Años Interesantes Una Vida en El Siglo XX
Años Interesantes Una Vida en El Siglo XX
Años Interesantes Una Vida en El Siglo XX
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Nació en Alejandría en 1917, y se educó inicial-
MECA ACES Berlín y después en Londres y
Cambridge. Ha sido profesor del Birkbeck Colle-
ge de la Universidad de Londres hasta su jubila-
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School Research de Nueva York. La riqueza de su
experiencia vivida y su inmensa curiosidad inte-
lectual se han traducido en una obra diversa y
siempre innovadora. Si-a ello le añadimos su in-
sólita combinación de claridad teórica, capacidad
generalizadora y un ojo certero para los detalles
sugestivos, capaz de utilizar sucesos y aspectos
aparentemente intrascendentes para construir
síntesis inesperadas y de gran fuerza imaginativa,
se entenderá que se haya convertido, como ha
dicho Orlando Figes, en «el historiador vivo más
conocido del mundo».
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AÑOS INTERESANTES
ERIC HOBSBAWM
AÑOS INTERESANTES
UNA VIDA EN EL SIGLO XX
Traducción castellana de
Juan Rabasseda-Gascón
CRÍTICA
907.2 Hobsbawm, Eric
HOB Años interesantes.- 1* ed. - Buenos Aires :
Crítica, 2003.
416 p.;23x16 cm.
ISBN 987-9317-13-0
|. Título — 1. Historiografía
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo
las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier
medio o procedimiento, la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de
ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
ISBN 987-9317-13-0
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PRÓLOGO
Quien escribe su biografía debe también ser un lector de este género litera-
rio. Mientras escribía este libro, me he sorprendido al observar cuántos hombres
y mujeres que he conocido a lo largo de mi vida se han aventurado en la expe-
riencia de publicar su propia biografía, por no hablar de esas figuras (normal-
mente) más notorias o escandalosas que han hecho que otros la escribieran por
ellas. Esto sin incluir el gran número de autobiografías de personajes contempo-
ráneos disfrazadas de ficción. Quizá mi sorpresa no esté justificada. Las perso-
nas cuya profesión implica escribir y comunicarse tienden a desenvolverse en un
ambiente formado por ese mismo tipo de gentes. Aun así, existen artículos, en-
trevistas, prensa, cintas, o incluso vídeos, y libros como éste, muchos de los cua-
les, curiosamente, son obra de hombres y mujeres que han hecho sus carreras en
la universidad. Así pues, no soy el único.
En cualquier caso, la cuestión que se plantea es por qué alguien como yo
debe escribir una autobiografía y, más concretamente, por qué alguien que no
mantiene ningún tipo de relación en particular conmigo, y que quizá ni siquiera
sabía de mi existencia antes de ver la cubierta del libro en una librería, va a pen-
sar que vale la pena leer esta obra. No pertenezco a ese grupo de gentes que apa-
recen clasificadas como subespecie excepcional en la sección de biografías de
las cadenas de librerías bajo el rótulo «Personalidades» o, como suele decirse
en la jerga de ahora, «Famosos», esto es, gente lo suficientemente conocida por
el motivo que sea, cuyo solo nombre suscita curiosidad por saber de sus vidas.
Tampoco pertenezco a esa clase de individuos cuya vida pública les permite titu-
lar sus autobiografías «Memorias», generalmente hombres y mujeres cuya ac-
tuación en la escena pública merece la pena recordar o defender, o que han te-
nido un contacto directo con acontecimientos importantes, o que quizá tomaron
decisiones que afectaban a dichos acontecimientos. Nunca me he encontrado
dentro de este grupo. Probablemente mi nombre aparecerá en la historia de un
par de materias en concreto, como por ejemplo el marxismo y la historiografía del
siglo xx, y quizá surja en algunos libros sobre la cultura intelectual británica del si-
glo xx. Aparte de esto, si por lo que fuese mi nombre desapareciera completa-
mente de la vista, como ocurrió con la lápida de mis padres en el Cementerio
Central de Viena que hace cinco años anduve buscando en vano, no se produci-
ría ninguna laguna en el relato de lo sucedido en la historia del siglo Xx, ni en
Gran Bretaña ni en ninguna otra parte.
10 AÑOS INTERESANTES
Además, este libro no está escrito en el estilo de «confesión», tan fácil de ven-
der hoy en día, en parte porque la única justificación de semejante viaje al ego
es la genialidad, y yo no soy ni un San Agustín ni un Rousseau, y en parte porque
nadie que escriba su propia biografía podría revelar la verdad privada acerca
de asuntos relacionados con otras personas todavía vivas, sin herir injustifica-
damente los sentimientos de algunas de ellas. Y yo no tengo ninguna buena ra-
zón para hacerlo. Ese campo pertenece a la biografía póstuma y no a la auto-
biografía. En cualquier caso, por mucha curiosidad que sintamos por esos
hechos, se debe tener en cuenta que los historiadores no son unos columnistas de
prensa rosa. Los méritos militares de los generales no deben ser juzgados por lo
que hagan o dejen de hacer en la cama. Cualquier intento de relacionar las teo-
rías económicas de Keynes y Schumpeter con sus respectivas vidas sexuales,
igualmente plenas, pero totalmente distintas, está condenado al fracaso. Por
otro lado, sospecho que el lector aficionado a las biografías en las que se cuen-
tan asuntos de cama encontraría la mía muy decepcionante.
Tampoco está escrita como una apología de la vida del autor. Si no se quie-
re comprender el siglo xx, lo mejor es leer las autobiografías de quienes se auto-
justifican, las alegaciones esgrimidas en su defensa, o justamente todo lo con-
trario, las de los pecadores arrepentidos. Todas ellas son investigaciones post
mórtem en las que el cadáver pretende ocupar el lugar del juez instructor del
caso. La autobiografía de un intelectual debe tratar necesariamente también de
sus ideas, sus posturas y sus actos, pero no debería ser un discurso forense. Creo
que el presente volumen contiene las respuestas a las preguntas que con mayor
frecuencia me han planteado los periodistas y otras personas interesadas en el
caso, en cierto sentido insólito, de un comunista de toda la vida, eso sí, anóma-
lo, y en «Hobsbawm, el historiador marxista», aunque dar esas respuestas no
haya sido mi objetivo. La historia podrá juzgar mi ideología política —de hecho
ya la ha juzgado suficientemente—, los lectores mis escritos. Lo que busco es la
comprensión histórica, no el acuerdo, el beneplácito, o la simpatía del público.
No obstante, existen algunos motivos por los que vale la pena leerla, aparte
de la curiosidad que puedan sentir los seres humanos por sus semejantes. Mi
vida se ha desarrollado prácticamente a lo largo del siglo más extraordinario y
terrible a la vez de toda la historia. He vivido en varios países y he sido testigo
de algunos acontecimientos ocurridos en muchos otros lugares de los tres conti-
nentes. Quizás en el curso de esta larga vida yo no haya dejado en el mundo una
huella tangible, aunque sí he dejado un número considerable de huellas impre-
sas en papel, pero desde que a los dieciséis años fui consciente de ser un histo-
riador, he pasado la mayor parte de mi existencia observando y escuchando, y he
intentado comprender la historia de mi propia época.
Cuando, tras escribir la historia del mundo entre finales del siglo xvm y 1914,
emprendí la redacción del libro titulado Historia del siglo xx, creo que la obra se
benefició del hecho de que escribí no sólo como un especialista, sino como lo que
los antropólogos denominan un «observador partícipe». Fue así por dos motivos
distintos. No cabe duda de que mis recuerdos personales de unos acontecimien-
tos distantes en el tiempo y en el espacio acercaron la historia del siglo xx a los lec-
PRÓLOGO 11
tores más jóvenes, mientras que reavivaban en los de mayor edad sus propios re-
cuerdos. E, incluso más que en cualquier otra de mis obras, a pesar de lo apre-
miantes que puedan ser las obligaciones de los estudios de historia, ese libro fue
escrito con la pasión que corresponde a una época de extremos.* Ambos tipos de
lectores así me lo han confirmado. Pero más allá de este hecho existe un sistema
más profundo en el que el entramado de la vida y la época de un individuo, y la
observación de estas dos circunstancias, contribuyeron a dar forma a un análi-
sis histórico que, al menos así lo espero, resulta independiente de ambas.
Eso es lo que puede hacer una autobiografía. En un sentido, este libro es la
cara dos de la Historia del siglo xx: no es una historia universal ilustrada a tra-
vés de las experiencias de un individuo, sino una historia universal que da forma
a esas experiencias, o que, mejor dicho, ofrece un abanico cambiante, aunque li-
mitado, de posibilidades a partir de las cuales, haciendo una adaptación de la
frase de Karl Marx, «los hombres construyen [sus vidas], pero no como a ellos
les gustaría, no [las] construyen bajo circunstancias de su elección, sino bajo
circunstancias provenientes y transmitidas directamente del pasado» y, añadiría
yo, del mundo que los rodea.
En otro sentido, la autobiografía de un historiador o de una historiadora
constituye una parte importante de la construcción de su obra. Junto a la fe en la
razón y a la capacidad de diferenciar entre realidad y ficción, la conciencia de sí
mismo, esto es, el hecho de situarse dentro del propio cuerpo y fuera de él, es un
talento imprescindible para los que participan en el juego de la historia y de las
ciencias sociales, particularmente para todo aquel historiador que, como yo, ha
elegido sus objetos de estudio de forma intuitiva y accidental, pero que ha con-
seguido unirlos en un todo coherente. Otros historiadores quizá presten atención
a esos aspectos más profesionales de mi libro. Sin embargo, espero que los de-
más lo lean como una introducción al siglo más extraordinario de la historia uni-
versal siguiendo el itinerario de un ser humano cuya vida posiblemente no hu-
biera podido tener lugar en otra época.
La historia, como dijo mi colega, la filósofa Agnes Heller, «habla de los hechos
que suceden vistos desde fuera, y las memorias hablan acerca de lo que sucede
visto desde dentro». Éste no es un libro en el que tengan cabida los reconoci-
mientos académicos, sino sólo los agradecimientos y las disculpas. Los agrade-
cimientos van dirigidos sobre todo a mi esposa, Marlene, que ha vivido la mitad
de mi existencia, que ha leído y criticado todos los capítulos con espíritu siempre
constructivo y que ha soportado los años en que un marido a menudo distraído,
malhumorado y a veces descorazonado, vivía, más que en el presente, en un pa-
sado que se esforzaba en poner sobre el papel. También doy las gracias a Stuart
Proffitt, un príncipe entre los editores. El número de las personas a las que he
consultado a lo largo de los años'sobre distintas cuestiones relevantes para esta
autobiografía es demasiado grande para confeccionar una nota de agradeci-
mientos, aunque varias de ellas ya hayan fallecido. Todas saben por qué les doy
las gracias.
* El título original, en inglés, de la Historia del siglo xx era The Age of Extremes. (N. del t.)
12 AÑOS INTERESANTES
Eric HoBsBAWwM
Londres, febrero de 2002
Capítulo 1
INTRODUCCIÓN
dría, ciudad en la que vi la luz en junio de 1917, con el fin de que mi existencia
fuera registrada por un funcionario del consulado británico (de forma incorrecta,
pues anotaron una fecha equivocada y escribieron mal mi nombre). Las institu-
ciones diplomáticas del Reino Unido presidieron mi concepción y mi nacimiento,
ya que fue en otro consulado británico, el de Zúrich, donde mi padre y mi madre
contrajeron matrimonio con la ayuda de una dispensa oficial firmada personal-
mente por sir Edward Grey, a la sazón secretario de Asuntos Exteriores, por la
que se autorizaba al súbdito del rey Jorge V de Inglaterra, Leopold Percy Hobs-
baum, a casarse con la súbdita del emperador Francisco José de Austria, Nelly
Griin, en una época en la que ambos imperios estaban en guerra, conflicto ante el
cual mi futuro padre reaccionó con un patriotismo británico residual, pero que mi
futura madre rechazó. En 1915 no existía el servicio militar obligatorio en Gran
Bretaña, pero de haberlo habido, le dijo mi madre, él habría debido registrarse
como objetor de conciencia.' Me gustaría creer que les casó el mismo cónsul que
aparece como protagonista en Travesties, la obra de Tom Stoppard. También me
gustaría pensar que, mientras esperaban en Zúrich que sir Edward Grey dejara a
un lado otros asuntos más urgentes para ocuparse de su boda, estaban al corrien-
te de la presencia en la ciudad de otros exiliados como ellos, Lenin, James Joyce
y los dadaístas. Sin embargo, es obvio que no fue así, y es prácticamente seguro
que no habrían estado interesados por ellos en un momento como aquél. Estaban
seguramente mucho más preocupados por su próxima luna de miel en Lugano.
¿Qué hubiera sido de mi vida si Fratilein Grin, de dieciocho años de edad,
una de las tres hijas de un joyero vienés relativamente próspero, no se hubiera
enamorado de un inglés mayor que ella, cuarto de los ocho hijos de un inmigran-
te judío de Londres de profesión ebanista, en la Alejandría de 1913? Presumible-
mente se habría casado con un joven judío de clase media de origen centroeu-
ropeo, y sus hijos se habrían criado como austríacos. Como casi todos los judíos
jóvenes de Austria acabaron convirtiéndose en emigrantes o refugiados, mi vida
subsiguiente quizá no habría sido muy distinta (muchos de ellos fueron a parar a
Inglaterra, donde estudiaron y llegaron a profesores universitarios). Pero yo no
me hubiera criado ni hubiera entrado en Gran Bretaña con un pasaporte de britá-
nico nativo.
Incapaces de vivir en ninguno de los países beligerantes, mis padres regresa-
ron, vía Roma y Nápoles, a Alejandría, donde originalmente se habían conocido
y se habían prometido antes de que estallara la guerra, y donde ambos tenían to-
davía familia: el tío de mi madre, Albert, de cuyo almacén de Nouveautés y su
plantilla de trabajadores aún guardo una fotografía, y el hermano de mi padre, Er-
nest, cuyo nombre llevo y que trabajaba en los Servicios de Correos y Telégrafos
de Egipto. (Puesto que toda vida privada constituye una materia prima para los
historiadores y los novelistas, he utilizado las circunstancias en las que se cono-
cieron como introducción histórica de mi libro La era del imperio.) Mis padres se
trasladaron a Viena junto con su hijo de dos años tan pronto como finalizó la
guerra. Por ese motivo Egipto, país al que estoy vinculado de por vida por las ca-
denas de la documentación oficial, no constituye una parte de mi existencia. No
recuerdo absolutamente nada sobre él a excepción, posiblemente, de una jaula de
INTRODUCCIÓN 15
tualidad que era la de «The Peanut Vendor», y la noticia de que los norteameri-
canos tenían un modelo de automóvil llamado «Buick», nombre que me pareció,
por alguna oscura razón, difícil de creer. Por otro lado, la imagen de una hermo-
sa mujer de cuello largo con pelo corto ondulado por los lados, que observaba el
mundo mirando con gravedad, aunque no demasiado segura de sí misma, por en-
cima de sus hombros escotados, hace que inmediatamente reviva en mi mente su
persona. Y es que las madres son una presencia mucho más constante en la vida
de los niños, y la mía, Nelly, una mujer intelectual, cosmopolita y culta, y Anna
(«Antschi») Gold, de pocos estudios, consciente siempre de sus orígenes provin-
cianos, pronto se convirtieron en buenas amigas y siguieron siéndolo hasta el fi-
nal. De hecho, según la hija de esta última, Melitta, Nelly fue la única amiga ín-
tima de Anna. Esta circunstancia quizás explique por qué en los álbumes que
poseen los nietos de los Gold que se quedaron en Viena todavía aparecen fotos
de los miembros desconocidos y no identificables de la familia Hobsbawm. Una de
las hijas de los Gold se acuerda, casi tan bien como yo, de cómo iba (con su ma-
dre) a visitar a la mía en sus últimos días de vida. Entre sollozos, Antschi le dijo:
«Nunca más volveremos a ver a Nelly».
De este modo, dos personas nacidas prácticamente con el corto siglo xx, em-
pezaron su vida juntas y luego siguieron rumbos distintos en el extraordinario y
terrible mundo del siglo pasado. Por ese motivo empiezo todas estas reflexiones
sobre una dilatada existencia con los recuerdos inesperados que me produce una
fotografía conservada en los álbumes de dos familias que no tenían nada en co-
mún excepto que sus vidas se vieron brevemente entrelazadas en la Viena de los
años veinte. Pues los recuerdos de unos cuantos años de la infancia compartidos
por un profesor de universidad retirado e historiador peripatético y una antigua
actriz, presentadora de televisión y traductora eventual jubilada («¡como tu ma-
dre!») prácticamente sólo tienen un interés privado para los interesados. Incluso
para éstos no son más que un hilo sutilísimo de la tela de araña urdida en el enor-
me hueco que se abre a lo largo de casi setenta años de existencia en dos vidas
completamente separadas y desvinculadas, que se han desarrollado sin saber
nada la una de la otra e incluso sin dedicarse ni un solo pensamiento consciente.
Es la extraordinaria experiencia de los europeos que han vivido a lo largo del si-
glo veinte lo que une esas vidas. Una infancia común redescubierta, un volverse
a poner en contacto en la vejez, son hechos que dramatizan la imagen de nuestra
época: absurda, irónica, surrealista y monstruosa. Los protagonistas no la crean.
Diez años después de que los cinco niños miraran a la cámara, mis padres ya es-
taban muertos y el Sr. Gold, víctima de la catástrofe económica —prácticamente
la totalidad de los bancos de Europa central se hallaban en una situación técnica
de insolvencia en 1931— se dirigía con su familia a prestar sus servicios en el sis-
tema bancario de Persia, cuyo sha prefería que sus banqueros procedieran de le-
janos imperios derrotados en lugar de otros más cercanos y peligrosos. Quince
años más tarde, cuando me encontraba en la universidad en Inglaterra, las chicas
de los Gold, ya de vuelta de los palacios de Shiraz, estaban —todas ellas— em-
pezando sus carreras de actrices en lo que estaba a punto de convertirse en parte
de la Gran Alemania de Hitler. Veinte años después, yo vestía en Inglaterra el
18 AÑOS INTERESANTES
UN NIÑO EN VIENA
levisivo sobre este tema, todavía tuve la oportunidad de contemplar las ruinas de
este puente.
El mundo de la clase media vienesa, y por supuesto el de los judíos que en
gran medida la conformaban, seguía siendo el de una vasta región políglota cu-
yos inmigrantes, en los últimos ochenta años, habían transformado la capital en
una ciudad de dos millones de habitantes (después de Berlín, era sin lugar a du-
das la ciudad más grande del continente europeo entre París y Leningrado). Nuestros
parientes procedían de lugares tan dispares como Bielitz (actualmente en Polo-
nia), Kaschau (hoy en día en Eslovaquia) o Grosswardein' (en la actualidad en
Rumanía), y algunos seguían residiendo en estos lugares. Los dueños de las tien-
das de ultramarinos donde nos abastecíamos y los porteros de los edificios de
apartamentos en los que vivíamos eran casi con toda seguridad checos, y nuestras
criadas y niñeras no eran vienesas de nacimiento: todavía recuerdo los relatos so-
bre hombres lobo que me contaba una de ellas, oriunda de Eslovenia. A diferen-
cia de los que emigraban a América, ninguno de ellos estaba o se sentía desarrai-
gado de su «patria», pues para los europeos del continente el océano constituía la
gran línea divisoria, mientras que los viajes por tren, incluso los de largo recorri-
do, eran algo a lo que todo el mundo estaba acostumbrado. Incluso a mi abuela,
una mujer muy nerviosa, no le importaba realizar desplazamientos cortos para vi-
sitar a su hija en Berlín.
Era una sociedad plurinacional, aunque no pluricultural. El alemán (con sus
distintos acentos locales) era su idioma, y la alemana (también con un toque lo-
cal) era su cultura, así como su puerta de acceso a la cultura universal, antigua y
moderna. Mis parientes hubieran compartido la indignación visceral que mani-
festó el gran especialista en historia del arte, Ernst Gombrich, cuando, siguiendo
la tendencia de finales del siglo xx, le pidieron que calificara de judía la cultura
de su Viena natal. Era simplemente la cultura de la clase media vienesa, a la que
no afectaba para nada el hecho de que un buen número de sus representantes más
destacados fueran judíos y de que (frente al antisemitismo endémico de la región)
se reconocieran como tales, como tampoco la afectaba el hecho de que algunos
procedieran de Moravia (Freud y Mahler), de Galitzia o la Bukovina (Joseph
Roth), o incluso de Ruse, en el Danubio búlgaro (Elias Canetti). Habría sido tan
absurdo como buscar elementos conscientemente judíos en las canciones de Ir-
ving Berlin o en las películas de Hollywood de la época de los grandes estudios,
todos ellos dirigidos por emigrantes judíos: su objetivo, por lo demás logrado,
consistió precisamente en componer canciones o rodar películas que resultaron
ser una forma concreta de expresión para el cien por cien de los norteamericanos.
Como hablantes de la Kultursprache en la capital de un antiguo imperio, los
niños compartían instintivamente el sentido de superioridad cultural, si bien ya
no política. El modo de hablar alemán de los checos constituía un rasgo de infe-
rioridad y por lo tanto resultaba tan gracioso como la lengua checa, incomprensi-
ble por su aparente acumulación de consonantes. Con un toque de desprecio y
una absoluta falta de conocimiento u opinión sobre ellos, llamábamos a los ita-
lianos Katzelmacher. Los judíos de Viena emancipados e integrados hablaban de
los judíos del este como si pertenecieran a otra especie. (Recuerdo muy bien ha-
iD AÑOS INTERESANTES
¿Qué más sabíamos de la época que nos tocaba vivir? Los escolares de Vie-
na creían a pies juntillas que la gente sólo podía elegir entre dos partidos políti-
cos: el cristianosocial y el socialdemócrata o rojo. Nuestro simplismo materialis-
ta nos llevaba a creer que si uno tenía propiedades, votaba al primero, y si era un
arrendatario, al segundo. Como la mayoría de los vieneses vivían de alquiler, esta
circunstancia naturalmente hacía de Viena una ciudad roja. Hasta el fin de la
guerra civil de 1934 los comunistas tuvieron tan poca relevancia que un sector de
sus militantes más entusiastas decidieron llevar a cabo sus actividades en otros
países donde sus objetivos tuvieran un mayor sentido: principalmente en Alema-
nia, como ocurrió con los famosos hermanos Eisler: Hanns, el compositor, Ger-
hart, el agente de la Internacional Comunista (o Komintern), y la formidable El-
friede, más conocida como Ruth Fischer, que durante un corto período de tiempo
lideró el Partido Comunista Alemán, aunque también en Checoslovaquia, como
fue el caso de Egon Erwin Kisch. (Muchos años después el pintor Georg Eisler,
hijo de Hamns, se convertiría en mi mejor amigo.) No recuerdo haberme interesa-
do por el único comunista del círculo de las antiguas hermanas Griin, que escri-
bía bajo el seudónimo de Leo Lania, por aquel entonces un hombre joven que ma-
nifestaba que su libro favorito era L”"Oeuvre de Zola, y sus héroes de ficción y de
la historia, Eugene Oneguin y Espartaco respectivamente. Por supuesto, nuestra
familia no era ni negra ni roja, pues los primeros eran antisemitas y los segundos
obreros, no de nuestra clase social. Además, éramos ingleses, por lo que ese tema
no nos concernía.
Y sin embargo, al pasar de la escuela primaria a la secundaria y de la infancia
a la pubertad en la Viena de los años veinte, tomé conciencia política con la mis-
ma naturalidad con la que empecé a ser consciente de la sexualidad. En el verano
de 1930, durante mi estancia en Weyer, una aldea en la Alta Austria donde los
médicos intentaron en vano tratar los pulmones de mi madre, hice amistad con
Haller Peter, el hijo de la familia a la que alquilábamos nuestro alojamiento. (Se-
gún la tradición de los estados burocráticos, cuando se preguntaba a alguien
cómo se llamaba, primero decía el apellido y luego el nombre de pila.) Ibamos de
pesca y a robar fruta juntos, ejercicio que pensé que a mi hermana también le gus-
taría, pero, según me confesó muchos años más tarde, en realidad le aterrorizaba.
Como el padre del muchacho era ferroviario, su familia era roja: en Austria, y so-
bre todo en las zonas rurales, no cabía pensar que en aquella época un trabajador
que no se dedicara a la agricultura fuera otra cosa. Aunque Peter —más o menos
de mi edad— no mostrara un interés aparente por las cuestiones políticas, daba
también por supuesto que era rojo; y en cierta manera, mientras arrojábamos pie-
dras a las truchas y robábamos manzanas, yo también llegué a la conclusión de
que quería serlo.
Me acuerdo de otro veraneo que tuvo lugar tres años antes, en un pueblo de
la Baja Austria llamado Rettenegg, en cierto momento situado vagamente en mi
vida privada, pero con toda firmeza en la historia. Como de costumbre, mi padre
no vino con nosotros, sino que se quedó trabajando en Viena. Pero en el verano
de 1927 los obreros de la capital, indignados por la sentencia absolutoria de unos
derechistas que habían matado a unos socialistas en el transcurso de una reyerta,
24 AÑOS INTERESANTES
permíteme darte el mejor de los consejos, que te ruego tomes en serio. ¡Intenta no
admitir nunca que puedes pasar sin una criada! De todos modos, a la larga no con-
sigues arreglártelas sin una, y por lo tanto lo mejor es partir del presupuesto de que
una criada es tan necesaria como la comida o el techo que te cobija. Lo que ahorras
nc es nada comparado con la pérdida de salud, de comodidad y, sobre todo, con el
equilibrio de tu estado nervioso: y cuanto peor van las cosas, más lo necesitas. Es
verdad, últimamente me preguntaba si debía despedir a Marianne o no —no es que
pudiera hacerlo antes de Navidad, ya es demasiado tarde, y ella siempre ha sido
muy buena—, pero la única razón que me empujó a considerarlo fue que me sentía
avergonzada de que se diera cuenta de que no puedo pagar al tendero, etc. Y, en mi
fuero interno, sé perfectamente que es mejor que te suban los colores que prescin-
dir de ella.*
En esa medida, los gustos de las distintas generaciones eran los mismos. Por otro
lado, se suponía que los temas de lectura que elegían nuestros mayores para los ni-
ños no eran, en general, de interés para los adultos. A la inversa, de todos los
adultos que tratábamos, sólo los profesores (que lo desaprobaban) estaban más o
menos al tanto de la pasión que suscitaban en los muchachos de trece años los li-
bros de bolsillo sobre peripecias de detectives de nombre invariablemente inglés
que circulaban en nuestras clases con títulos como Sherlock Holmes, el detective
universal —nada que ver con el original— de Sexton Blake, Frank Allen, el ven-
gador de los desheredados y el más popular de todos, el del detective de Berlín
Tom Shark, con su compañero Pitt Strong, que actuaban en los alrededores de la
Motzstrasse, conocida para los lectores de Christopher Isherwood, pero que para
los chicos de Viena resultaba tan lejana como la Baker Street de Holmes.
En la Viena de mediados de los años veinte, los niños todavía aprendían los
viejos caracteres góticos, garabateando las letras en unas pizarras enmarcadas en
madera, y borrándolas luego con unas esponjitas. Como la mayoría de los ma-
nuales escolares posteriores a 1918 estaban impresos en los nuevos caracteres
romanos, obviamente aprendimos también a leer, y luego a escribir, esta otra cali-
grafía, aunque no recuerdo cómo. Cuando a los once años pasábamos a secunda-
ria se suponía que teníamos nociones de las tres materias básicas, a saber, leer,
escribir y aritmética, pero no recuerdo qué otras cosas estudiábamos durante la
escuela primaria. Evidentemente debió de parecerme interesante, pues contemplo
aquellos días de mi infancia en el colegio con agrado, evocando todo tipo de
anécdotas sobre Viena y las excursiones que realizábamos por las proximidades
semirrurales en busca de árboles, plantas y animales. Supongo que todo ello que-
daba encuadrado en la asignatura de Heimatkunde, que, como resulta difícil en-
contrar un equivalente de la palabra Heimat en su sentido más exacto, traduciré
como «conocimiento de nuestro lugar de procedencia». Ahora me doy cuenta de
que no fue una mala preparación para un historiador, ya que los grandes aconte-
cimientos de la historia convencional de Viena y sus alrededores constituían sólo
una parte de lo que los niños vieneses aprendían de su hábitat. Aspern no era úni-
camente el nombre de la batalla en la que los austríacos derrotaron a Napoleón (la
de Wagram, muy cerca de esta última, y que perdieron estrepitosamente, no esta-
ba en la memoria colectiva), sino un lugar lejano situado al otro lado del Danu-
bio, no incluido todavía en la ciudad, donde la gente iba a bañarse en las lagunas
que se habían formado en el antiguo cauce del río, y a observar animales como
las martas o las aves acuáticas en su estado salvaje. Los asedios a los que los tur-
cos sometieron Viena eran importantes porque supusieron la llegada de café a la
ciudad como parte del botín turco, y por lo tanto la de nuestros Kaffeeháuser. Por
supuesto teníamos la gran ventaja de que la historia oficial del antiguo imperio
austríaco había desaparecido, sólo quedaban los edificios y los monumentos, y la
nueva Austria de 1918 todavía carecía de historia. La continuidad política es la
que tiende a reducir la asignatura de historia en las escuelas a una sucesión canó-
nica de fechas, monarcas y guerras. El único hecho histórico que recuerdo haber
celebrado en el colegio de la Viena de mi infancia fue el centenario de la muerte
de Beethoven. Los propios profesores sabían que, en la nueva era, la escuela tam-
30 AÑOS INTERESANTES
bién debía ser distinta, aunque no tenían demasiado claro cómo y en qué. (Como
decía por aquel entonces —1925— mi cancionero escolar, «sin haber definido to-
davía con claridad los nuevos métodos de enseñanza».) En el instituto de educa-
ción secundaria, cuyos temarios aún no.se habían emancipado del sistema peda-
gógico tradicional, iba a descubrir la historia tipo «1066 y lo que vino después».
Naturalmente no tenía nada de excitante. Las asignaturas de alemán, geografía,
latín y, posteriormente, de griego (la cual tuve que abandonar cuando me trasla-
dé a Inglaterra) eran mucho más de mi agrado, pero, lamentablemente, no suce-
día lo mismo con las matemáticas y la física.
Y desde luego la religión tampoco me gustaba. No creo que este sentimiento
surgiera en la escuela primaria, pero en la secundaria me parece recordar que los
no católicos, los luteranos, los evangélicos, los curiosos ortodoxos griegos, y so-
bre todo los judíos, tenían permiso para no asistir a las clases de esta materia. La
alternativa para la minoría, una clase para los judíos que se impartía por la tarde
en otro lugar de la ciudad por una tal señorita Miriam Morgenstern y sus distin-
tos sucesores, resultaba muy poco atractiva. Nos hablaban repetidamente de las
historias bíblicas del Pentateuco, sobre las que nos planteaban preguntas sin ce-
sar. Recuerdo la conmoción que causé cuando, la enésima vez que preguntaron
quién era el hijo más importante de Jacob, respondí que Judá, incapaz de creer
que, de nuevo, estuvieran refiriéndose a José. Después de todo, pensé, ¿acaso los
judíos (Juden) no se llaman así por él? Di la respuesta equivocada. También
aprendí algo del alfabeto judío, del que ya me he olvidado, además de la plegaria
principal para un judío, el «Shema Yisroel» (la pronunciación siempre era la as-
quenazí y no la sefardí impuesta por el sionismo), y un fragmento del «Manish-
tana», la serie de preguntas y respuestas rituales que se supone que debe recitar el
varón más joven de la casa durante la Pascua. Como en mi familia nadie celebra-
ba la Pascua, ni observaba el Sabat, ni el cumplimiento de las demás festividades
judías, y tampoco seguía las normas de ayuno religiosas, nunca tuve ocasión de
poner en práctica mis conocimientos. Sabía que era preciso cubrirse la cabeza
dentro del templo, pero las únicas veces que me encontré a mí mismo en uno fue
con ocasión de bodas y funerales. Me quedaba observando a un amigo del cole-
gio que ejecutaba todo el ritual cuando rezaba al Señor —el manto para las ora-
ciones, las filacterias y todo lo demás— con ingenua curiosidad. Además, si
nuestra familia hubiera sido practicante, una hora a la semana de clase no hubie-
ra sido necesaria ni suficiente para aprender todas esas cosas.
Aunque no éramos en absoluto religiosos, sabíamos que éramos, y no podía-
mos dejar de ser, judíos. Al fin y al cabo éramos doscientos mil en Viena, el diez
por ciento de la población de la ciudad. La mayoría de los judíos vieneses lleva-
ba nombres asimilados; sin embargo —a diferencia de los que vivían en países
anglosajones— raramente cambiaban sus apellidos, por muy judíos que sonaran.
Desde luego, en mi infancia no se convirtió nadie que yo conociera. En un prin-
cipio, durante el reinado de los Habsburgo y el de los Hohenzollern, el abandono
de una religión por otra había sido un precio que pagaron gustosas las familias ju-
días importantes para escalar puestos en la sociedad o en la administración, pero
tras el hundimiento de la sociedad, las ventajas de la conversión desaparecieron
UN NIÑO EN VIENA 31
incluso para las familias conversas, y además, los Griin nunca habían pretendido
llegar tan alto. Los judíos vieneses tampoco podían considerarse a sí mismos ale-
manes practicantes (o no practicantes) de una determinada religión. Ni siquiera
podían soñar con escapar a su destino de ser una etnia entre muchas. Nadie les
ofrecía la posibilidad de pertenecer a «la nación», porque no la había. En la mi-
tad austríaca de los dominios del emperador Francisco José, a diferencia de la mi-
tad húngara, no existía un «país» único habitado por un «pueblo» único teórica-
mente identificado con él. En tales circunstancias, para un judío el ser «alemán»
no era un proyecto nacional o político, sino cultural. Significaba abandonar el
atraso y el aislamiento que representaban los shtetls y los shuls* y entrar a formar
parte del mundo moderno. Hace mucho tiempo, los cabezas de familia de la ciu-
dad de Brody, en Galitzia, el ochenta por ciento de cuya población era judía, ha-
bían solicitado al emperador que permitiera que fuera el alemán la lengua utiliza-
da en los colegios para la enseñanza, no porque los ciudadanos emancipados de
Brody quisieran convertirse en teutones bebedores de cerveza, sino porque no
querían ser como los hasidim con sus wunderrabbis milagreros de carácter here-
ditario o como los yeshiva-bokhers** explicando el Talmud en yiddish. Y por
este motivo los judíos vieneses de clase media, cuyos padres o abuelos habían in-
migrado desde el interior de Polonia, Chequia y Hungría, se desmarcaron de for-
ma tan patente de los judíos del este.
No es una casualidad que el sionismo moderno fuera inventado por un perio-
dista vienés. Todos los judíos de Viena sabían, al menos desde la década de 1890,
que vivían en un mundo de antisemitas e incluso en el de un antisemitismo po-
tencialmente peligroso que andaba suelto por las calles. «Gottlob kein Jud»
(«Gracias a Dios que no era judío») es la reacción inmediata de un transeúnte (ju-
dío) ante las voces de los vendedores de periódicos del Ring de Viena, que anun-
cian el asesinato del archiduque Francisco Fernando, en la escena inicial de la
maravillosa obra de Karl Kraus, Los últimos días de la humanidad. Había inclu-
so menos motivos para ser optimista en la década de los veinte. La mayoría de la
gente no tenía la menor duda de que el Partido Socialcristiano en el poder seguía
siendo tan antisemita como su fundador, el celebérrimo alcalde de Viena, Karl
Lueger. Y todavía recuerdo la perplejidad con la que recibieron mis padres en
1930 —yo no tenía aún trece años— la noticia de los resultados de las elecciones
al Reichstag alemán, que convirtieron a los nacionalsocialistas de Hitler en el se-
gundo partido más votado. Eran conscientes de lo que aquello significaba. En re-
sumidas cuentas, simplemente no había modo de olvidar que uno era judío, aun-
que no puedo recordar ningún tipo de antisemitismo contra mi persona, pues mi
nacionalidad inglesa me revestía, al menos en la escuela, de una identidad que
alejaba cualquier interés por indagar en mi condición de judío. Mi condición de
británico probablemente también me inmunizara, por fortuna, frente a la tenta-
ción de caer en el nacionalismo judío, a pesar de que entre los jóvenes de Cen-
* Shtetls es un término yiddish para designar las pequeñas unidades en las que vivía la mayor
parte de los judíos de la Europa oriental. Shuls significa «sinagogas». (N. del 1.)
** Veshiva-bokher es el alumno de las escuelas religiosas que dedica todo su tiempo al estudio y
comentario de los textos religiosos. (N. del t.)
2 AÑOS INTERESANTES
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Capítulo 3
TIEMPOS DIFÍCILES
Quizá sea éste el momento en que un hijo deba afrontar la difícil tarea de es-
eribir sobre su padre.
En mi caso esa tarea es mucho más difícil de lo habitual, pues no tengo prác-
ticamente ningún recuerdo suyo, que es como decir que de forma deliberada he
TIEMPOS DIFÍCILES 57
preferido olvidar casi todo lo que pudiera recordar. Sé cuál era su aspecto, un
hombre vigoroso, de mediana estatura, con quevedos, cabello negro peinado con
una crencha en medio y una frente surcada de arrugas horizontales, pero puede
ser que incluso esta impresión se deba más a las fotografías que a mi propia me-
moria. En el álbum mental de mi infancia está plasmado en apenas media docena
de imágenes, todas ellas, creo, pertenecientes a los años que pasamos en Ober St.
Veit: papá vestido con un traje de tweed (tejido poco habitual en Viena); papá lle-
vándome a un partido de fútbol de aficionados; yo haciendo de su recogepelotas
durante unas partidas de tenis a dobles mixtos en una cancha situada entre nues-
tra casa y el Lainzer Tiergarten, el antiguo coto imperial de caza; papá entonan-
do canciones del teatro inglés de variedades; una escena corta pero muy precisa
en la que paseamos los dos juntos por las colinas de las cercanías. Y luego un par
de ellas menos agradables: papá intentando —naturalmente sin conseguirlo—
enseñarme a boxear (no insistió demasiado en ello); y otra mucho más concreta,
en el jardín de la Einsiedeleigasse, en la que papá se enfurece mucho. Yo debía
de estar en los últimos años de primaria, tenía entre nueve y diez años. Me pidió
que trajera un martillo para clavar no sé qué clavo, probablemente uno que se ha-
bía caído de alguna tumbona. Por aquel entonces yo sentía una gran pasión por la
prehistoria, quizá porque estaba a mitad de lectura del primer volumen de la tri-
logía Die Hóhlenkinder (Los niños de las cuevas) de un tal Sonnleitner, en la que
dos Robinson Crusoe, una pareja de niños huérfanos (sin parentesco entre sí),
crecen en un valle alpino inaccesible y reproducen los distintos estadios del hom-
“bre prehistórico, desde el Paleolítico hasta algo parecido a la vida rústica en Aus-
tria. Como estaban reviviendo la Edad de Piedra, yo había fabricado un martillo
propio de esa era, con la cabeza primorosamente atada como es debido al mango
de madera. Se lo llevé y cuál no fue mi sorpresa al ver su furiosa reacción. Siem-
pre me han dicho que solía tener muy poca paciencia conmigo, pero si es así,
como es probable que fuera, lo he borrado de mi mente. Sólo tengo un recuerdo
suyo relacionado con el trabajo. Un día trajo a casa un aparato que estaba ven-
diendo sin ningún éxito (como era habitual), un letrero para tiendas en el que una
palabra luminosa —debía de ser el nombre de un producto o de un cliente— podía
verse desde la calle como si estuviera reflejada en un espejo. Quizá quería hablar
de las posibilidades de su venta con alguien que viniera a vernos, seguramente
con su hermano; pues si tuvo algún amigo vienés, desde luego no me acuerdo de él.
Tampoco puedo evocarlo a través del recuerdo de los demás. Se contaban
anécdotas acerca de él y sus años de juventud en Londres y en Egipto, la mayo-
ría relacionadas con su resistencia física y su éxito entre las mujeres (aunque ja-
más he escuchado, ni por asomo, que hubiera sido infiel a su esposa). Toda fami-
lia judía del East End debía contar como mínimo con un hermano capaz de, como
solían decir, «saberse manejar» y hacer frente a los irlandeses del barrio. En la de
los Hobsbaum mi padre desempeñaba este papel; y, como los rings constituían
una posibilidad socialmente aceptada para los jóvenes humildes del East End, in-
cluidos los judíos con buenos músculos y rapidez de reflejos, pronto se convirtió
en un boxeador más que útil. Siempre compitió como amateur, pero entre los éxi-
tos más importantes en su haber se encontraban dos copas conquistadas como afi-
38 AÑOS INTERESANTES
casa alemana Tauchnitz, de venta exclusiva fuera de Gran Bretaña, y por lo tan-
to, supongo, comprados en Egipto. No recuerdo que entraran en nuestra casa de
Viena nuevos ejemplares de la citada editorial, aunque probablemente fuera de-
bido a la falta de dinero para adquirirlos. Si no me falla la memoria, eran, en su
mayoría, obras de época eduardiana y victoriana tardía, diversos relatos de Ki-
pling (pero no Kim) que leí con avidez, aunque sin entenderlo demasiado bien, al-
gunos autores menores anteriores a 1918, así como libros de viajes y aventuras,
entre los que todavía recuerdo una narración de carácter épico actualmente olvi-
dada en torno a la antigua pesca de ballenas titulada The Cruise of the Cachalot
(El crucero del cachalote). También había algunos ejemplares de tapa dura, de los
que recuerdo el libro de Wells Mr. Britling Sees It Through (Mr. Britling se en-
carga de todo). Nunca lo abrí. Había además un grueso volumen de poesía de
Tennyson muy bien encuadernado, que parecía un regalo o un premio escolar. El
legado que me dejó mi padre me vino a través de esos libros, que presumible-
mente (con o sin la ayuda de mi madre) había seleccionado o había decidido con-
servar. Quizás él mismo me leyera «The Revenge» («In Flores on the Azores Sir
Richard Grenville lay») que, junto con «The Charge of the Light Brigade», «Sun-
set and Evening Star» y, por supuesto, «The Lady of Shalott», son los únicos poe-
mas que recuerdo de aquella antología de Tennyson. De haber sido así, este he-
cho constituiría, si la memoria no me traiciona, el único contacto intelectual
directo que tuve con mi padre.
Sin embargo, todavía conservo uno de los pocos documentos que quedan de
su vida. Es un cuestionario de 1921 que aparecía en uno de los álbumes de con-
fesiones íntimas de su cuñada, una de esas series de respuestas a preguntas so-
bre uno mismo tan populares en la época, al menos en Centroeuropa. A conti-
nuación reproduzco tanto las preguntas como las respuestas. Podrían servirle
de epitafio.
¿QUÉ CUALIDAD VALORA MÁS EN UN HOMBRE?: La fuerza física.
¿QUÉ CUALIDAD VALORA MÁS EN UNA MUJER?: La virtud.
¿QUÉ ES PARA VD. LA FELICIDAD?: Tener todos los deseos cumplidos.
¿QUÉ ES PARA VD. LA INFELICIDAD?: La mala suerte.
¿PARA QUÉ CREE QUE VALE Y PARA QUÉ NO?: Dejar pasar las buenas ocasiones. Coger-
las al vuelo.
¿CUÁL ES SU CIENCIA FAVORITA?: Ninguna.
¿QUÉ TENDENCIA ARTÍSTICA PREFIERE?: La moderna.
¿QUÉ VIDA SOCIAL PREFIERE?: Mi familia.
¿QUÉ ES LO QUE MÁS DETESTA?: La sociedad moderna.
¿CUÁLES SON SU ESCRITOR Y SU COMPOSITOR FAVORITOS?:
¿CUÁL ES SU LIBRO Y SU INSTRUMENTO MUSICAL FAVORITO?: El piano.
¿CUÁL ES SU HÉROE HISTÓRICO O DE FICCIÓN FAVORITO?: El conde de Warwick.
¿CUÁL ES SU FLOR Y SU COLOR FAVORITO?: La rosa.
¿CUÁL ES SU PLATO Y SU BEBIDA FAVORITA?:
¿CUÁL ES SU NOMBRE FAVORITO?:
¿CUÁL ES SU DEPORTE FAVORITO?: El boxeo.
¿CUÁL ES SU JUEGO FAVORITO?: El bridge.
¿QUÉ TIPO DE VIDA LLEVA?: Tranquila.
40 AÑOS INTERESANTES
dia solían idealizar Gran Bretaña, un país estable, fuerte, aburrido y sin ningún
tipo de neurosis, y evidentemente las hermanas Griin, casadas todas ellas con ciu-
dadanos británicos, no fueron menos. De todos modos, dejando el matrimonio a
un lado, mi madre era una anglófila extraordinariamente apasionada. Como le
dijo en una carta a su hermana, la sola idea de saber que la misiva que redactó
para el Sr. Rosenberg iba a llegar a Huddersfield provocaba en ella sentimientos
de nostalgia por Inglaterra. Fue ella la que se empecinó en que en nuestra casa se
hablara únicamente inglés, no sólo con mi padre, sino también con ella. Me co-
rregía al hablar e intentaba aumentar mi vocabulario más allá de las palabras bá-
sicas de una comunicación doméstica. Soñaba que un día yo llegara a trabajar en
el Indian Civil Service, o mejor aún, como me veía tan interesado por el mundo
de las aves, en el Indian Forestry Service, lo que me acercaría aún más (y de paso
a ella) al mundo de su admirado Libro de la selva.
Hasta la muerte de mi padre, los de mi madre eran sueños de un futuro leja-
no. En aquel momento surgió la oportunidad de enviarme a Inglaterra, pues su
hermana Mimi se ofrecía a invitarme a la casa de huéspedes que ella y su esposo
acababan de abrir en Lancashire, a las afueras de Southport, cerca del campo de
golf de Birkdale. Fui allí al finalizar el curso de 1928-1929. Era mi primera visi-
ta a Inglaterra y de hecho el primer viaje que emprendía solo. (Lo primero que
hizo Mimi a mi llegada fue coger el dinero que llevaba conmigo, pues, como era
habitual, el flujo de sus fondos atravesaba un período de inmovilidad.) Durante
un tiempo mi madre abrigó esperanzas de que pudiera quedarme allí de modo
permanente, diciéndome que averiguara cuándo tenía inicio el curso escolar y «si
tienes que aprender muchas cosas para poder alcanzar el nivel de los chicos de tu
edad». «Estoy ansiosa de saber qué proyectos tienes para el próximo otoño, o los
que tiene la tía Mimi para ti» decía en otra carta. «Espero por tu bien que puedas
quedarte allí, y estoy convencida de que tú lo esperas también.» Resulta imposi-
ble saber hasta qué punto consideró seriamente esa perspectiva, y es evidente que
no había ningún plan preconcebido. En cualquier caso, la posibilidad de que la
veleidosa Mimi, siempre sin blanca, con o sin su atractivo marido, por lo demás
absolutamente inútil desde el punto de vista económico, pudiera proporcionarme
una base permanente, fue siempre remotísima. Regresé a Viena al finalizar mis
vacaciones escolares.
Ya no recuerdo si quería quedarme en Inglaterra o no, ni de lo que pensaba al
respecto. El hecho de visitar el país, de que me enseñaran Londres y de conocer
al tío Harry y a la tía Bella, pero sobre todo a mi primo Ronnie —cinco años ma-
yor que yo— fue algo apasionante, aunque Southport me pareció desastroso, y la
vida en Wintersgarth, entre los huéspedes de pago, un solemne aburrimiento. De
Inglaterra, aparte del recuerdo de calles interminables de pequeñas casas de la-
drillo, amarillentas y grisáceas, que vi cuando fui a Londres, y del sorprendente
hallazgo de que la gente de Lancashire pronunciaba las vocales de una manera
muy distinta a la nuestra, traje conmigo dos grandes descubrimientos. El primero
fueron las publicaciones semanales que los chicos británicos de clase obrera leían
con tanta avidez (The Wizard, Adventure y otros títulos parecidos, muy diferen-
tes a las lecturas bien-pensant que nuestros parientes ingleses nos enviaban de
TIEMPOS DIFÍCILES 43
vez en cuando a Viena). Más que leerlos, los devoraba y disfrutaba de ellos al má-
ximo. Me gasté en su adquisición todo el dinero que me daban y me llevé conmi-
go una colección a Viena. (No eran muy caros, dos peniques cada uno, si recuer-
do bien.) Entonces no supe darme cuenta, pero la lectura de esas densas columnas
grises de aventuras y sueños fantásticos hicieron de mí, por primera vez, un ver-
dadero ciudadano británico, pues, al menos durante un período, me situaron en la
misma longitud de onda que la mayoría de muchachos británicos de mi edad.
El segundo descubrimiento fueron los Boy Scouts. Me llevaron a una reunión
internacional de escultistas que tuvo lugar cerca de Southport, y regresé, entu-
siasmado por esta organización y con un ejemplar del Escultismo para mucha-
chos de Baden-Powell, dispuesto a convertirme en uno de ellos. Al año siguiente
cumplí mi deseo en Viena, donde los Pfadfinder («escultistas») competían con
los Halcones Rojos socialdemócratas de camisa azul, en los que no ingresé di-
suadido por mi madre, pues aunque sus campamentos eran dignos de admiración,
yo era todavía demasiado joven para comprometerme con la ideología marxista
inherente a esa organización. Por lo tanto, daría mis primeros pasos en la vida pú-
blica a los catorce años lejos de cualquier auspicio revolucionario, en un desfile
de exploradores cuyos participantes eran principalmente muchachos judíos vie-
neses de clase media, oficialmente a las Órdenes del entonces presidente de Aus-
tria, un político católico a todas luces antisemita y poco relevante llamado Miklas.
Yo era un escultista entusiasta e incluso recluté a varios de mis compañeros
de clase, aunque carecía del talento suficiente para las actividades al aire libre y
la vida en grupo. Sería entre los miembros de esta organización juvenil donde en-
contrara al que iba a ser mi mejor amigo de aquellos meses comprendidos entre
la muerte de mi padre y la de mi madre. Nos mantuvimos en contacto hasta su fa-
llecimiento, pues se vio obligado a huir a Inglaterra cuando Hitler ocupó Austria,
y encontró trabajo como portero en la legación de Afganistán en Londres, donde
se quedó a vivir para convertirse en asistente sanitario. (Mi cabeza de grupo aca-
bó viviendo en Australia.) De haber habido una organización de los Boy Scouts
de Baden-Powell en Alemania, probablemente también me hubiera unido a ella
cuando me trasladé a este país a la muerte de mi madre, pero no la había, del mis-
mo modo que por aquel entonces tampoco existía —por mucho que ahora cueste
creerlo— ningún equipo alemán de fútbol con prestigio a nivel internacional. Si
había un equivalente de los Halcones Rojos austríacos era una organización mu-
cho menos interesante y estaba asociada a un partido socialdemócrata que no te-
nía nada de revolucionario. El marxismo, por lo tanto, no tenía rival.
Durante los dos años siguientes a mi regreso de Inglaterra, viví una vida se-
miindependiente curiosamente provisional. Quedarme con una abuela neurótica
y casi inválida cuando mi madre fue ingresada en el hospital estaba lógicamente
fuera de discusión. Durante unos cuantos meses me llevaron con mi tío abuelo
Viktor Friedmann y la tía Elsa, que todavía tenían al menos a una persona joven
viviendo con ellos, mi prima Herta, varios años mayor que yo. (Su otro hijo, Otto,
se había alojado con Sidney y Gretl en Berlín, por lo que en cierto modo se sen-
tían obligados en cierto modo a corresponder.) Durante el resto del curso fui y
vine regularmente de su apartamento en el Distrito Séptimo, al otro lado del cas-
44 AÑOS INTERESANTES
más convencional de las tres. Prometida con Percy a los dieciocho años de edad,
fue la primera de las tres en contraer matrimonio —al que, según sus cartas, lle-
gó virgen—, regresando a Viena después de la guerra como mujer casada, con un
hijo y a punto de volverse a quedar embarazada. Sus hermanas y muchos de sus
amigos habían vivido mientras tanto aquel hervidero de cambios y emancipa-
ción, la guerra y el período de crisis y revolución que tuvo lugar al final de la mis-
ma, solteros y sin compromiso. No es que mi madre no viviera la guerra. Duran-
te unos cuantos meses, mientras esperaba poderse desplazar a Suiza para contraer
matrimonio en el consulado británico de Zúrich, trabajó como enfermera volun-
taria en un hospital militar. Allí aprendió que a los heridos sólo se les podía cu-
brir en la cama de forma suave, sin ajustar las sábanas —posteriormente me en-
señó el truco para hacer la cama de esa forma—, e intentó comunicarse con un
soldado ruteno moribundo a través de unas frases que fue seleccionando de un li-
bro traducido de cuentos de los hermanos Grimm, cuyo texto alemán estaba fá-
cilmente al alcance de su mano. La vida en la sociedad colonial de Alejandría era
una versión exótica, pero aún reconocible, de la que había llevado en Europa has-
ta 1914. Pero en Viena, donde regresó tras cuatro años de ausencia, no sucedía lo
mismo.
En ciertos aspectos, quedó anclada de forma convencional en la mentalidad
de la clase media vienesa anterior a 1914. Como ya he señalado previamente, mi
madre encontraba prácticamente inconcebible una vida sin servicio doméstico, y
quedó asombrada al descubrir que en Inglaterra las señoras eran capaces de coci-
nar y hacer las tareas del hogar sin ningún tipo de ayuda, y seguir siendo unas se-
ñoras. Daba por supuesto que una mujer casada debía anteponer los intereses de
su esposo y de sus hijos a los suyos propios, y el hecho de que su hermana Mimi
se negara a hacerlo la dejaba estupefacta y siempre la irritó. No es que esta acti-
tud hiciera de ella una madre particularmente buena, pero sí es verdad que, tal
como coincidimos en señalar mi hermana y yo muchos años después al comparar
ciertas anotaciones de nuestra juventud, ninguna de las múltiples personas que
constituyeron o adoptaron las figuras paterna y materna en nuestras vidas encaja-
ba en el papel por su talento o su experiencia. Ninguno supo hacerlo verdadera-
mente bien, ni había motivo para esperar que lo hiciera. Sus padres tampoco ha-
bían sabido hacerlo. Mi madre no se lanzó de cabeza a las nuevas modas del
mundo, aunque al final las siguió. No se cortó su melena hasta 1924 o 1925, y se
sintió muy decepcionada cuando nadie pareció darse cuenta de ello.
La vida en Viena hizo muy pocas concesiones a alguien que (según confesa-
ba en su diario) afirmaba que para ella la felicidad consistía en «mirar el fuego de
la chimenea, sin aspirar a nada más» y que manifestaba que su libro favorito era
Los cuentos de Andersen. No considero que fuera un ama de casa eficiente ni en-
tusiasta, ni tampoco una gran administradora, aunque, al parecer, le divertía con-
feccionar vestidos y le gustaban incluso las continuas modificaciones y retoques
necesarios para adaptar la ropa vieja a un nuevo uso o a sus hijos en constante
crecimiento, circunstancia que se hizo necesaria debido al escaso presupuesto fa-
miliar. Había veces que se declaraba en huelga contra la lucha constante de llegar
a fin de mes. «Fui al centro y entré en un café, y me dije “apres moi”...», anotó un
46 AÑOS INTERESANTES
señalando las Christian Science Scriptures de Mary Baker Eddy, regalo de al-
guien que había venido a visitarla. «Quizás esa fe, de haberla tenido, me habría
sido de más ayuda que los médicos —recuerdo que me dijo un día—, pero no la
tengo.» Poco antes de morir, sin embargo, creyó sentir una mejoría, pensó inclu-
so que quizá se curaba. Me han dicho que esto es siempre un signo fiable de que
el final está al caer.
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Capítulo 4
Cuando en 1960 regresé a Viena por primera vez tras casi treinta años de au-
sencia, nada parecía haber cambiado. Las casas en las que habíamos vivido y las
escuelas a las que habíamos asistido seguían allí, aunque ahora parecían más pe-
queñas, las calles eran perfectamente reconocibles, incluso los tranvías circula-
ban con sus viejos números y letras por los mismos itinerarios. El pasado estaba
presente físicamente. Pero en Berlín no era así. La primera vez que regresé a esa
ciudad, me planté ante lo que debía ser la casa en la que habíamos vivido, en la
Aschaffenburgerstrasse en Wilmersdorf. Sobre el plano la calle aún iba desde
la Prager Platz hasta la Bayrischer Platz. La Barbarossastrasse debía dar comien-
zo precisamente frente a la puerta principal del edificio de nuestro antiguo apar-
tamento, y llevar directamente a la escuela en la que estudiaba mi hermana. Pero
ya nada era así. Ahora había casas, pero no las reconocía. Como si me encontra-
ra en una de esas pesadillas en las que uno se halla desorientado y desplazado, no
sólo no era capaz de identificar nada en aquel lugar, sino que ni siquiera sabía en
qué dirección mirar para orientarme y evocar mis recuerdos. El edificio en ruinas
de mi antigua escuela seguía presente físicamente en la Grunewaldstrasse, pero la
escuela propiamente dicha no había sobrevivido a la guerra. El lugar en el que es-
taba ubicado el despacho de mi tío en el centro de la ciudad ni siquiera aparecía
en el plano, pues toda la zona situada alrededor de Leipziger Platz y de Potsda-
mer Platz, una tierra de nadie arrasada por los bombardeos entre los sectores
oriental y occidental, ni siquiera había sido conceptualmente restaurada desde
que finalizara la guerra. En Berlín, el pasado físico había sido barrido por las
bombas de la Segunda Guerra Mundial. En el terreno ideológico, ninguna de las dos
Alemanias de la Guerra Fría, ni la Alemania reunificada de la década de los no-
venta se preocuparon en llevar a cabo su restauración. La capital de la nueva «Re-
pública de Berlín», un escaparate subvencionado de los valores de prosperidad y
libertad lo mismo que el Berlín Occidental durante la Guerra Fría, es un invento
arquitectónico. La República Democrática Alemana no se distinguía por su capa-
cidad constructora —su obra más ambiciosa, aparte de la Stalinallee, fue el Muro
de Berlín—, ni por su preocupación restauradora, aunque arquitectónicamente
DY AÑOS INTERESANTES
hizo todo lo que pudo con el hermoso casco antiguo prusiano de la ciudad, que el
azar hizo que cayera dentro de su territorio. De ese modo la ciudad en la que pasé
los dos años más decisivos de mi vida sólo sigue viva en mi recuerdo.
No es que el Berlín de los últimos años de la República de Weimar fuera ar-
quitectónicamente digno de mención. Era una ciudad en plena expansión, típica
del siglo xix, esto es, caracterizada esencialmente por la pesadez del estilo victo-
riano tardío (lo que en alemán se califica de «guillermino»), pero sin el aire im-
perial y la coherencia urbana de la Viena de la Ringstrasse, o del trazado de Bu-
dapest. Era heredera de una forma de crecimiento de estilo neoclásico bastante
logrado, pero en su mayor parte estaba formada, en la zona oriental marcada-
mente proletaria —Berlín era un centro industrial—, por los infinitos patios de los
gigantescos «cuarteles de alquiler» (Mietskasernen) en calles despobladas de ár-
boles, y en la occidental, mucho más verde y típica de la clase media, por edifi-
cios de pisos más ornamentados y (evidentemente) más confortables. La Berlín
de Weimar seguía siendo en esencia la Berlín de Guillermo II, la cual, prescin-
diendo de sus dimensiones, era probablemente la capital menos distinguida de la
Europa no balcánica, aparte quizá de Madrid. En cualquier caso, los adolescentes
intelectuales difícilmente se habrían dejado impresionar por los esfuerzos impe-
riales de llevar a cabo construcciones memorables, como por ejemplo el Reich-
stag y la vecina Siegesallee, una ridícula avenida con treinta y dos soberanos de
la casa de Hohenzollern inmortalizados en sendas estatuas, todas ellas símbolo de
gran gloria militar y —lo que era fuente de un sinfín de chistes berlineses— to-
das ellas invariablemente con un pie adelantado. Fue destruida después de la
guerra por los aliados victoriosos, aunque carentes de sentido del humor, presu-
miblemente en su afán de eliminar Prusia y todo aquello que pudiera recordárse-
la a los alemanes de la memoria colectiva a partir de 1945. Sólo ha quedado en
pie un monumento literario igualmente incongruente. Rudolf Herrnstadt, el anti-
guo editor del periódico oficial del gobierno de la Alemania del Este, expulsado
de la presidencia del Partido Socialista de la Unidad en 1953 y acusado de ser
partidario de Beria, el jefe (ejecutado) de la policía secreta soviética, fue deste-
rrado a los Archivos Estatales Prusianos. (Para ser justos con un régimen que ha
tenido con razón muy mala prensa, debemos decir que ninguno de sus militantes
acusado de traición fue ejecutado, ni siquiera en los peores años del estalinismo.)
AMí se entretuvo escribiendo un libelo extremadamente ingenioso y divertido,
Die Beine der Hohenzollern (Las piernas de los Hohenzollern), a partir de un ex-
pediente que encontró. Consistía en una colección de ensayos redactados por es-
tudiantes de secundaria, exigidos por algún maestro desesperado que pretendía
extraer una enseñanza pedagógica de una visita escolar al (entonces nuevo) mo-
numento al patriotismo prusiano. ¿En qué medida las posturas de las estatuas ex-
presan el carácter de los personajes que representan? Éste era el tema elegido para
que los alumnos escribieran sus redacciones; el éxito por el sentimiento de leal-
tad demostrado en las mismas fue tal, que el propio káiser pidió que le hicieran
llegar los trabajos y escribió comentarios en ellos de su imperial puño y letra. Era
un ejercicio muy en consonancia con el espíritu del Berlín de Weimar.
El Berlín en el que vivía la gente joven de clase media en 1931-1933 era una
BERLÍN: LA MUERTE DE LA REPÚBLICA DE WEIMAR 33
Mont Pelée—, que humean de vez en cuando dominando el paisaje de las ciuda-
des situadas a sus pies. La erupción flotaba en el aire que nos rodeaba. Desde
1930 su símbolo se había convertido en algo cada vez más familiar: la esvástica
negra dentro de un círculo blanco sobre un fondo rojo.
Es difícil para todo aquel que no haya vivido en primera persona la «Era de la
Catástrofe» del siglo xx en Europa central comprender qué significaba vivir en un
mundo del que sencillamente se esperaba que no iba a durar, en un mundo que,
en realidad, no podía ser calificado de tal, sino tan sólo de situación provisional
entre un pasado caduco y un futuro todavía por nacer, excepto, quizá, en el inte-
rior de la Rusia revolucionaria. En ningún lugar ese ambiente se hizo más palpa-
ble que en la República de Weimar en sus días de agonía.
Nadie había deseado verdaderamente el Estado de Weimar en 1918, e inclu-
so los que lo aceptaron y los que lo apoyaron activamente pensaban que se trata-
ba, como mucho, de un mal menor: mejor que una revolución social y que los
bolcheviques o los anarquistas (si eran de la derecha moderada), y mejor que el
Imperio Prusiano (si su ideología se situaba en la izquierda moderada). Nadie se
preguntaba si el régimen iba a superar las catástrofes de sus primeros cinco años
de existencia: un tratado de paz condenatorio rechazado casi unánimemente por
toda la población alemana al margen de sus tendencias políticas, golpes militares
fallidos y asesinatos terroristas por parte de la extrema derecha, intentos fallidos
de establecer repúblicas soviéticas locales e insurrecciones frustradas por parte de
la extrema izquierda, la ocupación por parte del ejército francés del corazón in-
dustrial de Alemania, y para rematar la situación, el fenómeno incomprensible
(para la mayoría de la gente), y hasta la actualidad no igualado, de la «Gran In-
flación» galopante de 1923. Durante unos pocos años, a mediados de la década
de los veinte, pareció por un breve espacio de tiempo que el sistema podría fun-
cionar. El marco se estabilizó —permaneció estable hasta el estallido de la gue-
rra y de nuevo desde 1948 hasta su definitiva desaparición— al tiempo que la
economía más fuerte de Europa, una vez recuperada de la Gran Guerra, volvía a
gozar de su dinamismo, y por primera vez parecía vislumbrarse en el horizonte
una estabilidad política. Pero no consiguió, no pudo, superar el hundimiento de
Wall Street y la Gran Crisis. En 1928 la lunática ultraderecha parecía práctica-
mente extinguida. En las elecciones de ese año, el Partido Nazi de Hitler quedó
reducido al 2,5 por 100 de los votos y a doce escaños en el Reichstag, de hecho
menos que el Partido Demócrata, el más leal al sistema de Weimar, cada vez más
debilitado. Dos años más tarde los nazis volverían con 107 escaños, situándose
sólo por detrás de los socialdemócratas. Lo que quedaba de la República de Weimar
tuvo que gobernarse por decreto de emergencia. Entre el verano de 1930 y fe-
brero de 1932 el Reichstag se reunió apenas diez semanas entre unas cosas y otras.
Y a medida que el paro aumentaba, crecían irremisiblemente las fuerzas cuya ideo-
logía proponía algún tipo de solución extremista y revolucionaria: el nacional-
socialismo por la derecha y el comunismo por la izquierda. Así estaban las cosas
en Berlín cuando llegué a la ciudad en el verano de 1931.
Me reuní con Nancy y con Peter, que por aquel entonces tenía siete años de
edad, en el piso que Sidney y Gretl habían alquilado en la Aschaffenburgerstras-
56 AÑOS INTERESANTES
se a una de las tantas viudas ancianas de buena familia que se veían obligadas a
ello por las dificultades económicas que atravesaban. Apenas recuerdo nada de
ese apartamento, sólo que tenía mucha luz y que las conversaciones que mante-
nían los adultos con sus invitados durante la cena podían oírse desde la habitación
donde dormía. Sidney y Gretl tenían una vida social bastante movida, relacio-
nándose con personas que habían conocido por negocios y con parientes y ami-
gos de Viena que residían en Berlín o visitaban la ciudad, pues la pequeña y em-
pobrecida Austria del período de entreguerras era un escenario demasiado reducido
para el talento vienés. Nosotros éramos aún muy jóvenes para participar de ella.
Leíamos la Vossische Zeitung, periódico que mi tía apreciaba principalmente por
sus páginas culturales que solía recortar. Tengo recuerdos muy claros de los gran-
des cines y de los sofisticados automóviles de lujo aparcados delante (Maybachs,
Hispano-Suizas, Isotta-Fraschinis, Cords).
A los pocos días de mi llegada, el tío Sidney me encontró una plaza en el
Prinz-Heinrichs-Gymnasium, en Schóneberg, un instituto al que podía acudir
a pie, situado entre nuestro apartamento y la Barbarossaschule, el colegio de
Nancy, al que llegué a tiempo de entrar en la Obertertia (el tercer curso del insti-
tuto). A diferencia de las escuelas de secundaria de Austria o Gran Bretaña, las ale-
manas contaban sus cursos en sentido descendente, de ese modo se empezaba en
la Sexta (el sexto) y se obtenía el diploma (Abitur) y la graduación tras aprobar la
Oberprima (primero). Del total de trece años que pasé en siete centros educativos
hasta mi ingreso en Cambridge, los aproximadamente diecinueve meses que pasé
en el PHG son los que han dejado una huella más profunda en mi vida. Fue el me-
dio a través del cual experimenté lo que incluso entonces supe que sería un mo-
mento decisivo de la historia del siglo xx. Además no lo viví como niño austría-
co (aunque acababa de llegar a la pubertad durante mi último año en Viena), sino
en el período de las revelaciones de la adolescencia, cuando la pasión y el inte-
lecto descubren el mundo real por primera vez y precisamente la experiencia vi-
tal resulta inolvidable. Muchos años después un viejo amigo hizo que me encon-
trara con el entonces embajador alemán en el Reino Unido, Ginther von Hase,
quien, cuando se citó mi nombre en el transcurso de la conversación, recordó in-
mediatamente que habíamos sido compañeros de estudios. Y yo, asimismo, había
reconocido inmediatamente su nombre, asociándolo a un rostro conocido en el
aula que ambos habíamos compartido (circunstancia que tan sólo se produjo du-
rante unos cuantos meses de una larga vida, en la cual es indudable que ninguno
de los dos había pensado en el otro desde 1933). Simplemente fuimos compañe-
ros de clase, en ningún caso amigos. Pero estuvimos allí juntos, en un momento
de nuestras vidas y de la historia del que uno no puede olvidarse. Precisamente
nuestros nombres lo resucitaron. En el llano paisaje de mis años escolares, el
PHG aparece como si fuera una cadena montañosa. Pues tras mi estancia en Ber-
lín, los primeros años de mi vida en Inglaterra no guardan un interés especial.
¿Realmente fue tan importante mi escuela de Berlín como me lo parece a mí
contemplada retrospectivamente? La artillería de Weimar bombardeó desde to-
dos los ángulos a un expectante muchacho de catorce años. La escuela no me en-
señó las canciones que todavía hoy significan «Berlín» para mí (desde la Ópera
BERLÍN: LA MUERTE DE LA REPÚBLICA DE WEIMAR 57
cincuenta, año arriba año abajo). Todos tenían fuertes reminiscencias de apasio-
nado patriotismo alemán conservador. No me cabe la menor duda de que aque-
llos que no tenían ese sentimiento adoptaban una actitud discreta, aunque proba-
blemente apenas constituían una minoría. Nadie encajaba tan bien en ese prototipo
como el profesor Emil Simon, parecido a uno de los personajes del agudo dibu-
jante y pintor George Grosz, en cuyas clases de griego nos convertimos en ex-
pertos en la táctica de la diversión, preguntándole unas veces cuál habría sido la
opinión de Wilamowitz acerca de un determinado pasaje (lo que daba por lo me-
nos para diez minutos de panegírico del erudito clásico alemán más importante)
O, para estar más seguros de conseguirlo, estimulando sus recuerdos de la guerra
mundial. Esto último nos llevaba, invariablemente, a abandonar el análisis de la
Odisea de Homero para escuchar un monólogo acerca de la experiencia de un
soldado de primera línea, el deber de un oficial, la necesidad del orden después
de la guerra, la barbarie rusa, las atrocidades de la Revolución de Octubre y de la
Checa, la guardia pretoriana de Lenin formada por fusileros letones, etc., etc.,
más un recordatorio de que, contrariamente a lo que pudieran pensar los ignoran-
tes de la clase obrera, Espartaco, lejos de ser de origen proletario, había sido un
hombre de elevado estatus social antes de convertirse en esclavo. Como he podi-
do darme cuenta muchas décadas después, sus ideas constituían una versión pri-
mitiva de la tesis utilizada en los años ochenta para justificar al Tercer Reich,
principalmente la de que su aparición se hizo necesaria para la defensa de una so-
ciedad ordenada ante el avance de los bolcheviques y que, en cualquier caso, los
horrores del período de Hitler habían tenido como anticipo y fuente de inspira-
ción los horrores de la Rusia roja. Que yo sepa, Emil Simon no era un nazi, sino
sólo un alemán de talante conservador que continuamente evocaba tiempos me-
jores, como cualquier compatriota suyo cuyas intervenciones habrían podido es-
cucharse en los bares frecuentados por la clase media en torno al Stammtisch («la
tertulia»). Independientemente de nuestra ideología política, nos burlábamos de
él y nos compadecíamos de su hijo, un muchacho pálido y frágil que se sentaba
en la primera fila y cargaba con la triple responsabilidad de ser hijo de su padre,
alumno del mismo y testigo de cómo nos reíamos de su progenitor.
En cualquier caso, la vida era demasiado interesante para concentrarnos ex-
clusivamente en el trabajo escolar. Yo, por aquella época, no sacaba unas notas
particularmente brillantes. La verdad es que los profesores y, al menos este alum-
no, se comunicaban entre sí sin profundizar. No aprendí absolutamente nada en
las clases de historia que daba un profesor bajito, gordo y viejo, el Sr. Rubensohn,
al que llamábamos Tónnchen («tonelete») Rubensohn, excepto los nombres y la
cronología de todos los emperadores alemanes que ya he olvidado por completo.
Nos los hizo aprender mientras se movía deprisa entre nosotros y, señalándonos
con una regla, exclamaba: «Tú, rápido, ¿cuáles son las fechas de Enrique el Paja-
rero?» Ahora sé que esos ejercicios le debían de aburrir igual que a nosotros. En
realidad, se trataba del erudito de más renombre del colegio, autor de una mono-
grafía acerca de los cultos mistéricos de Eleusis y Samotracia, colaborador del
Pauly-Wissowa, la gran enciclopedia de la Antigitedad clásica, y reconocido pa-
pirólogo y arqueólogo desde mucho antes de la guerra. Quizás hubiera debido en-
62 AÑOS INTERESANTES
de la más mínima discrepancia en este sentido, con mis dos mejores amigos,
Ernst Wiemer y Hans-Heinz Schroeder, el poeta de la clase (murió en Rusia du-
rante la guerra). No está muy claro qué tenía en común con ellos. Lo único que
puedo apreciar es que, en la fotografía de la graduación de mi curso en 1936, eran
dos de los cuatro jóvenes que en el grupo de veintitrés alumnos y dos profesores
llevan el Abitur impreso en el cuello desabrochado de sus camisas. Y no cabe la
menor duda de que no era por razones políticas. Mientras que uno de ellos quizá
no fuera en realidad nacionalista, nuestro tema de interés común era la poesía ab-
surda de Christian Morgenstern y el mundo en general. En cuanto al otro, yo no
estaba en desacuerdo con su admiración, típicamente prusiana, por Federico el
Grande, quien seguramente quizá sea digno de admiración por otros motivos,
pero desde luego yo no compartía los criterios que empujaban a mi amigo a co-
leccionar soldados en miniatura de sus ejércitos.
