Stevenson - El Diablo en La Botella
Stevenson - El Diablo en La Botella
Stevenson - El Diablo en La Botella
Había un hombre en la isla de Hawaii al que llamaré Keawe; porque la verdad es que
aún vive y que su nombre debe permanecer secreto, pero su lugar de nacimiento no
estaba lejos de Honaunau, donde los huesos de Keawe el Grande yacen escondidos en
una cueva. Este hombre era pobre, valiente y activo; leía y escribía tan bien como un
maestro de escuela, además era un marinero de primera clase, que había trabajado
durante algún tiempo en los vapores de la isla y pilotado un ballenero en la costa de
Hamakua. Finalmente, a Keawe se le ocurrió que le gustaría ver el gran mundo y las
ciudades extranjeras y se embarcó con rumbo a San Francisco.
San Francisco es una hermosa ciudad, con un excelente puerto y muchas personas
adineradas; y, más en concreto, existe en esa ciudad una colina que está cubierta de
palacios. Un día, Keawe se paseaba por esta colina con mucho dinero en el bolsillo,
contemplando con evidente placer las elegantes casas que se alzaban a ambos lados de
la calle. «¡Qué casas tan buenas!» iba pensando, «y ¡qué felices deben de ser las
personas que viven en ellas, que no necesitan preocuparse del mañana!». Seguía aún
reflexionando sobre esto cuando llegó a la altura de una casa más pequeña que algunas
de las otras, pero muy bien acabada y tan bonita como un juguete, los escalones de la
entrada brillaban como plata, los bordes del jardín florecían como guirnaldas y las
ventanas resplandecían como diamantes. Keawe se detuvo maravillándose de la
excelencia de todo. Al pararse se dio cuenta de que un hombre le estaba mirando a
través de una ventana tan transparente que Keawe lo veía como se ve a un pez en una
cala junto a los arrecifes. Era un hombre maduro, calvo y de barba negra; su rostro tenía
una expresión pesarosa y suspiraba amargamente. Lo cierto es que mientras Keawe
contemplaba al hombre y el hombre observaba a Keawe, cada uno de ellos envidiaba al
otro.
De repente, el hombre sonrió moviendo la cabeza, hizo un gesto a Keawe para que
entrara y se reunió con él en la puerta de la casa.
—Es muy hermosa esta casa mía—dijo el hombre, suspirando amargamente—. ¿No le
gustaría ver las habitaciones?
Y así fue como Keawe recorrió con él la casa, desde el sótano hasta el tejado; todo lo
que había en ella era perfecto en su estilo y Keawe manifestó gran admiración.
—No hay ninguna razón—dijo el hombre—para que no tenga una casa en todo
semejante a ésta, y aun más hermosa, si así lo desea. Posee usted algún dinero, ¿no es
cierto?
—Tengo cincuenta dólares—dijo Keawe—, pero una casa como ésta costará más de
cincuenta dólares.
—Siento que no tenga más —dijo—, porque eso podría causarle problemas en el futuro,
pero será suya por cincuenta dólares.
—No, la casa no—replicó el hombre—, la botella. Porque debo decirle que aunque le
parezca una persona muy rica y afortunada, todo lo que poseo, y esta casa misma y el
jardín, proceden de una botella en la que no cabe mucho más de una pinta. Aquí la tiene
usted.
Y abriendo un mueble cerrado con llave, sacó una botella de panza redonda con un
cuello muy largo, el cristal era de un color blanco como el de la leche, con cambiantes
destellos irisados en su textura. En el interior había algo que se movía confusamente,
algo así como una sombra y un fuego.
De manera que Keawe cogió la botella y la estuvo tirando contra el suelo hasta que se
cansó; porque rebotaba como una pelota y nada le sucedía.
—Es una cosa bien extraña—dijo Keawe—, porque tanto por su aspecto como al tacto
se diría que es de cristal.
—Tengo todo lo que quiero y me estoy haciendo viejo —respondió el hombre—. Hay
una cosa que el diablo de la botella no puede hacer... y es prolongar la vida; y, no sería
justo ocultárselo a usted, la botella tiene un inconveniente; porque si un hombre muere
antes de venderla, arderá para siempre en el infierno.
—Pues yo observo dos cosas—dijo Keawe—. Una es que se pasa usted todo el tiempo
suspirando como una doncella enamorada; y la otra que vende usted la botella
demasiado barata.
—Ya le he explicado por qué suspiro —dijo el hombre—. Temo que mi salud está
empeorando; y, como ha dicho usted mismo, morir e irse al infierno es una desgracia
para cualquiera. En cuanto a venderla tan barata, tengo que explicarle una peculiaridad
que tiene esta botella. Hace mucho tiempo, cuando Satanás la trajo a la tierra, era
extraordinariamente cara, y fue el Preste Juan el primero que la compró por muchos
millones de dólares; pero sólo puede venderse si se pierde dinero en la transacción. Si se
vende por lo mismo que se ha pagado por ella, vuelve al anterior propietario como si se
tratara de una paloma mensajera. De ahí se sigue que el precio haya ido disminuyendo
con el paso de los siglos y que ahora la botella resulte francamente barata. Yo se la
compré a uno de los ricos propietarios que viven en esta colina y sólo pagué noventa
dólares. Podría venderla hasta por ochenta y nueve dólares y noventa centavos, pero ni
un céntimo más; de lo contrario la botella volvería a mí. Ahora bien, esto trae consigo
dos problemas. Primero, que cuando se ofrece una botella tan singular por ochenta
dólares y pico, la gente supone que uno está bromeando. Y segundo..., pero como eso
no corre prisa que lo sepa, no hace falta que se lo explique ahora. Recuerde tan sólo que
tiene que venderla por moneda acuñada.
—Hay algo que puede usted comprobar inmediata mente—replicó el otro—. Deme sus
cincuenta dólares, coja la botella y pida que los cincuenta dólares vuelvan a su bolsillo.
Si no sucede así, le doy mi palabra de honor de que consideraré inválido el trato y le
devolveré el dinero.
—La ha comprado usted por menos de lo que yo pagué —replicó el hombre, frotándose
las manos—. La botella es completamente suya; y, por mi parte, lo único que deseo es
perderlo de vista cuanto antes.
Con lo que llamó a su criado chino e hizo que acompañará a Keawe hasta la puerta.
Cuando Keawe se encontró en la calle con la botella bajo el brazo, empezó a pensar. «Si
es verdad todo lo que me han dicho de esta botella, puede que haya hecho un pésimo
negocio», se dijo a sí mismo. «Pero quizá ese hombre me haya engañado.» Lo primero
que hizo fue contar el dinero, la suma era exacta: cuarenta y nueve dólares en moneda
americana y una pieza de Chile. «Parece que eso es verdad», se dijo Keawe. «Veamos
otro punto.»
