Los Monasterios de Aragon

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Agustín Ubieto

Los

Monasterios
de Aragón
Equipo
Dirección:
Guillermo Fatás y Manuel Silva
Coordinación:
Mª Sancho Menjón
Redacción:
Álvaro Capalvo, Mª Sancho Menjón, Ricardo Centellas

Publicación nº 80-10 de la
Caja de Ahorros de la Inmaculada de Aragón

Texto: Agustín Ubieto Arteta


Ilustraciones: Agustín Ubieto, Archivo CAI, Pablo Otín, J. Mora,
A. Ferrer y Archivo Pérez Urtubia
I.S.B.N.: 84-88305-81-8
Depósito Legal: Z. 3416-98
Diseño: VERSUS Estudio Gráfico
Impresión: Edelvives Talleres Gráficos
Certificados ISO 9002
ÍNDICE

Prefacio 5
ANTECEDENTES Y PRIMEROS MONASTERIOS 9
Los primeros monasterios 13
MONASTERIOS MOZÁRABES Y CAROLINGIOS:
UN ENTRAMADO FEUDAL 17
NUEVOS MONASTERIOS Y NUEVAS FUNCIONES 31
Los cluniacenses: abadías y prioratos 34
Funciones y formas de vida 41
MONASTERIOS PARA LA REPOBLACIÓN DENTRO
DE UN SISTEMA SEÑORIAL 47
Los cistercienses 51
Las Órdenes Militares 59
LA REACCIÓN DESDE DENTRO 65
Los cartujos 65
Las Órdenes Mendicantes 67
EL DEBE Y EL HABER DE LOS MONASTERIOS 79
El “debe” 81
El “haber” 88
Bibliografía 93
A punto de traspasar el umbral del siglo XXI, es
corriente ver, leer u oír noticias sobre el patrimo-
nio de Sigena, sobre la Cartuja de Aula Dei y la
polémica surgida en torno a sus pinturas, sobre el octavo
centenario de la regla del cenobio cisterciense de Casbas o
acerca de la consolidación del castillo-abadía de Mon-
tearagón, entre otras.
Paseando sosegadamente por las calles de las ciudades
y pueblos aragoneses, podemos tropezarnos con la trave-
sía de las Monjas en Binéfar, la calle de Predicadores en
Zaragoza o la plazuela de Santa Clara en Huesca. En Ala-
gón, sendas placas nos sitúan en la calle del Convento o en
el arco de las Monjas; el plano urbano de La Almunia de
Doña Godina nos muestra las rúas de Caballeros de San
Juan, Comendadores o Frailía; calles con vida son todavía
las del Priorato, en Alpartir; Templarios o Temple, en Ateca
y Burbáguena; de San Francisco, en Ariza; del Convento,
en La Iglesuela del Cid; avenida del Maestrazgo, en Alcañiz;
de la Merced, en Barbastro, etc. Zaragoza ha dedicado en
los últimos tiempos más de treinta calles a otros tantos
monasterios, aragoneses o no: de San Juan de la Peña,
Obarra, San Adrián de Sasabe, Rueda, Santa Catalina, Santa
Clara, San Victorián, Santo Sepulcro, Samos, Nuestra Señora
del Salz, Roncesvalles, el Pueyo de Barbastro, Poblet, Pie-

–5–
dra, Oliva, Nájera, Montserrat, Leyre, Guayente, El Escorial,
Alaón, La Rábida, Piedra, San Martín de Cillas, Santa Clara,
Sigena, Silos, Siresa, Solesmes, Valentuñana, Valvanera,
Veruela... Y éstos tal vez no sean todos.
Asimismo, muchísimas localidades hispanas deben su
nombre a la Iglesia, en general, y, más concretamente, a los
monasterios u órdenes monásticas. Tan sólo comenzare-
mos la lista: aquí y allí hallamos Bárcena de la Abadía,
Alcalá del Obispo, Carrascal del Obispo, Alameda del Obis-
po, Aldea del Obispo, Rincón del Obispo, Losa del Obispo,
Torres del Obispo, Rodrigatos de la Obispalía, Poveda de
la Obispalía, Tardobispo, Valdeobispo, Castelvispal, Alba-
late del Arzobispo, Palacios del Arzobispo, Villanueva del
Arzobispo o Villar del Arzobispo; por otra parte, hallamos
huellas inequívocas de la presencia de las Órdenes Mili-
tares: Quintanar de la Orden, Salvatierra de Santiago, Alco-
lea de Calatrava, Carrión de Calatrava, Valencia de Alcán-
tara, Horcajo de Santiago, Horta de San Juan, Almunia de
San Juan, Puebla del Maestre, Fuente del Maestre, Cervera
del Maestrat, Bellmunt del Priorat, El Priorato, el Maes-
trazgo y tantos otros.
Relación directa con el mundo monástico delatan los
pueblos llamados Monasterio (Soria, Badajoz, Palencia),
Mosteiro (Orense y Lugo), Monasterio de Vega, Monasterio
del Hermo, Monasterio de Rodilla, Monasterioguren, Almo-
náster la Real, La Cartuja de Monegros, San Millán de la

–6–
Cogolla, Ledesma de la Cogolla, Vallbona de les Monges,
Valfermoso de las Monjas, Torralba de los Frailes, Taboada
dos Freires, Villardefrades, Sobrado dos Monxes, Sasa del
Abadiado, Sant Joan de les Abadesses, Pedroso de la Aba-
desa y un largo etcétera.
Nuestro refranero está colmado de sentencias relativas al
mundo monacal. Para algunos, “Por hablar, las monjas
rezan”, “Fraile de buen seso, guarda lo suyo y come lo
ajeno” o “Fraile observante, toma de todos y no da a
nadie”. Para otros, “Fraile callejero, mujer que hable latín y
golondrina en febrero, ¡mal agüero!”; para otros, “Portero
de frailes no pregunta al que llega ‘¿qué quiere?’, sino ‘¿qué
trae?’”, mientras creen que “Frailes y monjas, del dinero son
esponjas”, pues “Fraile pidón y gato ladrón, ambos cum-
plen su misión”. Por otra parte, “Dios os libre de estar entre
dos aires, dos mujeres o dos frailes”, ya que “Frailes, palo-
mas, reyes y gatos, todos ingratos” y “Quien fía su mujer de
fraile, no sabe lo que hace”. Y así otros muchos aforismos,
algunos de ellos irrepetibles, pues el refranero suele ser
poco comedido.
Deliciosos son los “suspiros de monja” que —hechos a
base de huevo, calor de horno, tiempo lento de oración y
mimo de manos limpias— se compran el sábado en el
monasterio que aún queda abierto en el Somontano.
Luego, al regresar, hay que tomarse el atasco con “pacien-
cia benedictina”, aunque haya algún que otro problemilla,

–7–
como el protagonizado por el conductor trajeado del
Mercedes, y es que “El hábito no hace al monje”, como se
suele decir.
Actualmente, calles, plazas, pueblos, comarcas, dulces,
aforismos y frases comunes como las anteriores son cons-
tancia viva de un fenómeno que apenas tiene hoy presen-
cia; pero antaño ese mundo de frailes y monjas influyó, y
mucho, entre las gentes sin hábito. Quiénes eran, dónde es-
taban, qué hacían y qué es de ellos ahora son sólo algunas
de las preguntas a las que se va a tratar de dar explicación.
Al final, cada cual podrá juzgar sobre su debe y su haber.

–8–
ANTECEDENTES Y PRIMEROS
MONASTERIOS

E n los primeros tiempos del Cristianismo, los territo-


rios que hoy constituyen Aragón formaban parte del
amplísimo convento jurídico Cesaraugustano, dentro
de la provincia romana Tarraconense. El país se romanizó,
es decir, se produjo la atracción cultural de los pueblos no
romanos hacia Roma, para lo que ésta se valió de múltiples
instrumentos, como la imposición de una lengua única, la
fundación de ciudades, la red de comunicaciones, la mone-
da, el ejército, la administración y la religión, entre otros.
En efecto, la religión se convirtió en uno de los medios más
eficaces de integración pues, a pesar de la pervivencia de
muchas prácticas religiosas indígenas, en las tierras con-
quistadas por Roma acabó por imponerse una buena parte
del “panteón romano”, del que —a juzgar por los muchos
testimonios que nos han llegado en forma de inscripciones,
monedas, esculturas y mosaicos— destacaron en tierras del
Ebro Venus, Diana, Apolo y Baco, además del obligado
culto al emperador.
Sin embargo, la implantación del Cristianismo en His-
pania fue tardía y lenta. No se halla ninguna noticia fiable
sobre la pretendida evangelización de San Pablo y Santiago

–9–
Estatuas romanas en el Museo Provincial de Zaragoza (Foto: J. Mora, 1931)

que sea anterior al siglo III y sólo una tradición oral, difí-
cilmente demostrable, narra la aparición de la Virgen (lue-
go llamada del Pilar), todavía en vida, al apóstol Santiago
a la vera del Ebro, naturalmente en el siglo I; creencia pia-
dosa ésta de más que probable origen medieval, como
parecen confirmar la arqueología y la falta de documenta-
ción escrita anterior a esa época.
En el siglo III se detectan las primeras comunidades cris-
tianas, en torno a mercaderes y legionarios romanos llega-
dos desde Italia y, probablemente, África. Entre finales de

– 10 –
ese siglo y comienzos del IV tienen lugar en Cesaraugusta
y Osca los primeros martirios —entre ellos, los del diácono
San Vicente de Huesca, Santa Engracia y sus dieciocho com-
pañeros—, todos ellos cantados por Aurelio Prudencio,
figura señera del Cristianismo del momento. La realidad
sociopolítica, al menos hasta el año 313, obligó a los cris-
tianos a actuar con cautela, lo que ha influido en la escasez
y precariedad de restos arqueológicos paleocristianos en
Aragón.
A partir de 313, con la promulgación del Edicto de
Milán, el Cristianismo fue libre y sus adeptos se multipli-
caron, pero no llegaron a ser masa. Es cierto que ya antes
de mediados del siglo IV surgieron las sedes episcopales
de Cesaraugusta, Osca y Turiaso, pero fuera de estas ciu-
dades sólo sabemos de cristianos en algunos otros peque-
ños núcleos urbanos; sin embargo, en el campo y en las
montañas debieron de pervivir no sólo las creencias
romanas sino también las anteriores ibéricas y celtas.
En 476 desapareció el Imperio Romano de Occidente,
y los visigodos se hicieron con el poder en Hispania. Por
lo que respecta al tema que nos ocupa, el siglo V, caren-
te de noticias contrastadas, proporciona, sin embargo, una
muy relevante: la aparición del eremitismo como fórmu-
la de vida y como instrumento para extender el Cris-
tianismo a las montañas todavía paganas. Sin duda alguna,
en este movimiento debió de influir el oscense Orencio,

– 11 –
que alcanzó a ser obispo de Auch (Francia) y que defen-
dió la ascesis como vía de propagación de las enseñanzas
de Cristo. El recogimiento individual en soledad fue, pues,
la forma inicial de retirarse del mundo o “del siglo”. El
ayuno, la penitencia y la oración vividos en parajes agres-
tes y desérticos dieron lugar al nacimiento de los llama-
dos “anacoretas” o “eremitas”, apegados al arado para su
subsistencia diaria, lo que posiblemente contrastaba con
el comportamiento de los sacerdotes de las antiguas creen-
cias paganas.
Desde el siglo VI, nos adentramos en un momento
esplendoroso de la Iglesia goda, en el que surgieron figu-
ras señeras de la historia eclesial de lo que luego sería
Aragón. En su seno, a partir de esa sexta centuria, tres son
los rasgos que comienzan a señalarse: su florecimiento
interno (baste recordar, entre otros, a los obispos Vicente
de Huesca, Gaudioso de Tarazona y Máximo, Juan, Fruni-
miano, Braulio y Tajón de Zaragoza), la cada vez más
escasa comunicación con Roma (de ahí la pervivencia del
rito hispanogodo) y su aproximación creciente a la mo-
narquía, que hizo que los obispos fueran equiparados a la
categoría de dux, la más alta dentro de la escala social del
reino visigodo.
No se trata aquí de profundizar sobre las realizaciones
de esta pléyade de obispos, sino de destacar la influencia
que tuvieron en el nacimiento de los primeros monaste-
rios conocidos en lo que hoy es Aragón.

