Safranski, Rüdiger - Romanticismo. Una Odisea Del Espíritu Alemán

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Nació en 1945 en Rottweil, Baden-Württen-
berg (Alemania). Filósofo, ensayista y autor
de prestigiosas biografías dedicadas a grandes
personajes de la cultura alemana, estudió filo­
sofía, historia, germanística e historia del arte
en Frankfurt del Meno y Berlín. Desde 2002
modera, junto al también filósofo Peter Slo-
terdijk el popular programa televisivo «Das
Philosophische Quartett». Sus obras le han va­
lido premios como el Friedrich Márker 1995,
el Ernst Robert Curtius 1998 y el Friedrich
Nietzsche 2000. Además de los ensayos El mal
y éCuánta globalización podemos soportar Tus-
quets Editores ha publicado sus célebres bio­
grafías tituladas Un maestro de Alemania. Hei-
deggery su tiempo-, Nietzsche. Biografía de supen­
samiento-, SchiUer o La invención del idealismo ale­
mán-, Schopenhauery los años salvajes de lafiloso­
fía y Goethey Schiller. Historia de una amistad.
La magistral traducción de Romanticismo, de­
bida a Raúl Gabás, ha merecido el Premio
Ángel Crespo 2011.
ccéV
Rüdiger Safranski
en Fábula

181. Nietzsche
Biografía de su pensamiento
209. Un maestro de Alemania
Martin Heidegger y su tiempo
246. El mal
329.Schopenhauer
y los años salvajes de la filosofía
333. Schiller
o La invención del idealismo alemán
341. Romanticismo
Una odisea del espíritu alemán
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Rüdiger Safranski

Romanticismo
Una odisea del espíritu alemán
Traducción del alemán de Raúl Gabás

FÁBULA
tusQ uets
Título original; Romantik. Eine deutsche Affare
1.* edición en colección Tiempo de Memoria: mayo de 2009
1.* edición en Fábula: febrero de 2012
© Cari Hanser Veriag, Munich - Viena, 2007
© de la traducción: Raúl Gabás Pallás, 2009
Diseño de la colección: adaptación de FERRATERCAMPINSMORALES
de un diseño original de Pierluigi Cerri
Ilustración de la cubierta: A u f dem (1818-1819), de Gaspar David Friedrich, óleo sobre lienzo,
71 X 56 cm. © de la fotografía: The State Hermitage Museum, San Petersburgo.
Reservados todos los derechos de esta edición para
Tusquets Editores, S.A. - Gesare Gantü, 8 - 08023 Barcelona
www.tusquetseditores.com
ISBN: 978-84-8383-386-5
Depósito legal: B. 420-2012
Impresión y encuademación: Liberdúplex, S.L.
Impreso en España
Queda rigurosamente prohibida cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transfor­
mación total o parcial de esta obra sin el permiso escrito de los titulares de los derechos de explotación.
índice

Prólogo............................................................................................... 13
Primera parte: El Romanticismo
1 19
Comienzo romántico: Herder se hace a la mar - Inventar de nuevo la
cultura - Individualismo y las voces de los pueblos - Sobre al balan­
ceo de las cosas en el torrente del tiempo
2 30
De la revolución política a la estética - Impotencia política y auda­
cia poética - Schiller incita al gran juego - Los románticos preparan
su entrada en escena
3 47
El siglo manchado de tinta - Despedida de la sobriedad ilustrada -
De lo extraordinario a lo prodigioso - Friedrich Schlegel y la carre­
ra de la ironía - El bello caos - La hora de los dictadores críticos -
Convertir el mundo en una obra de arte
4 66
Fichte y el placer romántico de ser un yo - Exuberancia del corazón
- Creaciones de la nada - La sociabilidad romántica - La legendaria
comunidad de morada en Jena - Vuelos a las alturas y miedo a la
caída
5 82
Ludwig Tieck - En la fábrica de literatura - Los excesos del yo en
William Lovell - Sátiras literarias - El virtuoso de la pluma se en-
cuentra con un Wackenroder devoto del arte - Dos amigos a la bús­
queda de la realidad de sus sueños - Noche mágica bajo el resplan­
dor de la Luna y la época de Durero - El Monte de Venus en el cre­
púsculo - Las peregrinaciones de Franz Sternbald
6 ....................................................................................................... 100
Novalis - Amistad con Schlegel - Junto al lecho de Schiller enfermo
- Sophie von Kühn - Amor y muerte - Sobre el placer de trascen­
der - Himnos a la noche - Al descubierto, subterráneo - Los miste­
rios de la montaña - La cristiandad o Europa - Allí donde no hay dio­
ses, acechan los fantasmas
7 121
Religión romántica - Inventar a Dios - Experimentos de Schlegel -
La entrada en escena de Friedrich Schleiermacher: religión es senti­
do y gusto para lo infinito - Religión más allá del bien y del mal -
Eternidad en el presente - Redención por la belleza del mundo - En
torno a la vida de un virtuoso de la religión
8 136
Lo bello y la mitología - El más antiguo programa de un sistema
del idealismo alemán - Mitología de la razón - De la razón del fu­
turo a la verdad del origen - Corres, Creuzer, Schlegel y el descu­
brimiento del Oriente - La otra antigüedad - Los dioses de Holder-
Un - Su presente y su pasado - Desaparecer en la imagen
9 155
Política poética - De la revolución al orden católico - Idea román­
tica del imperio - Schiller y Novalis sobre la nación cultural - La na­
ción de Fichte - Del yo al nosotros - La sociedad como seno ma­
terno - Adam Müller y Edmund Burke - Lo popular - Romanticismo
de Heidelberg - Guerra de liberación - Romanticismo en armas -
Odio a Napoleón - Kleist como genio del odio
10 174
Malestar romántico por la normalidad - Desencanto ilustrado - Lo
racional y lo instrumental - Orgullo y sufrimiento de los artistas -
Kreisler - Crítica de los filisteos - Pérdida de la diversidad - Espíri­
tu de la geometría - Aburrimiento - El dios romántico contra el gran
bostezo - El lírico «como si»
11 .................................................................................... 189
Marchas e interrupciones románticas - EichendorfF - Viaje sin rum­
bo - Cantos de sirenas - Confianza en Dios - En la ventana - El
poeta y sus compañeros - Poesía de la vida - Ironía piadosa - Tu­
nante - El loco en Cristo - E.T.A HofiFmann: con mano suave - Sin
arraigo firme - El jugador - Estética del terror - El paraíso está al lado,
pero también el infierno - La princesa Brambilla y la gran risa - So­
ñador escéptico

Segunda parte: Lo romántico


12 211
Mirada retrospectiva al caos de ideas - Hegel como crítico del Ro­
manticismo - Mandato del espíritu del mundo y sujeto pretencioso
- Biedermeier y la Joven Alemania - En el camino hacia la realidad
auténtica - Luchas de desenmascaramiento - Crítica del cielo, des­
cubrimiento de la tierra y del cuerpo - Futuro romántico, presente
prosaico - Strauss - Feuerbach, Marx - Heine entre los frentes - Can­
ción final a la escuela romántica y defensa de los ruiseñores - Sol­
dado en la guerra de liberación de la humanidad y nada más que
un poeta
13 234
El joven alemán Wagner - Rienzi en París - Revolucionario román­
tico en Dresde - Realización de los sueños del Romanticismo tem­
prano: la nueva mitología - El anillo de los Nibelungos - Cómo el
hombre libre produce el ocaso de los ídolos - Anticapitalismo y an­
tisemitismo - La experiencia mítica - Tristán y la noche romántica -
La embriaguez simbólica - Ataque general a los sentidos
14 250
Nietzsche sobre Wagner: el arte da la primera vuelta al mundo - Un
espíritu de la época nada romántico: materialismo, realismo, histo-
ricismo - Prisioneros del trabajo - El Romanticismo de lo dionisia-
co - La música como lenguaje universal - Nietzsche se aleja de Wag-
ner: se redime del redentor - Permanecer fiel a la tierra - El juego
del niño del mundo en Heráclito y Schiller - El final de la resis­
tencia irónica - Derrumbamiento
15 272
Vida, nada más que vida - Movimiento de la juventud - Reforma de
la vida - Landauer - Irrupción de una mística - Hugo von Hof-
mannsthal, Rilke y Stefan George - Magia guillermina de bastido­
res: el acerado Romanticismo de la casa de la armada - Las ideas de
1914 - Thomas Mann en la guerra - El aire ético, el aroma fáustico,
cruz, muerte y tumba
16 294
De la montaña mágica a la llanura - Langemarck - El caminante
entre dos mundos - Dos corazones aventureros: Ernst Jünger y
Franz Jung - Pasión de baile en Turingia - El viaje al Oriente - Ob­
jetividad esforzada - La espera del gran instante - Antigüedades ex­
plosivas al final de la república - El Romanticismo político de Hei-
degger
17 314
Acusación contra el Romanticismo - ¿En qué medida era román­
tico el nacionalsocialismo? Disputa en tomo al Romanticismo en
el aparato cultural del nacionalsocialismo - Modernidad del nacio­
nalsocialismo: Romanticismo de acero - Romanticismo del impe­
rio - Nuremberg - Actitud romántica del espíritu como prehistoria
- Vida dionisiaca o biologismo - Extrañeza ante el mundo, actitud
devota frente al mundo y fiiror demoledor del mundo - La inter­
pretación superior del crudo acontecer - Heidegger como ejemplo -
Hitler y el sueño febril del Romanticismo - Locura y verdad
18 333
La catástrofe y su interpretación romántica: Doktor Faustus, de Tho­
mas Mann - Interpretaciones superiores del acontecer crudo - De­
sencanto - En guardia contra la embriaguez - La generación escép­
tica - Nueva objetividad otra vez - El vanguardismo, la técnica y las
masas - Adorno y Gehlen en el estudio de noche - ¿Cuánto tenía
de romántico el movimiento del 68? Sobre Romanticismo y polí­
tica
Apéndices
Referencias........................................................................................... 357
índice onomástico.............................................................................. 375
Prólogo

La «escuela romántica» recibió esta denominación hacia el año


1800. Se entiende con semejante nombre el movimiento congregado
en tomo a los hermanos Schlegel, que tomó conciencia de sí y a ve­
ces cuerpo doctrinal en su revista Athenaum, de duración tan breve
como vehemente. Se denomina así la llamarada especulativa que se en­
ciende con el comienzo filosófico de Fichte y Schelling; también lo
que fascinó en las tempranas narraciones de Tieck y Wackenroder
como añoranza del pasado y sentido renacido de lo prodigioso, o la
inclinación a la noche y a la mística poética en Novalis. La escuela ro­
mántica es ese sentimiento propio de un nuevo comienzo, el espíritu
alado de una nueva generación que salió a la luz preñada de pensa­
mientos y a la vez con ánimo juguetón, dispuesta a llevar el temple de
la revolución al mundo del espíritu y de la poesía. Ahora bien, es evi­
dente que todo ese movimiento tiene una prehistoria, un comienzo
antes del comienzo.
Las jóvenes promesas, que no andaban faltas de arrogancia, que­
rían establecer un nuevo principio, pero también dieron continuidad
a lo que una generación anterior había iniciado con el lema de Sturm
und Drang (tormenta e ímpetu). Johann Gottfried Herder, el Rousseau
alemán, había dado el impulso para ello. En consecuencia, podemos
decir que la historia del Romanticismo alemán comienza en el año
1769, en el momento en que Herder se hizo a la mar para viajar a Fran­
cia, adonde llegó tras una precipitada travesía, a la manera de un fiigi-
tivo, harto de la vida opresiva de Riga, donde el joven predicador tenía
que discutir con los ortodoxos y verse envuelto en enojosas contien­
das literarias. En el trayecto se le ocurren ideas que le darán alas y que
se las darán también a otros.
Así pues, Herder se hace a la mar. Comienza aquí nuestro viaje tras
las huellas del Romanticismo y de lo romántico en la cultura alemana,
un viaje que nos conducirá a Berlín, a Jena, a Dresde, donde los ro­
mánticos instalaron sus cuarteles generales y donde dispararon los fue­
gos artificiales de sus ideas; donde soñaron, criticaron y fantasearon.
La época del Romanticismo en sentido estricto termina con Eichen-
dorff y E.T.A. Hoffmann, artistas románticos del desencadenamiento
y, sin embargo, atados según otros aspectos. El primero era un buen
católico y consejero gubernamental; el segundo, un consejero liberal
del tribunal imperial. Ambos compaginaban una existencia doble, no
fijada a lo romántico. Era una forma de Romanticismo prudente y lle­
vadera.
Este libro trata del Romanticismo y de lo romántico. El Romanti­
cismo es una época. Lo romántico es una actitud del espíritu que no
se circunscribe a una época. Ciertamente halló su perfecta expresión
en el periodo del Romanticismo, pero no se limita a él.
Lo romántico sigue existiendo hoy en día. No es un fenómeno ex­
clusivamente alemán, aunque experimentó una acuñación especial en
este país, hasta tal punto que ftiera de Alemania a veces se equipara
la cultura alemana con el Romanticismo y con lo romántico.
Lo romántico se encuentra en Heine, que a la vez quiere superar­
lo, lo mismo que en su amigo Karl Marx. El periodo previo a la revo­
lución de marzo (1848) lo llevó a la política y a los sueños nacionales
y sociales. Luego vienen Richard Wagner y Friedrich Nietzsche, que no
querían ser románticos, pero que, como discípulos de Dioniso, en rea­
lidad lo fiieron. El movimiento de juventud en torno al año 1900 fiie
romántico sin trabas. En 1914, al comienzo de la guerra, Thomas
Mann y otros se sintieron obligados a defender la cultura romántica de
Alemania frente a la civilización occidental. Los inquietos años veinte
son un suelo nutricio para las excitaciones románticas; lo son en sus
santos inflacionarios, en las sectas y ligas, en los viajeros al Oriente; se
espera el gran momento, la redención política. La visión de una polí­
tica adecuada al ser que encontramos en Heidegger desemboca en un
fatal Romanticismo político, que le hace tomar partido por la revolu­
ción nacionalsocialista. ¿Qué grado de Romanticismo era inherente al
nacionalsocialismo? ¿No era un racionalismo pervertido más que un
Romanticismo salvaje? ¿No es el Doktor Faustus, de Thomas Mann, una
interpretación demasiado «alta del acontecer crudo», o sea, un libro ro­
mántico que lleva el Romanticismo a juicio? Un poco más tarde apa­
recen los desencantos de la época de posguerra; sale a escena la «ge­
neración escéptica» con sus reservas frente a lo romántico. El viaje a
través del fantástico paisaje alemán del espíritu termina en la, por ahora,
última irrupción de lo romántico: el movimiento estudiantil de 1968
y sus consecuencias.
La mejor definición de lo romántico sigue siendo la de Novalis:
«En cuanto doy alto sentido a lo ordinario, a lo conocido dignidad de
desconocido y apariencia infinita a lo finito, con todo ello romantizo
(Ich romantisiere)».
En esta formulación se advierte que el Romanticismo mantiene
una relación subterránea con la religión. Pertenece a esos movimientos
de búsqueda que, durante doscientos años de perseverancia, quisieron
contraponer alguna cosa al mundo desencantado de la secularización.
El Romanticismo, entre otras muchas cosas, es también una continua­
ción de la religión con medios estéticos, por lo que lo imaginario ha
alcanzado con él una altura sin precedentes. El Romanticismo triunfa
sobre el principio de realidad. Es bueno para la poesía y malo para la
política, en el caso de que se extravíe en lo político. Ahí comienzan
los problemas que nos plantea lo romántico.
El espíritu romántico es multiforme, musical, rico en prospeccio­
nes y tentaciones, ama la lejanía del fiituro y la del pasado, las sorpre­
sas en lo cotidiano, los extremos, lo inconsciente, el sueño, la locura,
los laberintos de la reflexión. El espíritu romántico no se mantiene
idéntico; más bien, se transforma y es contradictorio, es añorante y cí­
nico, alocado hasta lo incomprensible y popular, irónico y exaltado,
enamorado de sí mismo y sociable, al mismo tiempo consciente y di­
solvente de la forma. Goethe, cuando ya era un anciano, decía que lo
romántico es lo enfermizo.
Pero lo enfermizo tampoco era demasiado extraño para él.
Primera parte
El Romanticismo

Y el mundo comienza a cantar,


si das con la palabra mágica.
Joseph von Eichendorff, «Varita mágica»
Capítulo 1

Dos siglos y medio después de Colón y un siglo antes del lema de


Nietzsche -«¡Filósofos, a la mar!»-, en un aventurero del espíritu ger­
minó la necesidad de hacerse a la mar e irrumpir en lo terrible que
existe en la realidad. El 17 de mayo de 1769, Johann Gottfried Herder
se despide de su comunidad con estas palabras: «Mi única intención
es conocer desde más perspectivas el mundo de mi Dios». Herder par­
tió a bordo de una nave que llevaba centeno y lino a Nantes, aunque
para él mismo la meta del viaje era incierta todavía. Pensaba en la po­
sibilidad de desembarcar en Copenhague, pero también en la de cam­
biar de barco en la costa del norte de Francia para dirigirse hacia des­
tinos más lejanos. La incertidumbre le avivaba la imaginación; «Igual
que los apóstoles y los filósofos, voy al mundo para verlo sin preocu­
pación».
Hacerse a la mar significaba para Herder cambiar el elemento de la
vida, trocar lo firme por lo fluido, lo cierto por lo incierto, conquistar
distancia y extensión. También se agitaba la pasión de un nuevo co­
mienzo. Estaba en juego la vivencia de una conversión, un viraje in­
terior, enteramente a la manera como Rousseau experimentó su gran
inspiración veinte años antes, bajo un árbol, de camino a Vincennes:
el redescubrimiento de la verdadera naturaleza bajo la corteza de la ci­
vilización. Por tanto, antes de que Herder conozca a otros hombres,
otros países y costumbres, llega a un renovado conocimiento de sí mis­
mo, de su mismidad creadora. Balanceado por los vientos suaves del
mar del Norte, se entrega a la tormenta de sus pensamientos:
¡En cuántas esferas hace pensar una nave que fluctúa entre el cielo y el
mar! ¡Aquí todo da al pensamiento alas, movimiento y dimensiones at­
mosféricas! ¡El aleteo de la vela, la nave siempre vacilante, las nubes en lo
alto, la inmensidad de la atmósfera infinita! En la tierra estamos atados a
un punto muerto y encerrados en el círculo estrecho de una situación...
¡Alma mía!, ¿cómo te encontrarás cuando salgas de este mundo?
Herder escribe que se embarcó para «ver el mundo», aunque lo
cierto es que al principio ve muy poco, en todo caso el desierto en mo­
vimiento de las aguas y algunas líneas de la costa. Encuentra, en cam­
bio, tiempo y ocasión para «destruir» su anterior saber libresco, para
averiguar e «inventar lo que pienso y creo». El encuentro con un mun­
do extraño se convierte en un encuentro consigo mismo. Ahí está lo
característico de esta irrupción alemana: a partir de los medios limita­
dos que hay a bordo y en medio de la soledad en alta mar, nuestro
predicador, atrapado por la añoranza de la lejanía, engendra para sí
mismo un nuevo mundo. No encuentra a ningún indio, no derriba a
ningún azteca o el imperio de los incas, no descubre tesoros de oro ni
esclavos, no emprende ninguna nueva medición del mundo; su nuevo
mundo es de tal índole que en un santiamén tomará otra vez forma
de libro. Herder, que había dejado atrás «unas estanterías llenas de li­
bros cuyo único lugar era el cuarto de estudio», al final vuelve a ser
presa del mundo de los libros, pues también en el barco se regala con
proyectos literarios: "
¡Qué obra sobre el género humano!, ¡sobre el espíritu humano!, ¡sobre la
cultura de la Tierra!, ¡sobre todos los espacios! ¡Tiempos! ¡Pueblos! ¡Fuer­
zas! ¡Mezclas! ¡Figuras! ¡Religión asiática!, ¡y cronología, policía y filoso­
fía!... ¡Todo lo griego! ¡Todo lo romano! ¡Religión del norte. Derecho,
costumbres, guerra, honor! ¡Época papista, monjes, erudición...! ¡Política
de China, de Japón! ¡Ciencias naturales del nuevo mundo! ¡Costumbres
americanas, etcétera! ¡Historia universal de la formación del mundo!
Herder se nutrió durante toda su vida de las ideas que habían acu­
dido a su mente en medio del mar en movimiento. Escribió un diario
que es un importante documento de literatura y filosofía de la segun­
da mitad del siglo XVIII, aunque las notas compuestas no aparecie­
ron hasta después de su muerte, con el título de Diario de mi viaje del
año 1769. Después de aquella travesía, el autor de esas anotaciones se en­
contró en el año 1771 en Estrasburgo con un joven muy prometedor:
Goethe; éste se sintió poderosamente atraído por aquel torbellino de
ideas y difiindió y desarrolló mucho de lo que escuchó de boca de Her­
der. En el libro décimo de Poesía y verdad, Goethe recuerda el primer
y casual encuentro cuando subía las escaleras en una posada de Es­
trasburgo, donde Herder se hospedaba en el curso de su largo y dolo­
roso tratamiento de las glándulas lacrimales. Goethe escribe que Her­
der le pareció un abate, con sus cabellos empolvados y recogidos en
rizos; y añade que subía con elegancia las escaleras, con el extremo del
abrigo de seda indolentemente metido en los bolsillos de los pantalo­
nes. Goethe era entonces el receptor, el que aprendía. Le superaba en
cinco años de edad, pero se sentía inferior en casi todos los campos.
La relación era difícil. Es cierto que apreciaba los «amplios conoci­
mientos», «los profundos puntos de vista» de Herder, pero, por otra
parte, había de soportar que «le riñera y reprendiera». No estaba acos­
tumbrado a esto, pues, hasta ahora, escribe Goethe, las personas supe­
riores y de más edad «habían intentado instruirlo esclareciéndole las
cosas» y mostrándole «flexibilidad» e incluso «indulgencia». En cam­
bio, de Herder, que con sus ideas le reorganizaba la cabeza, «no se po­
día esperar nunca una señal de aprobación, comoquiera que uno se
comportara». Por tanto, si quería que «diariamente, incluso de hora en
hora, aquél le transmitiera nuevos puntos de vista», Goethe tendría que
superar su vanidad.
Veía en Herder al aventurero del espíritu, que había regresado de
alta mar y traía el viento fresco del viaje, una brisa que estimulaba la
fantasía. Con ese temple de ánimo Goethe le escribe el 10 de julio
de 1772:
Todavía en la ola con mi pequeño bote, y cuando las estrellas se escon­
den floto en las manos del destino, y en mi pecho alternan el valor y la
esperanza, el miedo y el sosiego.
El hecho de que Herder se pusiera en marcha y tuviera un co­
mienzo tan explosivo, sin duda brindó al joven Goethe el modelo para
la escena en el cuarto de estudio del Fausto originario, que había surgi­
do bajo la impresión del primer encuentro con Herder: «¡Ay!, ¿todavía
estoy encerrado en la prisión? / [...] / Limitado por libros y más li­
bros, / [...] / ¡Huye! Sal fuera, hacia la dilatada región...». Del mismo
modo que Fausto escapa por un boquete en el muro de su sofocante
cuarto de estudio, también Herder había huido de la catedral de Riga.
Multitud de ideas se le ocurrieron a lo largo del viaje. Todo se le
aparecía en bella confusión y sin separaciones nítidas. Todavía busca­
ba la lengua adecuada para captar el ir y venir interior. La razón, es­
cribe, es siempre una «razón posterior». Trabaja con conceptos de cau­
salidad y en consecuencia no puede comprender el todo creador. ¿Por
qué? Porque los procesos causales son previsibles, pero los creadores
no. De ahí que Herder busque un lenguaje que se ajuste a la misterio­
sa movilidad de la vida; y que más que conceptos busque metáforas.
Muchas cosas sólo se perfilan, se insinúan, se barruntan. Algunos de
sus coetáneos se escandalizan por lo fluctuante y errante de su len­
guaje. Kant, por ejemplo, escribe en tono irónicamente comedido a
Hamann, rogándole que le explique qué piensa su amigo Herder,
pero si es posible, en el lenguaje de los hombres [...], pues yo, pobre hijo
de la tierra, no estoy organizado para el lenguaje divino de la razón in­
tuitiva. Lo que yo alcanzo es aquello que se puede deletrear a partir de
los conceptos comunes según reglas lógicas.
Herder tenía la suficiente arrogancia para pretender renovar el con­
cepto de razón, aunque fiiera contra Kant, con quien había estudiado
y a quien le unían lazos de amistad. Herder se sintió intelectualmente
unido a Kant mientras éste, en su periodo precrítico, desarrollaba es­
peculaciones cosmológicas sobre el origen del universo, del sistema so­
lar y de la Tierra, así como investigaciones antropológicas, etnológicas
y geográficas. Esta admiración ante la multiplicidad del mundo feno­
ménico respondía a su gusto. Pero sus caminos se separaron tan pronto
como el filósofo de Kónigsberg empezó a trazar límites al entendimien­
to y a infravalorar la importancia de la intuición y de los sentidos. La
Crítica de la razón pura era para Herder «palabrería vacía» y expresión
de problemas insolubles y estériles. Objetó a Kant, como lo hará He-
gel una generación más tarde, que el temor a errar podría ser él mis­
mo el error. En todo caso, Herder no aceptaba las trabas preliminares
en el plano de la teoría del conocimiento, y quería captar de lleno la
vida. Habla de lo «vivo» en contraposición a la razón abstracta. Desde
su punto de vista, la razón viva es concreta y se sumerge en el elemento
de la existencia, de lo inconsciente, de lo irracional, de lo espontáneo,
o sea, en la vida oscura, creadora, propulsora y propulsada. En Herder
la «vida» adquiere un tono nuevo, un tono entusiasta. El eco se oirá
desde muy lejos. Goethe, poco después del encuentro con Herder,
pondrá en boca de Werther esta exclamación: «Por doquier encuentro
vida y nada más que vida...».
La filosofía de la vida de Herder estimuló el culto al genio en el
movimiento Sturm undDrang y más tarde en el Romanticismo. En ellos
se considera genio a aquel en quien la vida brota con libertad y se de­
sarrolla con fuerza creadora. Comenzó entonces un culto ruidoso a los
llamados «genios del ímpetu». Había en ello mucho de escenificación
y pretensión, pero a la vez destellos de brío y confianza en uno mis­
mo. El espíritu del Sturm und Drang quiere ser comadrona de lo genial
que, se supone, dormita en la persona como una disposición superior
y está a la expectativa de elevarse al mundo.
En el libro doce de Poesíay verdad, Goethe, de manera retrospecti­
va, enjuiciará el tumulto de aquellos años con cierta displicencia, afir­
mando que el «genio» es la solución general para esa «época tan fa­
mosa, cacareada y desacreditada de la literatura en la que una masa de
jóvenes geniales irrumpieron con toda valentía y petulancia», para per­
derse en lo carente de límites.
De hecho, Goethe y sus amigos se desbocaron un tanto en esa épo­
ca genial. Después de su encuentro con Herder y de su traslado a Wei-
mar en 1776, Goethe convirtió por un tiempo esa sede ostentosa de
las musas en cuartel general de lo genial. Atrajo como una cola de co­
meta a Lenz, a Klinger, a Kaufinann y a los hermanos Stolberg, que
entonces todavía no se habían entregado a la devoción poética. Hubo
notables festividades, que decenios más tarde seguirán en b'oca de los
filisteos de Weimar. Según cuenta Cari August Bóttiger, testigo de aque­
llos días,
entre otras cosas se celebró una bacanal del genio, a la que se daba co­
mienzo arrojando todos los vasos por la ventana, para convertir en copa
un par de sucias umas funerarias que habían sido extraídas de un túmu­
lo cercano.
Los asistentes pujaban en gestos y entradas en escena que preten­
dían llamar la atención con impertinencia. Lenz hizo de bufón, Klin­
ger dio la nota devorando un trozo de carne de caballo cruda, Kauf-
mann se sentaba a la mesa ducal con el pecho descubierto hasta el
ombligo, los cabellos revueltos y un colosal bastón nudoso. Entre las
«andanzas geniales» de Goethe figura la de un viaje a caballo con su
amigo el duque. En el camino cambiaron su atuendo y buscaron aven­
turas eróticas. Bóttiger narra que en «Stuttgart tuvieron la ocurrencia
de dirigirse a la corte, con lo que, de pronto todos los sastres hubie­
ron de trabajar día y noche para confeccionarles una indumentaria cor­
tesana». Y luego ambos aparecieron en la fiesta de final de curso de la
Academia de Stuttgart. Allí estaban de paso los dos genios admirados,
el duque de Weimar y su amigo Goethe, y se les veía sentados en la
tribuna junto a Karl Eugen, Desde allí contemplaban con tranquila con­
descendencia una concesión de premios en la que obtuvo una distin­
ción un alumno cuya carrera de genio aún estaba por llegar: Friedrich
Schiller. También él celebrará y desplegará la «vida fiierte» en su fase
de Sturm und Drang.
La vida en una efervescente y germinante inquietud tiene también
algo de monstruoso, ante lo cual la conciencia se asusta. Herder apun­
ta, como más adelante hará Nietzsche, al «abismo angustioso» de lo
vivo:
Tampoco hay duda de que [...] la raíz más profunda de nuestra alma está
cubierta de noche. Nuestra pobre pensadora ciertamente no estaba en
condiciones de captar cada estímulo, la semilla de cada sensación en sus
primeros componentes. No estaba en condiciones de oír en todo su fra­
gor el zumbante mar del mundo con olas tan oscuras, sin verse cercada
por el estremecimiento y la angustia, por la prevención de todos los mie­
dos y la pusilanimidad, sin que se le cayera el timón de las manos. Por
tanto, la naturaleza maternal alejaba de ella lo que no podía insertarse en
su conciencia clara [...]. El alma se encuentra en un abismo de infinitud
y no sabe que está sobre él; gracias a esta dichosa ignorancia se mantiene
firme y segura.
El concepto de naturaleza viva en Herder abarca lo creador, a lo
que nos confiamos eufóricamente, pero también lo inquietante, que
nos amenaza. Son estas sensaciones mezcladas las que se imponen a
Herder en su viaje marítimo. Las ideas principales que, en medio del
tumulto de pensamientos, desgrana Herder con claridad en alta mar y
en la época siguiente, y que luego influirán en los románticos, son és­
tas. En primer lugar, todo es historia. Y esto ha de decirse no sólo del
hombre y de su cultura, sino también de la naturaleza. Pensar la his­
toria como el proceso de una evolución que produce la multiplicidad
de formas naturales es una novedad, pues con ello la creación divina
del mundo se introduce en el desarrollo de la naturaleza. La naturale­
za misma pasa a ser aquella potencia creadora que antes se desplazaba
a un ámbito extramundano. La evolución recorre diversos niveles, el
mineral, el vegetativo y el animal. Cada nivel tiene su derecho en sí,
pero contiene a la vez el germen del respectivo estadio superior. Y to­
dos los niveles son estadios previos del hombre. Éste se distingue por
el hecho de que puede tomar en sus propias manos la potencia crea­
dora que actúa en la naturaleza. Puede hacerlo gracias a la inteligencia
y al lenguaje, y tiene que hacerlo porque es pobre en instinto y está
desprotegido. Por tanto, la potencia creadora de cultura es expresión
tanto de una fuerza como de una debilidad.
Con este pensamiento, con la idea de que el hombre es el ser de­
fectuoso que crea cultura, Herder promueve la antropología moder­
na. La historia cultural del hombre pertenece, según él, a la historia de
la naturaleza, si bien a una historia de la naturaleza en la que la fuer­
za natural, que hasta ahora actuaba sin conciencia, ha tomado con­
ciencia de sí misma por medio del pensamiento y de su intencionada
fuerza creadora. La transfiguración del hombre por medio de sí mismo
y la formación de la cultura como medio de vida es en términos de
Herder la «promoción del humanismo». El humanismo no está frente
a la naturaleza, sino que en lo referente al hombre es la verdadera rea­
lización de su naturaleza. Herder legó al siglo xix el concepto de una
historia dinámica, abierta. No concibe ningún sueño de una prehisto­
ria paradisiaca a la que sea deseable retomar. Todo instante, toda épo­
ca contiene sus propios desafíos y una verdad que es necesario captar
y configurar. De ese modo, Herder se halla en profunda contradicción
con Rousseau, para quien la civilización actual representa una forma
de decadencia y alienación: «En todas las épocas, y en cada una a su
manera, el género humano tiene como meta común la felicidad; de­
satinaríamos si, como Rousseau, ensalzáramos tiempos que ya no son
y nunca fueron», escribe Herder en el Diario.
La historia tampoco es, como piensan los materialistas franceses,
un «aproximado más o menos», confiado al azar y al mecanismo sin
alma. Por el contrario, tiene sentido, aunque no esté ordenada a un fin
que podamos comprender de antemano. La realización de la humani­
dad es una especie de experimento del mundo, un proceso abierto
cuyo transcurso depende de los hombres, aunque en el trasfondo ac­
túe una intención de la naturaleza. Puesto que esa intención no pue­
de captarse de manera explícita, no queda sino realizar la obra de la
propia configuración según patrones que el hombre mismo se señala.
Tal propósito actúa como un compás interno que indica la dirección
respectiva, en la que puede encontrarse un máximo de autoconfigura-
ción comunitaria. El proceso histórico no transcurre linealmente, sino
que se realiza a través de rupturas y ajustes. Hay que contar con «gol­
pes y revoluciones..., con experiencias que aquí y allá llegan a la exal­
tación, se vuelven violentas e incluso repugnantes», escribe Herder. No
hay que asustarse por ello, pues así son las formas volcánicas en las
que irrumpe lo nuevo.
Nunca la historia había sido entendida en una forma tan dinámi­
ca y enfática, y sorprende que esto sucediera precisamente en una Ale­
mania escindida en pequeños estados, en una Alemania que se había
quedado atrasada, donde la historia real, en cierto modo, se había con­
gelado. Se producía en Herder una disposición del ánimo para el gran
acontecimiento de la Revolución francesa, pues por primera vez se lle­
gaba a una realidad donde parecía cumplirse en la historia lo que Her­
der se había prometido de ella dos decenios antes.
En segundo lugar, después del concepto de historia dinámica, la
otra idea de Herder que ha tenido una repercusión poderosa es su des­
cubrimiento del individualismo (o el personalismo), y en consecuen­
cia, la pluralidad.
«El» hombre es una abstracción, sólo hay hombres. La vida en su
conjunto tiene en cada estadio evolutivo su propio derecho y su pro­
pia significación, y lo mismo sucede con el género humano. Cada in­
dividuo acuña en una forma especial lo que el hombre es y puede ser.
Herder defiende un personalismo radical. Se da la humanidad como
dimensión abstracta, y se da la humanidad que cada uno puede res­
petar en sí mismo y llevar a una figura individual. De esta última se
trata. Desde esta perspectiva, la historia ya no es sólo el gran panorama
respecto del cual se deslinda el individuo. Las fiindamentales fuerzas
motrices de la historia, que descubrimos fiiera de nosotros, pueden y
deben ser descubiertas por el individuo en él mismo como totalidad
creadora, hecho que Herder experimentó extáticamente durante su tra­
vesía marítima. Sólo el que experimenta el principio creador en su pro­
pio cuerpo, lo descubrirá también fiiera, en el curso del mundo y en
la naturaleza. Más tarde, en las Máximas, Goethe resumirá este pensa­
miento con la frase: «Sólo puede juzgar sobre historia el que en sí mis­
mo ha experimentado historia».
El ser singular que se configura como individuo es y se mantiene
como un centro de sentido, por más que necesite siempre de una co­
munidad, cosa que no puede negarse. Pero, según Herder, ésta debería
estar organizada de tal manera que cada uno pueda desarrollar su ger­
men individual de vida. En este desarrollo la comunidad es una unión
para la ayuda recíproca. La unión de los individuos en la comunidad
no da simplemente una suma, sino que, a través de la acción conjun­
ta, forma en cada caso un espíritu especial, que brota de la unión y
confiere a los individuos un clima espiritual de vida. Para Herder el
hombre como individuo está enmarcado en la comunidad, que es una
especie de individuo mayor. Se trata de un conjunto de círculos con­
céntricos, a saber, la familia, las tribus, los pueblos, las naciones, que en
su respectivo nivel constituyen una síntesis espiritual. En relación con
los pueblos, Herder habla del espíritu de los pueblos. Pero es impor­
tante resaltar que estas unidades superiores son pensadas desde el indi­
viduo. Lo mismo que los individuos particulares entre sí, también las
unidades superiores forman una pluralidad, la del espíritu del pueblo.
Para seguir las huellas de este espíritu del pueblo, durante su viaje
en barco Herder concibió el plan de recoger canciones populares y
otros testimonios culturales. Lo llevará a la práctica y con ello pasará
a ser un acicate y un modelo para los románticos en orden a esta ac­
tividad coleccionista.
También en la colección de antiguas canciones del repertorio po­
pular, Herder sigue siendo individualista. Pues con el espíritu del pue­
blo ocurre lo mismo que con los individuos, a saber, que el desarrollo
de la propia peculiaridad no sólo ha de respetar la peculiaridad de los
otros, sino que además debe considerarla como una ganancia. De la
multitud de pueblos emergen muchas voces. Por primera vez la multi­
plicidad hace que brille la riqueza de lo humano. Herder estaba lejos
de practicar un patriotismo estrecho de miras. Lo que quiere es ayudar
a comprender mejor a los otros pueblos en sus tradiciones:
He rastreado la manera de pensar de las naciones, y lo que he averigua­
do sin sistema ni cavilosidad es que cada una de ellas gestó documentos
según la religión de su país, la tradición de sus padres y los conceptos de
las naciones, y que estos documentos aparecen en un lenguaje poético, en
revestimientos y ritmos poéticos, o sea, que en cada una de ellas se for­
maron canciones mitológicas nacionales sobre el origen de sus más anti­
guos monumentos.
Herder había vivido en Riga en medio de una abigarrada mezcla de
rusos, livonios y polacos. El estrato superior, políticamente decisivo en
el gobierno republicano de la ciudad, que se hallaba bajo soberanía
rusa, era alemán. Al vivir rodeado de otros pueblos, se agudizó para la
tradición de la cultura alemana; sin embargo, como pastor, intentó im­
pedir por curiosidad y por sentimiento de justicia que la comunidad
alemana se encapsulara en sí misma frente a los livonios y rusos, los
cuales en su mayoría vivían en una inmensa pobreza. En la introduc­
ción a la colección de canciones Voces de los pueblos, Herder se remite a
las experiencias en Riga con la cultura y la poesía nativa del pueblo:
Sepa usted, pues, que yo mismo he tenido oportunidad de ver restos vi­
vos de este antiguo y salvaje canto, ritmo y danza entre pueblos vivos, a
los que nuestras costumbres no les han permitido que se convirtieran
completamente en lenguaje, canciones y usos, dándoles a cambio algo
muy mutilado o simplemente nada.
Herder, el coleccionista de canciones populares, ciertamente se ase­
guró de sus propias raíces culturales y aspiró a fomentar y vivificar
la «peculiaridad y la cultura alemanas», pero sin arrogancia. Cuando la
percibía en otros, o cuando no podía menos de advertir que a él lo en­
tendían de esta forma, reaccionaba con gran enojo:
¿Qué es una nación? Un gran jardín descuidado, lleno de hierbajos y ma­
leza. ¿Quién aceptará indiscriminadamente este punto de reunión de ne­
cedades y defectos, de exquisiteces y virtudes, y [...] romperá una lanza
contra otras naciones? Dejadnos contribuir al honor de la nación en la
medida de lo posible; y también hemos de defenderla cuando se le infli­
ge injusticia. Pero ensalzarla ex profeso me parece un acto de vanagloria
[...]. Sin duda la naturaleza ha dispuesto que un hombre, y también un
linaje y un pueblo, aprenda de otro y junto con otro [...], hasta que fi­
nalmente todos hayan comprendido la difícil lección: no hay ningún pue­
blo que sea el pueblo escogido por Dios en exclusiva; todos han de bus­
car la verdad, el jardín de la mejor comunidad ha de ser cultivado por
todos [...]. Ningún pueblo de Europa puede cerrarse frente a los otros y
decir neciamente: en mí y sólo en mí mora toda la sabiduría.
El patriotismo de Herder era democrático y se apoyaba en la mul­
tiplicidad de las culturas. ¿Hacia dónde conducen los muchos cami­
nos? Sin duda, no llevan al dominio de un pueblo sobre otros, sino
que, de acuerdo con la imagen ideal de Herder, conducen a un «jar­
dín» de la multiformidad, donde las culturas de los diversos pueblos
desarrollan sus mejores posibilidades en un clima de delimitación, in­
tercambio y fertilización recíprocos. El principio creador, que él veía
en acción dentro de las culturas populares, le hizo tan simpática la de­
mocracia, que su toma de partido a favor de la Revolución francesa
disgustó más adelante a Goethe, quien calificaba a veces a su amigo
Herder de «jacobino de pura cepa».
El descubrimiento de la historia dinámica, con todo lo que de ella
se sigue, desde un orgulloso individualismo hasta la humildad ante los
antiguos testimonios de la cultura popular, produjo una cesura real en
el espíritu occidental. Desde entonces la visión histórica de las cosas
ha pasado a ser algo obvio. La historia lo reduce todo a un plano re­
lativo. Y así se convierte ella misma en algo absoluto: frente a la his­
toria ningún dios, ninguna idea, ninguna moral, ningún orden social,
ninguna obra pueden afirmarse como algo absoluto. Incluso el bien,
lo verdadero, lo bello, enclavados antes en el cielo de las ideas y reve­
laciones inmutables, caen en la resaca del devenir y del perecer. «Tam­
bién lo bello tiene que morir», leemos en Schiller, y el crepúsculo de
los dioses y la transvaloración de los valores serán también una con­
secuencia de la conciencia histórica. Por tanto, podemos decir que los
pensamientos de Herder en alta mar son ya románticos, pues nos dis­
ponen para el vaivén de las cosas en el torrente del tiempo.
Capítulo 2

Entre el viaje por mar de Herder y el primer Romanticismo acon­


tece una gran cesura temporal, la Revolución francesa. Apenas ha exis­
tido otro acontecimiento capaz de transmitir, como éste, tanto impulso
a la vida intelectual de Alemania. La primera irrupción del primer Ro­
manticismo es tormenta e impulso (Sturm und Drang), y transcurrió a tra­
vés de la experiencia de la Revolución.
En Francia habían sucedido acontecimientos a los que los coetá­
neos, también en Alemania, atribuyeron importancia para la historia
universal. También las generaciones futuras verán esos acontecimientos
con consternación y admiración. Se trata de sucesos que ya en el mo­
mento de acontecer emiten un resplandor mítico y pueden interpre­
tarse como escenas originarias del nacimiento de una nueva época. Son
acontecimientos que, apenas se han producido, se perciben por todas
partes, incluso en las lejanas ciudades de Tubinga, Jena o Weimar,
como dignos de registrarse, como «clásicos». Fueron de esta índole: el
Juramento del Juego de pelota el 20 de junio de 1789, cuando los di­
putados del tercer estado se constituyen en Asamblea Nacional y se
conjuran para permanecer unidos hasta llevar a término una Constitu­
ción; el 2 de julio la destitución de Necker, ministro liberal de finan­
zas, como primer acto de la contrarrevolución y el posterior asalto a
la Bastilla el 14 de julio; la furia de la justicia del linchamiento; los pri­
meros ahorcamientos de aristócratas; la formación de la guardia na­
cional; el 17 de julio, la primera capitulación del rey, que se doblega
ante la Guardia Nacional y comienza a lucir la escarapela; el derrum­
bamiento del poder estatal en las provincias, la revuelta de los campe­
sinos y la subversión en las ciudades; el «gran miedo», que mantiene
el país en vilo; el comienzo de la emigración de la nobleza, con la hui­
da del ornamento de la antigua Francia por la carretera de Turín, y con
los dos hermanos del rey a la cabeza de un séquito de millares de per­
sonas; la noche memorable del 3 al 4 de agosto, cuando la Asamblea
Nacional, ebria de su propia audacia, tritura con numerosos decretos
llenos de patetismo el secular sistema feudal de Francia; la declaración
solemne de los derechos del hombre y del ciudadano el 26 de agosto;
el segundo gran alzamiento en París el 5 de octubre, cuando las tende­
ras obligan al rey y a la Asamblea Nacional a trasladarse de Versalles a
París.
Desde la lejanía de un tiempo posterior, los años comprendidos en­
tre 1789 y 1804, año en que Napoleón es coronado emperador, apare­
cen como un gran instante histórico; en cambio, para sus contempo­
ráneos se trató de un proceso largo y complicado. Se suplantaron las
formas de gobierno, pasando de la democracia absoluta a la constitu­
cional, y luego a la parlamentaria, que a su vez se transformó en la dic­
tadura jacobina. Le siguió el Directorio autoritario y, finalmente, el im­
perio napoleónico, que unía elementos restaurativos y revolucionarios.
Entretanto, el rey es ejecutado y se suceden el Terror y las guerras, que
llevaron a Alemania tanto los logros como el horror de la Revolución.
En Alemania no se daba la oportunidad de una revolución desde
abajo, si prescindimos del periodo intermedio de la República de Ma­
guncia (1793), que pudo mantenerse algunos meses con la protección
de Francia. La prensa se implicó intensamente en aquel episodio, en el
que cooperó Georg Forster, escritor y naturalista que había circunna­
vegado el globo. El final fue fatal para la república y para Georg Fors­
ter. Las tropas aliadas, en cuyo séquito figuraban Goethe y el duque de
Weimar, reconquistaron la ciudad en el verano de 1793 y emprendie­
ron una batida de republicanos. Georg Forster, que había sido envia­
do a París para negociar la adhesión de la ciudad a Francia, murió allí
amargado y empobrecido en enero de 1794. En consecuencia, no fije
posible ninguna revolución desde abajo, pero tanto más incisiva resul­
tó la revolución desde arriba. En pocos años se derrumbó el antiguo
orden estatal. Se hundió el Sacro Imperio Romano Germánico, y se
formó en Alemania un nuevo sistema estatal. Napoleón despojó de
su poder a las casas regentes, las instrumentalizó; en los estados de la
Confederación del Rin se instauró el Código Civil de la Francia na­
poleónica.
La mayoría de escritores e intelectuales de Alemania vieron con cla­
ridad y de inmediato que los sucesos en Francia significaban el co­
mienzo de una nueva época. Apenas era posible sustraerse al arrebato
de la hora histórica. Kant escribe:
Semejante fenómeno en la historia de la humanidad ya no se olvida, pues
ha descubierto en la naturaleza humana una disposición y una facultad
para lo mejor, algo que ningún político había desentrañado por el curso
anterior de las cosas.
También Hegel, al igual que Kant, contempla la Revolución france­
sa como el comienzo de una nueva época en la historia de la huma­
nidad:
Desde que el sol está en el firmamento y los planetas giran a su alrede­
dor, no se había visto que el hombre se sostuviera sobre su cabeza, es de­
cir, sobre el pensamiento y construyera la realidad de acuerdo con él.
La Revolución se percibió como una escena originaria de la acción
fundadora de la sociedad. Lo que hasta aquel momento las teorías ilus­
tradas del contrato social, dentro de las cuales Rousseau era el caso más
reciente, habían proyectado en una prehistoria abstracta y en un espa­
cio igualmente abstracto, ahora despertaba de pronto en los hombres
la fe en una realización inminente, en un presente al alcance de la
mano. En términos de Kant, esto confería a aquel acontecimiento el
aura de una «historia vaticinadora». Quien ya antes profesaba las ideas
filosóficas de la libertad y de la igualdad podía ver en la Revolución el
«triunfo práctico de la filosofía», de acuerdo con el antirrevolucionario
Friedrich Gentz. Por tanto, puesto que eran los propios pensamientos
los que aquí se traducían a la acción, visto desde lejos era posible sen­
tirse todavía como un actor que había participado en los aconteci­
mientos. Finalmente, se demostraba que el pensamiento y la escritura
no sólo interpretan el mundo, sino que además lo cambian, y esto,
quizás, hasta tal punto que en general la idea y el espíritu rigen el mun­
do, y así se trata sólo de encontrar los pensamientos adecuados para
tocar el nervio del tiempo. Muchos intelectuales, también friera de
Francia, vieron la Revolución como «su» revolución, pues creían que
habían contribuido a producirla. Tenemos un caso concreto en Kant,
que a pesar de sus reparos en detalles particulares, mantuvo su simpa­
tía para con la Revolución hasta el frnal de sus días, una simpatía fun­
dada en un sentimiento de participación y responsabilidad, tal como
lo hemos descrito. Desde su punto de vista, Francia, en cierto sentido,
había realizado en representación de la humanidad entera el gran in­
tento práctico de salir de una «culpable minoría de edad».
Y de esa manera la Revolución, por lo menos al principio, vino a
dar alas al idealismo. «El idealismo», escribe Schlegel, no es otra cosa
«en sentido práctico que el espíritu de esa Revolución»; y Hegel afir­
ma que la razón perforó como un topo a través del pesado reino de la
tierra y ahora se ha abierto paso hasta la luz del día. Esta imagen de
la Revolución como «luz del día» o «aurora» se encuentra en casi todos
los escritores durante los primeros años noventa del siglo XVIII. Quizás
el que la proclamó con más energía fue el anciano Klopstock, que trans­
formó la Revolución en una tardía primavera lírica:
Ya la dieta del galo imperio alborea,
lluvia matutina en los esperanzados cala,
por médula y huesos el nuevo sol venga,
el consolador que nadie a soñar llegara.
En un primer momento los jóvenes románticos se hallan entre los
entusiastas del amanecer histórico. Holderlin, Hegel y Schelling plan­
tan en Tubinga un árbol de la libertad. Schelling se propone renunciar
a sus estudios de teología, quiere escapar de «curas y escribanos» y año­
ra los «aires libres» de París. El estudiante de bachillerato Ludwig Tieck
compone un drama sobre el alzamiento popular:
Acércate, libertad,
que yo a tus brazos
me quiero entregar...
Y tres años más tarde, en 1792, escribe a Wackenroder:
¡Si yo fuera ahora francés!, no me quedaría aquí sentado, pero por des­
gracia estoy en una monarquía que lucha contra la libertad, entre hom­
bres que todavía son lo bastante bárbaros para despreciar a los franceses.
¡Oh!, encontrarse en Francia tiene que ser un gran sentimiento. Comba­
tir a las órdenes de Dumouriez y poner en fuga a los esclavos, e incluso
caer; ¿qué es una vida sin libertad?
Wackenroder, un joven de sensibilidad a flor de piel, comparte de
«todo corazón» el entusiasmo de Tieck, y cuando ya ha caído la cabe­
za del rey, anota con frialdad:
La ejecución del rey ha hecho que Berlín entero se asustara por el asun­
to de los franceses; pero yo no he sido presa del espanto. Sobre tales
acontecimientos sigo pensando como antes.
Sin embargo, a diferencia de Tieck, Wackenroder confiesa que le
falta valor para luchar a favor de la Revolución. En cualquier caso, tam­
bién el entusiasmo de Tieck se mantiene dentro de límites románticos
y no llega a una confirmación práctica. También el joven Schleierma-
cher condena al comienzo de la primera guerra de coalición las «in­
tenciones despóticas» de los príncipes europeos, que «intentan sofocar
la revolución»; y el hecho de que un monarca sea «ungido» no le pa­
rece motivo suficiente para que no se le pueda cortar la cabeza. Fichte
publica sus Aportaciones para rectificar los juicios del público sobre la Revo­
lución francesa, en las que atribuye de manera explícita al pueblo el
derecho a la revolución y afirma que en ella se puede actuar con violen­
cia. En el tratado Ensayo sobre el concepto de republicanismo, aparecido
en 1796, Friedrich Schlegel, superando la defensa kantiana de la demo­
cracia representativa, propugna la democracia directa, que a su juicio
puede renunciar a la división de poderes, que para Kant es un com­
ponente esencial del republicanismo. En cualquier caso, cuando Schle­
gel compuso este escrito, mantenía un vínculo muy estrecho con los
sucesos revolucionarios, pues estaba enamorado de Caroline Bóhmer,
que, como amiga de Georg Forster, había cooperado activamente con
la República de Maguncia, y por esa razón tuvo que esconderse cuan­
do las autoridades intervinieron. Más tarde, Caroline se casará con
August Wilhelm, hermano de Schlegel, y luego, en el momento cum­
bre de la sociabilidad romántica en Jena, acabará en brazos de Schelling.
También en las cartas de Novalis se desborda el entusiasmo revo­
lucionario. Se habla en ellas de «ardor de la libertad, de esclavitud, de
odio a los tiranos». Novalis se regala con metáforas revolucionarias.
Cuando el 1 de agosto de 1794 confiesa a su amigo Friedrich Schlegel
su anhelo de «noche de bodas, matrimonio y descendencia», describe
la realización de sus sueños como una especie de revolución, que lo li­
beraría por fin de la tutela doméstica:
Si el cielo quisiera que mi noche de bodas fuera una Noche de San Bar­
tolomé para el despotismo y las mazmorras, entonces celebraría dichoso
mi entrada en el estado matrimonial.
La revolución tenía una irradiación tan colosal porque traía consi­
go las esperanzas de eliminar no sólo un sistema de poder injusto, sino
el poder en general. Cundía la esperanza de que el cambio de las ins­
tituciones políticas terminara sacando a la luz al hombre mejor, al
hombre libre. Los contemporáneos creían ser testigos de un experi­
mento en la historia universal, de un experimento en el que se deba­
tían las preguntas de hasta qué punto es posible la autodeterminación
y qué límites exteriores y órdenes políticos se requieren.
Muchos de los que al principio saludaron la revolución con entu­
siasmo, le dieron después la espalda cuando el terror y la nueva opre­
sión en nombre de la libertad superaron todos los excesos. Incluso
Georg Forster escribe desde París el 16 de abril de 1793:
Al mundo le espera la tiranía de la razón, quizá la más férrea de todas
[...]. Cuanto más noble y eximia es la cosa, tanto más diabólico es el abu­
so. Los incendios y las inundaciones, los efectos nocivos del fuego y del
agua, no son nada en comparación con el infortunio que instalará la
razón.
En efecto, la razón se muestra tiránica en su intento de hacer tá-
bula rasa, de destruir tradiciones, condicionamientos y costumbres, o
sea, la historia entera en la que estamos inmersos. Se siente inducida
a una limpieza general, a eliminar las tradiciones, que se le presen­
tan como meros trastos viejos de antiguos tiempos. La razón ajena a la
historia, que se arroga la potestad de hacer todas las cosas de nuevo y
mejor es, pues, tiránica. Asimismo, la razón es tiránica cuando alza la
pretensión de desarrollar una imagen verdadera del hombre, cuando
presume de saber en qué se cifra el interés general, cuando en nombre
del bien general establece un nuevo régimen de opresión.
El transcurso de la revolución descubrirá esta tiranía de la razón.
Es cierto que se proclamarán los derechos fundamentales del hombre,
a saber, la seguridad de la vida, de la propiedad y de la libre expresión,
pero estos derechos no ofrecen ninguna protección contra la arbitra­
riedad de los nuevos representantes del pueblo, que presumen de ser los
intérpretes de su verdadera voluntad y estampan el estigma del terror
en los supuestos enemigos del mismo, entre los cuales puede hallarse
pronto a todo aquel que no figura en el Comité de Salvación Pública,
o que por otras razones cae en descrédito ante los que llevan las rien­
das del poder.
Esta tiranía de la razón la ejerce una nueva elite intelectual, que
sabe aprovechar los instrumentos modernos para la movilización de las
masas. Como resultado de la Revolución francesa, las masas entran por
primera vez en el escenario de la historia. Los pogromos durante el go­
bierno jacobino son la consecuencia inmediata de esta nueva alianza
histórica entre elite y populacho, que constituye un preludio de los ex­
cesos totalitarios en el siglo XX.
Con la revolución surge una nueva comprensión de la política, pri­
mero en Francia y luego por doquier en Europa. La política, que an­
tes era una especialidad de la corte, puede entenderse ahora como una
empresa capaz de convertirse en asunto del corazón. Es necesario ver
con claridad la cesura colosal que esta explosión de lo político conlle­
va. Las preguntas relativas al sentido, que antes competían a la religión,
se dirigen ahora a la política, lo cual trae consigo un empuje seculari-
zador, que transforma las llamadas «preguntas últimas» en cuestiones
sociales y políticas: libertad, igualdad y fraternidad son soluciones po­
líticas que apenas pueden negar su origen religioso.
Hasta la llegada de la Revolución francesa, la historia era para la
mayoría el acontecer de un destino que se desencadena sobre nosotros
como una epidemia o una catástrofe natural. Los sucesos de 1789 des­
piertan en los coetáneos una comprensión de los procesos históricos a
gran escala, unos procesos que se aceleran paralelamente con su poli­
tización. Los ejércitos revolucionarios, que inundan Europa, represen­
tan el final de las antiguas guerras de gabinete protagonizadas por mer­
cenarios; y además, el ejército del pueblo, según la expresión usada en
una nación armada hasta los dientes, significa que ahora la historia re­
cluta como actores también a los miembros de clase baja. La mayoría
de los escritores alemanes caen en la resaca de esta politización, bien
se entusiasmen con la Revolución, como los jóvenes románticos, bien se
comporten con escepticismo, como, por ejemplo, Wieland, bien se con­
viertan en acérrimos adversarios, como Matthias Claudius. Durante un
breve periodo, en todas partes predomina el razonamiento político, y
no son pocos los autores que se ven forzados a poner el arte de su pa­
labra al servicio de la acción política. En los primeros años aparece
todo un conjunto de escritos, poemas y dramas cuya nota predomi­
nante consiste en tomar partido político, hasta tal punto que con fre­
cuencia presentan rasgos panfletarios o de escritos de agitación.
Era precisamente esta atmósfera de agitación política la que tanto
repugnaba a Goethe. Para éste la Revolución no significaba otra cosa
que el comienzo deplorable de la época de las masas, época que él
odiaba y temía, aun cuando viera que era inevitable. La Revolución
francesa también hizo época en Goethe, aunque no en el sentido po­
sitivo de Kant y Hegel. El 3 de marzo de 1790 escribe a Jacobi: «Como
puedes suponer, también para mí la Revolución francesa fue una re­
volución». Tal como advierte con mirada retrospectiva en los Cuader­
nos de morfología, necesitó «muchos años» para «elaborar poéticamente
este suceso, el más terrible de todos, a partir de sus causas y conse­
cuencias». «El apego a este asunto interminable», añade, «consumió
casi inútilmente mi capacidad poética.» De hecho en casi todas sus
obras de los años noventa la revolución ocupó un puesto muy impor­
tante, en parte como tema explícito, así en Los exaltados. El ciudadano
general, o La hija natural, en parte como trasfondo y horizonte de los
problemas, así en Hermann y Dorotea, o en Conversaciones de emigrados
alemanes.
¿Qué es eso tan «terrible» de la Revolución para Goethe?
Este autor no se obstina con los intereses y puntos de vista de los
nobles y de la sociedad bien situada; advierte claramente la indignan­
te injusticia y la explotación. Algunos años antes del estallido de la Re­
volución, el 17 de abril de 1782 le había escrito a Knebel:
Sabes muy bien que cuando el pulgón se pega a los brotes de las rosas y
se alimenta de ellas hasta ponerse gordo y verde, llegan luego las hormi­
gas y chupan el jugo que se filtra de su cuerpo. Y así marcha todo; he­
mos ido tan lejos que arriba se consume en un día más de lo que puede
aportarse abajo.
Pero su rechazo de la revolución no lo convierte en abogado del
Antiguo Régimen. Refiriéndose a la campaña en Francia, escribe a Ja­
cobi que «no le quita el sueño en absoluto ni la muerte de los peca­
dores aristocráticos, ni la de los democráticos» (18 de agosto de 1792).
Lo terrible de la Revolución no es para él que se cuestionen antiguas
y posiblemente injustas situaciones de propiedad. Eso puede justificar­
se. Para él, lo terrible es la irrupción volcánica de lo social y político.
No es casual que en los meses posteriores a la Revolución se ocupe del
inquietante fenómeno natural del vulcanismo en contraposición al
neptunismo, a la teoría del progresivo cambio de la superficie terrestre
debido a la acción de los océanos. Le atraía lo paulatino y le repug­
naba lo súbito y violento, tanto en la naturaleza como en la sociedad.
Soportaba las transiciones, no las rupturas. Era un amigo de la evolu­
ción, no de la revolución.
Pero el carácter forzado de la revolución no era lo único que le
asustaba. Le resultaba terrible la idea de que las masas sean suscepti­
bles de seducción, pues los «hombres de la revolución», según la de­
nominación que Goethe daba a los demagogos y doctrinarios, las arras­
tran a una región desconocida para ellas. La política se refiere a los
asuntos de la sociedad en conjunto. Eso presupone una manera de
pensar que no sólo sigue los intereses privados, sino que además es ca­
paz de asumir la responsabilidad por el todo. Pero, según Goethe, el
hombre corriente no puede elevarse a este punto de vista, y por eso se
convierte en masa para las maniobras de los agitadores. La politización
general favorece la mentira, el engaño, de los demás y de uno mismo.
Se pretende dominar el todo, y uno ni siquiera es capaz de dominar­
se a sí mismo. Se pone en marcha el proyecto de mejorar la sociedad,
pero quien planifica este cambio se niega a comenzar por mejorarse a
sí mismo. En la borrachera de las masas sucumbe la razón y se favo­
rece la irrupción de bajos instintos. El terror estatal que vocifera a tra­
vés de Francia en el año 1793, las ejecuciones masivas, los pogromos,
los saqueos en los territorios ocupados son ejemplos elocuentes de
todo ello. «¿Qué he de tolerar? De la masa es golpear. Es entonces res­
petable. En juzgar es miserable.» Donde la Revolución no cortó cabe­
zas, su poder ftie suficiente para confiindirlas. Para Goethe, la poli­
tización de la opinión pública era deplorable. La consideraba una
incitación al «politiqueo». Sufrió con las habladurías y los debates sin
fin sobre unos acontecimientos en los que no podía influir ninguno
de los que marcaban el tono en el periódico o en tertulias, y se indig­
naba por el desconocimiento absurdo de las realidades políticas en Ale­
mania entre los amigos de la Revolución. Odiaba toda la prensa po­
litizada y acerca de la campaña de Francia escribió: «Por desgracia
los periódicos llegan a todas partes, ésos son ahora mis enemigos más
peligrosos» (18 de agosto de 1792). Se indignaba por la falsedad de los
que criticaban a los príncipes, pues no querían reconocer que eran be­
neficiarios de su gobierno, como por ejemplo, Herder o Wieland.
El rechazo de la revolución por parte de Goethe expresa la per­
suasión de que la politización general en la incipiente época de masas
tenía como consecuencia una confiisión fiindamental en la percep­
ción de lo próximo y lo lejano. En Los años de aprendizaje de Wilhelm
Meister, leemos:
El hombre ha nacido para una situación limitada; es capaz de ver fines
sencillos, próximos, determinados, y está acostumbrado a utilizar los me­
dios que tiene a mano inmediatamente; pero tan pronto como llega a la
lejanía, no sabe ni lo que quiere ni lo que debe hacer, y da lo mismo por
completo que se disperse por la multitud de los objetos, o que quede ftie-
ra de sí por la altura y dignidad de los mismos. Redunda en su desdicha
toda incitación que lo lleva a apetecer algo con lo que no puede unirse
por su actividad regular.
A la pasión política contrapone Goethe la configuración de la per­
sonalidad individual que crece de la ftierza de la limitación. Puesto que
no podemos abarcar el todo y lo lejano nos dispersa, la consecuencia
es que el individuo ha de formarse para constituir un todo. Ésa es la
máxima de Goethe, de manera que: «Sea solamente la personalidad
la dicha suprema de los hijos de la tierra» (Diván de Oriente y Occiden­
te). En este ideal casi obstinado de la personalidad se esconde también
aquella brillante ignorancia al servicio de la vida que Nietzsche ensal­
zó en Goethe, y que pertenece a su prometeica ftierza de configura­
ción. Esa ftierza de configuración corresponde a la ftSrmula vital: trans­
formar el mundo convirtiéndolo en nuestro propio mundo, pero sólo
tomar de él en la medida en que nos podemos apropiar de él. De ahí se
sigue que hemos de abandonar sin escrúpulos «lo que no nos corres­
ponda». El mundo y la vida de Goethe ftieron lo bastante espaciosos,
a pesar de sus gestos de rechazo y limitación.
En realidad, Goethe no puede considerarse por completo libre de
los influjos del espíritu politizado de la época; incluso llegó a com­
prar una guillotina de juguete para su hijo August; pero, frente a las
maquinaciones de la época, está firmemente decidido a buscar reftigio
en las tranquilas consideraciones de su investigación de la naturaleza.
El 1 de junio de 1791 escribe a Jacobi sobre sus trabajos en la óptica
y sobre la teoría de los colores.
«Ahora me entrego a diario, cada vez más, a estas ciencias, y ten­
go la sensación de que en lo sucesivo posiblemente me dedicaré a ellas
en exclusiva.» No quiere separarse del arte ni de la literatura; estos ám­
bitos, junto con la observación de la naturaleza, constituyen el segundo
baluarte frente al alterado espíritu de la época, «Las alegrías estéticas
nos mantienen en forma, mientras casi todo el mundo está sometido
a la pasión política», escribe con provocativa ironía a Reichardt, com­
positor y editor de revistas de tendencias jacobinas. Y a un conocido
de Tréveris, ciudad ocupada por los franceses, le recomienda: «Necesi­
tamos más que nunca aquella moderación y quietud del espíritu que
sólo podemos agradecer a las musas». Cuando reemprende su trabajo
en la novela Los años de aprendizaje de WiJhehn Meister, que había que­
dado aparcada, el 7 de diciembre de 1793 comunica a Knebel: «Estoy
pensando y decidiendo con qué iniciaré el año que viene; hay que atar­
se a algo por la fuerza. Yo creo que será mi antigua novela».
Los románticos, a pesar de sus elogios a Goethe, no siempre apro­
baron su retirada de la historia revolucionaria. Novalis no puede asen­
tir cuando Friedrich Schlegel, en su famoso fragmento del Athenaum,
pone el Wilhelm Meister, junto con la Doctrina de la ciencia de Fichte, en
paralelo con la Revolución francesa, y entiende esas obras como ex­
presión de una tendencia revolucionaria, que no es «materialmente
explícita», pero sí es muy persistente. Novalis consideraba que el quie­
tismo de Goethe en Wilhelm Meister se tradujo en una ausencia de poe­
sía. Califica la obra de novela «prosaica» y echa de menos la «audacia
poética», que a su juicio sería lo que correspondería al entusiasmo re­
volucionario en el mundo político. Escribe que, en sus obras, Goethe
es «muy sencillo, atildado, cómodo y duradero», que se preocupa más
«de acabar por completo algo insignificante, que de iniciar un mundo
y empezar algo donde pueda preverse que no lo llevará a término a la
perfección...». Bien se trate de poesía o de filosofía, para Novalis ini­
ciar un mundo no significa otra cosa que hacer que el impulso revo­
lucionario actúe en el mundo. Con ese temple revolucionario escribe
a Friedrich Schlegel en agosto de 1794; «Hoy día hay que ser cauto con
la afirmación de que algo es un sueño. De hecho, se realizan cosas que
hace diez años eran enviadas al manicomio filosófico».
Aproximadamente al mismo tiempo que Goethe escoge la literatu­
ra como asilo frente a la Revolución y ios románticos la celebran toda­
vía con entusiasmo, Schiller encuentra en la Revolución un estímulo
para desarrollar una nueva teoría estética. Con ello inicia el ensayo ro­
mántico, emprendido poco más tarde, de tomar la revolución no sólo
como tema, sino también como un principio productivo en el mun­
do literario y filosófico. Dicho de otro modo, la teoría del juego en
el Schiller del año 1794 es el preludio de la revolución romántica en la
literatura en tomo a 1800.
También Schiller saludó al principio la Revolución, pero su de­
sarrollo posterior le repelió. Poco después de los asesinatos de septiem­
bre en 1792, cuando el populacho parisino mató a casi dos mil perso-
ñas, y después de la ejecución del rey, el poeta empezó a concebir una
terapia estética que había de ayudar en la tarea de hacer a los hombres
capaces de libertad. Los excesos de la Revolución demuestran feha­
cientemente, según Schiller, que aún carecen de dicha capacidad: «Ru­
dos instintos sin ley» se desencadenaron «al disolverse el vínculo del
orden burgués» y corrieron «con rabia indócil a satisfacerse de forma
animal». Por tanto, no se trataba de ciudadanos libres que el Estado
había oprimido; sino de animales salvajes a los que aquél puso una
cadena salvadora. Como respuesta a la Revolución francesa, Schiller
intenta con arrogancia superar la Francia revolucionaria con una revo­
lución alternativa de tipo espiritual. Por primera vez el juego del arte,
dice Schiller, puede hacer a los hombres verdaderamente libres. Con­
seguirá su meta primero en su interior y más tarde, cuando las circuns­
tancias hayan madurado en Alemania, también externamente. Schiller
cifra grandes esperanzas en la acción liberadora del arte y de la litera­
tura. La primera generación de románticos podrá apoyarse en esta ele­
vación sin parangón del rango de lo estético.
Para Schiller, la Revolución francesa fiie un «instante generoso» que
encontró una «generación insensible». Era insensible por carecer en su
interior de libertad. Pero ¿qué significa ser interiormente libre? Impli­
ca la independencia de las pasiones, prescindiendo de que los hombres
las sigan de forma ruda e incivilizada, o con el refinamiento de la ci­
vilización. De una manera u otra el hombre está dominado por su na­
turaleza, sin poder dominarse a sí mismo. Pero ¿no vivimos en una
época ilustrada y científica, en un periodo de florecimiento del espíri­
tu libre e investigador? La respuesta de Schiller es negativa; a su juicio
no han de sobrevalorarse los logros actuales. La Ilustración y la cien­
cia no han pasado de ser una mera «cultura teórica», un asunto exter­
no para «gentes que interiormente siguen siendo bárbaras». La razón
pública todavía no ha aprehendido y transformado el núcleo de la per­
sona. ¿Qué hemos de hacer? ¿No es la lucha política por la libertad ex­
terna el único camino para la liberación del hombre interior? Parece
que la libertad sólo se aprende luchando políticamente por ella, o al
menos eso es lo que objetarán Fichte y otros amigos de la libertad con­
tra Schiller, que rechaza este concepto de learning hy doing (aprender ha­
ciendo), como decimos hoy. Su argumento es que si se debilita o se
anula demasiado pronto la pinza autoritaria del Estado (del «Estado
natural») mediante la lucha política, la consecuencia necesaria es la
«anarquía» y con ello la violencia multiplicada y la arbitrariedad de los
egoísmos: «La sociedad desatada, en lugar de acelerar su paso hacia la
vida orgánica, cae de nuevo en el reino elemental». Más bien hay que
abrir para el hombre un campo de prácticas de la libertad. Mientras
pervive el «Estado natural», que asegura la «existencia física» del hom­
bre, hay que crear los fundamentos espirituales sobre los cuales se eri­
girá en el futuro el Estado libre. No es posible destruir primero el «me­
canismo» del Estado y luego andar a la búsqueda de otro; más bien,
«hay que cambiar la rueda en movimiento durante la rotación».
Y ¿por qué ha de ser precisamente el arte y la relación con éste lo
que produzca el cambio de la rueda en rotación, es decir, una revolu­
ción en la manera de pensar? «Porque precisamente a través de la be­
lleza caminamos hacia la libertad.» Bien puede afirmarse, tal como
hace Schiller, que el arte bello educa y refina la sensibilidad, y ésta se­
ría su aportación a la civilización. Pero Schiller no se conforma con
esto. Desde su punto de vista, el mundo estético no es sólo un cam­
po de prácticas para el refinamiento y el ennoblecimiento de las sen­
saciones, sino que es, además, el lugar donde el hombre se convierte
explícitamente en lo que ya es siempre de manera implícita, en «homo
ludens».
Hasta la decimoquinta de sus Cartas sobre la educación estética del
hombre no aparece aquella fi-ase a la que tiende todo este tratado y de
la que se deduce todo cuanto reviste importancia en la teoría de lo be­
llo de Schiller. Se trata de una tesis de antropología cultural de enor­
mes consecuencias para la comprensión de la cultura en general y de
la cultura moderna en particular, de una tesis con la que Schiller fun­
da su pretensión de curar la cultura mediante la educación estética.
Esta famosa tesis es: «Expresado con toda brevedad, el hombre sólo
juega cuando es hombre en el pleno sentido de la palabra, y sólo es
enteramente hombre cuando juega».
¿De qué juegos se trata? Naturalmente para Schiller son en primer
lugar los juegos de la literatura y del arte en general. Pero insinúa que
en ese mundo lúdico está en juego la civilización entera, pues ésta es
también juego, a saber, una institución que presenta muchos casos se­
rios mediante sustitutivas acciones lúdicas, o por lo menos posibilita
una relación distanciada con tales casos. Schiller es uno de los prime­
ros que ha resaltado que el camino de la naturaleza a la cultura va a
través del «juego», es decir, a través de rituales, de tabúes, de símbolos.
La seriedad de las pasiones -tales como la sexualidad, la agresión, la
competencia y la enemistad-, o la angustia ante la muerte, la enfer­
medad y la decadencia, pierden algo de su poder coactivo y aniquila­
dor de la libertad. Por ejemplo, la sexualidad se sublima como juego
erótico, y así deja de ser meramente animal para volverse verdadera­
mente humana. Pertenecen también a este capítulo las disimulaciones,
los ardides, el adorno y las ironías en el juego, en medio de los cuales
se nos ofrecen duplicaciones admirables como: se disfruta el disfrute, se
siente el sentimiento, se ama el enamoramiento; en todo ello somos a
la vez actores y espectadores. Semejante juego permite el incremento
refinado, mientras que el apetito se apaga con la satisfacción y así as­
pira de forma contraproducente al punto muerto: post coitum omne ani­
mal triste. La sexualidad es apetito y reproducción, mientras que el ero­
tismo abre todo un mundo de significaciones.
El juego abre espacios de libertad. Esto es válido también en re­
lación con la violencia. La cultura tiene que contar con ella y «jugar»
con ella, por ejemplo, en los combates ritualizados, en la competen­
cia, en las contiendas retóricas. El universo simbólico de la cultura ali­
via las cuestiones graves, la muerte y la aniquilación recíproca. Hace
viable la convivencia de los hombres, esos peligrosos animales. La má­
xima de la cultura es: donde había seriedad, tiene que haber juego.
Es evidente que seguiremos dedicándonos con toda seriedad a
nuestros negocios, que estableceremos y cuidaremos relaciones, cum­
pliremos nuestras tareas y resolveremos problemas. Pero es cuestión de
conquistar un espacio de libertad y juego frente a las pasiones y los
afectos que nos dominan.
También necesitamos libertad frente a las meras consideraciones
utilitarias. La sociedad burguesa, dice Schiller, está más que nunca bajo
el dictado de la utilidad. La describe como un sistema cerrado de ra­
cionalidad medio-fin y de razón instrumental, como una máquina
social, casi como aquella «jaula» que nos presentará la pluma de Max
Weber un siglo más tarde. Schiller escribe:
La utilidad es el gran ídolo de la época, un ídolo al que sirven todas las
fuerzas y han de rendir homenaje todos los talentos. En esta tosca balan­
za no tiene ningún peso el mérito espiritual del arte, que, despojado de
todo estímulo, desaparece ante el ruidoso mercado del siglo.
El arte nos enseña que las cosas importantes de la vida, el amor, la
amistad, la religión y hasta el propio arte, tienen su fin en sí mismas,
que su sentido no es, ante todo, servir a otro fin funcional. El amor
quiere el amor, la amistad apetece la amistad y el arte busca el arte; es
evidente que en tales dimensiones se realizan también otros fines, pero
éstos no han de ser intencionados. Una amistad calculadora no es
amistad en absoluto, y tampoco es arte el que se realiza en aras de la
utilidad social. El arte, lo mismo que todo juego, es autónomo. Tiene
reglas, pero se las otorga a sí mismo. Sólo puede aliviar las situaciones
serias si se toma en serio a sí mismo. En relación con la utilidad do­
minante, el arte es fin en sí mismo, o sea, es extático, lo mismo que,
por ejemplo, la religión, cuya esencia también se ignora cuando su co­
metido se limita a la utilidad social. Sólo si el arte, al igual que la re­
ligión, se quiere a sí mismo, puede servir también a la sociedad, en
cierto modo sin ningún género de intención.
Por tanto, en primer lugar el arte es un juego serio, en segundo lu­
gar es un fin en sí mismo y, en tercer lugar, ofrece una compensación
ante lo que Schiller describe como deformación específica de la socie­
dad burguesa: el sistema desarrollado de la división de trabajo. Hól-
derlin y Hegel, y más tarde Marx, Max Weber y Georg Simmel, se apo­
yarán en las teorías de Schiller. No hay ningún análisis social de esta
época con mayor repercusión que el suyo. La sociedad «moderna», es­
cribe, ha hecho progresos en el plano de la técnica, de la ciencia y de
las artes mecánicas como consecuencia de la división de trabajo y de la
especialización. Pero en la misma medida en que la sociedad en con­
junto se hace más rica y compleja, conduce al empobrecimiento del
individuo en lo relativo al desarrollo de sus disposiciones y fiierzas. En
cuanto el todo se muestra como una totalidad rica, el individuo deja
de ser lo que de acuerdo con un presupuesto idealizante había de ser
en la antigüedad: una persona como totalidad en pequeño. En lugar
de esto hoy sólo hallamos en los hombres «fragmentos», y como con­
secuencia «hay que ir buscando entre individuo e individuo para en­
contrar reunida la totalidad de la especie». Cada cual entiende sólo de
un arte mecánico particular, sea material o intelectual. También la po­
lítica se ha convertido en una «maquinaria» de especialistas del poder;
ya no está enraizada en el mundo de la vida y ya no es una expresión
orgánica del poder unido de los individuos:
Se ha producido una separación entre el disfrute y el trabajo, el medio y
el fin, el esfuerzo y la retribución. El hombre, etemamente atado a un pe­
queño fragmento particular del todo, se forma sólo como fragmento; eter­
namente con el ruido monótono en el oído de la rueda que él mueve,
nunca desarrolla la armonía de su esencia, y, en lugar de expresar la hu­
manidad en su naturaleza, se convierte en una mera copia de su trabajo.
Sin embargo, frente a los sueños rusonianos de un pasado mejor,
sostiene con firmeza «que, si bien para los individuos no es buena esta
desmembración de su esencia, no obstante, la especie no habría podi­
do progresar de otra manera». En efecto, para desarrollar las dispo­
siciones de la especie en conjunto sin duda no había otro medio que
dividirla entre individuos e incluso oponer a éstos entre sí. Schiller de­
signa el «antagonismo de las fuerzas» como «el gran instrumento de la
cultura» para realizar en el todo social la riqueza de las capacidades
esenciales del hombre, dejándola ausente en la gran masa de los indi­
viduos. En este análisis encontrará Hólderlin la clave para comprender
el sufrimiento que le causa su presente. En el Hiperión leemos:
Ves operarios, pero ningún hombre, pensadores, pero ningún hombre
[...]. ¿No es eso como un campo de batalla, donde yacen despedazados
manos y brazos y todos los miembros, mientras la sangre derramada de­
saparece en la arena...? Todo ello resultaría demasiado doloroso si tales
hombres no fueran insensibles para toda vida bella...
Para Schiller el fraccionamiento y la mutilación son una razón aña­
dida de que en Francia la Ilustración, como «cultura teórica», se con­
virtiera en mera ideología, y en definitiva, tal como lo demuestra el
ejemplo de Robespierre, acabara trocándose en terror de la razón, en
un terror que no sólo se dirige contra las antiguas instituciones, sino
también contra la antigua fe en el corazón del hombre.
El juego del arte ha de compensar, ya que no puede superar, esta
llaga de una sociedad basada en la división del trabajo, que convierte
a los hombres en un «fragmento», en mera «copia de su trabajo». El
juego del arte anima al hombre a jugar con todas sus fiaerzas, con la
razón, el sentimiento, la imaginación, el recuerdo y la esperanza. Este
juego libre redime de las limitaciones basadas en la división del traba­
jo. Permite al individuo, que sufre por su astillamiento, convertirse en
un todo, en una totalidad en pequeño, aunque sólo sea en el instante
y el ámbito limitados del arte. En el disfrute de lo bello el hombre ex­
perimenta el gusto anticipado de una plenitud que todavía está por lle­
gar en la vida práctica y en el mundo histórico.
Así pues, Schiller se prometió mucho de la educación estética, y
con ello elevó el rango del arte y de la literatura a una altura inaudita
hasta entonces.
La nueva conciencia de sí que adquiere la autonomía artística, la
animación para el gran juego y un sublime desinterés, y la promesa
de una totalidad en pequeño fueron los factores que, sumados, die­
ron impulso al Romanticismo, cuya primera generación entra ahora en
escena.
Capítulo 3

