Louis Bouyer, El Cuarto Evangelio - Text

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 298

LOUIS BOUYER

EL CUARTO
EVANGELIO
introducción ai evangelio de Juan

Traductor:
Plácido Gil Imirizaldu,
monje de El Paular

EDITORIAL ESTELA, S. A. - BARCELONA


© EDITORIAL ESTELA, S. A. Primera edición, julio de 1967.
Reservados todos los derechos para los países de lengua
castellana. La edición original de esta obra ha sido publi¬
cada en francés con el título LE QUATRIÉME ÉVANGILE,
por las Éditions Casterman, de Tournais. La traducción
castellana es de Plácido Gil Imirizaldu, monje de El Paular.
Tiene las licencias eclesiásticas, Nihil obstat: El Censor,
José M. Foxdevtt.a, s. j. Imprimatur: t Marcelo, Arzobispo
de Barcelona, 1.4 de julio de 1967. Impreso en Gráficas
Diamante, Berlín, 18, de Barcelona. Depósito legal B. 24.168-
1967.
A mi maestro, 0. Cullman, a quien debo
mi iniciación en los estudios exegéticos; a
la Facultad de Teología de Lille, que ha
querido acoger estas meditaciones joá-
nicas.
Introducción

Originalidad del cuarto evangelio

No hay quizá libro en el Nuevo Testamento que se


distinga tan a las claras de los demás, que ofrezca una
fisonomía tan particular como el cuarto evangelio.
Si se lee a continuación de los tres primeros, parece
pertenecer a un mundo diverso, bañado de distinta luz.
Sin embargo, el Cristo que aparece en el centro, lo
mismo que estaba en el centro de los sinópticos; no nos
parece un Cristo distinto. Quizá le vemos de momento
bajo aspectos nuevos, pero más adelante no dudamos
un instante en reconocerle. Si ciertos críticos modernos
han mantenido una opinión distinta, eso ha sucedido
tan sólo en la medida en que un estudio detallado ha
podido distraerles de esa sencilla mirada que busca di¬
rectamente lo esencial.
Y no obstante, las innumerables generaciones cris¬
tianas que han apreciado a través de esta obra cuatri-
partita no tanto una imagen carente de vida, sino, muy
al contrario, una persona cuya unidad quedaría desga¬
jada al querer sustraerle tal o cual elemento con el
inútil pretexto de no percibir sino un punto de vista y
no otro, han quedado ya desde el principio sorprendidas
del carácter peculiar de san Juan. Los esfuerzos en vis¬
tas a fundirlo con los otros han resultado siempre esté¬
riles, y del Diatessaron que con este fin compuso Taeia-
no en el siglo segundo, tan sólo nos quedaba el nombre
antes de un reciente descubrimiento.

Introducción 9
Inseparable de los sinópticos e irreductible a ellos,
todavía se nos presenta así el cuarto evangelio.
¿Cómo definir eso que da al evangelio de Juan su
carácter particular, único?
Lo que impresiona sobre todo, aunque no sea más
que un rasgo superficial, es esa atmósfera sin igual, no
sólo en el Nuevo Testamento, sino en la literatura cris¬
tiana y en la religiosa en general.
Cuando se lee después de otros libros del canon cris¬
tiano, nos parece percibir una súbita serenidad, un es¬
clarecimiento general. Esos tranquilos coloquios prolon¬
gados como a solaz, esas fórmulas luminosas parecen
evocar un clima diverso del de Galilea. Muy pronto han
hecho pensar en los diálogos platónicos. Da la impre¬
sión de que todo cuanto el alma judía habría podido
derramar de atormentado, de dramático a la vez que de
esplendoroso en el Nuevo Testamento, ha desaparecido
de este evangelio. Por su atmósfera cristalina siéntese
uno transportar a una ambientación helénica.
No se trata con todo del efecto de una forma litera¬
ria ática plasmada sobre un fondo judío.
Si se atiende al lenguaje se advierte que es difícil
hallar uno más lejano de la sutil y pura literatura de
un Platón. Sería difícil imaginar frases más sencillas o
una pobreza mayor de giros de expresión, hasta tal pun¬
to que cualquiera que posea mínimos rudimentos de
vocabulario, aunque desconozca casi del todo la grama-
tica griega y su abundante plasticidad, puede tranquila¬
mente leer este evangelio.
La apariencia helénica del evangelio de san Juan
debe menos a la forma que al fondo. Se atiene a la con¬
templación serena que sustentan ios grandes temas ex¬
tensamente desarrollados de la luz y la vida. Se dirige
ante todo a ese cántico metafísico sobre el Logos con el

10 El cuarto evangelio
que se abre y que no continúa sino en algunas páginas,
pero cuyos armónicos continúan resonando con dulzura
a través de todo el libro.
En realidad, más que en Platón, san Juan puede ha¬
cernos pensar en el misticismo neoplatónico. Platón en¬
señaba a hacerse semejante al bien para llegar a con¬
templarle. La mística que se busca en los escritos her¬
méticos y que hallará en Plotino las fórmulas más aca¬
badas, enseña más bien a contemplar a Dios para que
esa contemplación nos asemeje a Él. Ella misma parece
inspirada en las ceremonias de ciertos misterios, en es¬
pecial en la epoptía, tal como Apuleyo nos la ha des¬
crito en sus Metamorfosis. El iniciado, envuelto en la
luz en que se consideraba que se le revelaba la divinidad,
¿no se mostraba también él totalmente semejante a
Dios? ¿Y no es algo así lo que enseña san Juan al decir¬
nos: «Sabemos que seremos semejantes a Él, porque le
veremos tal cual es?»
Por lo menos esto es lo que todo el fin del siglo xix
ha admitido como axioma. Semejante evangelio repre¬
sentaba para esa época la helenización del cristianismo
plenamente realizada. En consecuencia, para la casi
totalidad de los exegetas, la redacción de los escritos
joánicos debía colocarse bastante entrado el siglo se¬
gundo. No se trataba ya, en otros términos, de atribuir¬
los a un apóstol ni a ningún discípulo de la primera
generación. Pero eso daba sin duda mayor realce a cier¬
tos aspectos del cuarto evangelio y hacía desconocer
otros no menos importantes.
Aun los críticos inclinados a ver en el evangelio de
Juan un evangelio filosófico, un evangelio helenizado,
habían ya notado en él ciertos detalles particularmente
palestinenses. Las precisiones topográficas, por ejemplo,
tanto más notables cuanto que se indican como de paso

Introducción 11
(citemos una tan sólo: la profundidad poco común del
pozo de Jacob, y el hecho además de que se trata, pro¬
piamente hablando, de una fuente y no de un pozo).
La voluntad discreta, pero indudable, de corregir la fe¬
cha de la crucifixión que parecían suponer los sinópti¬
cos, sugería igualmente a un testigo ocular. Pero se
hubiera tal vez continuado olvidando esos detalles a no
ser por un ruidoso libro de Burney, aparecido en 1922.1
Un examen filológico atento conducía a este autor a la
afirmación de que el evangelio considerado como hele-
nizado podría ser, por el contrario, el único que reve¬
lara, más allá del actual texto griego, su origen arameo.
No podemos decir que se haya impuesto la tesis de
Burney, a pesar de explicar maravillosamente toda cla¬
se de anomalías y disipar muchas oscuridades; con todo,
ha suscitado la atención sobre cuanto hay de semita en
san Juan. Ha disipado la quimera de una religiosidad
helénica encuadrada en un esquema cristiano. Ha obli¬
gado a reconocer que la Biblia y el judaismo contempo¬
ráneo de los orígenes cristianos son las fuentes princi¬
pales para explicar este evangelio, ya que son las fuen¬
tes mismas de su génesis.
Esto no debe hacernos olvidar las frecuentes afini¬
dades que ofrece con algunas corrientes del pensamien¬
to helenista. Pero la línea de su auténtica interpretación
parece ser tal como la ha definido recientemente Dood,
el gran exegeta inglés.2 Dentro de una presentación del
evangelio profundamente meditada, todo se halla cons¬
truido con materiales judíos o cristianos primitivos. Por
lo tanto, puede ser perfectamente comprendido por el
cristiano que no conociera otra cosa que la catequesis
1. The aramaic Origin of the 4th Gospel.
2. Cf. The Interpretation of the fourth Gospel (Cambridge,
1953).

12 El cuarto evangelio
de la primera Iglesia. Pero el milagro consiste en que
todo eso se formula de tal suerte que si un espíritu pues¬
to al corriente de las especulaciones y conatos místicos
del helenismo llega a leer el evangelio joánico, sacará la
impresión de que responde a sus propias preguntas.
Nada nos impide por lo tanto creer que Juan haya
sido ante todo un pescador de Galilea. Nada tampoco
nos mueve a pensar que haya él jamás terminado siendo
infiel a su primera formación religiosa. Lo que parece
cierto es que una prolongada experiencia misionera ha
sido en él asimilada por una inteligencia excepcional¬
mente afín a aquello que le era más extraño. En todo
caso, ha sabido comprender el alma helenista hasta el
punto de poder expresarse en su lengua sin violencia
ninguna.
En vista de esto puede nacer una objeción. ¿No hay
una especie de artificio en la composición de este es¬
crito, de modo que pueda fácilmente leerse en doble
sentido? A esto hay que añadir que un estudio detenido
de san Juan nos lleva a atribuirle ese juego consciente
del doble sentido, que por otra parte concluye finalmen¬
te en una profunda unidad. Ya veremos cómo casi en
cada página topamos con fórmulas que no sólo pueden,
sino que deben entenderse en doble sentido, de ningún
modo incompatible, sino más bien complementario. Este
procedimiento puede parecer un artificio a nuestra
mentalidad de modernos occidentales; pero resulta har¬
to conforme al arte y gusto del antiguo Oriente, para
que podamos dudar en reconocerlo.
Si queremos sin embargo medir con exactitud hasta
dónde llega san Juan en esa adaptación al helenismo y
en qué medida permanece profundamente independien¬
te, lo mejor será estudiar el simbolismo constantemen¬
te presente a través de su libro.

Introducción 13
Nada hay en cierto sentido más simbólico que el he¬
lenismo platónico. En este mundo material todo se con¬
vierte en imagen de las realidades inmateriales. Pero
ambos mundos, el del espíritu y el de la materia, por
cuanto son paralelos, jamás se encuentran. La idea mis¬
ma de un encuentro resulta imposible. El hombre, que
distingue en los seres y las cosas de aquí abajo un re¬
flejo de lo alto, no alcanzará las realidades superiores
sino evadiéndose de la realidad inferior. Y esto supone
la liberación de su propio cuerpo, considerado como la
prisión donde el alma se halla retenida.
Nada de esto en san Juan. Lo que él nos enseña es
que en Cristo ha llegado Dios hasta nosotros, que el
Logos se ha hecho carne. Y esto no supone aberración
o degradación alguna en la divinidad. Es el abismo del
amor salvífico. Al mundo griego en el que todo es finito,
aun los mismos dioses, y'a^que es ésta la razón de su
propia perfección, substituye un mundo en el que el
infinito del creador se abre paso de modo imprevisible.
Los «signos», de los que estará lleno el evangelio de san
Juan, no serán sino las señales de esa venida.
Por tanto, lejos de evaporarse la historia que nos
narra con símbolos intemporales, los símbolos, de los
que nos la muestra tejida, son como manifestaciones
de esa venida histórica y del amor que se revela en los
hechos. Puesto que la Palabra divina se ha hecho carne
en Jesucristo, la luz divina disipa nuestras tinieblas. Con
ella se comunica la misma vida divina. Finalmente, ella
resucitará nuestro cuerpo carnal, como el Verbo hecho
carne ha resucitado el cuerpo asumido por Él de nos¬
otros en nuestra flaqueza. La aceptación temporal de
nuestra muerte por el Verbo de vida nos capacita para
vivir eternamente en su luz.
Si todo eso habla un lenguaje fácilmente accesible al

14 El cuarto evangelio
alma religiosa despertada por lo más puro de la espi¬
ritualidad helénica, no menos le anuncia ese lenguaje
el más original cristianismo. Esa historia divina, esa
intervención de Dios en la historia humana, es asimismo
lo que el cristianismo tiene de más puramente judío.
Hay más. Si el evangelio de Juan, lejos de espiritua¬
lizar y de disolver el hecho cristiano en una especula¬
ción fuera de lugar, lo revaloriza plenamente, saca ple¬
no provecho de él, no es para mantener una mística
abstracta. Esos símbolos propiamente místicos son para
nosotros mismos hechos concretos. Su contenido funda¬
mental es el acontecimiento de la Palabra hecha carne.
Pero, lo veremos detalladamente, lo presenta siendo el
contenido de los sacramentos. Nos lo hace descubrir en
esos hechos simbólicos, aún más que simbólicos, llama¬
dos ellos mismos a ser los grandes acontecimientos de
nuestra existencia. Uno de los más sagaces exegetas de
nuestro tiempo, Oscar Cullmann, ha establecido con cla¬
ridad que ahí está la única clave capaz de abrirnos el
plan del cuarto evangelio.2
Estas consideraciones que se han ido imponiendo
poco a poco a nuestra generación, le han hecho descu¬
brir nuevamente la profunda unidad de los escritos
joánicos, a la vez que nos ayudan a volver a encontrar
la figura tradicionalmente atribuida a su autor.
A la exégesis ofuscada por la ilusión del helenismo
de san Juan le costaba admitir que el Apocalipsis, a to¬
das luces semita, pudiera ser de la misma mano que el
Evangelio. Y no obstante, esos temas de la Luz, de la
Vida, incluso el de la Palabra personal que entra en
nuestra historia y libra un combate mortal y vivificador,

3. Véase su libro: Les Sacrements dans l’évangile johanni-


que (1951).

Introducción 15
se hallan sin duda como en el fondo tanto de uno como
de otro libro. Hoy día nos parece claro que el Apoca¬
lipsis debe datar de una época en que Juan apenas ha¬
bía salido de su ambiente palestinense, mientras que
el Evangelio es fruto de una prolongada experiencia
misionera entre gentiles. Pero nada nos disuade de apre¬
ciar en cada página el estrecho parentesco de los dos
escritos.
Por consiguiente, nada nos impide reconocer en ese
Juan a quien se ha querido poner tan alejado del pri¬
mitivo cristianismo, en el tiempo y en el espacio, al
discípulo de la hora primera, al apóstol amado. Senci¬
llamente admitimos de buen grado con la antigua Igle¬
sia que una excepcional longevidad ha podido cola¬
borar a esa evolución en la que ninguna de las certezas
primeras debía ser rechazada, sino todo profundizado
y como esclarecido. Nos complace sobremanera la su¬
gestión de algunos exegetas modernos: al suceder las
cosas que Juan narra, ¿no era todavía muy joven, casi
un muchacho? Eso explicaría por otra parte el afecto
especial con que Jesús, y al parecer todo el grupo apos¬
tólico, rodeaban al apóstol amado, la facilidad con que
era admitido en todas partes, la frescura y vivacidad
que conservarían los recuerdos oculares del adolescen¬
te, incluso en las meditaciones del anciano. En todo
caso, si se coteja esta hipótesis con los datos de la tra¬
dición, parece que acaba ella por deshacer ese mundo
de dificultades imaginarias que el siglo xrx creyó des¬
cubrir.

San Juan

Es cierto, sin embargo, que pocos personajes del


Nuevo Testamento son tan misteriosos para nosotros

16 El cuarto evangelio
como el autor del cuarto evangelio. Si registramos con
cuidado la Escritura nos persuadiremos bien pronto
de que nada preciso se nos dice acerca de él, ni siquiera
se le nombra. A lo más podemos deducir por ciertos
pasajes que debe ser el apóstol Juan.
El cuarto evangelio, que jamás menciona a san Juan,
habla por el contrario con bastante frecuencia de un
discípulo amado por Jesús, y, en ciertos lugares, de un
discípulo anónimo que juega un papel de primer orden
y que parece identificarse con el «amado».4 Una tradición
recibida sin divergencias ni contradicciones en la Igle¬
sia antigua, identifica al «amado» y al «anónimo» con
el apóstol san Juan, hijo del Zebedeo, al mismo tiempo
que le reconoce autor del evangelio que todavía hoy en
nuestro Nuevo Testamento lleva su nombre.
Pocas tradiciones antiguas se presentan con tanta
continuidad y unanimidad, por muy lejos que nos re¬
montemos. Por otra parte, esta tradición es en extremo
discreta: y si nos da sobre san Juan ciertos detalles en
armonía con la fisonomía espiritual del evangelio joáni-
co, no disipa por eso el misterio que lo envuelve,5
Se da el hecho, por otra parte, de que la atribución

4. Sobre el "amado”, véase: 13, 23; 19, 26; 20, 2, y 21, 1, 20-24.
Sobre el "anónimo", véase: 1, 35-37; 18, 15; cf. 19, 35.
5. Los primeros testimonios de esta tradición son san Ireneo
y Tertuliano. Véase la crítica de sus textos y de todo el pro¬
blema en Nunn, The Authorship of the Fourth Cospel (1952). Se
verá cómo algunos modernos creen poder atribuir la paternidad
del evangelio joánico a “Juan el Presbítero”, distinto de Juan el
Apóstol y cuya existencia se funda sobre una dudosa interpreta¬
ción de un texto de Papías. Mas los dos únicos antiguos (Dioni¬
sio de Alejandría y Eusebio) que han interpretado en ese sen¬
tido a Papías, jamás concibieron la idea de atribuir a este otro
Juan el evangelio, sino tan sólo el Apocalipsis. Es precisamente
lo contrario de lo que han creído esos modernos, como se ve
sin fundamento alguno en la antigüedad.

Introducción 17
2
tradicional y los datos que la acompañan son de tal na¬
turaleza que pueden descubrir con luz particularmente
radiante las riquezas de este libro.
Cuando san Juan aparece en los evangelios como dis¬
cípulo del Señor, su primera manifestación es para pe¬
dir, junto con su hermano Santiago, que descienda fue¬
go del cielo sobre quienes no quieren aceptar a Cristo,
y éste, reprendiéndoles, recuerda su sobrenombre de
Eoanerges, hijos del Trueno.
El que pedía el fuego del cielo sobre la tierra llegará
a ser el apóstol del amor. El joven y entusiasta galileo,
que deseaba ver el fuego celestial, no había de ver frus¬
trada su esperanza, pero cuando ese fuego le sea mani¬
festado, comprenderá que, si es cierto que es fuego que
devora y consume, es más todavía fuego vivificador.
Ya el Señor le había distinguido, perteneciendo al
pequeño grupo que, dentro de la familiaridad del cole¬
gio apostólico, tenía con Jesús una mayor intimidad. Es
a él, a Santiago y a Pedro a quienes Cristo revelará en
la Transfiguración algo de su verdadera naturaleza.
Pero su mirada no estaba aún dispuesta para la luz
celestial —compartir su cáliz—, y cuando en Getsemaní
fue llamado, de nuevo con Santiago y Pedro, a velar una
hora durante la agonía de Jesús, no pudo hacerlo, al
igual que Jos otros. Sin embargo, su intimidad con Él
había alcanzado poco antes el grado supremo —en la
Cena, en el momento en que Jesús instituyó el banquete
eucarístico que hasta el final de los tiempos debía ali¬
mentar de su amor a los suyos, Juan reposó en su
pecho.
Pero el amor de predilección que Jesús tuvo hacia
Juan no fue ciertamente provocado por una perfección
más relevante en él, sino al contrario, como dice Bos-
suet: aquel amor íntimo que era el origen, aquel amor

13 El cuarto evangelio
de predilección, le había tocado antes que él se diera
cuenta, y, tras la dispersión de los discípulos, sintió en
el Calvario su llamada para que se asociara a los dolores
del Señor y para que recibiera de Él, como el don su¬
premo, a su Madre, la bienaventurada Virgen María.
Podrá creer alguno que hasta que tuvo lugar este
tardío retorno le fue poco fructuosa la intimidad de
Jesús. No obstante, Juan experimentará mejor que na¬
die la verdad de esta palabra de su Señor, que él mis¬
mo nos ha transmitido: «El Espíritu os traerá lodo a la
memoria.»
Después de Pentecostés, una vez descendido sobre él
el Espíritu, evocará aquellos momentos cuyo valor en
otro tiempo había desconocido, y poco a poco sabrá en
lo sucesivo descubrir todas sus riquezas.
Tras la dispersión de los apóstoles por el mundo,
Juan no fue contado por la Providencia en el número de
los grandes misioneros ni de los grands edificadores de
las Iglesias. Su vocación se orientará cada día con ma¬
yor vehemencia hacía una obra interior. En medio del
fervor de vida de la primitiva Iglesia será el «testigo
fiel», el que atestiguará «haber visto con sus ojos, oído
con sus oídos, tocado con sus manos», quien por la fe
profundizará cada día más el misterio de Aquel que co-
1 nocerá «según el Espíritu», como antes había conocido
«según la carne». Cuando poco después de su Maestro
mueran mártires todos los demás apóstoles, él quedará
el último de todos, prolongando, por una excepcional
senectud, la suave llama que Dios había encendido en
él, a fin de que los demás pudieran venir y «deleitarse
en su luz». Es una imagen extraordinariamente impre¬
sionante la de este anciano en quien parecía no tener
prisa el tiempo, hasta tal punto que algunos «creían
que no moriría». Entre las nuevas generaciones de los

Introducción 10
que habían creído en virtud de los que Cristo envió,
permaneció el último entre los que habían creído por Él.
Parece que Dios no quiso para Juan otra vocación que
la de guardar el depósito sagrado de cuanto por sus
sentidos había conocido de Él y de esclarecerlo por el
Espíritu.
Pero conviene seguir la curva trazada desde el ardo¬
roso e impetuoso joven galileo hasta el sereno anciano
que al ñnal de su vida deja a la Iglesia el inapreciable
tesoro que san Clemente de Alejandría llamará el «Evan¬
gelio espiritual».
Poco después de Pentecostés vino a Roma, según la
tradición. Bajo Domiciano habría sido sumergido en
aceite hirviendo, pero Dios, que Je destinaba a otro gé¬
nero de «testimonio», le salvó cambiando el aceite en
rocío.
Desterrado a Patmos, teniendo ante sí tan sólo el
cielo y el mar, escribió el Apocalipsis. En este extraño
libro, donde parece como si las islas, haciendo eco de
los himnos angélicos y brillando con luz increada, va¬
gasen en una paz inmutable sobre el más espantoso
caos, vemos aparecer los temas que lentamente se han
desprendido del fantástico concierto y que acabarán
colmando por sí solos el alma del apóstol. Es el Corde¬
ro inmolado pero glorioso en el seno del Padre, son los
ríos de agua viva, es la consumación de todas las cosas
en la unidad.
Después de Patmos transcurrirán los largos y apaci¬
bles años de Éfeso. Allá se realizará la doble promesa
de Cristo en la Cruz: «Mujer, he ahí a tu hijo... He ahí
a tu Madre.»
La que Isabel proclamó «bendita entre todas las mu¬
jeres», la que desde el pesebre «guardaba todo esto y
lo meditaba en su corazón», le hará partícipe de esa paz

20
El cuarto evangelio
y claridad celestiales que ella había recibido con el Ver¬
bo de Dios. El apóstol, dando a la Madre del Salvador
aquel maná escondido, prometido al que obtuviera la
victoria, volverá a encontrar los sentimientos de Cristo
cuando él mismo descansó sobre su pecho y recibió de
Él ese maná dado por vez primera a los hombres.
El amor que del corazón de Dios se encarnó en el
corazón del Hombre Jesús, irradiará en el corazón del
discípulo, quien expiará con el nombre de ese amor en
los labios, después de haber dado a conocer a los hom¬
bres cómo «habiendo Jesús amado a los suyos que esta¬
ban en el mundo, al fin extremadamente los amó».
Recogiendo los frutos todos de su madurez, viendo
ya la luz del atardecer, un atardecer sin ocaso, en la de¬
finitiva serenidad de esta maravillosa senectud debió
reunir la esencia de su catcquesis en el evangelio, y
luego colocar, como la llave de un jardín cerrado, ese
prólogo en el que el tiempo queda absorbido por lo
eterno.
Su obra llegó a término. No le restaba sino lanzar en
su epístola el último grito de la fe fundada sobre la
verdad inquebrantable de Cristo venido en carne, y lue¬
go, el último, ir a unirse a Aquel en cuya Resurrección
creyó el primero.6

6. Vcase Me 3, 17 y Le 9, 54; Me 9, 2-3; 10, 35-40; 14, 32-37, para


los hechos referidos que no se hallan en el cuarto evangelio. La
permanencia en Éfeso se halla afirmada por Ircneo. El suceso
de Roma, anterior al destierro de Patmos, se encuentra en Ter¬
tuliano. Para todo esto remitimos a la obra de Nunn antes men¬
cionada.

Introducción 21
Idea de san Juan sobre la historia

Quia ipse Christus Verbum Dei est, etiam factum Verbi


verbum nobis est. S. Agustín.

Al esforzarnos por situar en su marco espiritual el


cuarto evangelio, antes de abordarlo de frente, nos es
necesario definir su género literario.
No se trata en el caso presente de una cuestión for¬
mal más o menos ociosa: el libro se nos presenta como
una narración, pero esta narración se encuentra plena¬
mente imbuida de pensamiento, hasta el punto que al¬
gunos han llegado a sostener que la historia no era sino
un pretexto, o a lo más una especie de apólogo o alego¬
ría. Si eso fuera así, nos hallaríamos ante una pura
construcción del espíritu, de un sistema «novelado», si
vale la frase, y del Cristo joánico no quedaría sino un
mito.
Antes de intentar desvanecer ese error, debemos re¬
conocer y desligar el punto de verdad que encierra, sin
lo cual correríamos el riesgo de meternos en un callejón
sin salida. Hemos advertido la diferencia irreductible
existente entre el cuarto evangelio y los tres primeros:
quererlo reducir a nada más que una relación de los
hechos, ademanes y palabras de Jesús, sería justamen¬
te desconocer lo esencial de esta distinción.7
Es notable ver tan embarazados al explicar el con¬
junto de estos textos a los que defienden una u otra de
estas posiciones extremas, ya pretendan que el cuarto
evangelio no es sino un símbolo prolongado, o manten¬
gan su carácter exclusivamente histórico.

7. Lo que tampoco quiere decir que los sinópticos, por su parte,


sean tínicamente históricos; sencillamente, la historia, como tal,
ocupa un lugar más importante que en el cuarto evangelio.

22 El cuarto evangelio
Declaran unos que tal o cual texto no pertenece de
ningún modo a la primitiva redacción, y los otros de¬
fienden, no con menos urgencia, que los pasajes en
cuestión constituyen por el contrario el fondo mismo
del evangelio, los cuales, afirmaban los primeros, no
son, a su modo de ver, sino una redundancia posterior
a la redacción original.
Afirmarán unos que la base única es el relato que,
aunque mucho más sucinto, parece todavía más pre¬
ciso y seguro que el de los sinópticos, y entonces cree¬
rán tener que declarar que el prólogo, y lo mismo los
grandes discursos de Cristo, son fragmentos añadidos
después, sin ningún lazo de unión con el primitivo re¬
lato. Mantendrán los otros que dichos fragmentos son
como el fin de todo lo demás, y que el relato no es sino
como un pálido lienzo de fondo, del todo insignificante.
Llegarán incluso a sostener que el autor se halla de
tal manera absorbido en la metafísica y que los hechos
materiales tienen para él tan escasa importancia, que
deben tenerse por interpolaciones todas las palabras
que hagan relación a un hecho realizado en el tiempo,
como las palabras puestas en boca de Cristo con res¬
pecto a una futura resurrección.
Vemos que las dos posiciones son abiertamente con¬
tradictorias. No hace falta subrayar que particularmen¬
te la segunda se reduce en fin de cuentas a una simple
petición de principio. No obstante, repitámoslo, bajo
esa exageración, existe un elemento profundamente jus¬
to y que hay que tener en cuenta. Si entendemos la his¬
toria como se considera hoy día con frecuencia: una
simple exposición de datos, es bien cierto que el fin del
cuarto evangelio es muy distinto que el de un historia¬
dor que entienda así su misión, y por lo tanto la obra
llevada a cabo pertenece a un género del todo distinto.

Introducción 23
La realidad es que nosotros no podemos en modo al¬
guno utilizar aquí nuestras modernas clasificaciones
aplicadas irracionalmente. Sería también del todo falso
concluir que san Juan descuida los hechos en cuanto
tales, interesándose tan sólo por las ideas: eso equival¬
dría a atribuirle una distinción precisa que nos es pro¬
pia, pero que a él le resulta totalmente extraña.
Verdaderamente, los hechos, el desarrollo de la histo¬
ria y las ideas, las grandes nociones religiosas sacadas a
luz por él, son para él inseparables. Cuando acerca de
esto nos formulamos la siguiente pregunta: ¿pretende
enseñarnos una doctrina eterna o bien narrarnos he¬
chos ya acontecidos?, la cuestión no puede tener res¬
puesta, pues no se plantea desde su punto de vista.
«Para él la historia es un misterio, y el narrarla es por
necesidad exponer a la vez ese misterio.»
El concepto joánico de la historia no es sino la apli¬
cación de un pensamiento más amplio: que el mundo
material no es un simple caos donde no penetra el es¬
píritu, sino que es, por el contrario, como la figura del
mundo espiritual, figura en la que un atento observa¬
dor podrá descubrir las realidades más profundas y
ocultas.
En una palabra, es Dios el Creador de la materia
lo mismo que del espíritu, de modo que no deben ser
impenetrables el uno al otro y carentes de relaciones
inteligibles entre uno y otro. Una unidad, la del pensa¬
miento divino, los une en sus mismas diferencias.
Esa unidad rebasa, por otra parte, el plan en que se
mueven en sus mutuas relaciones el espíritu y la mate¬
ria. Entre las cosas que existen por un tiempo y las que
son eternas, entre el Creador y las criaturas, una analo¬
gía más misteriosa que la anterior conserva la traba¬
zón y asegura la distinción, puesto que se trata de Él

24 El cuarto evangelio
y de nosotros. Él, Creador todopoderoso, pero nuestro
Creador; nosotros, criaturas en sí mismas débiles, pero
sus criaturas. ;
Resulta de ahí que lo que nosotros llamamos un
«hecho material» encierra una significación para el es¬
píritu, ya que es inseparable del espíritu. De manera
más general y profunda nos revela el desarrollo de la
historia humana el ademán de la mano de Dios, que lo
acompaña y realiza.
Solidaria del espíritu en su caída como en su salva¬
ción, la materia, por tanto, nos ofrece sobre él ideas in¬
sospechadas, y la historia de los hechos que se suceden
en el teatro de este mundo nos permite entrever los de¬
signios eternos.
Los escritores sagrados de la antigua alianza se ha¬
llaban penetrados de este concepto. Todo el Antiguo
Testamento no es otra cosa sino su realización, de modo
que, más aún que la historia del pueblo hebreo, se con¬
virtió para la humanidad entera en la revelación de
Dios buscando al hombre perdido para conducirle a Él.
Pero es en san Juan donde esta visión de la historia apa¬
rece con mayor claridad, ya que ha llegado a compren¬
der que si se da algún caso en que la verdad se hace
deslumbrante, es el de la historia terrena de Jesús.
Puesto que la Palabra divina se ha hecho carne, el mun¬
do, entenebrecido por su caída, encuentra en Jesús su
antiguo resplandor. La humanidad de Cristo, por su
unión con la divinidad, restituye en toda su pureza la
imagen divina según la que ha sido creado el hombre.
Los hechos y ademanes de Cristo son internamente ilu¬
minados por la perfección de su alma humana, y todo
su ser humano deja transparentar los abismos de la di¬
vinidad.
«Los cielos pregonan la gloria de Dios», decía ya el

Introducción 25
salmista, pero ¿qué significa el lenguaje de su movimien¬
to sin fin por muy grandioso que sea, después del nue¬
vo lenguaje por el que la misma Palabra eterna se ha
expresado en las acciones del hombre Jesús?
La consecuencia se impone por sí misma y es doble,
y sería despreciarla radicalmente dejar perder uno de
sus términos.
«La historia de Cristo» tiene un sentido: quien vea
un simple desenvolvimiento de los hechos y nada más,
la mutila y profana. No será una adición artificial supo¬
ner, al escribirla, la revelación que desarrolla, sino que
será una parte integrante de esa historia; más que una
parte: su alma vital.
Pero sentirse por otro lado con derecho, bajo pre¬
texto de atenerse tan sólo a esa revelación, a ignorar el
desarrollo de los hechos, lo que precisamente en el sen¬
tido moderno de la palabra denominamos «historia», es
un error no menos grave que aquél al que se quiere en¬
frentar siguiendo esa línea. Es desconocer lo que es la
revelación expuesta por san Juan. No solamente exige
un hecho, sino que ella es un hecho, la donación de una
verdad inaccesible a nuestros esfuerzos, hecho a la vez
primordial y centro de la historia. No conocemos el
contenido y el valor de esa revelación sino porque
Aquel que es señor de la historia la ha inscrito entre
los hechos de la historia, «y la ha inscrito entrando Él
mismo dentro de esa historia».
Ya lo hemos dicho: ver en el cuarto evangelio una
doctrina filosófica abstracta sería privar por completo
de sentido toda su enseñanza; sería colocar esa ense¬
ñanza en contradicción formal con ella misma en el
fondo de cada una de sus afirmaciones. Fundado total¬
mente sobre el hecho de la encarnación, del descenso
de Dios hasta nuestra humanidad, de su vida introdu-

26 El cuarto evangelio
cida en la nuestra, -se desvanece por completo si se des¬
conoce este hecho.
Por tanto, y para concluir, diremos que el evangelio
joánico nos ofrece hechos y verdades, en absoluto yux¬
tapuestos, sino tan indisolublemente unidos, tan perfec¬
tamente uno que olvidar los hechos para ver sólo las
verdades es como anular a éstas, y abandonar las ver¬
dades para salvaguardar los hechos es condenarse a no
procurar sino empobrecer su misma raíz, desfigurándo¬
los y haciéndolos desconocidos.

Caracteres literarios del cuarto evangelio

Hemos dicho ya al principio la impresión tan diver¬


sa que producen en el lector el evangelio de san Juan y
los sinópticos. Parece que se aproxima mucho más que
éstos a Grecia, con la que el judaismo ofrecía un con¬
traste tan evidente. Pero ya hemos indicado con cuán¬
ta prudencia conviene tratar de tales acercamientos por
el peligro que hay de abusar y caer en enormes absur¬
dos. Un estudio atento sobre la lengua en que se ha
escrito el cuarto evangelio lleva a la evidencia de que,
sea cual fuere la apertura que tiene hacia las maneras
de pensar helénicas, emana, como los otros, de fuente
judía. Puede incluso que podamos llegar a esa fuente a
través de él más directamente que a través de cual¬
quiera de los tres primeros.
El griego de san Juan ofrece particularidades bien
manifiestas, que parecen emparentarlo tan estrechamen¬
te con el arameo8 que, según Burney —ya lo hemos di-

8. Dialecto semítico que, en los tiempos de Jesús, había reem¬


plazado al hebreo en Palestina, por lo menos en la vida ordi¬
naria.

Introducción 27
cho—, su texto original se habría escrito en esta lengua
y nuestro texto griego sería una traducción muy literal.
Por lo demás, es muy difícil llegar a una certeza en
este punto. El griego vulgar (llamado koiné), que es en
conjunto la lengua del Nuevo Testamento, se hablaba
por todo el ámbito del Mediterráneo, entre las pobla¬
ciones más diversas y mezcladas. Presenta, así, todas
las corrupciones gramaticales imaginables, las cuales
pueden bastar para explicar muchas particularidades
que parecería que sin eso justificaban una aproximación
al arameo. Tendremos no obstante ocasión de sacar a
flote algunos ejemplos que parece difícil aclarar si se
rechaza absolutamente. Aun cuando no nos hallemos
en presencia de una traducción, es cierto que en gene¬
ral ha habido una influencia aramea bien notable sobre
el lenguaje del cuarto evangelio, más quizá que sobre
el de los precedentes.9
Ciertos pasajes tienen un giro muy semítico, por
ejemplo la curación del ciego de nacimiento. El juego
de partículas, tan característico de la lengua griega y
de la que depende toda la construcción, es generalmen¬
te desconocido para san Juan.
Por el contrario, procede según las exigencias del
hebreo y del arameo por simples proposiciones yuxta¬
puestas unidas sólo por la cópula, estando ésta incluso
ausente con frecuencia. Con todo, eso no es norma ab¬
soluta. Ciertos pasajes, como el coloquio con la Sama-
ritana, son ejemplos de una notable ausencia de ele¬
mentos de la lengua griega, y se acercan a los más clá¬
sicos fragmentos del evangelio de Lucas, cuya lengua
es la más pura. La narración de la resurrección de Lá¬
zaro permite la misma comprobación.
9. A. Schlatter, en Der Evangelist Jabalines (1930), indica
más bien una influencia del hebreo bíblico y rabínico.

28 El cuarto evangelio
Pero no solamente es la lengua lo que lleva consigo
una profunda señal semita. El estilo es todavía más no¬
table.
El ritmo y los rasgos tan característicos de la poe¬
sía del Antiguo Testamento aparecen de manera sor¬
prendente en el prólogo y se encuentran en todos los
discursos.
Se han señalado como tipos principales de esta for¬
ma poética los siguientes ejemplos:

' el paralelismo entre miembros sinónimos,

Ej.: El que viene a mí ya no tendrá más hambre,


El que cree en mí jamás tendrá sed,
(6, 35)

f el paralelismo antitético,
Ej.: Lo que nace de la carne, carne es;
Lo que nace del Espíritu, es espíritu,

(3, 6)

el razonamiento a fortiori,
Ej.: Si hablándoos de cosas terrenas no creéis,
¿Cómo creeréis si os hablase de cosas celestiales?
(3, 12)

'I" el paralelismo por concatenación,


Ej.: Todo lo que el Padre me da viene a mí,
Y al que viene a mí yo no lo echaré fuera,
(6, 37)

Introducción 29
estrofa terminada con una sentencia-conclusión,

Ej.: Nosotros hablamos de lo que sabemos,


Y de lo que hemos visto damos testimonio,
Pero vosotros no recibís nuestro testimonio,

(6, 11)

De igual modo se ha buscado, y no sin razón, una


analogía entre los procedimientos usados en los discur¬
sos joánicos y los de la dialéctica de los rabinos. Esta
analogía es sin duda aquí mucho más evidente que en
los discursos de los sinópticos.
Es cierto también que se ha advertido alguna seme¬
janza entre esos discursos y las «diatribas» de los filó¬
sofos estoicos. Al menos en un caso podría parecer es¬
trecho el parentesco, no sólo si se tienen en cuenta las
palabras mismas, sino el modo como son introducidas.
Se trata de los breves discursos pronunciados en Jeru-
salén, y que se hallan en el capítulo 7 (cf. vv. 28 y 37).
De ahí a unir esa apariencia de analogía al uso en el
prólogo de la palabra Logos (utilizada especialmente por
los estoicos) para sacar la idea de un evangelista imbui¬
do de la doctrina del Pórtico, no faltaba sino un paso,
paso que algunos críticos no han dudado dar. Pero esa
posibilidad de hallar en el mismo pasaje las más varia¬
das semejanzas nos ha de hacer ante todo ver con cla¬
ridad la fragilidad de este género de hipótesis. Se en¬
cuentran esas inevitables analogías entre todos los dis¬
cursos religiosos filosóficos de sesgo lapidario, y debe¬
mos guardarnos de sacar alguna conclusión que nos
exponga a edificar en el vacío.
Por otra parte, la argumentación de los discursos po-

30 El cuarto evangelio
lémicos contra los judíos que Juan atribuye a Jesús se
acerca efectivamente a la de los rabinos por el modo
de oponerse en detalle a cada afirmación adversa (al
revés de los discursos que presentan en general los si¬
nópticos, que evitan deliberadamente la argucia pro¬
puesta, para situarse en un plano distinto, cf. la cues¬
tión del tributo al César); no obstante se distingue de
la de ellos radicalmente. Se ha observado con frecuen¬
cia, y no hay que olvidarse de ello, que el Jesús que
Juan nos presenta no discute, propiamente hablando,
sino que afirma.
Toda su argumentación se reduce a hacer ver los tes¬
timonios de origen divino que atestiguan su autoridad.
Una vez fijada ésta, es sobre ella tan sólo donde se apo¬
ya para confundir a sus enemigos; jamás razona contra
ellos.
Esas afirmaciones de una audacia divina son las que
siempre mantienen estos discursos polémicos del evan¬
gelio de san Juan a una altura y serenidad incompara¬
bles.
Cuando Jesús, a solas con los suyos, puede hablar
abiertamente y sin dificultad, estas mismas afirmacio¬
nes plenamente desarrolladas llegan al lirismo de los
coloquios después de la Cena, cuya flor más perfecta es
la oración sacerdotal.
Un detalle de un género distinto que demuestra igual¬
mente el carácter judío del cuarto evangelio aparece al
estudiarse con atención su composición. Parece cierto
que el simbolismo de ciertos números sagrados juega
un papel ciertamente obscuro, pero que difícilmente
puede negarse. Es el mismo simbolismo que se halla en
el Antiguo Testamento, y sobre todo en los escritos ju¬
díos inmediatamente anteriores al cristianismo o con¬
temporáneos a él. Se trata ante todo de los números

Introducción 31
tres y siete. He aquí algunos ejemplos que se han es¬
cogido.
Tres veces se hace mención de la fiesta de Pascua
(2, 13; 6, 4; 11, 55) exactamente en los mismos términos:
«Estaba cerca la Pascua, fiesta de los judíos.» Hay tres
estancias en Galilea (1, 43; 4, 46; 6, 1); tres palabras de
Jesús en la cruz: «He ahí a tu Madre, he ahí a tu hijo»
(19, 27); «Tengo sed» (19, 28); «Todo está acabado» (19,
30). Se narran siete milagros: el agua convertida en
vino en Caná (2, 1-11); la curación del hijo del oficial
real (4, 46-54); la curación del paralítico en Betseda
(5, 1-15); la multiplicación de los panes (6, 1-15); el cami¬
nar sobre las aguas (6, 16-21); la curación del ciego de
nacimiento (9, 1-12); la resurrección de Lázaro (11, 1-46),
(en cuanto a la pesca milagrosa, se encuentra en el ca¬
pítulo 21, que debe ser un apéndice posterior). Se enu¬
meran siete testimonios: el de Juan Bautista (cap. 1), el
de los discípulos (cap. 1 y 15, 27), el del Padre (5, 37), el
del Hijo (8, 14), el de sus obras (5, 36 y 10, 38), el de las
Escrituras (5, 39), el del Espíritu (15, 26); finalmente,
siete afirmaciones de Cristo acerca de su propia natu¬
raleza; «Yo soy el pan de vida» (6, 35), «Yo soy la luz
del mundo» (9, 5), «Yo soy la puerta» (10, 7 y 9), «Yo
soy el buen pastor» (10, 11), «Yo soy la resurrección y
la vida» (11, 25), «Yo soy el camino, la verdad y la vida»
(14, 6), «Yo soy la vid verdadera» (15, 1).
En esta materia conviene, ciertamente, evitar los ex¬
tremos, pero estas citas parecen establecer justamente
un simbolismo deseado y conscientemente elaborado.
Todo eso nos conduce a una precisión cuya impor¬
tancia se olvida a veces y de la que no se puede pres¬
cindir sin graves errores. Ha causado sorpresa el pe¬
queño número de imágenes que nos ha dejado san
Juan. A primera vista parece aún más sorprendente

32 El cuarto evangelio
comparándolo con su concepción simbólica de la histo¬
ria y del mundo. De hecho la contradicción no es sino
aparente; esa escasez, y hasta cierto punto esa pobreza
de imágenes joánicas, nos permiten descubrir la ver¬
dadera significación y, tras de eso, completar lo que
hemos tratado de afirmar en el capítulo anterior.
Atendamos a los símbolos que acabamos de citar,
que son más o menos los únicos que contiene el cuarto
evangelio, y advertiremos que entre ellos no hay nin¬
guna parábola. Algunas de nuestras traducciones in¬
cluyen bajo ese nombre las imágenes de la puerta y del
buen pastor. Pero se trata de una confusión. El término
griego Parabolé (parábola) no lo emplean sino los sinóp¬
ticos. El pasaje citado (10, 6) contiene la palabra Pa-
roimia —semejanza—, cuyo sentido puede ser muy di¬
verso- La parábola es una narración viva, con detalles
concretos y sorprendentes, cuyo fin es ayudar a repre¬
sentarse cierta acción, o más bien cierta manera, de
obrar. Los rasgos incisivos son abundantes para hacer
la imagen viva y emocionante. Además, varias parábo¬
las suelen ir juntas para multiplicar los puntos de vista
sobre la actitud esencial que se trata de caracterizar.
Las semejanzas joánicas son diversas. Representan
un estado superior: ya no se trata de atraer la atención
por medio de comparaciones pintorescas sobre cosas
que le son del todo ajenas. La atención está ya captada.
Se trata no de descubrir nuevamente puntos de vista
exteriores para topar con la configuración general de
un objeto desusado, sino de llegar a lo más íntimo de
ese objeto ya conocido, de fijarse bien y penetrar toda
su profundidad.
Lo mismo que el Precursor, la imagen joánica debe
«disminuir», a fin de que lo que presenta todavía vela¬
do pueda «crecer».

Introducción 33
Debe deshacerse de esa multiplicidad seductora de
la parábola, para convertirse en un simple reflejo exac¬
to, donde brillará tan sólo la claridad de las realidades
invisibles.
Es al corazón mismo de lo eterno donde dirige la
mirada, y para no atenuar la infinita riqueza de su
simplicidad, tiene que despojarse, tiene que llegar a la
desnudez total. De aquí la rareza de los símbolos joáni-
cos: es más allá de lo variado y lo múltiple donde nos
quieren llevar. Finalmente, todo se aúna en esas pocas
nociones supremas, en las que dominan la Vida y la
Luz, cuyo resplandor a través de la humanidad de Cris¬
to unida a los suyos es lo que san Juan denomina la
Gloria, cuya fuente única es el Verbo, el Logos que des¬
cribe en una sola página.
Puede en verdad decirse que en la pluma de san
Juan la analogía se ha hecho infinitamente más estre¬
cha que en el resto de todo el Nuevo Testamento. No
quiere decir, en absoluto, que las cosas terrenas que¬
den desvanecidas; al contrario, se acercan en cuanto
les es posible a las celestiales. Las realidades más fami¬
liares se transparentan en estos símbolos.
En el fondo, la última razón de ese «hechizo» tan
peculiar del cuarto evangelio ¿no habrá de buscarse en
esa unión tan discreta y profunda de lo eterno y lo
humano, de lo humano más perfecto? Efectivamente,
este simbolismo joánico no es en absoluto lo que lle¬
gará a ser en manos de alguno de los Alejandrinos. El
hombre no es para san Juan tan sólo algo así como un
escabel rechazado por los píes del que se ha elevado
hasta lo divino, una vez alcanzado el objeto de su bús¬
queda. El evangelista de Cristo-Dios ha hablado de él
de la forma más humana. Hasta de personajes secunda¬
rios nos ofrece con cuatro rasgos un relieve sorpren-

31 El cuarto evangelio
dente. Pensemos en Marta y María, o bien en Tomás. El
Cristo con que nos encontramos entre ellos es aquel
que, cansado en sus miembros, se sienta al mediodía so¬
bre el brocal del pozo de Jacob, y que, triste en su alma,
llora ante el sepulcro de Lázaro.
Por muy vivos que sean los tres primeros evange¬
lios, nos parecen casi impersonales si los acercamos al
último. Pues Jesús no es tan sólo el Maestro que habla
a las turbas, sino el amigo entre sus amigos, los cuales
le amaron, por desgracia, confundiendo sus palabras,
pero tan ardientemente que más adelante renacería en
ellos su recuerdo, y en el resplandor de la resurrección
se acusarán confundidos de haber desconocido el sen¬
tido y el contenido de las mismas.
Evangelista de Cristo-Dios, Juan comprende —-y na¬
die puede, incluso hoy día, hacernos comprender mejor
que ese Dios se ha encarnado— que Él es demasiado
perfectamente divino para temer humanizarse dema¬
siado.

Plan y contenido del cuarto evangelio

Inútil sería buscar en el evangelio de san Juan un


plan lógico semejante al que esperamos hallar en cual¬
quier obra moderna. La narración y la expresión del
pensamiento conservan siempre una flexibilidad y una
libertad ricas en cambios imprevisibles, reflejando so¬
bre las primeras páginas como una cierta claridad la
lectura de las siguientes. Entre tanto, la narración y el
pensamiento van madurando a nuestros ojos. Ciertos
temas característicos se desarrollan orgánicamente y
crean así un plan espontáneo que sería difícil indicar
hasta qué punto lo ha previsto el autor, pero que se nos

Introducción 35
impone a nosotros si vamos hasta el origen mismo de
las grandes corrientes del pensamienlo de san Juan.
Ese plan, ese vivo despliegue de una plenitud inicial,
se halla visiblemente modelado en la vida de la Iglesia.
Pues este evangelio, al revés de los anteriores, no se
dirige a convencer a los incrédulos, ni siquiera a los
recién convertidos. No es, como los sinópticos, un tes¬
timonio del punto de contacto del Cristianismo con las
multitudes extrañas. Cuando él aparece, la levadura ha
comenzado ya a levantar la masa. Es para las comuni¬
dades que conocen ya la vida, de la que Cristo es centro
y origen, para quienes ha sido escrita esta vida, tal
como ella misma se manifestó a los hombres. Así se
mantiene una constante relación, discreta pero estrecha,
entre el desarrollo de la narración joánica y el de la
vida cristiana de la Iglesia primitiva.
El horizonte de esta narración se halla dominado
por esas nociones de Vida, de Luz, de Verdad y de Glo¬
ria, cuyos nombres vienen sin cesar a la pluma de Juan.
Además —y no hay que olvidarlo—, las realidades que
ellas ofrecen, así para Juan como para toda la primitiva
Iglesia, se vuelven concretas y accesibles a los cristia¬
nos en esos grandes encuentros de Dios y del hombre,
de Dios que viene hasta cada hombre, que son los sa¬
cramentos. Todo el evangelio resultará por lo tanto in¬
comprensible si se desconoce este designio de su autor:
mostrar a los cristianos en Jesús la fuente de «vida»,
con todo lo que ella encierra para ellos, y abrirles los
canales que ese mismo Jesús ha determinado para trans¬
mitir esa vida de su corazón al corazón de ellos.
Procuramos, siguiendo esa línea, recorrer el desig¬
nio general del cuarto evangelio; ordenadas así desde
el interior, podrán esas riquezas mostrársenos en toda
su amplitud.

38 El cuarto evangelio
El evangelio de san Juan comprende veintiún capí¬
tulos. Pero esa división en capítulos no es primitiva;
para este libro, como para toda la Biblia, procede del
arzobispo de Cantorbery, Esteban Langton (t 1227),
quien la introdujo en la Vulgata. Notemos cuanto antes
que la historia de la mujer adúltera que se halla en
nuestras ediciones del Nuevo Testamento, desde el ver¬
sículo 53 del capítulo 7 hasta el versículo 11 del capí hi¬
lo 8, no encaja dentro del contexto. Numerosos manus¬
critos la omiten o la colocan en otro lugar distinto del
Nuevo Testamento (Le 21, 38).
Es una narración aislada, resto del conjunto de pa¬
labras y acciones de Jesús que existían bajo múltiples
formas antes de nuestros actuales evangelios. Aunque
ninguno de los evangelistas la haya conservado, sin em¬
bargo la ha guardado la tradición de la Iglesia, y, para
que no desapareciera, la introdujo afortunadamente en
uno de los evangelios. Así llegó a ocupar el lugar que
ahora tiene, en medio de una narración que queda in¬
terrumpida. Por ese motivo prescindiremos en este es¬
tudio de ella.
Como todos los evangelios, el cuarto se divide en dos
grandes partes de extensión notablemente semejante.
La primera comprende la actividad de Jesús hasta el
tiempo en que se declara la persecución contra él. La
segunda es la historia de la Pasión. Entre ambas, exacta¬
mente en el centro (cap. 11), se halla colocada la des¬
cripción de la resurrección de Lázaro, que es la clave
del conjunto, tanto por su sentido como por el lugar que
ocupa.
Tomando la primera parte, los diez primeros capítu¬
los, podemos distinguir tres grandes divisiones.

Introducción 37
Ante todo se nos revela la verdadera naturaleza de
Cristo. Es el objeto de los dos primeros capítulos; y
debemos indicar todavía tres subdivisiones. La primera
(cap. 1 hasta el v. 18) es lo que se ha denominado Pró¬
logo. Bajo la forma de himno nos dice sin hacerse es¬
perar quién es Cristo: Dios que se ha hecho hombre
para buscar al hombre perdido y conducirlo hasta Él.
Ya desde este prólogo (incluso en su forma literaria,
como veremos), el tiempo y la eternidad se encuentran,
por así decirlo, incrustados el uno dentro del otro.
Después, la historia terrestre de Jesús comienza con
ciertos hechos elegidos para demostrarnos el carácter
sobrenatural afirmado por el prólogo, esclarecido segui¬
damente por esa misma historia terrestre.
Esa manifestación nos la proporcionan en primer lu¬
gar los testimonios dados a Jesús (final del cap. 1, a
partir del versículo 19). Primeramente el testimonio de
Juan Bautista que comprende dos fases: el anuncio del
mayor que él que vendrá detrás de él (vv. 19-28) y la
expresa declaración de que ése es Jesús (vv. 29-34). Des¬
pués se encuentra el de los primeros discípulos que se
acercan a Jesús sin que Él los haya llamado, impelidos
por el Bautista: Andrés, el anónimo (probablemente
Juan) y Pedro (v. 35-42). Y finalmente el de los primeros
discípulos que Jesús llama fuera de la influencia (al
menos inmediata) del Bautista: Felipe y, a través de
Felipe, Natanael (vv. 43-51).
El segundo capítulo contiene la segunda manifesta¬
ción de Jesús, de la que Él mismo es el autor: lo que
san Juan denomina sus «signos» (2, 11), con una pala¬
bra cargada de sentido, sobre la que tendremos que in¬
sistir. Esos signos son el milagro de Caná (vv. 1-11) y
la purificación del templo (vv. 12-23), estrechamente
unidos uno y otro. Precisan ellos el significado del título

38 El cuarto evangelio
de Mesías atribuido a Jesús por los testimonios. Su obra
mesiánica no será la que esperaban los judíos carnales:
consistirá en su muerte (el vino de Caná «signo» de la
sangre derramada) y su resurrección (el templo recons¬
truido). Además se anuncia obscuramente que los hom¬
bres participarán de esa obra o banquete eucarístico:
el banquete de Caná es el primer tipo ejemplar, el ban¬
quete de la multiplicación de los panes (cap. 6) será el
segundo, y sus simbolismos se completan mutuamente.
Revelado Jesús al lector por el Prólogo, manifestado
por los testimonios y los signos, comienza con el capí¬
tulo tercero una segunda división que llega hasta el
final del capítulo sexto.
Esta parte se halla dominada por la primera de las
nociones joánicas a las que hemos hecho alusión varias
veces: la Vida. Podríamos distinguir dos subdivisiones:
una centrada en el bautismo, fuente de Vida (caps. 3, 4,
5), y la otra en la eucaristía, pan de Vida (cap. 6). La
primera comprende la conversación con Nicodemo (3,
1-21), integrada por un nuevo testimonio sobre el Bau¬
tismo (v. 22 hasta el final), el coloquio con la Samari-
tana y el milagro de la curación en Cafarnaún (cap. 4),
la curación del paralítico de la piscina Betseda (cap. 5,
118) y el discurso de Cristo sobre sí mismo, que es
como la conclusión de este relato y de toda esta subdi¬
visión (v. 19 hasta el final). En la segunda, la multipli¬
cación de los panes (cap. 6, 1-25), segundo tipo de la
eucaristía, introduce el discurso eucarístico acerca del
pan de Vida (v. 26 hasta el final).
Los discursos del capítulo 7 resumen la enseñanza
acerca de la Vida por la invitación: «Si alguno tiene
sed, venga a mí y beba», e introducen el discurso sobre
la Luz.
Con el capítulo 8 comienza otra gran división del

Introducción 39
evangelio. Así como la segunda se hallaba dominada por
la «vida», la tercera lo está por la «luz», a la que se
junta, como resultado de su manifestación plena y to¬
tal, la «verdad». En su conflicto con los judíos, Jesús es
provocado a revelar este nuevo aspecto de su obra: la
Vida que Él trae es Luz, y puede muy bien afirmarse que
es gracias a su Luz como los hombres alcanzarán la
Vida. Si los judíos se alzan contra Él es porque son los
«hijos de las tinieblas». Todo el conjunto del capítulo 8
expone ese conflicto de la Luz y las tinieblas en una for¬
ma y con una insistencia muy propias del pensamiento
de san Juan.
El capítulo 9 desvela el fin de ese conflicto, mostran¬
do la victoria de la Luz sobre las tinieblas, significada en
la curación del ciego de nacimiento.
Finalmente el capítulo 10 expresa el carácter «lumi¬
noso» de Cristo y de su revelación por las dos seme¬
janzas de la puerta (vv. 1-10) y del buen pastor (vv. 11-
21), a las que el discurso de Cristo sobre la predestina¬
ción (olro tema particularmente desarrollado por Juan),
que acentúa la profundidad del conflicto entre la Luz
y las tinieblas, se añade como suprema conclusión (v. 22
hasta el final).
Con el capítulo 11, ya lo hemos dicho, llegamos al
centro del evangelio. Los caracteres de «vida» y de «luz»
de Cristo se presentan del todo reales —no como objeto
de simples promesas, sino como «verdad» en el sentido
más pleno en que Juan usa esta palabra—, por la re¬
surrección de Lázaro, presagio de la de Cristo, quien
desde ese momento sostendrá en su propia persona ese
combate contra el poder de la muerte y de las tinieblas,
de las que Lázaro ha salido victorioso por Él.
Con el capítulo 12 entramos en la segunda parte del
evangelio, consagrada a la Pasión. He aquí sus prelimi-

40 El cuarto evangelio
nares: unción en Betania (cap. 12, 1-11), coloquio en
Jerusalén (vv. 12-19), coloquio profético con los grie¬
gos (w. 20-36) y la conclusión de Juan volviendo al tema
de la predestinación (vv. 37-43), y por fin las palabras de
Jesús acerca de su unión con el Padre (v. 43 hasta el
final).
El capítulo 13 nos introduce en esa intimidad de Je¬
sús y los suyos que sólo Juan nos ha dado a conocer.
Comienza con el lavatorio de los pies (w. 1-17), con las
palabras que lo acompañan y que subrayan su significa¬
do a la vez bautismal y eucarístico. Y continúa con el
anuncio de la traición de Judas (vv. 18-30).
En el versículo 31 comienzan las palabras de despe¬
dida de Jesús a sus discípulos. Se pueden apreciar ante
todo una serie de consuelos reconfortantes (13, 31-
14, 31).
En el capítulo 15 la semejanza eucarística de la vid
señala el principio de una segunda sección sobre los
discípulos unidos a Cristo y por Cristo unidos entre
ellos en el amor.
A partir del versículo cuarto del capítulo 16 la pro¬
mesa y la descripción de la persona y obra del Espíritu
Santo (el Paráclito) llegan a esclarecer la firmeza de
la fe.
El capítulo 17 cierra los últimos coloquios con la
oración sacerdotal que el Hijo dirige al Padre por esa
unión que obrará el Paráclito, esa consumación de todo
en el amor.
En esta oración se descubre la última de las grandes
nociones joánicas: la «gloria» de Dios Padre que Él
concede a su Hijo para que envuelva a los suyos. No
siendo sino una sola cosa con la «vida» impartida y ma¬
nifestando la «verdad» divina, ella será la irradiación
definitiva de la «luz» que triunfa sobre las tinieblas por

Introducción 41
la Pasión y la Resurrección que Cristo acaba de anun¬
ciar abiertamente a los suyos (cap. 16, 5-13).
En este momento comienza la Pasión propiamente
dicha: el prendimiento (18, 1-11), Jesús conducido ante
Anás y Caifás (vv. 12-27), ante Pilato (18, 28-19, 15), en el
Calvario (19, 1642). La resurrección se refiere en el ca¬
pítulo 20. Los últimos versículos (30, 31) demuestran
que originariamente el evangelio concluía con ellos. El
capítulo 21 sella el testimonio del autor y abre las pers¬
pectivas futuras del cristianismo.

* * *

A pesar de su inevitable aridez, este ensayo del plan


del cuarto evangelio mostrará hasta qué punto el des¬
arrollo es orgánico y con qué arte, aunque bajo una
forma muy plástica, se despliegan armoniosamente y en
toda su plenitud las mayores verdades. Como fácilmente
se comprenderá, no hemos podido en el curso de esta
exposición, que convenía no fuera en exceso pesada, jus¬
tificar las afirmaciones exegéticas sobre las que se fun¬
da, algunas de ellas discutidas. Esa justificación se ha¬
llará en su lugar en el curso del comentario detallado
que nos va a hacer seguir línea tras línea el libro que
hemos recorrido de un vistazo.

42 El cuarto evangelio
Primera Parte

EL VERBO, VIDA Y LUZ


Capítulo Primero

EL PRÓLOGO

El prólogo con que se abre el evangelio de san Juan


es un himno, el más bello de los himnos cristianos. Mas
si hay alguna belleza que no sea más que el resplandor
de la verdad, es sin duda la suya. Tiene por su único
objeto una verdad.
Esta verdad une el tiempo con la eternidad, pues
nos presenta, en única visión, el estado eterno del Verbo
y el hecho temporal de su venida a nosotros a través de
lo que denominamos la «Encarnación». El plan del
prólogo, sutilmente rimado, más en sus ideas que en
sus palabras, concuerda con ese carácter de la verdad
que 1c informa.
Comprende cuatro estrofas: dos (1-5 y 9-13) se ha¬
llan en un plano que rebasa la historia, mientras las
otras dos, alternando con las primeras (68 y 14-18), son
históricas.

