Artículos de La Revista Pastores
Artículos de La Revista Pastores
Artículos de La Revista Pastores
Diciembre de 2004
Editorial
Diez años dedicados a la Formación Permanente
Pastores
10º aniversario
Pastores cumple 10 años. Es para nosotros una inmensa alegría que este servicio “de sacerdotes
para sacerdotes” haya tenido una continuidad tan prolongada. El objetivo inicial era acompañar la vida
cotidiana de tantos sacerdotes que a lo largo y ancho del país, con sencillez, entrega y silencio, dan sus
vidas al servicio del pueblo de Dios en la Iglesia. Decíamos en el primer editorial: “... esta alegría (de ser
llamados por Dios al sacerdocio) se vive entre luces y sombras. Hacemos con todo el pueblo de Dios un
camino lleno de "gozos y esperanzas" pero también de "angustias y tristezas". Estamos convencidos de la
fidelidad de Dios, que nunca nos abandona, pero sabemos que es necesario "reavivar el don de Dios, que
está en nosotros" (2ª Tim 1,6). Constatamos las dificultades que a menudo enfrentamos cuando queremos
vivir con seriedad el sacerdocio y también constatamos que no siempre vivimos el sacerdocio con
seriedad. Por ello sentimos la urgencia -que brota de la misma caridad pastoral- por renovarnos en la
fidelidad (cfr. PDV 70). Así es que hemos pensado ofrecer este aporte como un servicio de hermanos a
hermanos, porque sabemos que somos nosotros mismos, los presbíteros, los primeros responsables de
buscar solidariamente los caminos de nuestra formación personal y comunitaria para renovarnos y vivir
un ministerio más feliz. Se trata de un medio más, ni el único ni el más importante, para avanzar en lo que
hoy ya todos conocemos como formación sacerdotal integral y permanente.”
La intención era y sigue siendo muy clara. Había publicaciones para muchas áreas que tienen que
ver con la vida del presbítero. Publicaciones de teología, de pastoral, publicaciones bíblicas, etc., pero no
una que fuera específicamente destinada a la persona del sacerdote y su identidad como clero secular y
diocesano. Se buscó llenar ese espacio.
Por eso no la llamamos revista, aunque así se la conoce popularmente. Le pusimos como nombre
“Cuadernos”, para que quedara claro que no apuntábamos a ser una revista de actualidad, ni de noticias,
sino de reflexión y de formación permanente. Por eso aún hoy, artículos publicados al comienzo tienen
una enorme actualidad. Siempre hubo una preocupación de integralidad, es decir por toda la persona del
sacerdote.
Una intención primordial fue que sea un servicio de curas para curas. Que tuviera que ver con lo
testimonial, para fortalecer lo que más ayuda a ser sacerdote y lo que más desgasta. Teniendo en cuenta
que el mismo presbiterio sostiene en la formación, como enseña PDV. Y esto cada vez más se fue
haciendo realidad, no sólo en la tarea del Equipo de Redacción, formado sólo por sacerdotes, sino que los
mismos artículos son fruto del aporte de muchos sacerdotes de nuestras diócesis. Con sus reflexiones,
testimonios y escritos Pastores fue y sigue siendo un espacio, que además de transcribir artículos que de
otra manera no estarían al alcance de nuestras manos, permite a muchos de nosotros compartir sus
pensamientos y su visión de distintos temas de la vida sacerdotal.
Al poco tiempo de aparecer, la cantidad de suscriptores creció para establecerse en estos años en
900 por número. Pero al menos 2400 sacerdotes de nuestro país la recibieron alguna vez. Un fruto
inmediato fue que Pastores comenzó a ser utilizada en reuniones sacerdotales y de clero, para reflexionar
sus artículos y propuestas y crecer en fraternidad.
Pastores está marcada por una fe cristológica. El intento ha sido siempre transmitir la experiencia
de Cristo Buen Pastor en la vida del sacerdote. Se ha destacado la temática conciliar, “como brújula
segura” (Juan Pablo II, NMI nº 57). En ese horizonte se ha buscado hacer la reflexión. A partir de los
aniversarios (como hizo TMA) hemos hecho presente de modo renovado las enseñanzas del Concilio. No
como recuerdo sino como actualización y consolidación.
“Pastores dabo vobis” fue la motivación. Distintas reuniones en torno a la preparación del Sínodo
sobre la temática sacerdotal y su recepción en la Iglesia en Argentina, derivaron en buscar una herramienta
que anime estos temas entre nosotros. Por eso Pastores viene siendo expresión de cómo el concepto de
formación permanente fue evolucionando. Desde el porqué y para qué, pasando por el enriquecimiento de
las etapas de la vida y lo afectivo sexual, hasta llegar al concepto de formación permanente y vida
cotidiana. En este sentido Pastores ha sido un muestrario de los encuentros y talleres donde se han
reflexionado estos temas para que sirvan a todos a una constante renovación de la vida sacerdotal.
Hemos buscado ser expresión de un pluralismo que presenta perspectivas diferentes ante los temas.
El mismo Equipo de Redacción al estar compuesto por sacerdotes de distintas regiones y con distintas
tareas sacerdotales así lo permite. Y esto lo hemos reflejado al presentar una propuesta integradora:
dimensiones distintas, servicios sacerdotales diferentes, figuras sacerdotales variadas, regiones con
culturas y estilos propios que enriquecen a las demás, etc. En este sentido los testimonios de vidas
sacerdotales publicados, como Pironio, Brochero, Angeleli, Zaspe, etc., son memoria viva donde la
doctrina de la Iglesia se ve encarnada en algunas personas que responden a los desafíos de su tiempo.
Sin que sea una revista de actualidad es una revista contextualizada. La situación social y el
acompañamiento de la vida de la Iglesia en Argentina fueron protagonistas en distintos números de
Pastores. Los documentos de los obispos argentinos, las opciones pastorales (p.ej. “Iglesia, casa y escuela
de comunión”), los encuentros regionales (p.ej. Patagonia) -que sus conclusiones fueron presentadas como
fruto de la reflexión de un presbiterio- también mostraron un contexto concreto en el cual se vive el
misterio sacerdotal.
Finalmente, podemos decir que Pastores ha intentado ser expresión que la formación es
permanente. Intenta alimentar esa idea: el hecho de ser periódica y tener continuidad, responde a la
vocación cotidiana de dejarse formar por el propio ejercicio del ministerio en la caridad pastoral.
Quisimos, en este número aniversario, rescatar algunos artículos que expresan con claridad cuál es
el objetivo de Pastores. Y también publicamos artículos nuevos cuyos autores nos han ayudado, en estos
años, a reflexionar y crecer en nuestra identidad presbiteral. Cada artículo está precedido por un
comentario en la cual destacamos el porqué de su elección para este número aniversario. Quisimos
también que estos artículos cubran las cuatro dimensiones de la formación permanente: teológica,
espiritual, pastoral y humana-afectiva. La reflexión de Mons. Franzini, primer Director y principal
animador de este proyecto, sirve como introducción a este número.
Damos gracias a Dios por estos diez años y esperamos que Jesús, que nos vuelve a visitar en esta
Navidad, nos ayude a tener un ministerio alegre y confiado en la fidelidad del mismo Señor.
TESTIMONIO
En diciembre de 1994 me tocó escribir la base de lo que sería el editorial del primer número de
Pastores. Ahora, al cumplirse los diez años de aquella primera publicación, me han pedido que vuelva a
escribir para la revista y lo hago con mucho gusto. Al presentarnos, en nuestro primer editorial,
afirmábamos nuestro deseo de “compartir con todos los hermanos sacerdotes del país la alegría de
nuestro ministerio...”1 Aquella primera motivación se ha visto ampliamente lograda en el correr de estos
años. Efectivamente Pastores ha sido, para quienes llevamos adelante su publicación, una fuente inmensa
de alegrías y satisfacciones. Sobretodo al ir constatando que con estos cuadernos se estaba respondiendo a
lo que intuíamos como “...una sentida necesidad del clero en la Argentina...”2 y al constatar también que –
de algún modo- Pastores podía ser fuente de alegría para otros hermanos presbíteros.
Sin embargo esta alegría no nos ha hecho perder de vista que en estos diez años han pasado
muchas cosas duras en nuestras vidas y en nuestros ministerios, en la vida de la Iglesia y en nuestra Patria.
Se trata de un tiempo cuestionador, intenso y dramático, que ha sido caracterizado no sólo como época de
cambios sino como cambio de época. Significativamente estos diez años se despliegan sobre el eje del año
2000, tan cargado de resonancias para todos los hombres, creyentes o no. En este contexto los obispos
argentinos hemos presentado como desafío englobante a la evangelización en el nuevo milenio “...la
profunda crisis de valores de la cultura y la civilización en la que estamos inmersos...” y yendo al fondo
de este desafío descubrimos que “...en la raíz misma del estado actual de la sociedad percibimos la
fragmentación que cuestiona y debilita los vínculos del hombre con Dios, con la familia , con la sociedad
y con la Iglesia...”3.
En nuestro primer editorial señalábamos que los presbíteros “...hacemos con todo el pueblo de
Dios un camino lleno de ‘gozos y esperanzas’ pero también de ‘angustias y tristezas’. Estamos
convencidos de la fidelidad de Dios, que nunca nos abandona, pero sabemos que es necesario ‘reavivar el
don de Dios que está en nosotros’ (2ª Tim 1,6). Constatamos las dificultades que a menudo enfrentamos
cuando queremos vivir con seriedad el sacerdocio y también constatamos que no siempre vivimos el
sacerdocio con seriedad. Por ello sentimos la urgencia –que brota de la misma caridad pastoral- por
renovarnos en la fidelidad...”4 La fragmentación ha estado, y está, en la raíz de buena parte de las crisis
que han vivido y viven muchos presbíteros en estos años; de allí la necesidad de recomponer vínculos
también en la vida sacerdotal.
Aún sin formularlo de esta manera, hace diez años éramos conscientes de la crisis vincular que ya
entonces nos golpeaba a todos y vimos la necesidad de ofrecer este “...aporte como un servicio de
hermanos a hermanos.. para renovarnos y vivir un ministerio más feliz...”5 Desde el principio tuvimos
1
Pastores nº 1; Editorial; diciembre 1994, pág. 1
2
Ibid.
3
CEA: Navega mar adentro, nº 23
4
Pastores nº 1; Editorial; diciembre 1994, pág. 1
5
Ibid.
conciencia de lo limitado de este servicio; decíamos: “...se trata de un medio más, ni el único ni el más
importante, para avanzar en lo que hoy ya todos conocemos como formación sacerdotal integral y
permanente...”6. Creíamos –y seguimos creyendo- que la formación permanente es la respuesta más
completa a la crisis que afecta también a la vida presbiteral y por ello Pastores ha venido haciendo su
pequeña contribución al apoyar con su presencia los muchos esfuerzos que se están llevando a cabo en
nuestras Iglesias para desarrollarla de forma sistemática e integral, tanto en el orden personal como
comunitario.
Ahora bien, transcurridos ya diez años vale la pena hacer una breve consideración sobre el modo
como se ha querido hacer este aporte. Justo en los días en que se me solicitó escribir este artículo viví una
experiencia que permite ilustrar gráficamente lo que –a mi juicio- ha sido el “estilo” propio de Pastores.
La opinión publica nacional (e internacional) había sido conmovida una vez más por el escándalo
provocado por un hermano sacerdote; en este caso la publicación de un libro que relata intimidades de su
vida célibe. Radio, televisión, diarios y revistas dedicaban amplios espacios al sacerdote y al sacerdocio;
se hablaba de hipocresía o autenticidad, de frustración, represión, libertad, Iglesia represora, supresión de
la “anacrónica” institución del celibato, y muchas cosas más en esa misma línea. Por cierto que los
consultados eran siempre, además del periodismo “omnisciente”, personajes del mundo pretendidamente
científico, de la farándula o de otros ambientes “notables”. También en el ámbito eclesial hubo diálogos,
preguntas, comentarios. En esos mismos días moría en una pequeña localidad de mi diócesis el Pbro.
Francisco Scotto, con 87 años de vida y 64 de sacerdocio. Sus exequias se celebraron en la Parroquia en la
que había servido por más de cincuenta años, con la fe, el afecto y la gratitud de sus feligreses, sencillos
trabajadores rurales a los que había acompañado durante tantos años. También estuvimos allí sus
familiares, el obispo y el presbiterio diocesano. Además hubo una oración fúnebre a cargo del
representante de la comunidad hebrea de Moisesville, localidad en la que el P. Francisco había servido y
en la que de manera precursora, hacen ya muchos años, había incursionado en el “diálogo interreligioso”,
hoy tan actual y necesario. Ningún medio se hizo eco de esta noticia, salvo alguna radio local. La vida y la
muerte del P. Francisco Scotto, sacerdote fiel y generoso por más de 64 años, vida plenamente “realizada”
y entregada a Dios y los hermanos no fue noticia para los grandes de este mundo. Tampoco lo fue para
muchos, incluso dentro de la misma Iglesia. En realidad así es la vida de los presbíteros. Su fecundidad, su
“realización”, sus logros suelen pasar desapercibidos para casi todo el mundo.
Así también Pastores a lo largo de estos años ha estado presente en la vida eclesial argentina. Su
presencia en la vida de muchos presbíteros y presbiterios del país (y de otros países también) ha sido
discreta y silenciosa. Podríamos decir que –paradójicamente- Pastores no fue noticia en este tiempo. Es
verdad que en estos años han habido escándalos y conflictos en la vida de la Iglesia, pero también es
verdad que ha habido mucha fidelidad y entrega, alegría y vida plena en la mayoría de los presbíteros de
Argentina. Sin demasiado “ruido”, evitando planteos dramáticos o pretendidos “profetismos”, Pastores ha
querido apoyar, alentar y promover muchas cosas buenas de nuestra vida presbiteral. Al mismo tiempo se
ha evitado destacar lo conflictivo o traumático, las rupturas y malestares, no por ingenuidad, ni mucho
menos por indiferencia. Se ha elegido como camino la propuesta positiva, alentadora, esperanzada. Ha
sido una opción querida y discernida en la fe y en la prudencia pastoral, coherente con la pedagogía de la
encarnación, que en la discreta fecundidad del pesebre y de la cruz hace nuevas todas las cosas.
Al elegir este camino Pastores ha creído expresar mejor la realidad de la inmensa mayoría de los
presbíteros de Argentina que, a pesar de sus límites y dificultades, se esfuerzan por responder
6
Ibid.
cotidianamente al don recibido, viviendo con entusiasmo y convicción el seguimiento de Jesús, el Buen
Pastor, para bien de todos los hombres.
Sólo me resta augurar muchos años más de este fecundo servicio en favor de la formación
sacerdotal permanente. De este modo Pastores seguirá ofreciendo su “granito de arena” para la renovación
espiritual y pastoral del Pueblo de Dios en Argentina. La Providencia, que ha acompañado este
emprendimiento desde sus inicios, seguirá velando por su continuidad y crecimiento.
Este artículo fue elegido porque expresa claramente cómo la formación humana se integra en la
formación permanente y es parte de ella. Fue publicado en el Nº 6 de agosto de 1996. Además, en estos
años, Mons. Uriarte, ahora Obispo de San Sebastián, ha colaborado mucho con Pastores y con la FP en
la Iglesia Argentina. Tuvo a cargo las exposiciones del III Encuentro Nacional para Responsables de
Clero (Cosquín, 1998) y del III Encuentro Nacional de Sacerdotes (Villa Cura Brochero, 2002) ambos
organizados por la CEMIN.
Años atrás presidió la Comisión de Clero de la Conferencia Episcopal Española. La atención y el
estudio dedicado a la formación sacerdotal le dio una sabiduría especial para mostrar la relación e
integración entre la persona del sacerdote y su ministerio.
Su aporte en Pastores se expresó también en otros artículos: “Madurar espiritualmente durante
toda la vida” Nº10, pág. 17; “La espiritualidad del sacerdote”N º 12, pág. 40; “El sacerdote anciano”Nº
13, pág. 32; “El presbítero, signo sacramental de Cristo Buen Pastor” Nº 25, 5.
FORMACION HUMANA
INTRODUCCIÓN
7
Del libro La formación humana de los sacerdotes según Pastores dabo vobis, pp. 7 a 49.
Esta posibilidad real, que se actualiza con frecuencia, induce a algunos especialistas a dibujar cuadros
de nuestro clero que subrayan más las dificultades que las posibilidades, la patología que la normalidad. A
menudo extienden a la mayoría del presbiterio los rasgos problemáticos que pertenecen a la minoría.
Evitar la patología parecería ser para ellos no ya un objetivo más, sino un objetivo más, sino un objetivo
principal de la formación humana de los presbíteros. Tal parece ser en nuestros días el enfoque de
DREWERMANN8.
No va a ser este mi proceder. Ni la teoría antropológica ni los hechos de la experiencia recomiendan
este enfoque. La teoría nos dice que la tendencia a realizarse es más básica que la posibilidad de
malograrse. La experiencia nos dice que una gran parte del clero goza de buena salud física, psicológica y
social.
En consecuencia, de la mano de P.D.V., intentaré acercarme a las situaciones internas y externas en las
que se desenvuelve su vida y ministerio. Descubriré las posibilidades y las dificultades que tales
situaciones presentan al crecimiento humano del presbítero. Apuntaré los apoyos formativos necesarios
para enriquecer las posibilidades y neutralizar las dificultades.
I. LA PROPUESTA DE P.D.V.10
8
Cf. DREWERMANN, E.: «Kleriker, Psychogramm eines Ideal» Edit. Walter. Olten 1989.
9
Cf. P.D.V. n. 79; «Directorio de la Congregación del Clero», n. 80.
10
Para un estudio del Sínodo previo a P.D.V., Cf. «Il Sínodo dei Vescovi 1990». Roma 1991. Edit. «La Civittà Cattolica».
indigencia a la enfermedad, de la marginación a la ignorancia, a la soledad, a las pobrezas materiales y
morales, el sacerdote enriquece su propia humanidad y la hace más auténtica y transparente en un
creciente y apasionado amor al hombre11.
Entre las muchas dimensiones humanas que necesitan y merecen ser cultivadas por el presbítero,
P.D.V. selecciona la sensibilidad humana y la describe desgranando sus características principales.
Podemos fácilmente agrupar toda esta constelación de características en torno a tres polos: con-prender,
con-sentir, con-partir. En otras palabras, el Papa invita a los presbíteros a crecer en sintonía mental, vital
y práctica con los hombres y mujeres a los que ha de servir.
a) la sintonía mental (con-prender) entraña una intuición del mundo interior de la situación de las
personas, de sus aspiraciones implícitas, de sus inseguridades y temores, de sus flancos abiertos y de sus
vetas cerradas a la fe. En palabras del Papa: «Intuir las preguntas no expresadas; ser capaz de encontrar a
todos».
La intuición no es nunca fruto natural y espontáneo del aprendizaje. «No es hija del discurso, pero
tampoco desciende sobre los negligentes» (Balmes). Puede y debe afinarse y aquilatarse en el aprendizaje.
Las ciencias humanas de la psicología y la sociología aportan a nuestra capacidad básica un valioso
complemento teórico y práctico. La formación recibida es deficitaria en estos aspectos. Pasados los
tiempos de la sobreestima acomplejada y del rechazo desconfiado de las ciencias humanas, la Formación
Permanente arbitrada por las diócesis debería brindar a los sacerdotes conocimiento cabal de los
principales dinamismos del psiquismo humano, análisis sociales rigurosos y acceso a unas técnicas para
comprender y mejorar las relaciones interpersonales.
La sola sintonía mental podría engendrar analistas objetivos, pero fríos. No basta estar frente a frente
con las personas. Hay que saber situarse a su lado. La sintonía vital consiste en la comunión afectiva con
las personas y los grupos. La palabra técnica para expresarla es «empatía». Es la capacidad de «sentir con
otros», de dejarse afectar por sus sentimientos, de ponerse psíquicamente en su lugar, de asumir su
situación. Juan Pablo II insiste especialmente en la sintonía en el dolor de los demás. La pobreza y la
enfermedad, la marginación y la ignorancia, la soledad y la miseria moral son fuente de sufrimiento de los
humanos. Al con-sentir con ellos el sacerdote enriquece su propia humanidad haciéndola más auténtica y
más transparente.
En este registro concreto nuestro ministerio es más enriquecedor que la mayoría de las profesiones
humanas. Nosotros «trabajamos con personas». Ellas nos abren con frecuencia su intimidad, su
profundidad y su dolor.
Dos factores nada imaginarios pueden con todo empobrecer nuestra relación y nuestra misma
humanidad. El primero nos puede inducir a polarizarnos de tal manera sobre los aspectos organizativos y
empresariales de nuestro trabajo que la relación interpersonal profunda llegue a ser un residuo por su
escasa cantidad y un subproducto por su dudosa calidad. En este caso el tecnócrata habría reducido al
pastor. Un equilibrio de dedicaciones es exigencia del crecimiento humano armónico del presbítero.
El segundo factor empobrecedor anida dentro de nosotros mismos. La relación en profundidad resulta
embarazosa a muchos sacerdotes porque en ella nos sentimos más frágiles, más vulnerables y más
inseguros. Nuestro ser indigente se revela más en una relación profunda que en una relación periférica.
Podemos entonces defendernos de ella adoptando actitudes evasivas, distantes, «inexpugnables»,
intervencionistas, indiscretas, paternalistas, oscuramente compensatorias. Es saludable para un pastor
saber qué pasa por dentro de él cuando alguien le comunica su intimidad. Es provechoso formularse esta
pregunta ante alguien que pueda ayudarle a encontrar una respuesta más lúcida. Hay un arte del diálogo
interpersonal que está hoy bien analizado y estudiado12.
11
P.D.V. n. 72.
12
Cf. p. ej. BEIRNAERT, L.: «Experience chrétienne et psycologie». Paris. Édit. L’Epi.
Es preciso asimilarlo. El conocimiento de sí mismo es necesario para establecer una relación de ayuda.
La Formación Permanente debe facilitarnos dicho conocimiento.
La sintonía mental y vital se encarna en la sintonía práctica (con-partir). Es la capacidad de
movilizarse en favor de aquellos a quienes hemos comprendido y con quienes hemos con-sentido. Supone
un corazón sincero, generoso, fiel, disponible para el servicio, leal, tolerante13. En otras palabras: la
capacidad de comprometerse a fondo con las personas. El celibato bien asumido ahonda en nosotros esta
capacidad. El celibato no asumido puede llevarnos a no comprometernos en profundidad con nada ni con
nadie.
Esta triple sintonía, leída con ojos de pastores, se nos muestra como expresión y encarnación de la
caridad pastoral, que ha de orientar también la formación humana del presbítero14. La misma dinámica de
la caridad pastoral nos conduce a comprender, a consentir y a compartir. La dimensión humana del
presbítero se encuentra así impregnada por la caridad pastoral. Es ella la que brinda los motivos y el estilo
a la sensibilidad humana del presbítero. La caridad pastoral es humana y humanizadora.
13
Cf. P.D.V. n. 43.
14
Cf. P.D.V. n. 71.
15
P.D.V. n. 71.
16
«La preparación de los formadores en los seminarios». Congregación para la Educación Católica. 1993. nn. 33-36.
17
Cf. P.D.V. n. 44.
estima, el afecto; pero no los exige ni los busca como un mendigo. Nunca condiciona a ellos su
disponibilidad ni su servicio. Jamás encadena a los otros a su persona. Despierta en ellos la capacidad y el
gusto por el amor oblativo.
El reverso de la madurez afectiva es el narcisismo. Esta forma de inmadurez, intensamente favorecida
por el talante de nuestro tiempo lleva escondida en su corazón una duda lacerante: la persona no sabe si es
o no digna de ser amada. Para despejar esta duda, se dedica a ofrecer a los demás una imagen amable de sí
mismo a través de éxitos y resultados. Por eso trata de deslumbrar y asombrar a los demás. Necesita de esa
imagen exitosa para decirse a sí mismo que vale. Pero no acaba nunca de creérselo. Precisamente por ello
es tan sensible a la desaprobación. Ella le remite a la duda fundamental que no puede tolerar. Una persona
así tiene una especial dificultad para ser oblativa. Está demandando continuamente aprobación.
«Don Narciso, sacerdote emprendedor que intenta reflejarse en todo lo que hace, vive con la sospecha
continua de que la vida le exige demasiado sin recompensarle adecuadamente; siente a la Iglesia o a la
diócesis o a la parroquia o a la comunidad religiosa más como madrastra que como madre; cree que el
obispo o sus superiores no lo valoran bastante; ve aquella parroquia o aquel cargo particular como un
traje demasiado estrecho para sus posibilidades; naturalmente, si algo no funciona, es siempre culpa de
la estructura o de los otros; se cansa de tener que estar dando continuamente a los demás, eternos
abusones, sin recibir nada de ellos, etc. Y al seguir mirándose siempre en lo que hace, corre realmente el
peligro de ahogarse, como Narciso, en su propio estanque»18.
De ley ordinaria la espiritualidad no arregla el problema capital de Narciso porque éste no es sino
débilmente consciente de que lo es. Tiene que reconocer lo que le pasa. La espiritualidad le ayuda a este
reconocimiento y le brinda la humildad de aceptarse y la entereza para superarse.
c) El tercer acento consiste en un capítulo especial de la madurez afectiva: la educación de la
sexualidad en el contexto de una opción célibe. La madurez afectiva es «una base firme para vivir la
castidad con fidelidad y alegría»19.
Esta afirmación que el Papa recoge textualmente de los PP. Sinodales encierra una gran verdad. En
efecto: por un lado la capacidad de amar bien es el núcleo de la madurez afectiva. Por otro lado el motivo
central del celibato del presbítero es una pasión por el ministerio nacida del amor oblativo a Jesucristo
Pastor y a la comunidad cristiana. Todo celibato no inspirado fundamentalmente por este doble y único
amor es o pura continencia o simple refugio o equilibrio inestable o tormento continuo. Las personas que
no han trascendido el «período adolescente» del amor a los demás como forma de amarse a uno mismo
tendrán especiales problemas justamente por su inmadurez afectiva. Pero asimismo una crisis religiosa,
una serie de decepciones pastorales o una línea de conflictos con la institución eclesiástica puede inducir
una regresión psíquica en virtud de la cual el sacerdote retira el capital afectivo empleado en el ministerio
y lo reinvierte en sus propios problemas e intereses. Estos casos no son simplemente imaginarios, sino
reales.
d) Pero la madurez afectiva no es la única base humana firme para el celibato. P.D.V. recuerda con
mucha sensatez que la prudencia, la renuncia y la vigilancia resultan necesarias. La educación de la
sexualidad postula especial-mente en el célibe una ascesis atenta y discreta20. Tal vez las cautelas
excesivas y desconfiadas de otros tiempos hayan sido hoy substituidas, en el caso de bastantes sacerdotes,
por actitudes permisivas que encierran dentro de si mismas un poco de ingenuidad y otro poco de
complicidad. En un clima cultural caracterizado por la frecuencia e intensidad de los estímulos eróticos,
por la «liberación sexual» de la mujer y por la «naturalización» de la relación genital, los tres substantivos
utilizados por P.D.V. resultan muy pertinentes no solo para los seminarista sino también para los
18
CENCINI, MOLARI, FAVALE, DIANICH: «El presbítero en la iglesia de hoy». Madrid 1994. Edit. Atenas; pg. 28
19
P.D.V. n. 44d.
20
Cf. P.D.V. n. 44e
sacerdotes. «Consumir» estímulos eróticos o establecer una cierta ambigüedad en el intercambio de
palabras y gestos con la mujer entraña problemas. Despierta en nosotros un amargo regusto de la
infidelidad y enciende el deseo de ir traspasando fronteras. Una vivencia «higiénica» de la sexualidad pide
en este punto lucidez y firmeza. La costumbre de decir nuestra sexualidad ante testigos cercanos,
respetuosos y competentes es sumamente saludable. Me temo que no sea muy frecuente. Enmarcar la
motivación cristológica, eclesiológica y escatológica del celibato en una antropología sexual correcta y en
una experiencia controlada, sería un cometido importante para la formación humana de los presbíteros.
e) La formación para la libertad como obediencia al significado de la propia existencia y como camino
de realización propia en el dominio de sí y en la entrega al servicio es otro de los acentos del texto
comentado21.
f) La educación de la conciencia moral vivida no como reacción ante un imperativo categórico
impersonal sino «como respuesta consciente, libre y amorosa a las exigencias de Dios y de su amor»
constituye el último punto de insistencia de P.D.V.22.
Me parece que el conjunto de los sacerdotes se caracteriza por una intensa conciencia moral. Este es un
activo importante en una sociedad en la que observamos no solo un desplazamiento de acento de unos
valores éticos a otros, sino una verdadera anemia moral. Me parece asimismo que los sacerdotes
vinculamos bastante espontáneamente comportamiento moral con respuesta fiel a Dios. Tenemos
conciencia de obedecer a Dios cuando obedecemos a nuestro código moral. En suma: la moralidad del
clero es muy alta; más alta que su moral.
Con todo, existe en muchos sacerdotes una forma de moralismo que resulta poco sana. Consiste en
explicar e interpretar la realidad preferentemente por categorías morales. Para ser más concretos: el
descenso de las vocaciones, por la escasa entrega de los sacerdotes; la crisis de la familia, por el poco
espíritu de sacrificio de los esposos; la explosión sexual de nuestro tiempo, por la desvergüenza de las
jóvenes generaciones. Es evidente que todas estas crisis tienen un componente moral. Es igualmente
evidente que son fenómenos culturales cuyas causas no son ni originaria ni exclusivamente morales.
La consecuencia de estas apreciaciones es el culpabilismo. El sano y necesario sentimiento de
culpabilidad, estructura básica de la conciencia teológica de pecado, se vuelve desproporcionado. El cura
se culpa de no atraer a los jóvenes, de no detener la hemorragia de los practicantes, de no disuadir a los
pecadores públicos, de no evitar la progresiva descristianización de su pueblo. Tal vez externamente
atribuye todos estos fenómenos a causas ajenas a su persona. Tal vez resulte a veces injusto y agresivo,
incluso en la misma predicación, al inculpar a otras personas, grupos e instituciones. Un sentimiento de
culpabilidad desmedido y no asumido es generador de agresividad. Pero en su fuero interno el presbítero
se interpela y se autoinculpa casi siempre de manera dolorida y desmesurada. La alternancia de las
acusaciones exteriores y la inculpación interior es el indicador de una actitud moralista.
Un análisis riguroso y objetivo de los fenómenos sociales que afectan a la religión y a la moral sería
más que deseable. No solo para que la correcta explicación de los mismos nos ayude a una atinada
respuesta pastoral. También para que el pastor sepa definir lo que es fruto de fenómenos complejos, lo que
es consecuencia de los errores e infidelidades de la comunidad cristiana y lo que es resultado de sus
propias deficiencias o negligencias. La formación permanente tiene aquí otro campo de aterrizaje.
21
Cf. P.D.V. n. 44f
22
Cf. P.D.V. n. 44g.
es fuente de humanidad. Pero la vivencia y ejercicio del ministerio hacen también más delicado el
desarrollo de otras dimensiones humanas del sacerdote.
El presbítero no vive ni ejerce su ministerio dentro de una campana de cristal. Toda su vida y ministerio
están inscritos en un cuadro de factores sociales y existenciales que condicionan favorable o
desfavorablemente el crecimiento humano de los sacerdotes. Identificar uno a uno estos factores, analizar
cómo repercuten en la humanidad de los presbíteros y determinar cómo habrían de intervenir sobre ellos,
para optimizar lo favorable y obviar lo desfavorable, el mismo presbítero, su comunidad, el presbiterio, los
servicios diocesanos y el obispo constituye un camino necesario y ambicioso de trabajo para un adecuado
tratamiento de nuestro tema.
Tal camino desborda los límites de la conferencia y del conferenciante. Nos contentamos con
identificar unos pocos factores que condicionan el crecimiento humano de los sacerdotes y con sugerir
algunas intervenciones. En concreto, vamos a analizar cuatro de estos factores. El primero está ligado a la
forma de existencia propia del presbítero; el segundo está vinculado a la naturaleza eclesial de su
ministerio; el tercero y el cuarto hunden sus raíces en las condiciones sociales de nuestro tiempo.
23
«Directorio para el ministerio y vida de los presbíteros». Congregación para el Clero. Roma 1994. Editrice Vaticana; n. 28.
dialogal, más repetitiva que creativa, más circunspecta y precavida que explícita y cordial» (Cardenal
Martini).
Cuando la relación con una persona pueda poner en cuestión su entrega a la comunidad, el sacerdote
puede tender no ya a marcar una distancia correcta sino a acartonarse en la relación y a refugiarse en el
rol. Cuando sus feligreses o conciudadanos le pregunten sobre cuestiones doctrinales candentes y
debatidas en la sociedad, el «rol» puede llevarle más a repetir machaconamente la doctrina eclesial que a
explicarla convincentemente. En su deseo de edificar con su conducta puede traspasar el umbral de la
sinceridad y ofrecer una imagen demasiado «oficial» e incluso inauténtica. Al ver cuestionado su rol
puede sentirse sin abrigo y a la intemperie. En este caso la crítica a la institución puede ser sentida
espontáneamente por él como una crítica personal y ésta como crítica a la institución. El «homo
ecclesialis» deriva entonces en «homo ecclesiasticus» en el sentido peyorativo de este término.
No me parece una respuesta adecuada a este riesgo el ejercicio por parte del sacerdote de otros roles
sociales, como, por ejemplo, una nueva profesión. El desajuste está entre el rol y la persona y no se
subsana con acumular más roles para que uno y otro «se relativicen». El camino está en el refuerzo de la
propia persona como instancia de discernimiento, como sujeto libre, como alguien que se estima por sí
mismo y se acepta a sí mismo. El amor y la adhesión a la comunidad y a la institución eclesial no solo no
se pone en peligro, sino que así se vuelve más personal y menos fusional. Para querer adultamente a la
misma Iglesia hace falta al mismo tiempo identificación con ella y alteridad respecto de ella. La simple
identificación crea adhesiones fusionales. La sola alteridad genera posturas frías y distantes.
Analizar con los sacerdotes estos temas, ofrecer criterios adecuados, denunciar posiciones dependientes
o descomprometidas podría ser una buena manera de contribuir a su crecimiento humano.
24
ANATRELLA, T.: «Vieillissement et perte de confiance des prêtres» en «La Vie Spirituelle», Suppl. n. 179. Dic. 1991.
seguir en el servicio cuando tantos se han marchado; del mérito de su presencia cerca de la comunidad y
de su pueblo; de la validez de su trabajo. Este reconocimiento suele ayudarles a reforzar la estima de su
ministerio y a tolerar la devaluación social del mismo. El apoyo más reconfortante y más esperado es el
del obispo. Los vicarios generales y episcopales no tienen para el presbítero el mismo valor simbólico.
Pero su proximidad es también apreciada y demandada.
Podríamos tal vez pensar que esta «demanda de obispo» revela una necesidad adolescente de ser
confirmados y valorados en nuestra vida y trabajo por la figura del padre y del jefe. Es más que probable
que en ocasiones sea así. Pero no lo es en muchos otros casos. También un adulto necesita ser reconocido
por aquellas personas a las que ama y de las que depende en su vida y en su trabajo. Necesita que sea
valorada no solo su persona sino también su trabajo. La entrevista individual en la que el obispo se
interesa discreta y confiadamente por su salud, su situación material y humana, su estado de satisfacción o
insatisfacción, sus perspectivas de futuro, su momento espiritual y su trabajo pastoral es un excelente
medio para confortar a los sacerdotes. Evaluar mano a mano con el presbítero su trabajo pastoral es una
manera excelente de mostrarle la importancia que tiene para nosotros su tarea y su función eclesial. En
diócesis de talla humana y número discreto de sacerdotes este ministerio episcopal resulta
posible.
«La formación permanente debe acompañar a los sacerdotes siempre, en cualquier período y situación
de su existencia... adaptándose a las posibilidades y características propias de la edad, condiciones de
vida y tareas encomendadas»25. P.D.V. diseña en dos números sucesivos26 la orientación específica para
cada una de las tres grandes fases de vida presbiteral. En el tercer capítulo de nuestro trabajo nos
proponemos aplicar esta luminosa indicación metodológica al tema de la formación humana de los
presbíteros.
La psicología evolutiva ofrece un parcial fundamento teórico a esta división tripartita de la vida del
sacerdote al distinguir cuatro fases en el arco de la vida adulta27. Una primera fase es la del adulto joven
(aproximadamente entre los 25 y los 40 años). La segunda es denominada «edad adulta tardía» (Remplein)
y se extiende, más o menos, de los 40 a los 60. La tercera es la «senescencia» (60-75 años), a partir de esta
edad hasta la vejez. La cuarta es la senectud. Nos acercaremos sucesivamente a cada una de estas fases.
25
P.D.V. n. 76.
26
P.D.V. nn. 76 y 77.
27
Cf. PEDROSA, C.: «La psicología evolutiva». Madrid 1976. Edit. Marova. Pgs. 349-408.
28
«Directorio de la Congregación para el Clero», n. 93.
estiman las responsabilidades asumidas. En concreto el sacerdote joven necesita «medirse con realidad».
Tal exigencia entraña en primer lugar ir confrontándose con la realidad de su ministerio de tal manera que
al ejercerlo vaya renunciando a las ilusiones sin perder la ilusión. La misma exigencia comporta, en
segundo lugar, probarse a sí mismo que ha elegido bien, que es capaz de suscitar adhesiones al mensaje
que propone y que es apreciado por la comunidad.
Determinados indicadores como el fenómeno de las secularizaciones tempranas de unos y los
abatimientos de otros denotan una cierta fragilidad generacional para enfrentarse con el espesor de su vida
adulta. Un número significativo de curas jóvenes, al tiempo que viven intensa y generosamente su
ministerio, se agobian fácilmente por la multiplicidad de sus tareas y se abaten con alguna frecuencia por
los reveses de la pastoral o las decepciones del presbiterio. Algunos pocos incluso abandonan el ministerio
casi en sus primeros compases. Diríase que son como esos boxeadores ágiles y activos, pero propensos a
que los golpes directos a las cejas les lesionen y les sitúen al borde del «fuera de combate». A pesar de
haber tenido con la mujer real un trato mucho más real que las generaciones precedentes, la fragilidad
parece también afectar a su compromiso celibatario. Tal vez la mayor «naturalidad» de la relación
intersexual de pareja, la dificultad cultural de interiorizar el «de por vida» y la carencia de criterios
precisos para regular su relación con el mundo femenino pueden explicar estos tempranos
desfallecimientos. A ellos contribuyen también las decepciones de su corta experiencia sacerdotal. Cuando
tienen los apoyos suficientes, remontan la situación. Pero no siempre salen fortalecidos de ella. Muchas
«neumonías» de la década de los cuarenta son «bronquitis mal curadas» de la década de los treinta.
Trabajar en un tajo en el que es difícil conseguir y evaluar los resultados y vivir la soledad existencial
del celibato son dos componentes que hacen delicada la situación del sacerdote joven. Las circunstancias
vocacionales hacen además que tengan que seguir «siendo jóvenes» durante un período excesivamente
largo. La generación que les precede a ellos en la que podrían encontrar al mismo tiempo conexión y
contraste, estímulo y realismo, es escasa en la Iglesia. La generación que les sucede, lo es asimismo. No es
saludable tener que ser jóvenes demasiado tiempo. En el caso de los sacerdotes tengo la impresión de que
se da con frecuencia una larga juvenilidad, una corta madurez y una senescencia prematura.
Pero la vida del sacerdote joven tiene unos recursos interiores y apoyos exteriores que le capacitan y
facilitan no solo su mantenimiento sino su crecimiento humano. Uno de los recursos es el intenso
componente vocacional subjetivo y objetivo, notablemente superior a las demás profesiones. En otras
palabras: la tarea que realiza y los motivos por los que la asume tienen una fuerte carga vocacional. Vista
desde la perspectiva humana, la tarea no es una profesión, sino una dedicación abnegada y gratuita a un
servicio humanitario. Confortar, educar y alegrar a otros está inscrito en el corazón del trabajo del cura.