Las calles de aquella parte de la ciudad estaban tan limpias como las cubiertas de un
barco, y aunque era mediodía, tampoco se veía ningún pasajero. Keawe puso la botella
en una alcantarilla y se alejó. Dos veces miró para atrás, y allí estaba la botella de color
lechoso y panza redonda, en el sitio donde la había dejado. Miró por tercera vez y
después dobló una esquina; pero apenas lo había hecho cuando algo le golpeó el codo, y
¡no era otra cosa que el largo cuello de la botella! En cuanto a la redonda panza, estaba
bien encajada en el bolsillo de su chaqueta de piloto.
La siguiente cosa que hizo fue comprar un sacacorchos en una tienda y retirarse a un
sitio oculto en medio del campo. Una vez allí intentó sacar el corcho, pero cada vez que
lo intentaba la espiral salía otra vez y el corcho seguía tan entero como al empezar.
Camino del puerto vio una tienda donde un hombre vendía conchas y mazas de islas
salvajes, viejas imágenes de dioses paganos, monedas antiguas, pinturas de China y
Japón y todas esas cosas que los marineros llevan en sus baúles. En seguida se le
ocurrió una idea. Entró y le ofreció la botella al dueño por cien dólares. El otro se rió de
él al principio, y le ofreció cinco; pero, en realidad, la botella era muy curiosa: ninguna
boca humana había soplado nunca un vidrio como aquél, ni cabía imaginar unos colores
más bonitos que los que brillaban bajo su blanco lechoso, ni una sombra más extraña
que la que daba vueltas en su centro; de manera que, después de regatear durante un rato
a la manera de los de su profesión, el dueño de la tienda le compró la botella a Keawe
por sesenta dólares y la colocó en un estante en el centro del escaparate.
—Ahora—dijo Keawe—he vendido por sesenta dólares lo que compré por cincuenta o,
para ser más exactos, por un poco menos, porque uno de mis dólares venía de Chile. En
seguida averiguaré la verdad sobre otro punto.
Así que volvió a su barco y, cuando abrió su baúl, allí estaba la botella, que había
llegado antes que él.
En aquel barco Keawe tenía un compañero que se llamaba Lopaka.
Estaban solos en el castillo de proa. Keawe le hizo prometer que guardaría el secreto y
se lo contó todo.
—Es un asunto muy extraño—dijo Lopaka—, y me temo que vas a tener dificultades
con esa botella. Pero una cosa está muy clara: puesto que tienes asegurados los
problemas, será mejor que obtengas también los beneficios. Decide qué es lo que
deseas; da la orden y si resulta tal como quieres, yo mismo te compraré la botella
porque a mí me gustaría tener un velero y dedicarme a comerciar entre las islas.
—No es eso lo que me interesa—dijo Keawe—. Quiero una hermosa casa y un jardín en
la costa de Kona donde nací; y quiero que brille el sol sobre la puerta, y que haya flores
en el jardín, cristales en las ventanas, cuadros en las paredes, y adornos y tapetes de
telas muy finas sobre las mesas, exactamente igual que la casa donde estuve hoy; sólo
que un piso más alta y con balcones alrededor, como en el palacio del rey; y que pueda
vivir allí sin preocupaciones de ninguna clase y divertirme con mis amigos y parientes.
Quedaron de acuerdo en esto y antes de que pasara mucho tiempo el barco regresó a
Honolulu, llevando consigo a Keawe, a Lopaka y a la botella. Apenas habían
desembarcado cuando encontraron en la playa a un amigo que inmediatamente empezó
a dar el pésame a Keawe.
—¿Es posible que no te hayas enterado—dijo el amigo—de que tu tío, aquel hombre tan
bueno, ha muerto; y de que tu primo, aquel muchacho tan bien parecido, se ha ahogado
en el mar?
—No—dijo Keawe—; en Kaü no: están en la zona de las montañas, un poco al sur de
Hookena.
—Así es—dijo Keawe, y empezó otra vez a llorar la muerte de sus familiares.
—Si está usted pensando en construir una casa—dijo el abogado—, aquí está la tarjeta
de un arquitecto nuevo del que me cuentan grandes cosas.
—¡Cada vez mejor! —exclamó Lopaka—. Está todo muy claro. Sigamos obedeciendo
órdenes.
De manera que fueron a ver al arquitecto, que tenía diferentes proyectos de casas sobre
la mesa.
Cuando Keawe lo vio, dejó escapar una exclamación, porque representaba exactamente
lo que él había visto con la imaginación.
«Esta es la casa que quiero», pensó Keawe. «A pesar de lo poco que me gusta cómo
viene a parar a mis manos, ésta es la casa, y más vale que acepte lo bueno junto con lo
malo.»
De manera que le dijo al arquitecto todo lo que quería, y cómo deseaba amueblar la
casa, y los cuadros que había que poner en las paredes y las figuritas para las mesas; y
luego le preguntó sin rodeos cuánto le llevaría por hacerlo todo.
«Está bien claro», pensó Keawe, «que voy a tener esta casa, tanto si quiero como si no.
Viene del diablo y temo que nada bueno salga de ello; y si de algo estoy seguro es de
que no voy a formular más deseos mientras siga teniendo esta botella. Pero de la casa ya
no me puedo librar y más valdrá que acepte lo bueno junto con lo malo.»
De manera que llegó a un acuerdo con el arquitecto y firmaron un documento. Keawe y
Lopaka se embarcaron otra vez camino de Australia; porque habían decidido entre ellos
que no intervendrían en absoluto, y dejarían que el arquitecto y el diablo de la botella
construyeran y decoraran aquella casa como mejor les pareciese.
El viaje fue bueno, aunque Keawe estuvo todo el tiempo conteniendo la respiración,
porque había jurado que no formularía más deseos, ni recibiría más favores del diablo.
Se había cumplido ya el plazo cuando regresaron. El arquitecto les dijo que la casa
estaba lista y Keawe y Lopaka tomaron pasaje en el Hall camino de Kona para ver la
casa y comprobar si todo se había hecho exactamente de acuerdo con la idea que Keawe
tenía en la cabeza.