1.— 1. En el principio existía el Verbo,10


y el Verbo estaba en Dios,
y el Verbo era Dios.
2. Él estaba al principio en Dios,
3. todas las cosas fueron hechas por Él,
y sin Él no se hizo nada.11
10. Utilizamos la versión Nacar-Colunga. No obstante, siem¬
pre que el autor discrepa notablemente de ella traducimos lite¬
ralmente (N. del T.).
11. Suele añadirse generalmente: de cuanto fue hecho, pero
lo que así se traduce carece de sentido en griego y proviene sin
duda de una corrupción del texto (que se explicaría perfecta¬
mente en caso del original arameo).

El Verbo, Vida y Luz 45


4. En Él estaba la vida
y la Vida era la Luz de los hombres.

5. Y la Luz luce en las tinieblas,


pero las tinieblas no la recibieron.

2. — 6. Hubo un hombre enviado de Dios


(de nombre Juan).

7. Vino a dar testimonio,


para testificar acerca de la Luz,
para que Lodos creyesen por él.

8. No era él la Luz,
sino que vino a dar testimonio de la Luz.

3. — 9. La Luz que ilumina a todo hombre venía al mundo.

10. Estaba en el mundo,


y por Él fue hecho el mundo,
y el mundo no le conoció.

11. Vino a los suyos,


y los suyos no le recibieron.

12. Mas a cuantos le recibieron les dio poder de venir


a ser hijos de Dios,
a aquellos que han creído en su nombre.

13. El cual no ha nacido de la sangre,


ni de la voluntad carnal,
ni de la voluntad del varón,
sino de Dios.

4- —14. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros,


y hemos visto su Gloria,

4G El cuarto evangelio
gloria como la del Unigénito venido del Padre,
de un Hijo lleno de Gracia y de Verdad.

15. Juan da testimonio de Él proclamando:


Éste es de quien os dije:
El que viene detrás de mí me ha precedido porque
era primero que yo.

16. Pues de su plenitud recibimos todos,


gracia sobre gracia,

17. Porque la Ley fue dada por Moisés,


pero la Gracia y la Verdad por Jesucristo.

18. A Dios nadie le vio jamás,


el Dios Unigénito que está en el seno del Padre,
ése nos le ha dado a conocer.

I. El Verbo

Ai principio era el Verbo

Es impresionante el paralelismo de estas primeras


palabras con las primeras del Génesis, Semejante para¬
lelismo esclarece el sentido del prólogo joánico.
Ambos textos nos presentan a Dios en el primer ins¬
tante de la creación. Pero mientras uno nos habla de
lo que fue hecho por Él, el otro nos habla de lo que
estaba ya en Él, no siendo sino uno con Él.
Éste es el verdadero principio, el principio de todo
aquello que tiene principio. Por lo tanto, si el Verbo
existía desde entonces, es que Él no ha comenzado
nunca, es eterno como Dios.
Otra enseñanza sacamos de esta comparación. El pri-

E1 Verbo, Vida y Luz 47


mer capítulo del Génesis nos dice que Dios creó todas
las cosas por medio de su Palabra.
El primer capítulo de san Juan nos dice hablando
del Verbo:
«Todas las cosas fueron hechas por Él.»
Cuando el autor del cuarto evangelio ha buscado sin
duda ese paralelo, nos impulsa a encontrar el origen
primero de esa noción de Verbo en el Antiguo Testa¬
mento.
No es solamente en las primeras líneas del Génesis
donde la Palabra es de este modo puesta en evidencia.
Toda la Biblia se halla llena de alusiones a esa palabra
divina, especialmente los Salmos y los Profetas. Así,
leemos en el capítulo 55 de Isaías (v. 10):

Como baja la lluvia y la nieve de lo alto del


cielo y no vuelve allá
sin haber empapado y fecundado la tierra y
haber hecho germinar las plantas,
sin haber dado la semilla al sembrador
y el pan al que come,
así sucede con la Palabra que sale de mi boca:
No vuelve a mí vacía,
sin haber ejecutado mi voluntad
y cumplido mis designios.

Los Salmos contienen varios ejemplos de esa ten¬


dencia a convertir la Palabra en un ser personal;

El Señor mandó su Palabra y los sanó.

(Sal. 107, 20).

48 El cuarto evangelio
Él hace caer su hielo como mendrugos.
¿Quién puede resistir su frío?
Él envía su Palabra, y Él los liquida.

{Sal 147, 17).

En los tiempos rabínicos es el tema de la Ley de


Dios más bien que el de la Palabra el que tiende hacia
una personificación todavía más decidida.
Pero la misma Ley es como la esencia de la Palabra,
y dentro de la literatura bíblica, en el momento en que
emprende el vuelo el judaismo de la Sinagoga, aparece
el magnífico salmo 119 que identifica los dos términos.
Muy pronto concibieron los hebreos el sentimiento
de que la unidad y la simplicidad de Dios no excluían
cierta diversidad. Más o menos confusamente presen¬
tían que hubiera en Él como un rostro vuelto particu¬
larmente hacia el mundo, y hallamos vestigios de esto
en otras muchas nociones misteriosas del Antiguo Tes¬
tamento, siempre unidas a la Palabra. Será el «Nom¬
bre» del Señor, será su «Ángel» que acompaña a los
israelitas en su peregrinar y que unas veces parece con¬
fundirse con Dios y otras distinguirse de Él; será la
«Gloria» de Dios que se extiende a veces sobre las co¬
sas, será su «Morada» en el templo.
Todas estas nociones ofrecen la misma impresión.
Nos abstenemos de identificarlas sin más y puramente
con la noción general de la divinidad, pues ellas consti¬
tuyen aquello precisamente que la une a los hombres,
aquello por lo que éstos pueden conocerla y adorarla;
pero no evitamos menos una decisiva separación que
haría idolátrica esa adoración y engañoso tal conoci¬
miento.
En su último período, puede ser en parte a causa de

El Verbo, Vida y Luz 49


las influencias extranjeras, pero sobre todo en virtud
de un desarrollo intrínseco de la reflexión religiosa, fue
inducido el judaismo a dar a esas nociones gran im¬
portancia.
Hay que advertir con todo que surge por entonces
una tendencia que las separa más todavía de la divini¬
dad, las convierte casi en intermediarias, a fin de luchar
contra el antropomorfismo, manteniendo la certeza de
la intervención divina en los acontecimientos del mundo.
Que el Verbo del que habla Juan sea esa Palabra
del Antiguo Testamento, aun cuando emplee ciertas pre¬
cisiones e incluso ciertas rectificaciones, lo subraya el
hecho de que junta indistintamente (v. 14) la Gloria y
la Morada en el templo: la Schekinah que se manifiesta
y se oculta en la nube resplandeciente (cf. 1 Re 8, 10-11).
Pero hay otra noción del Antiguo Testamento que ha
de examinarse si se desea penetrar el sentido con que
san Juan usa la palabra Logos que traducimos por
«Verbo».
Esa noción es la «Sabiduría», en hebreo hokma, pa¬
labra a la que la griega logos corresponde tan bien como
a (lavar„ «Palabra», ya que significa exactamente el pen¬
samiento ordenado en su expresión.
La «Sabiduría» aparece aún más personal que la
«Palabra». El pasaje más característico de todos es el
capítulo octavo de los Proverbios, uno de los libros que
mejor representan las tendencias especulativas del ju¬
daismo posterior al destierro:

El Señor me formó la primera entre sus obras,


antes que sus obras, ya de antiguo,
antes que los siglos fui fundada,
desde los orígenes, antes que existiera la tierra.
Fui engendrada antes de existir los abismos.

50 El cuarto evangelio
antes que las fuentes de abundantes aguas.
Antes que los montes fuesen cimentados,
antes que existieran los collados fui engendrada.
No había aún hecho ni la tierra, ni ios campos,
ni los primeros granos del polvo de la tierra.
Cuando fundó los cielos estaba yo presente,
cuando puso un cerco a la superficie del abismo,
cuando colocó en lo alto las nubes,
y brotaban con fuerza las fuentes del abismo,
cuando puso sus límites al mar,
para que las aguas no traspasaran sus límites,
cuando echó los cimientos de la tierra,
estaba junto a Él como un niño,12
y constituía yo siempre sus delicias,
recreándome sin cesar en su presencia,
retozando sobre el orbe de la tierra,
encontrando mis delicias entre los hijos ele los
hombres.13

Tiene interés citar un texto semejante que se halla


en un libro deuterocanónieo, el Eclesiástico (o bien Sa¬
biduría de Jesús, hijo de Sirac).

Yo salí de la boca del Altísimo,


como niebla yo encubro la tierra,
coloco mi tienda en las cimas más altas,
y mi trono sobre columna de nube.
Yo sola recorrí la bóveda del cielo,
y me he paseado por lo más hondo del abismo,
por los oleajes del mar y por toda la tierra,
en todo pueblo y nación ejerzo el dominio.
He buscado entre todos un lugar de reposo,

12. O bien: Estaba junto a Él en su obra.


13. (Este último versículo es dudoso.) Prov 8, 22 ss.

El Verbo, Vida y Luz 51


la propiedad donde he de morar-
Entonces me dio órdenes el criador de todo,
el que me creó hizo fijar mi tienda.
Y me dijo: Mora en Jacob,
y establece en Israel tu heredad.
Desde el principio y antes de los siglos fui creada,
y no dejaré de ser hasta la eternidad.
Administré ante Él en el tabernáculo,
y así puse en Sión mi morada.14

Fijemos la atención sobre todo en las primeras pa¬


labras: «Yo salí de la boca del Altísimo», que son un
avance hacia la noción de Verbo, asociando Palabra
y Sabiduría.15 Peor a través de todo este texto no es
quizá menos significativa la identificación de Sabiduría
con Morada. Continuamente aparecen las alusiones a
la tienda donde ella ha fijado la morada, a la columna
de luz donde ella se oculta.
En otro libro deuterocanónico, la Sabiduría de Sa¬

lí. 24, 3 ss.


15. Adviértase que la lengua griega, en la que Logos es a la
vez la Palabra y la Razón, sugería la aproximación mejor que el
hebreo. Por el contrario, no hay que poner demasiada atención
en el uso de la palabra "creada" que va aquí unida a la Sabidu¬
ría, diversamente del texto de los Proverbios, que usa la palabra
más vaga de “formada" (“me formó”). No nos queda sino una
traducción de este pasaje del Eclesiástico (en la versión de los
Setenta). Ahora bien, el traductor, que en este caso ha empleado
el verbo griego éktisén con el significado de “crear", lo ha utili¬
zado también para traducir el texto de los Proverbios 8, aunque
el texto hebreo que conservamos emplea en este último caso el
término general de “formar”.
Lo único que puede afirmarse es que en estos dos textos es
difícil saber si la Sabiduría es una criatura o si se encuentra en
Dios por encima de toda criatura. En todo caso supone y lleva
a cabo una íntima relación entre Dios y su obra.

52 El cuarto evangelio
lomón, hallamos de nuevo la Sabiduría. La noción se
precisa más y vemos que se le atribuye los epítetos más
característicos con los que el autor de la epístola a los
Hebreos calificará a Cristo.

Ella es el hálito del poder de Dios, una emana¬


ción pura de la Gloria del Omnipotente,
por lo que nada impuro puede haber en ella.
Es el esplendor de la luz eterna,
el espejo sin mancha del actuar de Dios,
imagen de su bondad.16

Más interesante es todavía que, al menos en un pa¬


saje, hallamos Palabra (Logos) y Sabiduría expresamen¬
te unidas e indudablemente identificadas, precisamente
en la obra de la creación:

Dios de nuestros padres y Señor de la misericordia.


Tú has hecho todas las cosas con tu Palabra,
y en tu Sabiduría formaste al hombre (9, 1).

La semejanza entre la frase subrayada y el cuarto


evangelio apenas nos permite buscar en otra parte el
origen de las expresiones que usa.
Con la Sabiduría de Salomón, si bien dentro del
marco de la Biblia, nos hallamos dentro de una nueva
atmósfera. Este libro se escribió en el ambiente alejan¬
drino, o sea dentro de un judaismo muy helenizado. Su
texto original es por otra parte griego, de un griego
clásico.
Esto nos lleva a considerar el prólogo de san Juan
en otro aspecto.

16. Sab 7, 25-26; cf. Heb 1, 3.

El Verbo, Vida y Luz 53


Eu la misma Alejandría un filósofo judío, célebre
por su erudición y por la fecundidad de su espíritu, aun¬
que más ingenioso que profundo, intentó llevar a cabo,
poco antes de comenzar la era cristiana, una fusión del
helenismo y judaismo. Se trata de Filón.
Así, pues, según parece, ha sido él uno de los prime¬
ros que, si no ha empleado, al menos ha utilizado mu¬
cho el término logos. De aquí que una aplicación un
poco precipitada del método comparativo ha hecho ver
en el Logos de san Juan el logos de Filón tomado sim¬
plemente para el Evangelio.
En realidad, la aproximación es más o menos pura¬
mente verbal. Filón, puliendo la idea tan vaga de los in¬
termediarios entre el hombre y la divinidad, que pre¬
ocupaba a los judíos, ha visto en el Logos un ser que
no es ni divino ni creado, sino intermedio. El Logos de
Filón no es Dios, pero Filón querría que tampoco fuera
una criatura, yendo en pos de la unión.
Esta torpe concepción tiene su origen en una bastar¬
da noción de la omnipotencia de Dios. Dios no puede,
para Filón, rebajarse hasta los hombres. En cambio,
para los cristianos, y especialmente para san Juan, ma¬
nifiesta Dios igualmente su grandeza y su poder cuando
se inclina hacia sus criaturas, infinitamente distantes de
Él, y cuando por amor accede a llegarse hasta ellas. El
Dios de los cristianos está mucho más próximo a los
suyos de lo que puede imaginar Filón, mientras que a
la vez es infinitamente mayor de lo que se imaginó el
pensador judío. No hay posible medida común entre Él
y lo que no sea Él. Todo otro ser cualquiera, que es
criatura suya, está por naturaleza infinitamente por
debajo de Él. La idea de un Logos que sin ser Dios lle¬
naría el abismo entre Dios y el mundo, resulta contra¬
dictoria y sacrilega para un cristiano. Tan sólo Dios,

51 El cuarto evangelio
por un acto de amor insondable, puede salvar el abis¬
mo, infranqueable para otro cualquiera.
Es precisamente por eso por lo que el Logas de san
Juan, el Verbo de quien os dice que «Él es Dios», se ha
encarnado, se ha hecho hombre. Pero el Logos de Filón
no hubiera podido encarnarse, lo cual no tendría sen¬
tido y sería imposible, pues es contrario a su natura¬
leza, que es guardar un intermedio (por otra parte fue¬
ra de razón) entre Dios y nosotros.
Podemos decir que la analogía entre el Logos de Fi¬
lón y el de san Juan es equívoca. No se da sino en la
medida en que ambos se refieren a la Palabra del Anti¬
guo Testamento, identificada ya con la Sabiduría por
los escritos sapienciales. Mas Filón, para elaborar su
propio Logos, añade a esos datos bíblicos dos datos fi¬
losóficos tan poco de acuerdo entre ellos como con la
Palabra bíblica.
Logos, repitámoslo una vez más, designaba en la len¬
gua profana simultáneamente el pensamiento racional
y su expresión ordenada. De ahí su sentido religioso que
se agrega al orden cósmico. Los estoicos, cuya filosofía
predominaba en el siglo I, veían en el Logos una fuerza,
un fuego casi material, infiltrándose a través del mun¬
do y haciendo circular el calor y la luz de la vida. Filón
intentó identificar este Logos hecho de una materia pu¬
rificada, con un «mundo inteligible» absolutamente in¬
material: el mundo de las ideas platónicas, o sea de los
simples ejemplares racionales de los que las cosas de
nuestro mundo no serían sino pálida imagen.
A pesar de las analogías parciales, estas diferentes
nociones del Logos logradas por el neoplatonismo son
radicalmente distintas de las que san Juan expone en
su prólogo, para que pueda sostenerse la tesis de cierta
filiación real.

El Verbo, Vida y Luz 55


Lo cierto es que esa palabra haría cristalizar, en
los escritos herméticos, las más altas intuiciones reli¬
giosas del pensamiento griego, por otra parte incohe¬
rentes. Al emplearla ha querido sin duda san Juan se¬
ñalar que aquel que predicaba a los paganos era «El
que ellos adoraban sin conocerle».
Sería un contrasentido sostener que Juan es un tri¬
butario del pensamiento griego; señala, por el contra¬
rio, el brote definitivo de lo que se hallaba en ger¬
men en la revelación de la antigua alianza, cuyos pasos
volvemos a seguir. Y los otros escritores del Nuevo
Testamento le habían abierto camino presentando el
evangelio, la «buena nueva» de Jesús, como la Palabra
divina por excelencia (cf. por ejemplo Le 1, 2 y Act
18, 5).
Pero hay que abarcar el problema en toda su am¬
plitud. Parece que la Providencia, que destinaba la re¬
velación total y definitiva a todo el universo y no sólo
a un pueblo, ha querido que se llevara a cabo en el en¬
cuentro del pueblo elegido y de los «paganos», de suer¬
te que éstos puedan hallar una respuesta, claramente
aceptable a sus más profundas aspiraciones, en aquello
que era para los judíos el coronamiento de las prome¬
sas y revelaciones divinas de las que ellos habían sido
testigos y depositarios, no tan sólo para sí mismos, sino
para el mundo entero.17

17. ¿Es utilizado el término Lagos, dentro del Nuevo Testa¬


mento y en otra parte que no sea el cuarto evangelio, en el sen¬
tido que acabamos de explicarlo? Parece cierto que un texto del
Apocalipsis (19, 13) nos obliga a una respuesta afirmativa: re¬
sulta tanto más interesante ver el contexto enteramente judío en
que se encuentra. Lo mismo debe decirse del magnífico texto de
la epístola de Santiago (1, 18), si es exacta la interpretación que
le daba la antigüedad cristiana.

56 El cuarto evangelio
Vamos ahora al detalle de la primera estrofa.
Leemos en primer lugar que el Verbo estaba en Dios.K
En conjunto equivale a decir que el Verbo constituye
una persona distinta, y que dicha persona se halla en
estrecha proximidad con aquella que los teólogos de la
antigua Iglesia llamaban «raíz de la divinidad», la per¬
sona del Padre. Puede compararse esta afirmación con
las palabras de la epístola a los Hebreos, cuando aplica
a Cristo el primer versículo del salmo 110:

El Señor ha dicho a mi Señor.


Siéntate a mi diestra.19

Pero hay algo más que una proximidad: El Verbo


era Dios. Esta precisión coloca por encima de toda
hipérbole la unidad del Verbo y de Dios. Así como su
persona se distingue de Dios Padre, así comparte su
divinidad, o más bien, porque aquí no podría darse la
partición, ella es esa única divinidad.
Como dirá el símbolo de Nicea, el Verbo es Dios de
Dios.30

18. Literalmente, hacia Dios.


19. Heb 1, 13.
20. Algunos críticos han querido últimamente hacer decir a
este versículo lo contrario de su significado. Mientras que en el
versículo anterior se halla el artículo en griego delante de la pala¬
bra que significa Dios, no se encuentra aquí. Se ha querido dedu¬
cir de ahí que el Logas sería, según san Juan, "un ser divino”
sin más, es decir, no Dios, sino tan sólo una especie de ángel su¬
perior. Aparte de que semejante interpretación prescinde en ab¬
soluto del contexto, no valdría la pena tenerla en cuenta de no
haber sido vulgarizada por algunas traducciones de la Biblia,
pues no se apoya sino sobre un contrasentido gramatical.
Efectivamente, en griego se omite el artículo delante del atri¬
buto, y sobre todo aquí no puede estar; de otro modo no sola¬
mente tendríamos un solecismo, sino una frase falta de todo

El Verbo, Vida y Luz 57


La absoluta preexistencia del Verbo es pues reafir¬
mada para introducir su papel universal en la creación,
papel en que esa preexistencia es condición necesaria:

Él estaba al principia en Dios,


tocias las cosas fueron hechas por Él,
y sin Él no se hizo nada.
¡•pr~r’v
Se ve cómo prosigue el paralelismo con el Génesis:
«Dijo Dios que haya luz... y hubo luz, etc...»
Pero la idea de la Palabra creadora parece haber
adquirido nueva dimensión. Esta palabra «divina» en
el sentido más estricto, se nos ha revelado mediadora
en Dios entre Dios y el mundo desde el momento en
que Dios la constituye como tal. El hecho de haber lle¬
gado nosotros a la existencia por el Verbo es en Dios
como el punto de partida de nuestra salvación por el
Verbo.21

II. La Vida

Demostrado que el Verbo es creador del mundo, el


evangelista vuelve a lo que es en sí mismo. En El estaba

significado, siendo así imposible la distinción entre sujeto y atri¬


buto, ya que solamente la señala el artículo, según esté o no
presente. Nada por lo tanto nos induce, por la ausencia de este
artículo, a reducir san Juan a Filón, so pretexto de afirmar
éste que el Logos es théos pero no O théos {Da Somniis I, 229-
230).
21. San Pablo hace la misma aproximación:
“...Jesucristo, por quien son todas las cosas y nosotros por
Él” (1 Cor 8, 6), y:
“...En Él fueron creadas todas las cosas” (Col 1, 16).
C/. asimismo la epístola a los Hebreos:
"...Jesucristo, por quien hizo el mundo” (1, 2).

53 El cuarto evangelio
la Vida. He aquí que entra en juego la primera de esas
imágenes-ideas joánicas que nos han de ayudar a man¬
tener el esplendor del Verbo, refractándolo, por decir¬
lo así, a través de diferentes prismas.
Esa Vida manará a borbotones a través de todo el
evangelio. Del capítulo tercero al séptimo será ella como
el centro de todas las ideas, el punto de convergencia
de todas las palabras y acciones. Esta palabra no se
encuentra menos de cincuenta y dos veces en todo el
libro.-3
Esta «vida» no es la vaga noción incolora que nos ha
transmitido el romanticismo, hecha tan común que
viene por sí misma al pensamiento al leerla en el evan¬
gelio. La Vida que san Juan nos da a conocer es todo
lo contrario de esa efervescencia en que se extingue
el ser.
La Vida joánica es un atributo de Dios, el más radi¬
cal, es la vida eterna, y es en ella donde vemos cómo
la eternidad no es una senectud en la que se sustrae la
vida, sino una juventud siempre fresca.
Ya en el Antiguo Testamento se apareció Dios como
el Vivo por excelencia, opuesto a los ídolos muertos.
Del mismo modo se vio en Él al que es vivo y da la
vida. Por eso, practicar la justicia exigida por Él es
entrar en el camino de la vida (cf. Sal 34, 13-15). En las
últimas perspectivas del judaismo se había abierto la
visión escatológica de un mundo regenerado en la jus¬
ticia, en el que los justos se renovarían con una vida
del todo divina (/¿ 26, 19; Dan 12, 13).
En este contexto el Apocalipsis concede gran impor¬
tancia al árbol de la vida cuyo fruto saciará a los fieles,

22. Si se tiene en cuenta el empico del sustantivo y el del


verbo.

El Verbo, Vida y Luz


al agua de la vida que les apagará la sed, al libro de la
vida en el que serán registrados sus nombres, a la co¬
rona de vida que será su recompensa (Ap 2, 7 y 22, 2;
7, 17; 21, 6 y 22, 17; 3, 5 y 13, 8; 2, 10).
Se ha advertido no sin razón que san Juan da en su
evangelio casi el mismo Jugar que los sinópticos al Rei¬
no. Pero éstos fijaban ya una equivalencia práctica en¬
tre heredar el Reino (Mt 25 34) y heredar la vida (Mt 19,
29), entrar en el Reino (Mt 5, 20) y entrar en la vida
(Mí 18, 8-9).
En san Pablo prevalece la idea de la vida nueva, que
tiene su origen en la resurrección de Cristo (Rom 6, 4,
10-11), quien finalmente es Él mismo nuestra vida (Gál
2, 19-20; Col 3, 1-4).'-3
Casi cada vez que en san Juan ocurre el nombre de
la vida va unido a los borbotones de la fuente.
La adhesión viene por el nuevo y celestial nacimien¬
to del que hablaba el Señor a Nicodemo: único naci¬
miento del que puede decirse que no es sino nacimiento,
al contrario de nuestra natividad terrenal, la cual inau¬
gura al mismo tiempo que el progreso de la vida su
camino hacia la muerte, término inevitable de tal vida.
Junto al pozo de Jacob, revelará el Señor el manan¬
tial de la vida que llega desde lo más profundo de Dios
hasta lo más íntimo de nuestro ser, que hace florecer
en nosotros, caducos desde el primer instante, la pri¬
mavera de Dios, siempre nueva por carecer de princi¬
pio. En esta página aparece la soberanía de la libertad
de la Vida; crece siempre sin volver a perder ni amino¬
rar su propio ímpetu.
Mas he aquí un segundo aspecto de la Vida, inspi-

23. Puede verse en la obra de dom J. Dupont Essais sur la


Christologie de saint Jean un buen estudio acerca de las fuentes
bíblicas de la Vida, tal como nos la presenta san Juan (1951).

60 El cuarto evangelio
rado asimismo por la imagen de la fuente; confrontado
con el primero parece paradoja a los ojos de la sabidu¬
ría humana. Esa Vida que se posee siempre en una ple¬
nitud jamás aminorada, jamás empañada, se da además
siempre, y siempre totalmente.
Y no es tan sólo el frescor constante lo que la Vida
obtiene de la fuente, es también la difusión, la expan¬
sión que carece de fin. Lo mismo que para la fuente,
toda su esencia consiste en dar, en darse. Es dándose
como ella subsiste; su don es su mismo ser.
«Si conocieras el don de Dios», dirá el Señor a la
Samaritana. Si la Vida es el don de Dios es en el sen¬
tido de que Dios da, pero también de que Dios es dado,
porque Él se da.
Ningún libro del Nuevo Testamento deja como el
evangelio de san Juan esa impresión sorprendente do
que el bien divino nada tiene tan característico de su
naturaleza como difundirse. La Vida divina que se ma¬
nifiesta a los hombres y pasa como un río que no sola¬
mente brota, sino que rebosa hacia cada ser en que
aflora en una nueva fuente. ¿No dice acaso el Señor a
quienes recibirán la Vida, que de sus senos brotarán
fuentes vivas?
Juan ha escrito además la palabra definitiva: «Dios
es amor.» Dios es el amor que subsiste y es en ese amor
donde se realiza la Vida, en ese amor cuyo ímpetu no
conoce límites y sin embargo se sacia a sí mismo, pues,
al revés de nuestros humanos amores, no es producto
de una indigencia, sino de una superabundancia.
«Sabemos que hemos sido trasladados de la muerte
a la Vida», dice san Juan en su primera epístola,24 «por¬
que amamos a los hermanos»; el que no ama permanece

24. 1 Jn 3, 14 y 16.

El Verbo, Vida y LÍx 61


en ]a muerte... Hemos conocido el amor en que Él dio
su vida por nosotros, y nosotros debemos dar nuestra
vida por los hermanos».
Ya hemos dicho cómo los griegos desconfiaban ante
toda idea del infinito: para san Juan el infinito del Dios
bíblico se revela infinito en el amor.
Por eso la vida divina puede reunir esos dos aspec¬
tos que parece imposible juntar: la virginidad, la inte¬
gridad única de una posesión inamisible, y el don que
nada retiene, que nada reserva. Solamente en nosotros
se oponen, porque en nosotros son imperfectas, pero
en Dios se encuentran. Es lo que subrayan las palabras
que siguen.

III. La Luz

La Vida era la Luz de los hombres

La Luz es otra gran noción joánica por la que la


esencia del Verbo se deja aprehender en el claroscuro
de la fe. Ocupa en el cuarto evangelio un lugar casi tan
importante como la Vida. La palabra se repite veinti¬
nueve veces, y puede distinguirse una parte entera que
va desde el capítulo octavo al décimo en que domina a
todas luces, lo mismo que la división precedente no era
sino el desarollo del tema de la Vida.
La identificación de la Luz con la Vida es lo que nos
permite descartar con la mayor certeza la concepción
de la Vida que nos ha legado el romanticismo y que
nuestro espíritu tiende constantemente a sobreponer a
la del evangelio.
Esa «vida» romántica, según los mismos que la pro¬
claman, se compone de todo cuanto de oscuro hay en

62 El cuarto evangelio
el hombre. Es la ola irresistible que se remonta en
ciertos momentos, levanta las tendencias más instinti¬
vas de la sensibilidad, exasperada tras un objeto fugi¬
tivo que se oculta siempre cuando se creía alcanzarlo.
Es ése el punto preciso en que se comprueba ser
un error la confusión de las dos vidas, el error por
excelencia de la idolatría. La Vida divina no es una fuer¬
za ciega que se levanta en un esfuerzo titánico en pos
de una inaccesible satisfacción; es un rayo de luz que
nadie ha encendido jamás y al que nada podrá obscu¬
recer.
La aplicación a Dios de la imagen de la luz no era
del todo nueva. La contenía ya el Antiguo Testamento
y adquirió nuevo interés durante el destierro, mediante
el contacto de los israelitas con Pcrsia. Esta noción del
carácter luminoso de la divinidad era uno de los ele¬
mentos de la religión mazdeísta, tan elevado a veces
que bordeaba el judaismo. Una de las más antiguas re¬
presentaciones de Dios a través de la luz es la visión
que abre el libro de Ezequiel:
Miré y he aquí que venía del septentrión un
viento impetuoso, una densa nube y un haz de fue¬
go que despedía por todas partes una luz deslum¬
brante... etc.25

La visión del «Anciano de días» del libro de Daniel26


está descrita con el mismo paralelismo. La tercera par¬
te del libro de Isaías (56 al final) emplea asimismo con
preferencia esta analogía. He aquí el pasaje que reasu¬
mirá el Apocalipsis cristiano:27
25. Ez 1, 4. Sobre los antecedentes bíblicos de la luz joánica,
véase la obra citada de dom J. Dupont.
26. Dan 7,9-12.
27. Is 60, 19; Ap 21, 23.

El Verbo, Vida y Luz 63


Ya no será el sol tu lumbrera durante el día ni
te alumbrará el resplandor de la luna, sino que el
Señor será tu eterna luz-

En el Nuevo Testamento ningún autor se detiene


como san Juan en este simbolismo. San Pablo habla de
la vida, si no tanto como san Juan, al menos con una
insistencia casi tan rotunda como él. Pero no emplea
el simbolismo luminoso más que de paso, en textos por
otra parte muy próximos a san Juan. Así escribe a los
efesios: «Andad como hijos de la luz» (5, 8; cf. 1 Jn 1,
7) (en su primera epístola, que es a la vez una declara¬
ción y un resumen de la enseñanza de estas dos nocio¬
nes de las que está lleno el evangelio). (Juan explica
cómo ha de entenderse esta Luz y cómo la Vida y la Luz
no son sino una sola cosa.) Nos dice: «la nueva que
del Señor hemos recibido es que Dios es Luz y que no
hay tinieblas en Él. Si dijéramos que vivimos en comu¬
nión con Él y que andamos en tinieblas, mentiríamos.»23
Un poco más adelante29 explica cómo se ha de enten¬
der eso: «El que dice estar en la Luz y aborrece a su
hermano, está aún en las tinieblas. El que ama a su her¬
mano está en la Luz y no hay en él ocasión de caer.
Mas el que aborrece a su hermano está en tinieblas, y
anda en tinieblas sin saber a dónde va, pues las tinie¬
blas han cegado sus ojos.» Mantengamos, pues, la uni¬
dad de la Vida y la Luz. Hemos visto que para san
Juan la esencia de la Vida es el amor, el amor que se
entrega. Es amando, nos dice ahora, como nos situamos
en la Luz. En efecto, este amor del que apenas deja de
Hablar es puro don y don absoluto. El amor confuso, el

28. 1 Jn 1, 5-6.
29. 1 Jn 2, 9-11.

64 El cuarto evangelio
falso amor que radica en la vida falaz, que hemos dis¬
tinguido de aquel del que habla el cuarto evangelio, es
el amor que procura guardar y acaparar. En cambio el
que entrega, que se entrega sin reservas, se dilata en
una claridad sin sombra. Porque el Padre ama de este
modo al Hijo, al Verbo, hasta el punto de darse a Él y
de reconocerse en Él enteramente, por eso es su imagen
perfecta, Imagen en la que nada hay obscuro, Imagen
que es ella misma la Luz plena.

* * *

Esta Luz divina, hemos leído, es la Luz de los hom¬


bres.
El salmista lo profetizó con estas palabras que de
antemano resumían cuanto hemos querido decir:

«En ti está la fuente de la vida,


en tu luz veremos la luz.»
(Sal 36, 10)

Se ha subrayado muchas veces la importancia que


adquiere en la pluma de san Juan esta idea de ver la
Luz. Son legión las palabras que en el evangelio y en
la epístola expresan la visión o más generalmente el
conocimiento. «La voluntad de mi Padre», dirá el Señor,
«es que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga la
Vida eterna.» 30
Y también: «El que me ha visto a mí ha visto a mi
Padre».31
En la oración sacerdotal dirá: «Padre, quiero que

30. Jn 6, 40.
31. Jn 14, 9.

El Verbo, Vida y Luz 65


5
donde esté yo estén también conmigo los que tú me
has dado, para que vean mi Gloria.»33
Y en su epístola dice san Juan: «Sabemos que cuan¬
do aparezca seremos semejantes a Él, porque le vere¬
mos tal cual es.»33
Existe la idea de que lo esencial del cristianismo es
una contemplación de Dios en su Verbo encarnado, con¬
templación por la que somos transformados según su
imagen. Es, evidentemente, en estos textos donde se
fundan los críticos que querían reducir la religión joá-
nica a una gnosis más o menos helenizada, a una mís¬
tica de la luz parecida a aquella de la que la iniciación
de los misterios de Isis ha podido proporcionar la idea
a los entusiastas del hermetismo.
Entre tanto, después de lo que hemos visto de los
antecedentes bíblicos y judíos de la teología joánica
sobre la luz, parece difícil impugnar que la mística del
cuarto evangelio radica asimismo en ellos. La Scheki-
nah, la Morada misteriosa de Dios bajo la nube, que
brillaba a la luz de su Gloria, es en Israel el estímulo
a una mística que nada debe al helenismo. El relato de
la Transfiguración en los sinópticos (o su comentario
en la segunda epístola de san Pedro 1, 16-19) nos indica
cómo esa mística debía aflorar espontáneamente en
torno a Cristo.
San Pablo, en la segunda epístola a los Corintios, a
partir de la experiencia de Moisés introducido en la
nube, de donde sale con el rostro iluminado, hace ex¬
plícitamente la transposición: «Todos nosotros, a cara
descubierta, reflejándose como en un espejo la Gloria

32. Jn 17, 24.


33. 1 Jn 3, 2.

66 El cuarto evangelio
del Señor, somos transformados en su propia ima¬
gen.» 34
De ese modo podemos seguir el proceso de salvación
tal como san Juan, en esta línea, lo ha comprendido. En
Dios, la Vida cuya esencia es el amor, siendo la Luz la
irradiación de ese amor; en nosotros, la visión de esa
Luz llegada hasta nosotros por la encarnación del Ver¬
bo y que reproduce en nosotros el amor que le había
hecho nacer: «A Dios nunca le vio nadie», dice san
Juan,35 pero «nosotros damos testimonio de que el Padre
envió a su Hijo por Salvador del mundo... y hemos co¬
nocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído...», y
finalmente: «Todo el que ama es nacido de Dios y el
que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor.»

* *

La Luz luce en las tinieblas,


pero las tinieblas no la recibieron.™

Éstas son las primeras palabras que nos hablan de


algo que no sea la perfección divina. En ellas se anun¬
cia el pecado de la criatura bajo la forma precisa en
que san Juan nos lo mostrará siempre: lucha de las tinie¬
blas rebeldes con la Luz que viene a iluminarlas, lucha
en que las tinieblas declaran que la criatura se queda
tan sólo en su nada cuando se enfrenta al Verbo di¬
vino.
El contraste resalta ante la infinita riqueza de Dios,
que no fija límite a su donación, y la nada de la cria-
34. 2 Cor 3, 18.
35. 1 Jn 4, 12, 14, 16, 7 y 8.
36. Orígenes ha interpretado aquí el griego katélaben no en
sentido de "recibir”, sino e.n el de “apoderarse" o de "ahogar”.
Este sentido se impone sin duda en 12, 35.

El Verbo, Vida y Luz G7


tura que pretende poseerse a sí misma. La Vida divina
es la Luz, pero lo que los hombres llaman vida y a lo
que tan violentamente se adhieren son las tinieblas.
Advertimos no solamente la diferencia esencial, sino
el antagonismo irreconciliable de estas dos vidas: la
que es codicia y la que es amor. Todo el evangelio des¬
cribirá su conflicto.

Hubo un hombre enviado de Dios


de nombre Juan.

El aoristo griego, que traducimos por el pasado sim¬


ple, nos advierte, al punto, que con esta estrofa hemos
descendido de lo supra-temporal a lo histórico. Junto
al Padre hemos contemplado al Verbo. Ahora, en la tie¬
rra, hallamos un hombre, pero un hombre enviado de
Dios.
Este hombre es el Bautista, Juan, el Precursor. El
evangelio de san Lucas nos cuenta las circunstancias
sobrenaturales de su nacimiento, y el modo como el
autor del cuarto evangelio lo introduce en su prologo
demuestra el papel relevante que le atribuye, hallán¬
dose en esto de acuerdo con la más antigua tradición
cristiana. Por otra parte establece con cuidado especial
la diferencia capital que le separa de Cristo, lo cual es
todavía mayor indicio de la veneración peculiar que se
atribuye al Bautista, hasta tal punto que los cristianos
tuvieron que luchar contra la idolatría más o menos
manifiesta de algunos de sus discípulos.
No debemos olvidar las palabras del mismo Jesu¬
cristo acerca de Juan, recordadas por san Mateo (11,
11): «No ha aparecido entre los nacidos de mujer uno

68 El cuarto evangelio
más grande que Juan el Bautista.» En la antigüedad
cristiana era de común sentir que el Bautista alcanzó
el más alto lugar al que un hombre puede ser elevado.
La iconografía oriental lo representa siempre cierta-
mente humano, pero casi angelical: en el límite de lo
humano. ¿Cuál es el origen de esta incomparable subli¬
midad?

Vino a dar testimonio


para testificar acerca de la Luz,
para que todos creyesen por él.

Ahí está, según san Juan, la única fuente de la ver¬


dadera grandeza humana; el testimonio dado acerca
de la Luz. Toda la gloria del hombre consiste en no
gloriarse, sino en glorificar a la Luz. Porque la vida de
Juan el Bautista estuvo enteramente consagrada, desde
el vientre de su madre, a este testimonio, pues «vino
para eso» y por eso no hay otro mayor entre los hom¬
bres. (Adviértase ese vino, empleado siempre por san
Juan para signiñcar una misión divina.)
Por otra parte, ese testimonio no le condujo tan sólo
hacia Dios, si bien es el principal entre los solitarios;
le condujo al mismo tiempo hacia los hombres, para
que con él contemplasen la Luz, hacia todos los hom¬
bres. El testimonio implica esa doble dirección, doble
dirección que es una en su origen y que finalmente se
vuelve a unir. Testimoniar es restituir a Dios lo que Él
nos da, y hacerlo de tal forma que los demás hagan
otro tanto, y que unidos todos en la fe puedan decir
con el testigo:

«Como discurre la mano sobre la cítara y hace hablar a


las cuerdas,

El Verbo, Vida y Luz 69


así habla en mí el Espíritu del Señor y yo hablo en su
amor.»37

Al revés de aquellos que se ocultan a sí mismos a


propósito y se sustraen a la Luz, no teniendo sino ti¬
nieblas, es en el reconocimiento de la propia nada y
de todo lo divino como el Bautista hallará esa grandeza
de la que solamente la humildad es capaz:

No era él la Luz,
sino que vino a dar testimonio de la Luz.
* * *

La estrofa segunda nos había llevado, dentro del


tiempo, a un punto preciso, la tercera nos conduce ha¬
cia Aquel que, estando sobre la duración del tiempo,
la dirige:

La luz que ilumina a todo hombre venía al mundo.

Hemos visto lo que respecta a la caída, la aparición


del pecado en este mundo. He aquí el designio repara¬
dor de Dios.
Este versículo nos enseña dos cosas sobre la Luz,
dos verdades que con frecuencia suelen separarse, que
incluso a veces se enfrentan, pero que han de perma¬
necer unidas si no se quiere desfigurar el cristianismo.
El primer punto evoca lo que los paganos distinguían
como más radiante en el corazón de la noción del Lo-
gos, para afirmar categóricamente su autenticidad. El
Verbo del que nos habla san Juan es esa Luz que ilu¬
mina a todo hombre y que los mayores filósofos de

37. Odas de Salomón, 6, 1.

70 El cuarto evangelio
Grecia habían descrito y proclamado en términos seme-
i jantes al entusiasmo religioso:
( Marco Aurelio dirá:
\
1 «No hay sino una luz del sol,
no hay sino una esencia común a todos los seres;
no hay sino una vida, no hay sino una inteligencia
que todo ío penetra, pero sobre todo los espí¬
ritus.» 33

¿Cómo puede el pensamiento pagano llegar a estas


afirmaciones?
La filosofía antigua, siguiendo a Sócrates, estudió
ante todo al hombre. ¿Cuál es su verdadera natura¬
leza? ¿Con qué fin nace? ¿Cómo debe y puede conse¬
guirlo?
La respuesta, madurada poco a poco, fue que en el
hombre hay una especie de centella divina, que le co¬
loca de primeras sobre otro plano distinto al de los
demás seres, en el de la inteligencia por la que el hom¬
bre puede, en cierto modo, venir a ser todas las cosas
y dominar el universo, incluso, según frase de Pascal,
si el universo le aniquilara. Esa inteligencia, ese Verbo
que se halla en todo hombre, es además quien puede
permitirle dominarse a sí mismo. Mediante ella puede
esclarecer la hirviente olada de sus deseos e imponer a
la animalidad la forma cuasi-divina que hay en él. Así
los antiguos veían en ese Verbo humano el efecto de
una iluminación superior, a pesar de permanecer obscu¬
ro su origen, ya que no llegaban a distinguir claramente
el mundo y la luz del mundo.39

38. Pensamientos, 12, 30. Cf. Lebreton, Orígenes du dogme de


la Trinité, t. II, pág. 55.
39. Adviértase el panteísmo de la frase de Marco Aurelio.

El Verbo, Vida y Luz 71


San Juan se conforma con esta doctrina. Lejos de
condenar los naturales resplandores de la inteligencia
humana, le reconoce ese origen superior que le habían
atribuido los antiguos. Precisa él que esa luz que brilla
en el verbo humano procede directamente del Verbo
divino en el sentido radical en que lo toma él.
Es preciso ver con qué decisión esa actitud del es¬
critor sagrado condena la de ciertos pensadores que
parten del cristianismo y que radicalmente han preten¬
dido oponer las dos luces: la de la revelación y la de
la razón.
Cuanto es profunda la oposición entre la vida de
este mundo y la vida divina, tanto es estrecho el lazo
entre la luz que ilumina a todo hombre y la luz del
Verbo. Jamás Dios dejó al hombre sin su luz. Perma¬
nece en él para guiarle en la inquietud de esta vida
corrompida. Caído como se encuentra, no es absoluta¬
mente malo, gracias a esa luz que no dejará perder del
todo; el mal absoluto es, por otra parte, contradicto¬
rio, pues, sencillamente, acercándose al absoluto el mal
se aniquilaría.
¿Quiere decir que esa permanencia de la Luz en el
hombre, incluso en sus más densas tinieblas, hace
inútil la obra divina de nuestra salvación? En absoluto;
pensar que pudiera suceder eso es fruto de una con¬
fusión. San Juan la disipa diciendo en una frase que:

La Luz que ilumina a todo hombre VENÍA al mundo.

La luz (no debemos olvidarlo, y es lo que los paga¬


nos ignoraban) no es tan sólo una luminiscencia derra¬
mada; es una persona, una persona divina, la persona
del Verbo que nos ha formado y que misericordiosa-

73 El cuarto evangelio
mente conserva el ser degradado que nos ha quedado
después del pecado.
Por tanto, se distinguen dos maneras radicalmente
distintas para ella de estar presente en nosoti’os.
Puede estar presente en nosotros por algo que viene
de ella: por un efecto del que es ella la causa. De este
modo ilumina a todo hombre, aun al más caído, pues
si dejara por un momento de iluminar, volvería él a la
nada. Pero existe otra presencia: cuando ésta no es tan
sólo un reflejo de la Luz que cruza nuestra noche, sino
ella misma, en persona, que está presente. Por esta úl¬
tima presencia, asociándonos a todo su amor, Dios nos
ha creado. Por desgracia, la hemos perdido, y por muy
largo que sea el tiempo en que nos falte, su presencia
imperfecta, lejana, si así se puede decir, no nos propor¬
cionará más que una nostalgia que nadie sino Él mismo
podría aquietar, pues es Él mismo quien la ha pro¬
ducido en nosotros. Es a ese deseo insaciable e ineficaz
al que responde san Juan:

La Luz que ilumina a lodo hombre venía al mundo.

Y añade:
Estaba10 en el mundo,
y por Él fue hecho el mundo,
y el mundo no le conoció.

Tres sencillas afirmaciones que describen exacta¬


mente los primeros pasos divinos en favor del hombre
y el endurecimento del hombre «que tiene ojos y no
ve». El Verbo está en el mundo, y no como un extraño

40. Nótese el cambio brusco (en griego) del neutro al mascu¬


lino : no permite Juan que olvidemos que la Luz es el Verbo per¬
sonal de Dios.

El Verbo, Vida y Luz n


—es el Creador del mundo—, y con todo continúa el
hombre ignorando lo que podría conocer. Su ignorancia
no es por lo tanto el resultado de la impotencia de la
criatura que podría imputarse al Creador; es el resul¬
tado de un pecado voluntario. Si los hombres, incluso
caídos, ignoran a Dios, más que ignorancia es eso una
ingratitud. Más adelante lo dirá san Juan explícitamen¬
te: «Amaron más las tinieblas que la Luz.»
Así pues el Verbo se adelanta y llega a establecerse
donde hace poco tan sólo resplandecía:

Vino a los suyos,


y los suyos no le recibieron.

He aquí que se da en persona; viene a aquellos que


son suyos por excelencia, los judíos, a quienes no había
dado la revelación especial sino para disponer esta ma¬
ravillosa visita. Viene y lo hace para soportar una nue¬
va afrenta de aquellos a quienes su llegada traía el per¬
dón del primer pecado.
El Verbo decide entrar Él mismo en la historia, lo
mismo que un hombre; como habían venido los profe¬
tas, entre los que Juan Bautista es el último y el ma¬
yor. Pero aunque esta vez Dios mismo toma sobre sí en
el Verbo esa misión, los hombres la desprecian. Dios
los busca, pero ellos huyen de Él.

Mas cuantos te recibieron les dio poder


de venir a ser hijos de Dios,
a aquellos que han creído en su nombre.

Algunos, pues, lo recibieron. El texto muestra cla¬


ramente que éstos no se identifican con los suyos en
sentido estricto; se encuentran entre todos aquellos que

74 El cuarto evangelio
Él ilumina en medio del mundo donde los encuentra.
¿Por qué algunos y no todos? San Juan no contesta
aquí a la cuestión; lo hará más adelante.11
Pero ¿en qué consiste recibir al Verbo? En creer en
su Nombre.
Es la fe nuestra recepción del Verbo.
Hemos indicado ya el papel que en el Antiguo Testa¬
mento jugaba el nombre divino. En general para los
antiguos el nombre no era un signo vacío, sino la ex¬
presión de toda la esencia del ser. Creer en su Nombre
es adherirse a toda su realidad, reconocerle como Ver¬
bo. La fe viva de la que habla aquí san Juan no es un
arranque de confianza ciega, es ante todo un conoci¬
miento y luego —consecuentemente, en el sentido es¬
tricto de la palabra—, una adhesión de todo el ser.
En cuanto al efecto que el Verbo produce en aque¬
llos que la fe le devuelve, consiste en el poder de venir
a ser hijos de Dios. Solamente Él es Hijo de Dios por
naturaleza, pero le vemos realizar lo que los versículos
anteriores nos habían hecho entrever. No contento con
habernos sacado de la nada, quiere asociarnos a su di¬
vina filiación, establecer en nosotros una misteriosa
participación, esa relación única que existe entre Él y
su Padre. Y como para hacemos experimentar lo inau¬
dito e inimaginable de semejante gracia, san Juan re¬
cuerda al instante, en un crescendo maravilloso, cuál es
la relación del Verbo con el Padre, que nos ha mani¬
festado su encarnación de una Virgen, por obra del Es¬
píritu Santo:

41. En efecto, el v. 13, que generalmente se refiere a los hom¬


bres en nuestros manuscritos, en los textos primitivos se refería
ciertamente al Verbo, según se ve por las citas de los autores
antiguos (Justino, Ireneo, Tertuliano).

Él Verbo, Vida y Luz 75


El cual no ha nacido de la sangre,
ni de la voluntad carnal,
ni de la voluntad del varón,
sino de Dios.

Puesta después de estas afirmaciones de la gene¬


ración divina del Verbo, manifestada en el mundo por
su generación humana tal como Él la ha recibido, la
estrofa cuarta hace volver a la tierra para afirmar su
encarnación, la cual hará posible nuestra filiación:

Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros,


y hemos visto su Gloria.

IV. La Morada y la Gloria

Esas últimas palabras que hemos citado son como


el eje sobre el que gira todo el conjunto del cuarto
evangelio, el Verbo hecho carne, lo que los teólogos
denominan la Encarnación.
La palabra carne no tiene en san Juan el sentido po¬
sitivamente malo que le ha dado san Pablo. Designa so¬
lamente la criatura en general vista en su natural fla¬
queza, ya que en sí misma, sin Dios que le ha dado la
existencia, no es nada.
Decir que el Verbo se ha hecho carne o que ha ve¬
nido a ser carne, no debe tomarse en el sentido blas¬
femo de una humillación de Dios. Significa, como lo in¬
dica todo el contexto, que el Verbo, siendo su creador,
ha tenido el noble gesto de asociarse esa flaqueza de la
criatura. No es la criatura quien ha logrado salvar el
abismo entre ella y Dios, como pretendían las religiones
de origen humano; es Dios quien lo salva. Existe un

76 El cuarto evangelio
misterio que nos resulta más incomprensible que la
creación, pues, lo mismo que ella, nos abarca y, aun
más que ella, nos rebasa. Pero podemos apreciar los
efectos.
Hay que advertir ante todo hasta dónde ha llegado
el Verbo en esta unión con su criatura. Sin duela no
podría tratarse de una disminución de lo que Él mismo
es; conviene repetirlo. Dios encarnado no significa Dios
disminuido, Pero a la grandeza, que por naturaleza Él
posee, une Dios, accediendo a tomarla como porción
suya personal, nuestra propia flaqueza, que en sí le es
extraña. Se ha hecho carne; no podía ser más explícito.
Lleva realmente esa asimilación, esa adopción de nues¬
tro ser limitado por su infinito ser hasta el máximo ex¬
tremo, más allá de donde puede alcanzar la mirada de
nuestro espíritu.
Lo mismo que nosotros decimos «mi cabeza», «mi
brazo», si bien no somos simples compuestos de carne
animal, sino de espíritus de orden absolutamente di¬
verso, así el Verbo dirá «yo entrego mi vida» refiriéndo¬
se a nuestro ser humano, infinitamente por debajo de
su ser divino. La diferencia está en que si nosotros
somos ante todo espíritu, somos también naturalmente
materia, mientras que Él por naturaleza es tan sólo
divino; si llega a ser también humano, es libremente.
¿Cuál es la causa de la locura divina de ese acto libre
por el que Aquel a quien nada falta asume aquello que
está falto de todo? No es por Él por quien lo hace. Eso
carecería de sentido. Es por nosotros.
¿Por qué ha venido hasta nosotros? Porque nosotros
no podíamos ir hasta Él, y no obstante quería Él lle¬
varnos.
Esta condescendencia de Dios no tiene otro fin que

El Verbo, Vida y Luz 77


nuestra elevación; este empobrecimiento, nuestro enri¬
quecimiento; esta humillación, nuestra exaltación.
El hecho de que Dios se encarne no implica, en efec¬
to, que Él se haya rebajado; el que ama, cuanto más
.. .condesciende, más se eleva, pues eleva consigo a aquel
a quien ama.
El efecto de la encarnación ha sido para nosotros,
que Dios more entre nosotros, contemplar su Gloria.
Se advertirá cómo san Juan en la frase misma con
la que ha elaborado la fórmula de la encarnación, evoca
directamente la Morada a la vez que la Gloria divina.
La palabra griega (éskénósen) que emplea, recuerda el
tabernáculo (skéné) de esa Morada, y las letras de su
raíz son las mismas de la palabra hebrea (schekinah)
que designa la Morada.
A propósito de la Palabra, hemos indicado ya qué
papel juegan en el Antiguo Testamento estas dos no¬
ciones emparentadas de Morada y Gloria de Dios.
Los judíos tuvieron la persuasión de que Dios mo¬
raba realmente aquí abajo con ellos, en su santuario-
La columna de nube brillando como fuego por la no¬
che, que les seguía y protegía por el desierto, era esa
Morada. Descendió sobre el tabernáculo cuando se eri¬
gió (Éx 40, 34, etc.) y más adelante fijóse en el templo
(2 Par 5, 13-14). Moisés quedó envuelto en ella en el
Sinaí, y otros profetas que la habían contemplado que¬
daron afectados de un terror singular: el temor de la
santidad divina.
Esa nube era la señal de la presencia de Dios, e in¬
cluso en el Nuevo Testamento, cuando el Padre se
muestra presente, por ejemplo en la Transfiguración, re¬
aparece la nube (cf. Mt 17, 5; Me 9, 7; Le 9, 34).
Sin embargo, a la vez que garantizaba a los hombres
esa presencia, la ocultaba. Dios estaba allí, pero de

73 El cuarto evangelio
modo imperceptible: estaba oculto. ¿No resulta sor¬
prendente la palabra de Salomón el día en que esa Mo¬
rada divina llena el templo: «El Señor quiere morar en
la obscuridad?» (2 Par 6, 1).
En torno a esta obscuridad, por el contrario, se
transformaban las cosas visibles. Moisés tenía que cu¬
brir su rostro al descender del Sinaí; hasta tal punto
resplandecía por la luz (Ex 34, 35). Esta transformación
del mundo en la presencia de la Morada divina consti¬
tuía la Gloria. La Gloria y la Morada de Dios están siem¬
pre juntas en la Biblia. Los pasajes del Antiguo Testa¬
mento que hemos citado son otros tantos ejemplos de
esta unión.
Puede decirse de la Gloria que es una irradiación de
la presencia de Dios en su Morada a través de las cosas.
A este respecto, la diferencia entre el Antiguo y el Nue¬
vo Testamento consiste en que, en uno, los hombres no
podían aún contemplar sino el más lejano resplandor
de la Gloria, mientras que en el otro se hace líbre el
acceso a su fuente, pues se les ha entregado esa fuente,
que es en lo que consiste la encarnación.
Cuando Felipe le pide: «Muéstranos al Padre», el
Señor le responde: «Quien me ve a mí ve al Padre»
Un 14, 8-9).
No es arriesgado decir que la Morada divina se cu¬
bría con la nube, no porque ella fuera obscura, sino por¬
que su luz era en exceso esplendente, capaz de deslum¬
brar y entenebrecer el ojo mortal. Por eso los hombres
veían tan sólo el reflejo de su Gloria, atenuada por la
opacidad de las cosas terrestres.
Por la encarnación se hace tangible la luz inacce¬
sible. En el Tabor fueron los Apóstoles introducidos en
la nube, y san Juan podrá decir:

F.I Verbo, Vida y Luz 79


Hemos visto su gloría,

atreviéndose a usar la palabra griega más concreta, la


que designa únicamente la visión material. No quiere
eso decir que la encarnación entregue a todos la Gloria
divina. El hombre se hace ciertamente capaz de ver a
Dios, pero tan sólo mediante la fe que únicamente Dios
puede darle. Todo este pasaje se ha de leer bajo la
inmediata dependencia del anterior:

A cuantos creyeron en Él les dio poder de venir a ser


hijos de Dios.

El Señor dirá a Marta: «Si creyeres verás la Gloria


de Dios» (11, 40).
San Juan se detendrá precisando cuál es esa Gloria
que ha brillado en la encarnación con un esplendor ab¬
solutamente nuevo. Ahora nos dice ya:

Gloria como la del Unigénito venido del Padre,


de un Hijo lleno de Gracia y de Verdad.

Irradiación de la Luz que nace en lo profundo de la


Vida y que al final del evangelio se manifestará total¬
mente por el máximo abatimiento del Verbo encarnado:
su muerte en la cruz.
En los coloquios con los suyos, después de la Cena,
al hablarles claramente de su muerte, el Señor Ies ha¬
blará también abiertamente de su Gloria. La oración
sacerdotal será como la efusión de esa Gloria que se
dilatará, disipadas las tinieblas todas, en la mañana de
Pascua.
Ella es celebrada en el himno cristiano más antiguo
que conocemos:

80 El cuarto evangelio
Luz dichosa de la santa Gloria
del Padre inmortal: ¡Oh Jesucristo!
Al llegar el ocaso del Sol,
contemplando la Luz de la tarde,
cantamos al Padre y al Hijo
y al Espíritu Santo de Dios:
Tú exes digno de ser siempre
celebrado por las voces santas,
hijo de Dios que das la Vida,
y por eso te glorifica el mundo.

Esta Luz de la Gloria divina no la vemos todavía


en su plenitud, aunque ya se nos ha dado esa plenitud.
Se nos presenta como una luz vespertina, pues si
bien está allí, todavía no se han disipado las tinieblas
de este mundo. La fe se compone precisamente de esa
unión de sombras y resplandores, pero por ella pasa¬
mos de la sombra a la claridad, como de la imagen a
la realidad.

V. Gracia y Verdad

Fijémonos, finalmente, en esa última palabra de


verdad que cierra el versículo que hemos leído, unida a
la de gracia.
En este prólogo en que se ha sopesado el lugar de
cada palabra, no es en modo alguno arbitraria esa
unión. Es en cuanto que está lleno de Gracia como el
Hijo nos comunica la Verdad.
Hay que comprender bien el sentido tan preciso con
que san Juan utiliza esta palabra que relativamente
ocurre pocas veces en su evangelio, pero siempre en los
momentos cumbres en que entra en juego toda la sig-

E1 Verbo, Vida y Luz 81


6
nificación del cristianismo. Es en ese sentido, incom¬
prensible a Pilato, como la toma el Hijo al decir:

«Yo soy la verdad» (14, 6).

La Verdad opone en el cuarto evangelio lo que se


halla en plenitud. Dios, a todo aquello que no lo está
sino analógicamente, la criatura.
Decir que el Hijo es la Verdad, equivale a decir que
no es tan sólo un don creado, sino el don de Dios, en
el sentido pleno que ya hemos recalcado. De aquí el
vínculo entre gracia y verdad. En esto consiste la Gra¬
cia: en que Dios se haya inclinado sobre la nada de la
criatura para revelarle la Verdad misma de su ser in¬
creado, comunicándosela.
Entonces aparece, como última pincelada, la con¬
clusión tan densa del prólogo, reasumiendo el testimo¬
nio de Juan el Bautista para expresar todo su conte¬
nido:

Juan da testimonio de Él proclamando:


«Éste es de quien os dije:
Et que viene detrás de mí me ha precedido
Porque era primero que yo.»

Frente a todo hombre, incluido el primer hombre,


frente a todo ser creado o creable. Él es el primero.

Pues de su plenitud recibimos todos


gracia sobre gracia.
Porque la ley fue dada por Moisés,
pero la Gracia y la Verdad por Jesucristo.

Moisés había dado a los hombres la Ley que los

83 El cuarto evangelio
reafirmaba en su naturaleza de criaturas incapaces de
sobreponerse por sí mismas.
Por el contrario, Jesucristo, cuyo «Nombre» aparece
al fin, es el autor de la Gracia y la Verdad, que elevan al
limitado sobre toda limitación, que trasladan al finito
al seno de lo infinito.
Entonces se deja oír la afirmación final de lo impo¬
sible llevado a cabo, a la que tendían las líneas cada
vez más convergentes:

A Dios nadie le vio jamás,


el Dios Unigénito que está en el seno del Padre,
ése no les ha dado a conocer.

Después del Nombre conocido por todos de Verbo


hecho carne, su nombre oculto en Dios:

El Dios Unigénito.

El Verbo, Vida y Luz 83


Capítulo Segundo

TESTIMONIOS Y SIGNOS

El prólogo condensa en breve resumen lo que todo


el evangelio hará descubrir lentamente, paso a paso.
Ahora se nos va a manifestar Cristo por los detalles
históricos más concretos, los más asequibles, incluso
para el espíritu menos cultivado, pero a través de los
cuales no puede menos de revelarse lo que Él es. Esos
hechos hablan de Él tan clara y definitivamente como
la más alta teología.
Distinguiremos dos categorías dentro de esta mani¬
festación, de esta «epifanía» del Señor, según se haya
realizado por acciones de otros o por las suyas propias:
los testimonios y los signos.

