Louis Bouyer, El Cuarto Evangelio - Text
Louis Bouyer, El Cuarto Evangelio - Text
Louis Bouyer, El Cuarto Evangelio - Text
EL CUARTO
EVANGELIO
introducción ai evangelio de Juan
Traductor:
Plácido Gil Imirizaldu,
monje de El Paular
Introducción 9
Inseparable de los sinópticos e irreductible a ellos,
todavía se nos presenta así el cuarto evangelio.
¿Cómo definir eso que da al evangelio de Juan su
carácter particular, único?
Lo que impresiona sobre todo, aunque no sea más
que un rasgo superficial, es esa atmósfera sin igual, no
sólo en el Nuevo Testamento, sino en la literatura cris¬
tiana y en la religiosa en general.
Cuando se lee después de otros libros del canon cris¬
tiano, nos parece percibir una súbita serenidad, un es¬
clarecimiento general. Esos tranquilos coloquios prolon¬
gados como a solaz, esas fórmulas luminosas parecen
evocar un clima diverso del de Galilea. Muy pronto han
hecho pensar en los diálogos platónicos. Da la impre¬
sión de que todo cuanto el alma judía habría podido
derramar de atormentado, de dramático a la vez que de
esplendoroso en el Nuevo Testamento, ha desaparecido
de este evangelio. Por su atmósfera cristalina siéntese
uno transportar a una ambientación helénica.
No se trata con todo del efecto de una forma litera¬
ria ática plasmada sobre un fondo judío.
Si se atiende al lenguaje se advierte que es difícil
hallar uno más lejano de la sutil y pura literatura de
un Platón. Sería difícil imaginar frases más sencillas o
una pobreza mayor de giros de expresión, hasta tal pun¬
to que cualquiera que posea mínimos rudimentos de
vocabulario, aunque desconozca casi del todo la grama-
tica griega y su abundante plasticidad, puede tranquila¬
mente leer este evangelio.
La apariencia helénica del evangelio de san Juan
debe menos a la forma que al fondo. Se atiene a la con¬
templación serena que sustentan ios grandes temas ex¬
tensamente desarrollados de la luz y la vida. Se dirige
ante todo a ese cántico metafísico sobre el Logos con el
10 El cuarto evangelio
que se abre y que no continúa sino en algunas páginas,
pero cuyos armónicos continúan resonando con dulzura
a través de todo el libro.
En realidad, más que en Platón, san Juan puede ha¬
cernos pensar en el misticismo neoplatónico. Platón en¬
señaba a hacerse semejante al bien para llegar a con¬
templarle. La mística que se busca en los escritos her¬
méticos y que hallará en Plotino las fórmulas más aca¬
badas, enseña más bien a contemplar a Dios para que
esa contemplación nos asemeje a Él. Ella misma parece
inspirada en las ceremonias de ciertos misterios, en es¬
pecial en la epoptía, tal como Apuleyo nos la ha des¬
crito en sus Metamorfosis. El iniciado, envuelto en la
luz en que se consideraba que se le revelaba la divinidad,
¿no se mostraba también él totalmente semejante a
Dios? ¿Y no es algo así lo que enseña san Juan al decir¬
nos: «Sabemos que seremos semejantes a Él, porque le
veremos tal cual es?»
Por lo menos esto es lo que todo el fin del siglo xix
ha admitido como axioma. Semejante evangelio repre¬
sentaba para esa época la helenización del cristianismo
plenamente realizada. En consecuencia, para la casi
totalidad de los exegetas, la redacción de los escritos
joánicos debía colocarse bastante entrado el siglo se¬
gundo. No se trataba ya, en otros términos, de atribuir¬
los a un apóstol ni a ningún discípulo de la primera
generación. Pero eso daba sin duda mayor realce a cier¬
tos aspectos del cuarto evangelio y hacía desconocer
otros no menos importantes.
Aun los críticos inclinados a ver en el evangelio de
Juan un evangelio filosófico, un evangelio helenizado,
habían ya notado en él ciertos detalles particularmente
palestinenses. Las precisiones topográficas, por ejemplo,
tanto más notables cuanto que se indican como de paso
Introducción 11
(citemos una tan sólo: la profundidad poco común del
pozo de Jacob, y el hecho además de que se trata, pro¬
piamente hablando, de una fuente y no de un pozo).
La voluntad discreta, pero indudable, de corregir la fe¬
cha de la crucifixión que parecían suponer los sinópti¬
cos, sugería igualmente a un testigo ocular. Pero se
hubiera tal vez continuado olvidando esos detalles a no
ser por un ruidoso libro de Burney, aparecido en 1922.1
Un examen filológico atento conducía a este autor a la
afirmación de que el evangelio considerado como hele-
nizado podría ser, por el contrario, el único que reve¬
lara, más allá del actual texto griego, su origen arameo.
No podemos decir que se haya impuesto la tesis de
Burney, a pesar de explicar maravillosamente toda cla¬
se de anomalías y disipar muchas oscuridades; con todo,
ha suscitado la atención sobre cuanto hay de semita en
san Juan. Ha disipado la quimera de una religiosidad
helénica encuadrada en un esquema cristiano. Ha obli¬
gado a reconocer que la Biblia y el judaismo contempo¬
ráneo de los orígenes cristianos son las fuentes princi¬
pales para explicar este evangelio, ya que son las fuen¬
tes mismas de su génesis.
Esto no debe hacernos olvidar las frecuentes afini¬
dades que ofrece con algunas corrientes del pensamien¬
to helenista. Pero la línea de su auténtica interpretación
parece ser tal como la ha definido recientemente Dood,
el gran exegeta inglés.2 Dentro de una presentación del
evangelio profundamente meditada, todo se halla cons¬
truido con materiales judíos o cristianos primitivos. Por
lo tanto, puede ser perfectamente comprendido por el
cristiano que no conociera otra cosa que la catequesis
1. The aramaic Origin of the 4th Gospel.
2. Cf. The Interpretation of the fourth Gospel (Cambridge,
1953).
12 El cuarto evangelio
de la primera Iglesia. Pero el milagro consiste en que
todo eso se formula de tal suerte que si un espíritu pues¬
to al corriente de las especulaciones y conatos místicos
del helenismo llega a leer el evangelio joánico, sacará la
impresión de que responde a sus propias preguntas.
Nada nos impide por lo tanto creer que Juan haya
sido ante todo un pescador de Galilea. Nada tampoco
nos mueve a pensar que haya él jamás terminado siendo
infiel a su primera formación religiosa. Lo que parece
cierto es que una prolongada experiencia misionera ha
sido en él asimilada por una inteligencia excepcional¬
mente afín a aquello que le era más extraño. En todo
caso, ha sabido comprender el alma helenista hasta el
punto de poder expresarse en su lengua sin violencia
ninguna.
En vista de esto puede nacer una objeción. ¿No hay
una especie de artificio en la composición de este es¬
crito, de modo que pueda fácilmente leerse en doble
sentido? A esto hay que añadir que un estudio detenido
de san Juan nos lleva a atribuirle ese juego consciente
del doble sentido, que por otra parte concluye finalmen¬
te en una profunda unidad. Ya veremos cómo casi en
cada página topamos con fórmulas que no sólo pueden,
sino que deben entenderse en doble sentido, de ningún
modo incompatible, sino más bien complementario. Este
procedimiento puede parecer un artificio a nuestra
mentalidad de modernos occidentales; pero resulta har¬
to conforme al arte y gusto del antiguo Oriente, para
que podamos dudar en reconocerlo.
Si queremos sin embargo medir con exactitud hasta
dónde llega san Juan en esa adaptación al helenismo y
en qué medida permanece profundamente independien¬
te, lo mejor será estudiar el simbolismo constantemen¬
te presente a través de su libro.
Introducción 13
Nada hay en cierto sentido más simbólico que el he¬
lenismo platónico. En este mundo material todo se con¬
vierte en imagen de las realidades inmateriales. Pero
ambos mundos, el del espíritu y el de la materia, por
cuanto son paralelos, jamás se encuentran. La idea mis¬
ma de un encuentro resulta imposible. El hombre, que
distingue en los seres y las cosas de aquí abajo un re¬
flejo de lo alto, no alcanzará las realidades superiores
sino evadiéndose de la realidad inferior. Y esto supone
la liberación de su propio cuerpo, considerado como la
prisión donde el alma se halla retenida.
Nada de esto en san Juan. Lo que él nos enseña es
que en Cristo ha llegado Dios hasta nosotros, que el
Logos se ha hecho carne. Y esto no supone aberración
o degradación alguna en la divinidad. Es el abismo del
amor salvífico. Al mundo griego en el que todo es finito,
aun los mismos dioses, y'a^que es ésta la razón de su
propia perfección, substituye un mundo en el que el
infinito del creador se abre paso de modo imprevisible.
Los «signos», de los que estará lleno el evangelio de san
Juan, no serán sino las señales de esa venida.
Por tanto, lejos de evaporarse la historia que nos
narra con símbolos intemporales, los símbolos, de los
que nos la muestra tejida, son como manifestaciones
de esa venida histórica y del amor que se revela en los
hechos. Puesto que la Palabra divina se ha hecho carne
en Jesucristo, la luz divina disipa nuestras tinieblas. Con
ella se comunica la misma vida divina. Finalmente, ella
resucitará nuestro cuerpo carnal, como el Verbo hecho
carne ha resucitado el cuerpo asumido por Él de nos¬
otros en nuestra flaqueza. La aceptación temporal de
nuestra muerte por el Verbo de vida nos capacita para
vivir eternamente en su luz.
Si todo eso habla un lenguaje fácilmente accesible al
14 El cuarto evangelio
alma religiosa despertada por lo más puro de la espi¬
ritualidad helénica, no menos le anuncia ese lenguaje
el más original cristianismo. Esa historia divina, esa
intervención de Dios en la historia humana, es asimismo
lo que el cristianismo tiene de más puramente judío.
Hay más. Si el evangelio de Juan, lejos de espiritua¬
lizar y de disolver el hecho cristiano en una especula¬
ción fuera de lugar, lo revaloriza plenamente, saca ple¬
no provecho de él, no es para mantener una mística
abstracta. Esos símbolos propiamente místicos son para
nosotros mismos hechos concretos. Su contenido funda¬
mental es el acontecimiento de la Palabra hecha carne.
