El Hobbit - La Desolación de Smaug o El Gran Rorrobo de La Jojoya

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El hobbit: La Desolación de Smaug o el gran rorrobo de la jojoya

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El hobbit: La Desolación de Smaug o el gran rorrobo de la jojoya

Una escena de El hobbit: La Desolación de Smaug. Fuente: Warner Bros. Pictures


International.

Está la cosa jodida, ¿verdad? Como para ir al cine a lo loco, no digamos ya si es en 3D. Es
posible así, oh lector, que el estreno en salas de El hobbit: La Desolación de Smaug le cause
un poco de turbación, en particular si el año pasado fue a ver Un viaje inesperado con toda
la ilusión del mundo y se quedó al salir igual que como estaba al entrar, solo que con nueve
euros menos. En 2012 la primera película de la nueva trilogía de Peter Jackson cosechó lo
que suele denominarse «una recepción desigual entre los críticos» y se llevó solo un sesenta
y cinco por ciento de reseñas positivas en la web Rotten Tomatoes, una proporción muy
ramplona para una película que podría haber costado —y el condicional es porque no son
cifras confirmadas— cerca de doscientos treinta millones de euros. La segunda parte, La
Desolación de Smaug, habría costado lo mismo pero, si han visto el tráiler, habrán notado
que promete más. Más acción, más bichos y más parecerse, en resumen, a El Señor de los

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Anillos, que es un poco lo que está esperando a estas alturas el aficionado raso a la
literatura de J. R. R. Tolkien. Eso y que los enanos no vuelvan a cantar.

No padezca, en todo caso. Para ayudarle a tomar la decisión hoy traemos un picadillo
surtido de impresiones sobre la película, nosotros que la hemos visto, que en caso de ser fan
incondicional puede obligar a leer también a los seres queridos o conocidos a los que quiera
embaucar, a ver si así se animan. Aunque es probable que no la supere nunca, aquí vamos a
evitar esa discusión recurrente en El hobbit sobre si Jackson está haciendo una trilogía con
un librito de ciento ochenta páginas por integridad artística o solo para ganar más perras,
ch-cling, ch-cling, principalmente porque daremos por sentado que lo hace por la segunda
posibilidad. También evitaremos los spoilers gordos y no hablaremos de lo que ocurrirá en
la tercera película pero, eso sí, trataremos abiertamente la trama del libro, en particular
cuando esta difiera de lo que aparece en pantalla. Es un clásico, es buenísimo y se publicó
en 1937, quiero decir. Han tenido tiempo de leerlo.

Dos minutos por página

Empecemos por el principio. Todo lo que siempre quiso saber pero nunca se atrevió a
preguntar sobre El hobbit: La Desolación de Smaug se lo digo yo ahora mismo en un
momento: sí, haga pis antes de entrar. Dura ciento sesenta y un minutos, que se dice pronto.
Eso son casi tres horas de desolación, enanos corriendo y Orlando Bloom subiendo los
párpados de abajo como si le fuera la vida en ello. Ocho minutos menos que Un viaje
inesperado que hasta se agradecen pese a que esta segunda película es, y atiendan que esto
sí que es importante, bastante más entretenida que la primera.

En Un viaje inesperado Jackson invirtió ciento setenta minutos en adaptar las primeras
setenta páginas de novela —lo que explica en parte aquello tan recordado, y no para bien,
de que Bilbo saliese de su casa para «vivir una aventura» a los cuarenta minutos de
empezar— y en La Desolación de Smaug hace poco menos que lo mismo: son ciento sesenta
minutos de metraje para otras setenta páginas. Hasta ahora, el cineasta lleva un ritmo de
algo más de dos minutos de cine por página, más tiempo del que seguramente tardaría
cualquiera en leer esa misma hoja, tronistas de Telecinco incluidos. ¿Cómo es, entonces,
que en la segunda cinta pasan más cosas que en la primera y cómo hará el director en la
tercera, cuando ya le queden solo cuarenta páginas de El hobbit que exprimir? No lo
sabemos, pero a continuación va una pista.