I Testimonio del Bautista

El primer testimonio es el del Bautista:

19. Éste es el testimonio de Juan,


cuando los judíos, desde Jerusalén, le enviaron
sacerdotes y levitas
para preguntarle: «Tú, ¿quién eres?»

20. Él confesó y no negó:


Confesó: «No soy yo el Cristo.»

21. Le preguntaron: «Entonces ¿que? ¿Eres Elias?»


El dijo: «No soy.»
«¿Eres el Profeta?»
Y contestó: «No.»

El Verbo, Vida y Luz 85


22. Dijéronle, pues: «¿Quién eres?
Para que demos respuesta a los que nos han en¬
viado;
¿qué dices de ti mismo?»

23. Dijo: «Yo soy la voz del que clama en el desierto:


Enderezad el camino del Señor,
según dijo el profeta Isaías.»

24. Los enviados eran fariseos.

25. Y le preguntaron diciendo:


«Pues, ¿por qué bautizas
si no eres el Cristo, ni Elias, ni el Profeta?»

26. Juan les contestó, diciendo:


«Yo bautizo en agua,
pero en medio de vosotros está a quien vosotros
no conocéis.

27. Que viene en pos de mí,


a quien no soy digno de desatar la correa de la
sandalia.»

28. Esto sucedió en Betania,


al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba.

Juan predica y bautiza. «Los judíos de Jcrusalén»,


esto es, los representantes conscientes de la religión de
las profecías y de las promesas, le envían emisarios para
que declare el significado que él atribuye a sus propias
acciones. ¿Qué esperan ellos? El Mesías glorioso, conce¬
bido por lo demás de modo carnal. Por eso, habiendo
negado Juan que lo fuera, le interrogan si es Elias, re¬
cordando las palabras de Malaquías:

Ved que yo enviaré a Elias, el profeta,

86 El cuarto evangelio
antes que venga el día de Yahvé,
el día grande y terrible.
Él convertirá el corazón de los padres a los hijos,
y el corazón de los hijos a los padres...

(4, 5-6 a)

pero aún más las del Eclesiástico, el cual, repitiendo


estas últimas palabras añade estas otras, excesivamen¬
te meditadas y por demás humanamente por los ju¬
díos:

...Él restablecerá las tribus de Jacob.

(48, 10)

Juan, que penetra su pensamiento, niega asimismo


que sea ésa su misión. Recuerda las palabras de Isaías
(40, 3): es en el desierto, en los lugares áridos donde
prepara él los caminos del Señor.
No precede al Mesías en su gloria, y ante todo esa
gloria no es una gloria carnal; el Mesías no la alcanzará
sino a través de la prueba.
En cuanto a la pregunta: «¿Eres el profeta?», es un
recuerdo de la promesa hecha por Moisés al pueblo
hebreo: «Yahvé, tu Dios, te suscitará de en medio de ti,
de entre tus hermanos, un profeta como yo; a él le
oiréis» (Dt 18, 15).
San Pedro identificaría a Cristo con ese profeta (Act
3, 22), y en el evangelio de Juan veremos por dos veces
a la multitud expresar la misma idea (6, 14 y 7, 40). Esta
figura se hallaba perdida en el vacío, unas veces identi¬
ficada con Jeremías (Mt 16, 14) —el personaje del Anti¬
guo Testamento cuya santidad dejó la más profunda im-

E1 Verbo, Vicia y Luz 8.7


presión—, otras confundida más o menos con la del
Mesías. Representaba un ideal de fidelidad a Dios cuya
imprecisión, sea cual fuere su sublimidad, explica el
que tal cuestión haya sido propuesta a Juan en último
término, como a la desesperada, después de haber ne¬
gado él ser el Mesías y el que se esperaba como su pre¬
cursor. Puesto que persiste negando, los enviados de
los fariseos buscan cómo oponer sus hechos a sus pa¬
labras. ¿Por qué bautiza si no es ni el Mesías, ni Elias,
ni el profeta? La respuesta de Juan reasume lo que pa¬
recía negar, cuando en realidad nada había negado sino
una falsa concepción; es él ciertamente el Precursor y
su vacío bautismo que proclama la plenitud del Espí¬
ritu es asimismo la señal de su misión. Mas Aquel a
quien él precede es «el que está en medio de ellos, pero
a quien no conocen» —«la Luz vino a los suyos y los
suyos no la recibieron.»

* *

Este primer testimonio dado de Cristo es todavía


indirecto; he aquí el testimonio directo:

29. Al día siguiente vio venir a Jesús hacia sí y dijo:


«He aquí el cordero de Dios que quita los pecados
del mundo.

30. Este es Aquel de quien yo dije:


Detrás de mí viene uno que es antes de mí
porque era primero que yo.

31. Yo no le conocía,
mas para que Él fuese manifestado a Israel
he venido yo a bautizar en agua.

88 El cuarto evangelio
32. Y Juan dio testimonio, diciendo:
«Yo he visto al Espíritu descender del cielo como
paloma,
y posarse sobre Él.

33. Yo no le conocía,
pero el que me envió a bautizar en agua
me dijo:
Sobre quien vieras descender el Espíritu y posarse
sobre Él,
ése es el que bautiza en el Espíritu Santo.

34. Y yo vi,
y yo he dado testimonio
de que éste es el Hijo de Dios.»

Estos versículos suponen que el bautismo de Jesús


es ya un hecho realizado. Este hecho, que san Juan no
describe, tiene por objeto poner de manifiesto el testi¬
monio dado a Jesús por el Bautista, pero al mismo tiem¬
po manifiesta el sentido del bautismo de Cristo. Juan
Bautista ha venido (cf. lo que sobre esta palabra hemos
dicho en la pág. 67 precisamente para que Jesús sea ma¬
nifestado, y el bautismo que Dios le ha ordenado admi¬
nistrar no tiene otro fin que esa manifestación.
Es el signo, vago aún, de la proximidad, de la inmi¬
nencia del Espíritu. El Espíritu no está presente toda¬
vía en este bautismo, pero es un presagio y una llamada
a su llegada. Aquel sobre quien aparecerá el Espíritu
en el momento del bautismo será el que viene a llenar
este vacío y a responder a esta llamada. Así se escla¬
rece la idea tan exacta de la antigüedad cristiana de
que al aceptar Jesús para sí el bautismo ha conferido
ya lo que nosotros recibimos.
Este testimonio dado por Juan puede parecer tardío
confrontándolo con el evangelio de la infancia (princi-

E1 Verbo, Vida y Luz 89


pió de san Lucas), o bien prematura sí se tiene en cuen¬
ta el relato de san Mateo (11, 2 ss.).
Efectivamente, en el primer caso parece difícil admi¬
tir el «Yo no le conocía» repetido por dos veces. En rea¬
lidad el parentesco entre Jesús y el Bautista afirmado
por san Lucas es demasiado impreciso para llegar a la
conclusión de que se conocían de siempre.
Pero ante todo no parece que la frase de Juan deba
tomarse en sentido material; recuérdese el «si conoci¬
mos a Cristo según la carne, ahora le conocemos según
el Espíritu» de san Pablo.
En cuanto a las dudas manifestadas más tarde por
Juan desde la prisión y recordadas por san Mateo, hay
que advertir que no están en contradicción en modo
alguno con el hecho de este testimonio anterior. El Bau¬
tista manifestará su sorpresa ante el doble hecho de
que Jesús no ejerza la actividad de Juez que todos espe¬
raban del Mesías (y el mismo Juan, cf Le 3, 17), y aún
más de que guarde sobre su Mesianismo un secreto del
que Juan no alcanza las razones.

* * *

El contenido del testimonio que da el Bautista se


expresa en estas tres frases:

«He aquí el cordero de Dios que quita los pecados


de] mundo»,
«Yo he visto el Espíritu descender del cielo como
paloma y posarse sobre Él.»
«Éste es el Hijo de Dios.»

La imagen de cordero aplicada a Jesús es una de las


particularidades de los escritos joánicos. Se encuentra

9Ü El cuarto evangelio
no solamente en el evangelio, sino también en el Apoca¬
lipsis (5). Es además susceptible de varios significados
complementarios, sí, pero distintos, ligados a dos imá¬
genes proféticas del Antiguo Testamento: el cordero
pascual inmolado (Éx 12), o el cordero padeciendo el
suplicio (Is 53). La idea del primero, que es la de una
ofrenda total que llega hasta la muerte consumada, de
una oblación que acepta la inmolación que ella requiere
en este mundo para poder ser perfecta, se halla coloca¬
da en el Apocalipsis en un primer plano. Es también en
este sentido como la epístola a los Hebreos (11, 28) re¬
cuerda la Pascua y como san Pablo escribe más explíci¬
tamente en la primera epístola a los Corintios (5, 7):

«Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado.»

El texto de Isaías, por el contrario, se refiere al cor¬


dero vivo todavía, pero que sufre, que sufre lo que los
demás en justicia deberían haber padecido.
La idea aquí contenida es la de la sustitución. Puede
decirse que el cordero de Isaías lleva sobre sí los peca¬
dos del mundo:

Él cargó con nuestros dolores...


Pesó sobre Él el castigo que nos trae la paz.

(Is 53, 4-5)

mientras que el cordero pascual quita los pecados del


mundo:

Viendo el Señor la sangre... pasará de largo


por vuestras puertas y no permitirá al extermina-
dor entrar en vuestras casas para herir.
(Éx 12, 23)

El Verbo, Vida y Luz 91


Será el cristianismo quien llevará a cabo la unión
entre estas dos ideas, refiriéndolas ambas a Jesús. El
texto de san Juan lo indica por la palabra griega que
usa, la cual, según un método frecuente en el cuarto
evangelio, es susceptible de dos significados que no de¬
bemos separar: Llevar y quitar.*2
Es con todo posible que la perspectiva, escandalosa
para los judíos, del Mesías moribundo no la haya des¬
cubierto el Bautista plenamente. No tendrá él en cuenta
sino el cordero de Isaías. Sin embargo, la palabra
aramea que emplea43 ofrece la misma ambigüedad que
la palabra griega de nuestro texto.
La segunda de las frases de Juan que hemos men¬
cionado pone de manifiesto otro aspecto de Jesús: «ese
hombre ungido con el Espíritu y el poder» del que ha¬
blaba la primitiva predicación apostólica (Act 10, 38) en
términos por otra parte menos claros que los de esta
breve frase:

«Yo he visto el Espíritu descender del cielo como


paloma y posarse sobre Él.»

La paloma aparece aquí y quedará para los cristia¬


nos como el símbolo del Espíritu Santo, sin duda como
símbolo de paz entre la tierra y el cielo (cf. Gén 8, 11,
la paloma regresando al arca de Noé con un ramo de
olivo).
Cristo es saludado por Juan como el hombre sobre
quien ha descendido y mora el Espíritu (su insistencia
sobre el último punto es digna de notarse; cf. Is 11, 2:
...«El Espíritu reposará sobre él»...). Equivale a decir

42. Airó.
43. Nahal.

93 El cuarto evangelio
que en Jesús tenemos el hombre perfecto: no sólo en
el sentido de una humanidad intacta, no herida por el
mal, sino en otro sentido infinitamente más elevado de
una humanidad que realiza plenamente su vocación
sobrenatural, de una humanidad sobre la que Dios mis¬
mo desciende para morar por su Espíritu Santo (el cual
en el cuarto evangelio, más aún que en otro lugar, se
manifiesta como el amor divino personificado).
Este texto implica sin duda un modo de presencia
única del Espíritu Santo en Jesús: «reposa sobre Él»
equivale a decir que se ha establecido. Por eso Jesús
«bautizará en el Espíritu» y, como dirá Juan más ade¬
lante, «no dará el Espíritu con medida» (3, 34).
La razón de esta presencia siempre peculiar del Es¬
píritu Santo en Jesús la alega el Bautista cuando final¬
mente declara: «Éste es el Hijo de Dios.»
Bajo una forma bien sencilla y en términos ya fa¬
miliares al Antiguo Testamento 44 aunque valorados de
manera nueva, es la afirmación central del prólogo: el
carácter divino de la persona del hombre-Jesús, que es
el Hijo de Dios. No podemos menos de relacionar con
esta declaración del Bautista la palabra divina que los
sinópticos atestiguan haberse dejado oír en el Bautismo
del Señor: «Éste es mi Hijo Unigénito.»45
La relación entre las dos últimas expresiones del tes¬
timonio de Juan se percibirá mejor todavía cuando

44. Pueden verse las palabras aplicadas a David (2 Sam 7, 14):


..."Él me será a mí hijo", y también: “Yahvé me ha dicho: Tú
eres mi Hijo” (Sal 2, 7), o bien: "...Él me invocará: Tú eres mi
Padre” (Sal 89, 27), que hacen resaltar la fuerza con que Juan
usa esa palabra. El Antiguo Testamento había conocido los hijos
de Dios; Jesús nos es presentado siempre en el cuarto evangelio
como el Hijo de Dios.
45. Mt 3, 17; Me 1, 11; Le 3, 22: literalmente "hijo amado",
pero siempre tomado en griego en sentido de "hijo único".

El Verbo, Vida y Luz 93


lleguemos al discurso de Jesús sobre el Paráclito (cf.
págs. 249-250 y 263 y también pág. 143.

II. Testimonio de los primeros discípulos

Tras el testimonio de Juan viene el de los primeros


discípulos. El evangelista nos presenta en primer lugar
los discípulos de Juan que éste envía a Jesús (vv. 35-41),
luego los discípulos llamados por el mismo Jesús, apar¬
te de la influencia del Bautista (vv. 42-51). Vemos en
ambos casos cómo un discípulo conquistado da testi¬
monio ante otro, que a su vez queda conquistado tam¬
bién.
Lo referente a los discípulos de Juan se^ ha de situar
en .Tudea (ya que al principio del relato siguiente parte
Jesús para Galilea).

35. Al día siguiente, otra vez hallándose Juan con dos


de sus discípulos,

36. fijó la vista en Jesús que pasaba y dijo:


«He aquí el cordero de Dios.»
37. Los dos discípulos le oyeron decir eso
y siguieron a Jesús.

38. Volvióse Jesús a ellos y viendo que le seguían les


dijo:
«¿Qué buscáis?»
Dijéronle ellos:
«Rabí (que quiere decir Maestro), ¿dónde moras?»

39. Les dijo:


Venid y ved.»
Fueron, pues, y vieron dónde moraba,

94 El cuarto evangelio
y permanecieron con Él aquel día.
Era como la hora décima.

40. Andrés, hermano de Simón Pedro,


era uno de los que oyeron (eso) a Juan
y le siguieron.

41. Encontró él luego a su hermano Simón y le dijo:


«Hemos hallado al Mesías» (que quiere decir
Cristo).
Y le condujo a Jesús.

42. jesús, fijando en él la vista, dijo:


«Tú eres Simón Pedro, el hijo de Juan.4,5
Tú serás llamado Cefas» (que quiere decir Pedro).

Este breve relato nos muestra que Juan durante su


vida tuvo discípulos que se reunieron en torno a él.
Los sinópticos atestiguan ya que los discípulos de Je¬
sús dijeron a éste: «Enséñanos a orar como Juan en¬
señaba a sus discípulos.» (Le 11, 1), ya que un evange¬
lista nos hace notar de paso que «los discípulos de Juan
practicaban el ayuno» (Me 2, 18). Pero el cuarto evange¬
lio es el único que nos enseña que fue precisamente en
ese grupo donde encontró Jesús sus primeros adeptos.
Ante la reiterada afirmación de Juan: «He aquí el cor¬
dero de Dios» van a Jesús. Le llaman Rabí, y puede
adivinarse en su demanda cierta timidez; confiando en
su primer maestro, ven en Jesús otro maestro mayor
que él, pero no ven con claridad qué es exactamente.
Quieren verle sin prisas, y eso es todo de momento. De
aquí la pregunta: «¿Dónde moras?» Habiendo Jesús

46. Suele traducirse "el hijo de Jonás”, si bien en los mejores


textos se encuentra la misma palabra para el Bautista y para el
Apóstol.

El Verbo, Vida y Luz 95


accedido a su deseo, pasaron con Él «aquel día». Se tra¬
ta por lo tanto de un simple contacto; la frase «y le si¬
guieron» no puede tomarse sino en el sentido más ma¬
terial.
La inesperada mención de la hora precisa nos indu¬
ce a pensar que uno de los discípulos debía ser el autor
del evangelio.
Lo que sigue parece haber sido referido a través de
otro. Las palabras de Andrés a Pedro demuestran que
ese primer contacto ha sido decisivo. Sin embargo su
testimonio dista mucho de la precisión del del Bautista:
la palabra Mesías designaba en aquél el personaje que
había de venir, fortalecido, ungido del poder divino
para restaurar a Israel, pero respecto al cual las ima¬
ginaciones no andaban menos discordantes que apasio¬
nadas.
(El «hemos hallado» expresado por un término grie¬
go que implica en general una búsqueda previa, indica
ese último carácter de la expectación mesiánica propia
del círculo del Bautista.)
Del encuentro de Jesús y Pedro conviene advertir
ante todo la clarividencia de Jesús, que desde el primer
momento descubre a aquellos que vienen a su encuentro.
Es la señal que convence a todos los primeros discípu¬
los.
Y es eso tanto más digno de notarse cuanto que
apenas si se pensaba atribuir al Mesías semejante pri¬
vilegio, incluso cuando se le concebía no como simple
rey terrenal, sino como juez. Es sin duda este rasgo el
que, desde el principio hasta el fin, fascinaba a quienes
venían en busca del Señor.
Al dar relieve al nombre de Cefas, Jesús ha señalado
tanto el papel que le reservaba como el perfil propio de
su carácter. (No quiere decir eso que el mismo Jesús

9í> El cuarto evangelio


le haya impuesto ese nombre, sino que lo ha antepuesto
al de Simón.)47
* *• *

Después de este testimonio de los discípulos del


Bautista pasamos al de los primeros discípulos llama¬
dos por Jesús, y llamados luera de ese círculo (ya no
nos hallamos en Judea donde estaba Juan, sino en Ga¬
lilea).

43. Al otro día, queriendo Él salir hacia Galilea,


encontró a Felipe,
y le dijo Jesús:

44. «Sígueme».
Era Felipe de Betsaida, la ciudad de Andrés y de
Pedro.

45. Encontró Felipe a Natanael y le dijo:


«Hemos hallado a Aquel de quien escribieron
Moisés, en la Ley, y los profetas:
Jesús, hijo de José de Nazaret.»

46. Y díjole Natanael:


«¿De Nazaret puede salir algo bueno?»
Díjole Felipe:
«Ven y verás.»

47. Vio Jesús a Natanael, que venía hacia Él.


Y dijo de él:
«He aquí un verdadero israelita, en quien no hay
dolo.»

47. En san Mateo no se aplica este nombre a Pedro sino en 16,


18, aunque aparece ya en san Marcos 3, 16. Pero eso no está en
contradicción con el cuarto evangelio si se tiene en cuenta la
advertencia que hemos hecho.

El Verbo, Vida y Luz 97


7
48. Díjole Natanael:
«¿De dónde me conuces?»
Contestó Jesús y le dijo:
«Antes que Felipe te llamase
cuando estabas debajo de la higuera, te vi.»

49. Natanael le contestó:


«Rabí, ¡tú eres el Hijo de Dios,
Tú eres el Rey de Israel!»

50. Contestó Jesús y le dijo:


«¿Porque te he dicho que te vi debajo de la hi¬
guera
crees?
Cosas mayores has de ver.»

51. Y añadió:
«En verdad, en verdad os digo: Veréis abrirse el
cielo
y los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el
Hijo del hombre.»18

La noticia de que Felipe era de Betsaida, el pueblo


de Andrés y Pedro, parece querer indicar que fueron
éstos quienes le condujeron a Jesús.13

48. Este término tan sólo aparece aquí, en 3, 14; 5, 27; 12, 23
y 13, 31 en el cuarto evangelio. Alude al personaje apocalíptico
descrito en el capítulo 7 de Daniel (cuyos rasgos son asumidos,
para aplicarlos al resucitado, en el capítulo I del Apocalipsis de
san Juan), y ese título debía evocar el carácter sobrenatural y
escatológico (refiriéndose a las cosas del fin de los tiempos) que
eleva la humanidad de Jesús sobre la nuestra.
49. Nótese que es el cuarto evangelio el único que habla de
Felipe con algún detalle: Cf, 6, 5-7; 12, 21-22; 14, 8-9. Nótese tam¬
bién que es aquí, del mismo modo, donde se nos indica cuál es
el pueblo de los dos apóstoles.

El cuarto evangelio
Hay que advertir además que se trata aquí no de
un simple ponerse en contacto, sino de una verdadera
vocación: Jesús le llama y él le sigue. Empero, el inte¬
rés del evangelista no se centra ahí; como en el pasaje
anterior, lo que le apremia es el hecho de que un dis¬
cípulo conquistado llegue a testimoniar ante otro, y
así lo lleve al conocimiento personal de Jesús, conoci¬
miento (y no el testimonio mismo) que gana a este úl¬
timo.
Felipe se dirige a Natanael del mismo modo que An¬
drés a Simón.
Su referencia a Moisés es una alusión a aquel ver¬
sículo 15 (ó 18) del capítulo 18 del Deu te roño mío que
Juan había rehusado que le aplicasen.
El personaje de Natanael no aparece sino en el cuar¬
to evangelio, aquí y en 21, 2, donde se nos dice que era
de Caná de Galilea. Se ha pretendido, aunque sin muy
valederas razones, identificarlo con el apóstol Bartolo¬
mé, pues los demás evangelistas nombran siempre a
éste junto con Felipe.
El rasgo típico de Natanael se refleja como de un
gran candor. Hay que tomar la frase en su mejor sen¬
tido, sin excluir pór otra parte ese matiz de ingenuidad
indicado en cada detalle, como si el evangelista al escri¬
bir, lo mismo que Jesús, dibujara en sus labios una
sonrisa llena de caridad.
La objeción de Natanael como desplante muy seguro
de sí mismo: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» es
la misma con que Jesús tropezará toda la vida, esto es,
su origen al parecer del todo humano, mientras que se
esperaba un Mesías transcendental. Este buen judío de
Caná añade sin duda una ironía humorística contra la
vecina aldea: como si el ungido del Señor pudiera sa¬
lir de un villorrio cuya insignificancia conoce Natanael

El Verbo, Vida y Lúa 99


muy bien, por cuanto que la del suyo apenas si es me¬
nor.50
Felipe no le discute, sino que le dice sin más: «Ven y
verás.» No puede tener respuesta adecuada ante esa
dificultad que él veía tan claramente como Natanael,
pero el hecho es que el solo encuentro con Jesús en
persona disipa toda duda.51
Las palabras de Jesús al ver venir a Natanael dejan
la impresión ya indicada y que apenas si nos atreve¬
mos a llamar ironía, impregnadas como están de delica¬
deza:

«He aquí un verdadero israelita, en quien no hay dolo.»

La reacción de Natanael viéndose desconcertado,


echada de un golpe por tierra su absoluta seguridad, es
indicio de su rectitud: «¿De dónde me conoces?»
La respuesta que le da Jesús: «Antes que Felipe te
llamase cuando estabas debajo de la higuera, te vi», no
puede interpretarse sino como la demostración de un
don superior (de otro modo sería inexplicable el asom¬
bro de Natanael).
La precisión del momento implica sin duda una ve¬
lada alusión a cierta experiencia íntima de Natanael en
su solitaria meditación bajo la higuera, bajo cuya som¬
bra era costumbre retirarse para penetrar la Escritura
o para orar.
No se requirió más que esa singular demostración
del poder de Cristo que penetraba el secreto de su cora¬
zón para ganarse a Natanael, tan presuroso y simple

50. Basta esta explicación, sin ser necesario inquirir minu¬


ciosamente como lo han hecho algunos, hablando de una afrenta
especial que se aplicaría a los Nazarenos.
51. Mil dificultades no hacen una duda (Newman).

100 El cuarto evangelio


en su asentimiento como en su primera ocurrencia.
Dice de Jesús lo mismo que había dicho ya Juan:

«Tú eres el Hijo de Dios»,

pero mientras que en Juan todo indica la fuerza que él


da a la frase, lo que Natanael añade al instante con la
esperanza de reforzar su adhesión multiplicando las
expresiones, es suficiente para ver el limitado sentido
en que la ha tomado:

«Tú eres el Rey de Israel.»

Al reconocer a Cristo, pertenece a esos «verdaderos


israelitas en quienes no hay dolo», pero de miras bien
limitadas.
La respuesta de Jesús lo subraya: no conoce de Cris¬
to sino un detalle que juzga suficiente para creer, pero
su creencia manifiesta espontáneamente su superficia¬
lidad. En realidad no creerá en Cristo sino cuando con¬
sidere en Él no ya al Rey de Israel en sentido estricto,
sino a Aquel sobre quien bajan y suben los ángeles a
cielo abierto. Esta alusión a la escala de Jacob 53 intro¬
duce la idea de que la verdadera misión de Jesús está
en unir este mundo a la misma divinidad.

* * *

En conclusión, vemos un manojo de testimonios que


convergen en Cristo: los discípulos del Bautista guiados
por Juan a Jesús, Felipe, a quien a su vez conducen sin

52. Gen 28, 12.

El Verbo, Vida y Luz 101


duda estos discípulos y, finalmente, el de aquel que será
guiado por el mismo Felipe.
No es preciso buscar aquí un paralelo con los relatos
de vocaciones de los sinópticos: para Andrés, el anóni¬
mo y Pedro no se trata sino de un primer contacto, lo
mismo que para Natanael. Para Felipe, no cabe duda,
hay algo más, pero en todo caso el evangelista no fija
en eso su atención. La pone en el testimonio dado a
Cristo por cada uno de esos discípulos, de cualquier ma¬
nera que se haya llegado a Él. Este testimonio, repitá¬
moslo, no conduce de por sí a la conversión. Tiene como
fin provocar un encuentro en el que la personalidad de
Jesús se impondrá por sí misma.

III. El signo de Cana

De la manifestación de Cristo a través de las reac¬


ciones de los que le rodean, el evangelista nos hace
pasar a la manifestación por sus propias acciones: tras
los testimonios, los signos. Estos signos son el agua
convertida en vino en las bodas de Caná y la purifica¬
ción del templo, poco antes de la Pascua.53

2. — 1. Al tercer día hubo una boda en Caná de


Galilea. Estaba allí la madre de Jesús 2 y Jesús fue
invitado también con sus discípulos. 3. Faltando el
vino, dijo la madre de Jesús a éste: «No tienen vino.»

53. Hasta aquí hemos hecho resaltar el ritmo propio de las


frases joánicas con la disposición tipográfica. En la mayoría de
los siguientes pasajes, donde se mezclan el relato y las frases,
se hace más difícil percibir ese ritmo y, a fin de evitar todo
artificio, solamente seguimos esa disposición donde el ritmo es
evidente.

102 El cuarto evangelio


4. Díjole Jesús: «Mujer, ¿qué nos va a mí y a tí?54 No
es aún llegada mi hora.» 5. Dijo su madre a los ser¬
vidores: «Haced lo que Él os diga.» 6. Había allí seis
tinajas de piedra que se usan para las purificaciones
de los judíos, en cada una de las cuales cabían dos o
tres metretas. 7. Díjoles Jesús: «Llenad las tinajas de
agua», y las llenaron hasta el borde. 8. Luego les dijo:
«Sacad ahora y llevadlo al maestresala», y ellos lo
llevaron. 9. Luego que el maestresala probó el agua
convertida en vino —él ignoraba de dónde venía, pero
lo sabían los servidores que habían sacado el agua¬
ló llamó al novio y le dijo: «Todos sirven primero
el vino bueno, y cuando están ya bebidos, el peor;
¡pero tú has guardado hasta ahora el vino mejor!»
11. Éste fue el primer signo que hizo Jesús, en Cana
de Galilea, y manifestó su Gloria y creyeron en Él sus
discípulos.

La interpretación detallada de este «signo» es bien


delicada, aunque el conjunto apenas da lugar a dudas.
La frase de introducción parece uno de esos sínto¬
mas que acostumbra poner san Juan al principio de
las narraciones más sencillas en que el sentido podía
pasar inadvertido. Si se observa que el tema de este
relato —y del siguiente, en que aparece con más clari¬
dad— es la transformación sobrenatural de la vida hu¬
mana obrada por Cristo y en Cristo, es difícil no adivi¬
nar en la indicación «al tercer día...» un recuerdo de la

54. La traducción: "¿Qué hay entre tú y yo” es un puro dis¬


parate. Además de que carece de sentido, insinúa la idea de un
reproche rayano a la insolencia, reproche que el contexto rechaza
así como la verdadera significación de este idiotismo, que ha
llegado a ser corriente en el griego moderno. Lo mejor es tradu¬
cirlo casi literalmente, lo que hemos hecho nosotros. Calcado
sobre el hebreo se usa al igual que nuestras expresiones: "No te
preocupes”, "¿Qué le vamos a hacer?", etc....

El Verbo, Vida y Luz 103


resurrección, sobre todo en la primitiva Iglesia, para la
que estas palabras no podían menos de despertar esa
idea. La probabilidad se trueca casi en certidumbre si
se relacionan con las palabras de Jesús en el versícu¬
lo 19: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré»,
con la glosa del evangelista: «Él se refería al templo de
su cuerpo. Cuando resucitó de entre los muertos se
acordaron sus discípulos de que había dicho esto, y
creyeron en la Escritura y en la palabra que Jesús ha¬
bía dicho» (v. 22).
Dada la luz con que debemos leer esta página, quién
quedará insensible a su frescor? Con toda intención el
evangelista inaugura el ministerio de Jesús con una
fiesta nupcial, en la que Jesús, con su primer signo,
anuncia ya el sacramento de comunión que será su sig¬
no postrero.
Jesús es todavía un desconocido, es su Madre la in¬
vitada; Él lo es con ella y los suyos con Él.
El cuarto evangelio atribuye a María un papel que
los exegetas están de acuerdo en reconocer más seña¬
lado que el que desempeña en los otros. Es significativo
que san Juan, que no relata las circunstancias del na¬
cimiento de Jesús, haga no obstante aparecer a María
al comienzo de su ministerio. Lo mismo que ella ha sido
la puerta por la que el Hijo de Dios ha pasado del cielo
a la tierra, así se convierte aquí en introductora de él
entre los hombres. Su lugar no será otro que prestar a
la salvación la ocasión de efectuarse.
La humildad de su actitud se encierra en esta frase:
«No tienen vino.» No hace nada, no pide nada; tan sólo
presenta la indigencia de los hombres a fin de que ma¬
nifieste Dios su riqueza, ya que es ése su mayor placer.
Lo que María añade en seguida: «Haced lo que Él
os diga», demuestra que la respuesta de Jesús, obscura

104 El cuarto evangelio


al parecer, no encierra un violento reproche. Más ade¬
lante (7, 1-10) nos hallaremos con una situación exacta¬
mente análoga: Jesús que aparenta negarse a realizar
una acción, mientras que lo que desea es tan sólo reali¬
zarla dándole otro sentido que el que humanamente po¬
dría esperarse.55
No es Él el Mesías realizador de milagros carnales
tal como los judíos lo esperaban: ni Él ni su Madre
tienen por qué ocuparse en eso (cf. la nota sobre la tra¬
ducción del v. 4). Él realizará, sí, el milagro, pero no es
ése el fin supremo de su misión, «su hora no es aún
llegada». Esa «hora» cuyo recuerdo vuelve sin cesar a lo
largo del libro,56 es la hora de su muerte. En efecto, no
será por medio de prodigios mágicos como se manifes¬
tará su gloria mesiánica, sino a través de la inmolación
dolorosa de la cruz. Sus milagros, por tanto, en vez de
tener en sí mismos una razón de ser, no la tienen sino
en la cruz, para cuyo misterio deben disponer a los
hombres. Por eso san Juan los denomina «signos».
Lo mismo que María ha presentado los hombres a
Cristo, expresando en la frase primera la pura disponi¬
bilidad con que deben estar ante Él, así presenta tam¬
bién Cristo a los hombres, expresando esta vez la pura
gracia de su acción a este respecto: «Haced lo que os
diga.»
Por un acto de sumisa fe pusieron ellos en las tina¬
jas el agua insípida, sabiendo que era tal, y he aquí que
se convirtió en exquisito vino. Esta bebida sobrenatural
que Cristo da a sus amigos es un anuncio de su sangre
derramada por los suyos, al mismo tiempo que mani-

55. Cf. asimismo la actitud del todo semejante del Bautista


cuando niega ser Elias o el profeta, y, sin embargo, se declara
como precursor.
56. Cf. 7, 30; 8„ 20; 12, 23; 13, 1; 17, 1.

El Verbo, Vida y Luz 105


fiesta la radical transformación de la «carne» por la
«gloria» del Verbo, transformación que se llevará a
cabo gracias a la efusión de esa sangre. El último dis¬
curso de Cristo, después de la Cena, no será sino una
clara revelación de la unión inseparable de esos sufri¬
mientos con su Gloría, manifestada en toda su plenitud
por su muerte y resurrección, pero manifestada ya ve-
ladamente en el primero de sus signos.
«Éste fue el primer signo que hizo Jesús, en Caná
de Galilea, y manifestó su Gloria y creyeron en Él sus
discípulos», pues al revés de los milagros carnales que
no se dirigen sino a la intención carnal, los signos de
Jesús se dirigen a la fe.
Hay aún dos detalles dignos de atención. El primero
es la mención de que las tinajas se destinaban a la puri¬
ficación de los judíos. Se ha visto ahí una alusión diri¬
gida a unir a la Eucaristía, cuya idea se halla como
oculta en todo este pasaje, el bautismo que san Juan
le aproxima en otros lugares.57 Es verosímil.
Referente a la palabra irónica del maestresala: «¡Tú
has guardado hasta ahora el vino mejor!» debe también
entenderse en otro sentido que el de añadir una nota
pintoresca a la narración. Junto a la mención hecha por
Jesús de su «hora», es insistir en la idea de que la sal¬
vación llega solamente en el tiempo determinado, des¬
concertante a los hombres, después que todo se haya
cumplido, después del supremo pecado y del dolor pos¬
trero, como su consecuencia y su fin.

57. Cf. especialmente lo que decimos acerca del lavatorio de


los pies, págs. 240 y ss.

106 El cuarto evangelio


IV. El templo purificado

Seguidamente, tras este primer signo, viene el se¬


gundo que le sirve de complemento.

12. Después de esto bajó a Cafarnaúm Él con su


madre, sus hermanos y sus discípulos, y permanecie¬
ron allí algunos días.
13. Estaba próxima la Pascua de los judíos, y su¬
bió Jesús a Jcrusalén. 14 Encontró en el templo a los
vendedores de bueyes, de ovejas y de palomas y a los
cambistas sentados. 15 Y haciendo de cuerdas un
azote los arrojó a todos del templo, con las ovejas y
los bueyes; derramó el dinero de los cambistas y de¬
rribó las mesas; 16 y a los que vendían palomas les
dijo: «Quitad de aquí todo eso y no hagáis de la casa
de mi Padre casa de contratación.»
17. Se acordaron sus discípulos que está escrito:
«El celo de tu casa me consume.»58 18. Los judíos
tomaron la palabra y le dijeron: «¿Qué señal nos das
para obrar así?» 19. Respondió Jesús y Ies dijo: «Des¬
truid este templo y en tres días lo levantaré.» 20. Re¬
plicaron los judíos: «Cuarenta y seis años se han em¬
pleado en edificar este tempo, ¿y tú vas a levantarlo
en tres días?» 21. Pero Él hablaba del templo de su
cuerpo. 22. Cuando resucitó de entre los muertos, se
acordaron sus discípulos de que había dicho esto, y
creyeron en la Escritura y en la palabra que Jesús
• había dicho.

Después de una corta frase, en que al parecer se


indica que al principio de su ministerio público vino
Jesús con los suyos a morar algún tiempo en Cafar¬
naúm (cf. Mt 4, 13), el anuncio de la proximidad de la

5S. Sal 69, 10.

El Verbo, Vida y Luz 107


Pascua introduce el de la subida a Jerusalén.69 En esta
ocasión, entrando Jesús en el templo, expulsa a los mer¬
caderes y cambistas, es decir, toda esa tropa de comer¬
ciantes que el aspecto material del templo lleva siem¬
pre en torno a los grandes santuarios.
Incluso cuando se hallan colocados lejos del lugar
sagrado, se hace inevitable que lo rodeen de una at¬
mósfera fácilmente extraña, mezclando de manera des¬
agradable los intereses comerciales con los intereses es¬
pirituales del santuario de que dependen, y que ellos
someterían al punto a sus negocios. Permitirles la en¬
trada había sido casi como la consagración de semejan¬
te escándalo. El hecho de que se hubieran instalado con
tanta seguridad era sin duda un indicio de la materiali¬
zación de la religión judía. El expulsarlos sería el hecho
más sorprendente de cuanto Jesús venía a hacer con
esta religión: no destruirla, pero sí darle un cumpli¬
miento que sus mismos adeptos no imaginaban. Con
todo, el significado de su acción rebasa estas perspec¬
tivas.
El mismo templo de piedra no es sino el signo del
verdadero templo de Dios: el cuerpo vivo en el que el
Verbo divino se ha encarnado. Así pues, el templo puri¬
ficado de Jerusalén es este ser humano, libre, por el
Verbo que está en él, de todas nuestras flaquezas y en¬
fermedades. El diálogo de Jesús con los judíos lo pre¬
cisa.
«Destruid este templo y en tres días lo levantaré»;
la resurrección de Jesús es la que llevará a cabo la per¬
fecta purificación de todo cuanto de mortal tenía en su

59. Es sabido que los sinópticos sitúan el siguiente relato al


final de la vida de Jesús; pero el cuarto evangelio, que solamente
aporta algunos hechos elegidos, los dispone según un plan lógico
y no cronológico.

108 El cuarto evangelio


carne. Eso se realizará gracias al tránsito por la muer¬
te que 1c infligirán los judíos a causa de esa misma in¬
credulidad que encierra su respuesta: «Cuarenta y seis
años se han empleado en edificar este templo, ¿y tú vas
a levantarlo en tres días?» La incredulidad de los judíos
resalta aquí como el hecho de aferrarse groseramente
al signo, colocándolo en lugar de lo que significa.
Las palabras dirigidas a Jesús: «¿Qué señal nos das
para obrar así?» ¿no reclaman esta declaración refe¬
rida por los sinópticos: «No le será dada más señal a
esta generación que la señal de Jonás el profeta. Porque
como estuvo Jonás en el vientre de la ballena tres días
y tres noches, así estará el Hijo del hombre tres días y
tres noches en el seno de la tierra»?60
El sentido es idéntico al que contiene la respuesta
de Jesús en esta circunstancia: la señal del Mesías no
será deparada por los prodigios que se esperaban, sino
que consistirá en su muerte y resurrección. Los signos
particulares, que no sirven, por decirlo así, sino para
acuñar este único signo de toda su vida, serán tan sólo
como diseños preparados por un paciente pedagogo
para dirigir a los hombres.

* * *

Nos hallamos ya en disposición de ver el sabio plan¬


teamiento de esta introducción al evangelio, que com¬
prende los testimonios y los signos.
El Bautista y los primeros discípulos han atestigua¬
do que Jesús es el Mesías. Él mismo precisa por otra
parte la verdadera naturaleza de su mesianismo a través
de su obra mesiánica, sorprendente para los judíos, o

60. Mt 12, 39-40.

El Verbo, Vida y Luz 109


sea, su muerte y su resurrección. En Caná insiste acerca
de la primera (el vino imagen de la sangre derramada),
en Jerusalén acerca de la segunda (el templo purificado
y reconstruido).
Al acabar esta introducción conviene no olvidar la
nota con que concluye: «Cuando resucitó de entre los
muertos, se acordaron sus discípulos de que había di¬
cho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que
Jesús había dicho.» En general el signo no produce la
fe (al menos la fe en su plenitud) en el acto. Pero queda
grabado en la memoria con rasgos obscuros que más
tarde se iluminan ante el esplendor que se refleja de
los posteriores acontecimientos. Ésta es una de las
enseñanzas que más aprecia san Juan y a la que recurre
con frecuencia.01
La breve transición que sigue opone por otra parte
a la seguridad de esa fe, nacida de una paciente apre¬
hensión de toda la inteligencia por Dios, lo precaria de
la fe aparente, que no es sino un efímero entusiasmo:

23. Al tiempo en que estuvo en Jerusalén por la


fiesta de la Pascua, creyeron muchos en su nombre,
viendo los signos que hacía. 24. Pero Jesús no creía
en ellos, pues conocía por sí mismo a todos los hom¬
bres 25 y no tenía necesidad de que nadie diese tes¬
timonio del hombre, pues Él conocía lo que en el
hombre había.62

61. Cf. 13, 7; 20, 9; etc.


62. Adviértase cómo hace notar al final la clarividencia de
Jesús, precisamente desde el comienzo de los testimonios que le
habían prestado.

110 El cuarto evangelio


Capítulo Tercero

LA VIDA: EL BAUTISMO

Hasta ahora nos hallábamos a las puertas del evan¬


gelio. El coloquio con Nicodemo nos lo abre y aparece
al punto el tema general de la Vida. En este relato se
nos indica la fuente: es el bautismo. El nuevo testi¬
monio de Juan, que viene seguidamente, precisa que
este bautismo no es el suyo, sino el de Jesús.
El coloquio con la Samaritana junto al pozo de Ja¬
cob determina cuál es la Vida de que se trata. El breve
episodio del hijo del oficial real a quien Jesús resucita,
pone un sello realista a este prolongado desarrollo teó¬
rico. La curación del paralítico en la piscina de Betesda
duplica este signo, renovando la ligazón entre la Vida y
el bautismo, y prepara el primer discurso de Cristo so¬
bre sí mismo.

I. Nicodemo

3.— 1, Había un fariseo de nombre Nicodemo, principal


entre los judíos.

2. Éste vino de noche a Jesús y le dijo:


«Rabí, sabemos que has venido como maestro de
parte de Dios,
Pues nadie puede hacer esos signos que tú haces
Si Dios no está con él.»

El Verbo, Vida y Luz 111


3. Respondió Jesús y 1c dijo:
«En verdad, en verdad te digo que quien no nacie¬
re de lo alto S3
No podrá ver el reino de Dios.»

4. Díjole Nicodemo:
«¿Cómo puede el hombre nacer siendo viejo?
¿Acaso puede entrar de nuevo en el seno de su
madre y volver a nacer?

5. Respondió Jesús:
«En verdad, en verdad te digo que quien no na¬
ciere del agua y del Espíritu,
No puede entrar en el reino de Dios.

6. Lo que nace de la carne, carne es,


y lo que nace del Espíritu es espíritu.

7. No te maravilles de que te haya dicho: «Es pre¬


ciso nacer de arriba.»

8. El viento sopla donde quiere y oyes su voz,


Pero no sabes de dónde viene ni adonde va;
Así es todo nacido del Espíritu.»

9. Respondió Nicodemo y dijo :


«¿Cómo puede ser esto?»

10. Jesús respondió y dijo :


«[De nosotros dos] tú eres maestro en Israel,
¿Y no sabes esto?

63. La traducción "de lo alto" puede también entenderse en


el sentido “de nuevo". Es éste el sentido que recogerá Nicodemo
materialmente. (A este respecto el evangelista ha escogido una
palabra griega que nos pudiera sugerir el engaño de Nicodemo;
pero en arameo no podía esa frase dar lugar a equívocos, lo que
parecería ir en contra de la idea de un original arameo, a pesar
de los indicios sacados de otros pasajes.)

112 El cuarto evangelio


11. En -verdad, en verdad te digo que nosotros habla¬
mos de lo que sabemos,
Y de lo que hemos visto damos testimonio,
Y que vosotros no recibís nuestro testimonio.»

El coloquio de Jesús con Nicodcmo manifiesta dos


hechos inseparables: la obra de salvación realizada en
Cristo Jesús, el don de la vida celestial por su muerte
y su resurrección, y la adaptación de la salud a cada
hombre, la recepción de esa vida celestial por el bau¬
tismo. Es de notar cómo Jesús parte de este punto
último para sólo a continuación elevarse al primero. La
salvación no es, en efecto, un tema de especulaciones
del que podamos permanecer desligados; continuaría
en realidad siéndonos desconocido, incluso cuando dis¬
cutiésemos mucho sobre él, mientras no se nos descu¬
briese en un hecho de nuestra vida concreta, personal,
y ese hecho es cabalmente el bautismo.
Nicodemo es también «un verdadero israelita en
quien no hay dolo». Con todo es muy distinto de Nata-
nael. San Juan lo llama «principal entre los judíos», o
sea miembro del Sanedrín. Así se nos presentará antes
y después de la pasión.64. No se trata tan sólo de un ju¬
dío piadoso y conocedor de la Ley; en todo este pasaje
aparece como verdadero «maestro de Israel». Al revés
del entusiasmo de Natanael, éste se muestra sagaz y
sereno, circunspecto en sus juicios, si bien no temía
declararse abiertamente, al menos en el terreno de su
conciencia; pero está muy imbuido de ese rastrero rea¬
lismo de la sabiduría judía.
La totalidad de este diálogo es única en su género
dentro de los evangelios. Presupone, por otra parte,
muchas cosas que no expresa. Es quizá la única vez que

64. 7, 50 y 19, 39.

El Verbo, Vida y Luz 113


hallamos a Jesús en presencia de un hombre tan pe¬
netrante, a pesar de sus evidentes lagunas; por eso su
propia clarividencia aparece aquí de modo mucho más
sutil que en relatos antes leídos. Presiente todo cuanto
encierran y no dicen las palabras de su interlocutor, y
responde más a lo que éste piensa que a lo que dice. Ni-
codemo parece consciente de ello; más que sorprendido
se muestra corroborado en sus presentimientos. Por
eso no hay que ver tras las rudas objeciones que pre¬
senta el simple endurecimiento carnal que suele seña¬
larse con excesiva facilidad. Se trata ante todo de las
palabras de un hombre que, sintiéndose del todo com¬
prendido, no dudará llegar hasta el final de su pensa¬
miento con una absoluta franqueza.
Comienza con reticencia; es indudable que su pri¬
mera frase, muy lejos de la conclusión que aparenta
formular, implica una cuestión que él no puede preci¬
sar. Una palabra lo encierra todo: Dios está con Jesús,
por lo que se le puede considerar como uno de esos doc¬
tores que representaban la más alta autoridad religiosa.
Pero basta pronunciar ese titulo para reconocer que
está en disonancia con lo que hace Jesús, e incluso sen¬
cillamente con lo que dice.
Nicodema concede que Jesús es un doctor para se¬
ñalar todo cuanto le parece es posible decir; sin duda
que lo que sabe de Él le induce a ir más allá, pero se lo
impide toda su formación, y parece ser que este hom¬
bre, que viene en el fondo en busca de luz, quiere desde
el principio fijar un límite, decidido a no traspasarlo.
Jesús no le embiste de frente, sino que le invita a
sopesar lo que sus propias palabras contienen por en¬
cima de lo que se propone decir. El que Dios esté con
Jesús, si se toma en sentido menos vivo, es muy insu¬
ficiente para la realidad contenida en su obra, realidad

114 El cuarto evangelio


que Nicodemo ha dejado suspensa prudentemente:
«esos signos que tú haces», pero que Jesús en cambio
denomina con términos propios: «el Reino de Dios».
La respuesta va dirigida tanto a la situación en que
se encuentra Nicodemo como a sus palabras sobre Je¬
sús. El origen sobrenatural de Jesús se halla envuelto
en lo que éste dice explícitamente; pero lo que afirma
ai señalado jefe es la causa de la incredulidad de hecho,
que revela la atestación de Nicodemo, de apariencia po¬
sitiva. Nicodemo juzga humanamente sobre lo que no
es accesible sino a la mirada del hombre nacido de
nuevo, nacido de lo alto.
Nicodemo se deja transportar dócilmente hacia este
terreno. Diríase que el haber sido penetrado de parte a
parte le ha llevado a la confianza; hay sin comparación
mucha más confianza en la franca objeción que formula
ahora que en el aparente asentimiento de sus primeras
palabras.
Se estrella ante la idea de volver a nacer, no puede
concebir una vida que esté realmente sobre la natura¬
leza humana; que haya que dejar ésta para volver a
ser de nuevo, no fundándose sobre nada de lo que an¬
tes era, se le hace incomprensible. Si en verdad es una
renovación absoluta la que se ha de operar en el hom¬
bre, ¿no nos vemos cogidos en el absurdo?
Jesús descarta ese supuesto absurdo y precisa de
qué nacimiento se trata, no menos concreto de aquel en
que piensa Nicodemo, pero diferente. Nicodemo se
aferraba a «nacer de nuevo»; Jesús subraya el «nacer
de lo alto» como única explicación.
El nacimiento «del agua y del Espíritu» del que se
trata, es evidentemente el bautismo. Pero no se trata
de cualquier bautismo, sino de aquel que, tras el signo
visible, contiene, si podemos decirlo así, la realidad

El Verbo, Vida y Luz 115


invisible: el Espíritu;65 Jesús mostró así el contraste
entre lo que puede el Espíritu y lo que puede la carne 66
(o sea," según el vocabulario joánico, la naturaleza hu¬
mana en sí misma considerada, dejada en su flaqueza
de criatura). Es importante precisar el rasgo caracterís¬
tico que hallamos aquí del Espíritu en nosotros: su
fuerza escapa esencialmente a nuestro alcance.
Lo mismo que Nicodemo no podía negar el carácter
sobrenatural de Jesús, tampoco podemos negarlo nos¬
otros; se nos impone por sus efectos, pero nuestro es¬
fuerzo por explicarlos humanamente continúa siendo
ineficaz:

«El viento C7 sopla donde quiere y oyes su voz,


pero no sabes de dónde viene ni adonde va...»

La respuesta de Nicodemo deja entrever la duda to¬


davía no disuelta, si bien ya ruinada:

«¿Cómo puede ser eso?»

Ahora comprende que se trata de algo muy diverso


de lo que podía él suponer, pero lo que le detiene to¬
davía ¿no es precisamente esa necesidad inexorable de
abandonar la manera de pensar que mantenían los ju¬
díos más piadosos?
De ahí la respuesta casi amarga de Jesús; Nicodemo
le ha llamado en seguida «doctor», pero de ambos in¬
terlocutores es él quien de hecho tiene oficialmente de¬
recho a semejante título; así pues el «doctor de Israel»

65. San Juan no se explaya aquí sobre el Espíritu, esperando


profundizar más adelante la noción.
66. Cf. págs. 74 y ss.
67. En griego, una misma palabra significa viento y Espíritu.

116 El cuarto evangelio


se comprueba incapaz de comprender siquiera los pri¬
meros elementos del Reino de Dios.

12. «Si hablándoos de cosas terrenas no creéis,


¿Cómo creeréis si os hablase de cosas celestiales?»

13. (Pues nadie ha subido al cielo,


Sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre).

Por esta transición pasamos del bautismo, que derra¬


mó el don del Espíritu sobre los hombres, a la obra de
salvación realizada por el Hijo del hombre, origen de
ese bautismo y causa de esa efusión del Espíritu. El
bautismo y la Vida que en nosotros se opera es lo que
sucede en la tierra; la muerte y resurrección del Hijo
del hombre subiendo al cielo, eso es lo que sucede en
el cielo.68
El paréntesis es sin duda una reflexión de san Juan,
al menos en su forma actual, ya que habla de la ascen¬
sión en pasado. Es la primera vez que vemos traspasar
insensiblemente el pasaje de las palabras de Jesús a
la enseñanza del Apóstol, que tan pronto cita literaria¬
mente como resume y explica, sin haber prevenido al
lector. El discurso de Jesús a Nicodemo continúa en
seguida, como lo indica la vuelta al futuro.

14. «A la manera que Moisés levantó la serpiente en el


desierto.63
Así es preciso que sea levantado el Hijo del
hombre,

15. Para que todo el que crea en Él tenga la vida


eterna.»

68. C¡. en Ap 5, el cordero inmolado en el cielo.


69. Núm. 21, 8-9.

El Verbo, Vida y Luz 117


16. (Porque tanto amó Dios al mundo que le dio su
único Hijo.
Para que todo el que crea en Él no j^erezca,
Sino que tenga la Vida eterna.

17. Pues Dios no ha enviado su Hijo al mundo para


que juzgue al mundo,
Sino para que el mundo sea salvo por Él.

18. El que cree en Él no es juzgado;


El que no cree ya está juzgado,
Porque no creyó en el nombre del Hijo único de
Dios.

19. Éste es el juicio: la Luz vino al mundo,


Y los hombres amaron más las tinieblas que la
Luz,
Porque sus obras eran malas.

20. En efecto, todo el que obra el mal aborrece la Luz


y no viene a la Luz,
Para que sus obras no sean reprendidas;

21. Pero el que obra la Verdad viene a la Luz,


Para que se manifieste que sus obras están hechas
en Dios.)

Hemos incluido en el paréntesis la mayor parte de


este texto, pues se trata sin duda de un comentario so¬
bre las obscuras palabras de Jesús a Nicodemo. Eso es
indiscutible a partir de «En efecto...», pues lo que si¬
gue supone ya realizada la obra de Jesús; pero está me¬
nos claro en cuanto a la frase precedente, si bien se
hace muy difícil colocarla en boca de Jesús si se tiene
en cuenta cómo dobla ella su imagen al explicarla. Otro
tanto ha de decirse de un sentido que nos parece lumi-

118 El cuarto evangelio


noso, pero que hubiera ofrecido el peligro de multipli¬
car al doctor judío los interrogantes en vez de darle
luz.
Por el contrario, la frase de Jesús a Nicodemo per¬
mite que éste capte, con poco que la medite, que ha de
ser cierta misteriosa exaltación del Hijo del hombre la
que dará al bautismo de agua y Espíritu su realidad
sobrehumana.
Para nosotros esa imagen prosigue de modo mara¬
villoso la unión constante de la cruz y la glorificación,
tan característica del cuarto evangelio. En cambio a
Nicodemo no le ofrecía al desnudo lo que por entonces
hubiera podido tolerar menos que cualquier otra cosa:
la idea del Mesías paciente; sino que, al igual que las
palabras acerca del templo para los discípulos, este re¬
lato sobre la serpiente de bronce se cargaría de sentido
para él después de los sucesos de Viernes Santo y de
Pascua.
Al parecer Nicodemo desaparece en adelante. Ya no
se le menciona desde el momento en que el evangelista
ha encontrado en su relato el punto donde enclavar una
verdad superior, que al instante vuelve a ocupar toda
su atención.
Lo que presentamos como una glosa de san Juan co¬
mienza por aquel versículo tan citado en que se ha vis¬
to cabalmente un resumen de la teología joánica, tal
vez más típico que el mismo prólogo: Tanto amó Dios
al inundo que le dio su único Hijo, para que todo el
que crea en Él no perezca, sino que tenga la Vida
eterna.
Esta frase resume muy particularmente la enseñan¬
za acerca de la Vida dada en esta parte del evangelio.
Dios, según el punto de vista de san Juan, tiene como
carácter esencial un amor sin medida para con la cria-

E1 Verbo, Vida y Luz 119


tura, amor cuya incomparable fuerza y libertad sobera¬
na se unen en un don tan gratuito como total: el don
del único Hijo. El ñn de este don es que los hombres
posean «la Vida». Hasta ahora hemos considerado la
Vida como hecho accesible a la humanidad por la muer¬
te y la glorificación de Cristo, y comunicada luego a
cada hombre por el bautismo; ahora vemos cómo puede
el hombre gozar efectivamente de ese don del Hijo: por
la fe... «para que todo el que crea en Él no perezca».
Esta mención de la fe da paso a un breve desenvolvi¬
miento que nos debe hacer considerar la relación entre
la Vida y la Luz según una nueva perspectiva. El pró¬
logo nos dio a conocer cómo en el Verbo la Luz pro¬
cede de la Vida; aquí vemos cómo la Luz nos conduce
a esa Vida de donde ella emana.
El fin de la venida del Hijo no ha sido el juicio, al
contrario de lo que el mesianismo judío creía; sin em¬
bargo, lo lleva también a cabo, pero como simple con¬
secuencia de la actitud que su actividad provoca entre
los hombres. El fin de su venida es conducir a la Vida a
aquellos que aceptan configurarse con la Luz, o sea,
creen, después que ha venido el Hijo. «El que no cree
ya está juzgado», pues en presencia de la Luz adquiere
un significado positivamente malo el no querer creer,
demuestra que el incrédulo forma parte de las tinie¬
blas.
Las obras buenas de que se trata no son las obras
realizadas sin la gracia y que espontáneamente se ha¬
llarían de acuerdo con la Luz; son las obras «hechas en
Dios». La oposición está entre aquellos que obran la
«verdad» (en el sentido más estricto en que san Juan
toma la palabra), o sea aquellos que se han mantenido
fieles al Antiguo Testamento y reconocen en Cristo la
Luz prometida, y aquellos que no rehúsan la nueva dis-

120 El cuarto evangelio


pensación sino porque desprecian el verdadero sentido
de la antigua.70

II. ÚLTIMO TESTIMONIO DE JUAN

Un último testimonio del Bautista viene a confirmar


que esos desenvolvimientos del todo nuevos son cierta¬
mente lo que él tenía por misión preparar; su tarea ha
concluido y no le resta sino desaparecer.

22. Después de esto vino Jesús con sus discípulos a


Judea, y permanecía allí con ellos y bautizaba.

23. Juan bautizaba también en Enón, cerca de Salen,


donde había mucha agua, y venían y se bauti¬
zaban, 24 pues Juan no había sido aún metido en
la cárcel. 25. Se suscitó una discusión entre los dis¬
cípulos de Juan con los judíos acerca de la purifi¬
cación. 26. Vinieron a Juan y le dijeron: «Rabí,
aquel que estaba contigo junto al Jordán, de quien
tú diste testimonio, está ahora bautizando y todos
se van a Él.» 27. Juan les respondió, diciendo : «No
debe el hombre tomarse nada si no le fuere dado
del cielo. 28. Vosotros mismos sois testigos de que
dije: «Yo no soy el Cristo», sino «Yo he sido en¬
viado delante de Él».

29. El que tiene esposa es el esposo, pero el amigo


del esposo, que le acompaña y le oye, se alegra
grandemente de oír la voz del esposo. Pues así

70. Todo este pasaje, que a fuerza de concentrado resulta


obscuro, debe considerarse junto a la discusión de Jesús con los
judíos del capítulo 7; así, todo se aclara.

El Verbo, Vida y Luz 121


este mi gozo es cumplido. 30. Preciso es que Él
crezca y yo mengüe.»

La belleza de este testimonio resulta demasiado lím¬


pida para que haya necesidad de recalcarla. Jesús ocupa
el puesto del Bautista, y éste confiesa que es Dios quien
se lo ha otorgado. El amigo del esposo, que ha dispuesto
todo para las bodas, llegado ya el esposo, sólo le queda
retirarse ante el señor de la fiesta. Esta retirada no es
para él una dolorosa humillación: oír la voz del esposo
que va en busca de la esposa71 es su gozo completo,
pues no había trabajado sino con ese fin.72
Se advertía que solamente san Juan nos habla de
una actividad de Jesús antes del encarcelamiento del
Bautista. Sólo él nos muestra a Jesús bautizando. Los
dos hechos concuerdan, pues Jesús no debió bautizar
a las gentes sino durante esta primera fase de su mi¬
nisterio, como una transición entre el de Juan y el que
él mismo iba a llevar a cabo.
El evangelista añade esta conclusión:

31. El que viene de arriba está sobre todos.


El que procede de la tierra es terreno, y habla de
la tierra.
El que viene del cielo está sobre todos.

32. Da testimonio de lo que ha visto y oído,


Pero nadie recibe su testimonio.

33. El que recibe su testimonio certifica que Dios es


veraz;

71. Cristo a los suyos.


72. Cf. Me 2, 19, donde el mismo Jesús se compara al es¬
poso.

122 El cuarto evangelio


34. Porque Aquel a quien Dios ha enviado habla pala¬
bras de Dios,
Pues Él da el Espíritu sin medida.

35. El Padre ama al Hijo.


Y ha puesto en sus manos todas las cosas.

36. El que cree en el Hijo tiene la vida eterna.


El que rehúsa creer en el Hijo no verá la Vida,
Sino que está sobre éi la cólera de Dios.

Juan es tan sólo de la tierra; su testimonio, aunque


inspirado por Dios, continúa siendo el testimonio dado
por un hombre. Jesús viene del cielo y, como tal, no
podría colocársele al mismo nivel; Él habla de las cosas
divinas no de oídas, sino que las ha «visto», las ha «per¬
cibido», como vemos y percibimos nosotros las cosas
del mundo.
San Juan vuelve a tomar las palabras del prólogo
para poner de maniñesto la incredulidad suscitada por
la misma elevación del mensaje de Jesús: «nadie recibe
su testimonio». No existe contradicción entre eso y las
palabras siguientes: «el que ha recibido su testimonio»,
pues, lo veremos en seguida, en el actual estado del
hombre, la incredulidad ha venido a serle natural, nin¬
gún hombre puede por sus propias fuerzas llegar a la
fe; si nace en él es por la gracia de Dios.
Esta frase abrupta: «El que recibe su testimonio
certifica que Dios es veraz» se comprende si se recuerda
el sentido tan peculiar de la palabra «verdad» en san
Juan: es el hecho de que Dios se revela a nosotros por
un don real de sí mismo. La frase lo explica: Aquel a
quien Dios ha «enviado» habla las palabras mismas de
Dios. La segunda frase, empezando con «porque», no
debe tomarse como una explicación de la primera, sino

El Verbo, Vida y Luz 123


añadida a ella; Jesús manifiesta la verdad, porque habla
palabras de Dios y porque da el Espíritu en plenitud.
La verdad de Dios encuentra así su definición perfecta
en estas palabras: «El Padre ama al Hijo y ha puesto
todo (a los hombres) en su mano.»
Al final de todo esto, la vuelta a la noción de juicio
expuesta en el comentario a las palabras de Nicodemo,
es como la conclusión natural de todo este capítulo.