Pero, lo veremos detalladamente, lo presenta siendo el
contenido de los sacramentos. Nos lo hace descubrir en
esos hechos simbólicos, aún más que simbólicos, llama¬
dos ellos mismos a ser los grandes acontecimientos de
nuestra existencia. Uno de los más sagaces exegetas de
nuestro tiempo, Oscar Cullmann, ha establecido con cla¬
ridad que ahí está la única clave capaz de abrirnos el
plan del cuarto evangelio.2
Estas consideraciones que se han ido imponiendo
poco a poco a nuestra generación, le han hecho descu¬
brir nuevamente la profunda unidad de los escritos
joánicos, a la vez que nos ayudan a volver a encontrar
la figura tradicionalmente atribuida a su autor.
A la exégesis ofuscada por la ilusión del helenismo
de san Juan le costaba admitir que el Apocalipsis, a to¬
das luces semita, pudiera ser de la misma mano que el
Evangelio. Y no obstante, esos temas de la Luz, de la
Vida, incluso el de la Palabra personal que entra en
nuestra historia y libra un combate mortal y vivificador,
Introducción 15
se hallan sin duda como en el fondo tanto de uno como
de otro libro. Hoy día nos parece claro que el Apoca¬
lipsis debe datar de una época en que Juan apenas ha¬
bía salido de su ambiente palestinense, mientras que
el Evangelio es fruto de una prolongada experiencia
misionera entre gentiles. Pero nada nos disuade de apre¬
ciar en cada página el estrecho parentesco de los dos
escritos.
Por consiguiente, nada nos impide reconocer en ese
Juan a quien se ha querido poner tan alejado del pri¬
mitivo cristianismo, en el tiempo y en el espacio, al
discípulo de la hora primera, al apóstol amado. Senci¬
llamente admitimos de buen grado con la antigua Igle¬
sia que una excepcional longevidad ha podido cola¬
borar a esa evolución en la que ninguna de las certezas
primeras debía ser rechazada, sino todo profundizado
y como esclarecido. Nos complace sobremanera la su¬
gestión de algunos exegetas modernos: al suceder las
cosas que Juan narra, ¿no era todavía muy joven, casi
un muchacho? Eso explicaría por otra parte el afecto
especial con que Jesús, y al parecer todo el grupo apos¬
tólico, rodeaban al apóstol amado, la facilidad con que
era admitido en todas partes, la frescura y vivacidad
que conservarían los recuerdos oculares del adolescen¬
te, incluso en las meditaciones del anciano. En todo
caso, si se coteja esta hipótesis con los datos de la tra¬
dición, parece que acaba ella por deshacer ese mundo
de dificultades imaginarias que el siglo xrx creyó des¬
cubrir.
San Juan
16 El cuarto evangelio
como el autor del cuarto evangelio. Si registramos con
cuidado la Escritura nos persuadiremos bien pronto
de que nada preciso se nos dice acerca de él, ni siquiera
se le nombra. A lo más podemos deducir por ciertos
pasajes que debe ser el apóstol Juan.
El cuarto evangelio, que jamás menciona a san Juan,
habla por el contrario con bastante frecuencia de un
discípulo amado por Jesús, y, en ciertos lugares, de un
discípulo anónimo que juega un papel de primer orden
y que parece identificarse con el «amado».4 Una tradición
recibida sin divergencias ni contradicciones en la Igle¬
sia antigua, identifica al «amado» y al «anónimo» con
el apóstol san Juan, hijo del Zebedeo, al mismo tiempo
que le reconoce autor del evangelio que todavía hoy en
nuestro Nuevo Testamento lleva su nombre.
Pocas tradiciones antiguas se presentan con tanta
continuidad y unanimidad, por muy lejos que nos re¬
montemos. Por otra parte, esta tradición es en extremo
discreta: y si nos da sobre san Juan ciertos detalles en
armonía con la fisonomía espiritual del evangelio joáni-
co, no disipa por eso el misterio que lo envuelve,5
Se da el hecho, por otra parte, de que la atribución
4. Sobre el "amado”, véase: 13, 23; 19, 26; 20, 2, y 21, 1, 20-24.
Sobre el "anónimo", véase: 1, 35-37; 18, 15; cf. 19, 35.
5. Los primeros testimonios de esta tradición son san Ireneo
y Tertuliano. Véase la crítica de sus textos y de todo el pro¬
blema en Nunn, The Authorship of the Fourth Cospel (1952). Se
verá cómo algunos modernos creen poder atribuir la paternidad
del evangelio joánico a “Juan el Presbítero”, distinto de Juan el
Apóstol y cuya existencia se funda sobre una dudosa interpreta¬
ción de un texto de Papías. Mas los dos únicos antiguos (Dioni¬
sio de Alejandría y Eusebio) que han interpretado en ese sen¬
tido a Papías, jamás concibieron la idea de atribuir a este otro
Juan el evangelio, sino tan sólo el Apocalipsis. Es precisamente
lo contrario de lo que han creído esos modernos, como se ve
sin fundamento alguno en la antigüedad.
Introducción 17
2
tradicional y los datos que la acompañan son de tal na¬
turaleza que pueden descubrir con luz particularmente
radiante las riquezas de este libro.
Cuando san Juan aparece en los evangelios como dis¬
cípulo del Señor, su primera manifestación es para pe¬
dir, junto con su hermano Santiago, que descienda fue¬
go del cielo sobre quienes no quieren aceptar a Cristo,
y éste, reprendiéndoles, recuerda su sobrenombre de
Eoanerges, hijos del Trueno.
El que pedía el fuego del cielo sobre la tierra llegará
a ser el apóstol del amor. El joven y entusiasta galileo,
que deseaba ver el fuego celestial, no había de ver frus¬
trada su esperanza, pero cuando ese fuego le sea mani¬
festado, comprenderá que, si es cierto que es fuego que
devora y consume, es más todavía fuego vivificador.
Ya el Señor le había distinguido, perteneciendo al
pequeño grupo que, dentro de la familiaridad del cole¬
gio apostólico, tenía con Jesús una mayor intimidad. Es
a él, a Santiago y a Pedro a quienes Cristo revelará en
la Transfiguración algo de su verdadera naturaleza.
Pero su mirada no estaba aún dispuesta para la luz
celestial —compartir su cáliz—, y cuando en Getsemaní
fue llamado, de nuevo con Santiago y Pedro, a velar una
hora durante la agonía de Jesús, no pudo hacerlo, al
igual que Jos otros. Sin embargo, su intimidad con Él
había alcanzado poco antes el grado supremo —en la
Cena, en el momento en que Jesús instituyó el banquete
eucarístico que hasta el final de los tiempos debía ali¬
mentar de su amor a los suyos, Juan reposó en su
pecho.
Pero el amor de predilección que Jesús tuvo hacia
Juan no fue ciertamente provocado por una perfección
más relevante en él, sino al contrario, como dice Bos-
suet: aquel amor íntimo que era el origen, aquel amor
13 El cuarto evangelio
de predilección, le había tocado antes que él se diera
cuenta, y, tras la dispersión de los discípulos, sintió en
el Calvario su llamada para que se asociara a los dolores
del Señor y para que recibiera de Él, como el don su¬
premo, a su Madre, la bienaventurada Virgen María.
Podrá creer alguno que hasta que tuvo lugar este
tardío retorno le fue poco fructuosa la intimidad de
Jesús. No obstante, Juan experimentará mejor que na¬
die la verdad de esta palabra de su Señor, que él mis¬
mo nos ha transmitido: «El Espíritu os traerá lodo a la
memoria.»
Después de Pentecostés, una vez descendido sobre él
el Espíritu, evocará aquellos momentos cuyo valor en
otro tiempo había desconocido, y poco a poco sabrá en
lo sucesivo descubrir todas sus riquezas.
Tras la dispersión de los apóstoles por el mundo,
Juan no fue contado por la Providencia en el número de
los grandes misioneros ni de los grands edificadores de
las Iglesias. Su vocación se orientará cada día con ma¬
yor vehemencia hacía una obra interior. En medio del
fervor de vida de la primitiva Iglesia será el «testigo
fiel», el que atestiguará «haber visto con sus ojos, oído
con sus oídos, tocado con sus manos», quien por la fe
profundizará cada día más el misterio de Aquel que co-
1 nocerá «según el Espíritu», como antes había conocido
«según la carne». Cuando poco después de su Maestro
mueran mártires todos los demás apóstoles, él quedará
el último de todos, prolongando, por una excepcional
senectud, la suave llama que Dios había encendido en
él, a fin de que los demás pudieran venir y «deleitarse
en su luz». Es una imagen extraordinariamente impre¬
sionante la de este anciano en quien parecía no tener
prisa el tiempo, hasta tal punto que algunos «creían
que no moriría». Entre las nuevas generaciones de los
Introducción 10
que habían creído en virtud de los que Cristo envió,
permaneció el último entre los que habían creído por Él.
Parece que Dios no quiso para Juan otra vocación que
la de guardar el depósito sagrado de cuanto por sus
sentidos había conocido de Él y de esclarecerlo por el
Espíritu.
Pero conviene seguir la curva trazada desde el ardo¬
roso e impetuoso joven galileo hasta el sereno anciano
que al ñnal de su vida deja a la Iglesia el inapreciable
tesoro que san Clemente de Alejandría llamará el «Evan¬
gelio espiritual».
Poco después de Pentecostés vino a Roma, según la
tradición. Bajo Domiciano habría sido sumergido en
aceite hirviendo, pero Dios, que Je destinaba a otro gé¬
nero de «testimonio», le salvó cambiando el aceite en
rocío.
Desterrado a Patmos, teniendo ante sí tan sólo el
cielo y el mar, escribió el Apocalipsis. En este extraño
libro, donde parece como si las islas, haciendo eco de
los himnos angélicos y brillando con luz increada, va¬
gasen en una paz inmutable sobre el más espantoso
caos, vemos aparecer los temas que lentamente se han
desprendido del fantástico concierto y que acabarán
colmando por sí solos el alma del apóstol. Es el Corde¬
ro inmolado pero glorioso en el seno del Padre, son los
ríos de agua viva, es la consumación de todas las cosas
en la unidad.