La casa se alzaba en la falda del monte y era visible desde el mar. Por encima, el bosque
seguía subiendo hasta las nubes que traían la lluvia; por debajo, la lava negra descendía
en riscos donde estaban enterrados los reyes de antaño. Un jardín florecía alrededor de
la casa con flores de todos los colores; había un huerto de papayas a un lado y otro de
árboles del pan en el lado opuesto; por delante, mirando al mar, habían plantado el
mástil de un barco con una bandera. En cuanto a la casa, era de tres pisos, con amplias
habitaciones y balcones muy anchos en los tres. Las ventanas eran de excelente cristal,
tan claro como el agua y tan brillante como un día soleado. Muebles de todas clases
adornaban las habitaciones. De las paredes colgaban cuadros con marcos dorados:
pinturas de barcos, de hombres luchando, de las mujeres más hermosas y de los sitios
más singulares; no hay en ningún lugar del mundo pinturas con colores tan brillantes
como las que Keawe encontró colgadas de las paredes de su casa. En cuanto a los otros
objetos de adorno, eran de extraordinaria calidad, relojes con carillón y cajas de música,
hombrecillos que movían la cabeza, libros llenos de ilustraciones, armas muy valiosas
de todos los rincones del mundo, y los rompecabezas más elegantes para entretener los
ocios de un hombre solitario. Y como nadie querría vivir en semejantes habitaciones,
tan sólo pasar por ellas y contemplarlas, los balcones eran tan amplios que un pueblo
entero hubiera podido vivir en ellos sin el menor agobio; y Keawe no sabía qué era lo
que más le gustaba: si el porche de atrás, a donde llegaba la brisa procedente de la tierra
y se podían ver los huertos y las flores, o el balcón delantero, donde se podía beber el
viento del mar, contemplar la empinada ladera de la montaña y ver al Hall yendo una
vez por semana aproximadamente entre Hookena y las colinas de Pele, o a las goletas
siguiendo la costa para recoger cargamentos de madera, de ava y de plátanos.
—Sólo queda una cosa por considerar—dijo Lopaka—; todo esto puede haber sucedido
de manera perfectamente natural, sin que el diablo de la botella haya tenido nada que
ver. Si comprara la botella y me quedara sin la goleta, habría puesto la mano en el fuego
para nada. Te di mi palabra, lo sé; pero creo que no deberías negarme una prueba más.
—He jurado que no aceptaré más favores—dijo Keawe—. Creo que ya estoy
suficientemente comprometido.
—No pensaba en un favor—replicó Lopaka—. Quisiera ver yo mismo al diablo de la
botella. No hay ninguna ventaja en ello y por tanto tampoco hay nada de qué
avergonzarse; sin embargo, si llego a verlo una vez, quedaré convencido del todo. Así
que accede a mi deseo y déjame ver al diablo; el dinero lo tengo aquí mismo y después
de eso te compraré la botella.
—Sólo hay una cosa que me da miedo—dijo Keawe—. El diablo puede ser una cosa
horrible de ver; y si le pones ojo encima quizá no tengas ya ninguna gana de quedarte
con la botella.
—Soy una persona de palabra—dijo Lopaka—. Y aquí dejo el dinero, entre los dos.
—Muy bien —replicó Keawe—. Yo también siento curiosidad. De manera que, vamos
a ver: déjenos mirarlo, señor Diablo.
Tan pronto como lo dijo, el diablo salió de la botella y volvió a meterse, tan rápido
como un lagarto; Keawe y Lopaka quedaron petrificados. Se hizo completamente de
noche antes de que a cualquiera de los dos se le ocurriera algo que decir o hallaran la
voz para decirlo; luego Lopaka empujó el dinero hacia Keawe y recogió la botella.
—Keawe—dijo Lopaka—, muchos hombres se enfadarían por una cosa así; sobre todo
después de hacerte un favor tan grande como es mantener la palabra y comprar la
botella, y en cuanto a ser de noche, a la oscuridad y al camino junto a las tumbas, todas
esas circunstancias tienen que ser diez veces más peligrosas para un hombre con
semejante pecado sobre su conciencia y una botella como ésta bajo el brazo. Pero como
yo también estoy muy asustado, no me siento capaz de acusarte. Me iré ahora mismo; y
le pido a Dios que seas feliz en tu casa y yo afortunado con mi goleta, y que los dos
vayamos al cielo al final a pesar del demonio y de su botella.
De manera que Lopaka bajó de la montaña; Keawe, por su parte, salió al balcón
delantero; estuvo escuchando el ruido de las herraduras y vio la luz de la linterna
cuando Lopaka pasaba junto al risco donde están las tumbas de otras épocas; durante
todo el tiempo Keawe temblaba, se retorcía las manos y rezaba por su amigo, dando
gracias a Dios por haber escapado él mismo de aquel peligro.
Pero al día siguiente hizo un tiempo muy hermoso y la casa nueva era tan agradable que
Keawe se olvidó de sus terrores. Fueron pasando los días y Keawe vivía allí en perpetua
alegría. Le gustaba sentarse en el porche de atrás; allí comía, reposaba y leía las
historias que contaban los periódicos de Honolulu; pero cuando llegaba alguien a verle,
entraba en la casa para enseñarle las habitaciones y los cuadros. Y la fama de la casa se
extendió por todas partes; la llamaban Ka-Hale Nui— la Casa Grande—en todo Kona; y
a veces la Casa Resplandeciente, porque Keawe tenía a su servicio a un chino que se
pasaba todo el día limpiando el polvo y bruñendo los metales; y el cristal, y los dorados,
y las telas finas y los cuadros brillaban tanto como una mañana soleada. En cuanto a
Keawe mismo, se le ensanchaba tanto el corazón con la casa que no podía pasear por las
habitaciones sin ponerse a cantar; y cuando aparecía algún barco en el mar, izaba su
estandarte en el mástil.
Así iba pasando el tiempo, hasta que un día Keawe fue a Kailua para visitar a uno de sus
amigos. Le hicieron un gran agasajo, pero él se marchó lo antes que pudo a la mañana
siguiente y cabalgó muy deprisa, porque estaba impaciente por ver de nuevo su hermosa
casa; y, además, la noche de aquel día era la noche en que los muertos de antaño salen
por los alrededores de Kona; y el haber tenido ya tratos con el demonio hacía que
Keawe tuviera muy pocos deseos de tropezarse con los muertos. Un poco más allá de
Honaunau, al mirar a lo lejos, advirtió la presencia de una mujer que se bañaba a la
orilla del mar; parecía una muchacha bien desarrollada, pero Keawe no pensó mucho en
ello. Luego vio ondear su camisa blanca mientras se la ponía, y después su holoku rojo;
cuando Keawe llegó a su altura la joven había terminado de arreglarse y, alejándose del
mar, se había colocado junto al camino con su holoku rojo; el baño la había revigorizado
y los ojos le brillaban, llenos de amabilidad. Nada más verla Keawe tiró de las riendas a
su caballo.
—Te lo diré dentro de un poco—dijo Keawe, desmontando del caballo—, pero no ahora
mismo. Porque tengo una idea y si te dijera quién soy, como es posible que hayas oído
hablar de mí, quizá al preguntarte no me dieras una respuesta sincera. Pero antes de
nada dime una cosa: ¿estás casada?
—Parece que es usted quien hace todas las preguntas—dijo ella—. Y usted, ¿está
casado?