El síndrome de la película en medio…

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En La Desolación de Smaug Jackson se ha sacado de la manga personajes, tramas e


historias enteras que el bueno de Tolkien nunca escribió, muchas más que en Un viaje
inesperado. A ustedes y a mí nos han dicho que es para aliviar lo que a veces se llama
middle movie syndrome —o síndrome de la película en medio—, un problema característico
de la segunda entrega en trilogías cinematográficas cerradas como esta que consiste,
fundamentalmente, en que el guión flojea porque no incluye ni el gran arranque de la saga
ni su gran final, sino solo la parte de en medio. El mismo cineasta tuvo este problema en El
Señor de los Anillos: Las dos torres y lo solucionó con bastante discreción añadiéndole unos
elfos a la batalla del Abismo de Helm —así pudo invocarlos en pantalla, ya que de haber
respetado el texto habrían desaparecido por completo de la película—, una serie de
flashbacks y sueños que mantuvieron viva la relación entre Arwen y Aragorn a efectos
cinematográficos —ya que ambos personajes, pese a su condición razonablemente
protagónica, no llegaban a encontrarse en el libro— y un discurso final, el de Sam, que daba
bastante vergüencita ajena.

Así las cosas, cambiar la historia parece razonable, ¿verdad? Se trata, a fin de cuentas, de
mejorarla y darle esa unidad de la que carece. Una solución no solo justificada, sino incluso
deseable, ensombrecida solo por un pequeño detalle: es absolutamente mentira. En la
segunda parte de El hobbit a Jackson se le ha presentado el mismo brete y ha decidido
solucionarlo a la gornú, seguramente tirando al traste su merecida reputación de buen
adaptador.

…y el síndrome de la moto pintada de verde

El cambio más significativo es la aparición en El hobbit de la elfa Tauriel, interpretada por


Evangeline Lilly, que el director no ha sobredimensionado hábilmente como hizo en su día
con la Arwen de Liv Tyler —un personaje original de El Señor de los Anillos al que decidió
conferir más presencia atribuyéndole las funciones de otros, principalmente las de
Glorfindel, un elfo que por esa razón desapareció de la narración—, sino que esta vez se lo
ha sacado directamente, alehop, de esta chistera que tiene cada vez más grande. Va por su
quinta película ambientada en la Tierra Media y se conoce que ha cogido confianza. Y las
confianzas, ya se sabe.

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Tauriel, armada y peligrosa y más falsa que un euro con la cara de Popeye. Fuente: Warner
Bros. Pictures International.

La presencia de Legolas es también una licencia aunque más razonable ya que su padre, el
rey Thranduil del Bosque Negro, sí aparece en la historia original de Tolkien, aunque fuese
solo bajo el apelativo de «rey elfo». Del mismo modo Beorn —un cambiapieles muy querido
por los fans de Tolkien, capaz de transformarse en oso— pasa solo de puntillas por la
adaptación y en cambio el gobernante de la ciudad de Esgaroth, al que interpreta el
carismático Stephen Fry, goza de varias y dilatadas secuencias, pese a que el primero
juega un papel largo y fundamental en la novela y al segundo Tolkien le dedicó solo unas
líneas.

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Stephen Fry, cortinilla al viento. Fuente: Warner Bros. Pictures International.

Cambios, repetimos, que presuntamente lo son al efecto de convertir la parte central de la


trilogía en una película potable pero, entre ustedes y yo, mentira cochina. Después de tanto
arreglo y de tanta vuelta, resulta que la cinta carece de un final ni en su trama principal, la
de los enanos, ni en las secundarias, las que protagonizan Legolas, Tauriel, el debutante
Bardo —interpretado y muy bien por Luke Evans— y Gandalf. Que no les vendan la burra,
porque arranque poco y acaba con un pantallazo en negro y un implícito to be continued
incluso más abrupto que el final de la primera cinta de El hobbit, que ya es decir. De
quedarte tú mira, tal que así. Muerta en la bañera.

Un ataque de apendicitis

Y hablando de Galdalf llega el primer punto a favor de Jackson, ya que la historia del mago
sí está más rematada que las demás, incluso cuando Tolkien no la escribió en forma de
narración en El hobbit, sino como simple información enciclopédica en los apéndices de El
Señor de los Anillos y solo muy de pasada en el Silmarillion y en los Cuentos Inconclusos de
Númenor y la Tierra Media.