Después de Patmos transcurrirán los largos y apaci¬
bles años de Éfeso. Allá se realizará la doble promesa
de Cristo en la Cruz: «Mujer, he ahí a tu hijo... He ahí
a tu Madre.»
La que Isabel proclamó «bendita entre todas las mu¬
jeres», la que desde el pesebre «guardaba todo esto y
lo meditaba en su corazón», le hará partícipe de esa paz
20
El cuarto evangelio
y claridad celestiales que ella había recibido con el Ver¬
bo de Dios. El apóstol, dando a la Madre del Salvador
aquel maná escondido, prometido al que obtuviera la
victoria, volverá a encontrar los sentimientos de Cristo
cuando él mismo descansó sobre su pecho y recibió de
Él ese maná dado por vez primera a los hombres.
El amor que del corazón de Dios se encarnó en el
corazón del Hombre Jesús, irradiará en el corazón del
discípulo, quien expiará con el nombre de ese amor en
los labios, después de haber dado a conocer a los hom¬
bres cómo «habiendo Jesús amado a los suyos que esta¬
ban en el mundo, al fin extremadamente los amó».
Recogiendo los frutos todos de su madurez, viendo
ya la luz del atardecer, un atardecer sin ocaso, en la de¬
finitiva serenidad de esta maravillosa senectud debió
reunir la esencia de su catcquesis en el evangelio, y
luego colocar, como la llave de un jardín cerrado, ese
prólogo en el que el tiempo queda absorbido por lo
eterno.
Su obra llegó a término. No le restaba sino lanzar en
su epístola el último grito de la fe fundada sobre la
verdad inquebrantable de Cristo venido en carne, y lue¬
go, el último, ir a unirse a Aquel en cuya Resurrección
creyó el primero.6
Introducción 21
Idea de san Juan sobre la historia
22 El cuarto evangelio
Declaran unos que tal o cual texto no pertenece de
ningún modo a la primitiva redacción, y los otros de¬
fienden, no con menos urgencia, que los pasajes en
cuestión constituyen por el contrario el fondo mismo
del evangelio, los cuales, afirmaban los primeros, no
son, a su modo de ver, sino una redundancia posterior
a la redacción original.
Afirmarán unos que la base única es el relato que,
aunque mucho más sucinto, parece todavía más pre¬
ciso y seguro que el de los sinópticos, y entonces cree¬
rán tener que declarar que el prólogo, y lo mismo los
grandes discursos de Cristo, son fragmentos añadidos
después, sin ningún lazo de unión con el primitivo re¬
lato. Mantendrán los otros que dichos fragmentos son
como el fin de todo lo demás, y que el relato no es sino
como un pálido lienzo de fondo, del todo insignificante.
Llegarán incluso a sostener que el autor se halla de
tal manera absorbido en la metafísica y que los hechos
materiales tienen para él tan escasa importancia, que
deben tenerse por interpolaciones todas las palabras
que hagan relación a un hecho realizado en el tiempo,
como las palabras puestas en boca de Cristo con res¬
pecto a una futura resurrección.
Vemos que las dos posiciones son abiertamente con¬
tradictorias. No hace falta subrayar que particularmen¬
te la segunda se reduce en fin de cuentas a una simple
petición de principio. No obstante, repitámoslo, bajo
esa exageración, existe un elemento profundamente jus¬
to y que hay que tener en cuenta. Si entendemos la his¬
toria como se considera hoy día con frecuencia: una
simple exposición de datos, es bien cierto que el fin del
cuarto evangelio es muy distinto que el de un historia¬
dor que entienda así su misión, y por lo tanto la obra
llevada a cabo pertenece a un género del todo distinto.
Introducción 23
La realidad es que nosotros no podemos en modo al¬
guno utilizar aquí nuestras modernas clasificaciones
aplicadas irracionalmente. Sería también del todo falso
concluir que san Juan descuida los hechos en cuanto
tales, interesándose tan sólo por las ideas: eso equival¬
dría a atribuirle una distinción precisa que nos es pro¬
pia, pero que a él le resulta totalmente extraña.
Verdaderamente, los hechos, el desarrollo de la histo¬
ria y las ideas, las grandes nociones religiosas sacadas a
luz por él, son para él inseparables. Cuando acerca de
esto nos formulamos la siguiente pregunta: ¿pretende
enseñarnos una doctrina eterna o bien narrarnos he¬
chos ya acontecidos?, la cuestión no puede tener res¬
puesta, pues no se plantea desde su punto de vista.
«Para él la historia es un misterio, y el narrarla es por
necesidad exponer a la vez ese misterio.»
El concepto joánico de la historia no es sino la apli¬
cación de un pensamiento más amplio: que el mundo
material no es un simple caos donde no penetra el es¬
píritu, sino que es, por el contrario, como la figura del
mundo espiritual, figura en la que un atento observa¬
dor podrá descubrir las realidades más profundas y
ocultas.
En una palabra, es Dios el Creador de la materia
lo mismo que del espíritu, de modo que no deben ser
impenetrables el uno al otro y carentes de relaciones
inteligibles entre uno y otro. Una unidad, la del pensa¬
miento divino, los une en sus mismas diferencias.
Esa unidad rebasa, por otra parte, el plan en que se
mueven en sus mutuas relaciones el espíritu y la mate¬
ria. Entre las cosas que existen por un tiempo y las que
son eternas, entre el Creador y las criaturas, una analo¬
gía más misteriosa que la anterior conserva la traba¬
zón y asegura la distinción, puesto que se trata de Él
24 El cuarto evangelio
y de nosotros. Él, Creador todopoderoso, pero nuestro
Creador; nosotros, criaturas en sí mismas débiles, pero
sus criaturas. ;
Resulta de ahí que lo que nosotros llamamos un
«hecho material» encierra una significación para el es¬
píritu, ya que es inseparable del espíritu. De manera
más general y profunda nos revela el desarrollo de la
historia humana el ademán de la mano de Dios, que lo
acompaña y realiza.
Solidaria del espíritu en su caída como en su salva¬
ción, la materia, por tanto, nos ofrece sobre él ideas in¬
sospechadas, y la historia de los hechos que se suceden
en el teatro de este mundo nos permite entrever los de¬
signios eternos.
Los escritores sagrados de la antigua alianza se ha¬
llaban penetrados de este concepto. Todo el Antiguo
Testamento no es otra cosa sino su realización, de modo
que, más aún que la historia del pueblo hebreo, se con¬
virtió para la humanidad entera en la revelación de
Dios buscando al hombre perdido para conducirle a Él.
Pero es en san Juan donde esta visión de la historia apa¬
rece con mayor claridad, ya que ha llegado a compren¬
der que si se da algún caso en que la verdad se hace
deslumbrante, es el de la historia terrena de Jesús.
Puesto que la Palabra divina se ha hecho carne, el mun¬
do, entenebrecido por su caída, encuentra en Jesús su
antiguo resplandor. La humanidad de Cristo, por su
unión con la divinidad, restituye en toda su pureza la
imagen divina según la que ha sido creado el hombre.
Los hechos y ademanes de Cristo son internamente ilu¬
minados por la perfección de su alma humana, y todo
su ser humano deja transparentar los abismos de la di¬
vinidad.
«Los cielos pregonan la gloria de Dios», decía ya el
Introducción 25
salmista, pero ¿qué significa el lenguaje de su movimien¬
to sin fin por muy grandioso que sea, después del nue¬
vo lenguaje por el que la misma Palabra eterna se ha
expresado en las acciones del hombre Jesús?
La consecuencia se impone por sí misma y es doble,
y sería despreciarla radicalmente dejar perder uno de
sus términos.
«La historia de Cristo» tiene un sentido: quien vea
un simple desenvolvimiento de los hechos y nada más,
la mutila y profana. No será una adición artificial supo¬
ner, al escribirla, la revelación que desarrolla, sino que
será una parte integrante de esa historia; más que una
parte: su alma vital.
Pero sentirse por otro lado con derecho, bajo pre¬
texto de atenerse tan sólo a esa revelación, a ignorar el
desarrollo de los hechos, lo que precisamente en el sen¬
tido moderno de la palabra denominamos «historia», es
un error no menos grave que aquél al que se quiere en¬
frentar siguiendo esa línea. Es desconocer lo que es la
revelación expuesta por san Juan. No solamente exige
un hecho, sino que ella es un hecho, la donación de una
verdad inaccesible a nuestros esfuerzos, hecho a la vez
primordial y centro de la historia. No conocemos el
contenido y el valor de esa revelación sino porque
Aquel que es señor de la historia la ha inscrito entre
los hechos de la historia, «y la ha inscrito entrando Él
mismo dentro de esa historia».
Ya lo hemos dicho: ver en el cuarto evangelio una
doctrina filosófica abstracta sería privar por completo
de sentido toda su enseñanza; sería colocar esa ense¬
ñanza en contradicción formal con ella misma en el
fondo de cada una de sus afirmaciones. Fundado total¬
mente sobre el hecho de la encarnación, del descenso
de Dios hasta nuestra humanidad, de su vida introdu-
26 El cuarto evangelio
cida en la nuestra, -se desvanece por completo si se des¬
conoce este hecho.
Por tanto, y para concluir, diremos que el evangelio
joánico nos ofrece hechos y verdades, en absoluto yux¬
tapuestos, sino tan indisolublemente unidos, tan perfec¬
tamente uno que olvidar los hechos para ver sólo las
verdades es como anular a éstas, y abandonar las ver¬
dades para salvaguardar los hechos es condenarse a no
procurar sino empobrecer su misma raíz, desfigurándo¬
los y haciéndolos desconocidos.
Introducción 27
cho—, su texto original se habría escrito en esta lengua
y nuestro texto griego sería una traducción muy literal.