– 12 –
LOS PRIMEROS MONASTERIOS

En efecto, en las cercanías de Quicena nació el primer


monasterio, el de Asán, para albergar a más de un cente-
nar de monjes, de entre los que sobresaldrían los luego
obispos de Huesca (Vicente y Audeberto), Tarazona (Gau-
dioso), Narbona (Aquilino), Tarragona (Tranquilino) o Za-
mora (Eufrónimo). Poco después de su nacimiento, en
tiempos del rey Gesaleico (507–511), el cenobio fue regido
por el abad Victorián, luego declarado santo, quien lo dotó
de una regla propia que trataba de conciliar la vida eremí-
tica —en solitario—, entonces en boga, con la cenobítica
—en común— por el procedimiento de levantar celdas ais-
ladas unas de otras en torno a un espacio común de culto.
Este modelo, al parecer, fue exportado a Tarazona por
Gaudioso cuando fue obispo de esa diócesis. Tras dos
siglos exactos de vida, cuando los musulmanes se adueña-
ron del valle del Ebro, el monasterio de Asán debió de aco-
ger a los obispos mozárabes de Huesca hasta que, a media-
dos del siglo X, los monjes asanenses abandonaron este
convento para levantar otro nuevo en la Ribagorza; hasta
allí llevaron el cuerpo de San Victorián, lo que dio origen,
en el siglo XI, al monasterio benedictino dedicado a este
santo.
Mientras esto sucedía en torno a Osca, en Cesaraugusta
caló profundamente la herejía arriana, y sólo una vez sol-
ventado el problema, en tiempos del obispo Máximo

– 13 –
(592–619), se fundó el monasterio de las Santas Masas
(luego llamado de Santa Engracia). Se situó en las afueras
de la ciudad, en memoria del martirio que sufrieron En-
gracia y sus compañeros —los “Innumerables Mártires”—
tras la persecución que decretó Diocleciano en el año 304.
En el claustro, escuela y biblioteca del cenobio cesarau-
gustano, convertido en foco cultural, se formaron y fueron
abades los obispos Juan, Frunimiano, Máximo y Braulio,
además de Eugenio, que alcanzó a serlo de Toledo, la sede
primada, en 646. Durante la dominación musulmana de
Cesaraugusta, el monasterio de Santa Engracia siguió vivo
y sabemos que el obispo mozárabe Paterno, en la segunda
mitad del siglo XI, lo entregó al obispado oscense, juris-
dicción que ha durado hasta la actualidad, originando inter-
minables litigios. Semiderruido estaba en tiempos de
Juan II, hasta que lo levantó de nuevo Fernando II el
Católico a comienzos del siglo XVI; de esta reconstrucción
sólo queda la portada plateresca de la iglesia, pues una
mina acabó con el resto del monasterio en 1808.
Aparte los casos de Cesaraugusta y Osca, lo cierto
es que sabemos muy poco sobre el monaquismo visigó-
tico aragonés, que debió de ser importante en la zona
pirenaica, aunque la escasez de fuentes escritas y arqueoló-
gicas es enorme. Conocemos la existencia de los monaste-
rios de Obarra y de Alaón (fundado éste, en 656, por
Vandregisildo), cenobios a los que se supone origen de los

– 14 –
Iglesia renacentista del desaparecido monasterio visigótico de Santa Engracia
(de la Historia de Martón, 1737)

– 15 –
pueblos de Soperún y Sopeira, ambos derivados de sub
petram. Asimismo, nos han llegado noticias deshilvanadas
referentes a los monasterios de San Úrbez de Nocito
—cuyo fundador fue sorprendido en su retiro por los
musulmanes— y San Pedro de Séptimo, entre Nueno y
Huesca. Y poco más, excepto la diversidad de reglas a las
que estaban sometidos los cenobios hispanogodos, funda-
mentalmente las redactadas por los santos padres hispa-
nos: Leandro, Isidoro y Fructuoso.
Sin embargo, no conviene olvidar que, frente a esta
diversidad de normas de convivencia por las que se regían
los conventos hispanos, en el siglo VI San Benito de Nursia
redactó una regula, una regla o normativa de convivencia
en común. Basada en el trabajo y en la oración —ora et
labora era su lema—, acabaría siendo aceptada poco a
poco en Occidente. Desde entonces, la vida monacal
quedó perfectamente ordenada: obediencia, silencio, tra-
bajo y humildad serían las claves de la norma benedictina,
que, con lentitud y bastante tarde respecto a otras latitudes
de la cristiandad, se fue afianzando en los cenobios alto-
aragoneses.
Pero este lento desarrollo unificador se vio truncado o
modificado, como tantas otras facetas de la vida, con la lle-
gada de los musulmanes a comienzos del siglo VIII. Dos
mundos diversos, dos maneras distintas de pensar y de
entender la vida se iban a enfrentar durante siglos.

– 16 –
MONASTERIOS MOZÁRABES
Y CAROLINGIOS:
UN ENTRAMADO FEUDAL

V inieron muy pocos musulmanes, tan sólo unos cen-


tenares, pero muy pronto alcanzaron a ser muchos,
pues los cristianos de fe más tibia abrazaron la
nueva fe, el Islam, bien buscando otros caminos hacia el
más allá, bien persiguiendo rebajas en los impuestos de
aquí. Eran los renegados, que pasaron a denominarse “mu-
ladíes”. Un estudioso de la Iglesia aragonesa, Antonio
Durán, fundamentaba más profundamente este hecho, pues,
«salvando la considerable distancia entre la romanidad de
Aragón y el inicio de la época musulmana, el fenómeno de
la conversión masiva de aragoneses al Islam induce a pen-
sar que, durante los siete primeros siglos, el cristianismo no
había conseguido atraer masivamente ni siquiera a la
población de las ciudades. Conocida la tolerancia islámica
hacia las “religiones del Libro” —judíos y cristianos— y su
intransigencia frente al politeísmo, es posible que, al pro-
ducirse la invasión y conquista árabes, la mayoría de ciu-
dadanos y casi la totalidad de los hombres del campo
permanecieran aún en el paganismo, bien de tradición
romana, bien de raíz ibérica. La mayoría muladí del Aragón

– 17 –
musulmán, por tanto, habría salido de la masa politeísta,
obligada a convertirse al Islam en virtud de un trato dife-
rente al dispensado a judíos y cristianos, cuyas creencias y
status jurídico fueron respetados». De la noche a la maña-
na, de dos conciudadanos de Zaragoza o de Huesca, por
ejemplo, uno se levantó “mozárabe” (seguía siendo cristia-
no) y otro “muladí” (se había afiliado al islamismo).
A partir de aquí, es fácil imaginarse a una minoría de
cristianos —los mozárabes— que iban a vivir en sus ciuda-
des de siempre, aunque bajo la nueva administración
musulmana, y una mayoría autóctona antes pagana y ahora
islamizada, los muladíes. Pero también algunos cristianos
abandonaron las principales ciudades y se refugiaron en las
tierras montañosas del Norte, donde iniciaron una nueva
vida con el ánimo de volver a la anterior situación. Lo cual
no fue precisamente rápido, pues la realidad es que Hues-
ca fue musulmana durante más de 370 años; Barbastro,
cerca de cuatrocientos; Zaragoza, Tarazona, Fraga, Alcañiz
y Daroca, cuatro siglos cumplidos; y Teruel, en fin, lo fue
durante 457 años.
No se conservan muchas noticias referentes a las mino-
rías mozárabes aragonesas, pero sí las precisas como para
saber que fueron respetadas al menos desde el siglo VIII
hasta la segunda mitad del siglo X, de modo que los tres
obispados tradicionales (Zaragoza, Huesca y Tarazona) sub-
sistieron; y, lo que más interesa ahora, que los monasterios

– 18 –
de Asán y de las Santas Masas permanecieron abiertos, así
como los de San Úrbez, Alaón, Obarra, San Pedro de
Taberna o San Miguel de Arrasate, entre otros. Las leyendas
que hablan de huidas precipitadas de sus obispos y abades
no parecen tener consistencia, pues las relaciones entre
ambas comunidades fueron pacíficas, si se exceptúa algún
hecho aislado.
Pero para comprender el movimiento monacal que se
avecinaba, conviene no olvidar lo que sucedía en el valle
del Ebro, ni como escenario político ni como realidad
social. En la parte llana, la más rica, varias familias de
muladíes —es decir, autóctonas— intentaron desmembrar-
se de Córdoba, la capital del Emirato, de modo que a
comienzos del siglo X, poco antes de nacer el Califato, el
valle del Ebro estaba fragmentado en tres áreas de influen-
cia prácticamente independientes de Córdoba. Mientras en
las tierras llanas del valle del Ebro las luchas entre las dis-
tintas etnias musulmanas eran una constante, en el norte
pirenaico los acontecimientos fueron distintos. La montaña
apenas se islamizó; muy al contrario, fue allí donde se
formó la conciencia antimusulmana que daría origen a la
“reconquista”.
En principio, estas “tierras altas” se muestran desorgani-
zadas, carentes de guías y atomizadas en valles ásperos,
pero con un denominador común a todas ellas: su enorme
deseo de independencia, alentado y apoyado desde el otro

– 19 –
lado de los Pirineos, donde los francos habían logrado
construir el poderoso Imperio carolingio en torno al año
800. Con su ayuda surgieron los condados de Aragón,
Ribagorza y Sobrarbe, este último más permeable a los mu-
sulmanes merced al portillo natural que abren los ríos Ara
y Cinca. Los tres territorios fueron gobernados, en principio,
por familias condales de procedencia franca o impuestas
por los francos; familias que luego se convertirían en autóc-
tonas, cuando al Estado carolingio le llegó su propio ocaso,
precisamente a la vez que, en el Sur, el Emirato musulmán
se cuarteaba. Pero los débiles condados norteños no ha-
brían sobrevivido si no hubieran recibido la ayuda del reino
pamplonés ante el grave peligro que suponía la recons-

Monasterio fundado Monasterio fundado Probables áreas


en el siglo IX. en el siglo X. de influencia.

Los monasterios pirenaicos en los siglos IX y X organizaron la vida


en los valles donde estaban situados

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trucción y unificación de Alandalús, acaecida en el siglo X
merced a la figura de su primer califa, Abderrahmán I.
Los tres incipientes territorios pirenaicos carecieron, en
principio, de la más mínima infraestructura político–admi-
nistrativa, que sólo comenzaría a diseñarse en el siglo XI,
con la aparición de los “tenentes”. La vida en estos reduc-
tos montañosos era rural, en esencia, sin que existiera nin-
gún núcleo de población destacable. Por otra parte, el
carácter abrupto del terreno dificultaba las comunicaciones
de unas gentes dedicadas a la agricultura y a la ganadería,
y a menudo convertidas en guerreros para tratar de defen-
der lo suyo. La vida estaba compartimentada en valles,
algunos de ellos de difícil acceso y, por lo tanto, encerra-
dos en sí mismos. Casi todos ellos iban a tener una cosa en
común: un monasterio que ordenara la vida económica y
social, poniendo en explotación las tierras con la ayuda de
sus moradores.
Si el sistema sociopolítico del Imperio carolingio dio lugar
al nacimiento de los “feudos” y, por lo tanto, al régimen
feudal, los monasterios auspiciados por ellos constituyeron,
en expresión de Antonio Durán, una auténtica “monaco-
cracia”. La floración monacal en los tres territorios hasta el
siglo XII, centuria en la que tiene lugar la reconquista de
las tierras llanas del Ebro —con lo que se abrían nuevas
perspectivas—, presenta dos etapas claramente diferencia-
das: antes del siglo XI y el siglo XI propiamente dicho.

– 21 –
Conocemos de manera imperfecta la existencia, durante
el siglo VIII (el de la dominación musulmana) y la primera
mitad del IX, de algunos cenobios de origen visigodo que,
poco a poco, fueron eclipsados por otros de influencia
carolingia, fundados bajo la advocación de santos ultrapi-
renaicos (sobre todo de San Martín, el más famoso de
todos ellos). No obstante, desde mediados del siglo IX y
durante toda la décima centuria, al debilitarse el imperio
que fundara Carlomagno, se volvió de nuevo a lo autócto-
no, a las raíces hispanovisigodas, retorno que se concretó
externamente en la restauración de la llamada liturgia
mozárabe. Es tal la nebulosa que existe sobre estos ceno-
bios que no es extraño que el misterio haya dado origen a
algunas leyendas, como, entre otras, la que narra la funda-
ción del de San Martín de Cercito.
Lo cierto es que los cenobios ribagorzanos, por manda-
to carolingio, pertenecían al obispado de Urgel, hasta que,
eclipsado el imperio de Carlomagno, el condado intentó
alcanzar la independencia no sólo política sino también
eclesiástica, deseo que cristalizó en la creación de un obis-
pado propio, el de Roda de Isábena, bajo los auspicios
del conde Bernardo Unifredo (913–950). Sin embargo, los
monasterios de los condados occidentales no tuvieron con-
tacto con el obispado mozárabe de Huesca hasta el siglo X.
Aparte de sus modestas proporciones, la característica
más destacada de este conjunto cenobítico era la atomiza-

– 22 –
ción y la dispersión. En la práctica, cada valle contó con un
monasterio rector propio y poco más. No obstante, si acu-
dimos a un mapa para ver su distribución, observaremos
que en Sobrarbe la red monacal fue menos tupida que
en los territorios aragonés y ribagorzano, lo que sin duda
se debió a la mayor presencia musulmana en el valle
del Cinca.

Santa María de Obarra, actualmente sin culto,


se reconstruyó según los cánones del románico

En la lista de cenobios nacidos en el siglo IX, ubicados


de Oeste a Este, se hallan los de San Salvador de Leyre (en
Navarra), Santa María de Fuenfría, San Pedro de Siresa (fun-
dado por el abad Zacarías) y San Martín de Ciella, erigido
por un capellán de la Corte carolingia, Gonzalo. Los tres

– 23 –
últimos se rigieron, al parecer, por las disposiciones sino-
dales de Aquisgrán y todos se sometieron a la regla de San
Crodegando de Metz; como también debieron hacerlo, asi-
mismo, los de Navasal, San Pedro de Taberna, Santa María
de Obarra o el remozado —pues había nacido en época
visigótica— de Santa María de La O y San Pedro de Alaón.
Luego, entre los años 911 y 920, se les unirán los de San
Juan de Ruesta (fundado por el rey pamplonés Sancho
Garcés I), San Adrián de Sasabe (levantado por el conde
aragonés Galindo Aznárez), San Julián y Santa Basilisa
(fruto también de Sancho Garcés I y sobre el que se fun-
damentaría el de San Juan de la Peña en el siglo XI), San
Pedro de Jaca y San Martín de Cercito (en la Val de Acu-
muer). A éstos se sumarían, más o menos por las mismas
fechas, los de San Martín de Saraso, Sasal, San Pelayo de
Gavín (en tierras de Biescas y de influencia mozárabe), San
Andrés de Fanlo, San Martín de Ligüerre de Ara, San Juan
de Matidero, San Pedro de Castillón de Rava (cerca de Fis-
cal), San Genaro de Basa, Ballarán, San Pedro de Séptimo
(a orillas del Isuela, cerca de Huesca) y San Cucufate de
Lecina (de raigambre hispanogoda), así como San Martín
de Sas y Lavaix, entre otros.
En la décima centuria, la intransigencia de los musulma-
nes obligó a muchos monjes mozárabes del Sur a emigrar
a las zonas montañosas, algo más seguras. De esta mane-
ra, los huidos del tradicional monasterio de Asán fundaron

– 24 –
el que, en el siglo XI, sería importante monasterio–abadía
de San Victorián, a la vera del río Cinca. La huella de los
exiliados monjes de San Úrbez de Nocito, por ejemplo, se
puede seguir por la toponimia, en Sant Urbici de Serrateix
(en el Berguedá catalán), en San Úrbez de Gállego (en
Senegüé) y en San Úrbez de Basarán (en el Sobrepuerto).