Los motivos son asimismo vocacionales: el sacerdote se siente llamado a vivir para otros; ha alimentado
durante años esta vocación de entrega y encuentra en ella el gozo de sentirse útil. Tarea y motivos
configuran la persona del presbítero y la enriquecen notablemente. Ambos alimentan la dotación de
ideales de la persona del sacerdote.
Si el carácter vocacional es un rico recurso interior, la comunidad cristiana a la que es enviado es un
valioso apoyo exterior. No sólo por el espíritu de responsabilidad que despierta en él, sino también por la
especial relación que un célibe es capaz de entablar con ella. En efecto, el celibato bien asumido libera
para la relación con la comunidad un potencial de afecto, de entrega y de ternura que, detraído de su
destinatario espontáneo (la vida conyugal y parental) y debidamente transformado por la sublimación, se
orienta a la relación pastoral con la comunidad y con sus miembros. Este potencial transformado guarda
con todo su «marca de fábrica», el vestigio de su origen. ¿Cuál es ese vestigio?: la familiaridad. Un
pastor bien realizado confiere a su relación pastoral un estilo de entrañable familiaridad mayor y diferente
que el que puede normalmente ofrecer un profesional entregado que ha formado su propia familia. A nadie
se le oculta el valor de este fondo emocional para formar la familia de Dios.
Pero el apoyo de la comunidad debe ser completado por otros servicios y apoyos. P.D.V. alude
explícitamente al «intercambio de experiencias y reflexiones sobre la aplicación concreta del ideal
ministerial que ha asimilado en los años de Seminario»29 realizado en encuentros del clero joven. He
conocido por experiencia propia la fuerza configuradora que tiene sobre sus propios miembros el grupo de
clero joven cuando está bien liderado desde dentro y discretamente atendido desde fuera.
Es preciso agregar que supone una inmensa gracia para un sacerdote joven «rodar» junto a (o cerca de)
algún sacerdote más adulto que sea humana, espiritual y pastoralmente rico. Así lo certifica el Directorio
para el ministerio y la vida de los presbíteros30. El contraste diario y frecuente con él es un «seminario
permanente». En ese contraste se templan los idealismos, se encajan positivamente las lecciones de la
vida, se asimila sabiduría pastoral y se aprende a leer la realidad eclesial y social con ojos de pastor. El
cura joven necesita «moler lo que vive». Con frecuencia vive mucho y «muele poco». No tiene huelgo y
espacios para asimilar lo vivido. No olvidemos que la experiencia es «vida digerida». Un equilibrio mayor
entre exterioridad e interioridad ayuda a esta «digestión».
Pero ayuda también sobremanera la relación ante-dicha.
Esta relación singularmente rica puede incluso en algunos casos ser el cauce en el que el sacerdote
joven vuelca su intimidad serena o perturbada por la vivencia de su ministerio. En otros muchos no llegará
a este nivel, que el Directorio citado considera, con toda razón especialmente vital en la primera fase de la
vida presbiteral31. Una vida tan diferente a la del seminario despierta con frecuencia un «hombre
diferente» que tiene que volver a aprender a decirse a sí mismo ante otro. La experiencia dice que rara vez
se realiza este saludable ejercicio, a no ser en el fuero estrictamente sacramental de la confesión. El adulto
experimenta dificultades mayores para la apertura de su intimidad. En este punto nuestros curas jóvenes se
hacen demasiado pronto adultos. La diócesis tiene que facilitarles este servicio. Preparar en espiritualidad
y en sabiduría para la relación de intimidad a esos raros pastores aptos para esta faena y situarlos cerca de
los curas jóvenes es una manera previsora de cuidar su salud integral.
2.- Los sacerdotes de media edad
P.D.V. describe con trazos enérgicos y realistas los aspectos preocupantes de esta edad. «En realidad -
dice- son muchos los riesgos que pueden correr, precisamente en razón de la edad, como, por ejemplo, un
activismo exagerado y una cierta rutina en el ejercicio del ministerio. Así el sacerdote puede verse
tentado de presumir de sí mismo, como si la propia experiencia personal, ya demostrada, no tuviera que
ser contrastada con nada ni con nadie. Frecuentemente el sacerdote sufre una especie de cansancio
interior peligroso, fruto de dificultades y fracasos»32.
Tales rasgos son coherentes con el cuadro general de esta edad diseñado por la psicología evolutiva.
Los autores califican dicha fase con rasgos bien definidos. Desde el punto de vista biológico el sujeto vive
una leve involución orgánica que le sitúa en una especie de «meseta» ligeramente declinante. Mantiene su
rendimiento intelectual supliendo con la experiencia los primeros desgastes mentales. Su potencia sexual
experimenta un cierto descenso. No así la fuerza del deseo y la necesidad afectiva. Parecería que el sujeto
anhelara una «segunda oportunidad de vivir». De hecho las aventuras sexuales con personas más jóvenes
son frecuentes en este período. Pero tal vez el rasgo más saliente sea de orden existencial: situada en la
«media edad», la persona mira hacia atrás y hacia adelante. Le afecta mucho el nivel de fecundidad o
eficacia de su vida pasada. Apunta un temor a la inutilidad y a la soledad futura. Dotado de una notable
experiencia de los límites de la realidad, se pregunta vivamente no sólo por la eficacia, sino también por el
sentido de su existencia. Todos estos caracteres inducen a los autores a calificar el núcleo central de esta
29
P.D.V. n. 76.
30
«Directorio de la Congregación para el Clero», n. 82d.
31
Ibíd. n. 54.
32
P.D.V. n. 77a.
fase como «crisis de madurez». Marañón en concreto la llama «la edad crítica». Digamos con todo, para
no dramatizarla, que toda crisis de este estilo entraña renunciar a determinadas preferencia de la etapa
anterior para adaptarse a las nuevas exigencias de la etapa subsiguiente. En todas ellas hay un conflicto
vivido más o menos suavemente seguido de renuncias y aceptaciones.
¿Cómo vivimos los sacerdotes esta fase crucial? La mirada al pasado está cargada de una pregunta: ¿es
válido y sólido lo que he construido con mi dedicación pastoral?, ¿albergo una satisfacción básica sobre la
maduración espiritual adquirida? La mirada al presente contiene este interrogante: ¿vivo «adultamente
feliz», es decir, centrado?, ¿en qué grado mi vida está siendo útil a los demás y grata a Dios? La mirada al
futuro no está exenta de cierto temor: ¿qué puedo esperar de una realidad (eclesial, social, personal) que
«da de sí lo que da»?, ¿qué quedará de todo esto en lo que estoy poniendo mi vida entera?33
Felizmente el sujeto que se pregunta es adulto. Sabe lo que puede pedir a las personas, a la Iglesia, a la
sociedad. Sabe lo que puede pedirse a sí mismo. Es capaz de hacerse todas las preguntas antedichas con
serenidad y sin conformismo. Está en «la edad en la que llegamos a ser lo que somos» (Ch. Péguy). Una
minoría se formula las preguntas antedichas con gran insatisfacción, con agudo sentimiento de
culpabilidad, con una carga visible de resentimiento agresivo e inconformista. Este grupo no ha sabido
hacer el duelo necesario y saludable al pasar de la edad juvenil a la edad adulta. Mantienen casi intacto el
idealismo juvenil o, más exactamente, adolescente. No se resignan a aceptar el «principio de la realidad»,
al cual consideran la tumba de los ideales. Confunden ideales con idealismo. Tiene una manera poco
adulta de leer la utopía del Evangelio. Tienden a pensar que «todo lo posible debe ser real». El análisis
más afinado revela un «ideal del yo» excesivamente lastrado por elementos imaginarios. En exceso se han
soñado a sí mismos como santos, como héroes; en exceso han soñado los límites de la realidad como
elásticos hasta el infinito. Toda realidad está condenada a defraudarles.
Pero no es este el caso de la gran mayoría de los sacerdotes. Muchos de ellos «aguantan bien» las
preguntas arriba formuladas. Con todo es preciso señalar que un buen número de presbíteros tiñen el
realismo maduro propio de la edad con una dosis no desdeñable de escepticismo. Si el «síndrome de
amanecer» caracteriza el clima interior del joven presbítero, el «síndrome de atardecer» modula con
frecuencia el talante del sacerdote de media edad. Mentalmente el escepticismo se distingue del realismo
porque recorta las posibilidades de la realidad y minusvalora los aspectos positivos de la misma.
Vitalmente se caracteriza por la incapacidad de ilusión y de entusiasmo. Cuando esta actitud llega a
asentarse como una niebla baja en el alma de los presbíteros, los proyectos de renovación pastoral son
percibidos como poco más que pura cosmética; los planes de Formación Permanente son simple terapia
ocupacional; las exigencias espirituales son rizos complicados sobre la sencillez del evangelio; el mismo
Concilio es visto como un acontecimiento que ha supuesto bien poca cosa para la Iglesia.
Varios factores pueden explicarnos esta reacción. Uno es la educación idealista que, para bien y para
mal, recibimos en nuestros años adolescentes y jóvenes. Esta educación nos brindó ideales que
enriquecieron extraordinariamente nuestra vida. Pero no nos brindó actitudes y mecanismos
suficientemente finos para analizar la realidad, ni para traducir a ella los ideales ni para tolerar la
frustración que las «rebajas» de la realidad genera inevitablemente. Muchos sacerdotes han aprendido
después. Otros no hemos aprendido en la medida deseable. De Lubac decía de Bayo que su pesimismo
respecto a la naturaleza humana (sólo capaz de pecar) nacía de su exagerado optimismo acerca de ella
(naturalmente llamada a la visión de Dios). G. Marcel distingue la desesperanza de la desesperación. La
desesperanza es la propia de quien no ha esperado nunca porque nunca ha creído que se puede esperar
nada de la vida. La desesperación anida en aquel que, habiendo esperado ardientemente, ha sido continua
e intensamente frustrado por la realidad. El escepticismo arriba señalado tendría algún parentesco con esta
última decepción.
33
Cf. GARRIDO, J.: «Adulto y Cristiano». Santander 1989. Edit. Sal Terrae. pgs. 106.170.
La tendencia escéptica se explica también por la crudeza del tiempo presente para la vida y ministerio
de un sacerdote. Hoy no resulta tan fácil mirar hacia atrás y encontrar, como fruto de nuestro trabajo, unos
resultados pastorales abundantes y estables. Resulta obvio que la mirada al futuro produce algunas
inquietudes y temores. Vosotros sabéis bien que la tristeza por el pasado, la insatisfacción por el presente
y la ansiedad por el futuro son bastante frecuentes entre nuestro clero.
Pero entre el inconformismo y el escepticismo, que son tentaciones reales de una porción de nuestro
clero, se sitúa el realismo sereno y esperanzado. Un buen porcentaje de sacerdotes vive así su vida y
ministerio, su relación eclesial, su relación con Dios. A ello contribuyen desde luego el temperamento, las
vicisitudes de la biografía personal, la capacidad de análisis y los instrumentos que para este análisis
sepamos ofrecer a nuestros curas.
Quiero detenerme en dos medios especialmente saludables. El primero es el cuidado de la salud física
ya en esta etapa. No hemos de olvidar que todas las funciones y sistemas corporales sufren ya en ella, una
involución: las glándulas endocrinas (andropausia), las funciones cardiovasculares (esclerosis), la función
respiratoria (afecciones bronquiales), el sistema nervioso (pérdida de reflejos). El organismo que inicia su
decadencia puede tirar del psiquismo e inducir en él una «nostálgica y melancólica reflexión sobre el
pasado» (P. Ricoeur). Cuidarse es una manera de evitar estas regresiones.
El segundo medio es el «tiempo sabático». En una fase en la que la persona «hace balance» vital, los
servicios que le prestamos deben facilitar las mejores condiciones para hacerlo bien. El año sabático
debería ser en este período, práctica universal. Debe ser pensado en función de las necesidades específicas
del presbítero de esta edad. La actualización teológica y el cultivo espiritual no deben ser desdeñadas.
Pero tampoco debe ser olvidado aquel conjunto de servicios que ayuden al sacerdote a reconciliarse con su
pasado, asumir el presente y afrontar su futuro. Para ello es necesario ayudarle a comprender lo que vive
interiormente y lo que sucede en la Iglesia y en el mundo. Es bueno ofrecerle medios para comunicarse en
toda su profundidad y expresarse en toda su riqueza. Es saludable crear un clima convivencial grato en el
que cure sus heridas y tenga una cierta «experiencia de presbiterio». Los Ejercicios Espirituales de mes
entero son un excelente complemento del tiempo sabático. La experiencia personal y ajena me dice que
ese clima de gracia marca decisivamente a muchos. Para reconciliarnos con nuestro pasado tenemos que
«llorarlo ante Dios». Para asumir el presente se necesita una fortaleza que el Espíritu va suscitando o
resucitando en nosotros a lo largo del itinerario espiritual ignaciano. Para afrontar el porvenir tenemos que
evangelizar las alergias provocadas por el pasado y los miedos suscitados por la incertidumbre futura y
contemplar cómo nace lozana entre ellos la confianza.
34
P.D.V. n. 77b.
temor al retiro y al debilitamiento de la salud preocupan cada vez más. En suma: una pérdida en el hacer y
en el poder inducen fácilmente un descenso en la conciencia de valer. Es la senescencia.
No es difícil identificar en algunos de estos rasgos la imagen de muchos sacerdotes. Pero la misma
actividad y responsabilidad contrarresta en buena medida la emergencia de los rasgos antedichos. La
situación de penuria vocacional está obligando a esta generación de sacerdotes a trabajar con sesenta y
cinco años como si tuvieran cuarenta y cinco. Saben que no pueden bajar la guardia porque el relevo es
escaso. Este nivel de actividad y responsabilidad les ayuda a mantener su vitalidad. Así encontramos entre
ellos muchos sacerdotes de talante sereno, entregado a la gente, gozosos en su trabajo, más tolerantes
según avanzan en edad, dispuestos a aprender lo que pueden. Sufren por sus limitaciones e impotencias
pastorales. También asoma en ellos la dificultad progresiva de adaptarse a la mentalidad actual.
Experimentan con claridad que ya no están para ciertas generaciones y determinadas tareas de la pastoral.
Tienen menor capacidad para digerir los conflictos generados por la vida apostólica: las tensiones les
hacen perder el sueño con mayor frecuencia que en otras épocas. Les apena que se vaya acercando la hora
de la jubilación porque están muy identificados con el ministerio. Aceptan de buen grado, aunque no sin
costo psíquico, ser relevados de los primeros puestos y el colaborar desde un segundo plano. Su
espiritualidad sencilla y sólida les ayuda mucho.
El primer aprendizaje que debemos realizar a medida que nos adentramos en esta etapa es el siguiente:
aprender a sosegar el ritmo de nuestra actividad si ésta es muy intensa. No estamos ya para «ritmos
juveniles». Remitir en la cantidad e intensidad del trabajo es una manera de reconocernos en nuestra
verdad. Es la última oportunidad para llegar a la senectud en buenas condiciones. Es necesario para
acompasar mejor interioridad y exterioridad, oración y tarea, reflexión y acción, descanso y trabajo.
Pero la sabiduría principal que debería ofrecer a este primer grupo la Formación Humana sería la de
«aprender a ir envejeciendo». El éxito está bastante asegurado. Todos los servicios que les ofrezcamos
tendrán buena acogida. Los agradecen no solo por su utilidad, sino como signo de preocupación por ellos
y su futuro. Pero necesitan adquirir el «arte de envejecer», porque el hecho de envejecer es un sufrimiento
hondo que intentamos marginar de la conciencia eludiendo nuestra atención a él y volcándola sobre
nuestra tarea. Sin embargo, como un agua subterránea, nos va horadando si no la sacamos a la superficie.
Sólo un fenómeno asumido puede dejar de ser nocivo y resultar saludable. Dos apoyos pueden ser valiosos
para estos hermanos: la cercanía de los responsables y la espiritualidad. La primera les hace ver que son
queridos más por lo que son que por lo que hacen. La segunda les ayuda a aceptarse, con paz, a ofrecer a
Dios sus posibilidades y limitaciones, a confiar a Dios su futuro.
Los síntomas dolorosos propios de esta fase se acentúan en otro buen grupo de sacerdotes de manera
más aguda y más preocupante. Las llamadas y estímulos a la renovación mental, espiritual y práctica les
hostigan más que les estimulan. Ellos «ya no están para esa gimnasia» que por otro lado les parece en
parte ocupación de entretenimiento. No se sienten suficientemente valorados en su fidelidad y entrega ni
por su grey ni por sus pastores. Les asustan mucho los cambios de destino que en ocasiones les resultan un
verdadero traumatismo del que no se rehacen fácilmente. No es fácil desarraigarse y rearraigarse después
de los sesenta o sesenta y cinco años. Algunos desean la jubilación como un expediente que les ahorra
complicaciones y les otorga mayor libertad de movimientos. Otros la sienten como enemiga, puesto que
les confina en la inactividad, en la «irresponsabilidad» y en la inutilidad. Tienen un historial de agravios
que suele ser con frecuencia en parte objetivo y en parte subjetivo, casi siempre exagerado. Este grupo de
sacerdotes pertenece a la «Unidad de Grandes Quemados». A veces uno no sabe si están «quemados» o
están «deshidratados». Sufren mucho y hacen sufrir bastante35.
Resulta muy delicado acompañar y ayudar a este grupo cargado de problemas. La comunicación con
los responsables –a veces con el mismo presbiterio– es débil e incluso, negativa. El grupo de sacerdotes al
35
Cf. GARRIDO, J. ibíd. pgs. 134-136.
que pertenecen es un valioso activo, siempre que no se haya convertido en un «cenáculo de amargura».
Salvo raras excepciones la visita del obispo, hecha con discreción y claridad, resulta muy positiva. En ella
el obispo debe favorecer el desahogo, la «lectura de los agravios» acumulados y la confesión de los
sufrimientos. Debe escuchar con paciencia y exhortar con libertad y delicadeza. La atención a sus
necesidades materiales debe ser rápida y exquisita. Las situaciones de enfermedad o debilidad ofrecen
buenos flancos para una cercanía siempre delicada.
36
Puede resultar sugerente LECLERCQ, J.: «La alegría de envejecer». Salamanca 1982. Edit. «Sígueme».
todavía no ancianos. Ella denuncia mansamente nuestro excesivo interés por cosas que no valen tanto y
nuestra excesiva sensibilidad ante males y desgracias que tampoco son para tanto. Justamente porque
están «más allá» de muchas cosas pueden ayudarnos a ser objetivos a quienes por estar demasiado cerca
no vemos las cosas en su verdadera perspectiva. Muchos sacerdotes ancianos son como esas manzanas de
antaño a las que el paso del tiempo confiere una dulzura y un aroma que la manzana fresca no posee
todavía.
Por ser sacerdotes tienen también sus recursos interiores. La experiencia de la muerte con la que han
convivido de cerca tantas veces en su ministerio, favorece la familiaridad con ella, su mayor aceptación.
Por ser tan central la perspectiva de la muerte en esta edad y por ser tan vital la «reconciliación» (siempre
incompleta) con la muerte para la misma salud psíquica, no debemos subestimar esta activo de los
sacerdotes que repercute en su paz global. Por ser sacerdotes pueden, en fin, comprender y vivir esta etapa
como fase de preparación inmediata al Gran Encuentro Definitivo. Y por serlo pueden también decir con
San Pablo: «ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros y completo en mi carne lo
que falta a las tribulaciones de Cristo»37.
Pero esta reserva interior necesita un apoyo exterior que apuntamos brevemente. En primer lugar es
necesario que las diócesis elaboren o mejoren «unas orientaciones relativas al estatuto, a las funciones y a
los problemas del clero jubilado»38. La dignidad y hasta el número grande y creciente de sacerdotes
jubilados así lo exige. En segundo lugar es preciso asegurar desde las diócesis una atención material y
sanitaria para la fase actual y terminal de estos sacerdotes. Nada sosiega más sus temores de futuro que
esta garantía. En tercer lugar es importante ofrecerles periódicamente información directa de la vida
social, eclesial y diocesana y convocarlos a encuentros y actividades generales (con sus hermanos en
activo) y específicas (sesiones especiales). En cuarto lugar es capital el encuentro personal amistoso del
delegado diocesano y del obispo.
Todas estas iniciativas responden a necesidades concretas de los presbíteros jubilados. Pero además
salen al paso de una necesidad básica: la de ser estimados y valorados por la diócesis a la que se
consagraron. Su conciencia de «no valer ya» y la imagen social peyorativa de los ancianos necesitan ser
compensadas y corregidas por unos signos de aprecio constantes, cálidos y prácticos. La humanidad, la
gratitud y la fe nos piden que seamos, en este punto, especialmente generosos y abnegados.
EPÍLOGO
Esta página final no pretende consignar conclusiones propiamente dichas sino explicitar algunas
constantes que de manera latente o patente impregnan toda la conferencia.
1ª.- Deslindar en la medida de lo posible, dentro del vasto capítulo de la atención humana a los
sacerdotes el área de la asistencia y el área de la formación. La primera está ya más elaborada. La misma
Comisión del Clero le dedicó recientemente un trabajo39. La segunda está menos estructurada. A ella le he
dedicado principalmente mi reflexión.
2ª.- Acentuar el parentesco y la diferencia entre los adultos en general y los adultos presbíteros. El
sacerdote no es ni un simple caso particular del adulto ni una especie aparte. En concreto he tratado de
apuntar cómo se realizan en el presbítero los rasgos de la condición adulta y los caracteres de cada una de
sus fases y como la condición sacerdotal modula los problemas y las salidas airosas o defectuosas de los
mismos.
3ª.- Evitar la excesiva dicotomía (hija de un maniqueismo encubierto) entre dificultades y
posibilidades. Los balances «en blanco y negro» en los que se consignan en una columna los «aspectos
37
Col 1,24.
38
Comisión Episcopal del Clero. «Plan Pastoral para el trienio 93-96». Madrid. Edice. 1993.
39
Cf. Comisión Episcopal del Clero: «Los sacerdotes» (Ad usum privatum). Madrid. Edice 1993; pgs. 17-32.
positivos» y en otra los «aspectos negativos» son simplistas y en parte injustos. Una misma situación de
vida (por ejemplo, el celibato) o de ministerio (por ejemplo, la dificultad de evangelizar) lleva en sí mismo
posibilidades y dificultades. El que unas se sobrepongan a las otras depende de la historia de la persona,
del apoyo recibido y, en último término, de ese juego sutil e insondable entre la libertad y la gracia.
4ª.- Subrayar la continua interacción entre las cuatro dimensiones de la Formación Permanente y, en
concreto, la saludable interferencia de la buena espiritualidad sobre la humanidad del sacerdote.
Puede decirse que es imposible un despliegue humano amplio del sacerdote adulto sin una rica
espiritualidad. Ella le brinda criterios y motivos para crecer. Sin éstos el crecimiento posible queda
sensiblemente limitado. La santidad es una buena ayuda para que seamos más humanos. Y aunque pueda
posarse también sobre personalidades problemáticas e incluso neuróticas mostrando así la soberanía de la
gracia, una humanidad afectivamente rica y equilibrada es, de ordinario, una condición más apta para la
práctica de una auténtica espiritualidad.
5ª.- Mostrar la gran riqueza humana del oficio de pastor. Cuando un hombre se identifica con este
oficio los flancos humanos que estimula y desarrolla son mucho mayores que aquellos que puede inhibir o
dificultar. Existen pocas profesiones que favorezcan tanto el cultivo de la afectividad y la responsabilidad,
de la gratuidad y la profundidad. «Nos ha tocado un lote hermoso; nos encanta nuestra heredad».
6ª.- Seguir fielmente el texto de P.D.V. y comentarlo creativamente. La intención de Juan Pablo II
en P.D.V. no es ofrecer una panorámica general de la situación de los presbíteros ni un diseño
substancialmente completo de su formación humana. Consiste más bien en apuntar algunos problemas y
riesgos de los diferentes grupos de sacerdotes, en fundamentar la necesidad de dicha formación y en
señalar algunas áreas privilegiadas de la misma. Nosotros debemos no sólo aplicar sino prolongar la
P.D.V. guiándonos de sus principios inspiradores. Este ha sido el objetivo que me he propuesto. El
presente trabajo no ha logrado sino desbrozar el camino.
FORMACION HUMANA
Para un cierto tipo de pedagogía iluminista basta con saber para crecer, basta con conocer los
defectos para superarlos. Desde esta perspectiva la formación sería básicamente una cuestión de
información en el orden intelectual. Pero esto es desmentido por los hechos, pues, muchos jóvenes, con la
ayuda adecuada, logran proyectar luz sobre sus puntos débiles e inconsistencias personales, pero no son
capaces de acabar con ellos.
¿Pero es que no le sucedía también a Pablo que veía y quería hacer el bien, y sin embargo se
encontraba con que estaba actuando según una “ley” contraria? (cf. Rom 7, 21-25).
No basta conocer dónde están los puntos débiles de uno mismo, sino que hay que utilizar los
mecanismos operativos precisos que permitan a uno atacar la inconsistencia en el punto adecuado, es
decir, sus mecanismos vitales. Tarea de la formación permanente es, justamente, conociendo ya las
debilidades propias poder reconocerlas en sus mecanismos vitales y actuar en orden a una superación.
Es claro que la formación inicial no puede eliminar todas las inconsistencias del sujeto, pero sí que
le ayude a precisarlas, lo que significa nombrarlas e identificarlas. Situarse frente a ellas con sentido de
responsabilidad, descubriendo que el mismo sujeto es responsable de ellas.
Es verdad que las inconsistencias normalmente nacen en un momento pasado de la vida. El origen
remoto de la inconsistencia está en los años pasados, en la primera infancia. Pero hay siempre una
responsabilidad que tiene que ser descubierta y concientizada.
Uno puede no ser responsable o totalmente responsable de las propias inmadureces e
inconsistencias, pero sí es responsables frente a la actitud que se asume frente a ellas. Este es un punto
muy importante en psicología. Puede ser que no haya una total responsabilidad del sujeto porque todo
40
Otras exposiciones del mismo Encuentro fueron publicadas en Pastores 30, Septiembre de 2004. Para este tema puede
consultarse la obra del mismo autor: “Los sentimientos del hijo”, Ediciones Sígueme, 2000, pág. 215.
está relacionado con el pasado, con las experiencias de vida, con algunos consentimientos por los cuales la
persona no puede ser considerada responsable, pero en todo caso la persona es responsable de la actitud
que asume ahora frente a sus inconsistencias.
Es responsable por lo que hace para reconocerlas, es responsable por lo que hace para identificar
sus raíces, es responsable por lo que hace para gratificarlas o no, y, finalmente, es responsable por lo que
hace para superarlas.
Formar en esta responsabilidad no es solamente problema de la formación inicial, sino también de
formación permanente.
Vamos a ver cómo una inconsistencia nace y se va haciendo más determinante de la vida de la
persona, condicionándola cada vez más. Veremos también, cómo puede ser tratada y superada.
1. Dinamismo de la inconsistencia
Primera fase
Búsqueda de pequeñas y superficiales gratificaciones
Tomemos como ejemplo un caso de dependencia afectiva. Al comienzo la persona podrá advertir
dentro de sí mismo una situación de carencia o de insatisfacción, una situación que muchas veces es
experimentada por cada uno de nosotros como insatisfacción general. La soledad es una experiencia
normal y diaria por quien ha elegido ser célibe por el Reino. Supongamos que esta persona siente
particularmente difícil una experiencia de soledad o ciertas situaciones no gratificantes producto de la vida
ministerial, no imposible para un cura hoy.
Agreguemos a este tipo de sentimientos interiores una cierta necesidad de contacto psicológico o
incluso físico. Necesidad de seguridad, de atención de los demás en sus relaciones, de centralidad del
propio yo. En ellas la persona se siente objeto de una cierta atención por los otros y entonces podrá ir
buscando pequeñas gratificaciones, pequeñas muy ligeras, muy superficiales, no moralmente relevantes,
gratificaciones lícitas. Búsqueda de personas y de contactos variados, demandas implícitas de atención,
huída de la soledad consigo mismo y reclamo de toda clase de compañía.
Se dan así gratificaciones que no son moralmente relevantes. También podemos poner el ejemplo
del que busca la satisfacción a una cierta curiosidad, como el cura que al final del día se siente cansado y
se toma unos minutos de recreo navegando en Internet. Una cierta curiosidad satisfecha.
Normalmente en esta primera fase las concesiones son irrelevantes y de escaso peso en el terreno
moral.
Segunda fase
Comportamiento ambiguo
Si la persona continúa con este estilo, progresivamente el comportamiento se va haciendo cada vez
más proclive a un cierto tipo de gestos, de gratificaciones, y a una cierta ambigüedad, ya que si bien no se
trata aún de conducta pecaminosa, al mismo tiempo no es la expresión típica y normal según la identidad
del presbítero.
Pero además, en el presbítero, esta curiosidad afectiva sexual no sólo es ambigua porque no es
según su identidad espiritual sino también porque es típica de otro momento del desarrollo psicológico. La
curiosidad sexual es típica del momento de desarrollo del preadolescente que siente que entra en un
mundo nuevo o relativamente nuevo y siente dentro de si esta necesidad. Descubre su cuerpo y
experimenta nuevas sensaciones y entonces siente dentro de sí esta necesidad de conocer, de conocerse, de
conocer al otro. Esta curiosidad sexual es típica de la preadolescencia y no del adulto.
La ambigüedad se da en este sentido, no solamente entonces en el sentido espiritual que es también
importante. Y cuando hay ambigüedad, desde el punto de vista psicológico, la persona hace algo que no
será nunca gratificante porque esta haciendo lo que está fuera de su edad. Entonces esta curiosidad no será
nunca gratificada porque la persona está haciendo algo que no es según la edad, según lo que debería ser
el estilo, la manera de vivir típica de esta edad. Es importante darse cuenta de estas leyes psicológicas.
Si la persona continúa en este tipo de conducta se va haciendo cada vez más proclive a una cierta
ambigüedad. Ambigüedad que se desarrolla en un proceso muy suave. Por ello la persona normalmente no
se da cuenta. El camino es muy lento, muy largo, sin traumas que puedan atraer la atención del sujeto.
Esta ambigüedad se extiende lentamente al juicio moral, que se hace cada vez más benévolo y
comprensivo. Entonces una conducta ambigua, progresivamente parece normal. El problema es que esto
provoca, normalmente, una debilidad de ciertas convicciones e incluso una debilidad con respecto a los
valores de la persona. Porque el camino aquí es distinto del que hemos visto en otra charla41, donde
decíamos que la mente, el corazón y la voluntad van todos en una dirección precisa que es la del yo ideal
Aquí el problema es solamente psicológico. En este punto no es moral porque no hay,
rigurosamente hablando, una conducta fuera de la norma moral. El problema es psicológico, pero estas
son las fases en las cuales se podría intervenir bastante más fácilmente, porque aquí comienza una cierta
debilidad inicial.
Todo este comportamiento no es moralmente relevante sino psicológicamente relevante porque no
estando en sintonía con tu identidad espiritual y psicológica debilita ciertas convicciones. La convicción es
grande cuando es fruto del camino unitario de la totalidad intra-psíquica. Cuando no hay este camino
unitario de la totalidad intra-psíquica empieza el camino exactamente contrario: que estas convicciones,
con respecto al valor de la vida del yo ideal, se debilitan, empiezan a debilitarse incluso con una cierta
sensibilidad ligada a los valores. Sensibilidad significa el fruto, la consecuencia de este proceso. Si hay
otro camino, como la sensibilidad es energía psíquica, los deseos empiezan a volverse hacia otra
dirección.
Tercera fase
Hábito o costumbre
41
Cfr. Pastores 30.
difícil. Cuando todo esto se convierte en estilo de vida y camina hacia una precisa dirección es claro que la
renuncia a estas gratificaciones se hace cada vez más difícil.
Al mismo tiempo provoca un menor conocimiento de lo que sucede en el corazón porque el estilo
de vida se impone sin ejercicio de la libertad. Se impide así dar atención a lo que pasa en el interior de
corazón ya que pierde aquella energía a través de la cual el cura debería dar atención a lo que pasa en su
corazón.
Por esto, desde el punto de vista psicológico, el examen de conciencia tiene una importancia
enorme. No es una cosa de niños y seminaristas menores, es signo de madurez de la persona que mantiene
este tipo de vigilancia sobre sí. Mirarse a la luz de lo que es el centro de su vida - el misterio pascual-, y de
la Palabra del día.
El menor conocimiento de lo que sucede en el corazón y la mayor familiaridad con la gratificación
o con un estilo de vida gratificante cada vez más ambiguo, es llamado en psicología ego sintonía.
La ego sintonía, como familiaridad progresiva y aceptación de un modelo de vida ambiguo, impide
a la persona sentir esta parte de sí como algo que es débil y que merece ser trabajado y a lo mejor luchado.
La ego sintonía se expresa con términos como “bueno yo tengo este tipo de necesidad” o “Dios me ha
hecho de esta manera entonces me acepto”.
La ego sintonía (que es distinta de la egodistonía o egoalinidad, que reconoce esta parte de sí como
algo que uno no quiere) no permite decirse la verdad viendo que, si bien esto es parte de uno, no está en
sintonía con el propio ideal. La ego sintonía no permite descubrir estas actitudes como debilidad que hay
que trabajar cada día, ni como expresión de la propia vulnerabilidad. Ego sintonía, por el contrario,
significa familiarizarse de tal manera con la debilidad que se piensa que no tiene sentido luchar contra
ella, pensando que hacerlo sería contraproducente, ya que cada uno tiene una debilidad y Dios nos ama
igual.
Cuarta fase
Automatismo
Poco a poco cuando la inteligencia no interviene y el estímulo que conduce al cambio tampoco,
cuando no se es capaz de entender lo que pasa, las gratificaciones y concesiones afectivas se vuelven
automáticas. Aquí hay un salto de calidad. No sólo no necesitan estímulo consciente por parte de la
persona sino que anticipan sus propios conocimientos y las propias decisiones. Hay algo que anticipa en ti
tus decisiones conscientes. Automatismo quiere decir: algo que se impone, atracción que arrastra.
Y esta atracción sustrae energías a otros intereses, a otras atracciones. Por ejemplo la atracción del
corazón que descubre su identidad escondida en Dios, la atracción del corazón que se enamora de la
Palabra porque dentro de esta Palabra se descubre a si mismo.
Entonces, el automatismo significa que el proceso de sustracción de energía ha llegado a un punto
relevante, sobre todo psicológico, no necesariamente moral. Y esta atracción que arrastra es cada vez más
fuerte. Muchas veces la persona en esta fase dice: “es más fuerte que yo”. Y dice la verdad cuando dice
esto. Es típico de una cierta cultura juvenil.
Pero en realidad hay que decir “ha llegado a ser más fuerte que yo”, ya que antes no lo era. Hay
que reconocer la responsabilidad del sujeto para llegar a este punto. Es cierto que ahora es difícil
intervenir, pero antes era posible. La persona tenía en sus manos el problema. Por lo tanto hay una
responsabilidad, al menos remota.
Y este automatismo, que se auto impone a la libertad del sujeto que ya no será libre, también hará
perder progresivamente la capacidad de gozar de las mismas gratificaciones a las que se ha habituado. El
gozo disminuirá inevitablemente.
Aquí empieza el problema moral. Porque la dosis de antes no será suficiente, tiene que aumentar.
Este es el punto neurálgico: si en la primera fase se buscaban pequeñas, inocentes, “soft and light”
gratificaciones, ahora el automatismo lleva a una necesidad mayor, para vencer el proceso de anestesia.
El automatismo provoca una división en las energías de la persona. En el caso del sacerdote hay un
yo ideal que direcciona parte de las energías hacia la propia vocación, pero otra parte de estas energías
será absorbida por la inconsistencia. Es como una fractura, una esquizofrenia, algo que divide por dentro.
Y esto hace a la persona más débil, disminuye la vitalidad humana y la capacidad de gozar.
Podemos leer esto con el aporte de una intuición freudiana: el principio de la libido.
Freud descubrió que la libido funciona así: hay una tensión que sube hasta el punto de hacerse
insoportable. Una tensión que es como una presión interior, como una necesidad instintiva, que puede ser
necesidad de ser amado, de ser objeto de atención, de ser querido y buscado por las otras personas.
Cuando la tensión se hace insoportable la persona la reduce. Freud descubrió que si esto se
convierte en estilo de vida, toda la vida es como la reduplicación de este esquema: tensión – reducción -
vida normal. Luego vendrá una nueva tensión que sube a un cierto punto donde se hace insoportable,
reducción y nuevamente vida normal. Y así se repite como una fotocopia. Es una reduplicación
progresiva.
Pero Freud descubrió que la costumbre de este esquema lleva a una experiencia de muerte. Esta es
una intuición de Freud formidable, de la cual se habla poquísimo en las aulas universitarias.
Muerte, “thánatos”, como la consecuencia inevitable de una vida en la cual la persona ha asumido
progresivamente esta manera de vivir. Quien vive así va al encuentro de la thánatos, muerte psíquica. Esta
muerte significa la muerte interior, incapacidad de gozar de las gratificaciones, menor capacidad de
desear, deseos desde el punto de vista cualitativos muy bajos, escasa capacidad de renunciar, ideales
reducidos que no tienen fuerza de atracción, una progresiva disminución de la vitalidad humana, la
repetición sin pasión, sin coraje de entregar su vida por un grande ideal.
Es una intuición muy buena aunque venga de una antropología tan distinta de la nuestra.
Cuando esta manera de vivir se convierte en hábito, en automatismo, la persona pierde
progresivamente la capacidad o la libertad de gozar de las mismas gratificaciones a las que se ha
habituado.
Podríamos decir que cuanto más una persona hace lo que le gusta, menos le gusta lo que hace, esto
como principio general. Cuando la persona asume este tipo de conducta y simplemente hace lo que le
gusta, lo que siente dentro si de hacer, menos le gusta lo que hace. Por consiguiente la gratificación
primera, la que era superficial y moralmente irrelevante, ya no será suficiente. Deberá aumentar hasta el
punto de provocar una búsqueda de gratificación que podría llegar a ser moralmente de importancia.
¿Qué hará la conciencia? Normalmente la conciencia justifica todo esto. El mismo mecanismo
extraño que busca una gratificación cada vez más exigente y hace la persona cada vez menos libre para
gozar de ella, nublará la conciencia, la oscurecerá. Hará que el sujeto sea cada vez menos capaz de tomar
distancia y de mantener libre el juicio de la conciencia.
Evidentemente utilizará cada vez más los mecanismos de defensa. En este momento será
importantísimo dejar de lado estos mecanismos de defensa que llevan a la persona a decirse que no hay
nada de mal y que puede continuar a vivir así.
Los dos puntos significativos de esta cuarta fase son: que la dosis tiene que aumentar para alcanzar
gratificación y que el juicio de la conciencia es siempre menor en relación con lo que debería ser el
auténtico juicio de la conciencia.
Estas cuatro fases muestran cómo se da el desarrollo de la conciencia en nosotros. La conciencia
no es simplemente aquel juicio que es fruto de los estudios de teología moral. Muchas veces en nosotros
hay otra conciencia que es fruto de este tipo de condicionamientos internos y que nos hacen ver y sentir
una cosa como lícita y permitida y otra cosa como no.
Nuestra misma conciencia en su capacidad de juzgar el bien y el mal tiene su historia y su
prehistoria. Es el producto de un laborioso y misterioso proceso que tiene lugar dentro de nosotros a veces
sin darnos cuenta. Y del que advertimos más claramente el resultado y las consecuencias (sentir algo como
bueno o malo) que cada una de las fases de su evolución.
Se dice normalmente que existe libertad de conciencia. Esto es cierto, pero lo que no existe es
libertad en la formación de la conciencia, ya que la conciencia de un presbítero, de un creyente, es el
resultado de la contemplación del Misterio Pascual. La conciencia Pascual que lleva al máximo de
libertad.