En resumen, si tuviera que hacer el experimento mental de trasladar al niño
que yo era por aquel entonces a otra época o lugar —por ejemplo, a la Inglaterra
de los años cincuenta o a los Estados Unidos de los ochenta—, difícilmente po-
dría imaginármelo arrojándose, como hice yo, a un compromiso apasionado con
la revolución mundial.
Y sin embargo, el simple hecho de imaginar esa transposición demuestra cuán
impensable resultaba en el Berlín de 1931-1933. De hecho, ha sido imaginada.
Fred Uhlman, pocos años mayor que yo cuando abandonó Alemania, abogado re-
fugiado que se dedicó a pintar escenas tristes del inhóspito paisaje galés, escribió
un relato cuasiautobiográfico, que posteriormente se llevó a la gran pantalla (con
el título de Reunion), acerca del impacto dramático que tuvo el nuevo régimen de
Hitler sobre la amistad escolar entre un niño judío no consciente del cataclismo
que se avecinaba y su compañero de clase «ario» perteneciente a la aristocracia,
en un instituto del sur de Alemania no muy distinto al mío. Quizá Stuttgart fuera
un escenario posible para una historia así, pero en la atmósfera de crisis que se res-
piraba en el Berlín de 1931-1933 era inconcebible un grado de inocencia política
semejante. Vivíamos en el Titanic, y todo el mundo sabía que iba a chocar contra
el iceberg. La única incertidumbre era qué iba a ocurrir cuando eso sucediera.
¿Quién traería un barco nuevo? Resultaba imposible mantenerse al margen de la
política. ¿Pero cómo iba la gente a dar su apoyo a los partidos de la República de
Weimar que ni siquiera sabían ya tripular los botes salvavidas? Dichos partidos
quedaron totalmente al margen de las elecciones presidenciales de 1932 que se
disputaron entre Hitler y el candidato comunista, Ernst Thálmann, y el anciano
mariscal de campo imperial, Hindenburg, que recibió el apoyo de todos los no co-
munistas por considerar que era la única alternativa capaz de detener la ascensión
de Hitler al poder. (A los pocos meses se vio obligado a pedir a Hitler que forma-
ra gobierno.) Pero a los ojos de alguien como yo, realmente sólo cabía una elec-
ción. El nacionalismo alemán, tanto en la forma tradicional del PHG como en la
del nacionalsocialismo de Hitler, no era una opción para un Englánder y además
judío, aunque puedo entender por qué atrajo a quienes no eran ninguna de las dos
cosas. ¿Qué quedaba, excepto el comunismo, sobre todo para un muchacho que
cuando llegó a Alemania ya se sentía sentimentalmente abocado a la izquierda?
64 AÑOS INTERESANTES
Sospecho que no había un proyecto firme de quedarse, pues de haber sido así toda
la familia se hubiera trasladado. Fuese como fuese, a Nancy y a mí nos dejaron
mientras tanto en Berlín para seguir con nuestros estudios hasta que el panorama
se aclarara. Fue el final de nuestra estancia en la casa nueva con jardín de Lich-
terfelde, una zona residencial de clase media-alta a la que nos habíamos traslada-
do desde la Aschaffenburgerstrasse y en la que teníamos como vecino a un per-
sonaje del mundo de la música que disfrutaba del lujo de una pequeña piscina
privada. Nancy y yo nos fuimos a vivir con la tercera de las hermanas Griin, nues-
tra peripatética tía Mimi, cuya vida la había llevado, tras una retahíla de varios
negocios fallidos en ciudades inglesas de provincia («Tenemos demasiadas pocas
deudas para sacar provecho de una situación legal de bancarrota y debemos se-
guir tirando»),* a un apartamento subarrendado junto a las vías del tren en Ha-
lensee, un distrito de Berlín situado al final del Kurfiirstendamm. Como de cos-
tumbre, en ese piso tenía realquilados, y a los que eran ingleses les ofrecía clases
de alemán. Allí pasamos nuestros últimos meses en Berlín y vivimos la ascensión
del Tercer Reich.
Probablemente fue la única vez de nuestra vida que mi hermana Nancy y yo
nos encontramos viviendo fuera de un entorno familiar, pues Mimi, que siempre
vivía al día y en cualquier caso no estaba acostumbrada a los niños —nunca tuvo
hijos—, difícilmente podía ofrecerlo. Sólo puedo hacer suposiciones de cómo
afectó a Nancy la ausencia de una figura con autoridad paterna efectiva y real du-
rante aquellos últimos meses en Berlín, pero estoy bastante seguro de que mis ac-
tividades políticas se habrían visto mucho más restringidas si Sidney y Gretl hu-
bieran estado con nosotros. Como era tres años y medio mayor que mi hermana, me
sentía responsable de ella. Ahora no había nadie más. Hasta entonces nunca me ha-
bía preocupado de cómo ella iba a la escuela, sólo de mi trauma cotidiano de te-
ner que pedalear a diario desde Lichterfelde al instituto en una bicicleta de la que
me sentía tan avergonzado como únicamente un adolescente puede figurarse,
precisamente el regalo que me hizo mi madre antes de morir, aquella bicicleta de
segunda mano repintada de negro y con el cuadro abollado. (Solía llegar media
hora antes al alpende donde se dejaban las bicicletas y me iba a escondidas más
tarde, temiendo ser visto por los demás montado en aquel trasto.) Ahora, sin em-
bargo, íbamos y veníamos juntos de la escuela, pues Halensee estaba bastante lejos
de Wilmersdorf (el PHG y la Barbarossaschule eran prácticamente colindantes).
Probablemente fuéramos en tranvía, pero sólo me acuerdo de las interminables
caminatas que tuvimos que hacer durante la dramática huelga de transporte pú-
blico de cuatro días que tuvo lugar en Berlín a comienzos de noviembre. Éramos
dos adolescentes solos por la calle. Cuando Nancy cumplió los doce, sentí que mi
deber era «iluminarla» (como diría un proverbio alemán), esto es, explicarle de-
terminadas cosas de la vida que decía no conocer. Probablemente fuera demasia-
do educada para confesarme que ya las sabía, al menos aquellas concernientes al
período femenino que eran entonces de importancia primordial para una mucha-
cha que entraba en la pubertad. De todos modos, no puedo afirmar que esos me-
ses nos unieran más de lo que puedan estarlo dos hermanos que han pasado por
las mismas experiencias traumáticas. Teníamos muy poco en común aparte de
66 AÑOS INTERESANTES
davía lo conservo en su sencilla tapa dura color sepia, diseñada por John Heart-
field, y en una de sus guardas aún se lee una cita (obviamente en alemán) de El
izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo de Lenin, escrita de mi puño y
letra. Junto con el opúsculo maltrecho de Unter roten Fahnen: Kampflieder, en el
que aparecen las letras de algunas canciones revolucionarias, constituye el testi-
monio más antiguo de mi compromiso político.
Rolf Leder era un joven que se sentía fuera de lugar en el ambiente burgués
de nuestra escuela. Según manifiesta en su biografía, se unió a las Juventudes Co-
munistas en la calle apenas un año antes de que me reclutara a mí, y se sentía or-
gulloso de haberse ganado la aceptación en los ambientes callejeros de los jóve-
nes rojos de clase obrera de Berlín por «haber dado prueba de su valor» en aquellos
«tiempos de guerra civil latente» durante los enfrentamientos que se producían
entre sus camaradas y la policía y los camisas pardas de las SA.' Sin embargo, no
me propuso entrar en el KJV, sino en una organización decididamente menos
proletaria, el Sozialistischer Schiillerbund (SSB), especialmente constituida para
acoger a estudiantes de secundaria. Así lo hice, y él siguió su camino. Tras mi
marcha de Berlín no volví a verlo más. Murió en 1996.
No obstante, nuestras vidas quedarían curiosamente entrelazadas. Muchos
años más tarde, en una obra sobre escritores y comunismo editada en Alemania
Occidental, descubrí para mi sorpresa que un miembro bastante prominente del
mundillo literario de la República Alemana, el poeta Stephan Hermlin, se llama-
ba en realidad Rudolf Leder. Según me enteré cuando leí su autobiografía, había
permanecido en Alemania de forma ilegal, rechazando la oferta de su familia de
enviarlo a Cambridge y siendo encarcelado durante algunos meses en un campo
de concentración. En 1935 había estado en Francia y, tras luchar en España y pos-
teriormente en la Resistencia francesa, regresó a la zona de ocupación soviética
en 1946 y tuvo una distinguida carrera literaria en la que luego sería la RDA. Por
lo que he leído de su obra creo que era un poeta bueno, pero no sobresaliente, y
que posiblemente fuese mejor traductor y adaptador de otros autores. Sus breves
memorias, Abendlicht, llenas de alusiones, son muy apreciadas. Por otro lado,
como figura prominente que era del mundo cultural de un régimen rudo y autori-
tario, actuó siempre bien, protestando y protegiendo a la gente, y utilizando su
amistad con Honecker contra la Stasi (policía secreta). Éste es un ejemplo en el
que el viejo dicho alemán Guter Mensch, schlechter Musikant («Buena persona,
mal músico») debe ser interpretado no como una denigración del artista, sino
como una forma de elogio del hombre público. Le escribí una carta, presumible-
mente a la dirección del Sindicato de Escritores, para preguntarle si se trataba del
mismo Leder que yo había conocido, y recibí una lacónica contestación, dicien-
do que era él, pero que no conseguía acordarse de mí. Tampoco reaccionó des-
pués, cuando unos amigos de Berlín le hablaron de mí. Sin embargo, esa breve re-
lación en 1932 entre dos estudiantes de Berlín, que de distinta manera y en
diferentes países habrían de convertirse en personajes conocidos de la izquierda
cultural, parece haber fascinado a periodistas y lectores de la Alemania Oriental
después de 1989. En todo caso, me han preguntado muchas veces al respecto.
Hay una secuela curiosa relacionada con el episodio de Rudolf Leder. Poco
BERLÍN: MARRÓN Y ROJA 69
* Palmiro Togliatti, líder comunista italiano, representó un ejemplo de cuán absurdas eran esas
ideas cuando en 1933 tuvo que someterse a una «autocrítica» por haber manifestado que, al menos en
la Italia de Mussolini, no cabía decir que la socialdemocracia constituía «el peligro principal».
BERLÍN: MARRÓN Y ROJA 73
frío gélido —los inviernos de Berlín son muy duros—, entre los edificios en pe-
numbra (¿y policías?) a lo largo de las heladas calles oscuras. No recuerdo que
hubiera banderas rojas ni pancartas, pero si había alguna —y probablemente así
fuera— se encontraban perdidas en la masa gris que conformaban los manifes-
tantes. Lo que recuerdo es que cantábamos con intervalos de silencio abrumador.
Cantábamos —todavía conservo el maltrecho opúsculo con las letras de las can-
ciones y una señal junto a mis favoritas— la Internacional, la canción de guerra
del campesino Des Geyers schwarzer Haufen, el emotivo canto fúnebre de Der
kleine Trompeter, que (según tengo entendido) quería que tocaran en su funeral
el líder de la RDA, Erich Honecker, Dem Morgenrot entgegen, el himno de la
Aviación Roja Soviética, Der rote Wedding de Hanns Eisler, y el lento, solemne
y sagrado Bruder zur Sonne zur Freiheit. Estábamos hechos los unos para los
otros. Regresé a mi casa en Halensee como si estuviera en trance. Cuando desde
mi aislamiento en Gran Bretaña dos años más tarde reflexioné sobre la base de mi
comunismo, este sentimiento de «éxtasis en masa» (Massenekstase, pues escribía
mi diario en alemán) era uno de los cinco componentes del mismo (junto con la
compasión por los explotados, el atractivo estético de un sistema intelectual glo-
bal y perfecto, el «materialismo dialéctico», cierta dosis de la visión que tenía
Blake de la nueva Jerusalén y una buena dosis de antizafiedad intelectual).* Pero
en enero de 1933 yo no analizaba mis convicciones.
Cinco días después Hitler fue nombrado canciller. Ya he descrito la expe-
riencia que supuso leer los titulares de los periódicos mientras regresaba de la es-
cuela con mi hermana. Todavía puedo ver aquella escena, como en un sueño. Ac-
tualmente se sabe que se opuso a la propuesta de los conservadores de ilegalizar
inmediatamente el Partido Comunista, en parte porque podría haber provocado
que el Partido apelara desesperadamente a la resistencia popular, pero principal-
mente porque así reforzaba el argumento nazi de que sólo sus fuerzas paramilita-
res, las SA, protegían al país de los bolcheviques, y de paso para imprimir un ca-
rácter nacional en lugar de partidista a la enorme manifestación nazi que tuvo
lugar el día que le fue transferido el poder. (Es imposible imaginar que nadie, ni
ellos mismos, se tomara en serio la convocatoria de huelga general que, según la
jefatura del KPD, había hecho el 30 de enero, probablemente para que figurara en
los anales que no se había dado por vencida sin llevar a cabo ninguna demostra-
ción.) En realidad, las SA y las SS (ésta por aquel entonces mucho menos impor-
tante) fueron autorizadas muy pronto a actuar como policía auxiliar, y ambas em-
pezaron a organizar sus propios campos de concentración (sin haber obtenido
todavía la autorización oficial del Estado).
El nuevo Gobierno, con el fin de evitar que el Reichstag o cualquiera de sus
miembros tuviera la más mínima posibilidad de expresar su opinión, lo disolvió
inmediatamente y convocó nuevas elecciones para la primera jornada en que
constitucionalmente fuera posible realizarlas, el 5 de marzo. Al cabo de unos días
se promulgó un decreto declarando el estado de emergencia para proteger al pue-
blo alemán, por el que se restringía la libertad de prensa y se permitía la «deten-
ción cautelar». El 24 de febrero las fuerzas paramilitares nazis de los camisas par-
das y los camisas negras pasaron a constituir una «policía auxiliar». Ese mismo
78 AÑOS INTERESANTES
día la policía tomó por asalto el cuartel general del Partido y afirmó haber encon-
trado gran cantidad de materiales que eran prueba de actividades de alta traición,
aunque en realidad no hallaron nada significativo. Tales eran las condiciones en
las que tendrían lugar las últimas elecciones oficialmente libres con pluralidad de
partidos de la República de Weimar. Y además, a menos de una semana de las vo-
taciones, se metería inesperadamente un comodín en la baraja amañada con la
que se hacía jugar a la oposición. La noche del 27 de febrero el edificio del Reichs-
tag fue pasto de las llamas. Fuera quien fuese el que provocara el incendio, los na-
zis explotaron inmediatamente el suceso hasta tales extremos que la mayoría de
los antifascistas empezaron a pensar que ellos mismos habían sido los causantes
del fuego.* Al día siguiente se publicó un decreto de estado de excepción por el
que se suspendía la libertad de expresión, de asociación y de prensa, así como la
privacidad de los servicios de teléfono y de correos. Por añadidura, el decreto
también concedía autonomía a los Lánder por orden del Gobierno del Reich para
intervenir con el fin de restaurar el orden. Góring ya había empezado a acorralar
a los comunistas y a otros indeseables. Eran arrastrados a cárceles improvisadas,
golpeados, torturados y en algunos casos incluso asesinados. En abril había
25.000 personas sometidas a «detención cautelar» sólo en Prusia.
La reacción inmediata del SSB, o al menos la de mi célula, fue llevar la mul-
ticopista a casa de mi tía. Quisiera creer que fue la misma con la que se tiraron los
últimos números del Schulkampf. Los camaradas decidieron que, como yo era
súbdito británico, corría menos riesgos; O quizá que era menos probable que la
policía llevara a cabo una redada en nuestro apartamento. La tuve escondida de-
bajo de mi cama durante unas semanas. Era una caja marrón de madera más bien
grande, y que actualmente se consideraría antediluviana, en la que debían colo-
carse las plantillas con los textos sobre una superficie permeable impregnada de
tinta, y en la que cada página debía imprimirse por separado. Posteriormente vino
alguien a recogerla. Me parece que mientras la tuve en casa no se imprimió nada
con ella, pues de haberlo hecho, incluso mi tía, a la que tan poco le importaba el
cuidado de la casa, habría protestado por las manchas de tinta que irremisible-
mente se habrían esparcido por mi dormitorio. Así funcionaba esa máquina.
Es probable que para la producción de los panfletos que se utilizaron durante
la campaña electoral emplearan una imprenta más compleja. Creo que mi partici-
pación en esa campaña fue la primera labor verdaderamente política que llevé a
cabo. Supuso también mi introducción a una experiencia característica del movi-
miento comunista: el cumplimiento de una tarea imposible y peligrosa porque el
Partido así lo ordena. Es cierto, nuestro deseo era colaborar en la campaña en
cualquier caso, pero, vista la situación, hicimos lo que hicimos como prueba de
nuestra devoción al comunismo, esto es, al Partido. Hasta tal punto que, hallán-
dome una vez solo en un tranvía con dos hombres de la SA, y asustado como es
* En el momento de escribir estas líneas, la opinión generalizada entre los historiadores sigue
siendo que el incendio fue provocado por un joven izquierdista holandés en un acto de protesta para
llamar la atención con la esperanza de que los obreros reaccionaran y se movilizaran, y no por un acto
de sabotaje por parte de los nazis.
BERLÍN: MARRÓN Y ROJA 79
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Capítulo 6
EN INGLATERRA
Lo que más me sorprendió cuando llegué a Inglaterra fueron las increíbles di-
mensiones de Londres, por aquel entonces la ciudad más grande del mundo occi-
dental, un gigantesco pulpo informe de calles y edificios que extendía sus ten-
táculos más allá de sus límites. Incluso después de setenta años de vida en una
gran ciudad, las dimensiones y la incoherencia de esta metrópoli siguen asom-
brándome. Durante mis primeros años en Gran Bretaña nunca dejé de quedarme
pasmado ante las distancias que recorría por rutina: en bicicleta, de norte a sur,
cuando ¡iba al colegio en Marylebone desde las colinas del Crystal Palace, y pos-
teriormente desde Edgware; en coche, de este a oeste, cuando mi tío hacía el tra-
yecto entre Ilford y Isleworth, viendo siempre hileras de edificios a mi alrededor.
La familia Hobsbaum tenía que encontrar un sitio donde establecerse en al-
gún lugar entre esas «veinte mil calles bajo el cielo» (como el ingenioso escritor
comunista, aunque por desgracia alcohólico, Patrick Hamilton, tituló su novela
sobre Londres de los años treinta). Éramos súbditos del rey Jorge V y, por lo tan-
to —como todavía me veo obligado a recordar a algunos periodistas y reporteros
que me entrevistan—, no éramos en absoluto refugiados o víctimas del nacional-
socialismo. Sin embargo, en todos los demás aspectos éramos inmigrantes de Eu-
ropa central, aunque provisionales —pues no hicimos traer nuestras pertenencias
del guardamuebles de Berlín hasta 1935—, en un país que era totalmente desco-
nocido para todos nosotros, excepto para el tío Sidney, quien tampoco había resi-
dido allí desde la Gran Guerra. Aparte de algunos parientes, no conocíamos ni a
un alma. Ni siquiera éramos unos antiguos emigrantes que regresaban a su país
natal, pues la situación futura de los Hobsbaum seguía siendo tan poco clara
como lo había sido hasta 1933. Después de la etapa berlinesa, el primer lugar
donde toda la familia pudo reunirse en la primavera de 1933 fue en la sede de una
de las múltiples incursiones de Mimi en el mundo de las casas de huéspedes, esta
vez en Folkestone. Podía haber pasado por una más de las escalas transitorias en
las infinitas migraciones de los desarraigados del siglo xx. Una señora alemana
refugiada expresaba incidentalmente su aprecio por el encanto y el físico de un
82 AÑOS INTERESANTES
adolescente suizo, que obviamente estaba a punto de ingresar en una escuela in-
glesa. Un refugiado alemán de mi edad, en tránsito a un campo de aprendizaje
agrícola sionista, trató de enseñarme un poco de yudo. Un personaje gris de la
zona de los Cárpatos, un tal Salo Flohr, que se había quedado colgado por la ne-
gativa de Alejine a aceptar su desafío para el título mundial de campeón de aje-
drez, solía practicar este deporte con el tío Sidney a la espera de poder viajar a
Moscú para enfrentarse con el campeón soviético Mijail Botvinnik. Flohr nunca
conseguiría ser el número uno, pero se convertiría en una figura conocida del
mundo del ajedrez soviético y, presumiblemente en uno de los pocos para quien
la emigración a la Rusia de Stalin en los años treinta no resultaría un desastre. Fue
allí donde, durante las mañanas de sol tendido en el césped, descubrí la poesía lí-
rica inglesa a través del Golden Treasury y leí por primera vez la obra de Lewis
Carroll A través del espejo. Pues, tras haber ingresado en un colegio de Londres,
fui a pasar unas semanas con toda la familia a Folkestone, mientras me prepara-
ba para el examen de la «London Matriculation»* en materias desconocidas o ex-
trañas para mí, y que debía llevarse a cabo en una lengua que apenas había utili-
zado fuera del seno familiar.
En realidad, excepto para mí y para la indómita tía Mimi, el traslado a Ingla-
terra en 1933 resultó ser uno más de los muchos intentos fallidos de los Hobs-
baum-Grún de encontrar una isla donde varar en medio de las aguas tempestuo-
sas del mundo de entreguerras. Gretl murió en 1936 a una edad un poco más
avanzada que mi madre, pero todavía sin haber cumplido los cuarenta. En 1939,
después de unos cuantos años de estabilidad con altibajos, Sidney, que a la sazón
ya había alcanzado los cincuenta, se dio por vencido y cedió en su empeño de ins-
talarse en Inglaterra para emigrar a Chile, llevándose consigo a Nancy y a Peter.
Santiago, ciudad en la que volvió a casarse, se convirtió en su hogar. Nancy, cuya
vida empezó realmente en Sudamérica con la guerra, regresó a Inglaterra con su
marido, Victor Marchesi, en 1946, pero como esposa de un oficial de la Marina,
siguió llevando una vida peripatética durante algunos años a la que puso fin esta-
bleciéndose en Menorca como una jubilada inglesa más. Peter, que se graduó en
ingeniería química en Canadá, se pasó la vida ejerciendo de directivo sin patria
en una compañía petrolífera y acabó sus días en España. Parece que sólo mi fu-
turo siguió un buen derrotero cuando en 1935 decidí presentarme al examen de
ingreso en Cambridge, y lo mismo cabría decir poco después del de mi tía Mimi,
cuando se enamoró de un lugar que estaba a la venta en una zona recogida y en-
cantadora de un valle de South Down, muy cerca de Bri ghton, donde llevó a cabo
el sueño de su vida, tener un lugar de su propiedad, a saber una serie de coberti-
zos y establos que ella transformó en el Old Viena Café. Murió allí, con su desa-
fiante cabellera pelirroja, en 1975, a los ochenta y dos años de edad, dejando en
las manos de Nancy y mías la venta de su propiedad. Sería el único dinero que he-
redaríamos de los Griin o de los Hobsbaum.
No es que me sintiera como alguien que se preparaba para la que acabaría
siendo la larga existencia de un académico británico, aunque esperaba, incluso
* Examen de reválida que hacen a los 15 o 16 años los estudiantes de enseñanza media. (N. del t.)
EN INGLATERRA 83
este tema,* yo también experimenté esta revelación musical a la edad del primer
amor, entre los dieciséis y lo diecisiete años, aunque en mi caso reemplazó vir-
tualmente a este último, ya que, avergonzado por mi aspecto y por lo tanto con-
vencido de ser físicamente falto de atractivo, reprimí de forma deliberada la sen-
sualidad y el impulso sexual que pudieran brotar en mí. El jazz introdujo la
dimensión de la emoción física inefable y fácil en una vida por lo demás casi mo-
nopolizada por las palabras y los ejercicios del intelecto.
En aquella época no podía ni imaginarme que de adulto mi reputación de
amante del jazz me sería muy útil de muy distintas e insospechadas maneras.
Desde entonces, y durante casi toda mi vida, la pasión por el jazz ha representa-
do un signo de distinción, incluso entre los gustos culturales minoritarios, de un
pequeño grupo normalmente dispuesto siempre a defender su preferencia. Du-
rante dos tercios de mi vida esa pasión ha estrechado lazos entre todos aquellos
que la compartían, formando una especie de sociedad masónica semisecreta in-
ternacional cuyos miembros se mostraban siempre dispuestos a enseñar su país a
los que se acercaran a ellos con la contraseña correcta. El jazz se convertiría en la
llave que me abriera las puertas de prácticamente todo lo que conozco de la rea-
lidad americana, y en menor medida de la antigua Checoslovaquia, Italia, Japón,
la Austria de la posguerra, además de otras zonas de Gran Bretaña desconocidas
hasta entonces.
Lo que contribuyó a la intelectualización extrema de mis siguientes años fue
el hecho de vivir constantemente con unos padres efectivos, que se negaron de
plano a permitir al apasionado muchacho de dieciséis años que se sumergiera en
la vida de militancia política que llenaba por completo su mente. No cabe la me-
nor duda de que consideraron que la primera prioridad para un muchacho evi-
dentemente brillante que no podía confiar en las finanzas familiares consistía en
poner todo su empeño en hacer posible su ingreso en una universidad. Eran de la
firme opinión de que yo era demasiado joven para ingresar en el Partido Comu-
nista.? Por la misma razón, y a pesar de la solidaridad de la familia con el tío
Harry, se oponían igualmente a mi adhesión al Partido Laborista, propuesta que
hice para luego poder cambiarme de lado (lo que las generaciones posteriores de
trotskistas denominaron «entrismo»). Ahora sé cómo debieron sentirse al enfren-
tarse a mi combinación de presunción e inmadurez. Me encojo a medida que leo
de nuevo los apuntes de tono desesperado que escribí en mi diario en 1934 en el
transcurso de este episodio de crisis familiar. Y de este modo, aunque la prohibi-
ción fue suavizándose poco a poco, durante los siguientes dos años y medio viví
una existencia de entusiasmo político en suspenso, y de acuerdo con la situación
me concentré en una actividad intelectual intensa y en la lectura de una cantidad
de libros tal que aún hoy, a distancia del tiempo, me sorprende. No es que la re-
volución en Gran Bretaña pareciera hacer grandes progresos conmigo o sin mí.
Como durante los tres años siguientes vivimos muy unidos unos a otros, per-
mítanme que evoque a las personas que se habían convertido en mis nuevos pa-
dres y en los de mi hermana. Tanto Nancy como yo coincidíamos en que eran
bastante inútiles en su trabajo de progenitores, sin embargo, releyendo lo escrito
en mi diario entre 1934 y 1935, creo que infravalorábamos los problemas de unos
EN INGLATERRA 85
adultos obligados a hacer frente a una serie de emigraciones a varios países, así
como el esfuerzo extraordinario que suponía tratar con dos huérfanos difíciles
cuya desbaratada vida no había tenido ninguna oportunidad real de asentarse, por
no mencionar a un peripatético muchachito de ocho años que siempre caía enfer-
mo. Educarnos a los dos debió de ser una verdadera pesadilla. En cualquier caso,
criaron a su hijo con la misma confusión que a nosotros, aunque a mí me afectó
menos que a mi hermana, que desarrolló la firme convicción de vivir una vida de
adulto que no tenía absolutamente nada que ver con las familias intelectuales,
emocionales y aficionadas a entablar discusiones, conocidas en el continente du-
rante los años de su adolescencia. De hecho, la forma en que la recuerdo con más
cariño es como una matrona a todas luces convencional, típica de un país angli-
cano, y activista en Worcestershire del Partido Conservador durante los años se-
senta.
A diferencia de ella, yo no tengo ninguna razón objetiva para reprocharles
nada. Al contrario, me llamaban la atención no por ser unos personajes tiránicos
sino, como escribí poco antes de cumplir los dieciocho, «trágicos». Los veía, so-
bre todo a Gretl, como las víctimas de la decadencia y la desintegración de las
viejas convenciones que habían determinado las relaciones entre las generacio-
nes. Las normas victorianas relativas a la educación de los niños estaban caducas.
Habían sido duras para los hijos —aunque probablemente aceptables para la ma-
yoría—, pero habían supuesto un importante puntal para los padres. Ahora no ha-
bía nada que llenara el vacío creado con su desaparición. Paradójicamente, llegué
a una serie de conclusiones análogas a las de mi hermana desde un punto de vis-
ta opuesto. El futuro no traería una sociedad sin normas aceptadas y una estruc-
tura sólida de perspectivas. «El estado socialista —escribí en mi diario— debe
crear, y así lo hará, un nuevo convenio socialista que acabará con las desventajas
de las viejas convenciones a la vez que mantendrá sus cualidades.» Cabe decir in-
cluso que desarrollé los instintos de un comunista tory, a diferencia de los rebel-
des y revolucionarios que se sienten atraídos a su causa por un sueño de libertad
total para el individuo, de una sociedad sin normas.
Mi tía Gretl me encantaba, y desarrollé un profundo respeto por su sentido
común. Al contrario de lo que suele ocurrir entre los adolescentes sensibles y sus
padres, me gustaba conversar con ella acerca de los problemas de la vida y de al-
gunas cosas que leía. Además, sus opiniones tenían un gran valor para mí, inclu-
so las relacionadas con temas como el amor y el sexo, de los que yo no sabía nada
en absoluto. Sin embargo, mi tía obviamente no podía sustituir a mi madre.!
Cuando caminaba por las calles y me cruzaba con gente, a veces me quedaba mi-
rando a alguien, cerraba los ojos por un instante y me decía a mí mismo, «tiene
los ojos como mamá».” De las hermanas Griin, Gretl, la más joven, hermosa y de
mayor éxito social, mimada por sus otras dos hermanas, y la única que nunca se
vio obligada a ganarse la vida trabajando, hizo frente a los altibajos de su atroz
fortuna y de la de su familia —y era muy numerosa— cargada de encanto, sim-
patía, una sensibilidad innata y una carencia absoluta de autocompasión. «Sidney
no podrá creérselo, es siempre el optimista», escribió Gretl en una breve nota a su
hermana, mientras esperaba ser operada para que le extirparan del estómago un
86 AÑOS INTERESANTES
tumor descubierto de repente «tan grande como un puño», unos meses antes de
mi ingreso en Cambridge. Ella no era ni optimista ni pesimista. Se tomaba las co-
sas como venían, y sabía, en este caso sin equivocarse, que lo que le podía depa-
rar un futuro no muy lejano era la muerte. Cuando falleció, Sidney me llevó a ver
su cadáver tendido en una cama del viejo Hospital General de Hampstead. Casi to-
dos los días, de camino a Belsize Park, suelo pasar por este lugar que actualmen-
te es el aparcamiento del Royal Free Hospital. El de tía Gretl fue el primer cada-
ver que vi en mi vida.
No estoy seguro de que yo sintiera demasiado respeto por Sidney. No quería
parecerme a él. En realidad sentía disgusto y desprecio por su autocompasión,
por su personalidad inestable, por esas oscilaciones típicas de su carácter, que
iban de una explosión de rabia a un sentimentalismo efusivo y viceversa, la pri-
mera como expresión de su impotencia, el segundo una petición a gritos de ayu-
da. Como los dos teníamos bien desarrollado el sentido de la confrontación (esto
es, la terquedad) que con tanta frecuencia puede apreciarse en las familias judías,
nuestras conversaciones en casa solían ser a voces, exageradas y a menudo ab-
surdas. Creo que hizo la vida imposible a Nancy, sobre todo después del falleci-
miento de Gretl, que lo dejó sin lastre. Afortunadamente por aquel entonces yo ya
era mucho mayor y sabía que estaba a las puertas de la independencia. Pero a pe-
sar de todo me acuerdo mucho de él, y los recuerdos son gratos. Solíamos hablar,
especialmente en París, y durante los viajes largos en los que le hacía de chófer
(pues después de un año de estar allí, nuestra situación económica fue lo sufi-
cientemente próspera para permitirnos la adquisición de un automóvil que apren-
dí a manejar justo a tiempo de aprobar el examen de conducción de obligatorie-
dad reciente). Sidney era un hombre de mundo, y yo me tomaba muy en serio
todo lo que me contaba, sobre todo su observación de que los hombres no deben
nunca decir nada acerca de las mujeres con las que se acuestan. Sus comentarios
sobre lo que había de bueno en el cine francés de los años treinta eran fruto de su
experiencia personal. Me daba lo que yo claramente no había tenido de mi padre
biológico. Y él, a su vez, esperaba que yo compensara las repetidas frustraciones
de las que había sido objeto en su vida.
Pues, aunque fuera el único hijo del abuelo David que se dedicara plenamen-
te al mundo de los negocios, Solomon Sidney Berkwood Hobsbaum, de baja es-
tatura, con quevedos bajo una frente que (a diferencia de la de mi padre) estaba
llena de arrugas verticales, no soñaba con hacer dinero. Poseía la capacidad, ca-
racterística del vendedor, de creer apasionadamente en el producto del momento,
armadura que lo protegía de los golpes que pudieran suponer una llamada no de-
vuelta o la cancelación de un pedido. Años después, reconocí muchos de sus ras-
gos en el protagonista del maravilloso drama de Arthur Miller Muerte de un via-
Jante, como probablemente les habrá ocurrido a los hijos intelectuales de muchos
padres judíos. Pero aunque tenía ambiciones —Napoleón era su personaje histó-
rico favorito y Rawdon Crawley (de La feria de las vanidades de Thackeray) el
de ficción—, el dinero no era su motivación.
¿Qué ambiciones había tenido durante su juventud en el East End? De haber
nacido mucho más tarde, cuando el dinero llegó al mundo del ajedrez y los in-
EN INGLATERRA 87
gleses se aficionaron a este juego, quizás habría podido sacar algún provecho de
su talento natural para este deporte, que era a todas luces considerable. Su parti-
cipación en un encuentro de ajedrecistas convocado en Francia le llevó del fren-
te occidental a los servicios de inteligencia (esto es, el descifrado de los mensajes
en clave) durante la Primera Guerra Mundial. Parecía que sabía bastantes cosas
sobre este tema, pero, una vez más, cualquiera en su situación, dando vueltas por
Centroeuropa entre los años 1919-1933, era bastante probable que hubiera cono-
cido a personas relacionadas con los servicios secretos. Él se mantuvo al margen
de la política.
Por otro lado, carecía de creatividad, aunque poseía la pasión por la cultura
característica del judío pobre y autodidacta, y le encantaba moverse en los círcu-
los de personas creativas (músicos, actores de teatro y, sobre todo, la gente de
cine). En el fonógrafo que él y Gretl tenían en Viena escuché por primera vez en
mi vida, y en repetidas ocasiones, una selección algo victoriana de los primeros
grandes cantantes líricos que grabaron un disco —Caruso, Melba, Tetrazzini— y
el repertorio de las principales arias operísticas de los compositores más famosos
italianos y franceses: Verdi, Meyerbeer, Gounod. En la práctica sus contactos
musicales eran más modernos: Rose Pauly-Dreesen, la «Electra»' más famosa de
la época, con cuya carrera se vio asociado Sidney a finales de los años veinte, era
la principal soprano dramática del Berlin Krolloper de Klemperer, muy del estilo
de la música del período de Weimar. Intentó movilizar en su favor a Dame Ethel
Smyth (1858-1944), feminista eduardiana y la compositora más famosa de su
época, con la que había mantenido algún tipo de relación de joven. Pero lo que
conquistó su corazón fue el cine. No tanto el ambiente de las grandes filmacio-
nes, de los comerciantes sin escrúpulos, de los aventureros empresariales y los
estafadores, aunque debió de conocer a ese tipo de gente mientras estuvo traba-
jando en la Universal. Se trataba de la atmósfera que se respiraba en los estudios
(los enormes hangares creadores de mundos, los pequeños emigrantes judíos mo-
viéndose alrededor de grandes escenarios, entre cámaras, luces, maquillaje y de-
corados, todos ellos en un mismo saco en el que se mezclaban la técnica, el coti-
lleo, la informalidad bohemia y el escándalo). Yo solía llevarlo en coche hasta
allí cuando él iba de visita a Isleworth y a Elstree. Para Sidney era el lugar en el
que el hombre entraba en contacto con la creación. Consiguió volver a trabajar en
este sector en Inglaterra, convenciendo a una firma fotográfica británica de que
sus contactos en el mundo del cine hacían de él el hombre idóneo para vender el
material cinematográfico de la compañía haciendo la competencia a Kodak y
Agfa. Tras unos cuantos años de batallas perdidas por estar provisto de un pro-
ducto que no era competitivo («el tío Sidney se va mañana a Budapest. Telegra-
ma de Joe Pasternak muy enfadado. Selofilm, aparentemente, no tiene calidad»),
se dio por vencido, volvió a emigrary, presumiblemente gracias a los contactos
de su hermano Berk, invirtió su pequeño capital en la participación en una mo-
desta empresa chilena que fabricaba baterías de cocina. Al finalizar la guerra,
abandonó este negocio rutinario, pero seguro, por la probabilidad que le insinuó
un antiguo conocido de que quizás había un puesto para él en una nueva opera-
ción relacionada con el cine, que iba a llevarse a cabo en conexión con las Na-
88 AÑOS INTERESANTES
ciones Unidas recién creadas. Todo quedó en agua de borrajas. Fue el punto final
de su sueño de llevar una vida creativa. A sus cincuenta y tantos años, había echa-
do por la ventana una estabilidad económica suficiente a cambio de un mero sue-
ño. Nunca logró recuperarla.
No obstante, en los treinta, poco antes de que estallara la tragedia en Europa,
hizo más o menos realidad sus fantasías durante un tiempo, y yo me beneficié de
ello en cierta medida. ¿Pues quién iba a darle una oportunidad sino los margina-
les del mundo del cine, los refugiados y los radicales? De ese modo en la época
del Frente Popular se vio metido en películas de carácter político financiadas por
la izquierda francesa, entre las que cabe destacar La Marsellesa de Jean Renoir,
y en documentales también políticos, circunstancia que me permitió presenciar
en directo desde la grúa de la cámara del Partido Socialista la celebración del
grandioso Día de la Bastilla de 1936, provisto de una identificación de auxiliar de
dicho partido. Durante la guerra civil de España, reanudó el contacto con sus co-
nocidos españoles, o mejor dicho catalanes. Solía regresar de los viajes que rea-
lizó a Barcelona en 1937 contando las conversaciones mantenidas con el dirigen-
te catalán Lluís Companys (posteriormente ejecutado por Franco) y con un inglés
de clase alta llamado Eric Blair. Fueron causas perdidas. Lo que más deseaba mi
tío, cuyas simpatías se decantaban por la izquierda como la gran mayoría de ju-
díos de familias humildes de la clase trabajadora, era mantenerse alejado de la
política de partidos. La lógica de la historia lo empujó a ganarse la vida con la lu-
cha contra el fascismo, al menos mientras ello fue posible. Pero no iba a ser por
mucho tiempo.
II
contrar teces oscuras y negras por las calles de París que por las de Londres y, a
excepción del Veeraswamy en el West End, los restaurantes hindúes estaban vir-
tualmente ausentes. De hecho, era raro encontrarse con extranjeros, fuesen del
tipo que fueran, pues Gran Bretaña no era un centro de turismo internacional,
que, en cualquier caso, era todavía ínfimo si lo comparamos con la actualidad.
Sólo Hitler y la guerra atraerían hacia la isla a un modesto número de cierto
tipo de continentales de clase media, cuyas reacciones han sido descritas con ter-
nura por el autor húngaro George Mikes en su librito How to Be an Alien. Con-
tradiciendo lo que dice el mito nacional, el país hizo todo lo que pudo para excluir
a los refugiados, pero, a diferencia de Mikes, a la generación siguiente de inmi-
grantes húngaros, los refugiados de 1956-1957, ya no se les ocurrió describir Gran
Bretaña como un país en el que las bolsas de agua caliente sustituían al sexo. Fue-
ron los años cincuenta los que revolucionaron las costumbres sexuales y sociales
de la juventud inglesa. En los treinta, la idea de Londres como ciudad internacio-
nal de la moda, la diversión y la promiscuidad (como en la «movida londinense»
de los años sesenta) era inconcebible. Los hombres heterosexuales encontraban
el bullicio en París o en la Riviera francesa, y los homosexuales —al menos
hasta la llegada de Hitler— en Berlín. En el caso de las mujeres, el asunto era mu-
cho más limitado en ambos sentidos.
Gran Bretaña en 1933 seguía siendo una isla autosuficiente, donde se vivía la
vida de acuerdo a unas normas, unos ritos y unas tradiciones inventadas no escri-
tas, pero de obligado cumplimiento; normas, la mayoría de ellas, de clase o de gé-
nero, aunque en la práctica también universales y en su mayoría vinculadas a la
realeza. El himno nacional se tocaba al final de todas las representaciones teatra-
les y pases de película, y la gente se ponía en pie para escucharlo antes de aban-
donar las salas. Donde fuera que uno se encontrase, no se hablaba durante los dos
minutos de silencio que se guardaban el Día del Armisticio, el once de noviem-
bre. El tipo de pronunciación «correcto» unía a las clases altas (pero no a los ad-
venedizos, que de este modo podían ser identificados) y aseguraba un comporta-
miento deferente por parte de los que procedían de un estrato social inferior,
tuvieran o no conciencia de clase, al menos en público.
Durante los años treinta todas estas costumbres eran evidentes. Pero, por su-
puesto, no cabía esperar que fueran de aplicación al otro lado de los mares que
nos separaban de los extranjeros. Gran Bretaña era una isla en todos los sentidos.
Cuando un médico judío refugiado de clase media-alta solicitó la entrada al país
dispuesto a realizar servicios domésticos (la única opción posible) y se ofreció a
trabajar de mayordomo, el funcionario del control de pasaportes británico en Pa-
rís rechazó su petición sin dudarlo un instante, sin ni siquiera plantearse razones
humanitarias o de otro tipo. «Es totalmente absurdo —escribió—, pues para tra-
bajar de mayordomo es imprescindible una experiencia de toda la vida.»* No po-
día imaginarse a un Jeeves no británico.
No obstante, según los modelos de la Europa continental, Gran Bretaña se-
guía siendo una nación rica, técnica y económicamente avanzada y bien equipa-
da, aunque para un adolescente sin blanca París era a todas luces mucho más di-
vertida. En Inglaterra, los asientos de los trenes y de los vagones de metro estaban
90 AÑOS INTERESANTES
tapizados, incluso los de tercera clase, las calles de las ciudades solían estar bien
pavimentadas y hasta la superficie de las carreteras secundarias de las zonas ru-
rales estaban asfaltadas. Los baños y los inodoros eran elementos habituales en
las pequeñas viviendas unifamiliares nuevas, provista cada una de su jardín, que
se multiplicaban a millares en las afueras de las grandes ciudades en lo que unos
cuantos todavía calificaban de gran expansión edilicia. Los ricos no eran los úni-
cos que poseían automóviles e incluso la mayoría de la gente humilde tenía radio.
Por otro lado, las expectativas materiales no eran muchas y casi ningún británico
había tenido aún la posibilidad de asomar la cabeza fuera del reino en el que la
gente sigue utilizando sus ingresos principalmente para satisfacer las necesidades
elementades de la vida, como tuve ocasión de descubrir cuando estuvimos vi-
viendo brevemente en Canons Park, en Edgrave, entre gente de clase media acos-
tumbrada a tener su utilitario y a tomar el aperitivo. Gran Bretaña estaba muy le-
jos de ser una sociedad consumista moderna, especialmente sus adolescentes. No
sería hasta mediados de los cincuenta, con el pleno empleo, cuando los adoles-
centes trabajadores tendrían dinero para gastar, y sus padres podrían contar con
su aportación para el presupuesto familiar. Afortunadamente, los lujos más fácil-
mente asequibles para los aspirantes a intelectuales también salían baratos: las
películas, precedidas por el sonido de unos órganos que parecía surgir de las pro-
fundidades en el momento de apagar las luces y que eran proyectadas en salas
cada vez más grandes, y los libros, de segunda mano, en edición de bolsillo —los
nuevos Penguin a seis peniques—, que a veces venían de regalo con los periódi-
cos de mayor circulación que competían entre ellos para superar los dos millones
de tirada. Todavía conservo el ejemplar de los Collected Plays de Bernard Shaw
que conseguí con la compra de seis ejemplares del Daily Herald del Partido La-
borista, diario que durante un breve período de tiempo ganó esa carrera (y que
posteriormente, en el transcurso de la historia británica del siglo xx, se converti-
ría en el tabloide Sun, un periódico que es muy poco probable que regale litera-
tura clásica a sus lectores como política para hacer aumentar su tirada). Incluso el
sistema de transporte que nos llevaba a la libertad era barato, pues nosotros, o
nuestros padres, teníamos en cuenta los anuncios que había en la parte trasera de
los autobuses londinenses de dos pisos: «Bájese de este autobús. Nunca será suyo.
Dos peniques al día le bastarán para comprar una bicicleta». Y de hecho, basta-
ban unos cuantos plazos para comprarla (en mi caso fue una reluciente Rudge-
Whitworth nueva por unas cinco o seis libras). Si la movilidad física es una con-
dición esencial para ser libre, la bicicleta probablemente haya sido el mejor
invento para conseguir lo que Marx llamaba la plena realización de las posibili-
dades del ser humano que haya hecho su aparición desde Gutenberg, y el único
que no presenta inconvenientes a primera vista. Como los ciclistas viajan a la ve-
locidad de las reacciones humanas y no están aislados de la luz, el aire, el sonido
y los olores de la naturaleza por una superficie de vidrio, en los años treinta —an-
tes del gran auge del tráfico motorizado— no había otro modo mejor para explo-
rar un país de extensión limitada con un paisaje sorprendentemente bello y varia-
do. Con la bicicleta, la tienda de campaña, un hornillo Primus y las recién
inventadas barritas Mars, mi primo Ronnie (que las llamaba «Marr», pensando
EN INGLATERRA 91
que era un producto francés) y yo nos aventuramos por buena parte de los her-
mosos parajes civilizados del sur de Inglaterra y, en uno de nuestros recorridos
más memorables, pero de un frío glacial, por las zonas más salvajes del norte de
Gales. (Casi sesenta años después reviví el recuerdo de esas lejanas y largas ex-
cursiones en bicicleta comiendo Mars con ocasión de la sorprendente propuesta
que me hizo desde Las Vegas su propio creador, Forrest B. Mars, a la sazón de
ochenta y tantos años de edad y propietario de la compañía totalmente privada
más grande del mundo, de ayudarle a explicar sus ideas acerca del mundo a un
público más amplio. Rechacé la invitación educadamente. Al parecer, una joven
estudiosa conocida suya le había sugerido esta colaboración exclusiva entre un
ejemplo clásico de empresa privada que mantiene su sólida estructura original y
un historiador marxista.)
¿Cómo podía adaptarse en 1933 un inmigrante adolescente a este país tan
particular, que además era el suyo? En cierto sentido, llegué a él como la Alicia
de Lewis Carroll al País de las Maravillas, a través de unas cuantas puertas estre-
chas y angostos pasajes que abrió mi familia, y especialmente mis primos, que
eran también mis mejores y más íntimos amigos.
Por aquel entonces mi familia inglesa se había visto reducida. David y Rose
Obstbaum, que fueron los primeros en desembarcar en Londres en la década de
1870 y que sin lugar a dudas adquirieron la inicial «H» de su apellido por culpa
de un funcionario cockney de inmigración, ya habían muerto. Lo mismo sucedía
con tres de sus ocho hijos: Lou, un actor de provincias, Phil, que siguió con el ne-
gocio familiar de carpintería, y mi padre. (Una hija de David y su primera espo-
sa, mi tía Millie Goldberg, hacía ya tiempo que se había trasladado a América,
donde se convirtió en la matriarca de un clan cuyos miembros actualmente están
esparcidos por todo Estados Unidos e Israel.) Un cuarto hijo, mi tío Ernest (Aron),
que fue el que convenció a mi padre de que se reuniera con él en Egipto, donde
trabajaba en los servicios de Correos y Telégrafos, había fallecido poco después
de nuestra llegada, entre los objetos de latón y las anécdotas que le recordaban su
vida en Oriente. Dejó tras de sí una viuda de origen belga y religión católica, que
sabía ganarse la vida mucho mejor que él, y dos hijas muy guapas que suscitaban
cierto interés entre los primos varones. El tío Berkwood (Ike), casado con una ga-
lesa y padre de cinco hijos, hacía ya tiempo que se había instalado en Chile, aun-
que mantenía el contacto con los parientes. Quedaban mi tía Cissie (Sarah), una
maestra de escuela cuyo marido estaba siempre ausente «por negocios», y mi tío
Harry, el pilar inamovible de la familia, aunque sólo fuese por el hecho de que era
el único de sus miembros que ganaba un salario fijo, pero modesto, de unas cua-
tro libras a la semana, trabajando de telegrafista en la oficina de Correos, donde
permaneció toda su vida menos durante la Gran Guerra. En el transcurso de ésta,
prestó sus servicios en el destacamento de Ypres y a continuación, afortunada-
mente para su vida, en el frente italiano. Concejal por el Partido Laborista en el
municipio londinense de Paddington, al final fue el primero de dicho partido que
alcanzó la alcaldía. A su llegada a Inglaterra, los Hobsbaum eran una familia de
humildes artesanos. Luego habían mejorado su situación y habían avanzado des-
de sus primeros lugares de residencia oficiales en Whitechapel, Spitalfields y
92 AÑOS INTERESANTES
ría de los activistas de los sindicatos y del Partido Laborista, no era partidario del
comunismo, pero consideraba que en esencia se encontraba en el mismo lado que
su partido. Además, no podía negar que, a diferencia de lo que sucedía en la so-
cialdemocracia alemana, sólo unos pocos dirigentes laboristas se habían vendido
a la burguesía en 1931, cuando el primer ministro del Gobierno de ese partido de
1929, Ramsay Macdonald, y dos de sus colaboradores, se unieron a los tories en
el llamado «Gobierno Nacional», que llevó las riendas del país hasta la caída de
Neville Chamberlain en 1940. ¿Cómo podía considerarse al grueso del partido,
decididamente anti-Macdonald, que se había visto reducido a unos cincuenta es-
caños en la Cámara de los Comunes, traidores a su clase en ese mismo sentido?
Por otro lado, y en vista de lo sucedido durante la huelga general de 1926, el
movimiento laborista sencillamente no correspondía a mi visión ideal de «prole-
tariado (revolucionario)». Como ya he dicho, resultaba enigmático, pues en cier-
to modo el panorama británico se parecía al alemán, convulsionado como estaba
por la fuerte inestabilidad de la economía global y el cataclismo político que con-
llevó la crisis mundial de 1929. La política británica también se había visto muy
afectada. La derecha y la izquierda se habían radicalizado e incluso hizo su apa-
rición un movimiento fascista de camisas negras que durante un tiempo repre-
sentó una seria amenaza para la nación. No obstante, aunque la estructura del Es-
tado se tambaleó un poco, no se vio aparentemente al borde del colapso, y de
hecho no llegó nunca a estarlo. A juzgar por Gran Bretaña, la revolución mundial
podía a todas luces tardar en producirse mucho más de lo que se esperaba. Como,
según se desprende de mi diario, yo no contaba con llegar a los cuarenta (a los
diecisiete años incluso esa edad parece muy lejana), probablemente no alcanzaría
a verla. Pero por esa época la propia Internacional Comunista estaba a punto de
descubrir que no habría ninguna revolución a no ser que antes se ganara la lucha
contra el fascismo y la guerra mundial.
1001
jos de las familias modestas, pero con aspiraciones, de Marylebone, y como cen-
tro de enseñanza media, al final dependiente del London County Council, siguió
proporcionando el tipo de instrucción que necesitaba la clase media-baja londi-
nense, cuyas aspiraciones no iban más allá de una educación de secundaria ni
consistían en distinguirse de forma especial en el mundo. Afortunadamente para
la generación de sus hijos, que a partir de los años treinta empezaron a acudir a la
universidad, no se trataba ni mucho menos de una educación de segunda catego-
ría, aunque a veces pareciera que era un regalo altruista que los que estaban bien
asentados en la cima de la sociedad hacían por sus merecimientos a sus inferiores.
Harold Llewellyn-Smith, hombre apuesto, bien relacionado, pilar del Partido
Liberal, solterón empedernido, hijo del arquitecto de la política laborista de la In-
glaterra eduardiana y georgiana y de buena parte del Estado de bienestar, que fue
mi profesor de historia, mi guía hasta Oxbridge, y que acabó siendo director de la
escuela, sabía que su formación había sido insuperable (Winchester y New Co-
llege de Oxford, y la Guardia Escocesa durante la guerra). Su decisión de enseñar
en una escuela de secundaria estatal más bien mediocre, cuyo único ex alumno
conocido por el mundo exterior era el cantante de las peripecias de la clase me-
dia-baja londinense, Jerome K. Jerome, autor de Three Men in a Boat, segura-
mente se debía a las mismas razones que le impulsaron a trabajar en una zona ba-
rriobajera del sur de Londres. Dejando a un lado el atractivo de trabajar con
niños, estaba su deseo de hacer el bien entre las clases no privilegiadas. Me pres-
taba sus libros, puso en marcha por mí a todos sus contactos, me explicó (correc-
tamente) cómo llevar a cabo los exámenes de Oxbridge para conseguir una beca,
me dijo qué colleges eran los más idóneos para mí (Balliol College en Oxford y
King's College en Cambridge), y me advirtió que allí tendría que vivir como los
ricos, entre caballeros. Estaba claro que nunca consideró ni siquiera la posibili-
dad de que pudiera pertenecer a su mundo.
Un abismo social semejante nos separaba del profesor más interesante de to-
dos, un joven licenciado en literatura inglesa, que llegó a Marylebone proceden-
te de Cambridge, trayendo consigo para todos los que quisieran escucharle —mi
caso, sin lugar a dudas— el gran evangelio de 1. A. Richards, Practical Criticism,
y a F. R. Leavis. Me prestó la obra New Bearings in English Poetry, que leí de un
tirón junto con las publicaciones, de edición privada, de sus poetas más admira-
dos, y me empujó a indicar como tercera opción en el examen para la beca el cen-
tro en el que Leavis impartía sus enseñanzas, Downing College (después del
King's College y del Trinity College, debido a la presencia en este último de
Maurice Dobb). La reputación de Leavis de gran crítico literario no ha durado
mucho a lo largo del siglo xx, y cuando llegué a Cambridge, mi pasión por él se
había enfriado, pero ningún profesor de las grandes universidades inglesas de
este siglo ha tenido tanto impacto en la enseñanza de la literatura. Tenía una ca-
pacidad sorprendente para inspirar a generaciones de futuros profesores, quienes,
a su vez, inspiraban a sus alumnos más brillantes. El inglés, para el Sr. Maclean,
era una cruzada que el pueblo debía emprender. De no haber muerto durante la
guerra, estoy convencido de que hubiera seguido siendo profesor. No cabe duda
de que en mi caso sus enseñanzas fueron fuente de inspiración. Sentía que tenía-
96 AÑOS INTERESANTES
mos muchas cosas en común, aunque sólo fuera por el hecho de que ambos te-
níamos una nariz fea y ancha, un rostro no bien perfilado con ojos marrones que
se irritaban con facilidad detrás de unas gafas de concha, un cuerpo grande y des-
garbado que no sabía muy bien qué hacer con sus extremidades superiores e in-
feriores, y una gran sensibilidad. ¡Ay, dudo que hubiera querido ser marxista!
Durante tres años Marylebone fue mi referencia intelectual; no sólo la escue-
la en sí, sino también la espléndida biblioteca pública situada a pocos metros de
distancia en el ayuntamiento de lo que entonces constituía un municipio londi-
nense, en la que pasé muchos ratos durante las pausas del almuerzo, leyendo y to-
mando prestados todo clase de libros. (Aunque no he vuelto a utilizar esa biblio-
teca desde entonces, se trata del edificio donde se halla el Registro Oficial en el
que muchos años más tarde, en 1962, contraje matrimonio con Marlene.) En rea-
lidad, no toda mi educación la recibí en la escuela. De hecho, durante el último
año que pasé en ella (1935-1936) ésta no representó más que un despacho en el
que me hice mi propio plan de estudios. Pero mi deuda con la St. Marylebone
Grammar School es enorme, y no sólo porque me hiciera conocer el mundo ma-
ravilloso y sorprendente de la poesía y la prosa inglesas. Sin sus enseñanzas y su
guía, no sé cómo un chico que nunca había recibido ningún tipo de instrucción en
inglés hubiera podido en apenas dos años, tras llegar a este país cuando ya tenía
casi los dieciséis, estar preparado para ganar una beca completa en Cambridge y,
una vez en esta universidad, tener la posibilidad de sacar tres títulos en al menos
tres materias. Fue también St. Marylebone la que me ayudó a abandonar la tierra
de nadie en la que (excepto por la familia) había vivido desde mi marcha de Ber-
lín, para entrar de nuevo en el territorio genuino de la juventud: el de la amistad
y la camaradería, el de las relaciones colectivas y privadas.
IV
mismo. Esta circunstancia quizá pueda explicar la influencia por lo demás sor-
prendente que ejerció el antimarxista F. R. Leavis en muchos de los universita-
rios que se hicieron comunistas. Los estudiantes de literatura inglesa comunistas
de Cambridge creían ciegamente en él.
Mi propio marxismo se desarrolló como un intento de comprender mejor el
mundo de las letras. En esa época no me obsesionaban los clásicos problemas
macrohistóricos del debate marxista acerca de la evolución de la historia (la su-
cesión de «modos de producción»). Me interesaba saber el lugar que ocupaban en
la sociedad el artista y las artes (en realidad, la literarura) y conocer su naturale-
za, o, en términos marxistas, «¿cómo se relaciona la superestructura con la base?».
En un determinado momento del otoño de 1934 empecé a darme cuenta de que
ése era «el problema», y a preocuparme por ello, como haría un perrito ante un
hueso gigantesco, con la ayuda de numerosísimas lecturas asistemáticas en mate-
ria de psicología y antropología y ciertos recuerdos de lo que había leído sobre
biología, ecología y la evolución en las revistas de Kosmos, Gesellschaft der Na-
turfreunde durante mis años en el continente. La teoría era ambiciosa. «Marx po-
día predecir el sistema socialista basándose en un análisis preciso del sistema ca-
pitalista. Un análisis preciso de la literatura capitalista, que tome en consideración
todas las circunstancias, todos los nexos y relaciones, debe permitirnos extraer
conclusiones similares acerca de la cultura proletaria del futuro.» Pronto dejé de
pensar en esas predicciones globales, pero la cuestión histórica que me planteaba
a los diecisiete años ha moldeado mi trabajo de historiador de modo permanente.
Todavía hoy intento «analizar las influencias (sociales) que determinan la forma
y el contenido de la poesía [y de manera más general de las ideas] en las distintas
épocas». Pero en materia de historia sólo había aprendido lo necesario para apro-
bar, con un poco de habilidad y astucia, el examen para la obtención de la beca en
Cambridge.
vV
A principios del 1936 decidí, por precaución —pues «vivo en el siglo xx y...
en todo caso no soy dado al optimismo»—, poner punto final al diario que había
escrito durante casi dos años. «Simplemente ya no lo necesito», escribí en mi úl-
tima anotación.
Sabe Dios por qué. Quizá por haber conseguido la beca para Cambridge y, si
todo va bien, porque el futuro me depara al menos tres años de independencia. Qui-
zá porque S. [a quien tuve la ocasión de conocer durante el examen para la beca, y
que se convirtió en un amigo de por vida] es la primera amistad que he entablado
por mí mismo, y no he sacado como un parásito de los bolsillos de los demás ...
¿Quizá porque ahora me espera un año dedicado plena y exclusivamente a mi pro-
pio trabajo? [Esto es, hasta que vaya a Cambridge] ¿Porque simplemente la vida me
sonríe? ¿Porque quizá, sólo quizá, voy a vivir una vida menos «de segunda mano»?
EN INGLATERRA 99
Parecía que había llegado el momento de hacer balance, y esperaba ser capaz
de hacerlo sin sentimentalismos y sin engañarme a mí mismo. Lo hice en los si-
guientes términos:
Eric John Ernest Hobsbaum, de dieciocho años y medio de edad, rubio, de es-
tatura elevada, desgarbado, poco agraciado, de rasgos angulosos, rápido en cazar
las cosas, con una cantidad de conocimientos generales considerable, si bien super-
ficial, y un gran número de ideas originales, tanto generales como teóricas. Un in-
corregible aficionado a adoptar poses, que es la actitud más peligrosa y a veces
efectiva, mientras se convence a sí mismo de creer en ellas. No está enamorado y
aparentemente logra sublimar sus pasiones, las cuales suelen —más bien con poca
frecuencia— encontrar su expresión en el placer estático inspirado por la naturale-
za y el arte. Carece de sentido de la moralidad, totalmente egoísta. Para cierta gen-
te resulta extremadamente desagradable, para algunos agradable y para otros (la
mayoría) simplemente ridículo. Quiere ser un revolucionario, aunque hasta la fecha
demuestra no tener talento para la organización. Quiere ser escritor, pero adolece de
la energía y la capacidad necesarias para dar forma a su material. No tiene la fe para
mover las montañas necesarias; sólo tiene la esperanza. Es vanidoso y engreído.
Cobarde. Ama profundamente la naturaleza. Y está olvidando el alemán.
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Capítulo 7
CAMBRIDGE
En una sociedad como la inglesa de la primera mitad del siglo pasado, pasar
de un entorno social a otro constituía una forma de emigración. Del mismo modo,
conseguir una beca para Cambridge en 1935 significaba trasladarse a un país nue-
vo y desconocido (desconocido porque me resultaba un lugar mucho menos fa-
miliar que los que con anterioridad habían sido mi residencia). Excepto en un as-
pecto: tras un intervalo de tres años, ahora regresaba al mundo de la política y las
conversaciones que me había visto obligado a abandonar cuando dejamos Berlín.
Llegué a Cambridge con el firme propósito de ingresar por fin en el Partido Co-
munista y sumergirme en la política. En realidad no era el único. Mi generación
fue la más radical y la más roja de la historia de la universidad, y yo fui uno de sus
máximos exponentes. Sucedió también que mi llegada tuvo lugar en medio de la
que, teniendo incluso en cuenta un pasado marcado por nombres como Newton,
Darwin y Clerk Maxwell, probablemente constituiría la época de mayor esplen-
dor de la historia de un centro universitario que durante muchas décadas fue prác-
ticamente sinónimo de logros científicos británicos. Las dos no estaban total-
mente separadas: la década de los treinta fue uno de los pocos períodos en los que
una proporción inusual de científicos naturales eminentes se radicalizó política-
mente. Me veo obligado a añadir que los logros científicos de Cambridge de
aquellos años han sobrevivido mejor que los del radicalismo político de los estu-
diantes de dicha universidad. De estos últimos han sido pocos los que han dejado
huella, incluso en la memoria pública, con la excepción de uno no demasiado im-
portante, efecto indirecto del comunismo de los años treinta, los «espías de Cam-
bridge».
Como fui uno de los estudiantes comunistas de Cambridge más destacados de
la segunda mitad de la década de los treinta, la mayoría de los lectores que perte-
necen a las generaciones de la Guerra Fría sin duda se preguntarán qué sabía de
los citados «espías». Debería también dar una respuesta empezando por el prin-
cipio. Sí, conocí a algunos de ellos. No, no sabía que estaban trabajando o habían
trabajado para los servicios secretos soviéticos hasta que la noticia salió a la luz.
Los «cinco pesos pesados» (Blunt, Burgess, Cairncross, Maclean y Philby) per-
tenecían a una generación de estudiantes anterior a la mía, y mis coetáneos no
102 AÑOS INTERESANTES
* «En todas las sociedades se registró el enfrentamiento entre las fuerzas pro y antifascistas. No
ha habido nunca un período en el que contara menos el patriotismo, en el sentido de lealtad automá-
CAMBRIDGE 103
Tras este pequeño inciso, volveré al Cambridge de los años treinta. Primero
resulta imprescindible comprender, a pesar de todas las continuidades aparentes,
cuán distinto era entonces de lo que es en la actualidad.
He mantenido un vínculo con Cambridge desde el día que llegué allí para rea-
lizar mi examen de becario en 1935, o mejor dicho con el King's College, pues
(aparte de organizar mi examen de licenciatura en letras y de doctorado) la uni-
versidad me ha mantenido constantemente a distancia. Por otro lado, mis lazos
con el King's College nunca se han roto. Desde 1935 no ha habido ni un solo día,
ni una sola noche, ni una sola estación del año, ni una fase de mi vida en la que
no haya admirado desde ese puente escarpado sobre el río Cam, a través de la
gran extensión de cesped infinita del fondo, la combinación extraordinaria que
conforman el gótico austero de la parte posterior de la capilla, que no permite ni
siquiera imaginarnos las maravillas que oculta en su interior, y la elegancia die-
ciochesca, igualmente contenida, del Gibbs Building: y siempre me deja atónito
y me corta la respiración como el primer día. Poca gente ha tenido mi suerte.
Para los jóvenes que, como los estudiantes del King's College, se pasaron
toda la carrera dentro de esta institución, Cambridge era como disfrutar en públi-
co de la compañía constante de una mujer admirada y anhelada por todo el mun-
do: podría decirse que era como acudir a todas las fiestas y saraos con la Prima-
vera de Botticelli. (El aspecto doméstico de la vida en un college en los años
treinta —como el hecho de orinar en el lavamanos del cuarto del fámulo de la
universidad, pues el lavabo más cercano quizá se encontraba a una distancia de
tres pisos, un patio y un sótano— podía resultar mucho menos inspirador.) Sin
embargo, hasta la mayor parte de los estudiantes que se pasaban al menos varios
de sus años de carrera en algún cuartucho apartado de una casa victoriana no po-
día escapar a la viva fuerza de los siete siglos de enseñanzas y aprendizajes de
Cambridge. Todo estaba concebido para convertirnos en pilares de una tradi-
ción que se remontaba al siglo xm, aunque algunas de sus expresiones aparente-
mente más añejas, como el Festival de Clases y Canciones Navideñas celebrado
en Nochebuena en la Capilla del King's College habían sido inventadas en reali-
dad apenas unos años antes de mi llegada a la institución. (Muchos años después
este hecho inspiraría una conferencia y un ensayo sobre La invención de la tradi-
ción.y Los estudiantes vestían sus negras togas cortas para asistir a las clases y a
las supervisiones, para las cenas colectivas obligatorias que tenían lugar en las sa-
las del college y (con los bonetes) durante sus salidas nocturnas por la calle, vi-
gilados atentamente por unos censores provistos de togas más amplias y bonetes
más importantes, y asistidos por sus «mastines». Los profesores iban a las aulas
vestidos con sus largas togas ondeantes y los birretes colocados con precisión so-
bre sus cabezas.? Los alumnos leían la bendición de la mesa en latín ante la mul-
tica al gobierno nacional. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, al frente de los gobiernos de al me-
nos diez viejos estados europeos se hallaban unos hombres que, cuando comenzó (en el caso de Es-
paña, al estallar la guerra civil), eran rebeldes, exiliados políticos o, como mínimo, personas que con-
sideraban inmoral e ilegítimo a su propio gobierno». Eric Hobsbawm, Historia del siglo xx
(Barcelona, ed. en rústica, 2000, p. 150).
104 AÑOS INTERESANTES
titud en pie antes de cenar y de iniciar las clases en antiguas capillas. (Irónica-
mente, el deán de la capilla del King's College me hizo leer un fragmento del li-
bro de Amós, lo más parecido a un discurso de militancia bolchevique en el An-
tiguo Testamento.) El pasado de Cambridge, al igual que el pasado de disfraces
ceremoniales de la vida pública británica, no era, por supuesto, una sucesión cro-
nológica del tiempo, sino una confusión sincrónica de las reliquias que se habían
conservado. Se suponía que la gloria y la perpetuidad de siete centurias debían
servirnos de fuente de inspiración, tenían que hacernos sentir seguros de nuestra
superioridad y prevenirnos ante cualquier tentación de cambio considerado en-
fermizo. (En la década de los treinta estos supuestos fracasaron estrepitosamente
en su propósito.) La principal aportación de Cambridge a la teoría y la práctica
políticas, como describió brillantemente el filólogo clásico F. M. Cornford en su
opúsculo Microcosmographia Academica (1908), fue «el principio de la ocasión
inmadura». Fuera lo que fuese lo que se propusiera, la ocasión de hacerlo todavía
no estaba madura. Dicho principio estaba fuertemente respaldado por el de la
«cuña de ingreso». Ni que decir tiene que vivimos nuestras vidas de estudiante a
un nivel muy por debajo del de los maestros más diestros en esos principios, pero
aquellos de nosotros que nos hicimos profesores pronto descubrimos su fuerza.
Cambridge ha sufrido un cambio tan profundo a partir de los años cincuenta
que resulta difícil comprender lo aislada y parroquial que era en los treinta, in-
cluso a nivel académico (aparte de su incomparable reputación, tanto nacional
como internacional, en materia de ciencias naturales). Exceptuando la economía,
de gran prestigio internacional, la universidad se negaba a reconocer las ciencias
sociales. Las asignaturas de humanidades que se impartían eran, en el mejor de
los casos, desiguales. Por imposible que parezca, fuera del departamento de cien-
cias naturales apenas había interés por la investigación; interés que, en el caso del
doctorado de letras, era totalmente inexistente, pues estaba considerado una rare-
za germánica y, muy posiblemente, una afectación característica de la clase me-
dia-baja. Incluso antes de que estallara la guerra Cambridge contaba con menos
de 400 estudiantes dedicados a la investigación.* Seguía siendo esencialmente un
punto y final en los estudios de los chicos, y en menor medida de las chicas, que
tenía una doble función. Titularse en Cambridge con sobresaliente, o sobresa-
liente y matrícula de honor (nota que se daba en ocasiones contadas), era, de he-
cho, extremadamente arduo, pero aún era más difícil la no consecución de ningún
título, porque prácticamente se regalaban los «aprobados», e incluso los notables
bajos. Recuerdo la discusión que se entabló en una reunión de los examinadores
encargados de valorar las pruebas para la diplomatura en Económicas a princi-
pios de los cincuenta —me encargué de la revisión de los exámenes de historia
económica durante unos cuantos años— cuando decidimos, no sin cierta ironía,
que a aquel que supiera la diferencia entre producción y consumo se le debía dar
un aprobado. Típico de esta dicotomía era que tales diplomas fueran conocidos
(entre el profesorado) como «Aprobados del Trinity», pues el Trinity College, el
mismo en el que estudiara Isaac Newton, acogía a un gran número de jóvenes que
correspondían a esa descripción así como, en esa época, probablemente más ga-
nadores del premio Nobel y aspirantes a él que cualquier otra institución univer-
CAMBRIDGE 105
(a un hermano, a un primo o, como cae por su propio peso, a otros estudiantes ve-
teranos que habían acudido a su misma escuela). Los profesores habían enseñado
incluso a los padres y abuelos de algunos de ellos. No tenía ta más mínima idea de
que Cambridge fuera el centro de aquel entramado de matrimonios de familias
de carrera, la «aristocracia intelectual» de mi amigo y compañero en Cambridge,
Noel Annan, que ha desempeñado un papel tan destacado en Gran Bretaña, aun-
que nadie en el King's College lo desvelara de inmediato. Seguía habiendo mul-
titud de Ricardos y Darwins, Huxleys, Stracheys y Trevelyans, tanto entre los es-
tudiantes como entre los profesores. Por otro lado, nada era más obvio que el
hecho de que Cambridge estaba influenciada por las costumbres tribales de las
escuelas privadas británicas, de las que todavía procedían la mayoría de los estu-
diantes de humanidades, y que los que eran como yo conocían sólo por las publi-
caciones juveniles destinadas a quienes no iban a ese tipo de instituciones. Por
ejemplo, para sorpresa mía, la vida académica sufría todas las tardes una inte-
rrupción de dos o tres horas, momento en el cual se suponía que los jóvenes de-
bían practicar juegos y deportes. Era cuando me encontraba rodeado de alumnos
procedentes de centros tales como Eton (que seguía manteniendo un vínculo es-
pecial con el King's, pues en 1440 el rey Enrique VI había fundado ambas insti-
tuciones), Rugby, Charterhouse y una infinidad de muchachos provenientes de
otras escuelas importantes y, en ciertos casos, de otras menores prácticamente des-
conocidas. Dispuesta a proveer a un público semejante, la firma Ryder and Amies,
todavía presente en King's Parade, frente a la Iglesia Universitaria de St. Mary y
la Senate House, almacenaba 656 corbatas de las antiguas escuelas, de los colle-
ges, clubs y otras instituciones, de diseño propio si era necesario, así como som-
breros, blazers y otras prendas propias del estudiante tradicional de Cambridge.*
No había delegados, pero el semanario estudiantil Granta publicaba regularmen-
te el perfil de una o varias personas consideradas importantes, por ejemplo, el de
los presidentes de los clubs deportivos o sociales más relevantes, bajo el título
«In Authority». (El perfil de los editores salientes del semanario aparecía bajo el
modesto titular de «In Obscurity».)