Por lo demás, es muy difícil llegar a una certeza en
este punto. El griego vulgar (llamado koiné), que es en
conjunto la lengua del Nuevo Testamento, se hablaba
por todo el ámbito del Mediterráneo, entre las pobla¬
ciones más diversas y mezcladas. Presenta, así, todas
las corrupciones gramaticales imaginables, las cuales
pueden bastar para explicar muchas particularidades
que parecería que sin eso justificaban una aproximación
al arameo. Tendremos no obstante ocasión de sacar a
flote algunos ejemplos que parece difícil aclarar si se
rechaza absolutamente. Aun cuando no nos hallemos
en presencia de una traducción, es cierto que en gene¬
ral ha habido una influencia aramea bien notable sobre
el lenguaje del cuarto evangelio, más quizá que sobre
el de los precedentes.9
Ciertos pasajes tienen un giro muy semítico, por
ejemplo la curación del ciego de nacimiento. El juego
de partículas, tan característico de la lengua griega y
de la que depende toda la construcción, es generalmen¬
te desconocido para san Juan.
Por el contrario, procede según las exigencias del
hebreo y del arameo por simples proposiciones yuxta¬
puestas unidas sólo por la cópula, estando ésta incluso
ausente con frecuencia. Con todo, eso no es norma ab¬
soluta. Ciertos pasajes, como el coloquio con la Sama-
ritana, son ejemplos de una notable ausencia de ele¬
mentos de la lengua griega, y se acercan a los más clá¬
sicos fragmentos del evangelio de Lucas, cuya lengua
es la más pura. La narración de la resurrección de Lá¬
zaro permite la misma comprobación.
9. A. Schlatter, en Der Evangelist Jabalines (1930), indica
más bien una influencia del hebreo bíblico y rabínico.
28 El cuarto evangelio
Pero no solamente es la lengua lo que lleva consigo
una profunda señal semita. El estilo es todavía más no¬
table.
El ritmo y los rasgos tan característicos de la poe¬
sía del Antiguo Testamento aparecen de manera sor¬
prendente en el prólogo y se encuentran en todos los
discursos.
Se han señalado como tipos principales de esta for¬
ma poética los siguientes ejemplos:
f el paralelismo antitético,
Ej.: Lo que nace de la carne, carne es;
Lo que nace del Espíritu, es espíritu,
(3, 6)
el razonamiento a fortiori,
Ej.: Si hablándoos de cosas terrenas no creéis,
¿Cómo creeréis si os hablase de cosas celestiales?
(3, 12)
Introducción 29
estrofa terminada con una sentencia-conclusión,
(6, 11)
30 El cuarto evangelio
lémicos contra los judíos que Juan atribuye a Jesús se
acerca efectivamente a la de los rabinos por el modo
de oponerse en detalle a cada afirmación adversa (al
revés de los discursos que presentan en general los si¬
nópticos, que evitan deliberadamente la argucia pro¬
puesta, para situarse en un plano distinto, cf. la cues¬
tión del tributo al César); no obstante se distingue de
la de ellos radicalmente. Se ha observado con frecuen¬
cia, y no hay que olvidarse de ello, que el Jesús que
Juan nos presenta no discute, propiamente hablando,
sino que afirma.
Toda su argumentación se reduce a hacer ver los tes¬
timonios de origen divino que atestiguan su autoridad.
Una vez fijada ésta, es sobre ella tan sólo donde se apo¬
ya para confundir a sus enemigos; jamás razona contra
ellos.
Esas afirmaciones de una audacia divina son las que
siempre mantienen estos discursos polémicos del evan¬
gelio de san Juan a una altura y serenidad incompara¬
bles.
Cuando Jesús, a solas con los suyos, puede hablar
abiertamente y sin dificultad, estas mismas afirmacio¬
nes plenamente desarrolladas llegan al lirismo de los
coloquios después de la Cena, cuya flor más perfecta es
la oración sacerdotal.
Un detalle de un género distinto que demuestra igual¬
mente el carácter judío del cuarto evangelio aparece al
estudiarse con atención su composición. Parece cierto
que el simbolismo de ciertos números sagrados juega
un papel ciertamente obscuro, pero que difícilmente
puede negarse. Es el mismo simbolismo que se halla en
el Antiguo Testamento, y sobre todo en los escritos ju¬
díos inmediatamente anteriores al cristianismo o con¬
temporáneos a él. Se trata ante todo de los números
Introducción 31
tres y siete. He aquí algunos ejemplos que se han es¬
cogido.
Tres veces se hace mención de la fiesta de Pascua
(2, 13; 6, 4; 11, 55) exactamente en los mismos términos:
«Estaba cerca la Pascua, fiesta de los judíos.» Hay tres
estancias en Galilea (1, 43; 4, 46; 6, 1); tres palabras de
Jesús en la cruz: «He ahí a tu Madre, he ahí a tu hijo»
(19, 27); «Tengo sed» (19, 28); «Todo está acabado» (19,
30). Se narran siete milagros: el agua convertida en
vino en Caná (2, 1-11); la curación del hijo del oficial
real (4, 46-54); la curación del paralítico en Betseda
(5, 1-15); la multiplicación de los panes (6, 1-15); el cami¬
nar sobre las aguas (6, 16-21); la curación del ciego de
nacimiento (9, 1-12); la resurrección de Lázaro (11, 1-46),
(en cuanto a la pesca milagrosa, se encuentra en el ca¬
pítulo 21, que debe ser un apéndice posterior). Se enu¬
meran siete testimonios: el de Juan Bautista (cap. 1), el
de los discípulos (cap. 1 y 15, 27), el del Padre (5, 37), el
del Hijo (8, 14), el de sus obras (5, 36 y 10, 38), el de las
Escrituras (5, 39), el del Espíritu (15, 26); finalmente,
siete afirmaciones de Cristo acerca de su propia natu¬
raleza; «Yo soy el pan de vida» (6, 35), «Yo soy la luz
del mundo» (9, 5), «Yo soy la puerta» (10, 7 y 9), «Yo
soy el buen pastor» (10, 11), «Yo soy la resurrección y
la vida» (11, 25), «Yo soy el camino, la verdad y la vida»
(14, 6), «Yo soy la vid verdadera» (15, 1).
En esta materia conviene, ciertamente, evitar los ex¬
tremos, pero estas citas parecen establecer justamente
un simbolismo deseado y conscientemente elaborado.
Todo eso nos conduce a una precisión cuya impor¬
tancia se olvida a veces y de la que no se puede pres¬
cindir sin graves errores. Ha causado sorpresa el pe¬
queño número de imágenes que nos ha dejado san
Juan. A primera vista parece aún más sorprendente
32 El cuarto evangelio
comparándolo con su concepción simbólica de la histo¬
ria y del mundo. De hecho la contradicción no es sino
aparente; esa escasez, y hasta cierto punto esa pobreza
de imágenes joánicas, nos permiten descubrir la ver¬
dadera significación y, tras de eso, completar lo que
hemos tratado de afirmar en el capítulo anterior.
Atendamos a los símbolos que acabamos de citar,
que son más o menos los únicos que contiene el cuarto
evangelio, y advertiremos que entre ellos no hay nin¬
guna parábola. Algunas de nuestras traducciones in¬
cluyen bajo ese nombre las imágenes de la puerta y del
buen pastor. Pero se trata de una confusión. El término
griego Parabolé (parábola) no lo emplean sino los sinóp¬
ticos. El pasaje citado (10, 6) contiene la palabra Pa-
roimia —semejanza—, cuyo sentido puede ser muy di¬
verso- La parábola es una narración viva, con detalles
concretos y sorprendentes, cuyo fin es ayudar a repre¬
sentarse cierta acción, o más bien cierta manera, de
obrar. Los rasgos incisivos son abundantes para hacer
la imagen viva y emocionante. Además, varias parábo¬
las suelen ir juntas para multiplicar los puntos de vista
sobre la actitud esencial que se trata de caracterizar.
Las semejanzas joánicas son diversas. Representan
un estado superior: ya no se trata de atraer la atención
por medio de comparaciones pintorescas sobre cosas
que le son del todo ajenas. La atención está ya captada.
Se trata no de descubrir nuevamente puntos de vista
exteriores para topar con la configuración general de
un objeto desusado, sino de llegar a lo más íntimo de
ese objeto ya conocido, de fijarse bien y penetrar toda
su profundidad.
Lo mismo que el Precursor, la imagen joánica debe
«disminuir», a fin de que lo que presenta todavía vela¬
do pueda «crecer».
Introducción 33
Debe deshacerse de esa multiplicidad seductora de
la parábola, para convertirse en un simple reflejo exac¬
to, donde brillará tan sólo la claridad de las realidades
invisibles.
Es al corazón mismo de lo eterno donde dirige la
mirada, y para no atenuar la infinita riqueza de su
simplicidad, tiene que despojarse, tiene que llegar a la
desnudez total. De aquí la rareza de los símbolos joáni-
cos: es más allá de lo variado y lo múltiple donde nos
quieren llevar. Finalmente, todo se aúna en esas pocas
nociones supremas, en las que dominan la Vida y la
Luz, cuyo resplandor a través de la humanidad de Cris¬
to unida a los suyos es lo que san Juan denomina la
Gloria, cuya fuente única es el Verbo, el Logos que des¬
cribe en una sola página.
Puede en verdad decirse que en la pluma de san
Juan la analogía se ha hecho infinitamente más estre¬
cha que en el resto de todo el Nuevo Testamento. No
quiere decir, en absoluto, que las cosas terrenas que¬
den desvanecidas; al contrario, se acercan en cuanto
les es posible a las celestiales. Las realidades más fami¬
liares se transparentan en estos símbolos.
En el fondo, la última razón de ese «hechizo» tan
peculiar del cuarto evangelio ¿no habrá de buscarse en
esa unión tan discreta y profunda de lo eterno y lo
humano, de lo humano más perfecto? Efectivamente,
este simbolismo joánico no es en absoluto lo que lle¬
gará a ser en manos de alguno de los Alejandrinos. El
hombre no es para san Juan tan sólo algo así como un
escabel rechazado por los píes del que se ha elevado
hasta lo divino, una vez alcanzado el objeto de su bús¬
queda. El evangelista de Cristo-Dios ha hablado de él
de la forma más humana. Hasta de personajes secunda¬
rios nos ofrece con cuatro rasgos un relieve sorpren-
31 El cuarto evangelio
dente. Pensemos en Marta y María, o bien en Tomás. El
Cristo con que nos encontramos entre ellos es aquel
que, cansado en sus miembros, se sienta al mediodía so¬
bre el brocal del pozo de Jacob, y que, triste en su alma,
llora ante el sepulcro de Lázaro.
