La Nueva Democracia

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A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”.

1. La democracia: una idea nueva

FCE, México, 2001, págs. 15-34

Un triunfo dudoso

La DEMOCRACIA es una idea nueva. Como el Este y en el Sur se derrumbaron los regímenes
autoritarios y Estados Unidos ganó la guerra fría contra una Unión Soviética que, después de haber
perdido su imperio, su partido todopoderoso y su adelanto tecnológico, terminó por desaparecer,
creemos que la democracia ha venció y que hoy en día se impune como la forma normal de
organización política, como el aspecto político de una modernidad cuya forma económica es la
economía de mercado y cuya expresión cultural es la secularización. Pero esta idea, por más
tranquilizadora que pueda ser para los occidentales, es de una ligereza que debería inquietarlos.
Un mercado político abierto, competitivo, no es plenamente identificable con la democracia, así
como la economía de mercado no constituye por sí misma una sociedad industrial. En los dos
casos, puede decirse que un sistema abierto, político o económico, es una condición necesaria
pero no suficiente de la democracia o del desarrollo económico; no hay, en efecto, democracia sin
libre elección de los gobernantes por los gobernados, sin pluralismo político, pero no puede
hablarse de democracia si los electores sólo pueden notar entre dos facciones de la oligarquía, del
ejército o del aparato del Estado. Del mismo modo, la economía de mercado asegura la
independencia de la economía con respecto a un Estado, una Iglesia o una casta, pero hace falta un
sistema jurídico, una administración pública, la integración de un territorio, empresarios y agentes
de redistribución del producto nacional para que deuda hablarse de sociedad industrial o de
crecimiento endógeno (

self-sustainning growth

). En la actualidad muchos signos pueden llevarnos a pensar que los regímenes llamados
democráticos se debilitan tanto como los regímenes autoritarios, y están sometidos a exigencias
del mercado mundial protegido y regulado por el poderío de Estados Unidos y por acuerdos entre
los tres principales centros de poder económico. Este mercado mundial tolera la participación de
unos países que tienen gobiernos autoritarios fuertes, de otros con regímenes autoritarios en
descomposición, de otros, aún, con regímenes oligárquicos y, por último, de algunos cuyos
regímenes pueden considerarse democráticos, es decir donde los gobernados eligen libremente a
los gobernantes que los representan. En retroceso de los Estados, democráticos o no, entraña una
disminución de la participación política y lo que justamente se denominó una crisis de la
representación política. Los electores ya no se sienten representados, lo que expresan
denunciando a una clase política que ya no tendría otro objetivo que su propio poder y, a veces,
incluso el enriquecimiento personal de sus miembros. La conciencia de ciudadanía se debilita, ya
sea porque muchos individuos se sienten más consumidores que ciudadanos y más cosmopolitas
que nacionales, ya porque, al contrario, cierto número de ellos se sienten marginados o excluidos
de una sociedad en la cual no sienten que participan, por razones económicas, políticas, étnicas o
culturales.

La democracia así debilitada, puede ser destruida, ya sea desde arriba, por un poder autoritario, ya
desde abajo, por el caos, la violencia y la guerra civil, ya desde sí misma, por el control ejercido
sobre el poder por oligarquías o partidos que acumulan recursos económicos o políticos para
imponer sus decisiones a unos ciudadanos reducidos al papel de electores. El siglo XX ha estado
tan fuertemente marcado por regímenes totalitarios, que la destrucción de éstos pudo aparecer a
muchos como una prueba suficiente del triunfo de la democracia. Pero contentarse con
definiciones meramente indirectas, negativas de la democracia significa restringir el análisis de una
manera inaceptable. Tanto en su libro más reciente como en el primero, Giovanni Sartori tiene
razón al rechazar absolutamente la separación de dos formas de democracia, política y social,
formal y real, burguesa y socialista, según el vocabulario preferido por los ideólogos, y al recordar
su unidad. Tiene, incluso, doblemente razón: en primer lugar, dado que no podría emplearse el
mismo término para designar dos realidades diferentes si no tuvieran importantes elementos
comunes entre sí y, en segundo lugar, porque un discurso que conduce a llamar democracia un
régimen autoritario y hasta totalitario se destruye a sí mismo. ¿Será preciso que nos contentemos
con acompañar al péndulo en su movimiento de retorno las libertades constitucionales, después
de haber buscado extender durante un largo siglo que comenzó en 1818 en [Francia, la libertad
política a la vida económica y social? Una actitud semejante no aportaría ninguna respuesta a la
pregunta: ¿cómo combinar, ¿cómo asocial el gobierno por la ley con la representación de los
intereses? No haría sino subrayarla oposición de esos dos objetivos y por lo tanto la imposibilidad
de construir e incluso de definir la democracia. Henos aquí de vuelva en nuestro punto de partida.
Aceptemos con Norberto Bobbio, entonces, definir a la democracia por tres principios
institucionales: en

primer lugar como “un conjunto de reglas (primarias o fundamentales) que establecen

quién está autorizado a tomar las decisiones mediante qué procedimientos (

Il futuro dellademocrzcia, 5)