En la práctica, para los estudiantes nuevos la venida significaba su co-
llege. Ser del King's lo hacía todo más fácil. Como tenían derecho a residir en el
college, eran enviados en masa a un callejón lóbrego llamado por todos The
Drain («la alcantarilla»), y así tenían la oportunidad de conocerse unos a otros;
además, las costumbres propias de King's favorecían la informalidad en las rela-
ciones entre profesores y alumnos, entre los estudiantes de más antigijedad y los
de menos. No puedo decir que yo fuera un ejemplo clásico del residente del
Kings —el college se encontraba en su apogeo social y era el centro teatral y mu-
sical de Cambridge—, ni que mi persona supusiera un tipo de interés especial
para su elite. Por ejemplo, nunca tuve la ocasión de conocer a su miembro más fa-
moso, Maynard Keynes. No obstante, el King's era liberal y tolerante, incluso
con los aficionados a los juegos de equipo, los creyentes religiosos, los conserva-
dores, los revolucionarios y los heterosexuales, y hasta con los poco agraciados
físicamente procedentes de escuelas públicas.
Afortunadamente, a pesar de su preboste, también se respetaba el intelecto en
CAMBRIDGE 107
esta institución que tenía un sentido del deber hacia los estudiantes sobresalien-
tes. Después de la guerra, antes de que transcurriera un año desde mi salida del
Ejército, obtuve un puesto de profesor universitario gracias a las referencias es-
critas en mi currículum de carrera por mi supervisor de antes del conflicto bélico
mundial, Christopher Morris, del que debo admitir que era un maestro en este gé-
nero de composición literaria. Como también fue él quien en un primer momen-
to se encargó de entrevistarme para la concesión de mi beca, sospecho que fue
precisamente su recomendación lo que me abrió las puertas del King's College.
Unos cuantos años mayor que yo y —hecho insólito en el centro— hombre de fa-
milia, era un profesor típico de la vieja escuela, que originariamente había sido
maestro, o probablemente tutor personal. Su vocación consistía en hacer que el
muchacho de talento medio procedente de una escuela privada consiguiera su no-
table en el Tripos.* Además se dedicaba a plantear las que él denominaba «cues-
tiones socráticas», esto es, obligaba a sus alumnos a descubrir qué habían escrito
O qué pretendían escribir en sus trabajos semanales. En mi caso funcionó a la per-
fección, incluso cuando me negaba a aceptar sus observaciones críticas acerca de
mi estilo en prosa. Yo no lo tenía en gran consideración, y nos tratábamos con
distancia, pero tengo una gran deuda contraída con él.
Mi relación con los tres historiadores importantes del college fue menor.
Como profesores, dos de ellos ya no se encargaban de supervisar a los estudian-
tes: el pequeño, agudo, eminente e increíblemente conservador F. A. Adcock,
profesor de Historia Antigua, y el descomunal y desmañado John Clapham, que
acababa de retirarse de la cátedra de Historia Económica, autor de aquella obra
única en su especie del Cambridge de entreguerras, una obra maestra sobre un
tema de gran relevancia, a saber los tres volúmenes de su Economic History of
Modern Britain (1926-1938). Era un apasionado del montañismo, afición que en-
cajaba con el talante de King's; pero también era un hombre felizmente casado y
firmemente apegado al inconformismo del norte de Inglaterra, de donde proce-
día. (Nadie hubiera imaginado que tanto el preboste Sheppard como Maynard
Keynes procedían de familias baptistas de provincias.) Ojalá hubiera podido
aprender más del tercero, John Saltmarsh, que fue supervisor mío, pues apenas
publicó nada, pero vertió toda su enorme erudición en las clases a las que no asistí.
El preboste Sheppard fue la figura que presidió desde 1933 hasta 1954 el des-
tino del college (cuyas finanzas, aunque no lo sabíamos, marchaban bastante bien
gracias a la perspicacia de su brazo derecho y compañero de juego Maynard Key-
nes, Apóstol como él). Por aquel entonces tenía cincuenta y tantos años, pero
como su espesa cabellera había encanecido durante la Primera Guerra Mundial,
tenía el aspecto de un anciano caballero, rondando con paso inseguro por el co-
llege vestido con trajes oscuros bien aprestados y el cuello de la camisa almido-
nado, y diciendo «Dios te bendiga, muchacho» a los estudiantes (sobre todo a los
más apuestos) que encontraba a su paso. Todos los domingos, al anochecer, or-
ganizaba sesiones de puertas abiertas en la sala del preboste, y solía sentarse en
el suelo entre los jóvenes haciendo ver —o quizás intentándolo de verdad— que
encendía su pipa para dar pie a las charlas de forma más distendida. Fue en una
de esas reuniones donde conocí por primera vez a un ministro del Gobierno, un
personaje lleno de tópicos con unos ademanes muy pomposos al que Neville
Chamberlain había nombrado recientemente para que se encargara de coordinar
la defensa de Gran Bretaña. Como era de esperar, confirmó todos mis prejuicios
contra aquel Gobierno de contemporizadores.
Los estudiantes se divertían con el preboste como si se tratara de la estrella de
un número de variedades, durante los intervalos de las reuniones de seminario y
en la sala de conferencias, que utilizaba como si fuese un escenario.” No era una
persona respetada, pero a menudo inspiraba ternura, y no dejaba de ser un senti-
mental. De hecho, durante toda su vida fue como un niño mimado de carácter
bastante espantoso que, con el paso del tiempo, se vio privado del encanto, las ga-
nas de disfrutar y el liberalismo de su época de juventud. A medida que se hizo
mayor, se volvió un monárquico a ultranza. Filólogo clásico, hacía tiempo que
había dejado de investigar, y sus colegas en general habían dejado de tenerlo en
consideración. Un fracaso como académico y como director de college —nunca
llego a ser vicerrector, cargo con el que habitualmente se recompensaba incluso
alos directores más mediocres de los colleges—, se convirtió en un enemigo acé-
rrimo de la búsqueda del saber. El King's quizá fuera el centro del beau monde
de Cambridge en los años treinta, pero no constituía un college que se distinguie-
ra académicamente (excepto en Económicas, departamento sobre el que Sheppard
no ejercía control alguno). Estaba en contra de las ciencias. «¿King's College, en
Cambridge?» exclamaba el presidente de Harvard. «¿No es ese lugar en el que se
atacan las ciencias naturales desde la cátedra?» Como estudiantes desconocíamos
casi por completo la malicia y el rencor que se escondían tras su máscara de be-
nevolencia senil intencionadamente teatral. No obstante, aunque haya sido una de
las pocas personas en mi vida por la que he sentido verdadero odio, no puedo de-
jar de experimentar una cierta pena por lo desdichado de sus últimos años, en el
transcurso de los cuales, no siendo ya preboste y no pudiendo concebir un Kings
que no fuera una extensión de su propia personalidad, en claro declive mental
optó por desempeñar el último de sus papeles en el escenario del college, a saber,
el de un Rey Lear de pelo enmarañado que se colocaba en las puertas de acceso
del centro, denunciando en silencio las injusticias que se habían cometido con él.
Las otros dos catedráticos con los que me relacionaba eran el tutor y el deca-
no, así como los profesores de historia. El tutor, Donald Beves, era un hombre
corpulento, bonachón y risueño, actor aficionado —su recreación de Falstaff era
muy aplaudida— y entusiasta coleccionista de cristal de época georgiana y de los
Estuardo, cuyas piezas exponía en sus confortables dependencias, desde las que
examinaba los problemas disciplinarios de los jóvenes con un interés intermiten-
te por los detalles de índole administrativa. Su especialidad era el francés, y man-
tenía un contacto regular con ese país realizando durante las vacaciones viajes
gastronómicos con un grupo de amigos en su Rolls-Bentley. No se sabe que pu-
blicara nada sobre esa lengua o su literatura. Muchos años más tarde, como su
apellido constaba de cinco letras y empezaba por B como el de Anthony Blunt,
CAMBRIDGE 109
ba por la postura oficial del Partido Laborista, siendo por consiguiente objeto de
aprecio como prueba del gran alcance ideológico del Club (a diferencia del pro-
pio Partido Laborista, que excluía toda organización que diera cabida a los comu-
nistas).
En general el CUSC significaba el «Cambridge rojo» de los años treinta, aun-
que literalmente esta definición fuera incorrecta, pues incluso en su momento de
mayor apogeo, a comienzos de 1939, apenas contaba con 1.000 miembros de los
casi 5.000 estudiantes y, cuando ingresé en la universidad en otoño de 1936, con
sólo unos 450.? El Partido nunca tuvo mucho más de 100 afiliados. No obstante,
teniendo en cuenta los orígenes familiares, el entorno sociopolítico y las costum-
bres tradicionales de los estudiantes de las universidades más antiguas, así como
las tendencias políticas abrumadoramente derechistas de los universitarios de la
Europa occidental y central de entreguerras, el dominio ejercido por la izquierda
tanto en Oxford como en Cambridge durante los años treinta resultaba bastante
sorprendente. Y más considerando que la izquierda, con la excepción de la Lon-
don School of Economics, no era particularmente fuerte en los demás centros bri-
tánicos de educación superior.*
Pero más significativo aún, la transformación política de Cambridge se pro-
dujo desde abajo. La política característica de los profesores de la institución era
sin lugar a dudas la del centro moderado y no (como ocurría en Oxford) fuerte-
mente conservadora, pero entre ellos era raro encontrar a partidarios prominentes
del Partido Laborista, y los profesores de ideología comunista podían contarse
con los dedos de una sola mano. Incluso una campaña tan poco controvertida
como la organizada nominalmente por el Consejo de Cambridge por la Paz, en la
que se consiguió en otoño de 1938 la entonces sustanciosa suma de 1.000 libras
esterlinas con destino a las mujeres y niños damnificados de la España republica-
na, recibió el apoyo oficial de sólo dos directores de los colleges (St. John”s y
King's), seis profesores —sólo uno (M. M. Postan) de Historia—, un eminente
profesor pacifista y Maynard Keynes.? En el ámbito de las ciencias naturales fue-
ron los jóvenes físicos y bioquímicos de las dos centrales eléctricas intelectuales,
Cavendish y el Laboratorio Bioquímico, quienes hicieron de Cambridge una ins-
titución roja. Pero las ciencias de la universidad siguieron su propio trayecto en el
ámbito político, realizando sus campañas en torno al Grupo Antibelicista de los
Científicos de Cambridge, que influiría en la conciencia de la sociedad principal-
mente demostrando la incapacidad de las defensas del Gobierno frente a los ata-
ques aéreos y a los gases tóxicos durante la guerra. Hasta finales de 1938 no se
* Su influencia en la LSE era fácil de entender. Fundada por dos grandes fabianos, Sidney y Bea-
trice Webb, dedicada exclusivamente a las ciencias políticas y sociales, dirigida por el que luego se-
ría el arquitecto del sistema de seguridad social británico, William Beveridge, dueña de una facultad
cuyos profesores más carismáticos y prominentes fueron unos socialistas conocidos por toda la na-
ción —Harold Laski, R. H. Tawney—, se situaba en una determinada izquierda casi ex officio. Por ese
motivo atrajo a extranjeros de dentro y fuera del imperio. Y aunque eso no fuera decisivo a la hora de
que optasen por ella los estudiantes británicos, en su gran mayoría la elite de una primera generación
de becarios y becarias pertenecientes a familias londinenses cuyo estatus social fluctuaba entre la cla-
se obrera y la clase media-baja, probablemente ejerciera una influencia sobre ellos después de su in-
greso en el centro.
CONTRA EL FASCISMO Y LA GUERRA 115
De ahí que para nosotros la de los treinta estuviera muy lejos de ser la «déca-
da deplorable y deshonesta» de Auden, un poeta desencantado. Para nosotros fue
una época en la que la buena causa se enfrentó a sus enemigos. Disfrutábamos de
ella incluso cuando, como para la mayoría de los radicales de Cambridge, no ocu-
paba la totalidad de nuestro tiempo, y a decir verdad llevamos a cabo algunas ta-
reas en pro de la salvación mundial porque de eso se trataba. «Por otro lado evi-
tábamos esa agotadora sensación de infelicidad que en la actualidad frustra a los
individuos cuyo instinto los lleva a sentir los problemas del mundo exactamente
del mismo modo que sentíamos entonces, pero a los que les resulta imposible tra-
ducir sus sentimientos en acciones, como hicimos nosotros.»”
Cuando nos poníamos manos a la obra «distribuíamos equitativamente nues-
tras emociones y nuestras energías entre los sectores público y privado del paisa-
je», o más bien no establecíamos una clara distinción entre dichos sectores. Es
verdad que cantábamos, con una melodía tipo Cole Porter:
ficios como editor de Granta, los cuales ascendieron a unas 50 libras esterlinas.
(Gracias al número de la Semana de Mayo, el período estival era el más conve-
niente para ser editor. Al final de cada temporada el editor se embolsaba el dine-
ro sobrante una vez abonadas la producción y distribución de los ejemplares a los
propietarios técnicos, la compañía editorial de los Sres. Foister y Jagg.)
Mis vacaciones se dividían, en términos generales, entre la London School of
Economics y Francia. En la LSE, o al menos en su edificio principal en Hough-
ton Street, Aldwych, todavía existen elementos reconocibles de lo que fue hace
unos sesenta años, como por ejemplo una pequeña cafetería situada justo a la iz-
quierda de la entrada principal que por aquel entonces era conocida como el café
de Marie, en el cual los activistas universitarios solían discutir de política o in-
tentaban ganar adeptos, observados normalmente por un centroeuropeo solitario
y callado bastante más mayor que nosotros, aparentemente uno de esos «eternos
estudiantes» que vagan por los campus de los barrios céntricos de la ciudad, pero
que en realidad era el totalmente desconocido y desatendido Norbert Elias, quien
estaba a punto de publicar en Suiza su gran obra sobre El proceso de la civiliza-
ción. En los años treinta la Gran Bretaña académica estaba absolutamente ciega a
la genialidad de los refugiados intelectuales judíos y antifascistas de Centroeuro-
pa, a no ser que trabajaran en campos convencionalmente reconocidos como el de
las Clásicas o la Física. La LSE era probablemente el único lugar donde se les
daba cobijo. Incluso una vez finalizada la guerra, la carrera académica de Elias en
este país fue marginal, y el valor de eruditos como Karl Polanyi no obtuvo el me-
recido reconocimiento hasta que cruzaron el Atlántico.
Yo conectaba con el clima de la LSE y su biblioteca, entonces aún en el edi-
ficio principal, era un buen lugar para trabajar. Estaba llena de individuos proce-
dentes de Centroeuropa y de las colonias, y resultaba, por lo tanto, mucho menos
provinciana que Cambridge, aunque sólo fuera por su compromiso con las cien-
cias sociales, como era el caso de la demografía, la sociología y la antropología
social, que no tenían el más mínimo interés a orillas del Cam. Resulta extrema-
damente curioso que en esa época —y de hecho siempre ha sido así— la asigna-
tura que daba nombre a la escuela no tenía ni la fama ni la categoría de las que
gozaba en Cambridge, aunque atrajo a algunos jóvenes talentos muy brillantes
que por desgracia no encontraron contratos duraderos en Houghton Street.
No cabe duda de que en cierta manera me sentía más a gusto en los ambien-
tes estudiantiles de la LSE, y especialmente con las chicas del centro, pues enta-
blé una amistad para toda la vida con dos de ellas y al final me casé con otra, aun-
que de modo menos permanente. Tres comunistas de mi edad que estudiaban en
la LSE se convirtieron en amigos míos para toda la vida: el historiador John Sa-
ville (todavía llamado entonces con el nombre de Stamatopoulos o «Stam»), su
compañera y posteriormente esposa, Constance Saunders, y el increíble James B.
Jefferys, que pasó de doctor en historia de la economía a jefe de los enlaces sin-
dicales en Dunlops durante la guerra, y una vez finalizado el conflicto bélico vol-
vió a sus labores de investigación con menor éxito, pues fue víctima de la pros-
cripción de los académicos comunistas que se impuso durante la Guerra Fría.
Gracias a otro coetáneo mío de la LSE mantuve o, mejor dicho, restablecí mis
120 AÑOS INTERESANTES
vínculos con Austria: Tedy Prager, hombre encantador, muy deportista, de espe-
sa cabellera, que posteriormente obtendría el doctorado en Económicas en Cam-
bridge con Joan Robinson, mucho más en sintonía con sus ideas que Robbins y
Hayek de la LSE. Puesto por su familia.a salvo de los peligros de Viena tras ha-
berse metido en problemas al oponerse al régimen austrofascista que siguió a la
guerra civil de 1934, Prager abandonó una carrera muy prometedora en Gran
Bretaña y en las ruinas de la Viena de la posguerra, adonde, como la mayoría de
los comunistas de Austria, regresó de su exilio británico.
Durante las vacaciones de verano los estudiantes de Cambridge que militaban
en el Partido fueron a Francia a trabajar con James Klugmann. Junto con Margot
Heinemann, James era mi vínculo con los tiempos heroicos del comunismo de
Cambridge anterior a mi época. (Ambos siguieron siendo comunistas hasta el fi-
nal de su vida.) Margot, una de las personas más increíbles que jamás he conoci-
do, había sido el último amor de John Cornford, quien le dedicó desde España
uno de sus últimos poemas convertido desde entonces en una pieza de antología,
y posteriormente se unió a J. D. Bernal. A través de una vida ejemplar, con sus
consejos y su sentido de la camaradería, tuvo probablemente más influencia en
mí que cualquier otra persona que haya conocido.
James había sido, junto con John, el líder reconocido del Partido. Para la ma-
yoría de los militantes que estudiaban en Cambridge era, y fue durante mucho
tiempo, una persona de enorme prestigio, incluso una especie de gurú. Supongo
que, de todos los estudiantes comunistas de su época, fue el que mantuvo un con-
tacto más estrecho con la Internacional, pues tras obtener su licenciatura, aban-
donando un futuro académico para el que estaba excelentemente preparado, se
trasladó a París como secretario del Rassemblement Mondial des Étudiants
(RME) (Asamblea Mundial de Estudiantes), una gran organización estudiantil de
carácter internacional, pero controlada por el Partido. Una vez, en el transcurso
de un viaje a esa ciudad para visitarlo, recuerdo haberme cruzado con un tal Ray-
mond Guyot, un peso pesado francés que durante varios años desempeñó el car-
go de secretario general de la Internacional de las Juventudes Comunistas. Esta
organización llevaba a cabo sus actividades desde una de esas pequeñas oficinas
balzacianas, escondidas y llenas de polvo, típicas de los grupos políticos no ofi-
ciales anteriores a la guerra, en la mal llamada Cité Paradis, un callejón lóbrego
en el X” arrondissement, y posteriormente en un local con más pretensiones en la
margen izquierda del Sena. Sus actividades públicas más evidentes consistían en
organizar congresos mundiales de carácter periódico, en cuya preparación cola-
boraban como voluntarios estudiantes de Cambridge y de otros lugares. Actué
como traductor en el Congreso de 1937, que coincidió con la espléndida Exposi-
ción Universal de París, la última antes del estallido de la Segunda Guerra Mun-
dial, dentro de la maravillosa serie que empezó con la Gran Exposición del Prín-
cipe Alberto de 1851. No recuerdo haber tenido ningún encuentro importante con
James en 1938 —estuve casi todo aquel verano viajando por el norte de África—,
y tampoco puedo confirmar la noticia de que fui enviado a una reunión con estu-
diantes árabes y judíos organizada por él durante las vacaciones de Semana San-
ta de 1939, para crear un frente común contra el fascismo tras la ocupación por
CONTRA EL FASCISMO Y LA GUERRA 121
lidad o iniciativa y no hizo comentario alguno, y dejó de ser una influencia im-
portante incluso en el seno del reducido PCGB. El Partido lo puso a cargo de
Educación (con nuestro antiguo organizador estudiantil, Jack Cohen, como asis-
tente), labor que llevó a cabo brillantemente, pues era un profesor nato. James era
demasiado inteligente y perspicaz para no darse cuenta de la decepción, en reali-
dad de la compasión que sentían sus admiradores de los años treinta por un hom-
bre en el que tantas esperanzas se habían depositado. Había quedado hecho pol-
vo. Sólo en 1975 se produjo un último destello del antiguo James Klugmann. El
servicio de inteligencia británica, que desde la partida de Burgess y Maclean a
Moscú en 1951 no había cesado de intimidarlo periódicamente, sugirió que qui-
zá por fin estuviera preparado para ayudar a los agentes secretos británicos como
habían hecho otros con anterioridad. Posiblemente ofrecieran algún tipo de in-
centivo.? La idea de que el servicio secreto británico, que tan bien conocía —al
fin y al cabo estuvo en él durante la guerra— lo hubiera considerado capaz de
deslealtad a su causa, lo hirió profundamente. Se negó. Falleció poco tiempo des-
pués en una casa indeterminada del South London llena de libros.
Mi último trimestre, mayo-junio de 1939, fue muy bueno. Edité Granta, fui
elegido miembro de los Apóstoles y saqué una matrícula de honor en el Tripos,
hecho que también me procuró una beca en el King's. Sólo se produjo un acon-
tecimiento triste. En la primavera de 1939 el tío Sidney, demasiado mayor para
prestar cualquier tipo de servicio militar en la guerra, dejó de luchar por ganarse
la vida en Gran Bretaña y decidió emigrar a Chile con Nancy, Peter y unos pocos
cientos de libras que había conseguido ahorrar con el fin de empezar una nueva
vida. Nunca se cuestionó mi partida pocas semanas antes del Tripos, y en cual-
quier caso yo no habría abandonado el país con una guerra cada vez más inmi-
nente. En aquellos tiempos Chile todavía estaba muy lejos de Europa. Los vi mar-
charse en el barco en Liverpool, y cogí el tren de vuelta a Edgware para dormir
aquella última noche en el suelo de la casa, ahora totalmente vacía, de Handel
Close, donde había dejado mi mochila. La botella de excelente Tokay, que había
salvado de nuestra antigua casa, había desaparecido durante mi ausencia. Luego
regresé a Cambridge.
Pasé el verano viviendo en un hotel de París horrible, pero bien ubicado, de
la Rue Cujas a costa de los beneficios editoriales de Granta, trabajando para el
gran congreso de James. Tengo ante mí una fotografía de dicho congreso: una
mezcla de blancos (la mayoría de Cambridge) con indios, indonesios, los pocos
asiáticos del Lejano y el Medio Oriente y un africano solitario. Reconozco a esa
chica afable de Amsterdam: fue asesinada posteriormente en la Resistencia ho-
landesa. Ahí, entre la multitud de jóvenes rostros olvidados, asoma el de Satjad-
jit Soegono, el atractivo javanés que fue líder de un gran sindicato obrero en In-
donesia después de la guerra hasta que murió asesinado en el transcurso de la
revuelta comunista de Madium de 1948. Junto a James está Pieter Keunemann, el
futuro secretario general del Partido Comunista de Sri Lanka, y P. N. Haksar,
el futuro jefe del Estado Mayor de Indira Gandhi. Aparecen los refugiados espa-
ñoles: la menuda Miggy Robles, que tanto trabajó en la multicopista con Pablo Az-
cárate del Partido Comunista de España. También veo el rostro bengalí, de fac-
CONTRA EL FASCISMO Y LA GUERRA 133
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Capítulo 9
SER COMUNISTA
hermosamente escrita, Una scelta di vita (Una opción de vida). Para aquellos de
nosotros que nos hicimos comunistas antes de la guerra, y especialmente con an-
terioridad a 1935, la causa comunista era efectivamente algo a lo que teníamos la
intención de dedicar nuestras vidas, y algunos así lo hicieron. Al final la diferen-
cia clave estaría entre los comunistas que se pasaron la vida en la oposición y
aquellos cuyos partidos se alzaron con el poder, y que por lo tanto resultarían ser
directa o indirectamente responsables de los actos de sus regímenes. El poder no
corrompe necesariamente a las personas en cuanto individuos, aunque no resulta
fácil resistirse a esa corrupción. Lo que hace el poder, especialmente en tiempos
de crisis y de guerra, es obligarnos a realizar actos que son inaceptables cuando
los lleva a cabo un particular, y a intentar justificarlos. Los comunistas como yo,
cuyos partidos nunca subieron al poder ni se vieron involucrados en situaciones
que requieran decisiones acerca de la vida y la muerte de los demás (la resisten-
cia, los campos de concentración), lo tuvimos más fácil.
La militancia en esos «partidos de vanguardia» leninistas era, por lo tanto,
una elección profundamente personal, pero no abstracta. Para la mayoría de los
comunistas del período de entreguerras su ingreso en el Partido representaba un
paso adelante en ese camino para alguien que ya estaba «en la izquierda» o que,
en las partes del mundo donde cabía semejante posibilidad, ya era «antiimperia-
lista». Desde luego, resultaba más fácil para los que procedían de ambientes po-
líticamente homogéneos del tipo apropiado, pongamos por ejemplo de Nueva
York —donde una vez, dirigiéndose a un compañero en tono pensativo, escuché
decir a un colaborador de The New Yorker: «Prácticamente no encuentras repu-
blicanos en ningún sitio»—, y no de Dallas, Texas. Resultaba incluso más fácil
para los que procedían de comunidades, generalmente marginales para la mayor
parte de la sociedad, cuya situación los colocaba fuera del consenso político na-
cional. A la inversa, a pesar del ser tan amplio el número de ex comunistas de mi
generación, resulta difícil encontrar entre ellos a individuos que se hayan pasado
a la extrema derecha política. El camino de los comunistas decepcionados políti-
camente por lo general les condujo a otra rama de la izquierda política si aún eran
lo bastante jóvenes, o, normalmente a través de distintos estadios, a una militan-
cia anticomunista de corte liberal típica de la Guerra Fría, en la mayoría de los ca-
sos. Hasta en Estados Unidos tuvo que pasar una generación antes de que los in-
telectuales (antiestalinistas) de la izquierda neoyorquina abandonaran las antiguas
lealtades familiares y se declarasen abiertamente «neoconservadores».
Ello resulta particularmente evidente entre los intelectuales, pues las actuales
convenciones del pensamiento racional acerca de la sociedad están fundamenta-
das en la Ilustración racionalista europea del siglo xvm. Como nunca ha dejado de
lamentar la derecha política, esta circunstancia ha hecho que los intelectuales se
decantaran por causas tales como la libertad, la igualdad y la fraternidad. Incluso
a mi amigo Isaiah Berlin, con su compromiso visceral con una identidad judía no
negociable, que le hizo defender, o al menos intentar comprender, las críticas de
la Nustración, le resulto imposible no comportarse como un liberal ilustrado. Fue-
ra de Alemania apenas se podía encontrar una tradición intelectual secular apro-
piada para la derecha. En la primera mitad del siglo pasado, la izquierda a todas
128 AÑOS INTERESANTES
luces conquistó a muchos más intelectuales que la derecha. Incluso en las gran-
des artes creativas, en las que el pensamiento racional tiene menor relevancia,
prevaleció el antifascismo. Sobre esta cuestión Simon Leys, seudónimo de un
eminente sinólogo belga con un historial sin parangón como destructor de los mi-
tos del maoísmo, ha dicho la última palabra: «Todos los que formamos parte del
mundo intelectual conocemos a individuos que han sido comunistas y luego han
cambiado de parecer. ¿Cuántos de nosotros nos hemos cruzado con ex fascis-
tas?». La verdad es que simplemente, cambiaran o no de parecer estos últimos al
finalizar la guerra, no había tantos de ellos.
Esto no significa que el comunismo atrajera a un tipo o unos tipos determi-
nados de personalidad abiertos al extremismo, el autoritarismo y demás rasgos
«antidemocráticos», aunque en la época de la Guerra Fría fuera objeto de debate
por parte de autores deseosos de demostrar la semejanza entre el comunismo y el
fascismo, pero la psicología social políticamente posicionada no debe detener-
nos. En cualquier caso tiene muy poca base la creencia liberal en una afinidad
fundamental entre «extremismos» de derechas y de izquierdas que haría más fá-
cil el paso de un extremo al otro. Como el PC británico era pequeño, los trabaja-
dores y los estudiantes comunistas, al menos al final de los años treinta, resulta-
ban excepcionales, pero no eran atípicos. No puedo detectar rasgos comunes de
personalidad entre mis coetáneos de Cambridge adheridos al PC que los distin-
gan de los que no se unieron a él, con la excepción quizá de una mayor vivacidad
intelectual. De hecho, en años posteriores, cuando me encontraba de nuevo con
algún antiguo camarada a lo largo de su vida poscomunista en su papel de pro-
fesional respetable de clase media —aunque raras veces conservador—, a veces
me decía a mí mismo: «¡Y pensar que una vez lo recluté, y también a otros como
él, para ingresar en el Partido!». Resulta menos sorprendente que los obreros que
entraron en el Partido fueran, al menos en Gran Bretaña, jóvenes, más enérgicos
que la mayoría, pero por otro lado típicos de su clase y de sus sindicatos (princi-
palmente metalúrgicos, de la construcción y en algunas regiones, mineros). Entre
los años treinta y los cincuenta, antes de que su clase social tuviera al alcance de
la mano las categorías profesionales más altas y la educación superior, los buenos
aprendices o los activistas jóvenes y dinámicos de los talleres solían instruirse
política e intelectualmente a través del Partido. Éste formó a los futuros líderes
nacionales del sindicalismo británico y, por supuesto, se proveyó de gente de cla-
se Obrera bien preparada para sus cuadros, circunstancia en la que un partido
conscientemente «proletario» hacía hincapié. Al contrario de la opinión generali-
zada, los intelectuales no desempeñaron como tales un papel relevante en la di-
rección del Partido hasta que la revolución de la enseñanza sacó a la juventud ca-
pacitada para el estudio de los talleres y la llevó a las universidades, que pasarón
a ser el camino de acceso a la política y a trabajos mejores (y no sólo a los parti-
dos comunistas).
El comunismo, por lo tanto, no consistía en escoger «extremistas» entre las per-
sonalidades «no extremistas», aunque ambos polos del espectro político pueden
atraer a veces al mismo tipo de clientela, es decir a individuos normalmente jó-
venes que tienen una afición innata para las operaciones arriesgadas o la violen-
SER COMUNISTA 129
cia política, ese tipo de gente que se siente atraída por el terrorismo y la acción di-
recta. Probablemente los elementos tipo Rambo se hayan sentido más atraídos
por la extrema izquierda desde que aumentaron los enfrentamientos callejeros y
los grupos armados a pequeña escala como consecuencia de la revolución estu-
diantil de 1968, con su retórica de los «combatientes callejeros». No obstante,
una vida dedicada a la revolución no es igual a una vida que consigue sus emo-
ciones en la guerra de guerrillas o en la aventura.
Dada la tradición y la importancia de las actividades clandestinas en los par-
tidos comunistas, los cuales, salvo raras excepciones (como Gran Bretaña), fue-
ron ilegales al menos durante parte de su historia, la vida de aventura evidente-
mente tenía cabida en el movimiento comunista internacional de mi época, pero
el bolchevismo, cuyo lema era eficacia implacable y no romanticismo aventure-
ro, no favoreció la cultura del ladrón de bancos o la del comando de incursión. In-
ventó la hegemonía del «comisario político» (esto es, el comisario civil) porque
desconfiaba de los arrebatos de los militares. En teoría era hostil al terrorismo in-
dividual. La reacción del propio Lenin ante semejantes actos era del todo carac-
terística. No pudo entender por qué en 1916 el socialdemócrata Friedrich Adler
había asesinado en público de un disparo al primer ministro del Imperio de los
Habsburgo como señal de protesta contra la Primera Guerra Mundial. ¿No habría
sido más efectivo para él, como secretario del Partido, hacer circular por las dis-
tintas secciones del mismo una convocatoria de huelga?
He conocido a varios comunistas cuya carrera resultaría de interés, y en algu-
nos casos así ha sido ya, para los autores de novelas de suspense, pero en general
su ideal de clandestinidad, pese a ser peligroso, no fue ni llevar una existencia de
pirata ni hacer de su vida una novela. Comparemos por ejemplo el carácter de
Alexander Rado, jefe de aquella red tan importante de espías soviéticos de Suiza
durante la guerra y el único maestro del espionaje con el que he pasado unas Na-
vidades, en cierto sentido muy curiosas, en Budapest, con el de su operador ra-
diofónico, Alexander Foote, al parecer, un agente doble británico según dicen los
libros. «En primer lugar», Foote «no se había hecho agente secreto ni por ideolo-
gía, ni por dinero, ni por patriotismo. Ganó muy poco dinero como espía, las ide-
as políticas abstractas le aburrían y M15 no lo consideró un patriota cuando al fi-
nal regresó a Gran Bretaña. Pero fue un aventurero nato...»? Rado no parecía un
hombre sediento de acción, sino un acomodado hombre de negocios de media
edad cuyo escenario natural de ocio era la mesa de un café centroeuropeo. Cuan-
do lo conocí en 1960 había retomado su trabajo de catedrático en la Universidad
de Económicas «Karl Marx» de Budapest tras haber pasado varios años en los
campos de concentración de Stalin, y era lo que siempre había deseado ser, un ge-
ógrafo y cartógrafo. Desde 1918 había dedicado toda su vida política a entrar y
salir de actividades clandestinas o inconfesables, volviendo siempre a su voca-
ción. Nunca le divirtió ni combatir —fue el organizador de las brigadas de obre-
ros armados concebidas para encabezar la revolución (abortada) alemana de
1923—, ni dirigir redes de espionaje. Indudablemente también disfrutó de las
emociones de ese estilo de vida, pero la impresión que me dio no era la de un
hombre que hubiera decidido dedicarse a esa labor por ese motivo. Hizo lo que
130 AÑOS INTERESANTES
tenía que hacerse. «Cuando éramos jóvenes —me dijo—, Rakosi [el antiguo di-
rigente y dictador comunista húngaro que en el momento de esta conversación
estaba exiliado y retirado en la URSS] solía decirme: “Sandor, ¿por qué no te ha-
ces revolucionario profesional a tiempo pleno?”. Bien, míralo a él y mírame a mí.
Menos mal que yo tenía una buena profesión y nunca la dejé.» Los partidos co-
munistas no eran para los románticos.
Al contrario, se caracterizaban por la organización y la rutina. Por eso los
cuerpos de varios miles de militantes —como el PC de Vietnam al finalizar la Se-
gunda Guerra Mundial— pudieron, en determinadas ocasiones, convertirse en
creadores de Estados. El secreto del partido leninista no reside en el sueño de es-
tar tras una barricada ni en la teoría marxista. Puede resumirse en dos frases: «Hay
que verificar todas las decisiones» y «Disciplina de partido». El atractivo del Par-
tido consistía en que llevaba a cabo lo que otros no hacían. La vida en él era casi
visceralmente antirretórica, hecho que quizá contribuyera a producir esa cultura
de interminables y mortalmente aburridos informes, ilegibles sin remedio cuando
eran reimpresos en sus publicaciones oficiales, que los partidos extranjeros asu-
mieron como propios imitando la práctica soviética. Incluso en la Italia operísti-
ca los jóvenes intelectuales rojos de posguerra se reían del estilo tradicional de
los discursos en los grandes mítines públicos que seguían adoptando los leales a
la causa. No es que fuéramos insensibles a la oratoria enérgica, además reconocía-
mos su importancia en los actos públicos y en el «trabajo de masas». Aun así, los
discursos no son una parte significativa de mis recuerdos como comunista, con la
excepción de uno que tuvo lugar en París durante los primeros meses de la gue-
rra civil española pronunciado por Dolores Ibárruri, La Pasionaria, un discurso
extenso, ella vestida de negro, como una viuda, en medio del silencio cargado de
tensa emoción de la abarrotada pista cubierta del Velódromo de Invierno. Aun-
que apenas nadie del público comprendiera el español, sabíamos perfectamente
qué nos decía. Todavía recuerdo las palabras «y las madres, y sus hijos» flotando
en el aire, lentamente, como oscuros albatros, desde los altavoces situados en lo alto.
El «partido de vanguardia» leninista era una combinación de disciplina, efi-
ciencia en el trabajo, absoluta identificación emocional y un sentido de dedica-
ción total. Voy a explicarlo. En 1941, atrapada por un travesaño que se había de-
rrumbado, nuestra camarada Freddie pensó que iba a morir en el incendio que se
propagó por la única bomba enemiga caída en Cambridge durante la Segunda
Guerra Mundial. Mi amigo Tedy Prager, que intentó en vano liberarla hasta la lle-
gada de los bomberos —vivía en la que había sido mi antigua casa de Round
Church Street, prácticamente a un paso de donde tuvo lugar la explosión—, cuen-
ta la historia:
«Mis pies» chillaba ella «mis pies se queman», y yo seguía golpeando el trave-
saño, pero nada se movía. «Pobre Freddie... La cosa no va bien», ahora estaba llo-
rando, «yo estoy rendido». Y entonces, mientras me saltaban las lágrimas en medio
de la desesperación y de la humareda, ya demasiado exhausto para seguir intentan-
do levantar la viga, ella gritó: «¡Viva el Partido, viva Stalin!... ¡Viva Stalin!», si-
guió gritando, «¡y adiós muchachos, adiós Tedy!».*
SER COMUNISTA 131
En esa época ya me había dado cuenta, junto con Milovan Djilas, que ha es-
crito maravillosamente bien acerca de la psicología de los revolucionarios, de que
«ésta es la moral de una secta», pero precisamente es esto lo que les da esa fuer-
za como motores de cambios políticos.*
Durante las dos guerras mundiales y en el período de entreguerras, resultaba
bastante fácil en Europa llegar a la conclusión de que sólo la revolución podía
ofrecer un futuro al mundo. El viejo mundo en cualquier caso tenía la suerte echa-
da. Sin embargo, otros tres elementos diferenciaban la utopía comunista de las
demás aspiraciones a una nueva sociedad. En primer lugar el marxismo, que de-
mostraba con métodos científicos la seguridad de nuestra victoria, una predicción
comprobada y verificada por la victoria de la revolución proletaria en una sexta
parte del mundo y por sus progresos de los años cuarenta. Marx había explicado
por qué no podía haber tenido lugar anteriormente en la historia de la humanidad,
y por qué podía y estaba destinada a ocurrir entonces, como de hecho sucedió. En
la actualidad, los fundamentos de esta convicción de que conocíamos el rumbo
de la historia se han derrumbado, especialmente la creencia de que la clase obre-
ra industrial sería el agente del cambio. En la «Era de la Catástrofe» parecían só-
lidos.
En segundo lugar, había internacionalismo. El nuestro era un movimiento
para toda la humanidad y no para un sector en concreto de ella. Representaba el
ideal de superar el egoísmo, individual y colectivo. En repetidas ocasiones, los
jóvenes judíos que empezaban como sionistas se unían al comunismo porque, por
muy evidente que fueran los sufrimientos de su pueblo, eran sólo parte de la opre-
sión universal. Julius Braunthal escribía, al relatar su conversión al socialismo en
Viena a comienzos del siglo: «Sentí lástima por mis amigos sionistas de los que
había desertado; pero abrigaba la esperanza de que un día pudiera hacerles com-
prender que“el menor de los objetivos debe dar paso al mayor de ellos».* Con
amargura retrospectiva disfrazada de cinismo, mi colega de Nueva York, la filó-
sofa Agnes Heller, describe su conversión al comunismo en un campo de trabajo
sionista húngaro en 1947 cuando tenía dieciocho años de edad:
134 AÑOS INTERESANTES
nipresente que como víctimas O bajas en potencia. Como Brecht decía en su es-
pléndida elegía escrita en los años treinta a los profesionales de la Internacional
Comunista, An die Nochgeborenen:
Pero la clave del poema de Brecht, que habla a los comunistas de mi genera-
ción como ningún otro, es que los revolucionarios se vieron obligados a actuar
con dureza.
Desgraciadamente, nosotros,
que queríamos preparar el camino para la amabilidad
no pudimos ser amables.
patología del Partido hizo su aparición de varias maneras más masoquistas y pa-
cíficas. Por poner un ejemplo: el caso de Andrew Rothstein, ya fallecido (1898-
1994). Andrew era un personaje bastante aburrido, de rostro redondeado, perte-
neciente a la pequeña burguesía, que defendía todo lo que necesitaba una defensa
en la Unión Soviética, hijo de un antiguo bolchevique ruso más exagerado aún,
Theodore Rothstein, que en otros tiempos había ejercido como diplomático so-
viético y había escrito un libro pionero de la historia marxista de los trabajadores.
En una ocasión compartimos una habitación gélida en un congreso de la Asocia-
ción de Profesores Universitarios, y todavía lo recuerdo sacando cuidadosamen-
te de la maleta el neceser y las zapatillas. Probablemente se me encomendó la ta-
rea de protestar ante la Escuela de Estudios Eslavos de la Universidad de
Londres, donde Rothstein enseñaba Instituciones Soviéticas, por no renovar su
contrato provisional como encargado de curso. Miembro fundador del PC britá-
nico y, como es natural, con excelentes relaciones en Rusia, había sido una figu-
ra destacada del Partido durante los años veinte, pero en 1929-1930 su oposición
a la orientación ultraizquierdista de la Internacional Comunista, por no hablar de
su temperamento vitriólico y de su falta de buena fe proletaria, provocó su caída.
Se exilió en Moscú (sin su esposa y sus hijos), y pasó a militar en el PCUS. Afor-
tunadamente para su vida, al poco tiempo se le permitió regresar a Gran Bretaña
y al PC británico con la condición de que durante el resto de su carrera se ocupa-
ra sólo de actividades locales del Partido. Sin embargo, siguió siendo un comu-
nista totalmente leal y totalmente comprometido. De hecho, tengo la impresión
de que para él, como para otros como él, la prueba de su devoción a la causa fue
la rapidez para defender lo indefendible. No consistía en el credo quia absur-
dum («creo porque es absurdo») cristiano, sino en el desafío constante: «Ponme
un poco más a prueba: como bolchevique no tengo ningún punto débil». Cuando
al final desapareció el PC británico en 1991, pasó a ser, a la edad de noventa y
tres años, el primer miembro del reducido Partido Comunista de línea dura de
Gran Bretaña que lo sucedió.
Dudo que hubiera algún comunista de mi generación que se hubiera inspira-
do en la carrera de Rothstein para unirse al Partido o para permanecer en sus fi-
las. Y sin embargo, teníamos a nuestros héroes y modelos: Georgi Dimitrov,
quien durante el juicio por el incendio del Reichstag de 1933 se mantuvo de pie
solo en el tribunal nazi, desafiando a Hermann Góring, defendiendo el buen nom-
bre del comunismo y, de paso, el de la pequeña, pero orgullosa nación búlgara a
la que pertenecía. Si no abandoné el Partido en 1956 fue, entre otras cosas, por-
que el movimiento producía ese tipo de hombres y mujeres. Pienso sobre todo en
uno de ellos, apenas conocido en vida, olvidado actualmente por todos, excepto
por sus camaradas y amigos. Todavía lo recuerdo, pequeño, con vista de lince,
socarrón, mientras caminábamos una mañana de domingo por los senderos, ilu-
minados por el sol de trecho en trecho y cuidadosamente delimitados, de las co-
linas de Wienerwald, entre parejas ocasionales de amigos excursionistas, hom-
bres y mujeres de pelo blanco, que habían organizado mítines ilegales socialistas
y del Partido en las zonas más recónditas de aquellos bosques antes de que logra-
ran sobrevivir a los campos de concentración. El aire libre había sido siempre el
SER COMUNISTA 137
nombrado jefe del Apparat del partido austríaco ilegal —comunicaciones, pisos
francos, cruces de fronteras y provisión y distribución de libros y material escri-
to—, y posteriormente jefe de todas sus actividades de agitación y propaganda.
Sin lugar a dudas ésta fue la razón que lo llevó a París cuando tuvo lugar el
Anschluss.
Regresó a Austria una vez finalizada la guerra como miembro del órgano de
dirección política del PC austríaco, escribió un libro, breve e iluminador, sobre
Francia y editó la revista teórica del Partido. En 1968 consiguió escindir durante
un breve período de tiempo el PC austríaco de la URSS, tras condenar la invasión
soviética de Checoslovaquia, pero Moscú reafirmó inmediatamente su postura.
Marek fue expulsado, aunque siguió siendo editor de una publicación mensual
del ala izquierda independiente llamada Wiener Tagebuch, y (conmigo y algunos
otros más) planificador y editor —sus únicos ingresos regulares procedían ahora
de este trabajo— de la ambiciosa Storia del Marxismo de Giulio Einaudi. Falle-
ció a causa de un ataque al corazón, por otro lado previsible, en el verano de
1979. Murió siendo comunista. El Partido Comunista de Italia mandó una repre-
sentación a su funeral. Su legado, dejando aparte unos cuantos libros, cabía en
dos maletas.
Hombre de una inteligencia lúcida y brillante y de una erudición notable, po-
dría haber sido un pensador, un escritor o un académico eminente. Pero no había
elegido interpretar el mundo, sino cambiarlo. De haber vivido en un país más
grande y en otra época, podría haber sido una gran figura política de un comu-
nismo humanizado. Éste fue su camino hasta el fin de sus días, resistiendo las
tentaciones de un refugio pospolítico en la literatura o en los seminarios para ti-
tulados. A su manera, fue un héroe de nuestros tiempos, unos tiempos que fueron
y siguen siendo malos.
II
Hasta aquí he hablado de los comunistas que no estaban en el poder. ¿Qué fue
de los miembros del Partido, conocidos míos, que se encontraron en los regíme-
nes comunistas una situación extremadamente distinta, la dé privilegio en lugar
de la de persecución? Ellos no eran ajenos al poder, eran el poder; no eran la opo-
sición, sino el Gobierno, a menudo de países donde no eran del agrado de su po-
blación. La policía no era su enemigo, sino su agente. Y para ellos el futuro glo-
rioso tras la revolución no era un sueño, sino una realidad.
Carecían de la ventaja, que a nosotros nos mantenía alta la moral, de tener
enemigos a los que se les podía combatir con convicción y una conciencia limpia:
el capitalismo, el imperialismo, la aniquilación nuclear. A diferencia de nosotros,
no podían evitar la responsabilidad de lo que se hacía en nombre del comunismo
en sus países, ni siquiera de sus injusticias. Por ese motivo el Informe de Jrush-
chev de 1956 les resultó especialmente traumático. «Si ya no se puede echar la
culpa de esos horrores a “las leyes de la historia”, sino a Stalin en persona, en-
tonces ¿qué hay de nuestra propia corresponsabilidad?», escribía un exiliado che-
SER COMUNISTA 139
cinismo. Pues, aunque fuera recibido en Gran Bretaña como víctima de la repre-
sión soviética, en realidad no había tomado parte en la revolución de 1956. De
hecho, tras la derrota de ésta restableció la sección del Partido en la universidad.
Por esta razón la carrera de Szamuely tuvo un rápido avance durante los años si-
guientes. Desgraciadamente en el transcurso de los mismos, bajo la mirada bene-
volente del gobierno de Kadar, los simpatizantes del movimiento de 1956, es de-
cir, el grueso de los intelectuales y académicos comunistas, poco a poco fueron
restableciendo sus posiciones. La carrera del colaborador soviético que había
avanzado tan vertiginosamente después de 1956 empezó un fuerte declive. Pero,
desde luego, él había desdeñado a todas luces las esperanzas de los revoluciona-
rios de 1956 y el régimen soviético. Alejándome de nuevo del mundo del Partido
de mi juventud, durante los años siguientes resistí con éxito a la tentación de ha-
blar en público acerca de los antecedentes de 1956 del que hablaba en nombre de
la libertad. Era algo más que la renuencia a señalar lo que habría sido, después
de todo, apenas una cuestión pasajera de debate político a costa de poner en un
aprieto a un amigo personal. Marlene y yo reconocimos que debía haber un prin-
cipio en este asunto: en ciertas ocasiones se tiene que trazar una línea divisoria
entre lo que son las relaciones personales y los puntos de vista políticos. Y sin
embargo, con lo excelente compañero y encantador y ocurrente que era Tibor, los
Szamuely y nosotros nos distanciamos completamente. Quizá la vida pública y la
privada no pueden separarse tanto en realidad. -
Los académicos checos, alemanes orientales y húngaros fueron los miembros
de Partido del bloque soviético con los que más me relacioné. De las grandes fi-
guras políticas de los regímenes, sólo conocí brevemente a uno o a dos, sobre todo
a Andras Hegedis, el último primer ministro húngaro de Rakosi, reciclado como
sociólogo académico después de 1956, gran viajero y protector de disidentes,
pero que hablaba poco, aunque lo suficiente para dejar entender que la calidad de
la dirección del Partido había decaído después de él. Ninguno de mis amigos era
una figura del Partido, aunque Ivan Berend declinara la oferta de ocupar el cargo
de ministro de Educación de su país, Hungría. Era y sigue siendo un historiador
de primerísimo orden, presidente de la Academia de las Ciencias de su país du-
rante el comunismo, cuyos méritos se vieron reconocidos cuando fue elegido,
tras la caída del comunismo, presidente del Comité Internacional de Ciencias
Históricas. Casi todos los checos que conocía, algunos de ellos desde los tiempos
de la emigración a Inglaterra antes de la guerra, se hicieron partidarios de la Pri-
mavera de Praga de 1968, y varios desempeñaron un papel destacado en ella,
como por ejemplo mi amigo Antonin Liehm, editor de la principal revista políti-
co-cultural de la época, Literarny listy. No nos conocimos a través de la política,
sino como amantes del jazz en un festival de este género musical en Praga, pero
el jazz, como la recuperación de Kafka, era una actividad de la oposición en los
albores de 1968, aunque no soy consciente de que se diera ningún trasfondo po-
lítico a la publicación de mi libro The Jazz Scene, el único que se tradujo al che-
co durante la época comunista. Después de 1968 los reformistas del Partido, si no
tenían edad suficiente para jubilarse, fueron obligados a emigrar o a limpiar ven-
tanas, a cargar carbón u a realizar otras labores parecidas. Algunos como Edward
SER COMUNISTA 141
Goldstiicker, una figura importante durante la Primavera de Praga por ser el pre-
sidente del Sindicato de Escritores, ya hacía años que estaba en la cárcel como
consecuencia de la persecución estalinista de comienzos de los años cincuenta.
(Lo vimos en 1996 en Praga poco antes de su fallecimiento: las autoridades de la
nueva Checoslovaquia le habían denegado el estatus de víctima del comunismo.)
Perdieron su país para siempre, pues, cuando acabó el comunismo, ya nadie los
quería.
Los húngaros con los que mantuve una relación más próxima, demasiado jó-
venes para haber participado en la política de antes de la guerra o en la resisten-
cia —cuando en 1945 Ivan Berend y el que fuera durante mucho tiempo su cola-
borador, George Ranki, regresaron de los campos de concentración nazis, entraron
en la escuela secundaria—, eran comunistas reformistas, con la excepción del
brillante Peter Hanak, joven protagonista de la historia húngara marxista de 1955,
insurgente durante la revolución de 1956 y posteriormente anticomunista acérri-
mo. Pero el ambiente reinante en Hungría después de 1956 era moderadamente
reformista y tolerante, aunque no exento de disidencia. De todos los regímenes
del Partido, el húngaro fue el que probablemente se aproximó más a una vida in-
telectual normal durante el comunismo, quizá gracias en gran medida a la rique-
za de talentos intelectuales del país, circunstancia que se vio reforzada por unas
buenas relaciones con sus emigrados a los países occidentales. Algunos de sus
cerebros no políticos más relevantes se negaron a emigrar incluso en los momen-
tos peores, como Erdós, el gran genio de las matemáticas, que siguió mantenien-
do su pasaporte húngaro a la vez que quiso seguir viajando por todos los departa-
mentos de matemáticas del mundo, sin permanecer nunca más de unos cuantos
meses en un mismo lugar, llevando consigo sus posesiones mundanas metidas en
una maleta. Consiguió ver cumplido este deseo, extraordinario y quizá único para
un ciudadano particular en el apogeo de la Guerra Fría, gracias al apoyo unánime
de la mafia internacional de matemáticos. Cuando, al no estar capacitado para
charlar con él sobre la teoría del número, le pregunté una apacible tarde en Cam-
bridge por qué quería tener el derecho permanente de regresar a Budapest, me
contestó: «Ambiente matemático es bueno». Hungría, por supuesto, era la única
zona de Centroeuropa que no había perdido a la mayor parte de sus judíos.
En algunos países de «socialismo verdadero», como por ejemplo Polonia, era
posible dejar de lado el Partido en las relaciones personales con colegas y ami-
gos. No era así en la República Democrática Alemana, donde nada quedaba fue-
ra de su control, sin lugar a dudas tampoco los contactos de sus ciudadanos con
comunistas extranjeros. Además, allí no tenía cabida la disidencia y ni siquiera
poner en duda la línea dictada desde las altas instancias. En muchos aspectos y
quizá sobre todo por razones lingúísticas, me pareció que en ese país resultaba
más fácil darse cuenta del significado que tenía la militancia de partido en un ré-
gimen socialista.
Los comunistas de la Alemania Oriental, al menos los que yo conocí, eran, y
siguieron siendo en su gran mayoría, creyentes, fueran o no viejos cuadros del
KPD desde antes de 1933; jóvenes entusiastas que se unieron a la causa en el pai-
saje en ruinas de 1945 para construir un nuevo futuro, como por ejemplo Fritz
142 AÑOS INTERESANTES
Klein, hijo del jefe de redacción de uno de los periódicos conservadores más res-
petados de la República de Weimar; comunistas de segunda generación como mi
amigo Siegfried Búnger, hijo de un obrero del Mecklemburgo rural; o Gerhard
Schilfert, convertido a la causa cuando fue prisionero de guerra de los soviéticos,
hombre en el que sólo cabía un convencimiento sincero de la autoridad, antigua
o nueva, y mantenerse leal a ella. (Todos ellos eran historiadores.) En cierto sen-
tido, se autoeligieron. Eran aquellos que no podían soportar que el calor se esca-
para por debajo de la puerta de la cocina, circunstancia que solía darse con faci-
lidad hasta la erección del Muro de Berlín en 1961.
Tuve muy poco contacto directo con los miembros de la Vieja Guardia, a ex-
cepción de la familia Kuczynski y, a través de mi amigo el pintor Georg Eisler, de
su admirado padre, Hanns, compañero de Brecht y compositor oficial del Estado
de la RDA, al que conocí en el ambiente poco proletario del Waldorf Hotel. Hanns
había abandonado a su esposa y a su hijo, cuyo exilio les había llevado desde Vie-
na vía Moscú y vía Manchester de nuevo a Viena. Una segunda esposa suya, Lou,
lo dejó por otro veterano comunista de Moscú, el brillante y romántico seductor
Ernst Fischer, hijo de un general de los Habsburgo y estrella de posguerra de la
cultura austríaca y del PC de Austria hasta su expulsión tras la Primavera de Pra-
ga. Tengo contraída con Fischer una deuda intelectual, reconocida en mi libro La
era de la revolución. Yodos quedaron amigos, como hizo Fischer con su primera
esposa, una hermosa joven aristocrática de Bohemia que se hizo agente soviética,
cuyas credenciales revolucionarias se remontaban a la insurrección comunista ale-
mana de 1921. Los Eisler de Leipzig-Viena eran casi la quintaesencia de la fami-
lia de la Internacional Comunista. La tía Elfriede (conocida para la historia como
Ruth Fischer) había sido la joven comunista seguidora del amor libre que provocó
la crítica que hizo Lenin del sexo informal («la teoría del vaso de agua»). Unos
años más tarde reapareció formando parte de la dirección ultraizquierdista del
KPD, antes de que su expulsión la mandara al exilio debido a la elección equivo-
cada de bando en la política soviética y de la Internacional Comunista. Volvió a
aparecer en escena después de la guerra en Estados Unidos, entre otras cosas como
acusadora de su hermano Gerhart Eisler. Éste, también líder derrotado (aunque
más moderado) del KPD, se había convertido en un importante agente de la Inter-
nacional Comunista en China, Estados Unidos y otros países. Fue expulsado de
Estados Unidos, saltó del barco cuando éste se dirigía a Gran Bretaña, y regresó a
la Alemania Oriental donde, durante la locura de los últimos tiempos del estali-
nismo, le asignaron —o al menos así se cuenta— el papel de traidor en potencia y
sin duda a su debido tiempo confeso, en el curso de un juicio espectáculo. Afortu-
nadamente el régimen de Alemania Oriental, pese a la ocupación soviética, nunca
participó de aquel estilo criminal estalinista, aunque son pocos los que han creído
que no lo hiciera. Gerhart Eisler pasó el resto de su vida llevando a cabo tareas po-
líticas menores en la RDA, tales como jefe de los servicios de radiodifusión, ne-
gándose educadamente a responder a las preguntas de su sobrino acerca de su pa-
sado. De haber escrito sus memorias, a lo cual se negó, éstas habrían carecido de
sentido como las de la mayoría de los diplomáticos: su generación no se pronun-
ciaba. Hollywood, donde residió durante su exilio, encajaba con Hamns, el músi-
SER COMUNISTA 143
co, obeso, ocurrente, cínico y con muchas más posibilidades de triunfar allí que su
compañero Brecht, pero a pesar de todo regresaría a su país y compondría el nue-
vo himno nacional. Difícilmente cabría acusarles de albergar muchas ¡ilusiones
acerca de la realidad del comunismo de la Internacional Comunista, de la URSS y
menos aún de la RDA. Se quedaron, pese al control severo y hostil de una rígida je-
rarquía política ante la que, de vez en cuando, eran denunciados por gente enemi-
ga y jóvenes ambiciosos, pese a ser constantemente vigilados, aun cuando fueran
honrados en público, por el sistema policial permanente de más alcance que haya
operado nunca en un Estado moderno, la Stasi. Pero, pese a todo, se quedaron.
En un sentido la situación peculiar de la RDA facilitaba las cosas. El régimen
de la Alemania Oriental sufría del hecho patente de que no tenía legitimidad, en
un principio incluso carecía prácticamente de apoyo, y jamás habría ganado du-
rante su existencia unas elecciones libres. El sucesor del SED (Partido Socialista
de la Unidad) tiene probablemente más apoyo popular real hoy en día que cuan-
do el antiguo régimen sumaba el habitual 98 por ciento del total de los votos.
Hasta ese punto seguían estando los comunistas de la Alemania Oriental, en sen-
tido lato, en encarnizada oposición, especialmente bajo la amenaza y la tentación
de su vecino arrollador y mucho más grande: la República Federal. Ello justifi-
caba algunas medidas que de otro modo hubieran horrorizado a los comunistas,
aun admitiendo el rechazo de la democracia liberal por parte de su Partido. Me
viene a la memoria una ocurrencia de Brecht muy aguda acerca de un Gobierno
que disolvía al pueblo y elegía a otro nuevo. Con ese fin precisamente, el 17 de
junio de 1953, mi amigo Fritz Klein, un comunista devoto de veintinueve años,
se adhirió a la intervención soviética tras la gran revuelta obrera, porque consi-
deraba el régimen más justo socialmente y desde el punto de vista político, más
verdaderamente antifascista, que la República Federal. Del mismo modo, en
1961 dio su apoyo a la erección del Muro de Berlín. «Mi opinión entonces —es-
cribía—., es que tenía que ser aceptado como un mal menor, si lo comparábamos
con la otra alternativa posible: abandonar el experimento todavía legítimo de
construir una nueva sociedad.»!” Lo máximo a lo que podían aspirar era-a que la
sociedad socialista que estaban construyendo funcionara y al final conquistara al
pueblo. No cabe la menor duda de que los miembros más inteligentes y compe-
tentes del Partido de la Alemania Oriental fueron críticos con el sistema y unos
reformistas llenos de esperanza hasta el final. Pero no tenían ningún poder. Por
supuesto, a los militantes del Partido les resultaba más fácil abjurar de sus ideas
y actuar de acuerdo con las normas (esto es, llevando las cosas al extremo, pedir
consejo a Moscú) o simplemente obedecer al Partido en todo lo que éste les man-
dara. Y el Partido estaba dirigido por los viejos seguidores de la línea dura de an-
tes de 1933 o sus sucesores de la generación siguiente.
Los extremismos de la Guerra Fría han presentado a los regímenes del este de
Europa como sistemas gigantescos de terror y de gulags. De hecho, después de
los años de sangre y acero de Stalin (que nunca estuvo seguro de si quería una
RDA o no), el sistema de la RDA de justicia y represión, sin tener en cuenta a las
víctimas del Muro de Berlín, ha sido acertadamente calificado con gran autoridad
por un historiador de Harvard de «injusto en todo momento, pero relativamente
144 AÑOS INTERESANTES
poco sanguinario».'' Era una burocracia monstruosa que lo abarcaba todo, pero
que no aterrorizaba a sus ciudadanos, sino que más bien los acosaba, los premia-
ba y los castigaba constantemente. La nueva sociedad que estaba construyendo
no era una mala sociedad: trabajo y carreras para todo el mundo, educación uni-
versal abierta a todos los niveles, sanidad, seguridad social y pensiones, vacacio-
nes en una comunidad sólidamente estructurada de buena gente que hacía un tra-
bajo honesto cuando debía, lo mejor de la alta cultura accesible al pueblo,
actividades deportivas y de ocio al aire libre, ningún tipo de distinción social. En
el mejor de los casos pasó a ser —de nuevo según Charles Maier— algo entre
«socialismo y Gemiitlichkeit», o un «colectivismo Biedermeier».'* El inconve-
niente, aparte del hecho —imposible de ocultar a sus ciudadanos— de que era
muchísimo más censurable que la Alemania Occidental, era que había sido im-
puesto a la población por un sistema de autoridad superior, semejante a la que
ejercían los padres del siglo xix sobre sus hijos recalcitrantes o cuando menos
poco dispuestos. Los ciudadanos no llevaban las riendas de su propia vida. No
eran libres. Como generalmente era fácil acceder a la televisión de la Alemania
Occidental, la presencia constante de medios coercitivos y de censura era evi-
dente y aborrecida por todos. No obstante, como parecía que iba a durar para
siempre, resultaba bastante tolerable.
Todo ello afectaba por igual a los miembros del Partido (o quizá más a éstos)
y al resto de la población. Sus conversaciones no sólo eran grabadas por enemi-
gos o los omnipresentes informadores de la Stasi, sino que, por mucho que cues-
te creerlo, acarreaban exigencias de retractación o degradación en público por
parte de funcionarios severos, pero poco convincentes, pertenecientes al gueto
reservado de los dirigentes nacionales que trazaban inflexiblemente la línea que
seguir. Más que acosar formalmente a los disidentes, se les inquietaba. En el peor
de los casos, se les importunaba o se les expulsaba a Occidente, como fue el caso de
Wolf Biermann, a quien recuerdo haber visitado en compañía de Georg Eisler, en
su habitación situada en un patio trasero, en Berlín Oriental, donde entonaba las
canciones de protesta que ya lo habían hecho famoso.
La mayoría de los miembros del Partido de la RDA, y sin lugar a dudas la ma-
yoría de sus intelectuales, creyó hasta el final en algún tipo de socialismo. Resul-
ta difícil encontrar entre ellos, como entre la mayoría de los emigrantes soviéti-
cos, a comunistas reformistas que durante la Guerra Fría fueran proamericanos al
ciento por ciento. Sin embargo, cada vez se sentían más decepcionados. ¿Cuándo
empezaron a sospechar —o a creer— los comunistas que la economía socialista
«realmente existente», a todas luces inferior a la capitalista, no funcionaba en ab-
soluto?
Markus Wolf, el jefe del espionaje de la RDA, un hombre de grandes cuali-
dades y al que conocí cuando una cadena de la televisión holandesa organizó una
charla entre los dos acerca de la Guerra Fría, me dijo que a finales de los años se-
tenta había llegado a la conclusión de que el sistema de la RDA no funcionaría.
Sin embargo, en los últimos estadios de la RDA apareció en público como un co-
munista reformista (una postura muy poco habitual para un jefe de los servicios
de inteligencia). En 1980 el húngaro Janos Kornai ya ofrecía en su libro, The
SER COMUNISTA 145
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Capítulo 10
LA GUERRA
ciales, siete oficiales de complemento y otros tres mandos) fue abortada por esa
razón. «No es nada personal, pero su madre no era británica», dijo el capitán
mientras me indicaba que tomase el próximo tren de Norwich para volver a Cam-
bridge. «Por supuesto usted ahora está contra el sistema, pero naturalmente siem-
pre hay cierto sentimiento de simpatía por el país al que pertenece una madre. Es
lógico. Se da usted cuenta de ello, ¿no es así?» «Sí, señor.» «Quiero decir que no
tengo prejuicios nacionales. A mí no me importa lo que hagan las naciones, siem-
pre y cuando sepan comportarse, y los alemanes ahora no saben comportarse.»
Asentí. Me prometió que me recomendaría para un trabajo de intérprete. Nunca
más oí hablar de dicho trabajo. Curiosamente mi memoria borró por completo
este episodio, aunque en su momento me quedara grabado.
¿Acaso cuando estaba en Cambridge ya tenía un expediente abierto en los
servicios de inteligencia? No hay forma de saberlo. Desde luego sé positivamen-
te que me abrieron uno a mediados de 1942, cuando un amable sargento del Ser-
vicio de Información Militar me dijo que se suponía que me vigilaban. Es posible
que me abrieran uno en 1940 poco después de ser llamado a filas, pues como
buen comunista hice lo necesario para mantenerme en contacto con el Partido, lo
que significa que cuando estuve en Londres, conocí a Robbie (R. W. Robson), un
hombre de rostro cetrino y arrugado, muy fumador, perteneciente a la clase obre-
ra y cuadro del Partido a tiempo completo desde comienzos de los años veinte, en
una de aquellas pequeñas oficinas llenas de polvo y con aspecto de viejo situadas
al final de una oscura escalera de los distritos WC1 o WC2, en las que se suponía
que estaba ese tipo de gente como él. Eran lugares que muy probablemente los
Servicios de Seguridad tenían controlados.
Independientemente de cuándo me abrieran expediente, no cabía la menor
duda de que me consideraban un personaje sospechoso, que debían mantener ale-
jado de ámbitos delicados como los relacionados con el extranjero, incluso des-
pués de que la URSS se convirtiera en aliado de Gran Bretaña y el Partido se de-
dicara en cuerpo y alma a ganar la guerra. Mientras ésta duró (y en realidad desde
el 2 de septiembre hasta mi primera visita a París en 1946, ya en la posguerra)
nunca abandoné el suelo británico: el período ininterrumpido más largo que he
pasado nunca sin cruzar algún mar o frontera. A partir de mayo de 1940 nadie pa-
recía estar interesado en mi conocimiento de idiomas. En un determinado mo-
mento llegué a tener una entrevista al respecto en lo que me pareció ser un des-
pacho de los servicios secretos en lo alto de Whitehall, pero sin ningún resultado.
A regañadientes me fui haciendo a la idea de que no iba a tomar parte en la caída
de Hitler.
¿Qué podían hacer los oficiales, que se veían obligados a cargar con un bicho
raro intelectualmente más que cualificado, pero que a nivel práctico no llegaba a
los mínimos y además carecía de dotes para la vida militar? Como sabía condu-
cir un automóvil, me llamaron para hacer de chófer, pero no me gustaban los ca-
miones de 15 quintales y de 3 toneladas requisados de la compañía, ni tampoco
las motocicletas, y pronto me vi convertido simplemente en un par de brazos no
cualificados. ¿Qué podía hacerse con un personaje así? Probablemente me consi-
deraban incapaz de ascender en nada. Al final la 560 Compañía de Campaña de
LA GUERRA ¡Sl
II
Mi carrera militar se divide, de ese modo, en dos partes muy distintas entre sí.
La primera de ellas, la del tiempo que estuve con los Ingenieros de S. M., fue de
lejos la más interesante. Como cabe suponer, una compañía de campo de zapa-
dores era una unidad totalmente de clase obrera, con la excepción de sus oficia-
les. Era el único intelectual en ella, en realidad seguramente el único miembro de
sus filas que leía habitualmente las páginas de noticias de los periódicos antes
de las que contenían los resultados de las carreras, o en lugar de ellas. Esta costum-
bre inusual me proporcionó un apodo durante las semanas en las que se produjo
la caída de Francia: «Diplomático Sam». Por primera vez en mi vida me sentí
como un miembro, aunque para nada típico, del proletariado cuya emancipación
iba a traer la libertad al mundo. Para ser más exacto, me encontraba viviendo en
el país en el que la mayoría de los británicos pasaban su vida, y que sólo tenía un
contacto marginal con el mundo de las clases situadas por encima de ellos. El he-
cho de que me llamaran a filas en Cambridge acentuaba el contraste, ya que du-
rante dos o tres meses viví en los dos mundos. Después del servicio (esto es, del
aprendizaje principalmente de los elementos de instrucción sobre el verde césped
de Parker”s Piece) pasaba de uno a otro con sólo dirigirme al centro del Cam-
bridge universitario desde la calle obrera donde las autoridades militares me te-
152 AÑOS INTERESANTES
* Siglas del Navy, Army and Air Force Institutes, el departamento del ejército británico encar-
gado de los servicios de cantinas, etc. para las fuerzas armadas. (N. del t.)
LA GUERRA 153
gos y conocidos un poco más mayores, como lan Watt, que posteriormente sería
un distinguido profesor de literatura cuya obra sobre los orígenes de la novela bri-
tánica era ya objeto de debate por parte de los estudiantes marxistas, y otros algo
más jóvenes como el ingenioso y satírico dibujante de Granta, Ronald Searle.
Ambos regresaron, marcados de por vida, de sendos gulags japoneses. Ronald, al
que veía de vez en cuando durante nuestra época común en la división, acababa
de ser descubierto por la admirable Kaye Webb, por aquel entonces editora jefe
de Lilliput, una revista de bolsillo muy de moda fundada por un emigrante de
Centroeuropa y muy apreciada por nuestra generación, que acabó casándose con
él. (También a mí me encargó unos cuantos artículos durante la guerra y tras su
finalización, hasta que la revista dejó de publicarse.) Mientras tanto, Ronald se
convirtió en uno de los dibujantes de viñetas de más éxito de su época, gracias en
gran medida a una de sus creaciones, St. Trinian's, una escuela para chicas fre-
cuentada por unas alumnas espantosas, inspirada, según me pareció, en los pe-
queños japoneses de los campos de prisioneros donde había estado recluido du-
rante la guerra y que tantos horrores le habían hecho vivir.
En general durante mis días como Zzapador vivía entre obreros —principal-
mente obreros ingleses—, adquiriendo al tiempo una admiración permanente,
aunque a veces resultara exasperante, por su honradez, su desconfianza de las
chorradas, su sentido de clase y de lo que es la camaradería y la ayuda mutua.
Eran buenas gentes. Sé que se supone que los comunistas creen en las virtudes del
proletariado, pero me sentí aliviado al ver cómo llevaba esta teoría a la práctica.
Luego Hitler invadió Noruega y Dinamarca y la guerra empezó de verdad. En
cuanto los alemanes —casi no podíamos creérnoslo—comenzaron a ocupar los
Países Bajos, la 560 Compañía de Campaña tuvo un objetivo real a la vista. Du-
rante más de catorce horas al día, prácticamente aislados de la vida civil de Nor-
folk que seguía con su trajín cotidiano a nuestro alrededor, nos dedicábamos a
improvisar defensas para East Anglia contra una invasión en potencia. Movíamos
sacos de arena de un lugar a otro, revestíamos los muros de las colosales trinche-
ras antitanque alrededor de la ciudad que iba cavando delante de nosotros un ex-
cavador civil inexperto, chapucero y sobre todo en absoluto convencido de que el
foso fuera capaz de detener a ningún tanque, especialmente porque carecíamos de
armamento antitanque y de cualquier otro tipo, pero nuestro trabajo principal
consistía en minar el terreno y colocar cargas explosivas en los puentes, listas
para hacerlos volar en caso de necesidad. Como hizo una primavera muy estival,
tuvimos un tiempo increíblemente maravilloso para llevar a cabo esta tarea. To-
davía puedo sentir la fantástica sensación de euforia que me producía trepar (un
poco nervioso) por los laterales de los contrafuertes del gran puente que cruzaba
Breydon Water, a las afueras de Great Yarmouth, para trabajar en la arcada su-
perior entre el cielo azul y el agua salada, el (engañoso) sentido de poder que se
adquiere con la rutina del manejo de explosivos, de espoletas y de detonadores.
Puedo recordar la holgazanería, propia de unas vacaciones, de no hacer nada en
los pequeños destacamentos de tres o cuatro posicionados en alguna esclusa ale-
jada o en algún puente remoto, provistos de una tienda de campaña y cien kilos de
explosivos, esperando a los invasores. ¿Qué habríamos hecho si los hubiéramos
154 AÑOS INTERESANTES
visto aparecer? Éramos unos novatos, sin ningún tipo de experiencia militar, ni
siquiera conocíamos las armas: además de nuestros fusiles Lee-Enfield obsole-
tos, la compañía tenía exactamente seis cañones Lewis para detener a la aviación
enemiga en la bahía. Seguramente no habríamos sido una primera línea de de-
fensa impresionante contra la Wehrmacht.