Por muy vivos que sean los tres primeros evange¬
lios, nos parecen casi impersonales si los acercamos al
último. Pues Jesús no es tan sólo el Maestro que habla
a las turbas, sino el amigo entre sus amigos, los cuales
le amaron, por desgracia, confundiendo sus palabras,
pero tan ardientemente que más adelante renacería en
ellos su recuerdo, y en el resplandor de la resurrección
se acusarán confundidos de haber desconocido el sen¬
tido y el contenido de las mismas.
Evangelista de Cristo-Dios, Juan comprende —-y na¬
die puede, incluso hoy día, hacernos comprender mejor
que ese Dios se ha encarnado— que Él es demasiado
perfectamente divino para temer humanizarse dema¬
siado.
Introducción 35
impone a nosotros si vamos hasta el origen mismo de
las grandes corrientes del pensamienlo de san Juan.
Ese plan, ese vivo despliegue de una plenitud inicial,
se halla visiblemente modelado en la vida de la Iglesia.
Pues este evangelio, al revés de los anteriores, no se
dirige a convencer a los incrédulos, ni siquiera a los
recién convertidos. No es, como los sinópticos, un tes¬
timonio del punto de contacto del Cristianismo con las
multitudes extrañas. Cuando él aparece, la levadura ha
comenzado ya a levantar la masa. Es para las comuni¬
dades que conocen ya la vida, de la que Cristo es centro
y origen, para quienes ha sido escrita esta vida, tal
como ella misma se manifestó a los hombres. Así se
mantiene una constante relación, discreta pero estrecha,
entre el desarrollo de la narración joánica y el de la
vida cristiana de la Iglesia primitiva.
El horizonte de esta narración se halla dominado
por esas nociones de Vida, de Luz, de Verdad y de Glo¬
ria, cuyos nombres vienen sin cesar a la pluma de Juan.
Además —y no hay que olvidarlo—, las realidades que
ellas ofrecen, así para Juan como para toda la primitiva
Iglesia, se vuelven concretas y accesibles a los cristia¬
nos en esos grandes encuentros de Dios y del hombre,
de Dios que viene hasta cada hombre, que son los sa¬
cramentos. Todo el evangelio resultará por lo tanto in¬
comprensible si se desconoce este designio de su autor:
mostrar a los cristianos en Jesús la fuente de «vida»,
con todo lo que ella encierra para ellos, y abrirles los
canales que ese mismo Jesús ha determinado para trans¬
mitir esa vida de su corazón al corazón de ellos.
Procuramos, siguiendo esa línea, recorrer el desig¬
nio general del cuarto evangelio; ordenadas así desde
el interior, podrán esas riquezas mostrársenos en toda
su amplitud.
38 El cuarto evangelio
El evangelio de san Juan comprende veintiún capí¬
tulos. Pero esa división en capítulos no es primitiva;
para este libro, como para toda la Biblia, procede del
arzobispo de Cantorbery, Esteban Langton (t 1227),
quien la introdujo en la Vulgata. Notemos cuanto antes
que la historia de la mujer adúltera que se halla en
nuestras ediciones del Nuevo Testamento, desde el ver¬
sículo 53 del capítulo 7 hasta el versículo 11 del capí hi¬
lo 8, no encaja dentro del contexto. Numerosos manus¬
critos la omiten o la colocan en otro lugar distinto del
Nuevo Testamento (Le 21, 38).
Es una narración aislada, resto del conjunto de pa¬
labras y acciones de Jesús que existían bajo múltiples
formas antes de nuestros actuales evangelios. Aunque
ninguno de los evangelistas la haya conservado, sin em¬
bargo la ha guardado la tradición de la Iglesia, y, para
que no desapareciera, la introdujo afortunadamente en
uno de los evangelios. Así llegó a ocupar el lugar que
ahora tiene, en medio de una narración que queda in¬
terrumpida. Por ese motivo prescindiremos en este es¬
tudio de ella.
Como todos los evangelios, el cuarto se divide en dos
grandes partes de extensión notablemente semejante.
La primera comprende la actividad de Jesús hasta el
tiempo en que se declara la persecución contra él. La
segunda es la historia de la Pasión. Entre ambas, exacta¬
mente en el centro (cap. 11), se halla colocada la des¬
cripción de la resurrección de Lázaro, que es la clave
del conjunto, tanto por su sentido como por el lugar que
ocupa.
Tomando la primera parte, los diez primeros capítu¬
los, podemos distinguir tres grandes divisiones.
Introducción 37
Ante todo se nos revela la verdadera naturaleza de
Cristo. Es el objeto de los dos primeros capítulos; y
debemos indicar todavía tres subdivisiones. La primera
(cap. 1 hasta el v. 18) es lo que se ha denominado Pró¬
logo. Bajo la forma de himno nos dice sin hacerse es¬
perar quién es Cristo: Dios que se ha hecho hombre
para buscar al hombre perdido y conducirlo hasta Él.
Ya desde este prólogo (incluso en su forma literaria,
como veremos), el tiempo y la eternidad se encuentran,
por así decirlo, incrustados el uno dentro del otro.
Después, la historia terrestre de Jesús comienza con
ciertos hechos elegidos para demostrarnos el carácter
sobrenatural afirmado por el prólogo, esclarecido segui¬
damente por esa misma historia terrestre.
Esa manifestación nos la proporcionan en primer lu¬
gar los testimonios dados a Jesús (final del cap. 1, a
partir del versículo 19). Primeramente el testimonio de
Juan Bautista que comprende dos fases: el anuncio del
mayor que él que vendrá detrás de él (vv. 19-28) y la
expresa declaración de que ése es Jesús (vv. 29-34). Des¬
pués se encuentra el de los primeros discípulos que se
acercan a Jesús sin que Él los haya llamado, impelidos
por el Bautista: Andrés, el anónimo (probablemente
Juan) y Pedro (v. 35-42). Y finalmente el de los primeros
discípulos que Jesús llama fuera de la influencia (al
menos inmediata) del Bautista: Felipe y, a través de
Felipe, Natanael (vv. 43-51).
El segundo capítulo contiene la segunda manifesta¬
ción de Jesús, de la que Él mismo es el autor: lo que
san Juan denomina sus «signos» (2, 11), con una pala¬
bra cargada de sentido, sobre la que tendremos que in¬
sistir. Esos signos son el milagro de Caná (vv. 1-11) y
la purificación del templo (vv. 12-23), estrechamente
unidos uno y otro. Precisan ellos el significado del título
38 El cuarto evangelio
de Mesías atribuido a Jesús por los testimonios. Su obra
mesiánica no será la que esperaban los judíos carnales:
consistirá en su muerte (el vino de Caná «signo» de la
sangre derramada) y su resurrección (el templo recons¬
truido). Además se anuncia obscuramente que los hom¬
bres participarán de esa obra o banquete eucarístico:
el banquete de Caná es el primer tipo ejemplar, el ban¬
quete de la multiplicación de los panes (cap. 6) será el
segundo, y sus simbolismos se completan mutuamente.
Revelado Jesús al lector por el Prólogo, manifestado
por los testimonios y los signos, comienza con el capí¬
tulo tercero una segunda división que llega hasta el
final del capítulo sexto.
Esta parte se halla dominada por la primera de las
nociones joánicas a las que hemos hecho alusión varias
veces: la Vida. Podríamos distinguir dos subdivisiones:
una centrada en el bautismo, fuente de Vida (caps. 3, 4,
5), y la otra en la eucaristía, pan de Vida (cap. 6). La
primera comprende la conversación con Nicodemo (3,
1-21), integrada por un nuevo testimonio sobre el Bau¬
tismo (v. 22 hasta el final), el coloquio con la Samari-
tana y el milagro de la curación en Cafarnaún (cap. 4),
la curación del paralítico de la piscina Betseda (cap. 5,
118) y el discurso de Cristo sobre sí mismo, que es
como la conclusión de este relato y de toda esta subdi¬
visión (v. 19 hasta el final). En la segunda, la multipli¬
cación de los panes (cap. 6, 1-25), segundo tipo de la
eucaristía, introduce el discurso eucarístico acerca del
pan de Vida (v. 26 hasta el final).
Los discursos del capítulo 7 resumen la enseñanza
acerca de la Vida por la invitación: «Si alguno tiene
sed, venga a mí y beba», e introducen el discurso sobre
la Luz.
Con el capítulo 8 comienza otra gran división del
Introducción 39
evangelio. Así como la segunda se hallaba dominada por
la «vida», la tercera lo está por la «luz», a la que se
junta, como resultado de su manifestación plena y to¬
tal, la «verdad». En su conflicto con los judíos, Jesús es
provocado a revelar este nuevo aspecto de su obra: la
Vida que Él trae es Luz, y puede muy bien afirmarse que
es gracias a su Luz como los hombres alcanzarán la
Vida. Si los judíos se alzan contra Él es porque son los
«hijos de las tinieblas». Todo el conjunto del capítulo 8
expone ese conflicto de la Luz y las tinieblas en una for¬
ma y con una insistencia muy propias del pensamiento
de san Juan.
El capítulo 9 desvela el fin de ese conflicto, mostran¬
do la victoria de la Luz sobre las tinieblas, significada en
la curación del ciego de nacimiento.
Finalmente el capítulo 10 expresa el carácter «lumi¬
noso» de Cristo y de su revelación por las dos seme¬
janzas de la puerta (vv. 1-10) y del buen pastor (vv. 11-
21), a las que el discurso de Cristo sobre la predestina¬
ción (olro tema particularmente desarrollado por Juan),
que acentúa la profundidad del conflicto entre la Luz
y las tinieblas, se añade como suprema conclusión (v. 22
hasta el final).
Con el capítulo 11, ya lo hemos dicho, llegamos al
centro del evangelio. Los caracteres de «vida» y de «luz»
de Cristo se presentan del todo reales —no como objeto
de simples promesas, sino como «verdad» en el sentido
más pleno en que Juan usa esta palabra—, por la re¬
surrección de Lázaro, presagio de la de Cristo, quien
desde ese momento sostendrá en su propia persona ese
combate contra el poder de la muerte y de las tinieblas,
de las que Lázaro ha salido victorioso por Él.