A principios de los años ochenta del siglo XVIII, Schiller llamó a su


época «el siglo manchado de tinta». Veinte años más tarde, cuando apa­
rece la generación romántica, la situación no ha cambiado en absolu­
to. Por el contrario, se lee y escribe como jamás anteriormente. La ele­
vación del rango de la literatura, su importancia para la vida, ha vuelto
a crecer de forma colosal. La irrupción romántica está marcada por esta
época ávida de lectura y entregada con furia a la escritura.
A finales del siglo XVIII el exceso de lecturas se convierte casi en
una epidemia dentro de los círculos de la burguesía y de la pequeña
burguesía. Pedagogos y críticos culturales empiezan a quejarse de ello.
Es difícil controlar lo que sucede en la persona que lee; sin duda, se
ocultan en ella excitaciones y fantasías. La muchacha que lee en el sofá,
que devora novelas, ¿no se entrega secretamente a excesos? Y los alum­
nos de bachillerato que se dan a la lectura, ¿no participan acaso en
aventuras que ni por asomo se les ocurren a los educadores? Entre
1750 y 1800 se duplica el número de los que saben leer. A finales de
siglo, aproximadamente el 25 por ciento de la población constituye un
público potencial de lectores. Poco a poco se asiste a un cambio en los
hábitos de lectura: ya no se lee muchas veces un mismo libro, sino que
se leen muchos libros una sola vez. Desaparece la autoridad de los
grandes libros importantes -la Biblia, los devocionarios, los almana­
ques- y, en cambio, se difiande la exigencia de una mayor cantidad de
material de lectura, de libros, que más que leídos, serán devorados. En­
tre 1790 y 1800 aparecen en el mercado 2500 títulos de novelas, la mis­
ma cantidad que en los noventa años anteriores. La oferta crecien­
te quiere llegar al público. Éste aprende el arte de leer deprisa. Es obvio
que sin ocio no puede haber una vida de lectura. En Lucinde, novela
de Friedrich Schlegel, no es casual que se entone el himno a la «ocio­
sidad»:
¡Ocio!, ¡ocio!, eras la atmósfera vital de la inocencia y del entusiasmo, te
respiran los seres felices, y es feliz el que te tiene y cuida, ¡sagrado tesoro y
único fragmento de semejanza con Dios que nos ha quedado del paraíso!
Por suerte, el ocio no faltaba en la vida burguesa del momento. Y si
faltaba, se prolongaban las horas de lectura por la noche. No sólo la
Ilustración, también la furia lectora exige más luz.
La cortesana del conde Friedrich Stolberg describe cómo trans­
curría la vida de una familia muy entregada a la lectura: después del de­
sayuno el conde leía un capítulo de la Biblia y un canto de Klopstock.
Luego, ella leía en silencio un número de la revista Spectator. Seguida­
mente, la condesa leía durante una hora fragmentos de Pontius Pilatus
de Lavater. Durante el tiempo que quedaba hasta la comida cada uno
leía para sí mismo. A la hora del postre había una lectura de El paraí­
so perdido de Milton. Luego el conde leía alguna obra biográfica de Plu­
tarco, y después del té se leían los pasajes esenciales de Klopstock. Por
la noche los presentes escribían cartas, que a la mañana siguiente se
leían en voz alta antes de enviarlas. Las horas tempranas de la maña­
na se dedicaban a las novelas coetáneas, cosa que se menciona en tono
más bien vergonzoso.
Los que leen mucho llaman a escena a los que escriben mucho,
concitan la aparición de autores que saben escribir para una lectura rá­
pida. Schiller se ejercitó también en ello mientras escribía la novela por
entregas El visionario. Acerca de August Lafontaine, autor de más de
cien novelas, se decía que escribía más deprisa de lo que podía leer;
por tanto no pudo haber leído todas sus obras. Este aluvión de nove­
las es motivo de desesperación para los críticos profesionales, entre los
cuales se hallan los jefes de escuela del movimiento romántico. Frie­
drich Schlegel escribe en 1797:
De las numerosas novelas que inflan nuestro catálogo de libros con cada
feria, la mayoría consuman el ciclo de su existencia insignificante con tan­
ta rapidez, para retirarse luego al olvido y a la suciedad de los libros an­
tiguos en las bibliotecas, que el crítico de arte ha de pisarles los talones
sin tardanza, si no quiere tener el disgusto de aplicar su juicio a un escri­
to que, en realidad, ya no existe.
Será un motivo de orgullo para los románticos seguir existiendo
con sus escritos cuando haga ya muchos años que todos los demás ha­
yan desaparecido.
Las especiales condiciones sociales, políticas y geográficas de Ale­
mania hicieron que en este país prosperaran a sus anchas los libros y
las publicaciones periódicas. La ausencia de puntos urbanos de impor­
tancia como centros de la vida social favorece el aislamiento y, con ello,
la complacencia en la sociabilidad imaginaria en el libro, y en la socia­
bilidad real a través del libro. Alemania no tenía ningún poder político
que diera alas a la fantasía, ninguna capital grande llena de misterios la­
berínticos, ninguna colonia que estimulara el sentido de la lejanía y las
aventuras en el mundo exterior. Todo estaba astillado, era estrecho y
pequeño. La visita de Hamann a Kant significó ya un encuentro entre
Ilustración y Stunn und Drang; y en Jena, una generación más tarde, los
cuarteles principales del Romanticismo y del clasicismo apenas dista­
ban un tiro de piedra. Las extraordinarias proezas que habían realizado
los navegantes y descubridores ingleses, los pioneros en América y los
cabecillas de la Revolución francesa, el público alemán las experimen­
taba por lo regular en una mera reproducción y en la forma sustituti-
va de la literatura. En una carta a Merck, Goethe constata lapidaria­
mente que «el público honorable conoce todo lo extraordinario tan
sólo a través de las novelas» (11 de octubre de 1780).
Quien lee mucho llega con facilidad a la idea de escribir él mismo.
Los amigos intercambian cartas y luego las llevan de inmediato al edi­
tor. Quien ha conseguido honor y dinero, e incluso quien no ha con­
seguido ninguna de las dos cosas, cuando llega a cierta edad escribe
sus consideraciones sobre la vida. Goethe gimió en su Wilhelm Meister
por causa de esta evolución; Jean Paul hizo una parodia de la misma
en El maestrillo de escuela Wutz. Wutz recibe con regularidad el catálo­
go de la feria y, como anda escaso de ingresos, escribe él mismo las no­
velas que en él se anuncian. Y poco a poco se va haciendo a la idea
de que sus escritos son los originales auténticos. Luego, cuando ha lle­
gado a situarse económicamente y conoce los verdaderos originales, los
considera ediciones falsificadas.
El aumento en el hábito de lectura hace que lo leído y lo vivido
se acerquen. Se persigue en lo leído la vida del autor, que pronto se
hace interesante con su biografía, y si no lo es todavía, procura llegar
a serlo. Los Schlegel sabían de sobra hacerse interesantes. Sus historias
de amor eran materia de conversación en Jena. Se buscaba la vida de­
trás de la literatura y, a la inversa, resultaba fascinante buscar la mane­
ra en que la literatura pudiera configurar la vida. Se procuraba vivir lo
que se había leído. Era usual vestir, como Goethe, el fi-ac de cola de
gorrión o hacer rodar los ojos como Karl Moor. Se enfocaban las vi­
vencias según el guión literario, que había distribuido ya los papeles,
había indicado la atmósfera y había fijado la acción. De la literatura
como novísimo médium salía una fuerza fascinante, que escenificaba
la vida. Lo que complacía a la gran literatura no podía menos de ser
bienvenido a la llamada literatura de entretenimiento, a las novelas de
corte familiar escritas por Lafontaine, a las historias de ladrones de Vul-
pius, el cuñado de Goethe, y a las novelas de Karl Grosse, autor muy
apreciado en el Romanticismo temprano, y en las que abundan las li­
gas secretas. En ambos niveles se manifiesta el deseo de un sentimien­
to de sí mismo intensificado. Los lectores quieren sentirse a sí mismos,
exigen vitalidad a la vida, y cuando las circunstancias externas se opo­
nen a ello, entonces la identificación con los modelos literarios tiene
que entresacar momentos significativos en medio de un torrente de la
vida que transcurre a través de rituales cotidianos. Se quiere valorar
la propia vida en el espejo de la literatura, darle densidad, dramatismo
y atmósfera viva. El lector, que busca su existencia desaparecida en la
cotidianidad, puede llegar al disfinte de sí mismo. «Estamos hechos de
literatura», dice en tono de queja el joven Tieck; y también Clemens
Brentano oye crujir el papel en la vida:
Cada vez veo con más claridad que una enorme cantidad de nuestras ac­
ciones está determinada maquinalmente por las novelas, y que las damas,
sobre todo al final de su vida, no son sino copias de los caracteres de las
novelas que han tomado en préstamo en las bibliotecas de su región.
Posiblemente fiaera el intenso trasiego limítrofe entre literatura y
vida, la tendencia a dar carácter literario a la vida lo que incitó a Tieck
a traducir el Quijote, pues, como sabemos, el tema de esta novela es la
suplantación de la experiencia de la vida por la experiencia de la lec­
tura. Esta obra podía leerse como una pieza épica sobre el peligroso
imperialismo de la literatura, que somete la vida a sus exigencias. El
poder de lo literario se muestra incluso en la política. Los protagonis­
tas de los sucesos revolucionarios aparecen ante sí mismos y ante el
público educado como actores de papeles ya conocidos por la litera­
tura antigua. La formación clásica posibilita una peculiar vivencia de
déja vu: César, Cicerón y Bruto vuelven con una indumentaria histó­
rica. Bruto es representado ahora por una mujer: Charlotte Corday,
la dulce fanática de Normandía que en 1793 acuchilla en la bañera a
Marat, a quien le gustaba aparecer como Graco. Klopstock, Wieland y
otros poetizaron esta acción, el modélico asesinato de un tirano.
Quien lee y escribe especula en torno a una revolución personal, a
una transformación súbita, cuya consecuencia es que las cosas ordina­
rias de nuestra vida brillen bajo una luz nueva, o que se abran abis­
mos, según el caso. Cuando se quiere inficionar la vida de poesía, el
autor usa como medio preferido la técnica romántica del extraña­
miento, que Tieck describe en estos términos:
Deberíamos intentar por una vez hacer que lo ordinario nos resultara ex­
traño, y entonces nos admiraríamos de lo cercano que nos queda algún
dato, algún regocijo que nosotros buscamos en una lejana y fatigosa leja­
nía. Con frecuencia tenemos la utopía maravillosa a punto de pisarla con
los propios pies, pero miramos por encima de ella con nuestro telescopio.
Por tanto, leer y escribir prometen la aventura a la vuelta de la es­
quina, la pequeña revolución. Deseamos, por supuesto, una vida me­
jor, en todo caso una vida añadida, que prometa sorpresas y maravillas
distintas de lo que encontramos en nuestro mundo corriente.
En esta época ávida de literatura el misterio tuvo su coyuntura. La
luz de la Ilustración perdía brillo. De todos modos, este movimiento
no había penetrado en los estratos más sencillos del pueblo; y los mis­
mos círculos aristocráticos jugaban con la razón y practicaban espiri­
tismo. A finales de siglo lo extraordinario regresaba, consciente de sí
mismo, como algo prodigioso. De nuevo hacen acto de presencia los cu­
randeros milagrosos, encerrados antes en una casa de trabajo. La gen­
te vuelve a congregarse en las ciudades para oír a los profetas, que pre­
dican el final del mundo o el retorno del Mesías. En Sajonia y Turingia
ejerce el exorcista Gassner, y en Leipzig el hostelero Schrepfer alcanzó
una breve fama como nigromante. El estado de ánimo general había
cambiado; volvía a gustar lo enigmático; se había debilitado la fe en la
transparencia y calculabilidad del mundo. La Ilustración, con su prag­
matismo, había escrito en su bandera la previsibilidad y la calculabilidad
del mundo. Pero los años ochenta y noventa traen crisis económicas y
guerras. El primer acto de la Revolución francesa podía pasar todavía
por racional, pues el mundo se sostenía «sobre la cabeza» (Hegel) y el
pensamiento triunfaba; pero las consecuencias tumultuarias y terroristas
sin duda habían de tomarse como signo de que la historia de la razón
planificadora no obedece al timón, y hace que se manifieste más nues­
tra naturaleza oscura que nuestro entendimiento claro. Se altera la con­
fianza en el pensamiento ilustrado, que se toma las cosas demasiado a
la ligera, lo cual significa que es incapaz de captar la profiindidad
de la vida y su lado nocturno. Los románticos cifirarán su orgullo en ajus­
tar el pensamiento y la imaginación a lo terrible, que acontece en no­
sotros y en torno a nosotros. Se comienza a poner en duda que el pro­
greso traiga siempre lo mejor. ¿No podría radicar éste más bien en lo
antiguo y lo más primitivo? En cualquier caso, cuando oscurece el fii-
turo iluminado, se oye mejor la voz del pasado. Vuelve a gustar lo os­
curo, lo que viene de lejos. La encubierta melancolía de las canciones
populares atrae: «Cayó escarcha en la noche de primavera».
La complacencia en lo misterioso y maravilloso, tal como aparece
en la cultura literaria a finales de siglo, es el síntoma de un cambio de
mentalidad, que reprime el espíritu racionalista. Son muchos los que
dudan del paso acompasado del progreso ilustrado, o que incluso des­
esperan de él, y en consecuencia añoran un estado de excepción que
les permita saltarse estadios particulares y procurarse su dicha indi­
vidual antes de que la razón triunfante asegure la dicha de la huma­
nidad. Se esperan giros y encuentros sorprendentes, que traerán la gran
dicha. Las novelas viven de esto. «Sin sospechar nada salía yo de la
casa, cuando de pronto...», es ahora la fórmula habitual para producir
suspense. En particular, Hoífmann es un virtuoso en el uso de la mis­
ma. El joven Tieck, camino de la escuela, da varios rodeos para elevar
la probabilidad de encuentros imprevistos. Friedrich Schlegel puede ale­
grarse de un encuentro de ese tipo: «El destino puso ante mí a un jo­
ven que puede llegar a ser cualquier cosa», cuenta a su hermano en ene­
ro de 1792. El joven, que no es otro que Novalis, considera también
milagroso el hecho de haberse encontrado con Schlegel.
El poder prodigioso del destino produce sorprendentes enlaces;
hace que los hombres se precipiten al abismo y que se eleven a insos­
pechadas alturas. En semejante atmósfera se convierten en figuras casi
míticas los estafadores al estilo de un Cagliostro, encumbrados por el
destino y por sus propias habilidades. Trazan su órbita a manera de co­
metas; por breves instantes destacan en el cielo de la sociedad.
Las fantasías sobre ligas y complots secretos excitaban la vida pú­
blica en una medida que muy bien podemos imaginarnos en la actua­
lidad, cuando estamos bajo el signo de la histeria del terrorismo y de
las teorías de la conspiración. Esta atmósfera favorece un género lite­
rario que inauguró Schiller con su Visionario. Es el género de la «no­
vela de ligas secretas», que narra con delicioso horror acerca de miste­
riosas sociedades secretas y de sus maquinaciones. En los años ochen­
ta y noventa del siglo XVIII aparecieron más de doscientos títulos de
ese tipo, en su mayoría triviales, pero que tuvieron una fuerte reper­
cusión en las cumbres literarias. En el Wilhelm Meister de Goethe apa­
rece la sociedad secreta de la torre. Titán de Jean Paul, Los guardia­
nes de la corona de Achim von Arnim y William Lovell de Tieck son
obras que pertenecen igualmente a la tradición de la «novela de ligas
secretas».
Este género posee un esquema estereotipado: un personaje inofen­
sivo se ve sumergido en lances misteriosos; lo persiguen; se cruzan en
su camino sujetos que parecen saberlo todo sobre él, poco a poco ad­
vierte que está cautivo en la red de una organización invisible. Con
frecuencia, una bella mujer sirve de reclamo: a lo amenazador se une
el dulce misterio. A veces el protagonista penetra en la liga, en oca­
siones incluso llega hasta las cavernas más internas, donde ve cuevas
con luz flameante y caras pálidas. A veces es consagrado en los miste­
rios de un saber oculto y de una intención escondida, conoce a los je­
fes, pero nunca al cabecilla principal. Descubre, para su consternación,
a personajes a los que hace tiempo que conoce, y a los que ahora ve
bajo una luz nueva. En estas historias las ligas pueden ser buenas o ma­
las, y cuando se cuenta cómo estas dos se enfrentan, la totalidad se
hace completamente impenetrable. Pululan los agentes dobles, y ape­
nas hay una habitación sin doble suelo y armarios sin puertas secretas.
Tampoco se puede ir ya por la calle sin ser interpelado por un emisa­
rio con cara delgada y labios delgados.
La base real de estas historias son las ligas secretas de los jesuítas,
de los masones, de los illuminati y de los rosacruces. Las teorías de la
conjuración de estas ligas eran y son hasta hoy la forma de filosofía de
la historia con mayor repercusión entre las masas. Se cree saber cómo
funciona la historia, dónde están sus instigadores ocultos, cómo son.
Los teóricos de la conspiración de aquella época lo sabían todo acer­
ca de la Revolución francesa, por ejemplo: que fiie dirigida desde In-
golstadt, pues es sabido que allí se encontraba el cuartel general de los
illuminati...
El afán de misterio era una fuerza impulsora tanto entre los cons­
piradores que formaban ligas, como entre lo que las temían. Quien se
implicaba en estos asuntos, en una u otra parte, se comportaba en las
llanuras del movimiento romántico según lo que Novalis exigirá en la
altiplanicie del espíritu romántico de especulación: «En cuanto doy
alto sentido a lo ordinario, a lo conocido dignidad de desconocido y
apariencia infinita a lo finito, con todo ello romantizo».
Las novelas de ligas secretas, que inundaban el mercado de libros,
destacaban en el arte de dar «a lo ordinario un aspecto misterioso»; de
ahí que fiieran leídas solícitamente por la generación romántica, que
se sentía alejada de la escuela del racionalismo. Gozaba de especial pre­
dilección la novela El genio, de Karl Grosse (1791). El joven Tieck la lee
de un tirón a sus amigos y se exalta tanto, que teme perder la razón.
Necesita una semana para recuperarse y escribe luego su novela Wi-
lliam Lovell, donde, naturalmente, también actúa una sociedad secreta.
Algo parecido le sucedió al joven E.T.A. Hoflfmann. Después de leer­
la escribió el 19 de febrero de 1795 a su amigo Hippel: «El borboteo
de innumerables pasiones había sumergido mi espíritu en una espe­
cie de extenuado aturdimiento [...]. Yo veía también mi genio [...]».
Poco después comenzó a escribir su primera novela, que permaneció
inédita.
En Grosse leemos:
En todos los embrollos de aparentes casualidades actúa una mano invi­
sible, que quizá fluctúa sobre alguno de nosotros, lo domina desde la
oscuridad y puede haber tejido desde hace mucho tiempo el hilo que el
afectado cree tejer él mismo con despreocupada libertad.
La «mano invisible» o el «hilo secreto» encadena la imaginación de
una época que comienza precisamente pensando desde la filosofía
de la historia. «¿Hay un hilo de evolución de las fiierzas humanas a tra­
vés de todos los siglos y transformaciones en manos del destino? ¿Pue­
de advertirlo el ojo humano? ¿Y cuál es este hilo?» Así formula Herder
la pregunta cuya solución considera como la tarea de los siglos. Quien
conozca este hilo ya no podrá ser censurado de analfabeto desde la
perspectiva de la filosofía de la historia, ya no caerá sobre él la adver­
tencia: «No ves, ¡hormiga!, cómo te arrastras penosamente en la gran
rueda de la fatalidad». Las sociedades secretas y las correspondientes
novelas dan una forma plausible al «hilo» que teje la filosofía de la his­
toria. Ya podemos estrechar la «mano invisible»; ésta pertenece a un
hombre, aunque a un hombre oscuro. Somos conducidos a los talle­
res ocultos donde se tejen los hilos del teatro de marionetas de la his­
toria. Tales imágenes caracterizan el impulso del culto a lo misterioso.
Al principio este culto tiene todavía un carácter ilustrado. Pero cuan­
do el siglo llega a su final, el misterio cambia su naturaleza. Al princi­
pio la fe en la razón todavía es tan fuerte, que el misterio se conside­
ra tan sólo una «irradiación» fascinante, detrás de la cual se esconde un
mecanismo que en definitiva es explicable racionalmente. Lo misterio­
so era una categoría del engaño, algo en lo que no hemos entrado to­
davía y, por tanto, de momento aún tremendo. Pero en la generación
romántica el interés por el misterio comienza a ser más fiierte que el
interés por su ilustración desencantadora. El misterio no sólo es apre­
ciado porque la Ilustración puede comprobar su fiierza con él, sino
también porque porfía con el mundo de las luces. Lo inexplicable ya
no es un escándalo, sino un estímulo. «Algunas cosas permanecen per­
didas en la noche», dirá Eichendorff.
Los conceptos teóricos de altos vuelos en los primeros románticos
sólo pueden desarrollarse en ese mundo obsesionado por la literatura,
en un entorno basado en la literatura y en el prometedor misterio,
donde ésta y la vida se compenetran en un juego recíproco, donde el
misterio atrae como un continente oscuro en cuyo margen habitamos
nosotros, y donde nos prometemos mucho del propio interior, que
sólo conocemos desde la superficie de sus usuarios. Estos jóvenes, pri­
mero en Jena y luego en Berlín, están inspirados por un espíritu con
el que quieren tender el encanto sobre sí mismos y sobre otros. Está
en juego un espíritu revolucionario. Si la situación cambia tan rápida
y ftmdamentalmente a la izquierda del Rin, si lo nuevo está en la at­
mósfera y cada día trae sorpresas políticas, ¿por qué la literatura y la
filosofía no han de encauzar también las naves hacia nuevas orillas? En
los textos de Friedrich Schlegel del año 1790, el concepto de «revolu­
ción» se usa de forma casi inflacionaria. Habla de una «revolución mo­
ral», de una «bella revolución», de una «revolución estética», del «idea­
lismo» como «revolución». Se expresa en ellos la esperanza de que la
actual «anarquía del espíritu» sea la madre de una «revolución benefi­
ciosa». Es evidente que el autor no piensa en una revolución política.
No está para esto la situación en Alemania. Pero tanto más fiierte es
en ellos el impulso para una revolución espiritual. Su principio es el
yo creador que despierta a una audaz conciencia de sí mismo. ¿No ha
mostrado la Revolución francesa que el sujeto es superior a la objeti­
vidad rígida? Es tiempo, escribe el joven Schelling en 1794, de realizar
la «audaz aventura de la razón», de «liberar a la humanidad del espan­
to del mundo objetivo». Mientras tanto, él ha echado raíces en Jena y
define el «yo absoluto» como aquello que «bajo ningún concepto pue­
de jamás hacerse objeto».
Los prohombres de Jena llevan las cosas lejos en sus esfiierzos por
ablandar las fi-onteras; quieren derribar por completo los muros de
separación entre literatura y vida. Friedrich Schlegel y Novalis acuñan
para esta empresa el concepto de romantizar (Romantisieren). Toda acti­
vidad de la vida ha de impregnarse de significación poética, ha de dar
forma intuitiva a una peculiar belleza y manifestar una fiierza de con­
figuración que tiene su «estilo», lo mismo que un producto artístico en
sentido estricto. En general, el arte es para ellos no tanto un produc­
to, cuanto un suceso, que puede tener lugar siempre y dondequiera
que algún hombre realice su actividad con energía creadora e impulso
vital. Novalis está persuadido de que también los «negocios» pueden
tratarse poéticamente. Hay que inyectar poesía en la vida. Friedrich
Schlegel habla de una «progresiva poesía universal».
El famoso fragmento 116 del Athendum, donde este concepto apa­
rece por primera vez, contiene en germen todo el programa del primer
Romanticismo. En él leemos:
La poesía romántica es una progresiva poesía universal. Su meta no es tan
sólo unir de nuevo todos los géneros separados de la poesía y poner en
contacto a ésta con la filosofía y la retórica, sino que, además, ora ha de
mezclar, ora ha de fundir la poesía y la prosa, la genialidad y la crítica.
Tiene que hacer viva y sociable la poesía, y hacer poética la vida y la so­
ciedad...
A través del espíritu de la poesía ha de enlazarse todo con todo,
han de superarse los límites y las especializaciones. No sólo tienen que
superarse las especializaciones en el ámbito de lo literario, tal como su­
cede cuando se mezclan los diversos géneros, o las especializaciones
entre las diversas actividades espirituales, según acaece cuando la filo­
sofía, la crítica y la ciencia misma se convierten en elementos de la
poesía; debe eliminarse además la separación entre la lógica de la vida
y del trabajo cotidianos y las restantes actividades libres y creadoras del
espíritu. Hegel, que más tarde negó el impulso romántico de su ju­
ventud, caracterizó esta visión entusiasta de una unificación que lo en­
vuelve todo con estas palabras: «Un delirio báquico en el que no hay
miembro que no esté ebrio».
¿Cómo hemos de representarnos este gran delirio de la unifica­
ción? ¿Qué pensaron los románticos al respecto? La mejor manera
de acercarse a sus ideas es poner de manifiesto contra qué las desarro­
llaron.
Schiller acababa de describir enfáticamente en las Cartas estéticas las
deformaciones mediante la división de trabajo en el mundo burgués.
El hombre, escribe este autor, se ha convertido en un «fragmento», y,
«teniendo eternamente en sus oídos tan sólo el ruido monótono de la
rueda que mueve», no puede realizar la «armonía de su esencia». El Ro­
manticismo se rebela contra la división del trabajo y sus consecuencias
deformadoras. Wackenroder y Tieck, en su crítica de la vida burguesa,
usan la imagen de Schiller sobre el movimiento de la rueda que mata
el espíritu. En Un maravilloso cuento oriental sobre un santo desnudo lee­
mos acerca del protagonista: «Percibe incesantemente en su oído la
rueda del tiempo que emprende su veloz rotación...; el miedo colosal,
que excitaba sus energías en un trabajo incesante, le impedía ver y oír
algo...».
En la prosa de la vida basada en la división del trabajo se nos es­
capan normalmente el ver y el oír, y se atrofia el espíritu creativo. Esta
experiencia se halla en las primeras fantasías románticas sobre la supe­
ración de los límites. Los románticos quieren revocar el astillamiento
de lo vivo, primero en sí mismos y en el círculo de los amigos, y lue­
go, dando ejemplo, en la vida social. En ello piensa Friedrich Schlegel
cuando escribe que se trata de hacer «poética la vida y la sociedad».
Pero en primer lugar hay que suprimir la división del trabajo en el cam­
po del espíritu. Especialmente Friedrich Schlegel y Novalis, con su ham­
bre de lecturas y su fiiria de escritura, practican un universalismo que
intenta apropiarse de todo lo que promete ser interesante para la pro­
pia formación, no para el adoctrinamiento. Por lo demás Schlegel usa­
rá por primera vez la expresión «interesante» para entender la época
moderna tal como a él se le presenta. Los románticos, sin preocupar­
se de la división tradicional de las disciplinas, echan mano de todo lo
que les parece interesante.
Friedrich Schlegel, en el año 1772, después de un breve inciso
como aprendiz de comerciante, se sumerge en el conocimiento de la
antigüedad con un voraz estudio autodidacta y con la intención fir­
me de ser el «Winckelmann» de la poesía antigua. Y de hecho está a
punto de conseguirlo. El joven de 23 años publicó en 1795 el ensayo
Sobre el estudio de la poesía griega, que le deparó un inmediato recono­
cimiento por parte del corifeo de la especialidad en aquel momento y
también por parte del resto del público. Tres cuartos de siglo antes de
la obra de Nietzsche sobre la tragedia antigua, Schlegel sostiene que la
cultura de los griegos no sólo estuvo marcada por la «noble sencillez
y silenciosa grandeza», tal como Winckelmann afirma, sino que ade­
más tiene un trasfondo extático, salvaje, cruel, y también pesimista.
Y por eso mismo es tanto más sorprendente la jfuerza vital que dio la
perfección y el acabado de la forma a los productos del espíritu grie­
go. Desde su punto de vista, la antigüedad fue todo menos «ingenua»,
frente a lo que escribe Schiller en el ensayo sobre Poesía ingenua y poe­
sía sentimental^ aparecido hacia la misma época; más bien, es digno de
notarse cómo a partir de un «bello caos» de los impulsos nació la for­
ma lograda. Se suscitan así esperanzas para el presente, pues hoy do­
mina también la «anarquía» y falta el punto medio, de modo que se
trata de una anarquía aburrida, indiferente. Falta la sustancia. Hay que
poner en juego finalmente la genialidad, dice Schlegel. Mas para esto
es necesario haber comprendido que quizá la vida en general no es
otra cosa que un gran juego. Es cuestión de que uno mismo se ponga
en escena como actor del gran juego del mundo. Ésa es nuestra opor­
tunidad, declara este genial joven que rezuma una audaz conciencia de
sí mismo. «Todos los juegos sagrados del arte son meras reproduccio­
nes lejanas del juego infinito del mundo, de la obra de arte que se for­
ma eternamente a sí misma.» Se advierte la repercusión de la filosofía
del juego de Schiller. De ahí procede el juego de la ironía en los ro­
mánticos, sobre todo en Friedrich Schlegel.
¿Adónde llegamos cuando jugamos? Friedrich Schlegel contesta: al
antiguo cielo de los dioses:
Pues el principio de toda poesía está en suprimir el curso y las leyes del
entendimiento, que piensa racionalmente, y trasladarnos de nuevo a la be­
lla confusión de la fantasía, al caos originario de la naturaleza humana,
para el cual hasta ahora no conozco un símbolo mejor que el policromo
hormigueo de los antiguos dioses.
Estas consideraciones pueden estar pensadas todavía con poca cla­
ridad, pero eso no ha de asustarnos, pues «todo pensar es un adivinar,
y el hombre empieza a tomar conciencia de su foerza adivinatoria».
Para el joven Schlegel esta fiierza adivinatoria no se manifiesta en
los llamados videntes, que más bien le parecen sospechosos, sino en la
ironía, lo cual es característico del rebelde y juguetón Romanticismo
temprano. Friedrich Schlegel fue el auténtico inventor de la ironía ro­
mántica, que no se agota ni de lejos con la conocida figura retórica por
la que se dice algo y a la vez se deja entrever que se piensa otra cosa,
quizás incluso lo contrario de lo dicho; por ejemplo, sucede algo malo
y el irónico comenta: «Bonito regalo». Hasta entonces, la ironía se con­
sideraba una figura retórica, o también un método literario, situado en
algún lugar entre el humor, la burla y la sátira. Se conocía además la
ironía socrática. La fijase «sé que no sé nada» es sin duda una frase iró­
nica, pues Sócrates sabe una multitud de cosas, y sobre todo, que los
demás saben menos de lo que creen saber. La ironía socrática hace
como si tomara en serio el supuesto saber del otro, y lo enreda de tal
manera en sus propias pretensiones, que éste finalmente debería notar
su propia vaciedad si el orgullo no se lo prohibiera. La ironía socrática
era uno de los recursos favoritos para los autores de la Ilustración.
Por tanto, la ironía no era desconocida en absoluto, la novedad ra­
dicaba en lo que Schlegel hizo con ella, a saber, romantizarla, es decir,
descubrió en la ironía conocida muchas formas de uso todavía desco­
nocidas, descubrió lo desconocido en lo conocido, todo un rico mun­
do de significaciones sorprendentes. Pero en todo ello Schlegel se apoyó
en la figura fiindamental de la ironía conocida hasta entonces, a saber,
la de que una determinada frase se sitúa en otra perspectiva más am­
plia, lo cual le confiere un carácter negativo o incluso la desmiente. El
ardid con el que Schlegel convierte la ironía en vena de oro teórica
consiste en que él pone lo «finito» para la frase determinada en cada
caso y lo «infinito» para la dimensión de lo relativizado y desmentido.
Hecha esta distinción puede comenzar el gran juego, un juego en el
que todos los enunciados determinados, fijamente delimitados, pueden
hacerse «fluctuar», por usar una palabra que a Schlegel le gustaba. A la
vista de la supercomplejidad del mundo, todo enunciado determinado
significa una reducción de la complejidad. Y quien deja entrever que
tiene conocimiento de esta reducción de la complejidad, dará a su
enunciado, en verdad poco complejo, el tono de la reserva romántica.
Lo «infinito» de lo que habla Schlegel es lo simplemente super-
complejo. A este respecto no hay que pensar inmediatamente en
«Dios», por más que éste entrará pronto en escena. «Ironía es una con­
ciencia clara de la agilidad eterna, del caos infinitamente lleno», escri­
be Schlegel.
Pero hay caos en varias dimensiones: el propio sí mismo es un
caos. No hemos de imaginarnos que nuestros enunciados y acciones
pueden agotarlo jamás y llevarlo a una representación adecuada. Indi-
viduum est ineffabile.
En segundo lugar, en relación con lo anterior se da el caos entre
los hombres. Ninguna comunicación está realmente en condiciones de
hacerse comprensible por completo. Lo que circula entre los seres hu­
manos nada en un océano de cosas incomprensibles. La historia
humana consta de historias de tergiversaciones, que pueden tener con­
secuencias trágicas, pero normalmente nos las componemos con ello.
Nos ponderamos recíprocamente en lo relativo a la creencia de que
nos entendemos los unos a los otros. ¿Esto es malo? No, responde
Schlegel. Sería peor que creyéramos habernos entendido recíproca­
mente hasta lo más íntimo. Entonces habría desaparecido el misterio,
el logos tan prometedor se convertiría en una tautología aburrida. El
hombre tiene «un sentido infinito para otros hombres», y precisamente
por eso los otros seguirán siendo incomprensibles para él, pues nunca
puede llegar hasta el final en la comprensión. ¿Y cómo habría de po­
der llegar hasta el final si no sólo los hombres resultan incomprensi­
bles entre ellos, sino que además cada uno permanece incomprensible
para sí mismo? Ironía es producir firases comprensibles que conducen
a lo incomprensible cuando las consideramos más de cerca. Algunos
lectores se quejaban de la especial incomprensibilidad de sus fi*agmen-
tos, pero Schlegel ya había escrito un ensayo acerca de este tema: Sobre
la incomprensibilidad. En él leemos:
Pero ¿es la incomprensibilidad algo tan rechazable y malo? Yo creo que
la salud de las familias y de las naciones descansa en ella Tal como
puede saber cada uno con facilidad, lo más delicioso que tiene el hom­
bre, la satisfacción interior misma, pende a la postre de un punto que, si
bien ha de dejarse en la oscuridad, sin embargo, lleva y soporta el todo,
y perdería esta fuerza en el mismo instante en el que quisiéramos disol­
verlo en la razón. En verdad se apoderaría de vosotros el desasosiego si, tal
como exigís, el mundo entero llegara alguna vez a hacerse comprensible en
serio. Y él mismo, este mundo infinito, ¿no ha salido gracias al entendi­
miento de lo incomprensible o del caos?
Por tanto, lo incomprensible es una fiierza viva que se menosca­
baría si el entendimiento pudiera sacarlo a la luz por completo. La iro­
nía vigila la entrada sonriendo. Nietzsche asumirá más tarde esta idea
cuando hable del no saber como presupuesto de la vida.
Junto a las dos dimensiones del «caos» incomprensible, la propia
mismidad y la convivencia humana, hay una tercera dimensión a la
que se alude en la última frase del pasaje citado: el universo, o el mun­
do en su conjunto, es un «caos». Y aquí entra Dios en escena. Él es lo
supercomplejo por excelencia, aunque no es procedente llamarlo «caó­
tico». En cualquier caso, es lo absolutamente incomprensible. Y por
eso, donde mejor se expresa la verdadera devoción ante esta realidad
monstruosa es en la ironía. Cualquier frase referida a lo absoluto y lo
trascendente, ¿cómo habrá de poder pronunciarse sin reserva irónica?
Decir algo finito sobre lo infinito sólo es posible en un plano irónico.
Por tanto, la ironía pertenece a toda filosofía que intente comprender
el todo. «¿No es ella realmente el misterio más íntimo de la filosofía
crítica?» Schlegel lleva la ironía al corazón de la filosofía, algo que He-
gel, instalado ya en la seriedad, no perdonará más tarde a los román­
ticos. «La filosofía», escribe Schlegel, es «la auténtica patria de la iro­
nía», es una «bufonería trascendental»; está vivifícada «por un temple
de ánimo que lo abarca todo con la mirada y que se eleva infínita-
mente sobre todo lo condicionado, también sobre el propio arte, vir­
tud o genialidad».
La ironía como respeto sonriente ante lo incomprensible evita las
pretensiones dogmáticas igual que la pasmada humildad, y por eso es
a la vez un arte sociable, investido de una «sublime urbanidad»; per­
mite el diálogo porque evita el punto muerto de la comprensión com­
pleta. La buena mezcla de comunicabilidad e incomprensibilidad es
el elixir vital de la conversación ingeniosa; y los románticos son sufi­
cientemente frívolos como para entretenerse ocupándose de los noví­
simos en su conversación. Bajo el influjo de Friedrich Schlegel, el jo­
ven teólogo Friedrich Schleiermacher, que al final de los años noventa
entabla amistad con Schlegel y convive con él durante algún tiempo,
escribe su Ensayo de una teoría de la conducta social^ donde caracteriza la
«ironía» de Schlegel como aquel medio prodigioso que permite a los
hombres acercarse entre sí, pero sin apoderarse los unos de los otros;
que logra que el espíritu circule entre ellos, pero sin imponerse sus con­
vicciones. La ironía actúa cuando la sociabilidad no se entiende como
una asociación para un fin, como comunidad de trabajo o grupo for­
zoso, sino que tiene el fin en sí misma; dicho de otro modo, cuando
es un «juego». Y sólo cuando en este juego se disfruta por sí misma y
alcanza su forma suprema, se convierte en un asunto verdaderamente
humano. No hace falta que Schleiermacher cite a Schiller, pues no po­
demos menos de percibir el trasfondo de la famosa frase; «El hombre
sólo juega cuando es hombre en el pleno sentido de la palabra, y sólo
es enteramente hombre cuando juega».
En realidad, la ironía se desplegaba cuando, a finales del siglo xvill,
en el círculo de los primeros románticos -integrado por los hermanos
Schlegel, Tieck, Novalis y Schelling-, se hablaba de Dios y del mundo,
y los participantes leían en voz alta las obras que estaban escribiendo.
Pero en los poemas la ironía no aparece con tanta frecuencia, ni en la
fase temprana ni en la tardía del Romanticismo. Sólo Ludwig Tieck,
Clemens Brentano y E.T.A. Hoffmann sabían manejarla con maestría.
Lucinde, ensayo de novela de Friedrich Schlegel, parece una obra rela­
jada, pero se caracteriza por un uso forzado de la ironía. Hay en ella
más teoría que práctica de la ironía. En el joven Schlegel el auténtico
campo de práctica de la ironía fue el intercambio social, la filosofía y
la reflexión. En sus centelleantes fragmentos, Friedrich Schlegel era
realmente un irónico. Con un gesto crítico contra sí mismo, reprochó
a sus primeros ensayos teóricos dedicados a la poesía griega «una falta
total de la indispensable ironía», y prometió mejorarse. Cumplió la
promesa y, en cuanto teórico, se presentó durante cierto tiempo tal
como había soñado, a saber, a «la manera de un buen y acostumbra­
do bufón itahano».
A veces, los amigos también veían a Schlegel como un Orlandofu ­
rioso del campo intelectual. ¡Qué cantidad de material era capaz de re­
cibir! ¡Con qué rapidez y brillo lo elaboraba! ¡Con qué efervescencia
intervenía en las conversaciones! ¡Cómo arrojaba ideas y ocurrencias a
su alrededor y en un santiamén desarrollaba nuevos proyectos litera­
rios! Los amigos no salían de su asombro. Cuando August Wilhelm
pregunta a su hermano cómo divide sus jomadas, Friedrich responde:
«Cuando me despierto comienzo a trabajar en mi obra, y termino
cuando me acuesto. En la alternancia de escribir, pensar, leer, extractar
no tengo ninguna regla fija». Novalis escribe, tras un primer encuentro
con Friedrich Schlegel:
Quizá nunca más llegue a ver a otro hombre como tú. Para mí has sido
el pontífice de Eleusis. A través de ti he llegado a conocer el cielo y el in-
fiemo, a través de ti he gustado el árbol del conocimiento (20 de agosto
de 1793).
Y Friedrich Schleiermacher escribe sobre el amigo:
Por lo que se refiere a su espíritu, es de todo punto superior a mí, de ma­
nera que sólo puedo hablar al respecto con gran reverencia. ¡Con qué ra­
pidez y profundidad penetra en el espíritu de cada ciencia, de cada siste­
ma, de cada escritor! [...] ¡Ha ordenado sus conocimientos en un sistema
espléndido, y sus trabajos no son casuales, sino que se siguen los unos
a los otros según un gran plan! Sé apreciar enteramente todo esto des­
de hace poco tiempo, pues veo en cierto modo cómo sus ideas nacen y
crecen.
Sin embargo, al poco tiempo, Schleiermacher empieza a echar de
menos el sistema «espléndido», lo que no menoscaba en absoluto la
admiración que tributa a este demonio de hombre. Quizá para la ver­
dadera naturaleza del jugador no es adecuado usar la palabra «sistema».
Para otros, que no abrigan sentimientos de amistad hacia Schlegel, éste
se presenta como un «chistoso». Así lo califica Schiller, al que irritaba
aquel joven tan engreído, que osaba burlarse de su Almanaque de las
Musas, que atacó en tono áspero las Horen, donde Schiller no le había
dejado escribir, y que a propósito del poema de Schiller «Dignidad de
las mujeres» escribió que ciertamente se idealizaba a las mujeres, pero,
por desgracia, no hacia arriba, sino hacia abajo. Nadie llegó a escribir
que con motivo de «La campana», el grupo de amigos se caía de la si­
lla de tanto reír; pero Carolina, pareja todavía del hermano August
Wilhelm, lo dice a todo el que quiera escucharlo.
Cuando en 1795 Friedrich Schlegel publica un libro sobre la anti­
güedad, ha recorrido ya un amplio campo del espíritu, sin preocupar­
se de las delimitaciones. Ha interrumpido los estudios de Derecho, ha
profimdizado en la literatura contemporánea, en la filosofía, en la me­
dicina, en la economía, en las matemáticas, en las ciencias naturales y
en la religión. Hay quien asegura que lo devoró todo sin ninguna se­
lección, mientras que otros admiran cómo sigue un sendero en medio
de la confiisa multiplicidad. Para Schlegel mismo, el hilo de Ariadna
es la idea de la «poesía universal». A partir de ella, este autor desarro­
lla el concepto de una obra de arte abierta, concepto en torno al cual
la literatura reciente ha hecho mucho mido. La obra de arte abierta ya
no se atiene al orden poetológico de los géneros. De acuerdo con la
nueva teoría, lo épico, lo lírico y lo dramático se mezclan; y el pensa­
miento discursivo, la crítica, la reflexión y la ciencia, que normalmen­
te se define al margen de lo poético e incluso contra lo poético, se asu­
men en la obra de arte. Si antes se decía; «Configura artista, no hables»,
ahora hay que atenerse a lo contrario: el artista tiene que poetizar, pen­
sar y hablar sobre cualquier tema. Ha de representar algo y reflexionar
sobre lo representado. Eso es lo que Schlegel llama «poesía de la poe­
sía», indicando con esta expresión que el tema no sólo se cifra en los
mundos inventados, sino también en la invención de mundos. Es de­
cir, la poesía ha de referirse retrospectivamente a sí misma. Esa retros­
pección equivale a reflexión. La poesía que reflexiona sobre sí misma
se hace irónica, pues rompe la apariencia de lo redondeado en sí mis­
mo, el círculo mágicamente cerrado de lo poético. Por más que la poe­
sía sea un don de los dioses, es también un artefacto.
Con ello se confiere un alto prestigio no sólo a la inspiración, sino
también al entendimiento crítico. La crítica pertenece al arte y se con­
vierte en arte. Si la poesía, tal como escribe Schlegel, vive de «agude­
zas, ocurrencias, experimentos e hipótesis», la crítica está facultada para
responderle con iguales medios. Ella misma se convierte en una obra
poética, por cuanto se sumerge en la obra extraña y «reconstruye» su
espíritu con el propio espíritu. Friedrich Schlegel hizo algo semejante
en su comentario al Wilhehn Meister de Goethe. Esa crítica supera la
poética normativa, usual hasta entonces: «La crítica no ha de juzgar las
obras según un ideal general, sino que ha de buscar el ideal individual
de cada obra». Y, de acuerdo con el criterio de que «sólo es un caos
aquella confusión de la que puede surgir una obra», ha de internarse
en el caos individual del que ha brotado la obra. Puesto que la crítica
se sumerge en aquello de lo que brota la poesía, Schlegel puede lla­
marla también «poesía trascendental» y concederle el mismo rango, e
incluso a veces un rango superior, que a la poesía.
Friedrich Schlegel, cuyo talento poético era más bien mediocre, se
explaya en fantasías de poder. Sueña con un dominio sobre la litera­
tura de su tiempo. No es casual que mire con simpatía a los jacobinos;
también en él asoma a veces una veleidad dictatorial: «No es necesa­
rio demoramos en la búsqueda del poder legislador de la formación
estética de los modernos [...]. Está ya constituido. Es la teoría». Se
entiende que es la suya. En la carta donde Friedrich propone a su her­
mano la fundación de la revista Athenaum, que había de convertirse en
órgano central del movimiento del primer Romanticismo, cifra una gran
ventaja de esta empresa «en que nos granjearemos una gran autoridad
en la crítica, lo suficiente como para erigirnos en dictadores críticos de
Alemania en un plazo de cinco a diez años...».
Friedrich Schlegel aspira al predominio del espíritu de la ironía, el
sentido para lo incomprensible, para lo infinito y para la reflexión in­
acabable. Poesía, filosofía, ciencia y política han de fiisionarse, y así ha­
bría de surgir la nueva forma de pensar, la «creadora, que nace de la
libertad y de la fe en ella y luego muestra cómo el espíritu humano
imprime su ley en todo y cómo el mundo es su obra de arte».
Esta filosofía acababa de ver la luz del mundo. Era la de Fichte.
Cuando en 1796 Friedrich Schlegel conoce en persona al filósofo, re­
lata en una carta: «Cada vez soy más amigo de Fichte. Lo quiero mu­
cho [...]. ¡Si le pudiera mostrar toda la baratija de mis cuadernos! ¡Qué
pena que hayamos de ser tan prudentes en el mundo! Él no los en­
tendería».
Tal circunstancia no es muy grave, pues, por el momento, el hecho
de no ser entendido forma parte del riesgo empresarial del Romanti­
cismo irónico.
Capítulo 4

Fichte ya era conocido cuando en 1794 llegó ajena. Su mera apa­


rición externa era altiva: figura vigorosa y rechoncha, mirada fogosa,
voz incisiva. Su discurso tenía un deje dictatorial que no permitía la
réplica. Paul Johann Anselm Feuerbach, que coincidió en ese momen­
to con él, relata:
Estoy persuadido de que sería capaz de hacer de Mahoma si todavía es­
tuviéramos en la época de este personaje, y lo sería también de introdu­
cir su doctrina de la ciencia con espada y prisión si su cátedra fuera un
trono real.
Pero la altivez de Fichte no era arrogancia, sino que brotaba de una
pasión indomable. Cuando en 1794 acudió por primera vez a casa
de Goethe en el Frauenplan de Weimar, no esperó que le tomaran su
sombrero y su bastón, sino que, sumergiéndose rápidamente en la con­
versación, dejó caer su indumentaria en la primera mesa que encontró.
Goethe estaba perplejo y también impresionado por semejante descui­
do, que le llevaba a desatender las formas sociales. Hizo que la impren­
ta le enviara el primer pliego de Fundamento de toda la doctrina de la
ciencia de Fichte, lo leyó inmediatamente y el 24 de junio le escribió:
«Lo que me ha enviado no contiene nada que yo no entendiera o por
lo menos creyera entender, nada que no conectara sin violencia con mi
manera habitual de pensar». Fichte no encontró motivos de tomarlo
como un simple cumplido, ya que, después de otra conversación con
Goethe, le contaba a su mujer: «Recientemente [...] me ha expuesto
mi sistema en forma tan concisa y clara, que ni yo mismo habría po­
dido exponerlo con mayor claridad».
La reacción de Goethe ante la filosofía de Fichte resulta sorpren­
dente. «Quedaré agradecido», le escribía en la misma carta, si «me re­
concilia finalmente con los filósofos de los que nunca pude prescindir
y a los que nunca me pude unir.» En la filosofía de Fichte le resultaba
simpática la acentuación enérgica de la actividad y de la configuración.
Goethe, que también podía perderse en abstracciones vertiginosas, lo
tenía sinceramente por un filósofo artista, pues se apoyaba en la fiier-
za creadora del hombre. Para él, Fichte sacaba a la luz lo que en ge­
neral se realiza en la oscuridad del inconsciente: el proceso creador de
la formación del mundo, algo que no sólo sucede en el arte. En torno
a esta época, estimulado por la filosofía del yo fichteana, incluía entre
sus Máximas el principio según el cual hay que preguntarse constante­
mente; «¿Es el objeto o eres tú el que se expresa aquí?».
El ascenso meteórico de Fichte en los años noventa parece una his­
toria romántica. Nacido en el año 1762 en Oberlausitz, era el hijo de
un pobre cintero; los domingos cuidaba el ganado detrás de la iglesia,
y era capaz de repetir de memoria el sermón que acababa de oír. En­
terado de esto el propietario, el barón de Miltitz, tomó bajo su pro­
tección al dotado joven y lo envió con una beca a Schulpforta. Tras la
muerte del barón en 1774, fiae Heinrich von Hardenberg, el padre de
Novalis, quien se ocupó de aquel joven sin medios y financió su for­
mación ulterior hasta 1783. Novalis no conoció personalmente al filó­
sofo hasta 1795, en casa de Niethammer, donde también se encontró
por primera y única vez con Friedrich Hólderlin, otro entusiasta tem­
prano de Fichte. En este tiempo, Fichte era ya una celebridad local. Su
vida anterior había sido fatigosa. Después de estudiar teología y dere­
cho, se abrió paso como preceptor privado. Un alumno quiso que lo
introdujera en la filosofía de Kant, de quien todo el mundo hablaba.
Fichte se sumergió en la Crítica de la razón pura, cuya dificultad le ha­
bía asustado, y quedó tan entusiasmado con el libro que de inmedia­
to, en el verano de 1791, viajó a Kónigsberg para visitar al gran filó­
sofo. Encontró allí a un anciano fatigado, que le mostró bastante
indiferencia, lo cual no era extraño, pues Kant, a quien entonces ya ha­
bía coronado la fama, estaba rodeado de admiradores. Hasta las damas
pedían consejo al notorio soltero en situaciones apuradas de la vida.
De modo que Fichte, como tantos otros, de momento ftie enviado a
casa. Se enclaustra allí durante cuarenta y cinco días y, con prisa febril,
redacta un escrito por el que busca una recomendación ante el maes­
tro: Ensayo de una crítica de toda revelación. La obra impresiona tanto a
Kant, que no sólo obsequia al autor con una invitación a comer, sino
que le proporciona además un editor. El libro apareció en 1792, si bien
anónimo, contra la voluntad de Fichte. El editor actuó con precaución
debido a la censura; y además había en juego cálculos económicos,
pues en el escrito se respiraba en tal medida una atmósfera kantiana,
que se podía contar con que el público lo atribuyera al filósofo de Kó-
nigsberg, del que hacía tiempo que se aguardaba una última palabra en
asuntos de religión. Se esperaba que el público lo comprara con avi­
dez y eso file lo que sucedió. La revista AUgemeine Literatur-Zeitung pu­
blicó un comunicado: «Cualquiera que haya leído el menor de aque­
llos escritos que han granjeado al filósofo de Kónigsberg méritos
inmortales en la humanidad, reconocerá al egregio autor de esta obra».
Seguidamente Kant agradeció en la misma revista la lisonjera atribu­
ción y declaró que no era él «el egregio autop>, y que este honor
correspondía a Fichte, desconocido hasta ese momento. Con esta de­
claración, Fichte pasó a ser de la noche a la mañana uno de los escri­
tores filosóficos más célebres de Alemania.
Alentado por este éxito inicial, Fichte osa revolucionar toda la fi­
losofía anterior. Con el propósito de dar mayor profiindidad al conte­
nido de la obra de Kant, desarrolla una Doctrina de la ciencia. Las re­
dacciones de esta obra serán inacabables; pero en cada una de sus
versiones pretende ofirecer más que una especialidad académica. Acen­
túa una y otra vez que sólo la entenderá aquel en quien se conmue­
va el hombre interior. Se trata nada menos que de la vivencia de un
despertar a través del pensamiento. Naturalmente, esto no está al al­
cance de todos. Fichte sabe que a veces los hombres pueden estar ya
muertos sin notarlo. La onda de Fichte no arrastrará a esos hombres:
«Jamás se elevará al idealismo un carácter dormido y torcido, versado
en el lujo y en la vanidad, sea por naturaleza o por la esclavitud del
espíritu».
Fichte radicaliza el concepto kantiano de libertad. En la versión de
la Doctrina de la ciencia que expone por primera vez en Jena, y que hace
época, a partir de la frase en la que Kant dice «el “yo pienso” ha de
poder acompañar a todas mis representaciones», deduce la idea de un
yo omnipotente que experimenta el mundo como una resistencia iner­
te o como posible materia de una acción práctica. Fichte se presen­
ta como apóstol del yo vivo. En Jena se cuenta cómo incitaba en sus
clases a los alumnos a que miraran la pared de enfrente. «Señores,
piensen la pared», decía Fichte, «y luego piensen en sí mismos como
distintos de la mirada a la pared.» Se hacía burla de los aplicados es­
tudiantes que acudían en tropel a las clases de Fichte, para encontrar­
se allí con el desconcierto de tener la vista clavada en la pared y no en­
contrar nada que se les ocurriera, pues no les llamaba la atención el pro­
pio yo. Pero, con su experimento de la pared, Fichte quería arrancar la
conciencia ordinaria de su propia petrificación y alienación, ya que, tal
como acostumbraba decir, es más fácil hacer creer al hombre que es
una porción de lava de la Luna, que inducirlo a tenerse por un yo vivo.
Pero no todos se sentaban desconcertados ante la pared. El arreba­
tador talento oratorio de Fichte entusiasmaba a muchos. Nunca se ha­
bía oído hablar así de la obra prodigiosa del propio yo. Una magia pe­
culiar brotaba de sus difíciles pesquisas en un mundo extraño y, sin
embargo, tan cercano. Fichte quería difundir entre sus oyentes el gus­
to de ser un yo; pero no el gusto de ser un yo cómodo, sentimental,
pasivo, sino el de ser un yo dinámico, fundador y creador de mundo.
En Fichte todo era energía, también las sutiles reflexiones con las que
el yo se aprehende y funda a sí mismo delataban el espíritu de con­
quista. Agarra el yo fiigaz tal como se cobra una pieza en una batida
de caza. ¿Hacia dónde huye el yo? Quiere mezclarse entre las cosas,
quiere ser como una cosa, igual de irresponsable, carente de libertad y
determinado desde fuera. Fichte quiere cortarle este camino de huida
a lo inaccesible. El yo se aprehende a sí mismo cuando comprende que
no puede esconderse en el no yo, en lo que generalmente se llama la
«objetividad». El mundo del no yo puede ser todo lo que desmiente
mi libertad: una naturaleza exterior entendida en forma mecánica y de­
terminista; los deseos y las inclinaciones, esta naturaleza en el propio
cuerpo que no podemos aferrar; un sistema social sin libertad; una re­
ligión en la que Dios domina a sus criaturas. Estos mundos del no yo
existen, nadie puede dudar de ellos. Pero Fichte sí que los pone en duda,
es más, les retira todo crédito. Quiere implicar a sus oyentes en una
conjura sutil contra el curso del tiempo y el estado de las cosas.
A primera vista parece que en Fichte se trata solamente de la solu­
ción de un problema inmanente a la filosofía. La generación de los jó­
venes idealistas, la de Fichte, Schelling, Reinhold, Schulze, ciertamen­
te había realizado «la revolución de la manera de pensar» patrocinada
por Kant, mas para ellos todavía no se había alcanzado suficientemen­
te la fundamentación del conocimiento en el sujeto que esos autores
buscaban. «La filosofía», escribe el joven Schelling el 6 de enero
de 1795 a su amigo Hegel, «no está terminada todavía, Kant ha dado
los resultados: aún faltan las premisas.» Por tanto, todavía falta el es­
clarecimiento real del «punto supremo» de la filosofía, de aquel punto
que pueda ser la fuente de la que proceden todas las proposiciones.
Esto podría ser Dios, o bien la naturaleza, o bien, de acuerdo con la
respuesta de Fichte, la estructura hecha transparente de la conciencia
de sí, el «verdadero yo» del conocer, del actuar, del creer y del esperar.
Pero ¿no había aportado ya Kant lo necesario para ello con el descu­
brimiento de las intuiciones de la sensibilidad y las categorías del en­
tendimiento cognoscente, a saber, espacio, tiempo, causalidad, etcéte­
ra, y con el imperativo moral de la razón práctica? ¿No había expuesto
que de la conciencia de sí no puede extraerse nada más, puesto que no
podemos ponerla delante de nosotros como un puro objeto? En efec­
to, según Kant el yo que ha de conocerse es el mismo que conoce y,
por tanto, se presupone siempre. Kant confiesa que no es posible salir
de este círculo. Fichte replica que ciertamente no es posible salir de
él, pero se puede entrar en él de otra forma, a saber, de tal manera que,
contra lo que teme Kant, no se termine en el yo como «una represen­
tación completamente vacía», sino en el yo como principio de lo vivo.
Este «yo» que había de encontrarse con la ayuda de Fichte aparecía
como algo tan vivo, que Novalis, cuando en mayo de 1797, mientras
peregrinaba diariamente a Grüningen para visitar el sepulcro de la ama­
da Sofía con el sentimiento de haberlo encontrado, escribió en su dia­
rio: «Entre la salida de casa y Grüningen tuve la alegría de encontrar
el auténtico concepto del yo de Fichte». Pero sigue siendo oscuro el
significado que el añadido «por el día estaba yo muy ansioso» deba te­
ner en este contexto. Volvamos al «yo» de Fichte.
Según Fichte, Kant partió del «yo pienso» como algo ya dado; pero
esto no es legítimo, pues hay que observar lo que sucede en nosotros
cuando pensamos el «yo pienso». Desde su punto de vista, el yo es algo
que nosotros producimos en el pensamiento, y a la vez la fuerza pro­
ductora es la yoidad que está desde siempre en nosotros mismos. El
yo que piensa y el pensado se mueven de hecho en un círculo, pero
en todo ello se trata de comprender que está en juego un círculo acti­
vo, productivo. No es cuestión de que un yo se fundamente sólo con­
templando; más bien, se produce en la reflexión, que a la vez es una
actividad; él «se pone». Es decir, este yo no es un hecho, una cosa, sino
un acontecimiento. El yo está en movimiento, vive, lo notamos en
nosotros. Novalis, que tras acabar sus estudios jurídicos, estaba de prác­
ticas en el distrito de Tennstedt, en su análisis del pensamiento de Fich­
te, iniciado el año 1795, intenta resumir así este carácter activo del yo:
«Me parece que lo dado al sentimiento es la acción originaria como
causa y efecto». Por tanto, el sentimiento es un fenómeno que acom­
paña a la acción. Novalis sigue aquí la huella debida, pues de hecho
Fichte se esfuerza por evitar la confusión de que este yo pueda enten­
derse como un objeto. Acentúa una y otra vez que todo está en mo­
vimiento y vive, nosotros lo pensamos, es más, lo notamos en nuestra
propia vitalidad. El mundo comienza con una acción, y con una ac­
ción comienza también lo que llamamos yo. Fichte diría: yo me pro­
duzco como yo, por eso soy.
Estas reflexiones tienen que producir un efecto monstruoso si se
entienden como la negación del mundo exterior y la afirmación del so-
lipsismo absoluto. No es ése el caso en Fichte. Este pensador se limi­
ta a extraer consecuencias radicales del hecho de que primero tene­
mos el mundo exterior tan sólo como nuestro mundo interior, por
ejemplo, la consecuencia de que sólo en el instante en que el yo se
aprehende a sí mismo, aparece su opuesto, el no yo. En este senti­
do el objeto resistente es «puesto» en el mismo instante en el que tam­
bién el yo se «pone» a sí mismo. El yo sólo se hace notar en oposición
a un no yo. Pero, de acuerdo con eso, ¿el no yo es producido por el
yo o, más bien, se nos da desde fuera? ¿Sin duda nos es «dado», pero
sólo en el círculo del yo, del que nunca puede salir, y en este sentido
el no yo mismo es un aspecto del yo. El no yo es una limitación, que
es asumida por el yo como limitación de sí mismo. Ahora bien, el pro­
blema comienza con que la propia limitación puede llevarse tan lejos,
que se nos esconda la participación del yo en la limitación. Entonces
la propia limitación se convierte en la propia cosificación, que conce­
de a las cosas un poder del que carecerían si el yo permaneciera cons­
ciente de sí mismo. En Fichte todo está centrado en agudizar el senti­
do para la participación del yo, es decir, para la propia actividad en la
formación del mundo. El mundo no es algo que se nos contrapone
tan sólo desde fuera, no es un terminado objeto extraño, sino que está
empapado de yo. El mundo exterior se muestra en el círculo del yo.
Pero ¿cómo?
Toda realidad que actúa en nosotros está inmersa en posibilidades.
Las sensaciones en el propio cuerpo, que son el mundo exterior más
cercano a nosotros, se nos imponen, pero incluso frente a ellas tene­
mos un espacio de juego: podemos comportarnos con ellas. Cuanto
más sutiles se hacen las percepciones, hasta llegar al pensamiento y a
las fantasías, tanto más están enlazadas con toda la «corte» de posibi­
lidades. Sólo podemos averiguar lo que es real en cuanto, entre las mu­
chas posibilidades que allí pueden pensarse, hallamos la adecuada. No
es que se dé simplemente lo necesario; más bien, hay que hallarlo a
partir de las posibilidades. Es la hbertad la que descubre lo necesario.
Fichte llama «reales» a las representaciones acompañadas por el «senti­
miento de necesidad». Este sentimiento se impone, pero no sin alter­
nativas: todavía podría ser de otra manera. Sigue estando en juego la li­
bertad como sentido de la posibiHdad, también en los llamados hechos
desnudos. También en el conocimiento, y no exclusivamente en la ac­
ción, el hombre es un ser que siempre puede comportarse de otro modo,
no sólo actuar distintamente, sino también ver las cosas de otra ma­
nera. El hombre vive en medio de posibilidades. La realidad se cons­
tituye en un horizonte de posibilidad. Eso es la libertad.
También esta idea puede ponerse en su debida luz con los comen­
tarios de Novalis. Nuestro conocimiento, escribe, es libre porque po­
demos equivocarnos. No seríamos libres si fuéramos conducidos nece­
sariamente a los fundamentos del «ser». Sólo porque se nos escapa lo
«absoluto», comoquiera que lo busquemos, «surge en nosotros la infi­
nita actividad libre».
Además, Fichte ve enlazada esta movilidad libre con la experiencia
del tiempo. Nosotros somos seres abiertos al tiempo, seres que recor­
damos un pasado y esperamos un futuro. El futuro es lo posible, lo
posible a lo que miramos; y el pasado es lo que antes fue real, lo que,
por no ser ya, se ha convertido de nuevo en posibilidad, que puede re­
cordarse e interpretarse distintamente.
Todo lo que sucede, cuando lo vemos desde el presente y quere­
mos comprenderlo por sus causas y fundamentos, está rodeado de una
corte de posibilidades, entre las cuales hemos de hallar la huella de lo
necesario; y también el futuro y el pasado, vistos desde el presente, son
el gran espacio de lo posible.
Con el concepto de «imaginación» Fichte expresa la movilidad con
que nos lanzamos hacia estos espacios. Kant lo había utilizado ya para
designar la energía inherente a la percepción y al conocimiento, y en
Fichte ese concepto se convierte en la clave de todo el sistema. Fichte
no se refiere solamente a la imaginación consciente en el sentido de la
fantasía, sino que habla además de una imaginación que actúa in­
conscientemente, la cual opera en el yo antes de que éste adquiera con­
ciencia de sí. Sin duda, están aquí en juego dos yos.
De hecho, Fichte distingue entre el yo «trascendental» y el «empí­
rico», y así, junto a una imaginación que yo puedo poner en marcha
voluntariamente, para él hay además otra, que actúa en mí espontánea
e inconscientemente. Estas dos dimensiones no se hallan absoluta­
mente separadas entre sí, sino que están enlazadas por un continuo de
conciencia creciente y por un grado cada vez mayor de autodetermi­
nación. Se trata de llevar la imaginación consciente tan cerca como sea
posible de la inconsciente o, en un sentido equivalente, de ampliar el
yo empírico hasta convertirlo en trascendental. Aquí, según Fichte, hay
enormes espacios sin utilizar. Indudablemente existen límites para la li­
bre espontaneidad del yo; y esto es algo que Fichte concede, aunque
no sin resaltar el hecho de que tendemos a concebir el ámbito de la
autodeterminación de forma más estrecha de lo que en realidad es.
Hay coacciones, conscientes e inconscientes, pero con mucha frecuen­
cia nos sentimos forzados cuando en verdad no lo estamos. Y esto qui­
zá porque la voluntad es también fatigosa y resulta más fácil sentirse
empujado e incitado, sin responsabilidad, como cosa entre las cosas,
como mera reacción y no como acción. Fichte sitúa en su punto de
mira aquella inercia que se encubre a sí misma la propia libertad. Y esa
inercia es para él el auténtico mal.
Si el mundo es todo aquello de lo que hay una experiencia, en­
tonces, a la inversa, allí donde no se da ninguna experiencia, no exis­
te tampoco ningún mundo. Y tampoco la ominosa «cosa en sí» de
Kant. No tiene sentido afirmar una sustancia que no es experimenta-
ble, pero que supuestamente está en todo como base, y establecer una
causalidad entre lo que conocemos y lo que no conocemos. Sólo po­
demos constatar la causalidad entre dos elementos conocidos. Para
Fichte lo que está como base es el sujeto, el yo que actúa y que co­
noce. No hay nada que conduzca más allá del absolutismo de este yo,
pero todo conduce hacia dentro de él.
Junto con la confusión solipsista se presenta aquí otra tergiversa­
ción, a saber, cuando este yo presupuesto en la experiencia, el yo tras­
cendental, se confunde con el yo psicológico y empírico, tal como se
entiende en el lenguaje usual. Entonces resulta fácil burlarse del asun­
to. Y de hecho, Schiller y Goethe no perdían ocasión de bromear. Fich­
te entra en una disputa con alguna asociación estudiantil y una noche
los estudiantes le tiran piedras a los cristales. Entonces, Goethe escribe
a su colega ministerial Voigt; «Así pues, vieron al yo absoluto en gran­
des apuros y, por supuesto, volar a través de los cristales es una des­
cortesía del no yo, que ha sido puesto». El 28 de octubre de 1794
escribe Schiller a Goethe sobre Fichte, al que poco más tarde en una
carta a Hoven del 21 de noviembre de 1794 calificará como «la mayor
cabeza especulativa de este siglo» después de Kant: «El mundo es para
él solamente un balón, que el yo ha lanzado y que coge de nuevo en
la reflexión. De acuerdo con esto ha declarado realmente su divini­
dad, tal como esperábamos recientemente». Cuando en 1795 Fichte tie­
ne que refugiarse en el cercano poblado de Ossmannstedt por causa de
los alborotos estudiantiles, Schiller le comenta a Goethe el 15 de mayo:
«¡Qué más quieres que te cuente de aquí, si con el amigo Fichte está
agotada la más rica fuente de absurdos!».
Fichte ejercía un efecto polarizante. Unos se sentían arrebatados
por él y otros se indignaban contra él; en ambos partidos dominaba el
gusto renovado de ser un yo. Tal como recuerda un testigo de la épo­
ca: «Era un tiempo peligroso para jóvenes despiertos; la vida, fuer­
temente excitada y atraída [...], se movía entre puros extremos». La
filosofía fichteana del yo cargaba con la responsabilidad de todo ex­
tremismo. De poco servía la protesta de Fichte contra la tergiversación
de que su filosofía justifica la desconsideración y el egoísmo. Pero ¿cuál
era la recta interpretación de su filosofía?
En el escrito Exposición clara como el sol dirigida al gran público sobre
el carácterpropio de la nuevafilosofía, con el significativo subtítulo de Un
intento deforzar a los lectores a entender, lucha desesperadamente por de­
mostrar que él no se hace eco del egoísmo, sino que quiere dar la voz
egológicamente al ser, y lo hace con la tesis de que la dinámica del pro­
ceso de la vida en la historia y la naturaleza sólo puede comprenderse
si se piensa el todo en forma de yo. La fuerza que mueve la naturale­
za y la historia es del mismo tipo que la experimentada en el activis­
mo, en la espontaneidad de nuestro yo. Con audacia se desarrolla aquí
un pensamiento de Rousseau: el yo sabe del principio dél mundo por­
que yo mismo puedo comenzar en todo momento. La propia expe­
riencia nos conduce al mundo como universo de la espontaneidad. El
«yo soy» es el secreto manifiesto del mundo. Éste no es el conjunto de
todos los hechos, sino el de todos los sucesos. Y en la libertad crea­
dora experimentamos lo que es un suceso en la movilidad productiva
del yo. Por eso anota Novalis: «Ser en general no es otra cosa que ser
libre, fluctuación [...]. De este punto luminoso de la fluctuación bro­
ta toda realidad». Esta evidencia era para Fichte, y para Novalis, aquel
rayo deslumbrante que alentó su filosofar hasta el final.
El «rayo» procedía también de la palpitante situación meteorológi­
ca general en el clima espiritual de la Revolución francesa. ¿No acaba­
ba de verse cómo un pueblo entero inauguraba un nuevo comienzo
en la historia? Fichte, que también se había hecho heraldo de esta re­
volución con un escrito de defensa (razón por la que los ministerios
dudaban de si debían llamarlo a Jena) no repercutía a través de sus di­
fíciles deducciones, accesibles tan sólo a una minoría, sino mediante
consignas, con las que se podía acuñar inmediatamente moneda en
curso para el tipo de cambio del nuevo gusto, el de ser un «yo». Nues­
tro filósofo favoreció el culto a la juventud en el nuevo salvaje, al que
Goethe, en la segunda parte del Fausto hace decir (los versos anotados
con anterioridad): «Si uno ha pasado de los treinta años, puede decir­
se que está muerto, y sería lo mejor matarlo a tiempo». Rousseau, el
culto al genio y el Sturm und Drang habían preparado el terreno. En
esta tradición se aprendió una rebelde relación con uno mismo, que se
alzaba contra las tradiciones de la sociedad. Todavía resultaban exci­
tantes los toques de charanga de aquellas famosas frases, que hicieron
época: «Yo solo. Yo leo en mi corazón y conozco a los hombres. No
estoy hecho como cualquiera de estos que he visto» (Rousseau, Confe­
siones), o bien: «Yo vuelvo sobre mí mismo y encuentro un mundo»
(Goethe, Werther). Se quería ser así también, tan inconfiindible y a la
vez universal, con tanta prepotencia y con poder de irradiar en el mun­
do. Novalis escribe, bajo el influjo de Fichte: «El camino misterioso va
hacia dentro». Pero añade: «Quien se queda aquí, triunfa sólo a me­
dias. El segundo paso ha de ser una mirada activa hacia fuera, una ob­
servación activa y sobria del mundo exterior».
De forma aparatosa, Fichte elevó el yo al olimpo filosófico, tanto
el activo como el observador, y allí estaba ahora, como una figura de
Gaspar David Friedrich, con el mundo a sus pies: ¡espléndido panora­
ma! A través de Fichte la palabra «yo» adquirió un volumen tremen­
do, sólo comparable con aquella plenitud de significación que más tar­
de Nietzsche y Freud concederán al «ello». El Fichte popularizado se
convirtió en testigo principal del espíritu del subjetivismo y de la po­
sibilidad ilimitada de actuar. Y el supuesto poder del actuar tenía un
temple eufórico.
En torno a 1797, Hólderlin, Hegel y Schelling se unen para desa­
rrollar los esbozos de una nueva mitología que es necesario «hacer».
¿Dónde podría encontrarse semejante mitología? Naturalmente, en
uno mismo. Los filósofos mencionados se consideraban capaces de
algo semejante; formaban una nueva idea, capaz de configurar la so­
ciedad, para transformar el mecanismo alienado en una vida comuni­
taria. Más tarde, el protocolo de esa alada vida común se tituló El pri­
merprograma de sistema del idealismo alemán. En esta obra, impulsada por
el espíritu de un hacer formador del mundo y por el móvil del yo,
leemos: «La primera idea es naturalmente la representación de mí mis­
mo como un ser absolutamente libre. Con el ser libre, consciente de
sí mismo, brota a la vez de la nada un mundo entero, la única creación
verdadera y pensable desde la nada».
Los que se habían cerciorado tan enfáticamente de su yo, con fre­
cuencia se sentían amenazados y limitados por un mundo que oponía
notable resistencia a la exigencia de desarrollo. En general es sorpren­
dente que en un país astillado en parcelas y retrasado socialmente, en
un país donde no había ninguna política de gran formato y sólo se ha­
bía desarrollado una limitada opinión pública, pudiera brotar seme­
jante individualismo titánico y altivo. Pero quizá fuera precisamente
esta situación opresiva la que favoreció la interioridad creativa y la ta­
ladrante intensidad. Si faltaba un gran mundo exterior, era cuestión de
creárselo con los medios de que se disponía. Sólo hay que tener ta­
lento especulativo e imaginativo. En este campo los intelectuales en
Alemania estaban ricamente dotados, más ricamente que el ambiente
conformista en Francia, a pesar de la Revolución o precisamente por
ella, y que el ambiente cabalmente pragmático en Inglaterra. Madame
de Staél, en su libro Alemania, explicaba así a un público internacio­
nal los prodigios y extravagancias de la vida espiritual de Alemania:
«Un autor alemán educa a su público, en Francia el púbHco arrastra
hacia sí a sus autores». De esa manera, un autor alemán puede sentir­
se como señor en su pequeño reino. Con la generación romántica Ale­
mania, país de estrafalarios, pensadores y bibliómanos, había produ­
cido además los jugadores intelectuales. A este respecto, la teoría del
juego de Schiller, como sabemos, había producido un efecto estimu­
lante. «El juego regular de ideas es la verdadera filosofía», anota No-
valis, y de acuerdo con ello define la poesía como «juego del estado
de ánimo».
En Alemania estos jugadores intelectuales quizá no eran tan ele­
gantes como sus colegas franceses, pero eran extraordinariamente auda­
ces, iban a por todas. Naturalezas de jugadores, que no renuncian a su
profundidad de pensamiento, forman aquí una especie enteramente
peculiar, inconfundible. Los individualistas consideran al yo capaz de
mucho, si es necesario incluso del arte de crear un nuevo mundo
y de envolver en una danza las relaciones existentes. Lo mismo que el
gran yo de Fichte, hay que clamar ante un pueblo entero: «No sopor­
to por más tiempo ser un no yo», o bien aconsejarle como Novalis: «Si
no podéis convertir los pensamientos en cosas exteriores, convertid las
cosas exteriores en pensamientos». No basta con que los pensamientos
empujen a la acción, hay que procurar también que el pensamiento
ponga en fluctuación una realidad opresiva, este no yo dotado de po­
der. A veces se ignora plácidamente que con el Romanticismo la pro­
fundidad alemana no sólo recibió la añoranza y la aflicción, sino tam­
bién el don seductor de tomar y hacer las cosas a la ligera. Eran ejercicios
grandiosos de relajamiento. Si nos expresamos en tonos menos amis­
tosos, diremos que aquí se disparó con gorriones a los cañones, lo cual
en todo caso es más simpático que lo contrario.
Naturalmente los hechizados por el yo habían de preservarse de un
no yo muy robusto y amenazaban a veces con perecer en medio de
lamentos y dolores. El joven Hólderlin escribe a su hermano:
¿Y quién es capaz de mantener su corazón dentro de bellos linderos cuan­
do el mundo le golpea con los puños? Cuanto más nos ataca la nada, que
bosteza a nuestro alrededor como un abismo, o cuanto más nos atacan
los miles de cosas de la sociedad y actividad del hombre, las cuales nos
persiguen y distraen sin alma y sin amor, con tanta mayor pasión, firme­
za y poder hemos de resistimos por nuestra parte [...]. Los apuros y la
indigencia del exterior convierten para ti la exuberancia del corazón en
indigencia y apuro.
La «exuberancia del corazón» exige la acción, la difusión de una
fuerza; el refrenamiento, la contención sería mortal. Tras los intentos
finales de llegar al mundo con su yo, se alza la torre de Tubinga, don­
de Hólderlin pasó en el aislamiento los últimos decenios de su vida,
ya fuera como noble simulador, ya fuera como enfermo. En cualquier
caso, se trataba de un yo que había renunciado a conquistar el mun­
do como escenario de sus «acciones prácticas».
También en el joven Friedrich Schlegel el nuevo sentimiento de ser
un yo inicialmente está unido todavía con el sufrimiento del mundo.
Escribe a su amigo Novalis: «Yo, fugitivo, no tengo casa, yo (el Caín
del universo) fui arrojado al infinito, y ahora tengo que construirme
una con mi corazón y cabeza». Friedrich Schlegel no quiere que su
«exuberancia», más de cabeza que de corazón, fracase en una realidad
limitada. Niega con altivez lo que lo niega a él. En el Diálogo sobre la
poesía se describe a sí mismo como alguien a quien gusta «dar grandes
vuelos a la aniquilación con su filosofía revolucionaria». Cuando es­
cribe esa fi-ase, la «filosofía revolucionaria» es la de Fichte. Y es revo­
lucionaria porque lo incita a la falta de respeto: lo que se considera
válido, lo tradicional y lo meramente convencional, ha de justifícar-
se ante un yo consciente de sí mismo. Todo ello cae bajo la crítica o se
convierte en material del juego irónico. Tal como hemos expuesto, la
ironía romántica de Schlegel no sólo es expresión de la exigencia de
«infinitud», bajo cuya perspectiva se hace relativo lo real, sino que exi­
ge además que lo real sea aniquilado en su significación segura de sí
misma. También el gusto de destruir así entendido actúa en la ironía.
En Jena, donde Fichte enseña filosofía entre 1794 y 1799, se reú­
nen durante breve tiempo todos los que quieren volar alto con el yo.
August Wilhelm Schlegel enseña literatura en la ciudad y escribe para
Schiller en la revista Horen. Su casa se convierte en centro del joven
movimiento, que más tarde se conocerá como el Romanticismo de
Jena. Allí está presente Ludwig Tieck. Novalis, convertido en asesor
de las minas de sal en Weissenfels, acude con frecuencia ajena. Clemens
Brentano estudia aquí medicina y persigue a la bella y sensible Sophie
Mereau, a quien Schiller consideró la escritora más dotada de su ge­
neración. Hólderlin llega para estar cerca de Schiller y escuchar a Fich­
te. Schelling, que, con la famosa frase «el yo es algo que en absoluto
puede convertirse en cosa», había mostrado credenciales de fichteano,
se traslada de Tubinga a Jena y obtiene en dicha ciudad un puesto de
profesor a finales de los años noventa. No olvidemos las lúcidas mu­
jeres que destacan en el trasfondo: Dorothea Veit, hija de Moses Men-
delssohn y compañera de Friedrich Schlegel, así como Carolina Schle­
gel, que en estos años se siente atraída por Schelling. La casa de August
Wilhelm Schlegel era también lugar de reunión; el punto culminante
de la colaboración social se produjo en el otoño tardío de 1799. Tan­
tos caracteres orgullosos y altivos sólo podían evitar la colisión conce­
diéndose recíprocamente un espacio de juego irónico. La teoría de la
conducta social de Schleiermacher encontraba en este ambiente un te­
rreno abonado para su confirmación. También ayudaba el sentimiento
unificador que los participantes tenían de que el fiituro les pertenecía.
Esto les daba la fiierza, la arrogancia y la magnanimidad de ser unos
vencedores celebrados. Ludwig Tieck escribe retrospectivamente en el
año 1828 (en su dedicatoria del Phantasus) a August Wilhelm Schlegel:
Aquel tiempo delicioso enjena [...] es uno de los periodos más brillan­
tes y alegres de mi vida. Tú y tu hermano Friedrich, Schelling con no­
sotros, todos éramos jóvenes ambiciosos, Novalis-Hardenberg, que venía
a visitamos con frecuencia: estos espíritus creaban casi sin interrupción
una fiesta de agudezas, buen humor y filosofía.
Se encontraban a mediodía y por la noche, para comer y para con­
versar; celebraban sesiones en toda regla. En ellas se comentaban tex­
tos para el Athendum, Tieck leía narraciones, Schelling recitaba frag­
mentos de su filosofía de la naturaleza, en vías de gestación, y Novalis
hacía escuchar por primera vez su ensayo La cristiandad o Europa. El
naturalista romántico Johann Wilhelm Ritter brindaba nuevos datos
sobre el galvanismo y la electricidad, y Friedrich Schlegel comentaba
en tono burlón que habían tenido que escuchar la «metafísica de las
ancas de rana». En general, aquellas tertulias debían de ser muy pla­
centeras. Al texto exaltado de Novalis respondió Schelling con su ruda
parodia «Profesión de fe epicúrea de Heinz Widerporsten»:
En verdad no puedo por más tiempo soportar,
a diestro y siniestro puñetazos he de dar.
Sus pensamientos todos contra mí remueven,
y en tal modo deshacerse de mí pretenden,
de las egregias doctrinas supraterrestres
a mí por la fuerza persuadirme quieren.
Como muestra el ejemplo, en este círculo la ironía romántica se
manejó de forma bastante áspera, pero al principio mantuvo el tono
amistoso (sólo la discordia erótica le pondrá fin). Eran conscientes de
que la riqueza de la realidad sólo se despliega en la multiformidad
de las perspectivas. En tono programático dice Schlegel al respecto en
el fi’agmento 125 del Athenaum: «Quizá comenzaría una época com­
pletamente nueva de las ciencias y las artes si la simfilosofta y la simpoe-
sía se hicieran tan universales e íntimas que ya no resultara extraño
que diversas naturalezas complementarias entre sí crearan obras en
común».
Cuando no comían, hablaban, leían y tocaban música juntos, em­
prendían largos paseos en el hermoso entorno de Jena. Caroline escri­
bía el 5 de octubre de 1799 a su amiga Luise Gotter:
He tenido mil alegrías, pero ningún instante de tranquilidad durante una
cuarta parte del año [...]. ¡Qué alegres días musicales hemos vivido en so­
ciedad! [...]. Entonces todos los mediodías tenía de quince a dieciocho per­
sonas a la mesa. Mi cocinera es buena, yo estaba atenta, y así salió todo
a las mil maravillas [...]. Vivíamos en una bella sociabilidad.
Esa sociabilidad tenía un vivificador principio espiritual en la filo­
sofía del yo de Fichte. Henrik Steffens, que algunos años más tarde se
sumergió en la resaca romántica, escribió en una retrospección elegiaca:
Habían cerrado una alianza íntima, y de hecho se pertenecían recípro­
camente. Esta alianza quería desarrollar, como pura fantasía en un juego
salvaje, lo que la revolución había entendido como un suceso exterior de
la naturaleza, y lo que la filosofía de Fichte concebía como interna acción
absoluta.
Por tanto, los románticos aprovecharon la «imaginación producti­
va» de manera muy creativa y la convirtieron en «principio de la ima­
ginación divina» (Friedrich Schlegel). Para ello se habían dejado llevar
por un afán lúdico de especulación. Para Schiller, que sólo distaba un
tiro de piedra del escenario romántico, aquello era ir demasiado lejos.
Escribe:
El iluso abandona la naturaleza por mera arbitrariedad, para poder seguir
sin ningún género de trabas el capricho de los apetitos y los antojos de la
imaginación [...]. Porque lo fantasioso no es una pululación de la natu­
raleza, sino de la libertad, es decir, brota de una disposición que en sí es
digna de tomarse en consideración y que es perfectible hasta eí infinito,
conduce también a una caída infinita en una proflindidad sin fondo y
sólo puede acabar en una destrucción completa.
Los románticos creen que no necesitan esa admonición. Su vir­
tuosismo intelectual, por el que pretenden siempre estar ya más allá de
sí mismos, había puesto ante sus ojos los riesgos de esta empresa. Jean
Paul, Friedrich Schlegel y Clemens Brentano gozan de los abismos de
sus aspiraciones como quien disfruta de un clima rudo e incluso ob­
tienen un disfrute especial de los peligros del nihilismo (esta expresión
aparece en este momento). Jean Paul exclama: «¡Ay!, si cada yo es su
propio padre y creador, ¿por qué no puede ser también su propio án­
gel exterminador?».
Cuando se reprocha a los primeros románticos, tai como Schiller
liace, que se comporten «arbitrariamente», ellos responden: ¿por qué
no? Quizá la arbitrariedad es nuestra mejor parte. Jean Paul, que co­
noce demasiado bien los laberintos del yo, al final toma el partido de
Schiller cuando escribe en su Introducción a la estética: «De la arbitrarie­
dad sin ley de la época presente, que prefiere de modo egoísta aniqui­
lar el mundo y el todo, con tal de dejarse despejado en la nada un es­
pacio de juego libre [...], se sigue que ha de hablarse despectivamente
de la imitación y del estudio de la naturaleza».
Muchos de aquellos a los que el gusto de ser un yo había enreda­
do con especial profiindidad en el propio desierto, al final se agotan.
La observación de Clemens Brentano en 1802 «Quien me remite a mí
mismo, me mata...», suena como un eco melancólico de la jubilosa
exclamación de Werther: «Yo me vuelvo sobre mí mismo y encuentro
un mundo».
Ellos, que con su yo quieren salir hacia las alturas, pronto mirarán
dónde encontrar algo seguro. Al final también Bonaparte, el cometa
del yo, se afianzará en una rígida dignidad imperial. August Wilhelm
Schlegel encontrará acogida en casa de la acaudalada Madame de Staél.
Friedrich Schlegel preparará la transición al seno de la Iglesia católica.
También Brentano se hará devoto de la Iglesia. Se busca otra vez la tra­
dición, de nuevo se coleccionan canciones populares y cuentos, «cayó
escarcha en la noche de primavera»...; gracias a Dios no es necesario
que todo lo haga uno mismo, es posible dejarse llevar y nadar en un
torrente que viene de lejos. La mirada se dirigirá a lugares fijos y rela­
ciones firmes.
Pero las cosas todavía no han ido tan lejos. El grupo que practica
el juego romántico se dispersa después de 1800. También Fichte, lla­
mado al orden por una acusación de ateísmo, en 1799 abandona Jena,
el lugar de la acción romántica, pero permanecerá fiel a sí mismo; sus
trompetas siguen anunciando el día novísimo del yo moral. Más tar­
de, en los Discursos a la nación alemana, cuando exija a un pueblo en­
tero que se libere finalmente del no yo francés, volverá a dar un gran
formato al renacimiento del yo.
Cuando en 1812 Goethe considere en retrospectiva la explosión
del primer Romanticismo, advertirá lacónicamente que aquélla fiie la
«época de los talentos forzados».
Capítulo 5

Entre los «talentos forzados», de los que Goethe hablaba con cier­
ta condescendencia, el más «forzado» era sin duda Ludwig Tieck, Mien­
tras al principio los hermanos Schlegel se limitaban a desarrollar las
doctrinas románticas, el joven Tieck creó entre 1795 y 1800, con in­
creíble rapidez y facilidad, una serie de obras que en realidad eran tan
románticas como los teóricos se las habían imaginado. Friedrich Schle­
gel, cuando lo conoció personalmente en 1798, lo calificó de «hombre
muy corriente». Poco más tarde lo proclamó genio.
En el joven Tieck se encuentra ya todo lo que va unido al Ro­
manticismo.
Noche mágica con Luna esplendorosa,
mi sentido bajo tu fuerza está cautivo,
un prodigioso mundo de mil hechizos
con el antiguo esplendor asciende ahora
(El emperador Octaviano,
A ello hay que añadir el nihilismo romántico de su novela episto­
lar William Lovell (1795) y la ironía romántica de las comedias satíricas
El gato con hotos y El mundo al revés. Tieck escribe el primer cuento ro­
mántico, El rubio Eckbert (1797), y con sus relatos sobre Tannhauser fun­
da un mito romántico que influye poderosamente hasta Wagner y las
fantasías del Monte de Venus en el siglo XX. Junto con Wackenroder, es
el inventor del Romanticismo de Nuremberg, de la veneración rendida
a Durero y de la religión del arte en los rafaelitas. Más tarde los naza­
renos seguirán las huellas de Tieck. Su obra Las peregrinaciones de Franz
Stemhald (1798) es el modelo de la novela romántica de artista, que No-
valis y otros tomarán como norma. Tieck participó esencialmente en el
nuevo descubrimiento de los antiguos libros populares de Alemania, de
la canción de los Nibelungos y de la canción europea de amor cortés,
no sólo en el plano filológico, sino también en el poético. En la bús­
queda de lo romántico antes del Romanticismo, descubrió la olvidada
literatura inglesa y española. De su traducción del Quijote dirá Thomas
Mann que muestra «la lengua germana en su nivel más dichoso».
Ludwig Tieck pone en práctica lo que Friedrich Schlegel esboza
teóricamente: la «progresiva poesía universal». Domina casi todos los gé­
neros literarios, juega con pensamientos y temples de ánimo, encanta
con tonos líricos. Todo le sale con suma facilidad; y precisamente esto
se convertirá en un problema para él.
Había nacido en Berlín en 1773. Era hijo de un maestro cordelero
relativamente acaudalado en relación con su oficio. El padre se distin­
guía por hacendoso, práctico y ávido de formación, algo que hay que
agradecer a la Ilustración popular en Berlín. Envió a su dotado hijo
al Friedrichs-Gymnasium. Ludwig era considerado un niño prodigio.
A los cuatro años leía la Biblia, a los diez aprendió de memoria el dra­
ma de Goethe Gótz von Berlichingen. A los catorce años había leído ya
la estantería de libros de su padre. Luego llegó el tumo de las biblio­
tecas de préstamo. Sencillamente, lo leía todo, y lo mezclaba todo de
forma salvaje, las historias de bandoleros de Vulpius, las piezas teatra­
les de Lessing, las novelas de Grosse, con argumentos basados en ligas
secretas, las Confesiones de Rousseau, las novelas caballerescas de Spiess,
el Werther y los relatos de viajes de Nicolai. Tenía seis años cuando vi­
sitó un teatro por primera vez. A los doce escribía obras para títeres
y las representaba ante Friedrich, su hermano menor, que más tarde
llegó a ser un escultor importante. Como alumno de sexto curso de
bachillerato tradujo dos veces la Odisea, primero en prosa y luego en
hexámetros. En una húmeda tarde otoñal leyó en el parque el Hamlet
de Shakespeare. Se había hecho con el ejemplar de un compañero y en
el camino de regreso a casa desde la escuela quería simplemente repa­
sar con rapidez el índice de personajes, pero ya no pudo despegarse
del texto. Leyó la pieza sin respirar y plenamente absorto en ella; cuan­
do hubo terminado, se encontró empapado y tieso de frío junto a las
tristes farolas de aceite, que ya estaban encendidas. Fue la vivencia de
un despertar. Luego leyó todo Shakespeare en la traducción en prosa
de Eschenburg. Se mantuvo el encanto, pero creció también la per­
suasión de que era necesario emprender un nuevo ensayo de traduc­
ción. Siendo todavía alumno, inició la traducción y el comentario de
La tempestad. Saltó de alegría cuando más tarde aparecieron las nuevas
versiones de A.W. Schlegel, y a la muerte de éste, él mismo terminará
la empresa. Al padre, poco amigo de todo lo salvaje, le inquietaba la
pasión del hijo por Shakespeare: «¡Sólo ha faltado esto para volverte
completamente loco!».
Los profesores en la escuela no sólo lo promovieron, sino que tam­
bién lo utilizaron. August Ferdinand Bernhardi, que más tarde sería su
cuñado, y Friedrich Rambach, ambos tan sólo un poco mayores que
su alumno, habían puesto en marcha una fábrica de literatura. Com­
ponían novelas sensacionaHstas, novelas de ladrones y de caballería
para el gusto de las masas. Aprovechaban la colaboración del dotado
alumno, que podía mejorar y complementar ciertas escenas. Se le da­
ban tan asombrosamente bien las descripciones de paisajes, de temples
de ánimo, de estados psicológicos, que a la postre los profesores con­
fiaron al inteligente alumno escenas enteras, y, en especial, el impor­
tante asunto de los desenlaces. Con increíble rapidez, Tieck aprendió
cómo se puede hacer literatura a partir de la literatura y cómo acertar
con el gusto del público.
Ludwig Tieck pertenecía a la generación que en Werther y Rous­
seau aprendió a «sentirse a sí mismo», como se decía entonces. Y por eso
le atormentaba el hecho de que, con tanta literatura, se le escapaba el
propio yo, que concebía como algo nuclear. Dominaba la descripción
de escenas horribles y sentimentales, y, sin embargo, apenas había ex­
perimentado nada. Sabía manejarse a la perfección en descripciones de
estranguladores, espadachines y muchachas nobles, pero no pasaba
de ser un joven pubescente, aunque muy capacitado. Así, el arte y la vida
se hallaban en él en una peligrosa desproporción. En una carta com­
paró su vida sentimental con el movimiento de las nubes en el cielo.
Éstas forman figuras con rápidos cambios, que no pueden agarrarse,
pues carecen de sustancia. Ahora bien, mientras que las nubes descu­
bren un sonriente cielo azul cuando se retiran, los sentimientos litera­
rios, al desaparecer, dejan un vacío absoluto y acongojante. Con febril
productividad intenta escapar de este vacío y, sin embargo, nunca pue­
de deshacerse por entero del sentimiento de nulidad, roborado por el
desdén que le merece el gusto de las masas, a las que sirve. En instan­
tes despiadados nota que se desprecia a sí mismo, aun cuando su ra­
pidez en el trabajo le atraiga el reconocimiento de ambos profesores y
algo de dinero.
De estos sentimientos de nulidad, vacío y desprecio de sí mismo
trata su primera novela, William Lovell, escrita durante su época de es­
tudios y que ya no fue concebida para la fábrica de literatura de Ram-
bach. El horror ante unos sentimientos puramente literarios, que no
contienen suficiente realidad se advierte con claridad en esta novela
epistolar sobre un joven inglés de familia acaudalada, cuya inconsis­
tencia interna lo convierte en víctima de un refinado plan de seduc­
ción. William Lovell escribe a su amigo:
¿No me muevo por esta vida como un sonámbulo, como un ciego con
los ojos abiertos? Todo lo que me sale al paso es una quimera de mi fan­
tasía interior. [...] Desierto y caótico yace todo a mi alrededor [...]. Como
con una varilla mágica golpea el hombre en el desierto, y de pronto
saltan juntos los elementos enemigos, todo fluye para compenetrarse en
una imagen clara. Pasa a través de todo ello, y su mirada, que no puede
volver atrás, no percibe cómo a sus espaldas todo se separa de nuevo y se
hace pedazos.
Tieck escribe estas palabras antes de conocer la filosofía del yo de
Fichte y su construcción del mundo a partir de la imaginación. La pro­
pia experiencia y la propia duda de sí mismo en la producción de una
pseudovida literaria bastaban para poder escribir: «Sólo a mí enfrente
me encuentro, / en los espacios vacíos de un desierto». Tieck verá con­
firmadas sus anteriores experiencias con los abismos de la imaginación
cuando finalmente conozca en Jena a Fichte en el año 1799. En él, el
poeta file más rápido que el filósofo.
Cuando Tieck escribe la novela William Lovell, todavía es un estu­
diante, y su padre se muestra indignado con él porque se niega a ter­
minar unos estudios que le permitan ganarse el pan. En Halle, Gotin-
ga, Erlangen y de nuevo en Gotinga visita las bibliotecas, lee y escribe
sin cesar, cuando no acude a tertulias, donde es bien recibido. Todavía
no es nada, escribe en una ocasión, pero es capaz de todo. Y la nove­
la epistolar lo demostrará. Envía a su protagonista Lovell a través del
cielo y del infierno, y lo describe como un joven enamorado de su yo,
que experimenta cimas y valles en sus sentimientos, que se observa in­
cesantemente a sí mismo y reflexiona, para notar al final cuán estéril y
vacío está, y cómo su yo, que se las da de tan grande y poderoso, no
es más que un títere en manos de poderes extraños. Por tanto, es un
jugador que no nota cómo otros juegan con él, cómo se sirve de él
una sociedad secreta, de acuerdo con el gusto de la época. El creci­
miento del sentimiento de sí mismo es la constante aspiración de Lo-
vell. Cuando se enamora o entabla amistades, no se preocupa de los
demás hombres, sino de sus propios sentimientos, que lo rodean como
un capullo del gusano de seda y lo separan de la realidad. Eso con­
duce a un furtivo proceso de descomposición y consunción de los sen­
timientos. También los pensamientos acechan, y al final ya no sabe
quién es y qué piensa en él. Anda confundido en una incurable mul­
tiplicación de su yo. Primero goza de este estado, pero luego se deses­
pera por su causa: «¡Ay!, ¿qué es en el hombre persuasión y verdad?
[...]. Que nadie en el futuro me hable de hombres que simulan. ¿Qué
es en nosotros sinceridad?». Al final de la novela cae un juicio aniqui­
lador sobre el tramoyista secreto:
Hasta ahora te has tenido por un ser sumamente admirable y singular, y
lo cierto es que lo eres [...]. También finges haber padecido revolucio­
nes violentas en tu interior, pero en verdad todo esto es mera ficción [...].
Lo has invertido todo en ello, para llegar a ser un mentecato filosófico
sin ningún género de coherencia.
Por tanto, los excesos del yo de Wiüiam Lovell son ruido para nada.
La novela tiene aspectos espeluznantes, abismales. El horror del vacío,
la angustia, el aburrimiento, la sospecha de que no hacemos sino in­
ventar donde creemos encontrar. La desaparición de la fe y la con­
fianza, el desamparo metafísico, son elementos que juegan allí un pa­
pel y con los que se juega. Así pues, ya a principios del Romanticismo
se muestra el problema del nihilismo romántico como la cara sombría
de la euforia del yo. Tieck escribe retrospectivamente sobre el trabajo
en esta novela:
Es el mensajero, el mausoleo de muchos sufrimientos y errores acaricia­
dos y amados, pero, una vez hecha la construcción, el dibujante y traba­
jador estaba ya libre de este sufrimiento; cuando escribí este libro me en­
contraba casi siempre muy alegre, pero todavía sentía complacencia en el
desconcierto.
Friedrich Schlegel había exigido a la poesía romántica la «bella con­
fusión». En esta novela la encontramos; y también encontramos en ella
el gusto irónico por la destrucción y la aniquilación. William Lovell
exclama: «Vuela conmigo, ícaro, a través de las nubes, fraternalmente
queremos lanzar gritos de júbilo en la destrucción».
Tieck había aprendido también la ironía en la fábrica de literatura.
No es que aquellas novelas triviales hubiesen previsto la ironía. Así,
cuando Rambach da a su serie el título de Acciones y finezas defamosos
genios enfuerza y maña, no estaba poniendo en juego un sentido iróni­
co. Pero Tieck era demasiado inteligente y ocurrente para manejarse sin
ironía con el esquema exigido. El joven Tieck ya la practicaba antes de
que Friedrich Schlegel exigiera doctrinalmente la «fluctuación» iróni­
ca del autor sobre la materia poética. Sólo así podía elevarse sobre las
depresiones. En una ocasión tenía que describir las acciones irónicas de
un bávaro llamado Hiesel, un difamado cazador furtivo y ladrón. Ram­
bach había anunciado el retrato de Hiesel como descripción del cami­
no vital de un genio de la fuerza que ha sido deformado a través de
«las circunstancias, la situación y la convención». Tieck condujo la na­
rración dentro de esta línea, aunque dejando notar cada vez más cla­
ramente hacia el final cuánto le había desagradado dar a este tipo la
apariencia de un héroe, pues en el fondo no es otra cosa que un vul­
gar bribón. Tieck sabía mantener fluctuante esta réplica del narrador,
de modo que los lectores, y también Rambach, no sabían muy bien a
qué atenerse.
De semejante riña cuerpo a cuerpo en la fábrica de literatura cre­
ció el gran arte irónico de Tieck, que luego se mostró, sobre todo, en
su comedia satírica El gato con botas, en la que se propuso una burla del
gusto teatral berlinés. La obra juega con un público que quiere ver en
escena ricos decorados, y en ellos, héroes con coraza, amas de casa, mu­
chachas caídas en desgracia, pero no un gato, y menos todavía un gato
con botas. Mucho antes de Pirandello, Tieck introduce con habilidad
la obra dentro de la obra, pues aparece un público también en el es­
cenario, y los protagonistas de la obra critican a su autor y se ponen
del lado del público en el escenario. Pero éste también hace mucho rui­
do y se queja de que a la pieza le falta el «punto de vista fijo» y de que
es imposible introducirse en una «ilusión racional». Llaman al autor
al proscenio. Intenta calmar las oleadas de indignación y al final no
encuentra otra salida que la de citar al escenario al campanillero de
La flauta mágica, que viene acompañado de osos danzantes. Al princi­
pio del tercer acto el telón se levanta demasiado pronto y el autor es
sorprendido en conversación con el tramoyista dentro del escenario.
Entre el autor dramático y el público del escenario trituran el todo, el
cuento cómico del gato que quiere proporcionar a su propietario un
reino y una bella esposa. En una escena del cuento, el sabio cortesa­
no Leander afirma que en la «pieza recientemente aparecida, Elgato con
botas, el público está bien diseñado», ante lo cual exclama indignado
el público de la escena: «En la pieza no aparece ningún público».
Leander mira desconcertado por encima del público de la escena al
público real.
Estamos ante un escenario entregado al juego, que como una tra­
vesura mueve las piezas del público real y del imaginario, del autor, de
la ficción y la realidad, de los actores y de las fiinciones de la obra.
Friedrich Schlegel alabó el texto, al que, junto con su propia novela
Lucinde, consideraba como un modelo de ironía romántica. Y esa obra
teatral que rompe las ilusiones e introduce la obra dentro de la obra,
ha seguido siendo un modelo hasta la actualidad, hasta el Insulto alpú­
blico, de Peter Handke.
El motivo del miedo ante el vacío, que hemos conocido en Wi-
Uiam Lovell, muestra su efervescencia también en esta pieza. El públi­
co quiere que lo diviertan; sería malo que el escenario quedara vacío,
y ocasionalmente el autor dramático amenaza con ello. En tal caso se
acabaría el juego y terminaría la vida. Eso no puede ser. Silban al autor,
se necesita una nueva pieza. Tieck poseía sorprendentes dotes de in­
vención, sin ninguna preparación podía improvisar obras enteras. En
cierta ocasión sugirió en una tertulia que le dieran un tema; un aficio­
nado se exhibió como orangután. En media hora inventó una com­
plicada obra de intrigas, en la que él actuaba con diversos papeles. El
simio sigue un breve programa de educación y al final tiene tan bue­
nos modales, que se le puede otorgar como mujer una distinguida mu­
chacha burguesa. Al final de esta improvisación figura la frase: «Se pone
el fijndamento para una generación que une todas las ventajas del mun­
do animal con las excelsas y nobles actitudes que en nuestros días se
muestran en la humanidad culta».
Tieck no sólo tenía un sorprendente talento de improvisación, era
además un actor agraciado. Brentano lo alababa como el gran «talen­
to mímico entre aquellos que jamás han pisado el escenario». Más tar­
de se hicieron famosas sus veladas de lectura en voz alta, en las que se
vestía con todos los registros de papeles y voces. Esto equivalía, en el
plano de la representación, al virtuosismo con el que podía imitar di­
versos estilos literarios o introducirse en ellos con gran empatia. Tam­
bién esto pertenece a la romántica «poesía universal».
Tieck, el veloz jugador literario, en estos primeros años contó con
la dicha de tener como contrapeso a un amigo que encarnaba un tipo
completamente diferente, un condiscípulo y luego compañero de afi­
ción para el que el arte no era un simple juego, sino que revestía una
seriedad sagrada, para el que el arte se convirtió en una religión que le
deparaba tanto gozo como sufirimiento. Se trataba de Wilhelm Hein-
rich Wackenroder, cuyo padre, miembro del tribunal militar y síndico
de justicia de Berlín, enseguida planificó para su único hijo una carre­
ra relacionada con el mundo de la justicia. Aquel entusiasta del arte
pereció con estas cadenas. Murió en 1798, pero antes tuvo tiempo to­
davía de llevar al papel sus confesiones y su religión del arte, tituladas
Efluvios cordiales de un monje amante del arte (1797). Ludwig Tieck, un año
después de la muerte del amigo, editó la obra y la amplió con textos
propios: Fantasías sobre el arte para los amigos del arte.
Wackenroder estaba unido a su amigo con tierno amor, admiraba
su productividad, pero criticaba también la fiigacidad de su rápido es­
cribir y le exhortaba a no profanar el arte sagrado. El joven, educado
en el sobrio protestantismo de la Ilustración, anhelaba un santuario
rico en imágenes y vigorosos sentimientos. Lo que él quería y espera­
ba del amigo era «arrodillarse ante el arte y ofrecerle el homenaje de
un amor eterno e ilimitado».
Wackenroder estaba henchido de una devoción sin igual por el arte.
Los temas habían de ser piadosos. Las vírgenes de Rafael eran para él
un prototipo de la trascendencia artística. La mirada añorante a Italia
no tenía nada que ver con la seducción erótica que en las nuevas ge­
neraciones suscitaba ArdingheUoy las islas afi)rtunadas, una novela de tema
italiano, escrita por Wilhelm Heinse, aparecida en 1787. También la ac­
titud del artista tenía que ser devota. Se entrega a su arte, le sirve. Para
él eran pecado la presunción, la vanidad, el efectismo y la mirada de
reojo al favor del público. Se podía pecar, pues, contra el fervor. Pero
todo se hizo más complicado por el hecho de que en Wackenroder se­
guía actuando con fuerza el poder del principio de realidad, que se en­
camaba en el padre. Por eso el fervor iba acompañado también por
una mala conciencia, por el sentimiento de pecar contra las exigencias
terrenales, civiles, de su círculo vital. En Fantasías sobre el arte leemos:
El arte es un fruto seductor, prohibido. Quien ha gustado una vez su jugo
más íntimo y dulce, está perdido irremediablemente para el mundo acti­
vo, para el mundo vivo. Cada vez se arrastra más estrechamente en su pro­
pio disfiaite, y su mano pierde por completo la fuerza de extenderse acti­
vamente hacia otro hombre.
Wackenroder se encontraba desgarrado entre las exigencias del arte
y las de una vida normal en la sociedad civil. Y además no podía sus­
traerse a la sospecha de que en él la voluntad artística sólo conducía al
disfrute del arte, y no a la producción real. El verdadero artista, pen­
saba, sirve a su obra sin contemplaciones, no se deja tentar; la evi­
dencia de su creación lo transporta más allá de los escrúpulos burgue­
ses. El artista cabal, escribe en sus Efluvios cordiales^ logra entretejer «con
audacia y firmeza sus elevadas fantasías [...] en esta vida terrenal como
un pliegue consistente».
Pero quizá la tensión entre arte y vida burguesa sería menor si la
vida terrenal, contra lo que sucedía en el prosaico Berlín, estuviera lle­
na de espíritu artístico. A la búsqueda de un mundo que abrigue sen­
timientos amistosos hacia el arte, Wackenroder descubre, aunque pri­
mero sólo en la fantasía, el Renacimiento alemán y el Nuremberg de
Durero. ¿No eran tiempos hermosos aquellos en los que la solidez bur­
guesa, la devoción y el sentido del arte formaban una unidad amisto­
sa? «Efectivamente, en tiempos anteriores era costumbre considerar la
vida como un oficio o actividad [...]. Dios era visto como un maestro
de obras.» En este mundo de la artesanía divina los artistas podían ha­
llar refugio.
Para ellos su arte tenía que ser una imagen misteriosa de la vida, aun cuan­
do no lo supieran. No lo practicaban con tono distinguido como una afi­
ción para superar el aburrimiento (como ahora acostumbra suceder), sino
con laboriosa diligencia, como un artesano.
Así, en el Berlín ilustrado de los años noventa del siglo XVIII, sur­
gió el sueño de un antiguo Romanticismo alemán.
En el verano de 1793 ambos amigos salieron a la búsqueda de la
realidad de sus sueños. Estudiaron en Erlangen y caminaron desde allí
hacia Bamberg, Pommersfelden, Bayreuth y Nuremberg. Podemos de­
cir sin miedo a exagerar que fiieron Tieck y Wackenroder los que en
aquel verano transfiguraron por primera vez como tierra prometida del
Romanticismo alemán aquella Franconia con sus ciudades medievales,
sus bosques, ruinas de castillos, residencias y minas. Entonces, narra el
anciano Tieck, en una noche de luna en Bischofsgrün (Franconia), se
le abrió el prodigio de la «fascinante noche con resplandor lunar»,
cuando el «aire hizo llegar a sus oídos los tonos de una trompa de
caza». Los amigos veían Nuremberg, con sus numerosas torres y los al­
tos pináculos, como una soberbia nave de muchos mástiles, varada en
medio del paisaje. El toque vespertino del campanario les transmitía
un melancólico temple de ánimo. Por el día se regocijaban en el va­
riopinto trajín de los estrechos callejones entre las casas con paredes
entramadas y en las plazas. Se sentían trasladados realmente a la épo­
ca de Durero. Y luego, en contraste con la digna seriedad de la anti­
gua ciudad imperial, la risueña residencia episcopal en Bamberg. Asen­
tían con gusto al dicho de que «se puede vivir bien bajo el báculo». Es
un mundo católico en el que las jóvenes muchachas les evocan las vír­
genes de las iglesias y los conventos. Reina por todas partes un clima
devoto, pero también sensual. Los cultos religiosos y las festividades
eclesiásticas desarrollan todavía una vistosa pompa barroca. Incluso los
cortejos fúnebres ofrecen una imagen pintoresca: la mujer de un di­
funto invoca en los callejones retumbantes el nombre del finado. Aflu­
ye el pueblo, hacen acto de presencia las muchachas, vestidas de os­
curo con enormes lazos en las cofias. Cuando el viento las sacude,
parecen grandes pájaros inquietos. En Eljoven carpintero, novela entre­
verada de matices autobiográficos escrita algunos decenios más tarde,
Tieck recuerda sus impresiones en esta ciudad e insinúa indirectamen­
te por qué razón el mundo católico siguió ejerciendo sobre él su fuer­
za de atracción.
Mi bienintencionado padre me había exhortado antes de mi viaje a que
no riera durante las fiestas en las ciudades católicas [...]. Menos mal
que no estaba presente, pues sin duda habría soltado su ira contra la ido­
latría, tal como él denominaba los usos católicos, y más todavía contra
mí, si hubiese visto mi devoción y elevación en las procesiones, al escu­
char la música, las trompetas y los cantos corales, ante los altares adorna­
dos en las calles, a la vista de la muchedumbre popular en oración, todo
lo cual me entusiasmaba hasta derramar lágrimas.
En las anotaciones marginales del Phantasus (posterior a 1810)
Tieck advierte con satisfacción que ahora el Romanticismo de Heidel-
berg está en vías de explorar los antecedentes del Romanticismo en la
«patria alemana». Y podía sentirse pionero, pues, cuando en aquella
época emprendió su viaje con Wackenroder, para él «la patria era tan
desconocida por doquier 1...] como un reino no descubierto todavía
en Asia o en África, acerca del cual circulan leyendas inseguras [...]».
Habían descubierto un mundo prodigioso, cuya atmósfera indujo a
Tieck a escribir los relatos de El rubio Edibert, Tannhauser y El monte de
las runas.
El rubio Eckbert tiene como tema las delicias y los horrores de una
«soledad del bosque», que Tieck había experimentado por primera vez
en Fichtelgebirge. Recabando un relato de la madre, emerge además la
imagen de aquella anciana y terrible mujer que vivía con un perro en
una soledad huraña. De ahí extrajo Tieck en 1796 este cuento, que hizo
escuela.
En «Crepúsculo», un poema de Eichendorff, podrán leerse algunos
años más tarde los versos:
Quiere el crepúsculo sus alas levantar,
mueven los árboles las copas con horror;
si de terrestre amigo gozas el favor,
en esta hora no te puedes confiar;
ten gran cuidado y tus ojos vigilantes
por seres perdidos en la noche caminantes.
El rubio Eckbert trata de cómo es mejor que algunas cosas queden
perdidas en la noche y de cuánto infortunio se produce si salen a la
luz del día y llegan a comunicarse. Bertha, que vive solitaria en el cas­
tillo con el caballero Eckbert, su marido, acarrea una terrible vengan­
za por hacer confidencias a Walther, un amigo, contándole su historia
prodigiosa y casi fabulosa. Los recuerdos de niñez adquieren siempre
rasgos fabulosos, y eso sucede de manera muy especial en el presente
caso. Maltratada en su casa, la pequeña Bertha había huido y tras errar
por los bosques, encontró un feliz refiigio en la morada de una ancia­
na, que vivía en un claro del bosque con un pájaro hablador y un pe­
rro. Compartió esta vida solitaria con la anciana, el perro y el pájaro,
que cada día cantaba la canción de la «soledad del bosque» y ponía un
huevo con una perla en su interior. Tiene motivos para estar conten­
ta, pero crece su curiosidad por el mundo. Abandona en secreto este
paraíso de la niñez. Deja atrás al perro, cuyo nombre olvida, y lleva
consigo el pájaro y las perlas. Traiciona, pues, la «soledad del bosque»,
lo cual es el pecado original; el pájaro la acompaña como una mala
conciencia, hasta que lo mata. Luego vive perturbada y retirada, in­
cluso después de avenirse al matrimonio con el rubio Eckbert. Aquí
podría terminar la historia de la antigua dicha de Bertha en la «soledad
del bosque» si Walther, al que se la cuenta, no le pusiera fin con esta
observación: «Me puedo imaginar muy bien cómo [...] alimentáis al
pequeño Strohmian». Bertha había olvidado el nombre del perro, y
Walther sabe ese nombre. ¿Quién es este Walther? Aquí el pasado fa­
buloso se trueca en horror actual. Bertha es presa del horror y muere.
Eckbert, inficionado por la desconfianza y la desesperación de Bertha,
mata a Walther, este terrible consabidor. Pero lo perseguirá todavía
bajo diversas figuras. A la postre, Eckbert ya no puede distinguir entre
delirio y realidad; al final se encuentra con la anciana del recuerdo de
la infancia de Bertha y ésta le dice que ella no es otra que Walther, y él,
Eckbert -que en realidad es el hermano de Bertha-, muere mientras
el pájaro, que ahora súbitamente ha reaparecido, canta su canción de
la «soledad del bosque».
Este cuento romántico, que juega con un espanto muy moderno,
aborda la imponderabilidad de la comunicación, del desconcierto en
la necesidad de la comunicación, de los peligros de la intimidad y los
secretos, que es mejor mantener ocultos. Hay que callar o cantar acer­
ca de aquello sobre lo que no es posible hablar. Es suficiente la can­
ción de la «soledad del bosque». La conciencia romántica protege el
misterio por mor de la posibilidad de vivir. En las anotaciones margi­
nales del Phantasus leemos:
¿No te has arrepentido nunca de una palabra que en la hora más confiden­
cial has dicho al amigo más confidencial? No es que tú lo pudieras tener por
un traidor, lo que pasa es que un secreto del ánimo fluctuaba en un ele­
mento que fácilmente podía volverse en contra con su naturaleza ruda.
Interrumpamos aquí el comentario de El rubio Eckbert, que los ro­
mánticos consideraban como la mejor narración de Tieck.
En sus caminatas a través de Franconia los amigos habían visitado
minas, y las impresiones son tan fiiertes que también ellas dejan hue­
llas claras en la obra de Tieck, por ejemplo, en el relato El monte
de las runas. Una vez incluso entró en la montaña: «Era como si hu­
biese de ser recibido en alguna sociedad secreta, en una liga misterio­
sa, o como si fiiese llevado ante un juicio secreto. Recuerdo que en los
años de infancia, en sueños vi a veces tales pasadizos largos, estrechos,
sombríos». Con la visita de Tieck y Wackenroder a la mina comienza
el Romanticismo subterráneo, que Novalis y E.T.A. Hoffmann conti­
nuaron de forma tan penetrante y que muestra sus efectos en Hof-
mannsthal.
También el relato titulado Elfiel Eckarty Tannhduser proviene de los
estímulos que Tieck recibe en las caminatas a través de Franconia. La
obra contiene diversas leyendas populares. Una de ellas es la del fiel
Eckart, que previene a Dietrich von Bern fi-ente a los Nibelungos. Esto
da pie a la figura del guardia emplazado ante la montaña de Venus.
Con esta materia legendaria enlaza Tieck la leyenda del cazador de ra­
tas de Hamelín, que como flautista atrae a los niños del lugar con sus
sonidos mágicos. Se conservan en el texto recuerdos de la Cruzada
de los Niños. Pero Tieck ha unido la leyenda con el mito de Venus y
la figura de Tannháuser, un trovador de la época de los Hohenstaufen.
A Tannháuser pronto se le adhirió un especial tono erótico; se decía
de él que estaba ebrio de belleza y amor y que condujo a otros a la em­
briaguez. Se hizo de él un Dioniso nórdico. Una canción popular, que
luego file recogida en la colección El cuerno maravilloso del muchacho,
narra cómo Tannháuser, atormentado por el arrepentimiento, huye del
reino de Venus y suplica la absolución papal. Pero como se la niega
-el Papa capitula ante el poder de eros-, Tannháuser vuelve a la mon­
taña de Venus.
El relato de Tieck sobre los atractivos de la montaña de Venus se
convirtió en una cantera para posteriores elaboraciones, sobre todo la
de Wagner. Pero ante todo, Tieck ha continuado un motivo presente en
El rubio Eckbert, a saber, la experiencia de que hay secretos que es me­
jor dejar «perdidos en la noche». En Tannhduser el secreto se refiere al
embrujo peligroso cuando se unen el arte y el erotismo. Hay instantes
extáticos a los que no se sobrevive porque después la vida cotidiana se
hace ya insoportable. A este respecto Nietzsche usará la expresión
«cumbres de arrobamiento». Tannháuser, según la redacción de Tieck,
intenta contar este asunto a su amigo Friedrich. Hace una pausa y besa
al amigo. A la mañana siguiente su mujer está muerta y Tannháuser ha
desaparecido. Pero aquel beso ha dejado a Friedrich fiaera de sí:
Corrió a escapar con incomprensible prisa, para buscar la montaña mági­
ca y a Tannháuser, y desde entonces no lo volvieron a ver. La gente de­
cía que quien recibe un beso de alguien de la montaña es presa de una
atracción irresistible, que con poder mágico lo arrastra a los abismos sub­
terráneos.
Tieck acabó este relato en la mañana posterior a la noche memo­
rable del verano de 1799 en que comenzó su amistad con Novalis en
la casa de August Wilhelm Schlegel en Jena. En su vejez Tieck describe
así la escena:
Cayeron las barreras de la vida cotidiana, y mientras tintineaban los va­
sos bebieron amistad. Había llegado la medianoche; los amigos salieron
a la noche veraniega. De nuevo descansaba la luna llena; la antigua ami­
ga del poeta desde los días de la niñez rebosaba de magia y encanto so­
bre las colinas en torno a Jena.
Durante una parte del camino Tieck acompaña a Novalis, que ha
de volver a Weissenfels aquella misma noche. Promete al amigo que
antes de expirar la noche terminará su Tannhauser. Y de hecho, en las
horas del amanecer pudo mostrar el relato terminado, que le leyó a su
amigo en Jena, al anochecer del mismo día.
En Tannhauser la montaña atrae con secretos eróticos. En El monte
de las runas, escrito tres años más tarde, a la atracción erótica se añade
la del dinero y el oro. Tieck había descubierto la filosofía de la natu­
raleza de Schelling y de Ritter, y encontró en ella confirmada su idea
de que la propia naturaleza interna se revela en el espejo de los abis­
mos de la exterior. Y la naturaleza interior incluye también la codicia,
este magnetismo de tesoros escondidos. Ahora bien, mientras que, para
Schelling, en el espíritu humano la naturaleza entra en la conciencia
clara de sí misma, a Tieck le fascina lo oscuro, lo espantoso de «esta
noche de bodas en el seno de la tierra».
Wackenroder ya había muerto cuando empezó la amistad entre
Tieck y Novalis. «La suerte de haberte conocido», escribe Novalis a Tieck
después del primer encuentro, «inicia un nuevo libro en mi vida [...].
Has producido en mí una impresión profunda, encantadora. Nadie
hasta ahora me había conmovido como tú de una forma tan suave y
a la vez tan amplia.»
En aquel momento, Tieck había terminado las dos primeras partes
de Las peregrinaciones de Franz Stembald, un texto que originariamen­
te había querido escribir junto con Wackenroder y que pertenece al
género de la novela de artista.
La novela, aparecida en 1798, llamó poderosamente la atención de
la generación romántica y provocó una adhesión entusiasta. Friedrich
Schlegel alaba la «plenitud fantástica y la agilidad», y continúa: «Aquí
todo está claro y transparente, y el espíritu romántico parece fantasear
alegremente acerca de sí mismo». Y todavía para E.T.A. Hoffmann era
«un verdadero libro de artistas».
Tiempo atrás, el Wilhelm Meister de Goethe había proporcionado
un gran prestigio al género novelístico. Esta obra incitó en la segunda
generación de poetas la ambición de escribir también una obra narra­
tiva que uniera la exposición de la evolución de un individuo inte­
resante, el estudio de problemas del mundo artístico y una imagen
conjunta de la sociedad. Después del Wilhelm Meister la novela era con­
siderada como un género universal de creación poética en el que todo
podía tener lugar; descripción de la naturaleza, diversos escenarios y
conflictos, teoría del arte, ofrecido todo eso en diálogos y reflexiones.
Con la novela querían abordarlo todo.
Tieck escribió su Franz Stembald emulando el Wilhelm Meister. Pero,
a diferencia de lo que sucede en la obra de Goethe, Tieck no hace que
al final triunfe el mundo burgués y noble, sino el de los artistas. Así
lo quería el espíritu romántico, por lo cual esta novela gozó de una
feliz acogida, mientras que Goethe se mostraba indignado. Envió a
Schiller el ejemplar que le había sido dedicado con una observación
sobre la increíble «vaciedad del Hndo recipiente».
La novela, subtitulada Una historia de la antigua Alemania^ se desarro­
lla en la época de Alberto Durero, ya evocada también en los Efluvios
cordiales, de Wackenroder. En la imagen de Sebastián, el colega pintor,
que Franz Sternbald deja en Nuremberg, se retrata al amigo difunto.
El nombre alude además al santo mártir. ¿No sufrió también Wacken­
roder por el arte y en el arte?
Al principio de la novela leemos: «Franz ha dejado Nuremberg, ha
salido hoy de este amistoso lugar de residencia, para ampliar su cono­
cimiento en la lejanía y luego, después de un fatigoso peregrinaje, vol­
ver como un maestro en el arte de la pintura». Toda la historia aparece
narrada en estas páginas. Las estaciones de esta peregrinación son: Ho­
landa, donde Sternbald visita al pintor Lucas von Leyden; Estrasbur­
go, cuya catedral es alabada una vez más, tal como lo habían hecho
antes el joven Goethe y Herder; e Italia, donde el piadoso joven llega
a conocer y estimar el erotismo y el placer de los sentidos junto con
el arte de Rafael.
Pero ni siquiera en esta novela sumamente exigente puede negar
Tieck los ecos de su trabajo en la fábrica de literatura, pues, lo mismo
que en una novela trivial (aunque también en Wilhelm Meister), una
mano invisible dirige los destinos del héroe. Según un plan que al fi­
nal no se llevó a cabo, Sternbald tenía que encontrar en Italia a su ver­
dadero padre, que era quien lo había engarzado todo, y reconocía a su
hermano real en su amigo y acompañante Ludovico. Una bella desco­
nocida, con la que se encuentra en el camino, le recuerda una escena
de la niñez. En adelante, esta mujer se convertirá en el norte de su
amor, que también halla su cumplimiento en Italia.
El hilo tenuemente anudado de la narración recorre escenarios re­
pletos de castillos, conventos, fortalezas, praderas atravesadas por ríos
y bosques, donde comparecen carboneros, caballeros, condesas, ermi­
taños y monjes, y donde suena incesantemente la corneta de posta, la
trompa de caza, o la flauta pastoril. Más adelante, las novelas román­
ticas incluirán variaciones sobre estos pasajes. Entre esos escenarios se
intercalan las instrucciones que proporciona el maestro de arte y las
conversaciones sobre arte, en las que aparecen una y otra vez las pre­
guntas: ¿para qué el arte?, ¿qué utilidad tiene en el mundo burgués?
Al principio de sus caminatas, Franz Sternbald todavía se descon­
cierta fácilmente debido a consideraciones utilitaristas. En primer lu­
gar, un artesano se manifiesta en tono negativo sobre la escasa utilidad
práctica del arte; luego, el ama le recomienda una profesión sólida, y
por último un hombre de negocios se burla de los artistas como si fue­
ran unos pobres diablos. Pero Sternbald supera estos instantes de ten­
tación y en un gran discurso, que luego los románticos citarán com­
placidos, defiende la sublime inutilidad del arte:
¿Y qué entiendes tú con la palabra utilidad? ¿Ha de orientarse todo a la
comida, la bebida y el vestido? O el hecho de que yo conduzca mejor
una nave, invente máquinas más cómodas, ¿ayuda a comer mejor? Lo
digo una vez más: lo verdaderamente elevado no puede ser útil; esta uti­
lidad es totalmente extraña a la naturaleza divina de lo excelso, y exigirla
significa envilecer lo sublime y rebajarlo al nivel de las necesidades ordi­
narias de la humanidad. Es verdad que el hombre tiene necesidad de mu­
chas cosas, pero no ha de rebajar su espíritu a la condición de siervo del
siervo, del cuerpo. Debe tomar precauciones como un buen señor de casa,
pero el curso de su vida no ha de cifrarse en este cuidado por la mera su­
pervivencia. Y así considero el arte como una garantía de nuestra inmor­
talidad...
Por una parte, Franz Sternbald es un artista verdadero y, por otra,
también tiene validez para él lo que Wackenroder escribió en sus Eflu­
vios cordiales sobre el músico Joseph Berglinger: «¿Debo decir que qui­
zás él estaba más hecho para gozar del arte que para ejercerlo?». El
Sternbald de Tieck no sólo es un artista, sino que además, y en mayor
medida, se encarna en él la aspiración al arte. Al principio lo encon­
tramos en los talleres artísticos, lo vemos trabajar en obras nítidamen­
te delimitadas. Pero siente el impulso hacia lo indeterminado y lo
monstruoso; desea «producir por encanto una obra que sea en cierto
modo una imagen de la infinitud». De ahí que le atraiga la lejanía, pues
también su voluntad de arte amenaza con perderse en lo lejano e in­
comprensible. Sternbald es plenamente consciente del peligro que sub-
yace en ello, y así escribe en una carta al amigo: «Me gustaba realizar­
lo todo, y a la postre nada podré hacer contra esto».
En la exuberante sensualidad de una Italia que recuerda el Ardin-
ghello de Heinse, Sternbald, junto con la embriaguez artística, experi­
menta también otra dimensión erótica. Está a punto de desertar del ho­
nesto ideal del arte de Durero, cuando ante el Juicio final de Miguel
Ángel experimenta de nuevo una conversión al rigor artístico.
El plan no ejecutado de Tieck preveía un regreso de Sternbald a
Alemania y una purificación en el sepulcro de Durero. Por tanto,
Sternbald había de ser conducido desde la añoranza disolvente de la
obra a la añoranza configuradora de la obra. Pero como la novela no
se terminó, ésta se quedó en la añoranza indeterminada, que no ha
encontrado todavía el lugar adecuado, ni la obra que trae la consu­
mación.
Esta imposibilidad de realización desde el presentimiento y la año­
ranza hizo escuela. Algunos pasajes de Sternbald ejercieron un efecto
seductor en jóvenes pintores como Runge, en poetas como Novalis y
Hoffmann; por ejemplo, aquel donde el amigo de Sternbald exclama
a la vista de un arrebol:
Si vosotros los pintores fuerais capaces de pintarme una cosa semejante
[...], con gusto renunciaría allí a la acción, la pasión, la composición y
todo, si vosotros, de acuerdo con lo que hace hoy la naturaleza bonda­
dosa, me pudierais abrir con rosada llave la patria donde habitan las pe­
nas de la niñez, el país radiante [...]. ¡Oh, amigos míos, si vosotros pu­
dierais atraer a vuestra pintura esta música admirable que hoy el cielo
compone!
Después de Sternbald, la producción de Tieck comenzó a paralizar­
se, para reanudarse de nuevo en los años tardíos, pero ahora de forma
realista. Como si quisiera concluir una fase, desde 1810 reunió en la
colección Phantasus sus relatos, cuentos y obras teatrales de tipo ro­
mántico. El prólogo, dirigido a A.W. Schlegel, tiene un tono elegiaco;
«Fue una bella época de mi vida aquella en que te conocí a ti y a tu
hermano Friedrich; y fiie más bello todavía el tiempo en que nosotros
y Novalis vivíamos juntos para el arte y la ciencia, y compartíamos
múltiples aspiraciones. Ahora el destino nos ha separado desde hace
muchos años...».
La añoranza romántica se había trocado en la congoja de la retros­
pección. El Romanticismo siguió con vida, pero Tieck estaba dispues­
to a despedirse de él.
Capítulo 6