III. La samaritana

La conversación de Jesús con la Samaritana es uno


de los sucesos más conocidos del evangelio. Es quizá el
que ha dado lugar a más comentarios y a la vez con
mayores errores. Vuelve a lo que apenas si se había se-
ñalado en el encuentro con Nicodemo y prolonga la idea
de manera tan decisiva que casi no hay referencia o
palabra que no nos lleve hasta la medula misma de la
mística joánica.

4. 1. Así, pues, que supo el Señor que habían


oído los fariseos cómo Jesús hacía más discípulos que
Juan y los bautizaba, 2, aunque Jesús mismo no
bautizaba sino sus discípulos, 3, abandonó la Judea
y partió de nuevo para Galilea. 4. Tenía que pasar por
Samaría. 5. Llega, pues, a una ciudad de Samaría
llamada Sicar, próxima a la heredad que dio Jacob a
José, su hijo 73 ó. Allí estaba la fuente de Jacob. Je¬
sús, fatigado del camino, se sentó sin más junto a la
fuente; era como la hora de sexta.74
7. Llega una mujer de Samaría a sacar agua, y

73. Gen 48 , 22; cf. 33, 19.


74. Mediodía.

J24 L1 cuarto evangelio


Jesús le dice: «Dame de beber», 8 pues los discípulos
habían ido a la ciudad a comprar provisiones. 9. Dícele
la mujer samaritana: «¿Cómo tú, siendo judío, me pi¬
des de beber a mí, mujer samaritana?» (Porque no
se tratan judíos y samaritaños.) 10. Respondió Jesús y
le dijo: «Si conocieras el don de Dios y quién es
el que dice: «Dame de beber», tú le pedirías a Él, y
Él te daría a ti agua viva.» 11. Ella le dijo: «Señor,
no tienes con qué sacar el agua y el pozo es hondo;
¿de dónde, pues, te viene esa agua viva? 12. Acaso eres
tú más grande que nuestro padre Jacob, que nos dio
este pozo y de él bebió él mismo, sus hijos y sus
rebaños?» 13. Respondió Jesús y le dijo: «Quien bebe
de esta agua volverá a tener sed; 14, pero quien beba
del agua que yo le diere no tendrá jamás sed: que el
agua que yo le dé se hará en él una fuente que salte
hasta la vida eterna.» 15. Díjole la mujer: «Señor,
dame de esa agua para que no sienta más sed ni ten¬
ga que venir aquí a saciarla.» 16. Jesús le dijo: «Vete,
llama a tu marido y ven acá.» 17. Respondió la mujer
y le dijo; «No tengo marido.» Díjole Jesús: «Bien
dices: “No tengo marido”; 18 porque cinco tuviste, y
el que ahora tienes no es tu marido: en esto has dicho
la verdad.» 19. Díjole la mujer: «Señor, veo que eres
profeta. 20. Nuestros padres adoraron en este monte,
y vosotros decís que es Jerusalén el sitio donde hay
que adorar.» 21. Jesús le dijo: «Créeme, mujer, que
es llegada la hora en que ni en este monte ni en Jeru-
salén adoraréis al Padre. 22. Vosotros adoráis lo que
no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos,
porque la salud viene de los judíos. 23. Pero ya llega
la hora cuando los verdaderos adoradores adorarán
al Padre en Espíritu y en Verdad, pues tales son los
adoradores que el Padre busca. 24. Dios es Espíritu, y
los que le adoran han de adorarle en Espíritu y en
Verdad.» Díjole la mujer: «Yo sé que el Mesías (el que
se llama Cristo) está para venir: cuando venga nos

]1 Verbo, Vida y Luz 125


anunciará todas las cosas.» 26. Díjole Jesús: «Soy yo,
el que contigo habla.»

No hay que rebajar a la Samaritana. La total incom¬


prensión que algunos comentaristas parece se compla¬
cen en mostrar hacia ella, no es sino reflejo de la suya.
De lo contrario, la sublime enseñanza de Jesús, prose¬
guida imperturbablemente frente a pruebas definitivas
de falta de inteligencia, daría la impresión de una exal¬
tada pedantería en la medida en que su interlocutora
parece más incapaz de captar cuanto ante ella se dice.
La tara más notable de la Samaritana es una especie
de vulgaridad que puede ser más desagradable todavía
que una malicia innata. Esta mujer es de esos seres
que envilecen cuanto tocan. No se trata aquí de cues¬
tión de clases: hay hombres del pueblo, del pueblo
más bajo, que tienen un alma noble, lo mismo que hay
gentes bien nacidas que piensan y sienten bajamente.
Ante éstos se experimenta una especie de desaliento
que no siempre se siente ante otros más endurecidos.
Estaríamos tentados de recelar más de su adhesión
que de su incredulidad, pues parece que han de desdo¬
rar todo cuanto han admitido.
¿Nos ha de extrañar por lo tanto que se haya diri¬
gido Jesús a la Samaritana para hacerle una de las más
sublimes revelaciones que jamás hiciera a nadie?
En absoluto; ahí está el milagro del evangelio. Lo
más maravilloso no es precisamente que trueque las
malas voluntades y les haga desear el bien, sino que
acrisola las buenas, pero triviales, voluntades. Se trata
de un matiz, pero implica «más que un abismo». Que
un «ruin» se vuelva «bueno» sucede también fuera del
cristianismo. Por el contrario, hay cierta cualidad de
bien que el ser más delicado no puede alcanzar mejor

126 El cuarto evangelio


que el vulgar, si Cristo no se la da igualmente a él. Al
igual que todos los milagros, éste no nos pide sino un
poco de docilidad.

San Juan se ha propuesto subrayar la ocasión total¬


mente accidental de este encuentro. Jesús deja la Ju-
dea a fin de no excitar más la irritación de los fariseos.
Dirigiéndose a Galilea, tiene que cruzar necesariamente
por Samaría, a no ser que dé una vuelta considerable/5
En pleno mediodía, en el momento de la canícula, hace
alto la pequeña tropa, y mientras los discípulos entran
en la aldea de Sicar para comprar víveres, Jesús, can¬
sado del camino, se sienta junto a la fuente de Jacob
para reposar un poco y refrescarse.
Este detalle ofrece la nota típica de san Juan, que
nada tiene que ver con la obscura filosofía que se le
atribuye a veces. Es él quien mejor nos demuestra al
Dios que está en Jesús, que es Jesús; y no obstante es
también él quien con ciertos toques muy sencillos, pero
a la vez muy directos, señala mejor que nadie el carác¬
ter plenamente humano del Señor.
La encarnación, que san Juan ha sido el primero en
comprender y que ha descrito de manera perfecta, su¬
pone la misma integridad de ambos términos, el huma¬
no y el divino: Cristo no es ni Dios aminorado ni un
hombre incompleto. Siguiendo la expresión de la epís¬
tola a los Hebreos, tan frecuentemente en consonancia
con el joanismo, Cristo se ha hecho semejante a nos-

75. No hay ahí ninguna contradicción con el precepto de


Jesús a los Apóstoles que hallamos en Mi 10, 5: no se trata de ir
a predicar, sino de tomar un camino más corto; todos los judíos,
incluso los más fanáticos, obraban así (Cf. Le 9, 52).

El Verbo, Vida y Luz 127


otros en todo a excepción del pecado. Aunque Él no
participa en absoluto de nuestro pecado, no ha soporta¬
do menos todo el rigor de condiciones que el pecado
ha impuesto a la humanidad, toda la flaqueza de la car¬
ne. Es quizá más conmovedor verle sujeto a las tribu¬
laciones de cada día que forman la trama de nuestra
vida caída, como por ejemplo ese cansancio tras un
largo viaje a pleno sol y por un camino polvoriento, que
verle sujeto a esos acerbos dolores, que al menos dan
la impresión de elevarnos sobre nosotros mismos.
Junto a la fuente terrenal, adonde el Señor, como
el más débil de nosotros, viene en busca de ese efímero
refrigerio, nos ofreció las fuentes eternas. Suplica: «Da¬
me de beber» a la mujer que viene a sacar agua, y Él
le ofrecerá a cambio «el agua viva».7G La mujer se asom¬
bra ante tan extraña demanda, si bien no sospecha lo
que ella significa. Y al instante, por su misma respuesta,
que no implica una negativa sino casi una invitación a
proseguir, se revela ella tal cual es: insinceramente li¬
bre, por la misma irregularidad de su vida, de los pre¬
juicios propios de su ambiente, y además locuaz, como
la mayor parte de los seres medio superficiales. Diga¬
mos solamente «medio», pues se da en ella cierta posi¬
bilidad de esfuerzo profundo, una generosidad que Je¬
sús ha captado al momento y a la que Él se dirigirá sin
desanimarse viendo cómo ella, sin darle importancia,
se pierde en el diálogo.
«¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí,
mujer samaritana?» Surgiendo su costumbre, no res¬
ponde Jesús a esta frívola cuestión, y pasa de golpe a
situar la conversación en el terreno que quería: «Si

76. Esta petición y esta oferta ¿no abarca todo el cristianis¬


mo, en el que Dios se digna pedimos nuestra naturaleza huma¬
na para hacernos partícipes de su naturaleza divina?

128 El cuarto evangelio


conocieras el don de Dios y quién es el que te dice:
‘'Dame de beber”, tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti
agua viva.»
Ella no ha percibido el misterio. Al igual que a los
ciegos judíos, la humildad de Cristo que se hizo pobre
para enriquecernos, le oculta el «don de Dios» que esa
misma humildad nos trae: ese invisible don que no es
sino el don hecho por Dios, pero también el don que se
nos hace de Dios.
La Samaritana se da cuenta de que Jesús no habla del
agua del pozo, pero, desde ese instante, desvía y tuerce
la cuestión que le turba, planteándola como si no pu¬
diera tratarse sino de un agua de la misma naturaleza:
«Señor, no tienes con qué sacar el agua y el pozo es
hondo; ¿de dónde, pues, te viene esa agua viva?»
Advierte ella que va por mal camino, pues es innega¬
ble el embarazo de estas frases. Entonces, en vez de
enfrentarse abiertamente con el problema, trata de ro¬
dear con esa guasa popular en que la pusilanimidad de
espíritu se oculta bajo una falsa valentonada, persua¬
dida de que con tal de tener la última palabra, todo está
solucionado: «¿Acaso eres tú más grande que nuestro
padre Jacob, que nos dio este pozo? —¡y de él bebió él
mismo, sus hijos y sus rebaños!»
Jesús persevera; quiere dar salida a ese presenti¬
miento que ha tenido de la mujer, mejor aún que ella
misma: «Quien beba de esta agua volverá a tener sed;
pero quien beba del agua que yo le diere no tendrá ja¬
más sed: que el agua que yo le dé se hará en él una
fuente que salte hasta la vida eterna.»
Tal es el poder misterioso del agua viva que da Cris¬
to: el que ha sacado de la fuente, descubre en sí mismo
una fuente. Lo que ha sacado ha sido la Vida divina: el
amor en un don perdurable, perpetuamente en acto. No

El Verbo, Vida y Luz 129


9
puede poseer en sí ese amor sin amar por su parte, ni
ese don sin dar a su vez y sin descubrir en si mismo,
siempre igualmente frescas, las mismas posibilidades
del don de sí, cuya exigencia, siempre nueva, no podrá
medirse sino en la eternidad.
La eternidad de la Vida no es sino una prolonga¬
ción que se dará como un acrecentamiento. Ella le es
esencial; la Vida no sería ya lo que es si no fuera eterna,
pues es divina. Proviene, si vale la frase, de lo que más I
divino hay en Dios.
Entonces llega el asentimiento de la mujer, peor to¬
davía por su grotesca trivialidad de puro torpe que
por su incredulidad: «Señor, dame de esa agua para
que no sienta más sed ni tenga que venir aquí a sacar¬
la.» Es la respuesta de esas «buenas personas» que a
falta de argumentos te saltan: «En último caso, si Dios
existe, ¡pídale que me aumente los ingresos!», como
también la de los «librepensadores», que gustan pon¬
derar su propia tolerancia, que les permite reconocer
lo que hay de bueno en las «ilusiones espiritualistas».
Pero Jesús no es un cándido. En el preciso momento
en que la mujer creía desembarazarse definitivamente
de Jesús y del malestar que le inspiraba, a pesar de
cuanto hace por defenderse, hela aquí herida en lo más
vivo por la propuesta más inesperada: «Vete, llama a
tu marido y ven acá.»
¡Qué contraste entre Ja facundia de hace unos mo¬
mentos y esta corta frase, seca y forzada: «No tengo
marido»! A pesar de la sorpresa de tal pregunta que no
esperaba y que la hiere en un punto tan sensible, podía
ella pensar que se trataba de una rara coincidencia. Je¬
sús le rechaza tal excusa: «Bien dices: “No tengo ma¬
rido”, porque cinco tuviste y el que ahora tienes no es
tu marido: en esto has dicho la verdad.»

130 El cuarto evangelio


Es muy verosímil que al menos algunos de los pre¬
cedentes tampoco fueran los maridos de la mujer. Jesús
nada dice de eso. Pero la frase final: «en esto has dicho
la verdad», que supone que la confesión no es sino
parte de la verdad, basta para dejarla del todo descon¬
certada.
De repente, la Samaritana, frívola y pecadora, recuer¬
da al «Israelita en quien no hay dolo»: «Señor, veo que
eres profeta.» Ahora cree sinceramente; ya no se trata
de una simple adhesión de palabra.
Cierto, su fe es imperfecta y ¡hasta qué punto!, pero
es igualmente fe. Lo que hay de pueril en la pregunta
que propone inmediatamente es un indicio más de la
profundidad a donde ha sido conducida: es toda su po¬
bre religiosidad, sin duda muy lejos de ella hace unos
segundos, la que vuelve a ella y que presenta a Jesús en
ese torpe pero sincero homenaje, con una confianza del
todo nueva: «Nuestros padres adoraron en este monte,
y vosotros decis que es Jerusalén el sitio donde hay que
adorar...» Queda en el fondo una cuestión pendiente:
tiene la excepcional ocasión de encontrarse con un pro¬
feta y hay que aprovecharla.
Pero cierta discreción, cierta timidez que no se
esperaba en ella, la detiene al borde de^ su pregunta.
Los samaritanos habían llegado, al menos entre el pue¬
blo, hasta hacer de esa rivalidad de santuarios casi la
esencia misma de su cisma. Sorprendida de ver «un
profeta» en uno de esos aborrecidos judíos, es muy na¬
tural que la Samaritana desee proponer este problema
que no podía dejar de aflorar a sus labios. Se advierte
en ella una duda, tal vez preparada por ese desapego de
los prejuicios como también de las positivas creencias
de Samaría, desapego al que no debía resultar extraña
su vida escandalosa. Jesús no dice en absoluto que la

El Verbo, Vida y Luz 131


cosa sea indiferente: un momento más adelante preci¬
sará que los judíos son los verdaderos herederos de las
promesas. Pero, comprendiendo a la mujer, piensa que
los que poseían la verdadera religión y se engreían de
ello, habían perdido su verdadero sentido tanto como
los que habían perdido la misma religión. Por eso pre¬
dice: «Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni
en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre.» No se
trata aquí de la verdadera adoración que sucede al culto
impío y al culto transitorio; de eso se tratará más ade¬
lante. Es una terrible maldición que pronuncia Jesús,
abarcando la ciudad santa y los cismáticos: Llega ya
la hora en que ni unos ni otros podrán adorar en ade¬
lante. Un día no lejano no tendrá razón de ser la riva¬
lidad de los santuarios; Roma sembrará la muerte por
todo el país y destruirá ambos cultos.
Jesús añade: «Vosotros adoráis lo que no conocéis;
nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salud
viene de los judíos. Pero llega la hora cuando los verda¬
deros adoradores adorarán al Padre en Espíritu y en
Verdad, pues tales son los adoradores que el Padre bus¬
ca. Dios es Espíritu, y los que le adoran han de ado¬
rarle en Espíritu y en Verdad.»
La respuesta que sin duda esperaba la mujer es la
misma que muchas personas desearían tanto encontrar
en la boca de Cristo, que se la ponen quieras que no:
«Todas las religiones son buenas, con tal de practicarlas
sinceramente.» Jesús desconoce esa extraña «sinceri¬
dad» que desprecia la verdad. Sea lo que fuere de la in¬
fidelidad de los judíos, lo cierto es que de ellos viene
la salvación y Jesús se solidariza con ellos y dice nos¬
otros a una con ellos. ¿Por qué todo eso? Porque los
judíos, aun cuando no practiquen lo que Dios les ha
ordenado, aceptan su revelación tal cual es, mientras

133 El cuarto evangelio


que los samaritanos no la aceptan sino «apañada» se¬
gún sus gustos y preferencias. Los judíos adoran «lo
que conocen», los samaritanos «lo que no conocen».
Por lo tanto, es de los judíos de donde viene la salva¬
ción. Una vez llegada, hace nulos los privilegios de los
judíos, pues establece una «economía», una dispensa¬
ción nueva. Pero si la nueva alianza suplanta a la anti¬
gua, es a modo de la flor que suplanta la semilla, es
decir, dimanando de él y no «aboliéndolo», sino «cum¬
pliendo» lo que este tenia en germen.77
La frase siguiente es probablemente la que ha sido
más torturada en el evangelio, hasta el punto de hacer¬
le decir lo contrario de su profundo significado. El uso
de esta fórmula «en espíritu y en verdad» es sin duda
uno de los mayores abusos que se haya hecho de la
Escritura. Nuestra palabra «espíritu» puede correspon¬
der a tres términos griegos: psyqué, noús, pneuma. El
Nuevo Testamento emplea las dos primeras en los res¬
pectivos sentidos de «vida psíquica» y de «inteligencia».
La última designa, ya la tercera persona de la santísima
Trinidad, considerada en sí misma, ya su presencia y
los efectos de ésta en el hombre regenerado. El sentido
en que corrientemente se toma la palabra «espíritu» en
el pasaje que estudiamos, correspondería a una acep¬
ción de la palabra psyqué propia del platonismo y des¬
conocida en el Nuevo Testamento: una parte del hom¬
bre superior y opuesta a la materia. Pero la palabra
griega pneuma que se halla en nuestro texto, jamás
designa en el Nuevo Testamento (y rara vez fuera de
él) el «espíritu» tomado en ese sentido. La misma no¬
ción de semejante oposición entre «materia» y «espíri-

77. Cf. Mt 5, 17.

El Verbo, Vida y Luz 133


íí¿» y la idea de que lo que hay verdaderamente humano
en el hombre es ese «espíritu» fantasmal, son propias
de un punto de vista tan extraño, puede decirse tan
contrario, a la vida cristiana cuanto es posible. Ese
«esplritualismo» procede de una concepción griega,
preñada toda ella del pesimismo inherente al antiguo
paganismo, y que fue con razón el que inspiraba el
más profundo horror a los primeros cristianos. Cada
vez que una teología, mal defendida contra ciertas in¬
fluencias helénicas, se ha dejado estremecer por su
veneno, no ha tardado el cristianismo en esfumarse del
todo.
Aquí el peligro era especialmente grave, pues enten¬
diendo por «espíritu» una parte superior del hombre,
artificialmente abstracta del conjunto concreto de su
ser, no se hacía sino fijar en el una división antinatu¬
ral; de ese modo se ha colocado en vez de Dios algo hu¬
mano. So pretexto de perseguir la idolatría, se ha con¬
sagrado la fórmula más perniciosa, la que concluye con
la adoración de sí mismo. El Espíritu del que habla san
Juan no es el espíritu humano: es el Espíritu Santo,
Dios accediendo a venir a nosotros por pura gracia. La
Verdad que él confronta no es una orgullosa presun¬
ción de verdad adquirida por nosotros mismos, como
un mérito farisaico puramente humano; es la Verdad a
la que san Juan no cesa de referirse, la verdad de Dios
que se nos revela, en su gracia, tal cual Él es. Esta
aproximación del «Espíritu» y de la «Verdad» es idén¬
tica a la de la «Gracia» y la «Verdad» del prólogo.
Así, resulta que la fórmula «en Espíritu y en Ver¬
dad» no designa un culto «espiritual y sincero»; el cul¬
to que Dios pide no es el del hombre que cree que para
rendir a Dios el culto que se le debe basta con menos¬
preciar los ritos y doctrinas de la religión que Él ha ins-

134 El cuarto evangelio


tituido.73 El nuevo culto instituido a partir de la «hora»
de Cristo, es aquel que no consta ya de nuestros ímpo
tus humanos imperfectos y aún más que imperfectos,
no tan sólo limitados, sino jamás puros; es el culto del
Espíritu intercediendo Él mismo en nosotros (siguien¬
do la expresión de san Pablo, tan próximo aquí a las
mismas fórmulas de san Juan).
Al darnos su gracia, el Espíritu de Dios nos permite
orar y adorar al Padre en la Verdad misma de Dios, en
el Verbo, que se nos revela en Jesús a fin de que viva¬
mos en Él.
Entonces Jerusalén podrá en verdad ser destruida lo
mismo que Samaría,■ los «verdaderos adoradores» ha¬
brán renunciado a buscar aquí abajo ninguna ciudad
permanente, pero de todas partes de donde procedan
podrá formar un santuario, ya que el Espíritu estará
en ellos, en ellos en su totalidad: cuerpos y almas.79
Esta vez ha comprendido la mujer que allí se en¬
cierra una enseñanza del todo nueva. Reconoce que ella
no es todavía capaz de comprenderla perfectamente,
pero diríase que experimenta la insuficiencia de la pa¬
labra «profeta» que acaba de aplicar a Jesús. No se
atreve a aventurarse pensando que Él mismo sea el
Mesías. Sin embargo, adivina que su enseñanza atañe a
lo que sólo el Mesías podía explicar. Una palabra de
Jesús basta entonces para abrirle los ojos: «Soy yo, el
que contigo habla.»

78. C[. Hegel, el cual orgullosamente respondía a su esposa


que le pedía le acompañase a la iglesia, que él honraba a Dios
mejor pensando que orando. Y en el plano popular, inspirada por
un estado de espíritu análogo, encontramos la fórmula bien co¬
mún : “trabajar es ya orar".
79. Cf. “vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo" (l Cor
6, 19).

El Verbo, Vida y Luz 135


27. En esto llegaron los discípulos y se maravilla¬
ban de que hablase con una mujer; nadie, sin embar¬
go, le dijo: «¿Qué deseas?» o «¿Por qué hablas con
ella?» 28. Dejó, pues, su cántaro la mujer, se fue a
la ciudad y dijo a los hombres: 29. «Venid a ver a un
hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No
será el Cristo?» 30. Salieron los de la ciudad y vi¬
nieron a Él. 31. Entretanto, los discípulos le rogaban
diciendo: «Rabí, come.» 32. Díjoles Él: «Yo tengo
una comida que vosotros no sabéis.» 33. Los discípu¬
los se decían unos a otros; «¿Acaso alguien le ha traí¬
do de comer?» 34. Jesús les dijo: «Mi alimento es
hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra.
35. ¿No decís vosotros: “Aún cuatro meses y llegará
la mies?” Pues bien, yo os digo: «Alzad vuestros ojos
y mirad los campos que ya están blancos para la
siega. 36. El que siega recibe su salario y recoge el
fruto para la Vida eterna, de suerte que se alegren
juntamente el sembrador y el segador. 37. Porque en
esto es verdadero el proverbio, que uno es el que
siembra y otro el que siega. 38. Yo os he enviado a
segar lo que no trabajasteis; otros lo trabajaron y
vosotros os aprovecháis de su trabajo.» 39. Muchos
samaritanos de aquella ciudad creyeron en Él por la
palabra de la mujer, que atestiguaba: «Me ha dicho
cuanto he hecho.» 40. Pero así que vinieron a Él le
rogaron que .se quedase con ellos, y permaneció allí
dos días, 41 y muchos más creyeron al oírle 42 y de¬
cían a la mujer: «Ya no creemos por tu palabra, pues
nosotros mismos hemos oído y conocido que éste es
verdaderamente el Salvador del mundo.»

En el momento en que decía Jesús su última pala¬


bra llegaron los discípulos. Parece como si el evangelista

136 El cuarto evangelio


hubiera pretendido pintarnos en ellos los mismos pun¬
tos de visla que había en la mujer: mirada demasiado
humana, que, en ellos como en la mujer, es un obstácu¬
lo a la luz, el más sutil, pero el más difícil de superar.
Igual que la Samaritana al ver que le hablaba Jesús no
reparó sino en los prejuicios que separaban a judíos y
samaritanos, los discípulos no reparan sino en los pre¬
juicios que separan a los rabinos de las mujeres. No obs¬
tante, esa misma familiaridad que mantienen con Je¬
sús y que les da motivo de conocerle, aunque muy im¬
perfectamente, les impide interrogarle.
Desean saborear ya lo que han comprado e invitan
candorosamente a Jesús que se una a ellos. Pero F,1 ad¬
vierte que son exactamente iguales a la mujer, de la
misma «raza incrédula» engolfada en las cosas de este
mundo y que ingenuamente desconoce lo demás. Y así
les recuerda ese «demás». «Yo tengo una comida que
vosotros no sabéis.» Entonces se origina la misma con¬
fusión que con la mujer. Al hablarle Él del agua viva,
díjole ella: «¿De dónde, pues, te viene esa agua viva?
No tienes con qué sacar el agua y el pozo es hondo...»
Al hablar ahora con ellos de ese manjar misterioso, se
preguntan: «¿Acaso alguien le ha traído de comer?» Él
les dijo: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me
envió y acabar su obra.»
Esa voluntad es la salvación de los hombres, de la
que los discípulos pueden tener como un presagio en la
conversión de algunos samaritanos. «¿No decís vos¬
otros: “Aún cuatro meses y llegará la mies?” Pues bien,
yo os digo: Alzad vuestros ojos y mirad los campos
que ya están blancos para la siega.»
Jesús habla aquí ante todo de los campos que se
extienden ante sus ojos; estamos en enero y la cosecha
se acerca, pero está aún lejos, a dos meses de distancia.

El Verbo, Vida y Luz 137


No ocurre lo mismo con la cosecha espiritual. Los indo¬
lentes discípulos desconocen la fuerza de la semilla que
ha echado Jesús; los campos de las almas están ya
blancos80 para la siega. «El que siega recibe su salario y
recoge el fruto para la Vida eterna, de suerte que se
alegren juntamente el sembrador y el segador.» Jesús
ha sembrado y la mujer recoge ya en la ciudad el fruto
de la semilla que ella ña recibido.
Lo que sigue parece una alusión a lo que más tarde
sucederá en Samaría (Act 8), donde los apóstoles reco¬
gerán el fruto de la predicación hecha por otros discí¬
pulos. El hecho de que las palabras tengan en boca de
Jesús significado pasado, es sin duda efecto de una de
esas transposiciones respecto al tiempo en que escribía
el evangelista, efecto al que ya hemos aludido (c/. 3, 13).
«En esto es verdadero el proverbio que uno es el que
siembra y otro el que siega.81 Yo os he enviado a segar
lo que no trabajasteis: otros lo trabajaron y vosotros
os aprovecháis de su trabajo.»
Mientras tanto la mujer, según lo que nos declara
san Juan de cada uno de los que Jesús gana para sí,
corre a la ciudad para ver a sus conocidos. Dase tanta
prisa que deja allá el cántaro. Sus palabras responden
perfectamente a su carácter, que ya conocemos; pero,
dentro de su sencillez, nos indican al mismo tiempo lo
que tiene de bueno: no añade ninguna afectación arti¬
ficial a su testimonio; sin ficción y sin falsa vergüenza
declara cómo le han sucedido las cosas: «Venid a ver a
un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho.
¿No será el Cristo?» De tal modo inquieta a las gentes

80. Éste es, en efecto, el color que toma en Palestina el trigo


al madurar.
81. Tal vez podría verse en estas palabras el recuerdo de un
refrán.

138 El cuarto evangelio


que un grupo sale con ella de la ciudad; van a Jesús ya
medio conquistados. La palabra del Maestro les fascina
de tal forma que le ruegan se quede con ellos. Él accede
y se queda allá durante dos días; así pueden hablarle y
escucharle a su gusto. Las palabras dirigidas a la mujer
por los que han sido ganados podrían ser las de todos
aquellos a los que la misión (de la que hemos oído a
Cristo hablar a los suyos) habrá conducido hasta Él:
«Ya no creemos por tu palabra, pues nosotros mismos
hemos oído y conocido que éste es verdaderamente el
Salvador del mundo.» Conducidos a Cristo por los hom¬
bres, a partir del momento en que nos hemos dejado
guiar a Él y en que le hemos encontrado, no necesita¬
mos ya más pruebas: Él mismo, hablándonos de la fe,
ocupa el lugar de las mismas.

43. Pasados dos días se partió de allí para Galilea.


44 (Pues el mismo Jesús declaró que ningún profeta es
honrado en su propia patria). 45. Cuando llegó a Ga¬
lilea le acogieron los galileos, que habían visto cuán¬
tas maravillas había hecho en Jerusalén durante la
fiesta, pues también ellos habían ido a la fiesta.
46. Llegó, pues, otra vez a Caná de Galilea, donde
había convertido el agua en vino. Había allí un cor¬
tesano,83 cuyo hijo estaba enfermo en Cafarnaúm.
47. Oyendo que llegaba Jesús de Judea a Galilea, salió
a su encuentro y le rogó que bajase63 y curase a su
hijo, que estaba para morir. 48 Jesús le dijo: «Si no
viereis signos y prodigios, no creéis.» 49. Di jóle el

82. Se trata de un oficial del telrarca de Galilea, Herodes, a


quien ordinariamente llamaban ''rey'', si bien no era ése su título
oficial.
83. Cafarnaúm está a la orilla del lago, Caná en la altura.

El Verbo, Vida y Luz 139


cortesano: «Señor, baja antes de que mi hijo muera.»
50. Jesús le dijo: «Vete, tu hijo vive.» Creyó el hombre
en la palabra que 1c dijo Jesús y se fue. 51. Ya bajaba
él, cuando le salieron al encuentro sus siervos, dicién-
dole: «Tu hijo vive». 52. Preguntóles entonces la hora
en que se había puesto mejor, y le dijeron: «Ayer, a
la hora séptima, le dejó la fiebre». 53. Conoció, pues,
el padre que aquella misma era la hora en que Jesús
le dijo: «Tu hijo vive», y creyó él y toda su casa. Éste
fue el segundo milagro que hizo Jesús viniendo de
Judea a Galilea.

Ya lo hemos dicho, este signo es como un sello colo¬


cado sobre el encuentro con la Samaritana: vemos a
Jesús Maestro de la Vida según su palabra.
Subrayemos tan sólo algunos detalles de este relato
tan sobrio. Tras la severa respuesta de Jesús, la frase
del oficial de la corte, «Señor, baja antes de que mi hijo
muera» es admirable tanto por su insistencia como por
su discreción, lo mismo que más de una de esas breves
súplicas que nos recuerda san Juan.84
Jesús acaba de censurar la fe que, para creer des¬
pués, exige milagros; el oficial real no se atreve a de¬
fenderse diciendo que él no procede así, pero la misma
certeza de su ruego es prueba de que cree ya antes. Je¬
sús pone a prueba esa fe, la cual se manifiesta profunda.
Cuando el hombre se entera de la curación y de la hora
en que se produjo, su fe no puede menos de desbordar¬
se y conquistar a los demás.

IV. El paralítico de Betesda

5. — 1. Después de esto se celebraba una fiesta de


los judíos y subió Jesús a Jerusalén. 2. Hay en Jeru-
84. Cf. 11, 3: "Señor, el que amas está enfermo."

140 El cuarto evangelio


salén, junto a la puerta de las ovejas, un lugar llama¬
do en arameo Belesda85 que tiene cinco pórticos.
3. En estos pórticos yacía una multitud de enfermos,
ciegos, cojos, paralíticos. 4. [Esperaban el movimien¬
to del agua, porque el ángel del Señor descendía de
tiempo en tiempo a la piscina y agitaba el agua, y el
primero que bajaba después de la agitación del agua
quedaba sano de cualquier enfermedad que padecie¬
se], 5. Había allí un hombre que llevaba treinta y ocho
anos enfermo, ó. Jesús le vio acostado, y conociendo
que llevaba mucho tiempo, le dijo: «¿Quieres ser cu¬
rado?» 7. Respondió el enfermo: «Señor, no tengo a
nadie que al moverse el agua me meta en la piscina,
y mientras yo voy baja otro antes de mí.» 8. Díjole
Jesús: «Levántate, toma la camilla y anda». 9. Al ins¬
tante quedó el hombre sano, y tomó su camilla y se
fue. Era día de sábado 10 y los judíos decían al cu¬
rado: «Es sábado, no te es lícito llevar la camilla.»
11. Respondióles: «El que me ha curado me ha dicho:
Coge tu camilla y vete.» 12. Le preguntaron : «¿Y quién
es ese hombre que te ha dicho: Coge y vete?» 13. El
curado no sabía quién era, porque Jesús se había re¬
tirado de la muchedumbre que allí había. 14. Des¬
pués de esto le encontró Jesús en el templo, y le
dijo: «Mira que has sido curado; no vuelvas a pecar,
no te suceda algo peor.» 15. Fuese el hombre y dijo
a los judíos que era Jesús el que le había curado. 16.
Los judíos perseguían a Jesús por haber hecho esto
en sábado.86

Esbozada primeramente ante Nicodemo, durante la


noche, desarrollada después junto a la Samaritana, y
conquistando a través de ella la aldea, la predicación

85. Entre las diversas formas que presentan los manuscritos,


ésta parece la mejor. La piscina, tal cual la describe san Juan,
ha sido descubierta en recientes excavaciones.
86. El pasaje entre corchetes (v. 4) se halla mal testificado.

El Verbo, Vida y Luz 141


de la Vida se dirige por vez primera a las masas del
pueblo y a sus guías. No es Jesús quien los busca, se
contenta con actuar en el día solemne; la reacción ven¬
drá por sí misma y serán ellos quienes le buscarán.
En esta curación del paralítico persigue el evange¬
lista el tema bautismal de la Vida, expresado en su mis¬
mo origen por la imagen de las aguas.
Esa mención que se nos da de la extraña creencia
según la cual el que bajaba a la piscina de las Ovejas,
en Belesda, quedaba curado de todo mal, es ciertamen¬
te, en este contexto, una clara alusión al bautismo pri¬
mitivo en el que el neófito descendía a la sagrada pisci¬
na para salir renacido.
La imposibilidad en que estaba el paralítico de reci¬
bir la Vida hasta que Jesús llegó, después del «No tie¬
nen vino» de Caná y el «No tienes con qué sacar el agua
y el pozo es hondo» de Sicar, subraya una vez más la
impotencia de lo que san Juan denomina la «carne»,
es decir, de la humanidad abandonada a sus propias
tuerzas, mientras no había venido Cristo a inclinarse
sobre ella para hacerla renacer, a reemplazar el «bau¬
tismo de agua» por el «bautismo de agua y de Espíritu».
En la curación del hijo del oficial de la corte era
del hombre de donde provenía la llamada. Aquí, por
el contrario, es Jesús quien pregunta: «¿Quieres ser
curado?» La narración anterior insistía sobre la angus¬
tia del hombre, que recurre, pero que ignora qué pedir;
ésta subraya la iniciativa de Dios, provocando Él mismo
la petición a la que quiere condescender y que el hom¬
bre desesperado ni se atreve a formular.
El modo como Jesús obra la curación revela muy
bien el modo como san Juan concibe la fe. Jesús dice:
«Levántate, toma la camilla y anda», y el hombre lo
hizo así. Los demás evangelistas tienen todos rasgos se-

142 El cuarto evangelio


mejantes a éste, pero san Juan insiste de modo particu¬
lar. Es que para él la fe,87 lejos de excluir la acción del
hombre, la supone como elemento esencial. La fe no es
en absoluto una pura pasividad; supone, por el contra¬
rio, una acción que nosotros llevamos a cabo, pero re¬
conociendo que por nosotros mismos somos absoluta¬
mente incapaces, por lo que nos apoyamos únicamente
en Dios. Es precisamente en el momento en que el pa¬
ralítico acaba de expresar su desesperación de curarse
jamás cuando Jesús le manda obrar como si ya lo es¬
tuviera; y él se decide, no apoyándose sino en la palabra
de quien se lo ha dicho. Así lo confesará él mismo: «El
que me ha curado me ha dicho: Levántate, coge tu ca¬
milla y anda.»
Ahí está la clave de la vida cristiana: es un don ab¬
solutamente gratuito de Dios, pero plenamente real, que
hace de nosotros criaturas nacidas de nuevo.
Tan sólo la pérdida de la fe, de esa fe que es en
resumidas cuentas la conciencia en el hombre de que
es Dios el autor de lo que en él sucede, podía contener
ese renacer, rompiendo la relación en que se funda,
replegándose el hombre sobre sí mismo y sobre su pro¬
pia nada, en vez de apoyarse en Dios.83

87. Se trata, claro está, de la fe viva.


88. La frase de Jesús: “Mira que has sido curado; no vuelvas
a pecar, no te suceda algo peor” nos debe hacer pensar en el
escándalo que para los primeros cristianos suponían las caídas
de los bautizados. Toda la vida cristiana debería ser como un
camino de ñdelidad a la gracia perfecta que se ha concedido al
cristiano desde el primer momento. Si recae, puede el fiel hacer
penitencia y volver al estado que no debería haber dejado, pero
obrando así ha traicionado al divino Salvador que vino a librar¬
le de su perdición, y, si Dios le abandonase en esa segunda
caída, sería infinitamente peor su condición. No sería ya tan
sólo el don de la primera creación lo que habría ultrajado; sería

El Verbo, Vida y Luz 143


La irritación de los judíos resulta instructiva: ve¬
mos cómo la Vida rebasa los planos hasta ahora vigen¬
tes, según lo que ya dejaba prever el encuentro con la
Samaritana.
Y creando la nueva Vida, rompe Dios el sábado en
el que Él mismo había entrado después de la primera
creación. La religión humanizada en exceso, que ha he¬
cho de Dios su cosa, se alza contra Él cuando la su¬
pera.
Desde esc momento también condenará Jesús ese
judaismo que no quiere reconocerse como figura y ce¬
der el paso a la verdad cuando ésta ha llegado ya, como
lo había hecho Juan Bautista.
El discurso que sigue encierra esa condenación, con¬
tenida en la revelación que Cristo hace de sí mismo.

* * *

19, Respondió, pues, Jesús, diciéndoles;


«En verdad, en verdad os digo que no puede el
Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer
al Padre; porque lo que este hace lo hace igualmente
el Hijo. 20. Porque el Padre ama al Hijo, y le muestra
todo lo que Él hace, y le mostrará aún mayores obras
que éstas, de suerte que vosotros quedéis maravilla¬
dos, 21, pues, como el Padre resucita a los muertos
y les da vida, así también el Hijo a los que quiere
les da la vida. 22. Aunque el Padre no juzga a nadie,
sino que ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar,
23, para que todos honren al Hijo como honran al
Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre que
le envió. 24. En verdad, en verdad os digo que el que

la gracia de la redención, por la que el Hijo de Dios ha sufrido


la Cruz. Este pensamiento era familiar a la segunda generación
cristiana, y el Pastor de Hermas se inspiró en él totalmente.

144 El cuarto evangelio


escucha mi palabra y crcc en el que me envió, tiene
la Vida eterna y no es juzgado, porque pasó de la
muerte a la Vida. 25. En verdad, en verdad os digo
que llega la hora, y es ésta, en que los muertos oirán
la voz del Hijo de Dios, y los que la escucharon vivi¬
rán. 26. Pues así como el Padre tiene la Vida en sí
mismo, así dio también al Hijo tener la Vida en sí mis¬
mo, 27, y le dio poder para juzgar, por cuanto Él es
el Hijo del hombre. 28. No os maravilléis de esto,
porque llega la hora en que cuantos están en los se¬
pulcros oirán su voz, 29 y saldrán los que han obrado
el bien para la resurrección de la Vida, y los que han
obrado el mal para la resurrección del juicio.
30. Yo no puedo hacer por mí mismo nada: según
le oigo juzgo, y mi juicio es justo, porque no busco
mi voluntad, sino la voluntad del que me envió.»

Este primer discurso de Jesús que nos ofrece el cuar¬


to evangelio desarrolla la noción cristológica por la
que preferentemente se inclina san Juan: la idea del
Hijo de Dios.
En la antigüedad judía, el soberano, como el pueblo
al que representaba, había sido a veces llamado «hijo
de Dios», en un sentido que no era pura metáfora, pero
que sin embargo estaba aún muy lejano. Esta denomi¬
nación expresaba la elección del pueblo israelita, que lo
convertía en el «adoptivo» del Padre.
Los griegos, mucho más fáciles tocante a las relacio¬
nes entre lo divino y lo humano, habían conocido por
su parte un gran número de hijos de Dios.88 Pero ese
título no implicaba grandes consecuencias, y tan sólo
incluía la idea de una acción de fuerza sobrehumana en
la vida de un héroe.

89. Cf. la frase del centurión en el momento de la crucifixión,


Me. 15, 39; cf. asimismo lo que hemos dicho en págs. 99 y 100.

El Verbo, Vida y Luz 145


10
Ni los judíos ni los griegos habían concebido jamás
la idea de un ser que fuera el Hijo de Dios, el único.
Ahora bien, es ésa la idea que san Juan se empeña en
asentar con claridad y de la que todo el evangelio es
testimonio.90
Este discurso —como la mayor parte de cuantos se
hallan en el cuarto evangelio— exige una interpretación
mucho más delicada de lo que podía suponerse ante la
sencillez de las fórmulas en que se expresa el pensa¬
miento.
Para interpretar con fidelidad todos los pasajes cris-
tológicos de san Juan, hay que tener en cuenta que él
no es un filósofo que especule sobre los entes de razón,
sino un creyente que reflexiona sobre la fe, la cual se
dirige a un ser real, dentro de toda su complejidad
como de su unidad personal: Cristo. No debemos por lo
tanto preguntarnos, como se ha hecho con demasiada
frecuencia, si, por ejemplo, tal pasaje se relaciona con
la divinidad o la humanidad de Cristo. Todo se relacio¬
na con su persona divina encarnada, con su divinidad,
asumiendo, es decir, tomando en ella, para penetrarla
de sí misma, nuestra humanidad, sin atenuar lo más
mínimo esto «humano», sino más bien conduciéndolo
a su plenitud.
A esta primera observación hay que añadir otra no
menos importante. No ha sido una casualidad el que la
persona divina que se ha encarnado sea, para san Juan,
el Logos, y no el Padre o el Espíritu Santo. En su vida
eterna, en el seno de la divinidad, el Logos es precisa¬
mente la expresión, la imagen perfecta del Padre por la
cual éste se revela en cierta manera a sí mismo. El Lo¬
gos no hace en su encarnación sino volvernos accesible
90. “Estas cosas fueron escritas para que creáis que Jesús
es el Cristo, Hijo de Dios”, 20, 31.

146 El cuarto evangelio


esa imagen del Padre que Él mismo es. Su nacimiento
humano, dentro de nuestra raza, traspone, por decirlo
así, al orden de las realidades en que día tras día nos
movemos, el engendramiento eterno del Hijo por el Pa¬
dre: ,J1 el culto humano de amorosa sumisión y de ado¬
ración que constituye en la tierra la vida de Cristo, pro¬
longa en líneas temporales la relación eterna de expre¬
sión perfecta y de amor totalmente entregado en que
consiste toda la subsistencia divina del Logos.
Es en este sentido como «no puede el Hijo hacer
nada por sí mismo. Porque el Padre ama al Hijo y le
muestra todo lo que Él hace y le mostrará aún mayores
obras que éstas, de suerte que vosotros quedaréis ma¬
ravillados». Esas obras «mayores que éstas» consisten
en la renovación total de la vida humana de la que los
milagros de curación no son sino precursores. «Pues
como el Padre resucita a los muertos y les da la vida,
así también el Hijo a los que quiere les da la vida.»
Toda esa manifestación del Padre por el Hijo se enca¬
mina a producir en los hombres esa Vida que es la
del Padre.
De la Vida pasamos al juicio. Para el cuarto evange¬
lio las actividades de juez y de dar la Vida no son sino
una misma en Jesús: cuando rehúsan recibir la Vida
que Él da, los hombres quedan sometidos a juicio; pues
es la Vida del Padre lo que Él da, y los que desprecian
al Hijo jactándose de adorar al Padre, a sí mismos se
engañan. «En efecto, el Padre no juzga a nadie, sino que
ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar, para
que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que
no honra al Hijo no honra al Padre que le envió.»
Todo el pasaje siguiente se ha de examinar cuidando

91. Cf. 1, 13 y nuestro comentario, págs. 73-74.

El Verbo, Vida y Luz 147


de no separar de su contexto ninguna expresión. Nos
demuestra que para el cuarto evangelio la posesión de
la Vida es lo que para los tres primeros la entrada en
el Reino, y eso no es de maravillar, pues la Vida no
es sino el Reino visto por dentro. La Vida es un don
futuro que no hallará su plena realización sino el úl¬
timo día, y sin embargo, desde que ha venido Cristo, ha
descendido en Él sobre la tierra, y, en la misma medida
de nuestra unión con Él, comienza a desplegarse en nos¬
otros. Es el germen que no está separado del árbol que
él tiende a realizar, pero que es ya más que una pro¬
mesa: la prenda y el primer boceto que se afianza de
día en día. Por eso el juicio, si bien futuro, se ha reali¬
zado ya, en cuanto que se halla unido a la aceptación
o al rechazo de la Vida que los hombres están ya reali¬
zando. Estos dos momentos, de los que uno es, por de¬
cirlo así, germen del otro, están bien señalados: ...«El
que escucha mi palabra y cree en el que me envió,93
tiene la Vida eterna y no es juzgado, porque pasa de la
muerte a la Vida... Llega la hora, y es ésta, en que los
muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la es¬
cucharen vivirán...» Llega la hora y es ésta, toda esa
misteriosa relación del presente y del porvenir que le
llega, se encuentra en esta frase.
«Pues así como el Padre tiene la Vida en sí mismo,
así dio también al Hijo tener la Vida en sí mismo, y le
dio poder para juzgar, por cuanto Él es el Hijo del hom¬
bre.33 No os maravilléis de esto, porque llega la hora en
que cuantos están en los sepulcros oirán su voz, y sal¬
drán los que han obrado el bien para la resurrección

92. Nótese como la fe llega a través del Hijo hasta el Padre,


arrollándonos el Hijo, por decirlo así, dentro del movimiento
reflejo por’el que devuelve al Padre su don primordial.
93. Cf. lo dicho en pág. 96, nota 48, acerca de este título.

148 El cuarto evangelio


de la Vida, y los que han obrado el mal para la resurrec¬
ción del juicio.» M
Al revés de los comentaristas que han lie lenizado el
cuarto evangelio hasta el punto de atenuar o de elimi¬
nar en él la escatología,3’ es menester reconocer aquí
la dualidad esencial acerca de la vida en el pensamien¬
to de Juan. Es ella, en efecto, poseída desde ahora, pero
solamente se revelará en plenitud el último día, cuando
la voz triunfante de Cristo nos llamará a resucitar
con Él.
Toda esa parte primera del discurso se cierra con la
vuelta al punto de donde arranca: «Yo no puedo hacer
por mí mismo nada: según le oigo, juzgo, y mi juicio
es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad
del que me envió.»
La tentativa judía de servir al Padre rechazando al
Hijo es del todo vana: sus voluntades no pueden estar
disociadas; todo lo que ofende al Hijo ofende también
a] Padre, pues todo lo que tiene el Hijo viene del Padre.
La segunda parte de este discurso establecerá la filia¬
ción divina de Jesús sobre los testimonios que dejan a
los judíos sin posible excusa, puesto que ponen en evi¬
dencia la imposibilidad de la disociación que intentan
hacer entre el Evangelio y el Antiguo Testamento.

31. «Si j'o diera testimonio de mí mismo, ini testi¬


monio no sería verídico; 32 es otro el que de mí da
testimonio, y yo sé que es verídico el testimonio que
de mí da.»

94. Adviértase que la palabra “juicio” se toma corrientemen¬


te en la Escritura en sentido de "condenación”. Esto es especial¬
mente frecuente en los escritos joánicos.
95. Los últimos acontecimientos: el fin del mundo.

El Verbo, Vida y Luz 149


Ese «otro» a quien Jesús invoca no es Juan el Bau¬
tista; lo que sigue lo demuestra: es el mismo Padre.

33. «Vosotros habéis enviado a preguntar a Juan,


y él dio testimonio de la verdad, 34, pero yo no recibo
testimonio de un hombre; mas os digo esto para que
seáis salvos. 35. Aquél era la lámpara que se ha en¬
cendido y alumbra, y vosotros habéis querido gozar
un instante de su luz.»

Jesús precisa que Juan no tenía más luz que la reci¬


bida, «no era él la Luz verdadera»; la actitud de mu¬
chos judíos que le han escuchado pero que se detienen
en él, es característica de su voluntad de quedarse siem¬
pre en el camino.

36. «Pero yo tengo un testimonio mejor que el de


Juan.»

Este testimonio es el del Padre; se manifiesta de dos


maneras complementarias: las obras que Jesús hace y
que llevan el sello divino y la Escritura que las profe¬
tizaba...

«Porque las obras que mi Padre me dio a hacer,


esas obras que yo hago, dan en favor mío testimonio
de que el Padre me ha enviado, 37 y el Padre que me
ha enviado, ése da testimonio de mí. 38. Vosotros no
habéis oído jamás su voz, ni habéis visto su semblan¬
te, ni tenéis su palabra en vosotros, porque no habéis
creído en Aquel que Él ha enviado. 39. Escudriñad las
Escrituras, ya que en ellas creéis tener la Vida eterna,
40, pues ellas dan testimonio de mí, y no queréis ve¬
nir a mí para tener la Vida.»

150 El cuarto evangelio


De esta manera queda formulada la más clara dis¬
tinción entre el Antiguo Testamento y los judíos que
rechazan a Cristo: o su fidelidad a las Escrituras es
vana y engañosa, o deben ir a Cristo.

41. «Yo no recibo Gloria de los hombres, 42, pero


sé que no tenéis en vosotros el amor de Dios, 43. Yo
he venido en nombre de mi Padre y vosotros no me
recibís: si otro viniera en su propio nombre le reci¬
biríais.»

Efectivamente, los falsos mesías políticos abunda¬


rían durante los últimos años de Jerusalén, y el entu¬
siasmo con que serán recibidos no estará sin relación
con su propia ruina.

44. «¿Cómo vais a creer vosotros, que recibís la


gloria unos de otros y no buscáis la Gloria que pro¬
cede del Dios único? 45. No penséis que vaya yo a
acusaros ante mi Padre; hay otro que os acusará,
Moisés, en quien vosotros tenéis puesta la esperanza;
46, porque si creyerais en Moisés, creeríais en mí,
pues de mí escribió él. 47. Pero si no creéis en sus
Escrituras, ¿cómo vais a creer en mis palabras?»

El argumento está unido al del sermón de la mon¬


taña: «Moisés os dijo... mas yo os digo... no he venido
a abrogar la Ley, sino a cumplirla.»

* *

Así concluye la primera parte del evangelio, consa¬


grada a Cristo que da la vida por el bautismo. La se¬
gunda parte nos revelará cómo esa vida se alimenta y
se desarrolla en nosotros hasta la eternidad.

El Verbo, Vida y Luz 151


Capítulo Cuarto

LA VIDA: LA EUCARISTÍA

I. La multiplicación de los panes

Ningún crítico niega ya la significación eucarística


de la multiplicación de los panes y del discurso que in¬
cluye san Juan en el capítulo 6 del evangelio. El único
de los antiguos que no lo admite es Orígenes, a causa
de una precoz aplicación de su método alegórico.
Este relato y el desarrollo que adquiere en el discur¬
so de Jesús, solamente así presentan un sentido cohe¬
rente y en consonancia con la línea general del evange¬
lio. Por otra parte, abundan las expresiones que no son
susceptibles de duda alguna, y que pueden verse en el
pasaje.
Este capítulo corona el tratado sobre la Vida, a!
mismo tiempo que el «signo» de la multiplicación de
los panes corresponde al de Caná.

6. — 1. Después de esto partió Jesús al otro lado


del mar de Galilea, de Tiberíades, 2 y le seguía una
gran muchedumbre, porque veían los milagros96 que
hacía con los enfermos.97 3. Subió Jesús a un monte y
se sentó con sus discípulos. 4. Estaba cercana la Pas¬
cua, la fiesta de los judíos. 5. Levantando, pues, los
ojos Jesús y contemplando la gran muchedumbre que
96. Literalmente los signos.
97. Indicio de la intención que tiene el evangelista de no con¬
tar todo, ya que no ha hablado todavía sino de dos curaciones
(de las cuales tan sólo una en Jcrusalcn y en público).

El Verbo, Vida y Luz 153


venía a Él, dijo a Felipe: «¿Dónde compraremos pan
para dar de comer a éstos?» 6. Esto lo decía para pro¬
barle, porque Él bien sabía lo que había de hacer. 7.
Contestó Felipe: «Doscientos denarios de pan no bas¬
tan para que cada uno reciba un pedacito.» 8. Díjole
uno de los discípulos, Andrés, hermano de Simón Pe¬
dro: 9. «Hay aquí un muchacho que tiene cinco panes
de cebada y dos peces; pero esto ¿qué es para tan¬
tos?» 10. Díjole Jesús: «Mandad que se acomoden.»
Había en aquel sitio mucha hierba verde. Se acomo¬
daron, pues, los hombres en número de unos cinco
mil. 11. Tomó entonces Jesús los panes, y, dando gra¬
cias, dio a los que estaban recostados, e igualmente
de los peces cuanto quisieron. 12. Así que se sacia¬
ron dijo a los discípulos: «Recoged los pedazos que
han sobrado para que no se pierdan.» 13. Los reco¬
gieron, y llenaron doce cestos de fragmentos, que de
cinco panes de cebada sobraron a los que habían
comido.

La primera observación que exige este relato es que


san Juan nos da una serie de detalles que ninguno de
los sinópticos menciona, a pesar de que los tres narran
el mismo suceso.98
El primero es el recuerdo de la proximidad de la
Pascua. Hay que añadir el hecho de que Felipe y Andrés
se hallan de nuevo en escena,'J,J la precisión de que los
panes eran de cebada (o sea, de inferior calidad) y que
los había llevado un muchacho.
Es muy probable que haya que ver en la mención de
la Pascua una alusión a su carácter prefigurativo de la
Eucaristía. En lo referente a los indicios de este orden

98. Mt 14, 13-21; Me 6, 30-44; Le 9, 10-17; Cf. Mt 15, 32-39 y


Me 8, 1-10.
99. Cf. asimismo el coloquio con los griegos, 12, 20-22.

154 El cuarto evangelio


conviene notar también el empleo de la fórmula: «Ha¬
biendo tomado Jesús los panes, y, dando gracias...»,
que es la misma con la que los sinópticos abren el re¬
lato de la consagración en la Cena y que en la época en
que san Juan escribía debía haber pasado al uso litúr¬
gico. Es indiscutible que la palabra eucharistésas tuvo
con mucha frecuencia un sentido técnico.1”
Si vamos al milagro, al «signo» mismo, se advierte
que, lo mismo que en Caná, no se da una pura y sim¬
ple creación de un manjar sobrenatural, sino transfor¬
mación de un alimento natural. Además, la multiplica¬
ción tiene aquí por efecto alimentar a todos los parti¬
cipantes con un mismo alimento, tal como suena. Ése es
uno de los temas característicos de la predicación pri¬
mitiva cuando trata de la Eucaristía, considerada como
sacramento de unidad.'01

* * *

14. Los hombres viendo el milagro que había he¬


cho, decían: «Verdaderamente éste es el profeta que
ha de venir al mundo.»102 15 Y Jesús, conociendo que
iban a venir para arrebatarle y hacerle rey, se retiró
otra vez al monte Él solo. 16 Llegada la tarde bajaron
los discípulos al mar, 17 y subiendo en la barca, se
dirigían al otro lado del mar, hacia Cafarnaúm. Ya
había oscurecido y aún no había vuelto a ellos Je¬
sús, 18 y el mar se había alborotado por el viento
fuerte que soplaba. 19 Habiendo, pues, navegado como

100. No hay que olvidar el significado cristológico que se dio


muy pronto al pez, y el hecho de que las representaciones simbó¬
licas más antiguas de la Eucaristía presenten los peces con los
panes. Con todo es difícil afirmar que de hecho haya un desig¬
nio del autor en este último sentido.
101. 1 Cor 10, 17.
102. Alusión, sin duda, al milagro de Eliseo, 2 Re 4, 42-44.

El Verbo, Vida y Luz 155


unos veinticinco o treinta estadios, vieron a Jesús, que
caminaba sobre el mar y se acercaba ya a la barca,
y temieron. 20 Pero Él les dijo: «Soy yo, no temáis.»
21 Querían ellos tomarle en la barca; pero al instante
se halló la barca en la ribera, adonde se dirigían.

Los que han participado en la extraordinaria comi¬


da se dan cuenta que ese milagro no es un prodigio
falto de sentido. Ven en él el banquete mesiánico, el
gran festín en que el Mesías llamaría a los suyos. Pero
al instante, carnales en su adhesión como lo eran en
su incredulidad, llegan a la conclusión de que Jesús se
ha declarado pronto a realizar sus esperanzas terrenas
y quieren cogerlo para hacerlo rey. Él se retira, sin tra¬
tar de convencerlos con palabras que serían condena¬
das a la nada.
Los discípulos partieron también (por orden de él,
dicen san Mateo y san Lucas); van rumbo a la otra ori¬
lla del lago. Pero en cuanto les ha dejado Jesús por un
momento en su soledad, quedan desamparados. Se les
junta de nuevo, cuando ellos no podían contar con Él,
y su aparición no les produce sino espanto, hasta que
su voz, bien conocida, consigue calmar el terror.
De este relato103 sacamos la profunda impresión de
la ineptitud de los hombres para comprender a Cristo,
aun cuando estuviesen llenos de buena voluntad, como

103. Se advertirán las diferencias con los sinópticos: san Juan


no cita el mandato de Jesús a los discípulos de que partieran,
ni el hecho de que creyeran ellos ver un fantasma. Tampoco dice
que Jesús entrara en la barca, ni recuerda el episodio de Pedro
caminando sobre las aguas, que se halla en Mateo. Por el contra¬
rio, precisa a qué distancia se hallaban de la orilla y que llega¬
ron a ella al momento después de encontrarse. Señalemos que
san Marcos dice que los discípulos tomaron rumbo hacia Bet-
saida y san Juan hacia Cafarnaúm; estas localidades se hallaban
ambas a una misma parte, hacia el Norte.

156 El cuarto evangelio


los cinco mil que habían sido saciados, como los mis¬
mos discípulos. O bien creen comprenderle y desnatu¬
ralizan su mensaje, o bien, cuando él mismo acude a
socorrerlos, no le conocen. Después del discurso sobre
el pan de Vida se agudizará más la manifestación de
esa ceguera: las turbas poco antes cautivadas, quedarán
desorientadas, e incluso algunos discípulos se retirarán.

II. El pan de vida

El significado del banquete fue explicado por Jesús


en un largo discurso que pondrá de manifiesto a la vez
lo que Cristo es para nosotros y la manera corno po¬
demos recibir su don de Vida.

22. Al otro día, la muchedumbre que estaba al


otro lado del mar echó de ver que no había sino una
barquilla y que Jesús no había entrado con sus dis¬
cípulos en la barca, sino que los discípulos habían
partido solos. 23. Pero llegaron de Tiberíades barcas
cerca del sitio donde habían comido el pan, después
de haber dado gracias al Señor, 24 y cuando la mu¬
chedumbre vio que no estaba allí Jesús ni sus discí¬
pulos tampoco, subieron en las barcas y vinieron a
Cafarnaúm en busca de Jesús. 25 Habiéndole hallado
al otro lado del mar, le dijeron: «Rabí, ¿cuándo has
venido aquí?» 2ó Les contestó Jesús y dijo: «En ver¬
dad, en verdad os digo: Vosotros me buscáis no por¬
que habéis visto los milagros, sino porque habéis co¬
mido los panes y os habéis saciado. 27. Procuraos no
el alimento perecedero, sino el alimento que perma¬
nece hasta la Vida eterna, el que el Hijo del hombre
os dará, porque Dios Padre le ha sellado con su sello.»
28 Dijéronle, pues: «¿Qué haremos para hacer obras

El Verbo, Vida y Luz 157


de Dios?» 29 Respondió Jesús y les dijo: «La obra de
Dios es que creáis en Aquel que Él ha enviado.»

La ingenua pregunta de las turbas, que presienten


un nuevo milagro, queda desatendida por Jesús, el cual
sigue la costumbre que ya hemos notado varias veces,
pero que aquí se revela especialmente interesante. Pro¬
piamente hablando, no rechaza la pregunta; muestra
tan sólo a los que se la formulan que con eso no hacen
sino expresar burdamente el hambre espiritual que los
devora. Tratan ellos de acomodarse a su voluntad, pero
su nueva pregunta muestra todavía su rastrera noción
de la religión: «¿Qué haremos para hacer obras de
Dios?» 104
A esas obras, en plural, que el hombre pretende rea¬
lizar por Dios, opone Jesús «la obra» de Dios, que es la
fe introducida en el corazón del hombre. En el discur¬
so precedente Jesús había insistido sobre la fe en Aquel
que ha enviado10"; ahora insiste sobre la fe en el en¬
viado, que había mencionado a continuación.106
Esta afirmación, por la nueva pregunta que suscita,
será el punto de partida de toda la exposición sobre el
pan de Vida.