Iglesia del monasterio de San Pedro de Siresa, importante foco cultural del siglo IX

Aparte de ser reductos de oración y de organización de


sus valles, también fueron centros de irradiación cultural,
con independencia de su adscripción a la regla autóctona

– 25 –
hispanovisigoda o a la benedictina, generalizada en el resto
del occidente cristiano y que poco a poco se fue impo-
niendo. De la importancia cultural de estos cenobios tene-
mos un testimonio directo del monje mozárabe cordobés
San Eulogio, visitante de los monasterios de Igal, Urdaspal,
Leyre, Ciella y Siresa. De regreso a Córdoba, en el año 851,
escribió una carta en la que relataba con cierto detalle
cómo en la biblioteca de San Pedro de Siresa (donde con-
fraternizaban en torno a cien monjes) halló, y se llevó a su
monasterio, ejemplares de obras desconocidas en el resto
de Hispania y en buena parte de Europa, entre ellas
algunas de Avieno, Virgilio, Juvenal, Horacio, Porfirio o
San Agustín.

Pero una tormenta se preparó en la Córdoba mora cuan-


do se hizo con el poder Almanzor, ministro y brazo arma-
do del califa Hixem II. Las consecuencias de sus victoriosas
y continuas incursiones en tierras cristianas iban a ser terri-
bles para las gentes de tan alejados territorios como Alfaro
(968), Salamanca (977), Atienza (980), Zamora (981), León
(982), Simancas (983), Barcelona (984), Álava (986), Coim-
bra (987), Astorga (988), Saldaña (995), Santiago (997), Bur-
gos (1000) y Calatañazor (1002), donde fue por fin vencido
y muerto el caudillo musulmán. Es curioso que los histo-
riadores no hayan localizado una campaña lanzada contra
un lugar denominado Almunia (980) y que una leyenda
aragonesa diga lo siguiente, según narración del P. Faci:

– 26 –
«Desde antes de la conquista musulmana, ya era vene-
rada la Virgen de los Palacios tanto en La Almunia de
Doña Godina como en Ricla. Por entonces, además del
templo existía un edificio anejo destinado a hospedería y
a refugio de caminantes. El dominio de los moros no pudo
terminar ni con las creencias ni con el amor a la Virgen de
los cristianos, aunque el culto, en general, y el de Nuestra
Señora, en particular, quedaron un poco atemperados
dadas las circunstancias. Pero la fe en la imagen no murió
y la ermita siguió siendo visitada y cuidada con esmero.
Cuando los sanguinarios ejércitos de Almanzor recorrie-
ron el suelo hoy aragonés, los edificios del santuario de
Nuestra Señora fueron confiscados y convertidos en pala-
cio real, aunque el propio Almanzor en persona —no se
sabe por qué— dio orden tajante de que no se profanara
aquel pequeño templo, como ocurriera en tantos otros
lugares. Además, por recónditas razones que nadie ha
podido explicar, autorizó a los mozárabes almunienses
para que pudieran seguir rindiendo culto a su Virgen, aun-
que conservada entonces en la casa de un mozárabe.
Una vez muerto Almanzor, el rigor anticristiano se
atemperó y los mozárabes de La Almunia y de Ricla pudie-
ron devolver la imagen a su antiguo emplazamiento, a los
palacios de Almanzor, por lo que desde entonces se le
conoce como Nuestra Señora de los Palacios.»

Lo cierto es que los tres territorios pirenaicos sufrieron la


embestida no sólo de Almanzor sino también de su hijo
Abd Almalik. Los efectos de ambas incursiones fueron

– 27 –
devastadores y sus conse-
cuencias a medio plazo, de-
finitivas para los monaste-
rios de Aragón, Sobrarbe y
Ribagorza. Entre los años
999 y 1000, Almanzor atacó
el condado de Aragón y “las
tierras de Mirón”, conde de
Pallars, cuya familia domi-
naba en Sobrarbe y Riba-
gorza. El terror se adueñó
por doquier y bastantes
monjes huyeron a la abadía
de Cluny; aunque Sancho
III el Mayor (1004–1035)
aseguró inmediatamente el
territorio, la ofensiva de Al-
manzor fue continuada por
su hijo, Abd Almalik Almu-
zaffar, quien en 1003 atacó
el condado de Pallars y en
1006 los de Sobrarbe y
Ribagorza. Entre otros luga-
res, se vieron afectados en
territorio cristiano los de

San Pedro de Alaón fue diezmado


por la incursión de Abd Almalik

– 28 –
Binueste, San Juan de Matidero, Santa María de Buil, Aínsa,
Obarra y Roda y, cuando regresó a Zaragoza, el caos se
había adueñado de esas tierras: huida en masa de poblacio-
nes enteras, monasterios derruidos, monjes exiliados a Fran-
cia, la catedral de Roda destruida, el conde ribagorzano
Aimerico capturado y conducido a Zaragoza.
Según el obispo de Vic, Oliba, la iglesia altoaragonesa era
«presa de la desolación». Los efectos devastadores de esta
campaña duraron varios años, de modo que en 1011, por
ejemplo, el abad de Alaón se veía obligado a vender una
buena parte de los bienes patrimoniales del cenobio para
pagar tributos obligados y rescates de presos.
Mientras en los territorios cristianos pirenaicos sucedía
cuanto se acaba de ver, la iglesia mozárabe del sur musul-
mán quedó, asimismo, arruinada, y aunque el culto no se
interrumpió, los obispos de las tres sedes tradicionales
(Zaragoza, Huesca y Tarazona) se vieron obligados a llevar
una existencia errática, mientras que buena parte de los
monasterios fueron arrasados. El de Asán quedó borrado
de tal manera que todavía se duda hoy acerca de su
emplazamiento concreto; el de las Santas Masas tardó
siglos en reconstruirse; desapareció de raíz el de San
Cucufate de Lecina; y del de San Pedro de Séptimo, a ori-
llas del río Isuela, cerca de Huesca, sólo puede suponerse
dónde estuvo ubicado según indica su propio topónimo, es
decir, a siete millas romanas de la antigua ciudad de Osca.

– 29 –
Por fortuna para los cristianos, mientras el Califato cor-
dobés caminó vertiginosamente hacia su desintegración
(1031), el rey pamplonés Sancho III el Mayor estaba en
condiciones de defender de nuevo todas estas tierras. La
reconstrucción se impuso, pero ya nada volvería a ser como
antes. No sólo habían sido arrasados muchos monasterios,
sino también todo un sistema de organización del territorio.
Para el monaquismo aragonés se abría una nueva etapa.

– 30 –
NUEVOS MONASTERIOS
Y NUEVAS FUNCIONES

S e padecían todavía los efectos de la incursión depre-


dadora de Almanzor al condado aragonés (999–1000)
y estaba a punto de producirse la de Abd Almalik a
Sobrarbe y Ribagorza (1006), cuando subió al trono pam-
plonés Sancho III el Mayor (1004–1035), figura clave para
la cristiandad peninsular.
En el siglo XI, la descomposición del Califato, que
desembocó en su fragmentación taifal, facilitó la expansión
de los cristianos de manera irreversible. Pero buena parte
del éxito se debió a Sancho III, quien, aparte de titularse
rey de Pamplona, alcanzó a dominar —en circunstancias
jurídicas diferentes— los reinos de León y Asturias, los tres
condados aragoneses y el de Castilla. Los condados de
Gascuña, Pallars y Barcelona se declararon sus vasallos, y
es posible que también lo hiciera el rey gallego Vermudo III.
Frente a la atomización precedente, Sancho III fue el pri-
mero en darse cuenta de que para oponerse a los musul-
manes era precisa la unión de todos los cristianos. Pero
esta tarea, con ser importante, quedaría empequeñecida si
no se tuvieran en cuenta otros muchos aspectos de su que-
hacer, fundamentalmente el proceso europeizador de sus

– 31 –
dominios: introducción de las instituciones feudales, del
rito romano, de los benedictinos, de un nuevo tipo de
letra, etc.; fue también el primer monarca cristiano hispano
que acuñó moneda. Sancho III se convirtió, según la deno-
minación dada por un coetáneo suyo, en el «primer rey
ibérico».
Ciñéndonos al Pirineo hoy aragonés, el monarca pam-
plonés dominó en Aragón y Sobrarbe y, entre 1017 y 1025,
ocupó Ribagorza. Desde la perspectiva aragonesa, dos
hechos de su política fueron vitales: la creación, por pri-
mera vez, de una auténtica línea defensiva y las conse-
cuencias de la aplicación de su testamento.
En efecto, Sancho III no reconquistó casi ningún territo-
rio, pero puso las bases para que sus inmediatos sucesores
lo hicieran, ya que consolidó una potente línea defensiva
con la construcción o reforma de fortalezas en los princi-
pales pasos fluviales. Frente a cada fortaleza musulmana
(Ejea, Ayerbe, Alquézar, Barbastro, Graus, El Grado), San-
cho III opuso una o dos cristianas: de Oeste a Este se
levantaban las de Peña, Sos, Luesia, Biel, Agüero, Cacabie-
llo, Murillo, Loarre, Nocito, Secorún, Buil, Samitier, Mon-
clús y Perarrúa, entre otras. Estas fortificaciones, más efec-
tivas que efectistas, aseguraron el interior de los tres
condados. Por otra parte, a su muerte, y como consecuen-
cia del testamento real, Aragón —junto con Sobrarbe y
Ribagorza— nació como Reino desgajado de Pamplona.

– 32 –
Con el nacimiento de este nuevo Reino, en 1035, surgió
una nueva institución típicamente aragonesa que, con las
naturales adaptaciones debidas al paso del tiempo, perdu-
ró hasta finales del siglo XII y comienzos del XIII. Esta ins-
titución, de carácter militar, administrativo, judicial, juris-
diccional y político, se llamó “tenencia” y quienes la
desempeñaron recibieron el nombre de “tenentes” o “senio-
res”. Se trataba, en realidad, de una manera de aplicar en
Aragón el esquema feudal ultrapirenaico, lo cual no es de
extrañar dada la afluencia de gentes venidas de la Galia

Monasterio abadía. Monasterio fundado Antiguo monasterio convertido


en el siglo XI en priorato.

Monasterio de propiedad particular Probables áreas de influencia

Los monasterios pirenaicos fueron reorganizados en el siglo XI


en torno a unas pocas abadías

– 33 –
para participar en el proceso reconquistador. En estos
tenentes hallamos el nacimiento de la primera nobleza y el
germen de los señoríos.

Naturalmente, el papel ordenador del territorio de los


antiguos y ahora derruidos monasterios ya no tenía sentido,
máxime cuando el nuevo seniorado, además de administrar,
guerreaba. Pero el entramado organizativo del incipiente
reino necesitaba de todos los recursos y los monarcas se
aprestaron a contar con los monasterios, aunque esperaban
de ellos otro tipo de colaboración que la prestada hasta
entonces.

LOS CLUNIACENSES: ABADÍAS Y PRIORATOS

Ya el mismo Sancho III el Mayor, siguiendo los consejos


de Oliba —el prestigioso obispo de Vic—, llamó a los mon-
jes que habían huido a la abadía de Cluny y encabezó un
movimiento restaurador bajo una fórmula distinta: volver a
levantar los cenobios que eran recuperables, pero haciendo
de las anteriores abadías simples prioratos dependientes de
un monasterio–abadía central, en muchas ocasiones levanta-
do ex novo. Continuaron existiendo todavía algunos monas-
terios de propiedad particular, pero ahora serían los menos:
entre ellos, San Pedro de Siresa, San Salvador de Bernués,
San Martín de Saraso, Sasal, San Adrián de Sasabe, San Pela-
yo de Gavín, San Jenaro de Basa, Santa María de Ballarán,

– 34 –
Monasterio viejo de San Juan de la Peña (de Quadrado, 1886)

– 35 –
Castillón de Rava y Lecina. Esta nómina iría disminuyendo
poco a poco.

Con el apoyo real, San Juan de Ruesta se constituyó,


en principio, en monasterio–abadía, y a él pasaron a per-
tenecer los prioratos de Santa María de Fuenfría y San
Martín de Ciella. Sin embargo, pronto todos ellos se anexio-
naron a San Juan de la Peña.

La más importante de las abadías fue San Juan de la


Peña, nacida sobre los cimientos del antiguo cenobio
mozárabe de San Julián y Santa Basilisa. Llegó a aglutinar
un gran número de prioratos —particulares o no—, cuya
lista sería interminable; figuraban entre ellos los de San
Esteban de Orastre (junto a Biel), Santo Ángel de Atarés,
Santo Tomás de Bernués, San Pelayo de Gavín, San Pedro
de Iboza, San Salvador de Serué, San Salvador de Sorripas,
San Martín de Pacopardina (no localizado), San Juan de
Pano, San Juan de Veia, Santa Eulalia de Pequera (en tér-
minos de Sarsamarcuello), San Martín de Cercito y San Juan
de Matidero; y, pronto, el complejo del propio San Juan de
Ruesta, que pasó a ser priorato. El cenobio de Santa María
de Iguácel estuvo también vinculado a San Juan de la Peña
hasta 1203, fecha en la que se instaló allí un monasterio
femenino cisterciense.
Los edificios románicos del monasterio viejo —hoy
deleite para los ojos— ardieron una noche de 1675, lo que

– 36 –
San Juan de la Peña fue el más importante de los monasterios
aragoneses fundados en el siglo XI

obligó a construir otra casa: el monasterio nuevo, barroco.