En mi tarea de consulta me han aparecido casos muy extraños, como el de dos personas
consagradas que habían logrado vivir tranquilamente y sin problemas de conciencia una relación casi
conyugal de muchos años. Su conciencia a él le decía que desde le momento que conoció a esta mujer
empezó a rezar mejor, y que lo había ayudado a vivir mejor su relación con Dios. Estos son mecanismos
de defensa. Es la conciencia que a un cierto punto justifica la conducta.
La persona se excusa diciéndose que existe libertad de conciencia. Siente que esto es algo que no
es contra su verdad ni contra su identidad. El problema es no solamente el juicio actual de la conciencia
sino ver cómo la conciencia se ha formado para llegar a este juicio. La persona no puede dejar que la
formación de su conciencia sea abandonada a estos tipos de procesos sin darse cuenta del
condicionamiento interno que provocan. Porque en este caso la conciencia está condicionada, y decir
condicionada significa decir no libre.
Por lo tanto es clara la contradicción. En este caso la conciencia quedaría condicionada por este
proceso que en su camino interno es inconsciente. Esto provoca que el juicio final de la conciencia no es
libre, aunque la persona tenga el convencimiento de ser libre y pretenda respeto a su libertad porque existe
libertad de conciencia.
La no libertad en la formación de la conciencia significa que la persona auténtica e inteligente tiene
que prestar atención a estos momentos de formación de la conciencia. Nuestra conciencia tiene su historia
y su prehistoria en el sentido que muchas veces es clara y en alguna fase es visible su formación, pero en
otras fases no es visible debido a este tipo de condicionamiento interior.
En el presbítero la formación inicial tiene la tarea de poner la atención sobre este aspecto
psicológico de la formación de la conciencia y más desde le punto de vista espiritual porque es un
conciencia pascual que se forma cada día frente a la Palabra de Dios, la Palabra del día y al misterio
Pascual.
En este sentido el examen de conciencia es algo que forma la conciencia. No es solamente un
momento de la jornada en la cual la persona moralmente tiene que dar respuesta a lo que ha hecho.
El examen de conciencia es un momento importantísimo en un camino de formación permanente,
porque significa la atención diaria a todo esto. Especialmente la atención a las distintas fases empezando
por la primera. ¿Cómo he buscado hoy aquella gratificación? ¿Cómo es que hoy he huido de la soledad?
Un virgen por el Reino de los Cielos tiene que vivir la soledad. La soledad es un lugar de formación
permanente de la virginidad. No hay intimidad con Dios sin soledad.
Por lo tanto la persona que hace de manera adulta su examen de conciencia no solamente lo hace
en relación con los comportamientos errados. La persona tiene que poner atención a los sentimientos y
preguntarse qué significa en mí esta sensación de no soportar la soledad; qué significa en mí esta
dificultad de vivir mi tarea en el celibato. Todo esto no es pecado, pero la persona inteligente entiende que
es importante poner atención a estos sentimientos para impedir que se desencadene este proceso que
genera el automatismo con todas sus consecuencias negativas.
Entonces el examen de conciencia forma la conciencia cuando está hecho de manera correcta
frente a la cruz de Cristo y la Palabra del día; y con la actitud de ver la vida más allá de los simples
comportamientos. Mirando las actitudes, sentimientos, motivaciones y la opción de fondo.
Otro caso es el religioso de cierta edad con tendencias pedófilas activas, que las justificaba en
virtud de una energía unificante, que debería llevar a una nueva conciencia y a una nueva comunión. En
estos casos no hay patología o no lo hay necesariamente. Lo que hay son actitudes que han crecido sin
verse molestadas y que jamás han sido verificadas en su raíz, y que en un momento concreto han
condicionado también el modo de pensar y valorar para después ser totalmente justificadas.
Otro caso más ligero y positivo es el caso de un sacerdote, un pastor de almas muy estimado en un
gran centro pastoral, cerca de los 50 y desde algunos años sin familiares. Desde hacía algún tiempo tenía
relación con una señora de la parroquia, catequista y felizmente casada. Su esposo era catequista también
y presidente del consejo pastoral. Un hijo en el seminario.
La relación era correcta, sana, sin gestos ambiguos. Cada uno en su sitio sintonizaban y hasta
simpatizaban entre sí, lo que se expresaba en el intercambio de opiniones, en la colaboración y en los
encuentros familiares y amistosos, pero con mucho respeto recíproco.
Últimamente se había añadido una pequeña cosita: una llamada telefónica diaria para darse las
buenas noches. Uno puede preguntarse: ¿que hay de malo en darse las buenas noches a través del
teléfono? Nadie se ha confesado de este pecado. Ni el más escrupuloso lo haría.
Pero el sacerdote, una persona muy inteligente y atenta a sí mismo, advirtió que esta llamada
telefónica escondía algo de interesante. Ambos preferían estar solos durante la llamada. Ella la hacía
cuando el esposo no estaba presente. Él sintió que esta llamada telefónica era como un símbolo de algo
importante ya que después de esta llamada se sentía más tranquilo, más sereno. Estaba perfectamente
integrada con su vida, era como la oración de la noche que después de realizada podía irse en paz a
dormir.
Inteligentemente descubrió que esto era un símbolo. En psicología el símbolo es muy importante.
Es una realidad que significa algo más. Así descubrió su verdad más allá de los comportamientos y se dio
cuanta que la llamada lo ayudaba a darse cuenta que no estaba realmente solo. Sentirse solo significaba
que nadie me da atención, que yo no soy importante para nadie, que yo soy una persona insignificante,
nadie me estima, sí bueno, soy párroco en esta parroquia pero no cambia nada en la vida de la gente si uno
es sustituido por otro.
¿El problema cual era? El problema no era afectivo. El problema de raíz era de identidad. Que de
hecho era el viejo problema de este presbítero. Entonces esta relación era buscada no por la gratificación
genital y sexual, sino porque era símbolo de su valor. De aquí concluía que no era verdad que estaba solo,
que nadie le prestaba atención, que no era nada para nadie. Había una persona para la cual él era
importante. Y esto fortalecía su positividad.
El psicodiagnóstico consiguiente dejó muy claro que era un problema de identidad (ni lo
suficientemente positiva, ni lo bastante estable) que impulsaba necesariamente al sacerdote hacia un
relación compensatoria. No resultó difícil hacerle ver que por ahí no iba a ningún sitio, porque las
relaciones compensatorias no satisfacen profundamente a la persona. Al mismo tiempo estaba cayendo en
una contradicción interna que podía hacerlo más dependiente e inseguro, que es exactamente lo contrario
de la solución del problema de la identidad.
Esto traía también las correspondientes consecuencias en el terreno afectivo sexual. Esta es la
historia de la mayoría de las crisis afectivas de los presbíteros, que al comienzo raramente son crisis
afectivas, ya que el presbítero no busca la relación con la mujer por una necesidad afectivo sexual. Al
comienzo estas relaciones, casi todas, intentan resolver problemas de identidad, que si no son descubiertas
en su raíz profunda, si son repetidas y si la persona no busca ayuda correspondiente, no se puede excluir
que habiendo nacido con carácter no sexual puedan asumir a continuación un carácter genital-sexual,
exigiendo cierto tipo de gratificaciones y terminando por poner en crisis la misma opción por el celibato.
Sólo Dios sabe cuántas crisis sacerdotales han nacido y acabado de este modo muchas veces sin
reconocerlo. El presbítero pide la reducción al estado laical escribiendo en el informe que el motivo es el
celibato. El anuario eclesial publica entonces que el 94% de los presbíteros que piden la reducción al
estado laical lo hacen por motivos de celibato. Pero esto no es científico, no es un dato verdadero, ya que
la dificultad en el campo genital-sexual es la conclusión final causada por este tipo de condicionamientos
que hemos visto, pero no era la motivación inicial.
Cuando se dan estos condicionamientos que venimos analizando en distintas fases (búsqueda de
ligeras gratificaciones, comportamiento ambiguo, hábito o costumbre, automatismo) muchas veces la
conclusión es dejar el ministerio por un compromiso afectivo sexual, cuando al comienzo no era así.
Este es le mecanismo de la inconsistencia. Sería importantísimo que en el momento de la
formación inicial el joven sea ayudado a descubrir estos comportamientos para poder intervenir en estas
fases, sobre todo en las primeras cuando es más fácil, más simple y más productivo y eficaz.
Quinta fase
Motivación inconciente
2. Superación de la inconsistencia
La tercera consecuencia negativa era que la inconsistencia distorsiona la relación con los demás.
Ahora, la inconsistencia vivida frente a la cruz de Cristo me permite establecer relaciones auténticas con
los otros. La persona es libre para relacionarse con el otro ya que no se siente superior a nadie. Y sobre
todo es capaz de convivir con las impotencias de los otros, con los defectos de los otros, con los pecados
de los otros. Así se transforma verdaderamente en un animal social y, más todavía, un testigo que
proclama la misericordia de Dios. La inconsistencia vivida frente a la cruz me da la posibilidad de vivir la
dimensión social relacional del hombre y de amar a los otros sin sentirme superior a nadie.
La cuarta consecuencia negativa era que la inconsistencia lleva a vivir el rol desde expectativas
irreales. La inconsistencia vivida frente a la cruz me libera de todas las expectativas irreales y me permite
identificar el sentido auténtico de la vocación presbiteral como la vocación de quien es llamado por Cristo
a participar del Misterio de la Cruz. Entonces la expectativa real sustituye la expectativa irreal y me hace
pensar que el ministerio futuro será como una subida hacia Jerusalem, única manera de pensar el
sacerdocio.
Hemos mostrado qué es vivir con la inconsistencia: la inconsistencia se hace mi educadora porque
muestra mi verdad. Recién en este punto comienza la formación.
Y la formación es la propuesta de Cristo. Uno se forma cuando elige transformar su inconsistencia
a la luz de la Cruz de Cristo y así el mal de fondo de mi inconsistencia, lo convierto en opción de fondo,
radicalmente modificado, con nuevas motivaciones, nuevos sentimientos y nuevas actitudes.
Cuando la persona ha tenido la posibilidad de este tipo de experiencia los sentimientos son
modificados, pero con la condición que el educador - formador no tenga manía de omnipotencia y respete
el derecho de sufrir que tiene el joven. Hay un proceso de integración que significa transformación.
Y este camino no es sólo para la formación inicial, sino para una educación y formación
permanente. En la experiencia de la formación inicial el joven conoce un método para después ser capaz
de aplicarlo a sí mismo, sin el acompañamiento de otra persona, cada día de su vida. Durante toda su vida
tendrá que hacer este pasaje del árbol psicodinámico al árbol de la vida.
Hay que tener en cuenta que en muchos seminarios no existe educación (encuentro con la propia
verdad), hay inmediatamente formación (presentar el ideal y elegir a Cristo y su estilo de vida). En
muchos seminarios hay un exceso de formación sin ser precedido de la necesaria educación. En estos
casos la función de la formación es prácticamente nula, porque si la formación encuentra un joven que no
se ha liberado y no se conoce, que no ha hecho este tipo de “descendus ad inferos”, la formación no tiene
prácticamente ninguna posibilidad de realizarse.
Es el caso de seminaristas, muy buenos en el camino del seminario, muy obedientes, muy
disponibles, y después en el camino sacerdotal terminan siendo muy mediocres, indiferentes e ineficaces a
nivel del anuncio de la Cruz de Cristo. Es que esta Cruz no se ha planteado en el corazón de este hombre,
porque el corazón estaba ya habitado por otra realidad que la persona no conoce y no ha sido ayudada a
liberarse de todo esto.
Un camino formativo que consiste simplemente en contenidos formativos no es una camino
inteligente de formación. Por más que sean contenidos buenos, sin embargo, hay que tener en cuenta y
respetar el tiempo, respetar la articulación pedagógica, es decir, primero educar, segundo formar. Si la
formación no es precedida de la educación es totalmente ineficaz. Este camino formativo (que pasa por la
crisis y es iluminado por la Cruz de Cristo) es ya en sí mismo un camino de contenidos. Porque
contemplar el misterio de la cruz desde la propia inconsistencia lleva a poner la mirada en el contenido
central de la vida. Es aquí que la fe del joven comienza a ser fe en el contenido central de la misma: la
cruz, el misterio pascual. Pero un misterio pascual presentado inmediatamente como el centro de la vida,
como lo que da sentido a la existencia. Esto suscita la conmoción y la pasión del joven. Y cuanto más
entra en su cruz más pasión tendrá por Cristo, porque hay una relación de correspondencia entre la medida
del sufrimiento precedente y la medida de la pasión consecuente.
El formador debe aprender a acompañar este proceso evitando dos pecados: la manía de
omnipotencia y la necesidad de ser aceptado por el joven. Esta necesidad de ser aceptado por el joven,
muchas veces, impide al formador provocar que el joven haga este recorrido, ya que quiere quedar bien
con él o cuidarlo y consolarlo en exceso. Es muy peligroso cuando el formador tiene estos dos problemas.
En este camino de formación, sin querer decir algo forzado, encontramos las cuatro dimensiones
de la formación.
Aquí aparece la formación espiritual, porque buscar las motivaciones significa buscar un “alma”
por lo cual hago las cosas. Significa conocer el por qué hago lo que estoy haciendo. Este sería el ámbito de
la formación espiritual.
Transformar los sentimientos, sería al ámbito de la formación humana, que incluye la afectividad.
Al cambiar las actitudes trabajo en el ámbito de la formación teológica. Porque las actitudes tienen
que ver con la conciencia que juzga. Actitud significa que un cierto estilo de vida se hace estable y sólido,
pone raíces en el fondo del sujeto, y este descubre, en este estilo, una cierta sensación de gozo de ser él
mismo y de gratificar una parte importante de sí. En este sentido las Bienaventuranzas significan esta
actitud virtuosa en la cual y a través de la cual no solamente la persona actúa un comportamiento humilde,
o manso, o pacificador, o puro de corazón, sino que es la persona la que se descubre feliz, beata, cuando
tiene estos comportamientos,
Es por esta razón que Jesús pone el énfasis en el término “beatos”, “felices”. La parte importante
no es el comportamiento, la parte más importante es la sensación de que en este comportamiento yo busco
y encuentro mi identidad, mi verdad y la beatitud, el gozo de ser humilde, el gozo de ser manso, el gozo de
ser pacificador. Y este gozo pasa a ser la manera de juzgar éstos comportamientos. Este sería la formación
auténtica de la conciencia. La conciencia pascual es la conciencia típica de la persona que siente estos
comportamientos como condición de beatitud, de felicidad. Éste es el fundamento de la conciencia
pascual.
Y, finalmente, los comportamientos serían la formación pastoral.
Así los programas en la formación institucional permanente pueden conectarse con la formación
personal y proveer para que todos estos ámbitos de FP del presbítero, espiritual, humana, teológica, moral
y pastoral sean conectados con complementarios aspectos del proceso de la formación personal.
Presentamos este artículo de Severino Dianich, teólogo italiano, publicado en Pastores Nº 20,
pág. 33, de mayo de 2001. Expresa muy claramente otro de los objetivos de esta revista, que es
reflexionar sobre la situación histórica y cultural en la cual el sacerdote vive su ministerio.
Aquí el autor plantea cómo debemos imaginarnos el ministerio sacerdotal frente a los nuevos
desafíos culturales. Nos ayuda a pensar el misterio en las nuevas coordenadas de la cultura actual.
TEOLOGÍA
I. PREMISA
El tema que se me ha propuesto es sin duda más difícil de lo que podría aparecer a primera vista.
El presbítero mañana. Si tuviera que hablar del ayer, no habría muchos problemas: sobre el ayer se puede
discurrir bastante bien; basta con saber utilizar unos pocos documentos. También a propósito del hoy se
pueden decir algunas cosas, aunque con mayor dificultad. Pero cuando se trata de hablar del mañana, la
aventura resulta no poco arriesgada. Es verdad que en este clima del tercer milenio inminente, el espíritu
apocalíptico reina un poco por todas partes, pero no hemos de olvidar que el Señor mismo nos puso en
guardia contra el riesgo de hacer discursos presuntuosos sobre el tema, advirtiéndonos que nadie conoce
"ni el día ni la hora", ni siquiera el Hijo. Así pues, habrá que proceder con cautela y sin excesivas
pretensiones.
Si la primera parte del título que se me ha propuesto plantea graves dificultades, la segunda por
fortuna me facilita un tanto la tarea. Hablar de "expectativas eclesiológicas" significa realmente señalar lo
que se está perfilando en la Iglesia de hoy, para vislumbrar cuáles podrán ser los desarrollos futuros. Si
quisiéramos hablar de la Iglesia en general, no sería difícil este análisis; pero hay que evitar limitarse a
hacer unas observaciones genéricas o caer en el error habitual de pensar que el mañana de los europeos,
como somos nosotros, se identifica con el mañana de todo el mundo. Liberarse del eurocentrismo es una
exigencia importante. Por eso intentaré situar mis reflexiones dentro de unos límites espaciales bien
definidos: hablaré de las perspectivas eclesiológicas que pueden encontrarse en el ámbito de una Iglesia de
antigua tradición cristiana que vive en una sociedad opulenta y secularizada, como es concretamente la
nuestra. Si tuviera que referirme a otros ámbitos geográficos y culturales, la reflexión sería sin duda muy
distinta.
Siguiendo la pauta señalada por el título, partiré de las perspectivas eclesiológicas en general,
derivando de allí las indicaciones necesarias para tratar posteriormente la cuestión específica de la figura
del sacerdote proyectada en el futuro.
Un tema tan amplio impone necesariamente una selección de los puntos que tratar. Entre los
muchos posibles, señalaré en particular cuatro puntos que me parecen significativos para trazar el camino
*
Tomado de “El Presbítero en la Iglesia hoy” , Sociedad de Educación Atenas, Madrid, 1994
de la Iglesia a lo largo de nuestras generaciones: el carácter central de la evangelización; el ecumenismo
interreligioso y confesional; una nueva relación con la sociedad; el ofrecimiento necesario de modelos
alternativos de vida.
Con la tarea de la evangelización se relaciona la del diálogo. También aquí me parece que tenemos
que denunciar la falsedad de una alternativa que ha sido ampliamente sostenida (y lo sigue siendo en
muchos contextos) y que consiste en contraponer diálogo y Evangelio como si fuesen dos realidades que
se excluyen mutuamente. En efecto, el diálogo entra en la estructura del acto de evangelización. No se
trata simplemente de una premisa dirigida a realizar la "captatio benevolentiae" del interlocutor, al que
luego se anunciará el Evangelio. Ni se trata tampoco de una necesidad que se impone allí donde no es
posible anunciar el Evangelio, como alternativa al no decir absolutamente nada. No son éstos los lugares
adecuados para el diálogo. El primer lugar del diálogo es el propio Evangelio, al menos como Evangelio
de amor y de respeto a la persona, que se propone a la libre decisión de quien lo escucha. Se podría
argumentar de manera muy sólida y muy elaborada sobre este punto, pero ya lo hemos hecho en otro lugar
y aquí no podemos alejarnos demasiado del tema que nos han asignado. De todas formas, no podemos
menos de subrayar la importancia del diálogo como elemento constitutivo de la estructura misma del acto
de evangelización.
Se impone ante todo el diálogo con las diversas confesiones cristianas, precisamente en nombre del
carácter central del Evangelio. Desde el momento en que somos capaces de distinguir el dato central de
los elementos periféricos, estamos en disposición de converger con las otras confesiones cristianas en el
núcleo central de la fe. Se ha preguntado muchas veces qué es lo que tenemos en común con los
protestantes y con los ortodoxos, sin darnos cuenta de la absurda que es esta perspectiva. Tenemos en
común la fe en Jesucristo, Hijo de Dios, crucificado y resucitado. Tenemos en común el credo de Nicea y
de Constantinopla. El inmenso patrimonio en común me parece absolutamente obvio. El único
interrogante lógico se refiere más bien a lo que nos diferencia. Por tanto, es posible llegar a un anuncio
común del kerigma fundamental, teniendo en cuenta la jerarquía de las verdades.
Pero el problema ecuménico se impone también en un nivel muy difícil y complejo, que nos
encuentra desarmados por falta de experiencias y de elaboraciones teóricas correctas. Me refiero al
diálogo interreligioso, que entre nosotros quizás se imponga más todavía que el interconfesional, dada la
presencia numérica cada vez mayor de seguidores de otras religiones respecto a la de cristianos no
católicos. En un reciente Congreso sobre la evangelización organizado en Verona por las revistas
Testimoni y Settimana, oí afirmar a Bühlman que las discusiones sobre la teología de la liberación parecen
un juego de niños frente a las dificultades del diálogo interreligioso que tendremos que arrostrar y que
implica problemas de altísima densidad teórica y de notables complicaciones prácticas. Por otra parte, el
diálogo interreligioso se hace necesario, al menos por dos motivos fundamentales: el testimonio común
que tenemos que dar de Dios frente al mundo y la aportación básica que la experiencia religiosa puede dar
a la paz. Este último convencimiento marca un giro (también de carácter epocal) en el plano de la
sensibilidad religiosa. Puede parecernos obvio que la religión es un fermento de paz, pero esto es algo que
desmiente la historia de todas las religiones, que han sido siempre principio de violencia y de conflicto
entre los hombres. Por consiguiente, el hecho de que las grandes religiones quieran ser principio de paz
constituye una vocación totalmente nueva y original, que carga con grandes responsabilidades sobre los
hombros de la Iglesia y de las otras religiones.
La propuesta evangélica de los creyentes no se reduce de todas formas sólo a los valores cristianos
que son homogéneos a toda una serie de ideales de la sociedad democrática, como la dignidad de la
persona humana, la paz, la justicia, la libertad y otros muchos que podríamos enumerar. Está claro que se
dan convergencias amplias e inmediatas entre la propuesta evangélica y los ideales de una sociedad que, a
pesar de todo, tiene sus raíces también en el Evangelio. Pero creo que la propuesta cristiana, aunque se
presente correctamente dentro del marco que se deriva de las exigencias de la sociedad democrática, no
puede limitarse a lo que es homogéneo a los ideales de esta sociedad. El Evangelio seguirá siendo siempre
una llamada a la conversión; nunca deja de remitir a una ultimidad. Se trata sin duda, en primer lugar, de
una ultimidad escatológica que, en cuanto tal, no se puede proponer a la sociedad democrática. Pero
sabemos que la escatología no implica un corte neto entre la historia y el más allá de la historia, sino que
vive como fermento dentro de la historia misma. La actuación de las "cosas últimas" ya en el presente
exige del testimonio evangélico una capacidad de contraposición o, por lo menos -si esta expresión nos
parece demasiado fuerte-, de propuesta última respecto a los valores homogéneos a los de la sociedad.
Una vez pasada la gran embriaguez de la Ilustración, incluso en los ambientes alejados de la iglesia
se fue abriendo camino una conciencia clara de los vacíos, de las incoherencias, de las carencias y de las
tragedias que nuestra sociedad libre, democrática y rica, lleva dentro de sí... Creo entonces que la Iglesia
tendría serios motivos de remordimiento si no fuese capaz de proponer, inspirándose en el Evangelio,
modelos alternativos de vida que representen un salto cualitativo respecto a los criterios mundanos. En
esta perspectiva me parece que en nuestra sociedad del bienestar se hace cada vez más indispensable el
testimonio de la pobreza, en su doble aspecto de propuesta alternativa de vida y de defensa de los pobres.
Se trata de dos cosas que tienen que ir a la par, aunque parezcan contradictorias, ya que el Evangelio nos
conduce a la paradoja de la proclamación de la bienaventuranza para los pobres y del compromiso por
liberarlos de la pobreza. En este punto, los veinticinco años que nos separan del final del concilio registran
uno de los fenómenos de involución más marcados y más tristes. Los que vivieron el concilio recordarán
sin duda cuántos fermentos de novedad, de frescor y de juventud suscitó en la espiritualidad eclesial la
propuesta del ideal de la pobreza. Hoy casi no se habla ya de ello, y es extraño que esto ocurra
precisamente en un momento en que la sociedad burguesa y el mundo occidental, aunque pueden gloriarse
de haber hecho saltar por los aires la sociedad socialista, experimentan de forma evidente una crisis
espiritual ligada al bienestar y a la riqueza. En la hora en que la Iglesia parece que podría y debería
proponer más que nunca el ideal evangélico de la pobreza, se registra un silencio impresionante sobre este
tema.
En esta tercera parte no pretendo recoger los puntos anteriores para aplicarlos a la figura del
sacerdote: se trata de una operación bastante obvia que cada uno podrá realizar por su propia cuenta, en la
medida en que esos puntos le parezcan dignos de ser tomados en consideración.
Por lo que se refiere al sacerdote del mañana, me limitaré a destacar tres perspectivas que surgen
del análisis anterior, haciendo ver cómo el sacerdote estará llamado de forma cada vez más decisiva a
colocarse, más que en el centro de la Iglesia, en los límites entre la Iglesia y el mundo.
Los que están llamados a ser futuros pastores dentro de la comunidad cristiana no pueden proyectar
su vida en el marco de las simples coordenadas de la comunidad, como si ésta agotase en su interior toda
su propia existencia. Se trata de un riesgo siempre presente: un joven vive su experiencia en una
parroquia, en un grupo o en una asociación y siente cómo esta experiencia es decisiva para su propia fe,
para su propia formación y para su propio futuro; si se hace sacerdote, como sucede a veces, este joven
tenderá espontáneamente a reproducirla. Podrá suceder que el párroco desee copiar en su ministerio la
figura del rector del seminario, recogiendo en torno a sí a los más devotos y dedicándose a hacer de ellos
unos grandes cristianos. Pues bien, creo que esta perspectiva no es lícita en nuestra generación. La
comunidad no agota a una Iglesia llamada a ser para el mundo; más aún, la traiciona en el momento en
que vive sólo para sí misma. Un sacerdocio concebido como servicio a la comunidad por la comunidad no
es el sacerdocio cristiano. Se trata de una perspectiva que hay que tener muy presente. Una concepción
ritual del sacerdocio (ya bastante superada por el concilio y por la reflexión post-conciliar) llevaría al
sacerdote a colocarse como mediador entre los cristianos y Dios. Sin embargo, esto no es el sacerdocio
cristiano, ya que en el cristianismo el único sacerdote es Jesucristo y en Jesús todos son sacerdotes. En su
acto de culto, el cristiano no tiene necesidad de la figura de un sacerdote mediador entre el hombre y Dios,
igual a los del Antiguo Testamento y a los de las religiones paganas. Podemos decir que hoy la imagen
cultural del sacerdote que realiza el sacrificio, como el único delegado para entrar en el Santo de los santos
y traspasar el umbral entre lo profano y lo sagrado, está decididamente superada. Pero este mismo cuadro
se puede reproducir siempre que se desplaza el acento que se ponía sobre el culto para ponerlo en el
Evangelio, tal como lo ha hecho ampliamente la espiritualidad postonciliar. En efecto, si en la concepción
del ministerium verbi la predicación se entiende sólo como predicación intra-eclesial, cambia el
instrumento de la mediación, pero la figura sacerdotal sigue siendo la del mediador entre Dios y los
cristianos. Pero el sacerdote cristiano es ante todo mediación entre Dios y el mundo, obra de toda la
Iglesia como pueblo sacerdotal, en cuyo interior el presbítero tiene un papel de guía y de pastor. El
sacerdote cristiano no es exclusivamente sacerdote en la Iglesia para la Iglesia, sino sacerdote al servicio
de la Iglesia para el mundo. Su tarea consiste en guiar a una comunidad en su misión al mundo,
ayudándola a crecer como "sacramento", es decir, como realidad llamada a ser signo e instrumento del
camino del mundo hacia el reino de Dios.
En la conciencia precisa de que en el centro del problema está la cuestión del anuncio del
Evangelio, el presbítero, en su proyección al mundo, no puede presentarse simplemente como el "hombre
de Dios" que desempeña la función de satisfacer las "necesidades religiosas" del hombre en una sociedad
secularizada. El presbítero no es simplemente el experto en problemas religiosos, sino el que, al frente de
su comunidad, anuncia a Jesús resucitado y Señor, con todo lo que esto supone respecto al destino de las
personas con que trata y respecto a la historia de la sociedad en que vive.
Hemos trazada así una primera perspectiva en la que habría que situar los problemas de la
formación del sacerdote del futuro, los problemas de su espiritualidad y también de su preparación, por así
decirlo, profesional.
Ya hemos aludido a la falsa alternativa entre el Evangelio y diálogo que se ha utilizado de manera
abundante, pero insensata, tanto en favor del Evangelio negando el diálogo, como en favor del diálogo
negando que en el mundo de hoy tenga que seguir anunciándose el Evangelio. Mientras sus interlocutores
no se lo prohíban, el cristiano no podrá menos de hablar del Evangelio. En este sentido no llego a
comprender los discursos que se tienen sobre la pre-evangelización. No veo en qué puede consistir; no
comprendo por qué el cristiano tiene que inhibirse a priori de hablar de Jesús y de afirmar su resurrección
y su propuesta de salvación. Baste recordar la famosa declaración de Pablo: "¡Pobre de mí si no anunciara
el Evangelio!" (1 Cor. 9,16). Pero la exigencia de evangelizar no reduce al cristiano o al presbítero a
ofrecer la Verdad a los hombres y a no saber decir nada más.
Supondría una gravísima limitación el hecho de que el ofrecimiento de la Verdad (con mayúscula)
nos hiciera incapaces de decir también ciertas verdades (con minúscula) y opiniones y de saber distinguir
la verdad de las verdades y de las opiniones. Hemos de saber conjugar Evangelio y diálogo. Si queremos
hablar con los hombres, tenemos que saber decir el Evangelio, pero también tenemos que saber decir
nuestra experiencia cristiana con toda su provisionalidad, sus lagunas, sus carencias, su relatividad.
Evangelio es el Señor Jesús, pero Evangelio es también la experiencia cristiana, vivida de mil maneras
distintas, que forman parte de la historia de los hombres y que se ponen continuamente en comparación
con todas las demás experiencias humanas. La capacidad de someterse al juicio del mundo es una
exigencia imprescindible de la misión de la Iglesia, porque es lo que hace posible la conversación humana.
Si yo afirmo que Jesús ha resucitado y que es el Señor, mi interlocutor me preguntará por qué motivo digo
estar cosas. Y si le respondo que lo digo porque así lo creo, me preguntará cuáles son las motivaciones de
mi fe. Entonces tendré que hablarle de mí y de mi experiencia, que no podré ciertamente proponerle en
términos absolutos como le propongo al Señor Jesús. Esto es Evangelio y diálogo, es Evangelio en el
discurso humano. Esto significa saber hablar con los hombres sin renunciar a la verdad, pero sin perder la
capacidad de ponerse junto a ellos en la humilde búsqueda de los fragmentos de verdad que están
dispersos en nuestras vidas.
a. La predicación
b. Animación de la comunidad
PASTORAL
En la década del Concilio Vaticano II el problema capital relativo a los sacerdotes era el de la identidad
sacerdotal. ¿Qué es un sacerdote? ¿En qué se distingue del laico? Fue aquel un tiempo en que comenzaron
a hacer crisis muchas "identidades", algunas de ellas decisivas, fundantes de un específico estilo de vida,
constitutivas de la conciencia de la propia misión y por lo mismo del sentido de la propia existencia en
este mundo. Es así, que además de la referida al ser sacerdotal, sobrevenían otras interrogaciones: ¿cuál es
la propia identidad nacional? ¿Qué es ser mujer? O bien, ¿qué es ser cristiano?
La década actual
Juan Pablo II, en su exhortación postsinodal PDV del 25-03-1992, constata que en estos últimos años se
ha insistido en la necesidad de volver sobre el tema del sacerdocio, afrontándolo desde una perspectiva
relativamente nueva y mas adecuada a las presentes circunstancias históricas. En consecuencia "la
atención ha sido puesta no tanto en el problema de la identidad del sacerdote cuanto en problemas
relacionados con el estilo de vida"42 del mismo.
42
PDV 3e
La cuestión de la identidad sacerdotal no ha sido por cierto abandonada. Podemos entender la observación
hecha por el Papa en el sentido de que hoy en día no pesa una incertidumbre sobre el núcleo dogmático
que especifica básicamente la identidad sacerdotal, como "participación de Cristo Cabeza", ni tampoco
sobre el rasgo dominante que caracteriza la misión y el estilo de vida sacerdotal como "servicio". En este
sentido por así decir, elemental, la identidad sacerdotal no se presenta como problema aguda y
masivamente vivido, es decir, con la misma dramaticidad que en la década conciliar, aunque sigue siendo,
obviamente, tema de la teología y espiritualidad del sacerdocio. Permanece, en pacifica posesión, como
tema fundamental y punto de partida desde el cual son encarados y reflexionados otros aspectos del
sacerdocio. Un ejemplo de la rica reflexión teológica que desarrolla el tema de la identidad sacerdotal
como fundamento de ulteriores reflexiones, es precisamente la Exhortación postsinodal PDV.
En esta, Juan Pablo II, al dirigir la mirada hacia este tiempo del final del tercer milenio del cristianismo,
señala como actuales los problemas relacionados con el estilo de vida de los sacerdotes. Esta referencia
general se particulariza, entre otros, al siguiente aspecto: "Los sacerdotes que están ya en ejercicio del
ministerio, parece que hoy sufren una excesiva dispersión en las crecientes actividades pastorales y, frente
a la problemática de la sociedad y de la cultura contemporánea, se sienten impulsados a replantearse su
estilo de vida y las prioridades de los trabajos pastorales..."43.
A esto mismo alude la Carta de invitación a las presentes Jornadas de sacerdotes44, cuando indicaba que
"el tema de este año responde a la necesidad de unificar todos los aspectos de nuestro sacerdocio en torno
a la caridad pastoral"
La primera de estas citas nos habla de "crecientes actividades". Uno piensa en la cantidad de cosas que
muchos sacerdotes tienen que ejecutar dentro del día, o de una unidad de tiempo casi siempre estrecha,
sobre todo, si las tareas que han de hacer, se desarrollan en diversos lugares pastorales (parroquia y
hospital; parroquia y colegio; parroquia y cárcel, etc). Sobreviene la moderna "angustia del hacer", que se
manifiesta en la sensación de estar uno siempre lleno de trabajo de nunca acabar, de estar siempre
retrasado, hasta llegar a la perversa ilusión de que el día tuviera mas de veinticuatro horas
La otra cita se refería a los muchos "aspectos de nuestro sacerdocio". Se podía pensar al respecto en los
diversos tipos de tarea que puede tener que enfrentar un sacerdote: de orden económico, de conducción
directa de una comunidad, de orden caritativo y promocional, de índole específicamente religiosa,
administración de sacramentos, o predicación y catequesis, de atención a las personas y organización de
las cosas. El mismo sacerdote ha de convocar a la sede parroquial, visitar las familias e instituciones del
barrio y además estar presente en reuniones u obligaciones de índole supraparroquial. Esta diversidad de
aspectos se agrava obviamente por el hecho de que ha de pasar de uno a otro aspecto, de uno a otro
servicio, rápidamente, sin disponer de un suficiente tiempo intermedio que le permita no solo prepararse
técnicamente, sino también de disponerse psicológicamente a esta constante transición.
A todo esto hay que añadir el desdoblamiento o el desequilibrio que puede fácilmente producirse en la
vida sacerdotal, entre el despliegue en la dimensión exterior de la actividad pastoral y la dimensión propia
de un recogimiento interior a la que todo sacerdote, en virtud de su propia vocación esta llamado. Las
palabras de los dos santos que citaremos luego nos orientan en este sentido
43
PDV 3f; el subrayado es nuestro
44
El presente articulo es una versión corregida y modificada en algunos detalles, de dos platicas de un Retiro espiritual en las
Jornadas del Clero joven de la Arquidiócesis de Buenos Aires, durante el mes de Septiembre de 1994.
Un problema permanente
Este, que la Exhortación postsinodal de Juan Pablo II señala como uno de los problemas que afectan a los
sacerdotes en la actualidad, había sido ya señalado en la década del '60 por el mismo Concilio. El Decreto
PO, con el Subtítulo "Unidad y armonía de la vida de los presbíteros", trae al respecto estas sugestivas
palabras: "En el mundo moderno, en que los hombres deben cumplir tan múltiples deberes y es tanta la
variedad de los problemas que los angustian y que con frecuencia requieren ser inmediatamente resueltos,
corren el peligro de disiparse en diversidad de cosas. Por su parte los presbíteros, envueltos y distraídos en
las muchísimas obligaciones de su ministerio, buscan con ansiedad como reducir a unidad su vida interior
con el tráfago de la actividad externa"...45
Este texto, como el de PDV 13 citado mas arriba, y, en general los documentos posconciliares suelen
presentar este problema de la unidad de vida como uno de los sobresalientes y mas extendidos en lo que se
refiere a la situación espiritual y vital de los sacerdotes. Es, sin duda alguna, un problema agudizado al
máximo por las características de la sociedad y la cultura contemporáneas, así como por la creciente
complejidad e importancia de la tarea pastoral y evangelizadora, que ha acarreado consigo la propuesta de
renovación hecha por el Vaticano II, precisamente ante el fenómeno de la evolución de la vida moderna.
Es, sin embargo, un problema de todos los tiempos, lo cual no diluye su importancia, sino que por el
contrario, la confirma e intensifica, al presentarlo como una tensión inherente a la existencia sacerdotal, al
menos de aquellos sacerdotes dedicados ex officio a la tarea pastoral con los fieles cristianos. De esta
permanencia del problema pueden ser testimonio las palabras de dos santos de siglos anteriores, cuya
memoria celebramos precisamente en el presente tiempo litúrgico46.
Uno de ellos es San Vicente de Paul, nacido un par de décadas después del Concilio Tridentino, que
ejerció como párroco en París y fundo una Congregación destinada a la formación del clero y al servicio
de los pobres, quien escribía en una de sus carta: "El servicio de los pobres ha de ser preferido a todo y ha
de ser prestado sin demora. Por esto, si en el momento de la oración hay que llevar a algún pobre algún
medicamento o un auxilio cualquiera, id a el con el animo bien tranquilo y haced lo que convenga,
ofreciéndolo a Dios como una prolongación de la oración. Y no tengáis ningún remordimiento de
conciencia si, por prestar un servicio a los pobres habéis dejado la oración; salir de la presencia de Dios
por alguna de las causas enumeradas no es ningún desprecio a Dios, ya que es por el por quien lo
hacemos"47.
El otro testimonio de San Gregorio Magno, que vivió en el siglo VI, quien, después de haber sido prefecto
de Roma, se entrego a la vida monástica y, después de haberse desempeñado como Legado pontificio en
Constantinopla fue elegido Papa. Un hombre, pues, que participo intensamente de la soledad
contemplativa, por una parte, y, por otra, de la vida publica, civil y eclesiástica. Nos dice en una de sus
Homilías: "Cuando estaba en el monasterio, podía guardar mi lengua de conversaciones ociosas y estar
dedicado casi continuamente a la oración. Pero, desde que he cargado sobre mis hombros la
responsabilidad pastoral, me es imposible guardar el recogimiento que yo querría, solicitado como estoy
por tantos asuntos. Me veo, en efecto, obligado a dirimir las causas, ora de las diversas Iglesias, ora de los
monasterios y a juzgar con frecuencia de la vida y actuación de los individuos en particular; otras veces
45
PO 14.
46
Ver nota 3.
47
Correspondance, entretiens, documents", París 1922- 1925 Carta 2546. Selección de esta carta traducida en la edición
argentina de "Liturgia de las horas" 27 de septiembre: San Vicente de Paul, IV 1393-1395.
tengo que ocuparme de asuntos de orden civil, otras, de lamentarme de los estragos causados por las
tropas de los bárbaros Otras veces debo preocuparme de que no falte la ayuda necesaria a los que viven
sometidos a una disciplina regular, a veces tengo que soportar con paciencia a algunos que usan de la
violencia, otras en atención a la misma caridad que les debo, he de salirles al encuentro. Estando mi
espíritu disperso y desgarrado con tantas diversas preocupaciones, como voy a poder concentrarme para
dedicarme por entero a la predicación y al ministerio de la palabra....?48 Y así prosigue expresándose por
este estilo en este texto, que merecería ser leído entero.