La reacción de los muchachos ante la invasión alemana de Dinamarca y No-
ruega fue decididamente de indignación. El pesimismo, la depresión e incluso el
derrotismo habían sido los sentimientos reinantes cuando tuvo lugar la ocupación
de los Países Bajos, en medio de aquella crisis política que al final hizo caer a Ne-
ville Chamberlain. «¿Qué clase de soldados ingleses sois?» dijo el irlandés de la
compañía, Mick Flanigan, en medio de una conversación que manteníamos en el
barracón dormitorio acerca de lo mejor que evidentemente era el ejército alemán
comparado con el nuestro, y de cómo serían las cosas bajo un gobierno de ese
país. La caída de Chamberlain les levantó el ánimo de nuevo, pues sin lugar a du-
das había sido una de las principales causas de la depresión general. Se hizo pa-
tente que el nuevo gobierno de Churchill era bienvenido por nuestra compañía.
(Me di cuenta entonces de cuán extraño resultaba que los héroes de los trabaja-
dores británicos fueran Churchill, Duff Cooper y Eden, «unos aristócratas, ni si-
quiera unos demagogos».)
La sensación de desánimo volvió a crecer en nuestros campamentos durante
las siguientes semanas de durísimo trabajo físico y de aislamiento prácticamente
absoluto. Cualquiera que hubiese sido el efecto en la población civil del famoso
discurso de Churchill por la radio, aquel acerca de «Lucharemos en las playas»,
entre las que presumiblemente incluía las de Norfolk, fue retransmitido en un
momento en el que no podíamos escucharlo. De hecho, en ese momento sobre el
que he dicho que el ánimo de los muchachos estaba «por los suelos». Trabajába-
mos todas las horas del día y de la noche, confinados prácticamente a los barra-
cones y a los lugares de trabajo («nuestro mejor entretenimiento —escribí—, es
ir a tomar la ducha semanal»), sin que nos dieran ningún tipo de explicaciones,
sin que reconocieran o apreciaran nuestros trabajo y, sobre todo, mandándonos
de acá para allá, como si fuéramos personajes anónimos e inferiores. Los reclutas
de clase media soñaban con que los enviaran al frente donde «se olvidarían de sa-
car brillo a las insignias de la gorra y estaríamos todos juntos». La mayoría de mis
compañeros simplemente llegaba a una conclusión: «Esto no es vida para un ser
humano. Si la guerra termina, no me importa. Quiero marcharme de aquí y re-
gresar a mi vida de civil». ¿Hablaban en serio? Categóricamente no, pues su reac-
ción ante la caída de Francia el 17 de junio dio fe de ello.
Of la noticia cuando me dirigía a un pub cercano desde nuestra posición en el
puentecillo donde vigilábamos la carretera lisa como una tabla que llevaba a
Great Yarmouth. Ninguno de nosotros tenía la menor duda de lo que significaba.
Gran Bretaña ahora estaba sola. A continuación transcribo lo que anoté en mi dia-
rio unas horas más tarde:
riscal Pétain. Sin embargo, nadie que ahora recuerda aquel momento extraordi-
nario de nuestra historia podía creer que los derrotistas tenían una posibilidad real
de imponerse. No se les consideraba los «portadores de la paz», sino los «culpa-
bles» de haber llevado la nación a aquel punto. Seguro de sí mismo por el masi-
vo respaldo popular, Churchill, con el apoyo de los ministros laboristas, fue ca-
paz de mantenerse firme en su postura.
Desconocíamos todas esas circunstancias: tanto la existencia de unos partida-
rios de la paz en el Gobierno de Churchill (aunque la izquierda sospechaba de
ello), como los ofrecimientos y dudas de Hitler. Afortunadamente en agosto
de 1940 Hitler empezó el ataque aéreo masivo sobre Gran Bretaña, que dio paso
al bombardeo nocturno de Londres a comienzos de septiembre. De ser un pueblo
que seguía con la guerra porque no podíamos pensar en hacer otra cosa, pasamos
a ser un pueblo consciente de nuestro propio heroísmo. Todos nosotros, incluso
aquellos que no se veían directamente afectados, nos sentíamos identificados con
los hombres y mujeres que seguían con su vida cotidiana en medio de los bom-
bardeos. Nosotros no lo hubiéramos dicho en los términos rimbombantes de
Churchill («Éste fue su mejor momento»), pero producía una satisfacción consi-
derable el hecho de resistir solos a Hitler.
¿Pero cómo podríamos seguir haciéndolo? No había la más mínima posibili-
dad de regresar al continente en un futuro previsible, y no digamos de ganar la
guerra. Entre la Batalla de Inglaterra y la movilización que dejó a la división de
East Anglia abandonada a su suerte, cruzamos vastas extensiones de Gran Breta-
ña, desde Norfolk hasta Perthshire, desde los lindes de Escocia hasta la Marca
Galesa, pero durante todo ese tiempo no hubo nada que hiciera pensar a los
miembros de la 560 Compañía de Campaña que tuvieran algo que ver con la
guerra contra Alemania, excepto una vez en 1941, cuando nos encontrábamos es-
tacionados en Merseyside en el transcurso de las grandes incursiones aéreas ale-
manas sobre Liverpool, y consecuentemente éramos movilizados todas las maña-
nas para limpiar entre las ruinas. (Una foto mía en la que aparecía con un casco
de metal mientras unas amables señoras me daban una taza de té en una cantina de
las calles de Liverpool, probablemente constituya la que sería mi primera apara-
ción en un periódico.) Por otro lado, Hitler tampoco tenía forma de hacer que
Gran Bretaña abandonara la guerra. Ni tampoco podía dejar las cosas como esta-
ban. De hecho, como se sabe en la actualidad, la imposibilidad de derrotar a Gran
Bretaña en el oeste hizo que se decidiera a marchar hacia el este contra la Unión
Soviética, y con ello permitió la viabilidad de la victoria británica de nuevo.
En todo caso, a partir del verano de 1940 una cosa quedó clara incluso para
miembros del Partido tan apasionados y dedicados en cuerpo y alma como yo: en
el Ejército nadie iba a seguir la línea oficial del Partido en contra de la guerra.
Cada vez tenía menos sentido y, desde el momento en que los alemanes ocuparon
los Balcanes en la primavera de 1941, tuve claro (en realidad lo tuvieron la ma-
yoría de los dirigentes del Partido) que era totalmente absurda. Ahora sabemos
que Stalin fue la víctima principal de la falta de realismo de esa postura, al ne-
garse obstinada y sistemáticamente a aceptar la acumulación de pruebas minu-
ciosas y absolutamente fiables del plan que tenía Hitler de atacar la URSS, inclu-
LA GUERRA 157
II
como si fuera uno de esos civiles empleados lejos de su casa y que todos los fines
de semana regresan a ella porque libran de su trabajo. En realidad, había veces en
las que incluso era difícil distinguir mi vida cotidiana de la de los civiles, excep-
to por el hecho de que yo vestía un uniforme. De ese modo, durante mis últimos
dieciocho meses estuve viviendo en Gloucester, alojado en casa de una tal Sra.
Edwards, una agradable señora de clase media, amiga y partidaria de los diputa-
dos laboristas pasados y futuros de la región, cuya sala de estar albergaba un Ma-
tisse de calidad media que su asesor financiero —evidentemente un buen ase-
sor— le había aconsejado comprar como inversión en 1939 por una suma de 900
libras esterlinas. Durante la campaña electoral de 1945 incluso me dediqué allí a
solicitar el voto para el Partido Laborista, asombrándome, como mucha otra gen-
te, por el apoyo masivo e inesperado que encontré por las casas. Hasta me dirigí,
representando al Ejército, a los trabajadores de las grandes fábricas de aviones si-
tuadas a lo largo de la carretera de Gloucester a Cheltenham, feudos del PC local.
Me di cuenta de que mi naturaleza no correspondía a la de un orador de masas.
No obstante, Londres fue el lugar en el que realmente viví como una persona
adulta. Es decir, el lugar en el que había pasado todos mis permisos, en los días
del bombardeo aleman sobre Inglaterra de 1940-1941, descubriendo durante mis
caminatas nocturnas que sólo cierto grado de fatalismo privado de sensibilidad
(«sólo te caerá encima si lleva escrito tu nombre en ella») hace posible que se lle-
ven a cabo las actividades normales de la vida bajo los bombardeos. También era
el lugar donde, como ahora podía desplazarme hasta allí con tanta frecuencia, se
hizo posible para mí llevar una vida privada menos irregular e impredecible. En
mayo de 1943 me casé con Muriel Seaman, a la que había conocido vagamente
como una muchacha comunista muy atractiva de la LSE, y que ahora trabajaba en
el Departamento de Comercio y Exportación. Ello me permite decir que una vez
estuve casado con una de las pocas cockneys en el sentido literal de la palabra
(«nacida entre las campanadas de Bow»), pues nació en la Torre de Londres, su
madre era la hija de un beefeater (los guardianes de la Torre), y su padre un sar-
gento del Destacamento de Guardias de Coldstream encargado de vigilar sus te-
soros. Esta circunstancia también ayudó a clarificar mi futuro de posguerra.
Como marido de una funcionaria civil superior a tiempo pleno, me vería obliga-
do a cambiar mi campo de investigación de posguerra, o afrontar el hecho de te-
ner que abandonar a una esposa en Londres mientras me pasaba un par de años
en el Norte de África francés. Tras consultarlo con mi antiguo profesor, Mounia
Postan, ahcra también funcionario civil en Londres, pero a tiempo parcial, se me
ocurrió la idea de la historia de la Sociedad Fabiana, cuyas fuentes prácticamen-
te se encontraban todas en la metrópoli. El tema resultó ser decepcionante. Pero
entonces mi matrimonio, como muchos otros matrimonios de la guerra, también
pasó a ser una desilusión, aunque yo no lo veía así en aquel momento. Afortuna-
damente no teníamos hijos.
Mi reencuentro con Muriel se había producido a través de mis mejores ami-
gos de Londres, Marjorie, una antigua amante de la LSE, y su encantador com-
pañero, el economista Tedy Prager, de la vieja guardia roja de la LSE, que había
regresado del exilio temporal (en la isla de Man, en Canadá) al que el Gobierno
160 AÑOS INTERESANTES
británico había mandado de forma casi automática a muchos de los jóvenes refu-
giados austríacos y alemanes apasionadamente antinazis. Tras doctorarse por
Cambridge, trabajó en lo que hoy llamaríamos un gabinete de estrategia, el PEP
(Planificación Económica y Política), antes de regresar a Austria en 1945 como
miembro leal del Partido; por aquel entonces con otra esposa. Desde el punto de
vista de su carrera profesional, o incluso política, habría hecho mejor quedándo-
se. Eran una de esas parejas insólitas de mi generación estudiantil o de mi grupo
de coetáneos que trabajaron y vivieron permanentemente en Londres durante la
guerra —la de mi primo Denis Preston era otra—, pues la mayoría de los varones
físicamente aptos vestían el uniforme, y sólo unos pocos hombres en activo, la
mayoría trabajando en los servicios de inteligencia o en el funcionariado, tenían
su base de acción en la metrópoli. Por otro lado, la ciudad estaba llena de muje-
res conocidas de los años de estudiante, pues la guerra hizo que se las empleara
en trabajos mucho más importantes que de los que habían desempeñado hasta en-
tonces. Por edad, estado físico y sexo, la gente de mi edad y los amigos que tenía
en Londres constituían, por lo tanto, una comunidad sesgada. Los hombres apa-
recían y desaparecían, representaban unas visitas casuales del exterior, como era
mi caso. La población residente regular la consituían las mujeres, y aquellos con-
siderados no aptos para el servicio militar o que habían sobrepasado su límite de
edad. Pero había otro grupo más cuya presencia era constante: el de los extranje-
ros que, por lo que a mí se refiere, eran aquellos que se desenvolvían en lengua
alemana. Por lo que era natural que Tedy Prager me introdujera en el vasto ám-
bito del Movimiento por la Austria Libre, en el que como comunista estaba, por
supuesto, profundamente implicado.
Imagino que, de no haber tenido nada que hacer y visitando Londres regular-
mente como hacía, tarde o temprano me habría hecho un hueco en el ambiente de
los refugiados. En efecto, me había cruzado con ellos desde un principio en el
trancurso de mis actividades militares en la zona de Salisbury, pues no había na-
die más fácil de encontrar por las salas y las bibliotecas que aquel grupo hetero-
géneo de músicos, antiguos archiveros, directores de teatro y aspirantes a econo-
mistas de Centroeuropa a los que Gran Bretaña daba empleo como jornaleros no
especializados en el cuerpo de zapadores. (A su debido tiempo muchos de ellos
fueron empleados de manera más racional en las fuerzas armadas.) Aunque yo no
sentía ningún vínculo afectivo con Alemania, y sólo el mínimo indispensable con
Austria, el alemán había sido mi lengua, y desde mi partida de Berlín en 1933 ha-
bía hecho grandes esfuerzos para no olvidarme de ella en un país donde ya no te-
nía que utilizarla. Seguía siendo mi lengua en la intimidad. Había escrito mis vo-
luminosos diarios de adolescente en alemán, e incluso los que fui anotando
ocasionalmente durante la guerra. Mientras que el inglés era mi idioma literario
habitual, el hecho precisamente de que mi país se negara a hacer ningún uso de
mi bilingúísmo en la guerra contra Hitler provocó que quisiera demostrarme a mí
mismo que seguía siendo capaz de escribir en esa lengua. De hecho, en 1944 me
hice colaborador por libre de un semanario alemán en el exilio pobremente im-
preso, financiado por el Ministerio de Información, Die Zeitung, para el que es-
cribí diversas piezas literarias. Fuera cual fuese el objetivo político o propagan-
LA GUERRA 161
prar en una librería un ejemplar de segunda mano del Spirit of the Age de Hazlitt.
Me presenté voluntario para embarcar, pero nadie me hizo caso. Fui enviado a
Gloucester. Por lo que se refería a la crisis más importante y decisiva de la histo-
ria del mundo moderno, yo podría no haber estado allí perfectamente.
Y sin embargo, aunque no me daba cuenta de ello, indirectamente iba a ver
algo de la guerra después de todo. Me colocaron en el Ala Militar del Hospital
General Municipal, en Gloucester, donde hacía de una especie de asistente social
o enlace con entidades civiles, ofreciendo ayuda. El centro estaba especializado
en los heridos más graves, sobre todo los muchísimos procedentes de la batalla de
Normandía, y particularmente en el tratamiento de las quemaduras de tercer gra-
do. Era un lugar donde todo era penicilina, transfusiones de sangre, injertos de
piel, extremidades envueltas en celofán y hombres que caminaban por ahí con
unas cosas como salchichas colgando de su cara, enfundados en una bata «azul
hospital», un color curioso y estridente, con las lazadas rojas típicas del paciente
militar. Curaban a todos los enfermos, incluso a los heridos alemanes (un oficial
me explicó que él no era nazi, pero que había jurado lealtad al Fúhrer) e italianos
(uno de ellos, que estaba en la cama y leía a Strindberg en una traducción al ita-
- liano, hablaba y hablaba sin parar —y nunca me dejaba irme, aunque yo apenas
entendía el italiano— sobre los oficiales de su país, sobre Italia y Gran Bretaña,
sobre la futura Italia, sobre la guerra, etc.). Naturalmente nos sentíamos orgullo-
sos de nuestros «Aliados», acerca de los cuales yo escribía en un boletín quince-
nal: el polaco de Torun, que había luchado en los dos ejércitos, desertando de los
alemanes en Normandía y que volvió con los polacos tras pasar una noche en
Edimburgo, y la joya de la sección, el pequeño marroquí, con su rostro delgado y
de mejillas prominentes típicamente bereber, vestido con una bata azul de hospi-
tal que le sobraba por todas partes, y que siempre sacaba a relucir la mención ho-
norífica al valor ejemplar concedida en Himeimat a «le jeune spahi Amor Ben
Mohammed», que se comunicaba con nosotros a través de un argelino francés, el
soldado Colleno de la Francia libre.
Era un sitio marcado por el desastre. Y sin embargo, lo más extraordinario de
este lugar tan cruel era que en él una muerte nos afectaba. Era un rincón de espe-
ranza y no de tragedia. Lo describí del siguiente modo en mi diario:
La sorpresa de ver a gente con sólo la mitad del rostro y a otros que habían sido
rescatados de los tanques en llamas, ya ha pasado. De vez en cuando llega alguien
cuya mutilación tiene un aspecto más repugnante, y contenemos la respiración
cuando nos dirigimos a él, por miedo a que pueda leer en nuestras caras la repulsión
que nos produce. Ante situaciones así, podemos reflexionar durante nuestro tiempo
libre que probablemente fuera ése el aspecto de Marsias después de que Apolo aca-
bara con él; o sobre cuán inestable es la balanza de la belleza humana, cuando ésta
se ve desfigurada por la ausencia de una mandíbula inferior.
La razón de esta insensibilidad radica en que la mutilación ya no es una trage-
dia irrevocable. Aquellos que llegan aquí saben, en general, que al final abandona-
rán este lugar, aproximadamente, con aspecto de seres humanos. Probablemente
tengan que pasar —en realidad, pasarán— meses o incluso años. El proceso de
completarlos, como si de delicadas esculturas vivas se tratara, conllevará docenas
164 AÑOS INTERESANTES
de operaciones, y ellos pasarán por ciertos estadios en los que su aspecto será ab-
surdo y ridículo, que a veces puede ser peor que tener una apariencia horrorosa.
Pero su esperanza no decae. Lo que les aguarda ya no es permanecer recluidos eter-
namente en alguna casa, sino una vida como seres humanos. Toman baños salinos
porque se han quedado sin piel, y bromean los unos con los otros porque saben que
de alguna manera la recuperarán. Caminan alrededor de la unidad del hospital con
los rostros a tiras como cebras y pedículos colgando de sus mejillas como salchi-
chas.
Sólo en un hospital como éste uno es capaz de empezar a comprender el verda-
dero significado de la palabra Esperanza.
Y no sólo esperanza para el cuerpo. Como el fin de la guerra, y sin lugar a du-
das la victoria, estaba más cerca, la esperanza en el futuro flotaba en el aire que
respirábamos. A continuación transcribo dos colaboraciones del boletín que pu-
blicaba para el Ala Militar:
Y otro: «El debate del ABCA del próximo viernes lo abrirá el sargento Owen
de la Sección 9 de las Fuerzas de Artillería de S. M., quien expondrá su opinión
acerca de “Cómo emprender una reconstrucción”». Y el sargento Owen, capataz
de un albañil que había sido delegado del Congreso de Sindicatos Obreros por su
sindicato, preguntó a la audiencia si «alguna otra persona del sector de la cons-
trucción quiere proponer ideas». El final de la guerra estaba cerca, se convocarían
elecciones generales (en unas cuantas salas del hospital se pidieron incluso las
papeletas de voto antes de que empezaran a distribuirlas) y las cosas serían dis-
tintas. ¿Quién no compartía esta opinión en 1944 y 1945, aunque al finalizar la
guerra nuestra primera preocupación fuera, como es lógico, cuándo pensaban
desmovilizarnos?
También era la mía. Por inútil que pareciera mi servicio militar, mientras la
guerra duró fue normal y necesario. No me quejaba. Una vez acabado el conflic-
to bélico, según entendía yo, cada día en el Ejército se convertía en un día echa-
do a perder. Cuando tras el verano de 1945 llegó el otoño, y luego el invierno,
empezaba a acercarme a mi sexto año vestido de uniforme, pero el Ejército no de-
jaba entrever ningún indicio de querer deshacerse de mí. Al contrario. A comien-
zos de 1946, para mi total sorpresa, se propuso agregarme, entre todas las que ha-
bía, a una unidad aerotransportada, y enviarme, entre todos los lugares del
mundo, a Palestina. Parecía que el Ejército pensara que el hecho de mandarme a
combatir contra judíos o árabes era una compensación por no haberme enviado a
luchar contra los alemanes.
LA GUERRA 165
Esta orden, al final, fue la gota que desbordó el vaso. Los judíos comunistas
eran, desde luego, antisionistas por principio. Y sin embargo, cualesquiera que fue-
sen mis simpatías, antipatías y lealtades, la situación de un soldado judío metido
en medio de una lucha a tres bandos entre judíos, árabes y británicos estaba llena
de demasiadas complicaciones para mí. Así pues, por primera vez estaba dis-
puesto a tirar de todos los resortes habidos y por haber. Telefoneé a Donald Be-
ves, el tutor del King's College, y le dije que quería salir del Ejército para recu-
perar mi beca de investigación de 1939. Escribió las cartas necesarias, diciendo
lo indispensable que era para mí regresar a Cambridge, y surgieron efecto. El 8
de febrero de 1946 devolví mi uniforme, aunque me quedé con una funda de la
máscara de gas, que me hizo las veces de un zurrón de gran utilidad, me devol-
vieron mi ropa de civil y me dieron un permiso de desmovilización de cincuenta
y seis días. A los veintiocho años y medio de edad regresé a Londres y a la vida
de la normalidad.
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Capítulo 11
LA GUERRA FRÍA
que acababa de regresar del gulag japonés), cabía afirmar que desde allí podía-
mos oír los rugidos de los leones del zoológico de Regent's Park. En 1947 nos
trasladamos a un piso mucho más elegante que tenía una fachada de comienzos
del siglo xv en el sector norte de Clapham Common, enfrente de la iglesia en la
que la Secta de Clapham celebraba sus cultos, un simple pajar con una torre. Por
la calle recuerdo que veía a mi nuevo colega en Birkbeck College, Nikolaus
Pevsner, deambulando por el barrio para poder escribir su gran obra Buildings of
England, como un examinador poniendo notas al pasado. Dentro de casa, me pe-
leaba —al final saldría airoso del combate— con mi tesis doctoral que me per-
mitiera conseguir una fellowship* en el King's y —al final saldría derrotado—
con lo que no acababa de reconocer que eran los problemas de mi primer matri-
monio. Lo cierto es que quince años después tuve que mudarme a una casa vic-
toriana a cinco minutos de distancia —la primera en la que vivía en calidad de
propietario y no de inquilino— con Marlene.
Los intelectuales comunistas o compañeros de viaje todavía no estaban mar-
ginados. De hecho, cuando la BBC empezó a emitir su Tercer Programa, que su-
puso toda una novedad, un historiador del Cambridge prebélico (no comunista),
Peter Laslett, que actuaba como cazatalentos para la emisora, me presentó a una
rusa productora de charlas culturales, Anna (Vyuta) Kallin, una mujer con mucho
mundo, respetuosa con la cultura, y de edad ya avanzada, que me ayudó a dar mis
primeros pasos, al principio un poco inseguros, en el mundo de los micrófonos.
(Naturalmente mis vacilaciones no tenían la menor importancia: hablábamos a lo
sumo para unos cuantos miles de personas.) Realicé varios trabajos para ella en
1947, entre otros la que quizá fuera la primera charla radiofónica en inglés sobre
Karl Kraus.
Los militantes del Partido todavía no encontraban dificultades para conseguir
puestos académicos, y varios historiadores (entre otros yo mismo) los obtuvieron
o podrían haberlos obtenido. Fui nombrado profesor ayudante de Birbeck Colle-
ge en 1947, aunque el jefe de mi departamento estaba perfectamente al corriente
de mis actividades políticas. (Los estudiantes lo tranquilizaron cuando les pre-
guntó si intentaba adoctrinarlos.) Asistí en Praga al Festival Mundial de la Ju-
ventud con la que entonces era mi esposa, que pidió permiso en su trabajo como
directora del Departamento de Comercio y Exportación, es decir, miembro de la
pequeña elite de funcionarios civiles encargada de elaborar la política que se de-
bía seguir. Naturalmente, también era comunista, habiendo reingresado en el Par-
tido cuando nos casamos —por aquel entonces me habría parecido inconcebible
casarme con una mujer que no perteneciera a él—, y la sección de altos funcio-
narios celebraba sus reuniones en nuestro piso de Clapham.? Por lo que recuerdo,
en aquella época no decía que para su carrera de funcionaria habría sido conve-
niente que no fuera a Praga. Aproximadamente diez años más tarde, cuando le
propuse a un amigo que había pasado de Cambridge al Ministerio de Hacienda
subarrendar la mitad de mi piso de Bloomsbury, me contestó con tristeza que, da-
que se dio fue, al parecer, que ningún grupo de las numerosas víctimas del fas-
cismo debía ser destacado en particular ni conmemorado de forma especial. Tras
la caída del comunismo las inscripciones fueron restauradas no sin cierto retraso.
Hasta entonces no había conocido a ningún superviviente de los campos de Bu-
chenwald y Auschwitz. Algunos acabarían convirtiéndose en colegas y amigos, sin
que, al parecer, se vieran marcados por la experiencia, e incluso mucho más tarde
se mostrarían dispuestos a hablar de la época en la que cada día de vida se compra-
ba al precio de la muerte de otro. Lo mismo que Primo Levi, no dejaban de estar
marcados por la experiencia. Uno de ellos, nuestro querido Georges Haupt, hombre
ingenioso y lleno de entusiasmo, que entró en Auschwitz cuando era un escolar ru-
mano, de repente se vino abajo y murió a los cincuenta años. No obstante, nuestras
convicciones y nuestro sentido de la realidad nos salvaron y nos impidieron dar la
vuelta al antisemitismo racista de los nazis y convertirlo en un antiteutonismo equi-
valente. Incluso más tarde ninguno de nosotros (al menos yo) echó la culpa de aquel
horror a los alemanes, sino al nacionalsocialismo, sobre todo teniendo en cuenta
que la primera descripción y el primer análisis serio del univers concentrationnai-
re que leí, Der SS-Staat de Eugen Kogon, obra bastante notable (Frankfurt, 1946),
fue escrita por un alemán; se hablaba en ella de un campo de concentración —Bu-
chenwald— en el que se deshumanizaba, se torturaba y se asesinaba a la gente, pero
cuyo objetivo principal no eran los judíos. Además, una simple mirada a las ciuda-
des de la Alemania occidental, a aquellos gigantescos campos de ruinas casi sin de-
sescombrar, al aparente hundimiento total de la economía en el período inmediata-
mente anterior a la reforma monetaria, o los rostros amarillentos de aquella gente
que vivía del trueque y acampaba en los andenes de las estaciones con sus sacos de
patatas, indicaba que fuera lo que fuese lo que hubieran hecho los alemanes co-
rrientes y molientes en tiempos de Hitler, en 1947 estaban pagando de sobra por lo
que hubieran hecho personalmente o en nombre de todos ellos.
Como escribí por entonces, no era difícil «entender lo que han pasado [aque-
llos hombres y mujeres] durante los últimos ocho años ... ataques, expulsiones,
hambre, etc. Hombres, mujeres y niños». Cualquiera que hubiese regresado de un
campo de prisioneros de guerra soviético, o incluso que hubiera conocido «la ho-
rrible impresión del comportamiento de los rusos durante las primeras semanas
que siguieron a la liberación» podría hablar de tiempos duros. Y no porque los ru-
sos se tomaran la revancha sobre los alemanes, aunque los soldados rasos del Ejér-
cito Rojo tenían buenos motivos para hacerlo y desde luego lo hicieron. («No mos-
traban temor alguno y su visión de futuro se limitaba a la violación y al saqueo de
Berlín».)? Como me contó al regreso de su cautiverio un discípulo nuestro, que
acabaría convirtiéndose en el historiador alemán más eminente:* «No nos trataban
peor de lo que se trataban a sí mismos. Era sencillamente que desde el punto de
vista físico eran mucho más duros que nosotros. Aguantaban el frío mejor. El frío
nos asustaba cuando estábamos en el frente y tuvimos que padecerlo cuando nos
hicieron prisioneros. Nos habrían plantado en un páramo del Asia central en ple-
no invierno y nos habrían dicho: “Levantad un campamento. Empezad a cávar”».
No es de extrañar que el odio y el miedo a Rusia impregnaran la atmósfera de
Alemania, tanto entre los nativos del país como entre la enorme cantidad de refu-
172 AÑOS INTERESANTES
II
aquel hombre bajito, de pelo hirsuto, que tenía el aspecto típico del científico de
las tiras cómicas, andando igual que un marinero en tierra 0, como él decía, ci-
tando los Nonsense Poems de Edward Lear, «bamboleándose como un tentetieso»,
y que entretenía a toda la sala de profesores con afiladas anécdotas acerca del pe-
ríodo extraordinariamente glorioso en que sirvió como asesor científico de Ope-
raciones Conjuntas durante la guerra. El propio Picasso, al que las autoridades
impidieron asistir a una reunión en Sheffield patrocinada por los soviéticos, pin-
tó un divertido mural en la pared del piso de Bernal en Torrington Place, que mu-
chos años después se convertiría en una especie de emblema de Birkbeck. El gran
pintor compartía con Bernal no sólo las ideas comunistas, sino también su legen-
daria poligamia; con la única diferencia de que Bernal trataba a las mujeres atra-
ídas por él de igual a igual tanto en el terreno sexual como en el intelectual. Aque-
lla fama de igualdad de los sexos fue lo que atrajo a Birkbeck a la brillante
Rosalind Franklin y la hizo abandonar el King's College de Londres, desconten-
ta con el trato que le deparaban los otros investigadores (varones) —los que ga-
naron el Premio Nobel— de la famosa Doble Hélice. Aunque era a todas luces
extraordinariamente susceptible —cosa por lo demás compresible— a las actitu-
des machistas de sus colegas, siempre se mostró, al menos cuando hablé con ella,
dispuesta a elogiar a Bernal como hombre y como científico, aunque a menudo se
burlaba de los leales a las directrices del Partido que poblaban su departamento.
Tuve la suerte de enseñar en un college que proporcionaba una protección tan
sólida como natural frente a la Guerra Fría del exterior. No obstante, la situación
académica no era buena. Que yo sepa, todos los comunistas que habían sido
nombrados para puestos académicos antes del verano de 1948 permanecieron
en ellos y no se produjo ningún intento de despido, excepto en el caso de aque-
llos que no lograron la renovación de sus contratos temporales, por lo demás ex-
traordinariamente raros por aquel entonces. Por otro lado, que yo sepa, durante
los diez años siguientes a 1948 no fue nombrado profesor de la universidad nin-
guna persona de la que se supiera que era comunista y, entre los que ya ocupaban
un puesto como docentes, ninguno fue ascendido. A lo largo de esa década, por
ejemplo, me rechazaron varias veces cuando solicité diversas plazas de historia
económica en Cambridge —pues supervisaba esta materia y examinaba de ella
en el Tripos de Económicas—, y no conseguí el ascenso a profesor adjunto en
Londres hasta 1959. Incluso personas que sólo habían tenido una relación de po-
cos meses con el Partido, como el experto en historia económica Sidney Pollard,
se vieron gravemente perjudicados. Se trataba de una situación muy deprimente,
aunque no tuviera nada que ver con la caza de brujas que se desató en Estados
Unidos. (Que yo sepa, ningún cargo académico británico se vio condicionado a la
abjuración formal de los pecados pretéritos, como le ocurrió al propio Pollard
unos años más tarde, cuando la Universidad de Berkeley le ofreció un puesto: por
supuesto se negó a aceptar semejante condición.) Curiosamente hubo más depu-
raciones políticas en ciertos sectores de la educación para adultos, campo que
atrajo a un gran número de rojos y otros radicales por motivos ideológicos, espe-
cialmente en la Delegación de Estudios Externos de la Universidad de Oxford,
dirigida durante algunos años por Thomas Hodgkin, miembro particularmente
LA GUERRA FRÍA 175
ción académica. «Desde luego que sí», respondió. Todavía recuerdo la momen-
tánea sensación de desamparo que tuve cuando añadió: «Por supuesto no tiene
nada que ver con eso, pero te importaría decirme..., vaya; no es que tenga la me-
nor importancia, pero... ¿sigues en el Partido Comunista?».
Por eso el recuerdo más desagradable que guardo de la Guerra Ería no son los
trabajos perdidos, ni las cartas que evidentemente me abrieron, sino lo que ocu-
rrió con mi primer libro. Se lo había propuesto en 1953 a la editorial Hutchinsons,
actualmente enterrada en algún conglomerado editorial transatlántico, para que lo
incluyera en su «Biblioteca Universitaria», una colección de textos dirigidos a los
estudiantes: se trataba de un breve estudio comparativo titulado The Rise of the
Wage Worker. La propuesta fue aceptada, pero cuando entregué el manuscrito
definitivo, me fue devuelto por consejo de un lector o lectores anónimos, pero
probablemente de la máxima autoridad. Era, según decía, demasiado tendencio-
so y por lo tanto inaceptable según los términos del contrato. No se sugería nin-
gún tipo de modificación. Protesté enérgicamente. La empresa reconoció que yo
había invertido mucho trabajo en la obra y me ofreció un pago de buena voluntad
de 25 guineas.'? Lo que se me atragantaba no era sólo la despreciable cantidad de
dinero ofrecida —incluso a mediados de los años cincuenta equivalía a los hono-
rarios correspondientes a dos o tres reseñas de libros—, sino el convencimiento
de que casi con toda seguridad la obra había sido rechazada por consejo de algún
colega de mayor rango académico, a lo mejor —dado su tema— un simpatizante
del Partido Laborista. Y no había nada que yo pudiera hacer. Estaba tan irritado
que consulté a mi abogado, el astuto Jack Gaster, la posibilidad de demandar a
Hutchinsons. Me aconsejó que ni lo pensara. «Quizá tú encuentres gente que tes-
tifique a favor de tu categoría académica, pero ellos encontrarán a más que testi-
fiquen que tu postura es tendenciosa». Tenía razón. Nunca publiqué el libro, aun-
que utilicé partes del mismo en otras publicaciones. Lo que hace del incidente un
caso típico de aquella odiosa fase de la Guerra Fría es que unos años más tarde el
editor que tenía por entonces, George Weidenfeld, tras pedir mi consejo, publicó
un libro de la misma extensión y, en mi opinión, a todas luces más discutible des-
de el punto de vista ideológico precisamente sobre aquel mismo tema, y lo inclu-
yó en una de esas colecciones en coproducción mundial que por entonces estaba
promocionando.
Dadas las circunstancias, y aunque en 1958 la temperatura ideológica de la
Guerra Fría era una pizca menos glacial, la decisión de George Weidenfeld (en
la actualidad lord) de encargarme —con un anticipo de 500 libras sobre su publi-
cación— la redacción de un volumen perteneciente a una gigantesca historia de
la civilización, hoy día todavía inacabada, que estaba proyectando por aquel en-
tonces fue admirable y no exenta de valor. Sería La era de la revolución, 1789-
1848, el primer volumen de una historia de los siglos xIx y XxX en cuatro tomos.
Yo era bien conocido por mi identificación con el Partido Comunista. Weiden-
feld era un editor comercial y una persona a la que importaba bastante mantener
buenas relaciones con el mundillo social y político. Tengo contraída con él una
larga deuda de gratitud. ¿Quién me recomendó a él? Sólo puedo hacer especula-
ciones, pues el propio lord Weidenfeld dice que no lo recuerda. Sospecho que fue
LA GUERRA FRÍA 177
¡00
niones por «el mundo aparente» del exterior al graduarse o abandonar Cambridge
(al «abrir las alas» y pasar por consiguiente a ser llamados «Ángeles») tenían por
fuerza que delegar en los hermanos en activo.
Había sido elegido para entrar en la Conversazione Society de Cambridge el
último año de carrera, en 1939, junto con otro miembro del King's, el difunto
Walter Wallich, de la BBC, hijo del director del Deutsche Bank y descendiente
de su fundador, quien, a raíz de la Noche de los Cristales Rotos de 1938, tras en-
viar oportunamente a su esposa e hijos al extranjero, tomó un tren de Berlín a Co-
lonia y se arrojó al Rin. Se trataba de una invitación que difícilmente habría re-
chazado un estudiante de Cambridge, pues hasta a los revolucionarios les gusta
formar parte de una buena tradición. ¿Quién no desearía ver asociado su nombre
con los de los Apóstoles de antaño, que eran más o menos los de las grandes fi-
guras de la Cambridge del siglo xix: el poeta Tennyson, el maravilloso físico
Clerk Maxwell, los historiadores eminentes de la universidad, Frederick Mait-
land, Bertrand Russell y las viejas glorias del Cambridge eduardiano, Keynes,
Wittgenstein y Moore, Whitehead y, en el campo de la literatura, E. M. Forster y
Rupert Brooke. Sólo faltaba el personaje más grande del Cambridge decimonó-
nico, Charles Darwin, del Christ's College. En realidad, la mayoría de los Após-
toles victorianos y eduardianos, que han sido estudiados exhaustivamente y con
gran perspicacia por un profesor norteamericano,'* no tenían tanta categoría ni
mucho menos, y, como la grandeza de los logros intelectuales (o de otro tipo) a
menudo está condenada a aburrir a los amigos cuyos intereses no coinciden exac-
tamente con los de uno —y a ningún Apóstol se le habría pasado por la imagina-
ción la posibilidad de aburrir a sus hermanos—, muchos de ellos sufrieron al fi-
nal de su vida el castigo de no estar a la altura de otros exponentes de aquella gran
tradición.
Quizá convenga señalar que el comunismo no tuvo nada que ver con mi elec-
ción, aunque en la famosa foto de seis Apóstoles que aparece en todos los libros
acerca de los espías de Cambridge hay cuatro comunistas. No es de extrañar que
el Partido estuviera abundantemente representado en la hermandad en tiempos de
la guerra civil española. No obstante, ni John Cornford y James Klugmann ni
ninguno de los jefes del Partido de mi época fueron Apóstoles, ni (salvo una ex-
cepción) lo fue ningún profesor marxista de los años treinta. El criterio para ser
seleccionado y entrar en la hermandad no era —y probablemente siga sin ser—
ni la especialidad, ni el credo ni la distinción intelectual, sino el hecho de «ser
apostólico», fuera cual fuese el significado de tal expresión, y era —y sin duda
seguirá siendo— objeto de infinitas discusiones entre sus miembros. Lo cierto es
que los espías de Cambridge ni siquiera fueron reclutados fundamentalmente en-
tre los Apóstoles (excepto a través de Anthony Blunt): de los Cinco de Cambridge
tres no tenían nada que ver con la hermandad (Philby, Maclean y Cairncross).
La guerra había dejado en suspenso el «mundo real» de Cambridge, aunque
varios Ángeles siguieron residiendo en la ciudad al menos de modo intermitente
como profesores. Si no me equivoco, sólo dos hermanos en activo antes de la
guerra regresamos a Cambridge como investigadores, yo y el difunto Matthew
Hodgart, un literato escocés de cabello negro, cara de luna, gran bebedor, quizás
180 AÑOS INTERESANTES
el más brillante de mis amigos de estudiante, que por entonces ya no era comu-
nista. La asamblea de Ángeles que se celebró en la primera cena anual de la her-
mandad que se celebró una vez acabada la guerra en 1946 (en Kettners, en el
Soho) nos encargó, o mejor dicho me encargó, pues Hodgart no asistió, resucitar
la sociedad. Y lo hicimos reclutando a algunos amigos de la época anterior a la
contienda que habían regresado a Cambridge, y entre los estudiantes que me en-
viaban de King's como tutorandos. Cuando fui nombrado fellow, recluté también
a un amigo del college, el economista canadiense Harry Johnson. Como también
hacía las veces de tutor de historia económica para los estudiantes de Económi-
cas, los Apóstoles de posguerra se vieron entonces continuando la tradición de
Maynard Keynes. No obstante, las humanidades, esto es, la historia y el inglés,
serían las materias que cada vez con más frecuencia llenarán la hermandad de los
años cincuenta, aparte del inclasificable y polivalente Jonathan Miller, que daba
clases de ciencias naturales. Antes de la guerra de 1939 muchos de “ellos habrían
ingresado en el funcionariado civil, pero a partir de ese momento los no econo-
mistas se dedicarían masivamente a dos ocupaciones: los «medios de comunica-
ción» y la docencia universitaria, a veces de forma sucesiva. No se empezaron a
admitir mujeres hasta los años sesenta.
Después de la guerra, el Apóstol más famoso que seguía vivo, el novelista E.
M. Forster, se trasladó a King's College y, leal como siempre a la hermandad,
ofreció sus habitaciones para celebrar las reuniones del domingo por la noche,
asistiendo silenciosamente a ellas en un rincón —probablemente no hablara mu-
cho ni siquiera en su juventud—, escuchando a los miembros más jóvenes hablar
literalmente (según el argot de la hermandad) «en la alfombrilla de la chimenea»,
pues en Cambridge la principal línea de defensa contra el crudo clima del este se-
guían siendo las chimeneas alimentadas con bloques de carbón. Morgan, que
nunca fue un autor de tres al cuarto, por aquel entonces prácticamente había de-
jado de escribir, aunque se esforzaba en no utilizar ningún cliché ni ningún tópi-
co en los pocos textos que componía. No tenía familia, excepto la de su viejo
amante policía. No creo que en el mundo de posguerra se encontrara tan a gusto
como hubiera querido, pero le consolaba el carácter inmutable de la juventud que
lo rodeaba. A comienzos de los años sesenta intenté en una ocasión introducirlo
en el mundo del siglo xx llevándolo a ver al «soliloquista» norteamericano —ya
no podía llamársele «actor»— Lenny Bruce, que hizo unas breves apariciones en
el Establishment, un local de corta vida del Soho, en su rápido descenso hacia la
autodestrucción. Morgan se mostró, como siempre, cortés e infinitamente agra-
dable, pero aquélla no era desde luego su onda.
Un observador perspicaz de los primeros cien años de la hermandad ha co-
mentado que «los Apóstoles se dedicaban a dos cosas sobre todo, y lo hacían con
una total intensidad que a los ojos de una persona poco comprensiva podría pare-
cer absurda, pero que a los de otra más benévola parecería absolutamente admi-
rable. Esas dos cosas eran la amistad y la honestidad intelectual».!'* Ambas se-
guían teniendo una importancia crucial entre los Apóstoles de mi época, aunque
los profesores que participaban en las sesiones, al ser más viejos, probablemente
inyectaran una buena dosis de diplomacia a la «honestidad intelectual» que po-
LA GUERRA FRÍA 181
IV
No puedo decir que la primera mitad de los años cincuenta fuera para mí una
época feliz en el terreno personal. Estuvo llena de trabajo, pues me dediqué a es-
cribir, a pensar y a enseñar, a viajar muchísimo durante las vacaciones y por su-
puesto a trabajar para el Partido. Por fortuna, el hecho de irme de Londres me per-
mitió librarme del trabajo en el sector local —organización, petición del voto,
venta del Daily Worker (rebautizado Morning Star a partir de 1956)—, por el que
no sentía una afición natural ni tenía el temperamento adecuado. A partir de en-
tonces, de hecho, me limité a actuar exclusivamente en las agrupaciones de aca-
démicos o intelectuales.
Desde el punto de vista intelectual, en cambio, fueron unos años buenos. La
mente de la mayoría de las personas alcanza su mayor grado de agudeza y coraje
a los veinte años, pero yo volví del Ejército apasionadamente resuelto a reem-
prender las ideas de los años perdidos en la guerra, siendo todavía lo bastante jo-
ven para poder hacerlo. No existe nada como la necesidad que tienen los acadé-
micos de preparar clases de forma autodidacta y, como los cuatro o cinco
profesores que estábamos en el Departamento de Historia de Birkbeck teníamos
que cubrir todos los períodos históricos desde la Edad Antigua, tenía que dar cla-
ses de muchísimas cosas, sin contar con el trabajo que me exigía mi papel de tu-
tor en Cambridge. Es posible que las carreras académicas se vieran bloqueadas,
pero el mundo de la historia no lo estaba. Lo que sucedía en el mundo de los his-
toriadores en general en aquella época será tratado en otro capítulo. De momen-
to, baste con señalar que empecé a publicar en las revistas especializadas en
1949, desempeñando así cierto papel en los congresos internacionales y en la So-
ciedad de Historia Económica (como miembro de cuya junta directiva fui elegi-
do en 1952). Pero sobre todo, de 1946 a 1956 un grupo de camaradas y amigos y
yo creamos un seminario marxista permanente para nosotros mismos en la Agru-
pación de Historiadores del Partido Comunista, por medio de borradores de dis-
cusión de los que hacíamos infinitas copias y de reuniones regulares, sobre todo
en la sala del piso superior del restaurante Garibaldi, en Saffron Hill, y de vez en
cuando en la destartalada sede de la Marx House, en Clerkenwell Green. Los que
sólo conocen el Clerkenwell aburguesado y ruidoso del año 2000 no pueden ni
imaginarse la humedad vacía, fría y gris de aquellas calles durante los fines de se-
mana hace cincuenta años, cuando la niebla dickensiana, que desapareció a par-
tir de 1953, todavía solía caer sobre Londres como un gran manto amarillo-grisá-
ceo. Quizá fuera allí donde realmente nos hicimos historiadores. Otros han
hablado del «sorprendente impacto de [esta] generación de historiadores marxis-
tas», sin los cuales «la influencia mundial de la historiografía británica, sobre
182 l AÑOS INTERESANTES
todo a partir de los años sesenta, es inconcebible».'” Entre otras cosas dio lugar
en 1952 a una revista de historia de éxito y en último término bastante influyen-
te, aunque Past £ Present no nació en Clerkenwell, sin el ambiente mucho más
agradable del University College, en Gower Street.
La Agrupación de Historiadores se deshizo el año de la crisis comunista,
1956. Hasta entonces seguimos siendo —al menos yo seguí siéndolo— miem-
bros leales, disciplinados y fieles seguidores de su línea política, del Partido Co-
munista, gracias sin duda entre otras cosas a la brutal retórica del anticomunismo
militante del «Mundo Libre». Pero no resultó nada fácil.
La Unión Soviética, bien sabe Dios, nos lo ponía cada vez más difícil. Los in-
telectuales se hallaban, naturalmente, bajo una presión especial, pues desde 1947
las creencias con las que nos habíamos comprometido se vieron reducidas a un
catecismo de ortodoxias, algunas relacionadas con el marxismo sólo de forma
muy vaga, y muchas —especialmente en el ámbito de las ciencias naturales— ab-
surdas. Tras el triunfo oficial del «lysenkoísmo» en la URSS, esta circunstancia
se convirtió en un grave problema en la sección de titulados de Cambridge, algu-
nos de cuyos miembros más antiguos, o quizás incluso la mayoría, procedían del
campo de las ciencias naturales. ¿Se retirarían silenciosamente del Partido, como
haría el gran especialista en genética J. B. S. Haldane, incapaces de aceptar aque-
lla falsedad? ¿Arruinarían su posición pública, como J. D. Bernal, intentado, ya
que no logrando, defender a los soviéticos? ¿Se limitarían a cerrar los ojos, a no
decir nada, y a seguir adelante con su trabajo como hasta entonces? Las peculia-
ridades de la ciencia estalinista no fueron tan perjudiciales en otros campos. A los
psicólogos comunistas, por ejemplo, les pareció menos encorsetada la insistencia
de Moscú en Pavlov (los «reflejos condicionados»), en parte debido a la inclina-
ción experimental, positivista, conductista y profundamente antipsicoanalítica de
la psicología británica. Pero aquéllos eran problemas específicos de los intelec-
tuales y por diversas razones no afectaron seriamente a los historiadores comu-
nistas británicos, que se mantuvieron al margen de la historia de Rusia y del Par-
tido Comunista. Evidentemente, ninguno de nosotros creía en la versión de la
historia del Partido Soviético que contenía la Historia del PCUS (b): Breve cur-
so, de Stalin, texto por lo demás brillante desde el punto de vista pedagógico.
Pero había otros problemas más generales, incluso dejando a un lado los horrores
de los campos de concentración soviéticos, cuyo alcance no supimos reconocer
los comunistas.
¿Qué pensaban los comunistas británicos, y más aún los de Cambridge, que
tan profundamente implicados habían estado en las relaciones con los partisanos
yugoslavos durante la guerra, de la ruptura entre Stalin y Tito en 1948? Nos en-
contrábamos cerca del comunismo yugoslavo. Cientos de jóvenes británicos ha-
bían acudido al país a construir el llamado «Ferrocarril de la Juventud», entre
ellos Edward Thompson, que todavía no era historiador y cuyo hermano Frank se
estableció durante la guerra entre los partisanos macedonios, hasta que fue a
combatir y al final a morir junto a la resistencia búlgara. ¿Cómo cabía pensar en
la línea oficial soviética, según la cual Tito debía ser excomulgado porque lleva-
ba mucho tiempo dispuesto a traicionar los intereses del internacionalismo prole-
LA GUERRA FRÍA 183
bían llegado a tales extremos.) Como ninguno de los visitantes estábamos espe-
cializados en historia de Rusia, naturalmente la materia fuerte de nuestros anfi-
triones, pensándolo bien, probablemente sacaron más provecho de las conversa-
ciones que mantuvimos que nosotros.
¿Qué esperábamos encontrar en la URSS? No éramos totalmente dependien-
tes de los intérpretes-guías oficiales que puso a nuestra disposición la Academia,
pues dos de nosotros hablaban ruso: Christopher Hill, que había permanecido du-
rante un año en la URSS a mediados de los años treinta y tenía algunos amigos
allí, y Robert Browning, que aparentemente no tenía acento. No obstante, la
URSS de dos años después de la muerte de Stalin no era un lugar donde se viera
favorecida la comunicación informal con los extranjeros, ni siquiera con los que
hablaban ruso, circunstancia que en realidad no cambiaría durante varios años.
No es que una «delegación» oficial invitada por la Academia, institución de esta-
tus elevado y con una fuerte influencia sobre la sociedad soviética de la época, tu-
viera demasiado tiempo para los contactos informales o para entretenerse. Pues
incluso el programa de diversiones y visitas culturales fue concebido de acuerdo
con los intereses de la organización anfitriona y, por extrapolación, los de sus
huéspedes. A nuestros pies apenas se les permitió pisar suelo ruso, aparte del de
los edificios.
En resumen, como VIP intelectuales —papel con el que no estábamos fami-
liarizados— recibimos casi con toda seguridad un tratamiento más cultural que
cualquier otro visitante extranjero, ofreciéndonos también una cantidad de pro-
ductos y privilegios, situación que no dejaba de ser embarazosa en un país a to-
das luces empobrecido. Por ejemplo, nos llevaron a toda prisa a la estación para
coger el famoso tren nocturno Flecha Roja que cubría el trayecto Moscú-Lenin-
grado, para asistir a una función infantil de tarde del Lago de los cisnes en el Ki-
rov, ños instalaron en el palco del director, adonde, tras la representación, traje-
ron a la primera bailarina —creo que era Alla Shelest— directamente del
escenario y todavía sudorosa, para sernos presentada, a nosotros, cuatro extran-
jeros sin ninguna importancia en particular que se encontraban transitoriamente
colocados junto al poder. Pasado medio siglo, todavía tengo sensación de ver-
gúenza cuando recuerdo las reverencias que nos hacía la joven, mientras los ni-
ños de Leningrado se preparaban para dirigirse a sus casas y los músicos —en su
inmensa mayoría judíos— abandonaban en fila el foso de la orquesta. No fue una
buena publicidad del comunismo. Pero de Rusia y de la vida rusa vimos muy
poca cosa, sólo a mujeres de mediana edad, presumiblemente viudas de guerra,
que transportaban piedras y limpiaban escombros en las calles invernales.
Además, ni siquiera podíamos valernos del recurso elemental de los intelec-
tuales, «investigar». No había ni indicaciones telefónicas, ni planos callejeros, ni
horarios públicos, ni ningún medio básico que hiciera referencia a la vida coti-
diana. Uno quedaba sorprendido por la total impracticabilidad de una sociedad en
la que un temor casi paranoico del espionaje hacía que la información necesaria
en dicha vida cotidiana se convirtiera en un secreto de Estado. En resumen, en
1954 no había mucho que aprender acerca de Rusia durante una visita que no pu-
diera aprenderse fuera de sus fronteras.
LOS DÍAS DE STALIN Y SU LEGADO 189
Il
* Probablemente quepa señalar de paso que nunca se tradujo ninguno de mis libros al ruso u
otra lengua soviética durante el período comunista; las únicas lenguas «socialistas de verdad» a las
que algunos de ellos fueron traducidos con anterioridad a la caída del Muro de Berlín fueron el hún-
garo —con bastante frecuencia— y el esloveno. Sin embargo, mi libro sobre jazz fue traducido al
checo.
LOS DÍAS DE STALIN Y SU LEGADO 191
00
quierdas—, todos vivimos aquel período de crisis de 1956 como comunistas con-
vencidos.
Me hubiera metido en medio de aquella crisis en cualquier caso, pero en rea-
lidad estaba en el centro de la misma, pues en 1956 era el presidente de la Agru-
pación de Historiadores del Partido Comunista —una de las pocas veces que he
sido presidente de alguna organización—, y la agrupación se convirtió práctica-
mente de inmediato en el núcleo de la oposición que se hizo de palabra contra la
línea del Partido, cuando nos fue anunciada por un portavoz de King Street el 8
de abril de 1956 poco después de que Jrushchev pronunciara su discurso, o mejor
dicho después del subsiguiente Congreso del Partido Británico, en el que se in-
tentó (en vano) obviar el asunto. Nos rebelamos y la agrupación planteó los dos
desafíos más sonados al Partido. En el primero, uno de los miembros más desta-
cados de la agrupación, Christopher Hill, actuó de portavoz del Informe de la Mi-
noría de la Comisión para la Democracia Interna del Partido, esto es, de líder vir-
tual de la oposición en el Congreso del Partido de mayo de 1957. A mediados de
julio John Saville, de la Hull University, y E. P. Thompson, por aquel entonces
profesor del departamento de cursos externos de Leeds, sacaron en el seno del
Partido un boletín de oposición, sin precedentes y totalmente ilegítimo según
aquél, The Reasoner. (Tras su marcha del Partido volvió a aparecer con el título
de The New Reasoner en 1957, con aportaciones de varios simpatizantes, entre
ellos yo mismo.) La intervención soviética en la Insurrección húngara hizo que
varios de nosotros abriéramos en la disciplina del Partido una segunda brecha
quizá más flagrante y técnicamente punible con la expulsión: una carta colectiva
de protesta, firmada por la mayoría de los historiadores más conocidos (entre
otros el leal Maurice Dobb, que normalmente nunca se pronunciaba), rechazada
por el Daily Worker y publicada a bombo y platillo por la prensa ajena al Parti-
do.” Sólo los miembros del Partido de aquella generación podrán comprender
hasta qué punto era imperdonable una falta de disciplina como ésa. Unos años
después la carta me dio la oportunidad, durante una velada bastante exaltada en
una taberna austríaca, de poner en jaque a un Arthur Koestler muy bebido e irri-
tado, que quería saber si los individuos como yo se habían puesto alguna vez en
contra de los rusos por lo ocurrido durante la Insurrección de Hungría.
Entre las «agrupaciones culturales» del Partido, la de los historiadores había
sido la más floreciente en todo momento, y además bastante leal políticamente.
¿Por qué razón nosotros —más que los escritores, más que los científicos, aturdi-
dos por el impacto de los absurdos de Lysenko y de la ideología oficial soviéti-
ca— nos vimos desde un principio en la vanguardia de la oposición? Principal-
mente porque debíamos hacer frente a la situación no sólo como individuos
particulares y militantes comunistas, sino como historiadores en el ejercicio de su
profesión. El tema de lo ocurrido durante el régimen de Stalin y de por qué se ha-
bía ocultado constituían a todas luces un aspecto de la historia. Lo mismo suce-
día con las cuestiones abiertas y no debatidas acerca de algunos episodios de la
historia de nuestro Partido que estaban directamente relacionados con las deci-
siones de Moscú de la era de Stalin, especialmente el abandono de la línea anti-
fascista en 1939-1941. De hecho, también sucedía lo mismo con nuestra actitud
196 AÑOS INTERESANTES
política. Como alguien dijo el día de nuestra primera rebelión: «¿Por qué tenemos
simplemente que aprobar a Jrushchev? No sabemos cómo han sido las cosas, sólo
podemos ratificar una política; pero los historiadores se basan en pruebas».*
Esto explica nuestra única intervención colectiva como agrupación en 1956
en los asuntos del Partido. Exigimos que se escribiera una historia seria del PC.
Los de King Street, desesperados como estaban —ahora puedo verlo desde un
punto de vista retrospectivo— por reconciliarse con un puñado de intelectuales
problemáticos a los que, no obstante, consideraban un valor en activo, estuvieron
de acuerdo en nombrar una comisión para discutir el asunto. Harry Pollitt, presi-
dente y líder indiscutible del Partido durante nuestra época, Palme Dutt, el guru
ideológico, y Klugmamn representaban a la dirección, y yo, como presidente de la
agrupación, y Brian Pearce hablábamos en nombre de los historiadores. (Brian,
que anteriormente había sido un especialista en los Tudor y ahora era un magní-
fico traductor del francés y del ruso, había adoptado desde hacía mucho tiempo
una posición muy crítica con los mitos y silencios de la historia del PC. Poste-
riormente abandonaría el Partido Comunista por una de las organizaciones trots-
kistas.)
Recuerdo las reuniones frustrantes que mantuvimos. No es que los historia-
dores nos enfrentáramos a una sola línea coordinada. Harry admiraba a Stalin y,
como la mayoría de los líderes del Partido de los viejos tiempos, no aprobaba ni
respetaba a Jrushchev. Era un dirigente obrero de gran nivel con más carisma que
cualquier líder del Partido Laborista excepto Bevan, y, como antiguo calderero,
sabía mucho mejor que Bevan de qué iban los sindicatos. Su instinto y su larga
experiencia hacían que abrigara un profundo escepticismo respecto a los sabue-
sos de la historia del Partido. Como político, sabía que las investigaciones de los
jueces de instrucción en torno a viejas peleas, sobre todo entre camaradas todavía
vivos, solían acarrear problemas. Como viejo peón de la Internacional Comunis-
ta, se daba cuenta de que había muchas cosas que no podían contarse y de que era
mejor que algunas permanecieran en secreto. Ninguno de nosotros podía saber
entonces que en 1937 Pollitt había intervenido en Moscú en defensa de un anti-
guo representante de la Internacional Comunista en Gran Bretaña y de su esposa,
que acababan de ser detenidos, llegando quizá a interceder incluso ante Stalin.
Aquel paso extraordinariamente valeroso y honesto lo llevó a tener serios pro-
blemas en aquellos días de terror paranoico. La Internacional Comunista consi-
deró la eventualidad de sustituirlo como líder del Partido, y se esbozó el guión de
un posible proceso-espectáculo. Se salvó de lo peor, con la ayuda de un pasapor-
te británico, gracias a Dimitrov y quizás a la obstinada negativa por parte del an-
tiguo jefe de organización de la Internacional Comunista, Osip Piatnitsky, inclu-
so bajo tortura, a hacer la «confesión» que le pedían implicando a las víctimas
designadas.” ¿Habría convenido al movimiento que se publicara este episodio de
la historia del Partido, por mucho que dijera mucho en su favor y especialmente
en el de Pollitt? Hizo saber que, en su opinión, el único tipo de historia que con-
venía al Partido era la militar —las batallas libradas, los hechos heroicos, los sa-
crificios por la causa, las banderas rojas ondeando al viento—, que llenara de or-
gullo y esperanza a los camaradas.
LOS DÍAS DE STALIN Y SU LEGADO 197
* También lo era el profesor Sven Ulric Palme, de la Universidad de Estocolmo, que me propu-
so para la obtención de mi primer título honorífico, por el que recibí una verdadera corona de laurel
que nuestra asistenta de Clapham arrojó luego al cubo de la basura. (El mundo académico sueco se
toma a sí mismo lo bastante en serio para no ver nada extraño en una colección de sabios de mediana
edad vestidos con trajes oscuros y con coronas de laurel charlando entre ellos, con una copa de cham-
paña en las manos, como si fuera un montaje moderno de Julio César.)
198 AÑOS INTERESANTES
IV
llos habitantes del East End, en su mayoría judíos, que habían entrado en el Par-
tido durante la época antifascista. Quien respaldara a la Partisan debía saber que
no era un proyecto financiero serio, pero en la juventud y la pura confianza utó-
pica de Raph debía de haber algo que atrajera a aquellos hombres de mediana
edad cuyo universo moral había caído hecho pedazos a su alrededor. Fuera como
fuese Raph consiguió el dinero, logró comprar o alquilar una casa en Carlisle
Street, en el Soho, cerca de la antigua residencia de Marx en Dean Street, y mon-
tó la Partisan Coffee House.
Era un plan destinado al desastre. La moda imperante por aquel entonces en-
tre los arquitectos prefería los interiores austeros, semejantes a las salas de espe-
ra de una estación. Aquél atraía alos vagabundos más desmoralizados y a los col-
gados más marginales del Soho, que no eran bien recibidos en los locales con una
decoración más elaborada ni tampoco se sentían atraídos por ellos, especialmen-
te por la noche, así como a la policía metropolitana en busca de camellos. Las
grandes mesas —carísimas por cierto— y los asientos cuadrados tenían por obje-
to fomentar la redacción de tesis doctorales y la celebración de largos debates so-
bre táctica, al tiempo que minimizaban el espacio destinado a las consumiciones
de los clientes, que debían producir beneficios económicos. En cualquier caso, el
fuerte de la gestión de la Partisan no era comprobar los tíquets de caja y llevar las
cuentas. En resumen, aunque Raphael intentaba restar importancia a todo esto
ante los directivos, cada vez más preocupados, al cabo de dos años el local era
una ruina. Sólo la nostalgia y la necesidad de mantener el contacto entre las ge-
neraciones de izquierdistas de antes y después de 1956 puede explicar por qué me
vi envuelto en este lunático negocio. Sin embargo, no estaba menos condenado
de antemano al fracaso que las diversas empresas políticas de los que abandona-
ron el Partido en 1956-1957. Lo mismo que la Partisan Coffee House, los pro-
yectos políticos de la «Nueva Izquierda» de 1956 son en la actualidad poco me-
nos que una nota marginal casi olvidada.
En el terreno intelectual 1956 dejó tras de sí más cosas, entre ellas el notable
impacto de E. P. Thompson, que sería calificado en el Arts and Humanities Cita-
_tions Index (1976-1983) como uno de los 100 autores del siglo xx más citados en
las áreas cubiertas por esta obra. Antes de 1956 era poco conocido fuera del PC,
en el que había pasado los años posteriores a su regreso de la guerra como un bri-
llante activista originario de Yorkshire, apuesto, apasionado y sumamente dotado
para la oratoria, y, según los alumnos de sus clases nocturnas, un «camarada alto
y fuerte» excesivamente cargado de energía nerviosa, que explicaba los poemas
de William Blake.'* Como su afición había ido dirigida originariamente hacia la
literatura y no hacia la historia en cuanto tal, su relación con la Agrupación de
Historiadores fue sólo marginal. Fue 1956 lo que lo convirtió fundamentalmente
en historiador. Su fama posterior se basa sobre todo en su obra La formación de
la clase obrera en Inglaterra (1963), una especie de volcán histórico en erupción
de 848 páginas que fue acogida inmediatamente como un libro de importancia ca-
pital por los historiadores profesionales, y que de la noche a la mañana conquistó
al público de jóvenes lectores radicales de ambos lados del Atlántico, y poco des-
pués también a los sociólogos y especialistas en historia social de la Europa con-
202 AÑOS INTERESANTES
tinental. Todo ello pese al período agresivamente breve de tiempo que abarca y al
carácter estrictamente inglés —ni siquiera británico— de su materia de estudio.
Además de escapar de la jaula de la vieja ortodoxia del Partido, le permitió enta-
blar un debate colectivo con otros pensadores de izquierdas, viejos y nuevos, has-
ta entonces aislados, enraizados como él muchos de ellos en el movimiento en fa-
vor de la educación de adultos, y en particular con la otra gran figura de la primera
«Nueva Izquierda», el profesor de literatura Raymond Williams.
Edward era de hecho una persona con unas dotes realmente extraordinarias,
entre otras esa especie de «cualidad de estrella» que hacía que todo el mundo vol-
viera sus ojos hacia su apostura cada vez más marcada allí donde se encontrara.
Su «obra conjugaba pasión e inteligencia, las dotes del poeta, el narrador y el ana-
lista». Era el único historiador que he conocido que no sólo poseía talento, bri-
llantez, erudición y el don de la escritura, sino también... «genio en el sentido tra-
dicional de la palabra»,!'? cosa que resultaba tanto más evidente por cuanto
coincidía con la imagen romántica del genio en aspecto, vida y obra, sobre todo
si como fondo tenía el oportuno paisaje de las colinas de Gales.
En resumidas cuentas, era un hombre favorecido por las hadas desde su cuna
con todos los dones posibles excepto dos. La naturaleza no le había proveído ni
de las dotes de un redactor innato ni de una brújula innata. Y, a pesar de su cali-
dez, encanto, humor y temperamento, a veces se mostraba inseguro y vulnerable.
Como les ocurriría a muchas de sus obras, La formación había empezado sien-
do el primer capítulo de un breve manual sobre la historia de los trabajadores bri-
tánicos desde 1790 a 1945, y acabó yéndosele de las manos. Al cabo de unos años
interrumpió los notables estudios sobre la sociedad del siglo xvm que había ini-
ciado a raíz de que La formación lo convirtiera temporalmente en un académi-
co ortodoxo, cosa que no encajaba con su estilo, para lanzarse a una lucha teóri-
ca contra la influencia de un marxista francés, el difunto Louis Althusser, que por
entonces inspiraba a algunos de los jóvenes izquierdistas más brillantes de la épo-
ca. A finales de los años setenta toda su energía se había volcado en el movi-
miento antinuclear del que se convirtió en la estrella nacional. No volvió a la his-
toria hasta que se encontraba demasiado enfermo para acabar sus proyectos.
Murió en 1993 en su jardín de Worcestershire.
No cabría reprochar a un estudioso que dejara de escribir para encabezar una
campaña antinuclear a comienzos de los años ochenta, pero el episodio de Al-
thusser no tenía esa justificación. Le dije en su momento que era un crimen aban-
donar su labor histórica, capaz en principio de hacer época, para discutir con un
pensador cuya influencia habría fenecido al cabo de diez años. Y de hecho, Al-
thusser estaba ya muy cerca de llegar a su fecha de caducidad en los ambientes
marxisants franceses. Aunque en su momento contribuyó a abrir el debate teóri-
co en la izquierda, si sobrevive hoy día no es como filósofo, sino debido funda-
mentalmente a su trágica trayectoria personal. Era un maníaco depresivo que aca-
baría matando a su mujer. Pero ni siquiera eso era previsible entonces, aunque en
sus fases de locura ya resultaba una experiencia bastante desagradable. Poco an-
tes de la tragedia vino a Londres, oficialmente a participar en un seminario en el
University College, y de manera extraoficial a buscar apoyo para cierta iniciativa
LOS DÍAS DE STALIN Y SU LEGADO 203
pues, por muchos problemas que tuviera, sencillamente no era ésa la situación
reinante en la Gran Bretaña de los años treinta. En cierto modo, sin embargo, el
hecho de hacerse comunista antes de 1935 era incluso más significativo. Políti-
camente, al haber ingresado en realidad en el Partido Comunista en 1936, perte-
nezco a la época de unidad antifascista o del Frente Popular. Este hecho ha se-
guido condicionando mi pensamiento estratégico en política hasta la actualidad.
Pero emocionalmente, al haberme convertido siendo un adolescente en el Berlín
de 1932, pertenecía a la generación unida por un cordón umbilical casi inque-
brantable a la esperanza en la revolución mundial y en su sede ori ginal, la Revo-
lución de Octubre, por muy escéptico o crítico con la URSS que fuera. Para una
persona que se integró en el movimiento desde donde yo lo hice y cuando yo lo
hice, romper con el Partido resultaba sencillamente más difícil que para los que
ingresaron más tarde en él o lo hicieron desde otro lugar. En último término, sos-
pecho qué ése fue el motivo de que decidiera seguir en él. Nadie me obligó a sa-
lir y las razones para irme no eran lo bastante fuertes.
Pero —y ahora hablo más como autor de mi biografía que como historia-
dor—, no debo olvidar un sentimiento íntimo: el orgullo. Quitarme de encima el
sambenito de pertenecer al Partido habría mejorado mis perspectivas de éxito
profesional, especialmente en Estados Unidos. Me habría resultado fácil escabu-
llirme a la chita callando. Pero logré probarme a mí mismo que podía alcanzar el
éxito como comunista reconocido —independientemente de lo que signifique
eso del «éxito»—, a pesar de dicho sambenito y en plena Guerra Fría. No es que
defienda esta forma de egoísmo, pero tampoco puedo negar su fuerza. Así que me
quedé.
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Capítulo 13
conlleva por mucho que quiera. Ya me había visto obligado a considerar ese pro-
blema dos años antes, cuando se hizo inminente la llegada de un niño de una re-
lación anterior —el hermanastro de mis hijos, Joshua— y sólo la negativa de la
futura madre a dejar a su marido lo había apartado de mi vida para entrar a for-
mar parte de la de otros. A mediados de los sesenta era padre de Andy y de Julia,
por primera vez tenía a mi nombre un coche pequeño que utilizaba para llevar a
mis hijos a una finca de recreo en el norte de Gales, y por primera vez era pro-
pietario de una gran casa en una zona de Clapham todavía muy poco aburguesa-
da, dividida en dos por un arquitecto austero amigo nuestro, que Marlene y yo ha-
bíamos comprado conjuntamente con el taciturno Alan Sillitoe y su esposa, la
poetisa Ruth Fainlight. «¿Le han tocado las quinielas o algo así?», preguntó a
Marlene el vendedor de periódicos del lugar, pues en aquellos tiempos de pleno
empleo no podía entender cómo un tipo medianamente joven, evidentemente
sano y de aspecto respetable no iba a trabajar por la mañana y regresaba por
la tarde como los demás hombres. Aunque Allan era tan adicto al trabajo como la
mayoría de los escritores, semejante suposición no estaba del todo desencamina-
da: había escrito, al fin y al cabo, Sábado por la noche y domingo por la mañana
y La soledad del corredor de fondo, que por mérito propio y gracias al creci-
miento enorme de la educación secundaria se convirtieron en dos clásicos con-
temporáneos, y que, al figurar en el programa de exámenes del bachillerato ele-
mental y superior, generan constantes ingresos por derechos de autor. Podía
haberse permitido vivir de sus libros y no meterse en el trajín del periodismo free-
lance. Por mi parte, aunque escribía en casa, me ajustaba a la norma, pues iba a
trabajar a Birkbeck cogiendo la línea Norte y regresaba tarde en plena noche. Por
otro lado, seguía siendo un tipo peculiar, por cuanto no demostraba ningún entu-
siasmo por la jardinería y, a diferencia de los electricistas y transportistas caribe-
ños de la callejuela que conducía a Wandsworth Road situada frente a nuestra
casa, no me pasaba las mañanas de los domingos lavando el coche.
No había duda de que estaba bien encaminado hacia la vida cotidiana de la
respetabilidad académica y de clase media. Llegados a este punto, aparte de los
viajes, ya no ocurren muchas más cosas al protagonista o la protagonista de una
autobiografía, excepto lo que le pase por la cabeza, o lo que pase por las cabezas
de los demás. Sucede lo mismo en lo concerniente a los protagonistas de las bio-
grafías, pues sucesivas generaciones de escritores de vidas de intelectuales lo han
experimentado en sus propias carmes. Por muy importante que fuera el logro de
Charles Darwin, una vez de vuelta de su viaje en el Beagle y ya casado, no hay
muchas cosas más que decir acerca de los acontecimientos materiales de los últi-
mos cuarenta años de su existencia salvo que «vivió en Down, Kent, retirado en
el campo»? y especular en torno a las razones de su precaria salud. La vida del
académico respetable no está llena de episodios teatrales, o mejor dicho sus epi-
sodios dramáticos, como los de los políticos en activo, sólo tienen interés para los
que están directamente vinculados con ellos. Por otra parte, aunque hay muchos
momentos dramáticos en la vida familiar, especialmente si los padres y sus hijos
adolescentes se enfrentan entre sí, las terceras partes, como pueden ser los lecto-
res de una biografía, se sienten menos atraídas por los aspectos dramáticos de la
210 AÑOS INTERESANTES
vida de una familia ajena que por los de la suya propia. El guión es bien conoci-
do. Por ese motivo los años inmediatamente anteriores y posteriores a 1960 crean
una línea divisoria no sólo en mi vida, sino también en la-configuración de esta
autobiografía.
Pero las vidas privadas están incrustadas en el ámbito mucho más amplio de
las circunstancias históricas. La más importante de dichas circunstancias fue la
buena suerte inesperada de la época. Fue aproximándose sigilosamente a mi ge-
neración y nos cogió por sorpresa, especialmente a aquellos de nosotros que,
siendo socialistas, no estaban preparados para recibir un período de espectacular
éxito capitalista. A comienzos de los sesenta era difícil no darse cuenta de ello.