San Juan de la Peña fue desalojado en 1835, con la des-
amortización, y hoy, aunque ha recibido algún cuidado,
está lejos de una adecuada recuperación.
Asimismo, fue monasterio–abadía de cierta importancia
el de San Salvador y San Andrés de Fanlo, que existía ya
desde mediados del siglo X. Ubicado en la extremadura
oriental del Gállego, se anexionó el priorato de San
Cucufate de Lecina por disposición de Ramiro I, alcanzan-
do su cenit bajo el abadiazgo de Banzo (1035–1070). En su
época de decadencia pasó a ser primero priorato de Loarre,
luego de Montearagón (a finales del siglo XI) y finalmente

– 37 –
de San Pedro el Viejo de Huesca, en el siglo XVI. Hoy
queda sólo el testimonio de una pardina en los aledaños
del pueblecito de Ipiés, pero de este cenobio serrablés,
afortunadamente, se ha conservado su colección diplomá-
tica, que abarca desde el año 958 hasta el 1270.

En la cabecera del río Guatizalema, San Úrbez de


Nocito se constituyó también en monasterio–abadía, aun-
que su importancia e influencia fueron muy relativas,
pasando pronto a ser priorato de San Pedro el Viejo de
Huesca.

Algo más al Este, el agustiniano de Santa María de


Alquézar rigió la pequeña comarca de la cabecera del
Vero. Y, también en el siglo XI, el monasterio de origen
visigodo de Santa María de La O y San Pedro de Alaón
—hoy todavía en pie, aunque sin culto— se convirtió en el
monasterio–abadía benedictino de la Ribagorza; a él se
sumó el priorato de San Martín de Sas.

En el vacío monacal sobrarbense, al asegurar Sancho III la


frontera, nacieron, junto a tres destacados puntos forti-
ficados, otros tantos monasterios–abadía: el de San Eme-
terio o Samitier, el de San Juan de Pano y, sobre todo, el
de San Victorián, cenobio que aglutinó los prioratos de San
Pedro de Taberna, Santos Justo y Pastor de Orema (cerca de
Benasque) y Santa María y San Pedro de Obarra, llegando a
rivalizar, durante siglos, con el de San Juan de la Peña.

– 38 –
La conquista de Huesca a finales del siglo XI permitió el
nacimiento de San Pedro el Viejo de Huesca, al que se
unió el de San Úrbez de Nocito, y el del que habría de ser
influyente monasterio–abadía de Jesús Nazareno de Mon-
tearagón, lugar al que se trasladaron los canónigos agusti-
nos de Loarre en 1089. A este monasterio se incorporaron,
entre otros, los prioratos de San Genaro de Gállego y San
Andrés de Fanlo. La abadía de Montearagón se puso direc-
tamente bajo la dependencia de la Santa Sede y su abad, en
permanente pugna con el obispado oscense, se convirtió en
uno de los personajes más influyentes del Reino hasta el ins-
tante mismo de la desamortización, en el siglo XIX.
Mención aparte merecen dos cenobios nacidos en el
siglo XI, el de Santa Cruz de las Sorores y el de Santa
Cristina del Somport. El monasterio de Santa Cruz de las
Sorores, en Santa Cruz de la Serós, del que se conserva su
magnífica iglesia románica, fue un cenobio femenino
sometido a la regla benedictina; fundado por Ramiro I
entre 1059 y 1061 y, en cierto modo, vinculado al monas-
terio pinatense, en 1555 fue trasladado a Jaca, donde se le
conoce como el convento de las Benitas. Su inicial fortale-
za radica en el hecho de que, además de ser una fundación
real, en él profesaron las hijas del rey fundador Urraca,
Teresa y Sancha. La figura de esta última —cuyo magnífico
sepulcro puede admirarse en Jaca— fue definitiva, pues
con sus donaciones puso las bases del patrimonio monacal.

– 39 –
Monasterio de Santa Cruz de las Sorores, cuya comunidad se trasladó
en el siglo XVI a Jaca, donde permanece viva (Foto: A. Ferrer)

El monasterio–hospital de Santa Cristina del Somport


nació con el patrocinio real, en torno al año 1076, en la
ruta del Camino de Santiago para acoger a los peregrinos
enfermos. Pronto fue entregado a la primera Orden Militar
llegada a Aragón, la del Santo Sepulcro, de la mano de los
vizcondes de Bearne y con la ayuda de Alfonso I. En 1208,
Pedro II decía que «su fama se extendía por toda la tierra y
el sonido de su hospital alcanzaba hasta el fin de la tierra».
Sin embargo, con la decadencia del Camino, a principios
del siglo XVI, se eclipsó el cenobio, de modo que en 1558

– 40 –
se ordenó a los entonces canónigos regulares de Santa
Cristina que se trasladaran a Jaca. Finalmente, el que había
sido llamado “tercer hospital del mundo” fue suprimido, en
1604, por el papa Clemente VIII.

FUNCIONES Y FORMAS DE VIDA

Procede analizar, aunque sea brevemente, en qué con-


diciones participaron las nuevas abadías y prioratos en
la vida del incipiente reino de Aragón, puesto que no fue-
ron las mismas que las vividas por los monasterios mozá-
rabes y los de influencia carolingia, arruinados en su mayor
parte por Almanzor y Abd Almalik en torno al año 1000.
En primer lugar, buena parte de los cenobios del siglo XI,
con la categoría de prioratos, se aglutinaron en torno a no
más de diez monasterios–abadía; de ellos, sólo San Juan de
la Peña, San Victorián y Montearagón llegaron a competir
con los que se fundaron en los siglos XII y XIII, al recon-
quistarse la parte meridional de Aragón. Por otra parte, estos
monasterios ahora renovados ya no constituían el único ins-
trumento de desarrollo y, sobre todo, de administración del
territorio, pues la propia Corona y los tenentes —que, en
nombre de su rey, gobernaban las nuevas fortalezas y sus
comarcas dependientes— los sustituyeron, enterrando la
“monacocracia” de los siglos IX y X; perdieron, así, prota-
gonismo social. En tercer lugar, y en virtud de la concentra-
ción de prioratos y la acumulación de bienes propios por

– 41 –
donación de los fieles, algunos de ellos amasaron patrimo-
nios importantes, de modo que, con el tiempo, entraron a
formar parte del sistema señorial propiciado por los “tenen-
tes” o “seniores”. En cuarto lugar, se erigieron en importan-
tes núcleos de apoyo estratégico para la Corona y para los
seniores, actuando —al constituirse en lugares respetados
por todos— como custodios de sus más preciados docu-
mentos de propiedad, de manera que se convirtieron en
monasterios–archivo. Por último, los principales cenobios se
transformaron en auténticos focos culturales en los que se
redactaron anales, se escribieron libros de historia, se ilus-
traron códices con miniaturas…
Pero la mayor importancia de todos estos monasterios
radicó en que, a través de ellos, y con la ayuda de la reale-
za, se introdujeron en Aragón y en los demás territorios cris-
tianos hispanos las ideas usuales en el resto de Europa. Por
primera vez se rompió con tres siglos de pugna entre la tra-
dición mozárabe de raíz hispanogoda y la influencia caro-
lingia, imponiéndose la liturgia romana, que proporcionó
unidad doctrinal a los monasterios y a todos los fieles; se
impuso, asimismo, el sometimiento de los cenobios a la
norma benedictina (ahora, a través de la reforma cluniacen-
se) o a la reforma gregoriana que propició el Papado y que
se concretó en la regla de San Agustín.
En la totalidad de los monasterios pirenaicos aragoneses
se introdujo la regla benedictina, actualizada y reformada

– 42 –
en el monasterio de Cluny durante el primer tercio del
siglo X, de modo que todos se convirtieron en monjes clu-
niacenses o “monjes negros” (llamados así por el color de
su hábito). Fueron pioneros el recién fundado cenobio de
San Juan de la Peña y el reformado de San Victorián. Todos
ellos pasaron a depender directamente del Papa y no del
obispo más cercano, lo cual dio origen a no pocos conflic-
tos. En lo que respecta a la vida monacal, la supresión del
trabajo manual en favor de la dedicación al oficio divino
—a diferencia del ora et labora que había predicado San
Benito—, la austeridad y la soledad de los monjes fueron

Ruinas de Montearagón, una de las más influyentes abadías


del Reino hasta la desamortización

– 43 –
las consecuencias más importantes. Pero mientras que esta
reforma cluniacense tuvo lugar en los claustros monacales,
la reforma gregoriana —encabezada en Roma por Grego-
rio VII— quiso dar también solución a los múltiples pro-
blemas de los clérigos seculares, los sacerdotes, para lo que
se auspició una nueva regla, la agustiniana.
Esta regla imponía la pobreza como norma y propiciaba
la vida en común como si de monjes se tratara, pero ejer-
ciendo sus miembros el ministerio sacerdotal, generalmen-
te en iglesias urbanas llamadas colegiales o colegiatas. Así
es como nacieron dentro del reino aragonés las canónicas
(iglesias con comunidad canónica o de canónigos) de Loa-
rre, dentro de la imponente fortaleza románica, y Alquézar,
aunque el prototipo de congregación agustiniana sería el
monasterio de Montearagón.
El ideal canonical suscitó, asimismo, una nueva orden: la
de los Premostratenses, fundada por San Norberto en
1120 y en cuya regla, de raíz agustiniana también, se alia-
ban austeridad monástica y predicación. En realidad, fue-
ron verdaderos misioneros del campo que, sobre todo,
aceptaron desarrollar su ministerio curial en zonas difíci-
les, bajo la autoridad del obispo. No abundan, ni mucho
menos, los ejemplos premostratenses en Aragón, siendo
uno de los más conocidos el monasterio de Nuestra
Señora de la Alegría de Benabarre, vinculado desde el
siglo XVIII a la diócesis de Lérida.

– 44 –
Naturalmente, la reforma fue mucho más amplia, pues
afectó a toda la Iglesia aragonesa y, por lo tanto, también
a las sedes episcopales, en cuyo entramado nació la de
Jaca. Y aunque el mundo regular (el de los monasterios) y
el secular (el de obispos y sacerdotes) siempre anduvieron
entremezclados, como no podía ser menos, aquí seguire-
mos un solo hilo conductor: el de los monasterios.
Lo cierto es que la reforma de la Iglesia aragonesa, y
sobre todo la monacal, se hizo sobre un modelo extranje-
ro, lo que implicó la llegada masiva de monjes del otro
lado de los Pirineos. Esto originó adeptos, pero también
resistencias importantes. Dos fuerzas enfrentadas dividie-
ron a la cristiandad aragonesa y en sus respectivos bandos
se alinearon obispos (ahora el indigenista obispo–infante
García de Jaca frente al extranjerizante Ramón Dalmacio,
obispo de Roda; poco después el obispo Esteban de
Huesca frente al obispo de Roda–Barbastro, San Ramón),
infantes, seniores y hasta los propios reyes; episodios que
intranquilizaron al Reino hasta casi mediados del siglo XII.
Lo que ocurrió, en realidad, es que en el tránsito del
siglo XI al XII, y tras la ocupación de Monzón (1089), El
Castellar (1091), Sádaba (1096), Huesca (1096), Gurrea
(1097), Barbastro (1100) y, por fin, Juslibol (Deus lo vol, en
1101), se abría a los cristianos la posibilidad de ocupar el
valle del Ebro musulmán, y el subsiguiente reparto de tie-
rras y poder inquietó a todos. Se estaba gestando un nuevo

– 45 –
orden y se vislumbraban nuevas posibilidades. La dinámi-
ca generada fue vertiginosa y los monasterios pirenaicos,
recién remozados, se quedaron anclados en la montaña y
en el tiempo; pero, al calor de la reconquista, y con la sub-
siguiente repoblación en los siglos XII y XIII, otros ceno-
bios se incorporaron a la apasionante tarea de sustituir la
administración mora por la cristiana en amplios espacios
casi vacíos.

– 46 –
MONASTERIOS PARA
LA REPOBLACIÓN DENTRO
DE UN SISTEMA SEÑORIAL

A comienzos del siglo XII, tras casi cuatrocientos


años de dominio musulmán, los cristianos apenas
habían sobrepasado las sierras exteriores del
Pirineo. Los reyes Sancho Ramírez y Pedro I habían conse-
guido instalar posiciones vigilantes frente a las principales
ciudades taifales moras —Tudela, Zaragoza, Fraga y
Lérida—, pero carecían de medios precisos para el asalto
definitivo. Parte de la grandeza de Alfonso I el Batallador
estuvo, precisamente, en hallar esos medios y en aplicarlos
desde que se hizo con la corona en 1104.
A Alfonso I le faltaban medios humanos, sobre todo
fuerzas de caballería que oponer a los jinetes musulmanes
y también máquinas con las que abatir muros. Por otro
lado, la incipiente nobleza aragonesa, muy acomodaticia,
no estaba muy interesada en la conquista y la carencia de
un ejército regular impedía cualquier campaña mediana-
mente larga. Así es que el Batallador buscó y halló solu-
ciones: ofreció exenciones y privilegios ventajosos a quie-
nes le ayudaran militarmente; creó cuerpos especializados

– 47 –
de caballería villana, es decir, no nobiliaria; fundó órdenes
militares propias, como las de Belchite y Monreal; estimu-
ló una nueva legislación para atraer guerreros y poblado-
res mediante concesión de cartas pueblas o documentos
por los que un señor crea y regula una nueva población;
convocó hombres de allende los Pirineos; adquirió en Fran-
cia ingenios bélicos nuevos con los que batir y asaltar mura-
llas; logró, en fin, de la Iglesia una “bula de Cruzada” para
atraer hombres armados de toda Europa. Esa es la parte más
olvidada de su obra; el resto fue la acción militar.
En treinta años, Alfonso I estuvo a punto de tomar a los
moros casi todo el territorio de lo que hoy es Aragón, que-
dando fuera tres dentelladas: los territorios de Albarra-
cín–Teruel y las zonas de Valderrobres y Fraga. En ese corto
periodo había triplicado el territorio que le dejara su her-
mano Pedro I, pero también es cierto que su derrota en Fra-
ga y los problemas de sucesión estuvieron a punto de dar al
traste con todo lo ganado. Una vez superado el drama de
1134 (derrota y muerte del Batallador), fue necesario reor-
ganizar los nuevos territorios conquistados, una compleja
ordenación de nuevo cuño que se concretó, poco a poco,
en ciertas instituciones: bailías, merindados, justicias, sobre-
collidas, sobrejunterías, cortes, señoríos, etc. Pero todavía
había que defender y repoblar el territorio, así que el Reino
se apoyó, aparte de en la monarquía, sobre cinco pilares bá-
sicos: el seniorado, las Comunidades, los cabildos catedra-
licios, las órdenes militares y, una vez más, los monasterios.