—No, Kokua, desde luego que no—replicó Keawe—, y nunca he pensado en casarme
hasta este momento. Pero voy a decirte la verdad. Te he encontrado aquí junto al
camino y al ver tus ojos que son como estrellas mi corazón se ha ido tras de ti tan veloz
como un pájaro. De manera que si ahora no quieres saber nada de mí, dilo, y me iré a mi
casa; pero si no te parezco peor que cualquier otro joven, dilo también, y me desviaré
para pasar la noche en casa de tu padre y mañana hablaré con el.
Kokua no dijo una palabra, pero miró hacia el mar y se echó a reír.
—Kokua—dijo Keawe—, si no dices nada, consideraré que tu silencio es una respuesta
favorable; así que pongámonos en camino hacia la casa de tu padre.
Ella fue delante de él sin decir nada; sólo de vez en cuando miraba para atrás y luego
volvía a apartar la vista; y todo el tiempo llevaba en la boca las cintas del sombrero.
—Kokua —dijo él—, ayer estuviste burlándote de mí durante toda la velada; y todavía
estás a tiempo de despedirme. No quise decirte quién era porque tengo una casa muy
hermosa y temía que pensaras demasiado en la casa y muy poco en el hombre que te
ama. Ahora ya lo sabes todo, y si no quieres volver a verme, dilo cuanto antes.
—No—dijo Kokua; pero esta vez no se echó a reír ni Keawe le preguntó nada más.
Así fue el noviazgo de Keawe; las cosas sucedieron deprisa; pero aunque una flecha
vaya muy veloz y la bala de un rifle todavía más rápida, las dos pueden dar en el blanco.
Las cosas habían ido deprisa pero también habían ido lejos y el recuerdo de Keawe
llenaba la imaginación de la muchacha; Kokua escuchaba su voz al romperse las olas
contra la lava de la playa, y por aquel joven que sólo había visto dos veces hubiera
dejado padre y madre y sus islas nativas. En cuanto a Keawe, su caballo voló por el
camino de la montaña bajo el risco donde estaban las tumbas, y el sonido de los cascos
y la voz de Keawe cantando, lleno de alegría, despertaban al eco en las cavernas de los
muertos. Cuando llegó a la Casa Resplandeciente todavía seguía cantando. Se sentó y
comió en el amplio balcón y el chino se admiró de que su amo continuara cantando
entre bocado y bocado. El sol se ocultó tras el mar y llegó la noche; y Keawe estuvo
paseándose por los balcones a la luz de las lámparas en lo alto de la montaña y sus
cantos sobresaltaban a las tripulaciones de los barcos que cruzaban por el mar.
«Aquí estoy ahora, en este sitio mío tan elevado», se dijo a sí mismo. «La vida no puede
irme mejor; me hallo en lo alto de la montaña; a mi alrededor, todo lo demás desciende.
Por primera vez iluminaré todas las habitaciones, usaré mi bañera con agua caliente y
fría y dormiré solo en el lecho de la cámara nupcial.»
De manera que el criado chino tuvo que levantarse y encender las calderas; y mientras
trabajaba en el sótano oía a su amo cantando alegremente en las habitaciones
iluminadas. Cuando el agua empezó a estar caliente el criado chino se lo advirtió a
Keawe con un grito; Keawe entró en el cuarto de baño; y el criado chino le oyó cantar
mientras la bañera de mármol se llenaba de agua; y le oyó cantar también mientras se
desnudaba; hasta que, de repente, el canto cesó. El criado chino estuvo escuchando
largo rato, luego alzó la voz para preguntarle a Keawe si toda iba bien, y Keawe le
respondió «Sí», y le mandó que se fuera a la cama, pero ya no se oyó cantar más en la
Casa Resplandeciente; y durante toda la noche, el criado chino estuvo oyendo a su amo
pasear sin descanso por los balcones.
Lo que había ocurrido era esto: mientras Keawe se desnudaba para bañarse, descubrió
en su cuerpo una mancha semejante a la sombra del líquen sobre una roca, y fue
entonces cuando dejó de cantar. Porque había visto otras manchas parecidas y supo que
estaba atacado del Mal Chino: la lepra.
Es bien triste para cualquiera padecer esa enfermedad. Y también sería muy triste para
cualquiera abandonar una casa tan hermosa y tan cómoda y separarse de todos sus
amigos para ir a la costa norte de Molokai, entre enormes farallones y rompientes. Pero
¿qué es eso comparado con la situación de Keawe, que había encontrado su amor un día
antes y lo había conquistado aquella misma mañana, y que veía ahora quebrantarse
todas sus esperanzas en un momento, como se quiebra un trozo de cristal?
«No me importaría dejar Hawaii, el hogar de mis antepasados», se decía Keawe. «Sin
gran pesar abandonaría mi casa, la de las muchas ventanas, situada tan en lo alto, aquí
en las montañas. No me faltaría valor para ir a Molokai, a Kalaupapa junto a los
farallones, para vivir con los leprosos y dormir allí, lejos de mis antepasados. Pero ¿qué
agravio he cometido, qué pecado pesa sobre mi alma, para que haya tenido que
encontrar a Kokua cuando salía del mar a la caída de la tarde? ¡Kokua, la que me ha
robado el alma! ¡Kokua, la luz de mi vida! Quizá nunca llegue a casarme con ella, quizá
nunca más vuelva a verla ni a acariciarla con mano amorosa, esa es la razón, Kokua,
¡por ti me lamento!»
Tienen ustedes que fijarse en la clase de hombre que era Keawe, ya que podría haber
vivido durante años en la Casa Resplandeciente sin que nadie llegara a sospechar que
estaba enfermo; pero a eso no le daba importancia si tenía que perder a Kokua. Hubiera
podido incluso casarse con Kokua y muchos lo hubieran hecho, porque tienen alma de
cerdo; pero Keawe amaba a la doncella con amor varonil, y no estaba dispuesto a
causarle ningún daño ni a exponerla a ningún peligro.
Algo después de la media noche se acordó de la botella. Salió al porche y recordó el día
en que el diablo se había mostrado ante sus ojos; y aquel pensamiento hizo que se le
helara la sangre en las venas.
«Esa botella es una cosa horrible», pensó Keawe, «el diablo también es una cosa
horrible y aún más horrible es la posibilidad de arder para siempre en las llamas del
infierno. Pero ¿qué otra posibilidad tengo de llegar a curarme o de casarme con Kokua?
¡Cómo! ¿Fui capaz de desafiar al demonio para conseguir una casa y no voy a
enfrentarme con él para recobrar a Kokua?».
Entonces recordó que al día siguiente el Hall iniciaba su viaje de regreso a Honolulu.
«Primero tengo que ir allí», pensó, «y ver a Lopaka. Porque lo mejor que me puede
suceder ahora es que encuentre la botella que tantas ganas tenía de perder de vista.»