; a continuación, diciendo que un régimen es tanto más democrático cuanto una mayor cantidad
de personas participa directa o indirectamente en la toma de decisiones; por último, subrayando
que las elecciones a hacer deben ser reales. Aceptemos también decir con él que la democracia
descansa sobre la sustitución de una concepción orgánica de la sociedad por una visión
individualista cuyos elementos principales son la idea de contrato, el reemplazo del hombre
político según Aristóteles por el homo

económicas

y por el utilitarismo y su búsqueda de la felicidad para el mayor número. Pero

después de haber planteado estos principios “liberales”, Bobbio nos hace descubrir que la

realidad política es muy diferente del modelo que acaba de proponerse: las grandes
organizaciones, partidos y sindicatos, tienen un peso creciente sobre la vida política, lo que
a menudo quita toda realidad al pueblo “supuestamente soberano”; los intereses

particulares no desaparecen ante la voluntad general y las oligarquías se mantienen. Por último, el
funcionamiento democrático no penetra en la mayor parte de los dominios de la vida social, y el
secreto, contrario a la democracia, sigue desempeñando un papel importante; detrás de las formas
de la democracia se constituye cuando un gobierno de los técnicos y los aparatos. A esas
inquietudes se agrega un interrogante más fundamental: Sila democracia no es más que un
conjunto de reglas y procedimientos, ¿por qué los ciudadanos habrían de defenderla activamente?
Sólo algunos disputados se hacen matar por una ley electoral.

Es preciso concluir que la necesidad de buscar, detrás de las reglas Re-procedimiento que son
necesarias, e incluso indispensables para la existencia de la democracia, cómo se forma, se expresa
y se aplica una voluntad que representa los intereses de la mayoría al mismo tiempo que la
conciencia de todos de ser ciudadanos responsables desorden social. Las reglas de procedimiento
no son más que medios al servicio de fines nunca alcanzados pero que deben dar su sentido a las
actividades políticas: impedir la arbitrariedad y el secreto, responder a las demandas de la
mayoría, garantizar la participación de la mayor cantidad posible de personas en la vida pública.
Hoy, cuando retroceden los regímenes

autoritarios y han desaparecido las “democracias populares” que no eran sino dictaduras

ejercidas por un partido único sobre un pueblo, ya no podemos contentarnos con garantías
constitucionales y jurídicas, en tanto la vida económica y social permanecería dominada por
oligarquías cada vez más inalcanzables. Tal es el objeto de esta reflexión. Desconfiado con respecto
a la democracia participativa, inquieto ante todas las formas de influencia de los poderes centrales
sobre los individuos y la opinión pública, hostil a los llamados al pueblo, la nación o la historia, que
siempre termina por dar al Estado una legitimidad que ya no proviene de una elección libre, se
pregunta acerca del contenido social y cultural de la democracia de hoy en día. A fines del siglo XIX,
las democracias limitadas fueron desbordadas, por un lado, por la aparición de la democracia
industrial y la formación de gobiernos socialdemócratas apoyados por los sindicatos y, por el otro,
por la formación de partidos revolucionarios originados en el pensamiento de Lenin y de todos los
que daban prioridad a la caída de un antiguo régimen sobre la instauración de la democracia. Esa
época de los debates sobre la democracia

“social” está cerrada, pero en auge

nica de todo contenido nuevo, la democracia se degradan libertad de consumo, en supermercado


político. La opinión se contentó con esta concepción empobrecida en el momento en que se
derrumbaban el régimen y el imperio soviéticos, pero no es posible abandonarse durante mucho
tiempo a las facilidades de una definición puramente negativas de la democracia. Tanto en el
interior de los países

“liberales” como en la totalidad del planeta, este debilitamiento de la idea democrática no

puede desembocar más que en la expresión extraparlamentaria e incluso extrapolítica de las


demandas sociales, las reivindicaciones y las esperanzas. Privatización de los

problemas sociales aquí, movilización “integrista” en atraparte; ¿no se ve a las


instituciones democráticas perder toda eficacia y aparecer ora como un juego más o menos
amañado, ora como un instrumento de penetración de intereses extranjeros? En contra de esta
pérdida de sentido, es preciso recurrir a una concepción que defina la acción democrática por la
liberación de los individuos y los grupos dominados por la lógica de un poder, es decir sometidos al
control ejercido por los dueños y los gerentes de sistemas para los cuales aquellos no son más que
recursos. En contra de las monarquías absolutistas, algunos convocaron a los pueblos a la toma del
poder; pero esta convocatoria revolucionaria condujo a la creación de nuevas oligarquías o
despotismos populares. En nuestro período dominado por todas las formas de movilización de
masas, políticas, culturales o económicas, es necesario marchar en una dirección opuesta. Por esa
razón asistimos al retorno de la idea de derechos del hombre, más fuerte que nunca porque fue
enarbolada por los resistentes, los disidentes y los espíritus críticos que lucharon en los momentos
más negros del siglo contra los poderes totalitarios. De los obreros e intelectuales de Gdansk a los
Tiene An Menú, de posmilitares americanos de los Civil Rights a los estudiantes europeos de mayor
de 1968, de quienes combatieron el apartheid a quienes aún luchan contra la dictadura en
Birmania, de la vicaría de solidaridad chilena a los opositores serbios y los resistentes bosnios,
desalman Rushdie a los intelectuales argelinos amenazados, el espíritu democrático fue vivificado
por todos aquellos que opusieron sus derecho fundamental de vivir libres apoderes cada vez más
absolutos. La democracia sería una palabra muy pobre si no fuera definida por los campos de
batalla en los que tantos hombres y mujeres combatieron por ella. Si necesitamos una definición
fuerte de la democracia, es en parte porque hay que oponerla a aquellos que, en nombre de las
luchas democráticas antiguas, se constituyeron y siguen constituyéndose en los servidores del
absolutismo y la intolerancia. Ya no queremos una democracia de participación; no podemos
contentarnos con una democracia de liberación; necesitamos una democracia de liberación. Antes
que nada, hace falta, por cierto, separar las concepciones que los individuos se