– 48 –
STA. CRISTINA
J

STA. J B
CRUZ
S. JUAN S. VICTORIAN
Z J ALAON
J
CASBAS

MONTEARAGON

VERUELA L

GRISEN

T TRASOBARES
SIGENA

Z
Z

PIEDRA RUEDA

Z
Z

Monasterio
Tierras pertenecientes a los Monasterios
Z
Tierras pertenecientes a las órdenes militares

Z Tierras pertenecientes a Cabildos Catedralicios

Tierras de las comunidades de Calatayud,


Daroca, Teruel y Albarracín

Comunidades, órdenes militares y monasterios fueron el principal soporte


repoblador de la monarquía en los siglos XII y XIII

– 49 –
A lo largo del siglo XII, los seniores vieron consolidar su
posición preeminente y quedó en sus manos buena parte
de la tierra por repoblar. Las recién creadas cuatro
Comunidades —agrupaciones de villas y aldeas en torno a
un núcleo urbano principal, en tierras de realengo (esto es,
de la jurisdicción del rey, y no de un señor feudal)—
llegaron a ordenar en torno a 11.000 km2 del territorio
aragonés: Teruel (unos 4.100 km2), Daroca (3.700), Calata-
yud (1.750) y Albarracín (1.300). Los cabildos catedralicios
intervinieron también en el proceso, convirtiéndose en la
tercera potencia territorial de la Iglesia aragonesa; destacó
el zaragozano, con más de 1.400 km2.
Por su parte, las órdenes militares, cuyos castellanes y
maestres alcanzaron gran relevancia en el Reino, habían
recibido carta de naturaleza por el testamento del Bata-
llador y organizaron el territorio que les fue asignado a par-
tir de sus “encomiendas”: la del Hospital o San Juan fue la
más importante (se implantó en unos 4.500 km2), seguida
por las de Calatrava (unos 2.170), el Temple (cuyos bienes
pasaron al Hospital cuando se desintegró), el Santo Se-
pulcro (230 km2) y Santiago (en torno a 300). Además, estas
Órdenes supusieron el comienzo de una cierta actividad
bancaria, aprovechando su carácter universal: ejercieron el
préstamo (sobre todo la del Temple), la custodia de capi-
tales y el cambio de moneda. Por último, los monasterios
representaron, asimismo, un papel relevante que intentare-
mos esbozar a continuación.

– 50 –
LOS CISTERCIENSES

Por razones diversas, la regla de los benedictinos clunia-


censes —los monjes negros— fue reformada a partir de
1098, en Citeaux, lo que dio lugar a la regla cisterciense o
de los monjes blancos. Sus estatutos, la Charta caritatis,
constituían un verdadero ataque a la riqueza monástica
representada por los cluniacenses; además, el aislamiento
propugnado y el rigor de la nueva regla amenazaban el nor-
mal reclutamiento de profesos. El relanzamiento de la orden
se debió a San Bernardo, defensor del sistema feudal esta-
blecido y cuya devoción a la Virgen hizo que todos los
monasterios cistercienses le estuvieran dedicados. No obs-
tante, el sentido de pobreza y austeridad iniciales se perdió
a partir del siglo XIII, debido a la acumulación de bienes y
a la creciente intervención de sus monjes en la Iglesia secu-
lar, con cargos episcopales e incluso cardenalicios.
Los monasterios norteños pirenaicos se acogieron a la
nueva reforma benedictina, pero ahora nacieron en la parte
baja otros de nuevo cuño que se ubicaron, generalmente,
en tierras sin cultivar. Estos espacios serían roturados por
los propios monjes cistercienses, lo que dio origen a autén-
ticas granjas–monasterio que contribuyeron decisivamente
a la tarea repobladora. Como signo visible del nuevo bene-
dictismo destaca la austeridad de sus templos y dependen-
cias frente al barroquismo del románico cluniacense. Ve-
ruela, Rueda, Piedra y Santa Fe (entre los masculinos), más

– 51 –
Casbas y Trasobares (entre los femeninos), serían los pila-
res cistercienses en Aragón, aunque no los únicos abiertos
por la Orden.
El primer cenobio cisterciense fundado en la Corona de
Aragón fue el de Nuestra Señora de Veruela (1146),
cuyas iglesia y dependencias pueden recorrerse hoy per-
fectamente rehabilitadas. A iniciativa de Pedro de Atarés,
vinieron monjes franceses de Scala Dei para establecer la
primera comunidad. Lo cierto es que su patrimonio territo-
rial no dejó de crecer hasta el siglo XV, con la paulatina
incorporación de Veruela, Maderuela, Monfort, Figueruelas,
Alcalá de Moncayo, Vera, Pozuelo, Purujosa, Bulbuente,
Litago, Maleján y Ainzón, entre otros lugares repartidos por
todo el Reino. Todos ellos fueron puestos en explotación

Vista de Veruela y su recinto; al fondo, el Moncayo


(Archivo Pérez Urtubia)

– 52 –
con los habitantes del señorío, que alcanzaba en total unos
154 km2, mediante el perfeccionamiento de los sistemas de
riego, entre otras mejoras productivas.

Monasterio de Rueda

En 1182, Alfonso II concedía a los monjes cistercienses


de Nuestra Señora de Rueda la villa y el castillo de
Escatrón, pero la primera piedra de aquella nueva funda-
ción no se puso hasta 1202, pues los monjes que le dieron
vida deambularon casi erráticos por cuatro casas cistercien-
ses distintas —Nuestra Señora de Salz de Gállego (cerca de
Villanueva), Santa María de Juncería, Nuestra Señora de
Samper de Lagata y Santa María de Escatrón—, hoy desa-
parecidas. Su patrimonio no fue muy extenso (unos 150
km2), pero sí muy repartido, en más de treinta localidades

– 53 –
cercanas a Rueda. La explotación, como era habitual entre
los cistercienses, se realizó mediante la instalación de gran-
jas. Tras ver ampliadas sus dependencias en los siglos XVI
y XVIII, la desamortización terminó con la vida conventual
y comenzó el progresivo deterioro del monasterio, que en
la actualidad se está intentando detener.
También fue Alfonso II quien apoyó la fundación del
cenobio cisterciense de Santa María de Piedra (1194), en
medio de un bello paraje regado por el río Piedra, aunque
las obras duraron hasta 1218, ya en tiempos de Jaime I. Las
posesiones que compusie-
ron su señorío no fueron
muchas, pero sabemos que
le pertenecieron el castillo
de su nombre, Villar del
Salz, Cilleruelo, Tiestos,
Villafeliche, Santa Eulalia y
algunos bienes dispersos
en Daroca y Calatayud,
entre otros lugares. Como
en los casos precedentes,
las consecuencias no bus-
cadas de la desamortiza-
ción del siglo XIX estuvie-
ron a punto de acabar con
uno de los más bellos
Monasterio de Piedra, en grabado
monumentos de Aragón. de Parcerisa (1844)

– 54 –
Ya en el siglo XIII nacía el cuarto gran monasterio cis-
terciense masculino del Reino, el de Santa Fe (1223), a las
puertas de Zaragoza. Naturalmente, este cenobio tiene su
propio relato legendario sobre sus orígenes:
«Los monjes del monasterio de Fuenclara —que cierta
tradición sitúa a la vera del río Cinca, en la diócesis de
Lérida— estaban siendo molestados constantemente por
los hombres de los condes de Urgel, así como por los ban-
doleros que tenían atemorizada a la comarca. Ante situa-
ción tan difícil, decidieron aceptar la propuesta que les
hizo el señor de Cuarte, Cadrete y Purroy, que les ofrecía
que se trasladaran a una pequeña ermita levantada en
Santa Fe, junto a Zaragoza.

La comunidad de Fuenclara encomendó a dos de sus


más jóvenes monjes para que viajaran a inspeccionar el
lugar que se les brindaba. Nada más salir del convento
fueron hostigados por los hombres del conde de Urgel
hasta acorralarlos en la orilla de un río Cinca desbordado
por las recientes lluvias torrenciales y, por lo tanto, impo-
sible de vadear. Cuando estaban a punto de ser alcanza-
dos, y ante la admiración y el asombro de los desalmados,
ambos monjes lograron atravesar el río tendidos sobre las
cogullas de sus hábitos a modo de embarcación. Una vez
solventado el peligro, prosiguieron viaje hacia Zaragoza y
de allí a Santa Fe, donde inspeccionaron el terreno. Estaba
situado en la huerta que riega la Huerva y el paraje era
rico y feraz, capaz de proporcionar el alimento necesario
a la comunidad, así es que fue de su agrado.

– 55 –
Regresaron los dos monjes emisarios a Fuenclara y rela-
taron la excelencia del paraje que se les ofrecía, de modo
que la comunidad entera decidió trasladarse a Santa Fe,
donde crearon el monasterio cisterciense que sería nuevo
reducto de sus rezos.»

Si el abandono de Veruela, Rueda y Piedra está siendo


paliado en los últimos tiempos, Santa Fe —que en 1778
veía levantar su magnífica iglesia por un discípulo de
Ventura Rodríguez— es hoy una auténtica ruina.

A los cuatro grandes monasterios masculinos cistercien-


ses citados hay que añadir los de Santa María de Iguácel
(que durante un tiempo fue refugio de los monjes que
levantaron Rueda), Santa María de Juncería y Santa Susana,
en Zaragoza. Este último ya hubo de ser reacondicionado
por Jaime I en los
primeros años del
siglo XIII; poste-
riormente se con-
virtió en hospital
y finalmente, en el
siglo XVII, acogió
a monjes “trapen-
ses” que no supe-
raron la desamor-
El arruinado monasterio de Santa Fe, junto tización del siglo
al Huerva, con su muralla XIX.

– 56 –
Por otro lado, la rama femenina del Císter tuvo en
Aragón dos centros principales: Santa María de Casbas y
Santa María de Trasobares. Vivo el primero en el Somon-
tano oscense —y celebrando ahora el octavo centenario de
su regla—, el segundo permanece deshabitado desde hace
siglos.
Acerca de Santa María de Casbas disponemos de bas-
tante información documental que se conserva en su archi-
vo y que abarca desde el momento mismo de su fundación,
en 1173, por Áurea, condesa de Pallars, y por el obispo
oscense Esteban de San Martín. Su iglesia románica del
siglo XII acoge todavía los rezos de las monjas cistercien-
ses que, desde su creación, han habitado el cenobio, salvo
el paréntesis de la Guerra Civil de 1936. Formaban parte de
su señorío Casbas, Yaso, Sieso, Bandaliés, Bierge y Morata
de Jalón, pero también tuvieron propiedades en lugares
como Coscullano, Bascués, Pueyo de Fañanás, Torres,
Alcolea, Ricla o Calatorao. Hasta la desamortización del
siglo XIX, la comunidad vivió de la explotación de un apre-
ciable señorío de unos 160 km2 de superficie, que estaba
prácticamente configurado a finales del siglo XIII.
Desafortunadamente, del monasterio de Santa María de
Trasobares se conserva escasa documentación. Su funda-
ción fue amparada, como tantas otras, por Alfonso II, quien,
en 1188, lo dotó con la villa de Trasobares y los lugares de
Tabuenca y Aguarón. Lo cierto es que este cenobio, supe-

– 57 –
Portada del monasterio de Casbas (Foto: A. Ferrer)

ditado a Veruela, tuvo un amplio señorío de casi 200 km2,


pero, a pesar de ello, apenas dobló el umbral del siglo XV.
Como sucedió en Sigena, este señorío monástico se puso de
parte de Jaime de Urgel, aspirante al trono en la crisis que
desembocó en el Compromiso de Caspe (1412). Al perder
su candidato, la nueva monarquía castellana pasó factura: la
abadesa María de Luna huyó y su tío, Pedro de Luna, es
decir, Benedicto XIII, clausuró el cenobio.

– 58 –
LAS ÓRDENES MILITARES
Las órdenes militares también se dotaron de sus propios
monasterios, aunque fueron pocos. En efecto, los hospita-
larios o sanjuanistas (el nombre completo es Orden del
Hospital de San Juan de Jerusalén) abrieron Grisén y
Sigena, aparte de reutilizar el cisterciense de Trasobares;
los templarios mantuvieron en el castillo de Monzón una
estructura semejante a un monasterio y la Orden del Santo
Sepulcro abrió una casa monacal en Calatayud y después
un monasterio femenino en Zaragoza, que pervive en la
actualidad.
Recuérdese que las tres Órdenes (Hospital, Temple y
Santo Sepulcro) fueron coherederas del Reino por el
testamento de Alfonso I, lo que significó su rápido afian-
zamiento, ya que recibieron múltiples compensaciones
territoriales tras renunciar a sus derechos sucesorios.