—Keawe, el de la Casa Resplandeciente, está muy abatido—se decían unos a otros. Así
era, en efecto, y no tenía nada de extraordinario.
Luego llegó el Hall y la gasolinera lo llevó a bordo. La parte posterior del barco estaba
llena de haoles (blancos) que habían ido a visitar el volcán como tienen por costumbre;
en el centro se amontonaban los kanakas, y en la parte delantera viajaban toros de Hilo
y caballos de Kaü; pero Keawe se sentó lejos de todos, hundido en su dolor, con la
esperanza de ver desde el barco la casa de Kiano. Finalmente la divisó, junto a la orilla,
sobre las rocas negras, a la sombra de las palmeras; cerca de la puerta se veía un holoku
rojo no mayor que una mosca y que revoloteaba tan atareado como una mosca. «¡Ah,
reina de mi corazón», exclamó Keawe para sí, «arriesgaré mi alma para recobrarte!»
Poco después, al caer la noche, se encendieron las luces de las cabinas y los haoles se
reunieron para jugar a las cartas y beber whisky como tienen por costumbre; pero
Keawe estuvo paseando por cubierta toda la noche. Y todo el día siguiente, mientras
navegaban a sotavento de Maui y de Molokai, Keawe seguía dando vueltas de un lado
para otro como un animal salvaje dentro de una jaula.
Al caer la tarde pasaron Diamond Head y llegaron al muelle de Honolulu. Keawe bajó
en seguida a tierra y empezó a preguntar por Lopaka. Al parecer se había convertido en
propietario de una goleta—no había otra mejor en las islas—y se había marchado muy
lejos en busca de aventuras, quizá hasta Pola-Pola, de manera que no cabía esperar
ayuda por ese lado. Keawe se acordó de un amigo de Lopaka, un abogado que vivía en
la ciudad (no debo decir su nombre), y preguntó por él. Le dijeron que se había hecho
rico de repente y que tenía una casa nueva y muy hermosa en la orilla de Waikiki; esto
dio que pensar a Keawe, e inmediatamente alquiló un coche y se dirigió a casa del
abogado.
La casa era muy nueva y los árboles del jardín apenas mayores que bastones; el
abogado, cuando salió a recibirle, parecía un hombre satisfecho de la vida.
—No voy a fingir que ignoro de qué me habla, míster Keawe—dijo—, aunque se trata
de un asunto muy desagradable que no conviene remover. No puedo darle ninguna
seguridad, pero me imagino que si va usted a cierto barrio quizá consiga averiguar algo.
A continuación le dio el nombre de una persona que también en este caso será mejor no
repetirlo. Esto sucedió durante varios días, y Keawe fue conociendo a diferentes
personas y encontrando en todas partes ropas y coches recién estrenados, y casas nuevas
muy hermosas y hombres muy satisfechos aunque, claro está, cuando alguien aludía al
motivo de su visita, sus rostros se ensombrecían.
«No hay duda de que estoy en el buen camino», pensaba Keawe. «Esos trajes nuevos y
esos coches son otros tantos regalos del demonio de la botella, y esos rostros satisfechos
son los rostros de personas que han conseguido lo que deseaban y han podido librarse
después de ese maldito recipiente. Cuando vea mejillas sin color y oiga suspiros, sabré
que estoy cerca de la botella.»
Sucedió que finalmente le recomendaron que fuera a ver a un haole en Beritania Street.
Cuando llegó a la puerta, alrededor de la hora de la cena, Keawe se encontró con los
típicos indicios: nueva casa, jardín recién plantado y luz eléctrica tras las ventanas; y
cuando apareció el dueño un escalofrío de esperanza y de miedo recorrió el cuerpo de
Keawe, porque tenía delante de él a un hombre joven tan pálido como un cadáver, con
marcadísimas ojeras, prematuramente calvo y con la expresión de un hombre en capilla.
«Tiene que estar aquí, no hay duda», pensó Keawe, y a aquel hombre no le ocultó en
absoluto cuál era su verdadero propósito.
Al oír aquellas palabras el joven haole de Beritania Street tuvo que apoyarse contra la
pared.
—A su salud—dijo Keawe, que había pasado mucho tiempo con haoles en su época de
marinero—. Sí—añadió—, he venido a comprar la botella. ¿Cuál es el precio que tiene
ahora?
Al oír esto al joven se le escapó el vaso de entre los dedos y miró a Keawe como si
fuera un fantasma.
—La botella ha disminuido mucho de valor desde que usted la compró, Mr. Keawe—
dijo el joven tartamudeando.
—Bien, bien; así tendré que pagar menos por ella —dijo Keawe—. ¿Cuánto le costó a
usted?
El joven estaba tan blanco como el papel.
—Dos centavos—dijo.
—¿Cómo? —exclamó Keawe—, ¿dos centavos? Entonces, usted sólo puede venderla
por uno. Y el que la compre... —Keawe no pudo terminar la frase; el que comprara la
botella no podría venderla nunca y la botella y el diablo de la botella se quedarían con él
hasta su muerte, y cuando muriera se encargarían de llevarlo a las llamas del infierno
—Pobre criatura—dijo Keawe—; fue usted capaz de arriesgar su alma en una aventura
tan desesperada, para evitar el castigo por su deshonra, ¿y cree que yo voy a dudar
cuando es el amor lo que tengo delante de mí? Tráigame la botella y el cambio que sin
duda tiene ya preparado. Es preciso que me dé la vuelta de estos cinco centavos.
Keawe no se había equivocado; el joven tenía las cuatro monedas en un cajón; la botella
cambió de manos y tan pronto como los dedos de Keawe rodearon su cuello le susurró
que deseaba quedar limpio de la enfermedad Y, efectivamente, cuando se desnudó
delante de un espejo en la habitación del hotel, su piel estaba tan sonrosada como la de
un niño. Pero lo más extraño fue que inmediatamente se operó una transformación
dentro de él y el Mal Chino le importaba muy poco y tampoco sentía interés por Kokua;
no pensaba más que en una cosa: que estaba ligado al diablo de la botella para toda la
eternidad y no le quedaba otra esperanza que la de ser para siempre una pavesa en las
llamas del infierno. En cualquier caso, las veía ya brillar delante de él con los ojos de la
imaginación; su alma se encogió y la luz se convirtió en tinieblas.
Cuando Keawe se recuperó un poco, se dio cuenta de que era la noche en que tocaba
una orquesta en el hotel. Bajó a oírla porque temía quedarse solo; y allí, entre caras
alegres, paseó de un lado para otro, escuchó las melodías y vio a Berger llevando el
compás; pero todo el tiempo oía crepitar las llamas y veía un fuego muy vivo ardiendo
en el pozo sin fondo del infierno. De repente la orquesta tocó Hiki-ao-ao, una canción
que él había cantado con Kokua, y aquellos acordes le devolvieron el valor.
