Resumen Freud Tomo Xix
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I. Conciencia e inconsciente
La diferenciación de lo psíquico en consciente e inconsciente es la premisa básica del
psicoanálisis, y la única que le da la posibilidad de comprender, de subordinar a la
ciencia, los tan frecuentes como importantes procesos patológicos de la vida anímica.
Para la mayoría de las personas de formación filosófica, la idea de algo psíquico que
no sea también consciente es tan inconcebible que les parece absurda y desechable
por mera aplicación de la lógica. Creo que esto se debe únicamente a que nunca han
estudiado los pertinentes fenómenos de la hipnosis y del sueño, que —y prescindiendo
por entero de lo patológico— imponen por fuerza esa concepción. Y bien; su
psicología de la conciencia es incapaz, por cierto, de solucionar los problemas del
sueño y de la hipnosis.
«Ser consciente>í' es, en primer lugar, una expresión puramente descriptiva, que
invoca la percepción más inmediata y segura. En segundo lugar, la experiencia
muestra que un elemento psíquico, por ejemplo, una representación, no suele ser
consciente de manera duradera.' Lo característico, más bien, es que el estado de la
conciencia pase con rapidez; la representación ahora consciente no lo es más en el
momento que sigue, sólo que puede volver a serlo bajo ciertas condiciones que se
producen con facilidad.
Término o concepto de lo inconsciente por otro camino: por procesamiento de
experiencias en las que desempeña un papel la dinámica anímica. Tenemos
averiguado que existen procesos anímicos o representaciones muy intensos —aquí
entra en cuenta por primera vez un factor cuantitativo y, por tanto, económico— que,
como cualquiera de otras representaciones, pueden tener plenas consecuencias para
la vida anímica (incluso consecuencias que a su vez pueden devenir conscientes en
calidad de representaciones), sólo que ellos mismos no devienen conscientes. No es
necesario repetir aquí con prolijidad lo que tantas veces se ha expuesto. Bástenos con
que en este punto intervenga la teoría psicoanalítica y asevere que tales
representaciones no pueden ser conscientes porque cierta fuerza se resiste a ello, que
si así no fuese podrían devenir conscientes, y entonces se vería cuan poco se
diferencian de otros elementos psíquicos reconocidos. Esta teoría se vuelve irrefutable
porque en la técnica psicoanalítica se han hallado medios con cuyo auxilio es posible
cancelar la fuerza contrarrestante y hacer conscientes las representaciones en
cuestión.
Por lo tanto, es de la doctrina de la represión de donde extraemos nuestro concepto de
lo inconsciente. Lo reprimido es para nosotros el modelo de lo inconsciente. Vemos,
pues, que tenemos dos clases de inconsciente: lo latente, aunque susceptible de
conciencia, y lo reprimido, que en sí y sin más es insusceptible de conciencia.
Llamamos preconsciente a lo latente, que es inconsciente solo descriptivamente, no
en el sentido dinámico, y limitamos el nombre inconsciente a lo reprimido inconsciente
dinámicamente, de modo que ahora tenemos tres términos: consciente {Cc),
preconsciente (Prcc) e inconsciente (Icc), cuyo sentido ya no es puramente
descriptivo. El Prcc, suponemos, está mucho más cerca de la Cc que el Icc, y puesto
que hemos llamado «psíquico» al Icc, vacilaremos todavía menos en hacer lo propio
con el Prcc latente. Podemos manejarnos cómodamente con nuestros tres términos,
Cc, Prcc e Icc, con tal que no olvidemos que en el sentido descriptivo hay dos clases
de inconsciente, pero en el dinámico sólo una.
El distingo entre consciente e inconsciente es en definitiva un asunto de la percepción,
y se lo ha de responder por sí o por no; el acto mismo de la percepción no nos anoticia
de la razón por la cual algo es percibido o no lo es.
Pero también lo reprimido confluye con el ello, no es más que una parte del ello. Lo reprimido
sólo es segregado tajantemente del yo por las resistencias de represión, pero puede comunicar
con el yo a través del ello. De pronto caemos en la cuenta: casi todas las separaciones que
hasta ahora hemos descrito a incitación de la patología se refieren sólo a los estratos de
superficie —los únicos que nos son notorios familiares]— del aparato anímico.