La Orden del Hospital


En diciembre de 1177, Alfonso II entregaba la villa y el
castillo de Grisén a Pedro López de Luna, maestre del
Hospital en Aragón y Cataluña, con objeto de que fundara
allí un convento de hospitalarias, el primero de los levan-
tados en Aragón. Es cierto que el de Santa María de
Grisén fue un monasterio dúplice —de frailes y monjas—,
pero en él prevaleció la comunidad masculina; aunque
tenemos menciones de varias prioras, entre ellas doña

– 59 –
Mayor, la fundadora, y doña Godo de Foces, quien a par-
tir de 1240 constituyó en Grisén un auténtico matriarcado.
Con esta priora, el monasterio extendió su jurisdicción
sobre Grisén, La Almunia, Cabañas y Alpartir, pero sólo
hasta 1260, año en que el comendador de Zaragoza se hizo
con las riendas sanjuanistas en esta comarca del Jalón. A
partir de esa fecha no se vuelve a tener noticias de las mon-
jas hospitalarias.
Como casi todos los monasterios medievales, la funda-
ción del Real Monasterio de Santa María de Sigena tiene
también sus raíces legendarias; mas lo cierto es que en
1188 la reina Sancha, apoyada en todo momento por
Alfonso II, fundó Sigena para acoger a las damas de la
nobleza aragonesa. Regidas en principio por la regla de
San Agustín, propia del Hospital, pronto se sometieron a la
que redactó el obispo oscense Ricardo, normativa que fue
aprobada por Roma y que serviría de modelo para todos
los monasterios femeninos de la Orden; aunque Sigena,
más que femenino, fue dúplice, de “dueñas” y “freires”, con
predominio de la rama femenina.
A mediados del siglo XIII, Sigena había conformado ya
su patrimonio territorial, con el que llegó hasta las medidas
desamortizadoras del XIX. Su señorío radicaba esencial-
mente en los Monegros y de él formaron parte Lanaja,
Farlete, Bujaraloz, Peñalba, Candasnos, Ballobar, Urgellet,
Sena y Sigena, lo que suponía unos 800 km2 de extensión.

– 60 –
La Orden del Hospital tuvo en Sigena su principal monasterio (de Quadrado, 1886)

Pero además tenía bienes en Zaragoza, Huesca (todo un


barrio llevaba su nombre), Fuentes, Pina, Aguas, Naval,
Barbastro, Fraga y Lérida, entre otros. Tuvo su esplendor
en el siglo XIV, momento al que pertenece buena parte del
patrimonio artístico hoy cuestionado. Luego, a comienzos
del XV, al haber tomado también partido por Jaime de
Urgel, como las monjas de Trasobares, la nueva dinastía
Trastámara tomó represalias y ninguna “dueña” de estirpe
real volvió a habitar en sus claustros. Tras este golpe de
efecto, los siglos siguientes fueron de mera subsistencia,
aunque con su patrimonio territorial íntegro. Sobrevivió a

– 61 –
duras penas a la desamortización, desposeído ya de todas
sus propiedades salvo el propio convento, que acabó sien-
do quemado en 1936 por columnas milicianas procedentes
de Barcelona, principalmente anarquistas. Las pocas mon-
jas supervivientes se mudaron a Barcelona hace décadas,
aunque una nueva Orden mantiene viva la llama del ceno-
bio, rescatado en parte de las ruinas.

El Temple
Cuando los templarios se instalaron en Monzón, en
1146, constituyeron una “encomienda” de la Orden y, aun-
que no levantaron un monasterio al uso, observaron y lle-
varon una vida conventual dentro de su castillo–fortaleza.
Podría hablarse, pues, del monasterio de San Nicolás, por
ser éste el titular de la capilla de la fortaleza, pero sólo
hasta 1309, cuando la persecución a que fueron sometidos
los templarios les obligó a abandonar el castillo. Los san-
juanistas recibirían los bienes confiscados.

El Santo Sepulcro
Aunque alcanzó una menor relevancia que las demás, la
Orden del Santo Sepulcro fue también coheredera del
Reino por el testamento de Alfonso I, así que recibió múl-
tiples compensaciones tras renunciar a sus derechos suce-
sorios, sobre todo en la zona de Calatayud. Esta ciudad se
convirtió en su principal reducto y allí fundaron el monas-

– 62 –
Monasterio del Santo Sepulcro en Calatayud

terio del Santo Sepulcro, del que hoy destaca su iglesia,


robusta obra de comienzos del siglo XVII. De esa casa
matriz nacieron los monasterios de Borja, Barbastro y Hues-
ca, de los que apenas queda constancia viva.
Esta Orden fundó también tres monasterios femeninos
en Aragón: Huesca (1228), Zaragoza (1276) y Calatayud
(1306), de los que todavía queda en pie y habitado el Real

– 63 –
Monasterio de Canonesas Comendadoras del Santo
Sepulcro de Zaragoza, fundado a finales del siglo XIII
por Marquesa Gil de Rada, viuda de un hijo natural de
Jaime I.
En conclusión, los monasterios del Císter, del Hospital,
del Temple y del Santo Sepulcro tuvieron un gran valor
religioso, asistencial y cultural; pero, sobre todo, desempe-
ñaron un destacado papel en la repoblación del país, ya
que pusieron en explotación sus grandes patrimonios terri-
toriales, casi siempre mediante el sistema de “treudos” —es
decir, a tributo—. Son también de destacar las cartas de
población otorgadas directamente por los monasterios, e
incluso la creación de abundantes mercados periódicos en
los lugares de su dependencia, pues se insertaron en el
entramado del régimen señorial que llegaría hasta la Revo-
lución Francesa.

– 64 –
LA REACCIÓN DESDE DENTRO

H asta ahora se han visto unos monasterios demasia-


do vinculados al poder político, colaborando con él
en las tareas repobladoras del territorio. Pero a fina-
les del siglo XI y comienzos del XII se asiste a un movimiento
de reacción contra el atesoramiento de riquezas y la colabo-
ración con el poder, propugnando, por el contrario, el ais-
lamiento, la oración, la pobreza y la predicación. Así habían
surgido los canónigos de San Agustín, pero terminaron sien-
do “señores” desde Montearagón; así nacieron los cister-
cienses de Rueda y Veruela, entre otros, y acabaron forman-
do parte del sistema señorial imperante. Aunque no todos
los casos fueron iguales.

LOS CARTUJOS
A finales del siglo XI, Bruno, el canciller de la escuela
episcopal de Reims, se retiró a Chartreuse, cerca de Gre-
noble, para fundar la orden de los cartujos. La regla de esta
nueva orden —redactada años después, en 1130, por el
prior Guigne— combinaba la vida en común (iglesia, sala
capitular y refectorio) y la soledad en celdas aisladas, pero
endureciendo las exigencias benedictinas: el silencio casi
absoluto, la abstinencia completa de carne y el reparto del
tiempo entre la oración, el trabajo en el campo o la copia

– 65 –
de manuscritos en la propia celda. Surgieron así por todo
Occidente cartujas para monjes, sobre todo, pero también
femeninas e incluso dúplices. La Cartuja de las Fuentes,
cerca de Lanaja; la Cartuja Baja o de la Concepción, en los
aledaños de Zaragoza, y la Cartuja de Aula Dei, la única
todavía viva, son los ejemplos aragoneses más singulares.

La Cartuja de las Fuentes, de propiedad particular, es hoy redil


de ovejas (Foto: P. Otín)

– 66 –
Ubicada cerca de Lanaja, la Cartuja de las Fuentes, que
fue levantada en 1509 por los condes de Sástago, es, desde
la desamortización, de propiedad particular y sirve de redil
a las ovejas, aunque se mantienen en pie la iglesia, parte
del claustro de capillas —con importante decoración mu-
ral— y, sobre todo, su perímetro vallado.
También conocida como Cartuja Alta, la Cartuja de Aula
Dei, fundada en 1564 por Hernando de Aragón, arzobispo
de Zaragoza, se halla ubicada a la vera del Gállego, a pocos
kilómetros de Zaragoza. Se mantiene todavía viva gracias a
su rehabilitación y al regreso de los cartujos en 1901, pues
también la dejó inservible la desamortización de 1835. Si
todo su conjunto es digno de mención, deben destacarse del
mismo las pinturas murales que Goya realizó en su iglesia.
La Cartuja de la Concepción o Baja ha sido absorbida
en su mayor parte por el caserío del pueblo que nació a su
sombra, cerca de Zaragoza, de modo que muchas de las
viviendas aprovechan incluso celdas y habitáculos del
monasterio. La primera piedra del conjunto se puso en
1651, tras fracasar un intento de levantarla entre Alcañiz y
Castelserás en 1639.

LAS ÓRDENES MENDICANTES


El sentimiento de la necesidad de una reforma, frente al
enriquecimiento de la iglesia, tuvo en Aragón su propia

– 67 –
manifestación con los llamados “Pobres Católicos”, a los
que dio vida el clérigo oscense Durán. Su entrañable
homónimo, don Antonio Durán, decía sobre ellos «que pre-
dicaban la pobreza total, la abolición de la pena de muer-
te, el uso de la no violencia y la predicación evangélica al
pueblo. Fueron duramente perseguidos por el rey y el alto
clero de Aragón, a pesar de que contaban con la aproba-
ción de su regla, redactada por Durán, y la ayuda y simpa-
tía del papa Inocencio III, dadas en el año 1208. Los Pobres
Católicos, que rompían con la línea del monaquismo clási-
co, precedieron en unos años a las órdenes mendicantes de
franciscanos y dominicos».
En efecto, muchos entendían que las reformas anteriores
(cluniacenses, cistercienses, agustinianos, premostratenses)
habían fracasado. Pero, además, cuando la unidad de la
Iglesia estaba a punto de resquebrajarse a consecuencia de
las herejías, y cuando la vida urbana comenzaba a hacer su
eclosión, necesidades nuevas precisaron soluciones nue-
vas. Surgieron, así, las Universidades, la Inquisición y las
órdenes mendicantes, entre otros instrumentos de los que
se valió la Iglesia para renovarse. Aragón abría sus puertas
a los Mendicantes hacia 1219–1220, y muy pronto consi-
guieron la aceptación y el aprecio del pueblo y de la jerar-
quía eclesiástica aragonesa.
Desde la muerte de San Bernardo de Claraval, el abad
que había dado consistencia al Císter, ninguna iniciativa

– 68 –
religiosa nueva había llegado a cuajar, como sucedió con
los Pobres Católicos oscenses, que fueron perseguidos. Sin
embargo, las personalidades de Santo Domingo de Guzmán,
San Francisco de Asís y Santa Clara auspiciaron una autén-
tica revolución espiritual.

Los dominicos o predicadores


Santo Domingo de Guzmán, que se había instalado en
1215 en Toulouse para luchar contra los herejes, trató de
combinar la vida apostólica (la predicación itinerante) con
el cenobitismo, haciendo del convento un lugar de forma-
ción, un studium. La regla elegida —confirmada en 1216
por Honorio III— fue la de San Agustín y el nombre de la
nueva comunidad, “Ordo Predicatorum” (los populares
dominicos o predicadores). Dependientes directamente del
Papa, España se convirtió pronto en una de sus provincias.
En 1221 (muerte del
fundador) había se-
senta conventos en
Europa; en 1236 eran
ya casi trescientos.
Dominicos y domi-
nicas, especializados
en la evangelización
de los judíos (recuér-
dese a San Vicente Convento de dominicas de Albarracín

– 69 –
Ferrer), se expandieron por todo Aragón, de Norte a Sur.
Los masculinos, en 1219, abrieron el convento de
Predicadores de Zaragoza, al que vino el propio santo
Domingo. Fundaron también el de San Pedro Mártir de
Calatayud en 1253 y, un año después, el de Santo Domingo
de Huesca. En 1383, los Predicadores abrieron el convento
de Santa Lucía de Alcañiz y, en 1413, el de Santa María de
Linares de Benabarre. Pero fue el siglo XVI el de la gran
expansión dominica en Aragón, con el establecimiento de
casas en Montalbán (1521), Daroca (1522), Gotor (1523),
Ayerbe (1542), Caspe (1570), Monzón (1571), Zaragoza
(convento–colegio de San Vicente Ferrer, 1584), Alfajarín
(1590), Graus y Albarracín (1599). Ya en el siglo XVII, se
abrieron conventos en Teruel (1605), Magallón (1612), Jaca
(1614) y Borja (San Pedro Mártir, 1636); cierra la lista el
convento de Belchite, fundado en 1749. Entre los conven-
tos femeninos, algo más tardíos, se cuentan el de Santa
Inés en Zaragoza (h. 1300) y los de Alcañiz (1593), Cala-
tayud (1616), Benabarre (1632) y Albarracín.
De entre las filas dominicas salieron importantes profe-
sores para las universidades de Huesca (Bastida, Biescas) y
Zaragoza (Lanuza, Xavierre e Iribarren, entre otros), varios
obispos para regir las diócesis aragonesas e ilustres his-
toriadores y cronistas (Lamana, España o Longo). Con la
desamortización, todos los conventos aragoneses de domi-
nicos quedaron vacíos; ya en el siglo XX, sin embargo, se
refundó en Zaragoza la antigua casa de 1219.

– 70 –
Los franciscanos y las clarisas
San Francisco de Asís (1181–1226) constituyó en 1209 la
primera fraternidad franciscana, tras retirarse a la vida ere-
mítica. A diferencia de los dominicos, los franciscanos
salieron generalmente de entre gentes humildes, ya que su
predicación era más moral que doctrinal y no precisaba
conocimientos profundos ni una especial formación inte-
lectual.

