos y, por último, de algunos cuyos
regímenes pueden considerarse democráticos, es decir donde los gobernados eligen libremente a
los gobernantes que los representan. En retroceso de los Estados, democráticos o no, entraña una
disminución de la participación política y lo que justamente se denominó una crisis de la
representación política. Los electores ya no se sienten representados, lo que expresan
denunciando a una clase política que ya no tendría otro objetivo que su propio poder y, a veces,
incluso el enriquecimiento personal de sus miembros. La conciencia de ciudadanía se debilita, ya
sea porque muchos individuos se sienten más consumidores que ciudadanos y más cosmopolitas
que nacionales, ya porque, al contrario, cierto número de ellos se sienten marginados o excluidos
de una sociedad en la cual no sienten que participan, por razones económicas, políticas, étnicas o
culturales.
La democracia así debilitada, puede ser destruida, ya sea desde arriba, por un poder autoritario, ya
desde abajo, por el caos, la violencia y la guerra civil, ya desde sí misma, por el control ejercido
sobre el poder por oligarquías o partidos que acumulan recursos económicos o políticos para
imponer sus decisiones a unos ciudadanos reducidos al papel de electores. El siglo XX ha estado
tan fuertemente marcado por regímenes totalitarios, que la destrucción de éstos pudo aparecer a
muchos como una prueba suficiente del triunfo de la democracia. Pero contentarse con
definiciones meramente indirectas, negativas de la democracia significa restringir el análisis de una
manera inaceptable. Tanto en su libro más reciente como en el primero, Giovanni Sartori tiene
razón al rechazar absolutamente la separación de dos formas de democracia, política y social,
formal y real, burguesa y socialista, según el vocabulario preferido por los ideólogos, y al recordar
su unidad. Tiene, incluso, doblemente razón: en primer lugar, dado que no podría emplearse el
mismo término para designar dos realidades diferentes si no tuvieran importantes elementos
comunes entre sí y, en segundo lugar, porque un discurso que conduce a llamar democracia un
régimen autoritario y hasta totalitario se destruye a sí mismo. ¿Será preciso que nos contentemos
con acompañar al péndulo en su movimiento de retorno las libertades constitucionales, después
de haber buscado extender durante un largo siglo que comenzó en 1818 en [Francia, la libertad
política a la vida económica y social? Una actitud semejante no aportaría ninguna respuesta a la
pregunta: ¿cómo combinar, ¿cómo asocial el gobierno por la ley con la representación de los
intereses? No haría sino subrayarla oposición de esos dos objetivos y por lo tanto la imposibilidad
de construir e incluso de definir la democracia. Henos aquí de vuelva en nuestro punto de partida.
Aceptemos con Norberto Bobbio, entonces, definir a la democracia por tres principios
institucionales: en
primer lugar como “un conjunto de reglas (primarias o fundamentales) que establecen
Il futuro dellademocrzcia, 5)
; a continuación, diciendo que un régimen es tanto más democrático cuanto una mayor cantidad
de personas participa directa o indirectamente en la toma de decisiones; por último, subrayando
que las elecciones a hacer deben ser reales. Aceptemos también decir con él que la democracia
descansa sobre la sustitución de una concepción orgánica de la sociedad por una visión
individualista cuyos elementos principales son la idea de contrato, el reemplazo del hombre
político según Aristóteles por el homo
económicas
después de haber planteado estos principios “liberales”, Bobbio nos hace descubrir que la
realidad política es muy diferente del modelo que acaba de proponerse: las grandes
organizaciones, partidos y sindicatos, tienen un peso creciente sobre la vida política, lo que
a menudo quita toda realidad al pueblo “supuestamente soberano”; los intereses
particulares no desaparecen ante la voluntad general y las oligarquías se mantienen. Por último, el
funcionamiento democrático no penetra en la mayor parte de los dominios de la vida social, y el
secreto, contrario a la democracia, sigue desempeñando un papel importante; detrás de las formas
de la democracia se constituye cuando un gobierno de los técnicos y los aparatos. A esas
inquietudes se agrega un interrogante más fundamental: Sila democracia no es más que un
conjunto de reglas y procedimientos, ¿por qué los ciudadanos habrían de defenderla activamente?
Sólo algunos disputados se hacen matar por una ley electoral.