Con el capítulo 12 entramos en la segunda parte del
evangelio, consagrada a la Pasión. He aquí sus prelimi-
40 El cuarto evangelio
nares: unción en Betania (cap. 12, 1-11), coloquio en
Jerusalén (vv. 12-19), coloquio profético con los grie¬
gos (w. 20-36) y la conclusión de Juan volviendo al tema
de la predestinación (vv. 37-43), y por fin las palabras de
Jesús acerca de su unión con el Padre (v. 43 hasta el
final).
El capítulo 13 nos introduce en esa intimidad de Je¬
sús y los suyos que sólo Juan nos ha dado a conocer.
Comienza con el lavatorio de los pies (w. 1-17), con las
palabras que lo acompañan y que subrayan su significa¬
do a la vez bautismal y eucarístico. Y continúa con el
anuncio de la traición de Judas (vv. 18-30).
En el versículo 31 comienzan las palabras de despe¬
dida de Jesús a sus discípulos. Se pueden apreciar ante
todo una serie de consuelos reconfortantes (13, 31-
14, 31).
En el capítulo 15 la semejanza eucarística de la vid
señala el principio de una segunda sección sobre los
discípulos unidos a Cristo y por Cristo unidos entre
ellos en el amor.
A partir del versículo cuarto del capítulo 16 la pro¬
mesa y la descripción de la persona y obra del Espíritu
Santo (el Paráclito) llegan a esclarecer la firmeza de
la fe.
El capítulo 17 cierra los últimos coloquios con la
oración sacerdotal que el Hijo dirige al Padre por esa
unión que obrará el Paráclito, esa consumación de todo
en el amor.
En esta oración se descubre la última de las grandes
nociones joánicas: la «gloria» de Dios Padre que Él
concede a su Hijo para que envuelva a los suyos. No
siendo sino una sola cosa con la «vida» impartida y ma¬
nifestando la «verdad» divina, ella será la irradiación
definitiva de la «luz» que triunfa sobre las tinieblas por
Introducción 41
la Pasión y la Resurrección que Cristo acaba de anun¬
ciar abiertamente a los suyos (cap. 16, 5-13).
En este momento comienza la Pasión propiamente
dicha: el prendimiento (18, 1-11), Jesús conducido ante
Anás y Caifás (vv. 12-27), ante Pilato (18, 28-19, 15), en el
Calvario (19, 1642). La resurrección se refiere en el ca¬
pítulo 20. Los últimos versículos (30, 31) demuestran
que originariamente el evangelio concluía con ellos. El
capítulo 21 sella el testimonio del autor y abre las pers¬
pectivas futuras del cristianismo.
* * *
42 El cuarto evangelio
Primera Parte
EL PRÓLOGO
8. No era él la Luz,
sino que vino a dar testimonio de la Luz.
4G El cuarto evangelio
gloria como la del Unigénito venido del Padre,
de un Hijo lleno de Gracia y de Verdad.
I. El Verbo
48 El cuarto evangelio
Él hace caer su hielo como mendrugos.
¿Quién puede resistir su frío?
Él envía su Palabra, y Él los liquida.
50 El cuarto evangelio
antes que las fuentes de abundantes aguas.
Antes que los montes fuesen cimentados,
antes que existieran los collados fui engendrada.
No había aún hecho ni la tierra, ni ios campos,
ni los primeros granos del polvo de la tierra.
Cuando fundó los cielos estaba yo presente,
cuando puso un cerco a la superficie del abismo,
cuando colocó en lo alto las nubes,
y brotaban con fuerza las fuentes del abismo,
cuando puso sus límites al mar,
para que las aguas no traspasaran sus límites,
cuando echó los cimientos de la tierra,
estaba junto a Él como un niño,12
y constituía yo siempre sus delicias,
recreándome sin cesar en su presencia,
retozando sobre el orbe de la tierra,
encontrando mis delicias entre los hijos ele los
hombres.13
52 El cuarto evangelio
lomón, hallamos de nuevo la Sabiduría. La noción se
precisa más y vemos que se le atribuye los epítetos más
característicos con los que el autor de la epístola a los
Hebreos calificará a Cristo.
51 El cuarto evangelio
por un acto de amor insondable, puede salvar el abis¬
mo, infranqueable para otro cualquiera.
Es precisamente por eso por lo que el Logas de san
Juan, el Verbo de quien os dice que «Él es Dios», se ha
encarnado, se ha hecho hombre. Pero el Logos de Filón
no hubiera podido encarnarse, lo cual no tendría sen¬
tido y sería imposible, pues es contrario a su natura¬
leza, que es guardar un intermedio (por otra parte fue¬
ra de razón) entre Dios y nosotros.
Podemos decir que la analogía entre el Logos de Fi¬
lón y el de san Juan es equívoca. No se da sino en la
medida en que ambos se refieren a la Palabra del Anti¬
guo Testamento, identificada ya con la Sabiduría por
los escritos sapienciales. Mas Filón, para elaborar su
propio Logos, añade a esos datos bíblicos dos datos fi¬
losóficos tan poco de acuerdo entre ellos como con la
Palabra bíblica.
Logos, repitámoslo una vez más, designaba en la len¬
gua profana simultáneamente el pensamiento racional
y su expresión ordenada. De ahí su sentido religioso que
se agrega al orden cósmico. Los estoicos, cuya filosofía
predominaba en el siglo I, veían en el Logos una fuerza,
un fuego casi material, infiltrándose a través del mun¬
do y haciendo circular el calor y la luz de la vida. Filón
intentó identificar este Logos hecho de una materia pu¬
rificada, con un «mundo inteligible» absolutamente in¬
material: el mundo de las ideas platónicas, o sea de los
simples ejemplares racionales de los que las cosas de
nuestro mundo no serían sino pálida imagen.
A pesar de las analogías parciales, estas diferentes
nociones del Logos logradas por el neoplatonismo son
radicalmente distintas de las que san Juan expone en
su prólogo, para que pueda sostenerse la tesis de cierta
filiación real.
56 El cuarto evangelio
Vamos ahora al detalle de la primera estrofa.
Leemos en primer lugar que el Verbo estaba en Dios.K
En conjunto equivale a decir que el Verbo constituye
una persona distinta, y que dicha persona se halla en
estrecha proximidad con aquella que los teólogos de la
antigua Iglesia llamaban «raíz de la divinidad», la per¬
sona del Padre. Puede compararse esta afirmación con
las palabras de la epístola a los Hebreos, cuando aplica
a Cristo el primer versículo del salmo 110:
II. La Vida
53 El cuarto evangelio
la Vida. He aquí que entra en juego la primera de esas
imágenes-ideas joánicas que nos han de ayudar a man¬
tener el esplendor del Verbo, refractándolo, por decir¬
lo así, a través de diferentes prismas.
Esa Vida manará a borbotones a través de todo el
evangelio. Del capítulo tercero al séptimo será ella como
el centro de todas las ideas, el punto de convergencia
de todas las palabras y acciones. Esta palabra no se
encuentra menos de cincuenta y dos veces en todo el
libro.-3
Esta «vida» no es la vaga noción incolora que nos ha
transmitido el romanticismo, hecha tan común que
viene por sí misma al pensamiento al leerla en el evan¬
gelio. La Vida que san Juan nos da a conocer es todo
lo contrario de esa efervescencia en que se extingue
el ser.
La Vida joánica es un atributo de Dios, el más radi¬
cal, es la vida eterna, y es en ella donde vemos cómo
la eternidad no es una senectud en la que se sustrae la
vida, sino una juventud siempre fresca.
Ya en el Antiguo Testamento se apareció Dios como
el Vivo por excelencia, opuesto a los ídolos muertos.
Del mismo modo se vio en Él al que es vivo y da la
vida. Por eso, practicar la justicia exigida por Él es
entrar en el camino de la vida (cf. Sal 34, 13-15). En las
últimas perspectivas del judaismo se había abierto la
visión escatológica de un mundo regenerado en la jus¬
ticia, en el que los justos se renovarían con una vida
del todo divina (/¿ 26, 19; Dan 12, 13).
En este contexto el Apocalipsis concede gran impor¬
tancia al árbol de la vida cuyo fruto saciará a los fieles,
60 El cuarto evangelio
rado asimismo por la imagen de la fuente; confrontado
con el primero parece paradoja a los ojos de la sabidu¬
ría humana. Esa Vida que se posee siempre en una ple¬
nitud jamás aminorada, jamás empañada, se da además
siempre, y siempre totalmente.
Y no es tan sólo el frescor constante lo que la Vida
obtiene de la fuente, es también la difusión, la expan¬
sión que carece de fin. Lo mismo que para la fuente,
toda su esencia consiste en dar, en darse. Es dándose
como ella subsiste; su don es su mismo ser.
«Si conocieras el don de Dios», dirá el Señor a la
Samaritana. Si la Vida es el don de Dios es en el sen¬
tido de que Dios da, pero también de que Dios es dado,
porque Él se da.
Ningún libro del Nuevo Testamento deja como el
evangelio de san Juan esa impresión sorprendente do
que el bien divino nada tiene tan característico de su
naturaleza como difundirse. La Vida divina que se ma¬
nifiesta a los hombres y pasa como un río que no sola¬
mente brota, sino que rebosa hacia cada ser en que
aflora en una nueva fuente. ¿No dice acaso el Señor a
quienes recibirán la Vida, que de sus senos brotarán
fuentes vivas?
Juan ha escrito además la palabra definitiva: «Dios
es amor.» Dios es el amor que subsiste y es en ese amor
donde se realiza la Vida, en ese amor cuyo ímpetu no
conoce límites y sin embargo se sacia a sí mismo, pues,
al revés de nuestros humanos amores, no es producto
de una indigencia, sino de una superabundancia.
«Sabemos que hemos sido trasladados de la muerte
a la Vida», dice san Juan en su primera epístola,24 «por¬
que amamos a los hermanos»; el que no ama permanece
24. 1 Jn 3, 14 y 16.
III. La Luz
62 El cuarto evangelio
el hombre. Es la ola irresistible que se remonta en
ciertos momentos, levanta las tendencias más instinti¬
vas de la sensibilidad, exasperada tras un objeto fugi¬
tivo que se oculta siempre cuando se creía alcanzarlo.