Un problema acuciante
Las expresiones con que se suele proponer la oposición inherente a los extremos de este problema,
resultan a veces imprecisas y hasta ambiguas, pero sugestivas.
Así cuando se lo plantea como contraste entre un estado de disipación en el mundo exterior sensible y la
búsqueda de recogimiento en la interioridad del sujeto, diáspora hacia fuera y retorno a si mismo. O bien,
entrega a la acción y regreso a la contemplación; solicitud con las criaturas y desatención de Dios.
Tal vez lo mas acertado sea ingresar al problema proponiéndolo, como hacen los citados textos del
Magisterio, en términos de multiplicidad y unidad, dispersión y unificación. Multiplicidad no quiere aquí
decir tan solo diversidad sino disociación; y no es un mero atributo de las realidades exteriores en relación
a las cuales el sacerdote actúa pastoralmente, sino un estado que afecta al sujeto, al sacerdote actuante. La
experiencia interior del sacerdote disperso o falto de unidad, es la de tener que "multiplicarse" en muchas
cosas, en muchos quehaceres. El mismo sujeto se vive como "muchos". En la ausencia de una unidad de
vida la conciencia se vive disgregada, se experimenta en un estado de disociación; uno se vive como
múltiples fragmentos; la vida no es vivida como una continuidad, sino constantemente interrumpida, rota,
"a trozos". Es obvio que semejante estado, canse. Porque las fuerzas psíquicas y espirituales, al
desparramarse, se desconcentran y debilitan. Por eso precisamente, en el recogimiento, que es lo contrario
de la disipación, uno busca recoger las fuerzas y reunirlas. Quien no logra recogerse, y sigue en múltiples
acciones pero sin recogimiento, actúa de manera disociada. El sujeto se disocia de sus propias actividades
y, al realizarlas, no habita en ellas. Lo que se disocia es el sujeto de su propia acción o bien, la acción, de
la interioridad del sujeto. Se hacen las tareas pastorales pero no "desde dentro", y, por lo mismo sin
"autenticidad", desde otro origen, esto es, espúreas. La interioridad esta paralizada, no otorga sentido,
valor, en una palabra "espíritu" a las acciones que realiza; no les otorga "novedad", en ultimo termino, la
novedad del amor, que siempre hace nuevas las cosas viejas, repetidas y reúne las acciones dispersas. Por
eso las acciones brotan voluntaristicamente, esto es, mecánicamente, embargadas por la rutina, el tedio, el
fastidio. Al cansancio exterior, orgánico y psicológico, comienza a añadirse la fatiga espiritual, con tintes
de la clásica "acedia".
Se trata de un problema crucial para el sacerdote, porque atañe al centro unificador de su personalidad, a
la unidad de su conciencia, de la que le brotan el sentido y valor - por eso la unidad - que damos a nuestra
vida.
La unidad es una cara del ser. La dispersión en la multiplicidad del hacer es perdida de unidad y por ello
olvido de si mismo, olvido del propio ser - de la propia "unción", identificatoria de nuestra consagración y
misión. Lo cual nos sugiere que este problema, el de la unidad de vida del sacerdote esta en estrecha
conexión con el de la identidad sacerdotal, en alusión al cual hemos comenzado estas consideraciones.
48
Homilías sobre el profeta Ezequiel, Lib. I,11, 4-6: CCL 142, 170-172. Texto traducido en la edición argentina del libro de las
horas, 3 de septiembre: San Gregorio Magno, IV 1338-9s
II Orientaciones
Un alivio en esta situación de dispersión de la vida sacerdotal no puede ser buscado por el camino de la
simple supresión de la multiplicidad de tareas. Puede ser conveniente una simplificación, mediante una
disminución de las mismas, pero, aun cuando estas disminuyeran, subsiste el problema de darles una
unidad a partir de un elemento positivo y subjetivo, que las apropie y articule.
La organización exterior
49
Cf. A. Ancel, Un nouveau type de prete, en la nouvelle image de l'Eglise (B. Lambert dir.) Mame, 1967, p.148
De este modo, el sacerdote comienza a organizar - y así a unificar - la propia actividad pastoral y con ello
la propia vida, poniendo limites, trazando fronteras a la propia actividad. Así como ha de rehuir la pereza
y la inacción, así también ha de evitar la tentación de dejarse llevar por el "moto perpetuo" del activismo;
ha de eludir la ilusión de que el espacio y tiempo de actuación pastoral son indefinidos, que el propio
hacer pastoral es infinito. El sacerdote ha de aprender a dejar espacio de actuación a otros; sobre todo a
dejarle su especifico espacio de acción a Dios, de quien el sacerdote no es mas que un instrumento y a
quien solamente pertenece la omnipotencia.
Todavía, para organizar la propia actividad pastoral, ha de ser distribuido y ordenado el conjunto de tareas
pastorales que se quiera realizar dentro del espacio y tiempo preestablecidos. Se las ordena fijando
prioridades esto es, estableciendo una jerarquía entre ellas. Juan Pablo II, en el ya citado texto de PVD 3,
aludía al hecho de que "frente a una excesiva dispersión en las crecientes actividades pastorales", los
sacerdotes se sienten impulsados a replantearse la cuestión de "las prioridades de los trabajos pastorales".
Al jerarquizar dichos trabajos conforme a determinados centros o fines prioritarios, se los ordena y así se
les confiere un nuevo elemento unificador. Nuevo, porque las prioridades pueden ser fijadas no ya a partir
de una medida cuantitativa (delimitación de espacio y tiempo), sino de un criterio cualitativo, a saber, del
juicio sobre la cualidad axiológica de las tareas que se quiere realizar, juicio que discierne entre el mayor o
menor sentido y valor de las mismas.
Para establecer esta jerarquía -que da unidad- hay que valerse, en forma conjugada, de diversos criterios
de discernimiento y opción. Ante todo el criterio basado en la naturaleza misma de las acciones que se
quiere realizar (medios y fines). Luego, el criterio de importancia, basado en el mayor o menor valor de
los bienes que se desea comunicar (crecimiento en la fe, gracia de los sacramentos, unión de la comunidad
cristiana, promoción humana) a través de las correspondientes diversas tareas pastorales. Añadamos el
criterio de urgencia, conforme al cual se evalúan las necesidades existentes en un grupo humano
destinatario de la acción pastoral del sacerdote: necesidades mayores o menores, mas o menos extremas,
que determinan diversos grados de urgencia para ser atendidas (necesidad del pan de la palabra, o del pan
material, etc.). Estos tres son criterios de carácter mas objetivo; los tres han de ser conjugados para optar
por una u otra prioridad. Pero, como diremos, la opción depende también de otro criterio de índole
subjetiva, que es la propia vocación de quien establece opciones y prioridades, en el caso, la vocación
sacerdotal, a la que corresponden servicios específicos.
Por cierto, la tarea de construir una unidad de vida sacerdotal no se concluye con todo lo dicho. Ya el
Decreto PO, a continuación de un texto que comenzamos a citar al comienzo, llamaba la atención sobre el
hecho de que "la unidad de vida no pueden lograrla ni la mera ordenación exterior de las obras del
ministerio, ni, por mucho que contribuya a fomentarla, la sola práctica de los ejercicios de piedad"50. La
organización externa de las tareas pastorales es necesaria, pero no es todo; no es siquiera lo principal.
Amoris Officium
El amor de caridad centrado en Dios, nos impulsa a amar a todos los hombres, aun a los enemigos. Esto no
es solamente una obligación, sino un impulso inherente al amor. El amor es de tendencia universal; de ello
es signo el sentimiento de solidaridad extendido hacia la entera humanidad, que, al menos en extremas
situaciones, afecta a muchos hombres.
Ahora bien, en la dimensión interior, cuya sede es el corazón, donde reside como afecto de unión con
quienes se ama y como deseo de promoverlos a mayor bien, puede nuestro amor expandirse mas allá de
nuestro limitado espacio y tiempo, mas allá del requerimiento inmediato de quienes nos son próximos;
50
PO 14 a
puede llegar a todos, aun cuando distantes y desconocidos. "Quien habita en Roma sabe que los de la India
son miembros suyos".51
Por su misma naturaleza el afecto de amor tiende a ser eficaz a través de la oración externa (porque "obras
son amores"); sin embargo no siempre puede pasar a la ejecución, no siempre puede hacer efectivo su
propio afecto y deseo interior; no obstante su tendencia universal no puede llegar a todos, mediante la
acción eficaz.
En esta dimensión externa del hacer, el amor queda limitado, no puede hacer todo, no puede superar
barreras de espacio y tiempo, y, aun con quienes le están cercanos, no puede realizar todas las formas de
acción teóricamente posibles conque acudir en su ayuda, no puede cubrir todas las necesidades. Si bien en
el nivel afectivo tiene el amor una amplitud universal, en el de la eficacia de la acción externa es limitado.
Quisiera poder llegar a todos, pero no puede. De aquí el desequilibrio inherente a nuestro amor en el
tiempo de esta presente historia.
Cuando Teresa de Lisieux expresa su veleidad de ser simultáneamente guerrero, sacerdote, apostol,
doctor, martir,etc., y su imposibilidad de ser todo eso, pone de manifiesto esta tendencia a una eficacia
universal pero irrealizable en el nivel de la acción externa"52.
En este orden externo, el amor ha de optar entre proyectos de vida y de acción diversos y excluyentes,
porque cada uno de ellos implica prioridades diversas y excluyentes, que por lo mismo quedan contenidas
dentro de limites ineludibles. Estos proyectos de vida, cada uno con su propia prioridad particular, se
inscriben en el horizonte de la misma prioridad radical de la caridad que los fecunda. Son los proyectos
expresados en las particulares vocaciones, a las que cada uno de nosotros somos personalmente llamados
y por las cuales optamos: estado de vida, particular función o servicio según el ministerio o carisma que se
ha otorgado a cada uno, inclinaciones personales que pueden ponerse a disposición de la iglesia o de la
sociedad. Todos estos proyectos de vida son, para quienes están llamados a ellos, "amoris officium", en el
amplio sentido de "obligación de amor", tareas o formas de vida a las que el amor se obliga,
"compromisos del amor", en el fondo "auto entregas de amor", porque se supone que uno los asume no
movido por el interés egoísta sino por el desprendimiento y la capacidad de donación gratuita que otorga
el amor.
Pero son proyectos diversos. En el interior de cada uno de ellos rigen prioridades particulares diversas: en
el proyecto de Vicente de Paul rige la prioridad del "servicio"53: es su oficio. En el estatuto de vida
benedictina, el officium, también con el significado mas preciso de "tarea o quehacer" - "opus Dei" -
fijado prioritariamente, es el rezo acomodado a las diversas horas del día: "Operi Dei nihil praeponatur",
dice la Regla de Benito. En el cuadro de la vocación al sacerdocio, la tarea especifica es la de "apacentar
al rebaño"; el decreto PO le aplica, tomándolo de San. Agustín, la cualidad de ser "amoris officium"54: es
una formula hermosa y rica: reúne en si la idea de que el sacerdocio es una carga que se acepta por amor,
por motivo desinteresado y gratuito, y también la idea de que se trata de un "officium" en el sentido activo
- de acción pastoral, vida activa - que por etimología (y tal vez por uso en Derecho Canónico) adhiere a la
palabra que deriva de facere.
La unidad de vida la otorga básicamente la caridad. La otorga en toda su concreción, en el tiempo de esta
historia regida externamente por el espacio, el tiempo y la distancia, el particular proyecto de vida al que
51
Const. Lumen Gentium 13 a, citando a San Juan Crisostomo
52
Teresa de Lisieux Manuscritos Biográficos, en Obras completas (Setien), 7a ed., Monte Carmelo, Burgos pag. 227 ss.
53
Prioridad de servicio al pobre, que no es lo mismo que prioridad del pobre. En el primer sentido se trata de una tarea o
servicio que tiene prioridad en el proyecto de una Institución, de un fundador o de un individuo particular. En el otro sentido de
"prioridad del pobre" mismo, se entiende de la dignidad que este tiene y que le ha de reconocer toda la Iglesia, todos los
miembros de la Iglesia, aunque no se dediquen, en su propio proyecto de vida, a la atención del pobre como tarea prioritaria.
54
PO 14b, nota 23: "Que sea tarea de amor - amoris officium - apacentar el rebaño del Señor", San Agustín, Tract. in Ioann.
(132,5).
estamos llamados. Aquí es determinante la idea de vocación y por lo mismo de misión: aquello a que Dios
nos llama y nos envía. Esto parece conjugarse con la orientación que PO ofrece en definitiva a los
presbíteros, para que puedan construir una unidad de vida sacerdotal-pastoral: "La unidad de
vida...pueden...construirla los presbiterios si, en el cumplimiento de su ministerio, siguieren el ejemplo de
Cristo, cuya comida era hacer la voluntad de Aquel que lo envío para que llevara a cabo su obra" (Jn
4,34). "Voluntad de Dios" ha de ser entendida en dos aspectos muy implicados entre si. Para el sacerdote
la voluntad de Dios es ante todo su vocación, su sacerdocio como proyecto global y decisión asumida para
la vida. Es la intención, fundada y mantenida por la caridad pastoral, intención que, como horizonte vital y
permanentemente renovado unifica nuestra vida sacerdotal. Pero además, la referencia del texto conciliar a
Jn 4,34, en la que Jesús expresa que su comida es hacer la voluntad del Padre, nos lleva a pensar en algo
puntual, lo cotidiano (porque del alimento cotidiano se trata). Lo cotidiano, lo que cada día puede
sobrevenir es lo no previsto, lo desconcertante, y también, en la vida sacerdotal, lo múltiple, el riesgo de
fragmentación interior. Si pudiéramos caer en la cuenta que toda esa multiplicidad y dispersión cotidiana
constituye el acontecer de la historia -de nuestra pequeña historia- ; acontecer, que no nos sobreviene
anónimamente, sino al que Dios nos envía y en el que nos mete y nos "inserta", es decir, nos compromete
cotidianamente, entonces podríamos tal vez convertirlo en vivencia personal de la voluntad de Dios, que,
recogida por nuestro amor a El, nos sostuviera y nos unificara en las profundas raíces de nuestra vida
interior, en el cruce profundo de nuestro vivir, aun cuando en la superficie, el viento de la multiplicidad
siguiera dispersando las olas en todo sentido y aparente contrasentido.
Estas consideraciones sobre la unidad de vida sacerdotal dejan una gran laguna. No se ha hablado de
Cristo. Y, en verdad, si se habla de caridad, si se habla del sacerdocio, no se podría dejar de hablar de El.
Dios, el Padre, también el Espíritu, la Trinidad toda, esta y se manifiesta en Cristo. Nosotros estamos
llamados a poner a Dios Trino en el centro, como prioridad de nuestro amor, ingresando por el camino que
es Cristo, a la vez permaneciendo y quedando en este centro del mundo que es Cristo, que además de
camino es "templo", termino de nuestro peregrinar.
Esto vale de un modo especifico, para el sacerdote. Juan Pablo II se demora particularmente en reflexionar
y presentar al sacerdocio como relación con Cristo, participación de Cristo Cabeza, Pastor y Esposo. La
introducción de una reflexión sobre Cristo Esposo de la Iglesia, en una teología del sacerdocio, es en parte
novedosa y llamativa pero, sobre todo, fecunda.
Si una teología del sacerdocio encuentra su punto de reflexión básico y especifico en la afirmación que
este ministerio esta constituido por una relación con Cristo en tanto esposo de la Iglesia, una espiritualidad
teológicamente fundada ha de derivar la consecuencia de que el eje de la vida sacerdotal esta dado por su
amor centrado en Cristo-Esposo. El sacerdote es "el amigo del esposo". Su figura es así presidida por
modelos como el de Juan el Bautista, aquel a quien corresponde, por misión y vocación, señalar hacia
Cristo y llevar a Cristo.
Aquí esta el núcleo de la unidad de vida sacerdotal, la raíz: el sacerdote ha de integrar en el circulo de su
amistad con Cristo, el Esposo, a los hombres, para llevarlos, como Iglesia-Esposa, a El. En su corazón,
ligado por amistad al corazón de Cristo, el sacerdote recoge a los hombres, para llevarlos a corazón de
Cristo. Cristo, que es el corazón del mundo.
La caridad trasciende las formas particulares externas de realización: esta presente en todas y trasciende a
cada una de ellas. La caridad no se identifica adecuadamente con la oración (la religión, como virtud),
aunque por cierto, se expresa connaturalmente a través del culto. Tampoco se identifica adecuadamente
con el servicio exterior: las obras de misericordia, aunque por cierto, se realiza y se expresa
connaturalmente a través de estos servicios. Pero el amor, en su dimensión interior, como raíz interior,
excede las formas particulares en las que se realiza y expresa (es así que puede estar presente en todas
ellas, diversas y múltiples, inspirándolas y unificándolas).
Cuando Teresa de Lisieux dice que su vocación es el amor, significa algo mas que el simple hecho de que
su vida esta entregada a la oración en el seno de una comunidad carmelita. Dice que el amor, como afecto
radicado en la interioridad del corazón, (afecto de unión con Cristo y deseo vehemente de saciar su de
almas) es lo que esta en la raíz de toda vocación particular, de todo carisma, de todo oficio eclesial. En el
amor están contenidos, de modo eminente, todos los oficios y formas de vida.
Tal vez haya que explicar - sobre todo para los sacerdotes ancianos, o enfermos, que no están ya
sobreexigidos por una multiplicidad de tareas, que cada vez pueden hacer menos y tal vez ya muy poco o
nada, - que el amor, aun solo como afecto interior, es eficaz. Es eficaz aun antes de llegar a formalizarse
como oración; aun cuando no puede concretarse como servicio y obra de misericordia o ministerios
exteriormente ejercido. Es eficaz por su pura cualidad de amor, de unión con Dios, de deseo ante Dios de
bien para los hombres; o bien, que el amor siempre, de un modo eminente y virtual, es oración: es oración
en su raíz, "in radice caritatis". Que el amor es siempre servicio, porque es mas que servicio: es
autodonación, raíz de servicio. Además, que el amor, aun cuando es externamente impotente, niño, inútil,
aun cuando no puede hacer, hablar, reflexionar, simplemente porque es gratuito, es en Cristo, recogido por
Dios y tornado eficaz por su poder. Nuestro amor es recogido, en le corazón de Cristo, por el amor de
Dios y consecuentemente también por su poder.
José María Recondo es sacerdote de la diócesis de Morón. Doctor en Teología Esíritual y por
muchos años Rector del seminario de su diócesis. En este artículo plantea algo que fue siempre y es hoy
también, una inquietud de muchos sacerdotes en Argentina, que es pensar una espiritualidad propia de
nuestra identidad o carisma diocesano secular. Publicado en Pastores Nº 9, agosto de 1997, da elementos
para una reflexión que continúa siendo trabajada y que nuestra revista siempre atendió.
ESPIRITUALIDAD
No hace mucho, Juan Pablo II alentó «especialmente a los sacerdotes diocesanos, a que afirmen y
renueven la espiritualidad del sacerdocio diocesano. Mediante su vida espiritual -decía-, en el ejercicio de
la verdadera caridad pastoral, descubrirán un camino de santidad personal, un dinamismo en el ministerio
y una fuerza para proponer a los jóvenes que dudan en comprometerse en el sacerdocio»2.
El presente trabajo, sin pretensión alguna de ser exhaustivo, quiere contribuir, sin embargo, a
identificar y consolidar un perfil propio para la espiritualidad del sacerdote diocesano secular. Para ello
nos hemos dejado guiar por la rica iluminación que proporciona «Pastores dabo vobis», para poner la
mirada de fe en Cristo Buen Pastor, y sumar a ello la reflexión que a menudo ha suscitado en nosotros la
misma experiencia del ministerio.
Cuando Juan Pablo II nos habla en «Pastores dabo vobis» de la vida espiritual del sacerdote,
afirma que toda existencia cristiana es «vida espiritual», es decir, una «vida animada y dirigida por el
Espíritu hacia la santidad o perfección de la caridad» (n.19). Es importante destacar que no refiere aquí
«espiritual» al espíritu humano -como tantas veces se lo ha entendido- sino al Espíritu de Dios3.
Entendiendo así la «vida espiritual», PDV va más allá de ciertas pretendidas aporías del pasado (cuerpo-
espíritu, vida interior-compromiso histórico, tiempo-eternidad, acción-contemplación, etc.), y se aparta, a
su vez, del abordaje subjetivista de lo espiritual que conduce al ensimismamiento o a la búsqueda de la
experiencia espiritual como fin en sí misma -reiterada tentación a lo largo de la historia, que vemos
reeditada en la cultura postmoderna con el auge de las técnicas orientales o de libros de autoayuda
occidentales dirigidos a sentirse o estar uno bien-. El camino espiritual cristiano no conduce al
ensimismamiento sino -como podemos ver en Cristo, animado por el Espíritu- a una disponible escucha de
la voluntad del Padre y a la entrega de la vida por los hermanos.
Es preciso, pues, distinguir bien interioridad (la cual todo «hombre espiritual» ha de cultivar) de
ensimismamiento (del cual todo «hombre espiritual» ha de ir liberándose). Porque no es raro que lo uno se
confunda con lo otro, y se termine haciendo del defecto, virtud. De la misma manera, hay que poder
distinguir entre saber verse y vivir mirándose. Porque el ensimismamiento no ayuda a que nos veamos.
Todo lo contrario. Sólo cuando comenzamos a autotrascendernos somos capaces de vernos. La verdadera
interioridad implica (y provoca) autotrascendencia, nos saca de nosotros mismos por medio del amor -la
señal más auténtica de madurez en la vida espiritual-.
Las personalidades afectivamente ensimismadas fácilmente desembocan en una espiritualidad y en
una pastoral marcadas por el subjetivismo: en una vida espiritual diseñada no ya en contacto con la
objetividad del misterio -según Dios se nos ha revelado y quiere dársenos-, sino a partir de las propias
necesidades, inclinaciones, y apegos. Y en una vida pastoral adecuada no ya a las posibilidades, a las
necesidades y a la historia de una comunidad concreta en la que el Pueblo de Dios se hace presente, sino a
las fantasías, los humores, el capricho o la arbitrariedad del mismo sacerdote.
Cuando el ensimismamiento se concentra, en cambio, en el plano intelectual, aparecen, tanto en el
orden espiritual como en el pastoral, esas construcciones perfectas en sí mismas pero de espaldas a la vida
y a la realidad, que suelen ofrecer las ideologías, cualquiera sea el signo que las caracterice.
No sería raro, por otra parte, que más de un joven llegado a nuestros Seminarios traiga en su
espiritualidad cierta influencia de la llamada «nueva religiosidad». Actualmente, los medios de
comunicación suelen crear, en torno a la espiritualidad, un mundo bastante «promiscuo». Es por ello
importante poder orientar un discernimiento en el que se distinga la espiritualidad cristiana de esa
«espiritualidad sin religión» que caracteriza a la «New Age». Pues ésta -siendo de algún modo una hija no
deseada del secularismo- es fruto de una humanidad sin Padre, a través de una cultura en la que Dios está
ausente: prescinde, por ello, de la realidad objetiva de lo divino, llegando a hacer de la misma búsqueda
espiritual un objeto de consumo para el propio e individual «bienestar». Y al perseguirse, de este modo,
una experiencia que rehúye todo lo que altere esa «armonía» interior buscada, se cultiva una
espiritualidad que difícilmente se compadezca con los avatares propios de un compromiso solidario.
Puede llegar a suscitar, más bien, una cierta resignación frente a la injusticia, y un preferir no ver la
situación del hermano (pues «ojos que no ven, corazón que no siente» -ni se altera- (cf. Mt 25,31-46)).
No hay vida espiritual cristiana sin ir más allá de uno mismo por el amor (cf. Mt 22,34-40; Lc
10,25-28). La vida espiritual, si es cristiana, ha de llevarnos a abrir ventanas -desde Cristo, hacia Dios y
hacia el prójimo- antes que a llenarnos de espejos.
Así como el Espíritu Santo llena, penetra, invade al Mesías en su ser y en su obrar (cf. Lc 4,18-19),
ese mismo Espíritu está sobre todo el Pueblo de Dios, que es constituido como pueblo consagrado por Él y
enviado por Él. De este modo, el Espíritu del Señor se manifiesta como fuente de santidad y llamada a la
santificación: «En efecto, el Espíritu nos revela y comunica la vocación fundamental que el Padre dirige a
todos desde la eternidad: la vocación a ser santos [..., y] se hace en nosotros principio y fuente de su
realización» (PDV, 19). Esta vocación universal a la santidad encuentra una particular aplicación referida
a los presbíteros, pues ellos «están obligados de manera especial a alcanzar esa perfección» (PO, 12):
«Puesto que todo sacerdote, a su manera, representa la persona del mismo Cristo, es también enriquecido
de gracia particular para que pueda alcanzar mejor, por el servicio de los fieles que se le han confiado y de
todo el Pueblo de Dios, la perfección de aquel a quien representa» (ibid.).
Convendría preguntarse hasta qué punto no se ha dejado de hablar entre nosotros de santidad, a
fuerza de existir todavía una imagen demasiado estereotipada respecto de lo que significa. Porque cierta
hagiografía ha presentado de tal manera la vida de los santos -al poner de relieve siempre lo extraordinario
y lo inimitable- que, en lugar de encender en los bautizados el deseo de imitarlos, ha logrado convencerlos
de que eso no era para ellos; o sea, ha llevado a todo lo contrario de aquello para lo cual los santos han
sido canonizados...
Por eso, con frecuencia, se ha preferido hablar de seguimiento de Cristo, de compromiso por el
Reino, de ser discípulo de Jesús, conforme a los términos con que la Biblia suele presentar la santidad. En
la enseñanza evangélica, discipulado y santidad coinciden. La llamada de Jesús a sus discípulos, en
cualquiera de sus modalidades, implica siempre la llamada a la santidad. ¿Acaso no fue ésta la experiencia
en la que se acuñó nuestro llamado a la vida sacerdotal: vivir sólo para Dios y para los demás, e ir tan lejos
como el Padre nos lo pidiera? ¿Y acaso no somos testigos de más de una vida consagrada que arrastra su
mediocridad o su decadencia desde el momento en que este ideal se fue desvaneciendo? Quizá se trabaje
mucho y se lleve una vida honesta, pero se ha perdido lo que el Apocalipsis llama «el amor del inicio»:
«Conozco tus obras, tus trabajos y tu constancia. [...] Sé que tienes constancia y que has sufrido mucho
por mi Nombre sin desfallecer. Pero debo reprocharte que hayas dejado enfriar el amor que tenías al
comienzo. Fíjate bien desde dónde has caído, conviértete y observa tu conducta anterior» (2,2-5; cf.
3,15ss).
El Vaticano II ha querido convocarnos a una santidad a la que todos los fieles, de cualquier estado
y condición, están llamados (cf. LG, 40). Realizar la santidad -esto es, tender a la perfección por los
caminos de la espiritualidad evangélica- «es vivir en la sencillez de lo cotidiano la fe, la esperanza y la
caridad. Ahí está todo. En definitiva, los santos serán los que «han manifestado su fe con obras, su amor
con fatigas y su esperanza en nuestro Señor Jesucristo con una firme constancia» (1 Tes 1,3)»4. Pero esta
santidad implica un camino cuyo punto de partida está en el deseo mismo de ser santos: «Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados» (Mt 5,6). La justicia de la que aquí se
habla es la justicia del Reino, que la Biblia identifica con la santidad. Y la promesa contenida en la
bienaventuranza es para aquellos que tienen un vivo deseo («hambre y sed») de ser santos. El Evangelio,
cuando nos encuentra disponibles, «provoca» y «excita» en la esperanza nuestro deseo de santidad,
arrancándonos de horizontes modestos y de un conformismo que acaba despojándonos de nuestros sueños
primeros -o, más precisamente, del sueño que Dios tiene desde un comienzo sobre nosotros-; nos hace
sentir el llamado a no atrincherarnos en lo limitado, a no engañar el hambre, a no adulterar la esperanza,
cuya medida -si tiene como objeto aquello que Dios ha reservado de sí para nosotros- ha de ser siempre lo
desmesurado5.
De una única y fundamental santidad cristiana nacen los diversos modos de vivir la vida según el
Espíritu. Y la espiritualidad presbiteral no es sino una forma específica de vivir en la caridad esta vida
según el Espíritu. Podríamos decir, en este sentido, que «cuando se trata de presbíteros, la caridad toma el
rostro de Cristo Pastor»6.
3.1.- La configuración con Cristo y la caridad pastoral: Gracias a la «consagración obrada por
el Espíritu Santo en la efusión sacramental del Orden, la vida espiritual del sacerdote queda caracterizada,
plasmada y definida por aquellas actitudes y comportamientos que son propios de Jesucristo, Cabeza y
Pastor de la Iglesia y que se compendian en su caridad pastoral» (PDV, 21).
Aparece aquí, en la determinación del lugar que la caridad pastoral tiene en la vida del presbítero,
una de las aportaciones más valiosas de «Pastores dabo vobis». Porque el Papa avanza en la explicitación
de un concepto que el Vaticano II había ya presentado pero no desarrollado (cf. LG,41; PO,14). Juan
Pablo II profundiza, en cambio, en su significado, describiendo asimismo sus principales rasgos:
* La caridad pastoral es «el principio interior, la virtud que anima y guía la vida espiritual del presbítero»
(n.23), siendo su contenido esencial «la donación de sí, la total donación de sí a la Iglesia, compartiendo
el don de Cristo y a su imagen. [...] No es sólo aquello que hacemos, sino la donación de nosotros mismos
lo que muestra el amor de Cristo por su grey. La caridad pastoral determina nuestro modo de pensar y de
actuar, nuestro modo de comportarnos con la gente» (ibid.).
* Y la donación de nosotros mismos tiene como destinataria la Iglesia. Con la caridad pastoral, el
sacerdote se hace capaz de amar a la Iglesia con toda la entrega de un esposo hacia su esposa (cf. ibid).
* Pero el don de sí a la Iglesia «se refiere a ella como cuerpo y esposa de Jesucristo. Por esto la caridad
del sacerdote se refiere primariamente a Jesucristo: solamente si ama y sirve a Cristo Cabeza y Esposo, la
caridad se hace fuente, criterio, medida, impulso del amor y del servicio del sacerdote a la Iglesia, cuerpo
y esposa de Cristo» (ibid.).
* Es preciso recordar, además, que la caridad pastoral «le pide y exige [al sacerdote] de manera particular
y específica una relación personal con el presbiterio, unido en y con el obispo» (ibid.).
* Por otra parte, es en la Eucaristía «donde se representa, es decir, se hace de nuevo presente el sacrificio
de la cruz, el don total de Cristo a su Iglesia. [...] Precisamente por esto la caridad pastoral del sacerdote
no sólo fluye de la Eucaristía, sino que encuentra su más alta realización en su celebración, así como
también recibe de ella la gracia y la responsabilidad de impregnar de manera «sacrificial» toda su
existencia» (ibid.).
* Por último, frente a un contexto sociocultural y eclesial marcado por la complejidad, la fragmentación y
la dispersión, el Papa afirma que «esta misma caridad pastoral constituye el principio interior y dinámico
capaz de unificar las múltiples y diversas actividades del sacerdote. [...] Solamente la concentración de
cada instante y de cada gesto en torno a la opción fundamental y determinante de «dar la vida por la grey»
puede garantizar esta unidad vital, indispensable para la armonía y el equilibrio espiritual del sacerdote»
(ibid.). Con todo, no será sino progresivamente que el sacerdote irá alcanzando la unidad interior que la
caridad pastoral garantiza (cf. n.72), constituyéndose, ésta, a su vez, en «alma y forma de [su] formación
permanente» (n.70).
Hemos de valorar que, después de haber vivido los sacerdotes, durante tanto tiempo, dependiendo
de espiritualidades «prestadas» o de ensayos sin suficiente articulación y unidad, podamos vislumbrar, a
partir de Presbyterorum ordinis y Pastores dabo vobis, y del desarrollo de la teología de la caridad
pastoral, una espiritualidad rica en matices y adecuada «desde adentro» a una identidad y un perfil
propios. Por eso entendemos que Juan Pablo II pida que toda la formación de los candidatos al sacerdocio
esté «orientada a prepararlos de una manera específica para comunicar la caridad de Cristo, buen Pastor»
(n.57).
3.2.1.- Caridad pastoral y ejercicio evangélico de la autoridad: La primera actitud que Juan Pablo II
señala como fruto de la caridad pastoral es la de ejercer la autoridad para el servicio, recordando que este
tipo concreto de autoridad «debe animar y vivificar la existencia espiritual de todo sacerdote, precisamente
como exigencia de su configuración con Jesucristo, Cabeza y Siervo de la Iglesia. San Agustín exhortaba
de esta forma a un obispo en el día de su ordenación: «El que es cabeza del pueblo debe, antes que nada,
darse cuenta de que es servidor de muchos...»» (PDV, 21). De este modo, «la vida espiritual de los
ministros del Nuevo Testamento deberá estar caracterizada, pues, por esta actitud esencial de servicio al
Pueblo de Dios (cf. Mt 20,24ss; Mc 10,43-44), ajena a toda presunción y a todo deseo de «tiranizar» la
grey confiada (cf. 1 Pe 5,2-3)» (ibid.). Por eso la vida pastoral ha de educar al futuro sacerdote «a vivir
como «servicio» la propia misión de «autoridad» en la comunidad, alejándose de toda actitud de superio-
ridad o ejercicio de un poder que no esté siempre y exclusivamente justificado por la caridad pastoral»
(PDV, 58).
Que Jesús se presentara como servidor y exigiera que sus discípulos hicieran otro tanto en medio
de los hombres resultaba revulsivo para la cultura de su época. Porque el hecho de ser siervo no era
considerado un valor, sino todo lo contrario. Entre los romanos, la esclavitud solía tener rasgos
inhumanos. Y entre los griegos, la valoración que tenían por la libertad individual y la propia autonomía
hacía que experimentaran un rechazo instintivo hacia toda forma de servidumbre. Incluso en su vida
religiosa el gesto de postración -que realizaba el esclavo delante de su señor- estaba excluido de las
celebraciones paganas. Ese era, pues, el contexto de la predicación evangélica. El de hoy, en este sentido,
no está muy lejos de aquél: el hombre moderno ha ido haciéndose cada vez más celoso de su autonomía,
de su libertad, y más consciente de sus posibilidades y de su dignidad, con todo lo bueno que esto implica.
Pero también es real que se le ha ido haciendo cada vez más difícil arrodillarse ante Dios, y ponerse al
servicio del otro -al menos en las culturas que se atribuyen mayor grado de «desarrollo»-. Por ello, para un
contexto tanto como para el otro, las enseñanzas y el testimonio de Jesucristo resultan de una particular
originalidad. Y el hecho de convertirnos nosotros en servidores -servidores de Dios y de los hombres-
puede, por esto mismo, resultar particularmente elocuente y perturbador para los hombres de nuestro
tiempo. Pero para que esto ocurra deben poder vernos como servidores, y no sé si es ésta la imagen que
ellos tienen de la Iglesia y de sus ministros... Y el servicio no sólo es una manera de revelarle a los
hombres cómo es un cristiano, sino también, de algún modo, cómo es Dios.
En el presbiterio «no deberían existir puestos de mayor o menor prestigio, carreras más o menos
obligadas, promociones anheladas o retrocesos temidos. El modelo es la presidencia de la caridad de
Jesús, que está entre nosotros «como el que sirve»7. Por eso, el Seminario debiera ser como un largo
catecumenado para esta misión de servidores que recibimos sacramentalmente en el diaconado,
purificando toda tendencia al poder, a los honores o privilegios, a la dominación, o al autoritarismo; a toda
esa clase de actitudes que nos llevan, en más de una ocasión, a preguntarnos quién está, en última
instancia, al servicio de quién... Se nos dice que no es raro encontrar actualmente, en sacerdotes jóvenes,
cierto autoritarismo o maltrato de los fieles, que no eran tan previsibles cuando ellos eran seminaristas.
¿No hubo omisiones, al respecto, en su formación, dándose por supuesta una madurez que no existía? Más
allá de la inmadurez humana que siempre subyace a este tipo de comportamiento -e, incluso, el papel que
a veces juega un cierto modelo teológico-pastoral que da lugar a ese estilo sacerdotal-, no podemos
soslayar la responsabilidad que la formación espiritual tiene a este respecto.
Por otra parte -y como para considerar el riesgo opuesto al ya señalado-, de la misma manera que
hemos de ejercer la autoridad para el servicio, hemos de entender también que es un servicio ejercer
autoridad. Y que uno deja de ofrecer el debido servicio cuando, por respeto humano u otra razón
cualquiera, no se atreve a ejercerla. El buen ejercicio de la autoridad es un don para la vida de una
comunidad, desde donde se favorece la comunión y la participación, el diálogo y la reconciliación, la
animación y la iluminación. Por eso el evadirse del ejercicio de la autoridad puede encubrir, tras una
máscara de humildad o de exquisito respeto, el temor a comprometerse con un servicio que tiene no poco
de cruz, en la medida que es bien vivido. Lo que se presenta a veces como una actitud evangélica puede
estar disfrazando comodidad, timidez y, en definitiva, una omisión frente a las exigencias concretas de una
misión: «El mal no consiste solamente en el exceso de autoridad, sino también en la falta de mandato. No
atreverse a mandar es tanta cobardía como abusar del poder»8.
3.2.2.- Saber estar: Si bien la vida pastoral hace que se viva «en un clima de constante disponibilidad a
dejarse absorber, y casi «devorar», por las necesidades y exigencias de la grey» (PDV, 28), es preciso
aprender a conjugar, en nuestro ministerio, la capacidad de hacer con la capacidad de estar: no basta con
hacer mucho por la gente, para ser un buen pastor; es preciso saber estar con ella. Cuando lo primero se
disocia de lo segundo es fácil acabar en una forma despersonalizada de trato pastoral9. Por ello, es
necesario integrar al ejercicio del ministerio -como el mismo Jesús lo hizo- esta dimensión femenina de la
vida pastoral; esto es, esa capacidad que la mujer posee por naturaleza, de no circunscribirse a la eficiencia
de lo que puede producir con su trabajo -como fácilmente tiende a hacerlo el varón-, donándose en la
gratuidad de un «estar», que tan característico es de toda maternidad -tan claro en la Virgen en Belén, en
Caná, en la vida pública de Jesús, en el Gólgota, o en el Cenáculo: ella estaba...10-. Dimensión femenina
que se expresa, además, entre otras cosas, en la capacidad para la acogida, en una mirada comprensiva
sobre la debilidad ajena, en la capacidad de escucha, en la calidez y cercanía del trato, etc.
Mucho tiene que ver en esto la oración, como una instancia fundante del saber «estar». Y aquí es
difícil no evocar la escena evangélica que tiene lugar en Betania, cuando Jesús es recibido en casa de
Marta y María (cf. Lc 10,38-42). Porque la vida sacerdotal bien vivida tiene mucho de la agitación de
Marta, quien, en la mirada de Jesús, no había resuelto aún cómo servirlo sin dejar de escucharlo; y esto
presenta un desafío permanente para nuestra vida espiritual. O dicho de otro modo, cómo no convertirnos
en meros siervos, después de haber sido amigos... (cf. Jn 15,15).
Sabemos por experiencia que, a menudo, la caridad pastoral nos impulsa a una abundante
actividad. Pero no necesariamente la mucha actividad es fruto de la caridad pastoral. Hay que cuidarse,
por ello, de no confundir ésta con el activismo o el eficientismo pastoral, que no son sino su caricatura. El
activismo, por lo demás, no tiene en realidad su origen en una excesiva demanda de la gente sino más bien
en una demanda interna. Cuando experimentamos un cierto desbordamiento y éste se debe realmente a la
demanda de la gente, es más fácil que uno pueda reconocer con serenidad sus propios límites, en la
consciencia de que Dios nos llamó para servirlo y no para reemplazarlo. Pero si el origen de la demanda
está en uno, ésta no tiene fin; el hacer adquiere las características de una adicción. Sólo encuentra freno
cuando el cuerpo dice basta... Es importante, por ello, ser honestos a la hora de preguntarnos si la
hiperactividad responde a las necesidades de la gente o a nuestras propias necesidades. Y habrá que iniciar
a quienes se preparan a la vida sacerdotal en este discernimiento, para que lleguen a vivir el ministerio no
ya sin tensiones, pero sí en la búsqueda honesta de purificar su entrega desde la caridad pastoral,
conscientes de que el Señor los llamó «para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar...» (Mc 3,
14)11.