forman de la “buena sociedad” de la definición de un si

tema democrático. Ya no concebimos una democracia que no sea pluralista y, en el sentido más
amplio del término, laica. Si una sociedad reconoce en sus instituciones una concepción del bien,
corre el riesgo de imponer creencias y valores a una población diversificada. Del mismo modo que
la escuela pública separa lo que compete a su enseñanza de lo que corresponde a la elección de las
familias y los individuos, un gobierno no puede imponer una concepción del bien y del mal y debe
asegurarse antes que nada de que cada uno pueda hacer valer sus demandas y sus opiniones, ser
libre y estar protegido, de manera tal que las decisiones tomadas por los representantes del
pueblo tengan en cuenta en la mayor medida posible las opiniones expresada y los intereses
definidos. En particular, la idea de una religión de Estado, si corresponde a la imposición por parte
del Estado de reglas de orden moral o intelectual, es incompatible con la democracia. La libertad
de opinión, de reunión y de organización es esencial a la democracia, porque no implica ningún
juicio del Estado acerca de las creencias morales o religiosas. No obstante, esta concepción
procesual de la libertad no basta para organizar la vida social. La ley va más lejos, permite o
prohíbe, y por consiguiente impone una concepción de la vida, de la propiedad, de la educación.
¿Cabe imaginarse un derecho social que se redujera un código de procedimientos? Así, pues,
¿Cómo responder a dos exigencias que parecen opuestas: por un lado, respetar lomas posibles las
libertades personales; por otro, ¿organizar una sociedad que sea considerada justa por la mayoría?
Este interrogante atravesará toda nuestra reflexión hasta el final, pero el sociólogo no puede
esperar tanto tiempo antes representar una respuesta propiamente sociológica, es decir, que
explica las conductas de los actores mediante sus relaciones sociales. Lo que vincula libertad
negativa y libertad positiva es la voluntad democrática de dar a quienes están sometidos y son
dependientes la capacidad de obrar libremente, de discutir en igualdad de derechos y garantías
con aquellos que poseen los recursos económicos, políticos y culturales. Es por esa razón que la
negociación colectiva y, más ampliamente, la democracia industrial, fueron una de las grandes
conquistas de la democracia: la acción de los sindicaos permitió que los asalariados negociaran con
sus

7empleadores en la situación menos desigual posible. De la misma manera, la libertad de prensa


no es sólo la protección de una libertad individual; da también a los más débiles la posibilidad de
ser escuchados en tanto que los poderosos pueden defender sus intereses indiscreción y el
secreto, movilizando redes de parentesco, de amistad, de intereses colectivos. Es entre la
democracia procesal, que carece de pasión, y la democracia participativa, que carece de sabiduría,
donde se extiende la acción democrática cuya meta principal es liberar a los individuos y a los
grupos de las coacciones que pesan sobre ellos. Los fundadores del espíritu republicano querían
crear al hombre ciudadano y admiraban por encima de todo el sacrificio del individuo al interés
superior de la ciudad. Esas virtudes republicanas suscitan nuestra desconfianza más que nuestra
admiración; ya no convocamos al Estado para que nos arranque de las tradiciones y los privilegios;
es al Estado y a todas las formas de poder a quienes tememos, en estas postrimerías de un siglo
que estuvo más dominado por los totalitarismos y sus instrumentos de represión que por los
progresos de la producción y el consumo en una parte del mundo. El llamado a las masas e incluso
al pueblo ha sido con demasiada constancia el lenguaje de los déspotas como para que no nos
horrorice. Ni siquiera aceptamos ya las disciplinas impersonales que nos habían sido impuestas en
nombre de la técnica, la eficacia y la seguridad. La democracia sólo es vigorosa cuando está
contenida en un deseo de liberación que se da constantemente nuevas fronteras, a la vez más
distantes y cercanas, puesto que se vuelve contra las formas de autoridad y de represión que tocan
la experiencia más personal. Así definido, el espíritu democrático puede responder a las dos
exigencias que a primera vista parecían contradictorias: limitar el poder y responder a las
demandas de la mayoría. ¿Pero en qué condiciones y en qué medida? Es a estos interrogantes los
que debemos responder.