No puedo decir que lo identificáramos con lo que he calificado de «Edad de Oro»
en mi Historia del siglo xx. Eso fue posible sólo después de 1973, cuando ya ha-
bía pasado. Los historiadores, como el resto de los mortales, saben ser sabios una
vez que el acontecimiento ya ha sucedido. No obstante, a comienzos de los se-
senta había quedado patente para mi generación en Gran Bretaña, esto es, el co-
mún de las gentes que cuando finalizó la guerra tenían entre veinte y treinta años,
que vivíamos muchísimo mejor de lo que nadie habría imaginado allá por los
años treinta. Si pertenecíamos a los estratos sociales de cuyos miembros varones
se esperaba que hicieran «carrera» y no que simplemente se limitaran a «ir a tra-
bajar» (en aquella época las mujeres todavía no solían representar ese papel), des-
cubríamos que las cosas nos iban mejor, a veces mucho mejor, que a nuestros pa-
dres, especialmente si habíamos pasado más exámenes que los que ellos habían
pasado. Naturalmente, esto no afectaba a dos sectores de nuestra generación:
aquellos cuya carrera había llegado a su momento álgido durante la guerra, y que
por lo tanto miraban el pasado con nostalgia desde la posición relativamente baja
de la vida civil de posguerra, y los miembros de los estratos superiores de toda la
vida, cuyos progenitores, como grupo social, ya gozaban de tanta riqueza, privi-
legios, poder o distinción profesional como cabía esperar que heredaran o alcan-
zaran sus hijos. En realidad, quizá se sintieran como ceros a la izquierda si habían
emprendido una carrera en el campo —político, científico, de las viejas profesio-
nes, etc.— en el que sus padres habían logrado un éxito sin precedentes. ¿Quién
no ha sentido lástima por el hijo de un político eclipsado por la sombra de su pa-
dre —Winston y Randolph Churchill son un ejemplo clásico— o por los científi-
cos buenos, pero del montón, hijos de padres Premio Nobel o miembros de la
Real Academia de Ciencias? Como cualquier académico que ha estudiado en
Cambridge, he conocido a unos cuantos en esa situación.
Pero para la mayoría de nosotros la vida de posguerra sería como una escale-
ra mecánica que, sin realizar ningún esfuerzo en especial, nos haría llegar más
arriba de lo que nunca habríamos imaginado. Incluso gente como yo, cuya pro-
gresión profesional se vio increíblemente retrasada por la Guerra Fría, íbamos su-
bidos en ella. Por supuesto ello se debió en parte a mi histórica suerte de entrar en
el mundo académico en una época en la que todavía era bastante reducido, goza-
ba de un elevado estatus a nivel social y consiguientemente estaba bastante bien
remunerado de acuerdo con los niveles económicos que los reformistas bentha-
mitas, liberales y fabianos habían establecido para el funcionariado en época vic-
ENTRE DOS AGUAS 21
toriana y eduardiana. Pues aunque, a diferencia de otros países europeos, los pro-
fesores universitarios no eran funcionarios públicos, estaban bajo la tutela del Es-
tado, que se encargaba de proveer los fondos para la planificación quinquenal co-
lectiva de las universidades, pero sin inmiscuirse en dichas instituciones.
Mientras que no aumentara el número de académicos y se mantuviera en su sitio
la ideología del mercado libre, se entendía que el salario, al igual que el estatus, del
profesor más o menos bueno alcanzaría el nivel equivalente al de un funcionario
público de éxito en la escala administrativa: no para llegar al estado de riqueza
que sueñan los avariciosos, pero sí para llevar una existencia digna de clase me-
dia. Los costes seguían siendo modestos, al menos para los que tenían una visión
progresista y querían mandar a sus hijos a las escuelas estatales, y todavía no en-
contraran un motivo para no hacerlo. El Estado del bienestar beneficiaba relativa-
mente más a la clase media que a los obreros. Era una época en la que, sobre todo
por principios —y no por habernos sentido ya decepcionados tras haber compro-
bado las prestaciones de la Seguridad Social en la práctica— había gente como
yo que se negaba a contratar un seguro médico. El precio de la vivienda siguió es-
tando al alcance de todo el mundo en general hasta el boom de comienzos de los
años setenta, y esa subida de precios repercutió favorablemente en nuestros bol-
sillos de forma natural. Justo antes de que empezaran a subir de modo desorbita-
do, aún era posible comprar una casa libre de cargas en Hampstead por apenas
veinte mil libras esterlinas, o, contando el beneficio obtenido de la venta de nues-
tra casa anterior, por sólo siete mil. Aquellos que se casaban y tenían hijos de jó-
venes, indudablemente tenían que pasar unos años con el cinturón apretado, ir de
vacaciones a un cámping para caravanas y ganarse algún dinero extra con los
exámenes de las escuelas, etc., pero un académico como yo todavía sin hijos, en
un nivel intermedio en la carrera universitaria, que se había vuelto a casar a los
cuarenta y tantos años, no tenía problemas para mantener a su familia. De hecho,
no recuerdo ni una vez que mi cuenta corriente quedara al descubierto. Cuando
surgía algún problema de índole económica quedaba al final solucionado por la
entrada de dinero proveniente de los derechos de autor y de otras actividades li-
terarias, pero en 1960 ese tipo de extras todavía era muy marginal en mis ingresos.
Las generaciones que habían llegado a la edad adulta antes de la guerra po-
dían comparar sus vidas durante la posguerra con las de sus padres, o incluso las
expectativas que tenían antes de que estallara el conflicto. Para ellos no resultaba
fácil comprobar, especialmente cuando ya habían afrontado los imperativos in-
variables de sacar adelante a una familia, que su situación en la nueva «sociedad
opulenta» occidental era diferente en especie y en grado si se comparaba con el
pasado. Al fin y al cabo, los quehaceres domésticos de siempre eran fundamen-
talmente los mismos, con la diferencia de que los avances tecnológicos los hacían
más fáciles. Unas vez casados, ganarse la vida, cuidar de los hijos, de la casa y
del jardín, limpiar y fregar los platos seguían ocupando la mayor parte del tiem-
po y del pensamiento de las parejas. Sólo la gente joven e inquieta podía apreciar,
y utilizar, todas las posibilidades de una sociedad que por primera vez les ofrecía
dinero y tiempo suficiente para comprar lo que desearan y hacer lo que quisieran,
o que les hacía independientes de la familia de otras maneras. El ingrediente se-
2D AÑOS INTERESANTES
las cuales cabía esperar que se atreviera a cruzarla. Vivíamos todavía bajo la nube
negra de un apocalipsis nuclear. Se nos echó encima durante la crisis de los misi-
les de Cuba de 1962, y en 1963 Stanley Kubrick produjo una versión definitiva
del acontecimiento, su película Teléfono rojo: volamos hacia Moscú (pero para
entonces, podía tomarse el asunto con humor, aunque fuera negro). Pero la CND,
la nueva Campaña (unilateral británica) en favor del Desarme Nuclear (1959),
con mucho la mayor movilización pública de la izquierda británica, no pretendía,
y simple y llanamente no podía, detener la carrera armamentística nuclear que
mantenían Estados Unidos y la URSS, aunque muchos británicos actuaran movi-
dos sinceramente por la idea de establecer un buen ejemplo moral ante el mundo.
Se trataba de salir de la Guerra Fría o, quizá más exactamente, de que Gran Bre-
taña se acostumbrara a la idea de que ya no era ni una gran potencia, ni un impe-
rio global. (El argumento de que se necesitara la capacidad nuclear de la propia
Gran Bretaña para frenar un ataque soviético era absurdo, especialmente ahora
que sabemos que la bomba había sido fabricada originalmente por los gobiernos
británicos para mantener su estatus e independencia frente a Estados Unidos, y no
para atemorizar a Moscú.)
Sin embargo, volviendo la vista atrás, es evidente que lo que perfiló cada vez
más la política de la izquierda después de 1956 fue una consecuencia de la des-
colonización y, desde luego en Gran Bretaña, de las emigraciones masivas de las
zonas del Caribe del antiguo imperio. La crisis de la IV República en Francia no
tuvo nada que ver con la Guerra Fría, sino con la lucha por la liberación de los ar-
gelinos. Todavía recuerdo una concentración masiva en 1958 en Friend's House
para protestar contra el golpe militar que puso fin a dicho conflicto, encabezada
por el exaltado periodista pelirrojo Paul Johnson, por aquel entonces un católico
disidente de la izquierda, que acusaba al general De Gaulle de ser el próximo dic-
tador fascista. En gran medida fue debido al impacto que produjo la denuncia del
uso de la tortura en Argelia por parte de Francia lo que provocó que Amnistía In-
ternacional se convirtiera (1961) en una organización mundial dedicada a organi-
zar campañas de protesta en Occidente que no iban dirigidas fundamentalmente
contra los abusos de los derechos humanos en los países del Este.
Con los movimientos a favor de los derechos civiles en Estados Unidos y
el aflujo de emigrantes de color a Gran Bretaña, el racismo pasó a ser un tema
mucho más importante para la izquierda de lo que había sido hasta entonces. De-
bido a mis vínculos con el jazz, tras las reyertas raciales de 1958, conocidas con
el nombre de los enfrentamientos de Notting Hill (actualmente Notting Dale), me
vi asociado con una de las primeras campañas antirracistas, la llamada «Campa-
ña de las Estrellas a favor de la Amistad Interracial» (SCIF, Stars Campaign for
Interracial Friendship), que no fue tanto una verdadera operación política (aun-
que Colin MacInnes recorrió caminando todo el barrio, uno de sus feudos favori-
tos, metiendo en los buzones el panfleto de dicha campaña) como un ejemplo de
la forma de operar de los medios de comunicación modernos, cuyo resultado,
como el de otras de su especie, fue apagándose después de unos cuantos meses de
publicidad bastante efectiva. No cabe duda de que movilizó a las «estrellas»,
principalmente las de jazz —la mayoría de las grandes figuras británicas estuvie-
216 AÑOS INTERESANTES
ron allí: Johnny Dankworth y Cleo Laine, Humphrey Lyttelton y Chris Barber,
así como algunas otras del pop—, pero su fuerza radicaba en los activistas capa-
ces de conseguir que la prensa y los programas televisivos-hablaran de lo que su-
cedía, y lograron producir ideas de interés periodístico, como por ejemplo la fies-
ta infantil interracial de Navidad de 1958 que fue televisada. Mientras duró, la
campaña gozó del inestimable apoyo de Claudia Jones, una mujer admirable y
notablemente capacitada, funcionaria del Partido Comunista de Estados Unidos,
nacida en las Indias Occidentales y expulsada de aquel país con el pretexto de que
no era ciudadana durante la caza de brujas, que hizo todo lo que pudo, con mayor
o menor éxito, para llevar un poco de la eficacia del Partido y algo de estructura
política alos emigrantes caribeños de los distritos del oeste de Londres, y conse-
guir del PC británico un respaldo adecuado a sus esfuerzos. Era admirable, pero
ha pasado al olvido injustamente, excepto quizá por haber sido una de las inspi-
radoras de lo que se ha convertido en el Carnaval anual, y ya no político, de Not-
ting Hill.
La pasión por el Tercer Mundo no fue una de las grandes inspiraciones de la
izquierda hasta los años sesenta, y, por cierto, supuso el debilitamiento de la in-
fluencia que ejercían los ideólogos de la cruzada de la Guerra Fría sobre los libe-
rales y los socialdemócratas occidentales. No obstante, a finales de los cincuenta
la Revolución cubana ya había subido al poder, y estaba a punto de añadir una
nueva imagen a la iconografía de la revolución mundial y de convertir a Estados
Unidos en un evidente Goliat enfrentándose al desafío de un joven y barbudo Da-
vid. En 1961 la reacción frente al intento de invasión de la bahía de Cochinos fue
inmediata —tan inmediata como había sido la reacción frente a la invasión so-
viética de Hungría de 1956— y se extendió más allá de los partidos habituales, de
los firmantes de peticiones, y por supuesto de los que normalmente manifestaban
su protesta. Ken Tynan me telefoneó desesperado la mañana en que se produjo la
noticia: ¡tenía que hacerse algo! Lo antes posible. ¿Cómo podíamos empezar?
Aunque era un verdadero hombre de izquierdas, cuya honestidad política Marle-
ne y yo siempre defendimos frente a los que la tachaban de ser simplemente una
pose, distaba mucho de ser el típico miembro del «ejército de ficción del bien».
De haberlo sido habría sabido muy bien qué hacer sin pedir ayuda. Una vez esta-
blecido el comité de rigor, reunidos los sospechosos habituales de escribir cartas
de protesta y organizada una marcha hasta Hyde Park —que me maten si me
acuerdo de quienes pronunciaron los discursos—, recuerdo haber percibido con
agrado, y para mi sorpresa, qué distinta era esa manifestación de las que normal-
mente llevaba a cabo la izquierda, al menos en su apariencia. La convocatoria
para defender a Fidel Castro que realizó Tynan, o quizá más probablemente el
criado fiel de Tynan, Clive Goodwin, actor, representante y activista, había mo-
vilizado a una cantidad notable de gente joven del teatro, hombres y mujeres, y a
chicas de las agencias de modelos. Fue el acontecimiento político más «guapo»
que recuerdo, un espectáculo fantástico, además del más feliz, pues ya sabíamos que
la invasión gringa había sido abortada.
Así pues, casi sin darme cuenta, me encontré —y el mundo también— in-
merso en una atmósfera distinta cuando los años cincuenta daban paso a los se-
ENTRE DOS AGUAS 27
no hay nada peor para una carrera que alcanzar el momento de máximo esplen-
dor demasiado pronto y enfrentarse a un largo camino por el aburrido altiplano de
la elite, o, lo que es peor, verse obligado a recorrer la enorme distancia existente
entre los logros de hoy y el trabajo que ayer hizo subir la propia reputación.
Como empecé a progresar tarde y mi carrera se vio paralizada durante muchos
años, he seguido teniendo anhelos que cumplir a una edad en la que a otros sólo
les cabía retrasar su declive.
Por lo que se refiere al mundo, sabíamos muy bien que su estabilidad era sólo
aparente, aun cuando su extraordinario salto adelante a nivel económico y tecno-
lógico fuera evidente. No obstante, para los que teníamos la suerte de vivir en Eu-
ropa central y occidental, no se trataba de un espejismo. Quizá todavía no nos dá-
bamos cuenta de la suerte que teníamos, pero vivíamos en el territorio de los
bienaventurados: una región sin guerras, sin la perspectiva y sin el temor de una
revuelta social, donde la mayoría de la gente gozaba de una vida de riquezas, toda
una gama de posibilidades de vida y de ocio, y un grado de seguridad social que
solamente había estado al alcance de los muy ricos en la generación de nuestros
padres y con la que ni siquiera habrían podido soñar los pobres. Vivíamos en la
mejor zona del mundo.
Pronto descubriría que no cabía decir lo mismo de otras partes del planeta. Y
también que, como demostrarían al poco tiempo los años sesenta, no satisfacía a
la población que vivía en el territorio de los bienaventurados.
Capítulo 14
BAJO CNICHT
Incluso en los años sesenta el turismo apenas empezaba a llenar poco a poco el
vacío (pues, aunque Snowdon dominaba la panorámica, los lugares de más belle-
za (y los centros de alpinismo) de Snowdonia se encontraban a pocos kilómetros
de distancia). La línea muerta del ferrocarril de Ffestiniog, el tren de vía estrecha
en el que otrora habían viajado diariamente doscientos hombres de Llanfrothen y
de Penrhyndeudraeth hasta las enormes canteras de Blaenau Ffestiniog, empezaba
a ser restaurada por un grupo de aficionados entusiastas en beneficio de padres tu-
ristas agradecidos que se preguntaban qué podían hacer con sus hijos. Durante casi
todos los años que pasamos en el norte de Gales siguió parándose en seco en una
ladera cubierta de vegetación salvaje, antes de regresar a Portmadoc.
BAJO CNICHT 223
Una gran parte del trabajo que Clough llevó a cabo como soberano de su rei-
no consistió literalmente en hacer habitables las ruinas y en rellenar muros vacíos
en las laderas aún despobladas. Nuestra primera casa formaba parte de una hile-
ra de cuatro viviendas, construidas en el valle de un monte pelado barrido por los
vientos, a las afueras del pueblo de Croesor que había nacido alrededor de la can-
tera. Su único habitante permanente por aquel entonces era nuestra querida Ne-
llie Jones, que cuidaba de los tres hijos que tuvo de distintos padres, y de un pe-
rro, en una especie de cocina, y que ejercía de guardiana para algunos visitantes
ingleses casi tan bulliciosos como ella. (El pueblo, o mejor dicho, la aldea de Croe-
sor, estaba a punto de perder su tienda y subdelegación de correos, y sólo una ba-
talla constante contra las autoridades —beneficiada por la política de Clough de
alquilar las viviendas vacías a madres solteras o abandonadas— salvó del cierre
a su pequeñísima escuela.) Nuestra segunda casa fue un edificio en ruinas del si-
glo xvi, en otro tiempo parte del complejo de construcciones que constituía la re-
sidencia solariega de la familia Anwyl, venida a menos a partir del siglo xvm, que
Clough había transformado en una casa habitable para los londinenses a los
que no les importara vivir sin comodidades, pero en medio de un paraje románti-
co. Como era típico de él, había dejado parte de un muro saliente formado por
bloques de piedra de casi un metro en el que, durante los siglos en ruinas, había
crecido un árbol tan grande y alto que insistimos en que incluyera una cláusula en
nuestro contrato de arrendamiento que nos protegiera ante la eventualidad de que
fuera derribado por una tormenta y destruyera nuestra casa. Dudo que hubiera un
solo edificio habitado en su finca que no hubiese sido construido, restaurado o
adecuado como vivienda por él. Pero sus habitantes pertenecían al menos a dos
tipos de gente completamente distintos sin apenas cosas en común: los que se ha-
bían instalado en segundo lugar o recién llegados, y los galeses nativos.
Los recién llegados eran un conjunto de intelectuales británicos de clase me-
dia y unos cuantos bohemios desperdigados con los que estaban relacionados. De
algún modo la mayoría de ellos estaban vinculados directa o indirectamente con
los William-Ellis. Principalmente a través de Cambridge, que había sido también
la universidad de Clough, y la de su hijo, ya fallecido, Kitto, cuyos amigos del
King's College entraron a formar parte del ambiente de Brondanw como visi-
tantes regulares y (en un caso) como yerno. Fue así como llegó al valle Robin
Gandy. A su vez, los primeros en establecerse allí fueron atrayendo a sus amigos,
coetáneos, profesores y estudiantes, que llegaron al lugar, lo vieron y se sintieron
conquistados por él: los Hobsbawm, uno a uno, más dos niños, seguidos por el
hermano de Marlene, Walter Schwarz, más su esposa y sus cinco criaturas, los
historiadores E. P. y Dorothy Thompson, procedentes de las laderas más bajas de
los montes Moelwyn, y varios hijos e hijas de la familia Bennett, cuyos padres,
ambos profesores de Literatura Inglesa, eran dos de los pilares de la sociedad aca-
démica de Cambridge. Por un motivo u otro, una serie importante de nombres de
Cambridge ya estaba relacionada con el reino de Clough: el filósofo Bertrand
Russell vivía en la península de Portmeirion; el Premio Nobel de Física, Patrick
Blackett, una vez jubilado, residía en lo que había sido una casa de recreo, situa-
da justo encima de Brondanw, bastante cerca de la de su hija en Croesor; Joseph
224 AÑOS INTERESANTES
Needham, el gran especialista en historia de la ciencia china, pasaba todas sus va-
caciones en Portmeirion con una de sus dos acompañantes habituales (su esposa
presumiblemente se quedaba en su casa de Cambridge). John Maddox, editor
de Nature durante muchos años, alquilaba por temporadas una de las casas de
Clough en el Traeth; y mi profesor, Mounia Postan, especialista en historia eco-
nómica, y su esposa lady Cynthia (Keppel) tenían una casa, que anteriormente
había sido una escuela, a las afueras de Ffestiniog. Hablar de una «camarilla ga-
lesa de Bloomsbury» —la expresión procede de Rupert Crawshay Williams, un
filósofo triste y encantador que residía en la zona y que llegó allí de la mano de
Bertrand Russell— es exagerar un poco. Sin embargo, floreció una intensa vida
social entre los anglófonos de la península de Portmeirion, el valle de Croesor y
Ffestiniog. Uno de los sonidos más característicos de las vacaciones en el norte
de Gales era el que hacían los huéspedes al sacudir el agua que chorreaba de sus
impermeables y de sus botas de lluvia en la entrada de una casa mientras se iban
preparando para pasar buenos ratos de diversión bajo uno de esos techos rústicos
poco elevados. Y como muchos de ellos vivían de la palabra, hay al menos una
verdad poética en el chiste que dice que en el valle de Croesor durante las noches
sin viento siempre podía oírse el ruido de una máquina de escribir.
Aunque ciencias y Cambridge fueran de la mano, creo que era la esposa de
Clough, la escritora Amabel Williams-Ellis, la que más disfrutaba de aquella acu-
mulación de grandes cerebros en el lugar. Era una Strachey, una familia hacen-
dada e intelectual muy vinculada con la India que estaba relacionada (tanto en
Oxford como en Cambridge) principalmente con el mundo de la política. Su pa-
dre, el periodista St. Loe Strachey, había tenido un gran peso político, y su her-
mano, John Strachey, rompió con todo, primero para seguir a la esperanza (en-
tonces) de los laboristas radicales, el gallardo y mujeriego sir Oswald («Tom»)
Mosley, hasta que se convirtió en el líder del fascismo británico, y luego para pa-
sar a ser el intelectual más conocido del Partido Comunista de los años treinta. Se
apartó del comunismo en 1940 y, durante los gobiernos laboristas de después de
1945, fue uno de los ministros más prominentes, cuyo éxito, sin embargo, no fue
muy notable. La propia Amabel se había unido al Partido Comunista como sim-
patizante, y seguía sintiendo cierta nostalgia de los tiempos en los que el Partido
era una pandilla de hermanos y hermanas semiconspiradores formada en orden
de batalla. Yo le gustaba porque le evocaba aquella época, porque era alguien con
el que podía chismorrear acerca de los camaradas, pero quizá principalmente por-
que le parecía un conversador sobre temas intelectuales digno de confianza. Por
ese motivo solía venir a casa, llena de recuerdos, conduciendo su automóvil con
la lentitud peligrosa y el exceso de celo característicos de la gente de edad muy
avanzada. Como aparte de los que vivían allí casi nadie utilizaba la carretera de
Croesor, los demás conductores eran indulgentes con ella. Amabel tenía una pa-
sión por todo lo intelectual mucho mayor que Clough. De niña había soñado con
hacerse científica, pero eso no era lo que hacían las «señoritas» de una familia
como la suya. En realidad, ni siquiera la enviaron a una escuela. Se hizo escrito-
ra, siendo al final más conocida como autora infantil, mientras, como era habitual
en su generación, su considerable aportación a la obra escrita y al pensamiento de
BAJO CNICHT 225
su marido fue subsumida en la de él. Amabel no era una de esas personas que se
toman las cosas a la tremenda. De hecho, disfrutaba de las buenas cosas de la vida
y de la nueva emancipación de la mujer, además (según parecía) de tener un con-
cepto bastante libre de la fidelidad dentro del matrimonio, pero, de no haber sido
educada en el principio de no inmutarse y mantener siempre la compostura pro-
pio de su clase, probablemente habría mostrado cierta amargura. Habría llegado
a ser una científica de gran profesionalidad, y se encargó de que al menos una de
sus hijas hiciera la carrera de Biología Marina. Me encariñé mucho con esa an-
ciana señora, aun cuando a veces tuviera que tomar alguna medida para poner
freno a sus expediciones en busca de ilustración intelectual. Hablábamos muchí-
simo, especialmente en los últimos años de su vida cuando, tras la muerte de
Clough, recibía a las visitas deseando que le llegara su hora. No se lamentaba,
pero tampoco ocultaba que prefería morir antes de verse sola, sufriendo y postra-
da en la cama, rodeada de gruesas paredes de piedra en una casa vieja y húmeda.
Decía que había vivido lo suficiente. Sin embargo, nunca me reveló, ni siquiera
por solidaridad política, donde estaba el acceso de las galerías subterráneas —si-
tuadas en el algún lugar recóndito de las profundidades del reino de Clough— en
las que habían sido escondidos los tesoros de la National Gallery durante la Se-
gunda Guerra Mundial. Una cosa era el pasado comunista, y otra muy distinta,
los secretos de Estado.
Aparte de la minoría que acudía para practicar el alpinismo en serio, ¿qué lle-
vó a los demás foráneos como nosotros hasta las montañas de Gales? Sin duda no
fue la búsqueda de las comodidades. En nuestras casas galesas vivíamos volunta-
riamente en las mismas condiciones a las que, según nuestra propia acusación,
sometía el capitalismo a sus explotados trabajadores. Ninguno de nosotros, a pe-
sar del estilo de vida espartano que llevaba la clase media en los años cincuenta,
hubiera aceptado vivir bajo ningún concepto en esas condiciones en nuestra resi-
dencia habitual de Londres o Cambridge, ni siquiera mi cuñado Walter Schwarz,
con su infinito entusiasmo por las incomodidades primitivas como indicio de una
de vida ambientalmente sana y próxima a la naturaleza. Aun así, las únicas per-
sonas en las que podíamos confiar regularmente para compartir las contrarieda-
des y las maravillas de la vida en Parc Farm eran amigos íntimos y a prueba de
mal tiempo, como por ejemplo Dorothy Wedderburn. Para asegurarnos de que la
primera noche que llegábamos íbamos a disponer de algo más o menos seco, cada
vez que nos íbamos de Parc Farm teníamos que guardar todas las mantas y la ropa
de cama en grandes bolsas de plástico cerradas herméticamente. A nuestra llega-
da, tardábamos de dos a tres días en secar la casa lo suficiente para que resultara
mínimamente habitable, e incluso entonces era prácticamente imposible mante-
nerla caliente excepto en zonas sueltas, a pesar de las estufas de petróleo —un
sistema elemental, aunque no demasiado bueno para los lavabos al aire libre— y
de la leña para las chimeneas que los intelectuales de la ciudad, vestidos como va-
gabundos según el estilo del lugar, solían cortar frente a la puerta trasera de sus
casas mientras lloviznaba. Quizás esa absoluta falta de comodidades formara par-
te del atractivo de la vida en Gales: nos hacía sentir más próximos a la naturale-
za, o cuando menos a esa lucha constante contra las fuerzas del clima y de la geo-
226 AÑOS INTERESANTES
logía que proporciona una satisfacción semejante. Mis recuerdos más vivos del
norte de Gales son los de las siguientes aventuras: llevar a nuestros dos hijos pe-
queños por unos senderos pedregosos y cubiertos de nieve para buscar refugio y
darles chocolate en una gruta del monte; regresar con Robin de una larga excur-
sión a pie en medio de una persistente lluvia torrencial, abriéndonos paso con
dificultad a través de caminos de cabra bordeados de precipicios —si una cabra
podía hacerlo, ¿por qué no un historiador de mediana edad?—, y sobre todo ca-
minar, hacer equilibrios y trepar por los alrededores del escarpado y abrupto san-
tuario del Arddy, al oeste del macizo del Cnicht, para obtener como recompen-
sa la vista familiar, pero siempre inesperada, de los fríos lagos ocultos en sus
pliegues.
Pero esos eran placeres de visitantes. Nuestra región del norte de Gales tam-
bién atrajo a un curioso conjunto de habitantes permanentes o semipermanentes,
o mejor dicho de refugiados, de fuera: escritores freelance, bohemios del Soho
desplazados, buscadores de la salvación espiritual con ingresos escasos o irregu-
lares y el raro espécimen del intelectual anarquista. La presencia de Bertrand
Russell, el anciano gurú del activismo antinuclear, en el reino de Clough trajo a
varios de ellos a esas tierras; por no citar a los miembros de su propia familia tan
disfuncional. Ralph Schoenman, el joven activista norteamericano que tanta in-
fluencia llegó a tener sobre el filósofo en aquella época, nunca entró a formar par-
te del ambiente local. Estaba demasiado ocupado en ir y venir de un lugar a otro
con la pretensión de salvar al mundo, evidentemente en nombre de Russell. Sin
embargo, cuando se retiró de esta batalla, Pat Pottle, secretario del Comité de los
Cien (y una de las personas que ayudaron a liberar al espía soviético George Bla-
Ke de la cárcel de Brixton), se estableció en Croesor, atraído por el revoluciona-
rio y activista antinuclear como él, el pintor Tom Kinsey (posteriormente el úni-
co anarquista conocido propietario de foxhounds y aficionado a la caza, pero,
siendo como es Snowdonia, a pie en lugar de a caballo). Después de la crisis de
los misiles de Cuba de 1962, éste había organizado una manifestación en Port-
meirion de agradecimiento a Russell por haber salvado la paz en el mundo (pues
fue en un telegrama dirigido a Russell [en respuesta a otro que Kinsey afirmaba
haber redactado] donde Jrushchev hizo la declaración pública oficial de que la
crisis se había acabado).
Esta comunidad de recién llegados vivía codo con codo con los galeses nati-
vos, pero separados de ellos no sólo por una cuestión lingiística, sino también,
quizás en mayor medida, por razones de clase, estilo de vida y un sentimiento se-
paratista cada vez mayor de los lugareños. Dejando el sexo a un lado, en realidad
apenas existían lazos de amistad entre los dos grupos «raciales», y muy poco de
aquel espíritu aldeano de buena vecindad, lo que hizo que nuestro traslado ala
comunidad, igualmente apartada e incluso más agrícola, del Gales central (an-
glófono) en la que nos instalamos, supusiera un alivio enorme -——especialmente
para una persona tan sociable y dicharachera como Marlene— después de vivir
las tensiones cada vez más graves de Croesor.
A diferencia de la aristocracia rural nativa, apasionadamente galesa, pero
cien por cien anglófona (por ejemplo, los William-Ellis), en los años setenta los
BAJO CNICHT DT,
lle a comienzos de los años ochenta los llamados por la población local «los de
naranja» (los «sanyasins» o seguidores del guru hindú Shri Bhagwan), se gana-
ron adeptos tanto entre los nativos de Gales como, cosa menos sorprendente, en-
tre la diáspora bohemia inglesa. Y desde luego no sólo porque su camino hacia la
salvación fomentara la práctica del sexo libre. Croesor era un lugar maravilloso
para las vacaciones familiares, pero no un valle feliz.
Cuando me jubilé de Birkbeck en 1982 habíamos pasado alguna temporada
cada año en el reino de Clough durante casi dos décadas. Bryn Hyfryd, y más aún
Parc Farm, flanqueada por la vieja Manor House (Big Parc), con todos sus visi-
tantes, y la minúscula Gatws, llena de primos Schwarz, formaban parte de nues-
tra vida y de nuestras amistades, y más aún de las de nuestros hijos. Precisamen-
te porque no estaban arropados por las rutinas permanentes de la vida cotidiana y
profesional, los recuerdos asociados con el norte de Gales —incluso las trifulcas
domésticas y familiares— destacan con una especial viveza: la terrible noticia de
la invasión de Praga por los rusos en 1968; la noticia de la muerte de mi tía Mimi
llegada por telegrama —todavía existían esas cosas— hasta nuestra vivienda des-
provista de teléfono; la portezuela del coche arrancada de sus goznes por la tor-
menta cuando salimos de él para encaminarnos hacia la fiesta de fin de año de Ed-
ward Thompson por el sendero iluminado con una linterna; el viaje en automóvil
con Dorothy Wedderburn cuando fuimos de gira más allá de Aberdaron, en el ex-
tremo más alejado de la península de Lleyn, un soleado día de Navidad; y el vie-
jo pozo de Parc, que siguió suministrándonos agua incluso durante la gran sequía
de 1976. A excepción del paisaje, no todo era perfecto: vivir con las incomodi-
dades propias de los boy scouts se hizo cada vez menos atractivo (a Marlene nun-
ca la sedujo demasiado el plan), y el incremento del nacionalismo agriaron las re-
laciones con los galeses. No obstante, aunque en adelante fuera a pasar cuatro
meses al año en Nueva York, probablemente nos hubiéramos quedado en el valle
de Croesor hasta el fin de nuestras vidas.
Pero cuando se produjo la muerte de Clough en 1978 y la de Amabel en 1984,
las cosas cambiaron. El nieto de Clough, que se hizo cargo de la finca —sus pa-
dres se ocupaban de gestionar la fábrica y de comercializar la cerámica de Port-
meirion—, era un nacionalista galés fanático, que no mostró el menor interés por
la colección de antiguallas de Cambridge de sus abuelos, instaladas en unas casas
en las que debían resonar los ecos de la lengua galesa propia de las familias del
país de Cymru a quienes debían ser devueltas. Total, que los contratos de arrien-
do de los forasteros no fueron renovados. La razón oficial que se nos dio fue que
los contratos no se harían en adelante por temporadas. Se nos permitiría renovar-
lo año tras año hasta que apareciera un inquilino galés como es debido que se es-
tableciera en la vivienda con carácter permanente, o hasta que la propiedad obtu-
viera el dinero necesario para hacer habitables las viviendas de Parc Farm para
cualquiera excepto para unos turistas románticos. Nos atuvimos a esas condicio-
nes durante un año o dos mientras buscábamos otra casa en Gales, aunque, eso sí,
ya no en la zona norte. En cualquier caso nuestros amigos también fueron per-
diendo sus casas y, cuando cumplí los setenta, las ascensiones por el Cnicht ya no
resultaban tan atractivas. Encontramos una en el paisaje y en el clima político
230 AÑOS INTERESANTES
más amable de Powys, desde cuyas colinas los días claros puede verse Cader
Idris.
Mi hija sigue yendo al valle de vez en cuando. Ni Marlene ni yo hemos re-
gresado desde que nos marchamos en 1991. No tengo ánimos para ver de nuevo
ese lugar. Pero no puedo olvidarlo.
Capítulo 15
sans entraves», que los editores del libro han traducido tímidamente como «Sol-
taos el pelo». (En realidad significa: «Disfrutad de vuestros orgasmos sin tra-
bas».) No sabemos qué impresión le causaron al anciano ciudadano de Cartier-
Bresson las paredes de París, que fueron la víctima principal y el testigo público
de la revuelta estudiantil. Mi reacción fue de escepticismo. Como cualquier his-
toriador sabrá, las revoluciones pueden reconocerse por el vasto caudal de pala-
bras que generan: palabras dichas de viva voz, pero que en las sociedades alfabe-
tizadas suelen aparecer escritas en grandes cantidades por hombres y mujeres que
normalmente no están acostumbradas a expresarse por escrito. De acuerdo con
este criterio, Mayo del 68 fue algo parecido a una revolución estudiantil, pero sus
palabras son indicativas de un tipo de revolución muy singular, como podía apre-
ciar cualquiera que observara las paredes de las calles de París en aquel período.
Lo cierto es que los carteles y los grafitos típicos de 1968 no eran en realidad
políticos en el sentido tradicional de la palabra, excepto por las denuncias recu-
rrentes del Partido Comunista, realizadas presumiblemente por los militantes de
los distintos grupos y facciones de izquierdas, procedentes en su gran mayoría
.de alguna corriente leninista escindida. Y sin embargo, ¡qué pocas eran las refe-
rencias a los grandes nombres de esa ideología —Marx, Lenin, Mao, incluso el
Che Guevara— en las paredes de París!? Posteriormente aparecerían estampados
en camisetas y distintivos, como iconos símbolo del derrocamiento de los regí-
menes. Los estudiantes rebeldes recordaban a los observadores el anarquismo ba-
kuninista durante largo tiempo olvidado, pero, en todo caso, de quienes estaban
más cerca era de los «situacionistas», que habían anticipado una «revolución de
la vida cotidiana» a través de la transformación de las relaciones personales. Por
ese motivo (y precisamente por su gran capacidad gálica a la hora de inventar es-
lóganes inolvidables) se convirtieron en los portavoces de un movimiento por lo
demás todavía en sus primeros pasos, aunque es prácticamente seguro que hasta
entonces casi nadie había oído hablar de ellos, aparte de un pequeño círculo de
pintores de izquierdas. (Yo desde luego no los conocía.) Por otro lado, los esló-
ganes de 1968 no fueron simplemente las manifestaciones de una contracultura
marginal, a pesar del interés evidente en impactar a la burguesía («LSD tout de
suite!»). Querían derrocar a la sociedad, y no esquivarla y dejarla simplemente de
lado.
Para la gente de izquierdas de mediana edad como yo, Mayo del 68 y en rea-
lidad toda la década de los sesenta fueron extremadamente bienvenidos y resul-
taron sumamente complejos. Parecía que empleábamos el mismo vocabulario,
pero no hablábamos el mismo idioma. Es más, incluso cuando participábamos en
los mismos acontecimientos, se hacía patente que aquellos de nosotros suficien-
temente mayores como para ser los padres de los jóvenes activistas no los vivía-
mos como ellos. Los veinte años de posguerra nos habían enseñado a los que vi-
víamos en Estados de democracia capitalista que la revolución social en dichos
países no figuraba en la agenda política. En cualquier caso, cuando ya se han
cumplido los cincuenta, uno no se espera que aparezca la revolución detrás de
cualquier manifestación de masas, por impresionante o sensacional que sea. (Por
cierto, de ahí nuestra sorpresa —y la de todos— ante la desproporcionada efecti-
234 AÑOS INTERESANTES
vidad política de los movimientos estudiantiles de 1968 que, al fin y al cabo, de-
rrocaron al presidente de Estados Unidos y, tras un intervalo considerable para
salvar las apariencias, al de Francia.) Además, para los que habíamos sido edu-
cados en la historia de 1776, 1789 y 1917, y éramos lo bastante viejos para haber
vivido las transformaciones acaecidas desde 1933, la revolución, por mucho que
fuera una experiencia intensa y emocional, tenía un objetivo político. Los revo-
lucionarios querían derrocar a los antiguos regímenes políticos, de su país o del
extranjero, con miras a sustituirlos por otros nuevos que en adelante instituyeran
o echaran los cimientos de una sociedad nueva mejor. Sin embargo, indepen-
dientemente de lo que impulsara a esos jóvenes a salir a la calle, no cabe duda de
que eso no era. Los observadores que no simpatizaron con el Mayo francés, como
Raymond Aron (sintiéndose en el papel de Tocqueville cuando realizaba sus co-
mentarios acerca del París de 1848), llegaron a la conclusión de que los manifes-
tantes carecían totalmente de objetivo: 1968 debía entenderse simplemente como
una representación teatral callejera colectiva, como un «psicodrama» o «deliric
verbal», porque era tan sólo «una gran liberación de sentimientos reprimidos».*
Los que simpatizaban con ellos, como el sociólogo Alain Touraine, autor de uno
de los primeros libros, todavía sumamente ilustrativo, acerca de aquellas semanas
extraordinarias, eran de la opinión de que el objetivo implícito de los manifes-
tantes constituía una vuelta a las ideologías utópicas anteriores a 1848.* Pero en
realidad no se veía una utopía en el antinomismo general de eslóganes tales como
«Prohibido prohibir», que probablemente expresaban con la máxima claridad el
sentimiento de los jóvenes rebeldes (acerca del Gobierno, los profesores, los pa-
dres o el universo entero). De hecho, no parecían muy interesados en una idea so-
cial, ni comunista ni de ningún otro tipo, aparte del ideal individualista de desha-
cerse de todo aquello que se creyera facultado y en el derecho de prohibir a
alguien realizar lo que su ego y su ello deseara hacer. Y sin embargo, en la medi-
da en que encontraron distintivos públicos para colocar en solapas privadas, és-
tos fueron los emblemas de la izquierda revolucionaria, aunque sólo fuera porque
estuvieran asociados por tradición con la oposición.
La reacción espontánea de los viejos izquierdistas ante el movimiento nuevo
fue: «Esa gente todavía no ha aprendido cómo conseguir sus objetivos políticos».
Presumiblemente por ese motivo, haciendo referencia al título en francés de mi
libro Rebeldes primitivos, que por aquel entonces acababa de publicarse en Pa-
rís,* Alain Touraine, que simpatizaba totalmente con los rebeldes de 1968, escribió
en la hoja de guarda de mi ejemplar de su libro: «Aquí están los primitivos de una
nueva rebelión». Pues mi obra tenía en realidad el propósito de hacer justicia his-
tórica a las luchas sociales —al bandolerismo, a las sectas milenarias, a los amo-
tinados de las ciudades de la época preindustrial—, que habían sido pasadas por
alto o incluso rechazadas sólo porque intentaron luchar a brazo partido contra los
problemas de los pobres en una nueva sociedad capitalista con unas armas histó-
ricamente obsoletas o inadecuadas. ¿Pero y si los «nuevos primitivos» no estaban
persiguiendo nuestros objetivos en absoluto, sino otros muy distintos? Como mi
libro, disponible en lengua inglesa desde 1959, se ponía tan clara y apasionada-
mente de parte de los eternos perdedores acerca de los que trataba, me había pro-
LA DÉCADA DE LOS SESENTA 9395
mos (la única actuación que para mí tuvo algún sentido aquella noche fue la de
uno de los conjuntos femeninos de la Motown —¿eran las Marvelettes o las Su-
premes?— cuya música tenía la cadencia típica del rhythni £ blues negro. Quizá
no resulte sorprendente. Aquel año para disfrutar en San Francisco se tenía que ir
siempre bien colocado de algo, preferiblemente de ácidos, y nosotros no lo íba-
mos. De hecho, debido a nuestra edad, parecíamos una ilustración de manual de *
la siguiente frase: «Si puedes recordar algo de los años sesenta, no formaste par-
te de ellos».
El mundo del jazz, salvo alguna rara excepción, tampoco podía entender el
rock. Reaccionó frente a la música rock con el mismo desprecio que había senti-
do tradicionalmente por la música tipo Mickey Mouse de las antiguas orquestas
de los teatros y de las bandas comerciales. Quizás incluso con más desprecio,
pues al menos los hombres que tocaban hasta en las fiestas del barmitzvah más
aburridas eran profesionales. Por el contrario, en pocos años el rock acabaría ma-
tando prácticamente al jazz. El abismo generacional existente entre aquellos para
los que los Rolling Stones eran unos dioses y los que pensaban que simplemente
eran una imitación loable del blues negro, resultaba prácticamente insalvable, in-
cluso cuando ambas coincidían de vez en cuando en alabar un mismo talento. (De
hecho, he admirado bastante a los Beatles y he reconocido retazos de genio en
Bob Dylan, un gran poeta en potencia demasiado holgazán o absorto en sí mismo
para mantener despierta su inspiración durante más de dos o tres versos a la vez.)
Cualesquiera que fueran las apariencias, los de mi generación seguiríamos sien-
do unos extraños en los años sesenta.
Y ello a pesar de que en los sesenta, durante unos cuantos años, el lenguaje,
la cultura y el estilo de vida de las nuevas generaciones del rock se politizaron.
Hablaban unos dialectos derivados a todas luces de la antigua lengua de la iz-
quierda revolucionaria, aunque no desde luego del comunismo ortodoxo de Mos-
cú, desacreditado por los acontecimientos de la era de Stalin y la moderación po-
lítica de los partidos comunistas. Cualquiera que lea el mejor libro sobre los
sesenta que se ha escrito en Gran Bretaña, Promise of a Dream, de mi amiga y ex
alumna Sheila Rowbotham, se dará cuenta de que durante unos años resultó real-
mente casi imposible para alguien de la generación de la autora (nacida en 1943)
llegar a distinguir entre lo personal y lo político. Fue un «hombre de izquierdas,
Alexis Korner» —lo recuerdo, moreno y silencioso, por Bayswater—, quien ins-
piró «la nítida sexualidad palpitante de las bandas de blues»? como la de los Ro-
lling Stones, cuyo componente, Mick Jagger, escribió «Street Fighting Man» tras
una dramática manifestación de solidaridad con el Vietnam en 1968, publicándo-
la en el nuevo periódico radical del extravagante trotskista pakistaní, Tariq Ali,
llamado The Black Dwarf («PARÍS, LONDRES, ROMA, BERLÍN. LUCHAREMOS. VENCERE-
MOS»). Pink Floyd, «La dialéctica de la liberación», Che Guevara, Middle
Earth y el ácido iban en el mismo carro. No es que la línea estuviera totalmente
borrada. Posteriormente un catedrático de Económicas de Cambridge propondría
que los hombres de principios socialistas deberían protestar públicamente contra
la creciente expansión de los clubes de striptease en el Soho, por ejemplo ha-
ciendo striptease delante de sus puertas. («Los de la New Left Review le dijeron
LA DÉCADA DE LOS SESENTA 237
bales. En los años sesenta el Tercer Mundo devolvió de hecho al Primero la es-
peranza de la revolución. Las dos grandes inspiraciones internacionales eran
Cuba y Vietnam, que no sólo constituían sendos triunfos de la revolución, sino
los de David contra Goliat, los de los débiles frente a los todopoderosos. «La gue-
rrilla» —término emblemático de la época— se convirtió en la llave imprescin-
dible para cambiar el mundo. Los revolucionarios de Fidel Castro, fáciles de re-
conocer por su juventud, su larga melena, sus barbas y su retórica, como
herederos del espíritu de 1848 —pensemos en la famosa imagen de Che Gueva-
ra— prácticamente podrían haber sido concebidos para convertirse en los símbo-
los de una nueva era de romanticismo político a escala mundial. Es difícil evo-
car, e incluso entender ahora, las repercusiones globales casi inmediatas de lo que
en enero de 1959 fue al fin y al cabo un acontecimiento no insólito en la historia
de una isla de América Latina de dimensiones modestas. Los vietnamitas, peque-
ños y escuálidos, pusieron en jaque al colosal ejército destructivo de Estados Uni-
dos en los senderos de las junglas y en los arrozales. Desde el momento en que en
1965 el presidente Johnson envió a sus tropas al lugar, ni siquiera las personas de
mediana edad que creían poco en las utopías, como yo, tuvieron la más mínima
duda sobre quién iba a ganar. Más que cualquier otro acontecimiento de los se-
senta, fue la grandeza, el heroísmo y la tragedia de la lucha de los vietnamitas lo
que emocionó y movilizó a la izquierda anglófona, y unió a sus generaciones y a
casi todas sus ramas normalmente reñidas. Me encontré con gente de mi edad y
con alumnos en Grosvenor Square, realizando protestas delante de la embajada
de Estados Unidos. Fui a manifestaciones con Marlene y nuestros hijos peque-
ños, gritando «Ho-Ho-Ho-Chi Minh» como los demás. Fui tachado de escéptico
respecto a la estrategia guerrillera guevarista, que en cualquier caso resultó un au-
téntico desastre (véase el capítulo 21), pero Vietnam sigue grabado en el corazón
de Marlene y en el mío. Incluso cuando el siglo tocaba a su fin la emoción conti-
nuaba allí, en Hanoi, de forma palpable, cuando Marlene y yo vimos a un grupo
de hombres ancianos, pequeños, curtidos, vestidos correctamente y con sus me-
dallas de guerra, caminando bajo los árboles para visitar la casa de Ho Chi Minh.
Ellos habían luchado por nosotros, no nosotros.
Aparte de participar en las campañas que se llevaron a cabo en su favor, no
tuve ninguna relación en particular con Vietnam durante su guerra, y sólo la visi-
té después de que hubiera pasado un cuarto de siglo de su victoria, con motivo de
unas meras vacaciones. En cambio, como mucha gente de izquierdas que se sin-
tió inspirada por la revolución castrista, visité Cuba en diversas ocasiones a lo
largo de los años sesenta, y por esa razón pude ver en primera persona, de paso,
una sección muy representativa de la izquierda itinerante internacional. Mi pri-
mer viaje a la isla tuvo lugar en 1960, el año de irresistible luna de miel de la jo-
ven revolución. En aquella ocasión coincidí con dos amigos economistas —a los
que uní mis fuerzas— que representaban aquel extraño fenómeno, la vieja iz-
quierda marxista norteamericana que no se identificaba ni con el PC ni con sus
oponentes: Paul Sweezy, un hombre bastante alto, el típico yanqui de habla lenta
de Nueva Inglaterra, y Paul Baran. Como su pequeña revista Monthly Review,
siempre acosada por sus enemigos, había mantenido izada la bandera roja en la
LA DÉCADA DE LOS SESENTA 239
América de la Guerra Fría, fueron bienvenidos por Castro y por los antiguos gue-
rrilleros de Sierra Maestra. Mis contactos se debían a un líder formidable del PC,
provisto de excepcionales dotes de adaptación política, Carlos Rafael Rodríguez,
cuya insistencia en hacer causa común con Fidel mientras estaba en Sierra Maes-
tra se vio recompensada tras la victoria castrista. La Habana seguía semejándose
al paraíso libre y lleno de diversiones para turistas de dudoso aspecto del musical
Guys and Dolls lo suficiente como para irradiar sus rumbas y su tolerancia cultu-
ral, y la isla parecía lo bastante fértil para ofrecer al régimen revolucionario un fu-
turo aparentemente sin dificultades. Coincidimos en señalar que no debería tener
ningún problema en alimentar a sus diez millones de habitantes, y en que le que-
daría lo suficiente para cubalibres y puros, y mantener aquellos maravillosos ca-
fés pequeños situados en las esquinas de las calles, que fueron desapareciendo a
medida que la economía se hundió. Habían pasado dieciocho meses desde la vic-
toria y todavía se hacía patente la luna de miel que vivía el pueblo y su gobierno
revolucionario. Esquivando a los jóvenes americanos radicales con cámaras de
filmación, visitamos el país en medio de una nube de optimismo.
Mi segundo viaje fue en 1962, vía Praga, Shannon y Gander, con una delega-
ción de la izquierda británica integrada, como era habitual, por: un diputado de la
izquierda laborista; un grupo de activistas a favor del desarme nuclear unilateral;
un tipo duro, normalmente un líder sindicalista de la línea del Partido, no exento
de interés en echar un polvo con alguna extranjera; el singular conspirador radi-
cal; militantes del PC, etc. Un joven africano que hablaba muy rápido se nos pegó
no sé cómo, diciendo que representaba a un «movimiento juvenil» indefinido en
una región vagamente especificada de África Occidental. Su primera acción
cuando llegamos a Praga fue largarse al Ministerio de Asuntos Exteriores donde
esperaba encontrar a alguien que quisiera financiar la revolución en el Tercer
Mundo a través de él. Los cubanos no quisieron saber nada del plan. En aquel
tiempo lo veía como un personaje curioso consecuencia de esa época, un estafa-
dor negro que se dedicaba a explotar la ignorancia o los reflejos antiimperialis-
tas de los progresistas blancos: uno de aquellos buenos soldados Schwejk o píca-
ros de la Guerra Fría. La izquierda liberal conocía bien a estos tipos, que a veces
llegaron a aprovecharse de ella: en Gran Bretaña aquel ser tan desagradable, Mi-
chael X, a medio camino entre un mal comienzo como chulo en el Londres oeste
y un final macabro en un patíbulo de Trinidad y en las páginas de la dura novela
de V. S. Naipaul, fue durante un tiempo un invitado habitual de las fiestas de
Londres. Sin duda alguna estos ejemplos de restos y desechos de un imperio en
desintegración eran menos impresionantes que los activistas negros norteameri-
canos que pronto se fijarían en Cuba para buscar ayuda, pero detrás de los timos
de gente como el joven africano, se escondía una tragedia de vidas desarraigadas
entre una comunidad ajena de blancos que a mí personalmente no me gustaba de-
masiado. En cuanto a la delegación propiamente dicha, todo lo que recuerdo de
ella es que de repente me encontré desempeñando el papel de traductor con el
Che, que (en sustitución de Fidel) nos invitó a almorzar en el antiguo hotel Hil-
ton. (Era verdaderamente una figura varonil tan atractiva como la que se ve en su
famosa fotografía, pero no dijo nada interesante.) Sin embargo, gracias a la ayu-
240 AÑOS INTERESANTES
acerca del camino que el movimiento podía o debía tomar, en medio de constan-
tes llamadas telefónicas para preparar una escapada de fin de semana con una
muchacha a no sé qué castillo de la costa adriática. Probablemente fuera cuando
él estaba a punto de dejar el Partido. Su disidencia lo llevaría al infierno de la lu-
cha revolucionaria armada. De adolescente había combatido junto a los partisa-
nos comunistas a favor de la revolución, contra el fascismo y contra todo lo que
su familia y la riquísima burguesía milanesa defendían. El espíritu de Che Gue-
vara revivió esos recuerdos. Poco después de 1968 pasó a la clandestinidad —o
al menos a la máxima clandestinidad a la que pudiera pasar un hombre rico y so-
cialmente destacado, que llenaba titulares de prensa en todo el mundo— y murió
en 1972, en oscuras circunstancias, mientras intentaba hacer saltar por los aires
unas torres de alta tensión en Segregate, en el cinturón industrial de Milán.
No sé si Fidel llegó a conocer a los jóvenes intelectuales del Canadá francó-
fono que, a pesar de su encanto, no pudieron convencerme de que su plan de crear
una segunda Sierra Maestra en los bosques de Quebec haría avanzar la causa de
la revolución internacional. Creo que alguien de Cuba sí se reunió con ellos. In-
tenté repetidas veces ponerme en contacto telefónico con el más inteligente y
agradable un par de años más tarde cuando visité Montreal. Nunca respondió na-
die a mis llamadas. Era tal la falta de contacto que yo tenía con el espíritu de la
época, que sólo mucho tiempo después tuve la corazonada de que probablemen-
te ese canadiense fuera uno de los terroristas del nacionalista Front de la Libéra-
tion du Québec que secuestró al comisario de Comercio Británico y estranguló a
un ministro de Quebec, quizás uno de aquellos a los que se les permitió refugiarse
en Cuba a cambio de la liberación del diplomático británico. Pero ésa era la épo-
ca en que incluso los ultras de los nacionalismos etnolingúísticos, como la pri-
mera ETA vasca, se presentaban ante el mundo bajo la vestimenta de la revolu-
ción internacional.
II
Los sentimientos personales desaparecían del primer plano. Mis encuentros se-
xuales quedaban atrapados entre las reuniones y en cierto sentido las emociones ha-
bituales no se satisfacían en ellos. Era como si la intimidad hubiera adquirido un ca-
rácter casi fortuito. La energía del colectivo externo se hizo tan intensa que parecía
que los límites de la proximidad, del ensimismamiento extático, se habían desbor-
dado por las calles ... Así pude vislumbrar por un instante la peculiar aniquilación
de lo personal en medio de un acontecimiento dramático como la revolución ...
Contempladas retrospectivamente las revoluciones parecen puritanas, pero no es
así cómo se viven cuando tienen lugar ... Atrapados en aquel vórtice de rebelión in-
ternacional, se tenía la sensación de que nos arrastraba al límite del mundo conocido.'?
Blair tiene entre sus miembros de segunda fila a más de un incendiario de aque-
lla época. Sólo en Italia, donde la extrema izquierda siguió teniendo una fuerte
presencia independiente, la corriente principal de la izquierda no se ha visto re-
novada con los jóvenes radicales de 1968. ¿No es esto acaso ni más ni menos que
el paso inevitable del radicalismo a la moderación que dan los antiguos revolu-
cionarios de todas las generaciones intelectuales desde 1848?
Lo que realmente ha transformado el mundo occidental es la revolución cul-
tural de los sesenta. El año 1968 quizá no sea un punto de inflexión en la historia
del siglo xx tan decisivo como 1965, que no tuvo ninguna importancia política,
pero que fue el año en el que la industria francesa del vestido produjo por prime-
ra vez más pantalones de mujer que faldas, y en el que el número de los semina-
ristas católicos empezó visiblemente a disminuir. Siempre he dicho a los alumnos
de mis cursos de historia del movimiento obrero que la gran huelga de los estiba-
dores de 1889, que todos los manuales ponen de relieve, quizá fuera menos sig-
nificativa que la silenciosa adopción por parte de las masas de obreros de la in-
dustria británica en una fecha indeterminada entre 1880 y 1905 de una forma de
tocado fácilmente identificable como típico de la clase obrera, la gorra de visera
conocida por todos. Cabría afirmar que el índice verdaderamente significativo de
la historia de la segunda mitad del siglo xx no es la ideología ni el movimiento es-
tudiantil, sino el auge de los pantalones vaqueros.
Pero yo, por desgracia, no formo parte de esa historia. Pues los Levis triunfa-
ron, lo mismo que la música rock, como distintivo de la juventud. Para entonces
yo ya no era joven. No sentía la menor simpatía por el equivalente de Peter Pan
de la época, el adulto que desea seguir siendo adolescente toda la vida, ni podía
verme a mí mismo desempeñando con un mínimo de credibilidad el papel del
adolescente más viejo de la pandilla. Por eso decidí, casi como si se tratara de una
cuestión de principios, no ponerme nunca esa prenda, y nunca lo he hecho. Esta
circunstancia me impide ser un historiador de los años sesenta: permanecí al mar-
gen de ellos. Lo que he escrito acerca de esa década es lo que puede escribir el au-
tor de una autobiografía que nunca se ha puesto unos vaqueros.
Capítulo 16
UN OBSERVADOR POLÍTICO
que empeoraba las cosas era lo que yo llamaba entonces «la total negativa de
parte de la izquierda a mirar cara a cara las realidades que no son de su agrado».*
En resumen, el futuro, quizás incluso la propia existencia del Partido Labo-
rista se vieron seriamente amenazados en los años inmediatamente posteriores a
la victoria de los conservadores de la Sra. Thatcher en 1979. Los nuevos social-
demócratas se habían dado de baja y pretendían sustituirlo por una alianza, en úl-
timo término una fusión entre ellos y los liberales. Recuerdo la ocasión —una
cena en casa de Amartya Sen y su esposa Eva Colorni— a la cual se presentó con
retraso y pidiendo disculpas uno de sus vecinos de Kentish Town. Bill Rogers
acaba de reunirse con el resto de la llamada «Banda de los Cuatro» (Roy Jenkins,
David Owen y Shirley Williams, que al final acabaron en la Cámara de los Lores)
para hacer el borrador de la declaración que establecía lo que sería, pocas sema-
nas después, el Partido Socialdemócrata. Se adhirió a él un número considerable
de laboristas de clase media y de los ambientes profesionales, algunos de las cua-
les volverían al partido cuando dejara de seguir aquel rumbo a todas luces suici-
da. Por otro lado, la izquierda militante y muchos intelectuales socialistas, como
mi viejo amigo Ralph Miliband (cuyos hijos ocuparían cargos importantes en las
oficinas del primer ministro Tony Blair y el canciller Gordon Brown), también se
dieron de baja del Partido Laborista hasta que fuera conquistado y estuviera dis-
puesto a convertirse en «un verdadero partido socialista», significara esto lo que
significara. Yo ofendí a algunos amigos míos al señalar que no intentaban de ver-
dad derrotar a la Sra. Thatcher. Independientemente de lo que pensaran, «actua-
ban como si otro Gobierno laborista semejante a los que hemos tenido de vez en
cuando hasta ahora desde 1945 fuera no sólo insatisfactorio, sino peor que un Go-
bierno no laborista ... [esto es] peor que el único Gobierno alternativo, el de la
Sra. Thatcher».? La cuestión era la siguiente: ¿podía salvarse el Partido Laborista?
Al final se salvó, pero sólo cuando, en el transcurso del Congreso Laborista
de 1981, Tony Benn se presentó a la jefatura delegada del partido y fue derrota-
do por los pelos por Denis Healey. El futuro del partido no estaría seguro hasta
después de las desastrosas elecciones de 1983, cuando Michael Foot, elegido
para dirigirlo en 1980 (como candidato de la izquierda, y de paso contra Healey),
fue sucedido por Neil Kinnock. Poco antes de las elecciones pronuncié un dis-
curso en una asamblea marginal organizado con ese motivo o por la Sociedad Fa-
biana o por Marxism Today. El propio Kinnock se dignó asistir a él, lo mismo
que, si no recuerdo mal, David Blunkett y Robin Cook, por entonces en el ala iz-
quierda del laborismo no bennista, y en estos momentos pilares del Gobierno la-
borista en el poder desde 1997 (Kinnock firmó un ejemplar de mi libro con un
«Mi más sincero agradecimiento»). Fueran cuales fuesen sus limitaciones, Neil
Kinnock, cuya candidatura apoyé decididamente, fue el líder que salvó al Partido
Laborista de los sectarismos. A partir de 1985, cuando consiguió la expulsión de
la «tendencia militante» trotskista, su futuro dejaría de correr peligro.
Ésta fue la única ocasión en la que me entrevisté con Neil Kinnock, aparte de
cuando lo entrevisté para Marxism Today un poco más tarde, de la que volví bas-
tante deprimido por su potencial como futuro primer ministro. De ahí el hábito
absurdo de algunos periodistas políticos durante el año o los dos años siguientes
250 AÑOS INTERESANTES
* «El sindicalismo, debido a sus limitaciones, nunca es capaz de ir más allá de las masas, pues or-
ganiza a millones de personas a la vez, y tiene que movilizarlas durante mucho tiempo. No obstante,
la conquista del Partido Laborista para la izquierda puede conseguirse a corto plazo sin necesidad de
las masas. En teoría podrían conseguirlo perfectamente ... unas decenas de miles de socialistas com-
prometidos y de laboristas de izquierda por medio de asambleas, o mediante la redacción de resolu-
ciones y votaciones. La ilusión de comienzos de los años ochenta es que la organización puede susti-
tuir a la política», en Martin Jacques y Francis Multern, eds., The Forward March ofLabour Halted?,
Londres, 1981, p. 173.
UN OBSERVADOR POLÍTICO 231
acabar con él. La situación en aquellos momentos era tal que probablemente sólo
un líder con credenciales de izquierdista habría podido sacar al partido de la crisis.
Michael Foot, que lo derrotó, no estaba preparado para ser un líder del parti-
do o un posible primer ministro, y no debería haber sido elegido para la jefatura.
Era y sigue siendo un hombre maravilloso. Durante años solíamos encontrarnos
en la parada del autobús de Hampstead, en el que nos trasladábamos juntos yo a
la universidad y él a la Cámara de los Comunes o a su despacho en el periódico
Tribune; era un hombre ya mayor, cada vez más encorvado, vestido de modo in-
formal, con perfil neto y hermoso, que movía apasionadamente su cabeza cano-
sa. Los paseos a pie —pertenecía a la generación de los intelectuales británicos
amigos del excursionismo— y el transporte público eran sus medios de locomo-
ción. Aunque fue nombrado ministro del Gobierno durante un breve período en
los años setenta, el coche oficial no formó nunca parte de su ego.
Era y sigue siendo un político laborista que inspira verdadero amor, además
de admiración por su evidente integridad moral y por su talento y cultura literaria
considerables. Tenía una elocuencia del tipo correspondiente a la época de asam-
bleas masivas y de las grandes ocasiones en la Cámara de los Comunes, anterior
a la era de la pequeña pantalla: la oratoria del ojo chispeante, del gesto y la elo-
cución que llegaba a la última fila. Era un periodista sumamente profesional do-
tado de un gran poder retórico, soberbio a la hora de denunciar la injusticia y la
reacción. Era un lector voraz y un escritor fácil no exento de estilo, que nunca se
cansaba de cantar las alabanzas de los autores a los que admiraba más, Jonathan
Swift y William Hazlitt. Quizá su capacidad de entusiasmo o su deseo de no ha-
cer daño a nadie perjudicaran en exceso sus dotes críticas. Su biografía de Aneu-
rin Bevan, el gran líder de la izquierda laborista, cuyo escaño por los valles del
Sur de Gales heredó y en su momento cedió a Neil Kinnock, era demasiado ha-
giográfica, y las numerosas reseñas de libros que escribió, entre ellas las de los
míos, no eran lo bastante críticas. No conozco a nadie a quien desagradara.
Incluso a sus contemporáneos y colegas les daba la impresión de que perte-
necía a una generación más vieja, casi anterior a 1914, la primera correspondien-
te a la antigua clase media disidente de provincias que abandonó su tradicional leal-
tad al Partido Liberal por la causa de los trabajadores. No estaba hecho para
ejercer la autoridad, sino la oposición, un «tribuno del pueblo» que defendía a
éste frente a la presunción de sus gobernantes. Durante casi toda su carrera en el
Partido Laborista fue el portavoz de la izquierda frente a la jefatura, aunque ésta
siempre pudo contar con su sincera lealtad al movimiento, especialmente en
1964, cuando la izquierda tuvo a su merced al primer Gobierno laborista de Ha-
rold Wilson por una escasa mayoría de tres votos. No era un hombre de organi-
zación. Carecía de las dotes desgraciadamente útiles de la intriga y el chalaneo
que dan mala fama a los políticos, y del sentido del egoísmo y la ambición per-
sonal que mueven a los más destacados de entre ellos. Los tres años de su jefatu-
ra fueron un desastre.
Tony Benn, hombre bondadoso y honesto que casi llevó al partido a la ruina,
carecía tanto de egoísmo como de ambición. No en vano había gastado muchísi-
mo tiempo y energías luchando por su derecho a renunciar a su título de par con
252 AÑOS INTERESANTES
II
bieron para ella o permitieron ser entrevistados por ella. Un joven político labo-
rista que no mostraba ninguna simpatía por el ala izquierda de su partido, elegido
parlamentario en 1983, afirmaba ser un lector habitual de la revista y permitió ser
entrevistado por ella: Tony Blair. La mayoría de los nombres ya acreditados que
más tarde se convertirían en grandes personajes del futuro Gobierno laborista tu-
vieron algo que decir en ella: Gordon Brown, Robin Cook, David Blunkett, Mi-
chael Meacher. La publicación fue blanco de duros ataques por los partidarios de
la línea dura que quedaban en el Partido Comunista, que estuvo a punto de aca-
bar con ella debido a sus batallas internas y a la caída de los regímenes comunis-
tas, pero la jefatura política del mismo, firme partidaria de la Primavera de Praga
y del comunismo a la italiana, le proporcionó mientras pudo un sólido respaldo
político y por supuesto financiero. (La revista desapareció a finales de 1991 al
tiempo que el Partido y que la URSS.) En una época de crisis para el Partido La-
borista, las ideas beneficiosas para su futuro provendrían de una publicación co-
munista. Su éxito se debió fundamentalmente a la combinación de inteligencia
política y olfato político de Martin Jacques, y por supuesto también a la decisión
de abrir sus páginas a escritores situados muy lejos de la línea preconizada por el
Partido y de las ortodoxias de los viejos socialistas. No obstante, nos beneficia-
mos también del desbarajuste casi total reinante en el universo político-intelec-
tual tradicional de Gran Bretaña durante la era Thatcher. Dicha situación afecta-
ba fundamentalmente a los sectores situados a la izquierda del centro, pero
incluso los conservadores estaban explorando un territorio completamente nuevo
y desconocido. ¿Qué había que hacer o qué se podía hacer en la nueva era?
¿Cómo o incluso dónde debía ser estudiada? Marxism Today proporcionó un es-
pacio en el que podían analizarse estas cuestiones fuera de los marcos habituales,
sobre todo porque hacía hincapié en que con la llegada de la Sra. Thatcher, «El
Gran Espectáculo Itinerante de la Derecha», como decía el experto en teoría de la
cultura Stuart Hall en un artículo de 1979 en el que se acuñó el término «thatche-
rismo», no se admitían más jugadas. Empezaba otra partida. Y Marxism Today
así lo dijo antes que nadie.
Mirando las cosas retrospectivamente no hay nada más obvio. La era That-
cher fue lo más parecido a una revolución política, social y cultural —y no preci-
samente para mejor— que ha conocido el siglo xx. Armada con el poder más in-
controlado y centralizado que haya tenido Gobierno alguno en una democracia
electoral, se dedicó a destruir todo lo que en Gran Bretaña se oponía a una impía
combinación de empresa privada sin restricciones cuya única finalidad era maxi-
mizar las ganancias y de autoafirmación nacional, en otras palabras, codicia y pa-
trioterismo. Vino determinada no sólo por la creencia justificada en que la eco-
nomía británica necesitaba una patada en el trasero, sino por un sentimiento de
clase, por lo que yo he denominado «la anarquía de la clase media baja». Su ob-
jetivo fueron indistintamente la clase dirigente tradicional y su modo de dirigir,
en la práctica incluso la monarquía, las instituciones más sólidamente arraigadas
del país y el movimiento obrero. En el curso de esta labor que en buena medida
consiguió su propósito, se anularon la mayoría de los valores británicos y el país
se hizo irreconocible. La mayor parte de los de mi generación probablemente
254 AÑOS INTERESANTES
consignas («Que los cobardes retrocedan y los traidores se burlen; nosotros se-
guiremos haciendo ondear la bandera roja»), por atractivo que resultara desde el
punto de vista emocional ya no constituía una opción política. En realidad, ése es
el motivo de que la izquierda laborista tradicional, siempre presente y significati-
va en la historia del partido, aunque en raras ocasiones constituyera la fuerza de-
cisiva, desapareciera de la vista a partir de 1983. Ya no existe. Por otra parte, no
podíamos admitir —hasta que Tony Blair no asumió la jefatura del partido ni si-
quiera llegó a plantearse nada por el estilo— la alternativa del «Nuevo Laboris-
mo», que aceptaba los resultados lógico y prácticos del thatcherismo y que aban-
donó deliberadamente todo lo que a los electores de clase media pudiera
recordarles a los trabajadores, los sindicatos, industrias de propiedad pública, jus-
ticia social e igualdad, por no hablar de socialismo. Queríamos un laborismo re-
formado, no a una Thatcher con pantalones. La incapacidad del laborismo para
ganar las elecciones de 1992, aunque fuera por un estrecho margen, dio al traste
con aquella posibilidad. No soy el único que recuerda aquella noche electoral
como la más triste y desesperada de mi experiencia política.
La lógica de la política electoral tal como la conciben los políticos cuyo pro-
grama consiste en una reelección constante y, a partir de 1997, la lógica del Go-
bierno, nos desterró de la política «de verdad». Algunos «jóvenes turcos» de
Marxism Today se fueron allá donde estaba el poder. Cuando, al año y medio de
la vuelta al poder de los laboristas, Martin Jacques resucitó la revista para publi-
car un solo número encargado de analizar la nueva era Blair, uno de ellos se dig-
nó mirarnos de arriba abajo —a mí y a Stuart Hall— desde las alturas del 10 de
Downing Street, como si contempláramos la vida desde un aula, «como desde fue-
ra, sin el menor sentido de responsabilidad o de pertenecer a una misma sociedad»,
a diferencia de los «intelectuales que saben combinar crítica, visión y política prác-
tica». En resumen, académica o de otro tipo, «la crítica ya no bastaba».* Había lle-
gado el momento de los políticos realistas y de los técnicos del Gobierno. Y am-
bos debían operar en una economía de mercado y adecuarse a sus exigencias.
Muy bien. Pero nuestra tesis —o desde luego la mía— era y sigue siendo que
si la crítica ya no basta, es más importante que nunca. Criticábamos el Nuevo La-
borismo no porque hubiera aceptado las realidades que comporta el hecho de vi-
vir en una sociedad capitalista, sino por aceptar demasiados presupuestos ideoló-
gicos de la teología económica del mercado libre dominante. Entre otros el
presupuesto que destruye los cimientos de todos los movimientos políticos que
preconizan la mejora de las condiciones de vida del pueblo, y de paso por tanto la
justificación de los Gobiernos laboristas, a saber, aquel según el cual la gestión
eficaz de los asuntos sociales sólo puede conseguirse mediante la búsqueda del
beneficio personal, esto es, a través de la conducta del empresario. De hecho, la
crítica del neoliberalismo era tanto más necesaria por cuanto no sólo apelaba a los
empresarios y a los Gobiernos que deseaban acabar con las sospechas que tradi-
cionalmente despertaba en ellos el laborismo, y necesitaba una justificación para
apelar a los «votantes veleidosos» de clase media, sino también porque el neoli-
beralismo afirmaba contar con la autoridad de una «ciencia» identificada cada
vez más con los intereses del capitalismo global, a saber la economía, consagra-
UN OBSERVADOR POLÍTICO 25%
TI
De hecho, lo que me había hecho inmune a la atracción del maoísmo fue que,
pese a su retórica internacionalista durante la época de la ruptura chino-soviética,
el comunismo chino y la ideología maoísta me parecieron esencialmente nacio-
nales, cuando no nacionalistas, impresión que no aminoró la visita de unas cuan-
tas semanas que realicé a ese país impresionante en 1985. A diferencia de la.
URSS, que nunca habría respaldado un movimiento tan alejado de la revolución
social como el de los matones de la UNITA de Angola, la China maoísta, que
proclamaba su vocación a situarse en medio de la lucha armada global, en reali-
dad apoyó los movimientos guerrilleros de forma muy selectiva, y basándose casi
siempre en motivos antisoviéticos y antivietnamitas.
Nosotros —o cuando menos yo— ya no abrigábamos demasiadas esperan-
zas. Mi amigo Georg Eisler recuerda que, al regresar de Cuba en los años sesen-
ta, yo mismo me pregunté cuánto tardaría La Habana en asimilarse a Sofía. La in-
vasión soviética de Checoslovaquia, cuyo recuerdo está tan vivo en mi memoria
como en la de otros el de la muerte de Kennedy, hizo que resultara impensable
para mí ni siquiera volver a visitar Praga, pero ¿habría deseado alguien abando-
nar Occidente y retirarse a vivir en un país relativamente liberal como Hungría?
La respuesta era no, aunque para un viejo originario de la Europa central era un
país intelectual y culturalmente más vivo y menos provinciano que su próspero y
radiante vecino, Austria.