3.2.3.- Caridad pastoral y apertura al diálogo evangelizador: Los obispos argentinos nos
recuerdan que una de las grandes tareas que ha de enfrentar hoy la evangelización es la de conjugar la
obligación de anunciar la verdad con el respeto a la libertad. Esto supone «un estilo nuevo, despojado de
toda arrogancia, prepotencia e ironía, en el modo de buscar y comunicar la verdad», para proclamarla «en
toda su integridad pero con la sencillez y actitud de servicio características de la santidad de vida
evangélica. Estilo que nos exige una generosa apertura al diálogo, como camino para que el Evangelio
llegue a iluminar toda la realidad y cautive el corazón de todos los hombres» (LPNE, 36).
Es preciso superar, pues, esa actitud de talante preconciliar -todavía demasiado presente en más de
un sacerdote y también en muchos agentes de pastoral-, de situarse «a priori» a la defensiva respecto de
quienes no son «de Iglesia», mirándolos con desconfianza y hasta con agresividad; prontos a la discusión,
si no a la descalificación, antes que al diálogo; viéndolos como enemigos y no como aquellos a quienes
estamos llamados a comunicarles la Buena Noticia, como aquellos que no han tenido hasta hoy la gracia -
como nosotros la hemos tenido- de conocer «el amor que Dios nos tiene» y haber «creído en él» (1 Jn
4,16). Y esta actitud pastoral -que ha de condicionar toda la orientación del empeño evangelizador- si
bien puede estar revelando toda una cosmovisión teológica subyacente, responde también a una
disposición espiritual en la que quizá no hemos sabido formar adecuadamente. Se trata entonces de que la
caridad pastoral, que está llamada a determinar «nuestro modo de pensar y de actuar, nuestro modo de
comportarnos con la gente» (PDV, 23), vaya formando a quienes se preparan para el sacerdocio en las
actitudes propias del buen Pastor, ya que, como ésta, son numerosas las disposiciones espirituales (y
humanas) que arrastran tras de sí una manera característica y no siempre evangélica de situarse en la
pastoral.
La caridad pastoral debe impulsar y estimular así «al sacerdote a conocer cada vez mejor la
situación real de los hombres a quien es ha sido enviado; a discernir la voz del Espíritu en las
circunstancias históricas en las que se encuentra; a buscar los métodos más adecuados y las formas más
útiles para ejercer hoy su ministerio. De este modo, la caridad pastoral animará y sostendrá los esfuerzos
humanos del sacerdote para que su actividad pastoral sea actual, creíble y eficaz» (PDV, 72).
3.2.4.- Sufrimiento humano y caridad pastoral: Siguiendo la mirada que sobre Cristo tiene la
carta a los Hebreos, afirma C.M. Martini que «Jesús «llegó a ser» sacerdote en el hecho de compartir el
sufrimiento. El tenía desde el principio la capacidad de ser sumo sacerdote misericordioso y fiel, pero Dios
ha querido que el Hijo integrara esa capacidad en su propio cuerpo al compartir el sufrimiento de los
demás. Es un tema importante ya sea como ideal del obispo, ya sea como ideal del sacerdote: estar tan
cercanos a la gente y a sus dolores, que se compartan y por consiguiente lleguemos gradualmente a ser
«misericordiosos y fieles»12.
Si estamos animados, pues, por la caridad pastoral, nuestra alma ha de llegar a ser enteramente
receptiva de las preocupaciones, las angustias y las miserias de los otros. Lejos de encerrar nuestra vida
interior en un oasis de indiferencia, nuestro encuentro personal con Jesús debe sensibilizarnos cada vez
más para experimentar dolorosamente todo aquello que hace mal a nuestros hermanos; e, inversamente,
toda esta pena experimentada en nosotros a causa del sufrimiento de los demás debe conducirnos a
comprender mejor el abismo misterioso del corazón pastoral de Jesús. «Del sacerdote cada vez más
maduro en su sensibilidad humana, ha de poder decir el Pueblo de Dios algo parecido a lo que de Jesús
dice la Carta a los Hebreos: «No tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras
flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4,15)» (PDV, 72).
El peligro que ha de evitarse es el de llevar esta compasión a una sensibilidad malsana,
replegándonos sobre este sufrimiento, o dejándonos aplastar por él. Nuestra alma ha de estar en comunión
con el misterio mismo de Cristo, pues el riesgo principal de estos contactos es que ellos no repercutan en
nosotros sino de un modo sensible y humano. De allí la necesidad de saber integrar todo esto en nuestra
vida eucarística; sólo ella podrá elevar poco a poco a la participación en el misterio de la Cruz de Jesús,
aquellas preocupaciones, fatigas y sufrimientos que nos alcancen nuestros contactos con los hombres13:
«La Eucaristía es como el lazo que une a cada uno de nosotros y a nuestras jornadas con su lote de pobres
miserias y pequeños sufrimientos, con lo que sucedió en la hora del sufrimiento humano de Jesús»14.
Por otra parte, la caridad pastoral implica una cierta manera de «estar ante el otro» y de
relacionarnos con él. Por eso, aquello que Simone Weil afirma respecto de la relación con el desdichado,
puede ayudarnos a descubrir el tipo de relación que, desde la caridad pastoral, hemos de establecer -a
imagen de Cristo Pastor- con el que sufre: «Los desdichados no tienen en este mundo mayor necesidad
que la presencia de alguien que les preste atención. La capacidad de prestar atención a un desdichado es
cosa muy rara, muy difícil; es casi -o sin casi- un milagro. Casi todos los que creen tener esta capacidad,
en realidad no la tienen. El ardor, el impulso del corazón, la piedad, no son suficientes. [...] La plenitud del
amor al prójimo estriba simplemente en ser capaz de preguntar: «¿Cuál es tu tormento?». Es saber que el
desdichado existe, no como una unidad más en una serie, no como ejemplar de una categoría social que
porta la etiqueta «desdichados», sino como hombre, semejante en todo a nosotros, que fue un día golpeado
y marcado con la marca inimitable de la desdicha. Para ello es suficiente, pero indispensable, saber
dirigirle una cierta mirada. Esta mirada es, ante todo, atenta; una mirada en la que el alma se vacía de todo
contenido propio para recibir al ser al que está mirando tal cual es, en toda su verdad. Sólo es capaz de ello
quien es capaz de atención»15.
3.2.5.- Caridad pastoral y amor misericordioso por los pecadores: El sacerdote está llamado a
ser «testigo de la misericordia de Dios por los pecadores» (PDV, 26). Se espera de él, que sepa «inclinarse
ante los pecadores, ante los marginados de cualquier clase, según el modelo ofrecido por Jesús en su
ministerio profético y sacerdotal» (PDV, 30)16. Esto implica, por tanto, un modo de «mirar» al pecador o,
mejor, de hacerle sentirse mirado, que se comunica antes con el trato que con las palabras. En este sentido,
hay «una serie de cualidades del amor de Jesús como Buen Pastor, tales como el respeto, la humildad, la
paciencia y la misericordia por los pecadores, que ninguna enseñanza por medio de la palabra podría
expresar ni transmitir plenamente»17. Por eso Jesús no se contentó con instruirnos con enseñanzas orales.
El juzgó necesario manifestarnos los sentimientos de su corazón y ciertas actitudes del amor
misericordioso de Dios, a través de su propia manera de vivir, y en su forma de tratar al pecador (cf. Mc
2,17; Mt 11,19; Jn 8,1-11). Se trata, en nuestro caso, de afirmar la insolidaridad con el pecado,
mostrándonos solidarios con el pecador; esto es, como aquellos que pueden comprender a los extraviados
y a los ignorantes, porque ellos mismos están envueltos en debilidades (cf. Hb 5,2). Dicho de otro modo,
haciéndonos conocer como discípulos de quien fuera «amigo de publicanos y pecadores» (Mt 11,19).
De aquí que Juan Pablo II nos recuerde que, por estar llamado el pastor a ser el hombre de la
caridad, es necesario «que él mismo se deje educar continuamente por el Espíritu en la caridad del Señor.
En este sentido, la preparación al sacerdocio tiene que incluir una seria formación de la caridad, en
particular del amor preferencial por los «pobres», en los cuales, mediante la fe, descubre la presencia de
Jesús (cf. Mt 25, 40) y al amor misericordioso por los pecadores» (PDV, 49).
3.3.- La vida espiritual en el ejercicio del ministerio: En Cristo, porque «la consagración es para
la misión» (PDV, 24), una y otra se encuentran bajo el signo del Espíritu y bajo su influjo santificador.
Otro tanto ocurre en sus discípulos: los presbíteros reciben el Espíritu «como don y llamada a la
santificación en el cumplimiento de la misión y a través de ella» (ibid.). Existe por ello una relación íntima
entre la vida espiritual del presbítero y el ejercicio de su ministerio, porque éste «expresa y revive su
caridad pastoral» (ibid.).
Mucho se ha avanzado, en este sentido, en los últimos tiempos, en favor de una espiritualidad
sacerdotal que sepa integrar y, más precisamente, nacer de la misma vida ministerial. Inquietud que
vemos ya presente en los debates conciliares que llevaron a Presbyterorum Ordinis, cuando el cardenal
Léger, insatisfecho con uno de los esquemas preparatorios, formulaba la siguiente advertencia: «Se llega a
pintar el ministerio de los sacerdotes como una fuente de peligros. Y parece proponerse una santidad al
margen de su acción, como si por un lado debieran trabajar y por otro ser santos. Y así es como [se] deja
sin describir la santidad «propia» de los sacerdotes»18. Y, por eso, reclamaba: «¡No se separe la santidad
de los sacerdotes de su ministerio! [...] Y sobre este eje constrúyase todo lo demás: ¿Cuáles son las
virtudes propias del sacerdote? Las virtudes del buen Pastor. [...] ¿Cómo han de vivir los sacerdotes los
consejos evangélicos? Como lo pide su ministerio. [...] ¿Y sus medios de santificación? Los que su
ministerio exige. [...] Sólo planteando así las cosas ofreceremos a los sacerdotes una santidad que no les
haga hombres divididos»19.
No es posible, por tanto, abordar adecuadamente la espiritualidad del sacerdote prescindiendo de
su vida ministerial, pues el presbítero es llamado (e impulsado por el Espíritu) a conformar su vida a las
exigencias de su servicio pastoral. El ministerio es, así, el lugar donde se configura su modo característico
de seguir al Señor y servir a los hermanos, su modo propio de vivir «la vida según el Espíritu»; es decir, su
espiritualidad.
3.3.1.: Ungidos y enviados para anunciar a todos los hombres el Evangelio del Reino, los
sacerdotes somos, ante todo, ministros de la palabra. Esto exigirá siempre de nosotros una doble
fidelidad (cf. EN, 4): por una parte, estamos llamados a preservar el mensaje intacto y vivo, distinguiendo
en su presentación lo esencial de lo mudable, para poder discernir lo que ha de ser cambiado, en orden a
que permanezca en su frescura y autenticidad lo perenne del mismo. Pero evangelizar exige más que esto,
ya que hemos recibido el mensaje en orden a trasmitirlo; por lo que uno ha de procurar también la
fidelidad a las personas que son sus destinatarios: atender a su situación, a sus búsquedas, a sus
necesidades, a su cultura, a su lenguaje -en el sentido más hondo del término-. Pues Dios ha hablado a los
hombres para ser escuchado. Así, quien quiera ser fiel al mensaje, deberá ser fiel a los hombres, pues
aquél nos es dado para ser trasmitido. Y quien quiera ser fiel a los hombres, deberá ser fiel al mensaje:
ellos tienen derecho a escuchar lo que Dios quiere decirles20. De aquí que Juan Pablo II recuerde al
sacerdote que «las palabras de su ministerio no son «suyas», sino de Aquel que lo ha enviado. El no es el
dueño de esta Palabra: es su servidor. El no es el único poseedor de esta Palabra: es deudor ante el Pueblo
de Dios» (PDV, 26).
Este ministerio supondrá en el sacerdote una gran familiaridad con la Palabra de Dios, en orden a
que acercándose a ella con corazón orante y disponible, «penetre a fondo en sus pensamientos y
sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva: «la mente de Cristo» (1 Cor 2,16), de modo
que sus palabras, sus opciones y sus actitudes sean cada vez más una transparencia, un anuncio y un
testimonio del Evangelio» (PDV, 26). «Alcánzanos del Padre celestial -reza Juan Pablo II- los guías
espirituales que necesitan nuestras comunidades: verdaderos sacerdotes del Dios vivo que, iluminados por
tu palabra, sepan hablar de tí y enseñar a hablar contigo»21.
La oración del sacerdote tiene ciertos rasgos que le son propios, tanto por la peculiar situación
existencial a la que es introducido por el ministerio, como por las condiciones concretas en las que
habitualmente tiene lugar su vida de oración.
Por una parte, la oración del sacerdote suele estar atravesada por la vida que le da marco. Esto
afecta la oración misma «desde dentro», confiriéndole una manera propia, a partir no sólo del ser
sacerdotal, sino de la «huella» dejada en el alma por el ejercicio del ministerio, esto es, por el trato con la
gente, por los dolores que van produciendo en nuestro corazón las heridas de los otros, por tantas miradas
en busca de descanso, por los sentimientos que van anudando la historia de los demás a la nuestra propia,
haciendo que desde allí, desde todo eso miremos a Dios en nuestra oración; desde un corazón que lleva en
sí la vida de muchos otros. Vamos a la oración sintiendo -si no es osado decirlo así- nuestros miembros...
(cf. 1 Cor 12, 27). ¿Acaso el tiempo no va haciendo que -a imagen de la experiencia que Cristo, por su
encarnación, tiene en relación con la Iglesia- uno vaya sintiendo a la comunidad como «hueso de sus
huesos y carne de su carne» (cf. Gn 2,23)? Del mismo modo que uno lleva a la oración su cuerpo, sin
tener por ello, necesariamente, conciencia actual al respecto, así también podríamos decir que uno va a la
oración con sus miembros, aunque no piense ni repare en ello.
En muchas oportunidades, además, nuestra oración de pastores recibirá la marca de situaciones o
experiencias por las que estamos atravesando junto a nuestra comunidad: bajo circunstancias de particular
fecundidad y gozo que nos alegramos de compartir con el Señor («... movido por el Espíritu, se estremeció
de alegría y dijo: Te alabo, Padre...» Lc 10,21), cuando aparecen momentos de cruz que es preciso saber
sobrellevar («Hijos míos, por quienes estoy sufriendo nuevamente los dolores del parto...» Gal 4,19), o
momentos de oscuridad en los que estamos invadidos por la perplejidad («no se haga mi voluntad...» Mt
26,40) o nos sentimos consolados por la certeza de la cercanía del Padre («El que me envió está comnigo
y no me ha dejado solo...» Jn 8,29); también cuando sólo nos es clara nuestra impotencia («El mismo
Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque no sabemos orar como es debido; pero el Espíritu
intercede por nosotros con gemidos inefables» Rm 8,26).
Por otra parte, la vida de oración de un sacerdote no cuenta con la estructura y ritmo de la vida del
monje, donde la posibilidad de disponer siempre del tiempo necesario para rezar está asegurada y
protegida por un ordenamiento de horarios inamovibles. En la agitación propia del ministerio sacerdotal,
el equilibrio de la vida espiritual se alcanza más bien de modo dinámico: no es el equilibrio de quien se ha
situado sobre una roca, sino más bien del que camina o está de pie sobre una barca: allí el equilibrio ha de
estar conquistándose constantemente... Así también, en la vida espiritual del presbítero, el equilibrio no es
algo que se encuentre dado por el ritmo de vida al que su ministerio le obliga, sino algo que habrá de ser
conquistado una y otra vez, de manera renovada.
En este sentido, la vida del Seminario, puede dar lugar a un cierto engaño. Porque en cuanto a las
facilidades que ofrece para la oración, se parece más a la vida del monasterio que a la vida sacerdotal. Por
eso, no obstante el valor de iniciación que la estructura del Seminario tiene para la vida espiritual de los
seminaristas, no será allí donde en definitiva fragüe su vida de oración, sino más bien fuera de él, esto es,
durante las vacaciones, las experiencias de misión, las prácticas pastorales del fin de semana, en la visita a
sus familias, y, muy particularmente -donde existe-, en la experiencia de un año en parroquia. Allí se verá
si, con realismo, encontrando dificultades similares a las que habrá de enfrentar en el futuro ministerio, el
seminarista madura su perseverancia en la búsqueda de Dios. Porque, como reflexionaba un joven
sacerdote, «del Seminario, estructura relativamente organizada, fuimos los presbíteros lanzados al
ministerio [... y] tuvimos que habérnosla de repente con nuestra propia libertad. La estructuración de la
mayor parte de nuestro día y de nuestra vida pasó a depender casi exclusivamente de nosotros mismos y
del peso de nuestra conciencia frente a Dios»22.
Por todo ello, podemos decir que el Seminario, en este sentido, es un buen vivero: toca allí ir
desarrollando las raíces; pero la verdad se pondrá de manifiesto cuando el árbol, fuera de él, quede a la
intemperie, sin nada que lo proteja ya.
El lugar verdaderamente central, tanto del ministerio como de la vida espiritual del sacerdote, es la
Eucaristía (cf. PDV, 26). Mediante la ordenación, «nosotros estamos unidos de manera singular y
excepcional a la Eucaristía. Somos, en cierto sentido, «por ella» y «para ella» 24. Y para que nuestro
sacerdocio sea creíble, es preciso que entremos con nuestra vida en el camino de la Eucaristía que
celebramos: darse en sacrificio por los demás, para el perdón de sus pecados, como alimento de vida
nueva.
Jesucristo se presentó a los suyos como Vida. Él vino a dar vida, para que la tuviéramos en
abundancia (cf. Jn 10,10). Lo que los suyos no pudieron prever fue que para que esto sucediera él debía
dar la vida. En la Eucaristía se reflejan (y realizan) perfectamente estas dos dimensiones: Allí Cristo nos
revela que, al dar la vida por nosotros, él nos da la vida a nosotros. Este doble aspecto de sacrificio y
comida que el misterio eucarístico extrae del misterio de Cristo, está llamado a reflejarse (y realizarse),
también, en nuestra vida sacerdotal. Dar la vida («me gastaré y me desgastaré...» 2 Cor 12,15) para que los
hombres tengan Vida. Sólo así llegaremos a ser, también, sacramento. Es la cruz la única levadura capaz
de hacernos alimento (pan) para la vida de nuestros hermanos. Quizá por ello Jesús no se dio a sí mismo
como alimento, sino entrando ya en el drama de su Pasión («Sabiendo Jesús que le había llegado la
hora...» Jn 13,1).
Vivir una vida eucarística conduce, pues, a ser configurado a Cristo tal como se nos manifiesta en
dicho misterio, participando de su oblación al Padre y de su ofrecimiento a los hombres como pan nuevo.
«Cuando el presbítero se abre a los demás con comprensión y misericordia, evitando las tentaciones de la
insensibilidad y la indiferencia, verifica en su propia humanidad el misterio de Cristo que es sacerdote y
víctima a la vez. Sólo una personalidad dura o endurecida, impermeable por la autodefensa y la negación
de su inseguridad, cree que puede salir ilesa de tal embate cotidiano. [...] El mismo deterioro humano del
sacerdote expresa el peso de quien soporta muchas vidas y contiene muchos corazones. Su mismo llanto -
normalmente solitario- expresa la impotencia del hombre que debe representar al Todopoderoso en la
paradoja de la debilidad. La sicología aparentemente floja de muchos es el precio de un ministerio más
solidario con un pueblo sufriente, que supera la lejanía y la frialdad para compartir con cercanía y calidez.
No se trata de pasar de un hombre seguro e intocable a otro perplejo y frágil sino del misterio de un ser
que, siendo débil, sea capaz de fortalecer, y siendo pecador, sea capaz de perdonar, por el poder de Cristo.
Esta experiencia permanente de todo presbítero es y debe ser fuente de espiritualidad. La cruz sacerdotal
contiene y sintetiza miles de cruces, llevando a participar del misterio cristológico de la sustitución. [...]
En la Eucaristía el ministro celebra el sacrificio de Cristo incorporando la historia crucificada del Pueblo
de Dios. Al decir en primera persona la palabra sacramental Esto es mi Cuerpo sabe -saborea y sufre- que
de un modo u otro va a expresar en su propia humanidad doliente tanto dolor visto y tanto pecado
escuchado. [...] Al presbítero le corresponde de un modo peculiar actualizar la Eucaristía colaborando en
la salvación no sólo con palabras y obras, sino también bebiendo el cáliz del propio sufrimiento y dándose
como pan a ser comido por su pueblo»25.
Quedan así expresados los rasgos sacerdotales de una existencia eucarística en la que todos los
presbíteros estamos ineludiblememte llamados a madurar a lo largo de nuestra vida sacerdotal. Pero ésta
comienza a prepararse y, de algún modo, a vivirse, ya en el Seminario. Por eso el Papa, al referirse a la
Eucaristía, señala «con gran sencillez y buscando la máxima concreción», que «es necesario que los
seminaristas participen diariamente en la celebración eucarística, de forma que luego tomen como regla de
su vida sacerdotal la celebración diaria. Además -dice-, han de ser educados a considerar la celebración
eucarística como el momento esencial de su jornada, al que participarán activamente, sin contentarse
nunca con una asistencia meramente habitual» (PDV, 48).
Por último, conviene recordar el lugar que le cabe al sacramento de la reconciliación en la vida
espiritual del presbítero. Tanto cuando lo administra como cuando recurre a él para celebrarlo como
penitente.
En el primer caso, nos recuerda Juan Pablo II que «el ministerio de la reconciliación es sin duda el
más difícil y el más delicado, el más agotador y el más exigente, sobre todo cuando los sacerdotes son
pocos»26. Pero -añade- «estad siempre seguros, queridos hermanos sacerdotes, que el ministerio de la
misericordia es uno de los más hermosos y consoladores»27. «Conozco vuestras dificultades; tenéis que
cumplir muchas tareas pastorales y os falta siempre el tiempo. Pero cada cristiano tiene un derecho, sí, un
derecho al encuentro personal con Cristo crucificado que perdona. Y como he dicho en mi primera
encíclica, «es al mismo tiempo un derecho de Cristo mismo hacia cada hombre redimido por Él»
(Redemptor hominis, 20)»28. Difícilmente podríamos, por lo demás, predicar con coherencia el Evangelio
de la misericordia, si no estamos disponibles para dispensarla en el sacramento.
En cuanto a la confesión personal del sacerdote, dice el Papa: «La vida espiritual y pastoral del
sacerdote, como la de sus hermanos laicos y religiosos, depende, para su calidad y fervor, de la asidua y
consciente práctica personal del Sacramento de la Penitencia. [...] Toda la existencia sacerdotal sufre un
inevitable decaimiento, si le falta, por negligencia o cualquier otro motivo, el recurso periódico e inspirado
en una auténtica fe y devoción al Sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que no se confesase o se
confesase mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resentirían muy pronto, y se daría cuenta también
la Comunidad de la que es Pastor»29. Por eso el Papa invita a redescubrir, en la formación espiritual de los
seminaristas, la belleza y la alegría del Sacramento de la Penitencia, en medio de una cultura «en la que,
con nuevas y sutiles formas de autojustificación, se corre el riesgo de perder el «sentido del pecado» y, en
consecuencia, la alegría consoladora del perdón y del encuentro con Dios «rico en misericordia»» (PDV,
48).
3.3.3.- El sacerdote está llamado, finalmente, a ser pastor. Esto significa revivir la autoridad y el
servicio de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, animando, acompañando y guiando la comunidad
eclesial. Se trata de «una misión muy delicada y compleja, que incluye, además de la atención a cada una
de las personas y a las diversas vocaciones, la capacidad de coordinar todos los dones y carismas que el
Espíritu suscita en la comunidad, examinándolos y valorándolos para la edificación de la Iglesia, siempre
en unión con los Obispos. Se trata de un ministerio que pide al sacerdote una vida espiritual intensa, rica
de aquellas cualidades y virtudes que son típicas de la persona que preside y «guía» una comunidad; del
«anciano» en el sentido más noble y rico de la palabra» (PDV, 26)31.
Podríamos señalar un rasgo específico de la vida y espiritualidad del sacerdote diocesano secular,
en el hecho de contribuir de manera peculiar al desarrollo de la evangelización no tanto al llevar adelante
una pastoral de grupos (como es más frecuente entre los religiosos o en los sacerdotes de los
movimientos) sino siendo un pastor de comunidad.
Esto significa, en su quehacer pastoral, estar siempre asomado -por encima de cada grupo o
persona- a la vida de la comunidad, para velar por ella y vivir para ella. Como una madre que, a la vez que
conoce y atiende a lo que cada hijo vive, piensa la familia, percibe su pulso, lo que se vive entre todos,
reparando en el aire que se respira, auscultando, promoviendo y preservando esa suerte de espacio
espiritual que define, por encima de los lazos de sangre, la vida familiar. Se trata, entonces, a su imagen,
de que el cura diocesano sepa pensar la comunidad: cómo está, qué momento está atravesando, hacia
dónde va, de qué modo contenerla, qué es oportuno predicar, por qué inmadureces evangélicas o flaquezas
está pasando, etc. De todo esto, San Pablo nos deja testimonios preciosos, conmovedores, luminosos. ¡Qué
bien está expresada en Pablo la peculiar psicología de pastor del cura diocesano! Uno se imagina su vida
pensando cada comunidad, la de Corinto, la de Efeso, la de Tesalónica, etc., lo cual puede verse en cada
una de sus cartas: consideremos que él quería presentarles a todos, sin distinción, la misma Buena Noticia
y, sin embargo, ¡a cada comunidad le escribe cosas distintas...! Junto a contenidos comunes -
imprescindibles para que todos recibieran la misma fe-, hay un sinnúmero de recomendaciones que
señalan que, al escribirles, se situaba en cada comunidad, para decirle lo que cada una necesitaba recibir
y no lo último que él estaba entusiasmado en comunicar. Así debiéramos preparar nuestras
predicaciones...
Esta actitud o, mejor, esta «psicología» es determinante en nuestro ministerio, porque señala sobre
quién está centrada y orientada nuestra acción pastoral: si sobre nosotros mismos o sobre la comunidad, si
sobre nuestras propias necesidades (o las de algunos) o sobre las de la comunidad en su conjunto, pensada
y amada como nuestra esposa.
En Pablo, por otra parte, se ve claro que la vida pastoral entendida o vivida como un hacer cosas,
es muy distinta de cuando la experimentamos como un llevar en uno la vida de la gente (a modo de
«cuerpo místico» del que nosotros somos la «cabeza»), resonando en nosotros todo lo bueno, lo malo, lo
gozoso y lo doloroso, la gracia y el pecado de su existencia cotidiana. Acompañando para iluminar desde
la fe, para com-padecer, para com-partir y con-vivir. El testimonio de Pablo, en este sentido, dista mucho
de un mero ir a hacer, en el que la vida de uno pasara por un lado, y la «actividad pastoral» o función por
otro.
Cabe agregar, finalmente, que el vivir entre la gente incluso físicamente, a través de una inserción
real y efectiva, pareciera que realiza más perfectamente -si consideramos lo que contiene esta imagen-
nuestra vocación de pastores.
Hay que evitar pensar, por todo lo expuesto, que mientras ejercemos el ministerio vivimos como de
algo adquirido fuera de él, consumiendo energías espirituales almacenadas durante nuestros momentos de
recogimiento y soledad. Este concepto responde a una visión reduccionista de la vida espiritual que es
necesario superar. Si no, correríamos el riesgo de acabar pensando que ella se constituye exclusivamente
sobre las «huídas» a la soledad -por lo demás, siempre necesarias-.
Vemos, por el contrario, cómo la vida espiritual del sacerdote no encuentra su fuente al margen de
su fatiga pastoral sino que, por el contrario, se va vertebrando y ha de madurar en contacto y a través del
ejercicio mismo de su ministerio.
3.4.- Existencia sacerdotal y radicalismo evangélico: Si para todos los cristianos el radicalismo
evangélico es una exigencia irrenunciable que brota de la llamada de Cristo a seguirlo, el sacerdote ha de
vivir esa expresión privilegiada del radicalismo que son los consejos de obediencia, castidad y pobreza,
según el estilo y el significado original que nacen de su identidad propia y que la caridad pastoral expresa
(cf. PDV, 27).
3.4.1.- «Entre las virtudes que mayormente se requieren para el ministerio de los presbíteros hay
que contar aquella disposición de ánimo por la que están siempre prontos a buscar no su propia voluntad,
sino la voluntad de Aquel que los ha enviado» (PO, 15). Según PDV, la obediencia presenta, en la vida
espiritual del sacerdote, ciertas características particulares: es «apostólica» -por ser relativa al Sumo
Pontífice, al Colegio Episcopal, y particularmente al Obispo diocesano-, «comunitaria» -por ser relativa a
la comunión con el presbiterio-, y posee «carácter de pastoralidad» -por ser relativa a la disponibilidad
frente a las necesidades de la grey-. La dimensión apostólica de la obediencia nace «de la libertad
responsable del presbítero que acoge no sólo las exigencias de una vida eclesial orgánica y organizada,
sino también aquella gracia de discernimiento y de responsabilidad en las decisiones eclesiales, que Jesús
ha garantizado a sus apóstoles y a sus sucesores, para que sea guardado fielmente el misterio de la
Iglesia...» (PDV, 27). La dimensión comunitaria exige del sacerdote «una gran ascesis, tanto en el sentido
de capacidad a no dejarse atar demasiado a las propias preferencias o a los propios puntos de vista, como
en el sentido de permitir a los hermanos que puedan desarrollar sus talentos y sus aptitudes, más allá de
todo celo, envidia o rivalidad» (ibid.). Y el carácter de pastoralidad de la obediencia se vive en un clima
de constante disponibilidad a dejarse absorber, y casi «devorar», por las necesidades y exigencias de la
grey» (ibid.).
Quisiera decir que echo de menos, en PDV, algún tipo de referencia al diálogo. En este sentido, el
Vaticano II (cf. PO 15) era más explícito. Y el ejercicio de la obediencia que no está acompañado por el
diálogo, fácilmente deriva hacia el servilismo -cosa que el Papa expresamente señala como riesgo-, o
hacia la doblez. Se trata de entender el diálogo no como algo opuesto a la obediencia sino al servicio de la
misma: al servicio de que tanto quien ejerce la autoridad como quien es destinatario de ella puedan
ayudarse mutuamente a encontrar los caminos de Dios y a obedecer su voluntad. La autosuficiencia, tanto
de un lado como del otro, puede hacer estéril el servicio que el diálogo está llamado a ofrecer a la
obediencia, llevándonos a pensar que ésta es incompatible con aquél, o viceversa. Al respecto, es
importante lo que el Cardenal Pío Laghi, expresaba a los obispos encargados de Seminarios y Vocaciones
del CELAM, en Bogotá, a fines de 1992, al señalar que «la propuesta del diálogo formadores-formandos
por la cercanía mutua y el acompañamiento fraternal y amistoso pone la base segura para una
espiritualidad de una obediencia que sea activa y entregada, y para un arte del mando que sea respetuoso
de los valores profundos de la persona y contemporáneamente de las inderogables exigencias de la
disciplina. Por eso, la pedagogía de la obediencia de hoy varía considerablemente de la del pasado que era
simple y marcada imposición autoritaria, y se fundamenta en el diálogo respetuoso y motivador, pero
presupone la sincera voluntad en el formando de hacer la voluntad de Dios tal cual se manifiesta en el
mandato de la legítima autoridad, sin desconfianzas y sin el horizontalismo que sugiere la mera
racionalidad»32.
Es importante hacer notar que -como lo señalaba el card. Garrone, siendo Prefecto de la
Congregación para la Educación Católica- «han podido producirse confusiones y contaminaciones, y por
ello la obediencia en los Seminarios ha tomado algunas de las características de la obediencia propiamente
«religiosa», con sus exigencias específicas, pero sin los medios sobrenaturales correspondientes, y de ahí
el malestar y las dificultades innecesarias»33. De aquí que Garrone, en busca de clarificar los principios
fundamentales sobre los que se apoya una doctrina de la obediencia, afirme: 1º) No hay obediencia posible
si no dice relación a Dios: toda obediencia, si es cristiana, ha de dirigirse finalmente a Dios y a su
voluntad. «Esta es la razón de porqué se encuentra en el Evangelio y en la vida de los Santos, cargada de
un extraordinario potencial espiritual. [...] En la medida en que tal obediencia es real, tiene el gusto de
Dios, da el gusto de Dios y, creciendo en profundidad, profundiza en ese mismo gusto divino»34. 2º) «No
existe autoridad alguna sino en dependencia de Dios. Solamente Dios puede exigir la obediencia a una
conciencia humana. Nadie tiene derecho sobre la conciencia de otro. [...] Jamás estamos subordinados a
otra persona, sino solamente a Dios a través de otro. Si el que ejerce la autoridad no tiene conciencia de
esto, falsifica todo». Con todo, «afirmar que en último término es a Dios a quien se obedece, no quiere
decir que se esté dispensado de obedecer a aquellos puestos por él para hablarnos en su nombre, pero,
sobre todo y ante todo, éstos deben saber que están encargados de unir las almas a Dios y no de separarlas
de Él». En este sentido, «el que no siente la dependencia de Dios en la autoridad que ejerce, es incapaz de
ejercerla. Y, ciertamente, es más difícil obedecer a través del ejercicio del mandato que someterse al
mandato, pues los peligros interiores acechan más en el primer caso. El que obedece debe caer en la
cuenta de que el que manda obedece más que él»35. 3º) La autoridad no existe sino en la medida en que
Dios organiza a los hombres entre sí, y «quiere pasar a través de unos lo que debe llegar a los otros».
Cuando los que detentan autoridad se preguntan qué es lo que Dios quiere de la comunidad a ellos
encomendada, entonces empiezan a ver claro y a comprender lo que deben exigir a los otros. La norma de
la autoridad es el deseo de buscar el bien común y el de conseguir que sea buscado por todos. Cuando la
autoridad intenta exigir algo que no es el bien común, se convierte en abuso de poder. Por eso, es
necesario que este bien común se exprese claramente y por encima de toda discusión: entonces la
autoridad recobra todo su sentido y descubre su verdad y su única razón de ser»36. 4º) La obediencia debe
ser humana. La voluntad que tiene que responder al querer de Dios es una voluntad de hombre. Por
consiguiente, una voluntad con toda la lucidez que supone un acto voluntario iluminado por la
inteligencia. Se llega a proponer la obediencia «ciega» como un ápice de la perfección. Habría que decir,
por el contrario, que aquí hay, de alguna manera, una contradicción. Esto va contra el honor de Dios que
no ha creado a los hombres racionales para que después obedezcan como irracionales. Es necesario que el
superior sea capaz, en la medida de lo posible, de decir el porqué de lo que manda. Y, en todo caso, al
menos siempre será necesario que él lo sepa perfectamente y que permita a los otros discernirlo, de
manera que, si no da sus razones, los demás estén bien seguros de que las tiene, y seguros igualmente de la
finalidad que las inspira»37.
Ejercer bien la autoridad es, indudablemente, un difícil arte, y no debemos pensar que lo poseemos,
sin más, por el solo hecho de ver claro las deficiencias que otros tienen a la hora de mandar... Hay que
pedir la gracia de aprender a hacerlo, antes de dar por descontado que, en el ejercicio del ministerio, lo
hacemos bien.
La obediencia, por su parte, siempre ha sido difícil, y lo seguirá siendo (cf. Hb 5,8). En la
obediencia «probamos todo aquello que nuestra humanidad presenta de ingrato y doloroso. Pero es, al
mismo tiempo, el punto donde se opera más profunda y realmente nuestro encuentro con Dios. El que se
esfuerza en practicar esta virtud, obedeciendo a un humilde intermediario, llega a Dios. Y esto hace
patente, por otra parte, la responsabilidad de esos intermediarios: deben dejar al descubierto el manantial,
y no utilizarle para su propio provecho, reduciendo así la obediencia a lo que tiene de doloroso, y privando
a los demás de gustar ese manantial»38.
3.4.2.- Reafirma el Papa, en PDV, «la decisión multisecular que la Iglesia de Occidente tomó y
sigue manteniendo -a pesar de todas las dificultades y objeciones surgidas a través de los siglos-, de
conferir el orden presbiteral sólo a hombres que den pruebas de ser llamados por Dios al don de la
castidad en el celibato absoluto y perpetuo» (PDV, 29). Por eso ha de dedicarse «una atención particular a
preparar al futuro sacerdote para conocer, estimar, amar y vivir el celibato en su verdadera naturaleza»
(PDV, 50). Y no ha de ser considerado simplemente como «una norma jurídica, ni como una condición
totalmente extrínseca para ser admitidos a la ordenación, sino como un valor profundamente ligado con la
sagrada Ordenación, que configura a Jesucristo buen Pastor y Esposo de la Iglesia» (ibid.). Afirma
igualmente que «este carisma del Espíritu lleva consigo también la gracia para que el que lo recibe
permanezca fiel durante toda su vida» (ibid.), recordándonos que «será la oración, unida a los sacramentos
de la Iglesia y al esfuerzo ascético, los que infundan esperanza en las dificultades, perdón en las faltas,
confianza y ánimo en el volver a comenzar» (n.29).
A la luz de lo que PDV pretende, habrá que preguntarse si en los Seminarios acompañamos
adecuadamente la formación en el celibato. Pues para ser bien vivido, éste supone toda una elaboración a
lo largo del proceso formativo, es decir, un «aprender a vivir como célibe» -lo cual no ha de ser
confundido sin más con el hecho de ser casto, pues si bien el celibato supone castidad, no necesariamente
la castidad asegura el saber vivir como célibe por el Reino-. El Seminario puede terminar dejando claro lo
que uno no debe hacer -aspecto de la continencia-, pero no tanto cómo tiene uno que ir madurando el
celibato para vivirlo bien -esto es, con alegría, sin acidez, de modo viril pero sin misoginias ni machismo,
permitiéndonos delicadezas pero sin afectación ni amaneramientos, sin solterías ni búsqueda de
compensaciones económicas, sin ensimismamientos ni egocentrismos, sabiendo amar y dejarse amar, etc.-
. Y esto supone todo un proceso de elaboración afectiva e integración espiritual que es preciso saber
acompañar. Porque un muchacho puede ya ser casto al ingresar al Seminario, pero tiene que hacerse
célibe, siendo la maduración en el celibato una dimensión integrante de su maduración vocacional. Y
aquello en vistas de lo cual esta maduración ha de realizarse, no es otra cosa que la caridad pastoral.
Por lo pronto, hay que aprender a querer bien a la mujer. Sobre todo si caemos en la cuenta de que
la mayor parte de nuestro ministerio se desarrolla entre mujeres. Es preciso aprender a caminar junto a la
mujer sin llevar a una reducción erótica nuestras relaciones con ella. Esto último se pone de manifiesto en
la visión y abordaje genitalizados del otro (que dispone por igual a un juego de conquista sexual, o a la
retracción o endurecimiento de la actitud), así como también en la búsqueda sutil de poseer afectivamente
al otro o de seducirlo.
Evidentemente, porque estos elementos son parte integrante de toda relación varón-mujer, sería
ingenuo (e ineficaz) pretender ignorarlos o suprimirlos. En quien madura afectivamente, todos ellos
buscan su lugar y su servicio respecto del amor, siendo con estas tendencias -no siempre dóciles-, y no a
pesar de ellas, como se camina hacia la madurez del corazón.