La libertad del sujeto

Todos estos temas se reúnen en un tema central, la libertad del sujeto. Llamo sujeto a la
construcción del individuo (o del grupo) como actor, por la asociación de su libertad afirmada y su
experiencia vivida, asumida y reinterpretada. El sujeto es el esfuerzo de transformación de una
situación vivida en acción libre; introduce libertad en lo que en principio se manifestaba como
unos determinantes sociales y una herencia cultural. ¿Cómo se ejerce esta acción de la libertad?
¿Es puro no compromiso, repliegue en la conciencia de sí, meditación del ser? No; lo propio de la
sociedad moderna es que esta afirmación de la libertad se expresa antes que nada por la
resistencia a la dominación creciente del poder social sobre la personalidad y la cultura. El poder
industrial impuso la normalización, la organización llamada científica del trabajo, la sumisión del
obrero a cadencias de trabajo impuestas; luego, en la sociedad de consumo, el poder impuso el
mayor consumo posible signos Re-participación; por su lado, el poder político movilizador impuso
unas manifestaciones de pertenencia y lealtad. Contra todos esos poderes que como ya lo anuncia
Tocqueville, constriñen a los espíritus aún más que a los cuerpos, que imponen una imagen de sí y
del mundo más que el respeto a la ley y el ordenamiento, el sujeto resiste y se afirma al mismo
tiempo mediante su particularismo y su deseo de libertad, es decir de creación de sí mismo como
actor, capaz de transformar su medioambiente.

La democracia no es únicamente un conjunto de garantías institucionales, una libertad negativa. Es


la lucha de unos sujetos, en su cultura y su libertad, contra la lógica dominadora de los sistemas;
es, según la expresión propuesta por Robert Frisase, la política del sujeto. El gran cambio es que a
comienzos de la época moderna, cuando la mayoría delos seres humanos estaban confinados en
colectividades restringidas y sometidas al peso delos sistemas de reproducción más que a la
influencia de las fuerzas productivas, el sujeto se afirmó, identificándose con la razón y el trabajo,
mientras que en las sociedades invadidas por las técnicas de producción, de consumo y de
comunicación de masas, la libertad se separa de la razón instrumental, con el riesgo, a veces de
volverse contra ella, para defender o recrear un espacio de invención al mismo tiempo que de
memoria, para hacer aparecer un sujeto que sea, a la vez, ser y cambio, pertenencia y proyecto,
cuerpo y espíritu. Para la democracia, la gran cuestión pasa a ser defenderse y producir la
diversidad en una cultura de masas. La cultura política francesa ha llevado lo más lejos posible la
idea republicana, la identificación de la libertad personal con el trabajo de la ley, la asimilación del
hombre al ciudadano y de la nación al contrato social. Ha logrado concebirse a sí misma como el
agente de valores universales, borrando casi completamente sus particularidades y hasta su
memoria, creando una sociedad por la ley a partir de los principios del pensamiento y la acción
racionales. De modo que es mostrando la oposición entre la cultura democrática, tal como se la
define aquí, y la cultura republicana a la francesa como se comprende mejor la transformación de
la idea democrática. Ésta procura la unidad, la cultura democrática protege la diversidad, la
primera identifica la libertad con la ciudadanía; la segunda opone los derechos del hombre a los
deberes del ciudadano o a las demandas del consumidor. El poder del pueblo no significa, para los
demócratas, que el pueblo se siente en el trono del príncipe sino, como lo dijo Claude Laforet, que
ya no haya trono. El poder del pueblo significa la capacidad, para la mayor cantidad posible de
personas, de vivir libremente, es decir de construir su vida individual asociando lo que se es y lo
que se quiere ser, oponiendo resistencia al poder a la vez en nombre de la libertad y de la fidelidad
a una herencia cultural. El régimen democrático es la forma de vida política que da la mayor
libertad al mayor número, que protege y reconoce la mayor diversidad posible. En el momento en
que escribo, en 1993, el ataque más violento contra la democracia es el efectuado por el régimen y
los ejércitos serbios en nombre de la purificación étnica y la homogeneización cultural de la
nación, y Bosnia, donde vivían desde hace siglos personas de afiliaciones nacionales o religiosas
diferentes, es desmembrada; centenares de miles de individuos son expulsados de su territorio por
las armas, la violación, el saqueo, el hambre, a fin de que se constituyan Estados étnicamente
homogéneos. La mejor forma de definir a la democracia en cada época es mediante los ataques
que sufre. Hoy en día, en Europa, los demócratas se reconocen por el hecho de ser adversarios de
la purificación étnica. Un régimen democrático no habría podido proclamar un objetivo semejante;
hacía falta una dictadura antidemocrática para lanzarse a una política de esa naturaleza, e importa
poco que Milosevic y los nacionalistas aún más extremistas que él presenten una fuerte mayoría
de la opinión servía. Lo que ocurrió en Bosnia demuestra que la democracia no se define
A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”.

9por la participación ni por el consenso sino por el respeto de las libertades y la diversidad. Es
también por esta razón que hemos recibido una victoria de la democracia el fin del apartheid en
Sudáfrica. Si mañana una elección directa con sufragio universal permite a la mayoría negra
eliminar a la minoría blanca, no invocaríamos a la democracia para justificar esa política de
intolerancia; al contrario, nos parece que el acuerdo de Clerk y Mandela, el reconocimiento de la
diversidad de un país en el que viven negros africanos, afrikáners, británicos, indios y otros marca
un gran paso hacia delante. Nuestros Estados nacionales europeos, que tan a menudo fueron
gobernados por monarquías, se convirtieron en democracias porque las más de las veces
reconocieron

de buen grado o a la fuerza- su diversidad social y cultural, en contra del territorialismo religioso