Es preciso concluir que la necesidad de buscar, detrás de las reglas Re-procedimiento que son
necesarias, e incluso indispensables para la existencia de la democracia, cómo se forma, se expresa
y se aplica una voluntad que representa los intereses de la mayoría al mismo tiempo que la
conciencia de todos de ser ciudadanos responsables desorden social. Las reglas de procedimiento
no son más que medios al servicio de fines nunca alcanzados pero que deben dar su sentido a las
actividades políticas: impedir la arbitrariedad y el secreto, responder a las demandas de la
mayoría, garantizar la participación de la mayor cantidad posible de personas en la vida pública.
Hoy, cuando retroceden los regímenes
autoritarios y han desaparecido las “democracias populares” que no eran sino dictaduras
ejercidas por un partido único sobre un pueblo, ya no podemos contentarnos con garantías
constitucionales y jurídicas, en tanto la vida económica y social permanecería dominada por
oligarquías cada vez más inalcanzables. Tal es el objeto de esta reflexión. Desconfiado con respecto
a la democracia participativa, inquieto ante todas las formas de influencia de los poderes centrales
sobre los individuos y la opinión pública, hostil a los llamados al pueblo, la nación o la historia, que
siempre termina por dar al Estado una legitimidad que ya no proviene de una elección libre, se
pregunta acerca del contenido social y cultural de la democracia de hoy en día. A fines del siglo XIX,
las democracias limitadas fueron desbordadas, por un lado, por la aparición de la democracia
industrial y la formación de gobiernos socialdemócratas apoyados por los sindicatos y, por el otro,
por la formación de partidos revolucionarios originados en el pensamiento de Lenin y de todos los
que daban prioridad a la caída de un antiguo régimen sobre la instauración de la democracia. Esa
época de los debates sobre la democracia
tema democrático. Ya no concebimos una democracia que no sea pluralista y, en el sentido más
amplio del término, laica. Si una sociedad reconoce en sus instituciones una concepción del bien,
corre el riesgo de imponer creencias y valores a una población diversificada. Del mismo modo que
la escuela pública separa lo que compete a su enseñanza de lo que corresponde a la elección de las
familias y los individuos, un gobierno no puede imponer una concepción del bien y del mal y debe
asegurarse antes que nada de que cada uno pueda hacer valer sus demandas y sus opiniones, ser
libre y estar protegido, de manera tal que las decisiones tomadas por los representantes del
pueblo tengan en cuenta en la mayor medida posible las opiniones expresada y los intereses
definidos. En particular, la idea de una religión de Estado, si corresponde a la imposición por parte
del Estado de reglas de orden moral o intelectual, es incompatible con la democracia. La libertad
de opinión, de reunión y de organización es esencial a la democracia, porque no implica ningún
juicio del Estado acerca de las creencias morales o religiosas. No obstante, esta concepción
procesual de la libertad no basta para organizar la vida social. La ley va más lejos, permite o
prohíbe, y por consiguiente impone una concepción de la vida, de la propiedad, de la educación.
¿Cabe imaginarse un derecho social que se redujera un código de procedimientos? Así, pues,
¿Cómo responder a dos exigencias que parecen opuestas: por un lado, respetar lomas posibles las
libertades personales; por otro, ¿organizar una sociedad que sea considerada justa por la mayoría?
Este interrogante atravesará toda nuestra reflexión hasta el final, pero el sociólogo no puede
esperar tanto tiempo antes representar una respuesta propiamente sociológica, es decir, que
explica las conductas de los actores mediante sus relaciones sociales. Lo que vincula libertad
negativa y libertad positiva es la voluntad democrática de dar a quienes están sometidos y son
dependientes la capacidad de obrar libremente, de discutir en igualdad de derechos y garantías
con aquellos que poseen los recursos económicos, políticos y culturales. Es por esa razón que la
negociación colectiva y, más ampliamente, la democracia industrial, fueron una de las grandes
conquistas de la democracia: la acción de los sindicaos permitió que los asalariados negociaran con
sus
Todos estos temas se reúnen en un tema central, la libertad del sujeto. Llamo sujeto a la
construcción del individuo (o del grupo) como actor, por la asociación de su libertad afirmada y su
experiencia vivida, asumida y reinterpretada. El sujeto es el esfuerzo de transformación de una
situación vivida en acción libre; introduce libertad en lo que en principio se manifestaba como
unos determinantes sociales y una herencia cultural. ¿Cómo se ejerce esta acción de la libertad?