¿Qué era lo que hacía que los viejos comunistas y la izquierda en general no
esperaran de la URSS de los años ochenta más que que sirviera de contrapeso a
Estados Unidos y que con su sola existencia asustara a los ricos y a los dirigentes
mundiales de modo que se enteraran de las necesidades de los pobres? Y, sin em-
bargo, tuvimos una extraña sensación de alivio, incluso un atisbo de esperanza,
cuando Mijail Gorbachov llegó al poder en 1985. A pesar de todo, parecía repre-
sentar nuestro tipo de socialismo —de hecho, a juzgar por las primeras manifes-
taciones, la modalidad de comunismo que representaban los italianos o el «socia-
lismo con rostro humano» de la Primavera de Praga—, que considerábamos casi
extinguido. Curiosamente, nuestra admiración no disminuiría significativamente
después de la tragedia de su tremendo fracaso en la Unión Soviética, que fue casi
total. Más que cualquier otro individuo, fue responsable de su destrucción. Pero
también fue, cabría decir, casi el único responsable de acabar con medio siglo de
pesadilla de guerra mundial nuclear y, en la Europa del Este, de la decisión de li-
berar a los países satélites de la URSS. Él fue quien, de hecho, derribó el Muro de
Berlín. Como tantos otros en Occidente, seguiré pensando en él con una infinita
gratitud y un profundo sentimiento de aprobación moral. Si hay una imagen de
los años ochenta que haya quedado grabada en mi interior, es el rostro repetido
de Mijail Gorbachov en las pantallas de una tienda de televisores que de repente
me obligó a detenerme mientras caminaba por la calle 57 Oeste de Nueva York.
Escuché su intervención en las Naciones Unidas con una sensación de admira-
ción y alivio.
Su fracaso en el ámbito interno se hizo, por desgracia, patente enseguida; qui-
zás incluso se puso muy pronto de manifiesto que tanto él como los reformistas
de su cuerda eran demasiado temerarios o, si se prefiere, que no eran ni lo bas-
UN OBSERVADOR POLÍTICO 259
¿Por qué iban a preocuparse los ricos, especialmente en países como los nues-
tros en los que reinan en medio de la injusticia y la desigualdad, por nadie más que
por sí mismos? ¿Qué castigo político van a temer si permiten la erosión del Estado
del bienestar y de la protección de los que lo necesitan? Ésa es la primera conse-
cuencia de la desaparición de una región socialista del globo, por mala que fuera.”
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MpIGhov e Patos de una cies
Capítulo 17
na parecía que se abría un poco (como en 1956 y a comienzos de los años sesen-
ta). Yo mismo me convertí esencialmente en un historiador del siglo x1x, porque
no tardé mucho en descubrir —en realidad durante los preparativos del proyecto
abortado de la Agrupación de Historiadores del Partido Comunista de escribir
una historia del movimiento obrero británico— que, dados los firmes criterios
oficiales que tenían el Partido y la Unión Soviética acerca del siglo xx, no se po-
día escribir sobre ningún hecho posterior a 1917 sin correr el riesgo de ser acusa-
do de hereje político. Estaba dispuesto a escribir sobre el siglo desde mi posición
política o pública, pero no en mi calidad de historiador profesional. Mi historia
terminaba en Sarajevo en junio de 1914.
Por suerte me abstuve de escribir sobre la historia del siglo xx hasta que éste
prácticamente había acabado, pero semejante actitud iba en contra del movi-
miento historiográfico al uso, alejado del pasado remoto y proclive al estudio del
presente. Hasta después de 1945 la historia «de verdad» acababa, como muy tar-
de, en 1914, fecha a partir de la cual el pasado inmediato formaba ya parte de la
crónica, el periodismo o el comentario contemporáneo. De hecho, como los ar-
chivos permanecieron cerrados en Gran Bretaña durante varias décadas, no pudo
escribirse sobre el tema según los parámetros de los historiadores tradicionales.
En la mayoría de los países, ni siquiera el siglo xix había sido asumido plena-
mente por los departamentos de historia de las universidades, excepto por los de
historia económica. Los grandes debates historiográficos no habían tratado de esa
época, aunque el radicalismo político, cuando menos en la modalidad que puso
de moda la pasión por la historia del movimiento obrero, atrajo la atención hacia
un período que había sido gravemente descuidado por los historiadores en nume-
rosos países. Incluso en Gran Bretaña, hasta los años sesenta los encargados de
escribir las biografías de las grandes figuras de la época victoriana fueron los po-
líticos, los periodistas serios, los parientes de los protagonistas y los ensayistas,
no los académicos. No obstante, el abismo que separaba el pasado y el presente
se estrechó, quizá debido a que muchos historiadores profesionales se vieron im-
plicados en la Segunda Guerra Mundial.
Al mismo tiempo, la historia académica en el sentido occidental del término
se hallaba todavía limitada en gran medida al Primer y al Segundo Mundo y a Ja-
pón. A grandes rasgos, fuera de estas regiones los estudios históricos no existían,
no se cultivaban o seguían las líneas tradicionales, salvo entre las minorías mar-
xistas y a excepción de algunas parcelas influidas por los modernismos de París
(como ocurría en algunos rincones de la América Latina). Además, casi toda la
historia académica era fundamentalmente eurocéntrica o —según la expresión
utilizada habitualmente en Estados Unidos— se interesaba sólo por la «civiliza-
ción occidental». El resto del planeta entraba en la historia de Cambridge única-
mente en los capítulos relativos a «La expansión de Europa». Salvo raras excep-
ciones, como, por ejemplo, Charles Boxer, no eran los historiadores, sino los
geógrafos, los antropólogos y los lingiistas, así como por supuesto los adminis-
tradores del imperio, los que se ocupaban de los asuntos «no occidentales». An-
tes de la guerra, la historia extraeuropea como tal interesó a muy pocos historia-
dores excepto (debido a su antiimperialismo) a los de ideología marxista y a los
270 AÑOS INTERESANTES
no europeos, como, por ejemplo, los japoneses, que por aquel entonces sufrían
una fuerte influencia del marxismo. En Cambridge, una serie de historiadores
convocaron a la llamada «agrupación colonial» integrada en la sección estudian-
til del Partido Comunista (fundamentalmente jóvenes originarios del sur de
Asia). Primero fue el canadiense E. H. Norman, que más tarde se dedicaría a la
diplomacia y sería uno de los primeros especialistas en historia del Japón moder-
no, hasta que se suicidó en 1957 debido a las presiones de la caza de brujas de-
sencadenada en Estados Unidos, y tras él vendrían mi viejo amigo V. G. (Victor)
Kiernan, hombre de un atractivo encantador y una erudición universal y elegan-
tísima acerca de todos los continentes, que publicó libros sobre la poesía de Ho-
racio, entre otros temas, y que tradujo la poesía urdu, el canadiense Harry Ferns,
especialista en Argentina, que más tarde se volvió extremadamente conservador,
y el brillante, original y autodestructivo Jack Gallagher, que no se levantaba nun-
ca antes de mediodía y que luego ocupó las cátedras de historia del Iraperio en
Oxford y Cambridge. Mi propio interés por la historia extraeuropea deriva tam-
bién de mis relaciones con este grupo.
La historia extraoccidental se emancipó con la colonización de los viejos im-
perios y con el auge que conocieron por esa misma época Estados Unidos como
potencia mundial. La historia universal entendida como historia de todo el plane-
ta apareció en los años sesenta, con el evidente progreso de la globalización. Los
historiadores del Tercer Mundo, especialmente un grupo de brillantes profesores
hindúes, surgidos de las escuelas locales de debate marxista, alcanzaron el reco-
nocimiento mundial durante los años noventa. Los intereses del imperio mundial,
así como los extraordinarios recursos de que disponen las universidades america-
nas, hicieron de Estados Unidos el centro de la nueva historia universal poseuro-
céntrica y, de paso, transformaron sus manuales y revistas de historia. ¿Cómo po-
dían seguir siendo las mismas las perspectivas históricas? Fidel Castro dio lugar
al desarrollo sistemático de los estudios latinoamericanos en Gran Bretaña a co-
mienzos de los años sesenta. En realidad creíamos en aquella época que esa cir-
cunstancia se debía a las indicaciones realizadas por el Gobierno del presidente
Kennedy en el sentido de que era conveniente disponer de expertos europeos en
esa región —considerados más aceptables— para complementar la labor de los
especialistas norteamericanos de los que su propio país desconfiaba. (De haber
sido así, el proyecto habría fracasado. La historia de Latinoamérica atrajo funda-
mentalmente a jóvenes radicales.) Sin embargo, las historias de Europa, de Esta-
dos Unidos y del resto del mundo siguieron separadas unas de otras: sus respec-
tivos públicos coexistían, pero apenas se rozaban. La historia sigue siendo, por
desgracia, principalmente una serie de nichos para los que la escriben y para su
público lector. En mi generación sólo un puñado de historiadores ha intentado in-
tegrarlos en una historia universal de máximo alcance. Ello fue debido en parte a
que la historia no supo prácticamente emanciparse —en gran medida por motivos
institucionales y lingúísticos— del marco de la nación-Estado. Volviendo la vis-
ta atrás, este provincianismo probablemente fuera el principal punto débil de la
materia en mi época.
No obstante, a finales de los sesenta y comienzos de los setenta parecía razo-
ENTRE LOS HISTORIADORES 271
medida que el siglo se acercaba a su fin. No es que pueda apreciarse entre los aca-
démicos un abandono de la historia estructural y una vuelta a la historia narrati-
va, o a la historia política a la vieja usanza. En cualquier caso, por lo que yo sé,
los historiadores de las jóvenes generaciones durante los últimos treinta años no
han producido ninguna obra maestra de historia narrativa no analítica compara-
ble con ese hito de la erudición tradicional en este género que es el libro de Ste-
ven Runciman titulado Las cruzadas (1951-1954). No obstante, precisamente el
hecho de que materias a todas luces importantes hayan sido preteridas o pasadas
por alto en una medida tan considerable durante el medio siglo transcurrido des-
de 1945, ha dejado un amplio margen a la labor de llenar directamente las lagu-
nas existentes a partir de los archivos disponibles, esto es, a la «historia de los
acontecimientos». No hay más que pensar en el contenido oculto de los archivos
soviéticos que se hicieron públicos en los años noventa, en la historia de la Guerra
Fría o en los largos silencios oficiales y en los mitos públicos relacionados con la
Francia de la ocupación alemana, o con la fundación y los primeros años del Es-
tado de Israel.
Aunque los abanderados de la modernización de la historiografía que logra-
ron imponerse a los partidarios del modelo antiguo a finales de los años sesenta
constituían una alianza de la que formaban parte los marxistas, su supremacía no
sería puesta en entredicho desde la derecha ideológica. El hecho de que mi gene-
ración de historiadores marxistas, formada entre 1933 y 1956, no tuviera verda-
deros sucesores, se debió no a que los paladines de la Guerra Fría ganaran terre-
no en las escuelas y facultades de historia —probablemente cabría decir más bien
lo contrario—, sino a que las generaciones de la izquierda posterior a los años se-
senta deseaban en su mayoría otra cosa. Pero una vez más no se trataría de una
reacción específica frente al marxismo. En Francia la virtual hegemonía de la his-
toria braudeliana y de la revista Annales llegó a su fin después de 1968, y la in-
fluencia internacional de la publicación fue disminuyendo a pasos agigantados.
Parte, cuando menos, del cambio experimentado por la historia era un reflejo
de la extraordinaria revolución cultural que se produjo a finales de los sesenta y
cuyo epicentro se situó en las universidades, y más particularmente en las facul-
tades de letras y humanidades. No fue tanto un desafío intelectual cuanto un cam-
bio de talante. En Gran Bretaña el movimiento Taller de Historia (History Works-
hop) supuso la expresión más característica de la nueva «izquierda histórica»
posterior a 1968. Su objetivo no era tanto el descubrimiento histórico, la explica-
ción o incluso la exposición de la historia, cuanto la inspiración, la empatía y la
democratización. Venía a reflejar asimismo el desarrollo, tan notable como ines-
perado, de un interés masivo del público por el pasado que ha dado a la historia
un auge sorprendente en la literatura y en el cine. Las reuniones del Taller de His-
toria, en las que participaban aficionados y profesionales, intelectuales y obreros,
así como gran número de jóvenes en pantalones vaqueros, rodeados de sacos de
dormir y guarderías improvisadas, se parecían a sesiones de gospel, especial-
mente cuando los actores estrella lanzaban el hwyl de rigor, por ejemplo el mara-
villoso especialista en historia de Gales Gwyn Alf Williams, hombre moreno,
achaparrado, cuyo soberbio dominio de la tartamudez servía para subrayar su elo-
ENTRE LOS HISTORIADORES 273
Creo que la vida intelectual está más próxima a la vida del artista que a la ruti-
na de la academia ... De todas las modalidades de trabajo intelectual, la labor del so-
ciólogo es sin duda aquella cuya práctica me ha procurado más felicidad, en toda la
extensión de la palabra.'*
EN EL MUNDO DE LA GLOBALIZACIÓN
cias, como me ocurrió a mí, que fui invitado a intervenir en un congreso vaga-
mente definido como «Historia y sociedad» celebrado en 1975 en la nueva uni-
versidad sobre cuyo personal había sido consultado, y cuyo alumnado —cosa,
por lo demás, no del todo sorprendente— era apasionadamente hostil al régimen.
No era ninguna casualidad. La prensa, que dedicó un espacio desproporcionado a
un acontecimiento académico de provincias, aunque sus informaciones fueran un
tanto imprecisas (el Estado de Sáo Paulo me calificaba de «irlandés de naci-
miento»), se salió de sus cauces para subrayar mi «formación marxista». De he-
cho, según me dijeron algunos amigos periodistas, a mediados de los años seten-
ta el régimen había empezado a tener la manga un poco más ancha, y todo el
congreso de Campinas formó parte de una operación destinada a comprobar qué
grado de liberalización estaba dispuesto a tolerar. ¿Qué prueba más eficaz que
anunciar la invitación de un marxista reconocido, cuyas ideas académicas era
probable que fueran aplaudidas calurosamente por los estudiantes —como de he-
cho ocurrió —,?que dar toda la publicidad imaginable al acontecimiento? Es éste
un ejemplo típico de la admirable combinación brasileña de valor civil y de inte-
ligencia, sin aceptar nunca la dictadura, y sin cesar nunca de empujarla hasta los
límites de su tolerancia. Bien es cierto que los militares brasileños no fueron tan
sanguinarios como otros de la América Latina, pero el régimen fue bastante cruel,
y los peligros de encarcelamiento y tortura eran reales. En realidad, los cálculos
de la oposición eran acertados: el régimen estaba dispuesto a ceder.
Quizá no tenga nada de extraño que yo me beneficiara como escritor del pe-
queñísimo papel que inconscientemente pudiera haber desempeñado en la lucha
contra la dictadura militar brasileña. Y por supuesto del hecho extraordinario, del
que generalmente no se percataron los liberales de Occidente, de que entre 1960
y mediados de los años ochenta lo que Estados Unidos llamaba el «mundo libre»
pasó por la fase más generalizada de gobierno no democrático desde la caída del
fascismo, habitualmente en forma de regímenes militares. Los intelectuales, y
desde luego los estudiantes, estaban mayoritariamente en contra de ellos, aunque
a veces fueran silenciados por medio del más absoluto terror en Grecia, España,
Turquía, entre los sospechosos habituales en los países latinoamericanos o en paí-
ses del tipo de Corea del Sur. El suministro y la lectura de la literatura de oposi-
ción constituían evidentemente el primer paso hacia la democratización política,
en cuanto cualquiera de estos regímenes cedía el más mínimo terreno. Como la
universidad era el lugar en el que se educaba la elite no empresarial de estos paí-
ses —fuera de Estados Unidos las escuelas empresariales y los másteres en ad-
ministración de empresas todavía estaban por llegar—, en aquella época una ele-
vada proporción de los que luego entrarían en la política, el funcionariado, la vida
académica, el periodismo y otros medios de comunicación, se familiarizó con los
nombres que representaban el pensamiento social e histórico de izquierdas. Como
la cantidad de gente que por entonces tenía esa fama era pequeño, nuestros nom-
bres eran bien conocidos en los círculos lectores, aunque a la hora de la verdad la
circulación de nuestros escritos, en forma legal o pirata, era bastante modesta.
Por supuesto tras la democratización sería mucho mayor, aunque en ninguna par-
te tanto como en Brasil, donde se venderían más copias de la primera edición de
284 AÑOS INTERESANTES
mi Historia del siglo xx que en cualquier otro país; aunque ello se debió en gran
parte a la ayuda de un editor realmente excepcional, Luis Sczwarcz.
De este modo, la carrera profesional de un autor durante el apogeo, relajación
y caída de los Gobiernos de extrema derecha en los países de Occidente podría
arrojar alguna luz sobre la historia intelectual en sentido lato del «mundo libre»
durante la segunda mitad del siglo xx, es decir, en el apogeo de las nuevas gene-
raciones de elites universitarias a partir de los años sesenta, educadas en el espí-
ritu de rebelión, incluso cuando estaban destinadas a entrar «por cooptación»
(como se decía entonces) en la «minoría intelectual selecta», o a participar en ese
tipo de sistema. Ello no supone sobrevalorar el significado que pudiera tener leer
a esos autores. Algunos eran meros distintivos de una determinada moda política
o intelectual transitoria. Por ejemplo, en la época de las grandes sublevaciones
estudiantiles de finales de los sesenta las obras del estudioso de filosofía política
Herbert Marcuse estaban en los escaparates de todas las librerías universitarias
del mundo occidental: yo por lo menos las vi en la costa este y oeste de Estados
Unidos, en París, Estocolmo, Ciudad de México y Buenos Aires. (El propio Mar-
cuse, un tipo bronceado al aire libre, que por su aspecto bien podría haber sido un
instructor de esquí jubilado, no daba la imagen que habría cabido esperar de él,
cuando por entonces lo conocí en casa de unos amigos en Cambridge, Massa-
chusetts.) No obstante, al cabo de unos años sus escritos habían vuelto al infier-
no en el que los aspirantes al título de doctor buscan desesperadamente temas
para sus tesis.
Si los autores que se convirtieron así en distintivos políticos en un determi-
nado país eran o no conscientes de lo que les estaba pasando a sus nombres, sería
en gran medida irrelevante. Hay países en los que ni siquiera sabía que tenía lec-
tores hasta que me enteré, como sucedió durante una visita a Corea del Sur en
1987, de que existían en el mercado cinco obras mías traducidas al coreano (en
ediciones pirata). Pero de no haber sido por un amigo iraní de la New School, yo
no sabría que un tal Ali-Akbar Mehdian, por lo demás desconocido, ha traducido
y publicado en Teherán en 1995 mi La era de la revolución, añadiendo «Europa»
a la especificación 1789-1848 «probablemente para poder obtener el permiso
para su publicación». En Brasil y en menor medida en Argentina, países que co-
nocía y en los que tenía amigos, tenía alguna idea de lo conocidos que podían lle-
gar a ser esos nombres, aunque no sabría, hasta mucho después, cuán grande po-
día ser ese público lector en potencia.
Esta circunstancia hace que el marxista que escribe una autobiografía entre en
el agradable territorio de la tecnología y la cultura, esto es, el de la expansión de
las fotocopiadoras que acompañó al enorme aumento de la educación superior en
Occidente a partir de los años sesenta. Este hecho dio a las nuevas masas de pro-
fesores y estudiantes acceso, casi siempre gratuito, a textos académicos de im-
portación descaradamente caros, que, de no ser por ese conducto, habrían queda-
do fuera del alcance de sus modestos presupuestos y de los escasos recursos de
las bibliotecas. Por eso fue la sucursal en Argentina de mi admirado editor espa-
ñol, Gonzalo Pontón, de Crítica, la que se dio cuenta de que cabía hacer una edi-
ción especial de mis obras para ese país, y yo pude descubrir el volumen de mi
EN EL MUNDO DE LA GLOBALIZACIÓN 285
amigos lo sean. De hecho, una de las razones por las que Marlene y yo decidimos
vivir en ambientes metropolitanos fue que en Londres o en Nueva York no hay
ninguna comunidad universitaria lo bastante grande como para dominar la vida
social de la ciudad. Por otro lado, tanto entre los académicos como entre la gente
de los medios de comunicación o del mundo empresarial, la aldea global es tanto
un lugar de vidas como de encuentros. Cada uno de sus habitantes tiene plantadas
sus raíces y la mayoría tiene su permanencia «aquí» (no importa dónde sea, en
Londres, en Cambrige o en Manhattan) o allá. A menudo —y esto es una novedad—
la gente tiene múltiples raíces o cuando menos múltiples lazos domésticos o pro-
fesionales: mi traslado temporal cada año de Londres a Manhattan, las parejas de
profesionales cuyo trabajo está separado entre semana por continentes y océanos,
y que se reúnen sólo los sábados y los domingos o incluso con menos frecuencia.
La aldea global es el conjunto de puntos de encuentro de esas entidades en
constante movimiento browniano a lo largo de nuestro mundo actual, previstos,
como los congresos y simposios, o casuales e inesperados en el trabajo o durante
las vacaciones. La pregunta «¿Qué haces tú por aquí?» ha resonado una y otra vez
en mi vida en Santiago de Chile, Seúl y Mysore. Pero ése es sólo un tipo de en-
cuentro en la aldea global. Sus dimensiones son la transitoriedad, el aislamiento,
las contingencias imprevistas de los coches de alquiler, los bares o las habitacio-
nes de hotel con CNN. Incluso los circuitos perfectamente organizados de lo que
cabría llamar turismo empresarial o profesional —los simposios académicos en
lugares hermosos, como la Villa Serbelloni junto al lago de Como, la Fondazio-
ne Cini en Venecia, las lujosas reuniones de negocios con playa o campos de golf
al alcance de la mano— no son el verdadero centro de la aldea global. En reali-
dad ésta toma forma en la red local de comunicaciones humanas que pone en re-
lación a familias indígenas, a peripatéticos y extranjeros, llegadas, proyectos y
partidas. En definitiva, actúa básicamente a través de los circuitos globales de
hospitalidad doméstica. Pues ése es el esquema de vida básico de la mayoría de los
académicos casados, como el de otros profesionales ya aposentados. Los hom-
bres y mujeres que entran en nuestras casas no son nuestra «familia», pero nos re-
sultan tan familiares como si lo fueran, tanto si proceden de Nueva Delhi como si
vienen de Florencia, e independientemente de si estamos en Helsinki o en Man-
hattan. Forman parte de nuestro pequeño mundo cotidiano. Probablemente haya-
mos oído hablar de ellos y ellos de nosotros, incluso cuando entramos en relación
a través de amigos comunes por primera vez, que generalmente no es nunca la úl-
tima. Tenemos los mismos puntos de referencia y compartimos las mismas noti-
cias y los mismos chismorreos. Puede que lleguemos juntos a un sitio procedentes
de cualquier otra parte para montarnos una nueva vida con carácter permanente o
semipermanente en un ambiente completamente nuevo, como nos ocurrió a no-
sotros durante nuestros primeros años en la New School allá por los ochenta. Vi-
vimos entre ellos y ellos entre nosotros como vecinos.
En mi caso ha sido una vida extraordinariamente agradable, cómoda, llena de
viajes, cada vez con más frecuencia en compañía de Marlene, en los que se com-
binaban el trabajo, los descubrimientos y las vacaciones, las novedades y las vie-
jas amistades. Sólo el hecho de saber que personas acostumbradas a vivir en me-
288 AÑOS INTERESANTES
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10. El Cambridge rojo: James Klugmann (en la fila superior, en el centro de la ventana)
con los voluntarios de Cambridge y los delegados de la Asamblea del Congreso Mundial
de Estudiantes (París, agosto de 1939). A su derecha se encuentran Pieter Keuneman (Sri
Lanka) y P. N. Haksar (India).
11. El Cambridge rojo: fotografía de John Cornford (Cambridge, 1915 - España, 1936)
que aparecía colocada en las repisas de muchas chimeneas.
12. Moscú, 1954: la delegación de historiadores británicos comunistas entre sendos
retratos de Stalin y Lenin; a la izquierda, de izquierda a derecha, Christopher Hill,
A. L. Morton, el intérprete y E. H.
THE
DAY OF
MASS
ARRESr.
priporailanaLee nuclrar delemce, Herold
'aphera record thedrama ol 1ha den.
16. Trafalgar Square, 1961: sentada de protesta contra las armas nucleares
(Daily Herald, 18 de septiembre de 1961).
20. (arriba izquierda) Georg Eisler: hijo, pintor y genio de la Internacional Comunista.
21. (arriba derecha) Pierre Bourdieu: «¡Dizzy Gillespie Presidente!»
22. (abajo izquierda) Ralph Gleason: cómo comprender (y criticar) las sociedades.
23. (abajo derecha) Clemens Heller: amante de la música y «empresario» de mentes.
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25. Sudamérica: Hortensia
Allende, viuda de Salvador
nd
Allende (Santiago de Chile,
1998).
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26 Sudam érica: dando una conferencia rodeado por los murales de Orozco
M éxico, 1997).
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LA MARSELLESA
He estado yendo a Francia casi cada año desde 1933, excepto durante la Se-
gunda Guerra Mundial. Este país ha formado parte de mi vida durante casi seten-
ta años, en realidad más, pues mi madre empezó a enseñar francés a sus hijos en
casa leyendo Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas padre, un enorme volu-
men que no acababa nunca. Tanto ella como sus hermanas habían sido enviadas
durante la adolescencia a perfeccionar su francés en un pensionado belga. Perte-
nezco a la última generación de europeos para los que el francés era todavía la se-
gunda lengua universal. Incluso después de toda una vida de viajes, probable-
mente haya ido a París más veces que a cualquier otra ciudad extranjera: y para
todos nosotros París fue y siguió siendo el corazón de nuestra experiencia de
Francia.
Mi primer contacto físico con la ciudad tuvo lugar durante una breve parada
mientras iba de Berlín a Inglaterra en la primavera de 1933. Viajaba con mi tío,
que probablemente todavía tuviera algunos negocios que rematar en Berlín, y
quizá tuviera algo que hacer en París, pues la capital del Sena suponía sin duda
alguna un desvío de la ruta directa a Londres. Supongo que se trataba de negocios
relacionados con el cine, pues las actividades que desarrollaría más tarde en Pa-
rís se basarían en una amplia red de relaciones con el mundo del cine francés, sin
duda creada durante su época en la Universal y reforzada por su amistad con los
técnicos de cine emigrados que había conocido en Berlín.
Como los muchachos de familias como la mía contaban con ir a París tarde o
temprano, el viaje me interesó, pero no me sorprendió lo más mínimo. Sin duda
me interesaba no sólo París, sino también la perspectiva de pasar los controles
fronterizos nazis en compañía de un comunista de clase media, joven y bien ves-
tido, llamado, según creo, Hirsch, que iba también a Francia por motivos que no
me reveló, y al que conocí en el pasillo del tren. Fue él el que me enseñó la pri-
mera frase en francés coloquial (merde alors!). Mi tío había reservado habitacio-
nes en el Hótel Montpensier, en la Rue Richelieu, entre la Comédie Francaise y
la Bibliotheque Nationale, cuya existencia desconocía yo por entonces, un edifi-
cio que me familiarizó con el modelo básico de los ascensores franceses de los
años treinta, que, al parecer, no ha cambiado desde la Tercera República. (En los
290 AÑOS INTERESANTES
temporáneos serios, concretamente las tres «G»: André Gide, Jean Giono y Jean
Giraudoux. No sé por qué destacaba a estos tres, en vez de, por ejemplo, a Gide,
Céline y Malraux. Intenté leer a los tres a fondo y encontré a Gide tan aburrido
como —lo confieso— sigo encontrándolo ahora. Ya había oído hablar de Giono
por la Vossische Zeitung de Berlín, que había publicado por entregas una traduc-
ción de una de sus rapsodias de la vida campesina en la alta Provenza. Me sentí
tan profundamente conmovido por aquella casserole de sol, tierra, pasión y bru-
talidad rural que algunos años más tarde, en el curso de un viaje en autoestop por
el Mediterráneo me desvié especialmente para visitar Manosque en los Basses
Alpes, donde vivía Giono, para rendirle homenaje —resultó que no estaba allí—
y zambullirme por un instante en las heladas aguas del río Durance, testigo de sus
dramas humanos. Descubrí que había hecho la misma peregrinación otro admira-
dor del autor, una joven no demasiado atractiva, hija de unos emigrantes polacos,
impresionada también por su ardiente elocuencia, y comparamos castamente nues-
tras notas en la noche provenzal. Todavía conservo las ediciones baratas de las
novelas de Giono de aquella época, pero no he tenido el valor de volver a leerlas.
Por otro lado, todavía me pongo de vez en cuando a releer al elegante Jean
Giraudoux, que por entonces era conocido por el público francés en general so-
bre todo como un dramaturgo de éxito con inclinaciones intelectuales cuyas pie-
zas interpretaba el gran actor-empresario Louis Jouvet. Su obra La Guerre de
Troie n'aura pas lieu (La guerra de Troya no tendrá lugar), que ponía de mani-
fiesto una convicción melancólica de que era inevitable otra guerra mundial, si-
gue siendo un texto fundamental para los estudiosos de la elite cultural francesa
de los años treinta. Lo admiraba por sus soliloquios en forma de novelas, sobre
todo el maravilloso despliegue pirotécnico de Siegfried et le Limousin, escrito
poco después de la Primera Guerra Mundial y dedicado a demostrar la absoluta
incompatibilidad entre lo que significaba Francia para los franceses y lo que sig-
nificaba Alemania para los alemanes, así como el carácter complementario de
ambas civilizaciones. Quizás ello explique por qué su autor desapareció del mun-
do intelectual francés después de la Liberación, pese a no ser un partidario desta-
cado de Vichy ni un colaboracionista. Suspendido entre las lenguas y las culturas,
como un amante entre varios objetos del deseo en competencia, me encantaba la
capacidad que tenía Giraudoux de ser apasionada, visceral e intelectualmente
francés y de amar al mismo tiempo a Alemania, especialmente al reírse de ambos
países.
No me hacía falta que me hablara de los alemanes, pero en Giraudoux en-
contré y reconocí por vez primera el tipo de Francia sobre la que ha escrito mejor
que nadie mi amigo el historiador Richard Cobb: la Francia de la Tercera Repú-
blica, en la que estaba anclado Giraudoux. La Francia en la que fue introducido a
través del implausible medio de sus novelas no era la Francia de los grandes in-
telectuales, seguros de su superioridad como en Inglaterra sólo lo están los alum-
nos de Eton, aunque como producto de la École Normale Supérieure de París él
también era un buen espécimen. Era la Francia jacobina que poco después des-
cubrí por mí mismo a través de su principal portavoz, símbolo para mí de la Fran-
cia de los años treinta, la república de Le canard enchaíné.
292 AÑOS INTERESANTES
capital del siglo xx», como a todas luces había sido la capital del siglo xix? Salvo
en los casos de la pintura y la escultura, y de la extraordinaria tradición de la no-
vela francesa, ningún elemento de la alta cultura y de la vida intelectual del país
era O parecía evidentemente «el mejor del mundo». Las literaturas de las demás
grandes lenguas europeas no se sentían inferiores a la francesa. Incluso los fran-
cófilos empedernidos no se atrevían a afirmar la superioridad de Rabelais o de Ra-
cine respecto a Shakespeare, Goethe, Dante o Pushkin. La música francesa, a pe-
sar de su originalidad, estaba por detrás de la austríaca. La filosofía francesa
parecía a todas luces inferior a la alemana (al menos a los jóvenes con un bagaje
cultural centroeuropeo), la ciencia francesa de la época no había alcanzado los in-
creíbles niveles de la de la Gran Bretaña o la Alemania anterior a 1933, la tecno-
logía francesa parecía haberse quedado estancada en la época de la Torre Eiffel y
de los metros art nouveau, y en cuanto a las comodidades de la vida moderna,
aparte del bidé, todavía desconocido en la cultura anglosajona, desde luego no era
el nivel de los sanitarios franceses lo que atraía a los jóvenes norteamericanos y
británicos hacia el tipo de hoteles que la mayoría de ellos podía permitirse.
A unos niveles menos enrarecidos, la superioridad de la civilización france-
sa se daba por descontada. Desde la época de Voltaire, el ingenio francés había
servido de modelo al mundo occidental. Nadie dudaba que la couture y la cos-
mética femenina francesa, que el vino y la comida francesa eran los mejores del
mundo, el sexo francés (en su vertiente heterosexual) era considerado el más so-
fisticado y atrevido, el estilo y el gusto francés en esas y otras materias era algo
que mi generación no era propensa a discutir. Incluso esto se basaba en el hábito
inveterado de convertir la selecta superioridad de Francia en una superioridad
que se creía inherente a todo el país. Sabíamos perfectamente que en Francia ha-
bía un montón de cosas que no eran superiores. No obstante, nuestra admiración
por Francia no se veía afectada por el hecho, que difícilmente habrían pasado por
alto los chicos y las chicas de mi generación procedentes de Norteamérica y la
Europa central y septentrional, de que el modo de vida francés del período de en-
treguerras todavía no tenía prácticamente nada que decir en lo concerniente a las
actividades al aire libre. No se fomentaba mucho el contacto con la naturaleza.
No se apreciaba un interés excesivo por el autoestop, a solas o en grupo, el mon-
tañismo, el esquí y la práctica de los deportes de equipo o simplemente la afición
por ellos, ni siquiera por el fútbol. En los años treinta el interés ideológico por las
actividades al aire libre todavía parecía confinado a los conservadores, desde los
social-católicos a los abiertamente reaccionarios. En cambio, su única pasión de-
portiva nacional, el Tour de Francia, no suscitaba el menor interés fuera de Fran-
cia excepto en unos cuantos países fronterizos.*
Por otra parte, Francia disponía de una ventaja importantísima. Parecía ofre-
cer su civilización a cualquier extranjero que la desease. Estaba a nuestra dispo-
* No obstante, pocos años antes del auge del tenis americano y australiano durante los años trein-
ta, Francia desempeñó un papel destacado en el ambiente internacional de este deporte gracias a los
«Cuatro Mosqueteros» —Cochet, Lacoste, Brugnon y Borotra— y a una de las escasas mujeres de-
portistas famosas de la época, Suzanne Lenglen.
LA MARSELLESA 295
sia de Stalin.) Todos ellos no eran más que simples guaridas para los perseguidos.
Francia era otra cosa. En tiempos mejores hasta los exiliados se habrían estable-
cido en ella voluntariamente. Parecía y sigue pareciendo natural que el último
gran acontecimiento antes de la bajada general a los infiernos, la Exposición Uni-
versal de 1937, cuando la totalidad de una Europa desgarrada todavía estaba en el
candelero, se celebrara en París. ¿Dónde si no? Casi con toda seguridad no seré
el único en recordarla como un acontecimiento internacional y francés a un tiem-
po: no sólo por la presencia del Guernica de Picasso y de los gigantescos pabe-
llones alemán y soviético, enfrentados entre sí, sino también por la maravillosa y
espléndida muestra de arte francés, la más hermosa que he visto nunca.
Y luego, durante un breve intervalo, Francia no sólo se convirtió en el refu-
gio de la civilización, sino en un lugar de esperanza. En 1934, los instintos natu-
rales de la política republicana popular (unión en defensa de la República, ausen-
cia de enemigos por la izquierda) se conjugaron con la sensatez curiosamente
realista del representante de la Internacional Comunista ante el PC francés, un
centroeuropeo apasionadamente francófilo, el «Camarada Clément», para dise-
ñar la mejor estrategia para luchar contra el avance del fascismo, al parecer irre-
sistible, el «Frente Popular».' En febrero de 1936 un Frente Popular ganó las
elecciones en España. Y en mayo otro Frente Popular las ganó en Francia. Dio lu-
gar al primer Gobierno de la historia francesa presidido por un socialista —los
comunistas no fueron capaces de asumir la entrada en el gabinete— y a un extra-
ordinario estallido espontáneo de esperanza y alegría de la clase obrera, la oleada
de huelgas de brazos caídos o más exactamente de ocupaciones de fábricas, de ju-
nio de 1936. Yo llegué a París durante los últimos coletazos de esta extraordina-
ria celebración de la victoria, curiosamente sosegada, pero al cabo de varias se-
manas todavía quedaba espíritu suficiente para hacer que el 14 de julio de aquel
año fuera inolvidable. Tuve la suerte de comprobarlo de la mejor manera posible:
recorriendo París en un camión con un equipo del Partido Socialista Francés en-
cargado de realizar un reportaje cinematográfico del acontecimiento, fotografian-
do el gran día en una película que sin duda alguna había sido vendida por mi tío.
Para los jóvenes revolucionarios de mi generación, las manifestaciones masi-
vas eran el equivalente de las misas de pontifical para los católicos devotos. Pero
en 1936 el aniversario de la toma de la Bastilla, al este de la Place de la Républi-
que, fue algo más que la mayor de las manifestaciones masivas de la izquierda
francesa. (Aquel año nadie prestó demasiada atención al desfile militar y demás
celebraciones oficiales de la fiesta nacional presididas por el Gobierno en los ba-
rrios burgueses de la ciudad.) Todo el París popular estaba en las calles para ma-
nifestarse —o mejor dicho para pasear en medio de infinitas pandillas— o para
contemplar y vitorear a los manifestantes, como las familias que dan vivas a los
recién casados al término de la ceremonia. Las banderas rojas y tricolores, los lí-
deres obreros, los contingentes de trabajadores, desde los huelguistas victoriosos
de la Renault hasta las mujeres igualmente en huelga de las galerías Printemps y
Lafayette, los Bretones Emancipados desfilando con sus banderas, las banderas
verdes de la Estrella del norte de África, todos ellos pasaban ante el ingente pú-
blico que se agolpaba en las calles, ante los balcones llenos de gente, los propie-
LA MARSELLESA 297
tarios de los cafés, los camareros y los clientes que ondeaban llenos de entusias-
mo y cariño sus banderas, y ante las muchachas de los burdeles, todavía más en-
tusiasmadas y cariñosas.
Fue una de aquellas raras veces en que mi cabeza marchaba con el piloto au-
tomático puesto. Sólo sentía y vivía lo que había que vivir. Aquella noche con-
templamos desde Montmartre los fuegos artificiales sobre la ciudad y, cuando me
fui de la fiesta, regresé a casa paseando lentamente por París como si estuviera
flotando en las nubes, deteniéndome a tomar un trago y bailar en no sé cuántos
bailes callejeros. Llegué a casa al amanecer.
En realidad, el Frente Popular estaba destinado prácticamente a los jóvenes,
pues (gracias a una nueva ley y a un nuevo subsecretario de «deportes y ocio»,
Léo Lagrange) introdujo por vez primera las vacaciones pagadas y los descuen-
tos en los ferrocarriles. Con la ayuda del único dinero que ganaría en mi vida con
la lotería nacional, 165 francos (alrededor de dos o tres libras esterlinas según el
cambio de 1936), me costeé un viaje de quince días por los Pirineos y el Langue-
doc y me uní a los primeros beneficiarios de la Ley Lagrange en el tren nocturno
a Luchon que partía de la Gare d'Orsay. Este viaje me proporcionaría además mi
primer y único contacto directo con la guerra civil española, que había comenza-
do unas semanas antes, como cuento más adelante (Capítulo 20). Aprendí tam-
bién (gracias a un checo que conocí por el camino) lo que era el autoestop, prác-
tica por aquella época casi desconocida en Europa, excepto por una minoría de
jóvenes Tippler (autoestopistas) de la Europa central. Resultaba un sistema muy
cómodo, sobre todo desde que descubrí cómo impedir a los conductores france-
ses de clase media desatarse en denuestos contra Léon Blum y los comunistas, a
saber, planteándoles una serie de oportunas preguntas sobre qué era lo que pen-
saban acerca de Napoleón, tema que los llevaba a hablar sin parar durante más de
200 km. A partir de entonces amplié año tras año mi conocimiento de Francia
mediante largos viajes en autoestop y mochila al hombro.
Cuando estalló la guerra yo, como tantos otros de mi generación, pensaba que
conocía París bastante bien; hasta cierto punto mejor que Londres. Probablemen-
te me encontrara más a mis anchas entre Montparnasse, el Panthéon, el Pont
Saint-Michel y el largo trecho que va del Boulevard Raspail a la Rue de Rennes
que en cualquier zona igualmente céntrica de Londres. Sabía hablar francés con
la soltura suficiente para haber pasado el estadio en el que los franceses le felici-
tan amablemente a uno por hablar bien su idioma. Conocía o creía conocer la po-
lítica francesa tan bien como la británica, sabía cuáles se suponía que eran las
compañías teatrales de moda (Jouvet, Dullin, los Pitoéff), había visto La regle du
jeu de Renoir cuando se estrenó, fumaba Gauloises por la comisura de los labios
como Jean Gabin y me había comprado las obras de Saint-Just y los discursos de
Robespierre. En realidad, teníamos menos conocimientos y entendíamos mucho
menos de lo que creíamos, pero teniendo en cuenta que la mayoría de nosotros no
tenía ningún interés académico, profesional o familiar especial por los asuntos de
Francia, conocíamos París a la perfección. Nos sentíamos a gusto en Francia y
con Francia.
No obstante, había una cosa curiosa en nuestras relaciones con Francia. La
298 AÑOS INTERESANTES
población del país, los franceses de pura de cepa más que los emigrantes y los re-
sidentes extranjeros con carácter más o menos permanente, se hallaban ausentes
casi por completo de ella. En 1930 para la mayor parte de los extranjeros los fran-
ceses se hallaban físicamente presentes sobre todo como proveedores de servi-
cios o como extras en el escenario cinematográfico permanente de su país. Hasta
los años cincuenta mi París no sería una ciudad en la que tenía amigos franceses
y en la que pasaba habitualmente el tiempo con gente de esa nacionalidad ade-
más de con la comunidad cosmopolita habitual de visitantes e inmigrantes ex-
tranjeros.
Los franceses eran —y de hecho siguen siendo— una gente curiosamente
formalista y su sociedad es un teatro en el que hay una serie de papeles y proce-
dimientos claramente distribuidos. No se me ocurre ningún otro país en el que un
filósofo de mediana edad notoriamente mujeriego siguiera teniendo en los años
cincuenta la costumbre de arrodillarse ante las señoras y regalarles una rosa. A
menos que se goce de una intimidad concedida oficialmente, los franceses suelen
seguir acabando las cartas que escriben a diario con fórmulas de cortesía cuida-
dosamente medidas («Tenga la bondad de aceptar, monsieur, la expresión de mis
sentimientos distinguidos / más distinguidos / más devotos»). Ser elegido miem-
bro de la Academia Francesa o del Collége de France, cargo para el que todavía
se exige la presentación formal de la propia candidatura, seguida de la visita del
candidato a todos los electores para pedir su voto, es una cuestión mucho más ce-
remoniosa que en los demás países; es un honor y una obligación social para to-
dos los que han contribuido al éxito del académico asistir cuando se les convoque
a admirar su espada ceremonial. Incluso la informalidad no está exenta de obli-
gaciones. Cuando los intelectuales eran de izquierdas, creían que su estatus les
obligaba a hablar entre sí con el vocabulario de Belleville. Sin embargo, era —y
quizá lo siga siendo— precisamente entonces cuando resultaba más difícil entrar
en contacto con ellos sin una presentación formal. Sólo en Francia, cuando se iba
a visitar al gran historiador Ernest Labrousse a su casa —nos conocemos bastan-
te bien por las reuniones de historia económica celebradas en Gran Bretaña— le
tenían a uno esperando en el vestíbulo los diez minutos de rigor antes de hacerlo
pasar a su despacho y ser recibido cariñosamente entre calurosos cher ami, cher
collegue. Un catedrático de la Sorbona y antiguo chef de cabinet de Léon Blum
sabía lo que le era debido. Jean-Paul Sartre ha sido el único «gran intelectual
francés» ex officio que he conocido que, al parecer, no tenía ese sentido de rango
público.
La propia igualdad estaba sumamente formalizada. Sé que fui admitido como
intelectual de valía cuando algunos colegas franceses más jóvenes que yo empe-
zaron a llamarme automáticamente de tú, como hacen los compañeros de estu-
dios de la École Normale Supérieure u otras instituciones pedagógicas de elite
como ésa. (Naturalmente los comunistas, tuvieran el rango que tuviesen y fueran
del país que fuesen, excepto quizá los de la República Democrática Alemana,
también se trataban de tú automáticamente, pero la mayoría de los historiadores
comunistas franceses ya había dejado el Partido cuando yo llegué a conocerlos
bien.) Y no era que aquello supusiera una intimidad personal. Como yo no podía
LA MARSELLESA 299
mental para ser un buen historiador. En semejantes ocasiones las grandes figuras
de la vida intelectual francesa no están bajo juramento, pero como conocen la for-
ma de hacer que sus afirmaciones se acomoden a la ocasión de modo que parez-
can sinceras sin condescendencia, todos nos sentimos satisfechos. Análogamen-
te, ella hizo de anfitriona en Londres de Emmanuel Le Roy Ladurie cuando
estuvo en nuestra casa a raíz de la invitación que le envié para que participara en
un seminario en Londres, y, muchos años más tarde, del filósofo Louis Althusser
en una de sus fases maníacas, poco antes de que asesinara a su esposa en una de
sus depresiones. Como ocurre en otras familias académicas, las relaciones perso-
nales y profesionales no podían separarse con claridad.
A diferencia de lo que me pasaba en la Francia de la Tercera y aun de la Cuar-
ta República, dejé de sentirme cómodo en la Francia de De Gaulle y sus suceso-
res gaullistas, y en la de Mitterrand, una Francia que desarrolló un nuevo tipo de
jerga retórica pública en la que los políticos llamaban a su país !*Héxagone, ha-
blaban de la France profonde, y mostraban su energía avanzando tous azimuths,
en la que París se convirtió en un gigantesco gueto burgués, el más grande de Eu-
ropa, en el que los bares de barrio cerraban los fines de semana porque la gente
mayor de París no podía permitirse el lujo de vivir en la ciudad, aunque trabajara
en ella entre semana. Exceptuando el gran hueco en el centro dejado por la emi-
gración de los mercados y rellenado con el Beaubourg de Richard Roger, la ciu-
dad siguió siendo más o menos reconocible hasta que el presidente Mitterrand la
llenó de sus dinosaurios arquitectónicos. (El General, convencido de que su lugar
en la historia estaba garantizado, desdeñó la idea de perpetuar su memoria me-
diante una arquitectura monumental.) París sigue siendo para el turista una ciu-
dad maravillosa, pero al historiador le cuesta trabajo acostumbrarse al hecho de
que la izquierda ya no puede elegir más que a algún concejal en el escenario de la
Comuna de París, a menos que la corrupción de los ayuntamientos de derechas
sea temporalmente demasiado escandalosa. Por otro lado, nadie que haya vivido
en Gran Bretaña puede dejar de apreciar las ventajas de la modernización de la
Francia de posguerra, que amplió la inveterada calidad y variedad del mercado
alimentario y la cocina francesa gracias al TGV y a un magnífico sistema de
transporte urbano y suburbano.
Aprendí, al principio a regañadientes, a apreciar la grandeza del General y a
desarrollar un gusto por su estilo. Aprendí, todavía más a regañadientes, a respe-
tar a Mitterrand. Ninguno de ellos habría podido florecer en la Tercera República.
Ambos procedían del ambiente que la Tercera República habría llamado (acerta-
damente) la «reacción». De Gaulle era un hombre de derechas, pero un hombre
para el que la República, incluida su derecha, constituía un elemento esencial de
esa «cierta idea de Francia» que recreó al término de la guerra. Fue el primer po-
lítico francés desde 1793 en cuya Francia cabía la monarquía y la Revolución. De
hecho, probablemente no le desagradara del todo ser comparado con Luis XIV,
que hablaba a sus servidores como De Gaulle hablaría al editor que publicó sus
memorias, cuando el hombre admitió no contar con un pasado precisamente gau-
llista entre 1940 y 1944. «Supongo —dijo el gran hombre (que quizás echara pre-
viamente una ojeada a la ficha correspondiente)— que ha estado usted en una de
LA MARSELLESA 305
mis cárceles.» Tanto el pronombre utilizado como el empleo del plural eran muy
propios de De Gaulle.*
Después de su fallecimiento se han criticado mucho las ambigiiedades y
complejidades de la carrera de Francois Mitterrand. Sin embargo, es innegable
que fue girando hacia la izquierda con una frecuencia sorprendente, pasando a
través de Vichy y la Resistencia, de la ultraderecha de antes de la guerra a un pro-
greso político que hizo de él el arquitecto y presidente de un Partido Socialista re-
construido, siendo capaz de recuperar el control de la izquierda no ya mediante el
aislamiento de los comunistas a la manera habitual de la Guerra Fría, sino acce-
diendo al poder gracias a ellos. Durante la Tercera y la Cuarta República los po-
líticos se habrían movido más bien en la dirección opuesta. Tanto él como De
Gaulle pertenecían a una época —mejor dicho, los dos fueron los arquitectos de
esa época— en la que la política francesa dejó de ser esencialmente una batalla
por la gran Revolución cuyo recuerdo separaba a la derecha de la izquierda, aun-
que los dos supieran perfectamente que la Revolución era tan fundamental para
la Francia que gobernaban como la Constitución americana para Estados Unidos.
En este sentido fueron más realistas que los ideólogos del liberalismo moderado,
del anticomunismo inmoderado y de la sociedad de mercado libre —siempre una
minoría atípica en Francia—, que dominaron las modas intelectuales parisinas a
finales de los años ochenta y comienzos de los noventa.
No obstante, si no me he sentido cómodo en la Francia gaullista y mitterran-
dista, puedo entender su continuidad con mi propia Francia, las «cumbres recor-
dadas» en la bandera tricolor del pasado. De un modo u otro, la Francia del Ca-
nard enchainé aún no había muerto. De hecho, los escándalos y la corrupción
creciente de los últimos años de la era gaullista y de la mitterrandista resucitaron
esta publicación.
Tampoco me sentía cómodo con el talante intelectual de la época. Como a to-
dos los que formamos parte de la izquierda global, me interesó la rebelión de
1968, pero seguí con mi actitud escéptica. Desde luego he estado en contacto bas-
tante estrecho con los historiadores franceses, que constituyeron la disciplina
medular de las ciencias sociales en Francia hasta los años setenta, y que darían lu-
gar a muchos de los «intelócratas» parisinos de Hamon y Rotman.? No obstante,
en cierto modo he perdido el contacto con muchas de las corrientes de la cultura
francesa y de la discusión teórica a partir de los años sesenta, y, aunque cualquier
admirador de Queneau y Perec no tiene más remedio que simpatizar con la tradi-
ción intelectual francesa del juego lingirístico, a medida que los pensadores fran-
ceses fueron pasándose cada vez más al territorio del «posmodernismo» empecé
a encontrarlos poco interesantes, incomprensibles y, en todo caso, no demasiado
útiles para los historiadores. Ni siquiera sus ocurrencias me atraían.
Tras la breve oleada de 1968, durante los años setenta y ochenta la izquierda,
tanto la vieja como la nueva, sufrió en Francia un claro retroceso. Mi opinión
acerca del Partido Comunista Francés a partir de 1945 no ha sido nunca muy bue-.
na, y durante mucho tiempo he considerado la dirección de Georges Marchais un
* Alors, vous avez bien connu mes prisons. La anécdota me la contó el propio editor.
306 AÑOS INTERESANTES
desastre, aunque sería poco honesto por mi parte no reconocer que su decadencia,
que lo llevó a dejar de ser el gran partido de masas de la clase obrera francesa para
convertirse en una opción para menos del cuatro por 100 del electorado, me dolió
como buen comunista. Y sería asimismo poco honesto noreconocer que casi todo
lo que ha quedado en Francia bajo la etiqueta de «marxismo» es bastante anodi-
no. Por otra parte, y en especial durante los años ochenta y noventa, el anticomu-
nismo cada vez más exacerbado y malcarado de muchos de los que fueron en otro
tiempo «intelócratas» de izquierdas empezó a complicar mis relaciones con algu-
nos de ellos. Aunque nos respetáramos y a veces nos gustáramos, algunas de las
personas con las que tuve trato intelectual o social en París empezaron a sentirse
políticamente incómodas en mi compañía, y yo en la suya. Como yo seguía sien-
do lo que he venido siendo desde 1956, un comunista declarado, aunque hetero-
doxo, cuyas obras no fueron publicadas nunca en la URSS, algunos que quizá
fueran en su juventud más estalinistas o incluso maoístas de lo que yo lo he sido
nunca se sintieron molestos ante lo que ellos consideraban un rechazo voluntario
a seguir su mismo camino. Yo, a mi vez, me he sentido más asqueado de la retó-
rica propia de la Guerra Fría y del neoliberalismo hacia el cual se vieron atraídos
durante los años ochenta algunos de los intelectuales más capacitados y presti-
giosos que de la vuelta clara y sin paliativos de un hombre como Le Roy Ladurie
(un magnífico historiador desde todos los puntos de vista) al conservadurismo
tradicional de sus antepasados normandos. Paradójicamente, a medida que los
partidos comunistas entraban en decadencia, que se acababa la Guerra Fría y que
la Unión Soviética y su imperio se hundían, el tono de la polémica anticomunis-
ta y antimarxista se volvía cada vez más exasperado, por no decir histérico. El di-
funto Francois Furet, historiador y publicista de gran inteligencia y muy influ-
yente —quizá lo más parecido al chef d'école de esta tendencia— hizo todo lo
posible por que el segundo centenario de la Revolución francesa se convirtiera en
una embestida intelectual contra ella. Pocos años después su libro Le passé d'u-
ne illusion presentaba la historia del siglo xx como si fuera la del proceso de li-
beración del peligroso sueño del comunismo. Como es natural, yo critiqué su te-
sis.? Como historiador marxista reconocido hasta la fecha, me vi durante algún
tiempo convertido en paladín de la izquierda intelectual francesa, acosada y ase-
diada.
Este hecho complicó aún más las relaciones, sobre todo porque casualmente
mi propia Historia del siglo xx apareció poco antes que el libro de Furet. Mien-
tras que en otros países se le juzgó por sus propios méritos y fue recibido con
tranquilidad incluso por críticos a todas luces conservadores, en Francia fue con-
siderada —al menos por una parte influyente de los intelócratas— esencialmen-
te una obra de polémica ideológica y política dirigida contra los liberales antico-
munistas. Aunque analizada (en la versión inglesa) en las revistas intelectuales,
no fue traducida, aduciéndose para ello como pretexto que resultaba demasiado
caro traducirla para el mercado necesariamente pequeño que iba a tener. El argu-
mento no podía ser menos plausible, pues el libro ya se había vendido bien en to-
das las demás lenguas occidentales. De hecho, el curioso ensimismamiento de los
ambientes intelectuales franceses por aquel entonces era tal que durante varios
LA MARSELLESA 307
años el francés fue la única lengua de los Estados miembro de la Unión Europea
y de hecho la única lengua de cultura del planeta (incluidos el chino y el árabe)
en la que no se editó mi libro ni se contrató su publicación. Por fin apareció en el
mercado francés en 1999, gracias a la iniciativa de un editor belga y a la ayuda
activa de una de las pocas publicaciones de izquierda que no se arrepienten de su
pasado, Le Monde Diplomatique. Quizá los ánimos ideológicos hayan cambiado
desde que en 1997 accedió al cargo de primer ministro Lionel Jospin, que ha
puesto menos tensión en la conciencia de la izquierda francesa que Mitterrand en
su lecho de muerte. Los críticos potenciales de comienzos de los noventa han
guardado silencio o han enterrado el hacha de guerra. Esa edición se vendió bas-
tante bien, al menos durante algún tiempo. Hizo que me llegaran más cartas per-
sonales de lectores desconocidos diseminados por toda la geografía francesa que
cualquiera otra traducción de mis libros, y eso que ha habido muchísimas. Y per-
mitió a un viejo francófilo, cuya historia de amor con la tradición de la izquierda
francesa empezó en la camioneta de un noticiario cinematográfico el Día de la
Bastilla de 1936, para cerrarse sesenta y tres años después con otra experiencia
igualmente memorable en el gran anfiteatro de la Sorbona, en otro tiempo la úni-
ca universidad de París y hoy día madre de familia numerosa, atestado de parisi-
nos que habían sido invitados a asistir a un debate en torno a mi libro recién pu-
blicado. Muy pocos de los que acudieron en número suficiente para llenar aquel
auditorio enorme habían leído alguno de mis libros, que, como me recordaron los
editores que se negaron a publicar aquél, habían tenido sólo un succes d estime
en el mercado hexagonal. Lo que les atraía era el hecho de que alguien —casual-
mente yo— hablara con franqueza, de modo crítico y escéptico, pero sin arre-
pentimiento, e incluso no sin algo de orgullo en nombre de los que defendían una
izquierda en la que no contaran las viejas diferencias de partido y ortodoxia. Me
gustaría pensar que en aquella ocasión asistí a un resurgimiento, aunque breve, de
una izquierda intelectual parisina después de un período de asedio.
Se trata de un episodio apropiado para poner fin a este capítulo dedicado a
una relación que ha durado toda una vida. Para mi generación Francia sigue sien-
do especial. Puedo simpatizar con el sentido de pérdida que tienen los franceses
ante la derrota de la lengua de Voltaire por el triunfo mundial de la lengua de
Benjamin Franklin. No se trata sólo de una transformación lingúística, sino cul-
tural, pues señala el fin de las culturas minoritarias en las que sólo las elites te-
nían necesidad de comunicación internacional, y en las que poco importaba que la
lengua en la que ésta se produjera fuera hablada mucho o poco en el globo, o in-
cluso —como en el caso de las lenguas muertas clásicas— que no se hablara en
absoluto. Puedo entender la retirada de la cultura francesa, en otro tiempo hege-
mónica, a un gueto hexagonal, sólo mitigado hasta cierto punto por la populari-
dad de los ideólogos «posmodernos» franceses entre los universitarios america-
nos, que no siempre los entienden. No es que sea eso lo que desea París, sino
sencillamente que no puede acostumbrarse a un estado de cosas en el que el res-
to del mundo ha dejado de mirar hacia ella y de seguir sus pasos. Es muy duro pa-
sar de la hegemonía mundial al regionalismo en dos generaciones. Y lo más duro
es descubrir que a la mayoría del mundo no le importa nada. Pero sí le importa a
308 AÑOS INTERESANTES
DE FRANCO A BERLUSCONI
A los aspirantes a novelista nunca les faltan temas. Cuando todo lo demás les
falla, siempre les cabe la posibilidad de recurrir a la familia y a la autobiografía.
Los aspirantes a historiador profesional no nacen con una guía de la época del pa-
sado que desean explorar, y en la que, en la mayoría de los casos, se basará su re-
putación: los Tudor, la Revolución inglesa, la España del siglo xvun, etc. Normal-
mente escogen un tema en la universidad, le ponen un título para hacer la tesis
doctoral (o, en mis tiempos, cuando en el Oxbridge se menospreciaban esas títu-
laciones, una tesis para obtener una fellowship), y a partir de ese momento la ma-
yoría se queda anclado en su «campo» o «período» para siempre. La guerra su-
puso para mí una barrera que obstaculizó todas mis tentativas de seguir el sendero
marcado. Tanto es así que mi primer libro como historiador, Rebeldes primitivos,
trataba de un campo que hasta entonces no había sido objeto de demasiada con-
sideración por mi parte, y en realidad no había suscitado el interés de nadie.' Es
esencialmente un libro basado en mis frecuentes viajes a España e Italia en los
años cincuenta, dos países a los que mi vida y la suerte de mis obras han queda-
do desde entonces vinculadas para siempre.
A diferencia de Italia —¿qué antifascista iría allí?—, España, por la que em-
pecé a viajar en 1951, había constituido una parte de mi existencia durante largo
tiempo, incluso desde antes de que estallara su guerra civil, que sin duda hizo que
ese Estado peninsular formara parte de la vida de todos los de mi generación. No
obstante, después de 1945 seguía siendo un país extraño para el resto de los eu-
ropeos. La mayoría de nosotros continuábamos viéndolo como un reino singular
donde las imágenes de la revolución, de la guerra y de la derrota, impresas en pai-
sajes yermos, se superponían a otras de exotismo —el flamenco, las castañuelas,
las corridas de toros, Carmen, Don José y Escamillo— y a las del «españolismo»
genérico, esto es, Don Quijote, el sentido del honor, el orgullo y el silencio. Mi
tío había estado allí y había conocido a algunas de sus gentes mientras estuvo tra-
bajando en Universal Films. Los recuerdos de sus viajes llenaban algunos rinco-
nes de nuestra casa: una banderilla manchada de sangre seca, un libro sobre las
310 AÑOS INTERESANTES
corridas, una foto dedicada de Francesc Maciá, el que fuera presidente de la Ge-
neralitat de Cataluña, etc. Tras el levantamiento de 1934 en Asturias, un amigo le
envió algunos ejemplares de periódicos españoles, supongo que serían del diario
monárquico ABC, con fotos ilustrativas del dramatismo que se vivía. Y poste-
riormente, en el verano de 1936, durante las primeras semanas que siguieron a la
sublevación de los generales, gracias a una curiosa combinación de circunstan-
cias históricas, yo mismo pude asistir a ese drama durante un breve período.
Por aquel entonces vivía yo en París tres meses antes de ingresar en Cam-
bridge gracias a una beca del London County Council para mejorar mi francés.
Un día de finales de julio descubrí, para mi grata sorpresa, que había sido agra-
ciado por la lotería. El premio, como ya he dicho en el capítulo anterior, no era
muy importante, unos 165 francos. Afortunadamente el nuevo Gobierno del Fren-
te Popular de Francia hacía poco que había introducido una de sus pocas innova-
ciones que han seguido vigentes, les congés payés (las vacaciones pagadas) y —gra-
cias a una segunda innovación, el subsecretariado de deportes y ocio— una serie
de desplazamientos por ferrocarril superbaratos para permitir a la población dis-
frutar de las mismas. Así que utilicé mis ganancias para tomar el tren en la esta-
ción de Orsay —que tendría que esperar medio siglo para convertirse en el mu-
seo de arte francés del siglo xix que es en la actualidad— con destino a los
Pirineos para pasar quince días de excursiones, durmiendo en albergues juveniles
y en cámpings. A mitad de camino de este fantástico viaje de recreo conocí una
forma rápida de hacer turismo mucho más barata a través de uno de esos jóvenes
peripatéticos centroeuropeos pioneros en la práctica de los desplazamientos «a
dedo» en este lado del Atlántico: el Tippeln, el hitchhiking, o sea, el autoestop. Y
así llegué, de los Pirineos occidentales a los orientales, a un albergue juvenil jun-
to a la frontera española, cerca de Puigcerdá. La ocasión era muy tentadora. Me
dirigí al puesto fronterizo, pero unos milicianos jóvenes que lo vigilaban me hi-
cieron volver atrás. No tenía la documentación adecuada. Fui caminando durante
unos dos kilómetros hasta el siguiente puesto, por el que me dejaron cruzar a Es-
paña sin ponerme ningún reparo, y pasé el resto del día deambulando por Puig-
cerdá, que por aquel entonces era en todos los sentidos una comuna independien-
te revolucionaria, controlada por los anarquistas y algunos miembros del POUM
(Partido Obrero de Unificación Marxista). (No pude ver rastro alguno de los co-
munistas o los socialistas, unidos entonces en un único partido, el PSUC.) No re-
cuerdo muy bien cómo me entendía con la gente del lugar, que naturalmente
mostraba su interés por un extranjero no esperado (en realidad por cualquier fo-
ráneo), pero esta zona es un lugar donde España y Francia se solapan, y el cata-
lán es una lengua casi tan próxima al francés como al español. No me acuerdo de
que tuviera problemas. La imagen que ha quedado más grabada en mi memoria
de ese día inolvidable es la de unos cuantos camiones estacionados en la plaza
principal del pueblo. Según me contaron, cuando alguien sentía la necesidad de ir
a la guerra, iba a donde estaban los camiones, y cuando se llenaba uno con los su-
ficientes voluntarios, partía para el frente. Como escribí muchos años después
acerca de esta experiencia:
DE FRANCO A BERLUSCONI 311
La frase «c'est magnifique, mais ce n'est pas la guerre» hubiera debido inven-
tarse para una ocasión así. Era, sin duda, maravilloso, pero el principal efecto que
esta experiencia tuvo sobre mí fue la de que tardé veinte años en ver en el anar-
quismo español algo más que una trágica farsa.?
II
tuvo un instante. «No digas a nadie de aquí que eres inglés —me advirtió—.
«Hay gente a la que no le gustaría vernos juntos. Les diré que eres de Bolonia.»
Era bastante lógico: hasta en Sicilia sabían que Bolonia era un feudo rojo, y por
lo tanto parecía natural que un comunista visitara a otro compañero. Sólo había
un inconveniente. Habíamos pasado el día juntos hablando claramente en inglés.
Sala, que conocía a sus conciudadanos, no le dio importancia a ese problema.
«¿Y qué sabe esa gente de cómo hablan en Bolonia?» En realidad, tan sólo unos
noventa años antes, poco después de la unificación de Italia, este hecho era abso-
lutamente cierto. En 1865 a los primeros maestros de escuela que fueron envia-
dos por el nuevo reino a enseñar a los niños sicilianos la lengua italiana de Dan-
te los tomaron por ingleses. En este sentido no cambió fundamentalmente nada
en la Sicilia profunda hasta la llegada de la televisión estatal. Pero incluso otras
regiones menos atrasadas de Italia seguían teniendo algo de tercermundistas.
Para la mayoría de sus habitantes —hasta los que eran bilingies y hablaban ita-
liano en lugar de siciliano, calabrés o piamontés— el italiano consistía en dos
lenguas: la que hablaban cotidianamente y la formal, todavía enraizada en el uso
barroco, que se utilizaba en los periódicos y en los libros y en la que se pronun-
ciaban los discursos oficiales. Seguía siendo una reliquia del pasado tanto en su
respeto público por los intelectuales como en la forma en que dependía de éstos.
No puedo pensar en ningún otro país europeo en el que un intelectual sin paliati-
vos como Bruno Trentin, hijo de una familia de académicos antifascistas emigra-
dos, fuera considerado aceptable como líder de uno de los sindicatos más impor-
tantes del sector de la industria, y posteriormente de la principal confederación
nacional de sindicatos.
Aprender cosas sobre Italia también era diferente en otro aspecto. Después de
1945 fue posible de nuevo la llegada de un turismo sin mala conciencia motiva-
do por el arte y la diversión a un país que había roto de forma tan clamorosa con
su pasado fascista. Tuve la suerte de contar con los mejores guías que pudiera
imaginar: Francis Haskell, que preparaba los programas, y Enzo Crea, con sus
conocimientos enciclopédicos de todas las artes, que mostraba con el mismo en-
tusiasmo los rincones más apartados y los tesoros más importantes de Italia a sus
amigos. Además, casi nunca viajé solo a Italia, y, cuando llegaba, rara era la vez
que no estuviera rodeado de amigos italianos. Cuando me volví a casar, a estos
amigos se sumaron los de Marlene, que había vivido en Roma durante varios
años antes de que nos conociéramos. Asimismo, tenía la enorme ventaja de con-
tar con la gente que me presentaba un personaje cuyo nombre hacía que se abrie-
ran todas las puertas de la izquierda italiana, aparte de otras muchas, Piero Sraffa.
Instalado desde hacía mucho tiempo en Cambridge en un conjunto maravilloso
de dependencias del Trinity College, frente a las de Maurice Dobb, con quien
producía una edición monumental de las obras del economista David Ricardo,
este hombre de pelo canoso, menudo y cortés, poco locuaz y que no escribía de-
masiado, era considerado un intelectual de una gran capacidad crítica. Su hábitat
natural estaba entre bastidores. Aunque se mostraba taciturno en lo tocante a sus
opiniones políticas, y desde luego a todo lo demás, se sabía que había sido uno
de los mejores amigos de Antonio Gramsci, y desde 1926 hasta el fallecimiento
DE FRANCO A BERLUSCONI 319
de éste en 1937, el principal contacto con el mundo exterior del líder comunista
encarcelado. Con la ayuda de otro amigo influyente que trabajaba en la banca, ha-
bía sido el conducto a través del cual se conservaron los cuadernos de Gramsci
escritos en la cárcel. Lo que no se sabía era que, de no ser por él, los importantes
manuscritos de Gramsci probablemente ni siquiera habrían llegado a ser escritos,
pues, tras la detención de éste, Sraffa (perteneciente a una familia turinesa aco-
modada) abrió inmediatamente una cuenta ilimitada para el prisionero en una li-
brería de Milán. Había sido uno de los amigos de confianza del líder del Partido
en aquellos momentos, Togliatti, desde su época de universitarios. Se cuenta que
había considerado la posibilidad de regresar a Italia una vez finalizada la guerra,
pero abandonó la idea tras el resultado de las elecciones de 1948, desastrosos
para la alianza socialista-comunista.
Como conocía a todo el mundo en los ambientes antifascistas —al fin y al
cabo Turín había sido la capital del antifascismo liberal y comunista—, el nom-
bre de Sraffa hizo que inmediatamente los intelectuales del Partido me aceptaran
entre ellos. En aquellos días un comunista extranjero se convertía automática-
mente en un miembro más de la hermandad, un compagno al que se llamaba de
tu y no se le daba el tratamiento de lei. De hecho, el primer nombre de la lista
de Sraffa al que telefoneé en Roma, el historiador comunista de más prestigio del
momento, Delio Cantimori, gran experto en las herejías del siglo xvi, de andares
lentos, que tenía un ingenio mordaz y parecía mayor de lo que en realidad era, me
invitó enseguida a quedarme en la casa de Trastevere en la que vivía junto con su
esposa Emma, traductora de Marx. Allí, con su ayuda, entré en contacto con los
intelectuales antifascistas establecidos en Roma, que por aquel entonces eran en
su mayoría comunistas o simpatizantes del Partido. En un sentido u otro, casi
todo lo que aprendí de Italia —aparte de sus paisajes y de su historia del arte—
fue a través de los comunistas del país o de los italianos que seguían a su lado a
comienzos de los años cincuenta. Fue toda una suerte que mis amigos intelectua-
les de la izquierda italiana, y especialmente los historiadores, combinaran la prác-
tica y la teoría, y a menudo hicieran también la labor de periodistas observadores
y analíticos.
Sin embargo, prácticamente ningún turista que viajara por las zonas rurales
más apartadas de Italia en los años cincuenta encontraba a alguien dispuesto a
responder las preguntas de un extranjero, o a formulárselas él. Seguía siendo, des-
pués de todo, un país de comunicación verbal, cara a cara. En lugares como Spez-
zano Albanese (provincia de Cosenza, Calabria) los pocos periódicos que llega-
ban todavía se leían en voz alta para los analfabetos en los cafés, en los talleres y
en la «Sezione» del PCI. En 1955 el teléfono había llegado a San Giovanni in
Fiore, cuna del gran teórico milenarista medieval, el abad Gioacchino di Flore,
hacía apenas unos meses. Los forasteros, italianos o extranjeros, eran portadores
de noticias (incluso a aquellos que, quisieran o no, sabían que llegaban inevita-
blemente tiempos nuevos). «Las cosas están cambiando», me dijeron en más de
una ocasión en Sicilia en 1955. «Nuestras costumbres cada vez se parecen más a
las del norte, por ejemplo en el hecho de que las mujeres salgan a la calle. Al fi-
nal creo que seremos como ellos.»
320 AÑOS INTERESANTES
Por aquella época el PCI parecía la puerta principal para acceder a esos tiem-
pos nuevos. Contaba con una afiliación de unos dos millones de militantes —apro-
ximadamente una cuarta parte del electorado nacional—, que siguió aumentando
con cada convocatoria de elecciones hasta llegar a su momento de máximo apo-
geo a finales de los años setenta cuando más o menos igualó —los más entusias-
tas dijeron que estuvieron a punto de superarlo— el 34 por ciento alcanzado por
el partido del gobierno permanente, la Democracia Cristiana. Socialmente, el PCI
constituía una sección representativa de toda la sociedad italiana, así como un
partido de clase, sobre todo en sus grandes feudos del centro-norte del país: Emi-
lia-Romaña, Toscana y Umbría, unas regiones de gran cultura y prosperidad, de
gran dinamismo tecnológico y comercial, y una administración honesta. El co-
munismo italiano no era toda Italia, pero sin duda fue un elemento fundamental y
maravillosamente civilizador del país. Sin embargo, como el inconformismo en
Gran Bretaña, fue y sigue siendo una minoría.
No obstante, era un gran movimiento profundamente arraigado en la socie-
dad. El popolo comunista, como sus cuadros lo llamaban, era algo más que una
mera colección de cruces marcadas en unas papeletas de votación o que la reno-
vación anual de los carnets de afiliación. Su gran acontecimiento recurrente, en
principio una manera de recabar apoyo financiero para el periódico del Partido,
L”Unita (que no era más leído por los comunistas que los demás periódicos por el
resto de los italianos), era una pirámide de fiestas populares cuya base estaba en
cada pequeño pueblo o distrito metropolitano, y que culminaba en la Festa Na-
zionale de 1”Unitá celebrada cada año en alguna localidad importante. Mi cone-
xión con la política italiana empezó cuando fui calificado en 1953 de «delegado
fraternal» y tuve que hablar, Dios sabe cómo, en una de esas fiestas que se cele-
braba en un pueblo junto al río Po. La Festa era esencialmente una excursión co-
lectiva de la familia nacional para gastar dinero en favor de la causa y una forma
de pasar todos juntos una jornada agradable con las esposas, los hijos, los amigos
y los líderes en los que se confiaba. Se dice que la primera vez que tuvo lugar en
Nápoles, la población de esa gran ciudad, consciente de que la afluencia espera-
da no iba a ser de turistas a los que esquilar, sino de compagni y gente sencilla,
atendió a la llamada de los líderes comunistas y durante veinticuatro horas se abs-
tuvo de practicar sus actividades proverbiales. La Festa también era, como cabe
suponer, una reunión política, pues, en los tiempos anteriores a la televisión, la
oratoria política de un invitado emblemático, su mérito proporcional a su dura-
ción, y su técnica basada en la de los actores al aire libre constituían además el
entretenimiento público más importante en el que podían participar los creyentes.