Esta manera de situarse frente a la mujer no ha de ser, sin embargo, presupuesta ingenuamente
como algo dado, sin más. Es, por el contrario, fruto de todo un cultivo que implica tiempo, «riegos»,
cuidados, «tormentas» y «podas». Porque «las justas y sanas relaciones con la mujer no se improvisan,
sino que se entablan a través de una larga y delicada educación»39. De aquí que se diga que para establecer
-el seminarista o el sacerdote- una relación de amistad con la mujer, sean necesarios «una perspicaz
atención y un equilibrio no común». Porque «es muy difícil conocer, desde un principio, el carácter de las
relaciones, juzgando quizá espiritual lo que no lo es; y luego, aun en la hipótesis de una gran rectitud de
intención, hay que tener en cuenta la fuerza idealizadora de las relaciones afectivas, que induce a
despreciar y a ignorar los peligros reales que dichas relaciones envuelven. En efecto, el amor sensible, por
su naturaleza ambivalente, fácilmente inclina a la concupiscencia, con el peligro de comprometer el pleno
desarrollo de la persona, que, en cambio, debería favorecer. [...] En este campo, un justo realismo llevará a
tener presente que la naturaleza engaña fácilmente, haciendo creer necesarias ciertas relaciones, y
coloreando con motivaciones sobrenaturales lo que solamente es instinto de la naturaleza»40.
Por ello, para llegar a vivir bien la amistad con una mujer será preciso que se den ciertas
condiciones: que lo que anime esta relación sea un movimiento de recíproca donación -manifestado en la
libertad con que se vive el vínculo- y no de necesidad -habitualmente expresada en la dependencia o el
deseo de posesión del otro-. Esto implica, pues, de las dos partes, personalidades maduras e integradas
(pues la inmadurez del comportamiento de uno puede acabar desestabilizando la quizá frágil madurez del
otro): Que cada uno pueda amarse adecuadamente a sí mismo, que ame auténticamente aquello a lo que
está llamado, y que sepa, también, reconocer sin engañarse la evolución de sus propios sentimientos,
advirtiendo, asimismo, lo que uno pueda estar produciendo en el otro (pues no basta, en este sentido,
experimentar que uno tiene lo propio bajo control; hemos de tener en cuenta, aquí, entre otras cosas, que la
sensibilidad del varón es diferente a la sensibilidad de la mujer). Y que haya conciencia de que los límites,
en la relación, nunca están definitivamente establecidos ni, mucho menos, resueltos. Por eso, existirá
siempre la tarea de velar por el equilibrio, y la necesidad de constante discernimiento para custodiar -o
recuperar- el mismo.
Finalmente, por tratarse de la maduración afectiva del sacerdote -o del que se prepara a serlo-, el
cultivo del celibato no ha de concebirse como una empresa aislada, sino -insistimos- en el marco y como
parte del proceso de maduración vocacional. Pues lo propio del corazón célibe no consiste en poder vivir
sin mujer: sería perverso definirlo por lo que no ha de amar... Aquello que caracteriza el corazón del
célibe no es la simple represión de ciertos afectos, sino, positivamente, una nueva manera de amar, que se
configura y consolida por el trato que aquél tiene con Dios y con su pueblo desde su vocación pastoral.
Por ello, también al célibe pueden aplicarse las palabras del Génesis: «No es bueno que el hombre
esté solo» (2,18): «el sacerdote está llamado a ser imagen viva de Jesucristo Esposo de la Iglesia» (PDV,
22). Por ello, podemos afirmar que no es posible vivir bien el celibato, si uno no se casa... De este modo,
nos relacionaremos con la mujer como célibes, y no como solteros.
Es, pues, en el marco de la maduración del afecto como caridad pastoral, donde la mujer adquiere
un nuevo significado en relación a nosotros. Y desde aquí se hace posible (y necesario) que tenga un lugar
en el proceso de nuestra maduración afectiva41.
3.4.3.- Al atribuirle a la pobreza del sacerdote connotaciones «pastorales» bien precisas, señala
PDV que «sólo la pobreza asegura al sacerdote su disponibilidad a ser enviado allí donde su trabajo sea
más útil y urgente, aunque comporte sacrificio personal», y lo prepara «para estar al lado de los más
débiles, para hacerse solidario con sus esfuerzos por una sociedad más justa, para ser más sensible y más
capaz de comprensión y de discernimiento de los fenómenos relativos a los aspectos económicos y
sociales de la vida, para promover la opción preferencial por los pobres, ésta, sin excluir a nadie del
anuncio y del don de la salvación, sabe inclinarse ante los pequeños, ante los pecadores, ante los
marginados de cualquier clase, según el modelo ofrecido por Jesús...» (n.30). Se nota aquí, en relación con
lo que el Vaticano II expresaba respecto de la pobreza en la vida de los sacerdotes, la incorporación de una
dimensión nueva, que se agrega a la exigencia evangélica de pobreza personal, y que es -relativa ya a su
misma caridad pastoral-, la opción preferencial por los pobres: ya no se habla sólo de la relación que el
sacerdote ha de tener con los bienes materiales en el ejercicio de su ministerio, sino del lugar que los
pobres han de ocupar en su corazón de pastor. Se reclama, por otra parte, transparencia en la
administración de los bienes, una distribución más justa de los mismos en el presbiterio -así como un
cierto uso en común-, y se recuerda el significado profético que posee la pobreza sacerdotal para nuestro
tiempo (cf. ibid.).
Es importante advertir que «el proceso de conversión hacia los pobres de la Iglesia latinoamericana
es, sin duda alguna, la experiencia más sensible de la acción del Espíritu Santo en nuestro medio. Después
de tantos años de alineamiento de la Iglesia con el poder, se va operando, por la acción del Espíritu, una
verdadera conversión, una mudanza de ubicación social que va llevando a nuestra Iglesia al espíritu del
Evangelio. [...] Trátase, por lo tanto, y sin sombra de duda, de una inmensa ola levantada por el Espíritu,
cuya acción consiste fundamentalmente en configurarnos siempre cada vez más con Jesucristo, con sus
preferencias, sus valores, sus actitudes y sus criterios para juzgar la realidad.»42. Con todo, también hemos
de tener en cuenta que, como señalaban los obispos en Puebla, «no todos en la Iglesia de América Latina
nos hemos comprometido suficientemente con los pobres; no siempre nos preocupamos por ellos y somos
solidarios con ellos. Su servicio exige, en efecto, una conversión y purificación constantes, en todos los
cristianos, para el logro de una identificación cada día más plena con Cristo pobre y con los pobres» (DP,
1140). Porque «el hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros; cree más en la
experiencia que en la doctrina, en la vida y los hechos que en las teorías. [...] El testimonio evangélico al
que el mundo es más sensible, es el de la atención a las personas y el de la caridad para con los pobres y
los pequeños, con los que sufren. La gratuidad de esta actitud y de estas acciones, que contrastan
profundamente con el egoísmo presente en el hombre, hace surgir unas preguntas precisas que orientan
hacia Dios y el Evangelio»43.
En relación a la pobreza personal a la que el presbítero está llamado, el reciente Directorio para el
ministerio y la vida de los presbíteros nos ofrece sugestivas orientaciones: «Difícilmente el sacerdote
podrá ser verdadero servidor y ministro de sus hermanos si está excesivamente preocupado por su
comodidad y por un bienestar excesivo. [...] Recordando que el don que ha recibido es gratuito, ha de estar
dispuesto a dar gratuitamente (Mt 10,8; Hch 8,18-25); y a emplear para el bien de la Iglesia y para obras
de caridad todo lo que recibe por ejercer su oficio, después de haber satisfecho su honesto sustento y de
haber cumplido los deberes del propio estado. El presbítero -si bien no asume la pobreza con una promesa
pública- está obligado a llevar una vida sencilla; por tanto, se abstendrá de todo lo que huela a vanidad;
abrazará, pues, la pobreza voluntaria, con el fin de seguir a Jesucristo más de cerca. En todo (habitación,
medios de transporte, vacaciones, etc.), el presbítero elimine todo tipo de afectación y de lujo» (n. 67).
Hemos de tener presente, en esto, que sin pobreza de espíritu, las diversas formas de pobreza
exterior, aun las más radicales, pueden carecer de una verdadera motivación evangélica. Como que, a su
vez, sin pobreza efectiva, la pobreza de espíritu es una ilusión. La pobreza evangélica «une la actitud de la
apertura confiada a Dios con una vida sencilla, sobria y austera» (DP, 1149). Para ello, ha de estar
animada por un gran acto de fe: no hay motivación humana que lleve a asumir tal opción de modo
definitivo, y a vivirla bien. Sin experiencia de Dios, tanto la pobreza personal como la opción por los
pobres se convierten en una nueva expresión de moralismo. Es asumir una «conducta» determinada y no
una «vida nueva»... Y no olvidemos que en todos los moralismos hay, encubierto, un cierto pelagianismo.
Un recto discernimiento evangélico ha de garantizar que la forma de pobreza que practicamos es la que
Dios quiere para nosotros. Pues podemos apegarnos a nuestra definida forma de pobreza, haciendo de ella
un plan propio. El discernimiento nos permite no quedar atados a ello, y estar disponibles ante nuevas
formas de pobreza, sin instalarnos en ninguna. El mismo Cristo vivió la pobreza de esa manera: aceptó
una forma de pobreza en Belén, otra en Nazaret, un nuevo estilo en su vida apostólica, y la pobreza radical
de su pasión y su cruz44.
Por lo demás, debemos reconocer que «el solo hecho de ser sacerdotes diocesanos configura en
nosotros un «status» que nos marca ya desde un punto de vista cultural y socioeconómico. Incluso cuando
optemos a nivel personal y comunitario por vivir entre los pobres, continuaremos siendo «privilegiados»,
a no ser que realicemos una ruptura radical. Pero éstos son carismas extraordinarios (Francisco de Asís,
Charles de Foucauld...). Es preciso advertir esto, no para suscitar sentimientos de conformismo o
tranquilidad, sino para motivar sentimientos de sano realismo que evitarán posiciones neuróticas de
resentimiento y amargura que pronto se convierten en actitudes de «rico» y están en abierta contradicción
con el evangelio»45.
El camino espiritual que hemos de recorrer para integrar los consejos evangélicos en nuestra vida
ha de ir siempre de lo teologal a lo moral. Tiene cortas raíces cuando el punto de partida está puesto en la
sola decisión de nuestra voluntad, de vivir «algo» que vemos virtuoso, noble, heroico quizá. Cuando
queremos ser pobres antes de haber encontrado en Jesús nuestro tesoro; cuando buscamos ser célibes antes
de estar dispuestos a vivir «casados» para siempre con Dios y con su pueblo, dándole a Jesús nuestro
corazón y nuestra vida; cuando nos decidimos a la obediencia sin estar plenamente convencidos de vivir
haciendo la voluntad de Dios, y de que en ella estará «nuestro alimento»... No se puede entrar por la
puerta de salida, no se puede pretender la cosecha si no ha sido puesta la semilla.
3.5.- Dimensión eclesial de la espiritualidad sacerdotal: Subraya Juan Pablo II que, «como toda
vida espiritual auténticamente cristiana, también la del sacerdote posee una esencial e irrenunciable
dimensión eclesial». Es, pues, necesario que el sacerdote «tenga la conciencia de que su «estar en una
Iglesia particular» constituye, por su propia naturaleza, un elemento calificativo para vivir una
espiritualidad cristiana. Por ello, el presbítero encuentra, precisamente en su pertenencia y dedicación a la
Iglesia particular, una fuente de significados, de criterios de discernimiento y de acción, que configuran
tanto su misión pastoral, como su vida espiritual» (PDV, 31; cf n.74).
La diócesis, el presbiterio, y el obispo son, pues, realidades que determinan la vida y la
espiritualidad del sacerdote diocesano, y de las que no puede abstraerse caprichosamente: El participa su
sacerdocio del del obispo, compartiendo o condividiendo la preocupación y solicitud por toda la Iglesia
diocesana, con todo el presbiterio. Es más, «el ministerio ordenado tiene una radical «forma comunitaria»
y puede ser ejercido sólo como «una tarea colectiva»» (PDV, 17). Es éste, pues, un elemento constitutivo
de la vida sacerdotal. No es para la sola adhesión de quienes se sienten atraídos a ello; no es objeto de
devoción, sino que hace a la madurez de esa vida.
La eclesialidad es mucho más que un concepto al que el sacerdote adhiere; para él significa un
modo concreto de vivir. Es preciso evitar, pues, la tentación de «privatizar» el ministerio, ya sea
encerrándose en la propia huerta, como si a uno le dieran un lote para sí, y fuera, en él, señor feudal; ya
sea «adueñándose» de su sacerdocio a partir de un proyecto puramente personal, sin ponerse al servicio in-
condicional de la Iglesia diocesana, ni reparar en sus necesidades. Es todo lo contrario, igualmente, de la
tentación sectaria que conduce a tener trato, en el presbiterio, sólo con los que piensan igual a uno o
hemos incluído afectivamente. En este sentido, puede haber quien crea tener muy bien entendida y vivida
la fraternidad sacerdotal, cuando en realidad no se vincula sino por motivos afectivos, y con las personas
que elige. Y en el presbiterio, «los vínculos no proceden de la carne o de la sangre, sino de la gracia del
Orden»46. Por esto mismo, a todos se pide «un sincero esfuerzo de estima recíproca, de respeto mutuo y de
valoración coordinada de todas las diferencias positivas y justificadas, presentes en el presbiterio. Todo
esto forma parte también de la vida espiritual y de la constante ascesis del sacerdote» (PDV, 31).
Los seminaristas han de adquirir, a lo largo de su proceso formativo, un vivo sentido de
pertenencia y dedicación a la Iglesia particular en la que se incardinarán para el servicio pastoral. Deberán,
por ello, comprender que la «incardinación» no se agota en un vínculo puramente jurídico, sino que
comporta también una serie de actitudes y de opciones espirituales y pastorales que contribuyen a dar una
fisonomía específica al perfil vocacional y espiritual del presbítero (cf. PDV, 31). Esto significa
concretamente aprender a «compartir la historia o experiencia de vida de esta Iglesia particular en sus
valores y debilidades, en sus dificultades y esperanzas, y a trabajar en ella para su crecimiento» (PDV,
74). Significa también desarrollar una relación estrecha y filial con el Obispo y un vínculo sincero y
fraterno con los sacerdotes para llegar a formar un mismo presbiterio con ellos, disponiéndose al servicio
pastoral de todo el Pueblo de Dios. Este compromiso con la Iglesia particular ha de vivirse, con todo, de
tal manera, que promueva, al mismo tiempo, una generosa disponibilidad misionera, de cara a la Iglesia
universal47. Se trata, en este sentido, de estar abiertos y disponibles «para todas las posibilidades ofrecidas
hoy para el anuncio del Evangelio, sin olvidar la valiosa ayuda que pueden y deben dar al respecto los
medios de comunicación social; y a prepararse para un ministerio que podrá exigirle la disponibilidad
concreta al Espíritu Santo y al Obispo para ser enviado a predicar el Evangelio fuera de su país» (PDV,
59).
Un párrafo aparte merece el papel que juegan, durante el proceso formativo en el Seminario, las
asociaciones y los movimientos de los que a veces provienen las vocaciones. El Papa afirma que resulta
beneficiosa la participación del seminarista en espiritualidades particulares o instituciones eclesiales para
su crecimiento y la fraternidad sacerdotal, «pero esta participación no debe obstaculizar sino ayudar el
ejercicio del ministerio y la vida espiritual que son propios del sacerdote diocesano, el cual sigue siendo
siempre pastor de todo el conjunto» (PDV, 68). Pide por ello a los jóvenes provenientes de asociaciones y
movimientos eclesiales «que se atengan con coherencia y cordialidad a las indicaciones formativas del
Obispo y de los educadores del Seminario, confiándose con actitud sincera a su dirección y valoraciones.
Dicha actitud prepara y, de algún modo anticipa la genuina opción presbiteral de servicio a todo el Pueblo
de Dios, en la comunión fraterna del presbiterio y en la obediencia al Obispo» (ibid.). Por su parte, el
cardenal Pío Laghi, Prefecto de la Congregación para la Educación Católica, decía a los rectores de los
Seminarios mayores españoles -al presentar PDV- que los rasgos de los candidatos al sacerdocio que
provienen de movimientos y asociaciones «deberán integrarse armónicamente en el camino de formación
al sacerdocio y en la espiritualidad ministerial, evitando el peligro de la yuxtaposición o de la alternativa.
Esto significa que los jóvenes que provienen de estas nuevas realidades agregativas deben acoger
plenamente el proyecto educativo del Seminario y, en perspectiva, hacerse plenamente disponibles al
servicio de la diócesis y a la coparticipación en el presbiterio. Me doy cuenta de que estas indicaciones -
dijo- exigen una auténtica conversión en la postura de muchos seminaristas y también de algún que otro
rector. Me doy cuenta también de que, en la situación concreta, es difícil armonizar juntamente historias y
exigencias diversas. Pero la tarea del educador es un arte y un desafío. El arte y el desafío de estos tiempos
son los de formar hombres de comunión, capaces de respeto, de espíritu de diálogo y de cooperación y,
más aún, capaces de construir unidad»48.
Se trata, pues, de acompañar estas vocaciones, para que lleguen a integrar la experiencia espiritual
con que llegan al Seminario en y desde la identidad y espiritualidad que la vocación al sacerdocio
diocesano secular posee. Para ello, la disponibilidad del seminarista es de suma importancia, en orden a
que el eje de su formación (y de su vida espiritual) no pase por «fuera» de la vida del Seminario -
llevándolo a «filtrar» lo que en él recibe, conforme se adecue o no a las categorías de su experiencia
precedente-, sino que pueda caminar con la riqueza de lo vivido hacia una nueva síntesis, hecha desde la
específica vocación al sacerdocio diocesano, y no a la inversa.
3.6.- Espiritualidad sacerdotal y secularidad: Dice Kasper que «el sacerdote, como hombre
espiritual, también ha de ser un hombre mundano. Esta afirmación puede sorprender. Pero según la Biblia
el Espíritu de Dios es más vasto y mayor que la Iglesia; [...] sopla donde y como quiere; actúa en todas
partes, en toda la creación y en toda la historia». Por eso, «un hombre espiritual está obligado a no
replegarse sencillamente en su silencioso camarín y a atender a los signos del tiempo, a escuchar la lejana
profecía del mundo, para que a partir de las cuestiones del tiempo pueda comprender de forma nueva y
profunda el evangelio y lo predique adaptadamente a las situaciones concretas. La misión del sacerdote no
es, pues, sólo una misión en la Iglesia, sino una misión en, con y desde la Iglesia hacia el mundo. Entende-
ríamos mal la misión del sacerdote si pensáramos que basta con mantener a duras penas las posesiones.
Debemos dejarnos desafiar por las cuestiones de la juventud y de los llamados marginados. Desde su
propio cimiento, el compromiso por un orden digno del hombre y por la justicia social forma parte de la
misión del sacerdote»49.
La eclesiología del Vaticano II ha presentado a la Iglesia como Pueblo de Dios en el mundo, que
camina por la historia. Eclesialidad y secularidad son, de esta manera, dimensiones que afectan a todos los
cristianos. Todos estamos llamados a realizar nuestra eclesialidad en la secularidad, aunque cada uno
según su propia vocación50. Se trata, pues, para nosotros, de que, sin ser complacientes con el secularismo,
aprendamos a amar al hombre secularizado; y como fruto de esto, sepamos encontrarnos con él. La
Iglesia está llamada a guardar su identidad, a la vez que busca el diálogo con el mundo. Consciente de no
ser del mundo debe, a su vez, saber estar en él. Suprimir esta tensión por la reducción de uno de los
términos en el otro es la tentación recurrente de integrismos y progresismos, que no hacen sino retrasar la
obra evangelizadora de la Iglesia. Y en esto se encuentra, a mi juicio, uno de los principales desafíos en la
formación de los sacerdotes del siglo XXI: que posean una clara identidad en la fe y una gran apertura al
mundo, inspirada, ésta última, por amor a los hombres pero, sobre todo, por amor a Cristo: «¿Me amas?
Apacienta mis ovejas» (Jn 21,16). Es decir, por la caridad pastoral.
No es posible vivir adecuadamente el ministerio sacerdotal diocesano secular sin atención al
hombre y a su tiempo. Su identidad está marcada por la secularidad, por lo que «este mismo rasgo ha de
marcar y conformar esencialmente su espiritualidad. Integrar la cultura de hoy en su vida no es cuestión de
moda o de modernidad; es cuestión de fidelidad a su vocación»51. No puede, por ello, el pastor, carecer de
preocupación política, en su sentido más amplio (cf. DP, 521); es ésta una dimensión constitutiva del
hombre (cf. DP, 513), y la Iglesia está llamada, en este campo, a «iluminar las conciencias y anunciar una
palabra transformadora de la sociedad» (DP, 518). La madurez del «hombre espiritual» supone esta
atención a la realidad, haciéndose solidario de «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de
los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren», pues «nada hay
verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón» (GS, 1).
Conviene preguntarse si en nuestros seminaristas encontramos siempre esta inquietud por
informarse, formarse una opinión e involucrarse en lo que la realidad muestra a diario. «Se dijo alguna vez
que un teólogo había de tener en una mano la Biblia y en la otra el periódico; ciertamente sería un mal
párroco quien no tuviera ninguna noción de las necesidades de los hombres, de sus problemas, cuidados y
angustias y que no participara de su vida en el sentido amplio de la palabra»52.
3.7.- Caridad pastoral y unidad de vida: Es éste, quizá, uno de los temas que ofrecen mayor reto
a la existencia sacerdotal, y es parte fundamental de nuestra formación permanente madurar en procura de
una vida unificada. Porque «el camino hacia la madurez no requiere sólo que el sacerdote continúe
profundizando los diversos aspectos de su formación sino que exige también, y sobre todo, que sepa
integrar cada vez más armónicamente estos mismos aspectos entre sí alcanzando progresivamente la
unidad interior, que la caridad pastoral garantiza» (PDV, 72).
En los últimos años, al hablar del sacerdocio, la atención se ha concentrado no tanto en el problema
de su identidad -como ocurriera en décadas anteriores- sino más bien en la manera concreta de vivir el
ministerio: Puede verse, en este sentido, que los sacerdotes sufren hoy «una excesiva dispersión en las
crecientes actividades pastorales y, frente a la problemática de la sociedad y de la cultura contemporánea,
se sienten impulsados a replantearse su estilo de vida y las prioridades de los trabajos pastorales, a la vez
que notan, cada vez más, la necesidad de una formación permanente» (PDV, 3). Ya el Concilio expresaba
esta preocupación, señalando que «en el mundo moderno, en que los hombres deben cumplir tan múltiples
deberes y es tanta la variedad de los problemas que los angustian y que deben ser a menudo rápidamente
resueltos, corren no raras veces peligro de disiparse en diversidad de cosas. En cuanto a los presbíteros,
envueltos y distraídos en las muchísimas obligaciones de su ministerio, no sin ansiedad buscan cómo
puedan reducir a unidad su vida interior con el tráfago de la acción externa» (PO, 14).
Efectivamente, la multiplicidad de actividades en la que se desarrolla nuestro ministerio no
ocasiona tan sólo en nosotros dispersión en el hacer sino también un cierto sentimiento de disociación en
el ser: «La experiencia interior del sacerdote disperso o falto de unidad, es la de tener que «multiplicarse»
en muchas cosas, en muchos quehaceres. El mismo sujeto se vive como «muchos». En la ausencia de una
unidad de vida la conciencia se vive disgregada, se experimenta en un estado de disociación; uno se vive
como múltiples fragmentos; la vida no es vivida como una continuidad, sino constantemente interrumpida,
rota, «a trozos». Es obvio que semejante estado, canse. Porque las fuerzas psíquicas y espirituales, al
desparramarse, se desconcentran y debilitan. Por eso precisamente, en el recogimiento, que es lo contrario
de la disipación, uno busca recoger las fuerzas y reunirlas. Quien no logra recogerse, y sigue en múltiples
acciones pero sin recogimiento, actúa de manera disociada. El sujeto se disocia de sus propias actividades
y, al realizarlas, no habita en ellas. Lo que se disocia es el sujeto de su propia acción, o bien, la acción, de
la interioridad del sujeto. Se hacen las tareas pastorales pero no «desde dentro», y, por lo tanto sin
«autenticidad», desde otro origen, esto es, espúreas. La interioridad está paralizada, no otorga sentido,
valor, en una palabra, «espíritu» a las acciones que realiza, no les otorga novedad, en último termino, la
novedad del amor, que siempre hace nuevas las cosas viejas, repetidas, y reúne las acciones dispersas. Por
eso las acciones brotan voluntarísticamente, esto es, mecánicamente, embargadas por la rutina, el tedio, el
fastidio. Al cansancio exterior, orgánico y psicológico, comienza a añadirse la fatiga espiritual, con tintes
de la clásica «acedia».
«Se trata de un problema crucial para el sacerdote, porque atañe al centro unificador de su
personalidad, a la unidad de su conciencia, de la que le brotan el sentido y el valor -por eso la unidad- que
damos a nuestra vida»53.
A juicio del padre Gera, autor de esta esclarecedora descripción, la respuesta a esta situación de
dispersión en la vida sacerdotal no puede ser buscada en la sola supresión de la multiplicidad de tareas. La
organización externa de las tareas pastorales es sin duda necesaria, y puede convenir, evidentemente, una
disminución de las mismas, pero «aun cuando éstas disminuyeran, subsiste el problema de darles una
unidad a partir de un elemento positivo y subjetivo que las apropie o articule54». Señala, en este sentido, el
Concilio, que la unidad de vida «pueden [...] construirla los presbíteros si en el cumplimiento de su
ministerio siguieren el ejemplo de Cristo, cuya comida era hacer la voluntad de Aquel que lo envió para
que llevara a cabo su obra (cf. Jn 4,34)» (PO, 14)55.
Comentando precisamente este texto, afirma Gera que ««voluntad de Dios» ha de ser entendida en
dos aspectos muy implicados entre sí. Para el sacerdote la voluntad de Dios es ante todo su vocación, su
sacerdocio como proyecto global y decisión asumida para la vida. Es la intención, fundada y mantenida
por la caridad pastoral, intención que, como horizonte vital y permanentemente renovado unifica nuestra
vida sacerdotal. Pero además, la referencia del texto conciliar a Jn 4,34, en la que Jesús expresa que su
comida es hacer la voluntad del Padre, nos lleva a pensar en algo puntual, lo cotidiano (porque del
alimento cotidiano se trata). Lo cotidiano, lo que cada día puede sobrevenir es lo no previsto, lo
desconcertante, y también, en la vida sacerdotal, lo múltiple, el riesgo de fragmentación interior. Si
pudiéramos caer en la cuenta que toda esa multiplicación y dispersión cotidiana constituye el acontecer de
la historia -de nuestra pequeña historia-; acontecer, que no nos sobreviene anónimamente, sino al que Dios
nos envía y en el que nos mete y nos «inserta», es decir, nos compromete cotidianamente, entonces
podríamos tal vez convertirlo en vivencia personal de la voluntad de Dios, que, recogida por nuestro amor
a El, nos sostuviera y nos unificara en las profundas raíces de nuestra vida interior, en el cruce profundo
de nuestro vivir, aun cuando en la superficie, el viento de la multiplicidad siguiera dispersando las olas en
todo sentido y aparente contrasentido»56.
Me atrevería a agregar, a lo ya afirmado por el padre Gera, que es preciso integrar un tercer
aspecto relativo a la voluntad de Dios, que tiene que ver con la necesidad de discernir, en lo concreto y
cotidiano de nuestras vidas, lo que Él quiere que vivamos. Porque podemos vivir haciendo cosas buenas,
sin que esto signifique, necesariamente, vivir haciendo la voluntad de Dios. No sólo pecando escapa uno a
la voluntad de Dios: podemos construir nuestras vidas a partir de opciones que responden más a
necesidades subjetivas que a valores o llamados objetivos; y justificarlas, incluso, con argumentos
«evangélicos», «canónicos», «pastorales», psicológicos, etc.
En el seguimiento de Cristo tiene lugar un progreso, una evolución que ya los antiguos trataban de
identificar en un itinerario. Viéndolo a grandes rasgos, podemos decir que hay como un primer estadio que
consiste en abandonar el estado de pecado, en renunciar a todo aquello que nos separa de Dios,
despojándonos del hombre viejo para ir revistiéndonos del nuevo. Esto es seguido (y no señalo aquí un
proceso necesariamente cronológico y sucesivo, ya que por momentos estos estadios conviven en
nosotros), esto es seguido por el desarrollo del bien en nosotros, por el cultivo de las virtudes: no sólo
abandonamos los vicios, sino que fortalecemos y afianzamos la búsqueda del bien, y crece en nosotros el
conocimiento y el gusto por las cosas de Dios. Pero esto está llamado a desembocar en una unidad
creciente de nuestra voluntad con la de Dios, hecha en el amor, para consumar así este proceso de
comunión con Él. Por eso afirmamos que puede uno hacer cosas buenas, hacer el bien, sin que ello
signifique hacer la voluntad del Padre. Se puede haber llegado a lo primero y no acabar de estar dispuesto
a esto último. Porque ello significaría estar enteramente disponibles para hacer más de una vez lo que no
queremos, y para dejar muchas veces de hacer lo que queremos (por bueno que sea...). La diferencia entre
hacer cosas buenas y hacer la voluntad del Padre traza la sutil frontera entre lo que es una vida honesta y
lo que es una vida evangélica, una vida santa. Y mucha dispersión, disociación, fragmentación, en
nuestras vidas, hemos de reconocerlo, tiene que ver también con esto.
CONCLUSION
La vida espiritual del sacerdote diocesano secular ha de estar configurada e inspirada por la
identidad de su ser presbiteral y por el ejercicio concreto de su ministerio pastoral. De aquí ha de recibir su
forma; desde aquí hemos de extraer los rasgos que definan su perfil propio y característico. Si abordamos
la vida espiritual del sacerdote sin tomar como referencia permanente la personalidad sacerdotal y
pastoral en la que está llamado a madurar, corremos el riesgo de que su espiritualidad se reduzca a un
conjunto de prácticas que, por otra parte, tendrán vida precaria en la agitación propia del ministerio57.
Es, pues, desde el misterio del que somos portadores, y en el ejercicio concreto de la caridad
pastoral, como habrá de formularse lo que estamos llamados a vivir.
A modo de cierre, quisiéramos decir con Juan Pablo II que el «ven y sígueme» de Jesús sobre
nuestras vidas encuentra su proclamación plena y definitiva en la celebración del sacramento del Orden.
Desde ese momento, comienza a darse aquella respuesta que, como opción fundamental, deberá renovarse
y reafirmarse continuamente durante los años de vida ministerial en otras numerosísimas respuestas,
enraizadas todas ellas y vivificadas por el «sí» del Orden sagrado (cf. PDV,70). Hay, pues, un «sígueme»
que acompaña toda nuestra vida. Esto explica que los Padres sinodales entendieran la formación
permanente como «fidelidad» al ministerio sacerdotal y como «proceso de continua conversión» (cf.
Propositio 31). Siendo la caridad pastoral «alma y forma», en el sacerdote, de esta formación permanente,
es el Espíritu Santo, infundido en el sacramento, el que sostiene al presbítero en esta fidelidad y el que lo
acompaña y estimula en este camino de conversión constante (cf. PDV,70) para que crezca en «una
comunión de vida y amor cada vez más rica, [y en] una participación cada vez más amplia y radical de los
sentimientos y actitudes de Jesucristo» (PDV,72).
Notas
1
Sacerdote de la diócesis de Morón. Este artículo, con las necesarias adaptaciones, reproduce básicamente
el trabajo expuesto por el autor en el curso de la OSLAM para formadores de Seminarios que tuvo lugar
en Vitoria (Brasil), en julio de 1996. Las siglas empleadas en él son las siguientes: Del CONCILIO
VATICANO II, LG=»Lumen Gentium», GS=»Gaudium et Spes», PO=»Presbiterorum Ordinis». Y
también: EN=PABLO VI, «Evangelii Nuntiandi» (1975); DP=CONF.EPISC. LATINOAM., Documento
de Puebla (1979); LPNE=CONF.EPISC.ARGENTINA, «Líneas Pastorales para la Nueva
Evangelización» (1990); PDV=JUAN PABLO II, «Pastores dabo vobis» (1992); CATIC=»Catecismo de
la Iglesia Católica» (1992).
2
Discurso a los obispos franceses en visita «ad limina», 18-1-97: «L’Osservatore Romano» 29 (1997)
p.42.
3
En esta misma línea, Walter Kasper afirma: «¿Qué es un hombre espiritual? No simplemente un hombre
interior. Pues en la Biblia no existe la diferencia platónica entre dentro y fuera, entre cuerpo y alma. Para
la Biblia la línea fronteriza no pasa entre dentro y fuera, sino entre Dios y el hombre, creador y creatura.
Un hombre espiritual es, por tanto, quien no considera lo visible, lo factible, lo planificable como la única
realidad, sino que hace sitio para la acción indisponible del Espíritu de Dios y vive de lo indisponible del
Espíritu de Dios. Esta vida por el Espíritu significa concretamente vivir por la fe, la esperanza y el amor,
vivir por la confianza en el poder de la oración, en la fuerza de la palabra de Dios, en la fuerza que viene
de la celebración de los sacramentos y, no en último término, vivir por la fe en el significado del
sacrificio, de la renuncia, del dolor» (W. KASPER, El futuro desde la fe, Salamanca 1980, 115-116). Para
ver el concepto de «hombre espiritual» en los Padres de la Iglesia, cf. J. RIVERA-J.M. IRABURU, Espiri-
tualidad católica, Madrid 1982, 398-400.
4
E. PIRONIO, Escritos pastorales, Madrid 1975, 143-144.
5
Tras su primera visita a León Bloy, Jacques Maritain recordaba que «después de transponer el umbral de
su casa, todos los valores quedaban fuera de lugar, como por un resorte invisible. Se sabía, o se adivinaba,
que no hay sino una tristeza, la de no ser santos. Y todo el resto se volvía crepuscular» (J. MARITAIN en
prefacio a L. BLOY, Cartas a Maritain y Van der Meer, Buenos Aires 1948, 14).
6
J. GARCIA VELASCO, La caridad pastoral en la teología y espiritualidad del ministerio, «Seminarios»
30 (1993), 482.
7
C.M. MARTINI, Al servicio del Pueblo de Dios, Bogotá 1991, 154-155.
8
G.M. GARRONE, La obediencia y la formación en la obediencia, «Seminarios» 15 (1969) 57.
9
Señalan los obispos argentinos que «será necesario educar a los jóvenes candidatos en un estilo de
relación y trato sencillo, cordial y respetuoso, donde prevalezca el sentido pastoral de los vínculos
humanos, propio de quién está llamado a vivir en medio de los hombres como consagrado»
(CONFERENCIA EPISCOPAL ARGENTINA, La formación para el sacerdocio ministerial. Plan para
los Seminarios de la República Argentina, 1994, n. 174).
10
Afirma PDV que, como testigos del amor de Cristo, los sacerdotes son capaces de amar a la gente con un
corazón nuevo, «con una ternura que incluso asume matices del cariño materno» (n. 22).
11
Será importante tener en cuenta, asimismo, que dada «la multiplicidad y complejidad de las tareas
apostólicas, que en ocasiones son fuente de tensión y agotamiento en el ejercicio del ministerio, se ha de
educar en los futuros sacerdotes la virtud de la prudencia pastoral que les permita discernir desde la fe
cuáles son las auténticas prioridades, de manera que, al tiempo que respondan a las urgencias pastorales,
preserven en ellos la necesaria unidad de vida» (CONFERENCIA EPISCOPAL ARGENTINA, o.c., n.
175).
12
C.M. MARTINI, o.c., 235-236. Decía, no hace mucho, el recientemente fallecido Krzysztof
Kieslowski: «No estoy seguro sobre si no es mejor sufrir que no sufrir. Pienso que a veces es mejor sufrir.
Todos deberían pasar por eso. El sufrimiento es lo que constituye la naturaleza humana. Si uno tiene una
vida fácil, no hay razón alguna para preocuparse por los demás. Pienso que para preocuparse realmente de
uno mismo, y sobre todo de los otros, es necesario experimentar el sufrimiento y entender lo que es sufrir,
de modo que cuando lastima a otro sabe exactamente qué es lastimar.» (De un reportaje publicado en
«Página 12», 26-5-94, p. 29). Ampliando aún más esto, afirmaba Léon Bloy: «El hombre posee rincones
en su corazón que aún no existen, y donde el dolor entra a fin de que existan» (Citado por J.I.
TELLECHEA IDíGORAS en Ignacio de Loyola. Solo y a pie, Salamanca 1990, 89).
13
Cf. R. VOILLAUME, Au coeur des masses, París 1950, 202.
14
ID., L’Eucharistie et le prêtre dans les Fraternités, en Lettres aux Fraternités, I, París 1960, 63.
15
S. WEIL, A la espera de Dios, Madrid 1993, 72-73.
16
Se trata de entender que «el pecador ocupa el centro mismo de la cristiandad... Nadie es más competente
que él en materia de cristianismo. Nadie, salvo el santo.» (Ch. PÉGUY: Epígrafe puesto por G. GREENE
al comienzo de El revés de la trama, Barcelona 1985, 9).
17
R. VOILLAUME, Règle de vie des Petits Frères de Jésus, ed. policopiada, s.l. 1962, 24.
18
J.L. MARTIN DESCALZO, Un periodista en el Concilio, vol. 4, Madrid 1966, 349.
19
Ibid., 349-350.
20
«El hombre actual es, pues, la meta de la predicación del evangelio, pero no es su medida. El Evangelio,
por el contrario, tiene «algo» que decirle, y algo ciertamente decisivo, único, insustituible e insuperable;
tiene su contenido previo en Jesucristo. Por tanto no nos es permitido ir recortando el mensaje de
Jesucristo a la medida de lo actualmente plausible; debemos más bien hacer saltar en pedazos las
habituales plausibilidades, por el bien del hombre, en pos de una mayor esperanza, una mayor realización
y una mayor alegría del hombre» (W. KASPER, o.c., 107-108); Cf. PABLO VI, Evangelii Nuntiandi, n. 4.
21
JUAN PABLO II, Mensaje para la Jornada mundial de oración por las vocaciones (1996),
«L’Osservatore Romano» ed.cast. 27 (1995), p. 686. El subrayado es nuestro.
22
A. SALVO, Afectividad y disciplina espiritual, «Pastores» 1 (1994) nº 1, 11.
23
R. GONZALEZ CONGIL, La vida y la formación litúrgica de los candidatos al sacerdocio,
«Seminarios» 39 (1993), 436.
24
JUAN PABLO II, Carta a todos los obispos de la Iglesia sobre el misterio y el culto de la Eucaristía
(1980), 2c.
25
C. GALLI, Hacia un nuevo humanismo sacerdotal (I), «Criterio» 62 (1990) nº 2049, 230-231.
26
Carta a los sacerdotes para el Jueves Santo de 1986, n.7, «L’Osservatore Romano» 18 (1986), p. 172.
27
Ibid.
28
Discurso a los sacerdotes y religiosos (Kinshasa, 4-5-80), n.6, «L’Osservatore Romano» 12 (1980),
p.261.
29
JUAN PABLO II, Reconciliatio et paenitentia, 31.