¿Es puro no compromiso, repliegue en la conciencia de sí, meditación del ser? No; lo propio de la
sociedad moderna es que esta afirmación de la libertad se expresa antes que nada por la
resistencia a la dominación creciente del poder social sobre la personalidad y la cultura. El poder
industrial impuso la normalización, la organización llamada científica del trabajo, la sumisión del
obrero a cadencias de trabajo impuestas; luego, en la sociedad de consumo, el poder impuso el
mayor consumo posible signos Re-participación; por su lado, el poder político movilizador impuso
unas manifestaciones de pertenencia y lealtad. Contra todos esos poderes que como ya lo anuncia
Tocqueville, constriñen a los espíritus aún más que a los cuerpos, que imponen una imagen de sí y
del mundo más que el respeto a la ley y el ordenamiento, el sujeto resiste y se afirma al mismo
tiempo mediante su particularismo y su deseo de libertad, es decir de creación de sí mismo como
actor, capaz de transformar su medioambiente.
9por la participación ni por el consenso sino por el respeto de las libertades y la diversidad. Es
también por esta razón que hemos recibido una victoria de la democracia el fin del apartheid en
Sudáfrica. Si mañana una elección directa con sufragio universal permite a la mayoría negra
eliminar a la minoría blanca, no invocaríamos a la democracia para justificar esa política de
intolerancia; al contrario, nos parece que el acuerdo de Clerk y Mandela, el reconocimiento de la
diversidad de un país en el que viven negros africanos, afrikáners, británicos, indios y otros marca
un gran paso hacia delante. Nuestros Estados nacionales europeos, que tan a menudo fueron
gobernados por monarquías, se convirtieron en democracias porque las más de las veces
reconocieron
de buen grado o a la fuerza- su diversidad social y cultural, en contra del territorialismo religioso
- que se había expandido durante los siglos XVI lluvia. Los Estados, en los que el poder central
penetraba cada vez más en la vida cotidiana de los individuos y las colectividades, aprendieron a
combinar centralización y reconocimiento de las diversidades. Estados Unidos, y más aún, Canadá,
se construyeron como sociedades reconociendo el pluralismo de las culturas y lo combinaron con
el respeto a las leyes, la independencia del Estado y el recurso a las ciencias y las técnicas. La
democracia no existe al margen del reconocimiento de la diversidad de las creencias, los orígenes,
las opiniones y los proyectos. Así pues, lo que define a la democracia no es sólo un conjunto de
garantías institucionales el reino de la mayoría sino, ante todo, el respeto a los proyectos
individuales y colectivos, que combinan la afirmación de una libertad personal con el derecho a
identificarse con una colectividad social, nacional o religiosa particular. La democracia no se basa
únicamente en leyes sino sobre todo en una cultura polaca. Con frecuencia, la cultura democrática
fue definida por la igualdad. Es verdad, si se interpreta esta noción como lo hizo Tocqueville, pues
la democracia supone la destrucción de un sistema jerarquizado, de una visión holista de la
sociedad y la sustitución de
homo hierarchicus
por el
homo aecqualis
, para retomar las expresiones de Louis Dumont. Pero esteindividualismo, una vez obtenida la
victoria, puede conduce a la sociedad de masas eincluso al totalitarismo autoritario, como ya lo
hacía notar Edmund Burke durante laRevolución Francesa. La igualdad, para ser democrática, debe
significar el derecho de cadauno a escoger y gobernar su propia existencia, el derecho a la
individuación contra todaslas presiones que se ejercen en favor de la
“moralización” y la normalización. Es sobre
todo en este sentido que los defensores de la libertad negativa tienen razón contra losdefensores
de la libertad positiva. Su posición puede ser insatisfactoria, pero su principioes justo, así como el
de la libertad positiva, por más atractivo que sea, está cargado depeligros.Conclusión que lleva a su
punto extremo la oposición entre la libertad de los antiguos y lade los modernos y nos obliga a
distanciarnos de las imágenes más heroicas de la tradicióndemocrática, las de las revoluciones
populares que movilizan a las naciones contra susenemigos interiores y exteriores. Las
revoluciones quisieron a menudo salvar a lademocracia de sus enemigos, pero dieron a luz
regímenes antirrevolucionarios alconcentrar el poder, al convocar a la unidad nacional y la
unanimidad del compromiso, aldenunciar a adversarios con los cuales se juzgaba imposible la
cohabitación pues se losconsideraba como traidores más que como portadores de intereses o
ideas diferentes.