«Ya está hecho», pensó, «y una vez más tendré que aceptar lo bueno junto con lo
malo.»
Keawe regresó a Hawaii en el primer vapor y tan pronto como fue posible se casó con
Kokua y la llevó a la Casa Resplandeciente en la ladera de la montaña.
Cuando los dos estaban juntos, el corazón de Keawe se tranquilizaba; pero tan pronto
como se quedaba solo empezaba a cavilar sobre su horrible situación, y oía crepitar las
llamas y veía el fuego abrasador en el pozo sin fondo. Era cierto que la muchacha se
había entregado a él por completo; su corazón latía más deprisa al verlo, y su mano
buscaba siempre la de Keawe, y estaba hecha de tal manera de la cabeza a los pies que
nadie podía verla sin alegrarse. Kokua era afable por naturaleza. De sus labios salían
siempre palabras cariñosas. Le gustaba mucho cantar y cuando recorría la Casa
Resplandeciente gorjeando como los pájaros era ella el objeto más hermoso que había
en los tres pisos. Keawe la contemplaba y la oía embelesado y luego iba a esconderse en
un rincón y lloraba y gemía pensando en el precio que había pagado por ella; después
tenía que secarse los ojos y lavarse la cara e ir a sentarse con ella en uno de los
balcones, acompañándola en sus canciones y correspondiendo a sus sonrisas con el alma
llena de angustia.
Pero llegó un día en que Kokua empezó a arrastrar los pies y sus canciones se hicieron
menos frecuentes y ya no era sólo Keawe el que lloraba a solas, sino que los dos se
retiraban a dos balcones situados en lados opuestos, con toda la anchura de la Casa
Resplandeciente entre ellos. Keawe estaba tan hundido en la desesperación que apenas
notó el cambio, alegrándose tan sólo de tener más horas de soledad durante las que
cavilar sobre su destino y de no verse condenado con tanta frecuencia a ocultar un
corazón enfermo bajo una cara sonriente Pero un día, andando por la casa sin hacer
ruido, escuchó sollozos como de un niño y vio a Kokua moviendo la cabeza y llorando
como los que están perdidos.
—Haces bien lamentándote en esta casa, Kokua—dijo Keawe—. Y, sin embargo, daría
media vida para que pudieras ser feliz.
—Pobre Kokua—dijo Keawe. Se sentó a su lado y trató de cogerle la mano; pero ella la
apartó—. Pobre Kokua —dijo de nuevo—. ¡Pobre niñita mía! ¡Y yo que creía ahorrarte
sufrimientos durante todo este tiempo! Pero lo sabrás todo. Así, al menos, te
compadecerás del pobre Keawe; comprenderás lo mucho que te amaba cuando sepas
que prefirió el infierno a perderte; y lo mucho que aún te ama, puesto que todavía es
capaz de sonreír al contemplarte.
—¿Has hecho eso por mí?—exclamó Kokua—. Entonces, ¡qué me importa nada!—y,
abrazándole, se echó a llorar.
—¡Querida mía!—dijo Keawe—, sin embargo, cuando pienso en el fuego del infierno,
¡a mí sí que me importa!
—No digas eso—respondió ella—; ningún hombre puede condenarse por amar a Kokua
si no ha cometido ninguna otra falta. Desde ahora te digo, Keawe, que te salvaré con
estas manos o pereceré contigo. ¿Has dado tu alma por mi amor y crees que yo no
moriría por salvarte?
—¡Querida mía! Aunque murieras cien veces, ¿cuál sería la diferencia?—exclamó él—.
Serviría únicamente para que tuviera que esperar a solas el día de mi condenación.
—Tú no sabes nada—dijo ella—. Yo me eduqué en un colegio de Honolulu; no soy una
chica corriente. Y desde ahora te digo que salvaré a mi amante. ¿No me has hablado de
un centavo? ¿Ignoras que no todos los países tienen dinero americano? En Inglaterra
existe una moneda que vale alrededor de medio centavo. ¡Qué lástima! —exclamó en
seguida—; eso no lo hace mucho mejor, porque el que comprara la botella se
condenaría y ¡no vamos a encontrar a nadie tan valiente como mi Keawe! Pero también
está Francia; allí tienen una moneda a la que llaman céntimo y de ésos se necesitan
aproximadamente cinco para poder cambiarlos por un centavo. No encontraremos nada
mejor. Vámonos a las islas del Viento; salgamos para Tahití en el primer barco que
zarpe. Allí tendremos cuatro céntimos, tres céntimos, dos céntimos y un céntimo: cuatro
posibles ventas y nosotros dos para convencer a los compradores. ¡Vamos, Keawe mío!
Bésame y no te preocupes más. Kokua te defenderá.
—¡Regalo de Dios! —exclamó Keawe—. ¡No creo que el Señor me castigue por desear
algo tan bueno!
Sea como tú dices; llévame donde quieras: pongo mi vida y mi salvación en tus manos.
Muy de mañana al día siguiente Kokua estaba ya haciendo sus preparativos. Buscó el
baúl de marinero de Keawe; primero puso la botella en una esquina; luego colocó sus
mejores ropas y los adornos más bonitos que había en la casa.
Durante todo el tiempo de los preparativos estuvo tan alegre como un pájaro; sólo
cuando miraba en dirección a Keawe los ojos se le llenaban de lágrimas y tenía que ir a
besarlo. En cuanto a Keawe, se le había quitado un gran peso de encima; ahora que
alguien compartía su secreto y había vislumbrado una esperanza, parecía un hombre
distinto: caminaba otra vez con paso ligero y respirar ya no era una obligación penosa.
El terror sin embargo no andaba muy lejos; y de vez en cuando, de la misma manera que
el viento apaga un cirio, la esperanza moría dentro de él y veía otra vez agitarse las
llamas y el fuego abrasador del infierno.
Anunciaron que iban a hacer un viaje de placer por los Estados Unidos: a todo el mundo
le pareció una cosa extraña, pero más extraña les hubiera parecido la verdad si hubieran
podido adivinarla. De manera que se trasladaron a Honolulu en el Hall y de allí a San
Francisco en el Umatilla con muchos haoles; y en San Francisco se embarcaron en el
bergantín correo, el Tropic Bird, camino de Papeete, la ciudad francesa más importante
de las islas del sur. Llegaron allí, después de un agradable viaje, cuando los vientos
alisios soplaban suavemente, y vieron los arrecifes en los que van a estrellarse las olas,
y Motuiti con sus palmeras, y cómo el bergantín se adentraba en el puerto, y las casas
blancas de la ciudad a lo largo de la orilla entre árboles verdes, y, por encima, las
montañas y las nubes de Tahití, la isla prudente.