Es ése el punto preciso en que se comprueba ser
un error la confusión de las dos vidas, el error por
excelencia de la idolatría. La Vida divina no es una fuer¬
za ciega que se levanta en un esfuerzo titánico en pos
de una inaccesible satisfacción; es un rayo de luz que
nadie ha encendido jamás y al que nada podrá obscu¬
recer.
La aplicación a Dios de la imagen de la luz no era
del todo nueva. La contenía ya el Antiguo Testamento
y adquirió nuevo interés durante el destierro, mediante
el contacto de los israelitas con Pcrsia. Esta noción del
carácter luminoso de la divinidad era uno de los ele¬
mentos de la religión mazdeísta, tan elevado a veces
que bordeaba el judaismo. Una de las más antiguas re¬
presentaciones de Dios a través de la luz es la visión
que abre el libro de Ezequiel:
Miré y he aquí que venía del septentrión un
viento impetuoso, una densa nube y un haz de fue¬
go que despedía por todas partes una luz deslum¬
brante... etc.25
28. 1 Jn 1, 5-6.
29. 1 Jn 2, 9-11.
64 El cuarto evangelio
falso amor que radica en la vida falaz, que hemos dis¬
tinguido de aquel del que habla el cuarto evangelio, es
el amor que procura guardar y acaparar. En cambio el
que entrega, que se entrega sin reservas, se dilata en
una claridad sin sombra. Porque el Padre ama de este
modo al Hijo, al Verbo, hasta el punto de darse a Él y
de reconocerse en Él enteramente, por eso es su imagen
perfecta, Imagen en la que nada hay obscuro, Imagen
que es ella misma la Luz plena.
* * *
30. Jn 6, 40.
31. Jn 14, 9.
66 El cuarto evangelio
del Señor, somos transformados en su propia ima¬
gen.» 34
De ese modo podemos seguir el proceso de salvación
tal como san Juan, en esta línea, lo ha comprendido. En
Dios, la Vida cuya esencia es el amor, siendo la Luz la
irradiación de ese amor; en nosotros, la visión de esa
Luz llegada hasta nosotros por la encarnación del Ver¬
bo y que reproduce en nosotros el amor que le había
hecho nacer: «A Dios nunca le vio nadie», dice san
Juan,35 pero «nosotros damos testimonio de que el Padre
envió a su Hijo por Salvador del mundo... y hemos co¬
nocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído...», y
finalmente: «Todo el que ama es nacido de Dios y el
que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor.»
* *
68 El cuarto evangelio
más grande que Juan el Bautista.» En la antigüedad
cristiana era de común sentir que el Bautista alcanzó
el más alto lugar al que un hombre puede ser elevado.
La iconografía oriental lo representa siempre cierta-
mente humano, pero casi angelical: en el límite de lo
humano. ¿Cuál es el origen de esta incomparable subli¬
midad?
No era él la Luz,
sino que vino a dar testimonio de la Luz.
* * *
70 El cuarto evangelio
Grecia habían descrito y proclamado en términos seme-
i jantes al entusiasmo religioso:
( Marco Aurelio dirá:
\
1 «No hay sino una luz del sol,
no hay sino una esencia común a todos los seres;
no hay sino una vida, no hay sino una inteligencia
que todo ío penetra, pero sobre todo los espí¬
ritus.» 33
73 El cuarto evangelio
mente conserva el ser degradado que nos ha quedado
después del pecado.
Por tanto, se distinguen dos maneras radicalmente
distintas para ella de estar presente en nosoti’os.
Puede estar presente en nosotros por algo que viene
de ella: por un efecto del que es ella la causa. De este
modo ilumina a todo hombre, aun al más caído, pues
si dejara por un momento de iluminar, volvería él a la
nada. Pero existe otra presencia: cuando ésta no es tan
sólo un reflejo de la Luz que cruza nuestra noche, sino
ella misma, en persona, que está presente. Por esta úl¬
tima presencia, asociándonos a todo su amor, Dios nos
ha creado. Por desgracia, la hemos perdido, y por muy
largo que sea el tiempo en que nos falte, su presencia
imperfecta, lejana, si así se puede decir, no nos propor¬
cionará más que una nostalgia que nadie sino Él mismo
podría aquietar, pues es Él mismo quien la ha pro¬
ducido en nosotros. Es a ese deseo insaciable e ineficaz
al que responde san Juan:
Y añade:
Estaba10 en el mundo,
y por Él fue hecho el mundo,
y el mundo no le conoció.
74 El cuarto evangelio
Él ilumina en medio del mundo donde los encuentra.
¿Por qué algunos y no todos? San Juan no contesta
aquí a la cuestión; lo hará más adelante.11
Pero ¿en qué consiste recibir al Verbo? En creer en
su Nombre.
Es la fe nuestra recepción del Verbo.
Hemos indicado ya el papel que en el Antiguo Testa¬
mento jugaba el nombre divino. En general para los
antiguos el nombre no era un signo vacío, sino la ex¬
presión de toda la esencia del ser. Creer en su Nombre
es adherirse a toda su realidad, reconocerle como Ver¬
bo. La fe viva de la que habla aquí san Juan no es un
arranque de confianza ciega, es ante todo un conoci¬
miento y luego —consecuentemente, en el sentido es¬
tricto de la palabra—, una adhesión de todo el ser.
En cuanto al efecto que el Verbo produce en aque¬
llos que la fe le devuelve, consiste en el poder de venir
a ser hijos de Dios. Solamente Él es Hijo de Dios por
naturaleza, pero le vemos realizar lo que los versículos
anteriores nos habían hecho entrever. No contento con
habernos sacado de la nada, quiere asociarnos a su di¬
vina filiación, establecer en nosotros una misteriosa
participación, esa relación única que existe entre Él y
su Padre. Y como para hacemos experimentar lo inau¬
dito e inimaginable de semejante gracia, san Juan re¬
cuerda al instante, en un crescendo maravilloso, cuál es
la relación del Verbo con el Padre, que nos ha mani¬
festado su encarnación de una Virgen, por obra del Es¬
píritu Santo:
76 El cuarto evangelio
misterio que nos resulta más incomprensible que la
creación, pues, lo mismo que ella, nos abarca y, aun
más que ella, nos rebasa. Pero podemos apreciar los
efectos.
Hay que advertir ante todo hasta dónde ha llegado
el Verbo en esta unión con su criatura. Sin duela no
podría tratarse de una disminución de lo que Él mismo
es; conviene repetirlo. Dios encarnado no significa Dios
disminuido, Pero a la grandeza, que por naturaleza Él
posee, une Dios, accediendo a tomarla como porción
suya personal, nuestra propia flaqueza, que en sí le es
extraña. Se ha hecho carne; no podía ser más explícito.
Lleva realmente esa asimilación, esa adopción de nues¬
tro ser limitado por su infinito ser hasta el máximo ex¬
tremo, más allá de donde puede alcanzar la mirada de
nuestro espíritu.
Lo mismo que nosotros decimos «mi cabeza», «mi
brazo», si bien no somos simples compuestos de carne
animal, sino de espíritus de orden absolutamente di¬
verso, así el Verbo dirá «yo entrego mi vida» refiriéndo¬
se a nuestro ser humano, infinitamente por debajo de
su ser divino. La diferencia está en que si nosotros
somos ante todo espíritu, somos también naturalmente
materia, mientras que Él por naturaleza es tan sólo
divino; si llega a ser también humano, es libremente.
¿Cuál es la causa de la locura divina de ese acto libre
por el que Aquel a quien nada falta asume aquello que
está falto de todo? No es por Él por quien lo hace. Eso
carecería de sentido. Es por nosotros.
¿Por qué ha venido hasta nosotros? Porque nosotros
no podíamos ir hasta Él, y no obstante quería Él lle¬
varnos.
Esta condescendencia de Dios no tiene otro fin que
73 El cuarto evangelio
modo imperceptible: estaba oculto. ¿No resulta sor¬
prendente la palabra de Salomón el día en que esa Mo¬
rada divina llena el templo: «El Señor quiere morar en
la obscuridad?» (2 Par 6, 1).
En torno a esta obscuridad, por el contrario, se
transformaban las cosas visibles. Moisés tenía que cu¬
brir su rostro al descender del Sinaí; hasta tal punto
resplandecía por la luz (Ex 34, 35). Esta transformación
del mundo en la presencia de la Morada divina consti¬
tuía la Gloria. La Gloria y la Morada de Dios están siem¬
pre juntas en la Biblia. Los pasajes del Antiguo Testa¬
mento que hemos citado son otros tantos ejemplos de
esta unión.
Puede decirse de la Gloria que es una irradiación de
la presencia de Dios en su Morada a través de las cosas.
A este respecto, la diferencia entre el Antiguo y el Nue¬
vo Testamento consiste en que, en uno, los hombres no
podían aún contemplar sino el más lejano resplandor
de la Gloria, mientras que en el otro se hace líbre el
acceso a su fuente, pues se les ha entregado esa fuente,
que es en lo que consiste la encarnación.
Cuando Felipe le pide: «Muéstranos al Padre», el
Señor le responde: «Quien me ve a mí ve al Padre»
Un 14, 8-9).
No es arriesgado decir que la Morada divina se cu¬
bría con la nube, no porque ella fuera obscura, sino por¬
que su luz era en exceso esplendente, capaz de deslum¬
brar y entenebrecer el ojo mortal. Por eso los hombres
veían tan sólo el reflejo de su Gloria, atenuada por la
opacidad de las cosas terrestres.
Por la encarnación se hace tangible la luz inacce¬
sible. En el Tabor fueron los Apóstoles introducidos en
la nube, y san Juan podrá decir:
80 El cuarto evangelio
Luz dichosa de la santa Gloria
del Padre inmortal: ¡Oh Jesucristo!
Al llegar el ocaso del Sol,
contemplando la Luz de la tarde,
cantamos al Padre y al Hijo
y al Espíritu Santo de Dios:
Tú exes digno de ser siempre
celebrado por las voces santas,
hijo de Dios que das la Vida,
y por eso te glorifica el mundo.
V. Gracia y Verdad
83 El cuarto evangelio
reafirmaba en su naturaleza de criaturas incapaces de
sobreponerse por sí mismas.