Amenazada por un poder popular que se sirve del racionalismo para imponer ladestrucción todas
las pertenencias sociales y culturales y para suprimir así todo contrapesoa su propio poder,
degradada por la reducción del sistema político a un mercado político, la democracia es atacada
desde un tercer lado por un culturalismo que impulsa el respeto a las minorías hasta la supresión
de la idea misma de mayoría y a una reducción extrema del dominio de la ley. El peligro reside aquí
en favorecer, en nombre del respeto por las diferencias, la formación de poderes comunitarios que
imponen, en el interior de un medio particular, una autoridad antidemocrática. La sociedad política
ya no sería entonces masque un mercado de transacciones vagamente reglamentadas entre
comunidades encerradas en la obsesión de su identidad y su homogeneidad. Contra ese encierro
comunitario, que amenaza directamente a la democracia, la única defensa es la acción racional, es
decir, simultáneamente el llamado al razonamiento científico, el recurso al juicio crítico y a la
aceptación de reglas universalistas que protéjanla libertad de los individuos. Lo que coincide con la
más antigua tradición democrática: el llamamiento, a la vez, al conocimiento y a la liberad contra
todos los poderes. Llamamiento tanto más necesario por el hecho de que los Estados autoritarios
tienden cada
vez más a atribuirse una legitimidad comunitaria y ya no “progresista”, como lo hacían los
regímenes comunistas y sus aliados. Estos tres combates definen la cultura política sobre la cual
descansa la democracia: no se reduce al poder de la razón ni a la libertad de los grupos de interés
ni al nacionalismo comunitario; combina elementos que tienden constantemente a separarse y
que, cuando están así aislados, se degradan en principios de gobierno autoritario. La nación, que
fue liberadora, se degrada en comunidades cerradas y agresivas; la razón, que atacó las
11Quienes se guían por sus intereses no siempre defienden a la sociedad democrática en la que
vive; a menudo prefieren salvar sus bienes mediante la huida o simplemente por la búsqueda de
las estrategias más eficaces y sin tomar en consideración la defensa de principios e instituciones.
La cultura democrática sólo puede nacer si la sociedad política concebida como una construcción
institucional cuya meta principal es combinar la libertad de los individuos y las colectividades con
la unidad de la actividad económica y las normas jurídicas. Ningún debate divide más
profundamente al mundo actual que el que opone a los partidarios del multiculturalismo y los
defensores del universalismo integrador, lo que a menudo se denomina la concepción republicana
o jacobina; pero la cultura democrática no puede ser identificada ni con uno ni con el otro. Rechaza
con la misma fuerza la obsesión de la identidad que encierra a cada uno en una comunidad y
reduce la vida social a un espacio de tolerancia, lo que de hecho deja el campo libre a la
segregación, al sectarismo y las guerras santas, y el espíritu jacobino que, en nombre de su
universalismo, condena y rechaza la diversidad de las creencias, las pertenencias y las memorias
privadas. La cultura democrática se define como un esfuerzo de combinación de la unidad y la
diversidad, de la libertad y la integración. Es por eso por lo que aquí la definió desde el principio
como la asociación de reglas institucionales comunes y la diversidad de los intereses y las culturas.
Es preciso dejar de oponer retóricamente el poder de la mayoría a los derechos de las minorías. No
existe democracia si una y otras no son respetadas. La democracia es el régimen en el que la
mayoría reconoce los derechos de las minorías dado que acepta que la mayoría de hoy puede
convertirse en minoría mañana y se somete a una ley que representará intereses diferentes a los
suyos, pero no le negará el ejercicio de sus derechos fundamentales. El espíritu democrático se
basa en esta conciencia de la interdependencia de la unidad y la diversidad y se nutre de un debate
permanente sobre la frontera, constantemente móvil, que separa a una de otra, y sobre los
mejores medios de reforzar su asociación. La democracia no reduce al ser humano a ser
únicamente un ciudadano; lo reconoce como un individuo libre pero perteneciente también a
colectividades económicas o culturales.