30. Ellos le dijeron:


«Pues tú ¿qué señales haces para que veamos y
creamos? ¿Qué haces? 31. Nuestros padres comieron
el maná en el desierto, según está escrito:
»Les dio a comer pan del cielo.»107
Díjoles Jesús: «En verdad, en verdad os digo: 2.

104. Cf. la historia del joven rico, paralelo en muchos as¬


pectos a todo este trozo, Mt 19, 16-30; Me 10, 17-31; Le 18, 18-30.
105. 5, 24.
106. 5, 38.
107. Sal 105 , 40.

158 El cuarto evangelio


Moisés no os dio pan del cielo; es mi Padre el que
os da el verdadero pan del cielo, 33 porque el pan de
Dios es el que bajó del cielo y da la Vida al mundo.»
34. Dijéronle, pues, ellos: Señor, danos siempre esc
pan.» Les contestó Jesús: «Yo soy el pan de Vida' el
que viene a mí, ya no tendrá más hambre, y el que
cree en mí, jamás tendrá sed.»

Podemos preguntarnos si este discurso fue en efecto


pronunciado después de la multiplicación de los panes.
Ya hemos hecho notar que san Juan no dispone sus
materias según el orden cronológico, sino según el orden
establecido por su intención. La pregunta de las gentes:
«¿Qué señales haces tú?» y el ejemplo de la donación
del maná que ellos mismos contraponen a Jesús, pa¬
rece que, efectivamente, suponen circunstancias dis¬
tintas.
Sea lo que fuere, advirtamos cómo las palabras de
Jesús prolongan, en lo que se refiere a su relación con
el Antiguo Testamento, la línea que le hemos visto se¬
guir hasta el presente. A pesar de la cita que se le ha
hecho, niega que el maná haya sido el verdadero pan
bajado del cielo; no es sino una figura del pan que Él
mismo dará.
Los Apocalipsis judíos que expresan la esperanza
mesiánica en los tiempos del Nuevo Testamento contie¬
nen frecuentes alusiones a esa expectación del don del
maná renovado. El Apocalipsis joánico encierra por
otra parte esta promesa (2, 27): «Al que venciere le daré
del maná escondido.»
La declaración sobre el verdadero pan de Vida quie¬
re hacer comprender a los judíos que no se trata tan
sólo de un pan de origen milagroso, sino de la misma
naturaleza que cualquier alimento terrestre y con los

El Verbo, Vida y Luz 159


mismos efectos. Ese pan es él mismo sobrenatural: «él
da la Vida al mundo.»
La réplica de los judíos que ni siquiera echan una
mirada hacia la dirección que les indica Jesús, tiene un
paralelo significativo con la de la Samaritana, y la res¬
puesta que da Jesús es análoga a la que allí formuló.
Ella dijo: «Señor, dame de esa agua»..., éstos dicen:
«Señor, danos siempre ese pan.» Jesús responde: «Yo
soy el pan de Vida; el que viene a mí, ya no tendrá más
hambre, y el que cree en mí, jamás tendrá sed», volvien¬
do a su primera promesa y completándola: «El que
beba del agua que yo le diere no tendrá jamás sed.»
Ese «Yo soy»... indica la diferencia radical entre
Cristo y todos los profetas, incluso Moisés; ellos eran
servidores de una dispensación de gracia que se realiza
en él mismo. Su mensaje era radicalmente distinto a su
persona, y con mayor razón el don divino del que ha¬
bían recibido la misión de anunciarlo. Jesús, por el
contrario, es ese don, pues él mismo es no un profeta
que habla de Dios, sino la Palabra de Dios.

Sigue después una extensa digresión de considera¬


ble importancia, pues formula de manera muy completa
una de las doctrinas esenciales del cuarto evangelio: la
predestinación.

36. «Pero yo os digo que vosotros me habéis visto


y no me creéis. 37. Todo lo que el Padre me da ven¬
drá a mí, y yo no lo echaré fuera, 38, porque he ba¬
jado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la
voluntad del que me envió. 39. Y ésta es la voluntad
del que me envió: que yo no pierda nada de lo que
me ha dado, sino que lo resucite en el último día. 40.

160 El cuarto evangelio


Porque ésta es la voluntad de mi Padre, que todo el
que ve al Hijo y cree en Él tenga la Vida eterna, y yo
le resucitaré en el último día,»

De estas primeras palabras sacamos ante todo una


comprobación: los hombres ven al Hijo pero no creen.
Ahora bien, la voluntad del Padre es que cualquiera
que al ver al Hijo crea en Él, tenga la Vida eterna.
Se ha insistido a veces demasiado en el papel que
san Juan atribuye a la idea de «ver» ai Hijo. Sin caer
en esa exageración, no debemos olvidar la insistencia
con que vuelve a esa idea.103
La palabra que aquí emplea108 tiene el fuerte sen¬
tido de contemplar. Eso es esencial en el modo como
para él se realiza la predestinación. Dios Padre está en
el punto de partida de toda salvación, de parte nuestra
como de parte de su Hijo. Por una parte es Él quien nos
da al Hijo, y por otra el Hijo no ha sido enviado para
hacer su propia voluntad (o sea, con fines autónomos),
sino para que no pierda ninguno de los que el Padre
le ha dado.
Y parece que gracias a ese encuentro con el Hijo del
que la encarnación nos da la posibilidad, nuestra con¬
templación del Hijo proclama el vínculo que existe en¬
tre Él y nosotros dentro del pensamiento del Padre,
vínculo manifestado por la fe que entonces nace en
nosotros. Si no tuviésemos más que este pasaje, sin las
precisiones contenidas a continuación, sería bastante
para mosLrar que la adhesión a Cristo no es tan sólo
un acto del hombre: el acto de fe puesto por el hombre
es el efecto de un acto del Padre en él.110 Porque el Pa¬

los. Cf. lo que hemos dicho a propósito del prólogo, pág. 63.
109. Théoraó.
110. Cf. el discurso a los judíos después del milagro de Be-
tesda.

El Verbo, Vida y Luz 161


11
drc había dado el creyente al Hijo que ha «enviado»
hacia el creyente, por eso el creyente ha venido, le ha
visto y ha creído.
En segundo lugar debemos notar la doble mención
de la resurrección, del último día, que de tal manera
embaraza a los que confunden la Vida joánica con una
noción platónica,111 que se ven precisados a negar, sin
más argumento, la autenticidad de estos versículos. La
idea de que la Vida joánica sería por una parte «espi¬
ritual», como se dice, significando con eso la indepen¬
dencia del cuerpo, y, por otra, que exista desde el pre¬
sente, está en formal contradicción con las afirmaciones
más claras de este texto.

41. Murmuraban de Él los judíos, porque había


dicho: «Yo soy el pan que bajó del cielo», 42 y de¬
cían: «¿No es éste Jesús, el hijo de José, cuyo padre
y madre nosotros conocemos? ¿Pues, cómo dice aho¬
ra: Yo he bajado del cielo?» 4. Respondió Jesús y les
dijo: «No murmuréis entre vosotros. 44. Nadie puede
venir a mi si el Padre, que me ha enviado, no le atrae,
y yo le resucitaré en el último día.112 45. En los profe¬
tas está escrito: Y serán todos enseñados de Dios.113
Todo el que oye a mi Padre y recibe su enseñanza
viene a mí; 46, no que alguno haya visto al Padre, sino
sólo el que está en Dios, ése ha visto al Padre. 47. En
verdad, en verdad os digo: El que cree tiene la Vida
eterna.»

11. Cf. lo que hemos dicho antes, págs. 20 y sigs. y 147.


112. Este "Yo le resucitaré en el último día”, por supuesto
en la frase paralela del versículo 37, es imposible desligarlo del
texto; en ese caso sería necesario suponer no ya tan sólo una
adición, sino una sustitución que ningún manuscrito confirma.
113. Is 54, 13; Jer 31, 33 y ss.

162 El cuarto evangelio


La incredulidad de los judíos estalla: no pueden
admitir el origen divino de Jesús, puesto que eso es
objeto de la fe que da el Padre, y no solamente del ver.
Ignoran, claro está, su nacimiento virginal.111 Jesús res¬
ponde sencillamente volviendo a las precedentes afirma¬
ciones para ahondar más en ellas. Esta vez se estrecha
más el cerco; no dice tan sólo: «Todo lo que el Padre
me da vendrá a mí...», sino «Nadie puede venir a mí si
el Padre, que me ha enviado, no le atrae». El movimien¬
to que lleva al hombre hacia Cristo, como el que ha
movido al Hijo a encarnarse para llegarse hasta él, es
por lo tanto obra del Padre. A través de la enseñanza
misma que el Padre da a los hombres es como ellos son
conducidos a su Hijo. No quiere eso decir que los hom¬
bres conozcan primeramente al Padre, pues el conoci¬
miento corresponde al Hijo. Ya lo había dicho el pró¬
logo: «A Dios nadie le vio jamás; el Dios Unigénito que
está en el seno del Padre, ése nos le ha dado a cono¬
cer»,115 y Jesús lo afirma aquí: solamente «el que está
en Dios, ése ha visto al Padre». Así pues, guiándolos a
Cristo es como el Padre enseña a los hombres y se les
manifiesta. Y eso es cierto incluso considerando las Es¬
crituras del Antiguo Testamento; ¿no hemos oído decir
a Jesús: «De mí escribió Moisés?»110
El que lee las Escrituras sin creer en Cristo no po¬
see sino la letra, mas no la substancia. Pero «el que
cree tiene la Vida eterna».

114. Pero sería paradójico querer deducir de aquí —aunque lo


hayan hecho ya algunos— que Juan, que concede a María un
lugar excepcional, ignoraba ese nacimiento. Por otra parte, el
versículo 13 del prólogo parece ser una alusión precisa al naci¬
miento de Cristo, tal como lo describen san Mateo y san Lucas.
115. 1, 18.
116. 5, 46.

El Verbo, Vida y Luz 163


Después de esa primera parte del discurso que ha
presentado a Jesús como al «verdadero pan de la Vida»,
una segunda parte, que es propiamente eucarística, ex--
pondrá en qué forma se nos ofrece ese pan.

48. «Yo soy el pan de la Vida. 49. Vuestros padres


comieron el maná en el desierto y murieron. 50. Éste
es el pan que baja del cielo, para que el que come no
muera. 51. Yo soy el pan vivo descendicío del cielo;
si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el
Upan que yo le daré es mi carne, [yo la daré], por la
Vida del mundo.»

Jesús continúa el discurso sobre el maná; el verda¬


dero pan del cielo no es un don de origen celestial para
un fin terreno (la simple prolongación de la vida mor¬
tal), como sucedía con las manifestaciones divinas que
inquirían los judíos. Se trata de un don celestial en sí
mismo y para un fin celestial: es el pan vivo y quien lo
come vivirá para siempre.
Por esa doble afirmación: que Jesús es el pan vivo
y que la Vida eterna pertenece a quienes comen este
pan, se nos introduce en el misterio eucarístico. La fra¬
se siguiente lo afirma explícitamente: «El pan que yo
daré es mi carne, [yo la daré] por la Vida del mundo.»
No hay escapatoria posible: el alimento de la Vida
es el mismo Jesús, y aquí no se trata en absoluto de una
metáfora que apuntaría a cierta participación pura¬
mente intelectual del Logos. Por medio de la carne, que
no le pertenecía pero que ha asumido para unirse a
nosotros, es como nos debemos unir a Él.
Tal escándalo sorprende al instante a los judíos. Le¬
jos de aquietarlos disuadiéndoles, como hubiera resul-

164 El cuarto evangelio


tado fácil —y necesario— si se hubiera tratado de un
error por su parte, Jesús reitera sus afirmaciones enca¬
reciendo su realismo.

52. Disputaban entre sí los judíos, diciendo: «¿Có¬


mo puede éste darnos a comer su carne?» 53 Jesús
les dijo: «En verdad, en verdad os digo que, si no
coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su
sangre, no tendréis Vida en vosotros. 54. El que ab¬
sorbe mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en
él. 57. Así como mi Padre, que vive, me envió, y vivo
yo por mi Padre, así también el que me come vivirá
por mí. 58. Éste es el pan bajado del cielo; no como
el pan que comieron vuestros padres y murieron: el
que come este pan vivirá para siempre.» 59. Esto lo
dijo enseñando en una sinagoga de Cafarnaúm.

Como había hecho al tratarse de la predestinación,


Jesús pone de relieve la precisión de su enseñanza re¬
calcando la proposición afirmativa: «Si alguno come de
este pan, vivirá para siempre» por la negativa: «Si no
coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su
sangre, no tendréis Vida en vosotros.»
No podemos traducir toda la fuerza de lo que sigue,
pues la palabra griega trógueín, que hemos traducido
por absorber, es todavía más precisa; designa necesaria-'
mente una manducación, y su empleo en este lugar tiene
sin duda la intención de no dejar que subsista duda al¬
guna en cuanto a la materialidad del acto del que habla
Jesús. Hay que añadir también esa insistencia sobre la
carne y la sangre que se come y se bebe, en evidente
relación con la consagración del pan y del vino como
cuerpo y sangre de Cristo, según la institución de la
Eucaristía en los evangelios sinópticos y la primera
epístola a los Corintios.

El Verbo, Vida y Luz 165


Por lo tanto, Jesús enseña como indispensable una
asimilación de su ser humano por el nuestro, asimila¬
ción misteriosa pero tan real como es posible, que se
realiza en una acción física concreta.117 Por medio de lo
que san Cirilo de Alejandría llama con mucha exactitud
esa unión física, podemos nosotros permanecer en Él y
Él en nosotros. De esa manera establecerá entre nos¬
otros y Él una unión semejante a la que existe entre Él
y su Padre, cuyo efecto será que podamos poseer en el
Hijo la Vida que Él tiene del Padre.
He aquí el argumento de un nuevo tema que Jesús
volverá a tratar en sus últimas conversaciones con los
discípulos, después de la Cena: nuestra unión con Él,
verdadera imagen de su unión con el Padre.

60. Luego de haberlo oído muchos de sus discí¬


pulos dijeron: «¡Duras son estas palabras! ¿Quién
puede oírlas?» 61. Conociendo Jesús que murmura¬
ban de esto sus discípulos, les dijo: «¿Esto os escan¬
daliza? 62. ¿Pues qué sería si vierais al Hijo del hom¬
bre subir allí adonde estaba antes? 63. El Espíritu es
el que da la Vida, la carne no aprovecha para nada.
Las palabras que yo os he habido son Espíritu y
Vida.»

Esa reacción después del anuncio de la eucaristía se


parece a la de Nicodemo después del anuncio del bau¬
tismo, y la respuesta de Jesús es substancialmente la
misma. Consiste ésta en poner en relación la apropia¬
ción por nosotros del don de gracia mediante el sacra¬
mento con la obtención por nosotros de ese don, a sa-

117. Es en otros términos lo que corresponde a la idea cen¬


tral del paulmismo: nuestra incorporación a Cristo, de la que
la exégesis moderna ha puesto en evidencia los orígenes eucarís-
ticos.

166 El cuarto evangelio


ber, la obra de Cristo que culmina en su glorificación.
En efecto, no es la carne, que es lo que el Lagos ha asu¬
mido de nosotros para comunicarnos el don de Dios,
sino el Espíritu Santo, del que esa carne no es sino el
vehículo, el que da la Vida; así pues, es la glorificación
de Cristo conquistada por su muerte la que, según la
enseñanza del cuarto evangelio,118 da paso a la acción del
Espíritu Santo en la humanidad.119
Vemos la infinita distancia que separa el realismo
de Jesús, tan abierto que escandaliza a los judíos, de la
concepción carnal de la religión de éstos, aunque -fue¬
ron ellos los primeros en emitir una afirmación espiri¬
tualista contra el orden sacramental cristiano. La dife¬
rencia está en que Jesús cree que es Dios solamente, el
Espíritu Santo, el que da la Vida, pero que esa Vida es
tan excelente que no desdeña servirse de la materia
—mientras que los judíos, que rechazan semejante con¬
cepción, atribuyendo al poder de Dios los límites inspi¬
rados por una concepción humana de la gloria divina, se
hayan de continuo dominados por la obscura creencia
de que es la misma materia la que da a los hombres la
vida que es menester vivir.

* Vi *

La conclusión de todo este capítulo vuelve a consi¬


derar, para darle una última precisión, la idea de la
predestinación.

11S. 7. .39.
119. No es necesario notar lo absurdo que sería querer poner
este versículo en contradicción con el sentido evidente de todo
el capítulo, para deszafarse. Esta contradicción no se apoya sino
sobre el mismo contrasentido a propósito del Espíritu que ya
hemos declarado al tratar del capítulo 4, 24.

El Verbo, Vida y Luz 167


64. «Pero hay algunos de vosotros que no creen.»
Porque sabía Jesús desde el principio quiénes eran los
que no creían y quién era el que había de entregarle.
65. Y decía: «Por esto os dije que entonces muchos
de sus discípulos se retiraron y ya no le seguían. 67.
Y dijo Jesús á los doce:120 «¿Queréis iros vosotros
también?» 68. Respondióle Simón Pedro: «Señor, ¿a
quién iríamos? Tú tienes palabras de Vida eterna, 69,
y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el
Santo de Dios.» Respondióle Jesús: 70. «¿No he elegi¬
do yo a los doce? ¡Y uno de vosotros es un diablo!»
71. Hablaba de Judas [hijo] de Simón Iscariote, por¬
que éste, uno de los doce, había de entregarle.

Hemos visto121 a Jesús descubrir desde el principio


la falta de profundidad de cierta fe y proclamarla sin
ambages. La prueba justifica su clarividencia. Puede
afirmar que ir a Él verdaderamente no está en poder
del hombre, sino que es un don de Dios. La fe no es, se¬
gún se cree demasiado frecuentemente, una adhesión a
un don, adhesión que por lo menos ella sería obra nues¬
tra; el que creamos en Aquel que Él nos ha enviado, in¬
cluso eso es don de Dios.
Algunos discípulos comienzan entonces a abandonar
a Jesús, y éste a anunciar la traición. Pero entonces la
prueba que ha condenado la apariencia de fe de algu¬
nos, revela la fe verdadera de los otros. La confesión de
Pedro, tan semejante a la que hizo en Cesárea de Fi-
lipo,123, si bien menos precisa en su forma, pone de ma¬
nifiesto la absoluta confianza que se arraiga en esta fe.

120. Es de advertir que "los Doce’’ no son nombrados sino


aquí y en el cap. 20.
121. 2, 23-25.
122. Citada por los sinópticos: Mt 16, 13-20; Me 8, 27-30; Le 9,
18-21.

168 El Cuarto evangelio


«Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de Vida
eterna.» Indica ella no menos el carácter de conoci¬
miento; el elemento de confianza, lejos de excluirlo y
disminuirlo, no hace sino confirmarlo: «Nosotros he¬
mos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios.»

El enlace de la fe y del sacramento es sin duda,


por poco que se recapacite, lo más característico que se
desprende de todo el capítulo. Para san Juan, fe y sacra¬
mento son dos términos inseparables: el sacramento se
dirige a la fe y la fe se nutre por el sacramento. La fe
es precisamente la aceptación del don de Dios llegado
hasta nosotros por el sacramento. Fe y sacramento con¬
tienen por lo tanto para el cuarto evangelio una rela¬
ción que no deja de asemejarse con la que une la Vida
a la Luz. El capítulo siguiente nos hará captar viva¬
mente el paso de la primera de estas nociones a la se¬
gunda.

El Verbo, Vida y Luz 169


Capítulo Quinto

LA VIDA Y LA LUZ:

FIESTA DE LOS TABERNÁCULOS

Jesiis sube a Jerusalén para la fiesta de los taber¬


náculos. Desde su llegada se convierte en blanco de los
ataques de los judíos, y vemos los motivos de queja
que surgen en una discusión en la que varias veces se
anuncia la muerte de Jesús.1-3 Después, las ceremonias
de la fiesta, por su simbolismo de agua y de luz, le dan
ocasión de predicar la Vida y la Luz que son para Él
una misma cosa.

I Discusión con los judíos

7. — 1. Después de esto andaba Jesús por Gali¬


lea, pues no quería ir a Judea, porque los judíos le
buscaban para darle muerte. 2. Estaba cerca la fiesta
de los judíos, la de los Tabernáculos. 3. Dijéronle sus
hermanos: «Sal de aquí y vete a Judea para que tus
discípulos vean las obras que haces; 4, nadie hace
esas cosas en secreto si pretende manifestarse. Pues¬
to que eso haces, muéstrate al mundo.» 5. Pues ni sus
hermanos creían en Él.
6. Jesús les dijo: «Mi tiempo no ha llegado aún,
pero vuestro tiempo siempre está pronto. 7. El mun¬
do no puede aborreceros a vosotros, pero a mí me
aborrece, porque doy testimonio contra él de que sus

123. 7, 19, 25, 30, 32, 33, 45, 51.

El Verbo, Vida y Luz 171


obras son malas. 8. Vosotros subid a la fiesta; yo no
subo a esa fiesta, porque aún no se ha cumplido mi
tiempo.» 9. Dicho esto, se quedó en Galilea. 10. Una
vez que sus hermanos subieron a la fiesta, entonces
subió Él también, no manifiestamente, sino en se¬
creto. 11. Los judíos le buscaban en la fiesta y decían:
«¿Dónde está ése?» 12. Y había entre la muchedumbre
gran cuchicheo acerca de Él. Los unos decían: «Es
bueno»; pero otros decían: «No, seduce a las turbas.»
13. Sin embargo, nadie hablaba libremente de Él. por
temor de los judíos.

Siempre ha tenido perplejos a los exegetas la contra¬


dicción, al menos aparente, que existe entre las pala¬
bras de Jesús a sus hermanos y su acción. Si se advierte,
en efecto, que al final ha hecho lo que tan enérgicamen¬
te había rehusado, no nos queda más remedio que, o
bien ver una doblez, o bien una inconstancia, ambas di¬
fíciles de comprender.
El texto se esclarece confrontándolo con las bodas
de Cana; se trata de la misma negativa de Jesús fun¬
dada en idéntica razón,124 y al final se realiza la acción
que parecía rehusada. Es que en ambos casos se tra¬
taba de un hecho materialmente conforme, hasta cierto
punto, con lo que se esperaba, pero con sentido diverso.
En ambos casos se le pide la manifestación de su me-
sianismo, pero entendiéndolo en sentido puramente
carnal: los hermanos de Jesús le proponen manifestar¬
se a sus discípulos de Jerusalén para emprender final¬
mente la campaña política que todos esperan y de la
que le hemos visto sustraerse.125 Si se niega y acto se¬
guido sube a Jerusalén, será precisamente para anun¬
ciar que su mesianismo es de una naturaleza totalmen-

124. 2, 4: “No es aún llegada mi hora".


125. Cf. 6, 15.

172 El cuarto evangelio


te distinta de lo que se imaginaban los que querían
arrastrarle, pero de quienes nos dice san Juan también
aquí sin ambages que no tenían fe.
No ha llegado el tiempo de manifestarse, contraria¬
mente a lo que creen los suyos, a quienes les parece úni¬
ca la ocasión para un golpe de inano. Pero Él dará una
señal que indicará a los creyentes en qué consistirá
efectivamente esa manifestación.
Jesús señala el acuerdo existente entre el «mundo» 12C
y sus hermanos: el mundo no puede aborrecerlos, pero,
en cuanto a Él, le aborrece, y en el día señalado por
Dios, su «tiempo», su «hora», ese odio se desbordará.
Vamos a ver cómo se manifiesta en lo que sigue. Si
Jesús evita la Judea y sube no obstante en secreto a
Jerusalén, es a fin de no provocar un incidente que des¬
encadenaría prematuramente la acción hostil de los
judíos,137 impotentes en Galilea, donde el Sanedrín tan
sólo tiene fuerza moral.
El sentimiento popular queda bien manifiesto por
las dos comprobaciones siguientes: unos le son favora¬
bles, pero con fundamentos muy humanos y débiles:
«Es bueno»; los otros reaccionan contra esa predica¬
ción que echa por tierra toda clase de costumbres: «No,
seduce a las turbas.»
En cuanto a la fiesta que fue el marco de las ense¬
ñanzas que vamos a considerar, llegó a ser una de las
más importantes.128 Coincidiendo con el final de septiem¬
bre, del 15 al 22 de Tishri, se hallaba al comienzo del
año civil. Fiesta ante todo de acción de gracias por toda

126. Nótese el sentido peyorativo que tiene aquí la palabra


"mundo"; cf. también 17, 9.
127. O sea, para san Juan los jefes del pueblo, cf. v. 13.
128. El historiador judío Josefo la llega a llamar “la más san¬
ta y la más grande”. (Ant. Jud., 8, IV, 1).

El Verbo, Vida y Luz 173


clase de cosechas, había venido a ser en segundo lugar
una conmemoración de la estancia de los hebreos en el
desierto. Se construían tiendas de ramajes en las que se
moraba durante siete días, en recuerdo de aquel pe¬
ríodo. Tenían lugar diversas ceremonias solemnes, de
un esplendor impresionante; veremos cómo serán pun¬
to de partida de dos de los discursos de Jesús.

14. Mediada ya la fiesta,129 subió Jesús al templo


y enseñaba. 15. Admirábanse los judíos, diciendo:
«¿Cómo es que éste, no habiendo estudiado, conoce las
Escrituras?» 16. Jesús le respondió y dijo: «Mi doc¬
trina no es mía, sino del que me ha enviado: 17, quien
quisiere hacer la voluntad de Él conocerá si mi doc¬
trina es de Dios o es mía. 18. El que de sí mismo ha¬
bla busca su propia gloria; pero el que busca la gloria
del que le ha enviado, ése es veraz y no hay en él in¬
justicia. 19. ¿No os dio Moisés la Ley? Y ninguno de
vosotros cumple la Ley. ¿Por qué buscáis darme
muerte?»

Parece ser que Jesús tiene que entendérselas con una


serie de interlocutores diferentes. El pasaje que aca¬
bamos de leer se dirige «a los judíos», y sabemos que
ordinariamente san Juan entiende bajo ese nombre a
los escribas, y más generalmente las autoridades reli¬
giosas del pueblo.
La palabra griega éthaumazon, que ordinariamente
se traduce aquí por admirar, debe más bien tomarse en
su sentido más amplio de quedarse sorprendido. Los
judíos no tuvieron por cierto una agradable sorpresa,
sino más bien sufrieron un escándalo al ver a Jesús in-

129. Propiamente hablando, Jesús no habría participado en la


fiesta, pues las ceremonias esenciales se celebraban el día pri¬
mero.

174 El cuarto evangelio


tcrpretar soberanamente las Escrituras sin haber es¬
tudiado,'30 Eso nos indica que Jesús enseñaba en el
templo mediante comentarios al Antiguo Testamento,
como los que los sinópticos nos dan a conocer y que
san Juan no nos ha recordado aquí. Esa enseñanza de
los rabinos en el atrio era corriente y databa de anti¬
guo; ya los profetas habían hecho otro tanto, en espe¬
cial Jeremías (cf. su gran discurso del cap. 7).
A la acusación de enseñar sin haber frecuentado los
escribas, responde Jesús que su enseñanza no es por
eso una fantasía personal; si así fuera, tendrían los es¬
cribas razón frente a Él; sino que es la enseñanza del
Padre la que Hl da, y el que quiera cumplir la voluntad
del Padre, que se halla expresada en la Escritura, reco¬
nocerá la verdad de esta afirmación.
Esta idea de que reconocemos la Verdad del Padre
obrando según su voluntad, y no por una especulación
puramente intelectual, se ha de saber valorar. Es una
idea que aprecia mucho san Juan que la Verdad divina
se dirige ciertamente a nuestra inteligencia, pero que
ésta es incapaz de captarla sin una entrega de todo
nuestro ser a los caminos de Dios. Puede decirse hasta
cierto punto que el semejante no es conocido sino por
su semejante; sin cierta conformidad de nuestra vida
a la voluntad de Dios, su Verdad nos resultará desco¬
nocida.
Sí los judíos no reconocían en Jesús al «enviado»
del Padre, es porque no cumplen la voluntad del Padre;

130. Hay que advertir un detalle: la frase griega (donde se


encuentra la palabra grammata, sin artículo, que frecuentemente
designa los conocimientos clásicos elementales) podría traducir¬
se también: "¿Cómo éste está instruido sin haber estudiado
nada?" Pero nuestra interpretación cuadra mejor con el contexto
(y tenemos otros ejemplos, cf. 2 Tim 3, 14 y 15, donde grammata,
también sin artículo, designa las Escrituras).

El Verbo, Vida y Luz 175


esa Ley a la que se aferran, la violan en el fondo de
sus corazones, y Jesús, descubriendo el odio disimulado
de los escribas que le rodean, pone de manifiesto el pen¬
samiento que les acosa mientras se apiñan en torno
de Él: «¿Por qué buscáis darme muerte?»
Interviene un segundo grupo, la turba, compuesta
en su mayoría de forasteros de la Ciudad santa, que
saben poco o nada de Jesús y de la reacción que ha
producido ya.

20. La muchedumbre respondió: «Tú estás po¬


seído del demonio; ¿quién busca darte muerte?» 21.
Respondió Jesús y les dijo: «Una obra he hecho y
todos os maravilláis. 22. Moisés os dio la circuncisión
—no que proceda de Moisés, sino de los padres—, y
vosotros circuncidáis a un hombre en sábado. 23. Si
un hombre recibe la circuncisión en sábado para que
no quede incumplida la Ley de Moisés, ¿por qué os
irritáis contra mí porque he curado del todo a un
hombre en sábado? 24. No juzguéis según las apa¬
riencias; juzgad a sabiendas.»

Jesús jamás acepta la discusión ociosa; en particu¬


lar desdeña responder a las reflexiones que sobre un
tercero se hacen delante de Él. Es a los escribas a quie¬
nes había dirigido el apostrofe, preocupándose poco de
las reacciones de la turba ignorante y escéptica. Sabe
sin embargo que también ella estaba dividida frente a
Él a causa del milagro de Betesda131 y conmovida por
el hecho de que los judíos declaran que ha violado la
Ley trabajando. El argumento que les dirige se apoya
en el hecho de que el sábado cedía, por ejemplo, a la
prescripción de circuncidar el día octavo. Ya que la

131. Todo esto, evidentemente, hace alusión a el, cf. cap. 5.

176 El cuarto evangelio


misma Ley prevee que un acto mandado por Dios para
el bien del hombre se puede cumplir en ese día, ¡cuán¬
to más la regeneración de toda la vida humana!

25. Decían, pues, algunos de los de Jerusalén:


«¿No es éste a quien buscan matar? 26. Y habla libre¬
mente y no le dicen nada. ¿Será que de verdad ha¬
brán reconocido las autoridades que es el Cristo?
27. Pero de éste sabemos de dónde viene; mas del
Mesías, cuando venga, nadie sabrá de dónde viene.»
28. Jesús, enseñando en el templo, gritó y dijo: «¿Vos¬
otros me conocéis y sabéis de dónde soy? Pues bien,
yo no he venido de mí mismo, pero el que me ha en¬
viado es veraz, aunque vosotros no le conocéis; 29, yo
le conozco, porque procedo de Él y Él me ha en¬
viado.»

Son ahora los de Jerusalén quienes entran en es¬


cena. Saben ellos de sobra a qué atenerse en las intri¬
gas de los sanedritas y sus secuaces, y sus comentarios
llevan buena marcha, si bien nadie se aventura ya a
contestar a Jesús.
Aparentemente la decisión final de las autoridades
no deja lugar a duda. Pero, desorientados por esa ines¬
perada presentación de Jesús en lo mejor de la fiesta y
por la turba, que espontáneamente le ha envuelto en
una expectativa que al menos demuestra simpatía, no
se atreven a obrar abiertamente. Las reflexiones de la
turba que aquí nos descubre el evangelista demuestran
que el sanedrín advierte al momento el peligro todavía
mayor que tenía al contemporizar, si se quería evitar
que la masa popular fuera detrás de Jesús, y se decide
a precipitar las cosas.
Nos encontramos aquí con una objeción análoga a
la que había hecho Natanael. Era opinión corriente por

El Verbo, Vida y Luz 177


12
entonces133 que el Mesías aparecería sin que nadie su¬
piera de dónde venía. Ahora bien, los hombres se lison¬
jean de conocer perfectamente los humildes orígenes de
Jesús. Su respuesta es la ampliación de la anterior: «No
juzguéis según las apariencias; juzgad a sabiendas.»
Hay aquí todavía un tono de ironía mezclado de piedad.
¿Creen ingenuamente que le conocen y que saben cuál
es su origen? Pues bien, ¡entonces saben mejor que na¬
die que Él viene del Padre! Sólo que, como ya lo ha
declarado Jesús, ellos no conocen al Padre como Él lo
conoce; sólo Él conoce la Verdad del Padre, porque pro¬
viene de Él y lo ha enviado el Padre.

30. Buscaban, pues, prenderle, pero nadie le po¬


nía las manos, porque aún no había llegado su hora.
31. De la multitud muchos creyeron en Él, y decían:
«Cristo, cuando venga, ¿hará más signos de los que
hace éste?» 32. Oyeron los fariseos a la muchedum¬
bre que cuchicheaba acerca de Él, y enviaron los
príncipes de los sacerdotes alguaciles para que le
prendiesen. 33. Dijo entonces Jesús: «Aún estaré con
vosotros un poco de tiempo, y me iré al que me ha
enviado. 34. Me buscaréis y no me hallaréis, y a donde
yo voy vosotros no podéis venir.» 35. Dijéronse enton¬
ces los judíos: «¿Adonde va a ir éste que nosotros
no hayamos de hallarle? ¿Acaso quiere irse a la diás-
pora1K de los griegos para enseñar a los griegos? 36.
¿Qué es esto que dice: Me buscaréis y no me halla¬
reis, y a donde yo voy, vosotros no podéis venir?»

Este extenso coloquio público deja divididos a los


presentes. Los «judíos» sienten que crece su odio, pero

132, Expresada en el libro 4 de Esdras y en el Diálogo con


Trifón de san Justino Mártir.
133. Las colonias de judíos dispersos entre los gentiles (espe¬
cialmente en Asia Menor y Egipto).

178 El cuarto evangelio


no ha llegado todavía la «hora» de Cristo y nadie pone
sus manos sobre ÉL Entre tanto, en medio del pueblo
congregado, progresa la causa de Jesús, y son muchos
los que, sin aceptar formalmente el evangelio, se dicen
para sí lo que nos recuerda san Juan: «Cristo, cuando
venga, ¿hará más signos de los que hace éste?» Estos
cuchicheos extreman la inquietud de los fariseos y de
los príncipes de los sacerdotes, quienes deciden enviar
a Jesús alguaciles que contengan esa predicación inquie¬
tante. Mientras éstos se le acercan, predice Jesús a la
turba, atenta a sus palabras pero que jamás llegará a
soluciones definitivas, que su presencia entre ellos llega
ya a su fin. Las expresiones de que se sirve son muy
propias de san Juan: subrayan la última unión de la
muerte y de la glorificación en el pensamiento de Jesús,
hasta el punto de hacerlas indistintas.
Las últimas consideraciones de la plebe nos mues¬
tran, algo que ya hemos visto más de una vez, a esos
hombres inquietos por las palabras de Cristo, sensibles
a la presencia en esas palabras de realidades sobrena¬
turales que no pueden penetrar, pero que a toda cosía
quieren quedar tranquilos con cualquier explicación de
un racionalismo trivial.

II. Ceremonial del agua

37. El último día, el día grande de la fiesta, se


detuvo Jesús y gritó, diciendo: «Si alguno tiene sed,
venga a mí y beba. 38. El que cree en mí, según dice
la Escritura, ríos de agua viva correrán de su seno.»™

134. Esta imagen ha parecido extraña; si se admite el origi¬


nal arameo, podría darse una confusión, niehin, seno, tomado
por mahian, fuente. Cf. Is 58, 11; Ez 47, 1-12; Jl 2, 28 y 3, 18;
7,cu-13, 1 y 14, 8.

El Verbo, Vida y Luz 179


39. Esto dijo del Espíritu, que habían de recibir
los creyentes en El, pues aún no había sido dado el
Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado.

No podía desearse ocasión más apropiada para esta


conclusión de la enseñanza acerca de la Vida, y para
pasar de la Vida a la idea de la Luz, que la ñesta de
los Tabernáculos. Eí día octavo, el más grande de la
fiesta, como nos lo recuerda san Juan, se hallaba reple¬
to de plegarias impetrando las lluvias fecundantes. Du¬
rante los días precedentes lo había preparado un cere¬
monial repetido cada mañana. Se bajaba procesional¬
mente a la fuente de Siloé. Cada asistente llevaba en
la mano derecha un fruto refrescante, limón o cidra, y
en la izquierda una palma con tallos de mirto y de
mimbre verde. Un sacerdote extraía agua con un jarro
e iba a verterla en libación ante el altar del templo,
mientras los levitas salmodiaban los cánticos del Ha-
llel,135 a los que el pueblo respondía a una voz.
El versículo de Isaías, cantado mientras el sacer¬
dote renovaba simbólicamente el gesto de Moisés ha¬
ciendo brotar agua de la roca, expresaba el significado
mesiánico que se daba a este rito: «Sacaréis con ale¬
gría el agua de las fuentes de la salud.» 138
Así, al final de esta fiesta que impresionaba tan viva¬
mente el espíritu del pueblo, el mismo día en que se
había implorado la caída de las lluvias celestiales, cuan¬
do Jesús gritó: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba.
El que cree en mí, según dice la Escritura, ríos de agua
viva correrán de su seno», la resonancia de tales pala¬
bras, en unas circunstancias propicias para abrir los
corazones, debió ser considerable.

135. Salmos 113 al 118.


136. Is 12, 3.

180 El cuarto evangelio


Por otra parte, ellas sintetizan en un enunciado inol¬
vidable todo cuanto progresivamente nos ha sido reve¬
lado sobre la Vida: es en la persona de Jesús donde ha¬
llamos la fuente, y, una vez que hayamos sacado el aaua,
la Vida recibida en nosotros se convierte en un río
nuevo. En fin, cuál sea el principio de esta inagotable
fecundidad de Vida lo dice san Juan, es el Espíritu de
Dios, el cual no puede comunicársenos sino por la muer¬
te y la resurrección de Cristo. Esta anotación del evan¬
gelista anuncia el objeto de los últimos discursos del
Señor a sus discípulos.

40. De la muchedumbre, algunos que escuchaban


estas palabras decían: «Verdaderamente que éste es
el Profeta.» 41. Otros decían: «Éste es el Cristo»; pero
otros replicaban: «¿Acaso el Cristo puede venir de
Galilea? 42. ¿No dice la Escritura que del linaje de
David y de la aldea de Belén, de donde era David, ha
de venir el Cristo?» 43. Y se originó un desacuerdo en
!a multitud por su causa. 44. Algunos de ellos que¬
rían apoderarse de Él, pero nadie le puso las manos.
45. Volvieron, pues, los alguaciles a los príncipes de
ios sacerdotes y los fariseos, y estos les dijeron: «¿Por
qué no le habéis traído?» 46. Respondieron los algua¬
ciles : «Jamás hombre alguno habló como éste.» 47.
Pero los fariseos les respondieron: «¿Es que también
vosotros os habéis dejado engañar? 48. ¿Acaso algún
magistrado o fariseo ha creído en Él? 49. Pero ¡esta
gente que ignora la Ley...', ¡son unos malditos!» 50.
Les dijo Nicodemo (el que había ido antes a Él, que
era uno de ellos): 51. «¿Acaso nuestra Ley condena a
un hombre antes de oírle y sin averiguar lo que hizo?»
52. Le respondieron y dijeron: «¿También tú eres de
Galilea? Investiga y verás que de Galilea no ha salido
profeta alguno.»

El Verbo, Vida y Luz 181


Las palabras de Jesús provocan la misma reacción
que de ordinario, pero la forma y el tono que Él les ha
dado comunican algo más vivo a la actitud del audito¬
rio. Unos se deciden a ver en Él al «Profeta», otros van
más allá, y ven en Él al Cristo; pero no pueden discernir
la amplitud de esa noción al aplicarla a Jesús. Asimis¬
mo, por falta de suficiente elevación es también por
lo que otros tropezarán con el término del Mesías: Je¬
sús, por de pronto, viene de Galilea, pero Cristo ¿no
debía venir de Judea y nacer de la línea y en la ciudad
de David?137 La cólera de algunos es tan viva que
querrían acabar al instante con el escándalo de esa pre¬
dicación que comienza ya a ser claramente blasfema;
pero los más decididos son impedidos de ir adelante
por no se sabe qué sentimiento que les detiene como a
pesar suyo. Y fueron los alguaciles del templo quienes
expresaron de nuevo el sentimiento común. A los sacer¬
dotes y fariseos que les preguntaban irritados por qué
no se decidieron a obrar, les respondieron; «Jamás hom¬
bre alguno habló como éste.» El cuarto evangelista no
pierde la ocasión de recordarnos, no sin cierta ironía
muy discreta, las palabras cuyo contenido no podían
medir quienes las pronunciaron. Al citar esta frase
tiene en cuenta, más allá del testimonio de la admira¬
ción irresistible de los funcionarios del templo, su pro¬
pia afirmación de que Jesús, a diferencia de los profe¬
tas, incluso de Juan Bautista, no es tan sólo un hom¬
bre que habla de Dios, sino la Palabra de Dios. Sin em¬
bargo, los fariseos, con sus momentáneos aliados, los
sacerdotes, no se impresionan ante ese golpe directo, y

137. Sería del todo arbitrario deducir de este pasaje que san
Juan no habría creído en el origen davídico de Jesús; cita senci¬
llamente la reflexión de algunos que no son por cierto de los
suyos.

182 El Cuarto evangelio


responden: «¿Acaso algún magistrado o fariseo ha creí¬
do en Él?»
Entonces, al cerrarse ellos en su orgullo de doctores
de la Ley para rechazar la enseñanza de Jesús, la indig¬
nación vence por un momento las dudas y el miedo de
Nicodemo, que exclama: «¿Acaso nuestra Ley condena
a un hombre antes de oírle y sin averiguar lo que hizo?»
Los fariseos han comprobado ya que las discusiones no
les acarrean sino sinsabores, y es muy significativo que
ni siquiera se deciden a discutir con su discípulo; de
éste tan sólo saben desembarazarse con un desplante
que ninguno de ellos hubiera arriesgado ante el Maes¬
tro: «¿También tú eres de Galilea? Investiga y verás
que de Galilea no ha salido profeta alguno.»

III. Ceremonial de las luces

Después de la fiesta del agua, la de las luces. Era el


segundo elemento del ceremonial de los Tabernáculos
y los rabinos encarecen su esplendor. Aunque son sin
duda exageradas, sus descripciones nos permiten com¬
prender el entusiasmo que provocaban tales solemni¬
dades. Se iluminaba el templo con inmensos candela¬
bros colocados en el atrio de las mujeres que lucían
toda la noche. Su resplandor encendía la santa Ciudad,
que debía ofrecer a lo lejos un espectáculo fantástico
a los ojos de los peregrinos. Entonces los levitas, de
pie sobre las quince gradas que separaban el atrio de
las mujeres del de los hombres, cantaban salmos acom¬
pañados de Lodos los instrumentos cuyos nombres se
nos conservan en los títulos de los cánticos de Israel.
Estos regocijos y estas iluminaciones renovaban la
alegría popular, como si la columna de fuego que había

El Verbo, Vida y Luz 183


guiado a sus padres a través de la peregrinación que
se conmemoraba, hubiese vuelto a posarse sobre el
templo.
El efecto de las palabras que Jesús iba a pronunciar
en el sitio mismo de las iluminaciones (el tesoro, donde
nos dice san Juan que habló, estaba situado en el patio
de las mujeres) no será menor que el de su anterior
discurso.

8. — 12.138 Otra vez les habló Jesús, diciendo:


«Yo soy la Luz del mundo; el que me sigue no anda
en tinieblas, sino que tendrá la Luz de Vida.»
13. Dijéronle, pues, los fariseos: «Tú das testimo¬
nio de ti mismo, y tu testimonio no es verdadero.»
14. Respondió Jesús y dijo: «Aunque yo dé testimo¬
nio de mí mismo, mi testimonio es verdadero, porque
sé de dónde vengo y adonde voy, mientras que vos¬
otros no sabéis de dónde vengo o adonde voy. 15.
Vosotros juzgáis según la carne; yo no juzgo a nadie,
16, y si juzgo, mi juicio es verdadero, porque no estoy
solo, sino yo y el que me ha enviado, 17 y en vuestra
Ley está escrito que el testimonio de dos es verda¬
dero. 18. Yo soy el que da testimonio de mí mismo, y
el Padre, que me ha enviado, da testimonio de mí.» 19.
Pero ellos le decían: «¿Dónde está tu Padre?» Respon¬
dió Jesús: «Ni a mí me conocéis ni a mi Padre; si me
conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre.» 20.
Estas palabras las dijo Jesús en el tesoro, enseñando
en el templo, y nadie puso en Él las manos, porque
aún no había llegado su hora.

La declaración de Jesús enlaza las dos nociones de


la Luz y la Vida. Hemos visto en el prólogo que la Vida
era la Luz de los hombres. Ahora se nos habla de «la
138. Cf. Lo que hemos dicho en la pág. 35 referente al episo¬
dio de la mujer adúltera,

184 El cuarto evangelio


Luz de la Vida». El contexto nos obliga a tomar esta
última expresión en el sentido de la Luz que da la Vida.
Así la Luz se nos muestra como la irradiación de la
Vida que se halla en Cristo, irradiación que comunica
la Vida lo mismo que procede de ella. Las tinieblas, de
las que libra la Luz del mundo, son ante todo las de la
ignorancia y el error; pero hay que incluir también la
muerte, que proviene de la privación de la Luz de Dios,
primer electo del pecado.
El título de Luz del mundo que Jesús se da aquí
recuerda las profecías de Isaías acerca del «Servidor
del Señor»:

Yo te custodiaré y te estableceré para hacer alian¬


za con el pueblo,
para ser la Luz de las naciones,
para abrir los ojos de los ciegos,
para sacar de la cárcel a los presos,
del fondo del calabozo a los que moran en ti¬
nieblas.. .
(Is 42, 6-7)

...Yo te hago luz de las gentes,


Para llevar mi salvación hasta los confines de la
tierra.
(Is 49, 6)

Sin apreciar exactamente todo el contenido de estas


palabras, los judíos se aízan contra lo que les parece
ser una pretensión al mesianismo o algo mayor toda¬
vía que ellos no acaban de comprender. No atreviéndo¬
se a aventurarse a la discusión, responden tan sólo a
Jesús: «Nada prueban tus afirmaciones, puesto que das

El Yerbo, Vida y Luz 185


testimonio de ti mismo.» Pero Jesús parte de ahí para
establecer que no ocurre con Él lo que con ellos. Él
no puede dejar de decir la verdad, aun cuando hable
de sí mismo, pues conoce su origen y su fin, mientras
que ellos no alcanzan a ver los suyos. Con todos ellos
se lanzan a juzgar; Él, por el contrario, aunque podría
hacerlo, no juzga (cf. 3, 17), porque Él viene no para
condenar, sino para salvar.
Sus argumentos se vuelven contra ellos; cuando de¬
claran que Jesús está solo es porque desconocen no
sólo a Él sino al Padre a quien fingen adorar, si bien
su Ley, tras la que se amparan, les condena.
Volvemos a encontrarnos aquí, y a menudo con tér¬
minos ya conocidos, con la discusión del capítulo quin¬
to, después de la curación del paralítico. Vamos de he¬
cho a presenciar cómo se reanuda esa discusión entre
Jesús y los judíos, reanudación que podríamos denomi¬
nar central: todo el problema de la perseverancia de
los hombres en el mal, mientras se les ofrece la propia
redención, se nos presentará bajo esa forma tan carac¬
terística que le da san Juan, la de un conflicto entre la
Luz y las tinieblas.

186 El cuarto evangelio


Capítulo Sexto

LA LUZ

La revelación de lo que se encierra en Cristo, de lo


que Él es, la hallamos completa en su declaración ex¬
presa de ser la Luz del mundo. No hay posible indife¬
rencia, y el conflicto que se hacía presagiar comienza
ya. Aparece al instante como esa oposición de las tinie¬
blas a la Luz que anunciaba el prólogo. La Luz se decla¬
raba invencible en esa noción complementaria de la
Verdad, la cual veremos cómo le está adherida. La cu¬
ración del ciego de nacimiento sellará la enseñanza
acerca de la Luz, como la del paralítico había sellado
la enseñanza acerca de la Vida. Finalmente, las dos se¬
mejanzas de la puerta y del buen Pastor concluirán la
primera parte del evangelio, ilustrando definitivamente
la enseñanza sobre la Luz y su unidad con la Vida.

I Conflicto de las tinieblas con la luz: La verdad

21. Todavía les dijo: «Yo me voy y me buscaréis, y


moriréis en vuestro pecado; adonde yo voy no po¬
déis venir vosotros.» 22. Los judíos se decían: «¿Aca¬
so va a darse muerte, que dice: Adonde yo voy no
podéis venir vosotros?»

Inmediatamente se descubre la trágica locura del


conflicto: los que se enfrentan con la Luz alejan de sí

El Verbo, Vida y Luz 187


su propia salvación. Ésta, precisamente, se les ha apro¬
ximado porque no podían llegarse a ella; los hombres,
rechazando la precedencia divina, se condenan a sí
mismos. El estúpido desprecio de los oyentes al ofre¬
cérseles la salvadora advertencia estigmatiza el endure¬
cimiento que anuncia Jesús.

23. Él les decia: «Vosotros sois de abajo, yo soy


de arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de
este mundo. 24. Os dije que moriríais en vuestro pe¬
cado, porque si no creyereis, moriréis en vuestros pe¬
cados.»

Queda establecida la oposición entre Jesús y el «mun¬


do». Esta palabra que aparece frecuentemente en las Es¬
crituras, recibe (lo cual es notable en san Juan) un sen¬
tido preciso; no se trata del universo en sí mismo; que¬
da significado por esa palabra cuanto se esclaviza al
poder de las tinieblas, las que mantiene la noche, dete¬
niéndole alejado de Dios.
Por eso los hombres, si no aceptan la Luz celestial,
única que les puede elevar sobre el mundo, morirán en
su pecado. La Luz viene a ellos a fin de que la reconoz¬
can, pero, según las palabras del prólogo, prefieren las
tinieblas a la Luz.

25. Ellos decían: «Tú, ¿quién eres?» Jesús les


dijo: «Es precisamente lo que os estoy diciendo. 26.
Mucho tengo que hablar y juzgar de vosotros, pues
el que me ha enviado es veraz, y yo hablo al mundo
lo que le oigo a Él.» 27. No comprendieron que les
hablaba del Padre.

La respuesta de Jesús a las protestas de ignorancia


de los que escuchaban indica que no es un cándido; esa

188 El cuarto evangelio


ignorancia es fruto de su endurecimiento; no impide
ella que entre tanto le conozcan con aquel conocimiento
que la epístola de Santiago atribuye a los demonios,
añadiendo que se estremecen. Y Jesús los rechaza de sí
haciéndoles ver sobre ellos su mirada penetrante, como
la mirada de Dios. Pero tampoco se hacen sensibles.

28. Dijo, pues, Jesús: «Cuando levantéis en alto


al Hijo del hombre, entonces conocéis que yo soy, y
no hago nada de mí mismo, sino que, según me en¬
señó el Padre, así hablo. 29. El que me envió está con¬
migo; no me ha dejado solo, porque yo hago siem¬
pre lo que es de su agrado.» 30. Hablando El esas
cosas, muchos creyeron en Él.

Jesús anuncia directamente el final del conflicto:


concluirá por la aparente victoria del poder de las ti¬
nieblas, las cuales obran a través de sus enemigos, a
quienes tienen esclavizados. Mas esa falsa victoria será
en realidad su derrota. El término de «levantar», por
el posible doble sentido de crucificar o exaltar, señala
muy bien la confusión de las tinieblas al ver la Luz res¬
plandeciendo desde la cruz en la que creían haberla
extinguido. Éste es el primer anuncio que hace Jesús
en público de la Pasión; se advertirá cada vez más cómo
san Juan precisa seguidamente que la gloria de Cristo
y su Pasión no se hallan separadas.
Las últimas palabras nos ofrecen la razón de ese ca¬
rácter único de la muerte de Jesús: ella es su victoria,
puesto que es el acto de obediencia perfecta al Padre,
acto que aniquila la desobediencia de la que proceden
las tinieblas.

•k *

El Verbo, Vida y Luz 189


Viene ahora la enseñanza de la Verdad, que dará
origen al profundo conflicto de las tinieblas con la
Luz.

31. Jesús decía a los judíos que habían creído en


Él: «Si permanecéis en mi palabra, seréis en verdad
discípulos míos, 32 y conoceréis la Verdad, y la Ver¬
dad os librará.» 33. Respondiéronle ellos: «Somos li¬
naje de Abrahán y de nadie hemos sido jamás sier¬
vos: ¿cómo dices tú: Seréis libres?» 34. Jesús les res¬
pondió: «En verdad, en verdad os digo que todo el
que comete pecado es siervo del pecado. 35. El siervo
no permanece en la casa para siempre, el Hijo perma¬
nece para siempre; 36, si, pues, el Hijo os librare, se¬
réis verdaderamente libres.
37. Sé que sois linaje de Abrahán; pero buscáis
matarme, porque mi palabra no ha sido acogida por
vosotros. 38. Yo hablo lo que he visto en el Padre; y
vosotros también hacéis lo que habéis oído a vuestro
padre.» 39. Respondieron y dijéronle: «Nuestro pa¬
dre es Abrahán.» Jesús les dijo: «Si sois hijos de
Abrahán, haced las obras de Abrahán: 40. Pero ahora
buscáis quitarme la vida, a mí, un hombre que os ha
hablado la verdad, que oyó de Dios: eso Abrahán no
lo hizo; 41 vosotros hacéis las obras de vuestro pa¬
dre.»
Dijéronle ellos: «Nosotros no somos nacidos «le
adulterio, tenemos un solo padre: Dios.»
42. Díjoles Jesús: «Si Dios fuera vuestro padre,
me amaríais a mí; porque yo he salido y vengo de
Dios, pues yo no he venido de mí mismo, antes es Él
quien me ha enviado.»

Jesús promete la Verdad a sus discípulos y les de¬


clara que esa Verdad les libertará.
Vemos por todo este pasaje qué plenitud de sentido
conviene dar a esta palabra de Verdad en la pluma de

190 El cuarto evangelio


san Juan. La Verdad es esencialmente la realidad mis¬
ma que se halla en Dios y que se nos hace accesible en
su Hijo, el Verbo hecho carne. Esta Verdad se opone a
cuanto hay de irreal e ilusorio en la «carne» (es decir,
en la criatura de Dios separada de su Creador), cómo
la Luz divina se opone a las tinieblas de la ignorancia
y del error, en las que el mundo sin Dios se halla su¬
mergido. De modo que la Verdad libra de la esclavitud
de las tinieblas, porque quienes la realizan reciben la
realidad divina que es el objeto propio de la fe.
Los oyentes, que tan vivamente vemos contestar, pa¬
rece que no han comprendido sino una sola cosa de las
palabras de Jesús, a saber, que ser su discípulo tras¬
ciende totalmente el judaismo. Ante tal declaración se
exacerba su orgullo; ellos creen no tener necesidad de
ninguna liberación. ¿Acaso puede haber hombres más
gloriosamente libres que los hijos de Abrahán?
Jesús revela aquí que ia tiranía de la que se trata de
quedar libres no es de orden humano, es la tiranía del
pecado. Nos hallamos ante el equívoco fundamen¬
tal entre un pueblo cuya esperanza mesiánica se ha he¬
cho casi del todo terrenal, y el Mesías sobrenatural,
cuya victoria en la tierra la realiza ante todo sobre el
pecado.
Para interpretar la frase siguiente no hay que ce¬
ñirse al detalle; no hay necesidad de preguntarse qué
significa la casa, y sobre todo si se trata de la casa de
Dios o no. Entonces el sentido resulta sencillo: la si¬
tuación del esclavo es esencialmente transitoria y pre¬
caria; el Hijo, procurándole la libertad, lo sitúa en el
único estado en que puede y debe colocarse.
Prosigue Jesús emprendiéndola con la orgullosa afir¬
mación que hacían de ser la descendencia de Abrahán.
Esta filiación, si es tan sólo carnal, se vuelve contra

El Verbo, Vida y Luz 191


ellos. Jesús asume de nuevo la acusación que antes
había ya formulado: al no aceptar la palabra de Cristo
buscan su propia muerte. Por eso están en oposición a
Abrahán, que fue el hombre de la fe. Va más allá toda¬
vía y declara, sin más precisión por ahora, que no son
menos fieles a su verdadero padre que Él lo es al suyo.
Diríase que sus interlocutores presienten lo que se
sobrentiende: se guardan bien de interrogarle de nue¬
vo, limitándose a insistir en que ellos son en verdad los
hijos de Abrahán. Pero persiste Jesús con tal viveza, que
no pueden evitar la contienda. Entonces dan a entender
como si creyeran que Jesús pretende hacerlos tan sólo
descendencia de Ismael, lo que es a todas luces absur¬
do, ya que, esperando quizá desviar el curso de las
reflexiones de Jesús, cortan ahí, y declaran que Dios es
su único padre. Obrando así ofrecen a Jesús nueva oca¬
sión de descubrir su impostura y su propia filiación,
entendida estrictamente, pero en otro sentido del que
ellos trataban de empeñarse. En adelante nada podrá
evitar ni detener la terrible acusación que confusamen¬
te temían se iba perfilando.

43. «¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque


no podéis oír mi palabra: 44, vosotros tenéis por pa¬
dre al diablo, y queréis hacer los deseos de vuestro
padre. Él es homicida desde el principio y no se man¬
tuvo en la Verdad, porque la Verdad no está en él.
Cualquiera que miente, habla de lo suyo propio, pues
su padre es también mentiroso. 45. Pero a mí, porque
os digo la Verdad, no me creéis. 46. ¿Quién de vos¬
otros me argüirá de pecado? Si os digo la Verdad,
¿por qué no me creéis? 47. El que es de Dios oye las
palabras de Dios; por eso vosotros no las oís, porque
no sois de Dios.»
48. Respondieron los judíos, y le dijeron: «¿No

192 El cuarto evangelio


decimos bien nosotros que tú eres samaritano y tie¬
nes demonio?» 49. Respondió Jesús: «Yo no tengo de¬
monio, sino que honro a mi Padre, y vosotros me des¬
honráis a mí. 50. Yo no busco mí gloria; hay quien
la busque y juzgue. 51. En verdad, en verdad os digo:
Si alguno guardare mi palabra jamás verá la muerte.
52. Dijéronle los judíos: «Ahora nos convencemos de
que estás endemoniado. Abrahán murió, y también
los profetas, y tú dices: «Quien guardare mi palabra
no gustará la muerte nunca» 53. ¿Acaso eres tú mayor
que nuestro padre Abrahán, que murió? Y los profe¬
tas murieron. ¿Quién pretendes ser?»

El padre de quienes se muestran tan insensatos que


rehúsan aceptar la Verdad es aquel que ha cometido
el primer homicidio diciendo la primera mentira: Sata¬
nás, el cual alejando al primer hombre de Dios, le ha
despojado de la Vida, lo mismo que ellos querrían arre¬
batársela a Jesús. La santidad de Jesús, proclamada por
Él con una simplicidad sin igual, es la acusación más
directa que pueda darse con Ira su incredulidad: obliga
a declarar que es porque Él es la Verdad por lo que no
creen. Según lo que hemos visto, la actitud que toman
los hombres frente a Jesús manifiesta si son de Dios o
del enemigo.139
Los judíos sólo encuentran imprecaciones para ob¬
jetarle, pero Jesús no les deja respirar; insiste en el
lazo que une esas afrentas a su negativa de honrar al
Padre «en la Verdad». Concluye con una soberana afir¬
mación del juicio de Dios y de su última manifestación:
la participación de los creyentes en la Vida eterna,
mientras que los que se niegan a creer morirán en su
pecado.

139. Cf. págs, 121 y 148.

El Verbo, Vida y Luz 193


13
El escándalo de los judíos ha llegado al colmo. Creen
por íin haber dado con el medio de responder a las acu¬
saciones de Jesús con otra acusación; el orgullo del que
está lleno. ¿No se eleva por encima de los profetas y
de Abrahán, pretendiendo pasar sobre la muerte mis¬
ma? Lejos de ceder, Jesús se presta tan serenamente a
su intención que podemos creer que ha pronunciado
esa frase precisamente para hallar en su previsible
reacción ocasión a su última declaración, de tal majes¬
tad que les cerrará la boca.

54. Respondió Jesús; «Si yo me glorifico a mí


mismo, mi gloria no es nada. Es mi Padre quien me
glorifica, de quien vosotros decís que es vuestro Dios,
55, pero no le conocéis, mientras que yo sé quién es
Él; y si dijere que no sé quién es, sería semejante a
vosotros, embustero; pero yo sé quién es y guardo su
palabra.»

Se trata ante todo de declarar nuevamente que la


gloria del Hijo le viene del mismo Padre y que el Hijo
conoce perfectamente al Padre. Y con esto estamos al
borde de lo que dejará pasmados a los judíos.

56. «Abrahán, vuestro padre, se regocijó pensan¬


do en ver mi día; lo vio y se alegró.» 57. Pero los ju¬
díos le dijeron: «¿No tienes aún cincuenta años y has
visto a Abrahán? 58. En verdad, en verdad os digo;
Antes de que Abrahán naciese, era yo.» 59. Entonces to¬
maron piedras para arrojárselas; pero Jesús se ocultó
y salió del templo.