30
Es muy rica la descripción que Segundo Galilea realiza sobre la tentación de falta de reciedumbre que
a menudo asalta la vida del apóstol -diríamos, aquí, del pastor-. Comienza describiendo la carencia de
reciedumbre física: «Blandura y comodidad en la comida: uno se pone exigente en la calidad y cantidad;
en el horario; se apega a ciertos hábitos; uno se hace incapaz de dar un sentido evangélico a comer poco o
nada cuando lo requiere el servicio pastoral. Lo mismo sucede con el sueño y el descanso, que el mismo
servicio pide a menudo sacrificar. Se convierte en dificultad habitual viajar en medios pobres, a pie, en
transporte colectivo. Se busca sistemáticamente lo más rápido y cómodo, con la excusa de la eficacia
apostólica, sin discernir, pues la excusa en muchos casos puede ser válida. El cuidado excesivo de la
salud, y el adoptar todas las formas de prevención a que recurren los más privilegiados, puede agudizar
esta falta de austeridad y reciedumbre. [...] La tentación afecta igualmente a la reciedumbre psicológica,
tanto o más necesaria que la anterior para el verdadero apóstol. En este campo, hay que educarse en un
alto grado de resistencia psicológica, lo cual no excluye ser emocionalmente vulnerable como todo ser
humano normal. La reciedumbre consiste en asimilar los golpes psicológicos sin desanimarse ni menos
quebrarse. Esa debe ser la actitud ante las críticas injustas o parciales, ante las calumnias, las
acusaciones... Y por supuesto ante las persecuciones y diversas formas de sufrimiento, que pueden llegar
al martirio, a causa del Reino. La aspiración de muchos apóstoles a la última bienaventuranza,
«bienaventurados los perseguidos por mi causa y la justicia del Reino», no se improvisa, y es vana si no se
prepara y acompaña con la aceptación de las pruebas y crisis psicológicas con reciedumbre evangélica»
(S. GALILEA, Tentación y discernimiento, Madrid 1991, 61-62).
31
«En él se esperan ver virtudes como la fidelidad, la coherencia, la sabiduría, la acogida de todos, la
afabilidad, la firmeza doctrinal en las cosas esenciales. La libertad sobre los puntos de vista subjetivos, el
desprendimiento personal, la paciencia, el gusto por el esfuerzo diario, la confianza en la acción escondida
de la gracia que se manifiesta en los sencillos y en los pobres (cf. Tit 1, 7-8)» (PDV, 26). Cf. PO, 13.
32
Boletín OSLAM, dic. 1992, 8-9. Cuando en el texto original aparece la palabra súbdito, nos hemos
tomado la libertad de cambiarla por formando.
33
G.M. GARRONE, o.c., 47.
34
Ibid., 51.
35
Ibid., 52-53.
36
Ibid., 53.
37
Ibid., 53-54.
38
Ibid., 51-52.
39
S.C. EDUC. CAT., Orientaciones..., n. 60.
40
Ibid., n. 61.
41
Algunas de estas reflexiones relativas al celibato fueron ya recogidas por Mons. Justo Laguna y
publicadas en su reciente libro M. AGUINIS - J.O. LAGUNA, Diálogos sobre la Argentina y el fin del
milenio, Buenos Aires 1996, pp. 142-148.
42
J. NETTO DE OLIVEIRA, Opción evangélica y opción ideológica por los pobres, «Vida espiritual»
n.95 (1989), 62.
43
JUAN PABLO II, Carta encíclica Redemptoris Missio (1990), n. 42.
44
Cf. S. GALILEA, Ascenso a la libertad, Buenos Aires 1991, 91-92.
45
Del testimonio de un sacerdote del Prado, recogido en R. GUERRE, Espiritualidade do sacerdote
diocesano, Sao Paulo 1987, 66.
46
CONGREGACION PARA EL CLERO, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, n.
25.
47
Cf. CONFERENCIA EPISCOPAL ARGENTINA, o.c., 1994, n. 101. Como recuerda el Concilio, «el
don espiritual que los presbíteros recibieron en la ordenación no los prepara a una misión limitada y
restringida, sino a la misión universal y amplísima de salvación hasta los confines del mundo, pues cual-
quier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los
Apóstoles» (PO, 10).
48
«Vida Nueva» n.1861 (26-9-92), 13.
49
W. KASPER, o.c., 118-119. Me pregunto si en el texto original dirá cuestiones o cuestionamientos...
50
Cf. C. GALLI, Hacia un nuevo humanismo sacerdotal (II), «Criterio» 62 (1990) nº 2050, 266.
51
J.L. MORENO MARTINEZ, La cultura de hoy y la espiritualidad del sacerdote, «Seminarios» 39
(1993) 35. Cf. A. LORENZO, La secularidad en la vida y en la misión del sacerdote, «Seminarios» 35
(1989) 195-214.
52
W. KASPER, o.c., 119.
53
L. GERA, Caridad pastoral y unidad de vida, «Pastores» 2 (1995) n. 4, 15.
54
Ibid., 16. Ya Presbyterorum Ordinis advertía que «la unidad de vida no pueden lograrla ni la mera
ordenación exterior de las obras del ministerio, ni, por mucho que contribuya a fomentarla, la sola práctica
de los ejercicios de piedad» (n. 14).
55
Agrega, más adelante, asimismo, el Concilio, que «los presbíteros conseguirán la unidad de su vida
uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre, y en el don de sí mismos por el rebaño
que les ha sido confiado. Así, desempeñando el oficio de buen pastor, en el ejercicio de la caridad pastoral
hallarán el vínculo de la perfección sacerdotal, que reduzca a unidad su vida y acción» (PO, 14).
56
Ibid., 16-18.
57
En la tabulación de la encuesta que el CELAM realizara en 1994 a los Obispos y Superiores mayores de
América Latina sobre las causas del abandono del ministerio sacerdotal, se hacía notar que, en un número
considerable de respuestas, «se tiene la impresión de que, durante todo el período del Seminario, no se
logra un encuentro personal con Cristo capaz de invadir todos los ámbitos de la persona del futuro
sacerdote; que la espiritualidad se hace consistir en prácticas religiosas externas, desconectadas del
seguimiento radical de Jesús; que hay mucha apariencia, pero poco convencimiento interior» (F.
ARIZMENDI ESQUIVEL, Causas del abandono del ministerio presbiteral en América Latina, «Boletín
OSLAM» (1995) n. 28, 6).
Este sacerdote chileno, de un gran testimonio nos invita, en este artículo, a mirar con esperanza la
vida sacerdotal con sus tensiones y agobios. Lo elegimos porque expresa otra intención de Pastores, que
es pensar y reflexionar sobre la vida sacerdotal teniendo en cuanta la realidad concreta en la que esta se
despliega. Publicado en el Nº 9, agosto de 1997 fue muy utilizado en distintos grupos de reflexión y fue
muy iluminador para renovar el sentido del caminar cotidiano con sus gozos y dolores. También de este
autor hemos publicado: “La pastoral de comunión en la Novo Milennio Ineunte” (Nº 23, mayo de 2002) y
“Elementos para elaborar un programa para la Formación Integral y Permanente del clero joven” (Nº
24, septiembre de 2002)
ESPIRITUALIDAD
«Jesús tomó la palabra y dijo: Vengan a mí, los que andan cansados y agobiados y yo los aliviaré.
Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy tolerante y humilde, y se sentirán aliviados. Pues
mi yugo es blando y mi carga es ligera». (Mt. 11, 28-30)
1. El cansancio en el ministerio
Pero, a esta actitud virtuosa, se puede agregar la actitud viciosa de buscar ser amados por lo que hacemos
y no por lo que somos... el que nosotros y nuestros superiores nos evalúen por la eficacia, por los números,
por los resultados visibles... el que no hayamos descubierto la enorme eficiencia de la gratuidad... el que
en la actual figura del sacerdote católico de occidente se espera de nosotros que seamos buenos
predicadores, que sepamos celebrar con creatividad, que practiquemos la dirección espiritual, la atención a
los enfermos, el consuelo de los tristes, que sepamos de organización y de comunicación social, que a
todos acojamos con una sonrisa, siempre y en cualquier momento, y que resolvamos adecuadamente
nuestros conflictos afectivos, cosa que se da por descontado.
A veces, el problema viene de que nos come el rol: dejamos de ser personas y nos transformamos en
personajes. Se nos desequilibra la vida, en favor de la acción o del ensimismamiento... y terminamos
huyendo de nuestra propia sombra...
No. Eso no es virtud. No es tampoco nuestra misión. Hay confusión de planos, sobre-expectativas y hasta
un cierto abuso con el sacerdote, cuando no el temor y hasta la abulia para construir una Iglesia ministerial
más conforme al proyecto de Jesús y a los signos de los tiempos.
Pero, sumando y restando, el peso de la misión es otra fuente de agobio y de cansancio.
Cuál es para un presbítero el amor primero? ¿Cuáles son las obras del principio?
A menudo, cuando se trata del amor primero, pensamos en el Seminario, en el Noviciado, en el tiempo en
que decidimos nuestra vocación. Y está bien. Otras veces, volvemos a la historia de nuestra vocación o a
las primicias de nuestro ministerio. Bendito sea Dios. Todo ello nos ayuda. Pero, lo más importante, es
regresar al momento en que el mismo Señor decidió nuestro llamado y que es anterior, incluso, al
momento en que lo percibimos.
Poner le mirada en nuestra decisión es privilegiar la voluntad, el esfuerzo, la respuesta y,
ciertamente, la generosidad del elegido. Poner la mirada en la elección es subrayar la gracia, el don y,
ciertamente, la generosidad de Dios que llama a quien El quiere. Ambos producen gozo y paz. Pero el
reposo del primer amor llega plenamente cuando se sabe, y se siente, que ese amor es voluntad de Dios,
por más débil que sea mi respuesta, y que Dios jamás revoca su elección. A la voluntad le inquieta el para
siempre. En cambio, el alma encuentra su reposo cuando sabe -¡y cuando experimenta!- que el amor de
Dios es eterno y que con ese amor hemos sido llamados.
Si volvemos al escenario de nuestra elección, en el capítulo tercero de San Marcos, veremos que a tres
cosas hemos sido llamados en una noche de vigilia. A esas tres tenemos que volver en ese mismo espíritu
de vigilia: a estar con El, a proclamar su Reinado y a exorcizar con su poder. Y a una cuarta, que encabeza
este llamado: a ser doce, a ser comunión...y no solitarios ni evadidos de la fraternidad ministerial. (Ver Mc
3, 13-17).
La lucha contra nosotros mismos, y contra todo aquello que nos llena de fatiga, se vence con adoración
más que con la voluntad, con amor contemplativo más que con violencia. Y la imitación de Jesús, o su
seguimiento, es el fruto maduro de quien pone en El largamente su mirada y no del que vive vuelto hacia
sí mismo. Eso es lo que reposa el alma...
Nota: Es importante buscar las constantes en las preguntas a y b. A partir de esas constantes podremos
comprender mejor nuestra manera habitual de ser, el estilo de nuestra personalidad. Con este realismo
básico podemos ver, delante del Señor, qué y cómo mejorar, cambiar o potenciar.
TEOLOGIA - SEMBLANZA
55
E. PIRONIO , “La alegría de la fidelidad”, Pastores 1 (1994) 4-8; luego reproducido en Pastores 11 (1998) 4-7.
56
C. GALLI , “El presbítero y sus vínculos en la Familia de Dios I”, Pastores 1 (1994) 19-25; “Los sacerdotes como hijos y hermanos. El
presbítero y sus vínculos en la Familia de Dios II”, Pastores 2 (1995) 18-26; “Los sacerdotes como esposos y padres. El presbítero y sus
vínculos en la Familia de Dios III”, Pastores 4 (1995) 33-40.
57
E. PIRONIO, Iglesia, Pueblo de Dios, Indo-American Press Service, Bogotá, 1970, 13-81.
Pironio es “una de las mayores personalidades de la Iglesia del final del milenio”.58 Él encarna una forma
de existencia eclesial,59 típica del ministerio pastoral, que sabe conjugar la vida espiritual, la inteligencia
teológica y la acción evangelizadora. En la totalidad de su vida y su obra, especialmente en muchos de sus
escritos, Pironio se manifiesta de un modo ejemplar como un teólogo-pastor. Más aún, como se verá, ya
en 1951 él dice que el sacerdote debe ser maestro, o sea, doctor-pastor.
58
C. MARTINI, “Presentación”, en AA. VV., Cardenal Eduardo Pironio. Un testigo de la esperanza. Actas del Simposio Internacional
realizado en Buenos Aires del 5 al 7 de abril de 2002, Paulinas, Buenos Aires, 2002, 7.
59
Tomo la expresión “forma de existencia eclesial” de E. BUENO DE LA FUENTE, Eclesiología, BAC, Madrid, 1998, 163.
60
C. GALLI , “La teología como ciencia, sabiduría y profecía. Palabras en el inicio del Decanato”, Teología 79 (2002) 182.
61
Se puede ver la “Crónica de la Facultad”, Teología 6 (1965) 117-118.
62
C. GALLI , “Eduardo Pironio, teólogo. Ensayo a modo de introducción”, Teología 79 (2002) 9-42.
otra página de una historia de la teología en nuestro país, la que debe incluir la trayectoria de nuestros
principales teólogos.63
63
Como ya hay mucho publicado me limito lo que he escrito sobre otros de nuestros grandes teólogos: C. GALLI , “Aproximación al ‘pensar’
teológico de Lucio Gera”, en R. FERRARA - C. GALLI (eds.), Presente y futuro de la teología en Argentina. Homenaje a Lucio Gera, Paulinas,
Buenos Aires, 1997, 75-103; “La humildad de su sabiduría y su sabiduría de la humildad”, en AA.VV., Juntos en Su memoria. 50 años de
sacerdocio con Lucio Gera. 1947-1997, Abadía de Santa Escolástica, Victoria, 1997, 231-236; “Hermenéutica de la razón cristiana entre el
medioevo y la actualidad. Il n’y a pas deux Briancesco”, en V. FERNÁNDEZ - C. GALLI - F. ORTEGA (eds.), La Fiesta del Pensar. Homenaje a
Eduardo Briancesco, Fundación ‘Cardenal Antonio Quarracino’ - Facultad de Teología, UCA, Buenos Aires, 2003, 41-73; “Eduardo
Briancesco: La Fiesta del Pensar”, Teología 83 (2004) 95-108; “Luis Heriberto Rivas: un sembrador de la Palabra”, Teología 84 (2004) 135-
142, texto ligado a la presentación del libro de los PROFESORES DE SAGRADAS ESCRITURAS DE LA SOCIEDAD ARGENTINA DE TEOLOGÍA (SAT),
Donde está el Espíritu, está la libertad. Homenaje a Luis Heriberto Rivas con motivos de sus setenta años”, J. L. D’AMICO - E. DE LA SERNA
(coords.), San Benito, Buenos Aires, 2003.
64
VV. AA., “Cardenal Eduardo Pironio. La alegría de ser sacerdote”, Pastores 11 (1998) 1-60, con trece textos.
65
VV. AA., “Homenaje al Cardenal Pironio”, Criterio 2211 (1998) 3-13; el texto de su Carta está en las págs. 12-13.
66
E. PIRONIO, Profeta de esperanza, Consejo Nacional de la Acción Católica Argentina, Buenos Aires, 2002.
67
J. M. ARNAIZ, Pironio: Contagiar la fe en el mundo de hoy viviendo la esperanza, Paulinas, Buenos Aires, 2002.
Canciller de esa Universidad, el argentino Carlos Azpiroz Costa, OP. Él ya había escrito sobre “Pironio y
los dominicos”, recordando que desde 1947 éste pertenecía a la rama sacerdotal de la Tercera Orden
Dominicana y sentía una predilección particular por Santo Domingo, de quien tomó las palabras que
repitió los últimos días de su vida: “No lloren. Yo les seré más útil después de mi muerte y los ayudaré
más eficazmente que durante mi vida”.68
Posteriormente, la Facultad de Teología de la UCA, en la que presto el servicio del decanato, dedicó un
número monográfico al Cardenal Pironio. Con ese volumen cerraba una importante fase de su existencia,
conducida durante casi un cuarto de siglo por Mons. Dr. Juan G. Durán, e iniciaba una nueva etapa
dirigida por nuestro Vicedecano, el Pbro. Dr. Víctor Fernández, asiduo colaborador de Pastores. En ese
ejemplar pudimos reeditar -gracias a la generosidad de la Acción Católica- algunos importantes trabajos
teológicos de la obra colectiva “Cardenal Eduardo Pironio. Un testigo de la esperanza”, junto con otros
aportes propios y un completo índice bibliográfico.69 En este trabajo emplearé muchas fuentes, pero
especialmente textos de Pironio aparecidos en Pastores, Criterio y Teología, las tres revistas que más se
han ocupado de él y en las que actualmente colaboro.
Por lo recién reseñado y con el bagaje de tantos trabajos bien documentados, en este estudio haré sólo
algunas referencias biográficas necesarias para desarrollar nuestro peculiar acercamiento a la figura
teológica del pastor Eduardo Pironio. Para esto me centraré en dos grandes temas. El primero de ellos es
el principal, aunque también es muy importante el segundo. En un primer momento me referiré, de un
modo analítico, al aspecto más místico y sapiencial de la teología del Cardenal, bajo el título Pironio:
santidad y teología, pensando la teología en un nivel más universal y a partir de varios de sus textos (I).
En segundo lugar, y en relación a lo anterior, me limitaré a hacer algunas breves referencias al aspecto
más académico y profesional de su labor teológica, siempre orientada a su tarea pastoral, refiriéndome a
Pironio: teología y pastoral, pensando ahora su servicio teológico en el horizonte particular de la Iglesia
argentina y latinoamericana (II). Con estos dos acercamientos se podrá apreciar la sabiduría teológico-
pastoral de Pironio en una doble dirección: como un sabio teólogo que es místico y pastor; como teólogo-
pastor que enseña la teología y orienta la pastoral.
68
C. AZPIROZ COSTA, “Pironio y los dominicos”, en AA. VV., Cardenal Eduardo Pironio, op. cit., 497.
69
El volumen de la revista Teología 79 (2002) 7-168, cuenta con trabajos de Ricardo Ferarra, Lucio Gera, Alfredo Zecca, Laura Moreno,
Carmen Aparicio y Carlos Galli, junto con una completísima bibliografía elaborada por Marcelo Siri (págs. 149-168).
a la Iglesia universal,70 o el mensaje que dirigió en 1987 a los jóvenes que fueron a Luján por la Jornada
mundial de la Juventud, a quienes les habló desde la Basílica -casa de Dios y tierra de María- sobre su
compromiso con una nueva evangelización para construir la civilización del amor.71 Para Pironio entrar y
salir de la Argentina no se realizaba sólo por Ezeiza sino, sobre todo, por Luján. Y le decía a la Virgen:
“Señora de Luján: ¡Gracias por todo!... Te pido, Madre, por los argentinos, por todos los argentinos...
Ven con nosotros a caminar. Amén”.
En sus primeros años de ministerio, en el ámbito de su diócesis y a la sombra del santuario, donde maduró
una espiritualidad trinitaria, cristocéntrica, mariana y eclesial, escribió algunas reflexiones sobre la Iglesia
como Cuerpo Místico de Cristo, a tono con la teología y el magisterio eclesiológicos de la época, que
aparecieron en el Boletín Eclesiástico de la Diócesis de Mercedes. El primer escrito del joven sacerdote en
una publicación teológica aparece en 1951, en la Revista de Teología, que comenzaba a editarse en el
Seminario Mayor San José de La Plata, tal vez el centro teológico más importante del país en esa década,
precursor en muchos campos del Concilio Vaticano II.
Su colaboración tiene un título que es todo un símbolo: Teología y santidad.72 ¿No parece providencial
que su primer artículo en una revista “de teología” trate este tema y tenga ese nombre? ¿No da qué pensar
que sea el mismo título del famoso trabajo de Hans Urs von Balthasar, hoy convertido en un clásico, en el
que el teólogo suizo expone su programa Teología y santidad y donde recupera como modelos a los
Santos Padres, a la vez contemplativos, teólogos y pastores?73 ¿No es llamativo que Pironio, que
ejemplifica un modelo de santidad sacerdotal y es reconocido como “contemplativo, profeta y pastor”,74 -
no tanto como un teólogo profesional, aunque es un teólogo con mayúsculas- inicie sus publicaciones más
teológicas con un trabajo sobre esta decisiva cuestión? ¿No se marca así un rasgo de su estilo más propio,
que vincula experiencia y pensamiento, espiritualidad y teología?
Los caminos de su vida y su pensamiento ya quedaron marcados por Dios en la inspiración de aquel
trabajo, porque los santos son los verdaderos teólogos y los más grandes teólogos son los santos. Ya
entonces, justo en la mitad de siglo XX, nuestro autor estaba convencido -lo dice al principio y al final de
ese texto- de que el siglo debía ser un siglo de santos y, por eso, también, un siglo de teólogos. Él veía la
necesidad de una seria formación teológica para la santificación propia y ajena, en los fieles cristianos en
general y los sacerdotes en particular. Sus palabras son proféticas, tanto porque conectan teología y
santidad, como porque hablan de la formación teológica de los laicos, lo que fue asumido por muchas
facultades después del Concilio, al abrir sus puertas a laicos y laicas.
“Y como el nuestro, por muchas razones, debe ser un siglo de santos, debe ser también un ‘siglo de
teólogos’. También entre los laicos -intelectuales, obreros y hombres de campo- aunque no sean ‘teólogos
de profesión’... La santidad supone, pues, normalmente un trabajo previo de penetración teológica.
Trabajo que debe realizar, primero, el sacerdote, y luego el simple cristiano. Pero ‘todos’. La teología ha
venido a ser predio exclusivo -¡cuando lo es!- de sólo los clérigos. No puede ser. La teología, por ser
‘ciencia de Dios’ y una cierta anticipación de la visión, no puede quedar reducida a un simple mester de
clerecía”.75
Contra las incongruencias de una santidad sin teología y de una teología sin santidad, el joven Pironio
muestra sus mutuas relaciones de la mano de textos bíblicos y autores contemporáneos. Expone acerca de
la santidad en relación con el Verbo de Verdad y el Espíritu de Amor, porque “la participación en el
70
E. PIRONIO, “Homilía en Luján”, en Alegría cristiana. Escritos Pastorales Marplatenses IV, Patria Grande, Buenos Aires, 1976, 105-112.
71
E. PIRONIO, “Una nueva evangelización para la construcción de una nueva sociedad. Apertura del Foro Internacional por la Jornada
Mundial de la Juventud 1987”, en M. MURÚA - J. C. PISANO, Pironio a los jóvenes, Bonum, Buenos Aires, 1987, 9-34.
72
E. PIRONIO, “Teología y santidad”, Revista de Teología 3 (1951) 35-42.
73
H. U. VON BALTHASAR, “Teología y santidad”, en Verbum caro. Ensayos Teológicos I, Cristiandad, Madrid, 1964, 235-268.
74
P. ETCHEPAREBORDA, “Cardenal Eduardo F. Pironio. Contemplativo, profeta y pastor”, Proyecto 36 (2000) 280-289.
75
PIRONIO, “Teología y santidad”, op. cit., 35-36.
Verbo -lo cual es trabajo sabroso del teólogo- hace posible la participación en el Espíritu que ‘difunde la
caridad en nuestros corazones’ (Rom 5,5)”.76 La santidad de vida y la vida de santidad se centran en el
conocimiento de Dios y de su enviado Jesucristo en el Espíritu (Jn 17,1).
“Conocer a Dios profundamente para poder saborearle experimentalmente desde ya -en una casi
prelibación beatífica terrena- es el fin de toda la vida cristiana... la vida cristiana es el conocimiento
fruitivo de la Trinidad, cuasi experimentalmente aprehendida por la fe viva e intuitivamente poseída por
la visión... Pero esto supone, normalmente, un conocimiento a fondo de toda la teología. La penetración
más fecunda y sabrosa procederá siempre de una fe sápida, animada por los dones de entendimiento y
sabiduría”.77
La santidad y la teología se encuentran de un modo especial en la sabiduría. Pironio es y puede ser
llamado con toda propiedad “teólogo” porque ha sido un hombre “sabio” en las cosas de Dios, porque ha
conocido a Dios y lo ha dado a conocer con un conocimiento personal, sabio, experimental, connatural,
compasivo. Lo que él ha vivido, lo ha reflexionado y escrito: la conexión entre teología, sabiduría y
compasión. En otro de sus primeros artículos -como todos, muy elaborado- Pironio estudia la sabiduría de
Cristo en San Bernardo. Dice que, para Santo Tomás de Aquino, hay tres clases de sabiduría: metafísica,
teológica y mística. En el marco de esta última expone la sabiduría del Padre del Císter con palabras que
luego reencontraremos: “conocimiento por instinto, por inclinación afectiva, por simpatía, por
connaturalidad, por experiencia inmediata. Aquí culmina la teología, que es ‘impressio divinae scientiae
in nobis y praelibatio futurae beatitudinis’ (Tomás)”.78
Para caracterizar ese conocimiento sabio y amoroso de Dios Pironio, casi a lo largo de cincuenta años,
recurre y comenta muchas veces aquella frase que dice que el sabio, docto o perfecto “non solum discens
sed et patiens divina”. Encontramos la frase literalmente citada -aunque sin nombrar a su autor- en aquel
precioso estudio de 1953 sobre San Bernardo, después de decir que la sabiduría “se padece
misteriosamente y se comunica sin palabras”, y antes de decir que “es el conocimiento más íntimo de Dios
en la tierra y el preludio de la visión beatífica”.79
Entre tantas citaciones, la reencontramos en 1997, en el último artículo escrito por Pironio para el
homenaje de nuestra Facultad a Lucio Gera. Allí la emplea para referirse al modo de conocer a Dios y de
hacer teología de su gran amigo, cuando éste cumplió 50 años de sacerdocio ordenado.80 Él explicita que
toma la expresión de la Summa Theologiae de Santo Tomás, a quien tanto leyó, meditó, enseñó y citó. La
frase se halla en cuestiones en las que el Doctor Común reflexiona sobre la sabiduría teologal,
especialmente sobre la sabiduría como don del Espíritu (ST I, 6, ad 3um; II-II, 45, 2, c). Enseña que el
verdadero sabio es quien no sólo aprende, sabe y dice “las cosas divinas”, sino quien también, y sobre
todo, las siente, padece y experimenta en profundidad. Esta verdad se verifica en Pironio. Él ha sido “un
hombre de Dios” dotado de una visión teologal y sapiencial de la vida.
Pero aquella frase no es original del Aquinate, sino que se remonta a Dionisio, quien a su vez se remite al
místico Hieroteo. Tomás la cita según el conocimiento que él tiene de la obra Los nombres de Dios.
Dionisio se refiere al conocimiento de Dios en Jesucristo, porque “la verdad más clara de la teología es
que Jesús se encarnó por nuestra salvación”. El gran pensador, que tanto influyó en la teología y la
mística, dice que éste es un misterio “que ninguna inteligencia puede explicar ni comprender” y que tomó
esa doctrina de su maestro Hieroteo, quien, a su vez, dice que la recibió de la sagrada tradición, de un
estudio concienzudo de las Sagradas Escrituras o “conociéndolo, más que por ciencia teórica, por
76
PIRONIO, “Teología y santidad”, op. cit., 37.
77
PIRONIO, “Teología y santidad”, op. cit., 38.
78
E. PIRONIO, “La Sabiduría de Cristo en la obra doctrinal de San Bernardo”, Revista de Teología 12 (1953) 47-58, cita 49.
79
PIRONIO, “La Sabiduría de Cristo en la obra doctrinal de San Bernardo”, op. cit., 49.
80
PIRONIO, “Semblanza sacerdotal”, en FERRARA - GALLI , Presente y futuro de la teología en Argentina, op. cit., 55.
experiencia personal de lo divino (Hb 5,8), pues disfrutaba de cierta connaturalidad con estos temas, si
me es lícito hablar así, identificándose interiormente con ellos”.81
Dionisio se refiere a la experiencia de lo divino usando un término que acentúa el conocimiento simpático
-por simpatía dice el original griego-, lo que para algunos tiene sabor neoplatónico y para otros origen
aristotélico. Ese conocimiento connatural -por connaturalidad dice la versión castellana- es robustecido
por la cita del texto de Hebreos. En este caso, se refiere al conocimiento que tiene el Hijo encarnado, por
su propia pasión, de lo que es la obediencia filial a Dios, su Padre (Hb 1,5), y del sufrimiento solidario con
los hombres, sus hermanos (Hb 2,17). Dionisio recuerda un texto clave: “Y, aunque era Hijo de Dios,
aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer” (Hb 5,8). El conocimiento que
tiene el discípulo de su Maestro, Jesucristo, se asemeja al que Jesús tiene de Dios y del hombre. Es un
encuentro amoroso con el Hijo amado, encarnado, crucificado y salvador, que nos concede “padecer con
Dios y con el hombre”. Para Tomás es un conocer compasivo: en sus obras traduce la cita Dionisio con la
frase “ex compassione”.
El Aquinate medita largamente sobre el tema en su comentario al De divinis nominibus. Explica los tres
modos de conocer las cosas de Dios ya referidos y al concentrarse en el tercero, dice que se da
“no sólo recibiendo la ciencia de lo divino en la inteligencia sino también amando y uniéndose a ella por
el afecto (“etiam diligendo, eis unitus est per affectum”). Éste es un conocer por cierta compasión con lo
divino, porque amando lo divino se está unido a lo divino, si es que la unión afectiva debe ser llamada
compasión o padecer simultáneamente (“et ideo subdit quod ex compassione ad divina, idest ex hoc
diligendo divina coniunctus est eis (si tamen dilectionis unio, compassio dicit debet, idest simul passio)”.82
El saber teologal y teológico es también un saborear místico y espiritual. Para Bernardo “sabio es aquel a
quien todas las cosas saben como realmente son”;83 Anselmo pide “que me hagas gustar por el amor lo
que gusto solamente por el conocimiento (me gustare per amorem quod gusto per cognitionem)”; 84 Juan
de la Cruz enseña que las cosas divinas, cuando se saben por amor, “no solamente se saben, mas
juntamente se gustan”.85 La metáfora del gusto aplicada a la sabiduría teológica y mística manifiesta que
saber es saborear el sentido de Dios, el hombre y el mundo, participando de la Sabiduría de Dios en
Cristo. El Espíritu permite alcanzar “desde arriba” ese conocimiento connatural, sabroso y amoroso de
Dios. El don de la sabiduría, que conduce a la sabiduría mística, perfecciona la fe pero corresponde a la
“vis unitiva” de la caridad, porque lleva a conocer las cosas de la fe por cierta unión con Dios (ST II-II, 9,
2, ad 1um), completando “al modo divino” el círculo teologal por el que el conocimiento de la fe y la
unión del amor se perfeccionan mutuamente.
La circularidad de las virtudes teologales permite desarrollar la teología como sapientia amoris. Al
cultivar “la fe que actúa por medio de la caridad” (Gal 5,6), la teología se vuelve intellectus amoris et
misericordiae, porque el amor en su forma histórica ante la miseria humana se llama misericordia: “el
amor gratuito, en circunstancias de pecado y sufrimiento históricos como la latinoamericana, se hace
misericordia, la cual supone la justicia, pero la excede con sobreabundancia”.86 Esta teología sapiencial
del amor nos notifica, en el plano de la acción, que “Dios es Amor” (1 Jn 4,8), que “el ser mismo de Dios
es Amor” (CEC 221), que Dios es “rico en misericordia” (Ef 2,4). Cultivar la sabiduría como docta
caritas implica reconocer que “lo más grande es el amor” (1 Cor 13,13). Así se trasciende el amor a la
81
PSEUDO DIONISIO AREOPAGITA, “Los nombres de Dios”, cap. II, 9, en Obras completas, BAC, Madrid, 1995, 288.
82
SANTO TOMÁS DE AQUINO, In librum beati Dionysii De divinis nominibus expositio, cap. II, lectio IV, Marietti, Turín, 1950, 59.
83
SAN BERNARDO DE CLARAVAL, Sermones de diversis 18, 1; PL 183, 587.
84
SAN ANSELMO DE CANTERBURY, Oraciones y meditaciones, Madrid, Rialp, 1966, 206-207.
85
SAN JUAN DE LA CRUZ, “Cántico Espiritual, Prólogo”, en Obras Completas, Monte Carmelo, Burgos 1972, 1129.
86
J. C. SCANNONE, “Treinta años de teología en América Latina”, en L. SUSÍN (edit.), El mar se abrió. Treinta años de teología en América
Latina, Sal Terrae, Santander, 2001, 187.
sabiduría en la sabiduría del amor.87 El teólogo, como todo cristiano, debe saber y saborear que, “aunque
tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe,
una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada” (1 Cor 13,2). En efecto, para Santo
Tomás, la sabiduría no es solamente especulativa, sino también práctica (ST II-II, 45, 3) porque al ser
don, la sabiduría es más excelente que la sabiduría en cuanto virtud intelectual, porque toca más de cerca a
Dios por cierta unión amorosa del alma con Él y, por eso, “puede no tan solo dirigir en la contemplación,
sino aun también en la acción” (id., ad 1um). “Por donde, a la sabiduría antes corresponde contemplar las
cosas divinas, que es ‘visión del Principio’, y después encaminar los actos humanos según las razones
divinas” (id., ad 3um).
Pironio ha alcanzado mucha sabiduría contemplativa y práctica, en el conocimiento especulativo y
amoroso de Dios, en una caridad nutrida de compasión y misericordia ante el misterio del Amor de Dios y
de la salvación del hombre manifestados en la Cruz. Él ha penetrado con una intensidad peculiar, con su
sufrimiento y con su palabra, en el misterio del Crucificado. Ha sido un exponente de la teo-logía en
cuanto sabiduría que piensa y pronuncia en conceptos, símbolos y palabras del hombre el logos de Dios
encarnado en Jesús y comunicado por el Espíritu. Pero, sobre todo, él ha sido un experto en teo-patía, en
cuanto su conocimiento amoroso se volvió experiencia personal, sufrida, experimental, “por cierta
connaturalidad o unión con lo divino, que se realiza por la caridad” (ST II-II, 5, c).88 Ese amor
apasionado y compasivo lleva a la comunión con el pathos de Dios en Cristo. Me animo a decir de
Pironio, a quien no conocí mucho a nivel personal, lo que escribí de Gera, a quien conozco un poco más,
“así conoce la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo manifestado en la cruz
que supera todo conocimiento (Ef 3,17-19). Su sabiduría del amor crucificado es la fuente de magníficas
reflexiones sobre el amor y la muerte centradas en la cruz de Cristo”.89 Algo semejante dice Gera de
Pironio, cuando se adentra en la reflexión acerca de este misterio en su exposición sobre la esperanza en el
pensamiento de Pironio. Gera cita un texto inédito de su amigo, que está fechado en 1985. Para Gera
“pone de manifiesto su alto nivel contemplativo” y “se refiere al lugar del amor en el nexo entre la cruz y
la esperanza”.90 El texto dice:
“Lo esencial de nuestra vida cristiana no es la pobreza, ni la cruz, sino el amor... La realidad de la cruz,
en la vida y el ministerio de Jesús, se inserta como el único modo definitivo y concreto de amar: ‘Nadie
tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos’ (Jn 15,13)... La cruz revela el amor, el amor
explica la cruz; la cruz y el amor hacen posible e indefectible nuestra esperanza”.91
Todos sabemos que la vida de Pironio estuvo signada por el sufrimiento propio de quien ama, sufrimiento
que lo identificó con el Siervo Sufriente Crucificado. En su Testamento Espiritual él dijo: “¡Magnificat!
Agradezco al Señor el privilegio de su cruz. Me siento felicísimo de haber sufrido mucho”.92 A la luz de la
documentación y los testimonios que tenemos, han sido muchas y variadas las cruces que sufrió Pironio, y
87
Pironio ha empleado esta fórmula en el estudio citado sobre Bernardo; cf. PIRONIO, “La Sabiduría de Cristo en la obra doctrinal de San
Bernardo”, op. cit., 49. Mucho tiempo después ha sido empleada por otro teólogo argentino; cf. P. SUDAR, “¿La filosofía amor a la sabiduría
o sabiduría del amor? Diálogo con Emmanuel Levinas”, Teología 33 (1979) 63-70.
88
Sobre el conocimiento especulativo-afectivo de Dios y su fundamento en la doctrina tomista ver la tesina presentada por F. FORCAT, Ubi
humilitas, ibi sapientia. El conocimiento afectivo en la vida cristiana en la Suma de Teología de Santo Tomás de Aquino, Disertación para la
obtención de la Licenciatura en Teología, con especialización en teología dogmática, Moderador: L. Gera, Facultad de Teología de la
Pontificia Universidad Católica Argentina, Buenos Aires, 2001, especialmente 31-61.
89
GALLI, “Aproximación al ‘pensar’ teológico de Lucio Gera”, op. cit., 103. Gera, como Pironio, tiene páginas notables sobre los misterios
del amor y la muerte ante la cruz pascual de Cristo; entre las más recientes cf. L. GERA, “La razón ante el misterio de Cristo”, en R. FERRARA
- J. MÉNDEZ (eds.), Fe y Razón. Comentarios a la Encíclica, EDUCA, Buenos Aires, 1999, 177-181.
90
L. GERA, “Testigo de la esperanza en las puertas del tercer milenio”, Teología 79 (2002) 148.
91
E. PIRONIO, La comunidad religiosa, ¿signo de la esperanza de la cruz?, 1, del Archivo de la Abadía de Santa Escolástica.
92
E. PIRONIO, “Testamento Espiritual”, Pastores 11 (1998) 48-49. Citamos varios párrafos del Testamento, fechado en Roma el 11/2/1996, sin
numeración, tal como se encuentran en el original. Casi todos los párrafos comienzan con la palabra Magnificat.
que lo fueron identificando, por su comunión teologal de amor, con el Señor Crucificado.93 Basta recordar
una de sus grandes cruces: sufrir tanto con y por la Iglesia.
“Las formas de cruz que surgen de la convivencia en una Iglesia hecha también de pecadores, que,
aunque duelen, no eximen de mantener fielmente una entrega a esa misma Iglesia, a la que se sigue
amando en su figura concreta y real. También las formas de cruz que surgen de las exigencias del
servicio pastoral que, precisamente por ser servicio, diakonía o ministerio, es entrega”.94
100
PIRONIO, “Teología y santidad”, op. cit., 39.
101
ETCHEPAREBORDA, “Cardenal Eduardo F. Pironio. Contemplativo, profeta y pastor”, op. cit., 280.
102
M. SIRI, “Índice bibliográfico”, en La ‘Iglesia de la Pascua’ en el pensamiento del Cardenal Eduardo Pironio, Disertación para la
obtención de la Licenciatura en Teología, con especialización en teología dogmática, Moderador: C. Galli, Facultad de Teología de la
Pontificia Universidad Católica Argentina, Buenos Aires, 2002, 130-139; reproducido en Teología 79 (2002) 149-167.
103
E. PIRONIO, “Presentación”, en Queremos ver a Jesús, BAC, Madrid, 1980, XV.
104
L. GERA, “Introducción”, en E. PIRONIO, Al servicio del Evangelio, Madrid, 1999, 8.
105
E. PIRONIO, “Evangelización y Liberación”, Documentación CELAM 105 (1976) 9-18.
106
E. PIRONIO, “Lectura bíblica, teológica y pastoral de la Exhortación Apostólica Christifideles laici”, Criterio 2023 (1989) 55-57.
Su teología, nacida de la espiritualidad de la contemplación y la meditación, y orientada a la pastoral de la
predicación y la enseñanza, tiene un sello muy propio, que varios han tratado de caracterizar. Pironio
“posee un estilo propio, que en teología se lo puede vincular al llamado estilo de reflexión teológico-
pastoral”.107 Muchas de sus meditaciones teológicas plantean el tema de reflexión; lo desarrollan según un
hilo conductor que abre varios aspectos y dimensiones; lo iluminan con la doctrina de la Palabra de Dios
contenida en la Biblia y, a veces, con algunos textos de la Tradición y el Magisterio; lo profundizan con
una aguda penetración teológica-espiritual; y extraen perspectivas para orientar la vida espiritual o la
acción pastoral en la “hora” presente. Por eso muchos han visto en sus textos “libros de espiritualidad” o
“escritos pastorales”. Y lo son, pero lo son siempre a partir de una rica doctrina bíblico-teológica que se
transforma en alimento espiritual y guía pastoral.