Goethe considera que Novalis habría podido y debido ser el Impe-


rator de la vida espiritual en Alemania, en tan alta estima tenía su fuer­
za poética y filosófica. Lamentaba que el joven no hubiese tenido
tiempo suficiente para desarrollarla plenamente. Cuando el 25 de mar­
zo de 1801 Novalis moría a la edad de 29 años, apenas era conocido
fiiera del círculo romántico de sus amigos. Sólo se habían editado unos
pocos aforismos y fragmentos de pensamientos, los aforismos políticos
publicados con el título Fey amor, y los Himnos a la noche. Eso era todo.
La auténtica repercusión de su obra no comenzó hasta después de su
muerte, cuando Ludwig Tieck y Friedrich Schlegel editaron en 1802 al­
gunas de las obras póstumas, la novela Enrique de Ofterdingen, termina­
da en su primera parte, el fragmento de novela Los discípulos de Sais y
los Cánticos espirituales. El editor no se atrevió a publicar sin recortes el
ensayo La cristiandad o Europa.
Muy pronto se convirtió Novalis en una figura mítica. En el primer
capítulo de su Ofterdingen había contado el sueño de la flor azul y pasó
a ser, con su persona y su obra, un símbolo de esta flor azul, una caja
de resonancia en el jardín mágico de la poesía romántica. Quienes lo
habían conocido de cerca y gozado de su amistad ya lo habían perci­
bido así en vida, como encantador y mago, es más, como una especie
de fiindador religioso. Friedrich Schlegel, que por entonces abrigaba
parecidas ilusiones, escribió a su amigo en diciembre de 1798: «Quizá
tú tienes más talento para ser un nuevo Cristo, que encuentra en mí a
su valiente Pablo». También el aspecto externo del joven daba pábulo
a la fantasía. «Ha cambiado notablemente», escribía Schlegel en el vera­
no de 1798, «su cara es más alargada y, en cierto modo, se eleva sobre
el ámbito de lo terrenal, como la novia de Corinto, tiene por comple­
to los ojos de un vidente, y éstos miran al frente, descoloridos.»
Novalis cautivaba por el hechizo de su apariencia personal, igual
que a través de sus escritos. Henrik Steffens, una figura destacada en el
terreno de la filosofía de la naturaleza, lo describía de este modo:
Pocos seres humanos me han producido una impresión tan importan­
te para toda mi vida. Su exterior, a primera vista recordaba el de aque­
llos piadosos cristianos que están representados con franca sencillez. Su
mismo atuendo parecía confirmar esta primera impresión, pues era su­
mamente sencillo y no sugería la más mínima sospecha de su origen no­
ble. Era alto, delgado y con demasiada claridad daba muestras de una
constitución agitada. Guardo de su rostro la imagen de una cara de color
negro y castaño. Sus finos labios, que a veces sonreían irónicamente, pero
normalmente eran serios, mostraban la mayor finura y amabilidad. Pero
había sobre todo en sus proftindos ojos un ardor etéreo. Especialmente
cuando se hallaba entre grandes grupos o en presencia de extraños podía
quedarse sentado durante largo tiempo, entregado al silencio y hundido
en la reflexión. Sólo cuando se encontraba con espíritus afines se entre­
gaba por completo. Entonces hablaba a gusto y prolijamente, y se mos­
traba instructivo en sumo grado.
Cuando en enero de 1792 Schlegel coincidió por primera vez con
Novalis, se produjo un encuentro entre «espíritus similares»: «Habla»,
le escribe Friedrich Schlegel a su hermano, «tres veces más y tres veces
más deprisa que los demás; tiene la más rápida receptividad y capaci­
dad de comprensión [...]. Nunca he visto la alegría de la juventud de
este modo». Y esto lo escribe alguien que también hablaba mucho y
muy deprisa. Al principio Schlegel pensaba que podría dirigir a Nova-
lis, que era un año más joven; pero pronto se invirtió el orden de ran­
go. Sobre todo en los dos últimos años el amigo se le convirtió en un
modelo admirado.
En esta época, entre 1799 y 1801, Novalis vivía en una verdadera
embriaguez creadora. Enrique de OJierdingen debía ser la primera de una
serie de por lo menos seis novelas. Su plan era escribir un ciclo entero.
«Me gustaría», escribe el 27 de febrero de 1799 a Caroline Schlegel, «de­
dicar toda mi vida a una novela, que llenaría por sí sola una biblioteca
entera, y que quizás habría de contener los años de aprendizaje de una
nación.» Se proponía nada menos que componer para los alemanes su
mito romántico, en el que todo tenía que encontrar su lugar: el naci­
miento del Occidente cristiano, los influjos de la antigüedad griega, la
sabiduría oriental, la sabiduría del dominio romano, el tiempo egregio
de los emperadores Staufer, los destinos políticos y espirituales de Ale­
mania desde los comienzos hasta la actualidad. Y ese material había de
desarrollarse de forma fantástica y rica en pensamientos, en forma
narrativa y reflexiva. Al final, Heinrich, en la historia de cuya forma­
ción individual se refleja la gran historia, tenía que recoger la flor azul
y convertirse en el «árbol sonoro». Era una búsqueda del tiempo per­
dido, que termina también con un tiempo reencontrado, con un tiem­
po lleno. «Estoy tan cerca del mediodía», escribe eufóricamente Nova-
lis a Caroline mientras trabaja en la novela, «que las sombras tienen la
magnitud de los objetos y, por tanto, las imágenes de mi fantasía
corresponden con bastante exactitud al mundo real.» La realidad, bien
entendida, es tan fantástica que sólo una alta medida de espíritu poé­
tico es capaz de captarla. Novalis se sentía capacitado para ello. Esta­
ba muy cerca de su muerte.
Friedrich von Hardenberg había nacido el 2 de mayo de 1772 en
Oberwiederstedt (Turingia); hasta 1798 no tomó el nombre artístico de
Novalis, que significa: el que construye el nuevo país. Los Hardenberg
eran una antigua estirpe nobiliaria, originarios de la Baja Sajonia. El
padre era terrateniente y director de las minas de sal del electorado de
Sajonia, piadoso como un hermano moravo, patriarca de una familia
numerosa en hijos. Pero la figura determinante fiie en primer lugar el
tío, Gottlob Friedrich von Hardenberg, residente en las cercanías de
Helmstedt, como comendador de la orden de los caballeros teutones.
A su lado creció Friedrich. El tío, a diferencia del padre, se sentía or­
gulloso del origen nobiliario y quería dar al sobrino ocasión de «satis­
facer su vanidad». Quería hacer de él «un hombre de mundo» y, según
relata Novalis, en tono admonitorio había puesto ante sus ojos «la ri­
diculez de un hombre de letras». Pero fiie en vano. Novalis se convir­
tió exactamente en eso, en un amante de las letras. No obstante, siguió
los deseos del padre y se formó como administrador y fimcionario
de las minas de sal. Si su tío era frívolo y mundano, el padre era un de­
voto, y al final Novalis se entregó a una devoción que tenía algo de
frívola, ya que estaba radicada en lo artístico y poético.
Novalis permaneció ligado a su familia, siguió vinculado afectiva­
mente a su madre, a la que más tarde glorificará en la imagen de la
«madre de Dios». Estimaba también al padre, porque le había enseña­
do el «desprecio del mundo exterior» y le había ayudado a seguir la
inspiración del «corazón» y a no «prestar gran consideración a la opi­
nión del mundo». El joven estudiante, que en 1791 asistió en Jena a
las lecciones de Schiller, adoptaba un porte despreocupado, altivo,
afectuoso y entusiasta. A diferencia de Hólderlin, casi de su misma
edad, que también es un adicto apasionado de Schiller, Novalis nun­
ca corre el peligro de apocarse. Procede de la nobleza, donde la con­
ciencia tranquila de sí mismo es una dote heredada, y por eso se
ahorra los tormentos de una vacilante autoestima que torturaban a Hól­
derlin, quien se juzgaba exclusivamente por el rendimiento intelectual.
Con apertura infantil solicita Novalis el afecto de Schiller, a quien es­
cribe expresando su deseo «de que le guarde un poco de cariño y,
cuando lo vuelva a ver, encuentre abierto todavía el antiguo puesto en
su corazón». Cuando Schiller yace gravemente enfermo a principios de
1791, Novalis le acompaña junto al lecho y le seca la frente sudorosa.
El padre había rogado a Schiller que influyera en el hijo para recon-
ducirlo desde las bellas artes al Derecho, más rentable. Y Schiller actúa
en consecuencia, consciente de que la inclinación poética, si es sufi­
cientemente fuerte, siempre se traza su camino. NovaHs se deja acon­
sejar por Schiller y se traslada de Jena a Leipzig con el propósito de
acabar allí los estudios de Derecho. Se prescribe «un ayuno anímico
por mor de las bellas ciencias», que por un tiempo quedan rebajadas a
la condición de «compañeras de juego» en horas secundarias. Sin em­
bargo, han de seguir siendo su verdadero «sello del entusiasmo y de la
grandeza».
En Leipzig se apodera de él durante cierto tiempo la «avidez de
mundo», aprendida de su tío. Lleva un gran tren de vida, contrae deu­
das. Se entrega a lances de honor y amoríos. Las cartas de esta época
indican que se encuentra en graves apuros y que no adelanta en sus es­
tudios.
Para disciplinarse quiere vestir el uniforme militar. «El exuberante
torrente de pensamientos se perderá. Pero se hará tanto más rico», por
lo menos así lo espera. No teme a la muerte. «Estoy persuadido de que
la vida no es lo máximo que se puede perder en el mundo.» ¿El de­
sierto del servicio? Precisamente los «deberes mecánicos» dejan «toda
la libertad posible» a la cabeza y al corazón. En la extensa carta por la
que solicita a su padre la aprobación del plan en ciernes, esboza todo
un programa para mejorar su carácter. Piensa trocar las fantasías en sen­
saciones, los conocimientos en principios y la ingenuidad en sencillez.
El padre se congratula con los buenos propósitos del hijo, pero no se
muestra entusiasmado de que quiera realizarlos precisamente en la vida
militar. Al final, Novalis se da cuenta de que no tiene necesidad del
Ejército para disciplinarse y mejorar su carácter. En el verano de 1794
supera en Wittenberg los exámenes de Derecho e inicia sus servicios
como pasante en el distrito de Tennstedt. A finales de este año se en­
cuentra con Sophie von Kühn. Queda subyugado. Será el gran amor
de su vida. Lo que ahora sucede es un Romanticismo como forma de
vida, algo que en el fondo sólo está en los libros.
La muchacha sólo tiene trece años; procede de buena familia. Por
tanto, no hay impedimentos para el matrimonio, al que Novalis está
decidido de inmediato; el inconveniente es quizá la tierna edad de la
novia. Pero el padre se inclina por hacer la vista gorda, pues también
él ha cogido cariño a la muchacha. En cambio, los amigos no podían
comprender lo que fascinaba a Novalis, ya que no encontraban a So­
phie especialmente atractiva. Sólo Tieck reacciona con arrebato. Nin­
guna descripción podría expresar, escribe, «con qué gracia y celeste en­
canto se mueve este ser supraterrestre, y qué belleza la rodea de
resplandor y la ha revestido de emoción y majestad».
A pesar de su encantamiento, Novalis era capaz de emitir un jui­
cio distanciado sobre la amada. Así, confía a su diario, en el verano
de 1796, la siguiente característica:
Su temprana madurez. Desea agradar a todos. Su firmeza y su flexibilidad
frente a las personas que estima o que teme [...]. No le importa en exce­
so la poesía [...]. No parece que haya llegado a un estadio de auténtica
reflexión [...]. Su filmar tabaco [...]. Su atrevimiento frente al padre [...].
Su anhelo de educarse [...]. Su amor a los niños. Espíritu de orden. Es­
píritu dominador. Su preocupación y pasión por el decoro. Procura con­
seguir que yo agrade en todas partes [...]. No quiere avergonzarse por mi
amor. Con frecuencia mi amor la agobia. Tremendo don de simulación,
don de ocultamiento de las mujeres en general.
En el verano de 1795, después de prometerse en secreto, Novalis
comienza a estudiar la filosofía de Fichte, al que había conocido per­
sonalmente en Jena. Hemos expuesto ya qué impacto tuvo en él la
Doctrina de la ciencia. Pero en lo tocante a la conexión de estas lecturas
con la historia de amor, hemos de añadir que Novalis a veces ignora­
ba la distinción de Fichte entre el yo empírico y el trascendental. En
su euforia de enamorado se siente como si no sólo pudiera pensar el
punto de vista trascendental, sino también experimentarlo inmediata­
mente. Experimentar el yo en su propia vivencia significa para él: «Un
apoyo firme en lo imperecedero, en lo divino que hay en nosotros»
(a Caroline Just el 10 de abril de 1796). Y es esto exactamente lo que
le sucede en el caso de Sophie. Con la terminología de Fichte formula
así esta experiencia; «La tarea suprema de la formación es apoderarse
de su mismidad trascendental, ser a la vez el yo de su yo».
Pero Sophie le permite entre otras cosas el vuelo trascendental del
sentimiento por las alturas, pues quien es «el yo de su yo» puede ha­
cer ambas cosas: entregarse a los sentimientos y observarlos a la vez,
echando así una mirada distanciada a la amada, lo que produce análi­
sis exactos del estado psíquico:
De tal manera he amalgamado mi yo con su imagen, que en ningún ins­
tante respiro sin ella. Esto crece cada día, y nunca habría creído que una
sensación puede crecer tan incesantemente y, sin embargo, tener espacio
todavía. Bajo este aspecto, lejos de ser un iluso, podría arrojar un guante
a un experto marido (a Caroline Just el 10 de abril de 1796).
El «yo de su yo» permanece libre frente al yo «amalgamado» con
su imagen; «no hay ni rastro de pasión salvaje y desgarradora».
El enamoramiento no le impide observar las ficciones en las que
incurre. Eso es lo que en la misma carta describe de este modo: «Ha­
cerse una determinación artificial» y «es siempre un poema, pues en el
lenguaje originario esto no significa otra cosa que ficción».
Cuando Novalis usa los términos «ficción» y «poema» no habla en
un tono peyorativo, en el sentido de ilusión y autoengaño, sino que
se refiere a la manifestación de una ftierza viva que se llama «imagina­
ción» (Einbildungs-Kraji) en el discurso filosófico de su época, sobre
todo en Kant y Fichte.
Deja que esta fuerza, denominada «imaginación productiva» en sus
estudios de Fichte, actúe también en relación con Sophie. Así surge
una nueva realidad en un doble sentido. En primer lugar la imagina­
ción da alas a su sentimiento vital y lo incrementa. Por tanto, se pro­
duce una nueva realidad, aunque sólo sea subjetiva. Y en segundo lu­
gar, la imaginación actúa hacia fuera como un objeto magnético. Saca
de la otra persona algo que se esconde realmente en ella. A través de
la imaginación nos transformamos e incrementamos a nosotros mis­
mos y a los demás. En otro contexto designa este doble incremento,
tanto subjetivo como objetivo, con la palabra «romantizar» (Romanti-
sieren) y da la siguiente definición del término: «Romantizar no es otra
cosa que una potenciación cualitativa». En el amor romántico por So-
phie, Novalis logra esta doble «potenciación cualitativa», se potencia a
sí mismo y potencia a la amada.
Pero la amada enferma en el verano de 1796 y muere el 19 de mar­
zo de 1797. Novalis anota en el diario que su consuelo radica en la
«prodigiosa fuerza terapéutica de la ciencia». ¿Qué ciencia?
Novalis, flincionario de las minas de sal en Weissenfels (electorado
de Sajonia), sigue formándose para su trabajo, pues estudia ciencias na­
turales y apoya en ellas sus especulaciones sobre filosofía de la natu­
raleza. Y el consuelo que extrae de ésta sin duda se relaciona con el
sentimiento de encontrarse dentro de la vitalidad grandiosa de la na­
turaleza entera, en su monstruosa historia, que ha producido también
al hombre y gracias al espíritu humano penetra en la conciencia de sí
misma y de sus fuerzas operativas.
Por tanto, para superar «todo el infortunio de la vida», se sumerge
en las fuerzas creadoras de la naturaleza, que advierte también en sí
mismo. «El camiho misterioso va hacia dentro.» Pero lo que Novalis
encuentra allí tiene mayor contenido para él que el yo de Fichte. «¿No
está en nosotros el universo? No conocemos las profundidades de nues­
tro espíritu [...]. En nosotros o en ninguna parte está la eternidad con
sus mundos.»
La «mirada interna» a la naturaleza busca la alianza con ella. No­
valis quiere comprenderla «tal como nosotros nos entendemos a no­
sotros mismos y entendemos a nuestros seres amados...». En lugar de
una analítica sin corazón desarrolla una erótica del contacto con la na­
turaleza. Poco a poco el yo absoluto de Fichte, que subyace también
en el fondo de la naturaleza, pasa a ser, en el caso de Novalis, un tú.
Y puesto que entre amantes todo es posible, cabe afirmar: «Lo que
quiero, lo puedo; en el hombre nada es imposible».
Novalis realiza ya aquí un giro que Schopenhauer, todavía por es­
píritu romántico, repetirá una generación más tarde de forma genial y
configurará en un sistema cerrado. Schopenhauer, lo mismo que No­
valis, distingue entre el conocimiento según el principio de causalidad,
lo que él llama «representación», y la forma íntima, ligada al cuerpo,
de entender la naturaleza desde dentro. Sólo en mí mismo, dice Scho-
penhauer, experimento lo que es el mundo más allá de lo que a mí se
me da en la representación. El hombre que se experimenta a sí mismo
tiene una vivencia de la dimensión interior del mundo. Schopenhauer
escribe en sus apuntes: «Hemos ido hacia fuera en todas las direccio­
nes, en lugar de entrar en uno mismo, donde ha de resolverse todo
enigma». Lo que es el mundo, además de ser mi representación, es para
Schopenhauer la voluntad experimentada en el propio cuerpo, la vo­
luntad como aquel poder oscuro de la vida que actúa en el hombre
igual que en la naturaleza entera.
Novalis, como Schopenhauer más adelante, quería entender la na­
turaleza desde la propia mismidad, primero bajo el influjo de Fichte,
desde la estructura de la conciencia de sí, y luego desde las fuerzas
oscuras, instintivas y a la vez creadoras. «Es sorprendente que el inte­
rior del hombre sólo haya sido tratado en forma tan escasa y carente
de espíritu [...]. A nadie se le ocurrió buscar nuevas fuerzas, todavía
sin denominar.»
Novalis, como Schopenhauer más tarde, dio el nombre de volun­
tad a estas «fuerzas no denominadas todavía». «En el fondo cada hom­
bre vive en su voluntad», debiendo advertirse que «yo también tengo
voluntad [...] aunque lo ignore». Según Novalis, esta voluntad es algo
mágico, fuerte. Nada hay de misterioso en ello, pues en el uso activo
de los órganos, cuando un impulso espiritual incita y dirige los movi­
mientos corporales, se muestra la fuerza «mágica» de la voluntad. ¿Por
qué no habría de ser posible demostrar con esta magia de la volun­
tad que en un sentido todavía más profundo y radical tiene validez la
frase de Schiller: «Es el espíritu el que construye el cuerpo»? Quizá sea
sólo asunto de ejercitación la cuestión de si podemos hacer que la ma­
gia de la voluntad actúe más allá de los límites que ahora conocemos.
Novalis llama «idealismo mágico» a lo que se agita en su cabeza, y
de él se promete grandes cosas. Cuando hayamos aprendido este idea­
lismo mágico
cada uno será su propio médico, y podrá granjearse un sentimiento com­
pleto, seguro y exacto de su cuerpo; quizás entonces el hombre [...] in­
cluso estará en condiciones de restaurar miembros perdidos, de matarse a
sí mismo por su mera voluntad, y por primera vez así conseguir verdade­
ras explicaciones sobre el cuerpo, el alma, el mundo, la vida, la muerte y
el reino de los espíritus.
Tras la muerte de Sophie, Novalis practica por primera vez su «idea­
lismo mágico»; se apoya en la fuerza y magia de su voluntad. No la
emplea para «restaurar miembros perdidos»; más bien, quiere seguir los
pasos de la amada, y la transición de una vida a la otra se realizará no
porque quiera emprender algo contra sí mismo, sino solamente por la
voluntad. Se señala el plazo de un año y pone al corriente a sus ami­
gos. Los hace testigos de este proyecto de terminar desde el espíritu de
su idealismo mágico. Poco antes de la muerte de Sophie, Novalis se
había dado a sí mismo el calificativo de «jugador desesperado», cuyo
destino ulterior depende «de si un pétalo cae en este o en aquel mun­
do» (a Wilhelmine von Thümmel el 8 de febrero de 1797). Y el 13 de
abril de 1797, cuando Sophie ya ha muerto, escribe: «El soplo del vien­
to se ha llevado el pétalo al otro lado. El jugador desesperado arroja
las cartas y sonríe, como despertado de un sueño, ante la última lla­
mada del vigilante y espera la aurora, que lo despierta a una vida fi'es-
ca en el mundo real».
Novalis está henchido de la fe en que la muerte que él mismo se
inflige es una transformación y no un final. Orfeo sigue a Eurídice,
pero no al reino de los muertos, sino a una vida superior. La añoran­
za de la muerte es en realidad la aspiración a una vida incrementada,
y él quiere alcanzarla por la fiierza de su voluntad y atraído mágica­
mente por la imagen transfigurada de su amada. En el dolor de la se­
paración nota su «llamada al mundo invisible».
En el sepulcro de Sophie, que visita a diario, hay «instantes de ar­
diente alegría», como si estuviera ya unido con la amada, y se pre­
gunta desconcertado: ¿estás loco? Pero no está loco, es la imaginación
productiva, acerca de la cual ya había construido sus teorías cuando es­
tudiaba a Fichte, la que lo arrastra ahora a un imaginario más allá, que
para él es real. Pero todavía no está allí, está aún aquí, ha de realizar­
se todavía la transición. Inicia un diario con la intención explícita de
afianzarse en su decisión, de registrar exactamente las tribulaciones y
de vencerlas. En una ocasión anota acerca de esta decisión: «Por firme
que ella parezca ser, me pone a veces receloso el hecho de que se me
presente tan extraña». Y otra vez escribe, después de visitar la tumba:
«Me encontraba muy bien, por más que tuviera frío, y, sin embargo,
lloré». Y luego siguen otra vez «algunos momentos de alegría salvaje»
en el sepulcro. Evita el «temple de ánimo de la vida cotidiana», y lo
anota críticamente cuando se encuentra bien en sociedad, cuando ha­
bla hasta que le duele el cuello, cuando come demasiado. «He de pro­
curar decididamente afirmar mi mejor yo en el cambio de las escenas
de la vida, en los cambios de ánimo. Tengo que pensar incesantemen­
te en mí mismo y en lo que experimento y hago.»
Fichte todavía agita los pensamientos de Novalis, y por eso a veces
éste equipara esta «mismidad mejor» con el «auténtico concepto del yo
fichteano». La tensa observación de sí mismo se convierte en un ace­
cho. Novalis no sabe cómo valorar algunas emociones: «Pronto extra­
je algo de Fichte; llevé un poco lejos mis ansias». ¿Está aquí todavía
presente el recuerdo del ansia, o es ya la avidez de la unión en el más
allá? Él mismo no sabe exactamente qué debe pensar al respecto; y los
que observan sus extraños rituales acaban irritándose. Una amiga de la
hermana de Sophie, Caroline von Kühn, cuenta:
Después de la muerte de Sophie, con frecuencia permanecía durante días
encerrado en la habitación de ella. Y vivía solamente para su dolor. A los
suyos les preocupaba cómo soportaba esta larga soledad; eso hizo que un
día su hermana entrara a verlo y, al entrar por la puerta, se quedó rígida
de pavor, pues vio a la difunta tal como el día de su muerte yacía en su
cama. La explicación era que Novalis había extendido en la cama el lar­
go vestido azul que llevaba cuando murió. Puso encima su toca y dejó
allí abierto un libro de bolsillo que había leído últimamente, a fin de evo­
car y retener el aspecto de su figura en el acto de leer.
A pesar de todo, su intención de morir comienza a palidecer poco
a poco y vuelve a cautivarlo la vida cotidiana; el yo empírico afirma
sus derechos fi-ente al trascendental, que quería elevarse a su condición
de trascendente. No obstante, esa tendencia no desaparece por com­
pleto. Sigue presente por lo menos en el sentido de que la vida ordi­
naria le parece provisoria, y una y otra vez se abre paso la añoranza de
la muerte, «este tomar suelo firme en lo imperecedero». Novalis acaba
de prometerse a Julie von Charpentier, la hija de su mentor en Frei-
berg, Bergrat Charpentier, y escribe a Friedrich Schlegel: «Parece que
me espera una vida interesante; sin embargo, sinceramente, preferiría
estar muerto» (20 de enero de 1799). Relata también con qué esfuerzos
hubo de restablecer Jos vínculos interiormente rotos con sus asuntos
cotidianos. Y lo cierto es que lo logra: «Comienzo a amar lo que es
sobrio, lo que despeja realmente el camino y hace progresar; sin em­
bargo, las fantasías son siempre suficientemente fantásticas» (a Caroli­
ne Schlegel el 20 de enero de 1799).
A principios de 1798 comienza Novalis sus estudios en la Acade­
mia de Minas de Freiberg. La antigua dedicación a la mineralogía y las
ciencias naturales son para él un mero preludio. Ahora se entrega a este
campo con toda energía. Llega a conocer también en el terreno prác­
tico las construcciones subterráneas. La «llamada al mundo invisible»
se convierte en una llamada al mundo subterráneo, nocturno, en una
profesión. Esta renacida complacencia subterránea dejará huellas claras
en Enrique de Ofterdingen, cuando habla de la «envidiable dicha» que
concede «el contacto con las primigenias rocas, hijas de la naturale­
za, con sus oscuras y admirables cámaras». En el mundo subterráneo,
en la noche de la montaña, experimenta una «alegre elevación sobre el
mundo». Un misterioso minero canta:
Es señor de la tierra
quien su profundidad explora
y en su seno arroja
cuantas quejas le acechan.
Con ella está unido
en intimidad familiar
y enciende allí su hogar
con ardor de prometido.
El nuevo conocimiento del mundo subterráneo impregnará tam­
bién los Himnos a la noche. Esta obra poética de NovaUs, la primera im­
portante y la única acabada, surge entre 1798 y 1799, en una época en
la que los éxtasis de lo que está al descubierto, la vivencia de Sophie,
se unen con la nueva complacencia en lo subterráneo, con la fascina­
ción de las minas. En el cuarto himno leemos:
La onda de cristal, para los sentidos ordinarios escondida, en el pecho
oculto de la colina mana; en su pie la terrestre marea se rompe; quien
realmente la ha gustado, al ajetreo del mundo ya no vuelve. En lo alto
nada todo lo terrestre, mas lo que por el contacto amoroso se hizo sa­
grado, en galerías escondidas disuelto, gotea de la región del más allá, y
allí se mezcla con amores escondidos.
El 31 de enero de 1800, en una carta a Friedrich Schlegel, Novalis
menciona por primera vez, casi incidentalmente, los Himnos, que pron­
to pasarán a ser el prototipo del enamorado de la muerte y del Ro­
manticismo místico: «Además os envío un largo poema».
De los seis himnos es el tercero el que hace la referencia más cla­
ra a la vivencia en el sepulcro de la amada. Posiblemente surgió ya en
aquel momento; en todo caso alude a la escena originaria e indica el
germen de los demás himnos. Comienza así: «En tiempos, cuando lá­
grimas amargas derramé, cuando en dolor mi esperanza se deshizo...»,
y termina: «desde entonces siento eterna e inmutable fe en el cielo de
la noche y su luz, la amada». Acontece la epifanía de una noche que
no apunta precisamente a la nada, sino a una plenitud sobrecogedora.
Pero antes ha de romperse «el vínculo del nacimiento», tiene que di­
solverse lo que ata a la vida terrestre; debe producirse un renacimien­
to, capaz de liberar «de las ataduras de la luz», y puede producirse por
el amor. En su diario, Novalis había descrito en pocas palabras este ins­
tante extático que los himnos desarrollan: «Era yo allí inefable alegría,
momentos con centellas de entusiasmo, yo soplaba en el sepulcro
como quien sopla al polvo, eran ante mí los siglos como relámpagos».
En los Himnos Novalis recuerda esta escena porque jfue la que lo
liberó del miedo a la noche y a lo que ésta normalmente simboliza:
muerte, absurdo, ausencia, vacío, oscurecimiento. Ahora ha aprendido
que el amor triunfa sobre la angustia de la muerte y sobre todo tipo
de negación. Si nos dirigimos con mirada amante a la oscuridad, siem­
pre se descubre algo en ella. «Más celestes que astros centelleantes [...]
se me traslucen los infinitos ojos, que en nosotros la noche abre.»
Pero, naturalmente, persisten los espantos nocturnos del no ser, de
la ausencia, de la falta de sentido. Si no fuera así faltaría la resistencia
que hemos de vencer siempre una y otra vez. Lo destructivo y ame­
nazador ha de sonar desde lejos, para que la santificación de la noche
contenga todavía una huella de aquel «deleite cruel» que Novalis de­
signa en otros lugares como un elemento de la experiencia religiosa.
Más tarde, Leopardi y Baudelaire, por ejemplo, llevarán a cabo otros
ensayos poéticos sobre la noche, y expresarán el dejar de ser, la des­
aparición, la nada amenazante o atractiva, el gran cansancio, la com­
placencia en la aniquilación. Es cierto que también en Novalis se per­
cibe algo de todo ello, pero en él predomina la imagen de una noche
iluminada por el «entusiasmo nocturno, que regala un sueño sagrado»,
aunque éste no ha de equipararse al reposo último, a la desaparición ra­
dical, sino más bien a la embriaguez producida por una droga. Pode­
mos presentir este «sueño sagrado» en la «dorada marea de las uvas, en
el aceite prodigioso del almendro y en el bronceado jugo de la amapola».
La noche trae la gran transformación, pero es también una noche
del origen; de ella brota el ser. Es la oscuridad del reino de la tierra,
donde germina la semilla, protegida todavía del sol. El reino de las raí­
ces es oscuro como la noche.
Las imágenes de la noche y de las minas forman una unidad. La
noche aparece como lo centrípeto de la tierra, como principio mater­
no, como lo que alberga: «Te engulles en ti mismo, te derretirías en el
espacio sin fin, si ella no te sostuviera, no te ciñera, para que te ca­
lientes y flameando engendres el mundo». La noche es el interior ab­
soluto; fi'ente a ella es exterior lo que llega al día luminoso. La noche
es el tiempo, y la montaña es el lugar del origen. Lo procedente del
origen es lo que ha brotado, pero puede ser también lo que se ha
hecho extraño firente a él. La cantidad de origen que conserva en sí lo
que ha brotado decide sobre la medida de sus logros, sobre su verdad
y belleza. Así es como puede entenderse la enigmática fi-ase: «¿No lle­
va el color de la noche todo lo que nos entusiasma?». La noche sería
entonces aquello a lo que regresamos, un nuevo nacimiento y también
un regreso al nacimiento. Lo que ha brotado vuelve a su origen. De
ahí las voluptuosas imágenes de la entrada en la amada, que es a la vez
la madre. «Un poco más de tiempo / y estoy libre, yazco ebrio / ama­
do en el seno.»
Los primeros cuatro himnos a la noche describen el suceso de una
revelación personal. Aquí la mística de la noche todavía no va unida a
ninguna religión oficial. Esto cambia en el quinto himno, en el que
hace su irrupción la religión cristiana. La cesura está claramente mar­
cada. Después del mito privado viene la fe cristiana, si bien arreglada
caprichosamente. El quinto himno narra en forma original el ocaso de
los dioses griegos y el triunfo del cristianismo. Los antiguos dioses eran
divinidades del día y de la luz. El miedo a la noche y a la muerte no
estaba superado en realidad, sino que tan sólo había sido marginado,
tan sólo lo habían regateado. La antigua religión había capitulado ante
la muerte y se limitaba a celebrar la parte iluminada del mundo y
de la vida: «Fue la muerte la que interrumpió este banquete placentero
con miedo, dolor y lágrimas». Por primera vez el cristianismo con­
quistó también la otra mitad del mundo, la nocturna y mortal, despo­
jándola de su rostro espantoso. El cristianismo introdujo aquella revo­
lución del alma que le permite descubrir una promesa henchida en lo
amenazador. Cristo precedió al género humano, angustiado por su
condición mortal, en el camino a través de la muerte, la noche y la re­
surrección. Desde entonces la muerte ha perdido su aguijón, supo­
niendo que creamos en la magia de la cruz y la resurrección.
¿Cree Novalis realmente en esto?
«La noche fiie poderoso seno de la revelación.» Esta afirmación
puede referirse a las dos cosas: a la revelación individual en la mística
de la vivencia de Sophie, y a la revelación general, que se ha hecho
histórica, a través de Cristo.
Novalis ha experimentado realmente que Sophie le ha precedido
en la muerte como un Cristo y lo ha trasladado mágicamente a un más
allá donde ha podido percibir -sin necesidad de limitarse a creer- que
el amor puede superar el miedo a la muerte y producir un «entusias­
mo frente a la noche».
Pero se pregunta si también sucede esto sólo con la fe en Cristo. Es
cierto tan sólo que la revelación ligada a Sophie apoya la revelación ofi­
cial y le da credibilidad. Novalis experimentó la revelación personal, pero
sólo puede creer en la revelación oficial el que se siente capaz de ello. En
una carta a Just, fiincionario de distrito en Tennstedt y amigo patemal, le
confesó su revelación privada, en contraste con la religión oficial del
cristianismo, que se apoya en la Sagrada Escritura como «argumento de
prueba» y que para el amigo de mayor edad es vinculante. Que no se
escandalice éste, escribe Novalis, «si yo me apoyo menos en la certeza
documental, menos en las letras, menos en la verdad y los detalles de
la historia; si me siento inclinado a percibir influjos superiores en mí
mismo, y a trazarme un camino propio hacia el mundo originario».
Ahora bien, Novalis, al igual que la mayoría de sus compañeros de
la generación romántica, ha sido educado concienzudamente en la fe
cristiana. El padre impartía en casa lecciones de religión y velaba por
la devoción familiar. Tieck, después de una visita a su amigo en Weis-
senfels, lo describe de este modo: en la habitación contigua oía hablar
al padre en tono de reproche y enojo. «¿Qué ha sucedido?», preguntó
preocupado a un criado. «Nada», respondió éste con sequedad, «el pa­
dre da una clase de religión.»
Esta devoción robusta, que buscaba en la fe sobre todo una orien­
tación moral, tenía también algo del feliz sentimiento entre los her­
manos de Herrnhut. Era la felicidad de una vida interior bien ordena­
da. Este hogar piadoso es para Novalis un recuerdo de la juventud y a
la vez un presente, pues el padre mantiene todavía a la familia en la
antigua fe. Novalis lo respeta, ya que ama a su padre. Sin embargo, él
ha encontrado su «propio camino hacia el mundo originario». Es cier­
to que con ello no se puso en contra de la devoción doméstica, pero
constituye una transformación de la tradición hecha por él mismo, una
continuación de la devoción aprendida por sus propios medios.
Novalis recurre a la reflexión filosófica, apoyándose en Fichte,
cuando intenta ampliar lo trascendental hasta la trascendencia. Usa los
medios del idealismo mágico cuando, con la fuerza de su voluntad,
quiere morir después de su amada Sophie y con ello «hacer pie en
lo imperecedero». Y finalmente se sirve de los medios de la poesía:
«Ahondar es filosofar. Inventar es poetizar». En sus Himnos a la noche
había puesto a prueba esta extraordinaria elevación del rango de la poe­
sía. En ellos había logrado trasladarse a un estado íntimo e intenso, y
había tenido más éxito que en la filosofía y de forma más persistente
que en el sepulcro de Sophie. Esto se debe a que el lenguaje poético
da una forma tranquila a lo extático. En la poesía el pensamiento se
convierte en devoción.
Desde la perspectiva de una inspirada conciencia poética llega inclu­
so a dudar de la filosofía: «La fílosofía entera es solamente conciencia
de la razón [...] sin la más mínima realidad en el sentido auténtico.
[...] i Y dónde queda la utilidad, el sentido práctico de la filosofía?».
¿De qué utilidad se trata?
En su discurso La cristiandad o Europa (1799) ofi-ece una clara res­
puesta a esta propuesta. Lo importante, dice, es que conservemos en
nosotros mismos «el sentido sagrado», el «sentido inmortal», según se
expresa a veces, y nos cuidemos de que no se apague en el mundo ac­
tual. Desde este aspecto también el mundo del más allá está despierto
y vivo, y lo está no en un más allá del tiempo, sino en medio del tiem­
po y del presente. Pero actualmente las cosas no andan bien en lo que
se refiere a ese «sentido sagrado». Está «turbado, paralizado, desplaza­
do por otros sentidos».
Novalis redacta su discurso en el momento histórico en el que Na­
poleón se dispone a convertirse en soberano del continente europeo,
y de hecho parece como si la antigua Europa ftiera a desaparecer. En
febrero de 1798 las tropas francesas han saqueado Roma y se han lle­
vado al papa Pío VI cautivo a Valence, donde morirá en agosto de
1799. La Iglesia católica parece decapitada, y hay buenas razones para
dudar de si se recuperará de nuevo, pues Napoleón se propone dina-
mizar y expandir el espíritu secular.
El discurso de Novalis no es sino el intento de narrar la historia del
«agotamiento del sentido sagrado», de averiguar las razones de ese pro­
ceso y las posibilidades de su renovación. El texto es una filosofía de la
historia y de la religión formulada poéticamente, la cual desemboca en
la visión de una tercera época del mundo. Comienza de forma elegia­
ca y termina proféticamente, no aboga por el retomo a los buenos tiem­
pos antiguos, sino por la irrupción en nuevas orillas, por una nueva cris­
tiandad transformada, renacida en una Europa unida, no por las armas
de Napoleón o la hegemonía de un espíritu nacional, sino en la uni­
versal comunidad espiritual, «sin mirar a los límites de los países».
¿Se trata de una utopía reaccionaria? En Jena, los amigos ante los
que Novalis pronunció su discurso quedaron confundidos y se pro­
dujo una fuerte controversia. Dorothea Veit, compañera de Friedrich
Schlegel, impregnada todavía del espíritu sobrio de su padre, Moses
Mendelssohn, escribió a Schleiermacher, residente en Berlín: «El cris­
tianismo está aquí a la orden del día; los señores están un poco des­
bocados. [...] Pretendo adivinar lo que cada uno quiere; no se entien­
den a sí mismos y no se entienden entre sí».
Uno de los adversarios principales de Novalis era Schelling, que,
tal como Friedrich Schlegel le cuenta a Schleiermacher, «fue presa de
un nuevo ataque de su antiguo entusiasmo por la irreligión». Poco des­
pués de este encuentro en Jena, Schelling escribió los ramplones ver­
sos de «La confesión de fe epicúrea de Heinz Widerporstens» dirigida
contra aquel entusiasmo reblandecido:
Hablan de religión como de una mujer
que sólo a través de velos puedes ver;
para no percibir sensible ardor,
palabras exhalan en gran hervor...
Ludwig Tieck comentó decenios más tarde que el círculo de ami­
gos «rechazó concordemente» el texto y decidió que no «se diera a co­
nocer por escrito» (en el Athendum). Lo cierto es que eso no fue exac­
tamente así, pues Dorothea Veit expresó en una carta a Schleiermacher
que era sólo ella la que «aconsejaba no publicarlo». De hecho había in­
decisión. August Wilhelm Schlegel propuso recurrir a Goethe como
juez. Con cauta diplomacia, éste recomendó no imprimir el texto, pues
serviría de pretexto para las difamaciones del público.
Parece que nada de esto ofendió a Novalis. ¿Se había limitado a ex­
perimentar el autor de esas palabras? Sobre la esencia de la retórica No­
valis había redactado una vez la siguiente anotación: «En un verda­
dero discurso se echa mano de todos los resortes, se recurre a todos los
caracteres y todos los estados, simplemente para sorprender, para con­
siderar el objeto desde un nuevo punto de vista, para iludir de golpe a
los oyentes».
¿Se había limitado a «iludir» a los oyentes con su discurso? ¿Había
querido simplemente mostrarse a través de diversos «papeles»: el ele­
giaco, que llora por una época pasada, el revolucionario, que impulsa
a la renovación, y eí profeta, que vaticina lo que va a llegar?
De hecho no podemos imaginarnos a Novalis como alguien que
derrama entusiasmo. Novalis no es ingenuo, se toma las cosas en se­
rio, pero se mantiene como el director artístico de los efectos que quie­
re conseguir o intentar. En el juego de los papeles retóricos se mantie­
ne como el autor circunspecto, que está sobre su obra, como el «poeta
trascendental». Sólo así es explicable que Novalis pueda escribir sin
rencor a Friedrich Schlegel sobre la parquedad de su éxito: «Europa me
llama de nuevo; tengo otra idea al respecto; con ciertas variaciones
puede conducir a otros discursos públicos. [...] La elocuencia también
ha de cuidarse y la materia es magnífica» (31 de enero de 1800).
Novalis era también un actor dotado. Esto le había merecido el ca­
riño de sus amigos, aunque no siempre estuvieran de acuerdo con él;
le tenían cariño por esta fascinante ligereza que podía jugar con la pro­
fundidad. Novalis era el Mozart del joven Romanticismo. Manejaba las
ideas con lúdica facilidad, de la misma manera que Mozart maneja­
ba la música. Pero no por eso se comportaba con menor seriedad que
las personas serias.
La idea nuclear de este discurso es: «Allí donde no hay dioses, ace­
chan los fantasmas». Actualmente, dice Novalis, reinan los «fantasmas»
del egoísmo, del nacionalismo, del pensamiento referido al poder po­
lítico. A todo eso le daríamos hoy la denominación de «ideologías».
Éstas han pasado a ocupar el lugar del atrofiado «sentido sagrado». El
saber se ha separado de la fe y se difunde la tendencia a ponerse con
celo creyente en brazos de la ciencia como una religión sustitutiva.
Esto lo afirma el científico Novalis, perfecto conocedor de que a tra­
vés de la química y de la física no dará con las huellas del enigma del
mundo. Aboga por una ciencia que sea también sabiduría y en conse­
cuencia conozca sus límites. Previene al espíritu científico, cuyo alien­
to respira también él, frente al peligro de seducirse a sí mismo. Con la
mirada puesta en la historia de los últimos siglos evoca la memoria de
las consecuencias emanadas del odio a la religión:
El odio a la religión se extendió de forma muy natural y consecuente a to­
dos los objetos del entusiasmo, excomulgó la fantasía y el sentimiento, la
moralidad y el amor al arte, el futuro y los tiempos primitivos, con apu­
ros situó al hombre en la parte alta de la serie de los seres naturales, y con­
virtió la infinita música creadora del universo en uniforme trepidación de
un molino enorme, que, impulsado por el torrente de la casualidad y na­
dando en él, es un molino en sí, sin arquitecto ni molinero, es propia­
mente un auténtico perpetuum mobile, un molino que se muele a sí mismo.
Con la imagen del perpetuum mobile Novalis resume la historia en­
tera del pensamiento moderno, desvinculado de la metafísica cristiana.
Recordemos que, según esta doctrina: la naturaleza no puede con­
servarse a sí misma, es creación y necesita la afluencia constante de
la gracia divina, lo cual recibía el nombre de «creatio continua». Desde la
modernidad temprana rige la premisa opuesta: la naturaleza está dis­
puesta de tal manera que se conserva a sí misma. En ella actúan leyes
que garantizan su permanencia. La época moderna desarrolla como
imagen del mundo la idea de una naturaleza que se conserva a sí mis­
ma, que ya no está referida a ningún Dios. Durante un periodo de tran­
sición se sostuvo con firmeza el principio de la creación basada en la
hipótesis del relojero. Dios, se pensaba, ha construido el reloj y orga­
nizado bien su obra, que ahora corre como un perpetuum mobile, según
explica Novalis. Sólo los malos relojes requieren la intervención del re­
lojero. Pero un Dios perfecto no construye relojes malos. La hipótesis
del relojero dio alas a la razón teórica, a la razón que investiga, y que
sólo pudo confiar primero en comprender el engranaje con devota ad­
miración ante el prodigio divino, y luego con la voluntad de interve­
nir y de confeccionar obras propias mediante el conocimiento de las
leyes naturales. La hipótesis del relojero fiie también la forma elegan­
te de hacer superfiuo el intervencionismo de la gracia. Desde ese mo­
mento, se creía, la naturaleza puede seguir su curso sin necesidad de la
gracia. La consecuencia fue un sensible enfriamiento de la relación sen­
tida con el mundo, que, por supuesto, fue compensado con un calen­
tamiento en otro lugar, pues se comenzó a dominar técnicamente y so­
meter al propio servicio esta naturaleza enfriada.
Para Novalis este proceso tiene como efecto que el hombre actual
«se ocupa sin descanso en limpiar de poesía la naturaleza, el suelo
terrestre, las almas humanas y las ciencias, en borrar toda huella de lo
sagrado, en perturbar mediante el sarcasmo el recuerdo de todos los
sucesos elevadores y de los hombres, y en despojar al mundo de su
adorno multicolor».
Novalis escoge la cristiana Edad Media como imagen de contraste.
«Eran tiempos bellos y resplandecientes aquellos en los que Europa se
mecía en el cristianismo...» He aquí una búsqueda del tiempo perdi­
do en el espejo de la propia niñez y en la del género humano. Nova-
lis describe cómo desapareció el sentido infantil de lo maravilloso con
el moderno despertar a la condición de adultos, cómo «la fe y el amor»
han sido suplantados por el «saber y el tener», cómo todo se mueve en
torno al «cuidado por la utilidad propia», cómo el «tumulto inquieto
de una sociedad dispersa» no deja tiempo para la «silenciosa concen­
tración del ánimo, para la consideración atenta del mundo interior».
Y no duda en considerar característico de aquella época el hecho de que
este mundo interior no sólo era interior, sino que se representaba tam­
bién exteriormente, en las formas de vida dispuestas por la Iglesia, en
los rituales, en las imágenes, en las fiestas, en las funciones sagradas.
Pero esta vida «orgánica», bien ordenada, que se desplegaba bajo la cú­
pula celeste ha desaparecido.
Novalis sabe, evidentemente, que idealiza sobremanera, que «ro-
mantiza» la Edad Media, pero declara de forma explícita que no con­
cede tanta importancia a lo fáctico, a lo «literal», como al «espíritu»,
que actúa en la historia. Para él el espíritu de la época moderna es el
espíritu del desencanto.
La imagen de contraste, este sueño hacia atrás, hacia un tiempo an­
terior al desamparo metafisico, hallará después de Novalis otros que lo
sueñen de nuevo. Por ejemplo, un siglo más tarde, el joven Georg Lu-
kács, antes de hacerse marxista y miembro del Partido Comunista. Su
famosa teoría de la novela comienza como Novalis: «Felices son los
tiempos para los que el cielo estelar es el mapa de los caminos que
pueden y deben recorrerse [...] El mundo es amplio y, sin embargo,
no es muy distinto de la propia casa».
Después de la elegía viene la profecía. ¿Cómo ha de proseguir?
¿Qué camino se abrirá?
Novalis conoce los intentos emprendidos en su época para contra­
ponerse en alguna medida a este empirismo y racionalismo desencan­
tador. No le basta el método de Kant, el de contraponer al conoci­
miento exterior de la naturaleza la experiencia de la libertad moral
como una realidad metafísica dentro de uno mismo. En este concep­
to nos quedamos en un dualismo entre el espíritu meramente subjeti­
vo y el materialismo objetivo.
En general, el idealismo alemán es el intento de superar este dua­
lismo, y los románticos dan un acento especial a tales intentos. Unos
acentúan lo moral (Schiller, Fichte, Hegel), otros lo estético, por ejem­
plo, románticos como Novalis y Schlegel. Éstos movilizan la fantasía,
no como mero complemento, como un impulso secundario y como
una bella cosa accesoria, sino como órgano central de la comprensión
y formación del mundo. ¡La fantasía al poder! Hay que penetrar el
mundo con espíritu poético. Para Novalis, esto comienza en los nego­
cios cotidianos: «También el trabajo de los negocios puede tratarse
poéticamente»; y termina en la religión. La religión que profesa tiene
como base el «elemento más exquisito de mi existencia, la fantasía», es­
cribe el 26 de diciembre de 1798 a Just, para explicarle en qué se dis­
tingue su religión de la oficial. Por decirlo con una sola palabra: su re­
ligión es de tipo estético.
«Todo lo que veía y oía, parecía [...] que no hacía sino abrir nue­
vas ventanas», leemos en Enrique de Ofterdingen. Cada punto se con­
vierte en un mirador; si miramos a las perspectivas infinitas, por do­
quier se refleja un cielo, y las cosas reciben un prodigioso fondo
dorado. La fantasía es libre, pero también ella necesita reglas y limita­
ciones, para medir y desarrollar allí su fiierza. «Me atrevería a decir»,
manifiesta Klingsohr en Enrique de Ofterdingen, que «el caos ha de en­
treverse en toda poesía a través del velo regular del orden...» Esto vale
para la poesía y también para la religión; también ella es caos domi­
nado, y tiene una silueta clara en la que se muestra el destello de lo
infinito. ¿No es lo infinito lo desordenado en forma grandiosa? «Ver­
dadera anarquía es el elemento donde se engendra la religión.» Nietz-
sche dirá: «Hay que tener en sí un caos para dar a luz a una estrella...».
La unión de poesía y religión es en Novalis la garantía para el po­
sible renacimiento de una época religiosa. Según Novalis, después de
la antigüedad y de la Edad Media cristiana podría abrirse paso una «ter­
cera época del mundo», que ya no estuviera inspirada por la revelación
antigua, sino por el espíritu poético. La figura histórica del cristianis­
mo puede palidecer, pero la religión seguirá viviendo según una triple
forma:
Una es el elemento generador de la religión, como alegría ante toda reli­
gión; la otra es la mediación en general, como fe en la capacidad univer­
sal de todo lo terrestre de ser pan y vino de la vida eterna; y otra la fe en
Cristo, en su madre y los santos. Cualquiera que sea la que elijáis, elegi­
réis las tres; en cualquier caso llegaréis a ser cristianos y miembros de una
única, eterna e inefable comunidad feliz.
Por tanto, para la nueva religión no es necesario que se crea en
Cristo. Es igualmente posible una inspiración religiosa que se refiera
a otra «mediación». En cualquier caso rige aquí lo mismo que en la
poesía: se requiere un intermedio, algo concreto y determinado, pues
de otro modo el sentimiento religioso se pierde en lo indeterminado:
Nada es tan indispensable para la verdadera religiosidad como un miem­
bro intermedio, que nos une con la divinidad. De manera inmediata el
hombre no puede en absoluto estar en relación con ella. En la elección
de este miembro intermedio el hombre tiene que ser enteramente libre.
La mínima coacción perjudica a su religión.
El antiguo politeísmo conocía muchos dioses, o sea, muchos «me­
diadores», y el Dios monoteísta es «el mediador del mundo de los
medios». Este Dios es la garantía de que el «mundo de los medios» no
se petrifique como un fetichismo o se desencadene de forma demo­
niaca. La esfera del «mediador» es el misterio que se hace visible y a la
vez persiste como misterio. Pero no olvidemos que todo puede ser
«mediador», basta con que sea empleado como la «ventana» a través de
la cual miramos a lo monstruoso.
Donde la conciencia se cierra a esta esfera, comienza la historia
desafortunada de la superstición moderna, que quiere comprender y
curar el mundo desde su limitada perspectiva. «Allí donde no hay dio­
ses, acechan los fantasmas.»
Capítulo 7

Durante un tiempo los románticos convirtieron la literatura, es de­


cir, lo imaginario, en el contenido principal de la vida. Pero no que­
rían ser ensoñadores, no querían hacer sus conquistas solamente en el
reino etéreo del sueño. Más bien, pretendían cambiar la vida, empe­
zando por ellos mismos, para extender luego el cambio a los amigos,
al público de lectores y finalmente a una nación educada por entero.
Tan vivo estaba el espíritu de la revolución también en sus círculos.
Podríamos expresar el deseo romántico de cambio con la siguiente
fórmula abreviada: las posibilidades que aún esconde la verdad han de
hacerse visibles mediante una fantasía que juega y a la vez explora. Ésa
era la idea cuando Schlegel exigía que todo lo finito se relativizara e
ironizara en el horizonte de lo infinito; y cuando Novalis asignaba al
espíritu poético la tarea de romantizar en la vida ordinaria, o cuando
Wackenroder recomendaba el recogimiento maravillado y Tieck incita­
ba a la mirada extrañada.
Entre los románticos había caído en suelo fértil la frase en la que
Schiller afirma que el hombre sólo es enteramente hombre cuando jue­
ga. No sólo recuperaron tradiciones olvidadas, sino que se permitieron
también jugar con ellas. Sin duda Cari Schmitt señala certeramente un
aspecto de la actitud romántica cuando censura a sus representantes
por ser «ocasionalistas», o sea, personas que toman como ocasión de
sus virtuosos juegos de ingenio temas y motivos tan variados como los
poéticos, los filosóficos y los políticos. De hecho la despreocupación
romántica anticipa ciertos aspectos de la fiitura posmodernidad. La di­
ferencia está en que los románticos juegan guiados por el sentimiento
de tener muchas cosas delante de ellos, mientras que los posmodernos
creen haber dejado atrás la mayoría de las cosas.
¿Se halla también la religión entre el material del juego romántico?
En noviembre de 1799, cuando los románticos se encontraron en Jena
y Novalis leyó su escrito La cristiandad o Europa, Dorothea Veit y otros
tuvieron esta impresión: «El cristianismo está aquí a la orden del día;
los señores andan un poco desbocados».
Originariamente, para extender la ironía también a temas religio­
sos, se pretendió publicar el discurso junto con la sátira de Schelling,
referida e él, pero, por consejo de Goethe, esta publicación no se lle­
vó a cabo. Con la religión no se podía bromear. Ni el anuncio de un
nuevo estado religioso por parte de Novalis, ni la correspondiente bur­
la sobre esto parecían viables en un momento en que Fichte había
tenido que abandonar la Universidad de Jena acusado de ateísmo.
Contra lo que deseaban los románticos, la religión, como ortodoxia
cristiana, era un poder del orden establecido que afirmaba su inde­
pendencia de la religiosidad subjetiva.
Si la religión estaba «a la orden del día» entre los románticos, esa
religión no era propiamente la cristiana. Era una religión fantaseada o
una religión de la fantasía. Una religión revelada no es apta para que
se regale con ella el juego de la imaginación. Había de ser una religión
que creciera ella misma de este juego. Novalis, en la antes menciona­
da carta a Just, había concedido sin reparos que para él no significaba
gran cosa la «certeza documental» de la Biblia, pues se había trazado
su «propio camino hacia el mundo originario». Escribe que «los influ­
jos superiores» le han llegado por el camino de la «fantasía».
El Discurso y sobre todo la novela Enrique de Ofterdingen son obras
de un fantasioso de la religión, que, por otra parte, es suficientemente
realista para cultivar la ciencia natural empírica, y para planificar una
especie de agencia literaria capaz de ayudar a los amigos románticos a
salir de su miseria literaria.
Junto con Novalis, fiieron sobre todo Friedrich Schlegel y Schleier-
macher los que a finales del siglo impulsaron enérgicamente el pro­
yecto de la transformación de la religión en estética.
La religión cristiana, escribe Friedrich Schlegel en las Ideas, ha que­
dado anticuada y carece de fijerza, y el arte está llamado a conservar
el núcleo religioso. La verdadera religión no es heteronomía, no es una
revelación sobrevenida de fuera, sino que es el desarrollo de la liber­
tad creadora en el hombre hasta la propia divinización. «El hombre es
libre cuando produce a Dios.» De acuerdo con una idea que Schlegel
toma de Novalis, eso sucede en cuanto el hombre encuentra su medio
y con ello se convierte en «mediador». «Es mediador», escribe Schlegel,
«aquel que percibe en sí algo divino y renuncia a sí mismo, aniqui­
lándose, para anunciar, comunicar y representar esto divino a todos los
hombres en costumbres y acciones, en palabras y obras.» El contexto
ulterior de las Ideas pone de manifiesto cómo se trata más de las «pa­
labras y obras» del artista que dé las «costumbres y acciones» del hom­
bre bueno. Las Ideas, con numerosas variaciones, giran en torno a un
único pensamiento, a saber; el de que el arte está llamado a salvar la
religión porque ésta, en su núcleo, no es otra cosa que arte.
¿Qué religión es ésta? No aparece con plena claridad. También No-
valis está desconcertado y escribe a su amigo: «Cuando hablas de re­
ligión, me parece que te refieres al entusiasmo». Schlegel agradece
el estímulo y lo utiliza de inmediato: «A este caos luminoso de pen­
samientos y sentimientos divinos lo llamamos entusiasmo». Pero ¿de
dónde procede el «caos de pensamientos divinos»? No es necesaria
ninguna Biblia, ninguna revelación oficial, no se requieren la Iglesia,
los sacramentos y los rituales, pues el hombre entusiasta lo extrae todo
de sí mismo. En él ha de darse tan sólo una «confiisión» creadora, que
Schlegel caracteriza con estas palabras: «El nombre de caos sólo es apli­
cable a aquella confiisión de la que puede brotar un mundo». El hom­
bre religioso y el artista saben utilizar bien esta confiisión creadora,
desde allí crean su mundo: o bien una obra de arte, o bien una reli­
gión. En ambos casos se trata de una obra de la imaginación.
Por lo regular la religión va unida a una moral. «La auténtica con­
cepción central del cristianismo es el pecado», escribe Schlegel, que
querría deshacerse de ella. En este punto el cristianismo le resulta sos­
pechoso, y cree que dicha religión pesca en río revuelto. Como verda­
dera fiiente de la religión menciona el «amor», que desde su punto de
vista es una palabra equivalente a «entusiasmo». En todo caso rige el
principio: ama y haz lo que quieras. Lo que se quiere con entusiasmo,
o sea, con amor, es querido por Dios y está mandado por él, ¿Qué
Dios?
Es el «Dios en nosotros», que no es otra cosa que «el individuo
mismo en la suprema potencia». Y así no es de admirar que Schlegel,
a finales de diciembre de 1798, escriba a Novalis: «Pienso fiindar una
nueva religión». Y, como cabía esperar, de ahí surgirá de nuevo un pro­
yecto de libro: «Que esto haya de suceder a través de un libro no puede
admirarnos, tanto menos por el hecho de que los grandes ftindadores
de religión -Moisés, Jesucristo, Mahoma, Lutero- progresivamente tie­
nen cada vez menos de políticos y se hacen cada vez más maestros y
escritores».
Pero este fundador de religión querría ser más que un hombre de
libros y, «como Mahoma, empuñar la ígnea espada de la palabra para
conquistar el reino de los espíritus». A esta carta responde Novalis con
ironía: «¿Quién sabe si tu proyecto no irrumpe en el mío, y así pone
el cielo en movimiento, lo mismo que el mío pone en movimiento el
esferoide terrestre?». El ingeniero de minas se dirige al flmdador de re­
ligión. Y Novalis, que frente a Schlegel desempeña el papel del des­
apasionado, anota en sus apuntes la idea de que la fantasía nos puede
convertir también en seres errantes si falta el correctivo de la «fría ra­
zón técnica», pues entonces nos perdemos en un «reino de los fantas­
mas, este antípoda del verdadero cielo». Diez años más tarde el mismo
Friedrich Schlegel, al convertirse al catolicismo, emitirá un juicio críti­
co sobre sus anteriores proyectos de religión. En 1808 escribe: «Ha de
cesar este embuste panteístico, poco viril, este juego de formas; todo
eso es indigno del gran tiempo y ya no es adecuado a él».
Las pesquisas de Friedrich Schlegel eran solamente un preludio de
los Discursos de Schleiermacher sobre la religión, aparecidos a finales
de 1799, los cuales presentaban la religión romántica del sentimiento de
tal manera que la generación del Romanticismo podía reconocerse per­
fectamente en ellos, pues ésta se preocupaba de la elevación estética y
no precisamente de la moral. Ahora bien, después de la crítica de Kant,
a la religión sólo le quedaba la elevación moral.
Kant había destruido las especulaciones sobre Dios. Según enseña­
ba este filósofo, la razón teórica no puede conocer al Dios de la anti­
gua metafísica. De esta forma, Kant arrancó rigurosamente la razón de
los beatificantes Campos Elíseos, donde no tenía nada que buscar y,
en todo caso, no tenía nada que encontrar. Había quedado la hipóte­
sis de Dios para la razón práctica, o sea, para la moral. A juicio de
Kant, la moralidad es el único órgano religioso que nos queda. Y, en
sentido estricto, no es la religión el fiindamento de la moral, sino que,
a la inversa, la religión está fundada en la moral. Esto es muy signifi­
cativo. Si la moral estuviera fijndada en la religión, la habría dado Dios
y, por tanto, sería heterónoma. Pero la moral ha de ser autónoma. Así
lo exige el concepto kantiano de libertad. El hombre, el imperativo ca­
tegórico de la razón práctica, se da a sí mismo su moral. Dios no ac­
túa en el hombre a manera de una coacción exterior; más bien, lo ha
creado de tal forma que éste puede coaccionarse a sí mismo. Se trata
de una coacción autónoma ejercida sobre sí mismo, en lugar de una
heterónoma coacción extraña. Dios actúa en la autodeterminación mo­
ral del hombre. Esta autodeterminación es elevada (sublime) porque
puede alzarse por encima de los meros impulsos y necesidades de la
naturaleza. Seguir los mandatos morales significa ser libre frente a las
coacciones de la naturaleza en el propio cuerpo, frente a los apetitos y
las exigencias de placer. Según Kant, la acción que merece el califica­
tivo de buena se produce por mor de ella misma, no en aras de una
retribución aquí o en el más allá. Si los hombres no tuvieran su mo­
ral, que les permite actuar desinteresadamente, como meros seres na­
turales
estarían sometidos, lo mismo que los demás animales de la tierra, a todos
los males de las privaciones, de la enfermedad y de la muerte prematura,
y permanecerían en esa condición hasta que un amplio sepulcro los tra­
gara a todos juntos [...]; y ellos, que pudieron arrogarse la creencia de ser
el fin último de la creación, se verían arrojados de nuevo al abismo de la
materia carente de finalidad, al seno de aquella materia de donde habían
sido extraídos.
La moral del desinterés es sublime, todo lo demás está bajo la sos­
pecha del caos y del sinsentido. Por tanto, en Kant la religión ya no
tiene fiierza para santificar la naturaleza, para descubrir un misterio en
ella. Ahora bien, a esto se dirigía la voluntad romántica de misterio.
Y a esto precisamente correspondía certeramente la obra de Schleier-
macher Sobre la religión. Discursos a sus menospreciadores cultivados.
Friedrich Schleiermacher había llegado en 1796 como predicador
de la Iglesia reformada a la Charité en Berlín, donde pronto tuvo ac­
ceso al salón de Henriette Herz, que era el más importante junto con
el de Rahel; allí encontró a Friedrich Schlegel, con el que enseguida
trabó amistad.
Al principio también Schlegel dio fe al rumor difiindido en Berlín
de que este pequeño, deforme y tímido Schleiermacher era el aman­
te de la bella Henriette, cuyo aspecto recordaba para unos a las muje­
res de Tiziano y para otros las representaciones de la antigua Elena.
¿Habría logrado este comedido hombre de paso quedo conquistar a
semejante mujer? Una caricatura mostraba a la elegante Henriette lle­
vando junto a ella a Schleiermacher como paraguas. En realidad la re­
lación entre ambos era una íntima amistad espiritual. En los recuerdos
de su vida Henriette escribe:
Hemos comentado muchas veces entre nosotros que la amistad es el úni­
co sentimiento que podemos tener el uno para el otro; eso sí, la amistad
más íntima. Es más, por sorprendente que parezca, desarrollamos por es­
crito las razones que impedían otro tipo de relación.
Schleiermacher leía junto a ella a Platón y Spinoza, y ella le ayu­
daba en su estudio del italiano y del español. Casi todas las noches es­
taba de huésped en su casa. Iba a pie desde la Oranienburger Chaus-
see hasta su vivienda en la Neue Friedrichstrasse. Para el incómodo
regreso, que atravesaba zonas no edificadas, Henriette le daba una pe­
queña linterna, que él podía enganchar en el cuello de su abrigo. Para
burlarse, la gente decía que ella había abierto los ojos al casto predi­
cador. Esto era cierto, pero en un sentido distinto del que la gente pen­
saba. Schleiermacher aprendió de Henriette las formas elegantes del
trato social; tal como confesaba su hermana, se hizo más suave y co­
municativo. Se sentía dichoso de «poder participar en un curso de
feminidad».
Schlegel estaba celoso de la relación del amigo con la bella Hen­
riette. «Lo peor es», escribe a su hermano, «que no veo remedio para
Schleiermacher, no veo medio de liberarlo de los lazos de la antigua
Elena.» Cuando Schleiermacher ofreció a Schlegel la posibilidad de
compartir la vivienda y éste aceptó, desaparecieron poco a poco los ce­
los. Se desarrolló una estrecha comunidad de trabajo. Schleiermacher
aportó algunos «Fragmentos» para el Athenaum, entre otros la confe­
sión de fe puesta en boca de una mujer: «Creo en el poder de la vo­
luntad y de la educación para acercarme de nuevo a lo infinito, para
liberarme de las cadenas de la deformidad y hacerme independiente
de las barreras del sexo».
Cuando Friedrich Schlegel hizo imprimir este fragmento, no sabía
todavía que la voluntad allí formulada de «acercarse de nuevo a lo in­
finito» iba a ser el punto de partida de un libro con el que Schleier­
macher, un año más tarde, llamó poderosamente la atención entre sus
amigos románticos. En esta obra todo gira en torno al pensamiento:
«Religión es sentido y gusto para lo infinito».
Schleiermacher se había empapado de esta idea, que para él signi­
ficaba también una infancia reencontrada, en medio del círculo de
amigos románticos. Tuvo que despertar de nuevo en sí mismo el sen­
timiento religioso, una vez que su acrobacia racionalista lo había pues­
to en peligro. Pero como sus resistencias internas eran también las de
los compañeros de la generación romántica, su intento de reconquis­
tar esta «provincia propia en el ánimo humano» pudo tener un efecto
pionero e innovador.
Schleiermacher procedía de un linaje de pastores protestantes. Ya
su abuelo y luego su padre habían sido párrocos, y la madre era hija
del entonces famoso Stuberauch, predicador cortesano. En los Discur­
sos escribe:
La religión era el cuerpo materno en cuya oscuridad sagrada fue alimen­
tada mi joven vida y fue preparada para un mundo todavía cerrado a ella.
En la religión respiraba mi espíritu antes de encontrar sus objetos exter­
nos, la experiencia y la ciencia.
El joven Schleiermacher se formó en la comunidad de los Herma­
nos de Hermhut primero en Niesky y luego en Barby. Aquí conoció
un cristianismo henchido de sentimiento y a la vez moralmente rigu­
roso. La negación del mundo, la conciencia del pecado, el misterio de
la gracia y las esperanzas puestas en el más allá constituían los ele­
mentos decisivos. Pero al joven no le llegaban las convenientes sensa­
ciones sobrenaturales, o en todo caso, éstas no perseveraban. Sin em­
bargo, se sentía tan obligado con los orígenes familiares, que inició en
Halle los estudios de teología. Tal como declara a su padre, quiere bus­
car un camino de vuelta a la fe, pero ha de ser una fe que se acredite
también ante la razón. Estudia teología, pero también matemáticas. Se
hace kantiano. Y con mayor rigor que Kant, reduce la razón teórica al
ámbito finito, y rechaza toda especulación metafísica. Cuando le da la
vena, para deshacerse de los encantos, se entrega al álgebra. Y también
con mayor rigor que Kant, reduce la religión a la moral. Así retiene
el rigor de la moral de los Hermanos de Hermhut, pero rechaza las
representaciones «panteístas» en tomo a la gracia y al más allá, que
en aquellos compensaban las privaciones implicadas en la renuncia al
mundo. Le preocupa seriamente que la fantasía no le desbarate las
cuentas. En los Discursos, Schleiermacher hablará de los «virtuosos de
la religión»; de momento pertenece a los virtuosos de la lógica. La ma­
nera como este joven se opone a cualquier forma de exaltación, se pro­
tege contra todos los sueños y esperanzas de la fantasía y mitiga sus
pasiones, lo hace acreedor de que se le preste atención. Da la impre­
sión de una vejez prematura.
Ahora lee a Luciano, a Montaigne y a Wieland, o sea, a escépticos
que no sólo manifiestan sus reservas fi:ente a la religión, sino también
fi'ente a la fe en la ciencia. Se le trasluce la sospecha de que las cien­
cias extienden en exceso sus pretensiones de verdad. De Montaigne
aprende sobre todo que la verdad, en el mundo exterior y en el pro­
pio interior, es multiforme y constituye un monstruoso tejido, un tre­
mendo ir y venir, es concreta en cada punto y está siempre sometida
a cambios, y finalmente constituye una interconexión infinita en lo fi­
nito, tan infinita que no pueden aprehenderla los conceptos generales
de la ciencia, y ni siquiera los dogmas de las religiones. Schleiermacher,
que con anterioridad se había apegado a los conceptos de las ciencias
estrictas y de una moral rigurosa, y que por lo demás había vivido al
estilo espartano y retirado, se abre a experiencias que no encuentran
una expresión adecuada ni en la ciencia, ni en la moral, ni en las re­
ligiones dogmáticas. Puesto que se trata aquí de experiencias que vi­
ven más bien en la poesía, la música y la pintura, puede entenderse
por qué Schleiermacher se siente llamado a excavar esta nueva vena de
oro en el ambiente sociable, ingenioso y obsesionado del Romanticis­
mo berlinés. Denomina su hallazgo: «Sentido y gusto para lo infinito».
Y dice que esta experiencia es el verdadero núcleo de la religión. Pero
como, desde su punto de vista, ésta se halla siempre recubierta y en­
terrada en la moral, en las intenciones utilitarias, en la ciencia y en los
dogmas, se trata de sacarla del reino interior de la tierra y situarla pura
ante los ojos, para que por lo menos podamos hallarla en la mezcla
con otras materias y actitudes. En una ocasión le comentó a Henriet-
te Herz que trabajaba como un químico. Frente a Novalis afirmó de sí
mismo que también exploraba el interior de las montañas. Y en cuan­
to kantiano, alza una pretensión tan ambiciosa como la de haber en­
riquecido las tres facultades humanas -la razón teórica, la práctica y la
crítica del juicio- con una cuarta, a saber: con la crítica del juicio re­
ligioso o el a priori de la religión como experiencia de lo infinito.
Define, por tanto, la experiencia religiosa como un ámbito del ser
entre el conocimiento, que se vincula a la racionalidad, y la moral, que
sigue la ley aceptada con libertad. La experiencia religiosa es «sentimien­
to» e «intuición» de la infinitud del «universo». También la llama, sen­
cillamente, «sentido para el universo». Se refiere a la impresión profiin-
da que el universo nos produce, a los escalofríos ante lo monstruoso
y la devoción ante lo sublime. Schleiermacher habla con entusiasmo
de una naturaleza animada. En la primera redacción de estos Discursos,
es decir, antes de su carrera como eclesiástico, no pueden pasar inad­
vertidos los concomitantes tonos eróticos de su mística del ser. En un
pasaje, que después fue suprimido, escribió:
Yazco en el pecho del mundo infinito; soy en este instante su alma, pues
siento todas sus fuerzas y su vida infinita como la mía propia; él es en
este instante mi cuerpo, pues yo penetro sus músculos y miembros como
los míos propios, y sus nervios más íntimos se mueven según mi sentido
y mi percepción. Con la menor conmoción se disipa el sagrado abrazo, y
ahora la intuición está ante mí como una figura especial; yo la mido y ella
se refleja en el alma abierta como la imagen de la amada que se arranca
de las manos ante los ojos del joven, ante unos ojos que se abren súbita­
mente; y sólo ahora asciende el sentimiento desde el interior y se dilata
como el rojo de la vergüenza y del placer en sus mejillas. Este momento
es el máximo brote de la religión.
En semejantes instantes extáticos sucede lo que en la terminología
filosófica de la época se denomina «superación de la relación sujeto-
objeto». El sentimiento descubre en la naturaleza cualidades subjetivas
y se funde con ella. Esta mística del ser, tan cercana a la naturaleza,
tiene sus precursores. La encontramos también en Herder y en el jo­
ven Goethe, entusiasmados ambos por la unión con la «vida del todo».
Y la hallamos asimismo en la tradición de la mística occidental, hasta
llegar a sus versiones pietistas, que Schleiermacher conocía, pues se ha­
bía educado con los Hermanos de Herrnhut. En el círculo de sus ami­
gos románticos encontró Schleiermacher el valor de poner con reno­
vada energía esta experiencia mística en el centro de su vida espiritual,
para desarrollar desde allí su religión renovada, después de haberla te­
nido por sospechosa bajo el influjo racionalista.
Su doctrina de la religión poseía cinco aspectos que eran especial­
mente operativos entre los románticos.
La unidad con Dios o, mejor, la participación en lo divino, no es
asunto de una vida inmortal después de la muerte, ni presupone la afir­
mación de un legislador celeste. Más bien, es participación en la vida
eterna aquí y ahora. La inmortalidad, afirma Schleiermacher, no es otra
cosa que «hacerse uno con lo infinito en medio de la finitud y ser eter­
no en un instante». Ésa es la experiencia de la vida eterna en lo finito,
tal como la describirá también Fichte poco más tarde en La exhortación
a la vida bienaventurada. Según Fichte, el yo que está resuelto incondi­
cionalmente, con ello se abre también a lo incondicionado. Pero a di­
ferencia de Fichte, para el que la acción se convierte en éxtasis, en
Schleiermacher prevalece una «pasividad infantil». No es tanto un ac­
tuar como un recibir: un placentero hacerse consciente de la «silen­
ciosa desaparición de toda nuestra existencia en lo inmenso». Es una
experiencia que más tarde Freud, apoyándose en Romain Rolland, lla­
mará «sentimiento oceánico». Es significativo que esta «imperceptible
desaparición» en lo inmenso Schleiermacher no la experimenta como
una amenaza, sino como algo placentero. Es un sentimiento de fusión
amante. Las cosas de la vida, también el individuo con sus limitacio­
nes, siguen siendo importantes, pero se relativizan ante el horizonte de
la inmensidad. Aunque conservan su seriedad, pierden la gravedad
opresiva. La vida recibe una dimensión de flotación.
En segundo lugar, la mística del ser en Schleiermacher es antiinsti­
tucional. No necesita ninguna jerarquía, ningún oficio sacerdotal, nin­
guna Iglesia y ningún ritual o sacramento en sentido estricto. Donde
está viva la inmediatez de la experiencia son superfluas las instancias
mediadoras. De todos modos, esta mística del ser tampoco conduce al
aislamiento; por el contrario, fiinda una comunidad de la comunica­
ción viva. La experiencia religiosa, que es siempre una unión aman­
te con el universo, impulsa a la comunicación. Deseamos compartirla
con otros. Es formadora de comunidad y ftindadora de amistad. Eso
se acerca al concepto romántico de la «empatia filosófica» y la «empa­
tia poética» («simfilosofia» y «simpoesía»). Schleiermacher resulta ser un
elocuente predicador de la religión de la simpatía. Para él ya el espíri­
tu vivificador, que circula entre amigos, tiene en sí algo de religioso.
La trascendencia, vista desde el yo, comienza ya en el «tú». Pero un
«nosotros» constituido institucionalmente tiene que topar con dificul­
tades, pues sobre la base de este «sentido para lo infinito» no puede
erigirse algo duradero y fijo. Y por ello, escribe este autor, es ineludi­
ble que la Iglesia constituya «una masa fluida, donde no haya ningún
contorno, donde cada parte ora se encuentre aquí, ora allí, y todo se
mezcle pacíficamente». Es evidente que esta concepción antiinstitu­
cional de la religión se opone a la Iglesia estatal. «¡Fuera [...] toda unión
de ese tipo entre Iglesia y Estado!» Más tarde, Schleiermacher, como
alto dignatario eclesiástico, alzará la voz contra la tutela del Estado, y
un príncipe de la familia de los Hohenzollern, en la época de la per­
secución de los demagogos, dirá de él que es el «peor maquinador», y
que envenena a la juventud.
En tercer lugar, Schleiermacher habla ciertamente del amor que lo
une todo, pero no del pecado. En él no hay lugar para los angustiosos
aspectos nocturnos que proyecten sombras, ni desde el propio interior,
ni desde la naturaleza externa. Con el dualismo, que Schleiermacher
quiere superar, desaparece también el mal. Es evidente que en la reli­
gión del buen temple, para Schleiermacher dejan de tener lugar la cruz,
la muerte y la resurrección, el juicio del mundo y la condenación, todo
ese aparato cristiano del terror sagrado.
En cuarto lugar, falta en general la dogmática cristiana, lo que no
deja de resultar sorprendente en un teólogo protestante. Los hombres
leídos del Romanticismo escuchaban complacidos la frase: «No tiene
religión el que cree en la Sagrada Escritura, sino el que no necesita nin­
guna y es capaz de hacer una». Toda intuición originaria y nueva del
universo es para Schleiermacher una revelación, y por eso cualquiera
que haya profundizado en sí mismo y se entregue al universo puede
ser el escenario de una revelación:
No tiene ninguna religión el que no ve prodigios desde el punto de vis­
ta bajo el cual observa el mundo, aquel en cuyo interior no ascienden re­
velaciones propias, cuando su alma anhela aspirar la belleza del mundo
[...], el que de vez en cuando no siente la persuasión viva de que lo im­
pulsa un espíritu divino y de que él habla y actúa por inspiración sagra­
da, el que por lo menos [...] no tiene conciencia de que sus sentimien­
tos son efectos inmediatos del universo.
Por tanto, la religión de Schleiermacher encaja maravillosamente en
la admiración romántica por el yo. Desde su punto de vista no sólo es
posible decir que cada uno puede hacer su propia Biblia, sino también
que es su propio sacerdote, y que lo sagrado no está atado a ningún
lugar. Cada cual es capaz de percibir en todas partes los «efectos del
universo».
Finalmente la religión de Schleiermacher era estética, cosa que para
los románticos revestía gran importancia. Se trata del «sentimiento»
y de la «intuición», no de la acción moral. El sentimiento del univer­
so despertado religiosamente es a la vez un sentimiento de belleza. El
alma del hombre religioso anhela «aspirar la belleza del mundo». Así
se convierte en un alma bella, que luego es capaz de actuar bellamen­
te, en consonancia con la gran armonía y, como consecuencia, tam­
bién con las demás almas. La experiencia religiosa acompaña al hom­
bre como una «música sagrada». Algunos llegan hasta la maestría en
este campo, son «virtuosos de la religión». Sin duda Schleiermacher se
incluía entre ellos.
Cuando Schleiermacher caracteriza la religión como una «música
sagrada», que «ha» de acompañar toda la acción del hombre, induda­
blemente carga un acento especial sobre la palabra «acompañar». Este
autor indica con ello que el conocimiento y la acción, aun cuando
mantienen su propia lógica y sus propios motivos, a la vez son intro­
ducidos por la experiencia religiosa en un fluido vivo. La experiencia
de lo infinito no puede convertirse en un motivo especial, no puede
suplantar la moral, ni la investigación rigurosa. En estas esferas el hom­
bre tiene que seguir moviéndose con «tranquilidad y circunspección»,
pero hará distintamente lo que hace, pondrá fin al fanatismo de la
limitación, a la obstinación en lo finito. Logra una festiva serenidad
y un relativismo alegre, no cínico, en el horizonte de lo finito, Pero
como no sólo la acción y el conocimiento ordinarios pueden conducir
a la obstinación y al fanatismo, sino que también la religión mal enten­
dida puede convertirse en fiiente de fanatismo y enemistad, Schleier­
macher exige al hombre verdaderamente religioso que «lo haga todo
con religión, no desde la religión».
La experiencia religiosa no está ligada a un fin, por ejemplo, en el
sentido de que promete una retribución en el más allá, o acarrea un
prestigio moral, o hace apto para el trabajo y la obediencia. Es la ex­
periencia de lo infinito en el instante finito. Es el instante lleno, vida
vigorosa, y por eso puede irradiar en los demás ámbitos de la vida con
un efecto vivificador. No sirve a ningún fin, pues ella misma es el fin.
Tiene eso en común con el arte, tal como lo entienden los románti­
cos. En consecuencia éstos podían referir el «sentido y gusto para lo
infinito» también a la pasión por el arte.
Es cierto que Schleiermacher, en su posterior Doctrina de lafe, defi­
nió la religión como «el sentimiento de dependencia absoluta», con lo
cual dio pie a ciertas tergiversaciones, por ejemplo, Hegel se burlaba
de su definición diciendo que el sentimiento de dependencia caracte­
riza al perro, no al hombre; y, sin embargo, de ninguna manera ne­
gaba la libertad. El sentimiento de dependencia, bien entendido, se
refiere a la unión con el misterio de la naturaleza, que no es un
mecanismo muerto, por el cual estemos determinados, sino un vivo
principio creativo que notamos en nosotros y reconocemos de nuevo
en la naturaleza. Podemos decir también: el misterio del universo es
para nosotros un reflejo de nuestra propia libertad. La libertad huma­
na responde a la libertad incomprensible del todo. La libertad está en­
tendida aquí siempre como un principio creador, que apunta más allá
de todo determinismo. Por eso puede decir también Schleiermacher
que el universo «actúa» frente a nosotros como una «persona». Pero ad­
virtamos que solamente como una persona. Schleiermacher rechaza un
absoluto representado como persona más allá de lo infinito. En este
sentido es espinozista, aun cuando el universo de Spinoza está repre­
sentado de forma demasiado estática, demasiado more geométrico. La
sustancia que lo abarca todo, la sustancia en la que estamos conteni­
dos y en la que somos un momento operativo, es algo tremendamen­
te dinámico. Le podemos dar el nombre de «Dios», siempre y cuando
nos refiramos con ese término al espíritu de lo infinito y no a un espí­
ritu más allá de lo infinito. ¿Cómo podría haber un Dios transmunda­
no más allá de lo infinito? Lo infinito, en cuanto lo experimentamos,
actúa en nosotros a manera de elevación, incremento y superación de
los límites. De ahí que entienda ese efecto como una acción: «En la re­
ligión es intuido el universo, éste es puesto como actuando originaria­
mente sobre el hombre». Es una acción que nos desata y relaja, aun
cuando «desaparezcamos» en ella. Por eso podemos «amar el espíritu
del mundo», pues el placer de la desaparición pertenece también al
amor. Y así como el amor hace dependiente sin que se pierda la liber­
tad, de igual manera se comporta también el sentimiento religioso de
«dependencia absoluta». Según Schleiermacher, todo depende de que
nuestra «fantasía, que nos sumerge en el universo, esté enlazada o no
con la conciencia de la libertad. Si lo está, «personificará el espíritu del
universo, y vosotros tendréis un Dios»; en caso contrario, es decir, sin
sentimiento de libertad, el mundo se nos presentará como un meca­
nismo vacío de sentido.
En realidad, no podemos imaginarnos un universo libre, es más,
un universo que incluso nos ama; o, mejor dicho, nos es posible re­
presentarlo con la fantasía, pero no lo podemos explicar. En efecto, tal
como mostró Kant, cuando comenzamos a explicar, topamos con el
mundo de las leyes naturales, con su acción ciega, donde no encon­
tramos ningún lugar para el amor.
Al estilo romántico, Schleiermacher introduce la fantasía como
aquella fiierza con cuyo auxilio notamos que el proceso creador en la
naturaleza concuerda con nuestra ftierza creadora: «Sabed que la fan­
tasía es lo supremo y lo más originario en el hombre. [...] Sabed que
es vuestra fantasía la que os crea un mundo».
Esta alabanza de la fantasía y el sentido y gusto para lo infinito no
file lo único que halló eco entre los románticos. También la ironía ro­
mántica podía encontrarse de nuevo en Schleiermacher en una forma
transformada. Para él es la «melancolía sagrada» la que, como la ironía,
acompaña el incomprensible rebasar toda forma fija. El sentimiento re­
ligioso está por encima de todos los sentimientos, en él perece, se di­
suelve toda expresión determinada. Eso puede decirse también acerca
de cualquier forma histórica de la religión. Una verdadera religión es
religión de religión, lo mismo que, según Schleiermacher, una poesía
verdadera es poesía de la poesía. Este trascender toda forma es también
una despedida de toda forma. Puede suceder irónicamente, o bien bajo
la modalidad de la aflicción. La religión de Schleiermacher es una re­
ligión trascendental, lo mismo que para Schlegel la verdadera poesía es
poesía trascendental.
No resulta sorprendente que los Discursos de Schleiermacher fiaeran
recibidos con entusiasmo en los círculos románticos. Tampoco era de
admirar la dura crítica de los ortodoxos y de los racionalistas. El men­
tor de Schleiermacher, el predicador cortesano Sack, estaba indignado.
Leyó aquella obra como «una apología ingeniosa del panteísmo, como
una representación retórica del espinosismo», que está fiiera de lugar
en el púlpito. Pero como, por otra parte, seguía apreciando personal­
mente a Schleiermacher, fiie permisivo con él y no le creó dificultades
oficiales. Más adelante Schleiermacher se vio obligado a abandonar
Berlín, pero no por causa de los Discursos. Se había enamorado de la
mujer de un colega en la Charité. Se produjeron enredos penosos, y
en 1802 solicitó el traslado a Stolp como predicador cortesano. Tam­
poco entre los estrictos kantianos eran bien vistos los Discursos; los
consideraban demasiado exaltados. Cuando, más adelante, Schleierma­
cher defienda en el Athenaum la novela Lucinde, de Schlegel, quienes
ya abrigaban reparos frente a él se sienten confirmados en el prejuicio
de que este predicador sólo anuncia una religión del sentimiento por­
que carece de seriedad y firmeza moral.
Tampoco en Weimar estaban bien dispuestos en relación con los
Discursos. ¿Cómo entregar el corazón a una religión que tan abierta­
mente carece de forma e incluso disuelve explícitamente toda forma?
Esto repugnaba a la conciencia de forma allí vigente. Había de por me­
dio una reserva estética y también otra religiosa. Schiller, frente a la
religión, que conoció sobre todo en sus aspectos dogmáticos y autori­
tarios, se había salvado en el terreno del arte, donde encontró abun­
dantes medios para sustituirla. Depositó su profesión de fe a este res­
pecto en las Cartas sobre la educación estética. No era propenso a que la
«pandilla de los Schlegel», tal como él llamaba a los románticos, lo
condujera de nuevo a lo religioso. Arrojó enojado el libro de Schleier-
macher entre el resto de engendros de la escuela de Berlín. Escribe a
Goethe que en los Discursos ha encontrado poca cosecha y mucha pre­
tensión, algo que, por lo demás, le repele también en los productos de
la escuela. Goethe, por su parte, alabó primero la «formación y el ca­
rácter polifacético del escrito». Cuando siguió leyendo, se impuso su
paganismo y su participación inicial se tradujo en una «sana y alegre
aversión».
Schleiermacher había dirigido sus Discursos sohrt religión «a sus me-
nospreciadores cultivados». Goethe y Schiller se hallaban entre aquellos
menospreciadores cultivados, cuyo aplauso no pudo granjearse.
No obstante, en la época siguiente los Discursos se acreditaron
como un exitoso documento fundacional de una nueva devoción, de
una devoción romántica.
Capítulo 8