Tras el último golpe: «Abrahán, vuestro padre» evo¬


cado para condenarlos, eí reconocimiento apenas vela¬
do de la divinidad de Cristo. Los judíos no se equivo-

194 El cuarto evangelio


can, se disponen a apedrearle, según lo había predicho
Jesús y que ellos habían fingido juzgarlo una calumnia.
Pero Él se les escapa misteriosamente, pues, siguiendo
la expresión ordinaria de san Juan, no había llegado su
hora.

II. Curación del cieoo de nacimiento

He aquí, finalmente, el «signo» que constituye la rea¬


lidad de la enseñanza que acabamos de exponer.

9. — 1. Pasando, vio a un hombre ciego de naci¬


miento, 2, y sus discípulos le preguntaron: «Rabí,
¿quién pecó: éste o sus padres, para que naciera
ciego?»
3. Contestó Jesús: «Ni pecó éste ni sus padres,
sino para que se manifiesten en él las obras de Dios.
4. Es preciso que yo haga las obras del que me envió
mientras es de día; venida la noche ya nadie puede
trabajar.140 5. Mientras estoy en el mundo, soy la Luz
del mundo.» 6. Diciendo esto escupió en el suelo, hizo
con saliva un poco de lodo y untó con lodo los ojos,
7, y le dijo: «Vete y lávate en la piscina de Siloé» (que
significa enviado). Fue, pues, se lavó, y volvió con
vista. 8. Los vecinos y los que antes le conocían, pues
era mendigo, decían: «¿No es éste el que estaba sen¬
tado pidiendo limosna?» 9. Unos decían: «Es él»,
otros decían: «No, pero se le parece.» El decía: «Soy
yo.» 10. Entonces Ic decían: «¿Pues cómo se te han
abierto los ojos?» 11. Respondió él: «Ese hombre lla¬
mado Jesús hizo lodo, me untó los ojos y me dijo:
«Vete a Siloé y lávate»; fui, me lavé y recobré la

140. Alusión sin duda a un proverbio, lo mismo que en las


págs. 213-214 y 260-261.

El Verbo, Vida y Luz 195


vista.»111 12. Y le dijeron: «¿Dónde está ése?» Con¬
testó : «No lo sé.»

Pasemos de largo la pregunta de los discípulos, que


no es sino la ocasión dada a la enseñanza de Jesús.112
La declaración expresa de que una enfermedad sea
ocasión de la gloria de Dios se repetirá en varias oca¬
siones más. Ella conduce a los discípulos hacia la idea
de la glorificación realizada en el mismo Cristo, a tra¬
vés del sufrimiento y de la humillación.
Se ha querido ver en el lodo que Jesús puso sobre
los ojos del ciego una especie de medicamento: ¡colirio
bien singular! Aunque la terapéutica antigua fue a veces
fantasiosa, tampoco hay que exagerar,113 El lodo que el
ciego debe extraer de sus ojos mediante el agua de
Siloé parece ser, por el contrario, la imagen de la
ceguedad que Cristo le hace desaparecer.
El relato siguiente, una vez vuelto el ciego, tiene
buena dosis de picante; nos prepara a la escena tan viva
que se nos va a exponer.

13. Llevan a presencia de los fariseos al antes


ciego, 14, pues era sábado el día en que Jesús hizo
lodo y le abrió los ojos. 15. De nuevo le preguntaron
los fariseos cómo había recobrado la vista. Él les
dijo: «Me puso iodo sobre ios ojos, me lavé y veo.»

141. El término parece sorprender en labios de un ciego de


nacimiento: puede tratarse de una negligencia de redacción, pero
la palabra griega anablópd (que literalmente significa eso) ha sido
utilizada por los clásicos en este sentido.
142. Era una cuestión normalmente presentada por los rabi¬
nos. Cf. Le 13, 1-5.
143. No hay que confundir la acción de Jesús con la de meter
un poco de saliva en los ojos, conocida ésta por los judíos y los
paganos. La mencionan el Talmud y Tácito.

196 El cuarto evangelio


16. Dijeron entonces algunos de los fariseos: «No
puede venir de Dios este hombre, pues no guarda el
sábado.» Otros decían: «¿Y cómo puede un hombre
pecador hacer tales signos?» Y había desacuerdo en¬
tre ellos.
17. Otra vez dijeron al ciego: «¿Qué dices tú de
ese hombre que te abrió los ojos?» Él contestó: «Que
es profeta.» 18. No querían creer los judíos que aquel
era ciego y que había recobrado la vista hasta que lla¬
maron a sus padres, y les preguntaron, diciendo:
«¿Es éste vuestro hijo, de quien vosotros decís que
nació ciego? ¿Cómo ahora ve?» 20. Respondieron los
padres y dijeron: «Lo que sabemos es que éste es
nuestro hijo y que nació ciego; 21, cómo ve ahora no
lo sabemos; quién le abrió los ojos, nosotros no lo
sabemos; preguntádselo a él, edad tiene; que él hable
por sí.» 22. Esto dijeron sus padres, porque temían,
a los judíos, pues ya éstos habían convenido en que,
si alguno le confesaba a Cristo, fuera expulsado de la
sinagoga. 23. Por eso sus padres dijeron: «Edad tie¬
ne; preguntadle a él.»
24. Llamaron, pues, por segunda vez al ciego, y
le dijeron: «Da gloria a Dios; nosotros sabemos que
ese hombre es pecador.» 25. A esto respondió él: «Si
es pecador, no lo sé; lo que sé es que, siendo ciego,
ahora veo.» 26. Dijéronle entonces: «¿Qué te hizo?
¿Cómo te abrió los ojos?» 27. Él Ies respondió: «Os
lo he dicho ya y no habéis escuchado. ¿Para qué
queréis oírlo otra vez? ¿Es que queréis haceros dis¬
cípulos suyos?» 28. Ellos, insultándole, dijeron: «Sé
tú discípulo suyo; nosotros somos discípulos de Moi¬
sés; cuanto a este, no sabemos de dónde viene.» 30.
Respondió c! hombre y les dijo: «Eso es de maravi¬
llar: que vosotros no sepáis ele dónde viene, habién¬
dome abierto a mí los ojos. 31. Sabido es que Dios no
oye a los pecadores; pero si uno es piadoso y hace su
voluntad, a ése le escucha. 32. Jamás se oyó decir que
nadie haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento.

El Verbo, Vida y Luz 197


33. Si éste no fuera de Dios, no podría hacer nada.»
34. Respondieron y dijéronle: «Eres lodo pecado des¬
de que naciste, ¿y pretendes enseñarnos?» Y le echa¬
ron fuera.

Esta página es una auténtica breve comedia satu¬


rada de humor.
El curado es ante todo muy circunspecto; narra los
hechos sin comentario alguno. Es así como los fariseos
acaban por dividirse. A uno les basta la violación del
sábado para quedar tranquilos con el juicio ya acabado.
Otros tienen escrúpulos. Finalmente ven que el milagro
es tan enojoso que no pueden tratarlo a la ligera. Pre¬
guntan a aquel buen hombre, que allá está silencioso
mientras discuten ellos, a ver qué le parece a él. Pien¬
san que se trata de un bendito y su pregunta es un
tanto irónica. Quieren a la vez experimentar el efecto
que la señal pueda causar en el pueblo. El hombre dice
sencillamente su opinión: «Es un profeta.» Ellos ni si¬
quiera le escuchan, y lo despiden. El hecho empero es
tan notable que o bien hay que negarlo o bien hay que
inclinarse ante Jesús. Por eso buscan refugiarse en el
escepticismo. Esperan que una detallada información
podrá acabar con semejante tormento. Los padres, con¬
vocados, sospechan al punto lo que les va a ocurrir si
se ponen de parte de Jesús. Andan con cuidado en no
comprometerse, sabiendo mejor que nadie lo que ha
sucedido. ¡Que se arregle el hijo como pueda! La cues¬
tión se hace cada vez más enojosa, y conviene solucio¬
narla cuanto antes. Por eso llaman de nuevo los fari¬
seos al ciego de nacimiento. Después de haber despre¬
ciado y dudado de su testimonio, han de sentirse en
ridículo al verse obligados a llamarle de nuevo. Por su
parte el hombre parece no carecer de ingenio y estar
dispuesto a sacar partido de Ja situación. Y no deja de

198 El cuarto evangelio


hacerlo, por lo que los fariseos, furiosos al ver a un
hombre del pueblo burlarse de ellos, a pesar de su in¬
tento de intimidarle, acaban injuriándole encolerizados.
Entonces ese hombre, simple pero recto, consigue alcan¬
zar una verdadera elocuencia, aunque muy sobrina, de¬
jándoles sin réplica posible, a no ser las redobladas
injurias, esta vez ya groseras. Despechados al verse en
ridículo, le echan fuera.

35. Oyó Jesús que le habían echado fuera, y en¬


contrándole, le dijo: «¿Crees en el Hijo del hombre?»
36. Respondió él y dijo: «¿Quién es, Señor, para que
crea en Él?» 37. Díjole Jesús: «Le has visto, es el que
habla contigo.» 38. Dijo el: «¡Creo, Señor!», y se pos¬
tró ante Él.

La simplicidad de esta conclusión induce al amor


hacia ese hombre que posee junto a una inteligencia
despierta semejante candor. Jesús se preocupa de lle¬
var a su pleno desarrollo la fe de este nuevo conver¬
tido, uno de los mejores dispuestos entre los que nos
recuerda el evangelio. El hombre le sigue dócilmente,
pero con lucidez, hasta donde Él quiere conducirle. Com¬
prende muy bien todo lo que implica la adhesión que
Jesús espera de él, y al instante le adora: es la única
vez que el evangelista nos narra un hecho de este gé¬
nero.

* * *

39. Jesús dijo: «Yo he venido al mundo para un


juicio, para que los que no ven vean, y los que ven
se vuelvan ciegos. 40. Oyeron esto algunos fariseos
que estaban con Él y le dijeron: «¿Conque nosotros
somos también ciegos?» 41. Díjole Jesús: «Si fuerais

El Verbo, Vida y Luz 199


ciegos no tendríais pecado; pero ahora que decís;
«¡Vemos!» vuestro pecado permanece.»

Jesús, una vez más, deja de pronunciar el juicio,


pero su llegada lo realiza, por la «crisis» de la oposi¬
ción de las tinieblas a la Luz, que, oculta hasta ahora, se
manifiesta ya. Esta afirmación acarrea la pregunta de
los fariseos. Jesús responde oponiendo la obscuridad de
la ciencia puramente humana a la claridad de la fe, gra¬
cia que se concede a los humildes.144
Esto le da paso a las semejanzas de la puerta y el
pastor.

III. Semejanzas de la puerta y del euen pastor

Es delicada la interpretación de estas dos «semejan¬


zas» que coronan la enseñanza sobre la Luz, dándole
un calor personal profundamente conmovedor. Es me¬
nester no confundirlas, como se hace de ordinario, con
las parábolas de los sinópticos.145
La semejanza joanea no es ya una alegoría, pues
cada detalle carece del sentido simbólico: ¡cuánta tinta
se ha gastado para indicar quién es el portero o quién
el mercenario! No obstante, como ya lo hemos recor¬
dado, se distingue de la parábola en que concentra to¬
das las ideas sobre una persona que la imagen central
designa expresamente. En vez de tratar de hacernos
comprender la economía del reino de Dios, se dirige a
hacernos contemplar a Aquel que nos introduce en él.
* Y *

144. Son muchos los lugares paralelos de los sinópticos a esta


enseñanza: cf. Mt 11, 25; 15, 14; 23, 13, 16; Le 11, 52.
145. Cf. pág. 31.

200 El cuarto evangelio


Las dos semejanzas son ocasionadas por un relato
que está emparentado más directamente con las pará¬
bolas. Hallamos las dos imágenes de la puerta y del
pastor que se han de separar para tratarse particular¬
mente.

10.— 1. «En verdad, en verdad os digo que el que


no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas,
sino que sube por otra parte; ése es un ladrón y un
salteador; 2, pero el que entra por la puerta, ése es
pastor de las ovejas. 3. A éste le abre el portero, y las
ovejas oyen su voz, y llama a sus ovejas por su nom¬
bre, y las saca fuera.
4. Y cuando las ha sacado todas, va delante de
ellas y las ovejas le siguen, porque conocen su voz;
5, pero no seguirán al extraño; antes huirán de éi,
porque no conocen la voz de los extraños.»

Esto no es sino una viva descripción donde sola¬


mente se sugiere la enseñanza que viene después. Jesús
describe los apriscos de Palestina. Varios rebaños per¬
noctan bajo la vigilancia de un solo guardián. Los la¬
drones y salteadores de caminos, si quieren entrar en
el redil, tratan de ocultar su presencia; y así procuran
meterse en el cercado trepando por el muro. El pastor
que viene de mañana en busca de sus ovejas para lle¬
varlas a apacentar, va directamente a la puerta. Desde
el momento en que el portero le abre, conocen su voz
las ovejas de su rebaño. Basta llamarlas por su nom¬
bre para que salgan. Los demás rebaños no se alteran,
pues saben que no es aquél su pastor, y lo mismo ocu¬
rrirá con las ovejas que se adelanten, si les llama un
extraño cuya voz desconocen. La aplicación a Jesús y a
quienes le escuchan es bien sencilla, y con todo su audi¬
torio permanece insensible.

El Verbo, Vida y Luz 201


6. Jesús les dijo esta semejanza; pero no enten¬
dieron qué era lo que les hablaba. 7. De nuevo les dijo
Jesús: «En verdad, en verdad os digo: Yo soy la puer¬
ta de las ovejas; 8, todos cuantos han venido antes
que yo eran ladrones y salteadores, pero las ovejas no
los oyeron. 9. Yo soy la puerta; el que por mí entrare
se salvará, y entrará y saldrá y hallará pasto. 10. El
ladrón no viene sino para robar, matar y destruir: yo
he venido para que tengan Vida y la tengan abun¬
dante.»

Esto debe leerse al margen de la descripción que


precede, sin io cual el sentido parecería incoherente.
Del cuadro que ha trazado toma ante todo Jesús la idea
de la puerta por donde pasa el verdadero pastor: de¬
clara ser Él mismo esa puerta. Equivale a decir que
cuantos pretenden guiar las ovejas en su propio nom¬
bre, sin pasar por Éi, no son pastores, sino esos ladro¬
nes y salteadores de los que nos habla.
Esta última declaración ha tenido a veces perplejos
a los comentaristas, pensando que se trataba de una
condenación de los profetas. Incluso algunos copistas
han llegado a pretender modificar el texto, tratando de
evitar tal escándalo.146
Pero eso proviene de un error en la interpretación;
si, como hemos dicho nosotros, se relaciona esta frase
con la que precede de la descripción del principio, apa¬
rece claro que Jesús alude a los falsos Mesías. Más de
uno, poco antes, se había hecho pasar por Mesías, pro¬
vocando sediciones, como Teudas y Judas el Galileo,
citados en los Hechos de los Apóstoles.1*7

146. El manuscrito de Cambridge suprime todos; el del Sinaí


y algunos otros de menor importancia, así como la anligua ver¬
sión latina y siríaca, suprimen antes que yo.
147. 5, 36 ss.

202 El cuarto evangelio


Un texto de san Ignacio de Antioquía,143 que cierta¬
mente contiene un recuerdo de san Juan, nos da la
auténtica interpretación: «Él es la puerta que conduce
al Padre, por la que pasan Abrahán, Isaac y Jacob, los
profetas, los apóstoles y la Iglesia.» Parece cierto que
la expresión «puerta de las ovejas» debe entenderse
como la puerta por la cual tienen acceso a las ovejas
los verdaderos pastores, y también por la que a su vez
ellos les hacen pasar.
Por lo tanto, es a los pastores que han apacentado o
apacenterán el rebaño de Cristo en su nombre a quie¬
nes se aplica la frase: «El que por mí entrare se sal¬
vará, y entrará y saldrá y hallará pasto.»
La última frase recuerda nuevamente la oposición
entre los «ladrones» que han venido para saciarse a sí
mismos a costa de las ovejas, y Cristo, venido a traerles
el don de la Vida. AI poner de relieve la «venida» de
Jesús, prepara este relato una nueva aplicación del
tema del aprisco, donde no será ya la puerta, sino el
misma pastor quien representará a Cristo.

11. «Yo soy el buen pastor; el buen pastor da su


vida por las ovejas; 12 el asalariado, el que no es pas¬
tor, dueño de las ovejas, ve venir al lobo y deja las
ovejas, y huye (y el lobo arrebata y dispersa las ove¬
jas), porque es asalariado y no le da cuidado de las
ovejas. 14. Yo soy el buen pastor y conozco a las mías,
1,1 y las mías me conocen a mí, 15, como el Padre me
conoce y yo conozco a mi Padre, y pongo mi vida por
las ovejas.»

La imagen del pastor era familiar en Israel. Se apli¬


caba a los jefes del pueblo, de los que David, que antes

148. Epístola a los de Filadelfia, 9, 1.

El Verbo, Vida y Luí 203


que rey fue pastor, era el verdadero tipo. Jeremías es¬
cribe:

Yo reuniré los restos de mis ovejas


De todas las tierras en que las he dispersado;
Y las volveré a sus prados.
Y serán fecundas y se multiplicarán.
Y les daré pastores que las apacienten.
Ya no habrán de temer más, ni aterrorizarse,
Y no se perderá ninguna, dice el Señor.148

Y es al mismo Dios a quien el libro de Isaías aplica


las siguientes palabras:

Él apacentará a su rebaño como pastor;


Él tomará en brazos a los corderos,
Los llevará en su seno
Y guiará a las ovejas paridas.150

Lo mismo hace Ezequiel, a quien se debe esta her¬


mosa descripción:

Así habla el Señor, Yahvé:


Yo mismo iré a buscar a mis ovejas y las reuniré.
Como recuenta el pastor a sus ovejas el día en que la
tormenta dispersa la grey, las recontaré yo mis ove¬
jas y las pondré a salvo en todos los lugares en que
fueran dispersadas el día del nublado y de la tinie-
bla; y las retraeré de en medio de las gentes, y las
reuniré de todas las tierras, y las llevaré a su tierra
y las apacentaré sobre los montes de Israel, a lo lar¬
go de los arroyos y en todas las regiones del país. Las
apacentaré en pastos pingües y tendrán su ovil en las

149. 23, 3-4.


150. 40, 11.

204 El cuarto evangelio


altas cimas de Israel. Allí tendrán cómoda majada y
pingües pastos en los montes de Israel. Yo mismo apa¬
centaré a mis ovejas y yo mismo las llevaré a la ma¬
jada, dice el Señor, Yahvé. Buscaré la oveja perdida,
traeré la extraviada, vendaré la perniquebrada y cu¬
raré la enferma...1:1

Un último texto nos recuerda más todavía el cuarto


evangelio. Se trata del Salmo 23.

El Señor es mi pastor, nada me falta.


Me pone en verdes pastos
Y me lleva a frescas aguas.
Recrea mi alma
Y me guía por las rectas sendas.
Aunque haya de pasar por un valle tenebroso,
No temo mal alguno, porque tú estás conmigo.
Tu clava y tu cayado son mi consuelo.

Las primeras palabras de Jesús indican lo que Él


añade a ese cuadro del buen pastor: él da su vida por
las ovejas. Podría decirse que se ha desbordado el con¬
tenido de la imagen. La intimidad y el amor ardoroso
del pastor hacia sus ovejas se caracterizan por la rela¬
ción del mutuo conocimiento que el Padre y el Hijo
tienen entre sí, con el trato que el Hijo tiene con los
suyos. Esta idea volverá a aparecer y se desarrollará
más en el discurso de despedida de Cristo,

16. «Tengo otras ovejas que no son de este apris¬


co; y es preciso que yo las traiga, y oirán mi voz, y
habrá un solo rebaño y un solo pastor.»

151. 34, 11-16.

El Verbo, Vida y Luz 205


Esas ovejas de distinto aprisco son las que creerán
en Cristo sin pertenecer a Israel, y que juntamente con
los judíos convertidos constituirán un solo rebaño, la
Iglesia. A medida que avanzamos en el evangelio, el
tema de la unidad, que ocupará las últimas páginas, apa¬
rece más frecuentemente, haciéndose a la vez más ex¬
tenso.

17. «Por eso el Padre me ama, porque yo doy mi


vida para tomarla de nuevo. 18. Nadie me la quita,
soy yo quien la doy de mí mismo. Tengo poder para
darla y poder para volver a tomarla. Tal es el man¬
dato que del Padre he recibido.»

Debe cuidarse mucho en no pasar por alto ningún


aspecto de este texto. Para eso es preciso no olvidar lo
que ya hemos dicho acerca de la manera como san
Juan concibe la relación del Padre y del Hijo, en el
tiempo y en la eternidad.153
De ese modo mantendremos intactas esas dos afir¬
maciones de que el Padre ha ordenado positivamente
al Hijo lo que constituye el objeto de su misión, y que
es del todo libremente como Él ha consentido.
En cuanto a la idea de perder su vida por amor y
encontrarla de nuevo llena de fruto imperecedero, es
el despliegue de esa noción del amor esencial hacia la
Vida joánica. En el momento en que comienza su Pa¬
sión, la expresará Jesús definitivamente en la imagen
del grano que muere.

19. Otra vez se suscitaron desacuerdos entre los


judíos a propósito de estos razonamientos. 20. Pues
muchos de ellos decían: «Está endemoniado, ha per-

152. Cf. pág. 145.

206 El cuarto evangelio


dido el juicio; ¿por qué le escucháis?» 21. Otros de¬
cían: «Lsias palabras no son de un endemoniado:
¿puede un demonio abrir los ojos a los ciegos?»

Se perfilan cada vez más las oposiciones y las sim¬


patías; vamos a ver colmada la impaciencia de lodos.

* * *

22. Se celebraba entonces en Jerusalén la dedica¬


ción; era invierno. 23. Jesús se paseaba en el templo
por el pórtico de Salomón. 24. Le rodearon, pues, los
judíos, y le decían: «¿Hasta cuándo vas a tenernos en
vilo? Si eres el Cristo dínoslo claramente.»
25. Respondióles Jesús: «Os lo dije y no me
creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Pa¬
dre, ésas dan testimonio de mí; 26, pero vosotros no
creéis, porque no sois de mis ovejas. 27. Mis ovejas
oyen mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, 28, y
yo les doy la Vida eterna y no perecerán jamás, y na¬
die las arrebatará de mi mano. 29. Lo que mi Padre
me dio1'-3 es mejor que todo, y nadie podrá arrebatar
nada de la mano de mi Padre. 30. Yo y el Padre somos
una sola cosa.»
31. De nuevo134 los judíos trajeron piedras para
apedrearle. 32. Jesús les respondió: «Muchas buenas
obras os he mostrado de parte de mi Padre; ¿por cuál
de ellas me apedreáis?» 33, Respondiéronle los ju¬
díos : «Por ninguna obra buena te apedreamos, sino
v por la blasfemia, porque tú, siendo hombre, te haces
Dios.» 34. Jesús les replicó: «¿No está escrito en vues¬
tra Ley: «Yo digo: Dioses sois?»133 35. Si ilama dioses

153. Otros manuscritos dicen: “El Padre que me las ha dado


es el mayor de todos." Pero la frase que hemos preferido, aparte
de no implicar una perogrullada, resume el 6, 39 que a conti¬
nuación será desarrollado.
154. Cf 8, 59.
155. Cf. Sal 82, 6.

El Verbo, Vida y Luz 207


a aquellos a quienes fue dirigida la palabra de Dios, y
la Escritura no puede fallar 36, ¿de Aquel a quien el
Padre santificó y envió al mundo decís vosotros:
«Blasfemas», porque dije: «Soy Hijo de Dios»? 37. Si
no hago las obras de mi Padre, no me creáis; 38, pero
si las hago, ya no me creáis a mí, creed a las obras,
para que sepáis y conozcáis que el Padre está en mí
y yo en el Padre.» 39. De nuevo buscaron cogerle, pero
Él se deslizó de entre sus manos.

San Juan ha reunido toda la enseñanza acerca del


buen pastor, que se dio en varias ocasiones. Nos halla¬
mos en la fiesta de la Dedicación,1:6 o sea dos meses
después de los Tabernáculos.
Las afirmaciones de Jesús no dejan lugar a duda
para un observador un poco perspicaz. Al proclamarse
el buen pastor, se declara Mesías y todavía más que
eso, pues la concordancia entre estas frases y algunas
profecías acerca de Dios mismo, como las que hemos
citado, es ciertamente buscada.
Con todo no ha hablado todavía sino bajo el velo de
la semejanza; hay que esperar que se declare abierta¬
mente.
Reconoce en todo caso la significación mesiánica de
sus palabras y las subraya con sus obras, con sus «sig¬
nos».
La enseñanza acerca de la predestinación de las ove¬
jas, volviendo a las ideas del final del capítulo 6, explica
la incredulidad de los judíos. El mutuo conocimiento
entre Cristo y los suyos adquiere en este contexto nue-
156. Fiesta instituida por los Macabeos para conmemorar la
purificación del templo (en el 164 a. Je.), después de la profa¬
nación de Antíoco Epifancs. Cf. 1 Mac 4, 58. Tal vez la mención
de esta fiesta viene aquí a subrayar la verdadera renovación de
Israel, llevada a cabo por Jesús.

208 El cuarto evangelio


va intensidad. Se anuncia la imposibilidad de separar
de Cristo a quienes, en el pensamiento del Padre, son
suyos, en oposición al alejamiento de los incrédulos.
Esta afirmación está sellada de manera indestructible
por la de la unidad del Padre y del Hijo. Ya se ve
claro: esta idea de la íntima relación entre la unidad
de Cristo y los cristianos y la del Padre y el Hijo, es
constantemente resumida y enriquecida.
Pero esa afirmación nada ambigua de la divinidad de
Cristo suscita una terrible explosión de odio. Jesús de¬
nuncia tan a las claras la hipocresía de esa pretendida
piedad que bajo el celo de salvar el honor de Dios se
niega a ver sus obras, que contiene la furia de los ju¬
díos. Éstos tratan de disculparse, pero en vano.
La última respuesta de Jesús ha de examinarse con
atención. Se trata del mismo argumento que los teólo¬
gos opusieron a la herejía arriana que negaba la divini¬
dad de Cristo en el siglo iv: puesto que la revelación
del Padre nos diviniza en cierta manera, es muy conve¬
niente que quien la lleva a cabo sea el mismo Dios.
Hay que subrayar los detalles. Uno es la magnífica
fórmula: «El Padre está en mí y yo en el Padre»; el
otro la expresión «santificar», que no se ha de tomar
en el sentido de purificación, sino más bien de sacri¬
ficio. Nos encontraremos con una y otra en el discurso
de despedida.
Con esto hemos llegado al final de la primera parte
del evangelio: todo hace prever la Pasión como inmi¬
nente y que un signo supremo precipitará. Entonces,
como para un retiro, se marcha Jesús y va a Perea,
donde había comenzado su ministerio cerca de Juan
Bautista.

El Verbo, Vida y Luz 209

14
40. Partió de nuevo al otro lado del Jordán, al si¬
tio en que Juan había bautizado la primera vez, y per¬
maneció allí. 41. Muchos venían a Él y decían: «Juan
no hizo milagro alguno, pero todas cuantas cosas dijo
Juan de éste eran verdaderas.» 42. Y muchos allí cre¬
yeron en Él.

•k * •k

La imagen del buen pastor, con la que deja Jesús las


turbas de JerusaJén, es la que más han amado los pri¬
meros cristianos. San Juan la utilizó también en el
Apocalipsis-107
La primera epístola de san Pedro contiene estas pa¬
labras: «Ahora os habéis vuelto al pastor y guardián de
vuestras almas... Al aparecer el pastor soberano reci¬
biréis la corona inmarcesible de la gloria.»158 La epístola
a los Hebreos llama también a Jesús: «el gran pastor
de las ovejas».159
Aparte del Nuevo Testamento, uno de los escritos
de la antigua cristiandad que nos ha conservado con
mayor frescura el alma de la Iglesia naciente es el de
Hermas: el Pastor. Bajo diferentes visiones de una gra¬
cia llena de ingenuidad, Cristo aparece como el pastor
del pueblo de Dios.
Es así como nos lo representan también las más an¬
tiguas pinturas de las catacumbas, llevando una oveja
sobre los hombros.
A fines del siglo II expresaba todavía Clemente de
Alejandría los primitivos sentimientos cristianos en un
célebre himno del que copiamos algunas líneas:

157. 2, 27; 12, 5; 19, 15.


158. 2, 25 y 5, 4.
159. 13, 20.

210 El cuarto evangelio


Oh Pastor de los regios corderos,
A tus sencillos hijos
Reúnelos,
Para que alaben santamente.
Para que con sinceridad entonen cánticos.
Cristo, norte de los hijos...
Se tú el guía, oh Pastor,
De las ovejas racionales;1M
Conduce, oh Santo,
A los hijos sin mancilla...
Dios de los que entonan cánticos,
¡Oh Jesucristo!

160. O sea, de las ovejas del Verbo palabra y razón; cf. el


prólogo.

El Verbo, Vida y Luz 211


Capítulo Séptimo

la resurrección de lázaro

Este relato, tanto por el lugar que ocupa como por


la amplitud que le ha dado el evangelista, tiene un
papel excepcional.
La muerte y resurrección de Lázaro, apariencia de
derrota que acaba en triunfo, son como la imagen que
anuncia la muerte y resurrección del mismo Jesús. Al
mismo tiempo, unen todos los cabos de la enseñanza
acerca de la Luz y la Vida que hemos ido siguiendo
hasta aquí. Ningún oti'o relato se halla tan cargado de
sentido, tan saturado de enseñanzas definitivas que re¬
sulta trabajoso sacarlas todas a la luz sin empañar la
claridad de la exposición, cuando precisamente en la
misma narración la armoniosa sencillez de san Juan
alcanza uno de sus más bellos resultados.
Todas las nociones joánicas se hallan presentes en
este drama tan humano, y al mismo tiempo encontra¬
mos todas las actitudes humanas frente a esa Luz y
esa Vida inseparables, y hasta los matices de que son
susceptibles. Los tres nuevos personajes que encontra¬
mos se apoderan al momento de nuestra atención y
merecen sin duda un estudio profundo.
No sin intención el autor del cuarto evangelio ha
trazado con tan discreto y atento esmero esas tres figu¬
ras de Marta, de María y de Lázaro. Parece como si en
el trasfondo de las mismas apareciesen las tres virtu¬
des teologales de la fe, la esperanza y el amor; no que

El Verbo, Vida y Luz 213


se trate de esas alegorías muertas que rehúye el evan¬
gelio, sino que nos hallamos ante seres cuya vida inte¬
rior la más personal descubre los aspectos complemen¬
tarios de la gracia de Dios. De esa manera, significando
de antemano Ja muerte y la resurrección de Cristo, la
muerte y la resurrección de Lázaro nos dan a entender
de qué manera el cristiano muere y resucita uniéndose
a Jesús.

11.— 1. Había un enfermo, Lázaro, de Betania,


de la aldea de María y Marta, su hermana. 2. (Era ésta
María la que ungió al Señor y le enjugó los pies con
sus cabellos, cuyo hermano Lázaro estaba enfermo).
3. Enviaron, pues, las hermanas a decirle: «Señor, el
que amas está enfermo.» 4. Oyéndolo Jesús, dijo: «Es¬
ta enfermedad no es de muerte, sino para gloria de
Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por
ella.» 5. Jesús amaba a Marta y a su hermana y a Lá¬
zaro. 6. Aunque oyó que estaba enfermo permaneció
en el lugar en que se hallaba dos días más; 7, pasados
los cuales dijo a los discípulos: «Vamos otra vez a
Judea.» 8. Los discípulos le dijeron: «Rabí, los judíos
te buscaban para, apedrearte, ¿y de nuevo vas allá?»
9. Respondió Jesús: «¿No son doce las horas del día?
Si alguno camina durante el día, no tropieza, porque
ve la luz de este mundo; 10, pero si camina de noche,
tropieza, porque no hay luz en él.» 11. Esto dijo, y
después añadió; Lázaro, nuestro amigo, está dormi¬
do, pero yo voy a despertarle.» 12. Dijéronle entonces
los discípulos: «Señor, si duerme sanará.» 13. (Habla¬
ba Jesús de su muerte, y dios pensaron que hablaba
del descanso del sueño). 14. Entonces Jesús les dijo
claramente: «Lázaro ha muerto, 15, y me alegro por
vosotros de no haber estado allí para que creáis; pero
vamos allá.» 16. Dijo, pues, Tomás, llamado el Mellizo,
a los compañeros; «Vamos también nosotros y mu¬
ramos con Él.»

214 El cuarto evangelio


Lázaro aparece tan sólo en el cuarto evangelio.161
Sus hermanas nos son conocidas también por el cé¬
lebre episodio de san Lucas 162 en el que siempre se ha
visto el paralelo entre la contemplación y la actividad
externa.
Volveremos a hallar a María en los preliminares de
la pasión, ungiendo a Jesús con perfumes.
La súplica de ambas hermanas en favor de su her¬
mano: «Señor, el que amas está enfermo» es de una
fe tan pura y discreta que apenas si hay otro ruego hu¬
mano del Nuevo Testamento que se le aproxime.163
La expresión que usan: «El que amas», de la cual
será un eco el lamento de los presentes cuando Jesús
este ante el sepulcro: «¡Cómo le amaba!», nos recuerda
la misteriosa designación que vuelve frecuentemente a
la pluma de san Juan y que se refiere sin duda a él mis¬
mo: «el discípulo que amaba Jesús.»
La relación se impone más todavía si se advierte que
san Juan parece que intenta dejar en olvido los rasgos
de Lázaro, igual que ios del discípulo amado, mientras
que el carácter de Marta y María resalta vivamente. Por
eso algunos autores han llegado a ver en Lázaro el autor

161. El Lázaro de Le 16, 19 ss. no es sino un personaje de


parábola (el nombre era muy común). No obstante se ha creído
a veces que en ambos casos se trataba de un mismo personaje
legendario que el autor del cuarto evangelio habría tomado de
san Lucas y le habría hecho resucitar para demostrar la verdad
de Le 16, 31: "Si no oyen a Moisés y a los Profetas, tampoco se
dejarán persuadir si un muerto resucita". Pero esta intención está
muy lejos de san Juan, quien refiere este hecho para mostrar
que Jesús es "la resurrección y la vida" y que considera a Lázaro
como personaje absolutamente real, hermano de María y Marta,
a las que san Lucas saca a relucir asimismo como seres reales
vivos, con personalidades caracterizadas como en san Juan.
162. 10, 38 ss.
163. Cf. 4, 49.

El Verbo, Vida y Luz 215


del cuarto evangelio. Esos indicios, a pesar de su sin¬
gularidad, parecen poco decisivos para que pueda asen¬
tarse sobre ellos una ñrme convicción; pero, ¿no pare¬
cen corraborados por este diálogo entre san Pedro y
Jesús, con la reflexión del evangelista en el capítulo 21:
«Señor, ¿y éste, qué?... Si yo quisiera que éste perma¬
neciese hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme.»
Se divulgó entre los hermanos la voz de qne aquel dis¬
cípulo no moriría.161 Esa seductora hipótesis no estaría
por otra parte necesariamente en contradicción con la
atribución del cuarto evangelio a san Juan, pudiendo
muy bien ser «Lázaro» un sobrenombre que designaría
al «pobre», es decir, el hombre piadoso y humilde según
los judíos.165
Sea lo que fuere, no hay que olvidar la insistencia
con que el evangelista deja en la oscuridad a este o a
estos personajes amados de Jesús. Del mismo modo
que en la Trinidad se halla envuelta en oscuridad la
persona del Espíritu Santo que es el amor substancial,
así es significativo ese retraimiento para todo lo que
atañe al ser humano que personifica, por decirlo así, el
acceso del amor de Dios dentro de nuestro mundo. El
amor verdadero no es objeto de la mirada, y puede de¬
cirse en cierto sentido que ni la fe ni siquiera la visión
de la gloria son susceptibles de hacer que lo contem¬
plemos. De hecho no se le conoce sino cuando mora
en uno mismo, pues es cierta misteriosa identificación
del que ama con aquel a quien ama, hacia quien le
arrastra su amor. Por lo tanto, el amor que no guarda
ese sumo pudor no es sino una caricatura o una ilusión;

164. 21, 21-23.


165. Como lo demuestra su empleo en la parábola de san Lu¬
cas que hemos recordado.

216 El cuarto evangelio


pertenece a los falsos místicos y a los esclavizados por
las pasiones humanas.
Las palabras de Jesús respondiendo a la súplica de
las hermanas han de explicarse teniendo en cuenta el
matiz del sentido tan sutil del término asthéneia que
debemos traducir por enfermedad. Su sentido es en rea¬
lidad más amplio, y designa toda debilidad o flaqueza,
especialmente la flaqueza de la «carne»,166 flaqueza que
Cristo ha recibido sobre sí mismo de nosotros a fin de
salir victorioso por nosotros. Igualmente la «flaqueza»,
la «enfermedad» de Lázaro, a la que Jesús se une por
su amor, será medio de la manifestación de la Gloria
divina.
Después de decir eso, continuó Jesús dos días sin
hacer nada por Lázaro; un rasgo más, entre otros, que
indica el paralelismo entre Lázaro y el mismo Jesús,
quien permanecerá dos días en el sepulcro durante los
cuáles parecerá irremediable su derrota, aunque al
tercer día triunfará sobre la muerte.
El tercer día, cuando se dispone a volver a Judea
para resucitar a Lázaro, los discípulos, como siempre,
no tienen sino consejos de prudencia humana: «Rabí,
los judíos te buscaban para apedrearte, ¿y de nuevo
vas allá?» Su incomprensión adquiere ahora un signifi¬
cado más grave que deja prever la próxima confusión;
es precisamente por eso por lo que regresa Jesús a Ju¬
dea, pues «su hora» se acerca, la hora de su glorifica¬
ción que ha de cumplirse, como sucederá con Lázaro,
por los caminos de la «flaqueza» y la «debilidad».
La frase tan obscura de Jesús; «¿No son doce las

166. En sentido joánico, sin implicar la idea de positiva opo¬


sición a Dios que esta expresión tiene en el lenguaje de san
Pablo.

El Verbo, Vida y Luz 217


horas del día? Si alguno camina durante el día, no tro¬
pieza, porque ve la luz del mundo, pero si camina de
noche, tropieza, porque no hay luz en él», debe explicar¬
se como alusión a un proverbio,167 con la idea supuesta
de que para Jesús «caminar de noche» será obrar dis¬
tintamente de como desea el Padre.
Nuevamente se manifiesta el rudo materialismo que
detiene el espíritu de los discípulos, y esta vez en un
quid, pro quo casi cómico, al decirles Jesús que Lázaro
duerme y responder ellos sin la menor inquietud ni re¬
flexión: «Señor, si duerme sanará.»
Jesús corta sus incongruencias: «J^ázaro ha muerto.»
Sigue un silencio sepulcral, y Él anuncia la señal que
va a hacer, sin que se atrevan ya a interrumpirle. Salen
de allí, y san Juan concluye estos preliminares con una
frase amante pero desesperada de santo Tomás que re¬
fleja muy bien su actitud de después de la resurrección:
«Vamos también nosotros, y muramos con Él.»163

17. Fue, pues, Jesús, y se encontró con que llevaba


ya cuatro días en el sepulcro. 18. Estaba Betania cer¬
ca de Jerusalcn (como unos quince estadios), 19, y
muchos judíos habían venido a Marta y a María para
consolarlas por su hermano. 20. Marta, pues, en cuan¬
to oyó que Jesús llegaba, le salió al encuentro; pero
María se quedó sentada en casa. 21. Dijo, pues, Mar¬
ta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no hubie¬
ra muerto mi hermano; 22, pero sé que cuanto pidas
a Dios, Dios te lo otorgará.» 23. Díjole Jesús: «Resu¬
citará tu hermano.» 24. Marta le dijo: «Sé que resuci¬
tará en la resurrección, en el último día.» 25. Díjole

167. Este proverbio parece ser el mismo al que se ha aludido


en 9, 4-5 y 12, 35-36.
168. Este “él” podría gramaticalmente designar a Lázaro,
pero estaría eso casi desprovisto de significado.

218 El cuarto evangelio


Jesús: «Yo soy la resurrección y la Vida; el que cree
en mí, aunque muera, vivirá; 26 y todo el que vive
y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees tú
esto?» 27. Díjole ella: «Sí, Señor; yo creo que tú eres
el Cristo, el Hijo de Dios que ha venido a este mun¬
do.» 28. Diciendo esto, se fue y llamó a María, su her¬
mana, diciéndole en secreto: «El Maestro está ahí y
te llama.» 29. Cuando ella oyó esto, se levantó al ins¬
tante y se fue a Él, 30, pues aún no había entrado Je¬
sús en la aldea, sino que se hallaba aún en el sitio
donde le había encontrado Marta. 31. Los judíos que
estaban con ella en casa consolándola, viendo que Ma-
ra se levantaba con prisa y salía, la siguieron pen¬
sando que iba al monumento para llorar allí. 32. Así
que María llegó donde Jesús estaba, viéndole, se echó
a sus pies, diciendo: «Señor, si hubieras estado aquí
no hubiera muerto mi hermano.» 33. Viéndola Jesús
llorar, y que lloraban también los judíos que venían
con ella, se conmovió hondamente y se turbó, 34 y
dijo: «¿Dónde le habéis puesto?» Dijéronle: «Señor,
ven y ve.» 35. Lloró Jesús, 36, y los judíos decían:
«¡Cómo le amaba!» 37. Algunos de ellos dijeron: «¿No
pudo éste, que abrió los ojos del ciego, hacer que no
muriese?» 38. Jesús, otra vez conmovido en su inte¬
rior, llegó al monumento, que era una cueva tapada
con una piedra. 39. Dijo Jesús: «Quitad 1a. piedra.»
Díjole Marta, la hermana del muerto. «¡Señor, ya hie¬
de, pues lleva cuatro días!» 40. Jesús le dijo: «¿No te
he dicho que, si creyeres, verás la Gloria de Dios?»
41. Quitaron, pues, la piedra, y Jesús, alzando los ojos
al cielo, dijo: «Padre, te doy gracias porque me has
escuchado; 42 yo sé que siempre me escuchas, pero
por la muchedumbre que me rodea lo digo, para que
crean que tú me has enviado.» 43. Diciendo esto gritó
con fuerte voz: «Lázaro, ¡sal fuera!» 44. Salió el muer¬
to, ligados con fajas pies y manos y el rostro envuelto
en un sudario. Jesús les dijo: «Soltadle y dejadle ir.»

El Verbo, Vida y Luz 219


Cuando finalmente llegó Jesús a Betania dejó que la
muerte prosiguiera su obra hasta el final.
La casa de Marta y María se halla invadida por esos
pésames bulliciosos, tan familiares entre los orien¬
tales.
Entre la multitud de los judíos presentes hay que
enumerar no menos a los curiosos que a los amigos
sinceros; imaginémonos el bochorno de los discípulos
de ese maestro tan famoso, que ha dejado morir lejos de
sí al que amaba.
En cuanto advierte la llegada de Jesús, Marta se
lanza a su encuentro. ¿Se trata de una atención por su
parte? Sin duda, pero probablemente también de una
rápida decisión de esa mujer juiciosa, de tener una
entrevista con el Señor, en la que pudiera exponerle los
acontecimientos y los sentimientos que ellos le causan,
aislada de esos compasivos visitantes que no deben de
entusiasmarla mucho.'
Las palabras que ella le dirige expresan materialmen¬
te la mayor confianza en Jesús, pero no es difícil des¬
cubrir con sutileza la mezcla de reproche y, si no de
duda, cuando menos de extrema frialdad en la esperan¬
za que poco después manifestará: «Señor, si hubieras
estado aquí no hubiera muerto mi hermano...» Parece
como si ella misma se dijera: ¡Ahora es ya demasiado
tarde! Jesús, piensa ella, ha dejado pasar, no por negli¬
gencia sino por ignorancia, el momento en que aún po¬
día hacerse algo, y sin duda lo hubiera hecho. Ahora se¬
ría pedir lo imposible. Pero Marta, por muy realista que
sea o que crea ser, no siente menos la necesidad de
confesar que su fe permanece íntegra: «Pero sé que
cuanto pidas a Dios, Dios te lo otorgará.» Esta frase
suele interpretarse frecuentemente como una demanda
del milagro; pero eso parece muy poco probable, y la

229 El cuarto evangelio


actitud de Marta más adelante parece negar semejante
suposición.
En esté estado paradójico del alma de Marta que
nos descubre san Juan, hay una enseñanza que conviene
sacar a relucir. Vemos con frecuencia a esos cristianos
tan sinceros, tan enLeros, cuya fe muy robusta y pura,
pues se mantiene intacta entre las tinieblas, es precisa¬
mente deficiente por esta parte: creen en la luz, pero
como creerían en la existencia de un mundo al que nun¬
ca tendrán acceso, o que se figuran que visitarán en
tiempo tan lejano que les parece hasta irreal. «Resuci¬
tará tu hermano», dice Jesús a Marta. «Sé que resuci¬
tará en la resurrección, en el último día.» Su fe les pro¬
porciona una firme certeza en el mundo invisible, pero
esa certeza está como separada de ellos y, dentro del
círculo en que se mueven, no se imaginan que el mun¬
do visible, del que tienen tan arraigada conciencia, pue¬
da llegar a su fin. No es que no crean que Dios pueda
llegar a rasgar los cielos y descender, pero una sensa¬
tez en exceso rastrera les asegura que de hecho no lo
va a hacer, que no lo hará o que no lo ha hecho sino en
días tan perdidos en la antigüedad o el porvenir que
parecen desligados del todo con el presente. Pueden
creer firmemente en el mundo invisible, pero se lo re¬
presentan como paralelo al mundo visible, sin un punto
de contacto con él. Tienen fe, una fe profundamente
arraigada, pero que apenas se levanta sobre sus raíces,
separada como está de la esperanza.
Es a éstos a quienes dice Jesús: «Yo soy la resurrec¬
ción y la Vida; el que cree en mí aunque muera, vivirá;
y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siem¬
pre.»
Por estas palabras: «Yo soy la resurrección y la
Vida», denuncia Jesús el error de la fe que carece de

El Verbo, Vida y Luz 221


esperanza. Él mismo es la más viva refutación, puesto
que es, en su persona divina encarnada, la irrupción
del mundo invisible en el visible. Él es la resurrección
y la Vida, ya que el triunfo sobre la muerte no es tan
sólo su obra, sino que, propiamente hablando, esc triun¬
fo es Él mismo, pues es la divinidad asumiendo en sí
la humanidad, a fin de arrancarla de sus limitaciones
y su languidez. Por eso, quien crea en Él, vivirá. La fe,
efectivamente, se dirige a Él mismo: a ese penetrar de
lo invisible en lo visible que perpetúa su existencia, y
no a un mundo invisible separado para siempre del vi¬
sible.
De esa manera el creyente está por su misma fe en
posesión de la esperanza de participar en la resurrección
y la Vida, ya que no cree en ellas como realidades inac¬
cesibles, sino como realidades esencialmente ofrecidas
y puestas a su alcance.
El sentido de las palabras «aunque muera» no debe
entenderse, claro está, del puro y simple aniquila¬
miento o de la condenación efectiva que la palabra
invierte, tomada en su sentido más estricto, encierra en
la pluma de los escritores sagrados. Tampoco parece
deba tomarse por la vida que prosigue en ultratumba
para el creyente, pues si no la frase siguiente, que debe
marcar un progreso en el pensamiento, sería tan sólo
una repetición.
No pensemos tampoco que «el que cree en mí, aun¬
que muera, vivirá» signifique que la muerte natural
que sobreviene a un creyente le impida el resucitar
después (si bien esta interpretación sea muy tentadora),
ya que no hallaríamos cómo unir el sentido con lo que
sigue.
La idea significa más bien que aquel que, privado de
la verdadera Vida e incapaz de adherirse a ella, llega

222 El cuarto evangelio


a creer, consigue por ello esa Vida que hasta entonces
le era extraña.
Después, «Y todo el que vive y cree en mí, no morirá
para siempre» ha de entenderse en el sentido de que,
así como ha adquirido la Vida por la fe, conservando la
fe conserva la Vida, hasta la eternidad, donde esta ad¬
quisición será definitiva, desplegándose la fe ante la
que nada podrá servir de obstáculo.
Jesús añade: «¿Crees tú esto?» Responde Marta:
«Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de
Dios que ha venido a este mundo.» Su respuesta, bien
considerada, es bastante desconcertante. Jesús le ha pe¬
dido que crea en la resurrección y en la Vida creyendo
en Él; ella responde que cree que Él es «el Hijo de Dios
que ha venido a este mundo». ¿No habría bajo esta
protestación de fe un resto de escepticismo? No lo creo.
Queda todavía algo de su actitud anterior, pero tan sólo
lo que ella encerraba de positivo y que encuentra ahora
su valor en este nuevo acto de fe que recibe su total
dilatación. Lo que le faltaba era precisamente creer
que Jesús es el Hijo de Dios que ha venido a este
mundo. En lo que andaba acertada era en lo de estable¬
cer confusión alguna entre este mundo y el otro, y en
estar profundamente persuadida de que este mundo
no tiene en sí mismo el poder de alcanzar la Vida que
pertenece al otro. Ahora que confiesa que Jesús es el
Hijo ele Dios que ha venido a este mundo, expresa su
fe en la resurrección y la Vida como dos realidades que
pueden hallarse en este mundo, aunque jamás perte¬
nezcan a este mundo, pues no lo están sino por el hecho
de la venida de Cristo; todo acto de fe en la Vida y la
resurrección que no sea ante todo un acto de fe en Je¬
sucristo Hijo de Dios que ha venido a este mundo, no
será sino mera ilusión.

El Verbo, Vida y Luz 223


En pos de Marta es María, a quien Marta ha llama¬
do,169 quien sale al encuentro de Jesús. Su corazón no
estaba inquieto: sabía esperar, pues estaba tan segura
de la venida del Maestro, que le esperaba continuamen¬
te, cierta de que lo que Él había determinado sería lo
que más convenía a sus designios amorosos. Pero desde
el momento en que Marta le ha dicho al oído, como un
secreto que no toca al tropel que la rodea: «El Maestro
está ahí y te llama», responde al instante a su invita¬
ción. Llegada ante Jesús, se arroja a sus pies, pronun¬
ciando la misma frase que su hermana: «Señor, si hu¬
bieras estado aquí no hubiera muerto mi hermano.»
Pero jamás una misma frase ha tenido dos matices tan
distintos en dos bocas que la pronuncian. En Marta
expresaba una tranquila desesperanza, sin clamores,
pero tanto más definitiva. María, al contrario, no ma¬
nifiesta sino una certeza que, por muy discreta que
sea, parece desafiar lo imposible. No pide nada, ni cree
siquiera tener que afirmar como Marta que persiste su
fe; solamente declara con esas palabras su esperanza
en la venida salvadora de Cristo, esperanza que todo
parece haber desmentido, y que, no obstante, persevera,
ignorando qué es lo que debe esperar, pero esperando
en Jesús con una confianza tan grande, dentro de su
profunda miseria, que éste ha llegado a conmoverse.
No es únicamente la vista de María lo que produce
esa turbación, pues, al contrario de Marta, no se encuen¬
tra sola. Los judíos que la rodeaban en casa y que se
equivocaban totalmente ante su dolor, la acompañaron.

169. La frase de Marta: “El Maestro está ahí y te llama" ¿se


refiere a una frase de Jesús que el evangelista no refiere, o ex¬
presa tan sólo el deseo de Jesús que habría presentido Marta?
Eso resulta imposible de aclarar y por otra parte es de escasa
importancia.

224 El cuarto evangelio


Creían que se hallaba abatida bajo el golpe recibido,
incapaz de reaccionar, y al verla levantarse y salir, pen¬
saron que iba a proseguir junto al sepulcro sus estéri¬
les lamentos; pero iba a confesar junto al Maestro de
la Vida su increíble esperanza. Y he aquí que lloran
con ella, pero se trata, o bien de una sincera angustia,
o bien de esa vana compasión de las almas superficia¬
les, tan prontas a las lágrimas como a la risa, mien¬
tras que ella llora con un dolor tan sincero que queda
esclarecido, si bien no agotado, por la esperanza. Dos
dolores bien distintos: el dolor profundo pero penetra¬
do de esperanza de María, y el dolor superficial pero
sin ningún atisbo de esperanza de los judíos que creen
hacerle eco, mientras que nada hay de común entre lo
que pasa en sus corazones y lo que pasa en el de ella,
sobrecogiendo hasta lo más profundo a Jesús, pues
toca ahí lo más hondo de la humana miseria. Tal vez,
en aquella María de Betania postrada y llorando a su
hermano, ve también de antemano a la que dentro de
unos días, postrada igualmente a sus pies, le llorará a
Él mismo.
A la pregunta: «¿Dónde le habéis puesto?» pone el
evangelista en boca de los judíos que indican a Jesús
el sepulcro de Lázaro, la respuesta de Felipe a Nata-
ncl para indicarle a Cristo: «Ven y ve.»
Es difícil no ver también en esta coincidencia una
intención del evangelista: por una parte el hombre es¬
clavo de la muerte que es invitado a visitar al único
que da la Vida, por otra la Vida invitada a visitar a
la muerte.
Jesús, que se ha estremecido ante el dolor de María
y los sollozos de los judíos, llora asimismo por la muer¬
te de Lázaro. Llora ante ese abismo que ha de franquear
su amor para hallar y restablecer al que Él ama. En

El Verbo, Vida y Luz 225


15
Getsemaní llorará Jesús por sí mismo; aquí llora por
esa humanidad cuya muerte recibirá Él sobre sí tan
sólo para libertarla.
Al llegar al sepulcro nuevamente se conmovió Je¬
sús; el momento es el más solemne de su carrera; va a
realizar ahora la «señal» suprema, ejecutando en uno
de los suyos la imagen de lo que se ha de realizar en
Él mismo, del mismo modo como después reproducirá
en los suyos su muerte y su resurrección.
Cuando ordena: «Quitad la piedra», la orden provoca
entre los presentes cierta confusión. Ai verle llorar ha¬
bían exclamado: «¡Cómo le amaba!»; erraban, sin em¬
bargo, acerca del sentido y la fuerza de ese amor, no
reconociendo sino un afecto impotente en la actualidad,
fuere cual fuere anteriormente: «¿No pudo éste, que
abrió los ojos del ciego, hacer que no muriese?»
Por eso, cuando Jesús ordena que se retire la piedra,
este insólito mandato, presagio de no se sabe qué he¬
chos extraordinarios, deja angustiados a todos los pre¬
sentes. Saben muy bien el horrible espectáculo —peor
todavía que un espectáculo— que se presentará al co¬
rrer la piedra. ¿Qué intención tiene Cristo al afrontar
semejante terror? Marta manifiesta lo que nadie se
atreve a decir y que a todos tiene estremecidos: «Se¬
ñor, ya hiede, pues lleva cuatro días!» Toda esta serie
de sublimes sentimientos de amor y de piedad que
hemos visto confluir sobre esta hediondez, ese Lázaro
cuya imagen querida comienza ya a espiritualizarse en
el recuerdo, apestan el aire si se comete esa loca impru¬
dencia de alzar la piedra; Marta, por poco sentimental
que sea, ¡se retira horrorizada!
Se ha representado ya ella el rostro amado mostrán¬
dose descompuesto por la muerte. Mas Jesús le dice:

226 E! cuarto evangelio


«¿No te he dicho que, si creyeres, verás la Gloria de
Dios?»
Nunca hemos visto a san Juan llegar tan decidida¬
mente a la conjunción de la muerte admitida y de la
Gloria de Dios a la que todos los capítulos precedentes
nos iban preparando, y que tratan de esclarecer total¬
mente los que siguen.
«Quitaron, pues, la piedra, y Jesús, alzando los ojos
al cielo, dijo: “Padre, te doy gracias porque me has
escuchado. Yo sé que siempre me escuchas, pero por la
muchedumbre que me rodea lo digo, para que crean
que tú me has enviado...”» Da gracias porque el Padre
le ha oído aun antes que se produzca el milagro, pro¬
clamando ante todos los testigos de esta inolvidable
escena que por Él se va a manifestar el poder de Dios,
y que van a presenciar la señal suprema de su misión
divina.
Entonces «gritó con fuerte voz: “Lázaro, sal fuera!”
y el que había estado muerto salió, ligados pies y manos
con fajas y envuelto el rostro en un sudario. Jesús les
dijo: “Soltadle y dejadle ir.”»

■k k k

45. Muchos de los judíos que habían venido a


María y vieron lo que había hecho, creyeron en Él.
46. Pero algunos se fueron a los fariseos y les dijeron
lo que había dicho Jesús.
47. Convocaron entonces los príncipes de los sacer¬
dotes y los fariseos una reunión, y dijeron: «¿Qué
hacernos, que este hombre hace muchos milagros?170
48. Si le dejamos así, todos creerán en Él, y vendrán
los romanos y destruirán nuestro lugar santo y nues¬
tra nación.»

170. Literalmente "signos”.

El Verbo, Vida y Luz 227


49. Uno de ellos, Caifás, que era sumo sacerdote
aquel año, les dijo: «Vosotros no sabéis nada; 50, ¿no
comprendéis que conviene que muera un hombre por
todo el pueblo y no perezca todo el pueblo?»
51. Ño dijo esto de sí mismo, sino que, como era
pontífice aquel año, profetizó que Jesús había de mo¬
rir por el pueblo, 52 y no sólo por el pueblo, sino
para reunir en uno todos los hijos de Dios, que están
dispersos. 53. Desde aquel día tomaron la resolución
de matarle. 54. Jesús, pues, ya no andaba en público
entre los judíos,1'1 antes se fue para ir a una región
próxima al desierto, a una ciudad llamada Efrén, y
allí moraba con sus discípulos.

Es aquí donde tienen cumplimiento las palabras del


prólogo: «La Luz, vino a los suyos, y los suyos no la
recibieron.» Cristo vino a hacer irradiar esa Luz con la
que Él se había expresamente identificado al manifes¬
tarse por la resurrección de Lázaro como la Vida en¬
tregada, que pasando por la muerte y triunfando de
ella, resplandece en Gloria. A esa manifestación deci¬
siva por su parte, responde la de los judíos: los fari¬
seos y príncipes de los sacerdotes y saduceos se recon¬
cilian contra Él en el sanedrín, los primeros impelidos
por el odio religioso, los otros por temor político. Cai¬
fás, lo subraya san Juan, ejerce sin duda el don de pro¬
fecía que se creía gozaban los pontífices, al declarar cí¬
nicamente que vale más que muera uno por todo el
pueblo. El evangelista lo afirma entonces expresamente:
Jesús muere por los hombres, en el sentido de que
su muerte es el medio necesario de conquistar, para la
humanidad que Él ha asumido, la Gloria divina, con
todo lo que ella implica. Entre esas consecuencias de la

171. O sea, en Judea, el único lugar donde la jurisdicción del


Sanedrín fue coercitiva.

228 El cuarto evangelio


glorificación por la muerte del Hijo del hombre, hay
una que hemos visto apuntar a Jesús en la semejanza
del buen pastor y que san Juan pone aquí en eviden¬
cia: la reunión de los hijos de Dios. Este tema llenará
toda una parte del discurso de despedida de Jesús a
ios suyos y será el objeto de la oración sacerdotal. No
se trata de una consecuencia secundaria de la muerte
y de la resurrección de Cristo; para toda la antigüedad
cristiana su razón esencial de ser era la reunión de
todos los hombres entre sí y con Dios por su amor, no
hallando ese amor más obstáculos en la criatura, sal¬
vada gracias al sacrificio de su creador. En la eucaris¬
tía, la fracción del mismo pan representaba y efectua¬
ba, por la comunión de todos del mismo santo cuerpo
glorificado a través de la muerte, esa reunión de todos
en Cristo. Los términos que empica aquí san Juan su¬
gieren una reminiscencia de ese rito, como lo muestra
la comparación con las oraciones tan características
de la Didaché:
«Así como este pan esparcido por los collados ha
sido reunido y hecho uno, que así tu Iglesia se reúna
de los confines de la tierra en tu reino: pues a ti te
corresponden la gloria y el poder en Jesucristo.»
Por última vez, como para reservarse la absoluta
libertad «de dar su vida y de volver a tomarla», se
retira Jesús a Efrén por algún tiempo. San Juan deja
cernerse el misterio sobre este último retiro de Jesús;
liegada su «hora» saldrá y subirá a Jerusalén para la
Pascua, esta nueva Pascua en la que Él mismo será el
cordero inmolado, hallando su gloria en su inmola¬
ción.173

172. Cf. Ap 5, 6.

El Verbo, Vida y Luz 229


Segunda Parte

PASIÓN Y
GLORIFICACIÓN
Capítulo Primero

PRELIMINARES DE LA PASIÓN

Hemos llegado al acto supremo de Cristo en la tie¬


rra: su Pasión aceptada libremente. Los preliminares
públicos consisten en la unción de Betania, la entrada
en Jerusalén y el coloquio con los «griegos». El evan¬
gelista concluye este capítulo de introducción por unas
nuevas reflexiones acerca de la predestinación.

I. La unción en Betania

55. Estaba próxima la Pascua de los judíos. Mu¬


chos subían del campo antes de la Pascua para puri¬
ficarse. 56. Buscaban, pues, a Jesús, y unos a otros se
decían en el templo: «¿Qué os parece? ¿No vendrá a
la fiesta?» 57. Pues los príncipes de los sacerdotes y
los fariseos habían dado órdenes para que, si alguno
supiese dónde estaba, lo indicase, a fin de echarle
mano.