Pironio tiene el estilo del “sacerdote maestro”, expresión que él empleó mucho, también por escrito. Se
encuentra ya en su artículo “Teología y santidad”, cuando dice que el sacerdote, para poder ser “pastor”,
debe ser “doctor”, en base a un trabajo profundo de conocimiento teológico,108 legitimando el uso que
aquí hacemos de la expresión teólogo-pastor. También la usa en su última colaboración publicada, en la
que traza la “Semblanza sacerdotal” de Gera y dice de él lo que, casi cincuenta años antes, proponía a
todos los sacerdotes: “Hablar de Lucio Gera es ciertamente hablar de un maestro; pero es, ante todo,
hablar de un sacerdote. O, mejor aún, de un ‘sacerdote maestro’. Maestro de generaciones de
sacerdotes”.109 Lo mismo podemos decir del Cardenal Pironio, quien fue un sabio sacerdote maestro.
Como lo reconoció otro de sus grandes amigos, Pironio representa para la Iglesia en la Argentina al sabio
en las cosas de Dios y del hombre. El Cardenal Antonio Quarracino, que el 4/12/1993 ya había trazado un
perfil sacerdotal de Pironio cuando aquel cumplió cincuenta años de ordenación,110 años más tarde, en la
Misa exequial de su amigo, celebrada el 12/2/1998 en Luján, resaltó dos de sus valores: la sabiduría y la
amistad. De la primera dijo:
“El hecho -doloroso, por cierto- es que hemos perdido como Iglesia a un sabio... Se nos fue un sabio de la
vida espiritual, con honda y firme fundamentación teológica... Es claro que -como todos sabemos- en la
inteligencia está la raíz de todo conocimiento, aun el de las verdades reveladas. Bien lo sabía esto Pironio;
y por eso estaba tan fundado en la Teología, la ciencia de la fe, a cuyas verdades no sólo adhería sino que
profundizaba y las regustaba, las saboreaba: acción propia del don de Sabiduría... Estas verdades sabidas
con la inteligencia pasaban a su fervoroso corazón; y allí, por una misteriosa alquimia de la Gracia y del
don de Sabiduría, se transformaban en vida que engendraba vida. Su palabra, oral o escrita, llegaba al
corazón y a la inteligencia de aquellos a los que se dirigía. Se cumplía lo del Cardenal Newman: ‘cor ad
cor loquitur’...” 111
107
ETCHEPAREBORDA, “Cardenal Eduardo F. Pironio. Contemplativo, profeta y pastor”, op. cit., 281.
108
PIRONIO, “Teología y santidad”, op. cit., 36.
109
PIRONIO, “Semblanza sacerdotal”, op. cit., 54.
110
A. QUARRACINO, “Cardenal Eduardo Francisco Pironio”, en Semblanzas sacerdotales, AICA, Buenos Aires, 1995, 62-64.
111
A. QUARRACINO, “Un sabio y un amigo”, Pastores 11 (1998) 45.
“En esto, yo diría, fui reflexionando, con acentos distintos, en los cincuenta años de mi vida sacerdotal.
Cuando fui ordenado sacerdote me sentía muy atraído por lo que es fundamento de nuestra fe: el misterio
de la Trinidad. Me fascinaba el misterio de la Trinidad, la Trinidad cercana, la Trinidad que habita en
nosotros. ‘Vendremos a él y haremos nuestra morada en él’, dice el Señor. La grandeza y al mismo
tiempo la cercanía de la Trinidad. Luego, la Trinidad que se nos revela se hace historia a través de
Jesucristo. Jesucristo en su misterio pascual: muerte y resurrección, cruz y esperanza. Jesucristo en medio
de nosotros es la esperanza de la Gloria. Y finalmente todo eso se nos da a través de la Iglesia, misterio
de comunión”.112
A fines de 1994, en el primer número de Pastores, Pironio escribió desde Roma un artículo ya citado en el
que sintetiza lo más importante de su vivencia sacerdotal, da testimonio del amor fiel de Dios -“pondus
meum, amor meus”, dice- y comparte su reflexión sobre “la alegría de la fidelidad” con sus hermanos en
el ministerio pastoral, a quienes dedicó tanto amor, diálogo y tiempo. Es otro texto de síntesis en el que
aparecen sus grandes temas teológicos, espirituales y pastorales: de la Trinidad a Cristo, de Pascua a
Pentecostés, de Cristo al hombre, del Espíritu a María, de la Palabra a la Eucaristía, de la comunión a la
misión, de la cruz a la esperanza, de la pobreza a la fidelidad.
En su Testamento Espiritual, texto de síntesis de un valor testimonial único, Pironio resume grandes temas
de su fe, espiritualidad, ministerio, predicación -¡y teología!- en una trilogía de amores que lo han
acompañado durante toda su vida: “Mi vida sacerdotal estuvo siempre marcada por tres amores y
presencias: el Padre, María Santísima, la Cruz”. Me detengo brevemente en esta conexión de misterios y
amores para captar los grandes temas teológicos o las diversas “teologías” de Pironio.
a) La Santísima Trinidad.
Toda la obra de Pironio está centrada en la Trinidad. Vivió tan inmerso en su misterio que su mismo
pensamiento tomó un ritmo ternario. En su predicación y sus escritos se ha referido siempre a “tres cosas”,
cadencia que fluye como eco de su experiencia contemplativa. Disfrutó enseñando parte del tratado De
Trinitate, tanto en Villa Devoto siendo rector, como en La Plata siendo obispo auxiliar. Comienza y
concluye su Testamento con una invocación al Dios Trino.
“¡En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén! ¡Magnificat! Fui bautizado en el nombre
de la Trinidad Santísima; creí firmemente en Ella, por la misericordia de Dios; gusté su presencia
amorosa en la pequeñez de mi alma (me sentí inhabitado por la Trinidad). Ahora entro ‘en la alegría de
mi Señor’, en la contemplación directa, ‘cara a cara’, de la Trinidad. Hasta ahora ‘peregriné lejos del
Señor’. Ahora ‘lo veo tal cual Él es’. Soy feliz ¡Magnificat!… Hasta reunirnos en la Casa del Padre! ¡Los
abrazo y bendigo con toda mi alma por última vez en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo!
Los dejo en el corazón de María, la Virgen pobre, contemplativa y fiel. ¡Ave María! A Ella le pido: ‘Al
final de este destierro muéstranos el fruto bendito de tu vientre, Jesús’”.
Lucio Gera, en su homilía en las exequias en la catedral de Buenos Aires, comenta ese valioso texto:
“El testamento espiritual en el que el cardenal Pironio ha expresado su estado de conciencia ante la
cercanía de su muerte, está encuadrado, de principio a fin, por la advocación a Dios Trino. Comienza
recordando con gozo haber sido bautizado e inhabitado por la Trinidad y concluye impartiendo su
bendición en nombre de las tres divinas Personas a todos aquellos a quienes ha recordado en su
Testamento. En su punto de partida el testamento espiritual se sitúa en una atmósfera mística… El
testamento espiritual no refleja un momento de ensimismamiento dentro de la angustia de la propia
soledad ante la muerte; no es un monólogo. Se desarrolla dentro del marco trinitario, como un diálogo
con el Padre. Es una oración, una meditación hecha junto al Padre, una filial y afectuosa comunicación
112
E. PIRONIO, “Una nueva conciencia de ser Iglesia”, Criterio 2128 (1994) 55.
con Dios. Al escribir su testamento el Cardenal Pironio se estaba disponiendo a hacer de su muerte un
acontecimiento entre dos: él y Dios”.113
Pironio experimentó y trasmitió hondamente el amor del Padre, y así lo refleja un profundo estudio de
Ricardo Ferrara titulado “El Padre”.114 El Testamento, reflejo de su vida y anticipo de su muerte, se
desarrolla, dentro del marco trinitario, como un diálogo con el Padre. Su conocimiento y su amor a cada
una de las Divinas Personas se reflejan en tres de los últimos retiros que predicó: El Padre nos espera,
Cristo entre nosotros y Guiados por el Espíritu.115 Sería un trabajo interesante investigar la “teología
trinitaria” -de contenido bíblico y sabor espiritual- que tiene la obra de Pironio.
b) El Cristo pascual.
Un rasgo de la reflexión teológica del Cardenal es su concentración en el misterio de la Pascua. Su
cristología pascual presenta a Cristo como el Hijo de Dios hecho hombre, que nos amó hasta el extremo
de la cruz y que, resucitado, nos sigue amando, por su Espíritu, en la Iglesia. Aquí son interesantes los
textos de dos retiros ya nombrados: Queremos ver a Jesús y Cristo entre nosotros. El Cardenal fue un
enamorado de Jesús quien, por haber sufrido la humillación y la muerte, fue glorificado por el Padre, y nos
envió su Espíritu vivificador. Mucho habló del “Cristo de la Pascua”. Este misterio es central en su
espiritualidad y su predicación, forjadas al ritmo de la Liturgia. Pironio vivía intensamente cada
celebración y preparaba con mucho esmero la Semana Santa -sobre la que editó escritos catequísticos-,116
a la que amaba muy particularmente, junto con la Navidad.117
Pironio tuvo un entrañable amor a Cristo crucificado. Él miró y vivió la cruz como fuente de vida pascual
y, por eso, raíz de alegría y esperanza, dos temas conexos sobre los que ha meditado y escrito,
comentando la frase de San Pablo: “alégrense en la esperanza” (Rm 12,12), y la doctrina de Santo Tomás:
“la alegría procede también de la esperanza” (ST II-II, 28, 1, ad 3um). En sus bodas de oro sacerdotales
trasmitió la sabiduría evangélica presente en la “lógica de la cruz” (1 Cor 1,18).
“La única sabiduría es la del pobre, la de la cruz, la del Espíritu Santo. Uno siente entonces que Dios está
dentro y lo va haciendo todo: cuando predica, cuando celebra, cuando organiza... Pero hay un momento -
también un medio privilegiado- en que el sacerdote experimenta la alegría del amor de Dios y de la
fidelidad a su promesa: es la configuración con Cristo Sacerdote por la cruz pascual”.118
Y en su Testamento Pironio ha dejado un párrafo conmovedor sobre la sabiduría de la cruz.
“¡Magnificat! Agradezco al Señor el privilegio de su cruz. Me siento felicísimo de haber sufrido mucho.
Sólo me duele no haber sufrido bien y no haber saboreado siempre en silencio mi cruz. Deseo que, al
menos ahora, mi cruz comience a ser luminosa y fecunda. Que nadie se sienta culpable de haberme hecho
sufrir, porque han sido instrumento providencial de un Padre que me amó mucho”.
c) El misterio de la Iglesia.
Cristo se hace presente en la historia de personas y pueblos a través de su Pueblo. El misterio de la Iglesia
se encuentra inserto en el corazón de Dios y en el drama del mundo. Sus escritos son todos eclesiales y
muchos de ellos eclesiológicos. Habiendo participado primero como perito y luego como obispo -en las
dos últimas sesiones- Pironio quedó marcado por el acontecimiento conciliar y su enseñanza eclesiológica.
Él fue “un hombre del Concilio”, que se refirió a la Iglesia con las distintas categorías destacadas por
Lumen Gentium y Gaudium et Spes: misterio, pueblo, familia, sacramento, comunión, cuerpo, templo. En
113
L. GERA, “Homilía en la Misa por el Cardenal Pironio”, Pastores 11 (1998) 54.
114
R. FERRARA, “El Padre”, Teología 79 (2002) 99-104.
115
E. PIRONIO, El Padre nos espera. Madrid, 1985; Cristo entre nosotros, Madrid, 1998; Guiados por el Espíritu. Madrid, 1991.
116
E. PIRONIO, Meditaciones para Semana Santa: la luz, el agua y el pan, Patria Grande, Buenos Aires, 1974.
117
SIRI, La ‘Iglesia de la Pascua’ en el pensamiento del Cardenal Eduardo Pironio, op. cit., 6.
118
PIRONIO, “La alegría de la fidelidad”, op. cit., 6-7.
el inmediato postconcilio habló mucho de la Iglesia como sacramento universal de salvación y unidad.
Durante años, en especial después del Sínodo acerca de los laicos, realizado en 1987, resumió su
eclesiología diciendo que la Iglesia es misterio, comunión y misión. Alfredo Zecca ha analizado textos
publicados e inéditos acerca del tema que sintetiza su última eclesiología: “La Iglesia como misterio de
comunión misionera”.119 Un repaso analítico de todos los escritos eclesiológicos y pastorales de Pironio
nos mostraría a un original eclesiólogo conciliar.
En los años de su servicio al CELAM como secretario y presidente, Pironio escribió mucho sobre la
Iglesia en América Latina, tratando de conocer su identidad, delinear su perfil, ayudar a su autoconciencia.
Siempre presentó a la Iglesia en el cruce de los caminos entre Dios y el hombre en Cristo. Se dedicó a
penetrar su naturaleza mística y desarrollar su misión evangelizadora y, por ello, liberadora. También
profundizó la vocación de sus distintos miembros a través de retiros y escritos dirigidos a pastores -
obispos y presbíteros-, consagrados y consagradas, laicos y laicas, incrementados en las etapas de su
ministerio en las que prestó un servicio cualificado a cada uno de esos diversos grupos de fieles cristianos.
Otro capítulo abierto para estudiar son las “teologías” del ministerio pastoral, la vida religiosa y la
vocación laical que se encuentran en tantos textos del Cardenal.
En América Latina -y en su querida diócesis de Mar del Plata- desarrolló el contenido de la frase “Iglesia
de la Pascua” o “sacramento del Cristo pascual”, tomando la expresión de los documentos de Medellín:
“que se presente cada vez más nítido en Latinoamérica el rostro de una Iglesia auténticamente pobre,
misionera y pascual” (Medellín, Juventud, 15). Pironio la analiza con todas sus implicancias en
magníficos escritos de su período latinoamericano,120 y la resume, como expresión original del Pueblo de
Dios entre nosotros, en el retiro que predica a Pablo VI en el corazón de la Iglesia universal: “La
expresión ‘Iglesia de la Pascua’ lo resumía todo: una Iglesia de la cruz y la esperanza, de la pobreza y la
contemplación, de la profecía y el servicio”.121
A propósito de la Iglesia señalo un ejemplo que muestra la “forma mentis” de Pironio. Para Tomás la
teología considera toda realidad “desde el punto de vista de Dios” (ST I,1,7). Muchas veces el Cardenal
interpreta o discierne realidades eclesiales y seculares desde una mirada teologal y teológica, tratando de
“ver” desde el punto de vista de Dios. Así hace la lectura de la muerte y el legado de Pablo VI, su querido
padre y amigo, en el notable artículo “Los tres testamentos de Pablo VI”.122
d) María.
La presencia de la Virgen es permanente en la existencia, la espiritualidad y el pensamiento de Pironio.
Como buen teólogo mira a María en el cuadro de los misterios de Dios y el hombre, de Cristo y la Iglesia.
En su Testamento le pide a la Madre su asistencia, y ella le ayuda a dar gracias con su canto de alabanza
¡Magnificat! Allí él nos confiesa la importancia de María en toda su vida:
“¡Magnificat! Agradezco al Señor que me haya hecho comprender el Misterio de María en el
Misterio de Jesús y que la Virgen haya estado tan presente en mi vida personal y en mi ministerio. A Ella
le debo todo. Confieso que la fecundidad de mi palabra se la debo a Ella. Y que mis grandes fechas -de
cruz y de alegría- fueron siempre fechas marianas”.
Su tierna espiritualidad mariana expresa de un modo personal la piedad popular latinoamericana. En 1974,
al presentar la situación pastoral latinoamericana en el Sínodo de los Obispos sobre la evangelización del
mundo contemporáneo, Pironio hizo dos afirmaciones proféticas que el tiempo confirmó: “América Latina
es un continente esencialmente mariano”, y “la religiosidad popular es un punto de partida para una
119
A. ZECCA, “La Iglesia como misterio de comunión misionera en el pensamiento del Cardenal Eduardo Francisco Pironio”, Teología 79
(2002) 117-136.
120
E. PIRONIO, “Latinoamérica, ‘Iglesia de la Pascua’”, Criterio 1652 (1972) 520-526, reproducido en Pastores 11 (1998) 26-35.
121
PIRONIO, Queremos ver a Jesús, op. cit., XII.
122
PIRONIO, Queremos ver a Jesús, op. cit., 298-306.
nueva evangelización”.123 Su voz tuvo eco en el corazón de Pablo VI, quien en Evangelii nuntiandi
revalorizó la “piedad popular” (EN 48) en un magnífico texto que tuvo su reflujo en la Iglesia
latinoamericana hasta la madura reflexión de Puebla.124 Luego Juan Pablo II, quien tuvo experiencia
directa de nuestra religión popular en México, afirmó que “María y sus misterios pertenecen a la
identidad propia de estos pueblos y caracterizan su piedad popular” (DP 454).
Una década después, estando en Roma, pero viviendo con el corazón puesto entre nosotros y, sobre todo,
en Nuestra Señora de Luján, Pironio escribió sobre “María y la Argentina”, diciendo “me refiero sobre
todo a lo que constituye para nosotros (creo que para todos) el alma de nuestro pueblo: Nuestra Señora
de Luján”.125 El testimonio y la palabra del Cardenal han alimentado la espiritualidad mariana y la
devoción lujanense en varias generaciones de católicos argentinos. Sus artículos y oraciones marcaron la
vida y la plegaria de tantos varones y mujeres, adultos y jóvenes, ya desde aquellos “tiempos difíciles” de
los años setenta. Él ha sembrado un enorme amor a la Virgen de Luján como Madre de los argentinos,
que ha influido en tantos jóvenes que, desde 1975, peregrinan a pie a Luján. Como escribí en otro lugar, a
propósito de la trigésima peregrinación juvenil
“... muchos caminantes de las primeras peregrinaciones y tantos peregrinos de generaciones posteriores,
rezamos repitiendo estas palabras suyas a Nuestra Señora de América: ‘Virgen de la esperanza, Madre de
los pobres, Señora de los que peregrinan: óyenos’. Era la voz de una ‘Iglesia pobre, peregrina y pascual’,
la ‘Iglesia de la esperanza’, que decía: ‘Señora de los que peregrinan: somos el Pueblo de Dios en
América Latina. Somos la Iglesia que peregrina hacia la Pascua’. ¿Cómo no iban a sentirse representados
en estas expresiones los peregrinos, especialmente los jóvenes, al ir caminando -por primera vez o muchas
veces- hasta Luján, o a otros santuarios marianos de la Argentina y de toda América Latina? Son notorias
las consonancias entre estas palabras y los versos de la canción que identificó desde 1975 a la
peregrinación juvenil. Tiempo de América decía: “Es la Virgen de Luján, Madre Gaucha como no hay,
quien nos va a acompañar, al caminar... Éste es el tiempo de América, éste es tu tiempo Señor, los jóvenes
estamos presentes, testigos de tu gran amor... Dios, nuestro Padre, y la Virgen, nuestra Madre, tejieron
misteriosamente los hilos, por la acción pastoral de varios miembros de la Iglesia, para que muchos
jóvenes asumieran y recrearan este gesto de piedad popular mariana tan propio de la más antigua tradición
argentina pero situado en un horizonte latinoamericano contemporáneo. Por eso se rezaba tanto con la
oración de Pironio: “Nuestra Señora de América: ilumina nuestra esperanza, alivia nuestra pobreza,
peregrina con nosotros hacia el Padre”. 126
La piedad filial a la Virgen, que Pironio sentía desde siempre con nuestro pueblo, modeló su corazón y lo
impulsó a compartir una profunda espiritualidad mariana y una rica mariología en una gran cantidad de
artículos, que tienen una riqueza inconmensurable. Pero, también, y en esto él ha sido muy original, en
tantas oraciones compuestas a Nuestra Señora en distintos momentos de su vida y considerando variados
aspectos de su misterio.127 Esas oraciones reflejan su fe -lex orandi, lex credendi- y constituyen su aporte a
una mariología bíblica, conciliar, actualizada y latinoamericana.128
123
E. PIRONIO, “La evangelización del mundo de hoy en América Latina”, Teología 25-26 (1975) 158.
124
L. GERA, “Pueblo, religión del pueblo e Iglesia”, SEDOI 66/67 (1976) 5-37; CELAM, Iglesia y Religiosidad Popular en América Latina,
Patria Grande, Buenos Aires, 1976; J. ALLIENDE LUCO, “Religiosidad popular en Puebla: La madurez de una reflexión”, en CELAM, Puebla:
grandes temas. I parte, Paulinas, Bogotá, 1979, 235-266; C. GALLI, “La religiosidad popular urbana ante los desafíos de la modernidad”,
SEDOI 117/118 (1992) 9-43.
125
E. PIRONIO, “María y la Argentina”, L’Osservatore Romano (lengua española), 10/5/1987, 22.
126
C. GALLI, “Una aproximación pastoral a la peregrinación juvenil a Luján”, en C. GALLI - G. DOTRO - M. MITCHELL, Seguimos caminando.
La peregrinación juvenil a Luján, Agape-Guadalupe, Buenos Aires, 2004, 17-18.
127
E. PIRONIO, “Oraciones a la Virgen” en Señor, enséñanos a orar, Publicaciones Claretianas, Madrid, 1987, 47-101.
128
J. M. ARNAIZ, “En la escuela de María”, en Cardenal Eduardo Pironio, op. cit., 169-194.
Pironio es un “teólogo-pastor” con mayúsculas. Si en la primera parte me referí a la dialéctica entre
contemplación y predicación que nutre su sabiduría teológica, ahora considero otros dos aspectos: su
docencia teológica en el ámbito académico y su aporte a la reflexión teológica de la acción pastoral.
129
J. BOSCH , Panorama de la teología española, Verbo Divno, Navarra, 1999, 9-62; J. NOEMÍ, “Rasgos de una teología latinoamericana”, en
CELAM, El futuro de la reflexión teológica en América Latina, Documentos CELAM 141, Bogotá, 1996, 27-74; J. SARANYANA,
“Introducción general”, en J. SARANYANA - C. ALEJOS GRAU, Teología en América Latina III. El siglo de las teologías latinoamericanistas
(1899-2001), Iberoamericana-Vervuert, Madrid-Frankfurt, 2002, 23-38.
130
M. D. CHENU, La théologie comme science áu XIIIe siecle, Vrin, Paris, 19573; La théologie áu douzieme siecle, Vrin, Paris, 19662;
Introduction a l´etude de saint Thomas d´Aquin, Vrin, Paris, 19549.
131
E. BRIANCESCO, “Iglesia, Cultura, Universidad”, Teología 72 (1998) 20-29; “Evangelización de la inteligencia y articulación del saber”,
Consonancias 6 (2003) 17-28.
132
ARNAIZ, Pironio: Contagiar la fe en el mundo de hoy viviendo la esperanza, op. cit., 49.
halla en el cuadro teológico que emplea en la ponencia introductoria a la Conferencia de Medellín. Allí,
para interpretar cristianamente los signos de los tiempos en América Latina, acude a una cristología
histórica centrada en Cristo como plenitud de los tiempos, a una eclesiología conciliar en torno a la noción
de sacramento de salvación, y a una antropología tomista referida a la triple imagen en la creación, la
gracia y la gloria (ST I, 93, 4): imago creationis, imago recreationis, imago similitudinis.133 Ese esquema
aparece en la introducción al tratado De Trinitate -el hombre es “imago trinitatis”- publicado años después
por Gera, en el que éste reconoce en ese preciso tema su deuda con el pensamiento de Pironio.134 Pero uno
de los mejores ejemplos en los que se nota el vigor especulativo -filosófico y teológico- de Pironio,
haciendo exégesis y hermenéutica de textos de Aristóteles y Santo Tomás, se halla en sus magníficas
“Reflexiones sobre la amistad”,135 escritas, justamente, por alguien que hizo un culto de la amistad,136 y de
la amistad sacerdotal.137
140
O. DERISI, La Universidad Católica Argentina en el recuerdo a los 25 años de su fundación, UCA, Buenos Aires, 1983, 58.
141
PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA ARGENTINA SANTA MARÍA DE LOS BUENOS AIRES, Anuario 2000, Buenos Aires, 2000, 19.
142
PONTIFICIAE UNIVERSITATIS “SANCTAE MARIAE A BONIS AURIS”, FACULTAS THEOLOGICA ET SEMINARIUM MAIUS METROPOLITANUM
“IMMACULATAE CONCEPTIONIS”, Catalogus Professorum et Alumnorum, Bonis Auris, 1961, 1962, 1963, 3-4.
143
GERA, Teología de la Trinidad, op. cit., nota aclaratoria previa.
confirma lo dicho al recordar que el joven padre y profesor Pironio comenzaba sus clases de Literatura
Argentina en el seminario de Mercedes con estos versos tomados de payadores del norte argentino: “Por
ser la primera vez que en esta casa canto, gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo”.144
Anticipándose a los nuevos tiempos inaugurados por el Concilio y confirmados por el Jubileo, Pironio
vivió una espiritualidad, desarrolló una teología e impulsó una pastoral “trinitarias”.145
144
R. DI MONTE, “Luján en la vida del cardenal Pironio”, en AA. VV., Cardenal Eduardo Pironio, op. cit., 403.
145
R. FERRARA, “La Trinidad en el posconcilio y en el final del siglo XX: Método, temas, sistema”, Teología 80 (2002) 53-92; G. ZARAZAGA,
“La Trinidad en el horizonte de la comunión”, Stromata 59 (2003) 113-142.
146
C. GALLI, “Presentación. El inicio de una nueva etapa”, Teología 80 (2002) 7-9.
147
O. SANTAGADA, “La idea de una Facultad de Teología en la mente de Lucio Gera”, en FERRARA - GALLI , Presente y futuro de la teología
en Argentina, op. cit., 74.
148
Al respecto se puede ver Teología y Vida XLI/3-4 (2000) 271-664.
* Segundo: es interesante señalar que el nombre “Teología” fue sugerido por Pironio, siendo Gera el
primer director de la revista y quien escribió su presentación. En este punto el testimonio de Ricardo
Ferrara es elocuente, trasmitido cuando se celebraron los 35 años de esa publicación.
“En cuanto a la gestación, ¿se sabrá que quien propuso bautizarla con el nombre “Teología” fue quien
acaba de irse a la casa del Padre, nuestro querido Cardenal Eduardo Pironio? En cuanto a su
nacimiento en octubre de 1962, ¿se sabrá que su primer número vio la luz con una inspirada
“Presentación” de su primer Director, Lucio Gera...?” 149
* Tercero: conviene tomar conciencia de los artículos de Pironio en la revista, porque muestran algunos
temas de su interés. En 1997, al cumplirse los 35 años de la publicación, un número brindó los índices
completos desde 1962 hasta 1997. En el índice por autores aparecen seis artículos de Pironio,150 así como
en los índices de Pastores aparecen las colaboraciones que él escribió o aquellas que nosotros
transcribimos.151 Releyendo Teología se advierte que la mayoría de sus artículos salieron en los
volúmenes de 1968 a 1970, cuando era secretario general del CELAM y responsable de su Equipo de
Reflexión. El último salió en 1975, cuando todavía era presidente de aquel Consejo. Paradójicamente, en la
revista que se creó bajo su rectoría, no hay artículos de los años en los que fue rector y profesor de la
Facultad, pero tampoco en los años de su ministerio en la sede de Pedro, a pesar de mantener un fuerte
vínculo con la institución y con sus profesores más destacados. No hay duda de que después de 1975 los
artículos de Pironio se difundieron en revistas del mundo entero.
Los cinco primeros artículos reflejan su preocupación por hacer una teología latinoamericana y por
acompañar a los hermanos en el ministerio ordenado. En 1968 se realizó la Segunda Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano en Medellín. La asamblea, inaugurada por Pablo VI, tuvo varias
ponencias introductorias. La segunda, que seguía a la de McGrath acerca de los signos de los tiempos en
nuestro continente, fue expuesta por Pironio con el titulo Interpretación cristiana de los signos de los
tiempos en América Latina.152 Otros trabajos hacen una interpretación teológica de la situación argentina y
latinoamericana,153 y aportan a la teología y la espiritualidad de los pastores.154
* Cuarto: el último artículo aparece en 1975, cuando Pironio era presidente del CELAM. Recoge su
relación en el Sínodo de los Obispos de 1974 sobre La evangelización del mundo contemporáneo,155 luego
del cual Pablo VI publicó la exhortación Evangelii nuntiandi (1975). En la primera parte de esa asamblea
un relator presentó la situación de la evangelización en cada continente. Pironio presentó La
evangelización del mundo de hoy en América Latina, publicada en distintos medios gráficos.
* Quinto: si se analiza con cuidado se verá que los artículos corresponden a lo que se denomina su
“período latinoamericano”, marcado por los años de servicio como secretario (1967-1972) y presidente
(1972-1975) del CELAM. Analizando el itinerario del Cardenal y estudiando sus escritos eclesiológicos,
Siri indica como característica propia -aunque no exclusiva- de esta etapa la “conciencia latinoamericana”
de Pironio. Es un período en el cual, arraigado en el Pueblo de Dios que peregrina en la Argentina y, en
particular, en su querida iglesia particular de Mar del Plata (1972-1975), la figura de Pironio y la riqueza
de su pensamiento teológico-pastoral se difunde por América Latina.
149
R. FERRARA, “Presentación del número Índice”, Teología 70 (1997) 5.
150
Ver “Índice por autores”, en “Índices (1962-1997)”, Teología 70 (1997) 79.
151
Ver “Índice de artículos de la revista Pastores”, Pastores 30 (2004) 62-72. Se trata de un índice por artículos. En el presente número se
completa con un índice por autores, lo que permite rastrear los trabajos que nuestra revista publicó de Pironio y otros.
152
E. PIRONIO, “Interpretación cristiana de los signos de los tiempos en América Latina” , Teología 13 (1968) 135-152.
153
E. PIRONIO, “Reflexión teológica sobre la realidad actual en la Argentina”, Teología 15-16 (1969) 170-181; “Teología de la Liberación”,
Teología 17 (1970) 7-28 (texto reeditado en muchas publicaciones de la época).
154
E. PIRONIO, “Figura teológico-espiritual del obispo” - “Reflexión teológica sobre el sacerdote”, Teología 17 (1970) 29-45, 46-61
155
E. PIRONIO, “La evangelización del mundo de hoy en América Latina”, Teología 25-26 (1975) 155-165.
Otro punto a valorar es el influjo teológico y espiritual de Pironio en la pastoral de la Iglesia en América
Latina, además de su aporte a documentos de la Iglesia universal en los que colaboró por su servicio en la
Santa Sede. Me limito al primer aspecto y recuerdo que, ya en 1970, es uno de los primeros que escribe un
denso trabajo bíblico-teológico titulado “Teología de la Liberación”. De 1968 a 1975 desarrolla su
servicio a la Iglesia latinoamericana y, dada su cercanía con Pablo VI, crece su repercusión en la Iglesia
universal, que proseguirá durante su “etapa romana” de 1975 a 1998.
1974 es un símbolo de esta realidad porque predica el retiro en el Vaticano y expone en el Sínodo sobre la
evangelización. Como escribí en un trabajo publicado en Pastores,156 la ponencia de Pironio significa el
aporte eclesial latinoamericano a la Iglesia universal de Medellín a Puebla. Sus puntos principales versan
sobre la centralidad de la evangelización, la riqueza de la religiosidad popular, las aspiraciones de
liberación, la evangelización de la juventud, las comunidades de base, los nuevos ministerios, la
creatividad pastoral y la piedad mariana. Resalta su conciencia de que la Iglesia latinoamericana está en
el inicio de una nueva evangelización, mucho antes de que esta frase, presente en Medellín y Puebla, fuera
divulgada por Juan Pablo II a partir de 1983.157 Pironio habla varias veces de “una nueva evangelización”
y, asumiendo un tema de la teología pastoral argentina,158 afirma que “la religiosidad popular es un punto
de partida para una nueva evangelización”.159
En este marco indico sólo dos hechos más -uno a nivel argentino, otro a nivel latinoamericano- que
muestran el rol de Pironio como animador teológico. El primero es que, según testimonios que he
recogido, Pironio fue uno de los inspiradores de las reuniones que luego dieron origen a la Sociedad
Argentina de Teología. En 1967 fue elegido presidente de la Comisión Episcopal de Fe y Ecumenismo de
la Conferencia Episcopal Argentina y en ese marco animó distintos encuentros que marcaban la necesidad
de un cauce institucional para un mayor diálogo teológico. De hecho esa Comisión, según lo aprobado por
el Episcopado, convoca a la Primera Semana Argentina de Teología del 2 al 7 de noviembre de 1970 “con
el propósito de promover y valorar el pensamiento teológico nacional”.160 En esas jornadas surge la
iniciativa de fundar la Sociedad Argentina de Teología, la cual en 2000 cumplió sus primeros treinta años,
y que, como dice su Estatuto, “tiene como fin favorecer la reflexión teológica en todas sus
manifestaciones, con particular referencia a la problemática latinoamericana y argentina” (art. 3).161 Junto
con éste, en el que intervino Pironio, hay otros testimonios del crecimiento de la teología en la Argentina
durante el período postconciliar. Para crecer en autoconciencia eclesial y teológica puede ser útil que los
lectores de Pastores conozcan la cantidad de doctores graduados después del Concilio y los temas que
aportaron al desarrollo de la teología.162
El otro hecho que quiero subrayar, sobre el cual convendría hacer un estudio específico, es la función de
Pironio en la constitución, la animación y el servicio del Equipo de reflexión teológico-pastoral del
CELAM, al menos en su primera etapa. Muchos documentos elaborados por ese grupo tienen valor y
actualidad. En algunos textos del período que va de Medellín a Puebla se aprecia la presencia de Pironio y
156
C. GALLI, “La sabiduría pastoral de Pablo VI al servicio de la evangelización de América Latina”, Pastores 20 (2001) 22.
157
C. GALLI, “Brevísima introducción a ‘la nueva evangelización’ en la enseñanza pastoral de Juan Pablo II”, en CENTRO DE ESTUDIANTES DE
LA FACULTAD DE TEOLOGÍA, Homenaje a Juan Pablo II. 1978-2003, Buenos Aires, 2003, 27-36.
158
J. C. SCANNONE, “Interrelación de realidad social, pastoral y teología. El caso de 'pueblo' y 'popular' en la experiencia, la pastoral y la
reflexión teológica del catolicismo popular en la Argentina”, Medellín 49 (1987) 3-17.
159
PIRONIO, “La evangelización del mundo de hoy en América Latina”, op. cit., 158.
160
COMISIÓN EPISCOPAL DE FE Y ECUMENISMO, “Primera Semana Argentina de Teología. Convocatoria”, Teología 17 (1970) 70.
161
C. GALLI, “Palabras finales en el Jubileo de la SAT”, en SOCIEDAD ARGENTINA DE TEOLOGÍA, El misterio de Cristo como paradigma
teológico. XIX Semana Argentina de Teología en los 30 años de la SAT, San Benito, Buenos Aires, 2001, 53-58.
162
M. GONZÁLEZ, “Tesis doctorales argentinas en teología y en disciplinas afines (1965-2002)”, Teología 80 (2002) 139-158; “Brotes
teológicos en la Argentina a inicios del siglo XXI”, Proyecto 41 (2002) 187-210.
el influjo de Gera,163 otro testimonio de la amistad entre estas dos grandes figuras,164 que tanto en forma
individual como de modo conjunto han enriquecido mucho a nuestra Iglesia.
Pironio, a través de sus ideas, escritos e iniciativas, con su peculiar estilo y sin explicitarlo demasiado,
contribuyó a hacer de nuestra teología una inteligencia inculturada de la fe, buscando “por qué caminos
puede llegar la fe a la inteligencia teniendo en cuenta la filosofía o la sabiduría de los pueblos” (AG 22).
En 1996, años después de que Pironio dejara la presidencia del Consejo Episcopal Latinoamericano, sus
autoridades, junto con las que rigen la Congregación para la Doctrina de la fe y un grupo de teólogos
latinoamericanos, participamos de un seminario sobre el futuro de la teología en América Latina, y en su
declaración final dijimos: “se debe proseguir en el camino de la inculturación de la reflexión teológica
para que sea plenamente católica y latinoamericana”.165
163
Entre muchos otros cf. EQUIPO DE REFLEXIÓN TEOLÓGICO-PASTORAL DEL CELAM, Algunos aspectos de la evangelización en América
Latina, en CELAM, Evangelización, desafío de la Iglesia. Sínodo de 1974: documentos sinodales y papales, Consejo Episcopal
Latinoamericano 24, Bogotá, 1976, 169-220; “La Iglesia de América Latina”, SEDOI 24 (1977) 3-73.
164
E. PIRONIO, “Carta de amistad desde el corazón de la Iglesia”, en AA. VV., Juntos en Su memoria, op. cit., 293-295.
165
CELAM, El futuro de la reflexión teológica en América Latina, Colección Documentos CELAM 141, Bogotá, 1996, 367. Sobre la
inculturación de la teología remito a mi trabajo C. GALLI, “La ‘circularidad’ entre teología y filosofía (FR 64-74)”, en FERRARA - MÉNDEZ, Fe
y Razón. Comentarios a la Encíclica, op. cit., 83-99, especialmente 89-93.
166
E. PIRONIO, “La importancia de nuestra hora”, Notas de Pastoral Jocista X (mayo-junio 1956) 4-9; “Reflexiones sobre la esperanza
sacerdotal”, Notas de Pastoral Jocista XII (mayo-junio 1958) 13-20, reproducido en Pastores 11 (1998) 8-11.
167
R. FERRARA, “La esperanza cristiana en las epístolas paulinas”, Teología 1 (1962) 55-88.
168
Un texto muy logrado es su “Meditación para tiempos difíciles” de 1976; cf. PIRONIO, Profeta de esperanza, op. cit., 129-151.
169
P. ETCHEPAREBORDA, “El Cardenal Pironio y la esperanza”, Pastores 22 (2001) 7-12; L. GERA, “Testigo de la esperanza en las puertas del
tercer milenio”, Teología 79 (2002) 137-148.
170
Planteo desarrollar una teología profética como “interpretación de la esperanza” y una nueva evangelización como “pastoral de la
esperanza” en C. GALLI , “Imagen plástica y móvil del Pueblo de Dios peregrino en la Argentina. Una interpretación teológico-pastoral de la
peregrinación juvenil a Luján”, en GALLI - DOTRO - MITCHELL, Seguimos caminando, op. cit., 377-389.
171
J. LECLERQ, Cultura y vida cristiana. Iniciación a los autores monásticos medievales, Sígueme, Salamanca, 1965, 260.
172
C. GALLI, “In dulcedine societatis quaerere veritatem”, Teología 80 (2002) 132.
Su vida y pensamiento testimonian su sabiduría y amor. Pironio, teólogo-pastor, con la grandeza de su
humildad, podría haberse identificado con estas palabras de O. González de Cardedal: “Yo he tenido el
pensamiento de mi vida y la vida de mi pensamiento. Una y otro pobrísimos, insignificantes en sus
efectos, pero queridos ambos desde el principio como inseparables”.173 Pironio tuvo el pensamiento de su
vida y la vida de su pensamiento. Con esa sabiduría nos enriquece a todos los fieles cristianos y nos deja
un desafío a los presbíteros: nosotros, según la singularidad personal de cada uno, y el sentido más
profundo y amplio de los términos, ¿nos animamos a ser teólogos-pastores?
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O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, “Existencia cristiana y experiencia religiosa”, en J. BOSCH (edit.), Panorama de la teología española. Cuando
vida y pensamiento son inseparables, Verbo Divino, Navarra, 1999, 364.
Esta carta es fruto de la experiencia realizada en el Curso de Formación Permanente de
tres meses, en Villa Allende, Córdoba. Pastores siempre buscó hacer conocer en estas páginas los eventos
y encuentros que tienen que ver con la formación permanente en la Iglesia en Argentina. Así fueron
publicadas las ponencias y testimonios de los Encuentros Nacionales de Clero, realizados en Cura
Brochero; los Encuentros Nacionales de Responsables de Clero, los Talleres para Párrocos y los
Encuentros Regionales de sacerdotes. Estos son un testimonio vivo de cómo los mismos sacerdotes
buscamos y encontramos espacios para nuestra formación y renovación de nuestra entrega a la Iglesia.
Este Encuentro en Villa Allende y sus testimonios fueron publicados en el Nº 30 de septiembre de
2004.
DOCUMENTO
Querido Obispo
y sacerdotes de la Diócesis