Quizás el yo, mediante esta introyección que es una suerte de regresión al mecanismo de la
fase oral, facilite o posibilite la resignación del objeto. Quizás esta identificación sea en general
la condición bajo la cual el ello resigna sus objetos.
Otro punto de vista enuncia que esta trasposición de una elección erótica de objeto en una
alteración del yo es, además, un camino que permite al yo dominar al ello y profundizar sus
vínculos con el ello, aunque, por cierto, a costa de una gran docilidad hacia sus vivencias.
Cuando el yo cobra los rasgos del objeto, por así decir se impone él mismo al ello como objeto
de amor, busca repararle su pérdida.
Los efectos de las primeras identificaciones, las producidas a la edad más temprana, serán
universales y duraderos. Esto nos reconduce a la génesis del ideal del yo, pues tras este se
esconde la identificación primera, y de mayor valencia, del individuo: la identificación con el
padre" de la prehistoria personal.
En época tempranísima desarrolla una investidura de objeto hacia la madre, que tiene su punto
de arranque en el pecho materno y muestra el ejemplo arquetípico de una elección de objeto
según el tipo del apuntalamiento [anaclítico];" del padre, el varoncito se apodera por
identificación. Ambos vínculos marchan un tiempo uno junto al otro, hasta que, por el refuerzo
de los deseos sexuales hacia la madre, y por la percepción de que el padre es un obstáculo para
estos deseos, nace el complejo de Edipo. La identificación-padre cobra ahora una tonalidad
hostil, se trueca en el deseo de eliminar al padre para sustituirlo junto a la madre. A partir de
ahí, la relación con el padre es ambivalente; parece como si hubiera devenido manifiesta la
ambivalencia contenida en la identificación desde el comienzo mismo.
Con la demolición del complejo de Edipo tiene que ser resignada la investidura de objeto de la
madre. Puede tener dos diversos remplazos: o bien una identificación con la madre, o un
refuerzo de la identificación-padre.
El superyó no es simplemente un residuo de las primeras elecciones de objeto del ello, sino
que tiene también la significatividad {Bedeutung, «valor direccional»} de una enérgica
formación reactiva frente a ellas. Su vínculo con el yo no se agota en la advertencia; «Así (como
el padre) debes ser», sino que comprende también la prohibición
El superyó conservará el carácter del padre, y cuanto más intenso fue el complejo de Edipo y
más rápido se produjo su represión (por el influjo de la autoridad, la doctrina religiosa, la
enseñanza, la lectura), tanto más riguroso devendrá después el imperio del superyó como
conciencia moral, quizá también como sentimiento inconsciente de culpa, sobre el yo.
Si consideramos una vez más la génesis del superyó tal como la hemos descrito, vemos que
este último es el resultado de dos factores biológicos de suma importancia: el desvalimiento y
la dependencia del ser humano durante su prolongada infancia, y el hecho de su complejo de
Edipo, que hemos reconducido a la interrupción del desarrollo libidinal por el período de
latencia y, por tanto, a la acometida en dos tiempos de la vida sexual.
Es preciso que haya en el ser humano una esencia superior, podemos responderles: «Por cierto
que la hay, y es la entidad más alta, el ideal del yo o superyó, la agencia representante
{Representanz} de nuestro vínculo parental. Cuando niños pequeños, esas entidades
superiores nos eran notorias y familiares, las admirábamos y temíamos; más tarde, las
acogimos en el interior de nosotros mismos».
El ideal del yo es, por lo tanto, la herencia del complejo de Edipo y, así, expresión de las más
potentes mociones y los más importantes destinos libidinales del ello. Mediante su institución,
el yo se apodera del complejo de Edipo y simultáneamente se somete, él mismo, al ello.
Mientras que el yo es esencialmente representante del mundo exterior, de la realidad, el
superyó se le enfrenta como abogado del mundo interior, del ello.