cuis regio, huis reeligió

- que se había expandido durante los siglos XVI lluvia. Los Estados, en los que el poder central
penetraba cada vez más en la vida cotidiana de los individuos y las colectividades, aprendieron a
combinar centralización y reconocimiento de las diversidades. Estados Unidos, y más aún, Canadá,
se construyeron como sociedades reconociendo el pluralismo de las culturas y lo combinaron con
el respeto a las leyes, la independencia del Estado y el recurso a las ciencias y las técnicas. La
democracia no existe al margen del reconocimiento de la diversidad de las creencias, los orígenes,
las opiniones y los proyectos. Así pues, lo que define a la democracia no es sólo un conjunto de
garantías institucionales el reino de la mayoría sino, ante todo, el respeto a los proyectos
individuales y colectivos, que combinan la afirmación de una libertad personal con el derecho a
identificarse con una colectividad social, nacional o religiosa particular. La democracia no se basa
únicamente en leyes sino sobre todo en una cultura polaca. Con frecuencia, la cultura democrática
fue definida por la igualdad. Es verdad, si se interpreta esta noción como lo hizo Tocqueville, pues
la democracia supone la destrucción de un sistema jerarquizado, de una visión holista de la
sociedad y la sustitución de

homo hierarchicus

por el

homo aecqualis

, para retomar las expresiones de Louis Dumont. Pero esteindividualismo, una vez obtenida la
victoria, puede conduce a la sociedad de masas eincluso al totalitarismo autoritario, como ya lo
hacía notar Edmund Burke durante laRevolución Francesa. La igualdad, para ser democrática, debe
significar el derecho de cadauno a escoger y gobernar su propia existencia, el derecho a la
individuación contra todaslas presiones que se ejercen en favor de la
“moralización” y la normalización. Es sobre

todo en este sentido que los defensores de la libertad negativa tienen razón contra losdefensores
de la libertad positiva. Su posición puede ser insatisfactoria, pero su principioes justo, así como el
de la libertad positiva, por más atractivo que sea, está cargado depeligros.Conclusión que lleva a su
punto extremo la oposición entre la libertad de los antiguos y lade los modernos y nos obliga a
distanciarnos de las imágenes más heroicas de la tradicióndemocrática, las de las revoluciones
populares que movilizan a las naciones contra susenemigos interiores y exteriores. Las
revoluciones quisieron a menudo salvar a lademocracia de sus enemigos, pero dieron a luz
regímenes antirrevolucionarios alconcentrar el poder, al convocar a la unidad nacional y la
unanimidad del compromiso, aldenunciar a adversarios con los cuales se juzgaba imposible la
cohabitación pues se losconsideraba como traidores más que como portadores de intereses o
ideas diferentes.

La libertad, la memoria y la razón.

Amenazada por un poder popular que se sirve del racionalismo para imponer ladestrucción todas
las pertenencias sociales y culturales y para suprimir así todo contrapesoa su propio poder,
degradada por la reducción del sistema político a un mercado político, la democracia es atacada
desde un tercer lado por un culturalismo que impulsa el respeto a las minorías hasta la supresión
de la idea misma de mayoría y a una reducción extrema del dominio de la ley. El peligro reside aquí
en favorecer, en nombre del respeto por las diferencias, la formación de poderes comunitarios que
imponen, en el interior de un medio particular, una autoridad antidemocrática. La sociedad política
ya no sería entonces masque un mercado de transacciones vagamente reglamentadas entre
comunidades encerradas en la obsesión de su identidad y su homogeneidad. Contra ese encierro
comunitario, que amenaza directamente a la democracia, la única defensa es la acción racional, es
decir, simultáneamente el llamado al razonamiento científico, el recurso al juicio crítico y a la
aceptación de reglas universalistas que protéjanla libertad de los individuos. Lo que coincide con la
más antigua tradición democrática: el llamamiento, a la vez, al conocimiento y a la liberad contra
todos los poderes. Llamamiento tanto más necesario por el hecho de que los Estados autoritarios
tienden cada

vez más a atribuirse una legitimidad comunitaria y ya no “progresista”, como lo hacían los

regímenes comunistas y sus aliados. Estos tres combates definen la cultura política sobre la cual
descansa la democracia: no se reduce al poder de la razón ni a la libertad de los grupos de interés
ni al nacionalismo comunitario; combina elementos que tienden constantemente a separarse y
que, cuando están así aislados, se degradan en principios de gobierno autoritario. La nación, que
fue liberadora, se degrada en comunidades cerradas y agresivas; la razón, que atacó las

desigualdades transmitidas, se degrada en “socialismo científico”; el individualismo, asociado a la


libertad, puede reducir al ciudadano a no ser más que un consumidor político. Porque la
modernidad descansa sobre la difícil gestión de las relaciones de la razón y el sujeto, de la
racionalización y la subjetivación, porque el sujeto mismo es un esfuerzo por asociar la razón
instrumental con la identidad personal y colectiva, la democracia se siente de la mejor manera
mediante la voluntad de combinar el pensamiento racional, la libertad personal y la identidad
cultural. Un individuo es un sujeto si asocia en sus conductas el deseo de libertad, la pertenencia
aúna cultura y el llamado a la razón, por lo tanto, un principio de individualidad, un principio de
particularismo y un principio universalista. De la misma manera y por los mismos motivos, una
sociedad democrática combina a la libertad de los individuos y el respeto a las diferencias con la
organización racional de la vida colectiva por las técnicas y las leyes de la administración pública y
privada. El individualismo no es un principio suficiente deconstrucción de la democracia. El
individuo guiado por sus intereses, la satisfacción de sus necesidades o incluso el rechazo a los
modelos centrales de conducta, no es siempre portador de una cultura democrática, aun cuando le
sea más fácil prosperar en una sociedad democrática que en otra, pues la democracia no se reduce
a un mercado político abierto.