Esta nueva mención de la Pascua no se halla ahí tan


sólo para disponernos a una señal precursora del sa¬
crificio de Jesús, sino a ese mismo sacrificio.
Los peregrinos que han subido a Jerusalcn algo an¬
tes para las purificaciones rituales que precedían a la
celebración de la fiesta, se interrogan, sabiendo que ha
llegado ya la hora decisiva. La actitud de los sanedritas
es bien clara: ¿se ocultará Jesús o no? Este recuerdo

El Verbo, Vida y Luz 233


subraya la idea tan apreciada por san Juan: que Jesús
se ha entregado libremente a sus enemigos.

12. — 1. Seis días antes de la Pascua vino Jesús a


Betania, donde estaba Lázaro, a quien había resuci¬
tado de entre los muertos. 2. Le dispusieron allí una
gran cena; y Marta servía, y Lázaro era de los que es¬
taban a la mesa con Él. 3. María, tomando una libra
de ungüento de nardo legítimo, de gran valor, ungió
los pies de Jesús y los enjugó con sus cabellos, y la
casa se llenó del olor del ungüento, 4. Judas Iscariote,
uno de sus discípulos, el que había de entregarle,
dijo: 5. «¿Por qué este ungüento no se vendió en
trescientos denarios y se dio a los pobres?» 6. Esto
decía, no por amor a los pobres, sino porque era la¬
drón, y, llevando él la bolsa, hurtaba de lo que en ella
echaban.
7. Pero Jesús dijo: «Déjala; lo guarda para el día
de mi sepultura: 8, los pobres siempre los tenéis con
vosotros, pero a mí no me tenéis siempre.»
9. Una muchedumbre de judíos supo que Jesús
estaba allí, y vinieron, no sólo por Jesús, sino por ver
a Lázaro, a quien había resucitado de entre los muer¬
tos. 10. Los príncipes de los sacerdotes habían resuel¬
to matar a Lázaro, 11, pues por él muchos judíos se
iban y creían en Jesús.

El relato de la unción, colocado al comienzo de la


Pasión, señala el deseo constante del evangelista de
hacernos ver en los sufrimientos de Jesús su verdade¬
ra glorificación: Él mismo establecerá la trabazón en¬
tre este acto mesiánico, en el sentido más literal, y su
sepultura.
El rasgo más notable es el escándalo común dejos
discípulos173 ante semejante prodigalidad; pero ese sen-

173. Cf. Mt 26, 8-9; Me .14, 4-5.

234 El cuarto evangelio


timiento, por el hecho de ser Judas quien lo formula,
descubre la falta de fundamento a que él quiere aludir.
Jesús se encuentra en el preciso momento en que va a
manifestar al mundo la generosidad infinita de Dios,
tan liberal que no perdona ni a su propio Hijo, cuando
se trata de salvar a las criaturas pecadoras. Previene a
sus discípulos contra el peligro de confundir ciertos
procedimientos de humana prudencia con los designios
de Dios, el refinamiento escrupuloso de la piedad con
lo que no es sino mezquindad del hombre, habituado
en exceso a salvaguardar su propio interés para no que¬
rer «realizar las obras de Dios» como las suyas pro¬
pias.
Incluso en la caridad hay peligro que se introduzca
una falsa idea de la utilidad inmediata, y vicie nuestra
relación con Dios, mientras creemos falsamente que
tenemos del cristianismo el más alto concepto. Debe¬
mos ver a Dios en nuestro prójimo y servirle en él;
pero no debemos olvidar por otra parte que si le halla¬
mos en las personas humanas, Él es también personal.
Digámoslo con claridad, el homenaje que le ofrecemos
en la persona de los «pobres» no debe dispensarnos de
adorarlo en sí mismo, sino que nos debe inducir a ello.
La mención de la muchedumbre que se apiña en el
lugar de la cena para ver, a la vez que a Jesús, a Lá¬
zaro, en quien se había puesto de manifiesto el amor de
Aquél, recuerda también que si bien Jesús no se con¬
funde con los suyos, tampoco se separa de ellos. Esta
mención adquiere un trágico relieve por el odio de los
sanedritas, que, comprende a la vez, lo mismo que el
amor, a Jesús y a su discípulo.

Pasión y Glorificación 235


II. Entrada en Jerusalén

12. Al día siguiente, la numerosa muchedumbre


que había venido a la fiesta, habiendo oído que Jesús
llegaba a Jerusalén 13, tomaron ramos de palmera y
salieron a su encuentro gritando:
«¡Hosanna!
Bendito el que viene en nombre del Señor:
El rey de Israel.»
14. Habiendo Jesús encontrado un pollino, montó
sobre él, según eslá escrito:
15. «No temas. Hija de Sión.
He aquí que viene tu Rey,
Montado sobre un pollino de asna.» 171
16. Esto no lo entendieron sus discípulos al prin¬
cipio; pero cuando fue glorificado Jesús, entonces re¬
cordaron que de Él estaban escritas estas cosas que
ellos le habían hecho.
17. Le rendía testimonio la muchedumbre que es¬
taba con Él cuando llamó a Lázaro del sepulcro y 1c
resucitó de entre los muertos. 18. También por eso le
salió al encuentro la multitud, porque habían oído
que había hecho esta señal.
19. Entre tanto, los fariseos se decían; «¡Ya veis
que no adelantamos nada! ¡Ya veis que todo el mun¬
do se va en pos de Él!»
La resurrección de Lázaro fue por todos conceptos
la señal decisiva de Jesús.
Habiendo conocido el milagro de Betania por el tro¬
pel de discípulos que le seguían, las multitudes de Jc-
rusalén van en busca del Mesías.
Por este hecho, cuya nueva es publicada por los pri¬
meros que suben,1,5 aquellos que descienden de la santa
174. Is 40, 9 (?) y Zac 9, 9.
175. Los únicos que mencionan los sinópticos, cf. Mt 21, 1-11;
Me 11, 1-10; Le 19, 29-40.

236 El cuarto evangelio


Ciudad, y cuyo número aumenta paso a paso, advier¬
ten que Jesús se revela finalmente como rey, a la ma¬
nera como ellos lo entienden, y para improvisarle una
manifestación se echan sobre las palmeras que al ins¬
tante quedan despojadas de sus ramas.
Con todo, ios mismos discípulos, a pesar de ser
ellos los promotores de tal manifestación, no ven en
el fondo de todo eso nada más que un acontecimiento
puramente humano. El significado total de esta jornada
vivida en un efímero entusiasmo no podrán apreciarlo
sino a ia luz de la auténtica glorificación de Cristo, de
la que es tan sólo un preludio.
Efectivamente, no es esa gloria terrena la verdade¬
ra gloria de Cristo. Su gloria la hallará en el abatimien¬
to que le prepara esta apariencia de triunfo, llevando
hasta el colmo la inquietud de los fariseos.

III. Coloquio con los grtegos

20. Había algunos griegos entre los que habían


subido a adorar a la fiesta. 21. Éstos, pues, se acerca¬
ron a Felipe (el de Betsaida de Galilea) y le rogaron,
diciendo: «Señor, queremos ver a Jesús.» 22. Felipe
fue y se lo dijo a Andrés, y Andrés fue con él a de¬
círselo a Jesús. 23. Jesús les contestó diciendo: «Es
llegada la hora en que el Hijo del hombre será glori¬
ficado. 24. En verdad, en verdad os digo que, si el
grano de trigo no cae en tierra y muere, quedará
solo; pero si muere, llevará mucho fruto. 25. El que
ama su vida la perderá, pero el que aborrece su vida
en este mundo, la guardará para la Vida eterna. 26.
Si alguno me sirve que me siga, y donde yo esté, allí
estará también mi servidor. Si alguno me sirve, mi
Padre le honrará.
27. Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y qué diré?

Pasión y Glorificación 237


«¿Padre, líbrame de esta hora?» Mas para esto he ve¬
nido, para esta hora: 28. Padre, glorifica tu nombre.»
Llegó entonces una voz del cielo:
«Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré.» 29. La
muchedumbre que allí estaba y oyó, decía que había
tronado; otros decían; «Le habló un ángel,» 30. Jesús
respondió y les dijo; «No por mí se ha dejado oír esta
voz, sino por vosotros. 31. Ahora es el juicio de este
mundo; ahora el príncipe de este mundo será arroja¬
do fuera, 32 y yo, si fuere levantado de la tierra, atrae¬
ré todos a mí.» 33. Esto lo decía indicando de qué
muerte había de morir. 34. J-a multitud le contestó;
«Nosotros sabemos por la Ley que el Cristo perma¬
nece para siempre; ¿Cómo, pues, dices tú que el Hijo
del hombre ha de ser levantado? ¿Quién es ese Hijo
del hombre?» 35. Díjoles Jesús: «Por poco tiempo aún
está la Luz en medio de vosotros. Caminad mientras
tenéis Luz, para que no os sorprendan las tinieblas,
pues el que camina en tinieblas no sabe por dónde
va. 36. Mientras tenéis Luz, creed en la Luz, para ser
hijos de la Luz.»
Esto dijo Jesús, y partiendo se ocultó de ellos,

Esos griegos que «habían subido a Jerusalén para


adorar» son prosélitos. Se dirigen a Felipe (cuyo nombre
es griego lo mismo que el de Andrés) sin duda porque
habla su lengua. Estos «gentiles» que piden verle evo¬
can en el alma de Jesús la visión de toda la humanidad
atraída a Él por su glorificación. Toma la palabra para
afirmar que su hora, tantas veces mencionada y tantas
veces diferida, ha llegado ya. Se trata de la hora de su
glorificación; pero ¡qué decepción para la multitud, en¬
tusiasmada ayer, cuando Él declara su carácter!
La imagen del grano que si no muere queda solo,
pero si muere produce mucho fruto, contiene una do¬
ble enseñanza. La Gloria de Cristo consiste en comuni-

238 El cuarto evangelio


car a los hombres la Luz y la Vida que están en Él,
pero solamente tomando sobre sí toda la oscuridad y la
debilidad de su «carne» es como puede realizar esa
comunicación para la que ha venido: si no muere per¬
manece solo. Y esto vale igualmente para quienes ofre¬
ce Él el don de Dios. La Vida que se manifiesta en Él
como el amor que se entrega, no puede manifestarse
en ellos de manera distinta. Tanto para el señor como
para los siervos, es dándose hasta abismarse como se
encuentra la salvación. Por donde ha pasado el Señor
deben pasar también los suyos, tanto por la muerte
como por la gloria (que san Juan, menos aquí todavía,
no distingue). A quien le siga lo honrará el Padre como
ha glorificado al Hijo.
Puesto ante la realización de lo que por última vez
anuncia, Cristo comienza a gustar en su alma esa pri¬
mera Pasión, totalmente interior, de la que los sinóp¬
ticos nos aportan tan sólo el momento supremo, en
Getsemaní.
«Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y qué diré?
“¿Padre, líbrame de esta hora”?
Mas para esto he venido, para esta hora: Padre, glo¬
rifica tu nombre...»
Después de lo que acaba de decir, pedir esa glorifi¬
cación equivale a aceptar deliberadamente su Pasión.
La voz del cielo reafirma solemnemente el lazo increíble
entre los sufrimientos y la Gloria.
Jesús contesta a los comentarios de la multitud, algo
inquieta por la voz celestial, que esa voz sella su ense¬
ñanza ante los hombres que le oyen. Y lo precisa vol¬
viendo en una breve frase a la enseñanza sobre el jui¬
cio, que ya le hemos visto formular. El juicio es un
hecho realizado desde el momento en que los hombres
toman decididamente una posición, ya sea en contra

Pasión y Glorificación 239


de Él, como lo hacen los fariseos cumpliendo los desig¬
nios del «príncipe de este mundo», Satanás, ya en fa¬
vor de Él, como lo harán los hombres de toda raza y
nación que crean en su glorificación. Ha de advertirse
asimismo cómo san Juan, según el procedimiento al que
estamos habituados, emplea la frase «ser levantado» en
doble sentido: la crucifixión y la ascensión gloriosa de
la que aquélla es el camino.’71’
La multitud queda escandalizada por el primer sen¬
tido. Esperaba, y aún ayer creía saludar, un Mesías de
gloria carnal, cuyo triunfo había de llegar sin dolor y
sin abatimiento, y he aquí que propone su muerte y la
de los suyos. ¿Qué significa un tal Mesías, tan inespe¬
rado?
Jesús les dirige la última advertencia; por última
vez se les propone levantar el velo carnal que cubre sus
ojos. Tras un poco de tiempo ya será tarde; la Luz que
les había visitado les será retirada a causa de su pe¬
cado.r,T
Como conclusión de toda la enseñanza pública de Je¬
sús y de la acogida que le ha dispensado el mundo, el
evangelista nos ofrece las siguientes líneas que recuer¬
dan la doctrina de la predestinación contenida en el
capítulo 6.

37. Aunque había hecho tan grandes milagros en


medio de ellos, no creían en Él, 38 para que se cum¬
pliese la palabra del profeta Isaías, que dice:
«Señor, ¿quién prestó fe a nuestro mensaje?
Y el brazo del Señor, ¿a quién ha sido revelado?»

176. Por tres veces este equívoco, cargado de un sentido cier¬


tamente intencionado, aparece en el evangelio con la misma pa¬
labra. Cf. 3, 14 y 8, 28.
177. Cf. 9, 4-5 y 10, 10 acerca de la expresión de Jesús, y 8,
21 sobre el fondo de la misma.

240 El cuarto evangelio


39. Por esto no pudieron creer, porque también
había dicho Isaías:
40. «Él ha cegado sus ojos,
Y ha endurecido su corazón,
No sea que con sus ojos vean,
Con su corazón entiendan y se conviertan
Y los sane.»
41. Isaías dijo esto porque vio su Gloria y habló
de Él.™
Sin embargo, aun muchos de los jefes creyeron en
El, pero por causa de los fariseos no le confesaban,
temiendo ser excluidos de la sinagoga, 43, porque ama¬
ban más la gloria de los hombres que la Gloria de
Dios.

San Juan añade finalmente una especie de florilogio


de la enseñanza pública de Jesús, agrupando más o
menos una serie de frases que nos son ya conocidas:

44. Jesús, clamando, dijo:


«El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que
me ha enviado.
45. Y el que me ve, ve al que me ha enviado.119
46. Yo he venido como Luz del mundo.
Para que todo el que cree en mí no permanezca en
tinieblas.»180
47. Y si alguien escucha mis palabras y no las
guarda.
Yo no le juzgo,
Porque no he venido a juzgar al mundo,
Sino a salvar al mundo.

178. El pasaje citado (Is 6, 1) se refiere a la visión que tuvo el


profeta de Dios en su gloria; por lo tanto nuestro texto es una
afirmación implícita de la divinidad de Jesús.
179. Cf. 7, 16 y 8, 19.
180. Cf. 8, 12.

Pasión y Glorificación 241


16
48. El que me rechaza y no recibe mis palabras,
tiene ya quien le juzgue;
La palabra que yo he hablado, ésa le juzgará en
el último día.161
49. Porque yo no he hablado de mí mismo;
El Padre mismo que me ha enviado es quien me
mandó lo que he de decir y hablar,
50. Y yo sé que su precepto es la Vida eterna,
Así, pues, las cosas que yo hablo, las hablo según el
Padre me ha dicho.»182

181. Cf. 3, 17-18 y 5, 24-29.


182. Cj. 5, 30-40 y 8, 26-28.

242 El cuarto evangelio


Capítulo Segundo

JESÚS Y LOS SUYOS

Entramos ahora con los discípulos en el Cenáculo


para asistir a la última Cena y escuchar el discurso de
despedida de Jesús a los suyos. Con eso alcanzamos la
cima de la enseñanza joánica. Después de la última
cena comenzará anunciándoles su próxima muerte, aso¬
ciando consuelos a ese anuncio, consuelos que desarro¬
llan la idea de que esa muerte es el medio de su glori¬
ficación, a la que ellos serán también asociados. Luego,
por medio de la semejanza de la vid, expondrá el pen¬
samiento de su amor que une los suyos a Él y en Él.
Anunciará después la venida del Paráclito, que derra¬
mará su amor sobre ellos. Finalmente, con un postrer
anuncio de su muerte y su glorificación, concluirá el
discurso, y la solemne oración de Jesús a su Padre
cerrará esta última plática.

I. La última cena

13. — 1. Antes de la fiesta de Pascua, viendo


Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al
Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el
mundo, al fin extremadamente los amó. 2. Y comen¬
zada la cena, como el diablo hubiese ya puesto en el
corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, el pro¬
pósito de entregarle; 3, con saber que el Padre había
puesto en sus manos todas las cosas y que había sa¬
lido de Dios y que a Dios se volvía, 4. [Jesús] se le-

Pasión y Glorificación 243


vantó de la mesa, se quitó los vestidos y, tomando
una toalla, se la ciñó; 5, luego echó agua en la jo¬
faina, y comenzó a lavar los pies de los discípulos y
a enjugárselos con la toalla que tenía ceñida. 6. Llegó,
pues, a Simón Pedro, que le dijo: «Señor, ¿tú lavar¬
me a mí los pies?» 7. Respondió Jesús y le dijo: «Lo
que yo hago tú no lo sabes ahora; lo sabrás después.»
8. Díjole Pedro: «Jamás me lavarás tú los pies.» Le
contestó Jesús: «Si no te los lavara, no tendrás parte
conmigo.» 9. Simón Pedro le dijo: «Señor, entonces,
no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza.»
10. Jesús le dijo: «El que se ha bañado no necesita
lavarse sino los pies, pues está todo limpio; y vos¬
otros estáis limpios, pero no todos», 11 (porque sa¬
bía quién había de entregarle, y por eso dijo: «No
todos estáis limpios»). 12. Cuando Ies hubo lavado
los pies, y tomado sus vestidos, y puéstose de nuevo
a la mesa, les dijo: «¿Entendéis lo que he hecho con
vosotros? 13. Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y
decís bien, porque de verdad lo soy. 14. Si yo, pues,
os he lavado los pies siendo vuestro Señor y Maes¬
tro, también habéis de lavaros vosotros los pies unos
a otros. 15. Porque yo os he dado el ejemplo, para
que vosotros hagáis también como yo he hecho. 16.
En verdad, en verdad os digo: No es el siervo mayor
que su señor, ni el enviado mayor que quien le en¬
vía. 17. Si esto aprendéis, seréis dichosos si lo prac¬
ticáis.»

El tono del evangelista corresponde en el preámbu¬


lo al de una liturgia sagrada. Hallamos ahí también
una de esas expresiones de doble sentido que él tanto
ama; la que hemos traducido por extremadamente.™ La
frase puede significar hasta la perfección o hasta el
final, y el evangelista quiere sin duda tomarla en am-

183. Eis télos.

244 El cuarto evangelio


bas acepciones. Como se ha dicho, es «la cima del amor
al final de la existencia».131
Es ahora cuando Jesús, plenamente consciente de su
origen y del fin por el que ha «venido», consumará el
don de sí mismo, mientras que el diablo, inspirando
al traidor la criminal decisión, se hace artífice de su
propia derrota. Jamás himno alguno ha tenido los acen¬
tos y la serenidad de este anuncio del sacrificio. Por eso
el relato del lavatorio de los pies que se le adjunta tie¬
ne que ser algo muy distinto que un recuerdo conmo¬
vedor.
No hay que apresurarse por hallar el sentido preci¬
so del diálogo de Jesús y Pedro, que resulta tan obs¬
curo; no obstante, el sacar a relucir el baño que no se
renueva y la ablución propia de los que están ya lim¬
pios, para conservar su pureza, junto a la frase: «Si no
te lavare, no tendrás parte conmigo», difícilmente po¬
dría comprenderse sin una alusión, más o menos oculta,
a la eucaristía, que mantiene lo que el Bautismo ha
depositado en nosotros.
San Juan no nos ha dado el relato de la institución
de la Eucaristía, narrado ya por san Pablo y los sinóp¬
ticos. Pero toda la atmósfera de esta última Cena de
Cristo y los suyos es eucarística. Los sentimientos con
que los primeros cristianos celebraban la cena del Se¬
ñor encuentran aquí su modelo. Al referirnos con tanto
detalle el lavatorio de los pies, nos ha transmitido san
Juan de manera llena de imágenes los elementos carac¬
terísticos de su noción de la Eucaristía: es decir, ante
todo el desarrollo perfecto de la idea de comunión. En
efecto, Cristo enseña expresamente, por este acto, a
extraer del pozo de su propio amor, hecho de una total

184. Loisy.

Pasión y Glorificación 245


abnegación que encuentra su gloria en la humillación,
un amor mutuo semejante. El término de los discursos
que seguirán será la realización entre los discípulos y
Cristo de una unidad de amor análoga a la que existe
entre el Padre y el Hijo, comprendiendo el amor de
unos para con los otros,
(Adviértase, por otra parte, que la tendencia de Pe¬
dro por aferrarse a una falsa concepción de la gloria
de Cristo, así como su volubilidad, aparecen aquí io
mismo que en ios sinópticos.)
Jesús prosigue:

18. No lo digo de todos vosotros; yo sé a quiénes


escogí; mas lo digo para que se cumpla la Escritura:
«El que come mi pan, levantó contra mí su calca¬
ñar.» 185 19. Desde ahora os lo digo, antes de que su¬
ceda, para que cuando suceda creáis que yo soy.
20. En verdad, en verdad os digo que quien recibe
al que yo envíe, a mí me recibe, y el que me recibe a
mí, recibe a quien ine ha enviado.»
21. Dicho esto, se turbó Jesús en su espíritu, y
demostrándolo, dijo: «En verdad, en verdad os digo
que uno de vosotros me entregará.» 22. Se miraban
los discípulos uno?; a otros, sin saber de quién ha¬
blaba. 23. Uno de ellos, el amado de Jesús, estaba
recostado ante el pecho de Jesús,
24. Simón Pedro le hizo señal, diciéndoíe: «Pre¬
gúntale de quién habla.» 25. El que estaba recostado
ante el pecho de Jesús, le dijo: «Señor, ¿quién es?»
26. Jesús le contestó: «Aquel a quien yo moje y dé un
bocado.» Y mojando un bocado, lo tomó y se io dio a
Judas, hijo de Simón Iscariote. 27. Después del bo¬
cado, en el mismo instante, entró en él Satanás. Jesús
le dijo: «Lo que has de hacer, hazlo pronto.» 28, Nin-

183. Sal 41, 10.

246 El cuarto evangelio


guno de los que estaban a la mesa conoció a qué pro¬
pósito decía aquello. 29. Algunos pensaron que, como
Judas tenía la bolsa, le decía Jesús: «Compra lo oue
necesitamos para la fiesta», o que diese algo a los ¡Co¬
bres. Él, tomando el bocado, se salió luego: era de
noche.

Los comensales se hallan recostados, como en los


convites de la antigüedad, sobre tumbonas alrededor
de una mesa en forma de herradura. Al anunciar Jesús
ja próxima traición, Pedro hace señas al discípulo ama¬
do, que se halla a la derecha de Jesús, estando sin duda
Pedro a la izquierda, de suerte que Jesús le da a me¬
dias la espalda. Al mismo tiempo le cuchichea por lo
bajo que haga la pregunta que ninguno se atreve a
hacer. Juan se recuesta hacia Jesús, y el breve diálogo
tiene lugar entre ambos' en voz baja. Solamente el dis¬
cípulo ainado y Pedro que sigue toda la escena pueden
adivinar el signiñeado de aquel gesto de normal corte¬
sía que hace Jesús, y de las palabras que lo acompañan.
Judas no se sorprende, y sale al instante. El evangelista
añade tan sólo: «Era de noche.»
En cuanto a las palabras con las que Jesús anuncia
su traición, hay que hacer notar la proclamación de su
mesianismo: «...para que creáis que yo soy», sobren¬
tendiéndose «el que ha de venir», volviendo a los térmi¬
nos de la cuestión propuesta por el Bautista.186
Después, aplicado a la misión de los discípulos, ha¬
llamos de nuevo el paralelo entre las relaciones de
Jesús con el Padre y las de los discípulos con ÉL
La intimidad de Jesús con los suyos es ya perfecta;
Jesús puede darles sus más sublimes enseñanzas en el
largo coloquio que va a comenzar.

186. Mt 11, 3.

Pasión y Glorificación 247


II. La gloria de Cristo y los suyos

La primera parte del discurso de la despedida de


Cristo está constituida por una serie de consuelos esla¬
bonados entre sí. Ante todo su muerte, que acaba de
anunciar como inminente, es la condición de su glori¬
ficación, y, aunqLte los suyos no puedan seguirle por
ahora a la Gloria, ésta se manifestará en ellos por el
amor que tendrán los unos por los otros.ls7 En segundo
lugar, cuando Cristo haya sido glorificado, volverá a
ellos y, a fin de que le encuentren en esta Gloria que
parece le separa de ellos, Él mismo se convertirá en su
camino.138
Él los guiará al Padre y ellos verán en Él al Pa¬
dre.139 Todo eso tendrá lugar por la efusión del Pará¬
clito (el Espíritu Santo), que será efecto de su propia
glorificación y les otorgará la paz.190

* * *

3). Así que Judas salió, dijo Jesús: «Ahora ha sido


glorificado el Hijo del hombre, y Dios ha sido glori¬
ficado en Él. 32. Si Dios ha sido glorificado en Él,
Dios también le glorificará a Él, y le glorificará en
seguida.
33. Hijitos míos, un poco estaré todavía con vos¬
otros; me buscaréis, y como dije a los judíos: «A
donde yo voy, vosotros no podéis venir», también os
lo digo a vosotros ahora.
34. Un precepto nuevo os doy: que os améis los
unos a los otros; como yo os he amado, así también

187. 13, 31-38.


188. 14, 1-7.
189. 14, 8-15.
190. 14, 16-31.

248 El cuarto evangelio


amaos mutuamente. 35. En esto conocerán todos que
sois mis discípulos: si tenéis caridad unos para con
otros.» 36. Díjole Simón Pedro: «Señor, ¿adonde vas?»
Respondió Jesús: «Adonde yo voy no puedes tú se¬
guirme ahora; me seguirás más tarde.» 37. Pedro le
dijo: «Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Yo
daré por tí mi vida.» 38, Respondió Jesús: «¿Darás
por mí tu vida? En verdad, en verdad te digo que no
cantará el gallo antes de que tres veces me niegues.»

Las palabras de Jesús: «Ahora ha sido glorificado el


Hijo del hombre, y Dios ha sido glorificado en Él, Dios
también le glorificará a Él», expresan toda la escatolo-
gía del cuarto evangelio.1S1 La glorificación del Hijo del
hombre, en cuanto accesible a la vista, es futura, pero,
desde el instante que Él ha consumado su obediencia
perfecta al aceptar su Pasión, esa Gloria que Él po¬
seerá pronto visiblemente, le corresponde ya y la fe
se adhiere a ella con toda certeza.
Habiéndoles preparado de esta manera, Jesús mani¬
fiesta a sus discípulos que la separación visible se va a
realizar, igual para ellos que para los judíos incrédulos.
No obstante, esa separación, que será la perdición de
los últimos, acarreará a los discípulos una presencia
totalmente nueva de Cristo entre ellos.
El anuncio del nuevo precepto no puede, en efecto,
separarse de los versículos que le preceden, y debe con¬
servarse toda la fuerza en la expresión: «como yo os
he amado.» Es en el amor de los discípulos entre sí,
substancialmente uno con el amor de Jesús por ellos,
como se continuará la presencia de Jesús. Por eso ese
amor será la característica de los discípulos.
Para dar a estas palabras todo el sentido hay que

191. Cf. pdgs. 145 ss.

Pasión y Glorificación 319


volverlas a colocar dentro de la aLmósfera eucarística
de este fragmento; el lérmino agape (amor) estaba para
los primeros lectores de san Juan como impregnado de
ella.
Pero los discípulos están siempre aferrados a lo vi¬
sible, y, de lo que ha dicho Jesús, Pedro tan sólo re¬
tiene la afirmación de que ellos no pueden seguirle, lo
mismo que los judíos.
Ante este pensamiento se subleva y confiesa su afec¬
to, por el cual se cree pronto a sacrificarlo todo. Jesús
toma sus propios términos, como subrayando lo poco
que Simón Pedro mide el alcance de sus palabras.
Anuncia la próxima negación, después de haber afir¬
mado su futura fidelidad.13'

14.— 1. «No se turbe vuestro corazón;


Creéis en Dios, creed también en mí.
2. En la casa de mi Padre hay muchas inoradas;
si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el
lugar. 3. Cuando yo me haya ido y os haya preparado
el lugar, de nuevo volvere y os tomaré conmigo, para
que donde yo estoy estéis también vosotros. 4. Pues
para donde yo voy, vosotros no conocéis el camino.»
5. Díjole Tomás; «Señor, no sabemos adonde vas;
¿cómo, pues, podemos saber el camino?» 6. Jesús le
dijo: «Yo soy el camino, la Verdad y la Vida; nadie
viene al Padre sino por mí. 7. Si me habéis conocido,
conoceréis también al Padre, y desde ahora le cono¬
céis y le habéis visto.»

Los discípulos no deben turbarse ante la separación


que Cristo Ies anuncia. Ya saben, acaba de declarár¬
selo, que su partida será su glorificación; es menester
que crean ahora que esa glorificación es para ellos; si

192. 21, 18-19.

250 El cuarto evangelio


Cristo se va, es para prepararles un lugar, a fin de que
«donde esté Él estén también ellos».193 El versículo si¬
guiente no significa que haya moradas diversas en la
casa del Padre, sino muchas moradas. Dicho de otro
modo, Cristo no deja a los suyos para gozar de una
Gloria solitaria, sino, muy al contrario, para llevarles a
la participación de su Gloria.
La vuelta de Cristo de la que aquí se habla no puede
ser sino la de la parusía, el último día; pero todo cuanto
hemos dicho de la fe para san Juan indica que ella ha
de poner en posesión por adelantado a los discípulos,
obscura pero firmemente, de cuanto el último día se
revelará a los hombres.
La declaración final de que los discípulos conocen
el camino para ir a reunirse con Cristo en su Gloria,
provoca la pregunta de Tomás, el cual, persistiendo en
no ver nada fuera de lo inmediato, cree hallar una
contradicción en las palabras de Cristo. Jesús ha dicho
que sus discípulos no pueden seguirle; ellos ignoran a
dónde va, ¿cómo, pues, conocerán el camino? Jesús pre¬
cisa entonces: si ellos han de reunirse con Él en la
Gloria, a donde son en efecto incapaces de seguirle por
sí mismos, Él se hará camino para conducirles. La
frase «creed en mí» recibe todo su sentido: hay que
creer en Jesús como en la Verdad de Dios. Pero hay
que creer también en Él como camino que conduce a la
Verdad. Él nos da de este modo la Vida que hay en
Él para difundirse a través de Él, y que no solamente
está en Él sino que es su propia persona. Él es en
efecto todo cuanto es el Padre haciéndose accesible a
nosotros; por eso nadie viene al Padre sino por Él y
quien le conoce ha visto al Padre.

193. 17, 24.

Pasión y Glorificación 351


8. Felipe le dijo: «Señor, muéstranos al Padre y
nos basta.» 9. Jesús 1c dijo: «Felipe, ¿tanto tiempo ha
que estoy con vosotros y no me has conocido? El que
me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo dices tú:
«Muéstranos al Padre?» 10. ¿No crees que yo estoy en
el Padre y el Padre en mí?»

Felipe creyó era imposible tomar las palabras de


Jesús en un sentido que no fuese metafórico. Entonces
Jesús, con un acento de afectuoso reproche que apun¬
ta el desaliento que siente que va a conquistar los co¬
razones, le pregunta cómo han podido vivir tanto tiem¬
po en su intimidad sin comprender que sus palabras se
han de tomar al pie de la letra. Y se extenderá sobre
esa idea de la mutua presencia del Padre y del Hijo
uno en el otro, presencia que su encarnación, cumplida
ya, ha tenido como único fin colocar, por así decirlo, a
nuestro alcance.

«Las palabras que yo os digo no las digo de mí


mismo; el Padre, que mora en mí, hace sus obras.
11. Creedme, que yo estoy en el Padre y el Padre en
mí; a lo menos creedlo por las obras. 12. En verdad,
en verdad os digo que el que cree en mí, ése hará
también las obras que yo hago, y las hará mayores
que éstas, porque yo voy al Padre; 13, y lo que pi¬
diereis en mi nombre, eso haré, para que el Padre sea
glorificado en el Hijo. 14. Si pidiereis alguna cosa en
mi nombre, yo la haré.»

Una vez más, el Padre habla por su Hijo y, más ge¬


neralmente, hace sus obras por Él. Es, llevado al orden
de la encarnación y de la venida temporal del Hijo de
Dios, lo que el prólogo había enseñado acerca de su

252 El cuarto evangelio


papel eterno en toda la creación.18* Si alguien se niega
a creer a Jesús por su palabra, el testimonio de las
obras divinas obradas por Él, en especial la resurrec¬
ción de Lázaro, se impone a todo espíritu que no se
cierre deliberadamente a la Verdad.
Establecida sobre esta certeza de la unidad del Pa¬
dre y del Hijo y de la mediación universal del Hijo, la
afirmación de que Jesús adquiere la Gloria p¡ira trans¬
ferirla a los suyos reaparece con una amplitud extra¬
ordinaria. Con tal que sea en su nombre, esto es, por
la fe en Él, como lo esperan del Padre, éste Jes conce¬
derá hacer las obras que el Hijo ha realizado en la
tierra, e incluso mayores, pues es a ellos a quienes se
da el encargo de convertir el mundo entero- Cuanto
ellos pidan al Padre en su nombre y que el Padre les
conceda realizar, el Hijo mismo lo cumplirá en ellos,185
pues en eso consistirá su Gloria que así se ha de mani¬
festar en ellos.

■k

Pero, ¿cómo obrará el Hijo en sus discípulos? Por


el Espíritu Santo, al que su glorificación derramará
sobre ellos.

15. «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos;


16 y rogaré106 al Padre, y os dará otro Paráclito, que
estará con vosotros para siempre; 17, el Espíritu de

194. 1, 3.
195. Nótese cómo aquí san Juan se acerca mucho a san Pa¬
blo.
196. Cuando es Jesús el que ruega, el evangelista emplea
érótaó, que no incluye ninguna subordinación, mientras que uti¬
liza diléó: implorar, para los discípulos.

Pasión y Glorificación 253


la Verdad que el mundo no puede recibir, porque no
le ve ni le conoce; vosotros le conocéis, porque per¬
manece con vosotros y está en vosotros.»

El amor de Cristo será lo que capacite para reali¬


zar sus obras, pidiendo Él mismo para los suyos el Pa¬
ráclito que mora ya cerca de ellos (en Él) y que perma¬
necerá en ellos como permanece en El.
Este termino de Paráclito, que hemos preferido de¬
jar sin traducir, expresa la idea de una asistencia dada
a los fieles, como la de un abogado, que, por una parte,
alienta a sus clientes y, por otra, toma por su cuenta
su defensa. Jesús, presente entre ellos —y en quien se
hallaba ya presente el Espíritu con ellos— hacía las
veces de Paráclito desde que Él estaba con los suyos en
la tierra. El Espíritu Santo que les adquirió con su
glorificación le reemplazará, no ya con ellos, sino en
ellos.
Porque el Paráclito es el Espíritu de la Verdad, el
«mundo», o sea, el universo contrario a la Verdad divi¬
na, lo desconoce y no puede recibirlo. Por el contrario,
los discípulos que no son del mundo, dirá Jesús al mo¬
mento, lo reciben por el hecho mismo de haber recibido
a Cristo.
Jesús prosigue:

18. «No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros.


19. Todavía un poco y el mundo ya no me verá; pero
vosotros me veréis, porque yo vivo y vosotros vivi¬
réis. 20. En aquel día conoceréis que yo estoy en mi
Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros. 21. El que
recibe mis preceptos y los guarda, ése es el que me
ama. El que me ama a mí será amado de mi Padre, y
yo le amaré y me manifestaré a él.» 22. Díjole Judas
(no el Iscariote): «Señor, ¿qué ha sucedido para que

254 El cuarto evangelio


hayas de manifestarte a nosotros y no al mundo?»
23. Respondió Jesús y le dijo: «Si alguno me ama,
guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendre¬
mos a el, y en el haremos morada. 24. El que no me
ama no guarda mis palabras; y la palabra que oís no
es mía, sino del Padre que me ha enviado.»

La promesa de otro Paráclito debió sembrar la con¬


fusión en el espíritu de los discípulos, y Jesús los tran¬
quiliza asegurándoles que no los dejará huérfanos. So¬
bre todo después de las palabras «todavía un poco más»,
su promesa no puede referirse aquí a la parusía del úl¬
timo día; se trata en primer lugar de las apariciones de
Cristo resucitado, las que sólo los discípulos tendrán
el privilegio de percibir. Pero la Gloria de Cristo, con¬
seguida en la Pasión que culmina en la resurrección,
será el medio de la vivificación de los discípulos por
el Espíritu. Entonces comprenderán ellos, a la vista de
Cristo resucitado e iluminados por el don del Paráclito
que es el efecto de su resurrección, que el Hijo está en
el Padre, que los discípulos están en el Hijo y que Él
mismo está en ellos.
He aquí que el paralelismo entre las relaciones de
Cristo con el Padre y sus relaciones con los discípulos
alcanzan su más viva expresión. Vamos a ver cómo se
desarrolla todo su significado. A la pregunta de Judas
que expresa a las claras el punto de vista profano de
los discípulos, quienes no ven en la resurrección sino
un argumento apologético para usar según convenga,
responde Jesús que el fin de toda su obra es crear una
sociedad de amor entre las personas divinas y los fie¬
les: es a los discípulos a quienes se manifestará Cristo
resucitado, puesto que muere y resucita a fin de que,
por el Espíritu Santo derramado en sus corazones, sean

Pasión y Glorificación 255


unidos al Padre en el Hijo, y toda la Trinidad divina
tenga su morada entre los hombres.
En cuanto al cumplimiento de los preceptos de Cris¬
to es a la vez la señal y el fruto del amor que se le
tiene, y, lo mismo que su palabra no es suya sino del
Padre, así también, en su amor por los hombres, el
amor del Padre que va a ellos yendo en Él.157

25. «Os he dicho estas cosas mientras perma¬


nezco con vosotros; 26, pero el Paráclito, el Espíritu
Santo que el Padre enviará en mí nombre, ese,9S os
lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que
yo os he dicho.»

Estas palabras son la conclusión de las primeras


promesas sobre el Paráclito: Él enseñará todas las
cosas, iluminando el sentido de las palabras que Jesús
parecía haber pronunciado sin darles importancia, pero
que el Espíritu Santo abrirá a los discípulos trayéndo-
les a la memoria.199

* * *

Jesús concluye este primer discurso volviendo a las


palabras de consuelo con que había comenzado. Des¬
pués de la enseñanza acerca de la glorificación que aca¬
ba de dar, esos consuelos resultan del todo eficaces y
viene bien la conclusión sobre el don de la paz.

197. Cf. 12, 26.


198. La palabra griega pneúma, espíritu, aunque es neutra,
lleva en san Juan el pronombre masculino, para demostrar a las
claras que se trata de un ser personal y no de una entidad más
o menos vaga o abstracta.
199. Toda la redacción del cuarto evangelio se orienta a la
aplicación de esta idea.

25C El cuarto evangelio


27. «La paz os dejo, mi paz os doy; no como el
mundo la da os la doy yo. No se turbe vuestro cora¬
zón ni se intimide. 28. Habéis oído lo que os dije:
«Me voy y vengo a vosotros.» Si me amarais os ale¬
graríais porque voy al Padre, porque el Padre es ma¬
yor que yo. 29. Os lo he dicho ahora, antes de que suce¬
da, para que cuando suceda creáis. 30. Ya no hablaré
muchas cosas con vosotros, porque viene el príncipe
de este mundo. No es que éste tenga algo que ver
conmigo, 31, sino para que conozca el mundo que yo
amo al Padre, y que, según el mandato que me dio el
Padre, así hago.
Levantaos, vámonos de aquí.»

Todo el consuelo de Cristo a los suyos se encierra


en esta promesa de paz. No se trata de cualquiera paz
de este mundo, como la Fax romana, de la que sabían
muy bien los israelitas cuánto podía encubrir de exac¬
ciones y sufrimiento. Se trata de aquella paz que sólo
Cristo puede conceder, ya que es efecto de aquel amor
que solamente Él posee y transmite y que se muestra
más fuerte que la muerte.
No deben turbarse porque Cristo se vaya al Padre;
es la consumación de la perfecta obediencia por lo que
Jesús ha venido a la tierra y por lo que hará el amor
del Padre accesible a los suyos. Estas palabras: «el
Padre es mayor que yo», unidas a las declaraciones tan
explícitas de la divinidad de Jesús, precisan el estado
del Verbo encarnado, prolongando dentro de la línea
de la obediencia humana la imagen de una fidelidad
filial perfecta que otorga al Padre en la eternidad.-™
Se repite el anuncio de la venida de Satanás para
alcanzar su triunfo ilusorio, anuncio que Jesús había

200. Cf. pág. 144.

Pasión y Glorificación 257


17
hecho ya a los judíos.201 Hemos llegado ya a los últi¬
mos momentos que preceden «la hora» de Jesús. «Le¬
vantaos, vámonos de aquí»: Jesús lleva consigo a los
suyos al huerto en que le espera la traición.

* *

Toda la unidad de este primer discurso se apoya


sobre la idea de que Jesús es a la vez la Verdad vivifi¬
cadora y el camino que conduce a ella. En estas pala¬
bras: «Yo soy el camino, la Verdad y la Vida» se en¬
cuentra en esquema la visión de Cristo y de su obra,
que el cuarto evangelista nos ha querido transmitir.
Como Verbo de Dios, Jesús es la Verdad que da la Vida
a quienes la poseen. Pero para que los hombres, que,
encerrados en la soledad hostil del «mundo», no pue¬
den alcanzarla, se hicieran capaces de ella, el Verbo,
por la encarnación, ha asumido sobre sí la debilidad202
de la carne. La ha superado y ha devuelto al hombre
la Gloria de Dios de que estaba privado, ejercitándose
hasta el final en esa obediencia al Padre de la que el
hombre se habla alejado. Por lo tanto, se ha hecho el
camino que conduce a la Verdad y a la Vida, así como
era la Verdad y la Vida.

201. 12, 31; cf. pág. 235.


202. La asthenéia.

258 El cuarto evangelio


Capítulo Tercero

JESÚS Y LOS SUYOS (continuación)

Las últimas palabras de los discursos consolatorios:


«Levantaos, vámonos de aquí» parecían indicar el fin del
coloquio. Sin embargo, se reanuda al instante. Con todo,
no se trata ya de un diálogo, sino de un monólogo de
Jesús que reasume ciertos motivos que acaba de tratar
para darles un desarrollo más profundo. La hipótesis
según la cual habría dado Jesús esta enseñanza subli¬
me entre el barullo del momento de partir, no merece
atención. También es difícil creer que hubiera podido
continuarla caminando por las tortuosas y obscuras
callejuelas de Jerusalén. Algunos autores han concluido
que el evangelista habría reunido en este lugar diver¬
sas enseñanzas de Tesús dadas a los suyos en diferentes
ocasiones, y que él habría agrupado después del dis¬
curso de la Cena para esclarecerlo más. Esta solución
satisfaría más, pero encierra también serias dificulta¬
des. La continuación del discurso aparece ciertamente
como la continuación de los temas que acabamos de
estudiar y que reaparecen para ser estudiados más a
fondo. Por otra parte, las palabras de los discípulos 203
que responden al final de la exhortación de Jesús, no
pueden corresponder sino a una última plática. Otro
tanto hay que decir de la última oración.
Hay otra solución que parece ser la mejor, aunque
sea imposible —adviértase bien— sostenerla sobre pruc-

203. 16, 29-33.

Pasión y Glorificación 259


bas seguras. Sabemos que los pórticos del templo que¬
daban abiertos durante la noche de Pascua.201 Jesús y
los suyos se habrían detenido allí por última vez, y sería
en medio de ese solemne cuadro donde Jesús íes habría
dirigido sus últimas palabras, antes de recitar la ora¬
ción sacerdotal.
La mención que viene seguidamente, una vez que
Jesús y los suyos atravesaron el Cedrón, podría corro¬
borar esta seductora hipótesis, pero sobre todo la se¬
mejanza de la Vid, como vamos a verlo, se esclarece
gracias a ella.
Estas enseñanzas comprenden dos partes. La pri¬
mera explica, en torno a la semejanza de la vid, la uni¬
dad en ei amor de Cristo y los suyos, con la contrapar¬
tida en el odio que el mundo les profesará por igual;
la segunda vuelve a tratar sobre el Paráclito. La con¬
clusión se halla en esa oración de Jesús que se deno¬
mina la oración sacerdotal.

I. La semejanza de la vid

15. — 1. «Yo soy la vid verdadera y mi Padre es


el viñador. 2. Todo sarmiento que hay en mí y no lleva
fruto, lo cortará, y todo el que da fruto, lo podará,
para que dé más fruto. 3. Vosotros estáis ya limpios
por la palabra que os he hablado. 4. Permaneced en
mí y yo en vosotros. Como el sarmienta no puede dar
fruto de sí mismo si no permanece en la vid, tam¬
poco vosotros si no permanecéis en mí. 5. Yo soy la
vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí
y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no po¬
déis hacer nada. 6. El que no permanece en mí es
echado fuera, como el sarmiento, y se seca, y los

204. Cf. Josefo, Ant. Jud 18, 2.

260 El cuarto evangelio


amontonan y los echan al fuego para que ardan. 7. Si
permanecéis en mí y mis palabras permanecen en
vosotros, pedid lo que quisiereis, y se os dará. 8. En
esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho
fruto, y así seréis discípulos míos. 9. Como el Padre
me amó, yo también os he amado; permaneced en mi
amor. 1Ü. Si guardareis mis preceptos, permaneceréis
en mí amor, como yo guardé los preceptos de mi Pa¬
dre y permanezco en su amor.»

Cuando Jesús pronunciaba estas palabras: «Yo soy


la vid verdadera», tenía ante sí (si es valedera nuestra
hipótesis) ei frontispicio del templo, en el que una vid,
simbolizando a Israel, extendía su ramaje. Este sím¬
bolo de la vid era familiar a los judíos. El Antiguo Tes¬
tamento lo había empleado con frecuencia para desig¬
nar el pueblo de Dios y para describir los cuidados de
que Él lo rodea.40" Jesús lo utiliza en los sinópticos en
ese mismo sentido.206 Pero aquí, al identificarse con la
verdadera vid, proclama que es en Él donde se encuen¬
tra el Israel verdadero,207 y que únicamente quienes le
están unidos forman parte de él. Y no es esto ir dema¬
siado lejos. Hay que tener en cuenta que los profetas
intentaban generalmente designar con la palabra vid la
viña. Aquí no se trata sino de una sola cepa; parece
como si la imagen se haya condensado para transmitir
mejor la revelación de unidad en el amor.
La mayor parte de los comentaristas debilitan las
palabras de Jesús explicándolas como si hubiera dicho:

205. Cf. Os 10, 1; Is 5, 1-5; Jer 2, 21; EZ 15; Sal 80, 9-13.
206. C.¡. Me. 12, 1-12 y paralelos.
207. Cf. la constante aplicación que hace Jesús del Antiguo
Testamento a su persona y a su obra, especialmente en los ca¬
pítulos 6-9.

Pasión y Glorificación 261


«Yo soy el tronco de la vid.» Pero dice: «Yo soy la
vid», y la insistencia con que habla del «sarmiento que
hay en mí», y no «unido a mí» o «conmigo», nos obliga
a no minimizar en absoluto. Jesús quiere manifestarse
aquí no sólo unido a los suyos, sino uno con ellos; no
es tan sólo la fuente de su vida, sino que no viven sino
estando integrados a su ser, hasta el punto de formar
con Él un único organismo vivo. Puede decirse que Je¬
sús no se considera aquí como un individuo, sino como
un «viviente» colectivo, y con todo perfectamente uno,
el cual comprende toda la humanidad regenerada
en Él.
Esto es el paralelo de la doctrina paulina de la Igle¬
sia Cuerpo místico de Cristo: así como el cuerpo y la ca¬
beza no son dos, así tampoco Jesús y los suyos. Pero la
semejanza de la vid llega todavía más allá en la asimi¬
lación: no se trata ya en «Yo soy la vid verdadera» de
dos elementos complementarios, sino de una sola per¬
sona divina que extiende su encarnación a partir del
tronco, que es el hombre Jesús, hasta las ramas, for¬
mando la unidad viva del todo, según las magníficas
palabras de san Agustín, el Cristo total, cabeza y miem¬
bros.
Es tan sólo por Jesús como la vid extiende sus raíces
hasta el corazón de la Vida divina, pero es ciertamente
la Vida de Dios que se propaga hasta los extremos de
los sarmientos más alejados. Ella se halla en Jesús
como en la fuente, pero la fuente no mana sino porque
se extrae el agua.
Nos encontramos con una doble afirmación sobre los
sarmientos. Fuera de Cristo, a quien deben adherirse
orgánicamente, no pueden dar ningún fruto. Bajo for¬
ma distinta, pero dentro de una misma claridad euca-
rística, se trata de la afirmación que Cristo había ya

262 El cuarto evangelio


formulado al decir: «Si no coméis mi carne y no bebéis
mi sangre no tendréis Vida en vosotros».208
Mas, por otra parte, si se hallan en Cristo, los sar¬
mientos deben fructificar; de lo contrario serán arran¬
cados de la cepa. Injertado en Cristo, el fiel que pone
por obra la gracia que esa unidad vital le aporta, es
purificado, «podado», por Dios, para que sea cada día
más abundante el fruto. Por el contrario, el que se
cierra a la acción vivificadora de la savia, debe ser cor¬
tado de la cepa y consumido.
No pensemos que la santidad personal de los sar¬
mientos, que procede toda ella de la de Jesús, que es
de Cristo, pueda hacerle sombra; antes bien, es en ella
en la que Dios es glorificado. Una falsa concepción de
la justificación por la fe, que dispensaría a los fieles de
la santidad en consideración a la santidad de Cristo,
aparece a esta luz como un contrasentido. Los sarmien¬
tos de Cristo deben dar su fruto; si no, son condenados
al fuego; pero el fruto que dan proviene en su totalidad
de su pertenencia a Cristo y es su propio fruto.
¿Y en qué consiste ese fruto? El fruto de la unidad
orgánica de Cristo y los suyos es su unión en el amor.
El fin único de Cristo al encarnarse ha sido establecer
los suyos en su amor, como Él lo está en el amor del
Padre. Y lo mismo que por la obediencia permanece
Él en el amor del Padre, así por ella también permane¬
cerán sus discípulos en el suyo.

11. «Esto os lo digo para que yo me goce en vos¬


otros y vuestro gozo sea cumplido. 12. Éste es mi pre¬
cepto : que os améis unos a otros como yo os he ama¬
do. 13. Nadie tiene amor mayor que este de dar uno
la vida por sus amigos. 14. Vosotros sois mis amigos

208. 6, 53.

Pasión y Glorificación 263


si hacéis lo que os mando. 15. Ya no os llamo siervos,
porque el siervo no sabe lo que hace su Señor; pero
os digo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os
lo he dado a conocer. 16. No me habéis elegido vos¬
otros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he
destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto
permanezca, para que cuanto pidiereis al Padre en mi
nombre os lo dé. 17. Esto os mando: que os améis
unos a otros.»

Tras el don de la paz viene el de la alegría. Estas


dos palabras, paz y alegría, aparecen constantemente
en los escritos de los primeros cristianos, y es precisa¬
mente su unión lo que tiene de más característico el
primitivo espíritu cristiano. Se ha observado que en
los saludos de la antigüedad los judíos se deseaban la
paz y los griegos la alegría. El cristianismo ha unido
ambos términos, haciendo de un simple deseo formu¬
lario una auténtica bendición; pues, a la par que la paz,
la alegría de que se trata no es «como la da el mundo»,
sino la alegría de Cristo.
Esta alegría se encuentra en el amor, en el amor por
el que se ama, nacido del amor por el que se es amado
por Cristo y que produce el amor en los demás.
Se ha dicho que el compendio de la Ley, a pesar de
la afirmación de que los dos preceptos son idénticos,
no tiene el alcance de la frase de Cristo a los suyos:
«Amaos los unos a los otros como yo os he amado», se¬
guida de la declaración de que «nadie tiene amor mayor
que este de dar uno la vida por sus amigos».
Esta otra frase de Jesús que cita san Pablo en los
Hechos 309: «Mejor es dar que recibir», expresa muy bien

209. 20, 35.

264 El cuarto evangelio


el sentido profundo de la unión del precepto del amor
y de la promesa de alegría.
Llegado a este punto, Jesús puede decir a los suyos
que no son ya sus siervos, sino sus amigos, puesto que
comparte con ellos todo cuanto hay en Él. No quiere
decir que toda diferencia entre ellos desaparezca; hay
una que perdurará siempre, la más profunda de todas,
pero que en vez de separar, estrecha más: de Él han
recibido ellos todo, mientras que nada le han dado:
«No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os
elegí a vosotros, y os he destinado para que vayáis y
deis fruto y vuestro fruto permanezca.»

* * *

18. «Si el mundo os aborrece, sabed que me abo¬


rreció a mí primero que a vosotros. 19. Si fueseis del
mundo, el mundo amaría a los suyos, pero porque no
sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por
esto el mundo os aborrece. 20. Acordaos de la palabra
que yo os dije: «No es el siervo mayor que su Señor»;
si me persiguieron a mí, también a vosotros os per¬
seguirán; si guardan mi palabra, también guardarán
la vuestra. 21. Pero todas estas cosas haránlas con
vosotros por causa de mi nombre, porque no conocen
al que me ha enviado. 22. Si no hubiera venido y les
hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no
tienen excusa del pecado. 23. El que me aborrece a
mí, aborrece también a mi Padre. 24. Si no hubiera
hecho entre ellos obras que ninguno otro hizo, no ten¬
drían pecado; pero ahora no sólo han visto, sino que
me aborrecieron a mí y a mi Padre. 25. Pero es para
que se cumpla la palabra que en la Ley de ellos está
escrita: «Me aborrecieron sin motivo.»210 26. Cuando

210. Cf. Sal 35, 19 y 69, 5.

Pasión y Glorificación 265


venga el Paráclito, que yo os enviaré de parte del Pa¬
dre, el Espíritu de Verdad que procede del Padre, Él
dará testimonio de mí, 27 y vosotros daréis también
testimonio, porque desde el principio estáis conmigo.

16. — 1. Esto os he dicho para que no os escan¬


dalicéis. 2. Os echarán de las sinagogas; pues ilega la
hora en que todo el que os quite la vida pensará
prestar un servicio a Dios. 3. Y esto lo harán porque
no conocieron ni al Padre ni a mí. 4. Pero yo os he
dicho estas cosas para que, cuando llegue la hora, es
acordéis de que yo os las he dicho.»

La solidaridad de Cristo con los suyos, de modo


que no pueda amársele sin amarles a ellos, entraña una
contrapartida que, a propósito de Lázaro, hemos ya
indicado: 311 el odio que el mundo le profesa no los se¬
para tampoco de Él.
Vemos cómo se destaca el dualismo tan marcado
entre Cristo y el mundo. Se trata de no atenuar ni la
oposición del mundo ni el amor compasivo de Cristo.
El mundo está en contra de los suyos porque no son
del mundo, aunque han sido elegidos en medio del mun¬
do. Este modo de expresarse muestra bien a las claras
que puede decirse que Dios ha amado de tal manera al
mundo que ha querido salvarlo,213 confesando la impo¬
sibilidad por parte del mundo de adherirse a Cristo que
le juzga y le condena. Según el cuarto evangelio no
puede salvarse el mundo en cuanto mundo, o sea en
cuanto realidad que se sitúa y se precia de estar fuera
de Dios. Es tan sólo si aceptan la ocasión de salvarse
mediante la renuncia, ofrecida por Cristo al mundo,

211. Cf. pág. 231.


212. 3, 16.

266 El cuarto evangelio


como los hombres pueden dejar de ser del mundo y
convertirse en los que Cristo llama suyos. De ese modo
pueden comprenderse las palabras de Jesús: «Si no hu¬
biera venido, no tendrían pecado; pero ahora no tienen
excusa de su pecado.» Solamente en presencia de Jesús
es donde la actitud del mundo, puramente vegetativa,
aparece en su trágica realidad; su miseria es fruto de
su negativa a Cristo y se rompe con ella desligándose,
por decirlo así, de tal negativa.
El Paráclito que promete Jesús mostrará, revelándo¬
se en los discípulos, que es al vacío, a la nada, adonde
ha llegado el mundo, mientras que ellos poseerán el
espíritu de la Verdad, en otros términos, de la realidad
divina. La profecía de la gran tribulación que alcanzará
a los discípulos igual que a su Señor, toca ya a su hora;
después de cuanto acabamos de decir, el rechazo del
mundo, lejos de escandalizarles, deberá ser para ellos
como la señal de que efectivamente han conocido al
Padre en el Hijo.
La advertencia de que el mundo creerá rendir culto
a Dios al perseguirles, descubre la idolatría radical con¬
tenida en toda negación de Cristo: el hombre, obrando
así, toma su propia nada por la Verdad de Dios.

II. El Paráclito

Formando un conjunto orgánico con todo el prece¬


dente desarrollo, la parte final de esos coloquios de Je¬
sús y los suyos concluye con una enseñanza sobre el
Paráclito, el Espíritu Santo.
Pueden señalarse tres etapas: Cristo muestra a los
suyos que la separación que ahora va a tener lugar no
es sino la condición de su glorificación, gracias a la cual

Pasión y Glorificación 267


recibirán al Paráclito;313 les revela después la obra del
Paráclito, primero respecto al mundo,311 y después res¬
pecto a los discípulos.215 El final del capítulo volverá a
la primera afirmación para precisarla más.

«Esto no os lo dije desde el principio porque es¬


taba con vosotros; 5, mas ahora voy al que me ha
enviado y nadie de vosotros me pregunta: ¿Adonde
vas?» 6. Antes, porque os hablé de estas cosas, vues¬
tro corazón se llenó de tristeza. 7. Pero os digo la
verdad: os conviene que yo me vaya, porque, si no
me fuere, el Paráclito no vendrá a vosotros; pero si
me fuere, os lo enviaré.»

Los discípulos permanecen insensibles a la doctrina


que acaba de darles Jesús; un solo pensamiento les ab¬
sorbe, el de la próxima separación. Ni siquiera se les
ocurre preguntarle adonde va —a Aquel que lo envió—,
mientras que si lo considerasen bien, todo cambiaría de
aspecto. Al morir en la cruz, Jesús no se habrá malogra¬
do para ellos. AI contrario, por ese medio alcanzará esa
glorificación de su ser humano semejante al de ellos,
con vistas a la cual lo asumió, y cuyo efecto será la
efusión sobre ellos del Paráclito. En la muerte de. Cris¬
to no es el aspecto de separación el que debe prevale¬
cer; es el de glorificación. Y aunque esa glorificación al
parecer separa a Cristo de los suyos, no es sino mera
apariencia; introduciendo en la Gloria divina la carne
que había asumido, podrá de ese modo, según la pro¬
fecía, difundir «sobre toda carne» ei Espíritu de Dios.3"1

213. 16, 4b.-7.


214. 16, 8-11.
215. 16, 12-15.
216. Jt 2, 28.

268 El cuarto evangelio


Este lazo entre la glorificación de Jesús y la efusión
del Paráclito no puede comprenderse si no es refirién¬
dolo a todo lo que expresa la semejanza de la vid y los
sarmientos sobre la Unidad de Jesús y los suyos.

8. «Y en viniendo éste [el Paráclito], argüirá al


mundo de pecado, de justicia y de juicio. 9. De peca¬
do, porque no creyeron en mí; 10, de justicia, porque
voy al Padre y no me veréis más; 11, de juicio, porque
el príncipe de este mundo está ya juzgado.»

Para interpretar esta frase hay que tener en cuenta


que paracletos designa ante todo el abogado. El Pa¬
ráclito, una vez venido, hará oír a este mundo una espe¬
cie de defensa de una elocuencia irrefutable. Mostrará
a la vez la Verdad de Cristo y la engañosa nada de
este mundo: por una parte el pecado del mundo que
no ha creído, por otra la justicia de Cristo manifestada
en esa separación que tanto aterra a los suyos, pero que
al venir el Paráclito aparecerá no ya como una desgra¬
cia, sino como su triunfo y el triunfo de los suyos. En¬
tonces, el príncipe de este mundo, Satanás, que ha man¬
tenido al mundo alejado de la fe sumisa, será condena¬
do explícitamente.

12. «Muchas cosas tengo aún que deciros, mas


no podéis llevarlas ahora; 13, pero cuando viniere
Aquel, el Espíritu de Verdad, os guiará hacia la Ver¬
dad completa, porque no hablará de sí mismo, sino
que hablará lo que oyere y os comunicará las cosas
venideras. 14. Él me glorificará, porque tomará de lo
mío y os lo dará a conocer. 15. Todo cuanto tiene el
Padre es mío; por eso os he dicho que tomará de lo
mío y os lo hará conocer,»

Pasión y Glorificación 2(59


Por el Paráclito, la Verdad que en Jesús se da al
hombre, no será ya exterior a los discípulos; no pueden
comprenderla de momento, pero entonces sí la com¬
prenderán, pues vendrá sobre ellos. Del mismo modo
que había afirmado Jesús317 que no hablaba por sí mis¬
mo, así afirma ahora que el Paráclito tampoco hablará
por sí mismo. Jesús hablaba de lo que se refiere al Pa¬
dre; el Paráclito hablará de lo que se refiere a Jesús, y
eso es tan sólo una misma cosa, ya que cuanto hay en
el Padre está también en el Hijo.
El Paráclito, descendiendo sobre-los discípulos, glo¬
rificará a Jesús, pues los discípulos, recibiéndole, reci¬
birán lo que para la vid entera se ha adquirido por la
glorificación de Jesús, que es Él y los suyos en Él.
La unidad perfecta y la distinción sin separación de
las tres divinas personas encuentran aquí su más deci¬
siva afirmación. Como no hay confusión posible entre el
Padre y el Hijo, así tampoco entre el Espíritu Santo y
el Hijo. Pero tampoco pueden ser separados. El Padre
ha enviado al Hijo para que triunfando sobre la muer¬
te en la carne por la obediencia, restablezca en ia carne
el Espíritu que es el lazo del amor.