Con la aparición de Schleiermacher en el círculo romántico se hizo


urgente la respuesta a esta cuestión: ¿qué mantiene la primacía en la re­
ligión estética: lo estético o lo religioso? Para August Wilhelm Schlegel,
que, según confiesa, no se tiene por un virtuoso de la religión, las cosas
están claras. En una observación sobre la Divina comedia de Dante, pre­
gunta: ¿por qué la obra nos produce placer y por qué ha de considerar­
se como gran arte? Y responde: no porque ilustre verdades católicas, sino
porque es bella. Se olvida fácilmente, escribe, «que para la poesía todo
lo bello es verdadero». La obra de Dante merece tenerse por verdadera
no porque sea católica, sino porque es bella. August Wilhelm Schlegel
atribuye al arte un valor peculiar de verdad, que se identifica con la be­
lleza. Por eso el arte no tiene necesidad de aprender de la religión. Y el
artista tampoco debería confiindir su inspiración con una revelación re­
ligiosa. En una recensión de Efluvios cordiales de un monje amante del arte
previene explícitamente frente a esto. Alaba el texto, pero se queja de la
mistificación de sí mismo, que interpreta lo artístico como un impulso
religioso. A lo largo de estos años, A.W. Schlegel se había sentido atraí­
do también por la pintura y la poesía del catolicismo y, por razones ar­
tísticas, le daba la preferencia frente al protestantismo. El artista no tie­
ne gran cosa que buscar en el culto protestante, carente de dimensión
sensible. El mundo católico es diferente en este aspecto. Aquí la belle­
za ha de glorificar lo divino y, por tanto, el sentido de la belleza en­
cuentra un rico alimento, aun cuando no se interese por lo propiamen­
te religioso. En este sentido, A.W. Schlegel, junto con Caroline, escribe
el encomio público de la pintura cristiana en la pinacoteca de Dresde,
publicado en el tercer número del Athendum. Sin embargo, con ello no
se sentía vinculado al catolicismo, al igual que Schiller no se sentía li­
gado a la religión pagana en su poema «Los dioses de Grecia». En am­
bos casos se trataba del interés estético, no del interés religioso.
Pero con la definición de lo religioso en Schleiermacher como «sen­
tido y gusto para lo infinito» se diluyeron también los límites entre lo
estético y lo religioso. La poesía romántica, con su sentido de lo tre­
mendo y prodigioso, ¿no era ya inmediatamente religiosa? ¿Y no era
tanto más religiosa cuanto más poética era, es decir, cuanto más deci­
didamente alejaba de sí todo realismo trivial? Schleiermacher había es­
crito: «Religión es aceptar todo lo limitado como una representación
de lo infinito». Pero precisamente ésta podía ser también la defini­
ción de la poesía romántica, a saber: la representación de lo infinito en
lo limitado. De acuerdo con ello, Schleiermacher había acercado tam­
bién el arte estrechamente a la religión, en particular el de sus amigos
románticos, lo mismo que, a la inversa, los románticos buscaban la cer­
canía de la religión o, más exactamente, consideraban su producción
como una especie de religión. No era necesario componer leyendas de
santos, tal como lo hacía Tieck con su Genoveva. Para los románticos
ya sus fantasías poéticas, sus juegos de lenguaje, sus imágenes y sím­
bolos, eran «mediadores» (Novalis) o ventanas de lo infinito.
El concepto de religión en Schleiermacher era tan amplio que no
sólo ofi-ecía cobijo al arte y a la poesía, sino que enseñaba también a
entender el mito y la mitología de manera distinta. Ya no era necesa­
rio delimitar rigurosamente lo cristiano frente a lo pagano. Más bien,
era cuestión de poner de manifiesto el núcleo religioso también en los
antiguos mitos y sus sistemas, en las mitologías. Schleiermacher se apo­
yaba en su definición de la experiencia religiosa, a la que se refería con
estas palabras: «El universo se halla inmerso en una actividad incesan­
te y se nos revela en cada instante». Y en relación con los antiguos grie­
gos deduce la consecuencia:
Estaba ya en juego un acto religioso cuando en todo acontecimiento pro­
picio, donde las leyes eternas del mundo se revelaban de forma lumino­
sa en lo casual, ellos daban un apodo peculiar y construían un templo al
Dios, considerado como autor del suceso; captaban de este modo una
acción del universo, y designaban de esa manera su individualidad y su
carácter.
Podían representarse de esa manera las diversas fuerzas impulsoras
de la naturaleza y los impulsos que actúan en el hombre, los dioses del
agua, del aire, de la tierra, del bosque, de la lucha, del amor, de la as­
tucia, del movimiento, de la muerte. Surge así la mitología del poli­
teísmo como reflejo de las fuerzas fundamentales en lo numinoso. Las
mitologías pueden distinguirse según el criteria de si brotan del senti­
miento de la libertad o de la esclavitud, o de si entienden el universo
como un mecanismo ciego o como un organismo vivo, en el que la
actividad del individuo y la del todo están referidas entre sí dentro de
una configuración de sentido, aunque no siempre sea de forma armó­
nica. Para Schleiermacher sólo es adecuada al misterio real del univer­
so creador una mitología que brote de la experiencia de la libertad y
que conduzca otra vez a ella.
Pero ¿qué significa esta vinculación de la mitología con el sen­
timiento de la libertad? En pocas palabras: es libre aquella mitología
que vivifica al hombre, que incita sus fiierzas creadoras; aquella que
no lo condena a sus orígenes, sino que le permite liberarse de ellos
para emprender nuevos esbozos y cambios que rompan el anatema de
lo siempre igual; brevemente: es libre la mitología que dispone al in­
dividuo para un universo creador, en el que aquél pueda constituir una
parte orgánica, capaz de contribuir a la creación del mismo. Las histo­
rias de los dioses griegos narran tales liberaciones y transformaciones.
Zeus arroja a los titanes al Orco, Prometeo trae el fuego al hombre.
Hércules libera a Prometeo, aherrojado en la roca. La caja de Pandora
se abre, y los males y las miserias se precipitan sobre el linaje huma­
no, aunque también se le abre la esperanza. Estas historias son venta­
nas hacia lo infinito. Son expresión de la experiencia del hombre, que
está en contacto con fuerzas monstruosas y que se resiste a ellas. Aho­
ra bien, la mitología degenera y queda vacía cuando se comienza a
«confeccionar una crónica admirable de las teogonias».
Por tanto, para Schleiermacher el núcleo religioso en el mito ha de
buscarse exactamente allí donde se unen ambos elementos: en la rela­
ción con el todo inmenso y el despertar de la conciencia de la indivi­
dualidad, que acarrea la experiencia de la libertad. El concepto de lo
infinito en Schleiermacher no admitía ningún mito del origen. No se
trataba de que el hombre quedara otra vez vinculado al origen. Lo in­
finito es abierto, incluye en sí lo pasado y el futuro.
Dos años antes de los Discursos de Schleiermacher se había produ­
cido ya un primer intento de explorar la posibilidad de una mitología
semejante, abierta al flituro y que, con ello, reivindicara la libertad. Su­
cedió en un texto audaz de 1797, que no se descubrió hasta 1927 y que
ha sido atribuido sucesivamente a Hólderlin, Schelling y Hegel. Aun­
que muchas cosas hablan a favor de que el autor es Hegel, nadie dis­
cute, no obstante, que el espíritu del esbozo, que más tarde se llama­
rá Primer programa de un sistema del idealismo alemán, está determinado
decisivamente por el intercambio, entonces todavía amistoso, entre
los tres.
Al principio de la obra leemos: «Naturalmente, la primera idea es
la representación de mí mismo como un ser absolutamente libre...».
Y luego el texto prosigue: «En primer lugar hablaré aquí de una idea
que, a mi juicio, no se le había ocurrido a nadie todavía; deberíamos
tener una mitología, pero esta mitología ha de estar al servicio de las
ideas, ha de ser una mitología de la razón».
Lo racional que una «mitología de la razón» exige debe cifrarse en
el enfoque de la filosofía de la identidad, o sea, en la suposición de
que en la sociedad y en la naturaleza actúa la misma razón que en el
espíritu humano. Pero como la razón subjetiva es una nota de la li­
bertad, en consecuencia el proceso total en el que está implicado el
hombre ha de entenderse en analogía con la libertad. Hegel y Schelling
desarrollarán más tarde este enfoque a través de caminos diferentes,
Schelling, con la mirada puesta en la naturaleza, y Hegel dirigiendo a
la historia y a la sociedad el foco de su perspectiva.
Esto por cuanto se refiere a lo racional. Pero ¿qué es lo mitológi­
co en la «mitología de la razón»? Lo mitológico no es nada sustancial,
sino solamente un revestimiento estético. Nada cambia en esto el que
el texto diga: «El acto supremo de la razón, aquel que abarca todas las
ideas, es un acto estético». Lo «mitológico», entendido como un «acto
estético», se entiende solamente como una forma de popularización.
«Mientras no hagamos estéticas las ideas, es decir, mientras no las ha­
gamos mitológicas, éstas carecen de interés para el pueblo; y mien­
tras la mitología sea racional, el filósofo ha de avergonzarse de ella.
Así, finalmente, los ilustrados y los no ilustrados tienen que darse la
mano...»
Aquí actúa todavía el pensamiento tradicional de la Ilustración,
para el que la mitología es una manera inauténtica de discurso, un pen­
sar en imágenes. Por eso puede dudarse de que Holderlin, para el que
la poesía es más que un revestimiento en imágenes, tuviera mucho
que ver con la redacción de este texto. Los autores quieren una mito­
logía con la que pretenden envolver ideas que han desarrollado por
otros caminos, con el propósito de que tengan una mayor repercusión
en el público. Se refieren con ello al uso de símbolos, imágenes y na­
rraciones intuitivas, medios por los que las ideas abstractas ocupan la
fantasía colectiva, para darle alas con el espíritu de la razón y de la li­
bertad. No se vislumbra aquí todavía el sentido y el gusto para lo in­
finito. En todo caso, desde el punto de vista de los autores del texto,
las ideas que han de recibir un revestimiento mitológico son claras y
distintas. Han de hacerse intuitivas con ayuda del lenguaje metafórico.
El documento, al que tanta importancia se le concede en la actua­
lidad, no es mucho más que un proyecto de pedagogía popular. Los
autores se sentían todavía demasiado listos, demasiado dueños del con­
cepto, para dejarse llenar por el espíritu romántico. En su caso no está
abierta todavía la ventana hacia el infinito. Pero esto cambiará, por lo
que respecta a Hólderlin y Schelling.
En cualquier caso, es romántica la audacia con que los autores po­
nen manos a la obra. Se sienten como grandes yos, que se atreven con
conciencia revolucionaria de sí mismos a producir algo que hoy se co­
noce como «cambio de paradigma». «Con el ser libre, consciente de sí
mismo, emerge a la vez de la nada un mundo entero, la única creación
verdadera y pensable de la nada.» Esta palabra también tiene un tono
político. Actúa aquí un impulso anárquico. El Estado actual, leemos
en el texto, está construido como una máquina, no como un organis­
mo. En ese Estado mecánico los individuos han de fiincionar, pero sin
llevar en sí mismos la idea del todo, o sea, el elemento de la libertad.
«Por tanto, tenemos que ir más allá del Estado, pues todo Estado tie­
ne que tratar a los hombres libres como si fijeran engranajes mecáni­
cos; y como esta situación no puede continuar, el Estado tiene que de­
jar de existir.»
Así pues, no basta con que los poetas se hagan su mitología priva­
da. Esto no merece el nombre de mitología. La mitología tiene que ha­
cerse pública, ha de servir para la formación de la comunidad. Es un
poder socialmente unificante. La mitología de la razón ha de arrancar
a la poesía de sus recintos privados, donde, relegada a ser una cosa se­
cundaria, sirve solamente para ofrecer una compensación privada por
el mal público. Hay que crear una esfera pública que sea fiierte y cons­
ciente de sí misma; en el año 1797, Hólderlin, Hegel y Schelling se
sienten capaces de llevar a cabo esta tarea.
Pocos años más tarde, en 1804, cuando ha sucumbido el antiguo
imperio y Napoleón domina en Alemania, Schelling escribe:
Allí donde toda la vida pública se descompone en la singularidad y opa­
cidad de la vida privada, también la poesía se hunde a mayor o menor
profundidad en esta esfera indiferente [...]. La mitología no es posible en
las cosas particulares; sólo puede nacer de la totalidad de una nación, que,
como tal, se comporta a la vez como identidad, como individuo.
En un momento en que Schelling comienza a ocuparse del pro­
blema del mal y, con ello, también de la esfera religiosa, Hegel está en
vías de elaborar su versión de una mitología de la razón, aquel gran re­
lato filosófico que muestra la actuación del espíritu en la naturaleza y
en la historia, primero de manera inconsciente, para entrar luego en la
conciencia de su libertad en el interior del hombre. La filosofía de He­
gel, que desvirtúa a los antiguos dioses de la historia, se convierte a su
vez en una mitología social e histórica, que más tarde irradiará pode­
rosamente en su transformación marxista.
Hablaremos inmediatamente sobre el tercero en esta alianza: Hól-
derlin.
El «sentido y el gusto para lo infinito» de Schleiermacher era a la
vez síntoma y motivo de un movimiento que, en lo referente a la mi­
tología, al arte y a la religión, iba más allá del «programa de un siste­
ma», el cual en su núcleo se guiaba todavía por un enfoque raciona­
lista. Hay dos ámbitos que son especialmente característicos de este
movimiento.
En torno a 1800 se desarrolló una forma renovada de investigación
de los mitos y, en íntima relación con ello, cambió la imagen de la an­
tigüedad que el clasicismo que Winckelmann había acuñado. El resul­
tado común de estas innovaciones será que en la lejanía y a la vez en
la profundidad del pasado alboree el continente espiritual del este, el
«Oriente», según el término que entonces se pone de moda. Con la pa­
labra Oriente se designan sobre todo los tiempos antiguos de India,
China y Egipto. El Oriente arroja sus sombras sobre el Occidente. El
proceso comenzó pocos años después de que Napoleón tuviera que in­
terrumpir su expedición a Egipto. La comprensión que Occidente tenía
de sí mismo se viene abajo. Junto con Zoega, Kanne y Welcker, quie­
nes conducen a esta lejanía espacial y espiritual son especialmente Jo-
seph Corres, Friedrich Schlegel y Georg Friedrich Creuzer. Corres pu­
blicó en 1810 la Historia de bs mitos del mundo asiático. En el mismo
año comienza la publicación de la monumental obra de Creuzer titu­
lada Simbolismo y mitología de los pueblos antiguos, especialmente de los grie­
gos. Friedrich Schlegel, que ya en su Discurso sobre mitología del año 1799
había dicho: «En Oriente hemos de buscar lo supremo romántico», es­
tudia sánscrito en París, y en 1808 publica el tomo Sobre la lengua y la
sabiduría de los indios.
Esta generación de investigadores románticos de los mitos se dis­
tingue de sus precursores por el hecho de que, de entrada, no se con­
sideraban más listos y sabios que las mitologías que investigaban. Es­
tos románticos buscaban las olvidadas huellas lejanas de experiencias
anteriores en relación con lo desbordante y lo infinito. Se sentían
como trabajadores en la viña de la memoria mítica de la humanidad.
El sentido para lo infinito se complacía en la profiindidad del pasado,
en los abismos de la prehistoria. Desde su punto de vista, la aparición
del cristianismo significó una cesura importante, pero ha de entender­
se como un suceso con una prehistoria insospechada. Y por lo que se
refiere a la antigüedad clásica de Europa, ésta se reducía para ellos casi
a un episodio, y descubría tremendas contradicciones a la mirada del
investigador, no a la mirada que simplemente admira.
Creuzer fiie del oeste al este. Górres buscó el este para llegar de
nuevo al oeste desde allí, desde la otra cara. Ahora bien, para ambos,
lo mismo que para Friedrich Schlegel, era decisivo el punto de vista
que Friedrich Ast formuló en 1808: «Mientras no conozcamos todavía
el Oriente, nuestro conocimiento del Occidente carecerá de funda­
mento y será estéril».
Górres y los otros se convirtieron en viajeros espirituales del Orien­
te. Ya Novalis quería enviar a su Enrique de Ofiierdingen a un Oriente
mágico, a las «fiientes de la sabiduría». Estos viajeros del Oriente bus­
caban la cuna cultural de la humanidad; creían que, con sentido y
gusto para lo infinito, el cielo y la tierra se tocarían todavía más ínti­
mamente en el tiempo primitivo. Górres, aludiendo a la «Balada de
Mignon», de Goethe, comienza así:
¿Conocéis el país donde la joven fantasía se embriagó por primera vez
en los aromas de flores y en la dulce ebriedad el cielo entero se derramó en
visiones mágicas? Nuestro ánimo, atraído por un tiro secreto, se siente
arrastrado hacia el Oriente, hacia las orillas del Ganges y del Indo; hacia
allí apuntan todos los oscuros castigos que yacen en sus profundidades,
y allí llegamos cuando seguimos hasta su fuente el torrente silencioso que
en leyendas y cantos sagrados fluye a través de los tiempos.
Irrumpe el ansia de nuevas fronteras, de nuevos horizontes; se so­
brepasa la añoranza de la época clásica, del sur. Schopenhauer, que en
su juventud respiraba espíritu romántico, encontrará la más bella con­
firmación de su filosofía cuando reconozca en su concepto de repre­
sentación la noción india de Maya y el Nirvana indio en su ética de
la negación de la voluntad. Fue Friedrich Schlegel el que familiarizó a
los círculos culturales de Alemania, y también a Arthur Schopenhauer,
con los Upanishad.
Tal como en su momento le había sucedido a Herder, se apodera
de los románticos el sentimiento de actuar en un tremendo movi­
miento del tiempo, en un movimiento que viene de lejos y que nos
conduce hacia lo indeterminado. Las cosas fluctúan, no puede encon­
trarse ningún punto fijo de observación, somos historia y nos movemos
con ella. Pero durante los pocos años que transcurren entre la Revolu­
ción y los desengaños que sufi-ieron los que se habían entusiasmado
con ella -Górres, por ejemplo, había sido un jacobino antes de viajar
a Oriente-, la atención se desplazó. Ahora se escucha el susurro del pa­
sado y ya no se atiende tanto a las promesas del fiituro. Para la nueva
conciencia romántica de la historia, los orígenes traen ahora la verdad,
y de ellos parte un encanto que actúa en la lejanía. Despierta una nos­
talgia poderosa del pasado. Joseph Górres, que gracias a esta actitud se
convierte en la figura central del Romanticismo de Heidelberg en tor­
no a 1807, en el epílogo de su Historia de los mitos del mundo asiático,
que más tarde Richard Wagner y Friedrich Nietzsche utilizarán copio­
samente, escribe:
Aquel mundo pasado, por rico que fuera, se ha hundido, las olas se han
derramado sobre él; aquí y allá descuellan todavía las ruinas, y cuando
atraviesa con sus rayos de luz la oscuridad en las profundidades de los
tiempos, vemos que sus tesoros yacen en el fondo. Desde una gran leja­
nía nos adentramos en el abismo prodigioso, donde descansan ocultos to­
dos los misterios del mundo y de la vida. [...] La mirada es atraída hacia
abajo, hacia la profundidad; seducen los enigmas desde la lejanía, pero la
corriente empuja hacia delante y arroja al buceador al presente.
Cuando Górres escribe estas frases, ebrias de pasado, sólo han
transcurrido diez años desde que Schelling, Hólderlin y Hegel desarro­
llaran su programa revolucionario de una mitología de la razón. Para
ellos la verdad estaba en el futuro; para Gorres, los «misterios del mun­
do» se ocultan en la «profundidad» de los tiempos primitivos. Górres
busca el mito del origen. No obstante, el universalismo humanista es
tan poderoso en él que, en relación con el mítico tiempo primitivo, es­
tablece la tesis de que la historia de todos los tiempos comienza «con
la historia universal, no con la historia especial de un país». En el in­
tento de poner de manifiesto el origen de la historia y con ello de la
cultura humana, Górres, tras las huellas de Herder, compara las mito­
logías de Japón, de China y del norte de Europa, establece conexiones
con las tradiciones culturales de Grecia, de Egipto y de India, y llega
a la conclusión de que «las primeras páginas en el gran libro de la his­
toria universal», si bien están escritas con letras diferentes, narran, sin
embargo, la misma historia por doquier. Y Górres cuenta esta historia
en analogía con el nacimiento individual desde el cuerpo de la madre.
El mito universal del origen, dice Górres, recuerda el paulatino y do­
loroso despertar de la humanidad «sonámbula» a partir de la cautivi­
dad de la naturaleza, de una cautividad perdida en el sueño. Cierta­
mente el espíritu ha roto los «círculos del poder de la naturaleza», ha
salido de la cueva en la que estaba abrigado, pero, a diferencia de la
fase anterior al nacimiento, no ha concluido todavía el propio círculo.
Entonces al hombre le latía ya el corazón en el pecho, mas el «verda­
dero corazón» todavía es para él el que late en el universo. El hombre
temprano está todavía bajo el poder de la tierra, pero en cuanto sale a
lo abierto y despierta a la conciencia, se convierte en un ser que se crea
la cueva artificial de la cultura, una cueva llena de huellas del recuer­
do de la perdida unidad con el cielo y la tierra. Sólo con la transición
del mito a la cultura se astilla lo universal y aparecen la multiplicidad
y la obstinación en lo propio. Sólo desde este instante hay «historia de
un país» y mitos locales especiales, que, sin embargo, ya quedan lejos
del auténtico origen.
Goethe se siente incómodo. Nota cómo sube una marea que le so­
cava la casa cultural. El 16 de enero de 1818 escribe a Sulpiz Boisserée:
El camino de Winckelmann para llegar al concepto de arte, era por com­
pleto acertado. [...] Sin embargo, pronto la contemplación se revistió de
interpretación y se perdió en sofisticadas versiones; quien no sabía ver,
empezó a imaginar, y así los hombres se perdieron en lejanías egipcias e
indias; cuando se tenía lo mejor en el primer plano [...], hubo que pa­
decer constantemente por los desventurados misterios dionisiacos.
A los románticos no les bastaban los primeros planos que Goethe
recomendaba. No en vano Novalis había cantado ya a la noche. Pero
ahora la que fascina es la misteriosa noche del seno natal de la huma­
nidad y de la lejanía de los tiempos. Al que ha brotado le atrae el ori­
gen, donde se unen el nacimiento y la muerte. Górres escribe en la in­
troducción a sus Opúsculos populares teutones:
Nacemos en el túmulo funerario del pasado; la vida ha pasado por la
tierra, como a través de una exclusa, como una llama de fuego, pero sólo
la profundidad da alimento a la llama, y abajo, en la sombría cueva, ha­
bita la Sibila y protege las momias que han ido a descansar, y envía hacia
arriba las otras, que entran de nuevo en el círculo de la vida, y toca la
campana de los muertos, que llama ronca desde las profundidades de las
generaciones, que han de descender al reino sombrío de la noche.
Górres se pregunta cómo ha comenzado la humanidad. Por ese ca­
mino se llega a los supuestos comienzos originarios. Si no se quiere re­
troceder tanto, sino detenerse en el origen de la «historia del país», la
pregunta correspondiente es: ¿cómo han comenzado los alemanes, qué
les ha dado forma, cuál es su origen cultural y, sobre todo, qué aspec­
tos del pasado de la cultura alemana, si nos acordamos de ellos, ayu­
dan a crear una conciencia de sí mismo que sirva a la autoafirmación
en la situación de crisis? Éstas son las preguntas que se imponen lue­
go al Romanticismo de Heidelberg y adquieren fuerza política entre
1806 y 1815, después del desmoronamiento de Alemania y en los años
de las guerras napoleónicas. A partir de la referencia al futuro en aque­
lla época y de la felicidad en el pasado se conforma una nueva con­
ciencia crítica. El presente, se dice entonces, es prisionero de una ilu­
sión si cree que está al principio del tiempo, que con él comienza una
nueva época. Quien mira solamente hacia delante, salta por encima de
las experiencias, la sabiduría y la memoria del pasado. Desde esa pers­
pectiva los muertos no tienen derecho a hablar. Friedrich Karl von Sa-
vigny, que pertenecía también al círculo de Heidelberg, previene fren­
te a esta postura. Pronto se advertirá, dice, que el pasado ignorado se
venga, que si éste no es asumido conscientemente y se sigue forman­
do, se impone como coacción ciega tras las espaldas de los actores, y
que, por tanto, no se logra el futuro esperado, si se destruye la unión
con el pasado.
Para la conciencia clásica el pasado, al que se quería permanecer
unido, era sobre todo la antigüedad estéticamente ejemplar. Ésta se ve
ahora desde nuevos aspectos y adopta otro cariz. La imagen de Win-
ckelmann era: «Sencilla nobleza, silenciosa grandeza». Górres expresa
la suposición de que la antigüedad pudo verse así porque ahora las es­
tatuas carecían de color y las órbitas oculares aparecían vacías. La an­
tigüedad presenta otro aspecto vista con ojos románticos. Friedrich
Schlegel, en sus escritos tempranos sobre la antigüedad, había resalta­
do el rasgo salvaje, dionisiaco: «Las orgías, los delirios festivos a espal­
das de los usos legales, envueltos en un sagrado estilo oculto, eran un
componente esencial del culto místico a los dioses». Antes de Nietz-
sche, los románticos habían percibido la dionisiaca corriente subterrá­
nea del mundo griego y se sentían atraídos por ella. Novalis habla con
su suave estilo del «espíritu de la aflicción bacántica».
Winckelmann había escrito: «El viento que sopla desde los sepul­
cros de los antiguos llega impregnado en aromas, como si hubiera pa­
sado sobre colinas de rosas». ¡No!, dicen los románticos, no son sólo
aromas y colinas de rosas, hay también un presentimiento de tristeza y
de una horrorosa crueldad. ¡Qué espantoso es el destino de Edipo,
y qué horribles son los sufrimientos de Prometeo aherrojado en la
roca, cuyo hígado come un águila! Qué furia en Medea, que mata a
sus hijos. Y también en los bellos pasajes y figuras, «¿de dónde proce­
de el dominante tono melancólico en todo el arte griego? ¿De dónde
proviene el turbio matiz en las figuras sensiblemente más bellas de los
héroes juveniles, incluso de Apolo...?», pregunta Karl Wilhelm Ferdi-
nand Solger, y responde que los griegos, precisamente porque enco­
miaron tanto su cultura de la belleza, convirtieron en un abismo la dis­
tancia frente al mundo animal, en el que tenían que precipitarse una
y otra vez. No lograron desprenderse del miedo a la caída y del mie­
do a la muerte. Esto roza la idea de Novalis en los Himnos a la noche:
los griegos temían tanto a la noche, que tenían que precipitarse en ella
a la manera como un combatiente se entrega al enemigo. «Los griegos»,
escribe el historiador August Bóckh, «en el brillo del arte y en la flor
de la libertad eran más infelices de lo que la mayoría cree.» Emst Mo-
ritz Arndt ni siquiera concede esta «flor de la libertad»: «Entre ellos la
libertad se alimentaba y conservaba gracias a la esclavitud...».
Pero ¿cómo se comportaban los griegos con el sentido religioso y
el gusto para lo infinito? En lo dionisiaco, en la embriaguez y en las
orgías, los románticos tendían a ver el intento de notar lo infinito en
la dimensión de la sensibilidad desencadenada. Unos negaban esto por
razones morales, otros lo asumían con deliciosos escalofríos. No hay
que profundizar demasiado en ello, escribe Solger, pues de otro modo
puede acontecemos lo mismo que al rey Penteo, que quiere observar
en secreto a las ménades furiosas, entre ellas a su madre, en el séquito
de Dioniso, y éstas lo descuartizan.
Para los románticos, en la medida en que eran o se hicieron pia­
dosos, la cosa estaba clara. Friedrich Schlegel, convertido ahora al ca­
tolicismo, descubre en la antigüedad el «sello de lo pagano». Era una
cultura genial, pero no redimida, lejos todavía de la salvación. Es el
ejemplo de una humanidad dotada, que sólo produce una felicidad tré­
mula, una felicidad que pronto se extingue y por ello es presa de la ira
o de la aflicción. Bóckh resume así la interpretación de los piado­
sos románticos: «Si descontamos los grandes espíritus que, incluyendo
un mundo en la profundidad de su ánimo, se bastaban a sí mismos,
vemos que la masa carecía del amor y del consuelo que una religión
vierte en los corazones de los hombres». Lo pagano se convierte en
demoniaco. En los poemas y los relatos de Eichendorff, las estatuas
marmóreas de Venus despiertan a una vida monstruosa en los parques
crepusculares y abandonados.
Pero Goethe no quiere que los románticos desfiguren su visión de
la antigüedad. «La migaja de alegría que los griegos han traído al mun­
do, se evapora por completo ante las tristes [..,] imágenes añadidas.»
También Hólderlin quiso conservar para sí la alegría de los griegos,
pero no de la misma manera que Goethe; se propuso conservarla de
forma tanto estética como religiosa. Hólderlin, como los románticos,
se sentía sobrecogido por el movimiento religioso. Otros buscaban su
salvación en India, o bien en el cristianismo, o bien en ambos mun­
dos; él dirigió su atención a Grecia con entrega creyente y fuerza poé­
tica. Pero esto no tuvo buen fin, pues cada vez le resultó más difícil
distinguir si lo que le atraía era la poesía de la religión, o la religión de
la poesía. ¿Vivían todavía los dioses a los que él entonaba sus cánticos,
o vivían solamente en la canción, tal como dice Schiller en «Los dio­
ses de Grecia»? No podían vivir solamente en el canto. ¿Cómo y dón­
de tenían que vivir?
En primer lugar, no podía ser de otro modo, quiere conocerlos a
través del canto. Leyó textos griegos de Homero, de Píndaro, de Sófo­
cles, primero en la escuela y luego en la residencia de Tubinga. Lee más
de lo que prescriben los planes docentes. Serán celebrados sus conoci­
mientos filológicos. En este campo supera a sus compañeros de estu­
dios, Schelling y Hegel. Reviste especial importancia para él uno de los
dioses griegos: Dioniso. Ya en el centro de estudios de Tubinga los tres
amigos, Hegel, Schelling y Hólderlin, le habían dedicado un culto pri­
vado; y los misterios dionisiacos del renacimiento y de la renovación
habían ocupado su fantasía. Dioniso es el dios del vino, de la sensibi­
lidad desencadenada, del placer, pero también un dios que es desga­
rrado y muere, para retornar de nuevo. En los estudiantes de teología
del seminario de Tubinga este dios evoca el recuerdo del Cristo cruci­
ficado y resucitado; pero Dioniso es más exótico, especial, y estimula
con más fuerza la fantasía. En torno a 1790 los amigos de Tubinga lo
escogen como patrón revolucionario, como símbolo de su esperanza
de una renovación social y, en general, del espíritu juvenil de un re­
nacimiento de la naturaleza en primavera. Hólderlin dirá de Dioniso
que es el «dios venidero»:
Allí en tierras del Olimpo,
en lo alto del Citerón,
bajo las uvas y los pinos,
abajo, lejos, Tebas quedó.
Vivo susurra el Ismenos,
en las regiones de Cadmo,
de allí viene, allí va mirando
de nuevo el dios venidero.
Por tanto, primero los amigos habían rendido homenaje a Dioni­
so, y luego en 1797 desarrollaron su programa de una mitobgía de la
razón, al que Hólderlin dio una versión poética. En ese programa está
en juego la razón, por cuanto predomina el sentimiento de la libertad.
Y se da también una mitología porque, de hecho, Hólderlin experi­
menta los poderes de la naturaleza y de la historia como divinos y nu-
minosos. E interviene la poesía por cuanto ésta es el lenguaje que crea
espacio a lo sagrado, un espacio en el que puede mostrarse lo divino.
Para Hólderlin la fantasía mítica es un órgano de percepción. Sólo
a través de ella se le abre e interpreta la vida. Esta especie de fantasía
se ha formado en él por la unión de recuerdos de juventud y vivencias
durante su educación. El reino de la niñez, su paisaje y sus voces, se
le transforma en un mundo mítico, que como pasado sigue viviendo
todavía en él. Este reino es cercano y lejano, y por eso es recorda­
do con aflicción; «¿Dónde vuelve a resonar de nuevo la melodía de nues­
tro corazón en los días felices de la niñez?». Y por lo que se refiere a
las tempranas vivencias de su formación, ocupa un puesto especial el
poema de Schiller «Los dioses de Grecia», junto con los antiguos clá­
sicos.
Fue este poema el que inspiró a Hólderlin en sus intentos de dar
nueva vida a la conciencia mítica. Buscará un lenguaje lírico para la
experiencia mítica, que a su juicio era obvia para los griegos y que se
ha perdido para los «hombres actuales». ¿Experiencia mítica? Con esta
expresión entiende un sentido para lo profundo. Pero cree que nosotros
destruimos tal significación por la «furia» de la explicación. Penetramos
en la realidad en lugar de abrirnos a ella y permitirle que «se abra». Por
eso ya no «vemos» la tierra, no «escuchamos» el canto de los pájaros,
y se ha «secado» el lenguaje entre los hombres. Hólderlin califica este
estado como «noche de los dioses», y previene frente a la «hipocresía»
con que se abusa de los temas y nombres mitológicos para desarrollar
un juego meramente artístico.
De todos modos, en la evocación del mundo de los dioses griegos
presente en la obra de Schiller no pueden pasar inadvertidos los rasgos
artísticos. En ciertos pasajes la poesía puede leerse como un quién es
quién en el mundo de los dioses griegos. En ella se nota a veces que
el autor utilizó intensamente el Léxico Mitológico de Benjamín He-
derich, una enciclopedia muy usada en la época. Por tanto, para en­
tender detalles particulares del poema hay que consultar el Léxico. Ya
Kómer había criticado la saturada erudición del poema, y Goethe lo
encontró expresivo, pero demasiado largo y sobrecargado.
Ni Schiller ni Goethe creían que los dioses que aquellos versos evo­
caban podían ser poderes actuales, más allá del mundo poético. Hól­
derlin había admirado a Schiller por encima de todo, pero cuando en
1795 pasó algún tiempo en Jena cerca de su maestro, se sintió cohibi­
do y apenas escribió una sola línea. ¿Por qué? Porque en las proximi­
dades de Schiller temía por su fe. «Si me quitáis mis dioses», dijo una
vez, «me matáis».
Para los admiradores de la antigüedad, desde Winckelmann hasta
Moritz, Schiller, Goethe y Schlegel, los dioses eran símbolos artísticos.
En cambio, para Hólderlin los dioses desbordan sus antiguas imágenes;
desde su punto de vista, está fuera de toda duda que aquéllos no vi­
ven solamente en el «país de los poetas». Para él, están presentes, y esta
presencia no se reduce al recuerdo histórico.
Afirma que el «aspecto vigoroso» le «conmovió constantemente» y
que, con toda sinceridad, «Apolo le golpeó». Hólderlin no escribe esto
en un poema, sino en una carta de noviembre de 1802 a Bóhlendorff.
Habla de algo que le aconteció realmente en su camino a pie hacia
Burdeos a través del Macizo Central.
¿Qué sucede en realidad cuando Hólderlin experimenta lo «divino»
o los «dioses»?
Tal vez podríamos hablar aquí, con Nietzsche, de las «cumbres del
arrobamiento», de sobrecogedorés o silenciosamente fascinantes suce­
sos de la naturaleza:
¡Éter poderoso!, y tú, luz y tierra,
enlazados los tres reinan y aman.
¡Dioses mecidos en duración etema!,
irrompibles hilos a vosotros me atan.
Esto incluye también amistad, amor y sociabilidad exaltada. Brillan
esos instantes de crecida intensidad; sobre ellos se derrama una luz que
arranca de los tonos grises y oscuros de la vida corriente. Donde se lo­
gra algo de forma tan seductora «habita un dios», y por eso hay tantos
dioses, porque en todo momento logrado de la vida mora un dios pe­
culiar, Hólderlin escribió en una ocasión a su hermano: «Y así también
a la divinidad que está entre tu persona y la mía hemos de ofrecerle
una dádiva de tiempo en tiempo, el don ágil y puro de que hablemos
entre nosotros». También en el espacio que existe entre él y su herma­
no habita un dios, es el espíritu bueno que reina entre ellos en la fe­
liz familiaridad, en la comprensión y en la participación recíproca.
Y también es un dios el que abre un espacio entre él y su amada Suset-
te Gontard, A este respecto escribe a su amigo Neuffer: «¡Ay!, junto a
ella, podría olvidarme de mí y de todo durante un milenio en feliz
contemplación [...]. En ella todo está unido en un conjunto divino...».
Y de igual manera procede en los otros ámbitos. En cada momento
pleno de la vida percibe la acción de una divinidad. De ahí que exis­
tan para él tantos dioses. Por eso atraen su interés las antiguas deida­
des con sus competencias especiales, y no el único Dios del cristianis­
mo, que por tener que hacer de comodín en todas las jugadas quizá
queda aplanado, un dios que al final conduce al hombre solamente a
la conciencia moral.
Hólderlin no siente cristianamente, pero tampoco es panteísta. No
equipara la naturaleza a Dios, sino que experimenta algunas ocasiones,
relaciones y situaciones como divinas. Es divina una vida que crece
desde su raíz, encuentra su forma adecuada y vuelve saciada a la tierra.
Una vida a la que le es dado realizar semejante ciclo se halla bajo el
amparo divino. Es «enteramente lo que es, y por eso es tan bella». Es
elegida, las «Parcas» le deparan su amistad. Estas no cortan el hilo has­
ta que el fruto está maduro.
También los paisajes pueden ser divinos. Hiperión, lleno de triste­
za por la antigüedad desaparecida, pisa otra vez el suelo griego, com­
parece ante su paisaje, y de pronto todo está de nuevo allí, el espíritu
de los lugares se apodera de él. Viven todavía los dioses en los bos­
ques, en la brisa, que sopla desde el mar, en las mujeres, que caminan
con canastas por las colinas, en los hombres que, sentados tranquila­
mente junto al mar, tejen sus redes. «Finalmente noté algo más, y mi
ser entero se abrió al poder maravilloso, que de pronto jugaba conmi­
go de forma dulce, silenciosa e inexplicable.» Lo divino no hace «acto
de presencia» en la naturaleza entera, sino en determinados paisajes y
configuraciones del enrejado humano. Llega y se va, en medio de un
juego incesante de presencia y sustracción, aparición y desaparición.
Lo infinito está en lo finito y lo eterno viene en el instante.
Lo divino se muestra en instantes de gran distensión. Vive en el en­
tre, abre, y su lugar es lo abierto.
Hoy está turbio, ¡ven a lo abierto, amigo!,
dormitan las callejuelas y los caminos.
¿Acaso vivo en la época del plomo?,
pregunta el ánimo en su interior de pronto.
Lo divino está presente allí donde la vida celebra. Es el principio vi­
vificante por antonomasia. Vive en la relación y muere con ella. Se pro­
duce la muerte cuando la utilidad propia destruye el espacio interme­
dio, aquel espacio donde puede mostrarse lo «sagrado». Para Hólderlin,
ésta es la característica del presente, una época de la «generación astu­
ta», que cree conocer la naturaleza y la explota. Ahora bien, en la me­
dida en que convierte en «siervos» los poderes divinos que actúan en
ella, se convierte a sí misma en «esclava». Lo divino muere cuando los
hombres se convierten recíprocamente en una cosa. Entonces, como si
reinara una «nada» sobre nosotros, «nos sucede que nacemos para la
nada, que amamos una nada, para pasar paulatinamente a la nada».
Lo divino es demasiado frágil, hemos de tomarlo bajo nuestra pro­
tección y conservarlo. También lo bello tiene que morir. En el Hipe­
rión leemos:
Una vez estábamos juntos en el puente por la noche; había pasado una
tormenta fuerte, y el agua de color rojo de la montaña se disparaba como
una flecha bajo nosotros. Pero al lado verdeaba tranquilo el bosque, y las
claras hojas de las hayas apenas se movían. Esto nos sentó tan bien, que
el verde lleno de alma no se fue como el torrente, y la hermosa prima­
vera nos mantuvo tan silenciosos como un pájaro tranquilo. Pero ahora
está más allá de las montañas [...]. Así tiene que marcharse también la fe­
licidad, y previmos cómo nadie puede decir que está firme cuando
también lo bello madura hacia su destino, cuando incluso lo divino tie­
ne que humillarse y compartir la mortalidad con todo lo mortal.
Nada es más fugaz que los dioses, escribe Hólderlin a Bóhlendorff;
ellos cambian sus moradas y dejan cenizas, unas cenizas bajo las cua­
les más tarde podemos encontrar rescoldos. Son quizá los poetas los
que pueden reavivarlos. Han de serles propicios el lugar y el tiempo,
y tienen que encontrar la «palabra alentadora».
Si lo divino es pasajero, es cuestión de proporcionarle cierta dura­
ción. Y ello ha de suceder en el lenguaje, en la poesía, Hólderlin trasla­
da de nuevo a las imágenes del lenguaje aquellos dioses que le habían
desbordado la imagen, a fin de que desde allí puedan aparecer reno­
vados en la vida. Generaciones anteriores, llenas de unción, dieron el
nombre de «profetismo» a ese procedimiento de Hólderlin.
Procede de Gottfried Benn la maliciosa frase de que en Alemania
se da el nombre de «videntes» a personas que en su lenguaje no están
a la altura de la concepción del mundo que proponen. En este senti­
do no hay duda de que Hólderlin no era ningún «vidente». En efecto,
fuera la que fuese su concepción del mundo, lingüísticamente estaba a
su altura. Pero, por otra parte, a él se le presentaba el problema de que
su lenguaje lírico lo transportaba a algo que ya no podía unir con el
resto de su vida. En Hólderlin el lenguaje era más poderoso que cual­
quier otro poder de la vida. En el punto culminante de su fuerza poé­
tica, en torno a 1800, Hólderlin, en su gran poema «Archipiélago», se
atrevió a producir de nuevo el mundo entero de los dioses griegos, a
inventarlos de nuevo en la palabra conjuradora, para que este mundo
le saliera al encuentro.
¡Delicioso tiempo de primavera en Grecia!, cuando llegue nuestro otoño,
cuando maduréis vosotros, espíritus del pasado. Volved y mirad: la con­
sumación del año está próxima. Y entonces, que la fiesta os reciba tam­
bién a vosotros, días pasados. Que el pueblo mire hacia la Hélade y, con
llanto y gratitud, se amanse en recuerdos el día orgulloso del triunfo.
Hólderlin vivía en sus poemas, en cuya esfera lingüística quería dar
duración y sostén a sus instantes de epifanía. Quizá lo consiguió. Pero
aspiraba a más. Quería algo completamente sencillo, algo que puede
reproducirse muy bien. Quería, en efecto, que su espíritu alentador sa­
liera de los límites de la poesía y se hiciera cotidiano en cierto modo.
Había que eliminar desde la poesía el límite entre lo que poetiza y lo
que vive, antes de que sucediera lo contrario, a saber, que la llamada
realidad dura le socavara y arruinara su poesía.
Hólderlin sabía que sus dioses vivían en su lenguaje y que quizá
solamente vivirían mientras su fiierza lingüística pudiera hacerlos pre­
sentes. La formulación sublime de esta idea sobre los «Celestes» se en­
cuentra en el verso:
Pues no siempre puede recibirlos una débil vasija,
sólo a veces el hombre soporta la plenitud divina.
Lo menos sublime se encuentra en una carta a Schiller del 4 de sep­
tiembre de 1795: «Con demasiada frecuencia siento que no soy un
hombre singular. Tirito a punto de congelarme en el entorno de in­
vierno. Hierro es el cielo estelar y yo mismo soy un pedernal».
Por tanto, si para Hólderlin los dioses habían salido de sus antiguas
imágenes y él quería retenerlos en sus propias imágenes, no podía me­
nos de experimentar que estos dioses vivían de su fuerza lingüística en
su ir de acá para allá, en su coyuntura. Pero quería más, pretendía que
lo sagrado de la poesía se ligara de alguna manera con la sobriedad del
resto de la vida. En el poema «Mitad de la vida», Hólderlin acuñó la
expresión «santa sobriedad». Sin embargo, lo cierto es que no llegó a
ser un santo sobrio, sino que se quedó en esta sorprendente imagen
lingüística, Pero no es de admirar que a la postre se apoderara de él la
aspiración a vivir solamente en sus imágenes, a desaparecer en la ima­
gen. Quizás eso fue lo que al final sucedió con Hólderlin.
Para no dar pie a ninguna tergiversación romantizadora, Hólderlin
se derrumbó; sin duda su espíritu estaba destruido y enfermo. El car­
pintero Zimmer, que lo cuidó con entrega durante muchos años en la
torre de Tubinga, lo expresó a su manera suaba: «Su entusiasmo por el
reluciente paganismo le hizo perder el seso. Y con todos sus pensa­
mientos se quedó fijo en un punto en torno al cual sigue moviéndose
todavía.,.».
El punto en el que se había quedado fijo era su propia obra. Hi-
perión permaneció abierto en su mesa de trabajo durante casi todos
esos años, y Hólderlin lo leía sin descanso, buscaba allí su hogar.
Experimentó en su propio cuerpo que el mito necesita una comu­
nidad. «Una mitología no es posible en singular», había dicho Sche-
lling en sus lecciones de 1804 en Würzburg. Y Hólderlin escribe:
¡Padre éter!, así exclamó,
y de lengua en lengua voló.
¿Quién puede en soledad vivir,
en mil maneras diferentes?
Repartidos se gozan esos bienes;
si con extraños sabes dividir
de júbilo te llegarás a henchir.
A la postre, Hólderlin se quedó solo con sus dioses. Pero los dioses
que no se comparten desaparecen. No los pudo retener en solitario, y
así siguió sus huellas.
Primero, para él los dioses habían desbordado las imágenes anti­
guas y se habían hecho actuales, luego él los desplazó a imágenes de su
lenguaje, y por último desapareció en ellos.
Capítulo 9

Los románticos, los hermanos Schlegel, Tieck, Novalis, Schleier-


macher, habían saludado con entusiasmo la Revolución francesa. Por
breve tiempo, lo político se convirtió en objeto de entusiasmo. El pen­
samiento sobre el destino del hombre, la imaginación y la compla­
cencia en la experimentación encontraron desafíos y oportunidades en
la política. Friedrich Schlegel escribía a su hermano en 1796: «Si con la
política me llego a regalar, en alas de la felicidad voy a volar». Esto se
producía mientras trabajaba en el Ensayo sobre el concepto de republicanis­
mo, donde, en contra del concepto kantiano de una liga de los pueblos
(en Sobre la paz perpetua, 1795), desarrolla la idea de una república mun­
dial elegida democráticamente. Tres años más tarde, en 1799, cuando
Napoleón se disponía a convertir la herencia de la Revolución france­
sa en un orden imperial, la pasión política de Schlegel ya se había eva­
porado. En el Athendum escribe: «No desperdicies la fe y el amor en el
mundo político; sacrifica tu recinto más íntimo en el mundo divino
de la ciencia y del arte, en el sagrado torrente de fuego del eterno frie­
go configurador».
Schlegel alude a su amigo Novalis, que, con el título de Fey amor
o el rey y la reina, había publicado aforismos en los que ensalzaba ca­
prichosamente a Federico Guillermo III y a su esposa Luise, presen­
tándolos como encarnaciones de un verdadero republicanismo. El pue­
blo, escribe Novalis, puede reconocerse en ellos según una figura
elevada. El monarca es una muestra de las capacidades del hombre.
Es el modelo de una soberanía que dormita en cada uno como dispo­
sición. «Todos los hombres han de ser capaces del trono. El medio de
educación para este fin lejano es el rey.» Novalis era plenamente cons­
ciente de que sus reflexiones no estaban alentadas por el realismo po­
lítico. En una carta dice que él «no hace otra cosa que poesía».
Su ensayo La cristiandad o Europa era también, en lo esencial,
poesía y no política. De todos modos, la obra contiene una serie de
ideas políticas muy características del Romanticismo político en la épo­
ca siguiente. Se trata de la tesis en virtud de la cual la «evaporación»
del sentido sagrado eleva en tal grado el egoísmo del hombre, que un
Estado basado en tal egoísmo no podrá sostenerse a largo plazo, sino
que degenerará en revoluciones permanentes, en ausencia de paz y en
violencia. De donde se deduce que el Estado no puede estar anclado
solamente en la tierra, sino que ha de estar enlazado también con el
cielo.
El buen observador considera tranquilo y despreocupado los trastornos
del Estado en los nuevos tiempos. Los revolucionarios del Estado, ¿no se
parecen a Sísifo? Acaba de alcanzar la cúspide del equilibrio y ya rueda
hacia abajo la pesada carga por la otra ladera. Nunca se quedará arriba si
una atracción hacia el cielo no la mantiene equilibrada en la cumbre.
Cualquier soporte es demasiado débil si vuestro Estado mantiene la ten­
dencia hacia la tierra. Pero si lo vinculáis a las alturas del cielo mediante
una añoranza superior, si le dais una relación con el todo del mundo, en­
tonces tendréis en él un resorte infatigable y recibiréis abundante premio
por vuestros esfuerzos.
También esta visión de una Europa cristianamente unida ha de en­
tenderse como una respuesta a las reflexiones de Kant en La paz perpe­
tua. Kant no recurre a una fundamentación religiosa. Es cierto que ve
en el hombre el «mal radical», pero cree que éste es dominable, en pri­
mer lugar, mediante la razón moral y, en segundo lugar, mediante la
conjugación de constitución republicana, un público político y el co­
mercio mundial. Con ello el hombre se hace civilizado, por lo menos
exteriormente, y puede mostrarse como buen ciudadano, sin necesidad
de haberse purificado antes para ser un buen hombre. Kant estaba tan
convencido de la benéfica repercusión de esta trinidad de república,
opinión pública y comercio mundial, que a la postre llega a decir: «El
problema de la institución del Estado, por duro que parezca, puede
resolverse incluso en un pueblo de diablos (con tal de que tengan
entendimiento)». Los «diablos están dotados de entendimiento si se
comportan de modo racional y calculable de cara a la propia utilidad
y conservación». Kant es consciente de que sólo así pueden salir las
cuentas.
Pero los románticos miraron más profiindamente a los abismos de
los hombres. Por eso otorgan poca confianza a la racionalidad de la
autoafirmación y del interés personal. La razón moral y el sistema ra­
cional, consistente en la república, la opinión pública y el comercio
mundial, son para ellos solamente fuerzas mundanas, que necesitan
por otra parte un apoyo religioso. Novalis escribe: «Es imposible que
las ñierzas mundanas se pongan a sí mismas en equilibrio, sólo pue­
de resolver esta tarea un tercer elemento, que es a la vez mundano
y supraterrestre». Este «tercer» elemento es la Iglesia católica univer­
sal. Sólo ella garantiza un orden interno y externo que sea digno del
hombre. No cesará la guerra en lo interior y lo exterior, escribe, «si
no empuñamos la palma que sólo un poder espiritual puede entre­
garnos».
Cabe advertir que en Novalis, como sucederá más tarde en el
caso de Schlegel, el inicial entusiasmo revolucionario se convierte en
la idea de un orden religioso. En el momento en que sucumbía, el an­
tiguo imperio se vio glorificado míticamente; nacía la visión de una
convivencia pacífica de los pueblos bajo el paraguas de un cristiano
poder protector, cuyo mandato no debía pasar a la Prusia protestante,
sino que tenía que permanecer bajo los católicos Habsburgo. ¿Por qué
la familia Habsburgo y no Prusia? Porque veían a los Habsburgo como
conservadores de la idea del imperio y, por tanto, como un poder su-
pranacional. Estos autores presentían el infortunio que aportaría un
nacionalismo desencadenado. Soñaban con un imperio que fiiera más
que un Estado nacional ampliado a la condición de imperio. Familia­
rizados con la historia medieval, conocían la tradición vinculada al
mito del imperio. Para esa tradición, el Imperio romano y su conti­
nuación como Imperio cristiano es el cuarto reino del mundo profe­
tizado en el Libro de Daniel, con cuyo hundimiento perecería el mun­
do. En consecuencia, a este reino le incumbía desde una perspectiva
escatológica la función del «katechon» (de lo que detiene), la fuerza
que, según la segunda Carta de San Pablo a los tesalonicenses, podía
detener al contradictor de Cristo y, con ello, el final del mundo.
Evidentemente, estas ideas no tienen que ver con la perspectiva de
una política real, pero obedecen, lo mismo que antes, a una política
revolucionaria, aunque en el sentido de una revolución conservadora.
En la Europa napoleónica, el retorno al imaginado orden antiguo ten­
dría que ser también revolucionario. Los románticos se inquietaban
cuando querían volver a la quietud. Novalis escribe en 1798:
Quizá todos nosotros queremos las revoluciones en ciertos años, busca­
mos competencia, combates y fenómenos democráticos. Pero en la ma­
yoría estos años pasan, y nos sentimos atraídos por un mundo pacífico,
donde una zona central dirige la danza, y preferimos girar como planetas
a luchar destructivamente por llevar la batuta de la danza.
El individuo creador seguía estando en el centro, y sobre él se ten­
día aún la cúpula celeste, que, sin embargo, había de vigorizarse insti­
tucionalmente. Los románticos en sus rincones privados habían inten­
tado audaces experimentos con círculos de amigos, relaciones amorosas,
proyectos de revistas, habían revolucionado la literatura, la filosofía y
la religión para su uso personal, y en todo ello habían establecido un
vínculo entre individualismo extremo y cimbreante universalismo. Ini­
cialmente lo universal era una trascendencia que no podía fijarse; era
«sentido y gusto para lo infinito». Pero poco a poco esta trascendencia
recibió una coloración política. En algunos adquirió el color de la Igle­
sia católica y de los Habsburgo; otros se hicieron patriotas, prusianos,
defensores de la nación.
Puesto que Novalis se orientaba por el poder reconciliador de la
Iglesia universal, no tenía necesidad de elevar la nación política al ran­
go de nueva religión. De todos modos, el punto de vista nacional no
es totalmente extraño para él. Y esto apenas podía ser de otra manera,
pues desde la Revolución francesa el concepto de nación se había he­
cho indispensable para la conciencia pública.
La Revolución fi-ancesa había producido una Grande Nation, que,
como un poder armado hasta los dientes, invadió Europa. La historia
de estos éxitos tuvo un efecto contaminante. En consecuencia también
en Alemania, que todavía no es, ni de lejos, una nación política con un
Estado unitario, se plantea la pregunta de qué significa en realidad Ale­
mania. ¿Es deseable el camino político que la convierta en una nación?
¿Hay que emular a las otras grandes naciones, o bien a este país de fron­
teras inciertas y una historia complicada le han deparado otro camino
especial? También Novalis se planteó esta cuestión y respondió así:
Alemania sigue un camino lento pero seguro por delante de los demás paí­
ses europeos. Si ellos están ocupados con la guerra, la especulación y el
espíritu de partido, el alemán se forma con toda diligencia como miem­
bro de una cultura superior, y esta ventaja tiene que darle una gran su­
premacía sobre los demás en el curso del tiempo.
Ésta es la idea de Alemania como nación cultural, una idea que
también Friedrich Schiller estaba desarrollando en aquella misma épo­
ca. En el esbozo del poema inacabado «Grandeza alemana» leemos:
El alemán, en estos instantes en los que sale sin gloria de sus guerras la­
mentables [...], ¿puede gloriarse y alegrarse de su nombre? [...] ¡Pue­
de! [...] El imperio alemán y la nación alemana son dos cosas diferentes.
La majestad de los alemanes no descansaba nunca en la cabeza de sus
príncipes. El alemán, separado de lo político, ha fundado para sí un va­
lor especial y, aunque el imperio sucumbiera, permanecería incontesta-
da la dignidad alemana [...]. Ésta es una magnitud moral, y radica en la
cultura.
Alemania no está representada en la gran política, pero su «digni­
dad» se muestra en la cultura. El círculo de los románticos compartía
este movimiento, pensaba lo mismo que Schiller. Los alemanes, como
nación política, entran tarde en la historia, pero de este retraso cabe
obtener ventajas:
Por fin moral y razón vencerán,
el rudo poder a la forma ceda;
y el cauto pueblo de marcha lenta
a los veloces ha de alcanzar,
leemos en Schiller; y Novalis cuenta abiertamente con una futura «pri­
macía cultural» sobre los demás. El inconveniente de la tardanza se
convertirá en ventaja. Los hombres no se cerrarán prematuramente me­
diante luchas de poder. Mientras que otros se desuellan en luchas co­
tidianas, aun cuando se precipiten de victoria en victoria, Alemania
trabajará «en el azul eterno de la formación humana» (Schiller), o se
formará como «miembro de una cultura superior» (Novalis). Cuando
esto haya sucedido, se mostrará finalmente en qué consiste el sentido
de la lentitud:
Cada uno de los muchos pueblos
su día en la historia tiene,
el día que en Alemania viene
es la cosecha del tiempo entero.
Novalis cree con Schiller que es el «espíritu del mundo» el que ha
«elegido a los alemanes» para la gran misión de fomentar la libertad y
la bella humanidad en Europa; ninguno de los dos pudo imaginar que
de la tardanza en convertirse en nación habían de brotar no la madu­
rez democrática y cultural, sino especiales histerias y resentimientos,
que la cultura y la formación lentamente desarrolladas no serían sufi­
cientemente fuertes para impedir una barbarie futura, y que esta cul­
tura incluso se dejaría utilizar para los fines de la barbarie.
La idea de nación de cultura todavía está formulada en Novalis y
Schiller dentro del espíritu de una misión universalista; la valoración
de lo propio aún no se vincula con el desprecio de lo extraño.
Pero en Fichte puede observarse cómo del universalismo surgirá el
nacionalismo. Los caracteres de la edad contemporánea es un texto del año
1805 que todavía muestra rasgos universaHstas. El autor sostiene que
el «espíritu emparentado con el sol», que aspira a la libertad, al De­
recho y a una cultura desarrollada, no está atado a nada que proceda
de una determinada nación, pues la nación puede degenerar a través de
un mal sistema político y reprimir el espíritu libre y creador. En un
caso como éste, dicho espíritu se dirigirá hacia aquel lugar «donde hay
luz y derecho». Fichte no quiere incluirse entre los «nacidos en la
tierra» que sólo «reconocen su patria en el terruño, en el río, en la mon­
taña». El «espíritu emparentado con el sol» no es terrígena, no está
arraigado en lo local; más bien, busca su patria allí donde la libertad
tiene una oportunidad; es cosmopolita. El punto de partida es y sigue
siendo el individuo y su aspiración a la libertad y 2i la propia realización.
Un año más tarde, en los Discursos a la nación alemana^ de 1807 y
1808, la patria no es el mero marco exterior, sino el auténtico sujeto
de la libertad. El autor se sigue preocupando de la libertad en el Esta­
do, pero el acento se desplaza desde la libertad interna a la externa, a
la autoafirmación de la nación, entendida como un deber al que es lla­
mada la Prusia derrotada por Napoleón. Fichte concibe al pueblo
como un gran individuo. Las propiedades agradables del individuo, la
libertad, la energía, el espíritu, la cultura, son atribuidas ahora al pue­
blo, y en consecuencia el concepto de educación, que Fichte desarro­
lla en sus Discursos, tiene la finalidad de convertir a cada individuo en
un buen miembro del pueblo. Y este pueblo alemán en conjunto es
glorificado como «pueblo originario» de la aspiración «germánica» a la
libertad. Con ello desaparece el fundamental rasgo cosmopolita, uni­
versal, del primer Romanticismo.
El horizonte se estrecha. El lúdico espíritu libre, que con la pasión
por lo infinito iba más allá de todo límite, comienza a llevar la tras­
cendencia a la esfera política; primero con cautela en Novalis, que bus­
ca en la Iglesia la protección supraterrestre y terrestre, y luego, de ma­
nera más robusta y decidida, en otros que, como Fichte, se centran en
el pueblo, la patria y el Estado.
Después de 1800 aumenta en los románticos la tendencia a pensar
de cara a lo colectivo. Ello sucede de forma activista y con una refe­
rencia al futuro en el caso de Fichte, que eleva el yo y su «acción prác­
tica» al gran yo del pueblo.
Pero en aquella misma tendencia también puede acentuarse la mo­
dalidad de la conservación. El interés renovado por el mito y la religión
permite pensar en orígenes, en una historia que no hacemos, sino que
nos conduce. Ya no basta formar el nuevo mundo con conciencia de sí
mismo; más bien, se pregunta: ¿dónde estoy contenido?, ¿a qué perte­
nezco yo?, ¿qué me determina?, ¿cuáles son mis raíces? Se descubre el
poder creador de la historia, que actúa «a través de silenciosas fuerzas
internas, no a través de la arbitrariedad de un legislador» (Savigny).
La metafísica romántica de lo infinito se convierte en metafísica de
la historia y de la sociedad, de los espíritus del pueblo y de la nación;
y para el individuo se hace cada vez más difícil sustraerse a la suges­
tión del «nosotros». Entre el individuo y la gran trascendencia (Dios,
el infinito) se interpone una trascendencia intermedia, conformada por
la historia y la sociedad. Si antes existía un Dios de la historia, aho­
ra la historia misma se convierte en Dios. Brilla bajo un nuevo es­
plendor mítico y concede sentido y significación. Ello tendrá conse­
cuencias también para la percepción de la sociedad. Esta se presenta
ahora no tanto como proyecto y producto de la propia acción, cuan­
to como lo envolvente por antonomasia. No hemos de perder de vis­
ta, dice Adam Müller, que salimos del seno materno no hacia lo libre,
sino hacia el cuerpo social, y que al hombre le falta todo «cuando ya
no percibe el vínculo social o el Estado».
Adam Müller, el gran protagonista del Romanticismo social, se
halla bajo el influjo de Edmund Burke, cuyas Reflexiones sobre la Re­
volución francesa (1790) impregnaron decisivamente el discurso antirre-
volucionario en todo el continente europeo. A las ideas políticas de la
Ilustración, a saber, los derechos del hombre, el contrato social y el
derecho natural abstracto, Burke había contrapuesto la convicción, an­
clada en la vida social de Inglaterra, de que la constitución estatal y el
orden social son configuraciones crecidas orgánicamente, son expre­
sión de una alianza entre los muertos, los vivos y los no nacidos. La
tradición, con sus instituciones y reglas, dice Burke, es la encamación
de la sabiduría de siglos y por eso es superior al conocimiento de in­
dividuos falibles y a los cambiantes temples de ánimo de la nación.
Con el mismo espíritu de Burke, pregunta Adam Müller: «¿No radican
todos los errores desdichados de la Revolución fi-ancesa en la ilusión
de que el individuo puede salirse realmente de los vínculos sociales, y
derribarlos y destruirlos desde fuera?».
Es digno de notarse cómo esta idea, que, con un deje de piedad
hacia la historia, glorifica la sociedad como un organismo estable, tie­
ne su coyuntura precisamente en un momento histórico de catástrofes
y crisis políticas.
De hecho, se trataba de una crisis. El Sacro Imperio Romano Ger­
mánico había sucumbido en 1806 sin glorias ni ceremonias, bajo los
golpes de Napoleón. Los estados de la Confederación del Rin, desde
Baviera hasta Westfalia, se hallaban bajo la hegemonía de Francia. Des­
pués de la derrota de Jena y Auerstedt, Prusia había dejado de ser una
gran potencia europea y se había convertido en un poder de tipo me­
dio. Alemania estaba más lejos que nunca de ser una nación política­
mente unida.
La voluntad de autoafirmación motivó una esforzada búsqueda de
lo que hoy se llama «identidad alemana». El concepto de una nación
cultural, tal como lo formulaba Schiller, ahora ya parecía insuficiente,
pues empezaba demasiado alto, a saber, en un elevado nivel intelec­
tual; y lo que entonces se buscaba eran las tradiciones populares. Pre­
cisamente A.W. Schlegel, un refinado representante de la cultura del
espíritu, decía en 1802 que «los altos estamentos cultivados de nuestra
nación no tienen ninguna literatura» en la que se refleje la vida de una
nación, «mientras que el hombre común sí la tiene». Se refiere a los li­
bros populares y alude a Tieck, que intenta acercarlos a los cultivados
entre sus detractores. «Toda poesía verdaderamente creadora», escribe
Schlegel, «sólo puede brotar de la vida interna de un pueblo y de las
raíces de esta vida, de la religión.»
Entre 1806 y 1808 Heidelberg se convirtió en el cuartel principal
de este interés romántico, dirigido a leyendas, mitos, canciones popu­
lares y otras tradiciones históricas. «Heidelberg es un Romanticismo es­
pléndido; la primavera envuelve la casa y el patio, y rodea con sar­
mientos y flores todo lo cotidiano; los castillos y los bosques narran
una leyenda prodigiosa del tiempo primitivo, como si en el mundo
nada vulgar hubiera existido...» (Eichendorff). Los profesores Savigny
y Creuzer ftieron los primeros que, después de la refundación de la
universidad en 1803, trabajaron conscientemente por convertir a Hei-
delberg, bajo la pauta de Jena, en punto de convergencia de los ro­
mánticos. Creuzer escribía el 17 de abril de 1804 a Brentano:
De hecho, cuando ahora en mis paseos solitarios a través de las ruinas po­
derosas del castillo local siento nuestra nueva pequeñez alemana, percibo
vivamente que esta ciudad es un lugar para hombres que llevan en su co­
razón a la gran Alemania, para verdaderos poetas como usted y como
Tieck, que son capaces de captar el antiguo canto romántico en su pro­
fundidad y de darle nueva vida en una manera digna.
Brentano llegó acompañado de la escritora Sophie Mereau, con la
que se había casado poco antes. Luego, atrajo a su amigo Achim von
Arnim. Los amigos, junto con Joseph Corres, que impartía clases como
profesor particular, constituían la famosa «estrella de tres puntas» de Hei-
delberg, de la que Eichendorff, que por entonces estudiaba en Heidel-
berg, hablaría con entusiasmo en su vejez: «Una espléndida tormenta
nocturna aquí escondía abismos, allí descubría súbitamente nuevos
paisajes inesperados, y en todas partes era colosal, despertaba y encen­
día para una plenitud de vida». Junto a Corres había dos «amigos y
compañeros»: Achim von Arnim y Clemens Brentano. «Vivían en el
“Faulpelz”, un local decoroso, pero oscuro en el castillo de la monta­
ña. Tenían una gran sala ventilada, con seis ventanas a través de las cua­
les la mirada se extendía sobre la ciudad y el campo; las ventanas ofre­
cían además la más grandiosa pintura mural, los rayos que salían de la
esfera del reloj de la torre». Eichendorff recordaba imborrablemente
cómo Brentano, pequeño, flexible y de cabellos negros y rizados, es­
taba sentado en el banco de la ventana y, mirando a la corriente del
Neckar, improvisaba canciones para acompañamiento de guitarra; todo
ello era «verdaderamente encantador». En aquella pareja de amigos
Brentano era la muchacha coqueta y Achim von Arnim era el hombre
guapo. Tan guapo era que una berlinesa, al verlo, prorrumpió en la in­
geniosa exclamación: «¡Ay! En sus brazos».'^ En Heidelberg los amigos
* Estas palabras provienen de un juego de palabras con el nom bre Achim Ar­
nim , descom puesto en la form a:Ach im Ann ihm (al pie de la letra: «¡Ay! En el brazo
(N. del T.)
para él», es decir, «en sus brazos»).
editaron la colección de canciones El cuerno maravilbso del muchacho, el
segundo libro de culto del Romanticismo, después de Franz Stembald,
de Tieck. Incluso Goethe le tributó sus alabanzas.
A Heidelberg se había trasladado también Johann Heinrich Voss,
especialista en filología antigua y traductor de Homero, como si qui­
siera estar tan cerca como fuera posible de aquellos a los que había ju­
rado enemistad, a saber, los románticos. No ahorró invectivas y ex­
plosiones de ira. Calificaba la colección de cantos de los amigos como
un «montón de inmundicias mezcladas con paja, lleno de petulantes
falsificaciones e incluso con chapucerías intercaladas». La aversión era
recíproca. Voss, se decía en tono de burla, está condenado a extinguir­
se en su sequedad, y Górres inició una lección con estas palabras: «¡Se­
ñores!, hay solamente dos clases de hombres: en primer lugar los que
están ungidos con el espíritu poético, y en segundo lugar los filisteos».
Era obvio que Voss figuraba como el cabecilla de estos últimos. Era un
tiempo vivo, pero también amargo. Sophie Mereau murió en el sobre­
parto, y Brentano cayó en una desesperación tan grande que a punto
estuvo de perder el juicio. Karoline von Günderrode se suicida cuan­
do Creuzer, su amado, incumple la promesa de separarse de su mujer.
Al final quedó solamente Achim von Arnim, que en 1808 editó du­
rante un año entero el Periódico de los Ermitaños. EichendorfF recuerda:
La hoja, que tenía un renombre singular era en realidad un programa de
Romanticismo; por una parte, una declaración de guerra al público de fi­
listeos [...] y, por otra, un muestrario de las nuevas tendencias: ilumi­
nación de la Edad Media olvidada y de sus poéticas obras maestras [...].
El sorprendente periódico no tuvo muchos años de vida, pero cumplió
por completo su fin de ser un proyectil luminoso y una señal de fuego.
Achim von Arnim había puesto aquella publicación completa­
mente al servicio de sus esfuerzos por dar nueva vida a la antigua poe­
sía popular. Se manifestó programáticamente sobre él en el ensayo con
que concluía la colección de canciones:
A quien está en denso e íntimo contacto con el pueblo [...] se le ha pues­
to en las manos la sabiduría acreditada por los siglos, para que la anun­
cie a todos. [...] Él congrega a su pueblo disperso [...], cantando a un
tiempo nuevo bajo su bandera [...], pues todos nosotros buscamos algo
superior, el toisón de oro, que pertenece a todos [...], el tejido de un lar­
go tiempo, lo que lo acompaña en el placer y en la muerte: canciones, le­
yendas, noticias, sentencias, historias, profecías y melodías [...].
Los románticos romantizan la poesía popular, o lo que tenían por
tal. En el genio, había dicho Schelling, crea la naturaleza inconsciente.
Esta afirmación se aplicaba ahora al «espíritu del pueblo», del cual se
creía que también produce de manera inconsciente sus leyendas, can­
ciones y mitos. «La poesía popular vive, por así decirlo, en estado de
inocencia; en cambio, el arte tiene la conciencia.» Ahora lo incons­
ciente era tenido por lo profundo. ¿No había caracterizado Górres
la humanidad temprana de «sonámbula»? La poesía popular, escribe
Górres, es como el «murmullo quedo» de quien está sumido en el sue­
ño. En ella se expresa el alma colectiva. La conciencia del presente es
un mal intérprete a este respecto, escribe Jacob Grimm. «Nada es más
torcido que la pretensión de querer dar forma poética a los poemas
épicos (en el sentido de la poesía popular), o de fingirla en ellas, pues
tales poemas son fruto exclusivo de su propia creación poética.»
Schiller, en Sobre poesía ingenuay poesía sentimental^ había prevenido
frente al peligro de imitar lo natural con artificiosidad y lo ingenuo
con refinamiento. Pero esto es precisamente lo que entonces se inten­
ta. Ludwig Tieck narra en el tono de los antiguos libros populares la
leyenda de Los cuatro hijos de Aimón; Brentano y Achim von Arnim
mezclan poesías propias entre su colección de canciones populares El
cuerno maravilloso del muchacho; y los hermanos Grimm, más que en­
contrar, puede decirse que inventaron el estilo de sus leyendas.
No cabe la menor duda del trasfondo político que hay en este nue­
vo amor a la poesía popular:
Cuando hace poco tiempo Alemania yacía en una profunda humillación,
cuando los príncipes servían, la nobleza perseguía honores extraños [...]
y los intelectuales sacrificaban a los ídolos importados, sólo el pueblo per­
maneció fiel a sí mismo. Por tal preservación sin duda se ha conquistado
el derecho de que aquellos que han sido aclamados como sus caudillos,
atiendan a su inclinación y a los sentimientos de su corazón, de que ve­
neren como la conciencia extema de su Estado la voz que en su medio
confluye conjuntamente desde los sonidos de todos.
La vencida Prusia no tuvo que entrar en la Confederación del Rin,
pero se le impusieron colosales reparaciones de guerra, y la ocupación
francesa dejó muchas rémoras. En el mundo alemán, tan sólo la Aus­
tria de los Habsburgo conservó su independencia. Y sólo desde Viena
se continuó la lucha contra Napoleón, todavía sin Rusia, que se abs­
tuvo. En Viena se había procedido a movilizar desde abajo las fuerzas
patrióticas. En el Tirol, a semejanza de las luchas de guerrilleros en
España, los tiroleses del sur, al mando de Andreas Hofer, combatían
contra el dominio francés. En Prusia, el primer ministro Stein había
comenzado practicando (1807-1808) una política de eficacia y coexis­
tencia, con la esperanza de que así podría llevar a cabo la reconstrucción
del destruido país. Pero cuando por fin comprendió que Napoleón no
le concedía ningún espacio de juego, pasó a una política de resistencia
bajo el impacto de los éxitos españoles en la lucha antinapoleónica.
Junto con Gneisenau emprendió desde 1808 lo que hasta entonces ha­
bía sido impensable: un levantamiento popular en la Alemania del
norte contra el dominio napoleónico. Sin embargo, para incitar al pue­
blo a la lucha, había que tomar en consideración la libertad de los
labradores, una reforma de la comunidad y una constitución con ele­
mentos democráticos. Pero lo cierto es que sus planes de levanta­
miento cayeron en manos de la policía secreta francesa. Prusia tuvo
que destituir a Stein. Napoleón lo declaró enemigo de Francia, hizo
confiscar sus bienes, y lo amenazó con la prisión y la muerte. Stein
huyó a Bohemia y desde allí actuó como símbolo de la resistencia con­
tra Napoleón. Entonces Harl August Hardenberg llevó a la práctica,
con atenuaciones, sus planes de reforma. La idea de la guerra popular
y nacional, desarrollada por Stein y Gneisenau, fue aceptada, aunque
con vacilaciones, cuando Prusia se alejó de Napoleón después del fra­
caso en la expedición militar contra Rusia a finales de 1812.
La derrota prusiana de 1806 se dio a conocer todavía en el esti­
lo antiguo: «El rey ha perdido una batalla. Ahora la tranquilidad es el
primer deber de los ciudadanos». Hasta qué punto había prosperado
mientras tanto la movilización del patriotismo nacional lo pone de
manifiesto la proclama del Gobierno prusiano en 1813: «Por altos que
sean los sacrificios impuestos a los individuos, resultan pequeños en
comparación con los bienes por los que los ofrecemos, por los que lu­
chamos y debemos vencer, si no queremos dejar de ser prusianos y ale­
manes».
Es la hora del Romanticismo político. El trabajo en la conciencia
de la identidad alemana con la conjuración de los espíritus del pueblo
y de la mitología germánica, las colecciones de poesía popular y la vi­
sión de la educación nacional en Fichte, son ahora elementos que pue­
den confluir y crear un temple de ánimo público capaz de impulsar a
la participación activa de las fuerzas nacionales y patrióticas. En suelo
alemán se produce durante estos meses de guerra de liberación anti­
napoleónica el nacimiento de la propaganda política. Stein, contra la
inundación de Alemania con «arrogantes y mentirosos boletines y pro­
clamas» procedentes de la imprenta militar de Napoleón, recomienda
levantar un dique de propaganda patriótica hecha en casa. El poder de
Napoleón, afirma Ernst Moritz Arndt, tiene un apoyo importante en el
miedo que difunde, en consecuencia hay que instruir al pueblo sobre
su propia fuerza. Eso es tarea de los escritores, que ahora están investi­
dos de un mandato político, precisamente oficial. Stein dice: «En una
nación tan ávida de lectura los escritores constituyen una especie de po­
der gracias a su influjo en la opinión pública». En Viena Metternich fun­
da el periódico El Observador Austríaco y nombra director a Friedrich Schle-
gel, que diez años antes, en Lucinde, había calificado la opinión pública
de «feo monstruo». Schlegel lleva consigo a Adam Müller.
«La sociedad, la dueña de las fuerzas materiales», anunciaba Fichte
en los días turbulentos de marzo de 1813 en Berlín, ha de cobrar fuer­
zas para la acción práctica colectiva. El mismo quiere ser capellán mi­
litar en el cuartel general de Prusia; pero se ríen de él y le sugieren re­
tirar la propuesta. En enero de 1814, este hombre bizarro muere de
fiebre nerviosa, una fiebre que han traído los heridos en la guerra de li­
beración. El 28 de marzo de 1813 se proclama oficialmente la guerra
contra Napoleón con un acto religioso, tal como procede. Schleierma-
cher habla desde el púlpito, el público escucha vestido de uniforme,
dispuesto a la marcha, las carabinas están apoyadas fuera, en los mu­
ros de la iglesia, detrás de la sacristía comen los caballos. «Con piado­
so entusiasmo, hablando desde el corazón, penetraba en cada cora­
zón», narra un testigo. En abril de 1813 comienza la organización del
llamamiento general. Quien no es útil para las armas, es enviado al tra­
bajo en las fronteras delante de la ciudad. Allí trabajan al completo las
facultades de la Universidad de Berlín, fundada recientemente. Pero la
nueva generación de científicos está armada. Solger, el teórico de la iro­
nía romántica, se dedica a la organización de un fondo de apoyo a las
viudas, y envía a su mujer a Silesia por seguridad; por desgracia, la en­
vía en la dirección equivocada, pues en esa región se ha apostado el
Ejército enemigo. Reina un fuerte nerviosismo. Bettina von Arnim, que
se aferra a Berlín, ciudad convertida en un campamento militar, ofre­
ce en una carta una descripción intuitiva de la cohorte de eruditos ro­
mánticos.
También era sorprendente ver cómo personas y amigos conocidos corrían
a través de la calle con todo tipo de armas a cualquier hora del día, en par­
ticular algunos de los que antes apenas se habría podido pensar que llega­
rían a ser soldados. Por ejemplo, imagínate a Savigny, que, cuando la cam­
pana da las tres, corre como un poseso por la calle con una larga lanza
[...], o bien al filósofo Fichte, con un escudo de hierro y un largo puñal;
el filólogo Wolf, con su larga nariz, llevaba un cinturón tirolés repleto de
pistolas, cuchillos de todo tipo y hachas de guerra [...]; en compañía
de Amim se encontraba siempre un grupo de mozas, convencidas de que
la milicia les sentaba bien por delante y por detrás [...].
Achim von Arnim, Theodor Kórner, Eichendorfif, Emst Moritz
Arndt, apoyados por otros muchos poetas doctrinarios, abogados y
funcionarios del servicio de sanidad, se convirtieron en bardos del nue­
vo movimiento patriótico. «El Dios que hizo crecer el hierro, no que­
ría ningún siervo», escribe Arndt en tono poético. En EichendorfF lee­
mos: «Fusil en mano, la guardia hago». Sin duda el poema más famoso
fue el del cuerpo de voluntarios de Korner sobre «La osada caza sal­
vaje de Lützow». Se movilizan los sentimientos románticos y las imá­
genes de la naturaleza, el «susurrar del bosque», los árboles, que están
en pie como «héroes», el fliego de campamento en noche de luna; «así
se enciende ahora el fuego en nombre de Dios». Al enemigo se le odia
con auténtico ardor. También esto es nuevo. Ernst Moritz Arndt es­
cribe: «Quiero el odio contra los fi-anceses, no sólo en el transcurso de
esta guerra, lo quiero por largo tiempo, lo quiero para siempre [...].
Que brille este odio como la religión del pueblo alemán, como un de­
lirio sagrado en todos los corazones, y nos conserve siempre en nues­
tra fidelidad, lealtad y valentía...».
El odio se dirige sobre todo contra Napoleón. Si al principio los
románticos lo habían admirado, ahora reniegan de él. Los hermanos
Schlegel, Tieck, Schleiermacher, lo habían celebrado como la encarna­
ción de la revolución sagrada. Beethoven había querido dedicarle su
tercera sinfonía. Todos estos personajes veían en él a uno de los suyos,
de origen corriente y dirigido por sentimientos revolucionarios igual
que ellos. Su carrera meteórica les da la certeza: se impone el poder
natural del genio, se eleva, rompe todo lo recibido. Es la encamación
del sujeto trascendental de la historia; la categoría laboriosamente lo­
grada monta ahora a caballo. «He visto cabalgar a esta alma del mun­
do», cuenta Hegel en 1806 desde Jena. Para los espíritus ingeniosos de
Jena y de Berlín este hombre encarna al artista romántico por exce­
lencia. Él ha transformado toda la historia universal en una irónica
obra de arte, juega con el material de la historia como el autor ro­
mántico con sus materias y formas. En todas partes se vende el busto
de Napoleón. Goethe nunca tiene bastantes. Posee uno Tieck, e igual­
mente Jean Paul, que se complace en regalarlos, y los hermanos Schle-
gel, que van con él a todas partes. Sin embargo, después de Jena y
Auerstedt, en 1806, comienza el cambio repentino. Napoleón, que,
junto con algunas modernizaciones, trae también mucha opresión y
humillación, ciertamente no pierde nada de su genio ante los ojos de
sus coetáneos, pues sigue siendo la encarnación del espíritu del mun­
do, pero ahora es un espíritu malo, demoniaco, el que actúa en él y a
través de él; es el antiespíritu, el infierno, la naturaleza caída, una mez­
cla de Prometeo y Mefistófeles.
Pocas veces una persona ha sido odiada con tanta vehemencia
como este Napoleón. Todas las corrientes espirituales han desarrollado
su propio odio a Napoleón: unos odian al déspota, otros al revolu­
cionario, y finalmente hay quienes detestan al traidor a la revolución.
Se odia en él al fiiror del racionalismo, para el que ningún vínculo es
sagrado, al oportunista cinismo del poder, a la figura híbrida del yo
desencadenado, para el que el resto del mundo se convierte en no yo y
en material. Y, naturalmente, se odia en él a aquel que ha hecho gran­
de una nación para esclavizar a la otra, la alemana. La grandeza de Na­
poleón -de quien Goethe llegó a decir: «Ese hombre es demasiado
grande para vosotros»- tenía que dar al odio un giro en el plano de la
filosofía de la historia. La historia o Dios, da lo mismo, ha tenido que
darle un encargo oscuro. Arndt escribe: «La naturaleza, que lo ha crea­
do, que le deja actuar en forma tan terrible, tiene que proponerse un
trabajo a través de él». Napoleón, dice Adam Müller, es el «destructor
necesario», que trae el «evangelio de la muerte». La naturaleza omni­
potente actúa en él, pero no la clara de Rousseau, que en tiempos fiie
glorificada en el Stunn und Drang. La naturaleza muestra su otra cara.
Napoleón es su cabeza de medusa.
E.T.A. Hoffmann, que tampoco puede sustraerse a ella, encuentra
un tema especial en esta alteración general. Napoleón se convierte para
él en una figura monumental que procede del «magnetismo animal»,
un fenómeno que comienza a fascinar a los contemporáneos como
práctica médica y como especulación en el campo de la filosofía de la
naturaleza. Así pues, Napoleón es visto como un gran magnetizador,
que con sus imanes produce el sueño y el delirio en una extensa re­
gión de la tierra, como un dios del cielo vacío y de la época nueva,
regida por el principio de que la política es el destino.
Aunque no suele aparecer incluido entre los románticos, Heinrich
von Kleist es una de las grandes figuras en cuyo pecho bulle el odio.
Pero si tomamos como base la definición de Cari Schmitt, según el
cual son románticos aquellos que de «forma ocasionalista» toman la
realidad respectiva como ocasión para desencadenar imaginariamente
su propio yo, entonces Kleist, especialmente en aquellos tiempos de
excitación política, fiie un romántico genial con el extremismo de sus
sentimientos y el absolutismo de su yo. Pero fue también un románti­
co peligroso. Pues en su ejemplo se muestra cómo todo un mundo
imaginario, que encontró una expresión perfecta en su obra, irrumpe
sin mediaciones en la esfera política y engendra allí un sofocante fa­
natismo. El odio es un sentimiento fiierte, y Kleist en general es un
maestro de los sentimientos ftiertes y sobrecogedores, pero no sólo és­
tos son destructivos, ya que también pueden serlo los tiernos, dulces y
soñadores. Katchen von Heilbronn es una hermana dulce de la deli­
rante Pentesilea. Kleist es un maestro en llevar los sentimientos hasta
el punto de ebullición, o bien hasta la absoluta distensión. Se mues­
tran en la obra como el insecto en el ámbar, y así son dominados. En
la vida, y más aún en la política, las cosas son diferentes.
En el año 1809, cuando Kleist mantiene contactos con las fuerzas
de Prusia y Austria que querían iniciar el levantamiento contra Napo­
león, escribe en la oda «Germania a sus hijos»:
Chozas y casas, ¡adiós!,
delante el emperador.
Espuma de mar sin orillas
sobre los francos vienen,
en plazas y ciudades se extienden
y de blanco con sus huesos pintan.
Si cuervo y zorra rechazan,
los blandos peces entregadles.
Al Rin un dique levantadle
con sus cadáveres en masa.
En el mismo año redacta Kleist la obra teatral La batalla de Her-
mann, una singular glorificación apasionada de la guerra de aniquila­
ción total. Bajo la protección del sentimiento político se regala Kleist
con fantasías de aniquilación, que permanecerían incomprensibles si
hubieran de atribuirse exclusivamente a un motivo político, a una pa­
sión política. Kleist mismo hubo de percibirlo cuando en la oda men­
cionada componía la rima con referencia a Napoleón: «¡Mátalo! El jui­
cio del mundo, / no mires a la razón del asunto». Estas fantasías de
destrucción acumuladas en las pasiones políticas apuntan a una singu­
lar complacencia en la crueldad imaginaria, que también en otros con­
textos puede advertirse en Kleist. Ningún otro escritor del siglo XIX re­
presentó con tanto placer como Kleist el acto de matar. Esto puede
decirse de Michael Kohlhaas, que muere con un sentimiento de felici­
dad porque puede precipitar en la perdición a su adversario, al prínci­
pe electo de Sajonia, y también de la escena final de Pentesilea, donde
la reina de las amazonas devora con los dientes al amado Aquiles. En
El terremoto de Chile se describe con toda exactitud cómo el asesino gira
por los aires a un niño hasta que lo arroja contra un pilar de la iglesia
y al final se ve cómo «la médula sale del encéfalo».
Estas fantasías relacionadas con el acto de matar no resultan de la
enemistad con esta u otra realidad, sino de la enemistad con la reali­
dad en general, en cuanto ésta se resiste a su exigencia de intensidad.
Sólo se sentía vivo en la tensión de todas las fiierzas relacionadas con
la atención, la percepción y la creación. Le perseguía el pánico al va­
cío, que podía precipitarse lo mismo desde dentro que desde ftiera.
«Deambulaba inactivo en mi habitación, me acerqué a la ventana
abierta [...], apretaba mi cabeza contra el cojín del sofá, un vacío ine­
fable llenaba mi interior, había fracasado también el último medio de
elevarme», escribía el 22 de marzo de 1801 a su esposa, Wilhelmine
von Zenge. El horror vacui fue el compañero constante de Kleist. Y este
elevarse para no caer fiie el esfuerzo constante de su vida. Sólo obtenía
auxilio olvidándose de sí mismo cuando se sumergía en una actividad,
en un sueño, en un sentimiento. Asimismo, hablaba con suma inten­
sidad y muy rápidamente; de lo contrario caía en el tartamudeo y lue­
go en una incubación silenciosa. Lo mismo que no le interesaba lo que
no podía ocuparlo por entero, exigía igualmente de los otros esta ex­
clusividad. Su esposa sólo podía alegrarse de cosas que estuvieran re­
lacionadas con él, y, aunque durante un tiempo ambos vivieron en ca­
sas contiguas, le escribía a diario las cartas más apasionadas y esperaba
de ella correspondencia del mismo tenor. En todas sus empresas se
comportaba como si no pudiese haber ninguna laguna, ninguna grieta
por la que pudiera penetrar algo que perturbara la entrega o la inmer­
sión del momento. También era característico de esta actitud su plan
de vida esbozado en 1799. El 12 de noviembre escribía a su hermana:
«Me he propuesto un fin que exige la actividad ininterrumpida de to­
das mis fuerzas y el aprovechamiento de cada minuto de tiempo si pre­
tendo llevarlo a cabo». Hay que desvirtuar las dolorosas «casualidades»
que pudieran apartarle del camino. Hay que poner en juego la auto­
determinación fi-ente a la determinación ajena, el plan fi-ente a la ca­
sualidad, el infatigable aprovechamiento del tiempo fi*ente a su disipa­
ción, la concentración de todas las fuerzas en un punto fi-ente a la
distracción. En todo lo que hacía tenía que llegar al límite, de mane­
ra que si se paraba todo se derrumbaba; el sentimiento, el pensamien­
to, la obra. En su ensayo sobre las marionetas escribe que con la con­
ciencia se ha perdido la ingenuidad paradisiaca y, por tanto, hay que
incrementar la conciencia hasta el máximo, a través de un «infinito pa­
sar por entre las cosas», para conseguir de nuevo aquella gracia del
principio. Aspiraba siempre a soluciones definitivas. Por eso intentó re­
petidamente convencer a amigos, amadas o simplemente conocidos de
que se suicidaran con él. Finalmente encontró a una mujer dispuesta
a dejarse matar por él, para que luego él pudiera suicidarse.
¿Qué tiene que ver todo eso con su política?
En su odio a Napoleón y a los franceses él mismo declara que no
hay que preguntar por la «razón». Se trata solamente de la intensidad,
que es tanto mayor, cuanto menor es la razón. Si algo está fundado,
hay siempre una referencia racional retrospectiva, que en todo mo­
mento lleva en sí algo explicativo, moderador. En Kleist el odio es
como el amor, un éxtasis de la entrega. Para no perder su intensidad
en el curso ordinario de las cosas, en las casualidades, tiene que incre­
mentar sus pasiones. Es evidente que Kleist también argumentó polí­
ticamente; pero se nota que su preocupación no son los fines y los mo­
tivos políticos cuando las flindamentaciones que ofrece comienzan a
caer en lo demencial. En respuesta a la pregunta de «¿Qué está en jue­
go en esta guerra?», menciona motivos que resaltan lo valioso de la co­
munidad que debemos defender. La acumulación de los motivos según
una escala creciente conduce en definitiva a lo involuntariamente có­
mico o absurdo. «Está en juego una comunidad que los salvajes de los
mares del sur, si la conocieran, acudirían en masa a defenderla; una
comunidad [...] que sólo puede ser llevada al sepulcro con sangre, ante
la que el sol se oscurece». Se advierte que también aquí acentúa la fu­
ria. El autor glorifica una comunidad que lo atormentó con indiferen­
cia hasta que la abandonó y pasó a Francia, para morir allí «el hermo­
so día de las batallas», pero no en lucha contra Napoleón, sino en las
filas de su Ejército. Es posible que también odiara tanto a los france­
ses y a su emperador porque éstos no le permitieron entregarse a él.
Probablemente Nietzsche dio en el clavo cuando escribió sobre las
consecuencias de esta indiferencia: «Heinrich von Kleist se hundió por
esta falta de aprecio, y el antídoto más terrible para los hombres ex­
traordinarios es sumergirlos con tanta profundidad en sí mismos, que
su salida a flote se convierte en una irrupción volcánica».
Capítulo 10

A los románticos les une el malestar ante la normalidad, ante la


vida cotidiana. ¿Cuál es su vida en Alemania en tomo a 1800? En pri­
mer lugar, es la vida cotidiana de escritores, es decir, de personas para
las que los asuntos espirituales no son una bella cuestión secundaria,
sino lo principal, y para las que lo espiritual está unido todavía con lo
religioso. Y eso no ha de sorprendernos, pues muchos de ellos des­
cienden de familias de párrocos. Ciertamente, también entre ellos la Ilus­
tración ha vaciado la antigua fe; mas, por eso mismo, para proteger la
vida ordinaria frente al desencanto, prospectan nuevas fuentes de lo mis­
terioso. Las encuentran en el espíritu poético, en la fantasía, en la es­
peculación filosófica y a veces también en la política; aunque sea una
política que pertenece al reino de la fantasía.
Los románticos, con su malestar ante la normalidad, anticipan
aquella desazón por el «desencanto del mundo a causa de la raciona­
lización» que, un siglo más tarde, Max Weber expresará críticamente
en su famosa conferencia sobre La ciencia como profesión (1919).
Max Weber da un doble sentido a la expresión «desencanto del
mundo». En primer lugar, el hecho de que, con la marcha victoriosa
de las ciencias empíricas, hay parcelas crecientes de la realidad que son
explicables «en principio», es decir, han de tenerse por racionales. Y en
segundo lugar, la expresión mencionada significa para Max Weber que
los ámbitos de la vida y del trabajo se organizan cada vez más según
la forma de una «racionalidad instrumental». Lo racional y lo instru­
mental juntos se condensan en lo que Weber llama la «jaula de acero»
de la modernidad.
Sin embargo, tan de «acero» no era la jaula en tiempos de los ro­
mánticos. Pero algo se podía presentir, sobre todo cuando se era tan
sensible como ellos. Notaban ya el crecimiento de lo racional y de lo
instrumental. Lo racional era la Ilustración consciente de sí misma, que
tenían que estudiar a fondo. Y lo instrumental les sale al encuentro en
el pragmático pensamiento utilitario de la burguesía, que se difundía
entonces poderosamente.
Las ciencias experimentales de tipo técnico estaban todavía en sus
comienzos, pero su principio empezaba a resaltarse bajo la idea de que
la naturaleza tiene como base un mecanismo que se puede conocer y,
cosa más importante todavía, que se puede utilizar para los propios fi­
nes. Eichendorff afirma: «Los hombres han dispuesto el mundo para
ellos como un mecanismo de relojería, que sigue funcionando por sí
mismo». En Novalis leemos que la naturaleza ha sido «denigrada a la
condición [...] de una máquina uniforme», de modo que el curso del
mundo es considerado como efecto de una legalidad fiable y calcula­
ble, que garantiza la existencia de las cosas. A pesar del cambio, de la
evolución y de las catástrofes, se cree ver en la actuación de la natura­
leza algo siempre igual y fiable, un mecanismo. La forma moderna
de pensar, tal como dice Novalis, convierte «la música infinitamente
creadora del universo en el matraqueo uniforme de un molino mons­
truoso».
El Lovell de Tieck se queja de que la modernidad «ha descifrado»
osadamente todos los encantos, y de que el crepúsculo misterioso ha
cedido su puesto a una artificial luz del día.
Odio a los hombres que, con su pequeño sol de imitación, arrojan luz en
todo crepúsculo íntimo y expulsan los deliciosos fantasmas de sombras,
que habitaban tan seguros bajo la glorieta abovedada. En nuestro tiempo
ha surgido una especie de día, pero la iluminación romántica de la noche
y de la mañana era más bella que esta luz gris del cielo nublado.
Esta «luz gris» de la Ilustración corriente se producía para los ro­
mánticos no sólo en las cabezas, sino también en la realidad social, que
ellos experimentaron como un mecanismo cada vez más reglamentado
y uniforme.
En su cuento titulado El pequeño Zacarías, Hoffmann narra cómo
el joven soberano Paphnutius introduce la Ilustración en el país don­
de se desarrolla la historia. Según el relato, antes el pequeño país se pa­
recía a un «admirable jardín delicioso», donde moraban «diversas ha­
das primorosas», de manera que «casi en cada pueblo, preferentemente
en los bosques, con gran frecuencia se producían los más agradables
prodigios». La introducción de la reforma de Paphnutius significa que,
por una parte, «se talan los árboles, se hace navegable la corriente, se
cultivan patatas, se mejoran las escuelas de los pueblos [...], se cons­
truyen carreteras y se inyectan vacunas», y, por otra parte, hay que erra­
dicar también las ominosas hadas», si no pueden transformarse «en
miembros del Estado ilustrado», pues ellas «desarrollan un negocio pe­
ligroso con lo maravilloso y, en nombre de la poesía, no temen difun­
dir un veneno secreto que hace a las personas totalmente incapaces de
servir a la Ilustración».
La Ilustración práctica fue experimentada como el gobierno cada
vez más poderoso de la actividad económica. «Desde la muerte de Fe­
derico Guillermo I ningún Estado», escribe Novalis en tono de la­
mento, «ha sido administrado como si fiiera una fábrica tanto como
Prusia.»
La penetración de la vida con el principio de la utilidad se toma
particularmente enojosa para los románticos cuando también el arte y
los artistas son llevados ante el foro de la utilidad en el plano social,
económico y político. Sobre las exigencias que van unidas a esto, en­
contramos una sátira amarga en la exposición que Hoffmann hace de
los sufrimientos del maestro de capilla Kreisler.
El escenario de estos sufrimientos son las veladas musicales en las
mejores casas, donde el genial pero humillado maestro de capilla tie­
ne que actuar de animador musical y de peón. «Se han ido todos», son
las palabras con que empieza la descripción de una de estas veladas en
casa del consejero privado Róderlein, que ofrece siempre a sus hués­
pedes «té, ponche, vino, helado» y también un poco de «música», que
«el bello mundo recibe de forma muy placentera...». Esta vez termina
la velada con un escándalo provocado por Kreisler. Al interpretar las
Variaciones Goldberg, de Bach, demasiado difíciles para ser un diverti­
miento, disolvió la sociedad. Ahora Kreisler se sienta solitario al pia­
no, y toca y escribe los sufrimientos del alma durante esta noche. Ya
la situación de partida presenta a grandes rasgos la problemática ente­
ra: el artista solitario que no entiende a su público y precisamente por
eso lo provoca, que huye de él y a la vez lo hace huir, que está a su
servicio y, sin embargo, se sabe inmensamente superior a él. Kreisler
se encuentra en estado de guerra, las variaciones de Bach son sus ar­
mas. Pero ¿qué le ha hecho la gente? Han recurrido a él para la dis­
tracción musical. Quieren alcanzar un estado de ánimo agradable. Para
eso se atavían, beben y comen, para eso se canta y se toca la Marcha
de Dessau y otras piezas pertinentes, sin perder nunca de vista el fin de
la reunión, a saber, «un agradable entretenimiento y distracción». Y, por
descontado, a este fin supremo se subordina también la música, que,
«bien escogida, no tiene nada de perturbador». Por tanto, lo sublime,
el arte elevado, ha de servir a lo bajo, tal como lo ve Kreisler. Entre
estos bajos fondos se encuentran también las luchas de rivalidad y auto-
afirmación, que tales encuentros sociales cultivan. Vistas las cosas más
de cerca, hay siempre en juego «beneficio y ganancia», aunque se
trate de ocasiones entretenidas. Se trata de labrarse una carrera dando
clases de canto a las hijas de la alta sociedad. Y eso es lo que tiene
encomendado el pobre Kreisler. Como músico profesional, es un
ftincionario del interés burgués por la distracción y la exhibición de sí
mismo; realiza un trabajo alienado y, por lo demás, ha de considerar­
se «un sujeto completamente subordinado». El único hombre con el
que se entiende el maestro de capilla es el criado doméstico Gottlieb.
Ante él y ante sí mismo exclama al final: «¡Tira el odiado traje de sir­
viente!».
A esta concepción burguesa del arte como servicio contrapone
Kreisler su metafísica del arte, que lo eleva a la dignidad del sacerdo­
cio. Cree que «el arte hace presentir al hombre su principio superior y,
arrancándolo del insensato tráfago de la vida ordinaria, lo conduce al
templo de Isis, donde la naturaleza habla con él a través de sonidos sa­
grados, nunca oídos y, sin embargo, comprensibles».
En Hoffmann queda siempre un tono concomitante de ironía en
tales exaltaciones enfáticas de un arte elevado al cielo. Que debido al
arte sea posible enemistarse con el resto del mundo, que el amor
al arte pueda trocarse en odio al hombre, es algo que puede despertar
su interés y le parece digno de cuestionarse, pues este impulso no le es
extraño. Por eso, en su relato quizá más famoso, a saber. La señorita de
Scuderi, hace que el orfebre Cardillac se convierta en asesino. A él le
resulta insoportable ver que sus alhajas, centro de su amor y saber, es­
tén en manos y cuellos de extraños, en posesión de personas que no
les dan más destino que el de halagar su vanidad y ayudarles en aven­
turas galantes. Kreisler insulta a su público; en el caso de Cardillac se
producirá un asesinato del público en gran estilo. Es otra forma de re­
solver el conflicto del arte y del artista con el principio de la utilidad
burguesa; también así puede bramar el valor enfático de expresión del
arte contra su valor de cambio.
Desde la perspectiva del artista, el público burgués, con su princi­
pio de «ganancia y pérdida», con la mentalidad de la utilidad econó­
mica y social, puede considerarse una esfera singular de lo impío. Por
eso, el caballero Gluck, en el relato compuesto por E.T.A. Hoffmann
con este título, dice también ante la necesidad de venderse en el mer­
cado del arte: «Traicioné impíamente lo sagrado».
También la novela Sternbald, de Tieck, aborda este motivo de la
santificación del arte, en contraposición a la amenaza que proviene de
la normalidad burguesa. La novela romántica de Tieck pasa a la ofen­
siva y es una respuesta compensatoria al desencanto de la sublimidad
artística ante la mentalidad utilitarista de la burguesía. Y los románti­
cos exaltan forzadamente su religión del arte para acallar sus propias
dudas.
En la Historia del bravo Gaspar y la bella Anita, Clemens Brentano
presenta a un escritor que, cuando ha de explicar su profesión a un
hombre normal, se avergüenza de su oficio. Es un sentimiento, dice el
narrador, «que se apodera de todo el que ha de negociar con bienes li­
bres y espirituales, con dones inmediatos del cielo». Esta vergüenza
presupone todavía el sentimiento de la sublimidad del arte. Pero hay
cosas más graves todavía, pues el artista rastrea la sospecha de que en
su acción puede tratarse, en realidad, de algo enfermizo y perverso. Si
se mira con los ojos de un hombre normal, tiene la impresión de ser
un ganso cuyo hígado se ha vuelto descomunal:
Todo hombre, lo mismo que tiene cerebro, corazón, estómago, bazo, hí­
gado y otras visceras, lleva también una poesía en el cuerpo; pero quien
sobrealimenta uno de estos miembros, le da pienso, lo ceba y lo exagera
por encima de todo lo demás, e incluso lo convierte en el propio oficio,
ha de avergonzarse ante todo el resto de su ser humano. Quien vive de
la poesía ha perdido el equilibrio, y un hígado demasiado grande de gan­
so, por buen sabor que tenga, presupone siempre un ganso enfermo.
En la relación tensa con la sociedad burguesa puede suceder, por
tanto, que los artistas románticos pierdan la confianza vital en sí mis­
mos, que dirijan la mirada a la «vida sólida, firme en sus fines», como
advierte Hegel con aire de suficiencia. También entre los románticos
satisfechos de sí mismos lo artístico se pone una y otra vez a la de­
fensiva frente al espíritu del realismo y de la utilidad. Acerca de un há­
bil comerciante, Hoffmann narra que, después de escuchar una sinfo­
nía, preguntó a un vecino manifiestamente emocionado: «¡Señor!, ¿y
qué nos demuestra esto?...».
Los románticos llaman «filisteo» a quien se prescribe a sí mismo
por completo la utilidad. Un romántico se siente orgulloso de no ser
filisteo, y presiente, sin embargo, que apenas podrá evitar serlo cuan­
do se haga mayor. La expresión «filisteo» proviene de la jerga estu­
diantil y designa despectivamente en la época al no estudiante, o bien
a una persona que lo ftie, pero ahora está inmerso en la vida normal
de la burguesía, sin las libertades estudiantiles. Para los románticos, el
«filisteo» se convierte en emblema del hombre corriente por antono­
masia, del cual quieren distanciarse. El filisteo no es simplemente al­
guien que aprecia lo normal, lo regular, pues a veces esto lo hacen tam­
bién los románticos, sino alguien que explica de manera prosaica lo
maravilloso, lo prodigioso, e intenta reducirlo a una medida normal.
El filisteo es un hombre inmerso en el resentimiento, un hombre que
toma lo extraordinario por ordinario e intenta empequeñecer lo subli­
me. Se trata, por tanto, de personas que se prohíben a sí mismas la sor­
presa y la admiración. Esos seres «se mueven eternamente en el círcu­
lo» de sus amadas costumbres». No sólo carecen de fantasía, sino que
para ellos es además sospechoso todo el que la tiene en demasía. Quie­
ren simplemente «seguir trotando en el mismo carril». Van siempre por
el camino del medio. También los románticos necesitan un medio,
pero, tal como se expresa Schleiermacher, no es el filisteo término me­
dio, «que nunca se abandona», sino el «verdadero medio», que lleva­
mos también con nosotros «en las rutas excéntricas del entusiasmo y
de la energía».
Si alguna vez el burgués se entrega a lo «excéntrico», lo hace so­
lamente desde un suelo seguro, a ser posible desde la ventana; pero
permanece en casa y no se deja seducir de forma duradera hacia la leja­
nía. «Tuvo pronto peso de muchachito y, desde un secreto rinconcito,
miraba al campo con gusto» (Eichendorfif). El fondo de seguridad es
decisivo entre los filisteos. Una economía ordenada de la vida sólo per­
mite excesos bien dosificados. Novalis se pronuncia así sobre los filis­
teos: «Mezclan la poesía sólo como cierta necesidad, puesto que están
acostumbrados a una interrupción de su curso cotidiano. Por lo regu­
lar esta interrupción se produce cada siete días, y podría caracterizarse
como una poética fiebre septenaria». La poesía es útil para los filisteos
en la medida en que, como interrupción refrescante, repara la capaci­
dad normal de trabajo. Los filisteos carecen de trascendencia, «lo ha­
cen todo por mor de la vida terrena». Pero el filisteo quiere vivir esta
vida terrena siempre como la misma, su identidad es muy valiosa para
él; en todas las circunstancias quiere permanecer calculable para sí mis­
mo y para los demás.
Para Hoffmann, representan este impulso a una identidad sin sor­
presas, por ejemplo, todos aquellos ciudadanos honrados que no quie­
ren ser objeto de bromas. En El caldero de oro aparecen tipos como el
registrador Heerbrand, que incluso en sueños busca y encuentra unas
actas perdidas. Esas personas desconocen por completo el gusto de la
transformación, a lo sumo hacen carrera, como una especie de moda­
lidad burguesa de la desaparición o transformación. Evitan también
entregarse al conocimiento de sí mismos, eso les aburriría. Se sientan
«en el cristal», tal como leemos en El caldero de oro. Allí, el exaltado An­
selmo, cuando llega transitoriamente a «cierta dosis de razón» y ha per­
dido la fe en lo prodigioso y la fuerza transformadora de la fantasía,
con lo cual se sitúa en el mismo nivel que los filisteos ilustrados, es
desterrado a una botella de cristal por Archivarius Lindhorst, el mági­
co príncipe de las salamandras. Anselmo se encuentra de nuevo en una
estantería. Para su sorpresa descubre en torno a él numerosas botellas,
en las que están encerrados algunos de sus compañeros y otros cono­
cidos. Ellos no notan su cautiverio. «Encerrados en botellas de cristal,
están tan bien sentados como yo», dice Anselmo, y sus compañeros, que
no sufren en absoluto, responden: «Sin duda, usted desvaría [...], nun­
ca nos hemos encontrado mejor que ahora». Entonces Anselmo sollo­
za: «¡Ay!, no saben lo que es libertad y vida en la fe y el amor, por eso
no advierten la opresión del cautiverio al que el príncipe de las sala­
mandras los desterró por culpa de su necedad, de su sentido vulgar».
El filisteo no sabe que lo es. Si lo supiera, habría ido ya más allá
de sí mismo. Pero ¿no ha ido ya una vez más allá de sí mismo cada
uno de nosotros cuando no sabíamos quiénes éramos, o sea, en la ni­
ñez? Sin duda alguna, y por eso pertenece a la condición del filisteo
olvidar los sueños de su infancia, o traicionarlos; y, a la inversa, los ro­
mánticos intentan permanecer fieles a los sueños de su infancia, toman
a pecho la admirable exhortación del Marqués de Poza a Don Carlos:
«Dígale: a los sueños de la juventud has de atender, cuando un hom­
bre hecho alcances a ser...».
El principio de la utilidad olvidada del sueño en el mundo burgués
es una de las razones del malestar romántico con la normalidad. Otra
razón del romántico para disputar con la realidad es una evolución
que Hoffmann llama «pérdida de la multiplicidad». En la narración de
Hoffmann Elección de esposa, que se desarrolla en el viejo Berlín del si­
glo XVI, se encuentra esta anotación: «Entonces nuestro Berlín era con
creces mucho más alegre y variopinto que ahora, cuando todo está acu­
ñado en una única manera, y en el aburrimiento mismo se busca y en­
cuentra el placer de aburrirse».
Friedrich Schlegel descubre en la pérdida de la multiplicidad la re­
percusión que la Revolución francesa tuvo en la época. Ve que se cier­
ne en el horizonte la amenaza de una «igualdad revolucionaria», y que
la tendencia se encamina a «fusionar todo lo peculiar del lugar en lo
referente a las costumbres y a las instituciones provinciales». También
EichendorfF se queja de la nueva uniformidad:
Se apodera del viajero un opresivo aburrimiento cuando éste, donde­
quiera que dirija el timón, encuentra por doquier la misma fisonomía en
las ciudades y costumbres [...]. Así pues, en lugar de esta rica multiplici­
dad de formas y direcciones, vemos exclusivamente una forma y casi so­
lamente una dirección principal: la militar. Pero la uniformidad indife­
rente no sólo no es una unidad, sino que es precisamente el impedimento
de la misma.
Donde antaño existía una «peculiaridad» crecida históricamente, aho­
ra domina la «uniformidad». Achim von Amim comienza su narración
Los dueños del mayorazgo (1820) con las frases:
Hojeamos antiguos calendarios, en cuyos grabados al cobre se reflejan al­
gunas necedades de su época, que hemos dejado atrás como un mundo
de fábulas, ¡Qué ricamente lleno estaba entonces el mundo!, antes de que
la Revolución francesa, que recibió de Francia su nombre, derrumbara to­
das las formas; y ¡qué uniformemente pobre se ha hecho ahora! Parece
que desde aquel tiempo han pasado siglos, y sólo a duras penas nos acor­
damos de que nuestros años tempranos pertenecían a él.
Estas descripciones hablan con frecuencia de monotonía y aburri­
miento. Se apodera de los románticos la impresión de que es posible­
mente el espíritu de la geometría el que penetra la vida actual. Tieck
escribe en Eljoven ebanista: «En la línea recta, porque sigue siempre el
camino más corto, porque es tan aguda y precisa, me pareció ver la nece­
sidad de expresar la primera base fundamental de la prosa de la vida».
Frente a esto, desaparecen las líneas «curvas», los arreglos, que apun­
tan a lo «inagotable del juego, del adorno, del amor suave», donde son
posibles todavía las «oscilaciones infinitas» de la vida. Lo intrincado,
también lo oscuro, atrae con tal de que permita digresiones y divaga­
ciones, con tal de que esté dispuesto a las sorpresas y permita una «ex­
citante confusión» (Eichendorfif). Por esta misma razón se ensalza la
laberíntica ciudad medieval y se prefieren los jardines naturales al acom­
pasado parque francés. Hoffmann se burla de la Ilustración cuando, re­
firiéndose a Berlín, su capital, en el relato Extravíos lo describe como
un «espacio desierto», lleno de alineaciones: «En conjunto la ciudad
tiene una construcción bonita, con calles completamente rectas y gran­
des plazas, de vez en cuando se encuentran avenidas con árboles me­
dio secos, cuyo pardusco follaje sacude tristemente el viento cuando
en su terrible silbar empuja delante de sí nubes de polvo».
Lo recto y medido, aunque exteriormente sea espacioso, tiene el
efecto paradójico de provocar un sentimiento de estrechez. En Hoff­
mann leemos: «Aunque el espacio parezca amplio, sin embargo, las
personas racionales lo hacen tremendamente estrecho para nuestros
semejantes». Eso se debe a que la regularidad en el espacio tiene el mis­
mo efecto que la repetición en el tiempo. Tal regularidad o repetición,
dosificada con moderación, da un sentimiento de ritmo y articulación, e
incluso de belleza; pero si se emplea en exceso hace que desaparezca
todo momento de sorpresa; se abre paso la impresión de monotonía y
uniformidad, experimentaba como una sensación de estrechez por cau­
sa de lo siempre igual. De modo que, para los románticos, el espacio
y el tiempo geometrizados se convierten en el espectro de una mala
Ilustración. El amplio mundo se encoge cuando la razón, como pru­
dencia de la vida o como explicación racional del mundo, convier­
te lo extraordinario en ordinario y lo imprevisible en algo calculable,
por lo cual el ya citado programa romántico que Novalis contrapone
se formula así: «dar alto sentido a lo ordinario, a lo conocido dignidad
de desconocido, apariencia infinita a lo finito».
Es un programa contra el aburrimiento y sus implicaciones: la con­
ciencia del vacío y de la nada. Este aburrimiento, para la generación
caída de la antigua fe y no satisfecha por la razón, pero incitada por la
Revolución francesa a los vuelos más audaces de la imaginación, es el
verdadero enemigo y la amenaza real. El malestar por la normalidad se
concentra en el miedo al aburrimiento. Éste, como amenaza, está pre­
sente por todas partes en las obras de los románticos. En su William
Lovell, Tieck proporciona una descripción penetrante de este senti­
miento:
Sin duda el aburrimiento es el tormento del infierno, pues hasta ahora no
he conocido otro mayor; los dolores del cuerpo y del alma ocupan el espí­
ritu; el infeliz se sacude el tiempo con quejas y, bajo la multitud de ideas
que le asaltan, las horas vuelan con rapidez e inadvertidamente; pero se sien­
ta y contempla las uñas, a la manera como yo lo hago, y va de aquí para
allá en la habitación, para sentarse de nuevo, frota las cejas para reflexionar
sobre algo, no se sabe sobre qué; luego vuelve a sentarse ante la ventana,
para arrojarse después en el sofá. ¡Ay! [...], dime una pena que equivalga a
este cáncer, que poco a poco devora el tiempo, y donde se cuenta minuto
a minuto, donde son tan largos los días y tantas las horas, para luego, al
cabo de un mes, exclamar sorprendido; ¡Dios mío, qué fugaz es el tiempo!
Con los románticos, el aburrimiento aparece como el gran tema de
la modernidad.
Kant define el aburrimiento como «hastío de la propia existencia
por el vacío de sensaciones en el ánimo, a las que éste aspira incesan­
temente». Este «hastío» puede crecer hasta el «horror», que Kant llama
«horror vacui». Kant, como antes Pascal, evita hablar de aquel vacío que
es una consecuencia del alejamiento de Dios. Si Dios es lo sublime, el
vacío percibido es su sombra: lo negativamente sublime, la nada. En
el aburrimiento, dice Pascal, el hombre «en lo profiindo de su alma»
siente esta nada, este vacío. No puede soportarla «sin pasión, sin acti­
vidad, sin distracción». Y así surgen, de acuerdo con Pascal, el ajetreo
y el tráfago modernos.
Los «grandes», escribe, por ejemplo, Montesquieu, están tan enre­
dados en sus juegos de poder y en su despliegue representativo, que
permanecen cerradas para ellos las «alegrías psíquicas» del ser activo.
«Su grandeza les obliga a aburrirse.» Y resume lacónicamente este pen­
samiento: «Todos los príncipes se aburren; una prueba de esto es que
van de caza». Otros se han expresado con mayor acritud todavía di­
ciendo: puesto que los grandes señores se aburren, van a la guerra.
Rousseau, cuyos estímulos repercuten en Kant, asume esta idea, que ve
en el aburrimiento una enfermedad propia de las elites:
El pueblo no se aburre; lleva una vida activa [...]. La alternancia entre largo
trabajo y breve musa es el condimento de sus distracciones. El azote de los
ricos es el aburrimiento. En medio de muchas y costosas distracciones, en
medio de tanta gente que se afana por agradarles, se aburren mortalmen­
te. Pasan su vida huyendo del aburrimiento, para ser de nuevo su presa.
Por tanto, entre Pascal y Kant, en el análisis del aburrimiento se
ceja paulatinamente en el esfuerzo por resaltar la relación negativa con
Dios. La nada del aburrimiento había perdido, por el momento, su su­
blimidad depresiva. Esto cambia dramáticamente en el Romanticismo.
¿Por qué?
Los románticos habían pasado a través de la escuela de la sensibi­
lidad, de la filosofía de la reflexión y del culto al yo. Con ello, todo
se convirtió más en una vivencia del yo que en una vivencia de la
realidad. Esta subjetivación iba a tener consecuencias. En las pseudó­
nimas Vigilias de Buenaventura, el aburrimiento se describe de forma pe­
netrante como la euforia del malhumor del yo:
Había dejado de pensar en cualquier otra cosa, y me pensaba tan sólo a
mí mismo: ningún objeto podía encontrarse a mi alrededor fuera del gran
y terrible yo, que se alimentaba de sí mismo, y en el devorarse volvía
siempre a engendrarse a sí mismo. Yo no me hundía, pues ya no había
más espacio, lo mismo que no tenía sensación de levantar el vuelo. La va­
riedad había desaparecido a su vez con el tiempo, y reinaba un terrible
aburrimiento eternamente desértico. Intenté aniquilarme y salir fuera de
mí, pero resistí y me sentí inmortal.
La relación romántica consigo mismo, que se cerciora de su parti­
cipación en el espíritu inmortal, es conducida al absurdo de forma casi
paródica: puede sentirse inmortal, pero inmortalmente aburrida.
Los románticos, aburridos de su conciencia, comienzan a aspirar a
lo inconsciente. En Lovell, de Tieck, leemos: «No hay en el hombre
nada superior al estado de inconsciencia; entonces es feliz, entonces
puede decir que está contento». Los románticos sueñan con la vida
tranquila, que oscila en un ritmo uniforme. Lo que es vivido como
monotonía, de pronto aparece como una dicha lejana. Hólderlin dice:
Humea frugal el fogón
en la casa del labrador,
tranquilo está en su choza
sentado en la fresca sombra.
Del sueldo y del trabajo
todos los mortales viven,
quietud y fatiga alternando,
aliento de alegría exhiben...
En contraste con ello, el poeta percibe su inquietud y sus excita­
ciones como una carencia; «¿Por qué jamás duerme en mi pecho el
aguijón?».
Algunos creen que estos aliviadores órdenes de la vida pueden des­
cubrirse en ambientes tradicionales. Frente a ellos, las nuevas formas
de vida moderna en las ciudades suscitan la sospecha de la monotonía
y del sinsentido. En la novela de Eichendorff Presentimiento y presente^
de 1815, la vida de la ciudad se describe en estos términos:
Sin duda el mercado mundial de las grandes ciudades [...] es el espejo
más fiel de su tiempo; allí han cogido en sus máquinas y ruedas el anti­
guo torrente poderoso, para que corra siempre deprisa y más deprisa; pero
la pobre vida de las fábricas extiende en el lecho seco sus orgullosos ta­
pices, cuyo reverso son desagradables, escuetas e incoloras superficies
[...]. Lo vulgar y lo más grande es arrojado violentamente lo uno contra
lo otro, se convierte en palabra y golpe [,..]. La debilidad se hace atrevi­
da a través de la aglomeración; lo elevado combate solo.
La ciudad aparece como vacío ajetreo del tiempo y aburrimien­
to petrificado. De esta forma, los románticos anticipan los fantas­
mas de la «delirante inacción», que encontrarán su coyuntura en el si­
glo XX.
La descripción romántica más impresionante de las maquinaciones
vacías del tiempo no se refiere, de todos modos, a la ciudad, sino que
nos traslada a un entorno legendario y simbólico. Se trata de un texto
de Wackenroder: Cuento oriental de un santo desnudo. El santo de la le­
yenda oye incesantemente cómo «la rueda del destino» emprende su
«zumbante movimiento», y por eso debe realizar una y otra vez los
ftiertes movimientos de un hombre «que se esfiierza por hacer girar
una rueda enorme». Este santo desnudo pone enteramente de mani­
fiesto el concepto de la moderna sociedad de trabajo. Ya no es cues­
tión del resultado, del producto, sino del proceso mismo de trabajo, al
que todo tiene que servir: el consumo, la inversión de capital, la des­
trucción productiva. Todo es estar ocupado. Quien cae del zumbante
movimiento del proceso de trabajo, cae del mundo. Al igual que el
santo desnudo, que hace girar la «enorme rueda», en el proceso de tra­
bajo podemos preguntarnos: ¿para qué esta totalidad? Lo mismo que
el santo, hay que atender «con todo el esftierzo de su cuerpo al fiario-
so [...] movimiento, para que el tiempo no corra el peligro de pararse
un solo momento». Este santo político de la ocupación difícilmente
puede soportar a los críticos de la cultura, que parlotean al lado y mi­
ran criticando. Él
se enfurecía al ver cómo los caminantes que venían a su encuentro esta­
ban totalmente quietos y tenían la mirada puesta en él, o iban de acá para
allá y hablaban entre sí. Temblaba intensamente y les mostraba el movi­
miento indetenible de la rueda eterna, el uniforme y acompasado galope
del tiempo; le rechinaban los dientes porque tales caminantes nada sen­
tían ni notaban del movimiento en el que estaban implicados y que los
arrastraba; los arrojaba a distancia de él cuando se le acercaban demasia­
do en el delirio.
Los románticos oyeron esta «estrepitosa rueda del tiempo». En­
contraron constelaciones y personas que nos precipitan al gran vacío,
donde se oye el estrépito fundamental de la existencia, fijaron instan­
tes en los que ya no se trata de nada, no se ofrece ningún contenido
del mundo al que podamos aferramos, o con el que podamos sentir­
nos a nosotros mismos, instantes de un vacío transcurrir del tiempo,
de un tiempo puro, su pura presencia, momentos, por tanto, en los
que se nota cómo pasa el tiempo, y se nota precisamente porque éste
no quiere pasar, porque no es posible expulsarlo, manipularlo o, como
se dice, llenarlo de sentido. Las correspondientes descripciones no son
simplemente psicológicas, sino metafísicas, pues muestran que, si no
sabemos emprender nada con nosotros mismos, la consecuencia es que
es la nada la que emprende algo con nosotros. Entonces se teme tener
que oír incesantemente el sabio susurro del tiempo, como el «santo
desnudo» en el cuento de Wackenroder.
¿Cómo podemos sustraernos a esta agitada nada? ¿Cómo salir del
desierto del aburrimiento?
Novalis recomienda el «arte de la excitación del ánimo», su técni­
ca de romantización, lo cual significa fundamentalmente; darse un
tono de ánimo elevado. Como genio autosugestivo tenía a disposición
medios importantes en relación con este punto. Tras la muerte de So-
phie, cuando él mismo aspiraba también a la muerte, a punto estuvo
de poner un pie en el más allá. No todos los románticos conquistaron
tales impulsos elevadores. Pero reinaba la unanimidad en que, fi'ente al
desierto del desencanto, sólo ayudan los secretos mágicos. Y así se hace
diáfanamente claro contra qué luchan en verdad los románticos cuan­
do defienden el misterio. Aquello contra lo que luchan es el peligro del
nihilismo moderno.
Durante largo tiempo, el misterio no necesitó ninguna defensa
especial. Cuando la investigación empírica de la realidad externa no
estaba tan desarrollada todavía, los hombres se hallaban envueltos en
lo inexplicable, lo oscuro y numinoso. Mientras todavía eran rudi­
mentarios los sistemas de seguridad mediante el saber, la técnica y la
organización, se trataba ante todo de sacar a la luz el misterio tanto
como fuera posible y, además, de hacerse propicio de algún modo lo
misterioso y divino. Cuando las sociedades modernas comienzan a
cuidar mejor de la seguridad, naturalmente el vínculo religioso se hace
más débil. Sólo entonces puede abrirse paso la necesidad de defender
el misterio, por la simple razón de que éste ya no es amenazador. En
esta situación se hace amenazadora otra cosa, a saber, los sentimien­
tos de sinsentido y de aburrimiento ante una vida supuestamente cla­
ra como el día, segura y reglamentada. Entonces se pregunta, ya no
por un Dios para la seguridad, sino por un Dios contra el aburri­
miento.
Este Dios contra el aburrimiento es el romántico. Los románticos
necesitan un Dios estético, no tanto un Dios que ayuda y protege y
funda la moral, cuanto un Dios que envuelve de nuevo el mundo en
el misterio. Sólo así puede evitarse el gran bostezo ante un mundo des­
encantado hasta el nihilismo. La modernidad de los románticos radi­
ca en que eran artistas metafísicos de la distracción en un sentido muy
exigente, pues sabían con toda exactitud que necesitaban ser distraí­
dos (unterhalten) o, más exactamente, mantenidos abajo (unter-gehalten)
los que están en peligro de precipitarse. Y así se sentían a sí mismos los
románticos, como expuestos al peligro de caer, y esto los convierte en
nuestros contemporáneos. La conciencia premoderna no podía imagi­
narse una caída del mundo. Siempre había un más allá. Sólo la mo­
dernidad se ve confrontada con la fmitud sin un sostén metafísico; ya
no cuenta con la evidencia de estar soportada por un mundo henchi­
do de sentido. La inmensidad de los espacios en los que nos perdemos
como un átomo, el zumbido del tiempo, la indiferencia de la materia
frente a nuestra conciencia en busca de sentido, los mecanismos anó­
nimos de la vida social, ofrecen pocos apoyos. Más bien, podrían pa­
ralizar o precipitar en la desesperación, si no se ofrece algo contra ello.
En la existencia cotidiana son el trabajo y la costumbre los que estre­
chan la mirada, y por eso protegen. Para los románticos, es demasiado
poco; contra la amenaza del aburrimiento ponen en juego la bella con­
fusión, a la que llaman «romantizar».
Pero la ironía romántica sabe también que «romantizar» es un en­
cantamiento a través de lo irreal. Y por eso el Romanticismo descubre
su secreto industrial, el irónico «como si», allí donde es más romántico.
El poema «Noche de luna» de EichendorfF comienza así:
Era como si el cielo
la tierra hubiera besado;
y en floreciente destello
tenía de qué estar soñando.
Y mi alma tendía
todo el ancho de sus alas,
en silencio las batía
como si volara a casa.
Capítulo 11