A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”.

11Quienes se guían por sus intereses no siempre defienden a la sociedad democrática en la que
vive; a menudo prefieren salvar sus bienes mediante la huida o simplemente por la búsqueda de
las estrategias más eficaces y sin tomar en consideración la defensa de principios e instituciones.
La cultura democrática sólo puede nacer si la sociedad política concebida como una construcción
institucional cuya meta principal es combinar la libertad de los individuos y las colectividades con
la unidad de la actividad económica y las normas jurídicas. Ningún debate divide más
profundamente al mundo actual que el que opone a los partidarios del multiculturalismo y los
defensores del universalismo integrador, lo que a menudo se denomina la concepción republicana
o jacobina; pero la cultura democrática no puede ser identificada ni con uno ni con el otro. Rechaza
con la misma fuerza la obsesión de la identidad que encierra a cada uno en una comunidad y
reduce la vida social a un espacio de tolerancia, lo que de hecho deja el campo libre a la
segregación, al sectarismo y las guerras santas, y el espíritu jacobino que, en nombre de su
universalismo, condena y rechaza la diversidad de las creencias, las pertenencias y las memorias
privadas. La cultura democrática se define como un esfuerzo de combinación de la unidad y la
diversidad, de la libertad y la integración. Es por eso por lo que aquí la definió desde el principio
como la asociación de reglas institucionales comunes y la diversidad de los intereses y las culturas.
Es preciso dejar de oponer retóricamente el poder de la mayoría a los derechos de las minorías. No
existe democracia si una y otras no son respetadas. La democracia es el régimen en el que la
mayoría reconoce los derechos de las minorías dado que acepta que la mayoría de hoy puede
convertirse en minoría mañana y se somete a una ley que representará intereses diferentes a los
suyos, pero no le negará el ejercicio de sus derechos fundamentales. El espíritu democrático se
basa en esta conciencia de la interdependencia de la unidad y la diversidad y se nutre de un debate
permanente sobre la frontera, constantemente móvil, que separa a una de otra, y sobre los
mejores medios de reforzar su asociación. La democracia no reduce al ser humano a ser
únicamente un ciudadano; lo reconoce como un individuo libre pero perteneciente también a
colectividades económicas o culturales.

Desarrollo y democracia.
Esta afirmación debe asumir formas diferentes en los países en desarrollo endógeno y en aquellos
que no conocen este crecimiento autoalimentado. La autonomía de los individuos, de los grupos o
de las minorías con respecto a las coacciones del sistema económico YADi

mostrativo es más fácil de obtener en los países más “desarrollados”. Al contrario, en

las sociedades dependientes, cuya modernización no puede provenir más que de una intervención
exterior a los actores sociales, del estado nacional o de otra fuente, los derechos que se reivindican
son más comunitarios que individuales y oponen resistencia aúna política de modernización
impuesta en vez de defender las libertades personales. ¿Hace falta decir que esta tensión no tiene
sino efectos antidemocráticos y que, por lo tanto, la democracia no tiene lugar enana sociedad
dividida entre la intervención autoritaria del Estado y de las defensas comunitarias, y en la que la
primera amenaza constantemente con asumir el lenguaje de la comunidad y convertirse de ese
modo en totalitario? Una respuesta afirmativa conduciría a una conclusión brutal: la democracia
sólo puede existir en los países más ricos, los que dominan el planeta y los mercados mundiales.
Una afirmación semejante, a menudo presentada en formas tanto eruditas como vulgares, está en
contradicción abierta con el análisis que acabo de proponer. He defendido la idea de que la
democracia es la búsqueda de combinaciones entre la libertad privada y la integración social o
entre el sujeto y la razón, en el caso de las sociedades modernas; se trata de algo muy distinto de
concebirla como un atributo de la modernización económica, por lo tanto, de una etapa de la
historia concebida como una marcha hacia la racionalidad instrumental. En la primera perspectiva,
la democracia es una elección, y puede concebirse

y se realiza con frecuencia- una elección opuesta, antidemocrática; en la segunda, la democracia


aparece naturalmente en cierta etapa del desarrollo, y la economía de mercado, la democracia
política y la secularización son las tres caras de un mismo proceso general de modernización. A
esta teoría de la modernización es preciso responderle, en primer lugar,

que la democracia está tan amenazada en los países “desarrollados” como en los otros, ya