Desarrollo y democracia.
Esta afirmación debe asumir formas diferentes en los países en desarrollo endógeno y en aquellos
que no conocen este crecimiento autoalimentado. La autonomía de los individuos, de los grupos o
de las minorías con respecto a las coacciones del sistema económico YADi
las sociedades dependientes, cuya modernización no puede provenir más que de una intervención
exterior a los actores sociales, del estado nacional o de otra fuente, los derechos que se reivindican
son más comunitarios que individuales y oponen resistencia aúna política de modernización
impuesta en vez de defender las libertades personales. ¿Hace falta decir que esta tensión no tiene
sino efectos antidemocráticos y que, por lo tanto, la democracia no tiene lugar enana sociedad
dividida entre la intervención autoritaria del Estado y de las defensas comunitarias, y en la que la
primera amenaza constantemente con asumir el lenguaje de la comunidad y convertirse de ese
modo en totalitario? Una respuesta afirmativa conduciría a una conclusión brutal: la democracia
sólo puede existir en los países más ricos, los que dominan el planeta y los mercados mundiales.
Una afirmación semejante, a menudo presentada en formas tanto eruditas como vulgares, está en
contradicción abierta con el análisis que acabo de proponer. He defendido la idea de que la
democracia es la búsqueda de combinaciones entre la libertad privada y la integración social o
entre el sujeto y la razón, en el caso de las sociedades modernas; se trata de algo muy distinto de
concebirla como un atributo de la modernización económica, por lo tanto, de una etapa de la
historia concebida como una marcha hacia la racionalidad instrumental. En la primera perspectiva,
la democracia es una elección, y puede concebirse
que la democracia está tan amenazada en los países “desarrollados” como en los otros, ya
láser-faire
que favorece el aumento de las desigualdades y la concentración del poder en manos de grupos
restringidos; pero también, sobre todo, que puede descubrirse la presencia de la acción
democratizante, como la de sus adversarios, tanto en las sociedades de modernización exógena
como en aquellas cuyo desarrollo es endógeno. El llamado a la comunidad destruye a la
democracia cada vez que en nombre de una cultura refuerza un poder político, cada vez, por lo
tanto, que destruye la autonomía del sistema político e impone una relación directa entre un
poder y una cultura, en particular entre un Estado y una religión. Muchos países del Tercer Mundo,
en especial Argelia después del golpe de estado militar, no parecen tener otra elección real que la
que hay entre una dictadura nacionalista y una dictadura comunitarista. En ese caso, el
pensamiento democrático debe combatir igualmente las dos soluciones autoritarias, defender a
aquellos, en particular a los intelectuales, que son víctimas tanto del integrismo como del
militarismo, y ayudar a las fuerzas sociales que rechazan a uno y a otro. Al contrario, la defensa de
una comunidad contra un poder autoritario puede ser un agente de democratización si se combina
con la obra de modernización en vez considerar estaciono una amenaza para ella. Este
razonamiento puede aplicarse de igual modo a los países de modernización endógena que
conocieron bien, y aún conocen, los llamados a la
ponen la visión utilitarista que Nietzsche denunciaba. La única diferencia consiste en que, en un
caso, es la comunidad la que corre el riesgo de rechazar la racionalización, mientras que en el
segundo es la racionalización la que amenaza destruir la libertad del actor. Con seguridad, es
inaceptable llamar democráticos a los regímenes autoritarios por el hecho de haber recibido la
herencia de movimientos de liberación nacional; tan inaceptable como llamar demócrata a Stalin
porque había sido un revolucionario, o a Hitler por haberse impuesto en una elección. Pero nada
autoriza a decir que la pobreza, la dependencia o las luchas internas hacen imposible la
democracia en los países subdesarrollados. En todos los países, en todos los niveles de riqueza, la
democracia, definida como la creación de un sistema político respetuoso de las libertades
fundamentales, es puesta en peligro, de manera seguramente muy diferente en las distintas partes
del mundo. Pero ¿no es en el corazón de Europa, en la ex Yugoslavia que no es tan rica como los
Países Bajos o Canadá
13pero que lo es mucho más que Argelia o Guatemala, donde contemplamos el triunfo de los
regímenes nacionalistas violentamente antidemocráticos y que cometen crímenes masivos contra
los derechos humanos más fundamentales?