Cuando la realidad adquiere el aspecto aburrido de un «teatro mi­


serable», tal como Tieck pone en la pluma de William Lovell, a los ro­
mánticos se les ocurre algo, buscan el misterio, aquel sentimiento que
«nos empuja hacia desconocidas regiones lejanas», aunque puede su­
ceder que se caiga en una equivocación; que, como Lovell, se sigan las
promesas de una ominosa sociedad secreta, se pierda la libertad y uno
se convierta en marioneta de un maquinador oscuro. Los románticos
conocían muy bien los peligros del afán de misterios. A pesar de todo,
se protegían también de la otra tentación, a saber, la de ceder al rea­
lismo llano e instalarse en un mundo que se prescribe una utilidad sin
fantasías y hace sospechoso el talento humano para la trascendencia y
la imaginación. Nuestros pensamientos, dudas y cálculos, «que lo ex­
terminan todo y, por así decirlo, trazan estrías a través de un vacío
monstruoso, a través de un país que ellos mismos han despoblado», si
no quieren que crezca el desierto, han de hacer que brote de nuevo
aquel sentimiento «que cultiva el desierto abandonado».
En las Opiniones del gato Murr sobre la vida, de E.T.A. Hoffmann,
hay un episodio donde se narra el susto mortal que se lleva Kreisler
cuando cree ver a su doble en un jardín. Pero al advertir que la apari­
ción es solamente el efecto de un oculto espejo cóncavo, se enfada
«como todo aquel a quien se le evapora lo maravilloso en lo que cree.
Al hombre un horror profundo le agrada más que el esclarecimiento
natural de lo que le parece un fantasma, no se conforma con este mun­
do...».
Y así, por lo menos en la literatura, irrumpen estos artistas, soña­
dores, jóvenes artesanos itinerantes y tunantes románticos a la bús­
queda del prometedor misterio, escuchando añorantes la trompeta de
postillón, cuando «sopla y flamea la aurora» y se alza el sol sobre el
horizonte, cuando la lejanía atrae con sus «mágicas noches de luna»,
sus hechizados jardines, sus ensimismadas y angulosas ciudades, de cu­
yas casas asciende el humo y donde los hombres se sientan por la no­
che delante de las puertas o en torno a un tilo, donde los castillos sa­
ludan desde las montañas y susurran las fuentes. EichendorfF escribe:
A quien Dios quiere otorgar favor,
decide enviarlo al mundo ancho,
prodigios le pone bajo el sol,
en mundos y bosques, fuentes y campos.
En Enrique de OJierdingen, al protagonista el mundo se le hace estre­
cho, una vez que ha soñado con la flor azul. Quiere evitar el destino
de su padre, que hace su trabajo resignado y sin alicientes. Enrique em­
prende un viaje a lo imprevisible. Cuando le preguntan hacia dónde se
encamina, responde: «Siempre hacia casa». Lo que busca es una mane­
ra mayor, una manera terrible de estar en casa. Novalis quería hacer que
Heinrich la encontrara, quizás en el quinto o en el sexto tomo de una
novela planificada como un ciclo enorme. Pero murió, y la obra no
pasó de ser un torso de la aspiración romántica a ponerse en marcha.
El final prematuro de la marcha también puede presentarse de otra
manera. En la novela de EichendorfF El poeta y sus compañeros, Fortunat
anima a Walter, amigo de la época de estudios, que ahora es un seden­
tario, a que le siga, pero vuelve a quedarse en la próxima estación, en
un puerto matrimonial, donde se prohíbe a sí mismo toda otra salida.
La novela es un único compendio de marchas e interrupciones alegres,
resignadas, desesperadas y violentas. Victor, el secreto y también terrible
protagonista de la obra, representa el máximo exponente de la tenden­
cia al viaje. No hay en absoluto manera de detenerlo, es un virtuoso
de la despedida; para él la aurora no acaba nunca, lo que no debe ad­
mirarnos, pues al final se ha prometido a su patria supraterrestre, a la
que ahora quiere servir en el mundo. Y así, parte de nuevo, mientras que
los otros se quedan. Otra vez se nos ofrece una mirada grandiosa a un
paisaje tal como lo habría podido pintar Gaspar David Friedrich; lue­
go, Victor desaparece y la novela termina con los enigmáticos versos:
Fieles a la guardia nos retiramos,
la noche eterna pronto nos llega,
las pompas terrestres consigo lleva;
¡mundo hermoso!, anda con cuidado.
Los prometedores horizontes también pueden engañar. El moti­
vo de las sirenas está presente por doquier en la literatura romántica.
Eichendorff, en el poema «Viaje de primavera», mide la amplitud de
los movimientos viajeros:
Salieron dos robustos compañeros,
por primera vez salían de casa;
de alto júbilo iban repletos
hacia olas que sonoras cantan,
fuera donde primavera exhala.
Al primero sus ansias no lo llevan muy lejos:
Ya cerca encontró un amor,
la suegra tierra y casa compró,
pronto a un muchachuelo pesó;
desde el rincón del cuarto miraba
feliz cuanto en campos pasara.
El segundo, en cambio, no es tan modesto; su aspiración a lo ili­
mitado no podía saciarse con ofertas de una realidad apetecible:
Las mil voces en el fondo
eran rimas atractivas,
las sirenas seducían
en los mares clamorosos,
gargantas de color sonoro.
Cuando de la garganta sale
ya está cansado y viejo;
su nave en el fondo yace,
los alrededores quedos,
fría la brisa de los mares.
Y, sin embargo, no aparece ninguna exhortación frente a los exce­
sos, la marcha no es denunciada enfáticamente, aunque tampoco no
se nieguen los riesgos. La marcha es vitalidad, hay que correr el riesgo,
todo lo demás es encomendado a la confianza en Dios:
De canto las olas sonoras henchidas,
hay sobre mí delicias de primavera,
lágrimas blandas en mi ojo destilan.
¡Oh, Dios!, llévanos con amor a tu vera.
No todos los románticos tenían esta confianza casi infantil en
Dios. Esta es una peculiaridad de EichendorfF, que permaneció fami­
liarizado con su Dios desde la infancia; es el Dios de los bosques pa­
trios, no el de la especulación y la filosofía. No hay necesidad de in­
ventar este Dios, basta con encontrarlo de nuevo cuando se mantiene
la fidelidad a los sueños de la infancia. Bajo la protección de este Dios
se puede ser piadoso y atrevido, añorante de lo patrio y nostálgico de
lejanías, desligado y atado a la vez o, quizá, desligado por estar atado.
Así era para Eichendorff.
Su atadura se muestra en la preferencia por el motivo de la venta­
na. No sólo los filisteos miran desde cuartos secretos, también el que
añora mira desde la ventana y oye las canciones de los caminantes so­
bre viajes que conducen a una lejanía, donde de nuevo ante «las hojas
que alborean» hay muchachas «escuchando en la ventana» y mirando
a una mayor lejanía. Las ventanas abren la mirada a ventanas abiertas, a
imágenes que llevan a lo imprevisible, y quien escucha la «cometa de
postillón en el país silencioso», que llama a ponerse en marcha, querría
desaparecer en tales imágenes. Pero continúa ante la ventana. ¿Por qué?
Quizá porque las ventanas no acaban; queda siempre una distancia, lo
cual no es ninguna razón para permanecer sentado cuando resuena la
trompeta.
Ventanas y puertas abiertas están.
De nada sirve oponer resistencia;
en ondas del corazón he de notar:
amor, prodigiosa existencia,
de nuevo a seducirme volverás.
Un canto sobre la seductora canción de las sirenas es el poema
«Viaje sin rumbo», con el que Eichendorff abre la colección tardía de
su lírica, como si quisiera con ello presentar de antemano una súplica
por cierta timidez y por alguna contrariedad.
Aire templado de azul llega empapado
primavera, primavera tiene que ser,
hacia el bosque son de cuerno lanzado,
radiante destello de ojos valerosos es.
Y la confusión más y más abigarrada
llega a ser un mágico y salvaje río,
hacia abajo, al mundo del hermoso brillo
este torrencial saludo con vigor te llama.
No me puedo aquí por más tiempo mantener,
muy lejos de vosotros el viento me arroja,
en ondas de torrente me quiero mecer,
ciego de felicidad en luz esplendorosa.
Mil voces sonoras con atracción golpean,
hacia arriba la aurora flameante sopla.
¡De viaje! Mi alma para nada cuestiona
dónde las rutas del viaje a su final llegan.
Estos versos continúan el motivo tradicional de los grandes viajes
y extravíos, que comienza con Odiseo y la leyenda de los argonau­
tas, y llega hasta la edad moderna a través de las historias de locos en
la Edad Media y del holandés errante. De ellos extraen los románticos
el viaje sin llegada ni meta, el viaje sin fin, y Rimbaud continuará el
tema con su Barco ebrio. Estos viajes infinitos obedecen a una inspira­
ción dionisiaca, y es sorprendente que Eichendorff, de vida conserva­
dora, escribiera uno de los más hermosos poemas de desenfi-eno román­
tico. La entrega a la meta del viaje infinitamente desplazada está en
consonancia con el cumplimiento del sentido demorado sin fin. Eichen-
dorfF no es un poeta de la patria, sino de la nostalgia, no de la llegada,
sino de la partida.
Eichendorff, nacido en 1788, había crecido en una propiedad fa­
miliar situada en la Alta Silesia. Allí tuvo una niñez tan hermosa, que
parecía imposible ser arrojado de ella. Pero eso fue lo que sucedió, pues
su padre sufrió pérdidas en especulaciones bursátiles y sus bienes de­
saparecieron. El nuevo mercado del capital se convirtió para él en una
fatalidad; y Eichendorff, a partir de ese momento, tuvo que afirmarse
en la vida burguesa como funcionario prusiano. En la guerra de libe­
ración antinapoleónica se alistó en el cuerpo de voluntarios de Lützow,
y da la impresión de querer defender tan sólo el mundo de su niñez y
su juventud, hundida en los bosques de la Alta Silesia:
¡Oh, valles anchos y alturas!
¡Oh, hermoso y verde bosque!
Tú de mis suspiros y goces
tan piadosa cobertura.
Fuera' siempre engañado
trota el mundo comercial.
Vuélveme a rodear,
verde tienda con tu arco.
Al final comprende que lo pasado sólo puede salvarse en el re­
cuerdo poético; por eso se mantiene conservador, sin hacerse reaccio­
nario. Ya no son los lugares reales de la infancia los que se conservan,
sino la forma de la vivencia que va unida a estos lugares.
De arroyo oigo murmullo,
en el bosque serpentea,
en bosques y en murmullos
ignoro cuál mi sitio sea.
El empobrecido barón y consejero del Gobierno prusiano evoca un
paisaje patrio que nunca se ha dado, pero que puede surgir siempre de
nuevo a través de la palabra. Es un paisaje cuyo diseño sólo está en el
atlas de la poesía.
¿Qué relación guarda la poesía con la realidad? ¿Dónde tiene su lu­
gar legítimo en la sociedad? Estas preguntas ocuparon ya al joven no­
ble, que evitó hacer de su poesía una «profesión», una ocupación la­
boral. «No me basta el juego de la poesía. ¡Dios!, déjame hacer algo
adecuado», anotaba en su época de estudios en Viena, cuando escribía
su primera novela, Presentimientoy presencia. Al buen estilo romántico re­
flexiona Eichendorff sobre el sentido de la poesía, pero sus respuestas
no son tan seguras de sí mismas como las de los primeros románticos,
que perseguían el proyecto de la «poesía universal», y que, por tanto,
con ayuda del espíritu poético querían transformar toda la vida. «El jue­
go de la poesía no me basta», decía en época temprana. Esta frase ten­
drá validez todavía para el anciano Eichendorfif, que en su última no­
vela, El poeta y sus compañeros, sitúa en el centro la pregunta por la
significación de la poesía para la vida individual y social. Eichendorff
hace comparecer allí a una serie de poetas y a otras personas que se tie­
nen por tales. Aparece el conde Victor von Hohenstein, un poeta re­
conocido y venerado por todos, para quien en la cumbre de su fama la
poesía se hace problemática como mera apariencia; por eso se mezcla
entre los actores con amarga ironía contra sí mismo. Luego se hace ere­
mita y al final, un enérgico luchador en aras de la difusión del cristia­
nismo. Cambia de lo espiritual poético a lo religioso. El cristianismo se
convierte para él en una especie de poesía realmente existente. Esta idea
no era ajena al anciano EichendorfF, aun cuando a su juicio ésta es una
manera demasiado sencilla de resolver la tensión entre poesía y vida.
Por eso confiere un rasgo legendario a la desaparición de Victor.
La figura opuesta a Victor es Dryander, el virtuoso de la escenifi­
cación, al que no acecha ninguna duda de sí mismo. Hace mucho rui­
do en torno a nada. Se le deja el cometido de artista de la distracción
y personaje efectista, tarea con la que se conforma, sin exigir más. Es
el «interesante», que cautiva por corto tiempo. Luego se pasa de nue­
vo al orden del día; a Dryander tiene que ocurrírsele algo nuevo. En
él la poesía no es otra cosa que el arte de despertar la atención por
tiempo limitado. No es presentado de forma despectiva, sino irónica.
Es un jugador y nada más, aunque tampoco menos. ¿Por qué la críti­
ca habría de adoptar un ademán demasiado serio...?
También aparece Otto, que a expensas de la prudencia y habilidad
de la vida, sigue su ambición poética con extremada seriedad y a la
postre desgaja de la vida real el mundo de las palabras, con la conse­
cuencia de que esta vida real primero lo considera como loco y luego
lo hace fracasar estrepitosamente en el trabajo y en la vida.
Fortunat, poeta y a la vez artista de la vida, sin duda es el que más
se ajusta al ideal de Eichendorff. Una mañana emprende la tarea de es­
cribir una novela;
Pero entonces le suceden cosas sorprendentes. El iúdico viento matutino
arroja sus papeles a la hierba, donde las gallinas los picotean; y detrás de
él las copas de los árboles entonan su primigenia canción, que no encaja
en ninguna novela. Entretanto, los pájaros del bosque emiten notas com­
pletamente extrañas, las nubes vuelan sobre el país y le gritan: ¡Criatura
humana, no seas loco! Y entonces incluso el guardabosques bajó a cazar.
[...] Por fin arrojó pluma y papel y se lanzó con su caballo en la fresca y
brillante mañana.
La escena quiere mostrar que la poesía de la vida es siempre más
fiierte que la poesía que aparece en los libros. Fortunat ha experimen­
tado un instante poético, y después intenta retenerlo en unos versos;
Poesía en el bosque rimaba
himnos de héroe con esplendor,
historias por vericuetos enlazaba
desde una profunda inspiración.
Locuaces los árboles susurraban,
brotaban los arroyos del peñón;
cantoras miles de voces sonaban,
y luego en silencio se quedaban.
Fresco de brisa el pecho sentía,
jubilosa voz al aire lanzó;
pero de los héroes no quedó
aquel agrado que antes había.
Regreso otra vez a la ciudad;
de campos y bosques traigo frío,
vienen los cantos al corazón mío
de lejos en revuelta tempestad.
Viejos dolores y placer resuenan
en tenue murmullo una vez más,
antiguas melancolías despiertan,
tejen en el corazón un telar.
Y mientras tanto aires de invierno
tallos de flores en el campo talan;
y entonces por aburrimiento
nace una poesía muy larga.
La poesía llega siempre demasiado tarde o demasiado pronto, un
presente vigoroso le disputa el puesto. Y está bien así, opina Eichen-
dorff; primero hay que descubrir la poesía en la vida, antes de en­
cerrarla en el mundo de las palabras. Pero Eichendorff sabe también que
es la caducidad la que proporciona a la poesía un alimento incesante­
mente nuevo.
A lo largo de la montaña
un cortejo nupcial pasaba,
escuchaba cómo las alas
bandas de pájaros batían.
Veo relámpagos que brillan,
y muchos caballeros desfilan;
el cuerno de caza sonó,
alegre voz de cacería;
en instantes, ¿quién lo diría?
todo esto se extinguió.
La ronda en nOche se pierde
y ya sólo desde los montes
murmulla todavía el bosque
en el anochecer que viene.
Estremecido de miedo
el fondo del corazón siento.
En la poesía lo fugaz se convierte en forma permanente. El prodi­
gio de la poesía es que en ella permanece lo que no puede permanecer.
Eichendorff se consideraba poeta de ocasión, si bien en el sentido
privilegiado que también Goethe reivindicaba para sí. Poetizo, decía,
cuando llega el momento, en las grandes ocasiones, en los escasos ins­
tantes creadores. Los asuntos oficiales del consejero del Gobierno en
Kónigsberg, Danzig y, finalmente, en Berlín no iban a verse perjudi­
cados por culpa del arte. Eichendorff los atendía concienzudamente,
con liberalidad personal y principios conservadores. Presunción y aires
de importancia estaban lejos de él, no se atribuía ninguna misión es­
pecial en sus asuntos oficiales; mantuvo una distancia irónica. En
El poeta y sus compañeros pone en boca de Fortunat, en relación con
Walter, que está apegado a su oficio y a sus dignidades:
Sí, he pensado ya muchas veces sobre el fundamento de este amor tiemo
de muchos al servicio estatal [...]. Temo que en la mayoría es el prurito de
la comodidad de trabajar colosalmente y con gran espectáculo, sin ideas y
sin esfuerzo especial, es la satisfacción de acabar casi cada hora algo re­
dondeado, mientras que el arte y las ciencias en la tierra nunca acabarán
algo semejante, y ni en toda la eternidad van a tener un fin a la vista.
Lo que estaba vigente en los asuntos oficiales no había de tener
menor validez en la actividad poética. En el poema «El Isegrimm» se
burla de la sobrevaloración de ambos menesteres;
Legajos por la noche devorar,
parlotear como el mundo hace,
y la rueda de gran noria forzar
a la manera que el buey sabe,
también lo tengo a mi alcance.
Pero creer que el trasto viejo
para nada es un trasto viejo,
sino un prodigio importante,
es algo que no está en mi seso.
Siempre por juego de locos tengo
con sorna a los oyentes contarles
que el edificio del mundo elevo
y con caña de pluma lo sostengo.
Lo que en definitiva podía relativizar en su significación tanto la
poesía como la profesión burguesa era, para Eichendorff, la fe religio­
sa. El era realmente un hombre piadoso, y lo era sin las exaltaciones
románticas de las que Friedrich Schlegel, Brentano o Górres no se li­
braron en años posteriores. Esta devoción sencilla, expresada en las pa­
labras «¡Oh, Dios!, llévanos con amor a tu vera», despertó en algunos
la impresión de que Eichendorff era más un Biedermeier que un ro­
mántico. No osaban considerarlo como un «tunante». Los que lo co­
nocían mejor ya no encontraban sorprendente que este hombre pia­
doso pudiera haber escrito la historia genial del anarquista poético, del
soñador, mal trabajador y vagabundo, que se sustrae a todo orden bur­
gués, pues el tunante, por confianza en Dios, «ha descuidado sus asun­
tos». También para él valen mucho las palabras: «¡Ve de viaje! Yo no
quiero preguntar dónde el viaje llega a su fin». Él no se conserva, pero
es conservado. Hijo de un molinero, se rebela contra la coacción al tra­
bajo, y se entrega a placeres, impresiones y galanteos; es un Papageno
con violín. Por breve tiempo se domicilia establemente como recau­
dador de aduanas; entonces «se sienta vestido con su batín rojo con
lunares amarillos», fiima su pipa y deja que la gente siga su camino.
«Arrojé fijera las patatas y las legumbres que encontré en mi pequeño
jardín y lo cultivé con las flores más escogidas». Pero luego le entra
el cosquilleo de calzarse sus botas de viaje; también está enamorado.
Y así, de nuevo se pone en marcha sin meta, salta a la diligencia, traba­
ja de estribero y jardinero con damas de alta alcurnia, se deja llevar por
caballeros enmascarados, naturalmente hacia Italia, y por último en­
cuentra una forma de vida con su amada en un pequeño castillo, que
ha obtenido como regalo. En ocasiones se apodera de él la melanco­
lía: «Entonces el mundo se me presentaba tan tremendamente extenso
y grande, y yo me sentía allí tan solo, que habría querido llorar en el
fondo de mi corazón». Recurre al violín, un par de notas, una vuelta,
y la frivolidad se apodera otra vez de él. Quizá sin música la vida se­
ría un error. Mientras ésta suene, nada hemos de temer. La narración
termina con esta frase:
De lejos sonaba continuamente la música hacia aquí, y fuegos artificiales
volaban desde el castillo a través de la noche silenciosa sobre los jardines;
el Danubio fluía con estrépito; y todo, todo estaba bien.
Eichendorfí" se tomó la libertad de la locura, no sólo por ser poe­
ta, sino, sobre todo, por ser devoto. El tunante es un loco en Cristo.
Una piadosa ironía envuelve todo lo que se concede excesiva impor­
tancia a sí mismo, y lo traslada al estado de fluctuación del «como si»,
tanto en lo referente a la poesía como en lo relativo a la vida burguesa.
Si Eichendorfí" era ya un romántico del «como si», E.T.A. Hoff-
mann lo era en un sentido todavía más radical, pues él tuvo que com­
ponérselas sin fe religiosa. A diferencia de Eichendorff', Hoffhiann no
tuvo la dicha de una juventud idílica, que le hubiera podido dar la ma­
teria para sus fantasías y sueños románticos. Crece sin padre en un am­
biente familiar pedantemente burgués en la ciudad de Kónigsberg. Está
rodeado de tíos, tías y abuelos, celosos del deber, de la decencia y la
puntualidad, pero incapaces de ofrecer algo en el plano intelectual. El
joven sueña con la existencia de los artistas, escribe novelas para el ca­
jón y compone. A regañadientes, pero sumiso, sigue el camino que, se­
gún el deseo de la familia, lo conduce al jurídico «árbol del pan»; sólo
se siente dichoso en sus fantasías artísticas sobre viajes. Se convierte
en un brillante abogado y obtiene el puesto de consejero ministerial en
Posen, Varsovia y finalmente en la audiencia de Berlín. Tras el derrum­
bamiento de Prusia intenta abrirse paso como maestro de capilla en
Bamberg, Dresde y Leipzig. Prescindiendo de este interludio, Hoff-
mann siempre ejerció la composición, la pintura y la escritura sola­
mente como actividad secundaria; y el éxito se hizo esperar durante
largo tiempo. Tiene 27 años cuando en 1809 aparece por primera vez
algo impreso de su pluma, a saber. El caballero Gluck. Está a media­
dos de la treintena cuando se desatan las masas estancadas de fantasías
musicales y literarias. Ahora ya no se produce ninguna demora. A las
pocas semanas, toda la Alemania literaria ya habla de él. Pronto lo
llaman el «fantasma Hoffmann». Pasa a ser el divo de los libros de
bolsillo para mujeres. Comienzan sus días y noches berlineses en la
Gendarmenmarkt. Acude a la taberna Lutter und Wegner para ver allí
al gnomo, con rostro de ágiles rasgos, y para ver también cómo empi­
na el codo, junto con el inevitable actor Devrient. Ambos se arrojan
sus ocurrencias, mezclan la seriedad y el juego, ironizan e imitan a la
gente y a sí mismos, se hacen confesiones, se consuelan, presentan sus
fantasmas nocturnos. En las noches con Devrient se estrenaron las
narraciones de Hoffmann. Como consejero de la audiencia es muy bien
visto entre los liberales de la ciudad, pues en las llamadas «persecucio­
nes de los demagogos» defendió tenazmente, después de 1817, los prin­
cipios del derecho estatal frente a sus superiores, y por este motivo
afrontó incluso un proceso disciplinario; Hoffmann es famoso, pero
entre algunos tiene mala fama. Se cumple otro deseo y tiene éxito tam­
bién como compositor. Su ópera Undine sube a los escenarios de Ber­
lín. Pero sólo se representa ocho veces; luego se quema el teatro de la
ópera, y los cuadros de Schinkel en el escenario quedan destruidos. Es
una historia que podría haber inventado Hoffmann. En la cúspide de
su fama se frota los ojos admirado. ¿Todo esto ya ha quedado atrás?
Sigue adelante, pero tiene que escanciarse más vino. Ama la vida y
muere entre protestas.
En La princesa Brambilla, un cuento fascinante de ambiente carna­
valesco, leemos: «Nada es más aburrido que estar radicado en el suelo
y tener por ello que atender a cada mirada, a cada palabra».
Como no está «firmemente radicado en la literatura», ni en la pro­
fesión jurídica, ni como compositor y pintor, Hoffmann pagó el pre­
cio de que en ninguna parte fue tomado completamente en serio. Él
lo compensó no tomando tampoco nada completamente en serio. Por
eso era mal visto entre las grandes autoridades. Goethe tuvo de él una
opinión tan negativa como Schuckmann, ministro prusiano del Interior,
que calificó a Hoffmann de libertino, de un libertino que «trabajaba
sobre todo para su vida tabernaria». No carecía de razón el malinten­
cionado burócrata: Hoffmann no quería privarse de los paraísos artifi­
ciales de la ebriedad, y su famoso cuento El caldero de oro llevará la so­
pera del ponche al santuario de la literatura.
Si hubo alguien que se acercó realmente al ideal romántico del ju­
gador en la vida y en la obra, ése fiie Hoffmann. Lo que realizó,
escribir, asuntos oficiales, componer, lo hizo a conciencia, pero casi
siempre con la ligereza de lo accesorio; no cargaba el peso sobre nin­
guna de esas cosas. Por ejemplo, concibió la famosa narración El hom­
bre de la arena durante una aburrida sesión en la audiencia de Berlín.
Podía templar muchos instrumentos y mirar a la realidad desde mu­
chos ojos. Sólo así, con riqueza de perspectivas y fantasía puede cap­
tarse la realidad, que siempre es mucho más fantástica que toda fan­
tasía.
Una de sus últimas narraciones. El mirador del primo, nos conduce
al cuarto de un escritor inválido, al que sólo le queda la mirada desde
la ventana al multicolor gentío del mercado. A un visitante que, rebo­
sante de salud, acude a visitarle como quien va a la escuela de la vida,
el moribundo le declara: «Pero esta ventana es mi consuelo, aquí se me
ha abierto de nuevo la vida multicolor, y siento amistad con su movi­
miento nunca satisfecho. ¡Ve, primo, mira fuera!».
En el caso de Eichendorff, desde la ventana se mira a la lejanía in­
alcanzable. En el de Hoffmann, se mira también a lo cercano, que de
este modo se convierte en lejanía. Mas para esto es necesario estar dis­
puesto a dejarse sorprender, hay que despedirse de juicios preconcebi­
dos y costumbres en la manera de ver, pues todo esto estrecha la mi­
rada y con especial intensidad convierte lo ordinario en realmente
ordinario. Hoffmann descubre por medio de la fantasía lo monstruo­
so detrás de la fachada lisa de lo real, pero también la fantasía le pro­
porciona la distancia frente a lo terrible que existe en la realidad.
En un baile público en Bamberg vio Hoffmann en 1812 cómo de
golpe un bailador se derrumbaba mortalmente. Enseguida compuso un
esbozo de aquel suceso y lo enseñó a sus amigos, que, según cuenta
su editor Kunz, se indignaron por la manera en que el autor abordaba
con «el estado de ánimo más alegre un suceso que llenó de espanto a
todos los presentes». Naturalmente, en semejante «alegría» se nota lo
forzado, lo intencionado. Ante el espanto, Hoffmann se ejercita en el
arte del «prodigioso salir de sí mismo», tal como leemos en El elixir del
diablo. Mantiene la distancia y se conserva la curiosidad.
Durante las guerras de liberación, Hoffmann entra con curiosidad
en un campo de batalla junto a Dresde llevando un vaso de vino en
la mano. Es la estética del pánico como reacción al horror. O bien ac­
túa como un mirón, o bien se aparta, en ambos casos la fantasía
actúa. Mientras retumba todavía la batalla alrededor de Dresde, inicia
en 1813 El caldero de oro. Un cuento de los nuevos tiempos, tal como lee­
mos en el subtítulo.
El estudiante Anselmo está sentado a orillas del Elba, a su paso por
Dresde, bajo un saúco, y se entrega a ensueños placenteros en el res­
taurante al aire libre y en medio de las bellas muchachas allí presentes,
que lo eluden porque ha perdido su dinero. Y así sueña saliéndose de
una realidad y entrando en otra. Encuentra al archivero Lindhorst y a
su bella hija Serpentina. Lindhorst es una de aquellas personas que,
cuando se han despedido de uno con un apretón de manos, pueden
oírse todavía durante algún tiempo en la calleja que resuena, hasta que
se alzan a cierta distancia y como un águila vuelan de allí en el cre­
púsculo vespertino. ¿O, diríamos mejor, como una gigantesca sala­
mandra? En todo caso, Lindhorst «eleva hacia el azul celeste la vida
cotidiana de los hombres corrientes». Anselmo querría volar tras él. Al
final obtiene a su Serpentina y desaparece hacia Atlantis. Se queda el
narrador, triste y agotado. No logra describir a su protagonista. Se ha
apoderado de él el desencanto, le falta un trago. Y lo cierto es que
Lindhorst, también llamado Salamandra, no lo deja sentado en seco.
Aparece «con una hermosa copa de oro en la mano, en la que chis­
porrotea una llama azul. “Aquí”, dijo él, “le traigo la bebida preferida
de su amigo, del maestro de capilla Johannes Kreisler. Es aguardien­
te de arroz [...]. Beba por lo menos un traguito”». Así, las artes de Sa­
lamandra ofrecen a nuestros ojos una visión completamente artificial.
El paraíso está a la vista.
Pero también lo está el infierno: los abismos del alma. La fantasía
puede alcanzarlo igualmente. Poco después de El caldero de oro, Hoff-
mann escribe la novela El elixir del diablo. Aquí penetra en la atmósfe­
ra de un horror en parte repulsivo, en parte sublime. Atento al éxito
del público, se apropia de elementos de acción tomados de las nove­
las de terror, entonces muy leídas, pero su tratamiento del género, tan­
to en el plano psicológico como en el poético, carece de precedentes.
La novela narra la vida del monje Medardo. Éste, de origen enig­
mático y destinado desde la niñez a la vida conventual, se convierte
en un famoso predicador. En el confesonario se enamora; el conven­
to se le hace demasiado estrecho, lo abandona para buscar a la amada.
Encuentra a un doble, cree haberlo matado, lo suplanta, comete algu­
nos asesinatos más y, por descuido, a punto está de matar a la amada.
Huye, se esconde en un manicomio, duda de si ha cometido aquellas
acciones crueles, se ve envuelto en intrigas y al final va a parar a los
calabozos del Vaticano. Vuelve al convento patrio, quiere hacer peni­
tencia, es testigo de cómo su doble, que súbitamente aparece de nue­
vo, mata a la amada. Renuncia al mundo y al final encuentra sola­
mente la ñierza de narrar su entero destino cruel, como un último
ejercicio de penitencia.
Es la historia de una escisión de la personalidad. Hasta entonces
no se había escrito algo así con tanta empatia. HofFmann estaba aquí
en su elemento, pues vivía con miedo a enloquecer, sobre todo cuan­
do sus fantasías lo avasallaban. En la novela describe uno de estos
horribles instantes de encuentro esquizofrénico consigo mismo. Medar­
do está sentado en la cárcel acusado de asesinato. Se oyen golpes bajo
el suelo, suena un grito, algo raspea. Alguien quiere entrar. Medardo
tiene miedo y, sin embargo, comienza a romper piedras del suelo:
El que estaba debajo empuja hacia arriba tambaleante [...] entonces sú­
bitamente se elevó desde la profundidad un hombre desnudo hasta las ca­
deras y me miró fijamente, como un fantasma, con la risa espantosa y sar­
cástica de la locura. El pleno brillo de la lámpara cayó sobre el rostro; yo
me reconocí a mí mismo, se me desvanecían los sentidos.
Medardo nunca se deshará de su doble, acurrucado a sus espaldas,
y lo llevará por oscuros bosques. Hoflfmann mismo escapará a este des­
tino. Logró, una y otra vez, desenmarañar el nudo de fantasía y reali­
dad. Era suficientemente realista, y por eso podía permitirse el placer de
la confusión, que de la forma más bella escenificó en la La princesa
Brambilla.
Recibió el impulso para este «magnífico capricho» a través de los
Baüi di Sfessania, serie de grabados de Callot que representan a los per­
sonajes de la Commedia dell’arte. Hoffmann escribe en una carta que
aquella obra iba a ser el «más audaz» de sus cuentos.
Algunos ya no podían seguir a Hoffmann en las turbulentas y con­
fusas correrías de su imaginación. Otros, como Heine o Baudelaire,
consideraban que Brambilla era lo más genial que Hoffmann había es­
crito. Heine afirmaba que, quien a través de La princesa Brambilla no
pierde la razón, no tiene ninguna razón que pueda perder.
En esta narración se confunden la fantasía y la realidad, pero todo
queda irradiado por el conocimiento alegre de la «duplicidad de todo sen>.
Bajo su luz puede comenzar un juego que se mantiene arraigado en el
suelo y, sin embargo, no renuncia a los vuelos de altura, a la fantasía
transformadora.
Este juego es antiguo, no lo inventó Hoffmann. Es el juego trans­
formador del carnaval. Hoffmann, rechazando las exigencias de lo ex­
terior y familiarizado con los abismos del interior, se convertirá en el
gran carnavalista del siglo XIX.
El mago y charlatán Celionati, conocido también como príncipe
Bastianello di Pistola, se encarga de la dirección. Durante el carnaval
romano escenifica un teatro que no tiene ninguna rampa para entrar
en escena y donde los actores no saben que son actores. Se crea un pe­
queño teatro del mundo en el Corso romano, que puede recorrerse en
una hora. Todo está perfectamente dispuesto. Se representa el antiguo
juego del amor, «se alejan y reconcilian dos amantes, se separan y en­
cuentran de nuevo», tal como Goethe describe las escenas de carnaval
en el Viaje a Italia.
En La princesa Brambilla el punto principal de este juego consiste
en que los dos amantes, el actor Giglio y la modista Giacinta, se se­
paran, pues ambos persiguen la imagen quimérica que el uno tiene del
otro. El charlatán Celionati se cuida con ostentación carnavalesca de
que ambos experimenten su respectiva quimera como realidad. El sue­
ño que ambos tienen el uno del otro «entra en la vida», y como aho­
ra se sienten amados por su imagen quimérica, cada uno de ellos se
transforma en aquello por lo que el otro lo tiene en sus sueños. Ce­
lionati impide durante un tiempo que puedan unir quimera y realidad.
Se separan para buscarse. Se encuentran finalmente cuando riendo des­
cubren la realidad en la quimera y la quimera en la realidad. Todo el
confuso juego es una escenificación del humor, sólo éste puede «in­
vertir el dolor del ser en elevado placer».
¿Qué «dolor del ser»? Es la experiencia de que en toda persona se
esconden muchas personas. Giglio es presa de la confijsión por esta ra­
zón: «Por eso, porque estoy encerrado en un receptáculo tan pequeño,
se conftinden también las muchas figuras, juegan a bolos y los arrojan
con barullo, de modo que no logro ninguna claridad».
Es una situación de locura. ¿Cómo se puede reír de una cosa así?
El carnaval, que permite la persona múltiple, puede hacerlo. El afán de
transformación, reprimido en la cotidianidad burguesa bajo la coac­
ción de una identidad no contradictoria, puede ahora llevarse a la vida.
La risa del carnaval redime de esta coacción.
¿De qué se ríe el carnaval? Lo decisivo es que se ríe de todo. Su
risa es universal. Se ríe de la moral y las costumbres. Los remiendos
son su traje preferido, y no se asusta ante la desnudez. Se ríe del po­
der, lo parodia, por ejemplo: se elige a un rey de los locos, la misa es
una mascarada. Se ríe de lo que normalmente asusta y angustia. El dia­
blo se convierte en un arlequín para la burla. Pero también se hacen
ridículos los que quieren expulsarlo, los clérigos. El carnaval lleva a
cabo su juego de inversión con el arriba y el abajo, el bien y el mal,
lo bello y lo feo, el hombre y la mujer. Entre otros detalles: la nariz
nunca es suficientemente larga, la locura camina sobre las manos, la
careta se lleva en el cogote. El carnaval descubre la verdad del mundo
puesto boca abajo. Las jerarquías desaparecen en la gran familia del
carnaval. Los hombres se vuelven excéntricos: pierden su fiaerza, el
centro de la vida, las normas y todo lo demás que consideran como
su yo. Lo que en general ha de estar junto se separa, y lo que no for­
ma un todo coherente se vuelve vulgar. El carnaval lo arrastra todo al
juego de su alegre relativismo, también los hechos fundamentales de la
vida: nacimiento, amor, muerte.
En el ambiente de este carnaval aprenden Giglio y Giacinta a reír­
se de su vida y sus relaciones amorosas, del abismo entre añoranza y
consumación. Notan cómo se transforman y, sin embargo, no pueden
desprenderse ni de uno mismo ni del otro. Hacen «muecas», pero vi­
ven, y quizá viven precisamente porque hacen «muecas». Un nihilismo
vitalista, alegre, barre toda amargura cínica, como efecto de un humor
que Hoffmann define así: «Una fuerza admirable del pensamiento, na­
cida de la más profunda intuición de la naturaleza, para construir su
propio doble irónico, en cuyas muecas singulares reconoce a los suyos
y, por mantener el descarado término, las muecas del ser entero aquí
abajo, una fiierza que además se recrea en todo ello».
El humor de Hoffmann se sumerge en la vida, no lo aleja de su
cuerpo. No está lleno de renuncias. Aun cuando al final las aspiracio­
nes quizá se encuentren con el desencanto, no renuncia a los elevados
vuelos de los deseos; y no se conforma con el languidecer de la re­
nuncia a la consumación. Es necesario haber osado algo para poder
reírse de uno mismo y del mundo; para notar quiénes somos, es ne­
cesario que hayamos salido de nosotros. La complacencia en la trans­
formación no es la peor manera de conocerse a sí mismo. Giglio y Gia­
cinta son adiestrados en ese conocimiento alegre de sí mismos. A este
respecto es indispensable el modisto. Él «es el que», según la expresión
de Giglio, «con su aguja creadora nos ha llevado por primera vez a la
escena bajo aquella forma que está condicionada por nuestra esencia
más íntima».
En el punto culminante del torbellino de carnaval se encuentran
Giglio y Giacinta, sin reconocerse, pero danzan juntos y esta danza es
un desencadenamiento extático, una verdadera danza dionisiaca. Jue­
gan con las fiierzas de gravitación del yo. «¿Qué piensas de este salto,
de esta posición, en la que confío mi yo entero a la fuerza de grave­
dad de la punta de mi pie izquierdo?» Se entienden en el arte del de­
sasimiento, en esta cercanía viva de los amantes. «Nada es tan aburri­
do como, estando firmemente radicado en el suelo, tener que atender
a toda mirada, a toda palabra.»
La complacencia en la transformación triunfa sobre el deseo de
conservarse. Eicjiendorff conoce el atractivo de ese triunfo, que no ca­
rece de peligro: «Y yo no quiero conservarme...». En Eichendorff el
desencadenamiento tiene lugar con la confianza puesta en Dios; en
Hofifmann tiene lugar entre grandes risas.
Humor e ironía eran en tiempos de Hoffmann categorías conoci­
das, con peso en el mundo filosófico. Se habían revestido de una gran
seriedad, por ejemplo, Friedrich Schlegel dice: «La consumada ironía
absoluta deja de ser ironía y se hace seria». La ironía romántica, su
«bufonería trascendental», mira de reojo al cielo. «Lo terrestre ha de
consumirse.» Por el contrario, en la cultura de la risa de siglos ante­
riores, se trataba abiertamente de una profanación. Precisamente las as­
censiones al cielo y los idealismos eran blanco de las degradaciones y
los contactos con la tierra de la literatura carnavalesca. El mundo pues­
to boca abajo en la cultura de la risa devora la trascendencia. La risa
pantagruélica en Rabelais tiene este sentido. Tiende a desacreditar el
espíritu frente a la infinita fiierza generadora de la tierra y del cuerpo.
La ironía romántica es distinta. No mira hacia abajo, sino hacia arriba:
Schlegel: «Uno puede sentarse en cualquier cielo».
Pero en Hoffmann puede advertirse algo todavía de la risa panta­
gruélica, que procede del contacto con la tierra, de la profanación, de
la burla sobre la fiigacidad del cielo. No hay duda de que también
Hoffmann conoce un cielo, un cielo que no es sino la «mina de dia­
mantes en nuestro interiop>. Si al final en este autor hay risa, esto se
debe a que, a pesar de este cielo interior, seguimos siendo «mercena­
rios de la naturaleza», y con esta riqueza interior no pasamos de pro­
ducir «muecas».
Giacinta y Giglio andan errantes a través de las calles del carnaval,
se rehúyen, se buscan, se extravían admirablemente en el laberinto de
las danzas y transformaciones, y todo corre hacia esta única cosa: se
consiguen y luego tendrán descendencia. Así permanecen en los an­
dadores de los fines de la naturaleza. Dan ganas de reír: cielo y tierra
en movimiento para fundar un matrimonio.
Las risas que resuenan en La princesa Brambilla han encontrado su
filosofía adecuada en la metafísica del amor entre los sexos que de­
sarrolla Schopenhauer:
Los poetas de todos los tiempos se han ocupado incesantemente en el in­
tento de expresar con innumerables giros la aspiración amorosa [...], esta
añoranza que vincula la representación de una felicidad infinita con la po­
sesión de una determinada mujer, así como un dolor inefable con el pen­
samiento de no poderla conseguir. Esta añoranza y este dolor del amor
no pueden tomar su materia de las necesidades de un individuo efimero,
sino que son el suspiro del espíritu de la especie, que ve aquí un medio
insustituible para lograr o echar a perder sus fines y, por tanto, suspira
profundamente.
La fuerza transformadora del amor es el gran esfuerzo que la na­
turaleza realiza con nosotros para llevar a cabo sus sencillos «fines». De
ello se ríen Giacinta y Giglio una vez que se han descubierto y en­
contrado en el laberinto del carnaval y de su fantasía. Con su alegría
se hallan a la altura de aquella persuasión que Hoffmann expresó así
en el diálogo de los hermanos Serapión: «Hay un mundo interior y la
fiierza espiritual para verlo con plena claridad en el resplandor consu­
mado de la vida más activa, pero viene dado con nuestra herencia que
el mundo exterior, en el que estamos encerrados, actúa como la pa­
lanca que pone en movimiento aquella fuerza».
La «palanca del mundo exterior» es la naturaleza que pone la fiier­
za por la que Giacinta y Giglio se sienten impulsados el uno al otro.
Pero también es una realidad el magnífico centelleo de su mundo in­
terior, que en el carnaval se convierte en exterior. En la risa se man­
tienen ambas realidades: la de que somos un «mercenario de la natu­
raleza», y la de que hay oculta «en nuestro interior una mina no sellada
de diamantes», una mina que nos da el sentimiento de elevación infi­
nita por encima de todos los fines.
E.T.A. Hoffmann, con el que se cierra el Romanticismo como épo­
ca, era un gran soñador y, por ello, tan romántico como podamos ima­
ginarnos. Pero era más que eso. Tuvo siempre un pie puesto en un rea­
lismo liberal. Era un soñador escéptico.
Segunda parte
Lo romántico

no estamos muy seguros, no nos sentimos


en casa en el mundo interpretado.
Rainer Maria Rilke, «I Elegía de Duino»
Capítulo 12

La gran época del Romanticismo quedó atrás en torno a los años


veinte del siglo XIX, ello, a pesar de que continuaron apareciendo obras
románticas. Achim von Arnim y Joseph von Eichendorff siguen
creando. Friedrich de la Motte Fouqué no dejó de escribir sus historias
de caballeros, doncellas nobles y duendes, y de parafrasear leyendas
nórdicas, que tanto éxito le granjeaban entre el gran público; en efec­
to, era muy leído, lo mismo que E.T.A. Hoffmann, que en el Berlín de
la época puso en marcha el aquelarre. Lo mágico, lo medieval, lo rela­
tivo a los fantasmas y también la santurronería seguían teniendo su co­
yuntura. Estos asuntos habían caído ahora en las profundidades de las
bibliotecas de préstamo y de los libros de bolsillo para mujeres. Los
círculos más ambiciosos se burlaban. Y el impulso revolucionario, in­
novador y seguro de sí mismo estaba roto.
En las otras artes, los impulsos románticos sólo ahora alcanzaban
su pleno éxito; en la música, con Schumann y Schubert; y en la pin­
tura, por ejemplo, con los nazarenos, lo cual provocó el enfado de
Goethe, que en 1818 aprovechó la ocasión para pasar cuentas con toda
esa dirección, por más que antaño hubiera apreciado mucho a los her­
manos Schlegel y les hubiera prestado su apoyo. Junto con Johann
Heinrich Meyer, su adlátere artístico, redactó el ensayo Nuevo arte p a ­
triótico de tendencia alemana y religiosa. Sus autores replican tanto a las
tendencias religiosas com o a las patrióticas en el arte con una rotun­
da y despectiva negativa. Simplemente no es verdad, leemos allí, que
el «entusiasmo piadoso» y los «sentimientos religiosos [...] sean con­
diciones indispensables de la capacidad artística». Más bien, la habili­
dad artesanal, la conciencia de la forma, el sentido para la naturaleza
y un «ánimo» incólume son condiciones suficientes del arte. La reli­
gión, en todo caso, puede hacer su aportación si, como sucedía en la
antigüedad, santifica lo terrestre con toda su alegría sensible y no se
regala con lo suprasensible, donde el artista tiene poco que hacer.
Y por lo que se refiere al patriotismo, si bien es cierto que la religión
en sus orígenes se halla vinculada al lugar, sin embargo, eso mismo
hace que esté caracterizada por el hecho de representar lo universal en
lo particular.
Con esta censura, a la que había precedido una crítica racionalista
igualmente eficaz de Johann Heinrich Voss, se impuso en una parte del
público la imagen poética de un Romanticismo beato, fijado en la Edad
Media, propenso a la fe católica y al germanismo. El hecho de que
Friedrich Schlegel y Adam Müller se pusieran a disposición de Metter-
nich en aras de la Santa Alianza, era coherente con esta imagen, que
hizo olvidar los rasgos experimentales, fantásticos, altamente reflexivos
e incluso revolucionarios del Romanticismo. Friedrich Schlegel se es­
forzaba muy celosamente por retocarlos o denunciarlos. En 1820, en
su obra Sello de la época, escribe que entonces «sucedió lo que aconte­
ce siempre cuando la sangre y la fiaerza vital se suben excesivamente a
la cabeza». En tales situaciones, dice, el individuo se toma a sí mismo
por demasiado importante junto con sus ideas y ocurrencias. Por suer­
te, se produjo tan sólo un «caos de ideas» y nada más; había poderes
del orden y tradiciones con más fiierza que la «arbitrariedad subjetiva».
Y por eso, sólo las ideas, y no los pueblos, fueron puestos cabeza aba­
jo. O, mejor dicho, es bueno seguir a las autoridades acreditadas y no
a la propia cabeza.
En Alemania hubo quienes se ocuparon de ello después de 1815.
En Berlín fue Hegel el que transformó sus comienzos románticos en
un impresionante pensamiento del orden, pero sin ahorrar críticas a la
arbitrariedad y al subjetivismo romántico.
Altenstein, ministro prusiano de Enseñanza y político relativamen­
te liberal, se hallaba entre los admiradores del filósofo e intercedió por
su traslado a Berlín, que se produjo en 1818. Altenstein apreciaba en
Hegel algo que llamaba la atención y fascinaba a un público que que­
ría librarse de las turbulencias de los últimos años: la manera singular
con que este filósofo elaboró los impulsos de modernización desde la
Revolución francesa, uniéndolos a la vez con una actitud conservado­
ra, que respeta el Estado. Cuando en 1820 apareció su Filosofía del de­
recho, con aquella famosa frase en el prólogo: «Lo que es racional es
real; y lo que es real es racional», Altenstein felicitó al autor con estas
palabras:
Usted da [...] a la filosofía [...] la única posición adecuada en la realidad,
y con ello consigue, de la manera más segura, preservar a los oyentes de
la arrogancia nociva que rechaza lo existente sin haberlo conocido y que,
sobre todo en relación con el Estado, se complace en la creación arbitra­
ria de ideales vacíos de contenido.
En el pasado, los románticos habían promovido la «progresiva
poesía universal», y Hegel estaba ahora en vías de desarrollar su pro­
gresiva filosofía universal, aunque siempre criticando claramente la
«arbitrariedad de los sujetos pretenciosos», que equiparaba al espíritu
romántico. Por ejemplo, Hegel caracterizaba al filósofo Fries, discípu­
lo de Fichte perseguido por las autoridades estatales, como un «caudi­
llo de esta superficialidad que se llama filosofía», y que, «en la papilla
del corazón, de la amistad y del entusiasmo», pretende amalgamar el
Estado, una construcción que se ha formado en el «trabajo» duradero
de la «razón».
En Hegel semejante polémica, protegida por el poder, contra el Ro­
manticismo subjetivo, se compaginaba a las mil maravillas con una ac­
titud, mantenida hasta el final de su vida, que, en recuerdo de la Re­
volución francesa, le indujo a beber un vaso de vino cada 14 de julio.
En su momento, había plantado, con Schelling y Holderlin, un árbol
de la libertad en la pradera del Neckar, y había iniciado el desarrollo de
una filosofía de la socialización mediante el amor. La Revolución si­
guió siendo para él «una revelación grandiosa», el «tremendo descu­
brimiento sobre lo más íntimo de la libertad». Todavía en 1822, en la
misma época en que incitaba a las autoridades prusianas a tomar me­
didas contra una hoja literaria en la que se criticaba su filosofía, dice
sobre la Revolución francesa: «Desde que el sol está en el firmamento
y los planetas giran en torno a él, no se había visto que el hombre se
alzara sobre su cabeza, es decir, sobre los pensamientos, y construyera
la realidad de acuerdo con éstos».
Hegel rechaza la acción revolucionaria y los sueños románticos de
«sujetos arrogantes», y lleva en cambio el impulso revolucionario y fan­
tástico al corazón palpitante del espíritu del mundo, que desarrolla su
trabajo sin que el filósofo haya de intervenir. Éste puede desarrollar, y
tiene que desarrollar, en conceptos lo que de todos modos ha de su­
ceder. Es el necesario proceso progresivo, que constituye una historia
de la llegada a sí del espíritu en la realidad material de la vida social.
El todo es lo verdadero, porque el todo se hace lo verdadero, y, cuan­
do se ha consumado, la filosofía puede accesoriamente reconocerse
allí. «La lechuza de Minerva no inicia su vuelo hasta la llegada del cre­
púsculo.» Para Hegel, la historia es de hecho el juicio del mundo. Ella
somete a proceso todo lo que sobrevive, todo lo que se resiste al im­
pulso del espíritu a la propia realización. Para ello no necesita rebel­
des, románticos ni demagogos. Éstos se hunden ellos mismos. De ahí
las manifestaciones hegelianas de lealtad al Estado, que está a punto
de apartar del tráfico a los «Demagogos». Hegel escribe a Nithammer:
Me atengo a que el espíritu del mundo ha dado al tiempo el mandato de
avanzar; se obedecerá a ese mandato; este ser avanza como una falange
acorazada, en formación compacta, irresistible, y lo hace a través de to­
dos los obstáculos con un movimiento tan imperceptible como el del sol;
innumerables tropas ligeras hacen de flanco a su alrededor con acción
ofensiva y defensiva; la mayoría no saben de qué se trata, y se limitan a
recibir golpes en la cabeza, como si los diera una mano invisible.
Sin duda, hay que contar a los románticos entre estas «tropas lige­
ras», que reciben un golpe desagradable en la cabeza.
Hegel conspira con el espíritu del mundo y no tiene necesidad de
inmiscuirse en los asuntos del día. Tiempo atrás, cuando Napoleón
avanzaba sobre Jena mientras Hegel escribía las últimas frases de su
Fenomenolo^a del espíritu^ este último tuvo que poner pies en polvoro­
sa para huir de la ciudad en llamas. El espíritu del mundo lo había gol­
peado duramente, pero ya entonces nada pudo disuadirlo de rendirle
admiración. «Es de hecho una sensación prodigiosa ver a un individuo
así, a un individuo que, montado a caballo, se apodera del mundo y
lo domina.»
También en relación con el espíritu del mundo puede decirse que
donde se cepilla caen virutas. En Jena, Hegel pertenecía todavía a las
virutas. Ahora, en Berlín se ha acercado mucho más a los que cepillan.
La atmósfera política y social en la que Hegel celebraba sus éxitos
era la de un aire tranquilo y un celo laborioso, sin entusiasmos inne­
cesarios. La filosofia de Hegel, que presenta también al espíritu del
mundo como un ser trabajador, se compagina bien con este temple de
ánimo. Al trabajo sigue el esparcimiento. Son malos tiempos para un
arte que quiera ser algo más que una distracción. Por tanto, malos
tiempos para lo sublime y los vuelos de altura de los románticos. Y bue­
nos tiempos para el teatro y la ópera, en la medida en que se hacen
ligeros para el público y aspiran a grandes y toscos efectos. Cuando
al mundo se le cortaba el aliento ante Napoleón, apareció en Alema­
nia la tragedia del destino. Cuando Napoleón se derrumbó, con las
grandes acciones y el gran destino terminó también el juego en tor­
no a tales temas de peso. Lo ligero se hizo cada vez más ligero. Los ac­
tores triunfaron representando a monos. Los bastidores se hicieron
cada vez más espléndidos, de lo que se aprovechó bien la pieza Ondi­
na, de Hoffmann. La representación de El cazadorfurtivo, de Cari Ma­
na von Weber, fue fastuosa. Pero se llegó al cénit de lo colosal con
Spontini, cuando entraron elefantes en el escenario y hubo disparos de
cañones.
Hay un deseo de recuperarse de los esfuerzos de los tres últimos
decenios. Como en la sala de descanso del teatro durante la pausa, se
oye una algarabía en la que se percibe el reflujo de las últimas excita­
ciones. La gran filosofía de Hegel parece la recensión placentera de su­
cesos que otrora dejaban a todos sin aliento y ahora son el pasado. Es
época de cosecha, de mirar y conservar el caudal obtenido. Es la épo­
ca Biedermeier.
Ahora bien, el espíritu del tiempo es más refinado de lo que pue­
de parecer a primera vista. La política de la restauración posterior a
1815 quiere llevar la vida, por la fuerza, al orden del siglo XVIII, como
si nada hubiera pasado. Pero habían sucedido demasiadas cosas. La
confianza en que lo recibido es sostenible y fiable tiene algo de forza­
do e intencionado. Se produce una entrega a lo dado con el quedo
sentimiento de un doble fondo. Las convicciones comienzan a parpa­
dear, la moral bizquea. Las personas se acurrucan, hunden la cabeza,
se busca la comodidad y «desde cuartos secretos» contemplan plácida­
mente el campo libre (Eichendorff), donde la vida se desarrolla abis­
malmente, entre «dos luces». No es de admirar que las narraciones de
Hoffmann tengan su coyuntura. Hegel lo incluye en la «infantería li­
gera», y cree que también él merece recibir un golpe en la cabeza:
Sobre todo en época reciente se ha puesto de moda un desgarro interior
sin punto de apoyo, un desgarro que recorre todas las disonancias más
adversas, y ha traído un humor atroz y una ironía grotesca, donde Theo-
dor Hoffmann, por ejemplo, se mueve a sus anchas.
Hegel encuentra otro tipo de subjetiva arbitrariedad romántica en
Kleist, cuya obra no comenzó a conocerse un poco hasta los años vein­
te del siglo XIX. «Kleist sufre por causa de la común y desdichada in­
capacidad de cifrar el interés principal en la naturaleza y la verdad, y
debido a la tendencia a buscarlo en desfiguraciones.» Según eso, tam­
bién en él se da un «misticismo arbitrario», que surge tan sólo por el
hecho de que un individuo se separa de los intereses sustanciales y de
los contenidos morales objetivos, e intercala en su mismidad un inte­
rior todavía más profiindo, un interior «más allá», extraño, desde el
cual han de brillar luego los «primores superiores del ánimo». Pero con
ello, según Hegel, la poesía «tiene que hacerse notar en lo nebuloso,
vano y vacío». El resultado de todo esto se echa de ver en el príncipe
de Homburg, que sueña dentro de sí mismo en lugar de escuchar las
instrucciones para el combate. A su juicio, eso es «insulso» e inade­
cuado como motivo de una tragedia.
En aquella época, la verdad está para Hegel en lo sólido, como
bien se nota. Lo aventurero, lo excitante, para él es ya pasado. Tienen
validez para el pasado, ya no para el presente, estas palabras: «Lo ver­
dadero es una bacanal donde no hay miembro que no esté ebrio».
Centra su energía en el desarrollo de un sistema de la razón histórica,
que acredita el presente como resultado de un largo proceso y ejerce
efectos de desencanto en lo que se refiere al futuro ulterior. Se trata de
estar maduro para ser cómplice de la razón objetiva. También así es
posible instalarse espiritualmente.
En un terreno oscilante, donde los hombres se comportan como si
fuera firme, comienza un gran parloteo. Nunca se había dado tanto es­
parcimiento social. En Berlín brotan de debajo de la tierra los clubes,
las asociaciones, las mesas redondas y las reuniones de amigos. Se da
la «sociedad sin ley», la cual no muestra otra tendencia que la de «co­
mer a mediodía a la buena manera alemana»; y también Hegel parti­
cipa en ella a veces. La sociedad de las sutilezas toma la forma de los
«pensamientos y acciones». La alianza de las muchas artes quiere «des­
pertar el alma de su sueño», y en la Friedrichstrasse tiene su lugar de
encuentro la Asociación de Disputantes para el Estudio de Preguntas
Abiertas. En parte se trata también de formas de sociabilidad con tras-
fondo político que quieren zafarse de la inspección policial. Pero se
trata, en mayor medida, de la satisfacción y de asegurarse recíproca­
mente de que los participantes están en terreno firme. Aquellos que se
sienten como ruedas y tornillos mantienen en todo caso suficiente cu­
riosidad, tanta como para querer saber cómo funciona la maquinaria y
para qué está montado todo el tinglado. Pero la curiosidad no se lleva
hasta el extremo de dejarse inquietar. Esa curiosidad temerosa del ries­
go puede satisfacerse adecuadamente en el círculo de Hegel. Por eso
afluyen a sus lecciones veterinarios, agentes de seguros, funcionarios de
la administración, tenores de ópera y empleados de comercio. Quizá
no todos ellos entendían especialmente bien a Hegel, pero era sufi­
ciente comprender que allí había alguien que lo entendía todo y que
lo encontraba todo en su puesto.
En octubre de 1829 Hegel fue elegido rector de la Universidad de
Berlín. La confianza del Gobierno en su persona era tan grande, que
se le otorgó el puesto de plenipotenciario estatal para el control de la
universidad, cargo creado también en el contexto de la persecución de
los demagogos. Con esta unión personal, Hegel encarnaba una sínte­
sis sorprendente: él representaba la autonomía del espíritu universal y
a la vez la superación de la misma.
En la época del rectorado de Hegel se produce en Francia la revo­
lución de julio de 1830, que significó una cesura también para la cul­
tura intelectual y política en Alemania. Durante el rectorado de Hegel,
hasta finales de 1830 sólo se había encerrado a un estudiante, por ha­
ber llevado una escarapela francesa. Las restantes faltas de disciplina no
dieron lugar a ningún temor serio. A lo sumo, se había descubierto a
doce estudiantes fumando donde no estaba permitido, tres se habían
batido en duelo, quince habían intentado pelearse, treinta habían mon­
tado escándalos en las tabernas, nada de ello tenía que ver con la po­
lítica. Al menos así parecía a primera vista desde la superficie, pero los
sucesos de 1830, la segunda gran revolución al otro lado del Rin, re­
percutieron con fuerza. Conducirán a los intentos, incesantes desde
ahora, de invertir a Hegel de pies a cabeza, a que una nueva genera­
ción, y también un nuevo Romanticismo político, invierta la herencia
de la metafísica hegeliana en un más aquí preñado de futuro.
Así lo anuncia el crecimiento de los debates políticos, acerca de los
cuales Hegel, en una de sus últimas cartas, escrita el 13 de diciem­
bre de 1830, se queja con estas palabras: «En la actualidad el tremen­
do interés político ha devorado todos los demás, y se alza con ello una
crisis en la que todo lo que había estado vigente parece hacerse pro­
blemático». Así era, pero el método para problematizar, la famosa dia­
léctica, procedía de Hegel, que murió a causa del cólera en el otoño
de 1831.
En el verano de 1830 Heine, que entonces se halla en la isla de
Helgoland, saluda los acontecimientos franceses:
Ya no puedo dormir; y los más extravagantes espectros nocturnos persi­
guen al espíritu sobreexcitado. Sueños en vela [...] para volverse loco
[...]; la noche pasada corría yo por todos los países e incluso por peque­
ños países de Alemania, llamaba a las puertas de mis amigos, y turbaba
el sueño de la gente [...]. A algunos filisteos gordos, que roncaban de
forma muy molesta, les golpeé con fuerza en las costillas, y bostezando
preguntaron: «¿Qué hora es?». En París, queridos amigos, ha cantado el
gallo; eso es todo lo que sé.
Durante la siguiente década y media, el gallo no dejará de cantar,
tampoco en la filosofía. En 1844 Karl Marx terminará la introducción
de su Crítica de la filosofía del derecho de Hegel con este aldabonazo: «La
filosofía no puede realizarse sin suprimir el proletariado, y el proleta­
riado no puede suprimirse sin realizar la fílosofía. Cuando se hayan
cumplido todas las condiciones internas, se anunciará el día alemán de
la resurrección a través del canto del gallo fi'ancés».
Para Marx, lo mismo que en la escena cultural posterior a 1830, la
cuestión es la realización. La nueva generación, la de Gutzkow, Wienbarg,
Heine, Borne y Mundt, se desgaja del «reino aéreo del sueño» (Heine).
El Romanticismo, afirman, ha hecho poesía de la realidad, ahora se tra­
ta de realizar la poesía. Los filósofos dicen en correspondencia con
ello: hasta ahora se han dado interpretaciones del mundo, ahora se tra­
ta de transformarlo. Gutzkow, un portavoz del movimiento llamado
Joven Alemania, incluye las siguientes rimas en su obra dramática
Nerón:
Finalmente, en lugar de la huera fantasía
de falsos reflejos del espíritu llena
de un tiempo perdido en confusión sofista,
construyamos una realidad tan verdadera,
que otro mundo mejor, más puro y real sea.
La figura fundamental de la crítica es la siguiente: en la filosofía y
la poesía tenemos ya el sueño de una verdad que todavía hemos de ti­
rar hacia abajo, hacia la tierra. Hemos de acabar realizando aquello en
lo que hemos soñado. Tenemos que recuperar los tesoros desperdicia­
dos en el cielo y convertirlos en nuestra propiedad. Pero, tal como sabe
el movimiento, si lo interpretamos correctamente, eso sólo tendrá éxi­
to si entendemos tres cosas.
Hemos de comprender en primer lugar que nos oprimimos a no­
sotros mismos. Frente a eso se aduce como solución la emancipación
de la carne. Theodor Mundt, en su Venus desnuda, escribe: «Siento una
gran veneración por el cuerpo humano, pues el alma está en él».
En segundo lugar, hemos de comprender que el establecimiento de
la vida adecuada es una empresa que no tiene que responder ante nin­
guna tradición y no puede consolarse con ningún futuro. Todo tiene
que decidirse aquí y ahora. Ser «moderno» es la bandera del movi­
miento. Glassbrenner escribe: «Lo antiguo ha muerto, y lo que es ver­
dadero es moderno». Otros escriben: el «estado del presente nos en­
tusiasma, el instante ejerce sus derechos». Por esto Goethe, que muere
en 1832, tiene poco peso en este aspecto. Los ávidos del presente no
querían saber nada de las llamadas a mantener la medida que lanzaba
el «loco de la estabilidad» (Borne) y el «siervo del príncipe» (Wien-
barg).
No basta la exigencia de humanismo, según la cual hemos de for­
marnos como «personalidad», pues hay que entender una tercera cosa:
la liberación no puede conseguirse por propia iniciativa, sino que es
más bien una empresa colectiva. Y así nos encontramos constante­
mente con el tópico de la literatura del movimiento. «Nosotros, los
hombres del movimiento», escribe Heine con ligera ironía en La escue­
la romántica. En los años cuarenta, la sensación de movimiento se con­
densa en la conciencia de partido. Los de uno y otro lado se pregun­
tan recíprocamente los puntos de vista, y dan la solución: «tomar
partido»; la cabeza ha de buscar el corazón del movimiento, que pri­
meramente es el «pueblo» sin más, y luego, con Marx, pasa a ser el
«proletariado». Entretanto, se ha mostrado de hecho un movimiento
social, en la fiesta de Hambach de 1832, y en el levantamiento de los
tejedores de Silesia del año 1844. Sin embargo, los campesinos denun­
cian a la policía El mensajero rural de Hessen, un panfleto de Büchner
que los incita a la rebelión...
Los activistas de los años cuarenta miran despectivamente a los
autores de folletines de los años treinta, calificándoles de tormenta en
un vaso de agua, y censurando la ostentación de vanidad y excesiva
estima de sí mismos. Freiligrath, el folletinista, todavía proclamaba:
«El poeta está en una atalaya más alta que la azotea del partido». Pero
Herwegh, el activista, le contestó con su poema «El partido», donde
leemos:
¡Partido!, ¡partido!, ¿quién no lo va a tener
si en padre de toda batalla se pudo erguir?
¿Cómo un poeta tal palabra podrá proscribir,
cuando todo lo grandioso supo sostener?
Ahora se tiende a evitar la nota personal; por ejemplo, a Heine se
le toma a mal que sea presumido y poco fiable. En esta época ávida
de disputas Heine responde:
Porque tan brillantemente relampagueo,
creéis que yo truenos lanzar no puedo.
Grave es vuestro error, pues yo poseo
también para los truenos un gran talento.
En esa cuarta década del siglo se llega a una auténtica competición
de los radicalismos. Se da entonces una notoria duplicación: la crítica
crítica y luego en Marx, con otra vuelta de tuerca: la crítica de la crí­
tica crítica. Y se usan igualmente expresiones como: la realidad real, o
el verdadero socialismo. La competición se produce con extraordina­
rio encarnizamiento. Los «partidos» caen unos sobre otros. Herwegh
condena a Freiligrath; entran en batalla Engels contra Heine; Heine
contra Borne y a la inversa. Feuerbach critica a Strauss, y Bauer critica
a Feuerbach. Stirner quiere superarlos a todos, y luego llega Marx, que
los pone a todos en el mismo saco: La ideología alemana.
En el año 1835 no sólo se construye la primera línea de ferrocarril
de Alemania, entre Nuremberg y Fürth, también en el mundo del es­
píritu hay dos sucesos de contundente modernidad. Como no podría
ser de otra manera, estos sucesos consisten en descubrimientos. Se
apartan los encubrimientos, se avanza hacia la realidad real.
En un caso se trata de la novela de Gutzkow Wally, la escéptica. El
tema es aquí la «emancipación de la carne». El amante de Wally dice a
la amada: «Muéstrame que no tienes ningún misterio para mí, ningu­
no; fuimos una sola cosa y conservaré esta bendición para toda mi
vida». Wally y el autor se resisten. Luego ambos transigen, y el autor
hace que su Wally se muestre «desnuda» durante un tiempo en una
ventana ante la comunidad congregada de lectores. Pero la Confede­
ración Germánica no perdona al autor semejante obscenidad. La no­
vela es prohibida, y con este motivo también los demás escritos de la
Joven Alemania son puestos inmediatamente en el índice.
La prohibición no se fundaba exclusivamente en la inadmisible
desnudez; también las dudas de Wally resultaban escandalosas. Ésta se
había mostrado partidaria de la naturalidad no sólo en la escena de la
ventana, sino también en materia de religión. Ella toma partido a fa­
vor de la religión del corazón y en contra de los dogmas de la fe ecle­
siástica. «No tendremos ningún cielo nuevo y ninguna tierra nueva; y
parece que el puente entre ambos tiene que construirse de nuevo», es­
cribe Wally en su diario.
El segundo gran descubrimiento se refiere en exclusiva al tema re­
ligioso. En 1835 aparece la Vida de Jesús, escrita por David Friedrich
Strauss. Apenas hubo otro libro en el siglo XIX que tuviera un éxito
comparable.
Strauss, un discípulo de Hegel, extrajo una consecuencia radical de
su filosofía de la religión. Hegel había enseñado que la filosofia «se si­
túa por encima de la forma de la fe, pero que el contenido es el mis­
mo». Lo cual significa que la reflexión filosófica toma la religión como
expresión de un espíritu que habita también dentro del hombre. Di­
cho de otro modo: el espíritu humano puede llegar por sí mismo a los
contenidos de la religión, no necesita ninguna revelación proveniente
del más allá. De este pensamiento deduce Strauss consecuencias radi­
cales, unas consecuencias que no sacó Hegel, autor preocupado por
mantener el equilibrio con los poderes existentes. Él había hablado to­
davía de una «autorrevelación del espíritu» en el hombre, y con ello
había concedido cierto acontecer de la revelación. La cosa cambia con
Strauss. Para éste no hay ninguna revelación; sólo se da, por una par­
te, el Jesús histórico y, por otra, el mito de Cristo, que no es sino un
producto del espíritu humano, una imagen donde el hombre expresa
su comprensión acerca de su naturaleza superior y de su tarea históri­
ca. Con ayuda del método de la crítica histórica, desarrollado desde el
Romanticismo, Strauss extrae de la tradición bíblica el Jesús histórico
y lo contrapone al mito de Cristo. Este mito, dice, también contiene
su verdad, que él entiende dentro de la línea hegeliana. Según Strauss,
en Cristo se expresa la idea de la especie; el hombre puede y debe lle­
gar a ser como Cristo. Los milagros de Cristo también han de enten­
derse de forma meramente simbólica, indican «que el espíritu se apo­
dera en forma cada vez más completa de la naturaleza». El Cristo sin
pecado significa para la humanidad que el «curso de su evolución es
impecable, que la impureza va ligada siempre al individuo solamente,
mientras que en la historia o en la especie, está superada». La muerte
en la cruz es imagen de que el progreso exige entrega desinteresada y
también sacrificio, y la ascensión al cielo no es más que la promesa
mítica de un futuro glorioso.
De la noche a la mañana, la Vida de Jesús sé convirtió en libro de
cabecera de la burguesía cultivada, en la que se había afianzado la fe
en su fiituro terrenal. Si el libro hizo época (en pocos años se supera­
ron con mucho los cien mil ejemplares vendidos), se debió a la unión
de dos componentes, unión que era típica de ese periodo, a saber: por
una parte, el espíritu del descubrimiento. Se penetra en un núcleo real,
o sea, se lleva a cabo una desmitificación. Por otra parte, se descubre
algo como realidad que está en el fondo, lo cual propicia el optimis­
mo, la idea de un progreso de la humanidad. De Strauss partió aquel
gran estímulo que Feuerbach revistió poco más tarde con estas pala­
bras: los «candidatos» del más allá finalmente habrían de hacerse «es­
tudiantes del más acá».
Nietzsche caricaturizará a Strauss, una generación más tarde, como
un perverso filisteo antirromántico, y dirá de él en tono de burla que,
con su entusiasmo por «los calcetines de fieltro con los que anda de
puntillas», establece su morada en un mundo acerca del cual no deja
de creer que está ahí por amor a él.
Pero de hecho, Strauss no destruye el entusiasmo romántico; más
bien, por lo menos de acuerdo con su propia comprensión de sí mis­
mo, lo baja del cielo para traerlo a la tierra. A Strauss le sigue Ludwig
Feuerbach, que escribe: «Fue Dios mi primer pensamiento, la razón el
segundo, y el hombre mi tercer y último pensamiento». Tampoco eso
ha de tergiversarse como si fuera una desilusión, también aquí está en
juego un entusiasmo por el progreso humano. En Strauss el entusias­
mo era todavía moderado en el tono, en Feuerbach se hace exaltado.
Éste enseña que el hombre es un virtuoso de la alienación. Desde su
punto de vista, el hombre proyecta sus mejores fuerzas en una imagen
de Dios y, por tanto, hace de ellas un poder que lo domina. Hace que
su propio poder le resulte extraño, se aliena. Este mecanismo está ocul­
to para nosotros mismos. Tenemos que descubrirlo. Y eso será nuestra
liberación. El mecanismo de la alienación, que Feuerbach llama dia­
léctica, en buena terminología hegeliana, actúa en diversos niveles.
Existe la sociedad, el cuerpo y el tú. En estas tres esferas actúa la alie­
nación. La fuerza creadora de los hombres socializados se aliena en la
imagen de Dios. Pero también tenemos miedo de nuestro cuerpo y de
sus necesidades, pues nos hemos alienado en él por captarlo como una
cosa exterior, como materia corporal. La materia corporal que tenemos
ha de convertirse de nuevo en el cuerpo animado que somos. Nos
comportamos con miedo a los otros porque no los experimentamos
como un tú, sino solamente como desviación de nuestro yo, y así nos
alienamos en relación con ellos. No obstante, hemos de entender que
el tú nos ofrece la oportunidad de la aventura del amor y de la co­
munidad.
Para Feuerbach el camino desde Dios, a través de la razón, hasta
llegar al hombre corporal, es un camino hacia la luz. Con pasión sa­
grada habla de su santuario -cuerpo, tú, comunidad- y muestra con
ello que en cierto modo ha recorrido en sentido contrario este cami­
no de Dios al hombre, convirtiéndolo en un camino del hombre a lo
divino o, más exactamente, al hombre divinizado. Por ejemplo, deno­
mina a los sentidos corporales «órgano del absoluto», y acerca del «tú» y
de la «comunidad» escribe: «Soledad es finitud y limitación, comunidad
es libertad e infinitud. El hombre para sí es hombre (en el sentido
usual); el hombre con el hombre, la unidad de yo y tú es Dios».
Y finalmente sigue una línea parecida Karl Marx. También él per­
tenece a la historia de aquel movimiento que, en la búsqueda de la
realidad real, baja del cielo el romántico más allá y lo implanta en el
más acá o, mejor dicho, en el futuro.
Lo mismo que Feuerbach descubre el cuerpo, el tú, la comunidad,
de igual manera Marx descubre el cuerpo social y su centro: el proleta­
riado. Hay aquí una pasión filosófica dirigida al sufiimiento social. Es
el pensamiento el que empuja hacia la realidad. Este vástago de la bur­
guesía se siente atraído por el proletariado porque ha pensado para éste
una ftinción filosófica. Si en el caso de Feuerbach tenemos el senti­
miento de que no habla del cuerpo real, sino que nos presenta siempre
el cuerpo bajo una función filosófica, en Marx no se trata del proleta­
riado real, sino de una categoría con numerosas piernas. Ciertamente,
Marx había afirmado que los filósofos se han limitado a «interpretar el
mundo de diversas maneras», y que se trata de «transformarlo», pero
esta transformación es una continuación de la filosofía con otros medios.
Si Marx hubiera sido calificado de político social, sólo habría podido
entender esa calificación como una ofensa.
El Marx de los años cuarenta está absolutamente ocupado con li­
berarse de Hegel. En Hegel, dice, el espíritu determina el ser. Pero he­
mos de afirmar más bien a la inversa: «El ser determina la conciencia».
Pero ¿qué es el ser? En Marx es el hombre en su metabolismo con
la naturaleza, es el hombre que trabaja y se socializa a través del traba­
jo. En el trabajo manifiesta el hombre sus fuerzas esenciales, se produ­
ce a sí mismo y produce la sociedad. Pero el trabajo se realiza de for­
ma «alienada», de una forma «calcada de la naturaleza». Reina un
mecanismo ciego: el mercado. Los productos que el hombre confec­
ciona y las relaciones sociales que contrae tienen poder sobre él y en
consecuencia se «alienan de él». Vuelve aquí de nuevo la crítica de la
religión de Feuerbach. La dialéctica, por la que lo propio se constituye
como un poder extraño, en el pensamiento de Marx se traslada a los
cuerpos sociales y a su lógica. Según Marx, no sólo proyectamos un
Dios, sino que además se forma un mecanismo social que como mer­
cado y fetiche de las mercancías domina sobre el hombre como un «em­
brujador» poder natural. Acerca de su propia empresa teórica dice Marx
que quiere pasar de la crítica de la alienación sagrada a la crítica de la
alienación profana: «Por tanto, una vez que ha desaparecido el más allá
de la verdad, la tarea de la historia es establecer la verdad aquí abajo
[...]. La crítica del cielo se transforma en una crítica de la tierra».
En esta crítica trabaja un fiiror romántico, pero además hay en ella
la pretensión de ser la última crítica. La filosofía hace una última apa­
rición y entonces puede desaparecer en la felicidad realizada. Para He-
gel la lechuza de Minerva iniciaba el vuelo una vez que la realidad es­
taba concluida. Para Marx, la lechuza de Minerva ha de volar hacia la
aurora: «La crítica ha deshojado las flores imaginarias en las cadenas, y
lo ha hecho no para que el hombre lleve la cadena despojada de fan­
tasía y consuelo, sino para que arroje las cadenas y separe la flor viva».
Novalis había buscado en el sueño la «flor viva». Y Marx, supe­
rando al Romanticismo, anuncia: «La reforma de la conciencia consis­
te en despertar al mundo 1...] del sueño que tiene sobre sí mismo, en
explicarle sus propias acciones. [...] Se verá entonces que hace tiempo
que el mundo sueña con algo que sólo poseerá realmente cuando po­
sea la conciencia de ello».
Hay que despertar al Romanticismo soñador no para desencantar­
lo, sino para convertir la rosa soñada en otra real. Marx quiere conti­
nuar el Romanticismo con medios despiertos. Los sueños se verán su­
perados por la posesión real; ésa es la gran promesa de su filosofía.
El fin es la realización de un sueño romántico, antes vienen fatigas
de la llanura, donde las cosas no tienen en absoluto nada de románti­
co. Para el pensamiento contemporáneo de la primera época de las má­
quinas, la historia de la liberación comienza a funcionar como una es­
pede de máquina. Se puede confiar a ella la producción de la vida lo­
grada, con el supuesto de que la mantengamos en condiciones de fun­
cionar. La burguesía produjo «sobre todo sus propios sepultureros. Su
ocaso y la victoria del proletariado son inevitables por igual», leemos en
Karl Marx. Esta historia se hará «inevitable» si dejamos que la máquina
de las leyes históricas trabaje sin perturbaciones. Se cuidan de esto los
«doctores de la revolución» (Heine), que hemos de concebir como in­
genieros de la sociedad. Las rebeliones y las visiones del fijturo han de
moderarse de acuerdo con la naturaleza del asunto, y deben marginar­
se los factores perturbadores. Los movimientos desordenados y espon­
táneos han de llegar a configurarse como partidos. Hemos de contar
con plazos más largos, hay que desarrollar estrategias y tácticas y, usan­
do un concepto posterior de Lenin, es necesario desarrollar un «Ro­
manticismo acerado». La espontaneidad no ha de poner en peligro frí­
volamente la consecución de los grandes fines. Hay que poder contar
con los luchadores. De ahí la polémica contra elementos que suscitan
poca confianza, como Heinrich Heine, contra los anarquistas y los teó­
ricos de una libertad inmediata, como Max Stirner y Mijaíl Bakunin.
Los sueños de la liberación omnímoda siguen siendo románticos,
pero los comportamientos personales no pueden serlo. Lo romántico
se involucra en el proceso objetivo; los sujetos, en cambio, no pueden
hacer algo semejante. Y así nos encontramos con que en esos círculos,
que vistos objetivamente se mueven en un clima de Romanticismo so­
cial, la palabra «romántico» se convierte en un insulto, pasa a designar
una actitud de la que unos y otros se hacen sospechosos respectiva­
mente y que debe ser desenmascarada.
En diciembre de 1843 Heinrich Heine conoció en París a Karl
Marx, veintiún años más joven que él. Quedó tan fascinado por su fi­
gura como ya le sucedería dos años antes a Moses Hess, que escribió
a Berthold Auerbach: «El doctor Marx, así se llama mi ídolo, es toda­
vía un hombre muy joven [...]. Une el humor más mordaz con la más
profunda seriedad filosófica; imagínate a Rousseau, Voltaire, Holbach,
Lessing, Heine y Hegel unidos en una persona, y tendrás a Marx».
Marx quiere ganar a Heine para sus diversos órganos de publicación,
y Heine, al que ciertamente hsonjea este intento de conquista, en el
año 1844 confía al nuevo amigo la mayor parte de sus trabajos, entre
ellos Alemania. Un cuento ¿Le invierno, para que los imprima.
Eso sucede en una época en que Heine, por lo demás, no es bien
visto entre los «hombres de la revolución» y los liberales. Tras la edi­
ción en 1840 de un libro crítico sobre Borne, tres años después de la
muerte de éste, la fama de Heine estaba definitivamente arruinada en
esos círculos. Desconfiaban ya de él por el mero hecho de que Heine
era muy crítico con el nacionalismo, un movimiento que entre los li­
berales se había difundido en aras del patriotismo. No tenía inconve­
niente en admitir la visión de Borne de una Alemania democráti­
camente unida. Ahora bien, el oficial chauvinismo francés en 1840
empezó a reivindicar de nuevo territorios a la izquierda del Rin. Como
reacción, se produjo en Alemania una oleada nacionalista: en todas
partes se cantaban El libre y alemán Rin, jamás ellos han de conseguir, de
Becker y La guardia en el Rin, de Schneckenburg. En esas circunstancias,
Heine previno frente a un nacionalismo que luchaba por la libertad de
Alemania, pero no por la libertad de los alemanes. Además él, que era
judío, no podía dejar de ver que, con el crecimiento de temples de áni­
mo nacionalistas, también el antisemitismo adquiría formas amenaza­
doras. Afirmaba: «El que se come a los franceses, normalmente se
come después a un judío, para tener un buen sabor». En Un cuento de
invierno, Heine distinguirá con toda precisión entre su amor a Alema­
nia y su desprecio de la actitud sumisa:
A su alrededor rígidos aún zanquean,
rectos como un cirio ataviados
parece que un bastón se hayan tragado,
el bastón con que antes golpes les dieran.
Se burla del deseo de unidad política, que acepta la unión adua­
nera como medio exterior de unificación y la censura, como medio in­
terior. No hay que combatir a los franceses, dice Heine; más bien, hay
que superarlos en la creación de «instituciones libres». En el prólogo a
Un cuento de invierno confiesa la peculiaridad de su patriotismo:
Si acabamos lo que los franceses han comenzado, si los sobrepujamos en
la acción como ya lo hemos hecho en el pensamiento, si destruimos el
estado de servidumbre hasta el último escondrijo, el cielo, si salvamos de
su humillación al Dios que en la tierra habita en el hombre [...] y
devolvemos su dignidad a la belleza deshonrada, caerá de nuestro lado
Francia entera, Europa entera, el mundo entero, el mundo entero se hará
alemán. Cuando camino bajo encinas, sueño frecuentemente con esta mi­
sión y este dominio universal de Alemania. Ése es mi patriotismo.
Por más que Heine siga aquí el programa de la izquierda hegelia-
na, el de la desdivinización del cielo y divinización del hombre, no lo­
gra despertar confianza. En todas estas palabras grandes y biensonan­
tes, dicen sus oponentes, en definitiva se trata solamente de la «belleza
deshonrada».
En opinión de los «patriotas oficiales» y de los «doctores de la re­
volución», Heine era y seguía siendo un artista vanidoso, para el que
una broma, una rima, una metáfora, un bello sonido significaban más
que los imperativos de la conciencia social y la política de la libera­
ción. Era tenido también por epicúreo, por hombre de los sentidos, al
que se le daba más abrir el pecho al disfiiite de la brisa que arrimar el
hombro a la acción social. Incluso llegaron a considerarlo sobornable.
En 1832 el propio Borne contribuyó a poner en circulación el rumor
de que Prusia pagaba a Heine como espía. El hecho es que Heine no
recibía dinero de Prusia, sino del Gobierno francés, el cual lo protegió
de las asechanzas prusianas y le concedió un apoyo en forma de pen­
sión estatal, hecha efectiva desde los cuarenta años. Pero ello no re­
presentó para Heine ningún motivo de dependencia, lo mismo que no
pasó a depender de James Rothschild por recibir regalos de él. Los re­
galos de este último no impidieron que siguiera burlándose de él.
Marx no se dejó impresionar por los rumores adversos y los ata­
ques a Heine. Según un relato de su hija, Marx juzgó con la «mayor
indulgencia» las «debilidades políticas» del poeta. De acuerdo con ese
testimonio, Marx dijo: «Los poetas son mochuelos especiales; hay que
dejarlos ir por su camino. No es posible medirlos con el patrón de los
hombres ordinarios, ni siquiera de los extraordinarios». Marx aprecia­
ba tanto al poeta no fiable políticamente, que cuando fiie expulsado
de París a principios de 1845 le escribió; «A gusto lo llevaría junto con
mi equipaje». Juzgaba de distinta manera Friedrich Engels, que por el
mismo tiempo aproximadamente declaraba: «No todos caen tan pos­
trados como el nuevo Tannháuser Heine».
Desde Ludwig Tieck y El cuerno maravilloso del muchacho, Tannháu­
ser, que cae bajo el hechizo de la montaña de Venus, es una figura sim­
bólica de tipo erótico para el Romanticismo. Al designar a Heine como
un «nuevo Tannháusep> no sólo se trata de dar en el blanco del ro­
mántico, sino también de denunciar al libertino y al corruptor de las
costumbres. Ya antes de que en 1848 la enfermedad de Heine se ma­
nifestara con toda virulencia, circulaban habladurías de que padecía un
mal venéreo.
Heine nunca se avergonzó de presentarse como romántico erótico.
Lo «dionisiaco», según el término que luego usará Nietzsche, era para
él un elemento de la vida y un estímulo poético, si bien roto irónica­
mente, como en su famoso poema Loreíey. El canto de las sirenas se
apodera con «salvaje sufrimiento» del navegante, pero la melodía fas­
cinante de los versos se transforma en una sobriedad burlona:
Yo creo que al final las olas,
navegante y barca devoran.
Y eso es lo que con su canto
la Lore-Ley ha proporcionado.
Pero la seducción continúa aún en la lejanía. Heine, igual que en
el pasado el astuto Odiseo, no quiso renunciar a escuchar el canto de
las sirenas, y, de nuevo a semejanza de Odiseo, que se hizo atar al más­
til, adoptó medidas para no ser absorbido por el canto de las sirenas.
La ironía puede ser un medio. Sin embargo, Heine sabe que no se pue­
de disponer de la ironía de forma duradera. En Los espíritus elementales
introduce la antigua canción de Tannháuser con esta observación:
Pero el hombre no siempre está dispuesto a reír, a veces se queda silen­
cioso y serio, y piensa de nuevo en el pasado. En efecto, el pasado es la
auténtica patria de su alma; y se apodera de él una añoranza según los
sentimientos que antaño tuvo, aunque hayan sido sentimientos de dolor.
Así le sucedió en concreto a Tannháuser...
Y en el comentario a esta canción leemos: «Percibía los tonos de
aquellos censurados ruiseñores que, durante el tiempo de pasión en la
Edad Media, tenían que mantenerse escondidos con piquitos silencio­
sos». Aquí aparece la doble imagen del Romanticismo en Heine.
Hay un Romanticismo al que se mantiene fiel y otro que critica.
Su Romanticismo es el de los «ruiseñores»; el Romanticismo visto crí­
ticamente es el que glorifica «la época de pasión de la Edad Media», el
que mira hacia atrás, el cristiano, enemigo de los sentidos y dado a la
renuncia. Lo mismo que la Joven Alemania, Heine condena también
lo reaccionario del Romanticismo histórico: la santa alianza con me­
dios estéticos. Pero a diferencia de la Joven Alemania, Heine sabe que
el Romanticismo de ninguna manera se agota en este aspecto.
En su gran ensayo de 1835, escuela romántica, Heine rindió cuen­
tas acerca de su relación con el Romanticismo. Escribe que el Roman­
ticismo era «una flor de la pasión, brotada de la sangre de Cristo», era
fugitivo hacia el más allá, era «tuberculoso» como Novalis, el espíritu
de especulación daba vida a sus flores. Políticamente era necio y su­
miso cuando los dominadores imponían el patriotismo con su man­
dato. También en este aspecto las cosas se llevaron hasta la «locura ale­
mana». En cambio, el Romanticismo de los «ruiseñores», que él ama,
es diferente: hay en él una extrañeza frente al mundo, una voluntad
de belleza, una aversión contra la utilidad. El encanto lírico, el arro­
bamiento, los excesos de la fantasía, el sentido de lo terrible, por ejem­
plo, en Achim von Arnim y E.T.A. HofiFmann, el juego irónico, la com­
placencia en las fábulas, son para Heine componentes de una tradición
a la que no querría renunciar, pues se siente emparentado con ella y
lo estimula a la creación. Pasaba cuentas con el Romanticismo de tal
manera que le fuera posible permanecer romántico, aun cuando pre­
sentía que los signos del tiempo no eran propicios para este tipo de
Romanticismo. El 3 de enero de 1846 escribe a Varnhagen von Ense:
«El reino milenario del Romanticismo llega a su fin, y yo mismo he
sido su último y abdicado rey de la fábula». En Atta Troll (1841) sos­
tiene que ha osado una vez más «desbravarse con los antiguos com­
pañeros de sueños a la luz de la luna». Es, añade, «un canto de cisne de
un periodo que declina».
Alumbrada por la «luz de luna» y en medio de la «caza salvaje de
las quimeras», anda a tientas la figura grotesca del Atta Troll. En ella
ha de tomar cuerpo la literatura política del círculo de Borne y de la
Joven Alemania, un círculo de convicciones arraigadas, aunque caren­
te de talento. El oso danza, pero no sabe hacerlo. Al final es cazado.
Con su piel hacen una alfombra para la alcoba de Juliette, en la que
se reconoce sin dificultad la Mathilde de Heine. El conjunto está es­
crito «en la extravagante forma de sueño de aquella escuela romántica
donde yo pasé los años más agradables de mi juventud».
Heine actúa con el Romanticismo contra el Romanticismo. En el
libro Ludwig Borne. Un memorial, acuña para esta constelación la fór­
mula: griegos contra nazarenos. «Los hombres son [...] o bien seres con
tendencias ascéticas, adversas a las imágenes, ávidas de espiritualización
(los nazarenos), o bien seres realistas, dotados de alegría vital y de un
orgulloso sentimiento de desarrollo» (los griegos).
Heine se siente romántico en la versión griega y a la vez fuerte­
mente oprimido por la nueva versión de los nazarenos. Éstos, natural­
mente, no se entienden a sí mismos como románticos, mas para Hei-
ne lo son. Los antiguos románticos miraban con felicidad al pasado,
ios nuevos dirigen su devoción al flituro; ambos echan a perder el pre­
sente. Requiere una aclaración el hecho de que Heine califique de «rea­
lista» su dirección espiritual. En este contexto, «realista» no significa
otra cosa que presencia de espíritu en el sentido epicúreo. Heine quie­
re apropiarse la riqueza de los placeres reales e imaginarios fi-ente a to­
dos los consuelos de un fiituro supraterrenal o terrenal, y fi-ente a todo
moralismo político. E incluso puede entregarse a la magia de la Edad
Media, que era la época de las catedrales, de las doncellas y de los tro­
vadores, sin que esa entrega implique una actitud restaurativa, ni mie­
do a ser acusado de tal actitud. Quien dice A no tiene que decir B. Ser
consecuente es un asunto de doctrinarios, pero no de «ruiseñores».
Y, sin embargo, Heine era también una cabeza política. Cuando es­
cribió su libro sobre La escuela romántica^ se hallaba bajo el influjo del
saint-simonismo, cuya exigencia fiindamental, la supresión de la ex­
plotación del hombre por el hombre, le parecía tan diáfana como la
convicción de que no puede haber ninguna sociedad de iguales. Des­
de su punto de vista, en la sociedad tiene que haber rangos y jerarquías
según la capacidad y el rendimiento, pero no en virtud de privilegios
innatos. Ante todo, tenía que resultarle atractivo el que el saint-simo­
nismo atribuyera una fijnción casi sacerdotal a los poetas. En el pró­
logo francés a Cuadros de viaje escribe Heine en 1834:
Nuestro antiguo grito de guerra contra el estado sacerdotal [...] ha sido
sustituido por una solución mejor. Ya no se trata de destruir violenta­
mente la antigua Iglesia, sino, más bien, de construir una nueva; y, lejos
de pretender aniquilar el sacerdocio, ahora queremos elevamos a nosotros
mismos al sacerdocio.
Heine cultivaba la amistad con Prospere Enfantin, el caudillo de
los saint-simonistas de París, a quien incluso dedicó en 1834 la redac­
ción francesa de la Historia de la religióny de lafilosofía en Alemania. Hei­
ne podía abrigar esperanzas fiindadas de ser reconocido como «sacer­
dote» de la nueva Iglesia. Sin embargo, cuando conoció más de cerca
no sólo las doctrinas, sino también a los doctrinarios del saint-simo­
nismo, la perspectiva de ser un sacerdote poeta ya no le pareció tan
atractiva. En las Cartas sobre la escenafi'ancesa (1837) habla de las «erró­
neas exigencias de la nueva Iglesia» a los artistas, que habrían de su­
bordinar sus obras al fin de aportar «dicha y hermosura al género hu­
mano». «Las llamo erróneas», continúa Heine, «... por cuanto yo estoy
a favor de la autonomía del arte; éste no ha de prestar servicios de es­
clavo ni a la religión ni a la política; él es su propio fin, como el mun­
do mismo.»
Un decenio más tarde Heine simpatiza con los comunistas, y pron­
to se le plantea esta tensión entre el utilitarismo en el campo político
y social, por un lado, y la reivindicación de la «autonomía del arte»,
por otro. De nuevo se ve envuelto en dificultades con sus «ruiseñores»
románticos. Cuando el punto de vista de la utilidad social y política
se hace cada vez más poderoso, hasta tal extremo que él mismo le re­
conoce su legitimidad, el valor propio, la tierna inutilidad de la poe­
sía, cae bajo la coacción de tener que legitimarse. Heine pasa por fases
de pusilanimidad. En una ocasión le escribe a Immermann: «De he­
cho, la poesía es sólo un bello asunto secundario». Hablaba así tras una
cena festiva en casa de Rothschild; y después de asistir a una asamblea
de «revolucionarios» en un local lleno de humo, anota: la poesía es so­
lamente un «juguete sagrado». Nada bueno espera de los «hombres del
pueblo» que encuentra aquí. Teme la barbarie de la plebe y la igno­
rancia de sus portavoces. Si Borne afirma que, en el caso de que un
rey estrechara su mano, la pondría en el fiiego para purificarla, Heine
afirma, por su parte: «Si el pueblo me estrecha la mano, luego me la
lavaré». La revolución sólo es sublime cuando leemos acerca de ella.
En realidad, escribe, es sucia, y el fango se acumula. La falta de gusto
se granjea una buena conciencia. La rabia contra la injusticia se une
con el odio a la cultura. Se quiere destrozar aquello a lo que antes no
se tenía acceso. Pero ¿acaso no podemos entenderlo? ¿No tiene razón
la gente pobre? Sin duda. Ahora bien, ¿qué servicio se le presta con la
desaparición de los «ruiseñores»?
Heine se mueve en el círculo de estas preguntas. Borne le ofrece
un espectáculo espantoso. Éste había sido abogado de los pobres y de
los despojados de sus derechos. ¿Qué había conseguido? Poca cosa. Por
eso al final se tapó las «orejas con el gorro, sin querer ver ni oír, y se
precipitó en el bramante abismo». Se había revolcado «en el fango ple­
beyo» y había asumido «los modales triviales de un demagogo». Por
tanto, ¿vale la pena traicionar a los «ruiseñores»?
En 1855, un año antes de su muerte, en el prólogo a Lutecia, Hei­
ne hace una confesión que no puede pasar inadvertida. Dice que ha
prestado apoyo a las ideas comunistas y socialistas, aun a sabiendas de
que, si llegan a tener éxito, traerán un tiempo en el que quizás al hom­
bre le vaya materialmente mejor, pero los «ruiseñores» habrán dejado
de cantar.
Sólo con espanto y horror puedo pensar en un tiempo en el que llegasen
a dominar aquellos oscuros iconoclastas. Ellos, con sus rudos puños, rom­
pen a golpes las imágenes de mármol de mi amado mundo del arte, tri­
turan todas aquellas fantásticas fruslerías que tanto amaba el poeta...; los
ruiseñores, los cantores inútiles, son expulsados; y, ¡ay!, mi Libro de can­
ciones caerá en manos de los vendedores de hierbas para verter allí café o
rapé, destinado a las mujeres ancianas del futuro.
Hay dos voces en su pecho. Una es la que acabamos de exponer.
La otra está hechizada por un «silogismo terrible»: «Si no puedo con­
tradecir la premisa de que todos los hombres tienen derecho a comer, tengo
que someterme también a todas las consecuencias». Y las consecuen­
cias son: en un mundo lleno de mal y de injusticia, es un lujo elitista
retirarse con su poesía a la isla de los bienaventurados. ¿No habla en
la tierna poesía una voz sin corazón? El joven Hofmannsthal expresará
en los siguientes versos esta duda del arte acerca de sí mismo ante la
conciencia social:
Algunos la muerte encontrarán abajo,
donde pesados remos de la nave estrían,
y otros habitan junto al timón arriba,
ven aves en vuelo y países de los astros.
Estamos ante la antigua pregunta de la teodicea, ahora trasladada
al arte. En el pasado, la pregunta era: ante la presencia del mal en el
mundo, ¿cómo puede justificarse la existencia de Dios? Ahora la pre­
gunta se dirige al arte y se formula así: ante la presencia del mal en el
mundo, ¿cómo puede justificarse la lujosa empresa de la poesía? ¿No
es su mera existencia una expresión de la injusticia en el mundo?
¿Cómo pueden compaginarse el canto de los ruiseñores y el lamento
del mundo?
En torno a estas preguntas se debate Heine. Belleza, espíritu y poe­
sía tienen su fin en sí mismos, son un gran juego; no se justifican sim­
plemente por servir a algún fin político, nacional o social. Nunca pier­
de esto de vista, e interpreta como una admonición el hecho de que
algunos colegas traicionan al arte por solidaridad con la miseria. El di­
lema al que vuelve siempre Heine después de dudas y preguntas es: o
bien el arte se justifica por sí mismo, o bien busca justificación en otros
puntos de vista, a saber, sociales, políticos, económicos. Mas en cuan­
to el arte toma este segundo camino, sufre pérdidas de inmediato.
En el pasado, Heine había escrito: «Quiero una espada en mi se­
pulcro, pues yo fiii un soldado valiente en las guerras de liberación de
la humanidad». En las Confesiones, escritas poco antes de su muerte,
leemos: «Expresándome en los términos que usa la gente, diré que
no he conseguido nada en esta bella tierra. No he llegado a ser nada, no
he pasado de ser un poeta».
El romántico Heine tiene la última palabra.
Capítulo 13