Como sabrán, el personaje del mago abandona a los restantes a mitad de la narración de El
hobbit sin que el autor revele para qué, de forma parecida a como lo hace en varias

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ocasiones a lo largo de El Señor de los Anillos. Años más tarde el escritor británico contó en
otros volúmenes que durante esta ausencia Gandalf se reunió con Saruman, Galadriel y
Elrond para celebrar un encuentro del Concilio Blanco y evaluar los riesgos de la creciente
presencia del mal en Dol Guldur, una antigua fortaleza de la región tomada por un oscuro
personaje, el Nigromante. A consecuencia de esa reunión el Concilio concluye atacar las
ruinas y desalojar al espectro.

Gandalf en una escena de la película. Fuente: Warner Bros. Pictures International.

Así contado no se lo parecerá a quien no haya leído los libros ni visto aún Un viaje
inesperado y La Desolación de Smaug, pero lo cierto es que es esta trama la que confiere a
la película continuidad con El Señor de los Anillos, ya que reúne a los mismos personajes
contra el mismo mal, explica la presencia de los Nazgûl en el norte y anticipa la traición de
Saruman y el alzamiento de Sauron en Mordor, al sur de la Tierra Media. Jackson ha tenido
el acierto de no adulterarla demasiado y de repartirla a lo largo de sus tres entregas, pese a
que en principio debería aparecer solo en la segunda. En la primera película, Un viaje
inesperado, ya asistimos a la reunión del Concilio Blanco —a una sola sesión, pese a que
Tolkien hablara de varias; integrada solo por Elrond, Galadriel, Saruman y Gandalf, pese a
que Tolkien incluyó a otros personajes; que Jackson situó al paso de la compañía por
Rivendel en lugar de posteriormente— y en esta segunda veremos a Gandalf enfrentándose
a Dol Guldur —de nuevo no en los mismos términos que especificó Tolkien, pero

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parecidos—, y hasta aquí podemos leer. Sirva solo revelar que el director, consciente del
valor de la historia y de que la paciencia de los fans tiene un límite, hasta tiene el detalle de
conferirle un papel menor en ella a los dos personajes más sobrerrepresentados de El
hobbit: el mago Radagast que interpreta Sylvester McCoy —seguramente salvándolo de
que se convierta en el Jar Jar Binks de la Tierra Media, por cierto, trineo de liebres
mediante—, y Azog, ese orco pálido y espantosamente digital que Jackson parece decidido a
meternos hasta por las orejas.

Orcos como monos de Jumanji

Porque esa es otra. Salvo algunos enanos particular y afortunadamente feos, en El hobbit
todo el mundo parece salido del anuncio ese de antiarrugas en el que aparece Jane Fonda
interpretando a su propia nieta. Hasta los orcos, no te digo más, son feos como rayos pero el
cutis lo tienen, mira tú, fino como el nácar. La magia del digital, claro, que a Jackson se le
ha ido muchísimo de las manos.

Azog, el constante antagonista de El hobbit. Debajo de toda esa digitalidad está el actor
Manu Bennett. Fuente: Warner Bros. Pictures International.

Eso sí: Gollum y los tres trolls de la primera película impecables, como recordarán,
seguramente porque son criaturas que por su propia condición necesitan ser creadas
informáticamente. Lo mismo le ocurre en La Desolación de Smaug al propio Smaug —el

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dragón de la Montaña Solitaria— o a las arañas del Bosque Negro, por ejemplificar de nuevo
con personajes necesariamente digitales. Sin embargo, esta segunda entrega confirma con
creces lo que ya se veía venir en la primera, cuando Jackson fichó nada menos que a Barry
Humphries para interpretar al Gran Goblin y lo cubrió, no obstante, con un cutrerío de
traje digital bajo el cual poco o nada se veía del humorista australiano. En El hobbit, el
cineasta ha decidido recrear digitalmente muchos personajes que no necesitan serlo,
empezando por orcos y goblins y acabando incluso por algunos elfos descaradamente CGI.
Por supuesto, no constituiría ningún pecado si resultasen creíbles visualmente. La pena, el
error gordo que comete, es que en muchas de las escenas no lo son.

Legolas nos abre su corazón y las puertas de su casa

Por su continuidad con El Señor de los Anillos, el mayor exponente de este abaratamiento
visual en El hobbit es seguramente Legolas, tan pasado por un intensivo de Photoshop que
de repente le faltan solo el velero y los náuticos para haberse escapado del reportaje central
de la revista ¡Hola!

Orlando Morritos Bloom, el elfo más irresistible del Bosque Negro. Fuente: Warner Bros.
Pictures International.