sea por dictaduras totalitarias, ya por un

láser-faire

que favorece el aumento de las desigualdades y la concentración del poder en manos de grupos
restringidos; pero también, sobre todo, que puede descubrirse la presencia de la acción
democratizante, como la de sus adversarios, tanto en las sociedades de modernización exógena
como en aquellas cuyo desarrollo es endógeno. El llamado a la comunidad destruye a la
democracia cada vez que en nombre de una cultura refuerza un poder político, cada vez, por lo
tanto, que destruye la autonomía del sistema político e impone una relación directa entre un
poder y una cultura, en particular entre un Estado y una religión. Muchos países del Tercer Mundo,
en especial Argelia después del golpe de estado militar, no parecen tener otra elección real que la
que hay entre una dictadura nacionalista y una dictadura comunitarista. En ese caso, el
pensamiento democrático debe combatir igualmente las dos soluciones autoritarias, defender a
aquellos, en particular a los intelectuales, que son víctimas tanto del integrismo como del
militarismo, y ayudar a las fuerzas sociales que rechazan a uno y a otro. Al contrario, la defensa de
una comunidad contra un poder autoritario puede ser un agente de democratización si se combina
con la obra de modernización en vez considerar estaciono una amenaza para ella. Este
razonamiento puede aplicarse de igual modo a los países de modernización endógena que
conocieron bien, y aún conocen, los llamados a la

racionalización que eliminan o reprimen al “hombre interior” e i

ponen la visión utilitarista que Nietzsche denunciaba. La única diferencia consiste en que, en un
caso, es la comunidad la que corre el riesgo de rechazar la racionalización, mientras que en el
segundo es la racionalización la que amenaza destruir la libertad del actor. Con seguridad, es
inaceptable llamar democráticos a los regímenes autoritarios por el hecho de haber recibido la
herencia de movimientos de liberación nacional; tan inaceptable como llamar demócrata a Stalin
porque había sido un revolucionario, o a Hitler por haberse impuesto en una elección. Pero nada
autoriza a decir que la pobreza, la dependencia o las luchas internas hacen imposible la
democracia en los países subdesarrollados. En todos los países, en todos los niveles de riqueza, la
democracia, definida como la creación de un sistema político respetuoso de las libertades
fundamentales, es puesta en peligro, de manera seguramente muy diferente en las distintas partes
del mundo. Pero ¿no es en el corazón de Europa, en la ex Yugoslavia que no es tan rica como los
Países Bajos o Canadá

A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”.

13pero que lo es mucho más que Argelia o Guatemala, donde contemplamos el triunfo de los
regímenes nacionalistas violentamente antidemocráticos y que cometen crímenes masivos contra
los derechos humanos más fundamentales?

No hay más evolución “normal” hacia la democracia en los países modernizados que

destino autoritario para los países en desarrollo exógeno. La historia lo demostró ampliamente.
Pero en los países modernizados, la acción democrática positiva tiende a limitar el poder del
Estado sobre los individuos, mientras que en las sociedades dependientes es la afirmación
defensiva de la comunidad la que inicia el trabajo de reapropiación colectiva de los instrumentos
de la modernización. De un lado, las libertades individuales son portadoras de la democracia, pero
también pueden hacerla prisionera de intereses privados; del otro, la defensa comunitaria apela a
la democracia, pero también puede destruirla en nombre de la homogeneidad nacional, étnica o
religiosa. Estas dos vertientes de la realidad histórica corresponden a las dos caras del sujeto, que
es libertad personal pero también pertenencia a una sociedad y una cultura, que es proyecto, pero
también memoria, a la vez liberación y compromiso. El espíritu democrático puede atribuirse
tareas positivas de organización de la vida social en los países de desarrollo endógeno; en los
otros, al contrario, su acción es sobre todo negativa, crítica: convoca a la liberación de la
dependencia, a la destrucción del poder oligárquico, a la independencia de la justicia o a la
organización de elecciones libres. Lo difícil es el pasaje de la liberación a la organización de las
libertades, y a menudo se interrumpe. Cuanto más dependiente es una sociedad, más implícita su
liberación una movilización guerrera y mayor es el riesgo de un desenlace autoritario de la lucha
deliberación. Acabamos de vivir un largo medio siglo masivamente dominado por regímenes
autoritarios salidos de movimientos de liberación nacional o social; ya no sentimos la tentación de
llamar democráticos a esos regímenes; pero tampoco podemos olvidar las esperanzas de
liberación sobre las cuales se montaron para tomar el poder. ¿Es debido a que el Frente de
Liberación Nacional de Argelia (FLN) se transformó en dictadura militar que ya no es preciso
reconocer que animó un movimiento de liberación nacional? ¿Es debido a que las dictaduras
comunistas se presentaron como la vanguardia del proletariado que el movimiento obrero no fue
animado por reivindicaciones democráticas? El mundo

“en desarrollo” no puede escapar a este “salto mortal” histórico que es la inversión de una

acción dirigida contra enemigos u obstáculos exteriores a la creación de instituciones y costumbres


democráticas. Entre la liberación y las libertades merodea el monstruo totalitario y, contra él, solo
es eficaz la constitución de actores sociales capaces de encabezar una acción económica racional al
mismo tiempo que de manejar sus relaciones de poder. Sólo unos movimientos sociales fuertes y
autónomos, que arrastren tanto a los dirigentes como a los dirigidos, pueden oponer resistencia al
dominio del Estado autoritario modernizador y nacionalista a la vez, dado que constituyen una
sociedad civil capaz de negociar con aquél, dando así una autonomía real a la sociedad política. La
necesidad de no oponer los países desarrollados, terreno de elección de la democracia, alos
subdesarrollados, condenados a regímenes autoritarios, se impone más aún si se reconoce lo que
hay de artificial en esta separación de los dos mundos que hoy en día se mencionan las más de las
veces como Norte y Sur. No vivimos en un planea dividido en dos, sino en una sociedad mundial
dializada. El Norte Penetra al Sur como el Sur está

presente en el Norte. Hay barrios americanos, ingleses o franceses en el Sur, así como hay barrios
latinoamericanos, africanos, árabes, asiáticos en las ciudades y centros industriales del Norte.