Richard Wagner vivía inmerso en las nuevas ideas alemanas de li­


bertad, unidad nacional y progreso cuando, en 1838, empezó a elabo­
rar Rienzi, su gran ópera dedicada a un fracasado intento de revolución
en el año 1347 en Roma. Wagner, maestro de capilla en Riga, está tri­
plemente humillado; por la miserable situación de la vida teatral local,
por sus creyentes, que le oprimen, y por su mujer Minna, que se ha
dado a la fuga con su amante. De igual forma que en su momento
hizo Herder, Wagner abandona Riga a toda prisa para alcanzar suelo
francés a través de un arriesgado viaje marítimo, llevando en el equi­
paje Rienzi sin acabar; una tormenta terrible les obliga a un anclaje de
emergencia en la costa de Noruega, Permanece en París hasta 1842; son
años de frialdad exterior e interior, de sentirse perdido, de miseria. En­
tabla amistad con Heinrich Heine, que lo apoya económicamente y,
de cara a trabajos posteriores, le pone a disposición materias román­
ticas, como la historia de Tannháuser y del holandés errante. Tenien­
do a la vista la posición brillante de Meyerbeer, odia cada vez más la
ciudad, que no le concede el reconocimiento que cree merecer. Más
tarde, en una carta a Theodor Uhlig, escribe: «La única revolución en
la que yo creería, sería la que comenzara con el incendio de París».
El París de 1840 se le convierte en la Roma de 1347, donde Cola
di Rienzi, hijo de un fondista, quiere erigir una república al estilo de
la antigua Roma fundándose en un movimiento popular contra la aris­
tocracia dominante; pero luego ve cómo el pueblo se aleja de él. Rien­
zi, en aquella ópera de Wagner, intenta ganarse por última vez, desde
un balcón del Capitolio, a la masa que un legado papal ha concitado
contra él; pero lo único que cosecha es una lluvia de piedras. El edifi­
cio es incendiado, se derrumba y entierra a Rienzi junto con su utopía
de la felicidad del pueblo y de la libertad.
Rienzi y la Roma depravada es la constelación en la que Richard
Wagner, el tribuno del pueblo que compone música, puede reconocer
muy bien su propio destino. Pero hay alguien más que se reconocerá
en Rienzi. Un joven de diecisiete años, después de la representación
de la ópera romántica en la ciudad de Linz en el año 1906, llega al
convencimiento, preñado de consecuencias, de que en esta «música
bendecida por Dios también yo habría de lograr unir el imperio ale­
mán y engrandecerlo». Así se lo contó más tarde Adolf Hitler a Albert
Speer.
La ópera de Richard Wagner dedicada a un revolucionario fracasa­
do será todo un éxito en Europa. Pompa teatral, escenas de masas, ma­
gia de los bastidores, eran un desafío para grandes escenarios, en los
que Wagner centraba también sus esfuerzos para salir finalmente de la
«miseria».
Cuando el compositor abandona París en 1842, ya es un hombre
famoso. Llegará a ser maestro de capilla en Dresde. Pero pronto está
de nuevo insatisfecho. El sueldo que recibe no cubre su pródigo esti­
lo de vida. Vuelven a crecer sus cuantiosas deudas. Se ve a sí mismo
con su actividad artística en la garra de los intereses financieros. Esbo­
za un proyecto de reforma que ha de elevar la capacidad de rendi­
miento del escenario y concentrar en sus manos la dirección absoluta.
El teatro de la ópera no sólo ha de servir al lujo y a la distracción, sino
que debe dar también impulsos progresistas, democráticos. Pero no se
abre camino con sus propuestas de reforma. Los asuntos rutinarios le
fastidian. En ese contexto, las inquietudes revolucionarias de 1848 y
1849 se cuidan por fin de ofrecer variedad. Recordando los excitantes
meses anteriores, escribe a Minna el 14 de mayo de 1849;
Así, en el máximo descontento con mi posición y casi con mi arte [...],
profundamente endeudado [...], me derrumbé con todo este mundo, dejé
de ser artista y me convertí con mi actitud, aunque no fuera con mi ac­
ción, exclusivamente en un revolucionario, es decir, sólo en un mundo
transformado por completo buscaba yo el suelo para nuevas creaciones
artísticas de mi espíritu.
En realidad Richard Wagner se hace revolucionario no sólo con su
actitud, sino también con su actividad. Redacta panfletos contra la aris­
tocracia y contra el dominio burgués del dinero. Cuando en abril
de 1849 el rey de Sajonia disuelve el Gobierno elegido, quebrantan­
do abiertamente la Constitución, y sus tropas prusianas amenazan la
ciudad, por lo cual se da la voz de alarma a los ciudadanos, Richard
Wagner, junto con Bakunin, con quien ahora le unen lazos de amis­
tad, participa en los preparativos de una rebelión armada. Según pare­
ce, incluso proporcionó cierto número de granadas de mano. El ta­
lento de organización práctica de Wagner impresionó a Bakunin, que
había propuesto al amigo la composición de un terceto en el que el te­
nor cantara siempre «cortadle la cabeza», el soprano «colgadlo» y el bajo
«¡fuego!, ¡fuego!». Pero las ideas artísticas de Wagner van en otra di­
rección. Le da vueltas a la creación de un drama sobre Jesús de Naza-
ret, presentado como rebelde social y redentor de la propiedad privada.
En aquella situación revolucionaria a Wagner le invade una «satisfacción
grande e incluso desbordante», y recuerda las sensaciones de Goethe
en la cañonada de Valmy. Comienza una nueva época y él puede de­
cir que estaba allí cuando a principios de mayo el rey y sus ministros
huyeron de la ciudad y la población rebelde formó un Gobierno pro­
visional. Wagner utiliza la tregua para una empresa audaz. Distribuye
octavillas entre los soldados para incitarles a hacer causa común con
la defensa ciudadana. Desde la torre de la iglesia de la Santa Cruz ob­
serva las luchas e intenta coordinar los movimientos de las tropas re­
beldes entre las barricadas, que han sido construidas bajo la dirección
competente del arquitecto Semper. El 6 de mayo, el antiguo teatro de
la ópera es pasto de las llamas, y más tarde se afirmará que Wagner fiie
el causante del incendio. El 8 de mayo de 1849 es aplastado el levan­
tamiento de Dresde. Los jefes de la conspiración son encarcelados;
Richard Wagner puede escapar, primero a Weimar, donde han comen­
zado los ensayos orquestales de Tannhauser. Cuando el 16 de mayo
aparece el acta de prisión, Franz Liszt le ayuda en su huida a Zúrich.
Durante los meses revolucionarios ha preparado un primer esbozo
del drama de los Nibelungos, que todavía está concentrado por ente­
ro en la figura de Sigfrido, que a semejanza de Cristo, con su sacrifi­
cio traerá la liberación de un falso estado del mundo.
Wagner quiere componer un «mito» revolucionario; llega a Zúrich
con esta intención y la persigue a lo largo de veinte años, hasta que
en 1874 concluya El anillo de los Nibelungos y finalmente se realicen los
sueños de una nueva mitología del primer Romanticismo.
Recordemos que fueron dos motivos los que entonces pusieron en
marcha la búsqueda de una nueva mitología. Por una parte, el arte te­
nía que convertirse en sucesor de la religión pública, que había que­
dado desvirtuada. La nueva mitología había de fundar un nuevo mito
desde «la más honda profundidad del espíritu» (Schlegel); o sea, debía
ser algo inventado y no algo revelado. De ahí que se hablara también
de la «mitología de la razón». El segundo motivo se cifraba en la ex­
periencia de la época de revolución social a principios del siglo XIX.
Faltaba una idea envolvente de la vida social; en su lugar reinaba un
egoísmo sin espíritu y un pensamiento económico de la utilidad, y por
eso el principal efecto de la nueva mitología tenía que consistir en
«unir a los hombres en una visión común». Los románticos habían
aprendido de la tradición que no es posible salir adelante sin mitos, y
el espíritu de la modernidad, que es un espíritu del hacer, los animaba
a construir ellos mismos tales mitos en caso de necesidad.
Richard Wagner empieza a realizar la visión de una nueva mito­
logía medio siglo más tarde. Se apoya en la leyenda de los Nibelun-
gos, que los románticos habían sacado nuevamente a la luz, pero su
tratamiento del asunto es muy peculiar. Se basa, ante todo, en las re­
flexiones románticas acerca de la función formadora de mitos y unifi-
cadora de la sociedad en la antigüedad.
En El artey la revolución, de 1849, Wagner contrasta la cultura idea­
lizada de la antigua polis griega con la situación cultural de la moder­
na sociedad burguesa, vista desde la perspectiva del anticapitalismo del
socialismo temprano. Wagner domina este terreno, y quizá también
había oído o leído algo de Karl Marx. En la polis griega, escribe, están
reconciliados entre sí la sociedad y el individuo, el interés público y el
privado, y por eso el arte era un verdadero asunto público, un acon­
tecimiento a través del cual un pueblo veía representados ante sus ojos
el sentido y los principios de su vida común en un marco solemne,
sacral:
Este pueblo [...] confluía desde las reuniones estatales, desde el partido
judicial, desde la región, desde los barcos, desde los campamentos milita­
res, desde las regiones más lejanas, y llenaba el anfiteatro en número de
treinta mil personas, para ver representada la más profunda de todas las
tragedias, Prometeo, para congregarse ante la colosal obra de arte, com­
prenderse a sí mismo, comprender su propia actividad, fundirse con su
esencia, con su gremio, con su Dios en la más íntima unidad, y así, en la
más noble y profunda quietud, llegar a ser de nuevo lo que los partici­
pantes habían sido pocas horas antes en una excitación incansable y en
la individualidad más separada.
En el arte moderno, dice Wagner, no se da semejante vida pública.
Aquí el arte se ha convertido en mercado, de modo que ha caído bajo
las coacciones de la comercialización y de la privatización. El arte, lo
mismo que otros productos, tiene que ofrecerse y venderse en el mer­
cado como una mercancía. También el artista se ha convertido en un
productor, que no produce por mor de la obra, sino por mor de la ga­
nancia de dinero. Y eso es un acontecimiento escandaloso, pues el arte,
como expresión de la fuerza creadora del hombre, habría de poseer
una dignidad que fuera fin en sí misma. La esclavitud del capitalismo
denigra el arte, lo rebaja a la condición de mero medio: «Distracción
para las masas, placer de lujo para los ricos». Y a la vez el arte se priva-
tiza en la medida «en que el espíritu común se astilla en mil direccio­
nes egoístas». Con ello pesa sobre el artista la coacción de una origi­
nalidad superficial. El que quiere tenerse por algo, ha de distinguirse
de sus competidores. Y, al igual que los artistas particulares, cada una de
las artes abandona «el baile en rueda en el que antes se habían movi­
do, para tomar cada una su camino por separado, para seguir formán­
dose autónomamente, pero de modo solitario y egoísta».
La signatura de la época presente se cifra en un astillamiento de las
artes y de los artistas, en la disolución del vínculo que unifica las as­
piraciones creadoras. Como único vínculo han quedado la «industria»,
el capital y el trabajo dirigido por éste. El anticapitalismo de Wagner
será luego el punto de partida de su notorio antisemitismo, del que ha­
blaremos seguidamente.
La orientación por la actividad económica domina la industria, el
dinero, el afán industrial. Ésa es la religión del presente, una religión
que no establece vínculos de unidad, sino que atomiza y empuja a la
competencia. Se requiere un nuevo vínculo de unión.
Para Wagner, que de momento es todavía un seguidor de Feuer-
bach, ese vínculo ya no puede crearlo la antigua religión, ni la de los
griegos ni la cristiana. De acuerdo con Feuerbach, ve en los dioses pro­
yecciones de la libre fuerza creadora del hombre, y por eso la idea del
hombre libre ha de ocupar el puesto de la religión. La figura de Sig-
frido es para él una encarnación de la libertad en consonancia con esa
pauta, y en cuanto tal puede utilizarse artísticamente. En esa figura
puede hacerse intuitivo qué le espera al hombre que se ha emanci­
pado del poder de los dioses. Con la mirada puesta en los antiguos,
Wagner había resaltado la figura de Prometeo. Sigfrido es para él un
nuevo Prometeo, y también un nuevo Cristo. En lo que se refiere a la
fragmentación de las artes y de los artistas, Wagner sueña con una nue­
va obra de arte conjunta, que unifique de nuevo muchas artes: la mú­
sica, la representación teatral, la literatura, la pintura y la escultura. La
obra de arte total requiere un artista total. ¿Es posible una producción
colectiva? Es indudable que no; la responsabilidad sigue estando en el
artista individual, concebido como alguien en quien se congregan las
fuerzas creadoras del pueblo y de sus tradiciones. También en lo to­
cante a la práctica de la ejecución toma como parámetro el prototipo
antiguo. Han de ser fiestas en las que la comunidad pueda compren­
derse y celebrarse como tal comunidad, unida por valores compartidos.
El Wagner desencantado por el fracaso de la revolución está per­
suadido todavía de que «sin una transformación revolucionaria de la
sociedad [...] el arte no puede encontrar su verdadera esencia», de
modo que éste sigue estando abocado a la revolución. Pero esto no sig­
nifica que se rebaje a la condición de siervo de la política, pues arte y
revolución se hallan en una relación recíproca. La revolución necesita
el arte, y el arte necesita la revolución. Ambos tienen un fin común:
«Este fin es el hombre fuerte y bello; la revolución ha dé darle la for­
taleza y el arte la belleza». Por tanto, el arte, cuando sirve a la revolu­
ción, sirve a su propio desarrollo. Precisamente después de la derrota
política hay que atenerse con firmeza a la fiinción revolucionaria del
arte y crear obras artísticas que muestren «al torrente del apasionado
movimiento social un fin bello y elevado, el fin de una noble huma­
nidad».
Su obra de arte, a la que atribuye esta tarea, será el drama de los
Nibelungos, que en los años siguientes se desarrolla como una tetra­
logía.
Pero el revolucionario perseguido en Zúrich por vía de requisitoria
sabe que de momento no puede pensarse en encontrar en Alemania
una forma adecuada de praxis que lleve a cabo este proyecto:
Con esta nueva concepción mía me salgo por entero de toda relación con
nuestros actuales teatro y público [...]. Sólo después de la revolución po­
dré pensar en la posibilidad de ponerla en escena [...]. En el Rin cons­
truiré entonces un teatro e invitaré a una gran fiesta. Después de un año
de preparación, representaré a lo largo de cuatro días mi obra entera; con
ella daré a conocer a los hombres de la revolución la significación de su
empresa en su sentido más noble. Este público me entenderá, el actual
no puede hacerlo.
A Wagner incluso llegó a pasarle por la cabeza la posibilidad de
que, después de la representación única de su ciclo, no sólo se derri­
bara su teatro, sino que además se quemara la partitura.
Cuando en la época siguiente se represente el Anillo, sin revolución
previa, Wagner tendrá que determinar de otra manera el efecto de su
drama. Primero quería hacer sentir por lo menos la necesidad de una
revolución futura. Y luego, en los últimos decenios de su vida, políti­
camente resignado, pero en el cénit de su fama como artista, atribuyó a
su arte la capacidad de ojfrecer una compensación o incluso una sustitu­
ción por una transformación social que no se había producido. Final­
mente, en el Parsifal, la vivencia del arte se convertirá de modo explí­
cito en el instante sagrado de redención, incluso en preludio y promesa
de la gran redención al final de los tiempos. El arte se convierte en re­
ligión. Y más tarde Nietzsche, indignado y desencantado, encontrará
en ello el motivo para separarse de Wagner.
Pero aún no hemos llegado tan lejos. Wagner está ocupado toda­
vía en crear un mito en el que los dioses mueren cuando aparece el
hombre libre. En todo caso, ésta es la religión del hombre diviniza­
do. Wagner deja el cielo a los gorriones, como el Heine del Cuento de
invierno.
Wagner trabaja un cuarto de siglo en El anillo de los Nibelungos; co­
mienza con el esbozo en prosa. El mito de los Nibelungos, de 1848, y ter­
mina en noviembre de 1874. «No digo nada más», escribe en la última
página de la partitura de la tetralogía. En 1876 todo El anillo se repre­
senta por primera vez, a lo largo de cuatro días, en la inauguración del
teatro en Bayreuth.
Lo que representa es la gran historia del ocaso de los dioses. ¿Qué
son los dioses, y qué los hace perecer? El esbozo en prosa de 1848 lo
expresa claramente. Los dioses habían conseguido su propósito, leemos
allí, cuando por la creación del hombre «se aniquilaron a sí mismos, a
saber, en la libertad de la conciencia humana tuvieron que abstenerse
de su influjo inmediato». Esto está escrito todavía en total acuerdo con
el espíritu de Feuerbach, en el sentido de que los dioses no perecen en
otro lugar que en la conciencia humana, cuando ésta descubre el me­
canismo por el que proyecta su propio poder en las imágenes de los
dioses. En los juegos de poder de los dioses, los hombres pueden des­
cubrir su propia obsesión por el poder. Y pueden reconocer que sus
dioses, como ellos mismos, no dan en el blanco de la verdad más pro­
funda de la vida, a saber, la reconciliación entre poder y amor. Tam­
bién los dioses permanecen atrapados en los poderes enemigos de la
vida. Si los dioses no pueden unir poder y amor, eso significa que son
los hombres los que todavía no han conjugado sus fuerzas esenciales.
En el destino de los dioses los hombres pueden reconocer las razones
de su propio fi-acaso. De este modo, el mito del ocaso de los dioses
narra la historia simbólica de la superación de la alienación humana.
Por tanto, a los dioses que aparecen en este espectáculo hay que sus­
traerles la fe, para que puedan aparecer aquellos poderes muy huma­
nos cuya encamación fantástica son las figuras de las divinidades.
Vayamos ahora al mito mismo, tal como lo narra Wagner y tal como
le compuso la música correspondiente.
Comienza con el famoso trítono en mi bemol, el pensamiento
acústico del comienzo de todas las cosas, que es el agitado elemento
originario del agua. De la disolución del primer sonido se desarrolla
todo lo demás. El instante de la creación se hace audible cuando se
añade el sonido que simboliza el sol. El fiiego del sol hace que el agua
brille como el oro. El oro se convierte en un tesoro en el fondo del
agua. Las hijas del Rin lo protegen. Todavía se ve inmune a la codicia
de valorización, todavía no está incluido en el círculo fatal de poder y
posesión; constituye la inocencia y unidad del mundo natural. Alberi-
co el Negro, un príncipe de las tinieblas y señor de los Nibelungos,
carece de cualquier sentido para la belleza del tesoro; quiere poseerlo
para acrecentar su poder. El amor haría que el tesoro y su belleza des­
cansaran en sí, dejaría que el ser fiiera en sí mismo lo que es. Pero
quien renuncia al amor, querrá robarlo y convertirlo en valor. Alberi-
co logra robarlo, porque su poder no está impedido por ningún amor.
Esta escena inicial contiene ya todo el conflicto del drama. La relación
tensa entre poder y amor, avidez de posesión y entrega, juego y coac­
ción, determinará El anillo hasta el final.
Alberico esclaviza a los Nibelungos, que han de trabajar para él. És­
tos forjan un anillo con el oro del tesoro, que otorga un poder ilimi­
tado al que lo lleva. No hay duda de que Wagner ve en el reino de los
Nibelungos el espíritu demoniaco de la época industrial. Bajo la im­
presión que las instalaciones del puerto de Londres le produjeron,
transmitió a Cosima esta observación: «Se cumple aquí el sueño de Al­
berico. Ciudad de tesoros, dominio del mundo, actividad, trabajo, por
doquier la presión del vapor y la niebla».
También Wotan, el luminoso dios supremo, se ha dejado enredar
en el mundo del poder y de la posesión. Hace que los gigantes Fafner
y Fasolt le construyan su Walhalla, el castillo de los dioses. Por ese tra­
bajo adquiere una obligación contractual y tiene que darles a Freia, la
diosa de la eterna juventud, en concepto de pignoración. Sin ella, tam­
bién los dioses envejecen y ven encanecer sus cabellos; por tanto, quie­
re rescatarla y para conseguirlo roba el tesoro de Alberico y no lo de­
vuelve a las hijas del Rin. Atado por el contrato con los gigantes, no
puede restablecer la antigua inocencia del ser. Por eso Erda, la origina­
ria madre telúrica, le niega el reconocimiento: «Tú no eres lo que te
llamas». El afán de posesión y poder vence sobre la justicia natural del
ser: «Pues yo, que por contratos fiii señor, / de contratos soy ahora ser­
vidor».
Por tanto, el mundo mítico tiene tres niveles: abajo está el ser ori­
ginario de la belleza y del amor, encarnado en las hijas del Rin y en la
madre terrestre Erda; encima se halla el reino de los Nibelungos, don­
de todo gira en torno al poder, la posesión y la esclavitud; y está de­
safortunadamente entrelazado con ese reino un tercer mundo, el de los
dioses, que se han alienado de sus orígenes telúricos. Al final de El oro
del Rin se quejan las hijas del Rin:
Abajo en la profundidad
lo íntimo y fiel habita,
las alegrías de allá arriba
son cobardía y falsedad.
Los dioses participan en la corrupción general del mundo. Son car­
ne de la carne. La salvación no vendrá de ellos. Sólo puede producir­
la el hombre libre, que sale del círculo fatal de poder, posesión y true­
que contractual, que mata al dragón sin mandato divino ni afán de
posesión, recupera el tesoro y lo entrega de nuevo a las hijas del Rin.
El nuevo comienzo ha de lograrse sin los dioses. Éstos, cansados por
su desacertada creación, estarán prontos para el destino de la muerte
en cuanto despierte el hombre investido del amor y de la belleza. Ese
hombre entra en escena con Sigfrido, que mata al dragón, toma inge­
nuamente el tesoro y le da a Brunilda el anillo como regalo de amor.
Pero le faltan la prudencia y el saber. En consecuencia será víctima de
una intriga fruto de la envidia, la voluntad de poder y el afán de po­
sesión. Hagen, el hijo de Alberico, lo mata. Sigfrido no ha logrado la
transformación, Brunilda consuma su obra y devuelve el anillo al Rin.
El Walhalla estalla en llamas, arden los dioses. Brunilda canta al final:
«Ni bien, ni oro, ni boato divino [...], ni turbios contratos, alianza en­
gañosa, ni fingidas costumbres, dura ley: deja que sea solamente el
amor, feliz en los placeres y en el dolop>.
El hombre que se libera del peso opresivo de un mundo de dioses,
que aprende a tener en jaque su voluntad de poder mediante la fuer­
za del amor, encuentra en El anillo de los Nibelungos un escenario es­
plendoroso. La imagen contraria, el mundo alienado de poder y pose­
sión, se encuentra en el reino de Alberico, en los Nibelungos, donde
reinan el oro y el dinero. Pero, en realidad, tampoco contra este mun­
do se moviliza ningún odio. El espíritu del amor y la benevolencia del
arte no lo permitirían.
No obstante, Wagner conservaba un recinto de odio, que no entró
directamente en la obra, sino que buscó otros caminos. Según hemos
insinuado antes, para Wagner los habitantes del reino sombrío de Al­
berico tienen un rostro determinado: son los judíos, que desde su pun­
to de vista son la personificación del dinero y del espíritu comercial,
no sólo en la vida de los negocios, sino también en la cultura.
Meyerbeer, por ejemplo, su contrincante en los años de París, es
para él símbolo de este capitalismo sin gusto. En Wagner la imagen del
espíritu monetario entre los judíos crecerá hasta la idea fija de una con­
juración judía en el mundo desde el espíritu del dinero. A principios
de los años cincuenta, en la misma época en que reflexiona sobre el
arte y la revolución, así como sobre la obra de arte del ftituro, publi­
ca el ensayo El judaismo en la música, donde escribe: «Si nos atenemos
al estado actual de las cosas de este mundo, el judío está ya más que
emancipado: él domina, y seguirá dominando mientras el dinero sea
el poder ante el cual todas nuestras empresas y acciones pierden su
fiierza».
De forma más agresiva se manifestaba Wagner en conversaciones
y cartas. Tal como se deduce de la anotación que escribió Cosima el
11 de octubre en su diario, en 1879 aboga por la expulsión de los judíos
del imperio alemán. En otra ocasión declara que habría de derogarse
la asimilación, pues es un peligroso escondite para los judíos. Si mue­
re el organismo vivo de una cultura, escribe en Eljudaismo en la músi­
ca, «la carne de este cuerpo» se disuelve «en una pululante vida de gu­
sanos». Y eso son los judíos. Para salvar el organismo cultural, hay que
cortar la carne muerta llena de gusanos. Aquí se advierte ya cómo de
un antisemitismo anticapitalista y culturalista se pasa a una esfera bio­
lógica y racial. Contra la propuesta de fomentar la integración de los
judíos mediante matrimonios mixtos, objeta en 1873: «Entonces en el
futuro ya no habría ningún alemán, la rubia sangre alemana no es su­
ficientemente fuerte para soportar esta “lejía”».
En los últimos años de su vida, Wagner incrementa sus fantasías re­
lativas a la extinción definitiva del judaismo. Según relata Cosima, con
tono de «dura broma» dice en forma de diálogo que «habrían de que­
marse todos los judíos en una representación de Nathan». Al final del
ensayo Conócete a ti mismo, escrito en la época del Parsifal, el autor toma
abiertamente en consideración la asesina solución final de la cuestión
judía. Cuando el pueblo alemán se comprenda finalmente a sí mismo,
leemos allí, «ya no habrá ningún judío. Esta gran solución [...] quizá
sea más factible para nosotros los alemanes que para ninguna otra na­
ción». Y en tono de amenaza continúa: «El que tenga una honda ca­
pacidad de presentir verá cómo está insinuado que nosotros, si pene­
tramos con suficiente profundidad en este asunto, una vez superada la
falsa vergüenza no escatimaremos ningún medio para atenemos a las
consecuencias del veredicto final». Si después de la muerte de Wagner
las Bayreuther Bldtter se transforman abiertamente en la plataforma de
un racismo fanático y un antisemitismo eliminatorio, lo hacen siguien­
do enteramente el espíritu del maestro, que había comenzado con se­
mejante látigo y, sin embargo, demostró suficiente sentido artístico para
mantener su obra lejos de este asunto.
En el escenario, el mundo dominado por la voluntad de poder
y el afán de posesión no es el judío, sino el del capitalismo burgués; y
lo que le prepara el ocaso no es el odio, sino el nuevo mundo de amor
y belleza. Wagner no sólo quiere contar esto como quien narra un
cuento. Quiere más. Se propone conseguir en los espectadores y oyen­
tes una transformación del hombre interior, comparable a la conver­
sión religiosa. Apunta nada menos que a la presencia de la redención
desde el espíritu del arte aquí y ahora. Wagner mismo habla de una vi­
vencia «mítica» que quiere despertar.
¿Cómo hemos de representarnos esto? La historia mítica que cuen­
ta El anillo de los Nibelungos, ¿admite otra interpretación que no sea la
ficción? ¿No se limitó Wagner a elaborar mera materia mitológica, que
no está animada por ninguna fe, y que está tomada de la Canción
de los Nibelungos, los Edda y de la Deutsche Mythologie de Jacob Grimm?
¿No está abocada, pues, su obra a una recepción estética, de modo que
con ello se neutraliza su eficacia mítica? Esto es lo que demuestran sus
numerosos ensayos, los cuales, sin embargo, anuncian también la in­
tención de hacer estallar los límites de lo meramente estético, para pro­
ducir aquella conciencia que él llama «mítica». Es evidente que no se
pretende una restauración de la fe en los dioses que han perecido, pues
el tema de El anillo es precisamente el ocaso de los dioses.
Preguntemos de nuevo: ¿qué es vivencia mítica? Es una vivencia
potenciada, a la que se abre una inesperada plenitud de significación.
Wagner la delimita fi-ente a la percepción científica y a la cotidiana, en
las que es decisiva la actitud objetiva. Pero la distancia desaparece si de
pronto somos estimulados como «seres que participan»; entonces se
nos abre algo y nos abrimos en algo, en situaciones, hombres, impre­
siones de la naturaleza, lenguaje, música, poderes de la vida, donde la
conciencia aislada rebasa sus límites y participa en aquello que se le
abre. Wagner caracteriza tales instantes como «una figura condensada
de la vida real».
En el drama musical quiere que esa figura se haga inmediatamen­
te intuitiva y audible. Por tanto, llama «mítica» a aquella actitud en la
que se supera momentáneamente la separación, por lo demás eviden­
te, entre sujeto y objeto; y esa superación puede tener un efecto em­
belesador, beatificante y también subyugador. Comoquiera que sea en
cada caso, se trata de otra experiencia del ser, de una experiencia dis­
tinta de la cotidiana. Richard Wagner manifiesta de modo muy explí­
cito que, con su drama musical, pretende abrir otro «escenario del ser»,
no como mera construcción que puede reproducirse conceptualmente,
sino en forma de vivencia, es decir, en forma de presencia real. Ahora
bien, según Wagner, sólo se puede llegar a semejante presencia me­
diante la colaboración de todas las fiaerzas que contribuyen a ella. En­
tre esas fiierzas están: la música, que encuentra un lenguaje para lo ine­
fable y que sólo entiende la sensación; las palabras, que se unen con
la música y junto con ella constituyen una nueva esfera de signifi­
cación; el ritmo en la acción y el movimiento; la posición recíproca
de las personas; las tensiones del espacio; los bastidores y los mundos de
imágenes en el trasfondo; los gestos y la mímica, la distribución de la
luz y de las sombras. No hay ningún elemento en este conjunto de lo vi­
sible y audible que no esté incluido en el gran juego de la significación.
Y a todo ello se añade todavía el ritual de la ejecución, de los días de
las representaciones, el anfiteatro del teatro, que corta al público los
caminos de huida.
Lí vivencia mítica es extraordinaria, pues normalmente nuestra ex-
ga es diferente, es más ftigaz y artificial. No sólo se transforma
el sujeto de la vivencia; también el objeto logra profundidad y signifi­
cación. Nosotros nos hacemos distintos, el mundo se hace diferente,
brilla. En un sentido traslaticio, los dioses regresan. Pero ahora ellos no
se entronizan sobre el mundo; más bien, entran en la vida y en las co­
sas como una fuerza intensificadora, las habitan, tal como se expresa­
ban los antiguos. Nietzsche lo resume según esta fórmula: Wagner nos
da instantes de «recta percepción».
Las «rectas percepciones» pertenecen a un ámbito que ya había
abordado Schopenhauer, el filósofo que para Nietzsche y Wagner re­
presenta una vivencia decisiva en su formación. Ese ámbito es lo os­
curo, la esfera instintiva y dinámica del inconsciente y de lo semi-
consciente. Es el mundo de la voluntad en Schopenhauer y de lo
dionisiaco en Nietzsche. Es también el mundo romántico de lo noc­
turno. La idea romántica de que el cono de luz de nuestro conoci­
miento no ilumina todos los ámbitos de nuestra experiencia, de que la
conciencia no puede captar todo nuestro ser, de que estamos unidos
con el proceso de la vida de una forma más íntima que la capacidad
de percibir de nuestra razón, es una convicción que se ha expresado
enérgicamente en la filosofía de la voluntad de Schopenhauer, y que
sigue repercutiendo en Wagner y Nietzsche. En esto son románticos,
igual que lo fiie Schopenhauer.
Schopenhauer había sintetizado el pensamiento de la unión, en
cierto modo subterránea, de la vida del individuo con el todo:
Pues, así como en el mar enfurecido, ilimitado en todas las direcciones,
en medio del cual se levantan y hunden bramantes montañas de agua,
hay un barquero, sentado en su barca, que confia en su débil vehículo;
de igual manera en medio de un mundo de tormentos se sienta tranqui­
lo el hombre particular, apoyado y confiado en el principio de indivi­
duación.
Para Schopenhauer se da un sentimiento de «horror» cuando el in­
dividuo es arrancado de sus límites y experimenta la unión universal
con la vida. Para otros románticos, como, por ejemplo, Novalis, era un
encanto hundirse en el «oscuro y seductor seno de la naturaleza». Pero
en la mayoría de los casos, es un sentimiento mezclado de placer y do­
lor, éxtasis y entumecimiento, horror de muerte y fiesta de la vida, el
que acompaña a tal desbordamiento. Richard Wagner lleva todo esto
a la música. «La orquesta», escribe, «es [...] el suelo de un sentimien­
to infinito, universal, del cual crece el sentimiento individual de cada
actor particular hasta la suprema plenitud.» En otro pasaje compara el
sonido de la orquesta con el mar, y la melodía, dice, es la nave que se
mueve allí.
Pero la esfera de la voluntad en Schopenhauer está completamen­
te erotizada en Wagner, a semejanza de Novalis. Tristán e Isolda mues­
tra en su punto supremo el romanticismo de Wagner, su juego con el
sentimiento oceánico. Los amantes son llamados los «consagrados»,
mueren la muerte de amor, se disuelven en el dinámico acontecer fun­
damental del muerey llega a ser.
Todo ello se pone en escena de una manera tan efectiva que con
este drama musical, convertido en un acontecimiento europeo, tam­
bién fuera de Alemania se empieza a comprender qué es lo que suce­
de con el Romanticismo alemán. Wagner escribe a Mathilde von We-
sendonk: «¡Hija!, este Tristán será algo terrible. ¡¡¡El último acto!!! Temo
que se prohíba esta ópera, de no ser que por una mala ejecución todo
se convierta en una parodia [...]. Una ejecución perfecta debería en­
loquecer a la gente...».
De hecho, Wagner enloqueció a no poca gente. En Francia, por
ejemplo, a Baudelaire, que ya con Tannhduser tuvo la vivencia de una
embriaguez de opio:
Al escuchar esta música ardiente y despótica, a veces me parece como si
encontrara de nuevo las huellas mareantes del opio pintadas en el fon­
do del abismo [...]. Tenía por completo la impresión de un alma que se
mueve en un entorno de luz clara, de un éxtasis nacido del placer y del
conocimiento, que me hacía levitar a lo alto y a lo lejos sobre el mundo
natural.
En Francia, aunque no exclusivamente allí, Wagner se convirtió
en el ídolo de los círculos de artistas cósmicos y de los simbolistas
desencadenados. Para la Revue Wagnérienne, una revista de la vanguardia
(y no un difamatorio periódico antisemita como las Bayreuther Blatter),
Wagner era «un guía y estimulador en todos los campos absolutamen­
te». Los decadentistas y el Fin de Siécle, ya fiiera en París, Viena o Mú-
nich, encontraron gracias a Wagner su universo del mundo vuelto al
revés, donde triunfaban la enfermedad sobre la salud, la muerte sobre
la vida, la artificiosidad sobre la naturalidad, la inutilidad sobre la uti­
lidad, la entrega sobre la autoafirmación racional. Aquí el mundo se
veía envuelto de nuevo en el misterio, se mostraba lo demoniaco y lo
dionisiaco, y se oía la encantadora queja sobre el desierto de la época
burguesa. Huysmans, D’A nnunzio, el joven Thomas Mann, Schnitzler,
Hofmannsthal y Mallarmé estaban fascinados todos ellos por los mo­
tivos de la muerte de amor y del ocaso de los dioses, por los sonidos
de un mundo oscuro en el que se percibe la voz del destino, de Eros
y Thanatos. Para estos admiradores, los tornados de la orquesta y la
melodía infinita hacen que el oyente se hunda en el subsuelo psíqui­
co y en sus oscuras promesas, que se encuentre en los ojos del hura­
cán, en el interior de los poderes de la forma.
Aun cuando se trata de cosas delicadas y finas, Richard Wagner
echa mano siempre de todos los registros de su capacidad de producir
efectos, para salir de la reserva de las artes meramente bellas y hacer
posible la vivencia mítica o el arrobamiento embriagador. Tal como ya
advertían críticamente sus coetáneos, su arte se convierte en «un ata­
que general a todos los sentidos». Eso confiere una modernidad pecu­
liar a su obra, que protesta contra la modernidad capitalista. Pues la
primacía del efecto y de la voluntad de producirlo caracterizan esta
modernidad, en la que lo público se organiza como mercado. Las ar­
tes también tienen que competir entre ellas, para llamar la atención.
A veces tienen que recurrir a medios fiiertes y toscos para hacer propa­
ganda a favor del tierno empirismo de sus obras. Charles Baudelaire
recomendaba a los artistas que aprendieran del espíritu de los anuncios
de manera completamente abierta, sin disimulos: «Si despertáis tanto
mayor interés con los nuevos medios [...], duphcad, triplicad, multi­
plicad la dosis». El mercado ha llevado el público al poder. Quiere que
lo lisonjeen, lo seduzcan, o incluso lo subyuguen. En política y en arte
exige sus héroes. Richard Wagner era uno de esos héroes, podía pasar
por un Napoleón del teatro europeo de la música. Él, que inducía a la
vivencia mítica, tuvo la habilidad de erigir su propia persona como un
mito público. Es probable que exista aquí una conexión: la producción
de mitos en la modernidad exige la propia mitificación del que los pro­
duce. Wagner inicia en París su campaña para conquistar al público
no con la representación de sus obras, sino alquilando una suntuosa
vivienda, que en realidad no podía permitirse, pero que despierta el in­
terés por su persona. Con Wagner comienza el culto a la persona en
gran estilo.
El ocaso de los dioses dejó espacio para los artistas divinizados.
Acerca de la colocación de la primera piedra en la colina de los festi­
vales, el 22 de mayo de 1872, cuenta Adelheid von Schorn, una ami­
ga de Franz Liszt y una wagneriana de primera hora:
El día de la colocación de la primera piedra caía una tremenda lluvia
torrencial, el suelo de barro en la colina se había reblandecido en tal me­
dida, que todo se convirtió literalmente en agua [...]. Pero yo me sentía
tremendamente ansiosa [...]. Subí y me coloqué bajo el andamio de ma­
dera, al lado de otra mujer [...]. Ambas estábamos detrás de Richard Wag-
ner cuando éste dio tres solemnes golpes con el martillo en la piedra [...].
En el momento de volverse [...] estaba pálido como un cadáver y de sus
ojos brotaban las lágrimas. Fue un momento indescriptiblemente cere­
monioso, que a buen seguro nadie de los allí presentes ha olvidado...
Capítulo 14

El 22 de mayo de 1872, en el cincuenta y nueve aniversario del na­


cimiento de Wagner, Friedrich Nietzsche estuvo presente en la cere­
monia de colocación de la primera piedra del teatro de Bayreuth. En
la cuarta Consideración intempestiva, escribió: «Es la primera vuelta al
mundo en el reino del arte. Con lo cual, según parece, no sólo se ha
descubierto el nuevo arte, sino también el arte mismo».
La relación de Nietzsche y Wagner es una historia larga y compli­
cada. Alborearon los felices días de Tribschen, cuando el joven profe­
sor Nietzsche iba y volvía desde Basilea a casa del maestro. Este idilio
ha sido descrito con frecuencia: los paseos a orillas del lago; Cosima,
del brazo de Nietzsche; las amenas veladas en el círculo familiar, cuan­
do el maestro, después de la lectura común de El caldero de oro, de
E.T.A. Hoffmann, asigna a Cosima el papel de la serpiente prodigiosa
Serpentina, a sí mismo el del demoniaco archivero Lindhort y a Frie­
drich Nietzsche el de Anselmo, el estudiante soñador y desmañado;
el celo de Nietzsche cuando compra en Basilea copas de vino, bandas
de tul con estrellas doradas y lunares, un niño Jesús tallado y otros ju­
guetes para Cosima, y en las fiestas navideñas ayuda a dorar manzanas
y nueces, y lee las primeras pruebas de la autobiografía de Wagner; la
mañana del primer día de Navidad, cuando en 1870 una pequeña or­
questa ejecuta en las escaleras de la casa, como homenaje a Cosima en
su cumpleaños, lo que después será conocido con el título de Idilio de
Sigfrido; Nietzsche improvisando al piano, ocasión en la que Cosima
escucha cortésmente y Richard Wagner abandona la habitación conte­
niendo la risa.
Pero aunque no tardaron en producirse las ofensas, Wagner sigue
significando para Nietzsche «la primera vuelta al mundo en el reino del
arte». Considera que con Wagner el arte ha vuelto a su origen en la an­
tigüedad griega. Se convierte otra vez en el acontecimiento sagrado de
la sociedad, en un evento que celebra la significación mística de la
vida. El arte recupera aquel escenario en el que la sociedad se com­
prende a sí misma, en el que puede revelarse el sentido de toda acti­
vidad para la visión común. Pero ¿en qué consiste este sentidof
Nietzsche no se demora largamente en los detalles mitológicos de
la creación poética de Wagner. Descubre lo mítico del arte de Wagner
casi exclusivamente en la música, que él llama el lenguaje de la «recta
percepción». Es necesario haber padecido la enfermedad de nuestra
cultura, dice Nietzsche, para poder recibir con gratitud el don de la
música de Wagner. Por tanto, entiende el drama musical de Wagner
como una respuesta romántica al gran malestar ante una cultura plana
y unidimensional. Según Nietzsche, Wagner notó que el lenguaje está
enfermo, que el progreso de las ciencias ha destruido las imágenes in­
tuitivas del mundo. Por ejemplo, vemos a diario que el sol sale, pero
sabemos que no hace tal cosa. En lo grande y en lo pequeño, el reino
de los pensamientos se extiende hasta lo invisible. Pero a la vez la ci­
vilización se hace cada vez más compleja e inaccesible a nuestra intui­
ción. Aumentan la especialización y la división de trabajo, las cadenas
de acción por las que cada uno está unido con el todo se hacen más
largas y se confunden. A la postre el lenguaje niega su servicio a quien
intenta captar el todo en el que vive. Ya no aprehende el todo, ni lle­
ga a la profundidad del individuo. Se muestra demasiado pobre y li­
mitado. Y a la vez el enlace más denso del tejido social lleva consigo
que el lenguaje experimente un crecimiento de poder público. Se hace
ideológico; Nietzsche lo explica de este modo: «La locura de los con­
ceptos generales, que agarran al individuo con brazos de fantasma y lo
arrastran hacia donde él no quiere. ¿Y hacia dónde empuja el espíritu
del tiempo?». Para Nietzsche no hay duda de que el desierto crece, de
modo que tenemos ante nosotros los horrores de una llanura que se
extiende ante nuestros ojos sin ver su fin. Demorémonos por un mo­
mento en aquella normalidad social en torno a 1870, en este horror de
lo común, contra la cual Nietzsche ofrece el Romanticismo de lo dio-
nisiaco.
Nietzsche ha de vérselas con una época en la que la ciencia ce­
lebra triunfos enormes. Positivismo, empirismo y economicismo en
unión con una excesiva mentalidad utilitaria determinan el espíritu del
tiempo. Y sobre todo, la moda del optimismo. Nietzsche advierte con
indignación cómo la fundación del imperio alemán se considera «un
golpe aniquilador contra todo filosofar pesimista». Su diagnóstico de la
época afirma que es «sincera y honrada», pero al modo plebeyo, que
es «más sumisa ante la realidad de todo tipo, más verdadera». Busca
por todas partes teorías, añade, que sean apropiadas para justificar una
«sumisión a lo fáctico».
Aquí Nietzsche tenía todavía ante sus ojos el aspecto Biedermeier
y pusilánime de este realismo. Pero desde mediados del siglo XIX se di­
fundió un realismo que se sometía a lo fáctico para poderlo dominar
mejor y transformarlo a voluntad. La «voluntad de poder», que Nietz­
sche anunciará más tarde, celebra ya triunfos, aunque no en la cumbre
del «superhombre», sino en el laborioso trabajo de hormiguita en una
civilización que en todos los asuntos prácticos cree en la ciencia. Esto
tenía validez en relación con el mundo burgués, pero también en re­
lación con el movimiento obrero, cuya contundente solución era: sa­
ber espoder. La educación había de traer ascenso social y resistencia con­
tra engaños de todo tipo. Al que sabe algo, ya no es fácil andarle con
ficciones; lo impresionante en el saber es que, si disponemos de él, ya
no es necesario dejarse impresionar. Se prefiere un tipo de saber que
nos permita preservarnos de la tentación del «entusiasmo». No hay
que dar entrada a la exaltación. Quien resuelve sus cosas llana y obje­
tivamente llega más lejos y puede conseguir un aumento de soberanía.
Se procura rebajar las cosas y llevarlas en lo posible al triste formato re­
ducido de uno mismo. Es ya sorprendente cómo desde mediados del
siglo XIX, después de los altos vuelos ideaHstas del espíritu absoluto, de
pronto asoma por doquier el afán de empequeñecer al hombre. Co­
mienza la carrera de esta figura de pensamiento: «el hombre no es otra
cosa que...». Para los románticos, el mundo empezaba a cantar tan pron­
to como se encontraba la palabra mágica. La poesía y la filosofía de la
primera mitad del siglo tenía el proyecto arrebatador de encontrar siem­
pre nuevas palabras mágicas, de encontrar significaciones rebosantes.
En la crítica de la mentalidad prosaica de su época, Nietzsche en­
tra en cauces románticos más claramente de lo que más adelante dará
por bueno. Ya como alumno se las había tenido con un maestro de
su escuela cuando defendió a Hólderlin, su poeta preferido. La men­
talidad de la segunda mitad de siglo ya no era propicia para las gran­
des espadas en el escenario del espíritu. Cuando los realistas asoman
con su sentido de los hechos y armados con la fórmula «no es otra
cosa que», tales figuras aparecen como niños. El grupo de aficionados
idealistas y románticos se habían comportado frenéticamente, lo ha­
bían arrojado todo en una mezcla confiisa; ahora, en cambio, se trata
de escombrar, comienza la seriedad de la vida; de esto se cuidarán los
realistas. El realismo de la segunda mitad del siglo xix tendrá la habi­
lidad de pensar sobre el hombre como si fuera algo pequeño y, sin em­
bargo, emprender con él cosas grandes, si queremos llamar «grande» a
la moderna civilización científica, de la que todos nos aprovechamos.
En cualquier caso, empezó en el tercer tercio del siglo XIX la moder­
nidad más reciente, con una mentalidad contraria a todo lo exaltado
y fantástico. Pocos presentían entonces, con la clarividencia de Nietz-
sche, qué monstruosidades había de traer el espíritu de la sobriedad
positivista.
El saneamiento del idealismo alemán trajo a mediados del siglo un
materialismo de figura marcadamente rechoncha. Algunos breviarios
del desencanto se convirtieron de pronto en superventas. Tuvieron su
momento entonces: Karl Vogt, con sus Cartasfisiológicas (1845) y su es­
crito polémico Fe de carbonero y ciencia (1854); Jakob Moleschott, Círcu­
lo de la vida (1852); Ludwig Büchner, Fuerza y materia (1855); y Hein-
rich Czolbe, Nueva exposición del sensualismo (1855). La actitud de este
materialismo de ftierza, impulso y secreciones glandulares fiie caracte­
rizada por Czolbe de este modo:
Es una prueba de [...] arrogancia y vanidad querer mejorar el mundo sen­
sible mediante la invención de otro suprasensible, y pretender convertir
al hombre en un ser elevado por encima de la naturaleza mediante la adi­
ción de una parte suprasensible. Sin duda alguna el descontento con el
mundo de las apariciones, que constituye el fundamento más profundo
de la concepción suprasensible [...], es una debilidad moral [...]. Con­
fórmate con el mundo dado.
¡Cuántas cosas estaban dadas a esa peculiaridad de los sentidos! Le
era accesible el mundo del devenir y del ser, pero solamente como tor­
bellinos de materiales y transformaciones de energías. Nietzsche se
siente incitado a defender el mundo del atomista Demócrito por enci­
ma de los materialistas coetáneos. Sin duda ya no se necesitan el Nous
de Anaxágoras, las ideas de Platón, ni, evidentemente, el Dios de los
cristianos, la sustancia de Spinoza, el cogito de Descartes, el yo de Fich-
te, o el espíritu de Hegel. El espíritu, que vive en el hombre, no es otra
cosa que una función cerebral, dicen los hombres de la época. Los
pensamientos se comportan con el cerebro como la hiel con el híga­
do y la orina con los riñones. Hermann Lotze, uno de los pocos so­
brevivientes del anterior linaje fuerte de los metafísicos, advertía en­
tonces que había «algo poco filtrado» en estos pensamientos.
La marcha victoriosa del materialismo no podía detenerse median­
te ninguna objeción prudente, sobre todo porque estaba mezclada con
una pieza metafísica: la fe en el progreso. Si analizamos las cosas y la
vida hasta sus partes elementales, entonces, enseña esta fe, descubrire­
mos el secreto industrial de la naturaleza. Si descubrimos cómo está
hecho todo, estaremos en condiciones de reproducirlo. Aquí actúa una
conciencia que quiere descubrir los secretos de todo, también de la na­
turaleza, que en el experimento se pretende sorprender en su acción
fresca, con la seguridad de que si sabemos cómo transcurre aquélla, po­
dremos mostrar dónde va a proseguir.
Esta actitud intelectual también da impulso al marxismo en la se­
gunda mitad del siglo xix. Con esforzado y laborioso trabajo, Marx ha­
bía seccionado el cuerpo social y había hecho un preparado de su
alma: el capital. Al final ya no estaba completamente claro si llegará a
tener una oportunidad la misión mesiánica del proletariado, que era la
aportación de Marx al idealismo alemán antes de 1850, fi-ente a la férrea
legalidad del capital, que fue la contribución de Marx al espíritu de­
terminista después de 1850. También Marx quiere analizar en un pla­
no inferior lo que antes era elevado y sublime. Lo reduce, como super­
estructura, a la base del trabajo social.
En general todo está centrado en el trabajo. Éste, más allá de su
importancia práctica, se convierte en un punto de referencia a partir
del cual se interpretan y valoran cada vez más aspectos de la vida. El
hombre es lo que él trabaja, y la sociedad es una sociedad de trabajo,
y en cierto modo también la naturaleza se trabaja a sí misma a través
de la evolución. El trabajo pasa a ser un nuevo santuario, una espe­
cie de mito, que mantiene unida la sociedad. La imagen de la gran má­
quina social, que convierte al individuo en una pequeña rueda y en
un pequeño tornillo, se extiende a todas las interpretaciones del hom­
bre y aporta el horizonte orientador. Es precisamente este punto de
vista el que Nietzsche, en su crítica a Friedrich Strauss, el popular ilus­
trado de la segunda mitad del siglo, sitúa en el centro. David Friedrich
Strauss, según hemos expuesto, con su primera obra. Vida deJesús (1835),
llevó la crítica racionalista del cristianismo a un amplio público. Y en
su vejez publicó una confesión muy leída: La antigua y la nueva
fe (1872). Strauss era un enemigo jurado de los nuevos mitos del arte
propugnados por Wagner, y en general de todos los intentos de con­
vertir el arte en una religión sustitutiva. Por eso Wagner lo odió ínti­
mamente, y a la vez encauzó a Nietzsche tras las huellas de este autor,
al que en sus Consideraciones intempestivas despacha como síntoma de
toda esta sociedad feliz con su trabajo y entregaba a la cultura de la
utilidad.
El mensaje de Strauss puede resumirse así. Hay muchas razones
para estar contentos con la actualidad y sus logros: el tren, las vacunas
preventivas, los altos hornos, la crítica de la Biblia, la fundación del
imperio, los abonos químicos, los periódicos, el correo. ¿Por qué esca­
par de la rica realidad y refugiarse en la metafísica y la religión? Cuan­
do la física aprende a volar, los pilotos de la metafísica acaban estre­
llándose y tienen que aprender a conformarse con vivir decentemente
en tierra firme. Se exige sentido de la realidad; y ese sentido produci­
rá las obras prodigiosas del futuro. Tampoco hay que dejarse engañar
por el arte. Éste, prudentemente dosificado, es útil y bueno, e incluso
indispensable. Precisamente porque nuestro mundo se ha convertido
en una gran máquina, puede afirmarse también: «No sólo se mueven
en él ruedas despiadadas, también se le pone aceite lubricante». Ese lu­
bricante es el arte. Strauss considera la música de Haydn como «una
sopa decente», y la de Beethoven como un «confite», y añade que cuan­
do escucha la Heroica se siente impulsado a «sobrepasarse y buscar una
aventura»; pero lo cierto es que pronto vuelve a las delicias de la coti­
dianidad en la fiebre fundacional de la Alemania unida. Mientras tan­
to, Nietzsche derrama sarcasmo y burla acerca de este «entusiasmado
andar de puntillas con calcetines de fieltro».
Se nota en Nietzsche toda la indignación de quien en el arte, es­
pecialmente en la música, se figura estar en el corazón del mundo, de
quien en el «hechizo del arte» encuentra su verdadero ser y, por tanto,
lucha contra una mentalidad para la que el arte es una bella cosa se­
cundaria, quizá la más bella, pero sólo secundaria. Esta indignación
contra los profanadores burgueses del templo del arte, a los que Nietz­
sche llama «filisteos de la cultura», la hemos encontrado ya en los
autores románticos como motivo constante. En esta tradición de cen­
sura romántica al público se halla también Nietzsche, con su crítica a
David Friedrich Strauss. También él se complace con las fantasías de
venganza de un indignado amigo del arte: «¡Ay de todos los maestros
fatuos y de todo el estético reino de los cielos cuando el tigre [...] sale
de caza». ¿El tigre? Éste había entrado ya en escena en el libro sobre
la tragedia, donde simboliza el espíritu del salvaje arte dionisiaco. Lo
que tanto enfurece a Nietzsche es que la actitud de la cultura burgue­
sa transforma lo monstruoso en algo confortable.
Esto se refiere en primer lugar al arte, pero puede decirse igualmente
de la naturaleza, pues también el darwinismo, que al principio arrancó
con fuerza, en Strauss es trivializado, aunque sin sacar de él las conse­
cuencias importantes, tal como Nietzsche advierte críticamente. Strauss
se dedica a extraer de aquella teoría el ateísmo; la cuestión ya no es
Dios, sino el mono. Strauss ciertamente se pone «el revestimiento ca­
belludo de nuestra genealogía simiesca», pero se avergüenza de sacar las
consecuencias éticas de esta genealogía natural. Si hubiese sido valero­
so, del «beüum omnium contra omnes y del privilegio del más fuerte ha­
bría podido deducir prescripciones morales para la vida». Strauss, con
el fin de satisfacer la necesidad de seguridad y comodidad, evita las con­
secuencias nihilistas del materialismo y da a sus reflexiones un giro pla­
centero y lleno de sentimientos, cosa que hace descubriendo en la na­
turaleza una nueva «revelación de la bondad eterna». En cambio, para
Nietzsche la naturaleza es lo simplemente monstruoso.
Para ponerse al abrigo de semejantes filisteos, Nietzsche quiere cul­
tivar siempre y en toda circunstancia aquella presencia de espíritu que
mantiene a la vista lo «monstruoso». Es el enemigo jurado de toda «ac­
titud confortable». Por eso entra en batalla también con el historicis-
mo, que, junto con el materialismo y el realismo, es otra tendencia po­
derosa de estos años.
En la Alemania de la época fundacional este historicismo había
asumido un colorido especial. El historicismo miraba hacia el pasado
histórico, para afianzarse en la conciencia de los grandiosos éxitos ob­
tenidos. Pero al mismo tiempo se trata de compensar una inseguridad
en el sentimiento de la vida y en el estilo. No se sabía muy a ciencia
cierta quién es uno y hacia dónde se quiere ir. De modo que este his­
toricismo se unía también con la complacencia en lo imitado, en lo
inauténtico. De nuevo triunfa el espíritu del «como si». Causaba im­
presión aquello que se parecía a algo. Toda materia empleada quería
representar más de lo que era. Se llegó a una inflación en la ficción del
material: el mármol era madera pintada; el resplandeciente alabastro
era yeso; lo nuevo tenía que parecerse a lo antiguo: se erigían colum­
nas griegas en la entrada de la Bolsa, la fábrica presentaba el aspecto
de un castillo medieval y se mantenía una apariencia de ruinas en la
edificación nueva. Se cultivaba la asociación histórica, por ejemplo,
los edificios judiciales recuerdan a los palacios del dux; el cuarto de estar
burgués alberga sillas de Lutero, copas de estaño y Biblias de Guten-
berg, en cuyo interior hay un cajoncito para objetos de coser. Después
de la proclamación del imperio alemán en el salón de los espejos de
Versalles, el poder político irradiaba también en brillo de oropel. Esta
voluntad de poder no era completamente auténtica, era más voluntad
que poder. Se deseaba la escenificación. Nadie lo sabía tan bien como
Richard Wagner, que apuró todos los registros de la magia teatral para
llevar a escena eficazmente los primitivos tiempos germánicos. Todo
ello era compatible con una actitud realista. Precisamente porque este
sentido se mostraba tan activo, había que embellecerlo un poco, ador­
narlo, festonearlo, cincelarlo, para que el todo tuviera aspecto de algo
y valor de algo.
Nietzsche no puede eludir la sospecha de que el historicismo tiene
la misión de compensar una falta de fuerza vital. Y esta fuerza vital
está debilitada precisamente porque, en la furia recolectora del saber,
ha perdido la orientación:
Imaginémonos una cultura que no tiene un firme y sagrado puesto origi­
nario, sino que está condenada a agotar todas las posibilidades y alimen­
tarse miserablemente de todas las culturas, ¡eso es precisamente el pre­
sente! [...] ¿Hacia dónde apunta la monstruosa necesidad histórica de la
insatisfecha cultura moderna, su congregar en torno a sí numerosas otras
culturas, el devorador querer conocer, sino a la pérdida del mito, a la pér­
dida de la patria mítica, del mítico suelo materno?
No hay duda de que el mundo del realismo, de la utilidad, del celo
por el trabajo, de la placidez sin misterio y del historicismo es el pun­
to de partida de lo que en el ensayo de Nietzsche sobre Wagner se de­
nomina «locura de los conceptos generales», que agarran al individuo
«como brazos de fantasma». Es la locura de lo plano, que inflige las
heridas cuya curación espera Nietzsche del maestro de la música:
Cuando en una humanidad así herida suena la música de nuestro maes­
tro alemán, ¿qué es lo que en realidad suena? Ni más ni menos que la
recta percepción, la enemiga de toda convención, de toda alienación ar­
tística y de toda incomprensión entre los hombres. Esta música es un re­
torno a la naturaleza, y a la vez purificación y transformación de la na­
turaleza; pues en el alma del hombre más amante ha surgido la necesidad
de ese retorno, y en su arte suena la naturaleza transformada en amor.
La recta percepción es para Nietzsche aquel sentimiento que con­
sidera como poder mítico de la vida y cuyo nombre conocemos: lo
dionisiaco. Ya los románticos lo habían puesto en circulación; Frie-
drich Schlegel, por ejemplo, cuando exclamaba contra la prosaica cul­
tura cotidiana del racionalismo: «¡Ha llegado el tiempo [...], todos los
misterios pueden desvelarse!», se refería a los misterios dionisiacos de
la sensibilidad espiritual y del «bello caos», a una especie de unidad
ebria con la sustancia del mundo, con el misterio del ser creador. Del
drama musical de Wagner espera Nietzsche igualmente la reunificación
dionisiaca en los estratos profundos del sentimiento, aquella comu­
nión a través del arte que mediante el ejemplo griego describe en su li­
bro sobre El nacimiento de la tragedia desde el espíritu de la música:
Con la magia de lo dionisiaco [...] se restablece la alianza entre hombre
y hombre [...]. Ahora [...] cada uno no sólo se siente unido, reconcilia­
do, fundido con su prójimo, sino que se siente simplemente uno, como
si se hubiera rasgado el velo de Maya y no hiciera ya otra cosa que ale­
tear en harapos ante el misterioso uno originario.
Nietzsche vive el drama musical de Wagner como un gran juego
dionisiaco del mundo. Para tomar conciencia de esta vivencia, aplica a
Wagner su distinción entre lo apolíneo y lo dionisiaco.
Lo apolíneo son los destinos y caracteres de las figuras particulares,
su hablar y actuar, sus conflictos y oposiciones. En cambio, el fondo
que suena es lo dionisiaco, donde ciertamente hay también diferencias,
según lo acentúa explícitamente la técnica wagneriana del motivo di­
rector, pero de tal manera que todo lo diferente vuelve a hundirse una
y otra vez en el mar que resuena. La ebriedad de la música dionisiaca
disuelve las máscaras del carácter a favor de un simpatético sentimien­
to del todo y de la unidad. La música de Wagner es para Nietzsche un
acontecimiento mítico porque expresa la unidad tensa de lo vivo.
Nietzsche experimenta el drama musical de Wagner como retomo
de lo dionisiaco, como un medio que le abre el acceso a los estratos
elementales de la vida; y su filosofía de la música, apoyada en Wagner,
es el intento de entender el mundo de los sonidos musicales como re­
velación de una verdad abismal sobre el hombre. Nietzsche comienza
aquí con pesquisas cuyo recuerdo evocará más tarde Claude Lévi-Strauss
en Mitolo^as, su libro más importante, cuando afirme que en la música
y especialmente en la esencia de la melodía está la clave del «misterio
último del hombre». La música es para ambos el más antiguo lenguaje
universal, un lenguaje que es comprensible para todos y, sin embargo,
no puede traducirse a ningún otro idioma. ¿Qué hemos de imaginar­
nos bajo este «misterio», del que hablan Nietzsche y Lévi-Strauss?
Si pensamos que hoy la música, desde Bach hasta la música pop,
es el único medio universal de comunicación, no podremos menos de
entenderla como un poder que triunfa sobre la confusión babilónica
de las lenguas. Es antiquísima la representación de que la música está
más cerca del ser que cualquier otro producto de nuestra conciencia;
por ejemplo, se halla en el fondo de las doctrinas órficas y pitagóricas.
La música guió a Kepler en el cálculo de las órbitas planetarias. Era te­
nida por el lenguaje del universo, por un sentido figurado; y Schopen-
hauer la considerará más adelante como expresión inmediata de la
voluntad del mundo.
Si el logos rompe el silencio de las cosas que carecen de lenguaje
y luego fracasa al intentar expresar su ser inagotable en el concep­
to, y si, por otra parte, es el mito el que quiere decir lo que la palabra
no puede captar, en consecuencia hemos de afirmar que la música per­
tenece al ámbito mítico. Ésta se ha afirmado como una fuerza mítica
y está presente en todas partes. Es un tapiz de sonidos, una atmósfera,
un medio.
Ahora se ha convertido en susurro fundamental de nuestra existen­
cia. Quien circula en metro o corre por el parque con los auriculares,
vive en dos mundos. Apolíneamente viaja o corre, dionisiacamente es­
cucha. La música ha socializado el trascender y lo ha convertido en un
deporte de masas. Las discotecas y los recintos de conciertos son las ca­
tedrales actuales. Una parte considerable de la humanidad entre los tre­
ce y los treinta años vive hoy en los prelógicos y prelingüísticos espacios
dionisiacos del rock y del pop. El oleaje de la música no conoce lími­
tes, socava los territorios de la política y de las ideologías, tal como se
puso de manifiesto en las convulsiones de 1989. La música funda nue­
vas comunidades y nos traslada a un estado diferente. La música abre
otro ser. El espacio en el que se oye la música permite encerrar al indi­
viduo y hacer que el mundo exterior desaparezca; y, sin embargo, en
otro plano la música envuelve juntos a todos los oyentes. Éstos pueden
convertirse en mónadas sin ventanas, pero no son unos solitarios cuan­
do suena para ellos una misma cosa. La música posibilita una profun­
da coherencia social en un estrato de la conciencia que antes hemos lla­
mado «mítico».
Nietzsche cita la «moda audaz» de Schiller, la cual separa a los
hombres entre sí y levanta a los unos contra los otros, y expresa la es­
peranza de que la «bella centella de los dioses» traiga de nuevo la gran
unificación. Atribuye esta tarea al drama musical de Wagner, que ha de
eliminar «las rígidas y adversas delimitaciones» en un nuevo «evange­
lio de la armonía del mundo».
¿Armonía del mundo? No nos representemos el asunto de forma
demasiado alegre. El éxtasis está bañado en lo trágico. La euforia de la
armonía del mundo incluye la conciencia del ocaso y del sacrificio. Es
una conciencia a la que «el uno originario» se le presenta «como lo que
eternamente sufre y está lleno de contradicciones», y a la que «la cons­
trucción lúdica y la destrucción de la individualidad» se le muestra
como «el flujo de un placer originario [...], a semejanza de la manera
en que Heráclito el oscuro compara la fuerza creadora del mundo con
un niño, qué jugando coloca piedras aquí y allá, construye montones
de arena y luego los derriba».
El oyente de la tragedia o del drama musical se identifica con el
héroe trágico, por ejemplo, con Sigfrido, pero lo ve en primer plano,
como una fotografía, sobre el trasfondo oscuro de la vida dionisiaca, y
desde allí suena «poderosa y agradable» la música; ésta procede del
abismo del dolor y del placer, a manera de un orgiástico acontecer mu­
sical. Friedrich Schlegel y Novalis tuvieron que limitarse a soñar con tal
acontecimiento cuando intentaban provocarlo con hechizos mediante
conceptos ebrios y la imaginación poética.
Según la convicción romántica, desde Friedrich Schlegel hasta Nietz­
sche, en el arte actúan energías dionisiacas, que no están dirigidas a un
más allá radiante, sino al claroscuro del monstruoso y dinámico pro­
ceso de la vida. Desde el punto de vista de la vida cotidiana se trata
de una trascendencia, si bien de una trascendencia abismal, con placer
y sufrimiento. Para Nietzsche lo abismal se abre según dos aspectos:
como la «terrible tendencia de la llamada historia universal a aniqui­
lar» y como la «crueldad de la naturaleza». La conciencia dionisiaca se
adentra en lo monstruoso de la vida mediante la evidencia, facilitada
por la representación artística, de que no hay ninguna disolución terres­
tre de la gran disonancia de la vida. La vida siempre será injusta con
el individuo, al que sólo le queda la comunión aliviadora con el pro­
ceso de la vida en conjunto. Éste es para Nietzsche «el consuelo me-
tafísico» que concede el arte. Tal consuelo es de índole puramente es­
tética, lo cual se manifiesta ya en que su efecto permanece limitado.
«Como en el sueño», escribe Nietzsche, «la valoración de las cosas ha
cambiado mientras nos mantenemos en el encanto del arte.» Pero sólo
durante ese tiempo. «Necesitamos precisamente al autor del drama to­
tal para que nos redima por lo menos durante algunas horas de la te­
rrible tensión.» El «consuelo metafísico del arte» no se cifra en un mun­
do del más allá, con sus recompensas y alivios y su promesa de un
reino futuro con la gran justicia. Este consuelo religioso no se da. Sólo
se da el estético: «Solamente como fenómeno estético están eterna­
mente justificados el mundo y la existencia». Esta especie de consuelo
está en rigurosa oposición con una moral que espera mejorar el mun­
do y allanar sus contradicciones. La moral, dice Nietzsche, se ha con­
vertido en un verdadero «deus ex machina» de la modernidad seculari­
zada. Le falta «sabiduría dionisiaca»; la moral no arriesga la mirada
despiadada a la vida abismal. Es diferente el arte lleno de espíritu dio-
nisiaco. Encerrado en la ilusión del arte, puede renunciar a hacerse ilu­
siones en relación con la vida. Nietzsche defiende la alegría del arte en
cuanto pone de manifiesto su seriedad especial.
Pero el público contemporáneo deberá recorrer un segundo cami­
no de ennoblecimiento, antes de que llegue a tomar el arte con tanta
alegría y seriedad como se merece, según la concepción de Nietzsche.
A saber, hay que pasar a través de un temple de ánimo trágico para po­
der valorar verdaderamente la alegría estética. Hay que vivir sin ilusio­
nes y a la vez estar apasionadamente enamorado de la vida, a pesar de
haber descubierto su gran fiitilidad. Nietzsche exige mucho de quien
haya madurado para la tragedia. Éste ha tenido que abrirse en primer
lugar a la consternación y a los horrores, y luego tiene que poder ol­
vidar esta «angustia terrible» mediante la experiencia de que «le puede
salir al encuentro algo sagrado en el más pequeño instante, en el más
breve átomo del curso de su vida». El instante estético es un átomo de
dicha de ese tipo, un átomo que equilibra toda lucha y toda penuria.
Nietzsche concluye así este proceso de pensamiento;
Y si la humanidad entera ha de morir algún día -¡quién duda de esto!-,
precisamente por ello se le plantea como tarea futura en todos los tiem­
pos venideros crecer conjuntamente hacia lo uno y común, de tal mane­
ra que como un todo camine con actitud trágica al encuentro del ocaso
que le espera; en esta tarea suprema está incluido todo el ennoblecimiento
del hombre.
Por tanto, la tarea suprema consiste en la producción o captación
de instantes sumamente logrados, sea en un hombre, sea en una obra.
En sus apuntes, Nietzsche eligió una sola vez la singular expresión: «La
cumbre del arrobamiento del mundo». Pueden pensarse a este respec­
to aquellos instantes de peligro supremo en los que, por ejemplo, en
el «cerebro del que se está ahogando», se comprime un tiempo infini­
to en un segundo. En esos instantes, cuando toda la vida se ilumina
antes de perecer, se da el máximo arrobamiento y el supremo dolor.
Las imágenes y las iluminaciones del genio son de este género. Si el in­
dividuo en estos instantes comprende su vida entera y la puede expe­
rimentar como justificada, también la historia entera de la humanidad
recibirá claridad procedente de la luz de esas imágenes iluminadoras y
quedará justificada. La cima en semejante «cumbre del arrobamiento»
realiza el sentido de la cultura.
Una de esas «cumbres del arrobamiento» fue para Nietzsche el dra­
ma musical de Wagner, ante todo la persona del artista. El filósofo
admiraba la audacia con que el músico puso el arte en la cumbre de
todas las posibles series de fines en la vida burguesa, la arrogancia con
que se negó a ver en el arte un mero elemento secundario, la volun­
tad de poder con que impuso sin paliativos su arte a la sociedad. Por
suerte, Wagner es un Napoleón del arte, y en consecuencia Nietzsche
espera de él que pueda vencer la falta de espíritu de la época. Poco
tiempo antes de que se celebren los primeros festivales en Bayreuth,
Nietzsche describe una vez más toda la decadencia del arte en el mun­
do burgués:
Una singular ofuscación del juicio, un mal disimulado afán de regocijo,
de distracción a cualquier precio, las consideraciones eruditas, los aires de
importancia y teatralidad en relación con la seriedad del arte por parte
de los actores, un brutal afán de lucro por parte de los empresarios, la
vaciedad e irreflexión de una sociedad [...], todo esto junto constituye el
sofocante y pernicioso aire de nuestra situación actual del arte.
Nietzsche verá con desencanto cómo Bayreuth no va a cambiar en
absoluto esta situación del arte. Todo lo contrario. A finales de julio
de 1876, el filósofo viaja a Bayreuth para los ensayos y se encuentra
con todo el barullo: la llegada del emperador, la actitud cortesana de
Richard Wagner en la colina del festival y la casa Wahnfried, la come­
dia involuntaria de la escenificación, el cencerreo del aparato de los mi­
tos, la sociedad del buen humor, saturada y sin ninguna necesidad de
redención en torno al acontecimiento del arte, las turbulencias en la
toma del restaurante por asalto después de las representaciones. Nietz-
sche está consternado, herido e incluso enfermo, de modo que se va
del lugar a los pocos días. Antes de la partida había escrito:
En Bayreuth también el espectador es digno de contemplarse, aquí en­
contraréis espectadores preparados y consagrados, la conmoción de hom­
bres que se encuentran en la cumbre de su dicha y en ella sienten todo su
ser recogido, para dejarse fortalecer en orden a otras y más altas delicias.
En vano busca Nietzsche tales espectadores en Bayreuth. Tiene que
admitir que, simplemente, se los ha imaginado.
¿No ha construido demasiados castillos en el aire en torno a la mú­
sica de Wagner y a la música en general? ¿No se ha forjado excesivas
esperanzas en relación con ella? Tras el desengáño en Bayreuth el año
1876, Nietzsche comenzará a trabajar en su libro Humano, demasiado
humano, a fin de asegurarse el terreno para no sufrir desengaños en el
futuro.
Pero no ha llegado tan lejos todavía, aún está encaprichado con el
«consuelo metafísico» del arte. Más tarde dirá que fue una debilidad
romántica suya el haber considerado necesario el «arte del consuelo
metafísico». «¡No y tres veces no! ¡Vosotros, jóvenes románticos: no
tendría que ser necesario!», escribe en el Ensayo de autocrítica dedicado
al libro sobre la tragedia. En este momento, 1886, ya no quiere ser un
romántico, y niega haberlo sido realmente. Pero no hemos de dejarnos
inducir a error. La crítica de Nietzsche a lo romántico y su tendencia
a distanciarse de ello se refieren a un Romanticismo que pregona el re­
torno al cristianismo. Por tanto, Nietzsche no tiene a la vista el tem­
prano Romanticismo de la «bella confusión» (Novalis) y de la «orgía
espiritual» (Friedrich Schlegel), sino en todo caso el Romanticismo tar­
dío, el de tendencia católica, identificado con la concepción del orden
político en la Santa Alianza. Cuando Nietzsche empezó a escribir, el
Romanticismo era tenido por el espíritu de la reacción política y reli­
giosa, cuya superación no estaba muy distante. Y es este concepto el
que está en el fondo de su distanciamiento. Por tanto, Nietzsche de
ninguna manera era un romántico en el sentido de un retorno ro­
mántico al cristianismo, pero lo era por la forma en que entendía lo
dionisiaco como centro de incitación de lo real. Lo mismo que los ro­
mánticos, empuña su lanza contra la somnolencia de la moral con­
vencional, contra los «armónicamente planos», que están infatigable­
mente ocupados en «disolver todo lo divino y humano en el almíbar
de la humanidad» (Friedrich Schlegel). Nietzsche se siente impulsado
también por la aspiración romántica a lo salvaje, a lo monstruoso. El
trascender romántico, desde Schlegel hasta Nietzsche, no va en la di­
rección de la gran quietud, sino que se dirige a la aventura; lo típico a
este respecto es la imagen del viaje a través de un mar tormentoso, de
la irrupción en él.
En contraste con Kant, puede ilustrarse bien hacia dónde empuja­
ba la curiosidad romántica. En la Crítica de la razón pura, Kant había
encontrado una imagen poética para la limitación de la razón. Esta
imagen, que el Romanticismo no aceptó, aparece en el siguiente texto:
Ahora no sólo hemos recorrido el país de la razón pura [...], sino que
además lo hemos medido y hemos determinado el lugar que en él
corresponde a cada cosa. Pero este país es una isla [...], que está rodeada
por un amplio océano tormentoso [...], donde algunos bancos de niebla
y algunos bloques de hielo a punto de fundirse simulan nuevos países, y,
en cuanto engañan ai navegante ávido de descubrimientos con esperan­
zas vacías, lo enredan en aventuras que nunca puede abandonar y, sin em­
bargo, nunca puede conducir a su fin.
Kant se quedó en la isla y dio al «océano tormentoso» la denomi­
nación de la ominosa «cosa en sí»; Schopenhauer osó ir más lejos
cuando bautizó el océano con el nombre de «voluntad». Los románti­
cos encontraron algunos otros nombres para designarlo: el «caos», las
«saturnalias» del ser, la «naturaleza creadora». Y en Nietzsche la reali­
dad absoluta es lo «dionisiaco», con las palabras de Goethe, que aquél
cita: «Un mar eterno, un tejer cambiante, una vida ardiente». Como si
respondiera inmediatamente a la metáfora kantiana del océano de lo
incognoscible, el dionisiaco Nietzsche escribe en La gaya ciencia: «Fi­
nalmente nuestras naves pueden partir de nuevo, pueden zarpar hacia
todo peligro, de nuevo está permitido cualquier riesgo del conoci­
miento, el mar, nuestro mar, está de nuevo abierto, quizá nunca hubo
un mar tan abierto».
Lo dionisiaco significa el «uno originario», el ser envolvente, que,
en definitiva, no podemos comprender. El concepto de lo dionisiaco
implica, obviamente, una decisión teórica, que a su vez se remonta a
una experiencia fundamental. Ya en el joven Nietzsche el ser es algo
movido, amenazador y seductor a la vez. Lo experimenta en «el re­
lámpago, la tormenta y el granizo», y muy pronto aparece en sus apun­
tes el «niño del mundo» de Heráclito, el niño que jugando construye
y destruye mundos. Es el mismo pensamiento expresado en la Lucin-
de, de Schlegel, donde leemos: «Aniquilar y crear, uno y todo».
Lo romántico en los jóvenes románticos y en Nietzsche es la ex­
periencia del ser como algo monstruoso, que induce a una placentera
disolución de sí mismo, en todo caso es la experiencia de un ser don­
de la vida despertada a la conciencia no puede encontrarse segura. El
ser se muestra dionisiacamente cuando la intimidad del ánimo dirige
sus velas a lo monstruoso.
Nietzsche llama «sabiduría dionisiaca» a la fuerza capaz de sopor­
tar la realidad dionisiaca así entendida. A este respecto hay que so­
portar dos cosas: un «placer nunca conocido» y una «aversión». La di­
solución dionisiaca de la conciencia individual es un placer, pues con
ello desaparecen «las barreras y los límites de la existencia». Pero cuan­
do este estado ha pasado, cuando la conciencia cotidiana de nuevo se
hace dueña del pensamiento y de la vivencia, entonces el hastío se apo­
dera del dionisiaco que ha vuelto hacia sí. Este hastío puede incre­
mentarse hasta el horror: «En la conciencia de la verdad intuida una
vez, ahora el hombre ve por doquier lo horroroso y absurdo del ser».
¿Qué sucede aquí? ¿Dónde se muestra lo horroroso? ¿Es esto la «ver­
dad intuida» de lo dionisiaco, o bien es la realidad cotidiana la que
adopta una apariencia espantosa en cuanto se han experimentado las
delicias de la superación dionisiaca de las fronteras? Nietzsche se re­
fiere a un doble horror. Por una parte, lo dionisiaco, visto desde la con­
ciencia cotidiana, es terrible; y, a la inversa, la realidad cotidiana, vis­
ta desde lo dionisiaco, es horrible. La vida consciente se mueve entre
ambas posibilidades. Pero se trata de un movimiento que equivale más
bien a un desgarro. El hombre está arrastrado por lo dionisiaco, con
lo que la vida ha de mantener contacto para no quedar desolada; y
a la vez está abocado a los dispositivos protectores de la civiliza­
ción, para que no caiga bajo el poder disolvente de lo dionisiaco. No
sorprende que Nietzsche reconozca la imagen de esta situación preca­
ria en el destino de Odiseo, que se hace atar en el mástil de una nave
para poder escuchar el canto de las sirenas, sin verse forzado a seguir­
lo y perderse. En Odiseo se encarna la sabiduría dionisiaca. Él oye lo
monstruoso, pero, para conservarse, acepta las ataduras a través de las
costumbres estabilizadoras de la cultura, o a través de la religión, que
funda orden y aquieta.
Y en esto se apoya la crítica de Nietzsche a un Romanticismo que
se ha hecho cristiano. Éste ha oído el canto de las sirenas, pero se ha
dejado atar de nuevo por el cristianismo positivo. A la postre, ha do­
blado las rodillas. En La gaya ciencia define Nietzsche lo que él en­
tiende por tal Romanticismo, en contraposición a la sabiduría dioni-
siaca. El dionisiaco es suficientemente ñaerte «desde la plenitud de la
vida para poder soportar también la visión de su aspecto trágico»,
mientras que los románticos «buscan la quietud, el silencio, el mar liso,
la redención de sí mismo a través del arte y del conocimiento». Estas
palabras no apuntan solamente a los románticos históricos, van dirigi­
das también a Richard Wagner, al que censura porque, después del Par-
sifal, ha dejado de ser dionisiaco y se ha hecho de nuevo cristiano y,
con ello, romántico.
Sin embargo, Nietzsche mismo, a pesar de algunos giros y trans­
formaciones, siguió siendo dionisiaco, y logró conocimientos más pro-
fiandos de la producción de mitos. Y él sabe que el hombre particular,
lo mismo que culturas enteras, necesita un «horizonte rodeado de mi­
tos» para cerrar en una «unidad» su mundo de la vida. Para este fin, si
no se encuentra refiigio en un Dios, también la posesión, la técnica y
la ciencia pueden convertirse en un mito fundador de sentido, pero se
trata sobre todo de confesar honradamente que todo eso son sólo ade­
rezos. En Wagner echa de menos este rigor y «sinceridad»: lo tiene por
un gran actor que al final ya no quiere darse cuenta de que lo es; por un
mago que a la postre se hechiza a sí mismo.
El Anillo de Wagner también había merecido el aplauso de Nietz­
sche porque aquél renunciaba a un consuelo metafísico. Lo mítico que
Wagner había buscado significaba una divinización de la vida y de su
libertad, y no precisamente una huida trascendente ante los embrollos
trágicos de la existencia. Pero no podía pasar inadvertido a Nietzsche
que en Wagner se había producido una evolución desde la metafísica
de los artistas hacia la celebración artística del mito cristiano de la re­
dención. En el año 1880, cuando trabaja en el Parsifal, Wagner escri­
be: «Podría decirse que allí donde la religión es artística queda reser­
vado al arte salvar el núcleo de la religión. Pero el núcleo de la religión
está en el conocimiento de la caducidad del mundo y en la conse­
cuente orientación para liberarse de ella».
Este giro religioso también tuvo consecuencias para el desarrollo de
los festivales, que se convirtieron en lo que Wagner mismo llamó «fes­
tivales de la consagración del teatro», Nietzsche repudió profunda­
mente esta sacralidad forzada, y detestaba también la comunidad wag-
neriana, que ahora peregrinaba hacia Bayreuth. Llamaba «chusma» a
esa gente que se tenía por juiciosa para ser religiosa en sentido tradi­
cional y, sin embargo, buscaba en el arte el buen gusto religioso.
Nietzsche se separó de Wagner en el instante en que notó cómo
éste, y más todavía su comunidad, se confiaba a una segunda ingenui­
dad en la que se veneraba lo hecho por uno mismo, lo artificial, como
si viniera del cielo. «Seamos cautos. Impugnemos nuestra ambición,
que quisiera fundar religiones.» Echa en cara a Wagner no sólo que
«bese la cruz» cuando en el Parsifal revitaliza mitos cristianos y góticos
de la redención, sino, sobre todo, que no se confiese a sí mismo la di­
mensión estética artificial de toda su empresa de la redención. Nietz­
sche, por su parte, incita a liberarse de la necesidad de redención y a
dejar la vía libre para la actividad artística, que sabe apreciar en el mito
el hecho de que es una producción propia, pero no se inmola a él
como una víctima, lo cual significa que no se cree en él para que otor­
gue un consuelo metafisico.
En el Ensayo de autocrítica de 1886 leemos:
Habéis de aprender en primer lugar el arte del consuelo de aquí; habéis
de aprender a reír, mis jóvenes amigos, si por lo demás queréis permane­
cer pesimistas; y quizá luego, con vuestro temple de risa, enviaréis al dia­
blo todos los consuelos metafísicos, ¡y ante todo la metafísica! O bien,
expresándonos en el lenguaje de aquel demonio metafisico que se llama
Zaratustra: «[...] Esta corona del que ríe, esta corona de rosas: ¡a vosotros,
hermanos míos, os arrojo esta corona! He declarado santa la risa: ¡vo­
sotros, hombres superiores, aprended a reír».
Nietzsche se ríe de una voluntad de verdad que hace el ridículo
una y otra vez ante la necesidad que la vida tiene de «apariencia, arte,
engaño, óptica, perspectiva y error». Nietzsche se ríe del «autoengaño
idealista» de un arte del «consuelo metafisico». No se burla de él por
la apariencia, sino por la falsa fe en la apariencia. No critica que nos
hagamos el traje a nuestra medida, critica que nos creamos lo que he­
mos producido, o sea, que olvidemos que nos hemos hecho el traje a
nuestra medida. La vida, por supuesto, tiene que producir sus valores
y perspectivas, pero no ha de falsificarlos convirtiéndolos en verdades
eternas. El dionisiaco Nietzsche se mantiene firme en el poder y la ri­
queza de vida que se da en la apariencia, y, sin embargo, no cae en la
segunda ingenuidad que echa en cara a Wagner. No objeta nada con­
tra la imaginación; exige solamente que seamos soberanos de nuestra
fuerza configuradora. Tampoco tiene nada contra el mito, siempre que
confesemos que somos sus creadores. Sólo es autoengaño la voluntad
inconfesada de apariencia y engaño. La voluntad de apariencia y de en­
gaño, si la confesamos y tomamos bajo nuestra dirección consciente,
se convierte en un elemento de elevación de la vida.
En el cuarto libro de La gaya ciencia, la obra que prepara la apari­
ción de Zaratustra, esta voluntad afirmativa de apariencia se describe
de este modo:
¿Qué medios tenemos para hacernos las cosas bellas, atractivas, apeteci­
bles, si no lo son? [...]. Hemos de aprender algo de los médicos, y más
todavía de los artistas, que propiamente siempre están empeñados en lo­
grar tales inventos y muestras de habilidad [...]. Pero nosotros queremos
ser los poetas de nuestras vidas, primeramente en lo más pequeño y coti­
diano.
Con la figura de Zaratustra, Nietzsche inventa una instancia espiri­
tual que utiliza conscientemente para configurar la propia vida y dar­
le sentido. Con su Zaratustra responde al retorno de Wagner al seno
de la tradicional fe cristiana. Contra el dogma cristiano de la culpa
y de la consiguiente necesidad de redención, Nietzsche establece en
Zaratustra el himno a la inocencia divina de todas las cosas, al «sí y
amén» a todo lo que vive. Pero quien quiere amar la vida tiene que
empezar por sí mismo. «Toda la belleza y la sublimidad que nosotros
hemos otorgado a las cosas reales y a las imaginadas, quiero exigirlas de
nuevo como propiedad y engendro del hombre: como su más hermo­
sa apología. El hombre como poeta, pensador, dios, amor, poder.»
En Zaratustra encuentra Nietzsche imágenes plásticas para este pro­
ceso de reclamación. Por ejemplo, el hombre primero es «camello»,
cargado con el puro «tú debes». El camello se transforma en un «león».
El león lucha contra todo este mundo del «tú debes». Lucha porque
ha descubierto su «yo quiero». Ahora bien, porque lucha, permanece
encadenado negativamente al «tú debes». Su poder ser se gasta en la
coacción de tener que rebelarse. Aquí hay todavía demasiada resisten­
cia y rigidez en el juego, que, por tanto, aún no es un juego distendi­
do. Sólo conseguimos este juego cuando nos hacemos de nuevo «ni­
ños», cuando volvemos a conseguir en un nuevo estadio la primera es­
pontaneidad de lo vivo. «Inocencia y olvido es el niño, un nuevo co­
mienzo, un juego, una rueda que se mueve desde sí misma, un primer
movimiento, un santo decir sí. ¡Sí, hermanos míos!, para el juego de
la creación se requiere un santo decir sí.»
La tarea es ahora santificar el más aquí. Eso distingue el ateísmo de
Nietzsche del nihilismo moderno. Se ha dado a la vida un sentido y
un valor trascendental. Si desaparece este sentido del más allá, la vida
queda vaciada. Hemos santificado un más allá y ahora nos encontra­
mos con un más acá profanado. El nihilismo moderno pierde los va­
lores del más allá, sin ganar el más acá como valor. Pero el Zaratustra
de Nietzsche instruye acerca de cómo se gana cuando se pierde. Todos
los éxtasis, todas las beatificaciones, las ascensiones del sentimiento al
cielo, todas las intensidades que antes se adherían a un más allá, han
de concentrarse ahora en la vida presente. Rebasar y a la vez «perma­
necer fiel a la tierra» es lo que Nietzsche exige a su «superhombre». El
superhombre, tal como lo diseña Nietzsche, está libre de religión, no
porque la haya perdido, sino porque la ha recogido en sí mismo.
Nietzsche quiere salvar para el presente las fiierzas santificantes.
Con este fin inventa su mito del «eterno retorno», que pone en boca
de Zaratustra. Es antiquísima la idea del tiempo que gira en sí mismo
y reproduce una y otra vez el contenido limitado del mundo. Apare­
ce ya en los mitos indios, en los presocráticos, en las corrientes heré­
ticas del Occidente cristiano. Por lo regular, en la imagen del eterno re­
torno se expresa un resignado cansancio del mundo. El movimiento
circular del tiempo vacía el acontecer hasta el absurdo.
Pero Nietzsche utiliza este mito como fórmula autosugestiva para
la persuasión de que, si cada instante retorna, el aquí y ahora recibe la
dignidad de lo eterno. El retorno no vacía, sino que, por el contrario,
condensa:
Si este pensamiento se apoderara de ti, te transformaría tal como eres y
quizá te pulverizaría; la pregunta en todas y cada una de las cosas, a sa­
ber: «¿quieres esto todavía otra vez e innumerables veces?», sería lo que
más pesara sobre tu acción. O ¿cómo habrías de hacerte bueno para ti
mismo y para la vida, de tal manera que no aspiraras a nada más que a
esta confirmación etema, a este sello eterno?
Nietzsche, que quisiera arrojar de sí todo «tú debes», aquí enseña
un nuevo «tú debes»: has de vivir el instante de tal manera que éste
pueda volver para ti sin producirte ningún horror. Has de poder de­
cirle a cada instante: ¡otra vez!
Nietzsche conjura enérgicamente esta beatificación en el ahora bajo
la perspectiva del eterno retorno. Para quitarle todo cariz de lo parali­
zante y pesado, lo piensa con la imagen del gran juego del mundo.
También el juego se basa en la repetición y, sin embargo, lo vivimos
con agrado. Para Nietzsche, con la muerte de Dios se pone de mani­
fiesto el carácter de riesgo y juego de la existencia humana.
Es «superhombre» el que tiene la fiierza y la agilidad de penetrar
hasta esta dimensión del juego del mundo. El trascender de Nietzsche
va en esta dirección: hacia el juego como fiindamento del ser. El Za-
ratustra de Nietzsche danza cuando ha llegado a este fondo, danza
como Shiva, el dios indio de los mundos.
He aquí también un retorno sorprendente a un primer impulso del
Romanticismo temprano, a la fijase de Schiller: el hombre «sólo es en­
teramente hombre cuando juega». Nietzsche, dentro de un espíritu ente­
ramente romántico, incita a convertir la propia vida en obra de arte.
La ominosa voluntad de poder tiene en primer lugar este significado:
la soberanía de la propia configuración:
Has de adquirir el señorío sobre ti mismo, también sobre tus propias vir­
tudes. Antes éstas mandaban en ti, pero no han de ser otra cosa que ins­
trumentos junto a otros instrumentos. Tú has de adquirir poder sobre tu
pro y tu contra, y tienes que aprender a colgarlos y descolgarlos según tus
fines superiores. Has de aprender a comprender lo que hay de perspecti­
va en cada valoración...
No hay duda de que Nietzsche en sus mejores instantes logra una
agilidad lúdica de lenguaje y pensamiento, una facilidad que, también
bajo el sufrimiento y la pesada carga de los pensamientos, sabe danzar
y, a pesar de todos los contratiempos, se mece en la alegría, en una
mezcla de éxtasis y serenidad. Alcanza puntos de vista a partir de los
cuales la vida aparece como un gran juego. Nietzsche juega también
con sus perspectivas, se pone máscaras y ensaya papeles, hace ensayos
de «espíritu libre, de príncipe sin ley, de Zaratustra». Mientras Nietz­
sche estuvo mentalmente despierto, pudo seguir jugando y cuidarse de
que las propias ideas no lo avasallaran, por ejemplo, la idea del «su­
perhombre», que liquida a los «degenerados». Con la voluntad de po­
der entendida en un sentido personal y lúdico, entendida como do­
minio sobre sí mismo, pudo exhibir festivamente sus gigantescos pro­
yectos. Escribe: «No quiero ser ningún santo, prefiero ser un bufón»,
o bien:
No es en absoluto necesario, ni siquiera deseado, tomar partido por mí;
por el contrario, una dosis de curiosidad, como la que se siente fi-ente a
una excrecencia extraña, con una resistencia irónica, me parecería una
posición incomparablemente más inteligente para conmigo (a Cari Fuchs
el 29 de julio de 1888),
Nietzsche lucha desesperado hasta el final por esta «resistencia he­
roica» también contra sí mismo. Lo que él se exige es la ironía ro­
mántica bajo una modalidad existencial. La tragedia comienza cuando
Nietzsche se confiinde a sí mismo consigo mismo y se precipita con
cuerpo y alma en aquellas imágenes que él se había creado. Pero to­
davía en aquella carta o cédula de demencia que él envía al mundo
cuando se produce su derrumbamiento mental, la «resistencia irónica»
despliega su último y fantástico juego. A Jakob Burckhardt, el amigo
paternal de Basilea, le escribe el 6 de enero de 1889:
Al final, preferiría mucho más ser profesor en Basilea que ser Dios; pero
no he osado llevar tan lejos mi egoísmo privado como para omitir por su
culpa la creación del mundo. Ya ve, hay que sacrificarse dondequiera y
comoquiera que uno viva.
Capítulo 15