Como el popolo comunista era también el único sector de la población italiana no
perteneciente a la clase media aficionado a la lectura y a mejorar por sí mismo,
los editores progresistas confiaban en estas celebraciones, especialmente en la
Festa nacional, para llevar a cabo la mayor parte de sus ventas anuales, sobre todo
de las distintas enciclopedias, historias y otros artículos intelectuales básicos en
varios volúmenes. Con su habitual sentido del mercado nacional, mi editor, Giu-
lio Einaudi, escogió para el lanzamiento de la Storia del Marxismo en varios to-
mos (que yo coeditaba con otros) el que sería el momento de máximo apogeo del
DE FRANCO A BERLUSCONI 321
tioli (el que en 1937 había escondido y puesto a salvo los manuscritos del difun-
to Gramsci en el banco, hasta que pudieron ser trasladados, a través de Piero Sraf-
fa, hasta el cuartel general del PCI en el extranjero). En los años ochenta acabó
perdiendo el control de la empresa, y en 1991 Giulio Einaudi Editore fue vendi-
da al imperio mediático de Silvio Berlusconi. No logro recordar cuándo vi a Giu-
lio por última vez. Probablemente fuera en la fiesta de mi octogésimo cumplea-
ños organizada en mi honor por la ciudad de Génova en 1997, ya viejo, triste y
bastante apagado, en una Italia muy distinta de la de sus días de gloria. En otra
época él e Italo Calvino habían formado parte del séquito de honor del féretro de
Togliatti, que había reconocido su prestigio y sus simpatías políticas al conceder
a la editorial de Einaudi los derechos para publicar las obras del propio Antonio
Gramsci. Por desgracia, por aquel entonces lo que había sido otrora el PCI de To-
gliatti también estaba en decadencia.
Entre 1952 y 1997 Italia conjugó su espectacular transformación social y cul-
tural con una política inamovible. Al finalizar la Guerra Fría la población de esta
península tradicionalmente pobre poseía más automóviles por habitante que
prácticamente cualquier otro Estado del mundo. El país del Papa legalizó el uso
de anticonceptivos y el divorcio, acogiendo con entusiasmo el primero, pero abs-
teniéndose notablemente del segundo. Era un país distinto. Pero desde que em-
pezó la confrontación de los países del este y del oeste en 1947 quedó claro que
Estados Unidos no permitiría bajo ninguna circunstancia que los comunistas su-
bieran al poder en Italia, ni siquiera que fueran elegidos para desempeñar cargos
en el Gobierno. Éste siguió siendo el principio básico de Washington, cabría de-
cir su «postura irrenunciable», mientras hubiera una URSS y un PCI, y durante
unos cuantos años después de que ambos desaparecieran. Pero también quedó
igualmente claro que un Partido Comunista de masas no podía ser eliminado ni
por una represión policial ni por una decisión constitucional, aunque la gran re-
vuelta rural de la Italia meridional, cuyas consecuencias suscitaron mi interés por
la «rebelión primitiva», se desvaneciera a mediados de los años cincuenta. Ha-
ciendo gala de su sentido realista, los democristianos aceptaron este hecho y per-
mitieron que el PCI tuviera un espacio político en sus regiones, en la cultura y en
los medios de comunicación. Al fin y al cabo, habían fundado la República jun-
tamente con los comunistas. Dentro de Italia la Guerra Fría no fue un juego de
suma cero.
Así pues, la Italia a la que llegué había empezado a acomodarse a un futuro
previsible, lo mismo que Japón, como satélite político increíblemente corrupto
de Estados Unidos, bajo un partido único, la Democracia Cristiana, mantenido
en el poder de manera permanente gracias al veto de los norteamericanos. Cuan-
do llegué a Italia por primera vez, pude observar que la modesta mafia siciliana
de posguerra seguía siendo prácticamente una organización indocumentada e in-
calificable, mientras que la camorra napolitana, quizás incluso más poderosa hoy
en día, parecía entonces extinguida.? Ambas organizaciones son producto del sis-
tema político de la Guerra Fría. Durante las décadas que siguieron a 1950 la Re-
pública italiana se convirtió en una institución extraña, laberíntica, con frecuen-
cia absurda y a veces hasta peligrosa, cada vez más alejada de la realidad de la
DE FRANCO A BERLUSCONI 325
vida de sus habitantes. El comentario irónico de que Italia era la prueba de que
un país podía funcionar sin un Estado, demostrando así que Bakunin tenía razón
y Marx no, no se atiene totalmente a la verdad, pues los italianos se han pasado
buena parte de su tiempo esquivando a un Estado que sobre el papel era fuerte,
todopoderoso e intervencionista. Los italianos tenían que ser, y eran, buenos en
ese juego, pues la transformación masiva del poder, los recursos y el empleo pú-
blico en un sistema de patrocinios y tráfico de influencias a escala nacional hizo
que fuera cada vez más necesario encontrar formas de que la sangre de la ciuda-
danía circulara por un millón de vasos capilares con el fin de evitar el flujo por
unas arterias principales cada vez más obstruidas. «Arreglárselas» —más gracias
a los contactos que utilizando sobornos— se convirtió en el lema nacional italiano.
En algún lugar entre una sociedad civil próspera y más segura de sí misma
que nunca y las actividades esotéricas del Estado, y cubierto por infinitas capas
de silencio y ofuscación, se encontraba la esfera del poder. No tenía constitución
ni estructura formal. Era un complejo acéfalo de centros de poder que debían en-
tenderse entre ellos a escala local o nacional: privados, públicos, legales, clan-
destinos, oficiales y no oficiales. Todo el mundo sabía, por ejemplo, que el avvo-
cato —Gianni Agnelli, jefe de la familia propietaria de la FIAT y de otras muchas
cosas más— era un centro de poder a escala nacional, del mismo modo que él era
consciente de que, aunque ningún Gobierno italiano podía dejar de entenderse
con él, a su vez él tenía que entenderse con quien moviera los entresijos en Roma.
Una parte de esa esfera de poder era secreta y seguía caminos subterráneos, aso-
mando sólo media cabeza en determinados períodos de crisis como los que tuvie-
ron lugar en los años setenta y ochenta. En dichos períodos los políticos italianos
volvieron al estilo operístico o Borgia, en medio de interminables discusiones, no
tanto sobre quiénes eran los asesinos de los cadaveri eccellenti,* sino acerca de
quién estaría detrás de ellos, de qué modo estaban vinculados a logias masónicas
discretas, pero influyentes, y sobre los proyectos ocultos para impedir que el PCI
entrara en el círculo del poder político aun cuando para ello fuera necesario un
golpe militar.
En los años noventa el sistema se vino abajo. El fin de la Guerra Fría privó al
régimen italiano de su única justificación, y una verdadera sublevación de la opi-
nión pública contra la codicia realmente espectacular del primer ministro socia-
lista y de su partido acabó con él. Todos los partidos de la Italia de posguerra que-
daron borrados del mapa en las elecciones de 1994, excepto el PCI, cuya
reputación de honestidad relativamente merecida lo salvó de la quema, y los ne-
ofascistas, que también habían estado permanentemente en la oposición. Por des-
gracia, en los años noventa en Italia, como en el resto del mundo, quedó demostra-
do que era posible acabar con un viejo régimen malo, pero sin que se produjeran
necesariamente las condiciones para crear uno mejor.
* Título de la película de Francesco Rosi producida en 1976, basada en una novela del gran es-
critor siciliano Leonardo Sciascia.
326 AÑOS INTERESANTES
rr
“partido de opinión” como los demás». ¿Cómo se podía hablar de política del
mismo modo con los astutos periodistas más bien jóvenes, expertos conocedores
de los medios, que llamaban del periódico del Partido (ahora luchando para se-
guir adelante), L”Unita, que con la generación de periodistas partisanos y de la li-
beración? Con el rejuvenecimiento de sus cuadros, el Partido descubriría que había
cambiado el talante de los mismos. A medida que iba decayendo y abandonaba
una parte demasiado importante de una gran tradición que llevaba su nombre, se
preparaba a abrirse camino a través de los años noventa en la incertidumbre de su
improvisado logotipo botánico recién estrenado: la encina y el olivo.
Cinco años después del fallecimiento de Berlinguer había caído el Muro de
Berlín, y el PCI, abandonando sus símbolos y tradiciones, reconstruía sus propias
estructuras y cambiaba su nombre para presentarse de un modo poco definido
como el Partido Democrático de Izquierda (la etiqueta habitual a la que recurrían
los antiguos partidos comunistas de Moscú), frente a una encarnizada oposición
interna y la secesión de un nuevo Partido de Refundación Comunista.
Así, a la larga, disfrutar de Italia resultó más fácil que entenderla. Paradójica-
mente, fue más fácil en la época de la crisis de la República. Desde un punto de
vista personal, Italia fue durante los años ochenta una sucesión de acontecimien-
tos públicos y conversaciones académicas en lugares cuyo conocimiento no dis-
minuía su belleza, de días transcurridos con amigos principalmente en la casa de
campo de Rosario y Anna Rosa Villari en Toscana o en los alrededores. Era un
país irreal, en el que uno se tendía acompañado de amigos en la terraza con vis-
tas a la Val d'Orcia después de almorzar, escuchando la voz de la Callas cantan-
do «Casta diva», procedente de un tocadiscos colocado en una habitación del piso
de arriba.
Mientras tanto, la Italia colectiva de los años ochenta era una especie de re-
ductio ad absurdum de la vida pública, una época de política manchada mode-
radamente de sangre de los hermanos Marx. Mientras los hombres de Craxi
compraban a toda una serie de antiguos «intelectuales progresistas», algunos mi-
nistros socialistas con un elevado nivel de vida entraban apretando el paso en los
nightclubs con jóvenes aspirantes a estrella del cine, sus facturas eran pagadas
por una clase empresarial deseosa de atraersesu favor, cantidades ingentes de di-
nero destinadas a subvencionar grandes catástrofes sísmicas desaparecían esfu-
mándose en el aire, las finanzas del Vaticano atravesaban momentos muy turbios
debido a la especulación económica de ciertos banqueros vinculados con la Ma-
fia, uno de ellos aparecido ahorcado bajo el puente londinense de Blackfriars, y
un profesor napolitano conseguía construirse un imperio académico en un pala-
cio municipal a base de sus investigaciones, respaldado por las referencias de al-
gunos colegas eminentes que no supieron darse cuenta de que cada uno de sus li-
bros eran traducciones literales de tesis doctorales alemanas.
Mi recuerdo más vivo de esos años es el de un corto viaje de un día a Roma,
marxiano en dos sentidos. La televisión italiana me había invitado a participar en
un programa con motivo del centenario de aquel gran hombre, bajo el título de
Una velada con Karl Marx.
La «velada» fue verdaderamente surrealista, aunque por desgracia nunca vi el
328 AÑOS INTERESANTES
encuentra a lo largo de sus viajes. Habla de Irene, la ciudad que sólo puede ser
vista desde fuera. ¿Cómo es vista desde dentro? No importa. «Irene es el nombre
de una ciudad lejana. Cuando uno se aproxima, deja de ser ella.» También habla de
las ciudades prometidas, pero aún no descubiertas, cuyos nombres ya aparecen en
los mapas de Kublai: Utopía, la Ciudad del Sol. Pero no sabemos cómo llegar ni
cómo entrar en ellas. ¿Y qué puede decir, pregunta finalmente el emperador, de
las ciudades de pesadilla, cuyos nombres también conocemos?
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Capítulo 21
EL TERCER MUNDO
pero un Sarabhai sería el director del programa nuclear indio. Durante la primera
generación después de la independencia, los asuntos —tanto públicos como pri-
vados, desde el Gobierno o desde la oposición— de una India poblada por varios
cientos de millones de habitantes serían gestionados por un establishment extra-
ordinariamente anglicanizado y de mentalidad moderna de unas 100.000 personas
pertenecientes a unas familias cultísimas (es decir, riquísimas), unas que habían
servido al Raj y otras que habían creado el movimiento de liberación. Lo extraño
de esta combinación se puso de manifiesto en una cena de Navidad en casa de
Renu Chakravarty, que tenía ojos de gacela, por entonces parlamentario comu-
nista —el PC todavía no se había dividido— y persona de gran influencia en Cal-
cuta. Después del jamón y el pavo, proporcionados por el primo de Renu, secre-
tario del Calcutta Club, que evidentemente no había abandonado el menú de la
época en la que no se habría permitido la entrada en el edificio a ningún indio, ex-
cepto a los criados, sirvieron biryani y por último pudín de Navidad, proporcio-
nado asimismo por el Club, y una especie de buyo (semillas de areca) para mas-
car. Estaban anglicanizados incluso en la lengua que hablaban en su casa y en la
que escribían y leían con más comodidad, pues tuve la sensación de que entre
ellos sólo los bengalíes y quizás algunas de las familias musulmanas más tradi-
cionales cuyos hijos radicales leían a los poetas progresistas en lengua urdu (ad-
mirados por mis viejos amigos y camaradas Victor Kiernan y Ralph Russell) vi-
vían su vida mental plenamente en la lengua de su país.
Eso es todo —en realidad no mucho— lo que se puede aprender de una so-
ciedad a través de la amistad personal. Los amigos pueden estar demasiado en-
raizados en ella para reconocer sus peculiaridades, y en todo caso la clase es un
factor de segregación de las experiencias cuando menos tan grande como la dis-
tancia, la cultura o la lengua. Cuando el Partido lo puso al frente del sindicato de
tranviarios de Calcuta y posteriormente del de los trabajadores del yute de Ben-
gala (Occidental), mi admirado amigo y compañero del King's, el difunto Indra-
jit (Sonny) Gupta, posteriormente secretario general del Partido Comunista y du-
rante un breve período ministro del Interior, tuvo que aprender tantas cosas sobre
la clase trabajadora de Calcuta como cualquier extranjero. Lo que supongo que
debo a esas amistades, basadas en la camaradería antirracista del comunismo es-
tudiantil, es la distinción entre el sentido de igualdad y la conciencia del color de
la piel o del pelo, de la apariencia física y de la cultura. La aldea global de los ne-
gocios, la ciencia, la tecnología y las universidades del siglo xx1 tiene tantos co-
lores que éstos probablemente dejen de ser un problema, aunque sospecho que si-
guen siéndolo. Antes de 1960 aproximadamente el sentido de la superioridad
racial de los blancos de los países occidentales se veía reforzado por el peso del po-
der de Occidente y los logros alcanzados en todos los terrenos, excepto en algu-
nas artes, y por la mera superioridad física de las razas consideradas habitualmente
inferiores, y por lo tanto psicológicamente repelidas, reprimidas y sobrevalora-
das, especialmente por los varones blancos. Los judíos israelíes no disimulaban
el desprecio que sentían por «los árabes», especialmente antes de 1987, cuando la
intifada todavía no había acabado con la aceptación pasiva de la ocupación de los
territorios de los palestinos por parte de los israelíes. Fue una experiencia tan ex-
EL TERCER MUNDO 335
traña como instructiva ser tratado como uno de ellos durante mi visita a Cisjor-
dania en 1984, la única vez que he estado viviendo bajo la autoridad de un ejér-
cito extranjero.
La enorme ventaja del comunismo, especialmente si se veía reforzada por los
lazos de la amistad, era que no se podía tratar a un compañero más que como a un
igual. La evidente seguridad en sí mismos de unos pocos favorecidos de las elites
«coloniales» de color que entraron en las universidades británicas de antes de la
guerra ayudó. Del mismo modo que los caballos advierten el temor de sus jine-
tes, también los humanos advierten en sus congéneres la prevención de ser trata-
dos como inferiores. Las clases dirigentes y los conquistadores han explotado
siempre esas expectativas de superioridad. Mis amigos «coloniales» de antes de
la guerra no esperaban ser tratados como inferiores.
No obstante, hasta que la universidad no me concedió una bolsa de viaje para
ir al Norte de África francés en 1938, no estuve nunca en lo que luego se llama-
ría el Tercer Mundo, pues salí de Egipto siendo un niño de pecho. Fui a Túnez y
la parte oriental y central de Argelia, desde el mar hasta el Sahara, pero nunca lle-
gué al oeste de Argelia ni a Marruecos, y adquirí un escepticismo que me duraría
el resto de mi vida ante las estadísticas sobre las condiciones de las zonas rurales
en esos países a partir de las informaciones de un solitario funcionario francés,
dispuesto a hablar con cualquier visitante culto. («Cuando el Gobierno me pide
que haga un censo del ganado, hago unas cuantas preguntas al buen tuntún, pues
de lo contrario los animales se esfumarían en los montes. Luego echo una ojeada
a lo que se respondió la última vez y escribo una cifra que parezca plausible.»)
También aprendí a sentir respeto por las montañas y las gentes de la Kabilia, y
por la inteligencia y la erudición de los expertos franceses en el Magreb y el is-
lam, aunque la mayoría de ellos, como los británicos que se dedicaban al estudio
de la antropología africana, estaban al servicio de su imperio. Conocí al presi-
dente del pequeño Partido Comunista argelino, exiliado en el Sahara después de
1939 y asesinado, pero no al revolucionario más importante de la época, Messali
Hadj. A menudo me he preguntado si no habría sido mejor historiador si, al aca-
bar la guerra, hubiera vuelto a investigar «El problema agrario en el Norte de
África francés», tema de trabajo con el que regresé bajo el brazo de mi viaje. Las
personas a las que admiro —el gran historiador Fernand Braudel, mi amigo Pie-
rre Bourdieu y el difunto Ernest Gellner— encontraron la inspiración trabajando
en el Magreb, y puedo entender por qué. Sin embargo, si lo hubiera hecho, se ha-
brían enterado muy pocos. El fin de los imperios dio lugar a una generación de
amnesia en lo tocante a su historia, excepto, curiosamente, en el África subsaha-
riana. Además, la sangrienta guerra de Argelia de los años cincuenta y la decep-
cionante historia de este país una vez alcanzada la independencia habrían margi-
nalizado en gran medida este tipo de estudios. Debo señalar de pasada que,
mientras que el futuro de Túnez bajo la autoridad del que acabaría siendo su pre-
sidente, Habib Bourguiba, era ya identificable en 1938, absolutamente nada de lo
que hubiera podido saberse entonces de Argelia habría permitido a nadie prede-
cir, ni siquiera imaginar la fuerza que acabaría liberando ese país, el FLN (Fren-
te de Liberación Nacional).
336 . AÑOS INTERESANTES
II
La revolución de Fidel Castro en 1959 dio lugar a una repentina oleada de in-
terés por todo lo relacionado con América Latina, región acerca de la cual corrí-
an muchos rumores, pero sobre la que se sabía poco fuera de las Américas. Salvo
raras excepciones, los europeos residentes en la zona, excepto los refugiados de
la guerra civil española y los norteamericanos, vivían en su propio mundo, como
mis parientes chilenos, entre los que no se dio ningún matrimonio mixto, pues si-
guieron considerándose británicos expatriados o cuando menos refugiados euro-
peos. (Creo que mis cinco primos pasaron la Segunda Guerra Mundial sirviendo
a su país con uniforme británico.) Desde que el continente había sido descoloni-
zado, carecía de la numerosa literatura, tan inteligente como documentada, crea-
da por los administradores imperiales cuya tarea consistía en entender a sus paí-
ses para gobernarlos con eficacia. Las comunidades de empresarios expatriados,
como demuestra la historia, resultan casi absolutamente inútiles como fuentes de
información acerca de los países en los que operan, aunque los británicos en su
tiempo fundaron los clubes de fútbol en los que el patriotismo sudamericano ha
encontrado su expresión más intensa.
Latinoamérica estaba entonces más alejada del Viejo Mundo que cualquier
otra parte del globo, aunque no, por supuesto, de la potencia imperial del norte,
que supervisaba a sus satélites técnicamente independientes. Vivió las dos gue-
rras mundiales sólo como episodios portadores de prosperidad. Pasó por el siglo
más sangriento de la historia sin más que un breve conflicto internacional en su
territorio (la guerra del Chaco de 1932-1935, entre Bolivia y Paraguay), aunque,
por desgracia, no sin derramamientos de sangre en el ámbito nacional. Continen-
te con una sola religión, se ha librado hasta la fecha de la epidemia mundial que
supone el nacionalismo lingúístico, étnico y confesional.
No resultaba fácil abordar el caso de Latinoamérica. La primera vez que fui
allíen 1962, el continente atravesaba por uno de esos momentos periódicos de se-
guridad económica en expansión, articulado por la Comisión Económica para
Latinoamérica de la ONU, un grupo de expertos de todos los continentes con
sede en Santiago de Chile a las órdenes de un banquero argentino que recomen-
daba una política de industrialización planificada, fomentada por el Estado y en
buena parte de propiedad estatal y un crecimiento económico basado en la susti-
tución de las importaciones. El sistema pareció funcionar, al menos para ese es-
tado gigantesco, asolado por la inflación, pero en plena expansión, que era Bra-
sil. Era la época en la que Juscelino Kubitschek, presidente de la república de
origen checo, emprendió la conquista del inmenso interior del país mediante la
creación de una nueva capital, diseñada en gran parte por el arquitecto más emi-
nente del país, Oscar Niemeyer, militante reconocido del Partido Comunista,
enormemente poderoso, aunque ilegal, que, según me dijo, la diseñó pensando en
Engels.
Los principales países estaban atravesando además una de las fases de go-
biernos civiles constitucionales, raras en todo el continente, que no tardaría en
EL TERCER MUNDO EN
del Castro y a Mao. (Lo conocí diez años más tarde, cuando era un exiliado del
régimen militar brasileño, bajito, triste y desorientado, que vivía bajo la protec-
ción del llamativo ideólogo Ivan Illich, originario de la Europa central, en Cuer-
navaca, México.) Unas cuantas horas en sus oficinas de Río a finales de 1962 me
demostraron que el movimiento tenía poquísima presencia nacional, y que a to-
das luces ya había pasado su momento de gloria. Por otro lado, los dos grandes
movimientos campesinos o rurales de Sudamérica que cualquier observador con
ojos en la cara no habría podido dejar de ver a los pocos días de llegar a la zona
pasaron prácticamente desapercibidos y de hecho no fueron conocidos por el
mundo exterior a finales de 1962. Fueron los dos grandes levantamientos campe-
sinos de las regiones montañosas y fronterizas de Perú y el «estado de desorgani-
zación, guerra civil y anarquía local» en el que había caído Colombia tras la im-
plosión de la que fuera de hecho una revolución social en potencia producida por
la combustión espontánea que provocó en 1948 el asesinato de un famoso tribu-
no del pueblo, conocido en todo el país, Jorge Eliezer Gaitán.'
Y, sin embargo, todas estas cosas no estuvieron siempre completamente ale-
jadas del mundo exterior. El gran movimiento de ocupación de tierras por los
campesinos alcanzó su punto culminante en Cuzco, donde hasta los turistas que
no leían los periódicos locales podían observar, mientras paseaban entre las pie-
dras incas en el frío y sutil aire de la noche en la montaña, las infinitas colas de
indios silenciosos situadas a la entrada de las oficinas de la Federación Campesi-
na. El caso más llamativo de triunfo de una rebelión campesina en aquella época,
la que tuvo lugar en los valles de La Convención, se produjo no lejos de la mara-
villa que es el Macchu Picchu, conocida por todos los turistas de Sudamérica in-
cluso entonces. A sólo unos kilómetros de viaje en tren del gran yacimiento inca,
al final de la línea férrea, y tras unas pocas horas más en la parte trasera de un ca-
mión, se llegaba a la capital de la provincia, Quillabamba. Yo escribí uno de los
primeros informes sobre el caso publicados fuera del país. Para cualquier histo-
riador que tuviera los ojos abiertos, especialmente si estaba interesado por la his-
toria social, incluso aquellas primeras impresiones casi fortuitas constituían una
revelación repentina, casi como la contemplación de la cámara del tesoro del Mu-
seo del Oro de Bogotá para mi hijo de sólo ocho años, cuando lo llevé a visitarlo
varios años después. ¿Cómo podía dejarse de explorar aquel planeta desconoci-
do, pero históricamente tan familiar? Mi conversión total tuvo lugar, al cabo de
una O dos semanas, en medio de los infinitos cerros llenos de cuadras habitadas
por campesinas aimaras, acurrucadas en los enormes mercados callejeros de Bo-
livia, con sus pesadas trenzas y sus bombines a la cabeza. Incapaz de llegar a Po-
tosí, pasé la Navidad en compañía de otro solitario temporal, un funcionario de la
ONU de nacionalidad francesa, experto en el desarrollo de las aldeas, casi todo el
tiempo en el bar de un hotel de La Paz. Bebimos y mantuvimos conversaciones
interminables y apasionadas, como lo haría un hombre que vuelve de pasar una
temporada en las gélidas aldeas del Altiplano y que descarga sus experiencias
ante el primer oyente que encuentra. Fueron unas Navidades muy provechosas
desde el punto de vista intelectual y alcohólico, aunque por lo demás bastante ca-
rentes de espíritu navideño.
340 AÑOS INTERESANTES
TI
una región en la que los emigrantes de primera generación procedentes del Ter-
cer Mundo pueden llegar a presidentes, y en la que los árabes («turcos») solían
triunfar más que los judíos.
Lo que hacía este continente extraordinario más accesible a los europeos era
su inesperado aire de familia, como las fresas silvestres encontradas en el sende-
ro que discurría por detrás del Macchu Picchu. No era sólo que cualquier perso-
na de mi edad que conociera el Mediterráneo pudiera identificar a las poblacio-
nes diseminadas alrededor de la infinita superficie grisácea del estuario del Río
de la Plata y decir que eran italianos alimentados durante dos o tres generaciones
con enormes filetes de ternera, ni que estuviera familiarizado por sus raíces euro-
peas con los valores criollos predominantes de honor machista, honra, valentía y
lealtad alos amigos, o con las sociedades oligárquicas. (Hasta el enfrentamiento
entre los jóvenes revolucionarios de la elite y los Gobiernos militares durante los
años setenta no se abandonó la distinción social básica, tan claramente formula-
da en la novela de Graham Greene Nuestro hombre en La Habana, al menos en
varios países, a saber, la que existía entre las clases humildes, «a los que se puede
torturar», y las clases altas, «a los que no se puede torturar».) Para los europeos
esos aspectos del continente más alejados de nuestra experiencia se hallaban en-
raizados y enlazados a instituciones bien conocidas por los historiadores, como la
Iglesia católica, el sistema colonial español, o ideologías decimonónicas como el
socialismo utópico y la Religión de la Humanidad de Auguste Comte. Esta cir-
cunstancia subrayaba o incluso resaltaba la peculiaridad de sus trasmutaciones la-
tinoamericanas y lo que tenían en común con otras partes del mundo. Latinoa-
mérica era un sueño para los historiadores comparatistas.
Cuando descubrí este continente, estaba a punto de entrar en el período más
oscuro de su historia en todo el siglo xx, en la era de la dictadura militar, del es-
tado del terror y la tortura. Durante los años setenta hubo más de todo esto en el
llamado «mundo libre» de lo que se dio desde que Hitler ocupó Europa. Los ge-
nerales se hicieron con el poder en Brasil en 1964 y a mediados de los setenta los
militares gobernaban en toda Sudamérica excepto en los países de la costa del
Caribe. Las repúblicas centroamericanas, aparte de México y Cuba, habían sido
mantenidas a salvo de cualquier veleidad democrática gracias a la CIA y a la
amenaza oO la realidad de la intervención norteamericana desde los años cincuen-
ta. Se produjo una diáspora de refugiados políticos latinoamericanos que se con-
centró en los pocos países del hemisferio que ofrecían refugio —México y, hasta
1973, Chile—, o se diseminó por Norteamérica y Europa: los brasileños en Fran-
cia y Gran Bretaña, los argentinos en España, los chilenos en todas partes. (Aun-
que muchos intelectuales latinoamericanos siguieron visitando Cuba, fueron en
realidad muy pocos los que decidieron establecerse allí durante el exilio.) La «era
de los gorilas» (por usar la expresión argentina) fue esencialmente fruto de una
triple coincidencia. Las oligarquías dirigentes nacionales no supieron qué hacer
ante la amenaza planteada por las clases humildes, cada vez más concienciadas,
de la ciudad y del campo, ni ante los políticos populistas radicales que las atraían
con un éxito evidente. Los jóvenes de izquierda de clase media, inspirados por el
ejemplo de Fidel Castro, pensaban que el continente estaba maduro para una re-
EL TERCER MUNDO 345
recía triunfar. En efecto, la intentona fue sofocada por el Ejército de la forma bru-
tal habitual en él, con la ayuda de aquellos sectores del campesinado a los que se
habían enfrentado los senderistas.
Sin embargo, la más formidable y destructiva de las guerrillas rurales, las
FARC colombianas, siguió creciendo y proliferando, aunque en aquel país aho-
gado en sangre tuviera que vérselas no sólo con las fuerzas oficiales del Estado,
sino con los pistoleros bien armados de la industria de la droga y los salvajes «pa-
ramilitares» de los señores de la guerra. El presidente Belisario Betancur (1982-
1986), un intelectual conservador y civilizado, con una gran sensibilidad social,
al que Estados Unidos no tenía en el bolsillo —al menos en nuestra conversa-
ción no me dio esa impresión— inició la política tendente a entablar negociacio-
nes de paz con los guerrilleros, que ha seguido adelante, aunque con intervalos,
hasta la fecha. Sus intenciones eran buenas, y logró pacificar al menos a uno de
los movimientos guerrilleros, el llamado M19, el favorito de los intelectuales.
(Hubo una época en la que en cada fiesta celebrada en Bogotá solía haber uno o
dos profesionales que habían pasado una temporadita en las montañas con ellos.)
De hecho, las propias FARC estuvieron dispuestas a participar en el juego cons-
titucional creando una «Unión Patriótica» cuyo objetivo era funcionar como el
partido electoral de la izquierda que nunca había logrado aparecer en el espacio
situado entre los liberales y los conservadores. Tuvo poco éxito en las grandes
ciudades y cuando casi 2.500 de los alcaldes, concejales y activistas obtenidos,
después de deponer las armas, fueron asesinados en las zonas rurales, las FARC
mostraron un rechazo comprensible a cambiar las pistolas por las urnas. Fui el
anfitrión de uno de esos activistas, que iba a un congreso internacional o que vol-
vía de él, ya no recuerdo, en la cafetería del Birkbeck College, lejos de la violen-
ta frontera de las plantaciones de bananas, de las batallas entre las FARC y los
guerrilleros maoístas y los paramilitares de la zona de Urabá, cerca del istmo de
Panamá, donde desarrollaba sus actividades políticas legales. Cuando más tarde
pregunté por él a unos amigos, me dijeron que había sido asesinado.
IV
«Si desea usted entender Sudamérica —me dijeron antes de salir de Gran Bre-
taña—, debe usted ir a Macchu Picchu y leer el poema allí.» Por entonces todavía
no conocía al poeta, un hombre regordete cuyo elemento natural no era la monta-
ña, sino el mar, al que todavía está asomada su maravillosa casa, y que, cuando le
preguntaron que le gustaría ver de Londres, sólo manifestó un deseo: el velero
Cutty Sark en Greenwich. Murió con el corazón destrozado pocos días después
del derrocamiento de Salvador Allende. Yo leí su poema en Macchu Picchu en
1962, en lo alto de una de sus abruptas colinas, mientras se ponía el sol, en una
edición rústica argentina comprada en una librería chilena. No sé si me ayudó a
350 AÑOS INTERESANTES
entender Sudamérica como historiador, pero sé lo que quería decir el poeta y co-
nozco a los hombres y mujeres morenos, silenciosos, de ancho pecho y siempre
mascando coca en los que pensaba, esos hombres que se ganaron a duras penas
la vida en el aire sutilísimo del altiplano andino, donde es más difícil ser una per-
sona que en cualquier otro sitio desde el Ártico hasta el Antártico. Cuando pien-
so en Latinoamérica ésas son las personas que me vienen a la mente. No sólo el
poeta, sino también el historiador debe rendirles el tributo que se merecen.
Capítulo 22
DE F. D. ROOSEVELT A BUSH
esa imagen no procedía de las películas americanas. Los westerns tipo Tom Mix
tampoco eran de gran ayuda, ya que resultaba obvio incluso para los niños que la
vida en Norteamérica no tenía nada que ver con ellos. (Esto demuestra que sa-
bíamos muy poco de Estados Unidos.) Las películas de Hollywood cuya acción
tenía lugar en ese país no pretendían mostrar la vida americana, sino el país de en-
sueño que había en las fantasías de los aficionados al cine. Si nuestro concepto de
Estados Unidos se basaba en algo, era en la tecnología y en la música: la primera
como idea, la segunda como experiencia. Pues también conocíamos de segunda
mano las ventajas de la tecnología. Muy posiblemente ninguno de nosotros lle-
garía a ver nunca una cadena de montaje, pero sabíamos que era el sistema utili-
zado por la Ford para fabricar sus automóviles.
Por otro lado, lo artístico llegaba directamente a nosotros. Mi madre y mis
tías vibraban y bailaban al ritmo del foxtrot, y escuchábamos música fácilmente
identificable con Estados Unidos, aun cuando fuera en versión de orquestas y so-
listas ingleses. La radio y el gramófono nos acercaron a Jerome Kern y a Gersh-
win. El jazz, como era entendido entonces por la mayoría de la gente —una mú-
sica de ritmo sincopado con saxofones y sin instrumentos de cuerda tocados con
arco—, ya era en los años veinte el género musical característico en las diver-
siones de la clase media urbana. Significaba América, y debido a lo que Estados
Unidos simbolizaban, significaba la modernidad, el pelo corto para las mujeres
y la era de las máquinas. Hasta el personal de la Bauhaus se había fotografiado
con un saxofón. Y así, cuando me establecí en Inglaterra y gracias a mi primo
Denis me convertí en un apasionado del jazz, esta vez del verdadero jazz, se me
abrieron las puertas no sólo de una experiencia estética nueva, sino de todo un
mundo nuevo. Al igual que Alistair Cooke, uno de mis predecesores como edi-
tor de Granta, que por aquel entonces empezaba su carrera como comentarista
de por vida en Estados Unidos con un programa radiofónico llamado / Hear
America Singing (Oigo cómo canta América), yo también descubrí América por
el oído.
El jazz era una forma de adentrarse en la realidad norteamericana tan buena
como otra, pues en Gran Bretaña al menos el sonido musical y su significado social
—Una expresión muy típica de los años treinta— iban cogidos de la mano. Ser un
fanático del jazz no significaba sólo, y por razones obvias, estar en contra del ra-
cismo y a favor de la gente de color (esa época era antes de que quisieran ser lla-
mados negros y luego afroamericanos), sino engullir toda la información acerca
de Estados Unidos, aunque estuviera sólo mínimamente relacionada con el jazz:
y había muy pocas cosas acerca del país que no lo estuvieran en un sentido u otro.
De ese modo, todos los fans coleccionaban un sinfín de curiosidades apasionan-
tes sobre Estados Unidos, desde nombres de ciudades, ríos y rutas de ferrocarril
(Milwaukee, el ancho Missouri, el Aitchison, Topeka y Santa Fe), hasta los de
gángsters y senadores. En los años treinta una buena reputación podía depender
simplemente de estar al corriente de una serie de datos y de hechos de Estados
Unidos. Denis Brogan, un tipo de Glasgow bastante bebedor y poco aficionado al
trabajo que enseñaba política en Cambridge, era todo un experto en materia de
los dos países, pero la reputación que se ganó en la radio —a pesar de ser uno
DE F. D. ROOSEVELT A BUSH 353
la caza de brujas, con el que había entablado una amistad —que no superó esa
charla— debida a nuestra pasión común por Billie Holiday. Durante varios años
había bregado por toda Europa, haciendo películas bajo distintos seudónimos o
como le fuera posible. Por fin, en los sesenta, había empezado a tener éxito. No
sólo se estaba descubriendo su talento, sino también su valor de taquilla. La fa-
mosa pregunta («¿Eres o has sido alguna vez?») obstaculizaba su camino. Ami-
gos y empresarios le decían que ahora no sucedería nada si contestaba a ella. Me
consultó si debía responder, y con el planteamiento de su pregunta entendí que
estaba a punto de hacerlo. No podía echárselo en cara, pero había sido demasia-
do honesto, o demasiado mojigato, si le decía simplemente lo que él quería oír.
Quizás habría debido hacerlo. Para un hombre no es una nimiedad el hecho de
considerar si la oportunidad de consagrar su gran talento merece el sacrificio de
su orgullo y autoestima. Todavía siento la angustia que se escondía tras su pre-
gunta.
Afortunadamente para mí, no tuve que enfrentarme a un dilema semejante. Si
Estados Unidos me formulaba esa pregunta y decidía no aceptarme cuando la
contestara honestamente, entonces simplemente no iría allí. Desde luego, quería
ir. Y lo que es más, las razones para viajar a ese país se multiplicaban, aunque
sólo fuera por el hecho de que la comunidad académica norteamericana estaba in-
cluso en esos tiempos mucho más predispuesta a reconocer al británico hetero-
doxo que al típico aferrado a la tradición.
Fue entonces cuando surgió la oportunidad de visitar el país que hasta ento-
ces sólo había conocido, como si en realidad lo fuera, como una realidad virtual.
En uno de los primeros congresos internacionales de sociología de posguerra
—£n Amsterdam en 1956 o, más probablemente, en el de Stresa de 1959— había
entablado amistad con el economista Paul Baran, un refugiado alemán de los
años treinta, quien afirmaba ser el único marxista declarado que era profesor nu-
merario en Estados Unidos.' Debí de haberme entendido muy bien con ese hombre
corpulento, pasional, de mirada bondadosa y que arrastraba los pies cuando ca-
minaba, pues me invitó a pasar una temporada en su casa y a dar clases durante
el trimestre estival en la Stanford University en 1960. Planeamos elaborar juntos
un artículo en respuesta al estudio, recientemente publicado, de Walt Rostow,
Las etapas del crecimiento económico, una obra que se definía a sí misma como
«Manifiesto anticomunista», de la cual se hablaba mucho por aquel entonces. Lo
escribiríamos posteriormente en una cabaña del lago Tahoe.?
Esa vez el problema de mi visado desapareció como por arte de magia, gra-
cias a la falta de experiencia burocrática del consulado de Estados Unidos en
Londres: se olvidaron de formularme la pregunta. Mi estatus de visitante en Es-
tados Unidos no quedó resuelto definitivamente hasta 1967, cuando me ofrecie-
ron ocupar una cátedra de invitado en el Massachusetts Institute of Technology
(MIT). Afortunadamente esta institución estaba acostumbrada tanto a ocuparse
de solicitudes de visado de personas cuyo entorno suscitaba sospechas en el FBI
y en la CIA como a las maniobras políticas de Washington. Su prestigio y el de
su presidente, así como el hecho por todos conocido de que el centro llevaba a
cabo una labor importante para el Estado, confería al MIT fuerza suficiente para
DE F. D. ROOSEVELT A BUSH 355
II
Así pues, en 1960 Estados Unidos de América dejó de ser para mí una reali-
dad virtual y se convirtió en un país real. ¿Cómo fue? Ahí, al menos en un primer
momento, mi calidad de aficionado al jazz resultó mucho más relevante que mis
contactos marxistas o académicos. Pues lo cierto es que en 1960 los marxistas
americanos de mi generación estaban bastante aislados del mundo en que vivían,
y los historiadores académicos que conocía tampoco parecían estar muy al co-
rriente de él. En Nueva York podía discutir acerca de los problemas de la acu-
mulación de capital y de la transición del feudalismo al capitalismo con mis ami-
gos de Science and Society, la revista anglófona más antigua del marxismo
intelectual, con la que colaboraba, pero lo que me enseñaban de Nueva York no
fue más que lo que cualquier otro judío de clase media-baja de Manhattan habría
mostrado a un visitante del extranjero: dónde estaban las tiendas que vendían
buenos productos lácteos y las de libros de segunda mano (un artículo que por
aquel entonces no quedaba reducido a la librería Strand entre Broadway y la
Doce), qué era la Dr. Brown's Celery Tonic y que en Estados Unidos el pastrami
no era lo que los ingleses llamaban carne de vaca salada.
Aprendí bastantes más cosas a través de Paul Baran en la Costa Oeste, prin-
cipalmente porque (creo que gracias a la que entonces era su amante, una señora
japonesa de California) conocía a los intelectuales que trabajaban con el Interna-
tional Longshore and Warehousemen's Union (ILWU; Sindicato Internacional
de Estibadores y Almacenistas) de Harry Bridges, la piedra angular de la izquier-
da de la zona de la Bahía. Su campo de acción abarcaba todos los puertos del Pa-
cífico desde Portland a San Diego, y, en gran medida, participaba en cualquier
actividad que pudiera organizarse en Hawai. Para mi gran satisfacción, tuve el
placer de conocer personalmente a Bridges, un héroe larguirucho y con nariz
aguileña, que había logrado imponer la contratación exclusiva de trabajadores a
través del sindicato según las condiciones californianas a la patronal de la costa
del Pacífico, que no eran precisamente unos angelitos, utilizando para ello dos
huelgas generales y un sentido firme del poder y una estrategia sólida en la mesa
de negociaciones. También había tenido que luchar para no sucumbir a los diver-
sos intentos del Gobierno norteamericano de deportarlo por extranjero subversi-
vo. Por aquel entonces estaba en el proceso de supervisar a regañadientes la eu-
tanasia de los trabajadores de la costa del Pacífico, negociando la sustitución de
mano de obra por las nuevas tecnologías en materia de contenedores y camiones
cisterna, y exigiendo una pensión suficiente de por vida para los miembros del
sindicato que se quedaban sin trabajo. La organización sindical seguía siendo
fuerte, y las convicciones revolucionarias de Bridges, manifestadas con un acen-
to australiano que hacía muy pocas concesiones a media vida como líder sindica-
lista norteamericano, no estaban empañadas. Continuaba soñando con una huelga
general de los trabajadores portuarios de todo el mundo que llevara a los capita-
listas a postrarse de rodillas ante ellos, pues para la gente que vive en la costa los
grandes océanos son puentes entre los continentes, y no barreras. No es que tu-
DE F. D. ROOSEVELT A BUSH 357
viera mucho tiempo para ocuparse de los marineros, a los que consideraba unos
«holgazanes» porque carecían del espíritu de resistencia tenaz de un sindicato en
tierra firme como el que tenían los estibadores, los cuales se mantenían unidos se-
gún su especialidad o en las comunidades habituales. Tampoco, como buen aus-
traliano, estaba acostumbrado a tratar con los pommies.* Me comentó que en su
época de marinero durante su juventud anduvo en relaciones con la hija de un es-
tibador del puerto de Londres. Ello hizo que sintiera un desprecio permanente por
la resignación y la pasividad con las que los obreros británicos aceptaban una per-
tenencia a una clase social inferior.
Como estábamos en 1960, hablamos acerca de las elecciones presidenciales.
Jimmy Hoffa, de los camioneros, objetivo de Bobby Kennedy y el FBI, estaba
considerando la posibilidad de pedir el voto de su sindicato para Nixon en lugar
de Kennedy. La buena voluntad de los camioneros era primordial tanto para los
obreros como para la patronal en California, pero Hoffa no gozaba de buena re-
putación. Bridges, que no sentía ninguna devoción especial por ninguno de los
dos «partidos burgueses», veía todo esto como una elección puramente pragmá-
tica. Le pregunté si acaso Hoffa no estaba en manos de los gángsters. «Quizás tra-
baje con gorilas —respondió Bridges tajantemente y desde la experiencia—, pero
es un tipo sólido y, que yo sepa, nunca ha abandonado a sus compañeros. De lo
que él quiere aprovecharse es de los patronos, no de los trabajadores.» Nunca na-
die acusó a Bridges de hacerse rico o de abandonar a sus compañeros. Murió
poco después de que lo conociera, mientras San Francisco se alejaba cada vez
más de la ciudad de Bridges y de Sam Spade. Lo recuerdo con admiración y ter-
nura. Su sindicato a todas luces conocía a las mafias. Una tarde uno de sus orga-
nizadores, que posteriormente entró en las esferas académicas, me dio el equiva-
lente a un seminario acerca de negociaciones con la Mafia, con la que el ILWU
debía coordinar sus actividades, pues, aunque los sindicatos portuarios de la cos-
ta del Pacífico eran organizaciones limpias, los del Golfo y los de la costa del
Atlántico estaban controlados por ella. Al parecer, el trato con la Mafia se basa-
ba en dos presupuestos elementales y un conocimiento de sus limitaciones. El
primero, un respeto mutuo, estaba garantizado. Ambas organizaciones operaban
en los puertos, que no eran precisamente un juego de niños. Sabían las reglas que
imperaban en ellos, siendo la más importante de ellas que no hubiera soplones.
Los representantes de un grupo no tenían por qué confiar en los del otro, pero po-
dían hablar entre ellos. El segundo era que no debían aceptarse favores, por sim-
bólicos o nimios que fueran, de la Mafia, porque ello se interpretaría automática-
mente como una forma de establecer cierta dependencia. Así pues, siempre se
rechazaba educadamente, pero con firmeza, cualquier sugerencia de que los dos
sindicatos podrían reunirse para decidir cuestiones de interés común —por ejem-
plo, marcar un día único para la finalización de los contratos— en un lugar di-
vertido como Las Vegas.
Por otro lado, el conocimiento de las limitaciones de la Mafia proporcionaba
a una organización al día políticamente como era un sindicato rojo la posibilidad
* Término peyorativo utilizado para designar a los inmigrantes ingleses en Australia. (N. del t.)
358 AÑOS INTERESANTES
de demostrar lo que a los ojos de las mafias debía parecer un tipo de poder real-
mente merecedor de respeto. Por supuesto, el ILWU carecía de poder, aun cuan-
do se pueda sospechar que los representantes y los senadores de Hawai se toma-
ran sus puntos de vista muy en serio. Simplemente tenía sus estrategias, sus
horizontes políticos nacionales, a una serie de intelectuales comprometidos y
bien informados, y sabía cómo moverse en el Capitolio. Por otro lado, según la
experiencia del ILWU, las perspectivas económicas de las mafias eran escasas y
sus horizontes políticos estaban limitados a los ámbitos locales. «Hablan con los
despachos de los concejales y de los alcaldes. Una vez los llevamos al Congreso
en Washington —me dijo el organizador—. Podían ver a los nuestros, saludar a
los diputados y a los senadores de todos los estados, les preguntamos si querían
conocer a Jimmy Roosevelt Jr., el hijo de F. D. R. Esto les impresionó. A partir
de entonces las negociaciones fueron mucho más fáciles.» Todo ello contribuyó
a que me vacunara contra la tendencia de los políticos en campaña y gente de a
pie a exagerar el poder y el alcance de la Mafia. O incluso su riqueza, aunque el
valor neto real de una familia de dicha organización, bastante modesto según los
estándares del dinero de verdad en Nueva York, sólo quedó registrado a comien-
zos de los setenta, la década en la que los italoamericanos se hicieron valer y Es-
tados Unidos escenificaba su romance (vía Hollywood) con los padrinos.? Tam-
bién me proporcionó una primera toma de contacto muy realista con la política
norteamericana.
¿Hasta qué punto hizo que cambiara mi visión de Estados Unidos? Como su-
cede con todos los observadores transatlánticos de Estados Unidos quedé fasci-
nado por los gángsters que, según descubrí, eran una subcultura de los intelec-
tuales estadounidenses. Afortunadamente, en los años cincuenta se podía tener
acceso por primera vez a una gran cantidad de material sobre la evolución del cri-
men organizado en Estados Unidos, que, naturalmente, prestaba bastante aten-
ción a las interacciones entre las mafias y el movimiento obrero. (Este aspecto no
había sido enfatizado en la imagen que tenían los jóvenes izquierdistas de la his-
toria del movimiento obrero norteamericano.) Mis estudios acerca de la Mafia si-
ciliana habían despertado en mí un interés profesional en las operaciones que lle-
vaba a cabo en el lado americano, por lo que estaba suficientemente familiarizado
con ella para escribir un breve estudio sobre «La economía política del gángster»
como una subvariedad de la economía de mercado, que pasó completamente de-
sapercibido, quizá debido en parte a que, por hacer una broma, lo envié al perió-
dico tory más antiguo, de hecho una publicación casi prehistórica que apenas se
leía, The Quarterly Review, que lo sacó en sus páginas sin chistar.* Por lo tanto,
cuando llegué a Estados Unidos estaba bien informado acerca de esos temas
(pero, por razones obvias, no lo estaba acerca de los planes inminentes de la fa-
milia Kennedy de utilizar sus conexiones con las mafias para eliminar a Fidel
Castro). Y sin embargo, en cierto modo todavía compartía la visión elemental de
un niño de escuela primaria o de la moral de Hollywood, por la que los buenos
(gente honesta) se comportan como buenos y son por lo tanto mejores que los
malos (chorizos), con los que no tienen nada que ver, aun cuando se ven obliga-
dos a coexistir con ellos. Incluso después de haber vivido durante mucho tiempo
DE F. D. ROOSEVELT A BUSH 359
La mayoría de mis contactos en el mundo del jazz eran hombres, salvo raras
excepciones como la tenaz profesional del mundo del espectáculo que dedicó su
vida a la promoción de la carrera del maravilloso pianista Erroll Garner, y que in-
tentó hacerme un gran favor llevándome con Garner al programa televisivo
Johnny Carson Show, pensando que así podría hacer publicidad de mi libro sobre
jazz que se acababa de editar. (Estaba tan alejado de la realidad editorial nortea-
mericana en 1960, treinta años por delante de la británica, que me pasé los cuatro
minutos que duró la entrevista sin apenas citar el título de mi libro.) La mayoría
de ellos eran refugiados pertenecientes al sector masculino convencional de la
vida norteamericana de los años cincuenta, la década de los hombres «con traje
gris de franela», excepto el descubridor de talentos y promotor más importante de
toda la historia del jazz, John Hammond Jr. Ningún visitante de fuera de la ciu-
dad al verlo, por ejemplo, frente al Village Vanguard, le habría preguntado nun-
ca, como me ocurrió a mí una vez que me encontraba con un amigo delante de un
lugar en North Beach, San Francisco: «Perdón, pero ¿son ustedes dos beatniks?»
Por supuesto, no había nadie que necesitara preguntarle quién era delante del pri-
mer lugar al que me llevó, Small's Paradise, en Harlem. John Hammond Jr. era
prácticamente una caricatura del clásico miembro de la Ivy League blanco, an-
glosajón y protestante de clase alta: de estatura elevada, pelo al cero, con esa es-
pecie de acento con el que uno se imagina que hablan los personajes de las nove-
las de Edith Wharton —pertenecía a la familia de los Vanderbilt— y aquella
sonrisa constante de la que hacía alarde. Como suele ser habitual en Estados Uni-
dos, esta última característica no era sinónimo de un gran sentido del humor. John
no era un hombre dado a la falta de formalidad o a la carcajada, al igual que
Benny Goodman —en otro tiempo cuñado suyo—, quien tenía la fama de dejar
helados a los que estaban a su alrededor con su mirada de basilisco. Siguió sien-
do hasta el final el clásico izquierdista no reformado y militante de los años trein-
ta, aunque el FBI nunca logró atraparlo y demostrar que era un comunista con
carnet. La historia del jazz en Estados Unidos antes de la Segunda Guerra Mun-
dial y, como John probablemente era el personaje más importante que utilizó su
influencia para lanzar la moda de la música swing de los años treinta, la propia
historia de Norteamérica no podía ser comprendida sin él. Le pregunté en su le-
cho de muerte de qué se había sentido más orgulloso en su vida. Respondió que
de haber descubierto a Billie Holiday.
Cuando lo conocí, ya no estaba en el meollo del mundo de la música, aunque
tampoco se puede decir que el hombre que estaba a punto de lanzar a Bob Dy-
lan a la fama estuviera totalmente anclado en el pasado. Otro neoyorquino anti-
guo amante del jazz, que se convertiría en mi mejor amigo americano, no sólo
no se limitó a hacer de este género musical su profesión como periodista para
mantener el contacto con todas las generaciones del momento, viejas y jóvenes,
sino que lo hizo con una espontaneidad tan natural, afable y surrealista que con-
quistó a todo el mundo. Era quien, entre otras cosas, acababa de descubrir a
Lenny Bruce, y además se hizo agente electoral de la campaña del gran trompe-
tista del bebop Dizzie Gillespie para las presidenciales americanas, unas elec-
ciones que en realidad ninguno de los dos se tomaban en broma, de Ralph
DE F. D. ROOSEVELT A BUSH 361
Gleason. De origen irlandés, dejó su ciudad, Nueva York, para trabajar como
columnista del mundo del espectáculo y de música popular en el San Francisco
Chronicle, un periódico que se jactaba de no pertenecer al imperio de William
Randolph Hearst, y de contar con unos colaboradores que no se sorprendían por
nada de lo que sucedía en esa ciudad acaudalada, cosmopolita y educadamente
disidente. Ralph vivía en una casa sencilla situada en lo alto de Berkeley, ro-
deado de colecciones de discos, cintas, proyectos musicales, grabados en varios
formatos y visitas (por lo general gente joven), todo ello bajo un riguroso orden
que mantenía Jeanie, su tenaz y protectora esposa. Yo consideraba su hogar
como un refugio en Palo Alto, y solía ir allí en el primer automóvil que tuve, un
Kaiser de 1948, que había comprado por cien dólares americanos, y que vendí al
concluir el trimestre estival a un especialista en lógica matemática de prestigio
internacional por cincuenta.
En lo referente a música y al negocio del mundo del espectáculo, la zona de
la bahía de San Francisco era en 1960 un lugar muy al día, un buen mercado,
pero a las afueras. Todo el mundo actuaba en la ciudad, pero era poco lo que sa-
lía de allí, excepto la primera ola tímida de música dixieland blanca. Era el típico
lugar en el que los maestros de edad más avanzada, como el gran pianista de jazz
Earl Hines, solían asentarse, trabajando para un club con público bueno y fijo. In-
cluso Duke Ellington prefería aceptar en esa ciudad un compromiso de trabajo en
un club antes que un concierto, circunstancia que me permitió disfrutar de una
velada inolvidable, la primera desde 1933, escuchando a su banda en el ambien-
te para el que había sido concebida, a saber, en un local para tomar copas en el
que se sabía hasta qué punto un grupo impactaba al público no por los aplausos
tras la actuación, sino por el silencio repentino que se hacía en las mesas a medi-
da que la gente dejaba de hablar para prestar atención a la banda.
San Francisco, aunque no era todavía la república del mundo gay ni la peri-
feria de Silicon Valley, contaba con un perfil nacional y una presencia reconoci-
da por todos en la vida americana, que no tenía nada que ver con la belleza sen-
sacional de su bahía. Era una ciudad liberal, aunque políticamente menos extremista
de lo que sería la vecina Berkeley en los años sesenta, que se sentía orgullosa de
sus disidentes (entre otros de Harry Bridges). Incluso entonces su postura frente
a las drogas era bastante permisiva. Para el modelo californiano, estaba cargada
de historia, contaba con el (entonces) Barrio Chino más famoso, el recuerdo del
Halcón Maltés y una reputación de ser el centro más importante de la literatura
de vanguardia de los años cincuenta, el movimiento de la beat generation, un fe-
nómeno muy de moda incluso para Ken Tynan, que me felicitó por mi decisión
de visitarla. «Allí» estaba la zona de los alrededores de Broadway, North Beach,
una especie de St. Germain-des-Prés del Pacífico, donde podía encontrarme con
Ralph en el Café Flore del lugar, y en Enrico's, delante de la librería City Lights,
mientras saludábamos y éramos saludados por las personalidades de la ciudad
que deambulaban por allí dando un paseo. A diferencia del neoyorquino, la gen-
te utilizaba el Broadway de San Francisco para pasear. Y al otro lado del puente
de la Bahía se encontraba Berkeley. A mediados de los años sesenta «los hijos de
la clase media americana blanca» hicieron de ese lugar durante un breve período
362 AÑOS INTERESANTES
que se avecinaban. Fue quien ayudó a uno de sus jóvenes seguidores a publicar
una nueva revista de rock, quien encontró el título —Rolling Stone— para ella en
un disco del cantante de blues de Chicago Muddy Waters; él, el hombre con me-
nos sentido comercial sobre la faz de la tierra, que gracias a esto y a lo que había
sido una marca discográfica de jazz y de sátira experimental, Fantasy Records, se
encontraría con más dinero del que estaba acostumbrado a disponer, pudiéndose
permitir el lujo de enviar whisky y puros a sus viejos amigos.
La última razón, pero no por ello la menos importante, era que por su estilo y
temperamento, Ralph, un hombre al que no podía concebirse fuera de Estados
Unidos, hacía que resultara más fácil entender su país, aun cuando su civilización
fuera en ciertos aspectos más extraña a los ojos de los europeos que la de cual-
quier otro lugar con la excepción de Japón. Poseía la que para los extranjeros
constituye la clásica combinación americana de amores y odios repentinos, la
sensiblería de los sentimientos (pero no de las palabras). No obstante, parecía in-
munizado contra los tres riesgos inherentes a la vida cultural americana: el ensi-
mismamiento, la tendencia a ponderar qué significa ser americano y la pesadez
intelectual. Gilipolleces tales como «los valores americanos» y «el sueño ameri-
cano» no constaban en su diccionario, del mismo modo que tampoco aparecían
todavía en las conversaciones privadas de Estados Unidos. Aceptaba a los ameri-
canos tal como eran. La retórica pertenecía exclusivamente a la vida pública del
pueblo americano y a las modalidades del amor aprobadas oficialmente. No creo
que hubiera contemplado jamás la posibilidad de una utopía americana sin la
existencia de un concejal corrupto aquí y allá, uno o dos predicadores radiofóni-
cos lascivos y millonarios, unas cuantos núcleos de disidencia contracultural apa-
sionada más allá incluso de la propia utopía y los establecimientos como el que
vi delante de los principales casinos de Reno, en Nevada, llamado «Sierra Club:
apuestas y venta de platos preparados kosher». Por otro lado, como vivía en las
Sodoma y Gomorra del planeta, Ralph tenía la esperanza de que Dios se abstu-
viera de destruirlas, porque siempre se podrían encontrar allí los diez hombres
justos necesarios para salvarlas. Él era uno de ellos.
Ralph pertenecía a ese producto exclusivo de Estados Unidos, el cuerpo de
observadores, en su mayoría periodistas, cuya crema probablemente fuera la ge-
neración de los años treinta-cincuenta, que era también la de las glorias del musi-
cal y la canción originariamente norteamericanos, que informaban acerca de su
país con amor, rebeldía y estupor. Puso a otros como él en mi camino. No podría
haber tenido una forma mejor de conocer Chicago, ciudad que no puede perder-
se ningún amante del blues.
Llegué a Chicago conduciendo de una tirada desde el Pacífico hasta el este,
reconocido desde que los beats lo celebraran como el rito de iniciación del ver-
dadero rebelde americano. Compartí los gastos del viaje con tres estudiantes de
Stanford muy poco del estilo de Jack Kerouac. Según los parámetros europeos,
no hay la suficiente variedad de distracción en los vastos espacios de montañas y
praderas, al menos para aquellos que no tienen la cabeza hecha polvo. Esto re-
sulta más difícil cuando cuatro personas se tienen que turnar al frente del volante
las veinticuatro horas del día, aunque hizo que me adormilara lo preciso para evi-
364 AÑOS INTERESANTES
tar por los pelos que chocáramos contra un vehículo que venía en dirección
opuesta por aquella autopista recta e interminable, a la altura de Laramie, en
Wyoming. La ciudad de Chicago, especialmente en agosto, alojado en una habi-
tación pequeña de un YMCA sin ningún tipo de refrigeración, sigue pareciéndo-
me el lugar donde más calor hacía de todos los que haya visitado. Insoportable
tanto por sus altas temperaturas en verano como por el viento gélido que corre en
invierno, simboliza la típica creencia americana de que las limitaciones que su-
ponen los fenómenos climáticos deben ser superadas por la tecnología y el dine-
ro si el fin —en este caso el comercio y el transporte— justifica los medios. Son
pocas las ciudades del mundo que resultan tan poco adecuadas como ésta para de-
sarrollar una simple existencia sin la ayuda de esos medios.
Este esfuerzo no era suficiente para hacer de Chicago algo más que la Segun-
da Ciudad, por mucho que lo intentara. Incluso en jazz, género musical del que
fue cuna gracias a la facilidad que tuvo para traerse a los mejores músicos y can-
tantes del delta del Mississippi, claudicaba frente a la supremacía de la Gran Man-
zana, y en el crimen organizado perdió su hegemonía tras la desaparición de Al
Capone, aunque seguía habiendo mafias suficientes. No había perdido su capitali-
dad como ciudad del blues, pero a diferencia de su rock and roll juvenil conoci-
do internacionalmente, el blues de Chicago, como la música gospel, pertenecía al
sinfín de guetos negros, deteriorados y uniformes que se extendían al sur y al oes-
te de la ciudad. Seguía siendo el arte de los inmigrantes pobres sureños, creado en
los bares de barriada, en iglesias con aspecto de tienda e incluso en los mercadi-
llos al aire libre. Contaba con uno de los pesos pesados del mapa político nacio-
nal, el alcalde Daley, el último y más importante de los capos de la ciudad, capaz
de garantizar el voto de Cook County a cualquier candidato demócrata, lo que le
fue muy bien a Jack Kennedy, pues fue determinante para su elección. Cuando
escribo estas líneas, la ciudad sigue siendo dirigida por su hijo.
Y sin embargo, ello imprimía a la ciudad una cierta sensación de comunidad
local. No puedo imaginarme a mi admirado Studs Terkel abriéndose paso en su
carrera en otro lugar. Es un hecho emblemático que el primero de los maravillo-
sos libros que le dieron fama mundial como escritor que se hacía eco de la vida
de la gente de la calle fuera Division Street: America,? un tapiz concebido mara-
villosamente como historia oral de Chicago a través de setenta individuos, cuyo
título se debe a una calle en el Near North Side de la ciudad —la zona más agra-
dable en 1960—, que le fue encargado por mi amigo y editor, Andre Schiffrin,
para una colección de libros sobre «los pueblos del mundo». En ciertos aspectos,
lo prefiero a otras obras suyas posteriores llenas de intervenciones y más ambi-
ciosas y famosas como Hard Times: The Oral History of the Great Depression,
Work, The Good War etc. Cuando lo conocí tenía cuarenta y ocho años y trabaja-
ba, como siempre, dirigiendo su programa radiofónico diario en una emisora lo-
cal, sobre lectura, música y todo tipo de cosas, especialmente entrevistas. Su ta-
lento exclusivo era una gran capacidad para hacer que la gente olvidara que
estaban hablando delante de un micrófono y que cualquiera podía escuchar lo
que decían, excepto un tipo un poco payaso con pajarita, que parecía oír lo que
ellos querían decir y que estaba al corriente acerca de los buenos y los malos
DE F. D. ROOSEVELT A BUSH 365
tiempos. Como de hecho lo estaba, pues su carrera como actor y figura televisiva
se había visto interrumpida por la caza de brujas anticomunista. Tras una tempo-
rada como agente publicitario de músicos negros de Chicago, que sabían perfec-
tamente qué eran los prejuicios, encontró un puesto en una radio local, donde no
se necesitaba mucho dinero y por lo tanto había menos de qué hablar. No obstan-
te, gracias al pacto de autodefensa mutua de los ciudadanos de Chicago frente a
los titulares fanáticos del exterior, nadie hizo resurgir el espectro del comunismo
en su contra, con lo que se convirtió en un personaje muy conocido. Al fin y al
cabo era parte de aquella pequeña comunidad, la de reporteros, comentaristas, au-
tobiógrafos y demás filósofos y observadores de bar que hay en toda gran ciudad
que reconoce a sus miembros.
¿Era ése el mejor modo para que un extranjero descubriera Estados Unidos?
Los hombres y mujeres que conocí con, o a través de gente como Ralph Gleason
y Studs Terkel, no eran ejemplos típicos del «norteamericano medio». Eran indi-
viduos como la reina del gospel, Mahalia Jackson, una de las mejores cantantes
del siglo xx, de la que Studs había sido agente de prensa, y que confiaba en pocos
hombres y todavía menos si eran blancos. La religión entre los afroamericanos
representa tanto una fe profunda, una plataforma pública y un arte competitivo
como una industria para obtener beneficios. Mahalia, una mujer corpulenta que
vivía en una gran mansión burguesa, a sabiendas de la necesidad constante de in-
térpretes del mundo del espectáculo para actuar en público, combinaba la discre-
ta confianza del alma próxima a Jesús con la del profesional de éxito. Había gen-
te como lord Buckley, por aquel entonces en los últimos meses de su vida, una
combinación de voz pastosa típica de director de circo de la época victoriana,
amante del jazz y recitador de la Biblia y de Shakespeare en un impecable len-
guaje callejero negro, que tocaba en la sesión de las dos de la mañana del Gate of
Horn. Era gente como Bill Randle de Cleveland, que había hecho conocer a Elvis
Presley al público del norte del país, de profesión disc-jockey, todo un especialis-
ta en historia de la radio, los indios y otras herencias culturales norteamericanas
por vocación. (Sigo sin comprender cómo Cleveland, ésa interminable franja que
rodea el lago Erie, ha desempeñado un papel tan fundamental en la promoción
del rock and roll.) Lo menos que puedo decir es que el Estados Unidos que co-
nocí gracias a esos hombres y mujeres no era en absoluto aburrido.
La Norteamérica universitaria que marcó mi experiencia profesional de Esta-
dos Unidos durante más de cuarenta años no era una buena forma de conocer el
país, aunque sólo sea por el hecho de que la vida de los académicos, aldeanos en
sus pequeñas aldeas nacionales y globales, no difiere mucho de un país desarro-
llado a otro, y lo mismo cabe decir de la vida de los estudiantes. Los académicos
norteamericanos se relacionan con los recién llegados con suma facilidad, pues-
to que la movilidad geográfica es inherente a la estructura de sus carreras profe-
sionales, como, de hecho, también es inherente al estilo de vida nacional. Estados
Unidos siguen siendo un país de hombres y mujeres que cambian de residencia,
de trabajo y de amistades con muchísima más frecuencia que el resto del mundo.
Además, salvo algunas excepciones notables, las universidades eran comunida-
des autosuficientes situadas junto a ciudades de tamaño medio y pequeño que no
366 AÑOS INTERESANTES
00
ber ganado la Guerra Fría contra la URSS, decidió de forma poco plausible el 11
de septiembre de 2001 que la causa de la libertad se veía de nuevo comprometi-
da en la lucha a muerte contra otro demonio, pero que esta vez se trataba de un
enemigo increíblemente poco definido, cualquier comentario escéptico acerca
de este país y su política cabe esperar que sea acogido, una vez más, con indig-
nación.
Y sin embargo, ¡cuán irrelevante, incluso absurda, es esa insistencia en reci-
bir la aprobación de los demás! Internacionalmente hablando, Estados Unidos
fue, según todos los parámetros, una historia de éxitos entre los Estados del siglo
xx. Su economía pasó a ser la más fuerte del mundo, tanto por el ritmo como por
el modelo de su crecimiento, su capacidad para los avances tecnológicos era úni-
ca, las investigaciones llevadas a cabo en los campos de las ciencias naturales
y las sociales, incluso sus filósofos, fueron dominantes en el panorama mundial, y
su hegemonía de civilización consumista global parecía un hecho indiscutible.
Terminó el siglo siendo el único poder e imperio del mundo que había sobrevivi-
do. Y lo que es más, «en algunos aspectos Estados Unidos representa lo mejor
del siglo xx».” Si midiéramos la opinión por emigrantes en lugar de por encarga-
dos de hacer sondeos, casi con toda seguridad Norteamérica sería el destino pre-
ferido de la mayoría de los seres humanos que deben o deciden trasladarse a un
país que no es el suyo; sin lugar a dudas lo sería de los que saben algo de inglés.
En mi calidad de uno de esos que decidió trabajar en Estados Unidos, mi caso
ilustra lo expuesto. Cabe admitir que trabajar en Estados Unidos, o que guste vi-
vir en este país —y especialmente en Nueva York— no implica un deseo de que-
rer ser norteamericano, aunque este punto resulte de difícil comprensión para una
gran parte de la población estadounidense. Tampoco implica ya para la mayoría
de la gente una elección definitiva entre su país y otro, como sucedía antes de la
Segunda Guerra Mundial, o si se quiere hasta la revolución del transporte aéreo a
finales de los años sesenta, por no hablar de la revolución de la telefonía y los
e-mail de los noventa. El trabajo binacional o incluso plurinacional y hasta la
vida bicultural o pluricultural se han convertido en un hecho corriente.
El dinero tampoco es su único atractivo. Estados Unidos promete una mayor
acogida al talento, a la energía, a las novedades, que otros mundos. También es el
país recordatorio de una vieja tradición, si bien en declive, de la investigación in-
telectual libre e igualitaria, como sucede en la magnífica Biblioteca Pública de
Nueva York, cuyos tesoros, a diferencia de lo que sucede en las otras grandes bi-
bliotecas del mundo, siguen siendo accesibles a todo aquel que entre por sus
puertas de la Quinta Avenida o las de la calle 42. Por otro lado, el coste humano
que conlleva el sistema para los que se quedan al margen o no logran integrarse a
él se hacía del mismo modo patente en Nueva York, al menos hasta que fueron
barridos, lejos de la vista de la gente de clase media, fuera de las calles o al inca-
lificable univers concentrationnaire de la población de las cárceles más numero-
sa, per cápita, del mundo. Cuando fui por primera vez a Nueva York, Bowery se-
guía siendo un gran vertedero de desechos humanos, un verdadero barrio de mala
vida. En los años ochenta quedó distribuido de modo más equitativo por las ca-
lles de Manhattan. Detrás de las conversaciones fortuitas por teléfono móvil que
368 si AÑOS INTERESANTES
tienen lugar en sus calles hoy en día sigo escuchando los monólogos de los inde-
seables y de los locos que deambulan por las aceras de Nueva York, en la que po-
dríamos considerar la peor década de la ciudad, por su falta de humanidad y su
brutalidad. Ese cúmulo de sobras o desechos humanos constituye la otra cara del
capitalismo norteamericano, en un país donde «sobrar» significa en la jerga habi-
tual del mundo del crimen «morir asesinado».
Sin embargo, a diferencia de otros Estados, en su ideología nacional Estados
Unidos simplemente no existe. Sólo alcanza metas. Su identidad colectiva sólo
surge para ser el mejor, el más grande, el país superior a todos los demás y el mo-
delo reconocido para el mundo. Como dice un entrenador de fútbol: «Ganar no es
sólo lo más importante, lo es todo». Ésta es una de las características que hace de
Estados Unidos un país muy extraño para los extranjeros. Todavía recuerdo la
sensación que tuve de haber llegado a casa, a mi propia civilización, cuando al re-
gresar de Estados Unidos tras haber pasado uno de mis semestres allí, nos detu-
vimos para tomarnos unas vacaciones cortas en un pueblo del litoral portugués
pequeño, humilde, lingúísticamente incomprensible para nosotros. La geografía
no tenía nada que ver con ese sentimiento. Cuando volvimos a Portugal unos
años más tarde a pasar unas vacaciones parecidas, esta vez de regreso de Suda-
mérica, no tuve esa sensación de haber superado un abismo cultural. No es la me-
nos importante de esas particularidades culturales la propia sensación de extrañe-
za de Estados Unidos («Sólo en América...»), o cuando menos su sentido de sí
mismo curiosamente desligado. La cuestión sobre su país que preocupa a tantos
historiadores norteamericanos, a saber, «¿Qué significa ser americano?», apenas
interesó a mi generación de historiadores en países europeos. En cualquier caso
en los años sesenta, ni la identidad nacional ni la personal parecían problemáticas
alos ojos de los visitantes británicos, incluso a los de aquellos que tenían un com-
plejo bagaje cultural centroeuropeo, como se desprendía de sus discusiones aca-
démicas locales. «¿En qué consiste esa crisis de identidad de la que tanto ha-
blan?», me preguntó Marlene tras abandonar una de esas reuniones en las que se
debatía el tema. Nunca había oído ese término antes de nuestra llegada a Cam-
bridge, Massachusetts, en 1967.
Los académicos extranjeros que descubrieron Estados Unidos en los años se-
senta estaban quizá más al corriente de sus peculiaridades de lo que lo estarían
hoy en día, puesto que un gran número de ellos todavía no se había integrado al
lenguaje omnipresente de la sociedad de consumo globalizada, que encaja per-
fectamente bien con el egocentrismo, o incluso con el solipsismo, profundamen-
te atrincherado de la cultura estadounidense. Pues, fuera cual fuera el caso en
tiempos de De Tocqueville, no ha sido la pasión por el igualitarismo, sino un
anarquismo individualista, esto es antiautoritario y antinómico, si bien curiosa-
mente legalista, lo que se ha convertido en el centro del sistema de valores en Es-
tados Unidos. Lo que pervive del igualitarismo es principalmente el rechazo de la
deferencia voluntaria a los superiores jerárquicos, lo que quizás explique la brus-
quedad cotidiana —según nuestros parámetros—, e incluso la brutalidad, con la
que se hace uso del poder en Estados Unidos, y por parte de este país, para esta-
blecer quién es capaz de mandar a quién.