Consideraron que lo más conveniente era alquilar una casa, y eligieron una situada
frente a la del cónsul británico; se trataba de hacer gran ostentación de dinero y de que
se les viera por todas partes bien provistos de coches y caballos. Todo esto resultaba
fácil mientras tuvieran la botella en su poder, porque Kokua era más atrevida que
Keawe y siempre que se le ocurría, llamaba al diablo para que le proporcionase veinte o
cien dólares De esta forma pronto se hicieron notar en la ciudad; y los extranjeros
procedentes de Hawaii, y sus paseos a caballo y en coche, y los elegantes holokus y los
delicados encajes de Kokua fueron tema de muchas conversaciones.
Con el paso de los días se fueron sintiendo cada vez más deprimidos. Por la noche,
cuando se sentaban en su nueva casa después del día agotador, no intercambiaban una
sola palabra y si se rompía el silencio era porque Kokua no podía reprimir más sus
sollozos. Algunas veces rezaban juntos; otras colocaban la botella en el suelo y se
pasaban la velada contemplando los movimientos de la sombra en su interior. En tales
ocasiones tenían miedo de irse a descansar. Tardaba mucho en llegarles el sueño y si
uno de ellos se adormilaba, al despertarse hallaba al otro llorando silenciosamente en la
oscuridad o descubría que estaba solo, porque el otro había huído de la casa y de la
proximidad de la botella para pasear bajo los bananos en el jardín o para vagar por la
playa a la luz de la luna.
Así fue como Kokua se despertó una noche y encontró que Keawe se había marchado.
Tocó la cama y el otro lado del lecho estaba frío. Entonces se asustó, incorporándose.
Un poco de luz de luna se filtraba entre las persianas. Había suficiente claridad en la
habitación para distinguir la botella sobre el suelo. Afuera soplaba el viento y hacía
gemir los grandes árboles de la avenida mientras las hojas secas batían en la veranda. En
medio de todo esto Kokua tomó conciencia de otro sonido; difícilmente hubiera podido
decir si se trataba de un animal o de un hombre, pero sí que era tan triste como la muerte
y que le desgarraba el alma. Kokua se levantó sin hacer ruido, entreabrió la puerta y
contempló el jardín iluminado por la luna. Allí, bajo los bananos, yacía Keawe con la
boca pegada a la tierra y eran sus labios los que dejaban escapar aquellos gemidos.
«¡Qué negligente he sido, Dios mío!», pensó. «¡Qué débil! Es él, y no yo, quien se
enfrenta con la condenación eterna; la maldición recayó sobre su alma y no sobre la
mía. Su preocupación por mi bien y su amor por una criatura tan poco digna y tan
incapaz de ayudarle son las causas de que ahora vea tan cerca de sí las llamas del
infierno y hasta huela el humo mientras yace ahí fuera, iluminado por la luna y azotado
por el viento. ¿Soy tan torpe que hasta ahora nunca se me ha ocurrido considerar cuál es
mi deber, o quizá viéndolo he preferido ignorarlo? Pero ahora, por fin, alzo mi alma en
manos de mi afecto; ahora digo adiós a la blanca escalinata del paraíso y a los rostros de
mis amigos que están allí esperando. ¡Amor por amor y que el mío sea capaz de igualar
al de Keawe! ¡Alma por alma y que la mía perezca! »
Kokua era una mujer con gran destreza manual y en seguida estuvo preparada. Cogió el
cambio, los preciosos céntimos que siempre tenían al alcance de la mano, porque es una
moneda muy poco usada, y habían ido a aprovisionarse a una oficina del Gobierno.
Cuando Kokua avanzaba ya por la avenida, el viento trajo unas nubes que ocultaron la
luna. La ciudad dormía y la muchacha no sabía hacia dónde dirigirse hasta que oyó una
tos que salía de debajo de un árbol.
—Buen hombre —dijo Kokua—, ¿qué hace usted aquí solo en una noche tan fría?
El anciano apenas podía expresarse a causa de la tos, pero Kokua logró enterarse de que
era viejo y pobre y un extranjero en la isla.
—Ah—dijo el anciano—. Ya veo que eres la bruja de las Ocho Islas y que también
quieres perder mi alma. Pero he oído hablar de ti y te aseguro que tu perversidad nada
conseguirá contra mí.
—¡Sí que lo haría!—exclamó Kokua—. No le quepa duda. No podría ser tan malvada.
Dios no lo consentiría.
Ahora bien, cuando Kokua se quedó sola en la calle todo su valor desapareció. El viento
rugía entre los árboles y a ella le parecía que las llamas del infierno estaban ya a punto
de acometerla; las sombras se agitaban a la luz del farol, y le parecían las manos
engarfiadas de los mensajeros del maligno. Si hubiera tenido fuerzas, habría echado a
correr y de no faltarle el aliento habría gritado; pero fue incapaz de hacer nada y se
quedó temblando en la avenida como una niñita muy asustada.
—Soy muy viejo—replicó el otro—, y estoy demasiado cerca de la tumba para aceptar
favores del demonio. Pero ¿qué sucede? ¿Por qué no coges la botella? ¿Acaso dudas?
—¡Pobre niña! —dijo—; tienes miedo; tu alma te hace dudar. Bueno, me quedaré yo
con ella. Soy viejo y nunca más conoceré la felicidad en este mundo, y, en cuanto al
otro...
—¡Démela! —jadeó Kokua—. Aquí tiene su dinero. ¿Cree que soy tan vil como para
eso? Deme la botella.
Kokua ocultó la botella bajo su holoku, se despidió del anciano y echó a andar por la
avenida sin preocuparse de saber en qué dirección. Porque ahora todos los caminos le
daban lo mismo; todos la llevaban igualmente al infierno. Unas veces iba andando y
otras corría; unas veces gritaba y otras se tumbaba en el polvo junto al camino y lloraba.
Todo lo que había oído sobre el infierno le volvía ahora a la imaginación, contemplaba
el brillo de las llamas, se asfixiaba con el acre olor del humo y sentía deshacerse su
carne sobre los carbones encendidos.
Poco antes del amanecer consiguió serenarse y volver a casa. Keawe dormía igual que
un niño, tal como el anciano le había asegurado. Kokua se detuvo a contemplar su
rostro.
Después Kokua se tumbó en la cama al lado de Keawe y su dolor era tan grande que
cayó al instante en un sopor profundísimo.
Mientras tanto Keawe comía y charlaba, hacía planes para su regreso a Hawaii, le daba
las gracias a Kokua por haberlo salvado, la acariciaba y le decía que en realidad el
milagro era obra suya. Luego Keawe empezó a reírse del viejo que había sido lo
suficientemente estúpido como para comprar la botella.