Pocos meses después de su derrumbamiento, el mundo intelectual


y elegante descubrió a Nietzsche. El final en la locura confería retroac­
tivamente a su obra una verdad oscura: alguien había penetrado tan
profundamente en el misterio del ser, que había terminado perdiendo
la inteligencia. En el famoso fragmento de La gaya ciencia, Nietzsche
había llamado «locos» a los negadores de Dios, y ahora él mismo se ha­
bía vuelto loco. Este hecho excitó a una imaginación que andaba a la
búsqueda de misterios. Esta curiosidad es romántica, pues la empa­
tia estremecedora con un mundo muy prometedor en el límite de la
locura es puro Romanticismo. El último editor de Nietzsche, C.G.
Naumann, olfateaba el gran negocio. En el año 1890 sacó ya nuevas
ediciones de las obras de Nietzsche, y finalmente éstas tuvieron una
buena salida. Cuando su hermana Elisabeth volvió de Paraguay en 1893,
tomó hábil y escrupulosamente en sus manos la comercialización ulte­
rior de su hermano. Todavía en vida de éste fiindó el Archivo de Nietz­
sche en Weimar, y puso en marcha las primeras ediciones generales.
Mostró estar dotada de voluntad de poder, pues intentó imponer en el
público una determinada imagen de su hermano, y no se avergonzó
de incurrir en falsificaciones. Todo esto es hoy suficientemente cono­
cido. Quiso hacer de Nietzsche un chauvinista nacional de Alemania,
un racista y un militarista; y tuvo éxito en una parte del público, un
éxito que se extiende hasta nuestros días. E incluso supo complacer las
más refinadas necesidades del espíritu de la época. En Villa Silberblick,
en Weimar, donde se instaló el Archivo de Nietzsche desde 1897, la her­
mana había hecho erigir un podio en el que un Nietzsche aletargado apa­
rece como mártir del espíritu. La hermana era suficientemente wagne-
riana como para poder sacar del destino de su hermano efectos sublimes
y estremecedores. En Villa Silberblick se ofreció ante la «podredumbre
de la nobleza», según una expresión de Gottfried Benn, un metafísico
juego final. Medio siglo antes, Thomas Carlyle, persona apreciada en
estos círculo.s, aun cuando Nietzsche no lo tuviera en muy alta estima,
había formulado así el cálculo romántico de semejantes juegos finales:
Has de saber que este universo es lo que pretende ser: una realidad infi­
nita. No intentes devorarlo, confiándote a tu capacidad de digestión ló­
gica; más bien, debes estar agradecido si tú, hundiendo con habilidad esta
o la otra columna en el caos, logras que no te trague.
Según esto, a Nietzsche se lo había tragado el universo; se había
atrevido a ir demasiado lejos. Se había perdido en lo monstruoso de la
vida.
Sobre todo a través de Nietzsche, aunque no exclusivamente a tra­
vés de él, la palabra «vida» obtuvo una nueva resonancia, un tono tan
misterioso y seductor, que quienes exigían valores sólidos prevenían
frente al «simple revoltijo de la vida». Pero con ello no podía detener­
se el renacimiento del sentimiento romántico de la vida. «Vida» se con­
virtió en un concepto central, tan central como antes lo frieron «Ser»,
«Naturaleza», «Dios», «Yo», y pasó a ser un concepto de lucha contra
dos frentes. Por una parte, contra el idealismo de medias tintas que se
centraba en el deber y se cultivaba en las cátedras alemanas, en la ofi­
cial retórica política y en las burguesas convenciones morales. Por otra
parte, la palabra «vida» se dirigía contra un materialismo desalmado,
que era la herencia de finales del siglo xix. «Vida» significaba la unidad
de cuerpo y alma, así como dinamismo y creatividad. Se repitió la pro­
testa del Sturm und Drang y del Romanticismo. Entonces «naturaleza»
o «espíritu» habían sido las consignas contra el racionalismo y el ma­
terialismo. Ahora ejerce esta fiinción la palabra vida. Vida es plenitud
de formas, riqueza inventiva, un océano de posibilidades, tan impre­
visible y aventurero que ya no necesitamos ningún más allá. Es sufi­
ciente lo que nos ofrece el más acá. Vida es irrupción en orillas lejanas
y al mismo tiempo lo completamente cercano, la propia vitalidad, que
exige una configuración peculiar. La vida se convierte en consigna del
movimiento de la juventud, del Jugendstil, del neorromanticismo, de la
pedagogía de la reforma. En 1896 se frindó la influyente revista Jugend.
El manifiesto de la fiindación dice a manera de programa: «Juventud
es alegría de la existencia, capacidad de disfrute, esperanza y amor, fe
en el hombre; juventud es vida, color, forma y luz». En estos años, Hugo
Hóppener, que se hacía llamar Fidus, empieza a pintar sus desnudas fi­
guras de adoradores del sol y a fundar proyectos de colonización con
el propósito de reformar la vida. Zar¿itustra tiene su círculo de lectores.
Su exhortación de «permanecer fieles a la tierra» se escucha y se sigue con
ardor. También los adoradores del sol y los nudistas pueden sentirse
discípulos de Zaratustra. En uno de los muchos textos de partida y co­
mienzo del temprano impresionismo leemos; «Con manos estrechadas,
hacia la montaña; con desnudez divina, toma de mis manos todos los
soles, se ilumina el mundo, la noche se rompe, se abre a la luz, ¡oh
hombre!, a la luz».
En tiempos de Nietzsche la juventud burguesa quería parecer adul­
ta. Entonces, ser joven era más bien un inconveniente para la carrera.
Se recomendaban medios que supuestamente aceleraban el crecimien­
to de la barba, y las gafas se tenían por símbolo de estatus. Se imitaba
a los padres y se llevaba cuello duro; los púberes tenían que embutir­
se en sus levitas y aprender la manera adecuada de andar. La «vida» se
consideraba algo de lo que había que desilusionarse; en contacto con
ella la juventud tenía que entrar en razón. Ahora, en cambio, la vida
es lo impetuoso y propenso a la marcha, y con ello lo juvenil mismo.
Ser «joven» ya no es una mancha que deba esconderse. Por el contra­
rio, es la edad lo que tiene que justificarse, pues se halla bajo la sos­
pecha de estar anquilosada y muerta. Toda una cultura, la guillermina,
es citada ante el «tribunal de la vida» (Wilhelm Dilthey) y es confi"on-
tada con una pregunta: ¿vive todavía esta vida?
En primer lugar, el horizonte es magnífico si se mira al aumento
de poder en Alemania después de la fiindación del imperio, y si se tie­
nen en cuenta el desarrollo industrial, la técnica, el nivel general de
formación, el elevado estándar de vida también en las clases inferiores
y la implantación de la seguridad social. Alemania estaba ahora a la ca­
beza de Europa en todos estos ámbitos; y con orgullo lo proclamaron
incesantemente los representantes de la Alemania oficial. Hacia finales
de siglo, Werner von Siemens pasa revista al espíritu de aquella centu­
ria, tal como él lo entiende, en el circo Renz, el mayor lugar de reu­
nión en Berlín. Es indudable que habló desde el alma a círculos bur­
gueses y también proletarios:
Señores, no nos dejemos desviar de la creencia en que nuestra actividad
de investigación e invención lleva a la humanidad a niveles superiores de
cultura, la ennoblece y le hace accesibles las aspiraciones ideales, en que
la época [...] naciente disminuirá la penuria de su vida y sus enfermeda­
des, aumentará el disfrute de su vida, la hará mejor, más feliz y más
satisfecha con su destino. Y aun cuando no siempre podamos conocer
claramente el camino que conduce a estos estados superiores, queremos
mantenernos firmes en nuestra fe de que la luz de la verdad, que noso­
tros investigamos, no llevará por caminos erróneos, y de que la plenitud
de poder que esa luz aporta a la humanidad no puede denigrarla, sino
que ha de elevarla a un nuevo nivel de la existencia.
Según Siemens, entre los presupuestos de este éxito se halla un sen­
tido despierto de la realidad, o sea, un adelgazamiento en lo espiritual
y una curiosidad por lo más inmediato. Eso implica también la dispo­
sición a dejarse incluir en las modernas formas de organización de la
vida técnica y económica. A la postre, la «jaula de acero» (Max Weber)
de la modernidad se convertirá en un lugar agradable para permanecer
en él, sobre todo cuando se vislumbra la recompensa de obtener una
creciente participación en la riqueza social, siempre y cuando los hom­
bres se comporten adecuadamente.
Para el movimiento obrero de la línea socialdemócrata, que repre­
sentaba la oposición más fuerte en la época guillermina, el comporta­
miento adecuado consistía en dejar que las contradicciones del sistema
industrial del capitalismo trabajaran por sí mismas, confiando en que
al final condujeran al Estado popular y a la economía comunitaria;
pero, eso sí, en el marco del sistema industrial, frente al cual de mo­
mento no podía imaginarse ninguna alternativa. Hasta entonces se tra­
taba, no sólo de hacer oposición, sino además de crear un nexo de vida
que diera sentido al presente y confianza de cara al futuro. Para los «ca­
maradas apátridas» de la socialdemocracia el partido se convirtió en su
nueva patria, que pronto había de abrirse para todos, y August Bebel
era el antiemperador. Un escritor obrero decía en 1888:
La dimensión puramente política o económica del movimiento obrero no
es suficiente para explicar su significación. Para cientos de miles de hom­
bres se ha convertido también en una patria psíquica, en un plano pura­
mente humano ha pasado a ser un contenido vivo de la existencia, un
contenido lleno de alegrías.
No sólo se querían conquistar metas, sino también organizar ya
ahora una vida nueva y mejor. Se trataba de un orden de la vida con
asociaciones, seguro de entierro, centros educativos, vecindarios, fies­
tas, canciones. En todo ello había un Romanticismo muy peculiar:
«Con nosotros llega el tiempo nuevo...».
El movimiento obrero era una marcha más bien sosegada; se sabía
que los plazos eran largos y estaba vigente la persuasión de que se po­
día confiar en una ley supuestamente objetiva del progreso; se sabía
que «no está en nuestro poder hacer esta revolución, ni está en manos
de nuestros enemigos impedirla». En cambio, las irrupciones de los
amigos neorrománticos de la vida y de la reforma de la vida eran más
impacientes, y más radicales en lo referente a la transformación del
hombre interior.
El movimiento obrero no quería superar, sino asumir el mundo
burgués. El trabajador había de encontrar en él su puesto adecuado.
No se pensaba en un hombre nuevo. Eso se consideraba un mal Ro­
manticismo de pequeñoburgués. Y, por el contrario, los reformadores
de la vida, los que medraban, los exploradores, los nuevos coloniza­
dores y los anarquistas no tenían en muy alta estima el movimiento
obrero de la socialdemocracia, al que calificaban de «socialistas de las
máquinas de vapor». Gustav Landauer se burla en su Llamada al socia­
lismo: «El padre del marxismo es el vapor. Las mujeres ancianas profe­
tizan desde los posos del café. Karl Marx profetiza desde el vapor».
Gustav Landauer, hoy olvidado casi por completo, era una de las
figuras más importantes de estas alianzas neorrománticas en los años
noventa del siglo xix. En torno a Landauer y a los hermanos Hart se
había formado alrededor de 1900 la Nueva Comunidad, cuyo fin era
nada menos que crear una religión de la comunidad según el espíritu
de la marcha en el primer Romanticismo, una religión que debía cons­
truirse sobre principios atribuidos a Fichte y a Novalis. Primero había
que entrar en sí mismo y encontrar su centro mítico, su verdadero yo;
y eso se consideraba el camino de Fichte. Luego, a partir del yo apre­
hendido de nuevo, había que crear una nueva comunidad en un sen­
timiento de simpatía y unidad, según el espíritu de Novalis. Ese pro­
ceso era sucesivo: primero hay que encontrarse a uno mismo separándose
de los otros, para poder superar la alienación social y poder hacerse de
nuevo capaz de comunidad. En una obra con el título programático
de Por la separación a la comunidad, Landauer escribe:
Y si nos hundimos profundamente en nosotros mismos, al final encon­
tramos en el núcleo más íntimo de nuestra esencia escondida la sociedad
más primitiva y universal: con el género humano y con el universo [...].
¡Lejos del Estado!, en la medida en que éste nos deje escapar o nosotros
seamos capaces de acabar con él, ¡lejos de la sociedad de las mercancías
y del comercio!, ¡lejos de los filisteos! Creemos una pequeña comunidad
en la alegría y la actividad, transformémonos a nosotros mismos como
hombres que viven ejemplarmente [...]. Nuestro orgullo nos ha de pro­
hibir que vivamos del trabajo de estos hombres de nuestro propio linaje
[...]. Aprendamos a trabajar, a trabajar corporalmente, a ser activos pro­
ductivamente.
Cerca de Berlín, de aquel «gran Moloc», se fundó una comuna
rural, con explotación campesina, artesanado e instituciones docentes.
De noche había conferencias y recitales; se reflexionaba sobre la edu­
cación integral de los niños (Rudolf Steiner pertenecía al amplio círcu­
lo de la Nueva Comunidad); Fidus configuró los espacios y Henry van
de Velde se encargó de crear los decorados interiores. La Nueva Co­
munidad se entendía enteramente como «un nuevo convento sin las
limitaciones del monacato», como una «orden de la verdadera vida»,
que «había de configurar enteramente la vida a manera de una obra de
arte en forma ética, religiosa y estética» (Heinrich Hart). La Nueva Co­
munidad era famosa por sus fiestas, a las que peregrinaba la crema cul­
tural de Berlín: la Fiesta Tao, las Nuevas Dionisiacas, las Fiestas de las
Tormentas de Primavera y en Navidad la Fiesta de la Autorredención.
Una carta de Landauer nos describe una de estas ceremonias:
Era un bello momento lleno de sentimiento religioso; estábamos acam­
pados en un hermoso lugar a la orilla del lago; una luz preciosa de atar­
decer se derramaba en el lago y en los pinos, nubes de tormenta en el cie­
lo y truenos lejanos, mientras se recitaba como introducción un poema
de Heinrich Hart, al que siguió una conferencia de Julius Hart inspirada
en las profundidades [...]. ¡Vida!, ¡Vida!, sonaba en las palabras de los dos
hermanos, y la naturaleza nos devolvía el mismo grito.
La Nueva Comunidad fue una de las muchas comunas rurales, sin
duda la más conocida, formadas en el marco del excursionismo y del
movimiento de colonización. Ofrecía un modelo y, por la personali­
dad de Landauer, resultaba especialmente atractiva para artistas, escri­
tores y filósofos, que querían dar a la vida de nuevo una significación
romántica, inspirándose en Nietzsche.
Mientras tanto, el nombre de Nietzsche, también en otros círculos,
se había convertido en distintivo de los nuevos románticos. Quien de­
fendía la vida frente a convenciones burguesas, pensamiento utilitario
y racionalismo, se remitía con gusto a Nietzsche. Las corrientes artísti­
cas importantes a principios de siglo, el simbolismo, el Jugendstil, el
expresionismo, se inspiran todas en Nietzsche. En estos círculos, todo
el que se tenía por algo, gozaba de alguna experiencia de Nietzsche. Harry
Kessler formuló en forma especialmente condensada cómo los miem­
bros de su generación experimentaban a Nietzsche;
No sólo hablaba al entendimiento y a la fantasía. Su repercusión era más
amplia, profunda y misteriosa. Su eco, que era cada vez más intenso, signi­
ficaba la irrupción de una mística en un tiempo racionalizado y mecaniza­
do. Tendió el velo del heroísmo entre nosotros y el abismo de la realidad.
A través de él, fuimos arrancados de esta época gélida, como hechizados
y arrobados.
Frente a la cultura oficial en la Alemania guillermina, lo que suce­
dió en torno a 1900 fiie precisamente la «irrupción de una mística». En
Munich se congregó alrededor de Alfred Schuler el círculo de los «cós­
micos». También pertenecieron a él durante un tiempo Ludwig Klages
y Stefan George. Schuler se hallaba influido por la investigación de
los mitos de Górres y Bachofen, y había estudiado a fondo los textos
ocultistas, desde los primeros gnósticos hasta Svedenborg. Pero no se
sentía un investigador o receptor de los conocimientos correspondien­
tes, sino un médium. Determinados objetos y temas, un viejo instru­
mento de culto, el sonido de un cacharro, ciertas personas, podían ha­
cerlo vibrar, y entonces un torrente retórico se derramaba sobre los
oyentes, un torrente que parecía cósmico a los familiarizados con el
asunto y simplemente cómico a los extraños. Schuler encomiaba a las
heteras y predicaba la homosexualidad; contra la enfermedad de la
época recomendaba como medio salvífico los antiguos misterios, cuyo
mensaje, decía, sólo es comprensible a los embriagados dionisiaca-
mente y a los arrobados. Había meditado totalmente en serio un plan
para rescatar de sus tinieblas al enfermo mental Nietzsche mediante
danzas de coribantes. Sólo renunció a su propósito ante la falta de di­
nero para el equipo de danza que requería. Schuler no sólo recordó los
antiguos mensajes y «recopilaciones de leyes consuetudinarias», sino
que tenía también los suyos propios, que proclamaba medio en tran­
ce, por ejemplo, la doctrina del periodo originario, que podía repre­
sentarse como irradiado de luz, lo mismo que el pleroma de los gnós­
ticos. Según él, esta época áurea pereció con la catástrofe del «oscure­
cimiento»; siguió el periodo de la «vida escindida», de la alienación, de
la formación de castas, de la coacción. Los poderes oscuros se mani­
fiestan actualmente sobre todo en el «culto al dinero», y así se hacen
con el dominio. Desencadenan un fanático activismo económico, que
amenaza con transformar la Tierra en un paisaje lunar. Odian y persi­
guen a los portadores de las centellas de luz que todavía quedan, a los
guardianes del «linaje luminoso». Schuler todavía no identifica abier­
tamente a los «ladrones de la luz» con los judíos, algo que sí hará más
adelante Ludwig Klages cuando desarrolle las doctrinas de su amigo.
Los cósmicos buscaban una alternativa mística el desencanto del
mundo moderno, y la buscaban en especulaciones filosóficas, en con­
juros líricos, en conjuras secretas y en acciones rituales, que con fre­
cuencia desembocaron involuntariamente en danzas de carnaval. Pero
eso a veces también sucedía voluntariamente, pues los cósmicos se hi­
cieron famosos por sus fiestas de carnaval. En tales ocasiones Stefan
George actuó de César, Schuler de madre originaria Gea, Wolfskehl de
Dioniso. Se danzaba en corros báquicos, se tocaba la flauta de Pan, se
acampaba en pieles de tigre y se encendían lámparas con resplandor
azul. En ocasiones, participaron ninfas de los distritos marginales de
Múnich, y también robustos muchachos labriegos, en los que, en caso
de necesidad, podía encarnarse el originario espíritu pagano de Ger-
mania. Al contemplar esa mística embriaguez festiva, Thomas Mann
habla en el Doktor Faustus de la «permanente libertad de máscaras» en
Schwabing antes de 1914.
La «irrupción de una mística» (Kessler), el retorno de la añoranza
romántica de lo misterioso, se realizó también en formas sublimes y
sin mistagogos.
En el periódico berlinés Der Tag, uno de los mayores diarios en len­
gua alemana, los días 17 y 18 de octubre de 1902 se publicó el relato
titulado Una carta, de Hugo von Hofmannsthal. El subtítulo comple­
to de esta obra de ficción es: «Una carta que Philip, Lord Chandos,
hijo menor del conde de Bath, escribió a Francis Bacon, posterior­
mente Lord Verulam y vizconde de St. Alban, para excusarse ante este
amigo por la renuncia total a la actividad literaria».
Con el tiempo, esta carta ftie considerada un documento moderno
relativo al escepticismo del lenguaje, en consonancia con el espíritu de
Fritz Mauthner y del joven Wittgenstein, y como testimonio de una
crisis creadora de la literatura moderna, que a través de uno de sus ge­
nios se expresó en la atmósfera de la Viena de fin de siglo. De hecho,
la Carta narra la crisis de la decadencia del lenguaje y del pensamien­
to. Lord Chandos, mirando conscientemente a su rica y exitosa obra
anterior, escribe: «He perdido completamente la capacidad de pensar
o hablar coherentemente sobre cosa alguna».
Pero lo cierto es que ni el Lord ni Hofinannsthal perdieron en ab­
soluto la capacidad de pensar y hablar con coherencia. La Carta mis­
ma demuestra brillantemente lo contrario. El autor escribe con pulcri­
tud, en ingeniosos y vibrantes periodos, y en ellos piensa con exactitud
y coherencia, con tanta coherencia que indica exactamente el punto en
el que comienza el incitante misterio y se produce la ominosa «irrup­
ción de una mística». Lord Chandos no enmudece, sino que escribe
sobre el enmudecer y penetra en el terreno de lo supuestamente ine­
fable. Con ello Hofmannsthal descubrió un nuevo continente para la
literatura moderna y lo dejó despejado para la posterior colonización
lingüística.
Se repite un proceso del Romanticismo histórico. Tampoco enton­
ces los representantes de este movimiento se conformaban con la con­
fesión de que más allá del lenguaje y del pensamiento está el misterio
impenetrable. Querían penetrar en las zonas oscuras, y con esta exi­
gencia, el lenguaje y el pensamiento tenían que hacerse elásticos y ex­
tenderse. Movilizaron un nuevo ejército de metáforas. Lo que se tenía
por irracional, se encerró en una red de racionalidad amphada. Es cier­
to que en presencia de lo monstruoso a veces sólo quedaba un ¡ay! al
estilo de Kleist. Pero también esto era en todo caso un signo, era más
que un mero enmudecer. Y tampoco en esta obra de Hofmannsthal
sobre la crisis del lenguaje hay ningún enmudecer; más bien, captamos
en ella el mismo movimiento, el mismo impulso de la conquista ro­
mántica del país. ¿De qué país se trata?
Antes de centrar nuestra mirada en este país que ha de conquistarse
de nuevo para el lenguaje, hemos de esclarecer esta pregunta: ¿a qué
se refiere la crisis y la experiencia vinculada a ella de la decadencia del
lenguaje? ¿Cuál es el país de la erosión, que se transforma en un desier­
to y que había que abandonar?
La Carta nombra dos zonas críticas de la decadencia del lenguaje.
Por una parte están las «concepciones religiosas», que le parecen «telas
de araña a través de las cuales mis pensamientos disparan fiiera, en el
vacío». Por tanto, se da una decadencia del lenguaje en lo totalmente
lejano, en lo sumamente universal, en Dios. Y luego se da también una
erosión del lenguaje en lo medianamente universal, en los conceptos
abstractos, que resumen ámbitos enteros del ser, o abarcan bajo su ám­
bito los usuales juicios axiológicos del bien y del mal. «Percibía una de­
sazón inexplicable por el mero hecho de pronunciar las palabras “es­
píritu”, “alma”, o “cuerpo” [...]. Las palabras abstractas, de las que la
lengua tiene que servirse por naturaleza para emitir algún juicio, se me
descomponían en la boca como setas podridas.» Cuando maneja estos
conceptos y juicios, tiene la impresión de hallarse en medio de un jue­
go vacío del que ha escapado la realidad. «Entendía bien estos con­
ceptos: veía que ascendía ante mí su admirable juego de relaciones
como grandiosos surtidores que juegan con globos dorados.»
Por tanto, se trata de setas podridas o de grandiosos juegos de agua,
pero ambos alejados de la realidad. ¿Qué realidad? También aquí se
mencionan dos regiones, dos regiones de las que propiamente se trata
y que habrían de hacerse accesibles de nuevo para el lenguaje. Son la
individualidad de las cosas y de los hombres concretos, y la indivi­
dualidad de la propia mismidad, dos esferas que se encubren en el mis­
terio, a pesar de estar tan cercanas. He aquí la esfera que Lord Chan­
des menciona: «Lo más profundo, lo personal de mi pensamiento», y
también la esfera de las cosas y esencias particulares fuera en el mun­
do: «Una regadera, un rastrillo abandonado en el campo, un perro al
sol, un pobre cementerio, un tullido, una pequeña casa de labrador...».
Las reflexiones llevan al punto que la tradición filosófica del no­
minalismo medieval, que Hofmannsthal conocía a través de su pro­
fesor de filosofía Ernst Mach, formula así: el individuo es inefable.
Hofmannsthal tiene que habérselas con el antiguo problema que los
nominalistas llamaron la haecceitas, el «esto aquí». La realidad consta de
puras cosas que son «esto aquí», también la propia mismidad es un
«esto aquí» de ese tipo. Lo respectivo de cada uno es algo singular en
su punto del espacio y del tiempo. Esa singularidad es su individuali­
dad. Frente a esto, argumentan los nominalistas, todo concepto es algo
abstracto, una mera palabra, que no desciende al plano de lo concre­
to, y tampoco asciende al rebosante concreto que llamamos Dios.
Nunca podremos comprender a Dios, pero tampoco lo singular. Ni
lo uno ni lo otro puede representarse exhaustivamente. Es inagotable lo
totalmente lejano y lo cercano; por eso lo misterioso comienza en las
cosas particulares, sean lo que fueren. Cuando Lord Chandos dice que
la regadera, la casa de labradores, o el perro son para él «un recep­
táculo de mi revelación», no únicamente responde a su experiencia
íntima, existencial, sino que se debe asimismo a la lógica del escepti­
cismo nominalista del lenguaje y del concepto, que retorna con Hof-
mannsthal.
Su Carta es el texto programático de la mística poética, que qui­
siera otorgar lenguaje al interior inefable y a las cosas carentes de pa­
labra. El lenguaje posibilita el «fluir más allá». ¿Hacia dónde? Allí es­
tán, por ejemplo, las ratas en su lucha mortal, y el escarabajo que se
ahoga en una regadera. En todo ello no se trata de compasión, resalta
Chandos, está de por medio algo que es simultáneamente más y me­
nos que la compasión, algo que es un sumergirse en el «fluido de la
vida y de la muerte», pero también una «participación» viva en las lla­
madas cosas muertas, que se nos muestran como si nosotros, cuando
las percibimos y les damos nombre, hubiéramos de otorgarles por pri­
mera vez la confirmación de su ser, como si estuvieran ahí por prime­
ra vez cuando se reflejan en nuestra mirada y en nuestras palabras.
La Carta reflexiona sobre una crisis del lenguaje y a la vez quiere
llevar al lenguaje algo no dicho todavía. El hombre se descubre en me­
dio de la naturaleza como un ser que tiene lenguaje y al que, debido
a ello, las cosas y las esencias pueden aparecerle como algo que im­
pulsa a ser nombrado y comentado, encontrando en esta dimensión
verbal algo así como palabras de redención. El hombre con su lenguaje
da a la naturaleza un escenario en el que ésta puede aparecer. Sin el
lenguaje humano, permanecería hundida y muda en sí misma. En El
origen del drama barroco alemán, que Walter Benjamín publicó dos de­
cenios después de la Carta y que Hofinannsthal elogió, su autor afir­
ma: «La naturaleza se aflige porque es muda».
Se trata del misterio del mundo sin lenguaje. Concebir a un dios
es un juego de niños en comparación con la dificultad de penetrar con
el pensamiento en, digamos, una piedra. El verdadero misterio no es
Dios, sino la piedra. Podemos entender muy bien a Dios como un
principio espiritual, como un ser espiritual. Tiene una forma de ser
como la nuestra. El caso de la piedra es diferente. Es claramente im­
posible imaginarse algo que no es espíritu ni alma y, sin embargo, está
ahí, imaginarse esta piedra sin conciencia. ¿Qué tipo de mundo es ese
que, como las piedras, es puro ser sin conciencia? ¿Cómo puede estar
ahí si no sabe que está ahí? La conciencia ordinaria no capitula ante
Dios, sino ante el ser sin conciencia, ante las piedras. Pero quizá los
poetas no capitulan. En todo caso Hofmannsthal estaba dispuesto a
aceptar este desafío, el de llevar al lenguaje un mundo «a través del
cual los ojos nos conducen con obvia indiferencia».
Exactamente en este sentido entendió la tarea de la poesía Rilke,
que tenía la misma edad que Hofmannsthal. También él proviene de
la experiencia del escepticismo del lenguaje. Algunos años antes de la
Carta de Hofmannsthal, escribió estos versos:
Tengo mucho miedo a la palabra humana,
los hombres dicen todo con suma claridad,
esto es un perro y aquello una casa,
aquí está el comienzo y allá el final.
Y temo su sentido, su juego a las burlas,
lo saben todo, lo que será y lo que fue,
en ninguna montaña les admiran alturas,
en Dios están los lindes de su jardín y bien;
clamo siempre y mando: lejos permaneced.
Oír cantar las cosas es el cielo que me gusta;
las tocáis: duras están y permanecen mudas.
¿Por qué todas las cosas muertas queréis ver?
Hay que tener precaución al hacer las palabras, pues ellas pueden
vaciar el mundo, o provocar que se quede estrecho hasta convertirse
en una prisión; no sólo designan, sino que también interpretan. Y esto
puede convertirse en problema, pues hemos de advertir que «no esta­
mos muy seguros, no nos sentimos en casa en el mundo interpretado».
Lo mismo que en Hofmannsthal, también en el Rilke de la crisis y
del escepticismo del lenguaje brota una mística poética, que en la poe­
sía crea un «espacio interior del mundo» en el que pueden resucitar las
cosas de la vida exterior. En la novena Ele^a de Duino leemos:
Y estas cosas que viven de la partida
entienden que tú su caducidad ensalzas;
salvación para lo perecedero ansian,
en corazones invisibles transformadas
quieren verse y tu ayuda solicitan;
en un infinito en nosotros transformadas,
por más que quién seas a decir no atinan.
Rilke, junto con Hofmannsthal y, naturalmente, con Stefan Geor-
ge, el gran tercero en la alianza, se hicieron representantes de la auto-
conciencia poética de un amplio público, y esto en una medida que
no había vuelto a darse desde la aparición del Romanticismo tem­
prano un siglo antes. En el Diálogo sobre poesía de 1903, Hofmannsthal
escribe algo que los otros dos habrían podido decir de igual manera:
«Si algo hace la poesía, es sorber con sedienta avidez de toda configu­
ración del mundo y del sueño lo que posee de más propio y esencial,
a la manera de aquellos legendarios fiiegos fatuos que siempre chupan
el oro».
El propio Hofinannsthal, no sólo su ficticio Lord Chandos, cuan­
do escribió la Carta ya tenía a sus espaldas una obra rica que parecía ha­
ber creado con mano genialmente ágil: poesías, pequeños fragmentos,
ensayos. Fue un niño prodigio; publicó sus primeros poemas cuando
todavía era estudiante de bachiller; tuvo una irradiación hechizadora.
Estaba enamorado de sí mismo y hundido en un mundo estético que
había creado en torno a él. Constituía el punto central del círculo de
artistas en Viena, tenía su corte en el café Griensteidl. Allí buscó Ste-
fan George a principios de los años noventa al joven poeta. Lo más
probable es que George estuviera un poco enamorado de Hofmann­
sthal. Y, sobre todo, éste era para George, que ya se sentía un maestro,
el único que estaba a su altura. George se acercó a la mesa donde Hof­
mannsthal bebía su taza de café y hojeaba una revista ilustrada, y le
hizo la ruda declaración de que diversos indicios apuntaban a que el
joven «era uno de los pocos en Europa (y en Austria, el único) con
el que deseaba entrar en contacto: se trata de la unión de aquellos que
vislumbran qué es lo poético...». Así lo narró más tarde Hofmannsthal.
Según parece, George se esforzó con mucha insistencia por conquistar
al más joven. Estaba persuadido de que era necesario incluirlo en el
círculo de la comunidad que comenzaba a congregarse en tomo a él. Pero
Hofmannsthal se cerró, aun cuando admiraba a George. Tras el primer
encuentro en diciembre de 1891 le envió un poema con el texto:
Muchas son las cosas por ti advertidas
que en recintos secretos de mi ser están,
tú fuiste para las cuerdas del alma mía
los vientos que en la noche susurros dan.
De puertas aftiera, Hofmannsthal siguió siendo cortés y compla­
ciente, tal como correspondía a su manéra de ser, pero en su diario
anotó: «Miedo creciente: la necesidad de criticar al ausente». Lo cierto
es que de hecho no lo criticó. Todavía mucho tiempo después del re­
chazo definitivo de la invitación personal, Hofinannsthal, en su Diálo­
go sobre poesía (1903), cita el poema «Venid al llamado parque muerto y
mirad...», de George, como ejemplo de perfección lírica en el presente.
Por tanto, Hofinannsthal se había sustraído, pero no dejó de admirar a
George por haber logrado concluir el lírico círculo mágico en un mo­
mento en que a él mismo no se le daba la gran poesía. Hofinannsthal,
en la Carta de Chandos, había elevado tanto las pretensiones de la mís­
tica poética, la cual había de espiar la auténtica esencia de las cosas del
mundo, que con ello se excluyó a sí mismo de la producción lírica.
George, en cambio, extendió su círculo, y fiindó su Estado estético, tal
como se lo había imaginado Friedrich Schlegel en sus audaces sueños.
No deja lugar a dudas que Stefan George también era un romántico,
incluso un romántico de estricta observancia. Basta con recordar aque­
lla admirable poesía del Nuevo Imperio que se titula «La canción»:
Un criado al bosque subió
con barba aún sin poblar,
en bosque de encantos se perdió,
nunca más lo vimos regresar.
El pueblo entero fue tras él
del alba al atardecer.
Ni rastro había de sus huellas,
ya su muerte segura era.
Siete años transcurrieron;
pero una mañana estaba
de pronto cercano al pueblo
y al borde de la fuente andaba.
¿Quién puede ser éste?, dijeron,
y extraños su rostro miraban.
La madre muerta y el padre muerto,
nadie más conoce su cara.
Me perdí hace ya muchos días
en el bosque prodigioso,
llegué en ocasión festiva
y a casa me llevaron pronto.
Pelo dorado lleva la gente
y piel como la nieve tiene...;
sol y luna allí así se llaman,
así el lago y la montaña.
Los presentes se carcajearon,
¿tan temprano de vino cargado?
Vacuno le dieron a guardar,
y dijeron: loco ha de andar.
Cada día al campo caminaba
y se sentaba en una piedra.
Hasta la noche profunda canta
y nadie por él despierta;
sólo niños su canción celebran
y se sientan a su vera;
tiempos hace que está muerto
y hasta muy tarde cantan ellos.
Hofmannsthal, Rilke y George aportaron un nuevo brote románti­
co, otra vez se logró aquel «y el mundo empieza a cantar si encuentras
la palabra mágica...». En cierta manera, actuaron de dignatarios ofi­
ciales y embajadores del reino poético, y en cuanto tales tuvieron gran
repercusión. Son una excepción de la regla que el 27 de abril de 1838
formuló con cierta acritud Friedrich Hebbel en una carta: «Exceptua­
dos los pocos que producen algo incluso en lo lírico, no llegan hoy a
cinco los hombres que en Alemania tienen un juicio sobre estos tier­
nos nacimientos del alma».
En la Alemania guillermina se daba también un Romanticismo de
tipo especial al margen de la «irrupción de una mística» y de la subli­
mación lírica. Oswald Spengler decía: «Cuando [...] hombres de la nue­
va generación se dirigen a la técnica en lugar de la lírica, a la marina en
lugar de la pintura, a la política en lugar de la crítica del conocimien­
to, hacen lo que yo deseo, y no se les puede desear nada mejor». De
hecho, en el ascendente poder industrial de Alemania, la atención se
dirigió cada vez más a la técnica, a la marina y a la política, y el re­
presentante supremo, el emperador, encarnaba esta nueva voluntad de
poder de forma ingeniosa, sobre todo después del asunto de Eulen-
burg, que lo convirtió en sospechoso de ser un afeminado romántico,
y que le hizo adoptar una actitud especialmente beligerante. Además,
su talento de actor lo inducía a escenificar la política como baile de
disfraces, en el que podía triunfar como jefe de los hunos, cruzado y
jefe industrial.
Cuando Lord Haldane, ministro inglés de la Guerra, que había cur­
sado estudios filosóficos y había traducido a Hegel, llegó a Berlín en
febrero de 1912 para lograr que Alemania se moderara en la dotación
armada de la flota, visitó el cementerio de Dorotheenstadt. Encontró
bastante descuidados los sepulcros de Fichte y Hegel y lo comentó por
la noche en el banquete. El emperador contestó riendo y rechinando:
«Sí, en mi imperio no hay ningún puesto para tipos como Hegel y
Fichte». No es ninguna casualidad que esa escaramuza en el banquete
estuviera en conexión con la política referida a la construcción de la
flota, pues ésta era una pieza del Romanticismo que realmente existía
en el imperio alemán. Marina en lugar de poesía, había proclamado
Oswald Spengler, y el emperador añadió: «Marina en lugar de Hegel y
Fichte».
Marina y Romanticismo, ¿qué relación guardan? La marina era un
asunto del corazón de la sociedad burguesa. La construcción de la flo­
ta militar, con la que la política oficial después de la salida de Bismarck
quería señalar sus límites a Inglaterra y conquistar una posición impe­
rial en la escena mundial, era una empresa no sólo práctica, sino tam­
bién simbólica, era un respiro para los frustrados sueños de poder de
los burgueses, a los que, por otra parte, se mantenía alejados del poder
político. «A las naves», había sido la consigna de la marcha romántica,
desde Herder hasta Nietzsche; y ahora los ingenieros, apoderados y pro­
fesores de instituto la tradujeron a una realidad robusta con un nuevo
giro romántico. El domingo los niños vestían de marineros, los restau­
rantes al aire libre se empavesaban con los emblemas de los famosos
barcos de guerra, en las asociaciones de constructores de la flota naval
se presentaban orquestas de instrumentos de viento y coros masculinos.
En el Ejército, la antigua nobleza seguía marcando el tono; por el con­
trario, en la marina la burguesía podía hacer carrera. El programa de la
flota se hizo tan popular, que casi se convirtió en símbolo de la con­
ciencia nacional, que soñaba con su poder en el mundo, acerca del cual
se creía entonces que sólo se podía conseguir como poder marítimo.
Tirpitz, el director del programa, se mostró como un genial especialis­
ta en propaganda y en organización, A finales del siglo XIX se convirtió
en inventor y pionero de la moderna movilización de rriasas, que lue­
go el siglo XX desarrolló con suprema perfección.
Y sin embargo, todo eso era romántico, en el sencillo sentido de
no realista y de soñador. La flota irritó a Inglaterra y dio impulso a una
coalición enemiga; y a la hora de la verdad fiie poco eficaz, como se
demostró luego en la guerra. Los barcos alemanes habían sido construi­
dos para grandes y decisivas batallas, a las cuales Inglaterra no tenía por
qué prestarse. Inglaterra podía construir líneas de bloqueo lejos de las
costas alemanas y asegurarlas con naves pequeñas y ágiles, mientras
que la flota alemana de alta mar se quedó en sus puertos sin cumplir
ninguna función, y mostró lo que en realidad era: el arte por el arte,
el juguete romántico de una burguesía que se había dedicado a soñar,
en lugar de actuar racionalmente. El hecho de que, precisamente en es­
tos barcos, comience al final de la primera guerra mundial la revolu­
ción de noviembre, es la ironía de esta historia de un Romanticismo
político en la Alemania guillermina.
Al principio de aquel conflicto, Thomas Mann es uno más de
aquellos ciudadanos que se arrobaban con sentimientos patrióticos.
Inicialmente comparten ese sentimiento los ciudadanos normales. En
agosto de 1914 las letras alemanas sacaron a la luz un millón y medio
de poemas dedicados a la guerra. Incluso Rilke había escrito: «Estoy
salvado, pues la exaltación cunde».
La exaltación o conmoción se hacía notar en todas partes mientras
en las horribles batallas reales no se experimentó la seriedad de la
guerra, y mientras se mantuvo vivo el recuerdo glorificado de las vic­
toriosas y rápidas guerras de 1866 y 1870. En agosto de 1914 los sol­
dados marcharon al campo de batalla con la expectativa de una lucha
entre caballeros a la antigua usanza, y quedaron sorprendidos por las
nuevas técnicas de la matanza industrial de masas, que sustrajeron al
Romanticismo el suelo de la lucha viril. Había también una insatisfac­
ción y un aburrimiento a causa del largo periodo de paz. Aluden a ello
los versos de Rilke: «Al fin un Dios. Puesto que ya no solemos sentir
al pacífico, de golpe es el Dios de la batalla el que nos ha exaltado».
Las ideas que en agosto de 1914 escribió Thomas Mann en Pensamien­
tos en la guerra están redactados en el mismo tono. En ellos habla de
«modales cancaneantes» de la época de paz, que ahora encuentra su fi­
nal merecido: «Espantoso mundo, que ahora ya no es, o que nunca
más llegará a ser, cuando haya pasado el vendaval». Thomas Mann es­
cribía esto mientras averiguaba por carta entre sus conocidos cuál era
el mejor medio para no ser llamado a filas. Puesto que tuvo la suerte
de librarse, pudo limitarse muy relajadamente a «vivir al estilo de un
soldado, pero no como soldado». Con estas palabras entendía «el ser­
vicio de los pensamientos con el arma», tal como puede leerse en el
prólogo a Consideraciones de un apolítico.
Thomas Mann había iniciado este escrito indignado por la carta
abierta de Romain Rolland a Gerhart Hauptmann, en la que censura­
ba que las tropas alemanas hubiesen violado la neutralidad belga, re­
cordaba a los escritores y agentes culturales de Alemania la tradición
humanista y los invitaba a una alianza pacífica de la inteligencia. La
carta distinguía entre la Alemania de Goethe, que es la verdadera, y la
militar, que es la falsa. Este documento, junto con otras declaraciones
de contenido parecido que procedían de extranjeros adversarios a la
guerra, brindaron la ocasión para numerosas tomas de posición de in­
telectuales contrarios a la guerra, por ejemplo, la Declaración del 16 de
octubre de 1914, suscrita por 3016 profesores universitarios. Los que
suscriben este documento están indignados porque «los enemigos de
Alemania [...], supuestamente en aras de nuestro bien, quieren hacer
una distinción entre el espíritu de la ciencia alemana y lo que ellos lla­
man militarismo prusiano». Se extendió la tendencia a no distanciarse
del «militarismo», pero tampoco se quería asumirlo simplemente como
un hecho bruto; se quería extraer de él algo significativo. Una fiebre de
interpretación sin igual se apoderó de los exaltados. Erich Marcks,
en una frase que daba en la diana del tono fundamental de esta marea
de toma de posiciones, escribía: «En verdad son precisamente las fiier-
zas más profiindas de nuestra cultura, de nuestro espíritu y de nuestra
historia las que soportan y animan esta guerra». Tienen ahora su co-
)mntura proclamas de identidad nacional de muy robusta naturaleza.
También Thomas Mann se deja influir por este clima. Afirma que la
guerra es un acontecimiento en el que «la individualidad de los pue­
blos particulares aparece poderosamente con sus fisonomías eternas»,
las cuales sólo pueden captarse con una «psicología al estilo de la pin­
tura al fresco». Con fines combativos, se diseñan rápidas tipologías de
filosofía de la cultura de gran estilo. En Inglaterra se habla de un ven­
daval de los hunos contra la civilización europea, y en Francia se dice
que la barbarie asiática está en lucha contra la razón. En Alemania las
antítesis se desarrollan rápidamente: comunidad orgánica frente a la so­
ciedad fría, héroes contra comerciantes, sentimiento frente al entendi­
miento, las ideas de 1789 -libertad, igualdad, fraternidad- contra las
ideas alemanas de 1914: deber, orden, justicia.
En los frentes patrios las matanzas sangrientas son interpretadas
como batallas entre espíritus. Max Scheler escribe que en la guerra cre­
ce el hambre de «concepción autónoma y original del mundo». Pero
de hecho las concepciones apenas son originales, en general son las
transmitidas, que ahora reciben una interpretación nueva para atribuir
a la guerra profundidad y significación. Las cabezas realmente políti­
cas, desde Max Weber hasta Cari Schmitt, tenían un sentimiento de re­
pugnancia ante esta atmósfera. Max Weber fustiga las «habladurías y
maneras de escribir de los literatos», que confunden los productos de
su mentalidad con el pensamiento político. Y para Cari Schmitt, tal
como escribirá más tarde en su crítica del Romanticismo político, la
exaltación metafísica de lo político es «ocasionalismo» desnudo, o sea,
una actitud que toma lo real tan sólo como ocasión para una produc­
ción de ideas enamoradas de sí mismas.
Cuando Thomas Mann desarrolla las Consideraciones de un apolítico,
que habían sido pensadas originalmente como un escrito de ocasión,
y les da el peso y la extensión de una obra principal, que lo ocupará
durante cuatro años, también procede de manera ocasionalista, pues
toma la disputa con la política bélica y el pacifismo como ocasión para
reflexionar sobre su propia actividad artística y para establecer el nexo
con la tradición cultural. A este respecto él se define, por expresar­
nos con un solo término, como romántico irónico, y acerca de la épo­
ca romántica que es vinculante para él, sostiene: «Será celebrada siem­
pre como un acontecimiento sumamente mágico de la historia europea
del espíritu y de la cultura».
Thomas Mann se sirve de la distinción, ya en uso desde hacía mu­
cho tiempo, entre cultura y civilización. Pero es nueva la agudización
de la antítesis en la que se apoya, surgida al comienzo de la guerra.
Hasta pocos años antes era usual en Alemania entender la civilización
y la cultura como aspectos complementarios en el marco de una cul­
tura total, que tiene, por una parte, aspectos civilizatorios, referidos a
las formas técnicas y materiales de vida, así como a costumbres, y, por
otra, aspectos culturales, entre los cuales están sobre todo las obras ar­
tísticas, científicas y religiosas. De ahí se deducía que lo civilizatorio
era considerado más bien como exterior, y lo cultural como interior;
pero no se cuestionaba que ambos aspectos desempeñan su función en
las respectivas culturas nacionales. El hecho de que surgiera una opo­
sición, que luego sirvió de elemento de contraste entre las naciones, es
una interpretación que se insinúa en Paul de Lagarde y en Julius Lang-
behn, ambos filósofos populares de la cultura en Alemania a finales de
siglo; mas por primera vez antes de la guerra, y durante la contienda,
irrumpe la ominosa antítesis con energía polémica. Thomas Mann la
utiliza y le da un significado especial, en el que irradia la distinción de
Nietzsche entre lo dionisiaco y lo apolíneo. Según este significado, la
civilización es apolínea, tiende a conservar la vida, es optimista, alivia,
es racional, fomenta los buenos modales. Ata las tendencias oscuras,
las civiliza. Es una superficie en la que se puede vivir. En cambio, lo
dionisiaco es profiindo, elemental, instintivo, salvaje y también malo.
En la civilización apolínea tenemos un sentimiento de familiaridad; lo
dionisiaco, por el contrario, remite a lo monstruoso, que puede expre­
sarse románticamente o de otras maneras, o bien dominarse o incluso
eliminarse en el estilo apolíneo.
El Occidente es apolíneo y socrático, optimista. Pero la cultura ale­
mana, según Thomas Mann, tiene en sí más fuerza elemental de tipo
dionisiaco. Dicho con toda brevedad: es más música que democracia.
Y música significa: tragedia, embriaguez, placer en la disolución y en
la muerte, bajo figuras como Eros, Tristán y Dioniso. Thomas Mann
se remite a Schopenhauer, Nietzsche y Wagner; a su juicio, ellos han
tocado el fondo oscuro y, a partir de la «voluntad, de la locura y de la
aflicción» han creado grandes obras modélicas. Thomas Mann es lo su­
ficientemente arrogante para colocarse en esta serie, es un dionisiaco
con camisa de cuello doblado y duro.
Para él lo dionisiaco es a la vez lo romántico. Y desde su punto de
vista el Romanticismo es el conjunto de lo alejado de la política. Es
«sueño, música, dejar ir, sonido de corneta de postillón, añoranza de
lejanía y de la patria, lanzamiento de cohetes en el parque nocturno».
Tomó esta caracterización de De la vida de un tunante, de Eichendorff,
que a su juicio es el ejemplo más impresionante de una poesía que es
tan perfecta porque, «de una forma que hoy es absolutamente descon­
certante, se encuentra en un estado de inocencia y atrocidad políti­
ca». El tunante es alegre, pero el narrador tiene un fondo melancólico,
pues sabe que la dicha de la poesía no es enteramente de este mundo
y no puede realizarse de otra manera que en la poesía. La política de
lo «meliorativo» no puede cambiar nada en esto. En arranques y giros
siempre nuevos delimita Thomas Mann el ámbito de la poesía, que
merece ser protegido frente a la política en un doble sentido: ni pue­
de sacarse política de la poesía, ni la política puede echar allí la zarpa.
El gran adversario es el espíritu de la primacía de la política. Lo pro­
yecta en la figura de los literatos de la civilización, para la cual, según
es sabido, tomó como modelo a su hermano Heinrich.
Mas ¿por qué razón este miedo a la política? ¿Qué ha de temer de
la política el espíritu del tunante? ¿Hay realmente un peligro por esta
parte? Thomas Mann pinta en el muro el espectro terrorífico de una
«Ilustración que se tiene simplemente por mejor» y de la «filantropía
revolucionaria», como si el espíritu de progreso de la democracia so­
cial no tolerara la figura del tunante. En esta época Thomas Mann se
equivocó en la dirección política. Lo que a él le horroriza como espí­
ritu del oeste, sólo se hace reahdad en 1917, con la Revolución rusa;
en ella se produce la reducción terrorista del hombre a un animal de
trabajo socialmente útil. Ahora los tunantes, los «ruiseñores» de Hei-
ne, corren peligro de verdad.
La bella falta de razón en los tunantes es para Thomas Mann uno
de los resortes poéticos que debe conservarse. El otro es el asunto de
la muerte y de su añoranza, este «fáustico aroma, esta cruz, muerte y
sepultura». Teme que también esos sentimientos oscuros, de los que
vive el arte, sean negados por el espíritu de la civilización, que se ha
conjurado para conseguir a cualquier precio lo útil para la vida. Los
«correctos» de la civilización en la época, escribe, no toleran ninguna
tragedia, les resulta sospechoso el «pesimismo», y también el delicado
enlace de Eros y Thanatos.
En el proceso de preparación de Consideraciones de un apolítico Tho­
mas Mann tomó como patrón de medida a Nietzsche. A él se remi­
te cuando ilumina dionisiacamente su actividad artística y mantiene
distancia frente al espíritu del progreso, de la utilidad social y de la de­
mocracia.
Treinta años más tarde, en 1947, Thomas Mann dirige de nuevo la
mirada a Nietzsche en el gran ensayo La filosofía de Nietzsche a la luz de
nuestra experiencia, una pieza colateral de su trabajo sobre el Doktor
Faustus. Ahora llama a Nietzsche el «esteta sin salvación», al que no
se habría de imitar en un determinado aspecto. A diferencia de Nietz­
sche, no deberíamos avergonzarnos de los conceptos de «verdad, li­
bertad y justicia», aunque no sean atractivos estéticamente. Habría que
hacer lo políticamente racional, aunque estéticamente no sea intere­
sante y, a la inversa, no habría que intentar traducir a la política sus
obsesiones estéticas sobre «la cruz, la muerte y la sepultura», tal como
él mismo había intentado en las Consideraciones, en este «servicio del
pensamiento con el arma». Entonces había tomado posición contra la
politización del arte y con su actitud antipolítica en definitiva hizo po­
lítica al servicio del germanismo. Ahora ya sabe que es un peligro no
sólo la politización del arte, sino también la estetización de la políti­
ca. Los que «se rebelan en nombre de la belleza», escribe en el ensayo
sobre Nietzsche, con frecuencia olvidan que la política ha de defender
lo usual y el compromiso, que ha de estar al servicio de la posibilidad
de vivir. Pero el arte se interesa por estados extremos, es radical, y so­
bre todo, en Thomas Mann está enamorado de la muerte. En artistas
verdaderos la exigencia de intensidad es más fuerte que la voluntad de
la propia conservación, a cuyo servicio está la política. Si la política
pierde esta orientación, se hace peligrosa para la comunidad. Y por eso
Thomas Mann previene frente a la «inquietante cercanía» entre «este­
ticismo y barbarie».
Thomas Mann se mantuvo fiel a sus Consideraciones durante toda
su vida, pero en los años tardíos procuró que las obsesiones estéticas
no se expandieran excesivamente en otros ámbitos de la existencia. Ha­
bía comprendido muy bien la teoría de la diferenciación de esferas de
valor de Max Weber. De acuerdo con él, el dionisiaco tiene que sere­
narse antes de entrar en el terreno político. Y así procedió Thomas
Mann: estéticamente bebía vino, políticamente predicaba agua. E in­
cluso pudo apoyarse para ello en la idea nietzscheana del sistema bi-
cameral de la cultura, un sistema donde en una cámara se calienta ge­
nial y románticamente, mientras que en la otra se enfría racionalmente
con miras a la conservación de la vida.
Capítulo 16

«¿Dónde estamos? ¿Qué es esto? ¿Hacia dónde nos absorbe el sue­


ño?» Éstas son las preguntas del narrador hacia el final de La montaña
má^ca. Hans Castorp lleva ya siete años en el sanatorio. Era auténti­
camente romántico lo que lo mantuvo hechizado allá arriba y lo retu­
vo por arte de magia: este contraste de Eros y Thanatos; este silbar del
neumotórax; las meditaciones sobre el tiempo y el aburrimiento; el
golpear de puertas de Madame Chauchat; los grandes debates entre
Naphta y Settembrini sobre la Edad Media y la Ilustración, sobre el or­
den sagrado y el progreso humano; el duelo de pistolas en la nieve;
este «se acabó»... de Mynheer Peeperkorn que corta cualquier explica­
ción. Eran exuberancias en una «seguridad de sombras» en la que casi
nada había cambiado. Sólo que Hans Castorp ahora también se sien­
ta a veces en la mala mesa de los rusos y ya no se hace enviar los Ma­
na Mancini de Bremen, sino que prefiere los cigarrillos suizos de la
marca Rütlischwur.
Pero mientras tanto, en la llanura ha comenzado la guerra, que
llama a los jóvenes a las armas. También Hans Castorp de pronto se
encuentra de nuevo en el campo de batalla, bajo una lluvia de grana­
das, en el fango y en la muerte de Langemarck. También él canta, igual
que, según se afirmaba, los regimientos de los jóvenes voluntarios de
guerra, apenas instruidos en el uso de las armas, en la niebla flamenca
de noviembre se lanzaron cantando contra las ametralladoras del ejér­
cito profesional británico y fiieron pulverizados a millares en pocas ho­
ras. Hans Castorp, sin respiración y casi sin juicio, canta la canción ro­
mántica del Lindenbaum: «Y sus ramas susurran, como si me llamaran»;
así «perdemos de vista» a este «niño achacoso» de una época que al
final explota. En el momento en que el. protagonista desaparece, el
narrador le envía todavía el saludo:
Aventuras tuviste en la carne y el espíritu,
acciones que tu sencillez llevaron a medrar,
hicieron que tenga sobrevivencia en el espíritu,
lo que en la carne apenas ha de perdurar.
¿Cuánto Romanticismo sobrevivió a esta guerra?
Podría pensarse que en el horror de las batallas de material se que­
mó también todo resto de Romanticismo. Pero no fue éste el caso.
Hubo románticos elegiacos que fueron a la guerra como exploradores,
como quien va a un gran viaje, y que glorificaron su destino como un
sacrificio. El caminante entre dos mundos, de Walter Flex, se convirtió en
un libro de culto de esta generación. Se publicó en 1916 y fue uno de
los libros más leídos en la época de Weimar. En torno al autor, que
cayó en 1917, se formó un culto a los muertos, que cultivaron sobre
todo los gremios de juventud y los círculos del romanticismo nacio­
nal. Una piedra conmemorativa en el alto frente al Wartburg se con­
virtió en lugar de peregrinación. En el centro de la narración autobio­
gráfica se eleva Ernst Wurche, un estudiante de teología y explorador,
un carismático caudillo joven que está igualmente cerca de ambos
mundos, de la tierra y del cielo, de la vida y de la muerte, y que lleva
consigo en la mochila los poemas de Goethe y el Zaratustra de Nietz-
sche. En una ocasión aparece en un alto, desnudo y vuelto al sol después
del baño, como en el Lichtgehet de Fidus: «El joven aparecía, delgado
y claro, sobre el fondo floreciente, a través de sus manos suavemente
extendidas pasaba el sol resplandeciente». El narrador y Wurche, entre
dos movilizaciones, experimentan los días encantadores de principios
de verano, con largas excursiones y guardias nocturnas junto al fiiego.
El amigo, que después de estos días glorificados caerá en el siguiente
combate, ya está señalado por la próxima muerte. El acontecer se halla
envuelto en una atmósfera de entrega y melancolía, que recuerda de
lejos Elgran Meaulnes, de Alain-Foumier. Se describe una historia de amor
homosexual en la guerra, suavemente erótica, entregada al destino y
llena de añoranza, un recuerdo de la guerra, con lamentos, pero sin
acusación, más melancólica que militante. Acierta con el tono del con­
junto la poesía con que empieza la narración:
Ocas silvestres susurran por la noche,
con penetrante grito hacia el norte.
Viaje inconstante, ten gran cuidado,
lleno está el mundo de asesinados.
Había en el frente luchadores que encontraban en el horror y en
la aniquilación otro aliciente oscuro. Ernst Jünger, herido en multitud
de ocasiones y merecedor de altas condecoraciones es un ejemplo fa­
moso. En los recuerdos de guerra contenidos en Tempestades de acero es­
cribe: «Nos fue concedido vivir en los rayos invisibles de grandes sen­
timientos, ésa es nuestra ganancia incalculable». A este respecto los
grandes sentimientos tienen que ver menos con el patriotismo que con
Nietzsche. Jünger describe momentos extáticos en el límite de la muer­
te, aquellos instantes que Nietzsche llamó «cumbres del arrobamien­
to». Acerca de un fracasado asalto en las cercanías de Cambrai narra
Jünger:
Por fin me había alcanzado una bala. A la vez que percibía el balazo sen­
tí que aquel proyectil me sajaba la vida [...]. Mientras caía pesadamente
sobre el piso de la trinchera había alcanzado el convencimiento de que
aquella vez todo había acabado, acabado de manera irrevocable. Y sin em­
bargo, aunque parezca extraño, fue aquél uno de los poquísimos instan­
tes de los que puedo decir que han sido felices de verdad. En él capté la
estructura interna de la vida, como si un relámpago la iluminase.*^
La guerra no es sólo destructiva. Según Jünger, también puede pro­
ducir una transformación dramática. Se quema el confort material y es­
piritual de la civilización, y queda el núcleo endurecido de la persona,
que ya no se engaña con ficciones y a la que ya no se le puede disi­
mular nada. Para el que se ha endurecido en tempestades de acero es
despreciable una cultura de la benevolencia y de la vida placentera.
Una persona así evita la temperatura media y la actitud moderada. Le
atraen lo caliente, lo frío y lo radical. El guerrero, tal como Ernst Jün­
ger lo eleva a figura cultural, ya no se deja seducir por las delicias de
la cotidianidad, y tampoco por el espíritu humanístico, que tan abier­
tamente experimentó su bancarrota en la guerra mundial. «La mejor
respuesta a la alta traición del espíritu contra la vida es la alta traición
del espíritu contra el espíritu; y pertenece a los altos y crueles disfru­
tes de nuestra época participar en este trabajo de minar y volar.» A tra­
vés de un trabajo semejante han de despejarse los accesos al «espacio
elemental». Ése es el espacio más allá, o por debajo, de la seguridad
Tempestades de acero,
Ernst Jünger, Tusquets Editores, col. T iem po de M em oria
n .° 4 5 /1 , Barcelona, 2005, pág. 299, trad. de A ndrés Sánchez Pascual. (N. del E.)
burguesa. Es la versión belicista de lo dionisiaco. Jünger refiere explí­
citamente el espacio elemental al «espacio romántico». Romanticismo
significa para él añoranza de peligro, de sentimientos ftiertes, de vida
en el límite; es la expresión de un «corazón aventurero». Pero el Ro­
manticismo se limita a prometer una aventura, sin serlo él mismo. La
verdadera aventura sólo la trajo la guerra, que abrió el espacio ele­
mental. En comparación con esto el espacio romántico es un «parque
nacional» o una sala de espera. En el espacio elemental ya no se año­
ra el peligro, pues está allí, y ya no se vive en el límite, pues éste ha
sido rebasado ya. Más allá de tales límites de protección burguesa, los
corazones aventureros se rigen por esta pauta:
Nunca nos pararemos en ningún lugar donde la llamarada no nos haya
trazado el camino, donde el lanzallamas no haya realizado la gran lim­
pieza a través de la nada. Porque nosotros somos los auténticos, verdade­
ros e implacables enemigos del burgués, su descomposición nos da alegría.
Pero nosotros no somos ciudadanos. Somos hijos de guerras y de guerras
civiles; y sólo cuando se haya limpiado todo esto, el espectáculo de los
círculos que giran en el vacío, podrá desarrollarse lo que todavía se es­
conde en nosotros de naturaleza, de elemental, de auténticamente salva­
je, de capacidad para la generación real con sangre y semilla. Sólo en­
tonces se dará la posibilidad de nuevas formas.
Ernst Jünger declara explícitamente que los tunantes románticos de
antaño son los guerreros de hoy. Lo que une a ambos, dice, es el asco
por la «vida de los tenderos». Eichendorff da un sentido metafórico al
grito de batalla: «¡Guerra a los filisteos!»; pero ese sentido metafórico
se convirtió en sangrienta seriedad en los disturbios de la guerra civil
de los años veinte. Los «hijos de la guerra y de la guerra civil», que Jün­
ger ensalza, ya no buscaban lo extraordinario en lo imaginario, en el
sueño y en la poesía, sino, en parte, también en la realidad del matar.
Lucharon en el cuerpo de voluntarios de la República de Weimar, par­
ticiparon en intentos de golpe de Estado y en muertes decretadas en
secreto, y crearon aquel ambiente militante del que también procedía
AdolfHitler.
Pero este tipo de guerrero se daba también en la extrema, izquierda
y en el ambiente militante de los anarquistas, cuyos adictos pensaban
de forma igualmente antiburguesa y se sentían unidos con lo elemen­
tal, contra el capitalismo y la gente provinciana de partido. Como corre­
lato izquierdista de Ernst Jünger podemos referirnos a Franz Jung. Su
libro sobre la lucha entre sexos, El libro de los imbéciles, fiie celebrado
como una culminación de la prosa expresionista. Se movía entre los
bohemios anarquistas de Múnich y en Berlín pertenecía al círculo de
los dadaístas. La época de lucha de Jung no tuvo lugar precisamente
en la guerra, pues desertó y fue encerrado en un manicomio, sino des­
pués. Abandonó el Partido Comunista de Alemania porque lo encontra­
ba poco militante. En 1920 se embarcó para asistir en Rusia al con­
greso de la Internacional Comunista. Junto con Max Hoelz participó
como dirigente en las luchas de marzo del centro de Alemania y, se­
gún relató, fue utilizado por el funcionario comunista Ernst Reuter-
Friesland, posterior alcalde en fiinciones de Berlín occidental, para pre­
parar un atentado con bomba en un edificio de la Nollendorfplatz de
Berlín. Después de 1924 se desligó de la política comunista, abrió una
agencia de cambios que especuló con Rusia, y financió la ópera Ma-
hagonny, de Brecht. Sin duda, Jung era un hombre de corazón aventu­
rero. Abogaba por un Romanticismo objetivo, por un anarquismo ca­
paz de servirse de las máquinas. El título programático de una de sus
novelas es, precisamente. La conquista de las máquinas. El Estado es para
él la suma del dominio del pasado muerto sobre la vida actual. En el
ensayo Técnica de lafelicidad, de 1920, dice: «El Estado, comoquiera que
esté construido, nunca será la cristalización del contenido de lo vivo
en la vida». Por tanto, hay que eliminarlo y crear algo nuevo en su lu­
gar. Pero no aclaró en qué debía consistir la novedad. Lo nuevo ha de
ser capaz de expresar en las formas institucionales solamente «el ritmo
de la comunidad, que es a la vez la vida y la felicidad». «Ritmo» es la
romántica palabra mágica de Franz Jung. El ritmo deshace la rigidez y
hace que la sociedad se convierta en comunidad. Se trata de poner en
«vibración» la vida y las cosas; ése es el Romanticismo de Franz Jung.
El psicoenergético Franz Jung, radical de izquierdas, lo mismo que
Ernst Jünger, orientado políticamente más bien hacia la derecha, están
en relación con los impulsos románticos de los primeros años de la Re­
pública de Weimar.
A principios de 1919, Max Weber, en sus dos famosos ensayos de
Múnich sobre la Ciencia como vocación y la Política como vocación había
analizado la exigencia de reencanto y prevenido frente a los «profetas
de la cátedra», especialmente en los casos en los que el «pneuma pro-
fético» sopla en la arena política. Con su advertencia, Max Weber ha­
bía revuelto poderosamente al público. Llovieron las críticas, las im­
putaciones y las calumnias. Murió en 1920 y, en caso de vivir, no ha­
bría podido componérselas con todo lo que salió a escena en lo tocante
a profecías, visiones, doctrinas salvíficas y concepciones del mundo. En
los primeros años de la República de Weimar, a los «profetas de la cá­
tedra» les surgió una fuerte competencia. Era la época de la inflación de
santos que querían redimir Alemania o el mundo en la calle, en los bos­
ques, en los mercados, en las carpas de circo y en trastiendas de taber­
nas llenas de humo. La deaidencia de Occidente, de Oswald Spengler, de
la que se vendieron trescientos mil ejemplares en aquellos años, fue el
mayor esbozo teórico (luego, mil veces imitado) por lo que se refiere
a interpretaciones del mundo apocalípticas y basadas en un renacimien­
to radical. Casi todas las ciudades contaban con uno o más salvadores.
En Karlsruhe, alguien que se hacía llamar Torbellino Originario pro­
metía a sus adictos la participación en las energías cósmicas; en Stutt-
gart actuaba un Hijo del Hombre que invitaba a una redentora cena
vegetariana; en Düsseldorf un nuevo Cristo predicaba el inminente fi­
nal del mundo e invitaba a retirarse en la meseta montañosa Eifel. En
Berlín el Monarca Espiritual Ludwig Haeusser llenaba grandes salas,
donde exigía «la más consecuente ética de Jesús» en el sentido del co­
munismo originario, propagaba la anarquía del amor, y se ofrecía a sí
mismo como «caudillo para la única posibilidad de evolución superior
del pueblo, del Imperio y de la humanidad». Los numerosos profetas
y sujetos carismáticos de aquellos años tienen casi todos una actitud
milenarista y apocalíptica, son laberintos de revoluciones al final de la
guerra, decisionistas de la revolución del mundo, metafísicos converti­
dos en salvajes y negociantes en la feria de las ideologías y de las reli­
giones sustitutivas. Quien se preocupaba de ellas con seriedad, guar­
daba distancia frente a ese escenario de porquería, pero las transiciones
eran fluidas. Y esto vale igualmente para la escena política en sentido
estricto, donde también prosperaban con abundancia, a derecha e iz­
quierda, el mesianismo y las doctrinas salvíficas. En la época de la Re­
pública de Consejos de Múnich, un edicto redactado por Ernst Toller
y Erich Mühsam anuncia la transformación del mundo en «una pra­
dera de flores, en la que cada uno puede cultivar su parte»; quedan de­
rogados el trabajo explotador y el pensamiento jurídico, y se exige a
los periódicos que en la primera página, junto con los más recientes
decretos de la revolución, publiquen poemas de Holderlin o Schiller.
El espíritu febril de aquellos años se lanzó en todos los campa­
mentos políticos a dar sentido a lo que carecía de él. Sólo los dadaís-
tas, que se presentaban bajo la capa de cínicos y no hacían sino esce­
nificar la ironía romántica, ofirecían indicios de estar escaldados y adel­
gazados metafísicamente.
Ya durante la guerra, en Berlín, Zúrich y otros lugares, los dadaís-
tas se habían burlado del esteticismo del círculo de George, del apa­
sionado «¡Oh, hombre!» del expresionismo, del tradicionalismo en los
filisteos de la cultura, de las pinturas metafísicas del cielo, pues todas
estas ideas habían vuelto a quedar estrepitosamente en ridículo ante la
realidad de la guerra. La provocación de los dadaístas consistía sobre
todo en que, a la pregunta de qué pretendían oponer a todo esto, res­
pondían: ¡nada! Nosotros queremos eso que de hecho ya se da. En el
Manifiesto Dadá leemos que el dadaísmo «dilacera todos los lemas que
suenen a ética, cultura e interioridad». Eso significa: un tranvía es un
tranvía, la guerra es guerra, un profesor es un profesor, una letrina es
una letrina. Quien habla demuestra con ello que, ante la tautología la­
cónica del ser, se reftigia en la tautología locuaz de la conciencia. «Con
el dadaísmo adquiere sus derechos una nueva realidad.» Esta realidad
nueva está abandonada por todos los buenos espíritus y ha demoli­
do el confort cultural. «La palabra “Dada” simboliza la relación más
primitiva con la realidad que nos rodea.» Se da sólo esto aquí, y esto
aquí, y esto aquí. «Ser dadaísta significa dejarse arrojar por las cosas
[...]; sentarse un momento en una silla significa poner la vida en peli­
gro.» El dadaísta se burla de la añoranza romántica del más allá y de
los asaltantes del cielo. ¿Por qué no dejarse caer a sí mismo y dejar caer
las cosas? «No voy a perder tanto la cabeza como para no estudiar las
leyes de la caída de los cuerpos mientras caigo», afirma Hugo Ball. Sin
embargo, los dadaístas, por lo menos la mayoría de ellos, a pesar de su
tendencia a destruir las imágenes y a su asco frente a la cultura, per­
sisten en la búsqueda de lo prodigioso. Hugo Ball, después de un acto
dadaísta, anota en su diario, titulado La huida del tiempo: «Sin duda hay
también otros caminos para alcanzar el prodigio y también otros ca­
minos de contradicción». Los dadaístas siguieron siendo a su manera
metafisicos secretos e inquietos, aun cuando incitaran a la desconfian­
za frente a las bellas y altisonantes palabras. No hay que prestarse a las
ficciones en tiempos de creciente disposición al abuso del crédito y a
las ofertas de un fiituro diferente, un fiituro que de ninguna manera
está en nuestras manos. Los dadaístas abogan por desocupar la colina
de los estrategas de las grandes declaraciones sobre el mundo.
No obstante, estos virtuosos de la sobriedad no expresan la situa­
ción general del estado de ánimo. En general las personas no estaban
dispuestas a aceptar el desencanto del mundo moderno, tampoco en
la escena intelectual. El espíritu del realismo y de la política real (Coali­
ción de Weimar) después de 1920 ya no podía alcanzar ninguna ma­
yoría, y la llamada de Weber a la sobriedad encontró poca acogida en­
tre los exaltados. Eduard Spranger resumió así en 1921 la protesta
contra la objetividad de Weber y su renuncia a la metafísica: «La nueva
generación [...] espera con fe un renacimiento íntimo [...]. El joven
respira y vive hoy más que en ningún tiempo a través de la totalidad
de sus órganos espirituales». Hay, añade, un «impulso a la totalidad» y
a la vez «una añoranza religiosa: un nuevo intento de palpar el cami­
no para pasar de las relaciones artificiales y mecánicas a la metafísica
que brota eternamente».
En este contexto vamos a narrar un suceso prodigioso, un aconte­
cimiento de auténtico encanto dionisiaco, ante el que Nietzsche no ha­
bría podido menos de recordar sus memorables fiases:
Con la magia de lo dionisiaco [...] se restablece la alianza entre hombre
y hombre [...]. Ahora [...] cada uno no sólo se siente unido, reconcilia­
do, fundido con su prójimo, sino que se siente simplemente uno, como
si se hubiera rasgado el velo de Maya y no hiciera ya otra cosa que ale­
tear en harapos ante el misterioso uno originario.
En el verano de 1920, uno de los representantes de esta inflación
de santos desató una verdadera fiiria de danza en el antiguo país ale­
mán de Turingia, y también un hermanamiento en el «ritmo de la co­
munidad» conjurado por Franz Jung. De repente se vio que Hegel te­
nía razón cuando dijo sobre la verdad que es «un delirio bacántico en
el que no hay miembro que no esté ebrio». Lo cierto es que los dan­
zantes no estaban ebrios en el sentido usual, si bien tampoco estaban
serenos sin más. Digamos con Hólderlin que eran «santos serenos».
El 14 de mayo de 1920, un grupo de jóvenes sale de una pequeña
ciudad en Erzgebirge para emprender una marcha a través de Franco-
nia y Turingia. A medida que transcurre el verano, el grupo crece has­
ta convertirse en una marcha triunfal. Los participantes se denominan
la Nueva Grey. Su aglutinante es Friedrich Muck-Lamberty, un peque­
ño y delgado tornero de Ais acia, de cabellos medianamente largos y
peinados rigurosamente hacia atrás. Es un Cristo con sandalias. A la
gente culta le evocaba la figura de Stefan George. Tiene una voz pro­
funda y rica en modulaciones. Resulta agradable escucharlo. Habla sin
adornos literarios, pero en tono suave y penetrante. Quien ha estado
alguna vez con él, difícilmente lo olvidará. Un testigo presencial re­
cuerda:
Su agudo perfil se alzaba frente al sol poniente, y todos susurraban con
devoción. Todavía hoy lo veo ante mi persona, sin poder decir cuál era el
motivo de la fascinación que ejercía en mí y en los otros. Hablaba sobre
Dios y el mundo, sobre el tiempo nuevo, que es un tiempo de penuria, y
decía que se debe producir un cambio necesario [...], y que quien esté dis­
puesto a ir con él, ha de arrojar su dinero en la lona extendida.
Aunque Lamberty habla de «lucha por la comunidad del pueblo
contra todo lo maligno, contra la explotación», en él y en los suyos
todo se desarrolla muy pacíficamente. El movimiento popular de la
juventud está en marcha, con guitarra y vestidos suaves y ondeantes
elaborados con sus propias manos. Al principio son veinte, pero aquel
verano llegaron a congregarse hasta cinco mil personas para recorrer
el país.
En otro relato leemos:
Encontré a Muck Lamberty y a su grey en Turingia. Me pareció una cru­
zada de la devoción. Jóvenes y muchachas en un santiamén convertían in­
dolentes ciudades pequeñas en alegres y vivas comunidades de hombres.
Muck predicaba devoción y veracidad interior [...] desde los púlpitos de
las iglesias. Y todavía hoy este encuentro singular entre pequeñas ciuda­
des y excursionistas está rodeado de tal resplandor, que todas las personas
se acuerdan de él como una leyenda deliciosa.
La grey busca también soledad, se separa de la multitud, acampa
en lugares recónditos. En Rudolfstadt, mientras se celebra una fiesta
popular corre la noticia de que el grupo de Lamberty está en las cer­
canías. La gente sale en su búsqueda y la fiesta se vacía, algunos se en­
fadan y arman un escándalo, mientras fiiera en la pradera se canta y
danza. En Jena los estudiantes lo reciben en un tropel multicolor. La
multitud se arremolina en torno a Lamberty para protegerlo. Lisa Tetz-
ner, que en aquella época viaja a Turingia, encuentra la nueva grey pre­
cisamente cuando ésta abandona una ciudad:
Una masa innumerable de hombres se acerca arrolladoramente a la mon­
taña. Parece que todos los varones de la ciudad se hubieran puesto en
marcha. Por delante avanza un pequeño grupo de muchachos y mu­
chachas especialmente vestidos [...]. Y por delante de ellos ondea una
bandera azul con una cruz blanca gastada por el viento y el sol. Por do­
quier se añaden numerosos niños [...]. Pero no sólo siguen niños, sino
todo un pueblo multicolor. Y sentí que de esta masa en marcha irradiaba
algo, como si en esta hora hubieran recibido un gran mensaje y quisieran
salir a buscar la salvación. Su caminar es un alado avanzar...
En las plazas de las ciudades y de los pueblos canta y danza la mu­
chedumbre y arrebata a todos en el delirio de la danza, que se hace
cada vez más fuerte según va creciendo la fama que precede a la mul­
titud. Entrando en detalles: la muchedumbre forma un círculo, entona
canciones populares o del cancionero Zupfgeigenhansel. Se añade gente
y se forman otros círculos, que se mueven lentamente y se entrelazan,
avanzando, saltando y sobre todo balanceándose. Balancearse es la ex­
presión preferida de la grey de Lamberty. Los presentes se tutean y se
toman las manos; naturalmente el estado de ánimo es erótico, pero
con moderación. Se entona una y otra vez Rundineüa-rula. Suenan los
instrumentos: violines, flautas, laúdes. La Nueva Grey incluso lleva
consigo una gaita. Les arrojan flores recién cogidas; desde las ventanas
las personas mayores saludan con pañuelos de color. Cuando llega la
noche se encienden farolillos en los árboles. La situación se prolonga
varios días y cada vez se reúne más gente, llegada de los alrededores.
De vez en cuando, los congregados ensayan, los niños en el patio de
la escuela, los mayores detrás de la casa. Un estudiante de bachillerato
de la época narra cómo en la plaza de la catedral de Erfurt contempló
un mundo fuera de quicio. Era incapaz de reconocer a los profesores,
incluso al director se le vio
danzar con una risa rabiosa en la cara mientras volaban los faldones de
su levita. Nosotros nos burlábamos y gastábamos bromas pesadas, tam­
bién sobre los otros profesores, que de la noche a la mañana parecían
haber olvidado su dignidad académica. Pero, sorprendentemente, pasa­
da media hora nosotros mismos empezamos a danzar; estábamos ebrios
y a la vez sorprendentemente serenos, era un estado osadamente aven­
turero.
Erfurt fue el punto culminante de aquel delirio de la danza, pero
también de la devoción. Ritzhaut, el párroco de la ciudad, que al prin­
cipio se había pronunciado contra la actividad de la grey, relata:

Llega la oscuridad. Se rompen los círculos. La multitud se acerca arrolla­


doramente a las altas escaleras de la catedral y asciende por ellas. La ca­
tedral contempló admirada el juego: ha visto ya muchas cosas, última­
mente hasta la revolución, pero en la amplia plaza a sus pies nunca ha
visto algo tan admirable y ajeno a toda guerra. Ya no son dos o tres mil,
como por la tarde, al atardecer hay cinco o seis mil [...]. Nunca me ha
producido una impresión tan fuerte una multitud humana que no deja de
crecer [...], que en las horas crepusculares de la tarde reposa en lo alto
de las escalas entre las poderosas construcciones monumentales de la Edad
Media. Sobre nosotros hay un cielo claro y sin nubes. En las escaleras más
altas reposa la grey en torno a su estandarte. Los hombres, mayores y pe­
queños, se acurrucan en las escaleras. En la plaza se ensancha la multitud,
aligerándose en los márgenes, quebrándose en zigzag y perdiéndose en las
calles más silenciosas. Comienzan los cantos.

Naturalmente esta historia termina como terminan todas las de­


más, con pecado original y expulsión. A principios de octubre de 1920,
la Nueva Grey vuelve por la misma ruta a su punto de partida y se ins­
tala en el Leuchtenburg, junto a Kahla. En la primavera se proponía
de nuevo «volar por el país». Hay proyectos para ocupar a la gente con
trabajos de talla de madera y carpintería. Pero llegan rumores malig­
nos. Una mujer del entorno de la grey acusa a Lamberty ante las auto­
ridades de que «ha profanado el santuario de la feminidad» y «comercia
con un harén». Era imposible negar aquellos rumores, pues sencilla­
mente había demasiadas mujeres jóvenes que estaban enamoradas de
Muck, y éste no ocultaba su propósito de no reducir el amor al matri­
monio. Se propagaba difamatoriamente que Lamberty sin duda había
confundido «el fervor con el amor sensual». La grey tuvo que aban­
donar Leuchtenburg. Permaneció unida, pero se retiró de los lugares
públicos. Sin embargo, el legendario verano de 1920 permaneció inol­
vidable para propios y extraños.
Diez años más tarde, Hermann Hesse publicó la narración El viaje
a Oriente, que comienza de este modo:
Puesto que me fue concedido experimentar algo grande, puesto que yo he
tenido la dicha de pertenecer a la alianza y de ser uno de los participan­
tes en aquel viaje singular, cuyo prodigio irradió entonces como un me­
teoro y más tarde cayó tan sorprendentemente en el olvido, e incluso en
descrédito, me he decidido a osar el intento de una breve descripción de
este viaje inaudito.
Es un viaje fantástico, pero también hay en él numerosas resonan­
cias de verdaderos viajes, alianzas y movimientos de marcha en los pri­
meros años veinte. Y una vez incluso se encuentra una alusión explí­
cita a los danzantes de Turingia:
Nuestro pueblo [...], conmovido por la guerra, desesperado por las pe­
nurias y el hambre 1...], también tuvo acceso a ciertas elevaciones del
alma; había comunidades bacánticas de danza 1...], aquí y allá había in­
dicios que parecían apuntar al más allá y al prodigio.
A los viajeros al Oriente, a los de la narración y a los de la realidad,
los une la «disposición para lo suprarreal». El sueño del Romanticismo,
que la narración representa, se alimenta de los movimientos milenaris-
tas de aquellos años, lo mismo que, a la inversa, estos movimientos se
sienten unidos con lo imaginario, que les proporciona toda una tradición
todavía viva. Por eso en la fiesta en Bremgarten, un punto cumbre de la
narración, se encuentran todos juntos: Novalis, Hoffmann, Clemens
Brentano; y también aparecen muchas figuras que ellos inventaron, y
que actúan de un modo todavía más vivo que sus poetas.
En la «alianza» se unen los peregrinos románticos; es una Alema­
nia secreta de la poesía, en camino hacia las metas añoradas, las cer­
canas y las lejanas, las presentes y las pasadas. Unos se sienten atraí­
dos por la tierra santa de los cruzados en la época del emperador
Hohenstaufen; otros por el viaje a través del Mar de la Luna hacia Fa-
magusta; por la isla de las mariposas más allá de Zipango; por el con­
vento en Maulbronn; por el Wartburg de los certámenes de trovadores;
por las orgullosas casas patricias de la antigua Augsburgo o las exten­
siones que atravesó don Quijote. Pero el «Oriente» es el prototipo de la
búsqueda romántica. No sólo era «un país o una región geográfica, sino
que era además la patria y la juventud del alma, era el en todas partes
y en ninguna, significaba la unificación de todos los tiempos».
Pero no sólo se trata de marchas románticas. El relato recuerda
también que no sólo la poesía sino, ya antes, el horror de la guerra, ha
creado «un extraordinario estado de irrealidad». Hay una conexión
sutil entre esta «irrealidad» de la guerra y la «irrealidad» de lo poético.
En la guerra la realidad misma parece tan loca, que en comparación con
ella la locura del mundo poético puede presentarse como transición de
la locura cruel a la bella. El narrador, que, después de la enigmática
dispersión de la alianza y de la interrupción del gran viaje, intenta des­
cribir sus vivencias y se desespera porque no lo logra, se encuentra con
un conocido que experimenta dificultades semejantes en la descripción
de sus vivencias de la guerra, que son de tipo muy diferente. El viaje
al Oriente y la guerra están unidos por la separación de lo cotidiano,
de la vida ordinaria. Los «pueblos y bosques arrasados, los temblores de
tierra bajo el fiiego graneado» están tan «inefablemente lejos» como
la mágica fiesta de la alianza en Bremgarten. Ambos acontecimientos
se sustraen en la lejanía del sueño. El uno no puede narrar porque es
demasiado terrible y el otro porque es demasiado bello. ¿Tenía razón
Rilke cuando aseguraba que: «la belleza no es sino el comienzo de lo
terrible»?
Lo que al final queda claro y no sorprende tratándose de Hesse
es que la narración trata también de la exposición de un viaje hacia
dentro, de la historia de la reunificación de una persona escindida. El
narrador fracasa primero en el intento de describir aquel legendario
viaje de alianza interrumpido en circunstancias sorprendentes, hasta que
encuentra al sirviente Leo, súbitamente desaparecido. Leo es el centro
mágico de la alianza, algo que sólo se advierte después de su sepa­
ración. Sin él se deshace la magia. Leo es el espíritu de la poesía, y el
narrador ha de comprender que no puede disponer de él, sino que per­
manece abocado a su donación. Lo creador es un acto de gracia.
Mas no es ésa la única razón de que el narrador se vea acechado
por dudas sobre sí mismo y por tribulaciones. Dentro del estado de
ánimo de la Nueva Objetividad, a finales de los años veinte, no pue­
de menos de preguntarse: ¿en qué medida era realidad la alianza? ¿En
qué medida era realidad el viaje? Y la pregunta no sólo es si aquel via­
je romántico es «narrable», sino también «si fiie experimentable». El au­
tor ve el viaje al Oriente como una empresa romántica que ya no en­
caja, o todavía no encaja en la época.
En la provincia, en el campo y en las pequeñas ciudades, la fanta­
sía romántica encontró un buen suelo nutricio también en los años de
la Nueva Objetividad, de la momentánea coyuntura económica y de la
estabilización política. Pero en Berlín, ciudad hacia la que se despla­
zaba principalmente la escena intelectual, triunfó el nuevo espíritu,
que estaba muy escaldado en lo tocante al Romanticismo. El Berlín del
emperador había sido impresionante, y el nuevo Berlín resultaba irre­
sistible, con su «atmósfera bella, seca, reservada, pero no fría, con una
dinámica indescriptible, ilusión de trabajo, afán emprendedor, disposi­
ción a tragarse los golpes duros y seguir viviendo». Los «silenciosos en
el país», que se cuentan ahora entre los últimos mohicanos del Ro­
manticismo, como, por ejemplo, Ernst Wiechert, oyen otras voces y
sueñan con otras promesas: «Quiero darte un campo y un lago silen­
cioso, donde ya no tendrás que atormentarte [...]. Ahora descansa,
siervo mío». Para el conservador Romanticismo del suelo, y a veces
también de la sangre, Berlín es una Babel del pecado, una «sala de
muertos» y un «desierto, sobre el que colgaba una Luna verdosa [...],
problemática como toda luz en esta ciudad»; es una red de relaciones
para los que no se relacionan, un tejido del dinero, del tráfico, del rit­
mo rápido, de las noticias, de las palabras inflacionarias. Es una nada
ruidosa, dice la provincia; un lugar de la «movilización total», afirma
Ernst Jünger, el escenario de la «transformación de la vida en energía,
tal como se manifiesta en la economía, en la técnica y en el tráfico por
el zumbar de ruedas, o en el campo de batalla como fuego y movi­
miento». El dinámico y objetivo Berlín, en términos de Jünger, es sen­
cillamente «la potencia de la vida». Es una movilidad muy distinta de
la que se da en los viajes románticos, en «aquellas ondas en el torren­
te eterno de las almas».
El nuevo espíritu objetivo de Berlín se define como decididamen­
te antirromántico, como movilidad frente al enraizamiento, frialdad
contra calor, olvido frente al recuerdo, distracción contra la concen­
tración, transparencia frente a lo impenetrable, claridad contra la os­
curidad, lo inequívoco frente a lo que está entre dos luces. Bertolt
Brecht, la estrella de los escenarios, publica un Libro de lectura para los
habitantes de la ciudad. Las «doctrinas del comportamiento de la frial­
dad», usando un giro de Helmut Lethen, se ofrecen en un nuevo es­
pacio social: mantén distancia, considera los alojamientos como pro­
visionales, desconfía, ahorra tus palabras, no prometas nada, no te
dejes atrapar, sé indolente, no dejes apagar el cigarrillo. «Siéntate en
cualquier silla que encuentres, pero no te quedes sentado...» Y sobre
todo y en todo momento: «Borra las huellas».
Se usa un tono fi*ío y desilusionado. Gottfi-ied Benn escribe en 1930:
Ya no hay ningún destino, las parcas han pasado a ocupar un puesto de
directoras en una empresa de seguros de vida, en el Aqueronte se ha pues­
to un cultivo de anguilas, la antigua representación de lo terrible en el
hombre se presenta en la apertura de la exposición de higiene como algo
en lo que todos pueden participar, mientras que la moda alemana de des­
filar con vestidos de diversos colores se reduce con profunda emoción a
su contenido normal.
Ahora bien, estos tonos, este estilo, eran de mera temporada. Ni si­
quiera Benn se hacía ninguna ilusión sobre la breve vida de la desilu­
sión. En la «nueva temporada literaria», escribe, la gente no está dis­
puesta a que le hablen de esta «exuberancia en el bosque y en el
valle...». La situación puede cambiar en la siguiente temporada.
De hecho, el estilo reservado no se mantuvo largo tiempo. Con la
crisis económica y la agudización de las tensiones políticas, con el cre­
cimiento del extremismo de derechas y de izquierdas, regresa la exci­
tación febril de los tempranos años veinte; vuelven los atentados y la
esperanza densa del gran momento.
En realidad, la Nueva Objetividad ya sabía de todo esto. Aunque
su metafísica no era de altos tonos, había insistido en el presente del
espíritu. Sólo admitía como buen nivel lo que estaba «a la altura de los
tiempos». Para Brecht, el boxeador se convierte en una figura cultural,
es el atleta de la presencia de espíritu. El buen boxeador tiene un ins­
tinto para el instante en el que debe agacharse y en el que debe gol­
pear. Las fantasías de la movilidad de la Nueva Objetividad están do­
minadas por la obsesión de que se puede malograr el propio tiempo
igual que se pierde un tren. En un ambiente de vida desestabilizado,
espiritual y materialmente, la presencia de espíritu se convierte en el
gran ideal. De esta presencia de espíritu trata también la novela de Kaf­
ka El castillo, en la que se percibe su adecuación a la época. En sus pá­
ginas, la ocasión desaprovechada y la falta de presencia de espíritu se
convierten en un escenario metafisico de horror. Por ejemplo, el agri­
mensor Josef K. se duerme cuando debía acudir a una cita con las auto­
ridades del castillo. Quizás habría podido salvarse.
Lejos de Berlín, en Friburgo, Heidegger conjura el temple román­
tico del instante y de la decisión. «El instante», escribe, «no es otra cosa
que la mirada de la resolución, en la que se abre y mantiene abierta la
situación plena de una acción.»
El descubrimiento y la caracterización del «instante» en Heidegger
son sintomáticos de la conciencia de crisis al final de la república, de
una conciencia que se hace cada vez más fuerte. El diagnóstico domi­
nante del tiempo en los últimos años de Weimar busca la verdad his­
tórica no en el continuo del tiempo, sino en el desgarro y en la rotu­
ra. Las Huellas, de Bloch, la Dirección única, de Benjamin y El corazón
aventurero de Ernst Jünger son buenos ejemplos. «El ahora de la posi­
bilidad de conocer es el instante del despertar», escribe Benjamin. La
historia se entiende como un cráter volcánico; no acontece, sino que
entra en erupción. Por eso hay que estar en el lugar con rapidez inter­
pretativa antes de quedar sepultado. Quien ama el instante, no ha de
preocuparse excesivamente de su seguridad. Los instantes peligrosos exi­
gen corazones aventureros. Puesto que la «historia del mundo progre­
sa de catástrofe en catástrofe», según las palabras de Oswald Spengler,
hay que hacerse a la idea de que lo decisivo sucede «de pronto», «sú­
bitamente como un relámpago, como un terremoto [...]. Y allí hemos
de desprendernos también de las concepciones del siglo pasado, tal
como [...] se dan en el concepto de “evolución”». Los esbozos filosó­
ficos de la ruptura de los tiempos, desde la «oscuridad del instante
vivido», de Ernst Bloch, hasta el «instante de la decisión» de Cari
Schmitt, desde el «espanto súbito» de Ernst Jünger hasta el «kairós» de
Paúl Tillich, se referían todos ellos, al igual que Heidegger, al «instan­
te», cuya carrera había empezado en Kierkegaard.
Con su «instante», que es el momento en que Dios irrumpe en la
vida y el individuo se siente llamado a la decisión, a osar el salto a
la fe, Kierkegaard se pone de moda. Desde Kierkegaard, el «instante»
se convierte en fanal de los virtuosos antiburgueses de la religión al es­
tilo de un Cari Schmitt, que se extravía con su mística del instante en
la política y en el derecho público, o de un Ernst Jünger, que con di­
cho concepto va a parar entre los guerreros y surrealistas. Frente a la
llana normalidad de la estabilidad burguesa está el penetrante disfrute
de una infinitud intensiva en el instante.
Kierkegaard fiie uno de los pensadores del siglo xix que consagra­
ron el siglo XX en el misterio del instante. El otro ftie Nietzsche. El ins­
tante de Kierkegaard significaba la penetración de lo completamente
otro. El instante de Nietzsche significa desprendimiento de lo acos­
tumbrado. En el instante del «gran desprendimiento» se produce para
Nietzsche el nacimiento del espíritu libre: «El gran desprendimiento se
produce [...] de pronto, como una sacudida sísmica: el alma joven
se estremece de una vez, se suelta, se arranca [...]. Se produce una as­
piración revolucionaria, arbitraria, de carácter volcánico, que impulsa
a caminap>.
En el instante de Kierkegaard irrumpe algo, en Nietzsche se rom­
pe algo. En ambos casos se trata de estados de excepción. Y sólo a par­
tir de allí se esclarece lo que quedaba escondido en la vida cotidiana.
«Lo normal no prueba nada, la excepción lo demuestra todo [...]. En
la excepción la fuerza de la vida real rompe la corteza de una mecáni­
ca petrificada en la repetición.»
Las firases mencionadas están tomadas de la Teología política, de Cari
Schmitt, que aboga por decisiones que, «vistas normativamente, han
nacido de la nada». La decisión no tiene otro fundamento que la vo­
luntad de poder y la intensidad de vida de un instante. Schmitt, que
otrora criticó la política romántica como ocasionalismo, se adhiere
ahora indirectamente a una política romántica de la soberanía en el nu-
minoso estado de excepción. «Es soberano quien decide sobre el esta­
do de excepción [...]. El estado de excepción tiene para la jurispru­
dencia una significación análoga a la del milagro.»
Se nota que la objetividad esforzada ha quedado atrás; penetra de
nuevo la voluntad de prodigio y misterio, o sea, lo romántico. Hei-
degger, en su famoso curso dedicado a Los conceptos fundamentales de
la metafísica, de 1929-1930, dice que se trata de acoger el instante del
«espanto interior», que «lleva en sí todo misterio y otorga su grandeza
al ser-ahí».
Demorémonos todavía un instante en Heidegger. Tres años más
tarde, cuando los nazis han tomado ya el poder, pronuncia su Discur­
so del rectorado, no como simple simpatizante, sino como revoluciona­
rio decidido, que se ha hecho un nacionalsocialismo a su medida.
¿Qué sucede a su juicio en esta revolución?
En ella, fantasea Heidegger, una elite del pueblo se hace cargo
conscientemente del «abandono del hombre actual en medio del ente».
Eso significa, con una doble alusión a Nietzsche, que, por una parte,
«Dios ha muerto» y, por otra, esta elite del pueblo se niega manifies­
tamente a pertenecer a los «últimos hombres», acerca de los cuales
Nietzsche ha afirmado en A s í habló Zaratustra que son los que han en­
contrado la «dicha» cómoda y han abandonado la región «donde era
duro vivir», y que en lugar de eso se conforman con sus «pequeños
placeres para el día y para la noche» y «veneran» su salud. En buena
manera romántica, Heidegger introduce una crítica de los filisteos para
deslindar su elite frente a lo ordinario. Con ello parece dirigirse sola­
mente contra la pequeña burguesía. Pero la revolución nacionalsocia­
lista no sólo es para Heidegger, tal como afirma más tarde, lucha con­
tra el desempleo, eliminación de un parlamentarismo que no funciona,
revisión del Pacto de Versalies y renovado sentimiento de comunidad,
sino que es algo mucho más sublime, es el intento de «dar a luz una
estrella», dentro de las huellas de Nietzsche, en un mundo sin dioses.
Y por eso Heidegger tira de todos los registros de un Romanticismo po-
lítico-metafísico, con el fin de dar a los acontecimientos una profiindi-
dad insospechada.
Los estudiantes que le escuchan atentamente a sus pies, y los jefes
del partido, los profesores, los notables, los fiancionarios del ministe­
rio y los jefes de sección con sus mujeres son tratados por Heidegger
como si pertenecieran a la tropa de choque metafísica, que marcha a la
región del «más agudo peligro del ser-ahí en medio del poder domi­
nante del ente». Y Heidegger se escenifica a sí mismo como jefe espiri­
tual de las tropas de choque. No cabe duda de que el orador pretende
revalorizarse a sí mismo junto con los oyentes. Todos juntos pertene­
cen a la tropa de choque, a la grey temeraria, y el jefe, todavía un poco
más. Todo gira en tomo al peligro, aunque se pierde de vista el simple
hecho de que en esta situación era más peligroso no pertenecer a las
ominosas tropas de choque de la revolución.
Heidegger «romantiza» de forma fatal, por cuanto concede «un sen­
tido elevado a lo común, un aspecto misterioso a lo ordinario».
Y «romantiza» en un sentido más amplio. Instrumentaliza lo arcai­
co con fines políticos. Es conocido el procedimiento de las consignas
«fidelidad a los Nibelungos» y la «puñalada por la espalda», que re­
suenan en los años de Weimar. En 1930 Thomas Mann había preve­
nido frente al peligro «de las antigüedades explosivas».
Una «antigüedad explosiva» se encuentra también en el discurso de
Heidegger, concretamente en el pasaje donde habla de los tres servi­
cios: «de trabajo, de defensa y de saber». Aquí utiliza la venerable ima­
gen de los tres órdenes: labradores, guerreros y sacerdotes, imagen que
dominó la imaginación social de la Edad Media. Los medievales defi­
nían así este orden: «Triple es, pues, la casa de Dios, que se habita en
unidad: aquí en la tierra los unos rezan, los otros luchan, y otros tra­
bajan; los tres se pertenecen mutuamente y no toleran el desmembra­
miento, de tal manera que en la obra de uno descansan los otros dos,
en cuanto todos conceden su ayuda a todos».
En la imagen medieval de los «tres órdenes», los sacerdotes unen
el organismo social con el cielo. Ellos se cuidan de que las energías es­
pirituales circulen en lo terrestre. En Heidegger los filósofos o, más
exactamente, la filosofía que se ha adueñado de su tiempo, asume la
posición de los sacerdotes. Pero donde una vez estaba el cielo, está
ahora lo oscuro del ser que se esconde, la «incertidumbre del mundo»;
y los nuevos sacerdotes ahora se han convertido realmente en los «lu­
gartenientes de la nada», y posiblemente son más osados todavía que
los guerreros. Ya no tienen ningún mensaje que puedan llevar del cie­
lo a la tierra, y, sin embargo, todavía sale de ellos una irradiación de­
bilitada de aquel antiguo poder sacerdotal que otrora se fimdaba en el
monopolio de las grandes cosas invisibles y desbordantes.
Heidegger se mezcla como sacerdote en la política y toma la pala­
bra cuando se trata de propinar el golpe de muerte a la República de
Weimar. Quince años antes, a principios de la República, Max Weber,
en su discurso de Múnich sobre La ciencia como vocación, había pedido
a los intelectuales que soportaran el «desencanto del mundo». La gran
redención, la salida de la caverna carecen de perspectiva, y Max Weber
ya prevenía fi-ente al turbio negocio del reencanto por obra de los pro­
fetas de la cátedra. Tampoco Heidegger tenía en alta estima a estos pro­
fetas. Él mismo no pretendía serlo. Pero los profetas de la cátedra son
siempre los otros.
¿Cómo llegamos a casa?, preguntó Heidegger, con Novalis; y des­
cribió el retomo a casa, que para él significa una irrupción hacia el ser,
como un suceso que ha de realizarse «con total seriedad y en el com­
pleto desencanto de un preguntar puramente objetivo».
Pero ahora Heidegger se mantiene erguido y marcial, con tintinean­
tes palabras, como sacerdote sin mensaje del cielo, como el jefe meta-
físico del batallón de asalto, rodeado de banderas y estandartes. En el
curso sobre Platón se había identificado en sueños con la fiinción del
liberador, que desencadena a los cautivos en la caverna y los conduce
a la luz. Ahora advierte que los moradores de la caverna están ya to­
dos en marcha. Sólo hace falta que él se ponga a la cabeza.
Estamos ante una pieza doctrinal acerca de cómo lo mejor es man­
tener el Romanticismo alejado de la política. Pero en la cultura ale­
mana, no solamente en ella, aunque especialmente en ella, se da la ten­
tación de un cortocircuito entre romanticismo y política. Asistimos a
un desconocimiento de los límites de la esfera política, donde todo ha­
bría de girar en torno a la razón pragmática, la seguridad, la concor­
dia, la ftmdación de paz y la justicia, y no en torno al afán de aven­
turas, a la búsqueda de extremos, a la avidez de intensidad, al amor y a
la complacencia en la muerte. Pero se introduce siempre la tergiversa­
ción de que en la política se busca algo que nunca puede encontrarse en
ella: redención, el verdadero ser, respuesta a las preguntas últimas, reali­
zación de los sueños, utopía de la vida lograda, el Dios de la historia,
apocalipsis y escatología. Quien busca estos elementos en la política per­
tenece al Romanticismo político. Poco antes del final de la República,
Paúl Tillich, condensó inolvidablemente este fenómeno afirmando que
es el intento, destructor de toda razón política, «de engendrar a la ma­
dre a partir del hijo y de hacer venir al padre desde la nada».
Capítulo 17