Une Word

no es sólo un llamado a la solidaridad; es en primer lugar un juicio de hecho. Por consiguiente, no


puede haber democracia en el mundo si sólo puede vivir en algunos países, en algunos tipos de
sociedad. La realidad histórica es que los países dominantes han desarrollado la democracia liberal
pero también impuesto su dominación imperialista o colonialista al mundo y destruido el medio
ambiente en un nivel planetario. Paralelamente, en los países dominados, se formaron
movimientos de liberación nacional y social que eran llamamientos a la democracia, pero al mismo
tiempo aparecieron poderes neocomunitarios que movilizan una identidad étnica, nacional o
religiosa al servicio de su dictadura o de los despotismos modernizadores. El sujeto, del que la
democracia es la condición política de existencia, es a la vez libertad y tradición. En las sociedades
dependientes, corre el riesgo de ser aplastado por la tradición; en las sociedades modernizadas, de
disolverse en una libertad reducida a la del consumidor en el mercado. Contra el predominio de la
comunicación es indispensable el apoyo de la razón y a modernización técnica que entraña la
diferenciación fundacional de los subsistemas político, económico, religioso, familiar, etc. Pero de
la misma manera, contrala seducción del mercado no hay resistencia posible sin apoyarse en una
pertenencia social y cultural. En los dos casos, el eje central de la democracia es la idea de
soberanía popular, la afirmación de que el orden político es producido por la acción humana. La
democracia recibe amenazas desde todos los lados, pero ha abierto rutas en muchas partes del
mundo, en la Inglaterra del siglo XVII como en los Estados Unidos y la Francia de fines del siglo
XVIII, en los países de América Latina transformados por regímenes nacional populares como en
los países poscomunistas de la actualidad. En todas partes, el espíritu democrático está en acción;
en todas partes, también, puede degradarse o desaparecer.

La limitación de lo político.

El pensamiento moderno consideró durante mucho tiempo el interés de la sociedad como el


principio del Bien: se reconocía como bien lo que era útil a la sociedad, malo lo que le resultaba
nocivo. De modo que los derechos del Hombre se confundían con los deberes del

Ciudadano. Esta confianza racionalista “progresista” en la correspondencia de los intereses

personales y el interés colectivo ya no es aceptable hoy. Es mérito de los partidarios de la libertad


negativa haber reemplazado esta confianza tan peligrosa por una desconfianza prudente y la
demanda de participación por la búsqueda de garantías más que de medios de participación. Pero
esta política defensiva debe compelerse como un principio más positivo. La democracia es el
reconocimiento del derecho de los individuos y las colectividades a ser los actores de su historia y
no solamente a ser liberados de sus cadenas. La democracia no está al servicio de la sociedad ni de
los individuos, sino de los seres humanos como Sujetos, es decir creadores de sí mismo, de su vida
individual y de su vida colectiva. La teoría de la democracia no es más que la teoría de las
condiciones políticas de existencia de un Sujeto que nunca puede ser definido por una relación
directa de sí mismo

A. Touraine, 11, “Democracia: una idea nueva”.

15consigo mismo que es ilusoria. La organización social penetra al yo tan completamente que la
búsqueda de la conciencia de sí y la experiencia puramente personal de la libertad no son más que
ilusiones. Éstas son más frecuentes en quienes están situados tan arriba o tan abajo en las escalas
sociales que pueden creer que no están colocados allí y que pertenecen a un universo social,
puramente individual o definido, al contrario, por una condición humana permanente y general. El
pensamiento no puede sino circular sin descanso entre estas dos afirmaciones inseparables: la
democracia reposa sobre el reconocimiento de la libertad individual y colectiva por las
instituciones sociales, y la libertad individual y colectiva no puede existir sin la libre elección de los
gobernantes por los gobernados y sin la capacidad de la mayor cantidad de participar en la
creación y la transformación de las instituciones sociales. Todos aquellos que pensaron que la
libertad verdadera residía en la identificación del individuo con un pueblo, un poder o un dios o, al
contrario, que el individuo y la sociedad se hacían libres juntos al someterse a la razón, abrieron el
camino a los regímenes autoritarios. En la actualidad, el pensamiento democrático sólo puede
sobrevivir a partir del rechazo de esas propuestas unitarias. Si el hombre no es más que un
ciudadano o si el ciudadano es el agente de un principio universal, ya no hay lugar para la libertad y
ésta está destruida en nombre de la razón o la historia. Es porque se resistieron a esas ilusiones
peligrosas que los partidarios de la libertad negativa y la sociedad abierta, los liberales, en una
palabra, defendieron mejor a la democracia que aquellos que llaman a la fusión del individuo y la
sociedad en una democracia popular cuyo nombre, en lo sucesivo, la Historia ha hecho
impronunciable.

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