* * *

16. «Todavía un poco, y ya no me veréis, y toda¬


vía otro poco, y me veréis.» 17. Dijéronse entonces
algunos de los discípulos: «¿Que es esto que nos dice:
Todavía un poco y no me veréis y todavía otro poco
y me veréis? Y: Porque voy al Padre.» 18. Decían,
pues: «¿Qué es esto que dice un poco? No sabemos lo
que dice.» 19. Conoció Jesús que querían preguntarle,
y les dijo: «De esto inquirís entre vosotros porque

217. 7, 16.

270 El cuarto evangelio


os he dicho: «Todavía un poco, y no me veréis, y
todavía otro poco, y me veréis.» 20. En verdad, en
verdad os digo que lloraréis y os lamentareis, y el
mundo se alegrará; vosotros os entristeceréis, pero
vuestra tristeza se volverá en gozo. 21. La mujer,
cuando pare, siente tristeza, porque llega su hora;
pero cuando ha dado a luz un hijo, ya no se acuerda
de la tribulación, por el gozo que tiene de haber
venido al mundo un hombre. 22. Vosotros, pues, ahora
tenéis tristeza; pero de nuevo os veré y se alegrará
vuestro corazón, y nadie será capaz de quitaros vues¬
tra alegría.»

Por no haber advertido la estrecha continuidad de


todo el último discurso de Jesús, los comentaristas se
han quedado con frecuencia en la misma incertidum¬
bre que los discípulos, a pesar de sus explicaciones.
Aunque hace mucho que se formula la pregunta si el
«ya no me veréis» se aplica a la muerte de Jesús y el
«me veréis» solamente a las apariciones de Cristo resu¬
citado; o bien, si, por el contrario, la primera frase no
alude a la separación material que iniciará la muerte y
la Ascensión hará definitiva, no siendo la segunda sino
una alusión al Espíritu, el cual se confundiría aquí con
Jesús, quien precisamente antes lo ha distinguido tan
claramente de Él, nada puede concluirse de este pa¬
saje.
La cuestión no puede en absoluto plantearse así,
pues, no siendo las apariciones de Cristo resucitado
sino su glorificación manifestada, y la efusión del Pa¬
ráclito el fruto de esa glorificación, no es posible sepa¬
rar estos dos hechos y mucho menos oponerlos.
La palabra griega «opsésthe», me veréis, designa la
visión física; en su contexto señala claramente una alu¬
sión a las apariciones. Pero Jesús las considera aquí en

Pasión y Glorificación 271


su relación con la efusión del Espíritu, y el gozo de los
discípulos (como lo indica la imagen del parto) no con¬
sistirá tan sólo en reunirse después de la separación,
sino que será el gozo imperecedero derramado en los
corazones por el Paráclito. Todo eso será claramente
comprobado por el hecho de que Juan nos mostrará a
Jesús dando al Espíritu en el transcurso de una de sus
apariciones.

23. «En aquel día no me preguntaréis nada; en


verdad, en verdad os digo: Cuanto pidiereis al Padre
os lo dará en mi nombre. 24. Hasta ahora no habéis
pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para
que sea cumplido vuestro gozo.
25. Esto os he dicho por medio de semejanzas;
llega la hora en que ya no os hablaré más en seme¬
janzas. Antes os hablaré claramente del Padre. 26.
Aquel día pediréis en mi nombre, y no os digo que
yo rogaré al Padre por vosotros, 27, pues el mismo
Padre os ama, porque vosotros me habéis amado y
creído que yo salí de Dios. 28. Salí del Padre y vine
al mundo; de nuevo dejo el mundo y me voy al Pa¬
dre.» 29. Dijéronlc los discípulos: «Ahora hablas cla¬
ramente y no dices semejanza alguna. 30. Ahora sa¬
bemos que conoces todas las cosas y que no necesitas
que nadie te pregunte; en esto creemos que has sa¬
lido de Dios.» 31. Respondióles Jesús: «¿Ahora creéis?
32. He aquí que llega la hora, y ya es llegada, en que
os dispersaréis cada uno por su lado, y a mí me
dejaréis solo; pero no estoy solo, porque el Padre
está conmigo. 33. Esto os lo he dicho para que ten¬
gáis paz en mí; en el mundo habéis de tener tribula¬
ción; pero confiad: yo he vencido al mundo.»

Está tan condensado el pensamiento que su expre¬


sión resulta un tanto dura. Pero las líneas esenciales se

272 El cuarto evangelio


desprenden fácilmente, y en torno a ellas se va acla¬
rando todo.
Una vez que haya resucitado Jesús y que haya ve¬
nido el Paráclito, los discípulos no formularán más pre¬
guntas, pues sus dudas e incertidumbres quedarán disi¬
padas. Su fe será entonces tan perfecta y estarán tan
profundamente unidos a Cristo que en su nombre, o sea
en virtud de lo que es Él y del lazo que los unirá a Él,
obtendrán del Padre la concesión de todas sus deman¬
das. Paralelamente conocerán al Padre perfectamente.
Pues tanta será su fe en Jesús (que no tendrán ya nece¬
sidad de preguntar con ansiedad) cuanta es la certeza
del Hijo ante el Padre. En Él se asociarán al Padre,
como el Padre a ellos.
Los discípulos, que ya comenzaban a desesperar, pa¬
san sin transición a un entusiasmo no menos engañoso.
Piensan ya que se ha realizado la glorificación antes de
que llegue la separación. Mas les dice Jesús que la
fe que tienen en su divinidad no ha sido todavía puesta
a prueba, y les da a conocer cómo esa prueba estará
sobre sus fuerzas mientras no haya producido su fruto,
que es el don del Paráclito. No le recibirán sino una vez
conquistado por la victoria de Jesús sobre el mundo,
cuando lo abandone como vencedor.

III. La oración sacerdotal

Jesús inicia su oficio sacerdotal de intercesor, según


lo había prometido,318 desde el momento en que, ha¬
biendo llegado la hora, consuma su amor por los suyos.
Ésta es la causa de que se diera el nombre de Oración

218. 14, 16.

Pasión y Glorificación 213


18
sacerdotal219 a la solemne oración que precede inmedia¬
tamente a la Pasión y concluye la última plática.
Jesús pide su glorificación220 luego pide para los
suyos los dones que han de ser el efecto de la misma,
sobre todo por los apóstoles,221 después por toda la Igle¬
sia que se ha de formar y crecer en torno a ellos, a ñn
de que se realice en ella el misterio de unidad en el
amor al que confluye todo el evangelio.222

17. — 1. Esto dijo Jesús, y levantando sus ojos


al cielo, añadió: «Padre, llegó la hora; glorifica a tu
Hijo para que el Hijo te glorifique, 2, según el poder
que le diste sobre toda carne,223 para que a todos los
que tú le diste les dé Él la Vida eterna. 3. Ésta es la
Vida eterna: que te cono/can a ti, único Dios verda¬
dero, y a tu enviado (Jesucristo).224
4. Yo te he glorificado sobre la tierra llevando a
cabo la obra que me encomendaste realizar. 5. Ahora
tú, Padre, glorifícame cerca de ti mismo con la Glo¬
ria que tuve cerca de ti antes que el mundo existiese.»

Esta oración comienza uniendo del modo más di¬


recto la Pasión y la glorificación de Cristo.
Jesús ha recibido poder absoluto sobre «toda carne»
para comunicar a los hombres la Vida eterna, que es
esencialmente conocimiento de Dios y del que Él ha
enviado. Hemos visto en las últimas páginas como la
idea de la Verdad ocupaba un lugar céntrico; ahora ve-

219. Debido a David Chytraeus, en el siglo xvi.


220. 17, 1-5.
221. 17, 6-19.
222. 17, 20-26.
223. Expresión calcada del hebreo en lugar de “todos los hom¬
bres".
224. “Jesucristo” debe ser un paréntesis del evangelista.

274 El cuarto evangelio


mos el porqué: procurando a los hombres el conoci¬
miento efectivo de lo que Dios es, Jesús les da la Vida.
En fin, esa comunicación de la Vida es precisamente
aquello por lo que Dios es glorificado sobre la tierra.
Así, pues, hallamos aquí el conjunto de nociones enu¬
meradas en el prólogo; la conclusión resume, lo mismo
que la del prólogo, la obra de salvación: el Hijo, que
estaba en la Gloria del Padre desde toda la eternidad,
ha asumido sobre sí la debilidad de la carne, para que
siendo glorificado en esa carne que ha asumido de ellos,
asocie por ella a su Gloria a los hombres.

•k k k

6. «He manifestado tu nombre a los hombres que


de este mundo me has dado. Tuyos eran, y tú me los
diste, y han guardado tu palabra. 7. Ahora saben que
todo cuanto me diste viene de ti, 8, porque yo Ies he
comunicado las palabras que tú me diste, y ellos aho¬
ra las recibieron y conocieron verdaderamente que
yo salí de ti, y creyeron que tú me has enviado.»

He aquí descrito de un solo rasgo el doble proceso


de la predestinación, devolviendo a Cristo los que son
del Padre, y el de la fe, conduciendo al Padre a los que
creen en Cristo. Hallamos reunida aquí toda la ense¬
ñanza de este tema dada por Cristo en el capítulo 6.225

9. «Yo te pido por ellos; no te pido por el mun¬


do, sino por los que tú me diste, porque son tuyos,
10, y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo es mío, y yo he
sido glorificado en ellos.»

225. Cf. pág. 160.

Pasión y Glorificación 275


Según la línea que hemos indicado, la oración se ex¬
tiende sobre los discípulos. El sentido de la frase acer¬
ca del mundo, por el que no ora Jesús, no presenta di¬
ficultad siguiendo esta línea de pensamiento.'226 La afir¬
mación de la unidad del Padre y del Hijo en lo que po¬
seen, y de la glorificación de Cristo en los suyos, con¬
ducen necesariamente a las palabras que siguen. Ellas
declaran la transmisión a los fieles, cuando haya venido
el Espíritu sobre ellos por esa glorificación, de la misión
ejercida por Jesús para con ellos en nombre del Padre,
y que ellos ejercerán para con los demás hombres en
su propio nombre.

11. «Yo ya no estoy en el mundo; pero ellos están


en el mundo, mientras que yo voy a ti. Padre santo,
guarda en tu nombre a éstos que me has dado, para
que sean uno como nosotros. 12. Mientras yo estaba
con ellos, yo conservaba en tu nombre a estos que
me has dado, y los guardé, y ninguno de ellos pere¬
ció, si no es el hijo de la perdición, para que la Es¬
critura se cumpliese. 13. Pero ahora yo vengo a ti, y
hablo estas cosas en el mundo para que tengan mi
gozo cumplido en sí mismos. 14. Yo les he dado tu
palabra, y el mundo los aborreció porque no eran del
mundo, como yo no soy del mundo. 15. No pido que
los tomes del mundo, sino que los guardes del malig¬
no. 16. Ellos no son del mundo, como yo no soy del
mundo. 17. Santifícalos en la Verdad, pues tu palabra
es la Verdad. 18. Como tú me enviaste al mundo, así
yo los envío a ellos al mundo, 19, y yo por ellos me
santifico, para que ellos sean sanlificados en la Ver¬
dad.»

No debe engañarnos, y aquí menos que en otro iu-

226. Cf. págs. 262 y ss.

276 El cuarto evangelio


gar, el estilo del cuarto evangelio, caracterizado por sus
frases cortas yuxtapuestas. Estas frases encierran una
lógica interna rigurosa en extremo, y no podríamos ex¬
plicar ninguna de ellas aislándola de las otras y del con¬
junto del pensamiento.
La oración de Jesús para que los suyos sean «santi¬
ficados» contiene ante todo un aspecto negativo. La pri¬
mera petición se dirige a la necesidad de mantener la
distinción entre ellos y el mundo; no insiste sobre esta
idea hasta haber dado al Padre el calificativo de «santo»,
en el sentido primitivo de separado. De esa separación
con el mundo (que no es sino efecto de una división) se
desprenderá la realidad positiva de la unión de los dis¬
cípulos, que Jesús no se arredra en declararla análoga
a la que 1c une a Él con el Padre. En efecto, porque el
Padre le ha dado su Nombre, es decir, toda la realidad
de su ser, el Hijo ha conservado a los suyos en esa
unidad de la Vida de donde procede la plenitud de su
gozo.
Se comprende, por lo tanto, cuánto importa no se¬
parar esta frase: «No te pido que los tornes del mundo»
de esta otra: «No son del mundo.» En el mundo, sin ser
del mundo, tal era Jesús y tales deben ser ellos. La pa¬
labra que les ha anunciado Jesús hace que ellos no sean
del mundo, puesto que la han recibido siendo ella la
Verdad, y es también por eso por lo que el Maligno, el
príncipe de este mundo, los aborrece. Percibimos aquí
un eco del prólogo que da el nombre de Logas, Palabra
o Verbo, al mismo Hijo. La siguiente frase: «Santifíca¬
los en la Verdad, pues tu palabra es la Verdad», no
puede sin duda entenderse en todo su sentido sin tener
en cuenta lo más posible este significado de la «pala¬
bra». Así, por el hecho de haber recibido la palabra di¬
vina, se comprende que la misión de los discípulos pue-

Pasión y Glorificación 277


da no ser otra cosa sino la extensión de la de Cristo;
nos hallamos siempre dentro de los horizontes abiertos
por la semejanza de la vid y los sarmientos.
La declaración de Jesús de que Él se «santifica» por
los discípulos, no tendría sentido si se toma «santificar»
en su segunda acepción de purificar. Hay que atribuirle
su sentido primitivo, que es separar con miras a un sa¬
crificio para Dios. Jesús se ofrece a Dios para que los
suyos puedan ofrecerse en la Verdad que es Él mismo.

* * *

20. «Pero no te [lo] pido sólo por éstos, sino por


cuantos crean en mí por su palabra, 21, para que
todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en
ti, para que también ellos sean en nosotros y el mun¬
do crea que tú me has enviado. 22. Yo les he dado la
Gloria que tú me diste, a fin de que sean uno, como
nosotros somos uno, 23, yo en ellos y tú en mí, para
que sean consumados en la unidad y conozca el mun¬
do que tú me enviaste y amaste a éstos como me
amaste a mí. 24. Padre, lo que tú me has dado, quiero
que donde esté yo estén ellos también conmigo, para
que vean mi Gloria que tú me has dado, porque me
amaste antes de la creación del mundo. 25. Padre jus¬
to, si el mundo no te ha conocido, yo te conocí, y
estos conocieron que tú me has enviado, 26, y yo les
di a conocer tu nombre, y se lo haré conocer, para
que el amor con que tú me has amado esté en ellos
y yo en ellos.»

La oración de Jesús pasa de sus primeros discípulos


a los que han de creer por ellos y llega, por decirlo así,
a abrazarlos a todos a la vez en esa unidad que es la
última palabra de su enseñanza.
La unidad de los discípulos se operará mediante su

278 Ei cuarto evangelio


sublimación al seno de la unidad del Padre y del Hijo.
Esta sublimación de amor se realizará porque el Padre
está en el Hijo y el Hijo estará en los suyos, asociándo¬
los a la Gloria divina que ha recibido del Padre.
La unidad de los discípulos con Jesús y entre sí,
comparada de ese modo a la unidad del Padre y el
Hijo, fue tomada como argumento por los arríanos 227
para atenuar la significación de ésta. Pero, tal como les
argüyeron los teólogos eclesiásticos, es al revés corno
procede Jesús, de la noción sumamente fuerte de la
unidad del Padre y del Hijo, para dejar entrever hasta
dónde llega la perfección de la unidad de los suyos con
Él y entre sí mismos: ¡qué real es su admisión en la
familia divina!
Jesús hace de este misterio de unidad el objeto úl¬
timo de su obra; por su realización el mundo se sen¬
tirá movido a creer en la misión divina de Jesús, el
amor de Dios manifestado al demostrar al mundo el
amor eterno del Padre hacia su Hijo.
Aquí, al igual que en el versículo segundo, designa
Jesús al conjunto de sus discípulos por un neutro co¬
lectivo: «lo que tú me has dado», tomando después el
plural masculino; no sabríamos señalar mejor hasta
qué punto es íntima esa unidad de los discípulos que
por el hecho de hallarse en Cristo en común228 —al
mismo tiempo que, lejos de atenuar su distinción per¬
sonal, es ella quien la mantiene, pues las personas de
los discípulos viven de su amor recíproco.
Las últimas palabras tienen como fin oponer la igno¬
rancia, el desconocimiento de Cristo por parte del mun-

227. Heréticos del siglo iv que negaban la divinidad de


Cristo,
228. En ''Iglesia” en el sentido más estricto.

Pasión y Glorificación 279


do, al reconocimiento de Cristo por parte de los suyos
en la fe que les dará acceso a esa visión de la Gloria,
que según san Juan es su bienaventuranza. La justicia
del Padre se manifiesta en esta suerte final establecida
según la obra realizada por Cristo y la actitud conse^
cuente tomada por los hombres.

280 El cuarto evangelio


Capítulo Cuarto

LA PASION

I. El prendimiento

18. — 1. En diciendo esto, salió Jesús con sus


discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde ha¬
bía un huerto, en el cual entró con sus discípulos.
2. Judas, el que le traicionaba, conocía el sitio, porque
muchas veces concurría allí Jesús con sus discípulos.
3. Judas, pues, tomando la cohorte y los alguaciles de
los pontífices y fariseos, vino allí con linternas, y ha¬
chas, y armas. 4. Conociendo Jesús todo lo que iba a
sucederle, salió y les dijo: «¿A quién buscáis?» 5. Res¬
pondiéronle: «A Jesús Nazareno.» Él les dijo: «Yo
soy.» Judas, el traidor, estaba con ellos. 6. Así que les
dijo: «Yo soy», retrocedieron y cayeron en tierra.
7. Otra vez les preguntó: «¿A quién buscáis?» Ellos
dijeron: «A Jesús Nazareno.» 8. Respondió Jesús:
«Ya os dije que yo soy; si, pues, me buscáis a mí,
dejad ir a éstos, 9. (Para que se cumpliese la palabra
que había dicho: «De los que me diste no se perdió
ninguno»), 10. Simón Pedro, que tenía una espada, la
sacó e hirió a un siervo del pontífice, cortándole la
oreja derecha. (Este siervo se llamaba Maleo). 11. Pero
Jesús dijo a Pedro: «Mete la espada en la vaina; el
cáliz que me dio mi Padre ¿no he de beberlo?» 12. La
cohorte, pues, y el tribuno y los alguaciles de los ju¬
díos se apoderaron de Jesús y lo ataron.

Jesús se rinde frente al suplicio, va al huerto, se¬


guro de que Judas irá allí en su busca, y se presenta
cuando llega éste. Es el cumplimiento de lo que había

Pasión y Glorificación 281


dicho: tiene poder para disponer de su vida,229 y su
muerte es un sacrificio aceptado libremente.
El hecho de que Judas llegue con la cohorte roma¬
na, guiada por su tribuno, prueba por lo tanto que los
judíos han acusado a Jesús ante Pilato. Las circunstan¬
cias poco regulares de comparecer Jesús ante el sane¬
drín se explican por esta indicación: los judíos no ha¬
cen sino proceder a una información para fortalecer su
acusación; propiamente hablando, sólo Pilato juzgará.
La confusión de los judíos y de los soldados ante la
inesperada aparición del que venían a buscar como a
un malhechor y que se presenta ante ellos con la mayor
serenidad, es bien comprensible. Vienen pensando en¬
contrarse con un agitador, y esa paz les impresiona aún
más que el tumulto que se esperaban (y que Jesús apa¬
cigua con una palabra cuando Pedro intenta provo¬
carlo).
El evangelista subraya, por la evocación de la frase
de Jesús: «De los que me diste no se perdió ninguno»,
cómo Jesús carga sobre sí la miseria de los suyos.

II. Ante Anas y Caifas

13. Y le condujeron primero a Anas, porque era


suegro de Caifás, pontífice aquel año. 14. (Era Caifas
el que había aconsejado a los judíos que convenía
que un hombre muriese por el pueblo). 15. Seguían a
Jesús Simón Pedro y otro discípulo. Este discípulo
era conocido del pontífice, y entró al tiempo que Jesús
en el atrio del pontífice, 16, mientras que Pedro se
quedó fuera, a la puerta. Salió, pues (el otro discípulo
conocido del pontífice) y habló a la portera e intro-

229. 10, 18.

283 El cuarto evangelio


dujo a Pedro. 17. La portera dijo a Pedro: «¿Eres tú
acaso de los discípulos de ese hombre?» Él dijo: «No
soy.» 18. Los siervos del pontífice y los alguaciles ha¬
bían preparado un brasero, porque hacía frío, y se
calentaban, y Pedro estaba también con ellos calen¬
tándose. 19. El pontífice preguntó a Jesús sobre sus
discípulos y sobre su doctrina. 20. Respondió Jesús:
«Yo públicamente he hablado al mundo; siempre en¬
señé en las sinagogas y en el templo, adonde concu¬
rren todos los judíos; nada hablé en secreto. 21. ¿Qué
me preguntas? Pregunta a los que me han oído qué
es lo que yo he hablado; ellos deben saber lo que
les he dicho.» 22. Habiendo dicho esto Jesús, uno de
los alguaciles, que estaba a su lado, le dio una bofeta¬
da, diciendo: «¿Así respondes al pontífice?» 23. Jesús
le contestó: «Si hablé mal, muéstrame en qué, y si
bien, ¿por qué me pegas?» 24. Anás le envió atado a
Caifas, el pontífice.
25. Entre tanto, Simón Pedro estaba de pie, ca¬
lentándose, y le dijeron: «¿No eres tú también de sus
discípulos?» Negó él y dijo: «No soy». 26. Díjole uno
de los siervos del pontífice, pariente de aquel a quien
Pedro había cortado la oreja: «¿No te he visto yo en
el huerto con Él?» 27. Pedro negó de nuevo, y al ins¬
tante cantó el gallo.

Pedro y ese discípulo anónimo, que es sin duda el


mismo que el amado (es decir, muy verosímilmente el
autor del evangelio), siguen a Jesús. El anónimo, que
conoce al pontífice, entra sin vacilar, pero se da cuenta
que a Pedro le da miedo aventurarse. Regresa a la puer¬
ta y, después de cambiar con la portera algunas pala¬
bras, le hace pasar. Pero la portera se había fijado ya
en aquel personaje a quien veía inseguro de sí mismo,
y ahora, clavando en él la mirada, declara su sospecha.
Pedro niega sin recapacitar, aturdido como un pelele

Pasión y Glorificación 283


sin apoyo, que ve amenazas en cualquier pregunta. No
obstante se queda allí; sus temores personales no pue¬
den sobreponerse a la inquietud desinteresada que le
oprime.
Ante Anás, antiguo pontífice y suegro del pontífice
actual, Jesús elude las preguntas: sabe que toda res¬
puesta es inútil; no son precisamente datos lo que falta
a sus acusadores, y, por el simulacro de informarse,
sólo buscan un pretexto. La brutalidad del alguacil fue
lo único que pudo desembarazar al viejo pontífice, que
se apresura a liberarse de ese asunto, enviándole a su
yerno.
Pedro, entre tanto, continúa provocando la atención.
Niega por segunda vez, más decididamente todavía, so¬
brecogido como está por la primera negación. Ante una
pregunta más concreta y mejor formulada, siente miedo
de veras, y reniega de su Maestro con todo el énfasis
que puede dar a sus palabras. Entonces cantó el gallo v
él reconoce su caída.

III. Ante Pilato

28. Llevaron a Jesús de casa de Caifás al pretorio.


Era muy de mañana. Ellos ■ no entraron en el pretorio
por no contaminarse (para poder comer la Pascua).
29. Salió, pues, Pilato fuera, y dijo: «¿Qué acusación
traéis contra este hombre?» 30. Ellos respondieron,
diciéndole: «Si no fuera malhechor no te lo traería¬
mos.» 31. Díjoles Pilato: «Tomadle vosotros y juzgadle
según vuestra Ley.» Le dijeron entonces los judíos:
«Es que a nosotros no nos es permitido dar muerte
a nadie.» 32. (Para que se cumpliese la palabra que
Jesús había dicho —significando de qué muerte530
había de morir).
230. Cf. 3, 14, 8, 28, 12, 32.— La cruz era un suplicio romano.

284 El cuarto evangelio


33. Entró pilato de nuevo en el pretorio, y, lla¬
mando a Jesús, le dijo: «¿Eres tú el rey de los ju¬
díos?» 34. Respondió Jesús: «¿Por tu cuenta dices eso
o te lo han dií-ho otros de mí?» 5. Pilato contestó:
«¿Soy yo judío por ventura? Tu nación y los pontífices
te han entregado a mí; ¿qué has hecho?» 36. Respon¬
dió Jesús: «Mi reino no es de este mundo; si de este
mundo fuese mi reino, mis ministros habrían luchado
pata qyi'c. tiv> OT.úra'g'i'J'i 2. Vis, yj¿Lvas¿, yvaro, vai.
reino no es de aQuí.» 37. Le dijo entonces Pilato: «Lue¬
go, ¿tú eres rey?» Respondió Jesús: «Tú dices que yo
soy rey. Yo pata esto he venido al mundo, para dar
testimonio de la Verdad; todo el que es de la Ver¬
dad oye mi voZ-» 38. Pilato le dijo: «¿Y quién es la
verdad?»

Se va a celebrar el verdadero proceso.


Según lo indicaba el hecho de ir la cohorte a prender
a Jesús, Pilato se hallaba ya al corriente, y su sentencia
estaba convenida de antemano. Entre tanto, los judíos
que contaban que pastarían algunas formalidades, ven
frustradas sus esperanzas de parte del procurador anto¬
jadizo e irascible.
Su esmero por la pureza ritual, que les prohíbe con¬
taminarse entrando en casa de un pagano, pone frené¬
tico a Pilato y se lo va a hacer pagar. Desde las prime¬
ras palabras finge ignorar todos sus convenios. Los ju¬
díos, furiosos pero embarazados, le responden agria¬
mente. Sin querer proseguir mortificándoles, se vuelve
a Jesús, y su irónica pregunta: «¿Eres tú el rey de los
judíos?» indica que se halla al corriente de las acusa¬
ciones judías, que tratan de hacer pasar a Jesús como
un sedicioso, pero que no las ha tomado apenas con
seriedad. La pregunta de Jesús, que de hecho podría ha¬
berle irritado, le deja sorprendido, pues vagamente

Pasión y Glorificación 285


siente en aquel que de primeras había tomado como
un bendito, una grandeza que le deja maravillado. Alza
los hombros, y en su respuesta se descubre la incerti¬
dumbre y el desdeñoso enojo que le produce este nego¬
cio que han puesto en sus manos. La frase de Jesús
acerca de su realeza que no es de este mundo, confirma
la vanidad de la acusación de los judíos, quienes, a sa¬
biendas, dan otro giro al debate entre ellos y Jesús para
hacerle condenar. El sentido divino de la Verdad joa-
nea brilla en esta frase, que la coloca en relación con
la realeza sobrenatural de Jesús y proclama que su
nacimiento y su «venida» se han hallado poseídas de la
manifestación de esta Verdad.
Pilato no sube a tales alturas, y resulta un contra¬
sentido harto risible esperar, como lo hacen numero¬
sos comentaristas, que este militarote diserte sobre la
metafísica de la verdad. No dice él: «¿Qué es la ver¬
dad?», sino sencillamente: «¿Quién es la verdad?», es
decir: «¿Cómo voy a desenvolverme entre estas histo¬
rias judías de las que nada entiendo?»

Y diciendo esto, de nuevo salió a los judíos y les


dijo: «Yo no hallo en éste ningún crimen. 39. Hay
entre vosotros costumbre de que os suelte a une en
la Pascua. ¿Queréis, pues, que os suelte al rey de
los judíos?» 40. Entonces de nuevo gritaron, dicien¬
do: «¡No a éste, sino a Barrabás!» Era Barrabás un
bandolero.

Pilato, si bien no ha comprendido gran cosa sobre


Jesús, ha visto claramente que nada tiene del hombre
perturbador que le habían pintado. No quiere tomar en
serio la cólera de los judíos, y, con esa falta de perspi¬
cacia que le es propia, cree poder usar de la benévola
costumbre que habían ellos alcanzado, para tratar de

286 El cuarto evangelio


hacerles admitir la liberación del que tan ardientemen¬
te deseaban ver crucificado. Pero los gritos no se hacen
esperar: se pide esa gracia para Barrabás a fin de que
Jesús no quede a salvo. Juan tan sólo añade estas pala¬
bras: «¡Era Barrabás un bandolero!»

19. — 1. Tomó entonces Pilato a Jesús y mandó


azotarle. 2. Y los soldados, tejiendo una corona de
espinas, se la pusieron en la cabeza, le vistieron un
manto de púrpura 3, y acercándose a Él, le decían:
«¡Salve, rey de los judíos!» y le daban de bofetadas.
4. Otra vez salió fuera Pilato y les dijo: «Aquí os lo
traigo para que veáis que no hallo en Él ningún cri¬
men.» 5. Salió, pues, Jesús fuera con la corona de
espinas y el manto de púrpura, y Pilato les dijo:
«Ahí tenéis al hombre.» 6. Cuando le vieron los prín¬
cipes de los sacerdotes y los alguaciles, gritaron di¬
ciendo: «¡Crucifícale, crucifícale!» Díjoles Pilato: «To¬
madle vosotros y crucificadle, pues yo no hallo cri¬
men en Él.» 7. Respondieron los judíos; «Nosotros
tenemos una Ley, y según la Ley debe morir, porque
se ha hecho Hijo de Dios.»

Viendo Pilato que no podía librar a Jesús sin provo¬


car un tumulto, dio paso a una de esas debilidades que
no satisfacen ni a la justicia ni a las pasiones: some¬
tió a Jesús al doloroso y, más todavía, espectacular tor¬
mento de los azotes, esperando calmar de esa manera
el odio de los judíos, librando así a aquel inocente de un
mal paso, al fin y al cabo sin tanto daño. Entró en juego
la soldadesca, y no se cansaba de mofarse tanto del
pueblo judío como de Jesús, midiéndole honores en
medio de burlas. Pilato, siempre tan falto de táctica,
creyó apaciguar a los judíos mostrándoles a Jesús en
tan lastimoso estado. Sus palabras: «Ahí tenéis al hom-

Pasión. y Glorificación 287


bre», constituyen una de esas frases cuyo contenido es¬
capa a quienes las pronuncian y que a Juan gusta refe¬
rir. Pero el manto y la corona, aunque irrisorios, llevan
al colmo la ira de los sanedritas al ver que la pedrada
que han lanzado se ha vuelto contra ellos mismos, sin
que les satisfagan los tormentos infligidos. Y entonces
estalla su rabia mortal. A su vez Pilato se enciende en
cólera y les ridiculiza su debilidad. Ellos, jugándose el
todo por el todo, no aguantan ya más ni pueden disimu¬
lar por más tiempo el motivo de su odio. Pero, ante las
palabras «Hijo de Dios», el romano, irreligioso y cré¬
dulo, tendrá una reacción inesperada.

8. Cuando Pilato oyó estas palabras, temió más,


9, y entrando otra vez en el pretorio, dijo a Jesús:
«¿De dónde eres tú?» Jesús no le dio respuesta nin¬
guna. 10. Di jóle entonces Pilato: «¿A mí no me respon¬
des? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y po¬
der para crucificarte?» 11. Respondióle Jesús: «No ten¬
drías ningún poder sobre mí si no te hubiera sido
dado de lo alto; por esto, los que me han entregado a
ti tienen mayor pecado.» 12. Desde entonces Pilato
buscaba librarle; pero los judíos gritaban, diciéndole:
«Si sueltas a ése, no eres amigo del César; todo el
que se hace rey, va contra el César.» 13. Cuando oyó
Pilato estas palabras sacó a Jesús fuera y se sentó
en el tribunal, en el sitio llamado Enlosado (en ara-
meo Gabbatha). 14. Era la preparación de la Pascua,
alrededor de la hora sexta. Dijo a los judíos: «¡Ahí te¬
néis a vuestro rey!» 15. Pero ellos gritaron: «¡Quita,
quita! ¡Crucifícale, crucifícale!» Díjoles Pilato: «¿A
vuestro rey voy a crucificar?» Contestaron los prínci¬
pes de los sacerdotes: «Nosotros no tenemos más rey
que el César.» 16. Entonces se lo entregó para que lo
crucificasen.

288 El cuarto evangelio


La frase «Hijo de Dios» que Pilato toma en ei sen¬
tido vago en que la entendían los paganos, penetra como
una flecha en su espíritu. Esa grandeza que vagamente
ha presentido en Jesús, ¿procederá de una de esas ma¬
nifestaciones sobrenaturales a las que los romanos de
la decadencia, por muy escépticos que fueran, se halla¬
ban tan inclinados a prestar fe, con una mezcla de terror
supersticioso y de insatisfecha curiosidad?
En el diálogo que se ha iniciado cada palabra será
susceptible de doble sentido, ya terrestre ya espiritual,
y Pilato, atento por un instante a una serie de nuevas
preocupaciones, rozará ligeramente el misterio. Su pre¬
gunta: «¿De dónde eres tú?» tiene el sello de esa inde¬
cisión. Pero Jesús, que penetra el valor de sus escrúpu¬
los, no le responde. Entonces se encabrita el orgullo del
magistrado, mas las palabras de Jesús de nuevo le ins¬
piran temor, y se reafirma en la intención de librarle.
Estas palabras: «No tendrías ningún poder sobre mí si
no te hubiera sido dado de lo alto; por esto los que me
han entregado a ti tienen mayor pecado», suélense in¬
terpretar arbitrariamente. De hecho su sentido no se
ve claro. Podrían tomarse demasiado de tejas abajo:
Pilato no es sino un engranaje dentro del mecanismo
del conjunto de la autoridad romana, y una serie de
circunstancias al azar le han metido en esta situación
infinitamente delicada, mientras que los judíos obran
por su propia cuenta y bajo su propia responsabi¬
lidad.
Visto con más profundidad, Pilato es el instrumento
de las fuerzas celestes que se enfrentan en la Pasión de
Jesús (del diablo, en cuanto que da paso a sus designios
mortíferos contra la Vida, pero también de Dios, que
devolverá esos mismos designios contra su propio au¬
tor); mientras que «el que entrega» a Jesús es Satanás,

Pasión y Glorificación 289


19
obrando en quienes deliberadamente se han puesto a
su servicio.
Pilato advierte sin duda algo de es Le segundo sen¬
tido; persuadido de la inocencia de Jesús, intranquilo
por lo «divino» que confusamente atisba en Él, querría
salvarle de la muerte; de otro modo teme entrar por
no sabe qué camino tenebroso. Pero una vez sentado en
su tribunal, en medio de aquella turba hostil, le aturde
la fuerza de la sublevación desencadenada por los sa-
nedritas, y aquel grito tan astutamente calculado que
no cesa de sonar a sus oídos, hallazgo de los judíos que
saben que le cogen por ahí: «No eres amigo del César»,
vence sus escrúpulos.
El temor del solitario de Capri puede fatalmente
más en un hombre como éste de terrores tan metafísi-
cos. Pero querría vengarse de quienes le acosan hasta
semejante capitulación prolongando hasta el final su
despreciable ironía: «¡Ahí tenéis a vuestro rey!... ¿A
vuestro rey voy a crucificar?» Entonces, esos judíos lle¬
nos de odio al César, no dudan en dar al procurador
una lección de lealtad que es la negación de todas sus
esperanzas, para conseguir así sus fines y evitar tanta
burla: «No tenemos más rey que el César.»

IV. La crucifixión

Tomaron, pues, a Jesús, 17 que, llevando su cruz,


salió al sitio llamado de la calavera, que en arameo
se dice Góígota, 18, donde le crucificaron, y con Él a
otros dos, uno a cada lado y Jesús en medio. 19. Es¬
cribió Pilato el título y lo puso sobre la cruz: «JESÜS
NAZARENO, REY DE LOS JUDIOS.» 20. Muchos de
los judíos leyeron ese título, porque estaba cerca de
la ciudad el sitio donde fue crucificado Jesús, y es-

290 El cuarto evangelio


taba escrito en arameo, en latín y en griego. 21. Dije¬
ron, pues, a Pilato los príncipes de los sacerdotes:
«No escribas: Rey de los judíos, sino que TU ha di¬
cho: Soy rey de los judíos.» 22. Respondió Pilato:
«Lo escrito, escrito está.»
23. Los soldados, una vez que hubieron crucifica¬
do a Jesús, tomaron sus vestidos, haciendo cuatro
partes, una para cada soldado, y la túnica. La túnica
era sin costura, tejida toda desde arriba. 24. Dijéronse,
pues, unos a otros: «No la rasguemos, sino echemos
suertes sobre ella para ver a quién le toca», a fin de
que se cumpliese la Escritura:
«Dividiéronse mis vestidos
Y sobre mi túnica echaron suertes.» 231

Es lo que hicieron los soldados. 25. Estaban junto


a la cruz de Jesús, María, su Madre y la hermana de
su Madre, María la de Cleofás y María Magdalena.
26. Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien
amaba, dijo a su Madre: «Mujer, he ahí a tu hijo.»
27. Luego dijo al discípulo: «He ahí a tu Madre», y
desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa.
28. Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba
ya consumado, para que se cumpliera la Escritura
dijo: «Tengo sed.»231 29. Había allí un botijo lleno de
vinagre. Fijaron en una varilla de hisopo una esponja
empapada en vinagre y se la acercaron a la boca.
30. Cuando hubo gustado el vinagre, dijo Jesús: «Todo
está acabado», e inclinando la cabeza, entregó el es¬
píritu.

Este relato de la crucifixión es lo más sobrio que


pueda darse. Reina en él una excelsa serenidad que no

231. Sal 32, 19.


232. Ibíd 16.

Pasión y Glorificación 291


suprime ni atenúa la tragedia, pero que aleja lo dra¬
mático.
Una vez erguida la cruz, los judíos leen encoleriza¬
dos el escrito de Pílalo, que todavía les pone en ridículo
asumiendo una amenaza profética. En vano procuran
que se retire el escrito. Pilato, que ha cedido en lo esen¬
cial, se desquita en los detalles y no pierde oportunidad
para aminorar el triunfo que han conseguido.
El episodio de la túnica sin costura fue muy pronto
considerado como símbolo de la unidad de la Iglesia.
No quiere eso decir que san Juan no nos lo haya refe¬
rido como un hecho histórico, pero ya sabemos que.
conservándonos tantos recuerdos personales, jamás ano¬
ta cosa inútil, y probablemente en este detalle ha que¬
rido incluir una enseñanza de ese tipo, colocada después
de cuanto nos ha dicho sobre la unidad de los creyen¬
tes.
El otro episodio propio de Juan, el de la Madre de
Jesús y el discípulo amado confiados el uno al otro, ha
sido desde los primeros tiempos entendido en sentido
simbólico, difícil de creer ausente en el evangelista.
Después de las solemnes palabras de asociación de los
suyos a su misión, pronunciadas en la última plática
por Jesús —y que repetirá de nuevo cuando haya te¬
nido lugar la resurrección—, es imposible no descubrir
en el «he ahí a tu Madre... he ahí a tu hijo» el resumen
de todo el proceso que ahora podemos discernir: el
cristiano que es confiado por Cristo a la Iglesia y la
Iglesia ofrecida al cristiano, de suerte que todos en cada
uno y cada uno en todos reconozcan al mismo Señor. La
maternidad de María, extendiéndose desde Jesús a to¬
dos los suyos en Él, aparece así como el principio de
la maternidad de la Iglesia.
Las frases: «Tengo sed» y «Todo está acabado», tan

292 El cuarto evangelio


cercanas una de otra, expresan por última vez la unión
de la pasión y la glorificación de Jesús: espera el cum¬
plimiento de su misión en el instante mismo en que su
vida se acaba del todo.

V. Descendimiento de la cruz y colocación en el se¬


pulcro

31. Los judíos, como era el día de la preparación,


para que no quedasen los cuerpos en la cruz el día
de sábado —por ser día grande aquel sábado—, roga¬
ron a Pilato que les rompiesen las piernas y los qui¬
tasen, 32, Vinieron, pues, los soldados y le rompieron
las piernas al primero, y después al otro de los que
habían sido crucificados con Él, 33, pero llegando a
Jesús, como le vieron ya muerto, no le rompieron
las piernas, 34, sino que uno de los soldados le atra¬
vesó con su lanza el costado, y al instante salió sangre
y agua. 33. (El que lo vio da testimonio, y sabemos
que su testimonio es verdadero; él sabe que dice ver¬
dad, para que vosotros creáis), 36, porque esto suce¬
dió para que se cumpliese la Escritura:
«No rompieron ni uno de sus huesos.» i:;3
37. Y otra escritura dice también:
«Mirarán al que traspasaron.»231
38. Después de esto rogó a Pilato José de Arima-
tea, que era discípulo de Jesús, aunque secreto por
temor a los judíos, que le permitiese tomar el cuerpo
de Jesús, y Pilato se lo permitió. Vino, pues, y tomó
su cuerpo. 39. Llegó Nicodemo (el mismo que había
venido de noche a Él al principio) y trajo una mezcla
de mirra y áloe, como unas cien libras. 40. Tomaron,
pues, el cuerpo de Jesús y lo fajaron con bandas y

233. Cf. Ex 12, 46; Núm 9, 12; Sal 34, 21.


234. Zac 12, 10.

Pasión y Glorificación 2S3


aromas, según es costumbre sepultar entre los judíos.
41. Había cerca del sitio donde fue crucificado un
huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el cual
nadie aún había sido depositado. 42. Allí, a causa de
la Pascua de los judíos, por estar cerca el sepulcro,
pusieron a Jesús.

Nos encontramos aquí con la explícita afirmación de


que Jesús fue muerto la víspera de la Pascua, la tarde
en la que se comía el cordero pascual. (Lo que queda
ya incluido en la actitud de los sanedritas que temen
contaminarse entrando en el pretorio.) Puede parecer
que exista aquí una contradicción entre san Juan y los
sinópticos, quienes parece que describen la última Cena
como una comida de Pascua, y que colocan por lo tanto
la crucifixión en el día de la gran festividad. Pero el
episodio de Simón el Cireneo que regresaba del campo
y que fue alquilado para llevar la cruz de Jesús, es un
testimonio que dan de la tradición joánica, colocando la
muerte de Jesús la víspera del sábado.
La sangre y el agua salidas del costado de Jesús son
el tercer detalle simbólico que nos ha conservado san
Juan de la Pasión. No se trata ya aquí de simples con¬
jeturas; hay una certeza que se nos refiere en favor del
significado de este hecho. La insistencia del evangelista
unida a la frase de su epístola acerca del agua y la san¬
gre,235 no nos permite dudar de que él le atribuye un
profundo sentido. El modo como él mismo ha ordenado
toda su enseñanza acerca de la Vida que Jesús trae al
mundo en torno al bautismo y a la eucaristía, nos lleva
a ver en el agua y en la sangre, manadas de Cristo en
la cruz, estos dos sacramentos en los que la Iglesia ha
nacido de la muerte de Cristo.

235. 1 Jn 5, 6.

294 El cuarto evangelio


Concluido todo, José de Arimatea, que entonces hace
manifiesta su fe, fue a pedir a Filato el cuerpo de Jesús.
Obtenida la licencia que solicitaba, fue al Calvario y,
ayudado por Nicodemo, ese otro discípulo «nocturno»,
bajó el cuerpo. Después de envolverlo con vendas empa¬
padas de aromas a causa de la rapidez del sepelio, lo
llevaron a un sepulcro cercano.

Pasión y Glorificación 295


Capítulo Quinto

JESÚS GLORIFICADO

La Resurrección

20. — El primer día después del sábado, María


Magdalena vino muy de madrugada, cuando aún era
de noche, al sepulcro, y vio quitada la piedra del se¬
pulcro. 2. Corrió y vino a Simón Pedro y al otro dis¬
cípulo a quien Jesús amaba, y les dijo: «Han tomado
al Señor del sepulcro y no sabemos dónde le han pues¬
to.» 3. Salió, pues, Pedro y el otro discípulo y fueron
al sepulcro. 4. Ambos corrían; pero el otro discípulo
corrió más aprisa que Pedro, y llegó primero al se¬
pulcro, 5 c inclinándose, vio las bandas, pero no entró.
6. Llegó Simón Pedro después de él, y entró en el se¬
pulcro, y vio las fajas en el suelo, 7, y el sudario que
había estado sobre su cabeza, no puesto con las fajas,
sino envuelto aparte. 8. Entonces entró también el
otro discípulo que vino primero al sepulcro, y vio y
creyó; 9, porque aún no se habían dado cuenta de la
Escritura, según la cual era preciso que Él resucitase
de entre los muertos. 10. Los discípulos se fueron de
nuevo a casa. 11. María se quedó junto al sepulcro,
fuera, llorando. Mientras lloraba se inclinó hacia el
sepulcro, 12 y vio a dos ángeles vestidos de blanco,
sentados tino a la cabecera y otro a los pies de donde
había estado el cuerpo de Jesús. 13. Le dijeron: «¿Por
qué lloras, mujer?» Ella les dijo: «Porque han toma¬
do a mi Señor y no sé dónde 1c han puesto.» 14. En
diciendo esto, se volvió para atrás y vio a Jesús que
estaba allí, pero no conoció que fuese Jesús. 15. Dí-
jole Jesús; «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?»
Ella, creyendo que era el hortelano, le dijo: «Señor,

Pasión y Glorificación 297


si le has llevado tú, dime dónde le has puesto, y yo
le tomaré.» 16. Díjole Jesús: «¡María!» Ella, volviéndo¬
se, le dijo en arameo: «¡Rabboni!» (que quiere decir
«¡Maestro!»). 17. Jesús le dijo: «No me toques, porque
aún no he subido al Padre; pero ve a mis hermanos
y diles: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mí
Dios y a vuestro Dios.»
18. María Magdalena fue a anunciar a los discí¬
pulos que había visto al Señor, y que Él le había di¬
cho todo aquello.

El relato sobre el descubrimiento de la resurrección


es lo que nos ha dejado san Juan de más bello. Sobre
toda esta página domina la atmósfera matinal. Todavía
las tinieblas envuelven la tierra en la que la Vida ha
descansado en el sepulcro por todo un sábado. Pero ya
desde un principio se presiente la proximidad de la
Luz: el sepulcro vacío nos la hace esperar, los ángeles
la anuncian, y por fin aparece, pero es tan tranquila su
manifestación que incluso se desconoce su momento.
La noticia del sepulcro vacío ha alarmado a los dis¬
cípulos. Corren temiéndose lo peor y preocupados a la
vez por no saben qué esperanza. El amado, más joven
sin duda, llega el primero. Cierto escrúpulo, cierta deli¬
cadeza en presencia del misterio, le detiene sin acer¬
carse, Pedro, siempre el mismo, no atiende sino a su im¬
paciencia; entonces, el otro que le había precedido has¬
ta allí, va detrás de él. Y ve y cree. De Pedro nada se
nos dice; es tan sólo el recuerdo personal lo que Juan
nos refiere, sin añadir otra cosa. El sepulcro vacío es
suficiente para convencerle. Hasta este momento las
Escrituras habían permanecido obscuras para él: era
necesario que resucitase Jesús; ahora que ha sucedido,
encuentra en ellas lo que antes no había sabido ver.

298 El cuarto evangelio


María Magdalena,230 después de haber corrido a lan¬
zarles la alarma que se trocó en paz: «Han tomado al
Señor y no sabemos dónde le han puesto», regresó por
su parte. Una vez que los dos discípulos se han ido in¬
mersos en sus pensamientos, ella perseveró allá, no
viendo sino una sola cosa que la penetra cada vez más
en su soledad junto al sepulcro: «Han tomado a mi
Señor y no sé dónde le han puesto.» No es ya aquella
información impersonal que había dado junto con las
otras; es el grito de una ternura humana muy pura,
pero muy femenina, la cual ni Iá idea de la resurrección
será suficiente a calmar; si, una vez resucitado, Jesús
había de estar separado, ella no verá en los mismos án¬
geles sino los raptores.
Mientras les habla, diríase que súbitamente adivina
detrás de ella cierta presencia. Se vuelve rápidamente,
pero la aparición que ve es tan serena que no puede
creer en lo que le dictaba su corazón. Continúa abatida,
y no ve en el que tiene ante sí sino un extraño, sus¬
ceptible tal vez de ser algo dentro de la amargura de
esa separación que la desgarra. Basta una sola palabra
para situarla en la realidad y trocar en gozo toda su tris¬
teza: «María». Arrebatada responde: «¡Rabboni!» Pero
Jesús se sustrae al exceso de ese amor demasiado hu¬
mano; su presencia sensible no es todavía sino una eta¬
pa en la que no hay que detenerse en el camino triun¬
fal hacia el Padre. La presencia que deben esperar los
suyos es aquella que le fijará entre ellos cuando haya
sido perfectamente glorificado por su ascensión junto

236. ¿Es la misma que María de Betania? Así se ha creído


con frecuencia, pero nada parece autorizar a dar una respuesta
definitiva sobre esta cuestión, sea en un sentido o en otro.

Pasión y Glorificación 299


a su Padre, convertido gracias a su obra en Padre de
ellos.

19. La tarde de aquel día, el primero después del


sábado, estando cerradas las puertas del lugar donde
se hallaban los discípulos por temor de los judíos,
vino Jesús y, puesto en medio de ellos, les dijo: «¡La
paz sea con vosotros!»
20. Y diciendo esto, les mostró las manos y el cos¬
tado. Los discípulos se alegraron viendo al Señor.
21. Díjoles otra vez: «¡La paz sea con vosotros! Como
me envió mi Padre, así os envío yo.» 22. Diciendo esto,
sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu San¬
to; 23, a quienes perdonareis los pecados, les serán
perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán re¬
tenidos.»
24. Tomás, uno de los doce, llamado el Mellizo, no
estaba con ellos cuando vino Jesús. Dijéronle, pues,
los otros discípulos: «Hemos visto al Señor.» 25. Él
les dijo: «Si no veo en sus manos la señal de los cla¬
vos y meto mi dedo en el lugar de los clavos y mi
mano en su costado, no creeré.» 26. Pasados ocho días,
otra vez estaban los discípulos dentro, y Tomás con
ellos. Vino Jesús, cerradas las puertas, y, puesto en
medio de ellos, dijo: «¡La paz sea con vosotros!» 27.
Luego dijo a Tomás: «Alarga acá tu dedo y mira mis
manos, y tiende tu mano y métela en mi costado, y no
seas incrédulo sino creyente.» 28. Respondió Tomás y
dijo: «¡Señor mío y Dios mío!» 29. Jesús le dijo: «Por¬
que has visto has creído: ¡dichosos los que sin ver
creyeron!»

Los discípulos se reunieron por la tarde del primer


domingo; tienen cerradas las puertas, pues se teme que
los «judíos», después de atacar al Maestro, la empren-

300 El cuarto evangelio


dan con sus discípulos. Algunos creen ya en la resurrec¬
ción; para otros no es sino un sueño demasiado her¬
moso para ser verdadero. Pero llega Jesús y se aparece
en medio de ellos. Su aparición les trac lo que Él Jes
había prometido: la paz y la alegría. Insufla sobre ellos
el Espíritu, la presencia de Dios en ellos, adquirida pol¬
la victoria de la cruz y de la resurrección. De ese modo
se ha realizado la unión de Cristo y los suyos que Él
había prometido, y así quedan ellos asociados a su obra
hasta el punto de poder participar de su misión la más
divina, la de Salvador y juez: les da potestad de perdo¬
nar o de retener los pecados.
Pero Tomás, fácil al desaliento 237 y tardo a la espe¬
ranza, no se hallaba en la Iglesia que aquella tarde se
había formado allá, y la resurrección resulta para él un
bien inaccesible- Por la tarde del segundo domingo se
hallaba en la asamblea de los discípulos. Viene nueva¬
mente Jesús, le hace ver y tocar esos estigmas de la
Pasión que subsisten en su Gloria, de igual modo que su
Gloria se hallaba ya en su Pasión. Entonces confiesa él
la fe que ha nacido en la Iglesia: «¡Señor mío y Dios
mío!»
El final del evangelio se encuentra con el principio:
el Dios Hijo único que se había ocultado bajo nuestra
carne, se manifestó a través de ella transfigurándola.
Pero las apariciones no son sino un avance hacia esa
presencia más íntima por el Espíritu que ellas acaban
de otorgar; Juan, recordando su propia fe, concluye
muy bien refiriendo a aquellos para quienes ha escrito
esta última frase de su Maestro:
«¡Dichosos los que sin ver creyeron!»

237. C/. 11, 16.

Pasión y Glorificación 301


* * *

30. Muchos otros signos hizo Jesús en presencia


de los discípulos que no están escritos en este libro;
31, y éstos fueron escritos para que creáis que Jesús
es el Cristo, Hijo de Dios, y para que creyendo ten¬
gáis vida en svi nombre.

302 El cuarto evangelio


Epílogo

Las últimas palabras del capílulo anterior indican


que, primitivamente, el evangelio concluía allí. No obs¬
tante, quizá mucho tiempo después de haberlo acabado,
su autor añadió otro relato que nos ofrece sobre una
ultima visión de Jesús resucitado, al mismo tiempo
que abre las perspectivas de la historia apostólica.

21. — 1. Después de esto se apareció Jesús a sus


discípulos junto al mar de Tiberíades, y se apareció
así: 2. Estaban juntos Simón Pedro y Tomás, llama¬
do el Mellizo; Natanael, el de Cana de Galilea, y los
hijos del Zebedeo,233 y otros dos discípulos. 3. Díjoles
Simón Pedro: «Voy a pescar.» Los otros le dijeron:
«Vamos también nosotros contigo.» Salieron y entra¬
ron en la barca y en aquella noche no cogieron nada.
4. Llegada la mañana se hallaba Jesús en la playa;
pero los discípulos no se dieron cuenta de que era
Jesús. 5. Díjoles Jesús: «Muchachos, ¿no tenéis algo
que comer?» Le respondieron; «No.» 6. Él les dijo :
«Echad la red a la derecha de la barca y hallaréis.» La
echaron, pues, y ya no podían arrastrar la red por la
muchedumbre de los peces. 7. Dijo entonces a Pedro
aquel discípulo a quien amaba Jesús: «¡Es el Señor!»
Así que oyó Simón Pedro que era el Señor, se ciñó
la túnica exterior —pues estaba desnudo— y se arro¬
jó al mar. 8. Los otros discípulos vinieron en la barca,
pues no estaban lejos de tierra, sino como unos dos¬
cientos codos, tirando de la red llena de peces. 9. Así

238. Primera vez que usa san Juan esta expresión familiar a
los sinópticos.

Pasión y Glorificación 303


que bajaron a tierra vieron unas brasas encendidas y
un pez puesto sobre ellas y pan. 10. Díjoles Jesús:
«Traed de los peces que habéis cogido ahora.» 11. Su¬
bió Simón Pedro y arrastró la red a tierra, llena de
ciento cincuenta y tres peces grandes; y con ser tan¬
tos, no se rompió la red. 12. Jesús les dijo: «Venid y
comed.» Ninguno de los discípulos se atrevió a pre¬
guntarle: «¿Tu quién eres?», sabiendo que era el Se¬
ñor. 13. Se acercó Jesús, tomó el pan y se lo dio, e
igualmente el pez. 14. Esta fue la tercera vez que Je¬
sús se apareció a los discípulos después de resuci¬
tado de entre los muertos. 15. Cuando hubieron co¬
mido bastante, dijo Jesús a Simón Pedro: «Simón,
hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» Él dijo: «Sí,
Señor, tú sabes el afecto que te tengo.» Díjole: «Apa¬
cienta mis corderos.» 16. Por segunda vez le dijo:
«Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» Pedro le respon¬
dió: «Sí, Señor, tú sabes el afecto que te tengo.» Je¬
sús le dijo: «Apacienta mis ovejas.» 17. Por tercera
vez le dijo: «Simón, hijo de Juan, ¿me tienes tal
afecto?» Pedro se entristeció de que por tercera vez
le preguntase: «¿Me tienes tal afecto?», y le dijo:
«Señor, tú lo sabes todo, tú sabes el afecto que te
tengo.» 239 Dijole Jesús: «Apacienta mis ovejas. 18. En
Verdad, en verdad te digo: Cuando eras joven tú, te
ceñías e ibas a donde querías; cuando envejezcas, ex¬
tenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a
donde no quieras.» 19. Esto lo dijo indicando con qué
muerte había de glorificar a Dios. Después añadió:
«Sígueme.» 20. Se volvió Pedro y vio que seguía de¬
trás el discípulo a quien amaba Jesús (el que en la

239. Para poder entender bien esto se ha de hacer notar una


diferencia que olvidan muchos comentaristas. Las dos primeras
Veces dijo Jesús: "¿Me amas?", y ya se sabe el sentido que tienen
estas palabras en los escritos joánicos. Pedro, no atreviéndose ya
a aventurarse, protestó tan sólo de su afecto humano, pero, a la
tercera vez, Jesús parece incluso poner en duda tal afecto.

304 El cuarto evangelio


Cena se había recostado en su pecho y le había pre¬
guntado: «Señor, ¿quién es el que te ha de entregar?»)
21. Viéndole, pues, Pedro, dijo a Jesús: «Señor, ¿y
éste qué?» 22. Jesús le dijo: «Si yo quisiera que éste
permaneciese hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sí¬
gueme.» 23. Se divulgó entre los hermanos la voz de
que aquel discípulo no moriría; mas no dijo Jesús
que no moriría, sino: «Si yo quisiera que éste perma¬
neciese hasta que venga, ¿a ti que?»
24. Éste es el discípulo que da testimonio de esto,
que lo escribió, y sabemos que su testimonio es verda¬
dero. 25. Muchas otras cosas hizo Jesús, que, si se
escribiesen una por una, creo que este mundo no po¬
dría contener los libros.

Este epílogo lleno de tan exquisita familiaridad con


las cosas divinas, no exige muchos comentarios. El ca¬
rácter de recuerdo personal, tan diáfano en tantas pá¬
ginas del evangelio, se reafirma aquí, y, sin evadirse del
todo de su misterio, el autor avanza con un poco más de
luz, a fin de disipar las ilusiones de las que era objeto,
recordando con delicadeza la rehabilitación y la misión
de Pedro que su propio martirio había de coronar.
Las últimas palabras pertenecen a la mano de un
editor del evangelio, sin duda el que definitivamente
quiso añadir este apéndice a la obra primitiva.

Pasión y Glorificación 305


20
ÍNDICE DE MATERIAS
Introducción . 9

Originalidad del cuarto evangelio. 9


San Juan.16
Idea de san Juan sobre la historia .... 22
Caracteres literarios del cuarto evangelio . . 27
Plan y contenido del cuarto evangelio ... 35

Primera Parte

EL VERBO, VIDA Y LUZ

Capítulo primero. — El prólogo.45

I. El Verbo.47
TI. La Vida.58
III. La Luz.62
IV. La Morada y la Gloria.76
V. Gracia y Verdad.81

Capítulo segundo. — Testimonios y signos .... 85

I. Testimonio del Bautista .... 85


II. Testimonio de los primeros discípulos ... 94
III. El signo de Caná.102
IV. El templo purificado.107

309
Capítulo tercero. — La Vida: el Bautismo . 111

I. Nicodemo. .. 111
II. Ultimo testimonio de Juan.121
III. La samaritana., 124
IV. El paralítico de Betesda.140

Capítulo cuarto. — La Vida: la Eucaristía .... 153

I La multiplicación de los panes.153


II. El pan de vida., 157

Capítulo quinto — La Vida y la Luz : fiesta de los ta¬


bernáculos .171

I. Discusión con los judíos.171


II. Ceremonia] del agua.179
III. Ceremonial de las luces.183

Capítulo sexto. — La Luz.187

I. Conflicto de las tinieblas con la luz: La verdad . 187


II. Curación del ciego de nacimiento.195
III. Semejanza de la puerta y del buen pastor . . 200

Capítulo séptimo. — La resurrección de Lázaro . . 213

Segunda Parte

PASION Y GLORIFICACION

Capítulo primero. — Preliminares de la pasión . . 233

I. La unción en Betania.233

310
II. Entrada en Jerusalén.236
III. Coloquio con los griegos.237

Capítulo segundo. — Jesús y los suyos.243

I. La última cena. 243


II. La gloria de Cristo y los suyos.248

Capítulo tercero. — Jesús y los suyos (continuación): . 259

I. La semejanza de la vid.. 260


II. El Paráclito.. , • 267
III. La oración sacerdotal.273

Capítulo cuarto. — La Pasión 281

I. El prendimiento.. 281
II. Ante Anás y Cailás.282
III. Ante Pilato. 284
IV. La crucifixión.290
V. Descendimiento de la cruz y colocación en el se¬
pulcro . ... 293

Capítulo quinto. — Jesús glorificado.297

La Resurrección.297

Epílogo.. 303

311

También podría gustarte