El “Ordo Fratrum Minorum” o Hermanos Menores (o fran-


ciscanos, como comúnmente son conocidos) se presentaba
como una «milicia al servicio de la Iglesia» y sus miembros,
vestidos humildemente, practicaban la predicación errante y
la pobreza. A pesar de los problemas iniciales, la Orden se
extendió rápidamente, dando incluso origen a otras ramas:
en efecto, en 1212, Santa Clara fundó la “Orden de las
Pobres Damas” o Cla-
risas. En 1221, la “Or-
den Tercera” o Tercia-
rios agrupaba a un
gran número de lai-
cos, atraídos por la
predicación del santo
de Asís y reunidos
para practicar la peni-
tencia, aun conser- Entre los franciscanos turolenses estuvieron dos
vando su estado laico discípulos directos de San Francisco de Asís

– 71 –
e incluso estando casados. Las tres ramas del franciscanismo
progresaron con gran rapidez, de manera que a mediados
del siglo XIII eran ya más de mil quinientos los conventos
agrupados en treinta y cuatro provincias, se les admitía en la
Universidad de París y aceptaban misiones en los lugares
más alejados del orbe. Juan de Pian Cespino, por ejemplo,
estuvo en la Corte de los mongoles y Guillermo de Rubruck
dijo misa en Karakorum.
En Aragón hubo, y existen todavía, conventos de las tres
ramas franciscanas, sobre todo de los Hermanos Menores y
Clarisas. Incluso dos discípulos directos de San Francisco,
con su hábito castaño, pasaron por Teruel: Juan de Perugia
y Pedro de Saxoferrato, muertos como mártires en la
Valencia musulmana en 1228.
Entre los conventos de los Hermanos Menores, en su
rama masculina, se hallan los de Zaragoza (uno del siglo
XIII y otro, Nuestra Señora de Jesús, de 1449), Tarazona
(h. 1214), Teruel (1217), Calatayud (h. 1230), Huesca (1233),
Daroca (1237), Jaca (1230) o Ejea (antes de 1265). Amplían
la lista los conventos abiertos en Albalate de Cinca, Alcañiz
(1524), Alpartir, Ariza, Borja (1328), Cariñena (h. 1445), La
Almunia de Doña Godina, Luna, Maella (1610), Mallén
(1615), Manzanera, Mora (1614), Pina (siglo XVI) o Sariñena
(siglo XVIII). En su rama femenina, se pueden mencionar
los de Santa Catalina de Zaragoza (1224), Alagón, Gelsa, la
Purísima Concepción de Miedes (1613), la Concepción de

– 72 –
Tarazona (1542) y San Jor-
ge en Tauste (siglo XVII).
Entre los conventos de
clarisas se conserva el de
Santa Clara de Huesca, eri-
gido en torno a 1268 por
doña Constanza, mujer del
infante Pedro, y hoy toda-
vía habitado. Las clarisas
abrieron casa, asimismo, en
Abiego, Borja, Calatayud
(h. 1239), Teruel (1367) y
Zaragoza (1235). El con-
vento de Ejea (1614) cons-
tituye uno de los mejores
ejemplos dentro de los de El antiguo monasterio de Santa Clara,
la Orden Tercera. en Huesca, sigue vivo

Otras Órdenes Mendicantes


Además de las órdenes franciscana y dominica, y a imi-
tación de éstas, nacieron otras que, con mayor o menor
intensidad, tuvieron representación en Aragón: carmelitas,
agustinos, servitas y mercedarios.
El “Ordo Fratrum Beatae Mariae Virginis de Monte
Carmelo” —carmelitas— fue fundado en 1185 en Tierra

– 73 –
Santa, aunque el avance del Islam les impulsó hacia
Occidente en torno a 1238. A mediados del siglo XIII,
Inocencio IV adaptó su regla al modelo de las órdenes
mendicantes y comenzó su expansión. Conventos carmeli-
tas masculinos (calzados o descalzos) fueron o son todavía
los de Nuestra Señora del Carmen y la Concepción y San
José, en Zaragoza, ambos del siglo XIV; y también los de
Calatayud (1371), Nuestra Señora del Carmen de Huesca,
Desierto de Calanda (siglo XIV, del que quedan sus ruinas),
Teruel (siglo XVI), Calatayud (1588), Tamarite (1591), Jaca
(1597), Alcañiz (1602), San Alberto de Huesca (1627),
Novallas (1654), Valentuñana de Sos (1677, hoy con agus-
tinos recoletos), Tarazona (1680) y Rubielos (siglo XVII).
Entre los femeninos, figuran los de Santa Ana (1603) y San
Joaquín (1632) en Tarazona y los de Calatayud (1604),
Huesca (dos de calzadas, de 1621 y 1656, y uno de descal-
zas, 1642) y Maluenda (1644).
Los “Eremitas de San Agustín” (o agustinos) fueron el
resultado de la amalgama de diversas agrupaciones de ana-
coretas realizada por el papa Alejandro IV en 1256. A
Aragón llegaron bastante tarde, pero dejaron constancia de
su papel, bien fueran calzados, descalzos o recoletos. Los
agustinos calzados, en su rama masculina, abrieron casas
en Zaragoza (1286), Belchite —la iglesia barroca del pue-
blo en ruinas—, Benabarre (1657), Borja, San Juan de
Caspe (1617), Fraga (1382), Huesca (1510 y 1575) y Samper
de Calanda. En la rama femenina, cabe reseñar las casas de

– 74 –
El monasterio carmelita de Valentuñana, en Sos (Foto: A. Ferrer)

Mirambel y Rubielos de Mora (siglo XV). Agustinos descal-


zos hubo en Bolea (de 1607 a 1658), Calatayud (San
Nicolás de Tolentino, 1606) o Zuera. Agustinos recoletos
fueron los de San Juan de Alagón y San Nicolás de
Tolentino de Huesca (1620).
Los “Servi Beatae Mariae Virginis” o servitas se convir-
tieron en Orden Mendicante en el siglo XV; de ellos depen-
dería una rama femenina, las Siervas de María, y una
Tercera Orden. Servitas hubo en Bolea (los agustinos des-
calzos que en 1658 se transformaron en servitas) y en Las
Cuevas de Cañart (femenino, 1540).

– 75 –
Por último, los mercedarios, orden fundada por la Casa
Real de Aragón (y que por ello ostenta las barras en su
emblema monástico), fue en principio cofradía laica para
procurar el rescate de los cautivos del Islam, transformán-
dose luego en Orden Militar (1234) y más tarde, a comien-
zos del siglo XIV, en Orden Mendicante. Conventos merce-
darios aragoneses son o fueron, por ejemplo, los de Nuestra
Señora de la Merced de Huesca (1218, reedificado en 1603),
Nuestra Señora de la Merced de Zaragoza (1228), San
Agustín de Calatayud (1345), Daroca (1381), Monflorite y
Sádaba.
Mención especial merecen los monasterios mercedarios
de Nuestra Señora del Pilar, cerca de Embún (edificado en
1699 y destruido durante la Guerra de la Independencia, del
que sobreviven románticas ruinas en la orilla derecha del
río Aragón Subordán), y el todavía vivo —desde el siglo
XIII— de Nuestra Señora del Olivar en Estercuel, del que
conservamos su origen legendario:
«Era un día de entre los años 1250 y 1258. Don Gil de
Atrosillo era señor del castillo de Estercuel, donde se reti-
ró tras haber guerreado en Mallorca, Valencia y Morella.
Aquella tarde recibió a un tal Pedro Novés, oriundo de las
montañas jaquesas y experto en la conducción y cuidado
de ganados. Tras la conversación, lo tomó a su servicio
como mayoral, poniéndole al frente de sus múltiples pas-
tores y numerosos rebaños. Pedro Novés se ganó pronto el
respeto de todos, por lo que no daban crédito a tan cabal

– 76 –
Cerca de Embún, el monasterio mercedario no pudo sobrevivir
a las armas napoleónicas

persona cuando les quiso hacer creer que se le había apa-


recido la Virgen.
En efecto, ocurrió que una noche, estando durmiendo
en el monte, se desveló y al otro lado del río vio una
intensa luz y oyó hermosos cánticos. Despertó a los pas-
tores y les hizo observar el extraño fenómeno, pero al
poco rato, creyendo que podrían ser algunos muchachos
del pueblo, volvieron a dormirse. Pedro Novés no se con-
tentó y, cuando todos dormían, fue a inspeccionar la zona.
Quedó anonadado: sobre el tronco de un olivo, estaba
una imagen de la Virgen, aparición que se repitió durante
las dos noches siguientes. Pedro no sabía qué hacer. Fue
Nuestra Señora la que le dijo que se lo comunicara a don
Gil y así lo hizo, pero éste, a pesar de la estima en que
tenía a Pedro, le creyó un visionario, rogándole que olvi-

– 77 –
dara todo aquello. Volvió el mayoral al lugar de la apari-
ción y refirió a la Virgen lo sucedido: no le creían.
Entonces le tomó la mano, la puso en su mejilla y le rogó
que regresara a Estercuel. Nadie la podría separar de su
cara y entonces le creerían, como así fue.
Llevaron la imagen solemnemente a la iglesia parro-
quial, pero en tres ocasiones desapareció, volviendo siem-
pre al mismo tronco de olivo sin que nadie la transporta-
ra. La intención estaba clara y así es como Estercuel
levantó el monasterio de Nuestra Señora del Olivar».

Monasterio de El Olivar, junto a Estercuel

– 78 –
EL DEBE Y EL HABER
DE LOS MONASTERIOS

H asta aquí, queda más o menos bosquejado el mapa


del monacato aragonés que, como se ha podido
ver, es una herencia medieval. Naturalmente,
alguien echará de menos a congregaciones religiosas tan
conocidas como jesuitas, escolapios, redentoristas, teresia-
nas o salesianos, entre otras; pero, por razones diversas,
consideramos que todas éstas y muchas otras quedan al
margen del monaquismo. Son órdenes religiosas, no
monásticas. Sus respectivas casas reciben el nombre gené-
rico de conventos, no de monasterios. Y sus raíces y fun-
ciones son distintas. A nadie se le ocurre decir que los
jesuitas viven en un monasterio, sino en un convento,
puesto que éste se identifica más bien con el mundo urba-
no y aquél con parajes rurales.
Ahora bien, este mundo de silencios claustrales ha llega-
do a la actualidad arruinado en su mayor parte, pues pocos
son los monasterios que se mantienen en pie y más escasos
aún los que están vivos. Los más desaparecieron. De unos,
apenas sabemos dónde estuvieron emplazados, como el
monasterio visigótico de Asán, el de San Pedro de Séptimo,
el de Grisén o el de Santa Cristina de Somport, por ejemplo.

– 79 –
El influyente monasterio de San Victorián

De otros queda una iglesia, como los casos de las Santas


Masas o Santa Engracia, en Zaragoza, San Pedro de Siresa y
Santa Cruz de las Sorores; la Cartuja de Nuestra Señora de
las Fuentes es redil de ovejas y a la de la Concepción se le
ha enquistado dentro todo un pueblo, la Cartuja Baja. San
Andrés de Fanlo, tan importante en su momento, es hoy
una pardina apenas en pie. Lavaix está oculto bajo las aguas
de un pantano y a San Adrián de Sasabe lo inundan de
cuando en cuando las ramblas vecinas.
Aunque hoy son un amasijo de ruinas, se vislumbra
cómo pudieron ser los famosos e influyentes monasterios
de Montearagón, San Victorián, Santa Fe o el mercedario de
Santa María del Pilar de Embún. Rehabilitados, afortunada-
mente, están el viejo de San Juan de la Peña (que no el

– 80 –
La pardina de Fanlo, junto a Ipiés, quizá sea el único resto
del famoso monasterio de San Andrés

nuevo), San Pedro el Viejo de Huesca, Veruela, Piedra o


Rueda. Los que permanecen vivos son sólo unos pocos,
como los de Casbas, Santo Sepulcro de Zaragoza, Santa
Clara de Huesca, Nuestra Señora del Olivar de Estercuel, la
Cartuja de Aula Dei o el de Sigena. Subsisten, asimismo,
aquellas órdenes que, surgidas monásticas en el renaciente
mundo urbano de los siglos XII y XIII, se adaptaron plena-
mente a la ciudad, dominicos y franciscanos entre ellas.

EL “DEBE”
Sin duda, tanto abandono y tanta ruina tuvo que tener
alguna causa. Y no cabe la menor duda de que el hecho de
haber formado parte del régimen señorial que se quebró a

– 81 –
partir de la Revolución Francesa fue una de las principales.
En el siglo XVII, las tierras del Reino de Aragón no estaban
divididas en comarcas y municipios, sino en “señoríos”: los
que pertenecían directamente al rey fueron llamados
“señoríos de realengo” (en total unos 21.500 km2), e “infan-
tazgos” si los cedía a un hijo suyo o infante. Otros muchos
fueron “señoríos nobiliarios” o de “solariego”, adjudicados
por la monarquía a la nobleza laica (en torno a los 13.500
km2). A la Iglesia pertenecían los abundantes “señoríos
eclesiásticos” (unos 12.000 km2), llamados de “abadengo”,
si eran de un monasterio gobernado por abad, o “maes-
trazgos”, si el señor era el “maestre” de una Orden Militar
(de ahí el nombre de la comarca del Maestrazgo).
En teoría, la jurisdicción final sobre los señoríos corres-
pondía al rey, pero éste cedía parte de la misma a los
“señores”, que llegaron a ejercer auténticas funciones
públicas ante los habitantes de sus demarcaciones, pues
administraban justicia, determinaban y recaudaban los
impuestos, mantenían su propio orden público, nombra-
ban a las autoridades de los municipios dependientes de su
señorío, exigían prestaciones de carácter militar, etc.
Naturalmente, la tierra, base principal de la riqueza hasta
bien entrado el siglo XX, no sólo dio poderío económico a
los monasterios, sino también mucho poder social y políti-
co a sus abades y abadesas, de manera que los represen-
tantes de los grandes monasterios formaron parte habitual

– 82 –
Claustro románico del monasterio de San Pedro el Viejo
de Huesca (Foto: A. Ferrer)

—y así consta en la documentación conservada— del séqui-


to real itinerante. Muchos de los cenobios nacieron al ampa-
ro de la propia monarquía, recibiendo con el tiempo dádi-
vas, privilegios y exenciones que aún los engrandecieron
más; tanto, que muchos de ellos fueron elegidos como lugar
de enterramiento real, surgiendo así el monasterio–panteón:
San Juan de la Peña, donde reposan los restos de Ramiro I
y de sus hijos Sancho Ramírez y Pedro I; Montearagón,
donde estuvo la sepultura de Alfonso I el Batallador, hasta
su traslado en 1845 al claustro de San Pedro el Viejo de
Huesca, lugar éste en el que ya se había hecho enterrar