El gran filósofo de la religión Paul Tillich, en La decisión socialista,


terminada poco antes de su expulsión de Alemania en 1933 y en par­
te impresa bajo la presión de la situación política, había incluido en el
Romanticismo político el movimiento nacionalsocialista, junto con
otras agrupaciones populares y nacionalistas. Definía el Romanticismo
como una actitud del espíritu que, en lugar de entregarse a la aventu­
ra de la autodeterminación, intenta encontrar reftigio en los «poderes
originarios» del suelo, del linaje y de la sociedad transmitida, con sus
costumbres y estatutos. Pero, según Tillich, como estos poderes primi­
genios ya no existen en su forma originaria, el Romanticismo se com­
promete a «hacerlos rebrotar». Y esto conduce a la paradoja resumida
de manera tan impresionante en la mencionada frase de Tillich, en la
que dice que tal tipo de Romanticismo contiene «en cierta manera
la exigencia de engendrar a la madre a partir del hijo y hacer venir al
padre desde la nada».
Nacionalsocialismo es Romanticismo político. Éste es un diagnós­
tico emitido inmediatamente antes de que Hitler tomara el poder; y
podríamos citar muchas voces críticas de los últimos años de la Repú-
bhca de Weimar que opinan de igual manera.
También después del derrumbamiento de la dictadura se establecen
una y otra vez relaciones entre el nacionalsocialismo y el Romanticis­
mo. Victor Klemperer escribe:
Tenía y tengo un conocimiento muy concreto del vínculo estrecho entre
nazismo y Romanticismo alemán [...]. Pues todo lo que constituye el na­
zismo está contenido germinalmente en el Romanticismo: el destrona­
miento de la razón, el hombre llevado a la esfera animal, la glorificación
del pensamiento del poder, del animal depredador, de la bestia rubia.
Para las interpretaciones marxistas, marcó la pauta Georg Lukács.
En su libro El asalto a la razón sostiene que el Romanticismo es el fatal
punto de viraje de la historia del espíritu alemán. Desde su perspectiva,
la vida desinhibida irracionalmente venció sobre la razón humanista y
con ello preparó directamente el irracionalismo del nacionalsocialista.
También las voces de algunos burgueses conservadores llegaban a un
resultado semejante. Fritz Strich, en el prólogo escrito después de 1945
al libro Clasicismo alemán y Romanticismo^ cuya primera edición es del
año 1922, escribe: «Si entonces era una tarea sacar a la luz los derechos
del Romanticismo frente al clasicismo, hoy confieso que la evolución
de la historia me ha llevado a reconocer en el Romanticismo alemán
uno de los mayores peligros que luego condujeron al infortunio que
se precipitó sobre el mundo».
¿Es el Romanticismo la prehistoria del infortunio? Hay dos histo­
riadores decisivos de las ideas que lo han visto así: Isaiah Berlin y Eric
Voegelin.
Para Isaiah Berlin, el Romanticismo alemán puso en juego un ge­
nial «desenfreno»: la imaginación subjetiva que tomó el poder prime­
ro en el ámbito espiritual y luego en la política, lo cual condujo a la
destrucción de los tradicionales órdenes humanos. Según Berlin, el Ro­
manticismo pudo incubar monstruos políticos porque, primero de for­
ma lúdica y genial, pero luego de manera práctica, rindió homenaje al
principio de que la voluntad creadora individual es más fiierte que
toda estructura objetiva «del mundo a la que hayamos de adaptarnos».
Eric Voegelin considera deplorable que Alemania, a principios del
siglo XIX, se configurase como nación precisamente bajo el signo del Ro­
manticismo. Según él, el Romanticismo consciente de sí mismo recha­
zó el «orden teomorfo» del mundo y lo sustituyó por un imaginativo
poder propio, que luego fiie proyectado al pueblo. Así surgió aquel pe­
ligroso desenfreno del que también habla Berlin. ¿Fue el Romanticis­
mo un destino fatal para Alemania?
Hitler afirmó que las añoranzas románticas de pensadores y artis­
tas encontrarían su cumplimiento en el nacionalsocialismo. El 21 de
marzo de 1933, en el llamado Día de Potsdam, dice:
El alemán, desmoronado en sí mismo, carente de unidad en el espíritu,
astillado en su querer y con ello impotente en la acción, carece de fuer­
za en la afirmación de la propia vida. Sueña con un derecho en las estre­
llas y pierde el suelo en la tierra [...]. Al final, a los alemanes sólo les que­
dó abierto el camino hacia dentro. Como pueblo de cantores, poetas y
pensadores soñó luego con un mundo en el que los otros vivían, y sólo
cuando la necesidad y la miseria golpeó inhumanamente, creció quizá
desde el arte la añoranza de una nueva elevación, de un nuevo imperio y
con ello de una nueva vida.
Pero ¿cuánto Romanticismo tomó parte realmente en el triunfo del
nacionalsocialismo ?
Según la reciente y detallada investigación de Ralf Klausnitzer, se
trata en primer lugar de la apropiación y utilización de tradiciones ro­
mánticas en sentido estricto por parte de las instituciones administra­
doras de la ideología y de la propaganda. ¿Qué se adoptó, cómo se
configuró, qué se rechazó?
Los ideólogos del movimiento se interesaron por una serie de as­
pectos de la tradición romántica: las ideas sobre el pueblo y la cultura
popular, las representaciones románticas del organismo en relación con
el Estado y la sociedad, y las interpretaciones románticas de los mitos
de un Corres y un Creuzer.
Es conocido que el Romanticismo de Heidelberg, acogiendo los
estímulos de Herder, había reunido y expandido las canciones popu­
lares, los cuentos, las sentencias. La mirada se desplazó desde el indi­
viduo creador al pueblo, en el que se descubrió una sustancia poética,
una facultad poética del pueblo. En 1810, Friedrich Ludwig Jahn, para
germanizar el concepto de nacionalidad, formó el término Volkstum
(«pueblo», «nación», «vida del pueblo»), y Schleiermacher y Adam Mü-
11er hablaron por primera vez de «comunidad del pueblo». Todo ello
era todavía muy inocente y, si prescindimos de Jahn -a quien se co­
nocía como «el padre de la gimnasia»-, no estaba pensado en un sen­
tido polémico ni político. Y, sin embargo, parecía encajar en el a prio-
ri popular que Joseph Coebbels, en marzo de 1933, formuló de este
modo:
Si quisiera dar a la transformación política su denominador más sencillo,
diría: el 30 de marzo murió definitivamente el tiempo del individualismo.
El nuevo tiempo no en vano se llama época popular. El individuo parti­
cular es sustituido por la comunidad del pueblo. Si yo en mi considera­
ción política sitúo al pueblo en el centro, la primera consecuencia es que
todo lo demás, lo que no es pueblo, sólo puede ser medio para el fin. Por
tanto, en nuestra confirmación tenemos de nuevo un centro, un punto
fijo en la fuga de las apariciones [...], a saber, el pueblo como cosa en sí,
el pueblo como el concepto de la inviolabilidad, al que todo ha de servir
y subordinarse.
El «pueblo como cosa en sí» es una formulación para los esta­
mentos cultos, para el director artístico y los directores de las socieda­
des de radio, ante los cuales hablaba Goebbels, y podía resaltar que
bajo este aspecto quería dar nueva vida al espíritu del Romanticismo.
Pero al entrar más de cerca en este espíritu, se mostró lo inadecuado.
En los aparatos ideológicos se desarrolló una disputa en tomo a si la
fundamentación tenía que ser «realista», o «romántica». Los «realistas»
se oponían a la concepción romántica del pueblo como «pueblo lin­
güístico», y exigían una fundamentación biológica, racial del pueblo.
El «espíritu del pueblo», dice Hermann Pongs, se forma antes de la
conciencia lingüística, como «ideas sin palabras», desde la sangre y el
suelo. En este sentido Ernst Krieck, un ideólogo decisivo en el campo
de las ciencias de la educación, exige la ruptura radical con la tradición
espiritual del Romanticismo y del idealismo. Posiciones semejantes se
defendieron en el departamento de Rosenberg, que era competente
para el adoctrinamiento de los miembros del partido en lo relativo a
la concepción del mundo. La comunidad del pueblo, se decía allí, no
puede confundirse con un «idilio romántico»; y en general se consi­
deraba que el Romanticismo es demasiado «quietista» y que, «en su
huida de una realidad no dominada», ha traicionado a los hombres
sencillos. Los románticos, se decía en esos sectores, ciertamente colec­
cionaron canciones populares, pero evitaron la comunidad real del
pueblo. Fueron elitistas. Estos reproches desembocaron finalmente en
el ataque al «humanismo disimulado» en el Romanticismo histórico.
Son coherentes con esto las observaciones en las que se indica que los
círculos románticos estaban fuertemente permeados de «cosmopolitis­
mo judío, de una actitud general de cosmopolitismo» e «individualismo
craso». Los ataques al Romanticismo histórico alcanzaron a veces tales
niveles de acritud, que Goebbels protestó y recordó pragmáticamente
que el Romanticismo pertenece sin más a la herencia cultural, a una
herencia de la que el pueblo alemán puede sentirse «orgulloso» tam­
bién ante al extranjero. Tomó precauciones frente a los expertos en el
uso del pelvímetro, que exigían al Romanticismo una concepción del
mundo basada en la biología racial. Desde su punto de vista esos co­
nocimientos han de buscarse más bien en las ciencias competentes, y
con el concepto romántico de pueblo no puede edificarse ningún Es­
tado sobre una ideología racial.
Esto afectaba también al otro tema en el que se quería encontrar
un anclaje en el Romanticismo: la representación del organismo. Lo
orgánico en el Estado y en la sociedad era una idea rectora para los na­
cionalsocialistas. Precisamente el primer programa del partido prome­
tía que el nacionalsocialismo llevaría otra vez el orden a «un mundo
salido de quicio» y ordenaría «orgánicamente el caos», para formar el
«todo articulado con sentido» de la comunidad del pueblo a partir de
la «mera masa». Eso estaba dirigido evidentemente contra el sistema
parlamentario de Weimar, que era mecánico, atomista y «extraño al
pueblo». Se reconocía que los románticos, sobre todo Adam Müller,
habían concebido la sociedad y el Estado como un organismo, por
contraposición al Estado mecánico y nivelador de la Revolución fran­
cesa. Pero si en el concepto romántico de pueblo los nazis echaban de
menos lo racial y biológico, en el organismo romántico encontraban a
faltar el principio del caudillo, y en consecuencia las ideas románticas
relacionadas con esto no les parecían utilizables. También aquí, se de­
cía, el Romanticismo muestra su rasgo «pasivo». Los ideólogos del na­
zismo exigían una actitud «activa»; los románticos, decían, deseaban
un Estado para el recogimiento, un Estado que fiiera como una ma­
dre, pero se trata ahora de crear un Estado riguroso, rígidamente orga­
nizado, paternal, un Estado no para el placer, sino para las marchas
y las luchas. Krieck centró su crítica al Romanticismo en lo funda­
mental:
La imagen idealista y orgánica del mundo confía en el mero crecimiento,
en el devenir silencioso, en el acontecer desde la espontaneidad de los im­
pulsos. No conoce ni reconoce lo heroico [...], la indignación del indi­
viduo [...], y con ello le falta el auténtico arranque para una dinámica
histórica.
El régimen nacionalsocialista era poHcéntrico también en el aspec­
to ideológico. Bajo la cúspide directiva había centros de poder con
ideologías rivales, cuyos portavoces libraban batallas tanto encubiertas
como abiertas. Al activismo heroico, que Krieck esgrimía como crítica
al Romanticismo, se opuso Rosenberg, para el cual la aportación del
Romanticismo había de cifrarse en el descubrimiento de lo mítico, en
el regreso a «lo impulsivo, informe, demoniaco, sexual, extático, telú­
rico». Goebbels contemplaba este planteamiento con cierto desdén.
Ya en 1930, cuando apareció El mito del sigh XX, de Alfred Rosenberg, lo
calificó de «eructo filosófico», y anotaba en su diario: si Rosenberg pu­
diera hacer lo que pretende, «ya no habría ningún teatro alemán; ha­
bría solamente reuniones, culto, mito y embustes semejantes».
En esta disputa ideológica en torno al Romanticismo, Goebbels dio
una orientación comparativamente pragmática. Desde su punto de vis­
ta el Romanticismo ha de cultivarse como una herencia cultural, lo
mismo que el clasicismo y otras épocas representativas de la literatura.
Ahora bien, para la actualidad se requiere un Romanticismo distinto
del histórico, se necesita un «Romanticismo de acero», según la deno­
minación usada en su discurso programático para la apertura de la
Cámara de Cultura del Imperio, pronunciado el 15 de noviembre de
1933, donde reclamaba: «un Romanticismo que no se esconde ante las
durezas de la existencia y no intenta escapar a lejanías azules, un Ro­
manticismo que tiene el valor de enfrentarse a los problemas y de mi­
rarles a los ojos sin compasión, con firmeza y sin vacilap>.
La fórmula «Romanticismo de acero» expresa el rasgo fundamen­
talmente moderno del régimen nacionalsocialista. El régimen no año­
raba los tiempos arcaicos; más bien, se proponía construir una socie­
dad altamente técnica, capaz de ftmcionar en el plano industrial, que
construyera autopistas y estuviera preparada para la guerra. Los sueños
de la antigüedad y de la vinculación a la tierra, en un momento en
el que retrocedía la economía agraria, eran un ideológico arte indus­
trial, que los pragmáticos no tomaban en serio. Incluso la dirección de
las SS en tomo a Heinrich Himmler, que planificaba una imposición
de lo ario a gran escala en los territorios orientales conquistados, y que,
para esclavizarlos había estudiado la mitología germánica, sabía que a
la germanofilia romántica le faltaba lo decisivo: el rabioso biologismo
y el racismo. Además, también aquí el componente industrial y téc­
nico desempeñaba la fiinción principal: fiierzas de trabajo, materias
primas, mercados de consumo. A los sectores oficiales no les gustó la
crítica romántica de la racionaUdad técnica, que sin duda se daba tam­
bién en la amalgama de la ideología nacionalsocialista, y que tenía su
portavoz en Ludwig Klages y su grupo. Eso recibía el calificativo de
romántico en un sentido peyorativo. Había necesidad de la técnica y
de las modernas ciencias naturales. No se quería escuchar nada del «oca­
so del alma» en el «espíritu» (técnico). De todos modos, comoquiera
que se entendiera el alma, ésta había de reconciliarse con la técnica.
Los pragmáticos del poder querían ser modernos, técnicamente pro­
gresistas, ajenos a lo sentimental, objetivos, efectivos, no soñadores, de
mirada vuelta hacia atrás, no «idílicos» como el Romanticismo históri­
co. Por eso Goebbels empleó la expresión «Romanticismo de acero» y
la repitió otra vez el año 1939, en la inauguración de una exposición
de automóviles. «Vivimos en una época que es a la vez romántica y
acerada, que no ha perdido su profundidad de ánimo, pero que, por
otra parte, ha descubierto un nuevo Romanticismo en los resultados
de las invenciones y de la técnica en la modernidad»; el nacionalso­
cialismo «ha sabido quitar a la técnica su rasgo desalmado y llenarla
con el ritmo y el impulso cálido de nuestra época».
Los «impulsos cálidos» habían de dirigirse ál «pueblo, al Imperio y
al Führer». Con este propósito se movilizaron los resortes románticos
que fueran utilizables. ¿No había soñado el Romanticismo con la de­
fensa y el restablecimiento del Imperio cristiano de la nación alemana?
Recuérdese a este respecto La cristiandad o Europa, de Novalis. No hay
duda de que se dieron tales sueños; pero el Romanticismo había so­
ñado con esto de tal manera que Thomas Mann, en su adhesión a la
República de Weimar en 1922, podía remitirse a Novalis como supe-
rador del nacionalismo y abogado de un humanismo universal. Nova-
lis quería el Imperio para restablecer la Europa cristiana. En cambio, el
nacionalsocialismo utilizó el mito del Imperio como imagen directiva
para un gran imperio «germánico». El mito del Imperio, enramado por
la mística de un «enlace entre Alemania y el cristianismo», había de sa­
tisfacer necesidades espirituales. Este mito era vago y suficientemente
prometedor para alimentar la fe en la recuperación de la grandeza ale­
mana. Había estados y naciones, pero sólo un Imperio; aquél era el tí­
tulo de nobleza de los alemanes, por el momento humillados, pero
que podían mirar a la grandeza futura. Se escenificó ese Romanticismo
del Imperio.
Nuremberg, un símbolo del antiguo esplendor imperial, fiie elegi­
da como ciudad para celebrar el día del partido del Imperio. Afloraba
otra vez el Romanticismo histórico, que había descubierto de nuevo
este «cofrecillo dejoyas del imperio». Ludwig Tieck y Wackenroder habían
peregrinado hacia esa ciudad y escribieron:
¡Nuremberg, tú en tiempos ciudad mundialmente conocida! Con qué
gusto recorro tus callejuelas, con qué amor infantil recorro tus casas pa­
tricias y tus iglesias, en las que está estampada la huella firme de nuestro
antiguo arte patrio. Qué íntimamente amo las formaciones de aquel tiem­
po, que hablan un lenguaje fuerte, vigoroso y verdadero. Cómo me arre­
batan hacia aquel siglo gris.
La glorificación en aires románticos de la ciudad duró a lo largo de
todo el siglo XIX; contribuyeron a ello Los maestros cantores, de Richard
Wagner.
Con los mismos esplendores con que se representaba el día del Im­
perio del antiguo emperador debía configurarse también la proclama
general del partido. El escenario de la ciudad, todavía antigua, ofrecía
el espacio transfigurados Hitler hizo su entrada entre el tañido de cam­
panas y el sonido de charanga, flanqueado por unas masas que pro­
ferían gritos de júbilo y agitaban banderas; a través de calles empave­
sadas, resplandecientes, adornadas con flores, se dirigió a la sala de
ceremonias del Ayuntamiento, donde se le entregó un regalo honorí­
fico. Celebraron el día de la victoria del partido en 1933 ante el gra­
bado de Durero El caballero, la muertey el diablo, el cuadro preferido de
Nietzsche.
Hasta aquí los requisitos románticos del dominio nazi. Por lo de­
más, el Romanticismo fiie cultivado como una normal herencia cultu­
ral en las escuelas, en la universidad, en el teatro, en las bibliotecas de
préstamo y en las editoriales. Pertenecía al canon, lo mismo que Les-
sing,. Goethe y Schiller; y era obviamente parte del decorado interior
del «hombre doble» durante la dictadura. El ciudadano normal actuó
en general bajo una doble fiinción entre 1933 y 1945. Era el que acu­
día fielmente a su trabajo, cultivaba sus tradicionales preferencias cul­
turales, satisfacía su necesidad de distracción; y era a la vez el que se
vestía de uniforme, participaba en las marchas, daba gritos de júbilo,
denunciaba y en dosis adecuadas se embriagaba con la voluntad de po­
der. Este hombre doble era el filisteo del que se burlaban los románti­
cos, con su preferencia por la tranquilidad, el orden y la seguridad, y
a la vez el hombre que quería participar en la conciencia de los seño­
res y de los héroes. El archivo del Romanticismo contaba con una do­
tación adecuada para ambas necesidades, para ambas funciones.
En la crítica del Romanticismo, tal como la formularon Isaiah Ber­
lín, Eric Voegelin, y también Lukács, Fritz Strich, Helmuth Plessner y
otros, no se trata en primera línea de la recepción y utilización del Ro­
manticismo histórico por parte del régimen nacionalsocialista, sino de
la llamada actitud romántica del espíritu, que habría sido responsable
de la catástrofe alemana. Estas obras exponen, como el autor de estas
páginas, un concepto ampliado de lo romántico.
Dicho concepto ampliado presenta en primer lugar el Romanticismo
de la vida dionisiaca, que Schlegel y Nietzsche llaman «caos creador»,
un caos en el que la razón quisiera penetrar y en el que sucumbe de­
masiado pronto, arrollada por la ebriedad, el éxtasis, el entusiasmo y
el amor. Dominan en él los grandes sentimientos en lugar de la pru­
dencia. Ciertamente, el hombre puede aferrarse a la razón, pero no
puede menos de notar que el proceso de la vida en conjunto es irra­
cional. Schlegel y Schelling equiparan lo irracional con lo divino. Pero
su dios es inquieto, sometido al devenir, impulsor; es un dios que tie­
ne una semejanza sospechosa con la voluntad ciega e impulsiva de
Schopenhauer. Nietzsche, con su concepto de vida dionisiaca, se apo­
ya en la voluntad ciega del mundo en Schopenhauer. Este vitalismo
entre Schlegel y Nietzsche es romántico porque de forma vitalista y di­
námica rebasa los límites de la razón trazados por Kant, y ávido de in­
tensidad quiere sumergirse en el gran torrente de la vida. En Schelling
y Schlegel tiene todavía vínculos religiosos; en Nietzsche, por el con­
trario, se libera de las inhibiciones religiosas.
Por lo que se refiere a este Romanticismo de la vida dionisiaca que
culmina en Nietzsche, el reproche puede formularse así; este filósofo
denigró el espíritu hasta convertirlo en una mera función de la vida, y
redujo el conocimiento a ciertas verdades que son sólo ficciones útiles
para la vida. Ahora bien, en cuanto desaparece la verdad, se rompen
los fijndamentos de la moral social. Queda la lógica salvaje de la auto-
afirmación y el ideal de la desinhibida autorrealización de la vida fiier-
te a expensas de la débil. Por tanto, este tipo de vitalismo creó un pre­
supuesto intelectual para una moral sin escrúpulos que terminó dando
vía libre a la liquidación de la vida que no merece vivir, tal como se
llegará a afirmar.
De hecho, en los escritos tardíos de Nietzsche se encuentran ideas
que sugieren algo semejante. Por ejemplo, cuando al final de Ecce homo
comprime todas sus objeciones contra la moral cristiana en el repro­
che de que el cristianismo estableció como valor supremo la «desper­
sonalización y el amor al prójimo», y con ello creó la «moral de de­
cadencia por excelencia» para la historia de la especie. Frente a este
«partido de todo lo débil, enfermo y malogrado», tiene que entrar fi­
nalmente en escena un «partido de la vida», que «tome en sus manos
la más grande de todas las tareas, la de un cultivo superior de la hu-
inanidad, con la inclusión de una liquidación despiadada de todos los
degenerados y parásitos».
Es significativo que tales manifestaciones de Nietzsche se encuen­
tren allí donde el punto de vista estético del incremento de la vida in­
dividual, que en general predomina, es sustituido por una perspectiva
biológica; o sea, allí donde él ya no da continuidad a una tradición ro­
mántica, sino que cae bajo el influjo del biologismo y de un darwi-
nismo social. En Nietzsche llega a su punto álgido la disputa entre el
Romanticismo y el biologismo de su época, que nada tiene de ro­
mántico. Y esta atmósfera de pensamiento, el de las ciencias naturales
vulgarizadas, es el medio donde se incuban los monstruos del racismo,
el cultivo de la raza pura de los germanos, la liquidación de la vida que
no merece vivir y un antisemitismo asesino, que ve a los judíos como
bacilos y exige su asesinato como medida sanitaria.
El vitalismo romántico quedó envenenado en el momento que se
unió con un cientifismo que creía poder deducir una moral a partir de
la biología, por ejemplo, a partir de la frase pronunciada por Wilhelm
Schallmayer, un higienista de las razas que se hizo famoso en torno a
1900: «Los individuos que ya no tienen ningún valor para el interés de
la especie, en la naturaleza suelen estar consagrados a una pronta ani­
quilación». El que corrompió moralmente el pensamiento no fue el
Romanticismo, sino especialmente el biologismo de un mundo que de­
positó su fe en la ciencia. No se tomó en consideración una adverten­
cia de Thomas Huxley, discípulo de Darwin, que decía: «Entendamos
de una vez por todas que el progreso moral de la sociedad no se debe
a la imitación del proceso cósmico, ni al alejamiento de él; se debe a
la lucha contra él...».
Aunque el vitalismo romántico no inventara las ideas relativas a
una vida que no merece vivir, sin embargo, aquella actitud romántica
del espíritu en Alemania que se mostraba extraña frente al mundo y
quería derribarlo, ¿no hizo posible que las ideas brotadas de otras fuen­
tes pudieran traducirse a la acción tan desenfrenadamente?
En realidad, la extrañeza frente al mundo fue durante largo tiem­
po una característica de la vida del espíritu en Alemania. Thomas
Mann la defendió explícitamente en Consideraciones de un apolítico, y ba­
saba su defensa en que dicha extrañeza deja libre la imaginación artís­
tica y no nos limita a los puntos de vista de la utilidad social y políti­
ca. Thomas Mann apunta a esta libertad estética, que se muestra sobre
todo en la ironía, a este fluctuar sobre las cosas, y en tal contexto ha­
bla de la extrañeza romántica frente al mundo en la cultura alemana,
una extrañeza que desde entonces ha sido descrita una y otra vez, y se
ha convertido en objeto de análisis en lo relativo a sus presupuestos
históricos y a sus repercusiones políticas. De forma especialmente pe­
netrante lo ha hecho Helmuth Plessner, que a su vez ha establecido los
patrones pertinentes. Su libro La nación retardada es un estudio publi­
cado inicialmente en el año 1935 en el exilio de Holanda, aunque esta
edición pasó casi inadvertida, y en forma ampliada fue editado de nue­
vo en 1959, entonces con gran éxito.
Tal como advirtió Madame de Staél, la vida espiritual de Alemania
estaba profundamente marcada por el astillamiento político, por la falta
de grandes centros urbanos, por el pequeño formato de la vida social.
No había en Alemania ninguna nación política, sino numerosos estados
autoritarios de tamaño pequeño o mediano; se trataba de una multi­
plicidad de pequeños mundos privados, que eran lugares de incubación
de caracteres individuales, desde los estrafalarios hasta los geniales. Mu­
cho tenía que faltar el gran mundo para que se pudiera exclamar, como
Werther; «Vuelvo sobre mí mismo y encuentro un mundo».
Todo esto es conocido y desde entonces ha sido descrito con fre­
cuencia, de modo que no es necesario repetirlo en sus detalles. Por lo
que se refiere al punto de vista de la extrañeza alemana frente al mun­
do, hemos de retener solamente que puesto que en el exterior faltaba
el gran mundo, los individuos lo desarrollaban en soledad y libertad,
en su cabeza. Eran sublimes o idílicos, o bien tenían en mente esbo­
zos e interpretaciones audaces más allá del mundo político, o bien se
encogían a espaldas de él, hundiéndose amorosamente en idilios o en
la profundidad del alma. La auténtica esfera política quedó escasa­
mente iluminada y daba poco estímulo a la vida espiritual. El desinte­
rés podía crecer hasta el desprecio arrogante. Faltaba con ello una cul­
tura política, tal como la ha producido Occidente, un humanismo
político basado en el realismo, la prudencia práctica y la mundanidad.
Pero, tal como ha resaltado Plessner, esta extrañeza política frente al
mundo iba unida a una especial «devoción mundana». La religión des­
encantada en la Iglesia nacional del protestantismo liberó potenciales
religiosos del ánimo y estímulos insatisfechos que desembocaron en el
arte, la filosofía, la literatura y la música. La cultura recibió una carga
religiosa, la educación se convirtió en un sustitutivo de la religión. In­
diferentes a la política cotidiana, en un clima de devoción mundana se
miró en ocasiones extraordinarias a significaciones profundas en la es­
fera política, de la que los hombres se prometían lo que en general sólo
puede ofrecer la religión, a saber, respuesta a las preguntas últimas, o
sea, redención, apocalipsis, escatología. Lo propiamente político tenía
que irradiar en un brillo suprapolítico, casi sagrado, como, por ejem­
plo, el imperio, o el pueblo y la nación, si el interés cultural había de
ocuparse de ello. Por eso, también Thomas Mann, en Consideraciones
de un apolítico, hizo profesión de fe en un Romanticismo «que no co­
nocía más exigencia política que la de la alta nación del emperador y
del imperio».
La unión de devoción mundana y extrañeza frente al mundo impi­
dió de hecho la formación del sentido político. Se desarrollaron pers­
pectivas fértiles para lo próximo: lo existencial y personal, y para lo
lejano: las grandes preguntas metafísicas. En lugar de doctrina de la
prudencia política, hubo filosofía de la historia. Pero la esfera política
está entre lo próximo y lo lejano, en una distancia intermedia. Aquí se
exige juicio político, algo de lo que Alemania carecía. Los hombres se
acercaban a lo político con medios inadecuados, bien existenciales, bien
metafísicos y especulativos, en lugar de hacerlo con la razón pragmáti­
ca. Por eso el temple político tuvo muchas veces un sonido tan falso.
Isaiah Berlin, Eric Voegelin y otros designan como Romanticismo
esta falta de sentido político y su ofiiscación con imágenes y esperan­
zas tomadas de un campo medio religioso, medio existencialista, o del
ámbito de la filosofía de la historia. Esta actitud espiritual tuvo en 1933
una repercusión fatal en la revolución nacionalsocialista. Un Thomas
Mann políticamente purificado la designó en el Doktor Faustus como
la aspiración a una «interpretación superior del acontecer crudo».
Recurramos una vez más al ejemplo de Martin Heidegger, un maes­
tro de Alemania. Cuando en su encuentro con Karl Jaspers en marzo
de 1933, una visita que por un tiempo prolongado pareció que iba a
ser la última, dijo «hay que acoplarse», estaba como electrizado, pero
no lo estaba simplemente por los acontecimientos crudos, sino por la
interpretación superior que les daba. Heidegger reaccionaba ante acon­
tecimientos políticos, y su acción se desarrolló en el nivel político, pero
era la imaginación filosófica la que dirigía la reacción y la acción. Y esta
imaginación filosófica transformó la escena política en otra situada en
el plano de la filosofía de la historia, en la que se representaba una pie­
za del repertorio de la historia del ser. Según Heidegger, la filosofía
griega liberó al hombre de la caverna del sopor mítico. Pero ahora la
historia universal se ha sumergido de nuevo en la luz turbia de la im­
propiedad, ha vuelto a la caverna platónica. El pensador interpreta la
revolución de 1933 como una oportunidad para salir otra vez de la ca­
verna, para un nuevo instante histórico de la propiedad. Así interpre­
ta Heidegger, con temple cercano al romántico, los sucesos actuales, en
los que se transforma, de cavilante pensador del ser, en actor. Por eso
llega a ser rector, organiza un campamento de la ciencia en Todnau-
berg, lanza hacia el valle artificios pirotécnicos en la fiesta del solsti­
cio, habla de los parados, los lleva a la universidad, redacta numerosas
proclamas y pronuncia discursos, encaminados a «profiindizap> en los
sucesos de la política cotidiana, de modo que encajen en la imagina­
ria escena filosófica. A este respecto, se remite a Hegel y a Hólderlin. ¿No
«profiindizaron» también ellos en la historia real y extrajeron de ella
algo grande? ¿Acaso no vio Hegel en Napoleón el espíritu del mundo
y Hólderlin el «príncipe de la fiesta a la que están invitados los dio­
ses y Cristo»?
En una justificación que realizó años después, cuando ya hacía
tiempo que había despertado de la embriaguez de sus profiindas in­
terpretaciones, todo presenta un cariz completamente distinto. Enton­
ces señala Heidegger el desamparo de la época, el paro, la crisis eco­
nómica, las reparaciones de guerra, la guerra civil, el peligro de la
revolución comunista y las debilidades de la República, que no logró
solucionar estas dificultades. No quiere acordarse de sus «interpreta­
ciones superiores». Ciertamente sigue hablando todavía de la historia
del ser, pero ya no menciona a Hitler, a quien había saludado como
renovador de la misma. Usando una formulación de Thomas Mann en
las Consideraciones de un apolítico^ al hablar de Hitler se le había ocurri­
do tanta «charlatanería profiinda» como en general le había sucedido
a la mayoría de los intelectuales de Alemania».
La toma del poder por parte de Hitler desató un estado de ánimo
revolucionario en el momento en que se notó con espanto, pero tam­
bién con admiración y alivio, que los nazis pretendían efectivamente
triturar el sistema de Weimar, apoyado solamente por una minoría.
Hubo manifestaciones sobrecogedoras del nuevo sentimiento de co­
munidad, juramentos de masas bajo catedrales luminosas, fiiegos de
campamento en las montañas, discursos del Führer en la radio, mien­
tras la gente se congregaba con sus vestidos estivales para escucharlo
en las plazas públicas, en el aula de la universidad y en las cervecerías,
así como cantos corales en las iglesias para celebrar la toma del poder.
Es difícil reproducir el temple de ánimo de aquellas semanas, escribe
Sebastian HafFner, que lo experimentó en persona. Esa disposición de
ánimo constituía la auténtica base del poder para el futuro Estado del
Führer. «Era un sentimiento muy ampliamente difundido de redención
y liberación de la democracia, no puede decirse de otra manera.» Este
sentimiento de alivio por el final de la democracia no se limitaba a los
enemigos de la República. Incluso la mayoría de sus adictos no le atri­
buían la capacidad de hacer frente a la crisis. Era como si se hubiese
disuelto un hechizo paralizante. Parecía anunciarse algo realmente nue­
vo: un gobierno del pueblo sin partidos y con un caudillo, del cual se
esperaba que hiciera nuevamente de Alemania una nación unida en el
interior y segura de sí misma hacia el exterior. Parecía cumplirse final­
mente la añoranza de una política apolítica. La política había sido para
la mayoría un asunto de altercados de partidos y de egoísmo. Heidegger
había expresado el resentimiento contra la política cuando adjudicó toda
esta esfera al «uno» y a las «habladurías». La política era considerada una
traición a los valores de la verdadera vida: dicha familiar, espíritu, fide­
lidad, valor. «Un hombre político me resulta repugnante», había escri­
to ya Richard Wagner. El afecto antipolítico no quiere avenirse con el
hecho de la pluralidad de los hombres, sino que busca el gran singu­
lar: el alemán, el pueblo, el trabajador, el espíritu.
Lo que había quedado de prudencia política perdió todo crédito
de la noche a la mañana; y lo que ahora contaba era la emoción pro­
funda. En estas semanas Benn escribió a Klaus Mann exponiéndole el
fundamento de su toma de partido por el régimen:
Gran ciudad, industrialismo, intelectualismo, todas las sombras que la
época proyectó sobre mis pensamientos, todos los poderes del siglo a
cuyo servicio me puse yo en mi producción, llegaron a uno de esos mo­
mentos en los que se hunde toda esta vida atormentada y no queda más
que la llanura, la anchura, las épocas del año, palabras sencillas: pueblo.
Era como una redención, un salto mortal a la gran sencillez y, po­
demos decir también, al primitivismo. Heidegger dice en una confe­
rencia ante los estudiantes de Tubinga el 30 de noviembre de 1933:
Ser primitivo significa estar por interior afán e impulso allí donde las co­
sas comienzan; ser primitivo es estar impulsado por fuerzas interiores. Pre­
cisamente por eso, porque el nuevo estudiante es primitivo, está llamado
a ejecutar la nueva exigencia de la ciencia.
Se quiere ser sencillo y profundo, se quiere romper el nudo gor­
diano de una realidad que se ha hecho demasiado complicada y a la
vez encontrar un sentido más profundo. El primitivismo se une con el
Romanticismo.
Hannah Arendt llama a todo ello «alianza entre chusma y elite».
La elite intelectual, para la que en la primera guerra mundial se habían
hundido los valores tradicionales del mundo de ayer, siente la suficien­
te extrañeza frente al mundo como para ver realizados en la revolución
del nacionalsocialismo sus sueños en torno al imperio, a un pueblo
unido y a un nuevo ser.
¿Sólo extrañeza fi-ente al mundo? ¿No se trata también de una
corrupción sin parangón de la conciencia moral?
Isaiah Berlin ve estrechamente unida la extrañeza frente al mundo
con el descuido y desprecio de la normalidad, es decir, de las reglas de
la vida ordinaria, gracias a las cuales se hace posible una vida común.
Esas reglas son la esencia de las relaciones políticas reguladas por la ra­
zón; en ellas se protege la dignidad y la libertad de los individuos; y
no se pueden menospreciar en favor de una gran idea filosófica, y tam­
poco en favor de las obsesiones de un gran individuo creador, que en
sus obras y sus demás acciones se siente más obligado al mundo de su
propia expresión que a los puntos de vista sociales. Isaiah BerHn cali­
fica de «romántica» esta actitud del espíritu que tributa mayor aprecio
a la originalidad intelectual y a la expresividad subjetiva que a los va­
lores y normas socialmente vinculantes. Escribe:
En la medida en que hay valores comunes, es imposible afirmar que yo debo
crearlo todo, que he de romper todo lo dado, o que debo destruir todo lo
que tiene una determinada estructura, a fin de dejar vía libre a mi fanta­
sía desenfrenada. Vistas así las cosas, el Romanticismo, tan pronto como
es llevado a sus consecuencias lógicas, termina en una especie de locura.
Según él, el Romanticismo histórico ensayó en el ámbito artístico
esta peligrosa potenciación de la imaginación y de la aspiración sub­
jetiva; pero eso que a primera vista parece inocente no lo es. Berlin
continúa:
El movimiento entero es el intento de cubrir la realidad con un modelo
estético, de modo que todo ha de obedecer a las reglas del arte. Para los
artistas algunas afirmaciones del Romanticismo pueden pretender de he­
cho cierta validez. Pero el intento de acuñar la vida como arte presupone
que los hombres son mera materia, que son simplemente una especie de
material, que no son sino color y tonos. Pero en la medida en que esto
es falso, en la medida en que los hombres, si quieren comunicarse, se ven
forzados a reconocer determinados valores y hechos comunes, y habitan
un mundo común [...], en la misma medida me parece que el Romanti­
cismo plenamente desarrollado, no menos que sus retoños, el existencia-
lismo y el fascismo, es víctima de un error.
Por tanto, la tesis de Berlín es: el Romanticismo, por su subjetivis­
mo de la imaginación estética, de la expresividad, de la fantasía, de la
complacencia irónica en el juego, del ensimismamiento desmedido,
contribuyó a socavar el orden moral de la tradición. De manera seme­
jante argumenta Voegelin, con la diferencia de que él caracteriza este
orden socavado como «teomorfo» y amplía la crítica al subjetivismo
del Romanticismo con el reproche de que los románticos llevaron a
cabo una autodivinización del sujeto estético. Ya Heinrich Heine ha­
bía formulado ese reproche hacia el final de su vida, cuando llamó a
los románticos y sus seguidores, entre los que se incluía a sí mismo,
«sus propios dioses ateos», los cuales no entendieron que «ser bueno»
es mejor que la «belleza». En la serie de los críticos del subjetivismo
romántico se puede incluir también a Georg Lukács, que argumenta
desde presupuestos marxistas. Para Lukács objetivismo no significa lo
mismo que para Isaiah Berlin y Eric Voegelin. En Berlin se trata de una
objetividad del consenso moral. En Voegelin objetividad significa res­
ponsabilidad ante Dios, y en Lukács significa la dialéctica «objetiva»
del proceso histórico. Comoquiera que se defina esta objetividad, el
Romanticismo es acusado de estrellarse contra ella de una forma sub­
jetiva e irracionalista, y de que es propicio a una actitud del espíritu
que procede según el lema de que si la realidad no corresponde a mis
representaciones, tanto peor para la realidad. Según Lukács, lo que se
incubó en el alejamiento del mundo, en principio ha penetrado en el
mundo. De nuevo hemos de recordar aquí a Heinrich Heine, que, en
el famoso pasaje final de su Historia de la religióny lafilosofia en Alema­
nia^ previene al público francés frente a las consecuencias de la revo­
lución romántica del espíritu:
No sonríe sobre los ilusos el que en el reino de las apariciones espera la
misma revolución que ha tenido ya lugar en el ámbito del espíritu. El
pensamiento precede a la acción, como el relámpago al trueno. El trueno
alemán es por supuesto también un alemán, y en consecuencia no es muy
flexible y llega rodando un poco lento; pero llegará, y cuando oigáis su
estampido, un estampido como no lo ha habido nunca en la historia uni­
versal, habréis de saber que el trueno alemán ha alcanzado finalmente su
meta..,
Si traemos a la memoria los admirables genios de la época román­
tica, unos genios que crearon sus mundos y los contrapusieron a la
realidad con plena conciencia de sí mismos, desde lo hondo de las en­
trañas nos resistimos a poner por un solo instante la figura de Hitler
dentro de esa tradición romántica. Y sin embargo, no podemos menos
de establecer este enlace fatal en Hitler por lo que se refiere a la ex-
trañeza fi-ente al mundo y al fiiror destructor del mundo.
Es cierto que las ideas de Hitler no eran románticas en absoluto;
más bien, éstas proceden de las ciencias naturales vulgarizadas, despo­
jadas de toda referencia a la moral y convertidas en ideología: biolo-
gismo, racismo y antisemitismo. Hitler se sentía ufano de su concep­
ción «científica» del mundo, y vale la pena echar una breve mirada al
sistema demencial que llevó a la práctica.
Nos hemos acostumbrado a hablar del confiiso edificio mental de
Hitler. Pero en realidad sus ideas no son confiisas. Lo terrible a este
respecto es, más bien, la inexorable lógica con la que en M/ lucha saca
consecuencias asesinas a partir de premisas tomadas del racismo y del
darwinismo social:
Naturalmente aquí el uno o el otro reirá, pero lo cierto es que este pla­
neta se arrastró a través del éter, sin hombres, durante millones de años,
y puede llegar otra vez a arrastrarse de la misma manera, si los hombres
olvidan que deben su existencia superior no a la ideas de algunos ideólo­
gos locos, sino al conocimiento y a la aplicación despiadada de leyes
férreas de la naturaleza.
En la lucha asesina por la existencia rigen las leyes de la propia con­
servación y de la selección del más fiierte. «La humanidad ha medra­
do en la lucha eterna y perece en la paz eterna.» Hay razas menos fiier-
tes y otras más fiiertes. El ario es el «prometeo de la humanidad»,
enciende aquel fiiego «que como conocimiento esclarece la noche de
los misterios silenciosos». Sin embargo, el ario está amenazado por la
impureza racial. Especialmente peligrosos son los judíos. Si no los li­
quidamos, la vida superior perece, y llegamos a la situación en la que
el planeta vuelve a girar sin hombres en la noche del espacio cósmico.
Los judíos han de ser asesinados también porque impiden la lucha aria
de autoafirmación, por cuanto, con la prohibición mosaica del «no
matarás», crean una mala conciencia a los arios. Hitler quiere elimi­
nar una ética liquidando a los supuestos inventores de esta ética. En las
conversaciones con Hermann Rausching declara: «Estamos ante una
tremenda transformación de los conceptos morales y de la orientación
espiritual del hombre. Las tablas del monte Sinaí ya no valen. La con­
ciencia es una invención judía».
La política de Hitler se basa en una locura, que se acreditó en cuan­
to file realizada. Aquellos sobre los que Hitler adquirió poder contri­
buyeron como creyentes, receptores de órdenes, ayudantes voluntarios,
amedrentados íntimamente, indiferentes. En cualquier caso, la cultura
moral de la sociedad no fue capaz de acabar con esta empresa. Nor­
malmente la locura separa a un hombre de su entorno, lo aísla y lo en­
cierra. Lo monstruoso del caso de Hitler está en que él superó la sole­
dad de la locura, por cuanto la socializó con éxito. Había motivos
diversos para seguir a Hitler, pero esto nada cambia en el resultado de
que toda una sociedad tomó parte en la traducción de un sistema de-
mencial a la realidad.
Como ya hemos dicho, no eran ideas románticas las que se apli­
caron en el nazismo; pero figuras como Hitler, que envuelven a una
sociedad entera en su hechizo, habían sido anticipadas ya en los sue­
ños febriles de los románticos, por ejemplo, en las figuras demoniacas
y nihilistas del poder que había trazado Jean Paul, o la figura del gran
magnetizador de Hoffmann. «Toda existencia», dice el magnetizador,
«es lucha y sale de la lucha. En una gradación creciente se concede la
victoria al poderoso, que incrementa su fuerza con los vasallos subyu­
gados...» También Thomas Mann sostiene que Hitler es una figura de
pesadilla romántica. En su audaz ensayo de 1938, titulado Hermano
Hitler, describe a éste como un artista fracasado, malogrado, que usa a
un pueblo entero como material plástico e instrumento para jugar con
él. Thomas Mann escribe: «Quiero dejar planteada la pregunta de si la
historia de la humanidad ha visto ya un caso de depresión moral y es­
piritual, unida con una especie de magnetismo al que la gente califica
de “genio”, que pueda compararse con éste que ahora nos afecta y del
que somos testigos».
Hitler es una encarnación perversa del yo de Fichte, que se cons­
truye su mundo y rompe la resistencia del no yo. Hitler quería fundar
un imperio mundial desde el Atlántico hasta los Urales, deportar pue­
blos enteros, liquidar la vida inferior, cultivar el pueblo ario hacia un
nivel superior; y poco antes de su suicidio dijo que, por desgracia, el
pueblo alemán demostró ser demasiado débil y, por tanto, no era ne­
cesario que sobreviviera. Tenía que morir con él.
Pero el pueblo, que se dejó arrastrar a este frío delirio de la locura
asesina, ¿no dio con ello la prueba más fuerte de su falta de sentido
de la realidad? ¿No se mostró con esta circunstancia algo de esta unión
entre extrañeza romántica frente al mundo y furor destructor del mun­
do? Habla a favor de ello el hecho de que muchos experimentaron el
derrumbamiento del dominio nacionalsocialista como el despertar de
un sopor, como el final de un espectro, con la sensación de haber­
se roto un hechizo. De la noche a la mañana parecía completamente
irreal eso que había dominado hasta aquel momento; de la noche a la
mañana, nadie quería reconocerse en lo que habían sido hasta hacía
muy poco. Arnold Gehlen, en éQuées alemán^, escribía en 1971: «Sólo
somos nosotros mismos [...], cuando lanzamos hacia delante una qui­
mera, o lo que sea, tan lejos que el intento de abrimos paso hacia ella,
en una lucha por conquistarla a través de la espesura de la realidad,
acaba produciendo resultados violentos». Cuando los hombres en 1945
llegaron a sí mismos, el fantasma había desaparecido y su realidad ya­
cía en ruinas.
Capítulo 18

En enero de 1947, Thomas Mann termina en la lejana California el


Doktor Faustus, una novela sobre La vida del compositor alemán Adrián
Leverkühn narrada por un amigo, tal como leemos en el subtítulo, arcai­
camente estilizado. En esta novela de altas ambiciones, Thomas Mann
aspiraba nada menos que a exponer el fatal destino de Alemania en el
espejo del curso de la vida de un compositor y a reflexionar sobre ese
destino. La obra tenía que ser una novela de artista, una novela social
y sobre todo una novela sobre Alemania. Cuando apareció, en el ve­
rano de 1947, la mayoría la recibió con veneración. Supieron apreciar
que la terrible historia de Alemania tuviera una interpretación tan su­
blime. Lo que se valoraba en dicha novela era que la tremenda histo­
ria de la Alemania nacionalsocialista ganaba un significado profundo,
y que el solemne sentido profundo de la obra de Thomas Mann casi
reconciliaba de nuevo con el horror. Poco a poco, se iban descubrien­
do las estadísticas del horror: 55 millones de muertos en la guerra, de
ellos 25 millones civiles; 15 millones, existencias impersonales («no per­
sonas») en campos de concentración; 11 millones asesinados, entre ellos
seis millones de judíos; más de diez millones de huidos; cinco millo­
nes de viviendas destruidas o gravemente dañadas. En la novela, el
autor se había puesto en guardia contra la aspiración romántica a una
«interpretación superior del acontecer crudo», pero lo que ofrecía era
precisamente esto: una «interpretación superior del acontecer crudo».
Si esta aspiración a una «interpretación superior» es realmente un pro­
blema romántico, entonces la novela de Thomas Mann es una parte
del problema cuya solución pretende ser.
No era desagradable darse por enterado de que en el peligro del ar­
tista se reflejaba el peligro del alma alemana, pues Leverkühn era un
artista genial, que, por otra parte, tenía una sorprendente semejanza
con Nietzsche; el autor presenta todo un aparato demoniaco de con­
tagio sifilítico y pacto con el diablo. Era una interpretación del horror
que se elevaba hasta alturas sorprendentes en el plano de la reflexión
sobre el arte y la filosofía de la historia. A Thomas Mann se le habían
ocurrido muchísimas cosas en relación con Hitler. La novela evocaba
el sentimiento del final en todos los sentidos: final del artista burgués,
del arte, de la burguesía; final del humanismo tradicional, del concep­
to de razón. Se presentaba un ocaso de los dioses sin igual. También
la imagen de la caída de los ángeles, tal como la pinta Miguel Ángel
en la Capilla Sixtina, es citada por el narrador Serenus Zeitblom, que en
las últimas fi-ases de la novela sobre Alemania dice: «Hoy se derrumba
en brazos de demonios, mientras se tapa un ojo con la mano y con el
otro mantiene la vista clavada en el horror, andando de desesperación
en desesperación, ¿Cuándo se llegará al fondo del abismo? ¿Cuándo
de la última desesperación amanecerá un milagro, la luz de la espe­
ranza, que va más allá de la fe?».
Serenus Zeitblom, experto en filología antigua y en pedagogía,
«una naturaleza sana, humanamente templada, dirigida a lo armónico
y racional», narra entre 1943 y 1945 la historia de la vida de Adrián
Leverkühn, su admirado y genial amigo desde la juventud, que nace
en el año 1885, crece en Kaisersaschern, una antigua ciudad alemana
comparable a Naumburg, estudia teología en Halle y Leipzig, don­
de enfiría su curiosidad metafisica con rigor matemático, y finalmente
se pasa a la música, también por razón de su rigor, compone algunas
obras de estilo moderno, en técnica dodecafónica, y finalmente, en
1931, en el punto cumbre de su creación musical, se derrumba, como
Nietzsche, y pasa todavía diez años en tinieblas espirituales bajo la pro­
tección de su madre, hasta morir en el año 1941. El tema es, por tan­
to, la vida y creación de un «espíritu orgulloso y amenazado por la es­
terilidad», en el que, tal como comenta Thomas Mann, se refleja la
«situación del arte en general, de la cultura, del hombre, del espíritu
mismo en nuestra cultura crítica de un extremo a otro»,
Thomas Mann había concebido a Leverkühn como espejo del alma
alemana. Ambos, Alemania y Leverkühn, caen en una situación esté­
ril, descreída, amenazada por el anquilosamiento de la vida; Alemania
en lo político, Leverkühn en lo artístico. Ambos establecen un pacto
con el diablo para llegar de nuevo a fiientes capaces de renovar sus
fiierzas: Alemania, para superar una sociedad en decadencia y encon­
trar una comunidad fiierte en sentimientos; Leverkühn, para experi­
mentar la embriaguez creadora y la desinhibición dionisiaca, y para pa­
sar de un exceso de reflexividad al sentimiento elemental, a una se­
gunda ingenuidad. Alemania busca la revolución vital, Leverkühn la
inspiración. Al final, a los dos se los lleva el diablo. Han traiciona­
do la razón humana y se han entregado a los poderes de lo irracional.
En ambos casos se da una recaída catastrófica del espíritu altamente
desarrollado en un primitivismo arcaico.
Pero este paralelismo no se mantiene. Leverkühn, lo mismo que
Nietzsche en la época de Zaratustra, tenía que experimentar una dio-
nisiaca embriaguez creadora. El diablo se la promete en un diálogo a
dos en la casa Manardi de Palestrina casi con las mismas palabras que
usa Nietzsche en Ecce homo para describir sus instantes de inspiración.
El diablo promete al compositor también la fiierza para «atreverse a
la barbarie» y conducir de nuevo a lo «elemental» la «cultura caída del
culto».
Sin embargo, las cosas toman otro camino. Leverkühn sigue sien­
do apolíneo, en lugar de convertirse en dionisiaco. No se sumergirá en
lo inconsciente, sino que incrementará la conciencia y el refinamiento
constructivo. En lugar de alcanzar una sensibilidad desinhibida, llega
a una objetividad desinhibida en el uso de los medios artísticos. En lu­
gar de hundirse en lo elemental, se elevará a las cumbres del arroba­
miento de la reflexión.
Pero con ello deja de realizarse la idea originaria del paralelismo en­
tre el destino de Alemania y el del espíritu artístico. Hermann Kurzke
ha investigado hasta el detalle de modo ejemplar, cómo pudo suceder
que Thomas Mann se dejara desviar de su concepción originaria. In­
fluyó en esto el encuentro con Adorno y su filosofia de la música. Ha­
bría podido presentirse que éste lo llevaría a otras ideas, pues ya en el
diálogo con el diablo hay un instante en el que el demonio adquiere
de pronto el mismo aspecto que Adorno, y habla como él: «La inclu­
sión de la expresión bajo el universal conciliador es el principio más
íntimo de la apariencia musical». «Esto se acabó», dice el pequeño y
corpulento hombrecito de grandes gafas y escasos cabellos, aquella fi­
gura en la que ahora se ha transformado el diablo y desde la cual le
llega un soplo fiío a Leverkühn...
Bajo el influjo de Adorno, el autor verá transformarse el esbozo ori­
ginario de su figura principal. A pesar del pacto con el diablo, Lever­
kühn se mantiene lejos de la esfera de lo dionisiaco. Este artista tan re­
flexivo ya no es apropiado para representar la caída vitalista en lo
elemental o la seducción del primitivismo.
Si nos mantenemos firmes en el concepto del paralelismo, tal
como se mantuvo Thomas Mann en sus comentarios públicos, enton­
ces la «alta interpretación del acontecer puro» es conducida a un pla­
no más elevado todavía. La conexión entre el destino de Alemania y
el del artista amenaza con desaparecer en lo sublime. Thomas Mann
notó muy bien cómo en este punto hay algunas cosas que ya no con-
cuerdan. Y por eso el narrador, Serenus Zeitblom, tuvo que asumir
cada vez más la parte que representa el destino alemán. Tal como es­
taba esbozada la figura del juicioso humanista Zeitblom, en absoluto
podía éste representar la irrupción de lo dionisiaco y elemental; tenía
que tratarse solamente del tema de la «interioridad protegida frente al
podep>. Zeitblom, y no Leverkühn, representa a la burguesía alemana.
Comparte el entusiasmo de la guerra en 1914, le repele la revolución
de noviembre, inhala las doctrinas de los excitados círculos intelectua­
les de los años veinte, las de los cósmicos, apocalípticos y decisionis-
tas, al principio se comporta con una adhesión cauta al régimen na­
cionalsocialista como poder del orden, hasta que la catástrofe se le
hace consciente en el instante en que ésta lo persigue finalmente en su
retiro silencioso.
Poco antes de terminar la novela, Thomas Mann, en su discurso
Alemania y los alemanes, de octubre de 1945, declaró: «Esta historia ha
de traer una cosa a nuestro ánimo: que no hay dos Alemanias, una
buena y otra mala, sino solamente una, cuya mejor parte se inclinó ha­
cia el mal gracias a los ardides del diablo. La Alemania mala es la bue­
na extraviada, la buena en desdicha, culpa y ocaso».
La observación según la cual por los «ardides del diablo» lo «me­
jor» se invirtió en «mal», apuntaba a Leverkühn. Pero como éste no
cayó en una embriaguez dionisiaca o en un exceso romántico, sino que
con ayuda de Adorno se elevó al artificio de la elevación reflexiva, lo
malo no podía mostrarse bien a través de él. Y en Zeitblom tampo­
co podía mostrarse, ya que era demasiado honrado para ello. A su in­
terioridad protegida frente al poder le faltaba lo abismalmente genial.
Por tanto, la novela había perdido, simplemente, el representante de
aquella Alemania «cuya mejor parte se inclinó hacia el mal gracias a
los ardides del diablo».
Retengamos firmemente que Thomas Mann pudo afirmar, pero no
pudo llevar a la representación artística, aquella interpretación de la ca­
tástrofe alemana según la cual un exceso de espíritu romántico condujo
al crimen político. ¿Cómo habría podido lograrlo? Solamente si Le-
verkühn, por actitud romántica y en la búsqueda de un nuevo impul­
so de vida y actividad creadora, se hubiese arrojado a la esfera del es­
píritu dionisiaco y, en analogía con el Nietzsche tardío, se hubiese en­
tregado a un decisionismo del poder y de la violencia, enteramente a
la manera como Thomas Mann, en sus discursos, consideró esa actitud
una fatalidad, por ejemplo, cuando declaró que los alemanes «come­
tieron su crimen por un idealismo extraño al mundo». Leverkühn de­
bía haberse convertido en la figura que encarnara en su destino esta
conexión. Pero al autor esta figura le salió de otra manera, lo cual pa­
rece indicar que la conciencia artística no le permitía esa representa­
ción, de modo que aceptó los estímulos de Adorno en relación con el
perfil artístico de Leverkühn. ¿Por qué? Quizá porque no podía soste­
nerse la conexión originaria entre espíritu romántico y política crimi­
nal, y Thomas Mann notó que la falta de verdad de ese nexo se había
sedimentado en un esquematismo artístico. De todos modos, en su no­
vela desliga el final de Leverkühn de la idea de la catástrofe alemana.
En lugar de ello, muestra en el final de Leverkühn algo completamen­
te distinto, a saber, la crisis de una producción artística que padece de
intelectualismo y busca un retorno a una segunda ingenuidad. Pero ese
fenómeno ya no es específicamente alemán, sino que afecta en gene­
ral a la moderna conciencia artística. Thomas Mann lo concedió en la
entrevista que le hicieron con motivo de la edición estadounidense de
la novela. Sin embargo, en otros contextos no se privó de repetir la in­
terpretación de que el idealismo o el espíritu romántico en Alemania
condujo al crimen y a la catástrofe. Esta interpretación no dejaba en­
tonces de gustar, pues tenía en sí algo de lisonjero, ya que con ella el
acontecer crudo recibía una alta significación.
La «interpretación superior del acontecer crudo» que ofrecía Tho­
mas Mann encajaba muy bien en el estilo entonces dominante, carac­
terizado por los tonos elevados. En 1947 apareció un libro de Ferdi-
nand Lion, un amigo de Thomas Mann, titulado Romanticismo como
destino alemán. En él, el enlace entre el Romanticismo, que pudo «pu­
lular libremente», y el militarismo prusiano se interpreta como el «suceso,
cargado de consecuencias para el destino histórico», que a la postre
condujo a la catástrofe política. El libro de Lion era solamente uno de
los numerosos intentos de unir la cuestión de la culpa alemana con
grandes interpretaciones que escarban profiindamente en el pasado de
la historia. El origen del infortunio se localizaba según el caso en la
tardía Edad Media, en las revueltas de campesinos o en el Romanti­
cismo. Se trataba de sutiles genealogías de la perdición, de teologías ne­
gativas que, a partir de comienzos muy lejanos y por un camino su­
puestamente necesario, diseñaban el cauce hacia la catástrofe. En 1950,
Hannah Arendt, en su primera visita a Alemania después de la guerra,
valoró tales interpretaciones como expresión del notorio sentido pro­
fundo de los alemanes, que busca las causas de la guerra, de la des­
trucción de Alemania y de la matanza de judíos no en las acciones del
régimen nazi y en la docilidad de la población, sino, tal como ella es­
cribe con burla lacónica, «en los sucesos que condujeron a la expul­
sión de Adán y Eva del paraíso».
En los primeros años posteriores a 1945 faltó un razonamiento po­
lítico que no se refugiara inmediatamente en las cuestiones demasiado
grandes; faltó un pensamiento centrado en el pragmatismo político,
que habría podido aportar un contrapeso frente a esa especie de espí­
ritu que establecía un fundamento o demasiado hondo o demasiado
elevado, que se fundaba en la nada o en Dios, en el ocaso o en el prin­
cipio de Occidente. Que muy posiblemente estos elevados tonos no
den en el clavo de lo decisivo, lo advirtió incluso el antiguo ideólo­
go nazi Alfred Baeumler en sus notas de prisión, escritas en tono de
autocrítica. Según él, en lugar de buscar una «cercanía real en relación
con las cosas», triunfaron las «visiones lejanas» y con ellas se violentó
la realidad. Baeumler previene frente a las «abstracciones en lo inde­
terminado», &inculca una estimación positiva de la democracia preci­
samente porque es lo «anti-sublime». Bajo la impresión de la catástro­
fe, también la personal, este autor empieza con la lección, difícil para
él, de pensar lo político sin apelar a la metafísica de la historia.
Pero la clarividencia de este autor, un antiguo nazi, no fue lo nor­
mal. Por lo regular los hombres romantizaban por cuanto, con «visio­
nes lejanas» del nacionalsocialismo, éste aparecía no como el crudo
acontecer que fue en realidad, sino como un extravío romántico de la
nación.
En su libro La generación escéptica, Helmut Schelsky certificó en
1957 que, en el mundo del milagro económico alemán, los jóvenes ya
no estaban expuestos al peligro del Romanticismo. Los había curado a
fondo el nacionalsocialismo y la guerra, un conflicto que experimen­
taron en su fase final como ayudantes en la defensa antiaérea o quizá
como guerrilleros, pero al que lograron sobrevivir. Las consecuencias
fueron, según Schelsky, «los procesos de despolitización y desideologi-
zación», que a su juicio condujeron a una notable sobriedad. Por tan­
to, se encontraron juntos aquellos que precisamente habían desperta­
do de la embriaguez, y aquellos que al final de la guerra como jóvenes
estaban todavía más allá de la ilusión y la desilusión, y tan sólo ha­
bían sufi'ido un espanto al que consiguieron escapar, y que en un abrir
y cerrar de ojos los había convertido en adultos, en unos adultos que
olvidaron el arte de soñar antes de haberlo aprendido bien. Esta gene­
ración, dice Schelsky, «en su conciencia social es más crítica, escéptica,
desconfiada, descreída o por lo menos desilusionada que todas las ge­
neraciones juveniles anteriores», y a la vez está «más cerca de la reali­
dad, dispuesta a la intervención y segura del éxito». En todo caso, esa
generación no es romántica. Cuando, avanzados los años cincuenta, se
acude a unas elecciones con el eslogan de «ningún experimento» y és­
tas se ganan de manera aplastante, resulta dificil hablar ya de tenden­
cias románticas. La población trabajaba intensamente y no tenía tiem­
po para tareas de duelo. Día a día reconstruía de las ruinas una vida
que había estado a punto de perder. La adquisición y adaptación lle­
naba la mayoría de las expectativas. Ahora, las utopías se pagaban a
plazos.
Eran los años de la reconstrucción, que, como sabemos, se llevó a
cabo con una modernidad objetiva y una clara falta de respeto a los
restos románticos procedentes de la cultura de las antiguas ciudades
de Alemania. Se deshicieron fachadas, la destrucción de los núcleos
históricos y la devastación del interior de las ciudades se continuó in­
cluso allí donde las bombas se habían cuidado ya de la planificación.
La arquitectura de los años cincuenta, vista estéticamente, se halla entre
los pecados de la joven República Federal. El trauma de la guerra y de
la violencia era todavía tan profiindo, que la modalidad del búnker y
de la prisión marcaba el estilo dominante. Se construía para la «nive­
lada clase media», como se decía entonces. A este respecto un proyec­
to vanguardista fue el Sector Hansa de Berlín, construido por la elite
de los arquitectos europeos. Se trataba de hacer casas nuevas para hom­
bres nuevos. Pero en una investigación a finales de los años cincuenta
se puso de manifiesto que los habitantes de los nuevos edificios es­
taban desconcertados: no captaban el sentido de la planta, no enten­
dían cómo estaban combinados los colores y por qué razón plantas
herbáceas y un jardín de hortalizas en el balcón tenían que ser feos. Los
arquitectos sacudían la cabeza de horror a la vista del gusto plebeyo.
De modo que comenzaron a construir máquinas de habitar. En ellas,
el usuario normal apenas podía hacer nada falso, allí podían confiarlo
a sí mismo en una vivienda que era una celda atomizada. En Berlín la
Ciudad Gropius expresaba este desprecio de las masas convertido en
piedra. Por lo demás, se procuró adaptarse condescendientemente al
tiempo de trabajo y al tiempo libre, ambos en vías de expansión. Do­
minaba el tono de la objetividad en el trabajo, de un sentimentalismo
en pequeñas porciones y de precios bajos en el tiempo libre y en el
consumo. El mercado socialmente reglamentado daba seguridad, algo
que la gente agradecía después de los excesos aventureros y crimina­
les de la época nazi. Los hombres estaban hartos de la vida peligrosa.
Y eran contrarios también a los excesos espirituales. Se sentían orgu­
llosos de una ideología consistente en presumir de que se carece de ideo­
logía, en medio de lo cual los restos ideológicos de la época nazi se
diluyeron cómodamente en el anticomunismo.
Los círculos que presumían de constituir la elite tenían una actitud
vanguardista y marcaban las distancias. La pintura abstracta inició su
marcha victoriosa. Se recurría al medio auxiliar de la doble legitima­
ción. Por un lado, se echaba mano del realismo socialista como punto
de referencia del que era necesario distanciarse, y por otro se mantenía
la distancia frente al juicio nazi, que había condenado el «arte dege­
nerado». Esta doble delimitación en los círculos vanguardistas produ­
cía un conformismo de los no conformistas. Se evitó la llamada «vi­
vencia» y la imitación de la realidad. La voluntad de forma había de
doblegarse solamente ante la lógica del material. El artista, se decía, ha
de liberarse de los puntos de referencia ajenos al arte; su objeto son los
tonos, las palabras, los colores. Benn, convertido ahora en un divo, de­
cía que los poemas no se hacen con sentimientos, sino con palabras.
Sobre todo, las poesías se «hacen», como se hace todo lo demás. La
creación enfática o diligente no gozaba de una alta valoración. Era
usual adoptar un tono frío. El arte no quería imitar nada, pero imita­
ba el método de la fabricación, de la elaboración industrial. Además,
los que marcaban la pauta se remitían a la imagen invisible del mundo
en la física moderna. De ahí se seguía que la realidad es irreproduci-
ble. Y, sin embargo, la ventana abstracta tenía qua abrirse «a lo invisible»,
tal como decía un catálogo de la exposición Iglesiay arte abstracto. Según
vemos, también en el vanguardismo puede actuar un Romanticismo de
la trascendencia estética.
Por lo demás, en este vanguardismo prosperó aquel ideal del arte
que correspondía exactamente a lo que Thomas Mann había pensado
para su Adrián Leverkühn; estricta autonomía, justicia material, impo­
sibilidad de reproducir, lejanía del hombre. Donaueschingen, donde,
de acuerdo con la novela, se habían dirigido por primera vez las obras
de Leverkühn, se convirtió en los años cincuenta en lugar de peregri­
nación de la modernidad musical, y Adorno daba los lemas a toda la
escena musical moderna. Se compartía el rechazo de Leverkühn con­
tra el «calor del establo de vacas» propio de la música tradicional, pero
no se necesitaba el pacto dionisiaco con el diablo. Es posible, no obs­
tante, que se vendiera el alma a la época técnica, por más que el fin
de la venta no fiiera una embriaguez dionisiaca.
Este tipo de modernidad carecía en absoluto de embriaguez. Era
una modernidad sobria, pero de forma alegre. En Magnum, la revista
que daba la pauta del gusto selecto, podía leerse en 1955:
Se hunde un mundo de la seriedad. El desmontaje de las convenciones
hace aflorar la alegría. La decadencia de las ideologías hace que las fren­
tes arrugadas provoquen la risa. La seriedad de la vida es un concepto más
bien irónico [...]. También la relación entre los sexos se libera de lo os­
curo y grave, se distiende. Las tragedias de Strindberg y Wedekind quedan
muy atrás. Amor sin temor. Logramos un nuevo sentimiento sosegado del
cuerpo...
Con esta nueva levedad de un sentimiento sosegado del cuerpo se
presentan también las mujeres. Acerca de ellas leemos también en
Magnum, en 1958: «Carecen de ilusión, han tachado la palabra ro­
manticismo, son honradas y objetivas, no usan maquillaje [...]. Nin­
guna puede fingir. Los cumplidos son mal vistos. Odian los adornos.
No flirtean. No entablan conversación».
Se olvida con frecuencia que los años cincuenta y los primeros años
sesenta, desacreditados como reaccionarios y gruñones, frieran también
una época de objetividad moderna. Y puesto que las nuevas conquistas
de la técnica penetraban entonces en el hogar, fríe también un tiem­
po de devoción técnica. Max Bense era el portavoz filosófico de esta
inteligencia nuevamente objetiva, vanguardista. En 1950 escribía;
Hemos producido un mundo, y una tradición que se remonta a tiempos
extraordinariamente lejanos atestigua que este mundo procede de los más
antiguos esftierzos de nuestra inteligencia. Pero hoy no estamos en con­
diciones de dominar teórica, espiritual, intelectual y racionalmente este
mundo. Falta la teoría sobre él, y en consecuencia falta la claridad del
ethos técnico, es decir, la posibilidad de pronunciar dentro de este mundo
juicios éticos adecuados al ser [...], Quizá perfeccionemos todavía este
mundo, pero no estamos en condiciones de perfeccionar al hombre de
este mundo para este mundo. Ésa es la situación opresiva de nuestra exis­
tencia técnica.
La «discrepancia» puesta de manifiesto por Bense entre el hom­
bre y el mundo técnico creado por él podía interpretarse también de
otra manera. En los años cincuenta se abrió paso además una crítica
de la técnica, que, a diferencia de Bense, no exigía que el hombre se
adaptara a la técnica, sino que, a la inversa, reclamaba que la técnica
se adaptara al hombre. Entre estos críticos de la técnica se hallaban
Friedrich Georg Jünger, con su libro La perfección de la técnica (1953),
Martin Heidegger, con su famosa conferencia de 1953 La pregunta por
la técnica^ y sobre todo Günther Anders con el primer tomo de Lo an­
ticuado del ser humano (1956).
Con frecuencia los críticos de la técnica fueron caracterizados des­
pectivamente como románticos. Un artículo aparecido en el Monat sos­
tenía que, en lugar de demonizar la técnica, convenía examinar más
atentamente la «técnica de la demonización»: «En el hecho de asustar­
se ante la técnica se repite hoy en un nivel espiritual más alto y de for­
ma sublimada el delirio de las brujas durante la Edad Media».
La disputa sobre la técnica removió los miedos de la época. En la
era de la guerra fi-ía, que sugería la idea de que la política es el desti­
no, se alzó poderosamente un gran número de voces que criticaban
como autoengaño la fijación en lo político, y hablaban de que en rea­
lidad la técnica se ha convertido en nuestro destino. Y es un destino,
decían estas voces, del que apenas podemos adueñarnos ya política­
mente, sobre todo si nos atenemos a los conceptos transmitidos de lo
político, sea el de la planificación, sea el del mercado. En los años cin­
cuenta lo terrible del pasado ya no ocupaba el primer plano de la me­
moria, pero se hizo actual la desazón por el fijturo del mundo técni­
co, a pesar del milagro económico y del afán de construcción. Eran
innumerables las jornadas de las academias protestantes sobre estos
temas, el problema supuraba en los discursos dominicales de los polí­
ticos y era discutido ampliamente en las revistas. En el movimiento de
lucha contra la muerte atómica encontró su inmediata expresión polí­
tica. Además, en relación con este asunto se habían publicado las ya
mencionadas obras de Jünger, Heidegger y Anders. En 1953 apareció la
edición alemana de Un mundofeliz, de Aldous Huxley, que se convirtió
en un supervenías. La novela ofrece la horrorosa visión de un mundo
donde la dicha y la profesión de los hombres se programan ya en el
tubo de ensayo; de un mundo cuyo destino es no tener ya ningún des­
tino y que se fusiona en un sistema totalitario, completamente sin po­
lítica, tan sólo a través de la acción técnica. En el mismo año llamó
poderosamente la atención el libro de Alfred Weber El tercero o el cuar­
to hombre, que pintaba el cuadro espantoso de una civilización técnica
con hombres robot, escrito con el lenguaje de una sociología seria y
de una filosofía de la cultura. Además, la obra transmitía al lector el
sentimiento de estar asistiendo a una cesura epocal, la tercera en la his­
toria de la humanidad: primero el Neandertal, luego el hombre primi­
tivo de las hordas y de la historia de la estirpe, y finalmente el hom­
bre de la alta cultura, que la técnica ha producido en Occidente. Pero,
según Alfi'ed Weber, en medio de la civilización técnica, fiiertemente
equipada, la humanidad está otra vez en situación de formarse de nue­
vo psíquica y espiritualmente. Lo que está sucediendo con nosotros
es nada menos que la sociogénesis de una mutación. Al final, habrá
dos tipos de hombres: los hombres de cerebro, superrefinados, pero
amenazados por la melancolía, y los nuevos primitivos, que se mue­
ven en el mundo artificial como en una jungla, desinhibidos, desorien­
tados y angustiados. Tales panoramas suscitaban un sentimiento terri­
ble y fortalecían la autoconciencia de una elite intelectual, que se
distanciaba con orgullo de los llamados hombres masa. En los dos su­
pervenías teóricos de aquellos años. La rebelión de las masas, de Ortega
y Gasset, y La muchedumbre solitaria, de Riesman, podía leerse cómo he­
mos de representarnos a estos hombres masa y en qué condiciones en­
tran en el escenario histórico.
La desazón por la cultura del presente, antes de difiindirse en un
amplio público después de 1967, había sido tratada en las altas cúspi­
des de la inteligencia. Ya los años cincuenta y luego los primeros se­
senta formaron un discurso catastrofista, que primero coexistió pacífi­
camente con el afán de construcción, la satisfacción del bienestar y el
optimismo en pequeñas cosas y a corta distancia. La crítica cultural
acompañaba en sombrío modo menor al despierto espíritu de nego­
cio de la próspera República Federal. Los malos augurios de Casandra
corrieron entre las cumbres, por encima de las hondonadas, donde re­
gían la laboriosidad y el «sigamos así».
Uno de estos diálogos entre altas cumbres tuvo lugar en 1965 en
la emisora de radio Südwestfunk. Dos espadas del alto espíritu de la
época se encontraron frente a frente, uno en el papel de gran inquisi­
dor, el otro en el de amigo de los hombres. El gran inquisidor era Ar-
nold Gehlen, y Adorno era su adversario.
Gehlen pregunta:
¿Cree usted realmente que se puede pedir a los hombres que soporten la
carga de la problemática de los principios, del esfuerzo reflexivo, de las
profundas repercusiones de los errores cometidos en nuestra vida porque
intentamos nadar por libre? Me gustaría saber lo que piensa.
Adorno responde:
A esto puedo contestar simplemente: ¡sí! Yo tengo una representación de
la dicha objetiva y de la desesperación objetiva, y diría que el bienestar
y la dicha de los hombres en este mundo son una apariencia mientras se
pretenda exonerarlos y no se les confíe la plena responsabilidad y auto­
determinación. Es una apariencia que un día explotará; y cuando explote
tendrá terribles consecuencias.
Gehlen contesta que ésta es una hermosa idea, pero que hoy por
hoy los hombres no son así. Quieren exonerarse y buscan a alguien
que los despoje de la responsabilidad. La pretensión de hacerlos adul­
tos implica una exigencia excesiva. Gehlen concluye las reflexiones con
esta observación:
Señor Adorno [...], aunque tengo la sensación de que coincidimos en
premisas profundas, me da la impresión de que su posición implica la
propensión peligrosa a sembrar entre los hombres el descontento con ese
poco que les ha quedado en las manos de todo el anterior estado catas­
trófico.
Ambos defienden la posición de que el todo es lo falso. Lo mejor
es, dice Gehlen, ayudar a los hombres a que puedan ir a sus negocios
«con firmeza frente a la crítica e inmunes a las objeciones», y que les
ahorremos el esfuerzo reflexivo que los lanza contra el estado catas­
trófico del todo. ¡No!, dice Adorno. En nombre de la liberación he­
mos de incitarlos a la reflexión, para que adviertan la mala situación
en que se encuentran. Uno quiere proteger a los hombres frente a la
reflexión, y lo hace por razones altamente reflexivas, a saber, porque
no hay ninguna alternativa practicable frente a lo existente. El otro
quiere exigirles la reflexión, aunque no puede ofrecer un gran consue­
lo para la evidencia de que la resistencia carece de perspectiva. Y lo
poco que puede ofrecer es casi romántico, pues consiste en recuerdos
de la niñez, sueños, presentimientos de dicha en la poesía, en la mú­
sica, o en la «metafísica en el instante de su derrumbamiento».
Es digna de notarse la rapidez con que ambos pudieron estar de
acuerdo en que toda la constitución social en realidad es catastrófica.
Pero a esta catástrofe le falta lo alarmante, ya que es perfectamente po­
sible convivir con ella. Para Adorno eso es una consecuencia de la do­
ble alienación humana, pues, además de estar alienados, los hombres
han perdido la conciencia de estarlo. Para Gehlen la civilización no es
otra cosa que la catástrofe con la que se puede vivir. Y los dos, a pe­
sar de su crítica ñindamental, han logrado crearse una posición cómo­
da en el «desorden» que critican. Se han resignado, uno con buena
conciencia, el otro con mala conciencia.
Esta crítica ñindamental se desarrolla por el momento en progra­
mas de radio. Dos años más tarde se habrá extendido a las calles y las
plazas, a las sentadas y las asambleas.
Richard Lówenthal, que en los años veinte fiie un dirigente estu­
diantil comunista, y que en el exilio se pasó a la socialdemocracia y se
convirtió en uno de los politólogos más importantes de la República
Federal, en 1970 habló de una «recaída romántica», refiriéndose al mo­
vimiento estudiantil. Compara el sesenta y ocho con la «generación es­
céptica», acerca de la cual dice que desarrolló una relación realista con
la sociedad industrial más allá de la «secesión estéril» y del «confor­
mismo no crítico». Por el contrario, en la generación del sesenta y ocho
irrumpieron las «tradiciones profiindas del rechazo romántico de la so­
ciedad industrial».
Ante todo llama la atención la rapidez con que un movimiento
universitario de oposición, que inicialmente se dirigía tan sólo contra
las deterioradas condiciones de los estudiantes («universidad masifica-
da») y las estructuras autoritarias «universidad de fiincionarios», se trans­
formó luego en una radical crítica fiindamental de la sociedad. Toda­
vía en 1966 un minucioso trabajo del Instituto de Investigación Social
de Frankfiirt llegaba a la conclusión de que los estudiantes en gene­
ral estaban dispuestos a adaptarse, de que no eran críticos y carecían
de intereses políticos, de modo que en las universidades faltaba un
potencial de renovación. Sin duda la sociología no predijo el mo­
vimiento de 1967, lo mismo que veinte años más tarde no había de
prever el derrumbamiento de la República Democrática Alemana y del
bloque oriental. La generación que entonces se irritaba había creci­
do en medio del milagro económico, es decir, sin grandes problemas
y sin pobreza, hasta el momento sólo había experimentado una época
de paz, a pesar de la guerra fría, y se había acostumbrado a las rela­
ciones democráticas. ¿De dónde procedía la disposición a la crítica
fundamental? ¿Se trataba realmente, tal como lo formulaba Lówenthal,
del retorno de «tradiciones románticas de rechazo de la sociedad in­
dustrial»?
La crítica de Lówenthal al movimiento estudiantil no era meramen­
te accidental, sino que estaba formulada a brazo partido y repercutió
de inmediato en el movimiento, que se defendió contra el reproche.
Los que participaban en el movimiento no querían ser románticos,
pues sonaba a sueño e ilusión, a mera subjetividad. Y ellos creían es­
tar en alianza con una tendencia objetiva. De hecho, se produjo una
simultaneidad de los sucesos desde Berkeley hasta Roma, desde París
hasta Berlín. Por todas partes los estudiantes salían a la calle y articu­
laban su ruidosa y fantasiosa protesta. En cada lugar concreto los mo­
vimientos estaban dirigidos de manera diferente, pero era común a
todos ellos la tendencia antiautoritaria y el rechazo de la guerra norte­
americana en Vietnam. Y por doquier, en las sociedades libres y abier­
tas de Occidente, se reclamaba más libertad y apertura, lo que la Cons­
titución germana proclamaba se esgrimía críticamente contra lo que
ésta había conseguido en realidad. Pero esta crítica no se limitó a una
protesta liberal y pacífica. Se cuestionaron también las formas de vida
en la sociedad capitalista, centradas en el trabajo y el consumo, a lo
que en la República Federal se añadía la hipoteca del pasado nacio­
nalsocialista. La inexistente desobediencia de los padres durante la épo­
ca nazi se practicaba ahora frente a ellos, aunque ya no había ningu­
na instancia dictatorial. Odo Marquard calificó esa conducta como la
barata «desobediencia accidental» de la generación del sesenta y ocho.
De la protesta dentro del sistema se pasó con sorprendente rapidez
a un rechazo de todo el sistema. La alternativa al sistema que se ofre­
cía en el bloque oriental no parecía atractiva. Y ¿en qué otro lugar se
encontraba una alternativa al sistema? No la había todavía, prescin­
diendo de la exótica China y del peculiar socialismo del Caribe en
Cuba; existía solamente esta trascendencia interna frente al sistema. En
ella estaban en juego las necesidades no satisfechas en la sociedad o
satisfechas solamente de forma pervertida. Estas necesidades fueron
valoradas como formas productivas de las que había que apropiarse
para hacer estallar las relaciones de producción en el capitalismo tar­
dío. Herbert Marcuse caracterizó de manera consecuente estas necesida­
des reprimidas con la expresión «base pulsional». Según su razonamiento,
ya no se da el auténtico proletariado y, por tanto, son estas necesidades
reprimidas las que constituyen en el individuo una especie de proleta­
riado interno. La «infraestructura de los individuos», escribe Marcuse,
es ella misma «una dimensión de la infraestructura de la sociedad».
Con este giro se superan teóricamente los audaces sueños de la filoso­
fía fichteana del yo. Mientras que Fichte había construido el mundo
desde la conciencia del yo, ahora el deseo es suficiente. Ahora ya no
se trata de dominio de sí mismo, pues el deseo mismo es el que ha de
dominar. El deseo es un impulso, y lo único que tiene que ver con la
libertad es que se lucha por la libertad de dejarse dominar por su de­
seo. Lo que aquí se manifestaba era un rusonianismo vulgar, pues se
procedía de acuerdo con la divisa: el hombre es bueno por naturaleza,
la sociedad lo hace malo. Si eliminamos las aÜenaciones sociales, en­
tonces aparece finalmente la verdadera bondad, la natural. No puede
negarse que aquí actuaba una herencia romántica, compuesta de una
turbia mezcla de Fichte y Rousseau. Esta herencia, aunque trivializada,
entró en la ideología del movimiento del sesenta y ocho.
La protesta también tenía raíces existencialistas. El existencialismo,
como actitud del espíritu, estaba ampliamente difundido antes de 1968
en Alemania y no sólo allí. Al principio no era político, pero luego se
politizó progresivamente. Constituía una ejercitación en la libertad,
unida a un rechazo fundamental de lo existente, que se consideraba
como algo absurdo, contrario al sentido, frente a lo cual los existencia-
listas se distanciaban con un negro jersey de cuello alto y un no con­
formismo melancólico. ¿No era un mundo absurdo el que producía
opulencia, por una parte, y pobreza y miseria, por otra? Pero como lo
absurdo podía explicarse no sólo metafísicamente, sino también de for­
ma política y económica, la protesta perdió su colorido melancólico
de inutilidad y se hizo política. En el existencialismo era posible sen­
tirse miembro de una elite no conformista. Este no conformismo, en
un abrir y cerrar de ojos pudo reinterpretarse como un vanguardismo
de la protesta. La gran mayoría era considerada manipulada, enredada
en una doble alienación, en la «necesidad inherente a la falta de nece­
sidades» (Heidegger); pero la vanguardia padecía bajo sus dolores qui­
méricos: notaba lo que le faltaba, y no pasó mucho tiempo hasta que
se pudo oír y leer en los muros: «Destruid lo que os destruye». El vo­
luntarismo de este movimiento sigue siendo existencialista. Un sujeto
que quiere realmente y asume su libertad puede hacer danzar las rela­
ciones existentes. Pero la magnanimidad y paciencia con que se es­
peraba la maduración de las condiciones objetivas no era una actitud
adecuada para los exaltados, que presentían cómo iban a perder su im­
pulso y derrumbarse si se metían en proyectos a largo plazo. La «Lar­
ga marcha a través de las instituciones» (Dutschke), no estaba pensada
en el sentido de una larga política de reforma, sino como una con­
quista rápida de posiciones en el mundo de la educación y de los me­
dios de comunicación. No se trataba de emprender una reforma en
profundidad, sino de entrar al abordaje de las naves burguesas. Entre
el otoño de 1967 y la primavera de 1968, en el seno de los círculos del
Sozialistischer Deutscher Studentenbund [Liga de estudiantes socialis­
tas de Alemania] de Berlín occidental se pensó seriamente en llevar a
cabo una revolución encaminada a establecer una democracia de con­
sejos. El Romanticismo político estaba sediento de acción. Se creía que
había llegado la hora de dar salida al sueño supuestamente encerrado
en las entrañas de las relaciones reales.
El conjuro que servía de comadrona y que lo unía todo con todo
-el cómodo sufrimiento por la opulencia aquí con la miseria a lo an­
cho del mundo- era, ni más ni menos, el término «dialéctica».
«Dialéctica» era el método de la propia valoración de la ira estu­
diantil por los padres autoritarios, la falta de superación del pasado, el
tutelaje de las patronas, el tráfico público de cercanías, la práctica tra­
dicional del sexo, las condiciones de los estudiantes, los planes de es­
tudios y los funcionarios de la docencia. Estos inconvenientes tenían
que dramatizarse y valorarse como terror, desde el terror del consumo
hasta el terror de la opinión; y de ahí surgieron el sufrimiento estu­
diantil en el capitalismo tardío y los padecimientos de unos estudian­
tes que compartían el destino doloroso de los quemados con napalm
en Vietnam y los campesinos hambrientos en Bolivia. La dialéctica en­
lazaba a los estudiantes en rebelión con los desheredados y despojados
de sus derechos en todo el mundo. Al sufrimiento común se añadie­
ron los enemigos comunes, que eran el imperialismo, la lógica del sis­
tema y sus «máscaras del caráctep>. Los estudiantes habían aprendido
de la teoría crítica que las desfiguraciones del capitalismo privado y las
del capitalismo estatal, o sea, el Oriente y el Occidente, constituían un
único «nexo de ofuscación» (Adorno). Pero ya no se conformaban con
la «incurable polémica universal» (Walter Benjamin), con esta forma de
expresión de los melancólicos de izquierdas en los nichos. Se quería
actuar en el gran escenario. Había ocasión para ello, pues el desarrollo
técnico de los medios había creado nuevas posibilidades para globali-
zar la exaltación. En este momento el mundo occidental se convirtió
en comunidad de contagio de sentimientos de marcha. Se añadía a esto
la aspiración al instante histórico. Toda generación quiere experimen­
tar alguna vez un cambio de época. La del sesenta y ocho creía que
ahora había llegado su turno.
La dinámica del movimiento cambió a los participantes. Éstos po­
dían sentirse como nuevo sujeto, con nuevos deseos, fantasías, sensibi­
lidades y costumbres, en fuerte oposición al mundo falso del sistema, con
sus «hombres unidimensionales». Se caminaba hacia una secesión. Her-
bert Marcuse acuñó la gran solución: el «gran rechazo».
En este contexto es acertada con toda seguridad aquella observa­
ción de Lówenthal que afirma que en el movimiento estudiantil rena­
cen «las profundas tradiciones del rechazo romántico de la sociedad in­
dustrial». Prosperan las subculturas, como otrora, en torno a 1900, en
los reformadores de la vida y los adoradores del sol. También pululan
de nuevo los profetas descalzos y sus discípulos. Ahora se llaman re­
beldes vagabundos a la búsqueda. De nuevo se puso en marcha la
corriente de los viajes a Oriente. Por doquier había furores de danza,
no sólo en Turingia, como en el pasado. Los contrastes tradicionales
adquirieron un renovado vigor: comunidad frente a sociedad, alma
contra el dominio del dinero, espontaneidad frente a la convención,
naturaleza contra lo artificial, autorrealización frente al afán de hacer
carrera. El lema del Mayo de París es: «¡La imaginación al poder!».
A esto se añade la música. No entenderemos bien aquellos años si no
escuchamos su banda sonora. Cuando en el verano de 1968 los estu­
diantes berlineses decidieron ocupar las instituciones universitarias
como protesta contra las leyes del estado de excepción, y luego desde
el aula magna se derramaron en tropel hacia los institutos del entorno,
en este radiante día de verano sonaba para ellos a través de todo el
campus Street Fighting Man (El luchador en la calle), de los Rolling Stones.
La Comuna I se había instalado con sus aparatos de música y había
colocado altavoces en la ventana. Determinados ritmos, melodías y
canciones impulsaron las actividades de aquellos años y transmitieron
un sabor anticipado de la ampliación de la conciencia que los estu­
diantes esperaban del cambio del sistema.
Procede de Marx la observación de que los movimientos sociales
tienen necesidad de ilusiones para poder imponer sus contenidos li­
mitados. El movimiento estudiantil llevó imaginariamente el mundo
entero ante el tribunal de su crítica, se disfrazó de sujeto revoluciona­
rio y se vistió a veces con la capa del antiguo movimiento obrero. Pero
no hemos de olvidar que algunos extraviados recurrieron incluso a las
armas. En general había una pujanza del temple político. La época de
gobierno social-liberal comenzó con la consigna: «Atreverse a más de­
mocracia». Donde los cambios eran realmente profundos, en las estruc­
turas de la familia, en la vida de las parejas, en las costumbres sexua­
les, en los modales, en el estilo de consumo, en el hedonismo, se puso
de manifiesto que el movimiento del sesenta y ocho era más el sínto­
ma que la causa de una evolución. Pero eran considerables las ilusio­
nes que lo acompañaban y estimulaban. Sin duda se trataba de ilu­
siones románticas. En el fondo se manifestaba en ellas la idea de un
nuevo principio de la realidad. También en este ámbito fue Herbert
Marcuse el que aportó las consignas programáticas decisivas. Según él,
el principio de realidad del capitalismo ha conducido a una superflui­
dad y por eso mismo se ha hecho superfluo. El principio de placer, que
hasta ahora la coacción del trabajo ha mantenido rigurosamente bajo
control, está en vías de convertirse en sustancia del mismo. Las pul­
siones agresivas, en definitiva el instinto de muerte, pierden importan­
cia frente al impulso erótico. La naturaleza interior del hombre se
transforma. Alborea un gran tiempo de reconciliación. Despierta, escri­
be Marcuse, «la energía erótica de la naturaleza, una energía que quie­
re ser liberada; también la naturaleza espera una revolución». Eso es
algo que también habría podido decir Novalis.
El movimiento del sesenta y ocho mostraba un Romanticismo de
la liberación universal. Por eso mismo resulta tanto más sorprendente
el hecho de que ese movimiento, si prescindimos de su alianza con la
cultura popular, mantuviera una relación casi enemiga con la llama­
da alta cultura. Ésta era considerada «superestructura», y se aspiraba a
unirla con la «base». ¿Dónde se encontraba la base? En los movimien­
tos de liberación del Tercer Mundo, en la actividad laboral y en los
barrios, en el fondo de la propia alma. A partir de esta base, todo lo
demás se tenía por suprimido, era considerado romántico en el mal
sentido. Tenemos aquí la misma paradoja que podía observarse en la
confrontación de Bóme con Heine: se inyectaba Romanticismo en el
proceso objetivo de la liberación, originando así el Romanticismo so­
cial, y a la vez se hablaba despectivamente de lo romántico, de los rui­
señores de la poesía. Los románticos objetivos no querían serlo subje­
tivamente. En 1968 se anunció la «muerte de la literatura» debido al
utilitarismo político y moral. En Vietnam, decían los implicados en el
movimiento, los niños mueren quemados por las bombas de napalm,
y, por tanto, el arte es una mentira. Ante la obligación del bien so­
cial y político que está en juego actualmente, ante la lucha antiimpe­
rialista, no hay lugar ni tiempo para la belleza. Se citaba a Lenin, de
cuya boca salió la afirmación de que, al escuchar música de Beetho-
ven, dan ganas de acariciar con ternura la cabeza del ser humano, de
todos los seres humanos. Pero, añadía, el mundo no es así. Hay que
cortar algunas cabezas. En consecuencia el arte, especialmente el ro­
mántico, era tenido por falso, ya que sugiere una reconciliación pre­
matura. Hay que tener cuidado, se decía, con los sentimientos suaves
del arte; éste tiene su justificación en todo caso en sus formas de pro­
paganda para la agitación. En lo literario, eso significa: teatro en la ca­
lle, octavillas, reportajes. Muchos escritores de esta época se dejaron
convencer de que su obligación era marginarse a sí mismos. Así lo exi­
gía su conciencia social y política. Además, había algunos a los que ya
no se les ocurría nada más. Nuevamente se trataba del antiguo pro­
blema de la teodicea en el terreno del arte: ¿pueden cantar las musas
cuando el mundo anda de mal en peor? No pueden cantar, a no ser
que entonen cantos de lucha contra la explotación y la opresión, decían
los comprometidos con el movimiento del sesenta y ocho. Lo mismo
que en Rusia después de la Revolución, de nuevo entraba en escena la
hostilidad con el arte y, en definitiva, su destrucción por supuesta so­
lidaridad con los condenados de esta tierra. Todo esto se repitió en 1968,
aunque más bien como comedia. Tampoco la crítica de izquierdas al es­
capismo del Romanticismo era consecuente, pues en la música pop se
celebraban sus saturnales dionisiacas.
Los comprometidos con el sesenta y ocho leían a Marx y hablaban
incesantemente de fuerzas de producción y relaciones de producción,
pero en realidad se hallaban más cerca de los tunantes, aunque sin estar
dotados de su donaire. Schelsky, que en la generación escéptica alabó
el celo por el trabajo, publicó en 1975 una polémica titulada El traba­
jo lo hacen los otros. Lucha de clases y dominio sacerdotal de los intelectuales.
Schelsky vio el secreto empresarial de la nueva izquierda en que ésta
no conocía la empresa real de la sociedad y era solamente su benefi­
ciaría. Estamos de nuevo ante la antigua disputa: los realistas se remi­
ten a las leyes férreas de la producción, al sentido de las instituciones
y de las costumbres, y tachan a los radicales de ser un irresponsable
grupo de aficionados entre los enamorados del yo y los soñadores des­
piertos, es decir, los tachan de románticos.
Esta disputa aflorará con necesidad siempre que el impulso ro­
mántico no sólo haga estallar el realismo cotidiano, cosa que es de de­
sear, sino que además irrumpa desenfrenadamente en la política, cosa
que no es buena ni para el Romanticismo, ni para la política.

Nos acercamos al final. El Romanticismo es una época resplande­


ciente del espíritu alemán; sus rayos llegaron con fiierza a otras cultu­
ras nacionales. Ha pasado ya el Romanticismo como época, pero nos
ha quedado lo romántico como actitud del espírítu. Cuando hay de­
sazón por lo real y acostumbrado y se buscan salidas, cambios y posi­
bilidades de superación, casi siempre entra en juego lo romántico. Lo
romántico es fantástico, inventivo, metafisico, imaginario, tentador,
exaltado, abismal. No está obligado al consenso, no necesita ser útil a
la comunidad, y ni siquiera ser útil a la vida. Puede estar enamorado
de la muerte. Lo romántico busca la intensidad hasta llegar al sufri­
miento y la tragedia. Con todos esos rasgos lo romántico no es parti­
cularmente apropiado para la política. Cuando desemboca en ella, ha­
bría de tener un suplemento de realismo. La política, en efecto, debería
fundarse en el principio de evitar los dolores, el sufrimiento y la cruel­
dad. Lo romántico ama los extremos; en cambio, una política racional
ama más bien el compromiso. Nosotros necesitamos ambas cosas: la
aventura del Romanticismo y la sobriedad de una política adelgazada.
Si no entendemos la razón de la política y las pasiones del Romanti­
cismo como dos esferas, y no sabemos separarlas en cuanto tales, si en
lugar de ello deseamos la unidad sin quiebra y no tenemos la habili­
dad de vivir por lo menos en dos mundos, entonces surge el peligro
de que en lo político busquemos una aventura, que sería mejor hallar
en la cultura, o bien de que exijamos a la cultura la misma utilidad so­
cial que a la política. Pero no es deseable ni una política aventurera, ni
una cultura políticamente correcta. Fue Friedrich Schlegel quien resal­
tó la necesidad de la separación de las esferas. Afirmó que es necesa­
rio empezar «con la autonomía de lo bello» y mantenerlo separado de
lo «verdadero y lo moral». Así se llegó entonces, en la época del Ro­
manticismo, al grandioso desencadenamiento de lo romántico.
La tensión entre lo romántico y lo político se halla inmersa en la
tensión más amplia entre lo que puede representarse y lo que puede
vivirse. El intento de conducir esta tensión a una unidad sin contra­
dicciones puede llevar al empobrecimiento o a la desertización de la
vida. Ésta se empobrece cuando no somos capaces de representarnos
nada más allá de lo que creemos que es posible traducir a una realidad
vivida. Y la vida se desertiza cuando queremos vivir algo a cualquier
precio, incluso al precio de la destrucción y de la propia destrucción,
simplemente por el hecho de habérnoslo representado. En un caso la
vida se empobrece porque se renuncia a lo representable en aras de
la amada paz; y en el otro caso se rompe bajo la violencia con que se
quiere realizar lo representable sin ningún tipo de reducción. En nin­
guno de los dos casos somos capaces de soportar la contradicción en­
tre lo que se puede representar y lo que se puede vivir, y, por tanto,
en ambos se aspira a una vida de una sola pieza. Pero una vida así es
solamente un sueño romántico.
Aunque lo romántico forma parte de una cultura viva, una políti­
ca romántica es peligrosa. Para el Romanticismo, que es una conti­
nuación de la religión con medios estéticos, rige lo mismo que para la
religión: ha de resistir a la tentación de recurrir al poder político. «La
imaginación al poder» no era precisamente una buena idea.
Por otra parte, no podemos perder el Romanticismo, pues la razón
política y el sentido de la realidad no son suficientes para vivir. El Ro­
manticismo es la plusvalía, el excedente de hermosa extrañeza frente al
mundo, el excedente de significación. El Romanticismo despierta nues­
tra curiosidad para lo completamente diferente. Su imaginación desen­
cadenada nos otorga los espacios de juego que necesitamos, siempre y
cuando compartamos la observación de Rilke:
no estamos muy seguros, no nos sentimos en casa
en el mundo interpretado.
Apéndices
Referencias

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Capítulo 9
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Capitulo 10
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Capítulo 11
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IV/383,1/145, 1/201, 1/442, III/114, III/56, III/124, III/92, III/54.
Joseph von Eichendorff, Werke, edición de Wblfgang Frühwald, Brigitte Schill-
bach y Hartwig Schultz, Frankfurt del Meno, 1985-1993, vol./pág. 1/226,
III/353, 1/224, 1/225, 1/361, 1/120 y sig., 1/346, 1/173, III/131, III/131 y
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1/184, 1/194, 1/197, 1/146, 1/456, 1/29 y sig., 1/38, 1/153, 1/56, 1/134,
1/56, 1/452,1/469, 1/47, 1/115, 1/453 y sig., VII/7, 200, 1/448, 1/449,1/64,
III/574, 1/38, 1/56, 1/57, III/620, 1/145, VI/26, 1/22, 1/18, III/538,
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índice onomástico

Adorno, Theodor W., 335-337, 341, Borne, Ludwig, 218-220,226,227,229,


344, 345, 349 231,351
Alighieri, Dante, 136 Bóttiger, Cari August, 23
Altenstein, Karl Sigmund Franz, 212 Brecht, Bertolt, 298, 307, 308
Anaxágoras, 253 Brentano, Clemens, 50, 62, 78, 80, 81,
Anders, Günther (Günther Stem), 342 88, 163-165, 178, 198, 305
Arendt, Hannah, 328, 338 Brentano, Sophie (véase Sophie Me-
Amdt, EmstMoritz, 146,167,168,169 reau)
Amim, Bettina von, 167 Büchner, Karl Georg, 219
Arnim, Ludwig Achim von, 53, 163- Büchner, Ludwig, 253
165, 167, 361, 168, 169 Buonarroti, Miguel Ángel, 98
Ast, Georg Antón Friedrich, 142 Burke, Edmund, 161, 162
Cagliostro, Alessandro, 52
Carlyle, Thomas, 273
Bachofen, JohannJakob, 276 Charpentier, Julie von, 109
Baeumler, Alfred, 338 Claudius, Matthias, 36,
Bakunin, Mijaíl, 225, 236 Corday, Charlotte, 50
Ball, Hugo, 300 Creuzer, Georg Friedrich, 141, 142,
Bauer, Bruno, 220 163, 164,316
Bebel, August, 273 Czolbe, Heinrich, 253
Beethoven, Ludwig van, 155, 351
Benjamín, Walter, 149, 282, 309, 349
Benn, Gottfried, 152, 272, 307, 308, D’Ammuzio, Gabriele, 248
327, 340 Demócrito, 253
Bense, Max, 341, 342 Descartes, René, 253
Berlín, Isaíah, 315, 321, 325, 328, 329 Devrient, Ludwig, 200
Bernhardi, Johann Christían August Dilthey, Wilhelm, 274
Ferdinand, 84 Durero, Alberto, 82, 90, 91, 96, 98,
Bioch, Emst, 309 321
Bóckh, August, 146, 147 Dutschke, Rudi, 348
Bóhlendorff, 149, 152
Bóhmer, Carolíne (véase Carolíne
Schlegel) Eichendorff, Joseph von, 14, 17, 55,
Boisserée, Sulpíz, 144 92, 147, 163, 164, 168, 175, 179,
181, 182, 185, 190-199, 201, 206, Gorres, Johann Joseph, 141-146, 163-
211,215,291,297 165, 198, 278,316
Enfantin, Prosper, 230 Gotter, Luise, 79
Engels, Friedrich, 220, 227 Grimm, Jacob Ludwig Karl, 165, 244
Eschenburg, 83 Grimm, Wilhelm, 165
Grosse, Karl, 50, 54
Günderrode, Karoline, 164
Federico Guillermo I, 176 Gutzkow, Karl Ferdinand, 218, 228
Federico Guillermo III, 155
Feuerbach, Ludwig, 220,222-224,238,
240 Haeusser, Ludwig Christian, 299
Feuerbach, Paul Johann Anselm, 66 HafFner, Sebastian, 327
Fichte, Johann Gotdieb, 13,34,40,41, Haldane, Richard Burdon, 287
65-75, 77, 78, 80, 81, 85, 92, 104- Hamann, Johann Georg, 22
109, 113, 119, 122, 129, 130, 160, Hardenberg, Georg Philipp Friedrich
161, 167, 168, 213, 253, 276, 287, (véase Novalis)
332, 347 Hardenberg, Heinrich von, 67
Fidus (Hugo Hóppener), 273, 277, 295 Hardenberg, Karl August, 166
Flex, Walter, 295 Hart, Heinrich, 227, 277
Forster, Johann Georg Adam, 31 Hart, Julius, 277
Fórster-Nietzsche, Elisabeth, 272 Hauptmann, Gerhart, 289
Fouqué, Friedrich Heinrich Karl Hebbel, Friedrich Christian, 286
(barón de la Motte), 211, Hegel, Georg Wilhelm, 22, 32, 33, 37,
Freiligrath, Ferdinand, 219, 220 44, 51, 56, 61, 69, 75, 119, 132,
Freud, Sigmund, 75, 130 138-141, 143, 147, 148, 169, 178,
Fries, Jakob Friedrich, 213 212-218, 221, 222, 223, 224, 225,
253, 287, 301, 326
Heidegger, Martin, 14, 308-312, 325-
Gassner, Johann Joseph, 51 327, 342, 348
Gehlen, Amold, 332, 344, 345 Heine, Heinrich, 14, 203, 217-220,
Gentz, Friedrich von, 32 225234, 240, 292, 311, 329, 361
George, Stefan, 278, 279, 283-285 Heinse, Johann Jakob Wilhelm, 89
Glassbrenner, Adolf, 219 Heráclito, 265
Gneisenau, August Wilhelm Antón, Herder, Johann Gottfried, 13, 19-30,
166 38, 54, 96, 143, 144,234,287, 316
Goebbels, Joseph, 316, 317, 319, 320, Herwegh, Georg, 219
371 Herz, Henriette, 125
Goethe, August, 39 Hesse, Hermann, 304, 306
Goethe, Johann Wolfgang, 20-24, 26, Himmler, Heinrich, 319
29, 31, 36-40, 49, 50, 53, 64, 66, Hitler, Adolf, 235, 297, 314, 315, 321,
67, 73-75, 81-83, 96,100,115,122, 326, 330-332, 334
129, 135, 142, 144, 147, 149, 164, Hoelz, Max, 298
169, 197, 200, 204, 211, 219, 236, Hofer, Andreas, 166
264, 289, 295, 321 Hoffman, Ernst Theodor Amadeus,
Gontard, Susette, 150 14, 52, 54,62,93,95, 98,169,175-
178, 180, 182, 189, 199-203, 205- Kühn, Sophie von, 104
207,211,229, 250, 305, 331 Kunz, Friedrich Karl, 201
Hofmannsthal, Hugo von, 93, 232, Kurzke, Hermann, 335
248, 279-286
Hólderlin, Friedrich, 33, 44,45, 67, 75,
77, 78, 103, 138-141,143, 147-154, Lafontaine, August Heinrich, 48, 50
184, 213, 252, 299, 301, 326 Lagarde, Paul de, 290
Homero, 147, 164 Landauer, 276, 277
Hoppener (véase Fidus) Langbehn, Julius, 290
Huxley, Aldous, 343 Lavater, Johann Gaspar, 48
Huxley, Thomas, 323 Lenin, 225, 351
Huysmans, Joris-Karl, 248 Lenz, Jakob Michael Reinhold, 23
Leopardi, Giacomo, 111
Lethen, Helmut, 307
Jahn, Friedrich Ludwig, 316 Lévi-Strauss, Claude, 258, 259
Jaspers, Karl, 325 Lion, Ferdinand, 337
Jean Paul (Joahnn Paul Friedrich Rich- Liszt, Franz, 253
ter), 49, 53, 80,81, 169, 321 Lotze, Hermann, 253
Jung, Franz, 298 Lówenthal, Richard, 345, 346, 349
Jünger, Ernst, 298, 307, 309, 342 Luciano de Samosata, 127
Jünger, Friedrich Georg, 342 Lukács, Georg, 118, 315, 321, 329

Kafka, Franz, 308 Mann, Klaus, 327


Kanne, Johann Arnold, 141 Mann, Thomas, 248,288-293,311,320,
Kant, Inmanuel, 22, 31, 32, 34, 37, 49, 323, 325, 326, 331, 333-337, 340
67-70, 72-74, 105, 118, 124, 125, Marat, Jean-Paul, 51
127, 133, 155, 156, 183, 184, 264, Marcks, Erich, 289
322 Marcuse, Herbert, 347, 349, 350
Kaufmann, Christoph, 23 Marquard, Odo, 346
Kepler, Johannes, 259 Marx, Karl, 14, 44, 218-220, 223-225,
Kessler, Harry, 278, 279 227, 237, 254, 276, 350, 351
Kierkegaard, Soren, 309, 310 Mauthner, Fritz, 279
Klages, Ludwig, 278, 279, 319 Mendelssohn, Moses, 78, 115
Klausnitzer, Ralf, 316 Mereau, Sophie, 70, 163, 164
Kleist, Heinrich von, 170-173, 215, Mettemich, Klemens Wenzel, 167,212
216, 280 Meyer, Johann Heinrich, 211
Klemperer, Victor, 314 Meyerbeer, Giacomo, 234, 243
Klinger, Friedrich Maximlian, 23 Miltitz, Emst Hauboíd, 67
Klopstock, Friedrich Gottiieb, 33, 48, Milton, John, 68
51 Moleschott, Jakob, 253
Kórner, Christian Gottfried, 149 Montaigne, Michel de, 183
Kórner, Theodor, 168 Moritz, Karl Philipp, 149
Krieck, Emst, 317, 318 Muck-Lamberty, Friedrich, 301, 302,
Kühn, Caroline, 109 304
Mühsam, Emst, 299 Reinhold, Cari Leonhard, 69
Müller, Adam Heinrich, 161,169, 318 Reuter-Friesland, Ernst, 298
Mundt, Theodor, 218 Riesman, David, 343
Rilke, Rainer Maria, 283, 286, 288,
306, 353
Napoleón Bonaparte, 248, 262, 326 Rimbaud, Arthur, 193
Naumann, Constantin Georg, 272 Ritter, Johann Wilhelm, 79, 98
Necker, Jacques, 30 Robespierre, Maximilien, 45
Niethammer, Friedrich Philipp Im- Rolland, Romain, 130, 289
manuel, 67 Rosenberg, Alfred, 317-319
Nietzsche, Elisabeth (vése Elisabeth Rothschild, James, 227
Fórster Nietzsche) Rousseau, Jean-Jacques, 13,19,25, 32,
Nietzsche, Friedrich, 14,19,24,39, 58, 74, 75, 83, 84, 169, 183, 225, 347
60,75,94,119,143,146,150,173, Runge, Philipp Otto, 98
222, 228, 240, 246, 250-274, 277,
278, 287, 291, 292, 293, 295, 296,
301, 309-311, 321-323, 333-335, Sack, Friedrich Samuel Gottfried, 134
337 Savigny, Friedrich Cari von, 145, 161,
Novalis (Georg Philipp Friedrich von 163, 168
Hardenberg), 13, 15, 34, 40, 52, Schallmayer, Wilhelm, 323
53, 56, 57, 62, 67, 70-72, 74-79, 82, Scheler, Max, 289
93-95, 98-119, 121-124, 128, 137, Schelling, Friedrich Wilhelm Joseph,
142, 144, 146, 155, 157-161, 175, 13, 33, 34, 55, 62, 69, 75, 78, 79,
176, 179, 182, 186, 190, 224, 229, 95, 115, 122, 138-141, 143, 147,
246, 247, 260, 263, 276, 305, 312, 148, 154, 165,213, 322
320, 350 Schelsky, Helmut, 338, 339, 351
Schiller, Johann Christoph Friedrich,
24, 29, 40-48, 52, 57, 58, 61, 63,
Ortega y Gasset, José, 343 73, 74, 76, 78, 80, 81, 96, 103, 107,
119, 121, 134-136, 147, 149, 153,
159, 160, 162, 165, 260, 270, 299,
Pascal, Blaise, 183, 184 321
Píndaro, 147 Schinkel, Karl Friedrich, 200
Pío VI, 114 Schlegel, August Wilhelm von, 34, 49,
Pirandello, Luigi, 87 62, 78, 81, 82, 84, 95, 99,115,135,
Platón, 126,253,312 136, 155, 162, 168, 169,211
Plessner, Helmut, 321, 324 Schlegel, Caroline, 34, 78, 191, 109
Plutarco, 48 Schlegel, Karl Friedrich, 33, 34, 40,47-
Pongs, Hermann, 317 49, 52,55-65,77-80, 82, 83, 86-88,
95, 100, 101, 109, 110, 115, 116,
119, 121-126, 134, 135, 141-143,
Rabelais, Franfois, 206 146, 147, 149, 155, 157, 162, 167-
Rambach, Friedrich Eberhard, 84, 85, 169, 181, 198, 206, 211, 212, 237,
87 259, 260, 263-265, 322, 352
Reichardt, Johann Friedrich, 39 Schleiermacher, Friedrich Ernst, 34,
61-63, 78, 115, 122, 124-138, 141, 121, 137, 155, 162-165, 168, 169,
155, 167, 168, 179 175, 178, 181, 182, 184, 189, 227,
Schmitt, Cari, 121,170,290,309,310, 320
316 Tillich, Paul, 309, 313, 314
Schnitzler, Arthur, 248 Tirpitz, Alfred Peter Friedrich von, 287
Schopenhauer, Arthur, 106, 107, 142, Toller, Ernst, 299
143, 207, 246, 247, 259, 264, 291,
322
Schrepfer, Joahnn Georg, 51 Veit, Dorothea, 78, 115, 122
Schubert, Robert, 211 Velde, Henry van de, 77
Schuckmann, Friedrich von, 200 Voegelin, Eric, 315, 321, 325, 329
Schuler, Alfred, 278, 279 Vogt, Karl, 253
Schulze, Gottlob Ernst, 69 Voss, Johann Heinrich, 164, 212
Schumann, Robert, 211 Vulpius, Christian August, 50
Semper, Gottfried, 236
Shakespeare, William, 83, 84 Wáckenroder, Wilheim Heinrich, 57,
Siemens, 274, 275 82, 89-91, 93, 95-97,121,185,186,
Simmel, Georg, 44 320
Sófocles, 147 Wagner, Cosima, 241, 243, 244, 250
Solger, Karl Wilheim Ferdinand, 146, Wagner, Richard, 14, 82, 94, 143, 234-
167 241, 243-251, 255, 257, 258, 260,
Spengler, Oswald, 286, 287, 299, 309 262, 263, 266-268, 291, 321, 327
Spinoza, Baruch, 126, 133, 253 Weber, Alfred, 343
Spontini, Gaspare, 215 Weber, Cari Maria von, 215
Spranger, Eduard, 301 Weber, Max, 43, 44, 174, 275, 290,
Stáel-Holstein, Anne Louise Ger- 293,298, 301,312
maine, 76, 81, 324 Welcker, Friedrich Gottlieb, 141
StefFens, Henrik, 80, 101 Wieckert, Ernst, 307
Stein, Heinrich Friedrich Kari, 166,167 Wieland, Christoph Martin, 36, 38,
Steiner, Rudolf, 277 51, 127
Stimer, Max, 220, 225 Wienbarg, Christian Ludolf, 218, 219
Stolberg, Christian Günter, 23 Winckelmann, Johann Joachim, 57, 58,
Stolberg, Friedrich Leopold, 23, 48 141, 144, 146, 149
Strauss, David Friedrich, 220-222,254- Wittgenstein, Ludwig, 279
256 Wolfskehl, Karl, 279
Strich, Fritz, 315, 321
Zenge, Wilhemine von, 171
Tieck, Ludwig, 13, 33, 34, 50-54, 57, Zimmer, Ernst, 153
62, 78, 79, 82-100, 104, 113, 115, Zoega, Johann Georg, 141
Y
Sí:
Con la mezcla de sabiduría y amenidad que
lo caracteriza, Rüdiger Safranski introduce a
los lectores en ese excepcional movimiento
que eclosionó en el paso del siglo X V I I I al XIX .
Para ello analiza el pensamiento y las obras
de autores como Herder, Fichte, Schelling,
Hoffmann, Novalis o Schiller, para después
explorar las múltiples manifestaciones de lo
«romántico» y rastrear su pervivencia y con­
tinuidad hasta nuestros días. El autor ilustra
los multiformes avatares de lo romántico tan­
to en la obra de músicos (Wagner), filósofos
(Nietzsche, Heidegger) o escritores (Rilke,
Mann), como en la política degenerada del na­
zismo o en los ideales radicalizados de Mayo
del 68.

«Un m agnífico libro que com bina el aná­


lisis filosófico y las anécdotas... Safranski
nos abre la puerta de la cámara del teso­
ro íie la historia del espíritu.»
Die Zeit
P V P 9 ,9 5 €
ISBN 978-84-8383-386-5

9 788483 833865

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