No hay más evolución “normal” hacia la democracia en los países modernizados que
destino autoritario para los países en desarrollo exógeno. La historia lo demostró ampliamente.
Pero en los países modernizados, la acción democrática positiva tiende a limitar el poder del
Estado sobre los individuos, mientras que en las sociedades dependientes es la afirmación
defensiva de la comunidad la que inicia el trabajo de reapropiación colectiva de los instrumentos
de la modernización. De un lado, las libertades individuales son portadoras de la democracia, pero
también pueden hacerla prisionera de intereses privados; del otro, la defensa comunitaria apela a
la democracia, pero también puede destruirla en nombre de la homogeneidad nacional, étnica o
religiosa. Estas dos vertientes de la realidad histórica corresponden a las dos caras del sujeto, que
es libertad personal pero también pertenencia a una sociedad y una cultura, que es proyecto, pero
también memoria, a la vez liberación y compromiso. El espíritu democrático puede atribuirse
tareas positivas de organización de la vida social en los países de desarrollo endógeno; en los
otros, al contrario, su acción es sobre todo negativa, crítica: convoca a la liberación de la
dependencia, a la destrucción del poder oligárquico, a la independencia de la justicia o a la
organización de elecciones libres. Lo difícil es el pasaje de la liberación a la organización de las
libertades, y a menudo se interrumpe. Cuanto más dependiente es una sociedad, más implícita su
liberación una movilización guerrera y mayor es el riesgo de un desenlace autoritario de la lucha
deliberación. Acabamos de vivir un largo medio siglo masivamente dominado por regímenes
autoritarios salidos de movimientos de liberación nacional o social; ya no sentimos la tentación de
llamar democráticos a esos regímenes; pero tampoco podemos olvidar las esperanzas de
liberación sobre las cuales se montaron para tomar el poder. ¿Es debido a que el Frente de
Liberación Nacional de Argelia (FLN) se transformó en dictadura militar que ya no es preciso
reconocer que animó un movimiento de liberación nacional? ¿Es debido a que las dictaduras
comunistas se presentaron como la vanguardia del proletariado que el movimiento obrero no fue
animado por reivindicaciones democráticas? El mundo
“en desarrollo” no puede escapar a este “salto mortal” histórico que es la inversión de una
presente en el Norte. Hay barrios americanos, ingleses o franceses en el Sur, así como hay barrios
latinoamericanos, africanos, árabes, asiáticos en las ciudades y centros industriales del Norte.
Une Word
La limitación de lo político.
15consigo mismo que es ilusoria. La organización social penetra al yo tan completamente que la
búsqueda de la conciencia de sí y la experiencia puramente personal de la libertad no son más que
ilusiones. Éstas son más frecuentes en quienes están situados tan arriba o tan abajo en las escalas
sociales que pueden creer que no están colocados allí y que pertenecen a un universo social,
puramente individual o definido, al contrario, por una condición humana permanente y general. El
pensamiento no puede sino circular sin descanso entre estas dos afirmaciones inseparables: la
democracia reposa sobre el reconocimiento de la libertad individual y colectiva por las
instituciones sociales, y la libertad individual y colectiva no puede existir sin la libre elección de los
gobernantes por los gobernados y sin la capacidad de la mayor cantidad de participar en la
creación y la transformación de las instituciones sociales. Todos aquellos que pensaron que la
libertad verdadera residía en la identificación del individuo con un pueblo, un poder o un dios o, al
contrario, que el individuo y la sociedad se hacían libres juntos al someterse a la razón, abrieron el
camino a los regímenes autoritarios. En la actualidad, el pensamiento democrático sólo puede
sobrevivir a partir del rechazo de esas propuestas unitarias. Si el hombre no es más que un
ciudadano o si el ciudadano es el agente de un principio universal, ya no hay lugar para la libertad y
ésta está destruida en nombre de la razón o la historia. Es porque se resistieron a esas ilusiones
peligrosas que los partidarios de la libertad negativa y la sociedad abierta, los liberales, en una
palabra, defendieron mejor a la democracia que aquellos que llaman a la fusión del individuo y la
sociedad en una democracia popular cuyo nombre, en lo sucesivo, la Historia ha hecho
impronunciable.