– 83 –
Ramiro II el Monje, en un hermoso sepulcro romano; y
Sigena, donde se hallaban las sepulturas de la reina Sancha
(mujer de Alfonso II) y de su hijo Pedro II. Luego, Poblet
se haría con el privilegio de manera exclusiva.
Por otro lado, las abadesas y abades de los cenobios más
importantes, aparte de rezar por sus reyes, fueron sus con-
sejeros, de manera que frecuentaron la Corte Real y las
Cortes del Reino, pues a éstas solían ser convocados por
el “brazo” eclesiástico —junto con obispos y maestres—
los abades de los principales monasterios masculinos ara-
goneses: San Juan de la Peña, Montearagón, San Victorián,
Veruela, Piedra, Rueda y, en menor medida, los de Santa
Cristina, Fuenclara y Santa Fe.
Así, cuando llegaron la Ilustración y la Revolución
Francesa y, como consecuencia de ambas, la quiebra de
una sociedad basada en reyes, nobles y religiosos, los
monasterios sufrieron directamente el cambio de régimen
con la llamada “desamortización”, propugnada por los libe-
rales españoles de mediados del siglo XIX. Ésta se llevó a
cabo en dos etapas: entre 1836 y 1844 la de Mendizábal,
sobre propiedades eclesiásticas, y en 1855 la de Madoz,
sobre bienes municipales y nobiliarios, coincidiendo ambas
con gobiernos progresistas, aunque en los intervalos de
gobiernos moderados se dieron pasos atrás que retrasaron
el proceso. La desamortización afectó a la nobleza y al
clero, pero también a los municipios, y constituyó real-

– 84 –
mente la revolución que terminó con el Antiguo Régimen,
aunque no se llegara a completar o a veces no se obtuvie-
ran los resultados apetecidos.
Dejando aparte a la nobleza laica y a los municipios, la
Iglesia —merced a múltiples donaciones piadosas— había
reunido un importante patrimonio que convirtió a sus
miembros, entre ellos los monasterios, en uno de los esta-
mentos más ricos del Antiguo Régimen. Desamortizar (sacar
los bienes de las “manos muertas”, que los tenían econó-
micamente inertes y no pagaban impuestos) venía a signi-
ficar lo mismo que “desvincular” las tierras de sus antiguos
propietarios —fueran nobles, municipales o eclesiásticos—,
lo que implicaba mermar su poder económico y quebrar la
sociedad estamental vigente durante siglos. Asimismo, des-
amortizar presuponía dotar de tierras a la gran masa bur-
guesa y campesina, poniendo en explotación muchos terre-
nos que habían estado baldíos. Se pretendía, en definitiva,
una reforma agraria; a la larga, sin embargo, los resultados
no fueron los esperados en muchos casos. La realidad es
que, tras alternativas diversas desde las propias Cortes de
Cádiz —cuando se empiezan a ejecutar las primeras des-
amortizaciones, basadas en ideas de la Ilustración—, el 29
de julio de 1837 se decretó la extinción de los conventos y
la nacionalización de los bienes del clero secular.
Pero las reformas liberales afectaron no sólo a la juris-
dicción y al patrimonio territorial, sino también al sistema

– 85 –
fiscal y al número de religiosos, sobre todo al “clero regu-
lar” —sometido a regla— tanto masculino como femenino.
Bajo mandato francés, en 1808, se redujo a un tercio el
número de conventos y de religiosos pertenecientes al clero
regular; se facilitó la exclaustración habilitando subvencio-
nes para ello y, finalmente, en agosto de 1809, se supri-
mieron todas las órdenes religiosas. En el lado español, las
Cortes de Cádiz no fueron tan lejos, pero también adopta-
ron medidas en ese sentido, que se endurecieron durante
el Trienio Liberal (1820–1823), favoreciendo la exclaustra-
ción, la supresión de órdenes o la concentración de con-
ventos que no tuvieran un mínimo de veinte profesos.
Tras el paréntesis que supuso la segunda etapa absolu-
tista de Fernando VII (IV en la cuenta de Aragón), desde
1823 hasta 1833, la toma del poder por los liberales reavivó
el polémico problema y, aparte de volver a poner en vigor
las disposiciones derogadas por el rey, se aprobaron nue-
vos decretos para restringir la población de religiosos; des-
tacaron, entre otros, la prohibición de nuevas ordenaciones
y la concesión de nuevos hábitos (1835), así como la supre-
sión de los monasterios y conventos masculinos (1836),
aunque los de mujeres ya profesas fueron autorizados
(1837). En la calle se extendió también un espíritu anticle-
rical que llegó a provocar la quema de algunos conventos.
Desde 1833 hasta la firma de un nuevo Concordato en 1851,
la Iglesia hispana —forzada por las circunstancias políti-
cas— efectuó un proceso de renovación sin precedentes.

– 86 –
Lo cierto es que, durante el periodo de reforma eclesial,
las 37 órdenes vigentes en 1834 se redujeron drásticamen-
te —si bien el número de sacerdotes apenas varió—, que-
dando sólo ocho masculinas y la mayor parte de las feme-
ninas. De los más de dos mil conventos y más de treinta y
ocho mil profesos existentes a finales del siglo XVIII, en
1859 sólo quedaban 41 casas y 719 profesos y, de éstos, la
casi totalidad pertenecía a los Escolapios, declarados de
utilidad pública por la tarea docente que venían desempe-
ñando. Sin embargo, los mil conventos y monasterios feme-
ninos descendieron tan sólo a 866, en tanto que el recorte
en el número de profesas fue menos espectacular, pues
pasaron de veintitrés mil a trece mil.
Cuando Madoz hace referencia, en 1835, a la exclaustra-
ción de religiosos en Aragón y a los conventos y monaste-
rios clausurados, escribe frases como «el edificio se halla
inutilizado», «están sin culto ni altares, algunas de sus igle-
sias sirven para almacenes», «el edificio carece de destino,
aunque el ayuntamiento lo tiene pedido para escuelas»,
«hay un hospital en esta villa, establecido en el ex–conven-
to de los Capuchinos», «cuyo edificio se halla destinado a
cárceles públicas», «suprimido este convento en 1835, fue
vendido posteriormente como finca nacional, siendo una
lástima que no se haya utilizado su iglesia para el culto
público, la cual sirve de almacén de leñas y utensilios para
las tropas», «suprimido en 1835, ha servido de cuartel, en el
que se halla hoy la artillería montada»… Aunque algunos

– 87 –
monasterios y conventos se rehicieron, aún tuvieron que
pasar la prueba de la Guerra Civil de 1936, después de la
cual quedaron ya muy pocos.
Los monasterios habían pagado caro su pertenencia cen-
tenaria a un sistema económico, social y político que se
resquebrajó con las ideas revolucionarias y liberales, pero
sería injusto no analizar su haber, que, individual y colecti-
vamente, ha sido importante.

EL “HABER”
La “Paz de Dios” nació en el siglo XI, cuando la Iglesia
consiguió que los caballeros feudales respetaran determi-
nados lugares, territorios y personas (iglesias, clérigos,
pobres, viudas, comerciantes y peregrinos); los monaste-
rios, diseminados por el territorio, no sólo fueron árbitros
de este acuerdo, sino también —junto con las catedrales—
los lugares más seguros para guardar los documentos
importantes, tanto propios como ajenos, incluidos los del
Reino. San Juan de la Peña, Montearagón o Veruela tuvie-
ron valiosísimos archivos, aunque tal vez deba destacarse
el de Sigena, auténtico archivo real, predecesor del Archivo
de la Corona de Aragón. Gracias al cuidado de los frailes y
monjas puede estudiarse hoy una buena parte de la histo-
ria de Aragón, como demuestran las muchas colecciones
documentales que han sido publicadas: las de San Juan de
la Peña, Santa María de Alquézar, Grisén, San Pedro el

– 88 –
Del monasterio nuevo de San Juan de la Peña, sólo la iglesia resistió
a la desamortización

Viejo de Huesca, San Úrbez, Fanlo, Rueda, Casbas, Santa


Clara de Huesca, San Victorián, Obarra, Siresa, Santa Cruz
de la Serós, Sigena o Montearagón, entre otras.
Por otro lado, conviene recordar la importancia cultural
de estos cenobios desde los orígenes mismos del eremitis-
mo, pues las bibliotecas de los monasterios de Asán y de las
Santas Masas gozaron de justa fama en la Hispania visigóti-
ca y en ellas se formaron los obispos más influyentes de
Huesca, Zaragoza o Tarazona. De la riqueza literaria de San
Pedro de Siresa ya se ha hecho mención al recordar el viaje
que a mediados del siglo IX hiciera el monje mozárabe San

– 89 –
Eulogio, llevándose a Córdoba libros de los clásicos romanos
que se desconocían en buena parte de Occidente. Pero qui-
zás fue el scriptorium de San Juan de la Peña el más impor-
tante de los aragoneses, pues en él se redactaron, al termi-
nar el siglo XI, los primeros Anales del Reino, hoy perdidos;
o la obra de un monje pinatense que, a mediados del XII,
escribió Ad obitu Adefonsi regis, historia que, aunque perdi-
da, copió antes otro del siglo XIII; o la latina Crónica de San
Juan de la Peña, que sería traducida luego al aragonés y al
catalán; o el Libro Gótico que recoge múltiples noticias de los
siglos XII al XV; o la Historia de San Juan de la Peña que
escribiera, en 1620, su abad, Briz Martínez; y tampoco puede
olvidarse la Biblia que se minió entre sus paredes. Son sólo
algunos ejemplos de los muchos que podrían citarse.
En ocasiones, la Iglesia, a través de catedrales y monas-
terios, actuó de acicate cultural e incluso de “avanzadilla”.
Así debe considerarse la introducción de la reforma clunia-
cense, que constituyó el primer movimiento europeizador
y un verdadero revulsivo dentro del mundo cristiano del
momento: aportó una nueva liturgia, la romana, que ha
perdurado hasta hoy; favoreció las peregrinaciones, que
generaron múltiples riquezas y contactos culturales; se
desarrolló la enseñanza; se practicó de manera regular la
hospitalidad; se favoreció la propagación de nuevos estilos
artísticos —el románico— y se introdujo un nuevo tipo de
letra, la carolina —predecesora de la escritura actual—, en
detrimento de la enrevesada grafía visigótica.

– 90 –
Además, los monasterios hicieron posible durante siglos
que el pueblo llano, el llamado ordo laboratorum, dispu-
siera de “caminos para acceder a la salvación” sin tener que
cambiar de orden, es decir, sin tener que dejar de ser segla-
res. En el mundo rural, los seglares se podían adherir a la
vida monástica como donados (oblatos) o legos (conver-
sos). Los donados se solían entregar a un monasterio, en el
que trabajaban en labores diversas, viviendo incluso en
comunidad y hasta con su propia familia, por la sola con-
traprestación de su sustento. Los legos, en cambio, muy
abundantes entre cluniacenses, cistercienses y cartujos,
ingresaban en los monasterios como unos monjes más para
ayudar en las tareas materiales de la comunidad (en las
cocinas, panaderías, granjas, zapaterías, etc.), pero estaban
excluidos de la liturgia, del coro y de la enseñanza. Los
archivos monásticos están plagados de escrituras de este
tipo de entregas, pues fue norma habitual: puede saberse
por los cartularios, es decir, la recopilación de los docu-
mentos del cenobio que se han conservado. En las ciuda-
des, en cambio, fueron las cofradías religiosas las que
desempeñaron ese papel de acogida de seglares.
Por último, no podemos olvidar la labor asistencial, pues
casi todos los monasterios tuvieron abierto hospital para
desvalidos y fueron socorro para los caminantes y peregri-
nos, que eran muchos. Algunos, como Santa Cristina de
Somport, nacieron sólo con este fin, de modo que cuando
las peregrinaciones finalizaron, el propio monasterio se

– 91 –
agostó. La guía que escribió en 1140 Aimerico Picaud nos
indica que «tres columnas en gran manera necesarias para
sostener sus pobres instituyó el Señor en este mundo, a
saber: la hospedería de Jerusalén, la del monte Iocci
(en Roma) y la de Santa Cristina, que está en los puertos
de Aspe».
No cabe duda de que los monasterios desempeñaron un
papel fundamental en el entramado social aragonés, ade-
más de ser reductos de oración en soledad y en común.
Todos, en definitiva, tienen su debe y su haber. Sólo hay
que intentar comprenderlos inmersos en su momento. En
muy pocos suenan hoy los cánticos gregorianos, pero
quien los ha escuchado una vez, vuelve.

Probables ruinas de Santa Cristina de Somport,


el “tercer hospital del mundo”

– 92 –
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4. Los botánicos aragoneses • Vicente Martínez Tejero
5. El traje tradicional en Aragón • Jesús A. Espallargas
6. La economía agroalimentaria en Aragón • Luis Miguel Albisu
7. Baltasar Gracián. La iluminada brevedad • Ignacio Izuzquiza
8. La matacía • José Ramón Marcuello
9. La Navidad en Aragón • Equipo de Redacción Cai100
10. Los monasterios de Aragón • Agustín Ubieto

11. El Cid en Aragón • Alberto Montaner


12. Diseño industrial. Una perspectiva aragonesa • Juan M. Ubiergo
13. El clima de Aragón • José María Cuadrat
14. El nacimiento de Aragón • Juan F. Utrilla
15. Marcial • Concha García Castán
16. La industria en Aragón • Adolfo Ruiz Arbe
17. Los fotógrafos aragoneses • Carmelo Tartón
18. La cerámica aragonesa • Mª Isabel Álvaro Zamora
19. El escudo de Aragón • Equipo de Redacción Cai100
20. La medicina del siglo XVII en Aragón • Asunción Fernández Doctor
21. Gaspar Sanz, el músico de Calanda • Álvaro Zaldívar
22. El retablo de la catedral de Huesca • Equipo de Redacción Cai100
23. El Ebro • Amaranta Marcuello
24. Magdalena, Navarro, Mercadal • Ascensión Hernández
25. Los fósiles en Aragón • Eladio Liñán

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