DE F. D. ROOSEVELT A BUSH 369
do como la Gran Manzana. Sin embargo, por atípica que sea, una ciudad como
Nueva York no sería posible fuera de Estados Unidos. Incluso sus habitantes más
cosmopolitas son claramente americanos, como nuestro amigo, el difunto John
Lindenbaum, hematólogo de un hospital de Harlem y gran amante del jazz,
quien, cuando fue enviado a Bangla Desh para un proyecto de investigación mé-
dica, se llevó consigo una colección de discos de jazz y su molde para el helado.
En Nueva York hay muchísimos más judíos que en las demás zonas del país y, a
diferencia de lo que sucede en buena parte de Estados Unidos, la mayoría de sus
habitantes es consciente de que existe el resto del mundo, pero lo que aprendí
como neoyorquino no está fundamentalmente reñido con lo poco que conozco
del Medio Oeste y de California.
Curiosamente, las experiencias —lo que en los años sesenta se solía llamar
«las vibraciones»— de Estados Unidos han cambiado muchos menos que las de
los demás países que he conocido en los últimos cincuenta años. No existe compa-
ración entre vivir en el París, el Berlín o el Londres de mi juventud y hacerlo en
esas mismas ciudades en 2002; lo mismo sucede en Viena, que esconde delibera-
damente su transformación política y social convirtiéndose en el parque temático
de un pasado glorioso. Incluso físicamente el perfil de Londres, tal como se ve
desde las laderas de Parliament Hill donde se encuentra mi casa, ha cambiado
—hoy en día apenas puede verse el Parlamento—, y París dejó de ser la que era
cuando Pompidou y Mitterrand pusieron su sello en esa ciudad. Y sin embargo,
aunque Nueva York ha atravesado por el mismo tipo de convulsiones sociales y
económicas que las demás ciudades —desindustrialización, aburguesamiento, un
flujo masivo de gente del Tercer Mundo—, ni lo nota ni parece notarlo. Ello re-
sulta tanto más sorprendente desde el momento en que, como todo neoyorquino
sabe, la ciudad cambia año tras año. Yo mismo he sido testigo de la llegada de in-
novaciones fundamentales en la vida de Nueva York, tales como las verdulerías-
fruterías coreanas, la desaparición de instituciones básicas de la clase media-baja
neoyorquina, por ejemplo la de los grandes almacenes Gimbel, y la transforma-
ción de Brighton Beach en Little Russia. Y sin embargo, Nueva York ha seguido
siendo Nueva York, mucho más que Londres ha seguido siendo Londres. Inclu-
so el perfil de Manhattan sigue siendo en esencia el que tenía la ciudad allá por
los años treinta, especialmente ahora que ha desaparecido su añadido más ambi-
cioso de posguerra, las torres gemelas del World Trade Center.
Esta estabilidad aparente, ¿acaso es una ilusión? Al fin y al cabo, Estados
Unidos de América forma parte de la humanidad global, cuya situación ha expe-
rimentado unos cambios más profundos y rápidos a partir de 1945 que en cual-
quier otro período de la historia. Esos cambios nos parecieron allí menos espec-
taculares porque el tipo de sociedad de consumo de masas, próspera y avanzada
tecnológicamente, que no llegaría a Europa hasta los años cincuenta, no suponía
ninguna novedad en Estados Unidos. Mientras que en 1960 sabía yo que había un
abismo histórico que separaba la forma en que vivían y pensaban los británicos
antes y después de 1955, para Estados Unidos los años cincuenta fueron —o por
lo menos lo parecieron— una versión mejor y más grande del tipo de siglo xx que
los ciudadanos más prósperos de piel blanca conocían desde hacía dos gene-
DE F. D. ROOSEVELT A BUSH Esos
CODA
Las biografías suelen acabar con la muerte del protagonista. Las autobiogra-
fías no concluyen de una forma tan natural. Sin embargo, la de este libro tiene la
ventaja de terminar en el momento en el que tiene lugar una innegable y especta-
cular cesura en la historia del mundo, como consecuencia del ataque del once de
septiembre de 2001 a las torres gemelas del World Trade Center y al Pentágono.
Probablemente ningún otro acontecimiento inesperado de la historia universal
haya sido vivido directamente por tantos seres humanos como éste. Vi como se
iban sucediendo los hechos a través de la televisión en un hospital de Londres.
Para un historiador anciano y escéptico, nacido en el año de la Revolución rusa,
tenía todos los ingredientes de la maldad que se ha vivido en el siglo xx: matan-
zas, alta tecnología en la que no se puede confiar, el anuncio repetido de que una
vez más se estaba desencadenando una lucha global hasta la muerte entre las cau-
sas de Dios y el diablo, como si la vida real fuera una imitación de las películas
espectaculares de Hollywood. Las bocas públicas inundaban el mundo occiden-
tal de espuma, mientras periodistas de tres al cuarto buscaban palabras para ex-
presar lo indecible y, desgraciadamente, las encontraban.
De repente se produjo un abismo, magnificado por la retórica y las imágenes
universales de los medios de comunicación y de la política de la era americana,
entre el modo en el que Estados Unidos y el resto del mundo entendían lo que ha-
bía sucedido aquel día aciago. El mundo veía simplemente un ataque terrorista
particularmente trágico con un gran número de víctimas y una humillación pú-
blica momentánea de Estados Unidos. Por lo demás, la situación no era muy dis-
tinta de la que había habido desde el final de la Guerra Fría, y sin duda alguna no
era motivo de alarma para la única superpotencia del planeta.' Washington anun-
ció que el once de septiembre lo había cambiado todo, y con eso, realmente cam-
bió todo, al declararse de hecho único protector de cierto orden mundial encarga-
do de determinar las amenazas que pudieran surgir contra él. Quien no aceptara
esta premisa se convertiría en un enemigo en potencia o real. En realidad no co-
gió a nadie por sorpresa, pues las estrategias del imperio militar global estadou-
374 AÑOS INTERESANTES
nidense habían venido preparándose desde finales de los años ochenta, de hecho
por la gente que actualmente las aplica. No obstante, el once de septiembre de-
mostró que todos vivimos en un mundo con una sola hiperpotencia global que
finalmente había decidido que, desde la desaparición de la URSS, su fuerza no
tiene límites a corto plazo ni tampoco los tiene en absoluto su disposición a utili-
zarla, aunque los objetivos para los que se emplee —aparte de poner de mani-
fiesto su supremacia— no están muy claros. El siglo xx se ha acabado. El xxi em-
pieza en medio del crepúsculo y la oscuridad.
No existe otro lugar mejor que una cama de hospital, lugar por excelencia
de una víctima en cautiverio, para reflexionar acerca del aluvión extraordinario de
palabras e imágenes orwellianas que inunda la prensa escrita y televisiva en una
ocasión como aquélla, concebidas todas ellas para confundir, ocultar y engañar,
incluso a aquellos que las producen. Iban desde la simple mentira hasta la evasi-
va dinámica con la que diplomáticos, políticos y generales —y en realidad todos
nosotros hoy en día— evitan cuestiones públicas que no queremos o nos asusta
responder con honestidad. Iban desde las manifestaciones patentemente falsas,
como por ejemplo el pretexto de que Saddam Hussein —de acuerdo que es un ob-
jetivo tentador— debe ser derrocado porque Irak amenaza al mundo con sus «ar-
mas de destrucción masiva», hasta las justificaciones de la política estadouniden-
se por parte de aquellos que deberían saber mejor lo que ocurre, pues esta política
fue la que se deshizo del estalinismo en el pasado. El hecho de que los estrategas
y los que deciden la política en Washington hablen en la actualidad de política de
poder pura y dura —basta oír lo que dicen extraoficial y a veces incluso oficial-
mente— acentúa el descaro absoluto de presentar el sistema de un imperio global
de Estados Unidos como la reacción defensiva de una civilización a punto de ser
invadida por una serie de horrores y barbaridades sin nombre, a no ser que des-
truya «el terrorismo internacional». Pero, por supuesto, en un mundo donde las
fronteras entre ENRON y el Gobierno norteamericano son confusas, creerse las
propias mentiras, al menos en el momento en que se dicen, hace que resulten más
convincentes para los demás.
Tumbado en la cama, rodeado de ruidos y papeles, llegué a la conclusión de
que el mundo del 2002 necesita más que nunca a los historiadores, especialmen-
te a los escépticos. Quizá la lectura de las idas y venidas de un viejo miembro de
esta especie a través de su época pueda ayudar a la juventud a afrontar las pers-
pectivas sombrías del siglo xx1 no sólo con el pesimismo necesario, sino con una
visión más clara, un sentido de la memoria histórica y una capacidad de mante-
nerse alejada de las pasiones actuales y las chácharas publicitarias.
Aquí la edad es una ventaja. En sí misma, me convierte en una rareza esta-
dística, pues en 1998 se calculaba que el número de habitantes del mundo con
ochenta años o más era de unos 66 millones, aproximadamente el uno por ciento
de la población del planeta. Simplemente por virtud de una dilatada existencia, la
historia que pertenece a los libros para algunos forma parte de la vida y los re-
cuerdos de esa pequeña minoría. Para un lector en potencia que esté a punto de
entrar en la edad universitaria, esto es, que haya nacido a principios o mediados
de los años ochenta, la mayoría de los acontecimientos del siglo xx pertenecen a
CODA 375
un pasado remoto del que pocas cosas han pervivido en la conciencia actual, ex-
cepto ciertos dramas históricos de época en películas y cintas de vídeo, y deter-
minadas imágenes mentales de trozos y retazos del siglo que, por una u otra ra-
zÓón, han pasado a ser parte del mito colectivo como ha sucedido en Gran Bretaña
con algunos episodios de la Segunda Guerra Mundial. En su mayoría no forman
parte de la vida, simplemente son materia de examen en las escuelas. Aquel frío
día de invierno en que Adolf Hitler ascendió al poder en Berlín, que yo recuerdo
tan vivamente, queda inconmensurablemente alejado para los jóvenes de veinte
años de hoy. La crisis de los misiles de Cuba de 1962, que coincidió con mi boda,
no puede tener ningún significado humano en sus vidas y de hecho ni siquiera en
las de muchos de sus padres, pues ninguna persona de cuarenta años había naci-
do todavía cuando tuvo lugar ese hecho. A diferencia de lo que representan para
la gente de mi edad, esos episodios no forman parte de la sucesión cronológica de
acontecimientos que define la forma de nuestra vida privada en un mundo públi-
co; en el mejor de los casos constituyen un tema para la comprensión intelectual,
y en el peor, una parte de una serie indiscriminada de cosas que sucedieron «an-
tes de que yo naciera».
Los historiadores de mi edad son guías de una parcela crucial del pasado,
aquel otro país en el que hacían cosas de modo distinto, porque hemos vivido en
él. Quizá no sepamos más acerca de la historia de nuestra época que otros cole-
gas más jóvenes que escriben sobre ella a la luz de una serie de fuentes de las que
entonces no disponíamos, o, en la práctica, no disponía nadie. Además, somos los
menos indicados para fiarnos de la memoria, incluso en los casos en los que el
tiempo no la ha deteriorado. Sin la ayuda de una documentación escrita, es prác-
ticamente seguro que se interpreten mal los hechos. Por otro lado, estábamos allí,
y sabemos cómo era el aire que se respiraba, y ello nos permite disfrutar de una
inmunidad natural contra los anacronismos de los que todavía no existían.
El hecho de vivir durante más de ochenta años de los cien del siglo xx ha re-
presentado una lección espontánea de la mutabilidad de la que pueden ser vícti-
ma el poder político, los imperios y las instituciones. He visto cómo desapare-
cían totalmente los imperios coloniales europeos, especialmente el mayor de todos,
el Imperio Británico, que nunca había sido tan vasto y poderoso como en mis
años de infancia, cuando fue pionero de la estrategia de mantener el orden en lu-
gares como el Kurdistán o Afganistán mediante los bombardeos aéreos. He visto
grandes potencias mundiales relegadas a jugar en ligas inferiores, el final de un
Imperio Alemán que esperaba durar mil años, y el de un poder revolucionario que
esperaba hacerlo para siempre. Es muy poco probable que pueda ver el final del
«siglo de Estados Unidos de América», pero apuesto sin arriesgar si digo que al-
gunos lectores de este libro lo presenciarán.
Además, los que somos viejos hemos conocido el ir y venir de las modas.
Desde la desaparición de la URSS, se ha convertido en ortodoxia política y en sa-
biduría convencional el hecho de que no existe una alternativa a una sociedad de
capitalismo individualista, y los sistemas políticos de democracia liberal, a los
que se les considera asociados orgánicamente con ella, han pasado a ser el mode-
lo estándar de gobierno prácticamente en todos los países del mundo. Antes de
376 AÑOS INTERESANTES
1914 esta creencia también estaba muy extendida, aunque no tanto como en la ac-
tualidad. Sin embargo, durante gran parte del siglo xx todos esos supuestos pare-
cían muy poco plausibles. El propio capitalismo se encontraba al borde del abismo.
Por extraño que pueda parecer hoy en día, entre 1930 y 1960 varios observadores
sensatos dieron por hecho que el sistema económico de dirección estatal de la
URSS durante los planes quinquenales, tan primitivos e ineficaces como pudo
comprobar que eran cualquier visitante del país —incluso los más partidarios de
él—, representaba un modelo de alternativa global a la «libre empresa» occiden-
tal. La palabra «capitalismo» contaba con tan pocos votos entonces como la pa-
labra «comunismo» en la actualidad. Los observadores sensatos consideraban
que en realidad podía incluso superar al sistema occidental en producción. No me
sorprende verme de nuevo entre miembros de una generación que desconfía del
capitalismo, aunque ésta haya dejado de creer en nuestra alternativa.
Para algunas personas de mi edad, vivir a lo largo del siglo xx supuso una lec-
ción increíblemente excepcional del impacto de las fuerzas históricas auténticas.
En los treinta años siguientes a la Segunda Guerra Mundial, el mundo y los que
iban a vivir en él cambiaron más rápida y fundamentalmente que en cualquier
otro período de extensión similar de la historia de la humanidad. Los que tienen
más O menos mi edad en unos cuantos países del hemisferio norte constituyen la
primera generación de personas que han vivido realmente como adultos ese lan-
zamiento extraordinario del cohete del colectivo humano a unas órbitas de con-
vulsión social y cultural sin precedentes, que el mundo experimenta en la actua-
lidad. Somos la única generación que ha vivido el momento histórico en el que
las normas y las convenciones, que hasta entonces habían mantenido unidos a los
seres humanos en familias, comunidades y sociedades, dejaron de operar. Si al-
guien quiere saber cómo fue esa época, sólo nosotros se lo podemos contar. Si
alguien cree que puede remontarse a aquellos días nosotros podemos confirmar-
le que no es posible.
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o la secuoya —por majestuosos que sean—, sino el ave migratoria —que se sien-
te en su casa tanto en el Ártico como en el Trópico— que cruza volando la mitad
del planeta. El anacronismo y el provincianismo son dos de los pecados mortales
de la historia, y ambos se deben en la misma medida a un desconocimiento abso-
luto de cómo son las cosas en otros lugares, ignorancia que incluso la lectura ili-
mitada y el poder de la imaginación sólo pueden superar en ocasiones contadas.
El pasado sigue siendo otro país. Sus fronteras únicamente pueden cruzarlas los
viajeros. Pero (excepto para aquellos cuya forma de vida es el nomadismo) los via-
jeros son, por definición, gente que se encuentra lejos de su comunidad.
Afortunadamente, como sabrán los lectores que me han seguido desde hace
tiempo, durante toda mi vida he pertenecido a una serie de minorías atípicas, em-
pezando por la enorme ventaja que me ha supuesto una educación en el antiguo
Imperio de los Habsburgo. De todos los grandes imperios plurilingúísticos y mul-
titerritoriales que se derrumbaron en el transcurso del siglo xx, el declive y la
caída del emperador Francisco José, al ser un hecho anunciado y esperado por las
mentes más cultivadas, nos ha dejado la crónica literaria o narrada más impor-
tante. Las mentes de Austria tuvieron tiempo para reflexionar acerca de la muer-
te y la desintegración de su imperio, mientras que en los demás casos todo se pro-
dujo por sorpresa, al menos para el paso del tiempo en el reloj de la historia,
incluso en aquellos cuya salud era a todas luces precaria, como la Unión Soviéti-
ca. Pero quizás el hecho de que la monarquía percibiera y aceptara la pluralidad
de lenguas, de confesiones y de culturas ayudó a este tipo de regímenes a tener
un sentido más complejo de la perspectiva histórica. Sus súbditos vivían simultá-
neamente en universos sociales distintos y en épocas históricas diferentes. Mora-
via al final del siglo xix era el escenario de la genética de Gregor Mendel, de la
Interpretación de los sueños de Sigmund Freud y de la Jenufa de Leos JanáCek.
Recuerdo que una vez, en los años setenta, estando en Ciudad de México en una
mesa redonda sobre los movimientos campesinos de Latinoamérica, me di cuen-
ta de repente de que cuatro de los cinco expertos allí sentados habían nacido en
Viena...
Pero incluso más allá de este hecho, me siento identificado en el comentario
de E. M. Forster acerca de C. P. Cavafis, el poeta griego anglófono oriundo de mi
Alejandría natal, quien «se colocaba formando un pequeño ángulo con el univer-
so». Para el historiador, como para el fotógrafo, es una buena manera de colocarse.
Durante casi toda mi vida mi situación ha sido la siguiente: encasillado por
haber nacido en Egipto, circunstancia que no ha tenido ninguna relación práctica
con la historia de mi vida, como si mis orígenes fueran otros. Me he encariñado
y me he sentido como en casa en varios países, y he visto algo de otros muchos.
Sin embargo, en todos ellos, incluso en el que me dio la nacionalidad, me he sen-
tido no necesariamente un forastero, sino alguien que no pertenece totalmente al
lugar en el que se encuentra, bien como ciudadano británico entre centroeuro-
peos, bien como inmigrante del continente en Inglaterra, bien como judío en todos
los sitios donde he estado —incluso, o mejor dicho en realidad especialmente en
Israel—, bien como antiespecialista en un mundo de especialistas, bien como po-
líglota cosmopolita, como intelectual cuya política y cuyo trabajo académico
378 AÑOS INTERESANTES
TI
sas sucedidas mucho tiempo atrás; y no como sujetos extraños al asunto, sino
como quien está profundamente implicado en él. No son cuestiones sobre la his-
toria real, que no trata de lo que pueda gustarnos o no, sino sobre lo que sucedió
o pudiera haber sucedido de otro modo, pero no fue así. Son cuestiones sobre el
presente, no sobre el pasado, y por eso son tan importantes para los que viven los
comienzos de este nuevo siglo, tanto jóvenes como viejos. La Primera Guerra
Mundial no fue evitada, por eso la cuestión de si pudo serlo o no es académica. Si
decimos que el número de bajas en ella fue intolerable (como cree la mayor par-
te de la gente) o que la Europa alemana que habría surgido de una eventual vic-
toria del káiser habría supuesto un planteamiento mejor que el mundo generado
por el tratado de Versalles (como yo sostengo), no estoy dando a entender que
hubiera sido diferente. Y, sin embargo, suspendería el examen si me plantearan
esa pregunta, aunque fuera en teoría, a propósito de la Segunda Guerra Mundial.
Haciendo un esfuerzo enorme puedo aceptar el argumento de que España habría
salido mejor librada si el golpe de Franco hubiera triunfado en 1936, evitándose
así la guerra civil. Estoy dispuesto a conceder, con harto dolor de mi corazón, que
la Internacional Comunista de Lenin no fue una idea tan buena y que —en este
caso sin la menor dificultad, pues nunca he sido sionista— tampoco lo fue el pro-
yecto de Theodor Herzl de crear un Estado-nación judío. Más le habría valido
quedarse en la Neue Freie Presse en calidad de columnista estrella. Pero si se me
plantea que sostenga el argumento de que la derrota del nacionalsocialismo no
valió los cincuenta millones de muertos que costó y los infinitos horrores de la
Segunda Guerra Mundial, simplemente no puedo hacerlo. Contemplo la perspec-
tiva de un imperio mundial estadounidense, cuyas posibilidades a largo plazo son
escasas, con más temor y menos entusiasmo que si reviso la historia del antiguo
Imperio Británico, regido por un país cuyas modestas dimensiones lo protegían
de la megalomanía. ¿Qué puntuación he sacado en el examen? Si es demasiado
baja, este libro no será de gran ayuda para que el lector —con más años de vida
por delante que el autor— se adentre en el nuevo siglo.
Pero no abandonemos las armas, ni siquiera en los momentos más difíciles.
La injusticia social debe seguir siendo denunciada y combatida. El mundo no me-
jorará por sí solo.
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NOTAS
CaPítuLO 1
Jl Este párrafo y los siguientes están basados en las cartas que mi madre escribió a su
hermana durante mayo de 1915.
CAPÍTULO 2
la Utilizo deliberadamente los nombres alemanes de estos lugares, pues eran los que se
usaban, aunque todas las ciudades mínimamente importantes en la mayor parte del
imperio tenían dos o tres nombres.
2. Nelly Hobsbaum a su hermana Gretl, carta de fecha 23 de marzo de 1925.
3. Nelly Hobsbaum a su hermana Gretl, carta de fecha 5 de diciembre de 1928.
CapÍTULO 4
1. James V. Bryson, My Life with Laemmle, Facto Books, Londres, 1980, pp. 56-57.
Drinkwater tenía tan poca idea de lo que era Hollywood que realizó el trabajo por me-
nos de la mitad de lo que el agente de Laemmle estaba autorizado a ofrecerle.
2. La mayor parte de la información acerca de la escuela que aparecen en las siguientes
páginas se basa en Heinz Stallmamn, ed., Das Prinz-Heinrichs-Gymnasium zu Schó-
neberg, 1890-1945. Geschichte einer Schule (edición privada, Berlín, ¿1965?), mis
propios recuerdos y los de Fritz Lustig.
3. En 1929 había en la escuela 388 alumnos protestantes, 48 católicos, 35 judíos, más
otros seis estudiantes. Stallmann, op. cit., p. 47.
4. Mimi Brown a Ernestine Griin, carta de fecha 3 de diciembre de 1931, comunicando
sus planes de abandonar Inglaterra. ¿Con destino a Ragusa (Dubrovnik)? ¿Con desti-
no a Berlín?
CaríTULO 5
CAPÍTULO 6
Tagebuch, 8-11 de noviembre de 1934. Una gran parte de este capítulo está basada en
este diario, que llevé desde el 10 de abril de 1934 hasta el 9 de enero de 1936.
Tagebuch, 16 de junio de 1935 y 17 de agosto de 1935.
Véase el análisis social acerca de los amantes del jazz británicos en mi libro The Jazz
Scene, Londres, 1959 y Nueva York, 1993.
Josef Skvorecky, The Bass Saxophone, Londres, 1978.
Afortunadamente para ellos, mi primera tentativa de ponerme en contacto con una
delegación del Partido situada en algún lugar de las afueras de Croydon, que des-
cubrí por unos anuncios en el Daily Worker, salió mal. Fui a dar con un grupo re-
ducido de camaradas críticos que escucharon con interés mi relato acerca de la úl-
tima manifestación del Partido en Berlín, pero hice hincapié en que el triunfo de
Hitler demostraba que la KPD, o quizás incluso la Comintern, había cometido erro-
res. No supe darles una respuesta, pero me di cuenta de que criticar a los generales
para unirme a una unidad probablemente no era la mejor forma de alistarme al ejér-
cito de la revolución mundial. No es que los aproximadamente 5.000 comunistas
británicos parecieran todo un ejército comparados con el Partido Comunista Ale-
mán de 1932.
Tagebuch, 4 de junio de 1935: «Hoy se me ha ocurrido releer las cartas que mamá me
escribió en 1929. Me llama “cariño”. Me sorprende y en un sentido me entristece que
haya pasado tanto tiempo desde la última vez que alguien se dirigió a mí utilizando
esa palabra, e intento imaginar cómo me sentiría hoy si una persona la volviera a uti-
lizar».
Tagebuch, 12 de julio de 1935.
Louise London, Whitehall and the Jews 1933-1948: British Immigration Policy and
the Holocaust, Cambridge, 2001, citado en Neal Ascherson, «The Remains of der
Tag», New York Review of Books, 29 de marzo de 2001, p. 44.
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CapíTULO 9
1. Alessandro Bellassai, «ll Caffé dell'Unitáa. Pubblico e privato nella famiglia comu-
nista degli anni 50», Societa e Storia, X XII, n” 84, 1999, pp. 327-328.
2. Anthony Read y David Fisher, Operation Lucy: Most Secret Spy Ring of the Second
World War, Londres, 1980, pp. 204-205.
3. Theodor Prager, Zwischen London und Moskau: Bekenntnisse eines Revisionisten,
Viena, 1975, pp. 56-57.
4. E. J. Hobsbawm, Primitive Rebels, Manchester, 1959, pp. 60-62. (Trad. cast.: Rebel-
des primitivos, Crítica, Barcelona, 2001.)
5. Julius Braunthal, In Search of the Millennium, Londres, 1945, p. 39.
6. Agnes Heller, Der Affe auf dem Fahrrad, Berlín-Viena, 1999, pp. 91-92.
7. La escasez de información real acerca de estos temas antes de la Guerra Fría y el es-
cepticismo con que fue recibida por el eminente numismático medieval que la com-
piló pueden apreciarse en Philip Grierson, Books on Soviet Russia 1917-1942: A Bi-
bliography and a Guide to Reading, Londres, 1943.
8. Citado en P. Malvezzi y G. Pirelli, eds., Lettere di condannati a morte della Resis-
tenza europea, Turín, 1954, p. 250. El nombre aparece así en el libro. «Feuerlich» de-
be de ser probablemente «Feuerlicht».
9. Zdenek Mlynaf, apéndice a Leopold Spira, Kommunismus Adieu: Eine ideologische
Autobiographie, Viena, 1992, p. 158.
384 AÑOS INTERESANTES
10. Fritz Klein, Drinnen und Draussen: Ein Historiker in der DDR Erinnerungen, Frank-
furt, 2000, pp. 169, 213.
11. Charles S. Maier, Dissolution: The Crisis of Communism and the End of East Ger-
many, Princeton, 1997, p. 20.
12. Ibidem, pp. 128-129.
CaríTULO 10
1. Tan Kershaw, Hitler, Londres, 2001, vol. IL, p. 302. (Trad. cast.: Hitler, Península,
Barcelona, 2000.)
2. Ibidem, p. 298.
3. Theodor Prager, Zwischen London und Moskau: Bekenntnisse eines Revisionisten,
Viena, 1975, p. 59.
4. Joseph R. Starobin, American Communism in Crisis, 1943-1957, Cambridge, Massa-
chusetts, 1972, p. 55.
CaríruLO 11
1. Peter Hennessy, The Secret State: Whitehall and the Cold War, Londres, 2002, ca-
pítulo 1.
2. En cualquier caso, si la política británica se vio afectada inmediatamente por seme-
jante problema, se debió no a la conducta de los soviéticos, sino a la de los nortea-
mericanos, y en concreto a los durísimos términos a que condicionó Washington la
concesión del préstamo que hizo a Gran Bretaña»en 1946 (véase R. Skidelsky, Key-
nes, vol. MM, CH).
3. Entre ellos estaba Bernard Floud, que posteriormente se suicidaría debido al acoso de
los servicios de seguridad, que sospechaban de sus actividades de espionaje o que se
dedicaba a reclutar espías soviéticos. (Lo encontró muerto su hijo, Roderick Floud,
especialista en historia económica, que más tarde sería colega mío en Birkbeck, y que
en la actualidad es director de la London Guildhall University. Irónicamente —me
comentó— un militante del PC, David Springhall, intentó en una ocasión reclutarlo
como agente, y él le respondió que no tenía autoridad para hacer una cosa así. En
cualquier caso es muy improbable que un hombre que asistía a las reuniones de su
agrupación del Partido después de la guerra estuviera implicado en un tipo de activi-
dad que habitualmente comportaba la ruptura de todo contacto con la organización.
4. El día que llegué al lugar en agosto de 1947 calculé que el número de viajeros a la
«frontera verde» ascendía a unos 500, y que los que volvían eran unos 700 u 800. Por
aquel entonces había tres trenes diarios.
5. Palabras de un prisionero de guerra británico que se escapó de un campo de Polonia
y luchó al lado del Ejército Rojo en su avance hacia la capital alemana. Agradezco la
cita a George Barnsby, de Wolverhampton.
6. El profesor Reinhard Koselleck.
7. Véase Eric Hobsbawm, The Age of Extremes (ed. rústica), p. 189. (Trad. cast.: Histo-
ria del siglo xx, Crítica, Barcelona, 1995.)
8. Su título For a Lasting Peace and a People*s Democracy [sic] solía abreviarse «For-
for». Desapareció de la vista en 1956.
9. R.W. Johnson, «Do they eat people here much still? Rarement. Trés rarement», Lon-
NOTAS 385
don Review of Books, 14 de diciembre de 2000, pp. 30-31. Hodgkin, cuyo corazón
pertenecía al Tercer Mundo, abandonó la delegación en el curso de sus viajes por
África, donde fue a ampliar su labor. Regresó a Oxford en los años sesenta como fe-
llow del Balliol College, que además eligió rector al decano de los historiadores mar-
xistas, Christopher Hill. Su viuda, galardonada con el premio Nobel de Química, Do-
rothy Hodgkin, continuó la tradición familiar, pues en 1984 me la encontré en una
visita de solidaridad a la Universidad Bir Zeit, en la Cisjordania palestina ocupada
por los israelíes.
10. «Academic Freedom», en Academic Newsletter, Cambridge, noviembre de 1953, pá-
gina 2. Edité y escribí la mayoría de los diez números de estos folletos informativos,
«publicados en nombre de un grupo de licenciados comunistas del Partido Comunis-
ta de Cambridge» (esto es, la agrupación de licenciados del PC), que aparecieron en-
tre octubre de 1951 y noviembre de 1954.
0 Agradezco infinitamente a Nina Fishman los importantes documentos de los archivos
de la BBC, Controller, Talks to D. S. W., de 20 de septiembre de 1950, y G. 22/48,
puesto en circulación el 13 de marzo de 1948, THE TREATMENT OF COMMUNISM AND COM-
MUNIST SPEAKERS, NOTE BY THE DIRECTOR OF THE SPOKEN WORD. Parece que el director con-
sideraba comunista al famoso físico P. M. S. Blackett, galardonado posteriormente
con el Premio Nobel y nombrado presidente de la Royal Society, probablemente de-
bido a su hostilidad a la guerra nuclear.
10A La guinea, unidad monetaria de cuenta correspondiente a una libra y un chelín, era
una forma muy útil que tenían los comerciantes de subir los precios. Desapareció con
la aplicación del sistema métrico decimal a la moneda.
is W. C. Lubenow, The Cambridge Apostles 1820-1914: Imagination and Friendship in
British Intellectual and Professional Life, Cambridge, 1998.
14. Alan Ryan, «The Voice from the Hearth-Rug», London Review of Books, 28 de octu-
bre de 1999, p. 19.
15: Hans-Ulrich Wehler, Historisches Denken am Ende des 20. Jahrhunderts (1945-
2000), Gotinga, 2001, pp. 29-30.
16. La obra pionera de Robert Conquest The Great Terror no se publicó hasta 1968.
(Trad. cast.: El gran terror, Noguer, Barcelona, 1974.)
17. Véase Hennessy, op. cit., p. 30.
CaríTULO 12
. Ken Coates, «How not to Reappraise the New Left», en Ralph Miliband y John Savi-
lle, eds., The Socialist Register, Merlin Press, Londres, 1976, p. 112.
De ese modo en la normativa del PC británico el derecho de sus militantes a tomar
parte en la «formación de la política» fue modificado, convirtiéndose en un mero de-
recho a «debatirla».
Aldo Agostini, Palmiro Togliatti, Milán, 1996; Felix Tchouev, Conversations avec
Molotov. 140 Entretiens avec le Bras Droit de Staline, París, 1995; Robert Levy,
Anna Pauker: The Rise and Fall of a Jewish Communist, Berkeley, 2000; K. Morgan,
Harry Pollitt, Manchester, 1993.
Carta de Eric Hobsbawm, World News, 26 de enero de 1957, p. 62.
Véase Eric Hobsbawm, «The Historians” Group of the Communist Party», en M.
Cornforth, ed., Rebels and Their Causes: Essays in Honour of A. L. Morton, Londres,
1978, p. 42.
386 AÑOS INTERESANTES
Francis Beckett, Enemy Within: The Rise and Fall of the British Communist Party,
Londres, 1995, p. 139.
Probablemente resulte de utilidad citar la parte principal de ese documento. A conti-
nuación la transcribo:
Durante muchos años todos nosotros hemos abogado por las ideas marxistas tanto en el
campo de nuestras especialidades como en el debate político del movimiento obrero. Senti-
mos, por lo tanto, que tenemos la obligación de expresar nuestros puntos de vista como mar-
xistas ante la crisis actual del socialismo internacional.
Creemos que el apoyo falto de sentido crítico que da el Comité Ejecutivo del Partido Co-
munista a la actuación soviética en Hungría constituye la culminación indeseable de años de
distorsión de los hechos, y supone la incapacidad por parte de los comunistas británicos
de analizar los problemas políticos por sí solos. Habíamos depositado muchas esperanzas en
que las revelaciones hechas en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviéti-
ca inducirían a nuestra dirección y a nuestra prensa a darse cuenta de que las ideas marxistas
sólo serán bienvenidas en el movimiento obrero británico si surgen de la verdad acerca del
mundo en que vivimos.
La exposición de graves crímenes y abusos en la URSS y la reciente revuelta de los tra-
bajadores y los intelectuales contra las burocracias y los sistemas políticos seudocomunis-
tas de Polonia y Hungría han venido a demostrar que durante los últimos doce años hemos
fundamentado nuestro análisis político en una presentación falsa de los hechos: no en una te-
oría caduca, pues seguimos considerando correcto el método marxista.
Si el ala izquierdista y la tendencia marxista de nuestro movimiento obrero gana adeptos,
como debe hacer para la consecución del socialismo, ese pasado debe ser repudiado abierta-
mente. Ello conlleva el repudio del último resultado de este pasado funesto: el respaldo del
Comité Ejecutivo a los errores actuales de la política soviética.
CarítULO 13
Tony Gould, Insider Outsider: The Life and Times of Colin MacInnes, Londres,
1983, p. 183.
Chambers Biographical Dictionary, edición de 1974, s.v.: «Darwin».
So Francis Newton, The Jazz Scene, Londres, 1959, Introducción, p. 1.
Fue publicado en Estados Unidos en 1960 por una pequeña casa editorial de izquier-
das. Penguin Books sacó a la luz una edición actualizada en 1961. Posteriormente fue
NOTAS 387
traducido al francés para una colección editada por Fernand Braudel, así como al ita-
liano y al checo.
CapíTULO 14
CarítULO 15
dl. Para saber más acerca de mi opinión sobre los acontecimientos de mayo en la época,
véase «May 1968», escrito a finales de aquel año en E. J. Hobsbawm, Revolutiona-
ries (Londres, 1999, y otras ediciones anteriores), capítulo 24. (Trad. cast.: Revolu-
cionarios, Crítica, Barcelona, 2000.)
MAGNUM PHOTOS: 1968 Magnum Throughout the World, textos de Eric Hobs-
bawm y Marc Weitzmann, París, 1998.
. En su momento no fui consciente de ello, pero este dato queda bien recogido por
Yves Pagés, editor de todos los grafitos que podían leerse en las paredes de la Sor-
bona, reunidos y conservados por cinco empleados de la universidad en aquelia
época. Véase No Copyright. Sorbonne 1968: Graffiti, Éditions Verticales, 1998,
Prall:
Cita tomada de H. Stuart Hughes, Sophisticated Rebels, Cambridge, Massachusetts,
y Londres, 1988, p. 6.
Alain Touraine, Le mouvement de Mai ou le communisme utopique, París, 1968.
Eric J. Hobsbawm, Les primitifs de la révolte dans l'Europe moderne, París, 1966.
Este artículo corresponde al capítulo 22 de mi libro Revolutionaries: Contemporary
Essays (Londres, 1973, y varias ediciones posteriores). (Trad. cast.: Revolucionarios,
Crítica, Barcelona, 2000.)
Sheila Rowbotham, Promise of a Dream, Londres, 2000, pp. 118, 203-204, 208.
Ibidem, p. 203.
10. Ibidem, p. 196.
11. Carlo Feltrinelli, Senior Service, Milán, 1999, p. 314. (Trad. cast.: Carlo Feltrinelli
senior service: biografía de un editor, Tusquets, Barcelona, 2001.)
12. Rowbotham, op. cit., p. 196.
13. New Left Review, 1977.
388 AÑOS INTERESANTES
CarítuLO 16
1. Martin Jacques y Francis Mulhern, eds., The Forward March of Labour Halted?,
Londres, 1981; Eric Hobsbawm, Politics for Rational Left, Londres, 1989. (Trad.
cast.: Política para una izquierda racional, Crítica, Barcelona, 1993.)
2. «Labour's Lost Millions», escrito a raíz de las elecciones generales de 1983 en Gran
Bretaña, en Hobsbawm, Politics for a Rational Left, p. 63.
3. Ibidem, p. 65.
4. «Out of the Wilderness» (octubre de 1987), Politics for a Rational Left, p. 207.
5. Marxism Today, abril de 1985, pp. 21-36 y portada.
6. Geoff Mulgan en Marxism Today, noviembre-diciembre de 1998 (número especial),
pp. 15-16.
7. Editorial de Marxism Today, septiembre de 1991, p. 3.
8. Eric Hobsbawm, The Age of Extremes (edición rústica inglesa), pp. 481, 484. (Trad.
cast.: Historia del siglo xx, Crítica, Barcelona, 1995.)
9. «After the Fall», en R. Blackburn, ed., After the Fall, the Failure of Communism
and the Future of Socialism, Londres, 1991, pp. 122-123. (Trad. cast.: Después de
la caída. El fracaso del comunismo y el futuro del socialismo, Crítica, Barcelona,
1993.)
CaríTULO 17
l. Para entender mejor los párrafos que vienen a continuación, véase también Eric
Hobsbawm, «75 Years of the Economic History Society: Some Reflections», en Pat
Hudson, ed., Living Economic and Social History: Essays to Mark the 75th Anniver-
sary of the Economic History Society, Glasgow, 2001, pp. 136-140.
2. Según información del profesor Zvi Razi, biógrafo de Postan, a quien debo, junto a
Isaiah Berlin (ya fallecido) y Chimen Abramsky, los datos relativos a los primeros
años de su vida.
3. Actes du IX Congrés International des Sciences Historiques: Paris 28 Aoút - 3 Sep-
tembre 1950, vol. II, París, 1951, vol IT, p. V.
4. Profesor van Dillen de Amsterdam, ibidem, p. 142.
5. Jacques Le Goff en Past £ Present, 100, agosto de 1983, p. 15.
6. Hans-Ulrich Wehler, Historisches Denken am Ende des 20. Jahrhunderts: 1945-
2000, Gotinga, 2001, pp. 29, 30.
7. Daedalus: Journal of the American Academy of Arts and Sciences, invierno de 1971,
«Historical Studies Today». Los tres colaboradores franceses relacionados con el im-
perio de Braudel eran Jacques Le Goff, Francois Furet y Pierre Goubert; los británi-
cos (dos de ellos vinculados a Past £ Present) eran Lawrence Stone, Moses Finley y
yo; los norteamericanos mantenían principalmente vínculos con Princeton, y entre
ellos figuraba Robert Darnton y el único especializado en una región no occidental,
Benjamin Schwarz, de Harvard.
8. Ibidem, p. 24.
9. Para Braudel véase su obituario en Annales, 1986, n.” 1; para mi propia clase inaugu-
ral remito a Eric Hobsbawm, On History (Londres, 1997), p. 64. (Trad. cast.: Sobre
la historia, Crítica, Barcelona, 1998, p. 77.)
10. En Clifford Geertz, The Interpretation of Cultures, Nueva York, 1973.
NOTAS 389
CarítULO 18
CaríruLO 19
CaríTULO 20
lle Primitive Rebels: Studies in Archaic Forms of Social Movement in the Nineteenth
and Twentieth Centuries, Manchester University Press, 1959. (Trad. cast.: Rebeldes
primitivos, Crítica, Barcelona, 2001.)
E. J. Hobsbawm, Revolutionaries: Contemporary Essays, Londres, 1973, «Reflec-
tions on Anarchism», p. 84. (Trad. cast.: Revolucionarios, Crítica, Barcelona, 2000,
página 124.)
390 AÑOS INTERESANTES
3. Gerald Brenan, The Spanish Labyrinth: an Account of the Social and Political Back-
ground of the Spanish Civil War, Cambridge, 1943, prólogo. (Trad. cast.: El laberin-
to español, Ruedo Ibérico, París, 1977.) Por razones obvias la primera edición, pu-
blicada durante la Segunda Guerra Mundial, no fue objeto de demasiada atención.
4. Los resultados los detallo en el capítulo 5 de Rebeldes primitivos y en el capítulo 8 de
Bandits (1968), (trad. cast. Bandidos, Crítica, Barcelona, 2001, capt. 9).
5. Esas notas son la fuente para lo escrito en este libro acerca de mi primera visita a Es-
paña.
6. «Franco in Retreat», New Statesman and Nation, 14 de abril de 1951, p. 145. Este ar-
tículo, escrito a mi regreso, fue descrito como «algunos apuntes del cuaderno de un
inglés en Barcelona».
7. E.J. Hobsbawm, Rebeldes primitivos, Crítica, Barcelona, 2001, Prefacio, p. 7.
8. Para la biografía de este militante de toda la vida (1900-1973), «siempre uno de los
líderes más queridos de la Federazione comunista de Palermo», véase el artículo
«Sala, Michele» en Franco Andreucci y Tommaso Detti, eds., /! movimento operaio
italiano: dizionario biografico, Roma, 1978.
9. «1890 y 1910», Primitive Rebels, p. 31, frag. 3. (Rebeldes primitivos, Crítica, Barce-
lona, 2001.)
10. Giorgio Napolitano y Eric Hobsbawm, /ntervista sul PCI (Bari, 1975).
CarfrTuLO 21
1. E.J. Hobsbawm, «The Revolutionary Situation in Colombia», The World Today, Ro-
yal Institute of International Affairs, junio de 1963, p. 248.
2. Andrés Villaveces, «A Comparative Statistical Note on Homicide rates in Colombia»,
en Charles Bergquist, Ricardo Peñaranda y Gonzalo Sánchez G., eds., Violence in
Colombia 1990-2000: Waging War and negotiating Peace, Wilmington, Delaware,
2001, pp. 275-280.
3. Monseñor G. Guzmán, Orlando Fals Borda y E. Umana Luna, La violencia en Co-
lombia, Bogotá, 1962, 1964, 2 vols.
4. Eduardo Pizarro Leongómez, Las FARC (1949-1966): De la autodefensa a la combi-
nación de todas las formas de lucha, Bogotá, 1991, p. 57.
5. E. J. Hobsbawm, Rebeldes primitivos, Crítica, Barcelona, 2001, p. 232.
6. E.J. Hobsbawm, «Guerrillas in Latin America», en J. Saville y R. Miliband, eds., The
Socialist Register, 190, pp. 51-63; E. J. Hobsbawm, «Guerrillas», en Colin Harding y
Christopher Roper, eds., Latin American Review of Books, 1, Londres, 1973, pp. 79-
88.
7. Véanse mis artículos «What's New in Peru?» y «Peru: The Peculiar “Revolution”»,
en New York Review of Books, 21 de mayo de 1970 y 16 de diciembre de 1971.
8. E. J. Hobsbawm, «Chile: Year One», en New York Review of Books, 23 de septiem-
bre de 1971.
9. International Herald Tribune y Pew Center Poll of «opinion leaders», International
Herald Tribune, 20 de diciembre de 2001, p. 6.
NOTAS 391
CapPíTULO 22
CAPÍTULO 23
1. Véase mi resumen acerca de la situación mundial publicado ocho años antes en The
Age of Extremes (ed. en rústica), capítulo XIX, «Towards the Millennium», especial-
mente pp. 558-562. (Trad. cast.: Historia del Siglo xx, Crítica, Barcelona, 2000. Edi-
ción en rústica, capítulo XIX, «El fin del milenio».)
Le Ah E
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Labraefsemdrca añ Social and Hotites
| War, Casibrj ye. 1043, prólogo.(Trad.coste Ely
lo sipcñat: EuedoNbórico. Paa, 1097.)Porrt
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ÍNDICE ALFABÉTICO
ABC, diario, 310 Annan, Noel, 106, 115
aborto, legalización del, 74 Apóstoles de la Universidad de Cambridge,
Academia Húngara de las Ciencias, 290 102, 122, 178-181
Academia Soviética de las Ciencias, 186- Argelia, 118, 302, 335
187 Argentina, 284-285, 331, 343
Adam, Gyorgy, 290 Arguedas, José María, escritor, 338
Adam Smith, Janet, 212 armas nucleares, y movimientos antinuclea-
Adcock, F. E., 107, 109 res, 184-185, 202, 215, 219, 226; véase
Adler, Friedrich, 129 también Campaña en favor del Desarme
Afganistán, 375 Nuclear
África, norte de, 120, 148, 302 Armstrong, Louis, 83
Agnelli, Gianni, 325 Aron, Raymond, 234, 286
Agustín, san, 10 Arts and Humanities Citations Index, 201
Albania, 285 Ascherson, Neal, 178
Alejandría, 13-15, 45-46, 377 Asociación de Docentes Universitarios, 173
Alemania nazi, 22, 149, 190, 276; véase tam- Auden, Wystan Hugh, poeta, 118, 369
bién Berlín Auschwitz, campo de concentración de, 59,
Alemania, República Democrática de (RDA), 132, 170-171
69, 74, 141-142-143, 185, 190, 298 Austria, 16, 19-33, 36, 120, 142, 159-162;
Alemania, República Federal de (RFA), 74, Anschluss de, 16, 138, 161; véase tam-
143, 266, 323 bién Habsburgo, Imperio de los; Movi-
Ali, Tariq, trotskista paquistaní, 236-237 miento de la Austria Libre; Viena
Allende, Hortensia, 346 Azcárate, Pablo, 122
Allende, Salvador, presidente chileno, 343,
346, 349 Baader-Meinhof, banda, 237
Althusser, Louis, 202, 303 Bacon, Francis, pintor, 214
Amendola, Giorgio, 126-127, 321 Baden-Powell, lord Robert Stephenson
América Latina, 12, 331-350; visita de E. H. Smyth: Escultismo para muchachos, 43
a la, 278, 331-332; historiografía, 270; Bakunin, Mikhail, 324-325
políticas de, 336-350 Balliol College en Oxford, 95
Amis, Kingsley, 139, 212 Baran, Paul, economista, 238, 354, 356,
Amnistía Internacional, 215 359
Andersen, Hans Christian: Los cuentos, 45 Barbato, Nicola, 317
Anderson, Ivy, 83 Barber, Chris, 216
Anderson, Perry, 97, 199 Barcelona, 79, 313-314
Angola, 183, 258 Barker, Paul, 245
Annales, revista, 264-267, 272, 303 Barnard, George, 115
394 AÑOS INTERESANTES
Gold, Anna («Antschi»), 17, 28 guerra mundial, primera, 16, 22, 69, 87-88,
Gold, familia, 13, 15-16, 18 107, 149, 168, 220, 379
Gold, Melitta (Litta), 13, 17, 28 guerra mundial, segunda, 51, 88, 105, 117,
Goldberg, Millie, tía de Eric Hobsbawm, 123, 126, 135, 147, 149
91 Guevara, Ernesto Che, 233, 236-237, 239,
Goldmanmn, Lucien, 301 241,338, 345
Goldstiicker, Edward, 140-141 Guillermo II, káiser, 52, 58
Gombrich, Ernst, 21 Guinea portuguesa, 183
Gomulka, Vladislav, 198 Gupta, Indrajit «Sony», 112, 334
Goodman, Benny, 360 Gutman, Herb, 267
Goodwin, Clive, 216 Guyot, Raymond, 120
Gorbachov, Mijail, 145, 257-259
Gordon, Hugh, 111 Habana, La, 239-240
Góring, Hermamn, 76, 78, 136 Habsburgo, Imperio de los, 20, 22, 30, 129,
Goubert, Pierre, 389 n. 7 161,314, 377
Gramsci, Antonio, 316, 318-319, 321, 324; Hadj, Messali, 335
Cuadernos de la cárcel, 322 Haksar, P. N., 122, 333
Gran Bretaña, 54, 140; en la década de 1930, Haldane, John Burdon Sanderson, 182
gran crisis económica, 17, 55, 65 Halder, Franz, jefe del Estado Mayor de Hit-
Gran Guerra, véase guerra mundial, primera ler 159
Gran Inflación (1923), 55 Halifax, lord, 155
Granta, semanario estudiantil, 112, 116, 119, Hall, Stuart, 199, 253, 256
1025148, 153 Haller, Peter, 23
Grass, Giinther, 378 Hamilton, Patrick, 81
Gray, poeta, 341 Hammond, John Jr., 83, 360
Grecia, 60, 283 Hanak, Peter, 141
Greene, Graham: El cónsul honorario, 337; Hase, Giinther von, 56
Nuestro hombre en La Habana, 344 Haskell, Francis, 286, 318
Gresham's School, 121 Haskell, Larissa, 286
Grey, sir Edward, 14 Haupt, Georges, 171
Grimm, cuentos de los hermanos, 45 Hayek, Friedrich von: Capitalism and the
Grosz, George, pintor, 61, 74 Historians, 268
Grove, Marmaduke, coronel chileno, 346 Hazlitt, William, 94, 251; Spirit of the Age,
Griin, Ernestine, abuela de Eric Hobsbawm, 49 162
Griin, familia, 15, 24, 25-27 Healey, Denis, ex ministro de Defensa y de
Grin, Mimi, tía de Eric Hobsawm véase Finanzas, 249-250
Brown, Mimi Hearst, William Randolph, 360
Griin, Nelly, madre de Eric Hobsbawm, véa- Hearst Jr., William Randolph, 362
se Hobsbaum, Nelly Heartfield, John, 68
Grupo Antibelicista de los Científicos de Heath, Edward, 253
Cambridge, 114 Hegediis, Andras, primer ministro húngaro,
Guayanas, 331 140
guerra civil española, 117, 130, 179, 297, Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, 97
311,314, 315, 336 Heinemanmn, Margot, 120
Guerra Fría, 51, 119, 127-128, 141, 143-144, Heller, Agnes, 11, 133
157, 167, 172, 174-176, 184, 192-193, Heller, Clemens, 299-300
198, 204, 208, 210, 217, 257, 259, 262, Heller, Hugo, 299
266, 268, 272, 279, 299, 306, 324, 332, Hemingway, Ernest, 135
366, 376 Henderson, Fletcher, 83
ÍNDICE ALFABÉTICO 399
Hermlin, Stephan, véase Leder, Rudolf 88, 122, 309-310; en la industria cinema-
Herzl, Theodor, 32-33, 379 tográfica, 41, 57-58, 87-88; se hace cargo
Heseltine, Michael, 253 de E. H., 55-56, 65, 79, 82; visita París
Higham, David, agente literario, 280 con E. H., 289-290
Hill, Christopher, 97, 187-188, 195, 282 Hobsbawm, Andy, hijo de E. H., 137, 209,
Hill, Elizabeth, 111 339, 388 n. 2
Hindenburg, Paul von, mariscal de campo, Hobsbawm, Eric J.: actividad comunista en
63, 74 Berlín, 68, 70-79; actividades políticas,
Hines, Earl, pianista de jazz, 361 245-247, 249-250; adolescencia en Ber-
Hiro Hito, emperador, 185 lín, 54-66; como amante del jazz, 83,
historia medieval, estudios de, 263-264 140, 162, 212-214, 352, 359-362; como
historiadores, necesidad de, 374 . miembro del King's College (1949-
historiografía, 61-62, 97-98, 107, 161, 177, 1955), 177-180; como miembro del Par-
181, 202, 217, 261-274 tido Comunista, 111-112, 116-122, 125,
History Workshop Journal, 200, 271, 272 131-132; como profesor en el Birkbeck
hitchhiking, autostop, 310 College, 169, 173, 275-276; como profe-
Hitler, Adolf: Austria y, 16, 18-19, 22, 32, sor en la New School for Social Re-
43, 54, 161, 185, 266, 294, 299; como search, 276; en América Latina, 331-332,
canciller, 74, 76-77, 171; ascenso al po- 336-350; en Estados Unidos, 277-278,
der, 63-64, 72-74, 375; y la segunda 353-366; en Francia (de los años sesenta
guerra mundial, 59, 61, 89, 117, 121, a los noventa), 302-307; en Francia (en
148, 150, 153, 155-157, 160, 344 los años cincuenta), 300-302; en Francia
Ho Chi Minh, 134, 238 (en los años treinta), 123, 289-298; en
Hobsbaum, Bella, tía de E. H., 42 Italia, 316-325; en la Universidad de
Hobsbaum, Berkwood (Ike), tío de E. H., 91, Cambridge (1936-1939), 101-122, 261-
346 262; en la escuela en Berlín, 56, 58-62;
Hobsbaum, Cissie (Sarah), véase Prechner, en la escuela en Londres, 93-96; en la es-
Cissie cuela en Viena, 28-30, 43; experiencias
Hobsbaum, Ernest (Aron), tío de E. H., 14, durante la guerra fría, 174-176, 214-217;
91 experiencias durante la segunda guerra
Hobsbaum, familia, 91-92 mundial, 149-165; hijos de, 209, 219-
Hobsbaum, Gretl (nacida Griin), tía de E. H., 220, 228, 326; infancia en Viena, 13, 15-
22-26, 41, 43-44, 55-56, 85 18, 19-33, 40-44, 48; inicios en el mar-
Hobsbaum, Harry, tío de E. H., 40, 42, 91-92, xismo, 60-61, 67, 96-98; matrimonio con
147 Marlene (1962), 96, 208; matrimonio
Hobsbaum, Leopold Percy, padre de E. H., con Muriel (1943-1950), 159; nacimien-
14, 26, 35-40, 49 to en Alejandría (1917), 13-15; nivel de
Hobsbaum, Lou, tío de E. H., 91 vida de clase media, 209-211; traslado a
Hobsbaum, Nancy, hermana de E. H., 13, 18, Inglaterra (1933), 79, 93; vacaciones en
41,55, 65-66, 79, 82, 84-85, 122 Gales, 219-230; viajes como académico,
Hobsbaum, Nelly (nacida Griin), madre de 278-281, 287; vida social, 286-287; vi-
E. H., 14, 17, 27, 35, 40-41, 44-47, 49 sión sobre el comunismo, 61-64, 204; vi-
Hobsbaum, Peter, primo de E. H., 44, 55, 82, 122 sita a Cuba, 238-241; visita a España,
Hobsbaum, Phil, tío de E. H., 91, 92 309-316; visita a Estados Unidos, 278,
Hobsbaum, Ronnie, primo de E. H., 42, 90, 353-366; visita a Inglaterra por primera
92-93 vez (1929), 42-44; visita a la Unión So-
Hobsbaum, Reuben, primo de E. H., véase viética, 187-189; Bandidos, 280; El capi-
Osborn, Reuben tán Swing, 280; Los ecos de la Marselle-
Hobsbaum, Sidney, tío de E. H., 24, 26, 86- sa, 28l;, La era de la revolución,
400 ANOS INTERESANTES
1789-1848, 142, 176, 208, 279, 280, 284; Internacional de las Juventudes Comunistas,
La era del capital, 281; La era del impe- 120
rio, 1875-1914, 281; Historia del mar- IRA (Oficial), 243
xismo, 281, 320-321; Historia del siglo IRA Provisional, 243
xx, 210, 281, 284-285, 306, 328; Indus- Irán (Persia), 17
tria e Imperio, 280; La invención de la Iraq, 374
tradición, 281; The Jazz Scene, 140, 213- Irlanda, 199
214, 359-360; Naciones y nacionalismo Israel, 31, 197, 272, 377
desde 1780, 281, 285; Rebeldes primiti- Italia, 12, 126, 316-329
vos, 279,309, 316, 331,337, 342; Traba-
jadores, 280 Jackson, Mahalia, reina del gospel, 365
Hobsbawm, Julia, hija de E. H., 209, 230 Jacobson, Roman, 276
Hobsbawm, Marlene, segunda esposa de E. H., Jacques, Martin, 246, 250 n., 253, 256
11-13, 16, 96, 140, 169, 178, 216; en Jagger, Mick, 236
América Latina, 301, 305; en Estados Janácek, Leos: Jenufa, 377
Unidos, 235, 366, 368, 369; en Francia, Japón, 155, 270, 324, 343
302-303; en Gales, 219, 226-227, 229- jazz, 83, 140, 162, 212, 214, 236, 352, 359-362
230; en Italia, 318, 326-327; en Vietnam, Jefferys, James B., 119
238; y la crisis de Cuba, 208-209 Jenkins, Roy, 249
Hodgart, Matthew, 179 Jerome, Jerome K., 95
Hodgkin, Dorothy, 385 n. 9 Johnson, Harry, 180
Hodgkin, Thomas, 174 Johnson, Hewlett, deán de Canterbury, 341
Hoffa, Jimmy, 357 Johnson, Paul, 185
Hohenzollern, casa de los, 30, 52 Jones, A. H. M., 217
Holiday, Billie, 212, 353, 360 Jones, Claudia, 216
homosexualidad, en la Universidad de Cam- Jones, Jack, 247
bridge, 118 Jorge V, rey de Inglaterra, 14, 81
Honecker, Erich, presidente de la RDA, Jospin, Lionel, primer ministro francés, 243,
68, 77 306
Hovell-Thurlow-Cumming-Bruce, A. R., 115 Jouvet, Louis, 291
Hugo, Victor: Los miserables, 341 Joyce, James, 14
Hungría, 31, 139-140, 145, 183, 193, 198, Jrushchev, Nikita, 138, 190-191, 193, 195-
216, 282, 290 196, 208, 226
Hunter, Bruce, 280 judíos, 16, 19-33, 36-37, 40, 43, 47-48, 53,
Hussein, Saddam, 374 39,,86-91, 115,.133,.137,.164., 1700194:
Huxley, Aldous: Un mundo feliz, 235 200, 263, 321, 332, 344, 356, 359, 371,
377,379
Ibárruri Gómez, Dolores, «La Pasionaria», 130 Juliáo, Francisco, 338
Tlich, Ivan, 339 Juventudes Comunistas Internacionales, 54,
India, la 112, 198 68, 70
Inglaterra, 79, 81-99
Institute of Historical Research de Londres, Kafka, Franz, rehabilitación de, 140
217 Kaganovich, Lazar, 189
Instituto Marx-Engels de Moscú, 97 Kallin, Anna («Nyuta»), 169
Instituto Mundial para el Desarrollo y la In- Kant, Immanuel, 94
vestigación Económica (WIDER), 257 Karloff, Boris, 58
Internacional Comunista (o Comintern), 23, Kendrew, J. C., 105
70737598,1115,+126: 131,5134-136, Kennedy, John Fitzgerald, 208, 258, 270,
142, 162, 196, 296, 317,353, 379 346, 364, 371
ÍNDICE ALFABÉTICO 401
New School for Social Research, de Nueva 23, 54, 72-73, 75-77, 79, 141-142, 143-
York, 13, 276, 338 144
New Statesman and Nation, 212-213 Partido Comunista de Austria, 138
New York Review of Books, The, 342 Partido Comunista de Checoslovaquia, 190,
New Yorker, The, 127 300
Newton, Francis (seudónimo de E. H.), 212 Partido Comunista de Chile, 345-346
Newton, Frankie, músico de jazz, 212 Partido Comunista de China, 192
Newton, Isaac, 101, 105 Partido Comunista de España (PCE), 122, 315
Niemeyer, Oscar, arquitecto, 336 Partido Comunista de Estados Unidos, 162,
Nixon, Richard, 357, 371 216, 267
Noche de los Cristales Rotos de 1938, 179 Partido Comunista de Francia (PCE), 134,
Norman, E. H., 270 137, 194, 232, 296, 300, 302, 305
Noruega, invasión de, 153-154 Partido Comunista de Gran Bretaña (PCGB),
«Nueva Izquierda», 199, 203, 273 84, 92, 101-102, 110, 116, 122, 128, 131,
Nueva York, 367, 369-371; ataque del 11 de 135-136, 148, 157, 162, 175, 193, 194,
septiembre de 2001, 373 198, 203, 216, 253, 280, 355; Agrupa-
ción de Historiadores del, 181-182, 187-
OAS francesa, 301 189, 193-199, 201, 203, 207, 267, 300;
Obstbaum, David y Rose, 91 crisis de 1956, 181, 194-204; historia del,
Oficina Militar de Asuntos Ordinarios 197
(ABCA), 157-158 Partido Comunista de Hungría, 141
Old Viena Café, 82 Partido Comunista de Italia (PCI), 138, 203,
Oposición Sindical Roja (RGO), 75 240, 316, 319, 325, 326
Organización del Tratado del Atlántico Nor- Partido Comunista de la India, 112
te (OTAN), 175 Partido Comunista de la India (Marxista),
Osborn, Reuben, primo de E. H., 92; Freud 198
and Marx, 92 Partido Comunista de la Unión Soviética,
Owen, Bob, 228 135-136, 187, 189, 190; XX Congreso
Owen, David, 249 del, 190, 192-193, 198
Oxford, Universidad de, 105, 200, 254, 333 Partido Comunista de Rumanía (PCR), 137
Partido Comunista de Sri Lanka, 111, 122
pacifismo, 113-114 Partido Comunista de Vietnam, 130
Pacto de Varsovia, 198 Partido Comunista del Brasil, 70
Pagnol, Marcel: Topaze, 292 Partido Conservador británico, 85; véase
Países Bajos, ocupación de los, 153-154 también Thatcher, Margaret
Palestina, 67, 69, 79, 164, 175, 333 Partido Conservador de Colombia, 340, 341,
Palme, Olof, 121, 197 347
Palme, Sven Ulric, 197 n. Partido de la Revolución Institucional de
pantalones vaqueros, y la historia, 244 Costa Rica, 343
Panteras Negras, 242 Partido de Refundación Comunista, de Italia,
Papen, Franz von, 57, 64, 76 2.
Paraguay, 336 Partido Democrático de Izquierdas, de Italia,
Parc Farm, 225, 229 327
París, 53, 123, 231-233, 289-290, 293, 297, Partido dos Trabalhadores (PT), de Brasil,
302; Comuna de 1871, 232; Mayo del 68 347
en, 233-234, 243-244 Partido Laborista, de Gran Bretaña, 84, 91,
Partido Católico de Centro, 73 114, 126, 158-159, 167, 194, 203, 213,
Partido Comunista argelino, 335 245-256
Partido Comunista de Alemania (KPD), Partido Liberal de Colombia, 340, 341, 347
404 AÑOS INTERESANTES
Partido Liberal, de Gran Bretaña, 194, 248, Porto Alegre, en Brasil, 348
251 Portugal, 314, 368
Partido Nazi, 55, 76 Postan, Michael M. (Mounia), 110,114, 159,
Partido Obrero de Unificación Marxista 175, 224, 262-267, 282
(POUM), 310 postmodernismo, 271,305, 307
Partido Revolucionario Institucional (PRI) Pot, Pol, campos de la muerte de, 242
de México, 348 Pottle, Pat, 226
Partido Socialdemócrata de Gran Bretaña, Power, Eileen, historiadora, 263
248-249 Prager, Tedy, economista, 120, 130, 159-160
Partido Socialista de la Unidad (PSU), de Prechner, Cissie (Sarah), tía de E. H., 91-92
Francia, 52 Presley, Elvis, 365
Partido Socialista de la Unidad, de Alemania Prestes, Luis Carlos, oficial brasileño, 70
Oriental, 143 Preston (Prechner), Denis, primo de E. H.,
Partido Socialista Francés (PSF), 296, 304 83, 92 1602162423
Partido Socialista Unificado (PSU), 302 Preston, Rosalie, prima de E. H., 92
Partido Socialista Unificado de Cataluña Primavera de Praga, 140-141, 170, 253, 258;
(PSUC), 310 véase también Checoslovaquia; Partido
Partisan Coffee House, 200-201 Comunista de Checoslovaquia
Pascal, Roy, 111, 378 Primo de Rivera, Miguel, general, 314
Past £ Present, 182,217, 266-267, 271, 303 Prinz-Heinrichs-Gymnasium (PHG), 56, 58,
Pasternak, Boris: Dr. Zhivago, 240 69-70, 93-94
Patten, Christopher, 253 Procacci, Giuliano, 321
Pauker, Anna, 192 Pronteau, Jean, 232
Peacock, Thomas Love: Headlong Hall, 221 Proust, Marcel, 292
Pearson, Gabriel, 199 Prusia, 52-53, 64, 74, 78
Perec, Georges, 298, 305 Puigcerda, 310-312
Persia, 17 Pushkin, Aleksandr Sergeevic, 294
Perú, 331, 339, 342, 345
Pétain, Henri-Philippe, mariscal, 155 Quarterly Review, The, 358
Peter, Haller, 23 Queneau, Raymond, 305
Pevsner, Nikolaus: Buildings of England, 169
Philby, 101, 179 Rabelais, Francois, 294
Philologian, The, revista de la escuela, 94 Racine, Jean, 294
Philological School, The, 94-95 racismo, 215
Piatnisky, Osip, 196 Rado, Alexander, 129
Picasso, Pablo, 174, 293; Guernica, 296 Rajk, Laszlo, 183
Pigou, A. C., 109 Ramelson, Bert, 247
Pinochet, Augusto, general, 343 Ramelson, Marian, 247
Plan Marshall, 172 Ranki, George, 141
Planificación Económica y Política (PEP), Rassemblement Mondial des Etudiants
160 (RME), 120-121
Plumb, Jack (sir John), 282 Ravensbruck, campo de concentración, 70
Polanyi, Karl, 119 Raymond, Henri, 301-302
Polito, Antonio, 125 Reagan, Ronald, presidente de Estados Uni:
Pollard, Sidney, 174 dos, 254
Pollitt, Harry, 148, 196 Reed, John, 190
Polonia, 31,58, 121, 141, 145, 193, 265, 266 Renn, Ludwig: Krieg, 60
Pompidou, Georges, 370 Renner, Karl, primer presidente de la segun-
Pontón, Gonzalo, 284 da República austríaca, 161
ÍNDICE ALFABÉTICO 405
Renoir, Jean, 88, 293; La regle du jeu, 297 SA, fuerzas paramilitares de las, 76-78
Resistencia francesa, 33, 69, 134, 137, 191, Sabaté, Francisco, guerrillero anarquista, 312
301-302, 304 Saint-Just, Louis Antoine Léon, 297
Revista Paraguaya de Sociología, 337 Saint-Simon, duque de, 292
Revolución cubana, 216, 342 Sala, Michele, 317-318
revolución cultural de los sesenta, 244, 272 Saltmarsh, John, 107
Revolución de octubre, en Rusia, 22, 61-62, Samuel, Raphael, 199-201, 213, 271
67,74, 125, 134, 186, 190, 204, 257 San Francisco, 236, 361
Revolución francesa, 177,266, 267, 294, 306 San Marcos de Lima, Universidad de, 345
Revolución industrial, 268 Sánchez Albornoz, Nicolás, 313
Revolución mexicana, 342 Sáo Paulo, 337-338, 343, 348
Ribar, Ivo (Lolo), 121 Sarabhai, familia, 333-334
Ricardo, David, economista, 318 Sartre, Jean-Paul, 298
Richards, 1. A., 95 Saunders, Constance, 119
Robespierre, Maximilien de, 297 Saville, John, 119, 195, 199
Robinson, Joan, 120 Savio, Mario, 362
Robles, Miggy, 122 Scanlon, Hugh, 247
Robson, R. W., 150 Scargill, Arthur, 248
rock, música, 212, 236 Schiffrin, André, 364, 369
Rockefeller Foundation, 331 Schilfert, Gerhard, 142
Rodríguez, Carlos Rafael, 239 Schiller, Friedrich: Guillermo Tell, 28
Roger, Richard, 304 Schleicher, general, 57, 76
Rogers, Bill, 249 Schlesinger, Arthur Jr., 112, 262, 353
Rolling Stone, revista de rock, 362 Schoenman, Ralph, 226
Rolling Stones, 236 Schónbrunn, Walter, 59-60
Roosevelt Jr., Jimmy, 358 Schroeder, Hans-Heinz, 63
Roosevelt, Franklin D., 158, 162, 353, 371 Schulkampf, Der, periódico, 71,74, 78
Rosenberg, Alexander, 40, 42 Schumpeter, Joseph Alois, 10
Rosenberg, ejecución de los, 177 Schwarz, Walter, 223, 225, 229
Rosi, Francesco, 325 n.; Salvatore Giuliano, Science and Society, revista marxista, 356
En Sezwarcz, Luis, editor, 229, 284
Rossellini, Roberto, 322 Seaman, Muriel, primera esposa de E. H.,
Rostow, Walt: The Stages of Economic 159, 169, 177, 333
Growth, 354 Searle, Ronald, 153, 168
Roth, Joseph, 21 Seminarios de Salzburgo, 300
Rothstein, Andrew, 136 Sen, Amartya, 178, 249, 257
Rothstein, Theodore, 136 Sendero Luminoso, guerrillas del, en Perú,
Rousseau, Jean-Jacques, 10 242, 346
Rowbotham, Sheila: Hidden from History, Sereni, Emilio, 321
273; Promise of aDream, 236, 241-242 Shakespeare, William, 294, 303, 365
Rubensohn, «Tónnchen», 61 Shaw, Bernard: Collected Plays, 90
Rudé, George, 280; El capitán Swing, 280 Shelest, Alla, 188
Rumania, 21, 262-263 Sheppard, J. T., 107
Runciman, Steven: Las cruzadas, 272 Sicilia, 317-318, 371
Ruskin College, 200 Silkin, Sammy, 113
Russell, Bertrand, 179, 184, 219, 223-224, Sillitoe, Alan, 209
226 Simon, Emil, profesor, 61
Russell, Ralph, 115, 334 Simon, Hedi, 111
Sindicato de Escritores, 68
406 AÑOS INTERESANTES
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LISTA DE ILUSTRACIONES
Prólogo .
. Introducción . ES
. Un niño en Viena 19
. Tiempos difíciles. E : 39
Berlín: la muerte de la Répública de Eimar ; 31
Berlín: marrón y roja 67
. En Inglaterra . 81
. Cambridge. ; 101
. Contra el fascismo y logguerra. 113
. Ser comunista. 125
. La guerra . 147
. La Guerra Fría : 167
. Los días de Stalin y su legado. 187
. Entre dos aguas . ee 207
Bajo Cnicht 219
. La década de los sesenta 231
Un observador político. 245
. Entre los historiadores . 261
. En el mundo de la AS 215
. La Marsellesa. 289
. De Franco a Bedusconi. 309
. El Tercer Mundo. 331
. De F. D. Roosevelt a huh 351
. Coda 313
Notas. 381
Índice aliabético 93
Lista de ilustraciones . 409
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7 »
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FEB e
La era de la revolución, 1789-1848
Trabajadores
Estudios de historia de la clase obrera
Revolucionarios
Bandidos
Rebeldes primitivos
Estudio sobre las formas arcaicas de los movimientos
sociales en los siglos XIX y XX
La invención de la tradición
(con Terence Ranger)
Sobre la historia
A la zaga
Decadencia y fracaso de las vanguardias del siglo xx
Industria e imperio
Historia de Gran Bretaña desde | 750 hasta nuestros días
Eric Hobsbawm es, en palabras de Orlando Figes, «el historiador vivo
más conocido del mundo». Nacido en ap Alejandría, pasó su niñez
en la Viena posterior a la Gran CT Soy dns cencia en Berlín, donde
fue testigo de la llegada de hi E y en Londres y en
Cambridge, en vísperas de | AAA do profesor de la
Universidad de Londres has 1597 REN
School Research de Nueva Deriencia vivida y su
inmensa curiosidad intelectual son los tt de esta autobiografía apa-
sionante, memoria del siglo más terrible y extraordinario de la historia
de la humanidad. Políglota, cosmopolita, historiador riguroso pero dota-
do de una gran fuerza imaginativa, sentido del humor y talento literario,
Hobsbawm nos lleva en este libro desde el corazón mismo de Europa
hasta Estados Unidos (que empezó a apreciar gracias a su pasión por el
jazz), a América Latina (donde fue intérprete del Che Guevara), a la India
y al Lejano Oriente, siempre al paso de su firme compromiso con la cau-
sa del socialismo, para entregarnos una aproximación genial a la historia
del siglo xx, a sus guerras y a sus batallas ideológicas, a sus éxitos y a sus
fracasos,a los poderosos y a los débiles, a los grandes hombres y a la gen-
te corriente, con una lucidez y un coraje que hacen de estas memorias
un documento histórico y humano de proporciones gigantescas.
«Las cualidades de este libro son tales que es casi imposible leerlo sin re-
lacionarlo enseguida con su obra de historiador. Nos encontramos con
una especie de quinto volumen [los otros cuatro son sus “Eras”], escrito
en un registro más personal, de un proyecto continuo que podría llamar-
se simplemente “la Era de EJH”.» (Perry Anderson.)
33
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