Por el contrario, Jesucristo, cuyo «Nombre» aparece
al fin, es el autor de la Gracia y la Verdad, que elevan al
limitado sobre toda limitación, que trasladan al finito
al seno de lo infinito.
Entonces se deja oír la afirmación final de lo impo¬
sible llevado a cabo, a la que tendían las líneas cada
vez más convergentes:
El Dios Unigénito.
TESTIMONIOS Y SIGNOS
86 El cuarto evangelio
antes que venga el día de Yahvé,
el día grande y terrible.
Él convertirá el corazón de los padres a los hijos,
y el corazón de los hijos a los padres...
(4, 5-6 a)
(48, 10)
* *
31. Yo no le conocía,
mas para que Él fuese manifestado a Israel
he venido yo a bautizar en agua.
88 El cuarto evangelio
32. Y Juan dio testimonio, diciendo:
«Yo he visto al Espíritu descender del cielo como
paloma,
y posarse sobre Él.
33. Yo no le conocía,
pero el que me envió a bautizar en agua
me dijo:
Sobre quien vieras descender el Espíritu y posarse
sobre Él,
ése es el que bautiza en el Espíritu Santo.
34. Y yo vi,
y yo he dado testimonio
de que éste es el Hijo de Dios.»
* * *
9Ü El cuarto evangelio
no solamente en el evangelio, sino también en el Apoca¬
lipsis (5). Es además susceptible de varios significados
complementarios, sí, pero distintos, ligados a dos imá¬
genes proféticas del Antiguo Testamento: el cordero
pascual inmolado (Éx 12), o el cordero padeciendo el
suplicio (Is 53). La idea del primero, que es la de una
ofrenda total que llega hasta la muerte consumada, de
una oblación que acepta la inmolación que ella requiere
en este mundo para poder ser perfecta, se halla coloca¬
da en el Apocalipsis en un primer plano. Es también en
este sentido como la epístola a los Hebreos (11, 28) re¬
cuerda la Pascua y como san Pablo escribe más explíci¬
tamente en la primera epístola a los Corintios (5, 7):
42. Airó.
43. Nahal.
93 El cuarto evangelio
que en Jesús tenemos el hombre perfecto: no sólo en
el sentido de una humanidad intacta, no herida por el
mal, sino en otro sentido infinitamente más elevado de
una humanidad que realiza plenamente su vocación
sobrenatural, de una humanidad sobre la que Dios mis¬
mo desciende para morar por su Espíritu Santo (el cual
en el cuarto evangelio, más aún que en otro lugar, se
manifiesta como el amor divino personificado).
Este texto implica sin duda un modo de presencia
única del Espíritu Santo en Jesús: «reposa sobre Él»
equivale a decir que se ha establecido. Por eso Jesús
«bautizará en el Espíritu» y, como dirá Juan más ade¬
lante, «no dará el Espíritu con medida» (3, 34).
La razón de esta presencia siempre peculiar del Es¬
píritu Santo en Jesús la alega el Bautista cuando final¬
mente declara: «Éste es el Hijo de Dios.»
Bajo una forma bien sencilla y en términos ya fa¬
miliares al Antiguo Testamento 44 aunque valorados de
manera nueva, es la afirmación central del prólogo: el
carácter divino de la persona del hombre-Jesús, que es
el Hijo de Dios. No podemos menos de relacionar con
esta declaración del Bautista la palabra divina que los
sinópticos atestiguan haberse dejado oír en el Bautismo
del Señor: «Éste es mi Hijo Unigénito.»45
La relación entre las dos últimas expresiones del tes¬
timonio de Juan se percibirá mejor todavía cuando
94 El cuarto evangelio
y permanecieron con Él aquel día.
Era como la hora décima.
44. «Sígueme».
Era Felipe de Betsaida, la ciudad de Andrés y de
Pedro.
51. Y añadió:
«En verdad, en verdad os digo: Veréis abrirse el
cielo
y los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el
Hijo del hombre.»18
48. Este término tan sólo aparece aquí, en 3, 14; 5, 27; 12, 23
y 13, 31 en el cuarto evangelio. Alude al personaje apocalíptico
descrito en el capítulo 7 de Daniel (cuyos rasgos son asumidos,
para aplicarlos al resucitado, en el capítulo I del Apocalipsis de
san Juan), y ese título debía evocar el carácter sobrenatural y
escatológico (refiriéndose a las cosas del fin de los tiempos) que
eleva la humanidad de Jesús sobre la nuestra.
49. Nótese que es el cuarto evangelio el único que habla de
Felipe con algún detalle: Cf, 6, 5-7; 12, 21-22; 14, 8-9. Nótese tam¬
bién que es aquí, del mismo modo, donde se nos indica cuál es
el pueblo de los dos apóstoles.
El cuarto evangelio
Hay que advertir además que se trata aquí no de
un simple ponerse en contacto, sino de una verdadera
vocación: Jesús le llama y él le sigue. Empero, el inte¬
rés del evangelista no se centra ahí; como en el pasaje
anterior, lo que le apremia es el hecho de que un dis¬
cípulo conquistado llegue a testimoniar ante otro, y
así lo lleve al conocimiento personal de Jesús, conoci¬
miento (y no el testimonio mismo) que gana a este úl¬
timo.
Felipe se dirige a Natanael del mismo modo que An¬
drés a Simón.
Su referencia a Moisés es una alusión a aquel ver¬
sículo 15 (ó 18) del capítulo 18 del Deu te roño mío que
Juan había rehusado que le aplicasen.
El personaje de Natanael no aparece sino en el cuar¬
to evangelio, aquí y en 21, 2, donde se nos dice que era
de Caná de Galilea. Se ha pretendido, aunque sin muy
valederas razones, identificarlo con el apóstol Bartolo¬
mé, pues los demás evangelistas nombran siempre a
éste junto con Felipe.
El rasgo típico de Natanael se refleja como de un
gran candor. Hay que tomar la frase en su mejor sen¬
tido, sin excluir pór otra parte ese matiz de ingenuidad
indicado en cada detalle, como si el evangelista al escri¬
bir, lo mismo que Jesús, dibujara en sus labios una
sonrisa llena de caridad.
La objeción de Natanael como desplante muy seguro
de sí mismo: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» es
la misma con que Jesús tropezará toda la vida, esto es,
su origen al parecer del todo humano, mientras que se
esperaba un Mesías transcendental. Este buen judío de
Caná añade sin duda una ironía humorística contra la
vecina aldea: como si el ungido del Señor pudiera sa¬
lir de un villorrio cuya insignificancia conoce Natanael
* * *
* * *
LA VIDA: EL BAUTISMO
I. Nicodemo
4. Díjole Nicodemo:
«¿Cómo puede el hombre nacer siendo viejo?
¿Acaso puede entrar de nuevo en el seno de su
madre y volver a nacer?
5. Respondió Jesús:
«En verdad, en verdad te digo que quien no na¬
ciere del agua y del Espíritu,
No puede entrar en el reino de Dios.
III. La samaritana
* * *
* *
LA VIDA: LA EUCARISTÍA
* * *
los. Cf. lo que hemos dicho a propósito del prólogo, pág. 63.
109. Théoraó.
110. Cf. el discurso a los judíos después del milagro de Be-
tesda.
* Vi *
11S. 7. .39.
119. No es necesario notar lo absurdo que sería querer poner
este versículo en contradicción con el sentido evidente de todo
el capítulo, para deszafarse. Esta contradicción no se apoya sino
sobre el mismo contrasentido a propósito del Espíritu que ya
hemos declarado al tratar del capítulo 4, 24.
LA VIDA Y LA LUZ:
137. Sería del todo arbitrario deducir de este pasaje que san
Juan no habría creído en el origen davídico de Jesús; cita senci¬
llamente la reflexión de algunos que no son por cierto de los
suyos.
LA LUZ
•k *
* * *
* * *
14
40. Partió de nuevo al otro lado del Jordán, al si¬
tio en que Juan había bautizado la primera vez, y per¬
maneció allí. 41. Muchos venían a Él y decían: «Juan
no hizo milagro alguno, pero todas cuantas cosas dijo
Juan de éste eran verdaderas.» 42. Y muchos allí cre¬
yeron en Él.
•k * •k
la resurrección de lázaro
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172. Cf. Ap 5, 6.
PASIÓN Y
GLORIFICACIÓN
Capítulo Primero
PRELIMINARES DE LA PASIÓN
I. La unción en Betania
I. La última cena
184. Loisy.
186. Mt 11, 3.
* * *
■k
194. 1, 3.
195. Nótese cómo aquí san Juan se acerca mucho a san Pa¬
blo.
196. Cuando es Jesús el que ruega, el evangelista emplea
érótaó, que no incluye ninguna subordinación, mientras que uti¬
liza diléó: implorar, para los discípulos.
* * *
* *
I. La semejanza de la vid
205. Cf. Os 10, 1; Is 5, 1-5; Jer 2, 21; EZ 15; Sal 80, 9-13.
206. C.¡. Me. 12, 1-12 y paralelos.
207. Cf. la constante aplicación que hace Jesús del Antiguo
Testamento a su persona y a su obra, especialmente en los ca¬
pítulos 6-9.
208. 6, 53.
* * *
II. El Paráclito
* * *
217. 7, 16.
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* * *
LA PASION
I. El prendimiento
IV. La crucifixión
235. 1 Jn 5, 6.
JESÚS GLORIFICADO
La Resurrección
238. Primera vez que usa san Juan esta expresión familiar a
los sinópticos.
Primera Parte
I. El Verbo.47
TI. La Vida.58
III. La Luz.62
IV. La Morada y la Gloria.76
V. Gracia y Verdad.81
309
Capítulo tercero. — La Vida: el Bautismo . 111
I. Nicodemo. .. 111
II. Ultimo testimonio de Juan.121
III. La samaritana., 124
IV. El paralítico de Betesda.140
Segunda Parte
PASION Y GLORIFICACION
I. La unción en Betania.233
310
II. Entrada en Jerusalén.236
III. Coloquio con los griegos.237
I. El prendimiento.. 281
II. Ante Anás y Cailás.282
III. Ante Pilato. 284
IV. La crucifixión.290
V. Descendimiento de la cruz y colocación en el se¬
pulcro . ... 293
La Resurrección.297
Epílogo.. 303
311