Si su piel élfica resplandecía en la primera trilogía, lo de ahora es casi de auténtico Gusiluz;

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si hace años Jackson explotaba moderadamente sus «ojos de elfo», ahora le ha calzado unas
lentillas azul Zoolander que juraríamos —juraríamos— que hasta están rematadas por
ordenador; y si en Las dos torres y en El retorno del rey el elfo se descolgó con algunas
escenas de acción particularmente irrisorias, en La Desolación de Smaug lo veremos ya dar
unos requiebros, unos saltos y unas patadas voladoras que en sus pueblos de ustedes no sé,
pero en el mío se llaman «carabinajos». Y no es el único aspecto en el que El hobbit da la
impresión de ser, pese a que no lo sea, una película más barata que las de El Señor de los
Anillos.

«Confía en mí»

Lo hemos comprobado, de verdad que sí. Nos hemos descargado El hobbit en PDF, le hemos
dado a Control + F y hemos buscado la ocasión en que Tolkien escribió «confía en mí» en
alguna de sus ciento ochenta y un páginas. Por si acaso, ya saben, y por no columpiarse.
Cosas más raras se han visto.

Pero no lo hizo, por supuesto. Que alguien diga «confía en mí» es uno de los tics más
reconocibles de los guiones comerciales de Hollywood, en particular a partir de según qué
presupuesto y del grado de pragmatismo del texto, que normalmente es correlativo. En
cualquier persecución que aparezca en este tipo de filmes, como sabrán, siempre hay un
tipo amante de la obviedad que grita «¡que no escapen!» mientras persigue a los
protagonistas, del mismo modo que alguno de estos suele anunciar a gritos que «¡estamos
atrapados!» cuando, en efecto, están atrapados. En estas situaciones el protagonista,
asimismo, se suele poner intensito cuando urde un plan de escabullida y, en lugar de
explicárselo a sus compañeros para que lo ejecuten, recurre a esta frase tan dramática,
«confía en mí», para que procedan a, pongamos por ejemplo, tirarse locamente por un
puente en llamas y sin hacer preguntas. Y ellos lo hacen, claro, previa mirada severa
durante un par de segundos y simbólica entrega final de su confianza, porque es de lo que
va todo esto. Con esta artimaña el guionista evita la repetición —la de tener que explicar el
plan verbalmente para después hacer que los personajes lo ejecuten— y alivia la acción en
su mismo clímax con un pequeño paréntesis emotivo, que nunca viene mal. No tiene ningún
misterio.

El problema es que el truco es precisamente eso: un truco. Y un truco que no pasa


inadvertido no es un truco, sino una chapuza. En El hobbit: La Desolación de Smaug chirría
particularmente por una razón: estamos ante una película fantástica en la que los
personajes hablan constantemente en tono épico —e incluso muy épico, dependiendo del

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pasaje— para que, de repente, uno de ellos suelte una oración de película de Kurt Russell y
te saquen del mood mira, tal que así. Los guionistas —Peter Jackson y su mujer Fran
Walsh, Philipa Boyens y Guillermo del Toro— han cometido el error de ponerla en boca
de Bilbo cuando discurre la manera de escapar de las cavernas del rey Thranduil pero no
tiene tiempo de explicarle cómo a sus compañeros, así que nada: suelta la frase, raca, y se
queda tan ancho. Y lo peor es que no es el único haiku hollywoodiense que malogra la lírica
de Tolkien. Radagast, por ejemplo, advierte a Gandalf antes de que este entre en Dol Guldur
de que podría ser una trampa, a lo que el mago responde con gesto severo y mirada al
frente que, je, «por supuesto que es una trampa».

Thranduil

Y vamos ya, para ir cerrando, con el siempre necesario punto controvertido, que en el caso
de esta película es Thranduil, el padre de Legolas, interpretado por Lee Pace. Aunque ya le
vimos de refilón el año pasado, en La Desolación de Smaug el rey del Bosque Negro juega
un papel fundamental que se verá ampliado en la siguiente entrega de la trilogía, El hobbit:
Partida y regreso. La razón es que, para cualquiera no particularmente interesado en los
espesores de la obra tolkieniana, la figura de Thranduil es el mejor asidero del que dispone
Jackson para ilustrar las complicadas relaciones que mantienen entre sí elfos y enanos.