—¡Tonterías! —exclamó acto seguido—. Un viejo pícaro, te lo digo yo; y estúpido por
añadidura. Ya era bien difícil vender la botella por cuatro céntimos, pero por tres será
completamente imposible. Apenas queda margen y todo el asunto empieza a oler a
chamusquina... —dijo Keawe, estremeciéndose—. Es cierto que yo la compré por un
centavo cuando no sabía que hubiera monedas de menos valor. Pero es absurdo hacer
una cosa así; nunca aparecerá otro que haga lo mismo, y la persona que tenga ahora esa
botella se la llevará consigo a la tumba.
—¿No es una cosa terrible, esposo mío dijo Kokua—, que la salvación propia signifique
la condenación eterna de otra persona? Creo que yo no podría tomarlo a broma. Creo
que me sentiría abatido y lleno de melancolía. Rezaría por el nuevo dueño de la botella.
Keawe se enfadó aún más al darse cuenta de la verdad que encerraban las palabras de
Kokua.
¿Qué posibilidades tenía ella de vender la botella por dos céntimos? Kokua se daba
cuenta de que no tenía ninguna. Y en el caso de que tuviera alguna, ahí estaba su marido
empeñado en devolverla a toda prisa a un país donde no había ninguna moneda inferior
al centavo. Y ahí estaba su marido abandonándola y recriminándola a la mañana
siguiente después de su sacrificio.
Esto hizo que Keawe se enfadara todavía más con ella, porque creía que le entristecía el
destino del anciano, y consigo mismo, porque pensaba que Kokua tenía razón y se
avergonzaba de ser tan feliz.
Keawe volvió a marcharse muy furioso y estuvo vagabundeando todo el día por la
ciudad. Se encontró con unos amigos y estuvieron bebiendo juntos; luego alquilaron un
coche para ir al campo y allí siguieron bebiendo.
Uno de los que bebían con Keawe era un brutal haole ya viejo que había sido
contramaestre de un ballenero y también prófugo, buscador de oro y presidiario en
varias cárceles. Era un hombre rastrero; le gustaba beber y ver borrachos a los demás; y
se empeñaba en que Keawe tomara una copa tras otra. Muy pronto, a ninguno de ellos le
quedaba más dinero.
—¡Eh, tú! —dijo el contramaestre—, siempre estás diciendo que eres rico. Que tienes
una botella o alguna tontería parecida.
«No me extrañaría que fuera falsa», pensó. «¿Por qué tendría que entristecerle tanto mi
liberación? Pero voy a demostrarle que a mí no se me engaña tan fácilmente. La pillaré
in fraganti.
Kokua estaba sentada en el suelo con la lámpara a su lado; delante había una botella de
color lechoso, con una panza muy redonda y un cuello muy largo; y mientras la
contemplaba, Kokua se retorcía las manos.
Keawe se quedó mucho tiempo en la puerta, mirando. Al principio fue incapaz de
reaccionar; luego tuvo miedo de que la venta no hubiera sido válida y de que la botella
hubiera vuelto a sus manos como le sucediera en San Francisco; y al pensar en esto notó
que se le doblaban las rodillas y los vapores del vino se esfumaron de su cabeza como la
neblina desaparece de un río con los primeros rayos del sol. Después se le ocurrió otra
idea. Era una idea muy extraña e hizo que le ardieran las mejillas
De manera que cerró la puerta, dio la vuelta a la casa y entró de nuevo haciendo mucho
ruido, como si acabara de llegar. Pero cuando abrió la puerta principal ya no se veía la
botella por ninguna parte; y Kokua estaba sentada en una silla y se sobresaltó como
alguien que se despierta.
—He estado bebiendo y divirtiéndome todo el día —dijo Keawe—. He encontrado unos
camaradas muy simpáticos y vengo sólo a por más dinero para seguir bebiendo y
corriéndonos la gran juerga.
Tanto su rostro como su voz eran tan severos como los de un juez, pero Kokua estaba
demasiado preocupada para darse cuenta.
—Haces muy bien en usar de tu dinero, esposo mío —dijo ella con voz temblorosa.
—Ya sé que hago bien en todo—dijo Keawe, yendo directamente hacia el baúl y
cogiendo el dinero. Pero también miró detrás, en el rincón donde guardaba la botella,
pero la botella no estaba allí.
Entonces el baúl empezó a moverse como un alga marina y la casa a dilatarse como una
espiral de humo, porque Keawe comprendió que estaba perdido, y que no le quedaba
ninguna escapatoria. «Es lo que me temía», pensó; «es ella la que ha comprado la
botella.»
Luego se recobró un poco, alzándose de nuevo; pero el sudor le corría por la cara tan
abundante como si se tratara de gotas de lluvia y tan frío como si fuera agua de pozo.
—Kokua—dijo Keawe—, esta mañana me he enfadado contigo sin razón alguna. Ahora
voy otra vez a divertirme con mis compañeros—añadió, riendo sin mucho entusiasmo
—. Pero sé que lo pasaré mejor si me perdonas antes de marcharme.
Un momento después Kokua estaba agarrada a sus rodillas y se las besaba mientras ríos
de lágrimas corrían por sus mejillas.
—Ojalá que nunca volvamos a pensar mal el uno del otro—dijo Keawe; acto seguido
volvió a marcharse.
Keawe no había cogido más dinero que parte de la provisión de monedas de un céntimo
que consiguieran nada más llegar. Sabía muy bien que no tenía ningún deseo de seguir
bebiendo. Puesto que su mujer había dado su alma por él, Keawe tenía ahora que dar la
suya por Kokua; no era posible pensar en otra cosa.
—Debe de ser cierto—dijo el contramaestre—, porque estás tan serio como si vinieras
de un entierro.
De manera que el ballenero se alejó por la avenida; y Keawe se quedó esperándolo. Era
muy cerca del sitio donde Kokua había esperado la noche anterior; pero Keawe estaba
más decidido y no tuvo un solo momento de vacilación; sólo su alma estaba llena del
amargor de la desesperación.
Le pareció que llevaba ya mucho rato esperando cuando oyó que alguien se acercaba,
cantando por la avenida todavía a oscuras. Reconoció en seguida la voz del
contramaestre; pero era extraño que repentinamente diera la impresión de estar mucho
más borracho que antes.
—Calculo que voy a ir a parar allí de todas formas —replicó el marinero—; y esta
botella es la mejor compañía que he encontrado para ese viaje. ¡No, señor! —exclamó
de nuevo—; esta botella es mía ahora y ya puedes ir buscándote otra.
—¿Es posible que sea verdad todo esto?—exclamó Keawe—. ¡Por tu propio bien, te lo
ruego, véndemela!
Pero Keawe corrió a reunirse con Kokua con la velocidad del viento; y grande fue su
alegría aquella noche; y grande, desde entonces, ha sido la paz que colma todos sus días
en la Casa Resplandeciente.