Ambos se odian, es cierto, pero también lo es que el odio que hemos visto hasta hoy en
pantalla —el que encarnaba la enemistad entre Gimli y Legolas en El Señor de los Anillos—
tiene mucho de singular y nace en El hobbit. Como ilustró el prólogo con el que arrancaba
Un viaje inesperado, Thranduil –el padre de Legolas– acudió al rescate del rey Thrór
—abuelo de Thorin, el líder de la compañía de enanos— cuando el dragón Smaug atacó su
reino en Erebor, pero ordenó a su ejército élfico dar media vuelta al ver que los enanos
huían de la Montaña Solitaria sin presentar batalla. Es por esa razón que Thranduil —y con
él su hijo Legolas— desprecia particularmente a los enanos de Erebor y es por esa razón
que Thrór —y con él su nieto Thorin y también su linaje, entre ellos Glóin y su hijo Gimli—
odian a los elfos, pero especialmente a los del Bosque Negro.

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Thranduil, rey del Bosque Negro y reina de los mares. Fuente: Warner Bros. Pictures
International.

Como hizo en El Señor de los Anillos, Jackson vuelve a recurrir en El hobbit a esta relación
para esbozar algo de información sobre la mitología del legendarium de Tolkien, que nunca
está mal. No revelaremos cuál, eso sí, ni contaremos cómo se resuelve el encuentro entre
Legolas y Glóin —que lo hay—, aunque sí reseñaremos que Thranduil y Tauriel, por ejemplo,
mantienen en La Desolación de Smaug un breve intercambio verbal que permite al
espectador conocer un poco mejor la sociedad de los elfos y cómo estos se dividen en
diferentes castas. A fin de cuentas, es su naturaleza gigantesca y su grado de espesor lo que
hace de la obra de Tolkien una cumbre de la literatura fantástica de todos los tiempos, por
lo que no sería justo reprocharle a Jackson que ahonde en estas cualidades. Que para ello
necesite sacar un rey elfo vanidoso y pomposo y que lo vista al efecto como Juncal Rivero
en Noche de fiesta es, o nos lo parece a nosotros, lo de menos.

Smaug y el gran rorrobo de la jojoya

Y, por último, el dragón. En esta santa casa ya hemos tenido ocasión de hablar en al menos
un par de ocasiones —aquí una y aquí otra— del riesgo que entrañan los dragones en
pantalla, pero de nuevo, como con Juego de Tronos, vamos a darle al de El hobbit un
aprobado que se convierte en alto gracias al vozarrón magnífico de Benedict

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Cumberbatch. No es que prometiera cuando vimos su breve aparición en el tráiler, pero al


final resulta que sí. Y por suerte, ya que lo de Smaug aquí no era ninguna tontería. Toda la
novela de El hobbit, a su vez lo primero que el autor publicó, no es más que la reelaboración
del mito del dragón que custodia un tesoro por parte de un señor, Tolkien, a quien empezó
interesándole simplemente el folclore, pese a que luego se le fuese claramente de las
manos.

Y Jackson parece haber comprendido esta trascendencia, así que bien. Como hizo con la
escena inicial de la novela en su primera película —la llegada de los enanos a Bolsón
Cerrado y la reunión que allí mantienen con Bilbo y Gandalf— y con el encuentro entre Bilbo
y Gollum, el neozelandés ha decidido en su segunda entrega darle una cantidad importante
de metraje y elaboración al tercer gran momento y clímax de El hobbit, que es el que reúne
a Bilbo con Smaug, y respetar más o menos el texto, rimas y tono infantil incluido. Menos
mal, porque después de pasar por Beorn de puntillas en el inicio de la película, cualquiera
podría esperarse lo peor.

Después de ese encuentro, eso sí, aún veremos a Smaug hacer más cosas —bastantes más
cosas, de hecho— de las que Tolkien escribió, e incluso veremos a los enanos meterse en
unos jardines que harán que muchos fans de Tolkien acaben amando, por comparación, a
Tauriel y las demás elfas buenorras que Jackson acaba sacándose de la manga por hache o
por be. Dijimos que no haremos spoilers y no los haremos, pero agüita. U oro, si prefieren.
Sabrán de lo que hablamos, si no han leído El hobbit, al final de La Desolación de Smaug, y
entonces ya nos cuentan. Hasta entonces siempre tienen tiempo de ponerse, que es muy
cortita y se lee en un plis. A buen entendedor, pocas palabras bastan.

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Cucú, te veo. Fuente: Warner Bros. Pictures International.

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